Aquelarre - AA VV

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Tienes

en tus manos un libro de terror.


Permítenos insistir en ello, porque acaso no seas esa clase de lector que gusta
de leer con poca luz, envuelto en una vieja manta, mientras fuera descarga la
tormenta. Tal vez no seas ese lector que disfruta del sobresalto que sigue a
cada trueno, al lamento de las tuberías del edificio, al timbrazo inesperado de
un teléfono en mitad de la noche. Ese lector, en fin, que lo pasa bien cuando
pasa un mal rato.
Porque en ese caso, lector, este libro no es para ti. Aquí hay colmillos y
garras, muertos que salen de sus tumbas y criaturas que se agitan como un
odre lleno de insectos. Sangre a borbotones. Cosas que se mueven solas, luces
que se encienden en casas vacías y puertas que se cierran a tu espalda.
También, por qué no decirlo, hay humor, belleza y piedad. Claros en medio
del bosque. Luz. Pero, no nos engañemos, su presencia no consigue iluminar
las sombras. Así que olvidémoslo, otra vez será.
Aunque, bien mirado, si has llegado hasta aquí tal vez sí seas tú también,
lector, uno de nosotros.

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AA. VV.

Aquelarre
Antología del cuento de terror español actual

ePub r1.0
Titivillus 22.01.2022

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Título original: Aquelarre
AA. VV., 2010
Edición y Prólogo: Antonio Rómar & Pablo Mazo Agüero
Autores de los relatos: Juan José Plans; Cristina Fernández Cubas; José María Latorre; Pilar
Pedraza; Norberto Luis Romero; José Carlos Somoza; Ángel Olgoso; David Jasso; Juan
Ramón Biedma; David Torres; Félix J. Palma; Care Santos; José María Tamparillas; Ismael
Martínez Biurrun; Santiago Eximeno; Lorenzo Luengo; Emilio Bueso; Alfredo Álamo;
Marian Womack; Alberto López Aroca; Marc R. Soto; Miguel Puente; José Miguel Vilar-
Bou; Matías Candeira

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Índice de contenido
Cubierta
Aquelarre
Prólogo
La mancha - Juan José Plans
El ángulo del horror - Cristina Fernández Cubas
Instantáneas - José María Latorre
Mascarilla - Pilar Pedraza
El banquete del señorito - Norberto Luis Romero
La luz de la noche - José Carlos Somoza
El espanto y otros microrrelatos - Ángel Olgoso
Carroñeros del miedo - David Jasso
El escombral - Juan Ramón Biedma
Palabras para Nadia - David Torres
Los arácnidos - Félix J. Palma
Círculo Polar Ártico - Care Santos
Cosecha de huesos - José María Tamparillas
Medusas - Ismael Martínez Biurrun
Huerto de cruces - Santiago Eximeno
La cotorra de Humboldt - Lorenzo Luengo
El hombre revenido - Emilio Bueso
La cirugía del azar - Alfredo Álamo
Nox Una - Marian Womack
La mercancía - Alberto López Aroca
Gatomaquia - Marc R. Soto
Caries - Miguel Puente
La luz encendida - José Miguel Vilar-Bou
Exploradores - Matías Candeira

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Prólogo
ANTONIO RÓMAR Y PABLO MAZO AGÜERO

«… They like to put their toe in the cold water of fear».


ALFRED HITCHCOCK


Ah, el hado.
Una fuerza desconocida, un encadenamiento fatal de acontecimientos, te
ha conducido hasta esta línea. Y mientras la recorres con la mirada, quizá
todavía ante un estante de la librería, como quien hojea un libro al azar —⁠pero
este no es un libro al azar⁠—, el hado ya está envolviéndote en su improbable
maraña, esa inextricable manera tan suya de parecerse a las casualidades. El
sitio incorrecto, el momento menos oportuno, la línea equivocada. Eso podría
tener sentido.
Pero no es un libro azaroso el que ha terminado entre tus manos, abiertas
como un nido donde el peso del libro comienza a incubar desasosiegos. Y es
que tienes entre las manos un libro de terror. Quizá eres de esa clase de
personas a las que nada les gusta más que apoltronarse bajo una lamparita, el
resto de la casa a oscuras, para dejarse llevar por historias en las que lo
sobrenatural enciende velas negras ante el altar del miedo. Pero también es
posible que, simplemente, sigas de pie en la librería hojeando un libro cuya
portada, esos dos perfiles inconfundibles, han llamado tu atención. En ese
caso estarías a tiempo de huir.
Hazlo.
No dudes.
Pero si sigues leyendo, si decides llevarte el libro a casa y resulta que es
un día de tormenta, que por casualidad se funden los plomos en este mismo

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momento o dentro de unos minutos, recordarás estas palabras y quizá
descubras que eran una advertencia.

Lo siniestro nos circunda y no es otra cosa que lo ajeno que se vuelve propio,
lo propio que es extraño. Como respirar. Como amar. Como tragar. Sueñas
con una daga que una mano sostiene contra tu costado y al despertar, en
efecto, ese punto entre los huesos te duele como un codazo. Abres una puerta
distraídamente y al otro lado hay un espejo que devuelve una imagen que no
es la tuya. Durante un segundo tu propia cara alberga a otro. No solo eso, sino
que, al reconocerte, ese otro ajeno que te ha mirado sigue ahí. Sigue y eres
también tú. Una casa que por fuera parecía angosta y claustrofóbica resulta
contar con una más que cómoda estancia una vez dentro. Alguien te tiende
una mano y al estrecharla adviertes que es inusualmente pequeña, ligeramente
malformada. O te perturba la visión de un hombre que se cruza por la calle y
en el lugar de la nariz lleva una venda blanca incapaz de ocultar su ausencia.
Lo siniestro, lo ominoso, el unheimlich freudiano. Un punto de encuentro
entre lo fantástico y lo terrorífico, un área de acuerdo que los emparenta como
a dos países con una frontera que ha pertenecido a ambos a lo ancho de la
historia. Lo maravilloso no pretende vulnerar límites, sino crear un nuevo
universo con límites nuevos en los que lo imposible es real. Por su parte, lo
fantástico contraviene dicho margen empírico con la intención de provocar
cierto distanciamiento, cierto grado de suspensión de la incredulidad, y
dispone así al lector a un cuestionamiento ontológico. Tiene más en común el
terror con la literatura fantástica que con la maravillosa, pero sitúa el efecto
sorpresa en el límite de lo tolerable, invoca monstruos que duermen bajo el
inconsciente de la especie, desvela miedos heredados por el animal anterior.
¿A eso se reduce el terror literario? Una simple secuencia de palabras
puede desencadenar un escalofrío que ascienda por la escalera de la espalda
hasta la nuca. Una simple palabra puede conseguir que tu confortable butaca
bajo la lamparita parezca ahora un lugar no tan seguro. La razón queda atrás,
su tela de seguridades acerca de lo que es y no es posible se rasga como una
gasa pobre y, reducido a homínido sin lenguaje ni armas para explicar la
realidad, quedas expuesto a la inmensidad, al cielo abierto de una noche sin
luna, completamente solo.
Así llega el miedo. De la manera más natural, porque el miedo es instinto
de supervivencia. El último recurso de la mente para enfrentarse a lo

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desconocido. Volvemos a ser el pequeño animal desvalido que fuimos en un
momento fundacional de la especie: su toma de conciencia.
Por eso dice H. P. Lovecraft que «el cuento de horror es tan antiguo como
el pensamiento y el habla humanos». Está presente en la literatura desde su
origen. Es evidente en los cuentos con que dormimos a los niños y que hablan
de lobos devoradores de niñas buenas, así como en las leyendas que previenen
a los adultos de malos usos y castigos justos. Alimentan las epopeyas con sus
sirenas y polifemos, nutren la tradición literaria desde Beowulf y el ogro
Grendel, instauran mitos en los que hombres llamados Licaón son convertidos
en lobo, habitan los textos sagrados donde los muertos vuelven a la vida, las
ciudades son arrasadas por azufre angélico y los ríos siempre pueden
convertirse en sangre.
Pero no se habla de una literatura propiamente terrorífica hasta que a
finales del siglo XVIII el movimiento romántico se alza contra el espíritu
ilustrado. Europa asiste al advenimiento y sustitución del dios cristiano por la
diosa razón y los románticos van a negar la mayor. Acudirán a la Edad Media
y sus anales para encontrar, frente a la nueva luz empírica, una oscuridad
donde vampiros, brujas y duendes campean por el mundo. Un siglo después
Carl Jung afirmará: «En lugar de quedar a merced de bestias salvajes,
terremotos e inundaciones, el hombre moderno está sujeto al ataque de su
propia psique (…). La Ilustración, que removió las nociones naturales y
humanas de las deidades, pasó por alto al Dios del Terror que habita en el
alma humana».
Es por esto que la literatura de terror considerada clásica abunda en
atmósferas procedentes del medievo donde los habitantes del XVIII
encontraban todavía fisuras en el método científico. La atmósfera, cuyo
secreto reside principalmente en la elección del vocabulario adecuado, es una
de las condiciones técnicas del relato de terror puesto que, como afirma
Lovecraft, «el criterio final de autenticidad no reside en urdir la trama, sino en
la creación de una impresión».

Desde luego, la cosa no es tan sencilla como plantear una oposición entre
romanticismo e Ilustración; los románticos no dejaban de ser ilustrados, no en
vano nuestra época es la hija bastarda de la tensión entre ambas corrientes. El
romanticismo le aporta al género el uso de atmósferas medievales, ciertos
motivos religiosos (diablos, torturas inquisitoriales), elementos de
trascendencia (muerte, resurrección), la naturaleza como alegoría y, desde su

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posición manifiestamente individualista, un interés fundamental por la psique
humana. Pero, al mismo tiempo, de la Ilustración proceden las primeras
representaciones de la física, la medicina y la tecnología, como las podemos
ver en la temprana Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). En ella, a
través de la ciencia se revisita un mito clásico en perfecta muestra de la
conjunción de ambas tendencias.
No obstante, lo cierto es que el terror decimonónico ya no nos asusta
demasiado; en parte debido a que dos guerras mundiales y sucesivos horrores
impensables hace dos siglos nos han arrebatado una buena porción de
ingenuidad y, en parte también, porque el abuso de algunas fórmulas ha
conducido a mucha mala literatura de género, sin olvidar que el estilo que
triunfó entonces poco tiene que ver con la sensibilidad de los actuales
lectores. Quizá penetrar en un viejo castillo a oscuras siga generándonos una
desazón incómoda, y mucho tienen que ver en ello Horace Walpole y Bram
Stoker, pero es difícil que hoy la lectura de sus obras nos espante.
Ahora más que nunca el miedo colectivo es tangible en un mundo
constantemente amenazado, plagado de discursos admonitorios e impactos de
una crudeza colosal. Ahora, como siempre, la literatura de terror tiene un
sentido. Y es que más allá de provocarnos un agradable escalofrío, el terror en
la literatura persigue —⁠como el resto de sus manifestaciones⁠— la catarsis,
una suerte de exorcismo en el que liberamos precisamente aquello
inconsciente que nos atenazaba, purificándonos. Como apunta Stephen King,
«inventamos horrores ficticios para ayudarnos a soportar los reales.
Aprovechando la infinita inventiva de la humanidad, asimos los elementos
divisivos y destructivos de nuestra existencia e intentamos convertirlos en
herramientas (…). La ensoñación del horror es en sí misma un desahogo y
una incisión». Quizá por ello, y de acuerdo con la sugerencia de Jung arriba
citada, la diferencia entre la vieja literatura de terror y la predominante en
nuestro tiempo consista en que los monstruos ya no vienen tanto de la
naturaleza desbocada, del espacio exterior o del más allá, sino que proceden
en buena medida de nosotros mismos, de nuestro doble siniestro. Pues el ser
humano ha demostrado con creces su capacidad para generar el horror en la
tierra o, citando de nuevo a Stephen King: «Los monstruos son reales, y los
fantasmas también lo son. Habitan en nosotros y, a veces, ganan».

Desde ese punto de vista, los cuentos recogidos en la presente antología se


enmarcan en esa literatura que indaga en lo terrorífico apoyándose en la

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tradición, pero con una mirada que presenta a los lectores de hoy algo más
que una simple revisión de los tópicos del género, empleando recursos que no
siempre habían estado a su servicio. Tanto desde el enfoque genérico como en
el tratamiento de los motivos literarios, de los que hay una variada
representación. Por eso caben en nuestra selección unos pocos autores que no
son asiduos cultivadores del género, sino visitantes ocasionales y, quizá por
ello, ofrecen perspectivas inesperadas. Sin embargo, el criterio de selección
dominante que ha guiado nuestra labor ha sido la inclusión de autores en
activo, nacidos desde la década de los cuarenta en adelante; la mayoría con
una solvente trayectoria o —⁠en el caso de los más jóvenes⁠— con al menos
una obra publicada adscribible al género. De esta forma, la antología arranca
con textos ya clásicos del terror español, como los de Juan José Plans o
Cristina Fernández Cubas, hasta abarcar la obra de autores nacidos a partir de
mediados de los setenta pero que gozan ya de una trayectoria que avala su
compromiso con el género.
Otro gran maestro del terror, Alfred Hitchcock, comentó en cierta ocasión
que, a su juicio, «Psicosis era una gran comedia. Tenía que serlo». Y es que el
humor y el horror se han dado la mano más a menudo de lo que
intuitivamente podría pensarse: la locura, lo grotesco, los excesos dionisíacos,
no son sino intersecciones entre ambos modos, momentos marcados por un
descarrilamiento en el que, como en esas fiestas que se nos van de las manos,
la carcajada se nos congela en una mueca atroz. Nuestro repertorio de chistes
da buena cuenta de ello, pues ¿acaso no remite, en su mayor parte, a temas
como la muerte, el otro, el sexo, la súbita percepción de la incongruencia…,
en definitiva, a todo aquello que precisamos exorcizar porque nos da miedo?
Varios de los relatos aquí recogidos pueden ubicarse, en mayor o menor
grado, en esta intersección, sin perjuicio de su adscripción al terror: es el caso
de «La mancha» de Juan José Plans, «El banquete del señorito» de Norberto
Luis Romero, el microrrelato de Ángel Olgoso «El tendedero», «La cotorra de
Humboldt» de Lorenzo Luengo, «La mercancía» de Alberto López Aroca o
«Caries» de Miguel Puente.
Pero no todo puede ser diversión. De entre los motivos clásicos del terror
que estos autores revisitan, quizá sea la del fantasma la figura con mayor
recorrido en la literatura de este género, ya desde las ghost stories que lo
inauguran en las islas británicas y cuya influencia puede rastrearse en alguno
de estos relatos. José Carlos Somoza aborda esta figura clásica con sencilla
belleza en «La luz de la noche», mientras que los «Carroñeros del miedo» de
David Jasso practican una peculiar forma de vampirismo emocional sobre los

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espectadores de películas de terror. En «Círculo Polar Ártico» de Care Santos
la presencia fantasmal está sugerida y aplazada, y es en cambio un espacio
desolado y glacial el que reclama su protagonismo. Por su parte, José Miguel
Vilar-Bou nos relata en «La luz encendida» la inquietante alteración de la
vida familiar que supone la aparición en nuestro vecindario de una casa
fantasma.
Un poco menos muerto que el fantasma, pero muerto al fin y al cabo, está
el zombi. Su presencia, a menudo deteriorada, puede exigir, como en
«Mascarilla» de Pilar Pedraza, ciertos arreglos cosméticos, aunque la
maquilladora no sepa que está realizando una tanatoplastia. José María
Tamparillas escribe un relato en el que la tierra escupe huesos y llama a los
muertos. Y un tren que llega tarde y marca el ritmo del regreso de los muertos
será el elemento que aproveche Santiago Eximeno en «Huerto de cruces» para
revisitar esta fecunda narrativa. A medio camino entre el muerto viviente y la
Criatura sin nombre ni forma se encuentra «El hombre revenido» de Emilio
Bueso, cuya sola presencia cae sobre la vida de una aldea con la contundencia
de una maldición bíblica.
También son Criaturas las que aparecen en los cuentos de Juan José Plans,
Félix J. Palma e Ismael Martínez Biurrun. Una misteriosa y persistente
mancha en la pared atormenta a los protagonistas de, precisamente, «La
mancha»; otra clase de monstruo se esconde tras el camuflaje de la mesa
camilla y el ganchillo en «Los arácnidos», y en «Medusas» la fauna más
familiar de nuestros paisajes costeros puede transformar un apacible día de
playa en una experiencia espeluznante.
Tampoco podía faltar en esta antología otra criatura que no está muerta ni
viva: el vampiro. Las «Palabras para Nadia» son la aproximación lírica y
metaliteraria que propone David Torres a esta otra figura clásica de la
literatura de terror. Marian Womack se acerca de un modo igualmente lírico
pero más indirecto y, ante todo, más gótico en «Nox Una». Por último,
«Caries» de Miguel Puente aporta el abordaje desenfadado y desmonta el
arraigado tópico según el cual los vampiros no necesitan cuidar su higiene
bucal.
Con los mismos colmillos, pero más pelo, también hará su aparición otro
viejo conocido: Alberto López Aroca da una original vuelta de tuerca a la
leyenda del licántropo, esta vez con el pretexto argumental del tráfico ilegal
de personas.
Pero no todos los relatos giran en torno, como los anteriores, a estos
monstruos tan familiares. Muchos de ellos, aun visitando atmósferas

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reconocibles o remitiendo a motivos tradicionales del género, retratan otras
caras del miedo. Cristina Fernández Cubas expone la pesadilla compartida por
dos hermanos en «El ángulo del horror» y nos aproxima a un tipo de terror, en
palabras de Fernando Valls, «disuelto en la vida cotidiana». Asimismo, en
«Instantáneas» de José María Latorre, un aparentemente inofensivo fotomatón
se convierte en un artefacto perverso que succiona la vida a sus usuarios. Se
suele decir que cuando el diablo se aburre mata moscas con el rabo, y, así en
«El banquete del señorito» Norberto Luis Romero nos muestra el peligro que
entraña un aristócrata ocioso con peculiares inclinaciones culinarias. Junto a
estas narraciones, hemos creído necesario reservar un espacio para el
microrrelato, porque el buen terror se dispensa también en píldoras. Como
muestra del buen acomodo que encuentra el género en esta forma literaria
hemos incluido cinco inquietantes textos de Ángel Olgoso.
A partir de cierto punto algunos riesgos laborales merecen sin duda entrar
en la categoría del horror. Es el caso de los gitanos nucleares de «El
escombral» que Juan Ramón Biedma retrata en esta terrible historia. Un
lenguaje desconocido que solo un exótico animal puede ya reproducir es en
«La cotorra de Humboldt» de Lorenzo Luengo el detonador de la fatalidad.
Tampoco hay muchos motivos para relajarse cuando el arte de vanguardia y
la prostética se dan la mano, parece decirnos Alfredo Alamo en «La cirugía
del azar». El narrador de «Gatomaquia» nos relata una singular y cruenta
faena que, como sutil homenaje a Poe, no podía dejar de encerrar una sorpresa
final. «Exploradores» de Matías Candeira, por fin, despliega una atmósfera
onírica y desasosegante donde las relaciones paternofiliales presentan rasgos
patológicos.

Todos estos relatos se reúnen aquí con la insana intención de generar, cuanto
menos, cierta inquietud y, cuanto más, de hacer resbalar una gota de sudor por
la frente del lector. Y ese lector, si has llegado hasta aquí, debes de ser tú.
Ah, sí, el hado. ¿Por dónde íbamos?
Quizá sea ahora el momento en que saltan los plomos y el relámpago
afuera recorta bajo el umbral de la puerta una figura que no estaba antes. Pero
espera, no te gires aún: tú sabes que todo eso es imposible, que se trata tan
solo de literatura. Porque el miedo literario no deja de ser un miedo
controlable y el libro se puede cerrar como quien se esconde bajo la sábana o
se tapa los ojos en el cine. A nadie le gusta caer de pronto en un estanque

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oscuro y, sin embargo, qué placentero te resulta, a pesar de todo, mojar el
dedo gordo del pie en el agua helada del miedo.

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ANTONIO RÓMAR (Madrid, 1981) es poeta y licenciado en Periodismo, así como
en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y doctorando en la misma
especialidad. Es profesor de escritura creativa en los Talleres de Escritura
Fuentetaja y miembro de la A. C. Xatafi que edita la revista Hélice. Reflexiones
críticas sobre ficción especulativa. Colaboró con otras revistas de crítica y
creación como Prótesis, Nayagua, Ariadna-RC o Territorio Macondo. Ha
publicado también estudios sobre poetas contemporáneos, como Rafael Pérez
Castells o Julio César Navarro. Junto a Jesús Urceloy realizó la edición crítica de
Las mil noches y una noche (2007) para la editorial Cátedra.

PABLO MAZO AGÜERO (Santander, 1977) ha realizado estudios de Periodismo y
Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y la UNED. Es autor de
diversos trabajos de investigación relacionados con el ámbito de la comunicación,
la literatura y el cine, y actualmente es editor en Salto de Página.

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La mancha
JUAN JOSÉ PLANS

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JUAN JOSÉ PLANS (Gijón, 1943) es escritor, periodista, guionista y locutor de
radio y televisión. Dirigió el Festival Internacional de Cine de Gijón, y entre 1994
y 2003 presentó los programas «Sobrenatural» e «Historias de RNE». Su amplia
obra literaria está principalmente consagrada al terror, la ficción científica y la
fantasía, y ha sido recogida en diversas antologías nacionales e internacionales.
Parte de ella ha sido adaptada para radio y televisión, y su novela El juego de los
niños (1976) sirvió de base a la película de Narciso Ibáñez Serrador ¿Quién puede
matar a un niño?
«La mancha» apareció originalmente en el volumen de relatos Las langostas
(Editorial Azur, 1967).

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La mancha

—Un poco más y me hubiera sentado en las escaleras. Estoy desfallecida.


—Parecemos caracoles. Llevamos la casa encima en cuanto salimos de
vacaciones. No sé para qué complicarnos la vida de esta forma.
Elena frota sus manos doloridas y profiere un gemido.
—¡Oh, una ampolla!
César se limpia el sudor de la frente con un pañuelo, después de dejar las
maletas casi al lado de la puerta.
—A ver… No es nada, mujer.
—Achaques de la vejez.
—Cuando seas realmente una anciana, no lo dirás…
—Aquí hace demasiado calor; abriré la ventana. ¡Y huele a pintura!
—Ya no recordaba que antes de irnos habíamos pintado las habitaciones.
No han quedado mal, ¿verdad?
—No, no…
—Ya que estás dispuesto a trabajar, abre también la del dormitorio.
—Como ordene la señora. ¡Con tal de mandar!
—No seas exagerado. Si vieras a otras cómo se portan. Por ejemplo,
¿sabes lo que…?
—Prefiero no enterarme.
César entra en el dormitorio. Elena, mientras tanto, se sienta
cómodamente en un butacón y enciende un cigarrillo. Habla como para sí
misma:
—Adiós al sol y al mar… ¡Lástima que todo haya finalizado!
Él regresa a la sala y se sienta al lado de ella.
—¿Decías algo?

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—Nada de particular. Estoy tan cansada que acabaré durmiéndome aquí
mismo.
Elena se quita los zapatos ayudándose con los pies.
—¡Quién pudiera contemplar el mar desde el hotelito!
—Vale más olvidar; le entra a uno el mal humor. Mañana, a las nueve en
punto, a la oficina. Lo que más odio es tener que fichar. Es como si a uno lo
convirtieran en autómata.
—Y yo tendré que limpiar todo esto. ¡Vaya trabajo! El próximo año,
¿volveremos?
—¡Pero si aún apenas hemos regresado!
—Bueno, no te excites.
Los dos se quedan en silencio.
Un agudo silbido, que los obliga a taparse los oídos, los despierta.
—¿Qué ha sido? —pregunta Elena.
—¿También tú lo has escuchado? Creí, creí… que se trataba de una
pesadilla. Vaya, nos hemos quedado dormidos…
—¿Y el silbido?
—No tengo ni la menor idea.
—¿Algún choque?
—No es ruido de accidente.
César se levanta y se asoma a la ventana.
—¿Ves algo?
—Lo de siempre. Es como si el tiempo se hubiera detenido mientras
estuvimos fuera.
—¿Y en el cielo?
—Miles de estrellas.
—Pero esa especie de silbido ha venido de alguna parte…
—Desde luego. Sería, no sé, algún escape de… ¡cualquier cosa! ¿Y si
desalojamos las maletas?
—¡Por favor! Mañana; hoy no, te lo ruego.
—Los trajes se arrugarán demasiado.
—Yo los plancharé; por eso no te preocupes. El que llevas puesto te sirve
para ir a la oficina. Un día es un día.
—¡Si no queda otro remedio!
César la toma por una mano y la levanta. Ambos entran en el dormitorio.
Él enciende la luz.
—Veo montañas de trabajo por todas partes —⁠dice Elena.
César se fija en algo que hay en la pared.

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—¡Estos pintores! ¡Mira lo que han dejado!
—Una mancha… Pues no me había dado cuenta al marchar.
—Por culpa de las prisas. Mañana les avisaremos, por muy amigos que
sean. A la hora de cobrar fueron bien exigentes.
—¿No habrá salido a causa de tener cerrada la habitación?
—Supongo que no.
—¿Y por humedad?
—¿En este tiempo? Además, aquí no padecemos de ese mal.
César pasa la mano por la pequeña mancha. La retira alarmado.
—¿Qué ocurre?
—Ha sido una extraña sensación…
—¡Estás pálido!
—No esperaba esa viscosidad.
—Déjame a mí…
—¡No la toques!
—Pero si yo…
—Es demasiado desagradable.
—Siempre has sido muy aprensivo.
—No se trata de una mancha corriente.
—Pues no parece otra cosa.
—Hace un mes que hemos salido de vacaciones. Tenía que estar seca,
como el resto de la pintura.
—Anda, descansa.
—Además, ¿no se mueve?
—¡Qué tontería!
César estudia detenidamente la mancha mientras se desviste.
—Llamaré al pintor —dice—, por pura curiosidad.
—Ya es bastante tarde…
—Las once. Estará despierto.
—Si así dejas de contemplar la mancha como un papamoscas, llama.

—¿Diga?
—Oye, soy César…
—Se acabaron las vacaciones, ¿eh?
—Sí, ya sabes…
—¡Qué suerte tienen los que van sin los días contados! ¿Para qué me
llamas, a todo esto? ¿No te ha gustado la pintura?

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—¡Oh sí, por supuesto! Pero, atiende, me he encontrado en el dormitorio
con una mancha en la pared. Una mancha no muy grande y de un color… De
un color como el de la sangre…
—La habitación está pintada de verde…
—Es raro, ¿no? Y no se encuentra seca.
—Entonces, amigo, eso no es una mancha.
—¿Qué opinas?
—Yo solo entiendo de pintura. Si lo deseas, puedo pasar mañana.
—Muchas gracias, será lo mejor. Adiós.
César cuelga el auricular con gesto pensativo. La voz de Elena le hace
volver a la realidad.
—¿Has acabado?
—Voy, voy ahora mismo.
Elena, cuando César entra en el dormitorio, ya está acostada.
—Quiero dormir…
—Joaquín me ha dicho que pasará mañana.
—Muy bien.
Él mira nuevamente la mancha. Frunce las cejas.
—¡Juraría que ha crecido de tamaño!
—Apagaré la luz.
César se acomoda en el lecho.
Las cortinas de la ventana son mecidas por el viento. Algunos anuncios
luminosos, intermitentes, destacan por encima de los tejados. Los débiles
rayos de la luna penetran en la habitación, recortando los objetos.
En la cama, Elena duerme profundamente abrazada a la almohada. A su
lado, César apoya la cabeza en las manos. Está despierto y fuma un cigarrillo.
Procurando no molestar a Elena, se levanta. Ante la mancha, susurra:
—Palpita, palpita…
Duda si tocarla nuevamente. Lo hace y siente la misma sensación que la
vez anterior. Sale con cuidado de la habitación. Y marca una cifra en el
teléfono.
—¿Esteban?
—¿A quién diablos se le ocurre…?
—Soy César. Ya sé que son las dos de la madrugada…
—Algo es algo…
—Déjame explicarte antes de que me cuelgues: en mi dormitorio hay una
mancha que… vive.
—¿Una mancha que vive? Has tomado el sol, ¿no tendrás fiebre?

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—¡Me encuentro perfectamente, no te burles!
—Te escucho, te escucho…
—La mancha… ¡Crece!
—No comprendo absolutamente nada.
—Ni yo. ¿Has visto en tu vida algo semejante?
—Claro que no. ¿Y por qué me llamas a mí?
—Como eres biólogo he pensado que…
—Los biólogos y las manchas de la pared, como comprenderás, tenemos
muy poco en común.
—¡Si se mueve!
—Mañana tengo que levantarme temprano. Así que te ruego…
—Está bien. Perdona si te he molestado…
—Tal vez te visite… ¡Uf!
César oye cómo Esteban cuelga con brusquedad. Da unos cuantos pasos,
sin saber hacia dónde ir.
—Tal vez yo reaccionara de la misma manera…
—Primero, un agudo y extraño silbido; después, la mancha… ¿Puede
haber algo de común entre ambos fenómenos?
Sus ojos contemplan las estrellas.
—Una noche demasiado… silenciosa. ¿Dónde podría encontrar la
respuesta?
Del portal de la casa sale un hombre encorvado. César lo llama.
—¡Doctor!
El hombre mira distraídamente hacia otro lado.
—¡Señor Canal, aquí arriba!
—¡Caramba! Buenas noches, vecino. Apenas le he oído.
—Es que, si grito más, despertaría a Elena.
—¿Y cómo a estas horas despierto?
—No acabo de conciliar el sueño.
—Tome una de esas pastillas que le he recomendado; le irán bien.
—¿Qué pastillas?
—Entonces, ¿no ha sido a usted? ¡Siempre tan distraído!
—Doctor, ¿podría subir un momento?
—¿Se encuentra mal su mujer?
—Todo lo contrario. Es que…
—¿Diga?
—Hay una cosa rara en la pared, como una mancha… Pero no es una
mancha.

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—Hijo, acaban de llamarme urgentemente para ir a un parto. El niño no se
presenta en buena posición… César, ¿qué puedo hacer?
—Es que esa cosa… ¡palpita!
—Interesante. ¿Le parece bien que entre cuando regrese?
—Se lo agradecería. Crece. Ya ha aumentado de tamaño varias veces.
El doctor consulta su reloj.
—¡Se está haciendo tarde!
—Hasta luego… ¡Y no se olvide!
—Haré todo lo posible… Ya sabe que mi memoria…
El doctor desaparece por una esquina. César se acerca a la mancha, a la
que ya le falta poco para ocupar casi toda la pared. César mira angustiado a
Elena. Después de un momento de duda toma un candelabro entre sus manos.
Lo levanta y golpea la mancha con él. El candelabro rebota. La mancha ha
quedado intacta. En cambio el candelabro, ante el asombro de César, se ha
roto.
—Es imposible…
Elena se remueve. Pregunta entre sueños:
—¿Qué haces?
—¡Oh…! ¡He… He tropezado! No acabo de poder dormir y fumo.
—Bien…
César espera a que la respiración de Elena le indique que duerme de
nuevo. Deja el candelabro y pasa a la sala de estar. Su frente está bañada en
sudor, así como las palmas de las manos.
Ninguno de los libros de la biblioteca le puede informar. Lanza el último
de los consultados, con rabia. Se sienta.
—¿Y si no es nada? Parece una pesadilla, una cruel pesadilla. En cambio,
estoy seguro de que algo ocurre. ¿Por qué esta noche tan silenciosa?
Suposiciones mías. Esa mancha vive… ¿Qué es? ¿Cómo ha llegado hasta
aquí? Tal vez el silbido fuera…
La mano de Elena en su hombro le sorprende. Ella parece un tanto
nerviosa.
—César… He visto esa mancha. Ocupa la pared… ¿Le has dado algún
golpe?
—¿Por qué lo dices?
—El candelabro…
—Sí, le he dado un golpe. Pero se quedó impertérrita. Ni un gemido, ni un
movimiento… El candelabro, roto…
—Me parece que no te has fijado muy bien.

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—¿Más sucesos?
—El candelabro… se funde.
—¿Eh?
César corre precipitadamente hacia el dormitorio.
Encima de la mesa, el candelabro se deshace entre una nube azulada.
César se acerca a la mancha.
—¡Monstruo! ¡Di, qué ser se esconde en esas palpitaciones! ¡Quién eres!
¡Qué deseas de nosotros! ¡Habla! ¡Contesta, criatura de los infiernos!
Elena lo toma por el brazo.
—Salgamos de aquí…
César se deja llevar. Elena cierra con llave la puerta del dormitorio.
—¿Te enciendo un cigarrillo? —le pregunta.
—Sí… Sí… Pero ¿qué es?
—Tampoco yo lo sé. Algo sucede en nuestra casa. Tenías razón, esa
mancha no es corriente. Es…
—¡Un ser vivo!
—No habla, no escucha, no le importa nuestra presencia.
—¡Se ha instalado en la habitación y somos incapaces de destruirlo! El
candelabro… ¿Cómo puede hacer eso, qué poder tiene?
—Llama a la policía.
—¿A la policía? ¿Lo creerán?
—Al menos se acercarán hasta aquí.

—Buenas noches. Servicio Nocturno.


—Algo grave está ocurriendo en mi hogar…
—¿Sí?
—Es… difícil de explicar. Se trata de algo que se ha adherido a la pared y
que crece… Era como una mancha de pequeñas dimensiones. Y ahora,
gigantesca…
—¿Ha robado? —se oye con cierto deje de ironía.
—¡No! ¡Se limita a crecer! ¿Es que le parece poco?
—Una mancha viva…
—Exacto, exacto…
—Atendiendo a lo que me acaba de decir, yo le recomendaría llamar a los
bomberos. Si no ha cometido ningún delito y se trata tan solo de una mancha,
que crece y palpita, nada podemos hacer nosotros.
—¡Estoy seguro de que es un ser, una amenaza!

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—No se excite…
—¡Todos igual!
César cuelga malhumorado el teléfono. Elena, que ha seguido la
conversación, lo abraza.
—¿Vendrán?
—Me dice que llamemos a los bomberos.
—¿No piensan ayudarnos?
—No es de su incumbencia. Me han preguntado, si molesta, si roba…
¡Ridículo! Ridículo mundo. Nadie piensa en nadie. En cuanto le cuentas a uno
un problema, lo único que desea es que acabes pronto para poderse ir. Tal vez
el doctor venga pronto; he hablado con él desde la ventana. Tenía que asistir a
un parto… Pero tan solo «tal vez», como el pintor y mi amigo el biólogo…
—¡Llama a los bomberos! ¡Llama a todas partes! Alguien… Alguien nos
atenderá.
—¿Tú crees?
Elena no contesta.
—Bien, probaremos.

—¿Dónde está el fuego?


—Calma, se trata de…
—¿No hay fuego? ¿Es una broma?
—Fuego, fuego… ¡Algo peor!
—Un derrumbamiento… ¿Peor que el fuego? No es posible.
—Han de venir urgentemente para acabar con una mancha que hay en la
pared. ¡Espere, no es una mancha!
—Le advierto que si piensa divertirse a costa nuestra le costará caro.
—Hablo en serio, señor, demasiado en serio. ¡Y estoy cansado de que
nadie me haga caso!
—O sea, que ya se ha dirigido a otros organismos.
—Sí.
—Y le han tomado por un loco…
—Pues… exactamente…
—¡Lo está!
—Se lo ruego, un momento. Yo…
Pero el bombero ya ha colgado. Mira desesperado a Elena.
—Me ha dicho… que estoy loco.
—Tampoco ellos. Y ahora, ¿a quién?

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—¿Y si estamos locos? ¿Será todo producto de alucinaciones nuestras?
—¡Eso no es cierto! Lo que han visto nuestros ojos existe.
—Nadie nos comprende.
—Lo mejor será irnos. A un hotel.
—Tengo clavada aquí esa criatura —señala la cabeza⁠—. No me iré sin
saber qué es.
Elena, al oír la llamada, abre la puerta. Aparece ante ella el doctor, que
busca aparatosamente las gafas por sus bolsillos.
—¡Ajá! Ha sido un buen parto… Un buen parto. Me siento feliz. Un
nuevo ser siempre hace feliz a un doctor. Y hasta es guapo. Eso sí, un chico
guapo. Ehhh… ¿Preocupados?
—¿No se acuerda? —le pregunta César.
—La verdad es que me he dado cuenta, de pura casualidad de que había
quedado en pasar por aquí. Pero ¡qué distraído soy…! En estos momentos…
—Una mancha que crece, que crece, ¡que crece!
—¡Ah, ya! Veamos de qué se trata.
La mancha se extiende ya por el suelo y por el techo.
—¿La ve? ¡Es monstruosa! Y ahí, en su centro, palpita.
—Me pondré las gafas… Ando bastante mal de la vista. El doctor se
acerca a la mancha y la va a tocar.
—¡No lo haga! —exclama César.
—Joven, usted tiene la virtud de asustarme.
El doctor toca la mancha. Retira la mano con un gesto de asco.
—¡Viscosa!
—Ya le advertí…
—Parece viva…
—¿Qué podemos hacer?
—Un animal…
—¡Qué cosas, doctor! Un animal…
—Elena, rocíe un trapo con gasolina.
Ella se va. César le susurra:
—Doctor, estoy asustado.
—¡No sea ingenuo! Esto ha de tener una explicación sencilla, lógica,
natural… ¿O cree en fantasmas?
—Al menos los fantasmas son incorpóreos.
—Vamos, vamos…, tenga paciencia.
—Me trata usted como a un enfermo.
—En el fondo, todos estamos enfermos de algo…

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Elena entra con el trapo. El doctor lo prende y lo arroja al centro de la
mancha.
—¿Y qué consigue así? —le pregunta César.
—Esto acabará con la mancha.
Pero el fuego se apaga y la mancha prosigue palpitando.
—¡Qué terca es la Naturaleza algunas veces! —⁠exclama el doctor⁠—.
Curioso, curioso. Si se tratara de un ser vivo habría tenido que dar muestras
ante el fuego…
—¿La Naturaleza? Esto es antinatural… Algo nuevo, distinto, diferente…
La mancha llega a los pies del doctor.
—¡Cuidado! —grita Elena, dando un empujón al hombre.
El doctor retrocede y se le caen las gafas.
—¡Qué contrariedad! Están rotas… Sin gafas soy incapaz de hacer nada,
absolutamente nada.
—Dígame a mí…
—Mañana, mañana será todo más lúcido. ¡Qué pena de gafas!
—¿Va a dejar esto así, conformándose con haberle lanzado un trapo
ardiendo?
—No hay peligro… ¿O quiere que le tome el pulso?
—¡Es usted médico!
—Miren, lo más prudente es que descansen.
—¿Con esa criatura?
—Dejen la puerta cerrada. En cuanto amanezca compraré unas gafas. Y
ya veremos qué se puede hacer.
—Mañana, mañana… Mañana se reunirá aquí un puñado de gente…
¡Pero mañana puede ser tarde!
—¡No sea melodramático!
César cierra la puerta tras el doctor con evidente enojo.
—Despertarás a los vecinos —le dice Elena.
—¡No importa!
—Puede ser que el doctor tenga razón, que lo que necesitamos es
descansar. Así, nos agotaremos en vano. César, te lo repito, vámonos de aquí.
—¿Por qué nos habrá caído a nosotros esta desgracia? ¡Acabaré con esa
mancha, con esa bestia, con esa criatura! —⁠Abre un mueble y saca un hacha.
—¡No entres, es…!
—Una locura, no te lo calles.
César abre la puerta del dormitorio lentamente. Desaparece tras de ella.
Elena se queda en la sala paralizada, presa de la angustia. Y escucha los

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golpes. Uno, otro…

Esteban llama repetidamente a la puerta. Por las escaleras, el doctor vacila en


cada peldaño.
—Perdone, ¿usted sabe si están los señores Rodríguez?
—Me he dormido, me he dormido estúpidamente. ¿Eh, eh?
—Si sabe si están los señores Rodríguez.
—Pues… ¿Ha llamado?
—No contestan.
—Habrán salido. Son jóvenes como usted… La vida por delante. Por
cierto… Yo, ayer, por la noche… ¡Ah, sí! ¡Qué torpeza qué torpeza! Sí,
estuve con ellos…
—A mí me llamó César. Que si una mancha en la pared…
—¡Recuerdo, recuerdo! Eso, una mancha en la pared. ¿Sabe? Es curioso,
curioso. Si no están es que ha desaparecido…
Esteban llama otra vez.
—No contestan. Vaya, con lo que me supuso encontrar un poco de tiempo
en el laboratorio para acercarme aquí.
—¿Se va?
—Sí, claro.
—Entonces ayúdeme a bajar las escaleras. Es que se me rompieron las
gafas… ¿Dónde se me rompieron? Qué cabeza, qué cabeza…
—Le acompañaré con mucho gusto…

A los pocos meses, el mundo fue una mancha roja, que palpitaba.

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El ángulo del horror
CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS

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CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS (Arenys de Mar, 1945) estudió Derecho y
Periodismo en Barcelona. Es autora de cinco libros de relatos —⁠Mi hermana Elba,
Los altillos de Brumal, El ángulo del horror, Con Agatha en Estambul y Parientes
pobres del diablo⁠—, dos novelas —⁠El año de Gracia y El columpio⁠—, una obra de
teatro —⁠Hermanas de sangre⁠— y un libro de memorias narradas, Cosas que ya no
existen. Su obra, aclamada por crítica y público, ha sido traducida a diez idiomas,
y entre sus reconocimientos más recientes se cuentan los premios Cálamo, Ciudad
de Barcelona y Salambó de narrativa.
«El ángulo del horror» fue publicado por primera vez en el volumen de relatos del
mismo título (Tusquets, 1990).

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El ángulo del horror

Ahora, cuando golpeaba la puerta por tercera vez, miraba por el ojo de la
cerradura sin alcanzar a ver, o paseaba enfurruñada por la azotea, Julia se
daba cuenta de que debía haber actuado días atrás, desde el mismo momento
en que descubrió que su hermano le ocultaba un secreto, antes de que la
familia tomara cartas en el asunto y estableciera un cerco de interrogatorios y
amonestaciones. Porque Carlos seguía ahí. Encerrado con llave en una
habitación oscura, fingiendo hallarse ligeramente indispuesto, abandonando la
soledad de la buhardilla tan solo para comer, siempre a disgusto, oculto tras
unas opacas gafas de sol, refugiándose en un silencio exasperante e insólito.
«Está enamorado», había dicho su madre. Pero Julia sabía que su extraña
actitud nada tenía que ver con los avatares del amor o del desengaño. Por eso
había decidido montar guardia en el último piso, junto a la puerta del
dormitorio, escrutando a través de la cerradura el menor indicio de
movimiento, aguardando a que el calor de la estación le obligara a abrir la
ventana que asomaba a la azotea. Una ventana larga y estrecha por la que ella
entraría de un salto, como un gato perseguido, la sombra de cualquiera de las
sábanas secándose al sol, una aparición tan rápida e inesperada que Carlos,
vencido por la sorpresa, no tendría más remedio que hablar, que preguntar por
lo menos: «¿Quién te ha dado permiso para irrumpir de esta forma?». O bien:
«¡Lárgate! ¿No ves que estoy ocupado?». Y ella vería. Vería al fin en qué
consistían las misteriosas ocupaciones de su hermano, comprendería su
extrema palidez y se apresuraría a ofrecerle su ayuda. Pero llevaba más de dos
horas de estricta vigilancia y empezaba a sentirse ridícula y humillada.
Abandonó su posición de espía junto a la puerta, salió a la azotea y volvió a
contar, como tantas veces a lo largo de la tarde, el número de baldosas
defectuosas y resquebrajadas, las pinzas de plástico y las de madera, los pasos

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exactos que la separaban de la ventana larga y estrecha. Golpeó con los
nudillos el cristal y se oyó decir a sí misma con voz fatigada: «Soy Julia». En
realidad tendría que haber dicho: «Sigo siendo yo, Julia». Pero ¡qué podía
importar ya! Esta vez, sin embargo, aguzó el oído. Le pareció percibir un
lejano gemido, el chasquido de los muelles oxidados de la cama, unos pasos
arrastrados, un sonido metálico, de nuevo un chasquido y un nítido e
inesperado: «Entra. Está abierto». Y Julia, en aquel instante, sintió un
estremecimiento muy parecido al extraño temblor que recorrió su cuerpo días
atrás, cuando comprendió, de pronto, que a su hermano le ocurría algo.
Hacía ya un par de semanas que Carlos había regresado de su primer viaje
de estudios. El día dos de septiembre, la fecha que ella había coloreado de
rojo en el calendario de su cuarto y que ahora le parecía cada vez más lejana e
imposible. Lo recordaba al pie de la escalerilla del jumbo de la British
Airways, agitando uno de sus brazos, y se veía a sí misma, admirada de que a
los dieciocho años se pudiera crecer aún, saltando con entusiasmo en la
terraza del aeropuerto, devolviéndole besos y saludos, abriéndose camino a
empujones para darle la bienvenida en el vestíbulo. Carlos había regresado.
Un poco más delgado, bastante más alto y ostensiblemente pálido. Pero Julia
le encontró más guapo aún que a su partida y no prestó atención a los
comentarios de su madre acerca de la deficiente alimentación de los ingleses
o las excelencias incomparables del clima mediterráneo. Tampoco, al subir al
coche, cuando su hermano se mostró encantado ante la perspectiva de
disfrutar unas cuantas semanas en la casa de la playa y su padre le asaeteó a
inocentes preguntas sobre las rubias jovencitas de Brighton, Julia rio las
ocurrencias de la familia. Se hallaba demasiado emocionada y su cabeza
bullía de planes y proyectos. Al día siguiente, cuando sus padres dejaran de
preguntar y avasallar, ella y Carlos se contarían en secreto las incidencias del
verano, en el tejado, como siempre, con los pies oscilantes en el extremo del
alero, como cuando eran pequeños y Carlos le enseñaba a dibujar y ella le
mostraba su colección de cromos. Al llegar al jardín, Marta les salió al
encuentro dando saltos y Julia se admiró por segunda vez de lo mucho que
había crecido su hermano. «A los dieciocho años», pensó. «¡Qué absurdo!».
Pero no pronunció palabra.
Carlos se había quedado ensimismado contemplando la fachada de la casa
como si la viera por vez primera. Tenía la cabeza ladeada hacia la derecha, el
ceño fruncido, los labios contraídos en un extraño rictus que Julia no supo
interpretar. Permaneció unos instantes inmóvil, mirando hacia el frente con
ojos de hipnotizado, ajeno a los movimientos de la familia, al trajín de las

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maletas, a la proximidad de la propia Julia. Después, sin modificar apenas su
postura, apoyó la cabeza en el hombro izquierdo, sus ojos reflejaron estupor,
el extraño rictus de la boca dejó paso a una inequívoca expresión de lasitud y
abatimiento, se pasó la mano por la frente y, concentrando la vista en el suelo,
cruzó cabizbajo el empedrado camino del jardín.
Durante la cena el padre siguió interesándose por sus conquistas y la
madre preocupándose por su mal color. Marta soltó un par de ocurrencias que
Carlos acogió con una sonrisa. Parecía cansado y soñoliento. El viaje, tal vez.
Besó a la familia y se retiró a dormir.
Al día siguiente Julia se levantó muy temprano, repasó la lista de lecturas
que Carlos le había recomendado al partir, reunió las cuartillas en las que
había anotado sus impresiones y se encaramó al tejado. Al cabo de un buen
rato, cansada de esperar, saltó a la azotea. La ventana de su hermano se
hallaba entornada, pero no parecía que hubiese nadie en el interior del
dormitorio. Se asomó a la balaustrada y miró hacia el jardín.
Carlos estaba allí, en la misma posición que la noche anterior,
contemplando la casa con una mezcla de estupor y consternación, inclinando
la cabeza, primero a la derecha, luego a la izquierda, clavando la mirada en el
suelo y cruzando abatido el empedrado camino que le separaba de la casa.
Fue entonces cuando Julia comprendió, de pronto, que a su hermano le
ocurría algo.
La hipótesis de un amor imposible fue cobrando fuerza en los tensos
almuerzos de la casa. Una inglesa, una rubia y pálida jovencita de Brighton.
La melancolía del primer amor, la tristeza de la distancia, la apatía con la que
los jóvenes de su edad suelen contemplar todo lo que no haga referencia al
objeto de su pasión. Pero eso fue al principio. Cuando Carlos se limitaba a
mostrarse huraño y esquivo, a sobresaltarse ante cualquier pregunta, a evitar
su mirada, a rechazar las caricias de la pequeña Marta. Tal vez, en aquel
momento, debía haber actuado con firmeza. Pero ahora Carlos acababa de
pronunciar: «Entra. Está abierto», y ella, armándose de valor, no tenía más
remedio que empujar la puerta.
Al principio no acertó a percibir otra cosa que un calor sofocante y una
respiración entrecortada y lastimera. Al rato, aprendió a distinguir entre las
sombras: Carlos se hallaba sentado a los pies de la cama y en sus ojos
parecían concentrarse los únicos destellos de luz que habían logrado atravesar
su fortaleza. ¿O no eran sus ojos? Julia abrió ligeramente uno de los postigos
de la ventana y suspiró aliviada. Sí, aquel muchacho abatido, oculto tras unas
inexpugnables gafas de sol, con la frente salpicada de relucientes gotitas de

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sudor, era su hermano. Solo que su palidez le parecía ahora demasiado
alarmante, su actitud demasiado inexplicable, para que pudiera justificarlo en
lo sucesivo a los ojos de la familia.
—Van a llamar a un médico —dijo.
Carlos no se inmutó. Siguió durante unos minutos con la cabeza inclinada
hacia el suelo, entrechocando las rodillas, jugueteando con sus dedos como si
interpretara una pieza infantil sobre el teclado de un piano inexistente.
—Quieren obligarte a comer… A que abandones de una vez esta
habitación inmunda.
A Julia le pareció que su hermano se estremecía. «La habitación», pensó,
«¿qué encontrará en esta habitación para permanecer aquí durante tanto
tiempo?». Miró a su alrededor y se sorprendió de que no estuviera todo lo
desordenada que cabía esperar. Carlos, desde la cama, respiraba con fuerza.
«Va a hablar», se dijo y, sofocada por la agobiante atmósfera, empujó
tímidamente uno de los postigos y entreabrió la ventana.
—Julia —oyó—. Sé que no vas a entender nada de lo que te pueda contar.
Pero necesito hablar con alguien.
Un destello de orgullo iluminó sus ojos. Carlos, como en otros tiempos,
iba a hacerla partícipe de sus secretos, convertirla en su más fiel aliada,
pedirle una ayuda que ella se apresuraría a conceder. Ahora comprendía que
había obrado rectamente al montar guardia junto a aquella habitación en
sombras, actuando como una ridícula espía aficionada, soportando silencios,
midiendo hasta la saciedad las dimensiones de la tórrida y solitaria azotea.
Porque Carlos había dicho: «necesito hablar con alguien…». Y ella estaba
allí, junto a la ventana entreabierta, dispuesta a registrar atentamente todo
cuanto él decidiera confiarle, sin atreverse a intervenir, sin importarle que le
hablara en un tono bajo, de difícil comprensión, como si temiera escuchar de
sus propios labios el secreto motivo de su desazón. «Todo se reduce a una
cuestión de…». Julia no pudo entender la última palabra pronunciada entre
dientes, a media voz, pero prefirió no interrumpir. Sacó un arrugado cigarrillo
del bolsillo y se lo tendió a su hermano. Carlos, sin levantar la vista, lo
rechazó.
—Todo empezó en Brighton, en un día como tantos otros —⁠continuó⁠—.
Me eché en la cama, cerré la ventana para olvidarme de la lluvia, y me dormí.
Eso fue en Brighton… ¿No te lo he dicho ya?
Julia asintió con un carraspeo.
—Soñé que había concluido los exámenes con gran éxito, que me
llenaban de diplomas y medallas, que, de repente, deseaba encontrarme aquí

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entre vosotros y, sin pensarlo dos veces, decidía aparecer por sorpresa. Me
subía entonces a un tren, un tren increíblemente largo y estrecho, y, casi sin
darme cuenta, llegaba hasta aquí. «Es un sueño», me dije y, enormemente
complacido, hice lo posible por no despertarme. Bajé del tren y me encaminé
cantando hacia la casa. Era de madrugada y las calles estaban desiertas. De
pronto me di cuenta de que me había olvidado la maleta en el compartimento,
los regalos que os había comprado, los diplomas y las medallas, y que debía
regresar a la estación antes de que el tren partiera de nuevo para Brighton. «Es
un sueño», me repetí. «Figura que he enviado el equipaje por correo. No
perdamos tiempo. Luego, a lo peor, la historia se complica». Y me detuve
ante la fachada de la casa.
Julia tuvo que hacer un esfuerzo para no intervenir. También a ella le
ocurrían esas cosas y nunca les había concedido la menor importancia. Desde
pequeña se supo capaz de regir algunos de sus sueños, de comprender
súbitamente, en medio de la peor pesadilla, que ella, y solo ella, era la dueña
absoluta de aquella mágica sucesión de imágenes y que podía, con solo
proponérselo, eliminar a determinados personajes, invocar a otros o acelerar
el ritmo de lo que ocurría. No siempre lo lograba —⁠para ello era necesario
adquirir la conciencia de la propiedad sobre el sueño⁠— y, además, no lo
consideraba especialmente divertido. Prefería dejarse embarcar por extrañas
historias, como si sucedieran de verdad y ella fuera simplemente la
protagonista, pero no la dueña, de aquellas imprevisibles aventuras. Una vez
su hermana Marta, a pesar de sus pocos años, le contó algo similar. «Hoy he
mandado en mi sueño», había dicho. Y ahora recordaba de pronto ciertas
conversaciones sobre el asunto con los compañeros del instituto e, incluso, le
parecía haber leído algo semejante en las memorias de una baronesa o
condesa que le prestó una amiga. Encendió el arrugado cigarrillo que sostenía
aún en la mano, aspiró una bocanada de humo, y sintió algo áspero y ardiente
que le quemaba la garganta. Al escuchar su propia tos se dio cuenta de que en
la habitación reinaba el más absoluto silencio y que debía de hacer ya un buen
rato que Carlos había dejado de hablar y que ella se había entregado a
estúpidas elucubraciones.
—Sigue, por favor —dijo al fin.
Carlos, después de un titubeo, prosiguió:
—Era la casa, la casa en la que estamos ahora tú y yo, la casa en la que
hemos pasado todos los veranos desde que nacimos. Y, sin embargo, había
algo muy extraño en ella. Algo tremendamente desagradable y angustioso que
al principio no supe precisar. Porque era exactamente esta casa, solo que, por

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un extraño don o castigo, yo la contemplaba desde un insólito ángulo de
visión. Me desperté sudoroso y agitado, e intenté tranquilizarme recordando
que solo había sido un sueño.
Carlos se cubrió la cara con las manos y ahogó un gemido. A su hermana
le pareció que musitaba un innecesario «hasta llegar aquí…» y revivió, con
cierta decepción, la transformación a la que había asistido días atrás en la
puerta del jardín. «De modo que era eso», iba a decir, «simplemente eso».
Pero tampoco esta vez pronunció palabra. Carlos se había puesto en pie.
—Es un ángulo —continuó—. Un extraño ángulo que no por el horror que
me produce deja de ser real… Y lo peor es que ya no hay remedio. Sé que no
podré librarme de él en toda la vida…
Los últimos sollozos la obligaron a desviar la mirada en dirección a la
azotea. De repente le incomodaba encontrarse allí, sin acertar a entender gran
cosa de lo que estaba escuchando, sintiéndose definitivamente alarmada ante
el desmoronamiento de aquel ser a quien siempre había creído fuerte, sano y
envidiable. Quizá sus padres estuvieran en lo cierto y lo de Carlos no se
remediase con atenciones ni confidencias. Necesitaba un médico. Y su labor
iba a consistir en algo tan sencillo como abandonar cuanto antes aquella
habitación asfixiante y unirse a la preocupación del resto de la familia.
«Bueno», dijo con decisión, «había prometido llevar a Marta al cine…». Pero
enseguida reparó en que su semblante desmentía su fingida tranquilidad. Las
gafas de Carlos la enfrentaron por partida doble a su propio rostro. Dos
cabezas de cabello revuelto y ojos muy abiertos y asustados. Así debía de
verla él: una niña atrapada en la guarida de un ogro, inventando excusas para
salir quedamente de la habitación, aguardando el momento de traspasar el
umbral de la puerta, respirar hondo y echar a correr escaleras abajo. Y ahora,
además, Carlos, desde el otro lado de los oscuros cristales, parecía haberse
quedado embobado escrutándola, y ella sentía debajo de aquellas dos cabezas
de cabello revuelto y ojos espantados dos pares de piernas que empezaban a
temblar, demasiado para que pudiera seguir hablando de Marta o del cine,
como si aquella tarde fuera una tarde cualquiera en que importaran Marta o la
vaga promesa de llevarla al cine. La sombra de una sábana agitada por el
viento le privó por unos instantes de la visión de su hermano. Cuando de
nuevo se hizo la luz, Julia reparó en que Carlos se le había aproximado aún
más. Sostenía las gafas en una mano y mostraba unos párpados hinchados y
una expresión alucinada. «Es maravilloso», dijo con un hilo de voz. «A ti,
Julia, a ti aún puedo mirarte». Y de nuevo esa preferencia, esa singularidad
que le otorgaba por segunda vez en la tarde, terminó con sus propósitos con

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inverosímil rapidez. «Está enamorado», dijo durante la cena, y comió sin
apetito un plato de insípidas verduras que olvidó salar y sazonar.
No tardó en darse cuenta de que había obrado de forma estúpida. Aquella
noche y las que siguieron a la primera visita a la buhardilla. Cuando se erigió
en mediadora entre su hermano y el mundo; cuando se encargó de hacer
desaparecer de su alcoba los platos intocados; cuando reveló a Carlos, como
la fiel aliada que había sido siempre, el diagnóstico del médico —⁠depresión
aguda⁠— y la decisión de la familia de internarlo en una casa de reposo. Pero
ya era demasiado tarde para volverse atrás. Carlos acogió la noticia de su
inmediato internamiento con sorprendente dejadez. Se caló las gafas oscuras
—⁠aquellas gafas impenetrables de las que solo en su presencia osaba
desprenderse⁠—, manifestó su deseo de abandonar la buhardilla, paseó del
brazo de Julia por algunas dependencias de la casa, saludó a la familia,
contestó a sus preguntas con frases tranquilizadoras. Sí, se encontraba bien,
mucho mejor, lo peor había pasado ya, no tenían por qué preocuparse. Se
encerró unos minutos en el baño de sus padres. Julia, a través de la puerta,
oyó el clic-clac del armarito metálico, el chasquido de un papel, el goteo del
agua de colonia. Al salir lo encontró peinado y aseado, y le pareció mucho
más apacible y sereno. Le acompañó hasta su cuarto, le ayudó a echarse en la
cama y bajó al comedor.
Fue algo después cuando Julia se sintió súbitamente asustada. Recordó la
cerradura de la buhardilla arrancada de cuajo por su padre hacía ya unos días,
la preocupación de su madre, el gesto significativo del médico al declararse
incompetente ante los dolores del alma, el clic-clac del armarito metálico…
Un armario blanco y ordenado en el que nunca se le había ocurrido curiosear,
el botiquín, el orgullo de su madre, nadie en tan poco espacio podía haber
reunido tal cantidad de remedios para afrontar cualquier situación. Subió los
escalones de dos en dos, jadeando como un galgo, aterrorizada ante la
posibilidad de nombrar lo que no podía tener nombre. Al llegar al dormitorio
empujó la puerta, abrió los postigos y se precipitó sobre el lecho. Carlos
dormía plácidamente, desprovisto de sus inseparables gafas oscuras, olvidado
de tormentos y angustias. Ni todo el sol de la azotea que ahora se filtraba a
raudales por la ventana, ni los esfuerzos de Julia por despertarle, consiguieron
hacerle mover un músculo. Se sorprendió a sí misma gimiendo, gritando,
asomándose a la escalera y voceando los nombres de la familia. Después todo
sucedió con inaudita rapidez. La respiración de Carlos fue haciéndose débil,
casi imperceptible, su rostro recobró por momentos la belleza reposada y
tranquila de otros tiempos, su boca dibujó una media sonrisa beatífica y

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plácida. Ahora ya no podía negar evidencias: Carlos dormía por primera vez
desde que regresara de Brighton, aquel dos de septiembre, la fecha que ella
había coloreado de rojo en su calendario.
No tuvo tiempo para lamentarse de su estúpida actuación ni para desear
con todas sus fuerzas que el tiempo girase sobre sí mismo, que todavía fuera
agosto y que ella, sentada en el alero del tejado, esperase ansiosamente, junto
a un montón de cuartillas, la llegada de su hermano. Pero cerró los ojos e
intentó convencerse de que era aún pequeña, una niña que durante el día
jugaba a las muñecas y coleccionaba cromos, y que, a veces, por las noches,
sufría tremendas pesadillas. «Soy la dueña del sueño», se dijo. «Es solo un
sueño». Pero cuando abrió los ojos no se sintió capaz de continuar con el
engaño. Aquella terrible pesadilla no era un sueño ni ella poseía poder alguno
para rebobinar imágenes, alterar situaciones o lograr siquiera que aquel rostro
hermoso y apacible recuperase la angustia de la enfermedad. De nuevo la
sombra de una sábana agitada por el viento se señoreó unos instantes de la
habitación. Julia volvió la mirada hacia su hermano. Por primera vez en la
vida comprendía lo que era la muerte. Inexplicable, inaprehensible, oculta tras
una apariencia de fingido descanso. Veía a la Muerte, lo que tiene la muerte
de horror y de destrucción, de putrefacción y abismo. Porque ya no era Carlos
quien yacía en el lecho sino Ella, la gran ladrona, burdamente disfrazada con
rasgos ajenos, riéndose a carcajadas tras aquellos párpados enrojecidos e
hinchados, mostrando a todos el engaño de la vida, proclamando su oscuro
reino, su caprichosa voluntad, sus inquebrantables y crueles designios. Se
restregó los ojos y miró a su padre. Era su padre. Aquel hombre sentado en la
cabecera de la cama era su padre. Pero había algo enormemente desagradable
en sus facciones. Como si una calavera hubiese sido maquillada con chorros
de cera, empolvada e iluminada con pinturas de teatro. Un payaso, pensó, un
clown de la peor especie… Se asió del brazo de su madre y una repugnancia
súbita la obligó a apartarse. ¿Por qué de repente tenía la piel tan pálida, el
tacto tan viscoso? Salió corriendo a la azotea y se apoyó en la balaustrada.
—El ángulo —gimió—. Dios mío… ¡He descubierto el ángulo!
Y fue entonces cuando notó que Marta estaba junto a ella, con uno de sus
muñecos en los brazos y un caramelo mordisqueado entre sus dedos. Marta
seguía siendo una criatura preciosa. «A ti, Marta», pensó, «a ti todavía puedo
mirarte». Y aunque la frase le golpeó el cerebro con otra voz, con otra
entonación, con el recuerdo de un ser querido que no podría ya volver a ver
en la vida, no fue esto lo que más la sobresaltó ni lo que le hizo echarse a
tierra y golpear las baldosas con los puños. Había visto a Marta, la mirada

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expectante de Marta, y en el fondo de sus ojos oscuros, la súbita comprensión
de que a ella, Julia, le estaba ocurriendo algo.

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Instantáneas
JOSÉ MARÍA LATORRE

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JOSÉ MARÍA LATORRE (Zaragoza, 1945), escritor y crítico cinematográfico, es
autor de una extensa bibliografía en la que, junto al ensayo o la novela juvenil, el
género de terror ocupa un lugar privilegiado. Algunos de sus cuentos más
inquietantes pueden leerse —⁠como el que aquí presentamos, que ha sido traducido
al polaco y al italiano⁠— en La noche de Cagliostro y otros relatos de terror
(Valdemar, 2006).

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Instantáneas

El flash disparado por el mecanismo fotográfico oculto en las entrañas de la


máquina le deslumbró más de lo habitual cuando descargó sobre su rostro los
cuatro relámpagos seguidos. Luego le pareció recordar vagamente que una de
las veces había entrecerrado los ojos o fruncido el ceño, pero eso no
justificaba el hecho de que las cuatro fotografías ofrecidas en una tira de
cartulina barata todavía húmeda, que había sido literalmente vomitada por una
de las aberturas de la máquina, mostraran el rostro de un hombre distinto: no
se reconoció ni en las facciones, ni en el cabello canoso, ni en la expresión
asustada de la persona de las fotografías. Tampoco lo explicaba la molesta
sensación, mezcla de asco, angustia y temor, que había experimentado al
sentarse en el taburete y hacerlo girar para adecuar su elevada estatura a la
altura de la flecha negra que había marcada al lado de las instrucciones para el
uso de la máquina. Ni el olor repugnante, anormal, que le había agredido al
entrar en la cabina y que le había perturbado tanto como, creía, perturban los
olores de las habitaciones que se abren después de llevar cerradas varios años
y el peculiar olor de los cementerios en verano. Olía como se figuraba que
debían de oler los viejos panteones y las viejas criptas. Un olor absurdo,
inexplicable, porque el interior de aquella cabina de fotografía instantánea
estaba continuamente ventilado, pues solo una cortinilla de tela negra aislaba
el interior del exterior, y porque no era verano sino invierno. Casi sonrió al
pensar que tampoco estaba en un cementerio, en una cripta o en un panteón.
Pero olía a rancio, a polvo acumulado y a materias orgánicas en
descomposición. Y las cuatro fotografías que le había entregado la máquina
tras una especie de gruñido no eran las suyas. La única explicación posible
era que pertenecieran al anterior usuario, ya que en esos aparatos automáticos
las fotografías tardan cierto tiempo en salir; a veces, incluso, muchos minutos:

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a él mismo le había sucedido años atrás; un defecto del mecanismo, le dijeron.
Quizás el anterior usuario, el propietario de aquella cara envejecida, asustada,
se había marchado, cansado de esperar unas fotografías que no recibía y
pensando que debería efectuar una reclamación al nombre y al teléfono
indicados en una pequeña placa metálica. Hay máquinas defectuosas y otras
que se averian, pensó Elías, y esta era una de ellas, lo cual podía significar
que sus fotografías no saldrían o, en el mejor de los casos, que aún tardarían
varios minutos en salir. Esperaría; no tenía prisa. Por unos momentos, la
situación le pareció divertida, pensando en la posibilidad de que la avería o el
defecto de la máquina estuviera obsequiando a diario a unos clientes con las
fotografías de otros.
La cabina estaba situada en la entrada de una calle, junto a la Plaza
Mayor, habitualmente bastante transitada, al lado de un quiosco de periódicos
y revistas que a esa hora ya tenía echada la persiana, igual que también estaba
cerrado el bar que había enfrente de ella. ¿No había cerrado antes que otros
días? Hacía más frío que las noches anteriores: esa podía ser la causa de que
Elías no viera a nadie a su alrededor; coches sí, los automóviles transitaban a
velocidades casi suicidas aprovechando el escaso tráfico. Mientras
permanecía con la mirada fija en la rendija por la que, si todo iba bien, debían
caer sus fotografías, expulsadas de las tripas de la máquina, Elías pensó que
no debía haber cedido a la tentación de hacerse esa noche, y precisamente en
esa cabina, unas fotografías que en realidad no necesitaba hasta el día
siguiente. Encendió un cigarrillo, nervioso, pendiente del sonido indicador de
la llegada de sus auténticas fotografías reveladas, y tiró las otras al suelo. Diez
minutos después se quedó convencido de que la máquina estaba realmente
averiada. Su primera reacción fue marcharse de allí; sin embargo, no lo hizo.
Apartó las cortinillas y, dominando a duras penas su aprensión por el mal
olor, volvió a efectuar la misma operación de antes, comenzando por
introducir en la ranura las monedas requeridas. Esperando los estallidos del
flash se sobresaltó al no reconocerse tampoco en el espejo: sus ojos estaban
más hundidos en sus cuencas y rodeados de ojeras; su cabello era blanquecino
y los rasgos que veía reflejados no eran los suyos. Notó una opresión en el
pecho, como le sucedía siempre que lo dominaba el nerviosismo, y salió
apresuradamente de la cabina después de los cuatro fogonazos indicativos de
que la nueva operación fotográfica seguía su curso. Le temblaban las manos;
unas manos arrugadas, de uñas largas y amarillentas. Hacía más frío que antes
y, sorprendentemente, hasta los automóviles habían dejado de circular por la
calle, sumida en el silencio. No obstante, en la vecina Plaza Mayor el tráfico

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parecía normal, a juzgar por el sonido de los vehículos. No cabía duda de que
había sido víctima de una ilusión óptica; las cuatro fotografías bajarían dentro
de poco, serían las suyas, las recogería y se alejaría de ese lugar olvidando el
desagradable incidente. La ansiedad casi dificultaba su respiración.
La cartulina bajó enseguida. Seguía temblando cuando la recogió: el
individuo fotografiado no era él, pero se parecía mucho al rostro que acababa
de ver en el espejo. «¡Qué tonterías estoy pensando! —⁠dijo en voz alta, como
si quisiera justificarse ante un testigo invisible⁠—. El espejo no podía reflejar
otro rostro que no fuera el mío. Yo era el ocupante de la cabina y era yo
también quien me estaba mirando». Sí, él había sido el modelo fotográfico,
pero el hombre fotografiado era un desconocido. El silencio que reinaba en la
calle empezó a pesarle; ni siquiera llegaba ya a sus oídos el tráfico de la Plaza
Mayor. ¿Qué debía hacer? ¿Marcharse de allí y buscar otro espejo en otra
parte para comprobar estúpidamente que seguía siendo el mismo? ¿Llamar
por teléfono a algún amigo para que acudiera a la cabina y fuera testigo de tan
anómalo suceso o corroborara que se trataba de una alucinación? La calle se
había quedado a oscuras; las farolas estaban apagadas y no surgía ni una sola
luz de las casas, como si el silencio y la oscuridad se hubiesen confabulado
para hundir en la nada ese fragmento de paisaje urbano. Ni siquiera se
vislumbraba una débil rendija de luz proveniente de un patio o de una
ventana; ni el parpadeo de un televisor en una habitación en penumbra. A
pesar del deficiente alumbrado, la Plaza Mayor parecía, vista desde donde se
hallaba Elías, un decorado iluminado por los potentes focos de un equipo
cinematográfico en un rodaje nocturno. «Solo me faltaba tener que soportar
ahora un apagón», pensó para tranquilizarse. Podía entender un apagón, igual
que podía comprender que hubiera estado utilizando una máquina averiada,
pero ¿por qué no circulaba ningún vehículo por la calle? Y, sobre todo, ¿por
qué la luz de la cabina seguía encendida cuando todo a su alrededor estaba
cubierto por un manto de negrura?
Una fuerte ráfaga de viento frío impulsó a Elías a refugiarse en la cabina.
Desde dentro, conteniendo a veces la respiración a causa del insoportable
hedor, oyó cómo silbaba el viento armando tal estrépito que parecía como si
arrastrara a su paso toda clase de objetos. Cerró los ojos para evitar caer en la
tentación de mirarse otra vez en el espejo, pero no pudo resistir el insano
atractivo que el azogue ejercía sobre él. Lo que vio lo horrorizó: el hombre al
que veía en el espejo todavía era más anciano que antes; carecía de cabello,
sus ojos estaban hundidos, surcados por venillas rojas y enmarcados con un
círculo negro; su rostro arrugado había adoptado la misma tonalidad de las

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ojeras. Elías se miró las manos: estaban más arrugadas, las uñas eran largas y
amarillentas. Al acariciarse el rostro, notó el tacto áspero de la piel marchita.
En el espejo, el desconocido anciano repetía los mismos gestos suyos, como
en una triste caricatura trazada sobre una luna deformante. ¿Sería cierta la
existencia de las criaturas de los espejos? Entre tanto, el viento había
arreciado, agudizando su concierto de silbidos malignos. Elías, paralizado por
el miedo, estuvo un rato escuchando las embestidas del vendaval contra la
cabina. Más tarde se asomó, apartando a un lado la cortinilla, pero el intenso
frío le hizo volver a refugiarse en el interior. No obstante, sudaba, notaba las
ropas adheridas al cuerpo.
Mecánicamente, introdujo otras monedas por la ranura, movido por una
morbosa curiosidad, por un extraño deseo de ver reproducida en la cartulina la
imagen que había visto reflejada en el espejo, por un afán de negarse a sí
mismo en el horror. Luego, tuvo que agarrarse a la cortinilla, azotados ella y
él por el viento, mientras esperaba la entrega mecánica de la fotografía por
cuadruplicado. Un ruido aún más fuerte que el viento surgió de las entrañas
de la máquina y la cartulina quedó depositada en seguida en el lugar previsto.
Al contrario que las otras veces, había caído por el reverso, mostrando a la
mirada de Elías su blancura enfermiza, provocadora. Y aunque el viento era
muy fuerte, la cartulina no se movió ni un milímetro de donde había caído,
como si estuviera sostenida por unas manos invisibles. Le dio la vuelta. Las
fotografías correspondían al mismo hombre de antes, deformado por una
vejez progresiva, pero era reconocible pese a todo. Fue como una visión de lo
que podría ser su propia ancianidad, la luz que iluminaba la antecámara de la
muerte. El viento cesó entonces, tan repentinamente como se había levantado,
y Elías pudo quedarse fuera de la cabina, aunque jadeante. Respiraba con
dificultad, debía de tener fiebre; sentía calor en la frente y en las mejillas,
pero cuando quiso comprobarlo llevándose una mano a ellas el tacto de la piel
reseca rechinando contra sus dedos arrugados le produjo tal sensación de
horror y asco que quiso gritar. De su garganta no surgió ningún grito, solo un
estertor. Se pellizcó en una mano para que el dolor le arrancara del mal sueño;
se hizo daño, mas no despertó de ninguna pesadilla: estaba despierto y notaba
que se moría.
La calle seguía sumida en la oscuridad. Cerca del lugar donde estaba
Elías, las farolas de la Plaza Mayor desparramaban su luz sobre el familiar
lugar, sobre vehículos, semáforos y casas, pero para él la distancia parecía
haberse centuplicado. Y sabía que aunque no fuera así tampoco echaría a
andar hacia la Plaza: tenía que hacerse otra fotografía para demostrarse a sí

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mismo que nada de lo que estaba viviendo era real, o para demostrar al
perverso monstruo de la máquina que no le tenía miedo. Cuando volvió a
entrar en la cabina no podía recordar su nombre ni era capaz de saber por qué
estaba allí, a esa hora tardía, haciéndose unas fotografías instantáneas.
Todavía le quedaban unas monedas sueltas para introducir en la máquina. Las
últimas. Se sentó en el taburete acondicionado para su estatura y miró de
frente, con valentía, a la figura del espejo, casi un esqueleto con los huesos
recubiertos por una piel cenicienta y vestido con un traje del que pendía como
si fuera una percha, como un maniquí aterrador. Esta vez los cuatro flashes
disparados por la máquina le produjeron una especie de ceguera. Apenas pudo
ponerse de pie y tuvo que agarrarse a la cortinilla para salir fuera de la cabina.
Así, agarrado a la áspera tela, esperó la salida de las fotografías, que llegaron
precedidas por el estrépito acostumbrado. Las cogió con una mano,
esforzándose, sin soltar la otra de la cortinilla, y las examinó a la luz interior:
las cuatro fotografías eran iguales, no había ningún matiz que diferenciara a
una de otra, y consistían en instantáneas de una calavera, con las cuencas de
los ojos vacías, con la oquedad de la nariz, con la boca abierta en una estúpida
sonrisa sin labios. Elías cayó al suelo antes de que pudiera volver a mirarse en
el espejo. El tráfico se había reanudado, no abundante pero sí ruidoso. Lo
último que vio fueron los huesos de su mano derecha, que se había quedado
torcida, en grotesca postura, apenas a un palmo de su rostro, y dedicó su
pensamiento postrero a imaginar el titular con que el periódico daría la noticia
de la extraña aparición de un esqueleto vestido con ropa a la moda dentro de
una cabina de fotografías instantáneas.

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Mascarilla
PILAR PEDRAZA

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PILAR PEDRAZA (Toledo, 1951) es doctora en Historia, profesora de Historia del
Arte en la Universidad de Valencia y escritora.
Es autora de novelas como La fase del rubí (Tusquets, 1987), Las joyas de la
serpiente (Tusquets, 1988), Las novias inmóviles (Lumen, 1994), Paisaje con
reptiles (Valdemar, 1996), Piel de sátiro (Valdemar, 1997), La perra de Alejandría
(Valdemar, 2003) o El síndrome de Ambras (Valdemar, 2008). Ha escrito
numerosos ensayos sobre cine —⁠Federico Fellini (Cátedra, 1993), Metrópolis
(Paidós, 2000), La mujer pantera (Nau Llibres, 2001)⁠— y ha recopilado varias
antologías de literatura fantástica, entre ellas Fantástico interior. Antología sobre
muebles y aposentos (Celeste, 2001) y Cuentos fantásticos (Cátedra, 2004).
También es autora de una trilogía de ensayos sobre imágenes de lo femenino en la
cultura: La bella, enigma y pesadilla (Tusquets, 1991), Máquinas de amar: secretos
del cuerpo artificial (Valdemar, 1998) y Espectra: descenso a las criptas de la
literatura y el cine (Valdemar, 2004, premio Ignotus de ensayo fantástico).
«Mascarilla» es uno de los relatos de terror reunidos en Arcano Trece (Valdemar,
2006).

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Mascarilla

Me metí en la cama a las cuatro de la madrugada, pero no importaba: podía


levantarme cuando quisiera; tenía por delante dos días libres. Tal vez debería
haberme quedado a dormir con él. ¡Había insistido tanto! Pero no quería
ponérselo fácil; a fin de cuentas, desvió la conversación cuando le insinué lo
del contrato con su agencia de publicidad.
Lo mucho que habíamos bebido me tenía desvelada. Dudé si tomarme un
somnífero, pero lo dejé: con tanto whisky en el estómago, podía pasarme lo
que a Ester. De todos modos, no tardé en dormirme.
Me despertaron unos timbrazos. El maldito teléfono. Me di la vuelta y no
hice caso, pero el cabrón que llamaba parecía dispuesto a batir su propio
récord. Insistía, insistía, taladrándome la cabeza. Miré el reloj: las ocho y
media. Mierda. Me senté en la cama y descolgué con la insensata esperanza
de que fuera Rene, que tal vez hubiera reflexionado sobre lo del contrato.
Pero no, claro. Una voz afeminada que conocía muy bien me saludó,
llenándome de arrullos que no presagiaban nada bueno.
—¿Cómo estás, bonita? ¿Te despierto? ¡No sabes cómo lo siento, cariño,
pero es importante!
—Oye, Luisón, déjalo para más tarde si no te importa. Me encuentro fatal.
Creo que hoy no me levantaré. Te llamo luego, cuando me despeje un poco.
—¿Pero qué os pasa a todos hoy? ¿Es que se ha declarado la peste?
—Luisón, por favor…
—No cuelgues, nena. Óyeme. Tienes que echarme una mano. Raquel se
ha puesto enferma y hay que ir al stand de Lauder. Pero ya.
¡Raquel se había puesto enferma! Conocía su enfermedad: era idéntica a
la mía. Habíamos estado en la misma fiesta, y sin duda a ella le dio más
fuerte, porque se perdió a las tres con un individuo y ya iba como una cuba.

