Cerebros Rotos, Saul Martínez-Horta

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KPS8

Cerebros rotos

© 2022, Dr. Saul Martínez-Horta


© 2022, Kailas Editorial, S. L.
Calle Tutor, 51
28008 Madrid
[email protected]
www.kailas.es

Diseño de cubierta: Rafael Ricoy


Diseño interior y maquetación: Luis Brea

Primera edición: noviembre de 2022

ISBN: 978-84-18345-48-7
Depósito Legal: M-24875-2022

Impreso en Artes Gráficas Cofás, S. A.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser


reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida
por un sistema de recuperación de información en ninguna forma
ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el
permiso por escrito de la editorial.

Impreso en España — Printed in Spain

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Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

PRIMERA PARTE: MEMORIAS . . . . . . . . . . . . . . . 19


1. Boleros y una desconocida al lado . . . . . . . . . . . . . . 25
2. ¿Y esto me lo puedo comer? . . . . . . . . . . . . . . . . 37
3. Voy a ser padre por primera vez . . . . . . . . . . . . . . 49
4. Imposible de recordar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
5. Una mujer y un marido que no parecía su marido . . . . . 77

SEGUNDA PARTE: MIEDOS Y TRISTEZAS . . . . . . . . 85


6. El miedo ha transformado mi vida . . . . . . . . . . . . . 91
7. La tristeza que nunca deberíamos normalizar . . . . . . . 103
8. No era depresión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
9. Mamá, esto no es tristeza . . . . . . . . . . . . . . . . . 125
10. Tampoco era depresión . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131

TERCERA PARTE: PRESENCIAS, FANTASMAS Y OTRAS


EXPERIENCIAS SOBRENATURALES . . . . . . . . . . . 141
11. El hombre que tenía miedo a dormir . . . . . . . . . . . . 147
12. El Doppelgänger . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
13. Fantasmas cruzando las paredes y los absolutos desastres . 165
14. Otras historias de apariciones y fantasmas . . . . . . . . . 177
15. Mi propio «Hannibal Lecter» . . . . . . . . . . . . . . . 189

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CUARTA PARTE: PALABRAS Y CONCEPTOS . . . . . . 197
16. Tendría que haber sido yo . . . . . . . . . . . . . . . . . 203
17. Un cacarataca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213
18. ¿De qué mano me está hablando? . . . . . . . . . . . . . 223

QUINTA PARTE: TICS, TOCS Y MORDEDURAS . . . . 237


19. ¿Los has visto? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243
20. ¿Lo ves? ¡Es tan inseguro! . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
21. Indigencia y cocaína . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259

SEXTA PARTE: PEQUEÑAS GRANDES HISTORIAS . . . 265


Manuel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269
Manuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 270
Herminia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 272
Vinieron de África y él no tenía alma . . . . . . . . . . . . . . 274
Vacío en el cerebro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 276
Tejiendo redes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277
Dígame los números al revés . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279
Citas de sala de espera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 280
Sea lo que sea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 281
Parece que hoy es un buen día, ¿verdad? . . . . . . . . . . . . 282

SÉPTIMA PARTE: EL FINAL . . . . . . . . . . . . . . . 285


22. Joan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289

Epílogo. ¿Debo consultar? . . . . . . . . . . . . . . . . . 297

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A todos y cada uno de ellos.
A mis grandes maestros.
A mis pacientes.

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Prólogo

L
os cerebros se pueden romper. Miles de años de
evolución han dado lugar a la que posiblemente sea
la mayor obra arquitectónica imaginable creada por la
naturaleza. Un entramado de células y de química que
configura complejas redes, que a su vez constituyen sistemas de
cuyo funcionamiento perfectamente orquestado emana algo
único, aquello que nos define como seres humanos, aquello que
nos distingue de otras especies del reino animal: los procesos
cognitivos y su expresión a través del comportamiento. Es fasci-
nante de observar, y más aún de estudiar y de tratar de compren-
der, cuando se tuerce, cuando alguno de los pilares que dan
orden y coherencia al cómo somos se viene abajo. Esto es a lo
que nos dedicamos los que hemos tenido la inmensa fortuna (así
lo siento yo) de poder trabajar con esta «sustancia».
El cerebro y sus propiedades emergentes son una obra in-
creíble, sí, pero una parte de todo ello, en ocasiones mínima,
en ocasiones completa, es fácil que se desmorone como con-
secuencia de cualquiera de las múltiples causas que pueden
estar detrás de la fractura del cerebro. Y cuando los cerebros

