El Hijo de La Costurera - Nacho Montes
El Hijo de La Costurera - Nacho Montes
El Hijo de La Costurera - Nacho Montes
Dedicatoria
Cita
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PRIMERA PARTE
HUGO
1907
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
1911
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
1913
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
1914
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
1916
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
SEGUNDA PARTE
WLADZIO
1917
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
1927
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
1937
Capítulo 72
Capítulo 73
1948
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Créditos
A mi madre,
porque todo lo que sé y aprendí a amar de la moda se lo debo a ella y a su
exquisita elegancia natural, que perdura viva en la retina de mis
sentimientos y en el corazón de mi padre, de toda mi familia y de mis
amigos.
A los que aman sin medida.
«Con los tejidos, nosotros hacemos lo que podemos. Balenciaga hace lo
que quiere».
CHRISTIAN DIOR
«El amor más fuerte y más puro no es el que sube desde la impresión, sino
el que desciende desde la admiración».
SANTA CATALINA DE SIENA
PRIMERA PARTE
HUGO
1907
1
Getaria, 7 de junio
Vista Ona chispeaba bajo el sol del verano. Sus ladrillos bicolores
esmaltados reflejaban el optimismo de un cielo, el del norte, que volvía a
tintarse de intenso azul nada más escampar cualquier tormenta. Cristóbal
llegó jadeante hasta el umbral de su puerta, sobre la escalinata, bajo una
pérgola que en verano estaba llena de flores blancas que desprendían un
olor dulce e intenso. No era jazmín, en el norte no aguantaba las
temperaturas, pero era una especie poco común en la zona que los
jardineros de palacio habían traído de algún lugar, para llenar las fiestas de
los marqueses de esas simuladas damas de noche que olían a miel.
—Buenos días, Cristóbal —saludó la doncella, abriendo la puerta de
par en par.
—Buenos días, señora, mi madre me envía con los encargos de doña
Micaela porque está en la cama, enferma. Me pide que la disculpe y le
diga que volverá en cuanto se recupere.
La marquesa, que escuchaba desde el salón principal a Cristóbal y su
discurso acelerado, aún jadeante de la carrera desde casa al palacio, salió
al jardín preocupada.
—¿Qué le pasa a tu madre, Cristóbal? —preguntó mientras abría el
papel blanco que envolvía el abrigo.
—No es grave, doña Micaela, es un resfriado —se apresuró a
tranquilizarla.
—Son estas tormentas del norte, anoche refrescó tanto que tuvimos
que encender la chimenea para la cena —dijo la marquesa antes de
admirar, encantada, el abrigo azul en el que brillaban, encendidos, los
botones como caramelos—. Qué maravilla de madre tienes, qué bonito ha
quedado, jamás habría imaginado estos botones en un abrigo celeste, dale
mi enhorabuena, hijo.
—Muchas gracias, así lo haré —respondió lleno de gozo, henchido
por aquel piropo de la marquesa.
—Cariño, cuida mucho a tu madre, trabaja demasiado. ¿Qué haréis
cuando se vaya haciendo mayor?
—Cuidarla y trabajar mucho, como mis hermanos, para que ella
descanse y sea feliz —dijo sin titubear.
—¿Qué quieres hacer en la vida, hijo? —preguntó la marquesa,
orgullosa de aquella respuesta tan madura.
—Me gustaría hacer vestidos bonitos, como estos que usted lleva
siempre —contestó Cristóbal, ensalzando el lino rico del vestido de
mañana que llevaba la marquesa. Ella sonrió con tierna incredulidad.
—¿Sabes coser? —preguntó ella, admirada.
—Sí —respondió contundente.
La marquesa lo miró con ternura, los dos guardaron unos instantes de
silencio, el tiempo se detuvo de golpe en el jardín.
—Si me deja, podría copiar el traje que lleva usted puesto ahora
mismo, solo necesito un poco de tiempo y una buena batista de lino —
afirmó el niño rotundo.
—¡Qué cosas tienes, Cristóbal! —exclamó ella sin dejar de
observarle curiosa.
—Apuesto a que le gustaría comprobarlo —sentenció él sin dudar ni
una palabra y viendo como la marquesa ladeaba la cabeza pensativa,
esbozaba una sonrisa y le tendía su mano firme y enérgica. Cristóbal dudó
un segundo si besarla o estrecharla como hacían los hombres en los pactos
de caballeros y sabiendo el carácter decidido de la marquesa, optó por la
segunda opción.
Esa noche llegó a la casa de los Balenciaga una caja grande de palacio.
Cristóbal le había contado a su madre y a Agustina, que escuchaban
incrédulas, todo lo ocurrido. En su tapa había una nota manuscrita de la
marquesa, con una letra ladeada pero erguida que se le antojó tan exquisita
como la batista que escondía en su interior.
Querido Cristóbal:
Cumpliendo con mi palabra, te mando mi vestido y este lino nuevo de rayas para que
me hagas seguir creyendo en los sueños de verano. Espero que te sean útiles para
completar nuestra apuesta y que podamos celebrarlo pronto junto con la recuperación de
tu madre.
Un saludo afectuoso,
–Si te cojo de la mano podemos volar sobre el parque, cierra los ojos,
no los abras hasta que estemos por encima de los árboles —le agarró con
fuerza, obedeció sin rechistar y cerró los ojos.
Notó cómo su cuerpo ascendía hasta las nubes, era como si levitase y
no pesase nada, como si el cielo fuese un colchón de algodón, y un
escalofrío de placer le recorriese las piernas desde los dedos de los pies
hasta las ingles. Era un pequeño calambre que se iba haciendo intenso y
gustoso según ascendía por su piel. El aire olía a rosas, a tierra y a mar. Y
era cálido y dulzón instantes después de la tormenta.
—¿Cómo lo haces? —preguntó Cristóbal sin abrir los ojos, agarrado
sin miedo esa mano fuerte que lo mantenía suspendido sobre las copas de
los castaños.
—¿El qué?
—¡Todo! —exclamó tajante.
—¿Qué es todo? —preguntó su ángel sin nombre con voz pausada y
suave.
—Pues esto, volar. Bueno, y bailar. Y caminar como si no pisases el
suelo. —Hizo una pausa diminuta, seguía notando un cosquilleo
placentero que le subía desde las plantas de los pies—. Y sonreír… ¡Todo!
—exclamó, imaginando su espalda ancha, esculpida, sus piernas fuertes y
esa mano potente que lo mantenía en las nubes sin dejaro caer.
—Lo hago sintiendo. Igual que tú cuando tus dedos cogen el
carboncillo y plasman en el papel los brincos de los volantes de un vestido
al viento.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó incrédulo.
—Sé muchas cosas de ti.
Cristóbal notaba cómo le tenía agarrado con seguridad, pero con
suma delicadeza. Su piel era tan suave que parecía como las sedas de los
vestidos de la marquesa. Con él todo era natural y sencillo. Nada parecía
forzado.
—¿Qué sabes de mí? —volvió a preguntar, abriendo ahora los ojos
impaciente.
Allí abajo, lejos, dos perros correteaban entre los árboles; las
personas, diminutas, iban y venían del mercado a la plaza, entraban y
salían de las tiendas de ultramarinos. La brisa mecía los árboles y hacía
ondear, como banderas que no entendían de guerras, las sábanas blancas
tendidas al sol en muchos jardines.
—Porque dejaste olvidado tu cuaderno en el banco del parque y lo
recogí para que no lo estropease la tormenta. Es fantástico imaginar el
movimiento de los vestidos en tus bocetos. Casi puedo sentir las texturas
de sus telas.
—¿En serio? —preguntó emocionado.
—Sí. Yo siempre hablo en serio, Cristóbal Balenciaga —sentenció.
—¿Cómo sabes mi nombre? Yo no te lo he dicho.
—Lo sé todo de ti. Recuerda que soy tu ángel. Y no abras los ojos o
caerás al abismo.
En ese momento Cristóbal notó que la tormenta volvía a romper la
tarde, que se soltaba de su mano y caía en picado al vacío.
—¡Nooo! —gritó, despertando de un brinco sobre la cama, empapado
de sudor, como si la tormenta le hubiese calado hasta la realidad. Abrió los
ojos, observó cada rincón de su cuarto blanco, inmaculado, y allí estaba,
sobre la mesilla, su cuaderno azul. Lo abrió, se lo acercó a la cara y respiró
profundo. Olía a… cerró los ojos y respiró de nuevo. Olía a felicidad.
—¿Qué te ha pasado, hijo? —Entraron Martina y Agustina en la
habitación sobresaltadas.
—Nada, mamá, solo fue un sueño.
—Qué susto, pensé que te habías caído de la cama. Menos mal, no ha
sido más que una pesadilla, hijo, tranquilo.
—No, mamá, no fue pesadilla —dijo él, sonriendo antes de preguntar
por el libro.
—Lo trajeron de Vista Ona hace un rato de parte de la marquesa.
Alguien debió de encontrarlo y lo dejó allí —respondió su madre, cerrando
las puertas del balcón. Agustina salió del cuarto. La tormenta agitaba de
nuevo las cortinas y volvía a pintar charcos caprichosos en los adoquines
de la calle.
8
Martina puso agua a hervir en un cazo para prepararse un té. Con rodajas
de naranja y una rama de canela, como había visto hacer tantas veces en
Vista Ona mientras ella prendía con alfileres los bajos de los vestidos de
doña Micaela en algunas de sus pruebas. La noche, una vez más, volvía a
refrescar y habían vuelto destemplados de la exitosa merienda de la
marquesa de Casa Torres.
—¿Qué tal lo pasaste, hijo? —preguntó mientras sacaba dos tazas de
la alacena.
—Muy bien, mamá. Fue genial. ¿Cuándo crees que la marquesa nos
invitará de nuevo para tomar medidas a la madre de Hugo? —preguntó,
curioso, al tiempo que su madre, en la distancia de la cocina, sonreía
intrigada.
—¿Tanto te has divertido con tus nuevos amigos? —le respondió con
otra pregunta que dejó a su hijo fuera de juego.
—No, o sí. Bueno, supongo que sí. —Se sonrojó.
Martina se acercó, le pasó la mano cariñosamente por el pelo y se
sentó con él en la mesa a tomarse el té. Cristóbal dibujaba bocetos en su
libreto azul.
—¿Qué dibujas? —le preguntó, observando los primeros trazos de
carbón sobre el papel aún virgen.
—Algunas ideas para doña Sofía. Un vestido de noche con una capa
con estola le iría muy bien. Es muy guapa y elegante, ¿verdad, mamá?
—Lo es. Y su hijo también, ¿no te parece? —dijo sin mirarlo,
quitando importancia a la conversación para que nada lo violentase.
