Cultura y Autoconciencia Eche

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UNIVERSIDAD NACIONAL DEL COMAHUE

FACULTAD DE CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN

AÑO: 2006

Autora: Mg. Mónica Echenique

CULTURA Y AUTOCONCIENCIA: COORDENADAS PARA LA


ESTRUCTURA DE LA MENTE

Parte de lo inhumano de la computadora es que, una vez que está


adecuadamente programada y funcionando bien, es completamente honesta”
Isaac Asimov, escritor y científico norteamericano

“Crear mi propia verdad hizo nacer en mí la idea de la novela”


Tomás Eloy Martínez, escritor argentino

Introducción
El propósito que ha guiado a la cátedra para la elaboración del presente escrito es el de
establecer algunas articulaciones entre conceptos destacados en la Psicología Cultural, a fin de
colaborar en la tarea de lectura y comprensión demandada a nuestros alumnos. Intentamos
establecer algunas relaciones sugeridas por el modelo narrativo de Bruner que explican la
organización de la mente humana partir de la emergencia del Yo, la importancia del relato
autobiográfico en esa constitución y el lugar de la construcción cultural de significados para
explicar la naturaleza interpretativa de la mente.
En los últimos años, el término “cognitivo” ha ocupado un lugar destacado en el
ámbito de la psicología invadiendo poco a poco el lenguaje, las prácticas de intervención, las
interpretaciones de datos y las publicaciones. Este predominio señala la presencia de un
paradigma en expansión, expresado bajo la denominación de “Psicología Cognitiva”.
Mientras que para algunos autores su surgimiento configuró una verdadera
“revolución” que modificó el enfoque del objeto de estudio de la Psicología, otros argumentan
que gran parte de la psicología europea anterior a 1940 (Bartlett, los psicólogos de la escuela

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de la Gestalt, Piaget o Vygotski) ya estaba trabajando en los conceptos pretendidos novedosos
por el Cognitivismo. (Para una revisión de antecedentes ver: Mayer, 1985; Rivière, 1987;
Carretero, 1997; Ruiz, 2005)
En términos muy generales podemos afirmar que este paradigma reclama un nivel de
explicación científica para la actividad mental que se distancie de reduccionismos, tanto
biologicistas o neurológicos, como sociológicos o culturales. Esto equivale a decir que la
consideración psicológica del accionar de las personas no puede reducirse ni a la explicación
de reacciones físico-químicas subyacentes a las funciones mentales, ni a la explicación de
transformaciones socio-histórico-políticas, externas a los sujetos, de las cuales los
comportamientos sean reproducciones fieles.
Uno de los investigadores cognitivos pioneros, Ulric Neisser, hace una caracterización
de la aproximación cognitiva que puede resultar de utilidad señalar aquí a efectos de clarificar
lo que queremos desarrollar. Dice el autor:
“El mundo de la experiencia es producido por el ser humano que la
experimenta...En realidad, existe un mundo de árboles, gente, automóviles...; sin
embargo no tenemos un acceso directo e inmediato a dicho mundo, ni a ninguna de
sus propiedades...Cualquier cosa que conozcamos acerca de la realidad tiene que
ser mediada no sólo por los órganos de los sentidos sino por un complejo de
sistemas que interpretan y reinterpretan la información sensorial. La actividad de
los sistemas cognitivos termina en la actividad a la que llamamos conducta”.
(Neisser, 1990/1976; p. 13)
Lo que nos interesa resaltar de esta afirmación es que la información brindada por los
estímulos del mundo en el que vivimos, sufre transformaciones, reformulaciones y cambios
antes de aparecer en las acciones de las personas. Dicho en otras palabras, los intercambios
entre las personas y sus ambientes nunca son directos. Siempre están mediatizados por esta
actividad de “interponer”, que llamamos actividad cognitiva o actividad mental de
representar. Nuestra mente genera nuevas versiones de la experiencia y produce una
presentación de la experiencia en un otro formato, formato distinto, formato nuevo
(Echenique y Márquez, 2005).
El aporte prototípico de la Psicología Cognitiva ha consistido en situar como objeto de
estudio de la Psicología a la cognición, definiéndola en términos de aquellos procesos
mediante los cuales la información que un sujeto recibe de sus ambientes es transformada,
reducida, elaborada, almacenada, recuperada y/o utilizada. Desde esta visión amplia, es