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—Es mi día libre, hijo. Y mañana también.
—Ya sé que es tu día libre, por eso te lo pido como favor personal. Te
digo que estoy en un apuro, cielo. Anda, sé buena.
—Que vaya Nacho.
—Nacho está maquillando para una sesión fotográfica y no volverá hasta
la noche, si es que vuelve. Oye, nena, te juro que no lo lamentarás. Habrá una
sorpresita para ti.
—¡Ya! Un lote de Margaret Astor, como la otra vez…
—No, algo mucho mejor. ¡En la nómina!
Suspiré de fastidio. Aquellas sorpresitas de Luisón eran siempre limosnas
que hubieran hecho blasfemar a una chica de barra. Pero había en su voz un
tonillo de amenaza que también conocía, así que me resigné a sustituir a
Raquel. La muy zorra.
El stand resplandecía de luces inadecuadas, en el centro de la planta baja
de los grandes almacenes más horteras de la ciudad. Carteles de diseño
impecable anunciaban las marcas, y una voz aterciopelada y ambigua, con
falso acento extranjero y afectada lentitud, invitaba por los altavoces a las
clientes a dejarse maquillar gratuitamente «por nuestro personal
especializado, verdaderos artistas que tratarán su rostro como el de una
estrella».
Luisón me recibió hecho unas mieles y me tendió una bata rosada.
—Toma, cariño. Ponte esto y retócate un poco el maquillaje. Esta mañana
tienes cara de muerta.
—¿Y de qué quieres que la tenga? Me acosté a las cuatro. Como Raquel.
No dio señales de haber oído lo último. Me empujó hacia el diminuto
camerino improvisado y me ayudó a arreglarme el pelo y los labios.
—Total —dije—, a estas tonterías del maquillaje gratuito nunca se anima
nadie. Podías haberme dejado descansar, maldita sea. Siempre estáis
inventando mamonadas.
—No soy yo quien las inventa, tesoro. Si por mí fuera, sabes
perfectamente que nos lo montaríamos de otra manera. Pero el que paga,
manda. Venga, sal. Yo tengo que hablar con los de Administración, a ver qué
saco. ¡Ay, hija, estás monísima! Y, por si te sirve de consuelo, yo me acosté a
las seis, y ya ves: como una rosa.
Sí, como una rosa que hubiera estado sobre una lápida durante una
semana.
Saludé a las dos pequeñas que me habían adjudicado como ayudantes.
Una era filipina, probablemente para dar al asunto algún exotismo. La otra,

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una rubita teñida con cara de zorra, joven de cuerpo pero con muchas horas de
vuelo y unas ojeras que ni el lápiz corrector podía disimular. Me sonrieron
como lo hacen las de su clase, con una muequecilla insolente. No llegarían
muy lejos.
Durante más de una hora permanecí ociosa y aburrida. Nadie se decidía a
ponerse en mis manos, lo cual me parecía natural. El sillón de la víctima era
como el de los dentistas, a pesar de su tapizado ultramoderno de plexiglás
rosa. Y se elevaba sobre una plataforma lo suficientemente alta como para
convertir en un espectáculo a cualquiera que osara sentarse en él. Aquellos
tinglados siempre me traían a la memoria los tenderetes de los barberos y
sacamuelas de feria que había visto en algunas películas. Y la voz
aterciopelada que invitaba a probar nuestro arte y la bondad de los productos
que aplicábamos no sonaba muy diferente de la de un charlatán callejero.
Muchas mujeres paseaban por delante de nosotras sin detenerse,
mirándonos furtivamente. Yo sonreía con discreción, como una furcia de lujo,
y alguna que otra vez señalaba el sillón rosado inclinando ligeramente la
cabeza, que me dolía cada vez más, en parte por la resaca y sobre todo por
culpa de la cantinela del locutor, locutora o lo que demonios fuera. La filipina
y la rubita se habían sentado en un rincón del stand y estaban enfrascadas en
el arreglo de sus propias uñas.
¿Por qué no había hablado Rene del contrato? Se hacía lenguas sobre mi
valía y decía que estaba desperdiciando mis habilidades en trabajos
insignificantes, lo cual era completamente cierto. Entonces, ¿por qué tanta
invitación, tanta vacilación, tanto viajecito de fin de semana, si siempre
estábamos igual? Harta de maquillar caras insustanciales, de tratar de dar
alguna vida a ojos mortecinos, expresión a bocas sin forma, yo quería
demostrar que podía hacer cosas espectaculares, brillantes. Obras de arte. Él
lo sabía. ¿Por qué me entretenía? ¿Por qué no me proporcionaba algo
realmente bueno?
Vi entrar a una mujer alta y delgada. No vestía particularmente bien, pero
caminaba con una elegancia insólita en estos lugares, aunque con desgana,
como si estuviera muy fatigada. Desde donde me hallaba no podía distinguir
su rostro, medio tapado por unas gafas negras desmesuradas. Vacilaba.
Parecía asustada o perdida, y evitaba el roce de los muchos clientes que
frecuentaban en aquellos momentos los almacenes.
Me miró. Lo supe a pesar de que no podía verle los ojos. Me dije que me
gustaría maquillarla, pero no era de la clase de mujeres que se someten en
público a una sesión. Sin embargo, se acercó al stand y se detuvo a pocos

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pasos de mí, mirándome como si no hubiera nadie más en el mundo. Le
sonreí personalmente. Había algo en ella que me gustaba, aunque no hubiera
sabido decir exactamente qué: tal vez su distinción. Ahora podía ver mejor su
ropa: era negra, buena pero muy gastada, arrugada y rozada, como si hubiera
pasado la noche al raso. Y el pelo le colgaba húmedo y enredado a ambos
lados del rostro. Un detalle me extrañó terriblemente: no llevaba bolso.
—¿Sería tan amable de permitirme maquillarla, señora? —⁠pregunté, algo
intimidada.
No contestó, pero sonrió e hizo un ligero gesto afirmativo con la cabeza.
La conduje al sillón y puse delante uno de los paneles del stand. Sabía que no
debía hacer eso y que si Luisón pasaba por allí, tendríamos bronca, pero
deseaba maquillar a aquella mujer con cierta intimidad.
Mis ayudantes torcieron el gesto cuando vieron que se les venía encima
un trabajo, aunque su tarea consistía únicamente en proporcionarme toallas y
los productos que les pidiera. Más lista que la otra, la filipina compuso
inmediatamente una sonrisa misteriosa y se acercó en seguida, trayendo
algunas cosas.
Me incliné sobre la mujer, que se había dejado caer en el sillón como si
estuviera muerta de fatiga y apoyaba la cabeza en el cojinete, y le dije:
—Señora, lo siento, pero tendrá que quitarse las gafas.
Con ademán lánguido y maravillosamente delicado se las quitó y las dejó
en el regazo, permaneciendo con los ojos cerrados. La contemplé durante
unos segundos, para hacerme una idea de cómo trabajar con ella. Su piel era
blanquísima, un poco marchita, pero eso tenía arreglo. Su cabello debía de ser
rubio, pero lo llevaba teñido de castaño oscuro, maltratado y con las puntas
abiertas. Yo no podría hacer nada con él, aunque sabía lo que le convenía.
Tenía la nariz y los pómulos tan bien formados que no iba a necesitar
corrección con sombras, y la frente despejada, algo protuberante. Era un
rostro de manual, el sueño de cualquier esteticista. Solo me faltaba averiguar
de qué color eran sus ojos para tener la idea del conjunto que me permitiera
una creación perfecta.
—¿Le importaría abrir los ojos un momento, por favor?
Pareció no oírme, porque no los abrió ni realizó el menor movimiento.
Repetí el ruego, con idéntico resultado. A través del espejo pude ver la sonrisa
maligna de la filipina, a mis espaldas, y un gesto burlón de la rubita. No
insistí. Cubrí el hermoso rostro con crema limpiadora y comencé a
masajearlo.

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Cuando mis manos entraron en contacto con la piel de la mujer, no pude
reprimir un estremecimiento de asco. Estaba helada. Y no solo helada: dura
como el mármol. Nunca había tocado nada semejante. La crema no penetraba
y mis manos resbalaban. Tardé un tiempo en conseguir que mis dedos
volvieran flexible aquella especie de corteza y le trasmitieran algún calor. Los
ojos continuaban cerrados. Una lágrima tembló en el borde de un párpado y
se la enjugué con un kleenex.
Había cruzado las piernas y tenía las manos también cruzadas. En uno de
sus dedos brillaba un diamante montado de forma antigua y caprichosa, que
lanzaba destellos azules. El hecho de que algunas de sus uñas estuvieran rotas
y astilladas acentuaba la delicadeza y finura de las manos. Llevaba las largas
piernas enfundadas en medias de seda de calidad excelente, pero con una
carrera a la altura de las rodillas, y calzaba zapatos negros de tacón muy alto,
gastados y sin brillo. La montura de las gafas era de carey de color miel.
Cuando retiré la crema, la extraña piel esplendió en su magnífica palidez,
pero pude ver que bajo ella se extendían unas manchas azuladas que no había
visto nunca en un rostro vivo. Eran como derrames internos cerca de la nariz,
a un lado de la frente y en la barbilla. Me acerqué mucho a observarlas, y
entonces percibí por vez primera un olor como de cieno, muy intenso, junto a
la raíz del cabello. Me hizo pensar en plantas acuáticas.
Disimular aquellas manchas constituyó un reto a mi habilidad, porque
reaparecían bajo los maquillajes convencionales, incluso los más cubrientes.
Únicamente pequeñas pinceladas de polvos dispuestas como escamas
lograron taparlas. Invertí en la operación más de tres cuartos de hora. Mis
ayudantes se reían con disimulo en un rincón y cuchicheaban. La mujer
permanecía quieta, con los ojos cerrados, respirando con regularidad. Pensé
que se había quedado dormida.
Los labios me dieron muchas satisfacciones. Su dibujo era tan hermoso y
seguro que no tuve que hacer más que seguirlo con el perfilador, sin rectificar
un milímetro su forma. Los cubrí con carmín granate satinado y parecieron
pétalos frescos. Como se obstinaba en no abrir los ojos, me resigné a
maquillárselos sin tener en cuenta su color: una sombra gris casi
imperceptible sobre el párpado superior, un punto de luz en el centro, y rosa
dorado suavizando las ojeras. Peiné ligeramente con rímel castaño sus cejas,
espesas y bien formadas.
Parecía una hermosa máscara oriental. Una leve capa de polvos
transparentes remató mi obra, de la que me sentí íntimamente satisfecha.

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—Creo que ya hemos terminado, señora. Espero no haberla atormentado
demasiado.
Sin abrir los ojos, se puso las gafas. Se miró en el espejo. Una amplia
sonrisa sin alegría se dibujó en su boca. Solo entonces dejó oír su voz, muy
ronca, algo metálica, que me hizo estremecer como el primer contacto con su
piel.
—Gracias. Ha sido usted muy amable. ¿Puedo peinarme un poco?
—Puedo hacerlo yo misma, si me lo permite.
Asintió sin dejar de sonreírme a través del espejo. Arreglé lo mejor que
pude su cabellera húmeda y no muy limpia, de la que se desprendía aquel olor
peculiar a agua estancada y que me dejó las manos viscosas.
Radiante de belleza, con el aire de quien se dispone a reemprender un
camino agotador, se levantó, se alisó la falda y me tendió la mano. Estaba fría
y escurridiza como su rostro. El diamante se había deslizado hacia la palma:
se clavó ligeramente en la mía, produciéndome un dolor intenso que la
levedad del contacto no justificaba.
La seguí con la mirada hasta la puerta y la perdí en seguida entre la gente.
Mis ayudantes trataron de enredarme en comentarios maliciosos e
insustanciales sobre ella, pero yo estaba agotada. La llegada de Raquel para
reemplazarme fue un alivio, porque, de haber permanecido en pie más tiempo
bajo aquellas luces, con la cabeza doliéndome como si me fuera a estallar, me
habría desvanecido. Ni siquiera tuve fuerzas para reprocharle que no hubiera
llegado a su hora, ni humor para escuchar sus disculpas. Me marché a casa y
me metí en la cama.
Dormí mucho tiempo. Cuando comenzaba a caer la noche, Luisón volvió
a llamarme.
—Oye, nena, en primer lugar muchísimas gracias por haberme sacado del
apuro esta mañana. Te debo un día de descanso.
—No tiene importancia, pero te cojo la palabra.
—¡Oh, sí la tiene! Eres un tesoro. Pero, espera: ahora viene lo bueno. Hay
un trabajo estupendo para ti. Mucha, muchísima pasta, cariño.
—¿De qué se trata? ¿Publicidad? —en aquella época, la publicidad era mi
obsesión.
—¡Nada de publicidad! Algo mucho más… descansado. Oye, mira, hay
una familia amiga mía que nada en la abundancia. Tienen toda clase de
caprichos y los pagan muy bien. Hay que hacer un maquillaje especial esta
noche. Ahora.
—¿Un maquillaje especial? ¿A un caniche, o algo por el estilo?

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—No bromees, nena. Es un asunto muy serio. La señora ha fallecido. Era
preciosa y muy coqueta. La han vestido maravillosamente y parece dormida.
—¿Sí? ¿Y qué?
—Pues que no te costaría nada hacer un buen trabajo con ella y…
—¡Luisón! ¿Estás insinuando que yo tengo que maquillar a una muerta?
¿Te has vuelto loco?
—No te será difícil, nena. Está fresca como una rosa. Su hija se empeña,
querida. Dice que las pompas fúnebres hacen a los difuntos unos maquillajes
que les dan todo el aire de cadáveres. Y tiene razón. Quieren un especialista.
Quise creer que bromeaba, pero cierto temblor en su voz me advirtió de
que aquello iba completamente en serio. La habitación me dio vueltas.
Todavía me dolía la cabeza, y las horas que había dormido no habían
conseguido que me recuperara del todo.
—Yo no he hecho eso en mi vida, Luis, y no voy a empezar ahora.
Pídeselo a Raquel. Está antes en la lista de méritos.
—Ya se lo he pedido… —confesó, con voz desalentada⁠—. No se atreve.
Tiene… Le da reparo. Oye, nena, hazlo por mí. Pagan de maravilla y solo
será un momento.
¿De modo que Raquel no se atrevía a maquillar una cara? ¡Ella que tanto
presumía de profesionalidad! Sonreí y me mordí los labios.
—¿Cuánto?
La cifra era realmente tentadora. ¿Y por qué no hacerlo, al fin y al cabo?
Yo no tenía miedo como Raquel. Me hice de rogar un poco más, pero acabé
diciéndole que sí.
—Eres un cielo, nena. Llegarás a donde te propongas.
—No sé si sabré hacerlo, Luisón. Es la primera vez que lo intento.
—No hay nada que uno haga por primera vez. Chao. Paso a recogerte.
Quizá Luis tenía razón. Quizá no iba a ser la primera vez.

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El banquete del señorito
NORBERTO LUIS ROMERO

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NORBERTO LUIS ROMERO (Córdoba, Argentina, 1949), afincado en España
desde 1975, es novelista, cuentista, director y profesor de cine. Es autor de cinco
novelas —⁠Signos de descomposición (Valdemar, 1996), La noche del Zepelín
(Valdemar, 1998), Isla de sirenas (Valdemar, 2002), Ceremonia de máscaras
(Laertes, 2003), Bajo el signo de Aries (Egales, 2005)⁠— y varios libros de relatos
—⁠como Transgresiones (Noega, 1983), Canción de cuna para una mosca doméstica
(Premio Tiflos 1987), Emma Roulotte es usted (Eclipsados, 2009) o El momento
del unicornio (Nobel, 1995, reeditado por Tropo en 2009)⁠—. Su obra breve ha sido
ampliamente traducida al inglés y recogida en diversas antologías y
publicaciones.
Una primera versión de este cuento fue publicada en Italia como parte de la
plaquette Criaturas Voraces (La tone degli Arabeschi, 2009). La versión que aquí
publicamos permanecía inédita hasta ahora.

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El banquete del señorito

El hombre obeso se enjuga el sudor de la frente y exige a sus criadas que lo


abaniquen con más ímpetu:
¡Inútiles!, les recrimina. ¡No servís para nada!
Adormecido en la hamaca, bebe sorbetes helados de limón y resopla. Su
espíritu mezquino le señala que no debe olvidar decirle a la gobernanta que él
y su venerable madre están antojados de cenar niño una de estas noches.
La gobernanta se desvive cumpliendo su deber, lleva cuarenta y cinco
años sirviendo en la casa; desde que el señorito era un niño que gateaba. Ya
entonces era una criatura rolliza que señalaba las alacenas con un dedo en alto
y se enrabietaba si no satisfacían sus caprichos. Suspira por su señorito, pero
también tiene conciencia de que ya no es como antes, que ella ha perdido las
fuerzas y el ímpetu de la juventud, y conformar los deseos del señorito se le
hace cada día más cuesta arriba, sobre todo desde que falleció la señora
madre.
La gobernanta se sorprende esta vez del antojo, pero oculta su confusión y
se limita a obedecer. Baja a las cocinas y ordena a dos de los criados más
fuertes que acudan a la ciudad a buscar un niño para la cena, y procuren que
no sea hijo de campesinos ni estibadores, porque la carne de los que trabajan
duro con los músculos es correosa, imposible de ablandar. A los criados se les
ilumina el rostro cada vez que la gobernanta les pide un espécimen humano.
Los de buena familia son los mejores porque son tiernos y bien alimentados, y
fáciles de cazar pues tienen costumbres disipadas y nocturnas, además
frecuentan los arrabales donde no hay vigilancia ni policías. Es sencillo
embaucarlos y abatirlos cuando van borrachos y hartos de sexo, basta un
golpe seco en la nuca con un mazo y meterlos en el carro cubiertos de heno,
pero esta vez ella ha dicho un niño, y nunca antes han dado caza a un niño.

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¿Un niño?
Sí, he dicho un niño, afirma ella, desafiante, remarcando la falta de límites
de su autoridad. Ellos no preguntan, solo obedecen; es su trabajo.
Una vez a solas, ambos hombres se preguntan cómo conseguir un niño de
buena familia y rollizo, que circule por los arrabales a altas horas de la noche.
Tendremos que cazar uno mugriento y flaco, dice uno de ellos. Uno de
esos rapaces que deambulan por las puertas de las iglesias pidiendo limosna y
alimentándose de sobras y basura.
¿Quieres que ella nos mate o nos eche a la calle?, pregunta el otro.
Dime, entonces, ¿qué hacemos?
Conseguir como sea a ese niño.
Al cabo de la cuarta noche, cuando creían imposible su cometido, y al
borde del abatimiento, los criados divisan en la negrura del arrabal nocturno
la figura de un niño rollizo a la puerta de una taberna, pero al acercarse a este
dispuestos a abordarlo descubren que se trata de un enano, y que va borracho
como una cuba. Ambos se miran y la mirada les basta para fraguar un
acuerdo, si le cortan la cabeza ni la gobernanta ni el señorito se darán cuenta.
Una botella de ron es el señuelo efectivo y en un descampado próximo lo
abaten de un golpe en la nuca, le cortan la cabeza y lo cargan en el carro,
dentro de un saco de yute.
La gobernanta lo examina, conforme con las carnes exquisitas, rollizas y
tiernas, aunque mugrientas, y no sospecha nada, pero le llama mucho la
atención el tamaño y aspecto del sexo del niño, los ensortijados pelos oscuros
que lo coronan. Sí que se dio prisa el mocoso en desarrollar lo que más le
conviene, como hacen todos esos ricachones de la ciudad, se dijo. Manda a
las cocineras que lo laven, lo abran en canal, lo vacíen y le arranquen los
pelos esos que afean la mejor parte, la más sabrosa de los niños. Y estas no
pueden ocultar las risitas cuando ven el sexo formidable del pequeño, sus
rotundos testículos.
Mientras tanto, la gobernanta rebusca entre las recetas acumuladas en un
cajón del trinchante aquella que se adapte a este ingrediente insólito, que si
bien se inscribe en el rubro de las carnes rojas, duda entre considerarlo
cabrito, lechón, conejo o ternera. Por fin se decide por:
LECHÓN A LA CANELA RELLENO DE CODORNICES, CON GUARNICIÓN
DE MANZANAS E HIGOS FRESCOS

Tacha cada vez que aparece la palabra lechón y agrega encima con lápiz
de tinta la palabra niño:

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INGREDIENTES:
Un niño eviscerado y sin cabeza
50 gramos de aceite de oliva
12 manzanas ácidas
12 higos negros grandes
5 zanahorias grandes
4 cebollas
200 gramos de mantequilla fina
1 vaso de brandy
½ vaso de vino blanco seco
Canela
Una pizca de jengibre
Pimienta negra
Una ramita de tomillo
Sal a gusto

¿Jengibre? Tal vez no queda y deba mandar a un criado al pueblo. Deja el


lápiz y se encamina a la alacena, abre las puertas con la llave maestra y
rebusca entre los frascos de especias. Resopla aliviada cuando descubre en un
rincón un saquito lleno del condimento necesario, donde una descolorida
etiqueta anuncia su procedencia jamaicana. Deja la alacena expedita pues las
cocineras no tardarán en poner manos a la obra y retoma su labor de
escribiente:
PARA EL RELLENO:
3 codornices
¼ kilo de pan rallado
Dos cebollas grandes
½ kilo de almendras
Tres dientes de ajo
Un ramito de perejil
5 huevos
½ vaso de leche
50 gramos de nata líquida
Pimienta
Sal

Las sirvientas ayudantes de la cocinera van poniendo en la extensa mesa


de roble todo lo necesario: boles, cuchillos afiladísimos, espumaderas, cazos,
sartenes, etc., y se burlan disimuladamente, con miradas cómplices y risitas
solapadas, de la lengua de la gobernanta, cada vez más azulona.
PREPARACIÓN DEL RELLENO:
En una sartén se sofríen las dos cebollas cortadas en cubos hasta que estén
transparentes. A continuación se añaden las codornices previamente deshuesadas y
salpimentadas, hasta que se doren un poquito en la superficie. Se agrega un chorrito
de vino blanco, una ramita de tomillo, y se dejan cocer a fuego lento unos 15
minutos. Una vez hechas se apartan.
En un recipiente se mezclan el pan rallado con los huevos previamente batidos, se
agrega el ajo, el perejil y las almendras, todo picado muy fino, el medio vaso de

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leche, la nata, pimienta y sal a gusto, hasta obtener una pasta consistente y
homogénea.

PREPARACIÓN DEL LECHÓN:

La gobernanta vuelve a mojar la punta del lápiz de tinta con la lengua,


tacha lechón y la sustituye por niño:
Salar el niño por fuera y por dentro, rellenarlo con la pasta previamente elaborada
a la que se agregarán las codornices, compactarlo todo muy bien para que no
queden bolsas de aire, y coser el vientre del niño con hilo de algodón encerado.
Colocarlo en una fuente previamente untada de aceite de oliva, sobre una base
abundante de cebollas cortadas en rodajas no demasiado finas. Untarlo
pródigamente de mantequilla con una espátula y espolvorear la canela de manera
uniforme por toda la superficie.
Vaciar el corazón de las manzanas y poner en su interior un chorrito de vino blanco,
un higo y una pizca de jengibre. Espolvorearlas con el azúcar. Colocar las
manzanas alrededor del niño y rodearlas con las zanahorias cortadas en rodajas de
un centímetro.
Introducir la fuente en el horno a 230 grados durante aproximadamente dos horas y
media. Durante el horneado ir agregándole cucharadas con la mezcla de vino
blanco y brandy. Evitar siempre que el fondo de la fuente se reseque.
No servir excesivamente caliente.

Corregida la receta, la gobernanta se la entrega a la cocinera y sus


ayudantes, que aguardan con sus blancos y largos mandilones ante la mesa, y
les ordena que pongan manos a la obra.
Y no quiero cuchicheos ni risas, les advierte.
Unas se dirigen rápidamente a la huerta por las verduras, otra afila los
cuchillos, una dispone el horno con leña de encina, otra enjuaga la mesa de
mármol en la que habrán de abrir el niño para quitarle las tripas. Ella,
personalmente, se encargará como siempre de los condimentos y de
proporcionarle el toque maestro.
Dos criadas jóvenes lo vacían hábilmente, apartan las vísceras y le
preguntan si deben cortarle el sexo o no.
¡Ineptas! Eso es lo más sabroso, ni se os ocurra, les responde, fastidiada.
El señorito aparece en ese momento en la cocina pues quiere ver por sí
mismo cómo es el niño que han cazado para su cena.
Es rollizo y muy sano, le indica la gobernanta adelantándose con el niño
abierto en canal y sangrante en sus brazos.
¿Qué habéis hecho con el corazón?
Está aquí, señor, dice la cocinera, señalando la entraña que reposa como
un enorme rubí en un cuenco de loza blanca.
Bien, bien… Lo comeremos mañana encebollado y al vino de Madeira.

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Es cuando el hombre gordo repara en el sexo del enano, se lleva ambas
manos a la boca para ahogar su sorpresa y exclama:
¡Ohhhh!, bocatto di cardinale. Le arrebata el enano de los brazos a la
gobernanta y hunde la cara en la entrepierna del despojo: ¡Humm! ¡Humm!
La gobernanta y la cocinera sonríen, felices de que al señorito le guste
tanto la pieza que le están preparando con tanta devoción. Mientras, él se ha
extraviado en la delicia de chupetearle el sexo al enano con fruición,
sorbiéndole los testículos a medias trasquilados, haciendo bailar con la lengua
el pene flácido en el interior de su boca:
¡Hurnm! ¡Humm! ¡A mi adorada madre le encantará esta delicia!
Las sirvientas festejan con aspavientos la glotonería, y ante el último
comentario, se miran de soslayo y hacen muecas de asco a sus espaldas.
En cuanto el señorito abandona las cocinas, satisfecho, la gobernanta
ordena a todas que dejen de hacer el ganso y se pongan a trabajar. Y mientras
unas chamuscan los pelos del enano y arrancan los cañones a las codornices,
otras disponen las cazuelas y fuentes, otras se ponen a picar las cebollas, el
ajo y el perejil y a batir huevos. Trabajan con tal entusiasmo que todo lo
salpican de huevo, vierten el pan rallado por el suelo, se queman los dedos en
la llama, se hieren las manos con los cuchillos y todo lo embadurnan de
sangre.
Al cabo de unas horas, el aroma que escapa del horno se desplaza por las
habitaciones de la extensa planta baja y por el hueco de las escaleras asciende
hacia los dormitorios y la salita donde el señorito se entretiene recortando
figuras de una revista francesa de imágenes galantes bien subidas de tono. Las
recorta, las pega con engrudo sobre cartón, vuelve a perfilarlas y, poniéndolas
de pie, forma dioramas de lupanares en las casas de muñecas que tuvo en su
bien provista infancia, pues jamás le faltaron juguetes, adquiridos a los más
renombrados jugueteros. El exquisito aroma le hace sonreír y relamerse,
levanta la vista de su entretenimiento y comprueba la hora que acaba de sonar
en el reloj de péndulo: son las siete. Cuando marque las ocho bajará al
comedor con su querida madre.
La gobernanta hinca en un muslo del enano un pincho y examina si está
bien hecho por dentro. Unas gotas de sangre espesa y roja escapan del
orificio.
Le faltan unos minutos, murmura. A continuación corta el dedo meñique
de un pie para comprobar el sabor. Desgarra con los dientes la exigua carne
que recubre las falanges y con los ojos vueltos hacia arriba aprueba, llena de
vanidad.

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¡Exquisito!
Y a continuación ordena que dispongan el comedor con la mejor vajilla y
cubiertos de plata.
Confirmadas las ocho campanadas, el hombre gordo deja de recortar
figuras, baja al comedor y se sienta a la mesa con gran apetito. Relamiéndose,
espera que lleguen los platos. En el extremo opuesto de la espaciosa mesa, los
criados han sentado a su anciana madre: una momia apolillada y quebradiza,
engalanada de raso negro y collares de perlas, con la faz y las manos
revestidas de una capa de cera. A una campanilla que agita la gobernanta,
entran las sirvientas con las bandejas de plata. Al señorito se le van los ojos
tras los manjares bellamente guarnecidos y se le hace agua la boca.
Querida madre, hoy cenaremos tu manjar predilecto, dice dirigiéndose a la
disecada señora que preside el banquete, a la par que alza la copa de vino.
Las criadas depositan las bandejas en el trinchante, se retiran, y la
gobernanta sirve el primer plato, consistente en una crema fría de espárragos
con trufas, de la que el hombre obeso apenas se lleva a la boca dos cucharadas
pues se reserva para el manjar principal, según se lo hace constar a su querida
madre. Y en respuesta a la muda o tácita pregunta de esta, le responde con
entusiasmo:
¡Niño a la canela!
Y vuelve a alzar su copa.
Desde un rincón discreto, con las manos cruzadas sobre el regazo
impecable del ligero mandil de holanda, la gobernanta observa satisfecha
cómo el señorito saborea el niño horneado que ella preparó con tanto mimo.
Lo ve relamerse, suspirar como si alguien, debajo de la mesa, le estuviera
haciendo el amor, observa cómo se reserva para el final los brillantes
testículos y el pene churruscado. Entre un bocado y otro bebe un sorbo de
vino, con los ojos cerrados para apreciar mejor las afrutadas fragancias.
¡Ciruelas, retama, roble!, murmura paladeando.
Con el tenedor pincha un testículo y hábilmente lo separa del otro
cortando a la mitad el escroto crocante.
¡Se deshacen en el paladar!, exclama, dirigiéndose a la gobernanta, que se
lleva ambas manos al pecho, muerta de vanagloria. Tras un largo trago de
vino, el señorito arranca con los dedos el pene crujiente del enano, se lo lleva
a la boca con arrebato místico y saborea la delicia que crepita entre sus
dientes. Suspira, eructa satisfecho, mira a la gobernanta con los ojos
enrojecidos y cae profundamente dormido con la cabeza en el plato. Frente a

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él, a varios metros de distancia, su anciana madre permanece impasible,
mientras las polillas la devoran por dentro.

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La luz de la noche
JOSÉ CARLOS SOMOZA

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JOSÉ CARLOS SOMOZA (La Habana, 1959) estudió Medicina y Psiquiatría; se
dedica por completo a la literatura desde 1994, Es autor de las novelas Silencio de
Blanca (premio La Sonrisa Vertical 1996), La ventana pintada (premio Café Gijón
1998), Cartas de un asesino insignificante (1999), Dafne desvanecida (finalista del
premio Nadal 2000), La caverna de las ideas (premio Gold Dagger 2002), Clara y
la penumbra (premio Fernando Lara 2001 y Hammett 2002), La dama número
trece (2003), La caja de marfil (2004), Zigzag (2006), La llave del abismo (premio
Ciudad de Torrevieja 2007) y El cebo (2010). Ha escrito también las novelas
cortas recogidas en el volumen El detalle (2005), el guion radiofónico Langostas
(premio Margarita Xirgu 1994) y la pieza teatral Miguel Will (1997).
El presente relato aparece en la colección titulada Fantasmas de papel (Debolsillo,
2007).

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La luz de la noche

Adriana perdió el sueño el día en que perdió a su madre. Esa noche la pasó en
vela, sin llorar, sin pensar en nada, simplemente no pudo dormir. Y a partir de
entonces ya no durmió más.
Lo curioso era que por las mañanas se sentía estupenda y seguía tan bonita
como siempre. Pero llegaba la noche y no se dormía.
Adriana vivía en la ciudad con su padre, en una casa de dos plantas, y la
escalera que daba a su habitación era de madera. Durante una de aquellas
noches de insomnio subió y bajó por ella veinte veces, para distraerse. Luego
se asomó a la ventana y le sorprendió ver luz, ya que siempre había creído
que la noche era oscuridad. Supuso que, como había pasado todas las noches
de sus catorce años de vida durmiendo, no se había enterado de que la noche
también tenía luz.
No era como la del sol, claro, sino blanca y fría. Adriana ignoraba si
procedía de las farolas o de la luna. Poseía la virtud de dibujar el contorno de
las cosas, otorgándoles otra apariencia: su colcha era un rectángulo pintado de
blanco; su espejo, un cristal fosforescente y el reflejo de ella misma sobre él
una figura plateada de largo cabello.
Sintió curiosidad por contemplar la calle bajo aquella luz extraña. Se
vistió y salió de puntillas para no despertar a su padre.
Quedó asombrada. ¡Oh, Dios, era como si hubiese nevado! (Y no nevaba,
ni podía nevar, porque era primavera). Pero todo, absolutamente todo, asfalto,
aceras, techos de coches, tejados de casas, copas de árboles, todo aparecía
como bajo una capa de nieve. Pero no era nieve sino luz: ¡era increíble! Esto
no lo sabe nadie porque la gente se duerme, y si alguien pasa una noche en
vela casi siempre termina durmiéndose a la siguiente. Pero Adriana llevaba
muchas noches sin pegar ojo. ¡Y era tan bonito lo que veía a su alrededor!

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Dio un paseo por su barrio, embobada. Los edificios eran barcos
encendidos a la deriva, y los jardines, lagos de patinaje. Al pasar junto a una
fuente observó que el agua había desaparecido y solo quedaba el reflejo de la
luna, que era una bola luminosa flotando en la negra piedra redonda. La tocó:
era fría como una lámpara de luz fría. Le entraron ganas de jugar a la pelota
con la luna, pero cuando quiso moverla, no pudo.
En noches sucesivas emprendió caminatas más largas y no dejó de
maravillarse una y otra vez de aquel paisaje.
Exactamente a los doce meses de su insomnio hubo tormenta de gatos.
Adriana ya venía notando, noches atrás, que el cielo estaba pesado y
grumoso como si escondiera algo. Y una noche llovieron gatos.
Caían de espaldas pero no se hacían daño, porque ya se sabe que los gatos
nunca se hacen daño cuando caen. Caían de espaldas pero se daban la vuelta
al llegar al suelo. Y siempre en silencio. Eran gatos pardos (de noche todos lo
son), de ojos blancos y abultados como lentillas. Algunos cayeron sobre las
antenas de la tele y quedaron colgados de ellas; otros se posaron en los
balcones, la acera o el asfalto; los hubo más infortunados, que se colaron por
agujeros y ya no volvieron a aparecer. La calle se llenó de gatos recién
llovidos que se erguían sobre sus patitas de almohada y se alejaban como si
tal cosa, tan insomnes como ella pero más silenciosos. Bueno, no del todo: se
oían chirridos lejanos, como si quince mil violines tocaran fuera de la ciudad
una melodía diferente cada uno.
Eso le pareció bonito. Lo peor fue cuando vio a los muertos.
Ocurrió por primera vez dieciséis meses después de su primer insomnio.
Salió de la ciudad caminando por un borde de luz como un acróbata en la
cuerda floja y, al pasar por el cementerio, decidió entrar. Sobre las lápidas,
que semejaban camas con sábanas de raso, había cuerpos tendidos o sentados,
silenciosos como colegiales disciplinados. Pero no eran cuerpos sino solo sus
siluetas dibujadas por la luz. Personas calladas, sombrías, con los ojos
abiertos, aunque, a Dios gracias, ninguna la miraba a ella.
Comprendió que siempre habían estado allí, pero nadie los veía porque
todo el mundo se quedaba dormido. Y no solo poblaban el cementerio: iban y
venían por las calles y podían colarse en las casas o volar como papeles
sueltos o desaparecer bajo un charco de sombras.
Y una noche, al regresar a su habitación tras su habitual paseo, encontró a
una mujer de pie frente a su cama. La reconoció nada más verla.
Su madre no se movía, no hablaba. Dejaba caer los brazos junto al cuerpo
y se quedaba así, en actitud de no estar esperando nada. Hasta las estatuas

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parecen tener vida cuando se las mira, pero no aquello. Adriana nunca había
visto nada tan muerto: era algo más muerto que una cosa, porque una cosa
podía resultar útil para un determinado fin, pero su madre no era útil para
nada, no hacía ni pensaba ni quería ni buscaba nada. Se quedaba, tan solo. Se
quedaba.
En vida, su madre había sido bonita, y a ella le gustaba mirarla. Pero
ahora no se atrevió: dio un rodeo para evitar su presencia, se acostó en la
cama y se acurrucó juntando sus flacas rodillas. No durmió, pero cerró los
ojos, y cuando los abrió ya era de día y su madre se había ido.
A partir de entonces todas las noches encontraba a su madre en su
habitación. Y daba igual que no saliera, incluso era peor, porque la sombra
venía temprano y allí permanecía hasta el amanecer. Desanimada, intentó
hallar el lado divertido del asunto, pero ¿qué lado divertido puede tener el
hecho de ver a tu madre muerta cada noche a los pies de tu cama? Aquello
acabó por amargarla: perdió la ilusión y las ganas de salir a ver tormentas de
gatos o intentar mover la luna en el redondel de la fuente.
Por fin, la noche en que se cumplían exactamente dos años de su primer
insomnio (Adriana tenía dieciséis), logró armarse de valor, abrió los ojos y
miró a su madre.
No es aconsejable mirar fijamente el rostro de un muerto a la luz de la
noche, sobre todo si se trata de alguien a quien has querido. Adriana lo hizo y
murió en el acto.
Pero las cosas han mejorado para ella desde entonces: ahora sale todas las
noches, va y viene por las calles, puede colarse en las casas, volar como un
papel suelto o desaparecer bajo un charco de sombras. A veces cae del cielo
junto a los gatos o juega a la pelota con la luna.
Solo le entristece que su padre no pueda verla cuando ella se presenta en
su habitación y se queda quieta a los pies de su cama.
No obstante, el hombre ha empezado a tener insomnio.
Pronto la verá.

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El espanto
y otros microrrelatos
ÁNGEL OLGOSO

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ÁNGEL OLGOSO (Cúllar Vega, Granada, 1961) es uno de los autores de
referencia del relato breve y fantástico en español. Ha publicado los libros de
relatos Los días subterráneos, La hélice entre los sargazos, Nubes de piedra,
Granada año 2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo, Los demonios del lugar
(Libro del Año 2007 según La Clave y Literaturas.com, finalista del XIV Premio
Andalucía de la Crítica y Premio Internacional de Terror Villa de Macarena),
Astrolabio, La máquina de languidecer (Premio Sintagma 2009) y Los líquenes del
sueño, una revisión de sus relatos desde 1980 hasta 1995 editada por Tropo en
2010.
Ha obtenido numerosos premios, entre los que destacan el de la Feria del Libro de
Almería, el «Gruta de las Maravillas» de la Fundación Juan Ramón Jiménez, el
Caja España de Libros de Cuentos y el Clarín de relatos convocado por la
Asociación de Escritores y Artistas Españoles. Sus textos se han incluido en más
de veinte antologías del género, como Pequeñas resistencias (Páginas de Espuma),
Grandes minicuentos fantásticos (Alfaguara), Ciempiés (Montesinos), Mil y un
cuentos de una línea (Thule), Ficción Sur (Traspiés), Perturbaciones. Antología del
relato fantástico español actual (Salto de Página), Por favor, sea breve 2 (Páginas
de Espuma) y Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual
(Menoscuarto).
Es, además, fundador del Institutum Pataphysicum Granatensis y miembro de la
Amateur Mendicant Society de estudios holmesianos. Ha sido traducido al inglés y
al alemán.
Los microrrelatos que aquí recogemos forman parte de Los demonios del lugar
(Almazara, 2007).

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El espanto

Acodado en una mesita exterior del café Madagascar, sorbo el contenido de


mi taza y contemplo a los transeúntes, estudiándolos como quien pesca con
chispa y mosca ahogada. El aire remolca muy despacio las nubes. Me fijo en
un hombre agradable con sombrero y maletín que lleva de la mano a una niña
de no más de seis años, tironeando un poco de su bracito, lo suficiente como
para impedir que avance con naturalidad. Parece asustada. El contacto de
aquellas dos manos desparejas no es el idóneo, ni remite a la bendición del
amor, remite por el contrario a la vorágine de los peligros que se extiende más
allá de uno mismo. Esos detalles triviales me sobrecogen. Y su efecto hace
que, de pronto, tenga del hombre la percepción —⁠repugnante en el más
genuino sentido de la palabra⁠— de algo como una langosta, una más entre las
langostas de una plaga que bulle sobre un mar de sangre negra. Los observo
mientras se alejan: la niña con pasitos descompasados y él emitiendo sonidos
de masticación. Finalmente, ambos se pierden entre los huevos de oscuridad
que están siendo incubados bajo los farallones de nuestros edificios.

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Viaje

Llego a la estación. No hay nadie. Voy a emprender, pese a mis pocos años,
un viaje largo y colmado de expectativas. Espero de pie en el andén con la
impaciencia propia de alguien joven y enérgico. El tren, que ha aparecido de
pronto a toda velocidad, sin trepidación de rieles ni chirrido de ruedas, se
detiene por completo a mi lado, disimulando su prisa a la perfección. Cuando
intento levantar la maleta, esta se ha vuelto pesada en extremo. Noto con
estupor que no me acompañan las fuerzas, que mi ímpetu decrece. Comienza
a llover. Hace frío. Me dirijo hacia los peldaños de metal dificultosamente y,
sobre todo, con una inconsolable sensación de haber olvidado algo o de haber
dejado atrás a alguien que no recuerdo. Mis manos ateridas logran empujar la
maleta hasta el piso del coche cama. Encorvado, la arrastro luego por el
pasillo mientras jadeo y oigo crujir los huesos. Una lucecita borrosa, al fondo,
me permite tener un atisbo del estrecho y oscuro compartimento, el que suele
asignarse a los pasajeros más viejos. A duras penas abro la puerta corredera y
abandono mi maleta, como una carga inútil, al pie del portaequipajes. Me
tiendo por fin en la litera, extenuado, vencido, buscando ese aire que reclaman
con la boca abierta los moribundos. El tren parte en la noche y me lleva
consigo.

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Lección de música

Fue en el castillo familiar, no muy distante de la abadía cisterciense de Flavan


que sería almacén para guardar botellas de armañac después de la revolución
—⁠cierto día en que Guillaume de Langres, primogénito de doce años, recibía
lecciones de clavicordio con el preceptor a su espalda y vio pasar, entre el
gabinete de teca y el orbe mecánico, a un carnero completamente desollado,
sangriento, escapando con terribles balidos del dormitorio de su madre
parturienta a la que las matronas acababan de aplicar una cataplasma con la
piel caliente del animal⁠—, cuando Guillaume tuvo la evidencia de que el pelo
se le había vuelto blanco.

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Cleveland

El humo se acumulaba en el techo de la bolera. Los muchachos, confiados,


lanzaron sus bolas como quien exprime un jugoso racimo de bayas y lo arroja
lejos. Habían puntuado alto y ahora charlaban y fumaban tranquilamente,
estudiando los ventiladores y el bruñido de la tarima. Mi turno. Entre las bolas
vino rodando un cráneo, limpio y brillante. Los muchachos miraron con
preocupación. Introduje los dedos en los orificios de los ojos. Sentí que se
ennegrecían de sombra y de vacío de gruta. Era dolorosamente más ligero que
las demás bolas corrientes. Ladeé la cabeza calibrando peso y distancia.
Retrocedí unos pasos para tomar impulso. Al lanzarlo cerré los ojos y hubiera
cerrado los oídos si estos funcionaran de tal manera. El cráneo salió
proyectado, describió una buena trayectoria y rodó por el centro de la pista
percutiendo contra el suelo pulido, como un meteoro color crema a la deriva
en la corriente de las probabilidades.

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El tendedero

No conocemos a los vecinos. Desde la ventanita del baño superior solo


alcanzamos a ver el descolorido toldo que cubre su patio. Y, estirando el
cuello, unas tinas vacías —⁠o yo las creía tales⁠— en el rincón opuesto a
nuestro muro. Por lo demás, hay en sus hábitos descorteses algo que se
impone sin esfuerzo, que sobrepuja con violencia, que salta y arremete desde
su patio, una invasión de proporciones extraordinarias, repetida una y otra vez
sin variaciones, día y noche, atardecer o madrugada: el lancinante chirrido del
tendedero. Un serrado lamento. Un rechinar concéntrico. Un clamor cortado a
pico. Una aturdidora letanía. Una cólera compacta. Nosotros, mientras tanto,
nos encorvamos hasta tocar los pies con la barbilla, gemimos impotentes,
masticamos objetivamente el desgarrador estrépito de las roldanas sin aceitar.
Y la infinita vulgaridad de las llamadas a gritos de la madre. Y los berridos
sobrehumanos de los niños. Y las blasfemias del padre. Con el tiempo no
esperamos, desde luego, cambios favorables. El refinado mecanismo de
tortura —⁠sus cuerdas extensibles, sus poleas, sus cables de acero, sus pinzas
prensiles, sus perturbadores chillidos⁠— parece cargado de un sentido extraño.
Nadie apacigua a la bestia cuando tronza. Más bien al contrario, la azuzan
sincronizada y deliberadamente. Es gente con habilidad para dañar. Con gusto
quisiéramos abstraemos del fenómeno. En esos momentos uno desearía ser
bronco, acaso despiadado. Por desgracia, nada nos da fuerzas. Carecemos
incluso de permiso de armas y de las ventajas de tal género de alivio. Hora
tras hora, día tras día, alguien cuelga y descuelga, tiende y recoge algo en
maniática sucesión. Con tanta asiduidad, con tan cruel eficacia y
rechinamiento, que las lagartijas caen del muro: el espanto afloja las ventosas
de sus patas. En ocasiones, a contrapelo del aire, el corrupto olor a cebolla de
las matanzas, a pieles vencidas tras la ejecución, sube hasta nosotros. A

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menudo su patio se puebla también de estorninos. Desprecian los robles
cercanos para arracimarse a su antojo bajo el toldo, en el mismísimo
rectángulo dispensador de frío y pensamientos siniestros, de sombras apenas
entrevistas, de secretos pecados e incomprensibles costumbres. Como si
acudieran atraídos por los despojos anónimos que sujetan las pinzas del
engranaje. Ojalá pudiera llamarlos ropa tendida. Lo peor es, diríamos, la
familiaridad. La absoluta vecindad con las atrocidades. Los estragos de esa
especie de deriva monótona y terrorífica. Evidentemente, la claudicación. Nos
mudamos. Sin pena.

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Carroñeros del miedo
DAVID JASSO

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DAVID JASSO (Zaragoza, 1961) ha trabajado como periodista en prensa, radio y
televisión, así como en el ámbito de los talleres literarios. Su primera novela, La
silla (Equipo Sirias, 2005) se convirtió en un libro de culto que cosechó excelentes
críticas. Posteriormente ha publicado Cazador de mentiras (Jaguar, 2007), escrita
a medias con Santiago Eximeno; Día de perros (Hegemon, premio Ignotus a mejor
novela de 2009), y Feral (Equipo Sirius, 2010). Sus relatos, criticas y ensayos han
aparecido en numerosas revistas, fanzines, y antologías.
«Carroñeros del miedo» apareció, traducido al italiano, en la antología Íncubo
(Tusitala, 2010).

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Carroñeros del miedo

La chica me resulta indiferente, ni me gusta ni me desagrada. Supongo que en


otras condiciones hubiera encontrado reconfortante esa sonrisa tan suave
como una brizna de hierba. Pero ahora me da igual. No me importa que sea
joven y bonita. De verdad. Ya no valoro esas cosas. Sin embargo expele vida
por cada uno de sus poros, casi puedo ver cómo emana de ella, es una
corriente fresca, como una ráfaga de brisa en un mediodía de agosto. Eso ya
me gusta más. En cuanto ha entrado ha llamado mi atención, resalta entre
tanto hombre como una mancha de color, pero ahora me fijo con más interés.
Veo que lleva una carpeta de promoción de El día del perro, supongo que
es una periodista que ha venido al festival a cubrir el estreno. La acreditación
que cuelga entre sus pechos la identifica como Jana Agudo. No me importa su
nombre. Esas cosas ya no tienen ningún valor. Está sola y algo desorientada.
Insegura, pregunta si el asiento está libre por mera educación, porque sabe
que esa es su localidad. Ocupa su butaca. El viejo crítico que está a su lado
apenas le ha contestado, no le ha hecho demasiado caso. A él, como a mí,
también le da igual ella.
La chica mira a todos los lados con curiosidad, parece una cría de gacela,
inquieta y algo asustada, oteando entre la hierba. Además del artículo,
escribirá un comentario para su blog, seguro. Por supuesto, no me ve. Ojea el
contenido del dosier de prensa sin demasiado interés, solo por hacer algo, es
evidente que se siente un poco fuera de lugar, seguro que es su primer evento.
Dobla y desdobla la esquinita de la carpeta sin percatarse de que lo está
haciendo. Se muerde suavemente el labio inferior —⁠justo donde llevó unos
meses el piercing que se le infectó, todavía queda un pequeño punto oscuro⁠—
en un gesto que cualquier chico encontraría encantador. Saca su móvil del
bolso bandolera y lo apaga, no sin antes dedicar más tiempo del necesario a

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asegurarse de que no tiene ninguna llamada perdida. No, él no la ha llamado,
ni le ha enviado ningún mensaje. Guarda el móvil de nuevo, mordiéndose el
labio con más fuerza. Casi se le cae la carpeta. El crítico la mira con reproche
ante el veloz movimiento de ella para capturarla al vuelo. Jana sonríe
disculpándose. Su rostro se llena de luz amortiguada. Me resulta indiferente.
La sala está llena, con un suspiro lento se apagan las luces, un par de
rezagados aceleran para llegar a sus localidades, las conversaciones
desaparecen muy despacio, como amores olvidados, y comienza la
proyección.
El brillo de plata siempre nos reclama. Y allí acudimos, no podemos
evitarlo, no debemos luchar. Ocupamos nuestros puestos. He observado que
siempre tendemos a ponernos más o menos en la misma zona. Resulta
curioso. Supongo que es algo implícito en la naturaleza humana, pero, claro,
eso no lo acaba de explicar. La chica se ha sentado cerca de donde yo suelo
ponerme, he tenido suerte. Será para mí. Los demás me miran con algo que
podría pasar por envidia, tiene mucha vida. La oscuridad nos envuelve.
Los primeros minutos de las películas siempre están cargados de
expectación, no es una emoción que me resulte especialmente interesante,
pero aun así no puedo dejar de anticipar el dulce momento de la captura.
Empiezo a sentirlo. Al principio es tan leve como la onda que produce una
hoja al caer en el estanque. Me gusta.
La película avanza y los espectadores se dejan llevar por la historia. El día
del perro es especialmente terrorífica, mejor. Siempre son películas de terror.
Esa es la condición. El cine si la película no es de terror no tiene demasiado
sentido. Sé que hay quien acude, pero no acabo de entenderlo. Imagino que
buscan tranquilidad y oscuridad, quizás olvido, en cualquier caso, no es lo
mío.
No miro la pantalla, no me importa la absurda historia que allí se cuenta.
No quito la vista de la chica, es una promesa de placer. Ya he dicho que, en
realidad, ella me es indiferente, solo es la que acarrea la mercancía, solo la
portadora; en otras ocasiones han sido hombres maduros. O viejas. Aunque
los niños son los mejores, oh, los niños y su inocencia… Pero, de verdad, me
da igual.
Me muevo despacio hasta situarme detrás de Jana. No quiero que nadie
me perciba. Me sitúo correctamente, procurando no rozar al tipo de atrás,
nunca se sabe quién puede notarte.
Su melena cubre la parte de arriba del respaldo como una colcha
deshilachada. Su cabello es largo, supongo que a su chico le gustará dejarlo

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resbalar despacio entre los dedos y sentir su finura de agua. No entiendo por
qué pienso esas cosas. Ya no lo echo de menos. Ya no.
Extiendo mis manos hasta casi rozar su pelo. No. Ella me da igual. Estas
cosas me son indiferentes. Retiro mis dedos de aire. En la película un gato ha
saltado sobre la protagonista y le ha dado un susto de muerte. Los
espectadores han gritado, parece mentira que todavía funcione el viejo truco
del gato. Cae una piedrecita en el estanque del miedo, crece la onda.
Cruzo muy lentamente la fila hasta colocarme enfrente de la chica, soy
menos que una sombra, menos que el viento en calma. Mantiene apretada la
carpeta promocional contra su pecho, como si eso pudiera protegerla de algún
peligro. O de mí. Me pregunto durante unos instantes cómo serán sus pechos.
Menudos y suaves, seguro. Pero en seguida me doy cuenta de que no me
importa, no es relevante. Ella me da igual. Esas cosas ya no me interesan.
Quedaron atrás, en el olvido hace demasiado tiempo.
Estudio su rostro con detenimiento desde menos de un palmo de distancia.
Sus pupilas se dilatan, aterrorizadas. En la pantalla el psicópata ha tomado un
enorme cuchillo. No puedo esperar más y poso mis manos en sus sienes. Jana
grita cuando el asesino sorprende a la protagonista.
Capturo. Y la ola me recorre. Siento el helado calor de su miedo, es
reconfortante. Es tan humano, tan cristalino… Dejo que su vitalidad y su
miedo me anden despacio. Me llenen. Me colmen. Oh, diablos, es una
sensación casi vívida, casi real. Es un poco como volver a estar vivo, es lo
más parecido a sentir que podemos sentir. Miro a mi alrededor, allí están los
otros, cada uno aferrado a su propio portador, intentando capturar su terror,
ansiando volver a existir a través de su miedo. En una patética parodia de
cópula espiritual.
Sí, captamos el miedo de los espectadores, nos alimentamos de él, lo
necesitamos para continuar con nuestro trágico simulacro de existencia. Es
nuestra única esperanza, nuestra única razón de ser. En la muerte no existen
las emociones, nos están vedadas; no podemos sentir, por eso nos tenemos
que conformar con capturar los pequeños retazos del terror que experimentan
los portadores.
A medida que la película avanza siento más el miedo de Jana. La chica es
especialmente sensible, mis dedos inexistentes, hospedados en su piel,
perciben parte de ese temor y lo transmiten a mi alma sin cuerpo. El miedo
nos alienta, nos da fuerza, nos mantiene. Somos los fantasmas del cine, los
vampiros de las emociones. Desechos sin vida destinados a vagar, intentando
captar la más mínima presencia de vida y de temor. Piltrafas sin sentimientos

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propios condenados a robar lo que los espectadores sienten. Carroñeros del
miedo. Piénsalo, ¿acaso el sitio más adecuado para un fantasma no es una sala
de cine en la que se proyectan películas de terror? ¿Dónde si no pueden las
almas en pena encontrar el miedo que necesitan para reencontrarse con su
pasado muerto? En cada sesión nos aferramos a los espectadores con nuestros
dientes renegridos, nos posamos sobre ellos como obscenos amantes frígidos
siempre insatisfechos, les acariciamos con el fango untuoso de nuestros dedos
quebrados, ocupamos el mismo espacio que ellos adentrándonos en sus
entrañas como parásitos intracarnales, palpamos sus cuerpos con nuestras
manos de ciénagas repletas de insectos, clavamos nuestras uñas
resquebrajadas en sus almas desprevenidas, traspasándoles pena y dolor, y
robando sus emociones. Todo para sentir su miedo. El terror es fuerte, el
terror es la base de la vida, por eso nos gusta rozarlo, porque es casi como
volver a estar un poco vivos.
Me quedo junto a ella, captando su inquietud, su nerviosismo. Lo que
experimento no se puede calificar de vida. Al igual que tampoco se puede
decir que el cadáver cubierto con una sábana en la morgue está vivo por el
hecho de que sufra imperceptibles espasmos musculares o expulse los últimos
gases. Pero es lo único que tenemos, el miedo, el cuerpo bajo la mortaja.
La acompaño durante toda la proyección. En el último rollo, Jana cierra
los ojos asustada. La jauría de perros zombis ha rodeado a los protagonistas
en una pequeña caseta. Su rostro es perfecto, la veo tan desvalida, tan triste,
tan frágil… Y yo también cierro los ojos. Y me pregunto cómo sería volver a
estar vivo, volver a sentir algo por una chica como esa, volver a amar. Ese
sentimiento no se puede capturar. No se puede reproducir. Ya lo tengo
olvidado.
Y veo sus pupilas bajo los párpados cerrados. Y son como tardes dulces
repletas de sueños lánguidos. Y la siento más profundamente. Y no sé cómo,
pero sé que su chico la ha dejado hace poco, justo antes de que ella viniera a
Sitges, que ha preferido a la morena del bar.
Y me acerco a sus labios entreabiertos por los que escapa una respiración
agitada. Me pregunto qué sentía su chico cuando los besaba, qué sentiría yo.
Miel, probablemente. Aunque ya no recuerdo cómo se siente la miel.
Jana tiene miedo, y yo lo percibo con ella. Y vivo un poco más. Abre los
ojos para seguir la película. Dejo caer mis labios sobre los suyos. Es un aleteo
de mariposas azules.
Grita. Uno de los perros ha saltado al interior por una ventana.

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El miedo atraviesa mi tráquea de sombra y llega hasta mi corazón de
noche, es un leve hálito. Es una contracción muscular, es un susurro bajo la
sábana de la morgue, es un espasmo en la oscuridad. Lo más cercano a la vida
que estaré nunca más. Me dejo llevar. Beso su boca desde dentro. Y
experimento, inesperadamente, algo parecido a la luz. Aquí hay más que
miedo. Siento más. Capturo algo nuevo. Muerdo su paladar con encías
descarnadas.
Luz. Siento luz. Una implosión de soles muertos. ¿Qué estoy capturando?
¿Qué es esto? Entonces se me ocurre que quizás pudiera ser ese amor negado,
retenido en su joven corazón ilusionado, ese amor rechazado por su amado.
Es como si las puertas de mi percepción se hubieran ampliado. Como si la
estrecha ranura por la que escapaba el miedo de Jana se hubiera abierto
dejándome entrever el luminoso interior de su alma enamorada. Un destello
de vida. De auténtica vida. De amor.
Dejo que me cubra, que me posea, es maravilloso. Es como sacar la
cabeza a la superficie después de haberse quedado sin aire debajo del agua. Es
como volver a sentir el picorcillo del sol en la piel después de estar encerrado
en una fría celda. Es como ser acariciado después de haber muerto.
El tiempo carece de sentido en la eternidad, pero tarde o temprano la
película siempre acaba. El asesino se aleja hacia la luna llena escoltado por su
jauría de perros zombi y los créditos comienzan a aparecer mientras suena un
rock estruendoso.
Las luces se encienden y los murmullos renacen. Los espectadores se
ponen en pie y comienzan a desfilar despacio, renuentes, hacia la salida. Veo
a los míos, intentan conseguir los últimos retazos de emoción, se aferran a sus
espectadores con tentáculos viscosos, sorbiendo, aspirando, anhelando. Sé
que gritarían de desesperación, si pudieran gritar, y si pudieran sentir
desesperación. La sesión ha acabado.
Jana Agudo suspira aliviada. Lo ha pasado fatal, nunca se acostumbrará a
este tipo de películas. El viejo crítico que estaba a su lado sonríe con
crueldad, machacará ese título. La chica sigue apretando la carpeta contra su
pecho. Los míos dejan partir a sus portadores de miedo, les dan las últimas
tristes caricias y dejan que el nudo se desate muy despacio. Nos tenemos que
conformar con estas migajas. Vagan al otro lado de la sala, al olvido de la luz.
Jana avanza hacia el pasillo y algo extraño ocurre: me arrastra con ella.
Podría liberarme fácilmente de esa tracción, de ese campo magnético que me
atrae hacia ella. Pero no lo hago. Dejo que me lleve. Me adhiero a su cabello
y cabalgo su longitud.

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Los demás me miran asombrados, no saben lo que ocurre. La chica me
lleva con ella. Y yo me dejo llevar hacia el exterior de la sala en la que
moramos, rumbo a la luz.
Me aferro a los poros de su piel, como el bebé hambriento al pecho
materno, como el moribundo a la esperanza, como el agua a la arena. Y dejo
que me lleve con ella, prendido a sus cabellos, asido al interior de sus
párpados, convertido en la humedad que recubre su lengua.
Los míos me llaman con ensordecedores aullidos silenciosos. Saben lo
que significa abandonar el cine.
Quizás estén equivocados. Quizás sí pueda salir a la luz, a la vida.
Al amor.
El rostro de Jana es maravilloso. Me adhiero a él.
Salimos muy juntos del cine.
Siento la luz.
Oh, la luz…

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El escombral
JUAN RAMÓN BIEDMA

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JUAN RAMÓN BIEDMA (Sevilla, 1962) estudió Derecho, y se dedicó durante
años a la gestión de emergencias, actividad que ha compaginado con la de locutor
de radio, guionista, crítico musical y cinematográfico, así como con la
colaboración en diversas antologías —⁠Libertad condicionada y otros relatos,
Guernika variaciones…⁠— y publicaciones. El manuscrito de Dios, mención
especial del jurado en el II Premio de Novela fallado por la Semana Negra de
Gijón del 2004 y finalista del Memorial Silverio Cañada, supone su debut en el
campo de la novela, iniciando una trayectoria que se vería continuada con El
espejo del monstruo, El imán y la brújula, —⁠obra por la que ha obtenido los
premios Novelpol y Hammett a la mejor novela policíaca publicada en 2007⁠— y El
efecto Transilvania. Su última novela es El humo en la botella (Salto de Página,
2010).
«El escombral» era, hasta ahora, inédito.

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El escombral

Solo sé que cambiaré de pisos y ciudades,


siempre con recibos de la luz pendientes,
con viejas botellas de vodka en los rincones,
periódicos sin fecha, libros gastados, húmedos,
palabras de una lengua ausente…
Siempre sin fe, aguardando, sin esperanza, atentos.
LUIS ANTONIO DE VILLENA, Martas cibelinas


Estaba tan oscuro que no podría distinguir el dolor.
Acariciaba la vía con la punta de la bota. Llegaban ya las luces del
ferrocarril, pronto traerían su inconfundible sonido que le impediría también
oír sus propios gritos, el plan era perfecto, llevaba muchos de sus veinticuatro
años contemplando una solución como aquella. La enorme ventaja de apoyar
la cintura y no el cuello sobre el raíl era que, además, podría curiosear desde
la posición más privilegiada cada detalle del tren hasta el último momento. El
inconveniente sería que su eterno dolor de cabeza iba a tardar una fracción
adicional de segundo en desaparecer.
Iba a tardar más que eso.
Olalla llevaba toda la tarde pensando en que si se quitaba la vida esta
noche, los pocos que la conocían iban a pensar que el bizco cabrón que la
había despedido de la cafetería era el responsable de su suicidio. Que había
hecho aquello por un puesto de camarera.
No separa aún el pie de la vía.

Cuando el tipo se corrió, durante un instante estuvo segura de que había


cometido un grave error la noche anterior al no tenderse sobre la vía.

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No había cerrado los ojos ni un solo momento, ni antes ni mientras; desde
su perspectiva, acuclillada ante él, supo que quería algo más por la forma en
la que dibujaba con la punta del dedo sobre las sábanas e inmediatamente
después por la mano que dejó caer sobre su hombro.
Se lo había tropezado como media hora antes, cazador y silencioso, menos
viejo de lo que aparentaba por el traje que no se quitó en ningún momento y
su maletín lleno de libros, seguramente buscando a las putas que rondaban un
par de rotondas más allá, al final del polígono industrial de las afueras de
Cáceres donde se encontraba el hostal en el que Olalla se alojaba desde hacía
tres meses.
El individuo tenía buen ojo. Le bastó coincidir con ella tres segundos en
un semáforo para etiquetarla como carne de cañón callejero, el polígono
desierto a primera hora de la mañana, un murmullo de euros y mamadas. Se
lo llevó a la habitación que tenía alquilada para no despilfarrar ni un céntimo
y porque allí nadie se extrañaba de ver entrar y salir parejas absurdas. No se
hable una palabra más. Hasta ahora.
—Otros cincuenta —observándola muy fijamente, calibrando el
experimento, señala el reguero de semen derramado en el suelo⁠—, si lo
recoges. Con la lengua.
Lo peor de estar allí es que ni siquiera habían dado las diez de la mañana
y no iba a saber cómo cargar con el dolor de cabeza el resto del día; el
recuerdo de lo que estaba a punto de hacer podría durar mucho más, pero no
era tan importante.
Apoyándose en manos y rodillas se sitúa sobre el líquido blancuzco.
El suelo no sabe a nada.

El sujeto se marchó mientras Olalla se lavaba los dientes asomada a la


ventana del cuarto de baño. Consideró la posibilidad de tirar el cepillo a la
papelera, pero no consistía en eso el lujo que quería obsequiarse con el dinero
que había ganado; el hachís era de los pocos remedios que continuaban siendo
efectivos para su dolor.
Los vio cruzar el patio camino de las habitaciones.
Aunque el día estaba nublado, la luz grisácea le acribillaba el centro de
donde surgían los estallidos de su cabeza como con un juego de cuchillos
recién estrenados; entró al dormitorio para recoger las gafas de sol y volvió a
asomarse a la ventana.

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Parecían una partida de indigentes o de hippies tras pasar por una condena
de veinte años en una prisión tailandesa. Andaban despacio, muy cansados o
muy enfermos, apenas podían tirar de sus mochilas, aunque la mayoría no
parecían demasiado viejos. Entre dos, un hombre y una mujer calva,
ayudaban a otro bastante mayor que ellos, con escasos mechones de cabello,
como islotes, extremadamente delgado, que se apoyaba en sus hombros para
caminar.

—Son Gitanos Nucleares —le dijo Ramira, señalándolos, que acababa de


sentarse junto a ella en el borde del pilón ya inútil que hacía las veces de
banco en el patio del hostal.
—¿Nucleares? —Olalla toma otro trago de su botellín⁠—. Y no parecen
gitanos.
Pueden verlos, mientras comen bocadillos, tan vencidos como cuando
cruzaron el patio con sus mochilas, a través de los ventanales del salón de
celebraciones donde nunca nadie ha celebrado nada, anexo a la desvencijada
cafetería del hostal, que los huéspedes han adoptado como una especie de
zona de reuniones.
—Los llaman Gitanos Nucleares porque recorren Europa limpiando
centrales nucleares.
—Eso suena peligroso.
—Me han dado a entender que es más que eso —⁠Ramira le agarra el
brazo y baja el tono de voz pero aumenta la intensidad⁠—. Por eso solo
contratan a vagabundos y a gente que no tiene nada que perder.
Aunque es su única amiga, Olalla mira con aprensión la mano sobre su
muñeca; no puede olvidar que Ramira lleva tatuadas las letras de la palabra
Satán en el interior de sus cinco dedos con el fin de poner al prójimo en
contacto con el demonio siempre que se le presenta una oportunidad. Parece
muy excitada, como cada vez que cree encontrar algún suceso anormal o
paranormal, que para ella muchas veces son lo mismo; además del trabajo de
limpiadora que ha tenido que abandonar a sus casi nueve meses de embarazo,
dedica su vida a buscar en tarots, psicofonías, ouijas, sectas y videntes salidos
algo que le hizo abandonar su casa a los quince años y que no ha dejado de
llamarla desde entonces.
—¿Y por qué no se quedan en una? ¿Por qué van de central en central?
—⁠Olalla.

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—Eso mismo les pregunté yo. Dicen que porque existen leyes que
prohíben recibir más de determinada cantidad de radiación al año; cuando ya
la han recibido, los echan. Pero nada impide que los vuelvan a contratar en
otra empresa.

Había algo en aquella gente que no le gustaba, pero aunque había intentado
pasar la tarde sola en una esquina del salón de celebraciones, parapetándose
tras sus gafas de sol del dolor de cabeza que amenaza con reagudizarse en
cualquier momento, Ramira, que llegaba con uno de los Gitanos Nucleares al
que le presentó como Andoni, se había sentado rápidamente a su lado.
El muchacho, que se arrancaba los pellejos de los dedos con la misma
saña que dedicaría al violador de su madre, parecía muy prendido de algo que
encontraba dentro de sí mismo, pero no ponía reparos para regresar
amablemente cada vez que Ramira le hablaba.
—Nos dirigimos a la Central de Almaraz como todos los años por estas
fechas —⁠respondió a una de sus preguntas⁠—. Tenemos que estar allí dentro
de tres días.
Olalla pensó fugazmente que eran los mismos que faltaban para recoger
los resultados de las pruebas que explicarían su dolor de cabeza, aunque se
libró rápidamente del tema, ya había decidido no ir a recogerlas.
—¿Os quedáis aquí cada año?
—No, esta es la primera vez. Antes nos quedábamos en un camping de
Saucedilla, al lado de Almaraz, en el parque de Arrocampo.
No explica por qué no lo han hecho este año, vuelve dentro. Olalla no deja
de pensar en qué clase de gente será aquella que se pasa la vida en la carretera
para dejarse matar un poco más por las radiaciones de la siguiente central.
—Tienes malilla cara —le dice a Ramira, con una gran sonrisa.
—No he podido dormir, me he pasado la noche soñando con ancianos de
dos cabezas —⁠mira directamente a Olalla⁠—, mujeres cortadas por la mitad en
las vías del tren y tortugas ciegas.
Olalla se quita las gafas de sol, está segura de que la alusión a la mujer
cortada por la mitad iba a dirigida a ella pero no sabe qué pensar o responder.
La chica calva de la partida entra en el salón, localiza a Andoni y avanza
rápidamente hacia el grupo.
—Johan —le dice a Andoni— está cagando mucha sangre.
—Hay que llevarle al hospital.

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Aunque se había fumado la mayor parte de la bola de hachís, buscando con
ansia la anestesia del humo y del frío nocturno, el dolor seguía en el mismo
lugar que siempre, con los contornos algo menos definidos pero igual de
denso y con un volumen comparable, según su intensidad, en los momentos
en que estaba segura de que llevaba un tumor en el cerebro, al tamaño de un
dedal, de una manzana, del monitor de un ordenador o de una cabina
telefónica.
Entró en el hostal sin saludar al cerdo del recepcionista de noche, cruzó el
patio despacio aunque empezaba a lloviznar y se dirigió a su cuarto.
Llegó frente a la puerta abierta del dormitorio del tal Johan, el gitano
nuclear que habían tenido que llevar al hospital. Pasó de largo. Regresó. No
tenía ninguna razón para entrar.
Una vez dentro, apartó velozmente la mirada del maloliente barro rojizo
que cubría las sábanas. La mochila abierta seguía tirada en el suelo.
Sobre la mesita de noche, con la cartera como sujetapapeles, una foto; los
blancos y los negros idos, muy antigua, los bordes ondulados y amarillentos.
El mismo grupo de gitanos nucleares, igual de rendido que ahora, el mismo.
Con la misma edad a pesar de los años de la foto. El mismo grupo.

Quién le iba a decir a Olalla que aquel hostal asqueroso se iba a convertir en
un albergue o en un club social.
Al momento de sentarse en el salón de celebraciones, llegaron los Gitanos
Nucleares junto a Ramira, que nunca se separaba de ellos; conectaron el
televisor, sacaron bebidas y latas de conserva, encendieron su cháchara en
distintos focos, justo lo que precisaba su dolor de cabeza.
Por suerte, el nómada que se sentó a su lado, un pelirrojo que apenas
parecía poder sostener el peso de su grueso bigote anaranjado, estaba
dispuesto a prescindir de la conversación y de la comida, completamente
absorto en un cuaderno de dibujo.
Olalla, tras el telón de sus gafas ahumadas, se dispuso a soportar los
comentarios acerca de las noticias del telediario que intercambiaban los
comensales en diversos idiomas, haciendo un poco de tiempo para marcharse
de allí sin resultar demasiado descortés. El presentador de las telenoticias
comentaba que un cohete fabricado en Costa Rica revolucionará el espacio.
Al parecer, la nave llamada Vasimir podría llegar a Marte en treinta y nueve
días. En la pantalla surgió un complicadísimo diagrama del cohete, con una
especie de aspa sobre los propulsores.

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El gitano que dibuja junto a ella lanza una carcajada. Se pone de pie y
levanta su cuaderno y todos lo vitorean. Muestra un diagrama exactamente
igual que el que todavía sigue en la pantalla del televisor. Es imposible que
haya tenido tiempo de copiarlo.

Olalla y Ramira, en el baño de la planta baja del hostal.


Una entra y la otra sale. Se hablan cautelosas, con gran miramiento, como
si su suerte dependiera de que nadie descubra su conversación.
—¿Te has dado cuenta de lo del dibujo? —Ramira.
—Lo tenía al lado.
—Hay algo muy raro en esta gente —con un brillo.
—…
—Ya te contaré.

—Gitanos Nucleares —el puerco hijo de puta del recepcionista que sale cada
media hora para fumar a la puerta del hostal sorprende a Olalla recuperándose
de una de esas punzadas que le taladran el cerebro desintegrándole en el
recorrido dos o tres meses de recuerdos⁠—. Los nuevos —⁠insiste ante la falta
de reacción de ella⁠—. Los llaman Gitanos Nucleares.
—Ya.
—No son los primeros que conozco. Morralla.
—…
Fuma unos segundos en silencio y después arranca a hablar como si nunca
se hubiera interrumpido la animada conversación que ha mantenido viva
dentro de sí.
—Las empresas los recogen del basurero donde estén, les prometen un
pastón por dos días de trabajo, se los llevan a una central nuclear, les dan un
traje protector de mierda que encima se tienen que quitar para no asfixiarse y
los ponen a limpiar reactores con los medidores de seguridad inutilizados.
—⁠Se asoma para asegurarse de que no hay nadie esperándole en el mostrador
de recepción y enciende un segundo cigarro con la colilla del anterior⁠—. A
las cuarenta y ocho horas los sueltan con la radioactividad saliéndoles por las
orejas —⁠un gesto de garganta cortada.
—…
—Aunque la mayor parte ya lo tenía todo perdido antes de entrar. Por eso
escogen a quien escogen. Los que no se mueren de cáncer a los dos días, se

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morirán a los dos años, así que no les importa buscarse otra central para hacer
lo mismo. Por lo menos tienen para medio vivir mientras tanto.

El hachís ya apenas le quita del dolor, solo la tranquiliza un poco, le permite


dar la espalda por un rato al terror que le produce saber que dentro de dos días
le darán los resultados de las pruebas; a veces ni eso. La decisión de no ir a
recogerlas la ha ayudado durante muy poco tiempo. Ahora se lo está
replanteando.
Escucha risas, voces, carreras a lo lejos. Un ladrido. Se detiene, extrañada.
Excepto en la zona donde paran las putas, aquellas calles sin nombre suelen
estar desiertas por la noche, por eso le gusta pasear entre las naves
abandonadas de aquel polígono industrial de mala muerte.
Continúa caminando.
Necesita silencio, frío y oscuridad para mantener a raya los fulminantes
que se desencadenan dentro de su cabeza, nadie entiende a los vampiros
mejor que ella.
Su padre murió de un tumor cerebral después de una agonía larga,
espeluznante, enloquecedora para todos. Olalla tiene exactamente los mismos
síntomas que él describía cuando debutó la enfermedad.
Al doblar una esquina ve aparecer a lo lejos, en sentido contrario, a los
Gitanos Nucleares; tiene el tiempo justo de ocultarse tras una verja.
Vienen a la carrera por la avenida, aclamándose o maldiciéndose entre sí,
abiertos en abanico, persiguiendo a un perro, apenas un cachorro, sin collar,
muy asustado, que intenta huir con todas sus fuerzas de la demencial partida
de caza.
Cuando pasan de largo sin verla, tiene la sensación de haberse librado de
un gran peligro.

Solo regresa a su cuarto cuando el cansancio no le permite dar un paso más.


En cuanto se mete en la cama escucha los aullidos del cachorro en una de
las habitaciones próximas. Tiene la certeza de que lo están sometiendo a la
más asquerosa de las torturas. Los lamentos del perro se le meten dentro,
hasta lugares donde solo le llega el dolor. Querría levantarse, investigar,
impedirlo, pero no puede consigo misma.
Empieza a llorar pero hasta ese esfuerzo aumenta su dolor.

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Su padre, que era médico, decía, cuando aún podía hablar, que a partir de
los sesenta el cuerpo humano es un escombral abandonado.
Olalla todavía no ha cumplido los veinticinco.

El barrigón de Ramira desencadena una atracción gravitatoria horizontal


contra la que resulta imposible resistirse.
—Te estaba esperando —sale de la destartalada cafetería para interceptar
a Olalla, que cruzaba el vestíbulo muy temprano en dirección a la calle⁠—.
Todavía no me he acostado.
—Qué burra eres.
—He pasado la noche con Andoni —la agarra por el brazo para poder
hablarle al oído⁠—. Acaba de irse a su cuarto a cuatro patas. No creía que
nadie pudiera beber tanto.
—… —Olalla se quita y se pone las gafas de sol por si es necesario
reajustar la realidad; no logra olvidar que su padre sufría elaboradísimas
alucinaciones.
—Tienes que hacerme un favor. He llegado a un acuerdo con ellos, un
trato: esta noche haremos una sesión espiritista —⁠radiante, espera en la otra
una reacción que no se produce⁠—. Tienes que acompañarme.
—Ramira, eso…
—Andoni me ha dicho cosas. En el interior del reactor nuclear se oyen
voces. Hay algo allí dentro. Algo que los transforma. Estoy dispuesta a hacer
cualquier cosa por averiguar cuál es el secreto de esta gente.
—…
—No me dejarás sola en la sesión, ¿verdad?
Olalla termina negando con la cabeza.
Y la otra la besa y se va sin darle tiempo a decirle que ya se ha
arrepentido, sin contarle cuál es su parte en el pacto que ha alcanzado con
ellos.

Se había propuesto evitar a cualquier precio otra de aquellas comidas del


salón de celebraciones en torno al viejo televisor, pero fuera no dejaba de
llover; Olalla no quiere pasarse los días dentro de su habitación, no quiere
llegar a eso, todavía no.
Johan, el tipo del pelo a islotes que ingresaron en el hospital el día de su
llegada, irrumpe sonriente y se queda tambaleándose en la puerta para que

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todos lo ovacionen. No lo admitirían ni como sustituto de los extras en una
película de muertos vivientes. Para corresponder al aplauso, se arranca uno de
los pocos dientes delanteros que le quedan, lo muestra mientras la sangre
gotea en las baldosas y lo arroja por la ventana ante el regocijo común.
Cuando se sienta, vuelve el silencio; hoy parecen muy concentrados en el
televisor, como si esperaran algo.
Tampoco tiene un buen día Andoni; derrumbado en una de las sillas de
plástico, se devora la piel de las manos como si estuviera finalizando el
trabajo de toda una vida.
De pronto, todos se miran entre sí. Una mirada triunfal. En la pantalla, el
presentador detalla la noticia que acaba de avanzar en titulares: se confirman
al menos cuatro víctimas mortales en Saucedilla, Cáceres, concretamente en
el camping del Parque Ornitológico de Arrocampo, a causa de la inundación
provocada por las fuertes lluvias que…
Olalla procura no manifestar ninguna emoción, pero recuerda
perfectamente que ese era el camping en el que se alojaban siempre los
Gitanos Nucleares, el que habían evitado este año.

A media tarde está empapada, tiene que volver al hostal para cambiarse de
ropa, no quiere pensar en las horas que le quedan para la sesión espiritista a la
que nunca debió comprometerse; ha pasado muchas horas dando vueltas por
el polígono industrial, ha vomitado dos veces, el dolor no es muy fuerte pero
no es un decir que no puede ni con su alma; se siente tan mal que hasta
empieza a pensar con cierta normalidad en la cita con el puto neurólogo al día
siguiente, sea cual sea el resultado de las pruebas; no le van a quitar nada que
le quede.
De la puerta del hostal sale una ambulancia a toda velocidad.
Ramira, que la ha visto llegar, la espera con una sonrisa.
—Se llevan a Andoni —explica—. Pero la sesión sigue. Ya lo tengo
hablado. A las doce menos cinco.
—¿Qué le ha pasado?
—Ha intentado suicidarse.
El mamón del recepcionista rodea el mostrador para unirse a ellas.
—Se lo ha hecho él mismo —confirma—, no creo que salga de esta. Se ha
estado masticando las venas de la muñeca en su cuarto hasta quedarse
prácticamente sin sangre.

