Nuestro Hombre en La Habana
Nuestro Hombre en La Habana
Nuestro Hombre en La Habana
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Graham Greene
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Título original: Our Man in Havana
Graham Greene, 1958
Traducción: Ana Goldar
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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«Y el hombre triste es víctima
de todas sus bromas».
GEORGE HERBERT
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PRIMERA PARTE
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Capítulo 1
1
—Ese negro que va por la calle —dijo el doctor Hasselbacher, de pie en el
Wonder Bar— me hace pensar en usted, señor Wormold.
Era típico del doctor Hasselbacher que todavía utilizara la forma «señor» después
de quince años de amistad, una amistad que seguía su curso con la lentitud y
seguridad de una diagnosis cuidadosa. Cuando Wormold estuviera en su lecho de
muerte y el doctor Hasselbacher acudiese a tomarle el pulso claudicante, quizá el
moribundo se convertiría en Jim.
El negro era tuerto y tenía una pierna más corta que la otra. Llevaba un raído
sombrero de fieltro, y su camisa desgarrada dejaba ver unas costillas que parecían las
cuadernas de un barco desguazado. Andaba por el borde de la acera, al otro lado de
los pilares amarillos y rosas de una columnata, bajo el sol caluroso de enero y
contando cada uno de los pasos que daba. Al pasar frente al Wonder Bar, Virtudes
arriba, había llegado al «1369».
Tenía que avanzar con lentitud para poder decir un número tan largo.
—Mil trescientos setenta.
Era una figura conocida en las cercanías de la Plaza Nacional, donde a veces se
detenía e interrumpía su cómputo el tiempo suficiente para vender un paquete de
fotografías pornográficas a algún turista. Después reanudaba su cuenta a partir de
donde la había dejado. Al final del día, como el pasajero activo de un transatlántico,
debía de saber hasta el centímetro cuánto había caminado.
—¿Joe? —preguntó Wormold—. No veo ningún parecido. Si se exceptúa la
cojera, claro —pero arrojó una ojeada instintiva y rápida a su propia imagen en el
espejo que anunciaba «Cerveza Tropical», como si de verdad hubiera podido
estropearse y oscurecerse en el trayecto desde la tienda, situada en el barrio viejo de
la ciudad. Sin embargo, la cara reflejada en el cristal sólo estaba un poco descolorida
por el polvo de las faenas del puerto; seguía siendo la misma, inquieta, llena de
arrugas entrecruzadas, cuarentona, mucho más joven que la del doctor Hasselbacher,
y, no obstante, hasta un desconocido abrigaría la convicción de que iba a extinguirse
antes. Ya estaban marcadas en ella la sombra y las ansiedades que escapan al efecto
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de los tranquilizantes. El negro, cojeando, desapareció de su vista al doblar la esquina
del Paseo. El día estaba lleno de limpiabotas.
—No me refería a la cojera. ¿No nota el parecido?
—No.
—Tiene dos ideas en la cabeza —explicó el doctor Hasselbacher—, hacer su
trabajo y llevar la cuenta. Y, desde luego, es inglés.
—Sigo sin ver…
Wormold se refrescó la boca con el daiquiri matinal. Siete minutos para llegar al
Wonder Bar; siete minutos para regresar a la tienda; seis minutos para dedicar a la
compañía. Miró su reloj. Recordó que iba un minuto retrasado.
—Es de fiar, se puede contar con él, esto es todo lo que quería decir —respondió
el doctor Hasselbacher con impaciencia—. ¿Cómo está Milly?
—Estupenda —replicó Wormold. La respuesta era invariable, pero dicha de
corazón.
—Diecisiete el diecisiete, ¿no?
—Eso es.
Miró rápidamente por encima del hombro, como si alguien le acechara, y después
echó otra ojeada a su reloj.
—¿Vendrá a compartir una botella con nosotros?
—Hasta ahora nunca he faltado, señor Wormold. ¿Quién más irá?
—He pensado que sólo estaremos nosotros tres. Verá, Cooper se ha ido a
Inglaterra, el pobrecito Marlowe sigue en el hospital y, al parecer, a Milly no le cae
bien la gente nueva del Consulado. Por eso he pensado en una celebración tranquila,
en familia.
—Me honra ser de la familia, señor Wormold.
—Tal vez una mesa en el Nacional… ¿o diría usted que no es del todo…
digamos, apropiado?
—Esto no es Inglaterra ni Alemania, señor Wormold. Las chicas crecen muy
pronto en los Trópicos.
Al otro lado de la calle un postigo se abrió con un crujido y después se meció
regularmente, al ritmo de la brisa suave del mar, con el clic-clac de un reloj antiguo.
Wormold dijo:
—Tengo que irme.
—Phastkleaners seguirá existiendo sin usted, señor Wormold. —Era un día de
verdades enojosas—. Lo mismo que mis pacientes —agregó, amable, el doctor
Hasselbacher.
—La gente se enferma por fuerza, pero no está obligada a comprar aspiradoras.
—Pero usted les cobra más.
—Y sólo me queda el veinte por ciento. No se puede ahorrar mucho con un veinte
por ciento.
—Los tiempos no están para ahorros, señor Wormold.
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—Tengo que hacerlo… por Milly. Si me ocurriera algo…
—Hoy día nadie tiene grandes esperanzas de vida, así que ¿para qué preocuparse?
—Todos estos disturbios hacen mucho daño al negocio. ¿Para qué sirve una
aspiradora si cortan la corriente?
—Podría hacerle un pequeño préstamo, señor Wormold.
—No, no. No se trata de eso. No me preocupan ni este año ni el próximo. Es una
preocupación a largo plazo.
—Entonces no merece el nombre de preocupación. Vivimos en la era atómica,
señor Wormold. Se aprieta un botón… piff bang… ¿y dónde estamos? Otro whisky,
por favor.
—Ésa es otra cosa. ¿Sabe lo que ha hecho la empresa ahora? Me han mandado
una aspiradora de Pila Atómica.
—¿De verdad? No tenía idea de que la ciencia hubiera llegado tan lejos.
—Naturalmente no tiene nada de atómica, no es más que un nombre. El año
pasado fue la Turbo Jet, este año la atómica. Pero funciona con la corriente, como la
otra.
—Entonces, ¿por qué preocuparse? —repitió el doctor Hasselbacher, como un
estribillo, mientras se inclinaba sobre el vaso de whisky.
—No se dan cuenta de que ese nombre quizá tenga éxito en Estados Unidos, pero
no aquí, donde el clero no hace más que predicar contra el mal uso de la ciencia.
Milly y yo fuimos a la Catedral el domingo pasado, ya sabe usted cómo es ella para
eso de la misa, cree que me va a convertir y no me sorprendería que lo hiciera. Pues
bien, el padre Méndez se pasó media hora describiendo los efectos de la bomba de
hidrógeno. Los que sostienen la idea de que es posible un cielo en la tierra, afirmó,
están creando un infierno; y tal como lo dijo, sonaba así. Fue un sermón muy lúcido.
¿Cómo cree usted que me sentía el lunes por la mañana, cuando tuve que montar el
escaparate para exponer la nueva Aspiradora de Pila Atómica? No me hubiera
sorprendido nada que alguno de esos chicos salvajes de por allí me hubiese roto el
cristal del escaparate. Los de Acción Católica, Cristo Rey y todas esas cosas. No sé
qué hacer, Hasselbacher.
—Véndale una al padre Méndez para el Palacio Episcopal.
—Pero si él está muy contento con la Turbo. Era un buen aparato. Naturalmente
que ésta también lo es. Es mejor para quitar el polvo de las estanterías. Y usted ya
sabe que yo no vendería a nadie una aspiradora que no fuera buena.
—Lo sé, señor Wormold. ¿No puede cambiarle el nombre?
—No me lo permitirían. Están orgullosos de él. Se creen que es la mejor frase que
se les ha ocurrido desde aquello de «sacude y barre mientras limpia a fondo». En la
Turbo había una cosa que llamaban filtro purificador. A nadie le importaba, era un
buen aparato, pero ayer una mujer entró, miró con atención la Pila Atómica y me
preguntó si un filtro de ese tamaño podía absorber toda la radiactividad. «¿Y qué me
dice del estroncio 90?» —preguntó.
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—Podría extenderle un certificado médico —dijo el doctor Hasselbacher.
—¿A usted nunca le preocupa nada?
—Tengo una defensa secreta, señor Wormold. Me interesa la vida.
—A mí también, pero…
—Usted se interesa por una persona, no por la vida, y las personas mueren o nos
abandonan. Lo siento. No me refería a su mujer. Pero si se interesa por la vida, la vida
nunca decepciona. A mí me interesa el azul del queso. Usted no hace crucigramas,
¿verdad, señor Wormold? Yo sí, y los crucigramas son como las personas: uno llega
al final. Puedo terminar cualquier crucigrama en una hora, pero he hecho un
descubrimiento acerca del azul del queso: nunca llegaré al final, aunque, por
supuesto, uno sueña con el día en que quizá… Alguna vez le enseñaré mi laboratorio.
—Tengo que irme, Hasselbacher.
—Usted debería soñar más, señor Wormold. La realidad de nuestro siglo no es
como para enfrentarse con ella.
2
Cuando Wormold llegó a su tienda de la calle Lamparilla, Milly no había
regresado aún del colegio americano, y, a pesar de las dos figuras que vio a través de
la puerta, la tienda le pareció vacía. ¡Qué vacía! Y así habría de seguir hasta que
Milly regresara. Cada vez que entraba en el establecimiento notaba un vacío que no
tenía nada que ver con sus aspiradoras. Ningún cliente podía llenarlo y menos aún el
que se hallaba en ese momento de pie allí, con un aspecto demasiado elegante para
La Habana, leyendo un prospecto en inglés sobre la Pila Atómica y haciendo
ostensiblemente caso omiso del asistente de Wormold. López era un hombre
impaciente que no gustaba de perder el tiempo lejos de la edición española de
Confidential. Envolvía al desconocido en una mirada de indignación, sin hacer
ningún intento por ganárselo.
—Buenos días[*] —dijo Wormold. Miraba a todos los desconocidos que llegaban
a la tienda con un recelo que era hábito. Diez años antes había llegado a la tienda uno
que se hizo pasar por cliente y que, valiéndose de ese engaño, le había vendido un
paño de lana de oveja para sacar brillo a la carrocería del coche. Aquél había sido un
impostor plausible, pero nadie tenía menos aspecto de comprador de aspiradoras que
este hombre. Alto y elegante, llevaba un traje tropical color piedra y una corbata cara
y traía consigo el aliento de las playas y el olor a tafilete de un club elegante. Uno
esperaba oírle decir: «el señor embajador le recibirá en seguida». El problema de la
limpieza le sería resuelto siempre: por el mar o por un ayuda de cámara.
—Me temo que no hablo esa jerigonza —contestó el desconocido. Aquella
palabra de argot era como una mácula en su traje, como una mancha de huevo
después del desayuno—. Usted es inglés, ¿no?
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—Sí.
—Quiero decir de verdad. Con pasaporte inglés y todo.
—Sí, ¿por qué?
—Es preferible hacer negocios con una firma británica. Uno sabe a qué atenerse,
ya me comprende.
—¿En qué puedo servirle?
—Bueno, primero quiero echar una mirada. —Hablaba como si estuviera en una
librería—. No he podido hacérselo entender a su ayudante.
—¿Busca una aspiradora?
—No la busco exactamente.
—Quiero decir si está pensando en comprarse una.
—Eso es, amigo. Ha dado en el clavo. —Wormold tenía la impresión de que el
hombre había elegido ese tono porque pensaba que era el que le iba a la tienda: una
coloración protectora en la calle Lamparilla; la actitud de familiaridad, sin duda, no
se avenía con su atuendo. No es fácil conseguir el éxito siguiendo la técnica de San
Pablo de ser todo para todos sin cambiar de traje.
Wormold replicó con vivacidad:
—No encontrará nada mejor que la Pila Atómica.
—Aquí he visto una que se llama Turbo.
—Ésa también es una buena aspiradora. ¿Tiene un apartamento muy grande?
—Bueno, muy grande no es.
—Vea usted, tiene dos juegos de cepillos; éste es para encerar y éste para sacar
brillo. ¡Ah, no! Creo que es al contrario. La Turbo es aeropropulsada.
—¿Qué significa eso?
—Naturalmente… lo que la frase indica, que funciona a base de aire.
—¿Y este chisme tan gracioso para qué sirve?
—Es una boquilla para alfombras, de doble dirección.
—No me diga. ¡Qué interesante! ¿Por qué de doble dirección?
—Se empuja y se tira.
—Las cosas que se inventan —observó el desconocido—. Supongo que venderá
muchas de éstas.
—Soy el representante exclusivo aquí.
—Toda la gente importante se considerará obligada a tener una Pila Atómica,
supongo.
—O una Turbo Jet.
—¿También las oficinas del gobierno?
—Desde luego, ¿por qué?
—Lo que es bueno para una oficina del gobierno debería de ser bueno para mí.
—Puede que usted prefiera nuestra Simplificadora Enana.
—¿Qué simplifica?
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—El nombre completo es Aspiradora Pequeña de Succión Aeropropulsada
Simplificadora Enana.
—Otra vez la palabra aeropropulsada.
—Yo no soy el responsable.
—No se pique, hombre.
—Personalmente odio las palabras Pila Atómica —dijo Wormold con
apasionamiento repentino. Estaba muy alterado. Había supuesto que ese desconocido
podía ser un inspector enviado por la oficina central de Londres o de Nueva York. Y
en ese caso debían oír tan sólo la verdad.
—Lo entiendo. No es una elección muy feliz. Dígame, ¿usted hace el servicio de
mantenimiento para estos cacharros?
—Trimestralmente. Y gratis durante el período de garantía.
—Le pregunto si lo hace usted en persona.
—Mando a López.
—¿Ese cascarrabias?
—Yo no soy buen mecánico. Cuando toco uno de estos trastos, parece que
renuncia a seguir funcionando.
—¿Conduce usted?
—Sí, pero si hay alguna avería, mi hija se ocupa de eso.
—Ah, sí, su hija. ¿Dónde está?
—En el colegio. Permítame que le muestre cómo se acoplan estas piezas —pero,
naturalmente, cuando trató de hacer la demostración, las piezas no se acoplaron.
Forzó y atornilló—. Es una pieza defectuosa —dijo con desesperación.
—Deje que lo intente yo —pidió el desconocido y el acoplamiento automático
salió a pedir de boca—. ¿Qué edad tiene su hija?
—Dieciséis años —respondió, enfurecido consigo mismo por contestar.
—Bueno —dijo el desconocido—, tengo que irme. Ha sido una charla muy
agradable.
—¿Quiere ver cómo funciona una de las aspiradoras? López puede hacerle una
demostración.
—Por el momento no. Pero volveré a verle. Aquí o allá —afirmó el desconocido
con una seguridad vaga e insolente, y antes de que Wormold hubiera podido darle una
tarjeta, había salido por la puerta. En la plaza situada en la parte alta de la calle
Lamparilla, lo tragaron los chulos y vendedores de lotería del mediodía habanero.
López dijo:
—No pensaba comprar nada.
—¿Qué quería, entonces?
—Quién sabe. Me miró mucho tiempo a través del escaparate. Creo que si usted
no hubiera entrado, me habría pedido que le buscara una chica.
—¿Una chica?
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Pensó en aquel día de hacía diez años, y después, con intranquilidad, en Milly, y
deseó no haber respondido a tantas preguntas. También deseó que el acoplamiento a
presión hubiera funcionado, por una vez, con un solo chasquido.
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Capítulo 2
Mucho antes de que llegara, sabía que Milly se acercaba, del mismo modo que sabía
cuándo se aproximaba un coche de la policía. Silbidos en vez de sirenas anunciaban
su llegada. En general, Milly tenía la costumbre de venir andando desde la parada de
la Avenida de Bélgica, pero hoy los lobos parecían operar desde Compostela. No se
trataba de lobos peligrosos, y así se veía obligado a reconocerlo, no sin resistencia.
Aquel saludo, que había comenzado alrededor de la fecha en que su hija cumpliera
trece años, denotaba un auténtico respeto, porque, incluso para las grandes exigencias
de La Habana, Milly era hermosa. Tenía el cabello del color de la miel clara, las cejas
oscuras y una cola de caballo recortada por el mejor peluquero de la ciudad. No
prestaba una atención abierta a los silbidos, que sólo le hacían levantar el paso. Al
verla andar, uno casi podía creer en la levitación. Ahora, el silencio le habría parecido
a Milly un insulto.
A diferencia de Wormold, que no creía en nada, ella era católica; así tuvo que
prometérselo él a la madre, antes de casarse. Ahora Wormold suponía que la madre
no tenía religión ninguna, pero le había dejado en las manos una católica. Esa
práctica religiosa había hecho que Milly se acercara a Cuba más de lo que su padre se
había acercado jamás. Wormold creía que entre las familias ricas seguía existiendo la
costumbre de tener una dama de compañía, y a veces tenía la impresión de que
también Milly llevaba una consigo, invisible a todas las miradas con excepción de las
de la niña. En la iglesia, donde parecía más guapa que en ninguna otra parte, con su
leve mantilla bordada de hojas tan transparentes como el invierno, la dueña siempre
estaba sentada junto a Milly, para observar que su espalda estuviera bien erguida, que
se tapara la cara en el momento indicado, que hiciera la señal de la cruz a la
perfección. A su alrededor los niños podían chupar piruletas con impunidad, o reír
tras las columnas: ella permanecía sentada con la rigidez de una monja, siguiendo el
oficio en su misal de cantos de oro, encuadernado en un cuero del color de su pelo
(ella misma lo había elegido). Esa misma dama invisible se ocupaba de que la niña
comiera pescado los viernes, ayunara durante la Cuaresma y asistiese a misa no sólo
los domingos y los días de festividades religiosas especiales, sino también en el día
de su santo. Milly era el sobrenombre que le daban en casa: su nombre de pila era
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Serafina, en Cuba «un doblete de segunda», frase misteriosa que a Wormold le hacía
pensar en las carreras de caballos.
Había transcurrido un largo tiempo antes de que Wormold advirtiera que la dama
de compañía no siempre estaba junto a la niña. Milly era meticulosa en su
comportamiento durante las comidas y jamás olvidaba sus oraciones de la noche; eso
él lo sabía muy bien, ya que, incluso cuando era niña, le hacía esperar delante de la
puerta del dormitorio hasta que había terminado sus rezos, para señalarle su carácter
de no católico. Una luz brillaba continuamente ante la imagen de Nuestra Señora de
Guadalupe. El padre recordaba haberla oído, a los cuatro años, rezando: «Dios te
salve María, llena eres de rebeldía».
Sin embargo, un día, cuando Milly tenía trece años, le habían llamado al convento
de las Clarisas Americanas, situado en el barrio residencial blanco de Vedado. Allí,
por primera vez, supo que la dama de compañía abandonaba a Milly bajo la placa
religiosa que se hallaba junto a la puerta enrejada del colegio. La queja era seria: la
niña había pegado fuego a un pequeño llamado Thomas Earl Parkman. Era verdad,
admitió la reverenda Madre, que Earl, como le llamaban en el colegio, había tirado
del pelo a Milly antes, pero aun así la Madre creía que la acción de la niña no tenía
justificación, toda vez que podía haber tenido consecuencias terribles si otra niña no
hubiera acertado a empujar a Earl dentro de una fuente. La única defensa de Milly
había sido declarar que Earl era protestante y que, en el caso de una persecución, los
católicos siempre iban a ganar a los protestantes en ese juego.
—¿Pero cómo le prendió fuego a Earl?
—Le echó gasolina en el faldón de la camisa.
—¡Gasolina!
—Sí, de la más inflamable, y después encendió una cerilla. Creemos que ha
estado fumando a escondidas.
—Es una historia increíble.
—Tengo la impresión de que usted no conoce bien a Milly. Debo decirle, señor
Wormold, que nuestra paciencia se ha visto tristemente sometida a duras pruebas.
Al parecer, seis meses antes de pegarle fuego a Earl, Milly había hecho circular
en la clase de arte un sobre con postales que reproducían las grandes obras maestras
de la pintura universal.
—No veo que haya nada malo en eso.
—A la edad de doce años, señor Wormold, una niña no tendría que limitar sus
gustos al desnudo, por muy clásicas que sean las obras.
—¿Todas eran desnudos?
—Todas, con excepción de «La maja vestida» de Goya. Pero también tenía la
versión desnuda.
Wormold se había visto obligado a apelar a la clemencia de la reverenda Madre:
él era un pobre padre no creyente con una hija católica, el convento americano era el
único colegio católico no español de La Habana, y no se encontraba en condiciones
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de pagar una institutriz. Las Clarisas no querrían que enviara a su hija a la Hiram
C. Truman School, ¿verdad? Además, eso implicaría quebrantar la promesa que había
hecho a su mujer. En su fuero interno se preguntaba si no sería su deber buscar una
nueva esposa, pero quizá las monjas no tolerarían eso y, en todo caso, aún estaba
enamorado de la madre de Milly.
Como era natural, habló con Milly y su explicación tuvo la virtud de la
simplicidad.
—¿Por qué le pegaste fuego a Earl?
—Me tentó el demonio —respondió la niña.
—Milly, por favor, sé razonable.
—A los santos también les tentaba el demonio.
—Tú no eres una santa.
—Exactamente. Por eso caí en la tentación. —El capítulo se cerró así y, de todas
maneras, se cerraría esa tarde entre las cuatro y las seis en el confesionario. La dama
de compañía estaba otra vez junto a ella y miraría por que así fuese. Si yo pudiera
saber con certeza, pensó, qué día libra la dama de compañía…
También hubo preguntas acerca de aquello de fumar a escondidas.
—¿Fumas cigarrillos? —preguntó el padre.
—No.
Algo en la actitud de su hija le obligó a formular de otra manera la pregunta.
—¿Has fumado alguna vez, Milly?
—Sólo puros —respondió.
En ese momento, al oír los silbidos que le advertían de la llegada de su hija, se
preguntó por qué Milly subía por Lamparilla desde el puerto, en lugar de venir desde
la Avenida de Bélgica. Pero cuando la vio, supo también el motivo. Llegaba seguida
por un joven dependiente de tienda portador de un enorme paquete que le tapaba la
cara. Wormold comprendió con tristeza que Milly había ido de compras una vez más.
Subió al apartamento que ocupaban, sobre la tienda, y al cabo de unos segundos la
oyó dar órdenes, en el cuarto contiguo, acerca de lo que había comprado. Se oyó un
golpe, un castañeteo y un sonido metálico.
—Ponlo aquí —ordenó Milly y agregó—: No, allí.
Se abrieron y cerraron cajones. La chica comenzó a clavar clavos en la pared. Un
trozo del enlucido se desprendió de la pared, junto a Wormold, y cayó dentro de la
ensalada; la señora que atendía la casa había preparado una comida fría.
Milly se presentó a la hora exacta. Siempre le había sido difícil encubrir su
admiración por la belleza de su hija, pero la dueña invisible lo traspasaba con una
mirada fría, como si se tratara de un pretendiente indeseable. Hacía mucho tiempo
que la dueña no se tomaba unas vacaciones; casi se sentía apesadumbrado por la
presencia asidua de esa mujer, y algunas veces hasta se habría alegrado de ver a Earl
otra vez envuelto en llamas. Milly bendijo la mesa y se hizo la señal de la cruz,
mientras él permaneció sentado, respetuoso, con la cabeza baja, hasta que ella hubo
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terminado. Fue una de sus acciones de gracias más largas, lo que tal vez significara
que no tenía apetito o que estaba tratando de ganar tiempo.
—¿Has pasado un buen día, papá? —preguntó la joven con cortesía. Era el tipo
de pregunta que habría podido hacer una esposa después de muchos años de
matrimonio.
—No del todo malo. ¿Y tú? —Cuando la miraba se acobardaba; detestaba
contrariarla en cualquier cosa y trataba de evitar durante el mayor tiempo posible el
tema de las compras. Sabía que la asignación mensual de Milly se había agotado
hacía dos semanas con la compra de unos pendientes con los que ella se había
encaprichado y de una estatua pequeña de Santa Serafina.
—Hoy me han puesto sobresaliente en Dogma y Moral.
—Muy bien, muy bien. ¿Cuáles eran los temas?
—El que mejor desarrollé fue el del pecado venial.
—Estuve con el doctor Hasselbacher esta mañana —dijo el padre, con actitud de
no dar importancia al asunto.
Milly respondió con cortesía:
—Espero que se encuentre bien.
La dama de compañía, estimó Wormold, se estaba excediendo. La gente hablaba
maravillas de los colegios católicos, porque en ellos se enseñaban buenos modales,
pero sin duda que con ellos sólo pretendían impresionar a los extraños. Y pensó con
tristeza: «pero yo soy un extraño». Era incapaz de seguirla en ese mundo, ajeno a él,
de velas, encajes y genuflexiones. A veces, experimentaba la sensación de no tener
una hija.
—Vendrá a tomar una copa el día de tu cumpleaños. He pensado que después
podríamos ir a una sala de fiestas.
—¡A una sala de fiestas! —La dama de compañía en ese instante debió mirar a
otra parte, mientras Milly exclamaba—: ¡Oh, Gloria Patri!
—Antes solías decir Aleluya.
—Eso era cuando estaba en cuarto de básica. ¿A qué sala de fiestas?
—Pensaba que podría ser el Nacional.
—¿No el Teatro Shanghai?
—Por supuesto que no. No entiendo cómo has oído hablar de ese sitio.
—En los colegios se saben esas cosas.
Wormold prosiguió:
—Todavía no hemos hablado de tu regalo. Cumplir diecisiete años no es cosa de
todos los días. Me estaba preguntando…
—Mira, de verdad —interrumpió Milly— que no hay nada en el mundo que
quiera.
Wormold recordó con aprensión aquel enorme paquete. Y si de verdad Milly se
había comprado todo lo que deseaba… Insistió:
—Seguro que todavía hay algo que quieres tener.
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—Nada, nada, de verdad.
—Un bañador nuevo —sugirió, desesperado.
—Bueno, hay una cosa… Pero he pensado que podría contar también como
regalo de esta Navidad y la del año próximo y la del siguiente…
—Cielo santo, ¿qué es?
—A partir de éste ya no tendrás que preocuparte por los regalos durante muchos
años.
—No me digas que quieres un Jaguar.
—Oh, no, es un regalo muy pequeño. No se trata de un coche. Esto durará
muchos años. Es una idea muy económica. Y además, en cierto sentido, hasta nos
ahorraría gasolina.
—¿Ahorraría gasolina?
—Hoy he comprado el resto de las cosas necesarias con mi dinero.
—Ya no tenías dinero. Tuve que prestarte tres pesos para la Santa Serafina.
—Pero tengo crédito.
—Milly, ya te he dicho y repetido que no quiero que compres a crédito. De todas
maneras, se trata del mío, no del tuyo, y mi crédito está en baja continua.
—Pobre papá. ¿Estamos al borde de la ruina?
—Espero que las cosas mejoren cuando hayan pasado estos disturbios.
—Creía que siempre había disturbios en Cuba. Si llegara a pasar lo peor, podría
ponerme a trabajar, ¿no es verdad?
—¿En qué?
—Podría ser institutriz, como Jane Eyre.
—¿Quién te tomaría?
—El señor Pérez.
—¿Milly, de qué estás hablando? Él vive con su cuarta esposa, tú eres católica…
—Quizá tenga una vocación especial para convertir pecadores —respondió Milly.
—Milly, estás diciendo tonterías. En todo caso no estoy arruinado. Al menos
todavía no, que yo sepa. ¿Qué has comprado, Milly?
—Ven a ver. —La siguió a su cuarto. Sobre la cama descansaba una silla de
montar; un freno y un bocado colgaban en la pared de los clavos que Milly había
clavado (para hacerlo había roto el tacón de un zapato del mejor par que tenía); las
riendas pendían de los apliques de luz; un látigo estaba apoyado junto a la cómoda.
Sin esperanzas ya, preguntó:
—¿Dónde está el caballo? —Esperaba, a medias, verlo salir del cuarto de baño.
—En una cuadra cerca del Club de Campo. Adivina cómo se llama ella.
—¿Cómo quieres que adivine?
—Serafina. ¿No es como si fuera la mano de Dios?
—Pero Milly, me es totalmente imposible pagar…
—No tienes que pagarla ahora mismo. Es de color castaño.
—¿Qué importa el color?
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—Está inscrita en el registro de caballos de pura sangre. Desciende de Santa
Teresa y de Fernando de Castilla. Podría haber costado el doble de lo que cuesta, pero
se lastimó una articulación al saltar un alambrado. No es nada, pero le ha quedado un
bulto y no pueden exhibirla.
—No me importa que esté a la cuarta parte de su precio. Los negocios marchan
mal, Milly.
—Pero ya te he explicado que no tienes que pagar todo ahora mismo. Puedes
hacerlo en varios años.
—Y seguiré pagando ese animal cuando esté muerto.
—No es un animal, es una yegua y durará mucho más que un coche. Es probable
que viva más tiempo que tú.
—Pero Milly, sólo tus viajes a las cuadras, la pensión que habrá que pagar…
—Ya he hablado de eso con el capitán Segura. Me ofrece un precio bajísimo.
Quería dejármelo gratis, pero yo sé que a ti no te gusta que acepte esa clase de
favores.
—¿Quién es el capitán Segura, Milly?
—El jefe de policía de Vedado.
—¿Se puede saber dónde le has conocido?
—Oh, a veces me trae hasta Lamparilla en su coche.
—¿La reverenda Madre está al corriente de eso?
Milly respondió rígida:
—Una necesita tener vida privada.
—Oye, Milly, ni yo puedo comprar un caballo ni tú puedes comprar todas estas
cosas. Tendrás que devolverlas. —Y agregó con furia—: Y no admito que el capitán
Segura te lleve en su coche.