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se rompen, se rompe todo. En quien lo padece directamente,
se rompe lo que fuimos, lo que somos y lo que pudimos haber
sido. En quien lo vive al otro lado, se rompen los anhelos, los
deseos, lo bello de lo cotidiano y la vida, toda una vida al lado
de alguien que deja de ser quien fue.
Lo que resulta de un cerebro roto es difícil de comprender;
es más, en muchas ocasiones, nadie se ha percatado de que,
tras esos olvidos, esos gestos extraños, ese cambio de carácter,
esas palabras que no salen, esas visiones, ese ánimo aplanado,
ese «ya no le reconozco», hay un cerebro que un día se empezó
a romper.
Los cerebros rotos existen, de hecho, cada día se rompen
cerebros en mil pedazos. Pero no siempre resulta evidente sa-
ber quién, cuándo, cómo se ha roto o qué consecuencias de-
rivan de todo ello. Convivir con ellos y aprender de ellos es
la mejor herramienta que tenemos para aproximarnos a una
mínima capacidad de comprensión de todo aquello que nos
permite explicar qué hace un cerebro y qué sucede cuando se
rompe. Sin ello, sin este nivel de análisis, las personas que por
algún motivo han padecido las consecuencias de un daño ce-
rebral se convierten en entes extraños, indescifrables, en algo
parecido a las siluetas a contraluz, que suelen imponer, a quien
las contempla, una mezcla de belleza, desconcierto e incluso,
en ocasiones, miedo.
Son formas inacabadas que nos hablan de un «qué», pero
no de «quién». No tienen rostro, no tienen nombre y, mientras
siguen siendo solo siluetas, no tienen una historia detrás. Posi-
blemente por eso nos cautivan tanto como nos desconciertan.
Solo son siluetas, pero pueden ser todo lo que sin querer que-
ramos que sean.
Al ser humano le gusta acabar lo inacabado, darle una
forma comprensible a lo que observa, escucha o siente, espe-
cialmente cuando lo que escuchamos, observamos o sentimos

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nos llega de una manera parcial. No lo podemos evitar, está
grabado en los procesos que definen nuestra compleja arqui-
tectura cerebral, y que se nutren de las memorias ancestrales
de nuestra especie, de nuestra historia personal y del contexto.
De este modo, predecimos y construimos el significado del
mundo externo e interno que vemos, escuchamos y sentimos,
facilitando la percepción y transformando todo aquello que
nos llega a través de los sentidos en algo que podemos enten-
der. Por ello, esa sombra indefinida es un gato hasta que vemos
que solo era un zapato. Esa frase mal escrita y con las letras
medio borradas la podemos entender sin dificultad. Ese telé-
fono que nos parece que ha sonado cuando en realidad nunca
lo hizo, ese elefante en las nubes, ese rostro conocido que al fi-
nal era un desconocido. Percibimos y reconstruimos el mundo
más probable y a esta inferencia, a este viaje en el tiempo y a
este guion escrito rápidamente, la llamamos «realidad».
Las siluetas a contraluz, esas formas oscuras, opacas, ro-
deadas de un halo de luz, son el escenario perfecto para que la
mente juegue a este proceso de reconstrucción. En las siluetas
a contraluz no hay más que el contexto donde ellas habitan y
la postura o gestos que realizan. Pero no hay un rostro donde
buscar familiaridad, no hay facciones, no hay expresiones, no
hay una mirada. Mientras sean solo una silueta no habrá por
tanto recuerdos asociados con un nombre, no habrá una vida
o una historia personal detrás. Serán solo una forma descono-
cida, serán aquello que queramos que sean o serán aquello que
sepamos ver que son.
De algún modo, todas y cada una de las personas y de las
historias que me han enseñado lo que voy a intentar contar
fueron siluetas a contraluz a ojos de todos, incluso de los míos.
Fueron siluetas rechazadas, incomprendidas, atacadas, cues-
tionadas, asustadas e incluso temidas, porque nadie prendía la
luz, porque su cerebro se rompió.

