Ellos Oyeron Su Voz - Bruno Schafer (VERSIÓN ACTUALIZADA)
Ellos Oyeron Su Voz - Bruno Schafer (VERSIÓN ACTUALIZADA)
Ellos Oyeron Su Voz - Bruno Schafer (VERSIÓN ACTUALIZADA)
La conversión, libre de presiones exteriores, del hombre convencido de que sólo dentro de la
Iglesia encontrará la paz de su alma y la respuesta a todos los problemas planteados por la
coincidencia de cada ser humano con la trayectoria de su tiempo.
Y la conversión obligada, no sólo del hombre como individuo, sino como colectividad nacional, a
la anti-iglesia del comunismo. En este sentido, nuestro tiempo puede llamarse tiempo para
matar.
Los centenares de libros que se han escrito hasta ahora sobre la vida en Rusia y la manera como
el comunismo ha impuesto su credo materialista a los individuos y a las colectividades, nos
brindan una elocuente y completa imagen de ese gran espacio humano y geográfico en el que
nadie tiene derecho de elegir.
El presente libro nos presenta el reverso de la medalla. Escritores, políticos, hombres de ciencia,
altos prelados pertenecientes a otras Iglesias, diplomáticos y artistas de todas las razas y credos,
atestiguan en estas páginas sus sufrimientos, sus dudas y su encuentro final con la Iglesia de
Roma. Algunos de ellos no creían en nada. Habían heredado, de la mentalidad positivista, la
convicción de que el mundo es pura materia, de que nuestra existencia se acaba en la muerte
corporal y de que el universo está regido por las frías leyes de la realidad visible, exenta de
secretos, dentro de la cual el ser humano no es más que una partícula de la naturaleza. El alma,
por consiguiente, no era para ellos más que una especulación teológica y el más allá se les
aparecía como una fantasía relacionada con los tiempos en los que el retraso científico había
permitido la creación de los mitos y de otros tantos prejuicios.
Otros, en fin, habían sido militantes o simpatizantes comunistas y habían dedicado al partido sus
mejores esfuerzos, imaginándose que éste representaba la única verdad y la única posibilidad de
salvación para una Humanidad obligada a luchar por la justicia y por la vida, dentro de un
universo material, forjado según las envejecidas conclusiones del positivismo o del materialismo
marxista.
Todos ellos obraron de buena fe. Todos son hombres de buena voluntad. Ninguno persiguió
nunca la realización de un ideal egoísta y personal y, aun cuando luchaban en nombre de unos
principios erróneos o dañinos, no dejaron de ser sinceros consigo mismos. Se encontraban en un
mal camino o en uno que no era el mejor pero, en aquel momento, estaban convencidos de que
obraban bien. Su conversión al Catolicismo no fue, pues, un cambio cómodo. El proceso interior
de muchos de ellos ha sido verdaderamente dramático. Para ingresar en la Iglesia han tenido a
veces que abandonar a los suyos, a sus patrias, a sus costumbres, renegar de la tradición,
vencerse a sí mismos. No es nada fácil desprenderse del pasado, ni de un yo sólidamente
moldeado por la educación, por un típico estiló de vida religiosa, nacional o familiar. Y tampoco
es fácil reconocer, en medio de cierta etapa de nuestro itinerario existencial que todo lo que
hemos conocido y reconocido como bueno y justo, vale mucho menos que aquella pequeña luz,
todavía lejana y vacilante, en la que hemos descubierto el reflejo de la Verdad. Mas, un día,
aquella luz acaba de llenar nuestra alma; se transforma en el único manantial capaz de saciarnos
la sed que nos tortura y, entonces, ninguna de las razones que nos encadenaban al pasado nos
parece válida. Nuestro ser vive ya dentro de la Verdad.
Nuestro tiempo es tiempo de conversiones. Ya a fines del siglo pasado la fe en la materia había
empezado a resquebrajarse y, al descubrir la ciencia nuevos horizontes, el misterio de la
naturaleza aumentaba en vez de disolverse entre las fórmulas químicas y las leyes físicas.
En un libro publicado recientemente, el filósofo francés Jacques Chevalier recogió todas sus
conversaciones con el P. Pouget, una de las mentes más profundas de su patria, y cuya influencia
sobre Bergson fue decisiva. Henri Bergson reconoció la verdad cristiana y si no se convirtió
formalmente se debió sólo a un acto de marcada solidaridad espiritual con sus correligionarios,
perseguidos en aquel momento por el nacional-socialismo. Su alma creyente y su conciencia de
filósofo habían aceptado ya el cristianismo.
La crisis de Bergson fue como la de otros muchos. Maritain, Chesterton, Papini, Joergensen,
nacidos antes de 1900, se convirtieron en la misma época, esto es, en un momento en que el
siglo XIX se extinguía lentamente, junto con sus ilusiones y con sus errores. Las conversiones que
caracterizaron aquellos años y que abarcaban el campo de la cultura y de las ciencias, señalaron
lo que se puede llamar el fin de la crisis romántica, cuya última llama había alumbrado las
páginas de Nietzsche.
Sin embargo, en el terreno político las consecuencias del ateísmo y del positivismo se
manifestaron con cierto retraso. En la evolución de las sociedades humanas la forma de gobierno
suele ser siempre la consecuencia más o menos lejana de un sistema filosófico, de una manera
de pensar, ya superados por el progreso de las ideas. Así, el liberalismo fue la realización, desde
el siglo XIX hasta hoy, de las ideas expresadas por los pensadores del siglo XVIII. El comunismo
es el brote tardío de las ideas defendidas por Marx y Engels alrededor de 1848. Mientras la
ciencia, el pensamiento y el arte planteaban otra vez el problema del misterio divino y el de la
libertad, en Rusia el comunismo constituía la actualización de una política, de una economía y
de un orden social, en cuyos principios habían dejado de creer tanto los políticos como los
economistas y los sociólogos. En un momento en que el ateísmo y el principio de la esclavitud de
los pueblos y de los individuos han pasado a la historia, el comunismo les infunde nueva vida y
hace de ellos principios base de un nuevo imperio. Es este, en el fondo, el descalabro, la trágica
paradoja interior, que está carcomiendo el sistema comunista. Lo que suele llamarse «la iglesia
de las catacumbas» no es una simple metáfora, sino una presencia lógicamente explicable. En
las ciudades y aldeas, en los campos de concentración y en las cárceles del mundo soviético, los
hombres siguen la línea normal de la evolución de las ideas, organizan sus iglesias y reconstruyen
el edificio interior de la fe, en total discrepancia con la forma atrasada del Estado que les rodea
y dentro del que están obligados a vivir. Muchos son anticomunistas desde un punto de vista
político, pero nadie lo es ya desde un punto de vista espiritual, puesto que sería tomar posición
en contra de un fantasma. En este sentido, el comunismo deja forzosamente de ser universal, o
se contradice a sí mismo, puesto que, reducido a los límites de lo político, no tiene de universal
más que su sed de dominio. He aquí por qué es difícil hablar propiamente de «conversiones» al
comunismo, puesto que hoy día esta clase de conversión ha de referirse a la realidad de una
presión exterior. Puestos en situación de elegir, todos los pueblos mal llamados satélites dejarían
de ser comunistas, incluso el mismo pueblo ruso, «satélite» del Kremlin.
Bajo una nueva luz se nos plantea, siguiendo el hilo de nuestro razonamiento, el problema de la
conversión al catolicismo, tan vivamente enfocado en las páginas que siguen. Puestos en
situación de elegir, en plena libertad de pensamiento y acción, los hombres y mujeres que relatan
su crisis interior y su feliz desenlace, han elegido la fe y han penetrado bajo la cúpula de San
Pedro. Si antes todos los caminos iban a Roma, hoy todos los caminos salen de Roma, para pasar
a través de todas las conciencias, hasta de los que no han sentido todavía su peregrinación
inmaterial por las tierras de su alma.
VINTILA HORIA
EL OBISPO RUSO-ORTODOXO
«No Iglesia estatal, sino Iglesia papal»
Lo que se describe a grandes rasgos en este relato sucedió tras el "telón de acero",
en una época en que la prensa mundial no quería confesar aún la existencia del
suceso. Los llamamientos del Papa y de algunas Asociaciones cristianas en favor de
los católicos perseguidos en Rusia fueron acogidos con un triste silencio. Hoy día las
cosas han cambiado. Gentes que antes pactaron con el Kremlin convocan ahora, en
nombre de la libertad, la democracia y los derechos del hombre, a la lucha contra el
comunismo.
Nací el 2 de noviembre de 1880. A los seis años perdí a mi buen padre. Durante cuatro años tuve
todavía la dicha de ser educado por una madre piadosa y buena. Ya en los años infantiles me
inculcó el amor a Cristo y a su gloriosa Madre. Recuerdo que teniendo unos ocho años me llevó
a un lugar de peregrinación mariana. Después de los oficios divinos usuales, me presentó al
santo abad Bartolomé (un monje con gran experiencia en cuestiones espirituales), quien me
bendijo, puso sus manos sobre mi cabeza y haciendo una cruz sobre mi frente, dijo a mi madre:
«Mira, éste es el Otiec Pawel (Padre Pablo)». Mi madre quedó muy asombrada por ello, porque
mi nombre de pila era otro -Profim- y del de Pablo no tenía entonces la menor sospecha.
A los diez años perdí también a mi madre, empezando así mi vida de huérfano. Parientes
benévolos me enviaron a una escuela parroquial, de donde pasé más tarde al Seminario. Desde
la niñez, y debido a mi orfandad, fui muy serio y retraído. Puse mi entera confianza en Dios,
Padre de todos los desamparados, y abrigué un amor especial a la Madre de Jesús.
Todos los años pasaba mis vacaciones en un monasterio; allí me rodeaba una vida de oración,
ayuno y ascética monacal. Esta vida me gustaba y me alegraba cada vez que llegaban las
vacaciones disfrutar junto a los piadosos y sencillos monjes una temporada tan hermosa y
tranquila. En 1903 terminé mis estudios y tuve que elegir mi futuro camino. Aunque mi corazón
se inclinaba a la vida conventual, no me decidí a dar este paso. Después del bachillerato
emprendí un viaje a los célebres monasterios de Optina Pustynia. Allí me presenté a un abad y
le expuse mis planes, asegurándole que me sometería a sus consejos. Me aconsejó la vida
conventual. Pedí entonces admisión en el Monasterio de Solowiecki y fue atendido mi deseo. En
1908 me ordené diácono (irodiakon) y en 1910 sacerdote (iromonach).
Permanecí seis años en el monasterio y de buena gana hubiera seguido, porque mi corazón
gozaba plenamente en la oración y el trabajo, pero la divina Providencia quería de mí otra cosa.
El arzobispo de Archangielck rogó al abad que me diese permiso para dedicarme a la dirección
de almas, puesto que la Diócesis tenía gran escasez de sacerdotes. Mis superiores no podían
negarse a su petición y se lo concedieron. Recibí el título de prior y marché de misionero al norte
de Rusia. Había despuntado el triste año de 1916 cuando empecé a misionar de ciudad en ciudad
y de pueblo en pueblo por las zonas septentrionales del país. Llamé a los creyentes a la lucha
contra la tibieza y la indiferencia religiosa, contra la incredulidad y el ateísmo. Ya se dibujaba en
el horizonte el resplandor de la Revolución roja.
En diciembre de 1916 cayó Rasputin 1 bajo la pistola de un príncipe ruso. Puede decirse lo que
se quiera de Rasputin, pero lo cierto es que con el disparo de aquel Josupow, que más tarde fue
sacrificado a su vez, empezó una serie terrible de asesinatos. Los intelectuales habían sembrado
malos vientos y recogieron la tempestad: la cruel, despiadada e implacable tempestad de la
checa. Los aristócratas y los intelectuales iniciaron la Revolución en Rusia; Stalin y Dshersinski la
terminaron.
Como he dicho, el norte del país resistió tenazmente a la revolución bolchevique hasta 1919.
Ingleses y franceses nos concedieron ayuda material. Sin embargo, la lucha militar la dejaron a
los rusos solos. El enemigo rojo se mostraba unido y compenetrado, mientras que las fuerzas
patrióticas estaban desunidas. Esto decidió el hundimiento de Rusia. cuando finalmente fue
1
Grigorij Rasputin fue un monje ruso, partidario de la secta de Chlysten (Geissier); su vida no debió ser,
ciertamente, intachable. Ejerció gran influencia en la corte de los zares. El 16 de diciembre de 1916 fue
asesinado por el príncipe Jesupow (Jussupow), quien sentía hacia él gran odio y desprecio.
dominado también el norte, hizo allí su entrada el bolchevismo con terrible ferocidad. Decidió,
como desquite por la resistencia, tomar sangrienta venganza contra todos los ciudadanos
simpatizantes con los valores cristianos. Eclesiásticos y funcionarios públicos fueron destituidos,
mientras los criminales ocuparon todos los puestos de mando. El que tenía una posición elevada
era liquidado en el acto o conducido a una muerte lenta. La fatalidad se cebó en los marinos de
Kronstadt, en gran parte hijos de la nobleza y de los intelectuales rusos. Como se sabe, fueron
ellos quienes habían casi elevado al poder la Revolución bolchevique, pero cuando más tarde
vieron que los hechos tomaban rumbo distinto del que habían deseado, decidieron un segundo
alzamiento, esta vez contra el bolchevismo. Por encargo de los comisarios del pueblo fue
designado Stalin para que aplastase la revuelta. Envió sus terroristas a bordo, con la promesa de
realizar los deseos de los marinos a condición de que acabase el levantamiento. Asimismo se les
aseguró que a nadie le ocurriría nada, si entregaban las armas. Los marinos aceptaron el
ofrecimiento. Los guardias y milicianos rojos ocuparon los barcos, pero la palabra dada a la
tripulación fue ignominiosamente violada. De un modo vil todos los marinos fueron fusilados.
El 20 de febrero de 1922 fui detenido como antirrevolucionario y llevado bajo fuerte vigilancia
a la prisión de la checa de Archangielsk. Lo que allí tuve que presenciar, lo que tuve que ver y
oír, quiero relatarlo objetivamente. Los chequistas pegaban a los prisioneros con vergajos de
acero y los arrojaban desde los puentes al agua. En invierno los descontentos eran introducidos
en agua hasta que se solidificaban como barras de hielo. He visto cómo muchos eclesiásticos
eran crucificados en los patios de la prisión. En tanto que duraba la «investigación de causas»
eran sometidos los presos a toda clase de trabajos, azotados con porras de goma y con llaveros,
martirizados por el hambre y la sed, la silla eléctrica y las empulgueras, e introducidos en las
cámaras de gas. En particular los oficiales eran torturados de una manera atroz; ante sus ojos
fueron violadas y maltratadas sus esposas e hijas. No existe ningún tormento que no haya sido
practicado en las prisiones de las checas.
Con predilección se deleitaban los chequistas en las vejaciones a los sentimientos religiosos de
sus prisioneros. Ordenaron a los presos renegar de Dios y hablar con desprecio de Él, de Cristo,
de la Virgen y de los santos. Sobre los bancos de las celdas fueron clavados iconos. El que quería
sentarse debía de hacerlo sobre ellos. Pero como los fieles vieran la imagen de la Virgen o de los
santos y no quisieran sentarse, tenían que permanecer de pie en la celda días enteros, quizá
semanas, hasta que se desplomaban extenuados.
Con refinamiento diabólico infamaban la Cruz. He aquí un hecho que me relató un compañero
de prisión. Trabajaba con una máquina cuya palanca inferior debía mover con el pie. Vio que
habían atado fuertemente a esta palanca un crucifijo, para que al accionarla tuviera que pisarlo.
Al negarse el prisionero a hacerlo, fue tan brutalmente azotado con un llavero, que murió en el
mismo día. Entró en mi celda y tuvo el tiempo suficiente para contarme el motivo de su martirio.
Lo que me dijo este infeliz en la celda debía servirme de aviso, como pude ver claramente más
tarde.
Al ser detenido me encomendé a la divina Providencia con este pensamiento: si está en los
designios de Dios que muera, me someto plenamente a su Voluntad. No tenía nada bueno que
esperar y me preparé como si fuese a morir. Lo que Dios hace está bien hecho. ¡Déjesele reinar
plenamente!
Hacia el final fui azotado con saña. Palizas e injurias acompañaban a la «investigación de causas».
Se me acusaba de hechos que no había cometido y que yo iba negando. Se me pidió luego la
«confesión» de que había engañado a los hombres, porque había predicado a Dios y a Cristo. Si
estaba dispuesto a renegar de Cristo y declararlo públicamente en la iglesia el domingo
siguiente, se me regalaría la libertad. Se me exigía que injuriase a Dios. Al negarme
enérgicamente, me arrojaron a una cueva llena de ratas hambrientas, donde eran encerrados
especialmente los cristianos fervorosos, los eclesiásticos, los intelectuales y los oficiales. Los
hambrientos animales se precipitaban sobre su indefensa presa y generalmente mordían hasta
producir la muerte. Muchos no podían soportar la visión de las ratas y caían desmayados. Tuve
que permanecer días enteros en esta cueva. Al entrar me persigné, seguro de que iba a la
muerte, pero Dios quiso que saliese vivo de este martirio. Cuando vieron los chequistas que no
había perecido, me arrojaron a una cámara de hielo, donde sin pan ni agua tuve que soportar
cinco días enteros el horroroso frío. Como también en este caso sobreviví a las calamidades, uno
de los guardianes me golpeó de tal manera en la cabeza con una gruesa llave, que me desplomé
sin sentido, cuando yacía en el suelo en medio de un charco de sangre, me regaron con agua,
para que recobrase el conocimiento.
Finalmente fui conducido ante un tribunal revolucionario para la «vista» de mi causa, donde
tuve que contestar a las toscas y repugnantes palabras de los jueces. Me condenaron a cinco
años de trabajos forzados, por contrarrevolucionario, y fui conducido a una celda individual, que
en las prisiones bolcheviques tienen un aspecto particularmente angustioso, puesto que algunas
son utilizadas para cámaras de tortura. El preso era desposeído hasta de los objetos más
necesarios. Las celdas eran oscuras y húmedas, rebosaban suciedad y estaban llenas de bichos.
Es indescriptible ser picado continuamente por piojos y pulgas. El preso cree estar por lo menos,
con esto, amparado de otras vejaciones. ¡Qué equivocación! Continuamente es sacado para
nuevas «diligencias», maltratado e insultado sin piedad; no puede descansar ni de día ni de
noche. Quien sobrevive a tal barbarie, tiene que poseer una salud indestructible.
Un año después me pasaron a una celda común. Con esto empezó para mí una nueva época,
que no puedo decir que haya sido más soportable. Los jefes de la prisión habían puesto
especialmente su atención en los eclesiásticos, para señalarles los trabajos más duros y
agotadores Así, por ejemplo, debían ocupar el cargo de un «zwonary». Zwonary significa
campanero, pero en el campamento no se tocaba con campanas, sino con cubos y cadenas.
También se me dio a mí el trabajo de zwonary y tuve que limpiar, con el piadoso arzobispo Arseni
Smoleniec, de Rostow, las duchas y letrinas, desatrancando pozos negros y ejerciendo toda clase
de repugnantes trabajos. Los chequistas de guardia nos trataban despóticamente y se mofaban
diciendo: «¿Veis, obispos? -gritaban-; antes apenas podíais sostener el cáliz, y ahora podéis
levantar los cubos de basura; antes erais respetados por el tonto pueblo, y ahora os tratamos
como os merecéis.»
En julio de 1925 terminé mi condena. Me dirigí a Moscú, donde busqué alojamiento junto a mis
compañeros. Entre los amigos y bienhechores contaba al arzobispo Joasaf, Inspector de la
Academia de Moscú; el obispo Pawlin, de Kaluga, y el archimandrit (archiabad) Isichi, del
Monasterio de Donsko; también a Kaplan, del Patriarcado de Tichon. Isichi me contó un hecho
repugnante cometido por los bolcheviques. En marzo de 1925 dieron la noticia de que el
Patriarca de Tichon había fallecido en un hospital de Moscú, a consecuencia de un ataque
cardíaco. Pero a nadie le estaba permitido ver el cadáver del príncipe de la Iglesia. Únicamente
a Isichi le fue concedido verlo, pues tenía que firmar un certificado, con la obligación de no decir
ni una palabra de lo visto. Isichi lavó el cadáver a la usanza litúrgica y comprobó que el Patriarca
había sido asesinado; le habían cortado las venas del cuello.
Fui nombrado archimandrit por el arzobispo Joasaf y confirmado como tal por el Patriarca de
Moscú. Mi tarea fundamental era actuar como misionero. La propaganda atea había ocasionado
grandes calamidades. Pero por otra parte podía comprobar también cuán vivo estaba aún el
espíritu religioso en el pueblo. En Sierpuchow fui testigo de cómo los fieles se oponían a los
oblnowience (renovados). Hicieron rodar por la nieve a un obispo oblnowience después de
haberle sacado violentamente de la iglesia.
Hasta 1931 actué en Moscú, en Kaluga y en Sierpuchow. Allí se agravó la persecución a la Iglesia
por la G. P. U. Recibí una citación y fui solicitado para colaborar con la policía roja. Se pedía de
los eclesiásticos que efectuaran servicios policíacos para los bolcheviques. Semanalmente
debían dar un informe al «Departamento de asuntos religiosos» de la G. P. U. sobre lo que
hablaban y criticaban los fieles. Al rehusar esta colaboración, fui detenido inmediatamente y
encerrado en la tristemente famosa prisión de Butyrki. Un tribunal de la G. P. U. me condenó,
sin proceso, a siete años de trabajos forzados en un campo de concentración.
Empezó para mí una nueva época de terribles acontecimientos. Con otros muchos presos fui
enviado a Kasachstan. Era la época en que Stalin trataba, por medio de su verdugo Jeschew, de
exterminar a todos los creyentes. En Kasachstan se nos condujo a un desierto. No había árboles,
ni siquiera arbustos, ni casa alguna; sólo arena y cielo, Tuvieron que construirse nuevos campos
de concentración. Por la noche nos helábamos, sin una triste manta en que envolver nuestro
aterido cuerpo; durante el día nos torturaba el calor. Para hacemos sufrir aún más, nos daban
los guardias, para comer, pescado salado. Pero para mitigar la sed no había agua en aquel
desierto. Tenía que ser traída desde muy lejos y repartida en pequeñas raciones. Sobre todo las
monjas eran tratadas con refinada crueldad. Sobre ellas descargaban los guardianes sus
bestiales instintos.
Casi al final de 1947 me soltaron del campo de concentración. Empezaba «otra» nueva vida,
pero quedaba una existencia de continuas privaciones y persecuciones. Me habían quitado mi
documentación y robado también mi ropa y objetos personales. Fui puesto en libertad en traje
de penado y recibí un documento de identidad en el que se decía que había estado preso, que
era enemigo del Estado, y que se me prohibía la estancia en doce ciudades rusas. Prácticamente
era declarado fácil presa. Nadie quería darme asilo y ninguna Comisaría quiso otorgarme el
permiso normal de residencia. Si alguna persona caritativa me ofrecía alojamiento se exponía a
ser rápidamente citado por la G. P. U. y reprendido. Sin cartilla de racionamiento, sin permiso
de estancia, tenía que ir errante y fugitivo de un sitio a otro. En bosques y cuevas celebraba los
oficios divinos, predicaba y administraba los Santos Sacramentos.
En 1938, de los mil seiscientos templos de Moscú, sólo quedaban abiertos diez o doce. Todos
los demás estaban cerrados, destruidos, saqueados o convertidos en almacenes, tiendas, cines
y teatros. Si Stalin había dejado algunas iglesias abiertas lo hacía con miras políticas. Sobre todo
quería aparecer ante los extranjeros como tolerante con el culto. El par de templos moscovitas
existentes en la actualidad son únicamente medios de propaganda para enseñar a los ingenuos
visitantes extranjeros. La actual iglesia de Stalin es una iglesia del Estado, un instrumento de la
política comunista 2.
¿Cómo se explica, por ejemplo, acerca de todo esto el silencio tan absoluto de la conocida «Liga
para la defensa de los derechos del hombre», que en su día fue dirigida por Víctor Basch?
Frecuentemente se oían protestas contra España, Italia, Polonia o Argentina. La prensa mundial
trepidó cuando dos terroristas italianos, Sacco y Vanzetti, fueron condenados en Norteamérica
2
Téngase presente que este relato fue escrito con anterioridad a 1a muerte del dictador ruso.
a la silla eléctrica; pero cuando eran asesinados en Rusia y Méjico millones de fieles, la prensa
mundial se volvió muda y calló la «Liga para los derechos del hombre».
Cuando en 1941 ocuparon las tropas alemanas la Rusia occidental, llegó para mí el día de la
libertad. El mando del Ejército decretó la reapertura de las iglesias y restableció los cultos. Los
iconos y cuadros religiosos fueron sacados de nuevo por los fieles de los escondrijos donde los
habían guardado. Empezó a latir una fervorosa vida de piedad. Muchos miles de personas se
bautizaron, se casaron y recibieron los sacramentos. Mis superiores eclesiásticos me asignaron
el distrito de Briansk - Smolensk - Mogilow - Lida. En la festividad de San Pedro y San Pablo de
1943 fui coronado obispo en la catedral de Minsk. Con todo celo me dediqué al trabajo asignado,
porque la mies era mucha.
Con la retirada de los alemanes tuve que abandonar de nuevo mi lugar de actuación y huir de
los bolcheviques. Me hubiesen matado. Me fui con mis colaboradores a Praga, pero tampoco
pude detenerme allí. Los checos me expulsaron, yendo a parar esta vez a Viena. La policía
vienesa me proporcionó una vivienda en Franzensbad y allí pude permanecer hasta el final de la
guerra. Después de la capitulación de Alemania y como quiera que Franzensbad perteneciese a
la zona de ocupación rusa, no quise permanecer allí por más tiempo. Un sacerdote castrense
norteamericano nos ayudó y nos llevó, a mi hermana y a mí, a Regensburgo. Más tarde pasé a
Straubing, desde donde dirijo la diócesis en el exilio. Mis fieles están repartidos por las tres
zonas. Para mi alegría puedo garantizar que los que no están fanáticamente influidos procuran
y activan la unión de la Iglesia oriental con Roma.
No puedo cerrar mi relato biográfico sin antes agradecer al obispo de Regensburgo, Excmo. y
Rvdmo. Sr. Michael Buchberger, la gran ayuda que recibí de su parte.
Ahora quiero exponer mi contestación categórica a la pregunta: «¿Por qué ha venido usted a la
Iglesia católica?» El fracaso de la Iglesia oriental rusa me situó claramente la realidad ante los
ojos: la Iglesia de Cristo tiene que tener un Jefe que no dependa de cada uno de los poderes
terrenos. Ninguna Iglesia -y ya podía ser la ideal- es libre, sino servidora del soberano, cuando
sobre ella gobierna un seglar. Anteriormente fue la Iglesia estatal servidora de los zares; hoy lo
es de Stalin. Una Iglesia así tiene que estar sujeta siempre a los intereses políticos del que
manda; pero estos intereses no siempre están de acuerdo con la doctrina de Cristo.
El Jefe de la Iglesia de Cristo tiene que ser un sacerdote. Únicamente la Iglesia católico-romana
cumple plenamente esta condición, donde el Papa, el sucesor del Príncipe de los Apóstoles,
Pedro, como el primero de entre los Obispos, posee la autoridad absoluta.
Otro indicio de la verdadera Iglesia de Cristo es su unidad y universalidad. Universal quiere decir
católico; en ruso, sobornaje; en eslavo, wsielenskie. Pero no se trata aquí de un simple juego de
palabras, alrededor del cual las dos Iglesias se combatan. Cierto que tanto la católica como la
Iglesia oriental rusa quieren ser «universales». Este concepto sólo es exacto para la Iglesia
católico-romana; únicamente ella es verdaderamente universal. La Iglesia rusa es una simple
Iglesia nacional. Además Cristo fundó solamente una Iglesia: «Y yo te digo que tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella»
(Mt. 16, 18). Así habla la inflexible constitución de la Iglesia de Cristo. La unidad de la Iglesia la
llevaba Cristo muy en el corazón. En la oración de la Santa Cena ruega al Padre por esta unidad:
«Pero no ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean
uno» (Jn. 17, 20). Esta unidad de la Iglesia es tan fundamental que, sobre el mismo tema, el
Apóstol de las gentes escribe a los Efesios estas enérgicas palabras: «Así, pues, os exhorto yo,
preso en el Señor..., conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz. Sólo hay un
cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor,
una fe, un bautismo, un Dios y un Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos»
(Ef. 4, 1-6). Siempre tuve en cuenta estas palabras de la Sagrada Escritura. También la promesa:
«Habrá un solo Pastor y un solo rebaño», llevó a mi ánimo la íntima vocación de que la Iglesia
de Cristo tenía que ser una. Además me había considerado siempre formando parte del cuerpo
místico de Cristo y, aún hoy, tengo la seguridad de que el pueblo creyente de la Iglesia oriental
pertenece a la verdadera Iglesia de Cristo y que el sacerdote ortodoxo se remonta a los Padres
de la Iglesia y de ellos a los Apóstoles.
La pregunta, «¿Cómo vino usted a la santa Iglesia?», no está bien planteada. Pues la Iglesia
católica no abarca solamente a aquellos que llevan en el bolsillo el certificado de bautismo, a
quienes son sus miembros visibles, sino también a los creyentes que pertenecen a otra y aun a
los que no pertenecen a ninguna Iglesia, pero que son católicos en espíritu por la fuerza del
santo bautismo, el cual recibieron dignamente, o únicamente en virtud de la buena voluntad, la
cual constituye la base para la unión con Cristo. De esta consideración se entiende también el
dogma católico de que «fuera de la Iglesia católica no hay salvación», pues en él encierra a todos
los hombres de buena voluntad. En fe y en espíritu he pertenecido siempre a la Iglesia católica
y he rezado para la unión de las dos Iglesias. Todos mis sufrimientos se los he ofrecido a Dios
para que me deje vivir el día en que habrá «un solo pastor y un solo rebaño». Como tema
episcopal elegí entre las palabras que mi corazón tenía necesidad de expresar: «La wsi jedino
budut», «ut omnes sint unum».
He ratificado mi unión con la santa Iglesia católica, porque he visto que no existe ya ninguna
razón para continuar separados. Todos los motivos para una desunión, que hoy todavía imperan
en el campo cristiano, son viejos prejuicios, pretextos políticos y mentiras malintencionadas,
que únicamente son agradables al mal espíritu, al padre de todas las confusiones y enemistades.
Lo que motivó en el año 1054 la división de Bizancio con Roma ha sido reparado ya con creces.
El Salvador quería reconocer a sus discípulos por el amor fraterno. El amor es el distintivo del
alma cristiana. El episcopado «ortodoxo» ruso no posee ningún amor, no sólo para los obispos
de las otras Iglesias, sino para los de la propia. Al obispo de Roma le profesa un odio infernal,
inspirado por Stalin y su programa anticristiano.
En la liturgia ortodoxa escrita por los Padres de la Iglesia Juan Crisóstomo, Basilio y Gregorio,
ruega siempre la Iglesia oriental por la unidad en la fe y por la unificación de todos los cristianos.
Pero quien reza por esta unificación tiene que hacer también todo lo posible por realizarla. Es
un fariseo y un impostor aquel que ruega por la unidad y fomenta la división.
La nueva Iglesia estatal de Rusia es de peor índole que en el tiempo de los zares, puesto que hoy
el Estado es ateo. Los mismos obispos que no querían llegar a un acuerdo con el obispo de Roma
se han unido muy pronto al mayor enemigo del cristianismo. Se han dejado enganchar en el
carro comunista y prestan servicios de lacayos a los más incultos peones. Con ello la actual Iglesia
rusa se ha entregado y ya no es una Iglesia cristiana. Por un plato de lentejas han vendido la fe
de los padres al enemigo de Dios. Es claro que en esta situación escandalosa no quisiera yo seguir
siendo obispo ortodoxo.
Termino mi relato con las consoladoras palabras que pude retener del Santo Padre durante la
audiencia que me concedió después de mi ingreso en la Iglesia católica: «Obispo Pablo, ahora
es usted verdaderamente ortodoxo - Wladyko! tiper wy instinno pravoslawny.»
EL HIJO DEL MÁS IMPORTANTE JEFE NACIONALSOCIALISTA
«No nobleza hereditaria, sino pecado original»
¿Quién hubiera podido prever, en la época culminante del Tercer Reich, que muy
pocos años después fuesen a entrar en el camino de la Iglesia católica siete
miembros de la familia de Martin Bormann, brazo derecho de Hitler? Fue Bormann
un nacionalsocialista convencido y un antirreligioso declarado; y en la actualidad,
de sus ocho hijos, son católicos cuatro hijas y tres varones. ¡Triunfo de la Gracia!
Uno de los hijos, Adolf Martin, ahijado del "Führer", de dieciocho años en el tiempo
en que escribió este relato, describe en las páginas siguientes su advenimiento a la
Iglesia católica. El antiguo alumno de la Escuela del Partido, en Feldafing, es hoy
estudiante de un colegio católico y desea -si esa es la voluntad de Dios- hacerse
sacerdote y misionero.
Nací el 14 de abril de 1930 en Grünewald, cerca de Múnich, hijo de padres protestantes. Mis
primeras impresiones infantiles empiezan con los devotos relatos de mi madre. Por desgracia,
había ido disminuyendo progresivamente el espíritu religioso en nuestra familia conforme
pasaba el tiempo. En 1932 fue llamado mi padre, que desde 1923 había participado en el
movimiento hitleriano, a la cancillería del Reich, como substituto de Hess y, en 1933, nombrado
jefe de la plana mayor del Partido. (Quien conozca la dura juventud de mi padre, podrá
comprender mejor su vida.) En 1934 toda mi familia abandonó la Iglesia protestante. Así fue
cómo mis hermanos y yo quedamos hasta 1945 no sólo privados de toda instrucción religiosa,
sino más bien, a decir verdad, educados fuera de la religión. Por las Navidades de 1936 nos
establecimos en Obersalberg, desde donde asistí a la escuela primaria de Berchtesgaden, hasta
la Pascua de 1940. En junio de dicho año fui enviado por mi padre a Feldafing, en Stamsbergsee,
a la escuela del N. S. D. A. P. (Partido Obrero Nacionalsocialista) del Reich, de la que salía
solamente a mi casa en las vacaciones. En Feldafing había un colegio de selección con un cupo
limitado a sesenta o setenta alumnos, seleccionados entre los mejores estudiantes de las
cuarenta y dos regiones del Reich. Estaba destinado a la formación de los futuros dirigentes del
país: en resumen, la élite del régimen. Después del bachillerato, cada cual elegía libremente su
carrera. Muchachos de todas las clases sociales estaban allí representados; la condición
económica de los padres no influía en ningún caso. Enseñanza, vestuario, alimentación, etc.,
eran gratuitos. El plan de estudios no se diferenciaba del general en los centros docentes
normales y comprendía: alemán, idiomas, ciencias naturales y educación artística.
Se daba mucha importancia a la cultura física. Únicamente era distinta de los demás colegios la
asignatura «Política Nacional», que fue introducida en lugar de la de Religión. Ya en los primeros
cursos, cuando teníamos diez y once años, se concedía interés preferente a la educación política
y premilitar. La organización de este colegio podía compararse quizá a la del cuerpo de Cadetes
de la época del Káiser; se inculcaba preferentemente disciplina y espíritu de sacrificio por la
patria y el pueblo. Era la primera escuela del Reich. El espíritu de los jóvenes resultaba «nacional-
socialísticamente» bueno. Pero la ausencia de religión se hacía notar alarmantemente en el
aspecto moral. Se le había quitado a la juventud el mejor medio para la conservación de la
pureza.
Con la retaguardia del frente muy próxima, empezó en 1945 la instrucción de los alumnos de los
cursos medios, nacidos en los años 1929 y 1930, para combatir contra los tanques. Los del año
1928 cumplían ya servicios auxiliares en el Ejército del Aire. A finales de marzo y primeros de
abril empezamos a construir fortificaciones alrededor de Feldafing. El día 25 de abril se
trasladaron los cursos medios a Steinach, en el Brennero, después de haber sido enviados a sus
casas o agregados a los servicios auxiliares de los hospitales militares los primeros cursos. El 30
de abril fue disuelto el colegio y nosotros, los más jóvenes, recibimos orden de dirigimos a
nuestras casas y mantener un mutuo contacto. El permiso para reunirme con mi padre fue
anulado el mismo día y recibí instrucciones para ir a Salzburgo y presentarme al jefe regional del
Partido Nacionalsocialista, Scheel, que estaba encargado de alojarme en una finca. También mi
madre tuvo que regresar del Tirol meridional por el peligro de los partisanos. En Jenbach, camino
de Salzburgo, me llegó la noticia de la muerte de mi padrino, Hitler: «¡El Führer ha caído,
rodeado de sus leales!» Inútil decir lo que para mí significaba esta información. Todo un mundo
empezaba a derrumbarse ante mí... El estado general era de apatía o desesperación. A mí me
sostuvo la esperanza de volver a ver y ayudar a mi madre, después de los últimos catastróficos
sucesos, ¡Cuántos recurrieron en esos días a la pistola o al veneno! En Obersalberg encontré al
secretario particular de mi padre, que modificó con el apellido Bergmann mi cédula personal,
apellido que también había adoptado mi madre. (No tuve necesidad del falso papelucho, aparte
de que a los dos días lo tiré.)
De Salzburgo fui enviado a Schwarzach, en Pongau. Allí debía permanecer en casa de unos
campesinos. Ese mismo día me uní -era el 3 de mayo- a la Columna del Führer cuando pasaba
por el pueblo. No la reconocí en un principio, puesto que en ella no iba ninguno de los típicos
«Mercedes» negros. Rápidamente me dirigí al jefe, un antiguo conocido; me presenté a él, recibí
el uniforme gris y fui en adelante el soldado de la S. S. (Guardia Personal del Führer) Martin
Bergmann.
El cerco a nuestro alrededor era cada vez más estrecho. Corríamos en todas direcciones, como
el ratón en la trampa, hasta que el 8 de mayo nos llegó la noticia del armisticio. Se dispersó la
columna para evitar ser hechos prisioneros y yo me uní a un grupo. Estaba acabado, física y
moralmente. Un ligero principio de intoxicación por tomaína, que no tomé en serio, me hizo
padecer mucho. Para combatir el dolor empecé a fumar y a comer toda clase de alimentos, sin
discriminar, cosa que sólo sirvió para que mi estado empeorase más. El fin se acercaba. Tuve
que permanecer con unos campesinos de la montaña, cerca de la frontera austro-alemana.
Nuevamente me transformé en el «Alumno de la K. L. V., cama n.º 39, Steinach am Brenner»,
afirmando ser natural de Múnich. Al organizarse una ayuda para posibles huérfanos y niños
separados de su familia por las circunstancias de la guerra, me hice pasar por huérfano, para
evitar ser detenido.
Los campesinos acogieron con cariño al pobre muchacho desvalido y una enfermera de la Cruz
Roja, refugiada también allí, me atendió hasta que me repuse. Luego me dediqué a pastor,
desempeñando pequeños trabajos. Por indicación de aquellos campesinos obtuve el permiso de
estancia -como auxiliar insustituible en las faenas del campo-, lo cual me resultó fácil, puesto
que me había hecho pasar por huérfano; realmente no sabía qué hacer ni dónde ir. Cuando pasó
la época del pastoreo en los pastos de montaña, regresé a la granja, vigoroso y alegre.
En los Alpes había tenido mucho tiempo para pensar, el pasado se me aparecía como una
pesadilla, hacia castillos en el aire para el futuro y pasaba soñando el presente. Por cierto que
en la época del pastoreo se produjo mi primer encuentro con el cristianismo. En los largos días
de lluvia me entretenía con la lectura de los viejos calendarios de los campesinos, entre los
cuales vino a parar a mis manos una Historia Sagrada. El invierno lo pasaba en casa de unos
labradores. Allí empecé a leer los periódicos, pero mi postura era muy escéptica con respecto a
lo que decían. A pesar de ello, empecé a pensar en serio sobre el pasado y fue entonces cuando
encontré en mis recuerdos muchas cosas con las que no estaba conforme. Así, me asaltaron en
aquellas aburridas horas las primeras dudas respecto a mi fe en el Nacionalsocialismo.