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Agarrándose a las paredes, ha tardado casi cinco minutos en atravesar el
laberinto de pasillos del hostal, una distancia que normalmente recorre en
unos segundos.
Cuando llega al patio que debe cruzar para llegar al salón de
celebraciones, donde tendrá lugar la sesión espiritista, deja súbitamente de
llover, como para facilitarle la llegada, lo cual contribuye a aumentar su
ansiedad.
Hace un rato ha sentido como si algo se le desgarrara en lo más profundo
de su cabeza; nunca ha notado algo semejante.
Son las doce menos diez.
Una décima antes de llegar al salón, se abre la puerta y aparece Ramira
para recibirla, una mano en el picaporte y la otra intentando abarcarse la
panza que no deja de crecer; nunca la había visto tan solemne.
Detrás, sentados en semicírculo alrededor de una mesa iluminada con
velas, los Gitanos Nucleares, más que para convocar a un espíritu, parecen
haberse reunido para constituir un tribunal.
—No puedo quedarme —le susurra Olalla a su amiga.
—No me hagas esto —con la voz rota por la mitad.
No puedo, iba a quedarme, venía con la intención de quedarme, lo juro,
en ningún momento me he planteado no estar contigo, pero es que no
puedo…, piensa Olalla mientras se da la vuelta.

En cuanto lleva un cuarto de hora en la cama, vuelve a levantarse. Por una vez
no es el dolor sino el miedo hacia aquella gente lo que le dificulta cada paso.
Tiene la sensación de que algo irreparable va a ocurrirle a su amiga si no está
a su lado.
Abre la puerta del cuarto para volver al salón pero no llega a cerrarla. La
luz mortecina se refleja en la interminable procesión de cucarachas que cubre
por completo el suelo del pasillo, una sola entidad que se agita como si no
dejara de reproducirse en su interior.
Uno de los insectos se separa de la matriz y se cuela en el dormitorio.
Al pisarla, un estruendo metálico resuena dentro de su cabeza dejándola
sin respiración, un crujido, como si un portaviones se quebrara por la mitad
encima de ella.
Ciega, logra cerrar la puerta.

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La noche ha sido una cosa negra, informe, que debe de haber pasado ya,
porque Olalla está de nuevo en pie, incluso ha reunido fuerzas con las que
asearse un poco y vestirse para marcharse a la cita con el médico, pero antes
debe pasar por la habitación de Ramira.
No hay rastros de las cucarachas en el pasillo.
La luz es una niebla sucia del color de los algodones empapados de
alcohol que pueden verse en el suelo de los hospitales.
Un desacostumbrado alboroto se escucha en la zona de recepción.
Nadie responde cuando llama a la puerta pero esta cede al empujarla.
—Acabo de acostarme hace un rato —la corta la voz de Ramira antes de
abrir del todo.
—Tengo que hablar contigo.
—Ahora no puedo.
—Voy al médico.
—…
—Vendré luego. ¿Tú estás bien?
—Muy bien.
No hay duda de que se siente así.
Ha permanecido casi completamente a oscuras en todo momento. Cuando
Olalla cierra la puerta, cree haber visto que su amiga ya no estaba
embarazada, no ha percibido ningún rastro de la barriga entre las mantas. Pero
ha estado allí muy poco tiempo y la luz apenas lograba penetrar en la
habitación.

No recordaba otra ocasión en la que la recepción del hostal estuviera tan


repleta.
Por suerte casi todos los Gitanos Nucleares habían liquidado sus cuentas
ya y estaban saliendo a la calle cargados con sus mochilas.
Estaban todos allí, más alegres y enérgicos que nunca; hasta Andoni, con
las muñecas vendadas, que debía de haber recibido el alta esa misma noche.
El último en salir fue Johan, el tipo con el pelo a islotes. Olalla hubiera
jurado que al abrir la boca en su sonrisa de despedida volvía a tener todos los
dientes delanteros.

Cuando la enfermera la llamó, estuvo a punto de decirle que no tenía ninguna


prisa, que podía esperar, aunque tampoco quería quedarse por más tiempo en

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la sala de espera.
Ahora llevaba casi cinco minutos en la consulta, el tiempo que el médico
había dedicado a leer con todo detenimiento su historial clínico y a efectuar
numerosas consultas en el ordenador.
Olalla no levantaba la vista.
Más de una vez estuvo a punto de preguntar si se habían recibido ya los
resultados de sus pruebas.

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Palabras para Nadia
DAVID TORRES

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DAVID TORRES (Madrid, 1966) es escritor, columnista de prensa y guionista. En
1999 publicó su primer libro, Nanga Parbat, (premio Desnivel de Narrativa y
traducido a varios idiomas), al que siguieron los relatos de Donde no irán los
navegantes (premio Sial de narrativa 1999), Los huesos de Malllory —⁠una
original visión del héroe del Everest escrita en colaboración con Rafael Conde⁠—,
los cuentos de Cuidado con el perro (2002) y el poemario Londres (2003). Con El
mar en ruinas (2005), una ambiciosa continuación de la Odisea, obtuvo el elogio
unánime de la crítica. Ya había sido finalista del Premio Nadal 2003 con El gran
silencio, una novela negra donde aparece por primera vez Roberto Esteban, el
protagonista de Niños de tiza (Algaida, 2008) con la que ganó el XXX premio
Tigre Juan de Novela y el premio Hammett a la mejor novela policial en la
Semana Negra de 2009.
En su más reciente bibliografía destacan La sangre y el ámbar (2006), Robando el
tiempo a la muerte (2006, escrito en colaboración con Sebastián Alvaro) y Bellas y
bestias (2008).
El relato que aquí recogemos se publicó originalmente en Donde no irán los
navegantes.

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Palabras para Nadia

Para Alicia Mariño y Luis Alberto de Cuenca




Nadia, es cierto que no te llamas Nadia, pero qué importa eso ahora, en medio
de esta noche interminable. Déjame recordar otra vez nuestro viaje,
escúchame mientras mi dedo recorre despacio las líneas suavemente irreales
del atlas, podemos salir de Bucarest con destino Brasov y luego, allí, hacer el
transbordo a Sighiosara, el tren se bambolea ligeramente al rozar con las
letras de los Cárpatos mansamente apaisadas en el mapa; no te inquietes,
Nadia, ya sé que tienes miedo a los trenes, que no te gusta que te llame Nadia.
En cambio, ahora que lo pienso, Nadia es un nombre que te sienta muy bien
porque es como el femenino de nadie, y en cierto modo tú no eres aún más
que un poco de nada y miedo y niebla, no existes más que en virtud de este
ensalmo compuesto de nombres de ciudades y estaciones: no existes tú ni tus
alumnos ni el resto de tu mundo diurno, sino solo palabras, lentas palabras
que deletreo a medida que mi mano las acaricia sobre el atlas. Transilvania,
por ejemplo, fíjate que palabra tan bella, Nadia, parece hecha a medida para
ti, que temes a los trenes, puesto que suena a tren, es una lenta locomotora de
vocales por donde cruzan viajeros misteriosos y brisas nocturnas, pero
también otras cosas porque también hay en ella tránsitos, selvas, silbidos y
vesania. O Valaquia, como una reina hermosa y cruel, con la uve mayúscula
que recuerda vagamente el colmillo del vampiro y esa suave aspiración de la
última sílaba que tiembla entre los labios entornados con el estertor de una
vena marchita. «Las leyendas dicen que los vampiros nacieron en Valaquia,
pero sabemos que son mucho más antiguos», es una frase con la que inicias a
menudo tus clases, ese universo rutinario hecho de escepticismo,

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conferencias, tópicos, ese lugar donde intentas demostrar a tus jóvenes
alumnos de antropología que los vampiros no existen ni existieron nunca, que
son una urna vacía, un mito, una metáfora o, en el mejor de los casos, un buen
pretexto para escritores sin imaginación. Entonces hay un mundo donde tú y
el tiempo y el espacio son algo más que palabras, donde sonríes y hablas
monótonamente a un auditorio aburrido, donde respondes a otros nombres y a
veces te acuestas con algún amante casual, tal vez uno de tus alumnos, y
mientras te acaricia no se te va de la cabeza la idea de que, a pesar de tu
belleza, lo hace para subir nota, los alumnos son así hoy día, y suspiras
añorando otras épocas que no conociste, y después del amor empiezas a
dormir lentamente, un sueño sin orillas donde, detrás de los párpados
cerrados, un gemido, un tumbo del cuerpo que descansa al otro lado de la
cama puede engendrar al monstruo, dar inicio al viaje: el chirrido de las vías
muertas, el lento despegue del tren, la estación que va quedando atrás, la
palabra Transilvania.
No pasa nada, Nadia. Ven, dame la mano, vamos a entrar juntos en esa
pesadilla rescatada de entre tus recuerdos infantiles; no temas, en realidad el
sueño es muy sencillo: mira, hay un andén desierto y un tren a punto de partir,
tú eres el único viajero que queda abajo y por nada del mundo quisieras subir
a ese tren, pero tampoco puedes aguardar sola en ese andén lleno de vaho,
apenas un apeadero en medio de la noche. Entonces has subido al tren y estás
en un compartimento lleno de gente, hay gente por todos sitios, viajeros
sentados en los pasillos, atestando los lavabos, acurrucados sobre los
portaequipajes. Fíjate bien, Nadia, hasta aquí un sueño corriente pero es ahora
cuando viene el miedo, un miedo irracional, sin motivo ni origen, que sacude
a la multitud de viajeros. El miedo es el avance del revisor pidiendo los
billetes y como no pareces entenderlo un pasajero te susurra al oído: «Él
arreglará este desorden, ya verá». A medida que aumentan los gritos de
pánico, el pasajero te explica que todos esos hombres y mujeres que chillan,
viajan sin billete y que el revisor les dará su merecido. En realidad, solo él
parece aprobar la tarea del revisor, quien, de repente, ya ha llegado hasta
vuestro vagón. De pronto comprendes por qué gritan los viajeros, ves cómo el
revisor —⁠alto, ceremonioso⁠—, si no tienen billete que ofrecerle, inmoviliza al
polizón, le obliga a sacar la lengua y luego se la perfora limpiamente con el
sacabocados, dejando un agujero pequeño y redondo como una hostia y unas
gotas de sangre. No te asustes, Nadia, el pasajero que está a tu lado explica
que es un mal necesario para erradicar la fea costumbre de viajar sin billete, el
revisor asiente con la cabeza, le pide el suyo, pero él tampoco tiene, por más

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que rebusca en su chaqueta no lo encuentra, y mientras sigue buscando no
cesa de alabar los procedimientos expeditivos de la compañía ferroviaria.
«Tiene usted mucha razón, señor», dice el revisor y, tac, también le agujerea
la lengua. Entonces se vuelve hacia ti y es cuando caes en la cuenta de que tú
tampoco llevas billete.
Aquí la pesadilla se ramifica: podemos acabarla aquí y entonces te
despertarás aterrada, con un sabor metálico en la boca, pero también podemos
seguir de varias formas, Nadia, te ofrezco esta: caminas a lo largo del pasillo
buscando a un pasajero que pueda darte ese billete. Nadie conoce a ese
pasajero, nadie puede decirte qué te cobrará por el billete y si el precio
merecerá la pena, si no será mejor ofrecerse al revisor como hacen todos. Un
amigo psicólogo al que consultarás después, en la vigilia, te hablará de una
fijación paternal, te explicará que ese pasajero que buscas es tu padre —⁠y
luego, otras noches, lo soñarás con la cara de tu padre, lo imaginarás así, sin
verlo⁠—, pero un sacerdote te diría que es Dios y Percy… Quién sabe. Lo
único seguro es que el tren se vuelve ahora lento, solemne, deslizante; todo el
sueño se ha llenado de amplitud y serenidad, hay tonos caoba, oscuros y
profundos, y los vagones que vas recorriendo, sola, tienen una precisa forma
de ataúd, anchos al principio, estrechándose al fondo. Una a una vas abriendo
las puertas de los compartimentos: todos están vacíos y tú lo sabes, Nadia, de
pronto sabes que el pasajero que tiene tu billete te espera tras la última puerta
del último vagón, al cabo del tren, Nadia, pero ya es hora de que despiertes.

Al principio la pesadilla te deposita en un lugar sin tiempo ni memoria.


Despertar no es solo abrir los ojos y lavarse la cara, sino también hablar,
reconocerse en el espejo, entrar en otro sueño. Solo cuando te ves reflejada en
el espejo del lavabo recuerdas que estás en un hotel, en Bucarest, que has
dormido toda la mañana, cansada del viaje, y solo entonces empiezas a
preguntarte qué harás en Bucarest un domingo por la tarde, cuando no te
apetece quedarte en el hotel ni pasear sola por una ciudad extraña y el
periódico desplegado sobre la cama solo te ofrece vagos jeroglíficos rumanos,
cines rumanos, teatros rumanos. Penosamente logras descifrar el anuncio de
un recital de piano ofrecido por un joven artista local; el programa
comprende, después de una serie de rapsodias inequívocamente rumanas, las
Variaciones Goldberg, de Bach, y tú siempre has amado esa música. Entras
en la ducha, desnuda, y mientras el agua caliente resbala sobre ti canturreas
no el aria, sino el inicio de la primera variación, es curioso que intentes

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despejarte con una pieza elaborada para distraer el insomnio de un aristócrata,
un somnífero musical, una larga nana. Recuerda, Nadia, que un
encantamiento pronunciado al revés se vuelve contra sí mismo, todo depende
de qué lado del espejo se esté y tal vez la historia concluya de otra manera: tu
reflejo invertido en el espejo anularía la pesadilla del mismo modo que
despertar tarareando las Goldberg podría significar el insomnio, la cólera del
rey ordenando que le traigan la cabeza del clavecinista y puede que la de
Johann Sebastian.
Tú aún no lo sabes, Nadia, pero el juego de espejos prosigue en el teatro
y, después de comprar la entrada y detenerte un instante en el vestíbulo
pensando que la música de Bach será un buen laberinto donde dejar olvidada
la pesadilla, has doblado distraídamente a la izquierda; siguiendo un afluente
de público entras en una sala que se te antoja demasiado pequeña y demasiado
baja para un concierto. Te detienes pensando si te has equivocado pero en
seguida un amable uniforme te conduce a la tercera fila, tú buscas en el
bolsillo de la chaqueta para entregarle la entrada que has sacado hace un
momento, afuera, y no la encuentras por ningún sitio, buscas en el bolso
mientras el uniforme se desentiende de ti con una sonrisa rumana y tú te
meces de pronto en esa reminiscencia de tu sueño, pero la sala es todavía una
sala, no un vagón de tren, y los sillones son cómodos, reconócelo, aunque, si
te fijas bien, Nadia, nadie entrega la entrada. Antes de darte tiempo a
comprender, las luces se gradúan y cesan los murmullos; tu mirada se
apacigua en una calma de telones rojos. Dos señores emergen de entre los
telones y uno de ellos se sitúa tras la mesa con un micrófono mientras el otro
trae un vaso y una jarra de agua. Suspiras, tranquilizada, sintiendo que lo que
dice incomprensiblemente ese anciano alto y canoso no puede ser más que el
preludio del concierto, seguramente la presentación del joven talento local
que espera nervioso al otro lado del telón —⁠piano y pianista como un negro
centauro⁠— pero debes admitir, Nadia, que como presentación parece bastante
prolija, eso aparte de que algunas palabras te son sospechosamente familiares,
por ejemplo, ahora acaba de pronunciar una que suena lejanamente a
Valaquia. Todavía pasan unos minutos antes de que entiendas del todo que ya
no se alzará el telón, que la intrincada conferencia y el impasible
conferenciante son todo lo que te ofrece el azar de los espejos en Bucarest
esta noche. Te levantas y sales de allí, avergonzada, aturdida, sorteando
miradas iracundas, y, una vez en el vestíbulo, adviertes el error: un cartel con
el programa del concierto —⁠arriba, subiendo la blanca escalinata⁠— mientras
otro cartel, vistoso y enigmático, anuncia la conferencia sobre Vlad Dracul

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impartida por un historiador rumano. Desde algún sitio llegan hasta ti,
amortiguados, bellos acordes magiares; en realidad todavía puedes esperar ahí
el intermedio y luego subir en la segunda parte y escuchar las Goldberg.
«Veo que no soy el único que se aburría ahí dentro». Te das la vuelta,
despacio, sin acertar a responder qué te sorprende más: si el hombre alto y
lánguido que te ha seguido hasta el pie de la escalinata o el hecho de que
hable en inglés y lo entiendas, de que sigan existiendo otros idiomas aparte
del rumano. «Me llamo Percy, como Shelley». Humor inglés, claro, solo
podía ser inglés con ese acento y ese porte suavemente aristocrático que te
recuerda al actor Peter Cushing, el implacable cazador de vampiros. Fíjate,
Nadia, qué cuidadosamente alarga esa mano. «¿Tiene algo que hacer?
¿Aceptaría cenar conmigo esta noche?». Esa mano que se posa en tu cuello.
«Por lo que veo usted también es supersticiosa». Levanta el pequeño crucifijo
de tu collar, lo acaricia, sonríe. «Es lógico en Rumania. Pero yo no creo en
vampiros». «Yo tampoco», dices como si emergieras de un sueño.
Salís juntos del vestíbulo y lentamente camináis en la noche de Bucarest.
No queda apenas gente en la calle a esas horas. Percy va a tu lado, sin hablar,
y de vez en cuando te mira, sonriendo. Mientras avanzáis en silencio pienso
por primera vez en la soledad dolorida de tu belleza, Nadia, porque no debe
de ser fácil convivir con toda esa belleza, sortear sus asechanzas y
emboscadas. Percy empuja la puerta de un restaurante típico y te invita a
franquear la entrada. «Llevo algunos días en la ciudad y este es el mejor local
que he encontrado. Viene recomendado en todas las guías. A veces el folklore
tiene sus sorpresas». Mientras os acomodáis en una mesa apartada, Percy te
explica algunas virtudes de la cocina rumana, pero tú no le prestas atención,
prefieres absorberte en un espejo lejano. «¿Es recién llegada, verdad?
Entonces permítame que elija por usted». Percy llama al camarero y le
encarga la cena. Luego se vuelve hacia ti, empieza a hablar. Deberías
escucharle, Nadia.
«Perdone mi indiscreción, pero ¿no estaba usted hace poco en Bolonia, en
un ciclo de conferencias?». Percy se interrumpe para dejar al camarero llenar
las copas de vino. «¿No dictó usted la conferencia sobre vampirismo? Déjeme
ver un momento, creo que todavía tengo el programa». Miras inquieta a
derecha e izquierda; detrás de Percy, unas mesas más allá, el espejo duplica el
restaurante, te devuelve otros comensales, la espalda de Percy, la inversión de
tu mirada. Percy ha sacado un libro barato, muy manoseado; entre las páginas
guarda papeles, notas sueltas, apuntes a lápiz. Saca el programa y lo examina
atentamente. «Aquí está. Posibles significados de un mito extinguido, por

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Marie Guillaume». «Pero me llamo Nadia», dices en un susurro, sin dejar de
vigilar el espejo. «¿De veras? Cuando la vi esta noche, en el teatro, hubiera
jurado…». Percy se detiene, perplejo, luego lo piensa mejor y suelta una
carcajada. «Se está burlando de mí. Cree que soy un fanático de los vampiros
y que voy a darle la noche». Bebe un sorbo de su copa. «Bien, en cierto modo
lo soy. Pero le juro que no creo una palabra sobre vampiros». Percy alza una
mano para solemnizar su juramento, pero en seguida tiene que bajarla para
que el camarero pueda servir la sopa. «Verá, soy guionista de cine. Estoy
dándole los últimos toques al guion de una película sobre vampiros y he
venido a Rumania para captar algo de ambiente. Pero aquí todo es demasiado
oficial, demasiado turístico. En cambio, su conferencia de Bolonia me aclaró
muchas cosas, por ejemplo, la existencia de leyendas similares entre los
egipcios, los griegos o los árabes. Es decir, que los vampiros no nacieron en
Transilvania, como pretendía hacernos creer ese profesor sabihondo, sino que
son una constante en casi todas las culturas, un miedo común a todas ellas».
«Miedo, por qué. Los vampiros no existen». Lo dices como si quisieras
convencerte, Nadia. «Además, nacieron en Valaquia». «Precisamente de eso
quería hablarle —⁠dice Percy, excitado⁠—. De cómo los vampiros utilizan la
incredulidad a favor suyo, aunque, al mismo tiempo, nada ofende más a los
vampiros que el hecho de que no crean en ellos. Los no muertos, los señores
de la noche, como dijo usted en su conferencia. En mi guion no es solo una
metáfora: quiero que sean dueños de la noche en el sentido literal del término,
en el sentido de que puedan manipular los sueños, entrometerse en la
memoria de sus víctimas, alcanzar su intimidad más profunda, confundirlas,
jugar con su pasado y su futuro». «¿Cuándo he dicho yo eso?». Tu
interrogación se convierte en un gemido que desconcierta a Percy, sus manos
disecadas en el ademán de la estrangulación. «Es solo un guion tonto y
probablemente no llegará a filmarse nunca. Pero quiero que sepa lo mucho
que le debe a usted. Gracias a su conferencia decidí suprimir los clásicos
colmillos y utilizar esa variedad rusa de vampiro que tiene la lengua en forma
de lanza y que succiona la sangre en medio de un beso». «La lengua», repites
como un autómata. El espejo del fondo te devuelve ahora parte de la pesadilla
que se llevó el espejo de la habitación del hotel —⁠gritos de pánico, lenguas
perforadas⁠— como si tu sueño fuese un navío saqueado por un mar de
espejos, con fragmentos traídos y llevados por el oleaje. «Espero que mi
charla no le haya hecho perder el apetito», bromea Percy. Mecánicamente
tomas una, dos cucharadas de sopa; luego dejas que el camarero retire los
platos. Mientras termina de limpiarse con la servilleta, Percy no puede evitar

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hacerte una confidencia más. «Sabe, creo que tenía que hablarlo con alguien,
desprenderme de ello, como dicen los escritores. Claro que yo no soy un
escritor de verdad, pero me parece que estoy demasiado obsesionado con este
guion. Desde que tuve la primera pesadilla no he dejado de soñarlo». Aparta,
Nadia, viene el camarero con el segundo plato. «¿Cómo termina su guion?
¿Qué hace la mujer?». Percy reflexiona un instante, cerrando los ojos. «Solo
hay un final posible, estoy seguro. Aunque me gustaría que hubiese otro». Su
mano reanuda el movimiento del tenedor. «Espere —⁠añade
atolondradamente⁠—, no le dije que fuese una mujer…». Te levantas despacio,
coges el abrigo y el bolso, dices: «¿Sabe en qué nos parecemos los dos? En
que ni usted ni yo creemos en vampiros, pero los dos vivimos de ellos». Percy
solo tiene el tiempo justo de alzarse y balbucear algo, atónito, mientras tú
caminas resueltamente hacia la puerta cruzando en diagonal el restaurante. Es
demasiado tarde para que pueda seguirte, te alejas rápidamente en el aire frío
de la calle pensando en el posible final de la historia, imaginando otras
alternativas, pero quién te dice, Nadia, que todo ha de tener un fin, las
Goldberg no lo tienen: apenas se extingue el eco de la última aria en el aire,
como una nana infantil, esperas que vuelvan a sonar las traviesas escalas de
las variaciones. Indiferentes al tiempo y a la historia de los hombres, no
pueden acabar porque no tienen ni principio ni fin, es la única música del
mundo que empieza exactamente donde acaba, Nadia, como un círculo a
través de los siglos, un eterno retorno, como la vida del vampiro, que siempre
está empezando, que termina y empieza con un beso de sangre, que vuelve a
empezar y a terminar con cada beso.
Ahora ya sabes lo que debes hacer si quieres matar el sueño. La estación
te aguarda en medio de la noche con el aire somnoliento de las catedrales;
bajo las desamparadas luces hay viajeros dormidos en los asientos, una mujer
leyendo, un viejo esperando. «Quiero un billete», dices en inglés, pero la
mujer de la ventanilla no puede entenderte, Nadia. Entonces haces un dibujo
con los dedos en la madera sobada del mostrador, la mujer se inclina para
observarlo pero todavía lo entiende menos y se encoge de hombros.
Acurrucada sobre el mostrador, sigues dibujando sin saberlo un trayecto
ficticio que une Budapest con Sighiosara, ¿habías oído hablar antes de
Sighiosara, Nadia? «Sighiosara», dices, alzando la cabeza y la mujer de la
ventanilla repite rumanamente el nombre, asiente, te extiende el billete, te
indica por señas que es el próximo tren y te desea rumanamente buen viaje.
Para matar un sueño es necesario cumplirlo, revivir todas sus disyuntivas
y sus puertas falsas, así que deberás esperar afuera, en el andén, aunque el

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andén de la estación sea totalmente distinto al de tu pesadilla y los pasajeros
que aguardan y el tren que acaba de detenerse son algo así como la
antimateria de tu sueño, pero tú ya sabes que los sueños desfiguran los
recuerdos, Nadia, y lo soñado y lo vivido se mezclan de golpe en el gesto con
que subes al tren y en el sonido con que se pone en marcha. Entonces tendrás
que esperar sentada, junto a rostros cansados, sintiendo que de nada va a
servir aplazarlo, que todo desemboca en ese inútil instante de liberación en el
que te levantas del asiento y alzas la ventanilla al frío y al ruido, ignorando el
estupor de los viajeros mientras rompes el billete en dos pedazos que arrojas a
la noche desperdigada, y luego sales al corredor, dando tumbos. Un poste,
otro, otro… El paisaje se despliega ante tus ojos como una alegoría, tan
ficticia como el pasado que dejas atrás, tan irreal como la sorpresa de Percy
ante tu huida, tan tenue como el humo del tabaco en los pasillos. De repente,
el sueño ha cobrado sentido y sabes que entre esa muchacha que subió al tren
y la que ahora se abre paso a codazos por los vagones hay la distancia que va
de Marie a Nadia, pero tú ya no recuerdas quién es, quién fue Marie, toda tu
memoria se deshace como una luna partida, fragmentada en mil reflejos a
través de un cristal esmerilado, y que van a reunirse apenas abras la puerta, la
última puerta del último vagón, pero quién te dice que es la última, Nadia,
quién te dice que todo termina, quién te asegura que la historia no empezará
ahora, cuando abras esa puerta y encuentres las cortinas bajadas en esta noche
interminable que es mi vida, el atlas abierto sobre la mano que lo sostiene y
una boca hambrienta que te llama en la oscuridad: Nadia, Nadia, no tengas
miedo, ya sé que no te llamas Nadia, pero en mi sueño sí, en este eterno sueño
que es el tuyo, tras este largo sedal de palabras donde te espero yo, yo que no
existo.

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Los arácnidos
FÉLIX J. PALMA

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FÉLIX J. PALMA (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1968) es uno de los escritores
de relatos más destacados de la literatura española actual. Sus cuentos han
aparecido en numerosas revistas y publicaciones, y su dedicación al género le ha
reportado los más prestigiosos galardones en dicha modalidad. A su primer
volumen de relatos, El vigilante de la salamandra (Pre-textos, 1998), donde ya
quedaba patente su habilidad para insertar el elemento fantástico en lo cotidiano,
le siguieron Métodos de supervivencia (1999), Las interioridades (premio Tiflos
2001), y Los arácnidos, premio Iberoamericano de relatos Cortes de Cádiz en
2003. Además, sus cuentos han sido recogidos en diversas antologías, como
Fabricantes de Sueños, Lo que cuentan los cuentos, Cuentos de damas fantásticas,
Pequeñas resistencias, Nosotros los solitarios, La ciudad escrita, Macondo boca
arriba, Cuento vivo de Andalucía o Perturbaciones, entre otras.
Como novelista ha publicado la novela juvenil La Hormiga que quiso ser
Astronauta (2001) y Las corrientes oceánicas, premio de novela Luis Berenguer en
2005. Su última novela, El mapa del tiempo (Algaida, 2008), fue galardonada con
el XL Premio Ateneo de Sevilla.
«Los arácnidos» es, probablemente, el relato más terrorífico del volumen del
mismo título (Algaida, 2004).

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Los arácnidos

Antes de acudir a casa de mi abuela cacé una mosca. Era un ejemplar


diminuto, de cuerpo gris metálico y ojos de un negro fulgurante. La atrapé al
vuelo en la terraza, y la sostuve entre el pulgar y el índice, como quien se
dispone a enhebrar una aguja. Así estuve un rato, aspirando el aroma de los
almendros que la brisa arrastraba hasta mi ático mientras sentía contra la
yema de los dedos el rebullir de aquella vida minúscula e insignificante que,
como un dios cruel, podría truncar con solo una ligera presión. Hice algunos
amagos de aplastarla, arrancándole acordes agónicos, pero finalmente la
encerré en un frasco y aguardé a que Sandra saliera del baño contemplando
cómo el insecto exploraba su prisión en un vuelo frenético, negándose a
aceptar que se encontraba atrapado.
Me apresuré a disimular el tarro entre los adornos de la mesita cuando oí
abrirse la puerta del baño. Sandra emergió junto a una nube de vapor y
efluvios de perfumería, envainada en un sugerente vestido de terciopelo azul
que le dejaba la espalda al descubierto y dibujaba con precisión su silueta de
ánfora. Su aspecto me agradó, pues nunca la había visto tan elegante, pero
enseguida comprendí que con semejante tributo a la sofisticación lo único que
pretendía decirme era que aquella cita era tan importante para mí como para
ella. Otra vez su notorio afán por agradar, su empeño mal disimulado por
hacer que lo nuestro funcionara, que aquellos pasos erráticos nos encaminaran
hacia algún sitio. Nos habíamos conocido hacía apenas un par de semanas,
pero yo la había catalogado casi al instante. Sandra respondía a un patrón que
conocía de memoria: treinta y muchos, con más llagas en el corazón de las
que creía merecer, recelosa ante los nuestros pero con miedo a quedarse sola,
a envejecer sin un cuerpo amigo al otro lado del colchón. Enseguida supe que
bastaría con que yo le diese pie para que me asfixiara con todo el amor que

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venía recolectando desde los remotos tiempos del instituto, cuando en las
últimas filas de los cines empezó a comprender que los príncipes azules no
eran más que una engañifa.
Por eso estaba convencido de que no se negaría a acompañarme a visitar a
mi abuela. Incluso había apurado el tiempo al máximo antes de pedírselo, en
un gesto temerario que no suelo practicar demasiado. Anteriormente, durante
las primeras charlas de tanteo, ya le había dicho que, tras la muerte de mis
padres y hermanos en un accidente aéreo, mi abuela era el único pariente vivo
que me quedaba. Pero no fue hasta la noche pasada, mientras destripaba con
la cucharilla mi tarta de frambuesas, cuando le hablé de lo importante que la
anciana era para mí. Los últimos años, debido a la repentina orfandad en que
nos habían sumido las líneas aéreas, habíamos forjado una relación muy
especial. Sus múltiples trastornos, y especialmente la artritis que llevaba años
acechándole los huesos, la habían conminado a recluirse definitivamente en
casa, al cuidado de una enfermera, donde yo iba a visitarla siempre que podía,
por mucho que a veces ella ni siquiera llegara a reconocerme. Cuando le pedí
que me acompañara, Sandra asintió sin pensárselo, apretándome la mano en
un gesto de condolencia que tal vez me hubiese correspondido hacer a mí.
Ahora, al verla avanzar por el pasillo tan deseosa de gustarme, sentí un
prurito de remordimiento, mucho más punzante de lo habitual. Pero logré
disimularlo, busqué la cámara y le pedí que se colocara junto a la pared. Ella
obedeció. Incluso compuso una pose insinuante revolviéndose el cabello,
divertida por aquella ocurrencia que no dejaba de ser otra forma de posesión,
un modo de apropiármela distinto a como lo había hecho las noches pasadas,
sobre mis sábanas de raso o mis alfombras caras o en cualquier rincón de este
ático inmenso, pero siempre herido de deseo, de una urgencia de su cuerpo
que, una vez apagado el fuego, la hacía sentirse poderosa mientras me
acariciaba distraída el pecho, dueña de aquel hombre al que parecía haber
hechizado sin saber cómo y con el que tal vez pudiese construir algo
duradero. Cuando la cámara escupió la foto, ambos bromeamos sobre su
aspecto, y entonces ella me rodeó el cuello con sus brazos y se traicionó a sí
misma con solo dos palabras. Siempre intento evitar que esto suceda, pero a
veces no lo consigo. Así que hice lo que suelo hacer en estos casos: la abracé
con ternura y susurré lo mismo en su oído, sintiendo que esta vez no mentía
del todo. Sonreímos, algo azorados tras la brusca confesión, y en parte
aliviados porque no había tiempo para más. Antes de bajar a la calle, coloqué
su foto sobre la mesa, junto al tarro donde la mosca continuaba agitándose
con desesperación, sin saber que aguardaba su muerte.

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Fue al subir al coche cuando empecé a ponerme triste. ¿Por qué tenía que
ser así? La compañía de Sandra me gustaba, tal vez dedicar mi vida a amarla
no fuese una tarea tan desagradable. Conduje despacio, dejando que el coche
se fundiera en la lava metálica y caliente del tráfico, y para cuando quise
darme cuenta llevábamos un rato en silencio. Ella tampoco se había atrevido a
hablar; parecía estar a la expectativa, como si se hubiese contagiado de mi
mutismo o considerara que debía respetarlo.
—¿Sabías que antiguamente se usaba la tela de las arañas para taponar las
heridas? —⁠le pregunté, tratando de desbaratar el inoportuno silencio que nos
envolvía.
—No —respondió ella, mirándome con sorpresa.
Contempló las calles un rato, atenta a la multitud que deambulaba de un
lado a otro, vociferante y tumultuosa, ansiosa por consumir otra noche de
sábado más, y luego preguntó, tal vez para que la conversación no
desfalleciera:
—¿Iremos después a cenar a Giovanni?
—Iremos donde tú quieras —respondí, recibiendo su pregunta como un
impacto brusco, luchando por que la voz no me temblase demasiado.
Al poco, llegamos a la casa de mi abuela, que se encontraba en el viejo
centro de la ciudad, en una calle tranquila flanqueada de edificios antiguos y
desvencijados. Aparcamos cerca de su puerta y, antes de decidirse a entrar,
Sandra contempló su descuidada fachada con una mezcla de asombro y
desasosiego. Mi abuela vivía en la casa donde nació, que había heredado tras
el fallecimiento de su madre. Era una mansión enorme, de techos altos y
habitaciones inmensas, comunicadas entre sí por largos y sinuosos corredores
que a veces describían recovecos inútiles, un trazado absurdo que se le
indigestaría a cualquier arquitecto de hoy. En aquellas mismas estancias, que
incluso habían servido de improvisada enfermería durante la guerra civil,
había contraído matrimonio con mi abuelo, un contrabandista de pieles y
marfil investido de un aura peligrosa que le había robado el corazón sin
esfuerzo, un ser impulsivo que ni siquiera había podido aguardar a que
terminara el convite para desflorarla, improvisando un tálamo sobre los sacos
de harina de la despensa mientras los invitados los buscaban para cortar la
tarta. Pero ahora que la mayoría de quienes recorrieron aquellos pasillos
empuñando una copa de champán, incluido mi abuelo, estaban tan muertos
como los jóvenes republicanos que apenas unos años antes habían abonado
las alfombras con su sangre, mi abuela reinaba en un reino imposible que
costaba recorrer en un día, hecho de pasadizos y retruécanos donde nadie se

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molestaba en aventurarse cuando expiraba alguna bombilla. Hacía tiempo que
ella se había instalado en el amplio salón principal, desentendiéndose del
resto, e incluso yo había olvidado hasta dónde llegaban los límites de aquella
geografía nebulosa, si es que alguna vez los había alcanzado durante las
excursiones que mi hermano Alberto y yo realizábamos de pequeños,
emulando las correrías de nuestro abuelo por el corazón negro de África.
Con una sonrisa, le cedí el paso a Sandra. Sus tacones sonaron
melancólicos al atravesar el zaguán y el pequeño patio que lo precedía, un
baldío cuya regia solería se hallaba cuarteada, abierta en distintos lugares por
la pujanza de los marojos. En las sombras, entre un rebujo amorfo de
somieres y muebles arrumbados, alcanzamos a distinguir la silueta huidiza de
un par de gatos, verdaderos monarcas de aquel territorio sin dueño. Sandra me
tomó de la mano cuando comenzamos a subir la destartalada escalera de
mármol que nos aguardaba al fondo. Nos envolvía un olor pesado y
desagradable, como de palomar, y un silencio absoluto, apenas mancillado
por la salmodia de una cañería que perdía agua en alguna parte. Tomé la
aldaba y ejecuté varios golpes sobre el portalón, con la misma sensación de
inutilidad de siempre. Pero aunque aquellos tañidos parecían disolverse en el
aire antes de poder llegar a oídos de nadie, el portón no tardó en abrirse, y la
rocosa silueta de la enfermera se insinuó apenas en la luz mortecina del
pasillo. Más que saludarnos, nos medimos en la penumbra como animales de
monte. Mi relación con ella era de absoluta indiferencia. Yo no recordaba su
nombre, si es que alguna vez lo había sabido, y nunca había sentido el más
mínimo interés por entablar amistad con aquella criatura enorme que ya desde
el primer día se movía por la casa con un sigilo estremecedor. Fue mi abuela
quien la contrató cuando llegaron los primeros achaques —⁠contra la voluntad
de mis padres, que pretendían arrumbarla en algún asilo⁠— y ahora parecía
existir entre ambas un vínculo extraño, una complicidad nacida al amparo de
aquella penumbra desoladora, en aquel reducto ajeno al discurrir del universo,
que yo ni sabía ni quería interpretar. Depositaria de la pequeña fortuna
amasada por los rocambolescos viajes de su marido, en los que ella le
acompañó hasta que se lo llevó un brote de cólera, mi abuela había armado a
su gusto su reducido mundo. Incluso el lugar que yo ocupaba me había sido
dado por ella, por lo que me limitaba a aceptarlo mientras funcionara, a
mantener aquella maquinaria engrasada con mi pequeña aportación mensual.
Apartándose a un lado, la enfermera nos franqueó la entrada, y apenas
habíamos esbozado unos pasos por el pasillo cuando llegó hasta nosotros,
flotando en la penumbra, el minucioso sonido de las agujas. Sandra me dedicó

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una mirada de interrogación, y tuve que apaciguarla con una sonrisa.
Empujándola suavemente, avanzamos por el corredor mal iluminado,
siguiendo el chirrido metálico de las agujas, hasta desembocar en el amplio
salón donde mi abuela, como un faraón egipcio, había decidido encerrarse.
Era una estancia inmensa, presidida por una claraboya de cristales
polvorientos que volcaba la claridad de la luna sobre su centro. En ese
barrizal de luz se encontraba el viejo diván donde, entre cojines enormes
como peñascos, descansaba el cuerpo indefinido de mi abuela. Llevaba puesta
una bata deshilachada y estaba tapada por una manta de un color tan
ceniciento como el estampado del sofá, por lo que bajo aquella luz cada vez
me resultaba más difícil precisar sus límites, discernir si se encontraba en los
huesos o por el contrario habría engordado. Al contemplarla me invadió
nuevamente la sensación de que los años se acumulaban en ella sin segundas,
jugando a desgastarla con paciencia de artesano, tal vez con la intención de
averiguar cómo era un ser humano tronchado al máximo. Las arrugas le
horadaban la piel y le acolchaban el rostro, suavizándole la expresión
autoritaria que en el pasado le había reportado su reputación de dama resuelta
y orgullosa. Como siempre hacía cuando esperaba mi visita, con un gesto
presumido había mandado a la enfermera que le liberase el rodete, de manera
que ahora, debido a que estaba concentrada en sus agujas, un velo blancuzco
le harinaba los hombros como una capa de polvo. Sobre el regazo, se
cruzaban y descruzaban los pinchos, emitiendo fríos centelleos de estilete.
Las manos de la anciana, huesudas y sarmentosas, manejaban las agujas de
punto con una habilidad extraordinaria. Pero lo que realmente atrapaba la
mirada era su compás imperturbable e hipnótico, aquella cadencia de
mecanismo inexorable que sugería que más que concentrada en su labor mi
abuela parecía sumida en una especie de trance, en un ensimismamiento o
ensoñación del que únicamente despertaría si alguien detenía las agujas,
interrumpiendo la actividad de esos aguijones siniestros que con su
movimiento de dínamo parecían mantenerla viva. Para combatir la artritis, el
médico le había aconsejado que practicara punto, y ella se había consagrado
día y noche a aquella tarea, la única que por otro lado era capaz de realizar
tras la merma de facultades que padecía. Podía haber dado algún uso práctico
a aquella terapia, pero desde el principio se había negado a entretener la
espera confeccionando bufandas o jerséis, como una abuela de cuento. En su
lugar había decidido mantener un duelo privado con el tiempo, medir su paso
silencioso e indiferente, reflejar su discurrir en una urdimbre cuya longitud
vendría dada por los años que le quedasen de vida. Por eso hacía casi tres

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años que tejía sin interrupción, los mismos que llevaba a cargo de la
enfermera, que la proveía de lana y se encargaba de extender el encaje por las
habitaciones colindantes, fabricando una tela de araña en torno al salón con el
tejido que segregaban las manos de la anciana.
—Buenas noches, abuela. Esta es Sandra.
Al oír mi voz, alzó su cabeza trabajosamente, y me contempló con
aquellos hermosos ojos suyos que seguían conservando el mismo verde que,
esquivando a mi padre y hermanos, había decidido perpetuarse únicamente en
mis pupilas. Luego miró a Sandra, examinándola largamente de arriba abajo,
y por un instante, de la misma manera confusa que uno intuye figuras en las
nubes o en las sombras del crepúsculo, me pareció entrever en su rostro el
recuerdo de la mujer severa y exigente que había sido. Sandra soportó el
escrutinio con aplomo, fascinada por las agujas, pero sobre todo por el
torrente de lana que, tras serpentear entre nuestros pies, desaparecía en la
oscuridad de un pasillo. Ambos nos sentamos en las dos butacas que se
encontraban dispuestas frente al diván de mi abuela, como reclinatorios ante
la hornacina de un santo, y, no tanto por romper el hielo como por encubrir
con mi voz el tétrico chirrido de las agujas, me esforcé una vez más en
propiciar una conversación. Pregunté a mi abuela cómo se encontraba, pero
ella se limitó a encogerse de hombros con indiferencia, dejando claro que no
tenía ni fuerzas ni ganas para participar en ningún diálogo, por lo que decidí
continuar espantando al silencio contándole cómo había conocido a Sandra.
Mi abuela siguió mi explicación algo distraída, como si para ella aquello no
fuese más que un trámite cuya duración la enojaba, y solo parecía mostrar
entusiasmo cuando Sandra, al hilo de lo que yo decía, comentaba algo.
Entonces la estudiaba con una mirada ávida, examinando con una atención
brutal sus piernas, sus muslos, el tierno relieve del pecho. Hasta que
finalmente, cansada de mis estúpidas anécdotas, me interrumpió para
anunciarnos que había olvidado sus gafas.
—¿Te importaría traérmelas? —le preguntó a Sandra, dedicándole una
mirada entre afectuosa y desafiante⁠—. Están en la cómoda, al fondo del
pasillo.
Sandra dio un respingo, sorprendida por el requerimiento, por el hecho
mismo de que la anciana le hubiese dirigido la palabra, pero enseguida
asintió, solícita. Antes de que se levantara, yo me apresuré a apretar su mano
con fuerza, como si con aquel gesto quisiera absorber su calor, la suavidad de
su piel, la conmovedora fragilidad de sus huesecitos, la vida que aún le bullía
dentro. Sandra me miró, desconcertada por lo extremado de mi gesto, y quiso

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tranquilizarme con una sonrisa, como diciéndome que no le importaba
obedecer la demanda de mi abuela, por mucho que su forma de pedírselo
hubiese sido un tanto brusca. Entonces se levantó y, sin poder disimular
nuestra expectación, mi abuela y yo la contemplamos alisarse la falda,
orientarse en la oscura habitación y dirigirse, con un repiqueteo de tacones,
hacia el pasillo. Atravesó la estancia con la espalda erguida y el caminar
elegante de quien se sabe observada, pero era evidente que se sentía
incómoda, como si de pronto, en aquel ambiente absurdo, toda la sofisticación
de su porte le resultara excesiva, e incluso el balanceo de caderas que
intentaba contener se le antojara obsceno, aparatoso. Supuse que deseaba
pararse en mitad de la habitación, dedicarnos una mirada compasiva y
abandonarnos a nuestra suerte en aquella penumbra angustiosa, con el
peculiar trato que nos profesábamos y nuestros retorcidos caprichos. Pero la
vimos perderse con valentía en el corredor, siguiendo la tela. Y pronto
dejamos de oír sus tacones.
Mi abuela y yo aguardamos en silencio, contemplándonos con gravedad y
nerviosismo, atentos a cualquier sonido que pudiera surgir del pasillo. Pero lo
único que oíamos era el fragor difuso de la ciudad, filtrándose a través de los
ventanales que se adivinaban, obstruidos por gruesos cortinajes, al fondo de la
estancia. Entonces, de repente, el hilo que surgía de las agujas comenzó a
moverse, como si alguien tirase de él desde el otro extremo. Asistimos a los
estremecimientos del tejido aguantando la respiración. Al poco, los tirones se
hicieron cada vez más débiles y espaciados, hasta que finalmente se
extinguieron por completo. Su cese nos tranquilizó, y ambos pudimos volver
a respirar. Reprimiendo una mueca de asco, observé cómo en los labios de mi
abuela había empezado a cuajar una saliva brillante, que amenazaba con
derramarse por su barbilla. La enfermera apareció entonces a mi lado y me
acercó una bandeja de plata donde descansaba un sobre marrón. Mi abuela
inclinó la cabeza, invitándome a tomar lo que me pertenecía. Lo cogí con una
mezcla de disgusto y resignación, sintiéndome el ser más despreciable del
mundo al guardarlo en mi chaqueta. Mi contrariada actitud dibujó una sonrisa
irónica en los labios de la anciana: ¿qué credibilidad podían tener mis
remordimientos si siempre acababa volviendo a por un nuevo sobre? Los dos
sabíamos que aquella tristeza solo me duraría unas horas, tal vez menos. El
tiempo de arrumbar lo que había hecho en algún rincón de mi cerebro, de
olvidar la voz de Sandra, de que se extinguiesen de mi piel los rescoldos de
sus últimas caricias. El tiempo de reconocer que volvería a hacerlo porque
jamás podría renunciar a la vida que llevaba, lo cual, de alguna forma, me

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robaba toda capacidad de elección, creando el consolador espejismo de que
no tenía alternativa.
—Mi querido y hermoso nieto —susurró mi abuela casi con indulgencia,
cartografiando mi rostro como lo haría un ciego, dejando sobre mi piel el
rastro coriáceo de sus dedos apergaminados⁠—. El mundo se rinde ante tu
belleza.
Y así era. Mi aspecto de arcángel ocioso me permitía traerle lo mejor de la
ciudad. Y a cambio, ella dejaba que su fortuna fuera goteando en mis
bolsillos, como un riego pertinaz que me permitía vestir chaquetas caras,
conducir coches de lujo, vivir entre las nubes. Todo menos enamorarme.
Me levanté y me incliné sobre su frente para sellar la ceremonia con el
tradicional beso de despedida. Pero esta vez prologué el roce de mis labios
más de lo habitual, sintiendo su mandíbula descansar en la concha de mis
manos, percibiendo su inmensa fragilidad, advirtiendo que bastaba con un
gesto, con un movimiento casi desganado para oír el crujido que pondría fin a
todo, mientras sentía, a la altura del estómago, la presión apenas insinuada de
las agujas. Con cuánta perfección representaba aquella postura de cariño,
aquel abrazo cargado de sutiles amenazas, el delicado equilibrio de nuestra
relación. Éramos dos almas que se odiaban por el hecho de necesitarse, dos
almas atrapadas en una simbiosis sacrílega y perversa a la que ninguna se
atrevía a poner fin. Me separé de mi abuela lentamente, murmuré un adiós y
me dirigí a la salida, ansioso por abandonar cuanto antes su siniestra guarida.
El frescor de la noche me alivió. Contemplé la luna, llena y lustrosa como
una fruta confitada, mientras trataba de serenarme. Luego subí al coche y
puse rumbo hacia mi ático, pero acabé en el bar de un hotel, gastándome en
alcohol una buena parte del contenido del sobre. Llegué a casa medio
borracho y, tras despejarme la cabeza con un poco de cocaína, cogí la foto de
Sandra y el tarro con la mosca y me dirigí a la habitación cerrada con llave
que se encontraba al fondo del pasillo, en la otra ala de la casa. Se trataba de
un pequeño cuarto sin apenas mobiliario, con una ventana estrecha que
arrojaba sobre el parqué un escupitajo de luna. Cerré la puerta a mis espaldas
y me acerqué a una de sus paredes, que se encontraba cubierta de fotografías
de mujeres. Las observé con nostalgia. La mayoría sonreían, divertidas o
falsamente procaces, aunque también las había que miraban la cámara con
seriedad, sumidas en una solemnidad ridícula, como si sospechasen que
aquella iba a ser la última foto de sus vidas. Todas se encontraban en mi
apartamento, en la misma esquina del salón donde había fotografiado a
Sandra apenas unas horas antes. Con una mueca de disculpa, coloqué su foto

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al final de la hilera y observé el mosaico como si se tratara de una obra de
arte. Natalia, Teresa, Elia, Paula, y tantas otras que ni siquiera habían dejado
en mí la impronta de sus nombres. Algunas de aquellas muchachas habían
aparecido en los periódicos, pero nadie podía relacionarme con ellas. Mi
ámbito de caza era grande, incluía desde discotecas a museos, y una vez las
hechizaba solía llevarlas a los bares más discretos y a los restaurantes menos
concurridos, e incluso les proponía pequeñas excursiones a los pueblos
vecinos con el objeto de alejarlas lo más posible del ambiente donde se
movían, sembrado de conocidos que quizá pudiesen acordarse de mi
descripción si las circunstancias lo requerían. Por eso mismo también evitaba
frecuentar sus pisos, y mi ático, que coronaba un aséptico inmueble de lujo
habitado por modelos, ejecutivos y otras aves dadas a las largas migraciones,
y tan autosuficiente como un búnker, acababa convirtiéndose en el escenario
casi exclusivo donde transcurría la parte más terrenal de nuestros romances.
Pero ese cuidado extremo por no dejar la más mínima huella en sus mundos
también me había obligado a abortar algún cortejo en marcha. Más de una le
debía la vida a un amigo o familiar que se había acercado a nosotros de
repente, cuando ya la había embaucado, obligándome a formar parte de una
reunión imprevista antes de poder desaparecer con cualquier excusa, como un
león que abandona la pieza herida en mitad de la sabana porque le incomodan
que los buitres lo vean comer. Pero la experiencia no me había enseñado
únicamente a ser cuidadoso. Como quien distingue la fruta podrida sin
remover demasiado el cesto, también había aprendido a diferenciar a las
muchachas que aceptarían acompañarme a visitar a mi abuela de las que no.
Tres o cuatro meses atrás, sin ir más lejos, una informática con la que llevaba
una semana acostándome se había deshecho a carcajadas ante mi propuesta.
«¿Crees que porque folles bien tengo el menor interés en conocer a tus
antepasados?», me había dicho, no sin cierta indignación, mientras atacaba su
tarta de frambuesas. Yo la había contemplado con asco, antes de arrojar unos
billetes sobre la mesa y abandonar el restaurante a toda prisa, desesperado
porque solo quedaban un par de horas para la cita con mi abuela. Por suerte,
en el bar de al lado se celebraba una despedida de soltera y no me resultó
difícil que la más escandalosa aceptara la aventura de echar un polvo en un
caserón ruinoso del viejo centro de la ciudad.
Dejé de contemplar el mural y, jugando con el frasco, me acerqué al
terrario, donde me aguardaba el ejemplar de viuda negra que había adquirido
el día en que mi abuela y yo sellamos nuestro pacto. Aún no tenía claro el
motivo de su compra. Las veces que me interrogaba sobre ello siempre

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acababa respondiéndome con sorna que la había comprado por las múltiples
ventajas que los arácnidos ofrecían sobre el resto de mascotas. Como el dueño
de la tienda no había dejado de recalcar mientras instalaba el terrario, las
arañas no olían, no molestaban, y no exigían más esfuerzo que el de
alimentarlas una vez al mes. Inclinándome sobre la urna, contemplé a la
araña, que descansaba sobre el vaporoso encaje de su tela, uniformada con el
negro lustroso de las brigadas nazis. Su postura, con los cuatro pares de patas
curvadas sobre la red, permitía observar en su vientre la mancha escarlata, en
forma de reloj de arena, que distingue a su especie. Pero bañada por el fulgor
de la luna, la araña semejaba más un camafeo de azabache destinado a
decorar el cuello de una dama fina que una criatura capaz de acarrear con su
picadura un barroco cuadro clínico de temblores, vómitos, taquicardias y
alucinaciones que, dependiendo de la cantidad de veneno inoculado, podía
incluso conducir a los acantilados de la muerte. Con cautela, descorrí la tapa
del terrario y liberé la mosca, cuyo jubiloso vuelo no tardó en precipitarla
contra el mortífero bordado. Al debatirse, su miedo se tradujo en un calambre
que recorrió la red, interrumpiendo el reposo de la araña, advirtiéndole que
era el último sábado del mes. Se puso entonces en movimiento, y con
medidos pasos de equilibrista se aproximó a su víctima, que no cesaba de
forcejear, sin que en su cerebro ínfimo cupiese la posibilidad de resignarse a
su desdichada suerte. Abandoné la habitación en ese instante, como hacía
siempre, incapaz de asistir a un espectáculo que se adivinaba atroz.
Me acosté decidido a olvidar aquel sábado maldito, como había olvidado
todos los anteriores. Gracias al sopor del alcohol y a la fatiga mental que
sentía no me resultó difícil conciliar el sueño. Desperté muy entrada la
mañana, pero sin fuerzas ni ganas para levantarme. Por lo general no hubiese
tardado mucho en darme una ducha y dirigirme al club, para empeñar el resto
de la jornada en alguna sauna o jugando al squash, rodeado de otros como yo,
hombres de porte atlético y elástico, mariscales modernos que dirigían la
expansión de sus imperios dictando órdenes a través del móvil mientras
tomaban un martini en el bar, individuos que sin embargo no podían concebir
más maldad que la del adulterio o el soborno, aquellas mezquindades de
juguete que nada tenían que ver con las que yo conocía. Esta vez, sin
embargo, desperté envuelto en una especie de melancolía. Ni siquiera descorrí
las persianas. Apuré todo el día en la cama, como si me encontrara
convaleciente de alguna intrincada operación, y a pesar de que solo tenía un
mes para realizar una nueva conquista, fui dejando resbalar los días sumido en
aquel estado de postración e indiferencia, sin preocuparme lo más mínimo

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que el tiempo se agotase. No reaccioné hasta que quedaba una semana para el
plazo. Entonces descorrí las persianas, permitiendo que la luz del sol volviese
a penetrar en mi ático, y busqué la libreta negra. Yo solía cazar sobre la
marcha, sin más plan que aventurarme en los lugares donde acudían mis
presas potenciales, pero algunos errores me habían obligado a elaborar una
lista para emergencias. En las páginas de aquella libreta figuraban varias
mujeres que formaban parte del paisanaje de mis días: camareras de los
restaurantes que frecuentaba o dependientas de los comercios donde solía
comprar, que nada tenían en común más que la sonrisa llena de promesas con
la que me atendían. Fui pasando páginas, sopesando posibilidades, hasta
detenerme en una de mis últimas anotaciones. Lucía era una morena de
belleza discreta que frecuentaba mi mismo gimnasio. Nadie nos había
presentado nunca, pero las continuas miradas de soslayo que me dedicaba y el
rubor que incendiaba sus mejillas cuando nos cruzábamos en algún estrecho
desfiladero de pesas no dejaban lugar a dudas.
Esa misma noche, antes de tenerla a horcajadas sobre mí, descubrí con
cierto regocijo que su perfil se ajustaba perfectamente a mis necesidades:
llevaba apenas un par de meses en la ciudad, supliendo una plaza de
profesora, por lo que aún no habría tenido tiempo de fraguar ningún tipo de
relación con nadie, vivía sola en un piso pequeño y destartalado, su madre
había muerto el año pasado y su padre, al que parecía quedarle grande el traje
de viudo, solo la llamaba de tarde en tarde, cuando el inmenso dolor en el que
andaba sumido retrocedía como la marea, permitiéndole recordar que tenía
una hija ganándose el jornal en alguna ciudad remota. El azar, o lo que sea
eso que nos gobierna, había despojado a Lucía de la quincalla de las
amistades y los parentescos, sirviéndomela desplumada de vínculos. Al día
siguiente, durante la cena, le dije que creía que me había enamorado de ella.
Se le iluminaron los ojos, y se apresuró a tildarme de tonto impulsivo para
disimular su ilusión. Pero no se negó a conocer a mi abuela. Esa misma
noche, tras amarnos sobre la desvencijada cama de su piso, la abracé con la
mayor dulzura que pueden dar los verdugos: solo le quedaban cinco días de
vida.
El último sábado de aquel mes lo pasamos encerrados en mi ático,
explorando los límites de la pasión en un colchón más cómodo. Al caer la
noche, mientras ella se duchaba, yo tomé un cuchillo de cocina y me dirigí a
la habitación que había al fondo del pasillo. Cerré la puerta a mis espaldas, y
me apoyé contra ella. Desde allí observé el terrario, que se encontraba
iluminado por un caño de luna. Apreté aquel enorme cuchillo de matarife,

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sintiendo cómo la vista se me nublaba y un sudor frío como la aguanieve me
corría por la espalda. Tomé una bocanada de aire, enarbolé el arma y, con el
corazón batiéndome el pecho, me acerqué a la urna, temiendo absurdamente
que los quejidos del entarimado pudiesen alertar a la araña. Pero esta dormía
sobre su tela, tal vez incluso soñaba. Me pregunté qué clase de sueños podría
tener un insecto. Lentamente, aguantando la respiración, descorrí la tapa del
terrario. Con un movimiento rápido, la ensarté con la punta del cuchillo,
desbaratando de paso el entramado de su red, y la aplasté con firmeza contra
el suelo de grava. La araña emitió un crujido de artefacto mecánico, de caja
de música que se obtura, antes de reventar y salpicar el cristal de una
sustancia amarillenta. La contemplé durante unos segundos, mientras
recuperaba el aliento. Limpié el cuchillo con una mueca de asco y, tras
guardármelo en el bolsillo interior de la chaqueta, abandoné la habitación
dando tumbos.
Lucía me esperaba en el salón, vestida con una sencilla chaqueta, como
preparada para consumir una mañana batallando en las aulas. Me interrogó
con la mirada al verme aparecer, pálido como un fantasma, pero yo no dije
nada. Me limité a coger las llaves del coche y ordenarle que me siguiera con
un gesto desabrido. Hacía una noche fresca, preñada de aromas primaverales.
Subimos al coche sin mayor dilación, y pusimos rumbo hacia el viejo centro
de la ciudad. Conduje despacio, casi absorto. Me encontraba confundido. No
sabía por qué había matado a la araña. Ni tampoco para qué había decidido
traer el cuchillo conmigo. ¿Pensaba usarlo contra mi abuela? ¿Pretendía
ensartarla también con el arma? Lo cierto era que había cogido el cuchillo
obedeciendo un impulso extraño, sin un plan preconcebido, tan solo
intuyendo vagamente que debía batirme con la araña, demostrarme que era
capaz de ejecutarla. Y ahora no sabía si debía continuar con el exterminio que
tan alegremente había emprendido. Sentía que aquella noche no podía acabar
como las demás, pero no se me ocurría cómo impedirlo. Miré a Lucía de
soslayo, que permanecía muy quieta en su asiento, tal vez intimidada o
aturdida por la hosca expresión de mi rostro. Me esforcé en componer una
sonrisa tranquilizadora y traté de rebajar la tensión hablando de cualquier
cosa.
—¿Sabías que en China existen varias leyendas antiguas relacionadas con
las arañas? Se cuenta, por ejemplo, que hubo una vez dos hermanas que se
transformaron en arañas inmensas, aberrantes, que, en vez de hilar seda,
elaboraban fuertes sogas con las que ahorcaban a sus enemigos. Hasta que el
dios Sun Houtzu logró vencerlas y matarlas.

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Lucía me miró con perplejidad, pero enseguida sonrió, contenta de que
hubiese abandonado mi mutismo. Comentó algo sobre el asco que le
producían las arañas y empezó a contarme una anécdota de su infancia
relacionada con ello, pero me resultó imposible seguirla porque me distrajo la
presencia helada del cuchillo contra el costado. El tráfico avanzaba a paso de
procesión, como un éxodo bíblico de bestias resoplantes, y tuve la sensación
de que habían corrido siglos cuando finalmente arribamos ante la decrépita
madriguera donde se escondía mi abuela.
Como había hecho Sandra, y Natalia y Teresa y todas las que la habían
precedido, Lucía subió la castigada escalera escudriñando las sombras con
recelo. Incluso se sobresaltó y me clavó las uñas en el brazo cuando ejecuté
un par de aldabonazos sobre el portalón, que restallaron en aquel silencio
rancio como descargas de fusil. El portón se abrió con un estertor de bisagras
y la mole de la enfermera se recortó en el umbral. Por un segundo, temí que
fuese a registrarme, que la extraña opacidad de mi mirada la llevase a
palparme el cuerpo con sus manos de estibador. Pero se limitó a invitarnos a
pasar meciendo con indolencia su testa y, silenciosos como reos escoltados
por su celador, atravesamos el pasillo que desembocaba en el enorme salón
donde languidecía mi abuela, envuelta en el tétrico miserere de las agujas.
Cumplida su misión, la enfermera se dejó engullir por la penumbra,
arrastrando el manchurrón de su sombra como cola de novia. Los ojos de
Lucía se clavaron entonces, atónitos, en el hilo que, tras brotar de entre las
manos de aquella anciana con apariencia de gárgola que ocupaba el diván, se
perdía hacia el pasillo. Una vez realicé las presentaciones, nos sentamos en
los sillones que nos correspondían y, como cada sábado, interrogué a mi
abuela sobre su salud, para recibir la destemplada respuesta de siempre. Pasé
entonces a relatarle nuestro encuentro, mientras ella, desentendida de mis
palabras, calibraba la consistencia de la profesora sin reprimir cierta
decepción ante su magra anatomía. Turbada, Lucía se dejaba inspeccionar sin
atreverse a protestar, y yo sentía contra mi estómago la presencia cada vez
más incuestionable del cuchillo, el vigor de su hoja, la sed de su filo. Un
sudor frío empezó a derramarse por mi espalda mientras me esforzaba por no
perder el hilo de mi relato, presintiendo que mi abuela no tardaría en
interrumpirlo para exigir su tributo. ¿Y entonces?, me pregunté, notando
cómo cada músculo de mi cuerpo se tensaba violentamente, preparándose
para algo. De repente, con un ademán brusco, mi abuela atajó mi desnortado
soliloquio para informarnos de que había olvidado sus gafas. Encañonó a
Lucía con una mirada entre suplicante y furibunda, y dijo:

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—¿Te importaría traérmelas? Están en el primer cajón de la cómoda que
se encuentra al final del pasillo. Solo tienes que seguir el hilo.
Me levanté como un resorte, antes de que Lucía tuviese tiempo de
reaccionar.
—Yo te las traeré, abuela —me sorprendí diciendo.
Mi abuela me miró, desconcertada. Tras el sofá, en las borrosas lindes del
salón, me pareció ver tensarse a la enfermera. Volví entonces la cabeza hacia
Lucía, que permanecía en la butaca, sin entender qué estaba pasando.
—Espérame en el coche —ordené.
Lucía pareció dudar, pero la dureza de mi voz la disuadió de cualquier
protesta. Se levantó, cogió la chaqueta que había colocado sobre el respaldo
del asiento, nos observó con incredulidad, como si fuésemos un par de locos,
y se dirigió hacia la puerta. Fue entonces, al contemplarla caminar hacia la
salida con su aire desvalido, cuando comprendí por qué había dejado pasar los
días postrado en la cama, sin la menor intención de emprender una nueva
conquista. Sabía que ninguna otra mujer podría resultarme más conmovedora
que Lucía, aquella muchacha insignificante y solitaria a la que dolía escoger
para cualquier sacrificio. Desde el día que la conocí supe que ella sería la
única capaz de detener aquel carrusel de víctimas, de romper el macabro
pacto que me ataba a mi abuela.
El mugido de la puerta al cerrarse retumbó en la estancia y se propagó por
toda la casa, haciendo vibrar los hilos que enmarañaban las habitaciones
como cuerdas vocales. Me llevé entonces la mano al bolsillo y exhibí el
cuchillo que, al absorber la claridad lunar que se despeñaba por la claraboya,
centelleó en la penumbra, con excesiva aparatosidad. Creo que la irrupción en
escena del arma me sobrecogió a mí tanto como a ellas. Al verla, mi abuela
interrumpió su labor y alzó las agujas, apuntándome con ellas. Sin saber muy
bien qué hacer, empuñé el cuchillo a la altura del estómago, tratando de
componer una postura amenazadora. Nos sostuvimos la mirada durante un
instante eterno. Era difícil descifrarle la expresión bajo los sedimentos de las
arrugas, pero sus ojos relucían feroces, indignados ante mi ridículo motín.
Quizá se estuviese preguntando si aquel era el esperado final de nuestra
relación contra natura, si todo acabaría en una vulgar reyerta a cuchilladas, si
después de haber derramado tanta sangre había llegado la hora de verter la
nuestra. La disposición de las agujas hacía pensar que mi abuela estaba
decidida, si mi rebelión iba más allá de una pataleta, a hundírmelas en el
vientre sin la menor vacilación. De soslayo, espié a la enfermera,
preguntándome si también tendría que enfrentarme a ella. La asistente poseía

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una complexión de Minotauro difícil de doblegar, pero por ahora no se había
movido de su sitio, tan solo se limitaba a cambiar el tonelaje de su cuerpo de
una pierna a otra, expectante. Tragué saliva. Yo había creado aquella
situación y los tres sabíamos que a mí correspondía dar el primer paso. Lucía
estaba a salvo. Podía guardar el cuchillo, disculparme ante mi abuela y salir
de allí avergonzado. Pero sabía que si escogía ese camino acabaría volviendo
en cuanto se me agotara el dinero, trayendo del brazo una nueva víctima.
Abalanzarme sobre mi abuela, por el contrario, significaba la posibilidad
de perder la vida.
Entonces clavé los ojos en el corredor por el que se perdía el hilo, y
comprendí para qué había traído el cuchillo. Siempre habíamos sospechado
que mi abuela, acérrima enemiga de los bancos, guardaba su fortuna en la
cómoda que se encontraba en alguna de las habitaciones de la casa, protegida
tras el mortífero entramado de telarañas por el que solo ella, y tal vez la
enfermera, sabían moverse sin peligro. Yo nunca me había atrevido a
aventurarme allí, en aquel neblinoso reino de donde nadie regresaba, pero si
no quería continuar sirviendo a mi abuela, no me quedaba más opción que
tratar de encontrar la cómoda. Apreté el cuchillo y me acerqué al pasillo.
Desde allí miré a la anciana, que me contemplaba con curiosidad,
desafiándome a entrar, a enfrentar su trampa, a resolver mi vida para siempre
o entregarla en el empeño.
Aspiré una profunda bocanada de aire, intentando infundirme ánimos, y
me interné por el corredor en busca de su dinero, enarbolando el cuchillo con
el pulso tembloroso. Apenas había esbozado un par de pasos, cuando oí a mis
espaldas las estremecedoras carcajadas de mi abuela y su lacaya, que se
fueron extinguiendo a medida que me adentraba en las entrañas de la
mansión. La galería por la que caminaba no tardó en desaguar en una estancia
de mediano tamaño donde el hilo, dispuesto de una pared a otra mediante
clavos y ganchos, empezaba a cobrar el aspecto de una intrincada tela de
araña, antes de perderse hacia el cuarto vecino. La crucé sin problemas, como
al parecer habían hecho todas mis conquistas, tal vez algo desconcertadas por
aquella caprichosa forma de tender el hilo, pero incapaces de adivinar que se
estaban internando en una trampa. En el siguiente cuarto, donde la penumbra
se antojaba más espesa y el entramado del hilo más tupido, mi pie tropezó con
algo. El susto hizo que el corazón se me desbocara. Aferré el cuchillo con
fuerza, y con la mano libre tanteé en el estanque de penumbra que crecía a
mis pies. Rocé un objeto duro y terso, del tamaño de una paloma.
Acercándolo al resplandor de la calle que se filtraba por una tronera próxima,

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pude comprobar que se trataba de un zapato de tacón. Enseguida lo
identifiqué: pertenecía a Sandra. Alcé el rostro y la descubrí ante mí, enredada
en los hilos, en una postura descoyuntada que reflejaba los infructuosos
esfuerzos que habría hecho por liberarse. Con espanto, observé que le faltaba
un brazo y que tenía el rostro desfigurado a mordiscos. La claridad de la calle
parecía cuajar como rocío en cada boquete del paisaje lunar en que las
brutales dentelladas habían convertido el hermoso rostro de Sandra. Vomité
allí mismo, arrodillado a los pies de la mujer que había pagado con una
muerte atroz el haberse enamorado de mí.
No me planteé la posibilidad de volver. Una vez repuesto, continué
avanzando, empleando el cuchillo contra la maleza cada vez más compacta de
los hilos. Trastabillando, atravesé estancias y galerías sumidas en una
oscuridad amazacotada, agujereada de tanto en tanto por una pedrada de luz
proveniente de no se sabía dónde. Varias veces tropecé con algún cuerpo
todavía atrapado en la red, un irreconocible amasijo de huesos cubierto de
andrajos que se desmigó a mi paso como una figura de hojaldre. Gimoteando
de rabia y desesperación por el macabro panteón que había ayudado a
construir, seguí braceando entre la maraña, emprendiéndola a cuchilladas
cada vez que quedaba enredado, hasta que la ausencia de restos humanos me
indicó que no debía estar muy lejos de mi objetivo. Me encontraba al borde
del desmayo cuando me cegó el brillo de un objeto. Unos metros ante mí, un
reloj que se me antojó tremendamente familiar ceñía la muñeca de un
esqueleto larguirucho, coronado por un cráneo formidable. Con una mueca de
cariño, constaté que mi hermano Alberto había sido quien había llegado más
lejos. No en vano nuestras correrías de niño le habían enseñado a moverse
como un felino por aquel dédalo de habitaciones. Acaricié su cráneo con
ternura. Mi hermano Alberto, como el resto de la familia, tampoco había
podido sustraerse a la codicia. Reviví entonces el terrible dolor que me había
supuesto su desaparición, mucho mayor que el que sentí por mis padres. Las
piernas me fallaron, y me dejé caer de rodillas ante el desvalido esqueleto de
mi hermano, recordando cuánto había tardado en comprender el motivo por el
que, una vez mi abuela se negó a dejarse encerrar en un asilo, los miembros
de mi familia comenzaron a desaparecer, uno tras otro, con una cadencia casi
semanal, sin que sus misteriosas desapariciones produjesen en el resto la
menor pregunta, tan solo esa mueca de resignada pesadumbre que produce lo
inevitable. Todos buscaban la fortuna que mi abuela se negaba a compartir,
enojada contra aquellos conspiradores de su misma sangre que pretendían
enterrarla en vida. Tú no necesitas seguirles, me dijo la noche que irrumpí en

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su mansión, sospechando que a mi hermano Alberto se lo habían tragado los
túneles. Puedo darte lo que todos buscan si hacemos un trato, sugirió,
contemplando con admiración mis hermosos ojos verdes. Fue entonces
cuando supe que jamás volvería a ver al resto de mi familia, que nadie podía
regresar del interior de la mansión porque mi abuela no solo se había traído de
África pieles y marfil, sino también una cierta afición a la que al fin se había
entregado sin el menor pudor, haciendo que su desagradecida familia volviese
a ella, que la habitara por dentro como hizo Cronos cuando le predijeron que
sería destronado por sus hijos.
Los ojos, mis hermosos ojos verdes, se me llenaron de lágrimas. Y fue
entonces cuando, a través de la bruma del llanto, distinguí la cómoda. Su
descubrimiento me dejó perplejo, debido probablemente a que nunca había
creído realmente en su existencia. Pero allí estaba, a apenas unos metros de
mí, esperándome, atesorando en sus cajones más dinero del que podría gastar.
Solo tenía que cogerlo y huir de allí enseguida, hundiendo el cuchillo en las
entrañas de quien intentara cortarme el paso. Me levanté trabajosamente y,
lanzando cuchilladas ciegas a un lado y otro, avancé hacia el mueble. Dejando
escapar un suspiro de impaciencia, noté cómo la pierna se me enredaba en un
hilo. Tanteé en la oscuridad para segarlo, consiguiendo tan solo que el brazo
armado también quedara aprisionado en la red. Intenté soltarme, sintiendo con
desesperación cómo iba quedando cada vez más maniatado, hasta que el
cuchillo se me resbaló de las manos. Rebotó contra el suelo, alejándose de mí.
Lo contemplé desaparecer con fastidio, tragado por aquella oscuridad
impenetrable, pero no me importó porque la distancia que me separaba de la
cómoda era mínima. Extendí el brazo todo lo que pude, y sentí el roce helado
del tirador del primer cajón. Apretando los dientes, continué estirándome, sin
darme cuenta de que los hilos se tensaban cada vez más alrededor de mi
cuerpo, hasta que sentí la tela oprimirme el cuello. Descubrí entonces, lleno
de pánico, que me encontraba atrapado. Si continuaba intentando desasirme
solo conseguiría estrangularme. Cuando lo comprendí dejé de forcejear y
quedé allí, inmóvil en la tela.
No sé cuánto tiempo pasé así, envuelto en aquel silencio denso y exacto.
La única prueba de que existía un mundo distinto a aquel en el que me
encontraba era la claridad ambarina de la calle, que se filtraba por un
ventanuco cercano. Lucía me esperaba allí fuera, en aquel mundo benévolo y
cuerdo, sentada en el coche, manoseando intrigada la llave que, antes de
subir, yo había tenido la precaución de dejar sobre su asiento. Era una llave
pequeña, ligera. No le costaría deducir que abría la habitación que se

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encontraba al final del pasillo, aquella habitación siempre cerrada que más de
una vez me había preguntado qué ocultaba. Esta noche lo sabría, pensé. Un
estremecimiento en la red me arrancó entonces de mis pensamientos.
Contemplé la vibración del encaje con horror, y comprendí que, deslizándose
por los hilos, algo venía hacia mí. No me moví, permanecí quieto, crucificado
en el encaje, aceptando mi destino con una mansedumbre inusitada en una
mosca.

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Círculo Polar Ártico
CARE SANTOS

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CARE SANTOS (Mataró, Barcelona, 1970) es escritora y crítica literaria española
en lengua castellana y, eventualmente, catalana. Realizó estudios de Derecho y
Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona.
Desde que en 1995 se dio a conocer con el volumen de relatos Cuentos cítricos, ha
acumulado gran número de premios y publicaciones, en los géneros de novela (IV
premio Ateneo Joven de Sevilla de novela, finalista del XI premio Primavera de
novela), relato (premio de narrativa Ciudad de Alcalá, Premio Ana María Matute,
II premio Alfonso de Cossío de relato corto), narrativa juvenil (premio Barco de
Vapor, premio Gran Angular en castellano y en catalán, premio Edebé de Libro
Juvenil, premio Alandar de Literatura Juvenil, XXI premi Ramon Muntaner de
novela juvenil) y poesía (finalista del premio Surcos, XXIV premio Carmen Conde
de poesía de mujeres). Su obra ha sido traducida a media docena de idiomas.
Actualmente, es socia de honor de Nocte, la Asociación Española de Escritores de
Terror.
«Círculo Polar Ártico» fue publicado por vez primera en su volumen de cuentos
Los que rugen (Páginas de Espuma, 2009).

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Círculo Polar Ártico

Para Alicia Soria, que estuvo allí




Son unos pájaros de expresión triste. Su plumaje es negro, tienen las patas y
el pico de un vistoso color rojo y la cara como si llevaran una máscara blanca.
Los islandeses los llaman lundis. Los ingleses, puffins. En español se les
conoce como frailecillos. Emigran a finales de abril, y realizan un alto en su
camino en una isla perdida en mitad del Atlántico Norte por la que atraviesa
el Círculo Polar Ártico, llamada Grimsey. De la noche a la mañana, los
solitarios acantilados de ese lugar remoto se pueblan de miles de pájaros
tristes. Permanecen allí alrededor de tres meses, el tiempo suficiente para que
los polluelos nazcan y aprendan a volar. Levantan el vuelo durante la última
quincena de agosto, dicen que nunca más tarde del día veinte. Dejan tras de sí
la negra desnudez de los acantilados huérfanos y un vaticinio de catástrofe en
el aire.
En lugares como Grimsey, la llegada del invierno siempre es una
catástrofe.

Llegué a la isla un diecinueve de agosto, con la cámara al hombro y una


consigna de mi redactor jefe:
—Atrapa a esos bichos justo en el momento en que se larguen y habrás
sido el primero.

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Alguno de mis compañeros me compadeció por tener que viajar a un lugar
como aquel. Yo, en cambio, bendije mi suerte. Grimsey era el destino ideal
para alguien que desea olvidar todo cuanto le rodea. En las últimas semanas,
había llegado al límite de mi aguante, tanto físico como moral. La muerte de
mi hermana, tan precipitada, tan injusta, sin tiempo ni para el último adiós,
había sido lo peor que me había ocurrido. Luego estaban las rarezas de
Susana, sus silencios, todo aquello tan intangible que iba mal entre nosotros.
Por si fuera poco, tenía que soportar el ambiente enrarecido de la redacción a
raíz de los rumores de compra por parte del gigante editorial, las sospechas de
que se estaban orquestando despidos en masa: «Hay dos maneras de vender
una empresa: o la aligeras echando primero a los que más cobran o los que
llegan se encargan de purgar la plantilla. Ya veremos qué modalidad eligen»,
dijo el redactor jefe. Todo el mundo estaba muy preocupado. Pero yo tenía
otros quebraderos de cabeza.
Puede que Grimsey no fuera el destino ideal para unas vacaciones, pero
era una oportunidad de alejarme de mi vida por unos días.
Contraté el viaje por Internet en una agencia de Akureyri, la capital
islandesa del Norte. «Pasaré un día antes para recoger toda la
documentación», escribí. Poco después recibí un mensaje muy amable:
Estimado señor Arcos:

El propietario de la única casa de huéspedes de Grimsey nos comunica que va a estar
ausente a su llegada a la isla. A pesar de ello, dejará preparado todo lo necesario para
que su estancia sea lo más placentera posible.

