El Camino Del Perdon

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EL

CAMINO
DEL
PERDÓN

P. Miguel Ángel Fuentes,


I.V.E.

1
PRIMERA PARTE

EL RENCOR Y EL PERDÓN

I. UNA LECCIÓN DE MUERTE Y


VIDA

La tarde del 5 de julio de 1902, ago-


nizaba en un hospital de la ciudad de
Nettuno una jovencita llamada María
Goretti. Su agonía había comenzado
cinco horas antes, cuando el joven Ale-
jandro Serenelli la apuñaló brutalmente
con un punzón de hierro en el vientre y
en el pecho, con catorce puñaladas, por
negarse a secundar sus deseos de luju-
ria. El sacerdote preguntó a la pequeña
María que agonizaba con atroces dolo-
res: “¿Estás dispuesta a perdonar a tu
asesino?” “Sí”, replicó ella superando
toda repugnancia humana, “…y no sólo
2
lo perdono, sino que también lo quiero
conmigo en el cielo”.
Treinta y seis años después de aquella
escena, la noche de Navidad de 1938,
llamaron a la puerta de la casa parro-
quial del cura de Corinaldo; acudió a
abrirla la empleada, Assunta Goretti,
madre de María. Frente a ella, un hom-
bre de rostro compungido, con trazas de
muchos años de cárcel, le dice: “¿Me
reconoce usted, señora Assunta?”. “Sí,
Alejandro; te recuerdo,” respondió la
anciana. “¿Me perdona?”, suplicó el vi-
sitante. “Si Dios te ha perdonado, Ale-
jandro, ¿cómo no te he de perdonar
yo?”. Aquella noche de Navidad Ale-
jandro Serenelli, lo pasó en casa del se-
ñor párroco, y los pueblerinos de Cori-
naldo pudieron ver a la madre y al ase-
sino de María Goretti acercarse a co-
mulgar juntos durante la Misa de Gallo.
Tiempo después, ambos también serían
3
testigos de la canonización de la virgen
y mártir de la castidad.
Para quien ha pasado días, meses e
incluso años sin conseguir perdonar, el
ejemplo de María y Assunta Goretti
admira y desconcierta. ¿Cómo pudo es-
ta joven perdonar inmediatamente y de
corazón a quien le robaba la vida en
plena floración? ¿Cómo fue capaz su
madre, después de una pérdida seme-
jante, recibir al asesino con dulzura, sin
insultos, gritos ni resentimiento? Evi-
dentemente, estamos en presencia de un
don que nos supera, y al mismo tiempo,
de una invitación a no claudicar en el
camino del perdón.
El perdón, aún aquel que ofrecemos
en medio de las más terribles circuns-
tancias, es posible; como también es
posible la vida de pureza y virginidad.
No por casualidad María Goretti ha da-
do testimonio al mismo tiempo de am-
4
bas virtudes: la misericordia y la casti-
dad.
El camino recorrido en un instante por
la santa de Nettuno, puede exigir meses
o incluso años de trabajo a otras perso-
nas, pero lo verdaderamente importante
es que siempre se puede (si se quiere)
salir de la prisión espiritual en la cual
nos tiraniza el enojo y el resentimiento;
y, por tanto, alcanzar la serenidad, la li-
bertad y la paz.
Las páginas que siguen no son un tra-
tado sobre el perdón1 sino líneas sobre
el proceso espiritual (y psicológico) del
perdón (o, si se quiere, la terapia del
perdón). El Dr. Richard Fitzgibbons,
psiquiatra, y el Dr. Robert Enright,
psicólogo, han demostrado que existe
una aplicación exitosa de la terapia del
1
Nos hemos ocupado de este tema en otros luga-
res. Cf. Fuentes, M., Educar los afectos, San Rafael
(2007), 143-151; Idem., La trampa rota, San Rafael
(2008), 249-267.
5
perdón en áreas muy diversas: en des-
órdenes depresivos y de la ansiedad, en
el abuso de sustancias adictivas y tras-
tornos alimenticios, en problemas ma-
trimoniales y familiares, en trastornos
mentales y desórdenes de la personali-
dad, en problemas de la sexualidad,
2
etc. Esto pone al descubierto que el
problema del rencor y del resentimiento
es más serio de lo que se piensa y está
en la base de muchos problemas espiri-
tuales, afectivos, psicológicos e, inclu-
so, físicos.
Esperamos que estas páginas sean úti-
les a muchas personas.

2
Cf. Enright R., Forgiveness is a choice, Washing-
ton (2005), 6ª ed.; Enright R., Fitzgibbons, R., Help-
ing Clients Forgive, Washington (2005), 4ª ed.
6
II. PRECISIONES SOBRE EL
RENCOR Y EL PERDÓN

Jamás podremos aprender a perdonar si


no sabemos lo que es el perdón; tampoco
si creemos saber lo que el perdón es, pero
nuestro concepto dista mucho de la reali-
dad. Consideramos que es necesario ayu-
dar a que quienes sufren la dificultad de
perdonar, comprendan la verdadera natu-
raleza del perdón, corrigiendo ideas erró-
neas. Es muy probable que esto no pueda
lograrse completamente al iniciar el tra-
bajo, sino sólo a medida en que el alma
progrese en este camino.

1. Enojo bueno y enojo malo

En términos generales, la ira o enojo es


un estado emocional interior que incluye,
al mismo tiempo, sentimientos y pensa-
mientos, y un estado exterior cuando se
7
expresa en palabras y comportamientos
particulares. Cuando una persona está
enojada experimenta una excitación fi-
siológica y un dolor emotivo a causa de
un trato injusto o de una frustración3.

(a) Una cólera buena

Consideramos importante aclarar algo


sobre el enojo: no siempre es malo. La
ira es un movimiento de nuestra sensibi-
lidad que reacciona ante el mal que la
amenaza y se defiende de él con esta re-
acción. Al definirla como “deseo de ven-
ganza” la cargamos de connotaciones ne-
gativas, pero la expresión debe ser enten-
dida en el sentido de “deseo de rechazar
y castigar al agresor”. En sí misma, pues,
no es ni buena ni mala, sino que puede
ser buena o mala, según que surja de un
3
Cf. Enright R., Fitzgibbons, R., Helping Clients
Forgive, 15.
8
acto racional o de un impulso irracional,
según cuál sea el objeto al que se dirija y
según el modo en que proceda. En con-
secuencia hay una ira o enojo bueno y
una ira o enojo malo. Más aún, hay una
ira que es virtuosa. Así, por ejemplo,
Moisés se encoleriza contra los hebreos
apóstatas de Dios: “Moisés se irritó con-
tra ellos” (Ex 16,20); “Cuando Moisés
llegó cerca del campamento y vio el be-
cerro y las danzas, ardió en ira, arrojó de
su mano las tablas y las hizo añicos al pie
del monte... Aarón respondió: No se en-
cienda la ira de mi señor. Tú mismo sa-
bes que este pueblo es inclinado al mal”
(Ex 32,19.22). Por el mismo motivo se
alaba a Pinhas (Núm 25,11), a Elías que
da muerte a los falsos profetas (1Re
18,40); a San Pablo en Atenas: “Mientras
Pablo les esperaba en Atenas, estaba inte-
riormente indignado al ver la ciudad lle-
na de ídolos” (Hch 17,16). Los santos,
9
frente a los ídolos, frente al pecado, están
como Jeremías, “repletos de la ira de
Yahveh” (Jer 6,11; 15,17).
Pero en estos casos, la ira recae sobre el
pecado y no sobre el pecador, salvo
cuando éste no acepta convertirse y se
amalgama con su pecado. Por eso se dice
que Dios “es tardo a la ira” (Ex 34,6; Is
48,9; Sal 103,8), mientras que su miseri-
cordia está siempre pronta para manifes-
tarse (Jer 3,12). En Oseas dice: “No daré
curso al ardor de mi cólera, no volveré a
destruir a Efraím, porque soy Dios, no
hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y
no vendré con ira” (Os 11,9)4.
4
Las expresiones del Antiguo Testamento no pue-
den negarse. La cólera es atribuida a Dios: Is 30,27-
33; Ez 20,33; etc. Sin embargo, estos términos han
de entenderse en sentido metafórico, como explica
Santo Tomás: “a veces la ira se atribuye a Dios por
la semejanza del efecto” (Suma Teológica, I,59,4 ad
1). Es decir, el efecto de la ira humana es el castigo
del que ha obrado mal; por ese mismo motivo el cas-
tigo que proviene de la justicia de Dios a raíz de los
10
También Jesús manifiesta la ira. Él no
se conduce como un estoico que no se al-
tera jamás; por el contrario, impera con
violencia a Satán (Mt 4,10: “Jesús le di-
jo: ¡Apártate, Satanás!”) a Pedro que lo
quiere apartar de la cruz (Mt 16,23: “Dijo
a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás!”);
amenaza duramente a los demonios (Mc

pecados de los hombres, es llamada por analogía


“ira”. El mismo Santo Tomás explica en otro lugar:
“la ira nunca se dice propiamente de Dios, como si
su principal intelecto incluyese pasión” (Suma Te-
ológica, I,19,11). En la “Catena Áurea sobre San
Mateo” dice citando a San Jerónimo: “Hay que notar
que la ira se dice de Dios no en sentido propio sino
translativo, pues se dice que se aíra cuando castiga”
(Catena Áurea, cap. 22, lectio 1). Y en el comentario
a este mismo capítulo de San Mateo explica: “Hay
que hacer notar que cuando se atribuye ira a Dios, no
significa perturbación del afecto, sino venganza:
porque los airados suelen castigas, por eso, se llama
ira al castigo” (In Matth., XXII,1). Y comentando la
Carta a los Romanos: “No se dice que en Dios hay
ira según la turbación del afecto sino según los efec-
tos de su castigo” (cap. 9, lect. 4).
11
1,25: “Jesús le conminó diciendo: Cállate
y sal de él”), se encoleriza ante la astucia
de los hombres (Jn 8,44: “Vosotros sois
de vuestro padre el diablo y queréis cum-
plir los deseos de vuestro padre”), patea
y arroja las mesas de los cambistas en el
atrio del Templo (cf. Jn 2, 13-22), etc.
Esta ira, como todas las obras virtuosas,
nace de una decisión racional, es decir,
deliberada y sopesada. Nace del amor a
la justicia y se desata a raíz del conoci-
miento del pecado que ofende a Dios, le-
siona la justicia y pone en peligro la dig-
nidad y la salvación del prójimo. Su fin
es destruir el pecado y salvar al pecador
y devolver, de esta manera, la gloria ro-
bada a Dios por el pecado. Su medida es
la que dicta la razón como suficiente y
necesaria para amedrentar al pecador
haciéndole apartarse de su pecado; ni es
mayor que eso, ni menor.

12
Son signos de ira ordenada el no nacer
de la ofensa a uno mismo, el ser miseri-
cordiosa con el pecador y el apagarse o
controlarse ante los primeros síntomas de
conversión del pecador, es decir, el apa-
ciguarse naturalmente por medio del
pronto perdón del ofensor y de las ofen-
sas y el no transformarse jamás en resen-
timiento o rencor.

(b) La ira desordenada y el resenti-


miento

Al contrario de la anterior, la ira desor-


denada surge de nuestras malas disposi-
ciones y nos domina, esclaviza y oprime.
Como toda mala pasión admite muchos
grados que van de la impaciencia y el
mal humor, hasta el furor (demencia pa-
sajera), el odio implacable y el rencor,
pasando por la irritación (arrebatos y ges-
tos desordenados) y la violencia (que se
13
manifiesta o en palabras o incluso en
golpes).

(i) La ira tiene dos modos principales


de desvirtuarse.
Ante todo cuando toma la forma de una
reacción pronta y aguda. En este caso se
la califica vulgarmente como “violencia”.
Este modo es más propio de los tempe-
ramentos coléricos y sanguíneos, aunque
en los primeros tarda más en apagarse
que en los últimos. Esta forma de ira se
manifiesta enseguida al exterior, reaccio-
na impetuosamente, vengándose inme-
diatamente por la herida u ofensa recibi-
da. A su favor tiene que suele pasar rápi-
damente, y se calma con la misma velo-
cidad con que se encendió. Pero suele ser
a menudo injusta y desproporcionada,
como toda reacción que es instintiva y no
racional; ya sea porque se enoja con
quien no debe (identificando equivoca-
14
damente al autor de la injuria), o del mo-
do que no debe, o en el momento incon-
veniente. Cuando no actúa la razón y la
prudencia, sólo se puede ser justo de mo-
do casual.
Por otro lado, tenemos la ira amarga y
difícil (como la llama Aristóteles), vul-
garmente identificada como “rencor”,
“resentimiento”, “encono”, etc. A los
dominados por ella se los llama “amar-
gos”, porque la ira les dura adentro largo
tiempo y les quema como un reflujo es-
tomacal, pero en el alma. “Amargados”
los llama Santo Tomás; e indica, siguien-
do a Gregorio Magno que es tal el modo
en que hierve interiormente la ira con-
centrada, que les puede perturbar muchas
veces hasta el habla. Por eso, los que
están consumidos por la cólera a veces
balbucean y no atinan a hablar correcta-
mente. Es más propia de los melancóli-
cos (y, hasta cierto punto, de los flemáti-
15
cos), en quienes es como el hierro: tarda
en calentarse, pero una vez puesto al rojo
vivo, tarda en largar el calor y lo retiene
mucho tiempo.

(ii) El rencor es como una úlcera inter-


ior del alma. No suele manifestarse en
reacciones clamorosas, estrépito, golpes,
desmanes (aunque no se excluye), por el
contrario muchas veces carece de mani-
festaciones externas notables, fuera de la
taciturnidad, el silencio, la dureza de ex-
presión y concentración. Como un dis-
péptico, cuyo problema no es la difícil
digestión de un alimento sino la indiges-
tión de una ofensa o una herida.
Nace de un mal inferido, es decir, de
una herida que no cierra ni cicatriza, y
que, por sangrar constantemente, mana
una corriente ácida sobre toda la psico-
logía de la persona. La que mantiene
abierta la herida es la memoria vivaz de
16
la injuria o del mal recibido. Tanto la
imaginación como la inteligencia alimen-
tan muchas veces con creces el dolor,
pues si se agranda la idea del mal que se
ha recibido aumenta el dolor y la cólera
retenida.

(iii) El mal que origina un rencor puede


haber sido inferido con justicia, como el
castigo que el juez o el superior impone
al reo que ha delinquido. Pero muchas
veces se trata de heridas injustamente re-
cibidas: discriminaciones, golpes, abu-
sos, maltratos. Pueden ser muy profundos
si han sido causados en la infancia, o si
han dañado bienes tan delicados como la
castidad, los lazos familiares, la confian-
za, etc. Hay casos en que la persona que
causa el daño no es responsable de sus
actos, sea porque no tiene dominio sobre
sí (como los locos y los enfermos), sea
porque estaba accidentalmente fuera de
17
sí (como los borrachos y otros enfermos),
sea porque gozando de plena lucidez ig-
nora el daño que nos hace (como quien
menciona algo que nos hiere, sin ninguna
mala intención). Otras veces los puñales
se clavan en nuestro corazón no por ma-
licia de los demás sino por orgullo nues-
tro; así hay personas que se sienten muy
humilladas por la virtud y talento ajeno.

De ahí que podamos hablar de heridas


reales, justas e injustas, imaginarias e in-
justificadas (es decir, “desproporciona-
das”). El niño que es abusado por un pa-
riente sufre una herida real y sumamente
injusta; el religioso que se siente lasti-
mado por el castigo que un superior le ha
impuesto por un delito grave, experimen-
ta una herida injustificada, procedente de
una causa justa; la esposa que se siente
profundamente despreciada porque su
distraído esposo ha olvidado felicitarla en
18
su aniversario, padece una herida des-
proporcionada, proveniente de un des-
cuido difícil o fácil de justificar, según
los casos; la madre dolida por las ince-
santes suspicacias de su hijo paranoico,
es torturada por heridas reales pero invo-
luntarias de parte del agresor; la novia
que está resentida por el desprecio que
ella supone, sin fundamento alguno, de
parte de la madre de su prometido, es
atormentada por una herida imaginaria,
etc.
Todas estas situaciones son muy diver-
sas, pero tienen algo en común: la vícti-
ma del rencor, sea cual sea su causa, pa-
dece un sufrimiento terrible (que compa-
ro a un reflujo ácido de la memoria) que
puede desembocar, incluso, en la locura.
“Max Scheler afirma que una persona re-
sentida se intoxica a sí misma; el otro le
ha herido y ahí se recluye, se instala y
encapsula. Queda atrapada en el pasado.
19
Da pábulo a su rencor con repeticiones
del mismo acontecimiento. El resenti-
miento hace que las heridas se infecten
en nuestro interior y ejerzan su influjo,
creando una especie de malestar e insa-
tisfacción generales. En consecuencia,
uno no está a gusto, ni en su propia piel
ni en ningún lugar. Los recuerdos amar-
gos encienden de nuevo la cólera y llevan
a depresiones. Al respecto, es muy ilus-
trativo el refrán chino que dice: el que
busca venganza debe cavar dos fosas”5.

(iv) Hay terrenos particulares que hacen


propicio el resentimiento, como el carác-
ter excesivamente susceptible, los senti-
mientos de inferioridad, los celos espe-
cialmente entre hermanos (que pueden
llegar al “cainismo”, es decir, a desear la
muerte del propio hermano, y en casos
5
Burgraff, Jutta, Aprender a perdonar, en
www.arvo.net.
20
extremos, conducen al fratricidio); el
carácter iracundo, inmoderado, etc. Tam-
bién el espíritu demasiado tímido: el
hombre fuerte reacciona con energía ante
la agresión y automáticamente expulsa,
como un cuerpo extraño, el agravio de su
conciencia. El resentido puede ofrecer la
otra mejilla después de la bofetada, pero
no por virtud, sino para disimular su co-
bardía; su rencor se pondrá de manifiesto
si algún día llega a ser fuerte o a tener
mando social: en ese momento se cobrará
sus deudas de forma cruel y tiránica,
porque el resentido nunca considera sufi-
cientemente saldadas las deudas6.

(v) Asimismo hay pecados y vicios que


engendran resentimiento. El principal es
el orgullo; nadie tiene mayor tendencia a
resentirse que quien teme las humillacio-
6
Cf. Marañón, G., Tiberio. Historia de un resenti-
miento, Buenos Aires (1939).
21
nes; consecuentemente, nadie está más
protegido del rencor que el humilde. En
particular señalemos una forma especial
de orgullo: la desilusión o amargura res-
pecto de alguna persona. Así, por ejem-
plo, quien ha puesto sus expectativas en
el encumbramiento de un hijo (esperando
verlo casado, con una profesión, exitoso,
con un buen trabajo, o sacerdote, etc.) o
de un esposo (ilusionándose con verlo en
tal o cual puesto, honrado, sin vicios, tra-
bajador, etc.) y de pronto ve sus sueños
convertirse en ruinas (porque elige otra
carrera, o porque desaprovecha un gran
trabajo, porque se volvió vicioso, o por lo
que sea), suele sentir nacer en su corazón
un profundo rencor, muy difícil de resol-
ver, como el Rey Lehar, de Shakespeare,
respecto de su hija Cordelia: “Reniego
del cariño paternal, parentesco y consan-
guinidad, y desde ahora te juzgo una ex-
traña a mi ser y mi sentir. El bárbaro es-
22
cita, o aquél que sacia el hambre devo-
rando a su progenie, hallará en mi co-
razón tanta concordia, lástima y consuelo
como tú, hija mía que fuiste. (Dirigién-
dose a Kent) Tú calla, la quise de verdad
y pensaba confiarme a sus tiernos cuida-
dos. ¡Fuera de mi vista! Así como mi
muerte será mi descanso, así le niego
ahora el corazón de un padre”.
Otro vicio que lleva al resentimiento es
la envidia, madre de los celos. También
la iracundia, como es obvio. Finalmente
destaquemos el egoísmo que amortigua
nuestra capacidad de conmovernos ante
las miserias del prójimo y da origen a la
dureza del corazón, a la apatía, a la indi-
ferencia y a la obsesión consigo mismo.
El resentimiento nace de estos vicios,
pero a su vez los alimenta. Mientras más
crece el rencor, más se afianza el orgullo,
la envidia, el egoísmo y la ira.

23
(vi) El resentimiento es difícil de curar,
pero puede sanarse. El proceso varía
según la causa que lo produce. Si nace de
una herida desproporcionadamente más
dolorosa que su causa (justa o, al menos,
involuntaria), tal vez porque el agresor
no fue responsable de sus actos por en-
fermedad, ignorancia, falta de lucidez,
etc., o porque la herida —amargamente
recibida y reiterada por nuestra memo-
ria— fue en justo castigo por nuestros
delitos, la solución es el realismo humil-
de. En el primer caso, hace falta más rea-
lismo que humildad, porque se trata de
reconocer que no hay o no hubo voluntad
de dañar. En el segundo, hace falta tanta
humildad como realismo para reconocer
que no hay injusticia alguna.
Cuando se trata de heridas reales y do-
lorosas y su causa fue injusta, hace falta
trabajar el perdón generoso y sincero.

24
2. Definiendo el perdón

Comencemos con algunas precisiones:

(i) Ante todo, el perdón es más que


aceptar lo que sucedió. El perdón va más
allá de la simple aceptación. Uno podría
aceptar una ofensa con el simple fin
egoísta de “seguir adelante”, y mantener,
al mismo tiempo, una fría indiferencia
hacia el otro.
(ii) Es más que cesar en nuestro enojo.
Ésta es sólo una parte del proceso. Con el
tiempo, el perdonador tendría que tener
un cambio real de actitud hacia el ofen-
sor.
(iii) Es más que tener una actitud neu-
tral hacia el otro. Algunos creen que el
perdón se reduce a no guardar resenti-
miento. Tal postura no es suficiente; el
propósito del proceso del perdón es que
el perdonador experimente pensamientos
25
y sentimientos positivos hacia el ofensor.
Por supuesto, esto puede llevar tiempo.
La neutralidad, en este sentido, puede ser
un gran paso en el proceso, pero nunca el
desenlace definitivo.
(iv) Y también es más que hacer algo
para sentirnos bien. No hay nada malo
en sentirse bien. El perdón, de hecho,
aumentará la salud emocional y el bien-
estar del perdonador. Mucha gente co-
mienza el proceso del perdón justamente
porque está cansada de sentirse mal y
quiere sentirse mejor. Pero esto solo no
alcanza y a menudo resulta contraprodu-
cente el haber centrado las esperanzas en
un estado puramente sentimental.
(v) Por otra parte, es importante tener
en cuenta que perdonar no es excusar al
ofensor o agresor. La esposa injustamen-
te golpeada puede excusar la violencia de
su marido, echándose ella misma la culpa
de haberlo provocado con sus palabras o
26
acciones, aún cuando esto no sea verdad
o no sea toda la verdad (como sucede en
las personas codependientes). Esto des-
virtúa el verdadero perdón, haciendo
pensar que perdonar significa conformar-
se con ser una persona golpeada, usada o
abusada, permitiendo que estas situacio-
nes continúen sin solución. Pero no es
así; perdonar significa admitir que lo que
sucedió estuvo mal, y que no debería re-
petirse.
(vi) Tampoco equivale a olvidar los
malos recuerdos. El perdón no produce
amnesia; por el contrario, hay veces en
que es necesario recordar particulares
muy concretos de los eventos que nos
han herido con el fin de sanar nuestra
memoria. Sin embargo, si esto se hace
bien, el perdón cambiará el modo en que
recordamos el pasado: éste dejará de es-
tar signado por la angustia, el temor, y la
ansiedad.
27
(vii) No es tampoco cuestión de calmar
los nervios. Alguien puede serenar el
nerviosismo que le causan determinadas
situaciones ingratas o injustas sin perdo-
nar a los causantes de las mismas. Puedo
aprender a dominar los nervios que me
provoca el compañero que día a día me
humilla con sus burlas, sin perdonarlo.
Este dominio de nuestro carácter, o la
capacidad de relajarme, es un paso im-
portante para poder perdonar, pero no es
el perdón.
(viii) Tampoco es decir “te perdono”
cuando nuestras palabras de perdón sue-
nan como desprecio, como hace el perso-
naje de Alberto Blest Gana, en Martín
Rivas: “¡Cobarde! te tengo lástima y te
perdono”. No hay perdón sincero cuando
éste se convierte en un estoque tan
hiriente como el desdén.
(ix) Finalmente, tampoco se identifica,
aunque se relaciona estrechamente, con
28
la reconciliación. El perdón es un paso
en el proceso de la reconciliación, ya que
ésta, sin el perdón, viene a convertirse en
una simple tregua donde cada parte está
buscando la oportunidad para reiniciar
las hostilidades. La reconciliación real
requerirá el perdón de ambas partes, ya
que en muchos casos habrá daños en am-
bos lados. La reconciliación también re-
quiere una confianza renovada, y a veces
esto no es posible. La reconciliación
también requiere que ambas partes estén
preparadas para retomar la relación, y a
veces sólo una de las partes está prepara-
da para hacer este esfuerzo. De aquí que
pueda suceder que alguien perdone sin
reconciliarse (a veces porque la otra parte
no quiere dar este paso), pero nunca
podría reconciliarse de verdad sin perdo-
nar. Si el ofensor permanece obstinado
en su mal y no cambia, entonces la re-
conciliación es imposible.
29
(x) Positivamente hablando, el perdón
es: 1º el abandono del resentimiento que
tenemos hacia quien nos ha ofendido o
herido injustamente; 2º la renuncia a la
revancha a la que, siendo objetiva la in-
justicia de la herida, tenemos derecho
según la justicia humana; 3º el esfuerzo
en responder con benevolencia al agre-
sor, es decir, con compasión, generosidad
y amor.