—No te preocupes. Jamás me toca —respondió Milly—. Sólo canta canciones
mexicanas tristes mientras conduce. Acerca de las flores y de la muerte. Y una de un
toro.
—No lo toleraré, Milly. Hablaré con la reverenda Madre y tienes que
prometerme… —Bajo las cejas oscuras vio los ojos verdes y ambarinos contener el
flujo de lágrimas. Wormold sintió que le invadía el pánico; exactamente de aquella
misma forma le había mirado su mujer una tarde bochornosa de octubre, cuando de
pronto acabaron seis años de vida; así que dijo—: No estarás enamorada de ese
capitán Segura, ¿verdad?
Dos lágrimas se persiguieron con cierta elegancia sobre la curva de un pómulo y
centellearon como los arreos de la pared; formaban parte de su equipo.
—Me importa un comino el capitán Segura —afirmó Milly—. Sólo me importa
Serafina. Tiene un metro cincuenta de alzada y una boca como de terciopelo, todo el
mundo lo dice.
—Milly, cariño, tú sabes que si pudiera…
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—Oh, ya sabía yo que te lo tomarías así —exclamó Milly—. Lo sabía en el fondo
de mi corazón. Recé dos novenas para que la cosa saliese bien, pero no han surtido
efecto. Y eso que tuve mucho cuidado. Permanecí en estado de gracia todo el tiempo
que me llevó rezarlas. Jamás volveré a creer en una novena. Jamás, jamás. —Su voz
tenía la prolongada resonancia de El cuervo de Poe. Wormold no era creyente, pero
no quería que una acción suya debilitara la fe de su hija. En ese momento sentía una
responsabilidad aterradora; en cualquier momento Milly comenzaría a negar la
existencia de Dios. Antiguas promesas que había hecho surgieron del pasado para
debilitarle.
Empezó a decir:
—Lo siento, Milly…
—También asistí a dos misas extra. —Arrojaba a paletadas sobre sus hombros
todo su desengaño juvenil ante la ineficacia de la antigua magia familiar. Nada
costaba hablar de las lágrimas fáciles de una niña, pero cuando uno es padre no puede
arriesgarse igual que un maestro o una institutriz. ¿Quién puede decir que no hay un
momento en la niñez en que el mundo cambia para siempre, como si hiciera una
mueca en el instante en que el reloj deja oír sus campanadas?
—Milly, te prometo que si es posible el año que viene… Escucha, Milly, puedes
guardar la silla hasta entonces, junto con las otras cosas.
—¿De qué vale una silla sin un caballo? Y yo que le dije al capitán Segura…
—Maldito capitán Segura… ¿Qué le dijiste?
—Le dije que sólo tenía que pedirte a Serafina para que tú me la compraras. Le
dije que eres estupendo. Pero no le hablé de las novenas.
—¿Cuánto cuesta?
—Trescientos pesos.
—Oh, Milly, Milly. —Lo único que podía hacer era rendirse—. La cuadra tendrás
que pagarla tú misma.
—Claro que sí —le besó en una oreja—. Comenzaré el mes que viene. —Los dos
sabían muy bien que no empezaría jamás. Milly dijo—: Ya lo ves, al final han hecho
efecto. Me refiero a las novenas. Mañana empezaré otra, para que tus negocios
marchen bien. Me pregunto cuál será el mejor santo para eso.
—Dicen que San Judas es el abogado de las causas perdidas —comentó
Wormold.
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Capítulo 3
1
El sueño de Wormold consistía en pensar que algún día se despertaría y se
encontraría con que había reunido ahorros, bonos al portador, títulos y acciones con
los que recibiría un flujo estable de dividendos, como los habitantes del barrio
residencial de Vedado; entonces se retiraría con Milly a Inglaterra, donde no habría
capitanes Segura ni silbidos de lobos. Pero el sueño se desvanecía en cuanto ponía los
pies en el gran banco americano de Obispo. Al pasar por los amplios portales de
piedra, decorados con tréboles de cuatro hojas, se convertía nuevamente en el
modesto comerciante que en realidad era, un hombre cuyos medios jamás bastarían
para llevar a Milly a la región de la seguridad.
Retirar fondos de un banco americano no es, ni con mucho, una operación tan
sencilla como puede serlo en un banco inglés. Los banqueros americanos creen en el
toque personal; el empleado del mostrador tiene el aire de hallarse allí por casualidad
y sentirse lleno de júbilo ante aquel encuentro casual.
«Vaya —parece decir con el calor soleado de su sonrisa— ¿quién iba a pensar que
me encontraría precisamente con usted y nada menos que en un banco?». Después de
intercambiar con él algunas noticias acerca de sus respectivos estados de salud, y
después de coincidir ambos en las apreciaciones favorables acerca de la templanza
del invierno, el cliente desliza el cheque tímidamente hacia el empleado (qué asunto
tan aburrido e insustancial), pero éste apenas si ha tenido tiempo para echarle una
mirada, cuando suena el teléfono junto a su codo.
—Hola, Henry —exclama asombrado, por teléfono, como si Henry fuera también
la última persona en el mundo con la que esperaba hablar ese día—, ¿qué hay? —Las
noticias tardan mucho en ser absorbidas; el empleado sonríe al cliente que espera con
un gesto de simpatía: los negocios son los negocios.
—Edith estaba guapísima anoche —dijo el empleado.
Wormold cambiaba de posición sin cesar.
—Fue una noche estupenda, sí. ¿Yo? Oh, muy bien. Bueno, ¿en qué puedo
servirte?
—…
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—No hay inconveniente, Henry, ya sabes que… Ciento cincuenta mil dólares a
tres años… no, por supuesto que no habrá dificultades tratándose de una firma como
la tuya. Tendremos que esperar la aprobación de Nueva York, pero se trata sólo de
una formalidad. Pasa en cualquier momento por aquí, para hablar con el director.
¿Pagos mensuales? No serán necesarios siendo una firma americana. Yo diría que un
cinco por ciento. ¿Doscientos mil a cuatro años? Por supuesto, Henry.
El cheque de Wormold se redujo a una insignificancia entre sus dedos.
«Trescientos cincuenta dólares», la escritura le pareció tan débil como sus propios
recursos.
—¿Nos veremos en casa de la señora Slater, mañana? Espero que haya partida.
No traigas ningún as metido en la manga, Henry. ¿Qué cuánto tardaremos en tener la
aprobación? Un par de días si enviamos un cable. ¿Mañana a las once? Cuando
quieras, Henry. Vente sin avisar. Se lo diré al director. Se alegrará mucho de verte.
—Siento haberle hecho esperar, señor Wormold —otra vez el apellido. Tal vez no
valga la pena cultivar mi amistad, pensó Wormold, o quizá es la nacionalidad lo que
nos mantiene apartados—. ¿Trescientos cincuenta dólares? —El empleado echó una
ojeada desprovista de curiosidad a unas fichas antes de contar los billetes. Apenas
había comenzado cuando el teléfono sonó por segunda vez.
—Hombre, señora Ashworth, ¿dónde se había metido? ¿En Miami? ¿De verdad?
—Pasaron varios minutos antes de que terminara con la señora Ashworth; con los
billetes que entregó a Wormold deslizó un trozo de papel—. Espero que no le
moleste, señor Wormold. Usted me pidió que le tuviera al corriente. —El trozo de
papel indicaba un saldo en descubierto de cincuenta dólares.
—No, desde luego. Es muy amable de su parte —dijo Wormold—. Pero no hay
motivos para preocuparse.
—Oh, el banco no se preocupa, señor Wormold. Usted me lo pidió, eso es todo.
Wormold pensó: si el saldo hubiera sido de cincuenta mil dólares, me habría
llamado Jim.
2
Por alguna causa esa mañana no tenía deseos de encontrarse con el doctor
Hasselbacher para el daiquiri matinal. Algunas veces el doctor se mostraba un tanto
demasiado alegre, de modo que se detuvo un momento en el Sloppy Joe’s en lugar de
ir al Wonder Bar. Ningún residente de La Habana iba jamás al Sloppy Joe’s porque
era el lugar de cita de los turistas, pero en esos tiempos el número de visitantes
desgraciadamente se había reducido, porque el régimen del presidente crujía
peligrosamente anunciando el final. Hechos desagradables se habían producido
siempre a espaldas de todos, en los cuartos interiores de la Jefatura, hechos que no
habían perturbado a los turistas del Nacional ni del Seville-Biltmore, pero hacía poco
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tiempo que uno había muerto a causa de una bala perdida mientras tomaba una
fotografía de un pintoresco mendigo bajo un balcón del palacio, y su muerte había
sido como un mal presagio para todo el grupo llegado en una excursión que incluía
«una visita a la playa de Varadero y una muestra de la vida nocturna de La Habana».
La Leica de la víctima también había resultado destruida, cosa que había
impresionado a sus compañeros más que cualquier otro de los efectos destructivos de
la bala. Wormold los había oído hablar después en el bar del Nacional.
—Lo destripó pasando a través de la cámara —decía uno de ellos—. Quinientos
dólares desaparecidos así, sin más.
—¿Murió de inmediato?
—Sí, claro. Y la lente… se podían recoger los trozos en cincuenta metros a la
redonda. Mire. Me llevo un trocito para mostrárselo al señor Humpelnicker.
Esa mañana el amplio bar estaba vacío, si se exceptuaba al elegante desconocido,
sentado en un extremo, y a un corpulento agente de la policía secreta, que fumaba un
puro en el otro extremo. El inglés permanecía absorto en la contemplación de tantas
botellas y pasó un largo rato antes de que advirtiera la presencia de Wormold.
—Si parece increíble… —comentó— ¿el señor Wormold, verdad? —Wormold se
preguntó cómo sabía su nombre, porque se había olvidado de darle una tarjeta—.
Dieciocho marcas distintas de whisky —continuó el desconocido—, incluido el Black
Label. Y no he contado los bourbons. Es una vista maravillosa. Maravillosa —repitió,
bajando la voz con respeto—. ¿Había visto usted antes tantos whiskys?
—A decir verdad, sí. Colecciono botellas en miniatura y tengo noventa y nueve
en casa.
—Muy interesante. ¿Y qué va a tomar hoy? ¿Un Dimpled Haig?
—Gracias, ya he pedido un daiquiri.
—No puedo beber esas cosas, me relajan.
—¿No se ha decidido todavía por ninguna aspiradora? —preguntó Wormold para
mantener la conversación.
—¿Aspiradora?
—Aspiradora al vacío. Las cosas que vendo yo.
—Ah, una aspiradora. Ja, ja. Tire esa mezcla y beba un whisky.
—Nunca bebo whisky antes de la noche.
—¡Ustedes los del sur!
—No veo la relación.
—Debilita la sangre. Me refiero al sol. Usted nació en Niza, ¿no es verdad?
—¿Cómo lo sabe?
—Bueno, uno se entera. Por aquí y por allá. Hablando con unos y con otros.
Estaba pensando en hablar con usted, la verdad.
—Bueno, pues aquí estoy.
—Me gustaría que fuera en privado, ya sabe. La gente entra y sale.
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Ninguna descripción podía haber sido menos adecuada. Nadie había pasado ni
siquiera por delante de la puerta, bajo la luz vertical y violenta de la calle. El oficial
de la policía dedicado a la vigilancia de turistas se había quedado tranquilamente
dormido después de depositar su cigarro en un cenicero; a esas horas no había turistas
para proteger o controlar. Wormold dijo:
—Si se trata de una aspiradora, venga a la tienda.
—Preferiría no hacerlo, ¿sabe? No quiero que me vean merodeando por ahí. Un
bar no es un mal sitio, después de todo. Uno se encuentra con un compatriota, los dos
echan un trago juntos, ¿qué puede ser más natural?
—No comprendo.
—Bueno, ya sabe cómo son las cosas.
—No lo sé.
—Vaya, ¿no diría usted que era natural?
Wormold se dio por vencido. Dejó ochenta centavos sobre la barra y dijo:
—Tengo que volver a la tienda.
—¿Por qué?
—No me gusta dejar a López solo mucho tiempo.
—Ah, López. Quiero hablarle de López. —Una vez más la explicación que le
pareció más lógica a Wormold fue que el desconocido era un excéntrico inspector de
la casa central, pero sin duda había llegado al límite de la excentricidad cuando
agregó en voz baja—: Vaya al lavabo y yo le seguiré.
—¿Al lavabo? ¿Por qué?
—Porque yo no sé dónde está.
En un mundo loco siempre parece más sencillo obedecer. Wormold condujo al
desconocido a través de una puerta hasta la parte trasera, descendió por un pasillo y
señaló el lavabo.
—Es allí.
—Usted primero.
—Pero si no necesito ir.
—No se ponga difícil —dijo el desconocido. Puso una mano sobre el hombro de
Wormold y le empujó hacia la puerta. Dentro había dos lavabos, una silla de respaldo
roto y los habituales inodoros y urinarios—. Siéntese en uno, amigo —ordenó el
desconocido—, mientras yo abro un grifo. —Pero cuando el agua comenzó a correr
no hizo ningún gesto para lavarse—. Así parecerá más natural —explicó (la palabra
«natural» parecía ser su adjetivo favorito)— si alguien entra aquí de pronto. Y, desde
luego, confunde a cualquier micrófono.
—¿Un micrófono?
—Hace bien en dudarlo. Muy bien. Es posible que no haya micrófonos en un
lugar como éste, pero lo que cuenta es la disciplina, ya sabe. Comprenderá usted que
siempre tiene sus ventajas atenerse a la disciplina. Es una suerte que en La Habana no
usen tapones en el desagüe. Podemos dejar que corra el agua.
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—Por favor, ¿podría explicarme…?
—Nunca se es lo bastante precavido, ni siquiera en los lavabos, si lo piensa uno
bien. Uno de los nuestros, en Dinamarca, en el año 1940, vio desde su propia ventana
a la flota alemana avanzando por el Kattegat.
—¿Qué gato?
—El Kattegat. Naturalmente se dio cuenta. Comenzó a quemar sus papeles. Echó
las cenizas al inodoro y tiró de la cadena. El problema fue… el hielo tardío. Las
tuberías se habían congelado. Todas las cenizas flotaron hasta llegar al baño del piso
inferior. El piso era de una solterona… Baronin o algo parecido se llamaba. La vieja
estaba a punto de tomar un baño. Fue una catástrofe para nuestro amigo.
—Parece cosa del Servicio Secreto.
—Es cosa del Servicio Secreto, amigo, o al menos así lo llaman los novelistas.
Por eso quería hablarle de su empleado, López. ¿Es de fiar o tendrá que despedirle?
—¿Usted está en el Servicio Secreto?
—Si quiere llamarlo así.
—¿Y por qué demonios tengo yo que echar a López? Lleva conmigo diez años.
—Podríamos encontrarle a un hombre que sepa todo acerca de aspiradoras. Pero,
naturalmente, le dejaremos que tome la decisión usted.
—Pero yo no estoy en el Servicio.
—A eso llegaremos dentro de un momento, amigo. De todas formas ya hemos
investigado a López y parece de fiar. Pero respecto a su amigo Hasselbacher, yo me
andaría con ojo.
—¿Cómo ha sabido de Hasselbacher?
—He andado por ahí, un par de días, reuniendo datos. En estas ocasiones hay que
hacerlo.
—¿En qué ocasiones?
—¿Dónde nació Hasselbacher?
—En Berlín, creo.
—¿Simpatías por el Este o por el Oeste?
—Nunca hablamos de política.
—No es que importe demasiado… Tanto el Este como el Oeste hacen el juego a
Alemania. Recuerde el pacto Ribbentrop. No nos dejaremos coger otra vez de esa
forma.
—Hasselbacher no es un político. Es un médico viejo y ha vivido aquí treinta
años.
—Se sorprendería si yo le contase… Pero estoy de acuerdo con usted, sería
demasiado evidente si dejara de tratarle. Sólo ándese con cuidado, eso es todo.
Incluso podría llegar a ser útil, si le manejara como corresponde.
—No tengo la menor intención de manejarle.
—Le será imprescindible para este trabajo.
—No quiero ningún trabajo. ¿Por qué me ha elegido a mí?
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—Súbdito inglés patriota; lleva viviendo aquí muchos años; miembro respetado
de la Asociación Europea de Comerciantes. Necesitamos tener nuestro hombre en La
Habana, ya sabe. Los submarinos necesitan combustible. Los dictadores se unen entre
sí. Los grandes embaucan a los pequeños.
—Los submarinos atómicos no necesitan combustible.
—Exactamente, amigo, exactamente. Pero las guerras siempre comienzan con un
poco de retraso. Es necesario estar preparados para las armas convencionales
también. Luego, está el espionaje económico: el azúcar, el café, el tabaco.
—Todo eso se puede encontrar en los informes anuales del gobierno.
—No nos fiamos de ellos, amigo. Y, luego, la Inteligencia política. Con sus
aspiradoras tiene usted entrada libre en todas partes.
—¿Espera que analice las pelusas?
—Quizá le parezca un chiste, pero la fuente principal de la Inteligencia francesa
en tiempos de Dreyfus era una mujer de la limpieza, que juntaba los papeles rotos que
encontraba en las papeleras de la embajada alemana.
—Ni siquiera sé cómo se llama usted.
—Hawthorne.
—Pero ¿quién es?
—Bueno, podría decirse que estoy organizando la red del Caribe. Un momento.
Viene alguien. Me lavaré. Métase en un retrete. No deben vernos juntos.
—Ya nos han visto juntos.
—Un encuentro casual. De compatriotas. —Empujó a Wormold hacia uno de los
compartimientos y él se precipitó hacia un lavabo—. La disciplina, ya sabe —y reinó
el silencio, con excepción del ruido del agua. Wormold se sentó. No podía hacer otra
cosa. Cuando estuvo sentado todavía quedaban a la vista sus piernas, por debajo de la
media puerta. Giró un picaporte. Unos pies cruzaron el piso de mosaico en dirección
a un urinario. El agua seguía corriendo. Wormold experimentaba una enorme
perplejidad. Se preguntaba por qué no había acabado con aquella tontería desde un
principio. No era extraño que Mary le hubiera abandonado. Recordó una de sus
peleas. «¿Por qué no haces algo? ¿Por qué no te comportas de algún modo, de alguna
forma cualquiera? Todo lo que haces es quedarte ahí, de pie…». Al menos, pensó,
esta vez no estoy de pie, estoy sentado. Pero, de todos modos, ¿qué podía haber
dicho? No le habían dado oportunidad de decir una palabra. Los minutos pasaban.
Qué enormes vejigas tenían los cubanos y qué limpias debían de estar a esas alturas
las manos de Hawthorne. El agua dejó de correr. Probablemente se estaba secando,
pero Wormold recordó que allí no había toallas. Ése era otro problema para
Hawthorne, pero sin duda lo solucionaría. Era parte de la disciplina. Por fin pasaron
los pies en dirección a la puerta. La puerta se cerró.
—¿Puedo salir? —preguntó Wormold. Era como una rendición. Ahora estaba
bajo las órdenes del otro.
Oyó que Hawthorne se acercaba de puntillas.
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—Deme unos minutos para marcharme, amigo. ¿Sabe quién era? El policía. Un
poco sospechoso, ¿no?
—Quizá haya reconocido mis piernas por debajo de la puerta. ¿Cree que
deberíamos intercambiar pantalones?
—No resultaría natural —respondió Hawthorne—, pero veo que ya va cogiendo
la idea. Le dejo la llave de mi habitación en el lavabo. Quinto piso, Seville-Biltmore.
Suba directamente. A las diez esta noche. Hay cosas que discutir. Dinero y demás.
Asuntos sórdidos. No pregunte por mí en recepción.
—¿No necesita su llave?
—Tengo una llave maestra. Nos veremos.
Wormold se puso de pie a tiempo para ver cómo se cerraba la puerta detrás de la
figura elegante y el asombroso argot. La llave estaba en uno de los lavabos:
habitación 501.
3
A las nueve y media, Wormold se dirigió al cuarto de Milly para darle las buenas
noches. Allí, donde la dama de compañía estaba a cargo de todo, reinaba el orden: la
vela estaba encendida delante de la estatuilla de Santa Serafina, el misal de color miel
reposaba junto a la cama, las ropas habían sido eliminadas como si nunca hubieran
existido, y un débil aroma de agua de colonia flotaba en el aire, como incienso.
—Tienes algo metido en la cabeza —dijo Milly—. ¿No estarás preocupado
todavía por el capitán Segura?
—Tú nunca me tomas el pelo, ¿verdad, Milly?
—No, ¿por qué?
—Parece que todos los demás lo hacen.
—¿Lo hacía mamá?
—Creo que sí. Al principio.
—¿Y el doctor Hasselbacher?
Recordó al negro, cojeando con lentitud. Y respondió:
—Quizá, algunas veces.
—Es una muestra de afecto, ¿no?
—No siempre. Recuerdo que en el colegio… —Se interrumpió.
—¿De qué te acuerdas, papá?
—Oh, de tantas cosas.
En la niñez estaba el germen de todos los recelos. Se burlaban de uno con
crueldad y después uno hacía lo mismo con los otros. Se perdía el recuerdo de los
sufrimientos causando dolor a los demás. Pero de alguna manera, aunque no hubiese
sido por virtud propia, él jamás había seguido ese camino. Por falta de carácter, tal
vez. Se decía que el colegio forjaba caracteres limando las aristas. Habían limado sus
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aristas, pero el resultado, pensaba Wormold, no había sido un carácter: sólo la
carencia de forma, como esas piezas que se exhiben en el Museo de Arte Moderno.
—¿Eres feliz, Milly? —preguntó.
—Sí.
—¿También en el colegio?
—Sí, ¿por qué?
—¿Ahora ya nadie te tira del pelo?
—Por supuesto que no.
—¿Y no le prendes fuego a nadie?
—Eso fue cuando tenía trece años —dijo la chica con desdén—. ¿Qué te
preocupa, papá?
Se sentó en la cama. Llevaba un camisón blanco de nailon. Wormold la quería
entrañablemente cuando la dama de compañía estaba con ella y la quería aún más
cuando la dama estaba ausente: no podía perder el tiempo no queriéndola. Era como
si hubiera hecho con Milly una pequeña parte de un viaje que ella terminaría sola.
Los años que les separaban los acercaban aún más, como estaciones del trayecto,
todos ganancia para ella y pérdida para él. Esa hora de la noche era real, pero no lo
era Hawthorne, misterioso y absurdo, ni las crueldades de la jefatura de policía de los
gobiernos, ni los científicos que probaban la nueva bomba de hidrógeno en la isla de
Navidad, ni Kruschev que escribía notas de advertencia: todo eso le parecía menos
real que las torturas ineficaces de un dormitorio de colegio. El niño, con la toalla
húmeda que acababa de recordar, ¿dónde estaría ahora? Los crueles pasan y
desaparecen, como las ciudades, los reinos y los poderes, dejando ruinas tras de sí.
Carecen de permanencia. Pero aquel payaso que el año anterior había visto en el
circo, junto con Milly, ese payaso era permanente, porque su número nunca
cambiaba. Así había que vivir; el payaso no se sentía afectado por las extravagancias
de los políticos ni por los descubrimientos importantes de los grandes hombres.
Wormold empezó a hacer muecas delante del espejo.
—¿Pero qué estás haciendo, papá?
—Quería hacerme reír.
Milly dejó escapar una risita.
—Me parecía que estabas triste y serio.
—Por eso quería reír. ¿Te acuerdas del payaso del año pasado, Milly?
—Bajaba por una escalera y caía dentro de un cubo de cal.
—Cae dentro de ese cubo cada noche a las diez en punto. Todos tendríamos que
ser payasos, Milly. Jamás aprendas por experiencia.
—La reverenda Madre dice…
—No hagas caso de lo que te diga. Dios nunca aprendió nada por experiencia,
¿no? De lo contrario, ¿cómo podría esperar algo del hombre? Son los científicos los
que agregan dígitos y hacen las sumas que causan los problemas. Newton descubrió
la gravedad; aprendió por experiencia y después de eso…
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—Creí que había sido por una manzana.
—Es igual. Fue sólo cuestión de tiempo que llegase después lord Rutherford y
dividiera el átomo. También él había aprendido por experiencia y otro tanto les ha
ocurrido a los hombres de Hiroshima. Si hubiéramos nacido payasos, nada malo nos
habría sucedido, excepto algunos rasguños y unas cuantas manchas de cal. No
aprendas nada por experiencia, Milly. Eso acaba con nuestra paz y con nuestras vidas.
—¿Qué haces ahora?
—Trato de mover las orejas. Antes podía hacerlo. Pero ya no me sale el truco.
—¿Todavía sientes lo de mamá?
—A veces.
—¿Sigues enamorado de ella?
—Quizá. De vez en cuando.
—Supongo que era muy guapa de joven.
—Ahora no puede ser vieja. Treinta y seis.
—Son muchos años.
—¿Tú no te acuerdas de ella?
—No muy bien. Siempre estaba fuera de casa, ¿no?
—Sí, mucho.
—Desde luego rezo por ella.
—¿Qué pides? ¿Que vuelva?
—No, eso no. Podemos pasarnos sin ella. Rezo para que vuelva a ser una buena
católica.
—Yo no soy un buen católico.
—Eso es otra cosa. Tú eres de una ignorancia invencible.
—Sí, supongo que sí.
—No es un insulto, papá. Es pura teología. Tú te salvarás como los buenos
paganos. Sócrates, ya sabes, y Cetewayo.
—¿Quién era Cetewayo?
—Un rey de los zulúes.
—¿Por qué más rezas?
—Bueno, últimamente me he concentrado en el caballo.
Le dio el beso de buenas noches. Milly preguntó:
—¿Adónde vas?
—Tengo que resolver algunos asuntos por lo del caballo.
—Te causo demasiados problemas —dijo la joven, sin ninguna convicción.
Luego dio un suspiro de satisfacción, mientras se tapaba con la sábana hasta el cuello
—. Es maravilloso, ¿verdad?, conseguir siempre lo que uno pide en sus oraciones.
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Capítulo 4
1
De cada rincón salía un hombre que le ofrecía un taxi, como si se tratara de un
forastero, y, todo a lo largo del paseo, a intervalos de unos pocos metros, los chulos se
le acercaron automáticamente, sin verdadera esperanza.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor?
—Conozco a todas las chicas guapas.
—Lo que desea es una hermosa mujer.
—¿Postales?
—¿Quiere ver una película pornográfica?
Cuando él había llegado a La Habana todos ellos no eran más que niños; le habían
cuidado el coche por cinco centavos y, aunque habían envejecido junto con él, jamás
se habían acostumbrado a su persona. A los ojos de esos hombres nunca había llegado
a ser residente del país, sino que había continuado siendo un turista permanente y por
eso seguían afanándose así: más tarde o más temprano, estaban seguros, querría ver a
Superman actuando en el burdel San Francisco. Al menos, como el payaso, ellos
tenían la ventaja de no aprender por experiencia.
Junto a la esquina de Virtudes, el doctor Hasselbacher le saludó desde el interior
del Wonder Bar.
—Señor Wormold, ¿adónde va con tanta prisa?
—Tengo una cita.
—Siempre hay tiempo para un whisky. —Por la manera en que había pronunciado
la palabra whisky era evidente que el doctor Hasselbacher había tenido tiempo para
muchos.
—Voy con retraso.
—En esta ciudad no existe el retraso, señor Wormold. Y tengo un regalo para
usted.
Wormold abandonó el Paseo y se metió en el bar. Sonrió sin alegría ante un
pensamiento.
—Doctor Hasselbacher, ¿sus simpatías están con el Este o con el Oeste?
—¿Con el este o el oeste de qué? ¡Ah!, se refiere a eso. Que se pudran los dos.
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—¿Qué regalo tiene para mí?
—Le pedí a uno de mis pacientes que me las trajera de Miami —respondió el
doctor Hasselbacher. Sacó de un bolsillo dos botellas en miniatura de whisky: una era
de Lord Calvert, la otra de Old Taylor—. ¿Las tiene? —preguntó con ansiedad.
—Tengo la de Calvert, pero la de Taylor no. Ha sido muy amable de su parte
acordarse de mi colección, Hasselbacher. —Siempre le había parecido extraño a
Wormold seguir existiendo para los demás cuando no estaba con ellos.
—¿Cuántas tiene ya?
—Cien, contando las de bourbon y las de whisky irlandés. De escocés tengo
setenta y seis.
—¿Cuándo se las beberá?
—Quizá cuando llegue a las doscientas.
—¿Sabe qué haría yo con esas botellitas, si fueran mías? —preguntó
Hasselbacher—. Jugar a las damas con ellas. Cada vez que come una, se la bebe.
—Es una idea excelente.
—Una ventaja natural —comentó Hasselbacher—. Ahí está la gracia. El mejor
jugador es el que tiene que beber más. Piense en la sutileza. Tómese otro whisky.
—Sí, quizá.
—Necesito su ayuda. Esta mañana me ha picado una avispa.
—El médico es usted, no yo.
—No se trata de eso. Una hora más tarde, mientras iba a visitar a un enfermo, al
otro lado del aeropuerto, atropellé a una gallina.
—Sigo sin entenderlo.
—Señor Wormold, señor Wormold, usted tiene la cabeza en otra cosa. Vuelva a la
tierra. Tenemos que encontrar un billete de lotería ahora mismo, antes del sorteo. El
veintisiete es la avispa. El treinta y siete, una gallina.
—Pero yo tengo una cita.
—Las citas pueden esperar. Bébase ese whisky. Tenemos que buscar ese número
en el mercado. —Wormold lo siguió hasta el coche. Al igual que Milly, el doctor
Hasselbacher tenía fe. A él le controlaban los números y a ella los santos.
Por todo el mercado los números importantes colgaban en rojo y azul. Los
llamados feos yacían bajo los mostradores; quedaban para la gente menuda y para los
vendedores callejeros. No tenían importancia, no contenían ninguna cifra
significativa, ningún número que representara a una monja o a un gato, a una avispa o
a una gallina.
