Ricoeur, P. - La Identidad Narrativa (Con OCR)

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PAUL RICOEUR,

“LA IDENTIDAD NARRATIVA”

U n a de las líneas principales de la hermenéutica filosófica de Paul Ricoeur


(1913-2005) ha sido el análisis del relato y sus implicaciones ontológicas y
epistémicas. Dentro de dicho análisis realiza una muy pertinente distinción
entre el relato histórico y el de ficción, distinción que implica no sólo sus
diferencias estructurales sino también sus pretensiones. En su obra en tres vo­
lúmenes Tiempo y narración lleva a cabo tal tarea; concluye con la tesis de la
identidad narrativa, la cual constituye un análisis de la subj etividad y de su
composición a partir del entrecruzamiento entre el relato histórico y el de
ficción. Posteriormente en Sí mismo como otro continuará desarrollando esta
tesis, y en el artículo “La identidad narrativa” —que es el que aquí compi­
lamos—, dentro del volumen Historia y narratimdad, presenta una versión
sintética de las principales conclusiones.
En el panorama de la filosofía del siglo X X , que se ha distinguido en gran
medida por una fructífera reflexión sobre el problema del sujeto y la subje­
tividad en contraposición con las ideas defendidas durante la modernidad, la
filosofía de Ricoeur ocupa un lugar importante en la medida en que propo­
ne ciertas consideraciones para pensar la subjetividad a medio camino entre
las tesis del “anticogito” y las del “cogito”. La identidad propuesta por este
filósofo francés no es dada, previamente constituida, ni una forma fija del
conocimiento, sino que se trata de una identidad que se construye a través de
un proceso, es, por ende, una identidad móvil y dinámica. Las dos principales
categorías empleadas para dar cuenta de la identidad y del sí mismo son él
idem y el ipse, las cuales entran en un juego constante de interrelación entre
lo fijo y lo móvil que da lugar a la construcción de la identidad.
El largo análisis que lleva a cabo del relato le permite, en algún sentido,
extrapolar algunas de las categorías propias de la narratología y de la teoría
literaria con el fin de insertarlas en el campo de la identidad. De ese modo,
puede afirmar que somos narratividad, que nos encontramos entramados
339
340 LA IDENTIDAD NARRATIVA

al ser la narración de un relato, de un entrecruzamiento de diversos relatos


pasados y presentes. La subjetividad queda constituida como un texto,
como síntesis de lo heterogéneo. Somos autocreación incesante a partir de
los relatos históricos y de ficción que constituyen la historia de una vida.
La identidad narrativa es aquella que el ser humano alcanza mediante la
función narrativa.
Al estar inscrito dentro de la corriente hermenéutica, la filosofía de Ri-
coeur encuentra en Gadamer uno de sus grandes interlocutores. Asimismo,
dialoga con Heidegger y Husserl, entre otros. Del lado de la teoría literaria,
Dorrit Cohn y Káte Hamburger representan importantes antecedentes para
su propuesta sobre la identidad. Es considerable la influencia que ha tenido
la hermenéutica de Ricoeur en los estudios posteriores de narratología y de
teoría literaria.

M aría Antonia González Valerio


y Greta Rivara
4.

LA IDENTIDAD NARRATIVA12

Pa u l R ic o e u r

E l presente estudio retoma en el punto donde lo dejé en las últimas pági­


nas de Tiempo y narración III2 el problema de la identidad narrativa, es decir,
de aquella identidad que el sujeto humano alcanza por la mediación de la
función narrativa. En dicho trabajo, abordaba esta noción después de un
largo recorrido, en el que el destino de la noción de tiempo era la apuesta
principal. Mostré que el tiempo humano se constituye en la intersección
del tiempo histórico, sometido a las exigencias cosmológicas del calenda­
rio, y del tiempo de la ficción (epopeya, drama, novela, etcétera), abierto
a variaciones imaginativas ilimitadas. Al final de ese recorrido, sugería que
la comprensión de sí se encontraba mediatizada por la recepción conjunta
—en la lectura especialmente— de los relatos históricos y de los de ficción.
Conocerse, decía entonces, consiste en interpretarse a uno mismo a partir
del régimen del relato histórico y del relato de ficción. Pero no fui más allá
y dejé sin precisar el término de identidad.
En este nuevo recorrido, partiré de la problemática de la identidad con­
siderada desde la noción de Sí-mismo (en alemán: Selbst, Selbsheit; en inglés:
Self, Selfhood). Nos encontramos con un problema en la medida en que
idéntico tiene dos sentidos que corresponden respectivamente a los términos

1 Conferencia pronunciada en la Facultad de Teología de la Universidad de Neuchátel


el 9 de noviembre de 1986 con motivo de la concesión a Paul Ricoeur del doctorado “ho-
noris causa1’ en teología. Publicada en el volumen colectivo dirigido por P. Bühler y J. F.
Habermacher titulado La narration. Quand le récit devient communication. Genéve, Labor
et FIDES, pp. 287-300. (Cita tomada del texto original en francés, no incluida en la presente
traducción. N. de los eds.)
2 P. Ricoeur, Temps et récit III. Le temps raconté. París, Seuil, 1985, pp. 352-359. ( Tiempo
y narración III. El tiempo narrado. Trad. esp. México, Siglo XXI, 1996, pp. 994-1002. N. del
trad.)