Tal vez un ejemplo nos ayude a enten-


dernos mejor. El señor de Anlezy, en un
desgraciado accidente, disparó al barón
de Chantal, quien murió después de una
agonía cristiana. La baronesa viuda
quedó destrozada con esta prematura
muerte que la dejaba sola con cuatro pe-
queños hijos. Perdonar la imprudencia
del asesino parecía superior a sus fuerzas,
desgastadas por el infortunio y las lágri-
mas. Así estuvo cinco años. Al cabo de
30
este tiempo, creyendo inevitable encon-
trarse con el matador, pidió consejo a
quien se había convertido en su confesor,
el obispo san Francisco de Sales. Éste le
escribió lo siguiente: “Me pide que le
aconseje cómo debe actuar en la entrevis-
ta con la persona que mató a su marido...
No es preciso que busque ni el día ni la
ocasión; pero si ésta se presenta quiero
que muestre un corazón bondadoso, afec-
tuoso y compasivo. Bien sé que, sin lugar
a dudas, se emocionará y se derrumbará,
que su sangre hervirá; pero ¿y qué?
También le sucedió lo mismo a nuestro
querido Salvador ante la visión de Lázaro
muerto y de la representación de su Pa-
sión. Sí, pero ¿qué dicen las Sagradas
Escrituras? Que en uno y otro caso alzó
la vista al cielo. Eso es, hija mía, Dios
hace que vea en esas emociones hasta
qué punto somos de carne, de hueso y de
espíritu... Creo que me he explicado lo
31
suficiente. Lo repito: no espero que vaya
al encuentro de ese pobre hombre, sino
que sea condescendiente con quienes
quieran procurárselo...”. La señora de
Chantal obedeció y consintió en mante-
ner una entrevista con el señor de Anle-
zy. Se mostró tan afectuosa como su co-
razón se lo permitía, pero la entrevista le
resultó extremadamente penosa. La frase
de perdón que salió de sus labios le costó
un esfuerzo inimaginable. Pero, querien-
do llegar más lejos en su propósito de
perdonar, propuso al señor de Anlezy,
que acaba de tener un hijo, llevar ella
misma al recién nacido, como madrina, a
la pila sagrada del bautismo. Así fue el
perfecto perdón de las ofensas de quien
llegó a ser Santa Juana de Chantal.

32
SEGUNDA PARTE

EL PROCESO DEL PERDÓN

Distinguimos diversos momentos en el


proceso del perdón o curación del rencor:
descubrir nuestros rencores y reconocer
la ineficacia de los medios empleados
hasta ahora para solucionar nuestro ren-
cor; querer perdonar y alcanzar el
perdón; finalmente, descubrir la libertad
del perdón.
En los pasos que iremos señalando pro-
cederemos siguiendo siempre el mismo
método que consiste en tres ejercicios:
(a) primero presentaremos un texto, to-
mado de la Sagrada Escritura, para que lo
reflexionemos durante un breve espacio
de tiempo, y a su luz, pidamos a Dios la
gracia de aprender a perdonar; considero
este paso fundamental; (b) una explica-
ción de los aspectos más importantes del
33
proceso del perdón; (c) ciertos ejercicios
personales que hay que realizar tomando
nota en un Cuaderno de trabajo o Cua-
derno espiritual. Este cuaderno es muy
importante para nuestro trabajo, pues éste
incluye una faceta de aprendizaje de
nuevos conceptos o rectificación de ideas
erróneas, lo que exige un ejercicio de
atención, reflexión y objetivación que se
realiza magníficamente al poner nuestras
ideas por escrito. Además, sirve para que
cada uno vea los adelantos, estancamien-
tos o retrasos que se dan en su trabajo. A
su vez, recomendamos que estas notas
sean comentadas con alguna persona de
confianza, en lo posible un sacerdote o,
en su defecto, un psicólogo de recta for-
mación o alguna persona instruida que
quiera ayudarnos en este proceso.

I. DESCUBRIR LOS RENCORES


34
El Primer Paso en nuestro trabajo tiene
como objetivo ayudarnos a reconocer
nuestros rencores. No se trata de un tra-
bajo superfluo pues muchos de nuestros
resentimientos no son tan evidentes como
podemos suponer. La ira y el enojo pro-
pios, asustan a las personas o las humi-
llan; por eso uno trata instintivamente de
ocultar o disfrazar los propios enojos. El
hecho mismo de que nos sorprenda oír de
algunos profesionales de la salud que la
solución de ciertos problemas como la
homosexualidad, el alcoholismo, la dro-
gadicción o el desorden depresivo tienen
que ver, entre otras cosas, con el resenti-
miento y que su curación exige un traba-
jo en el perdón, es probativo de que mu-
chos resentimientos están protegidos de-
bajo de capas insospechadas.
Estos primeros pasos apuntan, pues, a
desenmascarar los rencores.
35
1. Mecanismos para evitar reconocer
nuestro rencor

(a) Texto para considerar

“Dios dijo a Caín: ‘¿Por qué andas en-


colerizado, y por qué está abatido tu ros-
tro? ¿No es cierto que si obras bien pue-
des llevar la frente alta? Pero, si no obras
bien, a la puerta está el pecado acechan-
do como fiera que te codicia, y a quien
tienes que dominar’. Caín, dijo a su her-
mano Abel: ‘Vamos afuera’. Y cuando
estaban en el campo, se lanzó Caín con-
tra su hermano Abel y lo mató. Dios dijo
a Caín: ‘¿Dónde está tu hermano Abel?’
Contestó: ‘No sé. ¿Soy yo acaso el guar-
da de mi hermano?’” (Génesis 4, 6-9).

(b) Doctrina fundamental

36
Existen distintos mecanismos para evi-
tar reconocer o, al menos, enfrentar el
rencor que se incuba en nuestro corazón.
También podemos decir que los siguien-
tes son mecanismos para manejar (des-
acertadamente) el rencor o el dolor que lo
origina. En el fondo ninguno de ellos
consigue realmente evitarlo o darle solu-
ción; tan sólo desvía el problema o lo re-
prime; de ahí que, tarde o temprano,
emerja sea en forma de rabia, violencia o
en otro tipo de consecuencias.

(i) El primer modo de evitar encarar


con sinceridad y claridad los enojos que
llevamos clavados en el alma es negar
los hechos: “en realidad nunca pasó na-
da”. Si una situación hiriente nunca su-
cedió, tampoco debería existir la herida
consecuente. El negar los hechos puede
producir algún efecto saludable inmedia-
to y temporal, pero efímero. Autocon-
37
vencernos de que no ha pasado nada no
es grandeza de ánimo sino negación de la
realidad. Jamás la negación de la realidad
puede ser saludable. Si negar la realidad
es una actitud enfermiza, no puede sus-
traerse de esta ley la negación de los
hechos lamentables y nocivos. Dios no
niega nuestros pecados, sino que los per-
dona; no dice “mi hijo jamás me aban-
donó”, sino “alegrémonos, porque mi
hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida”
(cf. Lc 15, 24).
(ii) Otro modo equivocado de sortear el
amargo paso de reconocer y solucionar
nuestra bronca, es reinterpretar los
hechos. La reinterpretación falsificadora
es un modo de negación: no se niegan los
hechos pero se niega su auténtico signifi-
cado. Reinterpretar no es “excusar”; san
Pablo dice que “la caridad todo lo excu-
sa” (1Co 13, 7); pero esto vale para aque-
llas cosas en que “objetivamente” pode-
38
mos salvar la intención del prójimo (a lo
que debemos estar inclinados, como dice
San Ignacio: “todo buen cristiano ha de
ser más pronto a salvar la proposición —
intención— del próximo, que a conde-
narla”); pero cuando los hechos son cla-
ros y evidentes no debemos manipular-
los; en tal caso, la actitud sana es perdo-
nar: “si no la puede salvar”, sigue dicien-
do San Ignacio reconociendo que a veces
no puede interpretarse bien lo que in-
equívocamente está mal, “mire cómo la
entiende, y, si mal la entiende, corríjale
con amor; y si no basta, busque todos los
medios convenientes para que, bien en-
tendiéndola, se salve”. “Corregir y sal-
var” a la persona, manda el santo; pero
no tergiversar la verdad, que es un mal
para el que yerra y para quien ha sido
herido por los yerros ajenos.
(iii) Igualmente insano es el reprimir
los recuerdos que nos dan rabia. Reprimir
39
es una forma particular de olvidar; es una
amnesia selectiva por la que se bloquean
algunos aspectos de la realidad. Muchos
terapeutas encuentran este mecanismo en
personas que han sufrido abusos en la in-
fancia. Los recuerdos quedan fragmenta-
dos, parcializados. Algunas personas
aplican este mal mecanismo cuando
aquellos que los hieren son personas muy
cercanas a ellos; personas por quienes
tienen muchas razones para no querer ser
heridos. Por ejemplo, por un padre, un
hermano, un tío, un maestro. El niño
quiere que esas personas sean buenas,
porque ha creado ya un gran afecto hacia
ellas y no puede soportar la pérdida de
ese afecto. Esto puede ocasionar que
ciertos hechos degradantes vinculados
con esa persona, que generan rechazo,
dolor, resentimiento, son bloqueados,
aunque sin total efectividad, pues ese do-
lor hecho resentimiento se encauza hacia
40
otras áreas, por ejemplo, en forma de re-
gresión afectiva o mental, timidez, auto-
agresión, violencia, ensimismamiento,
etc. O también se produce como una “di-
sociación” de la personalidad de la per-
sona amada/odiada: es como si existieran
dos personas distintas (una es el padre
golpeador, afectivamente distante, etc., y
otra es el padre bueno y ejemplar); de es-
te modo nos encontramos con el fenóme-
no de que a veces nos habla de esta per-
sona como si fuera un amigo, un héroe,
un ser ideal, y otras como si fuera un
enemigo, un despiadado, etc. Esto puede
darse también en los adultos (por ejem-
plo, suele verse en esposas codependien-
tes). Sin embargo, hay que tener mucho
cuidado con el abuso de estas interpreta-
ciones por parte de terapeutas superficia-
les, que suponen que cualquier trauma se
deriva del bloqueo del recuerdo doloroso
de abusos sufridos en la infancia; de este
41
modo, se suscitan sospechas infundadas
sobre las personas cercanas, a menudo
inocentes.
(iv) Otro de los mecanismos con los
que podemos intentar retraernos de en-
frentar nuestro odio o encono es transfe-
rir la rabia a otras personas: en lugar de
reconocer contra qué o contra quién es-
tamos enojados, tratamos de justificarnos
culpabilizando a personas ajenas al pro-
blema. A veces decimos de alguien que
“descarga” sus broncas en quienes nada
tienen que ver. La esposa traicionada por
su cónyuge descarga su enojo sobre los
hijos; la maestra a quien acaban de poner
una multa en la calle, descarga su mal-
humor con los alumnos, etc. Esto puede
ocurrir de modo esporádico, como en los
ejemplos propuestos; o bien de modo
permanente, como el niño que canaliza la
rabia hacia el padre que lo ha abandona-
do siendo violento con su hermano me-
42
nor, o el sacerdote que está desencantado
del modo en que lleva su vida consagrada
se muestra siempre descontento y quejo-
so con los feligreses que lo rodean. Este
modo de transferir el resentimiento de
los verdaderos culpables a personas ino-
centes, hace que el rencor se transmita a
veces de generación en generación.
(v) También se esquiva enfrentar el re-
sentimiento, reaccionando por medio de
una regresión o involución en la madu-
rez. Esto lo vemos en los adultos que re-
accionan ante los problemas que los eno-
jan como lo harían los adolescentes o los
niños: con un berrinche infantil, con una
rebeldía juvenil, con la escabullida pro-
pia de un adolescente.
(vi) Por último se puede señalar entre
los modos de manejar equivocadamente
el resentimiento causado por dramáticas
vivencias, el imitar la conducta del que
abusó de nosotros. Es común descubrir
43
que muchos abusadores de menores han
sido ellos mismos, cuando niños, abusa-
dos por mayores, o también que personas
golpeadoras han sido en su infancia mal-
tratados por sus padres o tutores. Análo-
gamente, algunas mujeres que fueron
violadas en su infancia o adolescencia, al
llegar a la adultez, se vuelven adictas al
sexo con una conducta que tiene que ver
más con una autopunición de la propia
dignidad que con el deseo sexual. La
identificación con las conductas que los
han hecho sufrir a ellos puede admitir
distintas explicaciones; quizá sea un mo-
do de descargar en otro (a modo de
transferencia) los sentimientos de frus-
tración y bronca vividos en su propio do-
lor y humillación; quizá sea éste un modo
patológico de intentar buscar una expli-
cación al miedo y vergüenza padecidos
en carne propia. En fin, pueden darse
otras interpretaciones; pero en todos los
44
casos hay un denominador común: estas
personas no perdonaron a sus agresores,
o no se perdonaron a sí mismas, o no
perdonaron a Dios por haber permitido lo
que sucedió.
Como vamos a repetir una y otra vez, el
resentimiento sólo puede ser solucionado
si se lo enfrenta con claridad y se lo anu-
la a través del perdón.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) En mi vida pasada ¿he evitado reco-


nocer que tengo rencores?
(ii) ¿He negado ser rencoroso o estar re-
sentido con alguien de alguna de las
maneras arriba expuestas?

45
(iii) ¿Tergiverso los hechos pasados, los
manipulo o los reprimo?; ¿he descar-
gado sobre otros las broncas que tal
vez llevo dentro del alma?; ¿me he
descubierto realizando sobre personas
inocentes los mismos errores o las
mismas conductas con que otros me
han hecho sufrir a mí?
(iv) En la actualidad ¿escondo de mi pro-
pia conciencia algún rencor?
(v) ¿Me descubro intentando convencer-
me de que no soy un resentido o una
persona rencorosa?
(vi) Esta actitud, ¿afecta de algún modo mi
persona?

2. Reconocer los rencores

(a) Texto para considerar

46
“Trajeron ante Jesús un paralítico post-
rado en una camilla. Viendo Jesús la fe
de los que lo traían, dijo al paralítico:
‘¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdo-
nados’. Pero al oír esto algunos escribas
dijeron para sí: ‘Éste está blasfemando’.
Jesús, conociendo sus pensamientos, di-
jo: ‘¿Por qué pensáis mal en vuestros co-
razones? ¿Qué es más fácil, decir: Tus
pecados te son perdonados, o decir:
Levántate y camina? Pues para que sep-
áis que el Hijo del hombre tiene en la tie-
rra poder de perdonar pecados —dice en-
tonces dirigiéndose al paralítico—:
Levántate, toma tu camilla y vete a tu ca-
sa’. El que era paralítico se levantó y se
fue a su casa” (Mateo 9, 2-7).

(b) Doctrina fundamental

Si tenemos rencores, es necesario re-


conocerlos y evaluarlos objetivamente.
47
Esto no siempre es fácil, pues a menudo
las personas no quieren reconocer este
aspecto humillante de su personalidad.
Ser resentido o rencoroso no es una bue-
na cualidad; pero no es posible adquirir
la cualidad contraria (la paz con nosotros
mismos y con nuestro prójimo) a menos
de reconocer la naturaleza y exacta di-
mensión de nuestros enojos.
Algunas veces el rencor es fácil de
identificar. Hay personas que saben exac-
tamente con quién y por qué están enoja-
das, y saben cuán enojadas están.
Pero a menudo los rencores no son
plenamente conscientes. En estos casos
se dejan ver por sus síntomas. El rencor
se deja ver, entre otras cosas, en:

• La envidia y los celos: estos senti-


mientos suelen acompañar al resenti-
miento; el resentido generalmente es

48
envidioso y se entristece por el éxito
de aquellos a quienes malquiere.
• La difamación y la calumnia: son ins-
trumentos del resentimiento y del odio.
• La queja constante, la murmuración y
la protesta: manifiestan de forma
abierta o encubierta, la hostilidad hacia
los demás.
• La disconformidad con todo: el eterno
desagrado con las cosas, actuaciones u
órdenes que provienen de una persona
(por lo general, de superiores o de per-
sonas revestidas de autoridad) es signo
patente de descontento y animosidad.
• La propensión a encontrar siempre de-
fectos en ciertas cosas o personas: hay
quienes no pueden escuchar elogios
sobre ciertos prójimos sin hacer notar
defectos, conocidos o desconocidos,
que empañan el brillo que se está dan-
do a esas personas; es éste un signo
claro de envidia y ojeriza.
49
• La intolerancia.
• La culpación, es decir, el acusar a los
demás de todo lo que sale mal, de to-
dos los fracasos, incluso cuando es
evidente que la responsabilidad cae
sobre nosotros mismos.
• Las actitudes agresivas pasivas, es de-
cir, la agresión de sí mismo en forma
de dejadez, abandono, despreocupa-
ción, sentido de inutilidad, desprecio
de sí mismo, etc.
• Las actitudes agresivas activas, es de-
cir, la violencia verbal, física o psi-
cológica, el maltrato de los demás, la
venganza, etc.
• Los recuerdos amargos ligados a per-
sonas o cosas: cuando la memoria de
una persona o de ciertos episodios vi-
vidos siempre se acompañan de un sa-
bor agrio y de desazón, es señal que
mantenemos nuestras cuentas pendien-
tes por ofensas del pasado.
50
• La facilidad para castigar, la falta de
misericordia, la dificultad para olvidar
o para perdonar.
• La desproporción en las correcciones y
reprensiones por culpas objetivas pero
no tan graves (que manifiestan un cier-
to espíritu de revancha de parte del que
corrige).
• El evitar el trato de ciertas personas, el
mutismo ante algunos, las miradas du-
ras, los gestos petrificados, la crispa-
ción de los nervios en presencia de de-
terminados personajes, etc.
• También señalemos la vergüenza y el
sentimiento de culpa, relacionados con
ciertos actos del pasado, cuando estos
afectos son muy intensos y tienden a
abatirnos; en este caso, es posible que
guardemos mucha rabia contra noso-
tros mismos, por sentirnos culpables
de ciertos fracasos, pecados, ruinas
personales o ajenas, etc.
51
Cuando observamos este tipo de actitu-
des en nuestra propia vida, debemos to-
mar conciencia de que tenemos iras en-
cubiertas, rencores inconfesos, etc. En tal
caso es necesario ser sinceros con noso-
tros mismos y tratar de determinar:

(i) Determinación personal: ¿contra


quién guardo rencor? Sólo hay tres posi-
bles objetos del rencor:

• El primero es el prójimo: una persona


que nos ha herido, humillado, abando-
nado. Mientras más cercana sea esa
persona, más grande es el dolor cuan-
do nos hiere (Sir 37, 2: “¿No es para
uno una mortal tristeza cuando un
compañero o amigo se vuelve enemi-
go?”; Sal 55, 13-15: “Si fuese un
enemigo quien me ultrajara, podría
soportarlo; si el que me odia se alzara
52
contra mí, me escondería de él. ¡Pero
tú, un hombre de mi rango, mi com-
pañero, mi íntimo, con quien me unía
una dulce intimidad, en la Casa de
Dios!”). En estos casos más grande
puede ser el rencor. Puede ser más
fácil perdonar una grosería de un ex-
traño, que la descortesía de un fami-
liar; a veces duran menos los des-
acuerdos entre vecinos que entre espo-
sos.
• En segundo lugar, el objeto del odio,
puede ser uno mismo. Quizá no se
perdona algo que uno ha hecho. Es
común este sentimiento de odio hacia
sí mismas en las mujeres que han
abortado. Del testimonio de una de
ellas extracto estas líneas: “La depre-
sión comenzó desde que me practique
el aborto. A veces lloraba con senti-
miento, era algo normal, no el dolor
que siento ahora que explota dentro de
53
mí, lo recordaba con melancolía y no
como ahora que se ha convertido en
una sombra en mi vida, algo que opa-
ca mi felicidad, que me ha matado en
vida, que me quitó la alegría de vivir,
que lo cargo en mi conciencia y que
no puedo perdonarme (...) Mi nombre
es Lorena y de verdad necesito ayuda
para acabar con este odio que siento
por mi persona”. También se puede
sentir mucho odio por haber dejado
pasar la oportunidad de hacer algo:
por ejemplo, de hacer algo para salvar
un matrimonio, de intentar impedir un
suicidio de un ser amado, de consolar
a quien estaba angustiado, o por no
haber expresado amor a un ser querido
que ya no tenemos porque ha fallecido
(¡cuántos se lamentan tardíamente de
no haber sido cariñosos con sus pa-
dres, o agradecidos con ellos!). Tam-
bién puede haber rencor contra sí
54
mismo por no haber sido capaz de
impedir algo; esto se ve en muchas
personas que han sido abusadas y vio-
lentadas sexualmente: piensan que
quizá ellas podrían haber evitado ese
hecho, huyendo, gritando, no estando
en ese lugar en aquel momento, etc., y
no pueden perdonarse su actitud. Mu-
chas de las conductas destructivas de
la persona son consecuencia de un
profundo rencor contra sí mismo: la
drogadicción, el alcoholismo, la ano-
rexia y la bulimia, la adicción sexual,
etc.
• Finalmente, también puede haber re-
sentimiento con Dios. Hay muchas
personas que culpan a Dios. Como es-
cribe Élie Wiesel, en “La Noche”, al
relatar la ejecución de un niño en un
campo de concentración durante la
Segunda Guerra: “¿Dónde está el buen
Dios, dónde? —preguntó alguien
55
detrás de mí... Al cabo de más de me-
dia hora seguía colgado, luchando en-
tre la vida y la muerte, agonizando ba-
jo nuestra mirada. Y tuvimos que mi-
rarle a la cara. Cuando pasé frente a él
seguía todavía vivo. Su lengua seguía
roja, y su mirada no se había extingui-
do. Escuché al mismo hombre detrás
de mí: —¿Dónde está Dios?”. Culpa-
mos a Dios por no habernos ayudado,
por no haber impedido el mal que
otros nos han hecho; incluso por no
haber impedido que nosotros hiciéra-
mos el mal. Hay una enorme injusticia
con Dios detrás de todo este pensa-
miento. Más adelante hablaremos del
sentido del dolor. Por ahora sólo cons-
tatemos que en muchos casos la per-
sona que se ha enojado con Dios, es
decir con la imagen equivocada de
Dios que se ha forjado en su corazón,
debe también perdonar a Dios, rectifi-
56
cando su imagen, descubriendo su ros-
tro de Padre.

(ii) Determinación moral: ¿se trata de


un enojo bueno o malo? Recordemos lo
que dijimos al principio: no toda ira es
desordenada; hay una ira buena, contro-
lada, proporcionada, dirigida a un objeto
de suyo malo, y siempre manejada por la
razón. El enojo de un padre con un hijo
malcriado, mientras se ordene a corregir-
lo proporcionada, prudente, equilibrada-
mente, sin dejar de estar pronto al
perdón, es algo bueno. El enfado contra
nuestra tibieza espiritual, la incomodidad
con nuestros pecados, mientras nos lleve
a cambiar de vida, a reconciliarnos con
Dios, a reparar nuestros yerros y daños,
es algo bueno y necesario para la santi-
dad, etc. La ira ante el enemigo que in-
tenta quitarnos la vida, o que pisotea la
justicia, mientras se alce para restablecer
57
el orden, para repeler al agresor, es nece-
saria para la paz, para el orden y para la
justicia. Pero cuando estas emociones se
desmadran, se vuelven desproporciona-
das, empujan a la venganza, desconocen
el perdón, se transforman en berrinches
infantiles, o tienden a establecerse de
modo permanente en el corazón, etc., es-
tamos ante una ira desordenada que
fácilmente se transforma en rencor, en
resentimiento. Téngase siempre en cuen-
ta esa distinción, aunque cuando noso-
tros hablemos, en este estudio, de la
cólera o ira normalmente nos referimos
a la forma desordenada y nociva de esta
pasión; por eso usamos preferentemente
expresiones negativas como resentimien-
to o rencor.

(iii) Determinación cualitativa: ¿exac-


tamente cuáles son las heridas que incri-
mino a esas personas, en qué medida me
58
afectaron, qué daños puntuales me causa-
ron?

(iv) Determinación circunstancial:


¿cuándo y cómo me fueron inferidas?

(v) Determinación objetiva: ¿qué prue-


bas claras tengo para responsabilizar a ta-
les personas de dichas ofensas? ¿No pue-
den explicarse de alguna otra manera ta-
les problemas o heridas sin acusar a tales
personas?

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿He observado en mi vida pasada al-


guno de los comportamientos arriba
indicados? ¿Cuáles?
59
(ii) ¿Soy consciente de que esos compor-
tamientos (envidia, quejas, murmura-
ciones, pataleo, agresividad, intoleran-
cia, amargura, etc.) manifiestan resen-
timiento o ira interior? ¿O más bien,
reconozco esas actitudes pero niego
que “en mi caso” provengan del ren-
cor?
(iii) ¿Contra quién guardo rencor? En al-
gunos casos puntuales, este trabajo
exige un ejercicio incluso gráfico.
Propongo el siguiente que vamos a
llamar “el círculo de los recuerdos do-
lorosos”: dibuje un gran círculo en
una hoja en blanco; dentro de él es-
criba las iniciales de aquellas perso-
nas que considere que lo han herido
más seriamente; en torno de cada una
de esas iniciales, escriba las heridas
que juzgue que esa persona le ha cau-
sado. Conservemos este trabajo.

60
(iv) ¿Soy objetivo respecto de las heridas y
ofensas que pienso haber recibido?
Tomando nuevamente el círculo donde
están los nombres de las personas que
me han lastimado y la lista de las
principales lastimaduras que creo
haber recibido, analicemos, delante de
Dios y pidiendo que Él nos guíe e
ilumine, si realmente puedo conside-
rarme seguro de poder acusar a esa
persona de las culpas que le atribuyo.
Si descubro cosas que corregir (nom-
bres o heridas que tachar porque re-
almente no tengo certeza de que tal o
cual persona sea culpable), hagámos-
lo ahora. Sigamos luego conservando
este trabajo corregido.
(v) Al pensar en las personas que conside-
ramos que nos han ofendido o causado
grandes males, observemos cuáles son
los sentimientos que se despiertan en
nosotros, las ideas que nos bullen y las
61
palabras que se nos vienen a la cabeza
o a la boca. Anotemos todo esto y tra-
temos de identificar bien los distintos
sentimientos que en nosotros se rela-
cionan con el dolor y la humillación.