—Mire, allí está el 27 483 —señaló Wormold.
—La avispa sin la gallina no vale —respondió el doctor Hasselbacher.
Aparcaron el coche y fueron andando. No había chulos en ese mercado; la lotería
era un comercio digno, no corrompido por los turistas. Una vez a la semana una
oficina del gobierno distribuía los números asignando billetes a los políticos según el
valor de su apoyo. Éstos pagaban dieciocho dólares por cada billete al organismo
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gubernamental y lo revendían a los vendedores al por mayor por veintiún dólares.
Aunque no les tocaran más que veinte billetes, podían contar con una ganancia de
sesenta dólares a la semana. Un número bonito, augurio de buena suerte en la mente
popular, podía ser vendido por los loteros a cualquier precio, hasta por treinta dólares.
Esa clase de ganancias, desde luego, no estaban al alcance del vendedor callejero.
Con números feos, únicamente, a su disposición, por los que había pagado hasta
veintitrés dólares, tenía que trabajar de verdad para ganarse la vida. Tenía que dividir
cada entero en cien partes para venderlas a veinticinco centavos cada una; tenía que
revisar todos los coches aparcados, hasta encontrar uno que tuviera el mismo número
de matrícula que alguno de sus billetes (ningún propietario podía resistirse a
semejante coincidencia), e incluso buscaba los números en la guía telefónica y
arriesgaba una moneda en la llamada:
—Señora, tengo un billete de lotería con el mismo número de su teléfono.
Wormold dijo:
—Mire, allí hay un 37 con un 72.
—No es bastante —replicó el doctor con tono tajante.
El doctor Hasselbacher repasó las tiras de números que no eran considerados lo
bastante bonitos como para exhibirlos. Nunca se sabe; la belleza no es igual para
todos los hombres; bien podía haber alguien para quien una avispa fuera
insignificante. La sirena de la policía llegó hasta ellos aullando por los tres lados
oscuros del mercado y un coche pasó bamboleándose. Un hombre estaba sentado en
el bordillo, con un solo número sobre su camisa, como un presidiario. El hombre dijo:
—El Buitre Rojo.
—¿Quién es el Buitre Rojo?
—El capitán Segura, naturalmente —respondió el doctor Hasselbacher—. Qué
vida más retirada lleva usted.
—¿Por qué le llaman así?
—Está especializado en torturas y mutilaciones.
—¿Torturas?
—Aquí no hay nada —anunció el doctor Hasselbacher—. Será mejor que
probemos en Obispo.
—¿Por qué no esperamos hasta mañana?
—Es el último día antes del sorteo. Además, ¿qué clase de sangre fría le corre por
las venas, señor Wormold? Cuando el destino le brinda a uno una señal como ésta —
una avispa y una gallina— hay que seguirla sin pérdida de tiempo. La buena suerte
hay que merecerla.
Subieron otra vez al coche y se encaminaron hacia Obispo.
—Ese capitán Segura… —comenzó a decir Wormold.
—¿Sí?
—Nada.
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Dieron las once antes de que encontraran un billete que respondiera a los
requisitos del doctor Hasselbacher, y, en vista de que la tienda que lo exhibía estaría
cerrada hasta la mañana siguiente, no había más que hacer sino tomar otra copa.
—¿Dónde tiene la cita?
Wormold respondió:
—En el Seville-Biltmore.
—Lo mismo da un sitio que otro —dijo el doctor Hasselbacher.
—¿No cree que el Wonder Bar…?
—No, no, vendría bien un cambio. Cuando uno se siente incapaz de cambiar de
bar, es que se ha vuelto viejo.
A tientas se abrieron paso entre las tinieblas del bar del Seville-Biltmore. Apenas
si advertían las figuras de los demás parroquianos, sentados y acurrucados en silencio
en la penumbra, como paracaidistas que esperasen con aire lúgubre la señal para
saltar. Sólo la alta gradación del optimismo del doctor Hasselbacher podía resistir sin
extinguirse.
—Todavía no ha ganado el premio —susurró Wormold, que trataba de frenarle,
pero hasta los susurros hacían que alguna cabeza se volviera a mirarlos, con reproche,
entre las sombras.
—Esta noche he ganado —respondió el doctor Hasselbacher en voz alta y firme
—. Quizá mañana pierda, pero nada puede arrebatarme mi victoria de esta noche.
Ciento cuarenta mil dólares, señor Wormold. Es una lástima que sea demasiado viejo
para las mujeres… podría haber hecho feliz a una hermosa mujer con un collar de
rubíes. Ahora no sé qué hacer. ¿Cómo podré gastar mi dinero, señor Wormold?
¿Fundando un hospital?
—Perdón —susurró una voz entre las sombras—, ¿es verdad que este tío ha
ganado ciento cuarenta mil pavos?
—Sí, señor, los he ganado —respondió el doctor Hasselbacher con firmeza, antes
de que Wormold pudiera replicar—, los he ganado, tan cierto como que usted existe,
mi casi invisible amigo. Usted no existiría si yo no creyera que existe, y tampoco esos
dólares. Lo creo, y por lo tanto usted existe.
—¿Qué quiere decir con eso de que yo no existiría?
—Usted existe sólo en mis pensamientos, amigo mío. Si yo abandonara este
bar…
—Está chalado.
—Demuéstreme que existe, entonces.
—¿Cómo que se lo demuestre? Por supuesto que existo. Tengo una compañía
inmobiliaria de primera clase, una mujer y un par de críos que están en Miami, llegué
esta mañana en un avión de Delta y estoy tomando este whisky, ¿no? —había en su
voz un atisbo de lágrimas.
—Pobre hombre —dijo el doctor Hasselbacher—, usted se merece un creador
más fantástico que yo. ¿Por qué no le he buscado algo mejor que Miami y una
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compañía inmobiliaria? Algo más imaginativo. Un nombre digno de ser recordado.
—¿Qué tiene de malo mi nombre?
Los paracaidistas de ambos extremos de la barra estaban tensos de censura; no se
debe dejar traslucir los nervios antes de saltar.
—Nada que yo no pueda remediar si pienso un poco en ello.
—Pregúntele a cualquiera en Miami quién es Harry Morgan…
—De verdad que tendría que haberlo hecho mejor. Pero le diré lo que voy a hacer
—replicó el doctor Hasselbacher—: saldré del bar unos minutos y le eliminaré.
Después entraré de nuevo con una versión mejorada.
—¿Qué quiere decir versión mejorada?
—Si mi amigo, el señor Wormold, le hubiera inventado, usted sería un hombre
más feliz. Él le hubiera adjudicado una educación en Oxford, un nombre como
Pennyfeather…
—¿Qué significa eso de Pennyfeather? Usted está borracho, ha bebido.
—Sí, desde luego, he bebido. La bebida nubla la imaginación. Por eso le he
pensado a usted de un modo tan trivial: Miami, una inmobiliaria, viajando en Delta.
Pennyfeather hubiera venido de Europa en KLM y estaría bebiendo su bebida
nacional, una ginebra con bitter.
—Yo estoy bebiendo whisky y me gusta.
—Cree que está bebiendo whisky. O más bien, para ser más exacto, yo le he
imaginado a usted bebiendo whisky. Pero vamos a cambiar todo eso —dijo el doctor
Hasselbacher con el mejor de los talantes—. Iré hasta la recepción unos minutos y
pensaré algunas auténticas mejoras.
—Usted no puede jugar conmigo —dijo el hombre con ansiedad.
El doctor Hasselbacher apuró su copa, dejó un dólar sobre la barra y se puso de
pie con dignidad insegura.
—Ya me lo agradecerá —replicó—. ¿Qué será? Fíese de mí y de mi amigo el
señor Wormold. Un pintor, un poeta… ¿o preferiría una vida de aventuras, ser
contrabandista de armas o agente del Servicio Secreto?
Desde la puerta hizo una reverencia en dirección a la agitada sombra.
—Le pido disculpas por lo de la inmobiliaria.
Nerviosa, buscando seguridad, la voz dijo:
—Está borracho o chalado —pero los paracaidistas no respondieron.
Wormold explicó:
—Buenas noches, Hasselbacher, voy retrasado.
—Lo menos que puedo hacer, señor Wormold, es acompañarle y explicar cómo le
he hecho retrasarse. Estoy seguro de que cuando le hable a su amigo de mi buena
suerte, él lo comprenderá.
—No es necesario. De verdad, no es necesario —replicó Wormold. Hawthorne, lo
sabía muy bien, sacaría de inmediato sus propias conclusiones. Un Hawthorne
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razonable, si existía tal persona, ya era bastante malo, pero un Hawthorne suspicaz…
su mente retrocedió ante la idea.
Se dirigió hacia el ascensor, con el doctor Hasselbacher a remolque, a sus
espaldas. Sin hacer caso de una luz roja y de la advertencia «Cuidado con el escalón»,
el doctor Hasselbacher tropezó:
—¡Mi tobillo! —dijo.
—Váyase a su casa, Hasselbacher —ordenó Wormold con desesperación. Se
metió dentro del ascensor, pero el doctor Hasselbacher cambió de marcha y a buena
velocidad se metió también dentro y declaró:
—No hay dolor que no se cure con dinero. Hacía mucho tiempo que no pasaba
una velada tan agradable.
—Sexto piso —dijo Wormold—. Quiero estar solo, Hasselbacher.
—¿Por qué? Perdón, me ha dado hipo.
—Se trata de una reunión privada.
—¿Una mujer bonita, señor Wormold? Le daré una parte de mis ganancias que le
ayudarán en sus locuras.
—Desde luego que no se trata de una mujer. Negocios, eso es todo.
—¿Negocios privados?
—Ya se lo he dicho.
—¿Qué puede tener de privado una aspiradora, señor Wormold?
—Se trata de una nueva agencia —replicó Wormold y el ascensorista anunció:
—Sexto piso.
Wormold llevaba una buena delantera y su cerebro estaba más claro que el de
Hasselbacher. Las habitaciones se hallaban dispuestas como celdas de una prisión en
torno a una galería rectangular; en el piso bajo dos cabezas calvas arrojaban luz hacia
arriba, como señales de tráfico. Cojeó hasta el rincón de la galería donde estaba la
escalera, y el doctor Hasselbacher cojeó detrás de él, pero Wormold tenía práctica en
cojear.
—Señor Wormold —llamó el doctor Hasselbacher—, señor Wormold, me
gustaría invertir unos cien mil dólares de los míos.
Wormold llegó al fin de la escalera mientras el doctor Hasselbacher todavía
maniobraba en el primer escalón; el 501 estaba cerrado. Abrió la puerta. Una pequeña
lámpara le dejó ver un salón vacío. Cerró la puerta con mucha suavidad: el doctor
Hasselbacher aún no había llegado al último escalón. Se quedó escuchando: el pie
sano, el pie que cojeaba y el hipo del doctor Hasselbacher pasaron frente a la puerta y
se perdieron. Wormold pensó: me siento como un espía y me comporto como un
espía. Esto es ridículo. ¿Qué le diré a Hasselbacher mañana por la mañana?
La puerta del dormitorio estaba cerrada y comenzó a moverse hacia ella. Después
se detuvo. Deja que los perros sigan durmiendo. Si Hawthorne le necesitaba, que le
buscara sin su ayuda, pero la curiosidad le indujo a efectuar una inspección final de la
habitación.
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Sobre el escritorio había dos libros, dos ejemplares idénticos de los Cuentos de
Shakespeare, de Lamb, y un block de notas, en el que quizá Hawthorne había escrito
algunas cosas para la reunión; ponía: «1. Paga. 2. Gastos. 3. Transmisión. 4. Charles
Lamb. 5. Tinta». Estaba a punto de abrir el libro de Lamb cuando una voz dijo:
—Arriba los manos.[*]
—Las manos[*] —corrigió Wormold. Se sintió aliviado al ver que se trataba de
Hawthorne.
—¡Ah, es usted! —dijo Hawthorne.
—Me he retrasado un poco, lo siento. Estuve con Hasselbacher.
Hawthorne llevaba un pijama de seda color malva con el monograma H. R. H.
bordado en el bolsillo. Eso le daba un aire de realeza. A su vez, explicó:
—Me quedé dormido y después le oí moviéndose en este cuarto —parecía haber
sido sorprendido sin su argot; no había tenido tiempo de ponérselo junto con sus
ropas. Agregó—: Ha movido el libro de Lamb —con tono acusador, como si
estuviera a cargo de una capilla del Ejército de Salvación.
—Lo siento. Sólo estaba echando una mirada.
—No importa. Eso demuestra que tiene buen instinto.
—Parece que tiene cariño a ese libro.
—Un ejemplar es para usted.
—Ya lo he leído, hace muchos años —dijo Wormold—, no me gusta Lamb.
—No es para que lo lea. ¿Ha oído hablar alguna vez de un libro-código?
—A decir verdad… no.
—Dentro de un momento le enseñaré cómo funciona. Yo me quedo con otro
ejemplar. Cuando quiera comunicarse conmigo, todo lo que tiene que hacer es indicar
la página y la línea en las que comienza usted la codificación. Desde luego que no es
tan difícil de descubrir como una clave inventada por una máquina, pero es bastante
difícil para los simples Hasselbacher.
—Me gustaría que se quitara de la cabeza a Hasselbacher.
—Cuando tengamos aquí su oficina organizada como corresponde, con la
seguridad suficiente, una caja fuerte con cerradura de combinación, un equipo de
gente entrenada y todos los chismes necesarios, podremos abandonar una clave
primitiva como ésta, pero aun para un criptólogo experto sería difícil descifrarla sin
conocer el título y la edición del libro.
—¿Por qué eligió el libro de Lamb?
—Porque es el único del que encontré dos ejemplares, además de La cabaña del
Tío Tom. Iba deprisa y tenía que comprar algo en la librería C. T. S., en Kingston,
antes de marcharme. Ah, también había un libro que se titula La lámpara encendida:
manual de devociones nocturnas, pero pensé que quizá resultaría un poco llamativo
en los estantes de su biblioteca, si no es persona religiosa.
—No lo soy.
—También le he traído un poco de tinta. ¿Tiene una tetera eléctrica?
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—Sí, ¿por qué?
—Para abrir cartas. Queremos que nuestros hombres estén bien equipados para
caso de emergencia.
—¿Para qué es la tinta? Tengo mucha en casa.
—Es tinta invisible, por supuesto. Para el caso de que tenga que enviar algo por
correo ordinario. Su hija tendrá una aguja de hacer punto, ¿no?
—No hace punto.
—Pues tendrá que comprarse una. Las de plástico son las mejores. El acero a
veces deja marca.
—¿Una marca en dónde?
—En los sobres que usted abra.
—¿Por qué voy yo a querer abrir sobres?
—Tal vez le resulte imprescindible examinar la correspondencia del doctor
Hasselbacher. Desde luego, tendrá que encontrar un subagente en la oficina de
correos.
—Me niego terminantemente…
—No se ponga difícil. He pedido a Londres que manden un informe sobre él. Ya
decidiremos acerca de su correspondencia después de que lo haya leído. Una
sugerencia: si se queda sin tinta, use caca de pájaro, ¿voy demasiado deprisa?
—Todavía no he dicho si estoy dispuesto a…
—Londres está de acuerdo en ciento cincuenta dólares mensuales, con otros
ciento cincuenta para gastos… que tendrá que justificar, desde luego. Pagos a los
subagentes, etcétera. Cualquier cifra por encima de esa cantidad tendrá que ser
especialmente autorizada.
—Va usted demasiado deprisa.
—Libres de impuestos, ya sabe —agregó Hawthorne y guiñó un ojo con astucia.
El guiño, en cierto sentido, no armonizaba con el monograma real.
—Tiene que darme tiempo…
—Su número de código es 59 200 barra 5. —Y agregó con orgullo—: Por
supuesto que yo soy 59 200. Usted numerará a sus subagentes 59 200 barra 5 barra 1
y así sucesivamente. ¿Comprende el procedimiento?
—No veo que pueda servirle de nada.
—Usted es inglés, ¿no? —dijo Hawthorne con brusquedad.
—Sí, claro que soy inglés.
—¿Y se niega a servir a su patria?
—No he dicho eso. Pero las aspiradoras exigen mucho tiempo.
—Son una tapadera excelente —replicó Hawthorne—. Muy bien pensado. Su
profesión tiene un aire natural.
—Pero es que es natural…
—Ahora, si no le importa —prosiguió con firmeza Hawthorne—, tenemos que
dedicarnos a nuestro Lamb.
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2
—Milly —dijo Wormold—, no has tomado cereales.
—He dejado de comer cereales.
—Sólo te has puesto un terrón de azúcar en el café. No irás a ponerte a régimen,
¿no?
—No.
—¿O estás cumpliendo una penitencia?
—No.
—Estarás hambrienta a la hora de la comida.
—Ya he pensado en eso. Comeré un montón enorme de patatas.
—Milly, ¿qué ocurre?
—Voy a ahorrar. De pronto, en la vigilia de la noche, comprendí el gasto que
represento para ti. Era como si me hablara una voz. Estuve a punto de preguntar
«¿Quién eres?», pero tuve miedo de que me respondiera «Tu Señor y tu Dios». Ya
estoy en edad, ¿sabes?
—¿En edad de qué?
—De oír voces. Soy mayor que Santa Teresa cuando ingresó en el convento.
—Oh, Milly, no me digas que estás pensando en…
—No, no estoy pensando en nada, creo que el capitán Segura tiene razón. Me ha
dicho que no soy materia prima para el convento.
—Milly, ¿sabes cómo llaman por ahí al capitán Segura?
—Sí. El Buitre Rojo. Tortura a los prisioneros.
—¿Él lo admite?
—Conmigo, naturalmente, adopta la mejor de las conductas, pero tiene una
pitillera hecha de piel humana. Y dice que es piel de becerro… como si yo no supiera
reconocer la piel de becerro.
—Tienes que dejar de verle, Milly.
—Dejaré de verle, pero poco a poco; tengo que arreglar antes lo de la cuadra. Y
eso me recuerda la voz.
—¿Qué dijo la voz?
—Dijo… sólo que en medio de la noche sonaba mucho más apocalíptica: «Has
mordido mucho más de lo que puedes masticar, hija mía. ¿Qué pasa con el Club de
Campo?».
—¿Qué pasa con el Club de Campo?
—Es el único lugar en el que se puede practicar equitación de verdad y no somos
socios. ¿De qué vale tener un caballo en una cuadra? Por supuesto que el capitán
Segura es socio, pero yo sé que tú no permitirás que dependa de él. De modo que he
pensado que si pudiera ayudarte a economizar en casa ayunando…
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—¿Para qué?
—En ese caso podrías pagar una cuota familiar. Me inscribirías con el nombre de
Serafina, que suena mejor que Milly.
A Wormold le parecía que en todo lo que decía la joven había cierta sensatez; era
Hawthorne el que pertenecía al mundo cruel e inexplicable de la infancia.
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Interludio en Londres
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—Sí, señor. También estaba un tanto preocupado por sus contactos (hay un
alemán que se llama Hasselbacher, pero todavía no hemos averiguado nada acerca de
él). Sin embargo, parece que la cosa comienza a marchar bien. Recibimos una
petición para gastos suplementarios en el momento en que salía de Kingston.
—Siempre es buena señal.
—Sí, señor.
—Eso indica que la imaginación ha comenzado a trabajar.
—Sí. Quería hacerse socio del Club de Campo. Es la guarida de los millonarios,
ya sabe usted. La mejor fuente para conseguir información política y económica. La
cuota es muy cara, casi unas diez veces la del White, pero autoricé el envío del
dinero.
—Ha hecho bien. ¿Qué tal son sus informes?
—Bueno, en realidad, todavía no hemos recibido ninguno, pero naturalmente le
llevará algún tiempo organizar sus contactos. Quizá yo exageré algo la necesidad de
tomar precauciones.
—No pudo haber exagerado. Un cable es inútil si se funde la luz.
—Casualmente, es un hombre muy bien situado. Tiene buenos contactos
comerciales… muchos funcionarios del gobierno y los ministros más importantes.
—Ah —dijo el Jefe. Se quitó el monóculo negro y comenzó a pulirlo con un trozo
de Kleenex. El ojo que había quedado al descubierto era de cristal; azul pálido y poco
convincente: podría haber pertenecido a una muñeca que dijera «mamá».
—¿A qué se dedica?
—Importaciones, ya sabe. Maquinarias, ese tipo de cosas. —Era muy importante
para la propia carrera emplear agentes que disfrutasen de buena posición social. Los
detalles menudos, anotados en el expediente secreto y referentes a la tienda de la calle
Lamparilla, jamás llegarían, en circunstancias normales, a entrar en esa habitación del
sótano.
—¿Y cómo es que no era socio del Club de Campo?
—Bueno, creo que ha vivido casi como un recluso estos últimos años. Problemas
domésticos.
—No irá tras las mujeres, ¿verdad?
—Oh, no, señor, nada de eso. Su mujer lo abandonó. Se marchó con un
americano.
—Supongo que no será antiamericano. La Habana no es lugar adecuado para
prejuicios de esa clase. Tenemos que trabajar con ellos… sólo hasta cierto punto, por
supuesto.
—No, señor, no es así en absoluto. Es un hombre de mentalidad abierta, muy
equilibrado. Tomó el divorcio muy bien y lleva a su hija a un colegio católico, de
acuerdo con los deseos de su mujer. Me han dicho que le envía telegramas de
felicitación en Navidad. Creo que sus informes, cuando comiencen a llegar, nos
resultarán cien por cien dignos de confianza.
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—Muy conmovedor eso de la niña, Hawthorne. Pínchele un poco, para que
podamos juzgar su utilidad. Si ese hombre es como usted dice, podremos pensar en
ampliar su equipo. La Habana quizá llegue a ser un punto clave. Los comunistas
siempre van a donde hay problemas. ¿Cómo se comunican?
—He arreglado todo para que pueda enviar los informes a Kingston, por
duplicado, en la valija semanal. Yo guardo la copia y envío el original a Londres. Le
he dado el libro para codificar los cables. Los despacha a través del Consulado.
—No les gustará.
—Ya les he dicho que es un arreglo temporal.
—Si demuestra valer, yo estaría a favor de establecer allá una emisora de radio.
Supongo que podrá aumentar la plantilla de su oficina, ¿no?
—Sí, desde luego. Al menos…, entiéndalo, no se trata de una gran oficina, señor.
Es un poco chapado a la antigua. Ya sabe cómo se apañan esos comerciantes
aventureros.
—Conozco el tipo, Hawthorne. Un escritorio pequeño y mísero. Media docena de
personas en un antedespacho donde sólo caben dos. Máquinas calculadoras
anticuadas. Una secretaria que está a punto de cumplir sus cuarenta años con la firma.
Hawthorne comprendió en ese instante que podía descansar; el Jefe se había
hecho cargo de la situación. Aun cuando algún día leyera el expediente secreto, las
palabras no significarían nada para él. La pequeña tienda de aspiradoras había
naufragado sin posibilidad de recuperación bajo la marea de la imaginación literaria
del Jefe. El agente 59 200/5 había quedado tipificado.
—Todo eso forma parte de la personalidad de ese hombre —explicaba el Jefe a
Hawthorne, como si hubiera sido él y no su subordinado el que había abierto la puerta
de la calle Lamparilla—. Un hombre que ha aprendido a contar las monedas y
arriesgar los billetes. Por eso no es socio del Club de Campo… no tiene nada que ver
con el fracaso de su matrimonio. Usted es un romántico, Hawthorne. Las mujeres han
sido en su vida cosas pasajeras; sospecho que jamás significaron tanto como el
trabajo. El secreto de utilizar con éxito a un agente estriba en comprenderlo. Nuestro
hombre en La Habana pertenece, podríamos decir, a la época de Kipling. Caminar
con los reyes… ¿cómo sigue?… y mantener la virtud, las compañías y el sentido
común. Me figuro que en algún rincón de los cajones de su escritorio manchado de
tinta hay una vieja libreta de piel negra, en la que están anotadas sus primeras
operaciones… un cuarto de gruesa de bandas elásticas, seis cajas de plumillas de
acero…
—No creo que sea tan anticuado que use todavía plumillas de acero, señor.
El Jefe suspiró y volvió a colocar en su sitio el monóculo negro. El ojo inocente
había vuelto a esconderse al primer indicio de oposición.
—Poco importan los detalles, Hawthorne —replicó el Jefe con irritación—. Pero
si quiere usted manejarle con éxito, tendrá que encontrar esa libreta negra. Hablo
metafóricamente.
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—Sí, señor.
—Eso de que ha vivido como un recluso porque perdió a su mujer es una
apreciación errónea, Hawthorne. Un hombre así reacciona de manera muy distinta.
No demuestra su desgracia, no expone su corazón a la vista de cualquiera. Si lo que
usted dice fuera cierto, ¿por qué no se hizo socio de ese club antes de que muriera su
esposa?
—Ella le abandonó.
—¿Le abandonó? ¿Está seguro?
—Completamente, señor.
—Ella jamás encontró esa libreta de piel negra. Encuéntrela, Hawthorne, y ese
hombre será suyo de por vida. ¿De qué estábamos hablando?
—Del tamaño de su oficina, señor. No le resultará fácil absorber muchos nuevos
empleados.
—Nos libraremos gradualmente de los más viejos. Concédale el retiro a esa
secretaria vieja…
—En realidad…
—Claro que todo esto no son más que especulaciones, Hawthorne. Quizá,
después de todo, no sea el hombre adecuado. Estos viejos comerciantes son plata de
ley, pero a veces no son capaces de ver lo bastante más allá de la oficina de
contabilidad como para sernos útiles a gente como nosotros. Le juzgaremos por sus
primeros informes, pero siempre conviene planearlo todo con un poco de
anticipación. Hable con la señorita Jenkinson y vea si hay alguna de entre sus chicas
que hable español.
Hawthorne subió en el ascensor piso por piso desde el sótano: una visión del
mundo desde un cohete. Europa Occidental se hundía a sus pies, el Oriente próximo,
América Latina. Los ficheros del archivo se erguían alrededor de la señorita
Jenkinson como los pilares de un templo en torno a una pitonisa envejecida. Sólo se
la conocía por su apellido. Por alguna inescrutable razón de seguridad a cada uno de
los otros habitantes del edificio se les llamaba por su nombre de pila. Cuando
Hawthorne entró, dictaba a una secretaria: «Memorándum para la Oficina de
Administración. Angélica ha sido trasladada a. C. 5 con un aumento salarial de ocho
libras por semana. Por favor, ocúpese de que dicho aumento se haga efectivo
inmediatamente. Para anticiparme a sus objeciones, podría indicarle que Angélica se
está acercando al nivel financiero de un conductor de autobús».
—¿Sí? —preguntó la señorita Jenkinson con tono cortante—. ¿Sí?
—El Jefe me ha dicho que la viera.
—No tengo personal disponible.
—Por el momento no queremos a nadie. Sólo hemos discutido algunas
posibilidades.
—Ethel, querida, telefonea a D. 2 y dile que no permitiré que mis secretarias
sigan trabajando después de las siete de la tarde, excepto en caso de emergencia
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nacional. Dile que si estallara una guerra o hubiera probabilidades de que estallara, el
cuerpo de secretarias debería ser informado.
—Quizá necesitemos una secretaria que hable español, para el Caribe.
—No tengo a nadie disponible —repitió mecánicamente la señorita Jenkinson.
—La Habana… una agencia pequeña, clima agradable.
—¿Cuántos en el equipo?
—De momento un hombre solo.
—No soy una agencia matrimonial —dijo la señorita Jenkinson.
—Un hombre de edad madura con una hija de dieciséis años.
—¿Casado?
—Se podría decir que sí —respondió Hawthorne con vaguedad.
—¿Es persona estable?
—¿Estable?
—¿Digno de confianza, serio, emocionalmente seguro?
—Oh, sí, sí, de eso puede estar convencida. Es uno de esos comerciantes
chapados a la antigua —respondió Hawthorne, continuando lo que el Jefe había
comenzado—. Hizo su empresa de la nada. No le interesan las mujeres. Se podría
decir que está más allá del sexo.
—Nadie está más allá del sexo —dijo la señorita Jenkinson—. Soy responsable
de las chicas que envío al extranjero.
—Creía que no tenía a nadie disponible.
—Bueno —respondió la señorita Jenkinson—, tal vez podría, bajo ciertas
circunstancias, permitirle que se llevara a Beatrice.
—¡A Beatrice, señorita Jenkinson! —exclamó una voz desde detrás de los
ficheros.
—He dicho Beatrice, Ethel, y me refiero a Beatrice.
—Pero señorita Jenkinson…
—Beatrice necesita algo de experiencia práctica… eso es lo único malo. La plaza
es perfecta para ella. No es demasiado joven. Le gustan los niños.
—Lo que la agencia necesitará —aseguró Hawthorne— es una persona que hable
español. El amor a los niños no es esencial.
—Beatrice es medio francesa. En realidad habla el francés mejor que el inglés.
—He dicho español.
—Es lo mismo. Las dos son lenguas románicas.
—Tal vez podría verla y hablar un poco con ella. ¿Está bien preparada?
—Es muy buena codificadora y ha hecho un curso de microfotografía en Ashley
Park. Su taquigrafía no es muy buena, pero como mecanógrafa es excelente. Tiene
buenos conocimientos de electrodinámica.
—¿Qué es eso?
—No estoy segura, pero no siente ningún terror ante una caja de fusibles.
—¿O sea que entenderá de aspiradoras?
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—Es una secretaria, no una sirvienta.
Un cajón de fichero se cerró con estrépito.
—La toma o la deja —dijo la señorita Jenkinson. Hawthorne tuvo la impresión de
que la mujer se habría referido a Beatrice muy a gusto como a un objeto.
—¿Es la única que puede sugerir?
—La única.
Otra vez se cerró un cajón ruidosamente.
—Ethel —dijo la señorita Jenkinson—, si no es capaz de desahogarse de una
manera más silenciosa, la devolveré a D. 3.