Cristóbal siguió dibujando, callado, de nuevo sonrojado, pero con la vista
en el cuaderno. Y cuando su madre levantó la cabeza sorbiendo de su taza
de té, y él supo que lo miraba, le devolvió la mirada un segundo:
—Sí, es muy guapo también —admitió.
—¿Qué hicisteis hasta que anocheció? —preguntó sin darle mucho
énfasis a la conversación, intentando que todo fuese coloquial y natural y
no un interrogatorio materno inquisitorio.
—Bajamos hasta casi el mar, por un camino genial. Mamá, ¿sabías
que el río pasa por el jardín de la marquesa? Es increíble, estaba helada el
agua, pero lo cruzamos descalzos para llegar hasta la ladera de las afueras
del pueblo desde la que se ve todo el mar.
—Qué bien. Sí, sabía que los niños de Vista Ona se bañan a menudo
ahí en verano. Pero nunca lo he visto en persona.
—Pues es increíble, mamá. Y la ladera también.
—¿No tuviste frío?
—No, al contrario. Volví con los mofletes colorados —dijo
sonriendo.
—Te va a gustar mucho este verano, tu nuevo amigo, tus nuevos
bocetos… lo sé. Y me alegra mucho, hijo —añadió Martina, mirando a su
hijo con generosidad.
—Me gusta la idea de que Hugo vaya a pasar aquí todo el verano —
detalló Cristóbal. Cerró su cuaderno y besó a su madre.
—Pero ten cuidado, Cristóbal, nadie te entenderá como yo te
entiendo, hijo, nadie. Y el mundo no está preparado para entender muchas
cosas del corazón.
—¿Crees que hago algo mal, mamá? —preguntó bajito.
—Yo solo creo que la vida es ya muy complicada para
complicárnosla más aún con los dimes y diretes de la gente —sentenció.
—Pero ¿es malo que me guste tener un nuevo amigo como Hugo? —
preguntó de nuevo, buscando la complicidad de la única persona, lo supo
en ese instante, que podría entender todo lo que sentía en cada momento.
—Creo que todo lo que sientas será bonito si lo sientes con el corazón
—le tocó la cara con su mano delicada.
—Gracias, mamá.
—Vamos a dormir, que mañana tengo muchos recados que hacer,
necesito hilos y unos botones y quiero acercarme al mercado a comprar
fruta y pescado. ¿Vendrás conmigo para ayudarme?
—Claro, mamá. Tú despiértame cuando te levantes.
—Muy bien, hijo, buenas noches. Que sueñes con los angelitos —
dijo, sonriendo con dulce picardía.
—Tú también, mamá —respondió él con media sonrisa como si no
hubiese oído el chascarrillo de su madre.
—Lo haremos, hijo, lo haremos, y solo una cosa más…
—Dime, mamá. —La miró con atención.
—Todo lo que sientas en la vida me lo puedes contar, porque ya lo
sabré antes de que tú lo dudes, pero no creas que puedes contárselo a
cualquiera, otros no entenderán tu corazón como yo —dijo casi en un
susurro, pero sin dudar ni una palabra.
—Lo sé, mamá, lo sé bien.
Esa noche apenas pudo dormir, daba vueltas en la cama una y otra
vez, se levantaba a su mesa para dibujar, pero no lo conseguía. Volvía a la
cama un rato y observaba las luces y las sombras que proyectaban en el
techo las ramas del árbol y la farola de la calle. Y volvía, una y otra vez, a
rememorar su paseo hasta la ladera, el agua helada del río congelando sus
tobillos, la espalda fuerte de Hugo, su ataque de risa contagioso y el olor
característico de su piel. Ese olor como a fruta madura y a mantequilla
tostada.
11
10 am
Palacio de Alcaraz.
Tomar medidas a la marquesa de Alto Aragón.
Los meses del invierno se hacían duros en el norte. El día que no había
ventisca, llovía, o si no, nevaba. A Cristóbal le castañeaban los dientes en
cuanto se abría dos veces seguidas la puerta de la sastrería. Y a pesar de
ser invierno, esa puerta se abría continuamente porque la clientela de Casa
Gómez era fiel y asidua. No había días muertos ni tiempo para el
aburrimiento. Si no se tomaban medidas para un vestido, se hacían
arreglos y composturas para otros, o se recibían pedidos de telas, o se
medían cabezas para tocados. No había horas del día en las que esa
campanilla tintineante, de metal dorado, que colgaba sobre la puerta,
dejase de sonar. A menudo lo hacía con tanta continuidad que podía hasta
imaginar los compases de una partitura. La música resultante dependía del
ritmo de la calle y de cada día. Era curioso, los días soleados la gente
disfrutaba más de los paseos y sonaba más tranquila. Los días fríos y
ventosos no dejaba de sonar y la tienda se abarrotaba.
Todas las mañanas, nada más llegar, limpiaban el polvo a conciencia
de los mostradores de madera maciza, oscura y brillante como el
chocolate; de las estanterías donde se exponían los sombreros; y, casi
como si se tratase de una joyería, de los estantes de los tocados y los
complementos; así como de las mesas gigantes, paralelas, que formaban
un pasillo perfecto donde se cortaban los rollos de las telas, importadas
casi todas de Londres y París. Muchas de ellas llegaban hasta San
Sebastián a través de la empresa familiar de Hugo, y eso era uno de los
activadores de recuerdos cada día en el trabajo. La calidez de esas telas lo
trasladaba a los abrazos de su amigo; y la pulcritud de las maderas de los
muebles, y el orden, a la confitería de su abuelo. Todo estaba en perfecta
armonía, «porque así es como a la gente le entra la gana de consumir cada
pastel y cada bombón». Parecía escucharle decir eso con aquella voz ronca
y modulada que recordaba de él.
—Puedes hacer el marrón glacé más exquisito, que si lo envuelves en
papel de periódico ya no apreciarás jamás su increíble sabor y delicadeza.
O puedes hacer un bombón regular, normalito, que si lo envuelves en
papel púrpura y con una llamativa lazada, su mediocridad te parecerá hasta
deliciosa. Así es de tramposa a menudo la mente humana, Cristóbal —
recordaba las palabras lejanas de su abuelo cuando él era un enano que se
arrimaba al mostrador de madera impoluta de la confitería, de puntillas, y
llegaba justo a asomar los ojos por encima de la superficie para alcanzar a
ver las tarteras altas y las fuentes con las exquisiteces mejor presentadas.
—¿Abuelo, y tú haces los dulces buenos o mediocres? —preguntó,
sabiendo que el viejo frunciría el ceño y levantaría una ceja al instante.
—Yo hago delicias y las envuelvo como delicias, porque la repostería
es como una obra de arte, si lo haces sin amor no tiene valor. Con amor, mi
niño, con amor. Solo así tienen sentido las verdaderas cosas de la vida.
Cristóbal parecía que estaba escuchando a su abuelo, como si el
tiempo no hubiese pasado y se lo hubiese llevado, al igual que a su padre,
tan temprano. En ese momento sonó la campanilla de la puerta. Salieron a
atender y desde el taller escuchó la voz inconfundible de su mejor clienta.
—Buenos y fríos días, qué gusto volver a verlo después de tantas
semanas. —La marquesa de Casa Torres no solía pasar en los meses del
invierno por Getaria.
—Buenos días, doña Micaela, qué placer verla por aquí en este
tiempo.
—Ya sabe que a mí el invierno no me gusta demasiado, así que hasta
que no empiece el buen tiempo me verán poco por aquí.
—Lo sabemos, lo sabemos —asintió el sastre mayor con una sonrisa
servil—. ¿Y en qué podemos ayudarla?
—Pues mire, he venido unos días para que me hagan un par de
abrigos y algunos vestidos maravillosos para un viaje muy especial. Pero
quiero que me los haga Cristóbal, como siempre. ¿No está hoy en la
tienda?
—Será un placer, marquesa, qué alegría verla de nuevo —anunció él,
saliendo apresurado y dispuesto del taller al encuentro con la marquesa,
que se fundió con él en un abrazo sincero y nada protocolario.
—Vaya si has crecido, hijo, te estás haciendo un hombretón
larguirucho —exclamó con una risotada, justo antes de que el sastre mayor
le anunciase la buena nueva.
—Por cierto, marquesa, queremos que sea la primera en saber que
dentro de un mes, para marzo, abriremos nuestra nueva sastrería boutique
y que Cristóbal, que es un aprendiz habilidoso y disciplinado, va a ser
nuestro talismán en este nuevo proyecto.
—¡Qué maravilla! —exclamó la marquesa, aplaudiendo con los
brazos en alto.
—Se llamará New England —anunció el sastre.
—¡Me gusta! —dijo ella tajante.
—Será un placer para nosotros que acuda usted a nuestra
inauguración, donde les mostraremos a nuestras mejores clientas todas las
novedades de Londres y París de la nueva temporada.
—No me lo perdería por nada del mundo. Muchas gracias por su
amable invitación. Espero poder tener antes de eso mis abrigos hechos
para poder viajar a París —anunció. Y a Cristóbal, en ese mismo
momento, el corazón le dio un brinco.
—Los tendrá, no lo dude, ¿verdad, Cristóbal? —preguntó
retóricamente el sastre, aunque él seguía ausente, con el corazón acelerado
—. ¿Verdad Cristóbal? —repitió con voz más alta el sastre mayor.
—Por supuesto, marquesa, los tendrá a tiempo. Ahora mismo le
tomaré nota de todo lo que necesite y le enseñaré telas para proponerle
patrones que le gusten —respondió al fin retomando el aliento.
—Pongámonos con ello, no perdamos tiempo —dijo ella, quitándose
decidida los guantes y el sombrero.
Cristóbal la acompañó hasta la salita que había al fondo de la tienda,
ahí atendían a las clientas y les invitaban a tomar algo tranquilamente.
—¿Le apetece un té? ¿Un chocolate caliente?
—Un chocolate me vendría fenomenal —respondió la marquesa
sonriente, recordando aquella chocolatada en el jardín de Vista Ona en la
que presentó en sociedad a Cristóbal. Y en cuanto este volvió con la
bandeja con las tazas y la chocolatera humeante, la marquesa lo miró con
cariño viendo en lo que se iba convirtiendo el niño aquel que recordaba en
su memoria estival.
—¿Qué le gustaría llevar a París? —preguntó Cristóbal, que se había
servido otra taza para acompañar a la marquesa. Respiró el aroma del
chocolate y volvió otra vez de golpe a la confitería de su abuelo. En su
mente sonó de nuevo esa voz ronca y rotunda: «Con amor, mi niño, con
amor. Solo así tienen sentido las verdaderas cosas de la vida».
La vida volvía a detenerse, a pesar del trajín de las calles de San
Sebastián. El olor a chocolate y canela, a nata recién batida, a mantequilla
caliente y a bizcochos volvió a agolparse en su mundo. Le hizo retroceder
en el tiempo de golpe y quedarse ahí, como acurrucado, en la vieja
confitería del abuelo. Así olía la memoria de su vida, la nostalgia y hasta
la ausencia de su padre. Así olían también los recuerdos de las meriendas
en el río con Hugo.
