Ciudad Del Fuego
Ciudad Del Fuego
Ciudad Del Fuego
las arenas de un vasto desierto, una heróica paladina seducida por el mal reúne a
un ejército de gnolls con el propósito de recuperar una poderosa reliquia, que según
las leyendas se guarda en las cámaras de la mítica Ciudad del Fuego.
Si logra su objetivo, el mundo no volverá a vivir en paz.
¿Puede el coraje de cuatro valientes detener a un poderoso ejército?
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T. H. Lain
ePub r1.1
Titivillus 12.12.2021
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Título original: The city of fire
T. H. Lain, 2002
Traducción: Santi Güell
Ilustraciones: Todd Lockwood
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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PROLOGO
La ciudad quemaba.
Tahrain se enjugó la frente y miró fijamente la oscuridad, dirigiendo sus ojos
hacia el norte. Nada más que arena, pensó amargamente; pero sabía que en algún
lugar, quizá a un centenar de millas, Kalpesh quemaba… si es que quedaba algo para
arder.
Y aún así él, capitán de la guardia de la ciudad y Protector del Trono de Ópalo,
había abandonado la defensa de Kalpesh y huido al desierto en una misión vital que
parecía más desesperada a cada hora que pasaba. Por quizá vigésima vez ese día,
metió la mano morena y callosa dentro de su ligero camisote de mallas para encontrar
el paquete encerado que llevaba en la parte derecha de su pecho. Miró hacia arriba y
pasó los ojos sobre las caras de los pocos hombres y mujeres que ahora yacían en
pequeños grupos silenciosos a su alrededor. No se dieron cuenta de que sus dedos
encontraban la correa de cuero y comprobaban su firme nudo.
Saliendo de su ensueño, Tahrain se giró de nuevo hacia los soldados que le
quedaban.
Sus tropas más leales, veinte de los mejores soldados de Kalpesh, le habían
seguido al desierto para morir sin necesitar explicación alguna. Sólo un hombre
conocía la verdadera misión de Tahrain en los yermos, y ni siquiera se trataba de un
hombre según los estándares de la gente más civilizada. La mayoría le llamaban,
como mucho, «bestia», pero Tahrain lo conocía mejor.
Buscó a la bestia entre sus soldados exhaustos.
Los ojos del capitán encontraron a la persona que buscaban. Todos los hombres y
mujeres de su compañía yacían tendidos bajo el cielo negro del desierto, esperando
olvidar el hambre y la sed en el corto respiro que ofrecía un sueño irregular.
Todos menos él mismo, pensó, y esa persona.
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La bestia estaba sola al otro lado del campamento, mirando hacia el norte en la
noche del desierto, vestido con harapos y casi muerto por numerosas heridas. Incluso
ahora, su armadura parecía estar hecha de tres juegos de diferente tamaño, y su arma
—una gran hacha brutal— estaba manchada y llena de muescas; parecía como si su
mango se fuera partir al siguiente golpe.
Si el equipo de este soldado tenía un aspecto desparejado y feo, era simplemente
un reflejo del portador. De brazos largos y piel gris, él mismo parecía estar hecho de
parches. Su cuerpo rehusaba juntarse del modo normal, como si sus ojos abultados y
su barbilla sobresaliente quisieran escapar de los límites de su cara. Su cabello
parecía cortado con un cuchillo, y era evidente que sus brazos y piernas hinchados lo
habían sido alguna vez. No llevaba botas en sus pies enormes, sino sólo sandalias
sujetas con cintas improvisadas.
Tahrain se levantó dolorosamente y en silencio. No quería despertar a ninguno de
los soldados que había conseguido conciliar el sueño. Avanzando con cuidado entre
los grupos apiñados, atravesó el campamento.
El hombre que se giró para mirar cómo se acercaba su capitán era un semiorco.
Nacidos casi siempre de la violencia, forzados a vivir en condiciones duras y
condenados a morir con más violencia, los cuerpos de los semiorcos parecían luchar
para liberar sus mitades diferentes.
Esta lucha —había oído Tahrain— normalmente se vertía al mundo, haciendo que
los semiorcos fueran impopulares en las tierras civilizadas.
Ciertamente, cuando Tahrain trajo este a la ciudad, e insistió en que lo curaran y
lo criaran, hubo más de uno que se preguntó —en privado o en voz alta— «¿por qué
preocuparse?».
Tahrain esperaba responder pronto a esa pregunta.
—¿Krusk? —susurró.
Los ojos abultados contemplaron a Tahrain.
Un colmillo sobresalía de la mandíbula inferior del semiorco sobre su fino labio
superior, plagado de cicatrices. Su cara se retorció en lo que otros podrían interpretar
como mueca de desagrado. El capitán sabía que era una sonrisa, o lo más parecido
que Krusk podía expresar. Aunque eso no significaba que Krusk estuviera contento.
Él raramente estaba contento.
—Se acercan —gruñó.
Tahrain asintió. Él también lo había supuesto. Maldijo con originalidad a sus
perseguidores, pero sólo durante un momento. Krusk esperó, tan estoico como
siempre, a que el capitán hablara.
—¿A cuánto están?
—Ocho horas, quizá nueve —murmuró Krusk con su voz profunda y grave.
Tahrain no sabía cómo el semiorco adivinaba esta información, pero sabía que era
exacta.
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Entre sus soldados tenía a muchos exploradores —él mismo era hábil en la
supervivencia al aire libre— pero Krusk tenía algo más. Si el semiorco decía que sus
perseguidores estaban a un día a caballo de alcanzarles, el capitán le creía.
Tahrain sacudió la cabeza y suspiró.
—No lo conseguiremos, ¿verdad?
El semiorco se quedó mirándolo, después apartó la vista y se encogió de hombros.
—Son débiles —dijo finalmente.
Krusk hablaba poco y no tenía demasiado tacto. El semiorco probablemente ni
siquiera había pensado que llamar «débiles» a los mejores soldados de Kalpesh era un
insulto.
—Pero tú no lo eres —dijo finalmente Tahrain—. ¿Podrías hacerlo? ¿Tú solo?
El semiorco se encogió de hombros de nuevo. Se elevaba al menos una cabeza
por encima del alto capitán, pero de algún modo el gesto hizo que Tahrain pensara en
él como en un niño que tenía algo que decir, algo que no iba gustar a sus padres.
—¿Qué quieres decir, Krusk? —le preguntó amablemente.
Mirando fijamente hacia la oscuridad, hacia los perseguidores a los que ambos
temían, Krusk cambió de postura, haciendo agujeros en la arena.
—No iré —dijo después de una larga pausa—. Me salvaste la vida.
—Igual que tú salvaste la mía después —dijo Tahrain—. Si fuera un hombre que
contara esas cosas estaríamos empatados. Pero nosotros no hacemos ese tipo de
cuentas, ¿verdad, Krusk?
El semiorco no lo miró, y Tahrain no lo presionó. Discutir con Krusk era como
discutir con el viento del desierto.
—¿Volvemos a repetir la lección?
El capitán avanzó algunos pasos dificultosos en la oscuridad, alejándose del
campamento, y Krusk le siguió. Tahrain caminó hasta que una pequeña duna quedó
entre ellos y el resto de soldados. Se sentó pesadamente en la arena, con Krusk
acuclillado ante él.
Si el semiorco levantaba el cuello aún podía ver a los soldados exhaustos.
Habían hecho esto las seis noches pasadas, pero Tahrain temía que esta iba a ser
la última vez.
Sacando el paquete encerado del interior de su camisote de mallas, el capitán lo
abrió lentamente. Mostró a Krusk los papeles quebradizos de su interior y le habló de
los contenidos de cada uno, e hizo que Krusk repitiera, en voz tan lenta como le era
posible, todo lo que Tahrain le contaba. Krusk no sabía leer, pero su memoria era
perfecta.
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hablando pero casi dormido.
—Necesito dormir… —dijo, sacudiendo la cabeza.
Pero mientras Krusk se levantaba, Tahrain le agarró su gruesa muñeca.
—¡Espera! Hay una cosa más. Lleguemos o no al desfiladero, Krusk, esto tiene
que llegar ahí y más allá. Hay que evitar que caiga en las manos de los que incluso
ahora queman Kalpesh buscándolo, y tiene que llegar a manos adecuadas. Más aún
que la protección de la ciudad, la protección de esto ha sido mi tarea secreta y mi
juramento, igual que lo antes fue de mi madre, y de su padre antes que ella. Todos los
Protectores del Trono de Ópalo juran proteger esto antes que las vidas de sus
soldados e incluso la existencia de la misma ciudad.
Tahrain parpadeó, por un momento completamente despierto. Fijó sus ojos
oscuros en las pupilas desiguales del semiorco, intentando que el bárbaro lo
comprendiera.
—Tengo miedo, Krusk… tengo miedo de que mi ciudad ya haya quedado
consumida por las llamas —dijo—. Pero eso no cambia nada. Aquellos que vinieron
a Kalpesh lo hicieron por esto. No puedes dejar que lo cojan.
Puso el paquete en las manos de Krusk.
Dando un paso atrás, el semiorco tanteó el paquete y después intentó devolverlo a
su capitán. Un pequeño disco de oro sobresalía entre los papeles y centelleaba a la luz
de las estrellas.
Tahrain apretó las manos del semiorco entre las suyas, metiendo el disco de
vuelta al paquete.
—No. Esto está por encima de todo. Hay algo que no te he contado.
El semiorco cogió el paquete, pero aún dudaba. Aunque esperó pacientemente a
que su amigo siguiera.
—Los secretos que protejo llevan a un tesoro más allá de nuestra imaginación. Si
eso fuera todo, lo habría entregado gustoso para salvar Kalpesh, pero el tesoro es
secundario.
Estos secretos son secretos de poder. El disco es la llave hacia un imperio más
allá de este mundo.
Tahraín se detuvo; la adrenalina que impulsaba sus miembros cansados se había
acabado.
El semiorco contempló a Tahrain con una mirada que indicaba que lo estaba
oyendo y guardando todo, aunque no lo comprendiera.
—No se trata sólo de llevar esto hasta algún lugar seguro, o evitar que caiga en
manos de los que lo codician —siguió el capitán—. El ataque contra Kalpesh prueba
que alguien más, conoce su existencia —Tahrain frunció el ceño y miró hacia abajo.
El disco aún era parcialmente visible y fijó su mirada en él—. Yo no sé todo lo que
hay que saber sobre él. Estas últimas noches te he contado todo lo que sé. Ha llegado
el momento de que alguien selle el portal y destruya la llave. Lo siento, pero tienes
que ser tú.
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El capitán miró hacia el magro campamento, pero sus soldados aún no se habían
despertado.
—Te doy esto para que puedas terminar un trabajo que empezó hace siglos. He
hecho que lo aprendieras todo por si no podemos llegar al desfiladero. Tienes que irte
y llevar estos conocimientos a un lugar seguro. Encuentra a gente en la que puedas
confiar para que te ayuden, y entonces, pon en práctica lo que te he enseñado. Todos
juntos no podremos hacerlo, Krusk —susurró—; a menos que pase un milagro, sólo
quedarás tú.
—No. Tú eres el capitán. Tú lo conseguirás —dijo Krusk, como si la fuerza de
sus palabras pudiera convertirlas en realidad; pero Tahrain meneó la cabeza y sonrió
con tristeza.
—No lo haré. No puedo dejarlos —agitó la mano hacia los guardianes que
dormían—. La suerte está en mi contra, pero he dedicado toda mi vida a esta tarea. A
través de ti, puedo cumplirla.
Tahrain puso su mano sobre el paquete que Krusk aún sostenía. Lo presionó
contra el pecho del semiorco.
Reticente, Krusk lo metió en el interior de su armadura.
Cuanto Tahrain finalmente se fue a yacer junto a sus soldados, sus ojos aún
encontraron a Krusk de pie en el borde del campamento.
La cara del semiorco se giró hacia el lóbrego desierto.
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Tahrain maldijo.
—Entonces van a atraparnos. No podemos alcanzar el desfiladero antes que ellos.
Ha llegado el momento.
Miró fijamente a Krusk. El semiorco lo ignoró, pero Polrus abrió la boca para
preguntar algo.
—¿Podéis correr? —lo interrumpió Krusk Polrus parpadeó y después cerró la
boca.
Le vino una sonrisa a los labios pero Krusk se inclinó sobre él.
—Corre o muere, humano. Tú eliges —le gruñó.
El desafío era todo lo que necesitaba el teniente.
—Podemos correr —dijo Polrus en voz alta.
Los soldados a su alrededor levantaron la mirada, sorprendidos. Él se pasó la
lengua por los labios secos y agrietados.
—Podemos correr, mestizo —dijo con voz aún más fuerte, quitándose la mochila
y tirando su peso inútil al suelo.
La mayoría de soldados siguieron el ejemplo de su teniente, abandonando todo lo
que no pudieran usar en una lucha.
—¡Todos! Manteneos unidos —gritó Tahrain.
Los soldados siguieron avanzando, pero se apiñaron alrededor de su capitán.
Estaban cansados, doloridos y sedientos, pero aún no se habían dado por vencidos.
Tahrain parpadeó a la luz del sol. Estaba orgulloso de ellos y deseaba no haberlos
condenado a todos.
—El desfiladero está ahí delante —gritó Tahrain—. No está cerca, pero si
logramos llegar ahí, podremos usar la cobertura de las rocas para castigarlos por lo
que le han hecho a nuestra ciudad —no era tanto una arenga como una manifestación
de esperanza—. Los tenemos encima. Quiero que todo el mundo corra, a paso ligero,
y vacíe sus odres… si es que os queda algo.
Algunos miraron al capitán confundidos, pero la mayoría entendieron. El agua no
les serviría de nada si morían antes de poder beberla.
—Guardad vuestros odres y las armas, tirad el resto. Si no podéis correr —siguió
el capitán, ya jadeando—, no lo intentéis —su cara se entristeció mientras decía lo
que debía—. Y no os paréis por nadie. Si no podéis mantener el ritmo, parad donde
os encontréis y buscad cobertura. Ralentizadlos. Morid con honor.
Mientras el capitán corría, miraba a su alrededor y veía seria determinación en las
caras de los hombres y mujeres que conocía de toda la vida.
Su teniente, Polrus, corría a su lado, y cuando sus ojos se encontraron, sólo
asintió. Confiaban en él y lo sabía, y estaban contentos con su tarea.
Entonces oyeron los aullidos.
Primero el sonido era como el viento barriendo las dunas.
Después se convirtió en el de una jauría de perros a la caza. Eso ya habría sido lo
suficientemente amedrentador, pero había algo en los aullidos que no se parecía al
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viento ni a los perros, sino a un idioma.
Los aullidos tenían palabras en su interior, palabras inhumanas que surgían tras
los soldados exhaustos.
Algunos soldados empezaron a correr más rápido. Los estallidos de adrenalina
llevaron a algunos hombres y mujeres por delante de la compañía.
Cuando el capitán se dio cuenta de que rompían la disciplina llamó a Polrus.
—¡Mantenlos a todos juntos! Que no corran, sólo a paso ligero.
El capitán jadeaba. El teniente trastabilló, pero aumentó el paso y fue hacia
aquellos que parecían estar al borde del pánico. No pudo alcanzarlos a todos, pero la
mayoría empezaron a aminorar para mantener un paso constante.
La compañía sobrepasó unos minutos después a aquellos que no redujeron la
marcha y estaban en el suelo jadeando e intentando levantarse.
—Luchad —les dijo el semiorco al pasar por su lado—. Morid con honor.
Al cabo de poco, los aullidos que les seguían se mezclaron con gritos cuando
quedaron atrás los primeros en caer.
Tahrain levantó su cabeza cubierta de sudor y la cercanía del desfiladero le
sorprendió. Ya estaban cruzando una zona de arbustos y montones de grava. En pocos
minutos alcanzarían cobertura.
Pero no tenían más minutos. Los soldados no podían correr más. Casi la mitad de
la compañía ya se había derrumbado.
Tahrain llamó al semiorco, a sólo unos pasos por delante de él. El bárbaro se
acercó y miró a su líder.
—Ahora, ¡ahora es el momento!
Krusk meneó su fea cabeza pero Tahrain detuvo su negativa con una maldición.
—¡Ahora, maldita sea! Tienes que irte. Voy a morir aquí hagas lo que hagas. Mi
única esperanza está en ti.
Golpeó con su mano el pecho de Krusk, donde sabía que el semiorco guardaba el
paquete.
Pero aún entonces Krusk se negaba a marcharse. Cogió con fuerza su gran hacha
y miró a Tahrain.
Cuando sus ojos se encontraron, Tahrain se preguntó cómo podía considerar a
esta criatura otra cosa que un hombre valiente.
—Vete —le suplicó Tahrain.
—¡Cuidado!
El grito llegó de repente y Tahrain se apartó girando de Krusk.
Una forma montada apareció casi de la nada entre los remolinos de arena y los
reflejos del calor entre los restos de su compañía. Un caballo negro y su jinete de
negra armadura cayeron sobre su retaguardia, la espada en alto, como el mismísimo
Hextor.
Tahrain lo había visto desde los muros de la ciudad, comandando el asalto.
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Ahora el malnacido está aquí, —pensó Tahrain— empeñado en matar lo que
queda de mi compañía.
Bajo el caballero, una soldado de la retaguardia luchaba por sacar su propia arma,
pero el brazo del jinete bajó. La espada negra cayó justo en el momento en que la
espada kalpeshiana salía de su vaina. La mujer gritó cuando la hoja negra partió su
cráneo.
La sangre salpicó el costado del caballo mientras la soldado se derrumbaba en la
arena.
El jinete espoleó al caballo. Los soldados se apartaban del camino de su corcel, o
simplemente se derrumbaban a su paso. El jinete los ignoraba. Su yelmo negro estaba
fijo en Tahrain, como si su portador hubiera sabido de repente quién lideraba a la
desesperada compañía.
El caballo embistió.
Tahrain se preparó para la carga, pero una mano le agarró el hombro y tiró de él,
desequilibrándolo. Tropezó y cayó.
El caballero pasó por encima de él, fallando en golpear su cabeza con los cascos
del caballo por pulgadas. Oyó que la bestia trastabillaba en el terreno, súbitamente
rocoso.
Mientras el capitán miraba hacia atrás, vio al jinete luchando para mantenerse
sobre el caballo mientras intentaba no caer ni romperse una pierna.
Rodando y levantándose, Tahrain se giró hacia su rescatador para que obedeciera
sus órdenes y siguiera corriendo, pero entonces vio la cara del hombre. No era Krusk,
como había esperado, sino Polrus. No veía al semiorco por ninguna parte.
Polrus sonrió levemente mientras el jinete luchaba para hacer girar su caballo.
—Me toca, señor —dijo—. Siga avanzando.
El teniente maniobró de modo que la dama tuviera que pasar por encima de él
para evitar que Tahrain escapara hacia el desfiladero. Afirmó su lanza corta para
recibir la carga.
El capitán miró a su alrededor. Krusk se había ido. Finalmente había obedecido
sus órdenes y se había marchado. Tahrain envió en silencio una rápida plegaria a
Pelor para que protegiera al semiorco y desenvainó su propia arma. Se trataba de un
alfaljón de empuñadura larga que Tahrain blandía con ambas manos.
Los aullidos de los gnolls se acercaban.
—No, teniente. Me quedo contigo. Ya he cumplido mi promesa. Nuestra misión
sigue adelante, aunque nosotros perezcamos.
Asintiendo sin comprenderlo completamente, Polrus se giró hacia la dama.
—Algún día —dijo con ironía— tendrás que explicarme de qué va todo esto.
Tahrain sonrió.
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El jinete negro se levantaba sobre los cadáveres del capitán Tahrain y el teniente
Polrus, sangrantes y acribillados de flechas. Ladridos y aullidos sonaban a su
alrededor, y los gnolls, algunos con hachas manchadas de sangre y otros empuñando
arcos toscos, avanzaban a grandes zancadas hacia la forma ataviada con armadura.
—¿Algún superviviente? —preguntó el jinete. La voz sonaba casi musical,
aunque también fría e incluso metálica.
El gnoll sacó la lengua mientras agachaba la cabeza.
Llevaba dos armas, un hacha de mano y lo que parecía una cimitarra demasiado
grande con la punta rematada en un gancho cruel. Un parche blanco de pelo
especialmente largo adornaba su cabeza canina. Sus orejas tenían muchas muescas:
marcas de los desafíos al dominio del gnoll, todos vencidos.
Ladró una respuesta en su propio idioma.
—Bien —contestó la dama—. Los interrogaremos, pero debemos darnos prisa.
Tengo que volver con el ejército antes que se desintegre.
El gnoll aulló quedamente. Casi como si fuera un lamento.
—No te preocupes, tendrás tu diversión. Hazlos hablar. Entérate de si ha escapado
alguno. Si no puedes sacarles nada… —el caballero tocó el cadáver de Tahrain con la
punta del pie y el ladrido de respuesta del gnoll tomó un tono de crueldad velada. La
sangre había parado de manar del cuerpo del capitán, pero la arena a su alrededor
estaba empapada de rojo—. Bueno, para eso traje a los chamanes. Consigue las
respuestas. De ellos, o de él.
El gnoll sacudió la cabeza y se retiró.
El jinete se agachó para mirar el cuerpo. Sus manos enguantadas se quitaron el
yelmo negro con elegancia. Largo pelo de color ébano se vertió por los hombros
cubiertos de armadura y enmarcó la cara pequeña de un severa, aunque bella, mujer.
Sus ojos azules contemplaron la forma caída de Tahrain y sus dedos palparon su
vestimenta. Durante un momento contempló los ojos sin vida del capitán; después se
levantó y se alejó.
***
Krusk vio la carnicería desde la relativa seguridad del borde rocoso del desfiladero.
Sintió cómo su furia crecía hasta que apenas pudo controlarla. Se había aferrado a la
roca para evitar lanzarse adelante cuando el capitán se batía contra la dama negra, y
presionó el paquete de Tahrain contra su cara cuando el hombre fue derribado.
El semiorco nunca había hecho algo tan difícil, ni se había sentido tan culpable,
como cuando se escondía mientras su único amigo luchaba y moría. Krusk sabía que
no podía salvar a su capitán, ni siquiera podría haberse salvado a sí mismo si se
hubiera quedado con el resto. Estaría muerto y la mujer de la armadura negra tendría
los papeles y el disco de oro de Tahrain.
De no ser por su promesa, así lo habría querido Krusk.
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Desde las rocas, Krusk se fijó en la combatiente oscura y en los gnolls,
memorizando sus caras y sus voces. Llevaría el paquete hasta el lugar que le había
descrito Tahrain, con o sin ayuda, y mantendría su promesa. Entonces, con su
juramento cumplido, Krusk buscaría de nuevo a la dama y los gnolls.
Los volvería a encontrar.
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I
LA CAZA
La lluvia flaqueaba mientras los cazadores atravesaban el bosque, pero la luz seguía
disminuyendo.
Temprano tropezó sobre dos troncos y lo que Naull pensó que podía ser un erizo,
pero ni Ian ni Regdar estarían de acuerdo en encender antorchas.
—Ian puede ver los rastros perfectamente —había dicho Regdar en tono cortante
cuando la maga sacó el tema por tercera vez— y yo puedo verle a él. El resto me
seguís a mí, y lo conseguiremos.
Naull había maldecido en silencio la obstinación de su compañero, pero para sus
adentros sabía que era una sabia elección. Los orcos —y ella lo sabía bien— podían
ver en la oscuridad, aunque sólo a distancias cortas. Si el grupo encendía una
antorcha, cualquiera en un radio de cien yardas los vería venir.
—Está reduciendo el paso —dijo Ian de repente, parándose poco después. Regdar
casi tropezó con el semielfo y Naull chocó contra aquél. Su pequeño cuerpo rebotó
contra el duro metal de su armadura. Trebba levantó una mano y Temprano, ahora en
la retaguardia del grupo, consiguió detenerse—. Ya no huye. Está avanzando con más
cautela.
¿Eso es bueno o malo?, pensó Naull.
Se apartó el pelo negro y empapado de delante de sus ojos y miró a su alrededor:
no había nada más que árboles. No le gustaban los espacios abiertos.
Aunque era completamente humana, prefería «aventurarse» por cuevas. Los
bosques tenían un aspecto abierto y sin límites, pero todos esos árboles podían tener
ojos ocultos, y arcos y flechas.
—Dispersaos un poco —les ordenó Regdar.
Todos —excepto Ian, que aún buscaba los rastros del líder de los orcos fugitivo—
obedecieron automáticamente. Naull no pudo evitar una leve sonrisa. Conocía a
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Regdar desde hacía bastante tiempo, pero el resto sólo había estado con él durante
cuatro días.
Apenas sabía nada de ellos, y ellos sabían poca cosa de ella y su socio, pero
seguían su liderazgo casi sin argumentar. Ella confiaba en Regdar desde hacía mucho,
pero… ¿por qué lo hacían ellos?
Naull miró a todos sus compañeros mientras buscaban en la oscuridad algún
signo del enemigo.
Trebba, una ladrona confesada, subió por la pendiente resbaladiza de un árbol
caído, probablemente con la esperanza de ver los alrededores bajo la luz tenue. Se
movía con gracia, incluso sobre la corteza cubierta de musgo. Pronto no era más que
una sombra contra el tronco partido.
Por el otro lado, una rama golpeó algo y la siguió una maldición apagada:
Temprano.
El mocetón se les había unido en la villa, y Naull sabía que era del lugar. No
podía tener más de dieciocho años, era imberbe y tenía las mejillas gorditas, pero era
muy, muy fuerte.
El «niño» había superado algunas pruebas antes de ser aceptado como parte del
grupo.
Con armadura ligera y sin llevar más que un escudo de madera y una vieja y
sencilla espada larga, casi había conseguido romper la guardia bien entrenada de
Regdar sin nada más que fuerza y entusiasmo.
Naull lo miró mientras rodeaba la rama rota de un árbol, intentando no hacer
demasiado ruido. Empezó a mirar a su alrededor, bizqueando hacia la oscuridad,
como si los enemigos pudieran surgir detrás de cualquier árbol.
Es un novato, pensó Naull, pero las acciones de Temprano le recordaban que ella
también tenía mucho camino por recorrer.
Hizo un inventario rápido de sus bolsas de conjuros y suspiró. Aún tenía todo lo
que necesitaba para lanzar los conjuros que le quedaban, pero no tenía sus «grandes
efectos», gastados en la emboscada de esa tarde.
Su conjuro de telaraña había atrapado de golpe a la mayoría de los orcos; a todos
salvo su líder, que había sacrificado a sus tropas para poder escapar.
Estaban rastreando a ese orco a través del bosque mientras oscurecía, esperando
que los llevara a su guarida, a lo que quedara de los asaltantes y su botín.
Examinando los árboles, Naull intentó localizar a Ian y Regdar.
Los encontró enseguida.
Regdar, el guerrero corpulento que lideraba el grupo, era fácil de ver con su
armadura de placas. Estaba de pie al lado de Ian, casi sin moverse.
El semielfo, por otra parte, era un enigma.
Excepto por su vocación —su habilidad en el bosque se debía a su herencia, en
parte elfa— no actuaba como ningún semielfo del que hubiera oído hablar o que
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hubiera encontrado antes. Aunque era un brusco mercenario, el hombre bajo y ligero
tenía un carácter intenso. Hasta su nombre era raro.
Los elfos, según la experiencia limitada de Naull, normalmente tenían nombres
más largos y cantarines. «Ian» parecía demasiado sencillo.
El cabello claro y la piel blanca de Ian, sin embargo, sí encajaban con la imagen
que Naull tenía de los elfos. Y también el hecho de que su ropa se mantuviera
inexplicablemente limpia mientras buscaba huellas por el suelo. Sus ojos agudos de
color azul helado penetraron la oscuridad y se giraron hacia Naull. Había notado que
lo miraba —supo de repente— y le aguantó la mirada durante un momento; después
volvió a su trabajo.
Nunca le había pasado por la cabeza que Ian no pudiera encontrar el rastro,
incluso en la oscuridad, incluso después del breve chubasco, y eso había resultado ser
una intuición acertada.
Después de sólo unos minutos, el explorador se levantó un momento y convocó al
grupo.
—Se ha ido —dijo Ian rotundamente. Temprano maldijo, pero Regdar esperó y
observó la pausa del semielfo—. O eso piensa.
Una sonrisa surgió en los rasgos del explorador, pero no era agradable. Era la
sonrisa de un cazador que disfruta con la matanza y sabe que su presa está acorralada.
—Quería asegurarme que no se había vuelto listo, pero estoy convencido que aún
piensa que estamos en el lugar de la emboscada, rebuscando entre los carromatos y el
equipo de sus compañeros. Probablemente es lo que él estaría haciendo.
Nada ocultaba el desprecio en la voz de Ian. Pero el semielfo volvió a su
profesionalidad, dirigiéndose hacia un terraplén cercano.
—Se paró aquí y miró a su alrededor. No nos oyó mientras nos acercábamos —
una mirada penetrante hizo ruborizar a Temprano, pero Ian siguió—, y no nos pudo
ver.
Estábamos lo bastante detrás suyo para hacer que se confiara, de modo que se
dirigió hacia aquí abajo.
—¿De vuelta al camino? —preguntó Trebba.
—Sí —contestó—. Puede ser que el camino lleve directamente a su guarida.
Nadie se adentra ya tanto en el bosque —añadió—. No tienen por qué esconderse.
Regdar asintió.
—¿Deberíamos volver al camino, o quieres seguirlo directamente?
—Los orcos, obviamente, no pensaban que los pudieran seguir tan lejos bosque
adentro.
Sólo encontramos el camino después de… ¿qué?, ¿dos días de búsqueda? —Ian
siguió sin esperar confirmación—. Fueron cuidadosos hasta entrar en el bosque, pero
después se relajaron. Creo que se volvieron más descuidados cuanto más se
acercaban a su casa.
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—Entonces deberíamos volver al camino —soltó confiadamente Temprano—,
encontrarlos rápido y patear algunos culos de orco. Que calienten el horno, porque
volveremos para desayunar.
Palmeó su espada y sonrió.
—Bueno —dijo el semielfo, imitando el acento campesino del chico hasta que
una mirada de Regdar lo reprimió—. Si volvemos al camino, casi seguro que
encontraremos la guarida de los orcos; y probablemente más rápido que si seguimos
el rastro de un único orco por el bosque y de noche, con esta llovizna, pero
llegaremos hasta ellos por donde esperan. Como ya he dicho, éste al que estamos
rastreando cree que nos ha engañado. Si volvemos estaremos haciendo lo que espera;
y la noche es el momento de los orcos.
—¿Y qué? —preguntó Temprano, con un poco de beligerancia en su voz—. Sólo
queda uno. Ya matamos a más de media docena de orcos en la emboscada. Si estás
pensando en Yurgen, bueno, siento que haya muerto, pero cometió una locura
cargando solo hacia los árboles tras este cafre. Si hubiera hecho lo que le dijo Regdar
aún estaría vivo. No me preocupa lo duro que sea este orco, apuesto a que los cinco
podemos con otro más.
Mientras Ian abría la boca para lanzar una respuesta mordaz, encontró difícil
hablar con doscientas cincuenta libras de humano cubierto de armadura sobre su pie.
El semielfo boqueó y Regdar se apartó.
—Pero considera esto, Temprano —dijo Regdar como si no hubiera pasado nada
— puede haber más orcos aparte del que estamos rastreando.
—Seguramente los habrá —gruño Ian, flexionando sus dedos aplastados—.
Llevan actuando desde esa guarida desde hace un mes. No es sólo un grupo de asalto
de paso. Creo que al menos un par de guerreros se deben quedar atrás para guardar el
resto del botín, además de los otros que lleven con ellos, los jóvenes y demás. Aún
podrían ser lo bastante fuertes para causarnos problemas si nos cogen por sorpresa, o
si irrumpimos en su guarida mientras está oscuro —Ian agitó la mano hacia el lugar
de la emboscada, a varias millas por detrás de ellos y sonrió—. Recuerda lo bien que
nos funcionó a nosotros.
Temprano asintió, comprendiendo, y también sonrió.
Naull miró a ambos, alternativamente, pensando que quizá el semielfo no era tan
frío como parecía ni el granjero tan tonto como indicaba su comportamiento.
Todos nos metemos en nuestro papel, pensó.
—Eh, Naull —inquirió Regdar—. ¿Qué dices tú? ¿Qué tiene nuestra maga?
—Bueno —empezó, dirigiendo los dedos automáticamente hacia sus bolsas de
componentes, aunque las había examinado hacía un momento—, no demasiado. No
te preocupes por la luz. Puedo llamarla en un momento, cuando haga falta. Y puedo
crear alguna distracción para uno o dos con algún sonido.
—¿Y qué hay de los grandes efectos? —preguntó Temprano impaciente.
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De repente se dio cuenta de que su conjuro de telaraña debía haber sido la magia
más potente que había visto nunca. Muchos pueblos tenían clérigos para atender sus
heridas, pero los magos preferían la vida de la ciudad. Los libros no crecían en los
árboles, después de todo.
Se rió nerviosamente ante su chiste involuntario. Temprano lo tomó como si
tuviera algo feo preparado y asintió.
—Ya entiendo. No quieres estropear la sorpresa. Ningún problema.
Le hizo una señal con el pulgar hacia arriba y empezó a girarse.
Ian y Trebba ya estaban siguiendo el rastro del orco, pero Regdar se demoró.
—En serio, Naull —le preguntó en voz baja—, ¿qué te queda?
Ella suspiró.
—Bueno, tengo otro proyectil mágico, pero el resto es bastante defensivo. No
todo el mundo puede ir por ahí en el interior de su gólem privado, sabes —le dio un
golpecito juguetón en el costado cubierto de armadura, y fue recompensada con un
tañido apagado—. ¡Ay!
Mientras fingía chuparse sus nudillos doloridos, Regdar se rió.
—No puedo culparte por ello, desearía tener un sanador con nosotros —suspiró
Regdar. Se sacó uno de sus guanteletes y le puso la mano en la espalda, guiándola
gentilmente por encima y alrededor del sotobosque mientras caminaban—. No habría
servido de nada con Yurgen, pero…
Se quedó en silencio mientras los dos seguían al resto del grupo.
—No podías haberlo detenido, Regdar —dijo ella. Le cogió la mano desnuda y se
la apretó—. No debería haber hecho lo que hizo, pero murió luchando.
—Eso es lo mejor que podemos esperar, supongo —dijo Regdar.
—¡Yo no! Yo voy a morir en una gran cama en el ático de mi propia torre de
maga, rodeada de docenas de libros de conjuros y servida por centenares de
aprendices —sonrió perezosamente y le guiñó un ojo—. Quizá tú podrías ser el
capitán de mi guardia, si juegas bien tus cartas.
Se pasó los dedos de la mano libre por encima de su túnica, tocando algunas
bolsas de componentes.
Naull pensó que el corte de los cintos de bolsas ayudaba a acentuar sus curvas
modestas y se sorprendió al verse flirteando.
¡Es mi socio!, pensó, un poco abochornada, pero sonrió igualmente al guerrero.
Mirándola, Regdar respondió a su sonrisa con otra.
Su perilla corta a veces le daba un aspecto violento e incluso maligno, pero ahora
casi hizo que Naull soltara una carcajada.
—Si me da tiempo —dijo—. Supongo que seré un rey y tú serás la maga de mi
corte… o el bufón. Dependiendo de si llegas a mejorar en todo este tema de los
conjuros.
Le soltó la mano y levantó el brazo mientras Naull le golpeaba de nuevo.
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—Supongo que me estoy acostumbrando a toda esta quincalla —bromeó mientras
evitaba ágilmente otro golpe. Le cogió la muñeca, con delicadeza, al tercero—.
Venga —dijo, con la voz seria otra vez—. Todo esto aún no ha terminado.
Naull se puso rígida ante su tono de voz y asintió.
De vuelta al trabajo, pensó.
—Tienes razón. Mejor que no ponerse la corona hasta que te hagan rey.
***
Al grupo le llevó menos de una hora rastrear al líder orco el resto de trecho hasta su
guarida.
Ian estaba en lo cierto: los orcos se habían asentado después de sus primeros
asaltos y parecía un lugar confortable.
Habían construido su guarida en un pequeño valle dentro del bosque, una
hondonada con buena cobertura de árboles y cuevas en la parte norte. Si había
guardias, ahora no estaban ahí. Quizá el líder los había llamado al interior cuando
llegó antes que ellos.
La noche había caído completamente y el grupo se movía como una masa
apiñada.
—¡Uf! —exclamó Temprano—. ¡Qué peste!
—¡Cállate! —siseó Regdar. La voz de Temprano había sonado muy fuerte en la
oscuridad—. Paraos todos.
Ian se agachó junto a un árbol, pasando sus dedos pálidos arriba y abajo del
tronco.
En la penumbra, Naull vio sus ojos brillantes seguir las manos, entonces giró la
cara hacia arriba. Señaló y sus ojos siguieron su dedo.
Trebba, moviéndose ágilmente y en silencio sobre las hojas y ramitas que cubrían
el suelo, avanzó hasta el árbol de Ian y empezó a trepar.
La mujer se movió lentamente al principio, pero al parecer encontró la subida más
fácil de lo que había esperado. En unos segundos la forma negra había desaparecido
de su vista en la parte superior del árbol.
Algunos segundos después, una cuerda con nudos se deslizó por el tronco hasta
ellos.
Temprano cogió la punta de la cuerda y se la estabilizó a Ian.
El semielfo trepó ágilmente y pronto desapareció.
Naull se preguntaba si ella debía seguirlo, pero a un signo de Regdar, Temprano y
la cuerda se deslizaron detrás del tronco, dejándolo entre ellos y la hondonada.
Ian y Trebba volvieron después de un minuto o dos, y el grupo se acuclilló tras el
árbol.
—¿Pudiste ver la guarida? —le preguntó Regdar a Ian.
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—Sí. Han limpiado un buen pedazo de terreno de árboles y arbustos. No dimos
con el camino que usan para traer su botín; está en la esquina sureste. Su líder conoce
el área lo suficientemente bien para que no tuviera que ir por el camino —explicó el
semielfo—. Tienen una tosca barricada que lo atraviesa, pero supongo que
anticipaban el éxito, ya que en su mayor parte ha sido retirada. Por lo que puedo decir
desde aquí, tienen un par de carromatos llenos de baratijas junto al camino. Dos o tres
orcos fuertes podían moverlos, pero no con rapidez. Toda la zona se ve bastante
embarrada.
—¿Trebba?
—Ian vio más que yo —dijo la mujer, encogiéndose de hombros—, está oscuro.
Vamos a necesitar luz si tenemos que entrar. No sé tanto sobre orcos como nuestro
explorador —Ian resopló ante el cumplido como si no fuera nada, pero no la
interrumpió—, pero sería simple colocar algunas trampas o alarmas en las
proximidades. Incluso palos afilados cubiertos de hojas les darían alguna ventaja.
—A los orcos les gustan las viles trampas de resorte —añadió Ian—, cubiertas
con sus propias heces o cualquier veneno que puedan encontrar. Serán desagradables
—agitó su mano en un arco amplio—. Supongo que tienen sorpresas cubriendo todas
las pendientes que se dirigen a su guarida.
—¿Por qué? Creí que dijiste que no estaban vigilando —preguntó Temprano
apuntando hacia la plataforma sobre sus cabezas—. Nada de guardias. La mayoría se
fueron al asalto, ¿verdad? Dijiste que no estaban preocupados porque nadie
encontrara su campamento.
El semielfo contestó con una paciencia sorprendente.
—Que no esperen que nadie encuentre su nido no significa que no estén
preparados.
—Bueno —intervino Trebba—, pisa un abrojo o dispara una trampa de lazo y vas
a hacer ruido. Hagamos lo que hagamos, Regdar —dijo girándose hacia el guerrero
—, será mejor que tengamos cuidado.
—Y será mejor que nos movamos —los apremió Ian—. El líder estaba furioso, o
lo estará. Ha tenido poco más de una hora para pensar lo que les pasó a él y a sus
combatientes, y se va a dar cuenta de que pudo huir sólo porque no éramos
suficientes para atraparle. Va a querer o bien vengarse o bien salir rápidamente de
aquí.
—¿Cómo puede planear una venganza? Dudo que supiera dónde encontrarnos —
contestó Naull.
—No tiene por qué encontrarnos —respondió Regdar—. A los orcos no les
gustan los combates igualados.