Un día vino de visita a casa de los campesinos un cura oriundo de la comarca. Contó las
vejaciones de otro sacerdote en el campo de concentración y habló de algunas cosas más. En un
principio no creí lo que decía: no podía soportar a los «negros». Eran, vistos bajo el prisma nazi,
agitadores y embrutecedores del pueblo, y la Iglesia, el enemigo número 1 del Reich. Pero
cuando el sacerdote trató de consolarme -el aldeano le había dicho que yo había quedado
huérfano- percibí la bondad que estos hombres albergaban, hecha paz, sosiego y amor. Tras
aquel hombre no existía nada turbio, sino un firme y claro espíritu de caridad.
Por primera vez me asaltó la idea de que podía haber sido un crimen encarcelar a los sacerdotes.
Que, efectivamente, era falso lo que de ellos se decía, ya lo había reconocido. ¿Por qué se había
perseguido a los católicos? ¿No eran acaso gente pacifica? ¿Qué había movido a estos
campesinos a acogerme? ¿Algún egoísmo? ¿No era más bien una caridad verdadera? Estas
consideraciones se abrían paso en mi conciencia. A diario recibía muestras de su amor, y su
espíritu de sacrificio y la dura y a la vez alegre vida en la montaña me servían de ejemplo. Mi
desprecio hacia los católicos desapareció y ya empezaba incluso a envidiarlos un poco; pero lo
que contenían la Biblia y el catecismo no podía creerlo. Los considerada como un bello y a veces
desconcertante cuento, y la fe de las personas cultas me parecía un acertijo indescifrable. Mas
siempre esperaba una restauración del Nacionalsocialismo de una forma aún más sonora: «Sea
feliz cada uno a su forma.»
Cuatro días después recibí la confirmación. Por medio de un misionero del Corazón de Jesús
pude establecer contacto con mis hermanos y supe que también ellos se habían convertido,
enterándome con retraso de la muerte de mi madre. Ella no tuvo tiempo de dar el último paso
hacia la Iglesia católica.
El verano de 1947 lo pasé con el campesino que me había recogido, pero en mi alma había
brotado el irresistible deseo de poner mi vida al servicio de Dios haciéndome religioso. Al
principio pensé entrar de lego, pues ni me atrevía, ni tampoco veía medio alguno de llegar al
sacerdocio. Confié mis problemas a mi director espiritual, quien ordenó todo lo que consideraba
conveniente para mí, y me aseguró que si estaba dispuesto a estudiar no quedarían frustradas
mis ilusiones. Después de una madura reflexión decidí, con la ayuda de Dios, hacerme sacerdote.
El 28 de septiembre de 1947 abandoné a mi campesino, al que tanto agradecimiento debo -no
sabía por entonces aún quién era yo- y me dirigí a Kirchental hasta que me designasen mi
definitivo destino. Entonces estalló la bomba: en un viaje a Salzburgo fui reconocido y me
detuvieron, decretándose mi extradición a Alemania a los veinticuatro días. Una vez más, ocurrió
lo mejor que podía pasarme. En Alemania ingresé en los Misioneros del Corazón de Jesús, con
los cuales empecé mis estudios religiosos y espero que, como futuro misionero, Dios me permita
llevar una vida de expiación.
Esta es la historia de un extraviado que pudo volver a Casa. El verdadero amor al prójimo de los
rudos montañeses me señaló el camino a la Iglesia católica. A todos aquellos que tienen la dicha
de ser católicos quisiera gritarles: Compadeceos de los que cayeron en el extravío, pobres
pecadores, y ayudadles con la oración y el apostolado a que encuentren también la Casa del
Señor.
LA PRIMA DE WINSTON CHURCHILL
«El poder de la liturgia»
Era muy joven aún -tenía dieciséis años- cuando tomó Clara Sheridan la decisión de
hacerse católica; pero hasta el otoño de su vida no transformó en realidad su
propósito. Su abuela, descendiente de una familia de hugonotes fugitiva en pasados
tiempos, regresó a Francia con tres hijas, desde América, en el siglo XIX. Con el
comienzo de la guerra germanofrancesa, en el año 1870, las tres hermanas se
establecieron en Inglaterra y allí se casaron. Una de ellas, Jannie, fue la madre del
célebre estadista Winston Churchill; Leonie, la del famoso poeta Shane Leslie, que
hace unos años también se hizo católico, y la tercera, Clara Sheridan, autora de este
relato. Mrs. Sheridan adquirió renombre como escultora. Entre otras
personalidades, posaron para ella el primer ministro Asquith, los revolucionarios
rusos Lenin, Trotzki, Dschersinski y Krassin -la artista vivió ocasionalmente una
temporada en el Kremlin-, el inventor Marconi y otros más. Además de escultora es
conocida también como escritora. El más significativo de sus libros, su autobiografía
"Nuda Veritas", ha sido traducido a cinco idiomas.
Si Mrs. Sheridan, con motivo de una peregrinación a Asís, pudo ingresar tan
rápidamente en el seno de la Iglesia, fue porque ya conocía bien a fondo la doctrina
católica. Por lo general, para la entrada de un heterodoxo en la Iglesia católica, se
le obliga a una completa instrucción, que dura varios meses.
El hecho principal por el que me hice católica nació del dilema de si era la herencia o el medio
ambiente lo que influye más decisivamente en nuestra vida. En mi caso, desde luego que no fue
la herencia. Por parte de mi padre eran conocidos todos sus antepasados, desde la Reforma,
como pertenecientes al puritanismo inglés. Por parte materna provengo de una familia de
hugonotes de la Rochelle que buscó asilo en América. La niñera a la cual se me confió era una
puritana ortodoxa. Nunca podíamos coger mi hermano y yo los juguetes en domingo. Nuestra
obligación era aprendemos de memoria las oraciones del día y acudir a la iglesia, tanto si iban
nuestros padres como si no. Aborrecía los domingos, y tenía que estar tanto tiempo en el
templo, que me llenaba de pena.
Cuando tenía doce años decidió enviarme mi madre a un colegio de monjas, en Paris. No sólo
debía asimilar correctamente el acento francés, sino copiar los modales y cuanto para mi madre
significaba «charmant», y que correspondía a las buenas y antiguas costumbres. Sentía horror
mi madre hacia las colegialas inglesas que jugaban al hockey. Para tranquilidad de su conciencia
concertó con la dirección del colegio que los días festivos me servirían en la comida un filete de
carne y que no recibiría ninguna enseñanza de religión católica. Estas dos condiciones me
hicieron pasar malos ratos en el pensionado, puesto que se me consideraba como hereje
sospechosa. El filete de carne daba vueltas aún en mi cabeza ya siendo mayor y después de llevar
mucho tiempo de régimen vegetariano, al que me adscribí luego.
A los dieciséis años debía ser confirmada por el obispo protestante, pero me opuse y manifesté
abiertamente mi voluntad de convertirme a la fe católica. Mi madre pensó que sería siempre
mejor ser católica que nada. Pero por de pronto no me dejó volver al colegio de religiosas de
Paris.
Poco después fui introducida en sociedad, en un mundo que hoy ha periclitado, aquel mundo
frívolo del reinado de Eduardo VII de Inglaterra. Más tarde contraje matrimonio con un hombre
que sentía verdadero aborrecimiento hacia el catolicismo. Preocupó verdaderamente a mi
esposo el que yo, aunque no me había convertido, insistiese en colocar en una hornacina del
dormitorio un pequeño altar con una imagen de la Virgen, delante del cual puse velas y flores.
El me dio a entender que desheredaría al hijo que quisiese hacerse católico. Mucho tiempo
estuvimos sin hijos y empecé a preocuparme por ello.
Antes de la boda me había prometido mi novio que podría, dada mi gran predilección por Italia,
ir allí una vez al año. Entonces reclamé el cumplimiento de la promesa y me dejó marchar de
mala gana. Él pensaba que como en Roma tenía yo parientes sería mi deseo visitarlos. Mi viaje
a Roma, ciertamente, tenía mucho más el aspecto de una peregrinación. En la Ciudad Eterna
visité casi todas las iglesias. En cada santuario mariano rezaba y ofrecía velas, implorando un
hijo. Terminó mi procesión en la Vierge Miraculeuse, en el convento de Santa Trinitá del Monte,
y, nueve meses después de mi regreso, nos fue otorgada una hija. Quise ponerle el nombre de
María, en lo cual estuvo de acuerdo mi marido, pues creyó que provenía del de Piedad de su
madre, que también se llamó María. Pero Dios sabía lo que mi corazón pensaba...
Estalló la primera guerra mundial y mi marido tuvo que tomar también parte en ella. En el año
1915, precisamente cuando había sido madre de un niño, me llegó la noticia de que mi esposo
había caído en Francia. Un duro golpe, que me colocaba ante la alternativa de sostener la familia
con mi propio esfuerzo o dejar que unos parientes ricos adoptasen a mis hijos. Finalmente decidí
retenerlos a mi lado. Para obtener los ingresos necesarios me dediqué con gran ardor a la
escultura. En el año 1920 me dio cierta fama el busto que modelé del primer ministro Asquith.
Por aquel tiempo conocí por casualidad al delegado ruso de Comercio, Kameneff, cuyo retrato
pude igualmente esculpir. Tanto le entusiasmó la obra, que me invitó a ir a Moscú para realizar
los bustos de Lenin, Trotzki y otros revolucionarios. Acepté la invitación, y marché a Moscú sin
avisar a la familia ni a los niños, que se encontraban en el campo. Al volver a Inglaterra, después
de tres largos meses, hallé que era famosa, pero mis parientes, en cambio, estaban irritados
contra mí; por ello marché sin más tardanza con mis hijos a América. Mientras seguía con la
escultura, colaboraba activamente en la prensa. Estuve en Méjico, en Turquía, en el norte de
África y en Francia. Mi ausencia de Inglaterra duró veinte años.
La segunda guerra mundial me condujo finalmente a la patria. Durante todo el tiempo que
permanecí en el extranjero mi hijo lo fue todo para mí. Le quería más que al Señor y por eso Dios
me lo quitó, justamente antes de empezar la guerra, en el año 1939. Esta pérdida me destrozó
el corazón. Y ciertamente tengo que decir que Dios fue bueno conmigo. El me evitó la
indescriptible angustia que hubiese significado ver marcharse al hijo más querido hacia el campo
de batalla; tal separación hubiera sido insufrible para los dos. Dediqué a su memoria una estatua
de Nuestra Señora, hecha de un tronco de encina de mi jardín, y que en la actualidad se
encuentra en Sussex, en la capilla de la Madre de Dios de la iglesia del pueblo, construida en el
siglo XIV. Desde la Reforma no había recibido la capilla ninguna imagen de María. Puesto que se
trata de una iglesia anglo-católica, la feligresía recibió mi obra con júbilo.
En el transcurso de los años de guerra, que pasé en la costa sureste de Britania, vi claramente
que no había cumplido con mi deber. No me había esforzado en hacer algo de lo que sabía que
debía hacer, que tenía que hacer y que finalmente también quería hacer: convertirme al
catolicismo. Mi hijo fue enterrado en Francia en un cementerio católico y, por cierto, con arreglo
al rito católico. Casi parecía que el hijo más querido hubiese pertenecido al final a la Iglesia.
¡Justamente un desafío para mí!
Mi residencia familiar, del siglo XIV, fue incautada por las autoridades militares. Yo vivía cerca,
en una pequeña barraca. En la misma residencia de mi familia había una capilla. El capellán
castrense católico me pidió permiso para poder celebrar allí la Misa para los pocos soldados
católicos de la unidad. Fue el primer Santo Sacrificio que se celebró desde la Reforma entre
aquellas paredes; también yo podía asistir. Los soldados me tomaron por católica y procuraron
hablar conmigo luego. Hablaban de ellos y de mí empleando siempre los términos nosotros y
nuestro, como si formásemos parte todos de la misma familia religiosa. Pero yo sabía que no
tenía ningún derecho a ello. Casi me sentía una perjura. Temía la posibilidad de que pudiesen
conocer que mi catolicismo era ficticio.
Mi conversión tiene algo de «récord». He aquí, escuetamente, los principales hechos: llegué a
Asís en la tarde del 8 de agosto de 1946; no conocía a nadie ni nadie me conocía a mí, y el 12 de
agosto era ya acogida en la Santa Iglesia. ¿Cómo fue posible esto? La tarde de mi llegada me
dirigí en primer lugar a la basílica de San Francisco, donde está enterrado el Santo. Le dije el
motivo por el que había ido e imploré su auxilio. Después me alojé en un hotel. A las cuarenta y
ocho horas había cambiado el hotel por un pequeño convento y recibía de un monje que hablaba
francés la instrucción religiosa. Rápidamente se divulgó por el pueblo la noticia de una «signara
inglese» había venido para ser admitida en la Iglesia, que era instruida en un convento y que,
debido a sus escasas posibilidades de dinero, disponía también de poco tiempo. Conforme a lo
que ellos estimaban su deber, le fueron comunicados al señor obispo estos pormenores. En la
noche del 11 de agosto viví en San Damiano una Misa de medianoche inolvidable, en aquel
convento que durante cuarenta años habitaron Santa Clara y sus monjas. Era ésta, también, la
capilla que San Francisco renovó con algunos otros frailes. Gozábamos de una noche cálida y
estrellada. Las puertas de la capilla estaban abiertas de par en par y la multitud ocupaba el santo
local hasta el vestíbulo del convento. Los frescos medievales del altar parecían revivir con el
resplandor de incontables y trémulas velas. En lugar de las monjas Clarisas cantaban frailes. El
efecto intimo resultaba impresionante. Me sentía sustraída de la actualidad y trasladada a los
grandes tiempos del siglo XIII. Después de la ceremonia, por la mañana temprano, escalé, llena
de agradecimiento, los abruptos cerros de la ciudad, dichosa hasta lo más profundo de mi alma.
Encontré una nota en la residencia, con el ruego de que fuese a las nueve de la mañana a la
catedral de San Rufino, pues el vicario tenía algo que comunicarme. ¡Una alegre noticia, en
efecto! Me dijo que a las cinco de la tarde, en la catedral, accedería el obispo a admitirme en la
Santa Iglesia; justamente en esa catedral donde se convirtieron por el bautismo, en hijos de
Dios, San Francisco y Santa Clara 3.
No menos perpleja me dejó Radio Vaticano, dos días después, al transmitir por sus antenas: «La
prima de Winston Churchill se ha convertido.» Pero en Asís quedé sencillamente como la
«signara inglese».
Quiero añadir que es mucho más maravilloso ser católico de lo que se puede pensar antes de la
conversión. Es completamente distinto de lo que uno puede imaginarse. El uno y el todo en el
Catolicismo es para mí la Santa Misa, y los únicos símbolos, el Crucifijo y la imagen de Nuestra
Señora. Soy ya vieja para aprender de memoria nuevas oraciones y no me puedo acostumbrar
a las fórmulas usuales de la confesión. Me parece que el mundo quiere que suceda siempre algo
para que me sienta deudora de los demás. Poder y ayuda divinos me rodean. Veo aquí, en
Irlanda, gentes pobres, pero cuando salen de la Santa Misa resplandece su semblante.
Sirvan a Inglaterra mi piedad y mi oración, atribulada en nuestro tiempo por tanta confusión y
desengaño; a esa Inglaterra separada de la Santa Misa, que ha levantado una de las más
espléndidas catedrales que pueden encontrarse en el mapa de la civilización. Pero si es posible
que sucedan en la vida incontables pequeños milagros, también son posibles los grandes para
provecho de la humanidad. Con aquellos que rezan por Inglaterra y por la Iglesia asocio todas
mis oraciones.
3
La Iglesia Católica administra condicionalmente el bautismo al converso, sólo en el caso de que el
recibido anteriormente haya sido nulo por falta de intención recta o en Indebida forma.
EL LAIRD DE CANNA
«¿Canterbury, Roma o Moscú?»
Se me ha rogado que escribiese un artículo para la presente colección sobre los motivos que me
han impulsado a hacerme católico. Podría aportar muchas causas, pero todas ellas se resumen
en una: creo que la religión católica es la verdadera. Con este fin realicé primero un largo estudio
de las demostraciones teológicas e históricas, si bien no basta para la admisión en la Iglesia la
convicción intelectual sin ir acompañada de la fe y humildad necesarias: éstas son dones de la
Gracia divina.
4
La palabra «laird» es la denominación específica del terrateniente escocés. (N. T.)
biología; los temas económicos eran tratados a la manera de una ciencia natural, con completa
independencia de la ley moral. El estudio de la Biblia era observado cuidadosamente y, por el
contrario, se carecía de apología, filosofía cristiana e historia de la Iglesia primitiva.
Aquí tengo que añadir algunas palabras sobre la influencia del darwinismo en nuestra educación
religiosa. En mi opinión, no ha habido nada que haya dañado tanto al cristianismo protestante
de los países anglosajones como la general aceptación por los hombres de esas ideas
incompletas de una manera tan brutal, como si se hubiesen desarrollado en las más bajas forma
de vida. Sin crítica se acogió esta teoría y sin escrúpulos se la dio a conocer, como si se tratase
de un dogma, como si el mundo de los seres vivientes fuese sólo el reino de una limitada deidad
de cualquiera de las modernas mitologías.
El resultado definitivo de una enseñanza así fue el perseverar en muchos conceptos que,
aproximadamente, se reducen al siguiente sistema: existe un Dios, que ha creado el mundo de
la nada para que se desarrolle según sus propias leyes; Él no se inmiscuye en este proceso de
desarrollo, ni puede hacerlo; en la naturaleza no existen milagros; el hombre es bueno por
naturaleza y en ella se vuelve malo, cuando lo que le rodea le es desfavorable; está envuelto en
un proceso sin fin. Determinismos psicológicos, biológicos y materialistas gobiernan así al
mundo. El pecado original y la redención sirven únicamente de interpretación alegórica, y fuera
de esto son innecesarios; la única parte importante que se debe conocer de la Sagrada Escritura
es el sermón de la Montaña. Jesús fue sólo un moralizador, y nada más.
Estoy perfectamente convencido de que estas ideas eran generalmente admitidas por la mayor
parte de mis contemporáneos (nací en el 1906) y asimismo compartidas por aquellos que se
llamaban cristianos y que hasta eran miembros de alguna Iglesia. Abrigábamos la convicción de
que las ideas que, por ejemplo, exponía H. G. Wells en su «Compendio de Historia» decían la
verdad o por lo menos se acercaban tanto como le es posible al entendimiento humano. La
circunstancia de que la profesión de este conjunto de ideas eximiese a los hombres (ante todo
en el aspecto sexual) de las más molestas cargas de la ética cristiana, en la que habían sido
educados, ejercía sin duda una gran fuerza de atracción.
Acaso no hubiese cambiado nunca de parecer con respecto al catolicismo si no hubiese, puesto
-alrededor del año 1927- un nuevo interés naciente en la cultura nacional escocesa, unido a la
idea de separación política y de autonomía. Como liberal y escocés, me atrajo rápidamente este
nuevo movimiento; especialmente me interesé por la lengua galesa y por sus tradiciones en la
literatura oral.
El galés es la única lengua de la primitiva dinastía que tuvo Escocia y es hablada hoy aún en la
parte noroeste del país y en las islas donde yo vivía. Mi interés comprendía también un examen
de las pretensiones de la Iglesia estatal presbiteriana de Escocia, frente a la Iglesia anglicana o
episcopaliana, en la cual me había educado. Naturalmente, el interés se sobrepuso al simple
entusiasmo nacionalista y sentimental. Los autores más importantes del separatismo escocés
eran por entonces rigurosamente presbiterianos y antiirlandeses (deploraban la inmigración
irlandesa en Escocia) y antianglicanos declarados o decididos enemigos de los católicos. Por ese
tiempo asistía con frecuencia a los oficios presbiterianos, tanto en idioma galés como en inglés,
y leía mucha historia escocesa (escrita por presbiterianos), aunque de momento me abstuve de
todo examen crítico de la doctrina presbítero-escocesa, dado que el texto no estaba muy claro.
Paulatinamente me fui dando cuenta de que la Iglesia estatal, como hogar del patriotismo
escocés, se encontraba en una situación disonante, puesto que sus jefes habían pertenecido a
aquella que en 1707 abogaba por el abandono de la independencia escocesa. Fue en los días en
que los escoceses de las confesiones católica y episcopaliana -por aquel entonces un porcentaje
de población mucho más representativo que en nuestros días- habían estado bajo el poder de
aquellos que se pronunciaron en favor de la independencia. Con el ejemplo de la Europa actual
ante los ojos, llegué a la conclusión de que los calvinistas escoceses serían como los comunistas
polacos y húngaros de hoy, que habían sido en su origen un pequeño pero fanático grupo y que
llegaron al poder sólo al entregar su independencia nacional a una potencia extranjera. Se puede
aplicar evidentemente esta comparación a la Escocia de los años 1690 al 1760, período de
nacimiento de la nueva vida escocesa.
De este interés por el jacobismo escocés, por la tradición oral escocesa y galesa, por las
canciones populares y por las peculiaridades y costumbres escocesas en el más amplio sentido,
se manifestó en mí una simpatía hacia el catolicismo, cosa que no es extraordinaria para los
nacionalistas escoceses del ala derecha. Esta inclinación me entró de lleno debido a mi contacto
personal con los católicos de habla galesa de las Hébridas, singularmente en la isla de Barra, las
cuales, en mi opinión, encarnan limpiamente, sin ninguna mezcla inglesa, las auténticas
costumbres escocesas: la fe heredada de los padres, la auténtica lengua primitiva, la antigua
lealtad feudal jacobista y las costumbres inalteradas. No quiero decir que muchas de estas cosas
no se den y produzcan también en otros lugares. No puedo afirmar que durante este tiempo
hubiese profundizado firmemente en el ideario católico, porque de momento sólo me
preocupaba su doctrina social.
Esta la conocía por las circulares sociales, para cuya lectura me habían servido de estimulante el
libro de H. G. Tawney, «Religión y origen del capitalismo», y el intercambio de opiniones con el
movimiento cooperativista canadiense. Pero sobre todo fue en los círculos de la Escuela
Superior, fundada por la Universidad de Francisco Javier, donde encontré el apoyo más firme.
Entonces me esforcé por conseguir la sociedad ideal, justa, basada en la limitada propiedad
privada, en la posesión común y en la responsabilidad personal a la manera como está
organizada en países como Irlanda, Suiza y Noruega (los cuales había recorrido). La experiencia
de estos países me demostraba que su consecución era posible, pero, sin embargo, fracasó en
las tierras escocesas por la política extraviada del Gobierno de Londres, consecuencia de su
ignorancia y su falta de simpatía por la sencilla vida de los labriegos.
Todos estos conceptos «jacobistas» los alcé junto a las auténticas ideas liberales de mi tiempo,
es decir, junto a la fe en el ilimitado progreso material y en la natural aptitud de
perfeccionamiento de los hombres. Ciertamente, una tal inclinación, mediocre en sentimientos,
significaba un pobre sucedáneo de la verdadera religión. Este conglomerado de ideas se
desplomó sólo al final de la segunda guerra mundial. Los años comprendidos entre el 1931 y el
1939, que fueron para los idealistas de Inglaterra años de desilusión, pudieron haber afectado
mi conciencia de liberal desengañado. Muchos liberales de mi tiempo se enrolaron en las masas
que inconscientemente siguen al comunismo, pero las crueldades rojas en España y
posteriormente el cínico pacto soviéticonazi de 1939 colmaron mi decepción en las enormes
fuerzas del progreso. La guerra había estallado y con ella se hizo más urgente la necesidad de
un ideario religioso y filosófico, pues siempre me he rebelado a la idea de caer en la
desesperación.
La guerra barrió todas las ideas sobre la bondad natural de la humanidad. La humanidad había
realizado de hecho desde 1918 poderosos adelantos materiales, pero de una manera manifiesta
y en la misma medida se había hundido moralmente. Puedo recordar cómo sucesos de la
primera guerra mundial -frecuentemente asesinatos de personas civiles- habían despertado
entonces una fuerte indignación. Pero ahora tales estados de pánico, suscitados por ambas
partes, no parecían preocupar a ninguna de ellas. Una generación que había arrojado como
traba molesta la total ordenación de vida cristiana encontró su propia recompensa en ello, pues
en el modo de hacer la guerra habían sido derribados definitivamente todos los límites morales.
Allí murieron los sentimientos caballerescos, que fueron reemplazados por la barbarie.
La propaganda oficial alabó a las potencias occidentales como defensoras de la cultura cristiana
frente al radicalismo, a la barbarie y a la total tiranía de la dominación nazi. En esta época sufrió
una grave crisis la libertad personal en Occidente, cosa lógica y esperada en una guerra total.
Para combatir al enemigo tuvimos que imitarle y caer tan bajo ante la presión de las
circunstancias, que fuimos los primeros en utilizar la bomba atómica. Luego toleramos e incluso
aplaudimos al Estado totalitario ruso, ¡nosotros, Jos que habíamos anatematizado la dictadura
de Hitler!; ¡nosotros, que condenábamos sus bombardeos asoladores, incurrimos en los mismos
bombardeos inhumanos! Nosotros, que colocamos en la picota la doctrina racista, hicimos gala
(principalmente en Estados Unidos y en Suráfrica) de nuestra intolerancia frente a otras razas.
Nos indignaba que los nazis encarcelasen a la gente sin procedimiento judicial y nosotros mismos
encarcelamos sin juicio previo a las personas que no nos resultaron agradables. Nosotros, los
que reprobábamos el Estado totalitario alemán y predicábamos un nuevo internacionalismo
liberal o social, confesábamos y defendíamos la idea del Estado independiente, soberano, que -
desde la Reforma- no tenía moralmente ninguna fuerza mayor responsable. A pesar de todo no
teníamos ningún escrúpulo para apelar al ofendido sentimiento nacional de nuestros sometidos
aliados y convocarlos a un alzamiento contra el yugo alemán. Por último, no vacilamos en sacudir
la libertad de Polonia de la garra de Hitler para sacrificar a Stalin esta misma libertad.
Fue significativo el hecho de que la decidida resistencia alemana en contra del nazismo había
brotado de las iglesias y se había formado alrededor de los dirigentes cristianos como Faulhaber,
de Galen y Niemoller. También leí cómo el Vaticano condenaba el racismo y los bombardeos
inhumanos. Aquí resplandeció la única esperanza para la verdadera paz y para atender a una
reconciliación de pueblos; aquí fueron afirmados conscientemente los valores cristianos de los
observatorios supranacionales. La miseria que había caído sobre la humanidad se me presentó
como el resultado de una rebelión contra Dios, consecuencia del espíritu materialista, de los
sentimientos paganos y de la descomposición moral de todos los sectores sociales, que conducía
por el camino del nihilismo a la negación de todos los valores espirituales.
Leí las obras de apologistas católicos como Bossuet, Maritain, Konx, Lunn, Belloc y el Cardenal
Newman; estudié la historia de Escocia, no sólo en los libros oficiales, sino también en los
originales inéditos, y llegué a la conclusión de que el Catolicismo, de hecho y en lo que concernía
a Escocia, no había sido de ninguna manera una organización extraña y desarraigada como la
calificaban los protestantes escoceses. Más bien reconocí en él algo que estaba ligado a las
antiguas instituciones del país y había producido los más grandiosos monumentos y lo mejor de
su literatura; algo que había movido el entusiasmo de algunos de los más grandes patriotas.
Descubrí que Escocia se había hecho protestante después de un largo período (doscientos años)
de persecuciones políticas y económicas contra la Iglesia católica; realidad que desmentía los
torpes amaños de algunos historiadores escoceses, los cuales mentían al decir que la mayoría
de la nación se había echado espontáneamente, en el siglo XVI, en los brazos del calvinismo.
Llegué a la convicción de que el cristianismo tradicional es el verdadero, que Jesucristo es el Dios
hombre, que su Resurrección y sus milagros son hechos históricos, que la Iglesia católica es la
verdadera y que Nuestro Señor la fundó para administrar los Sacramentos y para que se
predicase su doctrina hasta el fin del mundo. Aunque tenía simpatía y afecto a muchos cristianos
no católicos y me sentía atraído por las teorías de escritores como Niebuhr, Miklem y C. S. Lewis,
se me aparecía el protestantismo también en el tiempo y en el espacio como limitado y sin
autoridad. Leí las profesiones de fe de la Iglesia presbiteriana de Escocia y las de la Iglesia de
Inglaterra e hice la observación de que, a excepción de algunas sectas fieles a la Biblia, la mayoría
no creían en ella, mientras que la fe católica se había mantenido inalterable a través de los
tiempos. Esto era una realidad que aportaba una prueba de su verdad, puesto que la verdad es
independiente del tiempo y del espacio. Al estudiar la religión católica, que me explicaba un
sacerdote, me di cuenta que veía por primera vez la religión cristiana en su auténtica perspectiva
y sus personajes se hacían verdaderamente vivientes, mientras que en el protestantismo, en el
cual yo había crecido, tal perspectiva había estado siempre ausente, como en una estampa de
tintas planas. Por lo que toca al nacionalismo, me resultaba claro que el auténtico cristianismo
debe ser supranacional (por una parte considerando conveniente la diferencia de las maneras
accidentales, pero por otra parte considerando autoritario aquello que está emparejado). Este
ideal, que había llegado a su casi realización en la Edad Media, me pareció ser el único
fundamento para la fraternidad internacional y la paz del mundo.
Todas las dudas que había originado en mi juventud el estudio del darwinismo se disiparon una
vez que hube conocido la arbitrariedad de esta doctrina y aquellos interrogantes a los cuales no
podía dar ninguna respuesta. Contribuyó no poco a esta recusación la lectura de Hilaire Belloc y
su admirable enfoque de los argumentos darwinistas y sus teorías de mayor autoridad. Cada vez
creía menos en sus enseñanzas y, finalmente, llegué a la conclusión de que era frecuentemente
defendida como una posterior autojustificación por los hombres que se habían rebelado contra
el cristianismo. Finalmente, se desmoronó también para mí la fe en las teorías del progreso
interminable de la humanidad, al aportar los físicos la prueba de que el universo se encuentra
en constante declinamiento, el proceso del mundo se dirige a un final y el desarrollo biológico,
incluso aun siendo verídico está absolutamente limitado por este cósmico proceso. La materia,
en cambio, se había manifestado gracias a la investigación atómica como algo muy diferente de
lo que habían supuesto los materialistas del siglo XIX, pues últimamente se demostraba que los
elementos estaban sensiblemente cambiados (aunque nadie se molestaba en disculparse por
esto ante los alquimistas medievales). El átomo no resultaba ser la última parte de la materia,
pero era algo en sí mismo que no podía tocarse o imaginarse, sino sólo en las expresiones de las
fórmulas matemáticas que son, nuevamente, un producto del espíritu humano.
Hasta esta época me había rodeado de tantos libros como me fue posible. Entonces pedí consejo
a un amigo, que era eclesiástico católico, y éste me remitió a un sacerdote que se había
convertido del anglicanismo al catolicismo. Él, por su parte, me aconsejó sencilla y
razonablemente que me dirigiese al párroco de mi lugar de residencia en solicitud de la debida
instrucción. «Entonces podrá ver usted en poco tiempo -insistió él- si debe ser usted católico o
si el catolicismo no es para usted.» Acepté este consejo y recibí la instrucción. Estudió otra vez
el Nuevo Testamento, según la traducción de Mgr. Knox, así como el antes mencionado
catecismo del Arzobispo Hamilton (1555) y también otros libros que se sirven generalmente con
esta intención. Por último, fui admitido (paradójicamente en Nueva Escocia) en la Santa Iglesia,
en un lugar que está en estrecha relación con los católicos escoceses de las tierras altas.
Sería obvio advertir que -en contraposición a lo que frecuentemente creen los no católicos-
ninguno de mis amigos católicos trató jamás de inducirme a la conversión, sin saber que ya me
ocupaba del catolicismo y que, probablemente, sería susceptible a sus presiones. De todo
corazón les agradezco sus oraciones y favores.
LA MARXISTA
«Marxismo esclavizado»
Provengo de una familia católica de Renania. Cierto es que mi padre, hijo de un antiguo
terrateniente de la Baja Renania venido a menos, había sido socialista en su juventud. Aunque
no era miembro de ningún partido, leía fielmente el diario social-demócrata, era un activo
sindicalista y se le conocía por su postura de libre pensador. Bien es verdad que en los diez
últimos años de su existencia, debido a una penosa enfermedad que le llevó a los umbrales de
la tumba, volvió a vivir como un fervoroso católico. Mi padre puso en las manos de la niña precoz
-contaba yo diez u once años- «La mujer y el socialismo», de Bebel. A la misma edad vi «Weber»,
de Gerhart Hauptmann, representado por el teatro popular al aire libre.
Mi madre fue toda su vida una fiel hija de la Iglesia católica. Mi padre nunca se lo impidió ni trató
de influir en ella. Pero tampoco llenó los años de nuestra infancia de esa cálida luz que alumbra
el hogar cristiano y que quizá hubiese podido impedir mi temprano extravío espiritual.
Partiendo de tal postura, no me fue difícil tropezar con el marxismo. El motivo externo fue una
sesión en el Hohen Meissner, en que Karl August Wittfogel anunció el manifiesto comunista.
Pero el decisivo impulso interno me lo dio el encuentro personal con la miseria de las grandes
ciudades, que me puso de parte de los desheredados y los oprimidos. En los años de mi activo
trabajo que siguieron a esta decisión y que me permitieron avanzar cada vez más en el mundo
de las ideas y de los hechos marxistas, mi evolución interna dependió decisivamente de dos
frases que encontré en las obras de Dostoievski. La primera decía:
El resultado fue que el intenso trabajo científico de nueve años de estudio me fue apartando de
todo peligro de ateísmo y, aun en la negación, me mantuve respetuosamente atenta ante el
problema de lo sobrenatural.
La segunda frase cuyo influjo me afectaba de igual modo tan profundamente se halla en una de
las más grandes novelas de Dostoievski, en «El idiota»:
Esta frase era para mí más que una simple sentencia. Contenía todo un programa y formó en
gran medida mi carácter.
Pero los años de mi evolución intelectual, unidos a una movida actividad política en el campo
marxista, estuvieron -sin que entonces hubiese podido entreverlo claramente- bajo una doble
ley. La una concernía a mi realidad interna, la otra a mi devenir espiritual. Últimamente hice un
esfuerzo, provocado por los interrogantes que me asaltaron en el transcurso de mis lecturas, al
ocuparme de los enormes y complejos problemas del catolicismo, especialmente de la Iglesia
católica. Cuando tenía necesidad de entrar de lleno en el estudio de los profetas del Antiguo
Testamento; cuando las preguntas permanecían en el arco tenso entre Pablo y Agustín; o la
histórico-filosófica dialéctica del abad Joachin de Fiore, o en la etapa desde el principio de
selección del jesuitismo hasta la historia de las grandes órdenes, siempre de nuevo y siempre
como objeto central fue tomando posesión de mí la imagen de la Iglesia católica en la filosofía y
en las ciencias sociales, en la psicología y en la historia. Conocía sus crisis y sus corrupciones en
determinadas épocas. La Reforma de Cluny la estudié tanto como la época de los Borgias. La
Inquisición me era tan familiar como los problemas del Concilio Tridentino y del Modernismo.
A la vez actuaba en los partidos políticos de la izquierda, alarmada por su insuficiencia, dándome
cuenta siempre de su descomposición como una ley en acelerado desarrollo. Así, surgía
espontáneamente la pregunta: ¿Por qué es efímera y dudosa la existencia de esta creación
política? ¿Y cómo, por otra parte, la Iglesia florecía, después de cada decaimiento, vigorosa y
lozana del antiguo tronco vivo?
Únicamente tomé esta pregunta en el ámbito del orden natural. La misteriosa vida de la Gracia
me pareció, en ese estado de conciencia, completamente ininteligible. Pero en la cuidadosa
consideración de todos los que para mí eran hechos asequibles, descubrí a los santos. Vivieron
en todos los siglos y tuvieron muy distintos destinos, pero una cosa les era común: llevaban a
través del mundo desmoralizado el mismo mensaje y la misma inmutable palabra de Cristo, al
que seguían. Los santos se me aparecían como cimas luminosas en el sombrío transcurso de la
historia de la humanidad. En ellos la oscuridad se convertía en luz. De ellos partieron rayos
luminosos que alumbran incluso las sombras de lo por venir.
Por otra parte, me introdujo cada vez más en mundos más turbios mi intensivo estudio marxista.
Al principio, cogida por el impresionante «ethos» de justicia del joven Marx, el ahondar en su
sistema fue un caminar más y más por el desierto. Su teoría del trabajo y del excedente convertía
a los hombres en pura medida, borraba todo individualismo y forzaba en el ámbito de las
deducciones científicas la misma monotonía gris que permanece en el materialismo filosófico
como última visión de la vida.
Reconocí que el sistema de Carlos Marx excluía toda antropología científica, es decir, todo saber
esencial sobre el hombre. Con vigilante sospecha me preguntaba cómo podría configurarse un
mundo nuevo a voluntad de los hombres, cuando al mismo tiempo se sabe cada vez menos de
estos hombres. Aunque esta pregunta se convertía en una permanentemente necesidad de
respuesta, permanecí fiel, a pesar de la progresiva amenaza nazi, al frente político marxista,
porque estuve unida con todo el corazón y profundo amor al pueblo, a las masas.
Pero el hecho que determinó en esos años mi vida interior fue más que singular. Mis paseos casi
diarios me condujeron con regularidad a una iglesia de moderno estilo, en la que permanecía
muy a gusto. Encontraba allí una paz inédita, un bienestar desconocido, al que me abandonaba
sin pensar mucho sobre ello. Creí que obedecía, sencillamente, al silencio del tranquilo recinto,
en el que permanecían también silenciosas otras personas, recortadas por la luz de los
ventanales multicolores. Cuando después de algunos años visité nuestras iglesias, con la fuerza
y entrega de la fe reencontrada, por voluntad del Salvador, reconocí que aquella paz provenía
de la presencia sacramental, que me había atraído irresistiblemente en los agitados años de mi
época marxista.
En el año 1933, después del advenimiento nacionalsocialista al poder, dejé la Universidad, sin
pasar por los exámenes que me quedaban, y empecé a trabajar, como miembro del partido
comunista, en la sombra de la ilegalidad. En julio de 1933 consumé, después de muy serios
acontecimientos, la rotura con la K. P. D. (Partido Comunista Alemán) y después de salvarme de
dos detenciones que pusieron en peligro mi vida, abandoné Alemania en las Navidades como
emigrante política. Tres años disfruté del derecho de asilo en Suiza. A principios de 1937 me
trasladé a Francia, donde fui detenida por la Gestapo en 1942. Las gestiones que realizaron en
mi favor las autoridades estatales y eclesiásticas francesas resultaron infructuosas, y cuando
contemplé de nuevo Alemania fue desde las prisiones de la Gestapo; fui acusada de alta traición
y me preparé para escuchar mi condena a muerte.
En mi tiempo de estancia en Suiza me ocupé durante un año en un nuevo examen de las teorías
marxistas. Reconocí que toda realización de este sistema conducía inexorablemente a la
esclavitud. La consecuencia fue que rompí consciente y definitivamente con la ideología
marxista.
Al leer unas semanas después las Encíclicas papales «Rerum Novarum» y «Quadragésimo Anno»
y dedicarme sistemáticamente al examen de las doctrinas sociales de la Iglesia, comprobé que
abrían un camino hacia la meta que yo buscaba. Sin embargo, no llegué a plantearme aún
ninguna cuestión de fe. La idea de Dios no me ocupaba. Dios no me conmovía y estaba dispuesta
a seguir adelante, aferrada tercamente a lo que durante años había constituido el norte de mi
evolución. En todo caso, las interrogaciones que anteriormente había colocado tras los axiomas
marxistas componían verdaderamente las partes más importantes del sistema.
Sin aludir a problemas sobrenaturales, mi interés por las cuestiones fundamentales del nuevo
orden social no disminuyó en absoluto. Permanecí atenta y vigilante y, sin darme cuenta, fui
cruzando fronteras doctrinales hasta acceder a círculos humanos, que configuraban en mí una
nueva orientación intelectual.
Esta situación duró cerca de dos años. No existía en mi mente ninguna clase de lucha en torno
a la problemática religiosa, sino más bien una tranquila y vigorosa sensación de vida; algo así
como los potentes movimientos submarinos del océano que rizan sólo ligeramente la superficie.
De una manera extrañamente libre y cada vez más duramente probada en toda problemática,
me precipité en los brazos de la para mí ansiada vida -ésta era la sensación que tenía- y me dejé
llevar por su amplio aliento. Durante ese tiempo profundicé en los interrogantes filosóficos
hasta casi su límite extremo. Al final de esta evolución apareció, como última faceta de la
transformación fundamental, la convicción de que ninguna de las dimensiones del pensamiento
humano llega a alcanzar la realidad sobrenatural que la fe abarca en el más estricto sentido.
