Instituciones Coloniales en México

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 8

Instituciones Coloniales en México

RESUMEN

Entre los siglos XVI a XVIII—Época de la Colonia— los principales rasgos de la educación fueron: la
evangelización indígena con unos primeros intentos de instruir a los hijos de los caciques principales,
proyecto que luego abandonaron; la fundación de universidades que permitieron discusiones teológicas,
filosóficas y científicas en las que se presentó la difícil polémica con la ilustración; las ordenanzas de los
virreyes sobre la instrucción de párvulos y la educación femenina en las prácticas religiosas y el canto pero
excluidas de los conocimientos eruditos Está generalizada la creencia de que la corona española no se
interesó por la educación de sus vasallos americanos durante los tres siglos de dominio colonial.
Aun más, con una concepción moderna de la colonización y con una visión bastante optimista de la
educación, hay quien opina que las autoridades virreinales mantuvieron con empeño la ignorancia
de los americanos, con la convicción de que la falta de conocimientos era garantía de sumisión.

Por el contrario, lo que muestran los documentos, y se puede apreciar con una revisión crítica de
nuestra historia, es que la educación de la población aborigen fue esencial como justificante del
proyecto colonizador y que la cultura criolla se fomentó como vehículo de integración de los
nuevos americanos a la «madre patria». Hay que advertir que la educación no consistía en
alfabetización y que la capacitación en oficios mecánicos se dio simultáneamente, como parte de la
acción docente de los religiosos. Lo que interesaba a clérigos y laicos encargados de la educación
era la socialización de las nuevas generaciones, la adaptación de los jóvenes a aquellas tareas que
desempeñarían cuando llegasen a adultos y la interiorización de los valores que consideraban
esenciales los grupos dominantes.

El objetivo inicial de la evangelización de los indios llevaba consigo el proyecto de imponer las
costumbres propias de la civilización occidental cristiana. A medida que la sociedad se hizo más
compleja, el objetivo cristianizador se convirtió en regulador del orden social, de modo que a lo
largo de los 300 años de vida colonial, lo que se impuso fue un sistema que aspiraba a inculcar en
cada individuo la convicción de que su lugar en la sociedad estaba determinado por la Providencia.
Aunque la instrucción escolar estuvo reservada a una minoría urbana, la formación cristiana y el
respeto al orden establecido penetraron en las conciencias de los individuos de cualquier edad, sexo
y condición, de modo que se aseguró la aceptación de la desigualdad y el mantenimiento del
régimen colonial.

Todo proyecto colonizador, cuando no implica el exterminio o el desplazamiento de la población


local, lleva implícito un compromiso didáctico: el colonizador, que se considera en posesión de una
cultura superior, es responsable de su difusión entre los colonizados, que por definición se
considera de inferior nivel cultural e intelectual; esta tarea proporciona una justificación moral y,
con frecuencia, corresponde a un ordenamiento jurídico. A este principio general se unió, en la
colonización americana, el rnesianismo de la religión cristiana.

Las bulas ínter caetera, firmadas por el pontífice Alejandro VI en mayo de 1493, concedían a
Castilla el dominio de las Indias, unido a la obligación de extender la fe católica. Aunque hubo
quien pudo tomar a la ligera esa imposición, los reyes no dejaron de recordarla a sus gobernadores,
capitanes, adelantados y virreyes. En la
Nueva España, el conquistador Hernán Cortés llegó a advertir que si se descuidaba tal obligación,
se perdería el derecho al dominio y explotación de la tierra.

El objetivo legitimador pudo haberse cubierto, al menos aparentemente, mediante formularias


ceremonias de bautizo masivo, pero ésto habría estado en contradicción con el mensaje evangélico
y habría resultado contraproducente para los intereses materiales y las aspiraciones de incorporar a
los indios como subditos fíeles de la monarquía. El cristianismo exigía un cambio de creencias y de
costumbres tanto como de ritos y de manifestaciones externas de piedad; al menos durante las
primeras décadas, el fervor misionero impuso un cambio profundo en la sociedad mesoamericana.
La identificación de educación con evangelización no es, por tanto, una convención académica de
los historiadores contemporáneos, sino que responde al criterio de los siglos XVI a XVIII, según el
cual alguien bien adoctrinado estaba bien educado. ¿Hasta qué punto respondía ésto a la realidad?
Puede valorarse al considerar que un puñado de religiosos, predicando en tierra de infieles,
lograban pacificar el territorio con mayor eficacia e incomparablemente menor costo que una
guarnición del ejército.