—Quiero un abrigo entallado y bonito. Que abrigue mucho, me han
dicho que en París hace un frío polar estos días. Pero que a la vez sea muy
ligero, que no pese, que no necesite quitármelo cada vez que suba en un
coche. Quiero que no sea muy llamativo, no necesito que sepa todo París
que ha llegado una loca por la moda a la ciudad, pero que a la vez sea
admirado con discreción por la gente cuando pasee por las calles. Quiero
que no sea muy colorista, pero que tampoco sea un luto. Quiero que…
bueno, hasta ahora, ¿es todo eso posible? —preguntó, tomando aire
después de su parrafada.
—Todo es posible si se hace con amor marquesa. Solo así tienen
sentido las verdaderas cosas de la vida —repitió en voz alta la frase de su
abuelo.
—Pues tú dirás, no tengo nada más que hacer hoy —dijo ella,
llenando de nuevo su taza de chocolate y acomodándose en la butaca.
Cristóbal se acercó al estante de las telas y empezó a imaginar. Sacó
una pieza de lana gris, rica y suave, cálida y suntuosa, luminosa… La
extendió sobre la mesa de cortar y pidió a la marquesa que se acercase.
—Esto es exactamente lo que ha descrito, ni a propósito podría haber
definido mejor una fibra tan divina como esta —sentenció.
—¿Qué es esta maravilla? —preguntó ella, pasando ambas manos por
el largo de la pieza y descubriendo la sutileza de su tacto.
—Cachemir —respondió Cristóbal, sabiendo que había vuelto a
impresionar a la marquesa.
—Esto es justo lo que había soñado, no necesito ver nada más.
—Si le parece, marquesa, le voy a tomar las medidas oficiales para
tenerlas ya siempre en mi cuadernillo personal —anunció con emoción.
—Vas a ser tan grande como te propongas querido, lo presiento —
vaticinó la marquesa mientras se despojaba de su ropa para ponerse en las
manos de su modisto. Aquel primer vestido que le hizo fue calcando el
patrón de uno suyo, pero ahora la cosa caminaba mucho más lejos, ahora
se ponía en sus manos, tan solo cubierta por su combinación interior, para
que Balenciaga tuviese registrado cada centímetro de su piel y cada trazo
de su anatomía.
—Vamos a empezar por el contorno del pecho, levante un poco los
brazos, es solo un segundo —dijo, rodeando el busto de la marquesa con la
cinta métrica y anotando en su cuadernillo—. Seguimos por la cintura,
vuelva a separar los brazos un poco, por favor. —Bordeó esa cintura
estrecha con un inapreciable suspiro de admiración, dejó un dedo metido
entre la cinta y el cuerpo.
—Puedes ajustarlo más, querido, ya sabes que me gusta marcar
cintura —confirmó.
—Siempre metemos un dedo de holgura marquesa, no se preocupe, es
necesario para la holgura de cualquier prenda, para ajustarla después
siempre hay tiempo. Es más fácil reducir una prenda que tener que
ampliarla —le explicó.
—Ah, vaya, no se me habría ocurrido nunca, por eso no soy modista
—dijo ella con una medida carcajada.
—Vamos con la cadera —prosiguió, agachándose un poco para dejar
la cinta perfectamente recta y paralela al suelo.
—¿Me las dirás o serán secretas? —preguntó, coqueta.
—Se las diré si quiere, pero no crea que las medidas son para todos
igual. Cada cuerpo es un mundo y nada tienen que ver las mismas medidas
en una mujer o en otra —explicaba con cariño Cristóbal mientras seguía
midiendo y anotando.
—Eso es verdad, nada tenemos que ver unas con otras, aunque nos
empeñemos en parecer las mismas, esa es la trampa más peligrosa de la
moda, me temo. ¿O me equivoco? —se preguntó.
—No se equivoca, a menudo nos empeñamos en creer que todo vale
para todo, incluso para todos. Y no es así. Dese la vuelta, por favor, vamos
a empezar con los anchos, no mueva los brazos que voy a medirle el de
espalda —continuó.
—Recuerdo de pequeña cuando mis amigas se empeñaban en meterse
en los vestidos de sus hermanas, daba igual si una era gorda y baja y otra
alta y delgaducha, si no entraban o les quedaban inmensos maldecían
diciendo que aquellos vestidos estaban mal hechos, pobres ilusas —aclaró.
Cristóbal sonreía y asentía. Su cuadernillo ya estaba lleno de
garabatos, de flechas, de números y anotaciones sobre un figurín exquisito
que había dibujado en un segundo sin que la marquesa se hubiese dado ni
cuenta.
—¿Esa soy yo? —preguntó halagada.
—Esa es la mujer que quiero coser, la que vi por primera vez
caminando hacia la iglesia de San Salvador. Sí, es usted en mi retina —
respondió él sin levantar la vista de su cinta métrica, pero notando cómo
doña Micaela se hinchaba de orgullo.
Había estado todo el día deseando llegar a casa para poder escribir la
carta y ahora que ya estaba en ella, en el silencio de su habitación y su
madre y Agustina al otro lado del pasillo profundamente dormidas, no le
salían las palabras. A pesar de la tranquilidad de la noche, el corazón
seguía agitado. No sabía qué escribir. Había emborronado tres cuartillas ya
antes de arrugarlas. Y al final, recordando la primera vez que lo vio
cruzando el parque aquel principio de verano, decidió terminar el dibujo,
que era lo que mejor sabía hacer para expresar sentimientos.
Sonó la vieja cancela de la calle. Después la llave torpe en la
cerradura. Era Juan, que muchas noches volvía tarde de trabajar en el
puerto para aportar otro sueldo a la economía de una familia que se había
tenido que reinventar al morir su padre.
—¿Qué haces despierto, niño? —preguntó, guiñando un ojo y
revolviendo el pelo de su hermano en un gesto poco usual en él.
—Intentaba terminar un encargo que tiene que llevarse a Francia la
marquesa de Casa Torres —respondió, observando a su hermano mayor. Se
había hecho un hombre en toda regla. La vida a veces obliga, pensó. Tenía
los brazos fuertes y la espalda ancha. Y esa noche, aunque intentaba
disimularlo, olía a vino.
—Siempre eres tan responsable, hermanito —dijo él sonriendo.
—Es lo que nos toca, Juan, mira tú también a las horas que llegas de
trabajar en el puerto, debes estar molido —dijo, obviando lo que el vino
delataba.
—Bueno, cuando terminé la jornada pasé un rato por la cantina, si no
te evades un poco te mueres de pena. Pienso muchas veces en lo injusta
que es la vida. Pienso en lo que debe sufrir mamá cuando no la vemos. Y
pienso mucho en papá, ¿tú no? —preguntó con los ojos empañados.
—Yo siempre, Juan —respondió, conteniendo la respiración y
apretando los ojos en vano para no llorar. Era la primera vez que ambos
hablaban de su padre desde el día de la desgracia.
—Ven aquí —dijo sollozando su hermano, pero levantando la voz
intentando aparentar sin éxito que él no se rompía ante la adversidad de la
vida. Lo abrazó y juntos, como nunca habían hecho desde el mismo día de
la muerte de José Balenciaga Basurto, derramaron todas las lágrimas
contenidas todo ese tiempo, como un río que no hizo sino purificar heridas
y llevarse corriente abajo cualquier diferencia entre ellos.
—¿Nunca te ha pasado que intentas describir algo que está nítido en
tu mente pero no encuentras las palabras correctas para plasmarlo? —
preguntó Cristóbal.
—Me pasa continuamente. Hay noches que dejaría notas a las
señoritas que cantan en la cantina, pero nunca encuentro las palabras —
respondió, repuesto y con ironía.
—Venga, Juan, que te estoy hablando en serio —protestó.
—Y yo también, ¿qué te crees? —volvió a ironizar.
—Eres imposible —refunfuñó.
—A ver, hermanito, yo creo que la mejor manera de contar eso que
tienes en la mente, o en el corazón o en ambos sitios, es activando los
recuerdos y las emociones. Inténtalo, a mí me funciona —dijo por fin su
hermano mayor antes de desearle las buenas noches, dándole un beso en la
frente y volviendo a revolver su pelo con su mano.
Cristóbal sintió que se había emocionado. Su hermano no le había
abrazado ni besado nunca desde que tenía uso de razón. Y esa noche, como
si fuese una señal, se dio cuenta de que las cosas más simples y pequeñas
entre las personas que quieres podían ser los escudos más potentes para
cualquier tempestad.
Haciendo caso a su hermano recuperó la memoria de aquella lejana
mañana de tormenta en el parque de Getaria y casi de manera automática
empezó a plasmar cada detalle del baile grácil de su ángel sobre el murete
de piedra de la fuente. Cuando lo hubo terminado, sonrió. Escribió dos
líneas y lo metió en un sobre grande despacio, sin dejar de recordar, antes
de cerrarlo.
Querido Hugo:
Las palabras nunca se me dieron bien, así que te mando este boceto que he hecho con
todo mi cariño, con el primer recuerdo que tengo de ti.
Te echo mucho de menos, mucho. Aquí las cosas van muy bien. Dentro de poco
abriremos una nueva sastrería boutique en San Sebastián en la que me van a dejar diseñar
para nuevas clientas. Estoy feliz. Espero que París te esté tratando como mereces. Me
encantaría volver a disfrutar de nuestras noches de estrellas y nuestros picnics en el río.
Ojalá vuelvan un día. Ojalá.
Tu amigo del alma,
Cristóbal
Querido Cristóbal:
Yo tampoco soy un experto en palabras escritas, pero aquí estoy. Me encantaría que
pudieses ver lo bien que queda tu boceto encima de mi escritorio. Lo miro cada mañana
cuando me siento a desayunar antes de irme a la escuela de danza.
Aquí en París la vida pasa deprisa, todo el mundo va corriendo a los sitios, no sabes
cómo echo de menos yo también la tranquilidad de nuestro verano en España, el olor del
mar, las mañanas de mercado… Nada me gustaría más ahora mismo que caminar con los
pies helados dentro del agua del río para cruzar juntos a nuestra ladera.
Me alegra mucho saber lo de tu nuevo trabajo, te deseo lo mejor, amigo mío.
Cuídate mucho.
Hugo
Getaria, julio
Había cumplido en enero los dieciséis, un Cristóbal flaco y alto, con porte
de cigüeña real como decía la marquesa de Casa Torres, y ya maestro
aprendiz aventajado en la sastrería New England.