Hawthorne se alejó pensativo; tenía la impresión de que la señorita Jenkinson,
con considerable agilidad, le había vendido algo en lo que ella no creía: le había dado
gato por liebre, o un perrito… o, mejor dicho, una perrita.
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SEGUNDA PARTE
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Capítulo 1
1
Wormold salió del consulado con un cable en el bolsillo superior de la chaqueta.
Se lo habían arrojado con rudeza y cuando trató de hablar le habían interrumpido:
—No queremos saber nada de esto. Se trata de una medida temporal. Cuanto
antes acabe, mejor para nosotros.
—El señor Hawthorne dijo…
—No conocemos a ningún señor Hawthorne. Por favor, recuérdelo bien. Aquí no
hay ningún empleado con ese nombre. Buenos días.
Se marchó andando hasta su casa. La amplia ciudad se tendía junto al Atlántico
inmenso; las olas rompían sobre la Avenida de Maceo y salpicaban los parabrisas de
los coches. Los pilares rosas, grises y amarillos de lo que fuera en su día el barrio
aristocrático estaban erosionados como rocas; un antiguo blasón, cubierto de tizne y
casi sin forma, estaba incrustado sobre la puerta de un mísero hotel y los postigos de
una sala de fiestas se veían pintados de colores brillantes y crudos, para protegerlos
de la humedad y la sal del océano. En el oeste, los edificios de acero de la ciudad
nueva se erguían más altos que faros, hasta hundirse en el claro cielo de febrero. Era
una ciudad para visitar, no para vivir en ella, pero era la ciudad en que Wormold se
había enamorado por primera vez y se sentía aferrado a ella como al escenario de un
desastre. El tiempo otorga poesía a un campo de batalla y quizá Milly se asemejara
un poco a la flor que nace en una muralla vieja, donde ha sido rechazado algún ataque
cruento, con pérdida de gran número de vidas, muchos años antes. En la calle
pasaban a su lado las mujeres, con una marca de ceniza en la frente, como si hubieran
llegado a la superficie desde el subsuelo. Recordó que era miércoles de ceniza.
A pesar de hallarse en vacaciones, Milly no estaba en casa cuando él llegó; quizá
estuviera aún en misa o montando a caballo en el Club de Campo. López estaba
haciendo una demostración con la aspiradora de turbosucción para el ama de llaves
de un sacerdote que había rechazado la de Pila Atómica. Los peores miedos de
Wormold respecto al nuevo modelo se habían visto confirmados, porque no había
logrado vender ni un solo ejemplar. Subió a su apartamento y abrió el telegrama;
estaba dirigido a uno de los departamentos del Consulado Británico y las cifras que
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seguían tenía un aspecto feo, como los números de lotería que han quedado sin
vender en el día del sorteo. Había un 2674 y después una larga fila de numerales de
cinco cifras: 42 811 79 145 72 312 59 200 80 947 62 533 10 605 y otros más. Era el
primer telegrama que recibía y advirtió que estaba remitido desde Londres. No estaba
seguro de poder descifrarlo (tan lejana parecía aquella lección), pero reconoció un
grupo aislado, 59 200, que tenía un aire abrupto y admonitorio, como si Hawthorne
hubiera subido en aquel momento, acusador, por la escalera. Con aire lúgubre cogió
los Cuentos de Shakespeare de Lamb; cuánto había detestado siempre a Elia y el
ensayo sobre el cerdo asado. El primer grupo de cifras, recordó, indicaba la página, la
línea y la palabra con la que comenzaba la codificación. «Dionisia, la malvada mujer
de Cleón», leyó, «se encontró con un fin adecuado a sus merecimientos». Comenzó a
descifrar a partir de «merecimientos». Para su sorpresa, realmente surgió algo en el
papel. Era como si un extraño loro heredado hubiera roto de pronto a hablar. «N.º 1
del 24 de enero lo que sigue procede de 59 200 comienza párrafo A».
Después de haber trabajado durante tres cuartos de hora sumando y restando,
había descifrado el mensaje, exceptuado el párrafo final donde algo no marchaba
bien, quizá por culpa suya, de 59 200, o quizá de Charles Lamb. «Lo que sigue
procede de 59 200 comienza párrafo A casi un mes desde la aprobación de su ingreso
en el Club de Campo y no hemos recibido ninguna repito ninguna información
referente a subagentes propuestos punto confío repito confío no reclutará ningún
subagente antes haberle investigado bien punto comienza párrafo B informe
económico y político de acuerdo con cuestionario entregado a usted ha de ser
despachado inmediatamente a 59 200 punto comienza párrafo C galón maldito debe
ser remitido a Kingston termina primer mensaje tubercular».
El último párrafo tenía un aire de incoherencia airada que preocupó a Wormold.
Por primera vez se le ocurrió que a los ojos de ellos —fueran ellos quienes fuesen—
había aceptado dinero sin dar nada a cambio. Esto le inquietó. Hasta ese momento
había pensado que era el destinatario de un excéntrico regalo que había permitido a
Milly practicar equitación en el Club de Campo y a él pedir a Inglaterra algunos
libros que siempre había deseado. El resto del dinero estaba ahora depositado en el
banco; creía a medias que algún día estaría en condiciones de devolvérselo a
Hawthorne.
Wormold pensó: tengo que hacer algo, darles algunos nombres para que los
investiguen, reclutar algún agente, tenerles contentos. Recordó cuando Milly jugaba a
las tiendas y le daba su dinero para que hiciera compras imaginarias. Había que
seguir el juego, pero antes o después Milly siempre le pedía que le devolviera el
dinero.
Se preguntó cómo se reclutaría un agente. Le resultaba difícil recordar con
exactitud lo que había hecho Hawthorne para reclutarle a él; sólo se acordaba de que
todo el asunto había empezado en un lavabo, pero seguramente que esa circunstancia
no era esencial. Decidió comenzar con un caso razonablemente sencillo.
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—¿Me ha llamado, señor Vormell? —Por alguna razón el apellido Wormold
excedía en mucho las posibilidades de pronunciación de López, pero dado que, al
parecer, tampoco era capaz de decidirse por un sustituto satisfactorio, era muy raro
que llamara a Wormold dos veces de la misma manera.
—Quiero hablar con usted, López.
—Sí, señor[*] Vormell.
Wormold comenzó:
—Lleva usted muchos años conmigo. Nos fiamos el uno del otro.
López expresó la totalidad de su confianza llevándose la mano al corazón.
—¿Le gustaría ganar algo más de dinero mensualmente?
—Naturalmente… Estaba a punto de hablarle de ese asunto, señor Ommel. Voy a
tener otro hijo. ¿Quizá veinte pesos?
—Esto no tiene nada que ver con la tienda. Las ventas van muy mal, López. Le
propongo un trabajo confidencial, para mí, personalmente, ya me entiende.
—Ah, sí, señor.[*] Servicios personales, ya comprendo. Puede fiarse de mí. Soy
discreto. Desde luego que no le diré nada a la señorita.[*].
—Creo que no lo ha entendido.
—Cuando un hombre llega a cierta edad —dijo López—, ya no quiere buscarse
una mujer él mismo, quiere olvidar los problemas. Sólo desea ordenar: «esta noche sí,
mañana no». Dar instrucciones a alguien en quien confía…
—No me refería a nada de eso. Lo que trataba de decirle… bueno, no tiene nada
que ver…
—No es necesario que se sienta incómodo al hablar conmigo, señor[*] Vormole.
Llevo con usted muchos años.
—Está cometiendo un error —dijo Wormold—, no tengo ninguna intención de…
—Comprendo que para un caballero inglés en su posición lugares como el San
Francisco no son adecuados. Ni siquiera el Mamba Club.
Wormold sabía que nada de lo que pudiera decir frenaría la elocuencia de su
dependiente, que ya se había embarcado en el importante tema de La Habana; la
«bolsa» sexual no sólo era el comercio primordial de la ciudad, sino también la única
raison d’être de la vida de un hombre. El sexo se compraba o se vendía, eso no
importaba, pero jamás se regalaba.
—Los jóvenes necesitan variedad —decía López—, pero también los hombres de
cierta edad. En el caso de la juventud es la curiosidad de la ignorancia, en el caso de
los viejos lo que necesitan es refrescar el apetito. Nadie puede servirle mejor que yo,
porque he estudiado su carácter, señor[*] Venell. Usted no es cubano: para usted la
forma del trasero de una chica tiene menos importancia que cierta suavidad en el
comportamiento…
—Me ha interpretado mal —advirtió Wormold.
—Esta noche la señorita[*] irá a un concierto.
—¿Cómo lo sabe?
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López hizo caso omiso de la pregunta.
—Mientras ella esté fuera, le traeré una joven, para que la vea. Si no le gusta, le
traeré otra.
—No hará nada de eso. No son esos los servicios que deseo, López. Quiero…
verá, quiero que mantenga abiertos los ojos y los oídos y que me informe…
—¿Acerca de la señorita?
—¡Cielos, no!
—¿Que le informe de qué, señor Vommold?
Wormold empezó:
—Bueno, de cosas como… —pero no sabía de qué podía informarle López.
Recordaba solamente unos cuantos puntos del largo cuestionario, y ninguno de ellos
le pareció adecuado. «Posible infiltración comunista en las fuerzas armadas. Cifras
reales de la producción de azúcar y tabaco del año pasado». Por supuesto que estaba
el contenido de las papeleras de las oficinas a las que acudía López para el servicio de
mantenimiento de las aspiradoras, pero seguro que Hawthorne bromeaba al hablar del
caso Dreyfus… si es que esos hombres bromeaban alguna vez en su vida.
—¿Cómo qué, señor?
Wormold dijo:
—Luego se lo explicaré. Ahora vuelva a la tienda —dijo Wormold.
2
Era la hora del daiquiri y en el Wonder Bar el doctor Hasselbacher se sentía feliz
con su segundo whisky.
—¿Sigue usted preocupado, señor Wormold? —preguntó.
—Sí, estoy preocupado.
—¿Por la aspiradora, esa aspiradora atómica?
—No se trata de la aspiradora —bebió su daiquiri y pidió otro.
—Hoy está bebiendo muy de prisa.
—Usted jamás ha necesitado dinero, ¿verdad, Hasselbacher? Pero claro, es que
usted no tiene una hija.
—Dentro de poco, usted tampoco la tendrá.
—Supongo que no. —El consuelo era tan frío como el daiquiri—. Cuando llegue
ese momento, Hasselbacher, quiero que los dos estemos lejos de aquí. No quiero que
despierte a Milly ningún capitán Segura.
—Eso me parece comprensible.
—El otro día me ofrecieron dinero.
—¿Sí?
—Para que consiguiera información.
—¿Qué clase de información?
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—Información secreta.
El doctor Hasselbacher suspiró. Después dijo:
—Es usted hombre de suerte, señor Wormold. Esa información se puede dar con
facilidad.
—¿Con facilidad?
—Si es lo bastante secreta, sólo la tiene usted. Todo lo que necesita es un poco de
imaginación, señor Wormold.
—Quieren que reclute agentes. ¿Cómo se recluta un agente, Hasselbacher?
—También puede inventarlos, señor Wormold.
—Habla como si tuviera experiencia.
—La medicina es mi experiencia, señor Wormold. ¿Ha leído alguna vez los
anuncios de remedios secretos? Un tónico para el cabello, cuya fórmula fue revelada
por el jefe de una tribu de pieles rojas en el momento de morir. Cuando se trata de un
remedio secreto no hay que imprimir la fórmula. Y hay algo en lo secreto que
impulsa a creer a la gente… quizá un vestigio de magia. ¿Ha leído a sir James
Frazer?
—¿Sabe lo que es un libro-código?
—No me diga demasiado, señor Wormold, se trate de lo que se trate. Los secretos
no son cosa mía… no tengo hijos. Por favor, no me invente como agente suyo.
—No, no puedo hacerlo. A esta gente no le gusta nuestra amistad, Hasselbacher.
No quieren que me acerque a usted. Le están investigando. ¿Cómo cree que se
investiga a un hombre?
—No lo sé. Tenga cuidado, señor Wormold. Coja el dinero, pero no les dé nada a
cambio. Es usted vulnerable a los Segura. Mienta y mantenga su libertad. Ellos no se
merecen la verdad.
—¿A quiénes se refiere cuando dice ellos?
—A las monarquías, a las repúblicas, al poder. —Vació su vaso—. Tengo que ir a
ver mi cultivo, señor Wormold.
—¿Ha ocurrido ya algo?
—No, gracias a Dios. Mientras no pasa nada, todo es posible, ¿no cree? Es una
pena que haya sorteos de lotería. Pierdo ciento cuarenta mil dólares cada semana y
soy hombre pobre.
—¿No olvidará el cumpleaños de Milly?
—Tal vez la investigación se vuelva en contra mía y usted no quiera que vaya.
Pero recuerde: mientras mienta no hará ningún daño.
—Cogeré el dinero.
—No tienen más dinero que el que nos quitan a hombres como usted y como yo.
Abrió la puerta y se marchó. El doctor Hasselbacher jamás hablaba en términos
de moralidad; eso quedaba fuera de la incumbencia de un médico.
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3
Wormold halló una lista de los socios del Club de Campo en la habitación de
Milly. Sabía dónde buscarla; entre el último volumen del Anuario de la amazona y
una novela titulada Yegua blanca, escrita por la señorita «Pony» Traggers. Se había
hecho socio del Club de Campo con el fin de encontrar agentes adecuados y allí
estaban, en doble columna, a lo largo de unas veinte páginas. Su mirada fue a dar en
un nombre anglosajón: Vincent C. Parkman quizá fuera el padre de Earl. A Wormold
le parecía que tenía todo el derecho del mundo a mantener a los Parkman dentro de la
misma familia.
Cuando se sentó para cifrar el mensaje, ya había elegido otros dos nombres: el de
un ingeniero, un tal Cifuentes y el de un profesor, Luis Sánchez. El profesor, fuera
quien fuese, le parecía un candidato razonable para el espionaje económico, el
ingeniero podía proporcionar información técnica, y el señor Parkman sería el
encargado de la política. Con los Cuentos de Shakespeare abiertos ante él (había
elegido como pasaje clave la frase «que lo que venga sea feliz»), cifró su mensaje:
«Número 1 del 25 de enero comienza párrafo he reclutado a mi dependiente y le he
asignado el símbolo 59 200/5/1 punto pago propuesto quince pesos al mes punto
comienza párrafo B por favor investigar a las siguientes…».
Toda esa división en párrafos le parecía a Wormold una pérdida extravagante de
tiempo y de dinero, pero Hawthorne le había dicho que era parte de la disciplina, del
mismo modo que Milly había insistido en que todo lo que comprara en su tienda
estuviera envuelto en papel, aunque se tratara de una única cuenta de cristal.
«Comienza párrafo C el informe económico solicitado seguirá muy pronto por
valija».
No tenía más que esperar las respuestas y preparar el informe económico. Eso le
preocupaba. Había enviado a López a comprar todos los periódicos del gobierno que
pudiera encontrar con datos acerca de las industrias del azúcar y del tabaco; ésa había
sido la primera misión de López, y ahora cada día pasaba varias horas leyendo los
periódicos locales con el propósito de marcar cualquier pasaje que pudieran utilizar el
profesor o el ingeniero; no era probable que nadie en Kingston o en Londres estudiara
los periódicos de La Habana. Él mismo encontró un mundo nuevo en esas páginas
malamente impresas; quizá en el pasado había dependido en exceso del New York
Times o del Herald Tribune para hacerse una visión del mundo. A la vuelta de la
esquina del Wonder Bar una muchacha había sido acuchillada: «mártir del amor». La
Habana estaba llena de mártires de una clase u otra. Un hombre había perdido su
fortuna en el Tropicana en una sola noche; había subido al escenario, había abrazado
a una cantante de color y después se había precipitado con su coche al mar y había
muerto ahogado. Otro hombre se había ahorcado con cuidadosa precisión sirviéndose
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de unos tirantes. También había milagros: una virgen había llorado lágrimas saladas y
una vela encendida ante la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe había ardido
inexplicablemente, sin extinguirse, durante una semana, de viernes a viernes. De este
cuadro de violencia y pasión y amor, las únicas excluidas eran las víctimas del
capitán Segura: sufrían y morían sin el valimiento de la Prensa.
El informe económico resultó ser una tarea tediosa, porque Wormold jamás había
aprendido a escribir a máquina con más de dos dedos y tampoco sabía usar el
tabulador. Era necesario alterar las estadísticas oficiales, para el caso de que alguien
en la oficina central tuviera la idea de comparar los dos informes, y a veces Wormold
se olvidaba de que había modificado una cifra. Sumar y restar jamás habían sido su
fuerte. Un decimal quedó mal situado y tuvo que buscarlo, recorriendo arriba y abajo
una docena de columnas. Era como dirigir un coche miniatura en la pantalla de un
juego electrónico.
Después de una semana comenzó a preocuparse por la falta de respuesta. ¿Se
habría olido algo Hawthorne? Pero recibió un estímulo temporal cuando le citó el
consulado; el empleado agrio le entregó un sobre sellado dirigido, por alguna razón
inexplicable para él, al «señor Luke Penny». Dentro del sobre había otro, en el que se
leía «Henry Leadbetter. Servicios de Investigación Civil»; un tercer sobre tenía el
número 59 200/5 y contenía el total de tres meses de sueldo y dinero para gastos en
billetes cubanos. Los llevó al banco de Obispo.
—¿Para la cuenta de la tienda, señor Wormold?
—No, para la personal. —Pero experimentó una sensación de culpabilidad
mientras el cajero contaba; sintió como si hubiera estafado a la compañía.
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Capítulo 2
1
Pasaron diez días sin que recibiera ninguna noticia. Ni siquiera podía enviar el
informe económico hasta que el agente imaginario que lo había escrito no fuese
investigado y aprobado. Llegó la época de su visita anual a los representantes con
tiendas fuera de La Habana, en Matanzas, Cienfuegos, Santa Clara y Santiago. Tenía
por costumbre visitar esas ciudades yendo por carretera, en su viejo «Hillman». Antes
de partir envió un cable a Hawthorne. «Bajo pretexto de visitar representantes de
aspiradoras propongo investigar posibilidades de reclutamiento en puerto de
Matanzas, centro industrial de Santa Clara, centro operaciones de Marina en
Cienfuegos y centro disidente de Santiago. Calculados gastos diarios de viaje en
cincuenta dólares». Besó a Milly, le hizo prometer que en su ausencia no subiría al
coche del capitán Segura, y cojeando se encaminó hacia el Wonder Bar para echar un
trago estimulante con el doctor Hasselbacher.
2
Una vez al año, y siempre durante su gira, Wormold escribía a su hermana
pequeña que vivía en Northampton. (Escribiendo a Mary se curaba
momentáneamente de la soledad que sentía cuando no estaba con Milly).
Invariablemente, también, incluía los últimos sellos cubanos para su sobrino. El chico
había empezado a coleccionarlos a los seis años de edad y, con el rápido y rutinario
pasar del tiempo, se había borrado de la memoria de Wormold el hecho de que su
sobrino ya había pasado de los diecisiete, y probablemente había dejado de
coleccionar sellos hacía años. En todo caso, tenía que ser demasiado mayor para la
nota que Wormold escribió en el papel que envolvía los sellos; era un texto
demasiado infantil incluso para Milly, y su sobrino le llevaba varios años.
«Querido Mark», escribió Wormold, «aquí van unos sellos para tu colección. Ya
debe ser bastante grande; me temo que éstos no sean muy interesantes. Me gustaría
que tuviéramos aquí en Cuba sellos de pájaros, animales o mariposas como aquéllos
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tan bonitos que me enseñaste de Guatemala. Con mucho cariño, tu tío. P. S.: estoy
sentado frente al mar y hace mucho calor».
A su hermana le escribió de modo más explícito: «Estoy sentado frente a la bahía
de Cienfuegos y la temperatura pasa de los treinta grados, aunque ya hace una hora
que se ha puesto el sol. En el cine anuncian una película de Marilyn Monroe y en el
puerto está anclado un barco que lleva un nombre bastante exótico: es el Juan
Belmonte. (¿Recuerdas aquel invierno, en Madrid, cuando fuimos a una corrida de
toros?). El jefe de máquinas del barco —creo que es el jefe— está sentado junto a una
mesa contigua, bebiendo coñac español. No tiene nada que hacer, como no sea ir al
cine. Éste debe de ser uno de los puertos más tranquilos del mundo. Sólo la calle
rosada y amarilla y unas pocas cantinas y la gran chimenea de una refinería de azúcar
y, al final de un camino cubierto de maleza, el Juan Belmonte. Me gustaría viajar con
Milly en ese barco, pero no sé. Las aspiradoras no se venden bien; la corriente
eléctrica es poco segura en estos días inciertos. Anoche, en Matanzas, se fue la luz
tres veces; la primera, yo estaba bañándome. En fin, estas noticias son muy tontas
para enviarlas por escrito a Northampton.
No creas que soy desdichado. Se pueden decir muchas cosas buenas de estos
lugares. A veces temo volver a nuestra tierra, ir a Boots y a Woolworths y a las
cafeterías y encontrarme con que soy un extraño incluso en el White Horse. El jefe de
máquinas está con una chica: supongo que tendrá otra en Matanzas; le está dando
coñac en la boca como se le da medicina a un gato enfermo. Aquí, cuando se pone el
sol, la luz es maravillosa: una amplia franja dorada y las aves marinas como puntos
negros sobre las olas de peltre. La mole blanca de la estatua del Paseo, que a la luz
del día parece la Reina Victoria, ahora es una masa de ectoplasma. Los limpiabotas
ya han colocado sus cajas al pie de los sillones instalados bajo la columna de color
rosa: te sientas muy arriba, por encima de la calzada, como en una escalerilla de
biblioteca y dejas los pies apoyados sobre dos pequeños caballos de mar, de bronce,
que bien podría haber traído hasta aquí un fenicio. ¿Por qué estoy tan nostálgico?
Supongo que es porque he ahorrado algo de dinero y pronto tendré que decidir si me
marcharé para siempre. Me pregunto si Milly estará en condiciones de adaptarse a
una academia de secretariado en alguna calle gris del norte de Londres.
¿Cómo están la tía Alice y su famosa cera de los oídos? ¿Y cómo está el tío
Edward? ¿O ya ha muerto? He llegado a ese período de la vida en el que los
familiares mueren sin que te des cuenta».
Pagó y preguntó cómo se llamaba el jefe de maquinas; se le había ocurrido
llevarse algunos nombres, para justificar sus gastos.
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En Santa Clara su viejo Hillman se quedó inmóvil bajo él como una mula
cansada; algo grave le ocurría en las entrañas y sólo Milly podría haber sabido de qué
se trataba. El hombre del taller le dijo que la reparación llevaría varios días y
Wormold decidió ir a Santiago en autobús. En cualquier caso, tal vez eso era lo más
seguro y lo más rápido, porque en la Provincia de Oriente, donde los rebeldes de
siempre ocupaban las montañas y las tropas del gobierno las carreteras y las ciudades,
eran frecuentes los bloqueos, y los autobuses sufrían a menudo menos retrasos que
los coches privados.
Llegó a Santiago por la noche, durante las horas peligrosas y vacías de un toque
de queda extraoficial. Todas las tiendas de la plaza que se abría junto a la fachada de
la Catedral estaban cerradas. Un sola pareja pasó de prisa ante el hotel; la noche era
cálida y húmeda y el follaje pendía oscuro y pesado a la pálida luz de los faroles
callejeros encendidos a media potencia. En recepción le saludaron con aire de
sospecha, como si dieran por sentado que era un espía de una u otra clase. Se sentía
un impostor, porque aquél era un hotel de auténticos espías, de soplones y agentes
rebeldes verdaderos. Un borracho hablaba sin cesar en el bar mortecino, como
diciendo, al estilo de Gertrude Stein, «Cuba es Cuba es Cuba».
Wormold comió, por toda cena, una tortilla francesa, manchada y con los bordes
levantados, como un viejo manuscrito, y bebió un vaso de vino agrio. Mientras
comía, escribió unas líneas al doctor Hasselbacher en una postal. Cada vez que salía
de La Habana, enviaba a Milly y al doctor Hasselbacher, y algunas veces también a
López, malas fotografías de malos hoteles, con una cruz sobre una ventana, como
esas cruces de las novelas policíacas, que indican dónde se cometió el crimen. «El
coche averiado. Todo en calma. Espero estar de regreso el jueves». Una postal es
síntoma de soledad.
A las nueve en punto Wormold salió para ir a ver a su representante. Había
olvidado lo desoladas que quedaban las calles de Santiago después de la caída de la
noche. Detrás de las rejas de hierro, los postigos estaban cerrados y, como en una
ciudad ocupada, las casas volvían la espalda a quienes pasaban por la calle. Un cine
arrojaba un poco de luz, pero no había espectadores que entraran en él; por ley tenía
que permanecer abierto, pero no era probable que nadie, exceptuando los soldados y
los policías, se animara a frecuentarlo después de la caída del sol. Al fondo de una
bocacalle Wormold vio pasar una patrulla militar.
Wormold se sentó con su representante en una pequeña habitación calurosa. Una
puerta abierta daba a un patio, a una palmera y a una fuente de hierro forjado, pero el
aire de fuera era tan caliente como el de dentro. Se sentaron frente a frente en sendas
mecedoras, meciéndose el uno hacia delante y el otro hacia atrás y produciendo
mínimas corrientes de aire.
Las ventas iban mal —tris, tras—, nadie compraba electrodomésticos en Santiago
—tris, tras—, ¿para qué? —tris, tras—. Como si deseara ilustrar el tema, la luz
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eléctrica se extinguió y los dos hombres continuaron meciéndose en la oscuridad.
Perdieron el ritmo y sus cabezas chocaron ligeramente.
—Perdón.
—Ha sido culpa mía.
Tris, tras, tris, tras.
Alguien arrastró una silla en el patio.
—¿Su mujer? —preguntó Wormold.
—No, no hay nadie. Estamos solos.
Wormold se meció hacia delante, se meció hacia atrás, hacia delante otra vez,
escuchando los movimientos furtivos en el patio.
—Sí, claro. —Así era Santiago. Cualquier casa podía ser el refugio de un hombre
que vivía en la clandestinidad. Lo mejor era no oír nada; no ver nada no constituía el
menor problema, aun cuando la luz había vuelto a alimentar a medias un delgado
filamento que brillaba apenas con un resplandor amarillo.
En su camino de regreso hacia el hotel, fue detenido por dos policías. Querían
saber qué estaba haciendo en la calle a hora tan avanzada.
—Si sólo son las diez —respondió.
—¿Qué está haciendo en la calle a las diez?
—No hay toque de queda, ¿verdad?
De pronto, sin advertencia previa, uno de los policías le dio una bofetada. Más
que ira sintió un gran desconcierto. Pertenecía a la clase de los que respetan la ley: los
policías eran sus protectores naturales. Se llevó una mano a la mejilla y dijo:
—Pero, oiga usted, ¿qué se ha creído…? —El otro policía, de un golpe en la
espalda, le mandó dando traspiés acera abajo. Su sombrero cayó a la suciedad
acumulada junto al bordillo. Dijo—: Deme mi sombrero —y sintió que volvían a
empujarle. Comenzó a decir algo acerca del cónsul británico y le arrojaron de
costado, girando sobre sí mismo, hacia una puerta al otro lado de la calle. Esta vez
aterrizó dentro de un portal, frente a un escritorio sobre el que un hombre dormía con
la cabeza apoyada en los brazos. El hombre se despertó y empezó a gritarle: la
expresión más suave que pronunció fue «cerdo».
Wormold dijo:
—Soy un súbdito británico, mi apellido es Wormold, mis señas: Lamparilla, 37,
La Habana. Edad, cuarenta y cinco, divorciado y quiero telefonear al cónsul.
El hombre que le había llamado cerdo y que tenía en la manga los galones de
sargento le pidió que mostrara su pasaporte.
—No puedo. Está en mi cartera, en el hotel.
Uno de sus policías dijo, satisfecho:
—Encontrado en la calle sin documentos.
—Vacía sus bolsillos —ordenó el sargento. Le sacaron el billetero y la postal para
el doctor Hasselbacher, que se había olvidado de echar en un buzón, y una botella en
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miniatura de whisky Old Granddad, que había comprado en el bar del hotel. El
sargento estudió la botella y la postal.
—¿Por qué lleva esta botella? ¿Qué contiene? —preguntó.
—¿Usted qué cree?
—Los rebeldes hacen granadas con botellas.
—Seguro que no serán tan pequeñas.
El sargento quitó el corcho, olió y vertió un poco de líquido en la palma de la
mano.
—Parece whisky —dijo y dirigió su atención a la postal; preguntó—: ¿Por qué ha
hecho una cruz en esta fotografía?
—Es la ventana de mi habitación.
—¿Por qué quiere indicar la ventana de su habitación?
—¿Por qué no? Sólo es… bueno, una de esas cosas que hace uno cuando sale de
viaje.
—¿Espera que entre algún visitante por esa ventana?
—Desde luego que no.
—¿Quién es el doctor Hasselbacher?
—Un viejo amigo.
—¿Va a venir a Santiago?
—No.
—¿Para qué quiere mostrarle dónde está su habitación?
Comenzaba a comprender eso que sabe tan bien la clase criminal, la
imposibilidad de explicar nada a un hombre que tiene poder.
Replicó con petulancia:
—El doctor Hasselbacher es una mujer.
—¡Una mujer médico! —exclamó el sargento en tono de censura.
—Es doctora en filosofía. Una mujer muy hermosa —hizo dos curvas en el aire.
—¿Y va a venir a reunirse con usted en Santiago?
—No, no. Pero ya conoce a las mujeres, sargento. Les gusta saber dónde duerme
su hombre.
—¿Es usted su amante? —la atmósfera había mejorado—. Eso no explica que
ande por las calles de noche.
