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Jorge Waxemberg

VIDA ESPIRITUAL

© 2012 Cafh
Todos los derechos reservados
Indice

Introducción 3
Vida espiritual 5
Ascética de la Renuncia 9
Sentirse bien 11
Oración y meditación 16
Autodominio 19
Tomar distancia 22
Salir del centro 25
Presencia 28
Participación 31
Reversibilidad 35
Responsabilidad 39
Buscando a Dios 41
La Mística del Corazón 44

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Introducción
En un tiempo como éste, en el que sufrimos situaciones tan dramáticas como las
de enfrentamientos irreconciliables, guerras continuas, desastres ecológicos,
hambre, miseria y desesperación, podría parecer incongruente prestar atención a
la vida espiritual en vez de dedicarnos a paliar esas tragedias. Sin embargo, es-
timamos que es precisamente por nuestra falta de visión espiritual que no po-
demos salir de nuestras miserias actuales.
Solemos separar la vida espiritual de la vida cotidiana. Esto nos permite refu-
giarnos en lo espiritual para escapar de las tensiones diarias, o para sentirnos
bien frente a Dios a espaldas de lo que hagamos en el mundo. Si bien esta sepa-
ración puede darnos momentos de consuelo, mientras esa división exista es im-
probable que podamos sentirnos bien ni con Dios ni con el mundo. Quizá po-
dríamos imaginar que tenemos una buena relación con Dios, pero mientras no
tengamos una buena relación con sus criaturas, nuestro amor a Dios podría ser
más una emoción autocompasiva que un amor real. Por eso, cuando compren-
demos que la vida espiritual y la vida en relación están íntimamente relaciona-
das, podemos tener una idea más clara del carácter y la calidad de nuestra vida
espiritual. Nos basta tomar conciencia de cómo nos relacionamos unos con
otros para evaluarla.
En este trabajo tratamos de expandir el significado de la vida espiritual. No la
reducimos a adherirnos a una doctrina, ajustarnos a ciertas normas o practicar
ejercicios espirituales. Consideramos que la vida espiritual se refiere a nuestra
noción de ser y existir, a nuestra visión de lo que somos en el contexto del
tiempo eterno y del espacio infinito, al menos para nuestra percepción. También
estimamos que esas nociones se desprenden de un proceso de desenvolvimiento

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en el que todos estamos no sólo inmersos sino involucrados. Y que depende de
cada uno de nosotros estimular su desenvolvimiento para expandir su estado de
conciencia, por lo menos para lograr comprender la pobreza de las convicciones
que nos mueven a generar conflictos para nuestra propia desgracia. De esa ma-
nera podremos continuar nuestro desenvolvimiento hacia lo divino desconocido
que rige nuestra existencia y la realidad que nos contiene.

J.W.
Marzo de 2012

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Vida espiritual

La expresión vida espiritual puede tener varias acepciones, de acuerdo con lo


que entendamos por espiritual; tanto podemos asociarla con creencias, prácti-
cas, buenos sentimientos, inclinación artística, como con las funciones elevadas
de la mente.
En este trabajo vinculamos la vida espiritual al estado de conciencia. Llamamos
estado de conciencia a la noción que tenemos de nosotros mismos, de nuestro
entorno y de nuestra situación en la vida y el mundo.
Desde este punto de vista podemos considerar que siempre hemos tenido vida
espiritual, ya que desarrollamos nuestro estado de conciencia desde el momento
de nacer. Si bien esto es así, ese desarrollo adquiere diferentes características de
acuerdo al motivo que lo impulsa.
En la niñez y la juventud desarrollamos nuestro estado de conciencia impelidos
por la necesidad de entender nuestra situación en el mundo y de desarrollar re-
cursos para poder hacernos cargo de nuestra vida. Más que preguntarnos quié-
nes somos atendemos a quienes nos dicen qué somos y qué esperan de nosotros.
Nuestra noción de ser y de nuestra relación con la vida y el mundo no viene de
nosotros mismos sino de otros y de los estímulos que recibimos al interactuar en
el medio en el que estamos. Es así que sentimos que somos de acuerdo con un
grupo determinado, un lugar determinado y la época en que vivimos. Nuestra
forma de pensar, nuestras opiniones, nuestras creencias, también resultan de ese
medio. Las diferencias que podamos tener entre nosotros respecto de ellas son
sólo variaciones de una misma manera general de pensar propia de nuestro me-
dio y nuestro tiempo.
Una vez que consolidamos esa noción de ser, de sentir y de pensar, suele dete-
nerse el desarrollo de nuestro estado de conciencia. La identidad en la que nos
hemos afirmado, la manera de sentir y de pensar que hemos conformado de
acuerdo con el lugar y la época, más los hábitos que hemos adquirido, configu-
ran lo que en el contexto de este trabajo llamamos personalidad adquirida. Esta

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personalidad nos hace sentir seguros de quienes somos, qué pensamos y qué
creemos. Y desde ese sitial juzgamos a lo que nos rodea. Lo mismo hacen quie-
nes configuran sus personalidades en contextos diferentes del nuestro. Esto nos
une con quienes piensan y actúan como nosotros y también nos separa de los
que piensan o actúan de otra manera.
La personalidad adquirida nos permite sacar provecho de la experiencia de la
cultura a la que pertenecemos y adelantar en nuestro desenvolvimiento. Si so-
mos consecuentes con los principios que decimos tener, tratamos de encauzar
nuestras aspiraciones espirituales en los carriles propios de nuestras creencias o
nuestras inclinaciones, ya definidas por nuestra asimilación al medio. Tratamos
de ajustarnos a cánones éticos, practicar virtudes o ejercicios espirituales, agu-
dizar nuestra mente, afinar nuestro sentido artístico, efectuar buenas obras.
Sin embargo, a pesar de que la mayoría de nosotros se adhiere a principios éti-
cos y creencias nobles, no hemos logrado todavía un mundo sin violencia, des-
trucción y tragedias producidas por nosotros mismos.
Por un lado, en muchos casos lo que más nos importa es nuestra propia persona,
nuestro bienestar y el del pequeño número de personas que amamos; lo que
pueda ocurrir a nuestro alrededor o los efectos que podamos producir en el me-
dio, si bien puede importarnos, es secundario en relación con la importancia que
nos damos. Esto hace improbable que haya armonía en la sociedad que forma-
mos.
Por otro lado, si bien tenemos excelentes principios y nobles ideales, no siem-
pre logramos buenos frutos con ellos. Esgrimimos nuestra verdad como la única
verdad, sin percatarnos de que hay tantas supuestas verdades en el mundo como
grupos dicen tenerla. No aceptamos todavía que para que una verdad realmente
lo sea ha de ser tan obvia que no habría manera de no reconocerla.
Y ya contamos con esas verdades; nos las da la vida.
Es obvio que no podemos retener para siempre lo que podamos conseguir, que
tampoco podemos eludir las vicisitudes de la vida, la enfermedad, la declina-
ción y la muerte.
Es obvio que por más que afinemos nuestra capacidad para prever y predecir,
vivimos con temor por nuestra constante incertidumbre.

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En nuestras relaciones personales, es obvio que lo que nos hace felices es tra-
tarnos con respeto, amor y cortesía. También es obvio que en muchos casos no
nos tratamos así.
Es obvio que buena parte de nuestros sufrimientos parten de luchas: las perso-
nales, para imponernos sobre otros, y las llamadas espirituales, para imponer
nuestra creencia sobre otras.
Es obvio que, si bien cada creencia proclama una verdad diferente, todas coin-
ciden en la fe en un principio superior que rige la vida.
Es obvio también que tanto quienes tienen esa fe como quienes no creen que
ese principio exista, nadie lo sabe realmente.
Es obvio entonces que la realidad puede ser diferente de lo que creemos o pen-
samos sobre ella.
En este caso, la pregunta obvia sería: ¿tiene sentido dividirnos por no pensar lo
mismo acerca de lo que no sabemos? O, mejor aún: ¿no sería sensato unirnos a
través de lo que tenemos en común –lo esencial de nuestra fe y lo evidente de
nuestra ignorancia– en vez de separarnos por afirmar algo que no sabemos si es
cierto?
Lo que nos ocurre con nuestras creencias también nos pasa con nuestras ideolo-
gías. Cada uno de nosotros puede elaborar una teoría sobre cómo lograr un
mundo mejor. Pero este pensamiento no nos une; al contrario, nos lleva a luchar
contra quienes también quieren hacer un mundo mejor, pero tienen una teoría
diferente de la nuestra.
La pregunta obvia sería: ¿no tendría más sentido colaborar unos con otros para
que ese mundo mejor sea posible?
¿Qué podríamos hacer para salir del círculo vicioso de buenas intenciones y te-
rribles resultados?
Continuar el desarrollo de nuestro estado de conciencia.
Pero lograr esa continuidad no nos resulta fácil. En nuestro estado de conciencia
actual, no nos basta admitir con palabras lo que es obvio para vivir de acuerdo
con lo que sí sabemos. Seguimos enfrentándonos unos con otros para imponer-
nos tanto sobre quienes no piensan como nosotros como también en nuestras

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relaciones personales. Y no sólo eso, hasta nos enfrentamos dentro del grupo
con el que nos identificamos y del cual obtenemos nuestra noción de ser.
Además, vivimos como si la muerte no existiera; en la práctica, nos negamos a
admitir nuestra temporalidad y precariedad. Pensamos que damos sentido a
nuestra vida acelerando nuestro desgaste y malgastando nuestro tiempo en es-
fuerzos que no aumentan nuestra conciencia.
Para continuar nuestro desenvolvimiento necesitamos trabajar en forma delibe-
rada, metódica y persistente en desarrollar nuestro estado de conciencia. En el
lenguaje de la vida espiritual, ese trabajo se llama ascética. En este texto la de-
nominamos Ascética de la Renuncia.
La Ascética de la Renuncia comienza por trabajar con la personalidad que he-
mos adquirido sobre ella misma, ya que esa personalidad define nuestro estado
de conciencia actual –no tenemos otro punto de partida–. A partir de allí traba-
jamos para expandir los límites de ese estado de conciencia.

