Una de Mis Citas Habituales Pertenece A Miguel Enríquez

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Una de mis citas habituales pertenece a Miguel Enríquez.

El movimiento popular parece estar


preparado para resistir y para luchar. Es encomiable. Es salir de años de sueño y parálisis para
entrar definitivamente en su propia historia. Pero no parece estar preparado para vencer. Me
gusta pensar que Miguel Enríquez entendía la victoria como un proceso, no como un momento.
Solemos pensar la victoria como el final de un camino, el cierre de un esfuerzo extendido. En ese
sentido, aparecería como el desenlace, la clausura de una narrativa, definida a sí misma por el
final, que le conferiría a ésta significación y plenitud. Pero quiero creer que Enríquez concebía la
victoria como un esfuerzo extendido más dentro de un continuo. O como una condición que
requería de una preparación específica, ya que la victoria no consistiría en una clausura -como
dicta el sentido común- sino como una situación determinada que experimentan l@s
revolucionari@s en un momento del continuo.

El movimiento popular puede atribuirse, con razón, haber transformado la historia reciente del
país, correr el cerco y poner en marcha los mecanismos sociales de la crítica, la resistencia y,
siendo concesivos, de la subversión. Eso tiene su mérito, inmenso e incalculable. Pero no
satisfactorio. No sólo a juzgar por los eventuales logros de la revuelta, sino porque, pese a la
potencia arrobadora de la tempestad popular y de la ira justa, el movimiento ni ha sabido, ni ha
podido todavía, construir una alternativa de vida más justa para quienes lo integran, sus familias y
seres queridos. Hay que escribirlo claro: Hasta hoy, el movimiento es rabia, no proyecto. No es lo
mismo confrontar al enemigo y esputarle a voz en cuello sus faltas, sus crímenes y pecados,
mientras se amenaza con golpearlo que arrebatarle el poder y, luego, construir un futuro. La
sociedad chilena ha sido extremadamente injusta, absurda, basada en el crimen y en la masacre.
Probablemente merezca ser quemada hasta los cimientos. Pero: ¿cuál es la respuesta a esa
sociedad injusta? ¿Cuál es nuestra idea de sociedad futura? ¿Cuál es la propuesta que ofrece el
movimiento popular si alcanza la victoria? Mi pregunta va más allá: ¿Está el movimiento popular
preparado para alcanzar la victoria? Es de esperar que la idea de victoria para el movimiento no
fuese simplemente quemar estaciones de metro, marchar y reunirse semanalmente en Plaza Italia,
a colisionar con las fuerzas represivas del Estado. Es de suponer, asimismo, que no fuese
simplemente la idea de una nueva constitución, negociada por unos cuantos parlamentarios entre
cuatro paredes. Y quisiera pensar que no se trata de obtener un 10% de nuestros propios ahorros
previsionales como anticipo para afrontar la crisis económica.

¿Cuál es, entonces, la definición de victoria del movimiento popular? ¿Hay alguna? Es posible
argumentar, con razón, que la voluntad revolucionaria no requiere de objetivos claros ni de
elaboradas construcciones teóricas para ser. El estallido social es propiamente eso, estallido,
manifestación de una voluntad transformadora de marginados, explotados y oprimidos. Pero, a
casi un año de iniciada la revuelta, esa explicación comienza lentamente a parecer una excusa que
intenta torpemente ocultar nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo en iniciativas mínimas
o para organizarnos en torno a un proyecto común. Una causa posible para esta incapacidad es la
heterogeneidad de intereses de clase que se imbrican dentro del así llamado movimiento popular.
La rabia es un factor aglutinante transversal, que supera las delimitaciones geográficas y
socioeconómicas propias de nuestra cotidianeidad. Otro factor aglutinante transversal es el crimen
organizado que implica el sistema de AFP: nos afecta a tod@s, en tanto es un sistema universal y
somos trabajadores cotizantes, desde cualquier vereda socioeconómica. Pero materias como el
hambre, el acceso a un sistema de salud o de educación igualitario y de calidad, la violencia de
género, la explotación animal y del medio ambiente, la inclusión de minorías, la multiculturalidad
o la migración regulada son aspectos que cuestionan los sentimientos de comunidad y de empatía
que parecieran subyacer en el fondo del movimiento popular. O bien los revelan como meras
apariencias. De ser considerados como factores para aglutinar movilización, requieren mediación.
Implican establecer acuerdos, negociar y disputar espacios: materias propias de lo que se ha dado
llamar, con cierta mala fe, “política tradicional”. Dos ejemplos: Es posible decir que el sentimiento
de inseguridad ciudadana es transversal. No obstante, los factores que dan origen a esa
inseguridad son distintos en zonas donde la delincuencia se manifiesta como ruptura del orden
público o como manifestación de violencia de clases, que en espacios donde la inseguridad tiene
como causa principal la ausencia absoluta de Estado. Incluso ese concepto -falta de Estado de
Derecho- es cuestionable, ya que no significa lo mismo para una población marginada e ignorada
por el aparato burocrático y policial que para el gremio de propietarios de camiones y
transportistas. Bajo las prácticas de clase subyacen conciencias muy diferenciadas y conceptos
complejos, que responden a intereses diversos. Es necesario entonces definir, delimitar y
establecer qué es legítimo, qué es válido y qué no lo es. Y cada definición implica correr el riesgo
de una posible exclusión. Segundo ejemplo: el femicidio de Norma Vásquez. Contiguo al femicidio
de Ámbar Cornejo, que suscitó manifestaciones populares en diversos lugares del país, algunos
grupos y la familia solicitaron manifestarse a su vez exigiendo justicia para la joven. Si existieron,
fueron considerablemente menos masivas que las efectuadas en nombre de Ámbar. Norma
Vásquez era carabinera y existe una justificada mala fe del movimiento popular hacia una
integrante del mismo aparato represivo responsable de abusos a los derechos humanos y 360
casos documentados de trauma ocular grave, entre otros crímenes de lesa humanidad. No
obstante esa mala fe, este caso pone en evidente cuestión el sentimiento de comunidad y de
empatía del movimiento popular. Obliga a salir de ese buenismo discursivo propio de grandes
movimientos colectivos hacia definiciones políticas que, de suyo, resultan conflictivas. Obliga a
hacer preguntas incómodas: ¿Ser carabinera te excluye de ser protegida por el feminismo radical,
más allá de ser mujer? ¿Es el movimiento popular un juez legítimo? ¿Pueden convivir en un mismo
movimiento la ira justa y la voluntad de derecho? Son preguntas abiertas. No tienen respuestas
simples. Requieren discutir y establecer consensos, donde ambas partes deben ceder para poder
mediar y, por definición, no quedarán totalmente satisfechas. Es el ámbito mismo de lo político. Y
quizás allí radique el principal defecto del movimiento popular. Pese a ser un movimiento
inherentemente político, está articulado desde una rabia contra lo político, entendido como
burocracia, mecánica de acuerdos, gestión del Estado, partidismo político. No cabe duda de que
este aspecto de la política -un aspecto de ella, nada más- ha fracasado en la disposición del
contrato social que regula la convivencia en nuestro país. Pruebas de ello abundan: la corrupción
generalizada de los poderes del Estado, el financiamiento ilegal de la política, los pactos que
dieron lugar a una transición espuria, la falsa democracia que hemos vivido durante los últimos
treinta años. El movimiento popular ha conseguido romper a gritos una brecha dentro de una
esfera donde los actores, hasta ese momento, sólo dialogaban consigo mismos. Se ha hecho
escuchar. Pero una vez que ha conseguido erguirse como actor político, en todos los planos, se
niega a intervenir.

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