—Intentará vengarse contra la villa —añadió Trebba, con temor en su voz.
Los ojos de Temprano se agrandaron y el hombretón lanzó una maldición.
—No parece que vaya a poder hacer nada esta noche —advirtió Naull—.
Podríamos esperar hasta mañana.
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Regdar se removió incómodo mientras Trebba y Temprano asentían. Ian tampoco
parecía satisfecho.
—¿Qué? —preguntó Naull—. ¿Me estoy perdiendo algo?
El explorador y el guerrero intercambiaron miradas.
—No intentará vengarse esta noche, planee lo que planee —dijo Regdar
lentamente—, pero puede intentar escapar.
Naull empezó a decir que eso ya le iba bien, pero tanto Trebba como Temprano
intervinieron.
—¿Huir? ¡No! —dijo la mujer oscura.
—¡Con todo el tesoro! —chilló Temprano.
Ambos tenían parte de razón, admitió Naull.
Trebba quería venganza por lo de Yurgen, y Temprano —junto con Regdar e Ian,
según parecía— quería lo que todos pensaban que sería la mejor parte de su paga. Su
contrato con la villa era de cincuenta monedas de oro por cabeza, más todo el botín
que pudieran recuperar. Incluso las estimaciones más modestas calculaban el tesoro
potencial bastante por encima de las mil monedas de oro, basándose en lo que habían
oído de los asaltos anteriores.
La maga sintió que el estómago se le encogía.
—Seguramente —dijo ella—, ¿podríamos esperar al menos hasta el amanecer?
Encogiéndose de hombros, Regdar miró a Ian.
El semielfo les dio malas noticias.
—Esos orcos han estado aquí durante bastante tiempo. Es muy probable que
hayan excavado algunas salidas más de la guarida. Falta mucho hasta el amanecer. Si
el líder orco cree que estamos tras su rastro, o simplemente no quiere estar por aquí
ahora que hemos eliminado una de sus partidas de guerra, podría deslizarse por un
túnel del que no sabemos nada.
Nadie del grupo parecía especialmente feliz con la idea de seguir al líder orco por
esas cavernas en mitad de la noche, pero a Naull le resultaba especialmente
desagradable.
—No tengo mucho más en el departamento de conjuros —dijo de nuevo.
—Es muy posible que no queden muchos orcos ahí dentro —contestó Regdar—.
Como ha dicho Ian, un líder orco querrá tener cerca a sus combatientes.
Probablemente los eliminamos a casi todos durante el asalto.
El guerrero no hablaba como si estuviera convencido de ello, pero Naull miró las
caras del resto del grupo. Habían perdido a un compañero y no parecían estar de
humor para pensar racionalmente.
—Muy bien. ¿Cuál es el plan?
Ian podía ver mejor en la oscuridad, de modo que él avanzaría primero por el
terraplén.
Decidieron acercarse a la guarida desde el sudoeste; principalmente porque
parecía la bajada más fácil, sin contar el camino al otro lado de los carromatos. Nadie
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quería ir por ahí. Si había algún guardia, estaría en el camino. Las propias cuevas se
encontraban al norte y el desnivel se convertía en un barranco por ese camino. No
dudaban que con cuerdas y la ayuda de Trebba podrían descender y quizá sorprender
a los orcos desde arriba; pero como los orcos podían ver en la oscuridad y ellos no,
sería más probable que los vieran y los llenaran de flechas antes de que pudieran
retirarse.
Trebba iría con Ian. Dijo al resto del grupo que se quedaran atrás tan lejos como
pudieran y siguieran sus huellas con precisión, pero sentía —y todo el mundo estuvo
de acuerdo— que ella tendría más posibilidades de ver una trampa antes de pisarla
que ningún otro.
Sería una marcha lenta, pero los árboles y el sotobosque les proporcionaban
abundante cobertura.
Naull estaba preocupada. ¿Qué pasaría si se habían equivocado sobre los
guardias?
Los orcos podrían estar detrás de cualquier árbol entre aquí y las cuevas —a más
de un centenar de yardas, si Ian estaba en lo cierto— y sólo tendrían que dejarlos
pasar para rodearlos y atraparlos por detrás.
Cuando dijo esto, sin embargo, la respuesta de Regdar fue poco grata.
—Ian piensa que eso es improbable, y tendremos que arriesgarnos. Creo que tiene
razón en que los orcos no deben haber dejado a demasiados combatientes para
guardar su botín, aunque sólo sea por falta de confianza. Si eso es verdad, no puede
haber más que un puñado de combatientes ahí abajo.
Define puñado, pensó Naull, taciturna.
Ella tenía que intentar quedarse en el centro del grupo, justo delante de Temprano,
con Regdar en la retaguardia. Habían usado el resto de su negro de armas sobre su
armadura de placas y las espadas de los dos guerreros en un esfuerzo para minimizar
cualquier reflejo que pudiera producirse a la luz tenue. Pero nada podía cubrir el
traqueteo que hacía Regdar cuando se movía. Esperaban que los orcos no los
detectaran hasta que la vanguardia estuviera sobre ellos.
Si hubiera sabido que íbamos a andar por ahí furtivamente, pensó la maga con
amargura, habría preparado un conjuro de silencio.
Hizo una nota mental para, en el futuro, hacer más preguntas antes de preparar los
conjuros cada mañana. ¿Es probable que vayamos a irrumpir en una guarida de
orcos esta noche, en plena oscuridad?
No le habría parecido una buena pregunta dieciocho horas antes.
A pesar de sus pensamientos amargos, Naull mantuvo su concentración siguiendo
las pisadas de Temprano. Dejó que una parte de su mente revisara sus conjuros de
nuevo, desesperada por encontrar una combinación que pudiera enfrentarse a
cualquier sorpresa.
Aún así, simplemente no tenía nada que fuera de mucha ayuda contra más orcos
de los que esperaban encontrar.
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De repente, Ian se detuvo en seco. En la penumbra, Naull lo vio coger el hombro
de Trebba y la ladrona adelantó ambas manos y se agachó. Era la señal que habían
convenido para indicar «¡Alto!».
Ya fuera porque las nubes se habían abierto un poco, dejando pasar la luz de la
luna un poco más, o porque el frío Wee Jas había decidido bendecir —con inusual
amabilidad— a una de sus sirvientes menos devotas, Naull se dio cuenta de que podía
vislumbrar al semielfo y lo que había bajo él.
Un viento húmedo sopló por la hondonada. La luz siguió creciendo mientras la
cobertura de nubes se apartaba.
Con sorpresa, Naull advirtió que podía ver la entrada de la cueva hacia la que se
dirigían. Estaba hacia la izquierda, guarecida en la pared más septentrional del valle.
Naull casi podía notar los arqueros orcos que esperaban en la completa oscuridad de
la entrada, pero no surgió ninguna flecha.
Después de un minuto o más de silencio, esperando y observando, Ian indicó al
resto que siguieran adelante.
Mientras Naull se acercaba, oyó el susurro de Trebba.
—Quiero comprobarlo —dijo la ladrona—. Podría haber alguna trampa en la
entrada, o algún tipo de alarma.
Ian se encogió de hombros y se preparó para seguirla.
—No llames a la puerta —bromeó.
—Adelantaos —susurró Naull—. Haré que Temprano y Regdar se muevan.
Podemos llegar rápidamente a la entrada de la cueva desde aquí si nos necesitáis.
Trebba asintió y avanzó hacia las sombras.
—Tened cuidado —añadió Naull.
Se preguntaba si no sería demasiado tarde para que cualquiera de ellos tuviera el
suficiente cuidado, pero mantuvo esos pensamientos tan lejos de su mente como
pudo.
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II
LA GUARIDA
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—Es fea —dijo el hombretón—, pero está limpia. Buen trabajo —dijo, inclinando
la cabeza hacia Ian.
—No creo que el virote estuviera envenenado —contestó Ian—. O si lo estaba ya
había perdido su efecto, con tanto tiempo ahí arriba.
—Gracias por los ánimos, chicos —dijo Trebba, con desdén.
Se pasó las correas de su mochila por el hombro sano.
—¿Estás bien? —preguntó Regdar—. Podrías esperar aquí.
Trebba meneó la cabeza.
—No. Si hay más trampas ahí dentro vais a necesitar a alguien que las encuentre.
Temprano miró hacia la oscuridad.
—No puedo ver más allá de mi mano frente de mi cara.
En respuesta, Naull sacó algunos objetos de sus bolsillos.
—Mejor que antorchas —estuvo de acuerdo Regdar.
Murmuró algunas palabras, y en la mano de la maga una piedra del tamaño de un
ojo se iluminó con una llama fría como la de una antorcha. Un momento después,
Naull tenía la piedra fijada a un pequeño anillo barato. Abrió y cerró la mano algunas
veces, iluminando la entrada de la cueva y luego dejándola de nuevo casi a oscuras.
—Bonito truco —dijo Temprano—. Había visto conjuros de luz, claro, pero el
anillo es cómodo.
—Me deja las manos libres y puedo apagar la luz si hace falta —Naull se quitó el
anillo y lo tendió a Trebba—. Si vas por delante lo necesitarás.
La pícara asintió y cogió el anillo.
El grupo se adentró en la cueva. Trebba iba delante, ocultando la luz tanto como
podía. Regdar e Ian la seguían, y finalmente Naull y Temprano avanzaban hombro
contra hombro.
La verdad era que Naull esperaba que la cueva se abriera formando una gran
caverna, pero se dio cuenta rápidamente de que eso no iba a suceder. Los orcos
fueron afortunados en la elección de su guarida. La cueva se convertía en un túnel
que se retorcía y descendía hacia la derecha casi inmediatamente.
Trebba descubrió e inutilizó otra alarma o trampa —no se molestó en decirles qué
era— y el grupo empezó a moverse un poco más rápido.
El pasadizo se alejaba y descendía quizá un centenar de pies más. En la luz tenue,
podían ver el siguiente giro, la siguiente pendiente y después nada.
El explorador se estiró y agarró el cinturón de la picara, deteniéndola en seco.
—Silencio… escucha.
Como si fueran uno, el grupo aguantó la respiración. Oían ruidos que sonaban
como una conversación, y venían de delante.
Trebba avanzó sola, volviendo unos momentos después.
—Hay una intersección aquí delante, y de la derecha surge algo de luz. A la
izquierda está oscuro, pero sube abruptamente. No vi ni oí nada, pero no podía mirar
sin salir al espacio abierto.
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Regdar asintió.
—Trebba, Ian, vosotros iréis delante —dijo—. Me apuesto algo a que los orcos
están a la derecha de esa intersección y que ahí es donde viven, pero también podría
haber algunos al otro lado. Tened cuidado. Temprano, tú irás después, y yo justo a tu
espalda. Miraremos por la esquina; si es la guarida principal de los orcos, quiero que
tú —apuntó al hombretón—, te adelantes conmigo rápidamente. Trebba, tú te retiras
con Naull y te aseguras que ninguno se acerque por la izquierda. Si la zona parece
limpia, puedes empezar a disparar hacia la caverna principal, pero mantén las flechas
lejos de nuestras espaldas.
Naull sonrió ligeramente ante el chiste del guerrero pero sabía que hablaba en
serio.
Trebba empezó a moverse, pero Regdar le cogió la mano.
—Si Ian tiene razón, tenemos una lucha más o menos igualada por delante.
Quiero entrar en esa caverna, si se trata de eso, tan rápido como sea posible. La
mayoría de nosotros somos más ágiles que los orcos, pero no quiero sorpresas. Si
algo se acerca por el otro pasadizo, grita. Sabrán que estamos aquí igualmente.
—Muy bien.
Mientras Trebba e Ian avanzaban, Temprano miraba pero Regdar dudaba.
—¿Qué piensas, Naull? —preguntó en voz demasiado baja para que nadie
excepto la pequeña mujer lo oyera.
—Es un plan decente —contestó nerviosamente—. Aunque espero que Ian tenga
razón con los orcos, o nos vamos a meter en problemas.
Regdar sacudió la cabeza.
Él tampoco quería hacerlo, pensó ella de repente. Casi le pidió que dejaran correr
el ataque, pero ese momento ya había pasado.
Mientras el grupo se acercaba, los sonidos aumentaron de volumen.
El horrendo idioma de los orcos provenía del pasadizo a la derecha, y vieron el
resplandor de una fogata contra la piedra desigual.
Trebba se deslizó hábilmente alrededor de la esquina y volvió.
En la luz tenue asintió y levantó cinco dedos.
Regdar y Temprano avanzaron. Temprano tenía preparados su espada larga y su
escudo, pero Regdar curvó y encordó su arco largo.
Con un vistazo hacia el pasadizo de la izquierda, los dos guerreros entraron a la
caverna.
Un grito de sorpresa de los orcos les dio la bienvenida, y el arco de Regdar
restalló.
La flecha alcanzó a un corpulento orco en el pecho. Dio una vuelta sobre sí
mismo y cayó junto al fuego.
—¡Quedan cuatro! —gritó Temprano.
Se lanzó hacia delante y Regdar, tirando el arco, sacó su espada y lo siguió.
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El cuerpo a cuerpo que siguió fue rápido y brutal. Temprano y Regdar se
abalanzaron sobre el resto de orcos a toda velocidad. Aunque las bestias tenían su
equipo y armas a punto, no estaban preparados para que dos grandes humanos —uno
de casi siete pies de altura y gritando como un loco, y el otro prácticamente cubierto
por una armadura de placas ennegrecida y empuñando una espada casi tan alta como
él— los atacaran en su guarida. Cedieron terreno rápidamente.
Cuando Ian entró en la refriega, uno de los orcos tiró su arma y empezó a correr.
Con un chillido, el orco cayó de cara al suelo: una de las pequeñas hachas de Ian
estaba enterrada en su espalda.
Como un relámpago, Ian sacó una segunda hacha de su cinturón y avanzó para
batirse contra un gran orco. Los golpes de su hacha a dos manos no cortaron más que
el aire mientras el semielfo jugaba con su presa.
Mientras el orco lanzaba una rápida mirada sobre su hombro hacia la salida, la
punta del estoque del semielfo avanzó y atravesó al orco por el cuello.
Con tres orcos caídos en sólo el doble de segundos, la batalla casi había
terminado.
Temprano y Regdar luchaban para mantener a los últimos humanoides a raya,
pero tampoco querían que escaparan. Al otro lado del fuego podían ver un pasadizo
—una entrada grande y oscura—. Si los dos huían por ahí, quién sabe lo que tardarían
en atraparlos. Sería mejor acabar en esta cueva con todos los que quedaban y no tener
que cazarlos por su madriguera.
¿Todos los que quedan?, pensó Naull.
Examinó a los tres —ahora cuatro, ya que el contrincante de Temprano había
caído también— cadáveres orcos de la habitación. Levantó la mirada justo en el
momento en que Regdar atravesaba las tripas del último con su espada bastarda.
No, ése tampoco es el líder, concluyó.
Sólo había visto al líder durante un momento en el lugar de la emboscada, pero
ninguno de estos orcos iba tan bien armado ni acorazado como él. No olvidaría esa
cuchilla a dos manos fácilmente.
—¡Regdar! —gritó para decírselo, pero entonces Trebba chilló.
Por una coincidencia funesta, ambas mujeres estaban prestando atención a la
batalla y no al agujero en el momento menos adecuado. Como si supieran que ambas
estaban distraídas, dos grandes orcos descendieron por el tobogán. Uno al lado del
otro, cayeron sobre la maga y la pícara.
El primero hundió la punta de una lanza larga en el estómago de Trebba mientras
ésta se giraba para enfrentarlo. La mujer oscura se derrumbó hacia un lado con un
jadeo, bloqueando el pasadizo durante un segundo precioso. Naull saltó hacia atrás
antes de sufrir un destino similar.
La maga se encontró sola en la parte superior del pasadizo, enfrentándose a dos
grandes orcos. Desde cerca, sus colmillos amarillos parecían enormes y su aliento
hedía a carne podrida.
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Uno graznó con malignidad mientras retorcía su lanza en el estómago de Trebba y
ella gimoteaba en el suelo, rodando para apartarse. El otro sacó una cruelmente
familiar espada a dos manos de la vaina a su espalda y se acercó a Naull.
La maga se retiró, levantando una mano con un fútil gesto de defensa, pero el
sonido que escapó de los pequeños labios de la mujer no era un grito. La espada cayó
con fuerza, pero se desvió en el último momento como si hubiera golpeado contra un
escudo mágico invisible.
Naull intentó caminar hacia atrás y tropezó, cayendo en la habitación más grande.
El orco con lanza la sacó del cuerpo de Trebba, saltó más allá de Naull y se
dirigió hacia los guerreros. Regdar se giró con el alarido de Trebba y gritó de rabia,
empezando a subir hacia el pasadizo. El orco intentó lancear a Temprano, que llevaba
una armadura más ligera.
La sangre de Trebba salpicó el escudo del hombre mientras desviaba el golpe,
pero la respuesta de Temprano tampoco dio en el blanco. El orco dio la vuelta y giró
la lanza como si fuera un garrote, golpeando al hombretón en el brazo del arma,
haciendo que gritara de dolor y la soltara.
En ese momento, un rugido surgió de la cueva al otro lado del fuego.
Ian había dicho que ningún líder orco dejaría solos a muchos de sus seguidores en
una cueva con su botín, y no se había equivocado. Cinco combatientes orcos se
habían quedado atrás junto al lancero y ahora el grupo vio por qué.
El «líder» orco sólo era un mero lugarteniente.
La criatura que surgía de la abertura tenía que ser el verdadero comandante de los
humanoides.
Tenía la mandíbula salida y los colmillos de un orco, pero medía casi una vez y
media lo que éstos. Sus largos brazos desnudos colgaban más allá de sus muslos,
grandes como troncos de árbol, y por debajo de sus permanentemente torcidas
rodillas. Oro y plata, junto con huesos y piel, ornamentaban su cabello fibroso y
empuñaba una enorme clava cubierta de pinchos y envuelta en tiras de cuero.
—¡Un ogro! —gritó Ian, consternado.
El ogro bramó y empezó a avanzar hacia el explorador.
Ian era el que estaba más al interior de la caverna, casi al lado del fuego tras su
duelo con el orco, y era obvio que la criatura lo había elegido como el objetivo más
cercano.
Naull luchó para levantarse, para hacer algo que fuera de ayuda, pero tuvo que
alejarse rodando mientras el teniente orco que empuñaba la espada se inclinaba hacia
ella.
Por suerte el orco no la alcanzó.
Regdar saltó entre ellos y las dos armas enormes chocaron.
El orco tenía más impulso y la espada de Regdar se deslizó hacia atrás.
—Naull, si te queda alguna sorpresa oculta, ¡ahora sería un buen momento!
La maga eligió rápido.
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Sin preocuparse siquiera de levantarse, se quedó de rodillas y apuntó al orco que
luchaba contra Regdar.
Dos proyectiles brillantes, como los que habían matado un orco en la emboscada,
surgieron de las puntas de sus dedos y golpearon al bruto teniente en pleno pecho.
Trastabilló hacia atrás y rugió, pero no cayó.
Regdar chilló de frustración y golpeó con su espada bastarda.
El orco intentó pararlo, pero el golpe empujó su propia hoja contra su pecho y el
filo del arma de Regdar se hincó en el bíceps del humanoide. La sangre de un corte
profundo descendió por su brazo.
El orco dio unos pasos hacia atrás pero se quedó contra la pared de la caverna.
No intentó ir hacia arriba a la izquierda. Incluso sin el cuerpo de Trebba en su
camino, avanzar hacia arriba por el suelo desigual podría haber sido un desastre. No
tenía otra opción que enfrentarse a Regdar, un golpe por otro.
Los dos se batieron mientras Naull miraba, sintiéndose indefensa. Miró a su
alrededor buscando algo que pudiera salvarlos.
Al otro lado de la entrada, Temprano luchaba con valentía contra el orco que
empuñaba la lanza, pero evidentemente estaba en desventaja. Había sacado su arma
de reserva, una daga, pero por mucho que lo intentara, no conseguía acercarse lo
suficiente para usarla.
Cada vez que se abría camino hasta poder alcanzar al orco, su lanza giraba y le
pegaba con la cantonera de madera. No le hacía mucho daño, pero le hacía retroceder.
Mientras tanto, la punta del arma había pinchado dos veces a Temprano, una en el
muslo y otra en el hombro. El hombretón se estaba cansando y no había nada que
Naull pudiera hacer.
Aunque a la maga todo esto le pareció secundario cuando miró al interior de la
caverna.
El ogro rugió su feroz grito de guerra y se lanzó sobre Ian.
También gritando, el explorador saltó hacia delante y, de algún modo, se las
arregló para que su contrincante le quedara al alcance. Acuchillando hacia arriba con
su estoque, le atravesó su gruesa piel.
Antes de que el ogro pudiera dar un golpe descendente con las dos manos sobre la
cabeza del explorador, el semielfo saltó de nuevo, alejándose.
¿Qué puedo hacer?, pensó frenéticamente Naull.
Viendo que sus amigos luchaban una batalla perdida, intentó aclarar su mente.
Aún le latía por el golpe que se había dado en el suelo de la cueva y empezó a
desesperarse.
Incluso aunque pensara algún modo de ayudar, ¿qué podría hacer que marcara la
diferencia?
Si sólo pudiera liberar a uno de ellos de su contrincante el tiempo suficiente para
que pudiera ayudar a otro… dos contra uno sí marcaría la diferencia. Sólo necesitaba
pensar.
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—El resto es bastante defensivo —le había dicho a Regdar antes de meterse en
esta maldita cacería—. No todo el mundo puede ir por ahí en el interior de su gólem
privado —bromeó.
Recordó sus palabras con expresión seria.
Entonces sus ojos se agrandaron y miró a su alrededor.
Regdar… Regdar tenía las mejores posibilidades de ayudar que cualquier otro,
pensó.
—¡Boccob, bendice mi magia! —Y, añadió— ¡Wee Jas, si muero haciendo esto,
tráeme de vuelta para vengar las muertes de mis amigos!
Naull lanzó dos conjuros en una sucesión rápida.
Con uno, su forma quedó borrosa e indistinguible. El otro no mostró ningún
efecto visible, pero ella sabía que había funcionado igualmente.
Sacando su pequeña daga, Naull saltó al lado de Regdar.
—¡Ayuda al resto! —le gritó—. ¡Yo puedo encargarme de éste!
Regdar le lanzó una mirada de asombro y pareció que iba a discutir. Ella le
empujó físicamente; sabía que no tenía la fuerza suficiente para desplazar al hombre,
pero lo intentó.
—¡Muévete! Antes de que sea demasiado tarde. ¡Sé lo que hago!
Haciéndole caso, el guerrero se retiró. El teniente orco sonrió y dijo algo en su
idioma gutural que a Naull le hubiera gustado comprender.
—Venga, vamos —le contestó Naull tétricamente, blandiendo su daga como si
fuera un arma poderosa—. No tengo toda la noche. Si no te mato antes del amanecer,
no conseguiré mis ocho horas de sueño.
El orco, la entendiera o no, pareció indignado con su gesto desafiante.
Cogiendo su espada con las dos manos, golpeó a la pequeña maga con un golpe
que seguramente la habría partido por la mitad si hubiera impactado. Pero la hoja se
desvió mientras se aproximaba a la forma borrosa de Naull y golpeó la piedra a sus
pies.
La combinación de conjuros protectores bastaría para mantener el orco a
distancia, al menos durante algún tiempo. Naull esperaba que el suficiente.
Regdar, mientras tanto, saltó hacia la caverna, lanzando una salvaje estocada al
orco de Temprano mientras pasaba.
La criatura se agachó para esquivar el golpe fácilmente, pero el asalto inesperado
lo distrajo lo suficiente para que el chico de granja convertido en aventurero golpeara
con su escudo la cara chata de la criatura. El orco trastabilló hacia atrás y tropezó,
cayendo contra la pared.
Temprano acuchilló la criatura con su toda su considerable fuerza, partiendo su
lanza por la mitad y enterrándole profundamente su arma en el pecho. Orco y hombre
rodaban por el suelo un momento después, el primero muerto y el otro exhausto.
—¡Temprano! ¡Sal de aquí! —gritó Regdar mientras avanzaba hacia el ogro—.
¡Coge a Trebba! ¡Ayuda a Naull! ¡No podemos luchar contra esto!
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Creyera o no Regdar que no podían luchar contra el ogro, Ian aún no se había
dado por vencido. Gruñendo, el explorador entraba y salía del alcance del ogro,
pinchándolo con su estoque. El gigante aullaba y sangraba por muchos pequeños
alfilerazos, pero su clava enorme se acercaba más a la cabeza de Ian con cada golpe.
—¡Aquí arriba! —gritó Regdar.
Se acercó a la fogata agarrando fuertemente su espada bastarda con ambas manos.
Naull, que podía ver la lucha del ogro aunque estaba parando y esquivando los
golpes del teniente orco, no oyó qué le había gritado su socio a Ian o al ogro.
Fuera cual fuera su intención, el ogro se giró y se abalanzó contra él. Quizá le vio
como un objetivo más fácil. Envuelto en su pesada armadura, el guerrero
posiblemente no podría moverse tan rápido como el molesto semielfo.
Durante un momento, eso puso al ogro entre el explorador y el guerrero.
Mientras Regdar se retiraba con rapidez para evitar el descenso de la clava, Ian
también saltó hacia atrás, lanzando su hacha de mano a la espalda del ogro.
La criatura aulló de dolor y rabia cuando el hacha de mano se hincó
profundamente en su espalda musculosa. Justo en el momento que empezaba a
girarse, sin embargo, Regdar metió su espada de hoja ancha en las cenizas de la
fogata y las tiró al aire hacia la cara del ogro.
Las chispas y las cenizas cegaron a la criatura, que tiró su clava para limpiarse los
ojos.
Naull casi lloró de alivio cuando vio a Ian rodear apresuradamente al enloquecido
ogro, y eso casi fue su perdición.
El orco blandió su hoja en un amplio arco, golpeando con un tajo oblicuo a la
maga en el costado.
Si no hubiera sido por sus conjuros de escudo y armadura de mago, la cuchilla la
habría partido en dos. En ese momento se sintió chocar contra la pared de la cueva,
inmovilizada e indefensa.
El orco sonrió siniestramente y avanzó para acabar con ella.
Entonces Trebba se levantó.
Temprano había llegado hasta la ladrona y vendado sus heridas, pero cuando el
ogro gritó, el hombre había empezado a volver de nuevo hacia la cueva, dejándolas
solas.
Trebba se levantó vacilante y se lanzó hacia delante. Naull, aunque sentía miedo y
horror al pensar que podía morir en manos del lugarteniente orco, miró por encima
del hombro de la criatura y sintió piedad al ver que los labios de la ladrona estaban
manchados de sangre.
Entonces vio la daga en la mano alzada de la mujer.
El orco dio un paso atrás para infligir el golpe final, pero gruñó sorprendido. La
daga de Trebba se había clavado por completo entre sus omoplatos.
La criatura soltó su cuchilla, se puso las dos manos tras la espalda y cayó hacia
delante, cubriendo a Naull mientras moría.
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Luchando contra el peso, Naull se retorció y miró hacia arriba; vio a Trebba
cayendo de rodillas. Le manaba abundante sangre de la boca, y a la luz de su conjuro,
su piel oscura tenía un tono ceniciento.
—¡Recógela! —ordenó Naull.
Temprano se detuvo sin decir nada y alzó a Trebba entre sus brazos.
Naull miró hacia atrás y se desalentó al ver que ni Regdar ni Ian se habían
apartado por completo del ogro. Ambos estaban en su lado de la criatura, que estaba
obviamente aún ciega y rugía de dolor. De algún modo había golpeado a Regdar en el
costado y Naull podía ver la abolladura en su armadura a veinte pies de distancia.
Ian estaba gritando y agitando los brazos —uno de los cuales era una masa
sangrienta— para distraer al ogro mientras el guerrero se alejaba trastabillando.
Naull corrió hacia Regdar y se pasó su pesado brazo por encima del hombro. Él
no le puso demasiado peso encima, lo que la maga interpretó como una buena señal.
Sólo ha perdido el aliento, pensó mientras avanzaban con dificultad fuera de la
caverna.
Se oyó un fuerte crujido.
El ogro había recuperado su clava y la madera golpeaba contra piedra. Ian le
lanzó otra provocación y después rodó lejos del gran monstruo. Corrió a través de la
caverna y hacia la entrada.
—¡Salgamos de aquí! —dijo mientras se pasaba el otro brazo de Regdar por el
hombro.
El semielfo sangraba por una herida superficial en la cabeza, pero aún parecía
capaz de correr. Pasaron por encima del cuerpo del orco lancero y corrieron lo mejor
que pudieron hacia la entrada. Los gritos de dolor y rabia del ogro aún se oían, pero
no parecían acercarse.
—¿Nos seguirá? —preguntó Naull mientras se aproximaban a la salida de la
cueva.
El cielo se había aclarado ligeramente y Naull podía ver el leve contorno de la
entrada por delante. Había visto manchas de sangre —de Temprano o Trebba—
mientras avanzaban, pero no veía a ninguno de los dos.
Regdar estaba pasando un mal rato al correr con la armadura abollada y no
contestó.
Ian se encogió de hombros.
—No lo sé. Es probable. No puedo haberlo cegado definitivamente.
Regdar miró hacia el explorador y se deshizo de su ayuda.
—Puedo caminar. Debemos seguir avanzando. Si podemos llegar al camino…
El semielfo parpadeó cuando salieron al aire libre.
Mientras los tres se alejaban, ayudándose entre ellos, Naull sintió que dos de sus
tres conjuros protectores se desvanecían. Miró atrás hacia la entrada de la cueva, pero
era demasiado oscuro para ver nada. Si el ogro los cogía en campo abierto, su
armadura de mago no le evitaría terminar hecha papilla bajo los golpes de la criatura.
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Pasaron por el lado de los carromatos rotos que los orcos habían usado como
barricadas e Ian se detuvo.
—Temprano y Trebba —dijo—. También pasaron por aquí —el explorador señaló
una pequeña mancha de sangre y cogió un trozo de ropa desgarrada, probablemente
de la túnica de Temprano—. No deberían estar demasiado lejos.
—Al menos Trebba aún vive —dijo Naull con esperanza—. ¿Visteis cómo
apuñaló al orco?
Ninguno de los dos hombres contestó.
Naull miró hacia atrás por encima de su hombro de nuevo. Nada.
Empezó a respirar un poco más fácilmente.
***
La maga respiraba con mucha más facilidad unos minutos más tarde.
Habían seguido rodeando más basura —pedazos de carros rotos, toneles vacíos y
comida desechada y medio podrida—, y finalmente alcanzaron el camino principal.
A esta profundidad del bosque, el «camino» no era más que un sendero marcado,
lo bastante ancho para que caminaran dos hombres de lado. Vio a Temprano unas
yardas más allá, agachado sobre Trebba.
Naull miró a Regdar e Ian y corrió.
—¡Temprano! ¿Está…?
El hombretón alzó la vista, con lágrimas en los ojos, y después volvió a mirar a la
mujer que había transportado desde las cuevas. Trebba tenía un tosco vendaje
enrollado en su cintura, blanco manchado de sangre contra su piel oscura.
Naull miró la cara de Trebba. Temprano la había limpiado un poco, pero eso
había sido después.
La ladrona estaba muerta.
—S- sus heridas —balbuceó Temprano—. No pude hacer nada. Dijo que la
dejase, pero pensé que sólo estaba siendo…
—¿Heroica?
Era Ian. Había caminado tras Naull. Sus sesgados ojos de elfo brillaban en la
oscuridad, y su cara pálida reflejaba la luz de las estrellas.
—Lo era —dijo, colocando una mano en el hombro de Temprano.
—Tenemos que seguir —dijo Regdar. Su cara era seria, pero Naull podía ver la
pena tras la máscara—. Ian, ve delante. Naull, Temprano, id uno al lado del otro. Yo
tomaré la retaguardia.
Ian asintió y empezó a avanzar.
Había pasado algunos momentos envolviendo su mano quemada con otra venda,
pero se movió con obvio dolor.
Temprano empezó a levantar el cuerpo de Trebba.
—No, Temprano —le dijo Regdar secamente—. Déjala.
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Temprano se giró y empezó a refunfuñar, pero Regdar no le dejó hablar.
—Murió para ayudarnos a salir de aquí. Si ese ogro viene tras nosotros ahora,
estamos acabados. ¿Quieres que su sacrificio no sirva para nada? Déjala.
El hombretón se crispó, y entonces pareció derrumbarse y asintió.
Espada en mano, se giró y siguió a Ian.
Naull empezó a decir algo a Regdar, pero se encontró con sus ojos y frunció el
ceño.
Su dolor era obvio, pero sólo igualaba al suyo.
Este no es el modo de ganarse una torre de maga, ¿verdad?, pensó con algo más
que un poco de ironía. Alcanzó a Temprano y caminaron en silencio.
***
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Girándose, el ogro alcanzó a Ian con los nudillos córneos de su mano torpe, y el
semielfo voló seis pies por el aire hasta desplomarse contra un árbol, inconsciente.
El ogro pasó por encima de la raíz de un árbol mientras se lanzaba hacia el
camino.
La criatura había elegido a los objetivos más debilitados primero.
Mientras Naull se arrastraba, alejándose a cuatro patas, Regdar desenvainó su
espada bastarda y gritó de rabia al gigante.
—¡Toma esto, bastardo deforme! —chilló el guerrero.
La espada partió dos vástagos de árbol pero no perdió velocidad mientras giraba
hacia su objetivo. Hincándose en el muslo arbóreo del ogro, hizo que la criatura
volviera a gritar de dolor y rabia.
El ogro golpeó de arriba hacia abajo con su clava, machacando la armadura
abollada de Regdar, que cayó sobre una rodilla. El ogro, con los pies firmemente
plantados en el camino, levantó su arma para infligir el golpe final.
El sonido de cascos resonó en el sendero.
El ogro se giró hacia el sur pero al aumentar el volumen de los cascos no vio
venir nada. Al otro lado del estrecho camino yacía Naull, pronunciando algunas
palabras mágicas y gesticulando mientras sacaba rápidamente varios componentes de
su bolsa.
No fue una gran distracción, pero fue suficiente.
Regdar se cogió al brazo del ogro mientras la clava bajaba y después usó la fuerza
de la criatura que retiraba el brazo para levantarse. Trastabilló hacia atrás en dirección
a la maga. Gritando de rabia, el ogro giró y avanzó hacia la pareja. Balanceó su clava
a dos manos y Regdar se preparó para recibir el impacto.
Los cascos volvieron a sonar, esta vez al norte.
El ogro se sobresaltó brevemente, después miró hacia la maga y gruñó.
Naull sonrió levemente, aún sujetando los restos de sus componentes de conjuros
y se empujó hacia atrás en los matorrales.
La clava alcanzó el punto más alto de su balanceo y después bajó en un arco letal.
Del pecho del ogro surgió la punta de una lanza. Fue seguida inmediatamente por
una erupción de sangre negruzca.
El ogro soltó su clava, sorprendido, y miró primero a Regdar, luego a Naull.
Intentó girarse, pero la lanza se rompió y la criatura se inclinó hacia delante hasta
caer a sólo unas pulgadas de la bota de Regdar.
Los dos aventureros miraron hacia arriba maravillados.
Sobre un caballo gris que parecía brillar levemente a la luz de las estrellas vieron
a un caballero ataviado con armadura completa. El caballero tiró los restos de su
lanza rota y levantó la mano acorazada hacia su visor.
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III
MUCHOS ENCUENTROS
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Levantándose y flexionando sus piernas cansadas, miró hacia la dirección en que
había venido.
Su capitán le había dicho una semana de dura marcha. Krusk había completado el
recorrido en menos de cinco días. El bárbaro no podía calcular los números, y ni
siquiera lo intentó.
Si Tahrain estimaba que la villa se encontraba a poco más de un día del
desfiladero, Krusk lo alcanzaría antes de que cayera la siguiente noche.
Pensó en la persecución y supo que tenía que hacerlo.
Dejando los huesos de rata rotos y algunos pedazos de piel bajo el arbusto, Krusk
empezó a avanzar en la noche que acababa de caer.
***
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castigos que infligía a aquellos que la desobedecían. Ordenó a su manada que
hablaran común todo el tiempo, de modo que no cometieran ningún desliz cuando
ella estaba cerca.
—Finalmente está reduciendo su marcha —dijo Grawltak.
El gnoll viejo asintió. Alargó la mano hasta su espalda curvada y sacó una botella
de cuero. Después de verter el agua en una copa ancha, la ofreció a su jefe.
Grawltak meneó la cabeza y el gnoll viejo la lamió en silencio.
—¿Qué hay ahí fuera, Kark? —preguntó Grawltak.
La voz era tan áspera como siempre, pero tenía un tono de respeto. La mayoría de
gnolls que alcanzaban la edad de Kark eran expulsados de la manada o, si tenían
suerte, morían en una lucha de desafío. Sin embargo, Grawltak vio el valor que tenía
el antiguo líder de la manada y mantuvo al sabio gnoll con ellos.
El batidor más joven inclinó la cabeza y la sacudió con atención. El líder gruñó y
el batidor se retiró, inclinándose, y después se giró para unirse al resto.
—Humanos… —dijo el gnoll viejo mientras olfateaba el aire.
—¿Tan cerca para que los olfateemos?
—No —ladró el batidor, casi riendo—. Al menos, no para esta vieja nariz. Queda
como mínimo otro día a la carrera.
—Entonces podemos atraparle.
—O se nos escapará por poco.
Grawltak apretó los dientes.
—Si es así, le cortaré la garganta a alguien. Haz que esos cachorros se muevan,
Kark.
El resto sabía que no debía poner a prueba el temperamento de su líder. Aunque
ya lo habían escuchado e incluso antes que el gnoll viejo saltara hacia ellos,
gruñendo, volvieron a la formación de manada y los de delante empezaron a avanzar.
***
Krusk bizqueó a la luz del amanecer que se levantaba al final del desfiladero.
El fuego de sus piernas igualaba al del horizonte, pensó, pero siguió ignorándolo.
Un riachuelo se retorcía cerca y, después de que una mirada rápida no revelara
signos de peligro, el semiorco se tiró al suelo y metió la cara en el agua.
Engullendo el agua limpia y fresca, Krusk sintió que el cansancio de su cuerpo
empezaba a reclamarlo. No había dormido más que unos minutos desde que dejó a
los asesinos de Tahrain y, de algún modo, la falta de comida y agua había evitado que
pensara en lo exhausto que estaba. Pero ahora con más agua de la que podría beber y
su frialdad golpeándole la cara y el cuello, sentía cómo se caían sus párpados.
Levantándose lentamente y con un gran dolor en sus manos y rodillas, acumuló
agua entre sus sucias zarpas y se la pasó por la cara.
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Krusk tenía las rodillas hundidas en la corriente. Sus brazos colgaban
fláccidamente a sus lados. Su respiración agitada de cansancio se convirtió en
inhalaciones profundas de sopor que casi ocultaron el sonido de los jinetes.
***
Cuando Krusk se despertó, con los ojos legañosos y doloridos, ya le habían quitado
su gran hacha y sus brazos y piernas estaban atados tras él.
***
—¿Estás herida?
Naull miró hacia arriba. Las nubes se estaban rompiendo y estaba asombrada al
ver cómo la luz se reflejaba en la armadura de la dama.
¿Ya es de día?, pensó.
Meneó la cabeza y la dama empezó a desmontar.
—No, no —dijo Naull, levantándose con dificultad—. Estoy bien.
¿Cuánto tiempo he estado fuera de combate?, se preguntó.
Mirando a su alrededor, se dio cuenta que no podía haber sido demasiado. De la
herida del ogro aún manaba sangre y tanto Temprano como Ian yacían inconscientes
en el camino.
Se quedó mirando a Regdar, que a su vez estaba mirando a su salvador —un
auténtico «cabañero de brillante armadura»— mientras ella se apartaba de su caballo.
El caballero era —en realidad— claramente una mujer, a juzgar por su armadura y su
voz.
Tan pronto como tocó el suelo, la dama se giró y caminó hacia Temprano, que
yacía al lado del camino. Regdar parecía desembarazarse de la especie de trance en
que se encontraban ambos y fue rápidamente tras ella.
La maga no pudo evitar fijarse en lo diferentes que se veían sus armaduras: la de
Regdar era oscura, sucia y abollada, mientras que la de la dama brillaba a la luz del
amanecer.