3. Reconocer las consecuencias del


rencor

(a) Texto para considerar

“Le dijo Dios a Caín: ‘¿Qué has hecho?


Se oye la sangre de tu hermano clamar a
mí desde el suelo. Pues bien: maldito se-
as, lejos de este suelo que abrió su boca
para recibir de tu mano la sangre de tu
hermano. Aunque labres el suelo, no te
dará más su fruto. Vagabundo y errante
serás en la tierra’. Entonces Caín dijo a
Dios: ‘Mi culpa es demasiado grande pa-
ra soportarla. Hoy me echas de este suelo
62
y he de esconderme de tu presencia, con-
vertido en vagabundo errante por la tie-
rra, y cualquiera que me encuentre me
matará’” (Génesis 4, 10-14).

(b) Doctrina fundamental

El rencor deja huellas profundas en la


persona y consecuencias a menudo gra-
ves. Esto puede ocurrir en muchos órde-
nes.

(i) El rencor produce, indudablemente,


consecuencias psicológicas. Éstas son de
varios órdenes. (1) Es una de ellas, por
ejemplo, la obsesión con el daño sufrido
o la obsesión con la persona que nos ha
ofendido. Es frecuente que quienes están
resentidos con una persona revuelvan
constantemente en su memoria el recuer-
do de la ofensa, incluso cuando ya no
quieren pensar más en eso reaparece aún
63
en sueños y pesadillas, renovando la
animosidad y angustia vivida: “no podía
dejar de pensar, al contrario, imágenes y
voces fluían incontenibles, fustigándome
y atormentándome, convirtiendo mi hui-
da en un vía crucis mental” (de un cuento
de Ednodio Quintero). (2) Se asocia tam-
bién con la vergüenza; la vergüenza mu-
chas veces produce rabia contra la perso-
na que nos ultraja (por ejemplo, contra el
violador sexual), pero, a su vez, esta ra-
bia incrusta más en la memoria el recuer-
do de lo sucedido renovando vivamente
la vergüenza sufrida y el miedo y ver-
güenza a que los demás sepan lo que nos
ha ocurrido. (3) También la culpa; por-
que a menudo los arrebatos de intensa
cólera son seguidos de un sentimiento de
culpa y frustración muy intensos. (4) Del
resentimiento se sigue también como
consecuencia la justificación o reivindi-
cación del mismo; todas las pasiones
64
tienden a buscar justificativos de sí mis-
mas; el resentimiento, al ser una pasión
humillante de la persona, tiene más moti-
vos para hallar “razones” que justifiquen
nuestro enojo: “¿acaso no tengo razón
para enojarme?”; pero esto lleva a menu-
do a tergiversar los hechos, a exagerar-
los, y a cargar las tintas, todo lo cual im-
plica una deformación de la realidad. (5)
Se ha estudiado también la relación es-
trecha entre el resentimiento y los des-
órdenes depresivos y los desórdenes de la
ansiedad como hemos mencionado ante-
riormente7.

(ii) El rencor también ocasiona conse-


cuencias en el comportamiento y en la
vida social. (1) Vuelve a la persona re-
traída, aislada, solitaria. (2) A menudo
desune las familias, distancia de los seres
7
Cf. Enright R., Fitzgibbons, R., Helping Clients
Forgive, 114-116; 136-138.
65
queridos, produce separaciones y divor-
cios, enemista a quienes fueron amigos,
produce altercados. (3) Tiene consecuen-
cias sociales negativas: pérdida del traba-
jo, disminución en el rendimiento labo-
ral, suscita violencias, desmanes, alterca-
dos, etc. (4) Produce comportamientos
nocivos en la vida sexual: lleva a humi-
llar al cónyuge negándose a la relación
sexual cuando el otro lo pide o lo necesi-
ta (hay esposas que son frígidas por re-
sentimiento), así como empuja a abo-
chornar al cónyuge en la forma en que se
realiza el acto sexual (sin cariño, brutal-
mente, pidiendo comportamientos contra
la naturaleza, causando daño físico, etc.).

(iii) También produce consecuencias


físicas. (1) La relación entre el resenti-
miento y los desórdenes adictivos es muy
estrecha. Dicen, por ejemplo Enright y
Fitzgibbons refiriéndose al alcoholismo y
66
a las drogas: “el abuso de sustancias es
un desorden serio, regularmente asociado
a mucho rencor”8. Y más adelante: “Los
estudios apoyan la experiencia clínica de
muchos terapeutas... Se ha demostrado,
por ejemplo, que los desórdenes de con-
ducta en adolescentes preceden por mu-
chos años al abuso del alcohol y de las
drogas. Los niveles de odio y violencia
en los consumidores de sustancias es más
alto que el que se halla en la población en
general”9. Esto quiere decir, que el resen-
timiento y la violencia empujan a con-
ductas adictivas. (2) El rencor, como el
odio, también puede originar conductas
autoagresivas como la anorexia y la bu-
limia nerviosa, causadas, a menudo, por
problemas de resentimiento contra sí
mismo, contra la familia o contra los

8
Enright R., Fitzgibbons, R., Helping Clients For-
give, 155 (cf. 155-168).
9
Ibidem, 156.
67
compañeros, como señalan especialis-
tas10. (3) Algunos autores mencionan otro
tipo de consecuencias físicas11; por
ejemplo problemas motrices e incluso
parálisis, como espejo físico de la entu-
mecimiento psicológico que produce la
bronca; ciertas formas de diabetes, tras-
tornos hepáticos (solemos decir que los
disgustos nos caen mal al hígado), tam-
bién ciertos casos de urticaria, prurito,
soriasis, hipertensión, impotencia sexual,
etc. Al respecto escribe un autor: “Re-
cuerdo a un muchacho joven, cuyos hue-
sos se le iban deformando, como retor-
ciendo, por artritis reumatoidea; al pare-
cer era, por lo menos para él, una enfer-
medad psicosomática, puesto que al des-
cubrir sus resentimientos y disolverlos, el
10
Cf. Ibidem, 215-223.
11
Cf. Cuadro Moreno, Osvaldo, Los cuatro coco-
drilos del alma, Lima (2005), 141-142; Irala, N.,
Control cerebral y emocional, Buenos Aires (1994),
211-223.
68
proceso de la enfermedad se detuvo para
siempre y sus movimientos musculares
fueron más armónicos; como lo pudieron
comprobar numerosos testigos a través
de largos años. Tenemos muchos otros
ejemplos de músculos contrahechos, hue-
sos deformados, provocados por la mis-
ma causa: resentimiento, que es, en defi-
nitiva, resentimiento contra uno mis-
mo”12.

(iv) Entre las consecuencias espirituales


del rencor recordemos: (1) Vuelve ciegas
a las personas, las hace vengativas, endu-
rece sus corazones, destruye la miseri-
cordia, aleja el alma de Dios, llena de
amargura espiritual, las asemeja al de-
monio, las empuja al crimen, es madre de
numerosas injusticias. (2) La literatura
cristiana hace de la ira un “vicio capital”,
12
Cuadro Moreno, Osvaldo, Los cuatro cocodrilos
del alma, 111-112.
69
y señala que de él nacen numerosos pe-
cados, entre los cuales, cabe señalar prin-
cipalmente la indignación, la hinchazón
de la mente (pensando en los medios de
vengarse), el griterío, la blasfemia, la in-
juria, y la riña.
Entre este tipo de consecuencias seña-
lemos una a la que daríamos por nombre
“retroalimentación del sufrimiento”. Es
el caso de aquellos resentidos que, de al-
guna manera, “gozan” sufriendo porque
usan sus dolores como un medio de ven-
garse de los que los han ofendido; llegan,
incluso, a agudizar sus sufrimientos (y a
veces, si pudieran, se dejarían morir, en
una suerte de “suicidio vengativo”) para
hacer sentir remordimientos a quien los
ha herido; es como si dijeran: “mira de
cuánto dolor eres causa”, “no te olvides
que sufro por tu culpa”. A veces hasta
evitan curarse o prefieren no mejorar de
sus dolencias, porque esto sería aliviar la
70
conciencia del injuriador. De ahí que
termina convirtiéndose en un sadomaso-
quismo: una mezcla de gozo en sufrir y
de gozo en hacer sufrir a los autores de
nuestro sufrimiento. Realmente se trata
de una mente retorcida, pero más común
de lo que imaginamos.

(v) Finalmente, mencionemos lo que


podemos llamar sus consecuencias cog-
nitivas; es decir, perturba la idea que te-
nemos del mundo, de Dios y de nosotros
mismos. El resentimiento produce una
concepción pesimista e injusta del mundo
y del prójimo, hace incomprensible la pa-
ternidad divina y su misericordia, se acu-
sa a Dios del mal y del dolor, se tiene una
imagen de sí mismo rebajada, degradan-
te, etc.

De todo esto, se comprende que para


poder trabajar adecuadamente en el
71
perdón, sea necesario que conozcamos
las posibles consecuencias que el resen-
timiento ha dejado en nosotros.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿El resentimiento ha dejado en mí al-


guna de las consecuencias psicológi-
cas arriba indicadas?
(ii) ¿Ha producido cambios negativos en
mi vida, en mi comportamiento, en
mis hábitos?
(iii) ¿He perdido amigos, a causa del re-
sentimiento, del enojo, de pendencias
o altercados?
(iv) ¿El rencor ha causado estragos en mi
familia, divisiones, antagonismos, dis-
tanciamientos, separaciones?
72
(v) ¿Soy consciente de que al enojarme
puedo terminar por cometer injusticias
más grandes que las de mi ofensor?
¿Acaso no ha sucedido así muchas
veces?
(vi) ¿Tengo una concepción resentida del
prójimo o del mundo? ¿Culpo a Dios
de los males de mi vida? ¿Me consi-
dero un fracasado, un inútil, un “bue-
no para nada”?
(vii) ¿He atentado positivamente contra mi
salud o contra mi vida? ¿Abandono el
cuidado prudente y normal de mi sa-
lud?
(viii) ¿Cargo problemas espirituales a cau-
sa del resentimiento (sentimiento de
culpa, pecados, blasfemias, animosi-
dad contra Dios, etc.)?
(ix) Preguntémonos también: ¿Tengo al-
gunos de los problemas que acabamos
de indicar? ¿Percibo algunos de estos
síntomas pero pienso que en mi caso
73
no están relacionados con el resenti-
miento? ¿Estoy tan seguro de que no
hay rencores que hasta ahora no he so-
lucionado con el perdón? ¿No estaré,
quizá, queriendo “no ver” la relación
entre mis problemas y la falta de
perdón a tal o cual persona, o a tal o
cual fracaso de mi vida?
(x) Hagamos una oración a Dios pidiendo
luz para aclarar nuestro corazón.

4. Lo que no funciona

(a) Texto para considerar

“Quien tira una piedra al aire, sobre su


propia cabeza la tira, el golpe a traición
devuelve heridas. Quien cava una fosa,
caerá en ella, quien tiende una red, en
ella quedará preso. Quien hace el mal, lo
verá caer sobre sí sin saber de dónde le
74
viene... Rencor e ira son también abomi-
nables, esa es la propiedad del pecador.
El que se venga, sufrirá venganza del Se-
ñor, que cuenta exacta llevará de sus pe-
cados” (Sir 27, 25-27.30; 28, 1).

(b) Doctrina fundamental

Algunos psicoterapeutas han propuesto


métodos que son insuficientes o, inclusi-
ve, equivocados, para solucionar el pro-
blema del rencor y la ira.
(i) Hay quienes sugieren sepultar (es
decir, dejar completamente de lado o ig-
norar) los problemas pasados o presentes,
dedicándose, de ahora en más, sólo al fu-
turo. En algún caso esto puede funcionar
accidentalmente, pero la experiencia de-
muestra que a menudo los problemas si-
guen atormentando a la persona desde su
subconsciente. Es como una espina cla-
vada en el pie: es verdad que hay veces
75
en que el organismo la reabsorbe y es
mejor no intentar excavar para sacarla;
pero hay otras veces en que la única so-
lución es la extracción, aunque duela.
(ii) Creo que más equivocada aún es la
falsa solución de la terapia psicoanalista
(y de otros métodos de terapia) que al ver
que algunas enfermedades (por ejemplo,
ciertas depresiones) tienen como causa
una ira dirigida hacia adentro, hacia uno
mismo, animan a volcarla hacia afuera,
dando rienda suelta al enojo, “descargán-
dose”, creyendo que así solucionarán el
problema. “Maldecir en el trabajo reduce
el estrés”, leí en un titular hace tiempo.
De este modo lo único que puede lograr-
se es que la persona enojada agote sus
energías pataleando, gritando y rompien-
do los objetos que tiene a su alrededor.
Pero no es creíble que esto solucione de
raíz sus problemas. Por el contrario, es
claro que lleva a la persona a cometer in-
76
justicias, enconar divisiones, causa re-
mordimientos. Esta falsa solución deja a
la persona a merced de sus pasiones y su-
jeta a la esclavitud de los arranques de ira
que se van haciendo un arraigado hábito
a medida que estas “explosiones” se su-
ceden. Además, no es una solución que
encontremos en el Evangelio.
(iii) El único camino para solucionar de
raíz el resentimiento es el perdón cristia-
no. Como señalan reconocidos terapeu-
tas, la experiencia del trabajo en el
perdón ha manifestado clínicamente nu-
merosos frutos que no se encuentran
fácilmente en otros métodos; por ejem-
plo: la disminución de los síntomas de-
presivos, el descenso de la ansiedad, el
aumento de la esperanza, el mejoramien-
to de la autoestima, la reducción de la
obsesión o preocupación con la persona
que nos ha ofendido o perjudicado;
además también se señalan: mayor esta-
77
bilidad en el ánimo, menor conducta im-
pulsiva, crecimiento de la capacidad para
controlar los sentimientos de ira y menor
reacción ante las ofensas13. Y, por enci-
ma de todo, el perdón nos configura con
Jesucristo, el Gran Perdonador.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿Soy consciente de que hasta ahora


nada fuera del perdón ha solucionado
mis problemas de resentimiento?
(ii) En mi experiencia pasada, ¿he expre-
sado mis broncas a través de la vio-
lencia, o de los gritos, o berrinches, o
13
Cf. Enright R., Fitzgibbons, R., Helping Clients
Forgive, 16.
78
golpes, etc.? ¿Cuáles han sido los re-
sultados? ¿Se han solucionado las co-
sas o, por el contrario, han surgido
nuevos problemas, he causado más
enojos, he quedado más esclavizado a
los impulsos de la cólera, etc.?
(iii) En caso de haberme dejado llevar por
mis impulsos, ¿eso me ha traído pos-
teriores sentimientos de vergüenza, de
culpa, mayor encierro en mí mismo,
etc.?
(iv) Pedir a Jesucristo la gracia de recono-
cer el fracaso de todo método que no
sea el perdón sincero.

79
II. QUERER PERDONAR

1. Sondeando nuestra voluntad

(a) Texto para considerar

“Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro


que estás en los cielos, santificado sea tu
Nombre; venga tu Reino; hágase tu Vo-
luntad así en la tierra como en el cielo.
Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y
perdónanos nuestras deudas, así como
nosotros hemos perdonado a nuestros
deudores; y no nos dejes caer en tenta-
ción, mas líbranos del mal. Porque si vo-
sotros perdonáis a los hombres sus ofen-
sas, vuestro Padre celestial también os
perdonará a vosotros; pero si no per-
donáis a los hombres, tampoco vuestro
Padre perdonará vuestras ofensas” (Ma-
teo 6, 9-15).
80
¡La petición del perdón fue la única
ampliada y explicada por Jesucristo!

(b) Doctrina fundamental

Después de haber leído los puntos ante-


riores y de haber realizado los trabajos
que hemos sugerido, cabe preguntarnos
por el estado de nuestra voluntad en este
momento de nuestro itinerario. Si hemos
reconocido ciertos rencores y resenti-
mientos, ¿queremos resolverlos eficaz y
definitivamente? ¡Sólo el perdón puede
hacerlo! Pero, ¿quiero perdonar?, o, por
lo menos, ¿estoy dispuesto a dar los pa-
sos que pueden llevarme al perdón de
mis ofensores, o de quien considero que
me ha herido?
Hay personas que prefieren vivir escla-
vas de su rencor. Antonio Podestá puso
en boca del resentido moribundo aquellas
palabras, amargas y blasfemas: “Yo quie-
81
ro morir conmigo, / sin confesión y sin
Dios, / crucificao en mis penas / como
abrazao a un rencor”.
No hay peor ciego que quien no quiere
ver, ni hay peor sordo que el que no está
dispuesto a oír; tampoco hay peor escla-
vo que el que quiere vivir encadenado a
su rabia, masticando su furor. Estos se
hacen responsables del infierno que vi-
ven ya en esta vida temporal y del que
pueden estar preparando para la eterni-
dad. No olvidemos que Dante, como
buen cristiano, describe más de un lugar
de su Infierno para los esclavos de estas
pasiones: el círculo de los iracundos y
rencorosos y el círculo de los violentos.
La sociedad de su tiempo, acostumbrada
a los odios y venganzas violentas, sabía,
sin embargo, que esta pasión comprome-
te la salvación del alma.

82
¿Puede cambiar una voluntad que ha
vivido muchos años en el resentimiento?
¡Puede!
¿Se pueden perdonar heridas tan graves
como la muerte injusta de los seres ama-
dos? ¡Se puede!

En este tema, la vida real puede ser más


ilustrativa que los principios abstractos.
La siguiente historia, fue contada por un
misionero en China; transcurrió en un
pueblo chino después de una sangrienta
persecución contra los cristianos14. “El
día de la masacre, cuenta el misionero,
pereció una familia entera de ocho per-
sonas, salvo los dos ancianos que estaban
ausentes. Tras la tormenta de sangre,
cuando los sobrevivientes consiguieron
llegar a la choza, ésta se encontraba vac-
ía. El anciano abuelo creyó volverse lo-
14
Tomo los datos de Dom Antoine Marie, Cartas
de la Abadía de Clairval, del 15 de julio de 1998.
83
co. Corría por las calles del pueblo, con
ojos aterrados, buscando a sus hijos y a
sus nietos. Tan grande fue su conmoción
que conservó un temblor nervioso hasta
la muerte.
El hecho de que el asesino de su familia
fuera uno de sus antiguos alumnos, espe-
cialmente estimado con respecto a los
demás, y a quien había hecho muchos fa-
vores, lo hacía estar fuera de sí, pare-
ciéndole el crimen aún más horrendo. Al
enterarse del regreso de los cristianos, el
criminal había huido, considerando que
el primero en encontrarlo no podía hacer
otra cosa sino matarlo.
Un día, cinco meses después de aquello
y encontrándome en el pueblo, el cate-
quista, guía de los cristianos, acudió a
mí:
—Padre, tengo una mala noticia: el ase-
sino pide que se le permita entrar en el
pueblo, y yo no puedo negárselo. No te-
84
nemos derecho a impedírselo y, además,
no podemos vengarnos. O somos cristia-
nos o no lo somos. Avisaré a las familias
cristianas y estoy seguro que todo el
mundo le perdonará de todo corazón. Pe-
ro está ese pobre anciano Wang. ¿Cómo
actuar para que pueda sobrellevar el gol-
pe?
—¿Pero qué puedo hacer yo?...
—Tendría que persuadirle para que
perdonara, Padre.
—Menuda tarea me espera, amigo mío;
en fin, se intentará.
Así que llamé al bueno de Wang y le
dije: Amigo mío, nobleza obliga. Tienes
santos en tu descendencia, y hay que ser
digno de ellos.
—¿Qué quiere decir, Padre?
—Si el asesino de tu familia regresara
al pueblo y te encontraras con él, ¿qué
harías?

85
—Me abalanzaría sobre él y le saltaría
al cuello.
Daba pena verlo. Lo agarré por las ma-
nos y le dije: —Ya sabes lo que decimos
siempre, que o somos cristianos o no lo
somos... No le saltarías al cuello...
Le vino como un sollozo, vaciló un
momento, se secó dos lágrimas y dijo: —
De acuerdo, Padre, que vuelva.
Y como yo lo miraba sin decir palabra,
añadió: —Sí, sí, dígale que vuelva: así
verá si soy cristiano.
Al atardecer, los cristianos estaban re-
unidos a mi alrededor, como todas las
tardes, en el patio del catequista. Platicá-
bamos juntos bebiendo té y fumando
enormes pipas. Era el mejor momento del
día. Pero había algo pesado en el ambien-
te y no teníamos valor para hablar de
ello. El pobre Wang estaba a mi lado,
tembloroso y pálido. Los demás forma-

86
ban un círculo ante mí, conmovidos. El
asesino iba a venir y todos lo sabían.
De súbito, el círculo se abre. Al fondo,
bajo el resplandor de los faroles que
tiemblan en los árboles del patio, veo
avanzar al asesino, con la cabeza baja y
paso lento, como si llevara el peso de las
maldiciones de todos aquellos hombres.
Se presenta ante mí y cae de rodillas, en
medio de un silencio espantoso. Yo tenía
un nudo en la garganta, y apenas pude
decirle lo siguiente: —Amigo, ya ves la
diferencia. Si hubiéramos mutilado a tu
familia y volvieras aquí como vencedor,
¿qué harías?
Oímos primero un gemido y luego se
produjo un silencio. El viejo Wang se
había levantado: se inclinó temblando
hacia el verdugo de los suyos, lo levantó
hasta su altura y lo abrazó.
Dos meses más tarde, el asesino acudía
a mí: —Padre, antes no entendía su reli-
87
gión, pero ahora lo veo claro. Me han
perdonado de verdad. Soy un miserable,
pero ¿yo también podría hacerme cristia-
no?
No hace falta que os diga cuál fue mi
respuesta. Entonces, me pidió: —Padre,
quisiera pedir algo imposible. Quisiera
que el viejo Wang fuera mi padrino.
—Amigo mío, prefiero que se lo pidas
tú mismo.
Algún tiempo después, Wang, ya sin
descendencia, aceptaba como hijo espiri-
tual al asesino de su familia”.

Es cierto que no se puede perdonar sin


pagar el precio del sufrimiento; pero se
puede.

(c) Reflexiones personales

88
A la luz de lo dicho, respondamos a las
siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿Cuál es mi voluntad actual respecto


de las ofensas recibidas y de las heri-
das del pasado?
(ii) ¿Me considero capaz de perdonar?
¿Creo que es posible? ¿Lo considero
impracticable en mi caso? ¿Pienso que
es posible pero muy difícil?
(iii) Si veo en mi corazón demasiada difi-
cultad para perdonar, ¿al menos estoy
dispuesto a hacer lo posible?
(iv) ¿Estoy dispuesto a intentarlo?

2. El perdón es una gracia: hay que


pedirla

(a) Texto para considerar


89
“Cúrame, Dios, y sea yo curado;
sálvame, y sea yo salvo, pues mi honor
eres tú. No me causes temor, ¡oh tú, que
eres mi amparo en el día desgraciado!
(Jeremías 17, 14-17).

(b) Doctrina fundamental

Jesucristo quiere curarnos de nuestras


heridas. Para esto vino y esto es lo que
ofreció: “Venid a mí todos los que estáis
fatigados y agobiados, y yo os daré des-
canso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y
aprended de mí, que soy manso y humil-
de de corazón; y hallaréis descanso para
vuestras almas” (Mt 11, 28-29).
A Jesús muchos lo seguían pidiendo
que los curara; algunos de modo cortés y
respetuoso, como el centurión de Cafar-
naum, otros con angustia, como Jairo al
pedir por su hija moribunda; algunos
90
“con gritos”, como la mujer cananea. En
todo caso, debemos mostrar al Señor la
intensidad de nuestro deseo de ser cura-
dos. Él mismo nos ha alentado a pedir:
“Todo el que pide recibe; el que busca,
halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay
acaso alguno entre vosotros que al hijo
que le pide pan le dé una piedra; o si le
pide un pez, le dé una culebra? Si, pues,
vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas
buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más
vuestro Padre que está en los cielos dará
cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt
7, 8-11).
El resentimiento incubado en el co-
razón es más desgarrador que la parálisis
de una pierna, que la sordera o la mudez;
más cruel que la miseria económica y
más pernicioso que la muerte física. ¿Pe-
dimos ser curados de este mal del alma
con la misma intensidad que esperamos
de Dios la curación o el alivio de nues-
91
tros males físicos, económicos o familia-
res?
Si no lo pedimos, y con insistencia,
¿por qué nos extrañamos que el mal siga
ahondándose en el corazón?

