El Camino Del Perdon
El Camino Del Perdon
El Camino Del Perdon
CAMINO
DEL
PERDÓN
1
PRIMERA PARTE
EL RENCOR Y EL PERDÓN
2
Cf. Enright R., Forgiveness is a choice, Washing-
ton (2005), 6ª ed.; Enright R., Fitzgibbons, R., Help-
ing Clients Forgive, Washington (2005), 4ª ed.
6
II. PRECISIONES SOBRE EL
RENCOR Y EL PERDÓN
12
Son signos de ira ordenada el no nacer
de la ofensa a uno mismo, el ser miseri-
cordiosa con el pecador y el apagarse o
controlarse ante los primeros síntomas de
conversión del pecador, es decir, el apa-
ciguarse naturalmente por medio del
pronto perdón del ofensor y de las ofen-
sas y el no transformarse jamás en resen-
timiento o rencor.
23
(vi) El resentimiento es difícil de curar,
pero puede sanarse. El proceso varía
según la causa que lo produce. Si nace de
una herida desproporcionadamente más
dolorosa que su causa (justa o, al menos,
involuntaria), tal vez porque el agresor
no fue responsable de sus actos por en-
fermedad, ignorancia, falta de lucidez,
etc., o porque la herida —amargamente
recibida y reiterada por nuestra memo-
ria— fue en justo castigo por nuestros
delitos, la solución es el realismo humil-
de. En el primer caso, hace falta más rea-
lismo que humildad, porque se trata de
reconocer que no hay o no hubo voluntad
de dañar. En el segundo, hace falta tanta
humildad como realismo para reconocer
que no hay injusticia alguna.
Cuando se trata de heridas reales y do-
lorosas y su causa fue injusta, hace falta
trabajar el perdón generoso y sincero.
24
2. Definiendo el perdón
32
SEGUNDA PARTE
36
Existen distintos mecanismos para evi-
tar reconocer o, al menos, enfrentar el
rencor que se incuba en nuestro corazón.
También podemos decir que los siguien-
tes son mecanismos para manejar (des-
acertadamente) el rencor o el dolor que lo
origina. En el fondo ninguno de ellos
consigue realmente evitarlo o darle solu-
ción; tan sólo desvía el problema o lo re-
prime; de ahí que, tarde o temprano,
emerja sea en forma de rabia, violencia o
en otro tipo de consecuencias.
45
(iii) ¿Tergiverso los hechos pasados, los
manipulo o los reprimo?; ¿he descar-
gado sobre otros las broncas que tal
vez llevo dentro del alma?; ¿me he
descubierto realizando sobre personas
inocentes los mismos errores o las
mismas conductas con que otros me
han hecho sufrir a mí?
(iv) En la actualidad ¿escondo de mi pro-
pia conciencia algún rencor?
(v) ¿Me descubro intentando convencer-
me de que no soy un resentido o una
persona rencorosa?
(vi) Esta actitud, ¿afecta de algún modo mi
persona?
46
“Trajeron ante Jesús un paralítico post-
rado en una camilla. Viendo Jesús la fe
de los que lo traían, dijo al paralítico:
‘¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdo-
nados’. Pero al oír esto algunos escribas
dijeron para sí: ‘Éste está blasfemando’.
Jesús, conociendo sus pensamientos, di-
jo: ‘¿Por qué pensáis mal en vuestros co-
razones? ¿Qué es más fácil, decir: Tus
pecados te son perdonados, o decir:
Levántate y camina? Pues para que sep-
áis que el Hijo del hombre tiene en la tie-
rra poder de perdonar pecados —dice en-
tonces dirigiéndose al paralítico—:
Levántate, toma tu camilla y vete a tu ca-
sa’. El que era paralítico se levantó y se
fue a su casa” (Mateo 9, 2-7).
48
envidioso y se entristece por el éxito
de aquellos a quienes malquiere.
• La difamación y la calumnia: son ins-
trumentos del resentimiento y del odio.
• La queja constante, la murmuración y
la protesta: manifiestan de forma
abierta o encubierta, la hostilidad hacia
los demás.
• La disconformidad con todo: el eterno
desagrado con las cosas, actuaciones u
órdenes que provienen de una persona
(por lo general, de superiores o de per-
sonas revestidas de autoridad) es signo
patente de descontento y animosidad.
• La propensión a encontrar siempre de-
fectos en ciertas cosas o personas: hay
quienes no pueden escuchar elogios
sobre ciertos prójimos sin hacer notar
defectos, conocidos o desconocidos,
que empañan el brillo que se está dan-
do a esas personas; es éste un signo
claro de envidia y ojeriza.
49
• La intolerancia.
