Las Mujeres en La Guerra Del Pacífico

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El bello sexo en guerra:

cultura política y género durante la Guerra


del Pacífico

Juan José Rodríguez Díaz


Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Pasaron los tiempos en que la mujer corría al templo mientras los suyos
peleaban por defenderla: hoy el templo debe ser refugio de aquellos cu-
yos años impiden cargar los heridos; en caso de necesidad hay heroís-
mo completo sin el auxilio y ayuda de la mujer?1

INTRODUCCIÓN

EN 1888 ANTONIO MUÑIZ , pintor español radicado en el Perú, pintó en el lienzo


titulado “Un episodio de la Batalla de Huamachuco”, una escena hoy popular-
mente conocida como “El Repase”, incluso en textos escolares oficiales.2 Más que
en la realidad, esta imagen estaba inspirada en la percepción de un sujeto mascu-
lino de la época. Tras feroz combate, yace en el suelo un soldado peruano a cuya
compañera no le queda otra cosa que, con mirada acongojada y gesto implo-
rante, suplicar compasión al cruel y sanguinario soldado chileno por la vida de
su cónyuge y, a lo más, ofrendar su vida ante el cruel repase. Para completar
la escena fatídica, un niño lloroso al costado de un rifle, inútil artefacto desde

1
Canel. (septiembre, 1880). La Bolsa, 20(1672).
2
Texto reproducido, con cambios y adiciones, de Illapa. Revista latinoamericana de ciencias
sociales. (agosto, 2009). Año 2(5), 83-120.

199
200 / Juan José Rodríguez Díaz

el momento en que no hay una mano vigorosa y varonil que pueda sostenerlo
para defenderse, ya que esa mujer indígena condoliente solo es capaz de buscar
clemencia, aunque tan inútilmente como las mujeres romanas frente al bárbaro
Atila. Esta escena es un episodio más del inmemorial discurso del “sexo débil”
prosternado ante el “sexo fuerte” que aún en este siglo sigue vigente.
Cuando era un joven profesor en una academia preuniversitaria, mis
imágenes de Micaela Bastidas, las Toledo, entre otras mujeres luchadoras,
chocaban con esa imagen pasiva del repase, nombre cuanto más apropiado para
el simbolismo que representa ese cuadro. En un almanaque institucional que
pretendía representar en imágenes, algunos cuadros de la sociedad peruana,
decidí retar al dibujante para cambiar la imagen, plasmando lo que intuía: una
mujer indígena blandiendo un cuchillo, utensilio prosaico, pero efectivo, con el
que, así como preparaba la comida del soldado, podía, dadas las circunstancias,
unirse a su marido en la batalla. Esta mujer, en franco enfrentamiento con un
soldado realista, mira a su oponente con la misma furia que el soldado con el que
se enfrenta; ¿no es acaso la misma furia con la que muchas madres se enfrentan
al marido alcoholizado que pretende arrancarle la carne a correazos al desventu-
rado hijo, en escenas no tan imaginadas, ni tan lejanas?
Han pasado muchos años y tras la lectura de documentos, revistas, perió-
dicos, cartas, informes de cónsules, crónicas de viajeros y memorias de guerra,
creo poder decir, modestia aparte, que no me equivoqué en mi sospecha. En esta
nueva versión de mi trabajo se han unido algunos esfuerzos más por reescribir
esta historia. Pero incluso en épocas más recientes, había voces disonantes con
ese discurso.
Resulta curioso que será otro español, también contemporáneo del ante-
rior, quien, con su prosa de vena libertaria, resumirá con claridad una visión
alternativa a la que nos propone el cuadro “El Repase”, en una famosa revista
limeña al decir:
no preguntéis quien es primero en ocupar las posiciones tomadas, la pobla-
ción sitiada, o la trinchera perdida por los derrotados; antes que los soldados,
entran las rabonas para destrozar los restos de la fuerza vencida o para cla-
var los cañones para armar sus tenderetes y armar sus cachivaches. (Perillán,
agosto, 1890, (171)

Por si fuera necesario enfatizar más estas miradas contrarias a la de Muñiz,


con mayor entusiasmo e ímpetu, años después, Ernesto Rivas (1903), literato y
periodista peruano contemporáneo de la guerra, en su obra Nuestros Héroes relata
un hecho que muestra la actitud de una mujer luego de la muerte de su esposo en
la batalla de San Francisco:
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 201

Como loca furiosa y con los ojos llenos de lágrimas se arroja sobre él y arran-
cándole el rifle de entre las manos ocupa su puesto en la compañía, y claman-
do venganza a gritos, toma de las mantas de los soldados cápsulas que dispara
sobre el enemigo.

Imágenes tan disímiles como esas nos hacen preguntarnos legítimamente


si la Guerra del Pacífico fue, en efecto, un momento en que reinó la pasividad
de las mujeres y solo provocó, en contados casos, el entusiasta, pero secun-
dario concurso de esa otra mitad de la sociedad peruana, o es que, como tantos
otros sectores de la sociedad peruana, fueron condenadas a habitar el rincón del
silencio y del olvido.
En efecto, por mucho tiempo la historia oficial ha silenciado las voces de
millones de mujeres que han participado, de una u otra manera, en todos los
acontecimientos del proceso social peruano.3 Este silenciamiento se debe, princi-
palmente, a que los productores culturales le han asignado poco valor a la parti-
cipación de las mujeres en el acontecer de la sociedad peruana4; este es el caso
de los eventos de la Guerra del Pacífico y la presencia de las mujeres en estos. Al
igual que en los otros grandes conflictos que se han dado en el territorio peruano,
sean internos o externos, la participación de las mujeres en esta guerra ha sido
motivo de escasísimos trabajos académicos, siendo muchos de ellos tan prelimi-
nares como incompletos5 (para la época de la primera versión de este trabajo).
Hoy, el tema ha provocado algunos esfuerzos académicos esporádicos. Lamen-
tablemente, estos no han pasado de inquietudes de algunas historiadoras y lite-
ratas que no han podido penetrar en una memoria colectiva sobre el papel de las
mujeres en las guerras, forjado en más de un siglo. A pesar de la presencia de la
mujer en casi todo hecho social relacionado de modo directo o indirecto con la
Guerra del Pacífico, tal participación constituye uno de los grandes silencios de
la historia peruana y, evidentemente, de la historia de las mujeres peruanas como
“actoras” sociales.

3
Estos silencios o ausencias no solo se dan en la historiografía peruana, sino también en
todo Latinoamérica, para más alcances sobre el tema véase el libro pionero Las mujeres
latinoamericanas: perspectivas históricas, compilado por Asunción Lavrin en 1985.
4
En la línea del trabajo de compilación de Lavrin, han aparecido importantes aportes sobre
la historia de las mujeres en Perú, en algunas compilaciones y eventos organizados por
Maritza Villavicencio, Margarita Zegarra, Sara Guardia, Maria Emma Mannarelli y, más
contemporáneamente, Claudia Rosas, quienes han editado y compilado interesantes trabajos
sobre las mujeres peruanas en la historia.
5
Acerca del tema en cuestión, el trabajo más completo está incluido en el libro de Judith Prieto
(1980), Mujer Poder y Desarrollo, y el de orden analítico, en el artículo de Maritza Villavicencio
(1984), Acción de las mujeres peruanas durante la guerra con Chile.
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Incluso aquellos historiadores que han llegado a abordar el accionar de las


mujeres durante la guerra lo han hecho de manera tan parcial, que cuesta mucho
decir que su interés era dar una visión integral de ello. La primera evidencia de
esta afirmación es que en sus investigaciones no llegan a incorporar todos los
elementos femeninos del entramado social peruano decimonónico, contribu-
yendo así al fracaso de los intentos de visión totalizadora de la historia social del
Perú durante la guerra, desarrollados hasta ahora.
Lejos del plano militar, las vivencias de una guerra deben ser analizadas
también en tanto hecho social. Estas vivencias forman parte del quehacer coti-
diano no solo de los individuos involucrados directamente en el enfrentamiento
bélico, sino también de la población donde se desarrolla.
De entre los actores sociales de esta guerra, las mujeres vivieron, al igual
que los varones, todas las penurias y sacrificios que surgen en una situación
bélica. Sin embargo, muy lejos de la realidad histórica, se presenta en el imagi-
nario nacional el discurso de las mujeres como el sexo débil. Por eso la histo-
riadora Thébaud (1993), refiriéndose a la Primera Guerra Mundial, dice que
cuando pasa el tiempo de la guerra y se vuelve al orden social establecido, se
pone a cada sexo en su lugar, es decir, se olvida el verdadero carácter de la parti-
cipación femenina y solo quedan roles en el imaginario colectivo tales como
el lamento de una viuda desconsolada o el llanto de una madre que maldice la
guerra (pp. 31-89).
Las páginas siguientes pretenden dar una rápida mirada a los actores feme-
ninos en la Guerra del Pacífico, a la interdependencia entre cultura política y las
cuestiones de género en el quehacer de las mujeres, con la pretensión de establecer
un diálogo entre los hechos en el plano coyuntural y la búsqueda de un referente
teórico de comportamiento social y político más allá de los parámetros estable-
cidos por el discurso nacionalista y la óptica del patriarcado.

1. EL BELLO SEXO EN LA SOCIEDAD DECIMONÓNICA

En nuestro trabajo pretendemos seguir las pautas metodológicas y teóricas de


la reconocida historiadora Sheila Rowbotham6, que con respecto a la historia de
género y su relación con la cultura política nos dice lo siguiente:
Si dejáramos de ver el patriarcado y el capitalismo como dos sistemas inde-
pendientes entrelazados y, en vez de ello, examinásemos el desarrollo histó-
rico de las relaciones sexo-género, así como las de clase y las raciales, podría-
mos evitar una simple categoría «mujer», que debe ser o bien un estereotipo

6
Sobre Sheila Rowbotham véase Lo malo del patriarcado (1984a), Feminismo y Revolución (1978)
y Visions of History (1984b).
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matriarcal o una víctima irremisiblemente oprimida, cuya suerte sube y baja


al mismo tiempo que la de todas sus hermanas. (Rowbotham, 1984a, p. 326)

Tal es el caso de las mujeres en el tejido social del Perú decimonónico. Al


estudiar su accionar, debemos tener presente su status social y ubicarlas en el
contexto de sus pares masculinos, ya que el contenido estamental o incluso de
clase de su vida cotidiana, supera cualquier intento de homogeneizar lecturas con
respecto a las situaciones de género.
La complejidad de la participación de las mujeres en la vida social, sea aquí
o en cualquier parte del mundo, nos anima a reflexionar sobre varios sujetos
femeninos y no solamente uno, como lo aclara la misma historiadora inglesa al
decir que
podríamos ver como la idea que tienen de sí mismas y de otras personas, sus
trabajos sus hábitos y su sexualidad, su participación en la organización, sus
respuestas a la autoridad, la religión y el estado y la expresión de su creatividad
y la cultura... como a todas estas cosas las afectaran las relaciones en la familia,
así como la clase y la raza. Pero se ve claramente que las relaciones sexo-género
no se limitan a la familia (no somos solo seres-sexo en la familia y seres-clase
en la comunidad, el estado y el trabajo): al igual que las relaciones de clase,
saturan todos los aspectos de la vida. (1984a)

En el caso del Perú decimonónico, las mujeres de la sociedad peruana


estaban inmersas en ese complicado tejido socio-cultural expuesto. Sería, por
ejemplo, descabellado pensar que las mujeres de grupos sociales urbanos andinos
hayan tenido las mismas inquietudes y las mismas expectativas que sus congé-
neres campesinas, rurales y andinas.
Los años setenta del siglo diecinueve son momentos de notables cambios
para la historia de las mujeres. En el momento de la Guerra del Pacífico, en
las mujeres peruanas (contemporáneas de las europeas que recibieron directa-
mente la influencia de estos cambios) se encontraba la más completa variedad de
comportamientos relacionados con su condición social y cultural. En su expe-
riencia personal, se daba un encuentro entre su vida cotidiana tradicional y los
influjos de la modernidad, de acuerdo con el grado de acceso que tenían sobre
dichos elementos socioculturales, sin ser una cuestión homogénea la recepción
y asimilación de los cambios en las mujeres con mayor acceso a estos. Es por eso
que, en el análisis social del Perú decimonónico, en el que es muy común encon-
trar la dicotomía campo-ciudad, cultura tradicional-cultura moderna, el estudio
del comportamiento de las mujeres y las cuestiones de género no deben ser una
excepción.
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2. LAS MUJERES PERUANAS EN LA SOCIEDAD DECIMONÓNICA:


MIRADAS DE ELLAS Y DE ELLOS

El cambio de comportamiento que ocasiona la modernidad en los sujetos feme-


ninos no solo es preocupación de los investigadores de nuestra época, sino que
estaba presente en algunos actores sociales del momento estudiado, como se pude
observar en su producción escrita. Un ejemplo de esta preocupación lo podemos
ver en lo que podríamos llamar manifiesto femenino de Eva Canel sobre lo que
debe ser la participación de las mujeres en la guerra que se daba en ese momento:
No sería preciso enumerar los mil ejemplos de valor que ha dado la mujer
en ocasiones análogas a la que para nosotros se prepara. Hay ocupación para
todas las clases y para todos los caracteres: las unas arrojadas, las más vero-
símiles; elegirán sus puestos para poder socorrer a los que emigran; las más
tímidas tienen la sublime tarea del hospital de sangre cobijadas bajo el sagrado
pabellón de la Cruz Roja.7

Aparentemente, nos encontramos ante un ejemplo de discurso femenino


moderno porque la articulista no solo exhorta en este escrito a las mujeres de
todos los sectores sociales a tomar acción en la guerra, sino que se enfrenta con la
imagen pasiva de las mujeres que sus pares masculinos mostraban en sus escritos:
“Antes el soldado no contaba con otro auxilio que el que le proporcionaba la canti-
nera, mujer abnegada y sacrificada que se multiplicaba para acercar su cantim-
plora a los labios secos de los infelices soldados.” Esta es una alusión directa al
papel activo que tuvieron las mujeres en los eventos recientes de la guerra fran-
co-prusiana y su corolario en la Comuna de París donde su presencia no solo se
redujo a la labor de las cantineras. Tales acontecimientos eran conocidos detalla-
damente por los miembros de la élite peruana y tuvieron un notable efecto en su
visión de las guerras y de la época en que vivían8.
Finalmente, nuestra autora nos habla de esas prejuiciosas representaciones
de la mujer limeña, propias de los observadores masculinos de la época, en este
caso específico, narradas, así como dichas y asumidas por los chilenos mencio-
nando que “nuestros enemigos dicen que la limeña no vive más que para la malicia
y el lujo”. En representaciones como esta se incide en las posturas aristocráticas

7
Eva Canel fue periodista y literata española; esposa de Eloy Perillán Buxó de la misma
nacionalidad y cultor de los mismos oficios; tenía 23 años cuando escribió estas líneas. Su
esposo, a decir de una historiadora cubana, “durante la Guerra del Pacífico estuvo de parte
de Perú y Bolivia, fundó hospitales de sangre, organizó legiones sanitarias”. (Barcia, 2001).
Previendo represalias, la pareja huye, luego de la ocupación chilena de Lima.
8
Para un análisis de los efectos que sobre los imaginarios colectivos tuvieron estos acontecimientos,
véase mi trabajo Los Ecos de la Comuna de París durante la Guerra del Pacífico (por publicarse).
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de costumbres y moral conservadora de las limeñas. Solo perciben en ellas sus


atributos físicos y sus virtudes morales o espirituales en contraposición con el
imaginario sobre las tapadas, que son percibidas carentes de estas últimas. Con
esas dos representaciones, de la mujer limeña y de la tapada, construyen un refe-
rente de mujeres para el visitante en el que se presenta una dicotomía entre la
moral conservadora y el desenfado de ciertas mujeres limeñas, principalmente de
la plebe y la clase media.
La opinión de un oficial chileno en su reflexión sobre las mujeres limeñas,
que él conoció en los momentos de la ocupación de Lima, parece refrendar lo que
mencionamos, al escribir en sus memorias:
Lima ha tenido siempre la reputación de ciudad de placer, notable en sus me-
jores días. La riqueza ... la belleza de sus mujeres, el fácil acceso que allí en-
cuentra el pasatiempo, han inspirado juicios que, emitidos por extranjeros de
diversas nacionalidades, la han dado a conocer generalmente bajo tales puntos
de vista. (Solar, 1967)

Eva Canel sale a la defensa de una visión de la mujer capitalina como parte
activa de la sociedad en guerra,9 sin salir del esquema de participación comple-
mentaria de las mujeres propia de un imaginario femenino moderno burgués, tal
como Canel lo sugiere al decir:
verán los incendiarios del siglo XIX que cuando no queden hombres para
arrastrar los cañones, los empujaremos nosotras y cuando no haya mechas
usaremos para prenderlo que decían las españolas del 8: con lo que nos sobra
ante nuestros ojos. (3 de septiembre, 1880, 20(1672))

Con este testimonio femenino hemos comenzado nuestro análisis de las


mujeres de la sociedad peruana, mostrando un testimonio de excepción de una
periodista de los tiempos de la guerra. Su testimonio se enmarca en una percep-
ción moderna sobre el papel de las mujeres de la élite de la sociedad peruana deci-
monónica como “ángeles del hogar”, pero en un contexto crítico donde este rol
abandona los espacios privados, como mencionábamos líneas arriba10.
Sería un grave error decir que todas las mujeres de élite tenían posesión de
los productos culturales de la modernidad; que todas ellas estaban influenciadas

9
Es probable que la autora se refiera a campañas mediáticas chilenas en los periódicos donde se
resalta el valor de las mujeres de ese país. Para conocer sobre la participación de la mujer chilena
en la guerra, véase el libro de Paz Larraín Mira (2006) Presencia de la mujer chilena en la Guerra
del Pacífico.
10
Sobre el tema del temporal cambio de radio de acción de las mujeres de élite y si esto contribuye o no
en el desarrollo del feminismo y el reconocimiento de sus derechos políticos, véase Thébaud, 1993.
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por estos últimos o que los asimilaron rápidamente11. Ciertas prácticas eran
vistas como contestatarias al statu quo religioso y social de la sociedad limeña de
la época y que la mayor parte de las mujeres de élite no estaban dispuestas aún a
transgredir este orden y afrontar las críticas y escarnio que ocasionarían en esta
sociedad mayormente conservadora que actuaba a la defensiva ante los ataques
volterianos del orden moderno burgués que se imponía en Europa.
Pero aquellas prácticas que no eran mal vistas, o sea que no alteraran
el normal comportamiento de linaje aristocrático ni las reacciones que estas
podrían ocasionar en sus pares masculinos, fueron rápidamente adoptadas por
la mayor parte de ellas.
Las actividades filantrópicas como parte de estas prácticas de la expe-
riencia burguesa fueron tal vez las más importantes y las que menos reacciones
contrarias ocasionaron. En estas actividades filantrópicas, la caridad cristiana,
propia de una religiosidad consecuente, daba una oportunidad para ocupar una
función social dentro de los moldes conservadores y a su vez ingresar a los espa-
cios públicos activamente.
Al parecer, esos cambios modernizantes en el comportamiento del bello
sexo no fueron perceptibles en una gran parte de las mujeres de élite de la
sociedad limeña decimonónica, al punto que Francisco Laso, que vivió en el París
de Haussmann y se enriqueció, al parecer, de los imaginarios sociales sobre los
efectos del progreso moral y social que estos cambios de comportamiento conlle-
vaban, combatió duramente la permanencia, en las mujeres limeñas, de los roles
conservadores, a través de sus escritos y, en su opinión, decadentes, heredados de
la vida cotidiana colonial tanto en lo público como en lo privado.
En su ensayo titulado Aguinaldo para las señoras del Perú, critica el
comportamiento social de las mujeres y su poco interés de contribuir al
cambio y renovación moral del país. De esta manera, en su opinión las mujeres
se convierten en esta sociedad conservadora en seres totalmente fatuos e irre-
flexivos, carentes de actitudes positivas y proclives a la extrema banalidad;
así como en responsables de la degradación moral de las nuevas generaciones
de peruanos por ser las encargadas de la formación de los niños en el hogar.
Todas estas apreciaciones hacen que con su prosa satírica se exprese de esta
manera sobre las mujeres:

11
Al respecto, véase el trabajo de Peter Gay (1992), La experiencia burguesa. De Victoria a Freud,
donde se resalta que ni siquiera en la Inglaterra victoriana y la Norteamérica de ese mismo
tiempo las experiencias modernizantes fueron asimiladas rápidamente, principalmente en lo
privado. Un trabajo interesante que rastrea algunos de estos problemas en el Perú decimonónico,
es “La burguesa imperfecta” de Francesca Denegri (2004). Para el momento en que ya son más
fuertes estas influencias ver Limpias y modernas de María Emma Mannarelli (1999).
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Que persona podría ser más buena, más prudente, más inofensiva, menos bur-
lona, menos estúpida, menos pretenciosa, más casta y más discreta, que una
niña hermosa... cuando es pintura...
Y quien podría divertirnos más con su conversación, cuando yo soy quien
elijo el asunto y hablo por ella...
Que niña pues podría ofender menos mi amor propio ni tampoco halagarlo más
cuando soy yo quien me contesto. (Laso, 2003)