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Las consecuencias de las alteraciones de los procesos que
nuestro cerebro gobierna, la forma que adquiere el ser huma-
no cuando el cerebro se fragmenta, siempre han sido como las
siluetas a contraluz.
De hecho, cuando me encontré a solas con mi primer pacien-
te, ella era literalmente una silueta a contraluz. Estaba sentada
en una silla de ruedas mirando un pedazo de Barcelona a través
del enorme ventanal acristalado del precioso edificio modernis-
ta que ocupa el centro sanitario donde estaba ingresada y donde
yo realizaba mis primeras prácticas. En escorzo, era una forma
opaca rodeada de esa luz brutal que los mejores arquitectos de
la escuela modernista supieron hacer entrar en cada rincón de
algunas de las más bellas construcciones de Barcelona. Yo aún
no había terminado de estudiar mi especialidad en Neuropsico-
logía en el Servicio de Neurología del Hospital de la Santa Creu
i Sant Pau de Barcelona, pero me sentía absolutamente prepa-
rado para todo. Me sabía de memoria todas y cada una de las
cosas que en ese momento creía que debía saber para sentarme
delante de quien fuese y ponerme a trabajar.
Ella estaba convaleciente tras una neurocirugía realizada
para extirpar un enorme tumor cerebral, un glioblastoma,
algo con un pronóstico pésimo. Me acerqué, seguro de mí
mismo, y entonces vi la enorme cicatriz que recorría todo el
lateral de su cuero cabelludo. Era joven, muy joven, y múlti-
ples signos en su cuerpo delataban que llevaba tiempo toman-
do corticoides, que llevaba tiempo sentada en una silla y que
llevaba tiempo sin que todas las banalidades que a todos nos
importan le importasen demasiado. Me aproximé por detrás
y sé que ella me escuchó llegar, pero no se giró. Me senté a
su lado y la miré; ella a su vez me miró para a continuación
devolver su mirada al enorme ventanal. Yo no sabía disimular
el impacto, la impresión que me generaba su aspecto. En mi
cabeza tenía una lista perfecta de pruebas que administrar y

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de signos y de síntomas que en teoría me parecían adecuados
explorar. En mi cabeza tenía toda la teoría. La realidad era
que enfrente tenía a una persona que sabía perfectamente que
no le quedaba mucho tiempo de vida y que el chico sentado a
su lado no sabía ni por dónde empezar. Fue entonces cuando
desde lo más profundo de mi inexperiencia no se me ocurrió
nada mejor que decir:
—Y bueeeeno… ¿Qué tal estas? Hoy hace buen día, ¿eh?
Ella se giró, sonrió y puso una cara que irremediablemente
significaba: «Vaya, me ha tocado el tontito…».
En ese instante, de golpe, como un certero gancho en mi
mentón, entendí que no sabía nada. La breve conversación que
pudimos mantener no estaba en los manuales, nada de lo que
dijo ni de cómo lo dijo lo estaba, y mi reacción, tampoco.
Había estado con pacientes supervisado, pocos, pero me
sentía absolutamente capaz. Toda esa teoría era preciosa en
una tabla de colores en los apuntes y en la pequeña Moleskine
que siempre llevaba en el bolsillo. Pero allí estaban sucediendo
otras cosas para las que no tenía ni tablas, ni colores, ni apun-
tes, ni «Moleskines».
Ese día aprendí que no sabía nada y que me pasaría el resto
de mi vida intentando aprender y entender algo que posible-
mente resulta imposible de comprender en su totalidad. Enten-
dí que la teoría es solo teoría y que las cosas de manual solo
suceden en los manuales. Así, con el tiempo, descubrí que el
mejor manual de neuropsicología se llama «pacientes» y que
la singularidad que acompaña los detalles de cada caso son di-
fícilmente abordables mediante de generalidades. No hay dos
casos iguales. Ese día, esa anecdótica y penosa situación me
puso en el lugar donde tocaba estar y de donde nunca debe-
ríamos salir cuando decidimos trabajar con personas y con sus
padecimientos. Ese lugar, ese plano de observación, el punto de
partida de todo acercamiento a la compleja realidad del otro,