La educación indígena

La conversión de los indios era una meta inmediata de la corona española, que impuso esa
obligación a los encomenderos en el primer momento y a las órdenes regulares poco después. La
primera misión franciscana llegó a México en 1524 y fue recibida solemnemente por el propio
Hernán Cortés. Algunos meses antes habían arribado, sin ceremonias ni reconocimiento público,
otros tres frailes de San Francisco, procedentes de Flandes, que prepararon el terreno para la
llegada de sus hermanos. Una vez reunidos comenzaron a planear la estrategia de la
evangelización. En este primer momento surgieron cuatro comunidades que erigieron sus
respectivos conventos y fueron centros de irradiación de futuras expediciones misioneras. Otras
dos órdenes mendicantes, las de Santo Domingo y San Agustín, incorporadas en años posteriores,
siguieron en gran parte los métodos de sus predecesores.

Los amplios atrios de los conventos se convirtieron en escuelas abiertas para la enseñanza de la
doctrina cristiana a hombres, mujeres, niños y niñas, que se distribuían ordenadamente en las
cuatro esquinas del patio y memorizaban el catecismo empleando el método de ayuda mutua y los
recursos del canturreo y la repetición de los textos. Los adultos asistían a las clases los días festivos
y los niños diariamente.

Los varones hijos de caciques o «principales» y quienes se distinguían por méritos especiales,
pasaban a un nivel más avanzado de instrucción, como internos en los aposentos o piezas
especiales destinadas a ellos en el interior de los conventos. Apren-
dían allí canto litúrgico, lectura y escritura en su propia lengua y algunos rudimentos de latín,
suficientes para que fuesen capaces de ayudar a los frailes en las funciones religiosas.

La expansión de las tres órdenes mendicantes por todo el territorio de la Nueva España siguió
lincamientos prácticos y políticos: proliferaron los conventos en las regiones más densamente
pobladas; alternaron, en franca competencia, en las zonas de ocupación temprana y de señoríos
poderosos; y se distribuyeron el resto del territorio delimitando áreas de influencia. Todos se
ocuparon de entrenar a los indígenas en artes y oficios, ya en la práctica cotidiana de los conventos
o en grandes escuelas como la de San José de los Naturales, dirigida por franciscanos en la ciudad
de México, y Tiripetío, en Michoacán, erigida por los agustinos.

El excelente aprovechamiento de las primeras promociones de jóvenes instruidos en conventos


animó a los franciscanos a planear una escuela de estudios superiores, en la que se enseñarían
Humanidades y Filosofía. El 6 de enero de 1536 abría sus puertas, en el barrio de Santiago de
Tlatelolco de la capital, el colegio de Santa Cruz, destinado a indios nobles. El virrey y el obispo
patrocinaron el proyecto, que recibió respaldo formal y ayuda económica del emperador. Los
setenta alumnos internos mostraron extraordinario interés e indiscutible capacidad para asimilar los
conocimientos de humanidades y filosofía, fueron ayudantes de los frailes en sus trabajos
gramaticales e informadores incansables de su historia antigua y tradiciones. Gracias a la ayuda de
los estudiantes de Tlatelolco realizaron gran parte de su obra fray Bernardino de Sahagún y fray
Juan Bautista entre otros religiosos franciscanos.

Varias circunstancias concurrieron para que se extinguiera el proyecto de dar estudios superiores a
los indios. La fundamental fue la implantación de un nuevo orden, en el que no tenían cabida indios
nobles con privilegios, sino que todos deberían someterse al trabajo, para beneficio de la economía
de los españoles. Además, y relacionado con ello, a partir de 1555, los concilios sucesivos
provinciales establecieron la prohibición de administrar órdenes sagradas a los indios. A ello se
unió el supuesto desengaño de los franciscanos, que vieron cómo los muchachos preparados para el
sacerdocio rechazaban el celibato y buscaban esposa. También pesó la preocupación por la
ortodoxia, que se creyó amenazada a partir de los procesos contra indios idólatras, y en particular el
del cacique don Carlos, de Tezcoco. En fin, el colegio de Tlatelolco perdió el apoyo de su mayor
protector, fray Juan de Zumárraga, y quedó reducido a ser una más de las escuelas conventuales,
con enseñanza del catecismo.