«Por mí pueden largarse todos menos los lundis», me dije, antes de


responder a la mujer de un modo más diplomático.
Volé hacia Islandia un sábado. Aproveché el fin de semana para conocer
la sofisticada marcha nocturna de Reykjavik. El lunes a primera hora,
acompañado por el tremendo dolor de cabeza de la resaca, recordé que había
tenido la oportunidad de compartir mi cama con una rubia preciosa con
nombre de valquiria y que la había desdeñado por culpa de algunos prejuicios,
todos ellos relacionados con Susana, y me maldije por ser tan sentimental y
tan gilipollas.
Mi vuelo con destino a Akureyri salió puntual, como todo en Islandia.
Recuerdo que al aterrizar me dije: «Este lugar queda muy bien en las fotos de
las guías, pero vivir aquí tiene que ser un infierno». Nada más llegar al
pequeño aeropuerto me dirigí al mostrador de Icelandair y facilité mi nombre
a una azafata sonriente.

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—Aquí tiene su tarjeta de embarque, señor —⁠me dijo, a la vez que me
entregaba un pedazo de papel.
Consulté mi reloj: me daba tiempo de sobra de tomar un par de cafés bien
cargados mientras esperaba la salida del avión. No había hecho más que
ponerme en la cola de la cafetería cuando la azafata se acercó a mí para
anunciarme que mi vuelo estaba embarcando.
—Pero si aún falta… —repliqué.
—Lo sé —me interrumpió ella— pero hoy no esperamos más pasajeros y
mejor ganamos tiempo.
La noche anterior había tenido la oportunidad de aprender que bajo esas
mejillas sonrosadas de querubín las mujeres de la isla escondían auténticas
vikingas dispuestas a beber hasta no tenerse en pie. La nostalgia me corroyó
por dentro como uno de esos aguardientes caseros cuando pensé en lo que me
diría mi hermana si conociera el actual estado de cosas:
—Siempre serás un blandiblú, grandullón, luego no te extrañes de que la
primera de turno te deje la vida hecha un yogur.
Continué mi peregrinaje hacia el mostrador, donde la misma señorita
rubia se apoderó del papel que acababa de entregarme sin que su sonrisa se
marchitara un ápice y luego señaló hacia la única puerta y dijo:
—Que tenga un feliz vuelo, señor.
A unos pocos metros de donde estábamos, una avioneta esperaba con los
motores en marcha. Me llamó la atención que no hubiera ninguna otra azafata
en lo alto de la escalerilla, recibiendo a los pasajeros con esa amabilidad
fingida que caracteriza a los auxiliares de vuelo. Lo achaqué a la brevedad del
trayecto.
«Si siempre van tan vacíos, no me extraña que necesiten ahorrar en
personal», me dije, al comprobar que no había más pasajero que yo.
Me habían dicho que no es difícil ver ballenas en aquellas latitudes, de
modo que pasé todo el viaje concentrado en la observación de la cambiante
superficie del océano. Ya estábamos llegando cuando distinguí una mancha
parduzca bajo las olas. Fue tan pasajera que bien podría haber sido una
ilusión. Un cetáceo, sí. O tal vez un fantasma.
Apenas una décima de segundo después distinguí bajo mis pies el cabo de
Kross, adornado con el pequeño faro de color naranja orgullosamente erguido
sobre los acantilados de basalto.
En el aeropuerto me aguardaba una diminuta terminal, custodiada por una
torre de control que parecía extraída de un juego de construcción infantil.
Apenas unos metros más allá, se levantaba la fachada amarillenta de la única

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casa de huéspedes de la isla, el Guesthouse Basar, mi hogar durante los
próximos días.
Soplaban rachas de un viento helado y caía una llovizna pertinaz. Las
primeras impresiones de la isla fueron sensoriales: el olor a salitre que traía el
aire y los chillidos de las golondrinas árticas, unos pájaros pequeños, de color
blanco, con fama de agresivos. «Hágase con un palo para defenderse de
ellos», me había dicho la encargada de la agencia de viajes de Akureyri
cuando pasé a recoger mis reservas. La escasa distancia que me separaba del
hostal me bastó para darme cuenta de que las golondrinas no son un ejemplo
de hospitalidad, pero tal vez fuera exagerado intentar defenderse de ellas a
bastonazos. Por el momento, se limitaban a revolotear a mi alrededor
chillando como si tuvieran algo terrible que comunicarme. En eso, pensé, se
parecían mucho a mi redactor jefe.
La soledad del lugar intimidaba. No vi a nadie en el destartalado
aeropuerto. Ni siquiera uno de esos miembros del personal de tierra que suele
guiar al piloto en sus maniobras. Tuve la necesidad de despedirme de alguien,
pero cuando volví la cabeza para hacerlo descubrí que la cabina estaba
protegida por esos cristales espejados que no permiten ver desde fuera lo que
ocurre dentro. Me limité a agitar la mano en señal de despedida, a cargarme la
mochila a la espalda y a echar a andar hacia el hostal.

El Guesthouse Basar era el único edificio de dos plantas de toda la isla. En la


de abajo estaban las amplias dependencias de un hogar común y corriente,
que solo se diferenciaba de cualquier otro en la pequeña tienda de recuerdos
que ocupaba parte del recibidor. Por lo demás, todo parecía dispuesto como si
los propietarios de la casa se hubieran visto obligados a huir a toda prisa:
había un par de muñecas desvanecidas en mitad del pasillo, ropa sucia dentro
de la lavadora y en la nevera, vituallas como para un regimiento, alguna de
ellas a medio consumir.
—¡Hola! —saludé, nada más entrar.
Descubrí a un lado de la puerta un pequeño zapatero en el que se
amontonaban tres pares de botas de montañero. Eran de tamaños diferentes, y
bien podrían ser de otros huéspedes. Sin embargo, el frío y la ausencia de
sonidos no dejaban lugar a dudas respecto a la soledad en que me encontraba.

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El silencio era denso y cortante, de esa naturaleza distinta que solo conoce la
quietud de los lugares vacíos.
Me sentí ridículo al repetir el saludo mientras pasaba a la cocina. Observé
que había una ventana junto al fregadero y que desde allí se podía disfrutar de
una hermosa vista del prado y del océano. No era posible oír el mar a tanta
distancia, pero los chillidos de los pájaros se escuchaban con toda nitidez.
Al dejar mi mochila sobre el mostrador de la cocina reparé en un pedazo
de papel. Era una página arrancada de una vieja agenda. Correspondía a un
veintitrés de junio que cayó en jueves. Estaba escrita con letra picuda en un
inglés plagado de faltas de ortografía. Decía así:
Hi Friend!

Hop your stay will be a good one. Help yaur self to all that ther is in the frids and
kabbords. Plis wride in the guest book. Best regards, S.

Decidí salir a dar una vuelta, aprovechando que había dejado de lloviznar.
Quería comprobar que el único restaurante de la isla, el Krian, se encontraba
abierto. Con un poco de suerte podría cenar allí mientras mantenía una charla
amigable con la propietaria.
Tomé el único camino posible: uno de negros guijarros prensados que
discurría junto a los acantilados. A lo lejos se distinguían algunas
construcciones modestas, apenas dos docenas de casas: la aldea de Langavik.
Paseé con calma, seducido por la belleza de un paisaje que no debía de haber
variado mucho desde el primer día de la creación. Las olas batían con fuerza y
en las calas de agua oscura algunas aves enseñaban a nadar a sus polluelos.
Las golondrinas árticas me ofrecieron su ruidosa compañía mientras
vagabundeaba y tomaba fotografías de los primeros lundis que veía en mi
vida. Se apelotonaban en las paredes rocosas, ofreciendo un espectáculo único
sin más público que el atardecer y las rocallas. Su expresión de tristeza
ensimismada parecía elegida a propósito para aquel escenario.
Decidí conocer el lado Este de la isla, al que no llegaba camino alguno.
Avancé con dificultades entre unos pastos demasiado crecidos que el viento
había despeinado en todas direcciones. Jadeando, llegué hasta los acantilados
de Sjalandsbjarg, los más altos del lugar. Tomé fotografías durante un buen
rato, extasiado con la majestuosidad del entorno. Traté de imaginar la
ferocidad de las rocas en pleno invierno, o en mitad de una tormenta.

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«Este sitio es una endiablada casualidad —⁠recuerdo que pensé⁠—, un puto
capricho de la geografía».
En efecto, apenas medio centenar de kilómetros más al norte, Grimsey no
sería más que una porción de tierra muerta en mitad de un mar glacial. Los
lugareños lo saben, y esa es la secreta razón de su amor por los lundis. Los
pájaros son la excusa que precisan para permanecer aquí: su confirmación de
que no están locos.
Tomé más de dos centenares de instantáneas. Cuando decidí regresar el
frío me había dejado sin sensibilidad en las manos. Después de atravesar de
nuevo el prado hasta dar con el camino, me encontré con el puñado de casas
de la aldea, extendidas ante mis ojos. Frente a cada una de ellas se veía un
vehículo aparcado.
«Tal vez la gente no se atreve a salir de casa con este tiempo», me dije.
A la derecha, tras descender una cuesta, tropecé con una edificación de
madera. Un vistazo al interior me bastó para saber que se trataba del único
supermercado de la isla. Los fluorescentes estaban encendidos y todo parecía
en normal funcionamiento, pero no había nadie tras el mostrador. Como si el
propietario hubiera tenido que salir a atender una urgencia. En una radio
sonaba City of Dreams, de Talking Heads:
We live in the city of dreams
We drive on the highway of fire
Should we awake
And find it gone
Remember this, our favourite town.

Saludé. Como empezaba a ser costumbre, solo me respondió el silencio.


Tenía demasiado frío para esperar. Me hice con un paquete de café, dejé
quinientas coronas junto a la caja y salí de nuevo a la intemperie.
El restaurante ocupaba el local contiguo. Eran las ocho y media: me
pareció una hora perfecta para cenar.
En el interior reinaba un ambiente tibio y agradable. Las paredes estaban
forradas por láminas de madera y a un lado se abrían tres ventanales desde
donde se divisaba el puerto. Había un impermeable en el perchero junto a la
puerta y una vela encendida a medio consumir sobre cada una de las mesas.
Todo parecía dispuesto para recibir clientes.
Me senté a una mesa y observé el puerto. No pude evitar pensar lo mucho
que deseaba ver a alguien, entablar una conversación. En los muelles, los
barcos se movían como si fueran ingrávidos.
Llevaba allí un buen rato cuando reparé en un caldero sobre el mostrador.
Era de esos grandes, que suelen utilizarse para preservar el calor de su

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contenido. A su lado aguardaba una pila de platos y un cartel que rezaba:
SOPA DEL DÍA
SÍRVASE USTED MISMO
GRACIAS

La sopa del día era crema de espárragos. Mientras me servía una generosa
ración, eché un vistazo a la cocina. Todo estaba en reposo. Había un vaso de
agua junto a los fogones. En su interior, un cubito de hielo flotaba a la deriva.
Además de la sopa, tomé de la nevera un par de cervezas Viking. Mientras
buscaba el abridor pensé qué le diría a alguien que entrara en ese preciso
instante. Pero no entró nadie.
El café también aguardaba sobre el mostrador, en otro termo. Las tazas y
las cucharillas estaban junto a la sopera. Me serví una buena dosis de café
solo y me la tomé con calma, de pie junto al ventanal. Cuando hube
terminado, dejé un billete de dos mil coronas sobre el mantel y me despedí
hasta el día siguiente de los barcos sin alma.

Las noches de verano son muy cortas en Islandia. A las tres de la mañana, las
golondrinas árticas se encargaron de anunciarme la llegada del amanecer. A
pesar de que era una hora intempestiva y de que hacía poco que me había
metido en la cama, decidí levantarme. Pensé que una píldora para dormir me
haría bien. Pero al mirar por la ventana de la cocina descubrí algunos lundis
en el cielo. Cuando observé mejor me di cuenta de que los había a centenares,
por todas partes. Mis modelos se disponían a marcharse, un día antes de lo
previsto. Me puse los vaqueros, agarré la cámara y salí a cumplir la misión
que se me había encomendado.
Hice buenas fotos, al precio de quedar calado hasta los huesos. Tras tres
horas observando el éxodo de aquellos bichos, solo una ducha muy caliente
podía curarme del frío. Del cansancio me repuse con dos píldoras y casi
veinte horas de sueño. Dormí como no lo había hecho desde hacía muchos
años, como un niño, como alguien que ha logrado olvidar todos sus
problemas. O como alguien a quien de pronto han extirpado la conciencia.
Desperté al día siguiente, muy temprano. Hacía un tiempo de perros. Lo
primero que hice fue llamar a la agencia de viajes de Akureyri para reservar
una plaza en la avioneta de la tarde. Me emocionó volver a escuchar una voz

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humana. Luego salí a dar mi último paseo por la isla, con la esperanza de
tropezar con alguien de quien poder despedirme.
La violenta lluvia y el viento racheado hacían casi imposible caminar. A
pesar de todo, me dirigí a la aldea. El restaurante continuaba vacío, lo mismo
que el supermercado. Tampoco había nadie en el lugar que se anunciaba,
ampulosamente, como Gallery, y que no era más que una tienda atiborrada de
artesanías locales.
El puerto seguía poblado de barcos silentes.
«Tal vez ha ocurrido algo y todos se han marchado a toda prisa»,
aventuré, antes de atreverme a llamar al timbre de una vivienda. A la entrada,
se veía un todoterreno que parecía caro. Las cortinas de todas las ventanas
estaban corridas y eran lo bastante opacas como para ocultar el interior de la
casa. Permanecí allí durante un buen rato. Aguardé hasta que comencé a
sentirme ridículo.
«Es obvio que aquí no hay nadie», me dije.
La última oportunidad esperaba en el restaurante. De nuevo me enfrenté a
un lugar desierto. Ahora las velas de cada una de las mesas estaban apagadas.
Desde el ventanal se veía el transbordador a punto de zarpar. Nadie subió ni
bajó de él, pero cuando llegó el momento se hizo a la mar. Lo miré hasta que
se perdió de mi vista, mientras un sentimiento extraño anidaba dentro de mí.
Creo que por primera vez comprendí a las golondrinas árticas.

Aprovechando un rato en que la lluvia me concedió una tregua, resolví


caminar hasta el faro. Se encontraba en un peñasco negro en el lado más
meridional de la isla, un lugar imponente expuesto al vendaval y al océano.
Tardé en llegar unos cuarenta minutos, durante los cuales no dejé de sentirme
amenazado —⁠por los nubarrones, por los pájaros, por la soledad, por el
extenuante silencio…⁠— aunque cuando alcancé el extremo me di cuenta de
que había merecido la pena. Desde allí se divisaba un paisaje grandioso, que
contrastaba con la pequeñez y el color infantil del vigía de piedra.
Me encaramé al precipicio para tomar una fotografía de los acantilados
basálticos. Permanecí allí unos pocos segundos, seducido por la altura y el
vértigo. Pensé que nadie podría sobrevivir a una caída desde aquel lugar. Y en
ese mismo momento, recuerdo haber sentido cómo una racha de viento me
empujaba violentamente. Fue absurdo. El vendaval me golpeó la espalda

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como lo habrían hecho un par de brazos fuertes, y logró desplazarme hacia
adelante. Mantuve el equilibrio, aún no sé cómo, después de un traspié. Con
el corazón desbocado, tomé la decisión de regresar. No me volteé a mirar lo
que quedaba en la roca frente al precipicio.
Durante el camino, la lluvia reapareció con más virulencia. La diminuta
iglesia del pueblo, rodeada por su verde jardín plagado de tumbas, se me
presentó como el único refugio posible. No tuve que pensarlo. Recorrí el
sendero de piedra a grandes zancadas, deseando que la puerta estuviera
abierta. Dentro aguardaba un pequeño vestíbulo, en el que una luz mortecina
extendía un halo de claridad sobre el libro de visitas, custodiado por un
pingüino en cuya tripa alguien había escrito:
DONACIONES
GRACIAS

Mientras oía golpear la lluvia contra la techumbre de madera me entretuve


en hojear el libro, que era de buen tamaño y de páginas gruesas de color
ahuesado. En él habían estampado su firma personas procedentes de lugares
muy distantes entre sí. Había coreanos, ingleses, estadounidenses, italianos,
rusos y algún que otro español. Al detenerme en la última página no pasé por
alto una incoherencia: los últimos dos nombres que aparecían en el libro
pertenecían a dos mujeres italianas, «Alessia e Mattia». Bajo sus rúbricas, las
visitantes habían escrito la fecha, como todos los demás. «19 de agosto de
2007», leí. El día en que estábamos.
No podía ser. A todas luces se trataba de un error. No había ningún otro
turista en la isla y, de haberlo habido, nos habríamos encontrado en alguna
parte. Me deshice de la incómoda idea con una explicación lógica: «Es
normal que la gente se equivoque de fecha, todo el mundo pierde la noción
del tiempo cuando está de vacaciones».
Esperé a que amainara un poco antes de atreverme a salir de la iglesia.
Durante el rato que permanecí allí me senté en uno de los bancos, en un
silencio tan puro que daba ganas de chillar, como hacían las golondrinas
árticas. Me fijé en que el órgano estaba abierto y tenía la partitura preparada,
como si de un momento a otro fuera a aparecer el organista. Aunque también
podía tratarse de una escenografía para turistas. Después de todo, aquel lugar
era el más visitado de la isla. Pero, poco a poco me di cuenta de los
inquietantes pequeños detalles. Centenares de moscas muertas y resecas en el
borde de la ventana. Una Biblia abierta y cubierta de polvo. Una pila de
misales a punto de desmoronarse…

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Al salir, atravesé las tumbas del pequeño cementerio sin reparar en los
nombres de quienes estaban allí. No me interesaba. Solo quería llegar al
aeropuerto. Sentarme en un banco. Esperar la llegada de mi avioneta.
Marcharme de una vez. Ponerme a salvo.

No quise verla, pero la vi. Tras la ventana de la casa más próxima. Era una
figura humana. Parecía una mujer con un batín de seda. Llevaba algo en la
mano, tal vez una humeante taza de café. Puede que me hiciera señas, pero la
tormenta me impidió distinguir ese detalle con claridad. Levanté la mano,
emocionado, mientras corría hacia ella. Solo cuando estuve muy cerca pude
comprobar que no era una persona, sino una burda ilustración adherida a la
parte interior del cristal. Representaba a un arlequín de cara compungida, que
llevaba una rosa en la mano. Una lágrima violeta resbalaba por sus pálidas
mejillas. Hizo mella en mi ánimo con la crueldad de una burla que no puedes
desmentir porque sabes cierta.
No pasé por el hostal a recoger mis cosas. Al fin y al cabo, llevaba mi
documentación y la cámara, poco importaban un par de mudas y mi cepillo de
dientes. Me dirigí directamente al aeropuerto. La avioneta, como todo allí, fue
puntual. Esta vez no me extrañó no ver al piloto, ni que ninguna azafata me
diera la bienvenida a bordo. Como había imaginado, nadie llegó en aquel
vuelo ni ningún otro pasajero subió al avión conmigo. Ocupé mi asiento y me
abroché el cinturón de seguridad. Apenas cinco minutos más tarde, los
motores se encendían de nuevo y la voz metálica daba instrucciones. Pensé
que esta vez no tenía ningún interés en buscar ballenas en el océano, porque
lo único que me apetecía de verdad era cerrar los ojos y no abrirlos de nuevo
hasta haber llegado a nuestro destino.
Tardé demasiado en hacerlo.
De pronto distinguí a alguien bajo la espesa capa de agua que estaba
cayendo. Un ser humano, una chiquilla. Estaba seguro de que esta vez no se
trataba de un espejismo. No debía de tener más de doce años. Vestía un
abrigo rojo y un gorro para la lluvia. Apenas se le veía la cara, de la que
sobresalían un par de mejillas rubicundas y una guedeja de cabello muy rubio.
Si no fuera una locura me atrevería a afirmar que se parecía a mi hermana
cuando tenía esa edad.

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La estuve mirando, como hipnotizado, hasta que la perdí de vista. Estaba
junto a la pista de despegue, empapada, mirándome fijamente con sus
hermosos ojos y sonriendo como si al mismo tiempo se alegrara y se apenara
de verme. Agitaba la mano en el aire con lentitud de funambulista.
Y así continuó hasta que no pude distinguirla: agitando la mano.
Despidiéndose, sonriendo.
Despidiéndose y sonriendo.

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Cosecha de huesos
JOSÉ MARÍA TAMPARILLAS

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JOSÉ MARÍA TAMPARILLAS (Zaragoza, 1970) es licenciado en Físicas y trabaja
como informático. También es un incombustible escritor de relatos fantásticos y de
terror. La revista Nueva Dimensión, H. P. Lovecraft, Poe, Stephen King y Algemon
Blackwood son algunos de sus referentes. Sus textos han sido recogidos en
publicaciones tales como Axxon, Qliphoth o Rescepto, y en antologías como
Calabazas en el trastero. Es en esta última (2008) donde apareció originalmente
publicado «Cosecha de huesos».

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Cosecha de huesos

Huesos.
Solo huesos.
Un montón de ellos.
Lucas Cebrián no paraba de sacar huesos.
Adultos, unos pocos niños… Esqueletos completos y piezas sueltas.
Limpios y algo ennegrecidos por el color rudo del suelo que los acogía.
Los apilaba en la parte de atrás del cobertizo. Lo hacía con cuidado y
respeto; imaginaba que en una situación parecida, a él le hubiera gustado que
quien perturbara el sueño eterno manejase sus restos con un mínimo de
decoro.
Mes tras mes, año a año, Lucas peleaba con denuedo contra el destino que
había heredado: una granja contagiada de lepra, en medio de un páramo
insalubre donde solo medraban los mosquitos, las culebras y las ratas;
rodeado de una tierra estéril con la que había que pelearse para obtener algún
fruto.
Y que solo parecía querer germinar intermitentes cosechas de huesos.
Lucas Cebrián era un hombre solitario: segundo hijo en una familia
humilde, y por lo tanto abocado a la miseria en un lugar en el que el
primogénito heredaba todo. La granja, las tierras, los cerdos y hasta aquel
saco de pulgas, parecido a un mulo, provenían de un tío materno suyo,
padrino de bautizo, que había muerto poco tiempo atrás sin más descendencia
que aquel muchacho retraído y hosco, aunque trabajador. Era una nueva vida,
lejos de su lugar de nacimiento. Cualquier otro hubiera cejado en el empeño
al poco tiempo, pero Lucas era un hombre adusto y obstinado, temeroso de
Dios a la manera de quien lo ve como un padre exigente, brutal y algo
distante. Aquella herencia había sido un regalo, la puerta que se le había

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proporcionado para salir de una existencia abocada al infortunio: puerta y
prueba. Asumía su actual pobreza con pragmatismo: nadie es pobre, un pobre
de verdad si tiene un lugar y los medios para subsistir por sí mismo. Solo se
es pobre de verdad si se depende de la caridad ajena. Consideraba que el
trabajo era una obligación moral y que la riqueza, la auténtica riqueza estaba
en relación inversa a las necesidades que uno mismo se exigía.
Lucas pedía poco: comer, beber, dormir y tener la salud suficiente para ir
amanecer tras amanecer a pelearse con aquella tierra preñada de huesos y
penuria.
Sin embargo había días en los que percibía un ligero prurito de duda.
Miraba el montón de tibias, costillas y cráneos y se preguntaba en voz
baja si él no iba a ser el siguiente en pudrirse bajo la maloliente capa que lo
cubría todo; dudaba si alguien iba a recoger sus huesos mondos, roídos por las
ratas.
Pero, para los hombres y mujeres como Lucas, el cansancio y el hambre
eran los mejores revulsivos contra la inquietud, compañeros que empujaban
hasta devolver al individuo al vulgar camino de la rutina y a la certidumbre
del trabajo duro.
Lucas seguía sacando huesos de vez en cuando. No se hacía preguntas. No
había miedo. Lucas no era supersticioso o no tenía tiempo de serlo. ¿Por qué
estaban ahí? Alguna razón habría, una vieja batalla olvidada de una guerra
más olvidada, una peste… Qué más daba. Los muertos no hacían daño a
nadie. Estaban en el cielo o en el infierno, atrapados a buen recaudo;
sonrientes y felices en un caso, condenados y arruinados en el otro.
Él se limitaba a recogerlos y a apilarlos.
Hasta aquella noche.
Claro.

Dormía en su casa, una edificación de un piso, y una sola habitación que


hacía las veces de cocina, dormitorio, almacén y despensa. Estaba hecha de
piedra y madera, de formas toscas y funcionales, sobria hasta el extremo, sin
apenas muebles. Era verano. Dormía con la ventana abierta, protegido de las
dolorosas picaduras de los mosquitos por una fina malla de metal. No corría
aire, y el calor se filtraba en los rincones como una manta sofocante. Lucas
tenía el sueño ligero, por lo que despertó cuando escuchó un extraño ruido
procedente del exterior. Pasos arrastrándose, pasos de varias personas, y una
sorda letanía, algo parecido a una oración murmurada en voz queda por varias

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bocas. La granja estaba en medio de ninguna parte, al final de cualquier
sendero, los caminos no pasaban de largo, terminaban. Quien llegaba allí lo
hacía con premeditación o por desorientación. Por eso nuestro hombre se
levantó con cuidado y fue a coger la vieja escopeta que usaba para cazar
algunos conejos famélicos.
Era un grupo formado por mujeres de negro y niños vestidos de domingo.
Todos llevaban velas o toscos hachones confeccionados con brezo y brea. En
un carromato arrastraban un ataúd hecho de tablones medio podridos; lo
habían pintado de color oscuro en un vano intento de disimular la cochambre,
pero a través de las grietas, apenas iluminado por la luz de las teas, se veía el
color macilento de la mortaja. Se habían detenido a pocos pasos de la valla
que separaba la casa y el cobertizo de las tierras circundantes. Estaban al lado
de un enorme ciprés, de cara a la casa, como esperando algo. No paraban de
rezar, un susurro apenas audible, como el agitarse de un panal.
—¿Qué quieren? —preguntó Lucas, hosco. Sostenía el arma con
descuido, más molesto que enfadado.
Los rostros eran del color de la luna que rasgaba la noche. Las miradas
estaban cargadas de temor. Rostros calcados unos a otros, cargados de arrugas
y cansancio, enmarcados en el velo negro del luto.
Nadie dijo nada. Los niños bajaron la cabeza y las mujeres no pararon de
escupir padrenuestros y avemarias con mecánica pulsión.
—¡Maldita sea! ¿Qué hacen en mis tierras, a estas horas y con eso?
—Venimos a enterrar —respondió una de ellas, indistinguible del resto.
—¿Qué coño decís de enterrar a nadie aquí? —⁠dijo asombrado.
La salmodia cesó. El silencio de la noche se apoderó de los oídos de
Lucas. A lo lejos cantaban las ranas y las cigarras, un soniquete repetitivo e
hipnótico.
—Siempre se ha hecho así —le contestó la misma voz.
Lucas dudó. No podía creer lo que escuchaba.
—Pues ya no. Esto, esto… no es un cementerio —⁠respondió confuso, sin
llegar a creer del todo lo que había oído.
Un murmullo distinto, el gorgoteo del agua al fluir por un riachuelo, llegó
hasta él. Eran las mujeres, que hablaban entre sí.
—¿Qué murmuráis?
Una de ellas se adelantó. Sostenía un velón torcido que goteaba cera
amarilla sin cesar. Era joven, o al menos sus ojos no se habían contagiado de
la vejez prematura que acosaba a todas las mujeres de la zona; se mostraba
desafiante.

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—Esta tierra llama a los muertos. Ha sido así siempre.
Lucas notaba como el enojo crecía en su interior. Tenía sueño, hacía
demasiado calor, la humedad le pegaba la ropa a la espalda. El hedor de sus
axilas le aturdía y la estúpida testarudez de aquellas beatas comenzaba a
cansarle. Apoyó los dos pies en el suelo con firmeza, cogió la escopeta con
las dos manos. El cañón enfilaba firme al cielo.
—Aquí no se entierra a nadie. Son mis tierras ahora —⁠apuntó a gritos⁠—.
Fuera.
Algunas de las mujeres se apiñaron formando un grumo oscuro. Lucas,
impaciente pateó el suelo con el pie y agitó el arma. Notaba el vello de los
antebrazos erizado. No le gustaba aquella reunión macabra, no allí. Le
gustaba la soledad, la libertad de no depender de nadie y mucho más la
tranquilidad de saber que nadie dependía tampoco de él. De alguna forma
aquella procesión lúgubre tambaleaba esa seguridad.
—¡Hombre! —el grito de la misma mujer la sacó de su ensimismamiento.
—¿Qué?
—¿Dónde empiezan tus tierras?
—¿Para qué quiere saberlo?
La mujer tragó aire. Sus ojos mantenían una serenidad tensa.
—Si el cuerpo sale de la casa, hay que enterrarlo. Si no es aquí, donde
siempre se ha hecho, será en otra parte, en otro lugar donde tu palabra no
valga nada. Y queremos que sea lo más cerca de aquí.
Lucas masticó con impaciencia una respuesta grosera. Luego suspiró.
—Allí atrás, donde termina la línea de sauces.
La mujer inclinó la cabeza y se dio la vuelta. Sus compañeras se abrieron
como una flor carnívora y la digirieron. Sin previo aviso comenzaron a rezar
de nuevo, se dieron la vuelta al unísono y arrastraron la carreta hacia la zona
que Lucas les había señalado. Alguno de los niños se giró y le miró. No había
curiosidad, ni miedo, solo un vacío, una falta de emociones que le produjo
escalofríos.
—¡Cavad bien profundo! —gritó antes de darse la vuelta y volver a
dormir.
Le recibió el tacto áspero de las sábanas. Cerró los ojos y se dejó llevar
por el cansancio. Lucas no creía en supersticiones. Sin embargo no lograba
quitarse de la cabeza una de las frases que había oído:
Esta tierra llama a los muertos.

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A los pocos días Lucas acudió al pueblo. Tenía que comprar azufre para
sulfatar unas vides. Bajaba de ciento a viento. No le gustaba. Además de ser
un recién llegado, los oriundos le hacían sentirse forastero, extraño, y aquello,
aunque no llegaba a suponerle un problema, sí le incomodaba en tanto en
cuanto aguijoneaba un poco más su sensación de soledad. Había lugares en
que a uno lo recibían con los brazos abiertos o con el respeto callado de la
indiferencia. Otros, como El Pueblo, en la zona nadie lo llamaba de otra
manera, recibían a los de afuera con desconfianza y miradas de reojo.
—¿Cómo va ese huerto? ¿Ya no te molestan los topos?
Pablo, el tendero, quizá debido a su profesión, era menos retraído y más
comunicativo que otros. Ayudaba que poseía uno de esos rostros siempre
cruzados por una mueca de ironía y tenía la lengua presta al chiste fácil. Era
un hombre acostumbrado a que la gente depositara cierta confianza en él.
—Solo las plañideras —respondió Lucas algo arisco.
Llevaba dos noches sin apenas dormir. Se pasaba el día de mal humor sin
saber bien la razón.
—Estás en boca de algunos.
—No sé si eso es bueno o malo —Lucas descompuso su cara intentando
sonreír.
—Tu tío les dejaba. No iban a menudo, una vez cada pocos años. Parece
mentira, pero aquí la gente se mata poco… —⁠Pablo emitió una carcajada
única, un disparo que reverberó en el aire, mostrando sus muelas cariadas⁠—,
pero claro, él no vivía allí.
—¿Matarse? —Lucas no captaba la gracia.
—¿No sabes nada?
—No.
Pablo le dio una palmada amistosa en el antebrazo.
—Que por acá la gente ya se suicida poco.
—¿Suicida?
Pablo se dio la vuelta. La tienda estaba sita en la planta baja de una
pequeña casa de piedra caliza, era como una cueva: oscura y estaba llena de
moscas. De un manotazo atrapó a una de ellas.
—A los que se dan muerte por su propia mano no se les entierra en
sagrado —⁠dijo el tendero, serio, observando su puño cerrado. Se escuchaba el
zumbido nervioso del animal encerrado, intentando salir.
Lucas se pasó la mano por la cara. El tendero, con un movimiento seco,
estampó la mosca sobre la superficie del mostrador. El animal rebotó, cayó de

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nuevo y estuvo un par de segundos agitando de forma frenética las patas hasta
morir.
Pablo tiró el insecto al suelo de un manotazo y se encaró con Lucas.
—A mí me da igual. En otros sitios los entierran tras la tapia del
cementerio. Pero aquí siempre los han llevado a las que son ahora tus tierras.
Siempre, no me preguntes la razón, no la sé… —⁠atrapó otra mosca al
vuelo⁠—, les gusta respetar las costumbres —⁠recalcó⁠—. Son muy suyos con
las costumbres. Ya te irás dando cuenta.
Lucas no dijo nada. Cogió el saco de azufre, sacó unas monedas, pagó y
se fue sin más.
Las calles del pueblo eran empinadas. Las piedras que formaban el
adoquinado irregular brillaban a la luz del sol, las calles se retorcían, apenas
se podía encontrar una sombra al caminar, era como si quien hubiera
construido ese maldito pueblo hubiera intentado hacerlo todo lo más
incómodo y molesto posible. Unas cuantas mujeres marchaban por la calle
principal, llevaban bolsas con el pan o con hortalizas; dos o tres hombres
fumaban sus cigarros liados a mano, sentados a la puerta del casino con
aspecto cansino. Lucas les saludó con una leve inclinación de cabeza. Las
mujeres bajaron la mirada y los hombres no hicieron el menor caso. Estaba
acostumbrado. Sin embargo se preguntaba cuánta carga de resquemor
acompañaba a aquella indiferencia.
Apresuró el paso. Quería salir de allí cuanto antes. Tenía que reparar un
agujero en el techo del cobertizo, dar de comer a los cerdos y segar algo de
hierba para los conejos.
Llegaba al arrabal, donde terminaba el pueblo y comenzaban el valle y la
huerta, donde el río serpenteaba perezoso y cansino entre los chopos. Vio una
cara conocida avanzar de frente a buen paso. Era la mujer que le había
hablado noches atrás. Iba vestida de campo, llena de barro, con la cabeza
protegida con un gran sombrero de paja trenzada. Era mayor de lo que en
principio había pensado.
Ella pasó a su lado sin siquiera mirarle, la vista clavada en el suelo. Lucas
se paró.
—¿Por qué en ese lugar?
Llevaba haciéndose la misma pregunta varios días, varias noches; sin
cesar. A veces se había descubierto a él mismo caminando hacia la parte de
atrás del cobertizo, en dirección a los huesos amontonados como si ellos
pudieran tener una respuesta.
La mujer se detuvo también.

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—¿Por qué los enterráis precisamente allí? —⁠insistió.
—Así se ha hecho siempre.
La voz femenina denotaba cansancio.
—Pero ¿por qué?
Hablaban espalda contra espalda, alejados unos dos metros el uno del
otro, con el sol y las golondrinas como únicos testigos.
La mujer chasqueó la lengua.
—Esa tierra llama a los muertos, a esos muertos, ya se lo dije.
—Eso es un sinsentido.
Hubo unos segundos de pesado silencio. Luego la voz le contestó.
—Es la verdad, siempre ha sido así.
Lucas frunció el ceño y se limpió el sudor.
—Ahora la gente me odia, me odia por no haber dejado que enterrasen a
aquel hombre en mis tierras.
Escuchó algo parecido a una risa apagada.
—No, nadie le odia. Usted no tenía porqué saberlo, es forastero
—⁠percibió el énfasis en la palabra⁠—, pero sí piensan que es un idiota.
Lucas no sabía bien qué decir.
—Pero son mis tierras, soy pobre, hay que trabajar como un mulo, para…
Nadie respondió. Se dio la vuelta. La mujer se alejaba a buen paso.

Huesos.
Demasiados huesos.
Años, siglos quizá. Los pequeños huesos de los niños, esos cráneos
diminutos, le ponían más nervioso que el propio montón en sí.
Lucas no era un hombre reflexivo. Las verdades, sus verdades le surgían
de dentro o habían venido dictadas desde fuera. Era mejor siempre navegar en
las aguas tranquilas de lo cotidiano, aferrarse a una verdad simple. No
obstante, cerca de aquellos huesos no podía reprimir una incertidumbre
emocional. Su curiosidad se disparaba, llevándole a llamar a puertas extrañas.
Hay preguntas que no encuentran respuestas, dudas que se mantienen
impermeables a cualquier valoración y reflexión, y que convocan espectros de
ansiedad e incertidumbre. Las personas como Lucas, de forma inconsciente,
se centraban entonces, acuciadas por emociones complejas, en aquello que
barría de un plumazo dichas turbaciones: trabajar, trabajar; no parar, sudar,
agotarse de tal modo que la extenuación en lo físico soslayara y aniquilara la
incertidumbre en lo psicológico.

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El campo era uno de los más cercanos a la granja. Llevaba en barbecho
más de seis meses. El suelo se había endurecido, formando una costra
renegrida en la que el arado, tirado a medias por el mulo y por el propio
Lucas, apenas lograba penetrar. El sol caía a plomo, el sudor se evaporaba
antes de llegar a sus pies, el animal jadeaba como una locomotora ante cada
acometida brutal. No importaba, estaba dispuesto a dejar preparada la tierra
para la siguiente siembra a cualquier precio. De vez en cuando ambos se
acercaban a la casa, Lucas sacaba un par de cubos de agua del pozo, bebía él,
bebía el animal, se refrescaba y arrojaba el resto sobre el lomo del mulo.
Después de uno de estos momentos de solaz, las fuerzas renovadas, el
ánimo dispuesto, mientras la barra dibujaba una línea irregular, quebrando
terrones duros como el mármol, esta se quedó atascada. Lucas empujó,
fustigó a la bestia maldiciendo, esta protestó con un sofocado gañido. Una y
dos veces, seis intentos hasta que lo que fuera cedió y el arado continuó su
marcha unos pocos metros debido a la inercia.
Lucas detuvo al animal y fue a mirar.
—Mierda —exclamó al entrever qué es lo que se asomaba de entre la
tierra.
Más huesos.
Estaba harto.
Solo que no eran huesos en sí.
De entre las glebas asomaba un torso a medio pudrir, envuelto en una
mortaja. Un brazo, torcido, ennegrecido e hinchado, sobresalía como un
mástil improvisado que señalaba al horizonte. El hedor de la muerte se
extendió su alrededor rápido como una nube de tormenta. El mulo se
encabritó, pifió y pateo el suelo, alejándose cuanto pudo del cadáver. Lucas,
atónito, también retrocedió.
La tierra llama a los muertos.
Por unos segundos estuvo tentado a pensar que aquellas mujeres se habían
reído de él la otra madrugada, que al final habían entrado a sus campos y allí
habían abandonado al muerto. Pero aquel terreno estaba virgen, ni pico, ni
pala, ni mano alguna lo había atacado en al menos seis meses…
Duro como la piedra. Lo hubiera notado, se dijo.
Pero el cuerpo estaba aún fresco.
Como atendiendo a una llamada muda pero imperiosa, una miríada de
grandes moscas comenzó a bailar su peculiar danza sobre el pellejo verdoso
del difunto. Caminaban, chupaban, sembraban su simiente en la carne
descompuesta, en las pústulas reventadas, en la piel sajada. Lucas las espantó

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de un manotazo. Furiosas, se precipitaron sobre él zumbando alrededor de su
cabeza, posándose en su boca, en su nariz, traspasándole algo de la
podredumbre que se les había adherido.
Vomitó, obligado por el sabor amargo que le transmitieron los insectos, lo
hizo hasta que sus tripas se secaron y solo fue capaz de escupir bilis. Jadeante
y encorvado, pues se le había venido encima todo el cansancio acumulado, la
extenuación le vencía. Retrocedió más, se dejó caer en un ribazo. Después de
unos segundos de reflexión se levantó decidido, desató al mulo del arado, lo
cogió del bocado y arrastrando los pies se acercó a la casa. Dejó al animal a la
fresca, con agua y pasto, y tomó con aire resuelto una oxidada pala.
No fue difícil encontrar el lugar en el que supuestamente las mujeres
habían dejado su macabra carga días atrás. Él les había dicho que sus tierras
se acababan al otro lado de los sauces. Allí, a pocos metros del primero de
ellos, un gran árbol cuyas ramas colgaban hasta el suelo, acariciándolo con
suavidad, vio el montón de tierra. Era más oscura que la de alrededor; no
había ni una cruz, ni una madera, nada que señalase que en esa tumba podía
estar un hombre en su último descanso. Una sensación de absoluto desamparo
le abofeteó. Ni un mísero nombre, nada que humanizara aquel macabro
trasunto. No podía dejar de pensar que pocos se iban a acordar de él mismo
tras su muerte.
A ti también te espera una tumba mísera… Solo espero que alguien ponga
un nombre en ella.
Tuvo que cavar poco.
Mira que les dije que lo enterraran hondo.
Cuando el metal de la pala golpeó las tablas que trenzaban el improvisado
ataúd, estas se quebraron como si fueran frágiles palillos. Lucas se secó el
sudor antes de limpiar la tierra y dejar al descubierto toda la caja. La energía
que le había movido a correr hasta allí, a comprobar si la idea que le corroía el
cerebro era real, se había ido dejando tras de sí un vago residuo de temor a
enfrentarse a la verdad. Se preguntaba si quería arriesgarse a encontrar
aquello que se dibujaba en sus entrañas como un prurito amargo.
Tragó saliva. Desde allí se veían buena parte de sus tierras. Los campos
donde el maíz mal vivía raquítico y enfermo, donde las patatas se pudrían
antes de alcanzar el tamaño adecuado, el cobertizo y el establo, la casa, con el
aspecto de un leproso dormido. Vida y muerte se confundían. En un repentino
golpe de lucidez se vio a sí mismo como un soldado, como un laborioso y
trágico personaje esclavizado por un destino trágico, abocado a un fracaso
esencial: llevar la vida, el orden, la fertilidad, allí donde la muerte se había

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establecido omnipresente y poderosa, enraizada en lo profundo, vertiendo su
miasma en la tierra, el agua, el propio aire. Los cipreses que silueteaban el
camino, los sauces que tenía al lado, la textura del suelo, la consistencia del
viento… Todo contaminado, todo malogrado por un sortilegio oscuro.
Cerró los ojos, con fuerza. No había lágrimas, pero sí una congoja
absoluta; los cerró hasta que la oscuridad se vio acallada por una miríada de
chispas. Aferró con fiereza la pala y descargó un golpe sobre las tablas que
improvisaban la tapa del féretro.
No había nadie dentro. Solo un vago olor a muerte empapando la madera.
Se agachó y apenas se sorprendió al ver en un extremo, aquel que apuntaba
hacia sus tierras, en concreto al campo de donde había desenterrado su último
hallazgo, un gran agujero que carcomía las tablas, y que daba paso a la boca
de un tosco y estrecho túnel excavado en la tierra.
La tierra llama a los muertos.
Y era una llamada que ninguno de ellos podía rechazar.

Huesos.
Amontonados, desordenados.
Huesos renegridos.
Los cipreses dibujaban sombras alargadas en el suelo. Oscurecía. El calor
asfixiante del día daba paso al calor sofocante y traicionero de la noche. El
suelo despedía la humedad que una tormenta pasajera había descargado unas
horas antes, así que el aire se había hecho denso y pegajoso.
Poco parecía importarle eso a Lucas. El sudor y la suciedad le cubrían el
torso y la cara. Había terminado su trabajo. Con un manotazo cubrió con una
manta los huesos desparramados en una estera: Llevaba horas arrojándolos
dentro de un carromato. El mulo se mostraba nervioso, como si la macabra
carga ejerciera algún tipo de influencia perturbadora sobre él.
Una vez la parte de atrás del cobertizo quedó limpia, Lucas se sentó sobre
una piedra, se secó el sudor que goteaba por su frente. Se miró las manos;
estaban llenas de tierra, olían a podredumbre. Se las restregó contra la tela del
pantalón, pero la suciedad se negaba a desaparecer, así que se levantó de
nuevo y fue a por un balde con agua y algo de jabón de taco para lavarse.
Luego volvió a sentarse. De nuevo examinó sus manos. Las vio llenas de
callos, de grietas y cicatrices, las uñas renegridas y cuarteadas. Manos de un
labriego, de un hombre simple y trabajador, sin más. Cerró los puños y se
concentró en lo que debía hacer. Sabía que estaba alargando la espera

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demasiado. Había tomado una decisión sin meditar, atendiendo a una llamada
inconsciente:
Aléjalos.
Y si sacas más, échalos fuera, sácalos de tus tierras, expulsa a la muerte.
Una urraca hizo restallar su graznido en la copa de un chopo muerto.
Como si aquello fuera una señal, Lucas se acercó al carro, tomó las riendas y
obligó al mulo a ponerse en movimiento pese a sus quejas.
Conforme se alejaba de sus propiedades el animal parecía tener que
esforzarse más y más para arrastrar la carga. Lucas tenía que azuzarle,
golpearle con una vara en la grupa, gritarle e insultarle. Las ruedas se hundían
en el suelo todavía húmedo; la madera y el metal chirriaban, como si el
avance supusiera un esfuerzo terrible. El velo de la oscuridad convocaba al
silencio que mediaba entre la sonoridad diurna y los latidos apagados, la
respiración secreta de la noche.
Lucas sentía la congoja cosquilleando sus intestinos. Sabía que lo que iba
a hacer podría traerle problemas. Pero estaba dispuesto a asumirlos. Temía
menos a sus convecinos que a aquella angustia que le sobrevenía al ver los
huesos, al tocar la tierra, su tierra, y sentirla contaminada, sucia y maldita.
Apenas recelaba de la reacción de aquellos hombres y mujeres, herméticos y
supersticiosos; apenas en comparación con la comezón que percibía en su
organismo, una especie de rara sensación de enfermedad, de melancolía física
y mental que le absorbía energía, postrándole a veces en un estado de fatiga
inexplicable; apenas en comparación con el miedo al contagio, a que el
miasma que se infiltraba a su alrededor se hubiera instalado en él,
consumiéndole.
Ahora el supersticioso soy yo, se decía. Se reía para sus adentros, con la
amargura como compañera silenciosa.
Llegó a su destino con la noche ya cuajada, con la luna gibosa iluminando
con calidad espectral su sacrilegio. Se apresuró a descargar la cosecha maldita
y luego, furtivo, medroso, tomó el mismo camino de vuelta a toda prisa.
Todavía quedaba trabajo por hacer; estaba el último cuerpo. Lo había dejado
en el campo. No se había sentido capaz de recogerlo con la legión de moscas
revoloteando a su alrededor, empapadas de la corrupción, pegajosas, con la
obstinación de un diablo en busca de alma. La noche era su aliada en ese
macabro cometido.
Dejó el carro en casa, cogió un saco de arpillera, una horquilla oxidada,
una linterna y corrió en busca del fleco por atar. Los animales se revolvían
inquietos. Los cerdos, que normalmente ya solían estar tumbados en un

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rincón, medio adormilados, no paraban de gruñir, empujándose en repentinas
carreras, chillando cuando uno mordía con furia a otro; a veces se lanzaban
con violencia contra la puerta que los encerraba, haciéndola tambalear. Las
gallinas caminaban en círculo, nerviosas, cloqueando en voz baja,
picoteándose unas a otras.
Era aquel calor, aquella humedad… La contaminación que estaba
extirpando de su hogar, que se resistía a ser expulsada; que, de alguna forma,
extendía sus tentáculos por la atmósfera, perturbando y enloqueciendo aquello
que tocaba.
Pero pronto terminará, pronto.
El terreno recién removido dificultaba cada paso. La lluvia se había
secado a ras de suelo, pero todavía empapaba la capa más profunda. El barro
se le pegaba en las alpargatas, absorbía cada paso como si quisiera hacer más
lento su avance, succionarlo, llevarlo a la profundidad donde descansaban
aquellos malditos huesos y su corrupción. El cadáver no estaba muy lejos, en
cualquier momento podía dar con él.
Solo que jamás lo encontró.
Recorrió el campo varias veces, no dejó rincón sin mirar, ribazo sin
explorar, maleza sin levantar. En principio extrañado, luego aturdido, cada
vez más nervioso. Hasta que al final el frenesí espumó en su sangre como el
veneno, sumiéndole en un estado de miedo y paranoia crecientes.
Llorando, se dejó caer en el suelo. Hundió las manos en la tierra, como si
allí mismo, cavando un poco, hubiera de encontrar aquello que buscaba y que
obviamente había desaparecido. Era una sensación de calidez orgánica y
desagradable. Las sacó asqueado. Poco a poco trató de dominar su excitación.
La luna amenazaba con ocultarse tras una colina, rasgada por las copas de
algunos cipreses esmirriados. Fijó su atención en ella con el objeto de
tranquilizarse, de menguar la intensidad con la que el corazón latía.
Un animal, un animal se lo ha llevado, se dijo oscilando la cabeza arriba y
abajo.
Pero sabía bien que no había más huellas que las suyas, cientos, miles,
pero solo suyas. Un animal hubiera dejado un rastro, aunque lo hubiera
devorado por completo allí mismo… y un hombre, una mujer un niño,
también. Él lo hubiera visto.
La tierra llama a los muertos.
Corrió. Corrió todo lo rápido que pudo.

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Los cerdos se habían vuelto locos. Continuaban chillando, profiriendo
alaridos agudos y chirriantes capaces de romper el cristal. Corrían de un lado
a otro de la pequeña porqueriza, golpeándose el lomo contra las paredes,
envistiendo la puerta con furia.
A veces, por encima del alboroto, en paralelo a la música y las voces
borrosas de la radio, se podían escuchar otros ruidos.
Susurros.
Lucas estaba sentado en una butaca desvencijada, de cara a la puerta de la
casa. El sudor corría por su rostro formando regueros marrones en los que se
reflejaba la luz marchita de la única bombilla. Tenía el pelo enmarañado,
lleno de barro. Sus ojos estaban enrojecidos por el cansancio. Llevaba horas
así. Era de madrugada y, aunque había intentado dormir, deshacerse de la
desazón ocultándose en las tinieblas del sueño, no había sido capaz de
convocarlo. Por el contrario, eran otros los fantasmas que le visitaban de
forma obstinada, se colaban dentro del vacío que intentaba construir en su
cerebro, anidando y reproduciéndose. Había encendido la vieja radio, cosa
que no hacía a menudo, al menos escuchando otras voces se sentía menos
desamparado y frágil. Sin embargo, apenas era consciente de su presencia. Su
atención estaba centrada en aquellos pensamientos recurrentes, en una
sensación de extrañeza que no lograba desentrañar.
—Son mis tierras, mi vida… No me iré —susurraba de vez en cuando.
Respondiendo a su letanía, los puercos se detuvieron un instante. A pesar
de todo, Lucas podía escuchar su respiración agitada, sentir la tensión que
emanaba de ellos, de toda la casa, de la tierra; y por encima de ella —⁠apagó
un instante la radio⁠—, de nuevo aquellos susurros.
Presentía que se acercaban. No podía imaginar qué era lo que los
producía.
Tragó saliva.
Echó un vistazo al rincón donde guardaba la escopeta. Por alguna razón
desconocida, era consciente de que aquel objeto en un momento así era poco
menos que inservible. Se arrebujó, a pesar del calor tenía las manos heladas,
el cuerpo dolorido, el paladar seco.
Cerró los ojos. No había conjuro que sustrajera al sueño de su lejanía, que
lo atrajera hacia sí para ejercer su efecto reconfortante. Sus ojos se obstinaban
en permanecer abiertos, sus pensamientos alborotados; era consciente de que
el malestar no era sino un efecto de algo externo, de una tensión acumulada
en el aire que en cualquier momento podía liberarse.
—Nadie me va a echar de aquí.

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Los susurros retumbaron más cerca, muy cerca, detrás de la puerta. Se dio
cuenta de que no eran tales susurros, era el sonido de algo que se arrastraba,
de algo que rozaba el suelo lleno de grava de la entrada.
—No sé quién eres… Quiénes sois, pero no estáis invitados —⁠murmuró
entre dientes.
Deseó estar dormido, deseó con todas sus fuerzas no haber encontrado
esos huesos. A veces la ignorancia era la mejor compañera. Ya era demasiado
tarde. La puerta se había abierto. Había echado el cerrojo, estaba seguro, pero
era algo que no parecía importar a lo que quería entrar. No había obstáculos
para ello.
La oscuridad se derramó en la habitación, empapando todo: muebles,
objetos, comida, con una cualidad siniestra, empequeñeciéndolos,
difuminándolos, como si la negrura tuviera la potestad de absorber y borrar
parte de su consistencia.
Lucas Cebrián no era un cobarde. Pero cerró los ojos, por unos segundos
retrocedió a su niñez al percibir que algo se ocultaba detrás de aquella
oscuridad.
Si no lo ves no existe.
Pero ¿qué sucede si, aunque no se pueda ver, se percibe delante, como si
no hiciera falta un mediador fisiológico, como si se bastase por sí mismo para
penetrar directamente en el sentido global de la percepción, y estampar allí su
firma ardiente?
Eran varios, muchos, incontables. Se apiñaban en el umbral,
amontonados, arrastrándose, clavando sus uñas, sus dientes, en el suelo de
madera, en la espalda de aquel que estaba por delante de él luchando por
avanzar también; empujaban con fuerza para avanzar, arrastrando sus vientres
sobre las tablas sin lijar, haciéndolas crujir con su peso.
Cuando Lucas abrió los ojos —qué sentido tenía mantenerlos cerrados si
ya sabía qué había ahí, ante él⁠—, lo primero que vio fue una figura borrosa de
pie, erguida a un metro, y detrás de ella, como un caldero en ebullición, aquel
montón de cuerpos de aspecto gelatinoso y fofo, escalofriantes remedos
aplastados de lo que un ser humano podía ser. Todos penetrándole con
miradas líquidas, pugnando por avanzar. Una masa informe, que bullía,
poseedora de una perturbada voluntad de avance. Eran como larvas, como
gusanos recubiertos de piel y pelo, a los que se les hubieran desarrollado un
par de ridículos brazos y piernas, de cabezas aplastadas, sin consistencia.
Sin huesos.
Silenciosos.

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Su silencio le asustaba más que su aspecto.
Eran ellos, comprendió.
—Son ellos —se dijo.
Los dueños de los huesos, vacíos, fláccidos.
Y delante, todavía con su carcasa, inexpresivo y fantasmal, fresco, aquel
que horas antes había arrancado a la fuerza del suelo.

Todos en el pueblo supieron que algo había sucedido, algo malo, cuando los
perros comenzaron su tonada lúgubre en medio de la noche. A pesar de
saberlo, nadie se atrevió a salir de las casas hasta el amanecer, momento en el
que los animales, agotados, corrieron al primer rincón escondido que
encontraron, con el rabo entre las piernas, gimiendo, evitando la mirada de
sus dueños y vecinos.
Nadie dijo nada. Las calles estaban llenas de gentes que se miraban en
silencio unas a otras, la misma pregunta flotaba en la atmósfera. Pero nadie
estaba seguro de la respuesta, nadie sabía entonces qué es lo que había
sucedido. Fue después de un par de horas, cuando un labriego pasó al lado del
cementerio, camino de uno de sus campos, y vio el montón de huesos al lado
de una de las tapias, cuando la noticia se supo y algunos se atrevieron a ir
adonde vivía el tal Lucas, el forastero.
El cielo tenía el aspecto de la panza de un burro. Soplaba un aire
revoltoso, cargado de humedad, que agitaba las ramas de los árboles que
flanqueaban el camino. El sendero corría paralelo al río. Los caminantes
sintieron la transición, el paso por la frontera que separaba las tierras fértiles y
pródigas, de esas otras que rezumaban una peculiar esencia de desolación.
Allí el suelo era más oscuro, los árboles poseían un aire enfermo, como si no
hubieran podido acabar de enraizar del todo, la vegetación crecía
desordenada, sin luminosidad.
Vieron la puerta de la casa abierta. No había nada extraño, solo la puerta
de la porqueriza en el suelo con los goznes destrozados y el sonido borroso de
una radio encendida.
Encontraron a Lucas colgado. La soga estaba atada en una de las vigas del
techo; los dos cerdos, famélicos, huraños, estaban tumbados en un rincón
junto a una estufa de carbón. Tenían los hocicos manchados de sangre.
Habían devorado las piernas del cadáver hasta la altura de las pantorrillas,
dejando los huesos al aire.

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Lucas esbozaba una mueca de terror, los ojos descompuestos, la lengua
oscura e hinchada colgando de entre sus labios amoratados.
Eran seis, cuatro hombres y dos mujeres. Todos se santiguaron. Uno de
los hombres se fue al pueblo a dar el aviso. Al salir observó unas raras marcas
en las tablas del suelo. Eran como arañazos, muescas, todo el cuarto estaba
lleno de ellas, frescas, astillando la madera.
Vinieron más mujeres y algunos niños, todas vestidas de riguroso luto,
ellos arreglados con sus mejores trajes. Rezaban. El hombre que las había ido
a buscar mató a tiros a los dos cerdos que habían violado el cadáver, luego los
quemó en uno de los campos y se aventaron las cenizas al aire.
Con Lucas se siguió la tradición. Los hombres se fueron y las mujeres lo
descolgaron, amortajaron y enterraron. Un simple hoyo, profundo, pues la
tierra estaba blanda, sin nada que lo marcase salvo la elevación propia del
terreno, como si se hubiera preparado para la ceremonia y quisiera recibir a
un viejo amigo.
Rezaron un último padrenuestro antes de irse. Mientras, una de ellas, la
misma que días antes había hablado con el difunto, murmuró una lacónica
frase mirando a la sepultura:
—Esta tierra llama a los muertos…, incluso antes de morir.

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Medusas
ISMAEL MARTÍNEZ BIURRUN

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ISMAEL MARTÍNEZ BIURRUN (Pamplona, 1972) es licenciado en Periodismo y
compagina la escritura de novelas con el desarrollo de guiones cinematográficos.
Su primera novela, Infierno nevado (Equipo Sirius, 2006) es una fantasía histórica
basada en el universo de H. P. Lovecraft y ambientada en los Pirineos en el siglo I
a. C. En 2008 publicó su segunda novela, Rojo alma, negro sombra (451 editores),
que ha cosechado el Premio Celsius a la mejor obra nacional de fantasía en la
Semana Negra de Gijón de 2009, así como el Premio Nocte de la Asociación
Española de Escritores de Terror. Ha participado con sus relatos en las antologías
Visiones (AEFCFT, 2006) y Hombre Lobo (451 editores, 2008). Su última novela
es Mujer abrazada a un cuervo (Salto de Página, 2010).
Este relato permanecía inédito hasta ahora.

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Medusas

Esta es una imagen de pesadilla: el viejo desnudo, sosteniendo la masa parda


de la medusa en el extremo de su snorkel; mis hijos arremolinándose ante los
dos colgajos, el bicho muerto y el pene del hombre. Acaba de salir del agua y
todo su cuerpo pellejudo chorrea sobre la arena.
—No la toquéis —repito con obstinación porque sé que Mario y Gabriel
tienen los sentidos embargados. También a mí me fascina el extraño cadáver,
con su brillo gelatinoso, sus entrañas de color café, su historial de pieles
enrojecidas.
—No pasa nada, está muerta, adelante —el hombre me desafía a mí tanto
como a ellos. Tiene una perilla dorada, muy fina. Los ojos tan claros que
parecen aguados.
Eva observa desde unos metros de distancia, donde el pequeño Bernabé
edifica laberintos de arena, y me pregunta con el ceño si la situación está bajo
control. Yo le hago un gesto impreciso.
—¿Sabéis por qué vienen tantas medusas, cada año más? —⁠El viejo se
acuclilla para igualarse con unos ojos de cinco y siete años. Su desnudez lo
convierte en un sabio⁠—. Por el calentamiento global. ¿En el cole os han
enseñado lo que es el calentamiento global?
Mario responde dramáticamente que sí, claro que sí, y se lanza a
explicarlo a voz en grito mientras tapa la boca de su hermano menor. El
pescador de medusas cabecea complacido, pero cuando se incorpora para
hablarme su sonrisa me parece forzada, o quizás otra cosa, tullida.
—El agua. ¿Lo has notado? —me pregunta, señalando la superficie
crepitante del mar. Son las seis de la tarde y el sol empuja todos los colores
hacia el cobre⁠—. Está siempre tibia. Es como nadar dentro de un útero.

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Todo esto es culpa mía, pienso. En esta pequeña cala no proliferan las
familias, es territorio de los septuagenarios naturistas. Pero querías evitar a
toda costa la masificación, ¿no, Carlos? Es lo que dice la mirada de mi mujer,
a gritos. Yo me empeñé en alquilar el apartamento en esta urbanización al
otro lado de la última colina, aunque nos obligara a coger el coche todos los
días para bajar y subir del supermercado. En las fotos aéreas del Google Maps
no veíamos más que un bloque amorfo de color blanco, una rara colmena de
terrazas encaladas descolgándose por la vertiente hasta la embocadura de la
playa. Alrededor, solo monte pelado y arbustos. La clase de urbanización que
sale en las fotografías de Greenpeace. Destrucción de la costa. Crímenes
ecológicos. Especies en peligro.
¿Especies en peligro? No las gaviotas, por cierto; míralas, a todas horas
revoloteando y chillando alrededor, embadurnando el mundo con sus
excrementos grisáceos. Ni las medusas.
—¿Has visto, papá? Ese señor ha cazado una medusa.
—Ya estaba muerta, Mario.
—Yo la he tocado.
—¡Mentiroso!
—¿Qué tal si vamos subiendo? Ya es tarde. —⁠Eva se acerca con Bernabé
en brazos, mira de reojo al viejo desnudo, ahora repantigado en su esterilla,
absorbiendo el sol plano del mediodía como una clase de anfibio.
—Sí.
Con tres hijos a cuestas no valen cálculos de velocidad; el tiempo y la
distancia son factores irrelevantes, apenas reales. El viejo de la medusa nos da
alcance cuando todavía estamos por la mitad de las escaleras de cemento que
ascienden hacia los apartamentos. Al menos se ha tapado con un bañador y
una camiseta de tirantes. Las gafas de sol y su sonrisa de cerámica nos lo
presentan como un inesperado galán de Hollywood.
—Es el precio que hay que pagar por tener una playa privada —⁠habla sin
atisbo de sofoco.
Yo convengo con un gruñido. Ahora es mi turno de cargar con el pequeño
y no me sobra el aliento para charlas. Él ríe, supongo que por algún gesto de
Bernabé. Me inquieta no saber adónde dirige sus ojos tras los cristales negros.
Pero pronto lo descubro. Se acerca a mi mujer y le tiende la mano.
—Me llamo Paulo. Como Pablo, pero en portugués.
—Eva. Él es Carlos, mi marido. Y estos son…
—Mario y Gaby, ¿a que sí? —Antes de que el hombre llamado Paulo
termine de bajarse las gafas hasta la punta de la nariz sé exactamente lo que

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va a hacer. Mis hijos reciben el guiño como un regalo de baratija.
—Vivimos en Madrid, en la calle Marcenado —⁠se apresura a señalar
Gabriel, siempre dispuesto a ofrecer información táctica a los desconocidos.
—¿De verdad? Yo viví muchos años en Madrid, antes de que nacieran
mis hijos.
Mi mujer balancea la cabeza de esa forma que anticipa una despedida
amable, un sutil corte de cables antes de que la comunicación empiece a
trasladar algo más que palabras neutras. Pero de pronto su rostro se
descompone, su boca se estira y levanta un dedo en el aire, apuntándome.
—¡Cuidado!
Siento la sombra que se abalanza y me agacho antes de comprender que se
trata de una gaviota. El animal nos sacude a Bernabé y a mí con su vientre y
sus patas, luego remonta el vuelo, lanzando graznidos.
—¡Dios! —Recupero el equilibrio—. ¿Qué les pasa?
Sobre nuestras cabezas se cruzan las órbitas de otras dos gaviotas
enloquecidas. Paulo se descuelga la sombrilla que lleva al hombro y la sacude
con amplios mandobles.
—¡Fuera, fuera! —les grita. Mario y Gabriel han corrido a refugiarse con
su madre⁠—. ¡Id a buscar carroña en otra parte!
Entonces noto la sangre en mi rostro, y tengo que separarme de Bernabé
para comprobar que en realidad brota de él, de la pequeña herida que la garra
de la gaviota le ha abierto sobre la ceja izquierda.
—¿Se ha hecho sangre? —se alarma Eva.
—Es un rasguño —digo—. Vámonos de aquí.
Emprendemos el último tramo de escaleras con una rabia histérica, aún
asustados y nubladamente furiosos con el reino animal. Hay algo incorrecto
en nuestra presencia allí, una trasgresión que no tiene que ver con el
ecologismo sino con otro principio mucho más básico, algo medular que yo
no adivino. Mientras trepo los últimos escalones con Bernabé en brazos solo
pienso en que deberíamos marcharnos de allí cuanto antes. Hacer las maletas.
Buscar un hotel en el centro del pueblo. Qué coño, volver a Madrid. Estas
vacaciones han sido una mala idea desde el principio.
—Dios, parece como en esa película —dice Eva, recuperando el aliento
contra el muro blanco de la urbanización. Las gaviotas han quedado más
abajo, pero aún giran sobre los matorrales como avispas excitadas⁠—. La de
Hitchcock.
El hombre suelta una carcajada a mi espalda, sobresaltándome.

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—¡Es verdad! —celebra—. Pero no es una película. Hay una verdadera
historia de terror detrás de este edificio, ¿no la sabéis?
Niego con la cabeza, aunque Paulo solo está atento a la reacción de mi
esposa.
—¿Qué historia? —dice ella, y en ese instante veo todo lo que va a
suceder como una fila prieta de fichas de dominó.
—Os propongo una cosa —Paulo adopta un tono conspirador,
oblicuamente festivo⁠—: Subid a cenar esta noche a nuestro apartamento y os
cuento la historia con todos los detalles macabros. Mi mujer prepara un rape
espectacular.
—Muchas gracias, pero… —Eva comienza tan despacio que debo
ayudarla:
—No podemos dejar a los niños solos.
—Ah, es verdad. —Paulo sonríe a los niños como si estuviera pensando
en desmembrarlos a dentelladas. Pero no se desanima⁠—. En ese caso,
invitadnos a vuestro apartamento y nosotros bajamos la cena. El pescado de
Sandra y la mejor botella de vino que hayáis probado jamás, ¿qué os parece?
Si Mahoma no va a la montaña…
—No… —busco la complicidad en mi mujer, pero ella evita mirarme; en
esta clase de situaciones prefiere decidir por su cuenta.
—Bueno —dice. Piezas que caen sobre piezas, una cadena imparable⁠—.
Ya que no podemos salir fuera… estaría bien hacer algo en casa, ¿no, Carlos?
Salir un poco de la rutina.
—Claro. Suena fantástico.
—¡Bien, una historia de terror! —aplaude Gabriel.
—Este cuento no es para niños, me temo —Paulo vuelve a guiñarle un
ojo⁠—. Te daría pesadillas.
—¡No me importa! ¡Me gusta tener pesadillas!
Pero yo no puedo salir de la rutina. La rutina soy yo. Soy el marido
rutinario de Eva. Soy el padre rutinario de Mario, Gabriel y Bernabé. Lo que
busca Eva solo es una sensación de no-rutina, un ensayo de lo que sería tener
otra vida. Amamos tanto a nuestros hijos que es lo único que nos queda.
—¿Estás segura de que te apetece? —le digo un rato después, mientras
giro la llave de nuestro apartamento. Paulo ha desaparecido por el laberinto de
escaleras y corredores que forman las entrañas del edificio⁠—. El tío es
bastante pesado.
—No me lo ha parecido. Vamos, a la ducha todo el mundo. Mario, coge
eso ahora mismo y déjalo en su sitio. A mí me ha caído bien.

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—Espero que al menos vengan vestidos. ¿Te imaginas?
Eva se ríe y me agarro desesperadamente a ese sonido, porque sé que no
durará.
La herida de Bernabé es un arañazo con forma de coma, nada serio,
aunque él grita como si el alcohol del botiquín fuera un ácido corrosivo.
—Deberíamos coger el coche y llevarlo al centro de salud del pueblo
—⁠dice Eva, buscando el mejor ángulo bajo la luz del fluorescente⁠—. Por si
hace falta la antitetánica.
Se refiere solo a mí, por supuesto. Ella no conduce.
—No hace falta antitetánica —protesto, sin disimular⁠—, solo es un
arañazo superficial. Está perfectamente. ¿A que estás perfectamente,
Bernabé?
—¡Sí, déjame ya!
Gabriel nos mira con aire pensativo desde la puerta del cuarto de baño.
—Mamá, ¿qué les pasaba a las gaviotas? —dice.
—Nada, cariño. Sería su hora de comer.
—¿Comen niños? —la voz de Mario, un poco más atrás.
—¡Vosotros a la ducha! —Respira y me dice⁠—: Anda, llévatelo para que
lo miren, solo para quedarnos tranquilos. Seguro que estáis de vuelta en
media hora.
El noventa por ciento de los actos que realizamos desde hace siete años
están orientados a quedarnos tranquilos. Llegas a creer que no existe otro
modo de razonar. El polo magnético sobre el que órbita nuestro universo es la
consulta de un pediatra.
—Está bien. Nos vamos de excursión, Bernabé.

Figurantes mal pagados en una película de desastres, pienso. Eso es lo que


parecen las siete u ocho personas que nos contemplan en el centro de salud,
rostros macilentos asomando de ropas tropicales. Ninguno rechista cuando la
enfermera me hace pasar con Bernabé por delante de sus narices: el binomio
niño + sangre es la llave maestra para que se abran todas las puertas,
especialmente cuando los guardianes de esas puertas han sido instruidos para
detectar y denunciar cualquier posible caso de malos tratos.
—Las gaviotas no atacan a no ser que se las moleste —⁠el médico
desgrana frases como esta para observar mi conducta. Luego informa de que
no hace falta ninguna inyección, la herida es superficial y está limpia.

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—Ya le digo que le hemos hecho una primera cura en casa. En realidad ha
sido mi mujer la que ha insistido en traerlo, por si acaso.
—Ahá —murmura. Pero nada de «han hecho bien» o «siempre es mejor
asegurarse».
Su venganza consiste en retenerme con diez minutos de papeleo antes de
salir. Mientras relleno líneas punteadas en el mostrador de admisión, Bernabé
se pone a jugar con una muchacha que espera sola y no parece en absoluto
enferma. Tiene menos de veinte años y me mira con una gran sonrisa cada
vez que Bernabé hace alguna tontería.
—Qué encanto de crío —dice cuando por fin me acerco⁠—. Me lo
comería.
Y yo me iría a vivir contigo ahora mismo, pienso. Su cuerpo es algo más
que un cuerpo hermoso, es una representación de todo lo que no puedo tener.
Al salir por las puertas de cristal vuelvo la cabeza una última vez; la chica
corre a abrazar a un muchacho que sale de la consulta con una muñeca
vendada. Nada grave. Harán el amor en lo que les cueste llegar a su tienda de
campaña. Quizá él decida no utilizar preservativo y la deje embarazada, me
digo. Y lo deseo de un modo sádico que me revuelve el estómago.
Cuando estoy atando a Bernabé en su silleta del coche, suena el teléfono.
—Estamos volviendo —le digo a mi mujer. Luego cuelgo como si
estuviera conduciendo y no pudiera atenderla ni un segundo más.
Mientras enjabonamos, damos de cenar y acostamos a los niños, Eva y yo
solo hablamos de la inminente visita. Cómo será la mujer de Paulo. A cuántos
habrá engatusado ya con la excusa de la historia. Decidimos preparar la mesa
en la terraza, de lo que me encargo yo mientras Eva lee un capítulo de
Geronimo Stilton sentada en el suelo entre la cama de Gabriel y la litera que
comparten Mario y Bernabé. Afuera la temperatura es perfecta. Desde nuestra
terraza se puede ver la playa, todo el flanco oeste de la colina y también los
barcos que salen del pueblo hacia la isla cada dos horas y media, aunque no
por la noche. Y me pregunto: ¿qué interés puede tener esa isla, con sus cactus
y sus malolientes pavos reales, si no es recorrerla en mitad de la noche?
Trepar a tientas hasta lo alto del peñasco, intuyendo el abismo a un tropezón
de distancia, mirar las luces del paseo marítimo a lo lejos, como un horizonte
eléctrico o un comentario al margen sobre la civilización: eso debe de
merecer la pena. Pero no se organizan visitas nocturnas. Nadie lo considera
necesario.
Los niños están dormidos antes de que yo termine de preparar la mesa. A
través de la ventana de la terraza veo a Eva entrando en nuestro dormitorio,

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desnudándose y buscando algo limpio que ponerse. Se prueba su camiseta de
David Bowie, luego la sustituye por una blusa que le hace parecer su hermana
mayor. No lleva nada por debajo de la cintura y yo planeo: irrumpir en la
habitación, tumbarla en la cama y hacerle el amor a lo bestia, sujetándola por
las muñecas.
Me pregunto si no será eso lo que ella está esperando de mí. Todo este
tiempo.
Cuando suena el timbre nos reunimos en la entrada del apartamento; se ha
quedado con la camiseta de Bowie y un pantalón vaquero corto. No es
exactamente una sonrisa lo que me dedica, sino un gesto de «veamos qué tal
sale la cosa». Y abre la puerta.
—¿Es demasiado temprano? —Paulo sostiene una bandeja ocupada por
una botella de vino y un recipiente de cristal cubierto con papel de aluminio.
Va vestido elegantemente, lo que no nos sorprende, y arroja un olor intenso a
perfume empastado con algo más, sudor, o simplemente el olor a piel vieja,
que hace pensar en un animal almizclado. Lo que sí nos sorprende es que está
solo.
—No, no, los niños ya se han dormido. —Eva le franquea el paso y
husmea en las sombras del corredor.
—Tengo que excusarme en nombre de mi mujer —⁠se lamenta con
urgencia, siguiendo la inercia de nuestras miradas⁠—. Sufre de migrañas y hoy
tiene una de morirse. Me ha pedido que la disculpéis.
—Qué lástima. A lo mejor deberíamos dejarlo para otro día, me sabe mal
dejarla sola, así. —⁠Eva demora el gesto de cerrar la puerta, como si el
chasquido pudiera ascender rebotando por los corredores y las vigas del
edificio hasta penetrar en el cerebro palpitante de aquella mujer, hiriéndolo.
—Ni hablar. Como vuelva con la bandeja llena me la parte en la cabeza.
Ha insistido en que lo pasemos bien y disfrutemos de la cena. Además… —⁠la
cadena de oro se clava en los tendones de su cuello cuando aprieta las
mandíbulas; un gesto de vigor inadecuado, casi repulsivo⁠—, Sandra nunca me
deja contar la historia de este lugar, le pone de los nervios.
Eva le acompaña a la terraza mientras yo descorcho la botella de vino,
observándoles. El lenguaje corporal de ella dice cosas interesantes. Quizás no
lo ve como un anciano trastornado, sino únicamente como un hombre.
Cuando me reúno con ellos escucho el final de una anécdota que nadie se
molesta en aclararme. Antes de darme cuenta de que no les he servido estoy
terminando mi primera copa. Al menos en el exterior se sufre menos la
intensidad de su perfume, aunque el olor del pescado me sacude como una

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bofetada cuando Eva retira el papel de aluminio. De buena gana lo arrojaría
por encima de la barandilla, para disfrute de las gaviotas. ¿Por qué de pronto
me siento tan resentido?
El tipo habla por los codos, como era de esperar. Necesita un público para
su egotismo y nosotros somos los afortunados de la semana. No es que me
importe, pero habla de sí mismo como si fuera otra persona; menciona la
guerra mundial y durante varios minutos me sumerjo en cálculos mentales
para desenmascarar sus mentiras, no es posible que su historia se sostenga
sobre calendarios y mapas reales. Sin embargo, noto que Eva se lo traga todo.
Incluso el pescado, que sabe a putrefacción y salitre, como si lo hubiera
recogido muerto de entre las rocas del espigón. De pronto tengo la certeza de
que lo ha cocinado él mismo. Y otras ideas vienen, como una sucesión de
flashes: Paulo en la cocina de su apartamento, limpiando el pescado mientras
grita a su mujer, la llama vieja chocha y le dice que no sirve para nada, ella
llorando en el cuarto de baño, busca pastillas para la migraña, tambaleándose
y rezando para que él se marche cuanto antes y la deje en paz. ¿No es un
golpe eso que oscurece el mentón de la señora?
Dios, otra copa de vino, por favor. Mi imaginación se pone juguetona.
—Me apetece helado. —A medianoche Eva se levanta y nos deja solos.
Entonces Paulo me mira con atención por primera vez, como si esperase algo
de mí. Una declaración. Un contexto. Pero es él quien ha venido a contarnos
historias, así que me limito a vaciar la última gota de vino en su copa y
preguntarle si quiere beber otra cosa.
—Conste que me has preguntado si quiero, no si debo —⁠ríe⁠—. ¿Qué
tienes?
—Aquí había una botella de pacharán y otra de vodka cuando llegamos.
Podemos probar si están bien.
—No te molestes en probar, trae el vodka. Llámalo intuición, llámalo fe
en los destilados.
Me cruzo con Eva en el salón: ella frunce el ceño ante mi sonrisa. No
sabría cómo explicarle que encuentro un placer perverso en emborrachar al
viejo, como si así lograse confirmar la imagen que me he formado de él.
—Todavía estamos esperando oír el cuento de miedo. —⁠Mi mujer decide
llenarse su propio vaso de vodka aunque sé que se limitará a marear los hielos
hasta hacerlos desaparecer. Nunca bebe si yo lo hago.
—Ah, es cierto —el semblante de Paulo desciende una octava en la escala
de seriedad⁠—. La leyenda. ¿Estáis seguros de que queréis oírla? No me
gustaría que pensarais que soy un tipo macabro.