Repetidas veces habían querido inducirme a una conversión religiosa personas unidas a mí, pero
rechacé todas las tentativas tras un serio examen interno. Quería proseguir mi actividad en las
tareas políticas de la reorganización social y dejar intactas todas las cuestiones de fe, como
problemas superiores a mi entendimiento; así lo había declarado en una carta que aclaraba
concluyentemente mi actitud.
Fundamentalmente estaba todo decidido. En los meses posteriores sostuve, por cierto, las más
duras batallas internas, pero que nunca afectaron a la sustancia de mi conversión. Medio año
después hice mi confesión general y recibí de nuevo, en el sábado que precede a la Semana
Santa, el cuerpo del Señor. Esperaba que una profunda conmoción sentimental se apoderaría
de mi ser, pero sentí únicamente una paz indecible, la misma paz que había sentido siempre al
entrar en una iglesia católica.
A partir de entonces mi vida ha sido un continuo caminar hacia la Luz. Aun en medio de las
miserias y sufrimientos de casi tres años de cautiverio, continuamente en peligro de muerte; en
medio de la tremenda y dura prueba de la postguerra en la vencida Alemania, cada vez veía con
mayor claridad que allí donde el pensamiento humano tropezaba con una insalvable barrera -la
oscuridad sólo se puede reconocer esencialmente-, podía quedar iluminada por la radiante luz
de la fe. El orden del mundo que nos es servido responde a las posibilidades que ha depositado
en nosotros el poder creador de Dios y que Su Amor ha renovado en la muerte redentora de
Cristo.
EL PSIQUIATRA
«De la Sinagoga a la Iglesia de Cristo»
El Apóstol de las gentes, Pablo, escribe en su Carta a los Romanos (11, 25): "El
endurecimiento vino a una parte de Israel, hasta que entrase la plenitud de los
gentiles." El pueblo de Israel, considerado en conjunto, no ha recibido al Mesías, no
le ha comprendido y le ha crucificado. Por ello, el llamamiento al Reino del Mesías
pasó a los gentiles. Estos escucharon dócilmente el mensaje de alegría y se dejaron
conducir al Reino de Cristo. Pero el pueblo de Israel permanece tan apartado como
en el año de la muerte de Cristo. Su obstinación en el error fue el motivo externo
para la difusión del Evangelio por el mundo. Cuando algún día haya entrado en la
Iglesia la totalidad de los paganos, también se habrán convertido los judíos; pues,
"según la elección son amados a causa de los padres, que los dones y la vocación de
Dios son irrevocables" (Rom. 11, 28-29).
De manera más o menos esporádica hubo en todos los siglos hebreos que
reconocieron en Cristo al esperado Salvador y se unieron a su Iglesia. Pensemos en
Ratisbonne, Bruno Rotschild, Eugenio Zolli, Salvatore Attal, J. M. Österreicher, etc.,
para nombrar únicamente unos cuantos de los últimos tiempos.
También Raphael Simon proviene del judaísmo. Nació en el 1908, hijo de fieles
israelitas, en Nueva York, y fue educado en la Sinagoga reformista. En las
Universidades de Míchigan, Berlín y Chicago estudió psiquiatría y más tarde abrió
una consulta en Nueva York; pero mostró también un interés especial por la
filosofía, teniendo la suerte de conocer obras de verdaderos filósofos, entre otros:
Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Por medio de claras y
fundamentales reflexiones tuvo que llegar finalmente a la piedra de toque: a Cristo
y su Iglesia; y ello no fue por casualidad, sino inspirado por la Resurrección. Por
medio del estudio del Evangelio reconoció en Cristo al Mesías, desistió de su
creencia exclusiva en el Antiguo Testamento y entró en el Reino mesiánico (1936).
En la Iglesia Eucarística encontró al Dios que hasta el fin de los tiempos vive entre
los hombres. Más aún; Cristo le llamó de manera especial, como un día a Pedro, y
Raphael Simon se hizo sacerdote y encontró la paz como religioso en una abadía
cisterciense. Su "Camino" apareció en lengua inglesa, en la colección "The Road to
Damascus", editada por J. A. O'Brien, de la Doubleday Co., Nueva York, en 1949. Por
cortesía de esta editorial hemos podido reproducirlo en nuestra colección.
Anteriormente apareció la conversión del doctor Simon en forma de libro, en "The
Glory of Thy People", Macmillan C., 1948.
Estoy agradecido al Dios de todas las bondades por la manera especial con que me ha conducido
a su Iglesia. Agradecido le estoy también por la sociedad y el pueblo en que me ha colocado.
Hijo de padres judíos, nací en Nueva York y recibí mi educación religiosa en la Sinagoga
Reformista. Tenía la impresión de que existía una diferencia abismal entre los tiempos bíblicos
y la época en que yo vivía. En el tiempo de los patriarcas y de los profetas había vivido Dios
frecuentemente en medio de su pueblo. Por el contrario, en los tiempos actuales aparecía en el
de la Sinagoga, extrañamente lejano y silencioso. Un inexplicable abismo se había abierto. Los
estudios medios y universitarios borraban en mi imaginación el concepto ingenuo de un Dios
personal, viviente, asequible y querido. En lugar de ello llamaron mi atención los visibles objetos
físicos. La acumulación de hechos y de saberes, la fe, que podía conducir continuamente al
perfeccionamiento social e individual, constituía el ideal para mi búsqueda de la verdad.
Bajo su dirección penetré en el no por explorado menos fecundo camino de la Filosofía, que
había conducido a muchos a la Iglesia de Dios.
Consideraba como los más grandes entre todos los filósofos a Platón, Aristóteles, San Agustín y
Santo Tomás de Aquino; especialmente Santo Tomás, continuador de Aristóteles, que me
ofreció una clara y objetiva síntesis de su vida. Cito siempre a Aristóteles bajo la denominación
de «el Filósofo» por antonomasia.
La Filosofía me hizo un gran servicio. Corrigió los errores de mi pensamiento y me enseñó que
la fuerza de la inteligencia y de la razón no se agota en las investigaciones experimentales. Pero
existe todavía un camino complementario de la verdad, que está fijado sobre el sentimiento de
la razón, la unidad y el orden del perceptible mundo físico. Este es la prosperidad de los hechos
para los principios y todas las conclusiones que de manera fundada pueden ser sacadas de ellos.
No están aquí los instrumentos en forma material, sino que consisten en el cultivo del espíritu
en obediencia a las leyes de la razón. Este pensamiento conduce a una certeza, la cual excede a
toda observación y todo experimento. Los dos últimos conducen únicamente a una comprensión
de los objetos naturales al tomar por base e incluir las verdades filosóficas que el sano sentido
común de las ciencias, a decir verdad imperfectas, pero ciertamente con frecuencia suficientes,
en sí mismo encierra.
Puedo mencionar aquí brevemente a qué resultados me condujeron mis estudios filosóficos. Los
más importantes fueron los siguientes: el desarrollo y la historia del género humano me parecía
más explicable por el origen de una pareja creada por Dios, que por la procedencia de animales
inferiores. Los fenómenos del espíritu humano muestran una razón y una fuerza de voluntad
que radican en un alma insubstancial e inmortal. No se opone a la posibilidad de una existencia
de seres completos, incorporales y racionales, de «inteligencias» como los llama Aristóteles, es
decir, de ángeles. Hay demostraciones de la existencia de Dios en la idea de un espíritu divino,
que es capaz de esbozar lo asombroso en todas sus partes en el entrelazado y sintonizado
universo, y de una voluntad divina que es capaz de llevar este bosquejo de la negación a la
existencia y de dirigirlo por medio de las leyes naturales que le implantó. Existe la posibilidad de
una revelación por medio de la cual Dios puede transmitir a los hombres conocimientos que
están más allá de las fronteras de la razón. Existe la posibilidad del milagro, es decir, la acción
del poder divino sobre las leyes naturales, como corresponde a su creación.
¡Qué indeciso e insustancial me resultaba esto al principio! Sin embargo, veía en ello la solución
a mi búsqueda. Lo que yo buscaba en el significado, el objeto de la vida y, finalmente, la absoluta
verdad. Una palabra era la contestación: Él, que siempre existió, cuando no existía todavía nada
fuera de Él; Él, con cuya palabra (en el orden que quiso) construyó el universo; Él, el infinito, la
belleza en sí misma, el supremo Espíritu, nuestro Bien, nuestro Dios.
Las manifestaciones de estos no católicos tuvieron mayor peso que si procedieran de hombres
de reconocida competencia y objetividad espiritual.
Pero una voz me hablaba aún con más fuerza que estos hombres y también con más convicción
que mis reflexiones. Ajetreado y cansado, abrí un día el Nuevo Testamento; una voz interior me
decía que allí iba a encontrar consuelo. Leí:
«Nadie puede servir a dos señores, pues o bien aborreciendo al uno amará al otro, o bien
adhiriéndose al uno menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas. Por esto os
digo: no os inquietéis por vuestra vida sobre qué comeréis, ni por vuestro cuerpo sobre con qué
os vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo las
aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las
alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros, con sus preocupaciones,
puede añadir a su estatura un solo codo? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Mirad a los lirios
del campo cómo crecen: no se fatigan, ni hilan. Yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se
vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana es arrojada al fuego,
Dios así la viste, ¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No os preocupéis, pues,
diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos o con qué vestiremos? Los gentiles se afanan por
todo eso; pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad. Buscad, pues,
primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. No os inquietéis, pues, por el
mañana, porque el día de mañana ya se inquietará de sí mismo; bástale a cada día su afán» (Mt.
6, 24-34).
Buscad, pues, primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. Aquí estaba un
programa de vida, aquí estaba la respuesta de Dios a mis atormentadas preguntas. Una gran paz
me invadió y me decidí, por lo tanto, a no buscar mi objetivo en mí mismo, en mi egoísmo, en
mi vanidad, mi soberbia y ambición, sino en Dios.
Para protegerme de una posible ilusión decidí dedicar todos los días cierto tiempo a la lectura
del Nuevo Testamento, del Evangelio de Jesucristo. El nombre de Jesús despertaba en mi
conciencia una serie de sensaciones contradictorias y amargas. Algunos decían que jamás había
existido; otros, que su muerte había sido exclusivamente obra de Poncio Pilatos, y esta opinión
me halagaba. Me gustaba pensar que los cristianos habían culpado injustamente a los judíos.
Otros, tanto rabinos como personalidades importantes de la moderna ideología judaica,
tomaban a Jesús en derecho para el judaísmo y se declaraban afectos a esa noble y ejemplar
encarnación.
Pero ahora estaba decidido a dejar que hablase por sí solo al Evangelio. Para llegar a un juicio
recto y objetivo, suprimí esta tendencia a la antipatía y a la negativa, pues notaba claramente
que podía dar origen a prejuicios. El relato contenido en el Evangelio era la historia del Mesías
que los profetas había anunciado. De Él había dicho a su muerte el Patriarca Jacob:
Pues bien; por el tiempo en que fue arrancado el cetro de Judá, ocurrió lo que estaba
profetizado. Un gobernador romano reinaba en Jerusalén, pero el Sumo Sacerdote y el Sumo
Consejo poseían todavía cierta autoridad. San Juan Bautista, a quien el mundo ha rendido culto
como el más grande de los profetas judíos, declaraba por aquel tiempo que estaba próximo el
Reino de Dios. Cuando Jesús, como muchos otros de sus compañeros judíos de patria y religión,
apareció en las orillas del Jordán, gritó Juan: «He ahí el Cordero de Dios, que quita los pecados
del mundo.»
Algunos de sus jóvenes discípulos dejaron a Juan y siguieron a Jesús, a éstos se agregaron otros
y pronto estuvo dividida Palestina. El pueblo quería y adoraba a Jesús, pero los escribas y los
fariseos recelaron de su hegemonía, y cuando las cosas se agravaron, decidieron atraer sobre Él
la deshonra y la muerte. Exteriormente, por el contrario, observaban hacia Él una actitud
respetuosa, porque le temían y porque consideraban arriesgada la realización de sus planes por
el amor que le profesaba el pueblo judío. Finalmente, le traicionó uno de sus discípulos. Guiada
por Judas, la chusma se apoderó una noche de Él. En un proceso ilegal fue declarado culpable
de blasfemia («porque se ha constituido él mismo en Hijo de Dios»), denunciando al gobernador
romano y ejecutado en la Cruz.
Este fue el relato que trozo a trozo leí silenciosa y solemnemente en el transcurso de algunas
semanas. Estaba profundamente impresionado por las palabras de Jesús y los hechos que de Él
se narraban. Su sabiduría, belleza y dignidad excedía a todo lo que podía ofrecer la literatura, la
filosofía y la historia. Albergaba una tan sublime y especial grandeza, que mi espíritu preguntaba
admirado: ¿Quién es éste? La misma pregunta de los hombres en Palestina. Una pregunta que
no admitía términos medios. Existía, únicamente la respuesta de los escribas y fariseos, o la de
aquellos desinteresados buscadores de la verdad, que lo dejaron todo por seguir a Jesús. En
cuanto a mí mismo, decidí dejar aparte rápidamente toda duda y pregunta. Isaías, el gran
profeta judío, que vivió en la cautividad babilónica, había escrito:
«Señor, ¿quién cree en nuestro mensaje?» (Is. 53, 1). Tras lo cual Dios le desengaña (dicho
humanamente) y le contesta de manera profética:
(Is 6, 10.)
Pero yo quería ver con los ojos de mi espíritu y aceptar con el corazón aquella verdad. Cuando
leí por segunda vez la aparición de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo, al tercer día de su
muerte, llegué al convencimiento de que creía y de que el Salvador había traspasado, lleno de
amor, las cerradas puertas de mi corazón.
Se me habían abierto, en efecto, los ojos del alma al descubrir cuán digno de amor es Jesús. Él
era verdaderamente el Hijo de Dios y había venido a la tierra en forma carnal, habiendo tomado
la naturaleza humana en el seno de la Virgen María para redimir a los hombres y reconciliarlos
con Dios. Estas verdades desarrollaron paulatinamente en mi espíritu y en mi corazón su
maravilloso significado, y me inundaron de una paz y un fuego como jamás había sentido.
Un día me movió el deseo, de probar algo de lo contenido en la doctrina católica difícil de aceptar
por contradecir a la razón. Leí el Credo apostólico, que formula la fe de la Iglesia:
«Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su Único
Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, que nació de Santa
María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos; fue crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está
sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso y de allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos. Creo en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica, en la Comunión de los santos, en
el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida perdurable. Amén.»
No, estas palabras estaban más allá de la razón, pero no contra ella. Eran misterios, no
supersticiones. Derramaban luz sobre las ocultas cosas de Dios. La fe no limita la comprensión,
sino que la dilata hasta aquello que debe permanecer ignorado.
Dijo el Señor: «Simón, Simón, Satanás os busca para cribaros como trigo; pero yo he rogado por
ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos.» (Le. 22, 3-
32.)
Y si el destino de Pedro, confirmar a los hermanos en la fe, hubiese desaparecido con él, la
palabra dada por Cristo no hubiese servido para todos los descendientes. Pero con la
ininterrumpida sucesión de Papas es conservada la doctrina de Cristo e instruidas todas las
generaciones.
Mi origen judaico no era ningún obstáculo, sino un impulso, para tomar como verdadera Iglesia
de Dios a la Iglesia católica. ¿No fue su fundador, Jesucristo, un judío? ¿No fueron judíos su
madre y sus apóstoles? ¿No se formó con judíos la primera comunidad, la de Jerusalén? ¿No
había dicho Él: «No he venido a quitar la Ley y los profetas, sino a reformarlos»? ¿No era, pues,
el catolicismo la religión para los judíos? Cuando la Iglesia, en contraposición al judaísmo, abría
sus brazos para acoger a todos los hombres, afirmaba rotundamente así su origen divino, porque
el deseo de Dios es que todos los hombres sean miembros de esa Iglesia que Él fundó para la
humanidad. Cuando mis antepasados, como herederos de la tradición de los escribas y fariseos
(una tradición humana y no divina, a mi parecer), habían pecado desde hacía dos mil años,
¿debía aprobar yo su error y apartarme de la verdadera Iglesia? Lo mismo que me dirigí a la
ciencia moderna para el reconocimiento de las particularidades del mundo natural y finalmente
a la Filosofía para la comprensión de los principios cognoscibles, así también acudí a la Teología
católica en lo referente a la recta interpretación de las verdades que había venido a enseñar el
Dios hecho carne a la especie humana.
Mientras desarrollaba mis actividades profesionales me sentía atraído cada vez más a la vida
monástica, en la cual los hombres viven totalmente consagrados a Dios. Los tres votos
formulados en memoria de Cristo suprimen los tres impedimentos fundamentales que se
oponen a esa unión en la amistad y en el amor, que es el verdadero objetivo del religioso y,
como más tarde supe, de la vida monástica particularmente. Estos tres obstáculos son el amor
a las riquezas, que elimina el voto de pobreza; el amor al placer, al que se enfrenta el voto de la
castidad, y la soberbia, tan predominante hoy día, a quien combate el voto de obediencia, que
es el principal.
Me gustaba la Orden dominicana de Predicadores, cuyo lema reza: contemplari et tradere aliis
contemplata; contemplar y transmitir a los demás el fruto de la contemplación por medio de la
predicación y de la enseñanza de la verdad. Pero durante los cuatro años siguientes ofrecí a Dios
este deseo, con la súplica de ingresar en aquella Institución religiosa que su Voluntad me diese
a conocer. A María, su Madre y nuestra Madre, le dije: «Vestiré el hábito que Tú me des.»
En todas las Ordenes que visité -los carmelitas descalzos, los Padres del Espíritu Santo, los
cistercienses de estricta observancia- encontré la misma paz y la misma alegría, el mismo celo y
modestia, el mismo amor.
Las visitas que hice al prior del convento antes de mi ingreso, dejaron en mi alma una honda
impresión del celo de esta comunidad. Los cánticos de las oraciones en el coro, que representan
la principal ocupación de los monjes y que, en nombre de la Iglesia, se celebran en provecho de
toda la humanidad, eran realmente emocionantes. Los magníficos y bellos tonos del canto
gregoriano me seguían siempre que abandonaba el convento. Esta era auténtica adoración a
Dios, de cuya poderosa mano depende todo ser viviente y que, a cambio de Su inmenso amor a
los hombres, tan poco recibe de ellos. ¿No se debía consolar al Sagrado Corazón de Jesús? ¿No
debía ser ayudado el prójimo a encontrar su verdadero fin? Todos los que aspiran al ideal del
cristianismo, al doble amor a Dios y a los hombres, se unirán conmigo en agradecimiento a la
Misericordia divina, que me llevó a la Iglesia y a la vida conventual.
EL PRIMER REPRESENTANTE DE CHINA EN EL VATICANO
«Dante como guía»
¿Cómo me sería posible ponderar dignamente en un breve espacio las infinitas formas de la
Gracia de la misericordia divina? Necesitaría toda una eternidad para agradecer a Dios todo lo
que ha hecho en mi favor. Por lo demás, valga la palabra de Cristo: «No sois vosotros los que me
habéis elegido a mí, sino que yo os he elegido a vosotros.» Sólo el Señor podía mostrarme los
verdaderos motivos por los cuales me ha escogido. Por mi parte, no he hecho otra cosa que
agradecerle su bondad desde el fondo de mi corazón, mientras le respondía: «¡Señor, estoy a tu
servicio; hágase tu Voluntad!»
En un Martes Santo me permitió Dios ver la luz de la vida: el 28 de marzo de 1899. Y pareció
que, habiendo nacido en la Pasión, también había nacido para el sufrimiento. Y a los cuatro años
perdí a mi madre, que apenas contaba los treinta. No la he conocido ni conservo en mi memoria
infantil ningún recuerdo suyo. Tampoco nos legó ninguna fotografía. En sus últimos momentos
dijo algo así a mi padre: «Vine a tu casa para pagar mi deuda. Al darte tres hijos, ya no te debo
nada y me voy lejos de aquí.» ¿Qué quería decir con ello? Para interpretar sus palabras tengo
que acudir a la doctrina budista, que cree en el Karma (interpretación hindú de la idea del
destino) y en la metempsicosis. Cuando alguien en este mundo recibe pruebas de favor, debe
corresponder a ellas en una vida futura. Así se dice en el Budismo; y donde quiera que alguien
haga un servicio, paga únicamente una deuda que había contraído en su anterior existencia.
Para mí esta idea de una deuda de agradecimiento, heredada de mi madre, se transformó por
medio de la Gracia en un sentimiento de gratitud a Dios. Con frecuencia me he preguntado con
los Salmistas: «¿Cómo podré pagar al Señor todo lo bueno que en mí hace?» (Salm. 116).
Siempre que repito el salmo lo hago con el espíritu de la fe católica, pero también con el corazón
de un chino que recibió con la sangre materna el sentimiento de la existencia deudora; un
sentimiento que todo ser humano debía abrigar: ser deudor de Dios y, por amor a Dios, deudor
del prójimo. La deuda del amor no queda nunca pescada; tampoco con la muerte, ni siquiera en
el cielo.
Seis años después de la muerte de mi madre, sobrevino la de mi padre, que a la sazón contaba
sesenta y tres años. Tenía yo diez. El fallecimiento de mi padre fue para mí un extraño y emotivo
acontecimiento. Durante muchas horas pareció estar en un éxtasis. De tiempo en tiempo volvía
la mirada hacia la ventana y decía: «¡Mirad ahí! Ocho busas (hombres deificados) esperan para
conducirme al cielo. ¡Qué dignidad! ¡Qué dignidad! ¡Soy tan indigno de ellos!» Una sonrisa
sobrenatural se dibujaba en su rostro. De esta manera entregó su espíritu. Verdaderamente no
he visto jamás una muerte como la de mi padre. Pero aún más bella había sido su vida. Entero
Ningpo la ensalzó, toda enteramente llena de virtud, y le llamó busa viviente: santo. No se cansó,
por ejemplo, de enseñarnos: «Si dejáis de ayudar al prójimo con el pretexto de no ser lo bastante
ricos, no seréis para él ningún apoyo.» Con frecuencia debo de aplicar las palabras de San Pablo
a mi padre: «No son justos ante Dios los que oyen la Ley; pero los cumplidores de la Ley, ésos
serán declarados justos. En verdad, cuando los gentiles, guiados por la razón natural, sin Ley,
cumplen los preceptos de la Ley, ellos mismos sin tenerla, son para sí mismos Ley. Y con esto
muestran que los preceptos de la Ley están escritos en sus corazones.»
Más querida aún que mi padre y mi madre, fue mi nodriza. Sin hijos, vivió totalmente para
nosotros, para mis hermanos mayores y, especialmente, para mí, que era el benjamín de la
familia. Me educó mal en realidad, pero depositó en mí todo el dulce y profundo amor de una
madre. Nadie me inspiró mayor cariño que ella. A los quince años enfermé de tifus. Veinte días
permaneció, sin moverse, al lado de mi lecho, atendiéndome con infatigable solicitud. Pero al
levantarme yo, cayó ella. Le había reventado una vena; para una mujer de sesenta y seis años,
un caso grave. Ya no pudo hablar más y a los diez días falleció. Había ofrecido su vida por la mía.
No me sentí nunca tan desconsolado. Durante varios meses estuve apenadísimo, con un dolor
que me torturaba hasta casi enloquecerme. Cada vez que veía una señora mayor la llamaba
«mamá». Un día, al mirarme al espejo, me vino un pensamiento que me curó. «Dentro de un
par de años -me dije- moriré también y podré reunirme de nuevo con mi madre.» ¡Qué
manantial de consuelo es para los afligidos el pensamiento de la muerte! Sólo me consolaba, en
aquellos momentos, la idea de morir para seguir a la que consideraba como mi madre. ¿Pero
quién hubiese podido pensar que Dios me daría otra, una Madre inmortal, antes de mi muerte?
Una palabra sobre mis estudios. Un profesor confucionista me dio las primeras enseñanzas,
cuando tenía siete años. Me enseñó a leer el libro «Los veinticuatro modelos del venerable amor
a los padres». A los nueve años se me envió a una verdadera escuela, donde me fueron
transmitidos los conocimientos elementales de la ciencia natural. La naturaleza entera se me
aparecía con un brillo, como si hubiera salido verdaderamente de la mano del Creador. El
incipiente saber y los misterios del universo me hicieron adorar fervorosamente, sólo por esto,
al Creador.
Para la educación moral estaban todavía en vigor, como textos oficiales, los clásicos
confucionistas. Debíamos aprender de memoria un método en el que se contenía lo esencial de
Confucio y Mencio. Las frases fundamentales del maestro se convertirían en las ideas principales
de nuestra vida. La personalidad de Confucio siempre me ha atraído. Según el testimonio de su
discípulo, era el maestro «afable y a la vez serio», severo, sin dureza; respetuoso y natural en
todo. Se esforzó positivamente por armonizar las inclinaciones opuestas que le asaltaban sin
cesar. La filosofía de Confucio me recuerda las reglas de la Orden de San Benito en que en las
palabras de nuestro Santo Padre se emparejan la inteligencia con la sencillez y la humidad con
el valor, y donde la dulzura templa la severidad y una saludable libertad ennoblece la obediencia
ineludible.
Singularmente me había hechizado el conocimiento de sí mismo que tenía Confucio. Dice, por
ejemplo: «El sabio se fija ante todo en cuatro axiomas; yo no he logrado mantener ni uno de
ellos. No pude cumplir con la obligación para con mi padre, cuyo cumplimiento exijo de mi hijo;
tampoco para con mis superiores, lo que he querido pedir a mis subordinados. Ni hice a mis
hermanos mayores lo que exigí de los menores, ni he hecho primero al amigo lo que de él pido
para mí.»
Sea, pues, tenido en cuenta que Confucio ha ejercido sobre mí una gran influencia. Con
frecuencia me he dicho a mí mismo y a mis amigos católicos de China: «Si nuestra justicia no es
tan grande como la de Confucio, no entraremos en el Reino de los Cielos, pues habría recibido
en vano la Gracia de Dios.» Verdad es que algunas sentencias del gran espíritu me mostraron
entonces también esos confines. Cuando se le preguntaba su opinión sobre la teoría del que
quiere replicar a lo malo con lo bueno, daba por contestación: «Si correspondes a lo malo con
lo bueno, ¿cómo quieres corresponder entonces a lo bueno? Lo malo tiene que ser
correspondido con justicia, lo bueno con bondad» (Lu-Yu, XIV). Esta sentencia me pareció
insuficientemente imbuida de generosidad. La consideré demasiado cómoda y poco noble y
espiritual. Me preguntaba, pues, quién había pedido que se correspondiese a lo malo con lo
bueno. Cuando supe que había sido el gran filósofo Laotse, me dediqué con todo ahínco a la
lectura de su libro «Tao Teh King». En el encontré los siguientes pasajes, que me conmovieron
profundamente:
Saqué la impresión de que «Tao Teh King», mirado únicamente desde el punto de vista ético,
sostenía un concepto más elevado que Confucio. Pero lo que influyó de un modo especial en mi
pensamiento fue su metafísica y dialéctica.
Se deja añadir aquí un pensamiento sobre la relación entre la vida moral y la contemplación.
Mantenemos firmemente que toda espiritualidad debe estar fundada en la vida social; por otra
parte, es necesario que la vida moral sea lavada al mismo tiempo por el océano de la
contemplación. Sin contemplación, debía degenerar la vida moral en un humanismo seco y
estrecho; sin contemplación, quedaba vacía e inactiva en la quietud. Estas dos opiniones, que se
hallan en oposición en el confucionismo y el taoísmo, solamente se encuentran armónica y
bellamente unidas en el catolicismo. Esta armonía me parece maravillosamente simbolizada en
un versículo del Salmo 96, donde dice:
«Hay en torno a él nube y calígine,
la justicia y el juicio son las bases de su trono.»
(Salm. 96, 2.)
El confucionismo me había preparado para poder estimar la segunda línea; el taoísmo me había
hecho apreciar la primera. Pero fue el catolicismo el que me permitió entender su dualidad a la
vez. Efectivamente, el amor divino transforma toda actividad en contemplación y permite
convertir toda contemplación en actividad.
A los dieciocho años me encontré en una Facultad de Derecho en Shanghai. Estaba regida por
un metodista americano, Mr. Chas. W. Rankin. ¡Un hombre magnifico! A él debo mi introducción
en el Evangelio. Bajo su influencia fui bautizado en la Iglesia metodista. Ciertamente me faltaba
por aquel tiempo la idea clara de Cristo. Mi fe oscilaba entre dos conceptos extremos. De pronto
consideraba a Jesús únicamente como hombre, puesto que Él mismo se llamaba «Hijo del
Hombre»; por lo tanto -decía yo-, no puede ser Dios, sino simplemente un héroe humano, si
bien el más perfecto de los hombres. Luego le creía Dios, pero entonces ya no le veía como un
verdadero ser humano. Por ello pensaba que en su Pasión no había sufrido auténticamente. Se
me desvanecía, en fin, su naturaleza humana. Había entre los metodistas dos tendencias: los
fundamentalistas y los modernistas. Al reverendo Rankin se le conocía como fundamentalista y
yo me inclinaba más a los modernistas. Con franqueza, mi espíritu no encontró allí nunca la paz,
durante casi veinte años. Sin saberlo, estaba incurso en casi todas las herejías que
posteriormente conocí como tales en la Historia de la Iglesia. Esta es la trágica consecuencia de
la libre y particular interpretación de la Sagrada Escritura.
Debo confesar que caminé entre las tinieblas del pecado todo el tiempo que mis ideas no fueron
alumbradas por la luz de la religión católica. Los errores morales e intelectuales van de mano en
mano. Sólo la Gracia de Dios puede sacar a un alma de tal confusión.
En 1920 continué mis estudios de Derecho en la Universidad de Michigan (EE. UU.), y al año
siguiente los terminé con el doctorado. De allí en adelante mi alma estuvo poseída de un afán
de saber, hasta que, finalmente, encontré en el catolicismo la tranquilidad. Mi vida es un
documento justificativo de la veracidad de la palabra de San Agustín: que nuestra alma está
creada para Dios y que sólo en Él encuentra la paz.
En 1921 pasé a París. La filosofía de Bergson me cautivaba entonces. No ejerció sobre mí ninguna
mala influencia. En todo caso, le debo el que me haya librado del positivismo de Augusto Comte,
que afirmó que el espíritu humano evoluciona progresivamente de la religión a la filosofía y de
la filosofía a la ciencia. Las obras de Bergson y algunas de William James y de Havelock Ellis, me
permitieron descubrir la falsedad y superficialidad de las afirmaciones de Augusto Comte.
Un año después me trasladé a Berlín. Allí conocí el «Fausto» de Goethe y quedé subyugado por
esta obra maestra. En el Dr. Fausto me reconocí a mí mismo. También yo era muy amigo de
Mefistófeles, a quien había elegido como guía por el mundo. Quería saberlo todo y conocerlo
todo, sin exceptuar el infierno. Y ciertamente abrigué en mí una misteriosa confianza en que
Dios, como buen final, triunfaría, a pesar de todo, sobre mi amigo Mefistófeles y sobre mí. Mi
corazón vibró de alegría cuando leí en el prólogo las palabras del Señor a Mefistófeles:
Ciertamente mis pies seguían atolondradamente los pasos del diablo. Me declaraba digno con
Fausto en el juego sobre mi alma.
«Todo lo pasajero
Es sólo una alegoría;
Lo deficiente
Se convierte aquí en suceso;
Lo indescriptible
Está aquí hecho;
El eterno femenino
Nos arrastra.»
El año 1924 me devolvió de nuevo a mi patria, China. Allí ejercí como profesor, juez, abogado,
editor y legislador. Aparentemente mi vida se hallaba en el más feliz desarrollo, pero, sin
embargo, lo cierto es que la roía una constante inquietud. En mi cumpleaños de 1937 publiqué
en «Tien Hsia Monthly» un largo poema, en cuya expresión se filtraba toda mi íntima escoria
espiritual. Lo terminaba con los versos:
Y en los mismos días escribí en prosa: «Espero encontrar en la segunda mitad de mi vida lo que
en la primera con tanto ardor, pero inútilmente, he buscado.» La miseria de un pecador mueve
la Misericordia divina. ¿Cómo hubiese podido pensar, si no, que en el invierno de este mismo
año iba a encontrar lo contrario de lo que buscaba? ¡Todo es Gracia, todo Providencia!
En el invierno de 1937 cayó Shanghai en poder de los japoneses. Yo tuve que dejar mi casa y
esconderme en otra. Me costó mucho separarme de mi biblioteca, que contaba con miles de
libros. Únicamente pude llevarme unos cuantos en mi huida. En inglés había cinco: la Biblia; la
Vida de Jesús, de Papini; Word's Best Prose, de Van Doren; The Varieties of Religious Experiencie,
de William James, y Select Ensays, de T. S. Eliot. En una habitacioncita escondida, en donde vivía
completamente solo, meditaba día y noche sobre los misterios de la vida y de la muerte. En mi
soberbia e ignorancia me rebelaba contra Dios, por lo mal que regía el mundo y permitir la
guerra. Cuando más obsesionado estaba, con estos negros pensamientos, abrí la Biblia al azar.
¿Qué me saltó a la vista? El Salmo 14. Leí:
«Dice en su corazón el necio: No hay Dios.
Todos obran torpemente,
No hay quien haga el bien.
Mira Yavé desde lo alto de los cielos
A los hijos de los hombres,
para ver si hay entre ellos
Algún cuerdo que busque a Dios.
Todos van descarriados,
Todos a una se han corrompido.»
No me fue posible terminar el Salmo, pues Dios me dio como contestación a mis arrebatos estas
palabras: «¡No hay quien haga el bien!» Palabras que me impulsaron a un examen de conciencia.
¿Era el bien lo único que hacía yo? ¡No! ¿Había hecho también algo malo? ¡Sí! ¿Tenía derecho a
murmurar contra Dios? ¡No!
Para que se realice la conversión se deben examinar primero sus lados negativos.
Espiritualmente estaba curado, pero me resultaba muy duro, de momento, seguir pensando en
mis errores. Cerré por ello el Libro Santo y tomé, para distraerme, literatura más sencilla: el The
World's Best Prose. Y fijaos: fui a dar con un trozo escogido de la «Apología» del Cardenal
Neüman. Era un pasaje en el que este gran espíritu expresaba sus dudas sobre la depravación
del mundo, para cerrarlo con estas palabras: «Puesto que el mundo se encuentra en una
situación tan anormal, no me habría sorprendido nada que se hubiera dado también una
intervención extraordinaria, maravillosa.» O sea, que para la cura de una enfermedad especial
se debe emplear también un remedio especial.
En los días siguientes me sumí en la lectura de la Vida de Jesús, de Papini. Al llegar a la página
en que se describe cuando la pecadora María Magdalena se echa a los pies de Jesús, los enjuga
con sus lágrimas y los seca con sus cabellos, súbitamente rompí a llorar y reconocí: «¡Oh, Señor,
mi Amado!, también mi alma estaba prostituida. Puesto que Tú me has dotado de espléndidas
aptitudes naturales y yo, en cambio, las he despilfarrado en vanos errores mundanos.» Me sentí
consolado y mis lágrimas de arrepentimiento se transformaron en lágrimas de alegría. Lo que
empezó en amargura terminó en dulce consuelo.
En los Select Ensays, de T. S. Eliot, encontré una comparación entre Shakespeare y Dante.
«Shakespeare -dice Eliot- nos describe en su mayor anchura la pasión humana; Dante, en su
mayor altura y profundidad.» A Shakespeare le conocía y estimaba cumplidamente. Pero del
Dante, aunque le había admirado siempre, era menor mi conocimiento. Más de una vez traté
de estudiar en mi juventud «La Divina Comedia», sin haberlo logrado nunca. Al conocer la
apreciación de T. S. Eliot sobre el Dante, sentí el vivo deseo de estudiar a fondo al famoso poeta
italiano. Rápidamente mandé buscar la traducción inglesa de la obra maestra. Apenas había
leído el primer canto, quedé admirado. Imposible describir lo que experimenté al leer las
primeras líneas:
5
Según traducción de Arturo Cuyas de la Vega.
Tiene que introducirse uno mismo en esta oscura selva para poderse dar cuenta de su negrura.
A los tres días había terminado la obra. Hice mi apreciación de «La Divina Comedia» únicamente
con algunas palabras sacadas de ella:
Por el tiempo en que vivía oculto en Shanghai vino a visitarme un día un amigo católico. No
sospechaba él lo que aquella acción iba a significar en mi vida. El amigo insistió en que debía
cambiar de escondite y me invitó a que me acogiese a su cobijo. Movido por tal bondad, acepté.
En su casa se rezaba todas las noches el rosario en familia. Un día le pregunté, señalando una
imagen: «Esta es Santa María, ¿no es verdad?» Él se asombró de mi ignorancia. «No -respondió;
ésta no es la Madre de Dios, sino Santa Teresa de Lisieux, la pequeña flor de Jesús.» «¿Quién es
esta «pequeña flor», que no he oído nada de ella?», inquirí yo. Él me dio un folleto francés sobre
la santa. Lo leí y encontré párrafos que me impresionaron: «Ah, siento que no perderé por mi
confianza, aunque tuviese sobre mi conciencia todos los crímenes posibles. Compungida de
arrepentimiento, me echaría en los brazos del Salvador... Sé que toda la serie de ofensas
desaparecerían en un instante, como la gota de agua que se deja caer en la lumbre.» Estas
palabras fueron decisivas para mi alma. La Gracia había sacudido mi corazón. Una enfermedad
extraordinaria necesita extraordinarios remedios.
Poco después de este suceso trabé conocimiento con el rector de la Universidad «Aurora»,
Padre Germán. En lo sucesivo. me honró de vez en cuando con una visita. También me prestó el
«Curso Superior de Religión», de Mons. L. Prunel, así como «Ecclesia. - Enciclopedia popular de
los conocimientos religiosos.» El 18 de diciembre de 1937 estaba ya tan adelantado, que el
rector me pudo administrar condicionalmente el santo bautismo en la pequeña capilla de María,
unida a la Universidad. En el siguiente mes de enero me trasladé a Hong-Kong. En Shanghai había
nacido a la vida católica, pero fue en Hong-Kong donde se nutrió de fe mi espíritu.
La infinita bondad divina nos ha colmado desde entonces de favores a mi familia y a mí. No soy
capaz de enumerarlos; únicamente puedo rezar con Santa Teresa: «¡Oh, Dios mío! Tú has
superado todas mis esperas, pero yo quiero cantar las hazañas de Tu Misericordia.»
EL INGENIERO
«Una bendición del Servicio activo»
En una ciudad de las orillas del lago de Ginebra, emplazada en la falda de un monte, nací en el
último invierno del pasado siglo. Justamente ese día celebraba un hermano de mi padre su
cumpleaños y, teniendo en cuenta esta coincidencia, se decidió que este tío fuese mi padrino. Y
resultó normal, por otra parte, que su novia, que pasaba una temporada en nuestra casa, fuese
elegida para ser mi madrina. Pero ella pertenecía a la confesión católica, por cuya causa se había
atraído la oculta aversión de los futuros suegros, aunque era una especie de niña mimada de la
familia. Mis abuelos habían dado, bajo la más severa fidelidad a la tradición, el consentimiento
para la boda, con la condición de que ninguno de los hijos que vinieran fuesen educados en la
fe católica. Por lo tanto, esta piadosa mujer se encontró al margen de la Iglesia al ser madre.
Llevó con resignación esta pena y le dio a su esposo cinco hijos. Sufría en silencio el amargo
tormento de alma, sin poder desahogarse con nadie de su familia y confiando su único consuelo
a la oración. Con los que la rodeaban se mostraba, sin embargo, alegre y risueña; era buena con
todos y todo lo soportaba, sin perder jamás la esperanza de un cambio feliz.
Mi familia, al contrario que mis abuelos, no iba a la iglesia y, pensándolo bien, no profesaba
ninguna religión. Por lo tanto, se daban por satisfechos con organizar después de cada natalicio
una fiesta y un bautizo. Al cumplir los catorce años, los hijos se encomendaban al Pastor, para
que fuesen confirmados dos años más tarde, pues así lo pedía la tiránica costumbre. Nadie podía
sustraerse a ella, sin correr el peligro de ser mal visto por la gente. Aquellas fiestas eran motivo
para hablar de todo menos de Dios.
En este ambiente de indiferencia religiosa, fuimos educados mis hermanos y yo, lo mismo que
mis doce primos y primas. Nos reuníamos frecuentemente con ellos y juntos pasábamos casi
siempre las vacaciones en la montaña. Allí mi madrina se metía los domingos en la iglesia como
una fugitiva, en una de esas pequeñas capillas donde únicamente se celebraba la misa durante
la temporada de verano. El proceder de la madrina nos causaba asombro, lo encontrábamos
raro. ¿Por qué las visitas a la iglesia?