Pero pedirlo seriamente implica estar


dispuestos a pagar el precio que Dios exi-
ja. Pedimos la curación de nuestros males
físicos, pero ¿estamos dispuestos a cam-
biar de vida? ¡Porque Jesús exigía la
conversión del corazón como condición
de sus curaciones! Al enfermo que cura
junto a la piscina Probática, le dice: “Mi-
ra, estás curado; no peques más, para que
no te suceda algo peor” (Jn 5, 14). A la
adúltera que salva de ser condenada a
muerte, Jesús le pregunta: “Mujer,
¿dónde están los que te acusaban? ¿Na-
die te ha condenado?” Ella respondió:
“Nadie, Señor”. A lo que Jesús le dijo:

92
“Tampoco yo te condeno. Vete, y en ade-
lante no peques más” (Jn 8, 10-11).
La gracia de poder perdonar, exige de
nosotros un cambio del corazón y la
creación de nuevos hábitos espirituales,
en particular, de oración, de vida sacra-
mental, de acercamiento permanente a
Dios. Entre otras cosas exige de nosotros,
empezar a practicar la misericordia y
perdonar inmediatamente y de corazón
las ofensas.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿Pido la gracia de curarme de mi ren-


cor?
(ii) ¿Estoy dispuesto a pagar el precio de
tener un corazón perdonador?
93
(iii) Podemos rezar la siguiente oración:

Señor, Tú que has muerto en la cruz


perdonando a tus enemigos,
dame la gracia de tener un corazón
compasivo,
la gracia de olvidar las injurias,
la gracia de ser sordo a las ofensas,
la gracia de perdonar a quienes me las-
timen,
de amar a los que me odien,
de rezar por los que me persigan.
La gracia de no evocar los agravios,
la gracia de abrir mi corazón única-
mente a la gratitud.
Haz de mí un instrumento de tu paz.
Que allí donde halla odio, ponga yo
amor;
donde haya ofensa, ponga perdón;
donde haya discordia, ponga unión.
Que no me empeñe tanto en ser conso-
lado,
94
como en consolar;
en ser comprendido como en com-
prender;
en ser amado como en amar;
pues dando, se recibe;
olvidando, se encuentra;
perdonando, se es perdonado,
muriendo se resucita a la vida eterna.
Amén

95
III. ALCANZAR EL PERDÓN

1. Aprender a dominar la ira

(a) Texto para considerar

“Perdona a tu prójimo el agravio que


te ha hecho,
y, en cuanto lo pidas, Dios te perdo-
nará tus pecados.
El hombre que a otro hombre guarda
ira,
¿cómo espera su propia curación del
Señor?
Si de un semejante no tiene él piedad,
¡con qué cara pide perdón a Dios por
sus propios pecados!
Acuérdate de las postrimerías, y deja
ya de odiar,
recuerda que has de morir, y sé fiel a
los mandamientos.

96
Recuerda los mandamientos, y no ten-
gas rencor a tu prójimo,
recuerda la alianza del Altísimo, y pa-
sa por alto la ofensa” (Sirácida 28, 2-4.
6-7).

(b) Doctrina fundamental

Para muchas personas ocuparse en el


objetivo de aprender a perdonar exige
comenzar por un trabajo en el dominio de
la pasión de la ira. Como ya hemos di-
cho, de nuestros enfados y despechos na-
ce luego, como de una llaga interior que
nunca cierra, esa enfermedad estable del
resentimiento. Hay personas que se enfu-
recen en un momento, pero luego la pa-
sión se calma y la ofensa queda en olvi-
do; otras, en cambio, se exasperan de
golpe y el despecho les queda atrapado
dentro durante largo tiempo, incluso años
97
o toda la vida. Si dominamos el “co-
mienzo” de la bronca, no tendremos que
luchar luego contra el rencor, su fruto:

Si sufres con cualquier injuria, no la


recojas.
Verás como no puede levantarse sola.

Para aprender a superar nuestra ira pro-


pongo resumidamente, y sólo para quien
lo considere necesario en su caso perso-
nal, las enseñanzas del P. Narciso Irala,
en su conocido libro “Control cerebral y
emocional”15.

La ira, como todas las emociones, tie-


nen dos posibles fases, una espontánea y
otra controlable.

(i) La fase espontánea de la ira


15
Cf. Irala, N., Control cerebral y emocional, cap.
XIII, 211-223.
98
Por fase espontánea de la ira entende-
mos el despertar indeliberado y auto-
mático de esta pasión. Suele suceder
cuando nos sorprende imprevistamente
alguna cosa que nos ofende o humilla,
que nos contradice o nos amenaza. Así,
por ejemplo, un insulto inesperado, una
humillación repentina, una ofensa que
nos cae de sopetón, etc. Este movimiento
irreflexivo, que los moralistas clásicos
englobaron dentro los llamados “prime-
ros movimientos”, no es responsable de
nuestra parte, a menos que previéndolo y
queriéndolo nos hayamos puesto en al-
guna circunstancia que pueda ocasionar-
lo. Fuera de este caso singular, no somos
responsables del mismo, y apenas pode-
mos controlarlo sin mucha vigilancia.
Sobre este tipo de reacciones sólo pode-
mos tener un dominio muy indirecto,
aunque en muchos casos eficaz. Así, po-
99
demos trabajar en desbrozar el terreno
sobre el que se asienta cualquier arrebato
de ira (nuestro orgullo, impaciencia) tra-
tando de crecer en la humildad respecto
de nosotros, en la benignidad hacia el
prójimo (pensando siempre bien de los
demás y tratando de observar sus bonda-
des) y en la aceptación de las tribulacio-
nes. La ira, una vez nacida de modo es-
pontáneo, podemos, aunque limitada-
mente, tratar de controlarla, de limitar su
duración y de frenarla, pero eso ya perte-
nece a la segunda fase.

(ii) La fase más activa y controlable

Frente al estímulo que hace surgir ese


movimiento espontáneo de ira, una vez
que tomamos conciencia del mismo, po-
demos reaccionar de una doble manera:
dejándonos arrastrar por él, o tratando de
controlarlo.
100
Si nos dejamos arrastrar por él, pasa-
mos a ser dominados o derrotados por la
bronca. Las reacciones, sin embargo,
pueden ser varias. En primer lugar, po-
demos dejar que la cólera nos lleve im-
pulsivamente a obrar de modo inmediato,
pasando a una crisis de ira, o cólera ani-
mal, que se manifiesta generalmente en
reacciones animales y primitivas: golpe-
ando, rompiendo, insultando, estallando
en gritos y amenazas. En segundo lugar,
podemos actuar con una saña hasta cierto
punto refrenada, vengándonos no de gol-
pe, sino en cuotas; esto suele ocurrir
cuando las conveniencias sociales o el
temor a ser castigado, nos imponen ocul-
tar nuestra rabia. Finalmente, podemos
embotellar totalmente la ira, sin descar-
garnos exteriormente contra el enemigo,
pero masticando internamente el furor.
Los dos últimos casos son los que deno-
minamos con mayor propiedad resenti-
101
miento o rencor. Ya hemos mencionado
los efectos nocivos que tiene esta pasión;
añadamos solamente que según Irala, una
clínica de Nueva Orleans atribuía el 76%
de los problemas de sus pacientes a la
cólera, al odio o a la impaciencia no con-
trolados y mezclados con el temor.
Pero también podemos actuar sobre la
ira, tratando de controlarla. Esto se hace
por varias vías posibles: modificando el
juicio mental que da origen a la bronca
(debilitándolo por la distracción, o mejor,
anulándolo por la apreciación contraria),
o bien ordenando la actitud interna
opuesta de amor y simpatía y su expre-
sión externa en el rostro, en la voz y en
los músculos. En definitiva contamos por
lo menos con cuatro medios:

1º Control por la distracción. Uno de


los medios más eficaces consiste en qui-
tar o modificar las ideas que causan el
102
enojo. Dice Irala: “Si, cuando el otro te
insulta o te disgusta con su conducta, en
vez de pensar en lo injusto o grosero de
su proceder, concentras tu atención en
otra cosa: en los objetos o colores que
tienes delante o en las ondas sonoras que
te llegan de todas partes, o (si eres psicó-
logo) en observar el desgaste de energía
y reacciones de tu interlocutor, etc., ape-
nas sentirás conmoción alguna. Imitemos
a las madres cuando para calmar a sus
hijitos que lloran de ira les atraen la aten-
ción a otra parte”. Como ha escrito un
autor refiriéndose a la pasión de la luju-
ria: nadie continúa a estar sexualmente
apasionado si de pronto suena la alarma
contra incendios. Del mismo modo, si
somos capaces de llevar nuestra atención
a otra cosa cualquiera, la pasión se desin-
fla en muy poco tiempo16.
16
Precisamente para esto es muy importante el en-
trenamiento en lo que el P. Irala, siguiendo al Dr.
103
2º Control por el pensamiento con-
trario. El segundo medio es tratar de
descubrir el pensamiento que origina la
pasión y buscar su contrario. Puede ser el
orgullo (“yo no merezco semejante tra-
to”; “¿quién piensa éste que soy yo?”);
en tal caso hay que oponer un pensa-
miento de humildad (“un hombre como
todos los demás, que nacen y mueren, y
que si los dejan librados a sus pasiones,
son peores que animales”). Si la ira se
ceba en el pensamiento de la injusticia
(“él es cruel”, “es una persona injusta y
discriminadora”), habrá que oponer algún
pensamiento de comprensión (“tiene de-
fectos como todos, incluso como yo”;
“tal vez no comprenda la gravedad de lo
que hace”, etc.). Esto es lo que hace
Roger Vittoz, llama “sensaciones conscientes”. Su
libro ayuda a aprender a hacer este tipo de ejercicios,
así como los ejercicios de concentración que después
se convierten en instrumentos fundamentales para el
dominio práctico de nuestras emociones y pasiones.
104
Jesús en la cruz: “Padre, perdónanos,
porque no saben lo que hacen”. Si el
pensamiento que alimenta la rabia es al-
go impersonal (“esto es intolerable”, “es-
ta situación es absurda”) habrá que bus-
carle un sentido (“Dios sabe por qué
permite este dolor, esta humillación”;
“todo termina redundando en bien de los
que Dios ama”).
3º Control por el sentimiento contra-
rio. La tercera posibilidad es tratar de
sustituir el sentimiento de disgusto, tur-
bación y antipatía, por el de la alegría y
simpatía. Escribe Irala: “Ante todo, hay
que digerir el sufrimiento inevitable,
aceptándolo plenamente, si no queremos
que nos siga envenenando. Luego hay
que tratar a esa persona como si nos fue-
ra muy simpática, con pensamientos de
aprecio y comprensión, descubriendo sus
virtudes y excusando sus defectos, con
tono de cariño y respeto, con obsequios y
105
servicios, con oraciones y sacrificios por
ella. Un mes de este trato bastará para
hacérnosla simpática”. La vida de San
Francisco de Asís está repleta de ejem-
plos de este tipo, como en aquella opor-
tunidad en que uno de los hermanos sor-
prendió a tres ladrones en el convento y
los echó con grandes reprensiones; al
contarle a Francisco su hazaña, éste le di-
jo que se había portado cruelmente, por-
que mejor se conduce a los pecadores a
Dios con dulzura que con duros repro-
ches; y continuó: “Por lo tanto, ya que
has obrado contra la caridad y contra el
santo Evangelio, te mando, por santa
obediencia, que, sin tardar, tomes esta al-
forja de pan que yo he mendigado y esta
orza de vino y vayas buscándolos por
montes y valles hasta dar con ellos; y les
ofrecerás de mi parte todo este pan y este
vino. Después te pondrás de rodillas ante
ellos y confesarás humildemente tu culpa
106
y tu dureza. Finalmente, les rogarás de
mi parte que no hagan ningún daño en
adelante, que teman a Dios y no ofendan
al prójimo; y les dirás que, si lo hacen
así, yo me comprometo a proveerles de
lo que necesiten y a darles siempre de
comer y de beber. Una vez que les hayas
dicho esto con toda humildad, vuelve
aquí”. Los tres ladrones se convirtieron y
se hicieron franciscanos, viviendo y mu-
riendo santamente en la Orden.
4º Control por la expresión contraria.
Finalmente, Irala sugiere emplear el
método fisiológico poniendo en nuestra
voz, respiración, ojos y músculos la ex-
presión contraria a la que nos quiere im-
poner la ira. “Callémonos, dice nuestro
autor, o conservemos la voz pausada,
dulce y tranquila. Si la llama del odio o
de la impaciencia va a escaparse por tu
boca, respira hondo dos veces antes de
contestar y suelta el aire poco a poco.
107
Verás qué pronto se apaga la llama.
Mantengamos flojos y relajados los
músculos de brazos y manos y de la boca
y rostro; y, sobre todo, hagamos que la
sonrisa se dibuje en nuestros ojos con-
servándolos blandos y suaves, pensando
en algo agradable”. Y pone esta anécdo-
ta: “Una señora en Río de Janeiro, des-
pués de unas conferencias me vino a con-
tar sus cuitas, su mal genio y el de su ma-
rido. ‘Mi hogar es un infierno —me di-
jo— siempre estamos peleando, y eso
que somos cristianos piadosos’. Le acon-
sejé que fuese a mirarse ante el espejo y
procurase allí sonreír con los ojos. Cuan-
do haya conseguido esa sonrisa franca y
profunda y vea que su marido está vol-
viendo a casa, haga un acto de fe: ‘Ahí
viene Jesucristo, mi gran bienhechor, dis-
frazado con los defectos de mi marido,
para que yo le sonría, le ame y le sirva’.
Pasado un mes vino a agradecerme el
108
consejo; su hogar se había transformado,
eran felices. Modificó el pensamiento y
la expresión de la ira”.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) Entre mis reacciones espontáneas ¿se


cuentan generalmente movimientos de
cólera, de enojo? ¿Me arrebato con
facilidad? ¿Con qué frecuencia me
encuentro irritado, furioso o ensaña-
do?
(ii) ¿Tengo suficiente capacidad para con-
trolarme? ¿Cuánto tiempo necesito
para calmarme después que he expe-
rimentado un arranque de bronca?
(iii) ¿A qué recurro para dominarme? ¿O
quizá no intento dominarme y me dejo
109
arrastrar por la ira, produciendo con
frecuencia rabietas, berrinches, pele-
as?
(iv) ¿Me encuadro entre las personas irri-
tables, susceptibles, cascarrabias, sus-
picaces o recelosos?
(v) Una vez que me enojado, ¿cuánto tar-
do en volver a la calma?

2. Tres ideas para corregir

(a) Texto para considerar

“Tú eres el Dios de los perdones, cle-


mente y entrañable, tardo a la cólera y ri-
co en bondad. ¡No los desamparaste! Ni
siquiera cuando se fabricaron un becerro
de metal fundido... Tú, en tu inmensa
ternura, no los abandonaste en el desier-
to... Tu Espíritu bueno les diste para ins-
truirles, el maná no retiraste de su boca, y
110
para su sed les diste agua... Indóciles, se
rebelaron contra ti, arrojaron tu Ley a sus
espaldas, mataron a los profetas que les
conjuraban a convertirse a ti; (grandes
desprecios te hicieron)... Clamaban hacia
ti, y tú los escuchabas desde el cielo; y en
tu inmensa ternura les mandabas salvado-
res que los libraron de las manos opreso-
ras. Pero, apenas en paz, volvían a hacer
el mal... De nuevo gritaban hacia ti, y tú
escuchabas desde el cielo: ¡muchas ve-
ces, por ternura, los salvaste! Tuviste pa-
ciencia con ellos durante muchos años;
les advertiste por tu Espíritu, por boca de
tus profetas; pero ellos no escucharon. Y
los pusiste en manos de las gentes de los
países. Pero en tu inmensa ternura no los
acabaste, no los abandonaste, porque eres
tú Dios clemente y lleno de ternura”
(Nehemías 9, 17-20. 26-28. 30-31)

(b) Doctrina fundamental


111
A menudo el resentimiento se yergue
sobre una o más imágenes equivocadas.
En particular hay tres imágenes que el re-
sentido suele percibir incorrectamente: la
imagen que tiene de sí mismo, la que tie-
ne del prójimo y la que tiene de Dios.

(i) Ante todo, la imagen que tiene de sí


mismo suele estar equivocada; y por eso
deberá corregirla si pretende pasar del
rencor al perdón. Quizá esté demasiado
cargada de egoísmo, creyéndose más de
cuanto es en realidad. De ser así, la con-
secuencia será pensar que todo el mundo
debe girar sobre él. “Mi problema, me
decía una persona, es que siempre quiero
ser centro de mesa”. También puede su-
ceder que tenga un concepto despectivo
de sí mismo, pensado que no vale nada,
que nadie puede fijarse en él, que nadie
lo ama, etc. Hay muchas otras posibles
112
distorsiones de nuestra propia realidad.
En cualquier caso, para evitar la enfermi-
za mirada del rencor necesita tener una
visión adecuada y equilibrada; un enfo-
que que le enseñe: (1) Que estamos
hechos a imagen de Dios (“Dios creó al
hombre a su imagen, a imagen de Dios lo
creó, hombre y mujer los creó”: Gn
1,27). (2) Que Dios nos ha creado por
amor (“el hombre es única criatura en la
tierra a la que Dios ha amado por sí mis-
ma”17). (3) Que nuestro fin es Dios y na-
da más que Dios (como nos enseña el ca-
tecismo). (4) Que somos capaces de co-
nocer y amar a Dios, de entrar en comu-
nión con Él; somos capaces de conocer-
nos, de poseernos y de darnos libremente
y entrar en comunión con otras personas.
(5) Y también que hemos pecado, y con
nuestros pecados hemos herido nuestra
naturaleza, hemos faltado a la razón,
17
Gaudium et spes, 24.
113
hemos ofendido a Dios y al prójimo. (6)
Asimismo, que Dios no nos ha abando-
nado en nuestros pecados; aún cuando
nosotros nos olvidemos de nosotros
mismo; Dios no se olvida (“Yo pobre soy
y desdichado, pero el Señor piensa en mí;
tú, mi socorro y mi libertador, oh Dios
mío, no tardes”: Sal 40,18). (7) También
que, a pesar de nuestros pecados, en lo
más profundo de nuestro corazón no hay
tinieblas sino luz. (8) Que no somos ex-
traños para Dios; Él nos conoce a fondo
(“Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me le-
vanto, de lejos penetras mis pensamien-
tos; distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares. Me
estrechas detrás y delante, me cubres con
tu palma”: Salmo 138, 1-6). (9) También
debemos saber que hay cosas que no so-
mos: no somos infinitos, no somos capa-
ces de darnos la felicidad a nosotros
114
mismos, no somos nuestro propio fin, no
podemos encontrar sentido a la vida fue-
ra de Dios, y, sin Dios somos pobres se-
res (“Tú dices: ‘Soy rico; me he enrique-
cido; nada me falta’. Y no te das cuenta
de que eres un desgraciado, digno de
compasión, pobre, ciego y desnudo”: Ap
3,17).

(ii) También podemos tener distorsio-


nada la imagen del prójimo. Hay cosas
que deberíamos tener muy claras: (1)
Nuestro prójimo es imagen de Dios, co-
mo también lo somos nosotros. (2) Pero
no es Dios y no podemos esperar de nin-
guno de nuestros semejantes lo que sólo
Dios puede darnos. (3) Nuestro prójimo
tiene muchos defectos, al igual que noso-
tros. Y muchos de esos defectos son muy
parecidos a los nuestros. Las cosas que
nos sacan de quicio en los demás, son
muy semejantes a los errores que noso-
115
tros mismos cometemos. (4) Muchas de
las cosas que no toleramos en el prójimo
y que tendemos a considerar como
hechas “a propósito” para irritarnos, no
son más que actos involuntarios o facetas
que ellos no pueden dominar ni corregir;
son defectos naturales: quizá sean dema-
siado lentos, o demasiado rápidos, pue-
den ser distraídos o minuciosos con los
detalles, tal vez haben muy bajo, o su
timbre de voz sea estridente; pueden ser
simpáticos o demasiado tímidos, etc. (5)
Nuestros prójimos son ciertamente cul-
pables de muchas miserias, pero tal vez
su responsabilidad no sea tan grande co-
mo suponemos, porque quizá nunca los
hayan corregido, o no hayan tenido me-
dios para cambiar, o puede ser que su
educación no haya sido tan buena como
la nuestra, etc. (6) Los pecados que te-
nemos que tolerar y perdonar en el
prójimo, no son tan distintos ni más gra-
116
ves que los que Dios nos ha perdonado a
nosotros. (7) Por ese prójimo Jesucristo
ha muerto en la Cruz, y ni ellos merecían
tan grande don, ni tampoco lo hemos me-
recido nosotros. (8) De muchos de esos
prójimos depende nuestra propia salva-
ción: de sus oraciones, de sus sacrificios,
de sus ejemplos, e incluso de sus yerros y
pecados que pueden redundar en benefi-
cio nuestro, como del pecado del pueblo
judío se siguió la vocación de los paga-
nos a la salvación, como enseña San Pa-
blo (“su caída ha traído la salvación a los
gentiles”: Rm 11, 11). (9) Nuestro próji-
mo tiene numerosos dones, buenas cuali-
dades, gestos de grandeza, etc. que por
nuestra miopía no alcanzamos a ver. (10)
Cuando nos presentemos al Juicio de
Dios, encontraremos entre los salvados
muchos de los que pensábamos no ver
allí, y quizá echemos de menos a muchos
de los que dábamos por descontados que
117
estarían allí. (11) Si nuestra visión del
prójimo es adecuada, también el perdón
se desliza mejor por nuestro corazón; si
es incorrecta, se comprende que me re-
sienta fácilmente con los que nos hacen
daño a sabiendas o, incluso, con los que
lo hacen inadvertidamente.

(iii) Finalmente, tenemos que corregir


nuestra idea de Dios. Dios es Padre. Es
“el Padre de Nuestro Señor Jesucristo”.
(1) Son notables los numerosos males no
sólo espirituales sino incluso psicológi-
cos que se siguen de una defectuosa ima-
gen divina y en particular cuando se ig-
nora esta faceta “esencial” de Dios: su
paternidad. Al no entender la paternidad
divina, los hombres se siente solos,
abandonados, se les torna incomprensible
el dolor, se desesperan ante las pruebas y
ante sus propios fracasos, se vuelven
desconfiados, desconocen su dignidad de
118
hijos de Dios. (2) Si Dios no es Padre,
entonces Dios es solamente un Juez
(ciertamente que es Juez pero es un Padre
que juzga y no un juez autoritario y sin
entrañas). Si no es Padre, entonces no es
más que el Gran Arquitecto que hizo el
mundo, lo puso en funcionamiento y se
retiró a atender mejores cosas. Si no es
Padre no puede dolerse ni conmoverse
por nuestros sufrimientos los cuales le
resultan indiferentes. Si no es Padre, no
puede estar dispuesto a sacrificar nada
por las creaturas que siempre serán algo
insignificante y extraño. Si no es Padre,
es un Ser ausente de nuestros corazones.
Finalmente, si no es Padre nuestra rela-
ción se limita a congraciarnos y aplacarlo
cuando suponemos que su severa justicia
podría descargarse sobre nuestras locu-
ras. (3) Si no es Padre, se comprende el
resentimiento de muchas personas que no
pueden entender sus disposiciones que
119
parecen arbitrarias, su extraña permisión
del dolor, su “no intervención” ante el
sufrimiento del inocente, la prosperidad y
éxitos del impío, el fracaso de los bue-
nos, etc. (4) Pero todo cambia, si es Pa-
dre. Y precisamente, Jesucristo ha ense-
ñado que Dios es Padre: un Padre provi-
dente, que ve en lo secreto, que sabe lo
que necesitamos antes que lo pidamos,
que no duda en darnos a su propio Hijo,
“el Amado”, para rescatarnos; un Padre
solícito, que espera nuestro regreso; un
Padre con “entrañas de misericordia”,
como dice San Pablo; un Padre que nos
ha llamado a compartir su reino, que nos
hace sus herederos, que nos prepara un
destino que ni el ojo vio, ni el oído oyó,
ni podemos siquiera imaginar. (5) Si
Dios es Padre, entonces nuestra actitud
puede y debe ser la confianza, la seguri-
dad y la paz; podemos sentirnos y saber-
nos protegidos, comprendidos y amados;
120
podemos recurrir a Él, hablar con Él, re-
clinarnos en su regazo, ponernos en sus
manos, descargar en Él nuestros proble-
mas, confiarle nuestros miedos, hacernos
fuertes en su Fuerza. (6) Si Dios es Pa-
dre, es impensable cualquier resentimien-
to, queja o lamento por sus disposiciones,
porque sabemos de antemano que siem-
pre están dispuestas para nuestro bien.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(iv) ¿Qué pienso de mí mismo? ¿No es tal


vez mi orgullo, mi propia autoestima
demasiado elevada la que me hace
poco tolerante con los demás? ¿Me
enojaría tanto, o quedaría tanto tiempo
121
dolido y rencoroso si fuera más
humilde, si me importara un poco me-
nos mi propio honor, mi propio nom-
bre? Si fuera más modesto, ¿se apa-
garían antes los enfados? Si no pensa-
se tanto en mí, ¿seguiría experimen-
tando berrinches, exabruptos y arreba-
tos coléricos?
(v) ¿Qué pienso del prójimo? ¿No espero
de mis semejantes actitudes superiores
a las que ellos pueden tener? ¿No les
exijo, acaso, delicadezas y atenciones
que ni yo mismo suelo tener siempre?
¿No critico o me molesto habitual-
mente por defectos, carencias, y debi-
lidades que también yo suelo tener, o
que pueden explicarse sin atribuir ma-
la intención? ¿Tengo tanta prontitud
para observar y destacar sus buenas
cualidades y hacerlas compensar sus
defectos?

122
(vi) ¿Cómo es mi idea de Dios? ¿Siento a
Dios como un Padre para mí? ¿Me re-
conozco hijo de Dios? ¿Entiendo que
sus planes respecto de mí son planes
de un padre amante? ¿Me quejo de
Dios? ¿Estoy resentido con Dios? ¿Lo
hago responsable de mis males, de
mis fracasos? ¿Le pido cuentas de sus
acciones, de sus omisiones, de sus si-
lencios? ¿Me pongo totalmente en sus
manos y pido la gracia de aceptar con
docilidad y resignación su divina vo-
luntad?

3. Tomar conciencia de todos los bie-


nes recibidos

(a) Texto para considerar

123
“Os escribo a vosotros, hijos míos, por-
que se os han perdonado los pecados por
su nombre” (1Jn 2, 12).