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La Ascética de la Renuncia

En un sentido general, la ascética de refiere al método de trabajo para lograr un


objetivo determinado. En el contexto de nuestro concepto sobre la vida espiri-
tual, llamamos ascética al método que adoptamos para expandir nuestro estado
de conciencia.
Llamamos a este método Ascética de la Renuncia. En primer lugar, porque ne-
cesitamos renunciar a la personalidad adquirida para poder trascenderla; de no
ser así, sólo podríamos mejorarla o aumentar su brillo. Además, decimos que la
labor del desenvolvimiento es de renuncia porque concuerda con lo que la vida
es, al menos para nosotros, aunque no nos mantengamos conscientes de que re-
nunciamos en cada uno de nuestros momentos.
Si bien es obvio que nada en la vida es permanente, no siempre relacionamos
esta condición con el hecho de que la vida nos hace renunciar en forma también
permanente. Los momentos de plenitud o de felicidad son tan fugaces que ape-
nas queremos disfrutarlos se han hecho recuerdos, también fugaces. Los bienes
que obtenemos tampoco los podemos retener en forma indefinida, y este hecho
produce en nosotros una ambivalencia. Por un lado, imaginamos que podremos
tenerlos para siempre; por otro, los defendemos con vehemencia porque sabe-
mos que no será así. Y no sólo no podemos retener los bienes que conseguimos,
sino que hasta tenemos que esforzarnos para recordar lo que hemos vivido; sólo
retenemos pequeños instantes que resaltan en un continuo ya pasado.
El tiempo, esa tela de la que está hecha la vida y que nos parece eterno, sólo es
nuestro en el instante del presente. Lo vivido queda atrás por más que queramos
retenerlo. Y, en el instante del presente, el futuro se reduce a expectativas que
pocas veces se realizan como esperamos.
Sin embargo, solemos negarnos a reconocer lo obvio de que sólo estamos de
paso por la vida, y que este paso es un paso a paso, tan pequeño cada uno de
ellos que no atinamos a apresarlos. Si nos atreviéramos a mirar de frente a nues-
tro estado de continua renuncia y nos animáramos a renunciar antes de que el

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tiempo nos despoje, lograríamos la libertad interior necesaria para continuar la
expansión de nuestro estado de conciencia.
De esto trata la Ascética de la Renuncia; a través de ella podemos desenvolver-
nos tanto como deseáramos y expandir nuestra conciencia en dirección hacia lo
divino. En términos espirituales tradicionales, decimos que la Ascética de la
Renuncia nos conduce hacia la unión de nuestra conciencia con la conciencia
cósmica. A lo largo del proceso de expansión de nuestra conciencia experimen-
tamos diversos estados de unión, de acuerdo con el contexto que abarcamos en
ella. De acuerdo con la tradición espiritual, llamamos místicos a esos estados.
En este trabajo trataremos este tema en el capítulo sobre la Mística del Corazón.
La Ascética de la Renuncia abarca todas las áreas de nuestra vida. Podríamos
entrar en más detalles sobre esta ascética si tuviéramos en cuenta que, en forma
espontánea o inducida, acostumbramos a renunciar. Desde niños aprendimos a
renunciar a la libertad de hacer, decir o descargar nuestros impulsos como nos
plazca, para comportarnos de acuerdo con nuestra cultura. La prudencia y las
circunstancias nos llevan a renunciar a darnos todos los gustos. Cuando asumi-
mos compromisos renunciamos a libertades que teníamos antes de comprome-
ternos. En la conducta corriente, algunas normas cuyo cumplimiento algunos
sentimos como renuncias, para otros son solo hábitos saludables y, cuando no,
cuestión de simple sentido común, como no buscar gratificación inmediata y
ajustarnos a un presupuesto.
En este trabajo describimos sólo algunos aspectos de esta ascética, especialmen-
te los que se refieren a la relación que tenemos con nosotros mismos, con nues-
tro entorno y lo divino.

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Sentirse bien

Si bien solemos decir que buscamos la felicidad, éste es un ideal demasiado di-
fuso como para que lo tengamos como objetivo inmediato; por eso, lo que en
realidad más buscamos es sentirnos bien.
Son innumerables las ocasiones en las que no nos sentimos bien. Algunas son
por males que no podemos evitar, como problemas congénitos, enfermedades,
decaimiento propio de la edad, catástrofes naturales, pérdida de seres queridos y
el hecho de que también nosotros vamos a morir. Entre estas causas de sufri-
miento hay algunas en las que ya podemos hacer mucho para ayudarnos. Por
ejemplo, sabemos cómo prevenir, aliviar o curar enfermedades; también pode-
mos predecir y protegernos de algunos fenómenos naturales. Ante estas situa-
ciones, la ciencia y la tecnología nos enseñan qué hacer para disminuir nuestro
dolor o nuestro perjuicio.
Otras fuentes de sufrimiento provienen de nosotros mismos. Por ejemplo, gue-
rras, enfrentamientos, problemas de relación, hábitos perjudiciales, algunos
desajustes psicológicos. Ante estos sufrimientos, si queremos ayudarnos necesi-
tamos trabajar sobre nosotros mismos.
A veces pensamos que nos vamos a sentir bien haciendo cosas que sabemos nos
perjudican. Por ejemplo, comer lo que nos apetece sabiendo que nos daña la sa-
lud, dejar para más adelante lo que tenemos que hacer en el momento aunque
sepamos que esa postergación nos traerá inconvenientes, seguir el impulso del
instante sin que nos importen sus consecuencias.
Dentro de la ascética hay prácticas que nos ayudan a sentirnos bien, si bien no
todas tienen el mismo efecto en nuestra conciencia. De acuerdo con la intención
con que las practiquemos pueden ayudarnos a progresar dentro del estado de
conciencia en el que estamos o pueden estimular la ampliación de nuestro esta-
do de conciencia.
Por ejemplo, el estudio, la reflexión, la meditación, la concentración, estimulan
nuestras capacidades mentales. Ejercicios físicos como los del yoga nos ayudan

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a controlar el cuerpo y algunas funciones de la mente. Otros ejercicios pueden
ayudarnos a superar estados de tensión, enojo, angustia, temor, situaciones con-
flictivas o aflictivas.
En fin, hay numerosos ejercicios que podemos practicar para sentirnos bien o,
al menos, para sentirnos mejor, si estuviéramos sufriendo.
Por supuesto, la práctica de esos ejercicios estimula nuestro desenvolvimiento,
pero si la intención con que los practicamos es sólo la de sentirnos bien, por
más que nos sintamos satisfechos y desarrollemos algunas capacidades al prac-
ticarlos, mantenemos en nosotros la misma noción de ser, de la vida y del mun-
do. Crecemos dentro de los límites de un mismo estado de conciencia. Nuestra
atención continúa centrada en nosotros mismos. Hasta podría ocurrir que, a pe-
sar de los adelantos que podamos haber logrado con nuestros ejercicios, en si-
tuaciones estresantes o conflictivas nos cerremos a toda noticia o estímulo que
nos llegue del exterior para no enterarnos de lo que nos pueda turbar o hacer su-
frir.
Si, en cambio, practicamos esos mismos ejercicios con la intención de percibir
cómo lo que hacemos o sentimos influye en un contexto que trasciende nuestra
persona, esas prácticas impulsan la expansión de nuestro estado de conciencia.
Por ejemplo, si cuando sentimos disgusto o enojo desarrollamos el hábito de
atender a cómo nuestras palabras y actitudes influyen en los demás, en la rela-
ción familiar, de trabajo o social, esa intención estimula nuestra percepción de
manera que nuestra noción de ser se amplía hacia un mayor contexto. Al renun-
ciar a una visión reducida por nuestra autocompasión o nuestro egocentrismo
podemos atender al contexto mayor que deseamos abarcar. Esta visión más am-
plia nos ayuda a encontrar maneras de responder a situaciones en las que no nos
sentimos bien.
Los problemas de relación suelen crear situaciones muy dolorosas que pueden
prolongarse largo tiempo. En muchos casos quedamos atrapados en esos pro-
blemas y nos resulta difícil encontrar algún momento de tranquilidad o de rela-
jación.
Cuando nos sentimos molestos por la actitud o la conducta que otros tienen ha-
cia nosotros, pocas veces podemos hacer algo para mejorarla, especialmente
porque, por lo común, queremos que los otros cambien. Y rara vez alguien
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cambia su manera de comportarse porque se lo pedimos. En cambio, sí pode-
mos hacer mucho sobre la actitud y la conducta que tenemos hacia quienes
deseamos que cambien –y hacia todos, si queremos reducir en lo posible las si-
tuaciones conflictivas en nuestras relaciones–.
Cuando quedamos prendidos en un conflicto de relación es común que reaccio-
nemos de manera equivalente a la de quien nos molesta o hace sufrir, lo que ha-
ce que ese conflicto perdure, y hasta que se intensifique. Podemos salir de ese
círculo vicioso si percibimos los efectos de nuestra conducta y cambiamos el
nivel de nuestras respuestas. Por ejemplo, si en vez de tener una conducta reac-
tiva nos conducimos de acuerdo con el nivel de relación que quisiéramos tener.
Es posible que aun así no consigamos mucha mejora en esa relación, pero con
seguridad algo en ella cambiaría para bien. Especialmente, cambiaría la forma
en que nosotros nos sentiríamos. Quizá no tendríamos motivos para sentirnos
muy contentos, pero sí para sentirnos plenos por estar en paz con nosotros mis-
mos.
Puede ocurrir que, a pesar de tener un buen nivel en nuestras relaciones corrien-
tes no logremos paz interior por conflictos pasados que no terminamos de re-
solver. Eso hace que, por bien que nos sintamos en el momento, si recordamos
un disgusto que tuvimos con alguien nos alteremos tal como nos ocurrió en esa
ocasión. No solo perdemos la paz que teníamos antes de ese recuerdo sino que
nos cuesta mucho recuperarla. Vale la pena que tengamos presente que poco
podemos hacer para sentirnos bien si no resolvemos en nosotros los resenti-
mientos o los rencores que podamos tener. No podemos cambiar el pasado, pero
sí podemos limpiarlo en nuestro interior.
Respecto de la desazón que sentimos al pensar en la muerte, la forma de ayu-
darnos es mantenernos conscientes de que el día que estamos viviendo puede
ser el último de nuestra vida. Esto podría parecer un contrasentido, pero no lo
es; una de las formas más eficaces para superar un temor es la de enfrentarlo
con decisión.
Recordar que vamos a morir nos ayuda a valorar cada instante y a extraer de él
todo lo que podamos aprender –posiblemente es para eso que estamos vivien-
do–. Y no solo esto; cada encuentro, cada experiencia, adquiere una intensidad

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que desconocemos cuando navegamos por la vida sin prestar atención a lo que
en el momento no nos despierta gran interés.
Por otra parte, la conciencia de nuestra temporalidad nos libera del temor a mo-
rir y despierta en nosotros un sentido de trascendencia; en cada instante hace-
mos contacto con la eternidad del tiempo. Además, esa conciencia realza cada
uno de los momento en los que estamos con quienes apreciamos, porque sabe-
mos que podría ser la última vez que los vemos. Esto nos es de gran ayuda
cuando perdemos a seres queridos, porque hemos vivido con plenitud cada
momento que compartimos; cada uno de ellos fue único y celebrado. En nuestra
conciencia esos seres nos acompañan, además de permanecer vivos en nuestra
memoria.
¿Cómo responder a nuestro deseo natural de sentirnos bien?
La Ascética de la Renuncia nos enseña a no depender tanto de lo que otros nos
hacen o de su reconocimiento. También nos enseña no depender de lo que po-
damos conseguir al actuar, sino a encontrar plenitud en lo que hacemos, hacién-
dolo bien. Es obvio que esta forma de sentirnos bien no es ajena al sufrimiento;
por supuesto que no encontramos plenitud por sufrir; es lo que hacemos ante el
sufrimiento lo que puede darnos plenitud interior.
Prestemos entonces atención a lo que hacemos y no tanta a lo que conseguimos
con nuestros esfuerzos. Cualquier cosa que logremos es temporaria. Esto ocurre
no sólo con los bienes y conquistas materiales sino también con las espirituales.
Nuestras acciones, en cambio, tienen la continuidad de la vida: siempre estamos
haciendo algo. Y cada instante implica el desafío de cómo lo vamos a enfrentar.
Si actuamos en forma consecuente con lo que sabemos que tenemos que hacer –
tanto en nuestros trabajos como en nuestras relaciones– seguramente nos senti-
remos bien sin estar pendientes de los resultados que eventualmente podamos
recoger.
Por otra parte, sabemos que, aunque en algún momento consiguiéramos sentir-
nos bien, es inevitable que ese bienestar no sería prolongado; las vicisitudes
propias de la vida nos traerán nuevos momentos de tensión, trabajo y, quizá,
nuevos sufrimientos.