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acertado concluir que la cognición estaría involucrada en todo lo que probablemente una
persona haga (o deje de hacer) en el transcurrir de sus experiencias (Neisser, op. cit.).
Sin embargo, esta preocupación general por explicar la acción humana fue tomando un
cariz específico, delimitado por el modo en que se planteaba el problema de investigación. La
tarea de la teoría psicológica se convirtió en describir las “vicisitudes” de la información que
ingresa; es decir, explicar la forma en que los seres humanos procesan la información. Dicho
de otro modo, la información es lo que se transforma y la pauta estructurada de su
transformación es lo que se quiere entender (Neisser, op.cit. pp. 18-19).
Así, el estudio de las formas organizativas que asumen los procesos de transformación
de la información dan vida al núcleo paradigmático del Cognitivismo, que se conoce con el
nombre de modelo del Procesamiento de la información. Se trata de la versión clásica de la
Psicología Cognitiva, que se difundió ampliamente como “la metáfora computacional”
(Carretero, 1997). Sobre esta base se establecen analogías valiosas para entender algunos
funcionamientos semejantes entre un computador y la mente humana en el tratamiento de la
información.

Del procesamiento de información a la construcción de significados: la creación


narrativa del Yo

Las metáforas tienen la ventaja de clarificar algunos aspectos de la realidad por cuanto
dirigen localizadamente nuestra atención hacia determinados fenómenos. Pero en esta
operación, necesariamente dejan fuera otros. Por ejemplo, la metáfora del ordenador vuelve
razonable sugerirle a alguien “que se conecte”, o preguntarse por la capacidad de almacenaje
de información, por qué alguien “se cuelga” en una conversación, o por qué tiene algún
aspecto de su experiencia “sin procesar”, etc. Al mismo tiempo, excluye partes importantes
del funcionamiento psíquico humano, lo cual nos lleva a preguntarnos: si las computadoras
pueden pensar tan bien como los seres humanos, ¿qué nos distingue como tales?
Es por ello que las formulaciones establecidas por el modelo de Procesamiento de
información recogieron variadas críticas que resaltan sus insuficiencias y limitaciones. (Para
un acercamiento a tales señalamientos ver Bruner, 1995; Damasio, 2000; Sakcs, 2001; Pozo,
2001, 2003; Castorina, 2005; Echenique y Márquez, 2005)
En este escrito nos interesa particularmente detenernos en la crítica formulada por uno
de los propios iniciadores de la Psicología Cognitiva, el psicólogo norteamericano Jerome

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Bruner. La importancia del enfoque bruneriano está dada porque, justamente, uno de los
propósitos que lo han orientado en el transcurso de su construcción teórica ha sido dar
respuesta a la pregunta formulada más arriba: ¿qué nos distingue como humanos?. Bruner
dice:
“El objetivo de la revolución cognitiva, era recuperar la mente, en las ciencias
humanas, después de un prolongado y frío invierno objetivista..., yo y mis amigos,
creíamos que se trataba de un denodado esfuerzo por instaurar el significado como
concepto fundamental de la psicología, su meta era descubrir y describir
formalmente, los significados que los seres humanos creaban a partir de sus
encuentros con el mundo, para luego proponer hipótesis acerca de los procesos de
construcción de significados...” (Bruner,1995, pp. 21-22).
No obstante, en la concreción de ese intento se produjo un corrimiento de eje: se
cambió el énfasis de la construcción del significado al procesamiento de la información. Y la
Psicología del Procesamiento pagó el costo de deshumanizar el concepto mismo de mente que
intentaba restaurar. Es claro que desde el punto de vista computacional la información es
indiferente al significado. El procesamiento se realiza siguiendo un sistema de reglas que
hacen posible la transformación de entradas informacionales en algún tipo de
comportamiento/salida del sistema.
Bruner no niega que las explicaciones del modelo computacional se ajustan con
comodidad a las coordenadas que definen nuestro mundo cotidiano, dado que utilizan
criterios de organización espacial y temporal. Valgan como ejemplos, la idea de memoria a
modo de espacio de trabajo, o la de memoria de largo plazo o permanente, etc. Sin embargo,
se ha omitido lo que para él es el eje fundamental que constituye lo humanamente psíquico: la
formación del “Yo”. Una mente es humana en tanto construye “sentido de sí”. Para
comprender mejor, podemos decir que animales y computadoras pueden “procesar”
información y sin embargo, son incapaces de crear conciencia de identidad. La fuerza que
Bruner otorga a la creación del Yo como configurante de la condición psicológica humana se
refleja en la siguiente afirmación “la mente es formada en gran medida por el acto de
inventar el Yo”. (Bruner y Weisser, 1998; p. 199).
¿Cómo definir el “Yo”? En una aproximación inicial podemos equipararlo con
términos tales como “subjetividad”, “conciencia de sí”, “identidad”, “autoconciencia”.
Hablamos de un soporte personal que nos da un sentido de continuidad en el fluir de los
acontecimientos; sostén coherente de los hechos de la existencia, vivenciado subjetivamente;
consonancia de vida por la cual nos experimentamos únicos y distintos respecto del mundo