Una vez agotado el primer gran esfuerzo evangelizador, la instrucción de los indios quedó relegada
a un segundo plano. Los párrocos de las iglesias seculares y los frai-
les a cargo de las escuelas conventuales, tenían la responsabilidad de enseñar el catecismo a los
niños y de examinar a quienes pretendían casarse para asegurarse de que conocían la doctrina
cristiana, pero poco se hizo para mejorar sus conocimientos. Excepcionalmente algunos
pueblos sostuvieron escuelas de primeras letras, pero no hubo una verdadera preocupación por
la enseñanza hasta el último cuarto del siglo XVIII, cuando los monarcas ilustrados
conminaron a las autoridades religiosas y civiles a establecer escuelas de lengua castellana.

La educación de los criollos

Aunque nada tuvo que ver directamente con la decadencia de Santa Cruz, la fundación de la
Real Universidad definió el cambio de política iniciado hacia 1550 y consolidado antes de
concluir el siglo. El propio Hernán Cortés, los regidores del Cabildo de la capital y el primer
virrey Don Antonio de Mendoza habían solicitado al rey y al Consejo de Indias que se
autorizase la erección de Estudios Generales o Escuelas Reales. En septiembre de 1551, el
príncipe don Felipe firmó las cédulas de fundación délas universidades de Lima y México, y
dos años después se iniciaban los cursos en la mexicana, con la peculiaridad de ser totalmente
independiente de las órdenes regulares.

La Real Universidad se fundó con la aspiración de ser la instancia capaz de interpre-


^YaTtóhtfctry te^gftmffit él orben.t:on este espíritu ^e origen medieval lúe solicitada por las
autoridades locales y así la entendieron los primeros maestros, fray Alonso de la Veracruz y
fray Pedro de la Peña. En 1553 y 1554 se discutieron en las cátedras la legitimidad de los
títulos de la conquista y los problemas teológicos derivados de la conversión de los indios.

La promulgación de los cánones de Trento y las sucesivas modificaciones de las constituciones


salmantinas cambiaron el rumbo de los estudios novohispanos que se sometieron a directrices
más rígidas y a un reglamento que imponía temas y textos de estudio idénticos a los que se
leían en España y en las restantes universidades católicas sujetas a Roma. Así, a partir del
último tercio del siglo XVI, la Universidad tuvo como metas la conservación del conocimiento
y la preservación de la ortodoxia. Estos objetivos definieron las características fundamentales
de los estudios superiores, ya que conservar el saber equivalía a no aceptar innovaciones y
preservar la ortodoxia imponía una desconfianza sistemática hacia todo lo que procediera de
fuera.

La Universidad se caracterizó por la defensa de sus privilegios como corporación y por la


facultad de otorgar títulos académicos, que mantuvo en exclusiva durante todo el período
colonial, a pesar de las solicitudes de los estudios superiores de las órde-
nes regulares. El carácter de pontificia, que se agregó al de real, fue muy apreciado por maestros y
estudiantes, que veían así equiparados sus títulos a los de las más prestigiadas universidades
europeas. Durante los siglos XVI y XVII no se aprecia una tendencia definida hacia mayor o menor
concurrencia en las aulas, de modo que las frecuentes y notables oscilaciones en la cantidad de
población escolar se producían en cualquier momento y en cualquier sentido.

La facultad de Teología mantuvo en todo momento su prestigio de «señora de ías escuelas», por la
categoría que se concedía a su estudio, aunque nunca tuvo gran número de oyentes, que oscilaron
entre 70 y 90. La facultad de Artes o Filosofía, con cierto carácter de instancia preparatoria para
adolescentes recién salidos del ciclo de Humanidades, fue la más concurrida, porque era el paso
previo para la incorporación a facultades mayores. El número de matrículas dependía de que se
presentasen alumnos de los colegios, de modo que hubo cursos con 30 alumnos y otros hasta de
180, dentro de una misma década. Cánones sufrió pocos altibajos, con una media constante de 70 a
80. Medicina y Leyes variaron poco, entre 10 y 20 alumnos por año matriculados en la totalidad de
los cursos. En el siglo XVIII fue notable el aumento de estudiantes en todas las carreras.

Todo esto significa que la población estudiantil universitaria fue numéricamente muy pequeña, lo
que no impidió que la Universidad fuese la institución cultural de mayor prestigio e influencia en la
vida de la Nueva España.