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Además, al abrirnos a un contexto más amplio vemos mejor la situación del
mundo en que vivimos. Al contemplar tantos conflictos y sufrimientos no po-
demos dejar de preguntamos: ¿es posible sentirme bien en un mundo pleno de
dolor?
Cuando nos abrimos al contexto de la humanidad y dejamos que entre en noso-
tros todo, las alegrías y los dolores, la hermosura y la fealdad, ya no nos impor-
ta lograr una felicidad exclusiva; sabemos bien que esa felicidad es la vía de es-
cape que imaginamos para no enfrentar el desafío de desenvolvernos. Com-
prendemos entonces que al renunciar a la ilusión de imaginar que podemos elu-
dir el sufrimiento no perdemos nada; simplemente dejamos caer lo velos con los
que, por temor o indecisión, desfiguramos la realidad para acomodarla a cómo
desearíamos que fuese. Y esa comprensión es la base de la percepción de “estar
bien”.
No podemos cambiar las leyes de la vida. Pero aun así, hacer lo que nuestra
conciencia nos dice que tenemos que hacer, y hacerlo bien, es una fuente de paz
interior siempre a nuestro alcance.

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Oración y meditación

La oración y la meditación son ejercicios propios de la vida espiritual; ambos


tienen singular importancia en el desarrollo de nuestra conciencia.
Orar implica, por un lado, reconocer la existencia de un principio superior que
sostiene la vida y, por otro, nuestra ignorancia y fragilidad ante los desafíos que
ésta nos presenta. Orar también indica que el sentido del desarrollo de nuestra
conciencia es hacia el principio superior que reconocemos. Es así que los cami-
nos espirituales nos orientan hacia la unión de nuestra alma con Dios o, en otras
palabras, hacia la unión de nuestra conciencia con la conciencia cósmica.
Por otra parte, las creencias y los caminos espirituales nos han dado principios
éticos como medios para ajustar nuestra conducta al ideal que anhelamos reali-
zar. Estos medios, más prácticas como la oración y la meditación, nos han esti-
mulado para lograr el estado de conciencia que tenemos en la actualidad. Pero
no siempre nos llevan hacia una conciencia más expandida de la que ya tene-
mos.
Podemos hacer plegarias con gran bien para nosotros y para otros sin salir del
estado de conciencia en el que estamos. Incluso podemos lograr profundos es-
tados de oración sin que por eso cambien nuestros prejuicios ni nuestra conduc-
ta habitual. Si bien muchos de nosotros oramos, tanto para acercarnos a lo di-
vino como para ayudarnos y ayudar a otros, esto no ha impedido que nos dañe-
mos y luchemos unos contra otros; al contrario, muchas veces la identificación
de cada uno con su verdad particular pone mayor fuerza y encono en esa lucha
y genera buena parte de las tragedias que sufrimos. Los miembros de diferentes
creencias suelen hacer sus prácticas en forma asidua sin que esas prácticas pa-
rezcan ayudarles a salvar sus diferencias y hacer las paces unos con otros.
Los ejercicios de meditación nos enseñan a reflexionar sobre nosotros mismos,
nuestras relaciones y nuestra situación en la vida y el mundo. Sin embargo, es
evidente que, al igual que las oraciones, no siempre nos han ayudado a superar
nuestros conflictos. En los momentos de introspección solemos tener claridad

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para discernir nuestras situaciones, pero luego no siempre tenemos éxito en
nuestros esfuerzos por aplicar lo que entendemos.
Tanto la oración como la meditación no sólo han sido instrumentos valiosos pa-
ra lograr la conciencia que tenemos sino que siguen siendo muy útiles para
continuar expandiéndola; basta con que ampliemos el enfoque y el contexto de
nuestras oraciones y meditaciones.
Podría ocurrir que, al orar, nos sintamos como si en la elevación de nuestro
pensamiento estuviéramos solo nosotros y Dios, y que nuestra intención fuera
lograr una plenitud o realización tan nuestra que pareciera no tener relación al-
guna con la situación de quienes nos rodean o del mundo todo. Sentir así sería
como pretender que la mano que se extiende para asir lo que anhela estuviera
desvinculada del cuerpo al que pertenece. Si bien esto no pasa en el cuerpo físi-
co, sí puede ocurrir en nuestra imaginación, por el estado tan limitado de nues-
tra conciencia.
Para abrir esos límites podemos comenzar por ampliar el alcance de nuestras
oraciones. Cuidémonos de avivar la autocompasión rogando sólo por nosotros
mismos. Si solo oramos para nuestro bienestar o conveniencia nos vamos ence-
rrando progresivamente en nosotros mismos y acentuamos nuestra tendencia a
ser indiferentes a lo que ocurre fuera de nosotros.
Al elevar nuestro pensamiento no lo hagamos solos sino acompañados por to-
dos los seres humanos, como buenos hermanos que somos o deseamos ser. Así
como oramos por quienes amamos o piensan como nosotros, oremos por aque-
llos con los que no tenemos afinidad o nos disgustan, hieren o combaten. Rom-
pamos las barreras que tenemos por nuestros prejuicios, ideas hechas y prefe-
rencias.
Si en la oración y en la meditación abrimos el círculo dentro del cual limitamos
nuestros intereses, preferencias y opiniones, podemos desarrollar mayor com-
prensión, empatía, y abrir el campo de lo que en nuestra conciencia es la vida y
el mundo.
En los ejercicios de meditación también conviene que no exageremos la preo-
cupación por nosotros mismos y atendamos más a la calidad de participación y
empatía en nuestras relaciones, tanto de convivencia como de socialización.

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La meditación afectiva es particularmente valiosa para trabajar sobre las emo-
ciones y la conducta.
Si prestamos atención a nuestra manera de sentir vemos con facilidad que no
tenemos gran manejo de nuestras emociones; ellas responden en forma automá-
tica a los estímulos que recibimos. Como, a su vez, las emociones generan
reacciones, el poco manejo que tenemos de las emociones se traslada a la con-
ducta que ellas estimulan. Es así que tenemos que apelar a la fuerza de voluntad
para poder conducirnos, con mayor o menor éxito, de acuerdo con los propósi-
tos que nos formulamos.
En la meditación afectiva aprendemos a asociar los estímulos con las emociones
que queremos tener por ellos. De esa manera podemos crear nuevas respuestas
automáticas a esos estímulos y lograr suficiente libertad emocional como para
obrar de acuerdo con nuestra conciencia y no a través de reacciones.
La meditación discursiva nos da libertad para bucear en nuestro interior y ver lo
que por prejuicios, vergüenza o negación no nos atrevemos a descubrir. Tam-
bién nos da libertad para discernir lo que anhelamos hacer con nuestra vida y
darle así dirección.
En esa búsqueda conviene no atarnos a moldes hechos o a palabras que pensa-
mos hay que decir. Vale la pena ir a nuestro interior sin nada, para no creer que
hallamos algo nuevo cuando, en realidad, nosotros mismos hemos llevado lo
que allí encontramos. De esa manera podremos vislumbrar horizontes que tras-
cienden la percepción que ya tenemos de nosotros y de nuestra situación en la
vida.

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Autodominio

Si bien a través del estudio y la atención a las cosas que hacemos logramos un
cierto dominio sobre nuestra mente, acostumbramos a pensar y sentir tal como
aparecen en nosotros los pensamientos y las emociones. Incluso no es raro que,
al hablar o al actuar, nos dejemos llevar más por impulsos que por discerni-
miento. A veces, recién después de haber dicho o hecho algo recapacitamos so-
bre lo que hicimos.
Para continuar desenvolviéndonos necesitamos adquirir suficiente dominio so-
bre nosotros mismos, lograr control sobre lo que pensamos y sentimos; de ese
dominio depende cómo orientamos nuestra vida.
No podemos eliminar pensamientos o emociones que no queremos haber teni-
do; tampoco podemos ignorarlas ni pretender que no existen. Si sólo tratáramos
de reprimirlas nos generarían tensiones que alterarían nuestro carácter, nuestro
discernimiento y hasta nuestra salud mental.
La clave del dominio sobre nosotros mismos es aprender a orientar las fuerzas
que aparecen en nosotros, ya sean pensamientos, emociones, reacciones, ocu-
rrencias. Para poder lograr suficiente libertad en la orientación de esa energía
necesitamos dejar de lado los juicios de valor que tenemos según nuestras ideas
o nuestros prejuicios. En vez de calificar como bueno o malo el impulso que
aparece en nosotros, discernimos los efectos que, si nos dejáramos llevar por él,
podría producir en nosotros, en otros o en la relación con quienes tratamos. De
acuerdo con ese discernimiento cambiamos una reacción que daña o destruye
por otra que sana o construye. La práctica de la meditación afectiva nos puede
ser de gran ayuda para lograr que este cambio de orientación sea cada vez más
espontáneo.
¿Por qué decimos que tenemos que dejar de lado los juicios de valor y prestar
sólo atención a lo que producimos con nuestras acciones? Porque al no hacer
valoraciones subjetivas o prejuiciadas sobre lo que sentimos o pensamos evita-
mos desarrollar sentimientos de culpa que pueden trabar nuestro esfuerzo para
pensar y sentir como desearíamos hacerlo.