Estas ideas eran compartidas por cierto sector de la élite ilustrada, más
aún en la época del guano en que los continuos viajes de negocios y roces inte-
lectuales hacían muy continuo el contacto con gentes imbuidas en la moder-
nidad europea.
Las opiniones y consejos de Laso, eximio artista, político y ardiente defensor
de las ideas liberales, recibieron las más furibundas críticas por el sector conser-
vador y motivó una edición revisada de tal obra con sendas críticas al momento
de su elección como congresista. Si bien es cierto sus reflexiones en El Aguinaldo
acusan un tono peyorativo y homogeneizante sobre lo que considera el perfil
de las mujeres en la sociedad peruana, es digno de resaltar que en este y otros
escritos pone en relieve la discriminación de la plebe, incorporada en su contexto
de raza y clase. En un artículo periodístico reflexionando sobre el tema de las
implicaciones sobre la prohibición de las rabonas en los cuarteles y de la mili-
tarización del rancho, Laso da una opinión muy positiva y enaltecedora sobre
las primeras. Al mencionar el valioso papel que representan nos recuerda de los
vanos esfuerzos de importantes militares de antaño debido a que
se convencieron que sin rabona no hay soldado posible, porque se deserta aun
cuando sepa que lo fusilan … la rabona es el cuerpo de vanguardia que se an-
ticipa en la marcha para preparar el rancho del soldado … ¿cual sería la suerte
de los soldados, jefes y oficiales, si no existiese ese cuerpo que es la providencia
del ejercito en campaña? … Suprimir del ejercito a las rabonas, por ahora, es
perjudicial y lo que es más, es un imposible. (Laso, 27 de marzo de 1869)

Los escritos de Laso, así como su importante obra plástica nos dan una idea
de su imaginario sobre la sociedad igualitaria liberal con una visión muy progre-
sista para sus contemporáneos con respecto a raza y género en el orden social
poscolonial republicano12.
Una apreciación muy distinta sobre las mujeres, la podemos ver en la pluma
de otro famoso intelectual abogado y periodista, Manuel Atanasio Fuentes. En un
libro sobre la sociedad limeña, este escritor emite un juicio sobre las mujeres en

12
Sobre el tema, véase el estudio introductorio de Natalia Majluf y mi trabajo en Laso, Francisco.
(2003). Aguinaldo para las señoras del Perú y otros ensayos, 1854-1869. MALI, IFEA, 251 pp.
208 / Juan José Rodríguez Díaz

el que se observan muy claros elementos de prejuicios aristocráticos y de género


mezclados con ideas liberales y concepciones racistas surgidas del positivismo.
Con respecto a su versión de la sociedad peruana tiene apreciaciones tales como:
“En Lima, mejor dicho en el Perú, los hombres tienen las fuerzas: los blancos
en los hombros, los negros en la cabeza, los indios en las espaldas; las mujeres:
las indias en los pies, las negras en la lengua y las blancas en los ojos” (Fuentes,
1867/1925).
Las apreciaciones sobre el carácter y la idiosincrasia de la mujer limeña
(de seguro refiriéndose a la de élite principalmente) son todavía más deta-
llados en el siguiente párrafo en el que en su opinión, los aspectos morales o
de costumbres que son condenados por los más liberales, son endulzados por
el autor a tal grado que se tornan en virtudes simbólicas propias de este grupo
de mujeres:
La mujer de Lima es, sin duda la que merece mayores elogios por las dotes
naturales que ha querido prodigarle la providencia; suave, muy amable, y llena
de ternura, ofreces rasgos de inteligencia e imaginación tanto más notables
cuanto que la educación femenina hasta ahora pocos años, había sido [énfasis
agregado] casi totalmente descuidada. (Fuentes, 1867/1925)

Su visión de las mujeres aun es más clara al definir su admiración por ellas
por su nivel de preparación como amas de casa tanto en labores domésticas como
en la música, excluyendo tácitamente de su discurso cualquier intento de ver en
ellas alguna aspiración intelectual cuando afirma que “las mujeres tienen, en
general, pronta comprensión, los trabajos de aguja, la música, la pintura, el baile
son para ellas tan fáciles, que pocas hay que no posean todas o algunas de estas
habilidades” (Fuentes, 1867/1925).
Para completar su visión de las mujeres limeñas hace una descripción de su
notable belleza en un juego entre el poder masculino que pretende reafirmar en el
papel, y la vanidad con que muestra estas cualidades al posible lector foráneo de
este texto, en un lenguaje con ribetes románticos y nacionalistas:
La esbeltez del cuerpo de las limeñas, lo pequeño y bien formado de sus pies,
y la elegancia y desenvoltura de su andar ha sido en todo tiempo reconocidos
y elogiados.
La mujer de Lima, criada desde la cuna con engreimiento, adquiere amor al
lujo desde muy tierna y generalmente tiene gusto para escoger los adornos que
mejor le sientan.

Clorinda Matto, escritora contemporánea de estos autores, nos resume


estos prejuicios y estereotipos en tono irónico y obviamente crítico en una revista
de la época citada por Denegri (2004, p. 430) en este texto: “Cante una aria de
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Verdi ó de Bellini, vista con admirable chic, diga un sí ó no sonriendo, así a la


ventura; vaya los domingos a la misa parroquial en compañía de su mama; y la
educación de la señorita queda terminada.”
En esa misma dirección, Mercedes Cabello, precursora del feminismo en el
Perú, en un poema satírico (Mujer escritora) en el almanaque de La Broma (1877)
ataca ese modelo de mujer decimonónico al poner en boca de un sujeto mascu-
lino que desprecia a la mujer intelectual, estos versos:

“¿Qué sirven mujeres


que en vez de cuidarnos
la ropa y la mesa
nos hablen de Byron
del Dante y Petrarca.”

Con estos ejemplos podemos ver que, en conjunto, los intelectuales mascu-
linos y femeninos estaban conscientes de las representaciones que se tenían de las
mujeres en la sociedad decimonónica. En su mayoría, el observador masculino
tenía una postura apologética sobre esa forma de pensar a las mujeres, mien-
tras que las intelectuales que se expresan líneas arriba van desde la complacencia
con este tratamiento del tema hasta la crítica abierta. Es importante mencionar
que todos estos intelectuales, con excepción del malogrado Laso, serán actores de
carne y hueso en la Guerra del Pacífico.

3. EL BELLO SEXO EN LA GUERRA DEL PACÍFICO

La aparente ausencia de estudios de las mujeres en guerra en las últimas décadas


haría presumir que no es materia importante para los estudios de género. Por eso
mismo, ¿un asunto tan “puramente patriarcal” como la guerra puede ser visto
desde la perspectiva de género?
En tanto hecho político con relaciones con lo social y cultural, la guerra no
puede escapar al interés de los estudios de género, ya que afecta el quehacer coti-
diano de las mujeres tanto en lo público como en lo privado.
Uno de los estudios más interesantes sobre el tema de la guerra y el género
es el de Françoise Thébaud, La Primera Guerra Mundial: ¿La era de la mujer o el
triunfo de la diferencia sexual? La autora nos lleva a una interrogante mucho más
importante que el solo hecho de preguntarnos cuánto cambiaron las relaciones
de género los acontecimientos de la Primera Guerra Mundial, sino más bien si
estos tuvieron consecuencias a largo plazo o fueron meramente coyunturales y
circunstanciales. Para el caso de la Guerra del Pacífico, la situación de las mujeres
es por decir lo menos similar ya que teniendo como referente el cambio radical
210 / Juan José Rodríguez Díaz

de mentalidad y de prácticas cotidianas, el feminismo solo verá su entrada triun-


fante como tal en la década de los sesenta del siglo XX (1993).
Esto de ninguna manera nos puede llevar a un esencialismo en el que las
conductas tanto masculinas como femeninas no hayan sufrido cambios notables
antes del women power convirtiéndose en un antes y después en la historia de las
mujeres. Tanto los nuevos referentes ontológicos y gnoseológicos en la filosofía
como las luchas y cambios políticos y sociales, han dejado su impronta en los
discursos tanto femeninos como masculinos de tiempo en tiempo hasta la fecha,
y en la vida cotidiana. Por eso, sería caer en un anacronismo inadmisible para el
análisis del discurso el pensar que una mujer o un hombre burgués decimonó-
nico, sea intelectual o no, tengan la misma percepción de raza, género, etc. que
un similar de la mitad del siglo XX. ¿Será posible que Víctor Hugo tenga la misma
percepción del mundo que un Marcel Proust o Jean Paul Sartre?, siguiendo esa
línea de análisis, ¿Guillermo Thorndike y Jorge Inostrosa13 podrían expresar el
discurso de raza y género del Perú y Chile decimonónicos como Ricardo Palma
y Vicuña Mackenna?14
Es por eso que a la luz de las teorías tanto de la cultura política como de
género y con todas las connotaciones que se presentan del poder masculino por
un lado y de los prejuicios en las mujeres de la élite sobre ciertos comportamientos
liberales o volterianos, por otro, en una sociedad tan conservadora como la del
Perú decimonónico, es dable preguntarse, recapitulando todo lo dicho y proble-
matizado anteriormente, ¿cómo es que pudieron permitirlo si tal participación
era vista como una trasgresión a las normas impuestas a las mujeres, no solo por
esposos sino por fervorosas madres que cumplían con esmero la labor de forma-
ción de mujeres decentes? Incluso podríamos preguntarnos si podría ser bien
vista y aceptada esta participación en los hogares más modernos donde conviven
tanto la práctica como el discurso del “ángel del hogar” y donde tanto el marido
como el padre ven como modelo de mujer la que “crea que el mundo acaba en la
puerta que sale a la calle” (Cabello de Carbonera, 1877).

13
Tanto Thorndike como Inostrosa escriben en los años sesenta y setenta del siglo XX novelas
de corte xenofóbico, ambientadas en distintas etapas de la historia, con un mismo discurso
heroico; es por eso que en los regímenes chauvinistas de Pinochet y de Morales Bermúdez y
con las agitaciones nacionalistas del centenario de la guerra respectivamente, alcanzaran gran
acogida sus novelas cargadas de narrativas eminentemente contemporáneas. Es por ese motivo
que, al ser estas novelas de más de la mitad del siglo XX, estas obras no forman parte del cuerpo
de fuentes usadas para esta investigación, al no representar de ningún modo el pensamiento
vigente durante la Guerra del Pacífico. Caso muy distinto es el de Riquelme, Benavides y su
contraparte peruana Rivas Mantilla y Gonzales, todos ellos autores de novelas sobre la guerra no
solo contemporáneos de la misma, sino partícipes de esta, que sí están citados en este trabajo.
14
Para el enlace teórico, véase Rowbotham (1984a).
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 211

Del mismo modo, en la plebe de extracción comunitaria e indígena, así


como de una profunda tradición patriarcal, ¿cómo es que la participación de
las mujeres indígenas llamadas rabonas no solo es aceptada, sino profusamente
repetida siendo esto, como en el caso de sus pares de élite, no solo un ingreso a los
espacios públicos sino hacer vida fuera de la comunidad?
Como en cualquier escenario histórico de guerra, se presentan grosso modo
dos grupos sociales en conflicto, los que de acuerdo a las circunstancias bélicas
van convirtiéndose en “vencedores y vencidos”, y en muchos casos en ocupantes
o cautivos.
Las personas que se encuentran en ambas situaciones no dejan ni un
momento de ser miembros de una sociedad decimonónica donde las cuestiones
de género, raza y clase no dejan de estar a la orden del día. Pero estas cuestiones
se pierden de vista en los estudios tradicionales sobre la guerra, sea en la situación
de vencedores en Chile o de vencidos en Perú.
En la siguiente parte veremos desde el plano coyuntural el accionar de las
mujeres en la Guerra del Pacífico como sustento para el análisis de cultura polí-
tica y género mencionado.

4. LAS QUE VAN Y LAS QUE SE QUEDAN

Podemos resumir el accionar de la población femenina en guerra en dos grandes


grupos: las que están presentes en los hechos bélicos y las que se quedan en el
ambiente familiar, pero participan dentro de este en los quehaceres de la guerra,
intercalando su actividad doméstica en lo privado con su accionar de guerra en
lo público. Dentro de esta forma de análisis del accionar de las mujeres, se pueden
observar a su vez dos formas fundamentales de participación: la rabonería y/o
sistema de cantineras y el voluntariado femenino, formas de acción que casi sin
excepción marcaron una línea de clase social entre las mujeres de la plebe princi-
palmente indígena/mestiza y las otras.

4.1. El voluntariado o el accionar de las “mujeres decentes”

Desde muchos años antes de la Guerra del Pacífico, muchas mujeres de la élite
urbana de distintas ciudades se organizaban para ayudar a los menesterosos
en circunstancias apremiantes, tales como terremotos o episodios de alguna
epidemia que asolaban regularmente tanto los hogares más pobres como los de la
gente de élite15. Como ya hemos mencionado, las caridades cristianas con la filan-

15
Aunque escapa a los límites de esta investigación, sería muy interesante observar si en las
distintas guerras que tuvo el Perú desde la guerra de la independencia hasta la más cercana
212 / Juan José Rodríguez Díaz

tropía burguesa abrían un puente entre los viejos y nuevos segmentos de ideas en
la mentalidad de estas mujeres, que podían ponerse en práctica alrededor de estas
actividades dándoles acceso a los espacios públicos sin que fueran consideradas
como una trasgresión.
Es importante mencionar la relevancia social de estos actos. Por primera
vez, algunas de estas mujeres entraron en contacto directo con gente de la plebe
más allá de su servicio doméstico a una distancia inconcebible en otros momentos
para una mujer decente, escuchando los gemidos de dolor de los malheridos,
viendo los momentos de agonía de los de menor suerte, entre camas ensangren-
tadas y olor a muerte. En otros casos, la ayuda será realmente ancilar, como aquel
amo que alimenta y prepara a la bestia de carga para cumplir su trabajo, sin
ningún contacto siquiera visual con los soldados.

4.2. Las labores asistenciales de provisión de recursos y las sociedades de


auxilios mutuos

Tanto en Lima como en las ciudades de provincia, los periódicos como principales
publicistas de la guerra arengaban a la población civil a unirse a los esfuerzos del
gobierno para lograr la victoria de los peruanos. Las mujeres de élite o como ellas
mismas y sus pares masculinos las denominaban, damas de sociedad, contribu-
yeron en un primer momento abasteciendo de provisiones a los soldados que ya
comenzaban a ocupar las plazas públicas, luego del reclutamiento desarrollado
en las zonas periféricas de estas ciudades. Su contribución variaba de acuerdo con
el nivel socioeconómico desde la preparación misma de las comidas, uniformes e
implementos, hasta su financiamiento.16
Es sabido que el teatro de operaciones terrestres fue primero en el sur del
Perú. Esto motivó que la más directa participación en los primeros meses de la
guerra la tengan las mujeres de ese lado del país. Como dijimos líneas arriba,
desde las primeras campañas los periódicos publicaban sendos avisos llamando
a apoyar los preparativos de guerra inclusive al bello sexo. De acuerdo con las
circunstancias, las mujeres eran las más llamadas a participar en la confección de
la vestimenta de los soldados, y las más expertas en bordar estandartes y demás
símbolos patrios. Así lo corrobora un artículo de La Bolsa de Arequipa publicado
en enero de 1880, en el que se editorializa una defensa de las madres del colegio de
los Sagrados Corazones a quienes se les acusa de no haber querido colaborar en

guerra con España de 1866, el accionar de las mujeres de élite habría cambiado como parte de
los efectos de la entrada paulatina de las ideas modernizadoras en el Perú decimonónico.
16
Como parte de esta participación ha quedado en el imaginario popular el origen de la causa
limeña. Se comenta que las vianderas limeñas vendían este famoso plato con el objetivo de
recolectar fondos para la causa y desde ahí quedó ese nombre.
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 213

la confección de ropa para el ejército peruano. Esto provocó tal indignación entre
los arequipeños que brotaron críticas a las madres de origen francés revelando la
incomodad de la gente conservadora ya que estas se dedicaban a “educar al bello
sexo”. La respuesta a este injurioso comentario de El Eco del Misti por los editores
de La Bolsa,17de evidente tendencia liberal, terminó el entredicho al saberse que
se negaron por ser tiempo de vacaciones escolares y no poder apoyarse en las
alumnas para cumplir con la confección de muchísimas prendas en muy poco
tiempo.
Las mujeres de clase media, muchas de ellas costureras de las de mayor
nivel económico, participaron más decididamente en la confección de ropa para
la tropa, como lo menciona La Bolsa en septiembre de 1880, donde se encuentra un
recuento de los “Auxilios suministrados y relación de las señoras que han cosido
calzoncillos y contribuido con hilos y botones para los batallones Ayacucho y
Lima” (La Bolsa, 20 de septiembre de 1880, 20(1679).
Encontramos un caso distinto en la forma de producción de la vestimenta
en las postrimerías de las batallas de San Juan y Miraflores con la empresaria
Leonor Llona de López Aldana que, arriesgándose a las represalias que pudiese
tener en la inminente ocupación de Lima, proporcionó uniformes hechos en su
fábrica de textiles de Vitarte para muchos de los soldados que llegaban del inte-
rior: “De ese modo, nuestros soldados pudieron hacer frente al enemigo, dar y
recibir la muerte, vestidos con saco y no cubiertos de harapos, como pocos días
antes de aquellas desastrosas batallas” (El Comercio, 28 de marzo de 1887, (16149).
Terminada la campaña de Lima, en los parajes de La Breña, una mezcla
de austeridad por los cupos de los chilenos e indiferencia, contribuyó a que el
soldado peruano esté vestido con harapos o el uniforme de un soldado caído
sea este de su país o no, trance en que las llamadas rabonas se convirtieron en
costureras para remendar o coser junto con algunas señoras de las ciudades de
la serranía algunos uniformes, tan simples como escasos18. Mejor suerte corrió el
ejército del sur que prácticamente no participó en batalla sino después de 1883.
Las damas de sociedad arequipeñas proveían de uniformes a estos soldados, así
como de víveres.
Otra parte importante de estos auxilios brindados por las mujeres, tanto
de la plebe como de la élite, se dio en el abastecimiento de alimentos a las tropas.
Así, por ejemplo, el periódico La Bolsa en agosto de 1880 resalta el “Importante
donativo” de 1127 soles que hacen las mujeres que se dedicaban al expendio de

17
Muchas mujeres participaron como articulistas en La Bolsa durante la guerra, destacando las
intelectuales ya citadas (Cabello, Matto y otras).
18
Para más detalles sobre los uniformes, véase el libro de Patricio Grieve y Claudio Fernández: Los
uniformes de la Guerra del Pacífico, 2005.
214 / Juan José Rodríguez Díaz

comidas (gremio de picanteras) “para el socorro del 2o. ejercito del Sur estacionado en
esta plaza” (La Bolsa, 31 de agosto de 1880, 20(1670). Las panaderas contribuyen
dando la ración de pan del día a los batallones (La Bolsa, 03 de septiembre de
1880, 20(1672).
Algunas damas de sociedad también contribuyen donando almuerzos
como lo recuerda este mismo periódico mencionando que “El domingo las
señoras Gastiabuina dieron un almuerzo al batallón “Mollendo” habiendo concu-
rrido personalmente al cuartel para repartirlo; las referidas señoras son dignas de
elogiar por su patriotismo” (La Bolsa, 29 de septiembre de 1880, 20(1683).
Al parecer, las sociedades de auxilios mutuos y o sociedades de damas se
organizaban para la distribución de los alimentos, repartiéndose la responsabi-
lidad una por una, en cada batallón, como se ve en el siguiente aviso: “Las Sras.
María Urdanivia y Faustina Velarde obsequiaron magnifico almuerzo al batallón
Lima … doña Manuela Núñez de Bustíos obsequió también una buena comida al
batallón Abancay … así mismo a este mismo cuerpo se le obsequió cinco cajones
de maíz tostado por doña María Pacheco” (La Bolsa, 08 de noviembre de 1880,
20(1700).
Ayudar a cubrir las necesidades mínimas de los soldados formó parte
de las actividades de las mujeres de élite en la guerra, pero más allá de esto los
problemas sociales solo se iniciaban con los vientos de guerra. En un contexto
socioeconómico como el del Perú de la guerra, las bajas no solo eran cifras de
peones o alfiles que iban cayendo en un gigantesco juego de ajedrez, sino dejaba
el saldo irreparable de miles de familias sin hogar, mujeres viudas e hijos huér-
fanos. Muchas de las viudas si bien es cierto en un primer momento esperaron el
amparo del Estado, no pocas de estas buscaron luego trabajo para poder cumplir
los deberes con la familia.
En estas circunstancias recibieron apoyo de ciertas asociaciones que
buscaban paliar temporalmente los problemas de estas familias. En el periódico
arequipeño encontramos una “Circular de la Sociedad Señoras de la Caridad” soli-
citando alimentos para socorrer a las familias que habían sufrido la invasión
chilena (La Bolsa, 22 de marzo de 1880, 20(1605).
La larga ocupación de Lima y otras partes del Perú hizo muy probable-
mente que muchas familias pudientes vean cada vez más difícil, si es que aún les
interesaba, el socorrer a estas familias. El gobierno de Lynch, presionado por el
insistente pedido de las madres religiosas de distintas congregaciones de evitar
el riesgo, por un lado, de una asonada social producto de la hambruna y, por el
otro, del surgimiento de brotes epidémicos, dictó entre otras medidas, en 1881,
la siguiente:
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 215

En la misma nota me participa V. S. haber convenido con los propietarios ex-


tranjeros de propiedades azucareras en la entrega mensualmente de 70 quin-
tales a la madre Teresa, superiora de las Hermanas de Caridad, para atender
a las necesidades de los establecimientos peruanos de beneficencia. Ambos
arreglos han merecido la aprobación de este Cuartel Jeneral. Lo que digo a V.
S. en contestación a su referida nota. Dios guarde a V.S
P. Lynch. Al señor Jefe político de Lima. (Ahumada, 1892)

En similares circunstancias, las madres que hacían de enfermeras y se


encargaban del hospital Santa Ana, que era el hospital militar, lograron que el
jefe superior político se comprometiera a que “La Delegación de la Intendencia
del ejercito i armada en campaña, entregara diariamente a la madre superiora
del hospital Santa Ana, 200 libras de carne para atender a la alimentación de los
enfermos. Anotese i comuniquese… Lynch”.
No todos los miembros de la élite actuaron con indiferencia ante los
problemas sociales ocasionados por la guerra. En el periódico La Bolsa se anun-
ciaba la formación de la Comisión de Socorros, organizada por “respetables
señoras de la ciudad de Lima”, para “socorrer a las familias a quienes los estragos
de la guerra han sumido en la desgracia y pobreza”. En el aviso, se incluye la rela-
ción de la Junta Directiva cuya presidenta fue Rosa Elías de Montero (esposa de
Lizardo Montero) y participan Rosa Orbegoso de Varela y Enriqueta Von Linden
de Garland.19
Terminada la ocupación, El Comercio parece notar un poco de indiferencia
en ciertas mujeres de élite con respecto a los problemas sociales que cunden en
Lima al recordarles que “siempre ha sido providencial la filantropía del Bello Sexo”;
por eso hace un “Llamamiento a las damas acomodadas para que formen sociedades
para ayudar a las viudas y huérfanos de la Guerra con Chile” (La Bolsa, 20 de marzo
de 1884, 24(2550).
Dentro de los alcances de los ideales burgueses de beneficencia y de la
táctica política, Antonia Moreno, en ese momento primera dama, comienza a
repartir máquinas de coser. Evidentemente, para que las mujeres empobrecidas
por la guerra, principalmente “las viudas e hijas pobres de las víctimas de San Juan y
Miraflores” (El Comercio, 01 de febrero 1887, (16106), tengan con que ganarse un
sustento ya que el Estado no podía hacer llegar las pensiones que les correspon-
dían como deudos de los caídos, por la situación de ruina económica que atrave-
saba. Las damas de sociedad también se convirtieron en recaudadoras de fondos

19
La Bolsa, 15 de junio de 1881, 21(1849). En las memorias de Witt, el nombre de la esposa de
Alejandro Garland se menciona como Von Lotten. Es importante destacar que muchas de
las mencionadas formaron parte del comité secreto que coordinaba con Antonia Moreno de
Cáceres y su esposo, el apoyo logístico de la resistencia de La Breña.
216 / Juan José Rodríguez Díaz

para el mantenimiento de la guerra en general, así como para proveer a las dos
armas de elementos de guerra.
En la famosa colecta pública para comprar el acorazado Grau y demás
implementos de guerra, como las cañoneras, participaron y aportaron mujeres
de todas las clases sociales, dinero que llegó a obtener fondos para la compra
del Sócrates y del Diógenes. (La Bolsa, 7 de enero de 1888, 28(3625). Algunas de
las damas de sociedad se desprendían de sus joyas más preciadas, muchas de
las cuales habían estado en sus familias por generaciones. Por ejemplo, algunas
damas de sociedad de Arequipa “donaron alhajas para la compra del blindado
“Contralmirante Grau”; la suma asciende a 2,000 soles” (La Bolsa, 25 de abril
de 1881, 21(1808), suma no despreciable, equivalente a 400 libras esterlinas de la
época.
Pero no todas las mujeres compartían esta actitud de apoyo. Hubo casos en
que se opusieron a la ayuda, como el de una serie de mujeres que tuvieron que
pagar “las multas extraídas en el cuartel 5° de que es comisario don Mariano
Rivera por falta de barrido del cuartel el sábado 26 de marzo”. (La Bolsa, 29 de
marzo de 1881, 21(1789). Sin embargo, por otro lado, es de anotar que algunas
de estas mujeres se involucraron en la ayuda humanitaria tanto que algunas
perdieron la vida al buscar aliviar a los caídos, sea por enfermedad o por heridas,
como veremos en la siguiente parte.