Empecé a ir al colegio. Siendo todavía un pequeño estudiante tomé un día parte en una
excursión escolar a Grúyere. Como curiosidades más importantes encontramos allí un castillo y
una fábrica de chocolates, que visitamos. Al regresar de la pequeña ciudad y bordear la orilla del
Saane, llegamos ante una plaza en Les Marches. Tuvimos allí un breve descanso y compramos
limonada en la cercana fonda. Después del refresco, algunos de mis compañeros se dirigieron a
una ermita vecina. Rehusé seguirles, prefiriendo renunciar a esta «curiosidad», a vencer mi
orgullo. Pero alguien era testigo de mi acción...
Por hacer algo, me dirigí a una tienda de objetos de devoción y adquirí un recuerdo que me
impresionó mucho. Se trataba de una pequeña cruz blanca con una minúscula abertura en el
centro, en la que se podía ver la imagen que se veneraba en la ermita. La cruz me interesaba
poco; no tenía para mí ningún significado. Únicamente la abertura, con la preciosa estampa, la
consideraba valiosa. ¡Oh, triunfo del poder humano! Orgulloso de esta nuestra de habilidad de
la técnica, ansiaba llegar a casa para enseñársela a mi madre. «¡Pero -gritó ella- esto es una cruz,
un signo católico!» ¡Católico! Como oyese por primera vez esta palabra, debí haber hecho un
gesto tal de disgusto, que mi madre me aconsejó: «Dáselo a la criada. Ella es de Friburgo» (y
como tal, católica). Y así, regalé el primer objeto religioso que tuve en mis manos y me pareció
como si me quemase los dedos con que lo había tocado.
Poco más tarde me ocurrió otro nuevo incidente a causa de «lo católico». En mis años de
muchacho tenía, para mi tortura, que asistir todas las tardes libres del sábado a un curso de baile
para chicos. Mis padres esperaban que de este modo me despabilase, porque yo era bastante
tímido y reservado. Allí encontré a una muchacha de mi edad que me exasperaba con frecuencia
por su conducta insolente. Un día se acercó a mí, después de una larga disputa con una
compañera, y me preguntó: «¿Eres católico?» Esta palabra redobló mi exasperación. La
crucecita de Les Marches me vino de nuevo a la memoria... Aun cuando no tenía una idea clara
del significado de la palabra «católico», contesté: «¡No!» Prefería arriesgar una mentira a
comprometerme. Acto seguido discutieron las dos chicas para hacerme después otra pregunta:
«Entonces, ¿eres protestante?» Sobre el significado de este segundo término apenas tenía una
idea más clara que del primero. Pero por temor de parecer tonto al dar por segunda vez la misma
contestación, respondí afirmativamente. Resultó que había contestado correctamente, sin
saberlo, a las dos preguntas. Pero a partir de ese día no se me fue de la imaginación la palabra
«católico».
Los años de estudio trajeron consigo miles de problemas. Leía mucho y me interesaba por
innumerables cosas. Pero nunca, ni una sola vez durante la clase de catecismo, me había
preguntado por qué nosotros, los hombres, habíamos recibido la vida, a quién se la debíamos y
cuáles eran su objeto y su fin. Recibí mi instrucción religiosa durante los dos inviernos de 1915
y 1916, dos horas a la semana. La duración de la enseñanza era fijada por las autoridades civiles,
puesto que la Iglesia estaba bajo su dirección y los Pastores eran únicamente sus empleados.
Como nuestro padre espiritual estaba frecuentemente con las tropas en el campo, actuaron en
su lugar una larga serie de suplentes. A pesar de su evidente buen celo, le faltaba a la enseñanza
una dirección unitaria. Al día de la confirmación llegamos preparados de manera defectuosa e
insegura.
Siendo ya adulto, me acordé bien que se había hablado de Dios en las clases de religión. Pero
este Dios se me representaba, por lo general, como muy exigente y generoso. El profeta Jesús,
al cual enviara Él a la tierra, había venido únicamente, en mi opinión, a conducir de nuevo a los
judíos por el camino recto, en cuya tarea había fracasado. Sus antiguos consejos,
incomprensibles y anacrónicos, pretendían conservarlos vigentes los católicos. Amarle
ciegamente, dejarlo todo por seguirle. ¡Seguirle a Él! ¿Para qué? ¿Adónde? Esto resultaba
ridículo, era una utopía. Tendría que estar loco el que aceptase aquello. Me embriagué con los
conocimientos de las ciencias naturales y filosóficas que se me ofrecieron en los libros de texto.
Con aquello que se elegía a criterio personal entre toda doctrina reconocida, impresa, leída y
generalmente aceptada, se construía ciertamente también una moral, amoldada al gusto de
cada uno, una moral de manga ancha. A este Jesús, ¡qué hiperbólica personalidad se le atribuía!
Conocí a la joven que sería mi esposa. Entonces recibí una nueva sorpresa. Para poder vernos
teníamos que soportar el acompañamiento de una de sus tías. Que, además, era ¡católica!
Cuando patinábamos, en los paseos, en las visitas a su casa, siempre tenía ocasión de hablar con
esta tía sobre la doctrina «romana», acerca de la cual le preguntaba, y recibir de ella objetos,
tan inverosímiles entonces para mí, que con ello aumentaba mi incredulidad. Hice todo lo
posible por ganar a mi novia para mis ideas. ¡Jesús-Dios, segunda persona de la Trinidad!...
¡Verdadera presencia en la Eucaristía! ¡María-Virgen!... Saltaba irritado en cuanto oía hablar de
estas cosas y me oponía vehementemente, a veces irreverentemente, pretendiendo basar mis
argumentaciones en «verdaderos» conocimientos, que, en realidad, no existían. Sencillamente,
quería tener razón acerca de mi convencimiento de que los católicos estaban dominados
totalmente por la superstición y el misticismo.
Sin embargo, no me sentía seguro y a gusto con estas ideas. Tampoco la vida matrimonial y
familiar me ayudó a tranquilizar mi espíritu con sus complejas opiniones doctrinales y,
finalmente, había producido en mí el vacío total, completo. La vida se me aparecía sin sentido.
La desesperación se adueñaba de mí poco a poco. Mi voluntad se debilitó y el fin de mi continua
inquietud lo veía como en un lúgubre pozo invadido por las tinieblas, sobre cuya base había
pensado buscar la clave para la solución del problema imposible. Estaba en una profunda
llanura, sin caminos, donde mi sentimiento moral me abandonó, donde desapareció todo
respeto, donde precisamente, en fin, hubiese podido ocurrir aquello que ya no tiene remedio.
Alrededor de quince años me vi afectado por esta destructora enfermedad espiritual.
En esta disposición de ánimos tuvo lugar, en el otoño de 1939, la movilización general. Como
todos mis camaradas, cogí mi mochila y mis armas para concentrarnos en el punto de reunión
señalado. Este acontecimiento fue para mí una brusca sacudida que me despertó, me trasladó
desde mi sombrío mundo de ideas a la viva realidad. El pensamiento de que podía ser llamado
a dar la vida como reparación por mis pasados deslices (esta idea se había despertado
verdaderamente en mí), hizo brotar nuevas esperanzas en mi maltrecha conciencia. Ya en los
primeros meses de esta obligada vida en común logré una clara visión de las cosas. El constante
intercambio de pareceres con camaradas que luchaban con las mismas dificultades que yo me
fue permitiendo reconocer, cada vez con más realidad, lo vergonzoso del egoísmo. Cada uno de
nosotros lo había abandono todo. Por lo tanto, no teníamos derecho a ser indolentes, sentíamos
que nuestro sacrificio había sido hecho en bien de la comunidad y que estábamos defendiendo
un ideal común. Lo que nos inspiraba confianza no dependía tanto de la forma de este ideal
como del hecho de que respondiéramos colectivamente de ello y de sabernos agrupados
alrededor de una voluntad. Esto y la fraternal camaradería era para muchos de nosotros, por lo
menos durante los primeros meses, una fuente de alegría nueva. No puedo aquí por menos de
manifestar que la recia y humana personalidad del general Guisan, su grandeza de alma y su fe
contribuyeron más que cualquier otro factor a esta postura moral entre la tropa. Gracias a estas
virtudes de nuestro jefe militar, conocí entonces, sin darme cuenta cabal de ello, el espíritu de
hermandad que más tarde me ayudaría a encontrar la luz en la comunión de los santos: en la
Iglesia. No estábamos solos en el campamento: la seguridad de que los que habíamos dejado en
casa pensaban día y noche en nosotros ayudó a fortalecer el compañerismo.
Pero todas las cosas de este mundo, incluso la buena disposición, están sujetas al desgaste; la
movilización continuó, por desgracia. Inquietudes y vacilaciones empezaron de nuevo a
asaltarme cuando vi partir a mis camaradas y quedar yo sin una misión determinada,
trasladándome de una unidad a otra en convivencia con gentes desconocidas, que
frecuentemente carecían de todo escrúpulo y sentimiento moral, cuyo contacto no podía dar
lugar a ninguna afinidad ni espíritu de camaradería. Nuevamente me asaltaron las noches de
insomnio, en las que la imaginación no encontraba descanso ni objetivo. Así sólo le quedó
tiempo a mi espíritu de vagar en abismos de desesperación.
Con la primavera de 1940 empezó una época de agobio y desasosiego sin precedentes, puesto
que nunca me habían dominado el desaliento y la desesperación. Descubrí que había sido
juguete de los acontecimientos; no pude frenar por más tiempo mi inquietud. Pero cuando en
mayo fueron llamados los nuevos reemplazos y se nos señaló una determinaba misión, me vi
obligado a templar el ánimo para hacer frente a los acontecimientos. El peligro de una agresión
se cernía amenazador sobre Suiza y nos encontrábamos en una región donde habíamos
experimentado los efectos de una invasión. Mi unidad se encontraba en la frontera
septentrional, al otro lado del Rhin. El pánico de que fuimos testigos en aquellos trágicos días:
las huidas nocturnas de familias enteras, utilizando todos los medios posibles de transporte, que
traían consigo algunos muebles y provisiones, que habían podido llevarse cargadas de niños
pequeños; el ininterrumpido retumbar de la artillería; el ruido de los aviones, que surcaban
continuamente el cielo, todo esto me movió al arrepentimiento y a la práctica de una seria
introspección. Dentro de mí reinaba el caos espiritual y las preguntas incontestadas. Una cosa
me parecía cierta: que no se podía seguir adelante y que caería sobre nosotros un terrible
castigo.
Cuando hubo pasado el mayor peligro y volvió de nuevo una apariencia de calma, me dejé
seducir por la engañosa tregua. La vida tomaba poco a poco su antiguo curso. Mi sensación se
parecía a la del que se salva de perecer ahogado y aun con los pulmones llenos de agua empieza
a respirar de nuevo. Si bien sentía la esperanza de un nuevo renacer, me faltaba «algo»: una
pauta, algo sólido, seguro, invariable en medio de la quiebra física y moral; un alto en lo
inconsciente, algo bueno entre lo malo, una luz en la oscuridad.
Una noche me impresionó vivamente una reunión al aire libre del Ejército de Salvación. Durante
más de una hora escuché sus canciones, acompañadas de música, y sus frecuentes actos de
confesión. A decir verdad, no pude entenderlas completamente, puesto que no dominaba el
«schwizerdütsch» (dialecto suizo). Pero sentí una tranquilidad bienhechora. «Esta gente -
pensaba- ha encontrado a Dios y Dios les otorga la paz. ¿Pero dónde podría encontrar yo tal
consuelo? El Dios del que hablan llenos de fe -pues su entusiasmo era evidente- probablemente
podría decirme algo también a mí. ¿Pero quién me orientaría hacia Él, si en realidad existe?» Si
hubiese entendido su lenguaje, con seguridad me hubiera dirigido a ellos para pedirles ayuda, o
por lo menos, consejo. La escena se desarrollaba al lado de una iglesia católica. Allí vi salir y
entrar a los fieles y también los envidiaba. Con uno cualquiera de ellos hubiese cambiado de
buena gana mi insatisfecha existencia. Tan fuerte impresión me dieron de estar alegres, firmes
y confiados. Seguirles a la iglesia consideré que no era posible. Me parecía una profanación
penetrar en sus lugares de oración. Había conservado la idea, por las enseñanzas religiosas
calvinistas, de que la iglesia era para los fieles y que los no creyentes, como yo, no teníamos
ningún derecho a entrar en ella. Esta extraña timidez ante la casa de Dios me desasosegó tanto,
que tuve esta certeza: el día que tú traspases el umbral de una iglesia, sucederán grandes cosas.
Pero precisamente se necesitaban ánimo y humildad para ello. Mi orgullo era superior a todo
otro sentimiento y tuve la petulancia de querer encontrar por mí mismo la salvación.
Después de la ocupación de Francia por los alemanes, fueron licenciadas las tropas y yo tuve
que ir, como ya lo había hecho anteriormente, de un lado a otro del país. El desaliento, o mejor,
la amargura, me venció. En este estado me llegó la orden de trasladarme a Gruyére, para
establecer allí una oficina de estudios técnicos al servicio del Ejército. Partí hacia mi destino.
Después de muchas idas y venidas se concretó claramente mi cometido y fijada mi residencia.
Debo atribuir hoy a la Providencia el que pudiese encontrar una vivienda que me permitió llevar
conmigo a mi mujer y a mi hija. Después de estar separados durante mucho tiempo, pude
reanudar de nuevo la vida familiar. ¡Qué maravillosa normalidad! Tenía la impresión de que
comenzaba una vida totalmente nueva. Nuestra casa se encontraba en el centro del pueblo.
Justamente enfrente, al otro lado del Saane, nos saludaba la capilla de Nuestra Señora de Les
Merches... Con frecuencia, los domingos, el paseo nos conducía hasta allí, al lugar donde alguien
fue «testigo» cuando lo visité por primera vez... Mi esposa y mi hija se arrodillaban
frecuentemente ante la imagen de la Madre de Dios (de la presencia de Cristo en el sacramento
no teníamos todavía ninguna idea). Todos sus esfuerzos por hacerme entrar en el santuario
fueron infructuosos. Aún me retenía mi soberbia, aún me paralizaba mi timidez ante la iglesia.
Y, finalmente, no quería ser dominado por medio de ninguna intervención «prodigiosa». En caso
de que algún día saliese de las tinieblas, quería agradecerlo únicamente a mí mismo.
¡Sencillamente, era terco y testarudo como ciertos cuadrúpedos!
Mi mujer y yo acostumbrábamos a tener con frecuencia hasta bien entrada la noche discusiones
inacabables. En ambos reinaba ya el mismo inefable deseo de equilibrar nuestra vida y poner un
punto final al pasado. Estábamos decididamente dispuestos a edificar una nueva existencia
sobre un sólido fundamento. Pero no era bastante hacer el propósito. Nuestro espíritu no
quedaba satisfecho. El despuntar de cada día nos traía más fatiga y cada noche se llevaba parte
de la esperanza.
En tal situación espiritual, tuve que salir a primera hora de la mañana del 6 de noviembre de
1941 hacia Yverdon, donde se celebraba una concentración militar. Insatisfecho, con el alma
vacía y el ánimo conturbado, tomé de nuevo el tren por la tarde para regresar a Gruyére. El
último trecho desde la estación a casa tuve que hacerlo a pie, un paseo de una hora
aproximadamente. La nieve recién caída cubría el camino. Los bajos nubarrones eran negros
como mi alma; mi corazón había estallado. Me sentía terriblemente acongojado y oprimido. Mis
pasos eran lentos y deseaba desesperadamente que la crisis interior se resolviese como fuese.
A cierta distancia vi en la calle una cruz de hierro. Estaba semioculta y empotrada en un pedestal
de piedra. Se había construido hacía años, al final de una misión popular. Debido a su forma
especial, la había contemplado frecuentemente con una sonrisa de suficiencia, pues veía en ella
un símbolo de lo que yo calificaba de misticismo de los habitantes, expresión de un ingenuo
sentimiento religioso. La cruz está ahí, pensaba yo, para que los que pasan ante ella se entreguen
totalmente con toda la fuerza de su fe.
Con paso vacilante, la cabeza baja y lágrimas en los ojos, fui al encuentro de esta cruz. Al pasar
lancé una mirada al santo signo católico, como ya lo había hecho anteriormente con frecuencia.
Levanté los ojos y -de lo que siguió no fui ya dueño- ¡me quité la gorra y me santigüé! Estaba tan
sorprendido como si me hubiesen golpeado por sorpresa. El acto de persignarme no fue un
movimiento nacido de mi propia voluntad. Más aún: sentía que una fuerza misteriosa había
dirigido mi mano. En el mismo momento se adueñó repentinamente de mí una alegría interna,
una luz singular me deslumbró durante algunos segundos, revivió mi alma, mi corazón se había
vuelto ligero, controlable. Yo creía. ¡Con qué rapidez recorrí el camino que me separaba de mi
casa! Veía claramente que la Gracia me había tocado. A pesar del intenso frío, que había
convertido la vivienda en una nevera, me encontré a mi esposa todavía levantada. Había
esperado mi vuelta. Reanudamos la conversación de la noche anterior. Estaba tan perturbado
por lo que había ocurrido, que no pude hablarle de ello en seguida. Pero como vi que no
sacábamos nada en claro de nuestro coloquio, aventuré finalmente la pregunta: «¿Por qué no
somos católicos?» No podía imaginarme la respuesta que escuché. Mi mujer replicó
sencillamente: «Yo he pensado también en ello.» Hacia las tres de la madrugada nos fuimos a
descansar con los corazones aliviados, con verdadero entusiasmo y absoluta confianza.
A partir de entonces vi el papel que iba a desempeñar en nuestra vida Nuestra Señora de Les
Marches. Ella, que había sido «testigo» de mi primera renuncia...
Ahora comprendía claramente por qué había estado libre una vivienda enfrente de su santuario,
y tales pormenores de mi vida tienen en la actualidad, mirados bajo un nuevo punto de vista, un
sentido definido. Insistía yo en que la Gracia había venido sobre mí súbitamente. A pesar de mi
carácter apocado, que todo lo hace complicado, que busca cien subterfugios, que contradice a
lo criticado y nunca se da por satisfecho, puedo declarar que mi conversión tuvo lugar de una
forma instantánea y, por lo tanto, maravillosa. Además puedo afirmar con el corazón en la mano
que a partir de aquel signo que hice ante la cruz del camino no dudé ni un segundo más. Nuestra
Señora de Les Marches me sacó en un momento propicio de un callejón sin salida, después de
haber preparado las circunstancias externas que determinaron el suceso ante la escondida cruz.
Nuestra hija fue la que nos proporcionó en los días siguientes los primeros conocimientos de la
doctrina católica. Iba a la escuela primaria local y -aunque no católica- asistía también a la clase
de Catecismo. La pequeña nos orientaba según nuestro deseo y daba a nuestras preguntas
contestaciones de una exactitud desconcertante. Mi esposa y yo pasamos horas enteras en
conversaciones religiosas, sacando de ellas una feliz y profunda alegría.
Escribí entonces al director espiritual de un amigo, que también se había convertido. Unas
semanas después nos vino a visitar este sacerdote. Consideramos detenidamente todos los
problemas que podrían presentarse con la conversión. Por último, nos invitó a comenzar al día
siguiente nuestra vida católica, asistiendo a los oficios parroquiales de los domingos. Con el
pretexto de que me faltaban los conocimientos fundamentales para ello, traté de eludirlo
nuevamente. El sacerdote insistió en su proposición y hoy se lo agradezco. Cuando el domingo
abandoné con mi familia la iglesia después de los oficios divinos, estaba tan entusiasmado, que
asistí también por la tarde a las vísperas y completas. Este domingo nos reconcilió de nuevo con
la vida y, lo que es más, habíamos entrado a Dios, la única fuente de la verdadera alegría y
felicidad.
En la fiesta de Cristo Rey de 1942 pudimos recibir por primera vez la santa comunión y al
domingo siguiente la especial confortación del Espíritu Santo en la confirmación. ¡Qué
resurrección! Tan grande como nuestra alegría sentimos nuestra deuda de agradecimiento al
Señor y su Santa Madre.
La práctica activa de la nueva religión nos abrió los ojos para apreciar la belleza sobrenatural del
cristianismo y alumbró nuestra mente para comprender la influencia divina en los sucesos
mundiales. Antes había creído que la ciencia me obstruía el camino de la fe en Dios. Ahora
reconocía, por el estudio del Nuevo Testamento, que ocurría todo lo contrario. Por medio de la
contemplación de María obtuvimos un nuevo concepto de la dignidad de la Señora. El oficio
divino tuvo de aquí en adelante para nosotros un sentido, pues exhortaba al sacrificio. De todo
esto habíamos carecido anteriormente y, por fin, lo habíamos encontrado.
Los temores de que nuestra conversión pudiese ser acogida desfavorablemente por la familia,
no se confirmaron. Nadie nos hizo objeto de la menor critica ni reproche. Hasta tenía la
impresión de que nuestros padres nos admiraban en silencio. Puesto que queríamos declararnos
partidarios de una religión, veían con más agrado que fuésemos católicos a que regresásemos a
la oficial y fría religión del Estado, que casi nadie practicaba ya desde siglos atrás. Entre los
miembros católicos de nuestra familia causó, naturalmente, una gran alegría nuestra
6
Paul Claudel (Francia), fallecido recientemente, ha sido uno de los más grandes poetas cató1icos de los
últimos tiempos. Su conversión al catolicismo se verificó el 25 de diciembre de 1866. Su carrera
diplomática no mermó su abundante producción literaria. Cultivó todos los géneros e incluso escribió una
ópera «Cristophe Colomt», que en el año 1930 fue estrenada en el Staats Oper de Berlín. (N. del T.)
conversión, pero especialmente a la piadosa tía, que, después de tantas decepciones, vio
realizado su deseo, y a mis primos, que poco después del fallecimiento de su madre, mi madrina,
habían encontrado el camino a la Iglesia.
Casi al final de mis estudios había leído un libro de Jorgensen sobre San Francisco y algunas cosas
sobre la vida del Santo me habían resultado simpáticas. Estaba convencido de que también el
«Poverello» se había manifestado como nuestro intercesor. Fue por ello también un hecho clave
en la edificación de mi nueva vida religiosa, cuando en octubre de 1948 hice mi profesión en la
Orden Tercera de San Francisco. Por medio de su intercesión, y especialmente por medio de un
perpetuo amor a María, llegué a ser portador de Cristo y a guardar fidelidad a Aquel que no
quería conocer. María es el camino a Cristo y Cristo, a su vez, el único camino al Padre. Con la
Madre de Cristo debe cantar eternamente mi corazón: «Magníficat anima mea Dominum». (Lc.
1, 47).
EL QUÍMICO
«Doctrina católica intransigente»
He aquí otro breve relato, pero en cuyo laconismo y sencillez se encierra una
instructiva narración. Quien lo lea comprobará cómo los comunistas halagaban
desde hace ya veinte años al pueblo coreano, tratando sobre todo de atraerse la
simpatía de la juventud estudiantil. Los acontecimientos en Corea no ocurrieron por
casualidad.
Nacido en 1902, hizo Ree sus estudios en el Japón. Corea se había convertido en
1905, por la paz de Portsmouth, en protectorado de dicho país, anexionándose
totalmente al Japón en 1910. Los coreanos tenían que ir a Tokio para estudiar y
capacitarse en cualquier disciplina técnica. Pero se consideraban heridos en sus
sentimientos nacionalistas y esperaban ansiosamente un cambio en aquel estado
de cosas. Surgieron entonces los comunistas y les prometieron la liberación del yugo
japonés. El joven Ree tuvo para elegir entre la prometida "libertad" del materialismo
ateo y la libertad del cristianismo. Él eligió con acierto. Primero conoció el
protestantismo, pero se desengañó, y, finalmente, en 1928, encontró el camino de
la Iglesia católica.
La actual y muy disputada Corea es mi patria. Allí nací el año 1902. En los años juveniles me dio
a conocer mi padre los clásicos chinos, y de esta forma me educó en el confucionismo. El Midle-
School Kyung-gi intervino en mi primera y mejor educación escolar. A los dieciocho años fui al
Japón -Corea pertenecía entonces al reino del Tenno- para ampliar estudios en el Hogher Normal
School de Hiroshima. (Entre tanto la ciudad se ha hecho tristemente célebre, como víctima de
la bomba atómica.) En Hiroshima tuve la dicha de encontrarme con misioneros protestantes de
Norteamérica, siendo de este modo como nació mi interés por el cristianismo. Aunque no estaba
bautizado, asistía con regularidad los domingos a una iglesia metodista y leí la Biblia con
verdadero entusiasmo.
Mis simpatías hacia el cristianismo protestante duraron hasta 1927. En este año me convertí en
estudiante de la Universidad imperial de Kyoto, donde en 1931 fui el primer coreano que obtuvo
el título de doctor en Ciencias Físicas. Por lo demás, los coreanos eran menospreciados por los
japoneses. Constituyó por ello un hecho inaudito el que posteriormente se me nombrase auxiliar
de cátedra y más tarde profesor de la Universidad imperial.
Por lo que yo sé, no había en el Japón antes de 1927, que fue cuando empecé a estudiar en la
Universidad de Kyoto, ningún movimiento comunista verdaderamente organizado. Pero a partir
de aquel año se volvieron muy activos. Sus mayores esfuerzos tendían a formar grupos de
prosélitos entre los estudiantes. A los miembros de estos grupos trataban de enseñarles las
doctrinas comunistas con ayuda de libros prohibidos por las autoridades. La propaganda roja
encontró especialmente en los estudiantes coreanos los más propicios oyentes. No tenían una
patria independiente y su situación era poco satisfactoria. Les hicieron ver que sólo el
comunismo tenía posibilidad de liberar a la nación coreana de la garra del imperialismo japonés.
«Todo imperialismo es enemigo del comunismo», afirmaban.
La emancipación del dominio japonés constituía el ardiente deseo de todos los coreanos. Por tal
motivo pertenecían la mayoría de los universitarios coreanos a la «biblioteca circulante». Estos
«Book-reading-parties» constituían los tentáculos exteriores de la propaganda clandestina
comunista. También tomé yo parte en las reuniones y me dejé instruir en el marxismo.
Primeramente fui introducido en el materialismo didáctico. Se pretendía poner a tema de
concurso mi orientación intelectual. La lógica marxista estaba cubierta con la capa de la ciencia
y aparecía clara, pero yo no podía aprobar los principios comunistas. Estos daban demasiada
importancia al saber humano, sobre todo en las ciencias naturales. Tenía la opinión de que el
materialismo y ateísmo de esta gente eran productos de una superestimación exagerada. Todo
conocimiento que no se basaba en palabras era desestimado. No era reconocida ninguna verdad
espiritual.
La propaganda comunista zarandeó entonces mi fe sencilla, casi infantil, y la dañó. Trataba por
todos los medios de negar la existencia de Dios y procuraba persuadirme de que todo era un
mito y una ilusión. Pero al mismo tiempo me decía que sólo un intelectual pedante y superficial
podía pensar así.
Puesto que no estaba de acuerdo con el comunismo, derivé, lleno de entusiasmo, hacia la Iglesia
protestante, impulsado por el vivo deseo de fortalecerme en la fe. Pero al cabo de algún tiempo
comprobé que no era posible progresar con los predicadores protestantes en el conocimiento
de Dios, ya que, primeramente, entre ellos existían divergencias y contradicciones. En segundo
lugar, algunos coincidían con los marxistas en ciertos conceptos e incluso insistían en afirmar
que Cristo había sido comunista. Otros pretendían disculpar, por el protestantismo, la lucha de
clases. Sus predicaciones me desorientaron, llevando más desconcierto a mi espíritu que la
misma propaganda comunista. El 1927 fue para mí un año lleno de oscuridad y escepticismo.
Un día de primavera de 1928 paseaba yo por la calle Kawara-mach de Kyoto, meditando sobre
Dios, cuando tropezó mi mirada con la iglesia católica de San Francisco Javier. El templo me
atrajo. Simbolizaba para mí el equilibrio y el orden de la tradición religiosa. Y así fue: como el
imán atrae al hierro, así lo fui yo por el templo. El párroco de esta iglesia era el P. Dutz, un
sacerdote encanecido en la misión, que hacía más de cuarenta años que había llegado de
Francia. Le expuse mis luchas internas y le expresé el deseo de escuchar algo respecto a la
doctrina católica. Por primera vez en mi vida encontraba la oportunidad de acercarme a la Iglesia
romana.
Casi todas las tardes me encaminaba a la casa del párroco, para recibir la instrucción católica. Lo
que primero me llamó la atención y me satisfizo fue el hecho de que todos los sacerdotes
enseñaban lo mismo sobre Dios. Además escuchaba la voz del Señor a través de la devoción, la
humidad y la pureza de estos servidores de Dios. Después de varios meses de instrucción, recibí
el bautismo el 17 de julio de 1928, fiesta de San Alejo, y recibí el nombre del santo del día. Jamás
olvidaré esta fecha memorable, en la que ingresé en la verdadera Iglesia, en esa Iglesia que se
mantiene firme y segura como una roca a través de los siglos.
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Téngase en cuenta que el original alemán de este libro se imprimió en el año 1952. (N. del T.)
episcopaliano se convirtió en 1928 a la Iglesia católica y es un profundo creyente,
un fiel hijo de Dios.
Los abuelos por parte materna y los numerosos hermanos y hermanas de mi madre eran
episcopalianos. Más o menos, eran todos feligreses asiduos. La parroquia se hallaba en una finca
que fue regalada por mis antepasados a la Iglesia. El templo disfrutó del magnánimo apoyo de
mis abuelos y de sus hijos. Nuestra casa era visitada con mucha frecuencia por obispos y clérigos
de la Iglesia episcopaliana.
También en este ambiente fui bautizado, confirmado y educado, por costumbre y obligación.
Aunque tampoco era un fervoroso miembro de mi Iglesia, asistía con regularidad a los oficios
divinos, hasta que en 1916 marché a Persia.
Un año después fui destinado a París. Allí empecé -al principio como simple curioso- a asistir a
la misa dominical. Comencé a leer también libros católicos, pequeñas ediciones de las obras de
San Agustín y Santo Tomás de Aquino. En 1920 emprendí la lectura de la «Summa Theologica».
Era una edición francesa, compuesta de ocho tomos. Trasladado al Japón, terminé de leer la
última parte en 1925. La obra influyó sobremanera en mí.
Seguidamente estudié diversos escritos de Santo Tomás y de los grandes pensadores de Hippo 8.
También me dediqué al estudio de los neoplatónicos, de los Padres griegos y muy en especial
de los grandes alejandrinos. Estos últimos contribuyeron quizá más que ningún otro a mi
conversión: por su exégesis de la elevada dignidad de Cristo y la palpable alegría en su confesión.
Tengo que admitir que, posteriormente, influyeron también en mí los encantadores escritos de
Fr. Luis de León.
Mientras tanto pasaban los años. Si bien conocía cada vez más a fondo la literatura católica,
ciertamente no hablé jamás con un católico sobre religión.
Por último, se produjo un cambio. Me encontraba en Washington y debía salir al día siguiente
para Nueva York y, una vez allí, embarcarme para Colombia; me había sido confiado un nuevo
puesto como ministro plenipotenciario en Bogotá. El día antes de mí partida, busqué a uno de
nuestros senadores de Luisiana, Randsdell, un católico y amigo de mi padre. Le pregunté si
conocía algún sacerdote con el que pudiese hablar. Me indicó dos. Fui a visitar a uno de ellos;
era profesor de una Universidad católica. Nuestra entrevista duró alrededor de una hora; pero
como debía partir al siguiente día, me propuso que visitase en Nueva York al padre Le Buffe, S.
J., de la revista «América». Me entrevisté varias veces con el mencionado padre y le confesé que
conocía muy poco del catolicismo práctico, si bien había leído mucha literatura católica y con
frecuencia había presenciado la celebración de la misa. Consideró mi situación como la mejor y
me hizo comprender, en muy sencillas explicaciones, los conocimientos que me faltaban.
Finalmente, me preguntó (era un viernes):
8
Hippo Regius («Hipona»).
- En este caso, llámeme el lunes y hágame saber qué ha decidido. ¿Cuándo sale su barco?
- El miércoles.
- Si ha podido decidirse ya definitivamente, fijaremos el bautismo para el martes.
Así ocurrió. Fui bautizado condicionalmente, y más tarde recibí la primera Comunión en la iglesia
de la Encarnación, de Bowery. Se me obsequió con un desayuno en la parroquia y después nos
dirigimos a la Universidad Fordham, donde un obispo de la Compañía de Jesús, que
precisamente había vuelto después de una larga estancia en Jamaica, me administró la santa
Confirmación. Ocurrió el 30 de octubre de 1928.
LA PEDAGOGO
«Y la luz eterna le ilumine»
Relata aquí la hija de un Pastor luterano su camino hacia la Iglesia católica. Trude
Bez-Mennicke es oriunda de Stelzendorf (Turingia), donde nació en 1892. En
Eisenach obtuvo el título de maestra, y posteriormente estudió, en Jena y Berlín,
teología protestante, sociología y psicología. Contó entre sus profesores a Harnack,
Troeltsch, Tillich y K. Hildebrand.
Una niña pequeña en la enorme y antigua casa del Pastor, que antaño fue convento. Una alberca
cubierta de cañas, de donde en otros tiempos sacaban los monjes sus carpas para los días de
ayuno. Un rústico y agitado cortijo en arrendamiento que había sido hacienda del convento.
Vetustos muros de cristianos recuerdos, antes de ser rotos y divididos por diversas confesiones.
Fue una niñez completamente aislada y soñadora, en la embriaguez del bosque y del agua, en
el perfume de las praderas y el paso de las nubes, en la estrecha intimidad con plantas, animales,
piedras y ciertos misteriosos compañeros: enanos, ondinas, sílfides y fantasmas. Sin embargo,
también había «gente de verdad»: los alegres y bondadosos padres, la delicada y tierna
hermanita, los agradables y expansivos colonos, los campesinos y campesinas de las catorce
haciendas más conocidas de la aldea, y los pocos «pobres» que habitaban en humildes chozas o
que tenían únicamente un lecho de paja en el corral, como Fernando, el zagal de los gansos.
Con ello surgía el problema que empezó a oprimirla ya desde la misma feliz infancia: ser algunos
tan pobres... ¿Lo había querido el amado Dios? Y ser una tan rica, tener zapatos, y calcetines, y
abrigo, y juguetes. ¿Lo había querido el amado Dios?
Era muy extraño que detrás de cada una de aquellas preguntas infantiles estuviese «el amado
Dios», y, sin embargo, no demasiado extraño: pues «Dios» estaba presente en todos los rincones
de la casa parroquial; por lo menos su nombre. Pero un nombre «así» era mucho para un niño.
Iluminando como un faro, daba sombra a las cosas y a los acontecimientos de la realidad, se
situaba en una extraña media luz. Por ejemplo, si el «amado Dios» es el padre de los hombres,
¿para qué se necesitaba realmente todavía otro padre? ¿No es acaso el «justo», el verdadero?
Y cuando el «amado Dios» tiene un único hijo «verdadero», el Niño Jesús, que era aún más
inteligente que la «gente mayor» en el templo, ¿por qué no tiene ninguna hija? ¿Tiene menos
cariño a las niñas? ¿No son ellas «verdaderas» personas? Y si está allí la blanca iglesia, la «Casa
de Dios», ¿por qué cuando se va y se le quiere ver, y preguntar, y rogar, no está verdaderamente
allí el amado Dios? Naturalmente, allí en el banco, entre mamá y la «gente mayor», no se le
puede ver bien. Tampoco se le puede oír bien. ¡Gritan tanto al cantar! Y papá habla tan fuerte
desde la extraña caja (bueno, se llama «púlpito»), que no le resulta del todo simpática a una.
Hay algo allí que no está del todo «bien». Ni el «amado Dios» no lo suficientemente cerca, ni su
casa lo suficientemente silenciosa. Es mucho mejor entrar completamente solo por la mañana
del sábado, cuando la mujer de la limpieza deja abierta la puerta para fregar, o al anochecer,
cuando cantan los jóvenes del coro. Entonces puede sentarse uno en las gradas, muy cerca de
la mesa cubierta con un mantel blanco, como para invitar al «amado Dios», y puede uno esperar,
esperar, a ver si viene... Algunas veces está todo tan silencioso, que se le oye venir desde lejos,
muy despacito... Pero entonces suena el grueso llavero en la puerta de la iglesia y una pasa como
una exhalación por delante de la señora. Schreiber o de los «chicos de las campanas», en
apresurada huida.
Pero, claro, tampoco estas visitas relámpago no son lo «recto». Debería vivir uno en la iglesia,
aunque también hace un poquito de frío. Se tendría que tener una pequeña perrera cerca del
altar, algo así como Molly, que tiene su pequeña casita junto a la escalera de la casa del pastor.
Y cuando se hace de noche debería ponerse una vela del árbol de Navidad, todo muy pequeño
y modesto, para que no le moleste y no le cueste mucho al «amado Dios». Pero no, no se puede
hablar a nadie de estos proyectos de «mudanza». Mamá se pondría muy triste si no se quisiese
vivir más en la preciosa habitación de los niños, y la hermanita ¿con quién jugaría?
Es necesario vivir siempre entre los hombres, aunque se desee más hacerlo junto al «amado
Dios». De vez en cuando se produce algo así como una separación provisional a corto plazo, pero
consoladora. Allí está, en la «fría magnificencia» del extraño salón de recibir, entre el tresillo de
felpa azul, medio cubierta por una palmera, una figura de piedra blanca: el Salvador, Hijo de
Dios, como vino a la tierra, tendidas sus buenas manos. De sobra se sabe, aun siendo una niña
de cinco años, que esto que aquí está es solamente una representación plástica; que el Señor,
Jesús, fue completamente otro, que vivió realmente y que acariciaba la cabeza a los niños
pequeños, aun cuando no tuviesen trenzas, sino simplemente una «melena». Pero ciertamente
hay algo en esta figura que le atrae a uno: tan solitario estuvo, tan solitario está hoy todavía ...
Allí, en una habitación vacía, entre muebles desusados; tiende sus manos, pero nadie viene a
ellas.
Sí, pero alguien tiene que ir a él. Cada día de verano, mientras está abierta la ventana (a causa
de las polillas) y sus batientes se asoman al verde campo, trepa una niña pequeña con los
bolsillos del delantal repletos de tesoros: raras caracolas, plumas multicolores, deslumbrantes
piedrecitas de cuarzo, grandes caras de madrastra asombrada; regalos que extiende sobre el
negro pedestal de madera ante el silencioso huésped de la habitación. De vez en cuando, al
llegar el crepúsculo, enciende un cabito de vela, que coloca entre las ofrendas. Ella misma se
sienta, silenciosa y muda, en uno de los sillones de felpa azul y espera que hable el Salvador...
Pero siempre interviene la «gente mayor»: Hulda, la doméstica, con la escoba y la gamuza. Y
una tiene que prometer no volver a organizar tal «barullo» en la «alcoba buena».
¡Bah! Se promete tanto, que una no puede cumplirlo todo cuando se oscila de aquí para allá
entre dos mundos, uno callado y otro bullicioso. Se promete también tanto, tanto, al «amado
Dios». Pero el ruidoso mundo de los hombres es por lo general el más fuerte.
Querer y ser querido, ¡qué sugestión tan grande en la vida de una niña! ¿No llena por completo
su pequeña existencia? ¿No se la hace resaltar prematuramente? ¿No se desgarran en placer y
sufrimiento, en ansia y defensa, en admiración y amargas desilusiones?
Ya en los primeros años de escuela elemental empieza la anhelante espera, el intimo deseo de
un amigo auténtico, desinteresado, pero que nunca llega y si llega no es el esperado. Y al mismo
tiempo y con idéntico apasionamiento se busca la convivencia, la compañía: la vida en corro
alrededor de un centro, bien sea un juego -el mismo durante semanas- o una ingenua aventura
con complicados preparativos y largas resonancias, o un trabajo común, como la confección de
guirnaldas para la fiesta de Ja recolección. Siempre son niñas y muchachos los que para ello se
necesitan. Son los «niños señoritos» (los del médico, el veterinario, el administrador de Correos)
y los «otros», los descalzos de las casitas de los obreros, compuestas de una sola planta, junto a
las salinas. Siempre es un todo unido, un corro que jamás se cierra del todo y que continuamente
comienza de nuevo.