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debe ser siempre la «humildad». Sin esta humildad, además de
que difícilmente podamos hacer las cosas del modo que todos
merecemos, difícilmente podamos acceder al proceso de cons-
trucción de la experiencia y del conocimiento. Un proceso que
se nutre y enriquece también desde la curiosidad con la que
debemos observar el mundo del otro. Una curiosidad a la cual
solo podemos acceder siendo conscientes de todo lo que no
sabemos. Es entonces cuando, a través del tiempo, empleando
las herramientas teóricas, las de manual, como si fuesen unas
gafas a través de las cuales podemos observar e intentar enten-
der y explicar lo que observamos, construimos una experien-
cia que agiliza todo el proceso de evaluación y comprensión
de lo que tenemos delante. Así aprendemos, y supongo que, de
algún modo, así vamos alimentando esa especie de «intuición
clínica» que en tantas ocasiones nos acompañará.
Desde esta perspectiva es desde donde siempre he intenta-
do observar y comprender las siluetas a contraluz. No me sien-
to experto en nada, y mucho menos en cerebros rotos, pero sí
me siento profundamente curioso, con una brutal necesidad
por entenderlos, por saber qué y quién está detrás de esa silue-
ta a contraluz. Ellas me han enseñado mucho más que cual-
quier programa formativo, narrándome historias fascinantes
en torno al mundo de las enfermedades del cerebro y de sus
consecuencias sobre el comportamiento humano.
De este modo, a lo largo del libro me permito describir
algunos de los casos clínicos que he visto durante mi carre-
ra profesional y que, por sus características o peculiaridades,
tuvieron un impacto en mi persona. Por ello, lo que aquí voy
a contar son historias reales de personas como nosotros. Al-
gunas me enseñaron o ayudaron a entender aspectos funda-
mentales en lo relativo a cómo funciona la mente y a cómo
se transforma cuando todo se rompe; otras alimentaron mi
experiencia como persona, como ser humano.

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Estoy convencido de que, para muchos, algunas de las his-
torias que voy a contar resultarán familiares o próximas. En
otros casos quizá sirvan para comprender mejor algunos as-
pectos relativos al modo en el que funciona (o disfunciona)
nuestro cerebro y a cómo se comportan ciertas enfermedades.
Sea como sea, mi objetivo central, la gran motivación detrás
de este libro, se verá cumplido si la próxima vez que el lector
se encuentre frente a un cerebro roto, una silueta a contraluz,
una llama de humilde curiosidad y conocimiento ilumina con
nuevas ideas el modo de desvelar quién, por qué y qué se es-
conde detrás de esa silueta.
Soy Saul Martínez-Horta y estas son algunas de las his-
torias que me enseñaron a pensar y, en consecuencia, a vivir,
mientras iba dando pasitos en el mundo de la neuropsicología.
Nunca fui un buen estudiante. En el colegio repetí dos cursos,
pasé cientos de horas, que debía estar invirtiendo en estudiar,
montado en un monopatín o en una tabla de surf, escuché
unas dos mil veces eso de «este chico es un vago», descubrí
en una infinidad de ocasiones que la clase ya había terminado
cuando para mí solo había pasado un parpadeo y una hoja
llena de dibujitos sin sentido, insinuaron muchas veces que
mi futuro no estaba en una carrera, y menos en una científica,
nunca conseguí escribir sin hacer faltas de ortografía, y me-
nos aún hacer operaciones mentales mínimamente complejas.
Los profesores perdieron la confianza y el interés en mí, mis
padres jamás lo hicieron. Hoy, este conjunto de características
que también se acompañaban de impulsividad, de gamberra-
das, del eterno procrastinar, del desorden, de ideas y decisiones
que siempre parecían geniales y que siempre resultaban en un
desastre tiene un nombre. Pero eso es lo de menos. En algún
momento de mi vida, navegando entre cosas que me llamaban
la atención, acompañado también de una cierta sensación de
frustración por ir sin un claro rumbo por mi vida de niño que

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se hacía adulto, descubrí un libro de casos clínicos en torno a
enfermedades del cerebro. Las particularidades del comporta-
miento, de las experiencias humanas y de todos esos procesos
que nos convierten en lo que somos siempre me habían gene-
rado una inmensa curiosidad. De pronto estaba descubriendo
que un órgano, y especialmente sus lesiones o enfermedades,
podía dar sentido lógico a algunos de los escenarios más com-
plejos que nos acompañan como seres vivos. Al adentrarme en
ese mundo descubrí una especialidad que ya nunca jamás me
abandonaría: la neuropsicología, esa ciencia que explora, estu-
dia y explica (o intenta explicar) cómo el funcionamiento del
cerebro sustenta los procesos cognitivos y el comportamien-
to humano y, especialmente, cómo los procesos que alteran
el funcionamiento normal del cerebro se manifiestan en alte-
raciones del comportamiento. Somos una especialidad de la
psicología. No es medicina, no es biología, no es neurociencia.
Es trasladar todo aquello que ha motivado históricamente el
estudio del comportamiento humano en el ámbito de la psico-
logía al conocimiento profundo del funcionamiento del cere-
bro y a las técnicas de evaluación de sus alteraciones. Nosotros
no recetamos pastillas ni hacemos psicoterapia. Nuestros ins-
trumentos son la observación, la información que acompaña
las historias de vida que tenemos delante y una infinidad de
tareas neuropsicológicas y de test que nos permiten visibilizar
y, de algún modo, cuantificar cómo funciona y cómo deja de
funcionar una mente.