4.3. El voluntariado en el cuerpo sanitario

Siguiendo el ejemplo de Clara Barton y Florence Nightingale, un grupo de


damas y otros miembros de la élite fundaron lo que, en un primer momento,
se conoció como la Cruz Blanca, aunque es cierto que los documentos institu-
cionales no mencionan los nombres de las mujeres de la élite que fundaron esta
institución en Lima. En provincias, Jorge Basadre menciona el nombre de Alcira
Zapata, una de las damas de Tacna que murió víctima del contagio de una enfer-
medad que contrajo en el trabajo de ambulancias; sería cuestionable que Basadre
se hubiera fijado en las mujeres solo por este hecho particular, pero lo que de
seguro es cuestionable, es el hecho de que, en el libro sobre la historia de la Cruz
Roja, el accionar de estas mujeres es pasado por alto. No es así, por ejemplo, en
el diario de un oficial chileno, Alberto del Solar, quien hace mención a la ayuda
de las peruanas, desde Tacna, en 1880 al decir: “He visitado los hospitales. Nues-
tros soldados están bien atendidos y se manifiestan conformes con su suerte. Las
señoritas de Tacna se han demostrado humanitarias y valientes. Muchas de ellas
se ocupan en atender a los heridos, sin distinción de nacionalidades.”20

20
Larrain, 2006. Es pertinente mencionar que en este y otros textos se confunde la labor de la
Fotografía de Antonia Moreno de Cáceres con sus hijas. Colección del
Instituto Riva-Agüero de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

217
El repase. Óleo de Ramón Muñiz (1888). Museo Histórico Militar del Perú.

218
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 219

Perdido el control de Tacna y el extremo sur, las ambulancias fueron esta-


blecidas en Arequipa, donde las damas de sociedad y las mujeres de la plebe,
cumplieron el mismo papel de apoyo a los heridos como lo sostiene el médico
boliviano Dalence:
El Doctor Dalence continúa relatando que el 9 de septiembre (1880) llegaron
a Arequipa donde encontraron a un gran número de señoras de la clase más
distinguida de la población que esperaba a nuestros heridos con el apresto ne-
cesario para proceder a su inmediata curación y para suministrarles un buen
caldo y una taza de té. Se habían construido en corporación bajo la presidencia
de las más respetables señoras.... habían organizado a sus expensas una am-
bulancia civil, bajo el nombre de Ambulancia de Arequipa. No se retiraron
a descansar sino hasta las cuatro de la mañana, después de haber atendido y
acomodado a cada uno de nuestros heridos, con el interés y cariño más exqui-
sitos. (Larraín, p. 205)

Algunas mujeres dentro del ámbito del hogar, contribuían con la elabora-
ción de implementos sanitarios para el cuidado de los heridos, como se expresa
en un llamamiento público de la Sociedad Señoras de la Caridad donde “Solicitan
vendas, hilos y compresas para curar a los heridos de la guerra.” (La Bolsa, 10 de marzo
de 1880, 20 (1600).
Ya en Lima, los llamamientos que hacían los periódicos de la época a cola-
borar activamente en el cuidado de los enfermos sea de manera particular o
públicamente en las ambulancias civiles, no dejan ninguna duda de un nutrido
voluntariado dentro de los momentos de guerra, actitud reconocida incluso en
Chile:
Hace dos meses que vivo en un hospital donde estamos muchas señoras cu-
rando a los heridos traídos del sur. El trabajo que tengo en el hospital es recio
y al principio lo considere casi insoportable. Tenemos a 200 heridos a los que
consagramos toda clase de cuidados. En los primeros días, creí no poder resistir
ni la mitad del tiempo que necesitaban los heridos para curarse. (Larrain, 2006)

Si bien es cierto que la campaña de Lima terminó para los soldados en los
primeros días de enero, el trabajo hospitalario continuó hasta bien entrado el
mes de agosto. Cientos de limeños heridos de gravedad se recuperaban lenta-
mente o luchaban por sus vidas, bajo el cuidado atento de sus madres, esposas
o hermanas, y para aquellos que no tenían amistades o familia, estos cuidados

Cruz Roja como institución (neutral, asiste a todos los heridos) con la de las ambulancias civiles
(solo atiende a los de su nacionalidad). Para conocer más del tema, véase mi trabajo “Sanidad en
tiempos difíciles: salud e higiene durante la Guerra del Pacífico” (por publicarse en Anales de la
Facultad de Medicina de la Universidad Mayor de San Marcos).
220 / Juan José Rodríguez Díaz

provenían de la generosidad de una voluntaria; acaso una viuda, una hermana o


madre de luto, que tal vez veía en el sufrido prójimo asistido por ellas, el rostro
del ser querido perdido en la guerra. En las tesis de los jóvenes practicantes
sanfernandinos se encuentran muchos datos sobre esta agonía de los soldados,
luego de las cruentas batallas de Lima. Así también en la estupenda semblanza
de la sociedad limeña escrita por la viuda de González Prada, Adriana Vernuil.
Por último, Elvira García menciona más de una docena de nombres y pequeñas
biografías de estas damas limeñas y su acción solidaria.
Mientras las mujeres de la ciudad terminaban de cumplir esta labor y
comenzaban a percibir los efectos de una ciudad cautiva, en las serranías del
Perú, otras mujeres comienzan a alistar quipes y utensilios para una nueva larga
marcha. Aún no saben quién es el prefecto o quién las reclutará, ni saben contra
quiénes se enfrentarán o qué caudillo se les acercará. Tal vez uno complaciente,
paternal y embaucador u otro déspota, severo y frío; pero lo que sí saben es que
otra vez estarán peleando al lado de su familiar o su marido.

5. LAS RABONAS: ¿AGUERRIDAS AMAZONAS O INDIECITAS INDE-


FENSAS?

Hemos podido apreciar líneas arriba que hubo una participación variada de las
mujeres tanto de élite como de la plebe en la Guerra del Pacífico. Esto, por lo tanto,
nos permitiría afirmar que las mujeres de los sectores populares cumplieron una
labor más arriesgada e inclusive más aguerrida que sus contrapartes de la élite.
A punto de concluir este trabajo, una rápida lectura de un artículo de
Charles Walker me hizo volver a pensar sobre lo parecido de las posturas conser-
vadoras singulares en cuanto a las mujeres y a la sociedad (Walker, 2009). En
el primer caso, las visiones singulares tienen como resultado una simplificación
cuyo objetivo es el reforzamiento de una percepción con roles diferenciados. En
el caso de la sociedad contribuye a la visión única que es parte del discurso hege-
mónico nacionalista.
Resulta, por decir lo menos, sorprendente que en los largos debates sobre
nación se pase de largo el tema de las mujeres, poniéndose como único objetivo
los hombres indígenas. ¿Es posible, por ejemplo, que las mujeres de los soldados y
demás mujeres indígenas, con menos o a lo mucho igual acceso que los hombres a
la cultura moderna, puedan haber incorporado el discurso nacionalista y por ese
motivo haber participado por el llamado de la patria? Esas mujeres indígenas, al
igual que sus pares masculinos, ¿llegaron a ser parte de una nación llamada Perú,
más allá de los discursos y documentos poscoloniales? Si no es así, ¿cuáles fueron
las motivaciones que empujaron a su accionar tanto en los eventos de política
interna como en la guerra?
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 221

Muchos de los estudios sobre la participación de los hombres (y tácita-


mente las mujeres) indígenas entienden la participación y la acción política como
el grado de inclusión en la vida del proyecto republicano y en la “comunidad
imaginada” de la nación pensada por los padres fundadores o por los productores
culturales decimonónicos. Desde un sentido positivista, miden la escala de esta
participación por el grado de aceptación o incluso intromisión de estos actores
sociales en la esfera pública sea este o no consensuado, es decir sin importar que
haya sido cedido o conquistado.
A mi parecer, esta suerte de reclamación al pasado de las formas de parti-
cipación en un proyecto de Estado nación es ucrónico. Al respecto, tres impor-
tantes historiadoras norteamericanas discutiendo sobre el problema de la historia
nacional nos dicen:
En este tema abundan los conflictos de interés. Los dirigentes nacionales pre-
tenden controlar la memoria colectiva para forjar una identidad cívica com-
partida, mientras otros narran a contramano, relatos particulares para crear
solidaridad. Aparte están los historiadores objetivos y fieles a la búsqueda de
la verdad, que intentan expandir e involucrar la memoria colectiva más allá
de los límites utilitarios del consenso. En el curso de su labor pueden entregar
información que lesione la imagen autocomplaciente de la nación o que con-
traríe las más nobles creencias de grupo acerca de su pasado. (Appleby, Hunt
y Jacob, 1999)

Visto de esta manera, el problema no estaría en demostrar que tanto las


personas participan en la comunidad imaginada llamada nación sino cuánto
y cómo participan en esta comunidad real llamada sociedad, entendida como
la vida cotidiana y las relaciones que se presentan en ella con respecto a sus
pares sociales y o la inmensa diversidad de actores sociales que se presentan en
el espacio real donde se desenvuelven, donde siempre y no solo en circunstan-
cias especiales son actores en un escenario y contexto que podemos llamar polí-
tica doméstica, que puede intercalarse e incluirse o no en el interés de participar
en agendas políticas más extensas como la vida republicana, sea de hecho o de
palabra. La acción de las mujeres indígenas, por tanto, debe verse más allá de la
guerra, como asunto de la vida nacional que transcurre en su vida diaria tanto en
lo público como en lo privado.
En un observador femenino o masculino de élite, la observación de las
conductas sexuadas tiene un correlato con las situaciones de clase21. Es así que,

21
Hasta el momento no ha aparecido y muy difícilmente aparecerá ningún testimonio directo de
la acción de las rabonas en algún hecho histórico y por ende, de la Guerra del Pacífico. Toda
la información que se posee hasta este momento proviene de los observadores femeninos y
masculinos.
222 / Juan José Rodríguez Díaz

al observar la presencia de las mujeres indígenas según estos criterios, por su


propio carácter servil, inclusive dentro de su mismo nivel social, la mujer deja
el lugar que se supone le corresponde en el seno del hogar y con la familia y
sigue al indio recluta o soldado en campaña. Visto de esa manera, las llamadas
rabonas no serían otra cosa que las mujeres que optan por cumplir su deber con
su marido y convierten su hogar en un lugar movible, al seguirlo a donde su
deber como soldado lo llevase. Esto implica que, para la percepción de los obser-
vadores tanto masculinos como femeninos del accionar de las rabonas, este está
condicionado por su pareja masculina y no tanto por su afán de participar acti-
vamente en la solución de problemas en medio de los rigores de la guerra. De esta
manera, cumplen de acuerdo con su rol en la sociedad con los “sagrados deberes
para con la familia y la patria”. Es aquí donde se encuentran, con respecto a estas
mujeres indígenas, prejuicios que se yuxtaponen, sea de los historiadores de la
cultura política nacional, sea de los que estudian las relaciones de género. Las
escritoras y los pocos escritores que tocan este tema lo hacen en función de sus
propios discursos y no de los hechos. Las historiadoras de género solo validan y
rescatan su ser mujer en tanto productoras de cultura femenina, lo cual esencia-
liza a las mujeres indígenas. Por el otro lado, los historiadores políticos incor-
poran las acciones de estas como parte de una anacrónica revisión de la historia
nacional y la participación de las mujeres en esta. Nuestro trabajo pretende algo
distinto. Busca establecer en primer lugar, una reconstrucción de la vida coti-
diana de las rabonas en un esfuerzo arqueológico y antropológico (interpretación
de la cultura material y de las costumbres) buscando prescindir de las miradas de
los “ojos imperiales” para luego pasar a relacionar estos hechos con mis proposi-
ciones teóricas.
La historia escrita de las mujeres en las guerras del Perú comienza con
nitidez en las primeras sublevaciones coloniales en la primera mitad del siglo
XVIII, pero con mayor profusión de datos en las campañas de Túpac Amaru22.
No se sabe exactamente cuándo se comenzó a usar para las mujeres de los
soldados indígenas del Perú y de Bolivia el apelativo de rabonas. Sus menciones
iniciales provienen de la prosa y verso del poeta e insurgente Mariano Melgar. En
las luchas de la independencia, la participación de las mujeres indígenas es aún
más evidenciada. Se observan rabonas en ambos bandos en conflicto, por ser el
contingente indígena predominante en los dos ejércitos. Carecemos de descrip-
ciones detalladas de los comportamientos y actividades de las rabonas de dichas
épocas por lo que de estas nada concluiremos.

22
Para el caso de las mujeres en las rebeliones coloniales y la lucha de independencia, véase Vega,
1981, t. 3, y Prieto, s/f.
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 223

Pero en el caso de la presencia de las mujeres indígenas durante la guerra


contra la Confederación Perú-Boliviana y en las constantes luchas de caudillos
durante el llamado primer militarismo, distintos actores políticos y observadores,
caudillos y viajeros, además de literatos, dejaron escritos sus comentarios acerca
de los indígenas en general y de los soldados y sus compañeras en especial23. Estas
miradas de otros sobre las actitudes y aptitudes de las rabonas son confirmadas
por los observadores contemporáneos de la Guerra del Pacífico, por eso conside-
ramos que, entre las rabonas de estos primeros momentos y sus contrapartes de
la Guerra del Pacífico hasta la prohibición de esta práctica con la modernización
del ejército, existe una historia de larga duración dentro de la historia social de las
mujeres en guerra del Perú decimonónico.
Las miradas, opiniones y comentarios sobre las rabonas variaban desde la
curiosidad de encontrar algo exótico hasta la admiración más sincera, esta última
proveniente principalmente de observadores militares que acompañaron a los
ejércitos peruanos, y de las mujeres escritoras contemporáneas. Lejos de toda
discusión está el hecho de que los observadores tenían ante sí un “otro” que consi-
deraban muy distante; sean estos peruanos o extranjeros, hombres o mujeres,
transversalmente compartían lo que para Mary L. Pratt consistía en una:
Retórica de la desigualdad, normalizadora y homogeneizadora. Ella afirma
su poder sobre toda persona o lugar cuya vida haya sido organizada según
principios diferentes de los mecanismos racionalizadores y maximizadores de
la manipulación industrial y la manipulación del capitalismo mercantilista…
Este poder discursivo esencializador es impermeable a todo, al menos hasta
que los que son vistos también sean escuchados. (Pratt, 1997)

Dentro de estas visiones, es de destacar los diarios de viaje de una de las


mujeres más reconocidas y celebradas de la primera mitad del siglo XIX en nuestra
historiografía: Flora Tristán. Con su obra comenzaremos la reconstrucción antes
mencionada. Esta autora, en sus Peregrinaciones de una Paria (año primera publi-
cación/1971) nos hace el más detallado relato de las rabonas, no sin mostrar un
claro prejuicio con su mirada de francesa moderna, muy similar a los de otros
viajeros citados en este trabajo. Afirma que las rabonas: “son las vivanderas de
la América del Sur. En el Perú cada soldado lleva consigo tantas mujeres cuantas
quiere. Hay algunos que tienen, hasta cuatro”.
Un poco más despectivamente, Fuentes dice que estas mujeres indígenas
son “el complemento necesario del soldado peruano, y sin el cual no tendría ni
resignación ni valor” (Fuentes, 1867/1925). Tristán es la única observadora que

23
Dentro de los más destacados están Ricardo Palma, Flora Tristán, Juan Jacobo Tschudi, Eugène
de Sartiges entre otros.
224 / Juan José Rodríguez Díaz

habla de tantas mujeres que comparten la vida diaria con un solo soldado. Si aten-
demos al hecho de que no todos los hombres solo comparten su vida con muje-
res-esposas o mujeres concubinas, sino también con mujeres-hijas y mujeres-ma-
dres, el número no resulta exagerado. En un relato de un escritor contemporáneo
de la guerra, se explica el caso de la presencia de las mujeres-madres:
El joven se acuerda de su madre, y considera que su felicidad sería completa si
tuviera a su lado a su querida mama Luisa visto que los soldados tienen una
mujer que los sigue, con el nombre de rabona y aunque se sabe que es esposa o
simplemente amante de alguno de los de la tropa, cree que con mayor razón el
podría ser seguido por su madre. (Zúñiga, 1921)

Versiones prejuiciosas ven a las rabonas solo como un sujeto que es llevado
al campo de batalla para que el soldado tenga quien cumpla con las tareas conce-
bidas como rol de las mujeres (labores domésticas, prestaciones sexuales, etc.)
además de las tareas relacionadas con la vida militar que mencionaremos luego
con detalle. No contemplan un componente afectivo relacionado con el largo
tiempo de abandono de la vida de hogar. Es por eso que pensamos, de acuerdo
con el dato dado por Flora Tristán, que no es descabellado creer que el soldado,
además de ser acompañado por su pareja marital, podría ser acompañado por su
madre, hermanas e hijas.
De una manera bastante despectiva, el editor de El Semanario pintoresco
español recoge sus impresiones etnográficas de los tipos peruanos aludiendo al
reclutamiento de soldados en una de las tantas guerras civiles, siendo testigo de
cómo
Las mugeres de los nuevamente alistados se llevan los hijos y aun los utensilios
de sus casas, y les siguen de este modo á las guarniciones y aun á las campañas.
Así es que la marcha de un ejército peruano tiene el aspecto de aquellas tribus
primitivas que iban en busca de otro territorio. Aquellas mugeres de regimien-
to, las rabonas, como las llaman en el Perú, detienen al soldado, por un lazo
que aunque ilegítimo, muchas veces no es menos sólido; soportan sus brutali-
dades y participan de sus trabajos y miserias, sin probar nunca la comida que
con tanto trabajo se han procurado; pero algunas veces su rudo compañero
parece que hace justicia á sus cuidados pagándoles con galantes atenciones.
La escolta de las rabonas es una garantía contra la deserción. Un soldado que
puede llevar en su compañía la muger que aprecia, no se ve atormentado por
el deseo de ir á reunirse con ella. (El Semanario pintoresco español, 13 de marzo
de 1853)

Para el oficial chileno, Francisco A. Machuca (1929), la rabona era la


compañera, la hermana, la esposa y hasta la acémila del defensor de la patria.
Perillán Buxó comparte esta misma percepción y nos da esa imagen de las
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 225

rabonas mucho más variada en el plano familiar. Con respecto a las rabonas
como parejas de los soldados y su condición, las opiniones de los observa-
dores son muy diversas. En muchos casos se utiliza términos neutros como
mujer o compañera. Muchos otros las mencionan como las esposas de los
soldados, pero también existe una fuerte opinión de que son parejas ilegi-
timas e incluso que son la contraparte en campaña de las verdaderas esposas:
“pues hay muchos que dejan a esta en su pueblo “y toman a la rabona que viene a ser
la mujer de campaña” (Fuentes, 1867/1925).
El militar francés Davin no comparte esta opinión. Para él son “la compa-
ñera tan inseparable como ilegítima del soldado. Ella está a su lado en tiempos de paz;
ella lo sigue a la guerra” (1990). Con esto último reafirma su condición de ilegi-
tima, pero no de mujer del soldado solo en campaña. Por último, es de anotar la
observación de Tristán (1971) como de mujeres de vida independiente con rumbo
propio. Para la autora francesa: “no son casadas, no pertenecen a nadie y son de quien
ellas quieren ser. Son criaturas al margen de todo.”
La historiografía tradicional ha repetido constantemente un error
acerca del papel de las rabonas en el campo de batalla. Por lo general se repite
que este apelativo se deriva de que ellas eran el “rabo” de los ejércitos en
campaña, para aludir que iban detrás de las tropas como protegidas por un
escudo humano de sus valientes camaradas. Pero la mayor parte de los obser-
vadores más acuciosos o más expertos en las lides de la guerra las sitúan más
bien en la marcha: “delante del soldado aunque la jornada pase de diez leguas”
(Lorente, 1967).
Con respecto a este tema, en julio de 1838 el uruguayo Juan Espinosa, en
carta a Rugendas, se referirá a ellas con estas elogiosas palabras: “Estas admi-
rables mujeres acompañan a los soldados en todas las penurias y durezas de la
campaña. Ellas son la vanguardia del ejercito” (Larraín, 2006, p. 56).
Esta observación sobre la condición de vanguardia de las mujeres indí-
genas y la importancia escondida por la historia oficial militar es compartida,
por ejemplo, por Perillán Buxó (1890):
Los jefes de campaña ya saben que las ordenes de marcha y el itinerario del
batallón han de darse a las rabonas antes que a los soldados. Enteradas, ellas
alistan sus trebejos en un periquete ayudándose unas a otras, repartiéndose
buenamente la carga, y salen del cuartel algunas horas antes que las tropas
expedicionarias.