341
342 LA IDENTIDAD NARRATIVA

latinos idem e ipse. Según el primer sentido [ídem), idéntico quiere decir
extremadamente parecido (en alemán: Gleich, Gleichheit; en inglés: same,
sameness) y, por tanto, inmutable, que no cambia a lo largo del tiempo. Según
el segundo sentido (ipse), idéntico quiere decir propio (en alemán: eigen; en
inglés: proper) y su opuesto no es diferente, sino otro, extraño. Este segundo
concepto de identidad guarda una relación con la permanencia en el tiempo
que sigue resultando problemática. Mi tema de estudio es la identidad para
sí como ipseidad, sin juzgar de antemano el carácter inmutable o cambiante
del sí mismo. Al estudio que propongo en este momento le precede una
exploración de la reflexividad en tres ámbitos en los que hoy en día se está
investigando con una gran profundidad: a) la teoría de la acción, en la que
el sí mismo se designa como agente, es decir, como autor de una acción que,
para él, depende de sí mismo; b) la teoría de los actos de habla (speech-acts),
en la que el sí mismo se designa como hablante, es decir, como emisor de
enunciados; y c) la teoría de la imputación moral, en la que el sí mismo se
designa como responsable.
Al considerar la dimensión narrativa, surgen aspectos del sí mismo que
no se han puesto de manifiesto en los estudios anteriores. En primer lugar,
se encuentra la dimensión temporal de la experiencia humana. Aunque es
cierto que el agente, el emisor de enunciados y el sujeto de la imputación
moral se designan a sí mismos en la acción, en la enunciación y en la asun­
ción de responsabilidades, esta reflexividad, que no es intemporal, no tiene
en cuenta el tiempo.

L a CONEXIÓN DE UNA VIDA


Y LA MEDIACIÓN DEL RELATO

Quisiera introducir dicha dimensión temporal mediante el concepto de


historia de una vida. ¿En qué sí mismo se refleja la historia de una vida? A
primera vista, este concepto nos alej a completamente del plano lingüístico en
el que se desarrollan todas las determinaciones anteriores del sí mismo. Parece
que, de este modo, nos dediquemos a estudiar la intuición o la inmediatez
del sentimiento hacia el que tienden las “filosofías de la vida”. En realidad,
no se trata de eso: para dar sentido al concepto de historia de una vida, no
carecemos de instrumentos lingüísticos de carácter analítico. El relato es la
dimensión lingüística que proporcionamos a la dimensión temporal de la vi­
da. Aunque es complicado hablar directamente de la historia de una vida,
podemos hablar de ella indirectamente gracias a la poética del relato. La
historia de una vida se convierte en una historia contada.
PAUL RICOEUR 343
Este recorrido por la mediación narrativa resultará no sólo útil, sino
necesario, si queremos detenernos en las dificultades e incluso en las aporías
que se encuentran vinculadas a una reflexión presuntamente inmediata
sobre lo que acabamos de llamar “historia de una vida”. El obstáculo se
encuentra en el modo de encadenamiento, lo que Wilhelm Dilthey llamaba
Zusammenhangd.es Lebens, el encadenamiento o la conexión de una vida. La
aporía consiste en que la reflexión trata de alcanzar una noción de identi­
dad que mezcla los dos sentidos del término: la identidad del sí mismo y la
identidad de lo semejante. Ahora bien, ¿cómo podría el ser humano seguir
siendo sumamente parecido si no existiera en él un núcleo inmutable que
eludiese el cambio temporal? Sin embargo, todo en la experiencia humana
contradice esta inmutabilidad de un núcleo personal. En la experiencia
interior nada elude el cambio. La antinomia parece inevitable e insoluble al
mismo tiempo. Inevitable en la medida en que la designación de una persona
mediante el mismo nombre, desde que nace hasta que muere, parece im­
plicar la existencia de dicho núcleo inmutable. En efecto, el nombre propio
se aplica a la misma cosa en sus diversos acontecimientos, a diferencia del
demostrativo, que designa cada vez algo diferente que se encuentra situado
cerca del sujeto hablante. Ahora bien, la experiencia del cambio corporal
y mental contradice dicha mismidad. Además de inevitable, la antinomia
parece insoluble cuando se plantea en estos términos, a saber, mediante ca­
tegorías inapropiadas para considerar la noción de “encadenamiento de una
vida”. Estas categorías son las que emplea Kant cuando habla de las de la re­
lación, entre las que se encuentra, en primer lugar, la categoría de sustancia,
que esquematiza “la permanencia de lo real en el tiempo”, definida por Kant
como “la representación de lo real como un substrato de la determinación
empírica del tiempo en general; substrato que, consiguientemente, perma­
nece mientras cambia todo lo demás”.3 A esta categoría y a este esquema
les corresponde, en el plano del juicio, formando parte de la primera de las
analogías de la experiencia, el principio ( Grundsatz) de la permanencia,
que se enuncia del siguiente modo: “Todos los fenómenos contienen algo
permanente (sustancia'], considerado como el propio objeto, y algo cambian­
te, considerado como una mera determinación suya, es decir, como un modo
de existencia del objeto”.4 Pues bien, la noción de conexión de una vida po­
ne de relieve el carácter erróneo de esa categorización, que sólo puede apli-

3 Kant, Kritik der reinen Vemunft, en Kant’s Werke, vol. III. Berlín, Georg Reimer, 1911,
p. 137; vol. IV, p. 102. (Crítica de la razón pura, vers. esp. Madrid, Alfaguara, 1978, p. 186.
[A 144, B 183]. N. delirad.)
4 Ibid., vol. III, p. 162; vol. IV, p. 124 (Vers. esp.: p. 215 [A 182, B224], (N. del trad.)
344 LA IDENTIDAD NARRATIVA

carse a una axiomática de la naturaleza física. No sabemos muy bien qué regla
aplicar a la hora de pensar la mezcla de permanencia y de no-permanencia
que parece implicar la conexión de una vida.
Y, sin embargo, tenemos cierta precomprensión de dicha regla, en la me­
dida en que la noción de conexión de una vida orienta el pensamiento hacia
esa combinación de los rasgos de la permanencia y del cambio. La mediación
del relato se ofrece, precisamente, en este punto. ¿Cómo? Eso es lo que ahora
vamos a tratar de mostrar. Vamos a proceder del siguiente modo: tras hablar
de la identidad que confiere la trama al relato, pasaremos a abordar la iden­
tidad del personaje en el relato, para alcanzar, por último, a la identidad del
sí mismo tal como es refigurada principalmente en el acto de la lectura.