—No hay ninguna ley…
—No hay ninguna ley, pero las personas prudentes se quedan en su casa. Sólo los
perturbadores del orden salen a la calle.
—No podía dormir pensando en Emma.
—¿Quién es Emma?
—La doctora Hasselbacher.
El sargento dijo con lentitud:
—Aquí hay algo que no marcha. Lo huelo. No me está diciendo la verdad. Si está
enamorado de Emma, ¿por qué está usted en Santiago?
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—Su marido sospecha.
—¿Tiene marido? No es muy agradable.[*] ¿Es usted católico?
—No.
El sargento cogió la postal y volvió a estudiarla.
—Una cruz en la ventana de un dormitorio. Tampoco eso está muy bien. ¿Cómo
se lo explicará ella a su marido?
Wormold pensó con rapidez.
—El marido es ciego.
—Eso no está bien. No está nada bien.
—¿Le pego otra vez? —preguntó uno de los policías.
—No hay prisa. Antes debo interrogarle. ¿Cuánto tiempo hace que conoce a esa
mujer, Emma Hasselbacher?
—Una semana.
—¿Una semana? Nada de lo que dice está bien. Es usted protestante y adúltero.
¿Cuándo conoció a esa mujer?
—Me la presentó el capitán Segura.
El sargento sostuvo la postal en el aire. Wormold oyó que a sus espaldas uno de
los policías tragaba con dificultad. Nadie dijo nada durante largo rato.
—¿El capitán Segura?
—Sí.
—¿Conoce usted al capitán Segura?
—Es amigo de mi hija.
—De modo que tiene usted una hija. Está casado. —Comenzó a decir
nuevamente—: Eso no está muy bien —cuando uno de los policías le interrumpió.
—Conoce al capitán Segura.
—¿Cómo puedo saber si dice usted la verdad?
—Llame por teléfono y pregúntele.
—Nos llevaría varias horas conseguir una conferencia con La Habana.
—No puedo irme de Santiago por la noche. Esperaré en el hotel.
—O en una celda de la comisaría.
—No creo que eso le gustara al capitán Segura.
El sargento meditó el asunto durante largo rato; mientras pensaba, revisó el
contenido del billetero. Después ordenó a uno de sus hombres que acompañara a
Wormold hasta el hotel y que allí examinara su pasaporte (de esta manera el sargento
pensaba poner a salvo su dignidad). Los dos hombres caminaron en medio de un
silencio incómodo, y sólo cuando se hubo acostado recordó Wormold que la postal
para el doctor Hasselbacher había quedado sobre el escritorio del sargento. Pensó que
no tenía importancia; le mandaría otra por la mañana. Cuánto cuesta comprender en
la vida los intrincados esquemas de los que cada cosa —incluso una postal— puede
formar parte, y la temeridad que significa desdeñar algo por poco importante. Tres
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días después Wormold cogió el autobús de vuelta a Santa Clara; su Hillman estaba
arreglado; la carretera de La Habana no le ofreció problemas.
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Capítulo 3
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—Venga a mi casa, por favor. Ha ocurrido algo.
—¿Dónde está usted?
—En mi apartamento.
—¿Qué ha pasado, Hasselbacher?
—No puedo decírselo por teléfono.
—¿Está enfermo… herido?
—Si no fuera más que eso —respondió Hasselbacher—. Venga, por favor. —En
todos los años desde que se conocían, Wormold nunca había visitado al doctor
Hasselbacher en su casa. Se habían visto en el Wonder Bar y, los días de cumpleaños
de Milly, en un restaurante; una vez el doctor Hasselbacher le había visitado en
Lamparilla, porque tenía fiebre muy alta. En una ocasión, él había llorado en
presencia de Hasselbacher, sentado en un asiento del Paseo, mientras le decía que la
madre de Milly se había marchado en el avión de esa mañana a Miami; pero su
amistad se mantenía a salvo, fundamentada en la distancia: las amistades estrechas
eran las que más fácilmente podían quebrantarse. Ahora, hasta tuvo que preguntarle a
Hasselbacher dónde vivía.
—¿No lo sabe? —preguntó Hasselbacher con asombro.
—No.
—Venga ahora mismo, por favor —pidió Hasselbacher—, no quiero estar solo.
Pero era imposible darse prisa a esa hora de la tarde. Obispo era un atasco macizo
de tráfico y transcurrió media hora antes de que Wormold llegara hasta el edificio
impersonal en el que vivía Hasselbacher, doce pisos de piedra lívida. Veinte años
antes había sido moderno, pero la nueva arquitectura de acero del barrio Oeste lo
había desplazado y le había quitado brillo. Pertenecía a la época de las sillas tubulares
y lo primero que Wormold vio cuando el doctor Hasselbacher le franqueó la entrada
fue una silla tubular. Eso y un antiguo grabado en colores de un antiguo castillo del
Rin.
El doctor Hasselbacher, igual que su voz, había envejecido de pronto. No era
cuestión de color. Esa piel agrietada y surcada de venillas no podía cambiar más que
la de una tortuga y nada podía blanquear su pelo más que los años, que ya se habían
ocupado de hacerlo. Su expresión era lo que había cambiado. Toda una actitud vital
se había violentado; el doctor Hasselbacher ya no era un optimista. Dijo con
humildad:
—Ha sido muy amable al venir, señor Wormold.
Wormold recordó el día en que el viejo se lo había llevado del Paseo y le había
llenado de copas en el Wonder Bar, hablando incesantemente, cauterizando el dolor
con alcohol, con risas y con una esperanza irresistible. Preguntó:
—¿Qué ha ocurrido, Hasselbacher?
—Entre —respondió el médico.
La sala estaba revuelta por completo; parecía como si un niño malévolo hubiera
puesto manos a la obra entre las sillas tubulares, abriendo esto, desordenando aquello,
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rompiendo unas cosas sí y otras no, según los dictados de un impulso irracional. La
fotografía de un grupo de jóvenes que blandían jarras de cerveza había sido sacada de
su marco y rasgada en cuatro partes; una reproducción en colores de «El caballero
risueño» todavía colgaba en la pared, encima del sofá donde uno de los tres cojines
había sido destripado. El contenido de un armario —cartas viejas y facturas— estaba
esparcido por el suelo y un mechón de pelo muy rubio, atado con un lazo negro, yacía
entre los escombros como un pez extenuado.
—¿Por qué? —preguntó Wormold.
—Esto importa poco —respondió Hasselbacher—, pero venga aquí.
Una habitación pequeña, convertida en laboratorio, había sido convertida una vez
más, ahora en un caos. Un mechero de gas ardía aún entre las ruinas. El doctor
Hasselbacher lo apagó. Cogió un tubo de ensayo; el contenido había sido volcado en
un fregadero. El viejo explicó:
—Usted no podría entenderlo. Estaba tratando de hacer un cultivo de… no
importa. Yo sabía que de esto no saldría nada. Sólo era un sueño. —Se sentó
pesadamente en una alta silla tubular y graduable, que se acortó de improviso bajo su
peso y le dejó caer al suelo. Siempre hay alguien que deja una cáscara de plátano en
el lugar de la tragedia. El doctor Hasselbacher se puso de pie y se sacudió el polvo de
los pantalones.
—¿Cuándo ocurrió?
—Me llamaron por teléfono, un aviso para ir a visitar a un enfermo. Intuí que
había algo equívoco, pero tuve que ir. No podía arriesgarme a no hacerlo. Cuando
regresé, encontré esto.
—¿Quién ha sido?
—No lo sé. Hace una semana me llamó una persona. Un extranjero. Quería que le
ayudara. No se trataba de un trabajo para un médico. Le dije que no. Me preguntó si
mis simpatías estaban con el Este o con el Oeste. Traté de bromear con él. Le dije que
estaban con el centro. —El doctor Hasselbacher agregó, acusador—: Hace unas
semanas usted me hizo la misma pregunta.
—Sólo era una broma, Hasselbacher.
—Lo sé. Perdóneme. Lo peor que hacen es generar todas estas sospechas. —Echó
una mirada al fregadero—. Un sueño infantil. Por supuesto que lo sé. Fleming
descubrió la penicilina gracias a un accidente inspirado. Pero un accidente tiene que
ser inspirado. Un médico viejo de segunda categoría jamás habría tenido un accidente
así, pero no era asunto de ellos, ¿no es verdad?, que yo quisiera soñar.
—No lo entiendo. ¿Qué hay detrás de esto? ¿Algo político? ¿De qué nacionalidad
era ese hombre?
—Hablaba inglés como yo, con un acento extraño. Hoy día en todo el mundo la
gente habla con acentos extraños.
—¿Ha llamado a la policía?
—Que yo sepa —replicó el doctor Hasselbacher— ese hombre era la policía.
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—¿Se llevaron algo?
—Sí. Algunos papeles.
—¿Importantes?
—No tendría que haberlos guardado jamás. Eran viejos, de hace más de treinta
años. Cuando uno es joven se compromete. Nadie tiene una vida totalmente limpia,
señor Wormold. Pero yo pensaba que el pasado era el pasado. Fui demasiado
optimista. Usted y yo no somos como la gente de aquí, no tenemos un confesionario
en el que enterrar un mal pasado.
—Tiene que tener usted alguna idea… ¿Qué harán ahora?
—Incluirme en algún fichero, quizá —respondió el doctor Hasselbacher—.
Tienen que darse importancia. Tal vez en esa ficha me asciendan a sabio atómico.
—¿No puede iniciar de nuevo su experimento?
—Oh, sí. Sí, supongo que sí. Pero, verá usted, nunca creí en esto y ahora se ha ido
por el desagüe. —Abrió el grifo para que un chorro de agua limpiara el fregadero—.
Sólo recordaría toda esta… suciedad. Eso era un sueño, esto es la realidad. —Algo
que parecía un trozo de hongo se atascó en el fregadero; Hasselbacher lo empujó con
sus dedos—. Gracias por haber venido, señor Wormold. Usted es un amigo de
verdad.
—Es tan poco lo que puedo hacer…
—Me ha dejado hablar. Ahora me encuentro mejor. Sólo tengo algo de miedo por
esos papeles. Quizá hayan desaparecido por accidente. Tal vez me hayan pasado
desapercibidos en medio de este desbarajuste.
—Le ayudaré a buscarlos.
—No, señor Wormold. No querría que viera usted nada de lo que pueda
avergonzarme.
Tomaron dos copas juntos entre las ruinas de la sala, y cuando Wormold se
marchó, el doctor Hasselbacher estaba arrodillado a los pies de «El caballero
risueño», barriendo debajo del sofá. Encerrado en su coche, Wormold sintió el
remordimiento mordisqueando en torno a él como un ratón en la celda de una cárcel.
Tal vez muy pronto los dos se acostumbraran el uno al otro y el remordimiento
viniera a comer de su mano. Otras personas parecidas a él habían hecho cosas
semejantes, hombres que permitían que les reclutaran mientras estaban sentados en
un inodoro, que abrían puertas de habitaciones de hotel con llaves ajenas y que
recibían lecciones sobre tinta invisible y sobre usos desconocidos de los Cuentos de
Shakespeare de Lamb. Las bromas siempre tenían otra cara: la cara de la víctima.
Las campanas repicaban en Santo Cristo y las palomas se remontaban desde el
tejado, en la tarde dorada, para describir círculos sobre las tiendas de lotería de la
calle O’Reilley y sobre los bancos de Obispo; niños y niñas pequeños, de sexo casi
tan imposible de diferenciar como los pájaros, salían como un río del Colegio de los
Santos Inocentes, vestidos con sus uniformes negros y blancos y llevando sus
carteritas negras. Su edad los apartaba del mundo adulto de 59 200, y su credulidad
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era de distinta clase. Wormold pensó con ternura: Milly llegará a casa dentro de un
momento. Le alegraba que ella aún fuera capaz de creer cuentos de hadas: una virgen
que daba a luz un niño, un cuadro que lloraba o que decía palabras de amor en la
oscuridad. Hawthorne y todos los de su ralea también eran gente crédula, pero lo que
ellos se tragaban eran pesadillas, historias grotescas de ciencia ficción.
¿Qué sentido tenía participar a medias en el juego? Al menos debía darles algo
que compensara el dinero que le entregaban, algo que pudieran incluir en sus
archivos y que fuera mejor que un informe económico. Escribió un borrador a toda
prisa «Número 1 del 8 de marzo comienza párrafo A en mi último viaje a Santiago he
recibido informes de distintas fuentes acerca de instalaciones militares importantes,
que se construyen en las montañas de Provincia de Oriente punto construcciones
también susceptibles de ser utilizadas contra bandas pequeñas de rebeldes que operan
en la zona punto informes de operaciones de limpieza bajo cobertura de incendios
forestales punto labriegos de varias aldeas reclutados para transportar grandes cargas
de piedras comienza párrafo B en bar de hotel en Santiago conocí piloto Aerolíneas
Cubanas en avanzado estado de ebriedad punto dijo haber observado durante vuelo
La Habana-Santiago amplias plataformas de hormigón demasiado amplias para
tratarse de un edificio párrafo C 59 200/5/3 que me acompañó en viaje a Santiago
llevó a cabo misión peligrosa cerca cuarteles militares en Bayamo e hizo dibujos de
extraña maquinaria que transportaban hacia la selva punto estos dibujos saldrán por
valija párrafo D tengo autorización para pagarle cantidad extra en vista de riesgos
serios de su misión y para suspender por un tiempo trabajo de informe económico,
dada naturaleza inquietante vital de estos informes de Oriente párrafo E tienen datos
acerca Raúl Domínguez piloto Aerolíneas Cubanas a quien propongo reclutar como
59 200/5/4».
Wormold cifró el mensaje con regocijo. Se dijo: «Jamás habría creído que lo
llevaba en la sangre». Pensó con orgullo: 59 200/5 conoce su oficio. Su buen humor
abarcó incluso a Charles Lamb. Eligió para su mensaje la página 217, línea 12: «Pero
correré el telón y mostraré el caso. ¿No está bien hecho?».
Wormold llamó a López, que estaba en la tienda. Le entregó veinticinco pesos y
le dijo:
—Éste es el sueldo del primer mes, por adelantado.
Conocía muy bien a su empleado, de modo que no esperaba su gratitud por los
cinco pesos suplementarios, pero de todas formas se sintió un tanto desconcertado
cuando López le dijo:
—Treinta pesos sería un salario de subsistencia.
—¿Qué significa eso? La agencia ya le paga muy bien.
—Esto va a representar mucho trabajo —dijo López.
—Conque sí, ¿eh? ¿Qué trabajo?
—Servicios personales.
—¿Qué servicios personales?
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—Tiene que haber mucho trabajo por medio o usted no me pagaría estos
veinticinco pesos.
Nunca podía sacar ventaja a López cuando se trataba de una discusión financiera.
—Quiero que me suba una Pila Atómica de las que hay en la tienda —dijo
Wormold.
—No tenemos más que una en el almacén.
—Súbamela.
López suspiró.
—¿Se trata de un servicio personal?
—Sí.
Cuando estuvo a solas, Wormold desarmó la aspiradora en sus distintas partes.
Después se sentó ante su escritorio y comenzó a hacer una serie de dibujos
minuciosos. Se echó atrás en su sillón y contempló sus esbozos del pulverizador
separado del mango flexible de la aspiradora, de la boquilla estrecha, de la boquilla
normal y del tubo telescópico mientras se preguntaba: ¿estaré yendo demasiado lejos?
Se percató de que había olvidado indicar la escala. Trazó un línea y la numeró: una
pulgada equivalía a tres pies. Después, para poder calcular mejor, dibujó un
hombrecito de dos pulgadas de altura bajo la boquilla. Lo vistió púlcramente con un
traje oscuro, un sombrero hongo y un paraguas.
Cuando Milly regresó esa tarde, todavía estaba ocupado, escribiendo su primer
informe con un gran mapa de Cuba extendido sobre el escritorio.
—¿Qué haces, papá?
—Estoy dando el primer paso en una nueva profesión.
Ella miró por encima de su hombro.
—¿Vas a ser autor?
—Sí, de obras de ficción.
—¿Ganarás mucho dinero con eso?
—Una cantidad moderada, Milly, si me aplico al trabajo y escribo con
regularidad. Me propongo escribir un ensayo como éste cada sábado por la tarde.
—¿Serás famoso?
—Lo dudo. A diferencia de la mayoría de los autores, todo el mérito irá a parar a
mis negros.
—¿Tus negros?
—Así es como llaman a los que escriben de verdad mientras el autor se queda con
el dinero. En mi caso, yo haré el trabajo y los negros se llevarán el mérito.
—¿Pero tú tendrás el dinero?
—¡Claro!
—¿O sea que puedo comprarme unas espuelas?
—Sí, desde luego.
—¿Te encuentras bien, papá?
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—¡Jamás he estado mejor! Qué sensación de liberación debiste experimentar al
prender fuego a Thomas Earl Parkman, junior.
—¿Por qué sigues sacando aquello a colación, papá? Ocurrió hace muchos años.
—Porque te admiro por ello. ¿Podrías volver a hacerlo?
—Claro que no. Soy demasiado mayor. Además, no hay chicos en los cursos
superiores. Papá, otra cosa. ¿Puedo comprarme una cantimplora?
—Todo lo que quieras. Espera. ¿Qué vas a poner dentro?
—Limonada.
—Sé una buena chica y alcánzame otro folio. El ingeniero Cifuentes es hombre
de muchas palabras.
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Interludio en Londres
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—No tengo conocimiento del asunto, señor. Los despaché hacia aquí de
inmediato.
—Bien, écheles un vistazo.
El Jefe esparció los dibujos sobre su escritorio. Hawthorne se separó con disgusto
del radiador e inmediatamente se sintió sacudido por un escalofrío.
—¿Se encuentra mal?
—Ayer, en Kingston, la temperatura llegaba a los treinta grados.
—Se le está debilitando la sangre. Una temporada de frío le sentará bien. ¿Qué
piensa de esto?
Hawthorne fijó la mirada en los dibujos. Le recordaban… algo. Se sintió
invadido, sin saber por qué, por una extraña desazón.
—Recordará los informes que llegaron junto con los dibujos —dijo el Jefe—. La
fuente era barra tres. ¿Quién es?
—Creo que el ingeniero Cifuentes, señor.
—Bueno, incluso él quedó desconcertado. A pesar de todos sus conocimientos
técnicos. Transportaban esas máquinas en carros especiales desde los cuarteles del
ejército en Bayamo hasta el límite de la selva. Desde allí seguían con mulas. La
dirección de la marcha: hacia esas inexplicables plataformas de hormigón.
—¿Qué dice el Ministerio del Aire, señor?
—Todos ellos están preocupados, muy preocupados. E interesados, claro.
—¿Qué dicen los de investigación atómica?
—No les hemos mostrado aún los dibujos. Ya sabe usted cómo son esos tipos.
Criticarán los detalles nimios, dirán que todo eso es increíble, que un tubo es
desproporcionado o que apunta en dirección equivocada. No se puede esperar que un
agente que trabaja de memoria reproduzca todos los detalles con exactitud. Quiero
fotografías, Hawthorne.
—Eso es mucho pedir, señor.
—Tenemos que obtenerlas. A cualquier precio. ¿Sabe lo que me ha dicho Savage?
Se lo aseguro, me ha producido una horrible pesadilla. Ha dicho que uno de los
dibujos le hace pensar en una aspiradora gigantesca.
—¡Una aspiradora! —Hawthorne se inclinó y volvió a examinar los dibujos y el
frío le hizo temblar una vez más.
—Le da escalofríos, ¿verdad?
—Pero eso es imposible, señor —se sentía como si estuviera suplicando por
salvar su carrera—. No puede ser una aspiradora, señor. Una aspiradora, no.
—Diabólico, ¿no? —dijo el Jefe—. La inventiva, la simplicidad, la imaginación
demoníaca que supone este trasto —se quitó el monóculo negro y su ojo, de un azul
infantil, captó un rayo de luz y lo hizo bailotear en la pared, por encima del radiador
—. Vea esto, aquí, de un tamaño seis veces mayor que el de un hombre. Como un
pulverizador gigantesco. Y esto… ¿qué le recuerda esto?
Hawthorne dijo desconsolado:
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—Una boquilla para alfombras, de doble dirección.
—¿Qué es eso?
—A veces la traen las aspiradoras.
—Otra vez la aspiradora. Hawthorne, creo que quizá estamos sobre la pista de
algo tan importante que la bomba H puede quedar convertida en una mera arma
convencional.
—¿Y es de desear una cosa así, señor?
—Por supuesto que sí. Nadie se preocupa por las armas convencionales.
—¿Usted qué opina, señor?
—No soy un científico —respondió el Jefe—, pero mire este enorme depósito.
Tiene que ser de la misma altura que los árboles de la selva. Con una enorme boca
abierta en el extremo superior y esta manguera… apenas si la ha indicado. Por lo que
se puede decir, tal vez mida kilómetros… quizá llegue desde las montañas hasta el
mar. Ya sabe usted que según se dice los rusos están trabajando sobre cierta idea, algo
relacionado con la energía solar, con la evaporación del mar. No sé de qué se trata,
pero sé que esto es Algo Grande. Comuníquele a nuestro hombre que necesitamos
fotografías.
—No sé cómo va a poder acercarse lo suficiente…
—Dígale que alquile un avión y que se pierda sobre esa zona. Que no lo haga él,
personalmente, por supuesto, que envíe a barra tres o a barra dos. ¿Quién es barra
dos?
—El profesor Sánchez, señor. Pero le derribarían. Tienen aviones de las fuerzas
aéreas patrullando la zona.
—Sí, ¿eh?
—Para localizar a los rebeldes.
—Eso dicen ellos. Sabe usted, Hawthorne, tengo un presentimiento.
—¿Cuál, señor?
—Creo que los rebeldes no existen. Que son imaginarios. Eso le da al gobierno la
excusa que necesita para imponer una censura sobre la información relativa a esa
zona.
—Espero que esté en lo cierto, señor.
—Sería lo mejor para todos nosotros —dijo el Jefe con excitación— que nos
hubiéramos equivocado. Tengo miedo de estas cosas; las temo, Hawthorne. —Volvió
a ponerse el monóculo y el reflejo se retiró de la pared—. Hawthorne, cuando estuvo
aquí por última vez, ¿habló con la señorita Jenkinson acerca de una secretaria para
59 200 barra 5?
—Sí, señor. No tenía ninguna candidatura especial, pero creía que una chica que
se llama Beatrice podría ser útil.
—¿Beatrice? Detesto eso de los nombres de pila. ¿Está totalmente preparada?
—Sí.
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—Ha llegado el momento de brindar ayuda a nuestro hombre en La Habana. Esto
es demasiado importante para un agente sin entrenamiento y, además, sin ninguna
asistencia. Será mejor que envíe a un radiotelegrafista con ella.
—¿No sería conveniente que fuera yo antes y le viera? Podría ver cómo van las
cosas y hablar con él.
—Malo para la seguridad, Hawthorne. No podemos arriesgarnos a ponerle en
evidencia ahora. Con una radio se podrá comunicar directamente con Londres. No me
gusta esa conexión con el Consulado y a ellos tampoco.
—¿Qué haremos con los informes, señor?
—Tendrá que organizar algún tipo de enlace con Kingston por medio de un
mensajero. Alguno de sus representantes. Envíe instrucciones con la secretaria. ¿La
ha visto ya?
—No, señor.
—Vaya a verla ahora mismo. Asegúrese de que es la persona indicada. Capaz de
entender el aspecto técnico de la cuestión. Tendrá usted que ponerla au fait[**] en
cuanto a su nuevo trabajo. La secretaria vieja tendrá que marcharse. Hable con
administración para que le pasen una pensión razonable hasta que llegue a la edad del
retiro.
—Sí, señor —respondió Hawthorne—. ¿Puedo echar otra mirada a esos dibujos?
—Ah, veo que le interesan. ¿Qué opina usted?
—Esto parece —respondió Hawthorne con tono miserable— un acoplamiento
automático.
Cuando llegó a la puerta, el Jefe volvió a hablarle:
—¿Sabe, Hawthorne?, mucho de esto se lo debemos a usted. Una vez me dijeron
que no sabía usted calibrar a las personas, pero yo mantuve mi propia opinión. Buen
trabajo, Hawthorne.
—Gracias, señor —puso la mano sobre el tirador de la puerta.
—Hawthorne.
—¿Sí, señor?
—¿Encontró aquella vieja libreta de piel negra?
—No, señor.
—Quizá la encuentre Beatrice.
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TERCERA PARTE
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Capítulo 1
Fue una noche que probablemente Wormold no olvidaría jamás. Había decidido
llevar a Milly al Tropicana para celebrar su decimoséptimo cumpleaños. Era un lugar
más inocente que el Nacional, a pesar de los salones de juego por los que tenían que
pasar los visitantes antes de llegar al cabaret. El escenario y la pista de baile estaban
al aire libre. Las chicas del coro desfilaban a una altura de veinte pies, entre las
grandes palmeras, mientras unos focos de luces rosadas y malvas barrían el suelo. Un
hombre, que llevaba un esmoquin azul brillante, cantaba a «Pají» en angloamericano.
Después hicieron desaparecer el piano entre los matorrales y las bailarinas bajaron
como pájaros extraños que surgieran de entre el follaje.
—Parece el Bosque de Arden —dijo Milly, extasiada. La dama de compañía no
estaba: se había marchado a la primera copa de champán.
—Creo que en el bosque de Arden no había palmeras ni tampoco bailarinas.
—Papá, no seas tan literal.
—¿Te gusta Shakespeare? —preguntó el doctor Hasselbacher.
—Shakespeare no… tiene demasiada poesía. Ya sabe, aquello de: «Entra un
mensajero. “Mi señor el Duque avanza por la derecha”. Avancemos con corazón
animoso hacia la brecha».
—¿Es eso de Shakespeare?
—Es parecido a Shakespeare.
—Qué tonterías dices, Milly.
—De todas maneras el bosque de Arden es Shakespeare también, me parece —
dijo el doctor Hasselbacher.
—Sí, pero yo sólo lo he leído en los Cuentos de Shakespeare de Lamb. Le ha
quitado todos los mensajeros y los subduques y la poesía.
—¿Te hacen leer eso en el colegio?
—No, no. He encontrado un ejemplar en la habitación de papá.
—¿Usted lee Shakespeare de esa forma, señor Wormold? —preguntó el doctor
Hasselbacher, con cierta sorpresa.
—No, no. Claro que no. En realidad había comprado ese libro para Milly.
—Entonces, ¿por qué te enfadaste tanto el otro día, cuando te lo cogí?
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—No me enfadé. Es que no me gusta que fisgues por ahí… entre cosas que no te
importan.
—Hablas como si fueras un espía —replicó Milly.
—Milly, querida, no discutamos en el día de tu cumpleaños. Estás descuidando al
doctor Hasselbacher.
—¿Por qué está tan silencioso, doctor Hasselbacher? —preguntó Milly, antes de
beberse su segunda copa de champán.
—Un día tendrás que prestarme los Cuentos de Lamb, Milly. Yo también
encuentro difícil a Shakespeare.
Un hombre de poca estatura, vestido con un uniforme muy estrecho, agitó su
mano en dirección a la mesa de Wormold.
—¿Está preocupado, doctor Hasselbacher?
—¿Por qué iba a preocuparme, Milly querida, el día de tu cumpleaños? Sólo por
tus años, por supuesto.
—¿Son tantos diecisiete?
—Para mí han pasado demasiado deprisa.
El hombre del uniforme estrecho se paró junto a la mesa y saludó con una
inclinación. Tenía la cara picada de viruelas y erosionada como las columnas del
paseo marítimo. Traía una silla que era casi tan grande como él.
—El capitán Segura, papá.
—¿Puedo sentarme? —Se insertó entre Milly y el doctor Hasselbacher sin esperar
la respuesta de Wormold. Agregó—: Me alegro mucho de conocer al padre de Milly.
—Tenía una insolencia fácil y rápida que no daba tiempo de rechazar antes de que se
hubiera producido un nuevo motivo de contrariedad—. Preséntame a tu amigo, Milly.
—El doctor Hasselbacher.
El capitán Segura no prestó la menor atención al doctor Hasselbacher y llenó la
copa de Milly. Llamó a un camarero.
—Tráigame otra botella.
—Estamos a punto de marcharnos, capitán Segura —dijo Wormold.
—Tonterías. Es usted mi invitado. Apenas si han dado las doce.
La manga de Wormold se enredó con una copa. Ésta cayó y se hizo añicos, como
la fiesta del cumpleaños.
—Camarero, otra copa. —Segura comenzó a cantar suavemente «La rosa que
cogí en mi jardín», inclinado hacia Milly dándole la espalda al doctor Hasselbacher.
Milly dijo:
—Te estás portando muy mal.
—¿Muy mal? ¿Contigo?
—Con todos nosotros. Es la fiesta de mi cumpleaños y la da mi padre, no tú.
—¿Tu cumpleaños? Pues entonces tenéis que ser mis invitados. Invitaré a la mesa
a algunas de las bailarinas.
—No queremos bailarinas aquí —replicó Milly.
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—¿He caído en desgracia?
—Sí.
—Ah —exclamó Segura complacido—, eso es porque no he ido a recogerte a la
salida del colegio. Lo que pasa, Milly, es que a veces tengo que poner mi trabajo en
primer lugar. Camarero, dígale al director de la orquesta que toque Cumpleaños feliz.
—No haga eso —ordenó Milly—. ¿Cómo puedes ser tan… ordinario?
—¿Yo? ¿Ordinario? —el capitán Segura se echó a reír con aire de felicidad—. Es
una bromista sin igual —comentó a Wormold—. A mí también me gustan las bromas.
Por eso nos llevamos tan bien.
—Milly me ha dicho que tiene usted una pitillera de piel humana.
—Suele tomarme el pelo con eso. Y yo le digo que con su piel se podría hacer un
bonito…
El doctor Hasselbacher se puso de pie bruscamente y dijo:
—Voy a mirar la ruleta.