Las continuas y largas marchas del ejército en campaña en los infernales


desiertos y las inclementes serranías del territorio peruano podían dejar sin
aliento al más resistente y vigoroso soldado de cualquier parte del mundo, pero las
mujeres indígenas lograban aminorar las penurias de la jornada de este llevando
226 / Juan José Rodríguez Díaz

ellas mismas la pesada carga de sus compañeros.24 Como lo describe un viajero


francés, observaba en estas travesías militares: “todo un regimiento de mujeres
dobladas bajo el peso de zurrones repletos de armas, de niños en pañales o de
provisiones” (Charles D’Ursel, 1879). Otro francés, esta vez observador militar
dentro de la guerra menciona que “ella carga el equipaje, los víveres, los cartu-
chos. En una palabra, el cuerpo de rabonas reemplaza la intendencia, que existe
aquí sólo en estado de proyecto” (Davin, 1990). Es de anotar que estos dos fran-
ceses ven a las rabonas como parte de una “Admirable institución que sacaría de
apuros más de una intendencia europea, y he aquí por qué A la intendencia, en el
caso en que exista, no le queda otra cosa que cruzarse de brazos” (D´Ursel, 1879).
La sorpresa de estos observadores franceses es debido a que, en los ejércitos
modernos de la época, el papel de abastecimiento de las tropas era dado por la
institución mencionada, que distribuía en los batallones a mujeres encargadas
de dichos servicios con el nombre de cantineras. Carlos Prince respecto de las
rabonas dice que: “En los cuerpos peruanos sin cantineras, lava su ropa, cuida de
su limpieza compartiendo sus fatigas” (Prince, 1890).
Otra alusión a esta ausencia la da Fuentes cuando dice que “En los cuerpos
peruanos no hay cantineras, ni son precisas desde que cada soldado tiene una
sirvienta que le prepara la comida” (Fuentes, 1867/1925).
Además de ayudar al soldado a aliviar su fatiga con el peso antes mencio-
nado “carga con todo el ajuar formando un quipe, que se echa a la espalda...”. El
quipe es el bulto formado por la manta que las mujeres indígenas usan para llevar
a sus espaldas todo lo que necesite en sus trajines diarios, incluyendo sus hijos
menores:
A veces el quipe es tremendo, abultado y pesadísimo, entra el colchón de la
cama, la vajilla para los guisos, una mesa, un taburete, la ropa del militar, los
palitroques del tenderete, la despensa más o menos abundante ... y si las ra-
bonas tienen un par de chiquillos, estos van también revueltos en el quipe de
campaña. (Perillan Buxó, 1890)

Sin duda alguna, la descripción más completa y exacta sobre los prepa-
rativos de los utensilios de campaña hecha por las mujeres indígenas para las
marchas de los soldados, la hace Abelardo Gamarra:

24
El equipo de un soldado estaba formado por su fusil cuyo peso era no menor de 5 kilos de acuerdo
a la marca, etc. Un soldado en la marcha llevaba en promedio 100 tiros, que aproximadamente
pesaban 8 kilos, que junto con la mochila de campaña y otros implementos hacían un mínimo de
20 kilos. Quiero agradecer al experto, historiador y coleccionista Juan Carlos Flórez, Presidente
de la Sociedad de Estudios Históricos Arnaldo Panizo, por brindarme estos y otros datos de
importancia para el presente trabajo.
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 227

Mariacha regresa a Callaucuyán, hace sus quipes, coloca en ellos sus mates y
sus camas, sus pellejos, sus rebozos, el poncho de Juan, sus husos; sus piruros,
sus guatopas, algunos copos de lana; en una palabra toda su casa. Se echa a
la espalda, como mochila los inmensos atados que forman su único tesoro,
coloca sobre ellos la única olla que posee y su único cantarito, y con su cerro a
cuestas, colocándose la rueca a la cintura, deja su choza, cerrando su puerta y
amarrandola como si fuese a regresar al segundo día.25

Es importante la mirada de Abelardo Gamarra desde que resalta el hecho


de que la rabona traslada todas sus pertenencias que consisten en su ajuar domés-
tico. Este traslado invita a decir que ella es la familia del soldado en guerra y paz
y, por lo tanto, el hogar de la rabona es aquel lugar donde este sea asignado. Al
respecto, el escritor español Perillán Buxó (1890) nos dice:
Entra el indio en el cuartel recibe allí su equipo, y la dócil rabona improvisa un
hogar con algunos palitroques, y una frazada que para la noche es el cobertor
del tálamo conyugal … guisa, barre, cocina, plancha, limpia las ramas de su
cholo, recoge sus haberes asiste a sus ejercicios.

Con profunda admiración este escritor español menciona la dedicación y


afecto y el nivel de responsabilidad de estas mujeres ya que
Ellas marcan las distancias de cada jornada, y escogen a su gusto el sitio que
mejor les parece, para que descansen o pernocten los hijos de la guerra, cuando
estos llegan con todas las cocinas humeantes y junto a la cocina hay un lecho. El
amor ha hecho aquellos prodigios de la actividad. (Perillán Buxó, 1890)

En el fragor de la batalla, las mujeres indígenas desarrollaban acciones de


muchos tipos. Una de las más importantes estaba relacionada con la sanidad del ejér-
cito ya que en pleno combate se les veía “dedicándose sin acobardarse al cuidado de
los heridos, sordas e indiferentes a las balas que volaban su alrededor”.26 La sanidad
militar durante la campaña de la Breña era casi inexistente, haciendo grandes
esfuerzos los pocos médicos que acompañaban a las tropas. Sir Clements Markham
(1922) menciona que “En el combate se las ve atendiendo a los heridos, satisfaciendo
sus necesidades y mitigando su sufrimiento de la sed intensa”.
Perillán Buxó, con mejor prosa que el ilustre británico, elogia esta
labor describiendo más de cerca la labor sanitaria de las rabonas, con mucho

25
Abelardo Gamarra, dicho El tunante, escribe La rabona: en La Batalla de Huamachuco (1983).
Es relevante mencionar que Cáceres, al fin y al cabo, hombre de su tiempo, toma más tiempo en
sus memorias en relatar las andanzas de un perrito y lo brioso que es su caballo, que el valor de
las acciones de las mujeres en la campaña.
26
Carey Brenton, observador militar inglés, 1986.
228 / Juan José Rodríguez Díaz

conocimiento de causa ya que él fue un entusiasta organizador de las ambulan-


cias peruanas:
Si (al soldado) le hiere el plomo enemigo; que falta hacen allí médicos y prac-
ticantes: ni camilleros de esa bendita institución que se llama la Cruz Roja?
La rabona se adelanta a todo y a todos; apoya en sus rodillas a la cabeza del
herido: y apronta vendas y ligaduras, restañando con sus labios la sangre
que quiere correr para llevarse los alientos del desventurado cholo. (Perillan
Buxó, 1890)

Con estas narraciones de las labores de las rabonas no solo antes y después
de las batallas, sino en medio de los combates, con los peligros que estas encie-
rran, no puede quedar duda de su acción directa en guerra. La imagen de la
rabona de Muñiz, de mirada suplicante y de actitud débil ante las circunstancias,
pierde color, brillo y formas ante las evidencias. Nuestros imaginarios xenofó-
bicos, formados desde la escuela (y reproducidos en el hogar) validaban esa escena
imaginada. Nuestros estereotipos de raza y género también. ¿O acaso no es claro
que el peruano que valida esa escena no está viendo en ese “roto” chileno a todos
los chilenos de la guerra, bárbaros crueles y sanguinarios?; ¿a un indio que repre-
senta irónicamente a la imagen de Perú (comunidad imaginada que muchos de
ellos no conocían), débil e indefenso, y junto a él una rabona, representando a
las mujeres víctimas, incapaces de defenderse por sí mismas? El imaginario de la
pintura de Muñiz, los prejuicios que encierra y que muchos de nosotros teníamos
de ellas, va quedando como un lienzo desgastado por el sol y el tiempo con los
relatos de testigos presenciales de su acción en guerra:
durante la refriega, estas Euménides desenfrenadas, con ojos extraviados y
con las manos y la cara ennegrecidas por la pólvora, disparan contra el ene-
migo; luego, arrojando el arma por inútil a causa de la falta de municiones, se
precipitan a la carga con la navaja en la mano. (Davin, 1990)

Tal vez recibieron el nombre no porque iban detrás del ejército en campaña
sino como dice el mismo militar francés: “por la manera infatigable como seguían
a sus maridos en medio de las batallas”. Pero el testimonio más impactante tal vez
resulte el apuntado por una mujer de la élite tacneña cuya mirada femenina tal
vez hizo describir con mucho mayor interés los personajes de su sexo que otros
observadores masculinos diciendo que las rabonas eran:
unas pobres cholas, valientes y resignadas, que soportaban todas las fatigas de
las marchas, prestando los servicios que les era posible dentro de su condición
y combatiendo a veces al lado de los hombres, con los fusiles que arrancaban de las
manos crispadas de los muertos [énfasis agregado]! (Neuhaus, 1938?)
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 229

Pedro Rodríguez recordaba en su diario sobre la defensa de Lima que al


regresar del campo de batalla: “Pregunte a una rabona si la reserva había salido
de sus acantonamientos me dijo que no y me dirigí entonces a mi reducto, tan
luego que llegue me presente al Coronel y al Capitán” (Coello, 2015). Esto implica
que la mujer mencionada estaba presente dentro del campo de batalla y no en
espera, como la historia tradicional ha sugerido. Si la suerte no acompañaba al
soldado, las rabonas compartían esta con sus compañeros y familiares, como lo
relata vívidamente el historiador británico Markham:
Otras veces puede vérsela buscando el yacente cadáver de su amado e im-
primiendo en sus labios el último beso, indiferente a las balas que silban en
derredor. Insensible a los peligros que la amenazan e indiferente al resultado
de la batalla, su solo pensamiento es socorrer al ser que ama; y generalmente perece
así en el campo de batalla [énfasis agregado].27

Recientemente se han recogido testimonios de soldados que representan


las pocas veces propias con que hablan los actores sociales subalternos. Como
el de Juan Chipana Mamani que, en su ancianidad, rememora la muerte de su
cuñado junto a su hermana en la batalla de Arica: “mi cuñado el Sgto 2do Nuñez,
en compañía de mi hermana Manuela Chipana, que como mujer patriota acom-
pañó a su esposo en los menesteres de la guerra hasta rendir la vida junto con el”
(Mendoza, 2017, p. 45).
Mucho más revelador aún es el testimonio del soldado del Zepita don
Manuel Barcena, combatiente del famoso batallón Zepita en la victoria de Tara-
pacá: “cayendo en esta batalla herido en la canilla derecha él y su consorte que lo
acompañaba en el mismo campo de batalla cayó también herida mortalmente,
siendo ésta ultimada por el repase chileno a sablazos”. El anciano analfabeto dicta
sus recuerdos sensiblemente, haciendo mención que luego de la batalla de Tacna
dejó: “la prenda de su amor en los campos de batalla yerta para siempre” (Reyes,
2018, p. 133).
Este testimonio nos vuelve a mostrar opaca y borrosa la imagen de Muñiz,
como queriendo ocultar lo pasado, en tiempos que los indígenas eran brutal-
mente masacrados en medio de los movimientos campesinos.
Mientras las mujeres indígenas desarrollaban estas acciones, en las
ciudades ocupadas por los chilenos las mujeres de urbes tan importantes como

27
Markham, 1922. Es de anotar que en la rabona imaginada por Fuentes (1867/1925), intelectual
que su real observación del sujeto estudiado es al menos cuestionable, su deber patriótico va
más allá de su deber como pareja del soldado: “La rabona se pega más a la bandera que al
hombre; si este muere en el combate, con escasísimas lagrimas riega aquella su tumba; pero
vertirá muchas si, por cualquiera causa, tienen que abandonar su batallón.”
230 / Juan José Rodríguez Díaz

Lima tendrán un comportamiento más heterogéneo, toda vez que son parte de
un tejido social mucho más diverso, como veremos en la siguiente parte.

6. OCUPANTES Y CAUTIVAS: DE NOVIAS DE LUTO A NOVIAS DE


CHILENOS

Por mucho tiempo, se pensó en una posición transversal sobre la reacción de los
limeños ante la ocupación de Lima. La historiografía actual nos trae ejemplos de
la vida cotidiana en los momentos de ocupación de una ciudad.
La obra de los historiadores revisionistas, basados en evidencias, nos
permite comprobar que estos comportamientos de los distintos integrantes del
tejido social urbano distan mucho de ser homogéneos y varían de acuerdo con el
nivel social e intereses de sus miembros28.
En la historia escrita en función de la construcción de los imaginarios cívi-
co-nacionales de estas ciudades ocupadas, el tema del acercamiento al ocupante
se ve omitido o silenciado, y lleno de una retórica patriótica y nacionalista donde
se destaca la resistencia pluriclasista, que busca demostrar que, durante toda la
ocupación, muy pocos sino ningún miembro de su sociedad tuvo, siquiera, un
acercamiento social mínimo al invasor29. De acuerdo con el trabajo de Villavi-
cencio (1984),
la actitud de protesta de las mujeres peruanas en lo cotidiano, dirigido básica-
mente a hostilizar la ocupación chilena, se complementó con una resistencia
activa; en este campo, las señoras de las clases altas tuvieron un papel deci-
sorio, pues fueron ellas quienes organizaron la resistencia y la conspiración.

Las condiciones de vida en las poblaciones peruanas de las ciudades variaban


mucho durante la ocupación del Perú; desde el control total de los ocupantes
como en Lima, hasta la franca resistencia en ciudades de la sierra central, condi-
ciones de las que las mujeres de tales ciudades evidentemente participaban30. A
falta de información por la escasez de estudios de otras ciudades del Perú en
guerra, pasamos a relatar brevemente las experiencias y acciones de las mujeres
limeñas durante la ocupación.
En las cartas de Palma a Piérola encontramos opiniones contrarias a la
singularidad del comportamiento de las mujeres y hombres de élite en la Lima

28
Véase, como ejemplo, Amouroux, Henri, 1970. Por último, un breve, pero sugestivo análisis de
la situación estudiada en H. Pereyra, 2006.
29
Esto es parte de mi investigación de tesis sobre el comportamiento de la élite y la plebe limeña
durante la ocupación chilena (por publicarse).
30
Véase La Bolsa y Recuerdos de la Campaña de la Breña (Memorias). Moreno de Cáceres, Antonia,
1974.
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 231

de la ocupación. Hablando sobre Federico Pezet y familia, critica la indiferencia


de esta poderosa familia, ya que: “sin consideración por el estado de su patria
y olvidado que hace seis meses murió su madre ha dado el domingo un lujoso
baile de fantasía. Tierra donde hay quienes piensan solo en bailar y divertirse es
tierra perdida” (Palma, 1882/1964). Esta actitud pasiva observada por Palma y el
alemán Witt se ve complementada con la actitud interesada y egoísta criticada
por Palma al decir que en
nuestra indolente y perezosa Lima donde no se mueve una paja, denuncian-
do la abierta colaboración de algunos limeños: En nuestro pobre país se ha
perdido no sólo el sentimiento del deber sino hasta la vergüenza. La policía
secreta de los chilenos está servida por hombres y mujeres peruanos. “Parece
imposible” escribe Cornelio Saavedra “la degradación de este pueblo, frailes,
oficiales, jefes, y hasta mujeres vestidas iban a denunciarme los depósitos de
armas por el mezquino interés de la gratificación pecuniaria. (Palma, 1881)

La sensación de Palma de pasividad e incluso de contacto con los ocupantes


en los meses finales de 1881 por parte al menos, de la élite limeña, se ve clara-
mente evidenciada al escribirle a Piérola que “Diariamente palpo transacciones
que creía imposibles. Mejor que a Génova es aplicable a Lima aquel proverbio:
Hombres sin fe, mujeres sin vergüenza” Si el encuentro entre ocupantes y cautivos
en los espacios públicos era tan limitado en la época, cabe preguntarse por qué es
tan lapidario Palma con las mujeres de Lima. La respuesta nos la puede dar una
carta a Piérola de mayo de 1881:
En cuanto a los chilenos, parece que empezamos a habituarnos con la perma-
nencia de ellos, tanto que ya se han celebrado cuatro o cinco matrimonios li-
meños. Desventurada tierra! Aquí está el pueblo resignado, con su ignominia
y nada quiere hacer por sacudirla. Lejos de eso, abundan los espías y denun-
ciantes que van con chismes a la autoridad chilena. (29 mayo de 1881)

En base a los legajos de matrimonios y de los registros bautismales, entre


los años 1881 a 1884 del Archivo Arzobispal de Lima31, así como los reportes y
testimonios de los actores sociales de la época, como el citado de Palma, hemos
podido comprobar la práctica de alianzas familiares entre ocupantes y ocupados
que, fuera de toda duda, nos distancia de la opinión de la historia oficial: la abso-
luta posición de rechazo social en términos de inclusión progresiva del ocupante.

31
El tema de matrimonios y relaciones entre limeñas y chilenos durante la ocupación es abordado
por María Lucía Valle Vera (2013) y en mi trabajo Durmiendo con el enemigo, matrimonios e
interrelaciones socioculturales durante la ocupación chilena de Lima. Una versión preliminar fue
presentada en el Seminario interdisciplinario de investigaciones sociales de la UNFV en octubre
del 2007.
232 / Juan José Rodríguez Díaz

Como no es este el tema de este trabajo solo podemos agregar en términos cuan-
titativos que estos enlaces iban in crescendo a medida que la ocupación alcanzaba
ribetes de asentamiento prolongado de los ocupantes.
Nuestro propósito no es enjuiciar a las mujeres peruanas que se casaron o
tuvieron hijos con los ocupantes. Es sabido que en toda ocupación prolongada
forma parte de las estrategias de mujeres resignadas a su condición, buscar el
amparo económico de un hombre sacrificándose por la familia, cosa que ocurría
aun fuera de estos contextos o simplemente se desarrollaban alianzas familiares
para beneficio de las familias acomodadas en ruina donde el amor era lo último
en la agenda.
Con respecto a las mujeres de la plebe, la relación con los soldados chilenos
fue muy variada, desde el apoyo logístico a la resistencia a la que Antonia
Moreno hace referencia y cuya actitud Villavicencio pretende homogeneizar
hasta el franco colaboracionismo, principalmente si eran extranjeras. Otra vez
las mujeres fueron el enlace en la inclusión de los chilenos en las redes sociales
limeñas. Algunos “rotos” chilenos ya conocían a familias de la plebe limeña desde
los días de la construcción de los ferrocarriles. Prueba de estas relaciones es que
junto con los últimos soldados de ocupación se embarcaron rumbo a Chile para
nunca más volver, cientos de mujeres peruanas de las que algunos de sus nombres
figuran como madres en los libros bautismales de hijos de soldados chilenos que
regresaban con una nueva familia.

7. CONCLUSIONES

Hemos podido confirmar la presencia de las mujeres en todo el desarrollo de la


Guerra del Pacífico. A lo largo del estudio, hemos podido comprobar la plura-
lidad de acciones de las mujeres en guerras como la que originó este trabajo. La
acción de las mujeres de la élite y la plebe32 debe verse más allá de la guerra, como
asunto de la vida nacional imaginada. Tampoco como un contexto donde se dan
puras las situaciones de género, porque son lecturas de las agendas propias de los
historiadores y no necesariamente de los actores sociales. Las guerras como esta
son asuntos que transcurren como parte de la vida cotidiana de las mujeres tanto
en lo público como en lo privado, en su accionar social real.
Últimamente, se han presentado algunos trabajos que tocan estos puntos
en extenso, pero al revisarlos, realmente discrepamos con sus conclusiones,
ya que en mucho, siguen la misma línea discursiva nacionalista que no refleja

32
Hasta el momento no ha aparecido ningún testimonio directo de la acción de las rabonas en
la Guerra del Pacífico. Toda la información que se posee hasta este momento proviene de los
observadores sean femeninos o masculinos.
El bello sexo en guerra: cultura política y género durante la Guerra del Pacífico / 233

el complejo mundo de las mentalidades y la cultura política del bello sexo en


guerra.33 Por último, es gratificante encontrar que nuestro trabajo entre en
la contienda de imágenes discursivas entre los jóvenes escolares. Desde el año
2016, los estudiantes de colegios estatales pueden leer partes de este trabajo en
los textos escolares, en contraste con los videos de aprendo en casa, donde aún se
habla de la imagen pasiva de las mujeres en guerra. Tardará mucho tiempo para
que se entienda que hombres y mujeres no solo compartimos un mismo espacio,
sino que somos los actores de una misma historia.