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material y social; identidad que nos vincula a otros “...y nos permite volver a recorrer
selectivamente nuestro pasado mientras nos preparamos para la posibilidad de un futuro
imaginado...” (Bruner, 2003. p 124.).

Preguntas a la emergencia del “Yo”: ¿Cuándo, cómo, desde dónde?

ƒ ¿Cuándo? La aparición del “YO”

Como ha sido establecido extensamente por la psicología que estudia el desarrollo del
sujeto humano, el Yo no es primigenio. No es una esencia por descubrir en el interior de cada
uno. No hay algo parecido al “despertar” de una conciencia, en el sentido de que no hay un
aspecto interno “dormido” esperando a ser descubierto. Por el contrario, es fruto de una
construcción que parece tener sus primeras manifestaciones ontogenéticas alrededor del tercer
o cuarto años de vida, cuando el niño comienza a dar cuenta de recuerdos autobiográficos. La
aparición de esta memoria autobiográfica representa una novedad de incomparable
importancia tanto en la historia de la especie como en el desarrollo de cada nuevo ser humano
en formación. Y esto es así, porque se trata de una memoria específicamente personal y de
significación decisiva para la construcción de la dimensión característicamente humana
mencionada más arriba como “subjetividad”, “conciencia de sí”, “identidad”,
“autoconciencia”.
Hablamos de la aparición de un sistema y una función nuevos para las posibilidades de
la memoria. Investigaciones recientes (Nelson, 1998) han establecido que niños de muy corta
edad (entre 2 años y 2 años y medio) pueden generar recuerdos de objetos, lugares y
episodios, pero no pueden establecerlos autobiográficamente. Según parece, tales recuerdos
están en función de construir conocimiento general del mundo circundante, de modo de
hacerlo más predecible y así ajustar sus metas y acciones a las rutinas familiares de cuidado,
juego, alimentación y descanso. Pero, lo que aún no pueden hacer los niños es enclavarlos
como recuerdos cronológicamente secuenciados de experiencias significativas en el
entramado de eso que llamamos historia de vida personal.

ƒ ¿Cómo? La formación del “YO”

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En respuesta a este interrogante, queremos adelantar la opción metodológica que
hemos adoptado en este escrito. Consideramos que rastrear el desarrollo ontogenético de la
memoria autobiográfica constituye un recurso valioso para intentar una respuesta a la
pregunta por la formación del Yo, formulada más arriba.
Es claro que la memoria autobiográfica, por su condición de tal, está estrechamente
conectada a las posibilidades para narrar, razón por la cual, el intento de explicar cómo y
cuándo aquella surge, nos conduce al análisis de las modalidades que va asumiendo el
lenguaje en los niños. Tal proceso se muestra en el exhaustivo seguimiento del lenguaje de
una niña, Emily, entre los 21 y los 36 meses realizado por la investigadora Katherine Nelson.
Parte de los datos de este estudio provinieron del registro grabado de los monólogos que
producía Emily antes de dormirse y que constituían verdaderas y espontáneas
reconstrucciones lingüísticas de su experiencia.
Básicamente, lo que nos interesa destacar es que la niña va hablando en forma
evolutivamente progresiva. Pero, ¿hacia dónde evoluciona su lenguaje?; ¿qué integra en él?
Bruner, al retomar el caso, señala que no se produce solamente un aumento de caudal del
vocabulario. En acuerdo con Nelson, puntualiza que no se trata de un cambio cuantitativo,
sino de un cambio en el género mismo del lenguaje de la niña (Bruner, op. cit.; Nelson, op.
cit.). Y ello se manifiesta en el tipo de palabras que Emily va incorporando en sus monólogos,
verdaderos marcadores o rasgos claves de su discurso que van conduciendo paulatinamente
hacia el dominio del género autobiográfico. Podemos interpretar que lo que la niña hace es, en
realidad, una tarea de “reinstalación” de recuerdos en su memoria con la ayuda del lenguaje.
Brevemente describiremos los rasgos identificados por los autores en el análisis de las
producciones de la niña y presentaremos ejemplos de cada uno.