(b) Doctrina fundamental

No se puede perdonar si nuestro co-


razón no tiene sentimientos adecuados a
la realidad. El rencoroso es una persona
que probablemente ha sido ofendida gra-
vemente, pero las llagas que ha recogido
a lo largo de su vida, no son toda la rea-
lidad de su biografía personal. Por eso,
el rencor nace, a menudo (si no siempre),
de una mente que mira las cosas con un
solo ojo, y éste, por lo general, nublado.
San Ignacio de Loyola termina el Libro
de sus Ejercicios Espirituales con una
contemplación que él titula “Para alcan-
zar amor”. Sus reflexiones, sin embargo,
son igualmente útiles para “alcanzar

124
perdón”: el de nosotros hacia los que nos
han ofendido.
Tenemos numerosas cosas que agrade-
cer tanto a Dios como a los hombres.
Nuestra existencia, familia, amigos, bie-
nes materiales y espirituales, la inteligen-
cia y la voluntad, la salud, los sucesos di-
chosos de nuestra vida, la fe, la vida cris-
tiana, la vocación a la santidad, el ser
hijos de Dios, la posibilidad de heredar la
vida eterna, etc. Todos estos son diversos
tipos de bienes; tal vez no hayamos reci-
bido todo tipo de bienes; algunos pueden
haber carecido de muchos de ellos (tal
vez no han conocido a sus padres, han
perdido su familia, han sido traicionados
por sus amigos, carecen de salud, etc.)
pero todos tenemos unos bienes u otros;
y más de los que habitualmente recono-
cemos. Y uno solo de ellos ya basta para
que debamos ser agradecidos con Dios

125
Hemos recibido bienes, incluso de
quienes nos han hecho el mal; porque
Dios permite que suceda el mal sólo en la
medida en que puede sacar bienes de él.
No siempre es fácil comprender cuáles
son estos bienes; pero ellos están o lle-
garán más adelante, cuando sea su mo-
mento. En su libro “Salir de las tinie-
blas”, el P. Groeschel escribe: “Estoy
apenado y horrorizado por el holocausto
del aborto en nuestro país (Estados Uni-
dos); pero estoy obligado a creer que de
esta tremenda realidad Dios sacará algún
bien. No puedo decir cómo. Tengo un
amigo rabino que perdió su familia a ma-
nos de los nazis en Auschwitz, y él me
solía decir: ‘No lo entiendo, pero el To-
dopoderoso traerá algún bien de eso’”.
“Porque el Dios Todopoderoso, escribe
san Agustín, por ser soberanamente bue-
no, no permitiría jamás que en sus obras
existiera algún mal, si Él no fuera sufi-
126
cientemente poderoso y bueno para hacer
surgir un bien del mismo mal”.
Y hay hechos que de manera irrefutable
nos manifiestan que somos destinatarios
de enormes beneficios absolutamente
inmerecidos. Basta para demostrarlo un
hecho patente: “nosotros hemos sido re-
conciliados con Dios”; y esto “sucedió
cuando todavía éramos enemigos de
Dios” por nuestros pecados; y, lo que es
más admirable: el precio fue “la muerte
del Hijo de Dios” (cf. Rm 5, 10).

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) Cómo es mi “realismo” ante el bien?


¿Soy como las personas “negativas” y
“pesimistas” que ven las cosas malas
127
y parecen ser ciegos ante el bien que
los rodea? ¿Acepto el principio teoló-
gico según el cual Dios no permite
ningún mal sino es para que nos suce-
da un bien mejor? En tal caso convie-
ne meditar alguna de estas frases:
“Todo procede del amor, todo está or-
denado a la salvación del hombre,
Dios no hace nada que no sea con este
fin” (Santa Catalina de Siena, escri-
biendo a quienes se escandalizan por
el mal); “Nada puede pasarme que
Dios no quiera. Y todo lo que El quie-
re, por muy malo que nos parezca, es
en realidad lo mejor” (Santo Tomás
Moro, carta a su hija, poco antes de su
martirio); “Yo comprendí, pues, por la
gracia de Dios, que era preciso man-
tenerme firmemente en la fe y creer
con no menos firmeza que todas las
cosas serán para bien... Tú verás que

128
todas las cosas serán para bien” (Ju-
liana de Norwich).
(ii) A muchos puede resultarles útil hacer
un ejercicio gráfico. En una hoja en
blanco trazar alguna figura geométri-
ca; por ejemplo un triángulo (para no
confundirlo con el círculo que propu-
simos más arriba) que vamos a identi-
ficar como el “triángulo de los benefi-
cios divinos”. Dentro de él escriba las
iniciales de diez personas a través de
las cuales reconozcamos que Dios nos
ha bendecido y nos ha hecho crecer de
alguna manera. Luego escriba en for-
ma abreviada diez hechos históricos
en los que reconozca haber percibido
el amor de Dios. Después de hecho
esto, dé gracias a Dios deteniéndose
unos breves instantes en cada uno de
los nombres y de las situaciones ano-
tadas.

129
(iii) Otro ejercicio espiritualmente muy
beneficioso consiste en tomar el gráfi-
co que hicimos algunos capítulos más
arriba y que llamamos en su momento
“círculo de los recuerdos dolorosos” y
repasando los nombres que allí están
escritos, tratar de encontrar algún bien
que nos haya venido a través, o a raíz,
o con ocasión de esos sufrimientos.
Pidamos la gracia de poder descubrir
esos bienes que a menudo están allí a
pesar de que la pasión nos impide
verlos. Estos bienes pueden ser de
muy distinto orden: quizá el haber
aprendido una lección dolorosa, el
haber crecido en nuestra madurez, el
conocer nuestros límites y defectos, el
haber aprendido a manejarnos con
mayor prudencia, el haber entendido
un poco mejor cuánto sufrió Jesucristo
por nosotros, etc.

130
4. Compartir con Jesucristo los re-
cuerdos dolorosos

(a) Texto para considerar

“¿Por qué no morí cuando salí del se-


no,
o no expiré al salir del vientre de mi
madre?
¿Por qué me acogieron dos rodillas?
¿Por qué hubo dos pechos para que
mamara?
¿Por qué me has hecho blanco tuyo?
¿Por qué te sirvo de cuidado?
¿Y por qué no toleras mi delito y dejas
pasar mi falta?
¿Por qué ocultas tu rostro y me tienes
por enemigo tuyo?”
(Job 3, 11-12; 7, 20-21; 13,
24)

131
(b) Doctrina fundamental

El resentimiento no nace de heridas do-


lorosas; más propiamente debemos decir
que nace de la incomprensión del sentido
y del valor que tienen esas heridas. El
hombre que ha perdido un brazo salvan-
do a un hijo de las garras de una fiera,
mira la manga de su camisa que cuelga
muerta de su hombro y revive la alegría
del hijo salvado: “daría el otro brazo, si
fuera necesario”. Esta historia es conoci-
da, pero ilustra bien nuestro principio: en
un día de verano en el sur de la Florida
un niño fue a nadar en la laguna detrás de
su casa. Nadaba feliz sin advertir que se
le acercaba un cocodrilo. Su madre, que
miraba por la ventana de la casa, vio con
horror lo que sucedía. Enseguida corrió
hacia su hijo gritándole con todas sus
fuerzas. El niño se alarmó y nadó hacia
su mamá, pero ya era demasiado tarde.
132
Desde el muelle la mamá agarró al niño
por sus brazos en el mismo instante que
el caimán le agarraba sus piernitas. La
mujer tiraba con toda la fuerza de sus
brazos y de su corazón. El cocodrilo era
más fuerte pero la madre tenía más pa-
sión. Un hombre que escuchó los gritos
corrió con una pistola y mató al cocodri-
lo. El niño sobrevivió y, aunque sus pier-
nas sufrieron bastante, pudo volver a ca-
minar. Cuando salió del trauma, un pe-
riodista le pregunto al niño si le quería
enseñar las cicatrices de sus pies. El niño
levantó la colcha y se las mostró. Pero
entonces, con gran orgullo se remangó
las mangas y señalando las cicatrices en
sus brazos le dijo: “Pero las que usted
debe ver son éstas”. Eran las marcas de
las uñas de su madre. “Las tengo porque
mamá no me soltó y me salvó la vida”.
No lamentamos todas nuestras heridas.
El rencor siempre supone la falta de sen-
133
tido de los males padecidos; por eso pue-
de darse en forma de rencor contra per-
sonas, cuando son éstas las causas del
mal; o contra “la mala fortuna”, o incluso
“contra Dios” si se lo responsabiliza de
los infortunios.

Sólo Jesucristo puede curar nuestras


heridas, porque sólo Él —su vida y su
sacrificio— pueden iluminar el sentido
del dolor. A Él, pues, debemos presentar
las heridas que nos laceran y las causas
que las han originado.
Debemos, pues, tratar de comprender el
sentido del dolor. Sin pretender que lo
que pertenece al misterio deje ser oscuro
para nosotros, hemos de tratar de ilumi-
narlo, cuanto sea posible, a la luz de la
fe. Se ha dicho con justeza: jamás resol-
verás bien el problema del dolor si lo
planteas mal; jamás plantearás bien el
problema del dolor si prescindes de estos
134
dos factores: amor de Dios al hombre y
la libertad humana. Cinco principios
pueden guiarnos en nuestra reflexión:

(i) El mal y el dolor no se agotan en el


plano temporal; hay un mal (y un sufri-
miento) temporal; y también hay un mal
(y un sufrimiento) eterno: la separación
definitiva de Dios. En este sentido, todos
los males que podamos haber recibido en
este mundo, son limitados y relativos;
sólo hay un “mal y un dolor absoluto”:
condenarse.
(ii) El origen del mal es el pecado; no
sólo —ni principalmente— el pecado
personal de cada uno de nosotros, sino el
pecado de Adán: “Por un solo hombre
entró el pecado en el mundo y por el pe-
cado la muerte... Por el delito de uno solo
murieron todos... Por el delito de uno so-
lo reinó la muerte por un solo hombre...
Así pues... el delito de uno solo atrajo
135
sobre todos los hombres la condenación”
(Rm 5, 12-15.18).
(iii) Dios Padre, en lugar de destruir el
sufrimiento, el pecado que lo introdujo y
la humanidad entera que quedó hecha
pecadora, dejó el dolor y, cargándolo so-
bre su propio Hijo, lo transformó en una
fuerza capaz de redimir a los hombres de
sus pecados. En rigor de verdad, Dios,
previendo que sus criaturas caerían,
podría no haberlas creado; también, una
vez que aquéllas pecaron, hubiera podido
borrar todo de un plumazo y empezar una
nueva creación y una nueva humanidad;
finalmente podía, y fue lo que hizo mo-
vido por su misericordia, tomar la mala
nota desafinada por Adán y sacar de ella
una nueva sinfonía, mejor que la anterior
(iv) Jesucristo transfigura el dolor tem-
poral transformándolo en instrumento de
redención del dolor eterno (de la separa-
ción definitiva de Dios) y en un gesto de
136
amor con el que nosotros podemos pagar
el amor que de Él hemos recibido. No es
que el sufrimiento deje de ser en sí un
mal, ni que estemos eximidos de luchar
contra él (especialmente cuando afecta al
prójimo), sino que puede convertirse en
fuente de bien. En el orden natural, pues,
debemos luchar contra él; pero en el or-
den sobrenatural —sin dejar de ser un
mal— podemos servirnos de él y trans-
formarlo en fuente de santificación. Por
eso el dolor temporal se hace “salvífico”:
redentor y caritativo; y por este motivo,
capaz de madurar a las personas, de ele-
varlas, purificarlas y divinizarlas. El
hombre que no tiene fe se condena a la
desesperación porque no tiene vía de co-
nocer esta nueva dimensión introducida
por Cristo. Para el pagano y el ateo el do-
lor temporal no es más que preludio del
eterno; es un adelanto del infierno o de la
nada que vendrá después de la muerte;
137
por eso no encuentra “sentido” al dolor.
Ante la pregunta: ¿para qué sufrir?, que-
da sin respuesta y se sumerge en la an-
gustia.
(v) Siendo el dolor un medio de reden-
ción, puede convertirse en bendición e
incluso en signo de predilección divina.
En una oportunidad escribía la beata Ma-
dre Teresa de Calcuta: “Hace unos me-
ses, encontrándome en Nueva York, uno
de nuestros enfermos de Sida me mandó
llamar. Cuando me encontré junto a su
cama, me dijo: ‘Puesto que usted es mi
amiga, quiero hacerle una confidencia.
Cuando el dolor de cabeza se me hace in-
soportable (supongo que están ustedes
enterados de que uno de los síntomas del
Sida son unos dolores de cabeza muy
agudos), los comparo con los sufrimien-
tos que tuvo que sentir Jesús por la coro-
nación de espinas. Cuando el dolor se
desplaza a mi espalda, lo comparo con el
138
que debió de soportar Jesús cuando fue
azotado por los soldados. Cuando siento
dolor en las manos, comparo el sufri-
miento de Jesús al ser crucificado’. No
me diréis que no hay en ello una demos-
tración de la grandeza del amor de una
joven víctima de la enfermedad del Sida.
Os aseguro que era muy consciente de
que no tenía curación y de que sabía que
le quedaba poco tiempo de vida. Pero
tenía un coraje extraordinario. Lo encon-
traba en su amor a Jesús, compartiendo
su Pasión. No había señal alguna de tris-
teza ni de angustia en su rostro. Más bien
llevaba dibujada una gran paz y una
alegría interior profunda. Vosotros vivís
crucificados con Cristo cada día. Voso-
tros rociáis nuestro trabajo con vuestra
oración, y nos ayudáis a ofrecer a otros la
fuerza para trabajar. Sufrir no es nada en
sí mismo, pero el sufrimiento compartido
con la Pasión de Cristo es un don maravi-
139
lloso y un signo de amor. Dios es muy
bueno al mandaros tanto sufrimiento y
tanto amor. Un día fui a visitar a una mu-
jer que tenía un cáncer terminal. Su dolor
era enorme. Le dije: Esto no es otra cosa
que un beso de Jesús, una señal de que
está usted tan próxima a Él en la cruz que
le resulta fácil darle un beso. Ella juntó
las manos y dijo: ‘Madre, pídale a Jesús
que no deje de besarme’”.
(vi) Finalmente, estas enseñanzas deben
enseñarnos a cambiar nuestra pregunta
más frecuente ante el dolor. En las situa-
ciones de angustia y sufrimiento sube del
corazón a los labios un interrogante más
doloroso que el mismo dolor físico:
“¿Por qué?”; ¿por qué me ha sucedido
esto?, ¿por qué a mí?, ¿por qué lo ha
permitido Dios?, ¿por qué no lo impidió?
El P. Benedict Groeschel, en su hermoso
libro “Salir de las tinieblas” dice con toda
sinceridad: “He tratado de buscar, con
140
cuidadosa atención, una solución ade-
cuada a la pregunta ‘¿Por qué?’, y en-
contré sólo respuestas parciales”. La res-
puesta la obtendremos en la otra vida,
cuando Dios nos muestre el derecho de
este tejido que por ahora sólo vemos des-
de atrás y que nos parece un inexplicable
entramado de hilos sin sentido; del otro
lado está el admirable dibujo. Sin embar-
go, hay otra cosa que debemos pregun-
tarnos, y esta pregunta es: “¿para qué
habrá Dios permitido esto?”, o mejor
aún: “¿qué espera Dios de mí, al haber
permitido que sucediera lo que suce-
dió?”. Esta pregunta tiene, en cambio,
mucho sentido. Sigue el P. Groeschel:
“Estoy convencido que los creyentes, que
no temen hacer el esfuerzo, sabrán qué
hacer, aún cuando sean incapaces de
comprender lo que les sucede. El qué
hacer es más fácil de encontrar que la
respuesta al por qué. Ese qué no puede
141
ser expresado en una plegaria o en una
frase. Se experimenta en una simple mi-
rada a la Cruz, la contemplación del Cal-
vario y la Resurrección, pero esta mirada
debe ser esbozada en palabras y aplicada
a las situaciones difíciles que originan ti-
nieblas y dolor”.

Con toda confianza debemos abrir


nuestro corazón a Jesús y poner delante
de él nuestros dolores; también nuestros
resentimientos y enojos que nacen de do-
lores indigeridos, y que son, ellos mis-
mos, dolores (porque el rencor oprime el
alma) y fuentes de nuevos sufrimientos.
Y pedirle que nos cure. Como le dijo el
leproso galileo: “Señor, si quieres, pue-
des limpiarme” (Mc 1, 40). También
puede sucedernos como a él: “Compade-
cido Jesús, extendió su mano, le tocó y le
dijo: ‘Quiero; queda limpio’. Y al instan-

142
te, le desapareció la lepra y quedó lim-
pio” (1, 41-42).

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿Cuál es mi idea del dolor y del mal?


¿Pienso del sufrimiento como enseñan
los Evangelios? Mi pensamiento sobre
el mal ¿es el que corresponde a un
cristiano?
(ii) ¿Qué experimento en mi corazón
cuando intento buscar un “sentido” al
dolor?
(iii) ¿Pongo a los pies de Jesucristo todos
mis dolores? ¿Le pido a Él que me
ayude a encontrarle sentido al sufri-
miento? ¿Estoy dispuesto a sufrir en
143
caso de entender el valor salvífico que
puede tener el dolor?
(iv) Hagamos una oración, con nuestras
palabras sencillas y humildes, pidién-
dole a Jesucristo que reciba nuestros
dolores y los una a los suyos para dar-
les valor redentor. Podemos inspirar-
nos en ésta de Santa Faustina Ko-
walska:

“Oh mi Jesús, dame fuerza para so-


portar los sufrimientos
y para que mi boca no se tuerza
cuando bebo el cáliz de la amargura.
Ayúdame Tú mismo
para que mi sacrificio te sea agrada-
ble:
que no lo profane mi amor propio.
Que te alabe, oh Señor, todo lo que
hay dentro de mí:
la miseria y la fuerza”.

144
5. Trabajar la comprensión

(a) Texto para considerar

El rey David huía de su hijo Absalón,


que se había rebelado contra él, y subía
triste una cuesta con los pocos fieles que
le acompañaban. “Al llegar a Bajurim sa-
lió de allí un hombre del mismo clan que
la casa de Saúl, llamado Semeí, hijo de
Guerá. Iba maldiciendo al rey mientras
avanzaba [lo hacía responsable de la
muerte de la familia de Saúl]. Tiraba
piedras a David y a todos los servidores
del rey, mientras toda la gente y todos los
servidores se colocaban a derecha e iz-
quierda. Semeí decía maldiciendo: ‘Vete,
vete, hombre sanguinario y malvado.
Dios te devuelva toda la sangre de la casa
de Saúl, cuyo reino usurpaste. Dios ha
entregado tu reino en manos de Absalón
145
tu hijo. Has caído en tu propia maldad,
porque eres un hombre sanguinario’.
Abisay dijo al rey: ‘¿Por qué ha de mal-
decir este perro muerto a mi señor el rey?
Voy ahora mismo y le corto la cabeza’.
Pero el rey le respondió: ‘Deja que mal-
diga, pues si Dios le ha dicho: Maldice a
David, ¿quién le puede decir: por qué
haces esto?’. Y añadió David a Abisay y
a todos sus siervos: ‘Mirad, mi propio
hijo, que ha salido de mis entrañas, busca
mi muerte, ¿qué puede importar al lado
de esto que me insulte uno ajeno a mí?
Dejadle que maldiga, pues se lo ha man-
dado Dios; y tal vez Dios mire mi aflic-
ción y me devuelva bien por las maldi-
ciones que recibo en este día’” (2 Samuel
16, 5-12).

(b) Doctrina fundamental

146
Si un niño se burla de nosotros o nos
falta el respeto, normalmente no nos
ofendemos y ciertamente jamás le guar-
damos resentimiento; entendemos que es
un niño y que sus actitudes son debidas a
su inmadurez. Si un mendigo se compor-
ta con cierta vulgaridad delante nuestro,
tampoco nos molestamos, porque supo-
nemos que nunca ha recibido educación
y quizás nadie lo haya corregido en la vi-
da. Si un muchacho que vive en barrios
miserables, sin familia que lo contenga ni
trabajo para sustentarse, nos roba el pan
que acabamos de comprar, tal vez no nos
duela tanto, porque juzgamos que su
concepto de la propiedad ajena y su sen-
sibilidad con el prójimo debe estar enca-
llecidas por la aspereza en la que se ha
criado.
En todos estos casos actuamos “com-
prensivamente”, es decir, nos inclinamos
instintivamente a “interpretar” las actitu-
147
des de quienes nos vejan considerando
las distintas circunstancias de su vida.
Esto nos muestra varias cosas:
(i) La ira parcializa nuestra mirada so-
bre las cosas y las personas. Sólo vemos
en ellas el aspecto que nos molesta; o,
mejor, aún, las vemos solamente bajo la
perspectiva que nos molesta. Fulano es
“ése que habla a los gritos”, Zutano
“quien nos responde con aspereza”;
Mengana “la que no nos toma en cuenta
o la que no nos valora”, etc.
(ii) Para que nuestros juicios sean jus-
tos, es necesario poner los actos de cada
persona en el contexto de esa persona y a
esa persona en el contexto más amplio de
su vida. Así, las cosas cambian mucho
cuando Fulano, el gritón, resulta ser un
poco sordo, o alguien que se ha criado
solitariamente; o cuando descubrimos
que Mengana, la que no nos tiene en
cuenta, es una mujer que sufre un padre
148
alcohólico o un marido golpeador; o Zu-
tano, el del trato áspero, un hombre tími-
do e inseguro de sí mismo, o un enfermo
de los nervios, etc. Hay personas que hie-
ren y ofenden gravemente al prójimo
porque así han sido tratadas ellas desde la
infancia; personas que abandonan sus
deberes porque arrastran miedos que
nunca han solucionado; personas que pa-
recen no comprender nuestro dolor, por-
que nunca pudieron llorar sus propios do-
lores delante de alguien que las com-
prendiera, etc. Cuando conocemos la his-
toria que acarrean detrás suyo los que nos
hacen sufrir, o simplemente cuando con-
sideramos los diversos aspectos de su vi-
da, sus cualidades negativas y positivas,
nuestra visión suelen cambiar.
(iii) Para poder juzgar adecuadamente a
quienes nos hacen sufrir, hay que consi-
derar el escenario en que han sucedido
las cosas. Hay veces, aunque no sea
149
siempre, en que las circunstancias mati-
zan la idea que me he formado de mis
heridas. Puede ser que el modo en que he
pedido alguna cosa, o el momento en que
ocurrió tal o cual suceso, explique, en
parte al menos, los malos tratos que re-
cibí. Puedo haber sido inoportuno, puedo
haberme expresado mal. Tal vez la culpa
no sea mía, y es mi ofensor quien enten-
dió mal mi actitud o mis palabras, o me
confundió con alguien, o simplemente
estaba pasando un mal momento y yo me
crucé en su camino. Estas consideracio-
nes no siempre cambian el juicio que me
he formado, el cual tal vez esté bien
hecho, pero me ayudan a ver que no debo
apresurarme en todos los casos.
(iv) Para poder juzgar a quien nos ha
dañado hay que mirarlo también a la luz
de la fe. ¿No ha muerto Jesucristo tam-
bién por esa persona? ¿No está llamada
también ella a la vida eterna y a ser san-
150
ta? ¿No necesita que también se rece por
ella, que le prediquen, que la inviten a la
santidad, que le den buenos ejemplos pa-
ra que vuelva al camino de Dios? ¿Acaso
no debo desear para ella que se convierta
y viva en lugar de arriesgarse a la perdi-
ción eterna?

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿Cómo son mis “miradas” y mis “jui-


cios” de las personas y de los aconte-
cimientos? ¿Juzgo las cosas conside-
rando todos sus aspectos, o bien me
quedo obsesionado con un solo aspec-
to negativo?

151
(ii) ¿Descubro en mi vida juicios negati-
vos absolutos del tipo de: “todo me
sale mal”, “Mengano siempre es así”,
“Fulano no puede cambiar”, “tal o
cual persona me tiene ojeriza, siempre
me perjudica, etc.”?
(iii) Hagamos una lista que contenga cinco
personas que nos hayan ofendido y
cinco sucesos penosos de nuestra vi-
da; luego tratemos de anotar al lado de
cada una de estas personas y sucesos
al menos tres aspectos buenos que po-
damos reconocer en ellos.
(iv) Finalmente, este ejercicio particular-
mente importante: hacer la lista de las
principales personas que no puedo —
o me cuesta especialmente— perdo-
nar. Luego tratar de meterme en el co-
razón y en el universo mental de cada
una de estas personas: ¿cómo han sido
sus sentimientos?, ¿cuáles fueron o
son sus miedos?; ¿cuáles sus límites?,
152
¿qué angustias han tenido en el alma?,
¿qué luchas interiores, fantasmas,
amarguras, etc., los llevaron a ser ma-
los, a inclinarse a hacer daño a sus
prójimos, a no entender ni medir el
dolor de sus víctimas? Éste es un paso
capital.

6. Trabajar la compasión

(a) Texto para considerar

“Dos ciegos que estaban sentados junto


al camino, al enterarse que Jesús pasaba,
se pusieron a gritar: ‘¡Señor, ten compa-
sión de nosotros, Hijo de David!’ La gen-
te les increpó para que se callaran, pero
ellos gritaron más fuerte: ‘¡Señor, ten
compasión de nosotros, Hijo de David!’
Entonces Jesús se detuvo, los llamó y di-
jo: ‘¿Qué queréis que os haga?’ Ellos le
153
dijeron: ‘¡Señor, que se abran nuestros
ojos!’ Movido a compasión Jesús tocó
sus ojos, y al instante recobraron la vista;
y le siguieron” (Mateo 20, 30-34).