Una tarde fresca de julio de aquel verano de 1911, una carta de Vista
Ona llegó hasta la casa familiar de Getaria. Martina, sin darle más
importancia que la de un aviso habitual para cualquier encargo de la
marquesa, dejó sobre la mesa de la cocina la misiva. Y ahí estuvo hasta
bien entrada la tarde, casi cuando anochecía, esa hora en la que llegaba
cada día Cristóbal de la sastrería.
—Qué bien huele, mamá, ¿qué hay para cenar? —preguntó con
hambre.
—Guiso de ternera, pero aún le queda un buen rato hasta que engorde
la salsa y le añadiré unas patatas —respondió su madre desde el fuego
mientras su hijo se acercaba por la espalda para dejarle un beso en la nuca.
Llevaba el cuello siempre despejado y limpio bajo sus moños románticos.
—Te he dejado ahí un aviso de palacio, hijo. —Martina y Cristóbal se
referían desde hacía años a la residencia de la marquesa de Casa Torres
como palacio, sin que hiciese falta más definición para que ambos
supieran a qué concreto lugar aludían. Para ellos no había otro palacio en
toda la provincia bajo esa designación ya acostumbrada. Ni siquiera el
palacio real de Miramar, frente a la Concha de San Sebastián y residencia
de verano del rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia. Y esto, a la
marquesa siempre le hacía reír a carcajadas.
—¿De palacio? —preguntó extrañado Cristóbal, porque desde hacía
tiempo la marquesa ya no mandaba avisos a casa, ya que llegaban
directamente a la sastrería.
—A mí también me ha extrañado —apostilló Martina.
Cristóbal había abierto el sobre atropelladamente, rasgando parte del
papel que tuvo que juntar con pulso para poder leer la letra elegante y
erguida de la marquesa. Era como ella, pensó.
Querido Cristóbal:
Ante todo, te pido disculpas por avisarte con tan poco tiempo, pero me gustaría
mucho que tú y tu madre vinieseis mañana por la noche a Vista Ona a una cena informal
en la que creo que es necesario que estés. Mañana sabrás el porqué. Sé que te gustará
descubrir el motivo y me hará feliz poder contar con vosotros en casa.
Un abrazo afectuoso
El camino de vuelta fue casi al galope, tanto que entró en casa relinchando
como un caballo tras una carrera de fondo. Su madre no estaba, debía de
haber salido a hacer algún recado de última hora. Abrió el armario de la
despensa, sacó una caja de galletas y estrujó media docena en un tazón
blanco de loza lleno de leche. Cuando llegó Martina se lo encontró
dormido sobre la mesa de madera, los dos trozos de la carta mojados de
leche y el tazón con los restos medio derramado.
—Despierta, Cristóbal, despierta. Qué cosas, me has recordado a tu
padre cuando llegaba de madrugada de la escampavía las noches de
vigilancia aduanera —dijo Martina con nostalgia, pasando la mano por el
pelo de su hijo que se desperezaba como si hubiese pasado toda la noche
en letargo profundo sobre la mesa de la cocina.
Se había puesto, como los niños buenos en sus primeras citas, una
camisa azul de algodón con jaretas, porque sabía que era el color que más
le gustaba a Hugo. Perfectamente planchada y almidonada con amor por su
madre, que estaba preciosa, pensó, con su vestido de batista de falda ligera
y talle fruncido, de rayas azules y vainilla y su moño alto.
—Hijo, tampoco hace falta que lleguemos a palacio como si nos
viniese persiguiendo el diablo —soltó Martina, sin darle tiempo a
Cristóbal ni a tomar aire para responder.
—Es que llegamos tarde madre —soltó en un resuello.
—Pero si ni se ha puesto el sol —sentenció ella, deteniendo el paso
bajo uno de los robles del camino a Vista Ona, ya casi llegando, para tomar
aire y observar cómo la tarde caía anaranjada entre sus copas.
Me he pasado la noche pensando en ti. Esta noche hemos cenado en Vista Ona con tu
madre. No sabes la de veces que he estado tentado de preguntar mil cosas sobre tu vida en
París, pero me contuve.
Me he enterado hoy de que este verano tampoco vienes a Getaria. No imaginas lo que
extraño nuestras noches de estrellas. ¿Sabes? Después de la cena he bajado hasta nuestra
ladera. Me he quedado ahí varias horas soñando contigo con los ojos abiertos, pensando
en cada gesto nuestro.
Necesito verte ya, lo necesita mi corazón.
Cristóbal
New England había encendido sus luces media hora antes de lo normal.
En el País Vasco, en cuanto llegaba el otoño oficialmente, ya llevaban días
y días de mal tiempo y viento. Las hojas empezaban a dibujar corros ocres
en las esquinas y la luz blanca y azulada de los veranos cantábricos se
volvía enseguida acerada y grisácea. Cristóbal había sacado hacía al
menos una semana el abrigo de paño gris del armario y se lo puso
abotonado del todo porque el frío de la mañana se había instalado en las
calles de San Sebastián definitivamente.
—Buenos días —saludó con una sonrisa el sastre mayor, que había
reunido antes de abrir al público a todas las costureras y a los nuevos
aprendices. Todos estaban acicalados, peinados a conciencia, en fila y
listos como para la presentación militar de un batallón cuando llegó a la
sastrería.
—Buenos días —dijo, cohibido, al entrar. Y en ese momento todos
empezaron a aplaudir al unísono mientras el sastre mayor le abrazaba
palmeando su espalda sonoramente.
—¿Qué pasa? No entiendo nada —preguntó con cara de asombro,
mirando a cada uno de sus compañeros, que sonreían felices.
—Cristóbal, estoy muy orgulloso de haberte tenido todo este tiempo
en mi sastrería. Has sido un trabajador incansable y ejemplar. Eres muy
bueno en tu oficio y sé que hoy, aunque te perdamos, será un día
importante para todos porque vas a continuar en otros lugares la buena
escuela que has adquirido en nuestra empresa —dijo en un discurso
grandilocuente el sastre, anciano ya, bajo la mirada vidriosa de todas las
costureras y la sonrisa cómplice de los nuevos aprendices.
—Pero ¿qué pasa? Parece que me vaya a morir —anunció con una
risa floja fruto de los nervios.
—Pasa algo muy simple, jovencito. Pasa que don Tomás Carasa nos
ha pedido oficialmente que te dejemos entrar a formar parte de su taller
como uno de los nuevos sastres de los Grandes Almacenes Au Louvre, y la
marquesa de Casa Torres nos ha recomendado que te dejemos marchar
para seguir creciendo dentro y fuera de España.
Cristóbal notó que le temblaban las piernas. Miró a sus compañeros,
contenidos todos para no derramar antes de tiempo sus emociones y se
acercó a cada uno de ellos para fundirse en un abrazo que terminó con
vítores y muchas palmas.
—No te perdemos, hijo, hemos ganado todo este tiempo un sastre
inigualable, un compañero excelente y un amigo para siempre. Nos
sentimos muy orgullosos de que hayas formado parte de nosotros y ahora
te deseamos que vueles alto, muy alto, para que podamos seguir
disfrutando de tu excelencia —zanjó el sastre mayor y todos volvieron a
aplaudir mientras el anciano sabio y Cristóbal se abrazaban de nuevo.
—Gracias a usted por ser mi maestro y mi guía en todo este camino y
por enseñarme muchas cosas de la vida —respondió en un susurro porque
la emoción le había robado hasta la voz.
—Ha sido un auténtico placer, señorito —dijo la costurera jefe,
erguida, orgullosa y henchida de felicidad, llenando de lágrimas un
pañuelo de hilo que guardaba siempre en el puño de su manga.
—No me voy muy lejos, vamos a estar cruzándonos en estas calles
muchos años más, ya veréis, y nunca me voy a olvidar de ninguno de
vosotros. Muchas gracias a todos, de corazón —dijo, dándose la vuelta, sin
mirar atrás, porque le costaban un mundo las despedidas. Y salió de la
tienda tomando de nuevo el camino de vuelta a casa para contarle la
noticia a su madre, sin parar de llorar hasta que llegó al umbral de su
puerta. En Getaria había salido el sol.
22
El café Royalti hervía a la hora del almuerzo los viernes en plena avenida
11 de San Sebastián, esquina con la calle Bergara. Su salón principal se
había convertido en uno de los lugares más elegantes de la ciudad no solo
para almorzar, también para dejarse ver. No en vano, su decorador, Odón
Marthé, propietario de la tienda de muebles más exquisita de la misma
avenida, había sido el encargado de amueblar el palacio de Miramar por
encargo de la reina María Cristina.
Las mesas de mármol y los divanes del Royalti se alineaban
ordenadamente bajo una cúpula central de doce metros de altura coronada
por una vidriera que llenaba de luz natural toda la sala. Sus muros estaban
panelados con ricos óleos y coronados por molduras de bronce. Los
manteles de hilo y las vajillas de Limoges resplandecían en esa burbuja de
luz atrapada en el tiempo.
Cuando la marquesa de Casa Torres entró y se quitó su imponente
abrigo un destello de luz ámbar, que se filtraba por la cúpula, iluminó
como si de una estrella se tratase su conjunto de dos piezas de seda, que
brillaba como la plata recién pulida bajo la calidez del mediodía. Un
murmullo silente de admiración se extendió por todo el café como un
rumor antes de que llegase a su mesa.
—Tiene que haberlo comprado en París —murmuraba una señora con
cara de periquito desde una de las mesas centrales.
—Sin duda es francés —añadía otra, sin poder dejar de mirar el
caminar de la marquesa hasta su mesa.
La falda era ampulosa y rica, el cuerpo entallado y drapeado y con
unas camelias de organza color coral cosidas a su cintura en un solo lado.
—Permítame decirle, marquesa, que está usted radiante. No puede
haber una mujer mejor vestida hoy en un almuerzo en todo el territorio
español —afirmó levantándose don Luis Elizalde, uno de los arquitectos
más importantes del país, artífice de la construcción del café y anfitrión de
doña Micaela en el almuerzo.
—¿Será para tanto? —pregunto ella, coqueta, mientras le tendía la
mano recién despojada del guante.
—Igual me he quedado corto, marquesa, es posible que tampoco la
haya en París. Porque de ahí es, supongo, su exquisito vestido —dijo él
rotundo, como asegurando que no había margen para el error.
—Pues se equivoca usted, don Luis, es un Balenciaga —explicó ella,
como si la firma de su discípulo tuviese la solidez, recorrido, prestigio e
historia de las grandes casas de moda francesas.
—Balenciaga —repitió él con la voz engolada, intentando demostrar
que sabía de lo que hablaban, y tras unos segundos de silencio evidente, la
marquesa añadió su particular coletilla.
—Y, por supuesto, es español, emergente y donostiarra. —Levantó su
copa aún vacía mirando al maître que se apresuró a llegar hasta la mesa
para llenarla de champán, que era sin duda el aperitivo estrella en los
almuerzos del lugar.
—En tal caso, brindo por nuestra moda —dijo el arquitecto, tajante,
alzando su copa intentando esquivar su error.