—¿Le caigo mal? —preguntó el capitán Segura—. Quizá es un viejo admirador,
¿no, Milly? Un admirador muy viejo, ¡ja!, ¡ja!
—Es un viejo amigo —respondió Wormold.
—Pero usted y yo, señor Wormold, sabemos que no existe la amistad entre un
hombre y una mujer.
—Milly no es aún una mujer.
—Habla usted como un padre, señor Wormold. Ningún padre conoce a su hija.
Wormold miró la botella de champán y la cabeza del capitán Segura. Estaba
malignamente tentado de hacer que ambas se unieran. En una mesa a espaldas del
capitán, una mujer a la que Wormold nunca había visto le dio ánimos con una señal
de grave asentimiento. Tocó la botella de champán y la mujer asintió una vez más.
Tiene que ser tan inteligente como bonita, pensó, para haber leído mi pensamiento
con tanta exactitud. Tuvo envidia a sus acompañantes, dos pilotos de la KLM y una
azafata.
—Ven a bailar, Milly —dijo el capitán Segura—, y demuéstrame que me has
perdonado.
—No quiero bailar.
—Juro que mañana te esperaré a la puerta del convento.
Wormold hizo un pequeño gesto, como si dijera: «no tengo valor; ayúdeme». La
muchacha le miraba con aire serio; le pareció que estaba considerando la situación en
su conjunto y que cualquier decisión que adoptara sería final y exigiría acción
inmediata. La mujer echó soda en su whisky.
—Ven, Milly. No estropees mi fiesta.
—Esta fiesta no es tuya, es de mi padre.
—No sé por qué estás enfadada tanto tiempo. Tienes que comprender que de
cuándo en cuándo debo poner mi trabajo aun por encima de mi pequeña y querida
Milly.
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La muchacha que estaba a espaldas del capitán Segura alteró el ángulo del sifón.
—No —dijo Wormold instintivamente—, no. —El pico del sifón apuntaba hacia
el cuello del capitán Segura. El dedo de la muchacha estaba listo para la acción. Se
sintió herido al pensar que una joven tan bonita le miraba con desdén. Y dijo—: Sí.
Por favor. Sí —y ella disparó el sifón. El chorro de soda se desprendió siseando del
pelo de la nuca del capitán Segura y le bajó por el cuello. Entre las mesas, la voz del
doctor Hasselbacher gritó «bravo». El capitán Segura exclamó:
—¡Coño![*].
—Lo siento —dijo la muchacha—, quería echarle soda a mi whisky.
—¡A su whisky!
—Dimpled Haig —respondió la muchacha. Milly soltó una risita.
El capitán Segura se inclinó con rigidez. De su talla no se podía deducir su
peligrosidad, del mismo modo que no se puede deducir el efecto de una bebida fuerte.
El doctor Hasselbacher dijo:
—Se le ha vaciado el sifón, señora, permítame que le traiga otro. —Los
holandeses de la mesa susurraron algo entre sí, incómodos.
—Creo que no se me debería confiar otro —dijo la joven.
El capitán Segura logró esbozar una sonrisa, que parecía salir de donde no
correspondía, como la pasta de dientes cuando se rompe el tubo. El capitán dijo:
—Es la primera vez que me disparan por la espalda. Estoy contento de que haya
sido una mujer. —Se había recuperado admirablemente; el agua goteaba todavía de
su cabello y tenía el cuello de la camisa empapado. Agregó—: En otras
circunstancias le habría ofrecido un partido de desquite, pero es tarde y debo ir a la
jefatura. ¿Volveré a verla?
—He venido a quedarme en La Habana.
—¿De vacaciones?
—No. A trabajar.
—Si tiene alguna dificultad con su permiso —replicó el policía con tono ambiguo
—, venga a verme. Buenas noches, Milly. Buenas noches, señor Wormold. Le diré al
camarero que son mis invitados. Pidan lo que les apetezca.
—Ha hecho una salida digna —comentó la muchacha.
—Fue un digno disparo.
—Pegarle con una botella de champán hubiera sido un poco exagerado. ¿Quién
es?
—Mucha gente le llama el Buitre Rojo.
—Tortura a los presos —agregó Milly.
—Al parecer me he hecho buena amiga suya.
—Yo no estaría tan seguro —comentó el doctor Hasselbacher.
Unieron las dos mesas. Los dos pilotos saludaron con una inclinación de la
cabeza y dieron unos nombres imposibles de pronunciar. El doctor Hasselbacher,
lleno de espanto, dijo a los holandeses:
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—Están bebiendo Coca-Cola.
—Es el reglamento. Salimos a las 3:30 para Montreal.
Wormold dijo:
—Si va a pagar el capitán Segura, bebamos más champán. Y Coca-Cola.
—Creo que no puedo tomar más Coca-Cola, ¿y tú, Hans?
—Yo me tomaría una ginebra Bols —respondió el piloto más joven.
—No podéis beber Bols hasta que estéis en Amsterdam —dijo con tono firme la
azafata.
El piloto joven susurró al oído de Wormold:
—Quiero casarme con ella.
—¿Con quién?
—Con la señorita Pfunk —por lo menos así fue como sonó el nombre.
—¿Ella no quiere?
—No.
El holandés de más edad declaró:
—Tengo mujer y tres hijos. —Se desabrochó el bolsillo del pecho—. Aquí tengo
sus fotos.
Tendió a Wormold una tarjeta en colores de una chica con un jersey amarillo muy
ceñido y unos pantaloncitos cortos, que se ajustaba unos patines a los pies. El jersey
llevaba la inscripción «Mamba Club», y debajo de la fotografía Wormold leyó:
«Diversión garantizada. Cincuenta preciosas chicas. No estará solo».
—Creo que se ha equivocado de foto —dijo Wormold.
La muchacha, que tenía el cabello castaño y, según parecía a la luz incierta del
Tropicana, ojos color avellana, dijo:
—Vamos a bailar.
—No se me da muy bien.
—No importa, ¿no?
La arrastró por la pista. La chica comentó:
—Ya veo lo que quería decir. Se supone que esto es una rumba. ¿Es ésa su hija?
—Sí.
—Es muy guapa.
—¿Acaba de llegar?
—La tripulación del avión decidió divertirse esta noche y me vine con ellos. No
conozco a nadie aquí. —La cabeza de la joven le llegaba al mentón y podía oler su
cabello, que le tocaba los labios cuando se movían. Sintió una vaga decepción al ver
que llevaba anillo de casada.
—Me llamo Severn, Beatrice Severn.
—Yo me llamo Wormold.
—Entonces soy su secretaria —respondió la muchacha.
—¿Qué dice? Yo no tengo secretaria.
—Sí. ¿No le avisaron de que estaba en camino?
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—No. —No preguntó a quiénes se refería.
—Yo misma le envíe un telegrama.
—Recibí uno la semana pasada… pero no logré entender lo que decía.
—¿Qué edición tiene de los Cuentos de Lamb?
—La de Everyman.
—¡Maldita sea! Se equivocaron al darme la edición. Supongo que ese telegrama
fue una catástrofe. De todas maneras, estoy contenta de haberle encontrado.
—Yo también. Y un poco sorprendido, desde luego. ¿Dónde se aloja usted?
—Esta noche en el Inglaterra y luego pensé que me mudaría.
—¿Adónde?
—A su oficina, por supuesto. No me importa dormir en cualquier sitio. Siempre
podré echar un sueñecito en alguno de los despachos.
—No hay ninguno. Es una oficina muy pequeña.
—Pero tendrá un despacho para su secretaria.
—Nunca he tenido secretaria, señora Severn.
—Llámeme Beatrice. Se supone que es conveniente para la seguridad.
—¿La seguridad?
—Es un problema que no haya despacho para una secretaria. Vamos a sentarnos.
Un hombre, que llevaba un esmoquin negro normal, en medio de los árboles
selváticos, como un funcionario inglés, cantaba:
Se sentaron a una mesa vacía, al fondo del salón de juego. Se oía el hipar de las
bolas de las ruletas. La joven tenía otra vez la mirada seria, un poco tímida, como una
muchachita con su primer vestido largo. De pronto dijo:
—Si hubiera sabido que era su secretaria, no le habría echado ese chorro de sifón
al policía… sin que usted me lo ordenara.
—No se preocupe.
—Me han mandado para que le haga las cosas más fáciles. No más difíciles.
—El capitán Segura no importa.
—Verá usted, he tenido una preparación muy completa. He hecho los cursos de
codificación y de microfotografía. Puedo hacerme cargo del contacto con sus agentes.
—¡Oh!
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—Ha trabajado tan bien que están ansiosos de que no se arriesgue a caer en flor.
No importaría mucho que cayera yo.
—No quiero que usted caiga en flor. Con que florezca a medias ya estaría bien.
—No le entiendo.
—Pensaba en las rosas.
Beatrice prosiguió:
—Como el telegrama estaba mutilado, usted ni siquiera tiene idea de la existencia
del radiotelegrafista.
—No.
—También está en el Inglaterra. Mareado. Tendremos que buscarle un sitio
también.
—Si se encuentra mal quizá…
—Puede hacerle ayudante del contable. También está preparado para eso.
—Pero si no necesito un ayudante de contable. Ni siquiera tengo contable.
—No se preocupe. Yo lo arreglaré todo mañana por la mañana. Para eso he
venido.
—Hay algo en usted —comentó Wormold— que me recuerda a mi hija. ¿Hace
novenas?
—¿Qué es eso?
—¿No lo sabe? ¡Gracias a Dios!
El hombre vestido de esmoquin terminaba su canción:
Las luces cambiaron de azul a rosa y las bailarinas reaparecieron para situarse allá
arriba entre las palmeras. Los dados resonaban en las mesas de juego y Milly y el
doctor Hasselbacher se abrieron paso, felices, hacia la pista de baile. Era como si su
cumpleaños se hubiera reconstituido a base de fragmentos rotos.
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Capítulo 2
1
A la mañana siguiente Wormold se levantó temprano. Tenía algo de resaca, a
causa del champán, y la irrealidad de la noche en el Tropicana abarcaba la mañana en
la oficina. Beatrice le había dicho que estaba trabajando bien y ella era el vocero de
Hawthorne y de «esa gente». Sentía cierta decepción al pensar que, como Hawthorne,
pertenecía al mundo imaginario de sus agentes. Sus agentes…
Se sentó ante su fichero. Tenía que hacer que sus fichas parecieran lo más
verosímiles posible antes de que llegara Beatrice. Algunos de los agentes, ahora, le
parecían estar en el límite de lo improbable. El profesor Sánchez y el ingeniero
Cifuentes estaban muy comprometidos y no podría deshacerse de ellos; se habían
llevado casi doscientos pesos para gastos. López también era inamovible. El piloto
borracho de las Aerolíneas Cubanas había recibido una bonita bonificación de
quinientos pesos por la historia de la construcción en las montañas, pero quizá
pudiera deshacerse de él aduciendo que era poco seguro. Estaba el ingeniero del Juan
Belmonte al que había visto bebiendo en Cienfuegos: era un personaje bastante
verosímil y sólo se llevaba setenta y cinco pesos al mes. Pero de otros temía que no
superaran una inspección atenta: Rodríguez, por ejemplo, descrito en su ficha como
un rey de los night-clubs, y Teresa, una bailarina del teatro Shanghai a la que había
fichado como amante a la vez del ministro de Defensa y del director de Correos y
Telégrafos (no era extraño que Londres no hubiera hallado antecedentes de Rodríguez
ni de Teresa). Estaba en condiciones de hacer desaparecer a Rodríguez, porque
cualquiera que llegara a conocer bien La Habana cuestionaría, sin duda, su existencia
antes o después. Pero no toleraba la idea de deshacerse de Teresa. Era su única espía
femenina, su Mata Hari. Resultaba poco probable que su nueva secretaria visitara el
Shanghai, donde se exhibían cada noche tres películas pornográficas, entre números
de baile con intérpretes desnudos.
Milly se sentó a su lado.
—¿Qué fichas son ésas? —preguntó.
—Clientes.
—¿Quién era esa chica de anoche?
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—Va a ser mi secretaria.
—Te estás volviendo muy importante.
—¿Te gusta?
—No lo sé. No me diste oportunidad de hablar con ella. Estabas demasiado
ocupado bailando y ligando.
—Yo no ligaba.
—¿Quiere casarse contigo?
—¡No, por Dios!
—¿Y tú quieres casarte con ella?
—Milly, un poco de sensatez. Apenas si la conocí anoche.
—Marie, una niña francesa que está en el convento, dice que todos los amores
verdaderos son un coup de foudre.
—¿Ésas son las cosas de que habláis en el convento?
—Naturalmente. Es el futuro, ¿no? Aún no tenemos un pasado para hablar,
aunque sor Agnes sí lo tenga.
—¿Quién es sor Agnes?
—Ya te he hablado de ella. Es la que siempre está triste y es encantadora. Marie
dice que cuando era joven tuvo un coup de foudre desdichado.
—¿Ella le dijo eso a Marie?
—No, claro que no. Pero Marie lo sabe. Ella misma ha tenido dos coups de
foudre. Se producen así, de pronto, como caídos del cielo.
—Soy lo bastante viejo como para estar a cubierto.
—No. Un señor mayor, casi de cincuenta años, tuvo un coup de foudre por la
madre de Marie. Estaba casado, como tú.
—Vaya, mi secretaria también está casada, o sea que no pasará nada.
—¿Está casada de verdad o es una viuda encantadora?
—No lo sé. No se lo he preguntado. ¿Piensas que es encantadora?
—Mucho, en cierto sentido.
López gritó desde el pie de la escalera.
—Aquí está una señora. Dice que la está esperando.
—Que suba.
—Pienso quedarme —advirtió Milly.
—Beatrice, le presento a Milly.
Sus ojos, observó, tenían el mismo color que la noche anterior y otro tanto ocurría
con el cabello; después de todo, no había sido el efecto del champán y de las
palmeras. Wormold pensó: parece una mujer real.
—Buenos días. Espero que haya pasado bien la noche —dijo Milly, con la voz de
la dama de compañía.
—He tenido sueños terribles —echó una mirada a Wormold, al fichero y a Milly.
Agregó—: Anoche lo pasé muy bien.
—Estuvo estupenda con el sifón —respondió Milly, generosa—, señorita…
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—Señora Severn. Pero llámeme, Beatrice, por favor.
—¿Está casada? —preguntó Milly con fingida curiosidad.
—Estuve casada.
—¿Murió?
—No, que yo sepa. Digamos que se esfumó.
—Oh.
—Suele ocurrir con esa clase de hombres.
—¿Qué clase de hombre era?
—Milly, ya tenías que haberte ido. No está bien que preguntes a la señora
Severn… Beatrice…
—A mi edad —replicó Milly—, hay que aprender de la experiencia ajena.
—Tienes razón. Supongo que tú definirías su tipo como intelectual y sensible. A
mí me parecía muy guapo; tenía la cara de esos pichoncitos que miran fuera del nido
en una de esas películas de naturaleza, con las plumas esponjadas en torno a la nuez
de Adán, una nuez de Adán bastante grande. Lo malo fue que a los cuarenta todavía
conservaba el aspecto de pichoncito. Las chicas se enamoraban de él. Solía ir a las
conferencias de la UNESCO en Venecia, Viena y sitios así. ¿Tiene una caja fuerte,
señor Wormold?
—No.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Milly.
—Oh, tuve que calarle bien. Lo digo en el sentido literal, sin ninguna mala
intención. Era muy delgado y cóncavo y se volvió algo así como transparente.
Cuando le miraba podía ver a todos los delegados sentados allí dentro, entre sus
costillas, y al orador principal levantándose y diciendo: «la libertad es importante
para los escritores de ficción». A la hora del desayuno resultaba extraño.
—¿Y no sabe si sigue vivo?
—El año pasado aún vivía, porque vi en los periódicos que había presentado una
ponencia sobre «El intelectual y la bomba de hidrógeno», en Taormina. Tendría que
tener una caja fuerte, señor Wormold.
—¿Por qué?
—No puede dejar las cosas por ahí. Además, es lo que se espera de un
comerciante chapado a la antigua, como usted.
—¿Quién ha dicho que soy un comerciante chapado a la antigua?
—Es la impresión que tienen en Londres. Iré a comprarle una caja fuerte ahora
mismo.
—Me marcho —dijo Milly—. ¿Te portarás bien, verdad papá? Ya sabes lo que
quiero decir.
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Aquel resultó ser un día agotador. Primero, Beatrice salió y compró una caja
fuerte muy grande y con cierre de seguridad, que exigió un camión y seis hombres
para transportarla. Rompieron el pasamanos y un cuadro mientras la subían por la
escalera. En la calle se agolpó una muchedumbre que incluía varios niños novilleros
de la escuela contigua a la tienda, dos hermosas negras y un policía. Cuando
Wormold se quejó de que aquello le ponía en evidencia, Beatrice le replicó que la
mejor manera de hacerse notar era tratar de pasar desapercibido.
—Por ejemplo, ese sifonazo —explicó—. Todos me recordarán como la mujer
que le echó el sifón al policía. Ya nadie preguntará quién soy. Saben la respuesta.
Mientras luchaban con la caja fuerte, aparcó frente a la tienda un taxi y un joven
descendió para descargar la maleta más grande que Wormold había visto en su vida.
—Es Rudy —dijo Beatrice.
—¿Quién es Rudy?
—Su ayudante de contable. Le hablé de él anoche.
—Gracias a Dios parece que he olvidado algo de lo de anoche —comentó
Wormold.
—Pasa, Rudy, y siéntate.
—Es inútil decirle que pase —dijo Wormold—. ¿Qué pase adónde? No tenemos
habitación para él.
—Puede dormir en el despacho —respondió Beatrice.
—No hay espacio suficiente para una cama, la caja fuerte y mi escritorio.
—Compraré un escritorio más pequeño. ¿Cómo estás del mareo, Rudy? Éste es el
señor Wormold, el jefe.
Rudy era muy joven y muy pálido y tenía los dedos manchados de amarillo por la
nicotina o algún ácido. A modo de saludo dijo:
—Anoche vomité dos veces, Beatrice. Han roto una lámpara Roentgen.
—Eso no importa ahora. Nos ocuparemos de arreglar los detalles preliminares. Ve
a comprar una cama plegable.
—Ahora mismo —respondió Rudy antes de desaparecer.
Una de las negras se acercó a Beatrice y anunció:
—Soy inglesa.
—Yo también —le respondió Beatrice—. Me alegro de conocerla.
—Tú eres la chica que le echó agua al capitán Segura, ¿no?
—Más o menos. En realidad le solté un chorro de sifón.
La negra se volvió y explicó eso a la muchedumbre, en español. Varias personas
aplaudieron. El policía se apartó, con aspecto de encontrarse incómodo. La negra
declaró:
—Eres estupenda, chica.
—Tú también —respondió Beatrice—. Échame una mano con esta maleta. —
Lucharon con la maleta de Rudy, empujándola y arrastrándola.
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—Perdón —dijo un hombre, en medio del grupo, abriéndose paso a codazos—,
perdón, señorita, escúcheme.
—¿Qué quiere? —le preguntó Beatrice—. ¿No ve que estamos ocupados? Pida
hora.
—Sólo quiero comprar una aspiradora.
—Ah, una aspiradora. Será mejor que entre en la tienda. ¿Puede pasar por encima
de la maleta?
Wormold llamó a López:
—Atiéndale. Y por el amor de Dios, trate de venderle una Pila Atómica. Aún no
hemos vendido ni una.
—¿Vas a vivir aquí? —preguntó la negra.
—Voy a trabajar aquí. Gracias por tu ayuda.
—Los ingleses tenemos que ser solidarios —afirmó la negra.
Los hombres que habían instalado la caja fuerte bajaron escupiéndose las manos y
restregándoselas en los tejanos para demostrar cuánto habían trabajado. Wormold les
dio una propina. Después subió y arrojó una mirada lúgubre a su despacho. El
problema principal era que había espacio suficiente para una cama plegable, cosa que
le impedía esgrimir ninguna excusa. De modo que dijo:
—Aquí no hay sitio para que Rudy guarde su ropa.
—Rudy está acostumbrado a vivir sin comodidades. En todo caso, está su
escritorio. Puede ponerse el contenido de los cajones en la caja fuerte y así Rudy
guardará en ellos su ropa.
—Nunca he usado una caja fuerte con combinación.
—Es facilísimo. Tiene que elegir tres cifras que luego pueda recordar. ¿Cuál es el
número de su casa?
—No lo sé.
—Bueno, entonces su número de teléfono… No, no es seguro. Eso es lo que
probaría un ladrón. ¿En qué año nació?
—En 1914.
—¿Y el día?
—Seis de diciembre.
—Bueno, entonces digamos 19-6-14.
—No me acordaré.
—Claro que sí. No puede olvidarse de su cumpleaños. Ahora mire lo que tiene
que hacer. Da vueltas al botón en dirección contraria a las agujas del reloj, cuatro
veces; después hacia adelante hasta el 19, en dirección de las agujas del reloj tres
veces, sigue hasta el 6, en dirección contraria a las agujas del reloj dos veces,
adelante hasta el 14, la hace girar y ya está cerrada. Luego la abre de la misma
manera… 19-6-14 y ¡ya está! —Dentro de la caja fuerte había un ratón muerto.
Beatrice dijo—: Viene mal de fábrica. Debían haberme hecho una rebaja.
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Comenzó a deshacer la maleta de Rudy; sacó recambios y piezas de un equipo de
radio, baterías, equipo de filmación y misteriosas lámparas envueltas en calcetines.
Wormold preguntó:
—¿Cómo pudieron pasar todo eso por la aduana?
—No pasamos por la aduana. 59 200 barra cuatro barra cinco nos lo trajo desde
Kingston.
—¿Quién es?
—Un contrabandista. Hace contrabando de cocaína, opio y marihuana. Tiene
untados a todos los aduaneros. Esta vez creyeron que llevaba la mercancía habitual.
—Mucha droga se necesitaría para llenar esa maleta.
—Sí. Tuvimos que pagar una buena cantidad.
Acomodó todo con rapidez y pulcritud después de vaciar los cajones del
escritorio dentro de la caja. Y comentó:
—Las camisas de Rudy se arrugarán un poco. Pero no importa.
—A mí no.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras cogía las fichas que Wormold había estado
examinando.
—Mis agentes.
—¿Usted las deja aquí, sobre el escritorio?
—No, de noche las guardo bajo llave.
—No tiene usted mucha idea de lo que es seguridad, ¿verdad? —Echó una ojeada
a una de las fichas—. ¿Quién es Teresa?
—Baila desnuda.
—¿Totalmente desnuda?
—Sí.
—Muy interesante para usted. Londres quiere que me haga cargo del contacto con
sus agentes. ¿Me presentará a Teresa en algún momento en que esté vestida?
Wormold dijo:
—Creo que no querrá trabajar para una mujer. Ya sabe usted cómo son estas
chicas.
—Yo no lo sé. Usted sí. Ah, el ingeniero Cifuentes. Londres tiene muy buen
concepto de él. No me dirá que no quiere trabajar para una mujer.
—No habla inglés.
—Tal vez yo pueda aprender español. Sería una buena cosa para despistar, tomar
clases de español. ¿Es tan guapo como Teresa?
—Está casado con una mujer muy celosa.
—Creo que sabría cómo tratarla.
—La idea es absurda, por la edad de él.
—¿Cuántos años tiene?
—Sesenta y cinco. Además, las mujeres ni le miran por la tripa que tiene. Le
preguntaré acerca de las clases de español, si usted quiere.
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—No hay prisa. De momento lo dejaremos. Podría comenzar con este otro. El
profesor Sánchez. Me acostumbré a los intelectuales con mi marido.
—Tampoco habla inglés.
—Quizá hable francés. Mi madre era francesa. Yo soy bilingüe.
—No sé si habla o no francés. Se lo preguntaré.
—Mire, no debería tener todos estos nombres escritos así, en clair, en las fichas.
Suponga que el capitán Segura le investigara. Me espanta la idea de que despellejaran
la tripa del ingeniero Cifuentes para hacer una pitillera. Sólo tiene que anotar los
detalles suficientes debajo de su símbolo para recordarlos: 59 200 barra 5 barra 3,
mujer celosa y tripa. Yo se las escribiré y después quemaré las suyas. Maldita sea.
¿Dónde están los trozos de celuloide?
—¿Trozos de celuloide?
—Para poder quemar papeles a toda prisa. Ah, supongo que Rudy los habrá
metido entre sus camisas.
—Qué cantidad de chucherías llevan ustedes a todas partes.
—Ahora tendremos que preparar el cuarto oscuro.
—No tengo un cuarto oscuro.
—Nadie lo tiene en estos tiempos. Pero he venido preparada. Cortinas para
producir una oscuridad total y una bombilla roja. Y un microscopio, desde luego.
—¿Para qué quiere un microscopio?
—Para la microfotografía. Ya sabe usted, si hay algo urgente de verdad, que no
pueda poner en un telegrama, Londres quiere que nos comuniquemos directamente
para ahorrar el tiempo que lleva la correspondencia por vía Kingston. Podemos enviar
una microfotografía en una carta normal. Usted la pega en el lugar de un punto y ellos
sumergen la carta en agua hasta que ese punto se despega. Supongo que usted
escribirá cartas a Inglaterra alguna vez. ¿Cartas de negocios…?
—Ésas las envío a Nueva York.
—¿A sus amigos, a sus parientes?
—He perdido el contacto en los últimos diez años. Con excepción de mi hermana.
Envío tarjetas de Navidad, eso sí.
—Quizá no podamos esperar hasta las Navidades.
—Algunas veces envío sellos de correo a mi sobrino.
—Eso está muy bien. Podremos poner una microfotografía en la parte posterior
de alguno de esos sellos.
Rudy subía pesadamente por la escalera, cargado con su cama plegable y el
cuadro volvió a caer y a romperse. Beatrice y Wormold se retiraron a la habitación
contigua para dejar espacio libre a Rudy; se sentaron sobre la cama de Wormold. Se
oyeron ruidos de cosas que chocaban y golpeaban y algo se rompió.
—Rudy no es muy mañoso —comentó Beatrice. Su mirada vagó por la habitación
—. Ni una sola fotografía. ¿No tiene vida privada?
—Creo que no mucha. Excepto Milly y el doctor Hasselbacher.
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—A Londres no le gusta el Hasselbacher.
—Londres puede irse al diablo —respondió Wormold. De pronto sintió el deseo
de describirle las ruinas del piso del doctor Hasselbacher y la destrucción de sus
inútiles experimentos. Pero dijo—: La gente como sus compañeros de Londres es la
que… Lo siento. Usted es uno de ellos.
—También usted.
—Sí, claro, también yo.
Rudy anunció desde la habitación contigua:
—Ya lo he arreglado.
—Ojalá usted no fuera uno de ellos —afirmó Wormold.
—Es una forma de ganarse la vida —respondió Beatrice.
—No es una forma real de ganarse la vida. Tanto espionaje. ¿Qué espían? Unos
agentes secretos que descubren lo que ya saben todos…
—O que lo inventan —agregó Beatrice. Wormold contuvo la respiración y ella
prosiguió con su tono normal de voz—. Hay muchos otros trabajos que no son reales.
Diseñar una nueva caja de plástico para el jabón, hacer pirograbados humorísticos
para las tabernas, inventar slogans publicitarios, ser miembro del Parlamento, hablar
en las conferencias de la UNESCO… Pero el dinero es real. Lo que ocurre después
del trabajo sí es real. Quiero decir que su hija es real y que su cumpleaños es real.
—¿Qué hace usted después del trabajo?
—Poca cosa ahora, pero cuando estaba enamorada… íbamos al cine y tomábamos
café en los bares, y en las noches de verano nos sentábamos en el parque.
—¿Qué ocurrió?
—Para que algo sea real hacen falta dos personas. Él representaba todo el tiempo.
Pensaba que era un amante excepcional. A veces yo casi deseaba que fuera impotente
una temporada, para que perdiera esa confianza. No se puede estar enamorado y estar
tan seguro como estaba él. Si se está enamorado se teme perderlo todo, ¿verdad? —
Se detuvo y agregó—: Diablos, ¿por qué le estaré contando todo esto? Será mejor que
empecemos a hacer microfotografías y a codificar cables. —Echó una mirada a través
del vano de la puerta—. Rudy se ha echado en la cama. Debe estar mareado otra vez.
—¿Puede uno estar mareado tanto tiempo? ¿No tiene una habitación donde no
haya una cama? Las camas siempre hacen hablar. —Beatrice abrió otra puerta—. La
mesa puesta para la comida. Carne fría y ensalada. Dos cubiertos. ¿Quién prepara
todo esto? ¿Un hada?
—Viene una mujer dos horas todas las mañanas.
—¿Y ese otro cuarto?
—Es la habitación de Milly. También tiene una cama.
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Capítulo 3
1
La mirara por donde la mirase, la situación era incómoda. Wormold había
adquirido la costumbre de cobrar ciertos gastos ocasionales a nombre del ingeniero
Cifuentes y del profesor y un sueldo mensual para sí mismo, para el ingeniero del
Juan Belmonte y para Teresa, la que bailaba desnuda. Al piloto borracho, en general,
le pagaba en whisky. El dinero que Wormold acumulaba iba a dar a una cuenta de
ahorros: algún día se convertiría en la dote de Milly. Para justificar esas pagas,
naturalmente, tenía que redactar un número regular de informes. Con ayuda de un
mapa detallado, el número semanal del Time, que dedicaba un generoso espacio a
Cuba en su sección sobre el hemisferio occidental, varias publicaciones económicas
distribuidas por el gobierno y, sobre todo, con ayuda de su imaginación, había podido
pergeñar al menos un informe semanal y, hasta la llegada de Beatrice, había
reservado las tardes de los sábados para esta tarea. El profesor era la autoridad en
economía, el ingeniero Cifuentes se ocupaba de las misteriosas construcciones de las
montañas de la Provincia de Oriente (sus informes unas veces eran confirmados y
otras desmentidos por el piloto de la Cubana, contradicción que les daba sabor de
autenticidad). El ingeniero jefe proporcionaba descripciones de las condiciones de
trabajo en Santiago, Matanzas y Cienfuegos e informaba acerca de una creciente
inquietud en el seno de la Marina. En cuanto a la bailarina, brindaba unos detalles
picantes de las vidas privadas y de las excentricidades sexuales del ministro de la
Defensa y del director de Correos y Telégrafos. Sus informes eran muy similares a los
artículos acerca de las estrellas del cine publicados en Confidential, porque en ese
campo la imaginación de Wormold no era demasiado fuerte.