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PRIMERA PARTE:
MEMORIAS

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I
ncorporar nuevos conocimientos, nuevas habilidades,
retenerlas en algún lugar y poder acceder a ellas a través de
un proceso que denominamos recordar. Eso es memoria.
También lo es todo aquello que, de un modo preconsciente,
sin un control explícito por nuestra parte, aparece en nuestra
mente o se expresa a través de nuestro comportamiento frente a
determinados estímulos. Cuando un olor que nos sorprende nos
trae un recuerdo, cuando una canción nos evoca una emoción
que hacía tiempo que no sentíamos, o cuando la imagen de un
plato de comida desencadena mil sensaciones viscerales que nos
abren el apetito, todo esto también es memoria.
Somos nuestros recuerdos, nuestra historia y el ser cons-
cientes de todo ello. Por más información que tengamos alma-
cenada, si no somos capaces de acceder a ella o si no somos
capaces de ser conscientes de ella, dejamos de ser. Igualmente,
si ya nada está almacenado o si ya no podemos incorporar
nada más, difícilmente podremos seguir siendo.
Las enfermedades del cerebro pueden afectar de manera
muy distinta al conjunto de procesos necesarios para el susten-

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to de todo lo que es memoria, de todo aquello necesario para
convertir una mera experiencia, una sensación, un estímulo, en
un recuerdo que permanezca en el tiempo, así como de aquello
que nos permite volver a recuperar ese recuerdo.
Pero la memoria es muchas cosas más, o quizá sea más
preciso afirmar que de la memoria se nutren muchos otros
procesos cuyo sentido y utilidad se perdería si no pudiésemos
acceder correctamente al conocimiento, a lo que sabemos.
Posiblemente, si instase a varias personas a que simulasen un
trastorno de la memoria, todas harían algo parecido: imitarían
a alguien que no recuerda, que no sabe dónde está, que no sabe
qué cenó el día anterior o que repite algo que acaba de decir,
interpretando, queriendo o sin querer, una escena similar a la
que podríamos encontrar en personas afectadas por enferme-
dades como el Alzheimer o, incluso, recreando casos ilustres,
como el famoso paciente H. M., quien, tras una resección qui-
rúrgica completa de una parte del lóbulo temporal, esencial
para el funcionamiento normal de la memoria, desarrolló uno
de los cuadros amnésicos que más ayudaron a conocer el fun-
cionamiento de la memoria a mediados del siglo pasado.
Pero más allá de estas generalidades o aspectos «prototípi-
cos» de lo que es la memoria y sus trastornos, nuestra capaci-
dad de aprender y recordar también es aquello que nos permi-
te saber quiénes somos y, por ende, sentir que somos nosotros
o sabernos nosotros cuando nos miramos frente al espejo. La
memoria nos permite sentir la familiaridad de un lugar que
reconocemos como nuestro hogar, nos permite saber utilizar
objetos, reconocer los gestos, los símbolos y sus significados.
Incluso nos permite hacer cosas tan aparentemente banales,
pero espectaculares, como es viajar mentalmente en el tiempo,
accediendo a nuestro pasado, a sus imágenes, vivencias y emo-
ciones, pudiendo incluso transformarlo y recrear un nuevo es-
cenario donde podemos construir cosas que nunca sucedieron

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y contemplarlas con los ojos de la mente, disfrutando de esa
situación que quisimos que fuese pero que nunca fue. De un
modo parecido, podemos también viajar a un futuro imagina-
rio que somos capaces de construir en nuestra mente emplean-
do nuestro conocimiento, a modo de las piezas de un juego
cuyo orden en el ensamblaje depende únicamente de nuestra
imaginación. Una imaginación alimentada de aquello que co-
nocemos, puesto que algo que no existe en nuestra memoria,
simplemente, no existe.

