Santo Tomás de Aquino GER

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1. Datos biográficos.

Tomás de Aquino nació, según la opinión más probable, a fines de 1225, en el


castillo de Rocaseca, cerca de Nápoles. Fue el séptimo y último de los hijos
varones de Landolfo de Aquino y Teodora de Teate. A los cinco años de edad fue
enviado por su padre al monasterio de Montecasino. Pero los acontecimientos
políticos, que desde 1236 hicieron críticas las relaciones entre el emperador
Federico II y el papa Gregorio IX, condujeron en 1239 a la excomunión de Federico
II, quien convirtió el monasterio benedictino en fortaleza, y expulsó a los monjes.
Entonces Landolfo, de acuerdo con el Abad, envió a Santo Tomás a Nápoles. Allí
estudió Arte (filosofía y letras), y, a través de fr. Juan de San Julián, Tomás fue
conociendo el espíritu y vida de los dominicos (v.), y pronto llegó a persuadirse de
que ésa era su vocación, donde confluían armónicamente el estado religioso, el
estudio y la enseñanza. Muerto su padre en 1243, Santo Tomás fue admitido en el
convento de San Domenico Maggiore (Nápoles) en 1244. Comenzó el noviciado
sin advertir a su familia, que se habría opuesto a su decisión. Para evitar posibles
conflictos familiares, el general de la Orden, Juan de Wildeshausen, decidió que
Santo Tomás marchase a Bolonia para completar su noviciado, y después a París
a continuar los estudios universitarios. Pero la noticia llegó a su madre, y después
de diversas vicisitudes, Santo Tomás fue raptado por sus hermanos y conducido a
Rocaseca. Preso en su propia casa, Santo Tomás tuvo que sufrir todo tipo de
intentos para que dejase el hábito dominico y vistiese el benedictino o volviese al
estado seglar. Permaneció, no obstante, firme en su decisión y dedicado a la
oración y al estudio, desde mediados de 1244 hasta que, al final de 1245, logró
escapar del castillo y volver a Nápoles, donde probablemente terminó su
noviciado. En 1247 fue enviado al Estudio General de París, y poco después al de
Colonia, dirigido por Alberto de Bollstádt (v. ALBERTO MAGNO, SAN). Después
de cuatro años de estudio en Colonia fue ordenado sacerdote (probablemente en
1251). Bajo la dirección de S. Alberto, Santo Tomás comenzó su labor docente en
Colonia. Un año después, en 1252, fue nombrado bachiller bíblico en París,
explicando entonces un bienio de comentarios bíblicos. Poco más tarde fue
nombrado bachiller sentenciario, explicando otra bienio (1254-56) dedicado a las
Sentencias de Pedro Lombardo (v.). De esta época data probablemente su
comentario a las Sentencias, si bien posteriormente lo modificó y amplió.
Fueron años de notable agitación y luchas en la Universidad, caracterizadas en
buena parte por la oposición de los profesores del clero secular contra los
religiosos (franciscanos y dominicos) que regentaban algunas cátedras. En ese
ambiente de tensión, el Canciller de la Univ. de París, Aimerico de Veire,
conociendo la voluntad expresa del Papa de que Tomás de Aquino fuese
nombrado maestro en Sacra Pagina (Dr. en Teología y profesor de la Univ.),
expidió la licentia docendi a Tomás (febrero de 1256). Pero, por la tensión
universitaria, hasta el 15 ago. 1257 no se realizó la admisión de Santo Tomás
como Maestro y Regente de la cátedra de Teología llamada para extranjeros. Tres
años más duró su docencia en París. Su actividad científica y docente fue en esos
años intensísima. Además de las lecciones ordinarias, presidió numerosas
disputas solemnes: de esa época datan varias de sus quaestiones disputatae, y
algunas de las quaestiones quodlibetales. También es de esa época su comentario
a Isaías, los comentarios a Boecio, y el primer libro de la Summa contra Gentiles.
En esos años fue consejero del rey Luis IX (v.) de Francia, y desarrolló una amplia
labor de predicación.
En 1259 regresó a Italia, donde permaneció nueve años. Fue nombrado
Predicador general de la Orden, y su estancia en Italia se distribuyó principalmente
entre Anagni (1259-61), Orvieto (1261-64), Roma (1265-67) y Viterbo (1267-68); es
decir, en las ciudades en que se encontraba la Corte pontificia, ya que Santo
Tomás fue nombrado profesor del Estudio General Pontificio y consultor teológico
del Papa. En los años de estancia en Roma fundó un estudio general en el
convento de S. Sabina. La intensidad de su trabajo científico iba acompañada y
precedida siempre de la oración -alma contemplativa, consciente de los límites del
entendimiento humano, no abordaba nunca el estudio sin acudir antes a la
impetración del auxilio divino-; además desarrolló continuamente su labor
estrictamente sacerdotal. En estos años de estancia en Italia aumentó
considerablemente su obra escrita: comentarios a las Epístolas de S. Pablo,
nuevas quaestiones disputatae y quodlibetales, Catena Aurea, la parte de
la Summa Theologiae, comentarios a Aristóteles, etc.
En noviembre de 1268 volvió a París, para ocupar de nuevo la cátedra de Teología
para extranjeros. Entre las tensiones académicas, que no parecían disminuir,
Tomás desarrolló una extensa actividad docente y escribió nuevas obras filosóficas
y teológicas, y dio respuestas y soluciones a las numerosas consultas que le
hacían. A fines de marzo de 1272, los desórdenes universitarios desembocaron en
una huelga general prolongada. Ante esa situación, y aceptando la petición del rey
Carlos I de Anjou, los superiores enviaron a Santo Tomás de nuevo a Italia, como
profesor de la Univ. de Nápoles.
El 5 dic. 1273, fiesta de S. Nicolás, después de celebrar la Santa Misa, se
experimentó un cambio importante: Santo Tomás dejó de escribir y se negó a
dictar a los amanuenses, dejando sin concluir la Suma Teológica. Entonces sus
superiores enviaron a Santo Tomás a descansar, temiendo un agotamiento
completo del Santo. Obedeció, y en compañía de su secretario, fr. Reginaldo de
Privezno, y de fr. Santiago de Salerno, fue al castillo de S. Severino, propiedad de
su hermana Teodora, condesa de Marsico. Allí permaneció un mes, sin que su
estado de salud mejorase. De vuelta a Nápoles, fr. Reginaldo insistió de nuevo a
Santo Tomás para que terminase de dictar la Summa: la respuesta era la misma:
“No puedo”. Hasta que, según cuentan sus biógrafos, dijo a su fiel secretario:
“Después de lo que Dios se dignó revelarme, todo lo que he escrito me parece
demasiado poco”. Tres semanas después, Santo Tomás se puso en camino para
asistir como teólogo al Conc. II de Lyon, al que había sido convocado
personalmente por el papa Gregorio X. En el viaje, su salud fue empeorando y m.
el 7 mar. 1274, a los 49 años de edad, en el ,convento de Fosanova, entre Nápoles
y Roma. Ya en el lecho de muerte, comentó a los religiosos de aquel convento el
Cantar de los Cantares. Conservó la lucidez hasta el último momento, y su muerte
estuvo llena de serenidad y con señales sencillas, pero patentes, de su inmenso
amor a Dios. El dolor por su fallecimiento fue grande y universal. Fue canonizado
solemnemente en Aviñón por el papa Juan XXII el 18 jul. 1323.
2. Obras.
No se conservan todas sus obras. En las diversas ediciones hay, en cambio,
algunas obras menores cuya autenticidad es dudosa. De las que nos han llegado,
algunas fueron escritas o dictadas por el Santo; otras son los apuntes tomados en
sus clases por otras personas. De entre los diversos criterios que pueden seguirse
para clasificarlas -cronológico, temático, etc- aquí parece más útil seguir el de
dividirlas en dos grandes grupos: comentarios y obras personales, aunque
advirtiendo que en los comentarios no se limitó a glosar los textos que comentaba,
sino que -manteniéndose en los límites de ese género- desarrolló en ellos una
parte importante de su producción original.
A. Comentarios.
a) Escriturísticos. Su obra contiene numerosos y extensos comentarios a la S. E.