Naull oyó que Temprano gruñía y fue tras los otros dos. Regdar estaba delante del
caballero y ella se había agachado junto al hombretón. Temprano se estaba
levantando mientras se frotaba la cabeza.
—¿Estás bien? —le preguntó Regdar al hombretón.
—Sí —contestó débilmente Temprano—. ¿Qué pasa con Ian?
Temprano parpadeó y después se sobresaltó, viendo a la dama por primera vez.
Sus ojos se fijaron en ella y no se apartaron hasta que se levantó de nuevo y cruzó
el camino hacia la forma inconsciente de Ian. Temprano y Regdar la siguieron
lentamente, pero Naull llegó antes. Lo que había visto no tenía buen aspecto.
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El hombro del semielfo estaba aplastado. Su pecho subía y bajaba débilmente,
pero la sangre de la cabeza le cubría la cara. Naull se inclinó hacia él.
—No lo muevas —dijo la dama desde arriba.
Naull se giró hacia la fría voz de soprano. La dama se quitó el yelmo y Naull
levantó la mirada para ver la cara de la mujer por primera vez.
Tenía el pelo negro y corto, y se levantaba en ángulos raros, como si se lo hubiera
cortado ella misma con un cuchillo. Le debería haber dado una apariencia desaliñada,
especialmente porque un momento antes llevaba puesto un yelmo completo, pero de
algún modo no era así.
Sus ojos grandes y brillantes se cruzaron brevemente con los de la maga, y se
agachó junto al cuerpo maltratado del semielfo.
—Mala cosa —dijo la mujer. Apartó la armadura ligera de Ian y empezó a quitar
astillas de madera de la herida que tenía el explorador. El semielfo gruñó de dolor aún
en su inconsciencia—. Se está muriendo.
Entonces fue cuando Naull advirtió algo en la coraza de la mujer.
Había un pequeño símbolo cuidadosamente inscrito en la armadura plateada, la
silueta de un rayo firmemente agarrado por una mano. La maga dio un codazo a su
amigo y le hizo un gesto. Él lo vio y asintió.
La dama colocó ambas manos sobre la herida de Ian. Murmuró algo, pero fuera
una plegaria o un conjuro, ninguno de los amigos lo entendió.
Ian se movió de repente, arqueando la espalda, y soltó lo que parecía un suspiro
de sorpresa. La herida de su hombro se cerró y las abrasiones que tenía parecían
completamente curadas. Abrió los ojos y empezó a levantarse.
—No, amigo —dijo la dama—, no te muevas. Estás bien y entre amigos, pero aún
gravemente herido.
La mirada del semielfo se cruzó con la de la mujer y parpadeó maravillado en
silencio.
Pero recuperó la compostura rápidamente y a Naull le pareció como si una
máscara hubiera caído sobre la cara de Ian.
Había vuelto.
—Gracias —dijo.
La dama sonrió cálidamente. Sus dientes, aunque blancos, no eran completamente
rectos, y eso también sorprendió de algún modo a Naull. Sus orejas sobresalían, su
barbilla era demasiado grande… todos los rasgos individuales de la cara de la dama
parecían ligeramente defectuosos, pero en conjunto le añadían atractivo.
Miró a Regdar, y los ojos del guerrero se fijaron en la cara de la mujer durante
algunos momentos. Naull se sintió de repente un poco incómoda y se aclaró la
garganta. Ambos se giraron hacia ella.
—Sí —dijo la maga—, gracias.
Ian se apoyó en el árbol mientras Regdar y la dama se levantaban.
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—Estoy contenta de poder ayudaros —dijo—. Alabado sea Heironeous, parece
que he llegado justo a tiempo.
Regdar sacudió la cabeza y se rió ligeramente.
—Ayudarnos —dijo el guerrero. Enfundó su espada bastarda y miró a su
alrededor. Parecía que por el camino hubiera pasado un tornado—. Nos has salvado.
Se quitó el guantelete derecho y le tendió la mano; la mujer hizo lo mismo. Los
dos entrechocaron las manos. La de Regdar estaba curtida, llena de cicatrices y
morena. La de la dama era casi igual de grande, pero pálida, y la piel, aunque
ligeramente pecosa, no tenía imperfecciones. Naull se movió incómoda.
—Yo soy Naull —tendió la mano—. Este es Regdar. El semielfo es Ian y todo el
mundo llama Temprano al tipo grande.
Soltando la mano de Regdar con suavidad, la dama se giró hacia la maga.
Siguió sonriendo, como si no se hubiera dado cuenta de la abrupta presentación
de Naull.
—Me llamo Alhandra —contestó mientras cogía la mano de la maga. Su apretón
fue gentil pero firme—. Soy paladina de Heironeous.
—Una paladina —dijo Regdar con respeto—. Ya lo imaginaba —hizo un gesto
hacia Ian y luego hacia el caballo, que estaba tras ellos, junto al cadáver del ogro, sin
apenas moverse—. A los caballos no les gusta el olor de la sangre, ni tampoco el olor
de los ogros, pero el tuyo parece muy bien entrenado.
Alhandra caminó hacia su montura, riéndose ligeramente. Puso su mano desnuda
en la crin del caballo y lo acarició con afecto.
—Calandria es una buena yegua, ¿verdad, chica?
La yegua se recostó contra la mano de la paladina y disfrutó con las caricias en
sus orejas.
—Entonces, eh, ¿qué te trae por aquí? —preguntó Naull—. Quiero decir que, nos
alegramos de vernos y todo eso, ¿pero no estás un poco lejos de tu camino? ¿Quiero
decir para una paladina de Heironeous?
—¡Naull!
La voz de Regdar era un reproche y Naull se giró para mirarle. Si Alhandra se
daba cuenta de la escena, no lo exteriorizaba.
—Me llegaron noticias de que había problemas hacia el sur, de modo que vine.
—¿Problemas? —preguntó Naull—. ¿Te enteraste de que una banda de orcos
estaba asaltando caravanas?
Regdar lanzó a Naull otra mirada de advertencia, pero el guerrero también tenía
curiosidad.
—No. No sabía nada de vuestro problema hasta que me detuve en la villa al norte
de estos bosques.
Naull asintió.
—Entonces decidí seguir por el sendero del bosque en vez de por el camino de las
caravanas, ya que parecía el lugar donde probablemente estarían los orcos.
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Lo dijo tal como parecía haber sucedido, sin ningún tono de jactancia, pero Naull
sintió que se le caía el alma al suelo.
—¿Fuiste a cazar una banda de orcos entera tú sola? —La voz de Naull contenía
tanto incredulidad como crítica.
Alhandra asintió y mostró una sonrisa torcida.
—No había nadie más. Aún así, estoy contenta de no haberme topado con este
grandullón yo sola.
El trío miró al ogro caído.
—Era el líder —dijo Regdar.
—Eso es raro —contestó ella.
—¿Raro? —preguntó Naull.
Alhandra se encogió de hombros.
—Los ogros son peligrosos pero estúpidos. No planean asaltos; simplemente
cazan. Por supuesto, yo no sé tanto sobre ogros como probablemente sabéis
vosotros… —su voz se apagó y volvió a encogerse de hombros.
Sin hacer ruido, Ian se levantó tras Naull y ella saltó cuando intervino.
—No, tenía a un par de asquerosos tenientes. Seguramente ellos lo planificaban
casi todo.
El ogro era el músculo.
Ian hizo una mueca de dolor mientras intentaba girar el brazo.
—Pero nos encargamos de ellos —dijo Temprano. Caminaba cojeando y usaba su
maltratado escudo casi como una muleta. Sus ojos estaban oscuros y llenos de
aflicción—. Ya no planearán más asaltos —miró atrás, hacia el camino por el que
habían venido—. ¿Podemos volver, Regdar? ¿A por Trebba?
El guerrero asintió.
—¿Otro miembro de vuestro grupo? —preguntó Alhandra con amabilidad.
Él asintió de nuevo.
—Mató a uno de los tenientes, pero murió debido a sus heridas. Si no lo hubiera
hecho en ese momento, no habríamos salido con vida. Vayamos a buscarla.
El grupo se movió lentamente por el bosque.
Alhandra ofreció su yegua primero a Temprano y después a Ian, pero ninguno
quiso montar.
La paladina se quedó atrás, guiando a Calandria por el estrecho sendero.
Naull caminaba al frente, junto a Regdar, y después de un momento oyó que
Temprano le explicaba a Alhandra la emboscada y el asalto a la guarida de los orcos.
Naull se sentía incómoda escuchando la conversación entre Temprano y la
paladina. La mujer escuchaba el relato, absorta, haciendo preguntas mientras
caminaban; pero cuanto más hablaba Temprano, más se daba cuenta Naull, de lo
estúpidos —y afortunados— que habían sido.
Si Alhandra estaba de acuerdo con el sentimiento de Naull, no lo dijo. De hecho,
aunque comentó sus tácticas en algunos aspectos concretos, evitó criticar sus
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esfuerzos.
Naull supuso que tenía buena intención.
Cuando llegaron al cuerpo de Trebba, incluso Temprano parecía incómodo
mientras hablaba de su incursión en la guarida de los orcos.
—Me alegro de que el resto de vosotros sobrevivierais —dijo Alhandra después
de encontrar el cuerpo de Trebba y cargarlo sobre Calandria—. Lástima que ella
muriera —Alhandra se encontró con los ojos de Regdar cuando dijo esto y el
guerrero la miró obstinadamente; la paladina apartó la mirada primero—. Hicisteis
algo peligroso.
—E insensato —dijo Regdar finalmente.
Naull lo miró con desaprobación. Sentía que el calor le subía a la cara.
¿Quién era esta paladina para hacer que Regdar dijera tal cosa? Incluso si era
cierto.
Pero entonces miró a Alhandra y no vio más que compasión en su rostro.
—No me corresponde a mí decirlo. ¿Quién sabe lo que podría haber pasado o lo
que podría haber sido? Debéis aprender del hoy y actuar mañana en consecuencia —
Alhandra sonrió—. Y ése es, amigos míos, el alcance de mi filosofía —añadió.
Pasaron algunos momentos en silencio, contemplando el nacimiento del nuevo
día.
—¿Y vuestro otro compañero, el enano? —preguntó finalmente Alhandra.
Ian agitó una mano hacia el sudoeste.
—Está en el camino, entre aquí y la villa. Podemos recogerlo por el camino.
Alhandra empezó a hacer girar a Calandria en esa dirección y Temprano se movió
para seguirla, pero Regdar e Ian se quedaron quietos.
—¿Qué? —preguntó Alhandra.
Regdar se revolvió incómodo pero Ian se mantuvo firme. Naull, mirando a
ambos, sabía lo que estaban pensando.
Tengo que concedérselo, pensó con una mezcla de admiración y horror. Son
verdaderos profesionales.
Naull lanzó una mirada a Alhandra y Temprano. La paladina pareció comprender,
pero se calló. Temprano no se enteraba de nada.
—El tesoro —dijo Ian con sentido práctico—. El botín de los orcos. Está ahí
abajo —hizo un gesto hacia la hondonada—. Vamos a buscarlo.
Alhandra no dijo nada, pero Temprano empezó a enrojecer. Dio un doloroso paso
adelante y apuntó con un dedo grueso al semielfo.
—¿Quieres el tesoro? ¿Después de todo esto? ¿Y qué pasa con Trebba y Yurgen?
Ian no se arredró. De hecho, se rió con sarcasmo.
—Están muertos. Igual que los orcos —dijo el semielfo—. Consigamos nuestra
recompensa antes de que se la lleven.
—La villa nos paga. Nuestra recompensa está ahí.
Ian resopló.
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—¿Esa miseria? Eso y el oro que consiga de los mercaderes de la ciudad, apenas
cubre mi tiempo. Estoy aquí por el botín de los orcos, y voy a ir a por él. ¿Quieres
volver a la villa?
Perfecto, más para mí.
Temprano levantó el puño y avanzó otro paso.
Regdar avanzó para interponerse, pero antes de que llegara, Alhandra habló con
serenidad.
—Calma —dijo simplemente.
Durante un momento, Naull se preguntó si era un conjuro, porque los tres
hombres se detuvieron. De hecho, Temprano bajó su puño e Ian incluso pareció
perder un poco de su arrogancia.
Regdar miró hacia atrás y de nuevo a los dos hombres.
—Ya es suficiente —añadió él. Su voz era firme, pero Naull podía notar la
incertidumbre—. Temprano, nadie siente más la muerte de Trebba y Yurgen que yo.
Yo planeé la emboscada y tomé la decisión de atacar la guarida; era mi
responsabilidad. No te enfades con Ian por querer lo que todos habíamos venido a
buscar.
—Reg… —empezó Temprano, pero el guerrero ya se había girado hacia Ian.
—Ian, tómatelo con calma. Estás herido, Temprano está herido y todos estamos
afectados. Sé que viniste aquí por la recompensa y el tesoro. Yo también, pero no
podemos olvidarnos de nuestros amigos.
Ian miró a Regdar a los ojos. No asintió ni dijo nada, pero en la mirada había algo
de reconocimiento silencioso.
—No tenemos que volver todos a la guarida de nuevo —siguió Regdar—.
Temprano, si no quieres ir está bien. Puedes ir con Alhandra —esperó para ver si la
paladina quería seguir su plan improvisado y ella asintió, comprendiendo—. Recoged
a Yurgen. Ian, Naull y yo buscaremos en la guarida. Si hay algo feo ahí abajo, que lo
dudo, volveremos a la villa. Si no, cogeremos todo lo que podamos llevar y
esconderemos el resto. Nos encontraremos en el camino. ¿De acuerdo?
Nadie objetó nada.
Después de una corta pausa para un desayuno frío y una mutua comprobación de
vendajes, Alhandra y Temprano fueron por el sendero y se encaminaron hacia el sur.
Ian lideró la vuelta hacia las cuevas.
Naull sabía que Regdar no estaba tan confiado en que la guarida estuviera vacía
como decía.
A pesar del ruido que hacía con su armadura, insistió en ir primero, con Naull e
Ian a unos buenos treinta pies por detrás. Pero tenía razón. Si quedaba algo en la
guarida después de que se marchara el orco, se había ido mucho antes.
Si alguno de los tres esperaba grandes montones de oro o joyas, quedó
decepcionado.
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La mayoría de las caravanas del norte llevaban bienes manufacturados que los
orcos destruían ahí mismo, o se llevaban y los rompían como diversión.
Los tenientes orcos tenían armas y armaduras decentes, y cierta cantidad de
tesoro.
El trío también encontró un par de rollos de seda fina que el ogro había usado de
gigantesca almohada. Podrían aprovecharse si se les podía quitar el lodo y el hedor,
pero eran demasiado pesados para llevárselos.
Casi por accidente, Naull descubrió una bolsa bajo una piedra en la cueva del
ogro. Contenía casi todo el oro, plata y joyas que encontraron en la guarida.
—¿Qué pensáis? —preguntó Regdar—. ¿Unas mil?
Naull se encogió de hombros.
—No sé, algunas de estas piedras parecen muy bastas —sostuvo una gran gema a
la luz de su antorcha—. Yo diría que siete u ochocientos. Quizá —la tiró de nuevo al
montón—, no soy ninguna experta.
El guerrero suspiró.
—¿Y esto? —preguntó Ian, lanzándole un pequeño vial a la maga.
Ella quitó el tapón, se mojó el dedo pequeño y probó el líquido con cautela.
—No estoy segura. Es una poción, pero no sé lo que hace. Lo siento.
El semielfo se encogió de hombros. Ya tendrían tiempo de examinarlo todo con
más detalle después. Reunió las armas y armaduras de aspecto decente —que no eran
demasiadas— y también un anillo con forma de serpiente, colocándolo todo sobre
una gran manta mugrienta.
—Muy bien; retírate —dijo Naull.
Gesticuló y miró hacia el montón. Sólo algunos objetos brillaron con el tono de la
magia, algo que no la sorprendía. Los señaló y los otros dos los separaron del
montón.
Concentrándose, Naull los examinó lo mejor que pudo.
—Lo siento, Ian —dijo con una sonrisa—, ningún anillo mágico.
—Entonces —dijo Regdar—, tres flechas, una daga y una cuenta.
Se inclinó sobre el montón más pequeño y cogió la forma esférica.
—Cuidado con eso —lo advirtió Naull—. Es lo que tiene la magia más potente.
—Entonces será mejor que la lleves tú —dijo él, lanzándosela.
Agitando las manos con un pánico momentáneo, Naull cogió la pequeña cuenta y
le lanzó una mirada colérica.
—¡Regdar!
—¡Naull! —Lo imitó él, y sonrió.
Ella le devolvió la sonrisa y puso la cuenta en una de sus bolsas vacías de
componentes para conjuros.
—Si habéis terminado de jugar —dijo Ian—, me gustaría salir de esta pocilga.
Naull arrugó la nariz.
—Me parece perfecto.
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***
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—Veníamos a buscaros —dijo el mediano. Su voz tenía el timbre refinado común
en su raza, no agudo ni fino, sino ligero y fuerte.
—¿Por qué? —preguntó Regdar—. ¿Qué ha pasado?
—Hemos atrapado a uno —jadeó el chico antes que el mediano pudiera contestar.
Su cara estaba enrojecida, pero estaba ansioso por ser él quien les diera la noticia.
El mediano sonrió.
—Los jinetes escolta, los que nos dijisteis que deberíamos tener circundando la
villa, encontraron a uno de ellos y lo trajeron. Tenía el aspecto de haberlo pasado muy
mal —no había simpatía en la voz del mediano.
Regdar asintió y señaló con el pulgar hacia Calandria y la carga de la yegua.
—Nosotros también.
El mediano palideció ligeramente mientras miraba los dos petates y enseguida se
imaginó su contenido. Miró a todos los aventureros, deteniendo su mirada un
momento en Alhandra.
—¿Trebba? —preguntó—. ¿Y el enano… Yurgen?
Regdar asintió solemnemente y el mediano bajó la mirada.
—¿Cómo te llamas, hombrecito? —le preguntó Alhandra, con gentileza pero voz
firme.
—E-Eoghan… —tartamudeó el chico—, pero todo el mundo me llama Heno,
porque mi padre se llama Eoghan y yo estoy a cargo del establo.
—Heno, ¿puedes llevarnos hasta donde tienen a ese prisionero?
—Sí, señora —dijo—. Lo tienen en la granja de Urthar. Está al otro lado de la
villa.
—¿Al otro lado? ¿Hacia el sur? —preguntó Naull.
—Sí —contestó el chico.
—¿Por qué lo llevaron ahí?
—Supongo que porque fue donde lo atraparon —dijo el chico, encogiéndose de
hombros.
Levantó la mirada hacia Alhandra y ella asintió. Empezó a bajar por el camino,
con Ian y Temprano tras él.
Naull negó con la cabeza y bostezó.
Sentía la cabeza como si la tuviera llena de algodón. Algo que no era
sorprendente, ya que todos habían estado despiertos durante casi veinte horas. Por
debajo de la suciedad y el polvo, podía ver las ojeras de Regdar y se dio cuenta de
que ella también debía tener un aspecto bastante andrajoso.
Lanzó una mirada a la cara casi inmaculada de Alhandra y su piel perfecta, y
sintió que su sangre se calentaba un poco. Se giró hacia el mediano.
—Lo siento, no te conozco —le dijo.
—Soy Otto, Otto Farmen —el mediano se inclinó levemente—. Soy amigo del
padre del chico. Trabajo con los comerciantes a menudo, pero he estado fuera de la
villa por negocios.
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—¿Viste al prisionero? —preguntó Naull—. ¿El orco que capturaron los jinetes
escoltas?
Otto asintió.
—Lo trajeron a la posada después de capturarlo. Me acababa de levantar y
Eoghan y yo lo llevamos a la granja con el resto. Eoghan me envió de vuelta para que
encendiera el fuego y viniera a buscaros. Heno insistió en venir conmigo.
—¿Realmente lo cogieron al sur de la villa? —Siguió Naull.
—Sí. Fue al borde de la Falla de Aren, derrumbado junto a uno de los arroyos.
Tenía el aspecto de haber corrido toda la noche —se dio cuenta de que la pareja
fruncía el ceño—. ¿Por qué? —les preguntó.
Le explicaron sus aventuras, prestando mucha atención a sus estimaciones de
tiempo.
Otto escuchó las historias de la muerte de Yurgen y Trebba sin hacer comentarios,
pero pudieron ver que la rabia lo consumía.
—Así —dijo el mediano cuando acabaron su relato—, ¿no creéis que este orco
pertenezca a la banda que ha estado atacando a nuestros mercaderes?
Naull se encogió de hombros y Regdar negó con la cabeza.
—Supongo que tendremos que averiguarlo —dijo Regdar—. Pero es algo que me
preocupa.
A Naull también le preocupaba.
***
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Si la villa había realmente capturado a uno de los orcos que habían estado
asaltando sus asentamientos y caravanas mercantiles, tenían todo el derecho de
ejecutarlo; a Naull no le preocupaba demasiado la regla de la turba.
La vista que la recibió cuando giraron la esquina confirmó sus peores temores.
Desde la polea del pajar colgaba un cuerpo casi desnudo. Chorros de sangre
bajaban por su pecho y piernas musculosos. Su piel grisácea parecía casi púrpura a la
luz matinal. Las heridas de su cara le habían dejado un ojo cerrado y el otro
contemplaba a la multitud desapasionadamente.
Mientras Naull miraba, uno de los lugareños pinchó al colgado con una horca. El
cuerpo giró y la sangre manó de la herida mientras la multitud chillaba, pero la figura
no emitió ningún sonido. Pero respiraba pesadamente, por lo que Naull supo que la
criatura aún vivía.
—Eso no es un orco —le siseó Ian al oído.
La maga quedó boquiabierta. No podía imaginarse como había sido tan ciega.
La figura volvió a girarse hacia ella de modo que pudo ver sus facciones
claramente. Tenía los ojos abultados, la frente salida y un colmillo sobresalía de su
prominente mandíbula, pero Naull había luchado y matado a suficientes orcos para
conocer la diferencia entre esos humanoides brutales y bárbaros y este pobre
desgraciado.
—Es un semiorco —dijo Naull.
—Pero probablemente también un hijo de perra maligno —dijo Ian. Y antes que
pudiera objetar continuó—. Pero no se merece esto. No, sólo por estar en el lugar
equivocado y en el momento equivocado.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Regdar—. Podría estar metido en algo.
—Todo el mundo está «metido en algo» —contestó Ian fríamente. Miró a Regdar
y después negó con la cabeza—. Pero eso no significa que tenga nada que ver con
nuestros orcos.
—¿Esto es asunto nuestro? —preguntó Naull, pero ya conocía la respuesta.
Regdar sonrió.
—Eh, no es que no tengamos nada que hacer; dormir, por ejemplo —su cara
manchada, estaba marcada por la fatiga pero también mostraba fría resignación.
—¿Cómo paramos esto? —preguntó ella, mirando a Ian y Regdar.
El agudo sonido del acero al ser desenvainado sacó a la maga de sus cavilaciones.
Se sorprendió al ver a Alhandra espada en mano y con su armadura plateada
brillando a la luz del sol. La paladina avanzó. Naull tuvo una horrible visión de ella
abriéndose paso a tajos entre los lugareños y levantó una mano para detenerla.
Regdar agarró a Naull por el brazo mientras avanzaba hacia la paladina.
Ella miró al guerrero, pero sacudió la cabeza lentamente. Sus ojos oscuros y
cansados se encontraron con los suyos y después miraron hacia la figura acorazada
que caminaba hacia el borde de la multitud. Su espada apuntaba hacia abajo y con la
punta apartada de los lugareños más cercanos.
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La mente cansada de Naull reflexionó sobre lo poco que sabía de Alhandra y de
los paladines en general, y se relajó algo.
Regdar le soltó el brazo.
—Prepárate —le dijo, sin embargo.
Miró a Ian, que parecía a punto de derrumbarse, y después examinó la multitud.
—¿Dónde está Temprano?
Naull se encogió de hombros.
El guerrero soltó un suspiro exhausto.
—Bueno, preparémonos para respaldarla.
El sol caía sobre el suelo húmedo y la multitud que murmuraba, pero una cosa era
clara a pesar del amanecer: la noche aún no había acabado.
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IV
LA VILLA
—¡Deteneos!
El poderoso tono de la paladina cortó en seco el ruido de la multitud. Aquellos
que la vieron caminar hacia ellos dieron codazos a sus vecinos, que se giraron y
quedaron boquiabiertos. Otros dieron la vuelta como si los hubieran golpeado. Nadie
ignoró su grito. Incluso el prisionero giró su único ojo abierto hacia la paladina.
Alhandra se paró a medio camino, entre la multitud. Regdar, Naull e Ian miraban
incómodos mientras los hombres y mujeres de la villa se acercaban a su alrededor.
Regdar avanzó entre los aldeanos y el que estaba más cerca esquivó su armadura
con púas.
Naull toqueteó sus bolsas de componentes, sabiendo que no le quedaba nada para
este tipo de situación. Vio a Regdar intentando asegurarse que Alhandra tenía una
salida, si es que quería una.
No parecía que quisiera una salida… o sintiera que fuera a necesitarla.
—¡Tú! —dijo, señalando al hombre más cercano al semiorco—. ¡Descuélgalo!
El hombre empezó realmente a avanzar, pero otro hombre, más grande, le cogió
el brazo.
El hombretón sostenía una maza con púas y llevaba un delantal de cuero colgando
de su cuello, aunque no lo tenía atado en la cintura y se mecía libremente. Unas
gruesas patillas cubrían los flancos de su cara y, junto con su pelo negro, le daban una
apariencia fuerte, casi violenta.
—¡No! —dijo el hombre.
No blandió exactamente su maza contra Alhandra, pero el desafío era claro. Ella
mantuvo la espada a su lado, con la punta hacia abajo pero brillando desnuda al sol.
Reconoció al hombretón como Eoghan, el posadero. Sus ojos iban y venían hacia
los aventureros, especialmente Regdar, mientras su cara se enrojecía.
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—¿Qué está pasando? Se suponía que los estabais cazando.
—Eso es —gritó Regdar en respuesta—. Lo hicimos. Ya los tenemos a todos,
puntualizó.
Naull no estaba tan segura. El que colgaba en la polea se parecía mucho a un orco
en varios aspectos… pero no en otros. Sus rasgos, cubiertos de sangre y
magulladuras, parecían desiguales y su piel era grisácea, pero no tenía la mandíbula
exagerada ni el espeso pelaje que había visto tan recientemente en los tenientes orcos.
—Regdar… —empezó Naull.
—¡Silencio! —Soltó Regdar en un susurro y echando un vistazo hacia atrás—.
No hay tiempo para discutir. ¡Cállate y apóyame!
Naull retrocedió, aguijoneada por sus palabras y sorprendida por su tono, pero el
guerrero no se dio cuenta.
—Emboscamos a los orcos —gritó de nuevo a la multitud—, los seguimos hasta
su guarida y acabamos con ellos. Con todos.
Se elevó un aplauso desigual, pero fue cortado en seco cuando Eoghan dio un
pisotón, atrayendo la atención de todos, otra vez hacia el prisionero. La
muchedumbre murmuraba.
La paladina recogió el testigo de Regdar.
—Su líder, un ogro, yace muerto a menos de cinco millas al norte de aquí, en el
sendero del bosque. Él era el último.
Agitando su maza como una antorcha, Eoghan respondió.
—¡No era el último, dama! No sé quién sois, pero los contratamos para que
acabaran con toda esta escoria que asaltaba nuestras granjas y mataba a nuestros
amigos. ¡Con todos!
Tiró de la cuerda que mantenía colgado al prisionero.
Eoghan repitió las palabras de Regdar en su desafío, pero sus ojos se dirigían
hacia Alhandra.
Ella aceptó el desafío.
Envainando su espada con una floritura que demostraba mucha práctica, la
paladina caminó lentamente hacia el granero. Ya fuera refunfuñando o mirándola
consternados, la multitud se apartó hasta que alcanzó el porche. Subió al estrado con
agilidad, aún con la armadura pesada que vestía.
Eoghan no dio ningún paso atrás, pero Alhandra se interpuso entre el posadero y
el semiorco que colgaba.
—Soy una paladina de Heironeous. ¿Sabéis lo que nuestra orden representa?
Eoghan no respondió, pero mucha gente de la multitud vio el símbolo sagrado
grabado en la coraza de Alhandra y pareció incómoda.
—Justicia —se contestó a sí misma—. Ley.
Su armadura brillaba a la luz del sol. Algunos murmullos de soporte empezaron a
surgir en la multitud, pero Eoghan se encrespó.
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—¿Ley? ¿La ley de quién? ¿De dónde sois, paladina? —El gran posadero escupió
el título, pero Alhandra no reaccionó—. Esta es nuestra villa. Valle de Duran respeta
las leyes del rey, ¡pero ningún forastero nos dice cómo tenemos que aplicar nuestras
leyes!
No hablaba a Alhandra, sino a los lugareños.
De hecho, Eoghan se apartó de la paladina y dio medio paso hacia la multitud. El
gran posadero estaba acostumbrado a hablar en público. Era una especie de
combinación entre alcalde y juez de la pequeña villa. Tenía el respeto de los
lugareños, pero sabía que una forastera de la talla de Alhandra era imponente para la
gente simple de la villa.
Esforzándose por suprimir su acento rústico, golpeó con la mano desnuda su
delantal y la levantó por encima de la cabeza.
—¿Dónde estaban los caballeros del reino cuando los orcos empezaron a asaltar a
los pocos mercaderes que podemos conseguir que vengan por aquí? ¿Estamos
demasiado lejos de sus rutas normales? —preguntó—. ¿Dónde estaban los guardianes
de la ley cuando los orcos asaltaron la granja de Tesko? —Eoghan levantó un dedo
carnoso y apuntó hacia un hombre más viejo que empuñaba una horca de madera. El
hombre tenía una mirada obsesionada en sus ojos y asentía sombríamente—. ¿Dónde
estaban los soldados cuando quemaron los carromatos de Caracolera y mataron a la
mitad de los medianos mientras intentaban escapar de las llamas? —Los ojos de una
mediana gordita ardían mientras otros de la multitud se giraron para mirarla.
Eoghan giró hacia Alhandra y chasqueó los dedos bajo su barbilla.
—¿Dónde estabais vos, dama? ¿Dónde estabais vos? Cuando hicimos una
llamada para mercenarios, a los que pagaríamos con el poco oro que habíamos
podido reunir. Ellos vinieron —Eoghan gesticuló hacia Regdar y asintió brevemente.
Entonces prestó de nuevo atención a la paladina y pronunció sus últimas tres palabras
lenta y cautelosamente—. ¿Dónde estabais vos?
Alhandra no parpadeó ni se acobardó, pero tampoco respondió la pregunta. Los
murmullos empezaron de nuevo entre la multitud.
—Ella vino —dijo Regdar, adelantándose. Su arma permanecía colgada a su
espalda, pero se levantaba desafiante entre la multitud.
Regdar presentaba un gran contraste con Alhandra.
Naull supuso que la multitud podía ver todo el barro, sangre e incluso óxido que
cubría la armadura de placas de Regdar.
La perilla y la cara que Naull encontraba elegante estaba sin afeitar ni lavar desde
hacía varios días, y unos círculos oscuros rodeaban la parte inferior de sus ojos.
La armadura plateada de Alhandra y su capa oscura estaban un poco manchadas
por el polvo del camino, pero eso era todo.
Naull se imaginó que Regdar, en opinión de los aldeanos, tendría el aspecto de
uno de los suyos convertido en héroe, pero Alhandra era una extraña, una forastera.
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Era alguien a quien podían temer o incluso respetar, pero nunca una de ellos, y
Eoghan se aprovechaba hábilmente de esa diferencia.
Pero Regdar les daba la espalda apoyando a la paladina.
—Ella vino —dijo de nuevo, un poco más alto—. Vino sola cuando oyó que
necesitabais ayuda —empezó a caminar hacia Alhandra, pero la dama no se giró—.
Viajó muchas millas sola, no por una paga, sino porque había oído que «había
problemas hacia el sur», según sus propias palabras.
Regdar se detuvo poco antes de llegar a la plataforma, pero no subió a ella hasta
la paladina. Era lo suficientemente alto para que toda la muchedumbre pudiera verlos
a ambos. La miró de arriba abajo durante un momento, la muchedumbre lo imitó e
incluso los ojos de Eoghan siguieron a los suyos.
—No estaríamos aquí manteniendo esta conversación si no hubiera sido por ella.
Un ogro, el líder de los orcos, estaba a punto de matarnos cuando Alhandra, a la que
nunca habíamos encontrado, hablado ni prometido oro —añadió con énfasis—, llegó
con su caballo y lo mató —Regdar levantó las manos—. Esta mujer nos salvó la vida
y acabó con el último de los asaltantes, de una vez por todas. Si queda algo de justicia
—concluyó—, eso al menos le concede la oportunidad de hablar.
Con eso, Regdar bajó las manos, deteniéndose un momento para poner un
guantelete en el borde del porche del granero, junto al pie acorazado de Alhandra.
Ella no se había movido durante su discurso, pero miró hacia su mano y después
de nuevo a Eoghan, que aún tenía algo que decir.
—Regdar —contestó el posadero con un cuidado exagerado—, nadie está
poniendo en duda tu valor o intentando menospreciar tus esfuerzos y los de tus
compañeros —asintió hacia el guerrero y su sonrojo disminuyó un poco, pero sus
ojos aún ardían y era obvio que no se había dado por vencido—. Si dices que esta
paladina se comportó con valentía en el campo de batalla, no hay razón para dudar de
ti —miró a su alrededor y muchas cabezas asintieron—, pero ya no estáis en el
campo de batalla. Atrapamos a este orco espiando en las fronteras del sur. Los jinetes
escoltas que tú mismo nos dijiste que debíamos tener patrullando lo cogieron, ¡y no
vamos a dejarlo marchar! —La voz de Eoghan se elevó de nuevo, sin rabia pero con
decisión.
—Sí lo vais a hacer —dijo Alhandra.
Puso la mano en la empuñadura de su espada pero no la desenvainó.
Todos los ojos siguieron ese gesto, pero Naull se dio cuenta de que no era una
amenaza.
La espada, igual que el emblema de su pecho, era un símbolo de su dios. La
tocaba para que le diera fuerza, en busca de apoyo y guía divina —o lo que fuera que
recibieran los paladines de sus deidades.
La mente cansada de Naull latía.
Miró a Regdar, pero él parecía estar luchando internamente con los mismos
pensamientos que ella. Habían sido contratados para proteger a esta gente contra los
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asaltantes, que resultaron ser orcos. Ahora estaban en la posición de apoyar a un
extraño —gracias a una paladina que acababa de salvar sus vidas— contra los
mismos lugareños.
Entonces Naull tuvo una idea.
—¡Alhandra! —gritó—. ¡Paladina! —chilló con énfasis, corriendo hacia la
multitud.
Las caras se giraron. Eoghan no la apartó demasiado de Alhandra, pero la propia
paladina miraba directamente a Naull.
—Alhandra —dijo Naull cuando llegó al lado de Regdar—. Sé algo sobre los
paladines y la magia divina —Regdar la miró y levantó una ceja. Ella no lo miraba,
pero recordó sus propias palabras sobre apoyarse mutuamente—. ¿No es cierto, que
puedes notar, sentir, el mal?
Alhandra asintió lentamente, y Naull creyó ver una leve expresión de
incomodidad en la cara de la paladina.
—Es verdad —dijo finalmente.
—Entonces, si examinas al prisionero, ¿podrías decirnos si es maligno o no?
Alhandra no contestó inmediatamente. Estaba luchando claramente con algún
pensamiento, pero Eoghan no esperó a que reflexionara.
—¿Es verdad, paladina? —preguntó—. ¿Puedes decirme si es una criatura
maligna?
—Podría —dijo Alhandra finalmente.
La multitud pareció relajarse.
Algunos de los aldeanos habían oído historias sobre los paladines y sus aptitudes
sagradas. Incluso Eoghan bajó su maza y consideró el tema. Si Alhandra decía que
podía hacer lo que sugería Naull, a la multitud le gustaría verlo.
Pero Alhandra no se relajó. Levantó la mirada hacia Eoghan y después la dirigió
lentamente hacia la multitud.
—Podría —declaró, con la voz seria y fría—. Podría examinarle y deciros si la
corrupción oscura del mal mancha su alma. Podría hacerlo con cualquiera que me
trajeran, excepto el que estuviera protegido por magia poderosa. ¿Queréis que haga
eso?
A la multitud, que murmuraba, no pareció gustarle como sonaba eso. A Naull
tampoco, pero se sintió un poco traicionada. Acababa de ofrecer a Alhandra una vía
para salir del embrollo, y la paladina la había rechazado.
—Eoghan… —le dijo la paladina al posadero, tan amablemente que el hombre
dio un respingo—. Sois un buen hombre. Sabría eso aunque no fuera una paladina.
Vos y vuestra villa se han gobernado solos, y han trabajado para obedecer las leyes de
la tierra sin dañar a otros durante generaciones. No me necesitan para que les diga
cómo hacer eso, ¿verdad?
El posadero miró a la paladina, casi consternado, entonces bajó la cabeza y
asintió.
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El delantal suelto colgó rígidamente, casi como un ancho péndulo, y soltó una
profunda, cavernosa y sardónica risotada. El hombre volvió a levantar la mirada, con
una sonrisa torcida en la cara.
—Paladina… Alhandra, ¿verdad? —Ella asintió—. No dais respuestas fáciles,
¿verdad?
Algunos entre la multitud también se rieron.
—Las únicas respuestas fáciles son para preguntas que no merecen realizarse —
dijo Alhandra, sonriendo ligeramente.
Oh, por favor, pensó Naull, poniendo los ojos en blanco. Pero también sonrió. La
crisis parecía haber acabado.
—Muy bien, muy bien —dijo Eoghan, rindiéndose—. ¡Descuélgalo! —gritó a la
guardia más cercana al semiorco.
Se acercó inmediatamente al prisionero y empezó a desatar las cuerdas alrededor
de sus muñecas. El otro guardia accionó la polea y bajó al prisionero hasta el porche
del granero.
—No le importará que le hagamos algunas preguntas, ¿verdad? —preguntó
Eoghan.
—Claro que no —estuvo de acuerdo Alhandra—, pero debería ser tratado con
humanidad.
—Bueno… supongo que podríamos meterle en la bodega de la posada. A veces
ha servido de cárcel, pero alguien tendrá que vigilarlo. ¡No voy a dejarlo ahí abajo
solo con mis provisiones!
—Yo lo vigilaré. No digo que este hombre sea inocente de algún crimen —
aseguró Alhandra al posadero y a la multitud—, pero no debería ser tratado como si
fuera un asaltante hasta que se pueda probar.
Eoghan asintió y se puso la maza en su ancho cinturón.
Pasándose las manos por detrás, se ató el delantal. Miró a Naull y a Regdar de un
modo muy parecido a cómo lo había hecho la noche que llegaron a la villa. También
actuaba igual, mandando a sus guardias que pusieran al semiorco en un carromato
cercano junto con su equipo, que yacía en un montón cercano, y lo llevaran a la
posada.
—Me sentiría más seguro si vos vinierais conmigo, mi señora —dijo a Alhandra.
—Claro —dijo.
—¿Puede montar también Ian? —preguntó Naull desde debajo del porche. La
mayor parte de la multitud empezó a volver a sus hogares o granjas cercanas cuando
Eoghan y Alhandra llegaron a un acuerdo, y el semielfo parecía solo y cansado contra
un poste de la valla—. Aún está bastante magullado.
—¿Aún? —dijo Eoghan, bajando del porche.
—Alhandra le curó —dijo Regdar—. Estuvo a punto de morir.
El posadero captó el tono hosco en la voz del guerrero. Miró a su alrededor.
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—¿Y Trebba? —preguntó. Regdar negó con la cabeza y Eoghan frunció el ceño
—. ¿Y el enano Yurgen? —Regdar negó de nuevo—. ¡Maldita sea!
Eoghan miro hacia el carromato mientras avanzaba hacia Ian con Krusk y
Alhandra en su interior.
—Ha sido mejor que no supiera esto antes. ¡Ese no habría sobrevivido a esta
discusión!
—Honestamente, Eoghan —intervino Naull—, no podía formar parte del grupo
de asaltantes.
Espero, añadió en silencio.
Cuando llegaron a la posada, Eoghan envió a Heno para que atendiera el caballo
de guerra de Alhandra y tanto Naull como Regdar ayudaron a Alhandra, llevando a su
prisionero hasta la bodega.