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—Ahora no vale echarse atrás —protesta Eva. Un niño tose en el
dormitorio de atrás y ella y yo nos tensionamos durante un instante, pero la
cosa termina ahí⁠—. Venga, asústanos.
—Está bien. —Su mirada remonta por las terrazas de los apartamentos
más altos, como para asegurarse de que su mujer no nos está escuchando.
Luego se recoloca en la silla⁠—. Lo realmente terrorífico de esta historia es
que es cierta. Ocurrió de verdad. Y ocurrió justo en este lugar donde estamos
ahora.
—Buen comienzo —celebro con un trago.
—Hace treinta años este complejo de apartamentos no existía. En su lugar
había dos o tres chalets desperdigados por el monte. Más que chalets, casas de
campo bastante rústicas. El turismo masivo empezaba a llegar al pueblo pero
todavía no era como ahora, se podía estar a gusto. O eso cuentan. —⁠Paulo se
alisa sus cuatro pelos teñidos de la nuca. Continúa⁠—: Una de las casas
pertenecía a un cirujano griego, un tal Simón Mitroglou. Era conocido en
Alicante, donde vivía con su mujer. Tenía su propia clínica privada para gente
con dinero; dicen que venían clientes desde Madrid y Bilbao. Fue una especie
de pionero en operaciones de estética, cuando todavía no estaba bien visto. O
sea que sabía guardar un secreto.
Dice:
—Simón estaba desquiciadamente enamorado de Irene, su mujer. Lo
había estado desde que iban juntos a la escuela, siendo niños, y ahora que por
fin la había conseguido no estaba dispuesto a perderla por nada del mundo. El
problema fueron los hijos. Ella ansiaba tenerlos, y él no podía dárselos. Una
simple cuestión de química, nada que ver con lo que decían sus corazones,
pero… Para ella no fue fácil. Provenía de una familia religiosa, tenía catorce
hermanos y no asimilaba la idea de un hogar vacío. Eso no era una familia,
¿entendéis? Una pareja sin niños era como un cuerpo mutilado, imperfecto.
—⁠Toma un sorbo de vodka. La brisa nocturna hace que ahora los tres
bebamos para no perder el calor⁠—. Simón se volcó en su trabajo. No
soportaba ver la cara de tristeza de su mujer y casi todos los días regresaba
tarde, cuando ella ya se había acostado.
Y dice:
—Una noche… Simón se presentó en casa con un bebé en sus manos. Un
niño recién nacido. «Toma», le dijo, «aquí tienes a tu hijo. Nos lo ha enviado
Dios. No me hagas más preguntas». Ella lo cogió. Era un bebé precioso, de
pelo negro, todavía tenía los ojos cerrados y la piel húmeda. Temblaba de frío
porque todavía echaba de menos el vientre de su madre. Durante un rato

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estuvieron así, los tres abrazados y callados: por primera vez una auténtica
familia… Pero era mentira, claro. El hijo no era suyo, ni se lo había enviado
Dios. Irene podía ser muy creyente pero no era estúpida. Así que se lo entregó
a Simón y le dijo: «Devuelve este hijo a su madre». Simón abrió la boca para
contestar, pero se lo pensó mejor. Cogió al niño y se lo llevó, sin más.
Con el extremo de mi ojo siento a Eva completamente rígida. Esta no es la
clase de historia que esperaba oír.
—Irene no hizo más preguntas. Se comportó como si aquello no hubiera
sucedido. Pero una semana más tarde decidió espiar a su marido a la salida de
la clínica. Simón se subió en su coche, sin darse cuenta, y condujo hasta aquí,
donde tenía alquilada una casa. Irene lo siguió en su propio coche, desde
lejos. Tuvo que aparcarlo allí abajo —⁠extiende una mano por encima de la
barandilla, hacia el perfil negro del monte⁠—, para que él no lo viera desde la
casa; esperó a que oscureciera y vino caminando por la pista de tierra. Debió
de esconderse en algún matorral cuando al cabo de un rato llegó otro coche,
con los faros encendidos. Imaginaos lo primero que pensó: mi marido tiene
una amante. O quizá no. Quizá sabía desde el principio que se trataba de algo
mucho peor.
—¿De verdad no te dedicas profesionalmente a esto? —⁠necesito hacerlo:
sonar trivial, desenvuelto, dejar claro que nada de esto tiene consistencia ni
peso sobre mí. Pero el calado de esos ojos viejos me va ganando la partida.
—Cuando llegó a la casa —continúa—, Irene la rodeó como una ladrona
y se asomó por una ventana de la parte trasera. Lo que vio era una habitación
pequeña, con sillones baratos, una especie de sala de espera. Había un hombre
joven, bien vestido, nervioso. Ya sabéis, el cliché del hombre fumando
mientras su mujer da a luz. Solo que al revés.
Eva se estremece a mi lado. Puede que él no se haya dado cuenta —⁠tan
sutil ha sido la agitación⁠—, pero el frío se contagia de su piel a la mía y me
hace preguntarme: ¿Cuál es la forma de dar a luz al revés?
—El aborto estuvo prohibido en España hasta mil novecientos ochenta y
cinco —⁠dice Paulo, e inmediatamente se ríe de su puntualización⁠—. Como si
a Irene le trajera algún cuidado la legislación. La única ley que le importaba
era la ley de Dios. Y lo que descubrió aquella noche era poco menos que…
No, era exactamente lo mismo que si su marido hubiera vendido el alma al
diablo. ¿Quién puede culparla? Lo que vio… Lo que vio es casi imposible de
creer.
El alcohol a través de su garganta. Los tendones del cuello como
alambres.

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—Una chica salió de la consulta, tendría diecisiete o dieciocho años, bien
vestida. El hombre que estaba esperándola tuvo que ayudarla a caminar hasta
el coche. Y sin abrir la boca se fueron por donde habían venido. Pero en
seguida vino otro coche. Luego más. Irene encontró una ventana desde la que
podía verlo todo: Simón practicando los abortos en su quirófano clandestino,
uno detrás de otro y sin ninguna ayuda, con sus propias manos. Y entre cada
intervención un trago a la botella que tenía escondida en el armario.
Seguramente Irene estuvo a punto de golpear el cristal en alguno de esos
momentos y sorprenderle allí, pero no se atrevió. Se quedó allí, temblando de
frío en su vestido blanco, hasta casi medianoche. Entonces, cuando todo el
mundo se había ido, lo vio salir a la terraza. —⁠Paulo mira hacia la barandilla
de nuestra terraza como si allí mismo se alzase el médico griego o su
fantasma⁠—. Llevaba algo en su mano, una bolsa. Al principio Irene no fue
capaz de imaginar de qué se trataba. Pero entonces.
Eva se agarra a la silla. Por un segundo creo que va a gritarle que se calle,
que acabe con su crónica aborrecible, pero lo único que esta hace es coger
postura para el impacto final.
—Simón abrió la bolsa y empezó a arrojar su contenido hacia la playa.
—⁠Paulo mueve sus manos en el aire, teatral⁠—. Eran los pedazos de los niños
muertos. La prueba del delito.
—Ah —se escapa un gemido desde la base de la garganta de mi mujer.
—El doctor estaba como enajenado. Lloraba y gritaba. Al instante
aparecieron las gaviotas, centenares de ellas, como si estuvieran esperando
muy atentas por allí cerca. Porque no era la primera vez.
Desciendo mi mirada por la pendiente que baja hasta la playa, ahora
completamente oscura, y me parece estar oyendo el estrépito de alas y picos.
El arco que dibujan los trozos de carne por el aire, el reguero de gotas de
sangre.
Paulo encadena sus últimas frases con una gravedad paradójicamente
cercana a la histeria:
—Una vez que se ha probado, el sabor de un feto humano no se olvida
jamás. Pasa de una gaviota a otra, y a todas, y se graba en los genes de toda la
colonia, perpetuándose generación tras generación. Lo que buscan las
gaviotas que viven por aquí, las que nos han atacado esta misma tarde, sigue
siendo el sabor de aquellos cuerpecitos, que todavía late en el fondo de su
memoria colectiva.
Un temblor sacude el aire que nos separa durante varios segundos. Son
nuestros alientos, arrojados a espasmos.

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—Jesús, sí que es una historia de horror —⁠consigue decir Eva.
—Os lo advertí. —De pronto Paulo parece desolado; no precisamente
avergonzado, sino exhausto del trabajo de desprenderse de sus propias
palabras⁠—. Disculpas, de todas formas. Es un cuento de mal gusto.
—¿Un cuento? —me retrepo en la silla—. Pensaba que era real. Que «lo
realmente terrorífico de esta historia es que es cierta».
Paulo nos concede una sonrisa de granuja cansado y se encoge de
hombros.
—Sandra dice que debería escribirla, pero me gusta demasiado contarla.
Teníais que haber visto vuestras caras.
Mi mujer también se esfuerza por sonreír, aunque no tiene prisa por soltar
el hilo de su credulidad.
—¿Cómo termina? —pregunta—. ¿Qué sucedió con Irene y el doctor?
—Ella desapareció.
—¿Desapareció? ¿Qué significa eso?
El narrador sacude la cabeza honestamente.
—Unos dicen que se marchó. Lo abandonó al día siguiente sin despedirse
ni mediar palabra. Otros dicen que soltó una terrible maldición y se suicidó
esa misma noche, quizá arrojándose al mar, porque no soportaba la idea de
haberse casado con un instrumento del Diablo como Simón. Pero no me lo
creo: el suicidio es uno de los mayores pecados, y ella… No, lo más seguro es
que se marchara. Él se quedó destrozado. Vendió la casa y un año después
aquí se levantó este edificio. —⁠Se protege con un gesto irónico de lo que
viene a continuación. El remate necesario de toda historia de terror⁠—. Hay
quien dice que se reservó uno de los apartamentos, el número 1, y que de vez
en cuando todavía viene por aquí para llorar la desaparición de su mujer. Es
entonces cuando las gaviotas se vuelven locas. Su olor les abre el apetito.
—O sea que Simón anda cerca —bromeo, y le guiño un ojo.
—Y eres tú —culmina mi mujer, tosiendo una risa en la que yo adivino
estratos de decepción, porosa humillación y un profundo magma de cabreo. A
Eva no le gusta que le tomen el pelo, y menos que la hagan emocionarse en
vano.
Paulo echa la cabeza hacia atrás, pero no suelta la tremenda carcajada que
esperan mis oídos sino un prolongado gemido de culpabilidad:
—Ah… Os pido disculpas otra vez, no me he podido resistir. —⁠Y acto
seguido señala la botella que Eva está a punto de recoger de la mesa⁠—. Me
tomaría una última, si no es abusar de vuestro tiempo.

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Pero sí es abusar, y él lo sabe. Llegados a este punto, Eva y yo estamos
deseando que Paulo se marche de nuestro apartamento cuanto antes. Su
presencia es hostil de un modo que no logro determinar, como una mala
noticia que olvidamos momentáneamente.
El invitado consigue rellenar su vaso y lo levanta por encima de su
barbilla para apurarlo de un solo trago. Sus ojos relampaguean. Me pregunto
cómo se reflejarán nuestros rostros en su cerebro anegado de alcohol, qué
sinapsis recónditas estarán desatando, cuánto desprecio o envidia o
frustración provocará la imagen de una pareja todavía joven y adecuadamente
feliz en su vapuleada sensibilidad de viejo nudista, contador de leyendas
grotescas. Casi me dan ganas de escupirle en la cara.
—Hora de darse un baño —dice de pronto, poniéndose en pie⁠—. ¿Alguien
se anima?
Eva y yo nos miramos, descolocados.
—No hay nada mejor que un baño a medianoche, te reconcilia con el
universo, puedes creerme. —⁠Paulo viene hacia mí; si no tengo cuidado me
clavará su codo huesudo⁠—. Y te quita la borrachera. Cosa bastante
recomendable antes de volver con la parienta.
—Creo que paso, gracias —trato de rechazarlo con una sonrisa completa,
inapelable⁠—. El universo, mi parienta y yo estamos en paz.
—¿Seguro?
Me río. Qué tipo.
—En ese caso, sois muy afortunados. —Paulo emprende el camino hacia
el interior del apartamento y luego hacia la puerta. Mi mujer y yo lo
escoltamos cuidadosamente, como si existiera peligro de encallamiento. Lo
cierto es que su tambaleo nos hace sentir incómodos: ¿hemos dado de beber a
un anciano incapaz de asimilar el alcohol?
—Lo dice en broma, ¿no? —Eva comienza a angustiarse⁠—. Lo del baño.
—¿En broma? —Contempla la expresión de mi mujer, descubre el miedo
y sonríe⁠—. No hay ningún peligro, os lo aseguro. Lo he hecho docenas de
veces. No hay tiburones por aquí cerca.
—Me preocupan más las escaleras que los tiburones —⁠dice Eva. Y la
imagen del hombre rodando por el terraplén de la playa desaloja el último
rastro de humor de mi semblante. Solo faltaría hacernos responsables de que
este chalado se rompa ahora la cabeza.
—Creo que es mejor que te acompañe a casa. —⁠Coloco una mano en el
hombro de Paulo, pero él se revuelve.

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—Deja ese tono de papaíto, no soy uno de tus crios —⁠la réplica es tan
afilada que corta toda posible comunicación durante unos segundos. La
velada se ha echado a perder, comenzó a suceder con las últimas frases del
cuento y ahora solo podemos constatar el fracaso aunque no podamos
explicarlo. Irónicamente, cuando Paulo vuelve a abrir la boca suena como un
niño⁠—: Lo que quiero es que me acompañes a la playa, vamos. Después tú
ves si te bañas o no, ¿eh?
No necesito mirar a Eva para saber lo que encontraré en sus ojos. Ve con
él. Asegúrate de que no comete ningún disparate. Haz lo que sea para que no
nos arruine las vacaciones. Y el clásico: compórtate como un hombre, Carlos,
acepta el reto.
—Es un disparate —protesto—. Yo no me pienso bañar.
Pero ese «yo» contiene una rendición y antes de darme cuenta ya estoy al
otro lado del umbral, junto a él. No es que Eva parezca feliz de quedarse allí.
Esta es una noche en la que errores pequeños conducen a otros errores
mayores y nadie sabe cuál va a ser la magnitud final del desastre.
—Ha sido un placer, señorita —se despide Paulo⁠—. Espero no haber
acaparado demasiado la conversación. Sandra siempre me riñe por eso.
—Sandra le reñiría si supiera que pretende bajar a la playa.
El hombre sonríe y se lleva el dedo índice a los labios: podemos compartir
un secreto, ¿no es cierto? Luego da media vuelta para enfilar el corredor. En
esta parte del edificio, las paredes de los corredores dejan ocasionalmente
huecos para que asome la piedra desnuda de la montaña, como si el arquitecto
quisiera recordarnos que este es un espacio robado, una madriguera
provisional y no del todo legítima.
—Vuelvo en seguida —prometo a Eva.
—No hagáis tonterías.
Sigo la estela de Paulo mientras todavía me cosquillea la mirada de mi
mujer en la nuca. Debe quedar claro que la cosa no me hace gracia; no pienso
coger al viejo por los hombros y cantar una canción de borrachos con él. De
situaciones como esta uno solo se puede reír cuando ya no amenazan con
dejarte secuelas.
Oigo la puerta que se cierra, por fin. La luz de las escaleras se apaga y
durante unos segundos el viejo y yo caminamos a ciegas. Es en este parpadeo
de tungsteno cuando lo comprendo: estoy saliéndome de mis renglones, ahora
mismo, me encuentro a punto de convertirme en el personaje de una historia
que no es la mía.

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Eva cerró la puerta y atravesó el apartamento. Al hacerlo, fue inevitable
detenerse en el dormitorio de los niños para comprobar que seguían allí.
Como si la probabilidad de una desaparición inexplicable se diera por sentada
en el curso de los acontecimientos de cualquier familia. Los arropó con la
sábana y luego salió a la terraza. Buscó dos figuras tambaleantes en el
comienzo de las escaleras de cemento, donde una farola salvaguardaba de
tropiezos al menos en los primeros veinte o treinta escalones.
No tardaron en aparecer Paulo y Carlos. Su marido se mantenía cerca del
otro, pero sin tocarlo, como un guardaespaldas. Y qué bien le sentaba a Paulo
el papel de viejo millonario excéntrico. Emprendieron el descenso, el primero
hablando y gesticulando, Carlos siempre un paso por detrás.
Eva imitó el gesto de Paulo una hora antes y alzó la mirada hacia las
terrazas superiores del complejo, en busca de otra mujer que podría estar
asomada y preocupada, como un espejo envejecido de ella misma. Rastreó
siluetas con forma humana pero todo lo que encontró fueron ángulos de
tendedores, sombrillas, hamacas. Todo el mundo dormía, o callaba.
Cuando volvió a mirar hacia abajo, Carlos y Paulo estaban a punto de
disolverse en la garganta de sombras y arbustos que conducía a la playa (¿no
vio el rostro de su marido volviéndose hacia ella en el último momento, con
algo parecido a una súplica?). Ya. Dejó de verlos. ¿Y por qué el corazón le
latía tan deprisa? Exhaló un suspiro y se dio la vuelta para regresar al interior.
Entonces pisó algo.
Un llavero en el suelo. Justo debajo de la silla donde había cenado Paulo.
Lo recogió, lo examinó bajo la luz de la luna: una arandela de metal con
las llaves de un coche, una caja fuerte, el portal del edificio y un apartamento.
Supo que era la llave de un apartamento porque llevaba el número grabado,
igual que la suya.
—Ciento dos —pronunció, pasando la yema del dedo por el relieve.
Y una idea loca se filtró por las rendijas de su desguarnecido sentido
común.

Las escaleras son tan empinadas que me tengo que desentender de lo que hace
el viejo para vigilar mis propios pasos. Dios, yo también he bebido
demasiado. ¿Y por qué no iba a beber? Nadie me previno de expediciones
nocturnas.
—Tu mujer debe de ser muy feliz —oigo la voz carrasposa del hombre un
poco más abajo⁠—. Tres hijos tan guapos y sanos, un marido en quien puede

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confiar.
No me gusta la manera en que lo ha dicho, como si nuestra felicidad
estuviera compuesta de fragmentos precariamente adheridos. Lo que me pide
el cuerpo es dejar a un lado la amabilidad y ponerme a malas con este
hombre. Llamarle puto chalado y abandonarlo en medio del terraplén. Ahí se
parta el cráneo contra el cemento o se ahogue en el mar.
Pero sigo bajando escalones, no por inercia ni cobardía, sino porque hay
algo que todavía me intriga en el personaje, una última máscara que merece la
pena ser arrancada.
—¿Tus hijos viven aquí? —le digo. Eva y yo hemos vacilado entre el tú y
el usted durante toda la cena; ahora estoy seguro⁠—. Has dicho que vivías en
Madrid hasta que nacieron.
—Ah, sí, mis hijos… están aquí todos.
No la vemos, pero sentimos la cercanía de la orilla como una lengua
inmensa tendida sobre la tierra, húmeda y supurante de vida. Es inútil buscar
retazos de arena blanca: de la playa no queda más que el semicírculo de rocas
donde a cada rato destella un salto de espuma.
—Pleamar —anuncia Paulo. Su voz ya no canturrea como antes. De
pronto parece serio y concentrado.
—¿Ves algo?
—¿Qué quieres ver? No hay nada más que agua. Y eso es todo lo que
hace falta para darse un baño, ¿no?
—Escucha, Paulo…
—¿Tú crees en las maldiciones, Carlos?
Distingo el perfil del viejo unos metros por delante, en el lugar donde los
escalones se hacen más largos y de pronto terminan. Su sombra espigada se
encarama sobre una piedra y se vuelve para mirarme.
—Apuesto a que no. —Resuelve—. Apuesto a que eres tan aburrido que
te crees indestructible. Pero ni siquiera el aburrimiento es tierra segura,
Carlos.
—¿Qué clase de maldiciones?
—¿Qué clase? ¡La única clase! —Salta sobre otra roca y por un instante
parece que ha perdido el control, pero recupera su vertical⁠—. La Gehena, el
fuego inapagable, ¿no estudiaste el catecismo?
—No creo en esas cosas. —Paseo mi vista por los destellos de la luna
sobre el agua. Sería tan bello este lugar, si no fuera por… Veo de pronto que
Paulo se está desnudando⁠—. ¿Qué vas a hacer? El agua debe de estar helada.

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Suelta una carcajada, pero descreo también de su buen humor. La
sensación de que formo parte de una ceremonia extraña y meticulosamente
dispuesta comienza a oprimirme el pecho.
—¡Helada, dice! Si dejaras de gruñir un minuto y vinieses a probarla te
darías cuenta de lo poco que sabes sobre ciertas cosas.
Odio su manera de dirigirse a mí, el continuo timbre de regañina por
debajo de su sonrisa de anuncio de fijador de dentaduras. Sin embargo tiene
un poder persuasivo: me descalzo y hundo mis pies en el agua. Está tibia.
—¿Me crees ahora? —Paulo arroja su camisa a las rocas, ya está desnudo
e intuyo que con el agua por la cintura, porque a su contorno le faltan las
piernas⁠—. Cada hombre huye de su propia maldición, ¿pero sabes qué?
—Paulo…
—Que es inútil escapar. —Estira los brazos hacia delante y se sumerge de
cabeza, para salir un par de metros a mi derecha⁠—. ¡Inútil!
—Escúchame, Paulo, has bebido demasiado. Es peligroso…
Él ya no me escucha. Me llega el chapoteo de sus brazadas mientras se
aleja de la orilla.
—Joder. —Una certeza repentina me coge por el pescuezo, me zarandea y
me grita: Este hombre no piensa regresar, Carlos, este hombre se está
suicidando ante tus propios ojos⁠—. ¡Eh!
De modo que esto es lo que hago: quitarme la camiseta, introducirme en
el agua hasta los hombros. No hay olas, no verdaderas olas, pero se siente el
vaivén del mar en la superficie como la respiración de un dios dormido. En
esta suave oscuridad es demasiado fácil dejarse llevar. Soltar amarras. Y si
me da por pensar en dioses y en maldiciones y en doctores griegos entonces
me entra la risa floja porque —⁠¿a qué engañarse?⁠— yo también estoy
borracho. De repente me descubro carcajeándome panza arriba; flotando
muerto y sin rumbo como si algún timón girase loco en mi cabeza. Trato de
fijar mi vista en la luz de nuestro apartamento, colina arriba, pero por alguna
razón no consigo hallarla; todo el complejo de apartamentos permanece
testarudamente a oscuras. ¿Es posible? Y sin embargo me imagino a Eva en
nuestra terraza, escudriñando la noche en busca de su marido y del perturbado
con el que ha salido a comportarse como dos adolescentes. Quizás ha
escuchado mis risas, hace un momento, pero no las ha reconocido.
Y no dejo de preguntarme por qué esto me parece tan divertido si ya no
estoy en el lado seguro de la leyenda. Cuando dejo de reír, el silencio me
estremece.

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—¡Paulo! —Me revuelvo en el agua. El viejo ha desaparecido⁠—. ¡Eh,
Paulo!

Eva no estaba asomada a la terraza. Había salido del apartamento y ahora lo


cerraba con llave para asegurarse de que nadie interrumpía el sueño de sus
hijos en este rato, no serían más de cinco minutos, lo que le costase subir al
apartamento de Paulo con la bandeja del pescado y llamar suavemente a la
puerta, por si la esposa permanecía despierta y tenía ganas de saludar. Si era
así le diría que su marido había bajado a la playa, pero que no debía
preocuparse, Carlos estaba con él.
En realidad aquello no tenía nada que ver con la cortesía ni con devolver
bandejas limpias. Necesitaba mirar el rostro de la mujer directamente, nada
más. Saber que existía, incluso a esa improbable hora de la madrugada.
Las escaleras trazaban ángulos y recodos imprevistos, buscaban su
camino a través de la geometría neurótica del edificio y Eva ascendía por ellas
sin perder la ocasión de asomarse cada vez que abrían una ventana a la noche.
A la playa. Donde solo se distinguía un perfil saltarín de rocas como un
anfiteatro lleno de jorobados, silenciosos y pacientes. ¿Qué habrían hecho con
Carlos?
Eva siguió subiendo hasta el nivel superior, una cresta de cemento que no
se elevaba más de diez metros sobre la tierra —⁠todo el complejo Las Gaviotas
yacía recostado en la pendiente de la montaña⁠—, pero suficiente para
ofrecerle una amplia panorámica de terrazas y piscinas. Eva se dijo que
debería ser al revés: los números 100 tendrían que comenzar en la planta baja
y venir aumentando con la altura. Pero allí todo parecía diseñado para
quebrantar la lógica; le hacía a uno preguntarse qué constructor en su sano
juicio habría dado por buenos los planos de aquel laberinto.
Tardó varios minutos en pararse finalmente ante la puerta con el número
102. Tocó tres veces con los nudillos y esperó, sujetando la bandeja. Ningún
sonido provenía del interior. Entonces pulsó el timbre.
—¿Qué estoy haciendo? —se abroncó. Casi tuvo que reprimir el impulso
de salir corriendo como una chiquilla.
Pero de algún modo… no podía marcharse. Ni siquiera era suficiente con
dejar la bandeja en el suelo, ante la puerta, a la manera de una vecina amable
y discreta. Debía entrar.
Sacó el manojo de llaves del bolsillo y lo sostuvo en su mano durante
unos segundos de vacilación, no demasiados. En realidad la decisión estaba

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tomada desde que puso un pie fuera de su apartamento. O, si se examinaba
con un poco más de rigor, desde mucho tiempo antes.
¿Por qué las chicas suben las escaleras en las películas de miedo?
Porque saben que el asesino está arriba.
Eva introdujo la llave en la cerradura y giró.

Estoy nadando a ciegas. Reconozco el corte de la montaña y el horizonte


chato del mar al otro lado, pero poco más. Avanzo cuatro brazadas y me
detengo para escuchar atentamente a mi alrededor.
—¡Paulo! —llamo, aguardo y vuelvo a nadar, porque quedarme allí quieto
se parece demasiado a flotar en medio del espacio.
Hace rato que mis pies no tocan el suelo arenoso. Un metro por debajo de
mí se cruzan corrientes cálidas y frías, como el flujo sanguíneo del océano, y
solo de vez en cuando rozo los cabellos de posidonia del fondo.
Desde algún lugar próximo, la voz de Paulo:
—Irene sí creía en las maldiciones. —Los jadeos del esfuerzo entorpecen
sus palabras⁠—. Y creía que la nuestra era un castigo de Dios… Que no
podíamos tener hijos por culpa de mi pecado, por matar a esos bebés…
Entonces distingo su cabeza muy cerca, un bulto oscilante a duras penas
por encima del agua.
—Paulo, tenemos que volver. Nos estamos adentrando demasiado.
Pero las palabras del viejo me han dejado repentinamente exangüe. Ha
dicho «nuestra», ha dicho «no podíamos», ha dicho «mi pecado». Entonces
siento que algo me pasa rozando el muslo y me aparto violentamente.
—¡Hay medusas! —chillo—. ¡Salgamos de aquí!
—Le traté de explicar… que yo lo hacía por ayudar a esos chicos… —⁠El
viejo se abandona a la deriva, obstinado en sus recuerdos⁠—. No se puede
obligar a nadie a ser padre, le dije… Y las condiciones en que se hacía, en
aquella época… Yo no les cobraba, ¿sabes? Solo quería ayudarlas…
Ahora otros dos cuerpos gelatinosos me tocan la espalda. Aunque no he
notado picadura, no puedo dejar de gritar.
—¡Estamos en un banco de medusas, hostia! ¿Estás sordo?
Me impulso hacia un lado, huyendo de un enemigo al que no puedo ver, y
entonces me tropiezo con los brazos del anciano, que me agarra.
—¡Eres tú el que no escucha, igual que Irene! —⁠me lanza escupitajos.
Incluso en la penumbra veo el brillo de su dentadura⁠—. ¡Me estaba
engañando a mí mismo, hasta un idiota podría verlo!

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—¿Qué? —me cuesta mantenerme a flote con la tenaza de aquellos dedos
huesudos.
—¡No lo hice por ellos, lo hice por mí!
—Paulo, no…
—Los odiaba. —Algo se estremece en el pecho de Paulo, el dolor de
alumbrar un secreto ignorado por él mismo⁠—. Me habían quitado a Irene y
los odiaba…
—¿A quién? —balbuceo, luchando.
—¡Maldita sea, a los niños! ¡A los NIÑOS! —⁠Su garganta se quiebra en
un alarido fracasado⁠—. Fue justo al revés de lo que ella pensaba… Empecé a
hacerlo cuando supe que yo no podía tenerlos… ¿Lo entiendes ahora?
Pero ya no puedo responderle, no podría aunque supiera de qué está
hablando y tuviera la respuesta precisa para apaciguarle, porque me estoy
hundiendo. Caigo. Caemos hacia el fondo, lastrados el uno por el otro.
Pataleo y trato de sacudírmelo de encima, pero apenas consigo asomar la
cabeza el tiempo justo para tomar una bocanada de aire.
Y otra vez abajo.
En el torbellino negro, siento las uñas del hombre clavándose en mi piel y
algo más. Un millar de pequeños mordiscos.

Esperó unos segundos antes de encender la luz.


—¿Sandra? —llamó, primero suavemente, después más fuerte⁠—:
¿Señora?
No llegó respuesta, ni el sonido de un cuerpo revolviéndose en la cama. Si
la historia de la jaqueca era cierta, la mujer podría encontrarse profundamente
sedada, tal vez con tapones en los oídos y uno de esos antifaces de gel sobre
los ojos. Pero Eva no creía en esa historia.
Tocó el interruptor y ante ella se descubrió un apartamento vulgar, de
muebles prácticos y cortinas recias. En la cocina americana todavía se
amontonaban los cacharros que habían sido empleados para la cena. Olía a
pescado y al perfume acerado de Paulo, pero mientras avanzaba hacia el
interior empezó a percibir otro aroma menos bondadoso. Le hizo pensar en
granjas de animales mal atendidos.
—He traído la bandeja. Se la dejo aquí.
Hablaba consigo misma; su forma de señalar que aquel proceder era
completamente normal, incluso amistoso, en lugar de una violación de la
intimidad ajena. Allanamiento de morada, si quieres.

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Sobre la mesa del comedor había un cuaderno cerrado con una pluma
encima. Como llevada por una inercia cada vez más tenaz, Eva fue directa
hasta él, apartó la pluma y lo abrió por la mitad. Papel completamente blanco,
ni siquiera pautado. Retrocedió a la primera página. Nada.
Sandra dice que debería escribirla, pero me gusta demasiado contarla.
Miró alrededor. A su derecha, un distribuidor conducía a dos puertas
interiores. Por la rendija de una se entreveía el azulejo blanco de un cuarto de
baño. Eva se acercó y la empujó con la punta de los dedos. Durante un
instante creyó que había una persona de pie en la bañera. No. Un batín de
hombre, colgado de una percha en la barra. Encendió la luz del espejo,
eludiendo su propia mirada de ladrona, y entonces advirtió otra cosa que le
cortó la respiración. No era lo que estaba allí, sino lo que faltaba. Ni
maquillaje, ni cepillos de pelo, ni cremas faciales. Un solo cepillo de dientes.
Ella desapareció.
¿Desapareció? ¿Qué significa eso?
Eva fue a abrir la última puerta. La luz del distribuidor se precipitó
oblicuamente sobre una cama vacía: ninguna sorpresa. Encendió la lámpara
del dormitorio y entró para husmear con calma. De aquella mentira desvelada
brotaban nuevos interrogantes. Ya no era una ladrona sino una detective en
busca de evidencias: fotografías, objetos personales, cartas. Pero todo era
neutro, no había huellas de nada que no fuera la presencia temporal de un
hombre, alguien que había dejado la vida en otra parte o que no tenía vida en
absoluto. Un medio fantasma.
El armario de pared estaba dividido en dos partes. A la derecha encontró
la ropa de Paulo, resumida, perfectamente dispuesta. Entonces deslizó la
puerta hacia el otro lado. Donde deberían colgar los vestidos de su esposa no
había más que aire, pero esto ya no representaba ningún descubrimiento. La
recompensa para sus pesquisas se hallaba en el fondo del armario: allí se
recortaba la forma estrecha de otra puerta secreta. ¿Para ir a dónde?
Al apartamento 101, por supuesto.
Hay quien dice que se reservó uno de los apartamentos, el número 1, y
que de vez en cuando todavía viene por aquí para llorar la desaparición de
su mujer.
Te he pillado, pensó. Ahora sí que te he pillado.
Mientras giraba el minúsculo picaporte fue consciente de que el olor
repulsivo procedía del otro lado, pero ya era demasiado tarde. Abrió la puerta
y se agachó para introducir el primer paso en el dormitorio del apartamento
contiguo.

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Sé que tengo opciones de vivir mientras el agua no invada mis pulmones,
¿pero cuánto tiempo lograré controlar el impulso reflejo de mi tráquea, el
deseo de mis labios por despegarse? Mis brazos ya no son remos sino látigos
que solo aspiran a liberarse de su prisión: el maldito viejo, la piedra humana
que me arrastra hacia el fondo.
Y lo más extraño de todo es que podría soportarlo, podría aceptar que aquí
termina mi canción de una vez y para siempre, una tragedia merecida por
estúpida, si no fuera por las picaduras de medusas que me asedian como un
ejército diminuto de arqueros, volviéndome loco.
De pronto siento aflojarse los dedos de Paulo. Me ha soltado. Abro los
ojos —⁠¿o los he tenido abiertos todo el tiempo?⁠— y me encuentro sumergido
en un fluido rojo y luminoso, un insólito mar fosforescente. Debe de tratarse
de una alucinación, sé que la asfixia puede producirlas, la falta de oxígeno, la
saturación de gas carbónico. Bajo la mirada y entonces la fantasía se puebla
de vida, o de muerte. Lo que rodea mi cuerpo no son medusas, sino pequeños
fetos, docenas de ellos, algunos con sus miembros amputados y todavía
sangrantes, otros solo cabezas que buscan mis piernas con sus boquitas
hambrientas. No sé si estoy gritando o riendo. Absurdamente indignado, me
digo que esta es la pesadilla más injusta que he tenido en mi vida y quiero
protestar: no es a mí, no fui yo, no es mi infierno sino el de otro hombre. Pero
¿cómo podrían escucharme si no son reales? Tal vez sea yo quien ha muerto,
me digo, y la insensibilidad de mis miembros así parece confirmarlo. Se me
nubla la vista. No me restan fuerzas para luchar por la superficie, ni casi
voluntad para intentarlo. Pero entonces mi suerte cambia, literalmente de un
golpe. Mis rodillas han dado contra una roca a la que puedo trepar con
facilidad. Y después a otra…
Resucito al aire de la noche lanzando estertores. Me aferro a las piedras.
Por un instante me asalta la idea disparatada de que he llegado hasta la isla,
pero se trata de algo mucho menos épico, un error de cálculo que me ha hecho
nadar hacia un costado de la playa en lugar de mar adentro. Bendita torpeza.
Me toco las piernas y las noto enteras, sin una sola mella. ¿Es que esperaba
otra cosa?
—La maldición…
Giro la cabeza hacia la sombra que me está hablando: Paulo ha logrado
encaramarse a otro grupo de rocas, sus brazos largos formando ángulos como
los de un insecto. Le cuesta respirar.

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—¡Quieres callarte! —le grito. Detesto que siga hablándome, detesto que
su corazón siga latiendo y no se encuentre hinchado y lívido en el fondo del
mar⁠—. ¡Has estado a punto de matarme! ¡Estás loco!
—Escúchame… Irene no me maldijo a mí, sino a este lugar… y todas sus
criaturas…
—¡Calla!
—Tus hijos…
De pronto un vértigo devastador me hace tambalear. La bóveda del cielo
cambia su posición con el plato de la tierra y luego vuelven a rotar.
—¿Qué pasa con mis hijos? —logro pronunciar, crispando mis manos
sobre la piedra.
Pero no hay respuesta. En su lugar llega una exclamación que me hace
volver la vista hacia el lugar donde Paulo está mirando: el bloque de
apartamentos.
—¿Qué? —pregunto. Y al cabo de un instante lo veo.
Una única luz permanece encendida en todo el edificio, y se encuentra
justo en lo más alto.

A pesar de que la ventana permanecía abierta de par en par, el hedor que


flotaba en el apartamento la obligó a taparse la boca con la mano. Se hizo a un
lado para desbloquear la luz que entraba por la portezuela, y entonces una
cama apareció ante su vista. Había una persona tumbada encima.
—¿Sandra?
Sus ojos tardaron mucho más de lo necesario en registrar aquella visión,
como si se negaran a obedecer. La mujer tendida en la cama llevaba un
vestido blanco y tenía el rostro del mismo color.
Solo que no es un rostro, se corrigió, es lo que queda cuando borras un
rostro.
Empezó a escuchar el alarido antes de darse cuenta de que era ella misma
quien gritaba. Si la mujer hubiera estado viva aquello la habría hecho
despertarse con el corazón en un puño. Pero el movimiento que su voz desató
no se produjo en la cama, sino alrededor de ella. Primero un simple batir de
alas, luego un estruendo de plumas y graznidos. Eva miró hacia el suelo y
descubrió que toda la habitación estaba llena de gaviotas, cientos de ellas
apretadas y adormiladas entre aquellas cuatro paredes. Religiosamente. Así
fue cómo ella lo pensó: religiosamente. Las gaviotas se enfurecieron como
devotos fanáticos ante una profanación. Alzaron el vuelo en una caótica

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estampida y la golpearon con sus alas, sus cuerpos, sus picos y sus patas,
aunque apenas unos segundos. No había llegado a protegerse la cara con las
manos cuando notó que las aves abandonaban aquel espacio, se marchaban en
tromba a través de la ventana. Ella podía haber sido la detonante de su ira,
pero no sería el objeto de su castigo.
Eva dejó de gritar. Solo para tomar aliento.

Una nube blanca emerge de lo alto como una erupción de plumas. Gritan,
graznan, se empujan por el aire; las gaviotas forman un gran cuerpo ciego que
es mucho más real que la suma de sus cuerpos individuales, una quimera que
asciende un centenar de metros y luego se precipita en picado.
—¿Qué habéis hecho? —exclama Paulo, desde su atalaya.
Yo trato de extraer sentido a lo que perciben mis ojos, pero ante mí solo
parpadean luces rojas: esto no lo olvidarás, Carlos, lo que ahora contemplas te
perseguirá el resto de tu vida.
—¡Los habéis dejado solos! —me abronca el viejo, tosiendo de rabia,
porque él tiene las piezas del sentido que a mí me faltan⁠—. ¿Cómo se os
ocurre dejar solos a los niños?
La masa de gaviotas traza círculos en el aire sobre las terrazas del edificio:
husmeando, buscando. Cada vez más cerca de la terraza de nuestro
apartamento.
—Dios mío —exhalo.
Y me pongo a saltar por las piedras de la orilla, a tientas, golpeándome y
resbalando, y mientras corro hacia las escaleras no paro de repetir
diosmiodiosmiodiosmío.

Gabriel pulsó el botón del inodoro y esperó hasta que la cisterna se hubo
llenado por completo. Aquel sonido le recordaba demasiado a una respiración
criaturesca para darle la espalda en la oscuridad. Al cabo regresó el silencio,
con su imperfecta rutina de olas. Incluso en la noche más quieta se podía oír
el sonido que subía desde la playa si dejabas entreabiertas las puertas de la
terraza.
(¡… eis dejado solos…!)
Gabriel se paralizó. ¿Había sido un grito?
Avanzó lentamente hasta la puerta del dormitorio de sus padres.
—¿Mamá? —Movió un pie hacia la cama—. ¿Papá?

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Estaba vacía.
Retrocedió al salón, donde esperaba encontrarlos viendo alguna película
casi sin voz, como solían hacer a veces, pero sobre el sofá únicamente
abultaba la sombra de cuatro feos cojines.
Entonces otro grito llegó desde el exterior, aunque muy diferente, como el
clamor de una batalla lejana.
—¡Papá! —ya no era una pregunta, era una llamada de auxilio. Algo iba
mal, rotundamente mal, lo sentía con la clarividencia y el miedo de sus siete
años.
Se acercó a las puertas correderas. Si se lo proponía, podía deslizar su
delgado cuerpo por la rendija sin abrir ni un centímetro más. Pero no hacía
falta salir; en la terraza no se veía más que una mesa con el mantel de la cena
todavía sin retirar y tres sillas vacías.
Iba a dar media vuelta para regresar a su habitación cuando percibió un
movimiento en el cielo nocturno. Un torrente de puntos blancos que se
desplazaba en un vuelo sinusoidal, desbordándose en cada giro pero decidido
el rumbo de aproximación. Gabriel no comprendió de qué se trataba hasta que
la primera gaviota se estrelló contra el cristal justo delante de sus ojos.
—¡Ah!
Luego otra. Y otra. Se partían el cuello contra la puerta de la terraza y
quedaban retorcidas en el suelo, palpitantes. Entonces una de ellas logró
introducirse por la abertura.
—¡No!
El animal comenzó a revolotear por el interior del apartamento, lanzando
graznidos. Gabriel lo miró con frío espanto unos instantes, pero tuvo que
ocuparse deprisa de la puerta de la terraza, donde otras dos aves trataban de
abrirse paso por la rendija. El niño concentró toda su fuerza en los brazos y
clausuró la puerta con un letal guillotinazo. Justo en ese momento una
catarata de plumas y picos se vino contra el cristal, que dibujó una grieta
vertical pero resistió la embestida. ¿Cuántas de ellas? ¿Docenas?
¿Centenares?
Un picotazo feroz en el cuello le hizo volverse. La gaviota intrusa era
pequeña, quizá infante como él mismo, pero se abalanzaba contra Gabriel con
la rabia de un juramentado.
—¡Fuera! —logró quitársela de encima de un manotazo y echó a correr
hacia su dormitorio. Mientras zanqueaba tuvo tiempo de pensar que era un
error, que si la gaviota le seguía podría atacar a sus hermanos pequeños, ¿y
entonces? Pero sus pies no aceptarían la orden de parar.

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Entró en el cuarto, dio media vuelta y vio la sombra blanca del animal
precipitándose contra él. Cerró la puerta con un grito y escuchó el sonido del
impacto. Luego silencio.
—¿Qué pasa? —la voz soñolienta de Mario, en su litera alta.
—Nada. Duérmete.
—Tengo miedo.
Gabriel fue a la litera baja donde dormía el pequeño Bernabé y se ovilló
alrededor de él, tratando de que su respiración y sus latidos agitados no lo
contaminaran. Mario no tardó en bajar por la escalerilla para unirse a ellos.
—¿Qué son esos golpes? —preguntó en un susurro.
Pero los golpes eran buenos. Lo que temía Gabriel era el sonido de un
cristal al quebrarse, y el estrépito que llegaría después.
—Son papá y mamá —comprendió Mario, incorporándose⁠—. ¡Se han
quedado fuera!
—¡No! —Gabriel lo atrajo hacia sí con fuerza⁠—. No son ellos, cállate.
—¡Sí, escucha! ¡Los oigo!
—Que no, Mario, te juro que… —Pero entonces:
(… es… grit… mper!…)
(bum… bum-bum…)
Abrazados sobre el cuerpecito caliente de Bernabé, los dos hermanos
contuvieron la respiración, temblando, tratando de discernir si aquellas eran
realmente las voces de sus padres, si aquellos sus golpes desesperados en la
puerta del apartamento para entrar a salvarles.

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Huerto de cruces
SANTIAGO EXIMENO

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SANTIAGO EXIMENO (Madrid, 1973), uno de los principales exponentes de la
narrativa de terror española actual, ha publicado novelas como Cazador de
Mentiras (Ediciones Jaguar, 2007, a cuatro manos con David Jasso) o Asura
(Grupo AJEC, 2004), colecciones de cuentos como Bebés jugando con cuchillos
(Grupo AJEC, 2008) o Imágenes (Parnaso, 2004), y numerosos relatos en
diferentes antologías y revistas.
Ha sido traducido a varios idiomas y ha ganado varios premios, entre ellos cuatro
veces el Premio Ignotus, concedido por la Asociación Española de Fantasía,
Ciencia Ficción y Terror (AEFCFT), por sus relatos y antologías.
Es el coordinador de la colección Microbio, orientada a la ficción mínima, de la
editorial Viaje a Bizancio.
«Huerto de cruces» apareció originalmente en el tercer volumen de Paura
(Bibliópolis, 2006), obtuvo los premios Vórtice Terror 2005 y Xatafi-Cyberdark
2007 en la categoría de mejor relato, y sería reeditado en la antología Bebés
jugando con cuchillos. Ha sido traducido al francés.

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Huerto de cruces

Si terminase así el pueblo,


resultaría de una fórmula de perfección
o de simulación intelectualista
GABRIEL MIRÓ


Cuánto tarda el tren en llegar, pensó Gabriel. Moría la tarde en el horizonte,
envuelta en un charco de sangre desteñida, y las copas de los árboles más
lejanos extendían sus ramas hacia las vías como ancianas artríticas. Cuánto
tarda en llegar, pensó Gabriel, y sintió pereza y quiso levantarse, pero se
arrepintió en el último momento. Se removió sobre el banco de piedra,
inquieto, y miró a un lado y a otro, a la gente que como él esperaba en el
andén a que llegara el último tren. Dónde irán todos estos, pensó, que no
tienen más necesidad que la que les crea su avaricia, y volvió su atención a las
vías. Una moneda brillaba bajo los rayos del sol, olvidada entre listones de
madera, quizá de un viajero que ya no la necesitaba, quizá de un niño que no
pudo comprar su helado. Gabriel apoyó las manos a ambos lados de su
cuerpo, sintiendo el frío del asiento de piedra en las palmas, y se meció
adelante y atrás. No puede tardar ya mucho el tren, se dijo, no me hará esperar
mucho más. No dejaba de llegar gente, advirtió mirando hacia las vallas de
entrada. Hombres de piel morena y rostros surcados de arrugas; mujeres
envueltas en vestidos negros, el pelo cubierto por un pañuelo; niños vestidos
con trajes caros o con harapos, el rostro congelado en una mueca triste y seria.
Les habían robado incluso la risa de los niños, tan querida y necesitada por
todo el pueblo. Los hombres de blanco, con su rostro de cristal y sus armas,
les habían arrebatado todo lo que tenían, y ahora les conminaban a marcharse,
a abandonar todo lo que una vez había sido suyo. Abandonar el pueblo para
siempre en un tren que les conduciría a las calles sucias y oscuras de una

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lejana ciudad. Los hombres de blanco, con sus falsas sonrisas y sus amenazas
veladas. Así debía ser, pensó Gabriel, así debía ser, desde el momento que
Tomás decidió volver a casa. Y, mientras esperaba, escuchando el ruido de las
voces de los hombres silenciando los llantos de los niños, escuchando el
arrastrar de las maletas llenas a rebosar sobre el empedrado de la estación,
escuchando los suspiros contenidos de las mujeres al volverse y mirar más
allá de las vallas, Gabriel recordó a Tomás, al viejo Tomás, y su terca
decisión de volver a ver a su familia.

El viejo había empezado a toser varios años atrás, una tos seca y desagradable
que había paliado con uno de aquellos remedios caseros que preparaban los
mayores del pueblo. Paños calientes y una cucharada de este remedio, mano
de santo, y mañana estarás como nuevo, Tomás, habían dicho las mujeres.
Pero al viejo le costaba no toser, y se le veía más débil cada día que pasaba.
Ya no se levantaba tan temprano como antes, y empezaba a faltar a las faenas
del campo, dejando que sus hijos llevaran el tractor y se preocuparan de la
siembra. Había perdido a su mujer de joven, en un accidente mientras volvían
de las viñas con el remolque cargado de uva, y los únicos que podían atender
los problemas del viejo eran sus hijos, tan tercos y orgullosos como él mismo.
Dos jóvenes fuertes, decididos, de pocas luces, que ya rebasaban la treintena y
no habían encontrado mujer en el pueblo que quisiera estar con ellos.
Pronto se ausentó de la taberna, y no fueron pocos los que le echaron de
menos para la partida de tute. Algunos, los más allegados, los que reían con
ganas cuando Tomás contaba por enésima vez sus chistes apolillados y le
perdonaban cuando no busca el cante en la partida, acudieron a su casa solo
para comprobar que, quisieran o no, el viejo se marchaba. Los hijos,
carcomidos por el dolor de la pérdida y, al mismo tiempo, torturados por las
labores del campo, apenas disponían de tiempo para pasarlo junto al lecho de
su padre moribundo. Los amigos inventaron excusas y arguyeron disculpas, y
pocos fueron los que acudieron a su casa a preguntar por su estado. Así pasó
Tomás los últimos días de su vida, solo y enfermo, entre visitas del médico,
que agitó la cabeza y apoyó la mano sobre el hombro de uno de los hijos al
marcharse la última vez que pasó por el pueblo. A todos nos llegará, dijo el
médico, y el hijo menor, de ojos azules y rostro aniñado, rompió en lágrimas
y corrió hacia su cuarto, quizá para esconder su vergüenza por su debilidad,
quizá para no ver la agonía del único hombre al que, a su manera, había
querido.

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Quiso la mala fortuna que Gabriel estuviera allí el día que Tomás falleció,
y fue mala fortuna, pues a él le tocó velar el cadáver hasta que el juez acudió
desde Molino Blanco para certificar la defunción. Vivían en un pueblo
pequeño, de casas marchitas y calles sin asfaltar, en el que solo perduraban
los recuerdos y un puñado de familias voluntariosas, poco bagaje para
permitirse sus propios jueces y sus propios médicos. El juez tardó un día
entero en llegar, pues Tomás decidió abandonar el mundo un domingo
temprano. Me voy, me voy, había dicho, tomando la mano de Gabriel, que
aquella mañana se había sentado junto a la cama en un taburete bajo.
Me voy, había dicho, pero quisiera volver.
Y Gabriel había sentido el valor premonitorio de sus palabras como una
azada rasgando la piel y preparando el cuerpo para ser sembrado.

Cuánto tarda el tren, pensó Gabriel, y miró en dirección a Las Nieves, el


pueblo que crecía al pie de las montañas como un alud de blancas rocas
desperdigadas. Flotaba en el aire un olor extraño, un olor que embriagaba y al
mismo tiempo revolvía el estómago. Gabriel creyó que se trataba del olor de
la carne poco hecha. Quizá, en el interior de la estación, alguien estaba
cocinando. Quizá, si se acercaba hasta allí, quienquiera que fuese le
convidaba a la comida y a un poco de vino. Cansado, pero hambriento al
mismo tiempo, se levantó con esfuerzo del banco de piedra y arrastró sus pies
hacia el interior de la estación. Le dolía el brazo derecho, un dolor continuo
que palpitaba en su antebrazo, como el picotazo de un mosquito que se resiste
a ser ignorado. Ignorándolo, entró en la estación.
El interior estaba desierto a excepción de un niño sentado en un banco,
que al verlo entrar alzó sus ojos tristes. Sostenía entre las manos, sobre sus
rodillas, un balón de fútbol de parches blancos y negros, un tablero de ajedrez
esférico que había perdido sus fichas. Creí que servían comida aquí, dijo
Gabriel, y el niño negó con la cabeza. Comida tienen fuera las madres,
respondió el niño. Y Gabriel pensó que eso era bueno sin saber realmente por
qué. Se sentó en un banco frente al niño, y buscó en sus bolsillos un caramelo.
Solo encontró un puñado de papeles arrugados, y un pañuelo sucio, manchado
de sangre. Lo sostuvo ante sus ojos, extendiéndolo como si se tratara de un
mantel. El niño bajó la mirada, acarició el balón. Las manchas de sangre
sobre la tela blanca le arrastraron de nuevo hasta Tomás.

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Un viejo testarudo, decían de él las voces que se reunían en la plaza del
pueblo, sentadas junto a la fuente, viendo pasar el día con su monotonía de
rumor de tractor. Un viejo testarudo, sí; y no había duda de que lo era. Porque
dos noches después de ser enterrado, volvió a su casa, y lo hizo a su manera,
llamando la atención. Aquel día se habían reunido en la plaza las mujeres,
solteronas y casamenteras, casadas y jóvenes, a charlar de sus maridos y sus
novios y sus anhelos y sus tristezas. Brillaba un sol tristón, devorado por
nubes grises hambrientas de tormenta, y las conversaciones se tornaron
melancólicas con el paso de la tarde. Contaron después las más viejas cuando
les preguntaron los mozos que Tomás pasó junto a ellas sin verlas, caminando
como si estuviera borracho, la mirada fija en el camino y apestando a muerte
y olvido. Hasta los perros que campaban a sus anchas por el pueblo, animales
famélicos que más de una vez habían comido de su mano, huyeron aullando
cuando lo encontraron en las calles vagando sin rumbo.
Lo cierto es que a pesar del estado en el que se encontraba, Tomás llegó
hasta su casa sin demasiados contratiempos. Cuentan los que le vieron que
llamó a la puerta dos veces, y que al ver que no le abrían, aulló al cielo y
arañó las paredes y las maderas de la puerta hasta que se le desprendieron las
uñas. Dicen también que el primero en llegar y verle fue su hijo menor, y que
abrió la puerta y le franqueó el paso, volviéndose después hacia los curiosos
con exabruptos e improperios. Pero Gabriel nada supo de ello hasta después,
entrada la tarde, cuando volvía de trabajar en las viñas, con la espalda
dolorida y el cuerpo cansado. Damiana, su mujer, que preparaba una ensalada
para la cena como era su costumbre, le comentó lo que se murmuraba en las
casas y en los patios, y le dijo que vendría el alguacil a buscarle, pues buscaba
hombres con arrestos para marchar al campo santo a comprobar las
afirmaciones. Podrían ir a la casa y llamar, dijo Gabriel, pero su mujer le
respondió que ya se había hecho, y que los chicos se habían negado a abrir la
puerta. Gabriel no dudaba de la veracidad de las palabras de sus vecinos, y un
escalofrío le recorrió la espalda mientras esperaba al alguacil, tomando un
trozo de queso y una copa de vino para ayudarlo a entrar, como solía decir.
El alguacil llegó cayendo la noche, cuando las sombras abandonaban el
refugio del bosque y campaban a sus anchas por las calles del pueblo. Venía
en compañía de Isaías, el encargado de la tienda, y tras ellos avanzaba El
Tuerto, el dueño del único bar de la plaza del pueblo. Los tres se mostraron
temerosos y cautos al hablar con Gabriel, los tres le trataron con respeto y
asintieron en silencio cuando tomó su abrigo y salió con ellos al frío de la
noche. Es un camino traicionero, dijo el alguacil, pero todos queremos saber

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qué ha ocurrido. No es esta una buena noche para pisar tierra de muertos, dijo
Isaías. El Tuerto escupió al suelo, y abrió la marcha en dirección al
cementerio. Avanzaron por el camino de tierra en silencio, sabiendo que una
palabra mal dicha, si no atenazaban sus miedos, podría obligarles a dar vuelta
y volver a sus casas. Al llegar a la verja de entrada, cerrada con cadena y
candado, el alguacil sacó un manojo de llaves oxidadas del bolsillo y procedió
a abrir. Sin embargo se detuvo al comprobar que la cadena yacía en el suelo
como una serpiente al acecho y que el candado descansaba sobre ella,
quebrado e inútil. Mala noche, ya os dije, dijo El Tuerto, y abriendo la verja
entró en el campo santo.
Encendieron linternas, iluminaron el camino. Se internaron entre las
veredas de tierra que rasgaban el lugar de descanso de los muertos, dejando a
un lado y a otro lápidas, nichos y tumbas rodeadas de vallas oxidadas por el
tiempo. Las luces de las linternas les mostraron flores muertas, vasijas de
agua volcadas, nombres de parientes y de amigos y de esas personas que
cuando se marchan se olvidan y nadie más habla de ellas. Algo nerviosos se
detuvieron frente al agujero de tierra removida que se abría a los pies de la
lápida de Tomás. Es mala cosa cuando los muertos no saben estarse quietos,
sentenció Gabriel, abriéndose paso y acuclillándose junto a la tumba
profanada. La tierra había sido removida por manos decididas, y los tablones
quebrados del ataúd descansaban entre los despojos de carne y arena. Mejor
hubiera sido incinerarlo, digo yo, dijo el alguacil, y se santiguó a
continuación. El Tuerto escupió de nuevo, pero no dudó en persignarse tras el
gesto del alguacil. Deberíamos volver y decirle a los chicos del Tomás que
nos dejen ver a su padre, dijo Gabriel. Y que nos dejen volver a enterrarle, por
el amor de Dios, dijo Isaías, y todos asintieron algo apesadumbrados.

El niño dejó caer el balón, que rodó hacia los pies de Gabriel, despertándolo.
No sabía bien si se había quedado dormido, o quizá se encontraba tan cansado
que el agotamiento que había acumulado en los últimos días al fin le había
vencido. Golpeó el balón con el pie, enviándolo hacia el niño, que le ofreció
una sonrisa casi por obligación. Para él no era más que otro hombre viejo,
otro enfermo que compartiría un vagón de tren para abandonar el pueblo en el
que había nacido y buscar refugio en una de aquellas ciudades que cambiaba
tierra por hormigón y amistades por conocidos.
Gabriel salió de nuevo al frío de la estación. Sentía el estómago revuelto,
y no pudo reprimir una arcada al aspirar el olor del cigarrillo de uno de los

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hombres que esperaban pacientemente la llegada del tren. Sí que tarda esta
vez, pensó. Quizá ya no vengan a por nosotros, se dijo. Pero no parecía
normal. Les habían dicho que los evacuarían a todos. Evacuar, una palabra
que nunca había relacionado con salir del pueblo. Pero los hombres de blanco,
con sus armas automáticas y sus máscaras, sabían lo que había que hacer en
estos casos. Siempre lo sabían, trabajaban para el gobierno. Y él era solo un
ignorante campesino, al que no le habían prestado ninguna atención al entrar
en la estación. ¿Le han mordido?, le habían preguntado, y él había negado con
la cabeza. A pesar de ello le habían conducido a un pequeño cuarto y le
habían obligado a desnudarse. ¿Me quito también esto?, había preguntado,
sonrojado, señalando su ropa interior, unos gruesos calzoncillos grises que su
mujer le había tejido años atrás. La enfermera había sonreído, tratando de
aliviar la sensación de vergüenza que les embargaba a ambos. No será
necesario, señor, no se preocupe, había respondido ella con cortesía,
sonrojándose, y Gabriel había asentido, más tranquilo.
Gabriel paseó por la estación sin rumbo fijo. Pensó, al cruzarse con una
pareja joven, en cuántas personas de las allí reunidas no conocía siquiera de
vista. Habían acudido hasta la estación desde pueblos cercanos que no
disponían de apeadero, y muchos de ellos no significaban nada para él.
Cuántas personas que no he podido conocer, cuánto tiempo perdido en
miserias, pensó Gabriel. Un hombre, el rostro oculto tras la máscara de cristal
y el cuerpo embutido en plástico blanco, le indicó con un gesto que se
detuviera y diera la vuelta. Gabriel comprendió que se había acercado
demasiado a la valla, y se detuvo. Buscó a su mujer con la mirada más allá del
alambre de espino, de los tablones de madera. Quería verla una última vez
antes de marcharse.

Salieron del cementerio y bajaron por el camino en dirección al pueblo. Iba a


llover, Gabriel lo notaba en los huesos. Se despidieron en la puerta de la casa
del alguacil, y cada uno continuó su camino hasta su propio hogar en silencio,
la mente perdida en las implicaciones de lo ocurrido. Gabriel llegó a casa con
humor sombrío, sin ganas de conversación. Por ello eludió las preguntas de su
mujer y le dijo que sería mejor acostarse, que mañana sería un día muy largo.
Estoy preocupada, dijo su mujer, por lo que nos pueda ocurrir. No pasará
nada, créeme, respondió Gabriel, y subió a acostarse.
Su mujer se entretuvo un rato más fregando algunos platos, y cuando
subió, él ya se había dormido.

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Por la noche oyeron ruidos en la puerta, Gabriel decidió levantarse para
tranquilizar a su mujer. No será nada, algún perro solitario, algún gamberro,
dijo mientras le acariciaba el pelo y ella volvía a dormirse. Buscó sus
zapatillas bajo la cama, ignorando los golpes en la puerta, cada vez más
fuertes, y bajó en silencio hasta la puerta de entrada. Oyó de nuevo los golpes,
y con temor se acercó hasta la mirilla. Allí no había nadie. Los golpes
callaron, y Gabriel oyó pasos arrastrados y gemidos en la calle. Un escalofrío
le recorrió la espalda, y no pudo evitar pensar en su mujer, sola en el
dormitorio. Había algo ahí fuera, pero ya se había marchado. Por la mañana
todo sería más sencillo. Volvió al dormitorio, se acostó. Ya lo resolvería
mañana.
Despertó algunas horas después, cuando el amanecer despuntaba sobre los
campos de trigo. Oyó disparos, relinchar de caballos y gritos, muchos gritos
de auxilio. Al volverse sintió pánico, pues su mujer no estaba a su lado. Bajó
las escaleras como un chico, trastabillando, arrastrando con sus manos torpes
un cuadro colgado en la pared. Ella estaba abajo, mirando a través de la
ventana a la calle, y le hizo señas de que callara mientras le veía entrar en la
cocina. Es el Tomás, que no quiere ir, susurró, volviendo su atención a la
calle. Gabriel llegó a su lado, apoyó una mano sobre su hombro desnudo,
sintiendo la piel fría bajo su palma. En la calle yacía Tomás, babeando, las
ropas cubiertas de sangre, los dedos engarfiados. Intentaba levantarse, pero
una gruesa argolla alrededor de su cuello unida a una larga cadena se lo
impedía. Cuando trataba de incorporarse los dos chicos que sostenían la
cadena —⁠el hijo del alguacil y uno de los jornaleros que Isaías contrataba
temporalmente para la vendimia⁠— tiraban de ella para derribarle. Tengo que
salir, dijo Gabriel y el cuerpo de Damiana se estremeció, pero no dijo nada.
Al retirar la tranca y abrir la puerta, los chicos se asustaron y
retrocedieron un paso, arrastrando con ellos a Tomás. Vamos, vamos, es
Gabriel, dijo el alguacil, sosteniendo su escopeta de caza con el brazo
derecho, la misma con la que solía cazar conejos en sus tierras. Gabriel saludó
con un gesto, caminó hacia él. Tomás hizo intento de levantarse, los chicos
volvieron a derribarle. Se les notaba nerviosos, sin saber bien qué hacer.
Mantenían la distancia con el viejo, que olía a muerte tan fuerte que mareaba,
y al mismo tiempo permanecían atentos a los gestos del alguacil. Este es
peligroso, Gabriel, y mírale, tan campante, y le he metido dos tiros en el
pecho, Gabriel, dijo el alguacil, los ojos enrojecidos de llorar, las manos
temblorosas. ¿Y los chicos?, preguntó Gabriel. No querrías verlos, Gabriel, no

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querrías, son como este, Gabriel, que no te cojan, que no te muerdan, dijo el
alguacil, y levantando el arma, la apoyó contra su barbilla y disparó.

Gabriel oyó a lo lejos un silbido desesperado que solo podía surgir de una
garganta metálica. Tarde, pero ha llegado, pensó mientras la gente recogía sus
maletas y arrastraba los pies hacia las vías. Tarde, pero llegaron, pensó
Gabriel. Los hombres de blanco habían llegado dos días después de que
Tomás decidiera volver al pueblo, y en aquellos dos días muchos otros se
habían levantado y habían vuelto, cubiertos de sangre y tierra, torpes como
marionetas de madera carcomida, hambrientos como una plaga de ratas. El
rumor del tren acercándose a la estación le tranquilizó. Miró más allá de las
vallas de metal, aquellas verjas que los hombres de blanco habían levantado
para recluir a los afectados, como los denominaban. Amontonados, apilados
unos sobre otros, los rostros contra las vallas, las manos arañando en el vacío.
Todos sus conocidos, todos sus amigos, se encontraban al otro lado de las
verjas, convertidos en algo menos que animales, con los ojos blancos y las
bocas abiertas, babeando y aullando. Dio un paso en dirección a las verjas, y
uno de los hombres de blanco le detuvo colocando una mano enguantada en
su pecho y apuntándole con su arma. No puede pasar, señor, dijo con su voz
metalizada, con su mirada envuelta en la niebla de vidrio que cubría su rostro.
Solo querría ver a mi esposa antes de marchar, dijo Gabriel. El hombre apartó
su mano, bajó el arma. Hágalo desde aquí, señor, no dé un paso más, es por su
seguridad, dijo el hombre. No protegieron así a mi esposa, pensó Gabriel,
pero no dijo nada, solo miró a las verjas, buscando su rostro entre las bocas
desencajadas y las manos desgarradas.
Solo un mordisco, susurró.
Solo un mordisco había bastado, un simple mordisco de aquellas cosas y
te convertías en uno de ellos. Los hombres de blanco, los soldados enviados
por el gobierno, ellos sabían lo que ocurría. Y no les habían dicho nada, no les
habían informado. Por todas partes, señor, por todo el país, le había dicho un
joven soldado, y nunca más lo había vuelto a ver. Hablaba demasiado para ser
uno de ellos. Por todas partes, pensó Gabriel. ¿Adónde irían entonces? Si
ellos ya estaban en las ciudades, ¿adónde podrían ir? Volvió a buscar el rostro
de su mujer entre los hombres y mujeres y niños atrapados tras las vallas,
prisioneros hambrientos de un improvisado campo de concentración.
¿Adónde iría él sin su mujer? Sin ella no era nada, solo un viejo inútil y
acabado. Había estado siempre a su lado, apoyándole en los momentos

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difíciles, consolándole cuando necesitaba consuelo, dándole su cariño cuando
necesitaba amor. El tren entró en la estación susurrando despedidas a media
voz, fragmentando conversaciones que terminarían en lágrimas. ¿Adónde
podría ir si no era al lado de su mujer? Al menos estoy vivo, pensó Gabriel,
ellos me han protegido.
Y, sin embargo, a ella no habían podido protegerla.
A su alrededor la gente comenzó a subir al tren, arrastrando sus pesadas
maletas tras ellos. Hombres armados ayudaron a las personas mayores, a los
niños. Les obligaron a dejar atrás sus pertenencias. Gabriel oyó gritos,
protestas. Querían subir al tren, huir de allí, pero no querían hacerlo con las
manos vacías, manos que habían trabajado la tierra, manos castigadas que
querían su recompensa. Algunos levantaron esas mismas manos contra los
hombres de blanco, y las armas automáticas hablaron en su lengua de sangre
y fuego. Gabriel miró hacia las verjas, buscando a su mujer. Debía de estar
allí, entre ellos, una más entre la multitud que arañaba y aullaba y deseaba
abalanzarse sobre los que huían. Debía estar allí, pero no podía encontrarla.
Sintió una punzada de dolor en el bajo vientre, y una repentina humedad en la
entrepierna. No, no quería verla, ni que ella lo viera así. Dando media vuelta,
caminó hacia los primeros vagones. Caminó junto a un hombre que yacía en
el suelo, un río bermellón de vida escapando de su cuerpo hacia las vías. El
hombre agitó una mano, una mujer la tomó. Dos hombres de blanco gritaron
órdenes, aléjense, aléjense, monten en el tren, márchense. Y después se
deshacían en disculpas con la mujer, que lloraba y gritaba y maldecía.
Gabriel alcanzó la puerta de entrada de uno de los vagones, alguien le
detuvo. Espere aquí, dijo el hombre que le había detenido mientras le miraba,
mientras le tocaba los brazos, las piernas, el estómago, el rostro. ¿Tiene
alguna herida?, preguntó, y Gabriel negó con la cabeza, mareado, sintiendo
náuseas por el olor corporal que despedía aquella persona. Pase, vamos, dijo
el hombre, franqueándole el paso. En el interior del vagón la gente gritaba, se
abrazaba, lloraba. Gabriel buscó un sitio junto a la ventanilla, se sentó. Le
temblaban las piernas. Podía oler la sangre del hombre herido desde donde se
encontraba. Y tenía hambre. El chico de la estación, la pelota entre sus brazos,
le miraba desde uno de los asientos más alejados. No dejes que me cojan, no
dejes que me cojan, repetía un joven abrazado a una mujer, una letanía solo
rota por el llanto entrecortado de ella. Todos acabaremos igual, murmuró una
anciana, golpeando la ventanilla con su dedo acusador. Estos ni siquiera saben
lo que hacen, murmuró la anciana, señalando a los soldados. Gabriel sintió
arcadas. La cabeza le dolía como las mañanas que salía al campo tras una

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noche de vinos y aguardientes. Tenía la boca seca, y se sentía mareado. ¿Se
encuentra bien?, dijo un niño apoyando una mano en su hombro, y Gabriel
asintió sin mirarle. Tiene mala cara, murmuró una mujer. Parece enfermo,
dijo un hombre. Quizá deberíamos llamar a los soldados, dijo otro hombre.
Con un chirrido apagado, el tren arrastró sus extremidades oxidadas sobre
las vías. Gabriel se llevó una mano a la frente, la retiró cubierta de un sudor
grasiento, pegajoso, que quedó adherido a la palma de su mano. Notó de
nuevo el dolor en su entrepierna, allí donde ella le había besado con el amor
que solo se profesan los casados. Donde ella había posado sus labios por
última vez, con mirada vidriosa, mientras balbuceaba incoherencias y trataba
de hundirle las uñas en el vientre. Miró sus pantalones, empapados de sangre,
despidiendo un olor nauseabundo. Un olor que le provocaba arcadas, que le
provocaba hambre. La Virgen nos acoja en su seno, dijo una mujer
levantándose, alejándose de él. Gabriel recordó el rostro desencajado de su
mujer, la inesperada sensación de dolor cuando ella le mordió, desgarrándole
la piel, cortando el músculo. Santo Dios, es uno de ellos, es uno de ellos, dijo
otro hombre. El tren continuó su avance, alejándose de la estación. Gabriel
alzó la mirada, intentó hablar. Que alguien avise a los soldados, gritó una
mujer. Pero allí no había soldados, solo víctimas huyendo de la devastación.
Gabriel se levantó tambaleándose, miró por la ventanilla sin ser consciente de
lo que buscaba. A su alrededor la gente corría, huía, en dirección a ninguna
parte. Cuando Gabriel se volvió, solo vio al chico de la estación, sosteniendo
su pelota. No lo reconoció. Abrió la boca, mostrando sus dientes.
El chico, los ojos llenos de lágrimas, dejó caer su pelota al suelo.
Gabriel no la recogió.

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La cotorra de Humboldt
LORENZO LUENGO

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LORENZO LUENGO (Madrid, 1974), ha residido en Cornwall, Londres, Houston,
Nueva York, Boston y Mitilene, entre otras islas griegas. Es autor de un ensayo
narrativo sobre mitologías comparadas inspirado en el episodio bíblico de la
resurrección de Lázaro (Fundación José Luis Cano, 2002) y ha traducido y
anotado la primera edición completa en español de los Diarios de Lord Byron
(Alamut, 2008). Además, ha publicado cuentos y artículos en diversas revistas y ha
sido galardonado en numerosos certámenes literarios en las modalidades de
novela, relato corto, ensayo y guion cinematográfico. Su obra El quinto peregrino
recibió el premio Juan March Cencillo de novela corta (Pre-textos, 2009). Con su
obra más reciente, Amerika, (Algaida, 2009) obtuvo el XIV premio Ateneo Joven
de Sevilla.
«La cotorra de Humboldt» apareció originalmente publicado en la revista Artifex
(2005).

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La cotorra de Humboldt

Humboldt encontró en Sudamérica una cotorra que era la única


criatura viviente que hablaba palabras del lenguaje de una tribu
extinguida.
CHARLES DARWIN, El origen del hombre y la
selección en relación al sexo


Humboldt encontró en Sudamérica una cotorra que era la única criatura
viviente que hablaba palabras del lenguaje de una tribu extinguida. Lejos de
resultar áspero o discordante al oído, como suele suceder con los idiomas
subdesarrollados, se trataba de un lenguaje de vocales suaves y consonantes
apenas fricativas en el que no se apreciaba la intervención de los músculos de
la garganta, y tan transparente que parecía haber sido desarrollado por varias
generaciones de sopladores de vidrio cruzados con sopranos, como una suerte
de viento sin asperezas, a la vez prístino y domesticado. Humboldt presentó
su descubrimiento en la MCCVII Conferencia Mundial de Damas
Exploradoras y Caballeros Vagabundos, ante un público enfervorizado que
aplaudió con sincera emoción los alardes lingüísticos de la cotorra, sobre todo
la emisión de un divertido vocablo que sonaba como un estornudo y que ella,
con un extraordinario sentido del espectáculo, repitió varias veces para
regocijo de su dócil audiencia. La cotorra, feliz de sentirse observada, se
sostenía en una percha esquelética, desde la cual saltaba de vez en cuando al
hombro izquierdo de Humboldt con un gracioso aleteo que dejaba prendido
en el aire un deslumbrante arco iris; estaba recubierta por un plumaje de color
esmeralda con mechas amarillas, y tenía la cabeza tocada por un penacho de
plumas rojas y azules que hacía pensar en la cimera de una armadura
destinada a batallar contra dragones. Cuando hablaba, su pico granate,
extrañamente flexible, se alabeaba en un curioso perfil cesáreo, como si

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también entre las cotorras se contasen emperadores capaces de dirigir huestes
multitudinarias hacia campañas históricas.
La verdad es que Humboldt, cuya apariencia de aventurero del montón se
vio repentinamente ennoblecida por los dramáticos focos del Drury Lane,
como si su pequeño cuerpecillo hubiera aguardado pacientemente esa luz
cenital que revelaría sin torpezas su verdadera prestancia, se sentía
especialmente satisfecho de exhibir a su cotorra ante aquel público de
conquistadores elegantes a los que siempre había envidiado en secreto. Sin
apenas excepciones, todos ellos habían dedicado sus días a explorar las
regiones más ignoradas del planeta sin descubrir jamás un tesoro como el
suyo, pese a sus innatas condiciones para el heroísmo, que, sin embargo, ellos
parecían reservar para las fiestas anuales de la Liga, donde no titubeaban en
mostrar un envidiable arrojo a la hora de trinchar patos muertos y descorchar
peligrosas botellas. Con el paso del tiempo, muchos se habían convertido en
viejos rezongones cuyas actividades se limitaban a impugnar los logros de los
más jóvenes, aduciendo que solo de esa forma se protegía a la Liga contra
descubrimientos demasiado precipitados, hallazgos con pies de barro que
podían desacreditar su irreprochable historia milenaria. El propio Humboldt,
que no era precisamente un jovencito, había tenido que padecer en sus carnes
humillaciones parecidas, como si los más de veinte años que llevaba afiliado a
la Liga no constituyeran una credencial suficiente para hacerle participar del
prestigio que rodeaba a las viejas glorias. Y es que, mientras que a él se le
atacaba sin piedad cada vez que regresaba a la sede con las manos vacías, a
sus colegas más provectos se les premiaba con estatuas en plazas de ciudades
recónditas o puestos honoríficos en las mejores sucursales de la Liga
únicamente por su empeño en seguir ahondando en los misterios del mundo,
aun cuando tanta tozudez estuviera más cerca del orgullo herido que del
sincero servicio a sus votos, pues lo que con ello pretendían no era ensalzar
ante la Ciencia el nombre de la Liga, sino justificar una existencia a la que la
suerte parecía haber pasado por alto.
Al menos por un tiempo, la cotorra de Humboldt sirvió para devolver a
cada cual al sitio que le correspondía, aunque también para demostrar que los
héroes no siempre respondían a apariencias que tenían más que ver con el
lugar común que con la más mostrenca realidad. Humboldt fue el personaje
de moda durante un año, la estrella de las fiestas que celebraban los
patrocinadores de la Liga para homenajear a sus miembros más insignes, si
bien el hecho de que siempre se le requiriera la compañía de su cotorra debía
haberle puesto en guardia acerca de su exclusivo protagonismo. Pero lo cierto

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es que aquella petición, lejos de incomodarlo por lo que tenía de rechazo
implícito a sus méritos, se le antojaba tan natural como presentarse a las
fiestas tocado con su salacot y vestido con sus ropas de explorador, pues, ya
desde aquel lejano día en que encontró a su cotorra herida por una cerbatana
entre las lianas de un manglar brasileño, Humboldt creyó ciegamente que
había una relación muy estrecha entre aquella ave y él, y que la distancia que
hasta entonces los había separado era un lamentable error que el tiempo se
había encargado de subsanar. Además, hacerse acompañar de su cotorra en las
fiestas no solo le proporcionaba un éxito de convocatoria mayor del que le era
posible cosechar a solas: también sucedía que, al contacto con el pájaro, sus
compañeras de la Liga se mostraban extraordinariamente amables y solícitas
con él, como si entre plumas tan coloridas se ocultase algún afrodisíaco capaz
de poner patas arriba su sentido del decoro. A Humboldt le parecía un sueño
cumplido comprobar cómo aquellas damiselas a las que él había admirado
desde su más tierna entrada en la Liga, trabajadas por unos soles exóticos que
les habían conferido una belleza similar a la que celebraban las leyendas
árabes, lo miraban ahora con aquellos ojos de corderas a punto del degüello,
como sorprendidas de ver que al menos ciertas ranas, incluso las más
desagradables, sí podían transmutarse en príncipes. Humboldt, por su parte,
disfrutaba deliciosamente de aquel dejarse querer, demorando con una
sonrisita malévola la elección de sus concubinas a sabiendas de que todo
estaba decidido, que solo tenía que chasquear los dedos para desbrozar el
paisaje ártico de sus vestidos y verlas rendidas a sus pies.
Para Humboldt fue todo un descubrimiento. Unas veces con cotorra y
otras sin ella, se entregó entusiasmado a explorar aquellas geografías de carne
y hueso que también poseían sus tundras misteriosas, sus planicies tostadas,
sus alcores letales y sus rincones donde abrevarse de las fatigas que tal
ejercicio le procuraba, geografías tan ignotas para él como las que el planeta
se empeñaba en ocultar en grutas y recovecos. Y lo cierto es que aquellas
exploraciones le proporcionaron muchas más sorpresas de las que hubieran
podido brindarle los destinos menos transitados del ancho mundo. Jamás
hubiera sospechado, por ejemplo, que la melindrosa miss Anastasia
Balcombe, experta en desflorar cavernas de sus tediosos letargos, tuviera la
misma vocación de investigar otros orificios con una lengua larga como un
escoplo, y, por lo que podía deducirse de su destreza, bastante entrenada en
aquellas tareas de inmersión. Tampoco le hubiera parecido creíble, por mucho
que se lo hubieran jurado, que fraülein Grillparzer-Staël, famosa por su
capacidad para fechar los caldos más inabordables de un solo trago, pudiera

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establecer también la solera y la calidad de otra clase de jugos, con el mismo
placer que mostraba al catar un buen vino o paladear el contenido de una
crátera griega, de esas que ella encontraba con la misma facilidad con que un
zahorí daría con un pozo de agua. Ni hubiera pensado Humboldt que doña
Francisca Hidalgo de Guevara, acólita de las exploraciones a caballo,
conociera otros usos del látigo distintos a los que se aplicaban en el noble arte
de la equitación, y no solo en lo que respectaba al vergajo, sino también al
mango. Humboldt tenía que reconocer que, pese a las muchas heridas que sus
conquistas le habían granjeado no ya en el alma, sino en otros lugares menos
etéreos y cicatrizables, aquel año había sido una experiencia de lo más
instructiva. Satisfecho del deber cumplido, y no sin melancolía, Humboldt
opinaba que había sido una absurda pérdida de tiempo consagrar los mejores
años de su vida a la criba de tierras tan lejanas cuando allí mismo, en la propia
Liga, había realizado hallazgos similares a los que celebraban los Anales de la
sociedad, y tan dignos de figurar en sus protocolos como el Jardín de las
Hespérides o las Montañas de la Luna.
Desde luego, Humboldt no ignoraba que su nuevo rol de galán se lo debía
a su cotorra, pero aquella circunstancia tampoco le importaba demasiado
cuando los trofeos que le reportaba eran los mismos que lucían en su
currículum los guapos oficiales de la Liga. Humboldt sostenía la teoría de que
las conquistas venéreas eran como el críquet: no importaba si la benevolencia
de los árbitros o la compra de partidos daban el triunfo a un equipo al final de
la temporada; lo que la historia recordaría serían sus éxitos, no los medios de
que se había valido para conseguirlos. Así, mientras que en su lugar cualquier
otro hubiera considerado una afrenta la petición de que la cotorra estuviera
presente durante sus coyundas, él aceptaba aquel ruego con saludable
deportividad, tampoco como un cumplido pero sí como parte de una
transacción que no le importaba pagar. Y, por otro lado, aquello le permitió
llegar a un conocimiento mucho más profundo de su mascota. Pues descubrió
que ciertas palabras que la cotorra musitaba desde la jaula que pendía de la
percha, mientras él se debatía con heroísmo bajo las sábanas, parecían poseer
la virtud de influir sobre él, provocándole unos violentos arrebatos que jamás
había sentido hasta entonces, en tanto que otras palabras que a Humboldt le
pasaban por completo desapercibidas suscitaban en sus compañeras de cama
una suerte de furia uterina que él solo había observado en ciertos simios, y
que las dejaba después con la misma capacidad para el habla de esos
simpáticos animalitos.