(Job, Isaías, jeremías, Lamentaciones, Salmos, Evangelios de S. Mateo y S. Juan
y Epístolas de S. Pablo). Compuso también la Catena Aurea super quatuor
Evangelia, en la que en forma de glosa continua recogió, a petición del papa
Urbano IV, comentarios de los Padres sobre cada versículo de los Evangelios.
b) Filosóficos. Se trata de comentarios a Aristóteles (In libros perihermeneias
expositio; In lib. Posteriorum Analyticorum exp.; In octo lib. Physicorum exp.; In lib.
de Coelo et Mundo exp.; In quatuor lib. Meteorologicorum exp.; In lib. de
generatione- et corruptione exp.; In tres lib. de Anima exp.; In lib. de Sensu et
Sensato exp.; In lib. de Memoria et Reminiscentia exp.; In duodecim lib.
Metaphysicorum exp.; In decem lib. Ethicorum ad Nicomachum exp.; In lib.
Politicorum exp.). Santo Tomás dejó sin terminar algunos de estos comentarios, y
fueron completados posteriormente por Cayetano (v.), Pedro de Auvergne, Tomás
de Sutton, y quizá también por Juan Quidort. Debe incluirse aquí también el
comentario al neoplatónico De Causis (In lib. De Causis exp.).
c) Teológicos. Hay que mencionar ante todo el comentario a Pedro Lombardo que
constituye una de las obras más famosas de Tomás de Aquino: Scriptum super
quatuor libras Sententiarum Magistri Petri Lombardi, comparable -en estilo,
extensión y cuestiones tratadas- a la Suma Teológica. Tiene también comentarios
a oraciones y textos dogmáticos y disciplinares (In Symbolum Apost. exp.; In
orationem Dominicam exp.; In Salutationem Angelicam exp.; Expositío primae
Decretalis y Exp. super Secundam Decretalem); a Boecio (In lib. Boethii De
Trinitate exp.; In lib. Boeth. De Hebdomadibus exp.); al Pseudo-Dionisio (In lib.
Bea. Dionysii De Divinis Nominibus exp.).
B. Obras personales.
Se suelen dividir -atendiendo a su extensión- en mayores y menores.
a) Obras mayores: Summa contra Gentiles y Summa Theologiae, que pueden
considerarse tratados completos; especialmente de Teología la segunda, y de
filosofía al servicio de la fe la primera. Quaestiones disputatae: De Veritate, De
Potentia, De Spiritualibus Creaturis, De Anima, De Unione Verbi Incarnati, De
Virtutibus in communi, De Caritate, De Malo, De Virtutibus Cardinalibus, De Spe,
De correptione fraterna, De Sensibus Sacrae Scripturae y De opere manuali
religiosorum. Quaestiones Quodlibetales (doce, divididas a su vez en cuestiones y
artículos).
b) Obras menores u opúsculos: de índole teológica: De articulis fidei et Ecclesiae
sacramentas; Compendium Theologiae; De sortibus; De iudiciis astrorum; De
emptione et venditione; De forma absolutionis; De secreto; De rationibus fidei
contra saracenos, graecos et armenos; Contra errores graecorum; Contra
impugnantes Dei cultum et religionem; De perfectione vitae spiritualis; Contra
pestiferam doctrinam retrahentium homines a religionis ingressu; In duo praecepta
caritatis et in decem praecepta legis; etc.
De índole filosófica: De substanriis separatis seu de Angelorum natura; De
aeternitate mundi contra murmurantes; De regimini Principum; De regimini
Iudaeorum; De ente et essentia; De principiis naturae; De occultis operationibus
naturae; De mixtione elementorum; De motu cordis; De unitate intellectus contra
averroistas; De modo studendi; etc.
c) Merecen mencionarse, por último, sus collationes y sermones, así como las
muchas oraciones que compuso (Piae preces), incorporadas algunas de ellas a la
liturgia de la Iglesia.
Por lo que se refiere a las ediciones completas de sus obras, digamos que la más
célebre entre las antiguas es de S. Pío V (editio piana) de 1570; otras importantes
son las de: Venecia 1592, Amberes 1612, París 1660, Roma-Padua 1666-98,
Venecia 1745-60, Parma 1852-73, París 1871-80. La nueva edición crítica
(leonina) comenzó a aparecer en 1882; ha publicado un buen número de las obras,
y recientemente la Comisión leonina ha sido reorganizada, recomenzando su
trabajo con la edición en 1965 del Comentario al libro de lob, al que han seguido ya
otras obras. El plano general de esa edición prevé 50 vol., más uno de índices. Las
dos Sumas (especialmente la teológica) se han traducido a muchos idiomas,
occidentales y orientales, y sus ediciones son también muy numerosas. En
castellano, ambas Sumas están editadas por la BAC.
3. Carácter general de su doctrina.
Tomás de Aquino fue un hombre de fe. Su pensamiento especulativo se inicia
desde el conocimiento de las realidades reveladas por Dios: de una fe nunca
puesta en duda. En su estudio de la filosofía, que realizó en textos tanto filosóficos
como teológicos, juzga esa filosofía, sin limitarse a una asimilación pasiva: en su
proceso la juzga con la razón, y en sus conclusiones la juzga también a la luz de la
fe. Tomás de Aquino comienza su Teología con el estudio detenido de las fuentes
de la Revelación y de la teología elaborada anteriormente. A lo largo de su
elaboración siente la necesidad de una filosofía todavía no hecha y que ha de
desarrollar él mismo. En la medida que va disponiendo de ese instrumento, su
teología alcanza vértices supremos; y de esos vértices se sigue también una
mayor altura y perfección de su filosofía. Así, aunque tiene obras estrictamente
filosóficas, quizá lo mejor de su filosofía aparece dentro de otras teológicas (mucho
más que en sus comentarios a Aristóteles); y se puede decir, en general, que en
Tomás de Aquino filosofía y teología aparecen unidas -no confundidas- en una
armonía cuya finalidad última es teológica. La importancia y lo original de su base
filosófica, y la altura a que llevó la especulación teológica hace conveniente
comenzar la exposición de su doctrina analizando lo que nos dice sobre la armonía
entre fe y razón; entre filosofía y teología.
Existe un doble orden de conocimiento: natural y sobrenatural. El hombre, con su
propia capacidad intelectual (V. ENTENDIMIENTO; INTELIGENCIA; RAZÓN),
puede llegar a un cierto conocimiento del mundo y de Dios; por la elevación
sobrenatural, el mismo Dios le infunde una capacidad superior (la fe), por la que
puede conocer realidades reveladas por Dios, que exceden por completo su
capacidad natural (V. FE; REVELACIÓN). En el creyente, esos dos conocimientos
están unidos sin confusión: la fe da sobrenaturalmente un conocimiento cierto (v.
CERTEZA) de realidades, que se integra con otros conocimientos naturalmente
alcanzados, mediante la noción misma de realidad (v.). La fe realiza una elevación
del entendimiento, llevándole a conocer verdades a las que solo no podría llegar.
Pero, junto a esto, la fe opera además -respecto al entendimiento que la posee-
una obra de sanación: como consecuencia del pecado original (v. PECADO III, s),
la razón humana se encuentra oscurecida, por debajo de su propia capacidad
natural (cfr. De Malo, 2,12); oscurecimiento que se manifiesta especialmente en
relación a las verdades sobre Dios, a las que el hombre puede llegar con la sola
razón natural, pero a las que de hecho sólo llega con gran dificultad e
imperfección; la fe nos da a conocer también esas verdades naturales que se
refieren a las relaciones del hombre con Dios (cfr. Suma contra gentiles, 1,4) y
restituye a la inteligencia parte de la luz perdida, sanando de algún modo la
oscuridad infranatural.
La unión -sin confusión- entre fe y razón (V. RAZÓN II; REVELACIÓN IV) en el
creyente significa, entre otras cosas, que la fe se edifica sobre la razón; hay entre
ellas una cierta continuidad: para creer es necesario un conocimiento previo
(praecognitio: cfr. In 3 Sent. d24 a2 soll ad3); no sería posible, p. ej., creer que
Dios es eterno, si la razón natural no pudiese captar naturalmente, al menos en
cierta medida, qué es Dios y qué es la eternidad (cfr. Sum. Th. 2-2 q8 a8 ad2). De
ahí que para el ejercicio de la fe sea necesario el ejercicio de la razón natural, y
que, aunque la razón no pueda alcanzar por sí misma la fe -que es don de Dios-, sí
pueda impedirla. He ahí una de las motivaciones primeras del trabajo teológico: los
Padres de la Iglesia, dice Tomás de Aquino, empezaron la teología precisamente
para excluir los errores (cfr. De Potentia, 9,5). La fe no puede probarse con
razones necesarias y tampoco puede impugnarse con razones necesarias (cfr. De
rationibus fidei, 2); pueden rechazarse los errores, pero no pueden demostrarse las
verdades de la fe.