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Además, a veces tenemos reacciones que nos parecen buenas porque nos alivian
o nos hacen sentir bien, pero que no son buenas para aquellos sobre las que las
descargamos. Por ejemplo, cuando los golpeamos con nuestro enojo, o cuando
humillamos a otros con nuestros dichos agudos.
Renunciamos entonces a los moldes con los que solemos evaluarnos y recono-
cemos que somos como somos. Con este material contamos; aprendamos en-
tonces a usarlo de una manera que no solo nos haga sentir bien con nosotros
mismos sino que promueva nuestro desenvolvimiento. Este trabajo no siempre
nos resulta fácil. A veces lo que tenemos que hacer para cumplir nuestras aspi-
raciones nos exige gran esfuerzo y sacrificio. Desde un punto de vista egoísta
podríamos pensar: ¿para qué esforzarnos, para qué sufrir? ¿Acaso no es malo
sufrir?
Sí, es malo sufrir inútilmente. No hacer nada para estimular nuestro desenvol-
vimiento no nos evita sufrimientos.
Para lograr autodominio es bueno tener presente que cada instante cuenta en
nuestra vida. Incluso cuando creemos que no hacemos nada estamos haciendo
algo. Nuestra mente no se detiene y, con ese movimiento, aparecen emociones y
se desarrollan sentimientos. Es bueno prestar atención a cómo manejamos esa
energía, qué cosa buena hacemos con ella.
Por otra parte, tanto el pasado como el futuro tienen gran influencia en la cali-
dad de lo que sentimos y, en consecuencia, de lo que hacemos.
Lo que más recordamos del pasado son experiencias que se han grabado con
fuerza nuestra memoria. Rememorar las que han sido felices pueden darnos al-
go de plenitud; las que no lo fueron, quizá nos dan tristeza o malestar. Como ya
hemos visto en el capítulo anterior, el recuerdo de situaciones conflictivas suele
avivar las mismas reacciones que tuvimos cuando ocurrieron y generar resenti-
miento en nosotros. Así como hemos aprendido a orientar las emociones que
vamos sintiendo, así también necesitamos trabajar con los resentimientos o los
rencores, si los tenemos. Vale la pena entonces revisar los recuerdos y trabajar
sobre ellos para limpiar nuestro pasado, ya que nada queda realmente atrás. Lo
que somos en cada momento es la síntesis de nuestro pasado que enfrenta el
desafío del instante presente. Sobre esa base creamos el futuro que anhelamos o

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el que dejamos que ocurra si no trabajamos en forma deliberada para construir-
lo.
Decíamos más arriba que el futuro influye sobre la calidad de lo que hacemos.
Por supuesto, no nos referimos a lo que todavía no es, sino al futuro que imagi-
namos, prevemos o anhelamos.
Es obvio que es bueno imaginar a dónde queremos llegar para poder delinear
una vía que nos lleve hasta allí. Pero también necesitamos mantenernos cons-
cientes de que en cada instante estamos creando nuestro futuro, según como
desarrollemos nuestro potencial y generemos las actitudes y respuestas con las
que vamos a enfrentar las vicisitudes de la vida. Podríamos decir que nuestro
futuro será tan bueno como bueno hagamos el instante que estamos viviendo.
Lograr suficiente dominio sobre nosotros mismos para poder hacer bueno el
presente seguramente nos llevará a realizar lo que anhelamos hacer de nuestra
vida.

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Tomar distancia

Para lograr una noción de ser que trascienda la que genera la personalidad que
hemos adquirido necesitamos renunciar a esa personalidad. Pero nos sería difí-
cil lograr tal renuncia mientras estamos identificados con nuestra personalidad.
En cambio, sí podemos independizar lo que sentimos que somos de los condi-
cionamientos que hemos adquirido. Tomar distancia de nosotros mismos nos
ayuda a lograr esa independencia.
A lo largo de la vida hemos desarrollado un carácter, una manera de pensar y de
expresarnos que consideramos no solo natural en nosotros, sino que correspon-
de a nuestra noción de ser. Sin embargo, esta seguridad acerca de quiénes so-
mos no nos garantiza que realmente nos conozcamos. Si nos quedamos con la
idea que hemos formado sobre nosotros mismos nos será difícil progresar en
nuestro desenvolvimiento, aunque estudiemos enseñanzas y practiquemos ejer-
cicios espirituales. Y no solo esto sino que, en la vida corriente, nuestra fijación
en esa idea interfiere en la buena relación que deseamos tener con los demás.
Lo que pensamos sobre nosotros está tan arraigado en nuestra mente que no nos
sentimos bien cuando otros no coinciden con la imagen que nos hemos formado
acerca de cómo somos, sentimos y actuamos. Las diferencias entre la forma en
que nos percibimos y la que otros tienen de nosotros suele causar conflictos en
nuestras relaciones, cuando no distanciamiento de quienes amamos.
Tiene sentido entonces intentar un enfoque más objetivo que el que comúnmen-
te tenemos al describirnos y evaluarnos. De esa manera podríamos contar con
una base más sólida para trabajar en nuestro desenvolvimiento y en el de nues-
tras relaciones.
Un ejercicio que puede ayudarnos a aprender a vernos mejor es el de tomar dis-
tancia de nosotros mismos. Por ejemplo, el siguiente:
“Imagino que estoy un paso detrás mio y, desde allí, observo mis acti-
tudes y mis actos. No evalúo mis acciones ni tampoco lo que pienso o
siento cuando las hago; sólo observo y guardo en mi memoria lo que
veo. Si en algún momento percibo que me irrito o me pongo violento,

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cuido de no justificar mentalmente mis reacciones. Sólo tomo en cuen-
ta mi comportamiento.
“Presto atención a mis actitudes al hablar, conversar, opinar, discutir.
También observo las reacciones que produzco en mis interlocutores:
cómo se sienten o reaccionan ante lo que hago o digo. Además, presto
atención al ambiente que genero con mi presencia y mi actuar.”
Al efectuar este ejercicio es fundamental no acortar la distancia, no ceder a la
tendencia a identificarnos con nuestra imagen cuando vemos que se enciende su
ánimo, sea cual fuere la causa que lo provoque. Tampoco tenemos que desani-
marnos ni tenernos lástima si nos vemos haciendo algo que sabemos no está
bien. Basta que tomemos nota mientras nos mantenemos mentalmente un paso
atrás.
Si logramos despegarnos de la parte de nosotros que actúa y somos objetivos al
observarla podemos aprender mucho sobre nosotros mismos y aproximarnos a
la imagen que otros tienen de nosotros. Pero ese desapego no siempre nos resul-
ta fácil de conseguir.
Apenas intentamos practicar este ejercicio nos damos cuenta de la gran fuerza
con que la personalidad que hemos adquirido nos mueve a identificarnos con
ella. Pero si bien nos cuesta mantener distancia, el esfuerzo por lograrla nos ha-
ce conscientes de que nuestra personalidad es la forma en que hemos cubierto,
con los hábitos y la mentalidad que hemos adquirido, nuestra ignorancia sobre
quiénes somos y cómo somos.
Si bien al principio es probable que sólo podamos practicar este ejercicio duran-
te un corto tiempo, sería muy bueno que tratemos de extenderlo cada vez más.
El objetivo es llegar a mantenernos testigos de nosotros mismos.
Para que la conciencia que despertamos al tomar distancia sea haga permanente
en nosotros necesitamos ir más allá de este u otro ejercicio similar. La identifi-
cación con la personalidad que adquirimos es mucho más que un hábito; es lo
que sentimos es nuestra identidad. Si bien el ejercicio de tomar distancia nos
induce a percibir una identidad más profunda y universal, ese ejercicio nos
mantiene ligados a la personalidad de la que procuramos liberarnos. Continua-
mos mirando sólo a nosotros mismos.

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Necesitamos tomar aun mayor distancia de nosotros mismos para ver con sufi-
ciente claridad nuestra actitud general hacia la vida y el mundo.

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Salir del centro

La personalidad que hemos adquirido, al ser un producto relativo al medio y a


la época, necesita una fuerza poderosa para enfrentar la obvia ignorancia que
tenemos sobre nosotros mismos. Generamos esa fuerza con la importancia que
nos damos, una importancia tal que no es raro que a veces nos sintamos como si
fuéramos el centro del mundo. Necesitamos tomar mayor distancia de nosotros
mismos para poder salir de ese centro y acabar con nuestra ilusión.
Cuando logramos esa mayor distancia podemos observar, además de nuestro
comportamiento, nuestras actitudes ante lo que ocurre.
Como los estímulos que recibimos a través de los sentidos nos llegan de afuera,
percibimos la realidad como si fuéramos solo observadores de la acción que
ocurre en el vasto escenario que nos rodea. Si bien sabemos que participamos
en esa acción, solemos situarnos mentalmente como si estuviéramos separados
o por encima de ella, ya que en nuestros juicios tendemos a no hacernos respon-
sables de lo que sucede.
Es así que con frecuencia nos expresamos como si fuéramos jueces indepen-
dientes de la realidad que nos circunda. Entendemos y evaluamos de acuerdo
con nuestras opiniones hechas y con las reacciones que producen en nosotros
los estímulos que recibimos. Por ejemplo, en vez de decir “no me agrada”, de-
cimos “es feo”; en vez de “desde mi punto de vista entiendo de otra manera”
decimos “es errado”. Generalizamos, como si lo que decimos o pensamos fuera
válido para todos, en todas partes. Además, algunos tendemos a opinar sobre
cuanta cosa ocurra y hasta sobre personas que no conocemos. Acostumbramos
más a hablar que a escuchar, y la mayoría de las veces hablamos sobre nosotros
mismos. Puede que hasta cuando oramos prestemos más atención a lo que nos
pasa que al punto al que dirigimos nuestra oración.
En fin, solemos actuar como si fuéramos el centro del mundo, y hasta podemos
sentirnos más víctimas de lo que ocurre que actores en la vida.