(b) Doctrina fundamental

La comprensión es el paso previo para


la compasión o misericordia, pero el
perdón se relaciona más propiamente con
la compasión: puedo, de hecho, com-
prender sin perdonar; en cambio, tener
compasión —verdadera misericordia—
es perdonar.
La compasión es no sólo un acto espiri-
tual, sino también un sentimiento. Los
sentimientos no pueden apurarse; exigen
tiempo para desarrollarse. No hay nada
peor que pretender apurar o forzar tal
sentimiento. Hay que dejar que se des-
arrolle por sí solo, pero debemos poner
los medios para ello.
154
Es necesario tratar de alcanzar la em-
patía y la compasión hacia los que nos
han ofendido. Las alternativas al rencor
son sólo dos: apatía o empatía. La apatía
es un estado de indiferencia que, si bien
no siempre es indicio de una patología,
jamás puede considerarse algo positivo y
benéfico para quien la experimenta. La
empatía es la capacidad de identificarse
con alguien y compartir sus sentimientos,
o la identificación con el estado de ánimo
de otra persona. Tiene empatía quien par-
ticipa de la alegría de quienes están ale-
gres, y de la tristeza de quienes sufren.
Es lo que pregona San Pablo a los roma-
nos: “alegraos con los que se alegran; llo-
rad con los que lloran. Tened un mismo
sentir los unos para con los otros” (Rm
12, 15-16). La caridad tiene esta cualidad
afectiva, como lo hace notar el mismo
Apóstol al decir de ella: “La caridad es
155
paciente, es servicial; la caridad no es
envidiosa, no es jactanciosa, no se engr-
íe; es decorosa; no busca su interés; no se
irrita; no toma en cuenta el mal; no se
alegra de la injusticia; se alegra con la
verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree.
Todo lo espera. Todo lo soporta.” (1Co
13, 4-7). La empatía se alcanza cuando
uno llega a entender a los demás. El es-
fuerzo, pues, en comprender al ofensor,
del que hemos hablado en el punto ante-
rior, desemboca naturalmente en esta
cualidad aunque sea en un grado inicial.
Empatía no equivale a simpatía. Esta
última es una inclinación afectiva, gene-
ralmente espontánea y mutua. Tal vez no
podamos sentir simpatía por una persona
(es decir, agrado, atracción emotiva), pe-
ro sí podemos tener empatía por ella, en-
tendiendo lo que pasa por su interior. La
empatía es una condición necesaria para
la compasión. No podemos tener un sen-
156
timiento de conmiseración hacia quienes
sufren penas o desgracias, esto es, com-
pasión o misericordia, sin empatía, es de-
cir, sin comprender (repercutiendo de
algún modo en nuestro interior) lo que
pasa dentro de ellos.
Al inicio del proceso del perdón, la idea
de sentir compasión, empatía, y más aún
amor hacia el ofensor, puede resultar im-
pensable, pero después que una persona
ha decidido perdonar y ha trabajado en la
compresión del otro, se puede esperar
buenamente este cambio de sentimientos.
De todos modos, la compasión miseri-
cordiosa es algo más que un simple sen-
timiento. Podemos decir que el senti-
miento de compasión debe abrirse cami-
no hacia la misericordia como virtud, la
cual supera los límites de lo puramente
afectivo convirtiéndose en un amor efec-
tivo. Éste no se limita a un movimiento
de lástima sino que nos “compele”, nos
157
empuja, nos inclina a socorrer las mise-
rias del prójimo, en la medida en que esto
sea posible.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) Hablando del prójimo en general (por


tanto, no de quienes nos han ofendi-
do): ¿cuáles son mis sentimientos y
emociones habituales? ¿Tengo empat-
ía por el prójimo cercano a mí, es de-
cir, soy capaz de participar de sus sen-
timientos, de su dolor, de su alegría,
de su angustia? ¿O, por el contrario,
soy apático o indiferente a sus estados
anímicos o espirituales?
(ii) Si noto que soy indiferente, ¿por qué
ocurre esto? ¿Tal vez tengo miedo de
158
verme “involucrado” en esos senti-
mientos? ¿Tengo miedo de sufrir, si
trato de acompañar a un corazón que
sufre? ¿O es, tal vez, poca generosi-
dad de mi parte? ¿Es por egoísmo, por
vivir preocupado o centrado exclusi-
vamente sobre mí mismo?
(iii) ¿Cuáles son mis sentimientos cuando
yo mismo soy causa del sufrimiento
de otros?
(iv) ¿Soy capaz de alegrarme con la alegr-
ía de los demás? ¿De “todos” los de-
más o excluyo a algunos? Y si noto
que me incomoda la alegría de algu-
nas personas en particular, ¿a qué se
debe? ¿Quizá siento envidia por esas
personas o algún rencor poco claro?
(v) Aprendamos a pedir a Dios el don de
la misericordia:

Señor, de infinita misericordia,


dame un corazón compasivo.
159
Que no sea extraño al dolor de mis
hermanos.
Dame la gracia de decir, como San
Pablo:
“¿Quién desfallece sin que desfallezca
yo?
¿Quién sufre escándalo sin que yo me
consuma?” (2Co 11, 29).
Que el sufrimiento de mis prójimos
me llame a socorrerlos,
que su dolor encuentre eco en mis en-
trañas,
y me impulse a la oración, a la peni-
tencia, y a la acción.
Que no vea un pobre sin inclinarme a
auxiliarlo,
un ignorante sin que ilumine su fe va-
cilante,
un hambriento sin que lo alimente,
un desnudo sin que lo vista,
y un enemigo sin que lo perdone
y le tienda mi mano, como Tú, Señor,
160
tendiste las tuyas en la cruz, diciendo
de mí:
“Padre, perdónalo, porque no sabe lo
que hace”. Amén.

7. Transformar la memoria de los do-


lores

(a) Texto para considerar

“Sed benignos unos con otros, compa-


sivos, perdonándoos mutuamente como
Dios os ha perdonado a vosotros en Cris-
to” (Efesios 4, 32)

(b) Doctrina fundamental18

18
En este punto entresaco de cuanto he escrito en
mi libro La Trampa Rota, San Rafael (2008), 256-
265.
161
Nuestras reflexiones deben desembocar
en el perdón del recuerdo doloroso. La
comprensión y la conmiseración deben
despejar el camino hacia el perdón que
ya no debería encontrar tantos obstácu-
los.

Ya hemos dicho que perdonar no es ol-


vidar. Aunque queramos olvidar, esto no
depende de nosotros. La memoria no está
a nuestra disposición de tal modo que
podamos cancelar las imágenes y recuer-
dos que ella conserva. Se trata, pues, de
algo distinto que llamaremos “reelaborar
la memoria de las heridas”. No podemos
cancelar la memoria, pero sí revisarla y
modificarla, o, mejor aún, reelaborar sus
contenidos. Esto se logra con una lectura
más profunda de los hechos dolorosos a
la luz de Dios y de su Providencia.
La Sagrada Escritura nos da un ejemplo
extraordinario en la maravillosa historia
162
de José vendido por sus hermanos (puede
leerse en Génesis, capítulos 37 al 45).
José, por ser el preferido de su padre, pa-
deció la envidia, el odio y la decisión de
homicidio por parte de sus hermanos.
Sólo Rubén lo defendió tímidamente,
consiguiendo que el propósito de homi-
cidio se trocase en ¡venderlo como escla-
vo! Terminó, pues, cautivo en Egipto.
Pero, por los caminos de la Providencia
divina, su esclavitud se cambió en en-
cumbramiento y años más tarde llegó a
ser ministro del Faraón. En esa circuns-
tancia llegan a Egipto, casi como mendi-
gos, sus hermanos, quienes lo creían
muerto de tiempo atrás. Y se encuentran
con que su vida o su muerte depende
ahora de este hombre. José había recibi-
do, en el alma, heridas que habrían amar-
gado definitivamente la existencia de
muchos otros en análogas circunstancias.
Pero José se limita a decir: “no os pese el
163
haberme vendido, pues para salvar vidas
me ha enviado Dios delante de vosotros a
Egipto”. José no niega ni cancela el re-
cuerdo de su esclavitud y del acto de sus
hermanos; tampoco lo deforma para que
el acto de sus hermanos parezca a sus
ojos irreprensible (como podría haber
hecho si dijera: ustedes pensaban hacer-
me un bien); no hace eso; dice bien claro:
“me vendieron” (o sea, “hicieron un
mal”). Pero ve todos los hechos a la luz
superior de los planes divinos: “para sal-
var vidas me envió Dios”. Dios ha actua-
do detrás de los malos hechos de sus
hermanos, y el bien sacado por Dios da
sentido a los males sufridos.
Otro ejemplo lo ofrece Jesús en la
parábola del hijo pródigo (Lucas 15). El
padre bondadoso, al recibir al hijo que
vuelve avergonzado, no trata de disfrazar
los hechos de su hijo; no dice “él pensaba
que obraba bien”, o “no sabía lo que hac-
164
ía”, ni dice “aquí no ha pasado nada” o
“hagamos como si no se hubiese ido
nunca”. Dice con toda claridad “mi hijo
estaba muerto”; por lo tanto, reconoce la
partida, la muerte, el desgarro producido.
Pero ve su retorno bajo una nueva luz:
“pero ha resucitado”. Lo cual no signifi-
ca, únicamente, que ha vuelto y todo re-
torna a su cauce primero. La resurrección
transforma el ser. Ha vuelto pero con un
corazón resucitado; porque ya no es el
muchacho rebelde, indiferente al dolor
paterno, egoísta y orgulloso. Es un mu-
chacho que ha tenido que humillarse y
que ha comprendido lo que significa
hacer sufrir y por eso se humilla a pedir
perdón y a mendigar el último lugar en la
casa paterna. No es el muchacho que se
alejó; es superior a lo que antes fue. El
padre ve este bien que costó tanto dolor
para su propio corazón: “ha resucitado”.

165
Estos dos ejemplos nos muestran cómo
lo que es motivo de herida ácida para
unos, puede ser motivo de maduración
para otros.
Este trabajo se basa en una verdad fun-
damental: en todos los hechos de nuestra
vida se entretejen numerosas dimensio-
nes físicas, psicológicas, espirituales, na-
turales y sobrenaturales, individuales y
sociales. De ahí que todo mal —sin dejar
de ser mal y por tanto sin dejar de obli-
garnos a evitarlo o a repararlo—, una vez
ocurrido, puede ser transformado por un
bien superior. San Pablo diría que puede
ser “vencido” por un bien superior (Rm
12, 21: No te dejes vencer por el mal, an-
tes bien, vence al mal con el bien).
Así, los males físicos, los traumas psi-
cológicos y aún los fracasos espirituales
(incluso el pecado), pueden ser ocasión
de otros bienes (no intentados por quien
hizo el mal, pero permitidos por Dios en
166
orden a un bien más grande). Del pecado
de Adán, Dios tomó ocasión para “crear”
el orden de la Redención; y así la Iglesia
canta “oh, feliz culpa, que nos mereció
tal Redentor”.
Los males más grandes de la vida —
que no son sino privaciones, carencias
del bien debido—, pueden ser (o han sido
o podrían llegar a ser en el futuro) oca-
sión de humildad, de comprensión ante el
dolor y el fracaso ajeno; de forjar un co-
razón compasivo.
Curar la memoria sin cancelarla es mi-
rar sin miedo (¡no sin sufrimiento!) aque-
llo que nos dolió (y duele), que nos
humilló (y humilla), y verlo a la luz del
bien que vino después (o que puede estar
aún por venir en esta vida o al menos en
la Otra; o que ya está llegando al tratar
de mirarlo de este nuevo modo). A quien
tiene fe, esto le ha de resultar más fácil.
Quien no tiene fe encontrará más dificul-
167
tades, aunque puede lograrlo, al menos
parcialmente.
Este englobar los sucesos, las personas
implicadas, etc., en la gran cadena de
“mayores bienes” (quizás de otro orden,
como cuando los males son físicos e
irremediables, pero dan origen —o Dios
da origen con ocasión de ellos— a bienes
espirituales) es el núcleo de lo que cris-
tianamente llamamos perdonar (y del pe-
dir perdón). Como muy bien tituló una
obrita suya el gran convertido Abraham
Soler: “Estoy ciego y nunca vi mejor”.
Perdonar no es olvidar ni cancelar la
memoria, sino transformarla.

He aquí un ejemplo notable entre mu-


chos. En 1937, Alois Stepinac fue nom-
brado arzobispo de Zagreb. El 17 de ma-
yo de 1945, el arzobispo es encarcelado
por el régimen comunista de Josip Tito,
aunque se ve obligado a dejarlo en liber-
168
tad pocos días más tarde. Comienzan,
desde entonces, persecuciones contra el
prelado: calumnias, amenazas, asesinatos
de sus sacerdotes, etc. El 18 de septiem-
bre de 1946, a las 5 de la madrugada, la
milicia irrumpe en el arzobispado y se
precipita hacia la capilla donde está re-
zando el prelado. Conminado a seguir a
los policías, responde: “Si estáis sedien-
tos de mi sangre, aquí me tenéis”. El 30
de septiembre, comienza un proceso que
el Papa Pío XII calificará de “lamenta-
ble”. Gracias a la fortaleza propia de una
conciencia recta y pura, Monseñor Stepi-
nac no desfallece ante los jueces. En me-
dio de una gran tranquilidad, y seguro de
la protección de “la abogada de Croacia,
la más fiel de las madres”, la Santísima
Virgen María, el 11 de octubre escucha
la injusta sentencia que se pronuncia con-
tra él, que le condena a prisión y a traba-
jos forzados durante dieciséis años “por
169
crímenes contra el pueblo y el Estado”.
“Las razones de la persecución que pade-
ció y del simulacro de juicio que se orga-
nizó contra él, dirá el Papa Juan Pablo II
el 7 de octubre de 1998, fueron su recha-
zo a las insistencias del régimen para que
se separara del Papa y de la Sede Apostó-
lica, y para que encabezara una Iglesia
nacional croata. Él prefirió seguir siendo
fiel al sucesor de Pedro, y por eso fue ca-
lumniado y luego condenado”.
Durante su encarcelamiento en Lepo-
glava, Monseñor Stepinac comparte la
miserable suerte de cientos de miles de
prisioneros políticos. Son numerosos los
guardianes que lo humillan, entrando en
cualquier momento en su celda e in-
sultándole continuamente. Los paquetes
de alimentos que recibe son expuestos
durante varios días al calor o estropeados
para que resulten incomestibles. El arzo-
bispo guarda silencio, transformando la
170
celda de la prisión en una celda monacal
de oración, de trabajo y de santa peniten-
cia. Se lo han quitado todo, excepto una
cosa: la posibilidad de rezar; tiene la
suerte de poder celebrar la Misa en un al-
tar improvisado. En la última página de
su agenda de 1946 escribe lo que sigue:
“Todo sea para la mayor gloria de Dios;
también la cárcel”.
El 5 de diciembre de 1951, cediendo a
las presiones internacionales, el gobierno
yugoslavo consiente en trasladar al arzo-
bispo a Krasic, su ciudad natal, bajo li-
bertad vigilada. Allí ejerce funciones de
vicario, pasando buena parte del tiempo
en la iglesia parroquial, donde confiesa
durante horas enteras y, cuando le instan
a que economice sus ya débiles fuerzas,
responde que confesar es uno de sus ma-
yores descansos. En el transcurso de sus
primeros días en Krasic, un periodista ex-
tranjero le hace la siguiente pregunta:
171
“¿Cómo se encuentra? –Tanto aquí como
en Lepoglava, no hago más que cumplir
con mi deber. –¿Y cuál es su deber? –
Sufrir y trabajar por la Iglesia”.
Mientras tanto, el gobierno yugoslavo
intenta a cualquier precio provocar una
ruptura de los católicos croatas con Ro-
ma y fundar una iglesia nacional cismáti-
ca, con objeto de incorporar a los croatas
a la Iglesia ortodoxa serbia. A tal efecto,
se llega a crear una “asociación de los
santos Cirilo y Metodio” que agrupa a
“sacerdotes patriotas” y devotos del
régimen. El año 1953 destaca por las
agresiones procedentes del gobierno. El
recluido arzobispo da ánimos a los sacer-
dotes y a los fieles mediante una copiosa
correspondencia, exhortando a los inde-
cisos y recuperando a las ovejas desca-
rriadas. Más de un sacerdote llega a con-
fesar que “si no hubiera estado allí, quién
sabe lo que nos habría pasado”. Uno de
172
los principales títeres de Tito, Milovan
Djilas, confesará más tarde: “Si Stepinac
hubiera querido ceder y proclamar una
Iglesia croata independiente de Roma,
como nosotros queríamos, lo habríamos
colmado de honores”.
El 12 de enero de 1953, el Papa Pío XII
eleva a Monseñor Stepinac a la dignidad
cardenalicia. A finales de 1952 debe ser
operado de una pierna y, al año siguiente,
se le declara una grave enfermedad de la
sangre, cuya causa se debe, según los
médicos, a los malos tratos padecidos. Se
le dispensan muchos cuidados médicos,
pero él se niega a ser tratado en el extran-
jero, como habría sido necesario; como
buen pastor, decide quedarse junto a su
rebaño. Pero los métodos del régimen
comunista no se flexibilizan. En noviem-
bre de 1952, Tito decide romper las rela-
ciones diplomáticas con el Vaticano,
dando simultáneamente la orden a su po-
173
licía de impedir cualquier visita a Krasic.
Los guardianes del prelado (que eran más
de treinta en 1954) le insultan y se burlan
de él de todas las maneras posibles. El
largo proceso seguido para su beatifica-
ción llegará a la conclusión, en 1994, de
que su muerte fue la consecuencia de los
catorce años de aislamiento injusto, de
presiones físicas y morales constantes y
de sufrimientos de todo tipo. Por eso
“queda confiado en adelante a la memo-
ria de sus compatriotas con las notorias
divisas del martirio”, dijo Juan Pablo II,
el 3 de octubre de 1998.
Durante todos aquellos años de reclu-
sión forzosa, el cardenal Stepinac adopta
la actitud espiritual que ordenó Nuestro
Señor Jesucristo: “Amad a vuestros ene-
migos y rogad por los que os persigan”
(Mt 5, 44). Persevera hasta el final en su
resolución de perdonar, y se le oye rezar
por sus perseguidores y repetir en voz ba-
174
ja: “No debemos odiar; también ellos son
criaturas de Dios”. En su “testamento es-
piritual” escribe lo siguiente: “Pido sin-
ceramente a cualquier persona a la que
hubiera podido hacer daño que me per-
done, y perdono de todo corazón a todos
los que me han hecho daño... Queridísi-
mos hijos, amad también a vuestros ene-
migos, pues así nos lo ha mandado Dios.
Seréis entonces hijos de vuestro Padre
que está en los cielos, que hace que el sol
salga para los buenos y para los malos, y
que hace que llueva tanto para los que
hacen el bien como para los que hacen el
mal. Que la conducta de vuestros enemi-
gos no os aleje del amor hacia ellos, pues
el hombre es una cosa pero la maldad es
otra bien distinta”.
“Perdonar y reconciliarse, dirá el Papa
Juan Pablo II con motivo de la beatifica-
ción del cardenal Stepinac, significa puri-
ficar la memoria del odio, de los renco-
175
res, del deseo de venganza; significa re-
conocer que quien nos ha hecho daño es
también hermano nuestro; significa no
dejarse vencer por el mal, antes bien
vencer al mal con el bien (cf. Rm 12,
21)”.
En 1958, los sufrimientos del cardenal
se hacen casi intolerables, pero lo más
penoso para él es carecer de fuerzas para
poder celebrar la Misa. El 10 de febrero
de 1960, expira en Krasic, pronunciando
estas palabras: “Fiat voluntas tua”
(¡Hágase tu voluntad!).
El 7 de octubre de 1998, el Papa Juan
Pablo II decía: “En la beatificación del
cardenal Stepinac reconocemos la victo-
ria del Evangelio de Jesucristo sobre las
ideologías totalitarias; la victoria de los
derechos de Dios y de la conciencia so-
bre la violencia y las vejaciones; la victo-
ria del perdón y de la reconciliación so-
bre el odio y la venganza”.
176
(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿Cuáles son los sentimientos que se


despiertan en mi corazón al recordar
los incidentes dolorosos que me ha to-
cado vivir?
(ii) ¿Qué sentimientos acompañan el re-
cuerdo o la vista actual de las perso-
nas que me han herido?
(iii) Leer la parábola del hijo pródigo (Lu-
cas 15, 11-32) y reflexionar sobre sus
enseñanzas.
(iv) ¿Relaciono mis recuerdos dolorosos
con la Providencia divina?
(v) ¿Me he preguntado qué querrá Dios
de mí al haber permitido que me su-

177
cedieran las cosas que me han herido
tan profundamente?
(vi) ¿Estoy dispuesto a transformar mi
memoria o todavía quiero quedar an-
clado en un pasado amargo y esclavi-
zante?

8. Las lecciones que sacamos del


perdón

(a) Texto para considerar

“Antes que me hicieras sufrir, yo anda-


ba extraviado;
pero ahora me atengo a tus preceptos.
Tú eres bueno y haces el bien; instrú-
yeme en tus leyes...
Me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus
mandamientos...
Reconozco, Señor, que tus mandamien-
tos son justos,
178
que con razón me hiciste sufrir.
Venga ahora tu misericordia a conso-
larme,
según la promesa que hiciste a tu sier-
vo” (Salmo 118, 67-76).

(b) Doctrina fundamental

En el punto anterior decíamos que de-


bemos transformar la memoria, sacando
las lecciones del dolor sufrido, en lugar
de encapsularnos en el sufrimiento, re-
sentidos contra quien materialmente lo ha
causado o contra Dios que lo ha permiti-
do. Si el dolor, el fracaso o la humilla-
ción, nos permiten sacar una enseñanza
que nos haga mejores en el futuro, más
santos, más virtuosos, más confiados en
Dios, etc., esa experiencia negativa ter-
mina cobrando “sentido”, y el perdón
puede albergarse de modo efectivo en el

179
alma, curándola. Esto se dice pronto, pe-
ro no es siempre fácil lograrlo.
¿Qué lecciones positivas pueden dejar-
nos el dolor, la humillación, la ofensa, el
pecado? ¡Más cuando somos nosotros
mismos quienes hemos obrado la injusti-
cia, la iniquidad, la traición, porque el
rencor se dirige hacia nosotros, sin poder
perdonarnos haber obrado así contra los
que deberíamos haber amado, cuidado,
protegido! Pienso en aquellos y aquellas
que no pueden perdonarse el haber aban-
donado a sus cónyuges, a sus hijos, el
haber abortado un hijo, el no haber hecho
algo para impedir un suicidio, etc. ¿Po-
demos también en estos casos sacar al-
guna buena lección? La respuesta siem-
pre es: sí, se puede; incluso en casos así.

(i) Las ofensas e injurias recibidas, y los


dolores que se siguen de ellas, a menudo
nos sirven para aprender mejor cuáles
180
son nuestros límites. No debe extrañar-
nos que muchos de los males padecidos
se deban a nuestra inexperiencia, impru-
dencia, falta de circunspección, o al des-
conocimiento de nuestras propias fuer-
zas. Las humillaciones padecidas por
Sancho Panza, cuando se probó los
atuendos de gobernador de Barataria (re-
comiendo leer los capítulos 45 a 54 de la
Segunda Parte del Quijote, de Cervan-
tes), se debieron a haberse metido en ca-
misa de once varas. Por eso, cuando su
amigo Ricote, le pregunta: “Y ¿qué has
ganado en el gobierno?”, responde San-
cho: “He ganado el haber conocido que
no soy bueno para gobernar, si no es un
hato de ganado, y que las riquezas que se
ganan en los tales gobiernos son a costa
de perder el descanso y el sueño, y aún el
sustento”.
(ii) De ahí que los males padecidos, in-
cluso los ultrajes, nos enseñen a ser más
181
prudentes y a mejor gobernarnos a noso-
tros mismos en adelante.
(iii) Para quienes las lastimaduras reci-
bidas tienen su causa en su soberbia,
aquéllas pueden ayudarle a proponerse
ser más humildes. El Conde Lucanor tie-
ne un cuento que titula “Lo que sucedió a
un rey cristiano que era muy poderoso y
muy soberbio”, en el que relata las des-
gracias que comienzan a sobrevenir a un
monarca a causa de su destacada sober-
bia: perdió el respeto de sus vasallos, fue
abochornado y se vio obligado a pedir
limosna, hasta que “Dios, que siempre
quiere el arrepentimiento de los pecado-
res y por ello les busca un camino para su
salvación, del que sólo se apartan por su
propia culpa, hizo que aquel desdichado,
que tan pobre y humillado se veía a causa
de su soberbia, comenzara a pensar que
todas sus desgracias eran castigo de sus
pecados, sobre todo de su orgullo”. Sólo
182
entonces empezó a pensar en su alma, y
las vergüenzas que pasó en ese tiempo
terminaron por transformarse en su tabla
de salvación.
(iv) Para otros, el sufrimiento recibido
de algunos prójimos los lleva a entender
que la confianza hay que ponerla princi-
palmente en Dios y no en los hombres. Y
sin dejar de contar con la ayuda de los
demás, hay que esperarla principalmente
del único que puede y quiere responder
por nosotros en toda circunstancia, es de-
cir, Dios, que, a pesar de permitir el su-
frimiento, es Padre amoroso.
(v) Para todos, el padecer humillacio-
nes, maltratos, injurias y desprecios, es
una preciosa oportunidad para entender
en carne propia algo de lo que Jesucristo
padeció a favor cada uno de nosotros y a
causa de cada uno de nosotros.
(vi) Las heridas que hemos recibido, si
han sido muy profundas, nos ayudan a
183
comprender también el corazón de Dios
Padre, a quien nosotros hemos ofendido
con nuestros pecados. El hijo pródigo de
la parábola de nuestro Señor (cf. Lucas
15), toma conciencia del dolor que debe
haber causado a su padre, cuando él es
abandonado por los amigos que se apro-
vecharon de sus tiempos prósperos,
cuando es enviado a cuidar cerdos y
cuando comienza a ser tratado con menos
miramiento que los animales que él cui-
da. Recién en esos momentos se dice:
“iré a mi padre y le diré: padre he pecado
contra el cielo y contra ti, no merezco ser
llamado hijo tuyo”. Las injusticias y
atropellos de que quizá hemos sido vic-
timas en nuestra vida, ¿no se parecen en
algo a los pecados que hemos cometido
contra el corazón de Dios Padre? Sí, se
parecen.
(vii) Nuestros tormentos también nos
deberían ayudar a tener un corazón más
184
comprensivo con los que sufren males
semejantes al nuestro. De Jesucristo dice
la Carta a los Hebreos: “Por eso tuvo que
asemejarse en todo a sus hermanos, para
ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel
en lo que toca a Dios, en orden a expiar
los pecados del pueblo. Pues, habiendo
sido probado en el sufrimiento, puede
ayudar a los que se ven probados” (Hb 2,
17-18). Si Jesucristo, para compadecerse
adecuadamente, fue probado con el dolor
para entender con su propia experiencia
hasta dónde llega el dolor de un corazón
esclavizado por la angustia, ¿por qué nos
sorprende que no lleguemos a entender
ciertos sufrimientos sino cuando los pa-
decemos en carne propia? Para poder
compadecer, consolar y ayudar al esclavo
de sus rencores, permite Dios que a veces
nosotros mismos debamos librarnos del
resentimiento tirano.