Ahora que Beatrice estaba allí, Wormold tenía otros motivos de preocupación,
además de sus ejercicios de las tardes de los sábados. No sólo estaba el curso básico
en microfotografía, que Beatrice insistía en darle; también estaban los cables que
tenía que inventarse para mantener contento a Rudy; y cuantos más cables enviaba,
más cables recibía. Ahora, cada semana, Londres le fastidiaba pidiéndole fotografías
de las instalaciones en Oriente y cada semana Beatrice se mostraba más impaciente
por hacerse cargo del contacto con sus agentes. Iba contra todas las reglas, aseguraba
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ella, que el jefe de una sección se entrevistara con sus propias fuentes. Un día la llevó
a cenar al Club de Campo y la mala suerte quiso que llamaran al ingeniero Cifuentes
en voz alta. Un hombre muy alto, delgado y bizco se levantó en una mesa cercana.
—¿Es ése Cifuentes? —preguntó Beatrice con tono cortante.
—Sí.
—Pero usted me dijo que tenía sesenta y cinco años.
—Está muy joven para su edad.
—Y me dijo que tenía tripa.
—Tripa no, «trizca». Es como llaman aquí a la bizquera —se había salvado por
un pelo.
Después de aquello, Beatrice comenzó a interesarse por un personaje más
romántico, producto de la imaginación de Wormold: el piloto de la Cubana. Trabajó
con entusiasmo para completar la ficha personal del piloto y preguntó hasta los
detalles más mínimos. Raúl Domínguez, por cierto, era un caso patético. Su mujer
había muerto en una masacre durante la guerra civil española y había perdido la fe en
ambos bandos, sobre todo en sus amigos, los comunistas. Cuantas más preguntas
hacía Beatrice, más se desarrollaba la personalidad del piloto y más ansiosa se
mostraba por conocerle. Algunas veces Wormold sentía el aguijonazo de los celos y
trataba de ennegrecer la figura de Raúl.
—Se bebe una botella de whisky diaria —afirmaba.
—Es su forma de escapar de la soledad y los recuerdos —replicaba Beatrice—.
¿Usted nunca ha querido escapar?
—Supongo que todos lo hacemos alguna vez.
—Yo sé lo que es esa soledad —replicaba Beatrice, compasiva—. ¿Bebe todo el
día?
—No. La peor hora es las dos de la madrugada. Cuando se despierta, no puede
dormir de tanto pensar, y se pone a beber. —Wormold estaba asombrado de ver con
cuánta presteza podía responder a cualquier pregunta acerca de sus personajes;
parecían vivir en el umbral de su conciencia: sólo tenía que encender una luz y allí
estaban, congelados en alguna de sus actitudes características. Poco después de la
llegada de Beatrice fue el cumpleaños de Raúl y Beatrice sugirió que le enviaran una
caja de champán.
—No la tocaría —dijo Wormold, sin saber por qué—. Sufre de acidez. Si bebe
champán le salen manchas en la piel. En cambio, el profesor no bebe otra cosa.
—Tiene gustos caros.
—Tiene gustos corrompidos —replicó Wormold sin reflexionar—. Prefiere el
champán español —algunas veces le daba miedo comprobar cómo crecían esas
personas, en la oscuridad, sin su conocimiento. ¿Qué hacía Teresa allí, fuera de su
vista? No quería pensarlo. Sus descripciones desvergonzadas de lo que era su vida
con dos amantes a veces le escandalizaban. Pero su problema inmediato era Raúl.
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Había momentos en que Wormold pensaba que todo habría sido más fácil si hubiera
reclutado agentes verdaderos.
Wormold siempre pensaba mejor durante el baño. Una mañana, mientras se
concentraba con todas sus fuerzas, oyó unos ruidos indignados, un puño que golpeaba
en la puerta muchas veces y alguien que bajaba a toda velocidad por la escalera, pero
había llegado uno de sus momentos de creación y no prestó atención al mundo que se
abría más allá del vapor de agua de la bañera. La Cubana de Aviación había
despedido a Raúl por borracho. Estaba desesperado y sin trabajo; se había producido
una entrevista desagradable entre él y el capitán Segura, que le había amenazado…
—¿Se encuentra usted bien? —gritó Beatrice desde fuera—. ¿Se está muriendo?
¿Tengo que derribar la puerta?
Él se lió una toalla a la cintura y salió a su habitación, que ahora hacía las veces
de despacho.
—Milly se ha marchado furiosa —le explicó Beatrice—. No ha podido bañarse.
—Éste es uno de esos momentos —anunció Wormold— que pueden cambiar el
curso de la historia. ¿Dónde está Rudy?
—Ya sabe que le dio libre el fin de semana.
—No importa. Tendremos que enviar el cable a través del Consulado. Traiga el
código.
—Está en la caja fuerte. ¿Cuál es la combinación? Su cumpleaños…, ¿no? ¿El 6
de diciembre?
—Lo cambié.
—¿Su cumpleaños?
—No, no. El número de la combinación, desde luego —y agregó con tono
sentencioso—: Cuantas menos personas conozcan la combinación tanto mejor para
todos nosotros. Con Rudy y conmigo basta. Es la disciplina, ya sabe usted, lo que
cuenta. —Fue hasta la habitación de Rudy y empezó a hacer girar la cerradura de la
caja: cuatro veces a la izquierda, tres veces pensativamente hacia la derecha. La toalla
se deslizaba a cada instante—. Además, cualquiera podría descubrir la fecha de mi
cumpleaños en mi carnet de identidad. Es poco seguro. El tipo de número que
primero se les ocurriría probar.
—Adelante —dijo Beatrice—, otra vuelta más.
—Éste es un número que nadie podría descubrir. Absolutamente seguro.
—¿A qué está esperando?
—Debo de haber cometido algún error. Tendré que empezar de nuevo.
—Desde luego que esta combinación parece muy segura.
—Por favor, no me mire. Me pone nervioso. —Beatrice se alejó, se puso de cara a
la pared y dijo:
—Dígame cuándo puedo volverme.
—¡Qué raro! Este maldito cacharro debe estar averiado. Llame por teléfono a
Rudy.
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—No puedo. No sé dónde se aloja. Se fue a Varadero, a la playa.
—¡Maldita sea!
—Quizá si me dijera cómo se le ocurrió el número, si pudiera decirlo
recordando…
—Era el número de teléfono de mi tía abuela.
—¿Dónde vive?
—En el 95 de Woodstock Road, en Oxford.
—¿Por qué el número de su tía abuela?
—¿Por qué no el número de mi tía abuela?
—Supongo que lo podremos pedir a la información de Oxford.
—Dudo de que puedan ayudarnos.
—¿Cómo se llama?
—También eso se me ha olvidado.
—Hay que reconocer que la combinación es muy segura, ¿verdad?
—Siempre la conocimos como la tía abuela Kate. Por otra parte, murió hace
quince años y el número puede haber cambiado.
—No entiendo por qué eligió ese número.
—¿No hay algunos números que se le han quedado metidos en la cabeza durante
toda la vida, sin motivo especial?
—Se ve que éste no estaba muy metido.
—Lo recordaré dentro de unos momentos. Es algo así como 7, 7, 5, 3, 9.
—¡Vaya por Dios! Tenían que tener cinco números en Oxford…
—Podemos probar todas las combinaciones del 77 539.
—¿Sabe cuántas son? Algo así como seiscientas, supongo. Espero que el cable no
sea urgente.
—Estoy seguro de todos, con excepción del 7.
—Muy bien. ¿Qué siete? Creo que entonces tendremos que probar unas seis mil
probabilidades. En realidad no soy matemática.
—Rudy tiene que tenerla escrita en alguna parte.
—Quizá en un trozo de papel a prueba de agua, para poder llevarlo encima
mientras se baña. Somos muy eficientes.
—Tal vez —dijo Wormold— sea mejor que utilicemos el código viejo.
—No es muy seguro. Sin embargo… —Encontraron el Charles Lamb, por fin,
junto a la cama de Milly; una página doblada les indicó que iba por la mitad de Dos
caballeros de Verona.
Wormold comenzó a dictar:
—Tome nota. Espacio, marzo, espacio.
—¿No sabe siquiera el día del mes?
—Remitido por 59 200 barra 5 comienza párrafo A 59 200 barra 5 barra 4
despedido por ebriedad en horas de servicio punto teme deportación a España donde
su vida peligra punto.
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—Pobrecito Raúl.
—Comienza párrafo. B 59 200 barra 5 barra 4…
—¿No podría decir «él»?
—De acuerdo. Él. Dadas las circunstancias, por una suma razonable y contando
con un refugio asegurado en Jamaica, podría pilotar avión privado sobre las
construcciones secretas con el fin de obtener fotografías punto comienza párrafo C
podría volar desde Santiago y aterrizar en Kingston si 59 200 puede hacer los
preparativos para recibirle punto.
—Por fin vamos a hacer algo, ¿no? —comentó Beatrice.
—Comienza párrafo D punto ¿autorizarían quinientos dólares para alquilar avión
59 200 barra 5 barra 4 punto más doscientos dólares que pueden necesitarse para
sobornar a controladores del aeropuerto en La Habana?, punto comienza párrafo E la
bonificación para 59 200 barra 5 barra 4 ha de ser generosa dado el riesgo que corre
de ser interceptado por los aviones que patrullan en las montañas de Oriente punto
sugiero mil dólares punto.
—Una bonita cantidad —dijo Beatrice.
—Fin del mensaje. Vamos. ¿A qué espera?
—Estoy tratando de encontrar una frase adecuada. No me gustan mucho los
Cuentos de Lamb, ¿y a usted?
—Mil setecientos dólares —dijo Wormold, pensativo.
—Tendría que haber pedido dos mil en total. A la oficina de administración le
gustan los números redondos.
—No quiero parecer un manirroto —replicó Wormold. Mil setecientos dólares
bastarían para pagar un año en un internado de Suiza.
—Se le ve satisfecho de sí mismo —comentó Beatrice—. ¿No se le ha ocurrido
pensar que puede estar enviando a un hombre a la muerte?
Wormold pensó: «Eso es exactamente lo que voy a hacer». Pero dijo:
—Diga a los del Consulado que este cable tiene prioridad absoluta.
—Es un cable muy largo —respondió Beatrice—. ¿Cree usted que esta frase
valdrá?: «Presentó a Polidoro y a Cadwal al rey diciéndole que eran sus dos hijos
perdidos, Guiderius y Arviragus». De cuando en cuando Shakespeare resulta un poco
aburrido.
2
Una semana después llevó a Beatrice a cenar a un restaurante especializado en
pescado, cerca del puerto. La autorización había llegado, aunque habían rebajado la
cifra en doscientos dólares de modo que la oficina de administración tuviera su
número redondo. Wormold pensó en Raúl dirigiéndose al aeropuerto, para
embarcarse en su peligroso vuelo. La historia no estaba completa todavía. Igual que
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en la vida real, podían producirse accidentes; un personaje puede asumir el control de
la situación. Quizá Raúl fuera interceptado antes de embarcar, quizá fuera detenido
por un coche patrulla en el camino. Podía desaparecer en las cámaras de tortura del
capitán Segura. En la prensa no aparecería la noticia. Wormold advertiría a Londres
que dejaría de utilizar la radio en el caso de que obligaran a hablar a Raúl. El equipo
de radio sería desmantelado y escondido después de enviado el último mensaje, los
trozos de celuloide quedarían a la mano para el caso de una conflagración final… O
quizá Raúl despegaría sin inconvenientes y ellos jamás llegarían a saber con exactitud
qué le había sucedido en las montañas de Oriente. Sólo una cosa era cierta en esa
historia: Raúl no llegaría nunca a Jamaica y no habría fotografías.
—¿En qué piensa? —preguntó Beatrice. Wormold no había probado la langosta
rellena.
—Pensaba en Raúl. —El viento soplaba desde el Atlántico. El Morro se erguía
como un barco impulsado por el viento al otro lado del puerto.
—¿Preocupado?
—Claro que estoy preocupado. —Si Raúl había despegado a medianoche,
repostaría antes del amanecer en Santiago, donde los empleados de tierra eran gente
amiga, porque en la provincia de Oriente todos eran rebeldes en el fondo de su
corazón. Después, cuando hubiera bastante luz para hacer las fotografías y aún fuera
demasiado temprano para los aviones-patrulla, comenzaría su reconocimiento sobre
las montañas y la selva.
—¿No ha estado bebiendo?
—Prometió que no lo haría. Pero no se puede asegurar.
—Pobre Raúl.
—Pobre Raúl.
—Nunca se ha podido divertir mucho, ¿verdad? Tendría que haberle presentado a
Teresa.
Wormold alzó la vista y la miró con suspicacia, pero ella parecía muy ocupada
con su langosta.
—Habría sido poco seguro, ¿no?
—¡Maldita seguridad! —respondió ella.
Después de cenar caminaron por la acera del lado de tierra de la Avenida de
Maceo. Había unas pocas personas por allí, en medio de la noche húmeda y ventosa,
y muy poco tráfico. Las olas llegaban desde el Atlántico y se estrellaban contra el
malecón. El agua pulverizada cruzaba la avenida, por encima de los cuatro carriles de
la calzada, y caía como lluvia bajo la columnata picada de viruelas por la que
caminaban. Las nubes se precipitaban a la carrera desde el este y Wormold sintió que
él tomaba parte en la lenta erosión de La Habana. Quince años eran mucho tiempo.
Observó:
—Una de esas luces de allí arriba puede ser él. Qué solo debe de sentirse.
—Habla usted como un novelista —dijo Beatrice.
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Wormold se detuvo bajo una columna y la miró con ansiedad y sospecha.
—¿Qué quiere decir?
—Nada en particular. Algunas veces pienso que trata a sus agentes como si fueran
figuras estáticas, personajes de un libro. Allí arriba hay un hombre real, ¿no?
—No es muy halagador lo que me dice.
—No me haga caso. Hábleme de alguien que le importe de verdad. De su mujer.
Hábleme de ella.
—Era guapa.
—¿La echa de menos?
—Sí, naturalmente. Cuando pienso en ella.
—Yo no echo de menos a Peter.
—¿Peter?
—Mi marido. El de la UNESCO.
—Entonces tiene suerte. Es libre. —Miró su reloj y observó el cielo—. A estas
horas estará sobre Matanzas. A menos que le hayan retrasado.
—¿Le envió usted por esa ruta?
—Él es quien decide la ruta que quiere seguir.
—¿Y también su fin?
Algo en la voz de Beatrice —cierto matiz de antagonismo— le sobresaltó una vez
más. ¿Sería posible que hubiera empezado a sospechar de él? Apretó el paso. Pasaron
el Carmen Bar y el Cha-Cha Club: letreros de colores brillantes pintados en los viejos
postigos de la fachada del siglo XVIII. Caras bonitas miraban desde los interiores en
penumbra, ojos castaños, pelo oscuro, lo español y lo mulato: bonitos traseros
apoyados contra las barras, aguardando a que algo de animación llegara desde la calle
mojada por el mar. Vivir en La Habana equivalía a vivir en una fábrica que produjera
belleza humana en una cinta de producción. Wormold no quería belleza. Se detuvo
bajo un farol y miró directamente a los ojos que también le miraban directos. Quería
sinceridad.
—¿Adónde vamos?
—¿No lo sabe? ¿No está planeado también esto, como el vuelo de Raúl?
—Sólo estaba caminando.
—¿No quiere sentarse junto a la radio? Rudy está de servicio.
—No recibiremos noticias antes de primera hora de la mañana.
—Es decir, que no ha planeado un último mensaje… el accidente en Santiago.
Tenía los labios secos de sal y de recelo. Le parecía que Beatrice tenía que
haberlo adivinado todo. ¿Le denunciaría a Hawthorne? ¿Cuál sería el próximo
movimiento de ellos? No podían imponerle ningún castigo legalmente, pero supuso
que sí podrían impedirle que regresara a Inglaterra. Pensó: ella volverá con el primer
avión y la vida volverá a ser como antes. Por supuesto que era mejor así; su vida
pertenecía a Milly. Y dijo:
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—No comprendo lo que quiere decir. —Una ola enorme se había precipitado
contra el malecón de la Avenida y ahora se alzaba como un árbol de Navidad cubierto
de nieve de plástico. Al cabo de un instante se hundió, fuera de su vista, y otro árbol
de Navidad se alzó calle abajo, cerca del Nacional. Agregó—: Se ha estado
comportando de una manera muy rara toda la noche. —No tenía sentido retrasarlo
más; si el juego estaba llegando a su fin, era mejor acabarlo cuanto antes. Preguntó
—: ¿Qué sugiere?
—¿Quiere decir que no habrá accidente en el aeropuerto… ni en el camino?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—Durante toda la noche se ha portado como si lo supiera. No ha hablado de Raúl
como de un hombre vivo. Ha escrito una elegía de él, como un mal novelista que
prepara un golpe de efecto.
El viento les acercó el uno al otro. Beatrice prosiguió:
—¿Jamás se cansa de que otras personas asuman los riesgos? ¿Para qué? ¿Para el
juego del Periódico de los chicos?
—Ése es el juego que juega usted.
—No creo en ello, como Hawthorne. —Y agregó con furia—: Preferiría ser
delincuente, antes que tonta o adolescente. ¿No gana bastante dinero con las
aspiradoras para mantenerse apartado de todo esto?
—No. Está Milly de por medio.
—¿Y si Hawthorne no le hubiera elegido a usted?
Bromeó tristemente:
—Quizá me habría casado otra vez, por dinero.
—¿Piensa volver a casarse alguna vez? —Parecía decidida a ponerse seria.
—Bueno —respondió él—, no sé si lo haría. Milly no lo consideraría un
matrimonio y no está bien plantearle problemas a una hija. ¿Vamos a casa a oír la
radio?
—Pero usted ha dicho que no espera ningún mensaje. ¿No es eso lo que dijo?
Respondió con una evasiva:
—No hasta dentro de tres horas. Pero supongo que radiará algún mensaje antes de
aterrizar. —Lo curioso era que comenzaba a sentir la tensión. Casi esperaba que le
llegara una voz desde el cielo barrido por el viento.
Beatrice preguntó:
—¿Me asegura que no ha preparado… nada?
Evitó la respuesta volviéndose hacia el palacio del presidente con sus ventanas
oscuras, detrás de las cuales no había vuelto a dormir el presidente desde el día del
último atentado contra su vida, y vio al doctor Hasselbacher, andando calle abajo, con
la cabeza inclinada para evitar la llovizna del mar. Tal vez regresaba a su casa desde
el Wonder Bar.
—Doctor Hasselbacher —llamó Wormold.
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El viejo alzó la cabeza. Por un instante Wormold pensó que iba a volverse sin
decir una palabra.
—¿Qué hay, Hasselbacher?
—Ah, señor Wormold. Estaba pensando en usted. Hablando del rey de Roma…
—dijo, en tono de broma, pero Wormold podría haber jurado que el rey de Roma le
había dado un susto mayúsculo.
—¿Se acuerda de la señora Severn, mi secretaria?
—La fiesta del cumpleaños, sí, y el sifón. ¿Qué hace levantado a estas horas,
señor Wormold?
—Hemos ido a cenar… y a dar un paseo…, ¿y usted?
—Lo mismo.
Desde el cielo profundo y ventoso llegó el sonido espasmódico de un motor,
aumentó de intensidad y decreció después para morir entre el ruido del viento y del
mar. El doctor Hasselbacher dijo:
—El avión de Santiago. Pero lleva mucho retraso. El tiempo debe de ser muy
malo en Oriente.
—¿Espera a alguien? —preguntó Wormold.
—No, no. A nadie. ¿Aceptarían usted y la señora Severn tomar una copa en mi
apartamento?
La violencia había llegado y había pasado. Los cuadros estaban otra vez en su
sitio, las sillas tubulares se alzaban como huéspedes extraños. El apartamento había
sido reconstruido, como un hombre para su funeral. El doctor Hasselbacher sirvió el
whisky.
—Qué bien que el señor Wormold tenga secretaria —observó el médico—. Hace
muy poco tiempo estaba usted preocupado, lo recuerdo bien. El negocio no marchaba
bien. Esa nueva aspiradora…
—Las cosas cambian sin motivo.
Por primera vez advirtió una fotografía del doctor Hasselbacher de joven, vestido
con el antiguo uniforme de oficial de la primera guerra mundial; quizá había sido una
de las fotos que los intrusos habían arrancado de la pared.
—No sabía que hubiera estado en el ejército, Hasselbacher.
—No había terminado mis prácticas de medicina, señor Wormold, en el momento
en que se declaró la guerra. Me parecía una tontería eso de curar hombres para que
los mataran cuanto antes. Lo que uno quiere es curar a la gente para que puedan vivir
más tiempo.
—¿Cuándo se fue de Alemania, doctor Hasselbacher? —preguntó Beatrice.
—En 1934. O sea que puedo declararme inocente respecto a lo que está pensando,
jovencita.
—No me refería a eso.
—En ese caso, discúlpeme. Pregúntele al señor Wormold: hubo un tiempo en el
que yo no era tan suspicaz. ¿Oímos un poco de música?
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Puso un disco de Tristán. Wormold pensó en su mujer; era aún menos real que
Raúl. No tenía nada que ver con el amor y la muerte, sólo con la Revista del Hogar,
con un anillo de diamantes, con la somnolencia cotidiana. Miró a Beatrice Severn,
sentada al otro lado del salón, y le pareció que pertenecía al mismo mundo de la
bebida fatal, del viaje desesperanzado desde Irlanda, de la rendición en el bosque.
Con un gesto brusco el doctor Hasselbacher se puso de pie y desenchufó el
tocadiscos. Explicó:
—Perdón. Estoy esperando una llamada. La música está demasiado fuerte.
—¿Una llamada de un enfermo?
—No exactamente. —Se sirvió otro whisky.
—¿Ha vuelto a comenzar sus experimentos, Hasselbacher?
—No. —Arrojó una mirada desesperanzada a su alrededor—. Lo siento. No tengo
más soda.
—Lo prefiero solo —dijo Beatrice. Se acercó a la estantería—. ¿Sólo lee libros de
medicina, doctor Hasselbacher?
—Algunos, pocos, de poesía: Heine, Goethe. Todos en alemán. ¿Lee alemán,
señora Severn?
—No. Pero usted tiene algunos libros en inglés.
—Me los dio un paciente que no podía pagar. Me temo que no los he leído. Aquí
está su whisky, señora Severn.
Beatrice se apartó de la estantería y cogió el vaso.
—¿Es ésa su casa, doctor Hasselbacher? —estaba mirando una litografía
victoriana colgada junto al retrato del joven capitán Hasselbacher.
—Nací allí. Sí. Es un pueblo muy pequeño, murallas antiguas, un castillo en
ruinas…
—Estuve allí —comentó Beatrice—, antes de la guerra. Nos llevó mi padre. Está
cerca de Leipzig, ¿verdad?
—Sí, señora Severn —respondió el doctor Hasselbacher, mirándola con
desolación—, está cerca de Leipzig.
—Espero que los rusos no lo tocaran.
En el vestíbulo empezó a sonar el teléfono. El doctor dudó un instante.
—Perdón, señora Severn —se excusó; cuando entró en el vestíbulo, cerró la
puerta tras de sí.
—En el Este o en el Oeste, el hogar es lo que cuenta —dijo Beatrice.
—Supongo que querrá informar a Londres de esto, pero le conozco desde hace
quince años y vive aquí desde hace más de veinte. Es un viejo excelente, el mejor
amigo que… —La puerta se abrió y reapareció el doctor Hasselbacher, que dijo:
—Lo siento. No me encuentro bien. Quizá puedan venir a oír música alguna otra
noche. —Se sentó pesadamente, cogió el vaso de whisky y lo dejó otra vez en su
lugar. El sudor le brillaba en la frente, pero, después de todo, era una noche muy
húmeda.
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—¿Malas noticias? —preguntó Wormold.
—Sí.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—¡Usted! —exclamó el doctor Hasselbacher—. No. Usted no puede ayudarme.
La señora Severn tampoco.
—¿Un paciente? —el doctor Hasselbacher negó con la cabeza. Sacó un pañuelo
del bolsillo y se secó la frente. Después preguntó:
—¿Quién no es un paciente?
—Será mejor que nos marchemos.
—Sí, márchense. Como le he dicho, habría que curar a la gente para que pudiera
vivir más.
—No le entiendo.
—¿Ha existido alguna vez la paz? —preguntó el doctor Hasselbacher—. Lo
siento. Se supone que los médicos tienen que estar acostumbrados a la muerte. Pero
no soy un buen médico.
—¿Quién ha muerto?
—Ha habido un accidente —dijo el doctor Hasselbacher—. Sólo un accidente. Un
accidente, por supuesto. Se ha estrellado un coche cerca del aeropuerto. Un hombre
joven… —Fuera de sí, se interrumpió—: Siempre se producen accidentes, ¿no?, en
todas partes. Y esto, seguramente, tiene que haber sido un accidente. Le gustaba
demasiado la bebida.
Beatrice preguntó:
—¿Por casualidad se llamaba Raúl?
—Sí —respondió el doctor Hasselbacher—. Así se llamaba.
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CUARTA PARTE
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Capítulo 1
1
Wormold abrió la puerta. La luz de la farola de la calle apenas si descubría las
aspiradoras alineadas como tumbas. Se encaminó hacia la escalera. Beatrice susurró:
—Quieto, quieto. Creo que he oído…
Eran las primeras palabras que pronunciaba uno de ellos desde que Wormold
cerrara la puerta del apartamento del doctor Hasselbacher.
—¿Qué pasa?
Beatrice alargó la mano y cogió una pieza metálica que había sobre el mostrador;
la blandió a modo de porra y dijo:
—Tengo miedo.
Ni la mitad del que tengo yo, pensó Wormold. ¿Se puede crear un ser humano con
sólo escribir sobre él? ¿Qué clase de existencia es ésa? ¿Habría oído Shakespeare la
noticia de la muerte de Duncan en una taberna, o habría escuchado golpes en la
puerta de su habitación después de escribir Macbeth? Se detuvo en la tienda y tarareó
una melodía para darse ánimos.
2
El Shanghai estaba en una bocacalle estrecha de la Zanja, rodeado de bares
profundos. Un cartel anunciaba Posiciones[*] y las entradas, por alguna razón, se
vendían en la acera, quizá porque no había sitio para una taquilla, dado que el
vestíbulo estaba ocupado por una librería pornográfica destinada a quienes buscaban
algún entretenimiento durante el entr’acte. Los chulos negros que estaban en la calle
les miraron con curiosidad. No estaban habituados a ver por allí a mujeres europeas.
—Me siento muy lejos de casa —dijo Beatrice.
Todas las butacas costaban un peso veinticinco centavos y sólo quedaban unas
pocas vacías en la amplia sala. El hombre que les llevó hasta ellas ofreció a Wormold
un paquete de postales pornográficas por un peso. Cuando Wormold las rechazó, el
hombre se sacó otro sobre del bolsillo.
—Cómprelas si quiere —intervino Beatrice—. Si le da vergüenza no apartaré los
ojos del espectáculo.
—Entre el espectáculo y las postales —explicó Wormold— no hay mucha
diferencia.
El acomodador preguntó si la señora quería fumar marihuana.
—Nein, danke —respondió Beatrice, ya confundida de lengua.
A ambos lados del escenario había carteles que anunciaban ciertos clubs del
vecindario, donde, se decía, las chicas eran muy bonitas. Un cartel escrito en español
y en mal inglés prohibía a los espectadores molestar a las bailarinas.
—¿Cuál es Teresa? —preguntó Beatrice.
—Debe ser la gorda del antifaz —respondió Wormold al azar.
La mujer abandonaba en ese momento la escena entre el oleaje de sus enormes
nalgas desnudas, y los presentes aplaudían y silbaban. Luego se apagaron las luces y
bajó una pantalla. Comenzó una película, bastante apaciblemente. Salía un ciclista, un
paisaje boscoso, una rueda pinchada, un encuentro casual, un caballero alzando su
sombrero de paja; hubo una buena cantidad de movimientos veloces y borrosos.
3
Los rascacielos de la ciudad moderna se erguían ante ellos como carámbanos a la
luz de la luna. Un enorme H. H. estaba estampado en el cielo como el monograma del
bolsillo de Hawthorne, pero no era tampoco un emblema real: sólo anunciaba al señor
Hilton. El viento mecía el coche y la llovizna marina cruzaba la calzada y humedecía
los cristales que daban hacia el mar. La noche caliente sabía a sal. Wormold apartó el
coche del mar. La chica dijo:
—Hace demasiado calor.[*]
—¿Y ahora qué dice?
—Que hace demasiado calor.
—Es una chica difícil —comentó Beatrice—. Será mejor que vuelva a bajar ese
cristal.
—¿Y si grita?
—Le daré una bofetada.
Estaban en el barrio nuevo de Vedado: casas bajas de color crema y blanco,
propiedad de hombres de dinero. Se podía adivinar el grado de riqueza de un hombre
de acuerdo con el menor número de pisos de la casa. Sólo un millonario podía
permitirse construir un bungalow donde se hubiera podido edificar un rascacielos.