—Es un tipo grande, ¿verdad? —dijo Regdar, resoplando un poco en las
escaleras.
Naull determinó que el semiorco medía más de seis pies cuando lo dejaron en el
suelo de la bodega. Tenía los brazos largos y musculosos y de aspecto irregular de los
orcos, pero su ancho pecho y sus rasgos chatos indicaban su herencia humana.
Aunque eran indicaciones leves. Naull podía entender que los aldeanos lo
confundieran con un orco, especialmente considerando los pocos que habían visto de
cerca a uno vivo.
—¿Lo limpiamos? —dijo Naull.
Alhandra asintió y cogió una palangana con agua y una toalla de la parte de
arriba.
Cuando volvió, encontró a Regdar y Naull mirando entre las pertenencias del
semiorco.
—¿Hay algo interesante? —preguntó, pretendiendo bromear.
Ambos se sorprendieron ligeramente, como si fueran niños culpables de algo.
Ella sonrió.
—No pensaba que los paladines tuvieran sentido del humor —observó Naull
secamente.
Alhandra no contestó, pero una sonrisa divertida le hizo levantar las comisuras de
la boca. Se arrodilló y empezó a limpiar las heridas del semiorco.
Sorprendentemente, no parecía malherido. Un corte superficial en su cuero
cabelludo era la fuente de casi toda la sangre. Su ojo derecho estaba hinchado pero no
dañado.
—Está deshidratado. Parece que no ha comido demasiado hace días. Está fuera de
combate por el cansancio, no por las heridas —concluyó la paladina.
Regdar bostezó.
—No es el único —observó Naull. Regdar intentó darle un codazo pero ella se
apartó— ¡No hagas eso con tu armadura nueva! —le dijo, señalando las púas.
—Iros a dormir los dos —dijo Alhandra—. Yo vigilaré al prisionero.
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Regdar asintió y empezó a subir por las escaleras.
—Yo cogeré esto; temporalmente —dijo, cogiendo las armas del semiorco. El
resto de su equipo estaba en un montón sucio en una de las estanterías—. Asegúrate
de que nos despiertan antes de empezar a interrogarlo, ¿de acuerdo?
—No creo que le hagan nada ahora —dijo Alhandra.
—Pero creo que hay algo… —pero el murmullo de Regdar se convirtió en un
bostezo mientras subía las escaleras.
Naull se quedó atrás durante unos momentos, mirando a Alhandra mientras
limpiaba al semiorco.
—Necesitarás más agua —dijo finalmente.
Alhandra asintió como respuesta.
—Alhandra —dijo Naull.
La paladina se detuvo y levantó la mirada. La maga se apartó el pelo y sacudió la
cabeza para apartar su fatiga creciente.
—Incluso si… y digo «si»… este semiorco no es uno de los asaltantes, ¿quién
dice que no está metido en algo?
—Todo el mundo está metido en algo, Naull —dijo la paladina, sin bromear.
—Ya sabes lo que quiero decir. Aún podría ser maligno, sabes. Quizá sea un
asesino, un bandido o algo así. Hay algunas cosas extrañas en su equipo… —su voz
se apagó.
La paladina se levantó y miró a Naull. Sus ojos azules brillaban a la luz tenue de
las linternas cercanas mientras se encontraban con los de la maga. La belleza simple
de Alhandra causó un pulso de celos en el corazón de la maga pero siguió, como si
tuviera confidencias con una amiga.
—No es maligno —susurró.
Naull se ruborizó.
—¿Qué? ¿No dijiste que no usarías tu aptitud para comprobarlo? —preguntó con
un deje de ira.
La pequeña sonrisa había vuelto, y Naull sintió que su estallido de ira se
desvanecía involuntariamente. Era como estar enfadado con una hermana, ¡y sólo
conocía a la paladina desde hacía un día!
—No dije que no lo fuera a examinar, sólo que los aldeanos debían tratarlo
justamente. Miré su aura en el momento en que lo vi —miró hacia abajo hacia el orco
inconsciente—. Quiero decir que… —añadió con voz cómplice—, ¿no lo habrías
hecho tú?
Naull no sabía si reír o golpear a la paladina, de modo que hizo las dos cosas.
—¡Ay! ¡Eres tan dura como Regdar! —dijo Naull. Su ira había desaparecido, y la
breve punzada de celos, menguado—. ¿Por qué no dijiste nada?
Sus ojos se encontraron con los de Naull y ella asintió.
—De acuerdo, ya lo entiendo —dijo Naull, y se dirigió hacia las escaleras—. Será
mejor que me vaya a dormir. Cuando uno de los luchadores se muestra más astuto
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que yo, sé que estoy cansada.
Sonrió y Alhandra le devolvió la sonrisa, pero Naull se detuvo con un pie en el
escalón superior y se agachó.
—Alhandra, hay algo más.
—¿Sí?
—Si hubiera sido maligno —preguntó Naull, susurrando—, ¿qué habrías hecho?
La mirada de ojos azules se clavó en los de la maga por tercera vez.
—Lo mismo —dijo.
Naull asintió de nuevo y se fue hacia la cama.
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V
EL PAQUETE ENCERADO
La posada «Ciervo y Cazador» tenía más habitaciones y mejor comida que la mayoría
de posadas en villas de este tamaño, admitió Naull.
Se quitó la ropa y se lo dio todo —excepto las armas y las bolsas de componentes
— a la mujer del posadero, una mujer corpulenta y de disposición maternal que
respondía al sobrenombre de «Lexi» y se había ofrecido voluntaria para hacerle la
colada.
Después de limpiarse un poco en la palangana de agua, Naull se metió desnuda en
la cama e intentó dormir.
Pero el sueño tardó en llegar, especialmente considerando que ella, Regdar e Ian
(los dos últimos compartían una habitación al otro lado del pasillo) habían estado
despiertos durante veinticuatro horas.
Olvídate de preparar conjuros hoy, pensó, pero se reconfortó sabiendo que aquí
no necesitaría ninguno.
Se habían quedado en «Ciervo y Cazador» la noche antes de partir hacia la
emboscada de los orcos, y se enteraron del asunto de los carromatos sólo una hora
antes de acostarse.
Ahora que tenía la oportunidad de disfrutar de la habitación no podía hacerlo.
¿Qué me pasa?, se preguntó.
Naull pensó en los acontecimientos de la noche, en la pérdida de Trebba y Yurgen
y en todo lo que pasó. Le fastidiaba no poder apartarlo de su mente y dormir, a pesar
de sus músculos cansados y doloridos. Eso normalmente significaba que estaba
olvidando prestar atención a algo. Levantándose con un suspiro, tiró de su mochila
hasta el lado de la cama y sacó su libro de conjuros.
Mientras esté despierta, pensó, puedo revisar algunas cosas.
Ni siquiera el estudio metódico de la magia consiguió relajar su mente.
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La magia la fascinaba, por supuesto, y había comprado algunos conjuros nuevos
antes partir de Nueva Koratia. Los magos entrenaban sus mentes con el orden y la
disciplina para lanzar conjuros. Normalmente eso significaba que podían dormirse
cuando quisieran, simplemente concentrándose.
Ella quería, pero no podía dormir.
Naull deshizo el resto de la mochila. Regdar tenía el saco con el botín conseguido
en la guarida de los orcos y no había nada especialmente remarcable en él. Pero ella
tenía la cuenta que habían encontrado, así que la inspeccionó. Era negra y dura, y
sabía que era mágica, pero no parecía siniestra.
Palpó entre el resto de objetos de su mochila hasta que encontró la carta plegada
de los líderes de la villa, la que los atrajo a este lugar.
Algo saltaba en la mente de Naull.
Miró la carta, cuidadosamente conservada en un paquete encerado. Nunca estaba
de más tener las palabras escritas del cliente cuando se intentaba hacer cumplir un
contrato.
Empezó a abrir el paquete; entonces se dio cuenta que a lo que le daba vueltas su
mente no era a la carta. Girando el paquete, lo examinó.
Sencillo, marrón y un poco ajado por el desgaste y el uso prolongado. Mostrando
signos de muchos viajes. La carta de su interior seguramente no era lo primero que
había contenido el paquete.
Eso es, pensó. ¡El semiorco!
Cuando ella y Regdar buscaron en su equipo algo sospechoso, vieron un paquete
metido en el interior de su camisote de mallas. No le habían prestado mucha atención
en ese momento, pero ella se dio cuenta de que el paquete tenía algún tipo de símbolo
a un lado.
Naull intentó recordarlo. Se concentró.
¿El sol?, pensó, frunciendo el ceño.
Su frente se arrugó mientras descartaba la idea.
¿Una lengua de llamas?
Sí, eso era. Tenía algún tipo de símbolo de fuego en el exterior.
Intentó recordar lo que hicieron con el camisote de mallas.
Regdar había llevado las armas del semiorco a su habitación, pero el camisote…
dejaron el camisote en la repisa de la bodega.
Naull saltó de la cama y caminó hacia la puerta. Por suerte se golpeó el pie contra
la pata de una silla, o habría salido por la puerta completamente desnuda. Por alguna
razón pensó brevemente en Alhandra y la atención que le había prestado Regdar.
Entonces sí que se fijaría en mí, pensó.
Sintió que se ruborizaba tontamente. Ella y Regdar eran socios y amigos. Él la
había visto desnuda antes, y ella a él. No había mucho espacio para el pudor en el
camino o dentro de un dungeon. Aún así, sus mejillas se encendieron mientras
cojeaba hasta la cama.
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Esperaré mis ropas en la cama, pensó. Lexi me las traerá y entonces iré a por el
paquete.
Miró hacia el techo, respirando profundamente.
Una hora más tarde, la puerta de Naull se abrió un poco y la mujer del posadero
dejó la capa, los calzones y la túnica de la maga sobre la silla, sin entrar. Pudo oír sus
ligeros ronquidos y deseó silenciosamente felices sueños a la maga.
***
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Sin embargo, la presa de su muñeca no se relajó y los ojos desiguales del
semiorco se quedaron fijos en los suyos. Quizá «a salvo» no era una respuesta
suficiente.
—¿Dónde? —repitió. No había furia ni miedo en su voz, al menos no que ella
pudiera detectar, pero sí insistencia.
Alhandra miró intencionadamente su mano y después de nuevo a él. No quería
darle a entender que la intimidaba. Aunque, yaciendo ahí sin armas y casi desnudo,
con ella vistiendo armadura y llevando armas, no debería ser así.
Hay algo en él, pensó, pero no se ablandó.
Después de un momento, el semiorco soltó su muñeca y usó su otra mano para
acuclillarse con un movimiento fluido, como si no le supusiera ningún esfuerzo. Se
quedó medio sentado, pero con los músculos de las piernas tensos como si estuvieran
a punto de saltar.
La paladina se movió lentamente y con cuidado, sin apartar la mirada. Alcanzó
una pequeña taza de madera, la llenó con agua de una jarra y se la ofreció.
El semiorco olfateó el agua antes de aceptarla.
—Estás en la bodega de una posada, «Ciervo y Cazador».
El nombre obviamente no significaba nada para el semiorco, pero sus ojos
inspeccionaron las paredes y el techo. Se detuvo brevemente en las escaleras, con la
puerta cerrada en su parte superior y la única ventana pequeña con las contraventanas
cerradas, y volvió la mirada hacia la cara de Alhandra casi de inmediato.
—La posada está en una pequeña villa llamada Valle de Duran —continuó,
mirándole.
Eso sí provocó una reacción. Los ojos abultados del semiorco se ensancharon y
vació la taza. El agua limpia se escurrió por su tosca barbilla y por su garganta gris.
—¿Recuerdas lo que te pasó en la granja? —No le gustaba sacar el tema, pero
sentía que era mejor tratarlo ahora mismo.
El semiorco asintió ligeramente, pero no dijo nada. Alhandra buscó alguna
reacción en su cara, pero no mostró ninguna.
Curioso, pensó.
—¿Venías aquí? —le preguntó.
Encogiéndose de hombros, cogió la taza de nuevo. Estaba vacía.
Alhandra dejó de mirarlo y cogió la jarra; cuando lo miró de nuevo, tenía los ojos
bajados. Le llenó la taza.
—Al final vas a tener que contestarme, sabes. Los aldeanos no volverán a hacerte
daño —Alhandra creía en eso, a pesar de todo lo que había sucedido—. Unos
humanoides malignos —Alhandra remarcó la palabra «malignos»— los han estado
asaltando recientemente. Orcos, para ser exactos —añadió.
De nuevo, el semiorco no reaccionó. Bebió más agua, lentamente, y cuando ella
le ofreció la jarra, la acepto y llenó la taza por tercera vez sin hablar.
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—Quieren saber de dónde vienes, qué estás haciendo aquí y qué intenciones
tienes.
Cuando eso no produjo ninguna respuesta, Alhandra sintió que su paciencia se
estaba acabando.
—También quieren saber quién eres.
—Krusk —dijo simplemente el semiorco, dejando la jarra y la taza vacía.
Miró a la paladina de nuevo, pero sin la firme concentración de antes; no, no a
ella, decidió, sino tras ella. Miró en la dirección de su mirada.
—Ah —dijo ella, levantándose. Krusk se quedó en esa posición acuclillada que
parecía tan incómoda. Alhandra dio algunos pasos hacia un gran jamón que colgaba
del techo. Lo examinó y vio que estaba completamente curado—. Supongo que a
Eoghan no le importará —dijo, sacando su cuchillo y clavándolo en la carne—,
siempre que le pague después.
Cortó un gran pedazo de carne y después hizo lo mismo con un queso cercano.
Miró a su alrededor y decidió que Eoghan no guardaba pan en la bodega. Volvió
hacia Krusk y se sentó, dándole la comida.
El semiorco la atacó rápidamente, sin el cuchillo. Sus dientes desiguales
desgajaron el duro jamón. Alhandra lo dejó comer, temiendo que se ahogara si
intentaba hacerlo hablar al mismo tiempo. Le puso otra taza de agua.
Cuando terminaba volvió a hablarle.
—Los jinetes escoltas te encontraron derrumbado junto a un arroyo. Supongo que
ellos te hicieron esto —su mano se movió hacia su cabeza vendada y él no se
sobresaltó— pero tenías algo más que algunas heridas, y estabas claramente
deshidratado.
—Encontré una fuente —dijo él.
—Te derrumbaste en ella. Uno de los jinetes conducía el carromato que nos llevó
hasta aquí —añadió ella, aunque a él no parecía preocuparle que tuviera esa
información—. De todas formas podías haber muerto ahí fuera.
Ante eso, una fea expresión surgió en la cara de Krusk, pero Alhandra no pudo
interpretarla. Decidió indagar un poco más.
—Si hubieras estado solo durante más tiempo habrías muerto, ¿verdad, Krusk?
El semiorco se encogió de hombros pero parecía desafiante.
—Yo sobrevivo —dijo.
Había un rastro de ira en sus palabras, pero Alhandra no pensaba que estuviera
dirigida hacia ella, o hacia los jinetes escoltas que lo encontraron, o ni siquiera hacia
los aldeanos que lo ataron y lo colgaron. Sin embargo, fingió poner interés en coger
su taza y llenarla con agua de nuevo. Alhandra supuso que era su modo de intentar
cambiar de tema.
—Sobreviviste —estuvo de acuerdo Alhandra—, pero estás retenido aquí,
excepto si respondes a algunas preguntas. Eoghan, el posadero, que estuvo de
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acuerdo en traerte aquí, es lo más parecido que tiene esta villa a un líder. No estará
satisfecho sólo con saber tu nombre. Querrá saber más.
Krusk empezó a menear la cabeza, vertiendo un poco de agua sobre su pecho.
Miró hacia abajo y se frotó; entonces levantó la cabeza con consternación. Empezó a
mirar por la habitación frenéticamente y se levantó. Estuvo a punto de golpearse la
cabeza contra una de las vigas de la bodega, pero pareció no darse cuenta.
Alhandra también se levantó.
—¿Qué pasa? ¿Qué haces, Krusk? —le preguntó.
Tirando la taza, Krusk dio vueltas sobre sí mismo. Parecía casi cómico,
examinándose tanto a sí mismo como a su alrededor. Los aldeanos lo habían
desnudado de cintura para arriba, dejándolo sólo con sus sucios y desgarrados
pantalones.
—¿Dónde? —preguntó finalmente, mirando a Alhandra con miedo y súplica en
los ojos.
—Ya te lo he dicho —empezó ella, pero él sacudió la cabeza frenéticamente,
palmeándose él mismo con sus grandes manos.
—¿Dónde están mis cosas? —Su voz sonó gutural y su dicción casi ininteligible.
Ella se dio cuenta que se estaba desesperando.
Alhandra caminó rápidamente hacia la estantería donde estaban apiladas la túnica
sucia, el camisote de mallas apedazado y el resto del equipo de Krusk.
Cuando lo levantó, él se lanzó en su dirección. De nuevo, casi se dio contra una
viga, pero esta vez se agachó mientras avanzaba.
Krusk agarró el camisote de mallas y Alhandra dejó que lo cogiera, apartándose.
Él lo sacudió en sus manos y algo se movió.
—Tus armas están arriba —le dijo ella en tono de advertencia.
Meneando la cabeza, Krusk metió la mano en la parte frontal del camisote y la
sacó junto con un paquete encerado. En el lado liso del paquete había el signo de una
llama dorada y roja.
Krusk tiró el camisote de mallas inmediatamente y manipuló el nudo del paquete.
Alhandra avanzó lentamente. Krusk miró hacia arriba y sostuvo el paquete un
poco más lejos, de modo que ella se detuvo.
—¿Qué es eso, Krusk? —preguntó ella con voz serena.
Él pareció intentar relajarse, pero puso el paquete fuera de su alcance. Cuando él
meneó la cabeza, Alhandra frunció el ceño.
—Vas a tener que explicarme algo, Krusk, o yo, o alguien, tendrá que quitártelo.
La mirada que Krusk le lanzó casi hizo que Alhandra cogiera su espada. Pero
luchó contra el estímulo, agradeciendo a Heironeous que ninguno de los aldeanos
viera la mirada furiosa del semiorco.
Si hubiera estado lo suficientemente despierto para hacer esto en el granero…
apartó la idea de su mente.
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—Sólo te lo estoy explicando, Krusk. Tienes que cooperar, al menos un poco, o
tendrás problemas. No quieres tener que luchar contra toda una villa, ¿verdad?
Durante un momento, el semiorco pareció capaz de hacerlo, pero entonces su
expresión volvió a su estado neutral, aunque vigilante.
—No —dijo.
Alhandra volvió hacia la jarra y lejos de las escaleras. Si Krusk quería escapar, no
podía ofrecerle una oportunidad mejor.
Será mejor saberlo ahora, pensó.
Pero el semiorco se reunió con ella enseguida. Esta vez se sentó con las piernas
cruzadas y el paquete sobre su falda.
—Muy bien, podríamos empezar por lo que estabas haciendo al borde del
desfiladero y en el desierto antes, y seguir desde ahí.
Krusk habló a trompicones y Alhandra supo que no se lo contaba todo, pero le
explicó su huida desde Kalpesh, los gnolls y la muerte de sus amigos.
La luz del sol que surgía entre las grietas de las contraventanas se fue
desvaneciendo, volviéndose de color ámbar cuando terminó su historia.
La llegada de la oscuridad era como un eco de los sentimientos de Alhandra.
—Una ciudad entera saqueada, por… —se detuvo.
Krusk había evitado deliberadamente mencionar nada sobre el contenido del
paquete encerado que aún tenía en la falda, pero no era muy hábil. Sabía que ese
capitán Tahrain dio su vida, las vidas de sus hombres y quizá incluso las vidas de
todo el mundo en Kalpesh para mantener ese paquete lejos de las manos del enemigo.
Y qué enemigo.
Se estremeció internamente, como si alguien le hubiera vertido agua por su
columna vertebral.
Si Krusk había descrito a la comandante de los merodeadores con precisión…
—Una guardia negra —musitó con algo más que un poco de ironía—. Una devota
de Hextor.
Meneó la cabeza y miró a lo lejos, pensando en sus instructores, su mentor y el
hecho de que esta era su primera misión lejos de la guía de la orden de Heironeous.
Bueno, nunca dijeron que la vida de paladín fuera tranquila, pensó
cáusticamente. Ni larga, en cualquier caso.
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VI
FUEGO EN LA NOCHE
***
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—¿Y ahora qué, jefe de manada? —preguntó el joven batidor.
Grawltak lo miró.
—Tú y tú —el líder gnoll señaló a otro de los cachorros—, id a examinar el
granero.
Averiguad si lo mataron.
La pareja escogida parecía indecisa.
—Los animales… —dijo uno.
Apretando los dientes, Grawltak gruñó.
A los animales, especialmente las aves de corral y los cerdos criados en granjas,
no les gustaban los gnolls en absoluto. Solían hacer mucho ruido si olían a los
cazadores gnolls. En cualquier otra ocasión tendrían razón temiendo a la manada de
gnolls. Esta noche Grawltak no tenía tiempo para asaltos.
—¡Aseguraos de que no os huelen, idiotas!
El viento soplaba desde el este. No les llevaría demasiado tiempo a sus batidores
dar un rodeo y entrar desde el…
Grawltak maldijo con violencia. El resto de gnolls a su alrededor bajaron las
orejas y se agazaparon, excepto Kark, que asintió.
La granja se encontraba al este del granero.
Grawltak sonrió sarcásticamente a su teniente.
—Llévate a tres más de estos mentecatos a la granja. Si alguien nota algo,
mátalos a todos. ¡Que nadie escape!
Su manada, incluido Kark, asintió y ladró, ansiosa por complacerle. Sería mejor
que lo hicieran. Cuando el bárbaro se les escapó en el desierto, Grawltak había visto
la muerte en los ojos de su señora. Aún estaba sorprendido de que sólo castigara a un
miembro de su manada, pero tenía prisa. Se llevó a los chamanes después de que
interrogaran a los muertos —el pelaje de Grawltak se erizó al recordar eso— y habían
tenido poco contacto con ella desde entonces.
El gnoll palpó el amuleto que llevaba y se preguntó si debería informarla de
nuevo.
No, pensó, la próxima vez que vea a la señora tendré sangre del semiorco en la
boca. Le mostraré su garganta desgarrada y estará complacida.
A pesar del miedo de su manada a que los descubrieran, la exploración fue bien.
No apareció ninguno de los granjeros humanos, ni siquiera cuando uno de los
pollos salió del gallinero y Kark le partió el cuello.
—Si mataron al semiorco —le informaron los batidores—, no lo hicieron aquí,
jefe de manada.
—¿Entonces dónde está?
Rastros de un carromato surcaban el suelo y se dirigían hacia el norte, hacia la
villa.
—El suelo es blando, jefe de manada. Podemos seguir el rastro fácilmente.
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—Hacedlo —contestó Grawltak. La oscuridad había caído pero la noche era
clara. La luz de las estrellas y la luna creciente hacían que los gnolls pudieran ver
fácilmente, pero también podían ser vistos—. Manteneos agazapados y buscad
cobertura.
Agachándose y avanzando en parejas, el grupo de gnolls avanzó lentamente hacia
la villa.
Nadie advirtió su presencia.
Nadie reparó en los gnolls mientras se acercaban desde la granja porque todos los
que no estaban en sus casas se habían reunido en la sala común de «Ciervo y
Cazador».
***
Eoghan se aseguró que todo el mundo tuviera algo que beber —pero no demasiado—
y también comida, y después se quitó el delantal de cuero, lo tendió a su esposa y
abrió la puerta de la bodega.
Naull observaba sentada junto al hogar. No ardía ningún fuego. Suponía que sólo
usaban la chimenea en las noches frías del invierno, y tales noches eran escasas en
Valle de Duran.
Regdar estaba sentado al otro lado, vistiendo su armadura, recién limpiada y
reparada.
Naull se preguntaba por qué la llevaba ahora, pero no se lo preguntó.
Ian bajó de su habitación en el mismo momento en que Alhandra subía desde la
bodega.
Naull la miró sorprendida. ¿Había estado ahí abajo todo este tiempo? La paladina
aún vestía su armadura y tenía su espada a un lado.
Supongo que sí, pensó Naull.
Ian cogió un taburete y se sentó junto a Naull, reclinándose.
—¿Has dormido bien? —le preguntó.
Ella asintió, incluso aunque había tenía unos sueños bastante extraños.
Naull no creía en las premoniciones —bueno, excepto como efecto deliberado de
un conjuro, claro— pero aún así se sentía intranquila.
Cuando la gente vio que el semiorco seguía a Alhandra desde la bodega empezó a
murmurar.
La mayoría de los aldeanos habían estado en la granja, donde lo vieron colgado,
ensangrentado y exhausto.
Alhandra había estado ocupada, pensó Naull.
Incluso le había conseguido una camisa.
Era una túnica gastada y se tensaba un poco sobre el enorme pecho del semiorco.
Aún llevaba sus pantalones cortos, pero parecía que Alhandra le había quitado la
mayor parte de la suciedad.
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Siguiendo las indicaciones de Eoghan, Alhandra y Krusk fueron hasta una de las
mesas bajas cercanas. Estaba cerca de la chimenea pero lejos de cualquiera de las
salidas.
No parecía que fuera aposta para evitar que el semiorco escapara, sino que en ese
lugar todo el mundo podía verlo bien sin tener que moverse demasiado.
Naull y Regdar inspeccionaron a la multitud pero Ian observaba al semiorco.
Estaba sentado en una silla junto a la mesa y se movía inquieto. Alhandra le susurró
algo y pareció relajarse un poco. Se puso una mano sobre el pecho.
—¿Regdar?
Naull golpeó a su socio con el codo y él la miró.
—¿Qué? —susurró.
—¿Lleva algo ahí?
Regdar volvió a mirarlo, entornando los ojos, aunque no estaban a más de una
docena de pies del semiorco.
—No lo sé —contestó Regdar—. Sus cosas están ahí.
Señaló un cesto que contenía una mochila pequeña y el camisote de mallas del
semiorco.
Alguien lo había traído desde la bodega. Regdar había apoyado el hacha y el arco
del bárbaro en la esquina más cercana a su asiento.
Abriendo la boca, Naull empezó a decir algo, pero Eoghan dio un golpe con un
pedazo de madera sobre la mesa. Él, Alhandra y el semiorco se sentaban tras ella.
Todos los de la posada encontraron un asiento o algún lugar donde apoyarse y la
sala quedó en silencio.
—Esto no es un juicio —dijo Eoghan en voz alta—. Nuestro… visitante no ha
hecho nada para que lo juzguemos —el posadero asintió hacia el semiorco, al otro
lado de la mesa, que no pareció darse cuenta. Alhandra, sin embargo, inclinó la
cabeza en señal de agradecimiento—. Pero tenemos la responsabilidad de saber quién
es y qué está haciendo aquí.
Alhandra se levantó.
—Yo hablaré por este hombre —dijo con voz clara—. Ha contestado a mis
preguntas y, aunque no soy de vuestra villa y no tengo ninguna autoridad aquí, puedo
determinar que no quiere dañar a nadie y no ha hecho nada que amenace a Valle de
Duran ni a ninguno de sus intereses.
Hacía algunas horas, Alhandra había vencido sobre una muchedumbre hostil que
estaba a punto de linchar al semiorco.
Naull y Regdar se miraron y observaron a los aldeanos asistentes. Algunos ya
estaban asintiendo, como si lo dicho, fuera suficiente para ellos.
Muy bien, estoy impresionada, pensó Naull.
***
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La audiencia fue bien y transcurrió con rapidez, aunque hubo algunos incidentes de
interés.
Cuando Krusk —como le presentó Alhandra— explicó a trompicones el ataque
sobre Kalpesh y su probable caída ante un ejército de humanoides, muchos de los
aldeanos se asustaron.
Debido al desierto y a los peligros del desfiladero que los separaba de él, Valle de
Duran tenía poco contacto con la ciudad del sur. De vez en cuando, sin embargo,
algún viajero llegaba, trayendo historias de la exótica metrópolis del desierto, sedas,
aceites y otros bienes que no se veían a menudo en la pequeña villa.
Una de las decoraciones favoritas de la posada era una lámpara de aceite con
forma rara que colgaba sobre la chimenea. Tenía una apariencia extraña con su cuello
largo, y bastantes aldeanos la miraron cuando oyeron hablar del asalto a la ciudad.
Nadie preguntó cómo o por qué escaparon de la ciudad Krusk y algunos otros
hombres y mujeres. Todos dieron por sentado que esos refugiados huyeron temiendo
por sus vidas, o quizá, en un intento desesperado pero funesto de encontrar ayuda.
Sin embargo, Ian frunció el ceño e intercambió miradas con Naull. Ambos fijaron
su mirada en los ojos de Alhandra mientras ayudaba a Krusk a relatar la historia de la
batalla al borde del desierto.
Naull casi soltó un grito de sorpresa cuando vio que la paladina meneaba la
cabeza, casi imperceptiblemente, cuando sus ojos se encontraron. Las dos se
quedaron mirando hasta que Naull cerró la boca y asintió lentamente.
Hay algo más en todo esto, pensó.
Se giró hacia Regdar para contárselo, pero en ese momento sucedieron varias
cosas a la vez.
Una vasija de loza se rompió contra el suelo mientras Lexi, la mujer del posadero,
miraba hacia arriba y gritaba.
Se había estado moviendo entre la muchedumbre con una jarra de cerveza ligera,
rellenando vasos, cuando, con un estallido de cristales y fuego, una linterna atravesó
una de las ventanas de la pared delantera de la posada.
El cristal y el aceite salpicaron a dos aldeanos y una esfera de llamas se elevó
desde el suelo de madera dura.
Una flecha en llamas salió disparada desde la puerta abierta de la posada, casi
ensartándose en un hombre alto vestido con una túnica de piel. Golpeó contra la
pared contraria, por encima de la barra, y siguió quemando.
Los aldeanos gritaron de miedo, consternación y, en algunos casos, dolor.
Todos empezaron a moverse a la vez. Algunos saltaron tras la barra, otros
intentaron apartarse del fuego y algunos incluso se lanzaron hacia la puerta.
—¡Quedaos dentro! —les gritó Regdar a esos.
Empezó a saltar hacia esa dirección, pero Temprano, que había entrado en la
posada hacía sólo unos momentos, se interpuso en su camino.
Dos flechas ardientes más surgieron de la puerta.
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Una impactó contra la pared del fondo y se apagó. La otra se hundió en el pecho
de una lugareña. Acababa de avanzar hacia el centro de la entrada, intentando salir a
la oscuridad. En vez de eso, cayó hacia atrás con una mirada conmocionada en la
cara. La llama del astil chisporroteó y se apagó, sofocada por la sangre que manaba
de la herida.
—¡Al suelo! —repitió Regdar—. ¡Tumbad esa mesa y quedaos detrás de ella!
Eoghan obedeció, y Alhandra le ayudó a darle la vuelta a la mesa y convertirla en
una barricada. Otros aldeanos hicieron lo mismo con otras mesas.
Ian se adelantó hasta el lado de una ventana destrozada, cerrando las
contraventanas interiores de un golpe. Una flecha, ésta sin fuego, surgió de una grieta
en la madera a apenas unas pulgadas de su mano mientras la atrancaba.
Otro aldeano cayó con una flecha en el muslo, pero se las arregló para cerrar la
puerta de la posada con el hombro.
—¡Arriba! —chilló Naull.
Había demasiada gente apiñada en una habitación. Si sus atacantes desconocidos
lanzaban más aceite, alguien más moriría.
Hubo una estampida hacia las escaleras, y casi pisotearon a los más pequeños.
Temprano recogió a un mediano y lo ayudó a subir las escaleras.
—¿Quiénes son y qué quieren? —jadeó Eoghan desde detrás de la mesa tumbada.
Su mujer, que se había arrastrado tras la barra después de soltar su bandeja y
derrumbarse, llegó a su lado. Tanto el marido como la esposa estaban pálidos y
temblorosos.
Regdar meneó la cabeza y evaluó la situación de la sala.
Casi todos los aldeanos estaban arriba, repartidos entre las habitaciones.
Vio a Ian acuclillado junto a la ventana cerrada y lanzó una maldición.
—¡La ventana de nuestra habitación! Ian, está abierta.
El semielfo asintió.
—De todas formas tengo que ir a por mis armas —dijo.
Miró a Naull y se dirigió hacia las escaleras.
—¿Qué demonios crees que haces?
El grito de Temprano hizo que Ian se detuviera antes de empezar a subir por la
escalera, pero Regdar le indicó que siguiera.
El grito iba dirigido a Krusk, que estaba avanzando hacia sus armas y su
armadura.
El semiorco ni siquiera se paró mientras Temprano iba hacia él.
Alhandra intentó interponerse entre ellos, pero el hombretón levantó su espada
amenazadoramente.
—¿Aún es un prisionero, no? —gritó Temprano. El hombretón estaba muy serio.
Krusk se puso su camisote de mallas apresuradamente, pero Temprano intentó
detenerlo cuando iba a coger su hacha. La mano derecha de Krusk se convirtió en un
puño.
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—¡Basta! —chilló Naull.
Ambos la miraron.
—No tenemos tiempo para esto —dijo la maga—. ¿Qué hacemos, jefe? —le
preguntó a Regdar.
Durante un momento, Regdar pareció aturdido, pero entonces sacudió la cabeza y
señaló al posadero.
—Eoghan —dijo—, coge todos los recipientes que puedas encontrar y llénalos de
agua. ¿La puerta trasera está cerrada?
Eoghan negó con la cabeza, consternado, pero se levantó. Empezó a dirigirse
hacia la parte de atrás, pero después se detuvo y se giró.
—Yo lo haré, querido —le dijo Lexi, casi como si estuviera hablando de una tarta
en el horno, y se apresuró hacia la parte trasera de la posada.
Eoghan asintió y empezó a dar jarras y picheles a los pocos aldeanos que aún
quedaban en la planta baja.
—Llevad una parte del agua arriba. Gracias a Pelor que el techo no está cubierto
de paja —dijo el posadero. Sabía que las tablillas de madera quemarían rápidamente
si lanzaban aceite en llamas, pero podrían intentar evitarlo. Con una mirada
desconcertada en la cara, se giró hacia Naull—. ¿Por qué han parado? —le preguntó.
Era cierto. No habían oído que se estrellaran más flechas contra la puerta ni las
paredes.
Aún oían sus aullidos fuera, pero eso era todo.
—No lo sé —contestó ella.
Después de ver que Temprano se apartaba para ayudar a uno de los aldeanos
caídos, Naull ayudó a Krusk a ponerse el resto de su armadura.
—Me quieren a mí —dijo Krusk.
Su hacha se balanceaba diestramente en sus grandes manos y una expresión
oscura nublaba su cara. Avanzó hacia la puerta.
Todos los presentes se apartaron de su camino, pero Alhandra lo interceptó.
—No Krusk, no puedes.
—No voy a huir más —murmuró el semiorco.
La paladina empezó a discutir, pero un aullido grave del exterior la interrumpió.
Se oía más fuerte justo al otro lado de la puerta delantera, pero los ladridos y
aullidos en respuesta parecían provenir de todas partes. Entonces todos se callaron de
repente.
—¡Sal fuera, semiorco! —aulló una voz canina desde delante de la posada. Sonó
casi igual que un ladrido, pero las palabras eran claras—. ¡Sal y danos lo que
queremos! ¡O te quemaremos, y a tus nuevos amigos contigo!
Las carcajadas caninas se elevaron de nuevo, y a través de las rendijas de las
contraventanas y de la puerta pudieron ver muchas llamas en el patio. Antorchas y
linternas se movían de un lado a otro, danzando justo al otro lado de las paredes de
madera de la posada.
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VII
LA HUIDA
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—Los vi por nuestra ventana antes de cerrarla. Hay una docena de ellos, quizá
más. Todos tienen arcos y antorchas. Han arrastrado un par de balas de paja del
establo hasta el patio y las han encendido.
Regdar maldijo.
—Al menos aún no han incendiado la posada —observó Naull esperanzada.
Algunos asintieron, pero Regdar frunció el ceño.
—¿Por qué no? —preguntó—. Quiero decir que, mientras estamos aquí chillando
y discutiendo, podrían haber cubierto las paredes de aceite y habernos prendido fuego
a todos. En vez de eso lanzaron algunas flechas de fuego y esto —señaló la mancha
chamuscada y la linterna destrozada—. ¿Qué han hecho arriba?
—Un par de flechas. Una encendió tu cama —Ian se encogió de hombros.
Comprendía a dónde quería llegar Regdar—. Lo apagamos con el agua de la
palangana. Ningún problema.
—De modo que no quieren incendiar esto y quemarnos. Quieren a Krusk —
asintió hacia el semiorco—. Pero quieren algo más. De otro modo, habrían prendido
fuego a la posada y lo capturarían cuando huyéramos del incendio. Sea lo que sea que
quieren, es algo que no pueden conseguir si queman la posada por completo.
Alhandra miró deliberadamente a Krusk, que le devolvió la mirada y sacudió la
cabeza.
Naull vio el intercambio, y también Regdar.
Ian dio un paso hacia el semiorco, pero levantó una mano cuando Krusk gruñó y
blandió su hacha.
—Krusk, no —dijo Alhandra—. Tienes que explicárselo. Nadie quiere hacerte
daño, pero tienen que saberlo.
Durante un momento, el semiorco se mostró desafiante, pero después su cara se
llenó de tristeza y resignación.
A Naull le asombró ver su gran expresividad. Cuando parecía desafiante o estaba
enfadado, tenía un aspecto muy parecido a los orcos contra los que habían luchado y
matado, pero ahora sólo parecía un hombre triste y feo.
Metiendo una gruesa mano dentro de su camisote de mallas, sacó un paquete
encerado.
Naull casi se dio un golpe en la frente al reconocer el símbolo de la llama en su
exterior.
Quería preguntarle a Krusk sobre él cuando las cosas se calmaran, pero nunca lo
hizo.
Fuera lo que fuera, el semiorco le tenía mucho aprecio.
Cuando Ian se le acercó para verlo mejor, el semiorco empezó a apartar el
paquete, protegiéndolo, pero una palabra de Alhandra lo detuvo y lo sostuvo en alto.
Sin el emblema de la llama habría sido casi igual que el paquete en que Naull
llevaba sus papeles importantes, como su contrato con la villa. Estaba un poco más
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lleno, como si tuviera algo más en su interior, pero por otra parte tenía el mismo
tamaño y forma.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Alhandra empezó a contestar, pero Krusk sacudió la cabeza bruscamente.
—Es por lo que Kalpesh… y mi amigo —dijo vacilante— murieron. No pueden
conseguirlo. Nadie puede conseguirlo. Debo protegerlo.
—¿Por qué? Si quisieron quemar toda una ciudad —gritó Eoghan de repente—,
¡es tan seguro como los Nueve Infiernos que nos quemarán vivos por él!
Lexi, volviendo de asegurar la puerta trasera, intentó retener a su marido. Él se la
quitó de encima y siguió.
—¿Qué es tan importante? ¿Por qué no podemos simplemente dárselo y que se
vayan?
La mandíbula de Krusk se cerró con fuerza mientras miraba al gran posadero,
pero no contestó inmediatamente. Miró a Alhandra, pero ella no hizo nada.
Naull miraba al semiorco mientras apretaba la mandíbula y le pareció que se
había decidido.
Se miraron a los ojos durante un momento. Los ojos abultados de Krusk
parpadearon y asintió.
—La Ciudad del Fuego —dijo en tono bajo y áspero—. La llave.
Sólo aquellos que estaban alrededor de Krusk —Alhandra, Naull, Ian, Regdar y
Eoghan— oyeron lo que había dicho el semiorco. El resto de ocupantes de la posada,
a unos pocos pies más allá, sólo oían los aullidos de los gnolls en el exterior y sus
propias voces asustadas.
Krusk siguió hablando, en voz tan baja que ni siquiera Temprano lo oyó.
—El capitán me dio esto para que lo protegiera. Quería que encontrara ayuda y
fuera a la Ciudad del Fuego antes…
La voz de volvió áspera y se detuvo, mirando de nuevo sus caras.
Naull podía ver que la verdad había llegado al punto más duro. Estaba intentando
que esta gente, que unas horas antes casi lo habían linchado, tuviera fe en él. Naull no
podía imaginarse lo que sentía el semiorco, pero sintió respeto por él, y también por
Alhandra. Estaba claro que la paladina había conectado con el semiorco de algún
modo mientras habían estado en la bodega.