La teología es el conocimiento científico de la fe; es el desarrollo que el creyente
hace de su fe por medio de la razón que la posee. En consecuencia, la fe es el, el
fundamento y regla de la teología (cfr. In De Divinis Nominibus, 2,4). Los principios
de la ciencia teológica serán, pues, los artículos de la fe, sobre los que el creyente
posee una certeza superior incluso a la certeza natural sobre los primeros
principios de la razón (cfr. In Sent. prol., ql a3 ql a3 sol2 y 3). Esa certeza de lafe
no se deriva de la evidencia intrínseca de la verdad sobrenatural conocida -no
alcanzable por la inteligencia humana-, sino que se fundamenta en la autoridad de
Dios acogida en la luz sobrenatural que Él infunde en la inteligencia con la gracia
(v.) Tenemos así una doble continuidad: de la fe con la razón natural; y de la
teología con la fe. Y de ella se desprende la necesidad de otra doble continuidad:
de la teología con la filosofía; y de la filosofía con el ejercicio espontáneo de la
razón natural. Históricamente la teología se ha hecho desde la fe con la filosofía;
los Padres de la Iglesia fueron creando poco a poco un instrumento filosófico en
armonía con la fe, no amoldando ésta al pensamiento griego, sino sanando con
ella esas doctrinas. Esta filosofía nace al amparo de la fe, y en ella tiene su regla
última y superior; sin embargo, no es teología, sino filosofía, ya que utiliza en sus
razonamientos la luz natural de la razón. Pero habilita a esa razón iluminada por la
fe para el ejercicio teológico. La filosofía, respecto a la teología, debe ser sólo
instrumento, y debe evitarse un doble abuso: llamar filosofía a los errores
contrarios a la fe, y medir la fe con el rasero de la filosofía, rebajándola a su nivel
de conocimiento (cfr. In Boéth. De Trinitate, proem., 2,3).
El conocimiento natural espontáneo recto, que es -como queda dicho- la base
humana necesaria para el ejercicio de la fe, ha de ser el y fundamento de la
filosofía, para que ésta no contradiga a la fe, y, por tanto, sirva como instrumento
para la teología. Por tanto, el conocimiento filosófico, si es recto, está en
continuidad con el espontáneo; no consiste la filosofía en empezar sin ningún
conocimiento previo, sino que ha de partir de las primeras evidencias naturales y
se realiza con las mismas facultades cognoscitivas: desarrolla el conocimiento
espontáneo, pasa de la definición nominal a la real, precisa y distingue, explicita
los razonamientos espontáneos y obtiene otros nuevos.
Razón y fe, filosofía (v.) y teología (v.), alcanzan la realidad a niveles distintos. Y
en esa realidad hay una unidad (en cuanto toda ella proviene de una única Causa
primera, Dios, y en cuanto toda ella -natural y sobrenatural- es precisamente
realidad), y también hay unidad del hombre que sabe y cree (conoce natural y
sobrenaturalmente con una misma inteligencia); esa unidad en la noción misma de
realidad nos lleva a descubrir que la filosofía, al menos en su núcleo fundamental,
es metafísica (filosofía de la realidad en cuanto tal, filosofía del ser). Precisamente
ahí se encuentra, en la doctrina de Tomás de Aquino, el efectivo punto de
comunicación entre verdad filosófica y verdad teológica: en la común pertenencia a
la verdad del ser (cfr. De Caritate, 9 ad 1). Por tanto, para elaborar una teología
auténtica, es necesaria una auténtica filosofía del ser, de la realidad en cuanto tal:
entre otras cosas, porque sólo esa metafísica está intrínsecamente dispuesta para
aceptar el dato de fe tal como es, y, por tanto, a situarse en una relación de
subordinación respecto a la fe. Filosofía y teología, no sólo no se oponen, sino que
mutuamente se ayudan, de modo análogo a como la razón y la fe no se
contradicen, sino que el ejercicio de la fe necesita del ejercicio de la razón, y la fe
no sólo eleva, sino que además sana a la razón.
Por último, hay que considerar la actitud interior que ha de tenerse ante el misterio
de Dios, conocido por la fe. Una actitud de adoración, de sumisión total y absoluta
-no condicionada-, sabiendo que llega un momento en que, ante lo inefable de la
divinidad, el teólogo, y con más razón el filósofo, ha de guardar, con veneración,
un casto silencio: venerantes indicibilia Deitatis casto silentio (In De Divinis
Nominibus, 1,2).
II. GRANDES LINEAS DE SU FILOSOFIA.
El Santo no ha expuesto en ninguna de sus obras el conjunto de su filosofía de
modo completo y globalmente sistemático. Más aún, las características de su
filosofía -como las del conocimiento humano en toda su amplitud- la hacen más
bien refractaria a las estrecheces de un esquema y, por tanto, al sistema, si por
sistema se entiende un ámbito cerrado de pensamiento, rígidamente
predeterminado por una consecuencialidad lógico-formal (v. SÍNTESIS). Sin
embargo, la filosofía de Tomás de Aquino no carece de estructura, de orden y de
exigencias metodológicas; sólo que todo eso no es un a priori como puede serlo la
estructura de un edificio o de un producto artificial cualquiera: es más bien como
un principio vital cuyas características y virtualidades se manifiestan en la medida
en que se desarrollan. En diversas épocas se han propuesto varias posibles
sistematizaciones de la filosofía de Tomás de Aquino, y se ha tratado de señalar
en un punto o en otro lo que podría considerarse su piedra angular. Excluidos los
intentos que adolecían de un cierto racionalismo o de formalismo o de
presupuestos erróneos (como el de que en Tomás de Aquino no hay ninguna
filosofía propia, sino una perfectamente reductible al aristotelismo), en los últimos
años ha habido aportaciones de gran valor, sin que por otra parte nadie haya
pretendido ni podido ofrecer una sistematización completa y definitiva de una
filosofía tan rica, en la que se integran -en síntesis superadora- los elementos
válidos de la filosofía anterior junto a elementos estrictamente originales.
Esa filosofía anterior a la que acabamos de hacer referencia tiene dos nombres
fundamentales: Platón (v.) y Aristóteles (v.). Los elementos platónicos llegaron a
Tomás de Aquino en parte directamente, en parte a través de Macrobio y Apuleyo,
y en buena parte a través de la especulación neoplatónica avalorada en cierta
medida por la autoridad de S. Agustín (v.). Entre las fuentes neoplatónicas pueden
señalarse principalmente el Pseudo-Dionisio (v.), Plotino (v.) a través de Proclo (v.)
y Porfirio (v.), y el liber De Causis, de origen incierto, pero que parece ser la
traducción de una versión árabe de la Elementatio theologica de Proclo. Como es
lógico, Tomás de Aquino también conoció la obra de Platón a través del mismo
Aristóteles. Los elementos aristotélicos llegaron a Tomás de Aquino directamente y
a través de la filosofía árabe, principalmente de Avicena (v.) y Averroes (v.);
también es importante en este sentido Boecio (v.), en quien junto a elementos
aristotélicos se encuentran otros neoplatónicos, probablemente por influencia de
Porfirio.
A continuación, con una finalidad de síntesis expositiva, más que de un estudio
detallado de los diversos temas, se ofrece una ordenada visión de conjunto de los
temas filosóficos más importantes.
1. El ente.
a) Descripción del ente. Todas las ciencias tienen como objeto algo real, y con
ellas vamos conociendo cada vez mejor diversos aspectos de cómo es la realidad.
La metafísica (o filosofía primera) considera la característica común y fundamental
de esos objetos particulares: su realidad. Es el aspecto más básico, que todas las
demás ciencias dan por supuesto (cfr. In 4 Metaphys. l). Lo primero en nuestro
conocimiento es la aprehensión de algo que existe (ente, ens), y sin ese primer
conocimiento nada aprehende la inteligencia (cfr. In 1 Sent. d8 ql a3). No hay
nociones más sencillas y primeras: de ahí la dificultad para explicar el significado
de palabras como algo, cosa o ser, y a la vez que nada haya más fácil de
entender. Al ser lo primero, lo real o el ente no puede ser definido, sólo admite
descripción: ente es aquello que es (cfr. De ente et essentia, l). Esa primera noción
va unida a unos juicios primeros que expresan conocimientos que poseemos de
modo natural y espontáneo: es imposible ser y no ser a la vez (cfr. In 11 Metaphys.