El cada vez más dilatado corro se hace también más inseguro y vacío. ¿No faltan allí
componentes por todas partes? ¿No existe una evidente insuficiencia en el romántico y
pomposo «Hohen Meissner»? (Asamblea juvenil, en 1913, del «Libre Movimiento Juvenil
Alemán»). La pregunta encajaría mejor así: ¿Dónde están los niños y las niñas de las fábricas y
las fundiciones, de las minas de potasa y carbón? ¡Bah!, un movimiento juvenil dista mucho de
ser una nación. Y ¿hay algún pueblo sin centro?
Antes de empezar la gran miseria, la miseria de la guerra de 1914, están todos juntos en los
cuarteles, en las atestadas estaciones, en los hospitales; pero no están unidos para la vida, sino
para la muerte. A pesar de todo fue en este tiempo cuando la antigua «niña del Pastor» obtuvo
un «título» que por una vez se ajustaba a sus deseos. Pero, a decir verdad, hacía más de un año
que ya había sido maestra de escuela y había vivido junto a los niños turingenses en los campos
estivales y en los paisajes con nieve, en el hambre y en el frío, en la pena y la alegría; pero ¿había
sido realmente una «verdadera» profesora? Oh, no; los niños habían aprendido muy pocas
cuentas y también, medianamente, la ortografía.
***
Pero, al fin, llegó hasta los soldados que luchaban y éstos la llamaron «hermana». El nombre era
justo. Y también las madres y las novias de los soldados la llamaron «hermana», así como el
pueblo entero y los pueblos del contorno, y fue como si estuviese un poco más afirmada en el
mundo. Sólo de vez en cuando se apoderaba de ella un miedo callado y silencioso, como si
aquello fuese prematuro, como si hubiese todavía algo más en el camino, algo áspero, amargo,
agudo. Cuando por la noche los soldados abrían los periódicos para leer las hiperbólicas noticias
de victorias y recorrer las listas de muertos, impresas en pequeños caracteres, se abría con
frecuencia un abismo de desacuerdo y amargura, al que no alcanzaba ninguna palabra
conciliadora. «Hermana, ¿qué dice usted a esto? ¿Dice usted también sí?» Oh, no; desde tiempo
atrás se mostraba contraria a todo lo que se llamase guerra. Y le parecía que esta negativa no
tenía fuerza suficiente. Se había adherido, desde lejos únicamente, a los hombres -Karl
Liebknecht, Rosa Luxemburg-, que desde el comienzo se habían levantado frente a la oleada de
muertos, y terminaron reducidos a prisión. Tuvo noticia de las reuniones secretas en el pueblo
vecino y bajó por la noche con un par de camaradas, cuando todo dormía en el viejo palacio-
hospital. Había allí un hombre, Hollein se llamaba, de aspecto lúgubre, como también era
lúgubre lo que decía, a saber: enemistad, lucha, odio. Y ciertamente no se podía hacer otra cosa.
Había que admitirlo: él tenía razón. La vida era así: lucha por el poder, y en torno a ello, un poco
de sueño, un poco de ilusión y mucha mentira,
Pero una pregunta saltaba y permanecía cuando volvía de madrugada a subir de nuevo la cuesta
del castillo: ¿Es ese el que habló, un hombre tan bueno, y libre de culpa, que tiene pleno derecho
a formular tal acusación? ¿Se dirigen sus palabras, a través de toda su destructiva dialéctica,
hacia algo más justo y positivo? ¿O no añaden más que nuevas cifras negativas a la gigantesca
suma de calamidades? Una pregunta que nadie podía contestar y que se mantuvo vigente año
tras año.
Cuando los últimos soldados abandonaron con la Cruz Roja el pequeño hospital, pierde de nuevo
la «hermana» su «verdadero» nombre. Va a Berlín para seguir sus estudios, para oír, ver,
preguntar y también para casarse. Es en el invierno de 1919, el tiempo de las luchas del
«Spartako», movimiento político que surgió en Alemania después de la primera guerra mundial.
Desde los tejados de Berlín disparan hombres ocultos, tabletean las ametralladoras, las ventanas
del último piso están abiertas y por ellas penetran hasta la cocina, buscando protección:
«¡Ayúdanos, compañera!»
¿Se puede acaso ser otra cosa que «camarada» de aquellos que huyen por las calles, las plazas,
los tejados y que caen con frecuencia en manos de sus perseguidores, rígidos y mudos, en los
fríos y húmedos portales? Hicieron lo que tenían que hacer, obligados por los que mandaban.
Habían clamado contra aquello que parecía muerto y volvía a levantar la cabeza después de una
terrible catástrofe. ¿Tenían razón en todo lo que censuraban, en todo lo que hacían? ¿Quién
hubiera podido sostener la balanza para pesar? La vida era dura y sombría.
La niña de los bosques y las praderas de Turingia sentía mucha nostalgia, pero se había
aclimatado a las casas de vecindad de Berlín y era camarada de aquellos que allí vivían, luchaban
y pasaban hambre. «Compañera»; ella sabía bien que esto era bastante menos que ser
«hermana». Aunque en realidad no dejaba de ser mucho en aquel gigantesco desconocimiento
mutuo. «Pues somos muchos...» Y experimentaba en cada mitin popular, en cada manifestación
callejera, el aislamiento antiguo e indeclinable. Y nuevamente se le planteaba una vieja cuestión:
siempre que veía a la gente sobre el tablado, en las mesas presidenciales y en las tribunas
oratorias, la comparaba con los que estaban densamente apiñados en el salón, desamparados,
hambrientos, viviendo en hosca y ardiente tensión, cargados de una dramática y apremiante
fuerza. ¿Son los de arriba «los justos»? ¿Son intérpretes de la palabra que ha de llevar la luz a
las tinieblas y satisfacer el ansia de justicia de las masas de desheredados?
No es una palabra hueca en un destino vacío. Quizá porque los pocos campeones de la palabra
-Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Landauer, Eisner- están muertos, se les ha hecho
enmudecer antes de haber podido ser escuchados. Quizá depende también de que los recién
venidos, jóvenes y llenos de celo, hayan sido estimulados fuertemente por la corriente de los
acontecimientos externos: la paz de Versalles, la Constitución de Weimar, el pronunciamiento
de Kapp, la ocupación del Ruhr, de modo que no pueden alcanzar la profundidad precisa;
resbalan inteligentemente por la superficie, pero sin entrar en la corriente fundamental que
forman las oscuras y apasionadas masas.
Los que se sentían unidos eran los menos. Algunos -Pastores evangélicos- se separaban de su
Iglesia, con la intención de derribar las barreras que incomunicaban al proletariado con la fuente
viva del cristianismo. Completamente sola, triste y solitaria, dio también este paso la antigua
hija del Pastor desde la casa-convento. Es decir, en el fondo no se trataba de ningún paso
decisivo: un abogado escribió un nombre de mujer en un grueso registro, recibió tres marcos y,
a cambio, le entregó un talón, que perdió el mismo día.
Percibía casi físicamente, y se avergonzaba por ello, de que la insulsez de su vida la desviase del
«centro» hacia lo negativo, hacia lo vacío. Caminaba, se detenía, se apoyaba aquí y allá. Sí, allí
había gentes de todas clases, quizá demasiadas: seres inteligentes, amigos, camaradas,
compañeros; pero el hogar común quedaba «fuera» junto a los compañeros de Wedding,
sencillamente, un poco a la manera «andergovel», como si tuviese que ponerse pronto en
marcha. Y en realidad era un «universo» para una dulce niña con unos grandes ojos
interrogantes. Sería también patria para muchos que estaban cansados y buscaban el silencio.
La madre tenía que seguir aprendiendo, trabajando, ganando dinero. ¡Pero para ello tenía tan
poco talento! Allí estaba la «escuela superior política», donde por espacio de algún tiempo fue
zarandeada, objetiva, espiritual y combativamente para el destino de Alemania. Allí estaba la
Universidad: la audacia de Paul Tilich para la interpretación teológico-filosófica de la «hora»
histórica, del «kairos»; la escasamente sensata doctrina médica de Kurt Hildebrand sobre la
«Norma y corrupción de la humanidad» y sobre la «Norma y corrupción de los Estados»; la cada
vez más deforme sociología de Kurt Breysig y -como una gran fiesta de recolección semanal- las
selecciones de Romano Guardini sobre la concepción cristiana y moderna del mundo.
Naturalmente, allí volvieron a fluir ambulantemente las antiguas preguntas infantiles: ¿Podía
sentirse uno aquí sencillamente como invitado, como oyente, como «inspirado», y luego seguir
corriendo, a la deriva, quien sabe dónde...? ¿No sonaba por todas partes esa peligrosa
disyuntiva? Pero, por lo pronto, «se» mantenían todavía los oídos tapados.
Algunos que aquí o allí tropezaban con la joven, decían: «¡Qué vida más dichosa!» Y por
temporadas, también lo pensaba ella. Pero únicamente sabía cómo era su vida cuando se
sentaba en el hogar junto a su pequeño hijo o cuando subía y bajaba las escaleras de vecindad
de Wedding, de la «comisión de pobres» de la S. P. D., o cuando, como perteneciente al Tribunal
de Menores, podía ayudar a algún chico vagabundo o a alguna niña expuesta a un peligro, de
modo que pensaba: no ando aquí inútilmente a través de todas las contradicciones y de las
preguntas sin respuesta. Sí, llegaron tiempos en que esta pequeña y fuerte mano juvenil se
mantenía todavía sola en la vida. La vida se había convertido en cosa puramente externa; la
pobreza y estrechez de los años de postguerra se habían vencido; de nuevo reinaba casi una
existencia cómoda y burguesa con todas sus seducciones. Podían comprar preciosos vestidos,
se podía bailar, ir de excursión al lago, a la montaña; ahora se podía hacer de todo, pero no se
debía hacer. El centro estaba ausente, fuera del alcance de la pequeña mano juvenil.
Desde luego, libros prudentes había por doquier: en la propia casa, sobre las estanterías; en casa
de los amigos, en las bibliotecas. ¿Por qué fue justamente Kierkegaard el que cayó en sus manos
y no lo volvió a dejar, pese a que la sumergía cada vez más profundamente en la desgracia y el
abandono? ¿Era la antigua pregunta infantil que escogió de entre sus extrañas frases críticas:
ser hombre en el mundo y ante Dios...? Y junto a ella -desconcertante, torturadora-, la otra, la
absorbente pregunta de la «niña pequeña»: ¿Ser mujer ante Dios...? ¿No se ofrecía para la mujer
ningún «camino inmediato hacia Dios», sino únicamente rodeos, a través de los destinos
humanos? Y también después... ¿por qué, continuamente, una obstrucción, un obstáculo, una
puerta cerrada?
Sombras, paredes, muros, caminos cerrados. Sólo una estrecha y ruinosa abertura: la muerte.
Pero la mano juvenil se agarró de nuevo a la vida, hizo un esfuerzo para salvarse. Un médico
adivinó la salida del círculo vicioso. Uno que, realmente, podía ser médico, porque observaba a
toda la humanidad y usaba una discreta teoría del psicoanálisis freudiano, no como dogma sino
como instrumento. Un precioso y, a la vez, peligroso instrumento: la palabra humana como
medicina y camino de salvación.
Después tuvo que sufrir muy duros golpes: disolución del matrimonio y del hogar, separación
temporal del hijo, lucha por la existencia y, finalmente, separación también del «Círculo de las
socialistas religiosas». (Llena de rabia y desilusión, comprobé que este «centro» no mantenía
sus promesas y abandonaba a su suerte a los compañeros humildes, que por entonces eran
empujados cada vez con más ímpetu a la brutal lucha de clases de «acción directa» y Dios sabe
cuántos perecieron en ella.)
Se precipitó entonces catástrofe tras catástrofe. Enero de 1933: incendio del Reichstag, redadas,
registros domiciliarios, persecuciones de judíos y de comunistas, mis mejores amigos. También
mi último refugio, una habitación en casa de unos compañeros, fue arrasado por la implacable
riada.
Pero ya poco después estaban madre e hijo a salvo en las montañas de la Alemania meridional,
en el colegio de Paul Geheeb, de Odenwald, que -para realizar un denodado intento de imitación
de la «provincia Pedagógica» de Goethe- se mantuvo todavía durante una temporada como una
isla de paz en medio del caos demoledor. Hasta que en 1934 el colegio se dividió en dos partes,
una de las cuales emigró a Suiza con el anciano fundador, hombre de recio carácter, donde
después de toda una serie de conflictos y dificultades pudo echar raíces al fin en el Cantón de
Friburgo. Los profesores alemanes no podían, a decir verdad, enseñar en Suiza por esta época;
pero como madre se podía, aunque con muchas dificultades, vivir en las inmediaciones. Fueron
años de miseria, pero también de felicidad; años de sencilla y tranquila existencia, en los cuales
no se decidió precisamente un pequeño y mínimo problema, sino el gran objetivo cuyo final
limitaba con la verdad: la Iglesia de Cristo.
No fueron libros, ni personas, ni sucesos aislados, los que decidieron mi camino, si bien en todas
partes me trataron caritativamente. Fue la vieja ciudad de Friburgo, la pobre aldea del Jura, la
que me mostró lo que era la «Iglesia». No es que hubiese sido para mí Friburgo un trozo de cielo
caído sobre la tierra. ¡Oh, no! Los problemas sociales seguían allí latentes. Pero yo empecé a ver
con asombro, casi con espanto, que en medio de todo lo humanamente humano, grabado,
estampado en el más sonoro hecho histórico, y en la limitación social, estaba la huella de Dios,
del Dios que se hizo hombre y que sigue viviendo en el Sacramento del Altar, en el misterio de
la Redención y en la Resurrección de Jesucristo, cuya fuerza irradia eternidad. «Ved, que yo
estaré con vosotros, hasta la consumación de los siglos.»
No hubiese podido comprender con mi mente ni concebir con mis ideas este misterio, que
ahora, después de doce años, me resulta tan familiar y asequible. Experimenté únicamente con
el cuerpo y el alma que la Iglesia me prendía, me curaba, me sostenía y me llevaba por encima
de los obstáculos, dudas y contradicciones con que llegué a ella. Realmente no existía para mí
ningún «problema»; yo debía, quería quedar, echar raíces y buscar una fórmula para empezar
de nuevo, una vez más, mi vida. La instrucción para mi conversión resultó, por lo tanto, un poco
extraña; para el escrupuloso padre Rector, ciertamente, una prueba de paciencia. Hubo que
desentrañar interrogante tras interrogante, hasta que brilló la luz íntegramente.
Mi hijo cayó en Rusia, pocos meses después de haber sido bautizado en el mismo frente de
batalla. Un paso ante el cual había titubeado continuamente, sin que yo le forzase a tomar una
resolución. Temía que pudiese hacerlo quizá influido por el mucho amor que me tenía.
Cada vez que en una Misa de difuntos repito las palabras: «Y la luz eterna le ilumine...», sé que
le baña de luz. Y que también me alumbra un poco a mí.
En los últimos terribles años del régimen hitleriano me adscribí al grupo de asistencia social en
las prisiones de Berlín para ayudar y aliviar lo poco que entonces era posible. Ahora dirijo la
formación de jóvenes maestros para las escuelas de Alemania occidental. Enseño psicología.
Si pudiese desear algo para los últimos años de mi vida, sería lo siguiente: desearía que la
generación de mi hijo, los jóvenes alemanes de hoy, que tras la demolición de todos los
engañosos espejismos que les lleven a la reconstrucción de una patria nueva, derriben también
los obstáculos que les impidan ver la luz de la Iglesia de Cristo.
EL TENEDOR DE LIBROS
«El Colegio determina la concepción del mundo»
Hellas puede vanagloriarse de haber escuchado de boca del Apóstol de las gentes,
el mensaje de alegría del Evangelio. Hace precisamente diecinueve siglos que Pablo
pisó suelo griego. El jubileo de este memorable acontecimiento fue solemnizado por
Grecia en el año de 1951.
La casa de mis antepasados por parte paterna se encuentra justamente frente por frente a la
puerta oeste del palacio patriarcal, ante el cual ahorcaron los turcos en 1821 al Patriarca
Gregorio V. Alguno de mis antepasados debió ser testigo de aquellos terribles crímenes.
En el programa del colegio figuraba entonces (1898), sin diferencia para ninguno de los alumnos,
la instrucción religiosa obligatoria. En las clases primeras consistía en cursos escalonados de
catecismo. En las superiores se estudiaba filosofía y durante dos años otros tantos cursos de
apologética cristiana. Al final del período escolar disponíamos de buenas armas religiosas y
filosóficas para enfrentarnos, con ayuda de la Gracia, a las peligrosas corrientes de la época que
ya entonces infestaban el mundo.
Durante el primer año en el colegio de los Asuncionistas planteé algunas objeciones a la fe que
me habían enseñado en el Gimnasio griego. Las respuestas que obtuve fueron tan convincentes
y sólidas, que no dejaron lugar a ninguna duda. Este hecho y el ejemplo real de una buena vida
cristiana en los Padres y en los alumnos católicos, me espolearon a cumplir también por mi parte
las obligaciones cristianas. La dificultad más grande consistía para mí en la confesión, que tenía
una práctica tan restringida entre los ortodoxos. En su opinión, únicamente los crímenes y la
materia de pecado sumamente grave obligaban al acto de la confesión. Hasta se me ha contado
que los alumnos mayores de un colegio griego fueron llamados por el sacerdote para confesar.
El sacerdote hizo a todo el grupo en bloque preguntas sobre su comportamiento y seguidamente
les dio a todos la absolución. Cuando, a los catorce años, me confesé por primera vez con un
sacerdote ortodoxo fue para él un verdadero acontecimiento, pues la juventud de entonces
recibía el sacramento muy raras veces. Después de que el buen señor me había dado la
absolución y animado a tener en cuenta los consejos de mis profesores, los Asuncionistas,
felicitó cordialmente a mi madre por tener un hijo ¡que confesaba!
9
Focio, Patriarca de Constantinopla (858), ambicionó, bajo el amparo del Emperador romano-oriental, el
Primado para Bizancio.
10
Miguel Cerulario, Patriarca de Constantinopla, originó en 1054 la separación absoluta de la Iglesia
oriental con Roma.
Algunos años más tarde me fui a confesar con otro sacerdote griego mejor formado. Al enterarse
de que yo estudiaba con los Asuncionistas, fue su primera pregunta la de si había sido
quebrantaba mi fe ortodoxa. Le contesté con toda sinceridad que no participaba de la opinión
de que los católicos estuviesen equivocados en diversos puntos, como con tanta seguridad se
afirmaba. Sin iniciar un intento para modificar mi opinión con argumentos análogos, me negó la
absolución y me mandó volver a los tres meses para ver entonces si podía ser absuelto. No volví
y estuve dos años sin recibir la comunión, con peligro de perder mi fe. Pero Dios no me
abandonó. Precisamente me había hecho bachiller y había finalizado mi curso de apologética,
en cuyas últimas clases se había tratado de la diferencia entre ambas Iglesias. De todos los no
católicos que habían asistido al curso y admitido con frecuencia que la verdad católica saltaba a
los ojos, fuimos únicamente un mahometano y yo los que, finalmente, procedimos de acuerdo
con aquella convicción y nos convertimos. Gran verdad es que la fe pertenece más a la Gracia
que a la inteligencia. En este punto recuerdo unas palabras de mi tío, que precisamente había
leído la historia del Cisma, descrita por un sacerdote griego que se había hecho católico: «Tú
sabes -me decía- que los católicos tienen razón, pero ¡son desleales!»
Antes de dar el paso definitivo, quise deshacerme de ciertas dudas que había originado un
argumento de Bossuet a favor del galicanismo. El gran predicador había invocado durante una
época este argumento, pero posteriormente lo abandonó y aun lo impugnó. Me dirigí al Padre
Bernet, Superior de los Salesianos, que me dio a leer algunos artículos del Diccionaire de
Theologie. De este modo me convencí totalmente de que la autoridad del Papa estaba por
encima de la de los Concilios, y que las resoluciones de una asamblea de Iglesias únicamente
tenían validez si eran ratificadas por el Pontífice.
Primeramente seguí los cultos divinos según el rito latino, que me satisfacía plenamente. Al
instalarse posteriormente sacerdotes griego-unidos en Atenas, me pasé al rito griego, que es el
deseo de la Iglesia para nosotros, convertidos de la ortodoxia.
La conversión es ante todo una obra de la Gracia. Pero para que la Gracia llegue a manifestarse,
necesita un terreno propicio en la cooperación voluntaria de los hombres. Este terreno estará
dispuesto cuando los ortodoxos conozcan y practiquen mejor su religión.
Las Facultades teológicas de los protestantes han descristianizado a Grecia y, por lo tanto, han
retrasado la hora, ardientemente esperada, de la unión. Los prelados más influyentes de la
Iglesia griega estudiaron con ellos y más tarde han vuelto totalmente influidos por esta doctrina
en su mayor parte, cuando no convertidos en racionalistas. Bajo la influencia de estas jerarquías
pierde el pueblo griego, cada día más, la fe de sus padres. Afortunadamente contrarresta desde
hace algunos años esta situación un serio movimiento que parte de los colegios catequísticos y
que fomenta el sentimiento religioso entre la juventud.
Por desgracia, no puede ser introducida la religión católica en la masa; resulta difícil conducir al
pueblo hacia otro culto. El rito latino induce, quizá por su espléndida música, por sus actos
religiosos que hablan al corazón, por sus breves y sugestivas ceremonias, al entusiasmo entre
las capas selectas de la sociedad. Sin embargo, el pueble no admitirá este rito, ya que está
acostumbrado a seguirlo, en la iglesia, en su propia lengua. Pero algún día -cuando Dios quiera-
este pueblo será ganado por la Iglesia griega unida. Todos los ortodoxos que participan en una
Misa del rito unido, abandonan el templo verdaderamente entusiasmados, cuando no están
cegados por los prejuicios. La disciplina en la iglesia, el recogimiento, el celo, la irreprochabilidad,
la abnegación de un clero que está convencido de su objeto y que es fiel a su vocación: todos
estos hechos contribuyen a crear un clima que saben apreciar los ortodoxos y que
experimentaron con satisfacción en sus templos.
Se preguntará: ¿por qué esta actitud defensiva contra el clero unido en Atenas? No es el pueblo
griego el que ha empezado la lucha. Más bien es la obra de algunos fanáticos del clero griego,
apoyados por funcionarios masones, de los cuales están cuajadas las oficinas de los ministerios.
También una parte de la prensa les apoya. El mismo pueblo ha terminado ya por mirar con ojos
sospechosos el rito griego-católico unido. Cuando alguna vez acabe la disputa semioficial podrá
observarse, entre los ortodoxos más fervorosos, un importante movimiento de conversión. Y
cuando, por una parte, la reacción contra el comunismo y, por otra, las defecciones del clero
ortodoxo en los países tras el telón de acero, hagan abrir los ojos a la realidad, no sería extraño
que se iniciase un movimiento de conversiones como ocurre en el mundo anglosajón.
EL CRÍTICO DE LITERATURA
«Söderblom y Maritain como guías»
Escandinavia es la parte de Europa que desde la Reforma quedó, por lo general, más
herméticamente cerrada para la Iglesia católica y, por eso, acusa hasta la fecha una población
declaradamente protestante. Entre los países escandinavos, es Suecia el que posee las más
severas leyes anticatólicas. Verdad es que ahora -debido en gran parte a la influencia de los libros
del Dr. Stolpe- han sido ligeramente suavizadas. La Iglesia romana no podía, hasta hace poco,
adquirir bienes; por ejemplo, una casa o una finca, sin la autorización expresa del rey. Los
conventos de órdenes contemplativas estaban prohibidos. Un sacerdote católico no estaba
autorizado para extender a un ciudadano católico ni siquiera un certificado de bautismo, de
matrimonio o fallecimiento. Esta función correspondía sólo a los pastores protestantes. Las
conversiones a la Iglesia católica se veían dificultadas por las leyes. Los católicos, alrededor de
quince mil, eran, simplemente, tolerados y su Iglesia no disfrutaba casi de derechos ni poder.
El Dr. Sven Stolpe es hijo de este país nórdico. Nacido en 1905, estudió en Estocolmo y París y, en
la actualidad, es uno de los más afamados escritores de Suecia. Con una larga serie de novelas y
ensayos de mucho éxito, orientados siempre hacia lo católico, ha suscitado el interés de sus
lectores por la Edad Media y la Iglesia Romana de nuestros días. Es redactor de la publicación
católica "Credo" (Uppsala), pero ante todo se le conoce como crítico literario en el más
importante diario del país, el "Aftonbladet".
Si bien soy de la opinión de que los convertidos no deben exponer públicamente sus
experiencias personales, quiero hacer aquí una excepción. Relataré brevemente cómo he
encontrado el camino de la verdad, para atender una amable petición hecha con el fin de iniciar
una serie de narraciones relacionadas con este tema.
Protestantismo y nacionalismo están fundidos en Suecia en una sola pieza. A la juventud escolar
sueca le es explicado desde el principio que Suecia había sido escogida por Dios bajo el mando
del rey Gustavo Adolfo II para liberar a Europa del Papa-Anticristo, cosa que, como es de
suponer, ejerce una gran influencia en la formación cultural del país: habíamos sido creados por
Dios para llevar a cabo, justamente, esta misión universal. Esto tuvo por consecuencia que el
catolicismo no jugase ningún papel en la historia moderna de Suecia.
Mi propia juventud escolar transcurrió sin las más mínimas nociones religiosas. Provenía de un
medio ateo y tenía veinticuatro años cuando me encontré por primera vez con una persona
verdaderamente cristiana. Unas condiciones menos favorables para aproximarme al
cristianismo, como las que me rodearan en mis años de estudiante en la Universidad de
Estocolmo, apenas se pueden imaginar.
Después viví bastantes años en Francia. En 1934 escribí la colección de ensayos «Den kristna
falangen», «La falange cristiana», la cual dio a conocer en Suecia el renacimiento católico de
Francia. Nadie había oído hablar en nuestro país protestante, hasta entonces, de personalidades
como Jacques d'Arnoux, Charles du Bos y Jacques Ritiere. A decir verdad, había sido encargado
por un gran periódico sueco para escribir sobre hombres de una ideología totalmente distinta:
Gide, Romain Rolland, du Gard; pero yo me sentía atraído especialmente por los literatos
católicos. Sin embargo, no los busqué yo; fui guiado por una mano invisible. En este momento -
lo mismo que en todos los demás decisivos de mi vida cristiana- tuve la auténtica impresión de
ser guiado, conducido, impulsado, casi como una marioneta dócil en manos ajenas.
11
Importante centro de los protestantes para el trabajo ecuménico.
Mis ensayos franceses condujeron a varios de sus lectores al catolicismo. Recibí cartas de
personas que me mostraban su gratitud por haber contribuido a su ingreso en la Iglesia. Mi
sorpresa era tanto mayor cuanto que yo mismo no era católico.
Establecí entonces relación con los círculos católicos suecos, pero me mostré tímido y torpe y
no llegué a realizar, pese a todo, ningún intento para ponerme en contacto con los dominicos
en Estocolmo.
En el año 1936 encontré en Noruega a Frank Buchman, que traía su Movimiento de Oxford. Allí
conocí a hombres de tal pureza, desprendimiento y fuerza intelectual como jamás había
conocido anteriormente. Comprendí que estaban movidos por una fuerza divina. Pero también
descubrí que tanto la Psicología como la Teología del grupo de Oxford presentaban bastantes
lagunas, aunque pensaba que estos defectos podían ser allanados. Durante muchos años trabajé
en el Movimiento y figuré como uno de sus jefes en Suecia. En diversos países tenía numerosos
discípulos y, para mi alegría, pude llevar a algunos de ellos al catolicismo. En un libro,
«Manniskan sjalv» -«El hombre mismo» (1939)-, traté de ahondar en la ideología del
Movimiento de Oxford y, justamente antes del comienzo de la segunda guerra mundial, tomé
parte en una acción de propaganda en América. Pero todos los intentos resultaron fallidos; la
gente de Oxford pensaba con mentalidad americana y no parecía ofrecer ninguna posibilidad
para profundizar. Posteriormente he visitado varias veces el cuartel general de Caux y aun hoy
debo confesar que aún no he visto un grupo tan desinteresado ni encontré nunca unos jóvenes
tan puros como los que se agrupan alrededor de Frank Buchman. Es curioso que él mismo esté
completamente «intransformado» y no se esfuerza mucho por dominar las partes humanas de
su fuerte personalidad; pero alrededor de él hay una serie de hombres «transformados» de un
valor extraordinario. Admiro especialmente la labor del Movimiento en Alemania y veo con
alegría que la influencia católica se ha hecho en él cada vez más fuerte durante los últimos años.
Sin embargo, yo me vi forzado a tomar otro camino. Bajo la impresión de la guerra es me hizo
visible nuevamente lo que en 1936 había sentido con claridad: debía convertirme y unirme
abiertamente a la Iglesia católica, de la cual sabía que era la propia fundación espiritual de Cristo.
Al final de la guerra me dirigí con mi familia a París. Allí busqué contacto con círculos católicos,
y la Providencia de Dios me condujo a la Abbaye Sainte-Marie, en la Ruede la Source, donde más
tarde el Padre Charles Massabki me recibió en la Iglesia. Massabki es un monje libanés que en
el transcurso del tiempo ha conducido no pequeña cifra de intelectuales suecos por el mismo
camino que yo. En el «Père Mooti», una de las figuras de mi última novela, «Sacramento», he
procurado retratar su genialidad cristiana.
Para mi evolución siguiente jugó un papel decisivo el encuentro con la liturgia gregoriana. He
visitado mucho monasterios franceses e hice todo lo posible, en lo que estaba de mi mano, por
interpretar en forma literaria las impresiones de esta liturgia, que consideraba como una de las
mayores obras de arte que los hombres habían llevado a cabo jamás. Creo que los suecos -un
pueblo musical- son más impresionables a las bellezas de esta liturgia que, por ejemplo, los
noruegos o los daneses. El sueco se sentía escarmentado de los abusos de la liturgia católica en
el siglo XIX; pero la liturgia moderna, sobre todo el canto gregoriano, agrada mucho a su alma.
Por esto, a mi parecer, es la liturgia -junto al trabajo apostólico- uno de los medios más eficaces
para la propagación del catolicismo en Suecia.
Además consideré que mi labor había de ser despertar en Suecia el interés por la Edad Media
católica. Por ello publiqué estudios detallados sobre personajes como Santa Brigitta, el místico
y monje dominico Petrus de Dacia, calificado como el «primer escritor de Suecia»; el obispo y
poeta de los Oficios, Brynolf av Skara, y otros.
Como ya se ha indicado, provengo de un ambiente completamente ateo que estaba muy influido
por Freud y por la filosofía de Uppsala. Realicé experiencias peculiares en la vida religiosa; sabía
lo que era verdad, pero no acertaba a resolver con qué medio podría comprender esta verdad.
En tal situación, vino en mi ayuda el neotomismo. Encontré, especialmente en Francia, una serie
de hombres modernos y cultos que comprendían mi problema y me mostraron cómo era posible
su solución dentro de la Iglesia. Naturalmente, me adherí a esta Iglesia y corrí agradecido a los
brazos abiertos del Padre.
No puedo mirar hacia atrás, sin agradecer también el que me haya dirigido una mano firme.
Cuando usé de mi propia voluntad, el resultado fue siempre el caos o el vacío; pero cuando me
aventuré a confiar en el invisible y poderoso Señor, encontré siempre un nuevo motivo para el
agradecimiento más entusiasta y para el más intenso y profundo júbilo.
EL OBISPO COPTO
«Donde está Pedro allí está Cristo»
Los coptos constituyen una especie de Iglesia nacional egipcia, aunque también
cuentan en la actualidad con partidarios en Palestina y Etiopía. El nombre ya indica
que esta colectividad religiosa es típicamente egipcia: copto se deriva de "kübt" y
significa lo mismo que egipcio. Los orígenes de la "Iglesia" copta se remontan al año
451. Fue entonces condenado y destituido el Patriarca de Alejandría, Dioskur, por el
Concilio de Calcedonia, debido a su actitud simpatizante con el monofisismo
(doctrina herética que sostiene que Cristo sólo tiene una naturaleza, la divina). No
obstante, esta doctrina pudo imponerse en su país. La aversión hacia la soberanía
de los romanos orientales ofreció un pretexto más a los cristianos del país del Nilo
para seguir un camino propio e independiente, y así, cuando en el año 639 ocuparon
los árabes el país, fue instaurada de hecho la Iglesia nacional de Egipto, adscrita al
monofisismo. Aunque perseguida de cuando en cuando por los árabes
mahometanos, ha podido la "Iglesia" copta mantenerse hasta nuestros días.
Actualmente puede abarcar alrededor de un millón de adeptos. Unos cuarenta mil
de ellos se han unido, es decir, han renunciado a sus errores, se han incorporado a
la Iglesia católica y han reconocido al Papa como jefe. El Vaticano, por su parte, les
salió al encuentro con los brazos abiertos permitiéndoles regirse por el rito copto.
Nací en El Cairo, el 11 de marzo de 1895, en el seno de una familia copta con raíces antiguas en
el país y denominada «El-Khawaga». Por lo que yo sé, todos mis antepasados fueron naturales
de esta ciudad y sirvieron al khedive (título de los antiguos virreyes egipcios). Por lo tanto, crecí
dentro de una familia de funcionarios y en ambiente de ciudad. Mi padre, inspector general en
la zona de los Ferrocarriles del Estado, se hubiera mostrado muy de acuerdo si hubiésemos
elegido profesiones liberales y en este sentido procuró formarnos. Pero mis hermanos
terminaron también en funcionarios, y de este modo prosiguen la línea profesional de la familia.
Por lo que a mí toca, disfruté de mi primera educación escolar con los Hermanos de las Escuelas
Cristianas en Alejandría (1899). Mi padre tuvo que fijar su residencia en esta ciudad durante una
temporada a causa de su empleo. Puedo atestiguar honradamente que allí recibí los primeros
gérmenes del catolicismo, porque en este colegio aprendí las verdades fundamentales del
Catecismo: que se debe amar al Dios omnipotente y rezar por la mañana y por la noche. Me
siento obligado a mencionar aquí al buen Hermano Frumentius. Cuidó con benévolos desvelos
mi joven alma y sembró en ella una veneración a la Madre de Dios, veneración y amor que ya
no abandoné nunca. Además me exhortó a practicar la caridad con los niños pobres de la escuela
gratuita que se encontraba al lado. Todo ello está vivo aún en mi mejor recuerdo. Lo que soy se
lo debo a este magnífico religioso y a las impresiones que dejó en mi alma.
Después finalizó en Alejandría el encargo especial que a mi padre le retenía allí y regresó toda
la familia a El Cairo. Yo fui enviado a continuar mis estudios en el Colegio de los Jesuitas. Con
ello me encontré en un ambiente completamente distinto, sobre todo porque aquí tuve
contacto con sacerdotes y se cultivaba mucho más intensamente la vida católica. ¡Con qué gusto
hubiese asistido también a la Congregación Mariana! ¡Cómo envidiaba a aquellos que
comulgaban y podían ayudar en el Altar! Por desgracia, yo era precisamente un hereje. No sólo
no me quedaba ninguna esperanza de ser admitido entre ellos, sino que nos habían reunido en
un grupo a los «ortodoxos» y nos habían asignado un sitio en la iglesia desde el cual no se podía
ver el altar. Debo confesar que esto, a pesar de mi edad juvenil, me humilló mucho la primera
vez. Si bien llevaba dentro de mí el deseo de ser católico, estaba tanto más irritado por esta
diferencia cuanto que no comprendía por qué el católico tenía que ser superior a nosotros.
Pronto perdí el gozo en el culto (católico) y empecé a encontrarlo molesto. Con este motivo no
dejé tampoco de escabullirme siempre que se brindaba una posibilidad y era feliz al poder
participar en los Oficios Divinos ortodoxos (¡coptos!). No me fatigaba su larga duración, la
liturgia me cautivaba y el canto -más bien griterío- me llegaba al corazón. Me gustaba conservar
algunas melodías en la memoria. Mi deseo más ardiente fue cantar en el coro y poder llevar,
como los demás, la túnica blanca y los restantes atributos. Tan atraído me sentía por este culto,
que me fui separando cada vez más del católico. Llegó a parecerme frío, monótono, casi un poco
militar. Además seguía en carne viva la herida de lo que yo tenía por humillación. Los
compañeros católicos de colegio se permitían llamarnos herejes, cismáticos... Con todo, creció
mi prevención y renuncié a mis ensueños católicos, pero perseveré en la práctica de la oración
y la caridad.
Convencido de que la Sagrada Comunión era un manjar del alma y un formidable medio de
defensa para la juventud, me decidí a imitar a mis compañeros católicos frecuentando el
comulgatorio. Era en las vacaciones, y encontré posibilidad propicia de comulgar por lo menos
todos los domingos. Pero ello suponía también la confesión. Entre los ortodoxos no se conocen
los confesonarios. Quien quiere confesarse lo advierte al sacerdote durante la Misa, se arrodilla
ante él y reconoce sus pecados para recibir la absolución. Así lo hice yo también. Ante la mayor
de mis sorpresas, el sacerdote me hizo una serie de preguntas que no comprendí. Por ello me
despidió sin absolución y sin penitencia. ¿Por qué? Luego lo comprendí; los ortodoxos opinan
que no se puede pecar contra el sexto mandamiento hasta los dieciocho años. Con franqueza,
este episodio minó completamente en mí el concepto del Sacramento de la Confesión y
quebrantó mi fe. Sencillamente, estaba poco satisfecho. ¿No sería mi Comunión un pecado? A
pesar de todo, recibí dos domingos seguidos, bajo ambas formas, el Santo Sacramento. Al tercer
domingo fui rechazado. «¿Qué piensas realmente? -me dijo en tono imperioso el sacerdote
celebrante-. ¿Crees que comulgar es un juego? Ya has comulgado dos domingos seguidos.
¡Vete!...» Me avergoncé profundamente y no pude comprender por qué se me trataba así. Mi
conciencia se rebelaba. ¿No recomendaban mis profesores la comunión frecuente? Y tenían
razón, porque los argumentos que aducían para ello eran convincentes. Así, pues, el sacerdote
(ortodoxo) obraba arbitrariamente al privarme de recibir el Cuerpo del Señor... Mi reacción fue
violenta. El barullo, la charla, las sonoras reprimendas a los ruidosos muchachos durante la Misa
copta, todo esto empezó a provocar en mí una fuerte repugnancia. ¡Qué diferente del orden y
el silencio de la Iglesia católica!
Al día siguiente conté el «incidente» a un Padre del colegio. Este me animó a rezar a la Madre
de Dios e implorar de Ella fuerzas para reconocer la verdad y tener el valor de seguirla a cualquier
precio. Efectivamente, me decía, los católicos no están equivocados. ¿Por qué no unirme a ellos?
¿Pero cómo? Totalmente decidido, pulsé con discreción la posible actitud de los míos ante tal
proyecto. Calculaba que sería tanto como chocar contra una roca. ¡Un intento desesperado!
Pues jamás se soportaría con paciencia en la familia tal deshonra... Mi abuela, persona muy
entrada en años, me instruyó con la «sabiduría» de los ancianos, para tratar de convencerme de
que los católicos egipcios eran «una raza maldita». Gentes que habían abandonado la religión
de sus padres para enriquecerse a costa de los europeos. Me advirtió que no me dejase
convencer por los eclesiásticos católicos y me contó, como «verdad absoluta», una serie de
historias que no eran más que torpes calumnias. Sin embargo, nada de todo esto pudo
quebrantar mi convicción: la Iglesia católica era la verdadera, pues sólo ella se remonta hasta
Pedro, al que Cristo colocó por Jefe de su Iglesia. Sentía por mis profesores el mayor respeto y
cariño: no podían ser los hipócritas que me describía mi abuela. Pero, ¿a qué objetivo podía
aspirar yo con posibilidades de realización? Sólo había uno: permanecer donde estaba. Había
nacido copto y copto debía quedar. Sí; pero si todo el mundo hubiese hecho igual, ¿qué hubiera
resultado de la acción evangelizadora del Apóstol...? Así pensaba yo, que tuve que sostener
muchas luchas internas. Pero, finalmente, debía resignarme a ello, seguir el ejemplo de mis
mayores y abandonar todos mis sueños de ser católico. Lo admití así, pero por suerte no duró
demasiado tiempo.
Me volví enemigo de cuanto significase catolicismo. Remedaba con placer el culto y me burlaba
de las ceremonias. Con ello irritaba a los alumnos católicos y experimentaba una satisfacción
cuando podía molestar verdaderamente a los catequistas por medio de ridículas objeciones o
astutas travesuras. Con el único propósito de atacar y ridiculizar lo católico, me coloqué a la
cabeza de una banda de alborotadores formada por ortodoxos y judíos.