1) El primer rasgo emergente comentado por Bruner es el de hablar en forma de


secuencias. Palabras como “y”, “después”; “antes”, “ayer”, “pronto” (ordenamiento
temporal) o “porque”, “entonces’, “por eso” (ordenamiento causal) se destacan en sus
enunciados por la frecuencia con que las reitera. Indican que la niña va introduciendo un
ordenamiento cronológico, secuenciado, primero temporal y luego causal de los
acontecimientos que refiere.
El siguiente fragmento, del lenguaje temprano de Emily, se organiza en torno a un
evento familiar y aunque no presenta una estructura coherente, claramente manifiesta un
tema

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“Se rompió, el auto roto... Emily no puede ir en el auto. Ir en el auto verde. No.
Emily no puede ir en el auto. Roto. Su auto roto, entonces mami y papi van en su
auto, Emily, papi van en el auto, Emily, papi, mami van en el auto, roto el...su auto se
rompió...” (Emily, 21 mes. Nuestra traducción, Nelson, 1998, p. 163)

Más avanzado el desarrollo, el relato que la niña hace de su experiencia toma forma
más extensa y produce organizaciones causales y temporales coherentes, como la siguiente:
“Compramos una muñeca, porque, porque, cuando ella...pero cuando ella fue al
negocio no teníamos la campera puesta, pero yo ví una muñeca y yo gritaba a mi
mamá y decía quiero una muñeca. Entones, después, nosotras terminamos las
compras del negocio, fuimos afuera y ella me la compró. Entonces tuve una” (Emily,
próxima a 36 meses. Nuestra traducción, Nelson, 1998, p. 163)

2) Un segundo rasgo es el de canonicidad. Las palabras que Emily reitera, expresan su


intento establecer de conexiones entre lo excepcional y lo usual, a fin de lograr un de
ordenamiento de los sucesos según la adecuación, el ajuste y la estabilidad les puede ir
atribuyendo. Son marcadores de canonicidad la aparición de palabras con las que manifiesta
la frecuencia, la variación, e incluso más tarde, la obligación o necesidad de que las cosas
sean de determinada forma. Su lenguaje incorpora palabras como “siempre”, “a veces”
(frecuencia),”o”, “pero”, “aunque”, “mañana”, “hoy” (variabilidad); “ hay que”, “tengo
que”, “se debe” (necesidad). El siguiente fragmento muestra expresiones temporales
aparecidas en sus monólogos durante los meses en que la niña y su papá negociaban sobre de
la situación de irse a dormir por la noche. La expresión seleccionada sugiere el surgimiento de
conectores temporales para ligar los eventos de las rutinas familiares relativas al descanso.
“Mañana cuando nos despertamos de la cama primero... yo y papi y mami... vos
tomás el desayuno...nosotros tomamos el desayuno siempre...pero hoy...voy al jardín
a la mañana...” (Emily 24 meses. Nuestra traducción, Nelson, 1998, p. 279)

3) El tercer rasgo es el perspectivismo. En este caso, las palabras que ensaya y reitera
indican que se ubica a sí misma en el fluir de los sucesos que va comentando. Va
estableciendo un ordenamiento según una toma de posición personal. Incluye palabras que la
muestran segura, dudosa, deseante, etc., frente a los hechos relata. Utiliza palabras como “me
gusta”, “quiero”, “creo”, “me parece”. El siguiente fragmento muestra cómo Emily