1); con esa primera afirmación expresamos la positividad de lo real (v. SER;
REALIDAD; PRINCIPIO; CONTRADICCIÓN; IDENTIDAD).
b) El cambio: materia prima, sustancia, accidentes. Pero la experiencia nos
muestra una realidad peculiar: el movimiento o el cambio (v.) en general, que nos
permite ver que las cosas, además de lo que son en cada momento, tienen la
capacidad real de ser otro, de adquirir perfecciones o perderlas. Ya en el lenguaje
ordinario esa capacidad recibe el nombre de potencia (v.): de hacer algo o
potencia activa, y de recibir la acción de otro o potencia pasiva (cfr. In 9 Metaphys.
l). Cuando se ejercita la capacidad de obrar tenemos el acto (v.) o acción; cuando
se realiza lo que estaba en potencia pasiva, tenemos el acto correspondiente a esa
potencia. De por sí, acto dice perfección, realidad: no es definible por ser una
noción primaria; sólo puede mostrarse por ejemplos concretos en que se ve la
actualidad respecto a un aspecto que antes estaba en potencia (cfr. In 5 Metaphys.
14). Potencia y acto propiamente no son dos “estados sucesivos”. Ya que acto
indica simplemente realidad, de modo que los actos concretos que observamos -
por no ser puramente actos, sino actos limitados: acto de correr, p. ej., y no de otra
cosa- están limitados precisamente por su correspondiente potencia,
análogamente a como lo recibido se limita por el recipiente (cfr. Quodlib. 7,1,1 adl).
La potencia no es, pues, sustituida por el acto, sino que recibe el acto siendo por él
actualizada o realizada. Por tanto, mientras no es posible algo que sea simple y
pura potencia (la potencia, para ser real, ha de ser potencia de algo existente, por
tanto, ya en acto respecto al ser), sin embargo, nada impide pensar en un Acto
Puro, no limitado por potencia alguna (tal Acto Puro efectivamente existe y es Dios,
como se comprueba al término de la vía para llegar al conocimiento de Dios: cfr.
Sum. Th. 1 q2 a3).
El movimiento es algo real, y, por tanto, acto: es el acto de un existente en
potencia en cuanto que está en potencia; es, pues, un acto imperfecto, todavía no
terminado: pero no es acto y potencia respecto a lo mismo, lo que sería
contradictorio (cfr. Contra gentiles, 1,13). Sin embargo, un acto puede ser a la vez
potencia respecto a otro acto más perfecto: así, poseer una ciencia es acto
respecto a la capacidad de adquirirla, pero es potencia respecto a ejercerla
actualmente (cfr. ib. 1,45). En el mundo material observamos cambios profundos,
por los que un ente deja de ser lo que es y pasa a ser otra cosa. Es patente que se
trata de cambios, no de aniquilación de una cosa y producción ex nihilo de otra;
habrá, pues, un sustrato que permanece, que ha de ser una potencia que
participaba de un acto y pasa a participar de otro acto distinto. Esa potencia,
sustrato común último de los cambios materiales, recibe el nombre de materia
prima: el acto que recibe, constituyendo el ente material, se llama forma sustancial
o acto formal sustancial (v. HILEMORFISMO). La materia prima es, pues, sólo
potencia, pero no potencia pura, ya que siempre es actuada -por ser real- por
algún acto formal sustancial (cfr. In 7 Metaphys. 2) (v. MATERIA I). La potencia y el
acto se corresponden, pero no de modo completamente unívoco: una misma
potencia puede actualizarse por actos distintos pero siempre del mismo tipo (p. ej.,
la potencia de pensar sólo se actualiza pensando, pero se pueden pensar cosas
diversas). Así, los actos a los que se ordena la materia prima, aunque son
diversos, son todos de un mismo tipo: son formas sustanciales, es decir,
constitutivos de lo que las cosas son.
Además de esos cambios sustanciales, observamos otros cambios en los que
permanece el mismo ente, siendo lo mismo que era (p. ej., el cambio de posición
en el espacio de un ente respecto a otro). Lo perdido o ganado en estos cambios
es algo real, pero no sustancialmente constitutivo: se llama accidente (v.). Los
accidentes resultan, pues, de la actualización de ciertas potencias del sujeto que
permanece, que se llama substancia (v.), es decir, materia prima actualizada por la
forma sustancial. Los accidentes no son una especie de “envoltura” externa de la
substancia, sino modos de ser de la misma, que pueden variar sin que la cosa deje
de ser lo que es. Por eso, los accidentes propiamente no son, sino que la
substancia es según esos accidentes (cfr. Sum. Th 1 q45 a4). Por tanto, el
accidente recibe de la substancia el ser; la substancia recibe del accidente el ser
de un modo concreto (accidental). El ser del accidente es, por tanto, un ser-en
(inherir, esse in).
c) Esencia y acto de ser. El ente singular concreto es lo primero conocido: se
conoce que es de hecho (existe), y -al menos confusamente- se conoce lo que es
(v. REALISMO II, B9). Observamos que lo que es el ente no incluye en sí y de por
sí la necesidad de ser, pues podría no haber sido e incluso, a veces, puede dejar
de ser lo que es. De ahí se descubre la distinción entre aquello por lo que una cosa
es lo que es, que llamamos esencia (v.), y aquello por lo que el ente es (existe),
que podemos llamar de diversos modos: ser, esse, actus essendi, existencia (v.).
Esta distinción entre essentia y esse no es de razón (no se trata de dos aspectos
de lo mismo, el ente), sino distinción real entre dos principios metafísicos de la
realidad. Este punto, fundamental en la filosofía de Tomás de Aquino, se expresa
diciendo que el ente no es su ser (esse), sino que tiene ser (ens non est suum
esse, sed est habens esse: cfr. In 2 Sent. dl ql al soll). La clave para captar esa
distinción está en la noción de participación (v.): el ente es por participación (cfr.
Sum. Th. 1 q3 a4; Contra gentiles, 1,22). Así, el ente tiene esencia y ser, pero no
como “paralelos” o independientes, sino con una precisa relación entre sí: el esse
es “recibido” por la esencia, ya que ésta es puesta en la realidad o realizada por el
esse, y no al revés. La relación esencia esse es, pues, la relación recipiente-
recibido, es decir, participante-participado, que es -metafísicamente- relación
potencia-acto (cfr. Quodlib. 2,2,3; In 2 Post. Analytic. 6; De spirit. creat. 1; Sum. Th.
1 q75 a5 ad4; etc.). Por participar (etimológicamente: partem capere, tomar parte)
se entiende el tener parcialmente en contraposición al tener totalmente (cfr. In
Boéth. De Hebd. 2,2).
Se llega así a la afirmación de que el ser (esse) es acto respecto a la esencia, lo
cual significa que la esencia de las cosas es potencia respecto al ser (podrían no
ser, por sí mismas no son necesarias: cfr. In 8 Physic. 21 ad4); y que el esse no es
una categoría mental, sino el acto de ser (actus essendi) del ente singular
concreto: el principio metafísico constitutivo de la realidad en cuanto realidad (cfr.
Contra gentiles, 2,53; De Anima, 9). En consecuencia, las formas -con la materia
en los cuerpos- constituyen la esencia, y, por tanto, son acto respecto a las
correspondientes potencias, pero son potencia respecto al ser (cfr. De Anima, 1
ad6). De ahí que el esse sea el acto último del ente, el acto de todos los demás
actos (formales): cfr. Sum. Th. 1 q4 al ad3. El esse, por tanto, no es una formalidad
más que sobrevenga al ente (no es una forma), sino que es el acto de realidad de
todas las formas (y, a través de ellas, de la materia en los cuerpos): el esse abraza
desde dentro todo el ente, reuniendo -o desplegando- toda la multiplicidad de
formas, dando al ente su unidad entitativa (el unum trascendental): cfr. Comp.
Theol. 1,71. Y, en consecuencia, también el esse es el fundamento último de la
distinción de cada ente de todos los demás (cfr. In 1 Sent. d29 ql a3 adl) (v. t.