• La culpación, es decir, el acusar a los
demás de todo lo que sale mal, de to-
dos los fracasos, incluso cuando es
evidente que la responsabilidad cae
sobre nosotros mismos.
• Las actitudes agresivas pasivas, es de-
cir, la agresión de sí mismo en forma
de dejadez, abandono, despreocupa-
ción, sentido de inutilidad, desprecio
de sí mismo, etc.
• Las actitudes agresivas activas, es de-
cir, la violencia verbal, física o psi-
cológica, el maltrato de los demás, la
venganza, etc.
• Los recuerdos amargos ligados a per-
sonas o cosas: cuando la memoria de
una persona o de ciertos episodios vi-
vidos siempre se acompañan de un sa-
bor agrio y de desazón, es señal que
mantenemos nuestras cuentas pendien-
tes por ofensas del pasado.
50
• La facilidad para castigar, la falta de
misericordia, la dificultad para olvidar
o para perdonar.
• La desproporción en las correcciones y
reprensiones por culpas objetivas pero
no tan graves (que manifiestan un cier-
to espíritu de revancha de parte del que
corrige).
• El evitar el trato de ciertas personas, el
mutismo ante algunos, las miradas du-
ras, los gestos petrificados, la crispa-
ción de los nervios en presencia de de-
terminados personajes, etc.
• También señalemos la vergüenza y el
sentimiento de culpa, relacionados con
ciertos actos del pasado, cuando estos
afectos son muy intensos y tienden a
abatirnos; en este caso, es posible que
guardemos mucha rabia contra noso-
tros mismos, por sentirnos culpables
de ciertos fracasos, pecados, ruinas
personales o ajenas, etc.
51
Cuando observamos este tipo de actitu-
des en nuestra propia vida, debemos to-
mar conciencia de que tenemos iras en-
cubiertas, rencores inconfesos, etc. En tal
caso es necesario ser sinceros con noso-
tros mismos y tratar de determinar:
60
(iv) ¿Soy objetivo respecto de las heridas y
ofensas que pienso haber recibido?
Tomando nuevamente el círculo donde
están los nombres de las personas que
me han lastimado y la lista de las
principales lastimaduras que creo
haber recibido, analicemos, delante de
Dios y pidiendo que Él nos guíe e
ilumine, si realmente puedo conside-
rarme seguro de poder acusar a esa
persona de las culpas que le atribuyo.
Si descubro cosas que corregir (nom-
bres o heridas que tachar porque re-
almente no tengo certeza de que tal o
cual persona sea culpable), hagámos-
lo ahora. Sigamos luego conservando
este trabajo corregido.
(v) Al pensar en las personas que conside-
ramos que nos han ofendido o causado
grandes males, observemos cuáles son
los sentimientos que se despiertan en
nosotros, las ideas que nos bullen y las
61
palabras que se nos vienen a la cabeza
o a la boca. Anotemos todo esto y tra-
temos de identificar bien los distintos
sentimientos que en nosotros se rela-
cionan con el dolor y la humillación.
8
Enright R., Fitzgibbons, R., Helping Clients For-
give, 155 (cf. 155-168).
9
Ibidem, 156.
67
compañeros, como señalan especialis-
tas10. (3) Algunos autores mencionan otro
tipo de consecuencias físicas11; por
ejemplo problemas motrices e incluso
parálisis, como espejo físico de la entu-
mecimiento psicológico que produce la
bronca; ciertas formas de diabetes, tras-
tornos hepáticos (solemos decir que los
disgustos nos caen mal al hígado), tam-
bién ciertos casos de urticaria, prurito,
soriasis, hipertensión, impotencia sexual,
etc. Al respecto escribe un autor: “Re-
cuerdo a un muchacho joven, cuyos hue-
sos se le iban deformando, como retor-
ciendo, por artritis reumatoidea; al pare-
cer era, por lo menos para él, una enfer-
medad psicosomática, puesto que al des-
cubrir sus resentimientos y disolverlos, el
10
Cf. Ibidem, 215-223.
11
Cf. Cuadro Moreno, Osvaldo, Los cuatro coco-
drilos del alma, Lima (2005), 141-142; Irala, N.,
Control cerebral y emocional, Buenos Aires (1994),
211-223.
68
proceso de la enfermedad se detuvo para
siempre y sus movimientos musculares
fueron más armónicos; como lo pudieron
comprobar numerosos testigos a través
de largos años. Tenemos muchos otros
ejemplos de músculos contrahechos, hue-
sos deformados, provocados por la mis-
ma causa: resentimiento, que es, en defi-
nitiva, resentimiento contra uno mis-
mo”12.