La c o n f ig u r a c ió n d e l r e l a t o
y l a id e n t id a d d e l p e r s o n a je

El hilo conductor es el siguiente: el relato construye el carácter duradero


de un personaje, que podemos llamar su identidad narrativa, al construir la
identidad dinámica propia de la historia contada. La identidad de la historia
forja la del personaje.
Esta coordinación entre la historia contada y el personaje fue sostenida,
por primera vez, por Aristóteles en su Poética. De hecho, dicha coordinación
parece aún mayor en este texto,5 pues adopta la forma de una subordinación.
En efecto, en la historia contada, debido al carácter de unidad y completud
que le confiere la operación de elaborar la trama, el personaje conserva, a lo
largo de la historia, la identidad correlativa a la de la propia historia.6

5 En francés: "Elle y paraít méme si étroite”; se propone: “En este texto dicha coordi­
nación aparece limitada”. El traductor invierte el sentido de la afirmación de Ricoeur. (N.
de los eds.)
6 En Tiempo y relato I comenté esta primacía de la elaboración de la trama (rnythosJ
respecto al personaje (París, Seuil, 1983. p. 64 (Tiempoy narración I. vers. esp. Madrid, Cris­
tiandad, 1987, p. 94). En el pasaje dedicado a las seis partes de la tragedia, la trama ocupa
el primer lugar, antes de los caracteres y del pensamiento (diánoia), que junto con la trama
constituyen el “qué” de la imitación de la acción. Aristóteles desarrolla esta subordinación
hasta el punto de declarar: “la tragedia es imitación, no de los hombres, sino de una acción, de
una vida y de la felicidad (también la desgracia se encuentra en la acción), y el fin es una
acción, no una cualidad [...]. Además, no podría haber tragedia sin acción, aunque podría
darse sin caracteres” (Poética, 1450 a 16-25. Madrid, Gredos, 1974, pp. 147-148). Nos de­
tendremos posteriormente en esta última hipótesis cuando evoquemos la desaparición del
personaje en parte de las novelas contemporáneas.
PAUL RICOEUR 345
Esta correlación no es desmentida por la novela moderna, esta última
confirma el axioma enunciado por Frank Kermode según el cual, para de­
sarrollar un personaje, hay que seguir narrando.7
Por tanto, hay que buscar en la trama la mediación entre la permanencia
y el cambio antes de aplicarla al estudio del personaje.8
Voy a recordar las líneas directrices de la teoría de la narración que
propuse en Tiempo y narración. Posteriormente, trataré de desarrollarlas,
aplicándolas a la teoría del personaje que sólo he esbozado hasta ahora.
Tomando como guía el modelo trágico de Aristóteles, he caracterizado la
identidad dinámica que la Poética asigna al mythos de la tragedia mediante el
conflicto que existe entre la exigencia de concordancia y el reconocimiento
de las discordancias que, hasta la clausura del relato, ponen en peligro su
identidad. Entiendo por concordancia el principio de orden que rige lo que
Aristóteles llama “disposición de los hechos”. Se caracteriza por tres rasgos:
completud, totalidad y extensión apropiada. Hay que entender por comple-
tud la unidad de la composición, que requiere que la interpretación de una
parte se subordine a la del todo. El conjunto de la obra, dice Aristóteles, es
“aquello que tiene comienzo, medio y fin”.9 Desde luego, un acontecimiento
sólo cumple la función de comienzo, medio o fin en virtud de la composición
poética j Al respecto, jla clausura del relatoy que tantos problemas plantea en
la novela moderna, es la piedra de toque del arte de componer. Sucede lo
mismo con la extensión: la acción tiene un contorno, un límite y, en conse­
cuencia, una extensión en la trama: “La extensión que posibilita el cambio
o la transición10 de la felicidad a la desgracia o viceversa mediante una serie

7 F. Kermode, The Génesis of Secrecy. On the Interpretation of Narrative. Cambridge,


Mass., Harvard University Press, 1979, p. 81 y ss.; véase. P. Ricoeur, Temps et récit 1, p. 64.
(Tiempo y narración I, vers. esp. p. 93. N. del trad.j
8 En francés: “avant de pouvoir la repórter sur le personnage”, se propone: “antes de
poder relacionarla con el personaje”. (N. de los eds.)
9 Aristóteles, Poética, 1450b 26 (vers. esp. p. 152).
10 En la Poética, Aristóteles afirma que tres partes conforman el muGoq xpyi%o: el ftaGo<;,
la jiepinexeia y la avayvropicni;. En todas ellas utiliza la palabra pexcc|3oA,r| para señalar una
alteración de la suerte o del discurso. El vocablo “transición”, que utiliza el traductor de
Gredos, provoca un equívoco que no existe en renversement, usado por Ricoeur. La palabra
“transición” si bien permite recuperar el sentido de extensión temporal, no señala el de
“inversión”, “transformación”, que se halla en la palabra griega. Es por ello que la traducción
de Gredos ha debido utilizar dos palabras para pero^oAr]: cambio y .transición. La palabra
francesa renversement da más ese sentido de trastocamiento que tiene la griega. Esta aclaración
ha de tomarse en cuenta en todas las ocasiones en que el concepto pexccpoXri es traducido
por transición, giro, cambio. (N. de los eds.)
346 LA IDENTIDAD NARRATIVA