La marquesa de Casa Torres bebió henchida, dentro de su nuevo
Balenciaga exquisito, que su jovencísimo maestro había cosido con amor y
destreza en menos de tres horas y sonrió, sabiéndose observada por todas
las cacatúas del Royalti y por la más alta sociedad donostiarra.
24
No era fácil dormir después de un día como aquel. Cristóbal había estado
más de dos horas al terminar la cena relatando a su madre y a su hermana,
que lo miraban absortas, cada detalle.
—Llevaba un abrigo maravilloso, un cuello de armiño tan blanco que
parecía una zarina rusa, un collarín de perlas como cerezas de grandes —
relataba él como un niño chico impresionado por la aparición de un hada
mágica en un bosque en mitad de la noche nevada.
—¡Qué exagerado eres, hijo! —exclamó Martina con una sonrisa
amplia y llena de maternal cariño.
—Es cierto, mamá, es cierto —aseguraba él, cogiéndola de las manos
y mirando en el fondo de sus ojos, que tenían la emoción bordada en ellos.
—Te creo, hijo, pero me hace gracia que lo cuentes con tanta pompa,
casi puedo imaginarme a su majestad vestida como para una recepción
oficial.
—Estaba imponente, rodeada de sus damas, todas vestidas con
abrigos de lana y cuellos de piel, con zapatos altos, con guantes largos, con
tocados increíbles. Había una dama, mamá, que llevaba un tocado de plato
con una pluma de ave tan larga que tenía que ladear la cabeza para pasar
por el umbral de la puerta —seguía relatando como el que cuenta un
cuento fantástico.
—Cristóbal, por Dios, ¿cómo va a ser eso posible? —preguntaba
Agustina, tapándose la boca sin poder dejar de reír.
—Te lo juro, debía de ser de un ave tropical, era enorme, como la cola
de un pavo real, naranja intenso. Y llevaba los guantes a juego, como en un
color salmón. Dicho así podría parecer muy teatral, pero era exquisito el
resultado.
—Un poco extravagante, ¿no? —preguntó Martina.
—No, no. Era exquisito el conjunto, te habría encantado verla. Bueno,
mamá, te habría encantado verlas a todas, rodeando a la reina mientras ella
miraba las telas y algunos de mis bocetos con sorprendente devoción. Es
que sigo sin creerlo, de verdad. Es como si estuviese en un sueño y fuese a
despertar en cualquier momento para descubrir que nada de esto ha
sucedido hoy.
—El sueño, hijo, es que seas feliz con todo lo que hagas. No importa
si vistes a la reina, a todas las marquesas del país, a las damas de la corte o
a quien sea. Lo que importa es la emoción que te provoca tu trabajo. Eso
es lo que me hace sentir la madre más orgullosa del mundo, hijo —
sentenció Martina, apoyando las manos cruzadas sobre el pecho, Agustina
sonreía ahora con ternura.
—Y lo más serio, mamá, lo más importante, es que vino a verme a
mí. Preguntó por Balenciaga al entrar. Me lo ha contado con todo lujo de
detalles la modista jefe, la señorita Victoria. No puedo creerlo aún. —Se le
saltaban las lágrimas y esbozaba una sonrisa contagiosa mientras contaba
la aventura de esa mañana.
—Estoy tan orgullosa, hijo, tanto, que no puedo decir con palabras
todo lo que siento al verte así. —Martina lo abrazó. Apoyó la cabeza sobre
su pelo limpio, respiró profundo y lloró contenta sin soltar de sus brazos al
fruto de sus entrañas, porque así lo sentía en ese momento, como un trozo
de ella misma. La emoción de sentir que su hijo, ese niño de apenas
dieciséis años, pero que sentía y se comportaba como un hombre hecho y
derecho, iba a vestir por primera vez a la reina María Cristina era inmensa.
No podía haber, pensó, mayor premio a todas esas noches en vela, de
trabajo tenaz y preciso, con las tijeras, la aguja y el cajón de los hilos
como únicos compañeros.
Y así terminaron la noche los tres, contando anécdotas, llorando y
riendo juntos. Y cuando amaneció, ya era domingo. Martina puso al fuego
un chocolate y mandó a Agustina y a Cristóbal a por dulces a la confitería.
—Hoy invito yo. Pide lo que quieras, mamá, como si es la luna, que
te la traeré —dijo él con los brazos abiertos en alto y dando vueltas sobre
sí mismo, mirando al cielo mientras su hermana se reía a carcajadas y su
madre sonreía embelesada.
1913
26
Había ido de viaje fugaz a París hacía dos años, tras ganar aquella
apuesta a la marquesa de Casa Torres por vestirla en dos horas para su
almuerzo vital en el café Royalti, pero no había visto a solas a Hugo de lo
fugaz que fue aquel fin de semana en Francia. Tan solo habían compartido
un rato de charla en una tarde de café y chocolates organizada por doña
Micaela y la marquesa de Trenvil para visitar a la marquesa de Alto
Aragón y su hijo, cerca de la Ópera. Pero desde aquel día se habían
empezado ya a cartear casi semanalmente. Y ahora, dos años después de
aquel cruce fugaz y de muchas palabras, miradas y sentidos, París volvía a
estar en su nuevo presente y eso le hacía sentir un cosquilleo en el
estómago.
Seguía siendo aquel chico largo y flaco de siempre, pero su pecho,
sus brazos y sus hombros habían cogido forma. Su voz era más sólida. Su
mirada todavía poseía un destello nostálgico y brillante. Ya no era el
aprendiz de nada. Ya era, desde hacía meses, el jefe de taller de la sección
de confección de señoras de Au Louvre en San Sebastián. Y ese otoño
tocaba viajar por primera vez a París por trabajo, con don Tomás Carasa,
para ver las colecciones textiles y comprar el material para la nueva
temporada de invierno.
Según entró, una mañana fría de otoño, en Au Louvre, don Tomás le
comunicó la noticia con total normalidad.
—Cristóbal, ve organizando tu agenda porque dentro de diez días
iremos a Francia a comprar telas para las nuevas colecciones.
—Será un placer organizar mi agenda, don Tomás —respondió él con
la misma simulada normalidad, aunque sintiendo, como antaño, que un
caballo empezaba a galopar en su pecho sin control.
—Te diré luego dónde estaremos alojados, será en la residencia de
unos buenos amigos, para que informes a tu madre y te planifiques en la
ciudad si es que necesitas hacer cosas por tu cuenta cuando terminemos
cada jornada de trabajo —dijo sin levantar la vista de su cuaderno, donde
seguía anotando cosas en un caos que solo entendía él.
—Muy bien, don Tomás, muchas gracias —respondió, controlando la
emoción que le provocaba el anuncio.
Según llegó a casa, su madre y sus hermanos no estaban aún, se sentó
en su mesa, cogió un tarjetón y escribió con letra clara.
Hugo:
En unos días voy a París por trabajo. Voy a estar una semana instalado en la
residencia de unos amigos de don Tomás. En cuanto sepa las fechas y la dirección te
escribiré de nuevo.
Tengo tantas ganas de verte, tantas…
Cristóbal
Había planchado con esmero una camisa azul pálido, los cuellos
almidonados con mimo, que se puso con un sastre de tres piezas de espiga
gris y una corbata de lana azul marino con pequeños lunares bordados en
tono crema. Se había engomado el pelo hacia atrás con una raya recta y
perfecta que le devolvía a esos días de verano de la infancia cuando se
conocieron. Esos días en los que su madre le peinaba con el agua de
colonia como tantas veces había visto peinarse a su padre después de
afeitarse delante de ese espejo de bronce ovalado que seguía colgado sobre
el lavabo de la casa familiar en Getaria. El reloj de la habitación dio las
seis. El estómago volvió a llenarse de aquellas mariposas como si una
mano hubiese levantado de golpe dentro de él una campana de cristal
donde revoloteaban presas e inquietas. Se perfumó la barbilla recién
afeitada, cogió sus guantes y su abrigo y salió.
Nada más abrir la puerta se topó con su mirada y su sonrisa. Se había
hecho enorme. La danza le había convertido en un hombretón del norte,
alto, fuerte y sano. Estaba tan guapo que no supo ni qué decir, tan solo le
devolvió la sonrisa en silencio hasta que Hugo, abriendo los brazos de par
en par y con esa cara suya de travieso descarado, rompió el hielo.
—¿No vas a darme un abrazo, amigo? —preguntó, acercándose, con
el abrigo abierto y un jersey de lana tan justo y corto que se podía
distinguir de un vistazo cada músculo de su torso y al hombre en el que se
había convertido.
—Me moría de ganas de verte —susurró Cristóbal, fundido ya entre
sus brazos y notando su pecho duro y su respiración en el cuello.
—Bueno, hombre, pues ya me tienes aquí para que no te mueras —
respondió con una carcajada, estrujándole y separándose después para
poder observar mejor a su viejo amigo.
—¿Qué me miras? —preguntó con voz bajita.
—Lo guapo que estás, ya no eres el niño flacucho que recordaba —
dijo, y volvió a reírse, mostrando sus dientes blancos y perfectos.
—Tú lo estás más —respondió como cortado. Y el rubor de pastor
que le había descubierto su amiga Felisa Altuna volvió a inflarle los
mofletes hasta el ardor. Podía notar cómo bullía la sangre bajo su piel.
—Me acuerdo de nuestros picnics junto al río, éramos tan canijos que
ahora me hace gracia vernos tan mayores. —Hugo hablaba como siempre,
rápido y enérgico, pero su voz se había vuelto más grave y más profunda
aún.
—Tampoco somos tan mayores —reflexionó, mirando a su amigo que
ya le pasaba media cabeza por encima del hombro.
—Venga, vamos a dar una vuelta, que quiero llevarte hasta
Montmartre, hay un pequeño café que me encanta. No es como los
nuestros del norte, pero tienen un vino buenísimo y los mejores quesos del
país. Te va a encantar. —Le pasó un brazo por encima del hombro y
empezaron a andar juntos, al compás, bajo un cielo plomo parisino que se
oscurecía por segundos.
Y sin darse cuenta, como si no hubiesen pasado los años, Cristóbal se
vio caminando de nuevo junto a su amigo, feliz y protegido porque nada
más en el mundo importaba y nadie podía hacerle nada malo mientras
Hugo estuviese cerca.
29
Gabrielle Chanel no era una mujer guapa, ni destacaba por su físico recto
y enjuto, pero según entró la sala se llenó de un enigmático y embriagador
misterio. Llevaba pantalones anchos grises de franela, una blusa blanca de
algodón de corte masculino que había fruncido a su escueta cintura con un
fajín trenzado y un collar largo de perlas de tres vueltas irregulares. Tenía
el pelo corto, como un garçon, y el flequillo asomaba bajo un canotier
negro de lana. Fumaba unos cigarrillos largos, blancos y de intenso
perfume. No llevaba tacón, su calzado beige se parecía a las zapatillas de
baile de Hugo, planas, casi flexibles y con un simple lazo en el escote del
empeine.