—Antes de que ella lo consiga.
—¿Ella? —preguntó Regdar—. ¿Quién es ella?
—Una guardia negra —contestó Alhandra—. Él me lo dijo. Una guardia negra de
Hextor busca la llave. Los gnolls son sus criaturas.
Eoghan palideció y se alejó.
Era demasiada información para que el posadero pudiera manejarla.
Ian soltó un largo silbido, pero Regdar frunció el ceño.
—¿La Ciudad del Fuego? —preguntó—. Nunca he oído hablar de ella.
Naull se adelantó y tocó el paquete y el símbolo de la llama.
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Había algo en el fondo de su mente, pensó. Entonces apareció de repente. Unos
textos antiguos de sus estudios mientras era aprendiz volvieron a su memoria.
—La Ciudad del Fuego… yo sé algo sobre ella. Krusk, ¿tu amigo el capitán te
habló de otros nombres? ¿Le oíste decir «Secrustia Nar»? ¿O la llamó la «Estrella
Llameante del Desierto»?
El orco abrió mucho los ojos y asintió.
—Se… Secrustia Nar —pronunció a trompicones—. El nombre antiguo de la
Ciudad del Fuego.
Naull miró al pequeño grupo a su alrededor sorprendida por la declaración del
semiorco.
—¿No habéis oído hablar de Secrustia Nar? —El nombre tenía origen dracónico,
y las historias y leyendas corrían de un lado a otro—. ¿Ni siquiera habéis leído nada
sobre ella?
Alhandra pareció preocupada, Ian molesto y Regdar divertido.
Naull volvió a mirar a Krusk finalmente y se puso seria ante su expresión.
No, supongo que no, pensó.
La diversión desapareció enseguida de Regdar.
—Muy bien, Naull, tú eres más lista que todos nosotros —dijo—. Será mejor que
nos expliques de qué va el cuento antes de que los gnolls se impacienten.
El comandante gnoll, si eso es lo que era, estaba gritando de nuevo para que les
enviaran a Krusk. Pronto llegarían más amenazas y flechas en llamas.
—Oh, no es ningún cuento —contestó Naull—. Es una leyenda, y no tengo
tiempo de explicarla toda. ¿Tú conoces la historia, Krusk?
El semiorco hizo algo parecido a un gesto de asentimiento.
—Yo sólo sé lo suficiente para comprender por qué Krusk no quiere entregar el
paquete —siguió Naull—, y nosotros tampoco deberíamos hacerlo. Regdar, la Ciudad
del Fuego es antigua. He oído que los primeros asentamientos por la zona de Kalpesh
eran simplemente estaciones comerciales de paso cuando Secrustia Nar desapareció.
Es, o fue, una de las ciudades más antiguas de esta parte del mundo. Por eso tiene
sentido, supongo, que la llave llegara a Kalpesh —caviló, pero entonces meneó la
cabeza. No era el momento para lecciones de historia.
—Se cree que la Ciudad del Fuego era un vínculo con otro plano. ¿Me habéis
oído hablar de los otros planos, verdad?
—Claro —dijo Regdar—. Las Tierras Exteriores, el Anillo Grande…
—El Gran Anillo —lo corrigió ella.
—Es verdad. Los planos elementales…
—¡Sí! —exclamó Naull—. La Ciudad del Fuego, de acuerdo con todo lo que he
leído sobre ella, tuvo un vínculo con el Plano Elemental del Fuego. Era un vínculo
permanente, no uno temporal como algunos magos o clérigos poderosos a veces
creen.
Alhandra tenía un aspecto serio, pero Regdar aún necesitaba más explicaciones.
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—Según la leyenda —continuó Naull—, Secrustia Nar se erigía entre el Plano
Elemental del Fuego y nuestro plano. Alguna gente llama a estos lugares
«dimensiones de bolsillo», pero eso no tiene importancia. Lo que importa es que la
gente que vivía ahí, era capaz de convocar y controlar increíbles fuerzas elementales.
Tenían sirvientes e incluso ejércitos de seres ardientes y se supone que dominaban
toda esta parte del mundo. Incluso hay leyendas que cuentan que Secrustia Nar es la
razón de que tengamos un gran desierto aquí en vez de tierras fértiles —su voz se
convirtió en ominosa—. Cuando los gobernantes de la Ciudad del Fuego ya no
pudieron controlar a sus sirvientes, el Plano Elemental del Fuego se la tragó,
quemando las tierras a su alrededor.
Regdar silbó.
—¿Y esta llave?
Naull le asintió a Krusk, que estaba concentrado escuchando su historia. Él no
añadió nada, pero Naull creyó verlo asentir una o dos veces.
—Supuestamente —dijo ella, manteniendo la mirada fija en los ojos de Krusk—,
algunos habitantes de Secrustia Nar escaparon del desastre. Hicieron un mapa que
detallaba el camino de vuelta hasta donde se encontraba el principal portal planar, y
guardaron la llave para abrirlo con seguridad. La mayoría de historias dicen que
sabios clérigos de Pelor y Heironeous destruyeron el mapa y su llave, pero supongo
que no es el caso, ¿verdad, Krusk?
Meneando la cabeza, el semiorco abrió lentamente el paquete. Introdujo la mano
en su interior y buscó durante un momento, hasta que sacó un disco dorado de
aspecto extraño.
Tenía la forma de una bola de fuego, pero plana.
Mientras la sostenía en su palma gris brilló ligeramente y las llamas grabadas en
su borde exterior parpadearon con diferentes colores, del dorado al rojo, y luego
naranja y otros colores del fuego.
—Mi capitán me hizo memorizar el camino hasta la ciudad. Puedo encontrarla.
Puedo abrir el portal con esta llave y cerrarlo para siempre —dijo finalmente. El
semiorco cerró el puño sobre el disco llameante y miró a todos los del grupo—. Voy a
hacerlo, lo he jurado.
—Yo creo que es una buena idea —estuvo de acuerdo Naull.
—No —discrepó Regdar—. ¿Por qué no lo destruimos? Quememos los mapas y
la llave.
Naull meneó la cabeza.
—Todas las leyendas, las historias que hablan sobre la destrucción de la llave,
dicen que no es fácil. Algunas dicen que la llave ha sido destruida varias veces, pero
sigue regenerándose. Es como el fuego que apagas en un lugar sólo para que se
reavive en otro.
—Debo cerrar el portal —dijo simplemente Krusk.
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Algo golpeó la puerta de la posada. Esta vez no era una flecha sino algo más
pesado.
Oyeron pasos a la carrera retirándose por la escalera y hacia el patio.
—¡Abrid las puertas! —aulló el líder gnoll—. ¡Aún no atacaremos! ¡Ved lo que
tenemos para vosotros!
A una indicación de Regdar, Temprano y Alhandra se colocaron a ambos lados de
la puerta. Regdar se quedó directamente delante de ella, sujetando el escudo de
Alhandra ante él.
A su señal, abrieron la puerta.
Algo apoyado contra ella cayó dentro.
Regdar miró hacia abajo y vio un cadáver chamuscado y sangriento.
—¡Llevadle dentro! ¡Miradle! ¡Eso haremos a todos los aldeanos que
encontremos si no nos entregáis al semiorco! —aulló el líder de los gnolls—.
¡Enviadle fuera o contemplaréis vuestras propias muertes!
La manada aulló al unísono ante la amenaza.
Regdar inspeccionó la oscuridad y después usó su pesada bota para empujar el
cadáver al exterior de la puerta.
Durante un momento las mofas de los gnolls se detuvieron.
El cadáver se giró y rodó por las escaleras del porche. Los gnolls aullaron de
nuevo; esta vez de rabia porque su provocación no había funcionado.
—Vernon… —jadeó el posadero. Estaba mirando a Regdar desde detrás de la
puerta—. El herrero… oh, ¡dioses! Cómo pudiste…
El tono acusador de Eoghan se cortó cuando Regdar se giró hacia él, mirándole
con rabia.
—Está muerto —dijo Regdar tajantemente—. No podemos ayudarle y su cadáver
no va a sernos de ayuda. Tenemos que buscar algún modo de salir de ésta. Después
podrás lamentar su pérdida —añadió el guerrero con más suavidad.
Eoghan asintió y se deshinchó un poco.
—¡Voy a salir ahí fuera! —gritó Temprano—. ¡Podemos luchar contra ellos!
—No podrías acercarte —dijo Alhandra—. Todos tienen arcos y apenas podemos
verlos.
—Yo puedo verlos —dijo Ian, pero no parecía contento ante la idea.
—Yo también puedo —añadió Krusk. Temprano miró sorprendido al semiorco—.
No voy a correr más, voy a luchar.
Temprano asintió lentamente.
—¡Muy bien entonces! Vamos.
—No —dijo Regdar. Aún estaba cerca de la puerta cerrada y les impedía el paso
—. Este no es el modo.
Alhandra se adelantó para apoyar al guerrero y Naull dio la vuelta para ponerse a
su lado.
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—¿Entonces cuál es el modo? —preguntó Temprano con enfado—. ¿Tienes otro
plan?
Regdar no contestó inmediatamente.
—¿Tantas ganas tienes de morir, Temprano? —le preguntó Naull con sarcasmo.
Temprano avanzó hacia ella refunfuñando, pero Alhandra se puso en medio.
—No seas loco —dijo. Su tono hizo que Temprano se parara y quedara
boquiabierto—. Escucha, piensa.
Las dos palabras parecieron arrancarle la rabia y se quedó en silencio.
Después de un largo momento, Regdar volvió a hablar, esta vez lo bastante alto
para que todo el mundo de la planta baja pudiera oírle.
—Si salimos ahí fuera y luchamos —dijo lentamente Regdar— podríamos ganar.
Quizá mataríamos a todos los gnolls antes de morir todos.
El guerrero dejó que el doble impacto de su afirmación se asentara.
Los pocos aldeanos que aún estaban abajo se miraron incómodamente.
Ian se encogió de hombros; él no se había movido hacia la puerta para apoyar a
ningún bando.
—Pero si no lo hacemos —siguió Regdar—, si nos matan a todos en vez de sólo a
unos cuantos, se llevarán un premio para su líder. Un premio peligroso.
Miró a Krusk.
El semiorco parecía incómodo, pero Regdar sabía que no podía persuadir a nadie
sobre el curso de acción correcto sin dar razones para ello.
—Creemos que los gnolls que atacan vuestra villa van detrás de una cosa. Cuando
se marche, deben seguirla y vosotros estaréis seguros —algunos de los aldeanos
murmuraron con incertidumbre, pero Regdar siguió adelante—. Podemos llevarnos
esa cosa e intentar escapar con ella, pero sé que eso es pediros mucho. ¿Cómo podéis
saber que no nos estáis ayudando a escapar para quedar atrás y morir en el incendio?
Se elevaron más murmullos. Naull se revolvió inquieta pero se quedó en silencio.
—No tengo respuesta a eso —concluyó Regdar—. Tendréis que confiar en
nosotros.
Miró a Alhandra, alta y con su armadura brillante, y después hacia Krusk. Miró a
los ojos del semiorco y el bárbaro asintió, como si Regdar le estuviera hablando a él,
no a los aldeanos.
—Yo confío en ti —dijo Ian—. Me quedaré. Tampoco puedo montar con esto —
dijo, señalando su hombro vendado.
El semielfo miró a Temprano.
La cara del hombretón mostraba sus emociones con claridad. Sentía rabia, dolor y
miedo, pero la resolución apareció lentamente. Se acercó a Ian y le tendió su gran
mano.
El semielfo la aceptó y la entrechocó.
—Yo también —dijo Temprano—. Esta es mi villa y confío en ti, Regdar. Espero
que sepas lo que estás haciendo —añadió quedamente.
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—Yo también —replicó Regdar en voz baja—. Este es mi plan —dijo, indicando
a todos que se acercaran.
Naull sonrió por algún motivo, aun cuando los aullidos de los gnolls se
incrementaban.
***
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—Te cogeremos las armas pero, si cooperas, incluso puede ser que te las
devolvamos.
Ningún ladrido de risa respondió a Grawltak entonces.
Podía sentir la tensión de su manada. Estaban esperando la matanza.
El semiorco avanzó.
Mantuvo la mesa ante él mientras atravesaba el porche, bajaba las escaleras y
empezaba a andar por el patio de hierba.
Algunos gnolls se adelantaron hasta la luz de las balas de paja incendiadas.
El propio Grawltak avanzó, con Kark tras él, pero algo hizo que se detuviera.
Eso salvó su vida.
Las contraventanas del piso superior de la posada se abrieron y salieron
disparadas varias flechas. Dos golpearon contra el suelo a pocas pulgadas del pie de
Grawltak y otras golpearon a los gnolls que avanzaban hacia Krusk.
Uno de ellos se derrumbó con un aullido, pero el otro se quitó el astil de su
armadura de cuero y saltó hacia delante, hacha en mano.
El semiorco lanzó la mesa contra el gnoll y el ataque inesperado cogió
desprevenida a la criatura.
Mientras el humanoide saltaba a un lado, Krusk sacó su propia gran hacha y la
golpeó contra el hombro del gnoll.
Retirándose y gimoteando, la criatura consiguió golpear débilmente el costado de
Krusk.
El resto de los gnolls reaccionó rápidamente.
Los arqueros de Kark liberaron sus flechas contra el semiorco, pero Krusk estaba
parcialmente escudado por el gnoll ante él. Sólo una flecha impactó a su objetivo, y
rebotó inofensivamente en el camisote de mallas del semiorco.
Grawltak aulló de rabia.
Los gnolls le oyeron y los que tenían el fuego de alquimista saltaron fuera de su
cobertura y se prepararon para lanzarlo.
Mientras esperaban la señal de Grawltak, la puerta del establo estalló hacia fuera.
Una mujer humana con brillante armadura pasó por encima de uno de los gnolls
de los frascos mientras espoleaba a su caballo. Otro jinete la seguía, esta vez un
hombre. Su armadura era más oscura y estaba cubierta de púas.
Grawltak sacó su hacha y, con Kark a su lado, cargó para interceptarlos.
Pero los pieles blandas no habían terminado con sus sorpresas. Tres humanos más
salieron rugiendo de la posada. Tres grandes humanos empuñando armas variopintas
cayeron sobre los gnolls.
Uno enterró una hoz en la cabeza del gnoll más cercano a Krusk, mientras que
otro se lanzaba contra el segundo gnoll con los frascos de fuego de alquimista. Los
frascos se le cayeron de las manos y explotaron en el suelo.
Sólo quedaba un gnoll en posición de lanzar fuego al techo de la posada.
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Lo lanzó sin esperar la orden de Grawltak y prendió rápidamente. La parte
derecha del techo de la posada estaba en llamas.
Maldiciendo, Grawltak soltó más órdenes de manera refleja, esta vez en su
idioma natal.
No podía gritar tan fuerte ni tan rápido en el idioma común, y estaba demasiado
enfadado para hacerlo.
Avanzaron más gnolls desde sus escondrijos.
Algunos dispararon flechas en llamas a la posada, mientras otros atacaban a los
pieles blandas del patio.
Los jinetes no dejaron que los gnolls les tomaran terreno fácilmente.
La dama brillante hizo descender su espada y rajó al gnoll más cercano, después
espoleó a su montura hacia el siguiente, que estaba forcejeando con un humano en el
suelo.
El gnoll rodó apartándose de su contrincante de mayor tamaño por miedo a los
cascos del caballo, y la dama falló por poco en decapitarle con un tajo de su espada.
El gnoll aulló de dolor cuando la hoja partió la armadura de su cuello y volvió
corriendo hacia las sombras.
El otro humano montado luchaba para controlar su caballo. La bestia quería
alejarse de los gnolls y el fuego, y había empezado a patear. El humano con la
armadura de púas se aferró a su cuello hasta que dejó de recular.
Mientras el animal asustado se giraba, sin embargo, Grawltak vio a otro humano
agarrado a la espalda del hombre.
—Al suelo —gritó Kark, lanzándose hacia su jefe de manada.
Una ballesta chasqueó y el virote voló hacia la cara sorprendida de Grawltak.
Kark lo alcanzó primero y el virote golpeó al viejo gnoll en el costado. Aulló de
dolor mientras caía al suelo.
Grawltak se detuvo, sorprendido momentáneamente, y después se sacudió y
gruñó.
El semiorco estaba casi a su alcance y balanceaba su hacha con golpes poderosos.
Los gnolls caían o huían ante él, y aquellos que disparaban sus flechas fallaban o
golpeaban las pesadas mallas de Krusk causando poco efecto.
Grawltak miró al semiorco a la cara y vio una ferocidad que no había visto nunca
antes. Se retiró cautelosamente, protegiéndose con su hacha.
En el momento en el que el semiorco cargaba, sin embargo, la dama brillante guió
a su montura para que le cortara el paso. Entonces Grawltak tuvo una perturbadora
visión de su señora. La había visto montar de esa manera y temía enfrentarse a esta
piel blanda si era algo parecido a ella.
—¡Sube, Krusk! ¡Arriba! —gritó la dama, con su voz clara en medio de la
carnicería—. ¡Sube ahora!
Grawltak vio cuál era su plan: escapar.
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A pesar de la ferocidad de su ataque, los pieles blandas aún estaban en mala
posición.
Sus gnolls se estaban reagrupando. Superaban en número a los aldeanos y el
fuego se estaba extendiendo con rapidez por la posada. Si podía retrasarlos, la batalla
sería un gran triunfo.
Con nervio renovado, se adelantó para atacar al caballo de la dama.
El semiorco tenía problemas para montar tras la dama.
Cuando por fin subió a la grupa del caballo, casi perdió su hacha y algo más cayó.
Los ojos de Grawltak vieron un destello dorado a la luz del fuego y se detuvo
consternado.
Su señora le había explicado con gran detalle exactamente lo que debían capturar
del semiorco. El paquete del suelo ante sus pies llevaba el emblema que le había
descrito.
El semiorco vio que su tesoro estaba en el suelo, incluso con la dama espoleando
su caballo.
Mientras Grawltak esquivaba a la bestia y se lanzaba hacia el paquete, el
semiorco realmente intentó saltar de la grupa. Pero la dama le sujetó, gritando.
—¡Krusk! ¡Déjalo! ¡Tenemos que salir de aquí!
El semiorco soltó un rugido desgarrado, pero no podía escapar de la sujeción de
acero de la dama.
Los guardias del Grawltak saltaron hacia delante, blandiendo sus hachas contra la
dama y su montura. El caballo gris saltó entre ellos y se alejó hacia la oscuridad.
Grawltak cogió el paquete y, tras una rápida mirara para asegurarse de que sus
ojos no le habían engañado, se lo embutió en el interior de su armadura.
—¡Retiraos! —chilló—. ¡Atrás!
Su voz era triunfante y su manada, aunque estaba ansiosa por matar a los pieles
blandas del patio y hacer pagar a los humanos por derramar sangre gnoll, obedecieron
a su líder.
Grawltak gruñó a dos de sus batidores ilesos para que recogieran al herido Kark,
y huyeron hacia la oscuridad con Grawltak tras ellos.
Tres gnolls muertos y varios humanos heridos yacían en la plaza de la villa.
El techo de la posada ardía, pero el fuego tenía un aspecto peor de lo que era
realmente.
Los aldeanos del piso superior evitaron que el fuego se extendiera hasta el interior
de la estructura, lanzando los pedazos de madera en llamas por las ventanas tan
pronto como caían dentro de las habitaciones.
Temprano se agarró el costado y caminó con dificultad hacia Ian, que salía del
piso superior cojeando dolorosamente.
—¿Se han ido? —preguntó Temprano.
Ian asintió.
—He oído que la paladina chillaba algo. ¿Funcionó?
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Ian se encogió de hombros.
—No lo sé. Los gnolls se han ido, al menos esa parte fue bien —miró hacia la
oscuridad, pero ni siquiera sus ojos de semielfo podían ver a sus antiguos compañeros
—. Espero que hayan podido escapar indemnes.
***
Alhandra, Krusk, Regdar y Naull cabalgaron rápidamente a lo largo del camino que
atravesaba la villa.
Calandria avanzaba ágilmente sobre los surcos y los rastros de carromatos, pero el
caballo marrón que Regdar había elegido en el establo estuvo a punto de caer dos
veces.
Finalmente tuvo que pedir a la paladina que frenara.
Desmontaron, y Regdar respiraba pesadamente.
—¡Ha funcionado! ¡No puedo creer que haya funcionado! —jadeó sin aliento.
Naull sonrió y le palmeó fuerte la espalda.
—¿Por qué no? Era tu plan. Krusk, ¡estuviste asombroso!
El semiorco sonrió, con sus colmillos y dientes amarillentos brillando a la luz de
la luna.
Era la primera vez que cualquiera de ellos le había visto sonreír, y la vista hizo
que Naull soltara una carcajada.
—Aquí —dijo ella, sacando su propio paquete encerado y tendiéndoselo—. Ten
cuidado.
Lo metí todo dentro, pero no sé si el cierre aguantará.
—¿Qué pusiste en el otro paquete? —preguntó Alhandra.
Ella se había perdido gran parte de los preparativos, demasiado ocupada en bajar
por una ventana lateral de la posada y entrar en el establo para ver cómo completar el
plan de Regdar.
—Lo que tenía en el mío —dijo Naull—. Algunos papeles, nada en realidad… —
se golpeó la frente—. ¡Maldita sea! ¡Dejé la carta de la villa con nuestro contrato
dentro! —Miró a Regdar con abatimiento—. ¡No vamos a cobrar!
El guerrero rió.
—No te preocupes de eso. Tengo la mayor parte del botín de los orcos en mi
mochila. Temprano e Ian ya tienen su parte —dijo—. Además, Eoghan necesitará el
oro para reparar su tejado.
Miraron atrás hacia la villa.
Era demasiado oscuro para verla, pero consideraron eso una buena señal.
—Parece que han sofocado el fuego —dijo Regdar.
—Espero que los gnolls los dejen tranquilos.
—Creo que lo harán —dijo Alhandra—. Cuando se den cuenta de que no tienen
la llave ni el mapa ni nada de lo que buscaban, estarán demasiado ocupados
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rastreándonos para volver a la villa.
—Eso es un pensamiento esperanzador —dijo Naull secamente.
—Lo es —estuvo de acuerdo Krusk, sin ningún rastro de humor en su voz. Agitó
su hacha hacia el escenario de la lucha—. Lo es.
Los demás se miraron y Regdar suspiró.
—Bueno, será mejor que sigamos moviéndonos antes de que tengan la
oportunidad de echar una mirada a su premio. Los gnolls se mueven bastante rápido
cuando enloquecen, y estos estarán más enloquecidos que un troll en una barbacoa.
Nadie discrepó.
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VIII
EL DESFILADERO
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—Necesitaba encontrar ayuda —creyó oír Naull, pero Krusk hablaba en voz baja.
—¿Qué has dicho?
—Necesitaba encontrar a alguien en quien poder confiar —explicó Alhandra—.
Eso es lo que me dijo en la posada. Sabe cómo cerrar el portal, pero no creo que
pueda hacerlo solo.
—Probablemente tampoco quería llevar a los gnolls directamente hasta él, en las
condiciones en que se encontraba —añadió Regdar.
Eso tenía sentido.
Naull empezó a clasificar el resto de sus preguntas, esperando que Regdar o
Alhandra los hicieran detener pronto.
El grupo siguió avanzando en la oscuridad.
Finalmente Naull sintió que el suelo bajo sus caballos se nivelaba. Sin embargo,
los desafortunados animales aún tropezaban en la oscuridad; incluso Calandria, que
parecía tener una aptitud asombrosa para encontrar la ruta más llana.
—Esto se está volviendo ridículo, Regdar —dijo Naull. Apenas podía ver la
cabeza de su caballo cuando miraba por delante de la espada acorazada del guerrero
—. Quizá Krusk sea capaz de ver en la oscuridad bastante bien, pero el resto no
podemos. O encendemos una antorcha o acampamos. Yo voto por esto último. He
dormido la mayor parte del día, pero estoy exhausta. Mañana me gustaría preparar
algunos conjuros —sugirió firmemente—. Excepto si pensáis que puedo contribuir a
esta pequeña expedición sólo con mi ballesta.
Regdar se detuvo y Naull oyó que Alhandra hacía lo mismo.
—En la posada hiciste un buen disparo —dijo Alhandra desde algún lugar en la
oscuridad—. Mantuvo al líder lejos de nosotros hasta que pudimos poner en práctica
nuestro pequeño espectáculo.
Krusk gruñó su acuerdo.
Aunque quiso evitarlo, Naull sintió que sus mejillas se ruborizaban ante el elogio.
—Fue un disparo afortunado —admitió—. No practico demasiado con esta cosa,
y Regdar te puede explicar algunas historias…
Pero el guerrero no dijo nada.
En vez de eso, desmontó; Naull también bajó del caballo y oyó que Alhandra
también desmontaba.
—Krusk —dijo Regdar—. Encuéntranos algún refugio. Algún lugar donde
podamos defendernos, si hay algo adecuado en los alrededores. Naull, ¿tienes tú los
víveres?
Naull asintió, levantando la bolsa que Lexi les había preparado rápidamente antes
de huir de la posada.
Levantaron un pequeño y frío campamento bajo un saliente en la parte este del
desfiladero.
La luz de la luna y las estrellas brillaba y se reflejaba débilmente en el suelo de la
brecha, a cincuenta o sesenta pies por debajo.
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No se veía ningún detalle, sólo un brillo apenas discernible.
Aparte de Krusk, los aventureros estaban casi ciegos.
—¿Una fogata? —preguntó Naull.
—No —respondió Regdar—. Tampoco nos hace falta.
Tiritando en las sombras, Naull no quiso discrepar; Regdar tenía razón. Sus
mochilas estaban cargadas de carne seca, pan y algunas mantas. No se morirían de
hambre ni de frío.
—¿No se supone que los desiertos son cálidos? —preguntó.
—No por la noche —contestó Regdar—. Krusk, yo puedo hacer la primera
guardia. Te despertaré dentro de algunas horas y después Alhandra puede
reemplazarte a ti.
—¿Yo no tengo turno? —preguntó Naull, fingiéndose dolida.
—¿Para qué te puedas quejar porque tu mente privada de sueño no acepta las
pautas mágicas? No. No vamos a pasar más de ocho horas aquí. Y tú vas a dormir
todo el tiempo, empezando ahora mismo.
—¡Sí, señor!
Ella sonrió y se inclinó para palmear a Regdar en la mejilla en broma.
Él la miró y el calor en sus ojos hizo que Naull se ruborizara.
Algún día, pensó mientras daba gracias a Wee Jas por la oscuridad que los
rodeaba, tenemos que hablar sobre esto. Pero ahora somos socios, concluyó,
tendiéndose sobre su manta.
***
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Los gnolls raramente sabían nada sobre curación, a menos que se convirtieran en
elegidos de Yeenoghu.
Grawltak se estremeció de nuevo al pensar en los chamanes que había contratado
su señora. Sabía que ella seguía a Hextor, pero al menos uno de sus clérigos era un
seguidor del dios gnoll.
Kark se retorció de dolor.
La sangre manchaba su pelaje moteado. Estaba inconsciente y parecía como si
fuera a vivir.
Pero su cuerpo no le dejaría descansar.
Los ojos oscuros de Grawltak estudiaron al gnoll más viejo con cautela y después
tomó una decisión.
—Dale esto —chasqueó Grawltak.
Sacó un frasco oscuro de la bolsa en su cinturón.
Uno de los gnolls más jóvenes lo abrió y lo olió, pero a un gruñido del líder, se
detuvo y lo vertió entre las mandíbulas abiertas de Kark.
Al principio parecía que el viejo gnoll se ahogaría con el elixir, pero tosió y dejó
de retorcerse. En unos instantes su aliento volvió a la normalidad y abrió sus ojos
oscuros.
—Líder… —dijo con tono confundido.
Tan peculiar como el sacrificio de Kark en la posada, era obvio que la
generosidad de Grawltak sorprendió al gnoll viejo.
También me sorprende a mí, pensó el líder gnoll un poco enfadado. Es la segunda
vez que te salvo de la muerte, aunque al menos esta, era para devolverte un favor.
—¡Necesito a alguien que mantenga a raya estos cachorros! —gritó con rabia—.
Sólo me quedan diez. Haz que mantengan el orden mientras llamo a la señora u os
arrancaré la piel a todos.
Kark se quedó rígido y asintió.
Giró la cabeza, mostrando su cuello como súplica, pero Grawltak se fue.
Los gnolls más jóvenes los miraban confundidos, de un modo muy parecido a
como su manada le había mirado hacia años cuando perdonó la vida por primera vez
al antiguo jefe de manada y lo convirtió en su teniente.
Grawltak sabía que tenía la lealtad de Kark, pero los gnolls jóvenes no podían
evitar confundir su gesto —compartir la preciosa magia curativa con un inferior
mortalmente herido— con un signo de debilidad.
Grawltak sabía que su alianza con Kark le hacía fuerte, más fuerte que el resto de
jefes de manada gnolls, pero no estaba seguro que el resto lo viera del mismo modo.
Todos sus pensamientos sobre restablecer el dominio de la manada abandonaron
la mente de Grawltak mientras cogía de nuevo el amuleto.
Sonrió, con la lengua colgando a un lado. Su señora estaría muy contenta con él.
El semiorco había escapado, ¿y qué? Incluso la señora había dicho que el propio
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semiorco no era un problema mientras le entregaran lo que llevaba. Grawltak sería
pronto recompensado, y su manada lo vería.
Colocando el amuleto sobre una piedra ante él, cantó las palabras mágicas.
Para el gnoll no era fácil pronunciarlas correctamente, ya que estaban en un
idioma mucho más extraño que el habla común de los pieles blandas. Había muchos
siseos involucrados, y las eses hacían que las mandíbulas le dolieran al formar las
palabras.
Sin embargo, la perseverancia de Grawltak se vio recompensada y el amuleto
empezó a brillar. Se formó una imagen en su cara plana que después giró noventa
grados y se levantó por encima de la piedra.
Una cara —la cara sin armadura de su señora, brillando en varios tonos de rojo—
flotaba sobre el talismán mágico.
—¿Qué quieres? —preguntó la cara roja. Los labios se movieron pero las
palabras sonaron a diferente velocidad.
Grawltak miró hacia los brillantes ojos rojos y giró la cabeza en un acto reflejo.
—Señora… soy Grawltak. He tenido éxito.
Los ojos se entrecerraron, concentrándose en él.
—Trae luz —dijo ella—. Apenas puedo verte, gnoll.
Grawltak maldijo y gritó que le trajeran una antorcha.
Kark se adelantó y encendió una. La sostuvo a un lado, iluminando los rasgos
caninos de su líder.
—¿Tenéis al semiorco por fin? —La voz sonaba impaciente, pero también
complacida.
—No —empezó Grawltak y después se dio prisa al ver que los ojos de la imagen
se abrían sorprendidos—. ¡Pero tenemos esto!
Sostuvo el paquete encerado en alto. La impronta llameante relucía a la luz de la
antorcha.
—¡Ábrelo! —pidió la cara roja de su señora.
Apresurándose a obedecer, a Grawltak casi se le cayó el paquete y su contenido al
suelo.
Finalmente lo abrió y lo sostuvo ante su cara.
—Sácalo todo fuera, ¡tonto! ¡No puedo verlo!
Moviendo sus garras tan hábilmente como pudo, Grawltak sacó papeles y algunas
monedas pequeñas del paquete.
Algo iba mal… metió el hocico en el paquete, pero no había nada más. Esto no
podía ser lo que deseaba su señora.
—¡Abre los papeles! ¡Muéstramelos!
Un sentimiento de zozobra empezó a crecer en el fondo del estómago de
Grawltak.
Su señora no le había dicho exactamente lo que debía haber dentro del paquete,
pero… ¿papeles y unas pocas monedas?
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Con mucho cuidado, uno a uno, abrió las hojas plegadas y las mostró a la cara.
Él no podía leerlas, pero ninguna parecía muy diferente del resto.
Su señora le hizo mostrar todas y cada una de las páginas, pero Grawltak no
necesitaba ver el oscurecimiento de la cara de llamas para saber que había cometido
un terrible error.
Su voz aumentó aún más de volumen y enfado a medida que le mostraba las
páginas, cada vez más reticente.
Cuando cogió las pequeñas monedas para enseñárselas empezó a gritar.
—¡Ya es suficiente! ¡Os han engañado, idiotas! ¿Dónde está el semiorco?
Grawltak no supo qué decir.
La verdad no le gustaría, lo sabía, pero mentir a la señora…
—Estamos tras su rastro —intervino Kark—. No está lejos. Está herido. Tengo su
olor, pero soy viejo y lento. Grawltak no quiso seguir sin informaros. Lo cogeremos
pronto.
Mirando a Kark, la cara roja evaluó al gnoll más viejo.
—Entonces Grawltak es un tonto, viejo —dijo ella—. Capturadlo —ordenó
girando la mirada hacia el jefe de manada—. ¡No me falles esta vez, gnoll! O
extenderé tus intestinos por el suelo y haré que tu manada se los coma para cenar —
Grawltak sabía que no era una amenaza fútil—. Y me aseguraré que este viejo sea el
primero en cenar.
Ambos gnolls asintieron ansiosamente con las orejas gachas.
—¿Dónde estáis? —preguntó.
Grawltak se lo dijo.
—Atrapad al semiorco. No le matéis si podéis evitarlo, yo me uniré a vosotros
pronto, con los chamanes. Debería estar con vosotros en menos de un día.
El gnoll se estremeció. Les había llevado más de cinco días de duro viaje alcanzar
su posición actual. Si ella podía alcanzarlos en un día…
—Señora —se atrevió a decir Grawltak con cuidado—, no sabemos hacia dónde
nos lleva el semiorco. Deberíamos, como dice Kark, cogerlo pronto, pero…
—No te preocupes, Grawltak —la cara roja sonrió con crueldad—. Puedo
encontraros dondequiera que estéis. Nunca olvides eso. ¡Ahora, marchaos!
La cara sostuvo su mirada durante otro segundo y entonces parpadeó y se apagó.
El brillo del amuleto se desvaneció.
Girando la cabeza hacia Kark, Grawltak empezó a formar el signo de
agradecimiento que los gnolls sólo mostraban a sus líderes. Kark no le dejó ladear la
cabeza.
—Tú eres mi capitán, jefe de manada. Yo vivo para servirte.
Con eso, el viejo gnoll se levantó y volvió hacia los jóvenes para ponerlos de
nuevo en orden.
Grawltak se maravilló ante esta pequeña chispa de buena suerte en medio del
desastre.
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***
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occidental. El túnel lleva a otra fisura o algo parecido. Más allá de eso, se supone que
debemos ver signos que nos llevarán hacia el portal. Ahí es donde se complica el
código.
—¿Cómo? —preguntó Regdar.
—Bueno, por lo que puedo deducir, el código está dispuesto de modo que
encontraremos claves para resolverlo a medida que avanzamos, pero será casi
imposible resolver la siguiente parte del código sin seguir realmente el camino. Quien
hizo esto probablemente quería que nadie fuera capaz de descifrar el código e ir
directamente al final.
—Qué sucio.
—¿Por qué tanto encubrimiento?
—No todo el mundo es tan amable y confiado como nosotros —contestó Naull.
La paladina la miró agriamente, pero Naull sonrió, sacando algo de hierro a sus
palabras.
—Quien fuera que hiciera esto quería asegurarse de que si extraños —gente que
no conociera los peligros del camino— lo encontraban, tuvieran que correr esos
peligros antes de llegar al portal. Como no tenemos a ninguno de los habitantes
originales de Secrustia Nar a mano, nosotros tendremos que coger el guante.
—Oh, eso es fabuloso —dijo Regdar—. ¿Alguna idea sobre lo que esconde ese
guante?
—Bueno… en realidad no —contestó Naull—. Quiero decir que… no creo que
sea tan malo. Por las descripciones que puedo entender, parece que se trataba
simplemente de un paso comercial protegido, no una serie de trampas mortales. No
querrías matar a los mercaderes de visita sólo porque han olvidado la contraseña.
La observación hizo que tanto Alhandra como Regdar se relajaran un poco, pero
Naull mantuvo en secreto su inseguridad. La reputación de Secrustia Nar era infame
en algunos textos que había leído, especialmente cerca del fin de sus días.
—Entonces vamos allá —dijo Regdar.
***
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Tanto Krusk como Regdar tenían la seguridad de que los gnolls estarían justo tras
ellos.
—Seguro que también tienen que dormir —dijo Naull.
—Les llevábamos un día de ventaja en el desierto, pero nos alcanzaron —dijo
Krusk, encogiéndose de hombros.
—Tenemos que seguir adelante —concluyó Regdar.
—Sea quien sea esa dama negra, los estará espoleando —dijo Alhandra. Se había
asegurado que Krusk describiera a la líder humana de los gnolls al resto de los
aventureros.
Naull se estremeció. Cuando Krusk hablaba de la mujer que lideraba el ataque a
sus compañeros notaba el odio en su voz, y también el miedo.
Regdar hizo que Cazador se detuviera.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Naull, mirando por encima de su
hombro.
—Krusk se ha parado.
Naull bajó del caballo marrón y vio al bárbaro mirar hacia el cielo y la pared
oeste del desfiladero.
Parecía igual que el resto de la fisura; tosca, rocosa y árida.
Había unos cuantos agujeros en ella, pero nada la diferenciaba del cualquier otro
trecho de roca.
Krusk señaló algo.
Naull inspeccionó en dirección a la luz. El sol apenas se había hundido en la
pared oeste, desde donde los contemplaba inclemente justo por encima del borde y
hacia su cara.
Aún así, pensó que quizá había visto algo.
—Parece como… ¿hay una cueva ahí arriba?
Regdar y Alhandra desmontaron y se apartaron de la pared oriental,
protegiéndose los ojos.
Sacando los papeles que Krusk le había permitido guardar, Naull los estudió.
La primera parte de su viaje estaba clara: llegar a cierto punto del desfiladero,
donde encontrarían una cueva que se dirigía hacia el oeste. Los papeles no decían
nada sobre que la cueva estuviera a más de cincuenta pies por encima del suelo del
desfiladero.
—No puede ser ésta —dijo.
Krusk no estuvo de acuerdo. Apuntó hacia el borde superior de la pared oriental.
Todos miraron hacia una formación rocosa parecida a cinco dientes surgiendo de
la pared.
—No, no… —discrepó Naull—. Se supone que debe haber seis, y deben ser más
altas y curvadas, casi como rayos relampagueantes o de fuego. Columnas de fuego…
¡aquí! —apuntó hacia una página que contenía un tosco diagrama.
Regdar miró por encima de uno de sus hombros y Alhandra por el otro.
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El guerrero hizo un gesto como de asentimiento, pero Alhandra frunció los labios
y meneó la cabeza.
—Como tú misma has dicho antes, Naull, han pasado… ¿siglos? ¿No crees que
una de esas «columnas» puede haber caído? ¿Y eso no tiene el aspecto de bases de
columna? Las puntas, las llamas, probablemente se desgastaron.
Asintiendo, Naull se mostró de acuerdo.
—Claro. No había pensado en eso. Pero ¿y la cueva? Esta ruta era para caravanas
comerciales. ¿Quién iba a levantar un carromato por la ladera de una montaña? —
preguntó al resto.
La paladina reflexionó durante un momento.
—Siglos… —conjeturó—, quizá millares de años. ¿Este desfiladero podría
haberse ahondado o ensanchado desde entonces? Quizá había un río o un arroyo, o
incluso pudo haber un terremoto.
Asintiendo, Naull plegó los papeles y los guardó.
—Supongo que debe ser así —dijo—, pero… ¿quién trepará para asegurarse?
Las dos figuras vestidas con armadura se miraron.
Finalmente, Regdar se encogió de hombros y empezó a quitarse su armadura.
Alhandra le detuvo y señaló.
Krusk, aún vistiendo su camisote de mallas y con su hacha colgando a la espalda,
ya estaba trepando. Agarrándose a la roca con sus grandes manos y pies, ya estaba a
casi quince pies por encima del suelo.
—Dejádselo a Krusk —dijo Naull, riendo entre dientes y meneando la cabeza.
Alhandra también sonrió. Regdar, sorprendentemente, sacó su arco.
—Podríamos cubrirle —dijo el guerrero.
Yendo hasta Calandria, Alhandra cogió su propio arco y lo encordó.
Naull simplemente cruzó los dedos.