de acontecimientos encadenados según lo verosímil o lo necesario propor­


ciona una delimitación (hóros) satisfactoria de la amplitud”.11 Ahora bien,
esa extensión sólo puede ser temporal: la transición necesita desarrollarse
en el tiempo. No obstante, se trata del tiempo de la obra, no del tiempo
de los acontecimientos del mundo: no nos preguntamos por lo que hace el
héroe entre dos apariciones, que en la vida estarían separadas y que en la his­
toria se encuentran contiguas. Sólo la necesidad o la verosimilitud regulan
la extensión del desarrollo, que es limitada en la tragedia, más amplia en la
epopeya y eminentemente variable en la novela moderna.
Por contraste con esta exigencia de concordancia se define, al menos en
el modelo trágico, la discordancia más importante, que, en la cita anterior,
aparece como “giro” o cambio de la fortuna. La peripecia, debido a su con­
tingencia y a su carácter sorprendente, es la forma característica del cambio
en la tragedia compleja. La contingencia, es decir, la propiedad de un acon­
tecimiento de poder haber sido otro o incluso de no haber sido en modo
alguno, se armoniza, de este modo, con la necesidad o la probabilidad que
caracterizan la forma de conjunto del relato: lo que en la vida sería un mero
suceso que aparentemente no podría vincularse a necesidad alguna, ni siquie­
ra a ninguna probabilidad, contribuye en el relato a la progresión de la trama.
La contingencia, en cierto modo, forma parte de la necesidad o a la pro­
babilidad del relato. Respecto al efecto sorpresa que da lugar al asombro del es­
pectador, hay que señalar que también forma parte de la comprensión del
conjunto de la historia contada, hasta el punto de provocar en el espectador
la conocida purificación de las emociones suscitadas por el espectáculo que
Aristóteles llama kátharsis. En la tragedia, consiste en la depuración de las
emociones del miedo y de la piedad. He reservado el término configuración
para aludir al arte de la composición que media entre la concordancia y la
discordancia, y que regula la forma móvil que Aristóteles llama mythos y
que nosotros traducimos por elaboración de la trama. Prefiero hablar de
configuración antes que de estructura para subrayar el carácter dinámico
de la operación de elaborar una trama. Asimismo, la proximidad que existe
entre las nociones de configuración y de figura posibilita llevar a cabo un
análisis del personaje considerado como figura del sí mismo.
Quisiera añadir un breve comentario sobre la concordancia discordante
característica de la configuración narrativa. En el análisis anterior, nos hemos
apoyado, esencialmente, en el modelo trágico elaborado por Aristóteles en
la Poética. En Tiempo y narración II, me dediqué a generalizar dicho modelo

11 Ibid., 1451a 12-14. (En español, p. 155.]


PAUL RICOEUR 347

para que pudiera aplicarse a las formas modernas del arte de componer,
tanto en el ámbito de la novela como en el del drama. Con ese objeto, pro­
puse definir la concordancia discordante característica de toda composición
narrativa mediante la noción de síntesis de lo heterogéneo. De ese modo,
trataba de dar cuenta de las distintas mediaciones que lleva a cabo la trama:
entre los acontecimientos y la unidad temporal de la historia contada, entre
las componentes inconexas12 de la acción —intenciones, causas y golpes de
azar— y el encadenamiento de la historia, y, por último, entre la pura sucesión
y la unidad de la forma temporal, que, en última instancia, puede modificar
la cronología hasta el punto de suprimirla. Estas múltiples dialécticas ponen
de manifiesto, a mi juicio, la oposición presente en el modelo trágico de Aris­
tóteles entre la dispersión episódica del relato y la capacidad de unificación
característica de la acción configurativa en que consiste la poíesis.13
Quizá podamos dar cuenta de la identidad del personaje en relación con
la elaboración de la trama mediante la que el relato obtiene su identidad.
Como hemos dicho, este problema no parece haber preocupado a Aristóte­
les, pues subordinaba completamente los caracteres a la acción. Pero hemos
de sacar provecho de esa subordinación. Si toda historia, en efecto, puede
considerarse como una cadena de transformaciones que conducen de una
situación inicial a una situación final, la identidad narrativa del personaje
sólo puede ser el estilo unitario de las transformaciones subjetivas reguladas
por las transformaciones objetivas que obedecen a la regla de completud,
de totalidad y de unidad de la trama. Éste es el sentido de la siguiente fra­
se de W. Schapp en In Geschichten verstrickt—Enredados en historias—: “Die
Geschichte steht für den Mann”14 (“La historia responde del hombre”).
Resulta que la identidad narrativa del personaje sólo puede ser correlativa
de la concordancia discordante de la propia historia.
Esta correlación que pone en funcionamiento la narratología en un ni­
vel formal realmente superior al que alcanza la Poética de Aristóteles, pero
que surge del mismo deseo de tomar como modelo el arte de componer.15
Al respecto, Propp ha abierto la vía a todos los intentos de articular una
tipología de los papeles narrativos mediante una tipología de los encadena-