—Querida, me encanta que hayas podido venir, quiero que conozcas a
Cristóbal Balenciaga, te hablé de él hace días, ¿recuerdas? —La marquesa
acercó a Gabrielle hasta donde se encontraban Cristóbal y Felisa.
—Encantado, madame —dijo Cristóbal, estrechando la mano derecha
que Chanel le tendía, sin soltar el cigarro con la otra. Sus ojos, profundos
como dos cuevas, miraban fijamente sin pestañear.
—Igualmente, jovencito, Amalia no deja de hablar de ti en los
últimos tiempos —dijo ella en un castellano cadente y muy acentuado que
no sabía si dominaba o se había aprendido para sus reuniones sociales.
Decían entre las costureras de París que la díscola Gabrielle era capaz de
embaucar a cualquiera en el idioma que fuera si de eso podía sacar un
beneficio.
—Qué honor —dijo él, sonrojado.
—Bueno, depende, tampoco he dicho que hable bien —añadió sin
esbozar ni media sonrisa, pero mirándolo con un irónico silencio para
alejarse después, misteriosa, hacia un grupo del fondo donde algunos
amigos de la marquesa, recién llegados, hablaban efusivamente
organizando un griterío tan típico de España que era imposible que no
fuesen compatriotas. Pintores, escritores y algún político de postín
formaban también, con sus amigos empresarios españoles, muchos de
ellos dedicados a la industria textil de la exportación, el nutrido grupo que
frecuentaba la marquesa de Trenvil en su París de residencia.
—No es guapa, pero todos la admiran —dijo Felisa cuando ya se
habían quedado solos en esa parte de la sala, observando a madame
Chanel, que permanecía erguida en mitad de la sala, rodeada de hombres
que la agasajaban y soltando bocanadas de su cigarrillo largo siempre
encendido.
—Es tremendamente misteriosa y elegante —añadió Cristóbal.
—¿Y la marquesa de Trenvil a qué se dedica? Creo que no me has
hablado nunca de ella fuera del contexto de San Sebastián, del verano y de
las fiestas de la marquesa de Casa Torres —preguntó ella sin dejar de
observar lo curioso de ese opulento piso, de Chanel y de sus amigos
artistas, influyentes y ruidosos.
—La marquesa de Trenvil es millonaria —respondió él, contundente.
No sabía si eso lo resumía todo, pero lo explicaba claramente. Así era
París, pensó, en ese principio de siglo incierto política y socialmente.
Bueno, París, San Sebastián y muchos de los lugares del mundo donde la
moda empezaba a ser un estandarte de modernidad y lujo no apto para
todos los ciudadanos.
—¿Se puede ser rica y ya está? —preguntó Felisa observando de lejos
cómo la marquesa, con su redonda figura, caminaba dentro de su Chanel
con soltura entre todos esos invitados a los que las ostras, el pato con
chocolate de Truffau y las boutiques del distrito más lujoso de París,
alrededor de la plaza Vendôme, no les producía el más mínimo asombro.
—A la vista está que se puede y que es tremendamente feliz —dijo
Cristóbal, sonriendo justo cuando la marquesa engullía una ostra y sacudía
con su concha al aire, con nada de delicadeza pero con toda la gracia del
mundo, el humo del quinto cigarrillo de una Gabrielle Chanel que jamás
probaba bocado, pero que apuraba sus copas de champán como si fuesen
de agua.
Fuera, París atardecía en un naranja rojizo que incendiaba el cielo
más allá de los sueños triunfalistas de Eiffel.
34
Arthur Capel, conocido cariñosamente entre sus íntimos como Boy, era un
tipo pintón, vividor reconocido, jugador de polo y empresario de ninguno
y de mil asuntos. Era apuesto y muy divertido. Entraba en los sitios con la
misma desfachatez que Hugo de Mungida Alcaraz, conquistando miradas
y recibiendo favores. Y a los ojos más cotillas de la sociedad parisina era
el valedor económico de Gabrielle Chanel más allá de su amante eterno.
En todo París eran sonadas las fiestas que hacían Boy y Coco para
reunir, en plena turbulencia política internacional, a la flor y nata del
mundo artístico. Pintores extravagantes, vedetes exitosas del Moulin
Rouge, poetas polémicos y empresarios adinerados de toda índole se
emborrachaban sin medida, ajenos al mundo y a la precariedad que traería
la guerra, en el bullicioso apartamento de Chanel, atestado de humo de
tabaco, de champán y de nubes de testosterona en esas noches de arte y
farra.
Cuando estaban alcanzando el 21 de la rue Cambon, Cristóbal
reconoció que le daba tanta curiosidad como pánico. Desde la calle se
escuchaba el alboroto de la casa, sus balcones, abiertos de par en par,
estaban ya abarrotados de gente y cigarrillos. Y ahí, entre mujeres
emplumadas que fumaban en pipas largas francesas, estaba Hugo
descamisado, moreno y sonriente. No le gustaban esos bullicios, ni los
lugares atiborrados, ni que su amigo fuese un trofeo para todas las
señoritas solteras o casadas de cualquier fiesta. Pero había algo en esa
perdición de las noches de París que le despertaba un morbo inexplicable.
Suponía que era más el hecho de que en tan poco espacio se reuniese gente
con tanto valor creativo. Iban caminando hacia el portal cuando paró en
seco.
—¿Qué pasa, hijo? Casi me partes el brazo —gruñó la marquesa de
Trenvil, que se había puesto un tocado de plumas blancas tan grande,
Chanel por supuesto, que costaba verle la cara enfurruñada si uno no se
agachaba por debajo de su ala.
—Que no sé si me apetece mucho —respondió él, dubitativo,
mientras desde lo alto Hugo gritaba que si no se daban prisa se acabaría el
champán.
—Tu amigo es tan vulgar a veces que me acaloro —exclamó ella con
una sonrisa más que burlona, y se tapó la boca teatralmente como
intentando demostrar que se ruborizaba.
—Lo es —dijo rotundo, sujetando con fuerza a la marquesa para que
no siguiese intentando reanudar el paso.
—¿Bueno, te decides o qué? No hagas caso a Hugo, en casa de Coco
jamás se acabaría el champán. Boy no lo consentiría —añadió, con una
carcajada tan esperpéntica que los invitados empezaron a reír y aplaudir
desde los balcones.
—Solo si me prometes que si me angustio me sacarás de ahí antes de
que entre en pánico. Porque nada me apetece menos que tener que estar a
disgusto durante horas en un lugar atestado de borrachos y viendo cómo
Hugo está en su salsa —respondió él, apretando su brazo.
—Prometido. Pero cuando eso pase ya no habrá motivo para que yo te
ayude. Tendrás a tu Hugo pendiente de ti, estoy convencida —zanjó ella, y
volvieron a caminar hasta alcanzar el umbral de la casa.
Una fuente enorme de cristal traída desde España por encargo de
Capel, que solía tener excentricidades tan curiosas como esa, albergaba
sobre una gran mesa central que servía de bufé una docena de botellas de
champán metidas en hielo picado que un camarero, de impoluto y
pomposo uniforme, iba cambiando a medida que se consumían.
—Querida Amalia, cómo me alegra que hayas venido con el joven
Balenciaga —dijo Coco, sin mirar a la marquesa, clavando sus ojos
profundos en los de Cristóbal con una copa alta de champán en una mano y
en la otra su eterno cigarrillo.
—Un placer volver a verla, mademoiselle Chanel —respondió él con
una simple sonrisa, devolviendo un saludo sin manos.
—Amalia, ha venido Picasso con Apollinaire, no te olvides luego de
preguntarle por sus perritos, que sabes que es tan irreverente como
sentido. El poeta, digo. Del otro no tengo nada que decirte, que ya sé que
te fascinan sus garabatos azules —dijo con una sonrisita torcida y tanta
ironía que hasta Cristóbal supo que se mascaba la tensión.
—Ya los veo —respondió la marquesa, ladeando el tocado para
saludar con la mirada a Pablo Picasso, que le devolvió un guiño de ojo
desde uno de los balcones, donde fumaba con Hugo y con un par de
señoritas ataviadas con vestidos atrevidos bordados con cristal.
—Pedid champán, está helado y entra bien con este calor —añadió
Coco antes de volver a pulular entre los invitados.
—¿Ha sonado a despecho o me lo ha parecido? —preguntó en cuanto
se alejó entre los invitados de la fiesta.
—Te ha parecido bien. Dicen las malas lenguas, pero a escondidas
porque nadie quiere ofender a Boy, que tiene un romance con el pintor —
dijo bajito la marquesa.
—¿Y Capel no sabe nada? —No salía de su asombro al ver a los dos
amigos compartir brindis, charla y risas mientras mademoiselle Chanel se
paseaba triunfal con su cigarro y su copa entre la concurrencia.
—Hay secretos a voces que se saben, pero se callan. ¿Para qué
remover los dramas si algo no tiene vuelta atrás? —preguntó, sorbiendo el
resto de su copa de champán antes de pedir que volviesen a llenársela justo
cuando Hugo se acercaba por fin.
—No quería interrumpir vuestra animada charla con la anfitriona —
explicó. Saludó con un beso en la mano a la marquesa de Trenvil y pasó un
brazo por encima de los hombros de su amigo.
—Pensé que no vendrías nunca, hijo, mira que te haces de rogar —
dijo la marquesa, pellizcándole con tanta fuerza un moflete que soltó un
ahogado lamento para no tener que gritar.
—Veo que llega con fuerza, marquesa, eso es que ya viene bien
cenada —respondió él, devolviéndole con ironía la maldad de su pellizco.
—Y yo veo que todo el dinero de la corte que se gastó tu padre no
sirvió de mucho porque sigues siendo un niño descarado y deslenguado.
Pero me encanta —apostilló ella con una sonrisa de oreja a oreja, viendo
cómo a Hugo se le encendían los mofletes y enmudecía sin saber qué
añadir.
Cristóbal observó a su amigo incrédulo, nunca tardaba tanto en
replicar ni se sonrojaba fácilmente.
—Bueno, brindemos con mucho amor por este bonito reencuentro,
que nada ni nadie nos agüe la fiesta —rompió de golpe el incómodo
silencio que se había creado en unos segundos y levantó su copa después,
mirando a los ojos de ambos para chocarla en el aire antes de apurarla de
un trago.
41
–Roncas.
—No ronco.
—Roncas cada día más.
—Nunca he roncado.
—Pues debe ser que lo has ido acumulando toda tu vida para soltarlo
ahora y no dejarme dormir.
—Pues nadie me ha dicho nunca que ronque.
—¿Nadie?
—No. Eres el primero.