No obstante, la gracia actuaba sin interrupción. Las doctrinas sobre la unidad y santidad de la
Iglesia y el Primado de San Pedro, que nos explicaban en clase, me seguían implacablemente y
no podía sustraerme a ellas. Durante las vacaciones de Navidad volví a confesarme en la iglesia
ortodoxa. Esta vez me acusé como pecado el deseo oculto de ser católico. Por ello recibí una
seria amonestación del confesor, pero fundamentos por los que debía huir de lo católico no me
fueron aducidos ninguno. A pesar de la confesión me sentía casi aplastado por el peso de mis
pecados, y en verdad puedo decir que cada noche rezaba a la Virgen y la asediaba, pidiendo que
me guardase de la perdición eterna.
Sin embargo, esto no me impedía de ningún modo atizar en el colegio el movimiento anticatólico
como cabecilla de mi grupo de muchachos. El Prefecto me castigó por ello una vez, después de
la clase de música. No obstante, me mostraba contento por haberle sacado de quicio con mis
«hazañas».
Un día de julio que me había distinguido por mi especial descaro, me llamó el profesor en el
recreo para amonestarme.
- Debo castigarte -me dijo-, pues te has portado como un alumno desprovisto de todo escrúpulo.
- ¿Por qué? -fue mi cínica pregunta.
- ¿Por qué? Das la impresión de que no crees en un Dios severo. Te has portado muy mal. Dime
de una vez: ¿no temes realmente al Infierno?
- ¡Claro! La prueba la tiene usted en que todas las noches rezo a la Virgen para no ser condenado
al fuego eterno.
- Entonces, ¿crees en la Madre de Dios?
- ¡Sin ninguna duda! Le dedico en su honor, con la mayor fidelidad, los catorce días de ayuno
anteriores a la fiesta de su Asunción, una costumbre que, por lo demás, tienen en cuenta todos
los coptos.
- ¿Tenéis vosotros también la Comunión?
- ¡Sí y no! Pero debo manifestarle que no creo en la iglesia ortodoxa.
- Bueno, ¿y entonces?
- Creo que sólo existe una Iglesia verdadera, y ésta es la católica, la Iglesia de Pedro. Cristo no
fundó ninguna más. Tenemos un dicho árabe que reza: «Un barco que está dirigido por dos
capitanes se hunde.»
- ¿Te gustaría, entonces, hacerte católico?
- ¡Oh!, esa sería mi mayor alegría. Pero ¿es posible sin el consentimiento de los padres?
- Creo, desde luego, que tú deseas ser fiel y fervoroso.
- Sin duda, ¡con la Gracia de Dios!
- Bien; te facilitaré una entrevista con el Padre Rector y luego decidiremos. ¿Conformes?
Durante cuatro años tuve que ocultar mi conversión. Mi «grupo» estudiantil se había dado
cuenta de mi transformación y algunas veces me hacían objeto de burlas. Sin embargo, les di
pruebas de entereza. Por lo demás, muchos de aquellos estudiantes fanfarrones son también
en la actualidad buenos católicos.
La persecución, que fue en verdad terrible, se originó no por el fanatismo, sino por el cariño
ciego que me profesaban y por un temor fundado: fui el único entre mis hermanos mayores que
salió indemne de una epidemia de difteria; por ello mi padre puso sus esperanzas en mí. Hoy
perdono todo lo que se me hizo y que sirvió únicamente para fortalecerme en la fe y en la
vocación.
¿En la vocación? Sí, pues ya entonces empecé a considerar como ideal el sacerdocio. Pero ¿cómo
llegar a él? Primeramente, debía esperar a mi mayoría de edad y entonces salir del país. Después
de terminar los estudios en el colegio, no deseaba seguir estudiando en el propio país, pues en
el programa docente egipcio faltaban el latín y el griego, dos asignaturas que eran indispensables
para el posterior estudio de Teología. Entonces estalló la guerra mundial. ¿Qué hacer? Mi
director espiritual me aconsejó solicitar la admisión en el Colegio Apostólico de Lanzo (Turín).
Mi demanda fue aceptada rápidamente. Abandoné sin vacilar la casa paterna y me fui a Italia a
los dieciséis años. Todos los intentos y visitas de los míos para moverme a volver de nuevo a
casa no sirvieron de nada. Mi contestación seguía siendo ésta: «Pertenezco a Dios y continuaré
aquí.»
Al terminar mis estudios sacerdotales en Italia, me presenté a los Misioneros de Lyon con la
esperanza de que llegasen a designarme un campo de acción misionera junto a los negros del
África central. En Lyon pude seguir un curso de filosofía. Tuve que hacerme fuerte, incluso duro,
sobre todo cuando mis parientes se mezclaban en mis asuntos. Pero albergaba la esperanza de
ser algún día misionero y conducirlos al regazo de la Iglesia.
El difunto Papa Pío XI, animado por el deseo de ganar a los monofisitas egipcios, encargó a
nuestra Orden de misioneros la atención especial a los coptos. Y así me envió el superior general,
después de mi consagración sacerdotal, al país de los antiguos faraones, donde volví a encontrar
a mis viejos compañeros de fe y a los que se habían mostrado opuestos. Entonces se me hizo
presente el pensamiento que me embargó el día de mi abjuración: transmitir a mis compatriotas
la Gracia recibida. Fue mi programa.
Me fue asignada como grey la agrupación del delta del Nilo, con la ciudad de Zagazig como
centro. Por este tiempo aún desempeñaba mi padre su empleo en los Ferrocarriles del Estado.
Cada vez que se le deparaba una ocasión, se reunía conmigo para disfrutar algunas horas de
descanso. Nuestras conversaciones giraban generalmente sobre cuestiones religiosas. Un día
me manifestó confidencialmente: «¿Sabes, querido? Han acudido a mí los dignatarios coptos
para pedirme que te indujese a acceder a su deseo de que regreses a la Iglesia de tus padres. La
comunidad copta necesita de ti, especialmente por haber estado tanto tiempo en Europa. Se
me ha prometido que serías el futuro Patriarca, y el actual es ya tan viejo ... ¿Por qué no aceptas?
¿No somos también cristianos como tú? Podrías hacer mucho bien al país y tendrías posibilidad
de reorganizar nuestra Iglesia...» Tuve que sonreír y traté de hacerle comprender que sólo había
una Iglesia y que no debe sacrificarse la conciencia a la ambición. Al mismo tiempo aproveché la
oportunidad para manifestar algunas verdades fundamentales; le hablé de la belleza de la
Iglesia, de su grandeza y su misión, de su redentora Cruz. Me prestó atentos oídos y pareció
estar verdaderamente interesado. En otra ocasión le traje unos manuscritos antiguos que
encontré en una apartada aldea de la llanura Sharkieh. Contenían de una manera muy clara las
explicaciones de las dos naturalezas de Cristo y del Primado de San Pedro. Me pidió examinar
los textos con más atención y leerlos él mismo. Aún le veo hoy repasar una y otra vez los escritos
e investigar la antigüedad del documento. Por fin, después de un profundo silencio, dijo: «No
comprendo esta impostura; si es cierto lo que consta en nuestros libros, ¿cómo nos engañan así
nuestros sacerdotes? Entonces, sólo la Iglesia católica posee la verdad.» La noche siguiente la
pasó sin dormir. Tanto le preocupaban los problemas religiosos. Sin embargo, por la mañana se
despidió de mí, sin hacer ningún otro comentario.
En el año 1929 se convirtió también mi querida madre. Al final de una Misión popular, me
confesó una noche: «¡Hijo mío! No sé por qué tengo que permanecer en la Iglesia disidente. Tu
ejemplo y el de tus hermanos me dice claramente que habéis elegido con justicia. También yo
deseo pertenecer a ella, como vosotros, y recibir la Sagrada Comunión en la Iglesia católica.»
Efectivamente, prestó la profesión de fe católica y vivió en ella hasta 1944. Uno de sus hermanos
la censuró duramente por este paso. En 1945 murió también él como católico, después de haber
recibido los Sacramentos de mis manos algunos días antes.
En la actualidad, así somos todos dichosos en nuestra familia por ser católicos. Mi tarea
prosigue: hacer participes a los demás lo que yo mismo he recibido y trabajar en pro de la unión
de los cristianos disgregados. Con este fin he pasado, según deseo del Santo Padre, al rito copto:
«Deus incrementum dab». Dios hará la cosecha. Yo soy únicamente un humilde instrumento.
«Ego elegi vos, ut eatis et fructum afferatis». Él nos ha escogido para que demos fruto.
EL ARZOBISPO JACOBITA
«Injertando a la cepa»
Dijo Cristo un día al Príncipe de los Apóstoles, Pedro: "Y tú, una vez convertido,
confirma a tus hermanos" (Le., 22, 32). Parece que muchos prelados recordaron
especialmente este texto en nuestros difíciles tiempos; buscaron a Pedro en sus
"Iglesias" y no le encontraron. Finalmente miraron a Roma -a despecho de todos los
prejuicios- y reconocieron en el Papa al sucesor del Príncipe de los Apóstoles, que
anima, fortalece y consuela a sus hermanos. Reconocieron en la Iglesia Romana la
Iglesia de San Pedro, y en ella, la verdadera Iglesia de Cristo. Estos prelados de las
diversas Iglesias cismáticas son, por ejemplo, Mar Yvanios, Mar Dioskoros, Mar
Theophilos, Mar Severios, Dr. Simón de Karot, todos ellos de la India, Theodos
Boteanu, de Rumania; Pablo Melitijew y Wladimir Alexandro, de Rusia; Chyeng
Chun Su, de Corea, y el polaco Ladislao Faron.
A mi madre tengo que ponderarla como una mujer profundamente creyente y excelente
cristiana. De ella he heredado desde niño el amor a la Iglesia y al culto. Había prometido a Dios
en silencio consagrarme, si era su voluntad, al estado monacal. Diariamente pedía la enorme
gracia de ser sacerdote. Con gusto se me hubiese dejado partir ya pronto al convento, pero la
muerte nos arrebató inesperadamente a mi padre y tuve que ayudar al sustento de la familia
con un humilde salario. Había aprendido el oficio de tejedor y hacía también toldos.
Pasaron algunos años. La pobreza era la misma en la familia. A pesar de esta situación, me dijo
un día mi madre: «Puedes seguir el llamamiento de Dios.» Contaba yo veintitrés años cuando
me acompañó los seis kilómetros que distaba Deir-Ez-Zafaran del Monasterio de San Juan. Este
lugar era residencia del Patriarca Abdallah, el Jefe de los jacobitas. «Le presento a mi hijo -dijo
mi madre al Patriarca-. Ya no me pertenece; pertenece al Señor.» El Patriarca conocía nuestra
situación familiar. Por ello quiso convencer a mi madre para que me tuviese en casa hasta que
otro hermano estuviese en condiciones de ganar un salario. Pero mi madre insistió en su
ofrecimiento y respondió: «Un sacrificio que nada cuesta, no le agrada a Dios.». Primeramente
entré al servicio del Patriarca y procuré imponerme en el conocimiento de la liturgia, además de
seguir algunos estudios. Después de varios meses me trasladé a Jerusalén. Allí encontré, en el
Monasterio de San Marcos, un grupo de jóvenes que se preparaban para el sacerdocio. Estudié
el sirio o, como se denomina también a esta lengua litúrgica, el arameo de Edessa. Encontré
también tiempo para completar mis conocimientos de lengua árabe. Con frecuencia pude
cooperar en las largas y solemnes ceremonias de la iglesia del convento y del Santo Sepulcro.
Después de la preparación conforme con las costumbres del país, fui consagrado diácono y en
1905 ingresé en el verdadero estado religioso. Un año después me administró el Patriarca la
consagración sacerdotal, y cinco años más tarde fui nombrado coadjutor del obispo jacobita de
Jerusalén.
En 1929, una enfermedad me obligó a resignar mi puesto y marché a Alepo, en Siria. Una
intervención quirúrgica me devolvió la salud. En 1933, después de la elección como Patriarca del
obispo de Homs, Ephrem Barsom, recayó en mí, por decisión del Episcopado, la dignidad y el
peso de ser arzobispo de Líbano, Damasco y Zahle. Se trataba de una región verdaderamente
extensa y casi toda mi grey se componía de emigrantes llegados de Mardin y sus alrededores.
En virtud del tratado de Lausana había quedado este territorio en manos de los turcos. Estaba
muy bien grabado en la memoria de los cristianos el recuerdo de los armenios pasados a cuchillo
por los turcos 12, así como todo lo que en 1915 habían sufrido bajo los hijos de la media luna. No
quisieron quedar bajo la «protección» de esta nación, y como los territorios al sur de Siria y
Líbano fueron entregados a Francia en protectorado, emigraron los cristianos a estos países, o
mejor dicho, huyeron.
La mayoría de esta pobre gente trajo consigo las huellas de la guerra y la persecución. Muchos
habían tenido que abandonar a todos sus parientes en manos de sus verdugos. Su salvación
personal había sido posible gracias a mil penalidades, escondidos siempre en miserables
refugios y sucias cuevas. Vivían aislados y perseguidos continuamente, sin la menor posibilidad
de recibir el consuelo de ningún sacerdote. La asistencia al culto había sido para ellos casi
imposible. ¿Es de extrañar que se hubiesen alejado de la Iglesia y olvidado completamente las
prácticas religiosas? Las dificultades para acercar de nuevo al pueblo a los Sacramentos, y ante
todo para ordenar sus matrimonios, resultaron casi insuperables. Repercutía negativamente en
ello también la incapacidad e ignorancia de los sacerdotes jacobitas. Generalmente les
atormentaba la gran preocupación de ganar dinero para poder mantener a la mujer y a los hijos.
(El matrimonio les era permitido.) El espíritu de sacrificio y la abnegación al servicio del Evangelio
casi les son desconocidos. He coincidido en todos mis viajes con muchos sacerdotes y monjes.
Pero casi todos estos hombres, de los cuales se dice que están consagrados a Dios, tienen de
sacerdotes o de monje únicamente el hábito. Lo mismo, más o menos, ocurre en las jerarquías
eclesiásticas. Están formados deficientemente y apenas conocen los fundamentos de la vida
ascética. Muchos jacobitas asisten sólo una o dos veces al año a los Oficios Divinos y permanecen
distanciados de los Sacramentos por períodos de diez y quince años. ¿Qué otra cosa puede ser
el pueblo pobre, cuando sus mismos guías religiosos son tan incultos e ignorantes? Una vez
arrancado el sarmiento de la cepa, está condenado a secarse. Desde que la Iglesia jacobita está
separada de la Madre Iglesia, ya no late en ella una verdadera vida.
¡Con qué frecuencia he pedido a Dios, entre lágrimas, que me diese fuerzas para luchar por el
florecimiento de la diócesis desorganizada, para reunir y santificar de nuevo al rebaño! También
busqué apoyo en mi superior jerárquico. Pero él no era precisamente un Pedro que pudiese
fortalecer a sus hermanos; más bien buscaba su personal provecho. Se despertaron dudas en mí
y me asediaron, día a día, de si era realmente mi Iglesia la verdadera Iglesia de Cristo. La verdad,
me decía, es imposible en una comunidad tan defectuosamente organizada y dirigida y -en
comparación con la Iglesia occidental- tan pequeña. Cristo, el Divino Redentor, la eterna
sabiduría, no pudo haber fundado una Iglesia así. Estos pensamientos me preocuparon. Pero los
muchos años pasados en la Iglesia jacobita, el ambiente, la educación, la tradición familiar, los
numerosos amigos: todas estas circunstancias me retuvieron en el cisma monofisita. Con todo
eso, no desistí de clamar a Dios en mis oraciones para que me iluminase, mostrándome con
claridad la solución de mi problema.
Los caminos de Dios no son los nuestros. El Señor me dejó caer en un abismo de dificultades
para que pudiese oír así la voz de la Gracia que estaba dispuesto a comunicarme. Un día me
alcanzó, como a Saulo en el camino a Damasco, el resplandor de su Gracia. «¡Señor -grité-, estoy
dispuesto a seguir el camino que Tú me exijas!» Fue el 28 de mayo de 1950. Inmediatamente
me dirigí al Patriarca sirio-católico unido, cardenal Tappouni, que me recibió con los brazos
abiertos. «Venga usted, querido hermano -me dijo-, venga y quédese con nosotros el tiempo
que desee. Y si usted lo quiere, le reconciliaré de nuevo con su Patriarca.» «¡No! -le contesté-.
Quiero vivir y morir católico.» Me animó a considerar detenidamente todavía mi paso. Pero ya
no hubo ninguna renuncia.
12
Esta acción infame no se borrará fácilmente de la historia turca. Alrededor de 600.000 armenios fueron
pasados a cuchillo durante la primera guerra mundial; 40.000 niños fueron arrancados de los brazos de sus
padres; cristianos; y se les condujo al Islam. Las naciones occidentales se distinguieron por su silencio.
Cuando el Patriarca jacobita se enteró de mí cambio, no se alegró, naturalmente. Me envió
diversas delegaciones para devolverme al cisma. Sacerdotes y legos hicieron todo lo posible para
hacerme cambiar de opinión. Finalmente se personaron el obispo de Mardin y el vicario del
Patriarca de Beirut --entre tanto había fijado mi residencia en un convento sirio-católico-, y
trataron de revocar mi determinación. Después de una larga conversación, no pude decir a estos
enviados más que una cosa: «Aunque el mismo Santo Padre de Roma se hiciese jacobita -lo cual
es imposible-, aún entonces seguiría siendo católico.» Podía hablar así porque lo sentía
profundamente. En una carta al Santo Padre le expresé formalmente mí sumisión. A partir de
mi conversión experimenté una alegría interna y una proximidad a Dios como nunca había
sentido. Entre tanto conocí también el orden y la disciplina en la Iglesia católica, la piedad y el
celo de sus frailes y sacerdotes: aquí tenía que estar la verdadera Iglesia.
Cristo, perfecto en su persona y en sus obras, jamás podrá considerársele autor de una
organización en la cual se contradiga su doctrina. El ha fundado sólo una Iglesia y ha dado
también al mundo la posibilidad de conocerla. Así como el Creador estampó en su obra el sello
de su perfección y sabiduría para que cada cual le pudiese identificar en ella, así también se
pueden conocer en la creación espiritual de la Iglesia las perfecciones del Creador. Los signos de
la verdadera Iglesia de Cristo son unidad, santidad, universalidad y apostolicidad. Señor y
Redentor, Tú prometiste: «Edificaré mi Iglesia», sólo de Ti puede tener la Iglesia estas pruebas.
Como orden eterno, que Tú eres, Te manifiestas en su unidad. Tu perfección suprema brilla en
su santidad. Como Salvador y Rey del mundo Te muestras en su catolicidad, como Enviado del
Padre en su apostolicidad. La has llenado de gloria; como regalo recíproco canta Tu grandeza y
Tu divinidad.
La Iglesia se alza en el mundo como espléndido y poderoso árbol, plantado por el jardinero
divino, aún antes de que fuesen escritos los Evangelios. El Señor la ha dotado de infalibilidad y
de la máxima autoridad, de donde fluyen todo su orden interno y sus fuerzas intactas. Todos los
pueblos que fueron injertados a este árbol poderoso pueden ser también muy distintos en la
ascendencia y en la particularidad, en las leyes y en las costumbres, en las organizaciones civiles
y políticas; pero todos ellos se adhieren en un mismo credo a la verdad explicada y sometida a
la fe. Ciertas tempestades han sacudido ya este árbol. A pesar de todas las conspiraciones, a
pesar de tantas fuerzas acumuladas por el error o el partidismo y disparadas por el poder de las
tinieblas contra la Iglesia, ha quedado imbatida e indestructible. Está defendida con armas
divinas contra las fuerzas de la disgregación, pues de lo contrario no hubiera podido resistir en
el tiempo, como no resiste ninguna obra humana. Es precisamente una obra de Dios, constante
en su crecimiento, que cada vez atrae más adeptos.
Existen entre los verdaderos fieles jacobitas algunos que se sienten inclinados a la Iglesia y, por
lo tanto, propicios a una unión. Los cismáticos saben también que su liturgia se conserva en la
Iglesia sirio-católica y hay muchos que desean integrarse en ella, pues el número de cristianos
en el país es relativamente pequeño y una fusión sería muy conveniente, incluso necesaria, ante
el aplastante número de mahometanos. En la actualidad no es muy considerable la diferencia
entre católico y monofisita. Si alguien defendiese la herejía de una sola naturaleza de Cristo, la
divina, le rebatirían rápidamente. Eutyches, el fundador del cisma, pasa para los jacobitas por
excomulgado. Son adictos de Jacobo de Baradai († 578) y también de él han conservado el
nombre. Su pésima situación actual hace presentir que su «Iglesia» está condenada a
desaparecer. Los que todavía la siguen de buena fe, oirán la voz de Cristo y se unirán a la Iglesia
católica. Es posible que otros viren quizá hacia el protestantismo o -desgraciadamente-
escogerán el Islam. Pero creo categóricamente que los jacobitas desaparecerán como
cismáticos.
Mi esperanza es la del Santo Padre. El 16 de agosto de 1950 obtuve de él una contestación a mi
escrito, firmada de su puño y letra, en el que le expresaba mi sumisión y el deseo de ser admitido
en la Iglesia católica. Su respuesta, revela toda la bondad paternal que lleva en el corazón para
todos los cristianos el sucesor de Pedro y representante de Cristo. Deseo terminar mi relato con
dos frases de esta carta del Pontífice: «Nos parece que con su paso se ha realizado una parte del
ardiente deseo de Nuestro Redentor: que haya un solo rebaño y un solo pastor. Este nuevo paso
para la unión de los hermanos disgregados de la Iglesia oriental con la Madre Iglesia, hace
palpitar de alegría y santo jubilo nuestro corazón»
EL PINTOR Y EL ESCRITOR
«Un seglar sencillo indicó el camino»
De sus numerosas obras literarias citamos "Die neue Kunst" (El arte nuevo), 1918;
"Das Holzschnittwerk Kreuzigung" (Las tallas, en madera de la Crucifixión), 1921;
"Die Mystik der Deutschen" (La mística de los alemanes), 1933 (año de su
conversión); "Sinnbilder deutscher Volkskunst" (Alegorías del arte popular alemán),
1936; "Der Weg zu Gott, Zeugnisse deutscher Mystik" (El camino hacia Dios.
Testimonios de la Mística alemana), 1939; "Der Untergang von Byzanz, Roman" (La
caída de Bizancio. Novela), 1941; "Der Isenheimer Altar", 1942; "Expressionistisches
Theater" (Teatro Expresionista), 1948; "Bildnis der Mutter Gottes ein Schaii-und
Lesebuch, Herder", 1951.
Procedo de una familia de artesanos y artistas. Mi padre fue un paisajista muy considerado en
nuestra tierra natal, Dresde; mi abuelo, xilógrafo -hoy en día una especialidad apenas conocida
del grabado en madera-, y mi bisabuelo, carpintero. Los Schreyer habían emigrado en otros
tiempos de Franken, en Sajonia, a Turingia. En Nuremberga, en la Edad Media, se consolidó el
apellido Schreyer. El último de una rama de los Schreyer que allí se extinguió fue uno de los
donantes de la célebre iglesia de San Sebaldo. Su epitafio de piedra que figura en el interior del
templo es una bella obra del gran escultor Adam Kraft. Nuestro escudo de armas muestra, sobre
un fondo de oro, un pajarillo azul cantando encima de una montaña de tres picos. Hubo también
un maestro cantor de nuestro apellido. Pero San Sebaldo, en Nuremberga, es mi único gran
recuerdo del pasado católico de la familia.
Mi madre procede de una casa de comerciantes de Leipzig. Su nombre de pila, Hennigke, señala
el norte de Alemania. Cuando pienso, en mi comarca, me siento menos natural de mi tierra
nativa, Sajonia, que de Diethmarschen, en la costa septentrional, que en otros tiempos llevó en
su escudo a la Virgen María. Mi madre era una mujer muy importante y extraordinaria. Fue muy
respetada por viejos y jóvenes y con todos se mostraba cariñosa. Sin embargo, no era feliz. Sufrió
una gran melancolía relacionada con ciertos sucesos relativos al espiritismo. Estaba dotada de
grandes facultades de medium. También mi padre era medium. Mi casa paterna, en el suburbio
Blasewitz, de Dresden, era conocida en el barrio como una casa misteriosa, en la que sucedieron
durante mi infancia y juventud y luego hasta la muerte de mi madre, que falleció en edad
avanzada, todos los fenómenos espiritistas que pueden surgir. Apariciones aparatosas, efectos
lumínicos, materializaciones, levitación… Todo esto, que causaba tanto temor e impresión a los
invitados y no digamos a la servidumbre de la casa, apenas nos causaban ningún efecto a los
niños -yo tenía un hermano dos años más joven-; los tomábamos como acontecimientos de la
naturaleza, de los que no nos preocupábamos. También posteriormente, años más tarde,
interveníamos nosotros en las sesiones de espiritismo, siempre sin miedo e incluso algunas
veces con una cierta satisfacción y curiosidad por asomarnos al misterio de la muerte.
La mayor afición común de mis padres era Italia y el arte clásico. Así transcurrieron las mejores
horas de mi vida en la casa paterna, bajo el influjo del espíritu humanístico del idealismo greco-
romano, que, en consecuencia, era eternamente pagano. Nosotros, los niños, conocíamos muy
bien el cielo de los dioses griegos, pero apenas teníamos noción del cristianismo y de la Iglesia.
Nuestros primeros libros fueron historias de arte griego. Se nos mantenía alejados de los
cuentos. De la existencia de «historias bíblicas» tuve la primera noticia en el colegio. Mi madre
me había enseñado de pequeño la sencilla oración católica, infantil, de Luisa Hensel: «Fatigado,
vete a descansar...», pero se me olvidó en seguida.
De que había una Iglesia, por lo menos un edificio, sólo llegamos a saberlo antes de la época
escolar por las visitas a nuestra abuela, la madre de mi padre, la cual era santurrona de una
manera tan grotesca, que mi padre con gusto la ponía en ridículo ante nosotros; un método muy
provechoso para hacer inofensiva la beatería. En el Gimnasio humanístico de Dresde -me
eduqué en el mejor centro docente de la ciudad, en el «Real»- reinaba un ambiente semejante
al de mi casa, con eminentes profesores de una amplitud de miras benévola y docta, a los que
debo mucho. Sólo el profesor de religión, un hombre sabio, pero de una tal simpleza infantil de
corazón y que fallaba tan por completo pedagógicamente, que la enseñanza de esta asignatura
resultaba ineficaz y se desarrollaba entre juegos y burlas de los traviesos y revoltosos
muchachos. Aun cuando yo me mostraba indiferente en cuestiones religiosas, traté de conseguir
una tregua entre aquel infeliz y nosotros, los discípulos, pero el intento fracasó. Por ello, en los
últimos años escolares, ya no participé de ninguna enseñanza en la clase, sino que hacía ante
los mismos ojos del pobre profesor las tareas escritas correspondientes a otras asignaturas,
desentendiéndome de cuanto decía o explicaba. Una vez, incluso, tuve la desfachatez de decirle
que aquella clase era una burla a la enseñanza. Hoy reconozco que el tormento de este profesor,
la mofa de mis compañeros y mi tenaz negativa a hacerle el menor caso, depositaron en mi alma
los primeros gérmenes de la fe.
Hacia la mitad de los estudios medios en el Gimnasio, nos preparaban para la confirmación. Al
eclesiástico encargado de preparamos no pude tomarlo en serio, tanto por su voz meliflua como
por no haber logrado darme unas razones satisfactorias en una polémica sobre la doctrina
evangélica de la Comunión, que para mí, un muchacho completamente imparcial, me parecía
una «cosa a medias». Por ello no quise confirmarme. Cuando lo dije en mi casa, mi «pagana»
madre me rogó, en serias y largas conversaciones, que abandonase mi propósito y me dejase
confirmar. Cedí y fui confirmado, sin que percibiese por ello la menor emoción.
De la Iglesia católica sólo sabía lo que oíamos en la clase de Historia referente a su acervo
artístico, a los templos medievales, a las imágenes de Cristo, la Virgen y los santos; pero en todo
ello veía únicamente acontecimientos estéticos, sin ninguna relación con la fe. Las obras de
Leonardo de Vinci despertaban mi mayor admiración, la cual fue tan decisiva que me propuse
estudiar Historia del Arte cuando llegase el momento de mi elección de carrera, para poder
escribir un gran libro sobre el pintor italiano. Este libro jamás se escribió. Después de haber
estudiado el primer semestre Historia del Arte como asignatura fundamental en la Universidad
de Heidelberg, asistí en el segundo semestre, en Berlín, a Historia del Arte ya sólo como
asignatura complementaria y me dediqué al estudio de la Jurisprudencia. Me doctoré en Leipzig
sólo por terminar una carrera y tener un título oficial, porque mi propósito, con la conformidad
de mis padres, era el de dedicarme a escritor y artista. Durante mis años escolares no sentí
ninguna inquietud de tipo religioso. Los problemas filosófico-poéticos me ocuparon por
completo, sobre todo el teatro, como fenómeno definidor de la obra de arte total. Conocía bien
el arranque del teatro, a partir de los misterios, pero no podía remontar aún el camino hasta su
primer origen. Mi primer cargo fue el de director artístico del Teatro Alemán, de Hamburgo,
poco después de mi matrimonio.
Me casé con mi amiga de juventud y vecina, Margarete Donner, de una piadosa familia
evangélica. Uno de nuestros primeros invitados en Hamburgo fue mi amigo el pintor Karl
Thylmann, que pocos meses después murió en Francia. Por mediación suya conocí las obras del
místico alemán Jakob Böhme, en cuyo ideario entré de lleno y muy pronto me abrió paso al
espiritualismo cristiano. Pero todavía giré más de diez años alrededor del centro. Por lo pronto,
empecé a investigar con mi mujer los escritos de la Edad Media. Compré libros antiguos y me
sumergí en una primera edición del gran Paracelso, que, junto a Jakob Böhme, contaba con mi
especial estima. Simultáneamente me formé en todo lo posible una idea clara de las doctrinas
orientales, de los Vedas y del budismo. Por espacio de noches enteras leí y releí las sentencias
de Buda. Durante un viaje a Leipzig compré la «Imitación de Cristo», de Tomás de Kempis, en
una edición alemana del año 1634. Desde entonces este pequeño y gran librito me ha
acompañado en muchos viajes y descansa en mi casa, siempre a mano, junto a mi mesa de
trabajo. Asimismo me encontré con el maestro Eckehart, y entonces empezó a florecer en mi
interior la mística católica, sin hacerme cargo aún de lo cerca que había llegado de la Iglesia.
En esos años se consumó una revolución en todos los sectores del arte como no se había
conocido en el mundo desde siglos atrás. Estas transformaciones recibieron los nombres de
expresionismo, futurismo, cubismo y arte abstracto. Fatalmente, me vi unido a estos
movimientos como director literario de la editorial «Der Sturm», en cuyas publicaciones y
exposiciones recogía el genial Herwarth Walden todas las fuerzas importantes de estas
tendencias artísticas y las hacía prevalecer en la publicidad. Poco después de la primera guerra
mundial fui llamado por la Escuela Estatal de Arquitectura de Wéimar, centro del arte nuevo,
como «maestro enseñando». La Escuela de Arquitectura, que debido a la evolución política en
Alemania existió únicamente algunos años, se convirtió en entidad de proyección internacional.
Mi camino fue el acceso al mundo espiritual por medio del arte. El velo de la naturaleza y de su
imagen resultó abierto en cierto modo y se anunciaron en las obras de arte los mundos sobre y
subnaturales. Muy pronto reconocí el dilema en que estaba colocado el hombre a impulsos de
estos movimientos estéticos. Recibió la llamada de Dios y el eco de los mundos apartados de Él.
Y tuvo que decidirse por el servicio de Cristo o por la servidumbre del contrario. Nuestras poesías
y pinturas de los años veinte son reflejo de esta lucha. Las obras de los más importantes pintores,
en la actualidad mundialmente célebres, Franz Marc, Kandinsky, Lyonel Freininger, Paul Klee,
Jakoba von Heemsberck, no pueden imaginarse sin un viraje cristiano, declarado por ellos
mismos, aunque tampoco sirvieron directamente a la Iglesia. Mi amigo y colega el pintor Georg
Muche fue el primero que en la Escuela de Arquitectura dio el paso público hacia la Iglesia. Por
lo demás, también para mí estuvieron los años del «Sturm» y de la Escuela de Arquitectura llenos
de inquietud religiosa. Una al lado de otra se desarrollaban en nuestro círculo ideas teosóficas,
antroposóficas, devotocatólicas y «reformadoras», como el movimiento Mazdanan. Por aquel
tiempo visité por primera vez un templo católico: la catedral de Erfurt. Por entonces también
me compré en Erfurt la «Philothea» de San Francisco de Sales. Paso a paso seguí penetrando en
la mística cristiana. Mis cuadros y poesías de aquel tiempo lo demuestran. Y las obras escénicas
que realicé y representé durante la época del «Sturm» y de la Escuela de Arquitectura estaban
muy próximas a la interpretación culta de los misterios. Después de participar posteriormente
como miembro de la Iglesia en la Santa Misa, no me fue ya posible organizar una representación
teatral.
Hasta aquí no había conocido a ningún sacerdote católico, ni buscado tampoco un tal
conocimiento. El primer sacerdote católico que conocí fue Romano Guardini. El encuentro tuvo
lugar al comienzo del año veinte, en Berlín, en una sesión del Instituto Central para la educación
e instrucción, en el Ministerio de Educación Nacional. Se trataba de la formación doctrinaria y
de las proyectadas Academias Pedagógicas. Participé en la discusión como representante de las
Escuelas Superiores de Arte. Estaba sentado junto a Guardini y aproveché la oportunidad para
pedir una entrevista cuando dispusiese de tiempo, pues tenía necesidad de un consejo religioso.
Con gran contrariedad por mi parte, Guardini declinó mi petición, alegando que estaba muy
ocupado. La oportunidad que no me había dado Guardini para mostrarme el camino de la Iglesia
la realizó algunos años después un seglar sencillo y joven, el secretario que me fue asignado en
Berlín, Maximilian Tischler. Provenía de la montaña austríaca, por primera vez veía una gran
ciudad y era un piadoso católico y un intrépido y audaz estudiante del movimiento juvenil. De él
aprendí el «¡Dios te salve, María!»; resultaba casi inconcebible que después de tantos años de
estudio de los místicos fuese ahora posible esto. Pero lo era que el «¡Dios te salve, María!» lo
encontraba por primera vez en boca de un católico como una oración de la Iglesia. Desde este
momento supe que estaba bajo la protección de la Madre de Dios. El trabajo diario con
Maximilian Tischler, puro y devoto, me rodeó totalmente de una suave piedad y de su
certidumbre de fe, sin que jamás sostuviésemos grandes conversaciones sobre ello. Pero ya
sabía yo que la Madre de Dios me lo había enviado. Por su iniciativa compré el primer misal.
Cuando me trasladé de nuevo a Hamburgo, al final del año 20, me acompañó también
Maximilian Tischler como secretario. En la actualidad es director literario de la revista austríaca
«Cáritas» y nos une ya un cuarto de siglo de profunda amistad.
Por entonces, en los últimos años del nacionalsocialismo, atravesé Alemania en muchos viajes
culturales. En ninguna de las ciudades grandes y pequeñas entre Trier y Konigsberg, Xanten y
Passau omití la visita a las iglesias católicas, antiguas y modernas; pero siempre evité las horas
de culto, pues temía introducirme en algo que no me correspondía. Sin embargo, respiraba por
todos los sitios el mismo aire de fe. Vi las velas encendidas ante las mudas imágenes de los
Santos y vi arrodillados silenciosos fieles, tanto en la catedral de Münster como en la de Colonia,
y en la capilla de la Gracia, de Altörting. Me acuerdo de unas Navidades, en las cuales durante
varios días visité los Belenes de muchas iglesias de Munich, mezclándome ante ellos con los
devotos. En todas partes me aguardaba la Iglesia.
En mi más temprana infancia conocí a los santos ángeles. Los he encontrado en muchos sueños
luminosos. Cuando, despierto, se ocultaban, señalaban la imagen del Hijo de Dios y supe que mi
Ángel de la Guarda jamás me abandonaría. Desde los tiempos de muchacho tengo un cariño
inexplicable a Santa Isabel, la landgrave de Turingia; la conocí a través de la «Historia de las casas
del bosque», que mi madre me contaba frecuentemente con deleite. A veces pienso que el arte
nuevo me llevó a la Escuela de Arquitectura de Wéimar, para visitar a Santa Isabel, en el castillo
de Wart. En una soleada tarde de invierno la visité por primera vez en su monumento al pie del
castillo y limpié la pequeña fuente, en la que la Santa curaba a los enfermos, de la nieve y las
hojas secas. Desde entonces siento siempre muy cerca de mí a los ángeles y a Santa Isabel y
después a una santa niña, la pequeña francesa Ana de Guigné. Leí la historia de su corta vida y
vi su retrato, que de manera misteriosa se asemeja a un retrato infantil de mi madre. La niñita
de Guigné me dio la mano para guiarme en el último trecho.
Cuando recibí la Primera Comunión en Santa María de Altona, el día de la Purificación de Nuestra
Señora, me costó trabajo y esfuerzo retirarme del altar: tan enormemente pesaba Cristo sobre
mí. Por medio de su Gracia y su fortaleza encontré mi destino vital. Estoy dedicado al Señor, el
cual me envía sus mensajeros y santos que me conducen; y cuando le plazca, cuando haya
cruzado este valle de lágrimas, alcanzaré la eterna felicidad de mirarle cara a cara.
¡Dime Tu Voluntad!
¡Permíteme ser obediente!
¡Mi Dios!
¡Ayúdame!
¡Quiero ir hacia Ti,
Déjame hacer Tu Voluntad
Y descansar en Ti!
EL PASTOR
«Las señales del cuerpo místico de Cristo»
«Puesto que todo tiene un fin y ya que tenemos para elegir entre dos cosas, la vida y la muerte,
también cada uno llegará a su lugar característico; pues lo mismo que hay diversidad de
monedas, a saber: una moneda de Dios y una de este mundo, y cada una tiene su propio cuño,
así los infieles llevan el cuño del mundo, pero los fieles el cuño de Dios en el amor al Padre por
medio de Jesucristo; y su vida no está en nosotros cuando no estamos dispuestos a morir en su
sufrimiento por medio de él... Venid todos juntos como a un mismo templo de Dios, como a un
altar en el que quedó un Jesucristo que salió del Padre y a Él regresó.»
Esta elección entre la vida y muerte; esta facultad para reconocer las señales del cuerpo místico
de Cristo; esta Gracia para llegar a la unidad de la Iglesia, de la que escribió el venerable mártir,
son los puntos en los que se contiene lo esencial de mi contestación a la pregunta: «¿Por qué se
ha convertido usted a la fe católica?» Naturalmente, en cada caso existe un misterio
fundamental siempre que trato de explicar los pormenores por los que finalmente me decidí,
después de mi ejercicio de nueve años como pastor de la Iglesia episcopaliana en los Estados
Unidos de América, a regresar a la fe de la que mis antepasados habían apostatado. No puedo
exponer con exactitud cómo la Gracia de Dios movió en definitiva mi voluntad para seguir la
Suya. La Gracia se manifiesta de manera misteriosa y oscura; es algo tan íntimo e indescifrable,
que no resulta fácil explicarlo con «palabras humanas». Sin embargo, como agradecimiento por
el inefable regalo que me hizo el Señor me alegra la ocasión que se me presenta de relatar la
historia de mi conversión. Como decía San Ignacio, existe la elección entre vida y muerte. Por
ello, la propia experiencia ajena puede ayudar a otros a encontrar la decisión y el camino de la
verdad.
La actual religión popular de la mayoría de los no católicos de América no es una u otra forma
del cristianismo, con tal que se entienda como cristianismo la aceptación de la idea de que la
revelación sobrenatural de la Verdad está contenida en la vida y en la doctrina de Jesucristo. La
religión efectiva de innumerables norteamericanos no católicos hace caso omiso de la revelación
sobrenatural. Por el contrario, es una extraña mezcla de diversos componentes materialistas: fe
en el desarrollo creciente de la técnica y la riqueza, para una existencia cada vez más regalada y
cómoda; aceptación de una moral prosaica de provecho material, que se viste frecuentemente
con el léxico de un puritanismo anticuado; finalmente, una confianza sentimental en las teorías
francesas político-liberales del siglo XVIII, sobre las cuales fue fundada con tan amplias
dimensiones la República norteamericana. Todavía juegan su papel en esta religión popular
norteamericana de la actualidad elementos del puritanismo del siglo XVII y del liberalismo del
XVIII. Pero se han separado evidentemente, por una parte, de la teoría calvinista de los puritanos
y, por otra, del sencillo deísmo, del que Thomas Jefferson 13 dijo que el fundamento de la
igualdad humana está en la verdad, que todos los hombres están hechos por un igual y dotados
por su Creador de ciertos derechos inalienables. Se podrían aplicar con acierto los versos de T.