SER).
d) Nivel predicamental y nivel trascendental: naturaleza y supuesto. Captamos
así la distinción de los dos niveles o planos metafísicos fundamentales: el orden o
nivel en que las formas son acto se llama predicamental o formal; el nivel en que
las formas son potencia se llama trascendental. Y también se desprenden los dos
tipos fundamentales de participación (v.): predicamental (cuando lo participado es
una formalidad; p. ej., decimos que todos los hombres participan de la humanidad
o naturaleza humana), y trascendental (cuando lo participado es el acto de ser:
todo ente participa del ser; los accidentes participan del ser de la sustancia). En
ambos casos se verifica el tener parcialmente, propio de toda participación, pero
en la predicamental todos los participantes tienen lo participado según todo su
contenido esencial, y lo participado sólo existe en los participantes; en la
trascendental, por el contrario, no todos los participantes reciben en un mismo
grado lo participado, y además lo participado existe también aparte de los
participantes (cfr. Quodlib. 2,2,3).
La sustancia del ente, en cuanto que es principio de operaciones, recibe el nombre
de naturaleza (v.; cfr. Sum. Th. 1 q29 al ad4). El ente, pues, participa (participación
predicamental) de una naturaleza, y en cuanto que esa naturaleza es real,
participa a través de ella del esse (participación trascendental). Se llama supuesto
(suppositum) al ente en cuanto sujeto participante del ser mediante la naturaleza
que posee. Así, el supuesto se dice como totalidad real singular, y su naturaleza
como parte formal (cfr. In 3 Sent. d6 q2 a3 sol; De Unione Verbi Incarnati, 4). Al
supuesto de naturaleza racional se le llama persona (v.).
e) La causalidad. Junto a este análisis de la realidad en su aspecto estático, la
filosofía de Tomás de Aquino ofrece el correspondiente análisis del aspecto
dinámico, por medio del estudio metafísico de la causalidad (v.), de esa
experiencia inmediata de que lo que es y no era es hecho (efecto) por lo que le
hace ser (causa). Lo que le hace ser es, en primer lugar, lo constitutivo -causa
material y causa formal: causas intrínsecas-; pera lo constitutivo, en cuanto hecho,
es también efecto, y requiere lo constituyente o causa de su causalidad -causa
eficiente y causa final: causas extrínsecas- (cfr. De Potentia, 3,8; 3,16; 5,1; In 7
Metaphys. 6). Unos entes son causa del hacerse de otros, conducen al esse, pero
no causan el esse en cuanto tal (cfr. Contra gentiles, 2,6; Sum. Th. 1 q45 a5), ya
que son causas que influyen por movimiento y mutación; no producen el ente a
partir de la nada, sino que ejercen su causalidad sobre algo ya existente (cfr.
Contra gentiles, 2,16; In 6 Metaphys. 3). En consecuencia, esta causalidad es
predicamental, y constituye la vertiente dinámica de la participación predicamental.
La estructura trascendental del ente exige que haya otro tipo de causalidad
(trascendental), que tenga como efecto propio e inmediato el esse.
2. El Ser por esencia: Dios.
La causa trascendental -causa del esse en cuanto tal- no puede ser la naturaleza
misma del ente, pues en ese caso el ente se produciría a sí mismo en el ser, lo
cual es imposible (cfr. De ente et essentia, 4): es, pues, una causa extrínseca.
Causar es comunicar el acto que se es o se posee; pero en el casa de que el acto
que se comunica sea el mismo acto de ser (esse), la causa no basta con que
tenga esse, sino que ha de serlo, ya que ser causa del esse en cuanto tal supone
ser (o tener poder para ser) causa de todo lo que puede ser, es decir, supone una
potencia activa infinita, que sólo puede convenir a quien sea Acto Infinito (no
limitado por una esencia que sea potencia respecto al ser). La causa trascendental
es, pues, Acto Puro, no tiene ser, sino que es el Ser (Ipsum Esse o Esse per
essentiam): cfr. Sum. Th. 1 q46 a2 ad7; De Potentia, 3,5; Quodlib. 3,1. La
simplicidad del Acto Puro, que excluye toda fundamento de multiplicidad, y la
infinitud o plenitud de realidad (perfección) del Ipsum Esse, llevan consigo
necesariamente la unicidad de la causa trascendental (cfr. Sum. Th. 1 ql l a3). La
causa del ser, siendo única, es causa de todo el ser, y es lo que llamamos Dios
(cfr. In Boi;th. de Hebd. 2; Comp. Theol. 1,68).
El esse del ente es participado (participación trascendental estática); pero el esse
es causado inmediatamente por el Esse per essentiam (Dios): así, la causalidad
trascendental es la vertiente dinámica de la participación trascendental. Tomás de
Aquino formulará innumerables veces esta causalidad del siguiente modo: “Todo lo
que es por participación, es causado por quien es por esencia” (cfr. Sum. Th. 1 q65
al; De Malo, 3,3; Contra gentiles, 1,99; In De Causis, 10; In 2 Metaphys. 2; De
subst. separat. 3; etcétera).
A partir de este conocimiento de Dios como el Ser y causa del ser de todas las
cosas (v. DIOS I y IV), se sigue un extenso desarrollo de teología natural (v.
TEODICEA), en cuanto que toda perfección pertenece a la perfección del ser: Dios
es infinitamente perfecto, y por ser causa del ser de todo, en Él se encuentran, en
grado sumo e indivisamente, todas las perfecciones de las cosas que Él ha hecho
(cfr. Contra gentiles, 1,28; Sum. Th. 1 q4 a2; De Potentia, 1,2). Particular interés
tiene la afirmación de la inteligencia y voluntad divinas (cfr. Sum. Th. 1 q14 a4;
Contra gentiles, 1,73); Dios no es, pues, una fuerza inconsciente o anónima que da
realidad al mundo, sino un ser personal.
Hemos llegado al conocimiento de Dios por medio de un proceso especulativo
arduo; sin embargo, no es ésa la única vía hacia Dios; además de ese proceso
técnicamente elaborado, se accede a Dios por un conocimiento espontáneo -
aunque también discursivo- de su existencia, como lo prueba una experiencia
continua y universal. Ese conocimiento espontáneo, perfectamente válido en su
orden, constituye una “demostración”, un discurso racional que se remonta a la
causa a partir de los efectos, pues la existencia de Dios no es en ningún caso una
evidencia inmediata para el hombre (cfr. Sum. Th. 1 q2 al). El ascenso metafísico
hasta Dios (del ente al ser del ente, y de ahí al Ser) se inicia siempre en la
consideración de las criaturas en cuanto entes causados, que exigen una causa
última incausada. Considerando diversos aspectos primarios, comunes y propios
de la criatura en cuanto tal, se tienen diversos puntos de partida para llegar a Dios.
Tomás de Aquino, en resumen breve y denso, expone cinco vías (v. DIOS IV, 2) en
Sum. Th. 1 q2 a3; la: las criaturas se mueven; de la experiencia del movimiento, a
Dios como Primer Motor inmóvil (v. t. Comp. Theol. 1,2); 2.a: las criaturas obran;
de la experiencia de la causalidad eficiente, a Dios como Primera Causa incausada
(v. t. Contra gentiles, 1,13); 3.a: las criaturas no son necesarias por sí mismas; de
los diversos grados de no necesidad, a Dios como Ser absolutamente necesario
(v. t. ib. 2,15); 4.a:    las criaturas son más o menos perfectas; de los grados de
perfección, a Dios como Ser sumamente perfecto, como Perfección Pura y
separada, no connumerable con las criaturas (v. t. ib.    1,13;    De Potentia, 3,5);
5.a: las criaturas están finalizadas; del orden del universo, a Dios como Inteligencia
ordenadora del mundo (v. t. Contra gentiles, 1,13).