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reelabora para sí partes de una conversación que había tenido en el día con su papá, en la cual
habían hablado de lo que sucedería durante el fin de semana:
“Vamos a ir al mar...el mar está un poco lejos...lejos...Yo pienso que queda
muchas cuadras lejos...y puede estar ... abajo del río...y puede estar....Y los panchos
van a estar en la heladera ...y la heladera va a estar en el agua, en la playa... y
podríamos ir... y traer un pancho y traerlo al río y comerlo, y después... en el mar,
vamos a ir al mar y el mar está cerca... yo pienso unas cuadras lejos...” (Emily, 28
meses. Nuestra traducción, Nelson, 1998, p,195)

4) La última gran emergencia que Bruner advierte en los monólogos de Emily, es la


novedosa aparición de un ordenamiento de intemporalidad o universalidad. Esto se muestra
por el uso de algunos verbos expresados en una especie de presente intemporal. En estos
casos, no ubica el acontecimiento en el momento que sucedió, a diferencia, por ejemplo de
cuando comenta cuestiones del acontecer del día, los que marca con tiempo verbal adecuado.
Curiosamente, la novedad se advierte cuando la niña atraviesa un suceso de gran intensidad
emocional como es el nacimiento de su hermanito. Emily comienza a elaborar autorrelatos
mostrando que va puede desprender algunos hechos de la ocasión particular en que
sucedieron, reinstalándolos con un carácter intemporal. Bruner señala la importancia que este
hecho tiene, dado que la intemporalidad denota cierta concepción de universalidad. La
universalización implica que el tema está constituyendo ahora una abstracción del particular
en que se produjo; se está constituyendo una forma genérica con la que identificar y clasificar
los hechos. Es decir, la niña produce una forma conceptual de representación de algunos
sucesos. En el siguiente ejemplo se puede apreciar la diferencia del uso de tiempo verbal en
relación con los ejemplos citados antes:
“A veces mamá, papá se ocupa de Emmy en casa. A veces mamá, a veces tía se
ocupan de Emmy en la casa. A veces Jeannie y Annie y tía y Emmy y Mormor y mi
papá y Carl, papá y Carl. Mamá. Luego viene tía y Jeannie viene. Y a veces Jeannie
saca mi viejo cambiador en casa y toma el pañal y lo pone... A veces Jeannie me
cambia el pañal”. (Bruner, 1998, pp. 190-191)

En síntesis, los rasgos que manifiestan los relatos que Emily se arma a sí misma antes de
abandonarse al sueño son: secuencialidad, canonicidad, perspectivismo e intemporalidad. Esto
lleva a los autores que estamos siguiendo a argumentar la aparición ontogenética de un nuevo
género discursivo y, consecuentemente, de una nueva función y sistema de memoria: la

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autobiografía. La apertura de esta posibilidad hace que el niño pueda atribuir causalidad a los
sucesos, reconocer su legitimidad y adecuación y, por sobre todo, situarse subjetivamente
ordenando sus afectos y sus acciones en el flujo del acontecer. A la par, les va confiriendo
formas genéricas, construyendo de este modo conceptualizaciones acerca del mundo
circundante.
El caso del desarrollo lingüístico de Emily, referido al surgimiento del autorrelato,
permite advertir el parentesco conceptual y vivencial que pretendemos explicar entre las
nociones de “sentido de sí”, “Yo”, “autoconciencia” y/o “identidad”. En palabras de Bruner,
la tarea de ubicarse a uno mismo en el fluir de los acontecimientos es una formidable tarea
interpretativa (Bruner, 1998, p. 188) porque implica viajar al pasado en la propia mente,
resituar un punto de ubicación y poder volvernos accesibles a nuevas tendencias y nuevos
modos de vernos a nosotros mismos en el mundo. En definitiva, muestra la naturaleza
interpretativa que caracteriza específicamente la mente humana.
Un aspecto crucial a tener en cuenta, es que los eventos comentados por la niña
constituían una reconstrucción del contexto en el que ella había tomado parte y en el que
había “hablado” con otras personas de los acontecimientos en curso. Es decir, se hablaba a sí
misma para reinstalar un contexto que resultó significativo. Y al hacerlo tomaba prestadas
formas del discurso adulto en las que se elaboran narrativas acerca de la cotidianeidad.
En esta operación de la mente infantil aparece claro que la construcción de un Yo es
una tarea de alcanzar consensos con los demás en el desafío de convivir. Pero dicha tarea de
ligarse a otros parece no poder avanzar sin la capacidad de narrar. Para Bruner, es una tarea
enfrentable solamente bajo la forma de un relato. Así, la influencia social expresada a través
del discurso acerca de la experiencia pasada y presente en la infancia temprana, transforma
para la mente del niño los recuerdos de episodios en memoria autobiográfica del pasado y del
presente.
Lo que hemos planteado en torno al caso de Emily, muestra los inicios de un quehacer
que, de acuerdo con Bruner, no acaba nunca en nuestras vidas: construir y reconstruir
continuamente el Yo, de acuerdo a las exigencias de cada circunstancia, con la guía del
recuerdo pasado, y con la esperanza y el miedo al porvenir. Hablar de y a nosotros mismos es
como inventar un relato acerca de quiénes somos, qué nos ha sucedido y por qué hacemos lo
que estamos haciendo (Bruner, 2003).
Pero podríamos preguntarnos si, al fabricarnos historias y comprometernos con las
versiones fabricadas, no estamos montando mentiras. ¿Nos mentimos solamente un poco a
nosotros y a los demás?. ¿O somos una mentira continuada?. ¿En eso consiste nuestra vida?.