185
(viii) Las heridas que hemos recibido de
otros nos sirven asimismo para entender
en qué podríamos convertirnos nosotros
si obráramos con alguien como ellos han
obrado con nosotros. Hombres y mujeres
hay que se mantienen fieles a pesar de las
dificultades de su matrimonio, porque no
quieren hacer sufrir a sus hijos lo que
sus padres les hicieron sufrir a ellos al
separarse. Muchas personas hay que son
compasivas con los necesitados porque
saben cuánto dolor causa la persona in-
sensible y despiadada, pues han sufrido
en carne propia tales tratos. En otras pa-
labras, el dolor también nos hace enten-
der la fealdad y malicia del que hace su-
frir, y nos invita a no repetir las atrocida-
des de quienes nos han afligido.

En agosto de 2008, fue publicado un re-


lato que llevaba por título: “Fui violada y
quedé embarazada a los 16 años; pero
186
aún así amo a mi bebé”19. El testimonio
fue recogido por el periódico Daily Mail
de boca de la joven Elizabeth Cameron
(de 19 años en el momento de la entre-
vista). En diciembre de 2005 Elizabeth
tenía 16 años de edad y era una chica es-
tudiosa y tímida. Una noche después de
clases, mientras esperaba que su madre la
recogiera de su centro de estudios, tres
encapuchados la metieron en una camio-
neta por la fuerza y la violaron. Nunca
pudo reconocerlos. Cuando supo que es-
taba embarazada, el sufrimiento au-
mentó. “Todo el mundo, salvo mi mamá,
decía que debía abortar. Mi papá incluso
concertó una cita en la clínica, ahí trata-
ron de convencerme de que era sólo una
masa de células y que todo sería muy
rápido”, relataba Elizabeth a los periodis-
tas. “En la escuela, mis amigos –la ma-
yoría de los cuales no sabía de la viola-
19
Fue publicado por Aciprensa, el 21/08/08.
187
ción– no podían entender por qué alguien
de mi edad querría tener un bebé en vez
de un aborto. Y los pocos a los que conté
lo sucedido se horrorizaban más al saber
que pretendía tener al bebé. Pero yo lo
hice. Y no me arrepiento ni por un mo-
mento”, aseguraba la joven.
“Cada vez que miro a Phoebe (su hija),
sé que tomé la decisión correcta. Nunca
quise poner fin a la vida de mi bebé sólo
por la forma en que fue concebida”.
Según el reportaje del Daily Mail, Eliza-
beth alguna vez compartió la idea de que
dar a luz al hijo de un violador es impen-
sable, pero desde que vio a su bebé en el
primer ultrasonido sintió mucha ternura.
“Me sorprende lo fácil que surgió el
amor por mi hija mientras crecía dentro
de mí, pero debo admitir que temía que
mis sentimientos cambiaran cuando la
viera por primera vez”. Durante el emba-
razo Elizabeth tuvo muchas pesadillas
188
sobre el ataque y pensaba que al tener al
bebé recordaría más la violación. “Pero
mi hija no me recordó esa noche y al te-
nerla supe que estar con ella era más im-
portante que lo que había ocurrido”. “No
pude considerar entregarla en adopción.
Mi madre fue abandonada de bebé en una
estación de trenes de Londres y eso la
afectó mucho. Crecí rechazando que al-
guien pudiera abandonar a un niño ino-
cente”. Elizabeth agregaba en su entre-
vista: “Nunca he culpado a Phoebe por lo
ocurrido. Aunque lo ocurrido fue aterra-
dor, saber que iba a ser madre me ayudó
a concentrarme en otra cosa. Supuse que
debía tratar de ver más allá de lo ocurri-
do, y ver la vida que se había creado”.
Elizabeth se prepara para el momento en
que su hija crezca y le pregunte por su
padre: “Si debo hacerlo, le diré que ella
fue lo bueno que surgió de algo malo. Y
le diré que nunca me arrepentí de tenerla
189
y que no estaría lejos de ella por nada del
mundo”.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) Pedir a Dios la gracia de convertir el


mal en bien, dentro de mi corazón.
(ii) Pensar en algunos sucesos difíciles de
la vida pasada, tratando de ver qué
lecciones buenas podemos sacar de
ellos.
(iii) En nuestra propia vida, ¿cuáles son las
cosas buenas que, por la misericordia
de Dios, han salido de sucesos malos
o amargos?

190
9. El paso difícil: mostrar el perdón al
ofensor

(a) Texto para considerar

“Yo os digo a los que me escucháis:


Amad a vuestros enemigos, haced bien a
los que os odien, bendecid a los que os
maldigan, rogad por los que os difamen”
(Lucas 6, 27-28).
“Pedro le pregunta: Señor, ¿cuántas ve-
ces tengo que perdonar las ofensas que
me haga mi hermano? ¿Hasta siete ve-
ces? Jesús responde: No te digo hasta
siete veces, sino hasta setenta veces sie-
te” (Mateo 18, 21-22). En hebreo, setenta
veces siete significa lo mismo que
“siempre”.

(b) Doctrina fundamental

191
Por la delicadeza y dificultad de este
paso, comencemos primero con una
anécdota. El 10 de noviembre de 1996
Juan Pablo II cumplió 50 años de sacer-
docio. Para homenajearlo se unieron a él,
en Roma, obispos y sacerdotes ordena-
dos, como él, en 1946. Entre los testimo-
nios que dieron de sus propias experien-
cias sacerdotales, fue particularmente
emotiva la del padre jesuita Anton Luli,
albanés, a quien tocó pasar casi toda su
vida sacerdotal en la oscuridad de la per-
secución. El P. Luli fue tomado prisione-
ro en 1947, recién ordenado sacerdote,
cuando tenía 37 años de edad; recién ser-
ía liberado en 1989 a los 79 años de
edad, tras cuatro décadas de prisión:
“Santo Padre —dijo en aquella oportuni-
dad— yo acababa de ser ordenado sacer-
dote cuando a mi país, Albania, llegó la
dictadura comunista y la persecución re-
ligiosa más despiadada. Algunos de mis
192
hermanos en el sacerdocio, después de un
proceso lleno de falsedades y engaño,
fueron fusilados y murieron mártires de
la fe. Así celebraron, como pan partido y
sangre derramada por la salvación de mi
país, su última Eucaristía personal. Era el
año 1946. A mí el Señor me pidió, por el
contrario, que abriera los brazos y me de-
jara clavar en la cruz y así celebrara, en
el ministerio que me era prohibido y con
una vida transcurrida entre cadenas y tor-
turas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sa-
crificio sacerdotal. El 19 de diciembre de
1947 me arrestaron con la acusación de
agitación y propaganda contra el Gobier-
no. Viví diecisiete años de cárcel estricta
y muchos otros de trabajos forzados. Mi
primera prisión, en aquel gélido mes de
diciembre en una pequeña aldea de las
montañas de Escútari, fue un cuarto de
baño. Allí permanecí nueve meses, obli-
gado a estar agachado sobre excrementos
193
endurecidos y sin poder enderezarme
completamente por la estrechez del lugar.
La noche de Navidad de ese año –¿cómo
podría olvidarla?– me sacaron de ese lu-
gar y me llevaron a otro cuarto de baño
en el segundo piso de la prisión, me obli-
garon a desvestirme y me colgaron con
una cuerda que me pasaba bajo las axilas.
Estaba desnudo y apenas podía tocar el
suelo con la punta de los pies. Sentía que
mi cuerpo desfallecía lenta e inexorable-
mente. El frío me subía poco a poco por
el cuerpo y, cuando llegó al pecho y es-
taba para parárseme el corazón, lancé un
grito de agonía. Acudieron mis verdugos,
me bajaron y me llenaron de puntapiés.
Esa noche, en ese lugar y en la soledad
de ese primer suplicio viví el sentido
verdadero de la Encarnación y de la
Cruz. Pero en esos sufrimientos tuve a mi
lado y dentro de mí la consoladora pre-
sencia del Señor Jesús, Sumo y Eterno
194
Sacerdote, a veces incluso con una ayuda
que no puedo menos de definir ‘extraor-
dinaria’, pues era muy grande la alegría y
el consuelo que me comunicaba. Pero
nunca he guardado rencor hacia los que,
humanamente hablando, me robaron la
vida. Después de la liberación me en-
contré por casualidad en la calle con uno
de mis verdugos: sentí compasión de él,
fui a su encuentro y lo abracé. Me libera-
ron en la amnistía del año 1989. Tenía 79
años”.

Con muy buen tino, Dennis y Matthew


Linn señalan que los cuatro pasos del
perdón son los que indicó Jesucristo en el
Sermón de la Montaña, en el texto que
hemos propuesto para “considerar” al
comienzo de este punto: “Yo os digo a
los que me escucháis: Amad a vuestros
enemigos, haced bien a los que os odien,

195
bendecid a los que os maldigan, rogad
por los que os difamen” (Lc 6, 27-28)20.

(i) Primero: amad a vuestros enemigos.


El amor comienza no con cálidos
afectos sino con la firme decisión de
imitar a Jesús decidiendo perdonar
aún antes de sentir deseo de perdonar.
Como Cristo que ofrece su perdón a
sus enemigos pidiendo al Padre que
los perdone (cf. Lc 23, 24). Jesús sub-
raya la palabra enemigo, metiendo así
el dedo en nuestra llaga: nos hace ex-
perimentar la profundidad de la heri-
da, al recordar que no demanda el
perdón de la persona que nos resulta
simpática, sino de quien nos es hostil.
Como esto es un don de Dios, fre-
cuentemente para poder perdonar de

20
Linn, Dennis and Matthew, Healing of Memo-
ries, New York (1974).
196
este modo, hay que pedir a Dios la
gracia de hacerlo.
(ii) Segundo: hacer el bien al que nos
odia, incluso, como se dice a conti-
nuación (cf. Lc 6, 29), si esto implica
poner la otra mejilla o darle el manto
sin esperar pago a cambio. Significa
hacer el bien a la persona que no nos
hace bien, o que no busca nuestro
bien. Esto es, afectivamente, muy
difícil, pero es lo que Dios ha hecho
con nosotros.
(iii) Tercero: bendecir al que nos maltrata.
Bendecir, tanto en el sentido de decir
cosas buenas, cuanto en el de interpre-
tar bien los hechos ajenos que nos
hacen sufrir. Muchas veces, las cosas
que nos hieren del prójimo están en
nuestra cabeza y no en la realidad
(Marcelino Champagnat señala que la
mayoría de las cosas que nos hieren
de parte de nuestro prójimo son cosas
197
que ni siquiera llegan a defectos per-
sonales, como su tono de voz, su lenti-
tud o rapidez para hacer las cosas,
etc.21).
21
Dice el Santo en su escrito titulado “Las peque-
ñas virtudes”: “El tercer motivo [por el que tenemos
que practicar estas virtudes] es, no ya la poca impor-
tancia de los defectos, sino también a menudo la au-
sencia de toda falta. Efectivamente, se han de sufrir
del prójimo muchas cosas indiferentes en sí mismas
y que de ningún modo se pueden atribuir a culpa.
Tales son las facciones de la cara, la fisonomía, el
tono de la voz, la figura del cuerpo, que tal vez no
son de nuestro agrado; las enfermedades o achaques
corporales o morales que nos repugnan, etc. Tam-
bién debe contarse aquí la diversidad de caracteres y
su oposición al nuestro. El uno es naturalmente se-
rio, el otro alegre; éste es tímido, aquél atrevido;
quien es muy lento y se hace esperar, quien muy vi-
vo e impetuoso y quisiera obligarnos a que fuésemos
al vapor o como por telégrafo. La razón pide que vi-
vamos en paz en medio de esta diversidad de natura-
les, y que nos acomodemos al gusto de los demás
por medio de la flexibilidad, de la paciencia y de la
condescendencia. El turbarse por esta diversidad de
caracteres, sería tan poco razonable, como el enfa-
darse de que otro halle buena y agradable la fruta o
198
(iv) Cuarto: rezar por los que nos persi-
guen. La oración es lo que cambia
más radicalmente nuestro corazón; pe-
ro la verdadera oración es la que nace
de la misericordia, a imitación de la
oración de Cristo que brota de su
compasión. Cuando rezamos para
perdonar a la persona que nos hace el
mal o nos ha hecho el mal, nos pone-
mos “en sus zapatos”; y es sólo en ese
momento, en que el mal que nos han
hecho o nos están haciendo, deja de
destruir nuestro corazón y nuestra
mente, aunque abrume nuestro cuer-
po.

El perdón podemos mostrarlo de mu-


chas maneras, aunque hay veces que de-
bemos hacerlo sólo ante Dios. En efecto,
no siempre es posible, o bien puede ser

dulce de que nosotros no gustamos” (San Marcelino


Champagnat, Sentencias y Avisos, capítulo 28).
199
imprudente, restablecer una relación con
quienes nos han herido. No podemos pe-
dir perdón a quienes nos han dañado si
ya han muerto, si no tenemos posibilidad
de establecer algún contacto con ellos, si
ignoramos qué ha sido de sus vidas. No
es conveniente hacerlo si esto revive las
heridas que esa persona ya cree cicatri-
zadas, si esto pudiese poner en peligro su
vida psicológica (si decimos a una perso-
na que lo perdonamos por sufrimientos
pasados que han venido atormentándonos
desde hace años, tal vez echemos sobre
su conciencia una carga actualmente de-
masiado pesada para el ofensor), etc. Pe-
ro si es posible y prudente, siempre es
bueno mostrar nuestro perdón.
De ahí que este acto tenga muchas for-
mas posibles. Puede bastar quizá una pa-
labra: “te perdono”. O un gesto, como el
padre del hijo pródigo, haciendo una fies-
ta para el hijo descarriado que vuelve al
200
seno del padre. Nuestro perdón puede es-
tar representado en un obsequio. Muchas
veces no podemos hacerlo más que a
través de la oración, como hizo Jesús:
“Padre, perdónalos porque no saben lo
que hacen”. En el Misal que los sacerdo-
tes usan para celebrar la Santa Misa, en-
tre las Misas calificadas “Por algunas ne-
cesidades particulares” se incluye que
lleva por título: “Pro affligentibus nos”,
Por los que nos afligen. El rezar por los
enemigos, por los que nos han hecho da-
ño, por los que son causa de nuestro do-
lor, no sólo es un sentimiento cristiano,
sino, además, un indicio de predestina-
ción, como señalan los teólogos22. Los
22
De hecho, uno de los signos por los que pode-
mos conjeturar que una persona está predestinada
por Dios a la salvación eterna es la práctica de las
obras de misericordia (como dice el libro de Tobías
4, 10: “la limosna —misericordia— libra de la muer-
te y preserva de caer en las tinieblas”), y con dos de
ellas tiene que ver el perdón: “perdonar las injurias”
201
sacerdotes, por eso, hacen mucho bien en
celebrar de vez en cuando esta Misa, y
los fieles cumplen una magnífica obra de
caridad, es decir, de perdón, haciendo
ofrecer alguna Misa por la conversión y
salvación de quienes les han hecho el
mal.

La historia del cristianismo está llena


de hechos magníficos de perdón, como el
caso de la escritora cristiana holandesa
Corrie Ten Boom (de Iglesia Reformada
de los Países Bajos), que sobrevivió los
campos de concentración nazi, a los que
había ido junto con su familia por escon-
der a judíos de su país. Al comienzo Co-
rrie odiaba a los nazis. Su hermana Bet-
sie, prisionera con ella, le ayudó a verlos
como personas atormentadas y esclavas

y “sufrir con paciencia las debilidades del prójimo”


(cf. Royo Marín, A., Teología de la salvación, Ma-
drid [1965], n. 103).
202
de los poderes de este mundo. Y sobre
todo le enseñó a perdonar. Betsie murió
en los campos, mientras que Corrie fue
liberada por un error burocrático. Todas
las prisioneras de su edad fueron ejecuta-
das una semana después.
Tras la guerra, Corrie escribió al ciuda-
dano holandés que había delatado a su
familia, expresándole su perdón. Éste re-
cibió la carta en la cárcel, y se convirtió a
Cristo unas semanas antes de ser ejecuta-
do. En sus escritos, Corrie señala que
después de la guerra mundial, las vícti-
mas que pudieron perdonar a sus verdu-
gos fueron las que mejor pudieron re-
hacer sus vidas. En 1947, cuando Corrie
estaba en Alemania, se le acercó uno de
los guardas más crueles del campo de
concentración de Ravensbrück. Corrie
sentía que no podía perdonarle, pero lo
hizo por imitar a Jesús. Según cuenta ella
misma: “Por largo tiempo nos estrecha-
203
mos las manos, el antiguo guarda y la an-
tigua prisionera. Nunca he experimenta-
do el amor de Dios tan intensamente co-
mo en ese momento”.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿Cuántas veces en mi vida he perdo-


nado a los que me han hecho daño?
¿Cuánto tiempo he tardado en perdo-
nar en esas ocasiones?
(ii) En esas situaciones, ¿mi perdón ha si-
do sincero y generoso, o, por el con-
trario, he perdonado pero al mismo
tiempo mostrando desprecio o humi-
llando al que me ofendió?

204
(iii) ¿He rezado alguna vez por la conver-
sión de aquellos que me han hecho el
mal?
(iv) ¿Estoy dispuesto a pedir por ellos de
ahora en adelante?
(v) Además de rezar, ¿hay alguna otra co-
sa que pueda hacer por alguno de los
que me han ofendido que no sea con-
traproducente ni imprudente?

205
IV. EXPERIMENTAR LA LIBER-
TAD DEL PERDÓN

1. El perdón y la confesión

(a) Texto para considerar

“Sucedió que estando Jesús a la mesa


en casa de Mateo, vinieron muchos pu-
blicanos y pecadores, y estaban a la mesa
con Jesús y sus discípulos. Al verlo los
fariseos decían a los discípulos: ‘¿Por
qué come vuestro maestro con los publi-
canos y pecadores?’ Pero él, al oírlo, di-
jo: ‘No necesitan médico los que están
fuertes sino los que están enfermos. Id,
pues, a aprender qué significa aquello de:
Misericordia quiero, y no sacrificio. Por-
que no he venido a llamar a justos, sino a
pecadores’” (Mateo 9, 10-13).
206
(b) Doctrina fundamental

Si hemos guardado resentimiento y


rencor, es la confesión sacramental don-
de debemos terminar nuestro trabajo,
porque sólo la absolución sacramental
puede concluir el proceso de reconcilia-
ción con nuestro prójimo, con Dios y,
como consecuencia, con nosotros mis-
mos. Es lo que enseñó Jesús en el Padre
Nuestro, al mandarnos orar a Dios di-
ciendo: “Perdona nuestras ofensas así
como nosotros perdonamos a los que nos
ofenden”. Enseñó que debemos perdonar
para ser dignos de poder pedir perdón
nosotros mismos a Dios; el perdón de no-
sotros al prójimo se ordena a nuestro
perdón de parte de Dios.
En el Sermón de la Montaña, Jesús en-
señó: “Si al presentar tu ofrenda en el al-
tar te acuerdas entonces de que un her-
207
mano tuyo tiene algo contra ti, deja tu
ofrenda allí, delante del altar, y vete pri-
mero a reconciliarte con tu hermano;
luego vuelves y presentas tu ofrenda”
(Mt 5, 23-24). Debemos ver también el
reverso de este mandato: cuando te hayas
reconciliado con tu hermano —sea que le
pidas perdón por tus ofensas como per-
donándole a él las injurias que te haya
hecho— ve y presenta tu ofrenda a Dios.
O sea, entonces puedes ir y hablar con
Dios y pedirle a Dios lo que necesitas,
especialmente cuando lo que necesitas es
el perdón de tus pecados, porque: “si vo-
sotros perdonáis a los hombres sus ofen-
sas, os perdonará también a vosotros
vuestro Padre celestial; pero si no per-
donáis a los hombres, tampoco vuestro
Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,
14-15).
Con toda evidencia: quien ha perdona-
do a su prójimo las ofensas recibidas, re-
208
cibe a su vez el perdón divino, en el sa-
cramento de la confesión de una manera
totalmente especial. Entiende que ese
perdón es eficaz y que penetra en lo pro-
fundo del corazón, porque él sabe tam-
bién lo que es perdonar agravios.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:

(i) ¿He confesado en el pasado mis ren-


cores y mis dificultades para perdo-
nar? ¿O, por el contrario, he evitado
tocar este tema en el sacramento de la
confesión?
(ii) ¿He considerado, quizá, que este pun-
to no era necesario de confesar?
(iii) La dificultad para perdonar, ¿ha hecho
penosas mis confesiones?
209
(iv) ¿Me han exigido en la confesión que
perdone a quienes me han hecho el
mal? De ser así, ¿cómo he tomado
esas exigencias?
(v) ¿Me ha alejado de la confesión el cre-
erme incapaz de perdonar?
(vi) ¿Estoy dispuesto a dar este paso aho-
ra?
(vii) Para quienes deseen examinar su con-
ciencia sobre este punto, incluyo aquí
un examen sobre el amor a los enemi-
gos, sus obligaciones y mis límites:

1º ¿Hay algún precepto que mande amar a


los enemigos? Ciertamente. Está enun-
ciado en San Mateo: “Amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persi-
gan” (5, 44). Este mandamiento es el
mismo que el que nos manda amar al
prójimo, y obliga en los mismos tiempos
y circunstancias que éste.

210
2º ¿Existía este mandamiento en la ley an-
tigua? No sólo en la ley antigua sino
también la ley natural. Por eso explica
Santo Tomás la expresión del Sermón
de la montaña que dice “Habéis oído
que se dijo: Amarás a tu prójimo y
odiarás a tu enemigo” (Mt 5, 43): “En la
ley antigua los hombres también estaban
obligados a amar a los enemigos; de ahí
que cuando se lee ‘odiad a vuestro ene-
migo’, no está tomado de la ley, porque
esto no se encuentra [literalmente] en
ningún lugar de la ley [= Sagrada Escri-
tura], sino que así lo había añadido la
mala interpretación de los judíos”23.
3º ¿Qué manda el precepto de amar a los
enemigos? Este mandamiento tiene un
aspecto afirmativo y otro negativo. De
forma negativa este mandamiento
prohíbe aborrecer al enemigo, desearle
algún mal, alegrarnos de su mal, o con-
servar rencor en el corazón. De modo
positivo o afirmativo manda tres cosas:
23
Santo Tomás, In 3Sent., dist. 31 q. 1. art.1. ad. 2.
211
perdonarle las ofensas; incluirlo en el
amor general del prójimo; y tener prepa-
rado el ánimo para ayudarle particular-
mente, cuando lo viéremos en necesidad
espiritual o temporal.
4º ¿Es lícito excluir al enemigo del benefi-
cio común que se hace a todo un pueblo
o comunidad? No es lícito, hablando es-
trictamente; porque esto sería dar a en-
tender la interior aversión que se le tie-
ne. De todos modos, no sería algo malo
si quien lo excluye de un beneficio fuese
su superior o quien tiene alguna autori-
dad, y lo hace para corregirlo (como el
maestro excluye a quienes se han porta-
do mal de un beneficio que concede a
los que se portaron bien).
5º ¿Estamos obligados a dar muestras de
amor a los enemigos? Sólo estamos
obligados a mostrarle las señales de
amor comunes a toda persona; lo contra-
rio —excluirlos— sería demostrar que
se conserva hacia él deseo de venganza.
Pero no hay obligación de darles señales
212
especiales de que los amamos; porque
estas señales no están mandadas, aunque
sí están aconsejadas para quien quiera
tender a la perfección. Por esta causa
una persona no está obligada a hospedar
en su casa a su enemigo; a tener familia-
ridad con él; a visitarlo con frecuencia si
está enfermo; ni a darle otras pruebas de
esta clase, a no ser que de no darlas, se
hubiese de seguir algún escándalo; o a
menos que el ofensor tenga algún paren-
tesco cercano con uno (padre, madre,
hijos, hermanos, parientes, o amigos),
porque a estos no se les pueden negar
estas señales especiales.
6º ¿Estamos obligados a saludar al enemi-
go cuando lo encontramos? Regular-
mente no hay tal obligación, por ser esta
demostración una señal particular de
amor, ya que ni aun a los amigos esta-
mos obligados a saludar cada vez que
los encontramos. Pero si estamos salu-
dando a un grupo de personas entre las
cuales se halla una persona enemistada
213
con nosotros, y el no saludarla daría a
entender que la excluimos por odio, no
podríamos excluirla lícitamente. Los
hijos, súbditos, o inferiores están obli-
gados a saludar a sus padres, superiores,
etc., aunque les parezca ser sus enemi-
gos, por pedirlo así la buena educación,
y mucho más la piedad, reverencia y
sumisión que se les debe. Si el enemigo
nos saluda primero, es grave la obliga-
ción de devolverle el saludo, por ser esta
una señal común debida a todos.
7º ¿Pueden los padres o superiores, negar
la palabra a sus inferiores, súbditos, o
hijos por alguna riña, o enemistad tenida
con ellos? Nunca es lícito hacerlo por
odio o malevolencia; porque esto con-
tradice la caridad. Pero puede negárseles
esta señal si se hace para corregirlos; pa-
ra que conociendo su desorden por la
severidad del semblante y el silencio, se
enmienden y corrijan. Pero nunca debe
el castigo exceder al delito, ni debe du-
rar mucho tiempo la dicha demostra-
214
ción, porque termina engendrando ren-
cor verdadero.
8º ¿Pecan gravemente los parientes que por
razón de alguna pelea se niegan el trato
acostumbrado? Cometerán culpa grave
si por mucho tiempo perseveran de esa
manera, tanto por el mutuo amor que
debe inspirarles el parentesco, cuanto
por el escándalo que de ello se sigue en
los que ven las familias desunidas, pe-
leadas y divididas. Salvo que sea una
discusión leve y la dureza del trato dure
poco tiempo, en cuyo caso el pecado
sólo sería leve.
9º ¿Es pecado desear mal a los enemigos y
pecadores? Siempre es pecado desearles
el mal como tal (es decir, porque que-
remos que sufran, que les vaya mal, que
fracasen, etc.); pero no es pecado cuan-
do se les desea el mal puramente tempo-
ral para su bien espiritual, como cuando
se desea que a alguien le vaya mal en
algún negocio, para que de este modo
cambie su mala vida, o para que de este
215
modo deje de hacer el mal a los inocen-
tes. Pero esto siempre tiene el riesgo de
que disfracemos un verdadero odio con
la máscara del “celo por el alma del
enemigo”; pero eso, este tipo de “males
correctivos” debemos mejor dejarlos en
manos de la sabiduría divina.
10º ¿Hay algún precepto que nos obligue a
reconciliarnos con nuestros enemigos?
Sí, lo hay, y fue dado por el mismo Je-
sucristo: “Si, pues, al presentar tu ofren-
da en el altar te acuerdas entonces de
que un hermano tuyo tiene algo contra
ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar,
y vete primero a reconciliarte con tu
hermano; luego vuelves y presentas tu
ofrenda” (Mt 5, 23-24).
11º ¿A qué está obligado el que ha ofendido
a otro? Ante todo, debe arrepentirse de
la ofensa que hizo al prójimo; también
está obligado a darle, cuanto antes pue-
da, la satisfacción correspondiente (a
veces hay que reparar los daños econó-
micos, si se lo ha perjudicado, o su fama
216
si se lo ha calumniado, etc.). Pero a ve-
ces es conveniente esperar algún tiempo
antes de este último paso, para que en-
tretanto se le mitigue el dolor del ofen-
dido, y se sosiegue su ánimo agraviado.
Esta obligación, dice San Agustín, no
toca a los superiores cuando han ofendi-
do a sus súbditos, si con esto se perjudi-
ca la autoridad; en este caso hay dos
bienes en conflicto y es peor que se des-
truya la autoridad y no que se deje de
pedir perdón; de todos modos, sí tiene el
superior la obligación de reparar la fama
y la injusticia cometida contra su infe-
rior; esto ya sería suficiente muestra de
arrepentimiento.
12º ¿A qué está obligado el ofendido? Ante
todo a no tener odio al ofensor; también
a perdonarle de corazón la ofensa; fi-
nalmente, a admitir la reconciliación que
le ofrezca; porque así lo pide la caridad.
13º ¿Está obligado el ofendido, no sólo a
perdonar la injuria al ofensor, sino tam-
bién a condonarle la satisfacción por los
217
daños causados? Mientras deje de lado
todo odio y enemistad, no está obligado
a condonarle la satisfacción, ni la com-
pensación de daños; porque a uno y otro
tiene claro derecho de justicia; y aun al-
gunas veces ni convendrá ni podrá el
ofendido hacerlo (por ejemplo, si se tra-
ta de un padre de familia y el agravio ha
perjudicado a sus hijos). Esto no quiere
decir que no haga una gran obra de cari-
dad y perfección si quiere perdonar
también la deuda al ofensor; pero esto
debe regularlo la prudencia en cada ca-
so.