3. El Ser participado.
a) La creación y la presencia de Dios en las cosas. Después del estudio
metafísico de las criaturas, que conduce al conocimiento de Dios, la filosofía de
Tomás de Aquino permite volver hacia las criaturas, vistas en su total dependencia
de Dios, lo que nos proporciona un nuevo y más alto conocimiento del mundo, en
cuanto que la creación (v.) no sólo implica una relación de origen, sino que el ser-
criatura es una situación metafísica siempre presente y constitutiva de todas las
casas. La causalidad trascendental de Dios es creación (producción ex nihilo, de la
nada), pues su efecto propio es el esse, anterior o exterior al cual no hay ningún
término a quo (cfr. Comp. Theol. 1,69); y en cuanto que la esencia es constituida
por el esse, no sólo el esse, sino también la esencia es creada (cfr. De Potentia,
3,5 ad2). Esa causalidad creadora -participación del ser- implica la presencia del
Ser en el ser del ente, es decir, la presencia de Dios en todas las cosas, no sólo
cuando el ente comienza a ser, sino también en todo momento: Dios está
sustentando en el ser a todas las cosas, infundiéndoles el esse, que por ser lo más
íntimo de las cosas (la energía o acto de realidad), hace que Dios sea más íntimo
a las cosas que las cosas mismas (cfr. Sum. Th. 1 q8 al; Super Ev. S. I oann.
lect.1,4).
Esta causalidad divina es una causalidad intrínseca (desde dentro) por la
operación, pero extrínseca por la distinción (trascendencia) entre el Ser y el ser
participado (v. Trascendencia e inmanencia de Dios, en DIOS IV, 3). La
dependencia total en el ser de la criatura respecto a Dios lleva consigo una
dependencia también en el obrar (ya que éste sigue al ser): la criatura es causa de
su propio obrar y del efecto de su obrar; es causa total en su propio orden
(predicamental), y Dios es también causa total de ese obrar en cuanto es, y del
efecto en cuanto es (cfr. In 1 Sent. d7 ql al ad3). No hay ahí un choque o
interferencia de causalidades, sino que por el contrario la causalidad de Dios es
fundante de la causalidad de la criatura, y como tal causalidad primera y fundante
no se comunica a las otras causas, no es participable (cfr. Sum. Th. 1 q83 al ad3).
La causalidad eficiente de Dios lleva consigo que Dios mismo es también causa
ejemplar de la creación, por la semejanza necesaria entre el efecto y su causa
efectiva (cfr. Sum. Th. 1 q4 a3): es una semejanza parcial o participada por serlo el
acto de ser que la hace real (cfr. De Veritate, 23,7 adl0). Existe, a la vez, una
infinita diferencia metafísica (desemejanza) entre las criaturas y Dios, ya que la
participación trascendental lleva consigo un descenso ontológico de lo Simple a lo
compuesto (cfr. De Anima, 18); de la Totalidad a lo parcial (cfr. Sum. Th. 1 q61 a3
ad2); de lo Uno a lo múltiple (cfr. In De Div. Nomin. 2,6); de lo Infinito a lo finito.
Esta semejanza-desemejanza tiene una consecuencia en el plano lógico: la
analogía (v.); nada puede predicarse de Dios y de las criaturas de modo unívoco,
pero tampoco se cae en la equivocidad (cfr. Contra gentiles, 1,32 y 33). Esta
analogía se explicita en que en todos nuestros enunciados sobre Dios hay
afirmación, negación y eminencia (cfr. De Potentia, 7,5).
La absoluta libertad de Dios en la creación, es decir, la afirmación de que Dios ha
creado el mundo libremente, no por necesidad (cfr. De Potentia, 3,16; Sum. Th. 1
ql9 a3 y 10), nos permite contemplar el mundo, la misma existencia de las cosas,
como un don gratuito de Dios.
b) El hombre. En esta perspectiva metafísica, la filosofía de Tomás de Aquino
estudia con detalle al hombre (v.), elaborando una profunda antropología en la que
el hombre, situado metafísicamente como criatura, descubre su grandeza en ser
imagen y semejanza de Dios. La espiritualidad de las operaciones específicamente
humanas lleva a descubrir la espiritualidad del alma (v.) humana, forma sustancial
del cuerpo y al mismo tiempo sustancia espiritual subsistente en sí (cfr. De subst.
separat. 8). Esa espiritualidad consiste en participar del ser de una manera más
alta que las formas no subsistentes. El núcleo de esta doctrina sobre la propia
subsistencia y consiguiente inmortalidad (v.) del alma radica en la peculiar
actuación fundante de su propio acto de ser, poseído per se (no en cuanto forma
del cuerpo) de manera permanente, aunque la integridad específica del hombre
pide que esté informando un cuerpo (cfr. De Anima, 14). Sólo la causa
trascendental podría dejar de mantenerla en el ser, así como su origen sólo puede
ser por creación directa de Dios, que la crea en el cuerpo como acto formal del
mismo (cfr. In 2 Sent. d32 q2 a3 ad4). De ahí la nobleza del cuerpo (v.) humano,
que se constituye como tal por la información que el alma espiritual opera sobre él,
comunicándole su propio esse, siendo así cuerpo humano (cfr. Contra gentiles,
2,68).
Así constituido, el cuerpo, y las actividades corpóreas, son por y para el alma, en
orden a secundar la actividad espiritual del hombre: es decir, su conocimiento y su
amor. Algunos de los puntos de especial interés en la doctrina del conocimiento
(v.) intelectual son los siguientes: la actualidad del ente es fuente de su
inteligibilidad, de modo que el ente no es sólo objeto, sino causa del conocer (cfr.
In 3 Sent. d14 ql a2 soll); la verdad (v.) es fin y núcleo del conocimiento. El ente
real nos viene dado a través del conocimiento sensible, que está penetrado por la
inteligencia, pues ésta alcanza su objeto inquiriendo sobre los datos
proporcionados por los sentidos (cfr. In 3 Sent. dl4 ql a3 so13). Eb objeto inteligible
descubierto por la inteligencia es universal (abstractio), pero el entendimiento
vuelve siempre a las, imágenes de las que partió (conversio), en y por las cuales
conoce el universal como subsistiendo en el singular: se, opera así un
conocimiento intelectual del singular concreto, indirecto pero inmediato (cfr. De
Veritate, 2,6; 10,5). La unidad operativa sentidos (v.)-entendimiento (v.) tiene su
pieza clave en la cogitátiva (v.), facultad sensible específicamente humana, en la
cumbre de la sensibilidad y racional por participación. Merced a este proceso
formamos los juicios (v.) y conceptos (v.), pues no conocemos primariamente
nuestras ideas (o el hacerse de ellas), sino que por esas ideas conocemos la
realidad (cfr. Sum. Th. 1 q85 a2; De Anima, 2 ad5). Tomás de Aquino explica
también con profundidad el tema del autoconocimiento. El Entender de Dios es
Entenderse, y a partir de su Entenderse entiende lo demás, por ser Creador del
ente: las cosas son porque Dios las conoce. No así el hombre, cuyo
autoentenderse reflejo implica un nuevo acto (reditio), que vuelve sobre el
conocimiento en acto de un objeto distinto de su propio conocimiento (cfr. De
Veritate, 10,8 y 9).
La voluntad (v.) tiene como propiedad fundamental la libertad (v.) o
autodeterminación en el orden de la causalidad predicamental, por la cual los actos
de todas las potencias humanas -incluida la inteligencia- son puestos y orientados
hacia el fin que intenta cada sujeto (cfr. Contra gentiles, 1,72; In 2 Sent. d25 ql a2
ad4). El mayor ejercicio de la libertad está en la elección del fin (v.) último concreto
(lo querido sobre todo y como centro de la vida), causa de todo otro querer y motor
del obrar (v. MORAL I). Esta elección tiene enormes repercusiones en el conocer
sapiencial espontáneo y en el científico (natural y sobrenatural), pues la rectitud de
la voluntad connaturaliza para llegar a la verdad de Dios, y para reconocer la
verdad de los entes creados, que naturalmente llevan a Dios (cfr. In 10 Ethic. 14).
Las disposiciones morales condicionan la rectitud del conocer, y por eso el
conocimiento es una actividad con responsabilidad moral ante Dios (cfr. In 1 Ep. ad
Cor. 8).
Como el hombre -y cualquier criatura- no es plena actualidad, necesita obrar para
perfeccionarse y alcanzar su fin (cfr. Contra gentiles, 3,25). La distinción entre
esencia y ser en toda criatura lleva consigo, en el orden operativo, la distinción
entre naturaleza, potencias operativas y operaciones (cfr. Sum. Th. 1 q54 y q77 al).
4. El fin y el orden moral.
La doctrina moral descansa en la metafísica del bien (v.) y del fin (v.), que se
identifican con la ratio entis y más radicalmente con la actualidad del ente (cfr.