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Bruner trae poéticamente esta inquietud, citando las palabras del escritor norteamericano
William Maxwell: “al hablar del pasado, mentimos en cada respiro que damos” (Bruner,
1998; p 180). Rodeando la idea, el novelista español Juan José Millás nos dice que
inevitablemente todos nos contamos nuestra vida, porque al contárnosla es cuando adquiere
sentido. Pero no concibe el relato a la manera de una mentira. Parafraseando su idea, diríamos
que esas historias que nos armamos no son mentiras en sentido estricto, sino más bien,
ficciones. La diferencia está en que las primeras se hacen para engañar, mientras que las
ficciones se hacen para buscar la verdad. Al contar nuestras vidas las ordenamos de modo
novelesco. Y las ordenamos porque no podemos vivir con una sensación de absurdo
permanente (Mactas, 2002).
Planteada esta diferencia entre mentira y ficción, y dejando la perspectiva literaria,
queremos detenernos a considerar el punto eminentemente psicológico. Esto es, la conciencia
que tenemos de la brecha entre el informe que damos de nosotros mismos y la experiencia
vivida. La vivencia de separación insuperable de espacio y tiempo entre el Yo que cuenta su
historia y lo que cuenta de sí (un Yo diverso del que relata). Dicho saber sobre el desacople
entre experiencia y relato, es una “hebra” de conciencia. Es una manifestación de la
naturaleza interpretativa de la conciencia humana y establece diferencia sustantiva con la
naturaleza precisa de un procesador de información. Porque “la conciencia emerge cuando
uno reconoce la diferencia entre lo que ha “sucedido”, el modo en que uno lo ha informado,
y las otras maneras en que se podría haber interpretado” (Bruner, 1998; p. 181). Ello implica
algo más que ser concientes de la falsedad de algo: implica darse cuenta de que otras
interpretaciones son posibles. Un ejemplo autobiográfico del propio Bruner ilustra la idea:
“No es que yo ya no pueda contarte (o contarme) la “verdadera historia, la
original” de mi desolación durante el triste verano que siguió a la muerte de mi
padre. Más bien te contaré (o me contaré) una historia nueva acerca de un muchacho
de doce años que “había una vez”. Y podría contarla de muchas maneras, cada una
modelada por mi vida en lo sucesivo no menos que por las circunstancias de ese
verano de hace tanto tiempo” (Bruner, 2003, p. 94)

ƒ ¿Desde dónde? Las fuentes del “YO”

¿Dónde tienen su fuente los relatos con que armamos y rearmamos nuestros “Yoes?”.
Si bien involucran una dinámica personal, claramente no son efecto de un puro proceso
interno, subjetivo e individual que tenga lugar solitariamente en la cabeza de las personas.