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Aquello lo llenó de asombro. Con una mirada de admiración clavada en su
cotorra, y un cigarrillo engatillado en la comisura del labio para relajar los
músculos tras varias horas de bombeo animal, Humboldt se entretenía en
meditar sobre aquel extraño lenguaje que el ave expectoraba con evidente
intencionalidad, lo que echaba por tierra la posibilidad de que el orden de sus
fonemas se debiese al azar. En opinión de Humboldt, y por increíble que a él
mismo le pareciese, la cotorra sabía exactamente qué estaba diciendo cuando
cacareaba su suave letanía de palabras, difundiéndole en los oídos aquellos
sonidos etéreos que convertían sus previsibles habilidades amatorias en los
embates de una bestia salvaje, y sus caricias, generalmente toscas y
desmañadas, en una sucesión de inspiradas pulsaciones que arrancaban
arpegios de placer en sus rendidas amantes. La cotorra podía hablar. No
soltaba ruidillos así porque sí, tal y como un loro hubiera gorgojeado un aria
de Mozart. Nada de eso. Era inteligente. Comprendía lo que decía. Y, más
allá de eso, sabía que sus palabras ejercían un implacable poder de persuasión
en cuantos las escuchaban, ya fuesen caballeros pacíficos que de pronto veían
cómo su afable temperamento se venía abajo hasta hacerles adquirir la
sensibilidad de un cromañón o mujeres de orgasmos silenciosos que, al
llamado de un arrullo indefinible, llenaban las alcobas con unos aullidos que
resultaban más propios de condenadas a la hoguera que de altivas damas
educadas en las efusiones sin escándalo.
Alentado por lo increíble de sus suposiciones, Humboldt decidió mostrar
la cotorra a su amigo Lawrence Darwin. Darwin era un joven lingüista
escocés, recién afiliado a la Liga, que acababa de retornar de un largo viaje
por África, hasta donde le habían llevado cuatro años de deslumbradas
investigaciones en torno a varios de los dialectos hablados por las tribus que
habitaban los alrededores del cabo de Hornos, dialectos que, en su opinión,
guardaban estrechas conexiones con el lenguaje de una tribu preazteca.
Todavía no había llegado a una conclusión que pudiese defender sin reservas,
pues, lamentablemente, de aquel idioma preazteca solo quedaban algunos
residuos que se mostraban irreconciliables con la burda semántica de los
dialectos africanos; sin embargo, Darwin constató con asombro que muchas
de las palabras que la cotorra le gruñía desde su jaula eran prácticamente
idénticas a las que él mismo acababa de recoger en aquella inhóspita región
de África. Tenían el mismo tejido inconsútil, la misma envoltura aérea que le
habían fascinado al hallarlas en el continente africano, donde casi todas las
formas de comunicación verbal estaban producidas por ruidos guturales,
como golpes secos percutidos sobre timbales. No, para Darwin no cabía la

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menor duda: tanto las palabras que él había cosechado en su periplo africano
como las que emitía la cotorra para nombrar los objetos que él y Humboldt le
iban mostrando tras los barrotes de la jaula poseían una raíz común. Durante
varias semanas de investigación, en las que apenas se permitió echar un
sueñecito más allá de tres horas al día, Darwin fue garabateando sus hallazgos
en unos cuadernos que acabaron por conformar una gramática y un
diccionario, convencido de estar realizando un descubrimiento que cambiaría
la concepción que hasta entonces se tenía del mundo, aunque prefería
reservarse sus convicciones y actuar con distanciada frialdad, no fuera que su
amigo empezara a comprender que su interés en la cotorra no era
precisamente averiguar si pertenecía a una especie capaz de discernir
palabras. Humboldt, mientras tanto, se tuvo que contentar con una actividad
algo más gregaria: cada vez que la cotorra se dignaba a replicar la aparición
de los objetos con una palabra nueva que los definía, le suministraba por la
puertecita metálica de la jaula una galletita de alfalfa que el pájaro atenazaba
con el pico, tras pronunciar una palabra misteriosa que, contra lo que parecía,
no quería significar «gracias»; como la mayoría de las palabras emitidas por
la cotorra, también esta poseía la rúbrica del extraño sufijo «siso», que pese a
todos sus esfuerzos Darwin aún no había conseguido fijar con una traducción
que le satisficiese.
Para entonces, dos circunstancias debían de haber llamado ya la atención
de Darwin: la primera, que a medida que la investigación sobre el animal
avanzaba, su amigo Humboldt iba mostrándose más y más huraño, como si
fuese él quien estuviera encerrado en una jaula de oro y no su cotorra. En las
pocas ocasiones en que Darwin apartaba la mirada de su gramática para
inspirarse en el paisaje que le brindaba la ventana, encontraba a Humboldt
con los ojos fijos en él, desafiante como un gato de porcelana. Darwin,
haciendo gala de su talante conciliador, bajaba de nuevo la vista a su
gramática y fingía escribir, mientras escuchaba con una inquina cada vez más
difícil de disimular cómo Humboldt desmenuzaba con las muelas otra
galletita de alfalfa, empleándose con una saña del todo innecesaria, al menos
si su propósito era comer y no producir deliberadamente tan molesto ruido.
Por supuesto, Darwin sabía que Humboldt trituraba de aquella forma las
galletitas para sabotear su concentración, pero prefería pasar por alto aquella
conducta infantil convencido de que su amigo, simplemente, envidiaba sus
logros, sin duda mucho más destacables que el hallazgo por pura chiripa de
una mierda de pájaro en mitad de la selva. Sin embargo, y aun haciendo lo
posible por ignorar su existencia, cierta noche Darwin soñó que la cotorra era

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él, y que Humboldt, desde el otro lado de los barrotes, le premiaba con sus
arenosas galletitas cada vez que conseguía gruñir la palabra «siso»; luego le
propinaba un par de golpes amistosos en la cresta de colores que le adornaba
la cabeza y añadía en un extraño dialecto africano: «Buen chico, buen
chico…». Era una pesadilla que se le repetiría muchas otras noches, y de la
que siempre despertaba entre horrorizadas carcajadas. La última vez que se
vio asaltado por ella, Darwin se dirigió al escritorio para apuntar sus
pormenores en una libreta. No advirtió entonces la segunda circunstancia que
tenía que haber llamado su atención: la caligrafía elegante que desde niño
embellecía sus escritos se había deformado ahora en una sucesión de letras
ilegibles, llenas de picos y trazados filosos, que semejaban esconder una
tensión apenas contenible, algo que su amigo Hermann Freud, en un caso
parecido, había definido como «el procaz desnudo del mono interior»,
significara aquello lo que significase.
En cualquier caso, y contra lo que pretendían las ridículas estrategias
enervadoras de Humboldt, Darwin logró acabar su gramática y concluir un
diccionario que permitía desenvolverse sin dificultades en aquel lenguaje
novedoso, cuyos rudimentos resultaban curiosamente sencillos de aprender, y
enseguida los resultados de su investigación aparecieron publicados en el
boletín anual de la Liga, precisamente en las páginas reservadas a los
descubrimientos de mayor enjundia. En pocas palabras, Darwin había
desarrollado la teoría de que el lenguaje que hablaba la cotorra procedía
efectivamente de África. Unas cuantas cotorras emigrantes lo habrían
trasladado a Centroamérica, desde donde debió descender a Brasil, quizá por
medio de las mismas cotorras o, como sostenía Darwin, transportado por los
pocos indígenas que huían selva a través de los conquistadores españoles.
Según afirmaba el lingüista, la primera tribu que aprendió el lenguaje de las
cotorras desapareció de la superficie de la tierra cuando los españoles
obligaron a sus miembros a aprender el idioma que traían del otro lado del
mar: acostumbrados como estaban a la elegante suavidad de su lengua, en la
que no intervenía la ya atrofiada musculatura de sus gargantas —⁠y atrofiada,
precisamente, por no haberla expuesto a sonidos más rudos⁠—, los indígenas
fueron cayendo como moscas uno tras otro, sin necesidad de recibir el golpe
de las armas, pues el carraspeo y el gargajeo que caracterizaban muchos de
los fonemas de aquel lenguaje alienígena acabaron de minar tanto sus cuerdas
vocales como el sistema inmunológico de sus laringes. De este modo, se
hicieron más débiles no solo a los virus foráneos que les transmitían los
conquistadores en toda clase de intercambios orales sino también a otros

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males autóctonos, contra los cuales el paso de los siglos se había encargado
de reforzarlos. Tan solo unos pocos indios lograron sobrevivir a la criba, y,
tras emprender la huida, llevaron el lenguaje de las cotorras a Brasil, donde
otras cotorras aprendieron rápidamente tanto el sonido que lo identificaba
como su significado. Era un lenguaje que parecía llevarse especialmente bien
con las cotorras.
Tras aquel alarde de fortaleza teórica, el joven Darwin se convirtió en la
nueva estrella de la Liga en detrimento de su desdichado amigo Humboldt,
que tuvo que ver cómo sus amantes desertaban de él para mendigar unos
minutos de inmortalidad en la alcoba del lingüista, en esta ocasión sin la
exigencia de que la cotorra pastorease sus encuentros, y con el agravio
añadido de que sus facultades amatorias quedarían en entredicho ante todo un
experto en lenguas. Por si aquella humillación no hubiera sido suficiente, la
nueva gramática, bautizada por la Liga como «darwiniana», pasó a
convertirse en el lenguaje de moda de la alta sociedad. Como si de un argot
culto se tratase, los salones y los clubes se vieron invadidos por los giros
hipnóticos del darwiniano, los carteles de los teatros y los rótulos de las
marquesinas suprimieron los textos vernáculos por su traducción al nuevo
idioma, y algunos periódicos decidieron lanzar tiradas especiales redactados
en el lenguaje de Darwin. Para Humboldt, que ya empezaba a odiar todo lo
que tuviera que ver con Darwin y sus descubrimientos, aquello era como vivir
en una pesadilla. Incluso en la Liga se veía obligado a dirigirse a sus socios
mediante los usos gramaticales del darwiniano, y debía hacer entonces
verdaderos esfuerzos para reprimir un impulso homicida cada vez que gemía
un «numble-wumble-siso, susbe-dusbe-siso», o cualquiera de las
construcciones verbales que, tuvieran la finalidad que tuviesen, ya fueran
saludos, comentarios banales o meras preguntas, parecían habérsele grabado a
fuego en la memoria, como una plegaria a algún dios antediluviano. Intentó
escapar de aquella locura burlando los lugares donde el darwiniano había
arraigado con mayor fuerza, y estableciéndose allí donde su melancólico
susurro aún no se había extendido. Durante semanas, Humboldt y su cotorra
arrastraron una existencia de parias, lejos del arrullo del darwiniano, como si
con aquel éxodo a ninguna parte también ellos quisiesen impedir el declive de
sus sistemas inmunitarios o el resquebrajamiento de esa tenue membrana que
separa la demencia de la cordura. Además, para evitar tentaciones, Humboldt
había sellado el pico de la cotorra con una tira de goma arábiga, de modo que
no pudiera articular ni una sola palabra darwiniana. A la cotorra aquello no
pareció importarle gran cosa, quizá porque, adelantándose a los

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acontecimientos, advertía en ese gesto la impotencia del hombre ante un
fenómeno definitivamente imparable. Fue una época infeliz que solo pasó por
algunos buenos momentos cuando Humboldt y su pajarraco, cada vez más
escuálido por los métodos que su amo empleaba para no oírle hablar,
encallaron en los bajos fondos de la ciudad, donde el darwiniano no había
llegado a propagarse. Pero aquel estado virginal no duraría mucho tiempo:
cierto día en que Humboldt acudió a un mercadillo a comprar naranjas, la
vendedora, una afable campesina de mofletes cárdenos y ojillos achinados
que llevaba la cabeza atada con un pañuelo de lunares blancos, le tendió su
pedido mientras le dedicaba un alegre «busbe-siso», que parecía aún más
siniestro en aquella sonrisa desdentada que aguardaba la consabida réplica
«bisbe-siso». Humboldt, envuelto en escalofríos, salió corriendo de allí sin
atreverse a recoger la bolsa con las naranjas, que rodaron por el suelo hasta
los pies de aquella campesina de cuento que de pronto había trocado la
sonrisa benévola por una fulminante mueca de odio.
Humboldt comprendió entonces que no había más tiempo que perder. Esa
misma noche tendría que hacer lo que el universo entero parecía pedir a
gritos, lo que, en realidad, debía haber hecho mucho tiempo atrás: matar a
Darwin. Su pereza, o lo que demonios fuera lo que le impidió matarlo en su
momento, había ocasionado que las cosas llegasen demasiado lejos. Ahora el
darwiniano dominaba el mundo. No había nadie que no lo chapurrease, que
no se sintiera impulsado a dirigirse a sus congéneres empleando los pegajosos
registros de aquella lengua absurda y tan hilarante como repulsiva. Por
exagerado que pudiera antojársele, Humboldt veía en ello una amenaza contra
su propia vida, aunque dudaba que el mal fuera a erradicarse simplemente con
la muerte de Darwin. ¿Pero qué podía hacer? En sus embarullados
pensamientos, donde el darwiniano pugnaba por conquistar cualquier espacio
disponible en el que extender sus dominios, asesinar a la mente maestra de
aquella locura era el único gesto de conciliación con el universo que se le
ocurría. Así pues, acompañado de los huesos de su pájaro, al que la inanición
o la imposibilidad de proferir palabras había hecho pasar a mejor vida, y
oculto tras la niebla que desde hacía días había convertido las calles en
laberintos de una ciudad sumergida, Humboldt vagó de un lado a otro hasta
dar con la modesta plaza de arbolitos enanos cuyas escalinatas desaguaban en
el edificio donde vivía Lawrence Darwin. La verdad es que hasta aquel día
había sido un barrio tranquilo, nada dado a los escándalos, por eso Humboldt
se sorprendió de que en su avance hacia la casa lo asaltaran diversos gemidos
de dolor, voces peleonas emitidas en darwiniano y ruidos de refriega

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inteligibles en cualquier idioma, como si tras el velo de la niebla se estuviera
desarrollando una batalla campal cuyo resultado solo podría vislumbrarse
cuando descendiese la marea. Ya en el rellano del edificio, Humboldt tropezó
en las escaleras con un jadeante individuo que, en saltitos presurosos, bajaba
los peldaños de dos en dos, asiéndose a la barandilla con una mano que iba
dejando tras sí una inquietante rúbrica de sangre. Humboldt se sintió invadido
por una cólera ciega al recibir el empujón de aquel hombre, pero prefirió
hacer un esfuerzo y seguir su camino hacia el pisito de Darwin sin matarlo a
patadas, que era lo que le pedía el cuerpo. El tipo, en cambio, no debía ser del
mismo parecer. Sin mediar palabra, aferró a Humboldt por el vuelo de su
librea y lo arrojó al rellano de las escaleras, para abalanzarse después sobre él
y, con una agilidad impropia, sentarse a horcajadas en su pecho para
estrangularlo con aquella mano ensangrentada que testimoniaba su falta de
escrúpulos a la hora de privar de la vida a quien se le antojase. Humboldt, que
solo era capaz de defenderse con un impotente manoteo, oyó un taconeo
cercano y vio que otro hombre salía del tabuco de la portera; se estaba
subiendo los pantalones, pero la mecánica atención que dedicaba a aquel
gesto quedó relegada a un segundo plano al sorprender la escena que estaba
teniendo lugar ante él. Progresivamente interesado en tan grotesco
intercambio de golpes, el desconocido se colocó a la espalda del
estrangulador de Humboldt, reflexionó unos segundos, y tras un aburrido
encogimiento de hombros, procedió a estrujarle el cuello con ambas manos,
hasta que los ojos de aquel tipo se salieron de sus órbitas y la lengua le colgó
entre los labios con ese aspecto entumecido de los peces muertos. El
desconocido lo dejó caer entonces sin mayores miramientos, y, tras sacudirse
las manos, enfiló el camino hacia la niebla. Con las fuerzas al límite, aunque
agradecido de estar vivo, Humboldt se puso torpemente en pie y se apresuró a
subir las escaleras en pos de la casa de Darwin. Se preguntaba qué podía estar
pasando para que no le resultasen improcedentes aquellas conductas
violentas, más propias del tiempo de los vikingos que de aquel siglo de brutos
civilizados, aunque al menos le aliviaba saber que allí mismo iba a encontrar
la respuesta.
Darwin parecía estar esperándolo cuando Humboldt entró
atropelladamente en su casa, arrancando la puerta de un furioso puntapié. Tan
pronto como vio asomar a su amigo de tiempos mejores, el lingüista le arrojó
un pesado busto de granito que no acertó en su cabeza por poco, a lo cual
Humboldt replicó con el lanzamiento de su cotorra, que estalló en un gracioso
revoloteo de irisadas plumas al estrellarse contra una pared. Para Darwin, que

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miró impotente el recorrido de la huesuda cotorra en el aire, fue como si le
hubiera lanzado el cadáver de su propia madre. Profiriendo un alarido
demente, saltó sobre Humboldt y ambos rodaron por la alfombra en una
absurda danza pugilística, los dedos de Darwin clavados en el cuello de
Humboldt, cómodamente instalados en las huellas dejadas por el pionero del
descansillo, y los de Humboldt, que se debatía como un escarabajo patas
arriba, hundidos en los ojos de Darwin, cuya voz de tiple gemía horriblemente
en lo que igual podía ser un lamento de dolor como algún novedoso dialecto
darwiniano. Humboldt no dejó de apretar hasta que la sangre de aquel par de
ojos reventados le empapó los puños de la camisa, y pudo volver a respirar
cuando el cuerpo de Darwin cayó bocabajo sobre su hombro, con la frente
apoyada en la alfombra y las rodillas dobladas, componiendo un ademán de
ridícula pleitesía. A Humboldt le costó un esfuerzo ímprobo quitarse de
encima aquel cuerpo que aún resollaba en su oído unas palabrejas
ininteligibles, entreveradas a desagradables carraspeos. Darwin rodó entonces
sobre su espalda y se quedó mirando el techo desde sus cuencas vacías,
conjugando una sonrisita traviesa en la que ponía los últimos hilos de vida
que le quedaban. Dijo algo en darwiniano: «nunbe-yumbe-siso, bumbo-
wombo-siso», y soltó un gutural graznido con el que quiso imitar el sonido de
una carcajada. Estremecido al oír las palabras que el lingüista acababa de
pronunciar, Humboldt miró hacia el desordenado escritorio de Darwin, se
levantó de un salto y corrió a buscar el baqueteado cuaderno donde este había
anotado su teoría del darwiniano. Era cierto: tal y como acababa de decir, el
texto contenía un párrafo que Lawrence Darwin, miembro honorífico de la
Liga Mundial de las Damas Exploradoras y los Caballeros Vagabundos,
experto en lenguas, difundidor del darwiniano, había ocultado a las páginas
del boletín anual. Humboldt solo tuvo que leerlo para entender qué era lo que
estaba sucediendo a su alrededor, por qué todo el mundo, incluido él, se veía
invadido por aquella súbita fiebre de violencia que a tenor de lo visto solo
remitiría cuando no quedase un solo hombre vivo sobre la faz de la tierra. El
texto, continuación inmediata del capítulo en el que se relataba la huida de los
indios al Brasil, decía lo siguiente:
«… Aquel idioma, sin embargo, parecía tener una enorme capacidad metamórfica.
Tan pronto como se vio amenazado por el lenguaje de los invasores, se autoimplantó
una partícula que transformaba cualquier palabra en una llamada subliminal a la
violencia. No sé explicarlo de otra manera, pero opino que dicha partícula es como
una voz instalada en nuestro inconsciente colectivo que, al ser pronunciada, y con
mayor motivo aún al ser escuchada, nos hace ingresar en un estado general de
guerra hipnótica ante el cual solo cabe una respuesta útil: luchar sin rendirse».

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La última anotación del cuaderno afirmaba: «También he detectado una
sumisión a las tareas reproductivas en el caso de las mujeres. Será gracioso
ver lo que sale de aquí».
Humboldt se quedó perplejo. No sabía qué hacer con aquella información,
aunque al menos había descubierto por qué el mundo se estaba volviendo
loco. Seguido por la risita de Darwin, que ya tenía los minutos contados,
abandonó la casa y se precipitó escaleras abajo, en busca de esa niebla que
cubría pudorosamente las escaramuzas que tenían lugar en la calle. En su
carrera de peldaño en peldaño, Humboldt escuchó una serie de ruidos
domésticos que ahora, tras el descubrimiento que había hecho en los
cuadernos de Darwin, cobraban un cariz aterrador: unos pies correteando
sobre las tarimas, unas carcajadas obscenas, el llanto de un niño, el estrépito
de una vajilla rota, puertas que se abrían y se cerraban de golpe, todo ello era
el estertor de un mundo que se desmoronaba, y pensó que no podía quedarse
allí por más tiempo, que debía hacer algo, pero qué, y para qué, y la verdad,
por qué. Mientras se dejaba envolver por aquella bruma que parecía haber
ascendido de la tierra para evitar que los hombres se avergonzasen de su
condición animal, pensó que la mejor opción sería dirigirse a los muelles,
colarse de rondón en un barco y desaparecer de allí cuanto antes. El mundo no
empezaba ni terminaba en aquella isla, y la voz de las cotorras no podía haber
llegado tan lejos como para contaminar el resto del planeta. Presa de un
renovado entusiasmo, Humboldt atravesó como pudo aquella maraña de
calles invisibles, sorteando las emboscadas de darwinianas insaciables de
carne y darwinianos ansiosos de verter más sangre, y un par de horas más
tarde logró alcanzar el puerto, guiado por las sirenas de los barcos que
zarpaban hacia el horizonte con sus arrebatados mugidos de bestias
prehistóricas. Allí la niebla se iba dispersando poco a poco, como un ejército
a la fuga, en grandes penachos que el mar engullía con su respiración pesada
y expectante. Pero el paisaje que se iba desvendando lentamente no resultaba
demasiado tranquilizador. Un marinero apuñalaba a un individuo con aspecto
de vendedor de seguros contra unas cajas de estiba. Una mujer era perseguida
por varios individuos que ya se habían quitado los pantalones y corrían
desbasculados por el peso de unos falos cabezones, mientras un cura, algo
más adelantado que el resto de perseguidores, se levantaba las faldas para, de
un ágil salto, empotrar a aquella muchachita procaz contra unos cabos de
sirga. Alguien gritó entonces: «¡simba-wumba-siso!», y Humboldt,
levantando la mirada, alcanzó a divisar a un muchacho acorralado por varios
niños en lo alto de una de las grúas de los astilleros. El asustado muchacho

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dio un traspié y, lanzando un grito desgarrador, cayó desde la grúa hasta la
dársena del puerto. Humboldt no vio cómo reventaba, pero, con un placer
culpable, imaginó el sonido de su cabeza al estrellarse contra los adoquines.
Evitando como pudo las miradas borrachas de los marineros, Humboldt
consiguió escabullirse al interior de uno de los barcos que acababan de soltar
amarras para zarpar hacia un mundo libre de la lengua de las cotorras. No
podían descubrirle. No podían verle. Descendió a la bodega, se ocultó en un
barril de agua y se obligó mentalmente a permanecer allí hasta que el barco
tocase al fin tierra. Para matar el tiempo, contaba hasta mil en inglés y luego
contaba del mil al uno en francés, después recitaba el alfabeto griego y
cuando terminaba con él repasaba de memoria las seis primeras páginas del
Quijote en español, para acabar recordando el sonido a herramienta antigua
que tenía el padrenuestro rezado en latín. No podía permitirse hablar una sola
palabra de darwiniano, aun cuando sus pensamientos se deslizaban
caprichosamente hacia él, como una llamada clandestina al desorden. Oía las
carreras de los marineros persiguiéndose en cubierta por encima de su cabeza
y el perezoso azote del mar en el casco del barco justo bajo sus pies.
Contabilizaba el transcurso de los días por los cambios de luces que
penetraban por las junturas del barril en el que se hallaba oculto, hasta que el
sueño que le sobrevenía de pronto terminó por hacerle perder la cuenta de las
jornadas de travesía que llevaba sumadas. Había contado ya catorce días y
catorce muertos, pero desde luego podían ser muchos más, a juzgar por ese
charco de sangre que ya empezaba a cubrir un palmo del suelo. Cierta noche
despertó sobresaltado al escuchar a un marinero que, merodeando a
hurtadillas por la bodega, canturreaba en darwiniano: «Vamos, sal, sé que
estás ahí». Con un sable atravesaba los barriles de agua, y, carcajeándose
lujuriosamente, escarbaba con la punta en su interior, hasta que el barril
escupía su contenido y el marinero, tras revisar ansiosamente el color del
agua, quedaba convencido de que su adversario, fuese este quien fuese,
tampoco estaba allí. Faltaban tres barriles por examinar, entre ellos el que
ocupaba Humboldt, cuando se oyó un aullido lastimero, otra nueva carcajada
entorpecida por dos o tres blasfemias en darwiniano y un disparo, que resonó
con esa solemnidad que envuelve los ruidos en las iglesias. A pesar del
silencio repentino que siguió al olor de la pólvora, solo quebrantado por los
golpes taciturnos que el hocico del agua daba contra el lomo del barco,
Humboldt tardó varias horas en convencerse de que podía asomar la cabeza,
aunque no sabía si temía más la posibilidad de que alguien pudiera haber

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sobrevivido a la refriega o aceptar que ya no quedaba nadie vivo en todo el
barco. Que, para bien o para mal, podía salir por fin de allí.
El barco encalló tres días después en una playa de arenas doradas que
servía de prólogo a un paradisíaco paisaje de palmeras y cocoteros, cuya
cimera de hojas aserradas era mecida por una suave brisa. Entre esas hojas
despuntaban unas flores lanceoladas de colores rojos y morados, como un
tocado para una armadura destinada a luchar contra dragones. Humboldt
ignoraba dónde estaba, pero el corazón le dio un vuelco en el pecho cuando
vio que en la penumbra que tejían los árboles quedó prendido durante unos
segundos un deslumbrante arco iris. Una tiza de mil colores cruzó la
oscuridad y conformó otro arco iris al lado del anterior, que ya se desvanecía
en el aire como una lluvia de estrellas procedente de alguna galaxia pintada
por un niño. Humboldt titubeó antes de ingresar en la selva, cada vez más
inquieto por lo que acababa de ver. Cuando sus pisadas en la hierba
provocaron la estampida de un nubarrón de plumas rojas, azules, verdes y
amarillas, se asombró primero de que aquel lugar pudiera existir sin que el
hombre lo hubiera marcado aún con una cifra en los mapas, pero luego sintió
el horror de que él hubiera acudido a despertarlo. Caminaba selva adentro sin
saber exactamente qué iba a hacer allí, si encontrar una cura, un antídoto, un
remedio, o qué, mientras una cotorra, la única que se había dignado a
permanecer cerca de él mientras sus hermanas volaban hacia el corazón
hirviente de la selva, lo seguía con la mirada, como un centinela que
custodiase la entrada de un templo, musitando algunas palabras sinuosas
desde la joya inverosímil de su pico granate.
Aquella cotorra había encontrado en Sudamérica a Humboldt, la única
criatura viviente que hablaba palabras del lenguaje de una tribu extinguida.

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El hombre revenido
EMILIO BUESO

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EMILIO BUESO (Castellón, 1974) trabaja como ingeniero y es profesor de la
Universidad Jaume I. Su trayectoria literaria parte del realismo sucio, aunque
escribe narrativa de terror contemporáneo desde su primera novela, Noche
Cerrada (Verbigracia, 2007). Actualmente prepara dos nuevos títulos: Cenital
(AJEC, 2011) y Sewer (Equipo Sirius, 2011).
Es miembro de Nocte y premio Domingo Santos por el relato que incluye esta
antología, que permanecía inédito.

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El hombre revenido

revenant
Noun:
1. One that returns after a lengthy absence.
2. One who returns after death.

Etimology:
French, from present participle of revenir, to return, from Old
French. See revenue.
American Heritage Dictionary of the English Language

revenir
verbe intransitif.
Sens 1 Venir de nouveau.
Sens 2 Retourner quelque part.
Dictionnaire de la langue française


Día primero

Se reunieron todos los gatos en los lindes de la muralla del pueblo, frente a la
puerta norte, de repente, a plena luz del día; empezaron a llegar de madrugada
y fueron tomando posiciones: los más viejos se tendieron al sol para
remolonear durante la espera, mientras que los jóvenes llegaron un tanto más
tarde para irse desplegando como una inquietud, dando latigazos ocasionales
a diestro y siniestro con sus colas, nerviosas… Aguardaron al resto de sus
congéneres y en cuanto se hallaron reunidos todos los del pueblo, se
marcharon de él.
Lo hicieron juntos, a una. Gordos bien cebados, hembras en celo, sucios
pulgosos, enfermos desvalidos, decrépitos desarrapados, hembras preñadas,
cachorros castrados, señoriales mininos domésticos, jóvenes musculados por
la caza. Los gatos se reunieron en asamblea ante las miradas atónitas de todas

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las gentes del pueblo, que no se atrevieron a disuadir a sus mascotas, sino que
se limitaron a verlas marchar, a dejarlas hacer, embobados por lo turbador del
espectáculo.
Y así fue como los gatos nos abandonaron. Se reunieron de repente y se
fueron, caminando a paso ligero. Arrancaron la marcha al poco de
congregarse junto al portón principal de la muralla. Primero se puso en pie un
enorme y atigrado gato macho, articuló un exagerado bostezo y echó la
mirada a la salida del pueblo. Los demás volvieron sus ojos en la misma
dirección, poco a poco. Frente a ellos, la puerta norte que se abría al paso de
una vieja calzada romana, a su vez flanqueada por un bosque de encinas en el
que los gatos se adentraron sin más. Marcharon, unos muy juntos y otros más
distantes, indiferentes todos, en una espantosa procesión que dejó a nuestro
pueblo a merced del infierno. Y cuando nos abandonaron supimos que algo
horrible había empezado.

A mediodía, el río dejó de manar. Se agostó, sin más. Primero su caudal se


redujo a un menudo regato y luego el agua dio paso a un cieno hediondo que
empezó rezumando, espeso y verde, para terminar por morir en un lodo
marrón que se detuvo y sucumbió.
Las viejas del pueblo comenzaron a santiguarse cuando las cigüeñas
alzaron el vuelo y dejaron sus nidos tras de sí, abandonados en lo alto del
campanario; los sacerdotes piando, los polluelos mirando. La estación y el
cielo protestaron al unísono, en el mercado se habló de malos presagios y,
cuando el sol se puso, todos los lugareños estaban convencidos de que se
avecinaban desgracias.
Entonces vino el hombre revenido. Con él, la ruina.
Llegó al pueblo sin siquiera cruzar la puerta de atrás, apareció por el
sendero que se abría tras la puerta sur. Todos los habitantes del poblado
sabían que aquel camino no iba a ninguna parte, que era una vereda agreste
que daba al cementerio y luego a algunas de las fincas y huertas de los
vecinos del lugar. Tras ellas, la nada. Tierras yermas que iban a dar a
montañas deshabitadas que rompían contra el mar Adriático.
El hombre revenido vino desde ninguna parte, solo lo vieron llegar los
niños que jugaban a la pelota tras los muros de la ciudad, a milla y media del
camposanto. Caminaba en solitario, báculo en mano, con un andar abatido,
envuelto en un sudario traspasado por las manchas tras el que se adivinaba
bamboleándose con cada pisada una panza henchida, igual que un odre de

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vino grumoso. Bajo sus pies, descalzos, las guijas del camino parecían
apartarse y el lodo de la lluvia se secaba como si la tierra exangüe pudiera
drenarlo a toda velocidad, de repente. A su alrededor zumbaba un enjambre
de tábanos, a menudo posándose sobre sus hediondas vestiduras y
revoloteando en lo alto de su cabeza, amortajada, gacha. Ninguno de los
chavales le vio el rostro, tan solo las manos, dos zarpas de piel negra
terminadas en uñas largas y todavía más negras. Todos lo vieron pasar frente
a ellos, caminando a paso lento e indiferente, sonando lleno lo mismo que el
pellejo de agua de un pastor. Y así caminó, para plantarse frente a la verja del
cementerio.
Las vallas parecieron cobrar vida y se abrieron frente a él, lo reconocieron
y, acto seguido, lo engulleron. De modo que el hombre revenido atravesó el
camposanto hasta llegar a las losas bajo las que se abrían las fosas comunes.
Después, las verjas se cerraron con gran estrépito.
El huésped había sido alojado.

Día segundo

Los muchachos del lugar hablaron a sus padres de la llegada del hombre
revenido, pero amaneció sin que mediara acción alguna al respecto. A muchos
de los niños no les creyeron, a otros les mandaron callar. El campanario tañó
maitines, pero los gallos no cantaron. La leche se ordeñó con sangre y pus, o
se cortó al poco de ser cuajada, la levadura no hizo fermentar el pan en los
hornos. Los cuervos y las cornejas se adueñaron de los tejados de las casas. A
media mañana, todo el pueblo se sabía infestado por un terrible mal.
El hombre revenido había llegado al poblado.
Con él, vinieron las pestes.
Aquella mañana fueron enfermando muchos de los lugareños. Los niños
primero, en especial los que habían presenciado la llegada del forastero de
piel negra; luego cayeron presa de extrañas fiebres muchos de los ancianos.
Las mujeres encintas comenzaron a sangrar por el vientre y a parir abortos y
niños enfermos. Al mediodía, el párroco hizo sonar las campanas y convocó
una reunión.
Las escrituras fueron leídas, las oraciones fueron pronunciadas, los
exorcismos fueron proferidos, pero nada se hizo.
A media tarde, el cirujano y el barbero del pueblo se habían quedado sin
ungüentos, sin óleos ni cataplasmas o sanguijuelas. Se hizo una enorme

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hoguera en la plaza mayor que devoró las legumbres del granero principal
cuando un espantoso enjambre de gorgojos fue descubierto cebándose con las
provisiones para el invierno. Así las cosas, el sol se puso y la alarma y el
miedo camparon por doquier, asentándose con firmeza en todas y cada una de
las casas de nuestro poblado.
El alguacil resolvió que aquello era del interés ya no de nuestro humilde
pueblo, sino de todos los Estados Pontificios, por lo que dio la orden de
enviar palomas mensajeras a Roma, de solicitarle a la capital un exorcismo
para nuestra aldea; y así se congregaron los fieles frente a la puerta norte, para
verlas partir.
Se lacraron las cartas y las aves fueron liberadas de sus jaulas. Acto
seguido, alzaron el vuelo y volaron majestuosamente sobre las encinas, ante
los rostros esperanzados de los nuestros. Por un momento creímos que pronto
llegaría el fin de las penurias de nuestro pueblo.
Pero entonces una bandada de espantosas estirges surgió de la espesura,
para dar caza a nuestros alados emisarios. Las palomas fueron interceptadas,
desgarradas y devoradas al vuelo, convirtiéndose en explosiones de plumas
que una bocanada de viento helado dejó caer sobre nuestras cabezas, como
una nevada sangrienta. En las alturas fue donde las estirges se bebieron
obscenamente a nuestros palomos, ante el horror que se adentraba en nuestros
ojos; finalmente, se replegaron de vuelta al bosque.
Los aldeanos nos abrazamos y nos horrorizamos a la vez, porque los
presagios y el mal fario habían dejado de ser una comezón para dar lugar a la
certeza. Fue entonces cuando comprendimos que nuestro destino en aquel
lugar iba a ser aciago y que debíamos abandonar el pueblo antes de que el mal
que se había instalado entre nosotros nos pusiera a merced de nuevas
desgracias.
Los caballos más rápidos se ensillaron con presteza y con ellos partieron
al galope, en busca de socorro, nuestros hombres más fuertes, dejando al resto
del poblado al cuidado de quienes ya estaban demasiado enfermos como para
marchar. Más de quince jinetes cruzaron juntos la puerta norte para adentrarse
en el encinar.
Los vimos desaparecer, dejando tras de sí el sonido de los cascos de sus
herrajes sobre el empedrado de la vieja calzada romana, el trazado del camino
flanqueado por encinas que desembocaba en la Via Flaminia. Con suerte,
nuestros jinetes pronto estarían camino de Roma, o quizás contactando con
poblaciones más próximas en nuestro auxilio.

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Pero el infortunio hizo que solo uno de ellos pudiera volver a nosotros,
malherido, muy pocos instantes después de marchar.
Porque al poco de partir nuestros campeones, el encinar aulló al
crepúsculo. Los lobos habían entrado en escena.
Una interminable jauría como nunca se había visto en los bosques de
Pentápolis se desplegó a ambos lados del camino, para emboscar jinetes y
monturas y dar buena cuenta de todos aquellos que se atrevieron a
desenvainar las espadas frente a aquellas alimañas. Caballos y aldeanos
fueron pasto de los lobos por igual. Sus gritos se escamparon por todo el
valle.
El pueblo se supo asediado e incomunicado y se cerraron las puertas de la
ciudad. Los hombres se hicieron en armas y el alguacil puso a ondear la
bandera de cuarentena junto a la de auxilio. Después, mandó a todos los
aldeanos encerrarse en sus casas y no abrir a nadie las puertas hasta el
amanecer.
Nubes de tormenta se posaron sobre el pararrayos del campanario, y toda
suerte de truenos y terribles rayos serpentearon en nuestros cielos, con mil
estallidos, pero ni una sola gota de agua pura se derramó. Los lobos aullaron,
las estirges graznaron y ulularon en una terrible orgía, el llanto de los niños y
las mujeres se abatió sobre todas las casas. El reloj del campanario tocó las
doce, pero a muchos de nosotros no acudieron las palabras, muy pocas
oraciones pudieron salir de nuestros labios, tan trémulos.

Extramuros, en el cementerio, bajo las losas de las fosas comunes, el hombre


revenido masticaba carne muerta, sorbía coágulos, mordía sudarios,
fornicaba, tragaba y gorjeaba sonoramente. Se hinchó y se cebó en nuestros
muertos mientras las pesadillas y las fiebres se abatían sobre nosotros. Bajo su
cuerpo blasfemo, los cadáveres hambrientos comenzaron a abrir sus ojos
podridos para luego agitarse, convulsionarse y, al fin, danzar como gusanos.

Día tercero

Amaneció y sonaron los maitines en lo alto de la torre del campanario
principal, pero a su tañido las gárgolas de la iglesia se hicieron carne y
echaron a volar, ensombreciendo con sus insoportables gritos y maldiciones a
la voz de los badajos. La primera visión de nuestras gentes al abrir las

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ventanas fue la de una espantosa horda de seres del infierno volando desde el
campanario. El mismo sitio del que habían emprendido la huida las cigüeñas,
tan blancas, haría apenas un par de días.
Semejante espanto fue el inicio de una jornada que ya se inauguraba
marcada por la execración más diabólica de cuantas puedan hacer amanecer a
un hombre. Supo entonces el pueblo que ninguna de las almas que lo
conformaban hallaría la paz en aquel día.
Y así se hizo.
El mercado se cubrió de gentes que, ante la escasez de agua, vituallas y
todo tipo de suministros, trató de comerciar duramente, con mucha
regatonería. El alboroto fue en crescendo hasta que una de las rameras del
lugar se vio inmersa en un mercadeo que se saldó con un airado tumulto. Las
gentes, crispadas de ánimos y atenazadas por los acontecimientos, no dudaron
en arrastrar a la prostituta hasta la plaza frente al pantocrátor, donde el
sacerdote de la aldea se encontró con una multitud que acusaba de brujería a
la miserable meretriz.
Se improvisó una hoguera y se condenó al fuego a aquella mujer. Niños,
madres y jóvenes asistieron jaleando al espectáculo de ver arder a la ramera
desnuda y aullar hasta carbonizarse, estallar y convertirse en un amasijo de
huesos humeantes. Nadie supo a ciencia cierta si aquello había sido un
ajusticiamiento, una expiación, una declaración de intenciones o una ofrenda.
Los ánimos se sintieron reconfortados por un instante y la multitud comenzó a
escampar hasta que un joven ladronzuelo fue sorprendido hurgando en los
bolsillos de una respetada anciana, por lo que la turba de gente desquiciada se
concentró nuevamente y resolvió acusarlo de maleficencia.
El pobre muchacho fue condenado al juicio del agua y el morbo
tumultuoso de todos aquellos ojos enfadados tuvo por remate la escena de un
asqueroso ahogamiento: el ratero pugnó hasta defecarse y luego morir por no
poder desatarse de sus ligaduras sumergido en la fontana de la plaza del
mercado.
Aquellos exorcismos más que redimirnos de nuestras culpas nos estaban
aproximando a la ignominia de los pueblos bárbaros que resuelven sus penas
con sacrificios humanos. Lo sabíamos, pero nada calmaba nuestra desazón.
Creíamos haber hecho bastante hasta que vimos la pila de cadáveres
apestados que los barberos y el cirujano habían depositado al alba, junto a la
muralla sur, apartándolos en un intento de detener la ola de contagios. Docena
y media de nuestros familiares y vecinos yacían muertos y su carne verdecida

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se hacinaba en una espantosa masa de humanidad todavía caliente, porque la
enfermedad ya se había cobrado a los más vulnerables de los nuestros.
Nuestras fuerzas y nuestro ánimo mermaban a cada momento. Por un
instante las muertes de los ajusticiados y las de nuestros ancianos y niños se
pusieron al mismo nivel en nuestros corazones. Todo pareció perder el
sentido ante tanta muerte y destrucción manando de y hacia nuestros
corazones.
Porque ningún ritual nos devolvería a aquellos seres, otrora nuestros
conciudadanos. Ningún ritual que no viniera de los infiernos.

Se hizo envarar el tiro de una bestia y se llevaron sobre un gran carro todos
los cuerpos infestados de tábanos de toda aquella pobre gente que nos
acababa de dejar. Una comitiva de hombres voluntariosos la acompañó al
camposanto, donde un insoportable hedor se había instalado. Todos
rememoramos entonces los acontecimientos sobre el hombre revenido que
habían estado contándonos muchos de los niños que ahora teníamos que
enterrar; pero, acuciados por las pestes que emanaban de todos aquellos
cuerpos y por la que parecía brotar de la tierra misma, apenas pudimos
excavar una somera fosa común en la que se alojaron aquellos lastimosos
cadáveres. Alguien pidió que se rindieran respetos y una enorme losa de
mármol se dejó caer sobre la apertura de aquel triste agujero. Acto seguido, el
lapidario se apresuró en tallar a escoplo algunas palabras sobre la improvisada
tumba.
Nos sentíamos como aquel que no consigue poner orden ante un fuego
dentro de su establo ni haciendo el mayor de los sacrificios. Al mediodía nos
fuimos a comer cuanto pudimos con la hediondez de la muerte instalada en
nuestras fosas nasales y las uñas repletas de la horrible tierra del camposanto.
A media tarde, los buitres comenzaron a volar en círculos sobre el
campanario. Algunos de los nuestros trataron de hacerlos retroceder
valiéndose de pedradas de honda y de disparos de ballesta, pero el pueblo
entero parecía haberse convertido en una enorme buitrera para aquellas
alimañas, pese a que el olor de la carne en descomposición manaba del
exterior de nuestras murallas, donde apestaba el cementerio.
Entonces, alguien descubrió que los pozos del pueblo se estaban
emponzoñando.
Sus aguas devinieron cienos que comenzaron a hervir, a burbujear y a
exhalar vapores que insuflaron la enfermedad hasta lo más profundo de

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nuestras casas. Incapaz de drenar las aguas fecales, se desbordó la cloaca
principal anegando calles y plazas con apestosos detritos. Además, una
enorme y voluptuosa lamia comenzó a agitarse en el fondo del pozo de la
plaza del mercado. Se retorció en una inconmensurable obscenidad
vociferando lascivias y adulterios hasta que el párroco ordenó cegar las
albercas y tapiar aquel foso con adobe. Los gritos sexuados de aquella
concubina del demonio turbaron el ánimo de todas las gentes decentes de
nuestra vecindad y, ni al verse toda aquella fornicación sepultada por otra
enorme losa de mármol, nada, ni por asomo, mejoró en nuestros corazones.
Poco después, el agua de la fontana donde acabábamos de ajusticiar al
ladronzuelo del mercado se tornó sangre y coágulos negros. Las ratas
corrieron por las balconadas. Los cuervos graznaron hasta desgañitarse y las
cornejas formaron horribles bandadas por doquier.
Al anochecer, el campanario tañó preces y nuestra congregación se
decidió a celebrar una importante reunión frente al altar de la iglesia principal,
donde la voz del párroco se desgarró en homilías inculpatorias con las que nos
abochornó y acusó sin piedad por cuantos males pudiéramos haber traído al
mundo con nosotros. Las confesiones que le habíamos encomendado fueron
aireadas ante la asamblea sin grandes tapujos, por lo que la falta se instaló en
nuestro interior, haciéndonos ver que era el mal en nuestras almas el que
había organizado todo aquel horror que se abatía sobre nuestro pueblo. Tras la
comunión, el pontífice nos habló del hombre revenido y de su llegada como
castigo a nuestros pecados. Cuando nos fuimos a nuestros hogares estábamos
demasiado abatidos y apenados como para preocuparnos por las agonías de
nuestro ganado, por las ratas que se enseñoreaban de nuestras calles y por el
agostamiento de nuestros campos. De repente, los males de este mundo no
nos parecieron nada comparados con los que nos aguardaban tras él.
Fue así como nos dimos cuenta de que no íbamos a hallar cobijo ni auxilio
alguno entre las paredes de nuestros templos y algo dentro de nosotros optó
por torcerse y por emprender otros caminos, visto que el que nuestros
sacerdotes estaban trazando no parecía conducirnos a redención alguna.
Aquella noche, nuestro pueblo resolvió darle en cierto modo la espalda a la
voz de sus clérigos.
La rabia y la impotencia se hicieron fuertes entre nosotros. La venganza se
estaba fraguando en toda herrería del lugar. Se improvisaron diversas
reuniones de vecinos y hubo todo tipo de correveidiles que comunicaron
planes para la mañana siguiente, tras llamar a las puertas de muchas de las

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casas de los aldeanos. El pueblo estaba tomando el timón y preparaba un
ataque despiadado que iría directo al foco del mal.
A medianoche, las campanas de la torre tocaron a muertos.
La respuesta al tañido vino en forma de alaridos y cánticos horribles, que
llegaron a nuestras casas desde el cementerio, donde se consumó una orgía
con la sangre de los difuntos a los que ni siquiera habíamos podido velar. El
hombre revenido, el comedor de mortajas, chupó y tragó, bebiéndose a
nuestros seres queridos mientras nosotros llorábamos y rabiábamos bajo el
graznar de los buitres y el resplandor de la tormenta sin aguacero que volvía a
condensarse en nuestros cielos, para que nadie pudiera descansar en todo el
lugar.
Los ojos de los lobos encendieron las tinieblas del bosque de encinas que
nos cerraba la huida frente a la puerta norte, en el interior de la espesura se
encendieron mil centellas que chispearon e hicieron chiribitas burlonas. El
esqueleto de la mujer calcinada en la hoguera que todavía humeaba en la
plaza principal se deshizo de sus ligaduras y echó a andar hacia el cementerio,
llamando en su camino a todos cuantos habíamos yacido con ella durante sus
tiempos de prostituta.
La luz de la luna emergió de entre las nubes de tormenta por un instante.
Acto seguido, un implacable eclipse la infestó y consumió hasta que nadie en
todo el pueblo pudo resistir más la maldición y se cerró hasta la última de
nuestras ventanas. El campanario enmudeció. Todos los ruidos de la
población se silenciaron por completo y por un instante nos supimos muertos
en vida.
Después de todo aquello, rompió a llover, pero en vez de agua sobre
nuestras casas se derramaron flemas y clavos de hierro que resonaron en las
techumbres, hasta que empezó a clarear.
Muchos de los nuestros estuvieron apretando los puños durante toda la
noche. Otros prepararon cuantas armas pudieron disponer.
Las iban a necesitar.

Día cuarto

Tañeron maitines y nosotros ya estábamos en la plaza mayor. Nos reunimos
los hombres del pueblo, casi todos. La mayoría no habíamos sido convocados
explícitamente, aunque los más fuertes y jóvenes, sí. No se habló mucho. No
se hicieron preguntas. Vinimos portando azadones, dalles, espadas, tridentes,

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hoces, garrotes, alabardas, estacas, piedras, antorchas, un cuchillo de cocina,
una soga, unas tijeras de podar. Trajimos hasta a nuestros perros, que, por
alguna razón que se nos escapaba, habían dejado de gimotear y lamentarse al
fin, y ahora se mostraban tensos, gruñentes y tan decididos como nosotros a
terminar con todo.
Porque a eso habíamos venido. Íbamos de caza.
La respuesta del cielo a nuestra determinación fue igual de contundente
que nosotros: estalló un trueno y un potente diluvio se derrumbó sobre
nuestras cabezas para calarnos hasta los huesos, pero ninguno de los nuestros
corrió a buscar refugio ni a guarecerse. Alguien hizo un ademán para apuntar
al cementerio con la cabeza y otros asintieron. Las puertas de la iglesia se
abrieron y un par de sacerdotes se unieron a nosotros. Ninguno de ellos vestía
faldas. Ninguno dijo nada. Apenas se hablaba. Tanta gente y tan pocas
palabras.
Las ventanas de nuestras casas se fueron abriendo a nuestro paso a medida
que cruzábamos el poblado para abrirnos camino, bajo la espesa cortina de
lluvia, en dirección al camposanto. Nuestras mujeres nos miraban desde los
balcones, bajo la sombra de los cuervos y la luz de los rayos, empapándose en
silencio lo mismo que nosotros. Ninguna trató de detenernos. Muy pocas
optaron por hacer la señal de la cruz ante lo que nos disponíamos a hacer.
El camino parecía estar claro para todos.
Cruzamos la puerta sur y dejamos los muros de la ciudad a nuestras
espaldas para plantarnos frente a las verjas del cementerio. La tormenta
arreció y en uno de los vendavales el enrejado se abrió de par en par.
El hombre revenido nos invitaba a entrar.
El alguacil, espada en mano, siempre al frente de nuestro grupo, dio un
paso adelante y nadie titubeó ni se arredró al entrar en el camposanto. Fuimos
directos a las fosas comunales que aguardaban al fondo del lugar, sin apretar
el paso ni detenernos a presentarle respetos a ninguna de las sepulturas que
flanqueaban la vía principal. Los perros comenzaron a ladrar y a tirar de las
correas para guiarnos hacia el foco del mal, con determinación y arrojo. Su
agresividad nos enardeció y nos demostró que, finalmente, el pueblo se había
levantado.
Alcanzamos la fosa común. Diez losas alargadas que tapaban una gran
zanja. De entre sus juntas salían vapores amarillentos y se exhalaban terribles
humores pestilentes. Ninguna rodilla se amilanó al oír a los muertos que
reían, sorbían, bramaban y se sodomizaban bajo el mármol santificado.

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Dos de los nuestros emplearon tridentes y báculos para hacer palanca con
la más grande de las losas que sellaban el acceso a la fosa común donde,
desde tiempos inmemoriales, se había soterrado a lo peor que había dado
nuestra aldea: apestados, criminales, adúlteras, herejes, leprosos, abortos,
endemoniados, mendicantes. La losa se apartó y luego se volcó, destapando el
acceso al enorme agujero. La luz de la tormenta nos mostró el fondo del
sepulcro, donde se retorcían los sudarios a medio masticar, en una masa de
mugre y coágulos. Docenas de cuerpos podridos infestados por un mal que los
consumía después del infierno. Rostros renegados, escapados de la
condenación, que proferían toda suerte de pestes y blasfemias al tiempo que
nos amenazaban desde el fondo. Ojos podridos que nos miraban con la luz del
demonio brillando en sus pupilas muertas.
El resto de las losas fueron retiradas hasta descubrir la trinchera por
completo y nuestro grupo se apostó en derredor del agujero. Entonces los
sacerdotes arrojaron azufre y sal en grandes puñados sobre los devoradores de
mortajas al tiempo que proferían exorcismos y oraciones de purga. Se unió a
nosotros el párroco, y procedió a bendecir la fosa y a asperjar aquella carne
con el agua de la pila bautismal, los óleos de la extrema unción y el vino
eucarístico. Acto seguido se arrojaron candiles y lámparas para que el aceite
ardiendo se esparciera y ensañara con los malditos. Sus gritos enmudecieron
los de la tormenta.
Después, los cuerpos corrompidos fueron arrancados de la tierra uno a
uno, a veces tirando mano de guadañas y tridentes, a veces empleando
alabardas, grandes estacas y lanzas para ensartarlos y sacarlos fuera del foso,
donde los ensañamientos a los que nos abandonamos durante aquella aciaga
jornada fueron impropios de toda civilización conocida.
Se desmembró y descuartizó a muchos de los no muertos hasta que ya no
pudieron seguir moviéndose. Sus pedazos se soterraron por separado. Se
atravesaron sus pechos con trancas y se rompieron sus esternones con las
azadas, se decapitaron las cabezas hasta que las mandíbulas se detuvieron. A
los que ya no se agitaban y sobre todo a las mujeres se las sepultó boca abajo,
poniéndoles un ladrillo en la boca para que ya no pudieran morder nada que
no fuera piedra durante el resto de la eternidad sin muerte que les aguardaba.
Se pegó fuego a los más rugientes, a los furiosos, los más hinchados,
rociándoles con óleos sagrados que ardieron con fuerza bajo la tormenta. Y a
los que llevaban años muertos y ya no tenían más que huesos animados que
ofrecer a nuestra justicia, a esos se los dejamos a los perros.

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La barbarie se prolongó durante horas sin término hasta que los gritos de
ultratumba dejaron de escucharse. Después, se anudó una tea al extremo de
una lanza para iluminar con detalle el fondo del sepulcro, dado que el alguacil
quería cerciorarse de que hasta la última de aquellas abominaciones había
recibido nuestra justicia sin excepción.
Al anochecer habíamos dado cuenta de gran cantidad de alimañas, pero no
dimos con el hombre revenido. No había ni rastro del obeso extranjero de piel
negra del que nos habían hablado los niños.
Estábamos exhaustos por el esfuerzo y la execración cuando empezamos a
comprender que toda aquella purificación había sido a todas luces
insuficiente. El portador de las pestes se había escapado de nosotros y eso
solo podía significar que nuestro pueblo iba a continuar siendo asediado por
el mal.
El sepulturero recorrió el cementerio para encontrar la tierra removida en
muchos lugares y alguien recordó la improvisada fosa que nosotros mismos
habíamos cavado el día anterior. Los cuerpos calientes de nuestros hijos y
amigos descansaban en ella. O tal vez estaban allí, pero ya no descansaban.
Entonces, nuestras fuerzas flaquearon. Estábamos exangües, hastiados,
muchos se sentían incapaces de comenzar de nuevo, otros temían que con la
llegada de la oscuridad se hiciera imposible o peligroso continuar con aquella
purga, muchos se encontraban visiblemente enfermos, y esputaban horribles
flemas negras, mostrándose perlados de sudor y fiebre bajo la inclemencia
helada del aguacero.
El alguacil bajó la mirada al barro y resolvió que, por el momento,
debíamos retirarnos. De modo que nos recogimos todos y volvimos a nuestras
casas para llorar frente a las chimeneas y maldecir.

El campanario tocó medianoche, y sobre la torre, bajo la tormenta, se agitaron


en una espantosa reunión incestuosa las figuras danzantes de los cuervos, las
gárgolas, los buitres y las estirges. Un enorme relámpago esquivó, como
guiado por el diablo, el pararrayos del campanario y cayó sobre la bóveda del
altar.
La iglesia ardió, pero nadie acudió a sofocar el fuego.

Día quinto

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Amaneció el domingo y ninguno de los nuestros salió de su casa. No se
celebró misa alguna ni abandonó vecino alguno la lumbre de su hogar.
Fuimos bendecidos por un sol radiante, pero la luz no entró en nuestros
salones porque ninguna ventana se abrió. El abandono y la derrota se
cernieron sobre nosotros como el amanecer sobre un borracho.
El silencio se hizo el dueño de todo y de todos. No se oyó ni el rebuzno de
las bestias ni el graznar de los cuervos ni el habitual machacar de los morteros
de tabaco y de grano. No brotaron de las chimeneas los aromas de los cocidos
porque nadie pudo probar bocado. No lloraron ni jugaron los niños y no
sonaron las campanas. Éramos un pueblo muerto. Y como tal, nos
descomponíamos en vida, cada uno de nosotros en su respectivo agujero.
Cada uno de los nuestros en su propia ignominia.
Éramos un pueblo muerto, una necrópolis.
Y hacia las necrópolis encamina sus pasos el hombre revenido.
Al atardecer, sin que nada bueno o malo hubiera acontecido salvo nuestra
definitiva condenación, los buitres comenzaron a graznar presa. Celebraban
por fin el advenimiento del cadáver y cantaban, dispuestos a posarse sobre el
suelo para darse el festín del carroñero. El moribundo al que habían estado
acechando estaba ya quieto y llegaba la hora del festín, de devorar hasta el
tuétano de sus huesos.
Armaron gran algarabía los cuervos y, entonces sí, a su voz comenzaron a
abrirse las puertas y las ventanas de la calle principal. Las gentes de nuestra
aldea salieron a la calle con el crepúsculo para ver cómo el hombre revenido
atravesaba la puerta sur del pueblo para penetrarlo hasta la plaza principal.
Conocía el camino, lo mismo que lo conocían a él las verjas del
cementerio. Conocía el camino porque ya lo había recorrido antes, en su
anterior venida.
Así que venía, revenía, atravesando nuestra vecindad con su paso
trastabillante. Báculo en mano. Con un sudario indecente por todo atuendo.
Pies descalzos. Garras negras, de topo excavador. Envuelto en un enjambre de
tábanos. Hediendo más que la tumba de ningún demonio.
Abrimos las puertas de nuestras casas para verle pasar y un rumor sordo
se escampó por nuestras calles. Ojos atónitos, rostros atemorizados, gestos
ensombrecidos, miedo por doquier. Pero todos los hombres y las mujeres de
nuestro pueblo se irguieron frente a las puertas de las casas para asistir en
primera fila al horror que acontecía en la aldea, dispuesto a culminar su
infestación con un último y definitivo revenir.
Porque el hombre revenido volvía a nosotros.

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De entre los nuestros vino, siglos atrás. Así lo graznan los cuervos. Lo
danzan los buitres. Lo saben los gatos.
Alzó por un instante su cabeza y la mortaja que la cubría nos dejó ver la
verticalidad de las llamas que tenía por ojos. El corte blanco de la enorme
boca colmillada que le cruzaba el rostro de oreja a oreja. Su monstruosa
obesidad. Su cuerpo ahora una enorme bola de la que apenas podían surgir,
grotescas e infladas, cuatro cortas extremidades. Dos brazos terminados en
zarpas que no habrían podido ni tocarse entre ellas y un par de piernas que a
duras penas le daban para transportar toda la sangre de nuestros muertos, que
ahora bullía y se coagulaba en su interior.
Caminó con gran impedimento entre nosotros, y a su paso corrieron las
ratas. Sus pisadas hicieron que en su vientre se escucharan chapoteos que
sonaron como fardos pesados hundiéndose en una balsa. Aquel horror estaba
gordo, cebado y abotargado lo mismo que uno de esos mosquitos que estallan
en una obscena gota de sangre roja al aplastarse.
Pero al hombre revenido nadie lo iba a aplastar.
Nadie sintió que algo así fuera a servirnos de nada. Sabíamos que aquel
adlátere del diablo saldría de nuestro pueblo lo mismo que ahora entraba.
La furia nos había abandonado. La certeza, la resignación y la rendición
vinieron a nosotros, al fin. Doblegados, accedimos a dejarlo marchar,
indemne. Atiborrado.
Su trabajo entre nosotros había terminado. Habíamos sido drenados una
vez más.
De modo que el hombre revenido cruzó el pueblo hasta la puerta norte.
Tras él caminaron los cadáveres corruptos de muchos de los que habían
estado viviendo entre nosotros antes de su venida, los que no habíamos
conseguido exorcizar en la noche anterior, que ahora le servían. Los buitres
volaron en círculos sobre él, los cuervos y las cornejas formaron grandes
bandadas, siempre acompañándolo. Salió del pueblo por la puerta norte sin
apretar ni detener el paso bamboleante y se adentró en el encinar, donde los
lobos y las estirges se le reunieron al fin. A la comitiva también se añadieron
los espantapájaros de nuestros campos, que cobraron vida y nos abandonaron
para seguirle. Se marchó lleno y saciado. Con él se fueron las pestes y la
condenación.
Como él, ya volverían.
Tendrían que revenir.
Hay cosas que vienen y van. Vuelven tras las estaciones, las plagas, las
crecidas de los ríos y de las desgracias, que nunca vienen solas. Son ciclos

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que aguardan, lo mismo que las cosechas, la vida y la muerte.
El hombre revenido nos daba ahora la espalda y marchaba rumbo a otra y
a otra aldea. Roma le esperaba al final de la Vía Flaminia.

Nosotros también le estamos esperando, desde entonces.


Vendrá. Volverá para consumirnos hasta doblegarnos.
Siempre lo hace.

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La cirugía del azar
ALFREDO ÁLAMO

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ALFREDO ÁLAMO (Valencia, 1975) ha publicado relatos y microrrelatos de
terror en numerosas revistas, antologías, fanzines y ezines, y ha sido traducido al
inglés y al francés. Con ellos ha merecido seis premios Ignotus y ha sido finalista
en los premios Xatafi-Cyberdark 2005.
«La cirugía del azar» se publicó originalmente en el tercer volumen de la
antología Paura (Bibliópolis, 2006).

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La cirugía del azar

Morir es un arte como cualquier otro.


JOHN FARÉ, 1965


Nunca antes había tallado un pulgar humano.
En 1964 muchos me consideraban uno de los mejores prostéticos de
Dinamarca; mi trabajo sobre articulaciones, cadera y clavícula sobre todo, me
había otorgado cierta fama en círculos médicos. En una galería de arte
moderno de Copenhague incluso realizaron una pequeña exposición con mis
bocetos y modelos de trabajo. Me gustaba codearme con escultores y
fotógrafos. En el fondo yo siempre me había considerado más un artista que
un simple médico. Y quizás por eso acudieron a mí.
Llovía, recuerdo eso. En mi taller siempre olía a alcantarilla en cuanto
caían cuatro gotas. Puede que por eso asociara al principio aquel olor a la
persona de Gilbert Aridoff, el primero de los compañeros de Faré que llegué a
conocer. Siempre que me encontraba con él me llegaba ese olor almizclado y
levemente nauseabundo. En aquella primera ocasión no hablamos demasiado,
Aridoff quería saber si podía realizar la réplica exacta de un pulgar humano.
Le dije que sí, pero que mi trabajo se orientaba a moldes y prótesis genéricas.
Dijo entenderlo y se marchó sin más explicaciones.
Volvió unas semanas más tarde. Llevaba con él una caja de cartón del
tamaño de un puño. La dejó sobre mi mesa de trabajo y se encendió un
cigarrillo mentolado que no pudo apartar aquel olor que parecía desprender.
—Debe usted comprender —me dijo, tras un par de caladas profundas al
cigarro⁠— que lo que le voy a proponer no tiene nada que ver con la ciencia o
la medicina. Tiene que ver con el arte.
El arte. En aquella época el arte podía ser tanto pintar un globo gigante de
azul o saltar desde un segundo piso. No quiero decir que haya cambiado

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demasiado ahora, pero entonces todo el mundo experimentaba cierto vértigo
ante el arte. Sobre todo si el que hablaba era capaz de pronunciar aquella
palabra con mayúsculas.
—Represento a un artista muy especial —continuó⁠—, alguien dispuesto a
romper todas las barreras que el stablishment ha dispuesto durante años sobre
la verdadera expresión artística. Trabajamos en un proyecto arriesgado, una
idea revolucionaria. Y créame si le digo que necesitamos su ayuda para seguir
adelante.
El porqué un artista de vanguardia necesitaba a un especialista en
prostética para romper con los valores establecidos me intrigó. Aridoff señaló
la caja que había traído.
—Ábrala, por favor —me pidió, tras exhalar una nube mentolada.
Levanté las solapas de cartón que cerraban la caja. Dentro había un frasco
de cristal que saqué sin demasiadas complicaciones. En el interior de aquel
recipiente flotaba un pulgar humano suspendido en formol. Dejé el frasco
junto a la caja, entre horrorizado y, por qué no decirlo, fascinado.
—¿Puede usted hacer un pulgar como ese? —me preguntó Aridoff.
—Sí —contesté, observando la herida que había separado el dedo. Era un
corte limpio, de cirujano, justo a la altura de la primera falange. La
articulación estaba destrozada⁠—. Pero no creo que su artista recupere la
movilidad de ese dedo.
Aridoff sonrió. Era un tipo siniestro hasta cuando reía.
—Mi asociado no desea recuperar ninguna movilidad. Solo quiere un
pulgar nuevo, metálico, exactamente igual al que tenía.
Creo recordar que le miré incrédulo.
—¿En eso consiste su trasgresión? —dije—, ¿en cortarse dedos y
sustituirlos por prótesis? Permítame decirle que parece algo más relacionado
con el sadomasoquismo que con el arte.
—No se confunda —tiró su cigarrillo al suelo y lo pisó con cierta
parsimonia⁠—, la necesidad de una prótesis surge en la idea de un artista
completo frente al nacimiento de la obra. Mi asociado necesita sentirse entero
para afrontar los desafíos que se impone.
Volví a mirar el pulgar en el frasco, inerte, flotando a la deriva. En cierta
forma hasta resultaba hipnótico.
—No creo que pueda ayudarle —dije, sin dejar de mirar el dedo⁠—. Como
ya le expliqué, mi trabajo se centra en prótesis genéricas, moldes y aleaciones
especiales. No tengo tiempo para su arte, lo siento.
—Diez mil dólares americanos —fue toda su respuesta.

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Ese dinero, en aquella época, era a lo que ascendía la beca anual que
recibía de la universidad. Una beca que casi había agotado a mitad de año.
Aridoff sacó su cartera del abrigo, extrajo un fajo de billetes y los dejó junto a
la caja y el frasco.
—Cinco mil ahora y la otra mitad cuando tenga el dedo.
Así que no fue por el arte, ni por la curiosidad o la ciencia. Acepté
reproducir un pulgar humano en acero brillante por dinero. Nada más. Cuando
Aridoff abandonó el taller tuve la sensación de que se llevaba con él algo mío.
Observé el pulgar que seguía flotando, ajeno a toda la situación. Seguía
oliendo a alcantarilla aunque hacía tiempo que había dejado de llover.
No, nunca había tallado un pulgar. Y tampoco fue la última vez que
Gilbert Aridoff entró en mi casa con un frasco de cristal dentro de una caja.

De 1964 a 1967 realicé copias exactas de un dedo índice, otro anular, ocho
dedos de los pies, con cortes a diferentes alturas. También puse en contacto a
Aridoff con un colega que se dedicaba a los ojos de cristal. A veces traía solo
un miembro amputado, otras veces varios de golpe. Siempre recibí el mismo
pago por trabajo. Y cada vez que aquel hombre entraba en mi taller armado
con una caja de cartón y un cigarrillo mentolado, no podía evitar una desazón
que me consumía por dentro.
Hablábamos de arte aunque se mostraba reacio a decirme quién era su
misterioso representado o, como le llamaba a veces, asociado. Por mi parte yo
había averiguado quién era Gilbert Aridoff, rumano de origen, había
destacado por ciertas pinturas murales calificadas como llenas de oscuridad y
del todo perturbadoras. Pese a haber expuesto en Copenhague, no encontré
nada de su obra, ni siquiera en catálogos. Por lo que yo sabía, llevaba varios
años sin exponer en el circuito europeo de galerías.
—Mi asociado trabaja con su cuerpo —me decía⁠—, se expone a ser
moldeado, a cambiar. Y con ese cambio pretende que aquellos presentes
durante su transformación reciban, de algún modo, una parte de esa
diferencia, de esa sublimación.
Para aquel entonces yo ya había deducido que aquel hombre se mutilaba
de forma voluntaria. La sustracción de la carne no era algo nuevo, ni como
arte, ni como forma religiosa. Desde las bacantes griegas a chamanes
africanos, todos practicaban la automutilación en sus sacerdotes. Quizás los

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nuevos artistas se sentían así, de alguna forma veían su arte como un nuevo
predicamento para las masas. Quien sabe. Pero, de cualquier forma, yo no
había oído nada acerca de ese tipo de performance durante aquellos años,
pese a haber buceado en los movimientos underground de Copenhague y
Berlín.
—Solo pueden acudir a la composición personas especiales —⁠me decía
cuando yo insistía en asistir⁠—. Expertos en arte, vieja nobleza, millonarios
americanos, gente de la calle que escogemos al azar. Todos firman un
contrato que les prohíbe hablar sobre lo que van a experimentar. Algunos
acuden por invitación y otros previo pago de una buena suma. Exprimir a los
ricos no está reñido con el arte, ¿no es cierto?
Supuse que decía eso porque no eran sus dedos los que flotaban en
pequeños frascos de cristal. Un día me contó que la primera operación a la
que se había sometido su «artista» era un intento de lobotomía. Eso explicaba,
al menos para mí, muchas cosas.
La primera era que, dados los cortes precisos de las amputaciones, el
artista no se automutilaba. Alguien le operaba sin pensar en reimplantar lo
que cortaba. Eso reafirmaba mis ideas sobre el sadomasoquismo y que, en
realidad, todo tenía que ver con algún ritual morboso y sexual. Pero quién
decía que aquello no podía ser considerado arte, después de todo.
Estaba seguro de que Aridoff no era el encargado de realizar las
amputaciones; no le iba en absoluto ese modelo. Era un narcisista y un
manipulador, pero no le veía arrancándole un ojo a nadie. Algunos de los
dedos amputados presentaban cortes en mitad de una falange. El que había
hecho aquello tenía que ser un auténtico carnicero. Un carnicero artístico, por
supuesto.
En navidades de 1968 conocí a otro de los seguidores, compañeros,
asociados o explotadores, de John Paré. Se llamaba Golni Czervath y cuando
entró en mi taller, acompañado de Aridoff, estaba totalmente borracho;
llevaba bajo el brazo una caja de cartón. Supe en aquel instante que algo iba a
cambiar.
Es irónico que toda esta situación artística, cargada de cierta
inverosimilitud, diera como resultado algo realmente positivo y contrastable.
Hasta aquella navidad me había limitado a realizar meras reproducciones de
dedos, capaces, eso sí, de adaptarse al cuerpo de Faré sin necesidad de cirugía
posterior. El contenido de la caja que traía bajo el brazo Czervath cambió
todo aquello. Tanto mi trabajo como el suyo.

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Tras las correspondientes presentaciones procedí a desembalar, en algo
que ya parecía un auténtico ritual, otro frasco de cristal lleno de formol. Pero
aquella vez no tenía un dedo o un ojo en su interior; contemplé incrédulo los
genitales del artista desconocido flotando a media altura, ejecutando un lento
vals en aquel líquido denso.
—En esta ocasión necesitamos otro tipo de prótesis —⁠dijo Czervath,
arrastrando las vocales lentamente⁠—. El metal no le gusta ahí abajo.
Yo seguía mirando aquellos genitales. Era como la primera vez, como
volver a ver aquel pulgar de nuevo. Pero aquello ya pasaba de lo malsano a lo
homicida. Contemplé a los dos hombres y me di cuenta de que yo era tan
culpable como ellos de aquella situación.
—¿Quién ha hecho esto? —les pregunté—. ¿Es que no se dan cuenta de
que podrían haberlo matado? Por dios santo…
Se miraron perplejos. Czervath negó con la cabeza, como si no me
comprendiera.
—No lo ha hecho nadie —me dijo, tratando de encontrar las palabras en
su cabeza entumecida⁠—. Ha sido el azar. Nadie —⁠repitió⁠—, nadie lo tocó.
—El azar no maneja un bisturí —repliqué, enfurecido⁠—. ¿Fue usted?
¿Estaba borracho cuando lo hizo?
—No lo entiende —dijo entonces Aridoff, trayendo con sus palabras
aquel desagradable olor a alcantarilla⁠—, nadie sabía lo que iba a pasar en
realidad.
—Sí —confirmó Czervath, al tiempo que le brillaban los ojos de forma
enfebrecida⁠—. ¡El azar!
En un principio se negaron a decirme más. Por lo visto, todavía no era
digno de compartir sus secretos. Insistí, por lo menos, en conocer el estado de
salud del artista. Me dijeron que esperaba su nuevo reemplazo lo antes
posible. Que ya no quería más metal. Que quería plástico.
Me negué.
Intentaron razonar conmigo, me ofrecieron más dinero, incluso un puesto
en la universidad —⁠qué influencias habrían llegado a conseguir mediante
aquel espectáculo secreto me asustaba⁠—, pero me mantuve firme en mi
negativa. Solo tenía una condición para seguir adelante: asistir a una de sus
representaciones.
Protestaron, chillaron, incluso patalearon. Se acusaron mutuamente de
hablar demasiado y de equivocarse conmigo. Me lanzaron miradas de
amenaza y luego de súplica. Querían aquel secreto solo para ellos.

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—Usted construya esa prótesis lo antes posible —⁠me dijo finalmente
Aridoff⁠—, y acudirá a la próxima representación que hagamos en
Copenhague. Pero tendrá que firmar el acuerdo de confidencialidad como
todos los demás.
Acepté los términos y despedí a aquellos dos hombres siniestros. El olor,
sin embargo, no desapareció.
Comencé a investigar sobre la prótesis genital enseguida, nunca había
trabajado en ese campo y tuve que aplicarme a fondo. De ahí surgió, como ya
he dicho, lo único positivo de toda esta historia retorcida. En colaboración
con un amigo mío de la universidad, experto en urología, desarrollé la
primera prótesis de látex genito-urinaria funcional, hipoalergénica y que solo
requería de cirugía menor. Al menos alguien acabó beneficiándose de toda
aquella locura.
Tres meses después de enviarle a Aridoff los nuevos genitales de su
asociado recibí un sobre sin remite. En el interior venía una invitación para
asistir a la representación número quince de John Faré bajo la Cirugía del
azar. La dirección anotada era la de una prestigiosa sala de arte underground
que solían frecuentar los gurús de la vanguardia artística. También encontré
un contrato lleno de cláusulas que, de aceptarlas, me prohibirían hablar, tanto
en público como en privado, de la representación, de John Faré o de
cualquiera de sus asociados, a riesgo de pagar una suma de más de diez
millones de dólares.
Firmé el contrato. La representación era en menos de una semana. Aun así
estaba impaciente. Tenía sentimientos enfrentados, por un lado sabía que todo
aquello era una perversión del arte, cuando no de la propia naturaleza
humana; por otro, sentía cierta fascinación y curiosidad por John Faré y lo
que hacía. También, por qué no decirlo, quería ver cuál era mi contribución.
Contemplar mi propia obra. Como ya he dicho, la situación no me parecía
demasiado clara. Quizás, de haberlo sabido todo, hubiera actuado de otra
forma.

Llegué a la galería de arte una hora antes de lo que marcaba la invitación. El


lugar estaba en una zona industrial medio abandonada y ocupaba lo que antes
había sido un almacén de maniquíes. Me pregunté si habrían elegido aquel

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lugar a propósito o si era una triste casualidad. En cualquiera de los dos casos
la ironía era casi dolorosa.
El almacén estaba pintado en un rojo brillante que destacaba tanto con el
resto de arquitectura gris y cochambrosa, como con el suelo blanco cubierto
por las primeras nieves del invierno. En la puerta esperaba un tipo grande, de
mostacho poblado y cara de pocos amigos. Parecía miembro de alguna banda
de moteros, en algunos sitios solían contratarles como fuerza de seguridad.
Sobre todo si existía poco interés en que la policía acudiera por los
alrededores. También es cierto que eran tiempos de contracultura y la mayor
parte de la vanguardia era antisistema por naturaleza.
Fuera como fuese, el hombre de la puerta se negó a dejarme pasar.
Demasiado pronto, me dijo. Yo ya me esperaba algo así, pero quería ver a
Faré, hablar con él antes de la representación. Así que le monté un pequeño
espectáculo al motero utilizando toda la jerga pseudoartística de la que fui
capaz, pidiendo, exigiendo en realidad, hablar con Aridoff o, si no había otro
remedio, con Czervath. La situación llegó a un punto en la que aquel hombre
solo tenía dos opciones: entrar a preguntar o darme un par de golpes y
abandonarme en la parte de detrás. Supongo que no querría problemas antes
de tiempo, así que despareció tras la puerta para volver, casi al momento,
acompañado por Aridoff.
No se alegró especialmente de verme allí, pero no podía negarse a
dejarme pasar. Dentro todavía había unos cuantos operarios instalando varios
cuadros de tamaño considerable a lo largo del vestíbulo y el pasillo principal.
Nosotros, sin embargo, fuimos en dirección contraria, atravesando una
pequeña oficina y un almacén de suministros hasta una habitación habilitada
como camerino donde descansaba John Faré.
Era un hombre pequeño, o al menos esa era la sensación que proyectaba.
De cuerpo fibroso, vestía una bata que a penas podía protegerle del frío que
hacía en aquel almacén, enseñaba un sin fin de cicatrices desde las manos al
rostro. Al verme extendió su mano derecha, rematada con un pulgar cromado
que reconocí al instante, y me sonrió.
—Creo que le debo mucho, doctor —susurró en voz baja⁠—. No sabe
usted cuánto.
Le estreché la mano y no noté apenas resistencia. Observé el resto de mi
trabajo en aquel hombre y no pude sino sentirme orgulloso. Aunque no eran
funcionales, Faré arrastraba una buena cojera, cada pieza insertada en su
cuerpo brillaba con luz propia.