12 En francés: “disparates”; se propone: “discordantes”. (N. de los eds.)


13 En francés: “la puissance d’unification déployée par l’acte configurant qu’est la poiesis
elle-méme”; se propone: “la potencia de unificación desplegada por el acto configurativo en
que consiste la poíesis misma”. (N. de los eds.)
14 W. Schapp, In Geschichten verstrickt. Wiesbaden, B. Heymann, 1976, p. 100.
15 En francés: “mais issu du méme souci de modéliser Yart de Composer”; se propone: “pero
surge de la misma preocupación de modelizar en el arte de componer”. (N. de los eds.)
348 LA IDENTIDAD NARRATIVA

mientos entre funciones narrativas, es decir, entre los segmentos de la acción


de carácter recurrente en un mismo Corpus narrativo. Merece la pena que
nos detengamos en su modo de llevar a cabo dicha vinculación. Divide los
personajes del cuento fantástico ruso en siete clases: el agresor, el donante
(o proveedor), el auxiliar, la persona buscada, quien envía al héroe, este úl­
timo y el falso héroe. Ahora bien, no existe una relación biunívoca entre ca­
da personaje y un segmento de acción (o función): el primero posee un
campo de acción que engloba varias funciones. De manera inversa, varios
personajes pueden intervenir a la vez en la misma fase de la acción. Esta
interacción16 entre la constelación de los personajes y la cadena lineal de las
funciones da lugar a una combinatoria relativamente compleja. Las cosas se
complican cuando los personajes, en lugar de limitarse a papeles fijos, como
es frecuente, por otra parte, en el caso de los cuentos o de los relatos folcló­
ricos, se transforman al ritmo de las interacciones y de la transmutación de
los estados de cosas, como sucede en las novelas de formación y en aquellas
que narran el flujo de conciencia. En ese caso, la transformación del persona­
je es el tema principal del relato,17 y la relación entre la trama y el personaje
parece invertirse: de forma inversa al modelo aristotélico, la trama se pone al
servicio del devenir del personaje. La identidad de este último se pone, en­
tonces, verdaderamente a prueba. La novela y el teatro contemporáneos se
han convertido, efectivamente, en verdaderos laboratorios en los que se de­
sarrollan experiencias de pensamiento18 en los que la identidad narrativa
del personaje se encuentra sometida a un número ilimitado de variaciones
imaginativas. Entre la fij eza de los héroes de los relatos ingenuos y la pérdida
de identidad en algunas novelas modernas, se han explorado todos los grados
intermedios. Con Robert Musil, por ejemplo, lo posible eclipsa hasta tal
punto lo real que el “hombre sin atributos” —en un mundo de atributos sin
hombres, como señala el autor— se convierte, en última instancia, en algo
imposible de identificar. El punto de apoyo del nombre propio resulta tan
insignificante que se transforma en un algo superfluo. Lo inidentificable se
convierte en innombrable. Ahora bien, hay que subrayar que, a medida que
el relato se acerca a esta anulación del personaje, la novela pierde también

16 En francés: “enchevétrement”, se propone: “enmarañamiento”. (N. de los eds.)


17 En francés: “C ’est ainsi que dans le román dit d’apprentissage et dans le román du
courant de conscience la transformation du personnage devient l’enjeu principal du récit”:
se propone: “Como sucede en las novelas de formación y en las de flujo de conciencia, la
transformación del personaje se vuelve la apuesta principal del relato”. (N. de los eds.)
18 En francés: “expériences de pensée”, la presente traducción propone: “experiencias
de pensamiento” y no “experimentos mentales”. (N. de los eds.)
PAUL RICOEUR 349
sus atributos propiamente narrativos, incluso cuando se la considera, como
hemos hecho anteriormente, en un sentido flexible y formal. La pérdida de
la identidad del personaje se vincula, por tanto, a la de la configuración del
relato y, especialmente, a la crisis de la clausura del mismo. En estos casos,
existe un efecto retroactivo del personaje sobre la trama. Se produce un
cisma —por emplear el término de Frank Kermode— que afecta al mismo
tiempo a la tradición del héroe identificable como figura permanente y, a la
vez, cambiante, y a la tradición configurativa, determinada por los valores de
concordancia y de discordancia. La erosión de los paradigmas afecta también
a la figuración del personaje y a la configuración de la trama. En el caso de
Robert Musil, la descomposición de la forma narrativa paralela a la pérdida
de identidad del personaje rebasa los límites del relato y aproxima la obra
literaria al ensayo. No es casual, por tanto, que numerosas autobiografías
modernas, como las de Leiris,19 por ejemplo, se distancien deliberadamente
de la forma narrativa y se aproximen a uno de los géneros literarios menos
configurado: el ensayo.
Sin embargo, no hay que dejarse confundir respecto de la significación
de este fenómeno literario: debemos señalar que, incluso en el caso extre­
mo de la pérdida de la identidad del héroe, no nos encontramos fuera de la
problemática del personaje. Un no-sujeto no es nada respecto a la categoría
de sujeto. Esta observación será muy importante cuando apliquemos estas
reflexiones sobre el personaje al campo de la investigación del sí mismo. En
efecto, si el no-sujeto no fuese aún una figura del sujeto, incluso en forma
negativa, no nos interesaríamos por ese drama de la disolución y quedaríamos
perplejos ante el mismo. Alguien plantea una pregunta: “¿quién soy?”, y recibe
una respuesta: “nada o casi nada”, pero se trata todavía de una respuesta a la
pregunta ¿quién?, llevada, simplemente, a la desnudez de la cuestión.