Cuando bajó el cristal de la ventanilla un aroma de flores invadió el coche. Beatrice
le hizo detenerse junto a un portal, que se abría en una elevada pared blanca, y dijo:
4
Mientras se alejaba andando a través del aroma de los dondiegos de noche sentía
un único deseo: contárselo todo a Beatrice. No soy un agente secreto, soy un fraude,
ninguna de esas personas es agente mío y no sé lo que está pasando. No entiendo
nada. Tengo miedo. Sin duda que ella se haría cargo de la situación; después de todo
ella era profesional. Pero sabía que no apelaría a Beatrice. Eso significaría renunciar a
la seguridad de Milly. Prefería que le eliminaran como a Raúl. En ese trabajo, ¿darían
pensiones a los descendientes? ¿Pero quién era Raúl?
Antes de llegar a la segunda verja, Beatrice le llamó:
—Jim, cuidado. No se acerque.
Aun en aquella circunstancia apremiante se le ocurrió pensar: mi nombre es
Wormold, señor Wormold, señor Vormell, nadie me llama Jim. Después corrió,
cojeando, hacia la voz y llegó a la calle donde vio un coche-patrulla provisto de radio,
tres oficiales de policía y un nuevo revólver apuntando a su vientre. Beatrice estaba
Cuando el Jefe tenía invitados cenaba en su casa y él mismo hacía la cena, porque
ningún restaurante satisfacía sus requisitos de meticulosidad y romanticismo. Se
decía que en cierta ocasión en que se encontraba enfermo, se había negado a cancelar
una invitación hecha a un viejo amigo y había cocinado la comida desde su cama, por
teléfono. Con un reloj sobre la mesilla de noche ante sus ojos, interrumpía la
conversación en el momento adecuado para dar indicaciones a su criado.
—Oiga, oiga, Brewer, oiga, ahora retire el pollo y vuelva a echarle grasa por
encima.
También se decía que en otra oportunidad, en que tuvo que quedarse en su
despacho hasta muy tarde, había tratado de hacer la cena desde allí, pero la comida se
había estropeado porque, por la fuerza de la costumbre, había usado el teléfono rojo,
el de frecuencia alterada, de modo que a los oídos del criado sólo llegaron ruidos
extraños, como si hablara japonés a toda velocidad.
La comida que sirvió al Subsecretario Permanente fue sencilla y deliciosa: asado
con un toque de ajo. Un queso Wensleydale descansaba sobre el aparador y la paz de
Albany les rodeaba como una capa profunda de nieve. Después de sus esfuerzos en la
cocina, el Jefe exhalaba un suave olor a salsa.
—Está excelente. De verdad, excelente.
—Una antigua receta de Norfolk. Ternera de Ipswich al modo de la Abuela
Brown.
—Y la carne… se deshace, de verdad…
—He enseñado a Brewer a hacer la compra, pero jamás será buen cocinero.
Necesita supervisión constante.
Comieron reverentemente en silencio un largo rato; el taconeo de los zapatos de
una mujer en el Rope Walk fue la única distracción.
—Buen vino —dijo, por fin, el Subsecretario Permanente.
—La del 55 está resultando ser una buena cosecha. ¿No está aún un poco verde?
—Casi nada.
Con el queso, el Jefe volvió a hablar.
—Esa nota de los rusos… ¿qué piensa el Foreign Office?
—Otra pieza soplada —dijo el capitán Segura. Se habían citado en el Havana Club.
En el Havana Club; que no era un club y cuyo propietario era rival de Baccardi, todos
los combinados de ron eran gratis lo que permitía a Wormold aumentar sus ahorros,
porque naturalmente seguía anotando en sus cuentas los gastos de bebidas: hubiera
sido difícil, si no imposible, explicar a Londres el carácter gratuito del alcohol en ese
lugar. El bar estaba instalado en la primera planta de una casa del siglo XVII y las
ventanas daban a la catedral, donde en tiempos descansara el cuerpo de Cristóbal
Colón. Una estatua de Colón, de piedra gris, se alzaba ante la catedral. Tenía el
aspecto de haberse formado durante siglos bajo el agua, como un arrecife coralino,
por la acción de los insectos.
—¿Sabe? —dijo el capitán Segura—, hubo un tiempo en que pensé que no le caía
bien.
—Se puede jugar a las damas por más motivos que por el placer de la compañía
de una persona.
—Sí, yo también lo creo —respondió Segura—. ¡Mire! Meto dama.
—Y yo le soplo tres piezas.
—Usted cree que yo no había visto esa posibilidad, pero ahora verá cómo esa
jugada resultará a mi favor. Ahora le como su única dama. ¿Por qué fue a Santiago,
Santa Clara y Cienfuegos hace dos semanas?
—Siempre voy por esta época del año, a visitar a mis representantes.
—Parece como si de verdad hubiera sido ésa la razón. Se alojó en el hotel nuevo
de Cienfuegos. Cenó solo en un restaurante del puerto. Fue a un cine y después a su
hotel. A la mañana siguiente…
—¿Cree usted de verdad que soy agente secreto?
—Estoy empezando a dudarlo. Creo que nuestros amigos han cometido un error.
—¿Quiénes son nuestros amigos?
—Digamos los amigos del doctor Hasselbacher.
—¿Y quiénes son?
—Mi trabajo consiste en estar al tanto de lo que ocurre en La Habana —dijo el
capitán Segura—, no en tomar partido o dar información. —Movía su dama tablero
adelante, sin ningún peligro.
1
—Debo de estar empezando a ser importante —dijo Wormold—. Me invitan a dar
un discurso.
—¿Dónde? —preguntó Milly, alzando la mirada, cortésmente, de las páginas del
Anuario de las Amazonas. Era la hora de la tarde en que ya había terminado la tarea
del día; la última luz dorada se tendía horizontal sobre los tejados y tocaba el cabello
color de la miel y el whisky de su vaso.
—En la comida anual de la Asociación de Comerciantes Europeos. El doctor
Braun, el presidente, me ha pedido que pronuncie ese discurso… en mi calidad de
socio más antiguo. El invitado de honor es el cónsul general americano —agregó con
orgullo. Le parecía que hacía muy poco tiempo que había llegado a La Habana y se
había encontrado en el Floridita Bar, junto con su familia, a la chica que habría de ser
la madre de Milly; ahora era el comerciante más antiguo de la ciudad. Muchos se
habían retirado: otros habían vuelto a la patria, para alistarse durante la última guerra:
ingleses, alemanes, franceses, pero él había sido rechazado, por su cojera. Ninguno de
aquéllos había vuelto a Cuba.
—¿De qué hablarás?
—No hablaré. No sabría qué decir.
—Apuesto a que hablarías mejor que cualquiera de ellos.
—No. Puede que yo sea el socio más antiguo, Milly, pero también soy el menos
importante. Los exportadores de ron y los de puros… ésas son las personas
importantes de verdad.
—Tú eres tú.
—Desearía que hubieras elegido un padre más inteligente.
—El capitán Segura dice que juegas muy bien a las damas.
—No tanto como él.
—Por favor, acepta, papá —pidió Milly—. Estaría tan orgullosa de ti.
—Me pondría en ridículo.
—No, no es verdad. Acepta, por mí.
—Por ti aguantaría carros y carretas. Está bien. Aceptaré.
2
El lugar de la cita era el Myrtle Bank Hotel. Hacía muchos años que Wormold no
iba a Jamaica y le sorprendieron la suciedad y el calor. ¿A qué se debía la sordidez de
las posesiones británicas? Los españoles, los franceses y los portugueses construían
ciudades en los lugares donde se establecían, pero el inglés se limitaba a dejar que las
ciudades crecieran. La calle más pobre de La Habana era digna comparada con la
vida miserable de Kingston: chozas construidas con viejos barriles de petróleo y
techadas con pedazos oxidados de metal robados de algún cementerio de coches
abandonados.
Hawthorne estaba sentado en una tumbona en la terraza del Myrtle Bank,
bebiendo un ponche de ron y frutas con una paja. Su traje era tan inmaculado como el
que llevaba cuando se entrevistó con Wormold por primera vez; sólo delataba el
enorme calor un poco de polvo aglutinado bajo su oreja izquierda.
—Coja y siéntese. —También el argot había vuelto.
—Gracias.
—¿Tuvo buen viaje?
—Sí, gracias.
—Estará contento de estar en su tierra.
—¿En mi tierra?
—Bueno, me refiero a este país… a tomarse unas vacaciones lejos de los latinos.
Otra vez en territorio británico. —Wormold pensó en las chozas que había visto
alrededor del puerto, y en el viejo sin esperanzas dormido en un trozo de sombra y en
la pequeña andrajosa que acunaba un trozo de madera casi podrida. Y dijo:
—La Habana no está tan mal.
—Tome un ponche. Aquí los preparan bien.
—Gracias.
Hawthorne explicó:
3
El avión del regreso a Cuba llevaba pocos pasajeros: una señora española con un
rebaño de niños, parte de los cuales chillaron tan pronto como despegó el avión
mientras los otros se mareaban; una negra con un gallo vivo envuelto en su chal; un
exportador cubano de puros cuya relación con Wormold se limitaba a inclinar la
cabeza cuando se encontraban y un inglés que llevaba una chaqueta de tweed y que
fumó su pipa hasta que la azafata le dijo que la apagara. A partir de aquel momento,
durante todo el resto del viaje chupó ostensiblemente la pipa vacía y sudó
copiosamente dentro de su chaqueta de tweed. Tenía la cara malhumorada del hombre
que siempre tiene razón.
Cuando les sirvieron la comida, el inglés retrocedió varios asientos para ir a
sentarse junto a Wormold. Y dijo:
1
Milly dijo:
—Sólo has tomado una taza de café. Ni siquiera un trozo de tostada.
—No estoy de humor.
—Hoy irás a la comida de los comerciantes, comerás en exceso y sabes
perfectamente que el cangrejo Morro no le va nada bien a tu estómago.
—Te prometo que tendré mucho cuidado.
—Sería mejor que desayunaras como es debido. Necesitas comer cereal para que
absorba todo el alcohol que vas a beber —era uno de sus días de dama de compañía.
—Lo siento, Milly. No puedo. Tengo muchas cosas en que pensar. Por favor, no
me des la lata. Hoy no.
—¿Has preparado tu discurso?
—He hecho lo que he podido, pero no soy orador, Milly. No sé por qué me
pidieron que hablara —pero tenía la incómoda sensación de que quizá sí sabía por
qué. Alguien debía de haberse valido de alguna influencia para presionar al doctor
Braun, y esa persona tenía que ser identificada a cualquier precio. Pensó: yo soy el
precio.
—Apuesto a que causarás sensación.
—Estoy tratando con todas mis fuerzas de no ser la sensación de esta comida.
Milly se marchó al colegio, y él siguió sentado a la mesa. La firma de cereales
Weatbrix, que Milly compraba, había impreso en el paquete la última aventura del
enanito Dudú. El diminuto enano Dudú encontraba, en un episodio de muy breve
duración, a una rata del tamaño de un perro San Bernardo a la que asustaba
haciéndose pasar por gato y diciendo miau. Era una historia muy sencilla. Mal se
podía decir que fuera una preparación para la vida. La firma también regalaba una
escopeta de aire comprimido a cambio de doce tapas de paquetes. Como aquél estaba
casi vacío, Wormold empezó a recortar la tapa, siguiendo con el cuchillo,
cuidadosamente, la línea de puntos. Había llegado al último ángulo cuando entró
Beatrice.
—¿Qué está haciendo? —preguntó.
2
En el salón del Hotel Nacional se abrió paso entre las vitrinas llenas de zapatos
italianos, ceniceros daneses, cristales suecos y prendas de lana británicas, de color
malva. El comedor privado en el que se celebraban siempre las reuniones de la
Asociación de Comerciantes Europeos se hallaba justo detrás de la silla en que estaba
sentado el doctor Hasselbacher, que, evidentemente, esperaba a alguien. Wormold se
aproximó con paso indeciso; era la primera vez que veía al doctor desde la noche en
que, vestido con su uniforme de ulano y sentado en su cama, le hablara del pasado.
3
El comedor había sido decorado con dos grandes banderas de los Estados Unidos
en honor del cónsul general, y unas banderitas de papel, como las que hay en los
aeropuertos internacionales, indicaban dónde debía sentarse cada uno de los
miembros de la Asociación. En la cabecera de la mesa había una bandera suiza, para
el doctor Braun, el presidente; había hasta una bandera de Mónaco, para el cónsul
monegasco, que era uno de los mayores exportadores de cigarros de La Habana. Iba a
sentarse a la derecha del cónsul general, en reconocimiento de la real alianza.
Circulaban ya los cócteles cuando Wormold y Carter entraron y un camarero se les
acercó de inmediato. ¿Fue la imaginación de Wormold o de verdad el camarero
movió la bandeja de modo que el último daiquiri quedara junto a él?
—No. No, gracias.
Carter alargó la mano, pero el camarero ya avanzaba hacia la puerta de servicio.
—¿Quizá prefiera un Martini seco, señor? —dijo una voz.
Se volvió: era el jefe de camareros.
—No, no me gustan.
—¿Un whisky, señor? ¿Un jerez? ¿Un Old-Fashioned? Le serviré lo que prefiera.
—No voy a tomar nada —respondió Wormold y el jefe de camareros le dejó para
acercarse a otro invitado. Quizá fuera barra siete; sería extraño que, por una ironía del
destino fuera también el asesino en potencia. Wormold buscó a Carter, pero éste se
había alejado para hablar con su anfitrión.
—Le aconsejo que beba todo lo que pueda —dijo una voz con acento escocés—.
Me llamo MacDougall. Parece que vamos a sentarnos al lado.
—Es la primera vez que le veo por aquí, ¿verdad?
—He venido en lugar de McIntyre. Le habrá conocido, seguramente.
—Oh, sí, sí. —El doctor Braun, que se había quitado de encima con unas
palmaditas al insignificante Carter para atender a otro suizo que comerciaba en
relojes, conducía ahora al cónsul general americano por la habitación, presentándole a
los socios más importantes. Los alemanes formaban un grupo aparte, apropiadamente
situados junto a la pared oeste; llevaban la superioridad de lo germano impresa en sus
facciones como cicatrices desafiantes: el honor nacional que había sobrevivido a
Belsen ahora dependía del nivel del cambio de divisas. Wormold se preguntó si
habría sido uno de ellos el que había revelado el secreto de aquella comida al doctor
Hasselbacher. ¿Revelado? No necesariamente. Quizá habían chantajeado al doctor
para que proporcionara el veneno. De todas maneras, él habría elegido, en razón de su
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—He vuelto —anunció a Beatrice—. No estoy bajo la mesa. He regresado
victorioso. El perro es el que ha muerto.
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El capitán Segura dijo:
—Me alegro de encontrarle solo. ¿Está solo, verdad?
—Completamente.
—Estoy seguro de que no le importará. He apostado dos hombres en la puerta
para que nadie nos moleste.
—¿Estoy detenido?
—Desde luego que no.
—Milly y Beatrice han ido al cine. Se sorprenderán si no las dejan entrar.
—No le entretendré mucho tiempo. He venido a verle por dos cosas. Una es
importante. La otra no es más que rutina. ¿Puedo empezar por la importante?
—Sí, por favor.
—Señor Wormold, quiero pedirle la mano de su hija.
—¿Exige eso que haya dos policías a la puerta?
—Es conveniente que no nos molesten.
—¿Ha hablado ya con Milly?
—No soñaría, siquiera, con hacerlo antes de hablar con usted.
—Supongo que aun aquí necesita legalmente mi consentimiento.
—No se trata de una cuestión legal, sino de cortesía común y corriente. ¿Puedo
fumar?
—¿Por qué no? Esa pitillera, ¿está hecha de verdad de piel humana?
El capitán Segura se echó a reír.
—Esta Milly. ¡Qué bromista es! —en tono ambiguo agregó—: ¿Cree usted
verdadera esa historia, señor Wormold? —quizá no se atrevía a mentir directamente;
podía ser un buen católico.
—Milly es demasiado joven para casarse, capitán Segura.
—En este país no.
—Estoy seguro de que ella no quiere casarse todavía.
—Pero usted podría influenciarla, señor Wormold.
—A usted le llaman el Buitre Rojo, ¿verdad?
2
Los policías se habían marchado de la tienda cuando él volvió. López había
salido, no sabía adónde. Oía a Rudy afanándose con sus lámparas y de vez en cuando
un ruido de descarga atmosférica resonaba en el apartamento. Se sentó en la cama.
Tres muertes: un desconocido llamado Raúl, un dachsund negro llamado Max y un
viejo doctor llamado Hasselbacher; él era la causa… y Carter. Carter no había
planeado la muerte de Raúl ni la del perro, pero el doctor Hasselbacher no había
tenido escapatoria. Había sido una represalia: una muerte a cambio de una vida, al
revés de la Ley Mosaica. Oyó a Milly y a Beatrice hablando en la habitación
contigua. Aunque la puerta estaba entreabierta sólo tomó conciencia a medias de lo
que decían. Se hallaba en la frontera de la violencia, una tierra extraña que nunca
había visitado; tenía su pasaporte en la mano. «Profesión: espía». «Rasgos
característicos: amabilidad». «Propósito de la visita: asesinato». No se exigía visado.
Sus papeles estaban en regla.
Y a este lado de la frontera oía las voces que hablaban en un lenguaje que él
conocía.
Beatrice decía:
—No, no te recomiendo un rojo oscuro. A tu edad, no.
Milly respondía:
1
—Pase, capitán Segura.
El capitán Segura estaba resplandeciente. Resplandecían sus correajes,
resplandecían sus botones y acababa de ponerse brillantina en el pelo. Era como un
arma bien cuidada. Al entrar dijo:
—Me alegré mucho cuando Milly me dio su recado.
—Tenemos que hablar de muchas cosas. ¿Echamos una partida antes? Esta noche
pienso derrotarle.
—Lo dudo, señor Wormold. Todavía no tengo que demostrarle respeto filial.
Wormold desplegó el tablero de damas. Después colocó sobre él veinticuatro
botellas en miniatura de whisky: doce de Bourbon enfrentadas con doce de whisky
escocés.
—¿Qué es esto, señor Wormold?
—Una idea del doctor Hasselbacher. He pensado que podíamos echar una partida
en recuerdo suyo. Cuando uno come una pieza, se la bebe.
—Una idea muy astuta, señor Wormold. Como soy el que juega mejor, beberé
más.
—Y después yo le daré alcance… también con lo que beba.
—Me parece que preferiría jugar con las piezas normales.
—¿Tiene miedo de que le derrote, Segura? Quizá no tenga la cabeza muy firme.
—Mi cabeza es tan firme como la de cualquiera, pero algunas veces, con la
bebida, pierdo los estribos. Y no quiero perder los estribos con mi futuro padre.
—Milly no se casará con usted, Segura.
—Eso es lo que tenemos que discutir.
—Usted jugará con el Bourbon, que es más fuerte que el escocés. O sea que
estaré en desventaja.
—Eso no es necesario. Jugaré con el escocés.
Segura hizo girar el tablero y se sentó.
—¿Por qué no se quita el cinturón, Segura? Estará más cómodo.
Segura dejó el cinturón y la pistola en el suelo, a su lado.
2
En el Seville-Biltmore entró en una cabina telefónica y llamó a la habitación de
Carter. Tenía que admitir que los nervios de Carter eran templados, mucho más que
los suyos. No había terminado de cumplir su misión en Cuba y, no obstante,
permanecía en el país, como tirador o como señuelo.
—Buenas noches, Carter —dijo Wormold.
1
Beatrice le escuchaba:
—Me había inclinado hacia delante para poner en marcha el motor. Eso me salvó,
creo. Por supuesto que él tenía derecho a disparar a su vez. Era un verdadero duelo.
Pero el tercer disparo fue el mío.
—¿Qué pasó después?
—Tuve el tiempo justo de alejarme antes de vomitar.
—¿Vomitar?
—Me figuro que si hubiera estado en la guerra, me habría parecido menos grave
matar a un hombre. Pobre Carter.
—¿Por qué te compadeces de él?
—Era un hombre. Y sabía muchas cosas de él. Que no era capaz de desabrochar
el corsé de una chica. Tenía miedo a las mujeres. Le tenía cariño a su pipa, y cuando
era joven las barcas del río de su pueblo le parecían transatlánticos. Quizá fuera un
romántico. Un romántico siempre tiene miedo de que la realidad no colme sus
expectativas, ¿no es verdad? Todos los románticos esperan demasiado.
—¿Y después?
—Borré mis huellas dactilares del revólver y lo traje a casa. Naturalmente Segura
advertirá que faltan dos balas. Pero no creo que las busque. Le resultaría un poco
difícil explicarlo. Todavía estaba dormido cuando llegué. Me aterra pensar cómo
tendrá la cabeza ahora. La mía no está nada bien. Pero traté de seguir tus
instrucciones al hacer la fotografía.
—¿Qué fotografía?
—Llevaba encima una lista de agentes extranjeros que iba a entregar al jefe de
policía. La fotografié y se la volví a meter en el bolsillo. Estoy contento de haber
enviado un informe auténtico antes de dimitir.
—Debías haberme esperado.
—Era imposible. Podía despertarse en cualquier momento. Pero ese asunto de la
microfotografía es complicado.
—¿Por qué demonios hiciste una microfotografía?
2
El desdeñoso empleado del Consulado apareció en la tienda a las cinco en punto
de la tarde siguiente. Permaneció tenso, de pie entre las aspiradoras, como un turista
puritano en un museo de objetos fálicos. Le dijo a Wormold que el embajador quería
verlo.
—¿Mañana por la mañana? —estaba redactando su último informe sobre la
muerte de Carter y su dimisión.
—No. Me ha llamado desde su casa. Tiene que ir ahora mismo.
—No soy un empleado —replicó Wormold.
—¿No?
Wormold condujo el coche hasta Vedado, hasta las casas blancas y bajas y las
buganvillas de los ricos. Parecía haber pasado mucho tiempo desde que visitara al
profesor Sánchez. Pasó ante la casa. ¿Qué discusiones seguían produciéndose entre
esas paredes de casa de muñecas?
Tuvo la sensación de que en la casa del embajador todos esperaban su llegada y
de que el recibidor y las escaleras habían sido cuidadosamente despejados de
espectadores. En el primer rellano una mujer le dio la espalda y se encerró en un
cuarto; pensó que debía ser la embajadora. Dos niños espiaron fugazmente entre los
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El avión de la KLM debía despegar a las tres y media de la madrugada con
destino a Amsterdam, vía Montreal. Wormold no tenía el menor deseo de ir a
Kingston, donde Hawthorne quizá tuviera instrucciones de verle. Había cerrado la
agencia con un último cable y había enviado a Rudy con su maleta a Jamaica.
Quemaron los libros-código con la ayuda de los trozos de celuloide. Beatrice debía ir
con Rudy. López quedaba a cargo de la tienda de aspiradoras. Wormold embaló todo
lo que para él tenía algún valor en un cajón que envió por barco. La yegua fue
vendida… al capitán Segura.
Beatrice le ayudó a hacer el equipaje. El último objeto que entró en el cajón fue la
estatua de Santa Serafina.
—Milly debe estar muy triste —comentó Beatrice.
—Se ha resignado maravillosamente. Dice, como sir Humphrey Gilbert, que Dios
está tan cerca de ella en Inglaterra como en Cuba.
—Eso no fue lo que dijo Gilbert exactamente.
Un montón de basuras no secretas se acumulaba en espera de ser quemadas.
—Cuántas fotos tenías guardadas… de ella —dijo Beatrice.
—Antes me parecía que romper una foto era como matar a alguien. Ahora sé que
es algo muy distinto.
—¿Qué es ese estuche rojo?
—Ella me regaló una vez unos gemelos. Me los robaron, pero yo guardé la caja.
No sé por qué. En cierto sentido me alegro de que todas estas cosas desaparezcan.
—El final de una vida.
—De dos vidas.
—¿Qué es esto?
—Un viejo programa.
4
Era como si tuvieran que pasar en un aeropuerto u otro todo el tiempo que les
quedaba. Había llegado la hora del vuelo de KLM; eran las tres de la madrugada, y el
cielo estaba rosáceo, por el reflejo de las luces de neón de las tiendas y los focos de
las pistas de aterrizaje. Ahora era el capitán Segura el que había ido a «despedirles».
Trataba de dar a ese acto oficial la apariencia más particular posible, pero la marcha
seguía teniendo el aire de una deportación.
—Usted me ha obligado a esto —dijo Segura en tono de reproche.
—Sus métodos son más moderados que los de Carter o los del doctor Braun.
¿Qué va a hacer con el doctor Braun?
—Me ha dicho que tiene que regresar a Suiza por un asunto relacionado con sus
instrumentos de precisión.
—¿Con un billete vía Moscú?
—No necesariamente. Quizá vía Bonn. O Washington. O incluso Bucarest. No lo
sé. Sean quienes sean, están muy contentos, creo, con los planos que usted envió.
—¿Qué planos?
—Los de las construcciones en Oriente. También se adjudicará el mérito de
haberse librado de un agente peligroso.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí. Cuba estará un poco más tranquila sin ustedes dos, pero echaré de menos a
Milly.
—Milly nunca se habría casado con usted, Segura. No le gustan las pitilleras de
piel humana.
—¿Sabe de quién es esa piel?
—No.
—De un oficial de la policía que torturó a mi padre hasta matarlo. Verá, mi padre
era un hombre pobre. Pertenecía a la clase susceptible de tortura.
Milly se acercó a ellos llevando Time, Life, París-Match y Quick. Eran casi las
tres y cuarto y había una franja gris en el cielo, por encima de la pista iluminada,
donde había comenzado la falsa aurora. Los pilotos salían, hacia el avión, y las
azafatas les seguían. Wormold conocía a los tres de vista. Eran los que habían estado
con Beatrice en el Tropicana unas semanas antes. Un altavoz anunció en inglés y en
español la partida del vuelo 396 a Montreal y Amsterdam.
—Tengo un regalo para cada uno de ustedes —anunció Segura.
Les entregó dos paquetitos. Los abrieron mientras el avión sobrevolaba La
Habana. La cadena de luces a lo largo del paseo marítimo osciló hasta quedar fuera
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Le habían mirado con curiosidad al decir su nombre; luego le habían metido en
un ascensor y, para su sorpresa, le habían mandado hacia abajo y no hacia arriba.
Ahora estaba sentado en un largo pasillo del sótano mirando una luz roja encendida
sobre una puerta; cuando se pusiera verde, le habían dicho, podía entrar, pero no
antes. Los que no prestaban atención a la luz entraban y salían; unos llevaban
papeles, otros carteras y uno iba de uniforme: un coronel. Nadie le miraba; sentía que
su presencia les incomodaba. Todos hacían caso omiso de él como se hace caso
omiso de un hombre deforme. Pero muy probablemente no se debía a su cojera.
Hawthorne venía por el pasillo, desde el ascensor. Tenía aspecto desaliñado,
como si hubiera dormido con la ropa puesta; quizá había llegado en el vuelo nocturno
desde Jamaica. Él también habría hecho caso omiso de Wormold si Wormold no le
hubiera hablado.
—Hola, Hawthorne.
—Ah, es usted, Wormold.
—¿Llegó Beatrice sin inconvenientes?
—Sí. Desde luego.
—¿Dónde está, Hawthorne?
—No tengo ni idea.
—¿Qué pasa aquí? Esto parece un consejo de guerra.
—Es un consejo de guerra —respondió Hawthorne fríamente y traspuso la puerta
de la luz. El reloj marcaba las 11:25. Le habían citado para las once.
Se preguntó si podían hacerle algo más que despojarle de todo, cosa que, tal vez,
ya habían hecho. Eso era probablemente lo que estaban tratando de decidir allí
dentro. No podían acusarle según el Acta de Secretos Oficiales. Había inventado
secretos, pero no los había divulgado. Probablemente le pondrían dificultades si
trataba de conseguir un trabajo en el extranjero, y no era fácil para un hombre de su
edad encontrar empleo dentro del país, pero no tenía intención de devolverles el
dinero. Era para Milly; se lo había ganado al actuar de blanco para el veneno y el
disparo de Carter.
2
Se saludaron formalmente en medio de una selva de sillas verde salvia en un hotel
barato, cercano a Gower Street, llamado Pendennis.
—No creo que pueda invitarte a una copa —le anunció—. En este hotel no sirven
bebidas alcohólicas.
—¿Y por qué has venido aquí entonces?
—Porque solía venir con mis padres cuando era niño. No me había dado cuenta
de que está prohibido el alcohol. En esa época no me interesaba la cuestión. Beatrice,
¿qué ha ocurrido? ¿Están locos?
—Están muy furiosos con nosotros. Piensan que yo tendría que haber advertido lo
que sucedía. El Jefe convocó una reunión por todo lo alto. Estaban allí todos los
enlaces, el de la Secretaría de Guerra, el del Almirantazgo, el del Ministerio del Aire.
Tenían todos tus informes delante y los analizaron uno por uno. Infiltración
comunista en el gobierno: nadie puso reparo a enviar un memorándum al Foreign
Office, cancelando el informe. Luego informes económicos: todos admitieron que
también debían ser desautorizados. Sólo podía oponerse la Secretaría de Comercio.
Nadie parecía molesto hasta que aparecieron los informes sobre las cuestiones
militares. Había uno acerca del descontento en el seno de las fuerzas navales y otro
sobre bases de reabastecimiento de submarinos. El comandante dijo: «En eso tiene
que haber algo de cierto».
«Mire el informante. No existe» —dije yo.
«Pasaremos por estúpidos», replicó el comandante. «Los de Inteligencia Naval se
divertirán tanto con esto como con las páginas de Punch».
Pero aquello no fue nada, comparado con lo que dijeron cuando se discutió lo de
las construcciones.
—¿Se tragaron de verdad esos dibujos?
—En ese momento se volvieron contra el pobre Henry.
—Me gustaría que no le llamaras Henry.