33
Para esta nueva edición, hemos colocado en la bibliografía estos trabajos, por si el lector desea
desarrollar un estado de la cuestión más completo.
La mujer ante la guerra:
asociaciones civiles y participación femenina en Lima
durante la Guerra del Pacífico

Rosa Huamán Guardia


Pontificia Universidad Católica del Perú

INTRODUCCIÓN

LA LEGISLACIÓN DECIMONÓNICA colocaba a la población femenina en un doble


estado de protección y restricción. Ya que si bien, por un lado, se le restringían
los derechos jurídicos y políticos, por otro lado, se le reconocía el derecho de no
trabajar y de ser mantenida, entiéndase “protegida” por el esposo, el padre, el hijo
e incluso el hermano, aún cuando estos hubiesen fallecido. Naturalmente, todos
sabían que ello se cumplía para las clases altas y medias, pero no para las clases
bajas que desde siempre habían trabajado. Por otra parte, las mujeres de 1879 se
encontraban atravesando una etapa de transición, las clases medias y altas incur-
sionaban tímida pero decididamente en la literatura y desde allí hacían oír su voz
a la opinión pública, sobre sus derechos, su educación y su acceso al trabajo.1
Lima iba creciendo, modernizándose y llenándose de extranjeros y
migrantes. La antigua ciudad era un hervidero de comercio callejero que permitía
subsistir a muchas mujeres de las clases bajas, como había sido desde la época
colonial, pero las medidas higienistas de los médicos del siglo XIX las irían apar-
tando de las calles, para reunirlas en espacios especializados. En esos momentos
en que se redefinían los espacios citadinos, hace su incursión la crisis económica
y la guerra.

1
Texto original inédito que surge a partir de la Tesis de Licenciatura “Las mujeres ante la guerra.
Mujeres, familia y sociedad en Lima durante la Guerra del Pacífico”. Tesis (Lic.). Pontificia
Universidad Católica del Perú, 2010.

279
280 / Rosa Huamán Guardia

1. LAS MUJERES SE ORGANIZAN: ASOCIACIONES CIVILES Y


COLABORACIÓN FEMENINA CON INSTITUCIONES PÚBLICAS

Se puede decir que la intervención de las mujeres durante la guerra se da princi-


palmente en el aparato logístico. Este se va desarrollando rápidamente para dar
solución a los problemas que van surgiendo a raíz de la contienda. Se encuentra,
en primer lugar, una división del trabajo de acuerdo al género. En el siglo XIX,
los espacios de participación en los que las mujeres podían desenvolverse eran,
necesariamente, aquellos que los patrones de género de la época le permitían.
Por lo general, durante la guerra, dicha separación de roles se puede encuadrar
de la siguiente forma: los hombres en la organización y la administración y las
mujeres en la ejecución (recolección, repartición, etc.), la elaboración de insumos
médicos y el apoyo en los hospitales. El espacio privado y familiar, reservado para
las mujeres, tenía relación estrecha con el cuidado de la salud física y espiritual
de las personas de su entorno, lo que naturalmente, se correspondía con su rol
de madre; siguiendo esa misma línea, se podían insertar también en el espacio
público —dominado por los varones—, cuando las circunstancias, como en este
caso, se lo exigían. Por otra parte, de ningún modo, esta intervención ascendía
a los niveles dirigenciales; ello lo podremos encontrar solo en las asociaciones
civiles particulares, lejos de los esquemas rígidos de la sociedad patriarcal que
regía las instituciones públicas.
Para establecer una visión panorámica, pero a la vez completa, de las
diversas formas en que las mujeres residentes en Lima participaron, se ha elabo-
rado un esquema de niveles de cooperación, definido por el grado de compro-
miso que la actividad o actividades exigía de las personas, lo cual, a su vez, estuvo
inevitablemente influenciado por las posibilidades económicas de las mismas. De
esta forma, podemos hablar de tres niveles básicos: primero, la colaboración con
donativos, es decir, la entrega voluntaria de dinero, especies de diverso tipo o
servicios a las instituciones y personas que lo requerían; segundo, la participa-
ción activa, nos remite a mujeres trabajando en dichas instituciones, fungiendo
de apoyo en labores médicas o en la recolección de donativos; y tercero, la inicia-
tiva de organización privada, que engloba a un variado grupo de mujeres en orga-
nizaciones particulares, que se asociaban con fines benéficos y cuya labor fue
fundamental durante la guerra.

1.1 Las donaciones

Desde el comienzo de la guerra, los donativos patrióticos se convirtieron en la


forma en que los individuos comunes, sin importar la clase, podían cooperar con
el sostenimiento de la causa nacional. Los donativos, generalmente, aunque no
La mujer ante la guerra / 281

siempre, respondían a los pedidos de instituciones públicas o privadas que aten-


dían a los diversos sectores de la población afectados por la guerra como la Bene-
ficencia Pública de Lima, la Junta de Ambulancias Civiles de la Cruz Roja y la
Municipalidad. En una escala menor, se encontraban las organizaciones parti-
culares, algunas preexistentes y otras formadas a propósito de la contienda, que
concentraron sus esfuerzos en apoyar a los más necesitados.
Como era natural, el primer pedido que recibe la sociedad limeña es la obla-
ción monetaria directa. Para ello, justamente, el 8 de abril de 1879, fue establecida
la Junta Administradora de Donativos, que funcionaba a nivel nacional con el
objetivo de recolectar y distribuir ordenadamente todos los recursos disponibles
de la población. Sin embargo, antes que dicha entidad empezase a organizarse, ya
se encuentran espontáneos ofrecimientos de algunas mujeres. Lo interesante de
los casos identificados, es la naturaleza de los mismos; no se trata de simples obla-
ciones, sino de la cesión por tiempo ilimitado de parte de sus ingresos, veamos
los ejemplos: Saturnina Mendoza se presenta ante el Ministerio de Guerra y
“…ofrece el 20% de sus pensiones de montepío que disfruta para gastos de la guerra
actual” (Centro de Estudios Históricos Militares [CEHM], 1879, Libro 514, foja
21); a fines de mayo, María Rivas, dona los 50 soles de su pensión de viudez “…
que por montepío, como viuda del Doctor Don José Enrique Gamboa, vocal que fue
de la corte superior del Cuzco; además de haber erogado con igual objeto la suma de
100 soles ante el consejo provincial respectivo…” (El Peruano, junio 14, 1879). Encon-
tramos a mujeres que no parecen acaudaladas por la cantidad que ofrecen; sus
donativos son, claramente, descargas financieras para el Estado peruano. Lo que
ofrecen, en realidad, es prescindir del dinero que se les tiene asignado en el tesoro
público, para desembarazarlo de gastos que, seguramente, podían ser cubiertos
por otros medios particulares. Estas mujeres se presentan durante el primer
mes de la guerra y aunque no ha sido posible todavía saber si fueron realmente
cumplidos los descuentos y donaciones de forma permanente, es sintomático de
una voluntad muy firme de contribuir con la causa nacional, aunque para aque-
llos primeros días no estuviera muy claro a quién dirigirlo. Recién con la publica-
ción del decreto específico sobre donativos del 14 de abril, quedó claro que estos
se debían dirigir a la Junta Administradora, y no a los ministerios de Gobierno.
A lo largo de ese primer año, se siguen produciendo ofrecimientos patrió-
ticos, algunas mujeres de la élite, podían permitirse realizar cuantiosas entregas,
como lo ejemplifican los casos de la esposa del presidente y la del vicepresidente.
La señora Magdalena Ugarteche de Prado donó 3000 soles para las ambulancias
de la Cruz Roja (Archivo Municipal de Lima [AML], Libro de Toma de Razón,
1879, foja 16); la señora Manuela de la Puerta, donó 2000 soles (foja 92). Otras
menos pudientes donan objetos de valor, no sólo intrínseco, sino también simbó-
lico, como lo hizo la escritora Carolina Freire de Jaimes, quien entregó para las
282 / Rosa Huamán Guardia

ambulancias un lapicero y una medalla, ambos de oro, delicadas preseas ganadas


en su notable labor literaria (foja 92).
Mientras la invasión a tierra no empezaba y la situación era todavía mane-
jable, algunas otras damas se animaron a sacrificar parte de su ingreso, como lo
hizo Balbina Goden, quien, iniciada las erogaciones para la compra del ansiado
blindado, cedió la pensión integra de su montepío correspondiente al mes de
octubre y en lo sucesivo la mitad de los siguientes (CEHM, 1879, Libro 514, foja
1). No parece que esta mujer haya sido muy pudiente por la naturaleza de su
donativo, pero la causa que en aquellos difíciles días movió a toda la población
con la esperanza de recuperar la presencia marítima, la llevó, igual que a muchos
—cuyos nombres solo han quedado como letras impresas en sendas listas publi-
cadas en los diarios— a pensar que sería posible, si todos se sacrificaban un poco,
el conducir los destinos del país hacia la recuperación y el triunfo; duras y muy
chocantes debieron ser, poco después, las confusas noticias acerca del viaje del
presidente al exterior y las posteriores declaraciones pierolistas acerca de su huída
y un presunto robo de los dineros donados.
Casi un año después, cuando la invasión por tierra se acercaba a Lima, las
donaciones eran mucho más modestas y el ánimo mucho menos entusiasta. Tal
vez, convendría decir que en lugar de ánimo lo que se respiraba era solidaridad
en el infortunio, cuando en un entierro se logró recolectar entre los asistentes la
exigua cantidad —sobre todo tomando en cuenta la devaluación catastrófica del
papel moneda— de 160 soles, dinero que fue rápidamente entregado a las señoras
que apoyaban en el hospital de Santa Sofía, y que se distribuyó inmediatamente
entre los oficiales y soldados convalecientes2. Una larga lista, días después, detalla
las erogaciones conseguidas por la asociación de la Cruz Blanca, en tres meses,
cuyas sumas hablan por sí solas de los momentos que se vivían: Matilde P. De
Scheel entrega la más alta contribución, ascendiente a 40 soles; la mayoría del
aproximadamente medio centenar de donaciones, se reducen a menos de 10 soles
e incluso menos de 5 soles billete (agosto 24).
Otra forma en la que las mujeres de la ciudad colaboraron de forma exclu-
siva fue en la entrega constante de especies médicas. Los primeros avisos en los
periódicos pidiendo la colaboración se dan en mayo de 1879; a estos le siguieron
largas listas indicando los nombres de decenas de damas que habían contribuido.
Fue la Cruz Roja, desde luego, la que más donaciones requirió, pero también se
encuentran peticiones de la Beneficencia. Junto a esta institución, encontramos
el trabajo constante de las Hermanas de la Caridad, pertenecientes a la orden

2
La Patria, agosto 2, 1880. Para mediados de año los soles billetes oscilaban entre los 6 y 8 billetes
por sol de plata. Su poder adquisitivo era muy bajo, se podía comprar un pan de 140 gramos con
0,60 soles billete.
La mujer ante la guerra / 283

religiosa de San Vicente de Paúl; estas también publicarán, por su parte, convo-
catorias por donativos de hilas, vendas y lechinos (compresas). Se observa así, que
no había una coordinación centralizada en la recolección de dichos insumos;
algunos hospitales simplemente, publicaban anuncios solicitando donaciones de
forma particular.
Dichos insumos médicos, aparentemente tan simples, fueron, durante los
dos primeros años de la guerra, el bien más preciado que las mujeres podían
ofrendar a los soldados heridos, pues de su constante y oportuna utilización
dependían los tratamientos que en el siglo XIX podían evitar las funestas conse-
cuencias de las heridas de guerra.
Como era bien sabido en aquellos días, el sistema sanitario de Lima era
incapaz, aun con las previsiones de la recientemente creada Junta Central de
Ambulancias Civiles3, de hacer frente a la cantidad de heridos que se produci-
rían en cada encuentro bélico importante. Por ello, desde el inicio, se presentaron
iniciativas privadas para cubrir los vacíos que se producirían en el futuro. Cabe
mencionar por su celeridad e imponderable ayuda, a la Sociedad de Beneficencia
Pública Francesa; esta, aprovechando su órgano médico principal, el hospital
Maison de Santé, lanzó un generoso ofrecimiento a la nación peruana, a solo dos
días de haberse iniciado la guerra. El Ministerio de Guerra conserva el registro
de tan notable muestra de compromiso de una colonia extranjera “Sociedad de
Beneficencia francesa ofrece la Maison de Santé para que sean asistidos gratui-
tamente todos los heridos en la guerra actual=Abril 7” (CEHM, 1879, Libro 514,
foja 382). A pesar de sus buenas intenciones, los recursos también empezaron a
faltarles, sobre todo, cuando las batallas del sur dejaban un enorme contingente
de heridos por atender. En febrero y marzo de 1880, algunas decenas de señoras
entregaban al hospital francés sus contribuciones en hilas y vendas, respon-
diendo así al llamado que días antes había hecho la institución (La Patria, 1880,
21 de febrero y 15 de marzo).
Luego de la batalla de Arica, fue cuando las hilas y vendas se hicieron
más necesarias. A pesar de las continuas entregas que se habían realizado en los
meses anteriores, respondiendo a los escuetos avisos periodísticos, —entre los
que destacaban los del hospital de sangre de Santa Sofía—, el 26 de junio de 1880
encontramos este aviso:
Aunque son muchas las señoras de nuestra sociedad que han acudido á los
hospitales de sangre, con hilas y vendas, es preciso sin embargo el mayor

3
Creada en abril de 1979 por un grupo de médicos docentes de la Facultad de Medicina de la
Universidad Mayor de San Marcos y por personalidades religiosas y políticas, fue ratificada
por el Gobierno el 17 de dicho mes. Se adscribió a la Convención de Ginebra convirtiéndose
así en el germen de la Cruz Roja Peruana. Su labor fue titánica y contó siempre con la decidida
colaboración de la población civil.
284 / Rosa Huamán Guardia

concurso posible de estos objetos que nunca están demás en una situación como la pre-
sente [énfasis agregado]. Al efecto suplicamos a las dignas matronas de Lima,
siempre atentas al grito de la desgracia, acudan en esta ocasión según su con-
dición, tiempo y fortuna en socorro de nuestros hermanos heridos en el Sur.
La remisión se hará directamente á los hospitales de “San Bartolome”, “Dos de
Mayo” y “Santa Sofia”. (La Patria, 1880, junio 26 (2776)

No era para menos el apuro, ya que el 22 del mismo mes, habían llegado
los primeros grupos de heridos del sur, siempre bajo el auspicio y vigilancia de la
Cruz Roja (Basadre, 2005, p. 96). Para aquel entonces, incluso el ejército se valía
de esta institución para arbitrarse donativos.
Ilustrísimo Monseñor Presidente de la Junta Central de la “Cruz Roja”
Siendo considerable el consumo que se hace en el hospital de “Santa Sofía”
de hilas, compresas y lechinos, que no es facil tampoco encontrar en el mer-
cado, vuelvo a solicitar [énfasis agregado] de la benevolencia de esa Honorable
Junta las cantidades de dichos artículos, que he dejado anotados en la oficina
del digno cargo de VSI. Anticipando por ello mis agradecimientos a VSI”. (
CEHM, 1880, Libro 519, foja 167)

Es fácil adivinar quiénes proporcionarían dichos recursos, era lo que


se esperaba de las mujeres en el siglo XIX. Se apela al sentido de patriotismo
y de caridad, se acude en busca de un compromiso moral y económico de
parte de la población femenina; aunque se entiende el peso que ya signi-
fican las entregas constantes de donaciones, pues se especifica que acudan
“…según su condición, tiempo y fortuna”. Es interesante esta frase, pues revela
el esfuerzo que conllevaba la elaboración de los productos requeridos. No
solo era conseguir telas apropiadas, sino el prepararlas con las medidas de
higiene necesarias para su delicado propósito; requería, como se entiende, de
tiempo, trabajo y dinero. De hecho, desde los primeros días de la guerra, la
madre superiora del hospital de San Bartolomé, había dado las indicaciones
acerca de su confección (El Comercio, 1879, abril 7). Muchas de las donaciones
provenían de mujeres de clase acomodada, pero la diversidad de nombres
registrados, sugieren más bien diversas cantidades pequeñas; era justamente
la forma en que podían participar las mujeres modestas, no digamos pobres,
pero sí de recursos limitados, en los esfuerzos ciudadanos.
Entre la multitud de hilas, vendas y cabezales (almohadillas) se encuentran
también cantidades diversas de alimentos que son donados para el consumo de
heridos y pobres. En dichas listas se consignan sacos de menestras, harina, arroz,
incluso animales vivos, como carneros y gallinas; no faltan tampoco el vino o
licores, que se entiende, sirven en ocasiones de medicina. Entre los donantes
de alimentos, se encuentran también muchos hombres, algunos empresarios o
La mujer ante la guerra / 285

comerciantes, y como no, los apellidos extranjeros no escasean. Por su parte, ofre-
ciendo algo más que alimentos, encontramos a otras mujeres, que acompañaban
modestas donaciones con “dos fuentes de dulce” como hacía la señora Cristina B.
de Elguero; asimismo, Petronila H. de Lezama incluye también entre sus contri-
buciones “… sustancia de carne diaria”, se entiende que como un reconstituyente
para los convalecientes; Ventura H. de Layseca, “varias fuentes de gelatina y
dulce” (La Patria, marzo 16, 1880). Otros muchos ejemplos son innecesarios para
graficar lo que pueden donar las personas que no tienen mucho que dar, pero
sí mucha voluntad. Se entrega un gesto amable, una preocupación cercana, la
calidez de un plato de comida, ese que no le pueden preparar ni sus madres ni sus
esposas, ese que tal vez sea el último, y por lo mismo, el más valioso.

1.2 Prestación de servicios y becas

Hubo algunas otras mujeres cuya ocupación les permitía hacer un aporte signi-
ficativo, pero de forma diferente. Se ha denominado a esta tercera forma de cola-
boración: prestación de servicios. Manuela Berninzon, directora de un colegio de
niñas, en una misiva dirigida a la Dirección de Instrucción, dos días después de
declarada la guerra, le comunica:
Que deseando contribuir en lo posible, con el contingente que me respecta en la
actual situación [énfasis agregado] por la que atraviesa el país, ofresco admitir
gratis en el colegio que dirijo a las hijas de padres pobres, que tomen parte
activa en la guerra, comprometiéndome a franquearles el internado en el des-
graciado caso de que queden huérfanas.
A VE suplico se sirva aceptar este pequeño ofrecimiento inspirado por el amor
patrio. (El Peruano, abril 15, 1879)

En el mismo sentido, el primero de setiembre, Isabel Orbegozo, presidenta


de la asociación de Escuelas Dominicales, solicita a la Municipalidad de Lima,
el local de la escuela municipal n.° 10 para establecer en ella una dominical
gratuita (AML, Libro de Toma de Razón, 1879, foja 65). El pedido es concedido.
Ciertamente, la educación era una preocupación para las clases altas y medias
del país, por lo cual, estos avisos deben verse en sus reales objetivos sociales
y no generalizarlos para todas las clases. Otras becas son ofrecidas en abril
del año siguiente. El convento del Sagrado Corazón de San Pedro, que dirigía
por aquel entonces la Escuela Normal de Mujeres, es decir, un instituto peda-
gógico, ofrece otorgar diez becas de instrucción y mantenimiento —entién-
dase alimentación— para niñas “…favoreciendo en lo que pueda a las familias
que más han sufrido…” (La Patria, abril 15, 1880), con el objetivo de formarlas
como futuras docentes. Estas becas tienen un especial significado, pues están
286 / Rosa Huamán Guardia

dirigidas a una formación profesional, no solo a la educación promedio de una


mujer para ser madre y esposa, sino para ganarse la vida. En el caso de quedar
huérfanas, la formación como docentes les daría en el futuro una forma hono-
rable de sustentarse, sin perder su status social o mejorándolo inclusive4. Otro
colegio de renombre que ofrece becas es el Colegio Badani, para señoritas, diri-
gido por la intelectual Magdalena Badani de Chávez. Esta dama compartió su
tiempo también en la atención de heridos, en diversos lugares5. Todos los ofre-
cimientos se pueden enmarcar en las palabras iniciales de Manuela Berninzon,
colaborar con el “…contingente que me respecta”, vale decir, con lo que les
corresponde, con su obligación; no es solo caridad, es asumir su parte en la
lucha; un compromiso moral con los soldados y sus familias.
Es importante señalar, además de los esfuerzos femeninos, otros despren-
didos ofrecimientos por parte de la ciudadanía, como fueron los del Instituto
Sudamericano, un colegio de varones que ofrece veinte becas para alumnos
externos, que “se denominará “Becas Grau” en recuerdo de nuestro ilustre y
nunca bien llorado contra almirante y serán adjudicadas a favor de jóvenes cuyos
padres hayan muerto en la presente guerra en defensa del honor nacional”. Pero
las buenas intenciones no eran suficientes para socorrer a los necesitados, eran
también muy importantes los mecanismos de comprobación, para que los favo-
recidos fuesen realmente huérfanos de soldados caídos en combate. El gobierno
en respuesta, y luego del agradecimiento respectivo, dispone que diez de las becas
sean adjudicadas:
para los hijos de los soldados y clases y la otra mitad para los hijos de oficia-
les y jenerales que hayan fallecido en la guerra; debiendo matricularse á los
primeros solo en las clases de instrucción primaria y á los últimos en los de
primaria y media… debe presentarse un certificado del Estado Mayor General
de los Ejércitos, que acredite el fallecimiento en acción de guerra, del padre del
agraciado y la partida de bautismo de este. (La Patria, abril 16, 1880)

Los mecanismos de comprobación sirven, de paso, para el mantenimiento


del statu quo social, que era visto en aquel entonces, y con razón, como una
forma práctica de garantizar la futura manutención del huérfano y de su familia.