2. El perdón y la libertad

(a) Texto para considerar

“Bendice a Dios, alma mía,


no olvides sus muchos beneficios.
Él, que perdona todas tus culpas,
218
que cura todas tus dolencias,
rescata tu vida de la tumba,
te corona de amor y de ternura.
Dios, el que hace obras de justicia,
y otorga el derecho a todos los opri-
midos,
Clemente y compasivo es Dios,
tardo a la cólera y lleno de amor;
no se enoja eternamente
ni guarda para siempre su rencor;
no nos trata según nuestros pecados
ni nos paga conforme a nuestras cul-
pas.
Como se alzan los cielos por encima
de la tierra,
así de grande es su amor para quienes
le temen;
tan lejos como está el oriente del oca-
so
aleja él de nosotros nuestras rebeldías.
Cual la ternura de un padre para con
sus hijos,
219
así de tierno es Dios para quienes le
temen;
porque él sabe de qué estamos plas-
mados,
se acuerda de que somos polvo” (Sal-
mo 103).

(b) Doctrina fundamental

Uno de los efectos más notables del


perdón es la libertad del alma, del mismo
modo que uno de los frutos más destaca-
dos del resentimiento es la opresión.
Tendemos a pensar que la dependencia
afectiva se produce sólo en el orden de
los afectos positivos, como cuando uno
está excesivamente apegado (enamorado)
a una persona (o a una cosa) y es incapaz
de vivir sin ella. Sin embargo, existe
también la dependencia con los afectos
negativos, como en el caso del odio o del
rencor. Para quien odia, la persona odia-
220
da se vuelve indispensable; lo mismo
ocurre para quien guarda rencor. Esta
“indispensabilidad” del objeto o de la
persona aborrecida produce una doble
esclavitud:
(i) No puede dejar de pensar en aquello
que odia, por lo cual sus pensamientos
están siempre focalizados en quien odia;
sus relaciones con los demás están con-
dicionadas por su odio y todo lleva el se-
llo de este odio. Tenemos así una esclavi-
tud respecto de un objeto o persona que
disminuye (encadena) el campo de la
atención.
(ii) Además, el odio estrangula también
el campo de los sentimientos: el rencor,
como pasión intensa agota las energías
de la persona perjudicando su capacidad
de desarrollarse en otros campos. Se hace
muy difícil desarrollar la capacidad de
gozar de la realidad, de la vida, de amar;
se empasta hasta cierto punto la creativi-
221
dad de la persona o la capacidad de con-
sagrarse en cuerpo y alma a una misión,
etc. La vida sentimental y espiritual de
una persona es muy amplia, pero cuando
alguien está dominado por la emoción
del resentimiento, la vida emotiva parece
reducirse al cultivo del odio y del deseo
de venganza; y la vida espiritual es arras-
trada por esta emoción amarga.

Dennis y Matthew Linn relatan esta his-


toria: “Conocimos un sacerdote, el P.
Thomas, que vio sufrir tanto a su familia
y a sus amigos de parte de Adolf Hitler,
que terminó participando en un complot
para asesinar al dictador. Hitler lo cap-
turó sentenciándolo a muerte, pero antes
de que se ejecutara la sentencia la guerra
terminó y el P. Thomas quedó en liber-
tad. Sin embargo su espíritu no quedó li-
bre. Treinta años más tarde, participando
en nuestro retiro para curar los recuerdos
222
[que organizaban estos sacerdotes], el P.
Thomas era capaz de perdonar únicamen-
te en su mente, pero todavía sentía un
odio intenso en su corazón por Adolf
Hitler. Celebramos la Misa pidiendo a
Jesús crucificado que pusiera dentro de
nuestros corazones sus palabras: ‘Padre,
perdónalos, porque no saben lo que
hacen’. También pedimos a Jesús que
ayudara a cada una de las personas a que
experimentaran el mundo de la persona
que tenían que perdonar —sus heridas,
sus miedos y todo aquello que los había
llevado a herir a los demás—. El P.
Thomas sólo pudo experimentar la dure-
za de corazón de Hitler. Entonces Nues-
tro Señor le mostró de qué manera su
propio corazón, que no había perdonado
a Hitler durante esos treinta años, era tan
duro como el mismo corazón del cruel
perseguidor. Tan pronto como el P.
Thomas lloró su propia dureza de co-
223
razón, experimentó cuánto lo había ama-
do Jesús llamándolo a ser sacerdote a pe-
sar de la inclemencia de sus sentimientos.
En ese momento sintió el mismo amor
que Jesús tuvo por Hitler a pesar de que
el corazón de Hitler permaneciera inmu-
table. Al unirse al corazón de Jesucristo
orando en su corazón por Hitler, el P.
Thomas descubrió que por primera vez
en treinta años podía ordenar su pasado
sin sufrir”.

El perdón nos libera de muchas cosas:


(i) de nuestros recuerdos amargos; (ii) de
nuestros remordimientos; (iii) de nues-
tros miedos (miedo de enfrentar el pasa-
do; miedo de volver a encontrarme con
quien me ha causado daño; miedo de te-
ner que renunciar al deseo de revancha o
venganza, miedo a la reiteración de las
heridas, etc.); (iv) nos libera de la sole-
dad con la que cargamos nuestros renco-
224
res (por la dificultad de compartirlos con
otros); (v) nos libra de repetir incesante-
mente los mismos patrones o modelos
negativos que hemos creado inconscien-
temente para defendernos de las heridas,
pero que también nos agobian y atan.
Y el perdón también nos libera para
muchas cosas: (i) nos da libertad para mi-
rar de frente; (ii) nos da libertad para
pensar sin angustia el pasado y ordenar-
lo; (iii) nos da libertad para proyectar el
futuro; (iv) nos da libertad para poder en-
tregarnos a una misión, a una vocación,
de lleno, sin las restricciones que impone
una herida que no ha cerrado y que cons-
tantemente supura.

(c) Reflexiones personales

A la luz de lo dicho, respondamos a las


siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:
225
(i) ¿Me he sentido esclavizado por el
rencor? ¿He notado en mi corazón,
miedos, obsesiones, limitaciones en
mis sentimientos, a causa de mi resen-
timiento?
(ii) Mis pensamientos, ¿se dirigen una y
otra vez a la persona que me ha ofen-
dido? ¿vuelven constantemente a mi
memoria los recuerdos de la ofensa?
¿dificultan esos pensamientos otras
actividades? ¿amargan mis demás
sentimientos?
(iii) ¿Me he visto identificado, a causa de
mi resentimiento, con aquellos que me
han herido? ¿He reproducido en mi
corazón los mismos sentimientos de
dureza e insensibilidad que llevaron a
mis ofensores a hacerme daño?
(iv) ¿He experimentado ya la libertad al
perdonar? ¿Qué me ha dado el

226
perdón? ¿Cómo me siento después de
empezar a perdonar?

227
V. CONCLUSIÓN

1. Una página de oro para concluir

Quiero transcribir, a modo de conclu-


sión, una de las páginas más hermosas
que la literatura ha dejado sobre la difi-
cultad y la concepción cristiana del
perdón. Son algunos párrafos de esa his-
toria que nadie debería dejar de leer — y
de releer—: “I promessi sposi” (“Los no-
vios”), de Alejandro Manzoni. Cuenta la
historia, ambientada a principios de 1600
en Lombardía, de dos novios pobres a
punto de casarse, Renzo y Lucía, cuyo
matrimonio se vuelve irrealizable por
causa de un poderoso noble, Don Rodri-
go, que se ha enamorado de la casta mu-
chacha. Para salvar a los jóvenes, un frai-
le, el P. Cristóforo, los ayuda a huir, pero
deben hacerlo cada uno por distinto lado.
228
A partir de allí surgen numerosas desven-
turas que les hace imposible volver a re-
unirse, terminando en el momento de la
histórica peste de Milán que se cobró la
vida de miles de lombardos. El episodio
que transcribo pertenece casi al final del
relato, y tiene lugar en el lazareto de
Milán, lugar al que enviaban los apesta-
dos y moribundos, y donde han dicho a
Renzo que está Lucía a quien supone en-
ferma o muerta. Allí a quien encuentra es
al heroico pero avejentado y sufrido P.
Cristóforo atendiendo a los apestados.
Cristóforo, quien de laico había sido un
famoso pendenciero que llevado del odio
mató a uno de sus enemigos —razón por
la cual se hizo religioso para expiar su
pecado— descubre el furor y el resenti-
miento contra Don Rodrigo anidado pro-
fundamente en el corazón de Renzo. El
fraile, invitándolo a que busque a Lucía a

229
lo largo y ancho del lugar, dice al mu-
chacho:

—Recuerda que no es poco lo que has


venido a buscar aquí: ¡pides una perso-
na viva en el lazareto! ¡Sabes cuántas
veces he visto renovarse este pobre pue-
blo mío! ¡A cuántos he visto llevarse!
¡cuán pocos salir!... Ve preparado a
hacer un sacrificio.
—Ya. También yo me doy cuenta —
interrumpió revolviendo los ojos, y al-
terándosele todo el rostro—; ¡me doy
cuenta! Voy: miraré, buscaré, en un sitio,
en otro, y luego aún, por todo el lazareto,
de punta a punta... ¡y si no la encuen-
tro!...
—¿Si no la encuentras? —dijo el fraile,
con un aire de seriedad y de expectativa,
y con una mirada admonitoria.
Pero, Renzo a quien la rabia nuevamen-
te despertada por la idea de aquella du-
230
da, le había hecho perder el tino, repitió
y prosiguió:
—Si no la encuentro, veré de encontrar
a algún otro [se refiere a Don Rodrigo].
O en Milán, o en su maldito palacio, o en
el fin del mundo, o en el mismo infierno,
encontraré a ese canalla, que nos ha se-
parado; a ese bribón, que si no hubiera
sido por él, Lucía ya sería mía desde
hace veinte meses; y si estábamos desti-
nados a morir, al menos habríamos
muerto juntos. Si vive todavía ese hom-
bre, lo encontraré...
—¡Renzo! —dijo el fraile, aferrándolo
por un brazo, y mirándolo aún más seve-
ramente.
—Y si lo encuentro —continuó Renzo,
completamente cegado por la cólera—,
si la peste no ha hecho ya justicia... No
son ya tiempos en que un haragán, con
sus bravos en torno, pueda llevar a la
gente a la desesperación, y reírse de
231
ella: ha llegado el tiempo de que los
hombres se encuentren cara a cara: y...
¡la haré yo la justicia!
—¡Desdichado! —gritó el padre Cristó-
foro, con una voz que había recobrado
toda su antigua plenitud y sonoridad—,
¡desdichado! —y su cabeza doblada so-
bre el pecho se había levantado; sus me-
jillas se coloreaban con la antigua vida;
y el fuego de sus ojos tenía no sé qué de
terrible—. ¡Mira, desdichado! —y mien-
tras con una mano apretaba y sacudía
con fuerza el brazo de Renzo, giraba la
otra ante sí, señalando lo más que podía
de la dolorosa escena circundante—.
¡Mira quién es el que castiga! ¡El que
juzga, y no es juzgado! ¡El que flagela y
no perdona! ¡Pero tú, gusano de la tie-
rra, tú quieres hacer justicia!, ¡tú lo sa-
bes, lo sabes tú qué es la justicia! ¡Ve,
desdichado, vete! Yo esperaba... sí, he
esperado que, antes de mi muerte, Dios
232
me daría el consuelo de saber que mi
pobre Lucía estaba viva; quizá de verla,
y oírle prometerme que dirigiría una
plegaria allá, a la fosa donde estaré. Ve,
tú me has quitado mi esperanza. Dios no
la ha dejado en la tierra para ti; y tú,
ciertamente, no osarás creerte digno de
que Dios piense en consolarte. Habrá
pensado en ella, porque ella es una de
esas almas a quienes les están reserva-
dos los consuelos eternos. ¡Ve!, ya no
tengo tiempo de escucharte.
Y diciendo esto, apartó de sí el brazo de
Renzo, y se encaminó hacia una cabaña
de enfermos.
—¡Ah, padre! —dijo Renzo, yendo tras
él con ademán suplicante—, ¿quiere
echarme de esta manera?
—¡Cómo! —prosiguió con voz no menos
severa, el capuchino—. ¿Osarías tú pre-
tender que le robase mi tiempo a esos
afligidos, que esperan que yo les hable
233
del perdón de Dios, para escuchar tus
voces de rabia, tus propósitos de vengan-
za? Te he escuchado cuando pedías con-
suelo y ayuda; he dejado la caridad por
la caridad; pero ahora tú tienes la ven-
ganza en el corazón: ¿qué quieres de
mí?, vete. He visto morir aquí a ofendi-
dos que perdonaban; a ofensores que
gemían por no poderse humillar ante el
ofendido; he llorado con unos y con
otros; pero contigo, ¿qué he de hacer?
—¡Ah, le perdono!, ¡le perdono de ve-
ras, le perdono para siempre! —exclamó
el joven.
—¡Renzo! —dijo, con una seriedad más
sosegada, el fraile —piénsalo; y dime
cuántas veces lo has perdonado.
Y, estando un rato sin recibir respuesta,
de repente bajó la cabeza, y con voz sor-
da y lenta, prosiguió:
—Tú sabes por qué llevo yo este hábito.
Renzo vacilaba.
234
—¡Lo sabes! —dijo el anciano.
—Lo sé —respondió Renzo.
—He odiado también yo, que te he re-
prendido por un pensamiento, por una
palabra; al hombre que odiaba de todo
corazón, que odiaba hacía mucho tiem-
po, yo lo maté.
—Sí, pero un prepotente, uno de esos...
—¡Calla! —interrumpió el fraile—.
¿Crees tú que si hubiese una buena
razón, no la hubiera encontrado yo en
treinta años? ¡Ah!, si yo pudiera ahora
meter en tu corazón el sentimiento que
luego he tenido siempre, y que sigo te-
niendo, por el hombre a quien odiaba ¡Si
yo pudiera! ¿Yo?, pero Dios lo puede:
¡que Él lo haga!... Escucha, Renzo: Él te
ama más de lo que te amas tú mismo: tú
has podido urdir la venganza: pero Él
tiene bastante fuerza y bastante miseri-
cordia para impedírtela; te concede una
gracia de la que algún otro era demasia-
235
do indigno. Tú sabes, lo has dicho mucha
veces, que Él puede detener la mano de
un prepotente; pues sabe también que
puede detener la de un vengativo. Y por-
que eres pobre, porque te han ofendido,
¿crees que Él no puede defender contra
ti a un hombre que ha creado a su ima-
gen y semejanza? ¿Crees que iba a de-
jarte hacer todo lo que quisieras? ¡No!,
pero, ¿sabes tú lo que puedes hacer?
Puedes odiar, y perderte; puedes, con un
sentimiento tuyo, alejar de ti toda bendi-
ción. Porque, como quiera que te fueran
las cosas, cualquiera que fuese tu fortu-
na, ten por seguro que todo será un cas-
tigo mientras no hayas perdonado de
manera que nunca puedas volver a decir:
lo perdono.
—Sí, sí —dijo Renzo, muy conmovido, y
confuso—; comprendo que nunca le hab-
ía perdonado de veras; comprendo que
he hablado como un animal, y no como
236
un cristiano: y ahora, con la gracia del
Señor, sí, le perdono de verdad de todo
corazón.
—¿Y si lo vieras?
—Rogaría al Señor que me diese pa-
ciencia a mí, y que a él le tocara el co-
razón.
—¿Recordarías que el Señor no nos ha
dicho que perdonemos a nuestros enemi-
gos, sino que nos ha dicho que los ame-
mos? ¿Recordarías que Él lo ha amado
hasta el punto de morir por él?
—Sí, con su ayuda.

Nos basta con estas líneas para entender


que Fray Cristóforo ha hecho compren-
der a Renzo que Dios es tan bueno que
si, por los secretos de su Providencia, no
impidió al ofensor hacer su daño, sí ha
hecho algo mayor que eso, algo que ma-
nifiesta más amor que el impedir el mal:
impedir el odio, y hacer algo más grande
237
que el mal: hacer que un ofendido perdo-
ne. También le ha enseñado que sólo se
perdona de veras cuando se hace de tal
modo que ya no se necesita repetir nunca
más “lo perdono”, sino “ya lo perdoné”.
Dejo a todos la lectura de un final imper-
dible.

2. Oraciones de perdón

Al término de este itinerario, si hemos


sido fieles a las mociones de Dios, po-
demos estar en condiciones de perdonar
de corazón. Esto debe hacerse delante de
Dios y con toda formalidad. Proponemos
estas posibles oraciones, aunque reco-
mendamos que cada uno haga la suya
propia:

Oración para pedir la gracia del


perdón
238
Señor Jesucristo, Tú que eres el Dios de
los perdones
y te has mostrado como el Gran Perdo-
nador,
prepara mi corazón para perdonar.
Dame tu gracia para comprender a los
que me han ofendido,
para entender sus límites y miserias,
sus miedos y angustias, y todo aquello
que envenenó sus corazones con la as-
pereza,
la violencia, la envidia o el rencor
que han descargado sobre mí.
Ayúdame a comprender que bajo las
capas de su miseria
aún siguen siendo imagen tuya,
como también yo lo soy a pesar de la
humillación,
el abatimiento, los miedos y la vergüen-
za
que me han hecho sentir.
239
Enséñame a perdonarlos como Tú los
perdonas,
a mirarlos como Tú los mirabas desde la
cruz,
como Tú les ofrecías el perdón
y por ellos rezabas a tu Padre repitiendo
una y otra vez:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen”.
Dulce Jesucristo, moribundo en tu Cruz,
si el perdón no nace espontáneamente
en mi alma,
arranca de mí, con el ejemplo de tu mar-
tirio,
el deseo de venganza y de desquite.
No permitas que, a fuerza de alimentar
mi rabia
termine por imitar los vicios de quienes
me han ultrajado,
volviendo mi corazón tan duro como la
piedra

240
y tan amargo como el de los que me
hicieron el mal.
Infunde en mi corazón tu dulzura y
mansedumbre,
tu clemencia y benevolencia,
tu serenidad, tu mesura y tu paz.
Tu humildad de corazón y tu amor sin
límites. Amén.

Oración para perdonar

Señor Jesucristo, te pido la gracia de


poder perdonar
a quienes me han ofendido y me han
herido.
Reconozco que me amas y que eres
Dios misericordioso y amante.

Señor, sé que Tú me ofreces tu perdón


por mis pecados
y me esperas, con los brazos abiertos,
en el sacramento del perdón.
241
Soy yo quien no me perdono a pesar de
haber recibido tu perdón.
Por eso, hoy aquí, después de recibir el
perdón que desciende de Ti,
también yo me perdono.
Me perdono por no haber sido lo que
quería ser,
por no haber logrado lo que había pla-
neado para mi vida,
por haber perdido cosas hermosas y
únicas que no podré nunca recobrar,
por haber obrado muy mal, por haberme
equivocado horriblemente,
por haber destruido lo que ya no puedo
recuperar,
por haberme distanciado de quienes
amaba,
por haber dado pasos que ya no puedo
rehacer.
Ahora sólo puedo pensar en empezar,
desde aquí, una nueva vida
fundada, ésta vez sí, en tu Voluntad.
242
Por todo esto he sentido rabia de mí
mismo.
Pero porque Tú me perdonas,
también yo me perdono.
Enséñame a mirar hacia adelante.

Señor, siguiendo tu ejemplo valiente y


generoso,
también yo perdono a quienes me han
herido.
Perdono a ... (mencionar la persona);
le perdono todas las lastimaduras que
me ha causado;
lo perdono por la vez que ... (mencionar
la herida)
y también por ... (mencionar otra heri-
da, si hubiere, y así sucesivamente).
(Repetir este párrafo tantas veces cuan-
tas personas pensemos que nos han
hecho daño).
A todos, los perdono de corazón, como
Tú los perdonas.
243
Dame la gracia de no sentir resenti-
miento, de no volver sobre esos daños;
de amarlos como Tú los amas a ellos y a
mí,
a pesar de lo que hemos hecho, ellos y
yo.
Perdóname Tú a mí, como yo los per-
dono a ellos.
Reconozco que me hicieron mal, quizá
mucho mal;
pero también reconozco que de esos
males Tú has sacado mucho bien.
De la herida.... (nombrarla) que me
hizo... (nombrarlo),
Tú hiciste que surgieran estos bienes: ...
(nombrarlos).
Y estos bienes compensan con creces
mis golpes
mis dolores y mis muchas lágrimas.
Dame la gracia de besar mis heridas
como Tú besas las llagas que llevas so-
bre tu cuerpo
244
y que son el precio que, gustoso, pagas-
te por mí.

A Ti, Dios Padre y Señor nuestro,


no necesito perdonarte sino pedirte
perdón.
Sin embargo, en el pasado me he forja-
do una falsa imagen de Ti.
No te entendí o simplemente no te co-
nocía.
No comprendí por qué permitiste que
me sucediera ....
(nombrar las cosas que nos han hecho
sufrir).
Por eso me enojé contigo, aunque no
fue verdaderamente contigo
sino con el “Dios” que me forjé en la
imaginación:
severo, lejano, indiferente a mis dolo-
res,
que no hace nada por impedir el mal ni
frenar a los impíos.
245
Hoy sé que no es así.
No hace falta que te perdone, simple-
mente me basta con reconocerte
como Padre que sabes todo lo que suce-
de,
que quieres el bien y permites el mal
cuando será fuente de mayor bien.
Un Padre que me ha dado la vida, el
alma y el cuerpo,
todos los bienes que he recibido a través
de mi familia,
mis amigos, las personas que se han
cruzado en mi vida;
en los sacramentos, en la vocación a la
santidad,
un Padre que me ha prometido el cielo
y que me borra todos los pecados.
Tú me amas más que yo mismo.
Tú quieres mi felicidad más que yo
mismo.
Pero por caminos muy misteriosos, a
veces oscuros y estrechos,
246
y a menudo sembrados de espinas.
Pero siempre son caminos hacia la luz y
hacia la felicidad,
que eres Tú, nuestro Destino y nuestra
Herencia Sorprendente.

Ablanda mi corazón; siembra en él la


misericordia
y la compasión, y con ellas su fruto pre-
cioso: la paz. Amén.

247

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