Sum. Th. 1-2 ql8 al). Las criaturas proceden de Dios -Bien universal en cuanto Ser
supremo y creador del ente-; son buenas en cuanto que son, en cuanto participan
del ser, y son para dar gloria a Dios al asemejarse a Él. Esta finalidad -último
sentido de la creación- se alcanza en las criaturas espirituales por medio de su
obrar libre, por el que cada persona se ha de orientar de modo total a Dios: ha
salido de su Principio y retorna a Él como Fin; así la fuente de la dignidad de la
persona es su proximidad a Dios (cfr. Sum. Th. 1-2 q2). La metafísica del ser
permite entender la razón profunda del primer mandamiento, raíz de toda la moral
natural, puesto que la ordenación a Dios pertenece al orden natural de la creación
(cfr. Sum. Th. 1 q60 a5). A la vez, esto hace ver el mal (v.) como privación de bien,
y al pecado (v.) -aversio a Deo- como el único mal. Dios ha difundido en la
creación su propio Bien de manera participada. Así también cada parte singular del
universo -y cada persona en la sociedad humana ha de difundir su propio bien, y
buscar por su bien propio el bien del todo o bien común (v.). El universo es un todo
participado que se orienta al Todo increado, y que tiene un orden interno por la
vinculación de las partes en sí, que es el fin último inmanente (bien común interno:
el orden del todo), ordenado al Fin último trascendente, o Bien Común que es Dios
(cfr. Sum. Th. 1 q65 a2; gl03 a2). Así tenemos también, en la raíz del orden moral,
el amor al prójimo, del que se derivan las otras normas morales. Hay una profunda
unidad entre el amor a Dios, a los demás y a uno mismo (v. CARIDAD).
Las verdaderas razones y finalidad de la convivencia humana están en dar a cada
persona la posibilidad de difundir en otros su propio bien y de ser ayudada por los
demás (cfr. In 3 Polit. 5). El bien común temporal de la sociedad no es sólo el
bienestar económico, pues antes está el bien espiritual, y el mismo bien material
está en función del bien espiritual. Este bien espiritual es la virtud moral, y se
consigue cuando se asegura entre los hombres no sólo la justicia -material y
espiritual- sino la amistad: lo contrario de pretender mejorar la sociedad con la
lucha o el conflicto, que desvinculan a los hombres entre sí (cfr. In 8 Ethic. 1).
Así se puede contemplar mejor la gratuita elevación sobrenatural del hombre en la
vida cristiana, que lleva a una unión con Dios más íntima que la que es posible por
las solas fuerzas naturales; pero que al mismo tiempo no violenta la naturaleza
humana, puesto que además de eliminar los defectos antinaturales que el pecado
original ha dejado, hace que a la difusión natural del bien siga la difusión del bien
sobrenatural, y que al amor natural a Dios siga el amor sobrenatural de Caridad,
que es el centro de la vida cristiana.
III. SÍNTESIS TEOLÓGICA.
1. Sus fuentes.
La principal fuente de la teología de Tomás de Aquino es, naturalmente, la S. E. El
conocimiento profundo que poseía del A. Santo Tomás y del N. Santo Tomás se
manifiesta no sólo en sus obras directamente bíblicas, sino también en las
innumerables citas textuales que se encuentran en sus obras. En ellas pueden
distinguirse las tres corrientes de exégesis bíblica habituales a partir del s. xil: el
Comentario al Cantar de los Cantares y quizá también a los Salmos son obras
preferentemente de exégesis espiritual, con una finalidad de edificación de la
piedad; la Catena Aurea es, al parecer, un manual para la predicación; los otros
comentarios, sobre todo a S. Juan y a S. Pablo, son escritos de exégesis científica.
Aunque Tomás de Aquino se interesa por el estudio del sentido literal de los textos
(cfr. De Potentia 4,1), su atención se dirige preferentemente hacia su contenido
teológico, para lo cual recurre habitualmente -además de a otros textos bíblicos y a
la analogía de la fe: cfr. Sum. Th. 1 ql a10- a los Padres de la Iglesia,
reconociéndoles una especialísima autoridad en lo referente a interpretación
bíblica (cfr. Quodlib. 12,26). Tomás de Aquino poseía un conocimiento muy notable
de la Patrística (v.), tanto griega como latina. Es de notar que, mientras su
documentación patrística latina es poco superior a la de sus contemporáneos más
ilustres (p. ej., S. Alberto Magno y S. Buenaventura), su conocimiento de la
patrística griega no tiene comparación con ningún otro autor de su época. La
Catena Aurea, concretamente, está compuesta con textos de 22 Padres y
escritores eclesiásticos latinos y de 57 griegos. Son también abundantes las citas
explícitas de teólogos anteriores: Pedro Lombardo, Hugo de S. Víctor, Rábano
Mauro, Ricardo de S. Víctor, Prepositino de Cremona, etc. Las citas de autores
contemporáneos, según costumbre de la época, están incluidas sin mencionar el
nombre del autor, que permanece anónimo bajo el clásico quidam.
Las citas de Padres son utilizadas con frecuencia como autoridad documental
sobre la doctrina que se está explicando; otras veces, Tomás de Aquino expone
las opiniones de varios Padres u otros autores sobre una misma cuestión, y las
analiza críticamente, inclinándose hacia alguna o proponiendo una explicación
personal diversa. Autoridad indiscutible reconoce siempre en cambio a las
declaraciones dogmáticas del Magisterio de la Iglesia. Las referencias al
Magisterio son numerosas: para la cristología, pueden encontrarse citas de los
Conc. de Éfeso, de Calcedonia, II y III de Constantinopla; para la doctrina trinitaria:
Nicea, IV de Cartago, IV de Toledo, etc.
2. Exposición de sus líneas fundamentales.
La teología de Tomás de Aquino no está toda ella contenida en la Suma Teológica;
pero, por su carácter de exposición didáctica, concisa y orgánica, la Suma es un
texto básico para conocer, en visión de conjunto, las líneas de fuerza de su
síntesis teológica. Atendiendo a esa finalidad didáctica, “para la exposición de esta
doctrina -dice el Santo-, primero trataremos de Dios; en segundo lugar del
movimiento de las criaturas racionales hacia Dios; y en tercer lugar de Cristo que,
en cuanto hombre, es para nosotros el camino hacia Dios” (Sum. Th. 1 q2 prol.).
Las tres partes de la Suma corresponden a estos tres grandes temas.
a) Dios en sí y como creador y fin de las criaturas. La I pars constituye el
tratado sobre Dios en su Unidad y Trinidad, y también como Creador y Fin de las
criaturas. Del conocimiento de Dios como Ipsum Esse, que ya la razón natural
proporciona y la Revelación sobrenatural reafirma (Yo soy el que soy: Ex 3,15).
Santo Tomás logra una síntesis insuperable, en la que los datos revelados sobre la
perfección divina se armonizan en una exposición sencilla y honda: Dios Es; Dios
es el Ser; de ahí se deriva -según nuestro modo limitado de conocer lo que en sí
es simple e infinito- y ahí se reúne toda la perfección de Dios: Bondad, Infinitud,
Inmensidad, Inmutabilidad, Eternidad. Unidad (cfr. Sum. Th. 1 q3-11). Este
conocimiento alcanzado es analógico: Tomás de Aquino dedica dos extensas
cuestiones (12 y 13) al modo de nuestro conocimiento de Dios (natural y
sobrenatural) y a los nombres divinos respectivamente. Luego se sigue una
elaboración analógica detallada de la espiritualidad de Dios, con el estudio de su
inteligencia, voluntad y libertad, que culmina en la comprensión teológica de la
providencia de Dios, de su omnipotencia y su bienaventuranza (q14-26; V. DIOS
Iv, 4-14).
A partir de esta teología sobre Dios Uno, se estudia la Revelación del Misterio de
la Santísima Trinidad (v.), siguiendo así el orden característico de la patrística
latina, que en el fondo es seguir el orden de la misma pedagogía divina de la
Revelación. Tomás de Aquino toma la llamada analogía psicológica que ya había
empleado S. Agustín, para conocer las procesiones de las Personas divinas. La
cuestión dedicada a las procesiones (q27) es la clave de todo el tratado De
Trinitate, que se extiende hasta la q43, donde se estudian las misiones de las
divinas Personas.