4
No se debe confundir estatus social con poder económico en este caso en particular, pues una
docente era una mujer respetada socialmente, pero no gozaba de ingresos considerables. El
respeto, tampoco implicaba, desde luego, consideraciones especiales.
5
García y García, 1925, p. 799. Se le encuentra en el grupo de Brusela Suárez, en la Cruz Blanca.
Su escuela había sido fundada por su madre, doña Josefa B. de Badani, en 1867. A temprana
edad —aunque parece exagerada la afirmación de García y García que refiere escasos 14
años— tomó la dirección Magdalena. El plantel “dio preferencia a la formación de un cuerpo
de profesoras convenientemente preparadas, que pudieran repartirse luego, por los distintos
pueblos del territorio” por lo cual de deduce que el nivel educativo fue muy alto.
La mujer ante la guerra / 287

Es también notable el ofrecimiento que hace el dentista Chistian Dam, en una


pequeña esquela publicada en La Patria (Arias y Zanuteli, 1984, p. 5).
En vista de la situación de tantos infelices que han emigrado a Lima, deseo
hacerles un bien hasta donde me sea posible. Porque habrá muchos que no te-
niendo ni apenas con que atender á su subsistencia, menos podrán pagar para
aliviarse de un dolor de muelas, sufriendo por esa causa el dolor más mortifi-
cante…puedan dirigirse a mi oficina calle Mercaderes 209 (altos) á cualquiera
hora que tengan alguna dolencia en la boca para ser aliviados sin retribución
alguna. (La Patria, abril 17, 1880)

No es pura coincidencia el que los avisos salgan en abril; justamente en


ese mes se da inicio al bloqueo del puerto del Callao, y el peligro inminente de
un bombardeo sobre la población hace a muchos emigrar desesperadamente a
Lima. Ello como ya se ha indicado, pone en una situación de extrema precariedad
a muchas familias y viene a engrosar la ya muy afectada “clase menesterosa”.
Vista la situación de cerca por las clases más acomodadas, promueven rápida-
mente respuestas de tipos diversos; en este caso, es con la prestación de servicios.
Entre estos cabe mencionar también a los grupos de artistas y actores que se unen
para ofrecer funciones especiales de beneficio; amén de otras pequeñas funciones
organizadas por señoritas, señoras y caballeros, que haciendo uso de alguna
virtud musical, ofrecen espectáculos con el mismo objetivo. Algunas funciones
tenían una dirección específica, como el apoyar a la ambulancia n.° 1 del Callao
(La Patria, julio 9, 1880), que se hace en julio de 1880, o aquella dirigida a costear
los uniformes del batallón ”21 de diciembre” (La Patria, setiembre 6, 1880), que
se ofrecía para el 8 de setiembre. Es de entender que estos últimos fueron hechos
de común acuerdo con los integrantes de los organismos favorecidos, siendo de
gran utilidad las redes familiares y amicales de la pequeña, pero activa, sociedad
limeña de entonces.
Una última forma en que se podía colaborar con los heridos y los pobres, era
con la cesión temporal de espacios habitacionales, aunque en este rubro destacan
los hombres como Federico Pezet y Tirado y Russel Dartnell, que ofrecen a la
Cruz Roja, sus casas para ser utilizadas como hospitales de sangre (CEHM, Libro
520, abril 1880, foja 299 y diciembre 1880, foja 100). Ya a finales de año, Isabel S.
de Bressler, ofrece el espacioso local de su colegio —ya en vacaciones escolares—
para el establecimiento de un hospital de sangre (CEHM, Libro 510, diciembre
1880, foja 292). La razón de tantas preocupaciones es la previsible urgencia que
se avizoraba, al hacerse inminentes las batallas por la toma de Lima. Destacable,
asimismo, es el ofrecimiento del médico Melitón Porras, o sería mejor decir de
la familia Porras, pues a nombre de su esposa e hijos hace varias donaciones
importantes para ayudar en los gastos de la guerra (Basadre, 1983, p. 36). Porras
288 / Rosa Huamán Guardia

ofrece habitaciones en Lima para personas sin recursos, inmigrantes del Callao
(La Patria, abril 6, 1880). Aunque los ofrecimientos eran bienvenidos, es poco
probable que todos —especialmente los hospitales de sangre— se hayan concre-
tado, debido a la falta de recursos para implementarlos.

1.3 Participación activa en instituciones: colectas y voluntariados en


hospitales

Desde el comienzo de la contienda, las instituciones públicas buscaron movi-


lizar a la población femenina de la élite con el objetivo de arbitrarse recursos. En
esa tónica, varias comisiones de señoras fueron formándose en respuesta a las
convocatorias. Las comisiones estaban casi siempre dirigidas por una alta repre-
sentante de la oligarquía nacional, la esposa de algún político notable. Pero no
era suficiente ser encumbrada, debía poseer también ciertas habilidades; pues no
era tarea sencilla la que se les encomendaba, ya que era siempre la parte más
compleja y demorada de los sistemas de recolección de donativos, la que requería
no solo tiempo, y altas dotes de convencimiento, sino el desplegar la abigarrada
red de amistades y familiares que pudieran secundarla en su labor. Debía ser por
ello, una mujer de mediana edad, respetada en su círculo social, madre de una
familia honorablemente establecida, que pudiera convocar con su sola presencia
la credibilidad que el manejo de dinero ajeno necesitaba, en pocas palabras una
“matrona de Lima”.
Tres son los rubros encontrados, a los cuales las comisiones de señoras
abocaron sus esfuerzos: la atención de heridos; el apoyo a las viudas y los huér-
fanos y el ansiado y no conseguido, blindado marítimo.

1.4.1 Las colectas y las rifas

El 12 de abril del primer año de la guerra, una circular del Consejo Provincial de
Lima, dirigido a diversas señoras, inaugura este sistema de recolección de dona-
tivos, anunciándose la creación de:
una Comisión de Señoras, que individual o colectivamente bajo la presidencia
de la mui digna señora Magdalena Ugarteche de Prado, suministren y colec-
ten recursos para los heridos, para las ambulancias que se ocupa de organizar
el Municipio i para las demás desgracias i necesidades de la guerra…. En nom-
bre del pueblo… sabrá agradecer eternamente, los sacrificios i esfuerzos que
exijan de usted el cumplimiento de esta comisión.
Manuel M. Del Valle. (Ahumada, 1982, p. 30)

Los objetivos son generales, por un lado, se habla de una ambulancia que
formará la Municipalidad y por otro lado, se menciona las “demás desgracias”;
La mujer ante la guerra / 289

no se sabe todavía lo que puede sobrevenir, pero es claro que hay que estar prepa-
rados. Dicha misiva era, en realidad, una carta de invitación para participar en la
recolección, dando por descontado la erogación propia que cada señora debería,
de acuerdo a su elevada posición, proporcionar. Para mayo son publicadas las
primeras listas de erogaciones conseguidas, las sumas son generosas, empezaron
a desfilar así muchos recursos y también muchas esperanzas.
Por su parte, la Junta de Ambulancias de la Cruz Roja, también se valió de
las señoras, casi vale decir las mismas, pues todas pertenecían al mismo grupo
social. Esta vez por la naturaleza de la organización, la convocatoria fue nacional:
“Las Juntas Departamentales provinciales y de distrito nombrarán las comisiones
de señoras, que se denominarán de la Cruz Roja para colectar fondos y materiales
para las ambulancias civiles, y enviarán dichos recursos á la Junta de Lima” (El
Peruano. Mayo 8, 1879, foja 402).
Un caso especial fue el de Rosa Mercedes Riglos de Orbegoso, esposa del
coronel Pedro José de Orbegoso y Pinillos, hijo del ex presidente Luis José Orbe-
goso. Notable intelectual de su época, destacó como poetisa y escritora de diversos
temas: pedagogía, sociedad, historia etc.; publicó en diversos periódicos como El
Perú ilustrado y El correo del Perú y fue frecuente expositora en las tertulias litera-
rias de Juana Manuela Gorriti6. Fue convocada en dos ocasiones por la Municipa-
lidad para encabezar comisiones de damas. La primera se hizo en junio de 1879,
con la finalidad de realizar una colecta masiva de objetos, que se sortearían para
obtener fondos destinados a ayudar a “Los Huérfanos, Los Heridos, las viudas y
las demás desgracias Consiguientes a la Guerra”, como rezaba el título del folleto
que luego se publicaría con el detalle de las donaciones. En este, se mencionan
además 36 colecciones o grupos de objetos. Cada grupo de donaciones llevaba
como título “Colección de la señora…” y a continuación el número de la vitrina
o vitrinas en las que eran exhibidos. Los objetos eran de variado valor, algunos
de alta orfebrería, ebanistería o joyería, pasando por las más modestas pinturas
y adornos, hasta las simples manualidades, que adquirían un valor especial por
ser, generalmente, la contribución de las casas y hospicios de los pobres de Lima.
De las cincuenta señoras convocadas, solo 34 encabezan una colección
particular; algunas otras están agrupadas en otras dos colecciones que llevan
por título “Diversas Señoras”. Las colecciones varían en el número de objetos;
algunas, como la de doña Josefa La Barrera de Velarde, son verdaderamente
sorprendentes, pues constan de 126 objetos; otras, más modestas, no pasan la

6
García y García, 1925, pp. 15-17. Juana Manuela Gorriti fue una destacada escritora argentina
que desarrolló su actividad literaria en Lima, convocando a la sociedad ilustrada de la época en
sus famosas tertulias literarias, en las que participaron Ricardo Palma y Mercedes Cabello, entre
muchos otros.
290 / Rosa Huamán Guardia

decena y comparten vitrina con otras colecciones. Se puede entender esta dife-
rencia considerando diversos factores. Cada matrona de Lima convocada perte-
necía a la élite, algunos apellidos nos remiten a esposas de extranjeros, de primera
o segunda generación, como los Kruguer, Elster, Guisse de Dartnell, etc. Cada una
de ellas, debía mover una considerable red de contactos para llegar a una cantidad
respetable, muchos son valiosos objetos decorativos traídos del extranjero, como
los jarrones japoneses de Manuela Frisancho y la papelera de cuero de Rusia de
la señorita Zoila Velarde, ambas donantes de la comisión de Josefa La Barrera.
Varias damas donan incluso dos o más objetos y en más de una colección.
Josefa debió ser una mujer muy popular en su círculo social, y este debió
ser muy amplio, pues entre sus erogantes se encuentran nombres como los de
Magdalena Ugarteche de Prado —esposa del presidente—, que obsequió “Dos
roseadores de porcelana celeste con esmalte y una polvoreda”; asimismo, se
mencionan algunas superioras de congregaciones religiosas, como las de Santa
Teresa y Santa Rosa. Es de notar también la presencia de varias señoritas, cuando
la generalidad de las donantes eran mujeres casadas; y, por si fuera poco, entre su
nutrida lista, se encuentran nombres de notables caballeros, como César Cane-
varo —ex alcalde y reputado militar— que se hizo presente con tres maceteros de
porcelana y Manuel María del Valle, con un juego de escritorio de oro, platina y
nácar7. Para otras mujeres, sin embargo, no debió ser tan fácil acudir a la causa
con tamaño éxito. No solo por no tener la presencia social suficiente para procu-
rarse tantas colaboraciones, sino, también, por falta de carisma o inclinación
natural para el trabajo de ese tipo.
Quien, por supuesto no podía ser menos, era la señora Rosa Mercedes
Riglos, su lista conlleva una cifra más modesta, pero los 54 objetos obtenidos,
son de un valor considerable. Entre sus erogantes, como era lógico, se encuen-
tran miembros de la intelectualidad de la época como Mercedes Cabello y Juana
Manuela Gorriti, muy posiblemente su círculo social más apreciado. Pero el
grupo más numeroso de su lista está conformado por miembros de su familia,
como lo reflejan los apellidos Orbegoso, Riglos, Orbegoso y Panizo, Orbegoso
y Varela etc.; ni los niños se libraron de contribuir a la causa que lideraba la
matrona limeña. No sería justo olvidar los varios objetos que Mercedes Guisse
de Dartnell le entrega, siendo ella una de las cincuenta damas convocadas, al
parecer trabajó en apoyo a la colección de Riglos. Al igual que en el caso de
Josefa La Barrera, encontramos donaciones, más bien simbólicas, de casas y
hospicios de pobres:

7
Catálogo de los Objetos Donados por las Señoras de esta Capital con Destino a la Rifa preparada
por la Municipalidad de Lima para Aplicar sus Productos a los Huérfanos; los Heridos, a las
Viudas y a las demás Desgracias Consiguientes a la Guerra, pp. 7-14.
La mujer ante la guerra / 291

Una canasta con flores artificiales. Obsequio de las huérfanas de Santa Teresa
Un cojín de Tapicería. Obsequio de las niñas del hospicio de Santa Rosa Un
aparato de madera para colgar. Obsequio de los huérfanos de la Recoleta. (Ca-
tálogo de los objetos…, p. 4)
Fuera de estas delicadas manualidades de los humildes, no encontramos
nombres provenientes de clases bajas o medias. La razón de ello estaría justamente
en que cada señora o grupo de damas, acudía a su sector social más allegado;
organizar colectas masivas hubiera demandado mucho más tiempo del dispo-
nible y una organización especial. Creo, a diferencia de lo que refiere Basadre o
Elvira García y García, que las colectas hechas de casa en casa, no debieron ser el
mecanismo más utilizado, pues hubiera tomado demasiado tiempo y requerido
de varias personas, amen del trabajoso transporte por la ciudad. Ello se verifica
fácilmente por las listas de donantes, casi todos son de la élite limeña, incluidos
extranjeros y, por supuesto, muchos son los parientes de cada dama colectora. Lo
que no quiere decir que, en otras ocasiones, durante la guerra, no se pueda haber
dado dicho sistema.
Los trabajos se empezaron a inicios de junio y la exhibición de los objetos en el
Palacio de la Exposición debió quedar lista para Fiestas Patrias, para lo cual debían
haberse recolectado, tasado y organizado en las casi 40 vitrinas que ocuparon en el
palacio; además de quedar preparados los boletos de la rifa, que deberían haberse
empezado a vender el 27 de julio, día en que se abría la exposición. Un grupo de
comerciantes notables se encargó de tasar los objetos, llegando a la elevada suma
de 48 534 soles, lo que sobrepasó las estimaciones previas. Para la mejor colocación
de los números se hizo una tirada de solo 60 000 boletos, de los cuales, 40 000, se
deberían vender en Lima. La organización de la exposición no estuvo a cargo de
Riglos, ni sus allegadas, sino que se dejó en manos de los síndicos del municipio, sin
embargo… ¿Cómo harían dichos señores para colocar tantos miles de boletos en
pocas semanas? Una línea de las ordenanzas municipales expedidas el 21 de julio,
nos da la respuesta “3ª Los boletos serán … entregados … a la comisión nombrada
por decreto …, con el encargo de que de acuerdo con la comisión de señoras…
proceda a su mejor distribución y venta” (Catálogo de los objetos…, p. 64).
Serían nuevamente las mujeres las encargadas de hacer dichas diligencias,
lo que no debió ser sencillo, pues las disposiciones para el sorteo se hicieron recién
en setiembre. Del valioso documento que ha quedado de aquel acelerado proceso8,
otro asunto llama la atención, también en una de las directivas municipales:

8
Se está haciendo referencia al Catálogo preparado con motivo de la exposición, que se elaboró
antes de la rifa. Algunos datos del mismo como los nombres completos de las señoras han sido
completados con la información que proporciona Elvira García y García, en La Mujer Peruana…
pp. 410-411. Si bien la lista que toma la autora feminista de comienzos del siglo XX, es copia
fiel de la lista que registra el Catálogo, son notorias algunas contradicciones, como el proceso de
recolección y la fecha de la rifa, que ella sitúa en septiembre, y el catálogo ubica en octubre.
292 / Rosa Huamán Guardia

Lima, 27 de Setiembre de 1879


Considerando:
Que conviene dar la mayor solemnidad a la rifa de los objetos
donados por las señoras de esta ciudad…
Que la intervención en el sorteo, de las personas que directamente
se han interesado en procurar al Gobierno los recursos pecunia-
rios que la salvación de la honra e integridad nacional exijían, es un
deber de justicia y de gratitud.
Con el acuerdo especial de la comisión especial.
Se resuelve:
Artº 1 El sorteo de los objetos donados por las señoras… se reali-
zará el tercer domingo de octubre próximo, con intervención de las
personas siguientes: Iltmo. Señor Doctor Don José Antonio Roca,
Presidente de la Junta Central de Ambulancias Civiles; Señor Don
Ramon Ascarate, Director de la Sociedad de Beneficencia de Lima;
Señor Don Federico Bressani, Tesorero de la Junta Administradora
y de Vigilancia de la Emisión Fiscal; y Señor Doctor Don Meliton
Porras, Miembro de la Junta Central de Donativos. (Catálogo de los
objetos…, p. 65)

¿Fueron estos caballeros los directamente encargados de procurar los


recursos?, es discutible, cuando menos, quiénes debieron ser realmente agra-
ciados con el “acto de justicia y gratitud”, en esta ocasión en particular.
En el mismo mes de octubre, la primera desgracia de la guerra, hace patente
otra urgencia económica. La caída del Huáscar despierta a muchos entusiastas
en la recolección de dinero para la compra de otro buque. El 13 de octubre se
convoca a Rosa Mercedes Riglos nuevamente, para la colocación de los boletos de
la rifa que también se iba a hacer con este objeto (AML, Libro de toma de razón,
octubre de 1879, foja 90).

1.4.2 Voluntariado en los hospitales

Otra forma en que las mujeres participaron directamente en las actividades de


socorro, fue trabajando en los hospitales de sangre. Las colaboraciones coti-
dianas son mencionadas tangencialmente por diversos autores como Jorge
Basadre o Elvira García y García, y se ha conservado incluso en la tradición
oral, pero la documentación oficial, casi no las registra. Esta injusta omisión,
parece tener razones muy concretas. Las mujeres que se acercaron a brindar
La mujer ante la guerra / 293

su trabajo gratuito no estaban registradas como parte de ninguna institución


oficial; por lo mismo, no recibían sueldos, viáticos, ni alguna otra facilidad de
parte del gobierno, lo hacían por cuenta propia. Por ello, los registros oficiales
no las consignan. Lo más probable, es que la mayoría haya contribuido de forma
sostenida, pero no regular, es decir, sin horarios fijos, y de acuerdo a sus posibi-
lidades; al parecer se ponían de acuerdo en grupos pequeños para apoyar a un
hospital en particular; es deducible que haya sido el más cercano a su casa, pero
ello podía cambiar de acuerdo a la necesidad del momento. Muchas mujeres se
apersonaron en los hospitales en los días posteriores a las grandes batallas, su
apoyo no debió significar mucho para los galenos que necesitaban de personal
preparado en la difícil cirugía de guerra, pero sí para los hombres que yacían
allí, sin más consuelo que las palabras y auxilios que aquellas desconocidas y las
Hermanas de la Caridad podían darles.
Entre la documentación del entonces Ministerio de Guerra y Marina, se
encuentra referencia solo a mujeres en el Hospital de Sangre de Santa Sofía9. Este
se había implementado en enero de 1880 para ampliar el servicio sanitario de la
ciudad. Para junio del mismo año, mes trágico para el país, un grupo de mujeres
se presentaron a dicho centro para apoyar en la atención de heridos; algunas
incluso deciden quedarse a pernoctar en el local, motivo por el cual se deben
hacer arreglos para proporcionarles doce catres (CEHM, Libro 519, Correspon-
dencia Hospitales, foja 171). Una lista —encabezada por Jesús Itúrbide de Piérola,
como correspondía a una publicación de La Patria— registra los nombres de 29
mujeres (La Patria, julio 9, 1880), entre las cuales más de la mitad son señoritas,
lo que llama la atención, pues este tipo de gestos se esperaban de las matronas
de Lima. Viéndolo con calma, sin embargo, es lógico que muchas amas de casa,
aunque adineradas, no hayan podido dedicarse a una labor que conllevaba mucha
dedicación y cuidados; las mujeres solteras, en ese sentido, tendrían más tiempo
disponible, o algunas casadas como Mercedes Cabello, también presente, pero
que no tenía hijos.
Es difícil imaginar hoy en día, lo impotente que debió sentirse la población
ante las derrotas y la muerte de tantos soldados. Cuatro religiosos de la Compañía

9
Este hospital estaba construido, pero no habilitado para entrar en funciones, debido a los problemas
surgidos entre su constructor Auguste Dreyfus y el Estado peruano en la década del setenta.
Ubicado en lo que actualmente es la cuadra 6 de la Avenida Grau, en aquellos días correspondía
a las afueras de la ciudad. Dreyfus había obsequiado el local a la Beneficencia de Lima y le puso
el nombre en honor a la Sra. Sofía Bergman, su fallecida esposa. Para fines de enero de 1880, la
administración de Miguel Iglesias en la Secretaría de Guerra, retoma el local, pero al carecer del
mobiliario e instrumental necesario quedó solo como hospital de sangre, no obstante, los servicios
que prestó fueron muy valiosos. Actualmente, funciona allí el Instituto Tecnológico Superior José
Pardo. Datos tomados de Dr. Deza Bringas, Luis (2004). Santa Sofía: El Hospital que nunca fue.
Revista de Neuro-Psiquiatría (67) 20-30, y Arias y Zanutelli (1984), p. 90.
294 / Rosa Huamán Guardia

de Jesús, se presentaron el 13 de julio, para ofrecer su apoyo en el citado hospital.