Como nunca existió algo semejante a un plan nacional de educación o a un control oficial de los
estudios, tampoco es extraño que la reglamentación de la enseñanza se realizara desordenadamente
de acuerdo con nuestro criterio. A medida que surgían las necesidades se acudió a las autoridades
para que impusieran un criterio regulador, de modo que después de la erección de la Universidad,
cuando la Compañía de Jesús estableció sus escuelas y colegios de Humanidades, en el último
tercio del siglo XVI, se solicitó la intervención deí Consejo de Indias para que definiese Jos Jímites
de competencia de ambas instituciones. Por fin, ya en los albores del siguiente siglo, el virrey
promulgó las ordenanzas de Maestros del Noble Arte de Leer y Escribir, con lo que se atendía a la
instrucción elemental de párvulos.

Los problemas de competencia entre jesuítas y universitarios se resolvieron con la prohibición de


que los religiosos expidiesen títulos, pero la autorización de que impartiesen las cátedras de Artes
en sus colegios. Aunque también acostumbraban impartir asignaturas de Teología y de Cánones, en
particular para los novicios de la orden, sus grados no tenían reconocimiento oficial. Las escuelas
jesuíticas fueron siempre gratuitas para los alumnos externos y sólo se cobraba a los internos en los
seminarios o convictorios lo que se consideraba que correspondía al costo de su

manutención. Tampoco se pagaba por asistir a los cursos en la Real Universidad, pero los pagos
para la graduación de licenciados y doctores eran muy elevados.

Las ordenanzas de maestros determinaban la obligación de enseñar a los niños el catecismo, lectura,
varios tipos de escritura y cuentas de Aritmética. También advertían a las «amigas» o maestras de
niñas, que no podrían recibir en sus escuelas a niños varones de ninguna edad. Sin embargo, en la
práctica, los niños de 3 a 6 años asistían a la Miga o Amiga, donde además de memorizar el
catecismo, mediante el reiterado canturreo, se sometían a la disciplina del horario, el silencio y los
buenos modales. Maestros y amigas cobraban a sus alumnos cantidades variables, que dependían
de la categoría asignada a la escuela y de las posibilidades de los padres de los estudiantes.
Como no todas las ciudades novohispanas contaron con la presencia de maestros particulares, los
jesuítas fueron los encargados de enseñar primeras letras a la gran mayoría de los niños de origen
español, a muchos mestizos e incluso a algunos negros, «siempre con la debida separación», como
declararon para acallar las quejas de algunos padres que protestaron por lo que consideraban una
promiscuidad intolerable. Grupos más reducidos aprendían gramática latina (Humanidades) y los
miembros de la élite aspiraban a que sus hijos residieran en los internados, de los que salían los más
prominentes académicos. Como para ingresar en Ja Uru'vfirsJdad había que cursar antes el ciclo de
las Humanidades, los jesuitas tuvieron la llave de entrada a las facultades.

Las escuelas de la Compañía aportaron las nuevas técnicas pedagógicas, la reducción o eliminación
de los castigos corporales, sustituidos por los estímulos honoríficos, la competencia entre
compañeros, las tareas para realizar en la casa, las horas de recreo obligatorio, la organización de
las clases en varios grupos de diez alumnos, regidos por decuriones, elegidos entre ellos mismos, el
empleo de la lengua latina dentro de las aulas y la promoción de actividades literarias y piadosas en
academias y congregaciones extraescolares.

La educación de minorías... y de algunas mayorías

Cada una de las órdenes regulares estableció centros de formación de sus novicios, que en algunos
casos, como el estudio general de San Luis, de la orden de predicadores, funcionaron como
universidades paralelas, pero sin reconocimiento para sus grados. Los seminarios conciliares se
establecieron a partir de la segunda mitad del siglo XVII y proveyeron de sacerdotes seculares a las
distintas diócesis. El más notable por el número de sus estudiantes, la cuantía de sus rentas, la
esplendidez de su edificio y el dinamismo de su fundador (el obispo don Juan de Palafox) fue el de
Puebla,

distribuido en varios colegios, según edades y grado de conocimientos. Representantes de la


Real Universidad de México se trasladaban a aquella ciudad para examinar a los estudiantes
del seminario palafoxiano y del colegio de los jesuítas.

Se diría que las mujeres quedaron al margen de toda preocupación docente, porque fueron muy
pocas las opciones que se les ofrecieron para obtener una formación intelectual. Más bien al
contrario, las que hubieran deseado realizar estudios superiores habrían encontrado el
impedimento de la prohibición de ingreso a la Real Universidad. La estancia en la escuela de
amiga estaba al alcance de las familias que residían en las ciudades y también hubo en varias
capitales internados para huérfanas y recogimientos para jóvenes que se recluían en busca de
una vida de perfección o que ingresaban como castigo por su comportamiento escandaloso.