Si algo salía de la cueva o bajaba por el barranco no quería confiar en su ballesta.
Krusk subía lentamente por la pared hacia la caverna, a veces deteniéndose por
completo.
Primero le miraron ansiosos y después vigilantes mientras avanzaba por la cara
del risco.
Veinte pies… veinticinco… treinta y cinco.
Si ahora cae, pensó Naull, tendremos que rascarle del suelo con un palo.
Con seguridad tanto en manos como pies, y también asombrosamente fuerte,
Krusk no cayó. Alcanzó el borde inferior de la entrada a la cueva y se impulsó por
encima.
Unos momentos después lanzó una cuerda con nudos hasta casi el fondo del
desfiladero.
Regdar subió primero y después Naull.
Alhandra luchó contra su consciencia, intentando decidir qué hacer con los
caballos.
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Finalmente los llevó tras la siguiente curva del desfiladero y les quitó todos los
arreos. Lo que no podía llevar lo escondió en un agujero poco profundo y lo tapó con
una piedra.
Vació una cantimplora en una piedra con forma de cuenco oculta por la sombra.
—Espero que no tardemos demasiado —dijo la paladina minutos después,
mientras Regdar la ayudaba a entrar en la cueva. Subieron la cuerda y Krusk la
guardó en su pequeña mochila—. O que esos gnolls no los encuentren.
Su voz sonaba angustiada.
Naull no dijo nada, pero vio que Regdar palmeaba el hombro de Alhandra.
Él miró a la maga.
—Bueno, ¿ahora qué?
—De acuerdo con las direcciones simplemente debemos entrar. Krusk, ¿algo que
añadir?
El semiorco se detuvo durante un momento, pensando, y después empezó a
recitar con voz cantarina.
—El pasadizo va hacia abajo, hacia abajo y da vueltas. No gires, no cambies.
Cuando llegues al suelo, la llave muestra el camino.
Él parpadeó y miró al resto.
—Muy bien entonces. Naull, supongo que será mejor que usemos algo de luz.
Krusk se adentró en la cueva primero.
Él no necesitaba luz para ver, pero los humanos sí.
Alhandra sacó una pequeña linterna de su equipo y la encendió. Naull discutió si
también debían encender una antorcha, pero ella siempre podía lanzar un conjuro de
luz si hacía falta. Caminando tras Alhandra y delante de Regdar, podía ver bien.
El pasadizo descendía, tal como las notas indicaban.
Al principio era tosco, pero a medida que progresaban se ensanchó y el descenso
se suavizó. Antes de que avanzaran cien yardas, el pasadizo era tan ancho que podían
caminar los tres de lado.
Algo en la oscuridad hizo que no se separaran.
Para Naull, todo el lugar parecía espectral. Krusk se movía al borde de la luz
emitida por la linterna, pero los tres humanos estaban juntos.
Cuando pasaron el primer pasadizo lateral, una estrecha abertura hacia la derecha,
Naull arrugó la nariz ante el fétido olor.
—Espero que no haya orcos aquí dentro —dijo, y después mantuvo la boca
cerrada.
Su voz resonaba en la oscuridad.
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IX
LA LLAVE
Avanzaron giro tras giro, pasadizo tras pasadizo, siempre descendiendo, siempre
siguiendo el túnel principal.
Naull perdió la cuenta después de pasar de largo más de tres docenas de pasadizos
laterales y sus piernas empezaran a fatigarse.
Mientras pasaban junto a otro agujero, éste a la izquierda, se detuvo para
examinar el mapa.
—Creo que ya casi hemos llegado —anunció.
Mirando a su alrededor, el grupo vio que a poca distancia el pasadizo se abría
hacia la parte izquierda. En vez de dos paredes y un techo vieron una pared a la
derecha, pero el techo y la pared de la izquierda habían desaparecido.
Alhandra sostuvo en alto su linterna, pero no pudieron ver mucho más con esa luz
tenue.
—¿Krusk? —preguntó Regdar—. ¿Ves algo?
Observando hacia la oscuridad, el semiorco examinó la zona.
—Escalones… treinta, quizá cuarenta. Se ladean hacia la izquierda y después hay
una caída de unos cuarenta pies —dijo, inclinándose hacia el borde—. Ahí abajo hay
una zona llana.
—¿Eso es todo?
Krusk asintió.
—Muy bien; vamos. Tened cuidado —añadió Regdar—. No quiero que nadie
caiga por el borde.
Avanzaron por el pasadizo y encontraron las escaleras enseguida.
Naull se preguntó cómo se las arreglarían para llevar los carromatos más allá de
este punto, pero se imaginó que si había una gran zona abierta a la izquierda podrían
haber tenido algún tipo de mecanismo de descarga. Ahora eso carecía de importancia.
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Las escaleras eran suaves y estaban resbaladizas por la humedad de la caverna.
El grupo se movió con cuidado, Krusk iba delante y Regdar en la retaguardia.
Hacia la mitad del camino —tal como se lo imaginaban—, Krusk se detuvo de
repente.
—Pasadizos. Por todo alrededor de la sala —dijo.
Regdar, que ahora seguía al semiorco en el orden, levantó la mirada hacia Naull.
—¿Qué piensas? ¿Quieres que ilumine esto un poco? —le dijo ella.
—¿Puedes? —le preguntó con cautela.
Él recordó sus conjuros de luz; no proporcionaban mucha más iluminación que
una antorcha. Ella le sonrió con suficiencia.
Estaba esperando este momento, pensó, flexionando los dedos en preparación.
Sacó una pequeña piedra redondeada que había preparado y pronunció algunas
palabras en dracónico.
Con un destello, la piedra empezó a brillar con fuerza.
En un instante estaban todos parpadeando como si estuvieran al sol.
—¡Vaya! —gritó Regdar, sorprendido.
—Un nuevo truco —dijo Naull sonriendo y guiñándole un ojo.
Lanzó hacia arriba la piedra brillante que tenía en la mano y la cogió en el aire.
—Ya lo creo.
Parecía que alguien hubiera arrancado el techo de la cueva y la hubiera abierto al
sol del mediodía.
Casi inmediatamente vieron los pasadizos que había comentado Krusk.
Las escaleras se curvaban hacia abajo un poco más de veinte pies desde donde se
encontraba el grupo.
Una docena de pasadizos, cada uno de ellos cerrado con un portal de algún tipo,
circundaban la pared exterior.
Mientras bajaban hasta el espacio abierto, todos vieron que el suelo estaba
cubierto de fino cieno.
Lo tocaron con cuidado, primero con el bastón de Naull, después con la punta de
una daga y finalmente Regdar recogió un poco del residuo entre sus dedos cubiertos
de armadura y lo olfateó.
—El normal —dijo Regdar—, pero supongo que será resbaladizo.
El grupo entró en la sala y se desplegaron.
Un rastrillo de aspecto pesado cerraba cada uno de los pasadizos.
Naull caminó hacia uno.
—¡Mirad esto! —exclamó.
El efecto del conjuro de luz del día se detenía a pocas pulgadas más allá de las
barras de hierro.
—Krusk —dijo—, ven aquí un momento.
El semiorco trastabilló por el barro y, ante la indicación de Naull, miró a través de
los barrotes. Mientras se apartaba negaba con la cabeza.
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—No puedo ver nada —masculló.
Naull sostuvo la piedra de luz de día en alto ante los barrotes y dudó.
Ató la piedra a la punta de su bastón con un trozo de cordel y lo extendió entre los
barrotes del rastrillo.
La luz de la caverna se apagó silenciosamente.
Alguien —Naull pensó que había sido Alhandra— jadeó. Sacó el bastón y la luz
volvió.
—¿Qué has hecho? —dijo Regdar, también sorprendido.
—Debe ser un conjuro de oscuridad —les explicó Naull—, un conjuro poderoso.
Parece que todos los pasadizos tienen uno.
Miraron a su alrededor y vieron que era cierto.
—¿Qué hacemos entonces? ¿Por dónde tenemos que ir? —preguntó Alhandra.
Se quedaron en silencio durante unos momentos, mientras Naull, absorta, lanzaba
y recogía la piedra. Entonces recordó lo que había recitado Krusk.
Se giró hacia el semiorco, que parecía estar comprobando los barrotes de un
rastrillo.
—¡Krusk! La llave; dijiste que nos mostraría el camino. ¡Sácala!
Krusk pensó unos momentos y después sacó la llave del interior de su camisote
de mallas.
El disco brilló de nuevo mientras se lo mostraba.
Bajo el efecto del conjuro de luz del día podían ver, que la llave plana decorada
con llamas brillaba más que antes.
Pero aparte de eso no hacía nada.
—Intenta caminar por delante de las puertas —sugirió Regdar.
Krusk miró a Naull, después a Alhandra e hizo lo que le había dicho Regdar.
Sostuvo la llave en su gran mano abierta y caminó lentamente alrededor de la
habitación.
El resto del grupo le siguió, buscando atentamente algún signo en el disco o en
los pasadizos.
No pasó nada.
—Bueno, eso no ha servido —refunfuñó Naull. Levantó el pie derecho y miró
disgustada el cieno—. ¿Alguien ha visto algo en alguna de las puertas?
Todos los rastrillos le parecían iguales y no había ninguna señal en ellos que
pudiera ver.
Naull fue hasta el centro de la habitación para que el resto del grupo pudiera ver
todos los rastrillos a la vez.
Se cansó mientras buscaban y empezó a tirar la piedra al aire como si fuera una
moneda. Las sombras de la sala subían y bajaban.
Finalmente, Regdar ya tuvo suficiente.
Interrumpiendo su búsqueda en la sexta puerta, caminó hasta el centro de la
habitación y cogió la muñeca de Naull en medio de un lanzamiento.
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—¡Para de hacer eso! —dijo, con frustración en la voz—. Me estás dando dolor
de cabeza.
Naull no pudo coger la piedra y cayó en medio del cieno que cubría el suelo.
—Oh, maravilloso —dijo Naull irritada mientras se agachaba para recuperarla—.
Eso ha sido genial, Regdar.
Apartó el cieno con las manos. Aunque la luz se centraba en la piedra, no hacía
que fuera más fácil de encontrar que cualquier otra cuando estaba cubierta de fango.
Al final tuvo que limpiar dos secciones enteras del suelo con las manos.
—¡Puaf! —se quejó, sacudiéndose el cieno grisáceo de los dedos—. Tendrías que
haberlo hecho tú —le dijo a Regdar—. ¡Al menos tú tienes guantes!
El guerrero miró hacia el suelo y, sin apartar la mirada, gritó hacia el resto del
grupo.
—¡Krusk! ¡Alhandra! ¡Venid aquí!
Se agachó y empezó a apartar el fango con ambas manos enguantadas.
Una salpicadura de cieno fue a parar a la cara de Naull y ella se echó atrás, y
resbaló en el suelo, con la piedra brillante en las manos.
—¡Eh! —protestó. Regdar le dirigió una mirada de disculpa pero siguió
apartando cieno—. ¡Eh! —exclamó de nuevo Naull al ver lo que estaba haciendo—.
¡Eh! —Volvió a agacharse y empezó a ayudarle.
Les llevó varios minutos; pero cuando terminaron, los cuatro aventureros
cubiertos de cieno habían limpiado una gran sección en el centro de la sala circular.
El suelo brillaba por la humedad, pero habían quitado la mayor parte del cieno y
podían ver lo que parecía una versión gigante de la llave: una esfera de llamas
grabada en el suelo.
La punta de las llamas apuntaba directamente hacia la tercera puerta desde las
escaleras.
—Ahora esto tiene más sentido —dijo Naull, limpiándose la cara con el dorso de
la mano.
—¿Pero cómo abrimos la puerta? —preguntó Alhandra.
Mientras se miraban los unos a los otros, Naull tuvo una idea.
—Krusk, ve al centro de la habitación —le dijo—, después saca la llave y
oriéntala como la del suelo.
El semiorco siguió las dos primeras indicaciones, pero no atinaba con la tercera.
Naull no comprendió qué problema tenía hasta que Alhandra se le acercó y movió
el disco en su mano de modo que la punta apuntara exactamente en la misma
dirección que la del suelo.
—Muy bien —dijo Naull—, ahora camina en línea recta hacia la puerta.
Mientras Krusk avanzaba por la habitación, Naull creyó ver una leve luz
procedente del otro lado del rastrillo. Ella y el resto del grupo siguieron a Krusk.
Mientras se acercaban al pasadizo oyeron un leve sonido chirriante.
Lentamente, el rastrillo subió.
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Detrás de él vieron un pasadizo hecho con mampostería de piedra, lo bastante
ancho para que todos caminaran hombro con hombro, e iluminado por antorchas que
se habían encendido de algún modo.
—Supongo que ese es el camino —dijo Naull.
Entraron en el pasadizo.
***
Unas cuantas millas más lejos, arriba y al este, otros pies caminaban por la cueva.
—¿Estás seguro de que subieron por aquí? —masculló Grawltak con ferocidad.
El batidor asintió.
Habían seguido el rastro de los pieles blandas desde el sur de la villa y sólo se
habían detenido una vez para un breve descanso.
Los gnolls estaban cansados, pero sus narices aún funcionaban.
Habían encontrado a sus caballos a sólo algunos centenares de pies. Mataron al
oscuro, pero el gris salió corriendo por el desfiladero cuando se acercaron.
Los gnolls descuartizaron al caballo muerto y cogieron tanta carne como podían
transportar. Fueron descuidados y ruidosos en el proceso, pero Grawltak les dejó
disfrutar mientras cavilaba sobre su siguiente movimiento. Los había presionado con
dureza, y los presionaría aún más.
Si los pieles blandas habían ido bajo el suelo, debían estar siguiendo el mapa que,
según su señora, poseía el semiorco. Tenía que seguir sobre ellos y atraparlos si era
posible. La sangre de caballo tendría que servir de sueño y la carne fresca de
descanso.
El propio Grawltak no pudo disfrutarla. Tenía que comunicarse con su líder.
Agachándose a cuatro patas, sacó el disco y lo puso sobre una roca. Empezó a
cantar hasta que el disco brilló de nuevo.
—Señora… —dijo.
La cara roja respondió.
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X
EL PORTAL
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—Esto es escalofriante —dijo finalmente Naull. Regdar asintió—. Quiero decir
que… hemos estado en algunos túneles de trasgos bastante asquerosos, y este
pasadizo no es un lugar donde me gustaría estar durante demasiado tiempo, tal como
es, tan constante. Nunca había visto nada como esto.
—Hecho por enanos —dijo Krusk, pero no sonaba convencido.
—No lo sé, Krusk —contestó Regdar—, los enanos son muy buenos con la piedra
y todo eso, pero incluso sus obras se estropean después de siglos. No quiero
entrometerme contigo, pero —dijo el guerrero girándose hacia Naull— ¿no quieres
comprobar si hay magia?
La maga meneó la cabeza.
—No —dijo—. Estoy segura de que las antorchas son mágicas, pero podrían ser
simplemente una versión desencadenada de un conjuro de llama continua. Eso no es
gran cosa. Pero la magia que mantiene el pasadizo intacto y completamente limpio
durante todos estos años —sacudió la cabeza—… He oído historias de magia
poderosa haciendo estallar la cabeza de los magos cuando intentaban detectarla. Sería
perfectamente feliz si no me pasa nunca nada como eso. Tan sólo finjamos que he
lanzado el conjuro y he determinado que sí, todo este lugar es mágico, ¿de acuerdo?
Regdar sonrió a las palabras de Naull y ella le devolvió la sonrisa, sintiéndose
algo mejor.
Otro par de antorchas se encendió.
Alhandra estaba caminando un poco por delante del grupo con su arma en las
manos.
—¿Dijiste «limpio», Naull? —dijo suavemente.
El resto se apresuró.
A unos ochenta pies por delante, justo en el borde más lejano de la luz de las
antorchas, el grupo vio que el pasadizo se abría. Parecía como si fuera una habitación,
pero no podían ver más allá del alcance de las antorchas. En el punto donde el
pasadizo se ensanchaba había lo que parecían trozos de tela desgarrada y tirada.
Ropa, quizá, y otras piezas de equipo.
Regdar sacó su arma de la vaina en la espalda. Krusk, como Alhandra, ya tenía su
arma en las manos.
—¿Una trampa? —preguntó Naull.
—Puede ser —contestó el guerrero—. Podría ser lo que queda de los últimos que
bajaron aquí.
Naull miró a Krusk, que metió la llave en el interior de su camisote de mallas.
—Pero no parece que nadie haya pasado por aquí durante siglos —dijo Naull—.
No podrían haber llegado aquí sin la llave.
—Quizá haya otras llaves —contestó Regdar sin certeza.
—Sea como sea, no vamos a encontrar nada desde aquí —dijo la maga
finalmente, empezando a caminar.
Con una exclamación de alarma, Regdar saltó hacia delante.
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—No, espera aquí —dijo—. Lo comprobaré.
—Ya he visto cómo encuentras las trampas, Regdar —dijo ella, imitándole como
si colgara cabeza abajo con la mirada abstraída. Se sacudió, agitando los brazos y
desequilibrándose como si tuviera el pie atrapado en un lazo—. ¡Mira! ¡Una trampa!
—Muy divertido, pero esas ropas no van a protegerte si algo sale disparado de las
paredes —dijo, clavándole el dedo en el esternón.
—Bueno… deja que Krusk venga conmigo. Es bueno viendo cosas y yo puedo
intentar encontrar magia.
—¿Y qué hay de tu cabeza estallando por las fuerzas arcanas?
—Me arriesgaré —dijo. Le indicó al bárbaro que avanzara—. Venga, veamos qué
hay por aquí.
Naull, a pesar de su actitud festiva, sentía que su estomago se revolvía mientras
ella y Krusk avanzaban hacia la zona abierta.
Regdar y Alhandra los siguieron hasta que las antorchas de la sala —cuatro en
total, espaciadas regularmente alrededor de las paredes— se encendieron. La
habitación parecía tener unos treinta pies de diámetro, y en la pared del fondo había
una puerta.
En el suelo vieron muchos montones de ropas desgarradas, pedazos de antiguos
equipos de aventureros e incluso algunas gemas brillantes.
Naull resistió fácilmente la tentación de saltar hacia ellas para examinarlas. No
era el momento de ser avaricioso. De hecho, su presencia hacía que la suposición de
Regdar sobre la trampa pareciera más probable.
Pero —se preguntó— si aquí había muerto gente, ¿dónde estaban sus cuerpos?
—¿No hay nada relacionado con una puerta en esos recuerdos tuyos, Krusk? —le
preguntó en voz baja.
El bárbaro caviló de nuevo y sus labios empezaron a moverse. Tuvo que repetirse
la letanía desde el principio.
—… una puerta al borde de la magia —empezó a decir finalmente en voz alta—,
la llave volverá a la vida. Abre la puerta para ver la luz y revelar el portal.
Rápidamente, Naull examinó entre los papeles del paquete.
Miró la habitación —aún estaban a unos veinte pies de la entrada— y la puerta.
Vio la imagen de una llama grabada en la puerta de piedra. Parecía similar a la
imagen de la llave, pero no exactamente la misma. Sin embargo, a la derecha de la
puerta, a quizá la altura de la cintura, vio lo que parecía un ojo de cerradura.
—¡Sí! —gritó la maga—. ¡Eso es!
Metió los papeles en su bolsa y avanzó al interior de la habitación.
Mientras pasaba por el lado del primer montón de basura, los harapos del suelo
cobraron vida.
Krusk gritó para avisarla, pero era demasiado tarde.
***
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Los gnolls arrugaron las narices mientras bajaban por el pasadizo.
Como rastreadores agradecían poder tener la ventaja de seguir un olor fuerte, pero
el hedor de los subterráneos era desconocido e inquietante para los batidores.
—¡Seguid adelante! —les ordenó Grawltak, abofeteando al batidor más cercano
—. Seguid el rastro.
Los gnolls jóvenes corrieron por delante de él, pero Kark estaba detrás de él. Los
dos gnolls mayores les seguían, manteniéndose fuera del alcance de su oído.
—No estaba contenta. No creo que esperara que el semiorco los llevara a las
cuevas tan rápido.
—¿Cómo podría pensar otra cosa? —Kark resopló despectivamente—. No sabía
dónde estaba el pasadizo. ¡Ni siquiera nos dijo que estábamos buscando un pasadizo!
Grawltak pensó en reprimir al viejo gnoll por su comentario sincero, pero suspiró
cansado.
—Tampoco nos ha contado otras cosas. Insiste en que sigamos y que nos
encontrará antes que debamos entrar… —dudó.
La señora había sido muy clara en sus instrucciones.
—No digas esto a tus seguidores, Grawltak —le había dicho—. Sigue al semiorco
hasta una ciudad; una ciudad mágica que contiene un gran tesoro. Detén al semiorco
antes que entre, o entra tú mismo y mátalo a él y a todos los que le acompañen.
También dijo otras cosas, cosas sobre las que necesitaba reflexionar
cuidadosamente antes de llegar demasiado lejos, pero continuó.
—Debemos entrar en un pasadizo. El pasadizo lleva hasta un portal, que lleva a
una ciudad —lanzó una mirada de advertencia a Kark, y el viejo gnoll comprendió y
asintió—. No puedo explicarte más, pero si no atrapamos al semiorco y a sus amigos,
tendremos que ir a la ciudad y… y eso es algo que yo no quiero hacer.
Soltó un profundo gruñido.
Los gnolls raramente admitían tener miedo, y nunca delante de sus subordinados,
pero Grawltak estaba cansado y Kark era su amigo.
El viejo gnoll asintió.
—¿Y ella nos encontrará?
—Claro, maldita sea, maldito sea el semiorco —se corrigió. Casi se arrancó el
amuleto del pecho—. No estoy seguro de querer una recompensa, Kark. La señora
nos manda y de cualquier modo no creo que obtengamos ninguna recompensa.
Preferiría volver al norte y seguir con nuestros asaltos.
Kark se rió entre dientes y soltó una especie de risotada suave.
Aunque quiso evitarlo, Grawltak también se encontró riendo.
—¡Lo haríamos si pudiésemos! —dijo Kark—. Pero debemos cazar a nuestra
presa y matarla. Sólo cuando la sangre del semiorco manche nuestros colmillos y
desgarremos las gargantas de sus amigos seremos libres de nuevo —palmeó a su líder
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en la espalda—. Venga, mi capitán, unámonos a la caza antes que los jóvenes se
metan en problemas.
Grawltak sonrió y los dos siguieron descendiendo por el pasadizo.
***
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para evitar la hoja y eso significaba que estaba liberando a la maga.
Naull boqueó mientras el aire volvía a su cuerpo.
Alhandra se detuvo al lado de Krusk para ayudarle, pero una tercera forma
harapienta saltó hacia Regdar. Alhandra se lanzó entre el guerrero y el horror mágico
e hizo descender su espada.
Cortó la forma humanoide fácilmente, destrozando una de las gemas en el
proceso.
Los harapos flotantes no pronunciaron ningún sonido, pero se retiraron como si
sintieran dolor. Avanzando, Alhandra levantó el brazo para golpear de nuevo.
Antes de que pudiera lanzar el tajo a la tela animada, algo golpeó la espalda
desprotegida de la paladina. Si no hubiera sido por su buena armadura de acero, el
golpe del hacha de Krusk le habría partido la columna.
En este caso, Alhandra trastabilló hacia delante agónicamente, con su propia hoja
cayendo a un lado. Pero la criatura de harapos siguió retirándose y se giró para ver
que Krusk levantaba el hacha de nuevo.
Era Krusk, y no lo era.
Estaba envuelto igual que Naull, pero sus ojos estaban abiertos y en blanco, ni
siquiera miraban a Alhandra. Su hacha descendió de nuevo y ella la esquivó con
facilidad.
—¡Krusk! —gritó—. ¡Quítatelo de encima!
Pero el bárbaro no parecía escuchar.
Volvió a blandir su hacha, esta vez con menos vacilación. La envoltura de cuero y
tela le daba el aspecto de una momia desenmarañada pero, fuera cual fuera la fuerza
que estaba actuando, lo tenía por completo bajo su control.
Con la ayuda de Regdar, Naull finalmente se liberó de la criatura que la agarraba.
En el momento en que la liberó, dos proyectiles de fuerza surgieron de sus palmas
y golpearon contra los harapos donde deberían haber tenido el pecho. La tela se
estremeció y después cayó inofensivamente al suelo.
Alhandra siguió bloqueando y esquivando los poderosos golpes de Krusk, pero
otro de los monstruos de harapos se estaba acercando a ella desde el otro lado,
intentando atacarla por la espalda. Parecía seguro que esa cosa o el hacha de Krusk
finalmente la alcanzarían.
Recogiendo su espada de nuevo, Regdar saltó tras el semiorco.
Girando su espada de plano, no dudó. Lanzó un poderoso golpe a dos manos
contra el cráneo del semiorco.
Krusk se giró hacia él y blandió su hacha.
Regdar maldijo y desvió el golpe.
Alhandra, viendo a Regdar en peligro, se adelantó y blandió su propia espada, a
una mano y con la parte plana, contra la nuca de Krusk.
El segundo golpe fue demasiado, incluso para el duro cráneo del semiorco, y el
bárbaro cubierto de tela se derrumbó. Las tiras de ropa y cuero se desenvolvieron y
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flotaron sobre él.
Pero dos proyectiles mágicos más impactaron contra ellas y se desintegraron.
De la única criatura que quedaba surgieron chispas brillantes que cegaron a los
aventureros.
Cuando sus ojos se aclararon unos momentos después ya había desaparecido.
—Krusk… ¿está bien? —preguntó Naull mientras se inclinaba sobre la forma
quieta del bárbaro.
Alhandra también estaba ahí, mientras que Regdar estaba de pie a su lado,
vigilando para que no los atacaran de nuevo, pero no vino nada. Alhandra se quitó los
guanteletes.
—Sólo está inconsciente —le aseguró a Naull—. Estará bien —aún así, colocó
sus manos sobre la cara del semiorco y brillaron levemente.
—¿Qué eran esas cosas? —preguntó Alhandra.
—No estoy segura —dijo Naull—. He oído hablar de criaturas que viven en las
fronteras de los mundos, pero… —se golpeó la frente levemente—. Debería haber
sabido que habría algo como esto. La Ciudad del Fuego es otro plano. Es lógico que
haya cosas extrañas en medio.
Krusk parpadeó con sus ojos desiguales y gruñó, anticipándose a cualquier otra
disculpa de Naull.
La maga sonrió y después puso una mueca.
—Creo que me ha roto una costilla —dijo respirando con dificultad.
—Déjame verlo —dijo Alhandra.
Ayudó a la maga para que se tendiera de espaldas y Krusk se levantó y montó
guardia con Regdar.
Un sentimiento de calor traspasó el cuero de Naull y sintió que el penetrante dolor
de su costado se calmaba. Aún estaba ahí, pero reducido a una simple molestia.
También se dio cuenta de que los cortes de sus brazos se habían cerrado.
—Gracias —dijo, permitiendo a Alhandra que tirara de ella para levantarse,
aunque la paladina mostró una mueca de dolor—. Oh, lo siento —dijo Naull
arrepentida. Recordó el tremendo golpe que Krusk le había infligido en la espalda—.
Quítate la coraza y déjame ver cómo está tu espalda.
Alhandra meneó la cabeza y se frotó por encima de la armadura.
—No… estaré bien. Examinemos la puerta.
Frunciendo el ceño, Naull dejó el tema a un lado.
Ella tampoco era una sanadora, pero quería hacer algo. Aún así, sus conjuros
habían matado a dos de ellos. ¿Cómo podría explicarles al resto que casi había
gastado su acopio de conjuros de nuevo? Aún estaba pensando qué decir cuando
Krusk sacó la llave.
El disco llameó ante la luz de inmediato, más brillante que nunca. Una impronta
inscrita justo encima de la bocallave respondió volviéndose de un rojo ardiente.
—Bueno, sigamos adelante —dijo Naull.
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Krusk introdujo la llave en el agujero.
Entró hasta tres cuartas partes de su diámetro, de modo que aún podía sujetarla
con sus grandes dedos.
La silueta del emblema en la puerta brilló con fuerza y una larga y recta grieta
apareció en la abertura. La puerta se partió en dos y se abrió completamente.
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XI
LA CIUDAD DEL FUEGO
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—Creo… creo que veo algo —dijo Alhandra, deteniéndose en las escaleras. El
resto se paró tras ella, pero la paladina empezó a avanzar casi inmediatamente—.
Es… es…
Levantándose en el escalón superior, Alhandra bajó la espada y miró a su
alrededor con asombro. El resto siguió su ejemplo. Naull soltó aire sonoramente y
Krusk gruñó.
—Es el cielo —dijo Regdar.
—Es un cielo —lo corrigió Naull.
Los aventureros podían ver que más allá de las escaleras se abría una extensa
bóveda sobre ellos. Sin embargo era roja, no azul, y unas pocas nubes etéreas lo
surcaban muy alto y parecían casi de color rosa.
Naull se sacudió el asombro.
—Ese pasadizo… —la maga dudó. ¿Cómo decirlo sin que nadie sufriera un
ataque de pánico?—. Ese pasadizo debe ser el vínculo entre nuestro mundo y el
plano, la dimensión de bolsillo en la que se encuentra Secrustia Nar. Estamos en
algún lugar entre nuestro mundo y el Plano Elemental del Fuego.
Girando sobre sí mismo, Regdar quedó boquiabierto. El resto la miraba.
—¿Hemos entrado en otro plano? —preguntó Regdar.
Naull se encogió de hombros con las palmas hacia arriba como respuesta.
—Oh —siguió él—. Pensé que habría algún gran portal arremolinado lleno de
energía ardiente o algo así, no simplemente un pasadizo.
Krusk tocó el hombro de Regdar, que miró al bárbaro.
—¿Qué?
Levantando un dedo por encima del hombro acorazado del guerrero, Krusk
asintió.
Regdar se dio la vuelta.
—Oh —dijo simplemente el guerrero.
El cielo aún se arremolinaba de color rojo sobre ellos, despidiendo luz sin ningún
sol, pero a su alrededor la tierra parecía mucho más familiar —un llano y corriente
desierto.
Excepto hacia donde señalaba Krusk.
Quizá a un cuarto de milla —era muy difícil determinar las distancias— se
levantaba lo que parecía un gran arco. Era de color arenisca, como las escaleras, pero
una inmensa piedra de color esmeralda brillaba en la piedra angular superior.
Dentro del arco se arremolinaban llamas de color naranja rojizo.
—Bueno, ¿no es bonito eso? —comentó secamente Naull.
Regdar frunció el ceño, pero después le sonrió.
—Vamos —dijo el guerrero con falsa exasperación—. Quiero terminar con esto.
El resto lo siguió.
—Pensé que sería más difícil —le susurró Regdar a Naull.
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Alhandra tomó la delantera de nuevo, y Krusk caminó junto a ella sobre la arena
caliente.
Los cuatro sudaban abundantemente.
—¿Te estás quejando? —le preguntó ella, pero en privado estaba de acuerdo.
Sacó los papeles que venían con la llave y los repasó mientras caminaban—. La llave
—dijo—. Debe ser porque tenemos la llave —miró un dibujo en una de las hojas—.
Eso, o…
—¿O qué?
—Gran parte de todo esto —dijo, sacudiendo los papeles y enjuagándose el sudor
de la frente con una manga—, tiene que ver con la propia ciudad. Pensé que relataba
los peligros y trucos para entrar, pero…
—Pero habla de los peligros dentro de la ciudad.
Naull no estaba segura, de modo que se encogió de hombros casi como pidiendo
disculpas.
—Es un código realmente raro.
Regdar se detuvo y Naull también se paró a su lado.
—Naull —dijo en voz baja, girándose a ella—. Nadie espera que lo sepas todo o
que seas capaz de calcularlo todo. Estamos avanzando muy deprisa por aquí y estás
descubriendo cosas mientras sigues adelante —levantó una mano y ella colocó su
mano en el guantelete—. Lo estás haciendo muy bien.
Asintiendo, Naull sonrió a su socio.
Sí, pensó, definitivamente vamos a tener que hablar cuando acabe todo esto.
—Gracias —dijo ella.
Los dos se giraron y siguieron caminando hasta que el grupo llegó al portal, más
pronto de lo que esperaban.
Surgía amenazador ante ellos, pero no era tan grande como lo suponían desde el
final de las escaleras. Quizá tenía unos cuarenta pies de alto y algo más de treinta pies
de ancho —casi un semicírculo que salía de la arena.
—¡Heironeous nos proteja! —exclamó Alhandra, levantando su escudo—. ¡Es
como un horno!
Lo era. Las llamas del portal no eran un mero espectáculo.
Los aventureros tenían la sensación de estar ante una forja bien abastecida, en el
caso de que tal forja fuera del tamaño de las puertas de una ciudad.
Pero no había ninguna ciudad al otro lado del portal.
Miraron a ambos lados y después de unos momentos de discusión, Krusk
realmente dio la vuelta completa al arco.
—¡Aquí! —exclamó Krusk.
Justo por encima de la altura de la cabeza en la parte izquierda del arco vieron un
emblema que tenía el mismo aspecto que la llave.
Krusk sacó el disco dorado y lo levantó, pero Alhandra le gritó que se detuviera.
Al otro lado del arco había un segundo emblema, idéntico al primero.
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Después de algunos minutos examinando, encontraron dos más en la punta
opuesta.
Todos los emblemas eran iguales y estaban profundamente labrados en la piedra
del arco.
Naull confirmó con las notas, que había que colocar la llave en uno de esos
emblemas.
Eso abriría el arco y les dejaría entrar en la ciudad… pero ¿cuál debían escoger?
Krusk no tenía más información del capitán Tahrain.
Se quedó delante del portal, sudando y contemplando las llamas.
—No sé cuánto más podré soportarlo, Naull —se quejó Regdar—. ¿Podríamos al
menos apartarnos de esta cosa mientras lo averiguas? —Se quitó el casco y vertió
agua en el interior de su armadura. Alhandra hizo lo mismo, pero no se atrevieron a
usar más líquido precioso de ese modo—. ¿Deberíamos volver a las escaleras?
La maga se sentaba ante el portal ardiente, disponiendo algunos de los papeles
ante ella.
Encontró un diagrama del arco y tenía pequeños símbolos sobre él que supuso
debían ser las improntas de las llaves. Naull meneó la cabeza, salpicando el suelo con
su sudor.
—No… no —dijo—, tiene que haber una pista.
—Bueno, de momento… ¿qué sabes? —preguntó Alhandra.
Ella estaba en el lado derecho del arco, pasando la mano por la piedra. Su cara
brillaba con la luz. Naull resistió la tentación de gritarle.
Es el calor, pensó. Regdar tiene razón; deberíamos apartarnos del arco, ¿pero la
paladina nunca…?
—Espera… —dijo Naull—. Creo que lo tengo.
Se levantó de un salto, agarrando una página con ambas manos.
Avanzó rápidamente hasta el lado de Alhandra y señaló la impronta de ese lado.
—¡Mirad! Aquí, la punta de la llama va hacia arriba y a la derecha.
Corrió hacia la otra punta del arco y el resto la siguió cansinamente. Naull señaló
el emblema de ese lado.
—Aquí —dijo—, apunta hacia la izquierda. En el otro lado… —se movió
alrededor del arco—, esta al revés e invertido. Es la misma impronta pero se orienta
diferente, dependiendo de dónde te encuentres en el arco.
Regdar meneó la cabeza.
—¿Y qué significa eso? —preguntó.
—¿No lo veis? La llave puede colocarse en cualquiera de los emblemas, pero
tiene una función diferente dependiendo de cuál se use.
—Muy bien, supongo que tiene sentido —musitó el guerrero, frotándose
pensativo la perilla—, pero ¿por qué cuatro emblemas? ¿Qué hace cada uno de ellos?
Naull sonrió mientras de repente daba con la respuesta.
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—Eso es lo que me ha entretenido tanto tiempo —dijo—. Dos improntas habrían
tenido sentido: una para abrir el portal y otra para cerrarlo, ¿pero cuatro? Eso es lo
que me tenía intrigada.
Empezó a reír, sacudiendo la cabeza. Cuando levantó la mirada, incluso la
paladina la miraba con una expresión impaciente.
—Oh, perdón —Naull volvió a reír—. Mirad hacia el cielo; ¿qué veis?
Todos miraron hacia el cielo y Krusk, sorprendentemente, fue el primero en
contestar.
—Fuego.
Alhandra y Regdar abrieron la boca, pero Naull asintió.
—Correcto. Fuego. No hay un cielo rojo ahí arriba; son realmente llamas.
La declaración tardó un momento en cuajar.
—Entonces no es raro que haga tanto calor —añadió Regdar débilmente.
—En realidad fue Krusk quien me hizo pensar en esto —dijo Naull. Se inclinó y
recogió un puñado de arena… o lo intentó, soltándolo inmediatamente—. Está
realmente caliente.
Pero ahora notad el aire —Aspiro profundamente y el resto la imitó—. Sé que
sonará raro, pero el aire no está caliente. Es cálido, sí, pero estoy segura que es por la
arena. Me apuesto algo a que el aire no está más caliente de lo que estaba en Valle de
Duran.
El resto estuvieron de acuerdo, pero aún no comprendían.
—Antes de que abriéramos la puerta ahí atrás —siguió Naull—, esta zona era
parte del Plano Elemental del Fuego. De hecho, apuesto a que aún lo es: pero ha sido
cambiada, mágicamente, para crear un lugar donde podamos vivir. Por eso hay cuatro
símbolos en el arco.
—Muy bien —dijo Regdar, siguiendo a Naull hasta el lado derecho del arco—.
Lo comprendo. Hace algunas horas esta zona estaba completamente cubierta de
llamas.
—Supongo que sí.
—¿Y se cubrirá de llamas otra vez? —preguntó Alhandra.
Naull se encogió de hombros.
—Supongo; probablemente, cuando alguien cierre esa puerta.
Todos miraron nerviosamente hacia el agujero en la arena.
—¿Entonces cómo abrimos este portal? —preguntó Regdar.
—Krusk, ¿me dejas la llave un segundo? —le pidió Naull.
Naull se acercó al lado derecho del arco y el semiorco le dio el disco de oro.
Destellaba con su propia luz cuando lo sostenía cerca del arco, pero no tocó el
emblema.
—Veis, me imagino que dos de estos símbolos son para los usemos nosotros, la
gente de nuestro mundo. Los otros dos son para que los usen los habitantes del Plano
Elemental del Fuego. Secrustia Nar no se encuentra en nuestro plano ni en el Plano
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del Fuego, sino entre ellos, ¿recordáis? Se necesita una llave para entrar y salir desde
cualquiera de los dos lados.
—De modo que sólo tienes que intentarlo con todos los símbolos y el portal se
abrirá —dijo Alhandra.
—Bueno… sí —le concedió Naull.
Regdar captó la incertidumbre en su voz.
—¿Cuál es la trampa?
La maga suspiró.
—La trampa es que si colocamos la llave en el símbolo equivocado y esto piensa
que venimos del Plano Elemental del Fuego, creo que la magia se… ajustará para que
nos sintamos más cómodos.
Tras un momento, todos, incluso Krusk, cogieron la idea.
—Krusk asado —dijo.
Ante el chiste inesperado, Regdar estalló en carcajadas y palmeó al bárbaro en la
espalda.
—Bueno, no podemos permitir eso. Entonces, ¿cuál es la buena, Naull?
Ella contempló el símbolo que tenía delante.
—En realidad es del par de símbolos de lo que debemos preocuparnos, Regdar. Si
colocamos la llave en la bocallave equivocada, por decirlo así, mientras sea una del
par correcto no nos pasará nada. Sería como intentar cerrar una puerta que ya está
cerrada, no sufriríamos ningún daño.
—Entonces tenemos unas posibilidades de mitad y mitad —observó Alhandra
servicialmente.
—Algo mejores que eso, espero —respondió Naull—. No, estoy bastante segura
de que tenemos que usar los símbolos que tienen la punta hacia arriba y hacia fuera.
Recordad el símbolo en el suelo y el resto que hemos visto. Incluso todas las
inscripciones en estos papeles siempre presentan la imagen de la llave de un modo
muy similar. La esfera está en el fondo y la punta en la parte superior. Las improntas
del otro lado del arco son las primeras que vemos del revés.
El grupo empezó a respirar un poco más tranquilo. Tenía sentido.