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A pesar de toda la información que tenemos, de lo que sabemos sobre nuestra
posición en el mundo y el universo, esos datos no parecen afectar al mundo que
tenemos en nuestra mente. Los habitantes de nuestro mundo no suelen ser más
numerosos que las contadas personas que aparecen habitualmente en nuestros
pensamientos, o aquéllas con las que interactuamos diariamente. Y los límites
de ese mundo no siempre van más allá de donde llegan nuestros intereses.
Nuestra vida espiritual puede llegar a estar tan restringida por la noción de ser
derivada de la personalidad que hemos adquirido y la actitud que tenemos ante
la vida, que pareciera improbable que podamos trascenderla con sólo aprender
conceptos amplios y practicar ejercicios espirituales. Si bien a través de la per-
sonalidad adquirida nos asimilamos a la cultura de nuestro medio y trabajamos
con algún éxito en él, esa personalidad nos fija con fuerza en el estado de con-
ciencia que anhelamos trascender. Como señalamos más arriba, para poder salir
del centro imaginario en el cual nos situamos necesitamos renunciar a esa per-
sonalidad.
La renuncia a la personalidad nos permite usarla sin identificarnos con ella; tra-
bajamos dentro de sus límites sin reducir por eso nuestro estado de conciencia.
Por supuesto que nos expresamos de acuerdo con las normas del lugar y de la
época y según lo que cada momento nos pide hacer para lograr lo que necesita-
mos o anhelamos, pero mantenemos distancia entre nuestra noción de ser y el
reducido ámbito en el que actuamos.
Al mismo tiempo que nos limitamos en acciones específicas, mantenemos sufi-
ciente distancia de nosotros mismos como para poner en contexto esas acciones
y, especialmente, para mantener nuestra noción de ser en el contexto que ya sa-
bemos tienen la vida y el mundo.
Una manera sencilla con la que nos podemos ayudar a salir del centro es con-
textuar lo que nos ocurre y también lo que sentimos y pensamos.
Por contextuar entendemos relacionar lo que somos y lo que nos ocurre con un
entorno que trascienda el de nuestra persona. Cuanto mayor sea el entorno en el
que nos contextuemos, más equilibrado será el juicio que podremos tener acerca
de nosotros mismos, de lo que pensamos o experimentamos.
Si cuando estamos muy turbados sentimos el impulso a cerrarnos, a no querer
ver ni saber nada fuera de nosotros, conviene que reparemos que dejarnos llevar
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por tal impulso potencia la turbación que nos aflige. En cambio, si contextua-
mos lo que nos ocurre, podemos no solo dimensionar su importancia sino tam-
bién discernir lo que podemos hacer a partir de nuestra situación, para nuestro
bien y el de quienes nos rodean.
Al contextuar dejamos de sentirnos como si fuéramos únicos: únicos nuestros
problemas, nuestros sufrimientos, nuestras dificultades. O únicos nuestro éxito,
nuestra capacidad, nuestra inteligencia, incluso nuestra persona.
Al contextuar lo que sentimos y pensamos, nuestras opiniones también dejan de
ser únicas y nuestros sentimientos ya no son tan extra-ordinarios.
Somos solo uno entre tantos, y también lo son nuestras ideas, hábitos y maneras
de pensar. Y sólo somos algo más en el gran contexto de la existencia.
Si no hubiéramos renunciado a ser el centro, nos sentiríamos subvaluados si
otros nos consideraran uno más. Pero si sentimos que somos uno más por la
conciencia que tenemos de ser lo que somos, llegar a sentirnos uno más es,
realmente, haber dado un buen paso en la expansión de nuestra conciencia.

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Presencia

Si bien podemos decir con suficiente acierto dónde estamos ubicados física-
mente, no siempre estamos mentalmente allí. Es común que, apenas llegamos a
un lugar o nos encontramos con una persona, después de un corto tiempo en el
que apreciamos lo que está a nuestro alrededor, nos retiremos hacia nosotros
mismos: lo que sentimos o pensamos, deseamos hacer o que ocurra.
Nuestro cuerpo es visible para todos, pero nosotros no siempre lo somos.
Incluso cuando interactuamos solemos movernos mentalmente entre el lugar fí-
sico en el que estamos y lo que pasa por nuestra mente al estar allí. Por ejemplo,
cuando alguien nos habla es posible que, después de escuchar algunas de sus
palabras dejemos de prestar atención a lo que nos dice, a la espera del momento
en el que podamos responderle con las palabras que ya tenemos en la mente.
Son incontables las ocasiones en las que nos evadimos de donde estamos. Puede
ocurrir que cuando vamos con amigos de paseo con la intención de disfrutar de
la belleza de un lugar, al corto tiempo de llegar nos encontremos conversando
sobre temas intrascendentes hasta el momento del regreso. Fuimos, pero no es-
tuvimos.
De la misma manera puede ocurrir que, sin darnos cuenta, algunas veces no es-
temos en la vida.
Cuando tratamos de recordar nuestro pasado, no viene con facilidad a nuestra
mente todo lo que hemos vivido sino sólo las experiencias que nos quedaron
más marcadas. ¿Qué pasó durante el tiempo que no recordamos? ¿Estuvimos
presentes allí donde estábamos? Es posible que durante los tiempos en que ha-
cíamos rutinas, como éstas no requerían toda nuestra atención, nos evadíamos
pensando y sintiendo acerca de otras cosas. Pero estábamos allí y, quizá por
esos vuelos interiores, perdimos lo que allí hubiéramos podido aprender sobre
nosotros mismos y nuestro alrededor. Estábamos vivos en nuestras divagacio-
nes; esto es, vivos sólo en parte. Nos faltaba vivir el contexto.
Estar en la vida es estar en cada uno de los instantes y contextos del presente. A
esto llamamos Presencia.

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Presencia, en síntesis, es el encuentro con la vida a través del instante presente.
Si queremos desenvolvernos, busquemos ese encuentro.
¿Cómo podemos practicar Presencia?
Estimamos que el dominio mental, si bien puede ayudarnos a no escapar men-
talmente del presente, no basta para evitar las huidas interiores. Cuando sólo
apelamos a ese dominio necesitamos mantenernos alertas para frenar nuestros
impulsos ante lo que ocurre; por ejemplo, los de autocompasión, o justificación,
o complacencia. O bien los de irritación, o de rechazo.
Para estar presentes en la vida, además de lograr buen dominio de nuestra men-
te, necesitamos dejar de lado la importancia que nos damos, ya que es esa im-
portancia la que se interpone entre nosotros y la vida. Por supuesto que, para
poder apartar esa importancia, tenemos que renunciar a la personalidad que la
sostiene. Esa renuncia expande nuestra conciencia de tal manera que de noso-
tros sólo queda nuestra noción de ser, la cual no tiene más importancia que la
del contexto en el que somos.
Para ayudarnos a fijarnos en el presente (y disminuir la importancia que nos
damos) podemos hacer los siguientes ejercicios:
. Cuando estamos con alguien, controlamos los escapes mentales que nos
alejan de esa persona y del lugar en el que nos encontramos.
. Cuando nos hablan, escuchamos con total atención, sin elaborar respuestas
ni distraer la mirada. Recién hablamos cuando nuestro interlocutor espera
que lo hagamos y después de haber reflexionado sobre lo que vamos a de-
cir.
. Hablamos de nosotros mismos sólo cuando necesitamos hacerlo porque
nos preguntan o para dar información que pueda tener valor para quien nos
escucha.
. Cuando hacemos rutinas, nos concentramos en ellas. Siempre podemos
aprender de lo que estamos haciendo y de lo que nos rodea, aunque crea-
mos que ya sabemos todo lo que podamos saber sobre lo que hacemos y
sobre la manera en que influimos en el lugar en el que estamos.

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Además, recordemos que, en cualquier sitio en que estemos, ese lugar tiene lí-
mites tan amplios como los que le damos en nuestra mente.
Aunque sintamos que solo estamos ante nuestro escritorio en nuestra pieza par-
ticular, estamos en una casa, en una población, un país, un continente, un
mundo, un sistema planetario… ¿hasta dónde extendemos los límites de nuestra
Presencia?
Donde se encuentren esos límites, allí estarán los límites de nuestra conciencia.

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Participación

Todos participamos de todo, pero no todos participamos de la misma manera.


Tampoco todos tenemos la misma empatía ni nos relacionamos por igual con lo
que nos ocurre y lo que nos rodea.
Si bien sabemos que somos parte de un todo mayor, nuestra participación de-
pende más de nuestra noción de ser que de lo que podamos saber acerca del to-
do del cual somos parte.
La noción de ser establece la relación que tenemos con lo que nos rodea. De
acuerdo con lo que creamos ser podemos sentirnos unidos con unos y no con
otros, parte de un grupo y no de otro; afines a un lugar y extraños en otros. Y
hasta podemos olvidar en algún momento que somos parte del planeta que nos
sostiene. Como estamos habituados a ver todo fuera de nosotros, sin darnos
cuenta nos habituamos a sentir que estamos separados de lo que percibimos,
ajenos a lo que nos circunda.
A lo largo de nuestro desenvolvimiento espiritual vamos tomando conciencia de
la trama de relaciones que une todo con todo y, con ella, nuestra noción también
pasa de ser independientes y aislados a ser-en-participación. En otras palabras,
se orienta hacia la noción de ser-en-todo.
En este proceso distinguimos varias etapas. La primera se refiere a nuestra rela-
ción con nuestros semejantes. Y dentro de ésta, también encontramos algunos
pasos.
El primer paso está ligado a la noción de semejante: cuántos caracteres simila-
res a los nuestros ha de tener alguien para que lo sintamos como semejante.
Cuanto mayor sea ese número, mayor es el prejuicio que tenemos hacia quienes
no se ven o piensan como nosotros. Cuanto menor sea el número de esos carac-
teres, más abiertos estamos a participar más allá de nuestros círculos familiares
o sociales.

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A partir de allí encontramos tres etapas en este primer paso del proceso de par-
ticipación:
. Paternalismo
. Solidaridad
. Inclusión
La primera etapa es la del paternalismo. Nos importa lo que ocurre aunque no
incida en nuestro bienestar o nuestros intereses: queremos ayudar, aliviar lo ma-
les que encontramos en nuestra sociedad o en el mundo. Pero ni este noble de-
seo ni las ayudas que brindamos nos unen realmente a quienes reciben nuestra
ayuda.
Somos parte del grupo que tiene más, puede más o sabe más (o así lo creemos).
Esto hace que no perdamos oportunidad de dar consejo aunque no nos lo pidan,
de opinar sobre lo que otros tendrían que hacer o cómo tendrían que ser, de
ayudar a quienes consideremos dignos de nuestra ayuda, la soliciten o no. Te-
nemos lástima por quienes sufren y nos sentimos bien cuando les damos algo
que pueda servirles o aliviarlos. Una vez que damos lo que podemos, seguimos
con nuestras vidas sin cambiar nada en ellas.
Si bien en esta etapa nos sentimos como si estuviéramos por encima de los de-
más, llegar a este punto con nuestra noción de ser es un gran avance sobre la de
ser indiferente o insensible a cuanto pase a nuestro alrededor.
La etapa de solidaridad se caracteriza por una mayor empatía. Nos unimos a un
grupo porque nos importa su situación o estamos de acuerdo con su pensamien-
to, su acción o sus reclamos, aun en casos en que ese grupo sea diferente de
aquél del cual nos sentimos parte. Participamos en trabajos solidarios para me-
jorar el nivel económico, sanitario o educativo de un sector, una región o un
país; o para mejorar la ecología del planeta. Estos trabajos solidarios son muy
beneficiosos, tanto para otros y el medio ambiente como para nosotros mismos,
porque nos estimulan a tomar conciencia de que somos parte de una realidad
mayor que la de nuestro mundo cotidiano.
También por solidaridad solemos unirnos a movimientos ideológicos o sociales,
ya sea a favor o en contra de un estado de cosas.