Los colegios de niñas estuvieron patrocinados por cofradías y protegidos por los obispos, que
deseaban ver fuera de los peligros «del mundo» a hijas de familias respetables. Por eso era
frecuente que para ingresar a un colegio se solicitara la presentación de certificados de
legitimidad y limpieza de sangre. Mucho más amplia era la posibilidad de ingresar a un
convento de monjas calzadas, quienes acogían como compañeras de celda a algunas parientas,
amigas o sirvientas. A juzgar por las solicitudes de ingreso es difícil distinguir quienes eran
niñas educandas, quienes tenían el propósito de ingresar como novicias en un futuro y quienes
realizaban tareas serviles para la religiosa que las había acogido. En todo caso, ni colegios ni
conventos tuvieron como objetivo primordial la instrucción de las jóvenes, que ingresaban
alrededor de los 8 años y podían permanecer dentro de la clausura el resto de su vida.

La falta de establecimientos docentes no fue obstáculo para que las mujeres novohispanas se
desenvolvieran con la más esmerada educación, según las exigencias de su tiempo. Para nada
les habría servido tener conocimientos de latín, filosofía o aritmética, y, en cambio, era
importante que supieran hablar, cantar y bailar con gracia, que conocieran muy bien todas las
oraciones y practicaran devociones religiosas, y que fueran capaces de dirigir su hogar. Para las
hijas de familia y futuras esposas estos conocimientos eran suficientes; menos afortunadas las
solteras y viudas que tenían que mantenerse por sí mismas, debían recurrir a contratarse como
costureras, como maestras de música o de párvulos o como sirvientas. Las más decididas
establecían su propio negocio o administraban talleres y tiendas heredadas de su familia. La
memorización del catecismo y las primorosas labores de aguja no les servían de gran cosa en
estas circunstancias.

Aunque inicialmente se pensó en dedicar especial atención a la educación de los mestizos,


pronto se abandonó la idea, y los colegios fundados para ellos se dedicaron a niños y niñas
españoles, huérfanos o necesitados. Pronto los mestizos dejaron de

Historia de la Educación Latinoamericana - 187

ser una rareza, para convertirse en un grupo numeroso cuya integración a la sociedad dependía
de su situación económica, de sus vínculos familiares y de su profesión; en síntesis, lo que
constituía su calidad. Los que tenían posibilidades económicas podían pagar un maestro
particular y los que acreditaban una decorosa posición familiar y social eran admitidos en las
escuelas de la Compañía, para los demás quedaba la marginación y la universal escuela de las
trampas y de la astucia en las calles de las ciudades. La educación era, pues, selectiva, como
correspondía a una sociedad jerarquizada, y las posibilidades de superación estaban
determinadas por el nacimiento más que por las capacidades.

BIBLIOGRAFÍA

BECERRA LÓPEZ, José Luis. (1963): La organización de /os estudios en la Nueva España. Cultura, México.

CASTAÑEDA GARCÍA, Carmen. (1984): La educación en Guadalajara durante la Colonia, 1552-182L El


Colegio de México-El Colegio de Jalisco, México.

GÓMEZ CAÑEDO, Lino. (1982): La educación de los marginados durante la época colonial. Porrúa,
México.

GONZALBO AIZPURU, Pilar. Historia de la educación en la época colonial. I: el mundo indígena.

GONZALBO AIZPURU, Pilar. (1990): //• La educación de los criollos y la vida urbana. El Colegio de
México, México.

KOBAYASHI, José María. (1974): La educación como conquista. El Colegio de México, México.

LARROYO, Francisco. (1962): Historia comparada de la educación en México. Porrúa, México.


LUQUE ALCAIDE, Elisa. (1979): La educación en Nueva España en el siglo XVIII, Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, Sevilla.

OSORIO ROMERO, Ignacio. (1980): Colegios y profesores jesuítas que enseñaron latín en Nueva España,
1572J767, Universidad Nacional Autónoma, México.

SEMINARIO DE HISTORIA DE LA EDUCACIÓN EN MÉXICO. (1988): Historia de la lectura en


Aféxico, El Colegio de México- El Ermitaño, México.

TANCK DE ESTRADA, Dorothy. (1977): La educación ilustrada (1786-1836). El Colegio de México.


México.

VÁZQUEZ, Josefina Z. (1981): et al, Ensayos sobre historia de la educación en México. El Colegio de
México. México.

También podría gustarte