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—Sí —dijo, sin dejar de sonreír—, siéntase orgulloso de su trabajo. Cada
pequeña pieza que me ha proporcionado ha resultado perfecta. No podría
haber seguido con mi trabajo sin su ayuda. Me agrada que esté usted aquí y
pueda comprobarlo.
Tenía muchas preguntas que hacerle, pero me quedé allí, de pie, mirando
a aquel hombre cosido a cicatrices y no podía hacer más que observar la
sensación de paz absoluta que proyectaba. Le di las gracias y di media vuelta.
Aridoff acababa de encender uno de sus cigarrillos mentolados.
—Lo entenderá todo cuando vea lo que hace John —⁠me pasó un brazo por
encima de los hombros y me acompañó hasta la oficina de al lado⁠—. Es un
hombre excepcional. Una vez le pregunté por qué lo hacía, ¿sabe? Todo esto,
lo que usted va a ver en breve. «Morir es como cualquier otro arte», me
contestó. Al principio yo tampoco lo entendía, pero a medida que le veía
sangrar en cada representación lo comprendí. Todos tenemos algo que
queremos perder, un sueño, un pasado cruel, una vida que detestamos, todo
situaciones que viven escondidas dentro de nuestra alma. Faré elimina partes
de su cuerpo para que nosotros limpiemos nuestra alma. Nos redime.
Asentí, qué otra cosa podía hacer. El olor a alcantarilla había vuelto y me
revolvía el estómago. Czervath entró en la oficina. Estaba sobrio, tampoco le
gustó verme allí.
—La máquina está preparada —le dijo a Aridoff⁠—. En cuanto John esté
listo podemos hacer pasar a la gente.
Me miró unos segundos, sopesando si merecía su atención.
—Hizo un buen trabajo con su polla —dijo, mostrando una sonrisa que
me pareció del todo sucia.
Aridoff me acompañó hasta la entrada. En el vestíbulo esperaban cerca de
diez personas más. No reconocí a nadie, para mí no eran más que una masa
sin rostro. Formé parte de ellos sin demasiados problemas. Nadie me habló y
yo no hablé con nadie. No tardaron mucho en hacernos avanzar.
Los cuadros que había visto colocar antes ocupaban más de lo que me
pareció al entrar, llegando algunos a rozar el techo del almacén. No reconocí
el estilo, cuajado de pinceladas anchas y gruesas, trazadas con furia,
alternando el negro y el rojo sobre fondos construidos a base de deshechos,
latas, ropa, quincalla e incluso trozos de maniquí. Parecía que querían
construir un laberinto con aquellos cuadros, ante los que nos hicieron desfilar
durante un buen rato, andando en círculos, quizás con el objetivo de
confundirnos. Se me ocurrió que aquella era la obra de Aridoff, ¿no era
pintor?, ¿no llevaba años sin exponer? A esto se había dedicado los últimos

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años, a preparar el primer paso de la obra de Faré como antesala de una
catedral perversa.
Tras aquella sombría peregrinación nos dejaron frente a un telón de
terciopelo negro en una habitación sin apenas iluminación. Empezó a sonar
un ruido de motores, como de aviones realizando un picado, cada vez a mayor
volumen. A medida que el sonido se hacía insoportable añadieron otros
efectos, sirenas de bombardeo, perros ladrando; creí reconocer hasta el llanto
desgarrado de un bebé. Fue entonces cuando conectaron las luces, grupos de
focos con diversos colores girando a gran velocidad. Parecía como si nos
quisieran inducir una especie de viaje de LSD.
De repente, el silencio más absoluto. Las luces pasaron a un blanco mate,
doloroso. Levantaron el telón con cierta parsimonia teatral.
Lo primero que vimos fue la mesa de operaciones. Aunque, por las
palabras de Czervath, comprendí que era aquello a lo que se refería como «la
máquina».
Era una mesa de cirugía un poco más grande de lo normal, en cada
extremo había un cilindro metálico del tamaño de una persona de la que salía
un brazo neumático articulado. Era parecido a los robots que empezaban a
instalar en las fábricas de coches, solo que mucho más estilizado. En el
extremo de cada brazo había un instrumento diferente, una jeringuilla, una
tenaza, unas tijeras y una sierra dentada. Comenzó a sonar un vals que no
conocía. Los brazos mecánicos se movieron a su ritmo ejecutando un baile
que me pareció siniestro.
Faré entró en la sala acompañado de Czervath y la música se detuvo.
Estaba desnudo y mostraba con orgullo las prótesis que le había hecho. Se
acomodó en la mesa de operaciones y su compañero de representación marcó
unos límites en la mesa utilizando unas piezas metálicas. Levantó una tapa de
uno de los laterales y extrajo una decena de pequeños micrófonos. Los
distribuyó por el cuerpo de Faré y los altavoces restallaron con el latido de su
corazón y el sonido de su garganta al tragar saliva. Nos enterábamos de cada
movimiento que hiciera, por pequeño que fuese.
Czervath introdujo una tarjeta perforada de ordenador en la mesa de
operaciones a través de una ranura, junto al robot de la jeringuilla. Los brazos
volvieron a bailar, esta vez sin música.
—El azar —sonó la voz de Aridoff por los altavoces⁠— que rige nuestras
vidas, todas ellas, decidirá ahora en John Faré cuál es el precio por liberarnos.
¿Qué perderá él para que nosotros lo ganemos? Así como el destino nos

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marca a todos por dentro, así dejará una señal en él, a través de su piel, de sus
manos, de su cuerpo.
Recuerdo el ritmo del corazón de Faré. No se alteró en un solo latido
mientras el brazo robótico que llevaba una jeringuilla le perforaba el brazo.
Tenía que ser algún tipo de anestesia o calmante, pues a partir de entonces se
relajó la cadencia que sonaba por los altavoces.
Reconozco que todo aquello era hipnótico. La sala tras el telón estaba
limpia como un quirófano y Czervath había cogido un pequeño maletín de
médico. El brazo de la jeringa se retiró mientras el de la tenaza presionaba el
brazo derecho de Faré. La sierra radial se activó con un ruido espantoso y
distorsionado por los altavoces. Se acercó al brazo con un movimiento lento
pero preciso. Todos mirábamos aquello pese a que sabíamos lo que iba a
pasar. Nadie hizo nada para evitarlo.
El sonido de la sierra rompiendo el hueso de la muñeca de John Faré
rebotó en las paredes de aquel viejo almacén. La sangre salpicó en todas
direcciones pese a la presión ejercida en la muñeca por el otro brazo.
Czervath acudió con rapidez junto al muñón ensangrentado y extrajo aguja e
hilo quirúrgico para coser la herida. Aquello era una auténtica carnicería. La
sangre empezó a chorrear por debajo de nuestros pies formando un charco.
John Faré seguía con la misma sonrisa plácida con la que me había
obsequiado en el camerino. Los brazos proseguían con aquella especie de
danza aleatoria sobre su cuerpo. Mientras Czervath todavía cosía el muñón de
la mano la operación del azar continuaba; las tijeras cortaban el muslo de la
pierna izquierda con soltura. Parecía una herida superficial, pero la sangre
seguía cayendo con abundancia. La sierra volvió a sonar.
Sentí una arcada. Tenía ganas de vomitar. No podía creer lo que estaba
viendo, ni siquiera podía creer que alguien siguiera allí. Me di la vuelta y eché
a correr por los pasillos cubiertos de cuadros, atravesando aquel laberinto,
dejando atrás los latidos de corazón, la sierra, la sangre, a mí mismo.
Fuera la nieve era demasiado blanca. Vomité junto al motero barbudo de
la entrada. Lo tiré todo, vaciándome. Acabé sentado, apoyado en el muro
pintado de rojo tratando de respirar aire puro. No podía quitarme de encima
aquel hedor a desagüe podrido. Tal vez porque siempre había sido yo y no
Aridoff el que olía así.
Recuerdo que no podía parar de llorar cuando empezó a salir de la galería
de arte el resto de la gente. Corrían. Algunos de ellos parecían aterrados. Yo
no había podido aguantar tanto como ellos, fascinados por el horror de tal

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forma que parecían no creerlo posible, como si hubieran asistido a una
representación demasiado realista del Gran Guiñol.
Tras ellos apareció Aridoff.
—Creí que se había marchado —dijo. Tenía en los labios un cigarrillo
ensangrentado⁠—. Algo ha salido mal.
No supe qué decirle. Le miré, creo que con odio. Parecía tranquilo. Se
dejó caer a mi lado y dio una calada profunda. Ya no olía mal.
—Czervath se ha ido —comentó—. No sé si volverá. Nunca lo ha llegado
a comprender del todo. Él solo entendía a la máquina. ¿Y usted? ¿Cómo se
siente?
Tenía miedo, asco, me temblaban las piernas y estaba mareado. El sabor
de la bilis me atravesaba la garganta. Me odiaba a mí mismo porque en el
fondo, muy dentro de las entrañas, me sentía aliviado. Estaba avergonzado
por esa sensación. Hoy día lo sigo estando.
No le contesté, lo dejé allí, fumando junto al almacén rojo. Llegué hasta
mi coche y conduje lejos de allí. Seguía llorando cuando llegué a casa.
Nunca más volví a ver a Gilbert Aridof, Czervath o Faré, ni tuve noticias
suyas por ningún medio. De vez en cuando me llegan comentarios sobre
alguien que se mutila en escena para realizar una performance, o que se
extrae un litro de sangre y luego lo esparce entre el público. Asisto a todas las
que puedo y me fijo en los artistas.
Ninguno de ellos es John Faré, no es lo mismo. Soy capaz de ver su vacío,
pero no pueden aliviar el mío. Aridoff tenía razón en una cosa: todos tenemos
algo que redimir, algo que nos mancha el alma.
No sé si Faré murió por todos nosotros, pero desde entonces en mi estudio
solo huele a alcantarilla cuando llueve. Y le doy las gracias por ello.

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Nox Una
MARIAN WOMACK

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MARIAN WOMACK (Cádiz, 1975) se graduó en la doble licenciatura de
Literatura Inglesa y Estudios de Cine en la Universidad de Glasgow, y es Máster
en Literatura Europea por la Universidad de Oxford, donde cursó estudios de
doctorado sobre Literatura Comparada. Es colaboradora de la revista Times
Literary Supplement en Inglaterra, y del portal de internet Koult en España.
Traductora de Leonard Woolf o David Gamett, ha seleccionado y traducido los
relatos de fantasmas de Charles Dickens Para leer al anochecer (Impedimenta,
2009), y los Cuentos Góticos de Mary Shelley (Páginas de Espuma, 2010). Desde
su labor en el sello Nevsky Prospects, y en colaboración con James Womack, ha
editado y traducido a autores góticos rusos, a clasicos como Pushkin o Dostoievski
y a contemporáneos como Nadezhda Teffi y Katia Metélitsa. Recientemente ha
prologado la primera edición inglesa de La torre sin fin de Silvina Ocampo
(Hesperus, 2010) y coordinado el libro de ensayos interdisciplinares New
Perspectives on Carmen Martín Gaite (Oxford: Peter Lang, 2010). Además, ha sido
antologada en varios libros colectivos, como La banda de los corazones sucios
(Baladí, 2010) o Visiones del Pasado (Alamut, 2010).
El relato que presentamos en esta antología permanecía inédito hasta ahora.

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Nox Una

Muerto estás, Argos, se ha extinguido la luz que tenías


… y una sola noche se apodera de tus cien ojos.
OVIDIO, Metamorfosis, I (720-1)


I.

Cuatro meses no son suficientes para exorcizar un lugar, pero solo tras mi
regreso comprendí esa verdad odiosa. Para entonces, era demasiado tarde. La
ciudad había vuelto a enredarme en su oscura tela de araña. El telegrama de
Arnaud no daba pie a vacilación alguna por mi parte: «Habitación. Trabajo.
Ven. Arnaud». Mi consuelo hasta entonces lo había constituido el imaginarme
como la víctima de las oscuras maquinaciones de quién sabe qué poderes,
sorprendido aún por el placer que algunos seres parecían obtener
disputándose el papel de hacedores de los oráculos más terribles. La ciudad,
sus habitantes desencantados. La universidad, que escondía un secreto bajo la
apariencia de leyenda desfasada. Es tarde. Los alumnos aventajados
abandonan las cenas con los miembros del claustro. La ciudad que habitamos
es un laberinto desordenado, de piedra y de calles enlodadas, curvándose
como alas de insecto en las inmediaciones de la fortaleza. Los alumnos, los
rostros mustios y los ojos hundidos —⁠deseamos creer que por las horas
interminables en las bibliotecas⁠—, no alcanzan su último destino, sus
confortables y doradas habitaciones. Y, si llegan a hacerlo, será convertidos
ellos mismos en aquellos espíritus impíos, predestinados a ser la amenaza de
los jóvenes imberbes que desembarcarán con la nueva caída de las hojas,
carteras de piel a estrenar, chalecos frisados, miradas ilusionadas,
desconociendo que podrían convertirse ellos mismos en pasto de los lobos.

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Me dirigí hacia la única oficina de correos del pueblo a enviar un mensaje
igual de lacónico: «Tren viernes. Gracias. Jonás». No sé bien de dónde saqué
las fuerzas para dejar la casa sin amueblar donde me ocultaba, cruzar la plaza
empedrada hasta los soportales y entrar en la librería de viejo de Kilian
Engels, quien celebró la venta que le proponía, creyendo erróneamente que su
verbigracia era la razón de que me desprendiera de los valiosos tomos. Mi
pasado reciente como alumno de idiomas fue así transformado en aquel viaje
en tren que, en ruta al sur hacia Venecia, me depositaría en la ciudad
universitaria, odiada y amada a un tiempo, escenario de todo aquello que me
aterraba.
En mi mente, lugar aún para sombras alargadas de telas de araña con
forma incierta de memoria reciente: Lucilla, saliendo de mi alcoba tras indicar
que no deseaba volver a verme nunca; Arnaud, su típica sonrisa de
suficiencia; mi humillación, desmintiendo el ignominioso anatema; la retirada
de mi beca, auténtico preámbulo de la huida; el largo camino en tren hacia un
recodo sin manchas en su fisionomía, sin leyendas y sin sombras, encallado
en un presente irreal e imposible tan solo unos meses antes, un año antes,
donde en ocasiones me había sentido como si todo lo llevase tatuado a fuego
en la cara. No tuve valor para despedirme de Engels, ni para comunicarle mi
marcha, aunque hubiéramos compartido alguna noche en la taberna de un
callejón oscuro adyacente a la plaza. Desaparecí igual que había llegado
cuatro meses antes, con el sigilo del depredador que se sabe presa, sin que
nadie supiera de dónde venía ni hacia dónde se dirigían mis pasos. Aunque
ambos lugares, por más tozudez que acierto, resultasen ser el mismo.
Una ciudad oscura, de edificios grandiosos y que sin embargo conserva de
forma extraña las proporciones humanas, con un claustro carcomido que se
cae a pedazos, húmedo, recubierto de escudos despintados que recuerdan
alguna lacra, alguna extraña enfermedad cutánea; un hermoso teatro
anatómico en desuso, que constituye sin embargo el mayor reclamo para los
turistas; bicicletas sorteando el tráfico; palomas cenicientas. Todo ello
aderezado por alguna leyenda que no cree nadie, a propósito de la fortaleza,
enclave del primer y maldito claustro de la historia, allá por el siglo trece.
Cuatro meses no son suficientes para exorcizar un lugar. No temía a
Arnaud, ni tampoco a aquellos seres alados que se nutrían de todos nosotros,
aunque fuera de forma más metafórica que real. Lo que más me preocupaba
era el reencuentro con Lucilla.
—¿Conoces al Profesor Scheibert?

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—¿Justus Friedich Maximilian Scheibert? —claro que lo conocía; un par
de sus obras, costosamente encuadernadas en piel marroquí, acababan de
transmutarse en aquel último viaje en tren.
—Vas a catalogar su biblioteca personal.
Tenía que reconocer que Arnaud se había portado como un amigo. Me
acompañó hasta la entrada de uno de los edificios del centro, parte de una
manzana perteneciente a las construcciones decimonónicas de una institución
que parecía, a pesar de todo, acogernos a todos por igual —⁠estudiantes,
famosos catedráticos, o deshonrados como yo mismo⁠—, y me dejó en la
puerta con un apretón de manos que tal vez escondiera una cierta ironía. Lo
miré alejarse, ese gesto suyo de las manos en los bolsillos tan de muchacho
que me recordó que no tenía ni idea de la edad exacta de mi amigo, cojeando
bajo las oscuras galerías que nos protegían de la morosa llovizna. Durante
nuestro breve paseo había constatado algo que me había dado un vuelco al
corazón: la inhóspita ciudad no había cambiado en absoluto. Todo seguía
igual que lo dejé: las antiguas y oscuras construcciones renacentistas, los
coches y motocicletas torturando a ciclistas y peatones, el eterno laberinto de
las galerías, soportadas por gruesas columnas dóricas ocultadas por toscos
mensajes que solicitaban compañero de piso o comprador para una bicicleta
que siempre se hallaba nueva, decían, en perfecto estado, apenas usada. La
improvisada prosopopeya de peticiones, eternas en las ciudades cuya
población se reduce a estudiantes de escasa solvencia económica, afeaba y
entristecía las adustas paredes marrones y ocres, oscurecidas por el paso de
los siglos y por los gases pesados de las motos y coches. Acompañándolas,
constaté, las mismas fotocopias de fotografías de estudiantes, limpiadoras,
niños y perros desaparecidos, que anunciaban de igual manera la vigencia de
mis peores pesadillas.
Traspasé solo el umbral hacia el esperado vestíbulo de paredes de mármol
recubiertas de funcionales notas y avisos, horarios de clase, carteles de obras
teatrales (sentí, en mi pecho, mi alma contrayéndose) y los signos que
doblegaban la seriedad de aquellas esquirlas rosadas hacia la funcionalidad de
un edificio utilizado por gente joven. Subí las escaleras hacia la última planta
y me dirigí a través de enredados pasillos hacia la parte trasera del edificio,
donde se alojaban algunos profesores al modo de los colegios ingleses desde
que la fortaleza fuera declarada en ruinas. Arnaud me lo había anotado todo
con su habitual eficacia, y pronto me encontré frente a la puerta indicada.
Llamé y no respondió nadie. Insistí. Al cabo escuché unos pasos arrastrados y
una tos, y un hombre desgarbado y mugriento, quien semejaba más un

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mendigo que un catedrático de fama mundial, prelado de la lingüística
comparada, me abría la puerta en un mínimo escorzo, observándome desde
detrás de un cigarrillo medio consumido en una alargada ceniza que sujetaba,
en un prodigio de malabarismo, a la par que una taza, con unos dedos
recubiertos de tinta azulada. Me reí de la broma de Arnaud. Catalogar los
libros del señor que tenía frente a mí, decidí de inmediato, constituiría un reto
singular.
—¿Qué es lo que quiere? —me espetó. Dudé; a pesar de mis desventuras
en aquel engañoso paraíso, que me atraía y me repelía, aunque de sobras
supiera que se trataba de la antesala del mismísimo infierno, era lo
suficientemente ingenuo para haberme supuesto esperado. Constaté con
rapidez el número de la puerta, en plena acción de retirada. Hablé.
—Me llamo Jonás Weber. He venido para catalogar sus libros.
—¡Ah, bueno! ¡Los libros! Esos malditos, que no hay quien se aclare con
ellos, y además, ¡si los dejas solos, parece que crían! —⁠sentenció el viejo.
—Sí, supongo que eso es muy cierto…
Entré al caos: ceniceros repletos, tazas de café a medio vaciar, una
urgencia en el ambiente de algo que no puedo concretar, olores intensos, a
café, a tabaco, a fuego de leña, aunque no di con la chimenea, a huevos, a
aceite quemado. Un hornillo sobre una cómoda emanando un hedor
nauseabundo y preocupante. Y los libros, por supuesto. Era obvio que el
anciano se había abandonado a la conquista silenciosa de los mismos y sus
secuaces, los papeles, amontonados sin orden ni concierto, los diccionarios,
cuya pila amenazaba estrellarse contra los zócalos, la ingente cantidad de
periódicos y revistas en idiomas variados.
—¿Café?
La pregunta me tomó por sorpresa, mi atención absorbida por una de las
estanterías. El tejado abuhardillado quebraba la línea recta en la esquina
próxima a las ventanas, cubiertas por gruesas cortinas que solo permitían
intuir la parsimonia de la lluvia. Pero la pujante cacofonía no dejaba lugar a
dudas: el contumaz aguacero parecía haberse incrementado con redoblados
esfuerzos. No había arabescos de yeso o mármoles. Los sustituían los dedos
grisáceos de una preocupante mancha de humedad. Asentí a la oferta por
cortesía, y uno de los lingüistas más famosos del mundo, orgulloso
propietario de una medalla entregada por el rey de España con motivo de su
reputada traducción de El Quijote, me tendió un líquido oscuro que me supo a
cualquier cosa menos a café, pero que logró recordarme con brevedad
dolorosa a Lucilla, a aquel primer encuentro de tazas confundidas, la atestada

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bolsa blanca de lona que se le escurrió con el inesperado mensaje de Karl
Marx en francés (Le domaine de la liberté commence là où se arrête le travail
determiné par la necessité), el accidente posibilitando que su rostro de líneas
perfectas como un camafeo me dirigiese la palabra, descubriendo la esencia
de su ser sobre el suelo lleno de colillas —⁠una libreta con un cordoncito
acabado en un lápiz, un monedero con un grabado de la catedral de Chartres,
maquillaje de algún tipo que no sé precisar, chicles y pañuelos de papel, y las
fotocopias de una obra de teatro con las esquinas retorcidas por el uso y llenas
de anotaciones⁠—. Deseché el pensamiento.
Salí de allí tarde y algo deprimido, con las manos manchadas de polvo.
Un amago de ordenación física de los volúmenes me había revelado lo que
temí al inicio de la jornada: sería aquel un trabajo no de semanas, sino de
meses. Me sentía como Sísifo: mis esfuerzos de aquel día no parecían haber
hecho mella alguna en aquel desorden descomunal. Me dejé llevar por los
serpenteantes caminos que marcaban las galerías, pasando por delante de
bares, de museos, de aulas, y fui a dar al jardín botánico, tan peligroso por el
número de desapariciones acontecidas en el mismo que, ya en la anochecida,
lo encontré cerrado a cal y canto. Imaginé el redondo jardín de aprendizaje,
repitiendo la forma de un reloj, cada cuarto delimitando una razón de estudio.
Pensé en ella: la mandrágora desconoce su inocencia, la rosa ignora su
condición de rosa, la ciudad que habitamos no sabe que es un laberinto.
Lucilla me leería de su cuaderno frente a la ordenada hilera de cactus, entre
las estatuas y los enclaustrados escondrijos donde nos besábamos. Al fondo,
recortando el cielo, se erigiría la inesperada torre veneciana de la universidad,
pagada por aquellos comerciantes deseosos de ahuyentar su leyenda negra,
imponiéndose entre los árboles gigantescos que rodeaban el camino circular
de tierra amarilla.

II.

Desperté en mitad de un callejón con las primeras luces del día. Me puse en
pie como pude y vagué por la ciudad como un alma en pena, acompañado por
las palomas. Las calles abandonadas y solitarias, las aceras, vacías igual que
un escenario desechado tras la última función, comenzaron a asustarme de
veras. Solo me tranquilicé cuando, con una calma angustiosa, todo se fue
llenando de las prisas de la mañana. Pero a mí, absorto en pensamientos que
me consumían, me tomó casi por sorpresa la esperada invasión, de manera

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que acabé por llegar tarde al trabajo. El viejo no pareció inmutarse, no creo
que la suya fuera una vida regida por la esclavitud del reloj, sobre todo desde
que había ido relegando sus obligaciones en los miembros más jóvenes y
ambiciosos del codicioso claustro de lingüística y lenguas modernas.
Ignoro cuánto tiempo había permanecido tendido en la calle, si había
estado dormido o el golpe del automóvil me había producido un desmayo en
toda regla. Las imágenes de la tarde anterior llenaban mi ser de pensamientos
más grises que la ciudad misma. No sabía que Arnaud y Lucilla se
conocieran, a no ser que el encuentro se produjera a raíz de mi destierro, por
lo cual me maldije. Había visto primero la bolsa de lona apoyada contra la
ventana de la cafetería, y lo que ocurría en su mortecino interior me sugirió
una representación teatral, una comedia, un sueño, más que una imposible
realidad: Lucilla sonriendo y una mano larga y huesuda que le retira un
mechón y le acaricia la cara, la misma mano que había estrechado la mía,
bobalicona y desgarbada, de uñas comidas, esa misma mañana en las puertas
de Scheibert. Todo me había parecido que comenzaba a dar vueltas y más
vueltas, transformándose en una fanfarria de oscuras paredes y de anuncios, y
de las luces del automóvil sobre el que me abalancé en un intento humillante
y desesperado de esconderme en un callejón cercano. Y entonces fue cuando
lo vi; su nombre, amadas, codiciadas letras negras sobre un fondo rojo
recortado en la silueta de una de daga o espada: «Lucilla Maiorama en Nox
Una, una obra escrita y dirigida por Arnaud Winters», seguida de la fecha del
estreno, que a la postre parecía tratarse de aquel mismo viernes. A
continuación el mundo se volvió una oscura noche sin luna, de esas en las que
los estudiantes de primer año se cuentan historias cuya moraleja última
consiste en evitar las inmediaciones de la antigua fortaleza.
Entendí mi condena, mi purgatorio tal vez, si es que había sido lo
suficientemente valiente para poner fin a mi vida: debía observar aquel
escenario de mi caída, pero excluido de participar en él, condenado a
permanecer ocupado en un absurdo e imposible proyecto bibliográfico que se
alargaría hasta el final mismo de los tiempos. ¿Estaría muerto? ¿Habría, mi
obsesión con la maldita ciudad, configurado una especie de hechizo que
hubiera sesgado el aire que media, como una invisible frontera, entre el
mundo de los vivos y el de los muertos?
Al fin y al cabo, media ciudad estaba muerta, como intuíamos. Scheibert,
enfrascado en interminables diálogos con su sombra, era buena prueba de
ello. Comprendí que los oráculos que descendían desde la fortaleza,
envolviéndonos a codos, amenazantes, no habían sido exorcizados durante mi

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breve ausencia. Aunque trabajé con ahínco, presa de una urgencia algo
infantil, a mi marcha supe que aquello era una condena, que no merecía la
pena que me esforzase. Dejé a Scheibert y salí a un atardecer dorado de mayo
que se derramaba sobre las galerías, las bicicletas, e imaginé que el jardín
botánico también. Rememoré nuestros paseos por sus aceras circulares. Me
había desembarazado de la última hora en aquel ambiente en penumbra eterna
alegando un falso dolor de cabeza, y el viejo me había acompañado hasta la
puerta despidiéndome con exagerada prosodia hasta el día siguiente, algo que
jamás había hecho. Podría haber jurado que no se creía del todo mi repentina
indisposición.

III.

Me duché con rapidez y me encerré en mi alcoba. Por suerte Arnaud no
estaba en el apartamento. Pero al cabo lo escuché entrar y, para mi sorpresa,
vino directo a aporrear mi puerta con insistencia.
—¿Jonás? ¿Dónde te has metido? Me tenías muy preocupado.
—No pasa nada, estoy bien —mentí, algo aturdido por su camaradería.
—Iba a hacerme café, ven a la cocina.
Arnaud se había convertido, de alguna forma imprecisa, en el enemigo.
Aunque mi apatía me impedía encararlo, tampoco habría tenido fuerzas para
enzarzarme en una disputa. Conservaba el suficiente sentido común para
intuir que poseía una ventaja sobre él. Lo seguí hasta la cocina en silencio,
pensando que no éramos más que dos desconocidos unidos por una ciudad
que respiraba, que se movía, por medio de las maquinaciones, las
murmuraciones y los despropósitos que, días tras día, se infligían sus
ciudadanos los unos a los otros.
—Me has dado un susto de muerte —comenzó—. ¡Pensé que los espíritus
impuros de la fortaleza se te habrían zampado! —⁠añadió, una sonrisa curvada
hacia arriba. Era muy propio de Arnaud burlarse de todo pero, no sé muy bien
por qué, me molestó aquel comentario despreocupado⁠—. ¿Y cómo es trabajar
con el viejo Schiebert? Supuse que te divertiría.
—Sí, es interesante —balbucí, sin creer todavía que fuera capaz de
hablarme con tal serenidad. Lo observé sirviendo el café con un cuidado que
rallaba en la meticulosidad, describiendo un arco afectado con la cafetera para
que ni una sola gota cayera sobre la encimera. Siempre había sido un hombre
metódico y pulcro, mi amigo. Las cucharillas, alineadas en la mesa como dos

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estacas de metal, fueron embarazas de moloko rusa, mientras Arnaud se lamía
con disimulo los labios, como si acabara de sentir la dulzura del azúcar, antes
de sumergirlas con satisfacción en el líquido. Aquel rito del café debía
remontarse a sus años como estudiante de intercambio en Moscú. Lo imaginé
como adolescente imberbe, alumno aventajado de idiomas… Deseché el
pensamiento. La persona que tenía frente a mí debió de haber nacido justo
como lo veía ahora, un arrogante íncubo maldecido con la fría inteligencia
que lo mantenía apartado del mundo. Desenvolvió un paquete de pasteles
turcos y me los ofreció. Arnaud sería muchas cosas, pero no era un hombre
mezquino. Podía imaginarlo, sin embargo, siendo tan cruel que me hubiera
hecho regresar para darle la estocada última y definirva a mi triste historia, mi
expulsión de aquel paraíso impío, el destierro, Lucilla, y ahora un regreso,
quién sabe, para saldar ciertas cuentas imaginarias o para asumir la condena
de mi alma. No entendía qué placeres podría alimentar comportándose de
aquella manera. Pero mi amigo era un misterio.
Aunque me senté a la mesa, apenas hablé. Pero Arnaud supo llenar el
vacío con anécdotas sobre los cursos que impartía y sobre su eterna tesis. A
Lucilla no llegó a mencionarla, aunque su presencia, imposible y hermosa,
iluminara por completo el hueco entre ambos.
Los días que siguieron me enterré en el trabajo de ordenación de la
biblioteca. Decir que estaba furioso con Arnaud definiría de forma demasiado
leve mi angustia. Millones de ideas, a cual más absurda, se agolpaban en mi
cerebro enfermo. Por las noches me dormía igual que un muerto, como dice el
proverbio ruso, distintas imágenes compitiendo por mi perturbada
imaginación: el jardín botánico, la torre veneciana, la fortaleza rodeada de
pájaros negros, los pasos de los estudiantes sobre las callejas de piedra
amarilla, rostros mustios y ojos enormes como relojes… Lucilla, Arnaud,
Schiebert… Esperaba con ansiedad la llegada del viernes. El viejo no me dejó
solo ni un día, como si me vigilara. Como siempre, tras la inicial amabilidad
no tardó en revelar su aspecto más torvo. Pero a mí, acostumbrado a tantas
manzanas perfectas pero podridas, una metáfora muy veraz de nuestra vida en
la ciudad, su cambio de actitud no me sorprendió. Me pasé los días marcando
los libros como reses con una combinación de letras y cifras de mi invención,
y así iba pasando las horas, con la seguridad de que el tiempo siempre llega a
acabarse, y con él nuestra vida y nuestros miedos. No hubo más incidencia
que la desaparición de una joven italiana, anunciada la mañana del jueves.
Pero la noticia no me afectó tanto como lo habría hecho en el pasado. Aquella
noche me acosté pensando solo en Lucilla, en la obra, egoístamente celoso de

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todo, lamentando por primera vez la pérdida de mi opúsculo quijotesco tras
mi irrevocable expulsión. Mi transformación hacia el egoísmo de la madurez
parecía haberse completado.

IV.

La mañana del viernes encontré un sobre que Arnaud parecía haber deslizado
por debajo de mi puerta. Lo abrí, temblando, esperando no sé muy bien el qué
—⁠una nota tal vez suplicando mi perdón, ofreciendo alguna explicación que
sería bien recibida a pesar de todo, comprendí de inmediato, a juzgar por el
fuerte latido de mi corazón. Pero dentro no había ninguna nota, sino algo
mucho más increíble por su audacia: se trataba de una invitación al estreno,
esa misma noche, de Nox Una. Era roja, y tenía forma de daga chorreante de
sangre, como el cartel que me había perseguido durante toda la semana por la
ciudad en ruinas. Debía tratarse de un monólogo, puesto que, al igual que en
los carteles carmesíes, el único nombre que figuraba era el de Lucilla
Maiorama, seguido de Arnaud Winters como autor y director de la pieza.
Todo ello acompañado por una conocida cita de la Metamorfosis donde se
dilucidaba el significado del título. «Una sola noche», o bien «nox una» en el
original, actuaba como una metáfora, o más bien eufemismo, para referirse a
la muerte.
El día transcurrió con una lentitud insoportable. Una parte de mí denegaba
la posibilidad de que esperase nada, puesto que lo más seguro es que nada
concreto, nada relacionado conmigo y mis bochornosas circunstancias,
tuviera lugar. Lo más seguro sería que me dirigiera a la sala donde se
representaría la pieza, y que esta, lejos de desvelarse como el último acto de
mi historia, no resolviera nada en absoluto. Incluso mi desmesurado
egocentrismo no cabía para imaginar un acto vandálico de sadismo por parte
de Arnaud. Y, sin embargo, mi regreso, el trabajo, la obra, la invitación… No
dejaba de existir cierta ordenación tétrica en la estructura que me iba
envolviendo.
Cuando dejé a Schiebert entré en un pub irlandés y bebí tres pintas de
cerveza, y al cabo, henchido del falso valor que otorga el alcohol, decidí
encaminarme hacia la dirección que el cuidadoso Arnaud había escrito a lápiz
en el reverso de la daga. Aunque era temprano, encontré el edificio indicado
extrañamente desierto. Esgrimiendo mi entrada, en caso de toparme con algún
portero adormilado, logré encontrar la sala, un amplio salón de actos,

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imaginé, escondida en esta parte de la universidad, desconocida para mí por
tratarse de la Facultad de Medicina. Cuando por fin entré en el llamado Salón
Galileo me quedé mudo: la puerta se abrió con decisión hacia el mismísimo
teatro anatómico medieval que nunca antes me había animado a visitar, con la
seguridad propia de quienes viven en un sitio esperando que su estancia sea
tan prolongada que a menudo se marchan sin haber pisado el museo local. No
había empero confusión alguna: dos carteles de Nox Una se encontraban
fijados sobre cada una de las dos pesadas hojas de la puerta de madera.
La estancia se encontraba en penumbra hasta el punto de que sus esquinas
y los últimos bancos de las circunferencias más altas se perdían entre las
sombras. El efecto de tal lóbrega puesta en escena me hizo sentirme algo
incómodo. Poco me gustaban, como le ocurriría a cualquiera, las esquinas
oscuras en nuestra querida ciudad. No había casi nadie, pero en el centro del
semicírculo Lucilla, atada a una silla y maquillada con moratones y heridas,
completamente metida en el papel, se quejaba de varios dolores imaginarios.
Seríamos un público selecto, no más que los indispensables para rellenar el
primer círculo adyacente al centro y Arnaud, con la precisión que lo
caracterizaba, había asignado un asiento a cada uno de los invitados. Hallé la
tarjeta con mi nombre y me senté, comprobando que ella no me veía. No
llevaba allí ni cinco minutos cuando, como si acabaran de llegar todos a una,
un aluvión de personas entró y metódicamente ocupó sus lugares, con una
rapidez y orden que debieron haberme alarmado. Eso lo pienso ahora, por
supuesto. Solo cuando estuvieron todos sentados, ocupando sus puestos tal y
como en el futuro lo harían los sobrios retratos que celebrarían su paso por la
universidad, comprendí que me hallaba rodeado del claustro en pleno de mi
antigua facultad, incluido el viejo Schiebert. Entre ellos se encontraba mi
antiguo tutor, ocupando el lugar que le correspondía, pues intuí una jerarquía
que, obviamente, me había relegado al principio del semicírculo. Aún soñaba
a veces con su cara de decepción tras mi expulsión irrevocable. Cubriéndome
el rostro con la entrada intenté levantarme con sigilo para huir. Pero el
hombre de mi derecha, con discreción, sin que nadie lo notase, me asió del
brazo con la inusitada fuerza de un octogenario, impidiendo que me pusiera
de pie.
Entonces lo entendí todo. De repente fui consciente del inmenso regalo de
Arnaud. El autor de la pieza, al incluirme entre aquellos invitados, se
posicionaba públicamente a mi favor. Le agradecí en silencio su inesperada
fidelidad de amigo. Me reí de mis paranoias de los días pasados. Nadie
parecía haber reparado en mí. En realidad todos daban la impresión de estar

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tremendamente aburridos. Las altas cúpulas no solían aparecer por las
representaciones estudiantiles. Imaginé a Arnaud moviendo muchos hilos
para rellenar su semicírculo con semejante compañía. Temblaba de
expectación sobre lo que ocurriría a continuación en el teatro anatómico. Me
leí la invitación varias veces, los nombres, el día, la cita de Ovidio.
—Buenas noches —por fin entró Arnaud. Me sorprendió en exceso
aquella incursión en escena, un gesto algo anticuado. El pobre no tiene ni idea
de teatro, recuerdo que pensé⁠—. Esta noche seremos testigos de nuevo de
nuestro renacer —⁠continuó, girándose hacia Lucilla, y mirándola de una
forma que me heló la sangre. De inmediato procedió a amordazarla. Me
incorporé levemente, presa del pánico. Pero nadie pareció inmutarse. Volví a
hundirme en mi asiento de madera, incómodo. A mi alrededor todos los viejos
parecían absortos en la extraña representación.
Arnaud abrió con sus manos una funda de terciopelo negro de la que
extrajo lo que me pareció un escoplo, o alguna otra herramienta de ebanista,
la profesión de su padre, y lo consideró a la luz de una vela. Un tintineo a mi
derecha me hizo girarme. Los ancianos habían comenzado a pasarse odres de
vino de los que ellos mismos se servían, como ocurre a los postres de las
cenas de la facultad cuando los sirvientes ya se han retirado y empieza el
momento reservado al cotilleo más peligroso, el que puede destrozar la
carrera académica de alguien. Me sentía confuso, un instinto harto
desagradable golpeando mi estómago. Lucilla parecía verdaderamente
asustada. Calculé la distancia que mediaba entre mi asiento y la puerta, no sé
bien por qué. Conté a los presentes.
Nunca me he considerado un experto en el hiperrealismo mórbido de
ciertas corrientes teatrales provenientes de los sectores germánicos de la
universidad. Intuía sin embargo que algo no marchaba como debía. Por un
lado, aquel gesto afectado introductorio, como si Arnaud fuera el regente de
un circo de mala muerte, y por otra unas dosis de realismo desmesuradas en la
puesta en escena. Aunque todavía no hubiera ocurrido nada en realidad. Tenía
que andarme con cuidado, me dijera mi estómago lo que me dijera. Maldije
las tres pintas, que ahora adormecían mis reflejos. Todo podía tener
explicación aún. Por ejemplo, tal vez todo aquello no fuera sino la
humillación final de ambos hacia mi persona, perpetrando una situación en la
que consiguieran ponerme en ridículo una vez más. Me vino a la cabeza
Engels, retirado como librero tras una estresante carrera como dramaturg de
un teatro en Múnich. Recordé de lo que siempre se lamentaba cuando bebía
de más, él que era todo un devoto de Schiller: El problema del teatro alemán,

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querido Jonás, es que hoy en día si alguien va a ver una obra y no sale
chorreando sangre de pega, o pringoso de ensalada de patatas, no cree haber
pasado un buen rato. Y supe de inmediato que no podía imaginar a aquellos
ancianos, tan mustios como los libros entre los que pasaban sus días, versados
en las últimas vanguardias teatrales de las que se lamentara mi amigo,
inmersos en tales demostraciones de la más sórdida modernidad. No podía,
como no podía imaginarlos en el Münchner Kammerspiele aguardando con
devoción cualquier sábado por la noche su baño de ensalada de patatas. Volví
a contar a los presentes. Los ojos de Lucilla se clavaban en Arnaud, quien
había pasado a considerar lo que parecía algún arcaico instrumental médico.
Tenía que tomar una decisión. La oportunidad llegó con el caldo añejo que el
resto de los asistentes se echaba al buche con evidente fruición. Mi
improvisada rutina de divertimento se hermanaba a las más clásicas que pude
rememorar, pues consistió en volcar el odre, cuyo contenido se desparramó
confundiéndose con el sudor tintado de sangre de Lucilla. Balbuciendo
excusas me levanté, entre improvisadas muestras de pesar por quebrar el tono
solemne de lo que ocurría allí, fuera lo que fuera. Aproveché bien la breve
confusión, encaramándome de un salto sobre el pupitre y lanzándome
decidido contra Arnaud. Pero para mi sorpresa me sonrió, me abrió los brazos
y antes de que pudiera reaccionar me encontré fundido con él en un abrazo.
—¡Lo has entendido! ¡Por fin lo has entendido!
Lo miré atónito, de hecho sin entender nada de nada; aunque el reflejo
dorado de las velas sobre el escalpelo no diera lugar a equívoco sobre el
significado de sus palabras. Deseé haber estado en lo cierto unas horas antes,
y ser el objeto de una burla última, pues la otra opción no cabía dentro de lo
posible. ¿Y cómo saber de qué lado de la balanza se inclinaba la realidad? A
mi alrededor los demás convidados a aquella locura comenzaron a golpear las
mesas de madera con los puños cerrados, no como cuando aplaudían
sordamente el final de una lección magistral, sino más bien con una
parsimonia que tenía algo de ritmo infernal, apropiado tal vez para el
transporte de un ataúd. El de ella. O el mío tal vez.
—¿Pero qué demonios está pasando aquí? —grité, presa del pánico⁠—.
¿Qué os pasa a todos? —⁠y ahora irían las risas, pensé, de tratarse de una
broma a mi costa. Silencio.
Arnaud me miraba sin comprender.
—¿Qué te ocurre, Jonás? ¿Es que no lo entiendes? Tienes que hacerlo, ¡no
hay sitio para ella aquí!
—¡No hay sitio! ¡No hay sitio! —repetía el resto.

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Arnaud se interponía entre nosotros y la puerta, pero para mi sorpresa él
mismo me condujo hacia ella con semblante serio. La abrió y salimos juntos
al pasillo. Entonces dijo:
—Esto va a ocurrir de cualquier manera. La diferencia estará en si sales
corriendo ahora o si demuestras tu fidelidad. Y no tengo ni que decirte que
entonces todo te será restituido aquí, amigo mío. Todo lo que perdiste volverá
a ser tuyo. Pero esta es la última noche para ella, la única noche que le queda.
Aún cabía dentro de lo posible que mientras yo estaba ahí afuera Lucilla
se estuviera burlando de mí al otro lado de aquella pesada puerta. Traté de
ganar tiempo. No podía empujarle y desaparecer. No podía abandonarla. Este
pensamiento egocéntrico me otorgaba el papel de héroe, pero fue tan
instintivo que supe que se trataba de la verdad. No había obra teatral, ni
tampoco broma pesada. Por alguna razón que no entendía, Arnaud había
elegido a Lucilla para que fuera eliminada. Y si me negaba a colaborar era
posible que me eliminaran a mí. Nada tenía sentido.
Y de repente todo se volvió claro como el sol: los íncubos, la fortaleza.
Las leyendas que no eran tales. El claustro en pleno, y los estudiantes
desaparecidos.
Así que empecé a hablar atropelladamente para ganar tiempo,
comunicándole con afectada indiferencia mi posición. A mí, le dije, poco me
importaba lo que pudiera pasarle a ella, una cuestión que de cualquier manera
parecía regirse por un destino decidido. Y confesaba que la posibilidad de
reanudar mi carrera allí resolvería todos mis problemas. Admití una
vacilación no de orden moral, mentí, sino más bien de valor físico para
hacerlo. Mientras decía estas memeces, mi cabeza se afanaba en buscar una
imposible solución.
—Deja entonces que decida la suerte —sugirió Arnaud.
—¿De qué hablas?
—Lanza una moneda al aire que decida tu suerte, ya que la de ella, como
bien dices, está decidida ya.
Así lo hice. Pero no llegué a conocer la decisión de la diosa fortuna,
porque el mundo a mi alrededor se volvió del negro más espeso, como una
noche sin luna.

V.

Página 260
Espíritu impuro. Camino sobre cristales rotos. Los odres de vino estrellados
contra la tarima de madera ensangrentada. Los ancianos beben de sus brazos,
de sus senos, una jauría a cámara lenta abalanzándose sobre la breve piel que
los cubre. El rostro mustio, los ojos hundidos en sus órbitas para siempre,
abiertos como relojes inmensos.
Me despiertan mis propias arcadas y un sabor a sangre en la boca. El
automóvil se aleja tras golpearme. Ambos se aproximan desde la cafetería,
alertados por el inesperado accidente. Entonces lo veo en sus ojos, el mismo
amor. Quiero advertirla, contarle lo que ocurrirá en realidad el viernes, esa
visión repentina de su noche última. Pero no digo nada.
A su espalda Arnaud me devuelve la sonrisa, sus dientes puntiagudos
como agujas.

Página 261
La mercancía
ALBERTO LÓPEZ AROCA

Página 262
ALBERTO LÓPEZ AROCA (Albacete, 1976) es escritor. Desde 1991 colabora en
fanzines y revistas locales y más tarde, en otras publicaciones de ámbito nacional.
En 1995 fundó junto con Ricardo González Ortiz el longevo y recordado fanzine
de género Fábulas Extrañas, que posteriormente fue reconvertido en sello editorial.
Es conocido como autor de novelas policiacas, de misterio, terror y ciencia-
ficción, y desde el año 2005 ha destacado en España como estudioso sherlockiano,
gracias a las compilaciones de ensayos Cuaderno de Bitácora del Matilda Briggs
(2006) y Sherlock Holmes y lo Outré (2007), ambas publicadas por Ediciones de
la Academia de Mitología Creativa «Jules Verne» de Albacete. Entre sus novelas
se encuentran El placer según Mateo (Fábulas Extrañas, 2001), Medio kilo y una
pipa (Fábulas Extrañas, 2002), Card Nichols investiga… El misterio de la
armadura pródiga (Que Vayan Ellos, 2009) y Candy City (Ilarión, 2010), y sus
relatos están incluidos en los volúmenes Cuadros de costumbres del siglo XXI
(2002), A por cadáveres (2003), Los espectros conjurados (2004) y Nadie lo sabrá
Nunca (2005), todos ellos publicados por Ediciones Fábulas Extrañas. Es en este
último volumen donde apareció por primera vez «La mercancía», cuento que se
incluye en la presente antología.

Página 263
---
La mercancía

Al principio, yo quedé con mi contacto en que iba a ser lo de siempre, que no


íbamos a tener más complicaciones que las normales en esto. Porque como se
puede usted imaginar, complicaciones las tenemos a patadas, ¿eh? Pero a
patadas. Y yo no digo que sea una cosa poco honrada, que no lo es, porque a
esa pobre gente luego la putean mucho, pero eso lo hacen los empresarios,
¿sabe usted? Los empresarios, que son los que buscan lo que buscan, o sea,
mano de obra y no barata, no, sino gratis. Y claro, gratis, gratis, lo que se dice
gratis, pues no puede ser, porque la vida está muy jodida, y no solo por ahí, de
donde vienen todos estos, no, sino también aquí. Y lo que yo digo, vamos, es
que si vienen es por algo, y es porque se piensan que esto va a ser la hostia,
que se van a hacer ricos, o vete tú a saber. Y este país puede ser cualquier
sitio menos Jauja. Yo, sin ir más lejos, estoy bien jodido. ¿Se cree usted que
me gusta pegarme las palizas de camión que me pego yo, eh? Mire, hasta
cinco días sin dormir he estado yo en la carretera. Y claro, luego vienen que si
los accidentes, los ayayais y los madres mías. Y es que no puede ser, coño,
que para mantener a la familia uno tenga que hacer estas cosas. Pero cuando
no hay más cojones, no hay más cojones, y ya está.
A mí la verdad es que me dan mucha lástima, qué quiere que le diga, pero
también me da mucha lástima ver a los chavales de aquí, que se pegan media
vida estudiando, se sacan sus carreras, y al final terminan de barrenderos. ¡Y
eso con suerte, ojo! Porque las cosas están así de mal, o peor. Y si encima te
vienen yo qué sé la de extranjeros de todas las partes del mundo, pues mira…
Y es que en parte la culpa la tienen los jóvenes, que no quieren trabajar en las
cosas de toda la vida. Dígale usted a uno de los chiquillotes esos que se ven
por la calle, borrachos del todo, que se vaya a coger ajos. ¿Sabe qué le va a
decir? Que unos cojones, que vaya su puta madre, con perdón. Y es que no

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saben que nosotros, sus padres, nos estamos partiendo el pecho por ellos. Y
así va España.
No, no le pienso decir el nombre de mi contacto, señor. ¿Usted qué se ha
creído, que yo soy tonto o qué? Bastante tengo ya encima con esto, como para
encima buscarme más complicaciones. Que esta gente no se anda con
tonterías, oiga, que a las primeras de cambio te pegan un tiro y se quedan más
anchos que largos. Pues sí, hombre, no faltaba nada más que eso.
Lo del tío raro sí que se lo voy a contar, claro que sí. Es que si no, ¿cómo
se explica esta mierda? La verdad es que yo no lo entiendo, y aún me
tiemblan las manos, para qué nos vamos a engañar. Me tomaría un cafelito,
¿sabe? Sí, con leche estaría bien. Y si tienen algo de comer… No, no se
moleste, si con un bollo de esos que tienen en la máquina de ahí afuera me
vale. Es que la he visto cuando estaba en la sala de espera, sí. Muchas gracias,
señor.
Pues eso, que no sé cómo me pueden quedar ganas de tragar, pero bueno,
yo soy así de toda la vida, me gusta cumplir.
Ya, al grano.
Yo llevé el camión hasta un puerto de Francia, y allí teníamos que recoger
la mercancía. Y no ponga esa cara, porque yo no les llamo mercancía porque
me guste, sino porque se dice así. Yo entiendo que son personas, pero vienen
aquí a lo que vienen, y aunque me dan un poco de lástima, tampoco puedo
andarme con tontunas de si tal o de si cual. Había unos doscientos o
doscientos y pico, que yo no los conté, porque los ayudaron a subir los
franceses. Que no eran franceses, ¿sabe?, sino rumanos, como ellos. Para que
luego digan de nosotros; su misma gente es la que los lleva para arriba y para
abajo, y luego, los que son como yo, nos llevamos las hostias. Nosotros
somos los tontacos. Si los pillan a esos, los mandan a su país de vuelta, hala, y
si me pillan a mí, como me han pillado, me joden la vida. ¿Y esto es justicia,
señor? ¿Usted me puede decir a mí que esto es justicia? Ni justicia ni nada.
Esto es una mierda.
Que sí, señor, que me centro en lo que estamos.
Pues sí, eran rumanos, y lo sé por el acento y la pinta, que yo ya he visto
gente de todas partes. Y no digo que los haya llevado yo, ¿eh? Que esta es la
primera vez que yo me meto en un fregao así, y la última. Y solo por los
cuartos, que son la perdición de todo hijo de vecino. ¿O es que usted está aquí
a estas horas de la madrugada por gusto? Claro, coño. El dinero nos mueve a
todos, y cada cual hace lo que le toca. A mí, llevar a los rumanos abajo, y a
usted, hablar conmigo y sacarme toda la información que pueda. Si yo le

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entiendo, ¿sabe?, que soy una persona muy comprensiva, no se crea otra
cosa… Yo entiendo a todo el mundo: a usted, a los jefes, a la pobre gente que
se viene aquí para ganarse la vida… Los entiendo a todos. Por eso me extrañó
lo que pasó al principio, cuando los fueron subiendo al camión. Yo estaba en
el bar de enfrente, mirando por la ventana, y entonces vi que empezaron a
pegarse con los nuestros. Me extrañó, porque que yo sepa, eso no suele
ocurrir. Esa gente viene porque le da la gana, y si se tiene que subir a un
camión y pegarse ocho, diez, quince horas de viaje como sardinas en lata, se
las pegan sin rechistar. Y oiga, tan a gusto. Muy mal tienen que estar en su
país, sí, pero en fin… El caso es que salí a ver qué pasaba, y me acerqué al
encargado, que le estaba dando de bofetadas a uno que se había puesto
gilipollas y le pregunté que qué pasaba.
—A lo tuyo —me dijo, y yo me hice a un lado y me quedé mirando para
enterarme de cómo iba a acabar ese follón. Porque yo no quería follones, que
si alguien no quería venir, por mí se quedaba en tierra y aquí paz y después
gloria.
Por lo visto había tres o cuatro que iban con sus mujeres y con sus hijos, y
no querían subir al camión con el tío raro. Esto me lo dijo uno de los que iban
con el encargado, uno que no era rumano, yo creo que era bosnio o algo así.
El caso es que chapurreaba un poco el francés y el español, y me lo contó. Yo
al tío raro no lo vi, porque estaba ya al fondo del camión, con los otros. Y me
pareció una cosa muy extraña, la verdad. Pero total, los subieron a hostias y
me dijeron que chitón, que a mí eso ni me iba ni me venía. Y no me hacía
gracia, ¿eh?, que a mí no me gusta llevar a la gente a disgusto. Pero en fin…
Algunos de los que subían iban cuchicheando entre ellos, todos muy
serios, ¿sabe usted? Ahora que lo pienso, aunque no entiendo ni una palabra
de rumano, supongo que estarían hablando del tío raro. A saber…
Los cargaron a todos, a mí me dieron el fajo de billetes que se han
quedado ustedes, y me explicaron que me darían el resto al llegar a Madrid.
Lo normal en estos casos… Vamos, digo yo que será lo normal, porque es la
primera vez, ya le digo. Yo me subí en mi camión, y cogí carretera y manta
con toda tranquilidad. Ya me habían avisado de que tuviera mucho cuidado, y
me explicaron la ruta mil veces, pero yo me la sabía de memoria. A la hora o
así, tuve que parar en la frontera y pagar las tasas y todo eso, y también unté
un poco a los guardias, claro. Así se hacen estas cosas, que yo sepa. Sin
problemas, vamos. Hasta me tomé unos cafés con los franceses, ¿sabe? Me
bajé a la garita y ahí cerré el trato… Bueno, en realidad el trato ya lo habían
cerrado los jefes hace días, ¿no? Pero pasa lo que pasa, que esa gente también

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tiene hijos que mantener, y procuran arañar cuatro perras más si pueden… Y
uno, para evitarse problemas, les paga un poquito más de la cuenta y en paz,
hombre, para qué vamos a reñir. Y eso me lo quité yo de mi bolsillo, ¿eh?
Pues nada, estábamos tan tranquilos cuando empezamos a oír los gritos. Y
dice uno de los guardias franchutes, que hablaba español mejor que yo, que
soy de Cuenca:
—Eso es en el camión.
—No, hombre —le digo yo—. ¿Cómo va a ser en el camión? Si dentro ya
pueden estar cayendo rayos y centellas, que a la parte de fuera no llega nada
de nada.
—Vamos a ver —dice, y va y saca la pistola.
Total, que salimos de la garita y vamos para el camión. Y sí, los gritos
eran de allí dentro. Y yo pensé: «¿Pero esto cómo puede ser?». Y di la vuelta
y me fijé en que las puertas estaban mal cerradas, ¿sabe? Habían echado el
cerrojo, pero la parte baja no estaba bien enganchada. Me di cuenta porque vi
un montón de manos que asomaban por ahí abajo, y hacían fuerza para salir.
Estaban armando un escándalo de mil demonios, y el guardia francés me dijo
que me cortara un pelo y que llevara el camión a otra parte pero ya, o se
quedaba en la frontera. A mí me dio no sé qué, porque además, así no podía
cerrar. Tenía que abrir la puerta otra vez para no pillarles las manos. ¡Menudo
lío! Y anda que no me lo dejó bien claro mi contacto: «Ni se te ocurra abrir la
puerta hasta que estés en Madrid, o te buscas un problema con nosotros».
¿Y qué iba a hacer yo, si además tenía al franchute con la pistola en la
mano y una cara de mala virgen que no podía con ella? Pues seguir adelante,
por supuesto. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar, eh? Lo mismo. Se lo digo
yo, señor.
¡Hombre, el café! No sabe usted lo bien que me va a venir, oiga, que estoy
que me duermo. Y el bollo este… ¿No había en la máquina unos de esos que
llevan chocolate por dentro también? ¿Sabe de cuáles le digo? Ya, ya, no es
cuestión de abusar. Si a mí estos que llevan solo chocolate por fuera también
me gustan mucho. Pero tómese usted uno y me acompaña, ¿no?
Vale, vale, a lo que estábamos.
Pues sí, señor. Cogí el portante, como quien dice, y me metí en la
Península, que no sabe usted el descanso que le queda a uno cuando sabe que
ya está en su patria. Y es que lo de salir fuera para trabajar no le gusta a nadie,
se lo digo yo. Cada vez que entro en España, me da como un no sé qué, ¿sabe
usted? Primero como emoción, que uno dice «Hala, ya estoy en mi casa»,
aunque estés en Cataluña y te queden horas de carretera. Pero hacerlas aquí,

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en carreteras de las nuestras, ya no es lo mismo. Y aparte de la emoción,
también es que haces el resto de viaje más tranquilo, pensando que lo más que
puede pasar es que lo paren ustedes a uno, y ya sabe, un cigarrito y a tragar
millas.
Pero esta noche la cosa no estaba como para tranquilizarse. Y ya no es
solo saber que detrás llevaba a toda esa gente, no. El problema es que desde
que había pasado la frontera, los cabrones no habían dejado de gritar. Y que el
remolque no estuviera bien cerrado era una preocupación más. Y es eso que le
digo, los gritos es que los tengo aún metidos aquí, en la sesera. ¿Se lo imagina
usted? Ya, claro que se lo imagina. Después de haber visto lo que yo, claro
que se lo tiene que imaginar.
Ya sabe usted lo del cabrito ese que venía con las luces largas, el muy hijo
de puta. A ese sí que lo tenían que pillar ustedes, ¿sabe? Ese sí que es un
criminal, a mí que no me fastidien. Yo que ya tenía bastante con el guirigay
que me estaban montando los rumanos atrás, no hago más que pasar
Calatañazor, y ya sabe usted, como a tres o cuatro kilómetros del Burgo de
Osma, en un tramo que es una recta, coño, y va y me sale el cabronazo ese de
las luces largas, y yo que lo veo me digo: «¡Se me tira encima, se me tira
encima!». Y hala, volantazo y a tomar por saco. Pero qué le voy a contar a
usted, que estará harto de ver estas cosas día sí, día también.
Ya, ya, lo de después, que eso sí que no es de verlo todos los días.
Bueno, pues total, la máquina se me salió a la derecha, al bosquecillo, me
tragué yo qué sé la de árboles, y al final volcó. ¡Menuda hostia, señor! ¡Pero
de las gordas, eh! Yo creía que me había matado, pero no. En el fondo aún
tendré que dar gracias a Dios y todo…
Cuando vuelvo en mí y me veo ahí, sujeto por el cinturón de seguridad,
me digo «¡Menudo milagro!». Y entonces me acuerdo de las pobres gentes de
ahí atrás, que ya ni chillaban ni nada, y digo «¡Me cago en Satanás, que me
los he cargado a todos!».
Así me gusta el café, calentito, calentito, casi hirviendo. Y lo bien que
sienta ahora. Si es que son muchas horas sin dormir, y encima con el trauma
del golpe… ¿Me dejarán echar una cabezada aunque sea en el calabozo?
Ya, ya…
El caso es que me las ingenié para salir de la cabina, que el camión había
volcado del lado derecho, y yo tuve que salir por la puerta del conductor. Y
miré a ver si el cabronazo de las luces largas había parado, pero ¡quia!, ese se
había largado de allí y no quería saber nada. Total, que salgo fuera,
compruebo que no tengo nada roto, y digo: «Pues a esta gente habrá que

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sacarla de ahí adentro, que alguno quedará vivo, y al ir tantos habrán hecho de
colchón unos con otros». Y claro, ya a esas alturas, me daba lo mismo que me
hubieran dicho que no abriera la puerta hasta llegar a Madrid, porque llegar
llegar, lo que se dice llegar, ya no íbamos a llegar a ninguna parte.
Y abrí la puerta. ¡Vaya si la abrí! ¡Y maldita sea la hora en que se me
ocurrió! Yo ahora lo pienso y ¿sabe usted?, ojalá y me hubiera mordido la
mano un gorrino. Así de claro se lo digo. Porque no es lo mismo contarlo así,
a lo pavo, tomándonos un café tranquilamente, que estar allí.
Me voy para la parte de atrás del camión, y yo ya sabía que aquello iba a
ser un disparate, ¿sabe usted? Pero no tanto como lo que me encontré. Mire,
los pilotos de atrás aún funcionaban, y algo alumbraban. Y vi los chorros de
sangre que se escapaban por los bajos, que ahora estaban en vertical, a la
izquierda. Y no había poca sangre, no. Y yo pensé: «Madre mía, menudo
desastre, si es que se han reventado todos…».
Descorrí el cerrojo con cuidado, porque si me descuido la puerta se me
cae encima… y aquello era como para asustar al miedo.
No era solo el olor normal en sí, que aquello olía a doscientas y pico
personas hacinadas, o sea, a sudor y a mierda y a meados. Es que además olía
a la sangre, que usted sabrá que es así como un olor dulzón muy asqueroso…
A ver si me explico… Cuando uno se hace un corte en un dedo y se chupa la
herida, ¿ese regustillo que se te mete en la garganta? Pues era como estar
chupando sangre por la nariz; yo estaba respirando sangre…
Y ahí adentro algunos todavía gemían. No podía verlos… Bueno, sí.
Algunos estaban amontonados y se cayeron fuera del camión cuando abrí la
puerta… Y mire, yo no esperaba eso… Me había imaginado a alguno
reventado por el golpe, pero es que aquello no era cosa del impacto.
No sé si me estoy explicando, señor. Yo estaba todavía atacado y un poco
atontado por el hostión, y con las luces rojas de atrás tampoco podía ver gran
cosa.
Mire…
Había brazos sueltos, y piernas, y más sangre por todas partes. Y una
cabeza salió rodando y terminó ahí, a mis pies, ¿sabe? Eso… Eso no puede
ser culpa del accidente. ¡Joder, si el camión se había salido, sí, y había
volcado! Pero ¿cómo va alguien a perder la cabeza, o un brazo, o los dos? No
tiene ningún fuste.
Y dentro, en lo oscuro, algunos todavía gemían… Yo estaba acojonado,
pero a la vez me daban ganas de llorar. Es una impresión muy gorda. No sabía
qué hacer, estaba como paralizado, ¿comprende? Me quedé mirando aquello,

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y es que no podía ni reaccionar. Nunca he visto una cosa así antes, ni quiero
volverla a ver.
Perdone, si no le importa voy a terminarme el café, que a mí en vez de
ponerme nervioso, me calma… Aunque ahora no sé si me va a caer bien al
estómago…
Lo que quería decirle es que antes de verlo, lo oí. Se lo juro por mi madre
que le digo la verdad, señor… Lo oí aullar ahí adentro, entre los muertos. Y
se lo juro otra vez, no era ninguno de esos pobrecillos que aún quedaban
vivos, que a ellos todavía se les oía. Poco, pero se les oía.
Esto era otra cosa, señor. Ni gemidos ni hostias en vinagre; ese aullido lo
tuvieron que sentir en Calatañazor y en el Burgo, se lo digo yo. Eso, señor, no
era un hombre, se lo juro por mis hijos. Se me pusieron los pelos como
escarpias. Lo primero que pensé al oír aquello entre tantos cadáveres fue que
de alguna manera, alguien me había colado un tigre en el camión. Un tigre
como una casa de grande, y es que no le veía otra explicación. O sea, le digo
la verdad, no me cagué ni me meé en los pantalones porque ya me había
aliviado en la frontera, cuando estuve con los franchutes. Ya no me extrañaba
que los rumanos hubieran estado berreando todo el camino.
Ya le digo, un tigre. Lo tuve muy claro. No se me ocurrió que fuera un
león, o un leopardo, o yo qué sé. No, un tigre.
Al segundo aullido se me quitó esa idea de la cabeza. Esa, y cualquier otra
idea que pudiera tener, porque salí por piernas, carretera abajo. Pensé por un
momento en volver a la cabina del camión, pero me dije: «Sí, y unos
cojones».
Y sí, sí que lo vi, señor. Y no, no era un tigre, ni un león, ni Cristo que lo
fundó.
Estaría a cincuenta metros o así, no más, que ya sabe que el tramo aquel
es una recta. Y se me ocurrió volver la cabeza, y fue entonces cuando lo vi
salir.
Claro que sí, señor, claro que estaba muy oscuro, si lo sabré yo, que
estaba allí. Pero se lo juro las veces que haga falta, por quien haga falta y
sobre la Biblia de Tutankamón si a usted le da la gana: los pilotillos rojos no
iluminan mucho, ni falta que me hicieron para ver una cosa muy grande, no
sé, como una vaca o un toro de grande. Y salió de allí, de mi puto camión, a
cuatro patas.
Fue solo un instante, ¿sabe usted? Lo justo para verlo de lejos, y sí, con
muy poca iluminación. Grande, muy grande, y sí, a cuatro patas. Y si me lo
pregunta usted, señor, le diré que aquello tenía pelo negro, ¿de acuerdo? Y

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orejas largas. ¿Y sabe otra cosa? Llevaba algo en la boca. Era la pierna o el
brazo de alguien. Y la llevaba así, en esa bocaza llena de colmillos que sí, que
los vi a cincuenta metros, con menos luz que una mierda. Vaya si los vi.
Y si no está contento con lo que le cuento, que no lo estará, menos le va a
gustar esto otro: justo antes de que siguiera la carrera pensando que esa cosa
iba a ir a por mí, antes de que me recogiera doscientos metros más abajo el
señor ese del Renault cinco, aún vi más, ¿sabe? Porque vi a esa cosa meterse
en el bosque y desaparecer con el almuerzo colgándole de las mandíbulas.
Pero antes, señor… Antes se había enderezado. Esa cosa de mierda se marchó
de allí caminando, ¿sabe, señor? Andando como hacemos usted y yo, y todo
el mundo: a dos patas. Se entró a los árboles y desapareció.
Mi teoría, por si le interesa, es que esa cosa era el tío raro, ¿se acuerda?
Ese con el que no querían subir los rumanos. Me ha dado tiempo a pensarlo
en el rato que me han tenido aislado en la habitación aquella, y yo creo que
ellos sabían que el tío raro no era… bueno, normal.
Y no ponga esa cara…
No se ha creído usted ni una palabra, ¿verdad, señor? Y sin embargo,
usted ha visto el camión, ¿no? Ha visto los cadáveres. Y sabe perfectamente
que esa carnicería no la puede causar un accidente como este, ¿verdad?
Pero me van a cargar a mí todos los muertos, ¿no? ¿Es eso lo que quiere
decir?
Bueno. Créase lo que le dé la gana. Yo no le puedo contar otra cosa,
porque lo que le he dicho es la pura verdad. Palabra de honor.
Y no, no insista: no pienso decirle el nombre de mi contacto.

Página 271
Gatomaquia
MARC R. SOTO

Página 272
MARC R. SOTO (Santander, 1976) reside actualmente en Madrid. Ha ganado
diversos premios, como Los nuevos de Alfaguara (1993) o el Jóvenes Talentos
Booket (2006). Sus relatos se han traducido a varios idiomas y es, hasta la fecha,
el único autor español publicado en la revista estadounidense decana de la
literatura de misterio Ellery Queen’s Mystery Magazine. El relato que aquí
incluimos apareció en su segundo libro, El hombre divergente (AJEC, 2008), y fue
finalista del premio Xatafi-Cyberdark de la Crítica de Literatura Fantástica en la
categoría de mejor relato.

Página 273
---
Gatomaquia

1

Si te cuento esto es solo porque en este mes y medio te he cobrado aprecio y
no quiero que ni tú ni los tuyos acabéis mal. Haz que tu hermana se deshaga
de él, Carlos. Que lo despeñe por un acantilado, o que envenene su comida.
Lo que sea, pero que se deshaga de él.
Yo tenía un gato como ese. Quiero decir que Paula lo tenía y, por
extensión, yo también. Se lo regalé cuando aquel doctor nos dijo que no
podíamos tener hijos. Yo temía que mi mujer cayera en una de esas
depresiones de las que se sale con sobrepeso y adicción al Prozac, de modo
que me escapé de casa y se lo compré en la tienda de mascotas del pueblo.
Por entonces llevábamos… Déjame pensar… Unos tres años casados, más
dos de novios… En total cinco años juntos. El entresuelo que habíamos
comprado en las afueras, cerca de la fábrica, estaba ya casi completamente
amueblado. Teníamos televisor, tres lámparas y un DVD de esos con siete
altavoces que, si quieres que te diga la verdad, son el mayor avance de la
humanidad desde que se inventaron los condones lubricados. Aquello sí que
era como estar en el cine, y no la mierda que nos ponen aquí los viernes por la
noche. En fin, lo que quiero decir es que lo teníamos todo, ¿vale? Y que
podríamos haber continuado así por los siglos de los siglos de no ser porque
un día vuelvo de la fundición y Paula me sale con que quiere un crío, que lo
ha estado pensando y cree que es el momento adecuado. Y yo con los ojos
como platos. ¿Qué me estás contando? Si a ti nunca te han gustado los críos.
Sí que me gustan, solo que no podíamos tenerlos, pero ahora… Ahora, ¿qué?
Bueno, ahora que nos sobra una habitación y tú tienes trabajo fijo…

Página 274
¿Me sigues? ¿Cómo iba yo a decir que no? ¡Si en mi vida fui capaz de
negarle nada! Protesté un rato, claro que sí, tenía que dejar clara mi opinión al
respecto, pero por último accedí. En realidad pensaba que se le olvidaría
enseguida, como siempre se le habían olvidado los proyectos a largo plazo.
Paula era así, ¿sabes? De las que derrochan su energía en los primeros
compases de carrera y, cuando antes del final se desfondan, le echan la culpa
al viento. Así había sucedido hasta entonces, como cuando se apuntó al
gimnasio y a las dos semanas tiró la toalla, o cuando se matriculó en la
academia de peluquería y mes y medio después abandonó el bolso con los
peines y las tijeras al fondo del armario, donde permaneció cubierto por la
ropa vieja hasta el día en que murió. Yo confiaba en que con el crío ocurriera
lo mismo, pero me equivocaba.
Paula no lo olvidó. Se consagró a ello con un interés que rayaba la
obsesión. No hablaba de otra cosa, todo cuanto hacía, decía o pensaba a lo
largo del día estaba única y exclusivamente orientado hacia el embarazo.
Compró una cuna y un capazo, toallitas, libros y revistas con títulos como
Ahora que vas a ser madre, La luna y tú, almanaque de la fertilidad o (el más
inquietante de todos) Ahora que ÉL va a ser padre… Incluso me obligó a
comprar placas de pladur para hacerle al bebé unas estanterías donde guardar
sus juguetes. Y total, para nada, porque al final todos aquellos trastos se
quedaron acumulando polvo en la habitación libre cuando el especialista nos
dijo que no podíamos tener hijos, que ella y yo éramos incompatibles.
¿Que si teníamos otras opciones? Joder, claro que sí. Hoy en día lo que
sobran son opciones, siempre que estés dispuesto a vender un riñón, hipotecar
el otro y no te importe tener trillizos. ¡Opciones! Paula me las enumeró todas
y cada una durante el trayecto de regreso desde la consulta: tratamientos de
fertilidad, donantes de semen, fecundación in vitro… incluso me habló de
adoptar. Yo, sin embargo, me mantuve firme: ni tratamientos ni pollas en
vinagre. Cuando la cosa no está de quedar en estado…, ajo y agua, ¿no te
parece?
Bueno, pues ella se lo tomó fatal: se pasó el día llorando, y una semana
después todavía estaba hecha una Magdalena.
Una noche, en la fundición, un compañero que trabajaba en la zona de
verificación visual me dijo que debería comprarle un gato a mi mujer, y la
verdad es que me pareció un consejo cojonudo, porque cuando un gato es un
cachorro hay que cuidarlo como a un bebé, y eso era precisamente lo que
necesitaba Paula; y, además, cuando crece no hay que dejarle el coche ni
pagarle la universidad. La noche siguiente, mientras vertía el caldo en las

Página 275
coquillas que desfilaban ante mí (y de las que más adelante salían bombines
de freno y recambios para lavadoras), le daba vueltas a la idea, y cuantas más
vueltas le daba, más me gustaba. Cuando a las seis de la mañana salí de la
fábrica, ya lo había decidido: esa misma tarde, antes de que cerraran los
comercios, me presenté en la tienda de mascotas del pueblo y lo compré. Y
maldita la hora, te digo. Maldita la hora.

2

Al principio todo fue como la seda. Era un cachorro cariñoso y juguetón, un
gatito persa de color gris ceniza como el que sostiene tu hermana en la foto.
Paula se encariñó con él desde el primer momento, y lo mimaba… Madre
mía, cómo lo mimaba: le calentaba la leche, le daba el biberón, lo llamaba su
«bebé». Cuando más adelante no pudimos permitirnos comprar chuletas de
ternera a diario, al maldito animal nunca le faltaron sus latitas individuales de
comida. A veces, si había coliflor para comer o alguna otra porquería por el
estilo, miraba el cuenco de Fifí (así le puso al gato, manda huevos) y te juro
por Dios que me daban ganas de darle el cambiazo.
En muchos aspectos fue como si Paula hubiera tenido el hijo que deseaba,
aunque sin las incomodidades del parto. Se dedicó a él en cuerpo y alma, y a
mí me dejó de lado como hacen tantas mujeres al dar a luz. Todos los mimos
se los llevaba él, todas las atenciones. Paula ya nunca se reía conmigo, pero,
joder, ¡era ver al gato perseguir un papelajo por el pasillo y saltársele las
lágrimas de la risa!
Bueno, y si ni siquiera se reía conmigo, del sexo olvídate. Se acabó lo que
se daba. Se quedaba hasta las tantas en la sala viendo la tele con Fifí sobre sus
rodillas, de manera que cuando por fin venía a la habitación decía que era
demasiado tarde, que estaba cansada, que era uno de esos días… y se metía
directamente en la cama dándome la espalda. Al cabo de unos meses acabé
por resignarme y me la pelaba casi a diario en el baño, como cuando tenía
trece años.
Y sin embargo yo la quería. ¿Puedes creerlo? A mí, hoy en día aún me
cuesta, pero es cierto: la quería. A pesar de que me ignorara, a pesar de su
frialdad y su desdén (que cerca del final fueron insufribles), yo estaba
enamorado de ella hasta los huesos. Cada día, al levantarme, la veía bajo la
luz encarnada del despertador, con el rostro relajado y en paz, tan guapa que
dolía mirarla, y me preguntaba cómo… Cómo demonios había sucedido todo,

Página 276
cómo era posible que nuestra relación se hubiera ido al carajo así —⁠¡zas!⁠—
sin avisar, cómo era posible que ella hubiera llegado a despreciarme de aquel
modo en tan poco tiempo.
A veces, sabes, sobre todo al final, por la noche, antes de cerrar los ojos,
me concentraba en el ronroneo de Fifí, que dormía con ella, y pensaba para
mis adentros: «Matar al puto gato, matar al puto gato», porque se ha dicho
que repetir algo hasta quedarte dormido es el mejor método para soñar con
ello. Y en alguna ocasión lo logré, como lo oyes: soñé que lo metía en la
bolsa de deportes con la muda y el bocadillo, me lo llevaba a la fundición y,
una vez allí, arrojaba la bolsa en la cuchara llena de acero fundido. Luego, al
volver a casa, me encontraba a Paula llorando porque Fifí había desaparecido.
Entonces yo la abrazaba y la consolaba diciendo que así es como son los
gatos, y acabábamos haciendo el amor sobre la alfombra de la sala, como dos
recién casados.

3

Estoy convencido de que si las aguas hubieran seguido su cauce yo habría
acabado por hacerlo, ya sabes, llevarme el gato en la bolsa y todo lo demás.
Una vez una idea así se te ha metido en la cabeza no hay manera de hacerla
salir. Sin embargo, al poco de comenzar a considerarlo seriamente, el sector
del acero atravesó un mal momento. Un bache, dijeron los soplapollas de
siempre, algo temporal, pero lo cierto es que se las arreglaron para prejubilar
a todos los que pudieron y liquidar a los más jóvenes en dos regulaciones de
empleo que se sucedieron como ráfagas de ametralladora.
Total, que de buenas a primeras me vi en la calle con una indemnización
ridícula, veinte años de hipoteca por delante y una mujer y un gato a los que
alimentar. Tocaba apretarse el cinturón y vaya si nos lo apretamos. Que yo
recuerde no volví a comer en condiciones hasta que ingresé en prisión, con
eso te lo digo todo. Y mientras comíamos basura y llevábamos la ropa
remendada, mientras a cada entrevista de trabajo le seguía un mayor silencio,
¿qué crees que hacía el señor marqués? Comer, comer como un cabrón
aquellas latitas de comida para gatos. Mil veces intenté convencer a Paula de
que no podíamos permitírnoslo, que Fifí tendría que arreglárselas con lo que
sobrara en nuestros platos y en el fondo de la olla, pero ella como si nada, que
no, que su bebé no iba a pasar hambre, que él no tenía la culpa (y agárrate,
porque esto me lo dijo así, con todas las letras, la noche antes de que…,

Página 277
bueno, la noche antes), que él no tenía la culpa de que a su dueño le hubieran
echado del trabajo y fuera un vago de mierda al que nadie quería contratar.
Comenzamos a discutir. Gritamos los dos, pero la que llevó la voz
cantante fue ella. Supongo que casi todos mis reproches se los llevaba el agua
del inodoro cada mañana, pero los suyos habían ido fermentando en su
interior a lo largo de varios años y aquella noche afloraron a la superficie
como cadáveres mal enterrados. Me acusó de haber arrojado su vida a la
basura, de tenerla encerrada en aquel entresuelo de las afueras, tan cerca de
las fábricas que no podía tender la ropa en la calle sin que se volviera a
ensuciar, de condenarla a una vida «mediocre y sin esperanza»… ¡Como si el
mundo girara a su alrededor, como si yo lo estuviera haciendo mal a
propósito, como si yo no viviera también en aquel pisito inmundo y comiera
la misma mierda que ella día tras día!
Al cabo de un rato no pude soportarlo más. Comenzaba a sentir esa
especie de succión en la boca del estómago, así que antes de cometer una
estupidez agarré la chaqueta y me marché dando un portazo.
En la calle hacía frío, pero a mí me daba igual. Alcé el cuello de la
chaqueta y comencé a caminar soltando vaho por la nariz como un toro bravo,
con los puños cerrados en los bolsillos. Todavía me parecía escuchar los
insultos que Paula me había dedicado al salir retumbando en mi interior,
rebotando en mi cabeza como la pelota que Steve McQueen hacía rebotar en
la pared de la celda de castigo en La Gran Evasión: eres un vago —⁠¡pam!⁠—,
un inútil de mierda —⁠¡pam!⁠—, un ignorante —⁠¡patapam!⁠—. ¿Cuánto tiempo
hacía que Paula pensaba eso de mí? No podía dejar de hacerme esa pregunta.
Las cosas habían cambiado entre nosotros, de acuerdo, pero ¿hasta ese punto?
¿O es que habían sido así desde el principio? ¿Pensaba eso Paula cuando dio
el sí quiero, cuando nos fuimos a vivir juntos, cuando me dijo que tendríamos
un bebé? Yo creo que no. Lo creo ahora sentado aquí contigo con la misma
intensidad con la que lo creí entonces, mientras entraba y salía de los charcos
de luz que proyectaban las farolas en las aceras humedecidas por la helada.
Ella me quería, solo que el gato había conseguido que se le olvidara.
Calladamente, sin llamar la atención, había ido llenando todos y cada uno de
los silencios de Paula con su ronroneo gris ceniza hasta conseguir que en su
pecho no hubiera sitio para otro amor que el amor maternal.
La sangre latía con fuerza en mis oídos mientras caminaba hacia el centro
en pleno acceso de violencia. Eran las once y media de la noche. Las calles
estaban desiertas, a excepción de algún coche que pasaba dejando una nube
blanca tras de sí, pero si alguien me hubiera salido al paso —⁠y en los tiempos

Página 278
que corren no es algo tan difícil, incluso en un pueblo tranquilo como el
mío⁠— creo que le hubiera matado allí mismo con las manos desnudas por el
simple y puro placer de hacerlo.
Al cabo de veinte minutos me encontré enfilando la calle que bordeaba el
colegio y llevaba hasta la tienda de mascotas. Pensaba, ¡qué sé yo qué
pensaba! Liarme a patadas con la puerta, cargarme la luna a hostias…, dar
salida a toda aquella mala leche antes de que se agriara en mi interior. Ya
estaba mentalmente preparado para ello, tenía incluso apretado el puño
alrededor del llavero metálico, por eso me dolió de aquel modo cuando vi que
habían cerrado el negocio, como cuando cierras el grifo en mitad de la meada:
el mismo escozor, solo que en la cabeza en lugar de en la polla.
Habían desmontado el cartel luminoso y cubierto la luna del escaparate
con papel de estraza. En la puerta, donde hacía casi un año te recibía una
pegatina en forma de perro con la palabra «Abierto» saliéndole de la boca,
ahora se veía una hoja de papel cuadriculado pegada con cinta adhesiva. En
ella alguien había escrito con un rotulador fosforescente: «Centro de belleza
Marilín. ¡Disfrute con su hija de nuestros bonos familiares! ¡Abriremos en
breve!».
Me quedé allí unos minutos con el estómago lleno de plomo fundido
mientras leía una y otra vez el dichoso papelito, sintiéndome pesado y
desinflado como un globo viejo, muriéndome de ganas de sentarme en el
bordillo de la acera y…, no sé, romper a llorar o simplemente cerrar los ojos y
dejarme morir. No sé si sabes a qué me refiero.
Pasado un tiempo, giré sobre mis talones, le escupí en el ojo a una
papelera y reemprendí el camino de regreso, todavía con ideas de muerte en
mi cabeza. Pensaba en lo que todo el mundo piensa en los malos momentos:
lo que había hecho mal en la vida y lo que no había hecho bien, que casi
nunca es lo mismo; el tiempo perdido; las mentiras dedicadas a los demás y
las que se dedica uno a uno mismo para seguir adelante sin volverse loco. Ese
tipo de cosas… Pero, sobre todo, pensaba en lo estúpido que era por no
haberme llevado al gato a la fundición cuando todavía trabajaba allí. ¡Hubiera
sido tan fácil hacerlo a las cinco de la madrugada! Ahora en cambio era
imposible. Paula se pasaba el día en casa, enchufada al televisor con Fifí
rondando siempre a su alrededor como un puto satélite gatuno. Adivina quién
se encargaba de la compra desde que me echaron del trabajo.
En algún punto entre el futuro centro de belleza Marilín y nuestro bloque
de pisos en las afueras, aquel batiburrillo de sentimientos encontrados alcanzó
un equilibrio interno, y comencé a pensar con claridad, a buscar una solución

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para el único impedimento que tenía para matar al gato y recuperar así a
Paula. Al final, cuando ya estaba abriendo la puerta del portal, se me ocurrió
el modo en que podría hacerlo, tan claro, tan sencillo, que cuando me metí en
la cama todavía tenía la carne de gallina.