La teología de Dios creador comienza con el estudio de la noción misma de
creación (v.) ex nihilo (q44-46) en dos sentidos complementarios: la causalidad
divina, omnipotente y libre, del ser en cuanto tal; y el comienzo absoluto del
tiempo, que excluye la idea de una creación eterna. El estudio teológico de la
multiplicidad de las criaturas, del problema del mal (q47-49), se continúa en el
tratado sobre las criaturas en particular: los ángeles (q50-54; v.), la creación
corpórea (q65-74), el hombre (q75-102). La unidad teológica de toda esa variada
temática se realiza por el estudio de las diversas criaturas en relación a los tres
aspectos de la causalidad divina: la naturaleza de cada criatura es vista en la
perspectiva de Dios como Causa ejemplar; sus operaciones bajo la luz de la
causalidad divina eficiente y final. Todo se reúne de algún modo, pues, en la
noción de participación, íntimamente ligada a la de la Bondad divina que
libremente comunica a las criaturas su propia bondad, en diversos grados de
participación. El estudio de las criaturas se hace hasta su destino eterno
sobrenatural y, por tanto, absolutamente gratuito, con una gratuidad diversa y
nueva respecto a esa primera gratuidad de la creación del orden natural. Las
últimas cuestiones de la I pars (103-119) constituyen el tratado sobre el gobierno
divino del mundo (v. PROVIDENCIA).
b) El movimiento de las criaturas racionales hacia Dios. La II pars (dividida a
su vez en dos partes: I-II y II-II) es sobre todo el estudio de la actividad espiritual
del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, por la que ha de volver a Dios.
Aunque Tomás de Aquino no separa -esa separación es muy posterior- una
teología dogmática y una teología moral, si utilizamos esos términos, puede
decirse que la II pars tiene un carácter marcadamente moral, pero sostenido
constantemente por una base dogmática. La I-II (114 cuestiones) es un tratado
general sobre el hombre en cuanto se dirige a su último fin sobrenatural, que gira
alrededor de la libertad y de la gracia. El tema central del acto libre y meritorio de
la bienaventuranza eterna es estudiado en dos niveles sucesivos. En primer lugar
en el de la estructura del acto humano, que permite conocer la función que en él
cumplen las facultades del hombre y determinar las normas fundamentales de su
valor. Dentro de este mismo estudio, se encuadra el análisis de las pasiones (v.),
que permite valorar el mutuo influjo entre alma y cuerpo en la actividad humana.
Todo este estudio de los actos humanos (q6-48) da la explicación profunda de la
libertad de la criatura ante Dios. El segundo nivel gira en torno a la doctrina sobre
los hábitos (V. VIRTUDES I), que en Tomás de Aquino posee una clara
originalidad e importante valor teológico. La Suma lleva gradualmente al
conocimiento de los varios factores (naturales y sobrenaturales) que influyen en el
acto libre sobrenaturalmente meritorio o demeritorio. Es en este contexto de gracia
y libertad donde se inserta el tratado sobre la ley (en general, ley eterna, ley
natural, ley humana y ley divina positiva en el A. Santo Tomás y en el N. Santo
Tomás). Las tres cuestiones (106-108) sobre la Nueva Ley (o Ley del Evangelio)
nos presentan la libertad en su perfección recobrada gracias a la Redención (v.
LEY). La II-II (189 cuestiones) está constituida por estudios detallados sobre las
virtudes (v.) teologales y morales, sobre los pecados (v.), etc. que, por tanto, han
de estudiarse a la luz del desarrollo general de la MI.
c) Cristo, camino hacia Dios. Por último, la III pars (que Tomás de Aquino dejó
sin concluir, y posteriormente fue terminada -al parecer por su discípulo y amigo
Reginaldo de Priverno- dando lugar al llamado Suplemento de la Suma Teológica)
trata de Cristo en sí mismo (unión de las dos naturalezas, divina y humana, en la
Persona del Verbo), y de Cristo Redentor y camino, en cuanto Hombre, para llegar
a Dios (v. JESUCRISTO; REDENCIÓN). Los sacramentos (v.), como presencia
salvífica o continuación en el tiempo de los misterios de la vida de Cristo, y la
consumación final o escatología (v.), son los otros grandes temas de la III pars. El
motivo dominante de esta parte es la divinidad de Jesucristo. El tratado sobre la
Encarnación (v.) se inicia con el estudio de la conveniencia de la misma. Cristo ya
estaba presente en la II pars, pues en ella se trata de la gracia, de la Ley
Evangélica, etc. Pero, como la Encarnación no era necesaria para la restauración
de la humanidad caída después del pecado original, sino sólo conveniente, es
posible y aun preferible el estudio posterior del misterio de Cristo. Las cuestiones
2-26 son un profundo estudio teológico de la Unión hipostática, en sí misma y en
sus consecuencias. Las cuestiones 27-59 abarcan la exposición detallada de la
obra redentora, que es analizada siguiendo la vida de Cristo. Es precisamente la
divinidad de Jesús, estudiada previamente, la que permite ir descubriendo el valor
de Revelación y salvífico de toda la vida humana del Dios Hombre. Como queda
dicho, el resto de esta parte se dedica al estudio detenido de los sacramentos (en
general y de cada uno en particular), y por último a la escatología. No ha dejado de
llamar la atención que Tomás de Aquino no haya dedicado un tratado específico al
estudio de la Iglesia. Sin embargo, hay que notar que el misterio de la Iglesia está
constantemente presente, ya que la continuación en el tiempo de la obra salvífica
de Cristo es la Iglesia.
d) Observaciones finales. Las grandes líneas de la filosofía de Tomás de Aquino
están presentes -y desarrolladas principalmente- en su síntesis teológica,
haciéndola -por lo que respecta a la razón- posible. Baste pensar, p. ej., en la
capital importancia teológica de la noción de acto de ser (esse), para entender -en
la medida que es dado al hombre- a Dios como Plenitud del Ser (=Plenitud de
Bien), piedra angular del tratado sobre la Unidad de Dios de la I pars. Igual
importancia adquiere esa noción para la teología de Cristo, al permitir la
comprensión analógica de la unidad de Persona, por la unidad de Esse (el Esse
divino del Verbo: v. t. la O. De Unione Verbi Incarnati). La filosofía tomista sobre la
causalidad es igualmente capital para la teología sobre la causalidad de los
sacramentos, etc.
Para terminar, es interesante recoger un texto de Tomás de Aquino, en el que se
expone la razón de fondo del orden seguido en su teología, que es efectivamente
teología y no antropología (aunque subordinadamente incluya una hondísima
antropología), y, por tanto, gira toda ella alrededor de Dios, objeto inmediato y
directo de la fe: “Aunque los artículos de la fe son muchos, algunos de los cuales
se refieren a la divinidad, otros a la naturaleza humana que el Hijo de Dios asumió
en unidad de Persona, otros al efecto de la divinidad; sin embargo, el fundamento
de toda la fe es la misma primera verdad de la divinidad, ya que en razón de ella
todo lo demás se contiene en la fe, en cuanto de algún modo se reducen a Dios.
De ahí que el Señor dice a los discípulos (lo 14,1): Creéis en Dios, creed también
en mí; dando así a entender que se cree en Cristo en cuanto que es Dios,
principalmente como fe sobre Dios” (Expositio primae Decretalis, 1).
Por lo que se refiere a los autores que han continuado el trabajo filosófico y
teológico de Tomás de Aquino, así como a la recomendación que de él ha hecho la
Iglesia, v. TOMISMO; V. t. NEOTOMISMO; REALISMO II, B.
CARLOS CARDONA, FERNANDO OCÁRIZ.
BIBL.:    La importancia de la obra de Tomás de Aquino ha hecho que los estudios
sobre ella sean numerosísimos. Amplios elencos bibliográficos pueden encontrarse
en: P. MANDONNET Y J. DESTREZ, Bibliographie Thomiste, Le Saulchoir 1921
(nueva ed. aumentada en 1960); V. J. BOURKE, Thomistic Bibliography 1920-40,
San Luis (EE. UU.) 1945; la sección especial dedicada a él en el Répertoire
bibliographique de la “Rev. de philosophie de Louvain”; los tomos del “Bulletin
Thomiste”, publicado en Le Saulchoir de 1924 a 1968, y continuado, a partir de
1969, por la “Rassegna di Letteratura Tomistica”, publicada en Roma por la Pont.
Univ. San Tommasso d’Aquino.
Gran Enciclopedia Rialp, Ediciones Rialp, Madrid 1991

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