—Y, con relación a cuál es la correcta para abrir la puerta —dijo, levantándose de
puntillas y colocando la llave por encima del símbolo pero sin presionarla—, el
dracónico es un tipo de idioma muy inclinado hacia la izquierda. Se lee de izquierda a
derecha, las palabras importantes se colocan al principio de las frases, etcétera. Yo
creo que ésta —miró al resto, que asintió—, es la elección correcta.
Presionó el símbolo hasta el interior y surgieron llamas de ambos lados del arco,
mientras un profundo estruendo sacudía la arena bajo sus pies.
El grupo se había apartado del arco unos momentos antes de que el fuego
surgiera. El temblor del suelo los hizo caer y Naull trastabilló hasta quedar sentada.
—Por supuesto, podría equivocarme… —gritó en medio del tumulto.
Página 121
***
Abajo, en la sala circular, los gnolls oyeron el retumbar y sintieron que el suelo se
sacudía. Algunos chillaron de pánico y corrieron hacia las escaleras.
—¡Quietos! —gruñó Grawltak.
Se descolgó el arco de su espalda y encaló una flecha al instante.
Kark siguió su ejemplo.
Los gnolls más jóvenes vieron el destello de los ojos de sus líderes en la
oscuridad y volvieron atrás, lejos de las escaleras. Él les gruñó y ellos gimotearon,
mostrando sus cuellos.
—Está pasando algo —dijo Kark, sin resolver nada.
—Ve —ladró Grawltak, molesto—, mira de qué se trata. Llévate a estos cobardes
contigo. Yo convocaré a mi señora.
Le había dicho que contactara con ella cuando alcanzaran el portal de la ciudad o
tuvieran al semiorco. No tenían nada de eso, pero algo le decía a Grawltak que sería
mejor no esperar más.
Sacando el amuleto, se sentó en el suelo húmedo.
No esperó a que el resto de su manada entrara en el pasadizo antes de empezar su
canto.
La cara roja apareció y Grawltak le relató los acontecimientos recientes.
El retumbar, al menos, había parado, pero eso no parecía complacer a su señora.
Hizo un juramento efusivo cuando le explicó sus progresos.
—No pueden estar a más de media hora por delante de nosotros, señora —sollozó
—. He enviado a mi manada para que los capturen, pero sabía que querría oír estas
noticias.
—¡Maldito seas! —dijo la cara roja—. Muy bien… tienes razón, Grawltak —le
concedió a regañadientes—. Has fallado al no capturar al orco o evitar que entren en
la ciudad, pero en este caso has acertado. Ya vengo. Estaré ahí en un momento.
Con un acto reflejo, el gnoll parpadeó y miró por encima de su hombro, hacia las
escaleras y el pasadizo del otro lado, como si esperara ver a su señora bajar mientras
lo decía.
Ella vio su movimiento a través del amuleto y rió cruelmente.
—No, gnoll. Habría preferido no hacer esto, pero…
La cara se apartó y Grawltak vio como movía los labios, aunque no le llegó
ningún sonido. Entonces la cara roja se tranquilizó y cerró los ojos. El amuleto
empezó a brillar con fuerza.
Mientras la luz se intensificaba, Grawltak cayó de cuatro patas y después se
apartó.
Hubo un destello cegador y el sonido del metal al romperse.
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Un pedazo de metralla golpeó la muñeca desnuda de Grawltak, que chilló.
Cuando levantó la mirada quedó boquiabierto. Su señora, enfundada en su armadura
oscura y empuñando su espada y su escudo, estaba delante de él. Su espada brilló con
luz oscura, iluminando de algún modo la habitación sin apartar la oscuridad
realmente.
Él se puso de rodillas.
—Levántate, estúpido —su bota aplastó lo que quedaba del amuleto roto. La
magia que contenía había desaparecido completamente. Sin embargo, Grawltak no se
sentía aliviado; el amuleto se había cambiado por la realidad—. Llévame hacia ellos
—dijo.
Sin decir nada, el gnoll avanzó hacia el pasadizo iluminado.
La guardia negra lo siguió con su armadura oscura destellando a la luz de las
antorchas.
***
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El resto de los aventureros lo siguió apresuradamente, pero no pudieron evitar
mirar las maravillas a su alrededor.
La Ciudad del Fuego tenía un nombre adecuado. Estaba llena de colores: la
mayoría de edificios eran de color blanco o arenoso, y había gemas azules y verdes
decorando algunas ventanas, pero el rojo y el naranja dominaban la vista.
Las ventanas estaban hechas de cristal teñido de naranja y lo que debían ser
llamas mágicas servían de penachos para las espiras más altas. Las torres eran altas y
rectas, pero casi siempre estaban rematadas con cúpulas en forma de cebolla. Las que
no lo estaban parecían completamente llanas, como si fueran para que alguien o algo
aterrizara sobre ellos.
—Aquí no hace tanto calor —observó Alhandra.
De hecho, parecía que soplaba una suave brisa desde la avenida que tenían por
delante.
Todos inhalaron profundamente el aire más fresco y siguieron adelante.
Durante varios minutos, los aventureros estuvieron complacidos siguiendo a
Krusk.
Observaron cómo danzaban las llamas de la ciudad y se maravillaron ante las
decoraciones de gema.
Finamente, el desasosiego de Regdar aumentó y detuvo al orco.
—¿Dónde vas, Krusk? —le preguntó, cogiendo el musculoso bíceps gris del
semiorco.
El bárbaro se giró con fiera determinación en su cara. Gruñó y bajó la mirada
hacia la mano de Regdar, pero el guerrero no le soltó.
—Debo cerrar el portal. Permanentemente —dijo finalmente.
Regdar asintió.
Eso era lo que el semiorco le había prometido a su capitán muerto, y eso es lo que
habían venido a hacer.
—¿Pero cómo? —preguntó Regdar—. ¿Sabes lo que estás haciendo?
La determinación del semiorco desapareció durante un momento y pareció menos
seguro.
Naull fue hacia ellos.
—Debemos encontrar el palacio —dijo, colocando una página del paquete bajo
sus narices—. Dice que los gobernadores de la ciudad podían controlarlo todo desde
ahí. Si hay un modo de cerrar permanentemente el portal, estará ahí.
Alhandra añadió su voz a la discusión.
—¿Pero cómo podemos encontrar el palacio? ¿Hay un mapa? —Miró a su
alrededor.
Muchos de los edificios podrían ser considerados un palacio en su tierra natal.
Naull meneó la cabeza.
—No, pero dudo que sea difícil. Estos documentos se refieren a una «Torre de
Marfil» y a un «Trono de Ópalo».
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Krusk soltó un gruñido y habló sorprendido.
—¿Trono de… Ópalo? —preguntó.
—Sí. Lo dice aquí:
Creo que es un poema, pero no tiene traducción —añadió—. Habla sobre cómo el
califa podía controlar la ciudad desde el trono, de modo que supongo que el trono
debe ser algún tipo de mecanismo mágico.
La cara normalmente gris del semiorco estaba cenicienta.
—Mi capitán —jadeó—. El título del capitán Tahrain era «Protector del Trono de
Ópalo».
—Supongo que Kalpesh no tenía realmente ningún trono de ópalo, ¿verdad? —
preguntó Naull.
El semiorco se encogió de hombros.
—Muchas joyas… algunos ópalos. Nunca pensé en ello.
—¿Por qué tendrías que haberlo hecho? —le dijo Regdar, pasando un brazo por
encima de los hombros caídos del bárbaro—. Y tampoco habría significado nada. Al
menos esto explica de algún modo cómo se protegía este paquete. Tu capitán,
Tahrain, debía ser el último de una larga saga de protectores. Su trabajo era asegurar
que nadie consiguiera la llave y el poder del Trono de Ópalo.
Krusk levantó la mirada, sus ojos estaban oscuros y tenía una expresión seria.
—No el último —dijo el semiorco.
Apretó la llave contra su pecho y siguió un embarazoso silencio.
—Muy bien entonces —dijo Naull finalmente—. Encontremos la torre de marfil.
No debería ser demasiado difícil. Supongo que Krusk tenía la intención correcta.
Sigamos caminando por la calle principal y deberíamos llegar a ella o al menos verla.
—Quizá podríamos pedir que nos indicaran —bromeó Alhandra.
Regdar y Naull sonrieron.
—Exacto. Si no fuera porque todo el mundo hubiera huido de la ciudad hace
millares de años… —dijo la maga, chasqueando los dedos y sonriendo con sarcasmo.
Riendo con fanfarronería fingida, siguieron a Krusk por el camino.
Unas llamas parpadearon en una de las calles laterales y una sombra se movió.
Saltó desde un pequeño edificio hasta el costado de una torre. Pronto otra se le
unió. Y otra.
Mientras los aventureros caminaban por la calle principal, las sombras y las luces
parpadeantes se reunieron sin ser vistas a ambos lados.
***
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Kark lideró a la manada de gnolls por el pasadizo iluminado con antorchas hasta la
siguiente sala.
Encontraron los restos desgarrados de las criaturas que atacaron al grupo, pero no
sabían qué hacer con ellos.
Algunos de los gnolls más jóvenes se pelearon por las gemas que habían
encontrado hasta que Kark les gruñó ferozmente y volvieron a la formación.
Uno de los batidores levantó un pedazo de cuero y olfateó.
—Sangre —dijo.
—¿De quién?
El joven gnoll volvió a olfatear y después probó el líquido rojo.
—Humana —contestó.
—Semiorca —dijo otro desde el otro lado.
Había varias manchas de sangre en la habitación, y muchos de los pedazos de tela
parecían retorcidos o desgarrados por una espada o una daga.
Algunos de los gnolls aullaron de placer.
Kark gruñó.
—¿No veis ningún cuerpo, verdad? Guardad vuestras risas para cuando
agarremos a nuestra presa por la garganta. Y ahora… ¡subid por las escaleras!
Los gnolls más jóvenes gimotearon y se asustaron.
Kark sólo los mandaba por la autoridad que le confería Grawltak, y aunque hacía
menos de una hora que habían sido enviados por su líder, Kark ya podía notar la
resistencia.
Las manadas de gnolls seguían a un solo jefe de manada, y ese líder mandaba
únicamente por la fuerza.
Los gnolls jóvenes veían a una vieja curiosidad ante ellos: un exjefe de manada
vivo. Era algo que no habían visto antes y que probablemente no volverían a ver.
Agarrando al gnoll más cercano, Kark tiró del sorprendido batidor, clavándole las
garras en el hombro. El joven gnoll chilló de sorpresa y dolor mientras Kark mordía
la base del cuello y le arrancaba un trozo de carne y pelaje.
Antes de que el batidor pudiera usar la fuerza de su juventud para liberarse, Kark
le empujó y saltó hacia el resto. La sangre goteaba de su mandíbula inferior.
—Grawltak dice que debemos seguir, ¡así que seguiremos! —Ladró—. ¡Hasta
que nuestro jefe de manada vuelva con nosotros yo estoy al mando!
Miró a los gnolls y supo que se habían acobardado, al menos durante algún
tiempo.
El batidor lisiado se cogió la herida con una expresión de dolor, pero inclinó la
cabeza tan dócilmente como el resto.
—¡Ahora por las escaleras!
La manada de gnolls subió hasta la parte superior de las escaleras y salió a la luz
brillante con mucha más reticencia que los aventureros. Kark los tenía bajo sus
órdenes, pero la luz era tan brillante que le quemaba los ojos. Gimotearon y perdieron
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la formación, olfateando el suelo para buscar algún olor, pero la arena cambiante
hacía difícil encontrar ningún rastro.
Kark se protegió los ojos y miró a su alrededor.
No podía ver el arco —la visión de los gnolls no era buena con la luz brillante—
pero la fortuna le ayudó.
A algunas docenas de pasos de la escalera vio un harapo semienterrado en la
arena. Saltó hacia él, con el resto de la manada siguiéndolo. Era la punta de un
vendaje tirado, con un poco de sangre fresca.
Le dio una dirección y él y su manada la siguieron.
Se movían lentamente por la arena, por miedo a pasar por alto otra señal.
***
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apariencia claramente demoníaca. Se acercaron lentamente.
—¡Ahora! —gritó el guerrero, avanzando para golpear a la criatura más cercana.
—¡Deteneos!
***
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—¿Qué pasa? —dijo.
—Señora, han ido hacia arriba —dijo, señalando hacia las escaleras.
***
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Alhandra se recuperó rápidamente.
Envainando suavemente su espada, imitó el gesto del enano.
—Saludos y encantada de conocerte. Soy Alhandra, paladina de Heironeous.
El enano asintió y su pelo llameante titiló mientras lo hacía.
Su cara parecía seria, pero no llevaba ninguna arma, sólo un grueso cetro colgado
de su cinturón.
—Bienvenidos a la Ciudad del Fuego —dijo—. Soy Gurn Klaggesar, guarda de la
ciudad.
—¿Gu-guarda? —tartamudeó Naull—. Pensábamos que la ciudad estaba desierta.
El enano la miró con ojos ardientes, y no era algo metafórico.
Es desconcertante, pensó Naull, mirar esos ojos que quemaban como ascuas.
Se revolvió en silencio durante un momento.
—Oh, y- yo soy Naull, una maga de… bueno, una maga.
—Nadie vive aquí, Naull la Maga —contestó el enano—, excepto yo y mis
sirvientes. Vigilamos Secrustia Nar y la protegemos de los forasteros.
Naull se movió inquieta de nuevo.
—Estamos contentos de oír eso —dijo Regdar—. Tenemos la misma misión.
Se levantó una ardiente ceja y el enano miró al guerrero en lo que parecía ser
incredulidad mezclada con algo de diversión.
—Soy Regdar y él es Krusk. Viene de la ciudad de Kalpesh. Él tiene una llave.
Krusk, súbitamente consciente de la mirada atenta del enano, palpó en su bolsa y
sacó la llave. Jadeó y casi la soltó.
Se había acostumbrado a su naturaleza mágica, con las llamas que parecían
danzar a lo largo de su borde cuando la sostenía, pero ahora parecía una esfera de
fuego vivo, titilando y ardiendo en la palma de su mano.
Aún así, no desprendía ningún calor y la gruesa piel del semiorco estaba indemne.
—Conozco la existencia de la llave —dijo el enano tranquilamente—. Me
preguntaba cuándo volvería —parecía casi contrariado, como si hablara con unos
niños que hubieran «tomado algo prestado», algo que no les pertenecía.
Krusk se enfureció y cerró el puño sobre la esfera de fuego.
—¡Vengo de Kalpesh! —dijo en voz alta—. Mi señor era el capitán de la Guardia
Real y el Protector del Trono de Ópalo. Murió protegiendo la llave y me la dio a mí.
Yo cerraré el portal —su barbilla sobresalía y tenía los ojos abultados, desafiando al
enano para que respondiera.
Naull abrió la boca y se preparó.
Era uno de los discursos más largos y elocuentes que había pronunciado el
semiorco desde que le habían encontrado, y parecía especialmente inoportuno. Fuera
lo que fuera este enano, estaban en su territorio natal.
Se forzó a apartar la mirada del semiorco desafiante y dirigirla hacia Gurn
Klaggesar.
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Sorprendentemente, el enano dio un paso adelante y se inclinó, con su melena
llameante titilando. Cuando terminó y habló de nuevo, su voz había cambiado. Aún
era fuerte y llena de autoridad, pero también había algo de respeto.
—Perdóname —dijo finalmente—. No he tenido visitantes durante muchos años.
Mi comportamiento es desconfiado. Por favor, dejad que os dé la bienvenida,
Protector, y a vuestros compañeros. Venid y os mostraré el Trono de Ópalo, por el
que habéis viajado desde tan lejos.
El enano se detuvo para ver que Krusk y el resto asentían; entonces se dirigió
calle abajo, con los viajeros repartidos a ambos lados.
Empezó a hablar, contándoles la historia de Secrustia Nar.
La mayor parte del relato de Gurn Klaggesar repetía lo que Naull ya les había
explicado al grupo sobre las leyendas, pero una parte también la sorprendió a ella.
Era un largo relato y gran parte de él no tenía demasiado sentido. Aún así, Gurn
lo explicaba de tal modo que hacía que los detalles fueran interesantes, incluso
aunque ninguno de los aventureros conocía la gente y los lugares de los que hablaba.
Finalmente el enano llegó al punto álgido de su relato y todos escucharon
atentamente cómo se creó la ciudad.
—¿Vuestro mundo aún produce magos poderosos? —preguntó Gurn después de
un rato. Miró a Naull intencionadamente y ella asintió—. Entonces sabréis cómo
pueden ser.
Siempre explorando, siempre buscando conocimientos… y siempre buscando
nuevas maneras de manifestar sus poderes.
—Bueno —siguió el enano—, hace mil años, o quizá dos mil, poderosos magos
de vuestro mundo del Plano Material forjaron alianzas con algunos de los seres que
moraban en el Plano Elemental del Fuego. Negociaron con los ifrit… —el enano
escupió esa palabra como si fuera una maldición—, los azer Gurn —se señaló a sí
mismo—, y otros. Con la ayuda de su magia, mi pueblo construyó esta ciudad entre
los dos mundos y la hizo accesible desde ambos. Aquí pueden existir los seres de
ambos planos, la magia los sustenta a todos.
—Te dije que eran enanos —lo interrumpió Krusk.
—Sí, eres muy listo, Krusk —dijo Naull impaciente. Estaba ansiosa por oír lo que
el enano, el azer, les estaba explicando. La maga había estudiado los planos en libros
y pergaminos; ¡aquí tenía a un habitante real de los Planos Interiores!—. Por favor,
Gurn, sigue.
—No hay mucho más que explicar —dijo el azer—. Al principio las gentes de
ambos planos vivían en paz. Buenos, malignos, llamas y carne. La magia y la tregua
los mantuvo a todos bajo control y había mucho que comerciar —los ojos del azer
parpadearon ante esa palabra y Naull se preguntó lo similares que serían estos enanos
ardientes a los que conocía de su mundo—. Pero surgieron conflictos. No sé qué
presiones tenían las gentes del mundo material —dijo, aunque su voz sonó un poco
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áspera—, pero algunas de las criaturas de fuego más malignas, los zegguthi’ter ata
garra…
Las llamas alrededor de la cabeza del Azer, que habían sido casi completamente
naranjas, se volvieron de color rojo oscuro y su cara broncínea se oscureció
visiblemente.
—Perdonadme —se disculpó, y su cara volvió a iluminarse—, los ifrit —Gurn
escupió la palabra de nuevo—, usaron sus poderes para corromper e influenciar al
resto. Empezó una guerra en ambos planos y la ciudad se convirtió en un conducto
para el conflicto y el caos.
—Entonces cerrasteis el portal —concluyó Naull.
El azer asintió con solemnidad.
—¿Pero por qué no lo cerrasteis permanentemente? —preguntó Regdar—. Quiero
decir, si era tan peligroso…
—La ciudad en sí no es ningún peligro. Es un conducto del que muchos pueden
sacar poder. Aquí pueden venir seres de los dos planos, o ser forzados a venir por
alguien que sepa cómo hacerlo. Después, el controlador puede enviar a esas criaturas
para que realicen servicios —dijo. Su voz era seria—. Eso es lo que inició la guerra al
principio. Las criaturas de fuego tienen algo de poder en el Plano Material, ¿verdad?
—El resto asintió, mostrándose de acuerdo—. ¿Y los magos aún los usan para luchar
sus batallas? ¿Os imagináis que no tuvieran que usar su propia magia para convocar y
controlar a criaturas de fuego, y lo peligroso que sería alguien con ese tipo de poder?
Naull pensó en lo poco que había hecho ella con conjuros de convocación y en el
cielo llameante del exterior. Se estremeció.
—Y con relación a tu pregunta —siguió el azer, sin esperar su respuesta—, las
puertas no se pueden cerrar permanentemente sin también reunir todas las llaves. No
podía abandonar la ciudad para recuperarlas. Envié a buscadores hace mucho tiempo,
pero… —Gurn se encogió de hombros—. La mayor parte de las llaves fueron
robadas y se esparcieron por muchos planos. Yo y mis aliados las recuperamos todas
menos esta. La llave de Kalpesh no fue robada —dijo, mirando a Krusk de nuevo—,
sino llevada ahí por seguridad mientras buscábamos el resto. Mientras quedara una,
sin embargo, el portal aún podía volver a abrirse.
Krusk empezó a abrir la mano de nuevo, quizá para ofrecer la llave ardiente al
azer, pero el enano se giró y gesticuló hacia arriba.
Los ojos de los aventureros siguieron sus manos.
—Aquí. Hemos llegado. ¡Contemplad la torre de marfil! En el interior veréis algo
que nadie de vuestro plano de existencia ha visto durante siglos. Othakil eb Anar; el
Trono de Ópalo.
Todos los del grupo contemplaron la vista, maravillados.
El edificio que llevaba a la torre era una ancha estructura arenosa retirada del
camino por el que caminaban. Tenía dos pisos de altura y su patio estaba adornado
con estatuas de mármol con brillantes. Los ojos del grupo subieron por los escalones
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hacia la gran entrada, y siguieron subiendo hasta donde una torre blanca, tan esbelta
que tenía que haber sido construida con magia, se levantaba por encima de la
mansión. Seguía subiendo hacia el cielo y terminaba en un minarete formado
completamente por llamas titilantes.
—Bueno —dijo Naull finalmente.
El grupo entró en el palacio, caminando por debajo de las patas marmóreas de un
dragón.
Unas escaleras sinuosas subían a ambos lados del edificio y pequeñas figuras
revoloteaban sobre ellas, por el aire y encima de la barandilla. Muchas saltaron al
lado del azer, y él se inclinó para oír sus voces etéreas y crepitantes.
—Mis sirvientes —dijo—. Méfits, espíritus de fuego y criaturas de humo. Os
espiaron mientras entrabais en la ciudad y me lo contaron. Os servirán mientras estéis
aquí.
El grupo asintió.
—¿Tienes algún lugar donde podamos limpiarnos? —preguntó Naull. No sabía
cuánto tiempo iban a estar aquí, pero la maga se sentía muy cansada y muy sucia.
Es toda esta blancura, pensó.
—Por supuesto —empezó Gurn; pero después una pequeña figura, una mujer
desnuda de proporciones perfectas con fuego por cabello, saltó hacia él y tiró de su
faldón. Él se inclinó y sus ojos se abrieron mientras le hablaba—. ¡No! —dijo. Se
giró hacia el grupo, con sus ojos de ascuas ahora llameando rojos—. ¡Otros han
entrado por el portal! ¿Cómo? ¡No hay otra llave! —Miró acusatoriamente a Krusk
—. ¡Dejaste el portal abierto! —dijo enfadado.
El repentino cambio en la conducta de su anfitrión sorprendió a Naull, pero el
semiorco se encrespó y mantuvo la mirada del azer. Antes de que pudiera responder o
Gurn pudiera decir nada más, Alhandra intervino.
—Los gnolls —dijo—. No nos dimos cuenta de que estuvieran tan cerca de
nosotros.
Nosotros los atrajimos hasta aquí.
Rápidamente, el grupo le explicó a Gurn la versión abreviada de la historia de
Krusk, y su propia huida hacia las cavernas y por el pasadizo.
No reaccionó ante el incendio de Kalpesh, pero sus ojos fulguraron al oír hablar
de la guardia negra.
Llamó a la mujer ardiente de nuevo a su lado y le habló en un idioma extraño.
Ella le respondió del mismo modo mientras sacudía la cabeza.
—Mis sirvientes no han visto —se detuvo, como si reflexionara, y después
continuó—, a ninguna humana vestida con armadura negra —dijo Gurn con obvio
alivio—, pero hay muchos gnolls. No deben llegar al palacio.
—¿Tus sirvientes no pueden…? —Naull gesticuló, pero su voz se apagó. Al
menos uno de los méfits parecía estar hecho de lava y el resto parecían formados
completamente por fuego y humo—. ¿No pueden detener a los gnolls?
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Gurn negó con la cabeza.
—No… el pacto con los Planos Interiores es inviolable. No pueden dañar a nadie
del Plano Material mientras estén aquí. No voy a romper un tratado que se ha
mantenido durante millares de años. Vosotros sois de su mundo natal; repelerlos es
cosa vuestra.
—Oh, maravilloso —dijo Naull cansadamente.
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XII
LA ÚLTIMA BATALLA
El azer y sus sirvientes guiaron a Regdar y al resto rápidamente hasta lo que parecían
pequeñas habitaciones de guardia.
—Yo tampoco puedo ayudaros en vuestra lucha. Si la guardia negra llega a la
ciudadela… quizá —dijo Gurn mientras rebuscaba en un pequeño cofre—. Pero os
puedo dar instrumentos para la batalla. Tú, maga.
Hizo un gesto hacia Naull y ella se acercó a su lado. Le dio una pequeña varita
negra.
Mientras la tocaba, una punta brillaba con luz roja.
—Apunta la parte brillante hacia el enemigo y pronuncia la palabra secrus —le
explicó el azer.
Naull asintió, reconociendo la palabra en dracónico que significaba «fuego».
Tenía pocas dudas sobre la utilidad de la varita.
—Krusk —siguió mientras sacaba una aljaba de flechas de un pequeño gabinete
de armas casi vacío—, usa estas flechas. Creo que las encontrarás efectivas.
Hizo un gesto a Regdar y sacó la última arma, una espada bastarda cubierta de
runas quemadas al ácido en la hoja y tratada con tinte borgoña.
Gurn sonrió. Era la primera vez que le habían visto sonreír. Sus dientes eran
blancos, pero le salía humo entre ellos.
—Creo que te gustará esto —le dijo el azer a Regdar.
—Paladina de Heironeous —continuó—. No tengo nada para ti. Cuando los
moradores entre los mundos abandonaron la ciudad, tomaron o destruyeron casi todas
las armas y la magia. Incluso aunque encontrara algo que pudieras usar, seguramente
preferirías confiar en tu espada y tu escudo, ya que están marcados por tu dios,
¿verdad?
Alhandra se revolvió incómoda.
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—No me malinterprete, señor. Usaré cualquier arma, excepto que haya sido
creada por el mal, al servicio de Heironeous, pero tengo la suficiente confianza en mi
espada y mi escudo. Es más que generoso.
Gurn asintió severamente, pero pareció complacido por las palabras de la
paladina.
—Quizá tenga algo para ti después de todo —dijo.
El azer sacó una gema que colgaba de una hebra plateada de su propio chaleco.
La paladina se inclinó y Gurn le pasó el colgante por encima de la cabeza con
solemnidad.
Quedó sobre su emblema de Heironeous y ambos brillaron brevemente, el
emblema dorado y la gema roja.
—Acepta la bendición de Moradin —dijo.
Ella asintió, aparentemente sorprendida al oír que el dios enano era invocado por
una criatura de los Planos Interiores.
—Yo subiré a la torre —concluyó Gurn—. Cuando hayáis expulsado o derrotado
a los gnolls, volved. Debemos trabajar rápido. Puedo empezar el proceso de cerrar el
portal, pero debéis traer la llave y a su protector —el azer señaló a Krusk
deliberadamente—. No puedo cerrar el portal sin ti y sin la llave.
Krusk asintió.
—Venga, chicos —dijo Regdar, sopesando su nueva espada—. Ya es hora que nos
encarguemos de esos perros.
***
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El fuego envolvió al gnoll, que cayó al suelo tirando el arco en otra dirección. El
fuego siseó brevemente, carbonizando el pelaje del batidor y causando un horrible
hedor.
Incluso antes que su nariz captara el olor asqueroso, Kark ladró una alarma.
Ya era demasiado tarde para el batidor del centro; una flecha hecha
completamente de llamas impactó contra el siguiente gnoll mientras se giraba. El
joven gnoll aulló de miedo y dolor, golpeándose la piel para evitar que el fuego
prendiera.
Otra flecha, esta hecha de madera y plumas y con la punta de acero, le golpeó en
el pecho. Dio una vuelta por el impacto e intentó huir, pero trastabilló y cayó al suelo,
muerto.
Kark ladró órdenes, intentando reagrupar al resto de sus tropas, pero estaban
asustados.
Los batidores eran expertos en tender emboscadas, pero nunca se habían visto
atrapados en una. Kark se dio cuenta inmediatamente que su presa había girado y
vuelto hacia atrás, dejando que los gnolls siguieran su rastro directamente hacia una
trampa.
El viejo gnoll sabía por experiencia lo efectiva que podía ser ese tipo de trampa.
***
***
Siguiendo a uno de los méfits de humo —Gurn no les permitiría luchar, pero les
había ordenado que guiaran a aquellos que sí podían—, Naull se encontró
serpenteando por un estrecho callejón hacia un pequeño edificio al lado del camino.
—Secrus —dijo de nuevo, y una pequeña cuenta roja salió disparada desde la
punta brillante de su varita.
Dirigiéndose hacia los gnolls de la retaguardia, explotó contra el cráneo de la
criatura del medio. La erupción rugiente de la bola de fuego lanzó al suelo a dos de
las criaturas, envueltas en llamas. Se retorcieron y chillaron durante unos momentos
antes de quedarse quietas.
Naull podía ver sus formas ennegrecidas y marchitas en el interior del fuego
menguante.
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El gnoll más viejo, sin embargo, evitó lo peor del estallido saltando a un lado.
Se levantó del suelo rápidamente, con un aspecto claramente asustado y con
ascuas ardientes de sus antiguas tropas aún humeando en su pelaje.
***
Desde el otro lado del camino, Alhandra saltó con su espada desenvainada.
—¡Heironeous! ¡Heironeous! —gritaba.
Los gnolls que aún estaban en pie tenían sus arcos en las manos y estaban
ansiosos por ver algún objetivo.
Dos flechas pasaron por el lado de la paladina antes de que su espada brillante
partiera la madera dura y se hundiera en el cráneo de una de las criaturas semejantes a
hienas.
La espada se clavó profundamente en el hueso, pero Alhandra usó su fuerza y el
impulso para liberarla.
Oyó que el cuello de la bestia se partía debido al movimiento retorcido y supo que
la poca vida que le quedaba a la criatura había desaparecido entonces.
Saltó ágilmente sobre el cuerpo del humanoide y se lanzó hacia el siguiente en su
trayectoria.
***
***
Viendo que el último gnoll corría velozmente sobre el camino de piedra, Regdar
intentó dispararle, pero no pudo. El ángulo era demasiado cerrado.
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Le gritó a Krusk, pero el bárbaro ya tenía su hacha en las manos y estaba
corriendo para ayudar a Alhandra.
La paladina no necesitaba la ayuda.
El único gnoll que quedaba tiró su arco y atacó con el hacha.
Alhandra desvió el golpe alto con el escudo y hundió su espada en las tripas de la
criatura.
La sangre empapó su grueso pelaje y se deslizó por la hoja de la espada hasta la
empuñadura.
El gnoll se derrumbó al suelo con sus mandíbulas aún chasqueando.
Desesperadamente, intentó dar un zarpazo a la pierna acorazada que Alhandra le
puso en el pecho, sin éxito. Momentos después, tras un rápido tajo de la espada de la
paladina, también se quedó quieto.
Cuando Regdar bajó de su posición, el gnoll que había huido ya estaba fuera de la
vista.
—Podría acostumbrarme a esto —dijo Naull, saliendo del edificio.
Contempló agradecidamente la varita con la punta roja y después se la colocó en
el cinturón.
—Ha escapado uno —dijo Regdar, frunciendo el ceño.
—Sí, pero esta vez no tenemos que perseguirle —concluyó la maga. Maldijo la
elección de sus palabras, sabiendo que Regdar no necesitaba que le recordaran el
desastre de la guarida de orcos.
Regdar miró calle abajo durante un momento.
Naull llegó hasta él y le puso una mano sobre el brazo. Lo miró con preocupación
en los ojos, pero él buscó su mirada y le sonrió con cansancio.
—Está bien —dijo—. Creo que ya hemos terminado aquí.
Entonces podemos hablar, pensó Naull.
Palmeó el brazo de Regdar y miró a su alrededor.
Con un grito de asco, apartó la mano y dio un golpe a Krusk.
El bárbaro se estaba moviendo entre los gnolls caídos con un cuchillo en una
mano y varias orejas puntiagudas y cubiertas de pelo en la otra.
—¡Eso es muy desagradable, Krusk! —chilló la maga.
El semiorco miró primero a la maga, después a Regdar y finalmente a Alhandra.
La mirada en la cara de la paladina hizo que las mejillas oscuras de Krusk se
enrojecieran ligeramente y dejó que las orejas cayeran al suelo.
—Eso está mejor —dijo Naull—. Y ahora, si tienen algo de tesoro… —añadió
por lo bajo.
—No —dijo Regdar—, volvamos a la torre. Acabemos con esto.
***
Kark llegó al arco, jadeando por el dolor de su herida y el calor del portal.
Página 139
Cuando levantó la mirada del suelo duro gruñó de sorpresa. Grawltak había
cruzado.
El gnoll más viejo empezó a gritar hacia su líder pero el ladrido murió en su
garganta.
Un instante después de Grawltak apareció la dama negra.
No había creído realmente que pudiera alcanzarlos tan rápidamente.
El corazón de Kark naufragó y dejó que su cabeza colgara.
Oyó que Grawltak maldecía y su líder avanzó rápidamente hacia él.
—¡Kark! ¿Qué ha pasado?
No podía hacer otra cosa que relatar la historia de su fallo.
Sin mirar a la dama negra directamente, Kark jadeó y se quedó sin aliento
mientras explicaba cómo había sido la emboscada. No se excusó, y cuando miró
hacia arriba se sorprendió al ver piedad en los ojos de su líder.
La piedad se desvaneció ante el chirrido de una espada al abandonar su vaina.
Ambos gnolls miraron a la dama negra.
La punta de su espada estaba levantada a sólo unas pulgadas de sus ojos. La hoja
temblaba ligeramente y ellos sabían que era de rabia, no de miedo ni debilidad,
haciendo que la punta de la espada danzara.
—¡Señora! ¡No! —gritó Grawltak.
Kark siguió jadeando, pero no se movió.
—Ha fallado. ¿Preferirías que te considerara responsable a ti? —dijo la guardia
negra. Su voz era tranquila, casi como si estuviera conversando, y se acercó más.
La hoja se deslizó directamente por debajo de la barbilla de Kark, pero la cara
pálida y los ojos brillantes de la mujer se giraron hacia el líder gnoll. Su pelo negro
parecía brillar en la parpadeante luz del portal.
Grawltak miró a su viejo teniente. En los ojos de Kark sólo había resignación.
Esperaba que lo matara, aquí y ahora.
—Sí —dijo Grawltak—. Dejarlo al cargo fue mi decisión. Era mi
responsabilidad.
Kark abrió la boca sorprendido, pero eso hizo que su mandíbula inferior golpeara
contra la hoja y la cerró de nuevo.
La mujer, sin embargo, simplemente levantó una ceja y sonrió divertida.
—Se supone que los gnolls no son leales entre ellos, Grawltak —les soltó. El
líder gnoll se sorprendió cuando su nombre salió de los labios de su señora, pero
recuperó su compostura rápidamente—. Quizá sois un poco como los perros, después
de todo —un momento después retiró la espada—. Muy bien. No creo que deba
prescindir de vuestros pellejos aún. Si no obtenemos el control de esta ciudad… —
dijo de modo ominoso, mirando a su alrededor por primera vez.
Fue una larga mirada y dio a los dos gnolls algunos momentos para recuperarse y
para que Kark bebiera un poco de agua.
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El modo en que se ponía la guardia —con los ojos centelleando y sus labios
curvados en la versión humana de una sonrisa— era inquietante, pensó Grawltak.
—Vayámonos entonces —dijo Grawltak cuando Kark se hubo recuperado.
Despertando de su ensueño, la dama negra miró a los dos gnolls y asintió.
Kark se giró para volver sobre sus pasos hacia la ciudad, pero una palabra de la
guardia negra lo detuvo.
—No, no hay tiempo —dijo la mujer mientras se descolgaba la mochila y sacaba
un gran petate de una bolsa que era demasiado pequeña para contenerlo.
Magia, supuso Grawltak.
Ya había tenido suficiente magia, decidió, pero el líder gnoll se quedó en silencio
mientras su señora cortaba las tiras y sacudía la manta.
No, no era una manta, sino una alfombra.
Kark gruñó de miedo mientras Grawltak intentaba comprender qué estaba
haciendo su señora.
La dama subió a la alfombra.
—Venid aquí, deprisa —dijo simplemente.
Se sentó con las piernas cruzadas en el centro y Kark, dudando, se arrastró sobre
la tela hasta quedar a su lado con las orejas presionadas contra su cabeza. Clavó sus
garras en la alfombra y miró a Grawltak. El gnoll más viejo gimoteó levemente
debido a la ansiedad.
De repente, Grawltak comprendió cómo pretendía viajar su señora.
Su estómago se encogió, pero subió sobre la alfombra.
Casi inmediatamente, la sintió ondularse y moverse bajo él. Grawltak no tenía
ninguna duda de que no iba a disfrutar en absoluto de la siguiente parte del viaje.
***
—¡Lo hicimos! —gritó Regdar mientras entraban en la planta baja del palacio.
Nadie les dio la bienvenida.
Algunas de las criaturas de humo flotaban cerca de las escaleras, pero cuando los
forasteros se acercaron, las criaturas bajaron hasta casi tocar el suelo.
El grupo miró a su alrededor.
—Dijo que estaría en la parte superior de la torre, en el Trono de Ópalo —indicó
Naull.
—¿Hacia dónde está eso?
Como si fuera para contestar a la pregunta de Alhandra, uno de los méfits se
deslizó por la baranda derecha y fue dando tumbos hasta detenerse a los pies de
Regdar.
El guerrero se inclinó hacia él, pero la criatura saltó hacia la barandilla y subió
por ella.
Los héroes comprendieron y empezaron a seguirle deprisa por las escaleras.
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El méfit los llevó hacia una pared en la parte superior donde había una puerta
abierta, revelando una sala circular sin techo.
—¿Qué? ¿Aquí? —preguntó Regdar.
Krusk levantó el cuello y miró hacia arriba al otro lado de la puerta.
Las paredes suaves y redondeadas se extendían hasta donde llegaba la vista del
semiorco.
La criatura saltó de nuevo y Naull lo interpretó como un asentimiento.
Cautelosamente, la maga entró en la habitación y cogió aire. Alhandra la siguió,
con Regdar a su lado.
Krusk no se atrevió a entrar hasta que los saltitos del méfit se convirtieron en
saltos agitados y el semiorco finalmente caminó, poco a poco, hasta sus compañeros.
La puerta se cerró de golpe y los aventureros escucharon un chorro de vapor bajo
sus pies. Empezó a subir aire caliente a su alrededor y una espesa niebla envolvió sus
pies, tobillos y la parte baja de sus piernas.
Naull se inclinó para ver si había algún respiradero cerca del suelo, pero Krusk
rugió sorprendido y se lanzó hacia ella.
Naull intentó apartar al semiorco y buscar el respiradero, pero cuando sus manos
alcanzaron el «suelo» se dio cuenta que no estaba ahí.
—¡Estamos volando! —gritó Naull.
Regdar alargó una mano para tocar las paredes blancas pero Alhandra le cogió la
muñeca, alarmada.
Cuando el grupo miró atentamente a los lados de la sala, se dieron cuenta que las
paredes uniformes se estaban moviendo muy deprisa. Y, aunque se sentían como
sobre suelo firme, Naull les explicó que en realidad estaban sobre un cojín de humo y
aire.
—¿Cómo hicieron esto? —preguntó Alhandra. Después de la consternación
inicial, la paladina parecía disfrutar del viaje.
—Me gustaría saberlo —le contestó Naull con obvia envidia.
Miró a Regdar, que le devolvió la mirada. A él también parecía gustarle el paseo.
Krusk, sin embargo, estaba cerca del centro de la habitación agarrándose los
codos y manteniendo los ojos fuertemente cerrados.
Alhandra dejó de admirar la magia para ir junto al semiorco. Le tocó uno de sus
bíceps y abrió los ojos. Naull y Regdar observaron mientras la paladina le susurraba
algo a Krusk y el bárbaro parecía relajarse un poco.
Tomo dos aspiraciones profundas y asintió.
—¡Mirad! —dijo Naull, señalando hacia arriba.
Desde el suelo nadie había sido capaz de ver el fin de las paredes blancas, pero
ahora un techo oscuro se acercaba rápidamente.
Krusk gritó, pero en el momento en que levantaba las manos por encima de la
cabeza, su movimiento hacia arriba frenó y después se paró.