—¿Con tantos duermes?
—No seas bobo.
—No lo soy.
—Pues a veces te empeñas en parecer que estás celoso.
—No soy celoso si no me dan motivos.
—¿Te los he dado?
—No lo sé. Dímelo tú.
—Pues entonces dejemos esta conversación infantil y bajemos a la
calle a desayunar, que es verano en París y me encanta el verano —dijo
gritando y agitando los brazos y las piernas desnudo sobre la cama. Por el
balcón, abierto de par en par, entraba el bullicio ya de los tenderos y el sol,
que inundaba la cama de luz.
—Yo echo de menos España. Creo que ya es hora de ir a Getaria.
—¿Te acuerdas de aquel verano? —le miró con cariño.
—Me acuerdo como si fuese ahora mismo el día que atravesaste el
parque antes de que rompiese la tormenta y desaparecieras. Pensé que eras
un sueño —respondió Cristóbal emocionado.
—Yo quiero volver a un verano como ese, juntos. Los dos solos y el
mundo. Estaría más que bien —sonrió Hugo.
—Sería un sueño.
—Termino las clases en poco más de una semana y pensaba pasar el
mes de julio en Los Robles.
—Yo quiero pasar todo el verano en casa también con mi familia. No
volveré a París hasta el otoño.
—¿Volverás a esta casa conmigo?
—Aún no lo sé, me han ofrecido un trabajo en Burdeos, en una
prestigiosa casa de costura, puede que tenga que viajar.
—Lo hablaremos entonces durante el verano, si te parece.
—De acuerdo. Pero roncas —volvió a la carga.
—No ronco. Respiro fuerte porque soy un hombretón regio del norte.
—¿Regio?
—Sí, regio.
—¿Real?
Tres segundos de silencio llenaron por completo la alcoba de la rue
Lepic. Hacía calor en París y no se movía ni una hoja. El sol abrasaba ya
los tejados de pizarra y no era mediodía aún.
—Regio. Grande. Fuerte.
—¿Y real? —insistió Cristóbal.
—Voy a ser tu rey siempre que tú me dejes —respondió Hugo con un
beso en los labios y saltando desnudo de la cama para meterse en el baño.
43
El río seguía estando helado. Eso no cambiaría nunca. Metió los pies
despacio, primero la punta de uno, notando cómo el frío paralizaba los
dedos, después por completo hasta el tobillo, apretando los dientes.
Cuando iba a meter el segundo llegó el chapuzón desde atrás y las risas
contagiosas de Hugo que volvía a ser de golpe, como si la vida no hubiese
seguido su curso, aquel niño con cuerpo de hombre que se zambullía en el
río sin miedo y le salpicaba hasta hacerle caer.
—Siempre me haces lo mismo. ¡Te mato! —gritó Cristóbal,
empapado, intentando salir del agua.
—Me amas —respondió, y lo abrazó por la espalda, reteniéndolo en
mitad del río, comiéndoselo a besos.
Pensó que la vida ahí nunca podía ser triste porque todo lo que
recordaba su memoria era bonito, efervescente y estival, hasta cuando no
era verano.
—Eres incorregible, la verdad, pero si lo que quieres es escucharlo,
pues sí, te amo. ¿Contento? —preguntó enfurruñado.
—Feliz —respondió él, volviendo a salpicarle y saliendo corriendo
del río sin poder parar de reír.
Habían llevado la vieja cesta de mimbre para el picnic. Queso, pan de
hogaza recién hecho envuelto en un trapo seco y limpio, tomates,
embutido, una tortilla de patata y chorizo que le había preparado su madre,
fruta y vino. Cristóbal extendió una manta escocesa de cuadros en la
ladera que daba al mar. La línea del cielo se hundía en él, empastando sus
azules tan distintos. Eran como Hugo y él, pensó, azules muy diferentes,
pero que se fundían a la perfección. Cortó la tortilla en dos medias lunas,
abrió el pan, lo frotó con tomate y aceite y metió cada mitad.
—Esto es un bocata familiar, a ver si te lo terminas —anunció con
ironía, sabiendo que Hugo era capaz de comerse el suyo también.
—Igual me quedo con hambre —respondió, dándole el primer bocado
y gimiendo de placer.
Se había quedado dormido bajo su cabeza. Cristóbal se acomodó a un
lado para no despertarlo y tiró de la manta, la siesta a la sombra del norte
tenía esos placeres. Pasó la tarde tocándole el pelo, él ronroneaba, y
observando el oleaje del mar a lo lejos hasta que se puso el sol y era hora
de volver, tenían que estar en la fiesta de Los Robles en menos de una
hora.
Plegado bajo la manta estaba el periódico que habían leído en alto
antes de comer. Contaban que Alemania estaba contra Europa y que todas
las naciones del viejo continente se alzaban en armas en la Gran Guerra
sin que nadie pudiese remediarlo.
—¿Qué me miras? —preguntó Hugo bajito, despertando de aquel
placentero letargo en el que entraba cuando le sobaban la cabeza.
Allí, como escondidos en una burbuja de las noticas de la guerra
mundial, ellos y los grandes de la aristocracia europea pasaban ese verano
en la España neutral, ajenos a todo el horror del conflicto. Las tiendas de
moda bullían, los hoteles y los cafés históricos siempre estaban llenos.
—Lo guapo que eres —respondió con ternura infinita.
—Eso tú —dijo, guiñándole un ojo y desperezándose.
—¿Crees que estaremos más tranquilos aquí que en París? —
pregunto Cristóbal dubitativo.
—¿A qué te refieres?
—A la Gran Guerra. La prensa dice que somos neutrales, pero a mí
me intranquiliza la situación.
—Coco Chanel dice que los ricos seguirán viviendo como ricos
siempre, incluso cuando algunos dejen de serlo. Y tú y yo trabajamos para
ellos. ¿Crees que van a dejar de vestirse? ¿O de comer? ¿O de hacer todas
esas cosas que les distraen de los males del mundo?
—Eso me parece una frivolidad —respondió serio.
—¿Y qué tiene de mala la frivolidad? —Cristóbal calló. No supo bien
qué responder. Hugo añadió—: No leas todo lo que dice la prensa, ni creas
todo lo que escuchas. Todo pasará, ya lo verás, y no nos habremos dado ni
cuenta.
Lo miró y le dio un beso largo.
46
Así empezaba la misiva que le había leído por teléfono una atónita
marquesa de Trenvil nada más recibirla. Ella fue la primera en llegar al
apartamento de la rue Lepic, apenas una hora después, donde Cristóbal
revolvía compulsivamente los cajones, lloraba sin consuelo y metía en dos
maletas sus dos últimos años de vida con Hugo.
—No me sueltes.
—No te suelto —respondió Hugo con su voz rotunda y masculina,
apretando fuerte la mano de Cristóbal mientras volaban sobre los tejados
de París. La Torre Eiffel era un faro al borde del Sena sobre ese mar de
pizarras y gárgolas de piedra donde la herrumbre pintaba la ciudad de
historia.
—¿Te acuerdas de cuando volábamos de niños sobre el parque de
Getaria? Han pasado tantas cosas desde entonces…
—Me acuerdo de todos y cada uno de nuestros sueños más bonitos —
decía ahora Hugo en bajito, como si la voz se fuese perdiendo según
ascendían por encima de las nubes y el cielo volvía a ser azul intenso.
—No me sueltes nunca —repitió entre sollozos Cristóbal como
despertando de su ensueño, desvanecido sobre el butacón de la alcoba en
penumbra ya, frente a la cama en la que yacía el cuerpo sin vida de Hugo.
Alguien le habría tapado mientras dormía, supuso que Amalia, y le
habría dejado ahí a solas con su amor para que ambos pudieran despedirse
de sus últimas horas juntos.
Vio llegar a la marquesa de Alto Aragón. París atardecía y ya habían
encendido dos cirios blancos a cada lado de una cruz de pie de plata en el
improvisado altar del apartamento. La mujer entró temblando en la alcoba,
los ojos azules turquesa de tanto llorar, se arrodilló ante la cama y besó los
pies tapados de su hijo muerto sin poder dejar de sollozar. Cristóbal salió
de la habitación notando que el alma se le rasgaba en dos como un
precipicio. Al salir, la marquesa de Trenvil le contó cómo Sofía había
viajado sola desde Zaragoza al encuentro de su hijo, destrozada y sin
consuelo, con un escueto y frío telegrama en su bolso de la casa del rey en
el que su majestad Alfonso XIII le transmitía su «más sentido pésame por
tan repentina y desoladora desgracia». Seguramente lo había arrugado en
un arranque de dolor y rabia sin llegar a tirarlo para no desprenderse nunca
de un futuro reproche, pensó.
—No me sueltes, por favor —volvió a suplicarle cuando ya estaban
tan altos que parecía que no podrían bajar nunca de ese cielo ahora
encapotado, pero Hugo no respondió y cuando menos lo esperaba sus
manos de desvanecieron y empezó a caer hacia el abismo.
Llegaron a Getaria molidos. Él, porque había dormido apenas cuatro horas
en los últimos tres días terminando encargos de clientas y preparando el
atelier para ausentarse un tiempo que aún no sabía determinar. Ella, porque
odiaba los viajes largos, sin más, aunque le diesen todo hecho.
La mañana era fría, pero brillaba el sol. Cuando Martina salió al
encuentro de su hijo, envejecida, pero aparentando fortaleza, Cristóbal se
encogió de hombros para no demostrar ninguna pena. Él ya no era aquel
niño de pantalones cortos y rodillas peladas por los rasguños, pero seguía
mirando a su pueblo y a sus raíces con los mismos ojos de inocencia. Su
norte sería siempre ese pueblo de verano, con mercado, brisa fresca,
bombillas de verbena y Hugo, a pesar de todo. Estuviese él con quien
estuviese.
Se abrazó a su madre. A ella nunca le explicaba nada, pero sabía que
todo lo entendía sin palabras. Lloraron juntos sin soltarse durante unos
minutos. Respiró su perfume de rosas y el talco en su piel y volvió a sentir
que allí todo lo malo pasaría. Sonrió y lloró en la misma medida. Miró a
su alrededor. La vida seguía siendo todo eso.
SEGUNDA PARTE
WLADZIO
1917
55
Hacen falta buenas cuerpistas y bordadoras y una aprendiza de bordadora. Las interesadas
deberán presentarse en el número 2 de la calle Bergara.
Ref. C. Balenciaga.
