Tren

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Santiago Dabove

Datos bibliográficos: http://es.wikipedia.org/wiki/Santiago_Dabove

Tren
Cuento de Santiago Dabove

El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al
paisaje.

Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre.

Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles.
Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se
retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol
encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles
y ya iba hacia la adolescencia, cuando Ramos Mejía me ofreció una calle asombrosa y
romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y
conocer a sus padres y al patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del
pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí y, como
soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar
un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.

El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas
nuevas, pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por
encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche
calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante
en tiempo presente, que ofrece el ferrocarril del Oeste, pude ser alcanzado por mi
esposa que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las
resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard, pero
elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos
el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porqué antes había un
tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero, ya en el tren, gustaba de
ver a mis hijos tan floridos y robustos hablando de foot-ball y haciendo los chistes que
la juventud cree inaugurar. Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible; una demora
por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de
Liniers, que me conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me
anunciaban malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de
alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin
poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que
bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.

En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el


cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su
detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos
acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis
parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa
difunta, fui como un sonámbulo a la "Compañía de Seguros", donde trabajaba. No
encontré el lugar.

Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían


demolido hacía tiempo la casa de la "Compañía de Seguros". En su lugar se erigía un
edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era
inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor y, ya en el
piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fuí a dar al follaje
de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya
se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi
cuerpo, llegó hasta mi madre. "¿A que no recordaste lo que te encargué?", dijo mi
madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica: "Tienes cabeza de
pájaro".

Fuente:DABOVE, SANTIAGO, La muerte y su traje, Buenos Aires, Alcándara, 1961 (págs. 137-138)

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