L a APROPIACIÓN DEL PERSONAJE: e l y o r e f ig u r a d o

Una vez dicho esto, ¿cuál es la contribución de la poética del relato a la pro­
blemática del sí mismo? Señalemos lo que la aproximación narrativa confirma
de los anáfisis anteriores y lo que les agrega.
En primer lugar, confirma los rasgos característicos de la persona descritos
en la teoría strawsoniana de los particulares de base y, más exactamente, en

19 Véase, por ejemplo, M. Leiris, Biffure. París, Gallimard, 1948; L’Age d'homme. Par
Gallimard, 1973. [La edad del hombre. México, Aldus, 1996 (N. de los eds.)].
350 LA IDENTIDAD NARRATIVA

la teoría de la acción que constituye su tema principal. Antes que nada, el


arte narrativo confirma la primacía de la tercera persona en el conocimiento
del hombre. El héroe es alguien del que se habla. Al respecto, la confesión
y la autobiografía que deriva de esta última no tienen ningún privilegio ex­
clusivo, ni prioridad alguna en el orden de la derivación. Hemos aprendido
muchísimo más sobre el hombre mediante lo que la poética alemana llama
Er-Erzahlung, relato en tercera persona.20
Otro de los rasgos de la noción de persona que confirma la de personaje,
consiste en que éste también es, en cierto modo, un cuerpo, en la medida
en que mediante su acción interviene en el curso de las cosas, produciendo
cambios en el mismo. Además, el personaje es el soporte de predicados físicos
y psíquicos, pues sus acciones pueden ser objeto de descripciones conduc-
tuales y de cálculos de intenciones y de motivos. Finalmente, y sobre todo,
los estados psíquicos del personaje poseen el mismo sentido, ya sean self-
ascribable u other-ascribable. El personaje teatral o el de la novela ilustran
perfectamente la equivalencia de esta doble lectura mediante la observación
y la introspección de lo psíquico. Gracias incluso a dicha lectura, el ejercicio
de las variaciones imaginativas mencionado anteriormente contribuye al
enriquecimiento de nuestro repertorio de predicados psíquicos: ¿no hemos
aprendido los recovecos de la envidia, los ardides del odio y las modulaciones
del deseo en los personajes surgidos de la creación poética, que no importa
que sean designados en primera o en tercera persona? El thesaurus de lo
psíquico es fruto, en gran medida, de las investigaciones del alma que han lle­
vado a cabo los hacedores de tramas y los inventores de personajes. El perso­
naje, asimismo, confirma de forma sorprendente nuestra hipótesis de que, para
atribuirse a uno mismo los predicados psíquicos llamados self-ascribable, la
persona que se designa mediante la tercera persona ha de ser capaz además de
designarse a sí misma artificialmente mediante las operaciones reflexivas
vinculadas a los actos de habla y, en general, al fenómeno de la enunciación.
Al incorporar la autodesignación a la referencia identificadora de la persona,
es posible poner en boca del héroe designado en tercera persona declara-

20 Véase los comentarios de K. Hamburger sobre la primacía de la Er-Erzahlung (Temps


et récit II. París, Seuil, 1984, p. 133; Tiempo y narración II. Madrid, Cristiandad, 1987, p.
159). Sobre esta última, Dorrit Cohn no duda en afirmar, en Transparent Minds (Princeton,
Princeton University Press, 1978), que la mimesis principal es la mimesis of other minds
(p. 8). Respecto a las ficciones que simulan una confesión, como la novela proustiana, hay
que señalar que se desarrollan según el mismo patrón que la narración en tercera persona.
Algunas pseudoautobiografías podrían haberse escrito perfectamente en esa persona, como
pone de relieve el Jean Santeuil de Proust.
PAUL RICOEUR 351
dones enunciadas en primera. Para justificar esa operación, recurriremos al
artificio de las comillas: “X dijo en su interior: haré A”. Ahora bien, el arte
narrativo ilustra claramente esta acción de poner entre comillas enunciados
en tercera persona. Esta operación funciona de modo diferente en el relato
propiamente dicho, en el que el narrador cuenta las aventuras de sus per­
sonajes y el drama donde, según la expresión de Aristóteles, éstos “llevan a
cabo la acción” ante la mirada del espectador. En el teatro, los personajes
dialogan, es decir, se dicen mutuamente yo y tú. Pero, para el narrador, son
palabras reactivadas que han perdido sus paréntesis. La puesta en escena
(ópsis), que para Aristóteles constituye la última “parte” de la tragedia,
puede equipararse a la suspensión de dichos paréntesis. La ilusión teatral
consiste en olvidar la situación de cita que constituye la representación: el
espectador cree escuchar a personajes reales. Basta con que se baje el telón
para que, al disiparse la ilusión, toda la obra recupere su estatuto de ficción
contada. No sucede lo mismo en el caso del relato, en el que se cuenta toda la
acción de los personajes. No obstante, entre las cosas contadas, también hay
pensamientos y discursos. La forma más clásica de contarlos consiste en ci­
tarlos en primera persona, usando precisamente las comillas. Se trata de lo
que Dorrit Cohn21 llama “monólogo citado” (quoted). El personaje toma
la palabra y se comporta como un personaje teatral al hablar en primera
persona y en el tiempo verbal de su pensamiento presente. Pero la novela
moderna posee otros recursos, entre los que resalta el conocido erlebte
Rede o estilo indirecto Ubre, que Dorrit Cohn llama acertadamente “monólogo
contado” (narrated), en el que las palabras son, respecto a su contenido, las del
personaje aun contadas por el narrador en el tiempo de la narración (en prin­
cipio, el pretérito indefinido] desde su propio punto de vista, es decir, en ter­
cera persona. A diferencia del “monólogo citado”, el “contado” lleva a cabo
una más completa integración de los pensamientos y de la palabra del otro
en el tejido de la narración: el discurso del narrador asume el del personaje
al prestarle su voz, mientras que el narrador se pliega al tono del persona-
;e. La novela moderna ofrece soluciones más complicadas del mismo pro­
blema al mezclar el relato en tercera persona con incidentes en primera
persona que aparecen sin comillas. Dichos artificios no impiden al discurso
¿el personaje y al del narrador constituir polos distintos de la narración. Estas
técnicas narrativas ilustran perfectamente la fusión de la tercera persona de
.a intención referencial y de la primera persona de la intención reflexiva del
¿iscurso. El relato es el crisol más apropiado para dicha fusión.