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Porque el fluir de los acontecimientos en que nos movemos está ya organizado en un marco
de significaciones comunes, que nos permite ser miembros y tomar parte en un grupo social
determinado. Las personas ordenan su experiencia sobre el fondo de contextos que dan
significado a sus vidas, los cuales nos preexisten como sustrato simbólico. Es el mundo de las
construcciones culturales, legado de relatos, mitos, historias y profecías, pero también de
chistes, supersticiones y refranes que alimentan narrativamente nuestro sentido de lo
normativo, de lo aceptable y de lo aceptado, en una particular cultura.
Por eso, la creación narrativa del Yo está guiada desde modelos culturales implícitos
acerca de cómo éste debería ser. Todas las culturas ofrecen modelos sobre identidad, cargados
de significados difundidos más o menos implícitamente, para que podamos hablar de y a
nosotros mismos. Ofrecen alternativas organizadas para echar luz sobre el mundo real. Los
significados armados culturalmente hablan de las cosas que nos atañen como seres humanos,
explican cómo deberían ser, ajustan lo extraño mediante el relato de las sorpresas y las
desventuras, y terminan teniendo alguna “moraleja”. O sea, absorben los perennes conflictos
del hombre relativos a su psiquismo, tales como la construcción de sí, las relaciones con los
demás, la relación entre los sexos, los miedos ante las pérdidas, la escasez, las miserias, la
agresión, la muerte. Los relatos culturalmente compartidos son narraciones de proyectos
humanos fallidos, de expectativas que se han desvanecido y de los modos de encarar errores
y domesticarlos (Perinat, 2001). En definitiva, de la experiencia humana de la autoconciencia.
No relatan historias verdaderas en términos de “esto fue lo que pasó”, sino más bien de “esto
es lo que debes saber” si eres parte de esta comunidad y se te habilita a participar.
Proponemos como ejemplos las narrativas armadas sobre la vida de los héroes y
próceres identificados como formadores de la patria, cuya aspiración es aglutinarnos en torno
a una identidad nacional. O la trama de sentidos que van rodeando la existencia de los ídolos,
hoy predominantemente deportistas o músicos, convertidas en verdaderas pantallas gigantes
donde se proyectan censuras y metas colectivas de identificación.
Dicho conceptualmente, la identidad tiene un carácter profundamente relacional. El
Yo es sensible respecto de con quién se encuentra siendo en el mundo. Somos hábiles en
interpretar sin cansancio qué sienten, qué desean y qué intentan los demás. Es indispensable
para ajustar la comunicación. Y en gran parte, seleccionamos a partir de esas lecturas
mentalistas cuál de nuestras “voces” va a hablar por nosotros en cada circunstancia. Por ello
podemos decir que el Yo, también es el otro.
Pero, ¿no es que la identidad trata, justamente, de lo que es único y distinguible para
cada uno?. La respuesta puede encontrarse si pensamos que pertenecer a la cultura es más que

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compartir el conjunto de creencias sobre cómo es el mundo, las cosas y los valores; es, sobre
todo, saber interpretar y negociar todo lo que en la vida se presenta como sorprendente,
excepcional o desviado. Porque los modelos culturales no son todos de una sola pieza, son
fruto de una dialéctica y están llenos de narraciones acerca de qué es el Yo, o qué podría ser.
Es así que nos dan amplio margen para maniobrar.
Para explicar esto, Bruner nos dice que la creación narrativa del Yo es una especie de
tarea de balance. Tiene que crear una convicción de autonomía, de voluntad propia, de cierta
libertad de acción. Pero también tiene que ponernos en relación con otros: familia, amigos,
instituciones, pasado. Paradójicamente para poder ser quienes somos, necesitamos un grupo
de referencia, y a la vez, esa relación limita nuestra autonomía. Parece que somos incapaces
de vivir sin ambas cosas, autonomía y compromiso, individualidad y responsabilidad (Bruner,
2003). En la búsqueda del equilibrio, nuestras historias “autocreadoras” se van acumulando,
modificando y hasta envejeciendo conforme se van confrontando con nuevas situaciones,
nuevos proyectos, otros afectos. Porque la cultura no se orienta solamente a lo que es
canónico y adecuado sino, más que eso, a lo que es dialéctico entre sus normas y lo
humanamente posible. Los relatos y significados culturales nunca asumen forma estáticas.
Sintetizando, en este proceder, la cultura se apropia de las mentes, a la vez, que la
mente fecunda renovadamente a la cultura (Domingo Curto, 2005). Así se va tendiendo un
puente de encuentro entre la conciencia colectiva que los acontecimientos históricos
promueven y la autoconciencia biográfica en la que el sujeto vivencia su “sí-mismo”, su
identidad, su unicidad irrepetible.

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