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La etapa de solidaridad supone una participación activa en los movimientos a
los que nos unimos. Pero, al mismo tiempo que nos une con unos puede ahon-
dar la separación que tenemos con otros. Cuando nos adherimos a grupos ideo-
lógicos o religiosos, esa separación tiende a hacerse muy profunda, especial-
mente si esos grupos pretenden tener cada uno su verdad. En algunos casos has-
ta demonizamos a nuestros adversarios.
A veces, esas adhesiones producen mayores males que los que cada grupo trata
de remediar. Lo triste de esa situación es que nuestra solidaridad proviene de
nobles propósitos; lo último que deseamos es producir algún daño. Pero los
propósitos nobles no siempre nos permiten distinguir la gran fuerza que tiene
nuestro rechazo, disgusto u odio hacia lo que no queremos que exista. Esa fuer-
za puede unirnos más a lo que odiamos que a lo que creemos amar. No siempre
tenemos presentes a quienes amamos, pero nos resulta difícil sacar de nuestra
mente a quienes nos disgustan u odiamos. No nos damos cuenta de que es im-
probable que podamos eliminar lo que no nos gusta o no aprobamos. Tampoco
alcanzamos a percibir que al dividirnos en grupos opuestos pretendemos partir
una unidad que no puede separarse.
En la etapa inclusiva nuestra compasión comienza por unirnos a quienes sufren
y luego se extiende a todos los seres humanos, en cualquier situación en que se
encuentren. No hacemos diferencias entre quienes son, piensan y sienten como
nosotros y quienes no. Nuestra noción de ser incluye a todos y a todo. Somos-
en-todos no sólo en nuestras alegrías e infortunios, sino también en nuestra
condición actual de ignorancia en las cuestiones fundamentales de la vida y en
nuestro esfuerzo por develarlas.
Además, somos-en-todo, porque más allá del ámbito de nuestro mundo y nues-
tra humanidad nos mantenemos conscientes del todo mayor que nos contiene y
alienta nuestra existencia.
En cualquier etapa de participación en la que nos encontremos, a veces pode-
mos reducir nuestra noción de ser al punto de pretender que no somos parte de
la especie humana, como cuando nos quejamos de las leyes obvias de la vida o
nos las aceptamos. Por ejemplo, cuando rechazamos la incertidumbre, el esfuer-
zo constante para supervivir, el sufrimiento, la decadencia física, la muerte. Si
nos sentimos bien, deseamos detener el tiempo; si no, quisiéramos que pase con

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mayor rapidez. En fin, no siempre nos mantenemos en sintonía con nuestra
condición humana. Nos convendría comprender que nos resultaría difícil ex-
pandir nuestra conciencia si no nos integráramos a sabiendas en la existencia así
como sabemos que es.
Participamos en todo y de todo, lo percibamos o no. El desarrollo del sentido de
participación nos estimula a tomar conciencia de esta realidad. Podemos asimi-
lar el proceso de esta toma de conciencia al del desarrollo de la empatía.
Comenzamos a empatizar cuando participamos en forma emotiva de una reali-
dad ajena; por ejemplo, cuando sufrimos al ver sufrir a otro y cuando nos ale-
gramos por la alegría de otro, en forma independiente de lo que podamos sentir
por la situación que estamos viviendo. Si trabajamos para ampliar nuestra
empatía, podemos identificarnos interiormente con el sufrimiento y también con
la alegría de quienes no vemos, hasta llegar a identificarnos con todos los seres
por el simple hecho de que existen.
Desde este punto de vista, el proceso de participación se une con el de empatía,
y ambos se unen con el de nuestro desenvolvimiento espiritual.
Al expandir nuestra conciencia, todo va incorporándose a nuestra noción de ser,
no porque seamos el todo, sino porque todo está incluido en nuestra conciencia.
Participación, empatía y unión mística se hacen, al fin, aspectos de un mismo
estado de conciencia expandido.

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Reversibilidad

Nada parece tener sólo un lado en la realidad que conocemos. Tenemos anverso
y reverso, no sólo en cosas, sino también en situaciones. A cada opinión se le
puede oponer otra contraria; a cada instante le sucede otro diferente; a un cam-
bio, otro cambio.
No siempre ocurre esto en nosotros cuando consideramos nuestra manera de
sentir, pensar o actuar.
Somos de una manera y no de otra; no nos damos alternativas, o no las quere-
mos considerar. Estamos tan adheridos a nuestra manera de ser y a nuestras
opiniones que, aunque no las consideremos perfectas, nos resulta difícil no ya
cambiarlas sino hasta trabajar sobre ellas.
Con frecuencia esta actitud, o falta de disposición a aprender, nos lleva a chocar
unos con otros, cuando no a posturas antagónicas, discusiones estériles, desave-
nencias, enfrentamientos e incluso luchas de unos contra otros.
Si prestamos atención a nuestros conflictos encontramos que, con frecuencia,
parten de esa rigidez mental y emocional.
Quienes queremos desenvolvernos no estamos exentos de esta tendencia.
Por más convencidos que estemos sobre nuestra manera de pensar, es obvio que
no podemos pretender que todos piensen como nosotros; de hecho, no es así.
¿Por qué nos cuesta admitirlo? Porque lo común es que nuestras opiniones son,
para nosotros, si no las únicas ciertas, por lo menos las más acertadas entre las
que conocemos.
Si consideramos lo que creemos, nuestra rigidez puede ser mucho mayor. Nos
resulta difícil admitir que nuestras creencias pueden no expresar las cosas tal
como son, a pesar de que sabemos bien que creemos porque no sabemos. Lo
cierto es que en el mundo encontramos variedad de creencias que no siempre
coinciden entre sí. Vale la pena preguntarnos qué pasaría en nosotros –y entre
nosotros –si admitiéramos que nuestra creencia es sólo una entre varias

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interpretaciones de la realidad. Posiblemente tenderían a desvanecerse diferen-
cias y rivalidades que llevan siglos en nuestra historia.
Lo mismo ocurriría si admitiéramos que nuestras opiniones reflejan sólo un
punto de vista tan restringido como lo es nuestra percepción de la realidad. Y
que esto también ocurre con las de quienes opinan en forma diferente de la
nuestra. Si nos pusiéramos de acuerdo en la temporalidad y limitación de nues-
tros puntos de vista posiblemente mejorarían nuestras relaciones y todos po-
dríamos desenvolvernos con mayor facilidad.
En este sentido, reversibilidad es reconocer primero los límites de nuestra per-
cepción, de nuestros juicios y prejuicios; luego, mejorar nuestra manera de pen-
sar aprendiendo no sólo sobre cosas y hechos, sino especialmente sobre nuestra
manera de pensar. A partir de allí, ubicar nuestras opiniones en el abanico de
visiones diferentes de la nuestra.
Esto no implica que tengamos que cambiar lo que pensamos o creemos, sino
que aprendamos sobre nuestra manera de pensar y de creer. Y que, cuando en-
contremos pensamientos y creencias diferentes de las nuestras, las incluyamos
en nuestra visión de la realidad para ajustar nuestra manera de pensar a la reali-
dad que es como es y no como quisiéramos que fuese. Una vez que logramos
esa inclusión, abrimos nuestra mente para comprender por qué quienes piensan
o creen en forma opuesta a la nuestra sienten que están en lo cierto –y también
por qué nosotros creemos que estamos en lo cierto–. Recién entonces podemos
decir que ponemos en contexto nuestra manera de pensar. En ese contexto po-
demos ver el anverso y el reverso de esa manera de pensar.
Por otra parte, así como las certezas que tenemos se basan sobre cosas que son
evidentes, nuestras opiniones son relativas a los momentos y las circunstancias.
Necesitamos tener en cuenta estas variables para no encontrarnos fuera de con-
texto por sostener opiniones que ya no están actualizadas.
En este sentido, reversibilidad significa tener la flexibilidad mental que es nece-
saria para adecuar nuestros puntos de vista y, consecuentemente, nuestras opi-
niones, al ritmo de los cambios propios de la vida.
La reversibilidad también se aplica a nuestra manera de entender y vivir la vida
espiritual.

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La expresión “vida espiritual” puede hacer pensar que es una vida diferente y
hasta opuesta a la vida material. Esta suposición podría hacernos buscar lo espi-
ritual como un refugio, en el cual podamos olvidar –y hasta desestimar– los
afanes, dolores y problemas de nuestra vida material. Incluso podríamos pensar
que dedicarnos a atender cuestiones materiales iría en detrimento de nuestras
posibilidades espirituales. Y más aún, podríamos opinar que tener éxito en
nuestros trabajos indicaría que sólo nos importan las cuestiones materiales y no
la vida espiritual.
Lo cierto es que tenemos posibilidades de toda índole, y todas necesitan de
nuestra atención. Independientemente de lo que pensemos o creamos, somos
humanos y estamos en este mundo. Tenemos necesidades y también capacidad
para satisfacerlas. Tenemos problemas que no son propios de la ley de la vida
sino que son creados por nosotros mismos. No sería sensato pensar que la vida
espiritual es ajena a esta realidad.
Es así que la vida espiritual nos presenta dos claros desafíos.
El primer desafío espiritual es el de desarrollar nuestras capacidades y aplicarlas
para resolver nuestros problemas materiales y los que tenemos en el sistema de
relaciones.
Aceptar este desafío expande nuestra conciencia hacia los límites del mundo
que habitamos.
El segundo desafío es el de expandir nuestra conciencia más allá de la que nos
permitiría lograr una vida mejor y con mayor paz.
Ya sea que creamos en un principio superior o que pensemos que desaparece-
mos en la nada al morir, podemos expandir esas creencias. Por ejemplo, pode-
mos usar la idea que tenemos de lo divino –o de la nada, si creemos en la nada,
o si podemos imaginarla– como punto de apoyo para penetrar en ese misterio.
O contemplar la vastedad del universo y tratar de hacer empatía con esa infinita
realidad. O bien, penetrar en la eternidad a través del eterno presente con el que
nos conectamos en cada instante.
En la práctica, la reversibilidad nos ayuda a trabajar en ambos desafíos.
En la vida diaria, trabajamos como si lo que más nos importa es obtener la me-
jor calidad y el mayor fruto de nuestros esfuerzos. Y nos relacionamos entre

Vida Espiritual – 3/2012 37 de 49


nosotros con la atención de quien practica un arte, para nuestro bien y el de
quienes nos rodean.
Cuando podemos detenernos, además de evaluar lo que hemos hecho, o de orar,
o meditar, recordamos que no somos de este mundo, ya que estamos de paso –
uno muy breve– en él.
No hay contradicción, entonces, entre vida espiritual y actitud práctica y con-
creta en los asuntos cotidianos. Al contrario, necesitamos tener criterio práctico
en cosas que son prácticas y concretas. La vida espiritual no nos hace subvalo-
rar lo concreto y práctico, no es un idealismo que no se conecta con la vida. Al
contrario, la vida espiritual se expresa continuamente en todo lo que hacemos,
en capacitación creciente, en eficiencia y en un gran sentido común ante las di-
ficultades y posibilidades que encontramos en la vida cotidiana, tanto en nues-
tros trabajos como en nuestra relación con las personas.
Aquí encontramos otro aspecto de la reversibilidad: para conocer nuestra rela-
ción con Dios no es indispensable que miremos hacia lo infinito; basta observar
la relación que tenemos con los seres humanos. Una es el reverso de la otra.
Trabajemos entonces sobre ambas.