21 D. Cohn, Transparent Minds (véase especialmente en la traducción francesa: La trans-


:<2 rence interieure. París, Seuil, 1981) pp. 75 y ss., 121 y ss.
352 LA IDENTIDAD NARRATIVA

Para terminar con la recuperación y el perfeccionamiento mediante el


arte narrativo de las experiencias de las disciplinas que hemos aprovechado
con anterioridad, mencionaré brevemente la contribución del relato a la
evaluación moral de los personajes y, por tanto, a la problemática de la im­
putación. Ya señalaba Aristóteles que los personajes son “mejores” —como
en la tragedia—, “peores” o iguales que nosotros —como en la comedia.
En cualquier caso, su fortuna o su desgracia nos parecen merecidas o in­
merecidas. Incluso en la novela moderna, en la que la calificación moral de
los personajes es tremendamente ambigua, no podemos dejar de querer
el bien de aquellos que estimamos. Resulta comprensible por qué sucede
de ese modo: la intelección narrativa mantiene un parentesco con el juicio
moral, en la medida en que explora los caminos mediante los que la virtud
y el vicio conducen o no a la felicidad y a la desgracia. La alquimia simple
de estos cuatro ingredientes adopta, evidentemente, formas cada vez más
complejas, ambiguas e incluso equívocas a medida que avanzamos en la
historia de la novela y del teatro. Al igual que en algunas formas contempo­
ráneas de escritura, la identidad del personaje, en última instancia, parece
desvanecerse; las normas de evaluación planteadas por el narrador pueden
parecer escapar a todo criterio de evaluación moral, lo cual no quiere
decir, sin embargo, que el personaje eluda completamente la problemáti­
ca de la imputación: al contrario, entra a formar parte del mismo ámbito de
experimentación que la propia identidad narrativa del personaje, mediante
la operación que hemos caracterizado a través de la noción de “variaciones
imaginativas”.
Pero la función narrativa no se limita a intensificar las características
del sí mismo que ya han sido puestas de relieve por los análisis anteriores.
Aporta un elemento completamente específico que proyecta el análisis del
sí mismo en una nueva dirección.
Ese factor específico se encuentra vinculado al carácter ficticio del per­
sonaje en el relato literario. El personaje comparte con el relato y con la
acción de éste dicho carácter ficticio. Es fruto de la propia definición de
la trama como mimesis de la acción. Ahora bien, cuando hablamos de mimesis,
hablamos al menos de dos cosas: por una parte, de la “fábula” de la acción
(se trata de una de las posibles traducciones de mythos, junto a elabora­
ción de la trama), que se desarrolla en el espacio de la ficción, y, por otra
parte, del modo en que el relato, al imitar de forma creadora la acción efectiva
de los hombres, la reinterpreta, la redescribe o, como dijimos en Tiempo y
narración III, la refigura. Hemos de aclarar ahora esta vertiente del problema
de la mimesis, ya no sólo desde el punto de vista de la acción, sino desde el del
personaje propiamente dicho.
PAUL RICOEUR 353
Se nos plantea un problema completamente original respecto a los que
hemos abordado hasta ahora: el de la apropiación que lleva a cabo el sujeto
real —el lector, en este caso— de las significaciones de una acción en sí
misma ficticia vinculadas al héroe ficticio. ¿Qué refiguración del sí mismo
resulta de esta apropiación mediante la lectura?
La pregunta abre varias vías. Aquí sólo nos comprometeremos con unas
cuantas.
Primera reflexión: la refiguración mediante el relato pone de manifiesto
un aspecto del conocimiento de sí mismo que supera con mucho el marco
del relato. A saber: que el sí mismo no se conoce de un modo inmediato,
sino indirectamente, mediante el rodeo de toda clase de signos culturales,
que nos llevan a decir que la acción se encuentra simbólicamente mediati­
zada. Las mediaciones simbólicas que lleva a cabo el relato se encuentran
vinculadas a dicha mediación. La mediación narrativa subraya, de ese modo,
ese importante carácter del conocimiento de uno mismo que consiste en ser
una interpretación de sí mismo. La apropiación de la identidad del personaje
ficticio que lleva a cabo el lector es el vehículo privilegiado de esa inter­
pretación. Su peculiar aportación consiste, precisamente, en el carácter de
figura del personaje, que hace que el sí mismo, narrativamente interpretado,
se revele él mismo como yo figurado, como un yo que se figura tal o cual. Nos
encontramos, en este punto, con un rasgo que enriquece considerablemente
la noción de sí mismo, tal como resulta de la referencia identificadora, de la
designación de sí mismo en el proceso de la enunciación y, por último, en
la imputación moral de uno mismo. La aprehensión del sí mismo resultan­
te nos parecerá de ahora en adelante demasiado simple, en la medida en que
no se encuentra mediatizada.
Segunda reflexión: ¿cómo este yo, al figurarse que es tal o cual, se convier­
te en un yo refigurado? Hay que considerar más de cerca, en este punto, los
procedimientos a los que apresuradamente hemos llamado de apropiación. La
recepción del relato que lleva a cabo el lector es la ocasión, precisamente, de
toda una variedad de modalidades de identificación. Nos encontramos, de ese
modo, con una situación cuando menos extraña: nos hemos preguntado, des­
de el comienzo de estas investigaciones, por lo que significa identificar a una
persona, identificarse a uno mismo o ser idéntico a uno mismo, y vemos có­
mo, en el trayecto de la autoidentificación, se interpone la identificación
con otro real en el relato histórico e irreal en el relato de ficción. El carác­
ter de experiencia de pensamiento que hemos aplicado a la ficción épica,
dramática o novelística cobra un sentido fuerte en este punto: apropiarse
mediante la identificación con un personaje es someterse uno mismo al
ejercicio de variaciones imaginativas que se convierten de ese modo en las
354 LA IDENTIDAD NARRATIVA