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CAPÍTULO 1

Boleros y una desconocida al lado

P
edro tenía sesenta y siete años cuando le conocí y,
como en muchas otras ocasiones, allí estaba, sentado
en el sillón de la sala de espera, donde aparentaba ser
una persona sin ningún problema. Nada en su postu-
ra, aspecto o forma de vestir sugería el desastre que estaba su-
cediendo por dentro. Era un hombre extremadamente delgado
y de tez oscura, con esa piel dura de los que en algún momento
de su vida tuvieron que aprender lo que es trabajar bajo el sol.
Sus cabellos eran finos, blancos y escasos. Tanto que, a pesar
del intento, no podía disimular su brillante cuero cabelludo.
Sus temblorosas manos parecían firmes y eran grandes. Vestía
elegante, aseado y perfectamente afeitado. Sin duda, en algún
momento de su vida había conseguida apartar el sol de las islas
de su piel para forjar su propio legado.
Le habíamos visto hacía dos años, cuando orientaron su caso
como una posible enfermedad de Parkinson. Entonces tenía un
leve temblor, una marcha a pequeños pasos y cierta rigidez de ex-
tremidades. Unos síntomas que habían ido apareciendo de ma-
nera progresiva y que podían corresponder perfectamente con

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una enfermedad de Parkinson. El problema es que ni mucho me-
nos estos eran los síntomas más relevantes para la vida de Pedro.
Había sido un importante empresario, adelantado a su
tiempo, que había levantado un pequeño imperio gracias a la
audacia y el esfuerzo. Llevaba toda una vida capitaneando la em-
presa familiar que tanto le dio a él, a sus hijos y a todos los que
trabajaron a su lado.
Él no sabía explicar con exactitud cuál era el problema o por
qué estaba en mi consulta. Era su esposa, acompañada de sus
hijos, quien me explicó que desde hacía un año y medio habían
ido notando un deterioro cognitivo progresivo. Pedro era un
hombre organizado, planificador, inteligente, capaz de gestionar
una gran empresa, con todo lo que ello implica. Pero durante
el periodo de tiempo que referían, Pedro cada vez repetía más
las cosas, parecía olvidadizo, su discurso era desorganizado y
resultaba evidente que su capacidad de planificación y gestión se
había esfumado. Él, como cada día, seguía acudiendo al trabajo
y ocupando un despacho desde donde veía pasar las horas repa-
sando papeles que no podía entender. Para su hijo, era lo mejor
que podían hacer por él. Tenían la necesidad de que él siguiese
sintiéndose alguien, el jefe, el padre, el que revisa todo y partici-
pa de las decisiones más importantes. Pero en el fondo, todo era
solo un pequeño juego, un engaño elaborado desde la bondad
de quien quiere proteger a la persona que adora.
Pedro podía pasar todas las horas sentado sin hacer absolu-
tamente nada, sin inmutarse. En ocasiones hojeaba papeles que
contenían números y palabras que no era capaz de descifrar. En
ocasiones, sin aviso, sin motivo, se ponía a llorar para después,
también sin aviso y sin motivo, volver a quedarse con la mirada
fijada en una pared blanca mientras pasaban las horas.
Aquella primera vez que nos conocimos, Pedro era incapaz
de saber en qué día o año vivíamos. Tampoco sabía en qué
ciudad estábamos y, de hecho, afirmaba estar en la isla donde

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había vivido toda la vida, a pesar de que era obvio que por la
mañana había tomado un avión a Barcelona. Tampoco era ca-
paz de realizar operaciones mentales muy simples, como restar
de 7 en 7 mentalmente, ni de recordar las tres palabras que le
acababa de decir: pelota, bandera, árbol.
En neuropsicología empleamos distintas tareas o pruebas que
nos ayudan a observar y a objetivar el tipo de procesos cognitivos
que disfuncionan y, con ello, podemos atribuir fallos en determi-
nadas regiones del cerebro que de algún modo sabemos que parti-
cipan en la ejecución de estas tareas. Un ejemplo de ello es cuando
solicitamos a los pacientes que nos dibujen un reloj, con todos los
números y unas manecillas señalando las 11:10. Para realizar una
tarea tan aparentemente simple, desplegamos un conjunto de pro-
cesos que incluyen, entre otros, el acceso al conocimiento mismo
de lo que es un reloj y cómo funciona, así como la planificación y
organización del dibujo en el espacio y de los distintos elementos
que componen el reloj. Habitualmente, vemos pacientes que, inca-
paces de planificar y organizar el dibujo, ponen todos los números
en un lado (figura, parte A), o que no saben representar la hora
con las agujas (figura, parte B), o que dibujan objetos que nos
recuerdan lejanamente a un reloj (figura, parte C). Pero en el caso
de Pedro todo iba más allá. La orden que yo le di se transformó
en un mensaje sin significado en su cabeza y en la ejecución de
algo muy alejado del dibujo de un reloj (ver frase bajo los relojes).

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