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Responsabilidad

Por tener conciencia, somos responsables.


Por tener albedrío, decidimos cómo responder a nuestras responsabilidades.
Asumimos nuestras responsabilidades de acuerdo con nuestro estado de con-
ciencia. Por lo mismo, la forma en que respondemos a nuestras responsabilida-
des evidencia nuestro estado de conciencia. Pero no todos o no siempre respon-
demos con responsabilidad a la conciencia que tenemos de las cosas.
En general, podemos decir que respondemos con cierta responsabilidad a lo que
más nos importa. Decimos “cierta” porque no siempre respondemos responsa-
blemente a lo que más nos importa, como lo son nuestras necesidades y nuestra
salud. Puede ocurrir que descarguemos sobre otros el trabajo de proveernos de
lo que necesitamos para vivir o deseamos tener. O que tengamos a sabiendas un
estilo de vida que exceda nuestros recursos o que atente contra nuestra salud.
Pero cualquiera sea la manera en que respondamos a nuestras responsabilidades
no podemos eludir las consecuencias de nuestras actitudes, de nuestras acciones
e, incluso, de nuestros pensamientos y sentimientos. Todo lo que hacemos, pen-
samos y sentimos influye sobre nosotros, lo que nos rodea y el mundo todo, lo
percibamos o no. Cuánto nos importa esa influencia y las consecuencias de
nuestra manera de vivir muestra quiénes somos, no sólo a otros sino también a
nosotros mismos.
En el contexto de nuestra responsabilidad podemos distinguir aspectos, como el
personal, el social y el mundial.
En el aspecto personal, tenemos la responsabilidad de capacitarnos y producir
para nuestra subsistencia y la de quienes dependen de nosotros, la de tener hábi-
tos saludables, la de desarrollar relaciones armónicas con quienes nos rodean.
En el aspecto social, tenemos la responsabilidad de contribuir con trabajo y co-
nocimiento al bienestar y el progreso del medio en que vivimos.

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En el aspecto mundial, tenemos la responsabilidad de generar paz y concordia
entre los seres humanos.
Por más amplias que sean las áreas de nuestra responsabilidad, respondemos a
todas ellas de acuerdo con lo que pensamos, sentimos, hacemos y decidimos en
cada momento de nuestra vida. Si lográramos tener esto presente, nuestro esta-
do de conciencia iría abarcando áreas cada vez más extensas, y también se am-
pliaría la conciencia que tenemos acerca de nuestra responsabilidad.
Cuanto más profundizamos en nuestra responsabilidad, más amplio es el con-
texto en el que consideramos las situaciones y más restringido es el ámbito de
nuestro albedrío para responder a ellas: dejamos de sentirnos libres para desen-
tendernos o para tomar decisiones que no sean las que sabemos bien son las
adecuadas.
Es así que la amplitud del contexto que damos a nuestra responsabilidad y la
forma en que respondemos a ella es otra de las formas en las que podemos co-
nocer y evaluar nuestra vida espiritual.

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Buscando a Dios

El ansia por aprender, por adelantar en todo sentido, está en cada uno de noso-
tros. Esa búsqueda apunta a un estado de excelencia, ya sea de nuestras capaci-
dades como de nuestra comprensión y nuestra conciencia. Definimos esa exce-
lencia de acuerdo con lo que pensamos sobre la finalidad del destino humano.
En el contexto del tema de este trabajo estimamos que, independientemente de
cómo llamemos a nuestro ideal de excelencia, podemos decir que todos busca-
mos a Dios, aunque no todos definamos esa búsqueda de esta manera.
En nuestra búsqueda, por un lado nos sentimos lejos de Dios por las limitacio-
nes de nuestra percepción y la estrechez de nuestra conciencia. Por otro, nos
sentimos cerca de Dios por la conciencia que ya tenemos de vivir y participar
de una realidad regida por una inteligencia superior, o conciencia cósmica, o lo
divino en su aspecto creador: la Divina Madre del Universo.
La infinita distancia que intuimos existe entre nuestra conciencia y la que rige la
existencia nos mueve a elevar nuestro pensamiento para pedir ayuda y protec-
ción. Este sentimiento es la base de nuestras oraciones. Aunque, algunas veces,
más que buscar a Dios pedimos ayuda para buscarlo.
Por otra parte, también intuimos que, de alguna manera, existe en nuestra con-
ciencia una vía hacia la conciencia cósmica. Esto nos mueve a buscar a Dios en
nosotros mismos. Ésta es la base de la ascética mística.
En nuestra búsqueda de Dios, además de elevar nuestro pensamiento hacia el
punto ideal con el cual anhelamos conectarnos o unirnos, es bueno que miremos
al estado del cual partimos en esa búsqueda.
Seamos devotos o no, observemos no sólo el estado de nuestra conciencia sino
especialmente lo que hacemos al buscar trascendencia.
Si sentimos que Dios está distante, ya sea fuera de nosotros como dentro de no-
sotros, nos ayuda comprender que esa distancia es de amplitud y no de longitud:
Dios no está lejos. Aunque en sentido figurado hablemos del sendero espiritual
como camino hacia Dios, no estamos yendo como quien camina a un punto dis-
tante. Dios es inherente a nuestro estado de conciencia, en cualquiera de sus

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etapas de expansión. Lo que necesitamos para percibir esa realidad es expandir
nuestra conciencia.
Para lograr esa expansión necesitamos comprender cómo son los límites de
nuestra conciencia. Especialmente, si esos límites permiten una expansión.
Es mucho lo que podemos adelantar sin expandir nuestro estado de conciencia.
Desarrollamos capacidades, nos instruimos, somos exitosos en nuestros traba-
jos. Pero estos adelantos no implican necesariamente otros similares en nuestra
manera de pensar y sentir, ni tampoco en la forma en que nos relacionamos. En
estos casos es como si adelantáramos dentro de una cápsula de conciencia, con
paredes suficientemente densas como para no dejarnos ver más allá de lo que
tenemos en nuestra mente.
Para desenvolvernos, entonces, no sólo necesitamos trabajar dentro del estado
de conciencia que ya tenemos sino especialmente sobre los límites de ese estado
de conciencia. De no ser así, por más que adelantemos en nuestros conocimien-
tos y habilidades, nos mantendremos en el círculo vicioso de problemas, confu-
sión y tragedias que producimos por el estado de conciencia en el que estamos.
Para trabajar sobre los límites de nuestro estado de conciencia no nos sirven los
métodos que acostumbramos usar para librarnos de lo que no queremos, o para
vencer a enemigos. Más que quebrar nuestros límites necesitamos reconocer
cuáles son y comprender por qué los tenemos.
Cada vez que nos cerramos para no reconocer otra opinión que la nuestra, o nos
afanamos para tener más de lo que necesitamos, o nos empeñamos en ser o te-
ner más que otros, o sentimos que quienes no están con nosotros están en contra
nuestra, hacemos evidente el fuerte límite que nuestra inseguridad pone sobre
nuestro estado de conciencia.
Como nos negamos a reconocer nuestra inferioridad y nuestra incertidumbre,
nos aferramos a certezas que no tienen más validez que la que nosotros les da-
mos. ¿Cómo superar este límite? No tiene sentido luchar contra nuestra igno-
rante tozudez; sería luchar contra nuestra idea de ser. En cambio, nos sería fácil
superar nuestros límites si renunciáramos a ellos.
En el lenguaje común, renunciar es dejar algo a lo que tenemos derecho; en el
contexto de la vida espiritual, renunciar es reconocer lo que es evidente.

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¿Qué es evidente, respecto de la condición de nuestro estado de conciencia?
Que somos nada frente a la vastedad de la realidad que conocemos y de la inte-
ligencia superior que la sostiene.
Si lográramos reconocer nuestra verdadera nada, renunciar a nuestras posturas
cotidianas, a la avidez de poseer y triunfar, a la idea que tenemos de nosotros
mismos, de nuestra valía o inferioridad; en fin: si renunciáramos a lo que tene-
mos en nuestra mente y configura el mundo que creamos en ella, nos sentiría-
mos realmente liberados. Liberados no sólo de los límites que nos ponemos a
nosotros mismos sino liberados para crecer a partir de nuestra nada.
Desde este punto de vista, el desenvolvimiento espiritual consiste en expandir-
nos sobre la base de lo que somos a través de la renuncia a lo que creemos ser.
Esta renuncia nos allana la vía en nuestra búsqueda de Dios.

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La Mística del Corazón

El desarrollo del estado de conciencia es un proceso natural que ocurre en noso-


tros a través de nuestra adaptación al medio, la educación, la instrucción, la in-
terrelación y los trabajos para subsistir. Como señalamos al principio de este
trabajo, este proceso tiene un ritmo relativamente rápido en nuestra niñez; luego
su velocidad decrece a medida que sentimos que sabemos quiénes somos, cuál
es nuestra situación en el mundo, y creemos que hemos aprendido lo que nece-
sitamos para vivir con cierto provecho.
Para que ese proceso no se detenga necesitamos trabajar deliberadamente sobre
nuestro estado de conciencia; en esto consiste la vida espiritual. Decimos que es
espiritual porque buscamos unir nuestra conciencia con la que sostiene al uni-
verso. En otras palabras, buscamos a Dios.
En el trabajo espiritual distinguimos los ejercicios ascéticos y los místicos.
Los ejercicios ascéticos pueden ser solo físicos o combinados con una actividad
mental. Estos apuntan a mantener o mejorar la salud, lograr relajación, calmar
la mente y sentir cierta plenitud física.
Los ejercicios ascéticos mentales son los de meditación y los de oración.
Con los ejercicios de meditación logramos cierto dominio sobre nuestros pen-
samientos y sentimientos; podemos mejorar hábitos, aprender sobre nuestra
manera de pensar y actuar.
Los ejercicios de oración pueden consistir en elevar el pensamiento hacia Dios,
o en hacerlo con una intención determinada. Por ejemplo, para bien de otros o
para nuestro propio bien.
Los ejercicios místicos son de contemplación.
Los ejercicios de contemplación tradicionales se basan generalmente en hacer
silencio interior con la intención puesta en Dios.
Según la tradición espiritual, la culminación de la contemplación es el éxtasis.