propias variaciones del sí mismo. Dicho ejercicio corrobora esta conocida


sentencia de Rimbaud — jque tiene más de un sentido!— : “Yo es otro”.22
Ahora bien, ese juego no carece de equívocos, ni de peligros.
El juego no carece de equívocos en la medida en que se abren dos posi­
bilidades opuestas, cuyos efectos lejanos sólo se pondrán de manifiesto más
tarde. Si, en efecto, hay que pasar necesariamente por la figuración de sí,
ello implica que el sí mismo se objetiva en una construcción, que algunos
llaman, precisamente, el yo. Ahora bien, desde el punto de vista de una
hermenéutica de la sospecha, semej ante construcción puede ser denunciada
como una fuente de desconocimiento e incluso de ilusión. Vivir a través de
la representación consiste en proyectarse en una imagen falaz detrás de la
que uno se disimula. La identificación se convierte, entonces, en un medio
de engañarse o de huir de uno mismo, como constatan dentro del propio
reino de la ficción los ejemplos de Don Quijote o de Madame Bovary. Existen
varias versiones de esa sospecha: desde la “trascendencia del ego” de la que
habla Sartre, hasta la asimilación del yo al imaginario falaz, diametralmente
opuesto a lo simbólico, de la que habla Lacan. No es seguro que la instancia
del yo, en el propio Freud, no sea, contrariamente a las tesis del ego-analysis,
una construcción potencialmente falsa de este tipo. Pero la hermenéutica de
la sospecha sólo tiene fuerza si podemos oponer lo auténtico a lo inauténtico.
Ahora bien, ¿cómo se puede hablar de una forma auténtica de identificación
con un modelo sin asumir la hipótesis de que la figuración de uno mismo a
través de la mediación del otro pueda ser un medio auténtico de descubrirse
a sí mismo, de que construirse consista, efectivamente, en convertirse en lo
que uno es? Este es el sentido que adopta la refiguración en una hermenéutica
de la recolección. Como todo simbolismo, el del modelo de ficción sólo tiene
la virtud de poner de manifiesto algo en la medida en que posee una fuerza
transformadora. En ese nivel de profundidad, manifestar y transfigurar se
comprueban inseparables. Falta por saber si la hermenéutica de la sospecha
se ha convertido en nuestra cultura moderna en el camino obligado de la
búsqueda de identidad personal.
Pero esto no es todo: el ejercicio de las variaciones imaginativas respecto
al sí mismo no es un juego que carezca de peligros, cuando se supone, preci­
samente, que la refiguración de uno mismo por el relato resulta valiosa. El
peligro consiste en esa especie de errancia entre los modelos enfrentados de

22 A. Rimbaud, “Seconde lettre du voyant” (Paul Demeny, 15 de mayo de 1871), en


Obras completas. París, Gallimard, 1972, p. 250 (“Segunda carta del vidente”, vers. esp. en A.
Rimbaud, Iluminaciones, Cartas del vidente. Madrid, Hiperión, 1985, pp. 110-111).
PAUL RICOEUR 355
identificación a los que se expone la imaginación. Además, no contento con
extraviarse, el sujeto en busca de identidad se enfrenta, nuevamente mediante
su imaginación, a la hipótesis de la pérdida de dicha identidad, de esa Ichlo-
sigkeit que fue, al mismo tiempo, el tormento de Musil y el efecto de sentido
cultivado interminablemente por su obra. Al identificarse con el hombre
sin atributos, es decir, sin identidad, el sí mismo se enfrenta a la hipótesis
de su propia nada. Pero el sentido de ese vaciamiento, no obstante, ha de
ser comprendido acertadamente. La hipótesis del no-sujeto, comentábamos
anteriormente, no es la nada de la que nada hay que decir. Dicha hipótesis,
por el contrario, da mucho que decir, como lo testimonia la grandiosidad de
una obra como El hombre sin atributos. La frase “no soy nada” ha de conservar,
por tanto, su forma paradójica: en efecto, “nada” no significaría nada si no se
atribuyera a “yo”. ¿Quién es aún yo cuando el sujeto dice que no es nada?
Precisamente, un sí mismo privado del auxilio de la mismidad.
Al expresar de ese modo el grado cero de la permanencia, “no soy nada”
pone de manifiesto la completa inadecuación de la categoría de sustancia
y de su esquema, la permanencia en el tiempo, respecto a la problemáti­
ca del sí mismo. Aquí reside la virtud purgatoria de esta experiencia de
pensamiento, en primer lugar en el plano especulativo, pero también en el
existencial: podría ocurrir, en efecto, que las transformaciones más dramá­
ticas de la identidad personal han de sufrir la prueba de la nulidad de la
identidad-permanencia, una nada que sería el equivalente de la casilla vacía
de las transformaciones apreciadas por Lévi-Strauss. Numerosos relatos de
conversión dan fe de tales noches de la identidad personal. En esos momentos
de completo despojo, la respuesta nula a la pregunta “¿quién soy?” remite,
no a la nulidad, sino a la desnudez de la propia pregunta. La dialéctica de la
concordancia y la discordancia, tras ser transferida de la trama al personaje
y, posteriormente, de éste a uno mismo, puede recuperarse en ese momento
con una nueva esperanza, si no de éxito, al menos de significación.

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