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Llegaron hasta unos veinte pies por debajo del techo y un momento más tarde se
abría una de las paredes blancas, dejando que algo de la niebla se expandiera.
Con Krusk delante, los cuatro aventureros salieron de la torre, seguidos por el
méfit.
—Suelo sólido —gruñó Krusk, dando un pisotón.
Naull y Regdar se sonrieron el uno al otro pero apartaron la mirada cuando
Alhandra se puso entre ellos y se paró de repente, con su mano golpeando la espalda
de Naull.
Ligeramente molesta, la maga se giró hacia la paladina, pero en ese momento sus
ojos captaron la vista del mundo a su alrededor y se olvidó de la magulladura en su
espalda.
Desde el nivel de la calle, el minarete de la torre de marfil tenía el aspecto de una
llama brillante al final de un alto bastón blanco.
Incluso aunque Naull sabía que se encontraban en un área planar entre el Plano
Elemental del Fuego y el Plano Material, dio por sentado que la torre flamígera no
era más que una ilusión, un poco de glamour para darle más impacto visual a la Torre
de Marfil.
Se suponía que los palacios tenían que ser rutilantes y Naull había estado en las
suficientes ciudades para ver que los gobernadores no reparaban en gastos para
decorar sus hogares e impresionar a los visitantes.
Ellos se habrían sorprendido aquí, pensó Naull.
Ignoró la piedra blanca de la pared tras ellos. El resto de la habitación era
fascinante.
El suelo parecía tosco y rojo bajo sus pies, como lava fundida, pero lo notaba
suave y firme, y la maga no sentía ningún calor a través de sus botas.
Fluyendo desde el centro, el suelo de lava se detenía en las paredes —si podían
llamarse paredes— y Naull las siguió lentamente, con la mano levantada. Las paredes
eran transparentes y parecían estar hechas —no: estaban hechas, decidió la maga con
convicción— completamente de llamas vivas.
Lenguas de color rojo, naranja, dorado y amarillo bailaban al borde del suelo de
la torre, pero no estropeaban la vista de la ciudad inferior.
Era, de hecho, como si estuvieran dentro de la punta llameante de una antorcha,
pero el aire era fresco y confortable.
—Bienvenidos el Trono de Ópalo —dijo una voz tras ella.
Era Gurn, y mientras Naull se giraba lentamente vio que sus compañeros hacían
lo mismo, maravillándose ante la estructura de la torre y la vista que podían
contemplar al otro lado.
Sin embargo, si la propia torre era impresionante, el Trono de Ópalo era
majestuoso.
No había duda que el asiento que había al lado de azer era el Trono de Ópalo —
no podía ser nada más—, y Naull sintió que se quedaba sin aliento mientras lo miraba
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por primera vez.
Estaba tallado a partir de un único ópalo gigante, y los rasgos suaves y
redondeados del trono parecían confortables y acogedores. La luz de las paredes de
llamas le daba a su blancura un tono casi vivo, y Naull percibió que si se sentaba en
el trono se sentiría cálida, segura y confortable. De hecho, los brazos del asiento
parecían abrirse mientras ella miraba.
Naull dio un paso adelante.
—Un regalo del Plano Elemental de la Tierra —dijo el azer, colocándose ante él.
Naull sacudió la cabeza y parpadeó.
¿Estaba pensando realmente en sentarme en el trono?, se preguntó.
La idea era ridícula. Sin embargo, mirando a su alrededor, vio que Regdar y
Alhandra parecían haber avanzado y despertado de un ensueño similar.
Krusk, sin embargo, tenía una mirada dura en sus ojos y miraba el trono blanco
con el ceño fruncido.
—Lo hicimos —dijo Regdar, hablando primero—. Matamos a todos los gnolls
excepto uno. No habían avanzado hasta más de un cuarto de milla desde el portal
cuando los emboscamos. Uno escapó, pero estaba herido.
El azer asintió.
—¿Y la guardia negra? —preguntó.
—No vimos ni rastro de ella —contestó Alhandra, pero su voz sonó inquieta.
Gurn se puso serio y tiró de su barba ardiente, girándose hacia el Trono de Ópalo.
—Está viniendo —anunció Krusk.
El azer se dio la vuelta y miró al semiorco, y el resto del grupo también se giró
hacia Krusk.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Naull.
—El líder de los gnolls. El que llevaba el hacha y la espada. No estaba ahí.
—No —dijo Regdar—, el líder era ese más viejo. Estaba al borde de la bola de
fuego. Consiguió escapar a duras penas.
Naull pensó en el patio de la posada y, con una sensación de zozobra, recordó.
—Krusk tiene razón. Cuando tiramos el paquete, recuerdo a un gnoll viejo y a
otro gnoll con dos armas. Creo que el joven estaba gritando órdenes. Todo fue tan
rápido… —levantó una mano mientras Regdar empezaba a hablar y se giró hacia
Krusk—. ¿Pero por qué significa eso que está viniendo la guardia negra?
—Está siguiendo mi rastro. En el desierto los gnolls golpearon primero, pero la
dama negra vino tras ellos. Sus sabuesos siguen nuestro olor y ella viene detrás.
—Quizá se quedó atrás en las cuevas —sugirió Alhandra.
El semiorco siguió firme.
—El gnoll de las dos armas era el jefe de manada. No dejaría que otro liderara su
manada sin una razón realmente importante. Alguien a quien teme le ordenó que se
quedara atrás. Ahora viene con él.
—¿Por qué querría que…? —discutió Regdar, pero Alhandra le interrumpió.
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—Regdar, si Krusk tiene razón, no tenemos tiempo que perder. E incluso aunque
no la tenga, tenemos poco que perder siendo tajantes.
El guerrero pensó durante un momento y después asintió.
—Muy bien, ¿qué hacemos entonces?
Regdar miró a Naull, pero la maga se giró hacia Krusk y Gurn.
—Supongo que se trata de su función —dijo, levantando su pulgar hacia el
semiorco y el azer.
El azer estuvo de acuerdo.
—Venid aquí —dijo, haciéndole un gesto a Krusk.
Todos los compañeros avanzaron hacia el Trono de Ópalo.
Con una leve conmoción, Naull vio que, después de todo, no era completamente
blanco.
A lo largo del respaldo y de sus costados había pequeños círculos, inscritos o
encantados, de llamas casi translúcidas. Sospechaba que al exterior del aura
protectora de la ciudad esas llamas quemarían ya sin tocarlas.
Cada impronta parecía ligeramente diferente de la otra, pero todas tenían un
aspecto semejante a la llave de Krusk.
Cuando el semiorco sacó el talismán, éste volvió a encenderse, flotando un poco
por encima de su palma.
—Cada uno de estos círculos perteneció una vez a un señor del Plano Material o
del Plano del Fuego —explicó el azer—. Un señor podía sentarse en el Trono de
Ópalo y abrir los conductos entre los dos planos, convocando a espíritus o seres de
cualquiera de ellos, obligándoles a servirle gracias al mismo antiguo pacto que nos
permitió construir la ciudad. El último señor de Secrustia Nar, corrompido por la
perversión de los ifrit, intentó hacer que espíritus malignos del fuego invadieran el
Plano Material, pero le detuvimos —dijo el guarda, pareciendo muy viejo de repente.
No obstante, enseguida se sacudió el recuerdo y continuó—. Atrapamos su espíritu en
el Plano de Energía Negativa y no puede ser liberado mientras la ciudad siga en pie.
Todos los señores entregaron sus llaves, excepto uno —el azer señaló la llama
titilante en la mano carnosa de Krusk—. Una se conservó oculta por si ocurría algún
desastre y necesitábamos abrir el portal de nuevo.
—Oh… —intervino Naull cuando el azer hizo una pausa—. Odio interrumpir,
pero… ¿por qué necesitaríais abrir el portal de nuevo? Quiero decir que, si nadie iba
a vivir aquí…
—Algunos de los últimos señores escaparon —la interrumpió Gurn. Las llamas
de sus ojos eran muy oscuras, como carbones al rojo, y se correspondían con la cólera
de su voz—. Siguieron a dioses oscuros, hicieron tratos malignos con ellos y nunca
dejaron de buscar el modo de llevar el fuego a las tierras fuera de los Planos
Elementales. También buscaron el modo de rescatar al último señor de la ciudad pero,
mientras la llave siguiera oculta, el camino permanecía cerrado.
—La guardia negra… —dijo Alhandra, con la voz llena de terror.
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El azer asintió y siguió.
—Hextor, el Dios de la Tiranía, Campeón del Mal, Heraldo del Infierno y Azote
de la Batalla, proporcionó favores a los seguidores del último señor que le veneró. Se
comprometieron a servir al caos a cambio de poder escapar de nuestra justicia.
Hextor siempre se deleita en engañar a su hermano de la justicia.
El enano de llamas se rió ahogadamente con una expresión sombría y Naull miró
a Gurn y después a Alhandra, alarmada. La cara blanca de la mujer estaba pálida,
pero asintió una vez más.
—Heironeous —dijo ella.
La maga vio que la mano de la paladina se dirigía al emblema de su coraza, el
rayo agarrado por un fuerte puño.
—Heironeous —confirmó Gurn, y entonces se giró hacia el trono, tocando
rápidamente las improntas—. La guerra entre los dioses cae de nuevo sobre los
mortales. Cuando me dijiste que una guardia negra era la responsable de quemar
Kalpesh, del asesinato del último Protector y de la persecución de la llave, sabía que
esto llegaría.
—¿Tú la… —Regdar hizo una breve pausa—… conoces?
El azer se rió un poco mientras trabajaba.
—No, no. ¡Al menos espero que no! —concluye—. Pero conozco a los de su
calaña. Los guardias negros medraban en la ciudad incluso antes de que el último lord
llegara el poder, y los adoradores de Hextor eran los más importantes entre ellos.
Estoy seguro que ella pertenece a la orden de los que sirvieron al último señor y que,
de algún modo, ha sabido de la llave y del poder del Trono de Ópalo.
Entonces se giró de espaldas a los héroes, realizando algunos movimientos más
por el Trono de Ópalo.
Fuera cual fuera el ritual que estaba realizando era complicado, pero Gurn siguió
hablando.
—De modo que ahora la llave y el trono amenazan nuestra existencia. Una
criatura maligna que controlara el Trono de Ópalo podría mandar a las fuerzas del
Fuego, o liberar al oscuro de sus ataduras.
Gurn terminó y miró sombríamente a los compañeros.
—Es hora de devolver la llave al trono y cerrar el portal de la Ciudad del Fuego
para siempre.
Alargó una de sus manos de color latón.
Krusk le ofreció lentamente la brillante esfera de fuego.
Pero mientras Krusk lo hacía, Gurn saltó sorprendido.
Mirando hacia abajo, vio una flecha que salía de su pecho. Levantó la mirada
hacia las paredes parpadeantes de la torre y señaló por encima del hombro del
semiorco.
Atravesando las llamas, llegaron la dama negra y dos gnolls montados en una
alfombra voladora. El gnoll viejo tenía su arco en las manos y ya estaba encalando
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otra flecha.
El gnoll más joven saltó de la alfombra tan punto atravesó las llamas, con un
hacha en una mano y la cruel cimitarra ganchuda desenvainada en la otra.
El líder gnoll gritó de furia y odio, y cargó.
—¡Cuidado! —gritó Regdar inútilmente, extrayendo su espada de la vaina e
intentando apartarse rodando de la alfombra que bajaba en picado, pero tropezó
debido a su pesada armadura y tuvo que agarrarse para evitar caer.
El gnoll viejo disparó su segunda flecha al azer, pero Gurn se tiró tras el trono y el
astil se rompió contra la pared.
Krusk dudó durante un momento y después se forzó a lanzar la llave bajo el
trono. Sacando su hacha, devolvió el grito de guerra gnoll con uno propio y se lanzó a
la batalla.
Naull maldijo mientras intentaba encontrar su nueva varita. Krusk estaba casi
encima de la guardia negra cuando pudo apuntar y la explosión habría quemado al
semiorco junto con los invasores si hubiera pronunciado la palabra de mando.
Con su mano libre intentó encontrar algo en sus bolsas de componentes que
pudiera resultar útil, pero había lanzado la mayor parte de sus conjuros en la caverna.
El resto de su arsenal no sería más que una leve molestia para la guardia negra.
Mientras tanto, Regdar terminó de enderezarse y Alhandra se recuperó de la
sorpresa.
Los dos siguieron a Krusk en la refriega.
El gnoll viejo soltó el arco y saltó de la alfombra justo en el momento en que
Alhandra le lanzaba un tajo con su espada. La hoja desgarró el borde de la alfombra,
pero no alcanzó al gnoll. El humanoide sacó su hacha y dio la vuelta, intentando
interponerse entre la paladina y su líder.
Regdar y el líder se enfrentaban junto a la pared blanca en el centro de la sala.
El líder gnoll gruñó y Regdar estuvo a punto de hacer lo mismo.
El guerrero estaba tan concentrado en las dos armas del gnoll que no vio a la
guardia negra. Después de que el gnoll viejo bajara, hizo girar la alfombra y saltó
ágilmente —con sorprendente agilidad, considerando su armadura— detrás del
guerrero. Mientras la alfombra flotaba sin control entre la dama y Krusk, se movió
para golpear a Regdar por la espalda.
Krusk gritó, lanzando un tajo con su gran hacha hacia el otro lado de la tela.
Falló, pero su grito de furia alertó a Regdar y el guerrero se apartó justo a tiempo
para parar con su espada nueva.
Las dos armas tañeron y la luz oscura que procedía de la hoja de la guardia negra
contrastó con las paredes llameantes.
La dama negra hizo una maniobra y cuando las dos hojas se trabaron en la
empuñadura, empujó a Regdar hacia el líder gnoll al mismo tiempo que soltaba una
risotada.
Pero Regdar rehusó ceder tanto terreno.
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Permitió a la guardia negra que le obligara a dar un paso atrás, pero cuando
parecía que caería bajo el ataque del expectante líder gnoll, Regdar presionó una
gema en la empuñadura de su espada bastarda.
La hoja estalló en llamas y la guardia negra saltó hacia atrás, maldiciendo.
La llama chamuscó su pelo largo, pero aparte de eso parecía ilesa. Una oleada de
la hoja en llamas hizo que el gnoll se apartara y Regdar se giró hacia la mujer
acorazada.
—¡Te haré pagar por esto, bazofia! —gritó enfurecida.
El gnoll viejo que se batía con Alhandra aún estaba herido de la emboscada, pero
parecía tener un montón de trucos —aprendidos durante toda una vida— para
mostrarle.
Fintó y giró, jadeando e intentando atraer a su contrincante más novata a dar
golpes incautos.
Alhandra quería acabar con esta criatura de hocico gris desesperadamente y
ayudar a Regdar, pero dejó que actuara su entrenamiento. Mantuvo su impaciencia a
raya y no cargó como esperaba el gnoll.
De hecho, el gnoll viejo confundió las dudas de la paladina con miedo y sacó la
lengua con anticipación. Saltando de repente hacia delante, hizo descender su hacha a
dos manos con un golpe demoledor.
El ataque era exactamente lo que estaba esperando Alhandra.
En el último momento, se apartó a la derecha y dejó que el hacha golpeara su
escudo. En vez de herirla en el brazo, la hoja del hacha se deslizó por el metal
finamente trabajado y el gnoll tropezó.
Alhandra sajó rápidamente el costado del humanoide.
La criatura soltó su hacha con un grito estrangulado y cayó al suelo. Su oscura
sangre derramada formó un charco casi invisible sobre el suelo de color lava.
La paladina miró a su alrededor buscando a un verdadero adversario.
Viendo cómo Kark caía bajo la hoja de la paladina, Grawltak sintió que un aullido
de dolor subía por su garganta, pero no quiso soltarlo.
Tenía a Krusk contra el Trono de Ópalo y los golpes furiosos del semiorco no
podían atravesar sus dos armas.
Mientras el semiorco avanzaba de nuevo, Grawltak lanzó su cimitarra en un golpe
bajo y amplio. El gancho atrapó al semiorco justo por encima del muslo.
Con un tirón, Grawltak lo usó para derribarle y entonces saltó hacia atrás mientras
el golpe temerario del bárbaro chocaba contra el suelo.
El gnoll lanzó su hacha de mano al semiorco y el proyectil se clavó en la
armadura de retazos que protegía el hombro del sorprendido bárbaro. La hoja cortó
profundamente la carne gris.
Dando un paso adelante, Grawltak intentó atravesar al bárbaro, que paró el golpe
balanceando salvajemente su arma y se alejó arrastrándose.
Naull era la única de los compañeros que estaba cerca del Trono de Ópalo.
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Corrió al lado del azer y vio que ya se había quitado la flecha del pecho y parecía
bastante ileso.
—¿Dónde está la llave? —preguntó.
Naull se puso a cuatro patas.
Había visto que Krusk la lanzaba bajo el trono y tras unos momentos de palpar a
ciegas la encontró con las puntas de sus dedos.
Las llamas titilantes hacían que le fuera difícil agarrar el disco, pero la maga se
las arregló para atraerlo hacia ella de pulgada en pulgada.
Un aullido de furia y dolor la distrajo.
Levantando la mirada, casi gritó al ver a la guardia negra, con una máscara de
odio y triunfo en la cara, levantándose sobre Regdar, que estaba arrodillado ante ella
con su hoja flamígera agarrada sin fuerza en una mano y con la otra mano en el
estómago. Estaba sangrando abundantemente mientras miraba a su contrincante.
Ella levantó la espada y rió.
Cuando el guerrero apartó la mirada del golpe, sus ojos se encontraron con los de
Naull.
—Regdar —susurró Naull, angustiada.
En sus ojos había dolor y desesperación, pero ella también vio algo más; algo
suave que compartían, pero de lo que nunca habían tenido tiempo de hablar.
La mano derecha de Naull había encontrado una bolsa de componentes y apuntó
hacia la guardia negra. Pronunció la voz de mando y un estrecho haz de hielo golpeó
su costado acorazado.
En el torso de la mujer apareció una pequeña mancha de escarcha.
La guardia negra ni siquiera se dio cuenta. La espada cayó.
Antes que el golpe llegara a su destino y antes que Naull cerrara los ojos, una
forma brillante llegó como un rayo desde detrás de la guardia negra. Unos brazos
plateados se enrollaron en el acero negro y ambas formas golpearon el suelo de
piedra.
Alhandra había cruzado la habitación a la carrera, pasando por el lado del líder
gnoll y Krusk para derribar a la guardia negra desde donde no podía verla.
Dieron vueltas por el suelo en un enredo de metal chirriante.
El líder gnoll había visto correr a la paladina e intentó engancharla con su hoja
curva, sólo para fallar y maldecir su lentitud. Volvió a maldecir de nuevo cuando su
señora golpeó contra el suelo.
El gnoll estuvo solo durante un momento, el único aún en pie, y entonces vio a
Naull junto al Trono de Ópalo. El gnoll se dirigió hacia la maga mostrando sus
dientes con una sonrisa cruel.
Si el líder gnoll vio que Naull sacaba la varita con la punta roja de su cinturón y le
apuntaba, no lo demostró.
—¡Secrus! —gritó, y la cuenta se dirigió hacia un punto un poco por encima de la
cabeza canina del gnoll.
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Cuando explotó, el borde de la llama estuvo a punto de alcanzar a Krusk y quedó
a pulgadas del sangrante Regdar, pero toda su furia envolvió al líder gnoll.
Después de un momento, cuando las llamas se aclararon, sólo quedaba el cadáver
carbonizado y quebradizo del gnoll.
Naull apenas lo miró mientras se levantaba: su intención era llegar hasta Regdar.
La maga dio un paso y después sintió que algo la detenía de repente.
Era como si algo la hubiera cogido por el costado.
Cuando Naull bajó la mirada, se preguntó por el acero negro que salía de su
abdomen.
Sus ojos lo siguieron hasta una empuñadura y un guantelete negro, pero el dolor
nubló su visión antes que pudiera seguir.
Con un estremecimiento, la maga soltó su varita y la oyó rebotar contra el suelo
cubierto de sangre.
—Bueno, así son las cosas —dijo una voz junto a su oído.
Naull se esforzó para girar la cabeza y vio la cara de la guardia negra a sólo unas
pulgadas. Luchó para concentrar su mente y acallar el dolor. En su mirada palpitante,
una parte de su mente advirtió lo similar que era su cara pálida, envuelta en largo pelo
negro, con la de Alhandra. Entonces sus piernas se derrumbaron y se deslizó de la
hoja.
Yaciendo de lado, Naull pensó en Regdar y se preguntó si aún viviría.
También se preguntó si la guardia negra le pondría un pie en el pecho, como
había hecho Alhandra con el gnoll de la calle, antes de darle el golpe final.
Sin embargo, en vez de notar el acero negro hundirse en su cuello, oyó un choque
de metal y un grito de dolor.
Girando la cabeza con un estremecimiento, Naull vio a Regdar de pie; su cara,
normalmente oscura, estaba pálida debido a la pérdida de sangre.
Se tambaleó hacia la mujer acorazada de negro, con su hoja flamígera soltando
chispas hacia el suelo. Tras él, Alhandra avanzaba sobre una rodilla con una mano
extendida. Parecía estar intentando decir algo, pero cuando abrió la boca sólo salió
sangre.
La guardia negra se giró hacia la grotesca pareja y miró a Naull de nuevo.
—Dame eso —dijo fríamente.
Al principio la maga no comprendía, pero después se miró la mano que tenía
atrapada bajo el cuerpo y vio la llave ardiente flotar sobre ella. No sabía cómo había
hecho eso; quizá su magia se había activado cuando la tocó debajo del trono. De
cualquier modo, la guardia negra la quería, y por alguna razón estaba esperando a que
Naull se la diera.
La maga no se movió y la guardia negra se agachó a su lado, alcanzando la mano
ensangrentada de Naull.
Con un esfuerzo desesperado, Naull se apartó.
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Estaba sorprendida por la fuerza que aún tenía en los brazos. El dolor de su
abdomen le quemaba como si la atravesara una hoja de hielo y su cuerpo dejaba una
mancha de sangre por donde pasaba. Usar sus piernas aún le dolía más, pero
arrastrarse sólo con los brazos era muy lento.
Con desesperación se dio cuenta de que sólo estaba al lado del trono, a unas pocas
yardas de donde había empezado.
El guantelete de color ébano de la guardia negra se cerró sobre su hombro y Naull
gritó débilmente. Naull apretó los dientes mientras la mano tiraba de su espalda y
lanzó la llave tan lejos como pudo.
No fue un gran tiro.
La llave rebotó y saltó como un carbón encendido que hubiera salido de una
fogata, y fue a parar a una docena de pies.
Naull oyó que la guardia negra maldecía y sintió que el guantelete de metal
golpeaba su oreja.
—¡Idiota! —Soltó la mujer morena con rabia.
De pie sobre la maga caída, miró la llave y a la mujer que se desangraba.
La victoria estaba en sus manos. Naull vio la hoja destellar cerca de su cara.
Se palpó débilmente las bolsas de componentes.
Recordó a Trebba gastar su último aliento para apuñalar al teniente orco y buscó
desesperadamente algo que pudiera salvar a sus compañeros.
Los dedos de la maga encontraron la pequeña cuenta negra que habían cogido en
la guarida de los orcos. Naull aún no la había identificado completamente, pero
cuando discernió su naturaleza mágica vio que contenía un conjuro de evocación de
algún tipo.
Ahora era su única esperanza.
La sacó y la tiro hacia la espada de la guardia negra.
La cuenta negra golpeó contra la armadura de la dama con un pequeño tañido.
Durante un breve instante, ni Naull ni la guardia negra pensaron que tuviera
ningún efecto.
Y entonces, con un rugido de aire desplazado, la zona alrededor de las dos estalló.
Alhandra se tambaleó hasta Regdar y los dos avanzaron juntos.
Regdar se derrumbó a sólo unos pies de la explosión y escupió sangre.
Levantando un puño acorazado, sintió que se detenía contra un campo de fuerza
invisible.
Naull yacía en el interior de una burbuja de fuerza.
Regdar no podía decir si estaba viva o muerta, pero vio su herida y siguió
intentando alcanzarla. El muro de fuerza lo detuvo y se derrumbó ante él.
Una cálida ligereza subió por su espalda y Regdar sintió que recuperaba parte de
su fuerza. Parpadeó y escupió sangre.
Al girarse vio que Alhandra también tenía sangre en su barbilla. Se estaba
concentrando mientras colocaba las manos en su espalda y Regdar sentía cerrarse sus
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heridas.
Se detuvo casi inmediatamente y, aunque Regdar sabía que aún estaba herido,
también supo que viviría.
Alhandra se levantó tambaleante y miró a su alrededor.
Cuando vio a Krusk yaciendo a un lado con el azer atendiendo su herida, caminó
lentamente hacia él.
Regdar se giró hacia Naull.
Una espada golpeó contra el muro en el mismo momento que él apoyó la mano.
Reflexivamente, el guerrero saltó y se puso de pie.
La guardia negra estaba en el interior de la burbuja de fuerza, con el símbolo de
Hextor grabado en rojo sobre su armadura oscura.
Tenía mal aspecto, con la cara oscura por las magulladuras y el pelo chamuscado
y enredado. Gritó de rabia a Regdar y golpeó inútilmente la burbuja.
Regdar la ignoró y miró hacia abajo.
Naull yacía a los pies de la guardia negra. Creía que estaba inconsciente —
esperaba que estuviera inconsciente— pero entonces giró la cara hacia él y casi tuvo
que apartar la mirada.
Sus rasgos estaban abrasados y sangrientos, y un ojo parecía estar dañado más
allá de la curación normal. Se incorporó un poco y puso la mano contra la burbuja.
—Naull… —dijo Regdar, presionando su mano contra el muro al otro lado de la
suya.
La maga tosió y soltó burbujas de sangre.
—La tengo… —dijo ella, y sonrió grotescamente.
La guardia negra maldijo pero ambos la ignoraron.
—¿Estás…? —Regdar no acabó la pregunta—. ¿Cómo lo…? —dijo haciendo
gestos.
—Una cuenta de fuerza —contestó débilmente—. Pensé que tenía que ser algo,
pero no que fuera tan bueno —sonrió débilmente y después tosió de nuevo—. Coge
la llave —le dijo.
Regdar no se movió.
Sin embargo, Alhandra estaba detrás de él con un aspecto un poco mejor.
Rodeó la burbuja invisible hacia la llave en llamas. La paladina la recogió y la
trajo de vuelta; después la enseñó a Naull, que sonrió de nuevo.
Los ojos de la guardia negra se iluminaron. Blandió su espada y la apuntó contra
el pecho de Naull.
La maga no reaccionó.
—Venga, hermanita —se mofó la guardia negra, sujetando la espada con una
mano y gesticulando con la otra—. Dame la llave y ayudaré a tu amiga. Puedo
curarla, ¿sabes?
Alhandra dudó.
—¿Puede hacerlo? —preguntó Regdar. Su voz sonaba hueca.
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La paladina miró a Naull, después al suelo y después otra vez a Regdar.
—No como yo. Si ha servido alguna vez a un poder de la luz, Hextor ha
pervertido su aptitud. Él proporciona el poder de la destrucción, no el de sanar a
otros.
Alhandra miró a los ojos de la guardia negra.
—Oh —se burló la guardia negra. Levantó la cabeza hacia atrás y rió cruelmente.
Sacó una pequeña botella tapada y la balanceó ante la paladina—. Incluso una
sirviente de Hextor puede verter una poción en la garganta de una chica.
—Alhandra… —dijo Regdar, suplicando.
La paladina asintió, derrotada. Levantó la llave y vieron crecer una sonrisa en la
cara de la guardia negra.
—No —dijo Naull, tosiendo y escupiendo más sangre. Regdar vio que se estaba
debilitando rápidamente. Fuera lo que fuera lo que mantenía su consciencia también
la estaba matando—. No, Regdar, no debéis hacerlo. Nos matará a todos. No tenéis
demasiado tiempo.
Krusk y el azer se unieron a ellos.
El semiorco presionó la mano contra la burbuja y empezaron a bajar lágrimas por
sus mejillas grises.
Naull le miró e intentó sonreírle, pero su dolor era demasiado grande. Sólo
consiguió hacer una mueca.
—Tiene razón —dijo Gurn con solemnidad—. He preparado el trono, pero el
ritual se está desvaneciendo. Si no lo completamos y colocamos la llave en su lugar
no podremos intentarlo durante al menos un día.
—Naull —empezó a decir Regdar, pero sacudió la cabeza. Sus ojos estaban
abiertos y claros. Rehusando apartar la mirada de su socia, Regdar asintió—. Muy
bien. Hacedlo.
Ignorando las amenazas y maldiciones de la guardia negra, Alhandra tendió la
llave a Krusk y Gurn le dijo al semiorco que se sentara en el trono.
—Pon la mano derecha aquí y sostén la llave con la izquierda —le dijo.
Alhandra y Regdar se quedaron al borde de la burbuja. Regdar se quedó
arrodillado, con su mano cubriendo la de Naull y sus ojos brillantes y afligidos. La
expresión entre Alhandra y la guardia negra era de odio puro.
—Te mataré por esto, hermanita —le escupió la guardia negra—. Te recordaré,
paladina de Heironeous, y te encontraré de nuevo. ¡Igual que Hextor ha jurado odio
eterno a su aborrecible hermano, yo juro mi odio hacia ti!
—Lo mismo digo —replicó fríamente la paladina.
Naull parecía estar inconsciente, pero aún respiraba poco a poco.
Regdar pronunció su nombre en silencio mientras Krusk iniciaba el último
elemento del ritual.
La guardia negra se apartó de Alhandra y contempló a la pareja, con desprecio en
sus rasgos.
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—En cuanto a ella… —dijo la guardia negra suavemente.
Regdar levantó la mirada de repente. Sus ojos se encontraron con los de la
guardia negra y ella pareció divertida ante su rabia.
—Esta burbuja no me retendrá para siempre, y la tendré de compañía mientras
tanto.
Regdar se levantó y empuñó su espada. Estaba a punto de lanzar una amenaza,
pero Gurn lo interrumpió.
—¡Ahora! —gritó el azer, y Regdar se giró justo a tiempo de ver a Krusk golpear
la llave flamígera contra el Trono de Ópalo.
La torre entera se tambaleó.
Alhandra apenas fue capaz de mantenerse en pie y Regdar no pudo hacerlo,
cayendo contra la burbuja de fuerza y después aterrizando pesadamente en el suelo de
piedra.
Miró al interior de la burbuja intentando ver la cara de Naull, pero el temblor la
había apartado de él. Se levantó como pudo.
—¿Qué está pasando? —gritó.
Krusk se levantó del trono y Gurn respondió.
—El portal se está cerrando y la ciudad volverá al fuego. Secrustia Nar deja de
existir.
Gurn los miró a ambos con tristeza y quedó aliviado al decir esto, pero Regdar
reaccionó alarmado.
—¿Y qué pasa con ellos?
Se giró hacia la burbuja mientras el suelo se sacudía de nuevo. Apareció una
grieta en la pared blanca y sintió que la temperatura se elevaba rápidamente.
—¡No hay tiempo! —gritó Alhandra—. ¡Tenemos que irnos!
Con una mirada de angustia hacia la burbuja, Regdar dejó que Krusk tirara de él.
La guardia negra, en vez de parecer asustada por su vida o enfadada porque su
plan había fallado, lo miró con la misma sonrisa de satisfacción desafiante con que lo
había mirado un momento antes.
Se arrodilló al lado de Naull y dijo algo, pero Regdar no pudo oírlo debido al
retumbar que los envolvía.
—¡Escuchad! —dijo el azer. La dureza en la voz de Gurn sacó a Regdar de su
ensueño y miró al enano ardiente—. Mis sirvientes méfits deberían ser capaces de
llevaros a la calle, pero después debéis correr hacia el portal. No hay demasiado
tiempo. Lo siento por vuestra amiga: no creía que el derrumbamiento tendría lugar
tan deprisa.
Regdar quiso discutir, pero otra sacudida le interrumpió. Aparecieron más grietas
en la pared blanca y en el suelo. Un méfit, seguido de una docena más, giraron a su
alrededor.
Se sintió levantado del suelo y después aterrizó pesadamente de nuevo.
Golpeó a los sirvientes del azer y gruñó.
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—Venga —le suplicó Alhandra al guerrero.
Regdar vio que las criaturas de humo y fuego intentaban levantarla también. Ella
no se resistió, pero también tenían problemas.
—Vuestra armadura —dijo el azer—. Puede que sea demasiado pesada.
—¡No! —dijo Krusk de repente—. ¡Aquí!
Tiró algo pesado a sus pies.
Era la alfombra de la guardia negra: estaba desgarrada y chamuscada pero,
cuando Alhandra subió sobre ella con cuidado, volvió a la vida.
—Venga —gritó de nuevo, tendiendo una mano hacia Regdar.
El guerrero se giró hacia la burbuja, pero Alhandra lo agarró. Trastabillando por
la sorpresa, Regdar cayó sobre la alfombra y después intentó apartarse de nuevo.
Un grueso antebrazo le cogió por la muñeca desde atrás y se la retorció, más
fuerte de lo que Regdar había sentido nunca.
Luchó con todas sus fuerzas, sin que pudiera soltarse. Se retorció y pegó patadas,
pero aún se sintió arrastrado inexorablemente hacia la alfombra.
Los ojos de Regdar se clavaron en el cuerpo de Naull mientras la oscuridad se
cernía sobre los bordes de su visión. La alfombra se levantó con Krusk acunando el
cuerpo inconsciente del guerrero sobre sus rodillas y meciéndolo adelante y atrás.
El azer estaba de pie sobre el suelo de lava que se desintegraba, mirando como la
paladina guiaba la alfombra a través de las paredes de llamas arremolinadas y salía
sobre la ciudad que se derrumbaba.
En el exterior de la torre, pedazos del edificio se soltaban y caían.
Las paredes llameantes parpadearon y llamearon, liberando oleadas de calor. Eso
no era ningún problema para Gurn. Él no temía a las llamas y llevaba un pequeño
anillo que evitaría su caída.
El azer dio un rodeo al trono hasta la burbuja de fuerza y miró a la guardia negra.
Ya no sonreía, sino que miraba a sus enemigos que partían por el cielo.
El azer dio la vuelta para enfrentarse a ella.
—Has fallado —dijo simplemente.
Ella se encogió de hombros.
—Esta vez, esclavo, esta vez. Hextor esperaba ganar un sirviente con mi misión,
y yo esperaba obtener magia poderosa —bajó la mirada hacia el cuerpo inconsciente
de Naull—; quizá no esté todo perdido —concluyó.
—Tú lo estás —le dijo Gurn. Otra parte del suelo se derrumbó, cayendo en
picado hacia la ciudad por debajo. La burbuja de fuerza se balanceaba en el borde de
la torre rota—. Voy a ver cómo ardes, sirviente de Hextor. Secrustia Nar será
destruida, pero nunca servirá al mal de nuevo. Y tú tampoco.
La guardia negra rió.
Se rió mientras el fuego surgía alrededor de los pies del azer, y él pensó que
estaba loca.
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Antes de que el resto de la torre pudiera caer al fuego, sin embargo, dejó de reírse.
Sacó un amuleto del interior de su coraza, lo miró y lo colocó en el suelo.
Un momento después, pronunció algunas palabras en algún idioma antiguo y
oscuro. Una forma azul surgió del disco y le habló a la guardia negra en el mismo
idioma.
Asintiendo, la guardia negra se arrodilló y cogió el disco y el cuerpo de la maga.
El azer entrecerró los ojos, pero no podía hacer nada.
Con un último saludo festivo, la guardia negra, la maga y el disco desaparecieron.
Unos momentos después, la torre gimió, se torció visiblemente y cayó cuán larga era.
Gurn flotó por encima y miró su larga y grácil caída hacia las onduladas llamas.
Con una última mirada al infierno que había sido la torre, el azer suspiró y se
giró.
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EPILOGO
***
Regdar estaba con la cabeza gacha mientras Alhandra daba agua y atendía a su yegua.
Había tenido un mal despertar en la entrada de la cueva por encima del
desfiladero y casi había caído.
Después de que la consternación y la furia inicial desaparecieran, perdonó a
Krusk por haberlo dejado inconsciente. No había hablado con Alhandra.
Cuando la paladina acabó con su montura, Krusk estaba fuera intentado encontrar
algo para comer. Dejaron sus mochilas en la Ciudad del Fuego y sólo tenían una
cantimplora para los tres.
—Lo siento —dijo Alhandra finalmente.
Regdar no respondió inmediatamente.
Cuando Krusk volvió con ellos, con un par de lagartos muertos en la mano, el
guerrero les habló.
—Está bien, Alhandra —dijo con dureza—. Está bien.
La paladina extendió una mano para reconfortarlo, pero Regdar se apartó. Ella
dejó que su mano cayera como si el gesto no significara nada.
—¿Qué vais a hacer ahora? —preguntó Regdar. La pregunta sonaba casi fortuita,
pero Alhandra notó la tirantez en su voz.
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—Lo he discutido con Krusk mientras te estabas recuperando —dijo Alhandra—.
Vamos a ir a Kalpesh. Si… —Alhandra se detuvo durante un momento y después
siguió con voz tranquila—… su ejército aún está ahí, quizá podamos hacer algo. Si
Kalpesh está destruida… —se encogió de hombros—. Krusk necesita saberlo y quizá
podamos ayudar a los supervivientes. ¿Quién sabe? —añadió con esperanza—, quizá
el ejército se ha desintegrado al irse la guardia negra.
—Quizá —dijo Regdar, mirando hacia la cueva.
—No sé qué más podíamos haber hecho, Regdar —dijo Alhandra.
Alhandra deseó que hubiera habido algo más que hacer, pero se había visto
superada. La guardia negra de Hextor la apartó como a una muñeca de trapo. Sólo el
sacrificio de Naull permitió que el resto escapara.
—Podríamos haberlo hecho mejor —contestó Regdar con amargura—.
Podríamos haberlo planeado mejor o luchado mejor o, maldita sea, haberla matado a
ella en vez de dejar que Naull… —el guerrero se derrumbó.
—Se sacrificara —dijo Krusk. Los dos miraron al semiorco un poco
sorprendidos. Él los miró a los ojos con sus ojos dispares—. Sabía que tenía que
hacer algo importante. Murió haciéndolo, para que nosotros pudiéramos vivir —dijo
mirando a Regdar. Después miró a Alhandra—. Para que pudiésemos seguir
luchando.
—Al menos Naull se llevó a la guardia negra con ella —añadió Alhandra ante
inusual perspicacia de Krusk.
—Al menos —dijo el guerrero con voz hueca, pero estuvo de acuerdo con Krusk
—. Y mejoraremos.
Colocándose su equipo y comprobándose su vendaje, Regdar parecía listo para
partir.
—¿Y qué pasa con la comida? —preguntó Krusk, sosteniendo en alto los lagartos
muertos.
El fantasma de una sonrisa apareció en la cara del guerrero.
—Disfrutadla vosotros dos. Dos lagartos no son demasiado para compartir entre
tres —dio unos pasos hacia el norte—. Yo seré capaz de llegar a Valle de Duran antes
que mi estómago piense que esas pequeñas criaturas parecen comestibles.
Krusk lo miró ligeramente herido y después se rió.
Le tendió su mano carnosa y Regdar la apretó con la suya enguantada. El bárbaro
palmeó el hombro acorazado de Regdar.
—Si quieres venir con nosotros eres bienvenido —dijo Alhandra, y Krusk asintió
casi con entusiasmo.
—Luchas bien —añadió.
Regdar lo pensó durante un momento pero sacudió la cabeza.
—No, vuelvo a Valle de Duran. Quiero saber cómo se las arreglaron y ver a Ian.
Quizá pueda ayudarme a encontrar de dónde venían los gnolls y la guardia negra —
su voz parecía aliviada, pero su mirada era dura.
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—Es una larga caminata —dijo Alhandra—, y nosotros vamos en dirección
contraria.
—Lo conseguiré —contestó Regdar. Se cogió el costado mientras partía—.
Finalmente.
Al menos no tendré que comer los platos de Krusk.
—Ten —dijo Alhandra, lanzándole un gran paquete enrollado. Regdar lo cogió
con expresión sorprendida. Era la alfombra volante—. A Calandria no le va bien.
Regdar miró al semiorco, que se encogió de hombros.
—No me gustan las alturas —dijo, con un tono un poco abochornado.
Los tres rieron mientras los últimos rayos de sol desaparecían por encima del
risco.
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