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Esto es, un instante de iluminación o claridad interior. Influidos por esta tradi-
ción, es común que busquemos o esperemos lograr el éxtasis a través de nues-
tras prácticas espirituales.
La Mística del Corazón no tiene como objetivo lograr el éxtasis, porque consi-
dera la unión mística desde un punto de vista diferente del de lograr experien-
cias extraordinarias.
La Mística del Corazón se basa en el proceso de expansión de la conciencia.
No buscamos momentos de expansión extraordinaria sino un estado ordinario
de conciencia más amplio del que tenemos. Este proceso es continuo; en vez de
terminar en una experiencia mística, cada expansión de nuestra conciencia es el
punto de partida hacia una expansión mayor.
En la Mística del Corazón, la labor espiritual es incluir en nosotros cada vez un
mayor contexto. Más que la vislumbre momentánea de un horizonte muy am-
plio, lo que nos importa es ampliar el horizonte que limita nuestra noción de
ser.
La Mística del Corazón comienza como un ejercicio para hacerse luego un es-
tado natural en nosotros.
Como ejercicio, tenemos en cuenta aspectos de nuestra mente que podemos re-
sumir en: cómo, quién y cuánto.
Cómo se refiere al estado de nuestra mente.
Quién se refiere a quién piensa.
Cuánto se refiere a cuánto abarca nuestra conciencia
¿Cómo está nuestra mente?
Es evidente que está ocupada discurriendo, asociando, recordando, imaginando,
cuando no reaccionando ante lo que ocurre. Para trabajar sobre nuestro estado
de conciencia necesitamos aquietar ese movimiento y lograr un mínimo de si-
lencio interior. De no ser así, trabajaríamos en el mismo orden de ideas que ya
tenemos; quizá podríamos estirar los límites de nuestra conciencia pero esos lí-
mites no cambiarían. Hacemos entonces silencio interior.

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¿Quién piensa?
Hacer silencio interior es una manera de pensar. En vez de hilar un pensamiento
con otro, atendemos al contenido que está en nuestra mente: la noción de ser
hemos adquirido, con todo lo que la acompaña: lo que estamos viviendo, lo que
deseamos, lo que nos gusta o disgusta, además de ideas y opiniones que, hasta
ahora, no estábamos dispuestos a tocar. Si bien este estado no nos lleva más allá
de lo que ya creemos o suponemos saber, nos ayuda a contemplar y comprender
lo que creemos ser. Quien piensa es testigo de sí mismo y del discurrir de una
mente condicionada por el contexto de su mundo.
Nos damos cuenta entonces de que tras ese contenido con el que nos identifi-
camos está la nada que somos frente a la inmensidad que anhelamos abarcar.
Para expandirnos hacia esa inmensidad necesitamos trascender ese contenido.
No tendría mucho sentido luchar contra él porque sería como luchar contra no-
sotros mismos. Pero podemos traspasarlo si renunciamos a lo que creemos ser,
si dejamos caer las vestiduras con que cubrimos nuestra nada. Renunciamos en-
tonces a lo que en nosotros se relaciona con un cuerpo y un mundo que con se-
guridad vamos a dejar.
Y nos asentamos en nuestra nada, en donde está la chispa de conciencia que an-
helamos expandir.
Ser consciente de que uno es nada nos da extraordinaria libertad para interac-
tuar en la vida corriente. Por un lado, uno defiende lo que cree justo y trabaja
con entusiasmo en causas válidas y nobles. Por otro, no se molesta ni ofende
cuando siente que algo hiere su temporaria noción de ser. Sabe que nada de sí
tiene que defender, ya que nada puede alterar su chispa de conciencia.
Ser nada está más allá de sentimientos de grandeza o de inferioridad y da una
extraordinaria fortaleza interior. Esto hace que uno pueda mantener serenidad
de ánimo y objetividad al experimentar o considerar situaciones.
¿Cuánto abarca nuestra conciencia de ser nada?
Sabemos muchas cosas sobre el mundo y la vida, pero eso no implica que todo
lo que sabemos esté incorporado a nuestra conciencia de ser en el universo que
conocemos.

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En nuestra conciencia solo abarcamos lo que incluimos en ella; lo que no in-
cluimos es solo información acumulada que no altera lo que creemos ser.
Por ejemplo, si bien sabemos que somos varios miles de millones los seres que
habitamos la tierra, son pocos los que están incorporados en forma permanente
en nuestra conciencia. La mayor parte de ellos, incluso aquellos con quienes
nos cruzamos todos los días, son como sombras que desaparecen rápidamente
cuando no están a nuestra vista. Incluso no siempre o en todos los casos senti-
mos como partes nuestras a las personas con quienes convivimos; basta un de-
sentendimiento para que cortemos con ellas y hasta con no querer saber de
ellas. Tampoco incluimos a los que no piensan, creen o actúan como nosotros,
aunque estén a nuestro lado.
Distinguimos, entonces, entre la información que incluimos en nuestra concien-
cia de ser y aquélla que sólo le sumamos como apéndices que podemos des-
prender.
Cuando sumamos, lo único que cambia es el número de lo que hay. Cuando in-
cluimos, cambia lo que admite esa inclusión. Así como la combinación de ele-
mentos produce otro elemento, también ocurre eso en nuestra conciencia. Por
ejemplo, sumar conocimientos es conocer más cosas; en cambio, incluir cono-
cimientos es comprender de una nueva manera.
Para incluir en nuestra conciencia algo que hasta el momento es solo una noticia
necesitamos una fuerza mayor que el mero deseo de lograr tal inclusión. Esa
fuerza es el amor que encuentra plenitud en amar sin esperar nada a cambio. Es-
te amor une, y esa unión se transforma en conciencia.
Centrados en el silencio interior de no ser nada proyectamos amor tanto sobre
quienes conocemos como sobre aquellos que no vemos y nos acompañan en
nuestro tránsito por la tierra. Este amor nos une no sólo idealmente sino tam-
bién en las circunstancias que sufrimos al vivir. Más allá de la incipiente empa-
tía que nos hace sentir el dolor de otros pero que, al mismo tiempo, nos hace
desear no sufrir, el amor de la Mística del Corazón nos une al dolor que existe
en la condición humana, como también al anhelo de paz y plenitud de todo ser
humano.
Interiormente nos unimos por amor a todo lo que existe sobre la tierra; a partir
de allí apuntamos hacia la infinitud del espacio y el tiempo cósmicos. Al incluir
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todo lo que sabemos que existe, nuestra conciencia de ser nada pasa de ser un
intento para ubicarnos en la vida, a ser una realidad autoevidente.
Podemos entonces volver a vestirnos con los hábitos de la personalidad con que
actuamos en la sociedad, sin por eso perder la conciencia de lo que somos en la
tela del tiempo y el marco del universo.
Al principio de nuestros ejercicios quizá encontramos en nuestra conciencia só-
lo lo que aprendimos de nuestras creencias. En esta etapa, nuestra mística con-
siste en identificamos con lo que creemos; cuando logramos esa unión experi-
mentamos profundos estados de expansión. Pero podemos continuar expan-
diendo nuestra conciencia si comprendemos que nos hemos unido a lo que ya
estaba en nosotros, de acuerdo con nuestra manera de creer.
Podemos decir, entonces, que la Mística del Corazón comienza con la empatía
de sentir lo que otro siente y comprender lo que otro piensa –incluso cuando esa
persona pueda desagradarnos– para llegar a la conciencia de ser-en-todos; y de
allí, a la de ser-en-todo.
Cada avance en la extensión de nuestra conciencia suele acompañarse con gran
plenitud interior; a medida que esa conciencia ampliada permanece, se hace un
estado natural y espontáneo en nosotros. Dejamos de sentir algo extraordinario,
ya que ese sentir es ahora nuestro estado de conciencia.
¿Podemos ir más allá? Estimamos que sí podemos, siempre que hayamos in-
cluido realmente en nuestra conciencia de ser a todo lo que abarcamos con
nuestra percepción, desde los seres que nos acompañan hasta el mundo en el
que existimos. Sería improbable que podamos ir hacia Dios eludiendo algo de la
vida, ya sea porque nos desagrade, no nos interese o no deseáramos sufrirlo. No
hay trampolín que nos lleve hacia Dios saltando por sobre la vida que conoce-
mos.
¿Cómo saber si hemos expandido nuestra conciencia? Uno de los índices para
comprobarlo es el grado de serenidad que hemos alcanzado. A diferencia de la
aparente serenidad que podemos exhibir por indiferencia, represión o control de
las emociones, la serenidad producida por el proceso de expansión de la con-
ciencia se debe a que, cuanto más abarcamos en ella, menor intensidad tienen
los impulsos irreflexivos con que solemos reaccionar ante situaciones que nos

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conmueven o irritan. Estamos más abiertos a escuchar sin reaccionar y a com-
prender otras ideas sin entrar en discusiones.
Por supuesto que esa serenidad no impide que suframos cuando hay motivos –y
siempre hay motivos, ya que el sufrimiento es constante en el mundo– o nos
alegremos si hay razones para ello. Pero sufrimos sin abatirnos, ya que cada ex-
pansión nos ayuda a comprender cada vez con mayor claridad acerca de noso-
tros, de nuestra situación en el mundo y nuestra conducta cotidiana, tanto en los
momentos felices como en los de dolor.
Si no viéramos cambios substanciales en nosotros, si continuáramos con nues-
tros humores, reacciones y actitudes duras o agresivas, la expansión que po-
dríamos haber tenido habría sido sólo una experiencia temporaria, sin mayores
consecuencias en nuestro desenvolvimiento. Si tuviéramos facilidad para lograr
esas experiencias, conviene que seamos precavidos para no reducir nuestra vida
espiritual a la búsqueda de experiencias sensibles y, especialmente, a cuidarnos
de no caer en el error que imaginar que somos más espirituales por ellas.
Saber y sentir que somos nada ante la inmensidad de la existencia es la base só-
lida de nuestro desenvolvimiento. Y amar por amar, sin esperar nada a cambio,
es la fuerza que impulsa la expansión continua de nuestra conciencia.

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