La respuesta que se recibe del nosocomio, es sorprendente:
Estando la asistencia de dichos heridos confiada á las señoras de esta Capital
[énfasis agregado], que se han ofrecido para ello patrióticamente y caritativa-
mente y la curación de los heridos á los practicantes de medicina que tienen
al efecto los conocimientos y la práctica indispensable, procuraré utilizar los
servicios de dichos religiosos en lo que sea conciliable con dichas circunstan-
cias. (CEHM, Libro 519, foja 204)

Sobraban las buenas intenciones, pero faltaban implementos, medicinas y


personal calificado. Se aclara también cuál era la labor confiada a las mujeres: la
asistencia de los heridos; cabe entender, su alimentación, aseo y otros cuidados
médicos que no requerían mucha destreza ni experiencia. Sin embargo, no parece
que dichas asistencias femeninas hayan sido requeridas por el personal ni las auto-
ridades militares o de la Cruz Roja. Al respecto, el problema que se vislumbra es
justamente la naturaleza del trabajo. Todos los atendidos son hombres, para ello,
a excepción de las Hermanas de la Caridad, se había dispuesto un grupo nutrido
—aunque llegó a ser insuficiente— de enfermeros varones y de estudiantes de
medicina que fungieron de practicantes. Las mujeres no tenían mayor cabida en
el sistema médico militar del siglo XIX. Es de entender también que se haya prefe-
rido evitar, mientras fue posible, la presencia de mujeres en situaciones de por sí
muy difíciles, pero lo cierto es que de una u otra forma estuvieron presentes, ya
que, sencillamente, la ayuda llegó a ser muy necesaria. Ello fue evidente en los
días de las batallas de San Juan y Miraflores. Todos los hospitales, mayores y de
sangre, fueron atestados de heridos. Elvira García y García ha rescatado algunos
nombres del olvido, desafortunadamente, son solo mujeres de élite cuyas histo-
rias han podido —con justicia— ser recordadas; pero, ¿cuántas otras acudieron?
Es imposible saberlo, pero se conjetura que siendo la mayoría de heridos sus
esposos, hermanos y padres, no fueron pocas.

1.5 Las iniciativas de organización privada y la actividad asistencial

El último, aunque a mi parecer, el más importante nivel en el que las mujeres


intervinieron durante la guerra, fue en el desarrollo de iniciativas propias, sin
mediación de institución alguna, para satisfacer las urgentes necesidades que se
iban presentando.
En primer lugar, podemos hablar de la Cruz Blanca, una asociación de
mujeres formada al comenzar la guerra. Según Elvira García y García, la organi-
zación surge a iniciativa de Isabel Brusela Suárez Lenz. Esta joven limeña ocupaba
su tiempo en la poesía y la música hasta antes de la guerra. Una vez iniciada esta,
La mujer ante la guerra / 295

organiza entre su grupo social una pequeña asociación de mujeres que apoyarían
a los hospitales facilitándoles recursos y en la atención de heridos. Este esfuerzo
mancomunado tenía por entonces la participación del círculo social e intelectual
de Brusela: Catalina Mendoza de Guarda, Presidenta; Paula Loayza de Arenas,
Tesorera; Isabel Brusela Suárez, Secretaria; Eloisa Descalzo de Dulanto, Carmen
Fernández de Calderón y Magdalena Badani, Vocales (García y García, 1925, p.
244). A inicios del año siguiente fue evidente que “La situación del país se agra-
vaba, con los sucesivos combates, en los que aumentaba el número de heridos, no
siendo suficientes los Hospitales para atenderlos” (p. 244). La decisión de formar
un hospital de sangre propio, independiente de la Cruz Roja, se tomó a princi-
pios de 1880, y debe de ser uno de los actos de mayor trascendencia en la historia
de la evolución de la mujer peruana en las esferas del espacio público. Toda esta
información se puede obtener gracias a la obra de García y García, que aunque
algunas veces no es completamente confiable por no guardar mayor rigurosidad
en sus fuentes10, en esta ocasión sí lo es, pues cita la Memoria que preparó Brusela
al terminar la labor de su organización. Se puede suponer con fundamento, que
García consultara el documento —no disponible actualmente— pues, a dife-
rencia de sus otras semblanzas biográficas, en esta se encuentran fechas exactas,
nombres completos y el detalle de los objetivos de la asociación.
Aunque la inauguración, según García y García, se hizo el 4 de febrero,
otros documentos de la época dejan expuesto que, de hecho, la casa situada en la
calle Guadalupe —a solo unas cuadras del límite sur de la ciudad— venía funcio-
nando como hospital ya desde antes. Se le encuentra recibiendo heridos durante
la llegada, el 27 de enero, de las tropas de Tarapacá. El local no era propio y su
alquiler fue sostenido por la Municipalidad de Lima, hasta abril de 1880, cuando
las asociadas reciben esta noticia:
Obligada la municipalidad por el reglamento orgánico que acaba de espedir
el supremo gobierno, a no emplear sus rentas sino únicamente en los objetos
y ramos que forman los objetos de su institución... desde el día 1º del entrante
ya no podrá acudir al pago de alquiler del Hospital que sostiene esa respetable
y humanitaria asociación ... Puede sin embargo continuar en posesión de todo
el local, acudiendo la Beneficencia con el valor de los arrendamientos. (AHM,
abril 1880, fojas 214-215)

Lo que sucedía en realidad es que los nuevos reglamentos que el gobierno


de Piérola impuso fueron desajustando algunos de los delicados engranajes que
la sociedad civil y las autoridades habían creado para hacer frente a la guerra.

10
Al parecer, la autora usa informaciones orales de personas mayores y contemporáneas a la
guerra.
296 / Rosa Huamán Guardia

Felizmente, la Beneficencia, que al parecer era la propietaria del inmueble, accede


a no cobrar —como lo había anticipado la Municipalidad— las rentas del local
(ABPL Libro copiador Particulares y Dependientes, junio 23, 1880, foja 44).
Para estas fechas, la presidenta de la Cruz Blanca era doña Ángela Moreno
de Gálvez (viuda del héroe del Dos de Mayo) y fue justamente quien hizo las
gestiones ante la institución benéfica. Como se puede ver, la asociación civil de
mujeres, actuaba en coordinación y cooperación con las autoridades; para esto
el peso social de sus integrantes debió ser muy importante, pues el conseguir un
local propio pagado era verdaderamente un logro de relaciones públicas.
Carolina Freire comenta el 31 de enero, en su sección periodística, la abne-
gada labor de Brusela y de una destacada matrona:
Las hermanas de la Cruz Blanca consiguiendo habilitar una sala especial para
hospital militar, contribuyen con sus propios recursos, con sus cuidados y so-
licitud al alivio de una parte de los heridos llegados últimamente en el Luxor…
El sacrificio de la propia salud y la tranquilidad en las que se han dedicado á
esta noble misión es completo…
Puedo asegurarlo, yo que veo á la virtuosa Mercedes V. de Rospigliosi [énfasis
agregado], abandonar diariamente su grata residencia en Chorrillos, renun-
ciar á deberes domésticos, exigencias sociales, baños y comodidades, para
correr sin descanso al lado de los que sufren… Yo que veo una consagración
absoluta, un olvido completo de sí propia, en la secretaria de esa asociación, la
señorita Bruzela Suarez [énfasis agregado]. (La Patria, enero 3, 1880)

Entre los últimos meses del primer año de la guerra y la primera mitad
del segundo, la población de Lima vio desfilar varios barcos en el puerto del
Callao, para dejar una penosa tripulación: los heridos de los enfrentamientos.
En noviembre se dieron tres batallas importantes: Pisagua, San Francisco y Tara-
pacá, cada una produjo una considerable cantidad de heridos que debían ser aten-
didos inmediatamente, muchos de ellos fueron trasladados a Lima, donde estaban
ubicados los hospitales más grandes y mejor equipados, pero aún así se llegó a
rebasar el servicio sanitario de la ciudad. Fue en ese contexto de urgencia que
el hospital de La Cruz Blanca se formó, apresurándose a atender a los sufrientes,
como dice Basadre sin más “preparación que su buena voluntad”. Obviamente,
también contaron con dirección profesional, la de los doctores Belisario Sosa
Peláez y Juan Cancio Castillo (Arias y Zanutelli, 1984, p. 86). Margarita Guerra
se refiere a ellos como directores y organizadores (1991, p. 135). De lo cual se
deduce que se les encomendó la dirección médica del hospital. Es de notar que se
pueden producir confusiones por la superposición de cargos entre las organiza-
doras y los profesionales especializados, ya que no era costumbre que las mujeres
tengan el mando.
Retrato de Antonia Moreno de Cáceres. Colección del Instituto
Riva-Agüero de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

297
Rvda. Madre SSCC Hermasy Payet. Museo Histórico Militar del Perú.

298
La mujer ante la guerra / 299

Los soldados heridos, como ya se ha mencionado, eran repartidos entre los


diversos hospitales mayores y los hospitales de sangre, también llamadas ambu-
lancias. Estas no contaban con el instrumental ni el personal preparado para
cirugía, así que es de suponer que mayormente recibieron a los heridos que no la
requirieran, como lo demuestra un parte oficial del ejército en el que se comunica
que el hospital de sangre, ponía a su disposición diez y seis camas para la atención
de los heridos que pudieran derivarse de los atendidos en el hospital de Bellavista.
Con ello, conseguían desembarazar a los servicios médicos del enorme trabajo
que se acumulaba, y también salvar la salud de muchos soldados, ya que a medida
que avanzaba la guerra, el servicio de los hospitales se hacía muy deficiente, en
atención e higiene, y los recursos escaseaban peligrosamente. El razonamiento de
un mando del ejército es en ese sentido interesante:
Me ha parecido tanto más aceptable este ofrecimiento, cuanto que la
concurrencia de enfermos comunes a Bellavista va disminuyendo el numero de
las camas destinadas allí a los heridos de las baterías del Callao. “En caso de tal
aceptación podrían enviarse á la “Cruz Blanca” los ya combalescientes ó menos
graves, cuya traslación no ofresca inconvenientes” (CEHM, Libro Copiador 519:
Correspondencia Oficial: Hospitales, mayo 1880, foja 105).
Varios documentos atestiguan la terrible amenaza que significaban las
fiebres intermitentes (paludismo) y otras afecciones contagiosas ya que se desen-
cadenaban debido al atestamiento de los hospitales. Una de ellas es la que refiere
Dimas Filgueira, encargado de la ambulancia n.° 1 del Callao, el 30 de marzo,
luego de nombrar a varios heridos fallecidos recientemente en el hospital de
Guadalupe del puerto:
No puedo menos que llamar la atención de VS, respecto á las condiciones an-
tihigiénicas del hospital de Guadalupe pues la practica me ha venido demos-
trando que los heridos conducidos á aquel recinto, lejos de curar las heridas
que han adquirido en los combates, contraen enfermedades que los ponen en
peor condición que cuando entran …: la disentería y las fiebres intermitentes
son su azote, de manera que me permito indicar á VS. se les cambie de lugar,
si no se quiere ver sucumbir paulatinamente. (CEHM, 1880-14)

Similares preocupaciones se encuentran respecto al hospital militar de San


Bartolomé en otros momentos. Es por ello que iniciativas como La Cruz Blanca
fueron tan importantes; iban mucho más allá de la filantropía y la caridad cris-
tiana, se trataba de una necesidad social urgente, de parchar como se pudiera las
terribles carencias médicas que sufría la nación y, aliviar en algo, el enorme sufri-
miento humano que las batallas habían producido, pero también, el sufrimiento
moral de las derrotas.
300 / Rosa Huamán Guardia

Por supuesto que la instalación de algunas decenas de heridos en la Cruz


Blanca no garantizaba su salvación. No obstante, algo que es muy necesario
rescatar es la naturaleza de una institución como esta, bajo la atención y dirección
directa de mujeres. La gran mayoría de los soldados atendidos no tenían a ningún
familiar cerca que se ocupara de ellos, la fría atención médica que podían recibir
en hacinados hospitales, se vería ligeramente reconfortada con la presencia de
las Hermanas de la Caridad —por cierto, enfermeras de profesión— y de las
señoras ya mencionadas. Pero para los muchos que perecieron, debió ser al menos
un alivio encontrarse con el apoyo desinteresado de personas, que sin recibir
ninguna remuneración, empleaban su tiempo en ayudarlos, tan siquiera a morir
con los santos óleos o con alguna compañía; tan lejos como estaban de sus fami-
lias “…se asistieron algunos centenares de heridos… y si todos no pudieron ser
curados…recibieron en cambio, los cuidados cariñosos, de esas damas piadosas
cuyas manos, no se mancharon nunca con lo que no fuera bueno y puro” (García
y García, 1925, p. 244).
Desafortunadamente, no se han encontrado los documentos oficiales de
la institución, pero algunas líneas sobre ella han permanecido entre los docu-
mentos generados por el Ejército Peruano de entonces. El hospital, al igual que
otros similares, debía trabajar en estrecha coordinación con la dirección de la
Cruz Roja, pues era esta la que le entregaba los heridos que eran trasladados a
Lima. Así mismo, debía mantenerla informada de las novedades que se dieran,
como el fallecimiento y la recuperación o “dada de alta” de los enfermos. A su vez,
Monseñor Roca y Boloña informaba al Estado Mayor para que dictara las órdenes
necesarias, como la “dada de baja oficial” de los que quedaban inutilizados para
el servicio, la reincorporación de los recuperados o, simplemente, los arreglos
funerarios de los fallecidos.
La organización debió empezar a crecer rápidamente, pues otras mujeres
van apareciendo entre sus miembros. Por ejemplo, en una de las listas que publi-
caban en los diarios rindiendo cuenta públicamente de las erogaciones recibidas,
se encuentra el nombre de Virginia C. de Albarracín, como la que firma la esquela
informativa (La Patria, agosto 24, 1880). Basadre y la misma García mencionan
a Jesús Itúrbide de Piérola como una de sus fundadoras (Basadre, 1991, p. 169;
García y García, 1925, p. 247); aunque es poco probable que la primera dama de
la nación haya tenido más que un rol simbólico, pues su nombre aparece indis-
tintamente “presidiendo” diversas actividades y asociaciones, siendo imposible
que se haya dado abasto para “liderar” tantas a la vez. Lo más probable es que su
presencia haya sido requerida en el momento de la fundación del hospital —mas
no de la asociación— como una forma de adquirir prestigio y legitimación social,
ya que para aquel momento era la esposa del mandatario Nicolás de Piérola y así
la institución contaría con el aval del gobierno.
La mujer ante la guerra / 301

El hospital de la Cruz Blanca funcionó durante 19 meses, es decir, aproxi-


madamente, desde enero del 1880 hasta julio de 1881; en todo ese tiempo, atendió
a centenares de heridos. En tan largo periodo debió recurrir, al igual que todas las
casas de piedad, a la magnanimidad de los limeños para su sostenimiento. Varias
listas de erogaciones en dinero, especies médicas y alimenticias, se encuentran
en el diario La Patria. Al parecer Brusela Suárez fue una mujer muy metódica
en sus asuntos, pues el detalle de las descripciones suele ser poco común en tales
circunstancias. Debió ser muy necesario mantener la institución fuera de toda
duda, y manifestar la mayor transparencia posible, pues el peligro de sospecha de
malversación estaría siempre presente.
Es importante también destacar a Ángela Moreno de Gálvez, madre del
héroe José Gálvez quien luchaba contra el bloqueo del Callao. García y García nos
cuenta que Moreno se abocó a la atención de otros soldados, que también sufrían
las desgracias de la guerra. “Convirtió su casa en Hospital de Sangre, y allí fueron
atendidos prolijamente, los caídos, en los combates de San Juan y Miraflores”
(García y García, 1925, p. 358). En algún momento de aquellos meses, empezó
también su apoyo a la Cruz Blanca.
A lo largo de la guerra, otros hospitales de sangre se fueron formando. En
las proximidades de las batallas por la toma de Lima se multiplicaron los centros
de asistencia. Cabe mencionar también a la Cruz Azul. Esta no fue una organiza-
ción de mujeres, ya que su representante y director, Dimas Filgueira, nunca hace
referencia a personal femenino en sus comunicaciones, aunque es muy probable
que hayan recibido algún tipo de apoyo de mujeres. La formación de la Cruz
Azul, se remonta también a los primeros días de la guerra; el 19 de abril se esta-
bleció “…con la denominación de Cruz Azul una ambulancia con propósito de
organizar un Hospital de Sangre” (AHM, Libro copiador: Correspondencia con
Prefectos, 1879, foja 61). La utilización del término Cruz … de algún color, por
este tipo de organismos, nos remite inevitablemente a la Cruz Roja, institución
de tal prestigio, que su imagen es emulada en las asociaciones particulares, que
bajo su ejemplo intentaban seguir sus mismos postulados. Lo que sí es claro, es
que como todos los que se organizaban para ayudar, recurrieron a las mujeres
de Lima para arbitrarse recursos, aunque en algún momento ello le haya traído
algunos contratiempos:
Ambulancia “Cruz Azul” —Callao— Se suplica á las señoras que han recibido
circulares para hacer los donativos de la rifa que se proyecta a favor de esta
ambulancia, se sirvan remitiros a la calle del teatro Nº 14, altos, y en Lima á la
Junta Central de Ambulancias Civiles “Cruz Roja” pues no tienen fundamen-
to alguno las noticias emitidas con maligna intención respecto de esta sociedad.
(La Patria, febrero 23, 1880)
302 / Rosa Huamán Guardia

Si hubo alguna duda sobre la probidad de los participantes, no parece


haber tenido gran efecto, pues su trabajo se encuentra firmemente documentado
—aunque de forma escasa— hasta que meses después se integra a la Cruz Roja,
como una ambulancia civil (Arias y Zanutelli, 1984, p. 72).
Todos los hospitales de sangre que se pudieran crear, mal equipados, mal
ubicados, aunque nunca mal atendidos, eran necesarios. La Cruz Roja, la Bene-
ficencia y la Sanidad Militar, sencillamente, habían perdido toda capacidad de
hacer frente a la cantidad de heridos que llegaban después de las batallas. Las
coordinaciones se hacen en un clima de tensión constante, críticas por parte de
los funcionarios sobre el mal estado de las instalaciones y, una advertencia que
escarapela la piel, justo dos días antes de la batalla de Arica: la Beneficencia le
comunica al Estado Mayor de los Ejércitos que ya no puede recibir más heridos
militares, por falta de espacio, en los hospitales “2 de Mayo” y en el “Asilo de
Mendigos” (CEHM, Libro 504 Correspondencia con Autoridades Diversas, junio
5, 1880, foja 261). No es siquiera imaginable cómo hubiera sido la situación de
faltar las iniciativas particulares de la población civil.
Los terribles días previos a las batallas de San Juan y Miraflores, y aún más
los posteriores, sumieron a la población en una verdadera vorágine de incerti-
dumbre, confusión, miedo, pero también de necesidades asistenciales. Cuando
muchas familias procuraban abandonar la ciudad ante el temor de una invasión
violenta, muchas personas no podían hacerlo; simplemente, no podían dejar a
quienes dependían de ellos para sobrevivir, o morir dignamente. En medio de los
apuros, no han quedado documentos oficiales que nos atestigüen que ciudadanas
y ciudadanos apoyaron a los heridos en aquellos días; solo comentarios generales
en descripciones vastas nos hablan de la entrega de muchas mujeres y hombres,
encumbrados y modestos, que posibilitaron la atención de los heridos.
Quien salvó algunos nombres del olvido, siempre de la élite, fue Elvira
García. Una de las mencionadas fue Isabel González de Prada11, hermana del
escritor. La entusiasta feminista coloca en sus manos, la iniciativa y formación
del Hospital de Sangre que se formó en el Palacio de la Exposición. Su actividad
fue central. Trasponiendo las barreras de la época logró tener a su cargo algún
tipo de responsabilidad dirigencial, pues en julio de 1881, es reconocida su labor
por la misma Junta del Consejo Municipal que le otorgaba un reconocimiento a
los extranjeros de la Guardia Urbana:

11
Según su cuñada Adriana, fue una mujer de carácter enérgico e independiente. Se dedicó a la
vida caritativa desde muy joven apoyando en el Hospicio de Santa Ana, destinado a las mujeres
pobres y a la atención de huérfanos. El motor de sus convicciones caritativas fue su sólida fe
católica (Vernuil, 1947, pp. 101-102).
La mujer ante la guerra / 303

Que es notoria la conducta esencialmente patriótica á la vez que humanitaria


de la señora Isabel Gonzales Prada de Mendoza, respetable matrona á la que
se debe no solo la formación del Hospital de Sangre de la Exposición, estable-
cimiento fundado y sostenido por la Municipalidad de Lima, sino que hasta
su clausura el dia 27 del presente mes, ha sido como el angel del consuelo que
velaba por la salud y el bienestar de los buenos hijos de la patria. (El Orden,
agosto 3, 1881)