4

Aquella noche volví a soñar que mataba a aquella asquerosa bola de pelo,
pero esta vez no lo hacía en la fundición, sino en casa. Apretaba mis manos
alrededor de su cuello y lo hundía boca arriba en la bañera. Mis brazos
parecían extremadamente largos y delgados en mi sueño, como ramas. Fifí se
agitaba bajo la superficie revuelta del agua, abriendo y cerrando la boca. Yo
gritaba, pero mi voz sonaba grave; las palabras, ininteligibles. Y entonces me
daba cuenta de que era yo quien estaba bajo el agua, que aquellos brazos no
eran los míos alargándose hasta el cuello del gato, sino las patas del gato
alargándose hasta mi cuello, salvo que ya no era Fifí, sino Paula, Paula
inclinada sobre la bañera, Paula sujetándome desde las alturas, las puntas de
su cabello arañando la superficie, y yo gritando, y el agua penetrando en mi
boca, en mis oídos, en mis ojos, y la luz del techo tremolando tras el rostro
difuso de mi mujer, que sonreía mientras yo me ahogaba.
Desperté bruscamente, sudando, solo en la cama. El reloj de la mesita
marcaba las diez y media, hacía meses que Paula no me despertaba para que
desayunáramos juntos. Me quedé quieto unos segundos con los codos
apoyados en el colchón y la respiración entrecortada, reviviendo cada detalle
de la pesadilla. Me sentía aturdido, mareado. En mi confusión, tanteé incluso
la entrepierna del pijama para comprobar si estaba mojado, como cuando era
crío.
Al cabo de unos minutos logré serenarme y me levanté. Paula trajinaba
por el piso. El televisor inseminaba la casa con su estupidez catódica. Subí la
persiana y fui a darme una ducha. Cuando, desde el cuarto de baño, escuché
maullidos en la cocina, estallé.
Lo haría. Sí, señor, lo haría. Mataría al puto gato. Lo ahogaría en la
bañera, como en el sueño. Sanseacabó, kaput, a tomar por culo.
En cuanto tomé la decisión, me sentí mucho mejor, todo cobró sentido.
Tenía algo que hacer, ¿comprendes? Un propósito, un plan. Con la barbilla
hundida en el pecho y el agua caliente cayéndome en la nuca, lo repasé todo
tal y como se me había ocurrido la noche anterior al volver a casa,

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visualizando paso a paso cada etapa. Mientras lo hacía, sentí el inicio de una
erección, pero abrí el grifo del agua fría antes de que la cosa pasara a
mayores.

5

A la hora de comer, cuando Paula volcó el contenido de otra latita en el
cuenco de Fifí, di el primer paso para alejarla de casa: le pedí disculpas por
mis comentarios del día anterior. Aquello la desequilibró. Dejó la lata sobre la
encimera y se volvió para mirarme. Habíamos pasado toda la mañana sin
dirigirnos la palabra y no esperaba que a aquellas alturas le pidiera disculpas.
Es posible incluso que pensara que era ella quien me las debía a mí.
Aproveché su turbación para decirle de nuevo que me parecía injusto que su
gato comiera aquellas latitas, que el cinturón debíamos apretárnoslo todos y
que, sin fuentes económicas adicionales, él no podría seguir dándose la vida
padre indefinidamente.
En cualquier otra ocasión —lo sé— Paula se hubiera lanzado a mi
yugular; aquel día, en cambio, no lo hizo. Pensó en lo que yo le decía, o al
menos simuló hacerlo. Sin embargo, antes de que mi mujer pudiera meter
baza, ataqué de nuevo.
Quizá si ella encontrara algún trabajo… Le hablé de la tienda de mascotas
que había cerrado, y del centro de estética que abriría en breve. Tal vez
buscaran empleados. Paula no había terminado sus estudios de peluquería
pero, joder, siempre se necesita a alguien para barrer el pelo del suelo, ¿no?
¡Ojalá la hubieras visto entonces, Carlos! ¡Cómo se le iluminaron los ojos,
cómo se le encendieron las mejillas! Comenzó a hacer planes y más planes
con aquel entusiasmo inicial del que antes te hablé. Sacó del armario el bolso
con los peines y las tijeras, eligió su mejor traje para ir al futuro centro de
belleza aquella misma tarde. Confiaba en que encontraría a alguien, que ese
alguien le haría una entrevista, que de la entrevista saldría con un contrato
bajo el brazo. Volvería a matricularse en la academia, y esta vez —⁠dijo,
mirándome a los ojos⁠—, nadie le impediría terminar. Yo sonreía todo el
tiempo, sintiéndome un poco mareado. La contemplé mientras se cambiaba en
el cuarto. Estaba guapa, Carlos, más guapa de lo que la había visto en el
último año y medio. Y, lo mejor de todo, ni rastro del gato.
El resto del tiempo hasta la hora en que salió lo invirtió en repasar el
estado de las tijeras, limas, peines y demás utensilios que habían languidecido

Página 281
durante años en el fondo del armario. Los limpió uno por uno y, cuando por
fin sonó la campanada de las cuatro y media, se levantó, se abrochó su
chaqueta beige y se preparó para salir. Yo la acompañé hasta la puerta,
embobado, totalmente embobado, como un adolescente que ve por primera
vez a su chica desnuda.
A veces creo que si aquel día Paula me hubiera dado un beso antes de salir
yo no hubiera hecho nada de lo que hice después, y en consecuencia ella aún
estaría viva. Quizá con otro, pero viva. A veces todo pende de un hilo, todo se
balancea sobre el filo de una navaja muy afilada, tan afilada y aguda como un
silencio o una sonrisa vista de través, y aquel fue uno de esos momentos. Sin
embargo, nada de aquello sucedió, porque cuando mi mujer estaba a punto de
abrir la puerta, sonó el llanto de Fifí en la habitación libre y, en el momento
en que vi cómo Paula me apartaba de su camino para ir a ver qué quería, supe
que ya no había vuelta atrás. Que definitivamente lo haría.
Desde la entrada escuché cómo Paula le decía al gato que no se
preocupara, que mamá volvería pronto y que hasta entonces papá —⁠¡yo!⁠—
cuidaría de él. Al poco salió de la habitación, pasó a mi lado y, sin dirigirme
media palabra, se marchó. Yo me quedé en el recibidor hasta que escuché el
sonido de la puerta del portal al cerrarse. Entonces me giré y lo vi allí encima,
lamiéndose las pelotas. Como hay Dios. Había salido de la habitación y ahora
estaba en el sofá, con las patas estiradas y la cabeza hundida en la entrepierna,
dale que te pego, ¿qué te parece? El puto rey de la casa.
No dije nada. No grité, no gemí, ni siquiera jadeé. Simplemente fui al
baño, puse el tapón en la bañera y abrí al máximo el grifo del agua caliente.
Cuando la bañera estuvo llena, volví a por él, que seguía a lo suyo en el sofá,
y me lo llevé sin que opusiera resistencia.
No hizo nada cuando vio la bañera, de la que brotaba una nube lenta de
vapor como la bruma que flota de madrugada sobre las marismas. Eso de que
los gatos odian el agua es una chorrada, un mito. Toda la vida Paula lo bañó
una vez por semana (bañaba a su «bebé») y Fifí jamás montó una escandalera.
Claro, que en aquellas ocasiones el agua apenas le llegaba a la altura de la
panza y estaba tibia. En cuanto aquel día sus patas rozaron la superficie y
descubrió que el baño que yo le había preparado era muy distinto, la cosa
cambió. ¡Qué forma de retorcerse, qué manera de arañar! Me dejó las
muñecas y los antebrazos marcados como un mapa de carreteras, pero a la
larga yo sabía que llevaba las de ganar.
Sumergí su cuerpo bajo el agua una y otra vez, ignorando el dolor, ciego
de rabia. El vapor empañaba la ventana, el espejo, los azulejos. De vez en

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cuando se me escurría y conseguía sacar la cabeza durante unos segundos;
entonces maullaba como hacen los gatos desesperados, con ese maullido
ronco como llanto de bebé capaz de enloquecer a cualquiera, pero yo
rápidamente volvía a sumergirle. No sé cuánto tiempo estuve allí arrodillado
tratando de ahogar al puto gato, aunque muy bien pudieran haber sido diez o
quince minutos. Se dice pronto, pero hay que vivirlo: quince minutos
luchando contra un manojo de tendones y músculos tensos y flexibles, todo
zarpas afiladas, dientes agudísimos, mientras el agua rebosaba y caía sobre el
suelo del baño.
Pasado aquel tiempo, dejó de forcejear entre mis manos y se quedó
inmóvil a media profundidad. Respiré hondo mientras contemplaba cómo su
pelo se mecía bajo el agua. Cuando me tranquilicé, lo saqué de la bañera para
meterlo en una de las bolsas que había llevado al baño, una de esas bolsas de
basura negras con asas rojas de las que hay que tirar, como los cordones de
unos pantalones deportivos. Mientras lo hacía, el agua que goteaba de su
cuerpo tableteó contra el suelo como…, no sé, algo extraño y perturbador que
me hizo sentir náuseas: puñados de tierra sobre la tapa de un ataúd o pasos a
tu espalda en un callejón oscuro… Y de pronto me pareció escuchar de nuevo
el mismo maullido desgarrador, dentro, profundamente enterrado en mi
cabeza, como si nada hubiera cambiado, como si matar al gato no hubiera
solucionado ni uno solo de mis problemas. Aquella furia, aquella rabia
incontenible no había desaparecido al ahogar al gato, sino que seguía
aumentando más y más, mi cabeza como una puta olla a presión a punto de
explotar, y aquel chillido, aquel llanto insoportable…
Tenía que acabar, acabar de una vez por todas, de modo que metí al gato
en la bolsa, me levanté y… En fin.

6

No es que me sienta muy orgulloso de lo que hice entonces, pero supongo que
ya daba igual. Al fin y al cabo, ya estaba muerto; «tranquilícese, ya estaba
muerto», como le dijo la comadrona del chiste al padre tras golpear una y otra
vez al bebé recién nacido contra la pared del dormitorio. Es un chiste cruel y,
desde luego, no es ninguna excusa, pero ilustra bastante bien lo que ocurrió.
Joder, es exactamente lo que ocurrió. Comencé a darle patadas a la bolsa.
Tímidamente al principio, pero después cada vez más fuerte. Una patada tras
otra, una y otra vez, una y otra vez.

Página 283
Con cada patada me sentía mejor, la presión se aliviaba y en conjunto la
sensación era tan parecida a un interminable orgasmo que tiempo después,
cuando todo terminó, busqué en mis calzoncillos restos de semen. La bolsa
volaba por el cuarto de baño (los cordones rojos flotaban detrás, como hilos
de sangre), chocaba contra la pared con estrépito, se deslizaba por los azulejos
verdes hasta el suelo encharcado. Yo me acercaba de nuevo hasta ella y le
propinaba otra patada, y otra, y otra, mientras gritaba. Sentía a través de las
zapatillas las partes del cuerpo que golpeaba: la dureza del cráneo, el vientre
blando y receptivo, la espina dorsal… La bolsa iba de un lado a otro: de la
base del lavabo hasta la taza; desde allí, hasta el bidé; desde el bidé, a chocar
contra la pared de la bañera. Seguí golpeándola hasta que hacerlo fue como
patear un saco lleno de muñecas rotas de porcelana, y entonces lo hice aún
más fuerte. Pasado un tiempo —⁠puede que diez minutos, puede que más⁠—,
caí al suelo de rodillas y comencé a llorar, totalmente vacío, desinflado, como
el día anterior frente al centro de belleza Marilín.
Allí me quedé un buen rato, pero por último me rehice. Iba a levantarme a
recoger todo aquel estropicio cuando, de pronto, me parece ver algo por el
rabillo del ojo, una mancha de color, un movimiento. Me vuelvo y allí me la
encuentro.
¿A quién va a ser? A Paula en la puerta del baño, con los ojos muy
abiertos, respirando agitadamente. No hacía ni tres cuartos de hora que había
salido de casa, era imposible que hubiera ido hasta la antigua tienda de
mascotas y vuelto en tan poco tiempo, pero allí estaba. Dicen que las mujeres
tienen un sexto sentido para esas cosas, y quizá sea cierto. Aún llevaba puesta
la chaqueta beige y los zapatos de tacón; ni siquiera había dejado el bolso en
la sala al entrar, como solía hacer. No sé cuánto tiempo haría que estaba allí
viéndolo todo. No mucho, imagino, porque de lo contrario habría gritado nada
más verme sacar el cadáver chorreante de la bañera, pero quizá sí el suficiente
para presenciar los últimos estallidos de rabia y hacerse una idea aproximada
de lo que había ocurrido.
Entonces, mientras trato de pensar una excusa, veo que su rostro se
desencaja, que su mandíbula cae unos milímetros y sus ojos se apagan, se
entrecierran en una expresión de auténtico odio, y un instante después
comprendo que se va a abalanzar contra mí.
Intenté levantarme, pero resbalé en el suelo mojado y caí de espaldas entre
la bañera, el lavabo y la taza del retrete. Desde aquella posición vi cómo los
tacones de sus zapatos chapoteaban en el suelo encharcado acercándose hasta
que, de pronto, la tengo encima, sentada a horcajadas sobre mi cintura como

Página 284
hacía año y medio que no se sentaba, chillando, arañándome, abofeteándome,
y yo sin hacer nada, sin responder, hasta que por fin consigo reaccionar y la
empujo hacia atrás con todas mis fuerzas, apartándola de mí.
Paula cayó cerca de la puerta. Su cuerpo se deslizó unos centímetros antes
de detenerse, con el contenido del bolso, que se había abierto durante la caída,
desparramado a su alrededor. Yo me levanté por fin, pero estaba atrapado
entre el inodoro y la bañera. Con la espalda contra la pared vi cómo Paula
apoyaba una mano en el suelo para levantarse y sus dedos tropezaban con las
tijeras de peluquera. Las blandió como si de un puñal se tratara y cargó contra
mí.
Por un momento pensé que resbalaría en el suelo mojado. Joder, con
aquellos tacones tendría que haber resbalado. Pero no, no resbaló. Avanzó
hacia mí desde el vano de la puerta, inexorable como el otoño, apuñalándome
con la mirada como, supongo, deseaba hacer con las tijeras. Solo fue un paso,
pero se me grabó a fuego en la memoria, y, si me lo propongo, aún hoy soy
capaz de recordarlo todo, como a cámara lenta: Paula con las tijeras alzadas,
la boca entreabierta mostrando los dientes, aquella expresión de odio en sus
ojos. Se le había mojado el pelo en la caída, y ahora las puntas se separaban
en mechones oscuros que bailaban cruzándose ante su cara. Recuerdo aquel
paso con total claridad porque no hubo un segundo. Su pie tropezó con la
bolsa de basura, que se deslizó hasta la base del lavabo por efecto del golpe, y
Paula cayó. Cayó hacia delante, hacia mí que nada podía hacer, perdido todo
el control, intentando aún alcanzarme con las tijeras pese a ser evidente que
ya no podría hacerlo.
Se desplomó de frente y su sien derecha impactó contra el borde del
inodoro con un sonido similar al de las sandías maduras antes de caer toda
ella al suelo, boca abajo, entre la taza y el lavabo, a escasos centímetros de
mis pies. Al cabo de unos segundos vi brotar la sangre bajo su rostro,
formando una nube cuyos bordes se deshilachaban al contacto con el agua.
Y eso es lo que pasó.

7

Llegado a este punto, Esteban dejó de hablar. Sacó otro Ducados de la
arrugada cajetilla que guardaba en el bolsillo de su camisa, se lo llevó a los
labios y lo prendió con una de esas caladas tan profundas que te hacen pensar
en el suicidio.

Página 285
—Eso es lo que pasó… —repitió en un susurro, exhalando el humo con
los ojos entrecerrados.
Estábamos en el patio de la prisión, haciendo tiempo hasta la hora de la
comida. Era un estupendo día de septiembre, uno de los últimos buenos del
año, con el cielo azul, el sabor del mar flotando en el aire y algunas gaviotas
posándose de tanto en tanto para picotear las briznas de hierba que crecen en
las grietas del hormigón. Nos habíamos sentado en uno de los destartalados
bancos junto al muro norte para tomar el sol como los lagartos que por
obligación teníamos que ser de diez a dos. Yo había sacado un libro de la
biblioteca unos días atrás, pero aquella mañana no me apetecía leer, por eso
en cuanto nos sentamos le enseñé la fotografía que me había traído mi madre
la semana anterior, esa en la que Carolina, mi hermana pequeña, sostiene
frente a la cámara la gata que mamá le había regalado al poco de empezar mi
proceso, para que le ayudara a no pensar en lo de Rex. Apenas Esteban la vio,
comenzó a hablar, sin más interrupción que la necesaria para sacar otro
cigarrillo arrugado de la cajetilla y prenderlo, como si hubiera esperado desde
hacía tiempo una excusa, cualquier excusa, para contar su historia.
—En resumidas cuentas —dije yo para tirarle de la lengua⁠—, que tú no la
mataste.
Esperaba que Esteban enarbolara a continuación la bandera de su
inocencia, pero no ocurrió así. Se giró hacia mí y, al mirarle, comprendí que
la ira ardía en su interior con la misma intensidad con la que ardió instantes
antes de emprenderla a patadas con la bolsa de basura. De pronto me
sorprendí deseando que no hubiera advertido el sarcasmo en mi voz, porque el
muro norte distaba un trecho de las galerías cuya planta baja constituía el
límite sur del patio y Esteban dispondría de algún tiempo para encargarse de
mí antes de que los vigilantes llegaran hasta nosotros. Eso, si tenían un buen
día y querían evitar la pelea en vez de limitarse a mirar hacia otro lado y dejar
que dos asesinos convictos se mataran entre sí.
Afortunadamente, nada de eso ocurrió. Esteban parpadeó y la ira
desapareció tan rápidamente como vino. Dejó caer el cigarrillo al hormigón
bañado por el sol y lo aplastó con el tacón del zapato. Luego recogió las siete
u ocho colillas y se las llevó a una de las papeleras en el otro extremo del
patio.
Durante varias semanas, su historia no se fue de mi cabeza. Aunque él no
volvió a sacar el tema (ni ningún otro tema en realidad, fue como estar solo en
aquella celda), yo le daba vueltas y más vueltas. Entendía que lo que él me
había contado era, en todo caso, su versión de los hechos, pero si pese a las

Página 286
tergiversaciones inevitables era fundamentalmente cierta (y algo en mi
interior gritaba que así era), ¿por qué había sido condenado a prisión por
asesinato en primer grado, y no por homicidio involuntario? Y, ¿por qué
demonios me lo había contado de aquel modo, casi sin pausa, como si lo
estuviera vomitando?
Los días pasaron y se hicieron más cortos; la lluvia hizo su aparición en la
región. El carácter de mi compañero de celda cambió también: se volvió más
reservado y taciturno que de costumbre. Una noche de tormenta
particularmente desagradable, su voz, un murmullo grave y casi inaudible,
llegó hasta mí desde la litera de abajo.
—Paula odiaba la lluvia, decía que solo debería llover sobre los pantanos
—⁠sus palabras sonaban monocordes y apagadas⁠—. Yo tenía que añadir
siempre «y sobre los campos». Ella nunca se acordaba de los campos.
Miré la esfera fosforescente de mi reloj de pulsera. Eran las once y veinte.
El viento ululaba tras los muros. La luz de los relámpagos que entraba por la
ventana delineaba las aristas de la habitación, dejando en nuestras retinas la
silueta de la celda en negativo, como una radiografía.
—En una ocasión, uno o dos veranos antes de que todo se fuera al carajo,
pasamos cinco días en San Juan de Luz, a unos quince kilómetros de Irún. A
Paula le encantaban esos mejillones con salsa que ponen en Francia. ¿Los has
probado alguna vez?
—No —respondí—. Esta prisión es lo más lejos que he estado de
Valladolid en toda mi vida.
—Son unos mejillones diminutos. Te los sirven acompañados de un bol
con patatas fritas. Moules frites, creo que los llaman. Paula se pasó todo el
viaje comiéndolos. Los devoraba. —⁠Esteban rio y lloró a la vez. Se puede
llorar y reír a un tiempo⁠—. Yo no quería ir, pero ella se emperró. Cuando algo
se le metía en la cabeza no paraba de darte la tabarra hasta salirse con la suya.
El caso es que al final lo pasamos bien allí. La recuerdo en un restaurante
junto al puerto, comiendo aquellos moules frites, con la salsa blanca
escapándosele por las comisuras de la boca. Nos meábamos de la risa.
Un trueno grave y profundo rodó sobre la prisión de norte a sur, como una
bola lanzada bolera abajo. Yo le escuchaba con las manos cruzadas tras la
nuca sin saber qué decir. Trataba de encontrarle un sentido a lo que Esteban
me contaba, sin conseguirlo. Al cabo de unos minutos, sonó de nuevo su voz,
ahogada y rota.
—Yo la amaba, joder. La amaba y está muerta, pero no fui yo,
¿entiendes? Lo único que yo quería era hacerla feliz, por eso nunca pude

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negarle nada. Nunca fui capaz de decirle que no.
Nunca fui capaz de decirle que no. Sus palabras se quedaron flotando en
la penumbra de la celda como una confesión hasta que, de pronto, supe de qué
asesinato había sido acusado Esteban. Lo supe todo, y al imaginar la bolsa de
basura volando por el cuarto de baño con el cadáver deshecho en su interior,
sentí deseos de vomitar.
—Me crees, ¿verdad? —dijo al cabo de un rato Esteban⁠—. Que lo único
que ahogué aquel día en la bañera fue el gato, quiero decir. Lo crees, ¿verdad?
—Claro que sí, hombre —mentí, sintiendo un escalofrío.
No le creía, pero ¿qué otra opción me quedaba? En aquellos momentos yo
era su única familia, y él la única mía. Dormíamos juntos en aquel camareto
de dos por dos, noche tras noche. Si yo me tiraba un pedo en la litera de
arriba, a él le tocaba olerlo en la de abajo. Si cualquiera de los dos necesitaba
utilizar el retrete en la otra esquina de la celda, al otro no le quedaba otro
remedio que escuchar sus gemidos al empujar. No, claro que no le creía, pero
no me quedaba otro remedio que fingir que sí lo hacía.
—Gracias, Carlos —dijo—. Tu opinión es importante. Para mí es
importante.
No, no le creía, pero sí le entendía, o al menos creía entenderle. Lo que yo
pensara era importante para él, como para cualquiera es importante lo que de
él piense su familia. Por eso me lo había contado todo (o, al menos, cuanto
fue capaz) aquel día en el patio, porque necesitaba que yo le aceptara, aunque
para ello tuviera que fingir que creía su historia. A veces es necesario mentir
para no volvernos locos, había dicho en aquel banco, y tenía razón. A veces es
necesario volver la cabeza hacia otro lado y fingir que ese pedo huele a rosas,
sacrificarse y tragarse bolas enormes por el bien de la familia. De eso siempre
han sabido mucho las madres y, aunque ahora las cosas estén cambiando,
supongo que siguen haciéndolo: «Sí, hijo, la hamburguesa te sentó mal»; «sí,
mi vida, te echaron algo en el vaso»; «sí, cariño, la reunión se prolongó hasta
tarde y claro que no es de carmín esa mancha en tu cuello». Por el bien de la
familia hay que tragar toneladas de cicuta y clavos oxidados.
Escuché un nuevo chasquido del mechero y una vaharada de humo acre
ascendió hasta mí. El silencio se extendió por la celda, por toda la prisión, en
realidad, como una manta helada. Pasado un tiempo, vi los dedos temblorosos
de Esteban junto al borde de la litera, ofreciéndome un pitillo y su
encendedor. El cigarrillo —⁠blanco, retorcido⁠— brillaba en la penumbra de la
celda como un signo de interrogación.

Página 288
Dudé durante unos segundos, pero por último lo acepté, me lo coloqué
entre los labios y lo prendí. Luego le devolví el mechero y comencé a contarle
mi historia: cómo murió Rex bajo las cuchillas de la cosechadora. Al
principio vacilaba, perdía el hilo constantemente y me iba por las ramas, pero
luego adquirí fluidez y lo solté todo de un tirón, como quien arroja una cena
en mal estado arrodillado frente a la taza del váter. Y en ningún momento (de
esto me siento particularmente orgulloso)…, en ningún momento necesité
mencionar a mi padre.

Página 289
Caries
MIGUEL PUENTE

Página 290
MIGUEL PUENTE MOLINS (Vigo, 1976) es licenciado en Ciencias Químicas. Su
obra, fundamentalmente narrativa breve de terror, ha aparecido en antologías
como Paura III (Bibliópolis, 2006), 13 leyendas urbanas (Mandrágora, 2008), Un
portal de palabras 2 (AJEC, 2009), Fabricantes de sueños (AEFCFT, 2010),
Antología Z vol. 2 (Dolmen, 2010), Calabazas en el trastero (Saco de Huesos, 2009
y 2010) o 10 Billetes para el fin del mundo (AJEC, 2010).
Este relato ha sido publicado en la antología La sangre es vida (Mandrágora,
2010).

Página 291
---
Caries

La consulta resulta anodina, como cualquier otra consulta. En la sala de


espera, sillas de plástico blanco, una mesita con revistas desactualizadas de
coches, prensa rosa y deportes de alto standing. Las paredes de un tono pastel
a medio camino entre el caqui y el amarillo. El suelo enmoquetado, algo
inusual, con un tejido sintético que imita terciopelo, de un tono magenta
sucio, sembrado de manchas oscuras aquí y allá, y que, para colmo, no pega
con nada. Sobre la pared norte, justo encima de las sillas, la Noche estrellada
de Van Gogh pretende dar un toque de color a la sala. Lo consigue a medias.
Cualquiera con unas mínimas nociones de decoración se daría cuenta del
desbarajuste de colores que supone mezclar magenta y caqui con diferentes
tonos de azules. Lo extraño es que no resulta excesivamente inadecuado o
doloroso a la vista.
Un único paciente espera cómodamente sentado en una de las sillas, con
las piernas cruzadas y una revista de golf sobre las rodillas. Tendrá unos
veinticuatro años. De pelo negro petróleo y corte clásico. Pasa las páginas con
desgana, deteniéndose únicamente para ojear las fotografías. De su cuello
pende una cruz de plata sin ningún adorno. Un elaborado tatuaje cubre casi
por entero su brazo izquierdo. De la muñeca al antebrazo se suceden motivos
de zarzas y espinas. En el codo mismo, una tela de araña al más puro estilo
carcelario. Ya casi en el hombro, un brazalete que parece maorí se conjuga
con el resto, fusionándose de un modo sutil y equilibrado. Viste unos
pantalones de pana verde oscura algo caídos, de estilo hip-hop, una camiseta
negra en la que puede leerse en letras blancas sobre placa roja Stop when
flashing, y unos converse marrones de forro naranja chillón. No lleva
calcetines.

Página 292
La puerta de la consulta se abre sin hacer ruido. El médico se asoma
disimuladamente para comprobar que todavía le queda un paciente por
atender. Roza la cincuentena y viste unos pantalones grises y una camisa a
cuadros, de línea fina, blanca y azul turquesa. La inevitable bata blanca le
cubre casi por completo.
—¿Fernando de Barriga Puig? —pregunta, por si las moscas.
—El mismo, hijo —le responde el joven, lacónico.
El médico, que se llamaba Pedro, odia ese trato invertido, como si el crío
fuese él, con sus cuarenta y nueve tacos recién cumplidos, cuando el otro
parece un mocoso que todavía no ha alcanzado el cuarto de siglo. Suspira,
resignado.
—Pase, por favor.
Fernando se incorpora y avanza hacia él como si los huevos le pesasen
una tonelada. Es la forma de andar que se lleva ahora. Motivada,
seguramente, por el corte de los pantalones, que parece que se le van a
escurrir hasta los tobillos en cualquier momento.
Pedro se fija en la cruz.
—¿Cristiano apostólico romano? —pregunta con su mejor sonrisa. Son
los más numerosos, a fin de cuentas. El muchacho se muestra ofendido.
—No soy tan joven, hijo. La cruz es de Tammuz, el Dios de los muertos
sumerio. Me parece una falta de respeto por parte de los cristianos que hayan
tomado el símbolo como si fuese suyo. Pero lo mismo hicieron los nazis con
la cruz gamada. Así que tampoco me sorprende.
—Disculpe, no sabía…
—Pues si no sabe no se haga el listillo.
Pedro comienza a sentirse un poco nervioso. Eso le pasa por intentar
entablar conversación. Si adora a Tammuz entonces tiene que ser de la vieja
escuela. Como mínimo unos cinco mil años. Toda la bravuconada sobre
Akasha que ha popularizado Anne Rice le dará mil patadas en los vampíricos
cojones. Será mejor no tratar el tema.
Le guía hacia la camilla, deja que se tumbe y se preocupa unas cinco
veces por su comodidad.
—¿Sabe?, no entiendo su estética —le espeta de repente, como buen
cincuentañero que es⁠—. Viste como los mocosos que escuchan Eminem y se
las dan de duros. Siendo usted strigoi de mundo no entiendo por qué les imita.
—¿Quién le dice que no es al contrario? —pregunta el muchacho, que
parece más divertido que enojado.
—¿No es lo que se lleva ahora? Pensé…

Página 293
—Pues deje de hacerlo. Está visto que no es lo suyo. La estética de los
pantalones caídos se inició a finales de los setenta, aunque le parezca mentira.
Los cantantes negros de aquel entonces vestían pantalones de bombacho, que
era lo que se llevaba.
El médico comienza a preparar el instrumental.
—Inclínese un poco hacia atrás —dice.
—El caso es que los metían en la cárcel cada dos por tres. Eran negros
que vivían en barrios marginales, pero sobre todo eran negros. Les quitaban
los cinturones para que no se suicidasen en las celdas. Como medida de
precaución.
—¿Y lo hacían? —pregunta el médico, asombrado.
—¡Claro que no! Pero eran las normas. Por eso, cuando salían, llevaban
los pantalones caídos. De ahí la estética. Aquellos que lo habían vivido
decidieron no volver a usar cinturón para que todo el mundo supiese que
habían pasado por la trena. La mayoría de esos mocosos con los que me
compara no tienen ni puñetera idea.
—¿Quiere decir que estuvo en la cárcel allá por los setenta?
—Es usted un lince —responde con sarcasmo. Ese sarcasmo irritante que
tienen los hombres de edad avanzada cuando se dirigen a jóvenes que
cuestionan su autoridad.
—La verdad, no me lo imagino. —Pedro hace malabarismos para
contener su creciente irritación. Definitivamente, jamás se acostumbrará al
trato invertido de sus clientes no-muertos. Si fuese su hijo ya le habría dado
un par de bofetadas bien dadas, para bajarle la chulería⁠—. ¿Cómo hizo para
evitar la luz del sol?
—Fue más sencillo de lo que cree. A los presos extremadamente violentos
los recluyen en celdas donde prima la oscuridad. Tiene gracia. Sus métodos
de tortura fueron mi salvación.
—Suena un poco increíble, ¿no cree? —acompaña la afirmación con un
exagerado movimiento de brazos, como si quisiese sostener una bandeja
enorme con ellos⁠—. ¿Qué hizo para que le encarcelaran? ¿Cómo consiguió
que no lo hiciesen a plena luz del día, ni durante su ingreso ni durante su
puesta en libertad? ¿Por qué demonios usaba pantalones de bombacho si no es
negro?
Fernando le dirige una mirada horrible. De perturbado. De bestia. De
vampiro, en definitiva. Pedro traga saliva. Por mucho tiempo que haya pasado
(diez años, ya), no se acostumbra. Él es dentista, no relaciones públicas.
También habla demasiado. Es su mayor defecto. Con la mano izquierda

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acaricia el botón de los focos ultravioleta. Tiene unos catorce instalados por
toda la consulta. Una medida de precaución más que respetable para los
dentistas de su categoría.
—¿Quién le ha dicho que me dejaron en libertad?
Un incómodo silencio se cierne sobre ellos. Dura poco. Pedro suda. Miles
de gotitas le perlan la frente, la calva entera. Fernando relaja las facciones
hasta parecer humano de nuevo. Pedro suspira y deja de acariciar el botón.
—Capto la indirecta. Ya me callo —responde⁠—. Si no le importa,
inclínese un poco hacia atrás. Así está bien.
Con cuidado, coloca la lámpara para iluminar bien la zona afectada.
—Abra la boca.
A partir de ese momento todo cambia. Pedro ya no suda. Es él quien
manda, ellos los que se encogen de miedo y se pliegan a su mandato. Por fin
se invierten los papeles. Eso le encanta. Pocas personas pueden admitir causar
auténtico pavor a un strigoi. Nunca antes se lo había planteado pero hoy, esta
noche, comprende que sigue en el negocio por la embriagadora sensación de
poder que le provoca. La primera vez que le arrancó un diente a un vampiro
estaba muerto de miedo. No fue hasta el tercer o cuarto canino extirpado
cuando se dio cuenta de que los no-muertos lo pasaban peor que él. Le
temían, y le necesitaban. Dicha revelación cambió la perspectiva por
completo. Comenzó a disfrutar con su trabajo. Puede que de una forma
malsana o enfermiza. Está dispuesto a reconocerlo. El que esté libre de
pecado que tire la primera piedra.
Trabajar para ellos también tiene sus ventajas. Le conocen y, aunque no le
aprecian, respetan su vida. Nadie le morderá el cuello porque su labor es
valiosa, importante. Necesaria.
—Abra un poco más la boca. Así está bien. La lengua hacia atrás. Vaya.
No tiene muy buen aspecto —⁠el aliento de Fernando apesta. Pedro usa una
máscara de gas en vez de la típica mascarilla para partículas porque corre el
riesgo de desmayarse. Muy pocos conocen ese detalle de los strigoi. No es
que puedan hipnotizar a sus víctimas, sino que les apesta tanto el aliento que
las aturden. Si no puedes convencerlas, confúndelas, era lo que decía su
padre, que en paz descanse.
—¿Es muy grave? —pregunta Fernando con un hilo de voz⁠—. Solo me
molesta de vez en cuando.
—¿Me toma el pelo? —Pedro paladea el momento de gloria, disfruta del
pánico ajeno, como buen dentista que es. Sonríe bajo la máscara con total

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impunidad⁠—. La caries ya ha alcanzado el nervio. Tiene que dolerle a
horrores.
—Bueno, un poco —admite.
Pedro hurga en el agujero con un garfio diminuto y afiladísimo. Como
respuesta Fernando saca las uñas y las clava en el apoyabrazos. Sus ojos han
cambiado de verde aguamarina a rojo sangre. Debe de estar viendo las
estrellas.
—¿Le duele? —Es una pregunta retórica. Pedro sabe perfectamente que le
duele. Reprime una risa histérica tras la máscara de gas. No es plan de reírse
en su cara⁠—. ¿Y aquí?
Fernando grita. Un rugido leonino cubre todas las frecuencias graves
posibles. Las paredes retumban. Sin duda, ahí le duele más.
Pedro cambia de instrumental.
—Puede enjuagarse, si quiere.
Fernando se incorpora y se enjuaga la boca. Los vampiros no lloran. No
tienen glándulas lacrimales. En este sentido son como los gatos, que en vez de
llorar moquean. A Fernando le cuelgan los mocos de una forma exagerada.
Ahora parece de verdad un niño. Pedro se ve en la obligación de darle un
kleenex, si no quiere que le ponga todo perdido.
—Me temo que hay que extirpar ese canino —⁠dice con calma, para que lo
asimile bien. Para un strigoi, perder un canino es como perder un testículo.
Algo traumático.
—¿Lo dice en serio? ¿No puede hacer nada por él?
—Me temo que no, pero no se preocupe, que no es para tanto.
—¿Que no es para tanto? ¡Está de coña! ¿Y cómo haré ahora para
alimentarme?
—Le sustituiré el canino por una funda. Podrá alimentarse con
normalidad, aunque puede que al principio le duela un poco.
—Pero será un diente postizo. Ya no sentiré lo mismo.
—No. Ya no. —Pedro no tiene ni idea de lo que sienten al alimentarse,
pero es muy consciente de que, en parte, es el motivo por el cual la
extirpación se vuelve traumática⁠—. Mírelo por el lado bueno. Todavía le
queda el otro.
Fernando le dirige una mirada lo suficientemente monstruosa para
demostrarle que no le consuela lo más mínimo.
—Como quiera —dice Pedro—, pero lo más probable es que la caries se
extienda. Usted verá lo que hace, amigo.

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Fernando bufa y silba como un vampiro ante una ristra de ajos (al parecer
lo hacen porque su olor no les parece nada cool. Algo inaudito, teniendo en
cuenta la característica de su aliento pútrido. Como minoría cerrada, no hay
quien les entienda).
Por fin, se calma, y se reclina en la camilla, resignado.
—Está bien. Hágalo.
Pedro se frota las manos. Esta es la parte que más le gusta.
—Supongo que sabrá que no puedo anestesiarle.
—Ah, ¿no? —pregunta con carita de carnero degollado.
—Me temo que la anestesia no les hace efecto. Hasta el momento no se ha
encontrado ninguna que lo haga. Procuraré ser rápido. Se lo prometo.
—De acuerdo. Si no queda más remedio…
Pedro sostiene en su mano izquierda un instrumento con forma de cepo.
Sirve para mantener la boca del paciente abierta, aunque este no quiera.
—Abra la boca.
Por primera vez en toda su vida depredadora, Fernando se siente víctima.
Se siente violado. El dentista enciende una diminuta sierra y el zumbido le
taladra los oídos antes siquiera de que le toque. Tiene los párpados
ligeramente combados hacia arriba, como si se estuviese riendo. La máscara
le tapa toda la cara, pero juraría que sonríe, que disfruta. Que se lo está
pasando pipa. Eso hace que un odio salvaje e irracional lo domine. Un odio
silencioso, frío, que solo se refleja en la mirada desorbitada que le dirige.
Duele una barbaridad. Lo inimaginable. Por eso Pedro no se da cuenta de que
la mirada es de odio y está dirigida a su persona. ¿Cómo darse cuenta? Con
tanto alarido no hay quien se centre.
Al fin, y con la ayuda de unas tenazas, consigue arrancarle el diente.
Un canino de strigoi ronda los seis mil euros en el mercado negro. Posee
cualidades sedantes y afrodisíacas. Un pequeño pinchazo disimulado y la
víctima, ya sea hombre o mujer, se deja hacer de todo, con la ventaja de que
al día siguiente no recuerda nada.
Esto Fernando no tiene modo de saberlo (o eso cree Pedro), así que no
dice nada cuando se deshace disimuladamente del diente en vez de limpiarlo
y devolvérselo (que suele ser lo habitual).
La colocación de la funda ya le duele menos. Se siente un poco mareado,
pero es lógico, dadas las circunstancias.
La operación dura unas dos horas. Como consecuencia de ello, el strigoi
odia a muerte a Pedro, y a todos los dentistas por extensión. Cuando le tiende
la factura se le ponen los ojos como platos.

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—¿Cuatro mil euros? —pregunta Fernando, colérico⁠—. ¿Quién es el
vampiro aquí?
—Un canino de strigoi no es fácil de extirpar —⁠se justifica el dentista⁠—.
El hueso es más duro y denso, parte del instrumental ha quedado inutilizado
en consecuencia. Por otro lado no hay muchos dentistas que ofrezcan este
servicio. La confidencialidad es un plus añadido… ¿Por qué me mira de esa
manera?
Fernando se contiene.
—Está bien. ¿Acepta tarjeta?
—Por supuesto —Pedro sonríe—, soy consciente de que nadie suele
llevar encima tanto efectivo.
El strigoi le tiende su VISA y el dentista, con la maestría que da el hábito,
pasa la banda magnética por la maquinita, pulsa unos cuantos botones y le
tiende el recibo para que lo firme.
—¿Quiere copia? —pregunta.
—No —Fernando se lo piensa—. Bueno. Sí —quizás pueda pasarla como
gastos de empresa.
Pedro le extiende copia del recibo y se despide con una sonrisa ya
cansada. Fernando le corresponde. Aunque la exagera un poco, como si fuese
forzada o de aviesas intenciones. En todo caso le deja mal cuerpo.
Media hora después ya lo ha olvidado. No queda nadie en la consulta.
Solo él. Apaga las luces y cierra con llave. Tranquilamente se dirige al garaje.
Se siente bien porque hoy hizo una buena caja, y porque le encanta extirpar
cosas de cuerpos vivos (o no-muertos), para qué negarlo. Da la vuelta a la
esquina y en vez de tomar el ascensor baja por las escaleras. Es una
costumbre sana. Odia los ascensores. También odia su coche. Va siendo hora
de comprarse otro. Siempre quiso tener un Jaguar. Con la operación de hoy y
el diente que obra en su poder ya puede permitírselo.
Una sombra se desplaza furtivamente a lo largo de la pared. Pedro se
aparta porque cree que es un vecino que baja corriendo las escaleras. Pronto
se da cuenta de que no es eso. Nadie baja. No se escucha ruido de pasos. Está
solo. Una polilla revolotea cerca de la bombilla. Seguramente haya sido la
culpable.
Pedro expulsa el aire lentamente, hasta ese momento había mantenido la
respiración. Reanuda el camino hacia su coche. Antes de llegar a la puerta se
detiene. Se palpa los bolsillos cada vez más nervioso. Ha olvidado algo
importantísimo en el cajón de la mesa de su despacho. Siente un fuerte golpe
en la cabeza, en un lateral, como un desgarro, aunque todavía no le duele

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nada. Se lleva una mano a la oreja en un acto involuntario que desemboca en
sorpresa desagradable. Su corazón se acelera. No encuentra su oreja. Se
observa la mano llena de sangre, todavía perplejo. Vuelve a registrar los
bolsillos de la chaqueta, esta vez con clara ansiedad, para constatar que, en
efecto, se ha olvidado el spray de agua bendita en la consulta. Un aliento
pútrido a la par que gélido le eriza el vello de la nuca.
—¿Le duele? —susurra una voz gutural, ronca, de cantante de death
metal.
Pedro, con el rostro congestionado en una mueca de pánico, se abalanza
sobre la puerta metálica que da al garaje. Forcejea con ella un buen rato,
golpeándola y empujándola con el cuerpo, como si tuviese la complexión
necesaria para derribarla, hasta que recuerda el modo de abrirla. Hay que tirar
de ella. Se aparta un poco, lo suficiente para maniobrar. Cuando extiende la
mano hacia el picaporte algo le nubla la vista. Ha sido tan rápido que no
puede determinar si fue una sombra, un trozo de tela negra o sus propios
párpados al cerrarse. El caso es que la acción de girar el picaporte y tirar no
surte efecto. Su mano yace palma arriba en el suelo, a sus pies. Del muñón
resultante mana un chorro de sangre a borbotones, perfectamente
sincronizados con un corazón que quiere salirse del pecho.
—¿Y aquí? —el susurro suena muy próximo, justo detrás de él.
Pedro chilla como un cerdo en San Martín. Se da la vuelta para comprobar
que sigue más solo que la una. Escruta con desesperación las esquinas en
sombra. Ahí debe ocultarse. Alza la cabeza rápidamente hacia el techo pero
tampoco aprecia nada.
—¡Tengo un spray de agua bendita! —⁠le falla la voz y un gallito hace
ininteligible la última palabra⁠—. ¡No me obligues a usarla!
Con el codo intenta girar el picaporte, mientras mantiene la mano ilesa
bajo la gabardina, pretendiendo hacer creer que posee lo que amenaza poseer.
Una risa desagradable le responde desde un punto indefinido, ilocalizable.
Consigue abrir la puerta. En su afán por escabullirse sin darse la vuelta cae de
espaldas sobre el suelo del garaje. Está a oscuras. No tuvo tiempo de pulsar el
interruptor de la luz.
Pedro llora. Gime. Jadea. No es consciente de ello.
—Siento no poder anestesiarle —la voz parece surgir de algún punto
próximo a la puerta, aunque no puede asegurarlo⁠—, pero procuraré ser rápido.
Se lo prometo.
Pedro ya no chilla. Grita. Con todas sus fuerzas. Su capacidad de
raciocinio considerablemente mermada, mentalmente paralizado. Se da la

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vuelta y se arrastra hacia el coche un buen trecho, hasta que consigue
incorporarse. En ese momento algo lo alza por los aires unos tres metros. Lo
siente agarrándole bien fuerte, haciendo presa sobre sus brazos, que no puede
mover de ningún modo. Apretando. Sin prisa pero sin pausa. No ha dejado de
gritar en ningún momento. A pesar de ello escucha perfectamente la voz que
le susurra en el oído sano con un aliento que huele a muerto.
—Sonríe ahora, capullo.
El dentista se convulsiona. Está entrando en shock. El strigoi le desgarra
el cuello, alimentándose como un pueblerino. A dos carrillos, como diría su
padre.
Ni siquiera limpiará el estropicio. Tampoco se deshará del cuerpo.
Buscará, en cambio, el canino robado para no dejar ninguna prueba que
revele su existencia. Avisará también a sus superiores para informar del cese
en funciones de su dentista de cabecera. Tal y como les habían informado, ya
no era de fiar. Se extralimitaba en sus funciones, formaba parte de la red
clandestina de contrabando de caninos y atentaba contra el anonimato de la
especie. Y el anonimato es ley.
Pero por muy macabro que haya sido el crimen no piensa limpiar nada, ni
hacer desaparecer el cuerpo.
Sabe que nadie se va a preocupar por un dentista muerto.

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La luz encendida
JOSÉ MIGUEL VILAR-BOU

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JOSÉ MIGUEL VILAR-BOU (Valencia, 1979) es periodista. Ha vivido en
Inglaterra, Italia, Bélgica y Serbia. Ha trabajado para diversos diarios, revistas y
televisiones. Es autor de las novelas Los navegantes (AJEC, 2007), nominada
como mejor obra nacional de fantasía en los premios Ignotus, y Alarido de Dios
(Equipo Sirius, 2009), nominada como mejor obra nacional de fantasía en los
premios Celsius y Xatafi. Ha publicado relatos en diversas antologías y revistas
como Babylon, Galaxia o Historias Asombrosas, así como en el diario El País. Ha
publicado junto a la dibujante Verónica Leonetti los libros de relatos La quietud
que precede y Cuentos inhumanos (Saco de Huesos, 2010). Su obra ha sido
traducida al inglés y al serbio.
El relato aquí incluido permanecía inédito hasta ahora.

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La luz encendida

Todas las mañanas se inauguraban con ese instante de pánico. Un vértigo


inconmensurable que enseguida se olvidaba y que en ningún caso reaparecía
hasta el amanecer siguiente. Sucedía cuando, de lunes a viernes, a las siete en
punto, se miraba en el espejo y tardaba un segundo en reconocerse. En esa
franja irrisoria de tiempo se abría y cerraba el abismo como si fuera un ojo
que parpadea. De inmediato recordaba su nombre, Herman Daem, y la tierra
firme se materializaba de nuevo bajo sus pies.
Vivía con su mujer Christiane y su hijo Freddy en una bonita casa rodeada
de prados y suaves colinas, no muy lejos de Brujas. Era el lugar más tranquilo
del mundo, donde no se requerían rejas ni alarmas en puertas ni ventanas. Los
vecinos estaban lejos y eran tan silenciosos y pacíficos como las líneas del
paisaje. Cada cual hacía su vida y con eso bastaba y parecía todo
humanamente perfecto. Algunos cuidaban dos o tres vacas que ejercían las
funciones de animal doméstico. Pastaban en la verdísima hierba, siempre
cambiante. Tan cambiante como el cielo, un territorio aéreo del que las nubes
y la lluvia pocas veces se ausentaban.
Herman salía de casa siempre a las ocho, bajo una claridad gris y
primigenia. Sacaba el coche del garaje, llevaba al pequeño Freddy al colegio
y se presentaba en su oficina de Brujas poco antes de las ocho y media. Jamás
después. Su esposa Christiane trabajaba también en la ciudad, pero ambos
vivían de espaldas a ella. Más allá de los horarios laborales, preferían la
inmovilidad emocional del campo, moteado de vacas y casitas.
Cenaban a las ocho. Afuera era siempre noche cerrada. El sol ya había
desaparecido tras las colinas silenciosas y el cielo pasaba del azul húmedo a
una infinita sucesión espejada de morados.
Después venía la oscuridad total.

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Pero hubo una noche en la que no fue así. La familia estaba terminando de
cenar. Luego leerían un rato y se irían a la cama. Ese era el hábito.
Esta vez, sin embargo, Christiane parecía distraída. Escrutaba con cierta
insistencia la oscuridad que se abría al otro lado de la ventana.
—¿Pasa algo, cariño? —le preguntó Herman.
Ella masticó, tragó y bebió un sorbo de agua. A su lado, el pequeño
Freddy pelaba una manzana llena de imperfecciones. Eran sus primeros
intentos.
—Es solo… —respondió ella—. Nunca me había fijado en que la casa de
Guy y Françoise estaba tan cerca.
—¿La casa de Guy y Françoise? —dijo él—. Bueno… No… No lo está.
¿Por qué?
—Tienen la luz encendida.
Herman miró extrañado a su esposa.
—A ver… —dijo acercándose al cristal—. Pues es verdad. Qué… Qué
raro que se vea desde aquí.
Afuera, una ventana perfectamente cuadrangular rompía con su luz
amarilla la negra simetría de la noche. No le dio importancia. Abrió el yogur
de sabores tropicales y dejó correr el asunto.
El día siguiente sucedió como si fuera el reflejo del anterior. Herman,
todavía medio dormido, lo estrenó enfrentándose al espejo sin reconocerse. El
acostumbrado segundo de abismo durante el cual se preguntaba quién era
aquel que le miraba. Luego todo siguió su impertérrito camino. Llevó al niño
al colegio. Cerró dos informes. Al volver a casa por la tarde Christiane le
enumeró cronológicamente los pequeños acontecimientos de la jornada.
Luego rindió cuentas él. Negociaron las aristas del viaje a Madagascar que
planeaban para el verano. Componían una familia funcional y armónica en la
que cabía mucho amor.
—¿Sabes? —dijo Christiane a la hora de la cena⁠—. Hoy he estado
fijándome y es imposible que esa sea la casa de los vecinos.
La escuchó un instante sin asociar, porque ya había olvidado el tema.
—Esa luz está encendida otra vez —añadió ella para hacerle
comprender⁠—. Lo raro es que ahí no hay ninguna casa.
—¿Perdona?
—Dime, Herman. ¿Cuánto hace que vivimos aquí? Ocho años. ¿Y cuándo
hemos tenido vecinos a apenas cincuenta metros? Nunca.
Su marido no tenía respuesta. Por eso se levantó de la mesa y fue a la
puerta, en busca de una.

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—No —lo detuvo ella agarrándole del brazo.
—¿Por qué no? —dijo él.
—No lo sé.
—Qué tontería. Vamos a ver de quién es esa ventana.
—No —insistió ella—. Por favor.
Herman volvió a la mesa.
—¿Por qué me casé con una mujer de letras? —⁠dijo burlándose de su
excéntrica y rubia esposa.
Pero aquella luz encendida en mitad de la noche era ilógica, e improbable.
Y por eso daba miedo.

El insólito fenómeno les fue a buscar noche tras noche. Era como tener unos
vecinos espectrales que se desvanecían con el alba. Muchas veces trató
Herman de salir al jardín en pos de explicaciones. Era necio dormir con el
enigma respirando al otro lado de la puerta. Pero su mujer lo detenía una y
otra vez con una terquedad insólita en ella.
—Sé que esa luz es un señuelo —decía ella para disuadirle.
—¿Un señuelo de qué? —decía él.
Ella no hallaba qué responder.
Y entonces él solía alegar cosas como:
—Por favor. Somos una familia normal en una casa normal en un mundo
normal. No busques… extrañezas.
Pero la ecuación no funcionaba. Y cada mañana al salir de casa con el
coche grande comprobaba lo imposible de la presencia luminosa que flotaba
en medio de la noche. Porque allí no había nada. Solo prados verdes
sobrevolados por gruesos nubarrones viajeros y con prisa. Más allá de las
colinas se escuchaba el gemido mortecino del tren y el lamento de alguna
vaca invisible. Nada más.
Y sin embargo, la ventana evanescente polarizaba todas sus cenas.
Comían los tres en silencio, con la televisión apagada, sin apartar la vista del
vigía cuadrangular.
—Yo sé lo que pasa —dijo el pequeño Freddy una noche. La certeza
hacía brillar sus ojos azules e inmaculados.
—¿Sí, cariño? —dijo la madre tragando saliva⁠—. Y… ¿Y qué crees que
es?
—Es un fantasma —respondió el niño en voz muy baja⁠—. Es un fantasma
que duerme. A veces le escucho hablar en sueños y…

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—¡Ya vale! —dijo Herman—. ¡A la cama! ¡Como hacía mi padre!
El niño no protestó. Se fue con la cabeza gacha. Subió las escaleras y se
escuchó la puerta de su habitación al cerrarse despacio.
Christiane miraba ahora con expresión severa a su marido.
—No es así como acordamos educarle —dijo con suave firmeza⁠—. No
era necesario gritar. Has descargado en él tu propio miedo. ¿No te das cuenta?
¿Te parece correcto?
—Has escuchado lo que decía —dijo él—. No quiero que nuestro hijo se
atonte con ese tipo de ideas.
La discusión, grave y tensa, se desarrollaba, sin embargo, entre susurros.
—Es un niño —dijo ella—. Cada noche, igual que tú y que yo, ve eso ahí
fuera. Es normal que se le ocurran cosas así. Solo busca una explicación. Es
lo lógico en cualquier niño. Hasta a mí me vienen… ocurrencias raras.
—Por eso mismo quiero salir —dijo él—. ¿Por qué no puedo estar en mi
propio jardín de noche? ¿Por qué te pones así cada vez que…?
—No lo hagas, Herman —murmuró ella—. No estamos preparados.
Él estalló en una risa amarga y resignada. Aun así, sabía que en el miedo
residía la verdad. Y él, en la seguridad del hogar, lo tenía.

—¡Herman! ¡¡¡Herman!!!
Su mujer lo despertó a golpes, algo que nunca antes había hecho. Sus
blancas manos temblaban. Tenía la boca y los ojos aterrados.
—¿Qué pasa? —dijo él espantado porque jamás la vio así.
—¡No está! ¡No está en su cama!
Comprendió. Ambos corrieron por toda la casa llamándole a gritos.
—¡Mira! ¡Mira! —gritó Christiane, que había salido al jardín sin ponerse
la bata.
Había estado lloviendo toda la noche. De la puerta arrancaban las pisadas
de un niño. Avanzaban por el fango hasta la cerca y se perdían más allá.
Siguieron angustiados el rastro de Freddy, pero este se extinguía a cincuenta
metros de la casa como si se hubiera esfumado o, siendo optimistas, echado a
volar.
Era en el espacio preciso donde aparecía y desaparecía la ventana
fantasmal que articulaba sus noches y, desde hoy, sus días. Pasaron la mañana
y la tarde siguientes en compañía de policías. Bélgica era un país en extremo
sensible a la desaparición de menores y por eso los agentes se volcaron en el
caso. Lástima que ni un solo punto tuviera sentido. Frente a semejante

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escenario no había eficiencia posible. Según las pesquisas de los incrédulos
investigadores, el niño había salido de la casa por su propia voluntad y en
pijama. Había caminado descalzo bajo la lluvia y se había desintegrado en
mitad de un prado vacío. Esa era la explicación más lógica.
A las siete de la tarde Herman y Christiane se quedaron por fin solos.
Había un silencio nuevo en el hogar. Uno tan físico que la casa parecía
transformada, absurda y enorme. Permanecieron callados un tiempo infinito.
No hablaron de la ventana ni de cualquier otra cosa. Pero en un momento
dado Herman se desmoronó.
—Ha sido culpa mía —sollozó sin atreverse a refugiarse en brazos de su
mujer.
—No, no —dijo ella también sin tocarle—. No utilices jamás la palabra
culpa. ¿Me oyes? Jamás.
Pocas horas más agrias se recuerdan. Cayó la noche. Mientras el cielo
conservaba un último resquicio de claridad, la tierra se teñía de tinieblas,
como un espejo invertido de las alturas celestes. Los árboles, las colinas, los
caminos. Todo desaparecía bajo el imperio de las sombras.
La luz se encendió. Como una burla. Como el insulto de un ladrón.
—Ya está aquí —dijo Christiane.
El rectángulo de incandescencia se les mostraba con la quietud del
enemigo que espera.
No hubo palabra que fuera necesaria. Él abrió la puerta y ella lo
acompañó al exterior. Todavía se adivinaban en el barro las huellas de
Freddy. Se perdían camino de la ventana amarilla. El único punto firme en un
mundo consagrado a la negrura.
Herman y Christiane tuvieron que unir sus manos para no perderse uno al
otro. No había nada más que su mutuo tacto. El suelo se volvía irreal en
aquella oscuridad tremenda e imposible. Solo la luz cuadrada y misteriosa les
hacía señas igual que un faro que guía a tierras abismales.
—Háblame, Herman —dijo ella—. No puedo verte.
Y él habló y habló en su paseo a través de la nada.
Sucedió por accidente. Ella tropezó con cualquier piedra o montículo. Los
dedos se separaron.
—¿Christiane? —dijo él—. ¡Christiane! ¿Dónde estás? ¡Christiane!
No hubo respuesta. Miró en todas direcciones. No vio nada. No se vio ni a
sí mismo. La ventana era todo lo que el universo le ofrecía. Por eso avanzó
hasta poder tocarla, y le sorprendió descubrir que le era familiar. No solo
familiar, sino igual a la de su casa. Se asomó al interior y vio que aquel salón

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era idéntico al suyo. Los cuadros, los sofás, las sillas, la mesa, la televisión,
los libros, el color de las paredes. La escalera que conducía a su mundo
íntimo.
Alucinado, echó la vista atrás en busca de su casa. Desde lejos solo se
distinguía la luz del salón que permanecía encendida. Contra ella se recortaba
la silueta de un hombre. Necesitó un segundo de abismo para reconocer aquel
rostro que lo miraba aterrorizado.

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Exploradores
MATÍAS CANDEIRA

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MATÍAS CANDEIRA (Madrid, 1984) es escritor y guionista, licenciado en
Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid y
Diplomado en Guion Cinematográfico por la ECAM. Ha publicado La soledad de
los ventrílocuos (Tropo editores, 2009), y muchos de sus relatos han sido
recogidos en numerosas revistas y antologías de prestigio, como Pequeñas
Resistencias 5 (Páginas de espuma, 2010), La banda de los corazones sucios
(Ediciones Baladí, 2010), o Siglo XXI: los nuevos nombres del cuento español
actual (Menoscuarto, 2010). Por su trayectoria ha recibido diversos premios
literarios, como el Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid o
el Premio Internacional de Narrativa Tomás Fermín de Arteta, entre otros.
El presente relato fue galardonado con el Premio de Cuentos Ignacio Aldecoa y
fue publicado por vez primera en el n.º 320 de la revista Quimera (dosier de
relatos 2010).

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Exploradores

Naturalmente, esta clase de cosas ocurren de noche, cuando


gimotea el fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan
demenciales sombras.
TRUMAN CAPOTE


Ha delirado y ha gritado su nombre a la oscuridad del sótano y ahora, por fin,
lo sé. Le he esposado una mano al saliente de la bañera. Al mirarle fijamente
intento que me parezca un animal, moribundo, lo intento con todas mis
fuerzas, una criatura sin posibilidades ante lo que vamos a hacerle. Por eso
trato de visualizar alguna otra imagen para no sentir tristeza. Que él es, si me
esfuerzo, el cráneo blanco y limpio de un caimán o una cría que morirá
sumergida en una ciénaga o puede (tengo que conseguirlo) que un oso
atravesado por la herida de un cazador, desangrándose en mitad del hielo.
Vuelvo a contemplar su cuerpo (un bulto, es un bulto) y él delira, susurra su
nombre una vez más, Langdoc, creo que es Langdoc, y yo imagino y deseo
que llegue el momento en que mi propio nombre se desvela, ese segundo
furtivo en que me siento, quizás, más cerca de mi padre y sus ojos como alas
de insecto, en largas noches cuidando juntos el árbol. El visitante susurra su
nombre, Lang…, ojos cerrados, agonía, un hilo de sangre oscura
empapándole los párpados, pero los nombres no se pueden decir a la ligera.
Necesito acercarme y limpiarle la cara. Eso hago, le reclino la cabeza hacia
atrás para que respire mejor, y creo que ya me siento más tranquilo. No
mucho, si soy sincero.
Según mi padre, no se puede venir sin invitación a nuestra casa. No se
puede pisar la hierba seca ni subir al árbol de las manzanas a robarnos uno de
nuestros tesoros. En la parte trasera, hace solo unas horas, susurró: «Hay
alguien en el árbol de las manzanas». La noche llegaba hasta la casa y sus

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muros derruidos. Me fijé en que lo decía así, con ansia, levemente su labio se
abrió en la penumbra y empezaron a aflorar con pereza, islas, esos dientes
enormes. Mi padre saca los dientes y entonces uno sabe que tiene un hambre
espantosa.
El árbol resplandecía a lo lejos, parecía que las ramas fueran pasto de un
incendio rojizo, pero que yo recuerde, las manzanas siempre han brillado de
esa manera. Mi padre señaló la base, el tronco, la figura enmarcada entre los
frutos: el visitante trataba de escalar a las ramas más altas, arrancó una
manzana roja sin saber lo que iba a ocurrirle. Dijo que no sabía cogerlas,
empezó a moverse violentamente entre los muros con la boca anegada de
saliva, no sabe, no sabe, furioso, mientras acariciaba el cuchillo que le cuelga
del cuello. Yo dije que a lo mejor solo quería una, porque lo cierto es que no
deseaba ir hasta allí, sentir pena, vértigo, hacer eso que iba a pedirme de un
momento a otro. Pero él siguió insistiendo en que el árbol es lo único
verdaderamente nuestro, que el visitante tiene que pagar un precio por
robarlas; y después metió sus dedos ganchudos y gelatinosos en una abertura
del muro y sacó una manzana picada y empezó a pelarla con la uña, uno de
sus rituales nocturnos cuando alguien inesperado nos visita. Pela la manzana
hasta que solo queda en su mano la circunferencia limpia, la carne (pienso en
un cráneo), y las entierra siempre junto al agujero del muro, como esos hijos
que ya no vuelven a abrir los ojos. No sabe, una vez más. Retrajo los dientes
al acabar, sorbió un poco de saliva y entonces, de la misma abertura, sacó la
palanca y me la entregó solemnemente.
Escucho pasos en el piso de arriba, uno, dos, puede que un golpe seco en
las tuberías viejas, y aquí abajo el visitante repite su nombre y la sangre está
empezando a empapar su traje blanco con remaches metálicos, que brilla en la
densa oscuridad de este sótano. He decidido cerrar la puerta. Desde que perdí
la memoria y no recuerdo mi nombre (¿cómo se vive cuando no sabes quién
eres?), las palabras de mi padre siempre han sido señas, instrucciones
confusas, reglas que solo él comprende. El mundo es nuevo para ti, hijo, lo
que tenemos que hacer es ponerle nombre a las cosas. Mira, ¿me escuchas?,
mira, saber cómo te llamabas antes no te va a ayudar en nada. Esta noche
caminamos los dos hacia el visitante, aún más agachados, en silencio. Le
veíamos columpiarse de algunas ramas, cada vez más cerca. Con su cuerpo
largo y huesudo probaba su resistencia al peso como si el árbol fuera un
juguete de infancia. Éramos reptiles blancos, iguales a esa hierba quemada.
Otra forma de vida. Pienso que quizás no debería culpar a mi padre por
negarse a decirme cuál es o era mi nombre, porque puede que él mismo sea

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incapaz de recordar el suyo y por eso sienta, muy dentro, una tristeza tan
antigua como el hierro o los desvanes. Quizás sea solo una excusa para no
hacer lo que tengo que hacer. Corrimos campo a través, más rápido, lateral,
silenciosamente. Yo tenía miedo, eso me parecía. Aunque me temblaban las
manos, probaba a mover la palanca de derecha a izquierda, calculando el giro
de muñeca, esa zona dura de la cabeza donde mi padre dice que tengo que
golpear para dejarlos inconscientes. Casi reptábamos por el terreno cuando
llegamos al pie de la colina rala. Más lento, hijo, cuidado, oía la voz densa de
mi padre mientras apretaba el mango de su cuchillo. Yo no podía dejar de
mirar su cráneo, la palanca sujeta entre mis dedos, lo fácil que sería. Pero
siempre tardo demasiado en decidirme con cualquier asunto. Tierra más
blanda y una elevación y nuestro árbol y las manzanas brillantes y rojas
colgando como las crías de un animal desconocido. En ese momento, al
ascender, mi padre extendió su mano izquierda hacia mi costado. Me pareció
que quería coger la mía, infundirme tranquilidad, pero fue un gesto que no me
hizo sentir nada. Se supone que uno debe sentir algo hacia su padre. Yo se la
cogí de todos modos, porque si no sería peor. Olía a manzanas bajo la tierra,
cráneos protegidos de hombres, y sin más encajé la palanca en mi espalda, en
un punto exacto de los huesos que salen de mi espinazo, para que el visitante
no la descubriera. Vas a acabar enseguida, escuché que decía mi padre. Ya es
hora. Su tono era especialmente leve, como susurrado a través de un torrente
subterráneo, y no supe si se estaba refiriendo al visitante o a algo secreto que
muy pronto tendría que ocurrir.
Buenas noches, dijo al fin, a los pies del árbol de las manzanas.
Durante un instante, el visitante se giró hacia nosotros. Llegamos a
tiempo, porque probablemente estaba a punto de marcharse en ese aparato
blanco que había traído. Resulta bastante extraño, ya que en aquel momento
yo fui incapaz de recordar cómo se llamaba. Por sorpresa, el visitante dio un
paso atrás, una de las manzanas se le cayó de las manos y rodó hasta donde
estábamos; y entonces estuve seguro de escuchar cómo crujía la boca de mi
padre, un gesto tan suyo al ver el fruto caer, golpearse, como una pieza
sagrada que no se respeta. Cogió la manzana. Frotó con la uña el lugar donde
se había hundido. Hubo silencio. Y más silencio todavía, lo que, para ser
sincero, no era muy buena señal.
El visitante nos saludó con su mano enguantada y volvió a apoyar el
aparato metálico junto al tronco. Creía oír su respiración, arrítmica porque
acababa de descubrirnos, perfilados bajo las ramas, guardianes. Me hubiera

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gustado poder verle los ojos en aquel momento, mirarnos, de igual a igual si
él hubiera querido. Pero llevaba el casco y era difícil.
Mi padre debía de haber escondido el cuchillo sin que me diera cuenta. El
visitante comenzó a hablar ahora, cada vez más lentamente, y tranquilo,
quizás porque le sonreí. Eso quiero creer. Este árbol que tienen ustedes aquí
es asombroso, dijo, yo pensaba que en esta zona no crecía nada ni vivía nadie.
Mi padre respondió que, obviamente, se equivocaba, que estábamos nosotros,
y continuó hablándole con mucha lentitud del árbol y de las manzanas
gigantescas, instrumentos vivos, su tesoro redondo, perfecto, incandescente.
¿Sabe usted?, decía mi padre mientras le miraba palpitar el cuello, nos
alimentamos con ellas… Ya se imaginará que por aquí no hay nada más que
comer. Pero estaba mintiendo. Esa fue la señal, sé que lo era porque oí a mi
padre silbar confusamente, su mandíbula oscura y torcida al cerrarse,
contándole al visitante alguna historia incierta. ¿Puede usted pasarme una
manzana? Me gustaría enseñarle algo, ¿ve?, han de cogerse así y la mandíbula
y los dientes siguieron chasqueando con un sonido que solo yo puedo
comprender. Me sentí incapaz de hacer nada. Los ojos de mi padre quedaron
fijos, inmóviles. Contempló al visitante inclinarse para mirarla más de cerca y
noté que no podía moverme cuando estaba alzando la mirada otra vez, la
manzana en la mano como su propia cabeza, tome, dijo, aquí está y un
segundo de silencio antes de que me empujara con fuerza a la tierra, arrancara
la palanca de mis huesos traseros y le golpeara en la nuca, justo donde me ha
enseñado. No me moví. Simplemente me acurruqué en la tierra, esperando las
palabras posibles, las que tenían que venir: eres un inútil o no eres mi hijo o
para sobrevivir tienes que obedecerme. Sentía vergüenza, pero también la
victoria (o lo que más se parece a la victoria) de no haber podido hacerlo. Mi
padre cogió entonces las otras manzanas del suelo. Creo que empezó a
temblar, no sé si estaba llorando, cuando las colocó junto a sus ramas, como
un artesano (con manos de musgo) en su taller sin luz, cada una en la suya,
hermosas y en orden hasta que el árbol volvió a ser nuestro árbol. El árbol de
las manzanas.
En aquel momento anunció que no estaba enfadado conmigo, que esta
noche había pensado algo especial para mí y ya estaba llegando la hora. ¿La
hora de qué?, pregunté yo. Él se agachó junto al visitante. Como si
estuviéramos en mitad de un ritual blanco y antiguo, tocó la herida en la
cabeza, mojó los dedos en el charquito de sangre, los chupó dulcemente. Uno
a uno. Este servirá, sentenció. Yo no sabía a qué se refería, no lo sabía, pero sí
lo supe cuando, bajo las manzanas fantasmales que pendían sobre nuestras

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cabezas, mi padre se inclinó violentamente hacia delante, hincó la rodilla en
la tierra, contrajo con rapidez algunos de sus muchos huesos y después, con
aire victorioso, me mostró el cuchillo otra vez.
Esta noche, dijo, cuando le hayas pelado, voy a decirte tu nombre por fin.
Yo me quedé en silencio mirando el aparato apoyado en el tronco,
evitando sus ojos al hacer círculos, y absurdamente, de pronto, vino una
imagen a mi cabeza. Y también el dolor, la ceguera, rabia roja, el latido de mi
corazón agolpándose como un cuco. Bicicleta. Era una bicicleta.
Le pregunté si podía llevármela, pero supe enseguida que no me
consideraba digno, que pensaba que eso era para los niños pequeños y no
tenía valor. Haz lo que quieras, me respondió, y mientras él cogía al visitante
de una pierna y comenzaba a arrastrarlo con mucho esfuerzo por la hierba
quemada, yo traté de empujar la bicicleta. Bajo la noche inmensa imaginé,
muy lentamente, un camino imaginario que descendía la colina y yo podía
seguir.

He rasgado con la boca un trozo de una vieja cortina. No sé si es adecuado


vendarle la cabeza al visitante, ni tampoco levantarle los párpados, ni mirarme
en sus ojos blancos, desvanecidos (más dentro de lo que puedo atreverme) y
sentir, otra vez, una extraña nostalgia. Pero es lo que he hecho y ahora, se está
despertando.
Esto es… ¿Es un búnker?, balbucea confusamente.
Estás en nuestro sótano, le digo, y con lentitud voy señalándole la
bombilla huesuda que cuelga sobre nosotros, los contornos de las vigas, la
herrumbre luminosa de los rincones, los aparatos rotos y herramientas que
cuelgan de los ganchos del techo como jirones de piel, una pila de postales
viejísimas junto a la bañera. He decidido no hablarle de la pequeña montaña
de huesos que hay al lado de la puerta verde, donde ni siquiera yo me atrevo a
mirar. Él suspira, aprieta los dientes. Debe de dolerle muchísimo. No sé bien
por qué, pero me atrevo a acercarme hasta donde está y me siento en el borde
de la bañera. En realidad, quizás lo hago esperando que se aparte bruscamente
y así pueda golpearle la cabeza con la palanca con toda la fuerza que tengo.
Partirle la mandíbula, sin más. Estallarlo. Abrirle un agujero en la nuca y así
no tener que mentir si me pregunta por qué le he esposado, qué es lo que hace
mi padre ahí arriba con el sonido del cuchillo cada vez más denso, pulcro,
sonido y miedo, el que reconoce cualquiera que esté esposado en un sótano y

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mire su boca y su saliva. Piedra. Piedra. Un golpe. La raspadura del metal. Y
él se queda inmóvil al reconocer mis facciones.
Pero qué… Qué sois vosotros, dice en alto, casi grita, y lo único que
puedo responderle es que no sé si hace tiempo yo era como él, que no lo
recuerdo. Agacha la cabeza y se pone a temblar, porque es posible (aún no lo
sé) que haya comprendido. Dios mío, solloza, me contaron que la zona era
peligrosa y no les escuché, ¿me has vendado tú?… No, ¡no!, ¿qué vais a
hacerme?
Tampoco tengo respuesta para esa afirmación, porque debo entender que
me incluye en esa amenaza oscura. Está llorando. Se ha cubierto la cara con
sus manos grandes, inclinándose, rítmicamente. Me quedo en silencio un poco
más. Si gritas, mi padre va a bajar aquí, me oigo decirle a continuación.
Cuidado, exacto, debemos tener muchísimo cuidado. ¿Por qué no
simplemente lo dejo inconsciente otra vez hasta que mi padre me entregue el
cuchillo? Creo que las palabras se hunden en las paredes leprosas del sótano
cuando salen de mi boca, no son mías, quizá sí, pero desconozco cuánto
tiempo pasa hasta que él vuelve a mirarme y siento ganas de abrazarlo, unas
inmensas ganas y todavía más cuando extiendo las manos manchadas de
aceite de bicicleta, manos con sangre, y él se aparta con asco, un momento
solo, pero luego deja que le toque la cara y repase con los dedos curvos sus
mejillas hundidas, la barbilla afilada, la cicatriz que tiene en el labio, su pelo
rojizo, como de cobre ardiendo. Es como si al tocarle encontrara una mitad
perdida, humana, si es que esa palabra puede pertenecerme. Sé, en este
instante, que debo preguntárselo para poder sentirme vivo en este sótano.
¿Podrías…?
Carraspeo, reúno las fuerzas:
¿Podrías ponerme un nombre?
En el piso de arriba creo oír el cuchillo, se agrava su amplificación al
rozar la piedra y las tuberías. Quizás mi padre (si es cierto que es mi padre,
pienso, y no alguien que estaba ahí en el momento adecuado) esté
escuchándonos desde la habitación, haciendo crujir su boca, esa mala señal.
El visitante sigue observándome fuera de toda comprensión.
No lo entiendo, dice, ¿cómo puedes vivir así?
Si nos volvemos a encontrar, quizás pueda contártelo. Agito las manos, le
señalo ese sonido aterrador en algún lugar de la casa; y sigo hablando:
No hay tiempo ahora, ¿podrías hacerlo?
Me mira de ese modo, vacilante, pero quizás estemos un paso más cerca
de comprendernos. De pronto, débilmente, extiende la mano libre hacia las

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postales viejas, universos de una época desdibujada para mí, fuera de un
origen. ¿Qué hace? Las coloca en su regazo, el firmamento de cosas que
contienen. Este es el silencio más largo de mi vida, cuando baja la cabeza,
piensa, se toca la venda confusamente, el dolor le da un latigazo terrible, alza
una postal manchada de sangre hacia la luz y me mira. Me mira.
¿Qué te parece si te llamo «Cumbre»?
Yo miro esa postal, rápido al principio, sin atreverme. Noto que me
tiemblan un poco las piernas. La miro. La miro otra vez: hay una montaña de
roca verde en el dibujo, nieve virgen que se precipita por una ladera
vastísima, un hombre sobre la cima que extiende los brazos, que grita al cielo
quién sabe qué.
Cumbre… Cumbre…, repito a la oscuridad que nos rodea. Suena bien.
¿Sabes si ese lugar existe?
Queda lejos, eso desde luego, me responde él.
Decidido, empuño la palanca, y se la entrego, y nuestros dedos son una
sola cosa.
No me importa, le digo. La verdad es que tengo mucho tiempo.
Solo queda el martilleo de la tubería al ser raspada, más lento cuando me
giro para escuchar y lo localizo encima de nosotros; y propagándose hacia la
izquierda (mi padre ya casi ha terminado) al girarme de nuevo hacia él porque
hay una cosa más que decir. Y debo decirla con convicción. Debo ser capaz,
por esta vez.
Escóndela bien, ¿me oyes? Tienes que hacerte el muerto cuando mi padre
baje.
Él suplica que me quede, ¿dónde vas?, por favor, no te vayas, no me dejes
solo, revolviéndose en la sangre oscura que cubre el fondo de la bañera.
Dale aquí, continúo. Muy fuerte. Todo lo fuerte que puedas. Yo no puedo
hacerlo, pero tú sí.
Me toco familiarmente la zona dura de la cabeza donde, hace mucho, mi
padre o el hombre que dice serlo me enseñó.
Este silencio es el último. Digo «gracias» y estrecho su mano libre otra
vez. Luego subo en silencio los peldaños. Podría volver, llorar, abrazarlo de
nuevo mucho más fuerte, pero desisto.
Arriba, junto a las ventanas, no consigo ver a nadie. Tampoco en las
habitaciones vacías que se multiplican. Y por un momento pienso en decir
«adiós, padre», pero solo consigo musitar un adiós blando, sin luz, mientras
alcanzo la puerta y miro por última vez atrás.
Adiós…

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Vuelvo a intentarlo.
Adiós.
Por un instante, cuando monto en la bicicleta, me parece escuchar los
pasos de mi padre descendiendo al sótano, uno, dos, nada, uno, dos de nuevo,
hasta que la puerta se cierra sin el menor ruido. Aprieto los dientes y los
huesos y quiero parar pero ya estoy pedaleando, más y más fuerte. Sé cómo se
hace. Ahora, veo el árbol fantasmal en la cima de la colina y siento que es una
frontera que nunca he atravesado.
Con mi verdadero nombre, lo primero que voy a hacer es robar una
manzana.

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