S. Eliot 14 en su poesía «Coro de rocas» a grandes sectores estadounidenses de vida no católica,
cambiando simplemente por nombres de poblaciones americanas las inglesas del original:
Ciertamente, la «Iglesia» a que Eliot se refiere es la Iglesia protestante de Inglaterra. Pero sus
palabras caracterizan casi cada una de las formas tradicionales de los cristianismos
norteamericanos no católicos y sus relaciones actuales para con la sociedad, especialmente con
la alta clase media. Materialismo optimista, moral pragmática y apego sentimental a algunas
antiguas teorías de un temprano calvinismo y de un posterior deísmo, condujeron a una
indiferencia popular frente a las pretensiones antagónicas de más de 200 sectas
norteamericanas no católicas. De hecho se extiende también esta indiferencia a muchos que
están adscritos al nombre de alguna de estas sectas. Cuando todos los hombres sin excepción
se muestran indiferentes ante la verdad revelada, no es difícil para ellos entonces llegar a esa
forma de libre unidad organizadora, como presenta, por ejemplo, «el Consejo Aliado de las
Iglesias de Cristo en América», cuyos miembros ni siquiera se ponen de acuerdo en el significado
que quieren dar a la palabra de Dios.
Sin embargo, durante la primera mitad de esta centuria fue esta religión optimista del progreso
material la que unió ligeramente a tantos americanos no católicos. El prodigioso desarrollo
industrial marchitó la personalidad individual; promovió problemas y diferencias económicas;
quebrantó la firme confianza de los aislados, para comprender su mundo por voluntad propia.
13
Autor de la declaración de la independencia norteamericana y tercer presidente de los Estados Unidos.
14
Poeta de origen norteamericano, residente en Inglaterra.
Las ciencias experimentales, especialmente la física, han destruido la aparente sólida realidad
de los antiguos conceptos de la materia y hasta amenazan, por medio del uso de la teoría
atómica, con aniquilar el mismo globo terrestre. La psicología mecanística del Behavionismo,
que pareció simplificar a los hombres y que un escritor norteamericano ha llamado «ingeniosa
combinación de válvulas portátiles», tuvo que emprender la retirada en la conciencia humana
ante los cada vez más profundos misterios de las diversas teorías sobre los elementos
inmateriales.
Dichos factores no tuvieron por cierto ningún efecto profundo sobre la opinión popular no
católica, que en tales asuntos se quedó atrás, permaneciendo aferrada a la presunta garantía de
un ingenuo materialismo. Pero en realidad muchos pensadores norteamericanos han
comprendido algo del reflejo de los problemas contemporáneos en las ciencias naturales y en la
sociedad. Incluso resulta comprobable un cierto malestar e insatisfacción hasta en esos círculos
donde tanto tiempo estuvo en vigor la veneración optimista del progreso material, como un
seguro fundamental de vida, y de donde brotó tanta indiferencia para la verdad revelada.
Como una alternativa de la fe popular en el desarrollo material, se propagó entre las minorías
pensadoras, a lo largo de algunos años, un determinismo pesimista y aburrido de la naturaleza.
En ninguna parte se expresa mejor que en las novelas de Theodor Dreiser, el cual escribió en «El
financiero»: «Vivimos en un orbe pedregoso, cuyas duras y explosivas fuerzas se desencadenan
cruelmente. Desde el hambre rapaz del tigre hasta el prendimiento aislado de Arktur y Cánope,
reinaba el mismo desprecio despiadado y ciego del individuo y de las cosas pequeñas.»
Cuando considero mi propia conversión y la comparo con las de estas eminentes personalidades,
temo que mi historia resulte desambientada para los intelectuales norteamericanos de hoy. En
muchos aspectos pertenece más a la Inglaterra del siglo XIX que a la Norteamérica del siglo XX.
Y es que sus raíces están en el movimiento dé Oxford, con el cual estaba tan estrechamente
unido el gran cardenal inglés del XIX, John Henry Newman. No quiero decir con ello que no haya
estado influido profundamente por la cultura dentro de la cual había yo nacido, puesto que
jamás he tomado una postura indiferente ante la religión revelada, como es característico en
muchos de mis contemporáneos norteamericanos no católicos. La fe anglicana, en la que fui
criado y a la que me adherí de todo corazón, fue hasta mi ingreso en la Iglesia católica lo más
importante en mi vida. En contraposición al materialismo superficial de nuestra sociedad y a la
nueva ética acomodaticia con un liberalismo acentuado de sentimientos, me pareció siempre
que la religión cristiana daba un sentido trascendental a las cosas allí donde el mundo físico
creaba únicamente una trágica interrogante. Recuerdo que fui preguntado cierta vez por un
15
Sigmund Freud, médico y psicólogo vienés, fundador del psicoanálisis.
profesor de Filosofía del Columbia College, en mis años de estudiante en la Universidad, sobre
qué postura de fe consideraba como adecuada para un hombre inteligente moderno. Como
respuesta le cité: «El credo de Niceau». Si hubiese yo entonado el grito de guerra del Islam, el
que había hecho la pregunta no hubiera quedado tan desconcertado. Yo era para él un joven
que estaba totalmente perdido para el «espíritu moderno».
De hecho tengo motivos para suponer que siempre pertenecí al alma de la Iglesia. Aprendí y creí
desde mi mocedad casi todo aquello que en sustancia enseña la Iglesia católica, y durante los
nueve años que ejercí como eclesiástico en la Iglesia protestante pensé casi siempre no sólo en
que era católico, sino también sacerdote. Ya sé que esto puede parecer una paradoja, cuando
no se está familiarizado con la naturaleza sumamente contradictoria de esas entidades
eclesiásticas que, por regla general, se califican de anglicanas. La Iglesia episcopaliana
protestante es una parte de este grupo anglicano de Iglesias. Se puede atribuir a la escasa
actividad misionera que desarrolló la Iglesia estatal inglesa (The Church of England) durante el
período de la dominación colonial británica en el territorio de los actuales Estados Unidos. La
«legítimamente fundada» Iglesia de Inglaterra muestra todavía las señales de su origen bajo el
rey Enrique VIII, que se declaró a si mismo jefe terrenal de la Iglesia en su zona de soberanía. Es
una infeliz asociación de contradicciones, un compromiso político entre la renuncia protestante
a la autoridad de la Iglesia católica y un deseo conservador, elementos seguros para conservar
esa fe que profesaron los ingleses durante mil años de su historia. La increíble confusión en los
enunciados doctrinarios que resulta de este distintivo de la Iglesia de Inglaterra y de su
descendiente es muy difícil de explicar. Una minoría de anglicanos, en la que forman
relativamente más eclesiásticos que seglares, se considera católica y estima que existen tres
clases de católicos: romanos, orientales y anglicanos. Estas tres clases de católicos tienen, en la
opinión sostenida por esta minoría de anglicanos (y aparte de ellos, nadie más), los mismos
dogmas, la misma Sagrada Escritura, los mismos sacramentos y los mismos grados de
consagración de obispos, sacerdotes y diáconos.
Esta fue la mentalidad en la que yo me crie; fue la orientación de mi familia y también la de los
eclesiásticos de nuestra parroquia. Como un joven que se preparaba en la Universidad, en medio
de la depresión económica que oprimió en aquel entonces al país, comprendía muchos
problemas de la sociedad moderna. Intuía que la respuesta a estos problemas se encontraba en
las verdades cristianas, en las que yo creía. Y no obstante, encontraba la religión que yo
profesaba como algo irreal. Me identificaba con la verdad del Credo, pero mi alma se mantenía
terriblemente distante de la unidad espiritual, de la fuerza, del calor interno, que ciertamente
tenían que existir cuando una persona estaba unida con el Cuerpo de Cristo. Esta sensación de
aislamiento la padecí durante mis años de estudio. Había decidido dedicarme al sacerdocio. Mi
determinación se cumplió, pese a no sentirme verdaderamente unido al manantial de fuerza
espiritual. Mi vocación no sufrió mengua, a pesar de la confusión que experimenté al entrar en
contacto con eclesiásticos de la Iglesia episcopaliana, que no creían en aquello que me habían
enseñado a creer a mí y que no se tenían de ningún modo por católicos. Mis estudios en el
Columbia College, particularmente el feliz descubrimiento de las obras de Santo Tomás de
Aquino; los tres años que pasé en un Seminario de la Iglesia episcopaliana, todo corroboró mis
convicciones católicas. Sin embargo, decidí ignorar las groseras paradojas que me rodeaban; al
pensamiento que me asaltaba frecuentemente de que no era posible la unidad y la armonía
mientras existiese la separación con Roma, le volvía la espalda. En realidad, trataba de resistir el
impulso de la Gracia divina que, finalmente, me ha conducido a la Iglesia católica. Todo esto lo
vi claro después que me hube entregado al influjo de la Gracia, después de haber sido admitido
en la Iglesia. Entonces supe que todo lo anterior había sido erróneo y que había luchado
incesantemente, tratando de poner condiciones a una paz que sólo se podía conseguir con una
rendición total. Luchaba, pues, por una causa perdida. Y resultaba evidente que no era feliz, que
estaba conturbado y lleno de un amargo rencor contra la pluralidad protestante en la Iglesia
episcopaliana.
De que el mundo del «anglocatolicismo» era en el fondo una alucinación lo comprendí, con la
natural alarma, en ocasión de ciertos estudios que realicé referentes a la historia de la doctrina
eucarística. Fue por el tiempo de mi primer cargo oficial como coadjutor de la Iglesia episcopal-
protestante Grace, en Newark (Nueva Jersey). Examiné cuidadosamente la teología eucarística
de todos los libros de culto anglicanos que estuvieron en uso en distintas épocas desde 1548.
Existe una cantidad muy considerable de tales libros, puesto que cada Iglesia derivada de la
estatal inglesa posee su propio orden litúrgico y lo edita nuevamente de tiempo en tiempo. A
mí me interesaba la pregunta: ¿Expresan las celebraciones eucarísticas en estos libros por medio
de las oraciones de su liturgia el dogma de que la Eucaristía es un sacrificio, ofrecido por un
sacerdote como el verdadero sacrificio incruento de Cristo, tanto para los vivos como para los
muertos? El estudio de las redacciones doctrinarias, tal como están contenidas en los catecismos
y en los llamados «Artículos de religión», no me preocupaba, en cambio. Sabía lo que sabe todo
pastor anglicano: el catecismo anglicano interpreta la Eucaristía como un simple recuerdo de la
muerte de Cristo; los «Artículos de religión» niegan la Misa como sacrificio propiciatorio,
condenan la adoración a la Sagrada Hostia y declaran que la Sagrada Escritura contradice la
transformación de la substancia (Transubstanciación). Pero yo deseaba descubrir si alguna de
las oraciones litúrgicas anglicanas había conservado el concepto católico del sacerdocio y del
sacrificio, en el que yo creía, como la mayoría de los demás «anglocatólicos». Mi investigación
me demostró que estas oraciones estaban siempre oscuras e indefinidas en estos puntos
decisivos. Aquel que lee la oración de la consagración en el English Book of Common Prayer 16 y
lo compara con el Canon de la Misa, del cual está tomado, puede comprobar que queda excluida
toda mención de un sacrificio propiciatorio. Tuve que reconocer que los conceptos
«anglocatólicos» del sacerdocio y del sacrificio no se encuentran por ninguna parte en las
oraciones litúrgicas de la Iglesia anglicana.
¿Podía considerarme entonces como un sacerdote? Un sacerdote es aquel que ofrece sacrificios,
y la Iglesia, a la cual debía mi consagración, rechazaba manifiestamente el concepto de sacrificio.
Yo buscaba explicar esta situación con el entendimiento natural y me aferraba a la idea de que
un «estudio ulterior» daría pruebas de la falsedad de mis conclusiones. Me explicaba la teoría
de que el tono conciliador de las oraciones anglicanas y de los formularios de fe admiten todavía
una «explicación católica» de su sentido. A veces procuraba persuadirme de que mis dudas eran
16
El ritual oficial de la Iglesia de Inglaterra.
obra del diablo. Ciertamente el diablo tenía que ver mucho con ello, pero no de la manera que
yo pensaba.
«Equipado» con estas incertidumbres y con muchas otras, desempeñé en 1943 el cargo de
capellán protestante en la Armada de los Estados Unidos y serví en el Cuerpo de Marina en el
Océano Pacífico hasta el final de la guerra. En las fuerzas armadas reinaba un áspero realismo.
La tropa estaba dividida en protestantes, católicos y judíos. Los sueños de los teólogos
anglicanos no eran conocidos. Los miembros de la Iglesia episcopaliana eran citados como
protestantes y la gran mayoría de ellos adoptó con satisfacción este distintivo. De ahí se pudo
conjeturar, por el amplio carácter de mi oficio, que una vez me rogase mi coronel que vigilara
una danza guerrera que algunos de nuestros indios navajos, que actuaban como activos
escuchas, calificaban de ceremonia religiosa. El coronel era un hombre práctico. Decía: «Esta
danza de guerra no es católica. No es judía. Tiene que ser protestante. Por lo tanto, pertenece a
su incumbencia.» La ilusión de que pertenecía a un grupo eclesiástico especial, que podía
considerarse verdaderamente como «anglocatólico», fue quebrantada tristemente por mis
experiencias militares. Allí me encontré frente a una realidad práctica: las necesidades
espirituales de los hombres en la guerra. Oculté mi inseguridad y traté de adueñarme de mi
tarea con los escasos dones de que era portador. Por ello, los conceptos románticos de que me
había rodeado me ayudaron poco y empezaron a desvanecerse.
Mis experiencias como capellán castrense me revelaron de manera muy enérgica la completa
irrealidad de mi postura como «anglocatólico». Por primera vez en mi vida vi a diario la
verdadera Iglesia católica en sus funciones, y precisamente junto a sacerdotes y seglares
católicos con quienes me reunió la vida militar. Junto a ellos comprobé la demostración viva de
su unidad, de su paz interior, de su bella armonía fraternal, que era la que siempre había ansiado
y de lo que tan dolorosamente había carecido. Vi que la unidad de los verdaderos católicos no
se encontraba escrita en ninguna declaración ni se basaba en la fuerza material de una poderosa
organización. Era, por el contrario, la unidad de un cuerpo vivo. El Cuerpo de Cristo, que describe
San Pablo en su carta a los Efesios.
Efectivamente, hice «ulteriores estudios», que adoptaron la forma de ese arte académico de la
disputa, que seca la sangre y paraliza la voluntad. A la terminación de la guerra me casé con una
joven que había sido educada en la misma tradición «anglocatólica» que yo y nos instalamos en
Providence (Rhode Island), donde fui nombrado párroco de la iglesia episcopal-protestante de
San Esteban. Acepté las obligaciones del cargo y procuré olvidarme de mis problemas con el
trabajo. En lugar de ello casi perdí mi alma. Quedé absorbido por muchas particularidades vanas
en el círculo alucinante del moderno trabajo «aerodinámico» de la parroquia norteamericana.
En el verano de 1948 marché como delegado norteamericano a una reunión en Inglaterra, que
se calificaba de Conferencia Internacional de Sacerdotes. Se celebraba bajo el patronato de la
Unión de Iglesias inglesas y constaba de representantes de los grupos «anglocatólicos» de
eclesiásticos de todo el mundo. La cuestión que teníamos que considerar era la unidad de la
cristiandad. Fue en el verano de la reunión de todos los protestantes del Consejo Mundial de
Iglesias, en Amsterdam, y el de la conferencia de Lambeth, de los obispos de todas las Iglesias
anglicanas. Con anterioridad había visitado las mayores ciudades de los Estados Unidos para
obtener una serie de informes eclesiásticos. Así pude comparar la Iglesia episcopal-protestante
en las diversas regiones de mi propio país, con la Iglesia estatal inglesa. Por todas partes
encontré los mismos espejismos, la misma división, la misma discordia, la misma incertidumbre;
y siempre me encontré con que los epíscopalianos, que se conducían como protestantes,
realmente lo eran; y una minoría de «anglicanocatólicos» que más o menos procuraban portarse
como católicos y no lo eran.
Regresé de Inglaterra con la firme certeza de que Cristo no edificaría la unidad del cuerpo vivo
de su Iglesia en ninguna conferencia internacional de sacerdotes ni en ningún documento o
votación. Estaba convencido de que ya la había edificado sobre la piedra que se llama Pedro.
Esta asamblea internacional puso fin a mis «ulterioriores estudios». Me hacía cargo claramente
de que sólo mi voluntad, que luchaba contra el influjo de la Gracia, me separaba de la Iglesia. La
lucha fue tan dura, tan desesperada, tan estéril, que casi me aniquiló. En mis sueños de paz me
acordé de la gran tranquilidad que emana de la filosofía de Santo Tomás de Aquino. Para
recuperarme espiritualmente, seguí durante el verano de 1949 dos cursos de filosofía
escolástica en Providence College, una fundación dominicana. Allí fue donde llegué a la sencilla
conclusión de que sólo tenía que implorar la ayuda de Dios para recibirla. Mi esposa y yo fijamos
expresamente el mes de agosto como fecha en la que queríamos poner toda nuestra confianza
en la Providencia divina. No tardó mucho. No sé cómo llegué a vislumbrar la claridad, pero sí sé
que, finalmente, la claridad estaba allí. Era como si Cristo me dijera algo parecido a lo que le dijo
al Apóstol Tomás: «Mira las señales de mi verdadero Cuerpo místico, la Iglesia. Mira su unidad
en la fe, su inquebrantable realidad y su celo. Mira su universalidad ecuménica, su catolicidad
en la vida y en el fin. Mira su rebosante santidad sobrenatural; todavía produce santos, todavía
hace a la Iglesia patria de los milagros, casa propia de la fe, como la de los candorosos niños a la
Santísima Virgen, en Fátima, que se aparece aún en nuestros días. Alarga tu mano y métela en
la herida de la lanza, que la persecución ha vuelto a abrir de nuevo en el costado de mi Cuerpo
místico. Aquí están las huellas de los clavos y de la corona de espinas. No seas incrédulo, sino
creyente.» Creí, y entonces comprendí todo lo que había ocurrido anteriormente; todo lo que
aquí he escrito.
El mundo es hoy y siempre un lugar de penas y confusión, corrompido por el materialismo y la
brutalidad, desgarrado por intereses innobles, azotado por las ráfagas del viento, del error y la
impiedad. Pero la Iglesia, hoy y siempre, es una ciudadela, renovada y perfeccionada por la
presencia del Espíritu Santo, dueña de la verdad incólume, cimentada en la piedra del Apóstol y
sostenida por su divino Señor. Dios me ha conducido a mí y a los míos a la santa ciudadela. En
ella hemos encontrado al Cristo que buscan todos los hombres. En ella hemos experimentado
el poder de la Gracia que designó a su Santa Madre como mediadora. Con ella decimos:
«Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se regocija en Dios, mi Salvador.»
EL OCULISTA
«Esta es la Iglesia que fue fundada por Cristo»
Antes de relatar mi transformación religiosa, tengo que ofrecer una idea general sobre la
situación de la Iglesia en mi patria.
La Iglesia nacional danesa de la actualidad comprende el 98 por 100 de la población total (unos
4 millones) y sólo son 22.000 los adheridos a la Iglesia católica. En muchas ciudades pequeñas,
a pesar del aumento de población, no se han edificado nuevas iglesias desde la Reforma,
prescindiendo de los templos católicos. Estos fueron erigidos después de que la Constitución del
Estado de 1849 concedió la libertad de cultos. En épocas anteriores hasta fueron demolidas
algunas iglesias. Únicamente en las grandes ciudades nacieron nuevas construcciones. Pero las
parroquias urbanas son tan extensas, que la labor del párroco es de reducido campo de acción
sobre pequeños sectores.
En el transcurso del tiempo experimentó de diversas formas la Iglesia danesa una influencia por
parte de la Iglesia luterana de Alemania. Pero, sin embargo, conservó su propio sello. Debe ésta
su particularidad a grandes personalidades danesas, como Sören Kierkegaard, N. F. S. Grundtvig
y Wilhwlm Beck así como al gran tesoro nacional de cánticos litúrgicos. La Iglesia nacional no
posee ningún órgano superior propio que pueda hablar en su nombre. Sus asuntos están
ordenados por una Dieta sin confesión religiosa, que, por ejemplo, ha concedido ahora también
el acceso a las mujeres a las dignidades y cargos espirituales. Existen en esta Iglesia diversas
tendencias, empezando por los que se muestran fieles a los antiguos conceptos religiosos,
pasando por los orientados pietistamente, para terminar en los círculos racionalistas, que niegan
la divinidad de Cristo. Hasta el credo de Nicea es considerado por algunos predicadores sólo
como un documento histórico, que no obliga a los fieles. En general, puede decirse con certeza
que muchos pastores son partidarios de los antiguos conceptos de fe, de modo que su opinión
acerca del Bautismo y de la Comunión coincide con la doctrina católicá por lo que la Iglesia
católica reconoce también el Bautismo realizado por la Iglesia nacional. De la misma forma, no
existe ninguna duda de que la mayoría de los que frecuentan la Comunión creen en la veracidad
de las palabras que pronuncia el pastor al ofrecer el pan y el vino: «Este es el Cuerpo de Cristo,
ésta es la Sangre de Cristo.»
Bastantes miembros de la Iglesia nacional entran únicamente en los templos con motivo del
Bautismo y de la Confirmación y quizá por Navidades. Pero cuando se les pregunta, se definen
sin vacilación como cristianos, lo mismo que aquellos que practican su religión. Estos relativos
cristianos inactivos tienen por su significativo número superior mayor influencia en la Iglesia que
los miembros fervorosos. Ya que no se preocupan de profundizar religiosamente, se sienten por
encima de los diversos grupos religiosos y dan gran importancia a la frase de que «la Iglesia
nacional es la Iglesia de todo el pueblo y debe abarcar toda tendencia que pueda nacer». Con
ello se pasa por alto el hecho de que la verdad sólo puede ser una y que las otras «verdades»
resultan contradictorias recíprocamente entre sí.
Puesto que no hay ninguna unidad referente a la predicación de la palabra de Dios, es grande la
tendencia a las divisiones, no sólo a divisiones de «opinión», sino a desacuerdos de auténtica
hondura. Unos pastores enseñan una cosa y otros la otra. Que esto constituye una posición
lógicamente imposible, quizá no lo reconocen con claridad los fieles de fe sencilla, puesto que
se han habituado poco a poco a ello por boca de los pastores a los que escucha cada cual.
La escuela primaria danesa tiene oficialmente una base cristiana. Pero en lo que concierne a la
enseñanza de la religión -de una educación cristiana seria no queremos hablar-, es muy
deficiente. No impide a un ateo recibir instrucción religiosa; en cambio, le está prohibido a un
católico, según la Constitución danesa, enseñar en el colegio Religión o Historia.
Debido a la instrucción religiosa, de ordinario deficiente -tanto más cuanto que en general no
está apoyada por las familias-, constituye para los pastores una ardua tarea formar en los niños
una auténtica conciencia cristiana. La preparación para la Confirmación dura medio año y,
cuando más, comprende dos horas de clase a la semana. Pero cuando este tiempo tiene que ser
empleado para enseñar las más sencillas verdades fundamentales -en mi grupo era yo el único
que sabía de memoria el Credo-, se deduce lo difícil que resulta imbuir en los niños un modo de
vivir verdaderamente cristiano. Un cristianismo auténtico exige un largo ejercicio en la oración
y en la lectura de la Sagrada Escritura. Pero, ¿cómo lo podían recibir los niños? No es extraño
que en el pueblo danés progrese el laicismo y la descristianización. Quizá pueda parecer muy
sombría esta descripción de la situación en la Iglesia nacional; pero yo creo que muchos
miembros serios de la Iglesia danesa confirmarán mi exposición.
Personalmente he tenido la dicha de haber nacido en el seno de una familia realmente cristiana.
Desde mi primera infancia no sólo tuve ante los ojos al cristianismo vivo, sino que también fui
exhortado con amor a configurar cristianamente mi propia vida.
Mi madre tenía desde joven una fe fuerte y profunda. Durante varios años actuó en la parroquia
como presidenta de la sección de jóvenes de la K. F. U. K. (Asociación Cristiana de Mujeres
Jóvenes). También con posterioridad tomó siempre parte activa en la vida de la comunidad. A
nosotros nos enseñó las oraciones de la noche. Cuando tenía la impresión de que, por ejemplo,
recitábamos maquinalmente el Padrenuestro, nos hacía repetir una oración personal que
correspondiese a nuestra comprensión infantil. Cuando poseímos el entendimiento preciso, nos
acostumbró a pedir ayuda a Dios en todas nuestras pequeñas aflicciones. Durante algún tiempo
nos reunió a los seis hijos -yo era el menor- para que rezásemos con ella una pequeña oración
matinal. También recuerdo que en otra ocasión nos hizo rezar por una tía mayor que estaba
agonizando. Percibíamos siempre el efecto de la oración intercesora de nuestra madre. Su
magnífico ejemplo era para nosotros un estímulo. El modelo de su vida cristiana, humilde,
desinteresada -fruto de su íntima fe y de su unión con Dios, renovada a diario-, nos inspiraba
veneración. En la iglesia, especialmente en el sagrario, buscaba la fuerza para poder cumplir con
todas las obligaciones hogareñas y familiares y hacer frente a los no pequeños problemas que
traían consigo la dirección de la economía doméstica y la educación de los niños. Por la mañana,
cuando estábamos en el colegio, solía tener su «hora silenciosa»; primeramente leía en su
habitación un capítulo de la Biblia; luego se dirigía a la alcoba, donde, de rodillas, hacía ante su
cama un rato de oración. Uno de mis hermanos la ha definido certeramente, al decir ante ella,
cuando la enterramos: «La iglesia fue su segundo hogar.»
Mi padre frecuentaba la iglesia, de vez en cuando, en sus años jóvenes. Pero pronto se vio
atacado por una sordera tan grave, que sacaba poquísimo provecho del paso por la iglesia. Por
lo demás, era muy taciturno y hablaba poco sobre asuntos religiosos. Su interés se concentraba
en los problemas psíquicos. Una serie de libros de un místico danés no cristiano, formaban sus
lecturas favoritas. Creía en el valor de la oración; cuando cierta vez fue hospitalizada mi madre
y días después tuvo que ser operada de una úlcera cancerosa, nos pidió que rezásemos con él,
como así lo hicimos.
Deseo contar algo que me ocurrió cuando tenía unos nueve años, que a muchos les puede
parecer quizá fútil. Pero para mí fue de mucha trascendencia en los años siguientes. En un diario
apareció un jeroglífico, cuya solución exacta se premiaba con un reloj con cadena. En caso de
darse varias soluciones acertadas, un sorteo determinaría el ganador. Excepcionalmente, envié
yo también una solución y pedí a Dios, en mi piedad infantil; que hiciese que me correspondiera
el premio, si ninguno lo merecía más que yo. A los dos días se desbordó mi alegría al ver en el
periódico mi nombre como ganador del reloj. En seguida comuniqué a mi madre el feliz
acontecimiento. Pero ella me opuso la pregunta: «¿Se lo has agradecido a Dios?» Para mi
vergüenza, tuve que contestar: «No; todavía no.»
Con motivo de la boda de mi hermano mayor, entré por primera vez en contacto con la Iglesia
católica. Y es que había elegido como esposa a una vienesa católica. Por ello mi madre no mostró
al principio gran alegría, pero finalmente convino: «Lo importante es que sea cristiana.» La boda
tuvo lugar cuando contaba yo catorce años. La celebración del matrimonió en la Iglesia católica
no me dijo nada especial y estaba desilusionado, porque sólo entendía algunos fragmentos del
lenguaje latino de la Iglesia.
Durante muchos años fui asiduo visitante de la iglesia. De ordinario iba a oír un mismo
predicador. Pero también entraba en otras iglesias en busca de «descubrimientos». A nuestra
propia parroquia no acudía más que de vez en cuando, pues a mi entender sólo sacaba pequeños
beneficios de las predicaciones de sus pastores. Además, el estilo moderno que había informado
la construcción de nuestro templo predisponía poco al recogimiento. Un par de veces al año
recibía la Comunión para mi mayor provecho espiritual, como yo creía. ¿Por qué no lo hacía con
mayor frecuencia? La causa de ello habría que buscarla en la especial circunstancia de que la
Comunión, en nuestra Iglesia nacional, era repartida a última hora, después del «cántico final»,
cuando una gran parte de los fieles había abandonado ya la iglesia.
El provecho que uno pudiera llevarse dependía siempre, poco más o menos, del predicador al
cual se iba a oír (prescindiendo de la Comunión). ¡La predicación formaba una parte tan
integrante del culto! Los cánticos litúrgicos, que yo amaba y que todavía ahora conmueven mi
corazón, predisponían el alma, pero la predicación era lo esencial. Con frecuencia solía ser
elocuente, edificaba el alma y la ayudaba a sentir el principio de una emoción religiosa. Pero,
por desgracia, todo resultaba infructuoso a la postre y no me reportaba ningún beneficio
espiritual o, lo que era peor, sembraba dudas y desconciertos en mi mente por el desacuerdo
entre los pastores en la interpretación del Evangelio. Lo que uno decía estaba en contradicción
con lo que los demás enseñaban. Esta dificultad no existía cuando uno se limitaba a seguir las
orientaciones de un solo pastor, pero en cuanto se escuchaba a más de uno surgía
inmediatamente la falta de unidad en cuanto a la interpretación de las verdades de la fe.
También me parecía que la exégesis oral debía estar orientada siempre a la Comunión y ocupar
ésta un puesto central en el culto. Dentro de la Iglesia nacional había un grupo de fieles que
compartía mi opinión y aspiraba a realizarla. Pero hasta la fecha no se pudo llevar a cabo aún la
innovación.
Durante algún tiempo escuché con gusto a uno de los predicadores, en el que percibía una
acusada tendencia mística. También leí los libros que había escrito, pero al fin comprobé que no
podía ofrecerme lo que yo buscaba. Fue para mí muy triste reconocer que sus sermones me
resultaban estériles espiritualmente hablando. Mi afán por la práctica religiosa disminuyó.
Durante muchos años había extraído mi alimento espiritual no sólo de la asistencia a los cultos,
sino también de mi lectura vespertina. Esta costumbre nació al prometer a Dios, creo que a la
edad de doce años en una tarde tormentosa en el campo, leer cada noche un trozo de la Biblia.
Puede tenerse una u otra opinión acerca de la validez de una tal promesa. Pero, en todo caso,
el saberme unido a ella fue para mí, durante años, de gran importancia. Generalmente, leía el
Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, pero la mayoría de las veces he leído sistemáticamente
toda la Biblia. De las Epístolas de San Pablo y de los Salmos entendí muy poco en mis años
jóvenes, y también llegó el tiempo en que tuve la impresión de que la lectura de la Biblia no me
aprovechaba nada; no tenía a nadie «que me instruyese». De este modo se despertó en mí el
deseo de algo distinto. Por lo tanto, me permití leer otros libros en lugar de la Biblia; por
ejemplo, recopilaciones de sermones y obras del profesor Wilhelm Gronbech. Sus tomos sobre
Jesús y Pablo despertaron mi especial interés. Puede decirse, por cierto, que la personalidad de
Jesús y del Apóstol de las gentes está reflejada en estos libros a través de un místico hindú. Quizá
fuese éste el motivo por el cual estas obras, a pesar de su contenido extraordinariamente
sugestivo, me dejaran poco a poco indiferente y vacío. Por consiguiente, no existía ninguna
posibilidad de adelantar por este camino en la vida espiritual. Por ello me refugié cada vez más
en la oración. No quiero afirmar con esto que, en principio, rezase mucho, pero la oración
constituía para mí una necesidad. Me hice cargo de que el orar era como la respiración del alma.
La manera de llenar con ello mi vida todavía no lo veía.
¿Dónde se encontraba, pues, la oculta fuente de mi vida religiosa que mantenía mi relación
personal con Dios? Tuve que responderme con negaciones. Tanto mi contacto con la Iglesia
nacional como la lectura de la Biblia y la vida de oración me habían llevado a un punto muerto.
¿Qué me impulsó interiormente a seguir adelante? Apenas me atrevo a tocar este tema. Lo que
sostuvo mi fe es difícil de expresar y sólo podrá ser descrito gráficamente. Thomas Merton
escribe en su libro «Sedds of Contemplation» (Promesas del silencio) que cree que el alma
humana tiene una «punta de alma», con cuya ayuda mantiene Dios nuestra existencia; un ápice,
donde nuestra incierta existencia depende de su amor. Estoy completamente seguro de que en
nuestro espíritu existe ese punto de contacto, una antena por medio de la cual se puede
encontrar a Dios por la experiencia personal de su infinita realidad.
¿Por qué tenía que buscar otro camino? ¿Por qué no podía orientarme sencillamente como
muchos otros en la Iglesia nacional y elegir un predicador que me satisficiese? ¿Por qué
teníamos que necesitar los hombres una evolución religiosa? ¿No estábamos redimidos para
siempre y no nos podíamos apoyar, con completa seguridad de salvación, en la infinita
misericordia de Dios? ¿Qué se entiende generalmente por evolución religiosa de una persona?
¿No quiere decir el crecimiento de la fe en Él?
Según la doctrina de Santo Tomás, el ansia natural del alma a la contemplación de Dios es lo
último demostrable en el acto de fe. Por consiguiente, con la fe nace también el anhelo del alma
de conocer a Dios. Soren Kierkegaard escribe: «Conocer a Dios es lo decisivo, es la idea de que
una persona sea santificada por él según su destino, lo que capacita a los hombres para concebir
el misterio; necesitar a Dios es la suprema perfección del hombre.»
¿Cómo se llega al conocimiento de Dios? ¿De qué modo depende toda nuestra vida de Él?
¿Dónde se sostiene la tendencia hacia la unidad de corazones, que alguna vez nos permita ver a
Dios? Evidentemente, se necesita para ello una evolución. ¿Pero cómo? Para que la fe crezca y
se fortalezca tiene que ser alimentada por medio de los Sacramentos, la oración y el estudio de
las Sagradas Escrituras.
Con el tiempo se impuso en mí esta pregunta: «¿Se halla la Iglesia nacional danesa en
condiciones de ayudar a los fieles en su evolución?» A sus oficios divinos se va, según sus preces
de entrada, «para escuchar lo que tiene que decirnos Dios», y en las preces finales se dan gracias
por lo que «hemos aprendido, lo que debemos creer y hacer». Mas ¿dónde queda la adoración?
Aparece en los cantos litúrgicos. Pero esto no me bastaba. Tenía la sensación que le faltaba algo
especial al culto. ¿No vamos a la casa de Dios para adorarle, para entregarle por completo
nuestra alma, a fin de que la moldee a su voluntad? Para adorarle de todo corazón, el cuerpo
debería también participar, debería postrarse de rodillas. En la Iglesia luterana no ocurre así;
sólo el pastor se arrodilla de cuando en cuando. ¿Por qué no hacerlo también los fieles?
El culto me parecía como una especie de clase escolar, a la cual le faltaba la posibilidad de salir
al encuentro de las necesidades especiales de los alumnos aislados en cuanto al saber y a la
evolución. Si sucedió el caso de que uno necesitase ayuda, constituía rara casualidad que la
encontrase en un determinado sacerdote o en un determinado sermón.
Me repetía: Si mi Iglesia es la Iglesia de Cristo, como Él la deseaba tener, debería poder ayudar
también a los fieles por medio de una acción ordenada; pero nuestra iglesia «existía» solamente
en el culto dominical. Ir a ver a un pastor para pedirle ayuda o consejo en el campo de la cura
de almas ordinaria, como algo natural, algo a lo que fue uno exhortado desde niño,
sencillamente, no era posible. No se podía sostener ninguna conversación sobre estos temas.
Un día me vino el pensamiento de que quizá en la confesión católica, además del perdón de los
pecados, se encontraría también una especie de consultorio espiritual que permitiese a los fieles
aislados progresar mejor en el camino de la perfección. Ni remotamente se me habría ocurrido
considerar la posibilidad de una conversión. Esta idea me hubiera repugnado mucho más, y sólo
una cosa me interesaba: saber si en la confesión católica existía también la facultad de consulta
con el sacerdote. Por ello pedí a un colega católico que me proporcionase alguna literatura sobre
la práctica de este Sacramento en la Iglesia romana. Me prometió preguntar a su director
espiritual sobre ello. Entonces convinimos en que visitase personalmente a un sacerdote. Este
me explicó que no se podía aislar la doctrina de la confesión de la doctrina cristiana, considerada
como un todo, para estudiarla como una parte. Por lo cual me aconsejó que debía conocer el
contenido total de la fe católica. Tuve que declararme conforme con esta sugestión y recibí del
sacerdote Karl Adam la «Esencia del cristianismo». También leí el «Etude sur la psycologie des
mystiches», de Maréchal, y la «Vida de Jesús», de Riciotti. Con el estudio de estos libros descubrí
que la contemplación y la mística son cosas esenciales en la Iglesia católica, mientras en la Iglesia
luterana sólo son algo periférico y secundario. Este hecho fue el que me indujo en gran parte a
la conversión. Pero no fue el único motivo. Una conversión es un SÍ a toda la doctrina, sin
postergación o exclusión de una parte.
En mi posterior estudio de la fe romana, comprobé con sorpresa que lo más importante que yo
había tenido hasta entonces era católico, mientras que, por el contrario, tenía que rechazar el
concepto protestante en aquellas partes que se tomaban por uniformes. Por lo demás, era
desgraciadamente casi imposible distinguir lo que realmente pertenecía al credo protestante,
porque faltaba concordia y lógica doctrinales. Algún punto de vista de Lutero se modificó
después de la separación del reformador con Roma. ¡Cuánto más tienen que discrepar los
conceptos al cabo del tiempo!
Todavía leí dos tratados teológicos modernos, luteranos, que una vez más me demostraron que
no existe ninguna unidad en la doctrina luterana. ¿Pero es imaginable acaso la Iglesia de Cristo
sin unidad en la fe? Sería imposible citar todos los puntos en los cuales mi conciencia me obligó
a aprobar el concepto católico. En todos los puntos tenía que capitular, después de conocer su
argumentación, y tuve que dejarme convencer a base de la Sagrada Escritura o de los signos de
la Iglesia primitiva. Con frecuencia me sentía avergonzado, al reconocer que había tenido una
opinión totalmente falsa, en muchos puntos, de la Iglesia romana. Una instrucción religiosa
deficiente que, no haciendo justicia a la Iglesia católica, había sido la causante de ello.
En el caso de que alguno de mis compatriotas luteranos lea este relato, deseo hacerles resaltar
que es inútil querer comprender y aceptar algunos puntos aislados de la doctrina católica sin
poseer unos ciertos conocimientos de toda la doctrina y de la Iglesia que estén basados en la
Biblia y en la práctica de la Iglesia primitiva. O hay que admitir que Jesucristo, con el fin de
ofrecer a la humanidad la gracia de la Redención, fundó una Iglesia universal apostólica, la cual
confirió al Espíritu Santo para la pureza de su doctrina, o se considera el otro caso: atreverse a
opinar que Cristo no había fundado ninguna Iglesia provista de autoridad doctrinaria universal.
Pero entonces sus miembros sólo podrían confiar en la Biblia y la conciencia personal. Puesto
que nos separan siglos del tiempo en que el Señor evangelizó sobre la Tierra, son enormes las
dificultades para la verdadera interpretación de la Biblia y están en continuo crecimiento. Pero
apenas se puede pensar en una tal situación como la voluntad y el deseo de Cristo. Después de
la separación de alguna Iglesia en el siglo XVI, estalló el cisma y la división en más de cien sectas,
de las cuales cada una sostenía sus propias doctrinas, con frecuencia antagónicas a las demás.
Esta evolución ha conducido a una completa anarquía de las opiniones, en las cuales apenas se
puede orientar un teólogo ni mucho menos un laico; opiniones a las cuales es imposible asentir,
puesto que sólo existe una verdad.
Lo que especialmente llamó aún con más fuerza mi atención fue la rica y frondosa fe en el
Espíritu Santo. Si hubiese tenido que formarme un juicio del Espíritu Santo en la Iglesia danesa,
no hubiera podido entender el dogma de la Tercera Persona comparada con las otras dos
Personas en la Trinidad de Dios. Llenar este vacío en mi fe significaba para mí una gran claridad
y fortaleza espiritual.