Agustina le había propuesto tantas veces su ayuda para abrir ese primer
atelier boutique en San Sebastián, en el luminoso piso de la calle Bergara,
que había llegado el momento de volver, pensó Cristóbal. Su hermana
sería su modista principal y encargada del establecimiento desde el primer
momento, lo tenía claro. Aunque ya no sabía si volvía a su mundo original
y a su tierra por el empeño de ella, por estar cerca de su madre, por salir de
París y volver a sus raíces como siempre había deseado desde el minuto
uno en el que entró de aprendiz en la sastrería Casa Gómez siendo un niño,
o si era porque Wladzio le había prometido irse con él y empezar juntos un
proyecto de vida. Si lo pensaba le entraba vértigo. La de cosas que le
habían pasado desde entonces, la de gente que había conocido, la de
lugares en los que había echado horas y horas de esfuerzo y entusiasmo
para tener ahora su nombre grabado en una placa de latón dorado sellada
en su puerta.
Formaban los suelos unos listones gigantes de madera de roble,
rotundos, pulidos y brillantes como el chocolate recién fundido. Las
paredes estaban pintadas en un blanco inmaculado, con sus molduras de
escayola como las de esos techos, altísimos, de los que colgaban los
chandeliers de bronce y cristal que se habían traído de París de uno de los
anticuarios íntimos de la familia D’Attainville. Sus decenas de lágrimas
tintineaban sutiles al compás de los cortinajes de algodón blanco, cuando
la brisa del norte recorría aquel piso señorial. El vestidor principal tenía
cinco maniquís de busto, que delataban lo prolífico de su fulgurante
carrera, y un podio redondo como una tarta que habían mandado hacer con
la misma tarima de roble de los suelos para que crease un espacio
continuo. En un aparador inmenso de madera y cubierta de mármol, las
primeras fotos de Cristóbal con su madre, con los aprendices de Casa
Gómez y hasta un retrato con la marquesa de Casa Torres cuando ya le
tenía cogidas al dedillo todas sus medidas, a pesar de que en la foto
parecía un niño de rodillas peladas de pintar con tiza por los suelos de
Getaria.
—Wladzio, el dulce Wladzio —repetía en alto Amalia mientras
caminaba por la calle Bergara hasta alcanzar esa esquina en la que San
Sebastián se abría al mar con toda la luz del Cantábrico. Cuando llegó,
Cristóbal estaba colocando los chester de terciopelo damasco sobre la
alfombra rectangular de inmensas proporciones que llenarían la sala donde
las clientas podrían ver los desfiles privados de sus colecciones.
—Qué maravilla de sitio, amigo —dijo con la voz alta y gruesa la
marquesa de Trenvil, dando una vuelta completa sobre sí misma para
observar de un golpe todo lo que la rodeaba.
—¿Te gusta? —preguntó, conteniendo la emoción.
—No me gusta, me fascina. Todo y todo —sentenció.
—¿Todo y todo? —preguntó, sonriendo.
—Todo: las paredes, los suelos, los muebles, las lámparas, los
cuadros, las cortinas, la luz de este edificio… Todo.
—Gracias, Amalia, me emociona que te guste todo tanto —dijo
sinceramente, consciente de las palabras que emanaban de la boca de su
amiga.
—Pero lo que más me fascina es el gusto exquisito que tienes para
retratar la vida, más allá de unos muebles o un jarrón con unas flores. Me
fascinas tú —remató, abrazando a Cristóbal, que se había emocionado
tanto que miraba para otro lado, como los niños, para no dejar que le
delataran las lágrimas.
—¿Dónde está Wladzio? —preguntó ella.
—Cerrando asuntos en París todavía, nos instalaremos
definitivamente en julio, para poder trabajar a destajo con Agustina y las
bordadoras para tener una colección completa antes de final de verano e
inaugurar en otoño.
—Este sí que va a ser tu verano y no los de antaño —dijo Amalia con
ese tonito irónico que ya se conocía de memoria.
—Los de antaño son pasado —dijo él sin molestarse.
—Pues que se queden en eso, en el pasado, porque quiero verte en
todos los sitios este verano, no habrá fiesta en la que no se hable de ti y tus
costuras.
—¿Tú crees? —preguntó, mirando la bolsa que la marquesa había
dejado sobre el suelo cansada de portar su peso.
—Lo aseguro —corroboró.
—¿Y qué llevas en esta bolsa, ladrillos? —preguntó, calibrando su
peso.
—Ladrillos de placer —respondió, abriendo una caja que portaba la
bolsa con seis vasos gordos de bohemia.
—Qué maravilla, me encantan, Amalia —exclamó.
—Son para que brindemos siempre por la amistad con nuestra grappa
favorita, también en tu nueva vida —sonrió, guiñándole un ojo y sacando
también una botella del aguardiente ambarino mientras se abrazaban en un
ataque de risa.
62
Cortó la tela y la frunció un segundo para ver el efecto, con tanta habilidad
ya que poco quedaba de aquel niño inquieto que perseguía a la marquesa
de Casa Torres por las calles de Getaria para fijarse en sus vestidos
impecables de batista. Creó un globo con ella, ese mismo que formarían
las mangas farol de un vestido rosa encendido que estaba montando para la
marquesa y su fiesta de verano. No era el primero que le hacía para ese
mismo evento que recordaba con inocente ternura y con mucho cariño, a
pesar de que gran parte de esos recuerdos estivales estaban sellados con la
piel y los besos de Hugo de Mungida. Quedaba un día para el
acontecimiento, porque eso eran las fiestas de inauguración del verano en
el palacio de Vista Ona, un puro acontecimiento, y esa misma tarde iría a
palacio a probarle el vestido a su mentora y ya amiga de tantos años.
Comprobó que el efecto era el que buscaba y deshizo el exquisito tul para
fruncirlo bien nuevamente antes de montar las mangas al cuerpo de un
vestido de volantes que había cortado, fruncido y cosido esa misma
mañana, imaginando tres grandes olas de mar. Los había montado de
menor a mayor, empezando en una cintura alta y terminando en los pies
figurados del maniquí. El resultado era tan llamativo como exquisito, un
vestido largo y sutil, a pesar de la rotundidad de su impacto inicial. Nadie
podría hacer sombra esa noche a la marquesa de Casa Torres ni con uno de
sus propios vestidos, pensó. Y volvieron a la memoria aquella bata
oriental que le hizo para su fiesta de verano de ese año en el que creyó que
Hugo sería para siempre el hombre de su vida, y los paseos nocturnos
cruzando el río después de esas fiestas de sociedad que tanto le aburrían
cuando aún era un enano.
Enhebró la aguja y empezó a coser la manga globo por la parte
inferior de la sisa. La fue uniendo con precisión y sin prisa, como un niño
que casi no roza un suflé pomposo al comerlo por miedo a chafarlo y
perder su efecto turgente, hasta que llegó Agustina.
—Ya no sé qué decirte porque cada vestido nuevo me gusta más y
más y más que el anterior. ¿Será que no puedo ser objetiva? —preguntó
desde la entrada de la sala de la casa familiar, donde Cristóbal, como
tantos años atrás, se había instalado mientras terminaban de montar y
preparar el atelier de la calle Bergara de San Sebastián para su
inauguración después del verano.
—No lo eres, por la cuenta que te trae —le respondió, riendo y con
esa cara de agradecimiento eterno por todos los esfuerzos que había hecho
y hacía para sacar adelante al nuevo e independiente Balenciaga.
—Bueno, es un trabajo de equipo, si nos sale bien ganaremos todos, si
nos sale mal seguiremos siendo hermanos, aunque nos coman las deudas
—apuntó ella con una sonrisa espontánea y mirando con atención el
vestido rosa suntuoso sabiendo que con tanto arte era imposible que
Balenciaga fracasase.
—¿Crees que todo irá por un buen camino? —le preguntó ahora con
una ternura casi infantil.
—Irá por el mejor de los caminos, ya lo verás —le respondió ella,
besando su frente y saliendo de la sala justo cuando su madre llegaba ya
del mercado, como recordaban desde bien niños, con las cestas de paja
llenas de frutas, verduras y flores frescas.
63
Después de una década dedicado a la costura española más sofisticada, el joven donostiarra
Cristóbal Balenciaga acaba de inaugurar su segunda boutique en la ciudad con una velada
singular de la que disfrutaron aristócratas y nobles y que contó con el apoyo incondicional
de la marquesa de Casa Torres y la presencia de su majestad la reina María Cristina.
Balenciaga se ha convertido por derecho propio en un icono de la industria española más
próspera.
Sus fuentes beben de las raíces más nobles españolas, de los toros y sus brillantes luces, de
los bailaores de flamenco, del luto negro andaluz y la cal viva de sus tapias, de los volantes,
de las tradiciones, del arte. Sí, del arte de la pintura española. Solo de ahí podrían nacer
estos sueños de Goya, de Velázquez, de El Greco que Balenciaga expone en cada uno de
sus patrones. Las cintas de sus vestidos, los lazos, los exquisitos encajes y la suntuosa
muselina juegan a ser un patio español en el que sus mujeres se balancean dentro de sus
rotundas y ricas faldas bordadas.
Había llovido tanto ese otoño que los viejos bancos de piedra del parque
de su pueblo, el de toda la vida, se mantenían verdes de musgo. También la
fuente aquella por la que Hugo saltaba cuarenta años atrás, con pies de
cisne, mientras él imaginaba que había visto un ángel.
Dejó de llover y aunque el cielo seguía plomizo como el sentir de su
alma, Cristóbal cogió un cuaderno y sus carboncillos, como hacía cada
mañana desde que Wladzio se fue y él regresó a esa tierra pensando que
todo aquello le curaría el alma.
Lo vio cruzar de puntillas el parque y desaparecer, como antaño, con
esos pasos gráciles como sin tocar el suelo. Parpadeó. Pensó que la mente
era un engañoso consejero hasta que lo vio cruzar de nuevo y mirarlo
desde el otro lado de la fuente. Se levantó sobresaltado. Hugo de Mungida
Alcaraz había cumplido ya los cincuenta y cinco años, pero la genética le
mantenía fuerte y guapo como si se hubiese estancado en los cuarenta. Le
vio acercarse, con los sus ojos azules húmedos y pensó en esas
aguamarinas de los ojos de su madre cuando lloraba.
Parpadeó dos veces, no sabía si soñaba, si lo estaba imaginando, hasta
que alcanzó el banco en el que estaba y se sentó a su lado. Al suelo
cayeron los carboncillos y una cuartilla en la que Cristóbal había vuelto a
pintar a su amigo casi cincuenta años después.
—Me dijo Amalia que te encontraría aquí —susurró, poniendo su
mano fuerte sobre su pierna.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó, temblando, Cristóbal.
—Llegué el mismo día que tú, sabía que vendrías en algún momento
porque ya nada te retendría en París —respondió nervioso.
Callaron unos instantes. La tormenta se fue alejando. El aire olía a
rosas y a mar.
—No he dejado de pensar en ti ni un solo día —se sinceró Hugo,
rompiendo a llorar y abrazándose a su amigo.
—Ni yo —respondió Cristóbal, y hundió su cara en aquel pecho que
seguía siendo duro y cálido y donde cualquier tormenta podía escampar.