Es el único reconocimiento que se encuentra durante la guerra a la labor


específica de una mujer. Aunque debe haberle molestado el que confundan su
identidad con la de su hermana Cristina, también colaboradora en el hospital.
Cristina estaba casada con Domingo de Mendoza y Boza y colaboró en la labor
de su hermana todo el tiempo necesario, sin embargo, no recibe el reconoci-
miento. Esto puedo deberse, entre otras razones, a la naturaleza del homenaje,
entre sus muchos asistentes no parece contarse a mujeres, y de haber asistido no
se les dio la palabra en ningún momento, según lo relata la información perio-
dística. La ceremonia se preparó para hacer entrega de medallas de reconoci-
miento a los extranjeros por encargo de las señoras de Lima; siendo, por lo tanto,
de suponer que también Isabel haya sido homenajeada por su encargo, de hecho,
la joven no estaba presente. Para culminar su labor sin tacha alguna —pues en
julio se retiró del hospital, al entrar la administración chilena— Isabel publica
al mes siguiente, la cuenta detallada del manejo económico del hospital, espe-
cificando los ingresos por donativos y los gastos, así como alguna información
de las personas que la ayudaron (El Orden, agosto 12, 1881). Normalmente, estos
cargos administrativos los manejaba alguna religiosa de las Hermanas de la
Caridad, pero en este caso queda en manos de una civil. Un caso interesante sin
duda que merece mayor estudio.
Otra figura que distingue García es la de Rosalía Rolando de Laurie, cuyo
accionar se da en el hospital de Santa Sofía. Allí también encontramos a Rosario
Cárdenas del Solar, esposa del político pierolista Alejandrino del Solar; esta dama
trabajó en la sección más difícil del hospital, la sección de gangrenosos. Algo que
llama la atención, es la entusiasta descripción que hace García de la participación
de estas mujeres; suele decir “fue la verdadera jefa del hospital” o “tomó bajo su
mando el hospital…”; sin embargo, una mirada más atenta, nos permite enfocar
la situación en sus verdaderos límites temporales. Exceptuando el caso de Isabel
González Prada, quien ya tenía experiencia en la caridad pública, era muy difícil
que una mujer, por encumbrada y eficiente que fuera, pudiera, en la Lima del siglo
XIX, hacerse cargo de un hospital o tomarlo, aunque fuera extraoficialmente,
bajo su mando. Seguramente, si el criterio primordial hubiese sido solo la meri-
tocracia, dichas damas, y otras como ellas, hubiesen tenido cargos dirigenciales,
pero ello no era así. Lo más probable, es que las mujeres mencionadas hubiesen
304 / Rosa Huamán Guardia

liderado al grupo de damas que se apersonaban a apoyar en los hospitales cuando


había más heridos y era necesaria toda la ayuda disponible. Hay que tomar en
cuenta, además, que ninguna de ellas tenía formación profesional en medicina,
y que su apoyo debió circunscribirse a las indicaciones de los galenos que allí se
desempeñaban. Como ya se dijo antes, los hospitales tenían un personal de planta
compuesto por hombres: médicos, enfermeros y practicantes; el espacio que la
colaboración particular tenía en estas circunstancias era solo de asistencia.
Pero la iniciativa privada no se circunscribió a la esfera médica, otros,
muchos más en realidad, reclamaban también la atención de las personas que
podían dedicarse a la caridad. Una de las instituciones más conocidas por
entonces fue el “Pan de Santa Rosa para los pobres”. Bajo la dirección de la esposa
del dictador Piérola, doña Jesús Itúrbide —esta vez sí parece haber tenido un lide-
razgo constante— algunas damas de Lima se unen para crear una asociación de
atención a los pobres de la ciudad. El sábado 15 de mayo de 1880, se anuncia su
formación en La Patria. Seguidamente, se procede a publicar los lugares donde
se recibían las erogaciones necesarias en dinero y en especies. Es lógico pensar
que los productos alimenticios hayan sido los más requeridos; estos se recibían
en la calle Aparicio, almacén n.° 21 —actual cuadra primera de Azángaro— y el
dinero directamente a los domicilios de las principales asociadas: Jesús Itúrbide,
Rosario Cárdenas del Solar, Rosa R. de Rodrigo, Luisa G. de Seguín (La Patria,
junio 28, 1880). El 3 de julio se publican las primeras erogaciones conseguidas,
con las cuales se habían recorrido los barrios pobres de la ciudad, en búsqueda
de las más desafortunadas familias, —vale decir casi indigentes—, que necesi-
taran de urgencia alguno o muchos tipos de socorro: alimenticio, médico, ocupa-
cional. También se expendían alimentos gratis en una tienda del Seminario, así
como vestidos y “cuanto pudiera ser indispensable para que no perecieran de
hambre” (García y García, 1925, p. 250). Rápidamente empiezan a recibir apoyo
de diversas autoridades, a lo cual sin duda ayudó el hecho de ser Jesús Itúrbide
una de sus organizadoras. El 23 de mayo se les comunica que la Municipalidad
de Lima les donará 10 soles diarios y el 5 de junio reciben la noticia —por medio
de la Municipalidad— de que el subprefecto de Chincha, el señor Matute, había
realizado por iniciativa propia, erogaciones en alimentos para ser enviados a la
sociedad y que sean repartidos entre los refugiados que se encontraban en Lima12.
Asimismo, también en junio reciben la ayuda de otra asociación civil de mujeres:
las “Hijas de María” (La Patria, junio 5, 1880).
La creación de esta organización respondía a las migraciones del Callao que
empezaron en abril, pues la situación de los pobres se puso al límite; pero debió

12
(AHM, Libro de Toma de Razón, 1880, foja 244). Se menciona así mismo, que muchas personas
se encontraban hacinadas en locales públicos como la Plaza de Acho.
La mujer ante la guerra / 305

desaparecer al tiempo que desapareció Piérola de Lima, ya que, sin su principal


impulsora, quedaba sin más autoridad ni liderazgo. En este punto, no parece
creíble lo que asegura Elvira García acerca de que la labor de la asociación haya
continuado luego de las batallas por la toma de la capital, ya que en medio de la
debacle moral y política, y los terribles desórdenes, no podía haber espacio para
tales actividades; por otro lado, Mariana Vernuil de González Prada, nos presenta
a la señora Itúrbide en medio de las niñas del colegio Belén, como una refugiada
más, junto a sus tres hijas, luego que su marido huyera de Lima (Vernuil, 1947,
pp. 90-91).
La duración de la organización fue aproximadamente de ocho meses, y la
publicidad que recibe en La Patria13 puede llevar a equívocos sobre la caridad
institucionalizada en Lima. Basadre incluso llega a suponer que fue “la primera
expresión republicana de la actividad organizada por la mujer en Lima con un
sentido de asistencia social de carácter laico” (Basadre, 2005, p. 125). Estaba
bastante lejos de serlo, no solo porque ya existían otras instituciones en Lima
conducidas por mujeres, sino porque la sociedad no era estrictamente de
carácter laico; en su formación intervinieron varios religiosos, como los obispos
de Arequipa y Puno, así como Monseñor Roca; de hecho, quedaron también
como sus autoridades principales. Las mujeres están agrupadas en lo que se
llamó la Junta Administrativa, integrada por Jesús Itúrbide y su círculo polí-
tico-social, entre las que se encontraba Rosario Cárdenas del Solar (La Patria,
mayo 15, 1880). Es decir, la asociación, aunque en apariencia civil, contaba con
el nutrido apoyo que la posición política de los Piérola en ese momento les
permitía, incluidas las altas esferas eclesiásticas, que para entonces eran natu-
ralmente varones.
Por otro lado, hay que aclarar que en la segunda mitad del siglo XIX, se
produce una explosión de la actividad pública asistencial femenina en Latinoa-
mérica, como lo demuestran algunos casos estudiados en México y Argentina14.
Lima no era la excepción, por ello, se encuentran esporádicamente, avisos en los
periódicos que hacen mención a instituciones ya existentes para 1879, como la
Sociedad Honor y Progreso, La Sociedad Patriótica Santa Rosa, Las Hijas de Montserrat,
Las Hijas de María etc. Ciertamente, estas últimas podrían haber tenido alguna

13
La Patria fue el diario de tendencia pierolista, aparecido en 1871. Durante la época de la guerra
lo dirigiría Pedro Alejandrino del Solar, quien llegó a ser vicepresidente de Piérola. Desapareció
semanas antes de las batallas de San Juan y Miraflores (Varillas, A. (diciembre, 1979). Diarios y
Revistas y la Ocupación de Lima. Revista de la Universidad Católica (6).
14
Para mayor información, véanse Bonaudo, 2006. Cuando las tuteladas tutelan y participan. La
Sociedad de las Damas de Caridad. Signos Históricos (15) 70-97. México D. F. Arrom, 2007. Las
señoras de la caridad: pioneras olvidadas de la asistencia social en México, 19863-1910. Historia
Mexicana, Vol. 57. México D. F.
306 / Rosa Huamán Guardia

filiación religiosa, pero al menos, una se ha podido rastrear, que existió sin esa
característica, la Asociación Caridad Peruana.
La institución venía funcionando desde antes de la guerra, aunque no se
puede precisar su fecha de formación. Entre sus dirigentes principales destacan
las señoritas educadoras15 Aurora y Beatriz Oliva, que suponemos eran hermanas
o parientes cercanas. De acuerdo con el nombre de la asociación, y por la lista de
miembros, se colige que fue institución civil integrada únicamente por mujeres,
que se dedicaban a la caridad pública; pero con el advenimiento de la guerra,
debió reencauzar sus actividades de acuerdo con las necesidades más urgentes.
Así, las encontramos a solo un mes de iniciada la contienda, publicando las listas
de los erogantes que las apoyan, junto a las listas que también publicaban la
Beneficencia y la Cruz Roja (El Comercio, mayo 10, 1879); es decir, se reencauza la
caridad de la asociación hacia los heridos de la guerra. Algo interesante de resaltar,
es la particularidad de sus erogantes. En una lista publicada el 6 de abril de 1880,
se encuentra una gran mayoría de varones, las mujeres están casi ausentes (La
Patria, abril 6, 1880). Todas las donaciones son en dinero; la mayoría, pequeñas
cantidades, entre dos y cinco soles; en el lugar de los nombres de varios se encuen-
tran las letras: X, N.N., ello podría interpretarse como un problema para registrar
todos los nombres; al parecer, muchas de estas donaciones se hacían de forma
ambulante, sin mayor trámite; otras, en cambio eran recibidas y anotadas. No se
dirigen a las clases altas, las donaciones son claramente procedentes de personas
de bajos recursos, y el elevado número de donantes es lo que cuenta para hacer
efectiva una recolección importante. Se entiende que en estos niveles sociales se
recurre mayormente a los varones en lugar de a las mujeres, pues son aquellos los
que tienen el manejo directo del dinero en las familias.
La actividad de estas instituciones no fue aislada, debía necesariamente
actuar en coordinación con otras similares y bajo la sombra de la Cruz Roja o,
mejor dicho, dándole sombra a esta, cuando sus limitados recursos no le permi-
tían cubrir las necesidades básicas de los heridos. En un comunicado, ya citado,
Dimas Filgueira de la Cruz Azul, informa acerca de la colaboración de la sociedad
para surtir de ropa a los soldados:
Hay 40 heridos mas que se hallan solamente con camisa, careciendo comple-
tamente de toda otra prenda de ropa.= la ambulancia de mi mando ha surtido
de pantalones y zapatos á varios de ellos y la Sociedad “Caridad Peruana”, les ha
mandado también camisas, sábanas, pañuelos e hilas [énfasis agregado]. (CEHM
1880 -14)

15
Se desempeñaron como educadoras en el Callao y durante la ocupación de Lima llegaron a
poner una escuela para niñas en la ciudad.
La mujer ante la guerra / 307

Como vemos, la cooperación jugó un rol importante entre estas institu-


ciones. Y tal vez sea también debido a que las asociadas y asociados no eran
personas pudientes, que pudieran recurrir, rápidamente, a su círculo social para
obtener ayuda. Los nombres de las integrantes que resultan electas en la renova-
ción de cargos, llevada a cabo en febrero de 188016, no se encuentran relacionadas
con las listas encabezadas por las matronas de Lima. Cabe destacar la preponde-
rancia de mujeres solteras, lo que les daría una amplia libertad de acción.
Pero todos los esfuerzos debían acompañarse también de un gran cuidado
para ayudar solo a quienes realmente lo necesitaban y no permitir la inclusión de
algunos grupos aprovechadores. Por ello, se realizaba una averiguación previa de
las personas que por su condición precaria se podían hacer acreedores al apoyo.
Aparentemente, por algunos datos dejados en las esquelas informativas, se colige,
que se entregaban algunas especies de certificados que acreditaban el derecho a
la caridad pública, y que debían ser presentados en el momento de recoger los
donativos. En este sentido, el Pan de Santa Rosa, acordaba, al iniciar sus activi-
dades “… hacer los arreglos necesarios para la repartición de bonos que acrediten
opción a alimentos” (La Patria, mayo 20, 1880); por su parte, la Sociedad patrió-
tica Santa Rosa, también abocada a auxiliar a viudas y huérfanos precisaba en
una nota periodística que “… las personas llamadas á recibir sus auxilios, pueden
acercarse á la casa de la señora Presidenta, calla 4ª de Ayacucho Nº 74, con sus
comprobantes respectivos” (La Patria, febrero 17, 1880).
Otras personas, familias en realidad, asumen también una postura
proactiva. En los registros militares se encuentran esporádicamente algunos
informes de soldados heridos que han ido a medicarse en casas particulares y
algunas notas periodísticas hablan de lo mismo. Algunos jóvenes, si tenían la
suerte de tener a sus familias en la ciudad o en los pueblos aledaños, podían ser
entregados a sus madres u otros familiares. Otros, podían terminar también
gozando de una piadosa atención privada, aunque no tuvieran familia cercana;
un ejemplo de ello, lo da la familia Rosas, que se hizo cargo del soldado Manuel
Rubio, poniendo “… de relieve las bellas cualidades de nuestro sexo bello…”
(La Patria, julio 5, 1880); queda claro, que quienes impulsan la acción y quienes
realizarán el trabajo son los miembros femeninos de la casa; se enfatiza también
la colaboración desinteresada de los doctores, Castillo, Salazar y Villarán. Se
podría pensar que estos jóvenes son entregados debido a que se encontraban
ya fuera de peligro, solo para que terminen de recuperarse, pero ello no parece
haber sido la regla. Un soldado de apellido Muriel, murió en febrero de 1880,

16
La Patria 23 de febrero de 1880. Presidenta: Srta. Aurora Oliva, vicepresidenta: Sra. Avelina Vera
de Rivas, secretaria: Sra. Mercedes Zevallos de León, pro-secretaria Srta. Beatriz Oliva, tesorera:
Srta. Deidamia Llerena.
308 / Rosa Huamán Guardia

estando al cuidado de la señora viuda de Sancho Dávila (CEHM, Libro Copiador


504, Correspondencia con Diversas Autoridades, fojas 82-83); otros, siguen
perdiendo su lucha por la vida en las casas de quienes los acogen, por ello, es
muy probable que en realidad se trate de medidas altamente pragmáticas, dadas
las circunstancias que se vivían. El atestamiento en los hospitales era tal, que los
doctores debían elegir entre los soldados que realmente tuviesen posibilidades
de salvarse, y los que ya no tuviesen esperanza, podían ir a sus hogares o a
casas particulares, para terminar su existencia. Por supuesto, muchos también
debieron estar lo suficientemente recuperados para terminar su convalecencia
lejos de los insalubres centros médicos. Se pueden considerar los dos extremos
de una situación límite.
Analizando de forma amplia la situación vivida en la guerra, se puede ver
no solo el compromiso femenino, sino el ciudadano en general. El asumir la
manutención de los muchos damnificados, los heridos, los desplazados, era una
carga muy fuerte, pero la ciudad se las arregló para sostenerla hasta el final. Se
llega a inferir una especie de contrato social, entre las tropas y los ciudadanos
y, sobre todo, ciudadanas —algo que debió pasar también en las otras ciudades
costeñas— “ustedes luchan, nosotros los apoyamos”. Esto no parece novedoso,
en cualquier guerra, se sabe que los civiles apoyan a los militares. Pero no en
cualquier guerra, el Estado es tan ineficiente o tan pobre, como lo fue el Estado
peruano en la Guerra del Pacífico; es chocante ver que se pidan siempre artículos
médicos, alimentos y dinero a la población civil, mientras esta se iba empobre-
ciendo más y más. El compromiso fue mucho más profundo y duradero de lo
usual en las guerras; va más allá de la caridad cristiana y de los sentimientos
humanitarios. Es muy difícil pensar que, para mediados de 1880, los limeños
siguieran con la ilusión de que la guerra podría ganarse, a no ser los afiebrados
entusiastas que Piérola lograba convencer en sus discursos alucinados. Mucha
gente, en la intimidad de sus hogares, debía imaginarse que siendo Lima el prin-
cipal objetivo, podía ser pronto invadida, pero no podían detenerse, solo quedaba
continuar, con una fuerza que, tal vez, solo la adversidad más cruel proporciona
a los seres humanos. Atender a los heridos, verlos sufrir; ayudar a los despla-
zados, sustentarlos; afrontar las derrotas, sobreponerse. Los limeños y las limeñas
hicieron lo que estaba en sus manos, y lo hicieron porque tenían que hacerlo, no
había más opciones.
Antes de terminar el presente artículo es interesante reflexionar sobre las
mujeres que se organizan y toman la iniciativa. Se sabe que todas procedían de
estratos altos y medios. No se las puede ver solamente como una respuesta a la
coyuntura dramática de la guerra. Como ya se mencionó, en la segunda mitad
del siglo XIX, se produce una explosión de organizaciones femeninas en algunos
países de Latinoamérica; la historia de su incidencia en el Perú está todavía por
La mujer ante la guerra / 309

hacerse, pero lo cierto es que se encuentran rastros de varias formaciones feme-


ninas, varias preexistentes a la guerra. Lo que las impulsa es siempre algún fin
benéfico, lo que Marta Bonaudo, ha llamado “la virtud moral de utilidad pública”
(Bonaudo, 2006, p 72). En el caso de las limeñas se encuentra casi siempre un
fuerte lazo a una entidad religiosa “Las hijas de María”, “Las hijas de Montserrat”,
pero algunas otras evolucionan hasta convertirse en organizaciones laicas inde-
pendientes como “La Caridad Peruana”, “La Cruz Blanca” o la “Sociedad Patrió-
tica de Santa Rosa”. ¿Como se entiende este desarrollo femenino, en medio de la
reacción positivista que procuraba la separación del espacio público masculino
del privado familiar femenino? Todos los debates sobre la educación femenina se
centraban en formar a la mujer para ser una virtuosa madre y esposa, formadora
de los futuros ciudadanos de la nación. En esta prédica, que no dudaba en el obje-
tivo, sino en la forma —es decir, cuánta educación y libertad se le podía permitir
a la mujer— las mujeres peruanas fueron ganando terrenos que antes tenían
vedados. Una pequeña generación especial de literatas y ensayistas se consolida
entre los sesenta y los setenta, participando en la vida pública con la gran ventaja
de poder expresarse en medios de difusión masiva, como los periódicos y las
revistas. Por supuesto, que todo dentro de límites muy estrechos. Es importante
señalarlo para entender mejor quiénes organizaban, participaban y se respon-
sabilizaban en las asociaciones femeninas que trabajaron durante la guerra. No
eran mujeres que repentinamente salían del hogar a la esfera pública; el hilo
conductor de sus vidas había sido el creciente acceso a la educación y a la expre-
sión periodística y literaria que tuvo la mujer peruana, y sobre todo la limeña, por
aquella época. Con la poca o mucha experiencia de autonomía que ello les daba,
las encontramos dedicadas a la asistencia social de forma sostenida, en grupos
donde se confunden algunos nombres conocidos en la actividad literaria (Riglos,
González de Fanning, Cabello, Freire etc.) con educadoras de profesión (Badani,
Oliva) y otras mujeres con afición a las letras.
Pero no hay que radicalizar sus decisiones. Esta incursión tan abierta en
los espacios públicos se encuentra con las prédicas conservadoras y en lugar de
confrontarlas, simplemente las atraviesa, sigue su camino, sin sentarse a discutir
con los intelectuales. No son tan innovadoras que deban ser rechazadas o repri-
midas; se dedican al campo femenino por naturaleza, la preservación de la salud
y del bienestar de los débiles, emulando el rol de la madre para con sus hijos
pequeños. Pero en ese devenir, que se vuelve dramático en los años de la guerra,
van ganando el espacio público, van tejiendo y ampliando sus redes sociales, van
aprendiendo a afrontar la vida como grupo, independientemente de los varones;
van aprendiendo a hacerse cargo de los demás, a liderar y tutelar a grupos sociales,
en lugar de esperar que alguien se haga cargo de ellas. Van dejando atrás un viejo
orden y empiezan a forjar uno nuevo.
310 / Rosa Huamán Guardia

Se podría pensar que muchas de estas mujeres fueron precursoras femi-


nistas, pero no parece que esa haya sido la principal tendencia. Muchas son
casadas, respetables matronas, otras jóvenes solteras; muchas poseen la ventaja
de la libertad económica que sus fortunas personales les dan, pero no se mani-
fiestan entre las luchadoras intelectuales contra la sociedad machista (con pocas
excepciones, como Mercedes Cabello). Sencillamente, se reúnen con un objetivo
benéfico y buscan la forma de llevarlo a cabo. Para ello, usan los saberes políticos
del grupo dominante al que pertenecen17, y se convierten en presidentas, vocales,
secretarias de sus propias organizaciones, sin intentar cambiar el sistema —en
ese momento— y el statu quo en que siempre han vivido. ¿Qué las motiva? ¿La
caridad, la religión, el aburrimiento en sus casas? Tal vez un poco de todo ello,
pero también la inclinación natural de todo ser humano de hacer algo “más”, de
buscar —inconscientemente las más de las veces— un espacio de desarrollo fuera
del hogar y de su estrecho círculo social. Ese algo que entusiasma a las personas a
tener experiencias nuevas y sentir la satisfacción de “lograr algo”. Ello, que antes
solo se conseguía en los espacios —paradójicamente— cerrados de los claustros
conventuales, ahora también lo podían tener las mujeres en las instituciones
de beneficencia. Con filiaciones religiosas o laicas, allí se encontraban solas, el
universo femenino: a organizar, opinar, tolerar… fracasar y volver a empezar.
Tal vez, justamente por lo delicado de su trabajo, no les fue fácil renunciar ante
la adversidad; los heridos, las viudas y huérfanos pobres no podían dejarse como
una clase de piano o una misa muy de mañana; las cargas que se habían impuesto
eran impostergables.
Es de suponer que la experiencia traumática de la guerra, hizo crecer a las
mujeres que participaron de esta forma, junto a la amargura tenía que quedar
también la fortaleza que brinda la experiencia.

17
(Bonaudo, 2006, p. 72) La autora describe cómo un grupo de mujeres argentinas adquiere un
aprendizaje político-administrativo, desde los modelos masculinos de la élite a la cual pertenecen.
Así sus asociaciones se organizan en cargos (presidenta, secretaria, vocales) y se perfilan
selectivas para mantener su estatus social, discriminando el acceso a grupos sociales inferiores.
En el caso limeño, los esquemas no parecen haber sido tan rígidos, debido, probablemente, a
la coyuntura dramática de la guerra, pero también a que las iniciativas partían de mujeres que
podían ser de las clases medias altas o que se desempeñaran como intelectuales o educadoras,
caso de Magdalena Badani y de Beatriz y Aurora Oliva.

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