A esto hubo que añadir la doctrina del Santo Sacrificio de la Misa, que para mí representaba una
realidad completamente nueva. Me resulta incomprensible por completo que la Iglesia luterana
prescinda de la Misa y prive con ello al culto de su mayor fuerza, pues lo convierte en algo
totalmente diferente a lo que fue en los orígenes de la Iglesia. El Sacrificio de la Misa en su
doctrina me conmovió profundamente e incluso, sin haber asistido ni siquiera a una Misa, decidí,
ya que mi conciencia no me dejaba abierto otro camino, convertirme al catolicismo. Después de
medio año de instrucción, tuvo lugar el 2 de febrero de 1946 mi ingreso en la Iglesia, que en su
centro encierra la Sagrada Eucaristía. Algunos meses después me siguió también mi esposa. Por
lo demás, me había propuesto la conversión como el único camino posible, al discutir con ella
los problemas que tanto me preocupaban.
Mis esperas no se han frustrado desde entonces; al contrario, han sido excedidas.
Para los protestantes que lean estos renglones y no puedan comprender mi punto de vista, sólo
quiero insistir expresamente en lo siguiente: que no tomen ninguna postura frente a la Iglesia
católica sin haber estudiado realmente su doctrina. Mucho de aquello que de antemano creen
saber acerca de la Iglesia de Roma es erróneo o incompleto. Que hagan para ello un estudio
fundamentado y juicioso de sus fundamentos, a base de diversos libros y precisamente de libros
católicos: que no condenen precipitadamente a la Iglesia cuando uno u otro de sus dogmas no
les parezca evidente en el acto. Más bien continúen su estudio o, mejor, se dirijan a un sacerdote
católico, y estoy convencido de que el que busca lo verdadero, confesará: ésta es la Iglesia que
fue fundada por Cristo y edificada sobre la piedra de Pedro.
El que me conozca, sabe que tuve la desdicha de ser atea. Envenenada por las falsas doctrinas
del racionalismo y el materialismo, hice todo lo posible, con obstinada fe en estos dos
abominables sofismas, para propagar mis equivocadas ideas. De tal manera estaba poseída por
el error, que por amor honrado a la justicia social me hice miembro del Partido Socialista, de ese
partido que está edificado sobre las doctrinas de Carlos Marx y el absoluto materialismo
histórico.
Antes de la guerra civil y durante la segunda república, la «República de los trabajadores», como
se la llamó, desempeñé cargos importantes de la vida pública. Así, por ejemplo, fui secretaria
del Consejo Superior para la Protección de la Mujer y representé a las mujeres españolas en la
Oficina Internacional de Colocación Obrera en Ginebra. Durante la guerra civil actué de jefe del
Departamento de Prensa y Propaganda del Estado Mayor General Rojo y en la Comisaría del
Ejército, donde tuve el grado de coronel.
En este período, durante la guerra civil, encontré nuevamente la fe de mi juventud. Pero debo
relatar lo que precedió a mi vuelta al catolicismo.
En mayo de 1936, dos meses antes del comienzo de la guerra, había venido Bela Kun 17 a España
para preparar la insurrección armada del pueblo. Sabía bien que la misión que le había
encomendado la Komintern de Moscú encontraría la más eficaz resistencia en el catolicismo
español, no con ninguna clase de armas materiales, sino con su doctrina. Después de haber
deliberado con sus amigos moscovitas, decidió asestar a la religión un duro y decisivo golpe,
para confundir y aplastar a sus representantes.
El 4 de mayo de 1935 se propagó entre las clases pobres de Madrid la monstruosa calumnia de
que las Damas Catequistas, las monjas y los miembros de la Acción Católica habían repartido
caramelos envenenados entre los niños de las barriadas obreras para terminar de una vez con
la «raza marxista». La reacción de las incultas masas populares no se dejó esperar. Acaudilladas
por los agitadores encargados de excitar al pueblo, cargaron contra los conventos. Las monjas
fueron arrancadas de sus claustros y asesinadas bárbaramente. Se las ató desnudas a la trasera
de un automóvil y fueron arrastradas a toda velocidad. Una suerte parecida les cupo a las
mujeres pertenecientes a las asociaciones católicas que osaron salir de sus casas en aquellos
espantosos días. Más de cien personas perecieron entonces en Madrid, sin que las autoridades
interviniesen para evitarlo.
También mi madre se contó entre las víctimas. Pertenecía, desde muchos años antes, a la Acción
Católica. Vivía en las casas de trabajadores de Cuatro Caminos y era bien conocida por su piedad
y amor al prójimo. Sin tener noción de lo que ocurría en la calle, salió de casa. Un grupo de unas
sesenta personas -si así se puede llamar a aquella gente- la detuvo y la maltrató. En contestación
a sus justificadas protestas, fue lanzada al suelo e inhumanamente pateada. La jauría bailó sobre
su pecho y le rompió varias costillas. Su rostro fue golpeado de tal modo, que perdió un ojo. La
arrastraron de los pelos hasta que el moño, junto con la base del cabello, se separó de la cabeza.
Mi pobre madrecita no era más que una porción de carne chorreante de sangre, cuando se
empezó a jugar con ella al fútbol. Como despedida, alguien le asestó dos navajazos, uno en una
17
Comunista húngaro, nacido en el 1886 en Szilagycseh, dirigió en 1919 la Revolución húngara y preparó el advenimiento de la República
soviética.
pierna y otro en el estómago y, así maltratada, la abandonaron en la calle. Pero lo más terrible
fue que, con todo eso, mi madre no murió. No había perdido ni un solo minuto el conocimiento
durante las cuatro horas que duró su martirio. Como me comunicó posteriormente, ofreció a
Dios todos sus indescriptibles sufrimientos por mi conversión... ¡Una madre cristiana!
Los malos tratos de. que fue objeto mi madre y la política izquierdista que había promovido los
sucesos, me causaron la mayor consternación. Mi confianza en el sistema que así procedía
empezó a debilitarse. Pero aun cuando mi fe en los hombres había experimentado un rudo
golpe, seguí aferrada a mis errores.
Cuando mi madre se recuperó ligeramente de la brutal paliza, me confesó un día: «Por ti, hija
querida, he sufrido este martirio. Sé que en el fondo eres buena pero estás ciega y no
comprendes. ¡Quiera Dios que pueda presenciar el consolador día de tu conversión!» Admiré la
fe de mi madre y le agradecí el heroico espíritu de sacrificio que denotaba tanta benevolencia y
amor materno. Pero seguí adelante por mi camino marxista y declaradamente antirreligioso. Por
lo demás, me sentía dichosa y feliz. No creía en Dios y por lo tanto no le agradecía el bienestar
personal y la riqueza con que me colmaba. Era una joven afortunada, tenía éxito en mi trabajo
y en la política, y estaba casada con un hombre rico y guapo que me mimaba. Teníamos una
niñita cariñosa, en la que ya veía una futura mujer importante. En una palabra, poseía todo lo
que puede hacer feliz a una persona en este mundo... Y entonces Dios me lo quitó todo, para
que el dolor y el sufrimiento me devolviesen a Él, después de que la gratitud no me hubiese
abierto los ojos del alma.
Por lo pronto, vi fallar la doctrina que había considerado como el objeto de mi vida. No sólo
fallaban los hombres, sino también la teoría, cuando se la pretendía llevar a la práctica. Pues los
hombres que habían sido educados en las concepciones materialistas se transformaron en fieras
tan pronto como se vieron con las armas en la mano. Su instinto, sin el freno del espíritu,
estrangulaba la idea.
Todo empezó a hundirse en torno mío. Mi mundo interior naufragó en una negra noche. Las
desdichas se acumularon sobre mi vida. Mi marido, que en otro tiempo estuvo tan enamorado
y no veía más que por mis ojos, cayó en las redes de una mujer depravada. Esta mujer -que más
tarde murió de cáncer- logró influir de tal manera en él por medio del alcohol y los
estupefacientes, que le convirtió en siervo absoluto de su voluntad. Después de su muerte, mi
esposo se consagró a ciegas al partido comunista, del que fue dócil instrumento, pero de mi se
separó para siempre. Perdí también mi casa y mis bienes. Lo perdí todo. Durante una temporada
apenas tuve pan para mis hijos, de los cuales el más joven había venido al mundo en plena
guerra, durante el invierno de 1936.
Mi madre, que compartía mis penas y privaciones, me aconsejó así: «Dios te llama y te manda
estas pruebas para que te acuerdes de su misericordia. Creíste poseerlo todo sin Él y sin Él nada
tiene valor, ni en este mundo ni en el otro mundo. ¡No le cierres tu corazón, échate en sus
misericordiosos brazos!»
Empecé a considerar entonces que quizá tuviese razón mi madre, que quizá existía un Dios y
otra vida mejor. ¿Era posible un efecto sin causa y un motivo sin consecuencia? ¿No tuvo que
producir lo bueno a lo bueno y lo malo sólo a lo malo? ¿No tiene que corresponder el fruto a la
simiente? Yo meditaba: ¿Por qué en el mundo lo bueno arrastra a lo malo y lo malo a lo bueno,
como frecuentemente se podía comprobar en los episodios de nuestra guerra?... ¿Tenía que
darse realmente una prolongación de nuestra existencia, donde el fruto respondiese a la
siembra? Sin duda, tenía que ser así. Esta «existencia prolongada» era justamente aquello que
los creyentes llaman «el otro mundo». La justicia y la lógica exigían ciegamente, la aceptación
de esta verdad. Mis convicciones materialistas empezaron a vacilar.
Si existía otro mundo y una otra vida, tenía que existir también una parte de nuestro ser que
pudiera comprenderlo. No nuestro cuerpo, que finaliza en este mundo. ¿Sería el alma? ¿Existiría
realmente? Admitir su existencia significaba también reconocer a Dios, a Él, el espíritu más
elevado, la suprema justicia, la razón más pura...
Roída por las dudas internas, fui a ver a un sacerdote piadoso y sabio, al profesor de Religión de
mi época escolar. Ante él desnudé mi corazón. Trató de tranquilizarme con argumentos
teológicos, pero no pudo convencer mi entendimiento ni conmover mi corazón. A todos sus
argumentos oponía yo un incansable «por qué». ¿Por qué lo malo? ¿Por qué el pecado? ¿Por
qué?... ¿Por qué?...
Don Fidel -así se llamaba el sacerdote- fue a la biblioteca y volvió con un. «Quijote» en la mano.
Lo abrió al azar por una página y me dijo: «Mire usted; unas letras son grandes, mayúsculas; las
otras son pequeñas, minúsculas. En ambos tipos las hay panzudas, como la «o», y delgadas,
como la «i». Contemple las letras del título: éstas dominan con sus elegantes rasgos la página
entera. Pero si fuesen idénticas todas las letras no habría ninguna diferencia de tamaño, forma
y posición y por lo tanto no nos agradaría la configuración del libro. Lo mismo ocurre con la vida,
con lo bueno y lo malo que se encuentra en la vida. Imagínese a usted misma y a los hombres
como letras en el libro eterno que Dios escribe, cuyo significado sólo Dios puede descifrar.»
Medité algo sobre estas explicaciones, pero mi corazón quedó vacío y en tinieblas.
Llegó entonces la noche que no olvidaré jamás. Fue todavía durante la guerra civil. Mi niña de
seis años, mi dulce favorita, en la que había puesto toda la esperanza de mi futuro, estaba
enferma desde algunos días atrás. Por falta de los medicamentos que el médico había recetado,
empeoraba de día en día y en aquella noche temí lo peor. La fiebre había aumentado y la niña
estaba en delirio, sumamente agitada. Quedé anonadada de miedo y de pena. En esta hora
terrible me tocó la Gracia. Comprendí que Dios me castigaba en la carne de mi hija predilecta,
pues estaba a punto de perderla como había perdido la fe política, el hogar, la casa y todo lo
mío. El menor había nacido unos meses antes y ahora debía perder en esta noche a la mayor...
«¡Pero no, Dios mío; esto ya no!», imploré de, pronto, cayendo de rodillas y anegándome en
lágrimas. «¡Castígame a mí, Señor! Confieso haber pecado contra Ti, tanto, que te negué. Pero
no me castigues en mi hija inocente. Te ofrezco mi carne pecadora, estoy dispuesta a cualquier
expiación. ¡Pero por Tu misericordia, salva a mi hija!» Oré y supliqué, recé todas las oraciones
de mi infancia que venían de nuevo a mi mente. Mis ojos buscaron en las paredes un cuadro
religioso ante el cual pudiese repetir mis súplicas; como no había ninguno colgado, me lancé al
cuarto de mi madre y le pedí un crucifijo. En este instante me estrechó en sus brazos y lloró.
«Sabía -me dijo- que llegaría este momento. Alabado sea Dios, que me ha dejado vivir lo
bastante para presenciar tu conversión. Te lo agradezco, mi Dios y Señor, y haz que mi hija, que
hoy se convierte a Ti, no pierda jamás la fe. Ahora puedo morir tranquila.»
Pasamos la noche en oración las dos juntas. A la mañana siguiente había mejorado
perceptiblemente el estado de la niña y pronto quedó restablecida por completo. Fue salvada
por la misericordia de Dios y hoy es una muchacha sana y vigorosa. Su hermano tiene ya catorce
años y es un chico guapo. El Señor los conserve como son ahora: buenos y puros.
Poco tiempo después murió mi madre, santamente, como había vivido. Sin duda, había querido
regalarle el Señor el gozoso día de mi conversión antes de llamarla a su lado. Ahora sigo el
camino que Él me señaló y continuamente tengo que ensalzar su misericordia por la gracia de la
fe con que me ha favorecido.
Dos madres han padecido por mí: la madre física, que ofreció su martirio por mi conversión, y
mi patria, España, que en sus hijos padeció durante treinta y dos largos meses la tortura de la
guerra civil.
Fuera de nuestras fronteras se sabe muy poco que España constituyó un verdadero feudo del
comunismo, después que se hubo impuesto en el año 1936 el «Frente Popular». Entonces no
hubo ninguna ley que no fuese violada, ninguna organización que por muy santa, no se la
hubiese pisoteado. Familia, religión y honor eran calificados de «prejuicios burgueses». Entre las
juventudes marxistas se loaba el «amor libre» y se permitían las mayores monstruosidades. Los
hijos fueron excitados a rebelarse contra la autoridad paterna. Se acusaba a la religión porque
frenaba las tendencias desordenadas; porque denegaba la libertad sin límites, se la injurió con
el mote de «opio del pueblo». Honor y decoro cambiaron de sentido y de rumbo. El diputado
socialista Indalecio Prieto se vanagloriaba en las Cortes, con arrogantes palabras, de que los
marxistas no tenían el sentimiento del honor... El viejo saludo «adiós» fue suprimido porque en
él aparecía la palabra Dios. El que lo utilizaba era perseguido. Aquel que de modo visible llevaba
en la calle una crucecita era insultado. Y tales agresiones resultaban amparadas por la autoridad,
pues se consideraban como actos legales de justicia contra los que rendían homenaje a «falsas
ideologías». El estudiante Matías Montero fue asesinado en plena calle porque se atrevió a leer
un periódico no agradable a los marxistas. El diputado Calvo Sotelo fue asesinado por la propia
Policía por orden secreta del ministro Casares Quiroga. Como un criminal fue sacado de su casa,
de madrugada, bajo «palabra de honor» de que nada le ocurriría...
Una situación tal, con su monstruoso desorden e inseguridad constante, inflamó en los
corazones de todos aquellos que pensaban con rectitud el ansia de un «Caudillo», de un guía
militar frente a los tiranos rojos, que amenazaban con subyugar a España por completo. Franco,
el eminente soldado, fue el que tomó para sí la enorme responsabilidad y el que inició la guerra
de liberación contra las hordas del mal.
Llegó lo inevitable: Rusia, que hasta ahora se había ocultado en el partido comunista español,
se atrevió a mostrarse abiertamente y se quitó todas sus caretas. Envió a España las tristemente
famosas Brigadas Internacionales y a sus técnicos, con armas y municiones de todas clases. Todo
ello bajo dos condiciones: la entrega de las reservas nacionales de oro y el derecho a intervenir
directamente en el Gobierno.
Al mismo tiempo que se desencadenaba en los frentes la guerra civil, causaba estragos en la
retaguardia una verdadera lucha de exterminio contra aquellos de los cuales se sospechaba que
mantenían orientaciones antimarxistas. Los piquetes de ejecución penetraron en las casas para
llevarse a los hombres por simples denuncias de «sospechosos» y fusilarnos en las afueras de
las ciudades y los pueblos, sin indagación ni juicio legal. Una enemistad con un miliciano, aun
sólo por un motivo completamente privado, bastaba para ser detenido y asesinado sin piedad.
Durante los treinta y dos meses que duró la guerra civil, sólo en Madrid y sus alrededores fueron
asesinadas alrededor de 60.000 personas, entre ellas muchos sacerdotes.
¿Qué pretendía Rusia con este proceder? La sumisión del pueblo español por el terror, para
poder luego encerrar a Europa en las tenazas de Moscú y Madrid. El mismo embajador soviético,
Rosenberg, declaró en un mitin político en el Hotel «Metropol», de Valencia, que Rusia esperaba
someter por este camino a toda Europa.
Pero Rusia no llegó a su objetivo; España emuló a los titanes y la fortaleza ibérica no fue
comunista. Antes bien, se demostró defensora de la cultura y del espíritu occidentales, mientras
frustraba los ambiciosos anhelos del señor del Kremlin. El 1 de abril de 1939 se llegó hasta tal
punto con la ayuda de Dios, que Franco pudo lanzar el tan histórico como importante último
parte de guerra: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas
nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.»
¡La guerra ha terminado! Han terminado las noches de terror y aflicción en que las milicias
asesinas arrancaron de los brazos familiares a los seres más queridos y aniquilaron familias
enteras. Lancé gritos de alegría en mi fe, en esa fe a la que con tanto retraso había abierto de
nuevo mi alma, pero a la que ahora estoy adherida con todo fervor y entusiasmo.
Esta es, en sencillas palabras, la historia de mi vuelta a Dios. Circunstancias diversas han
contribuido a ello. Pero creo debo mi conversión, principalmente, a la sangre que derramó mi
madre y al martirio que ofreció por mí. Dos veces me ha dado a luz: primero, con los dolores del
parto, para mi vida corporal; después, con la tortura que padeció para la salvación de mi pobre
alma. Quiera darle Dios por ello la corona de la gloria eterna.
LA ESCRITORA
«¿Contra quién y contra qué protestan aún?»
¿Por qué «volví» a la Iglesia católica? Sé que muchos me harán esta pregunta, especialmente
aquellos de cuya ideología religiosa me he alejado. Una causa material, palpable, que hiciese
madurar en mí esta decisión, apenas se encontrará. Y en una época de luchas partidistas, de
inquietudes y de duras angustias por la existencia, la palabra que yo debo emplear casi les podría
sonar ridícula. Esta: convicción.
Como cuestión previa quiero aclarar el significado del vocablo «vuelta» que empleo para definir
mi caso. Aparentemente se trata sólo de una diferencia insignificante, la que existe entre
«vuelta» y «conversión». El término «conversión» se refiere al paso de una religión como la
mahometana, hindú o judaica, al cristianismo, o cuando una persona completamente atea se
hace creyente. Sin embargo, como partidaria de la confesión evangélico-luterana sólo podía
«regresar» a la Iglesia católica. Ante todo, tengo que confesar que mi mérito es muy escaso, o
quizá, mejor dicho, nulo, al encontrar el camino que me condujo a la verdad. Única y
exclusivamente he de agradecer a la gracia especial de Dios el que, si bien con grandes rodeos,
me llevase finalmente al hogar de sus hijos.
No es de ningún modo fácil salirse del ambiente en que nos coloca nuestro nacimiento. Además
yo no buscaba el catolicismo; yo buscaba a Cristo. Y estoy firmemente convencida de que
también Él me buscaba a mí. Lo que yo puse de mi parte consistió sólo en no cerrar mi corazón
a las corrientes espirituales, a las que quizá por naturaleza es accesible mi alma, porque Dios me
ha bendecido con una cierta aptitud poética. Jamás fui parcial. Y no obstante, el camino fue largo
y penoso hasta encontrar la luz que buscaba.
El exceso de trabajo a que hoy obliga la vida deja poco tiempo para mirar hacia dentro y capturar
uno de los raros instantes en que la Gracia del Espíritu Santo resplandece visiblemente en
nuestro ser; o mejor, la antena, el aparato receptor de nuestra alma, posee la potencia debida
para recibir las continuar ondas que giran en su torno. Estos son los raros momentos de la Gracia.
Sin embargo, por desdicha, nuestra alma está sintonizada generalmente en falsas longitudes de
onda.
Aquí sólo puedo rendir cuentas de mis experiencias personales. Con frecuencia sentí la infinita
bondad de Dios en épocas en que mi situación era realmente desesperada. Tengo presente
sobre todo un día crítico de la segunda guerra mundial. Fue el 5 de septiembre de 1944.
Por la mañana de ese día oímos -como ya lo habíamos oído frecuentemente en el transcurso de
los meses anteriores- el ululante sonido de las sirenas, que nos anunciaban un ataque aéreo. Era
un día caluroso y soleado y nos resultaba penosísimo respirar durante horas enteras el aire
húmedo del sótano. Nosotras, las mujeres, sólo interrumpíamos nuestra labor casera y nos
dirigíamos a la cueva, después de los repetidos y enérgicos requerimientos del jefe de casa.
Apenas se cerró la puerta del refugio, empezó a vibrar el edificio bajo la violencia de las fuertes
explosiones. Se apagó la luz, enmudeció la radio, se rompieron las cañerías del agua. Una bomba
tras otra cayeron en las inmediaciones. En estos minutos de tensión nerviosa se agarró a mí,
muy asustado y lloroso, un niño desconocido. Muchos se lamentaban, aterrorizados, mientras
una mujer sentada junto a mí rezaba con tranquilidad en voz alta el Avemaría... Abracé al
desconsolado niño y me uní a la oración. «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte...» El sosiego entró en mi corazón y sentí como si todo lo que a mi alrededor
sucedía lo percibiese como muy lejano. Si la guerra me había robado todo el gozo de vivir, ¿para
qué quería entonces seguir viviendo?
El intenso bombardeo duró aproximadamente una hora en nuestro sector. Pensábamos que la
casa se habría derrumbado, pero vimos que, a pesar de la enorme devastación en derredor,
había quedado relativamente intacta. Pero el refugio de las casas vecinas estaba destrozado a
consecuencia de unos impactos. Allí hubo treinta y seis muertos. En mi vivienda sólo se había
roto un pequeño jarrón y la presión del aire había arrancado la jamba de una ventana. Corrí
apresuradamente a una calle próxima, donde vivía mi madre. Gracias a Dios, también estaba
ilesa. Mi primer pensamiento fue agradecérselo al Señor. Corrí a la iglesia católica, ya que era
día laborable y en el que no suelen estar abiertas las iglesias protestantes... Y junto a los demás
fieles, me arrodillé ante la imagen de la Santísima Virgen.
Cuando regresaba al hogar vi cómo sacaban los muertos de la casa vecina. Estaban sobre el
suelo, frente a mi portal. Aquí, un tronco sin cabeza; un poco más allá, una cabeza envuelta en
papel de periódico... Restos de cuerpos humanos mutilados hasta la máxima desfiguración... Y
¿por qué es tan estimada la vida humana? ¿Tiene, bajo tales situaciones, algún sentido aún
nuestra existencia aquí, sobre la Tierra? Durante casi toda la noche permanecí en el balcón y
estuve mirando cómo una cuadrilla de obreros trataba de librar de los escombros, con palas y
taladradoras, la cueva derrumbada. ¿Quedaría dentro aún alguien con vida?
¡Qué pequeños y qué poco somos, y qué solitarios, si no nos agarramos con todas las fuerzas al
hilo que nos une con Dios! Para unos, es simplemente un débil hilo de seda; para otros, una recia
e irrompible cuerda. Pero sin Él nos devora la oscuridad, la gran noche, el Nihil. ¡Qué sentido tan
profundo tiene ciertamente la palabra «religio», reunión!
Entonces experimenté por primera vez, como a través de un velo de niebla, esta idea: si cada
religión une a los hombres con Dios, es, sin embargo, la fe católica la que presta al alma
abandonada el más grande y sólido apoyo. Y al echar una mirada retrospectiva sobre los años
pasados, vi claramente que ya se habían enroscado a mi alma numerosos hilos...
Quizá fuese por herencia de mis bisabuelas por lo que ya de pequeña rezase instintivamente a
la Madre de Dios y me arrodillase en las iglesias católicas ante las imágenes... siempre que no
viese cerca a ninguno de mis conocidos. Pretendía imitar el proceder de los católicos y, no
obstante, tenía la impresión de que notaban que no pertenecía a su Iglesia y que yo no era allí
más que una intrusa.
Los domingos, cuando no iba de excursión, asistía al culto evangélico. Pero mis sentimientos y
emociones religiosos dependían de la predicación del pastor: buena o aburrida. En cambio, en
mis clandestinas visitas a los templos católicos, notaba cada vez con más claridad que me faltaba
algo. Posteriormente empecé -sobre todo por amor a la bella música- a asistir los domingos a la
Misa solemne en la iglesia de la Coronación, en Budapest. Sin comprender las ceremonias, me
hechizaba la sublime liturgia musical, el aroma del incienso y los magníficos tesoros artísticos
que se exhibían. También me conmovían los antiquísimos cantos marianos húngaros. ¿Por qué
no habla el predicador y por qué no cantan nunca los fieles a la Madre de Dios en las capillas
protestantes? La Virgen es especialmente amiga de nosotros, los húngaros. Nuestro primer rey,
San Esteban, encomendó su país y su pueblo a la protección de María, como si hubiese
presentido las muchas penalidades posteriores que tendría que sufrir.
Lo húngaro estuvo siempre unido, desde hace mil años, a la civilización latina. El latín fue, como
quien dice, la segunda lengua materna de nuestros antepasados. Sólo así pudo adherirse sin
dificultades la pequeña nación húngara a la cultura occidental, a la internacionalidad del
humanismo. El catolicismo significa también, a la vez, esta civilización. Cosa que jamás percibí
más conmovedoramente que al visitar con mi madre, cuando tenía los veinte años, la tumba de
mi padre en la pequeña ciudad donde habíamos vivido durante mi infancia. Esta región de
Hungría, donde vivieron y trabajaron durante siglos mis antepasados por parte paterna y
materna, ha sido arrancada de la metrópoli por el tratado de paz de Trianón. Para visitar desde
Budapest a nuestros parientes teníamos que proveernos de un pasaporte. El domingo asistimos
a los oficios divinos en la capilla evangélica en la que yo había sido confirmada. Comprobé con
turbación que se me había vuelto completamente extraña. Los cánticos me eran desconocidos,
el pastor predicaba en una lengua extranjera. No comprendí una palabra de nada. Luego nos
dirigimos a la magnífica catedral gótica del siglo VII, donde ante la imagen de la Madona del
famoso altar sonaban las palabras latinas de la Santa Misa ...
Su muerte fue para mí un golpe duro, pues con él no sólo perdí a mi marido, sino también a mi
mejor amigo; por decirlo así, a mi segundo padre. Quedé sola con tres hijos y con numerosas
preocupaciones. Un hijastro estaba sin colocación y el otro no había terminado su carrera, y la
hijastra, una dibujante con mucho talento, tenía un empleo mal retribuido en el Instituto del
Servicio Sanitario. ¿Cómo íbamos a vivir de estos ingresos y de los de mi escasa pensión?
Sólo en Dios podía buscar ayuda. Y su benévola solicitud fue realmente inmensa. En un año se
allanaron todos los problemas que parecían irresolubles. El hijastro mayor se doctoró y obtuvo
rápidamente una colocación relativamente provechosa. Mi hijastra se casó con un médico,
católico practicante, y el menor consiguió una buena plaza de pastelero y cocinero en
Suramérica. Entonces pude amueblar una pequeña vivienda. Estaba sola e independiente y
empezaba a ocuparme intensamente de la literatura.
En el verano del año siguiente conocí en una asociación literaria a un eminente sacerdote
católico, amable e ingenioso, que también era escritor. Después de una larga conversación, me
preguntó:
Se sonrió y respondió:
- ¡Pero si usted no deja nada! En nosotros encontrará todo. Incluso aquello que le falta.
Acertó tan en la verdad con estas palabras, que no fui capaz de contradecirle. Después ya no
volvimos a vernos durante mucho tiempo. El momento psicológico se había desvanecido. Pero
las palabras tienen también una fuerza mágica; las palabras sobrevivieron y siguieron haciendo
efecto en mi alma.
Un año después me fue posible realizar una vieja ilusión: un viaje colectivo a Italia. Por aquella
época no se había quitado todavía la nieve de las calles de Budapest -teníamos un invierno muy
crudo- y ahora corría nuestro tren a través de la primavera florentina. Con el alma sedienta,
absorbí la belleza de la comarca y los tesoros artísticos de la Toscana. Uno de los días más bellos
de mi vida fue aquel Domingo de Ramos en que, separada del grupo de turistas, fui a Fiesole con
un antiguo conocido. Las pequeñas celdas del convento de franciscanos, en las que durante
siglos escribieron sus libros los discípulos del Poverello, hicieron en mí un efecto indescriptible.
No había respirado nunca mi alma una oración tan sublime y pura como en la pequeña iglesia
de Fiesole. ¡Semana Santa en Roma!... Fue casi un milagro el que consiguiese entrar el Jueves
Santo en la Capilla Sixtina, donde Su Santidad celebraba la Misa... Estaba de rodillas en la Sala
Regina, cuando pasó a pie por delante de nosotros y nos bendijo con su pálida mano... El
Domingo de Pascua le vi en la iglesia de San Pedro, cuando, saludado por la multitud con
jubilosos aplausos, entró en la Basílica sobre su rica silla gestatoria. Y más tarde me mezclé con
la muchedumbre en la plaza de San Pedro cuando impartió la bendición «Urbi et Orbi». Formaba
con todos los asistentes un corazón y un alma; no se me ocurrió pensar que pertenecía a otro
credo.
En la iglesia de Santo Stéfano Rotondo leí la siguiente inscripción sobre la tumba de un canónigo
húngaro, fallecido allí en el siglo XVI: «Caminante que aquí vienes: No te sorprendas de que uno
que nació a orillas del brumoso Ister (Danubio) repose ahora en una tumba romana. Roma es la
madre de todos nosotros.» Sí, esto era realmente prodigioso: tampoco yo me sentí en Roma, ni
por un momento, como extranjera. El maravilloso encuentro de los contrastes, que sólo es
posible en el catolicismo, dejó en mí una impresión imborrable: desde los más espléndidos
tesoros artísticos hasta las minúsculas celdas monacales; desde las inmortales obras de un
Rafael y de un Miguel Ángel hasta los rosarios que vi en las manos de las sencillas campesinas;
desde la melodía verdaderamente celestial del coro de la Capilla Sixtina hasta los sencillos y
antiquísimos salmos de los peregrinos, puede uno encontrar todo aquello que llena su alma y
fortalece su fe. Y por todas partes -reflejo de un santo caminante sobre todos los meridianos de
la Tierra- la ascética figura del Pastor Angélico, que en medio de los pueblos que se acometen
con saña, de la destrucción y de los horrores apocalípticos, predica la paz de Cristo.
¡Oh, nosotros, los protestantes! ¿Contra quién y contra qué protestamos realmente?
Con un gran bagaje de nuevas y memorables impresiones, regresé a casa. Cuatro años
transcurrieron desde entonces. Vivía sola, pero alternaba con frecuencia en la vida social: asistía
a conciertos, me dedicaba al deporte, al turismo... La amargura se apartó de mi vida; mi vida era
hermosa, alegre y fácil. En diversas revistas aparecían cada vez más frecuentemente mis trabajos
literarios: poesías y cuentos. Algunas editoriales me publicaron después novelas y libros de
versos. No tenía problemas y estaba libre por completo de preocupaciones. Es cierto que rezaba
mucho, pero también lo es que muchos domingos posponía la asistencia a la Misa a una
excursión campestre. Y puesto que me interesaban las cuestiones filosóficas y religiosas, me
ocupé en el estudio del espiritismo, la teosofía, las doctrinas de Buda... Finalmente, tras grandes
rodeos, me devolvió a Cristo el estudio del Joga indio. Porque los caminos de Dios son
incalculables.
Es posible que el catolicismo deba su renovación, por lo menos en parte, al protestantismo. Pero
el protestantismo también ha criticado lo sublime y lo bello del catolicismo hasta los máximos
extremos. Lo que no sabía explicar palpablemente hacía como si no existiese. Le faltaba la
inspiración interna. Por ello tampoco podía haber santos en él.
En estas para mí tranquilas y felices circunstancias, estalló la guerra. Nuestra capital fue
castigada diariamente por los bombardeos, los víveres disminuían. Los magníficos puentes sobre
el Danubio fueron volados y las calles desfiguradas por trincheras y fortificaciones. Entonces
llegó el asedio de Budapest.
Pasamos muchas semanas encerrados en los sótanos, densamente apiñados unos contra otros.
Yo permanecí con mi anciana madre en un almacén; sólo la débil luz de una vela alumbraba el
recinto y continuamente nos amenazaba el peligro de muerte. Algunas tardes me escapaba
hasta mi desarbolado piso, sin cristales ni ventanas, y leía la Biblia...
Por último, perdí también mi pequeño hogar, tan querido. Budapest fue liberado... Siguieron
unos meses de una dureza espantosa. Quien no lo haya experimentado, apenas puede
imaginarse lo que es vivir en una ciudad de millones de habitantes sin agua, luz eléctrica ni gas.
En inhóspitas viviendas, con los cristales de las ventanas unidos con tiras de papel, y en
habitaciones improvisadas de cualquier manera, pasábamos nuestra penosa existencia,
debilitados por el hambre, a todo lo más que podíamos aspirar era a una sopa de judías.
Teníamos que acostarnos a las seis de la tarde, porque no funcionaba el alumbrado eléctrico.
Nos veíamos precisados a quitar los escombros de la calle y recoger verdaderas montañas de
inmundicias, enganchándonos nosotros mismos a los carros..., pues los caballos nos los
habíamos comido durante el asedio.
La iglesia era el único lugar donde nos sentíamos seres humanos. Seres que no tienen
simplemente un estómago y unas manos para trabajar, sino que también tienen un alma. Física,
espiritual y económicamente me encontraba en una situación desesperada. El Banco en el que
estaba empleada me despidió. Con la literatura era imposible ganar dinero. Y además tenía que
preocuparme también de mi anciana madre. Logré encontrar trabajo en una pequeña fábrica,
un trabajo sucio y duro. Desde por la mañana temprano hasta muy tarde trabajaba, torturada
por el hambre.
Y con todo eso, en las épocas más duras algo empezó a aclararse en mí. Estaba totalmente
decaída, fatigada siempre, debilitada corporalmente, pero en el fondo de mi alma empezó a
renacer la esperanza. El sol brillaba; podía trabajar y se habían acabado los terrores en el refugio,
esperando que cayese la bomba definitiva. Si era voluntad de Dios que siguiese viviendo, sus
razones tendría. Rezaba mucho. ¡Y ciertamente no son sólo palabras las promesas de Jesús:
«Llamad y se os abrirá»!
Inopinadamente, encuentro personas que vienen en mi ayuda. Un pariente que hacía tiempo no
veía me lleva a una gran asociación católica. El esposo de una amiga de la juventud me
proporciona una colocación con un sueldo relativamente bueno y, lo que entonces era de gran
importancia, ¡con un almuerzo decente! Trabo conocimiento con un joven entusiasta sacerdote
católico, que después de algunas entrevistas despierta en mi alma viejas, latentes, continuas
ansias de algo nuevo. Y sin pretender convertirme, me pide que versifique unas escenas de un
drama escrito por él sobre la vida de Santa Teresita de Liesieux. ¡Un trabajo sumamente deseado
por mí! Leo la biografía de Teresa y trato de comprender la vida de esta simpática santa, que
también fue poetisa. Y de pronto le ruego a mi nuevo conocido que me instruya y prepare para
la conversión. Contento y muy entusiasmado, comienza su tarea. ¡Una tarea fácil! Y, sin
embargo, resulta que tiene que vencer muchas resistencias, numerosos prejuicios. Es sencillo
mantener levantado el entusiasmo en Dios, pero resulta difícil asimilar las reglas del Catecismo.
Vienen días de retroceso, en que estoy llena de contradicciones. Y además crecen también
nuevas dudas en mi alma. Deseo a veces huir de mí misma, pero no me siento suficientemente
fuerte... No me gustan las cosas a medias; si alguna vez emprendo algo, quiero hacerlo del todo,
llegar al final.
En la última noche del año, la noche de San Silvestre, recibí la Comunión en la iglesia evangélica,
que no visitaba desde hacía mucho tiempo. Por primera vez no sentí ningún consuelo después
de esta bella ceremonia religiosa. Me encontraba triste y vacía, desplazada del protestantismo
y del catolicismo. ¿Qué hacer? ¿A quién debo acudir? Anduve errante por las calles y de pronto
surgió en mí la idea de hablar con un fraile desconocido, un franciscano si era posible. Quizá
pudiera ayudarme. Tenía mucha confianza en esta Orden. Permanecí largo rato ante la iglesia
de los franciscanos, pero me sentía muy cobarde y mi intención quedó sin realizar. ¡No!, de
aquello no le hablaría a nadie. E imploré ayuda a la Santísima Virgen.
No mucho después me encontré con mi pariente, que conocía mi penosa situación. Acababa de
venir del hospital, donde había visitado a nuestro común amigo el sacerdote enfermo. «Siente
muchísimo -me comunicó- que no puedas recibir ahora tu instrucción. Me dice que no esperes
a su restablecimiento. Ya he hablado con el Padre Th, que, si bien está muy ocupado, continuará
con gusto tu instrucción. Naturalmente, si es tu voluntad.» Así me habló. Al instante sentí la
sensación de que había intervenido de nuevo la Providencia divina. Cristo había oído mi muda
súplica. ¿Por qué no había de querer? No podía negarme.
Entré vacilante en el frío corredor del convento de los franciscanos con el corazón temeroso,
angustiado. Pero pronto desapareció todo temor y resistencia, y lo que antes era en mi alma un
inconcreto anhelo involuntario, tomó forma y realidad. Bajo el beneficioso influjo de las
transparentes exposiciones y la ardiente personalidad del Padre Th., se convirtió todo, por fin,
en una firme convicción. Fueron las horas más bellas y felices las que pasé escuchándole.
El 8 de mayo de 1948 pude ser, por fin, hija de la Santa Iglesia. Ante el altar de San Francisco de
Asís, en la iglesia del convento, pronuncié mi Credo. Mi maestro, cuyas palabras había escuchado
durante meses con alma sedienta, pronunció una magnífica plática. Con el corazón agitado me
arrodillé por primera vez en el confesonario para rendir cuentas de todos los pecados de mi vida.
Pero la caridad y comprensión del confesor ayudaron a vencer todas las dificultades. ¡Qué
agradecida estoy a los discípulos de San Francisco, de los cuales recibí el regalo de tanta bondad,
paciencia y fortaleza de alma!
Poco después viví el día más feliz, más bello de mi vida: el día de mi Primera Comunión. ¡Qué
difícil resulta explicar con la palabra humana lo que sentí en aquel instante! Aquella sublimidad,
aquel goce infinito del alma, sólo podría expresarse con el celestial idioma de la música. Así era:
la música de un coro invisible sonaba en mi alma, un canto de ángeles fluía por entre sus notas
y me plegué en dichosa gratitud, sonriente, con lágrimas de alegría, en la suave y amorosa mano
de Dios.
La Santa Misa se celebró en la capilla particular del convento. Desde la destrucción de la capilla
real, durante el cerco a Budapest, la mano derecha del santo rey Esteban, la más valiosa reliquia
de los húngaros, se guardaba en esta capilla. El armonio sonaba suavemente y cantoras de una
Congregación femenina interpretaban antiguos cánticos marianos. El sacerdote celebrante se
dirigió a mí con palabras hondamente conmovedoras. A mi lado se arrodillaron mis mejores
amigos y amigas, que quisieron comulgar conmigo y que me recibieron, con sincera alegría y
amor, en su comunidad católica. Llegó, por fin, el momento sublime en el que me arrodillé ante
el altar y recibí el Santísimo Sacramento. En torno, un profundo, un místico silencio... Fue el gran
momento de la Gracia, que llenó a mi alma de una tal felicidad como jamás había podido
imaginarme anteriormente. Es como si hubiese nacido de nuevo. Ahora poseía una fuerza tal,
que me ayudaría a vencer todas las dificultades. ¡Todo me parece ahora tan claro y tan sencillo!
Después de muchas dudas y empeñadas luchas internas, después de largas odiseas, ¡por fin
estoy en casa!