4. Lo que no funciona
79
II. QUERER PERDONAR
82
¿Puede cambiar una voluntad que ha
vivido muchos años en el resentimiento?
¡Puede!
¿Se pueden perdonar heridas tan graves
como la muerte injusta de los seres ama-
dos? ¡Se puede!
85
—Me abalanzaría sobre él y le saltaría
al cuello.
Daba pena verlo. Lo agarré por las ma-
nos y le dije: —Ya sabes lo que decimos
siempre, que o somos cristianos o no lo
somos... No le saltarías al cuello...
Le vino como un sollozo, vaciló un
momento, se secó dos lágrimas y dijo: —
De acuerdo, Padre, que vuelva.
Y como yo lo miraba sin decir palabra,
añadió: —Sí, sí, dígale que vuelva: así
verá si soy cristiano.
Al atardecer, los cristianos estaban re-
unidos a mi alrededor, como todas las
tardes, en el patio del catequista. Platicá-
bamos juntos bebiendo té y fumando
enormes pipas. Era el mejor momento del
día. Pero había algo pesado en el ambien-
te y no teníamos valor para hablar de
ello. El pobre Wang estaba a mi lado,
tembloroso y pálido. Los demás forma-
86
ban un círculo ante mí, conmovidos. El
asesino iba a venir y todos lo sabían.
De súbito, el círculo se abre. Al fondo,
bajo el resplandor de los faroles que
tiemblan en los árboles del patio, veo
avanzar al asesino, con la cabeza baja y
paso lento, como si llevara el peso de las
maldiciones de todos aquellos hombres.
Se presenta ante mí y cae de rodillas, en
medio de un silencio espantoso. Yo tenía
un nudo en la garganta, y apenas pude
decirle lo siguiente: —Amigo, ya ves la
diferencia. Si hubiéramos mutilado a tu
familia y volvieras aquí como vencedor,
¿qué harías?
Oímos primero un gemido y luego se
produjo un silencio. El viejo Wang se
había levantado: se inclinó temblando
hacia el verdugo de los suyos, lo levantó
hasta su altura y lo abrazó.
Dos meses más tarde, el asesino acudía
a mí: —Padre, antes no entendía su reli-
87
gión, pero ahora lo veo claro. Me han
perdonado de verdad. Soy un miserable,
pero ¿yo también podría hacerme cristia-
no?
No hace falta que os diga cuál fue mi
respuesta. Entonces, me pidió: —Padre,
quisiera pedir algo imposible. Quisiera
que el viejo Wang fuera mi padrino.
—Amigo mío, prefiero que se lo pidas
tú mismo.
Algún tiempo después, Wang, ya sin
descendencia, aceptaba como hijo espiri-
tual al asesino de su familia”.
88
A la luz de lo dicho, respondamos a las
siguientes preguntas, anotándolas en
nuestro Cuaderno de trabajo:
92
“Tampoco yo te condeno. Vete, y en ade-
lante no peques más” (Jn 8, 10-11).
La gracia de poder perdonar, exige de
nosotros un cambio del corazón y la
creación de nuevos hábitos espirituales,
en particular, de oración, de vida sacra-
mental, de acercamiento permanente a
Dios. Entre otras cosas exige de nosotros,
empezar a practicar la misericordia y
perdonar inmediatamente y de corazón
las ofensas.
95
III. ALCANZAR EL PERDÓN
96
Recuerda los mandamientos, y no ten-
gas rencor a tu prójimo,
recuerda la alianza del Altísimo, y pa-
sa por alto la ofensa” (Sirácida 28, 2-4.
6-7).
122
(vi) ¿Cómo es mi idea de Dios? ¿Siento a
Dios como un Padre para mí? ¿Me re-
conozco hijo de Dios? ¿Entiendo que
sus planes respecto de mí son planes
de un padre amante? ¿Me quejo de
Dios? ¿Estoy resentido con Dios? ¿Lo
hago responsable de mis males, de
mis fracasos? ¿Le pido cuentas de sus
acciones, de sus omisiones, de sus si-
lencios? ¿Me pongo totalmente en sus
manos y pido la gracia de aceptar con
docilidad y resignación su divina vo-
luntad?
123
“Os escribo a vosotros, hijos míos, por-
que se os han perdonado los pecados por
su nombre” (1Jn 2, 12).
124
perdón”: el de nosotros hacia los que nos
han ofendido.
Tenemos numerosas cosas que agrade-
cer tanto a Dios como a los hombres.
Nuestra existencia, familia, amigos, bie-
nes materiales y espirituales, la inteligen-
cia y la voluntad, la salud, los sucesos di-
chosos de nuestra vida, la fe, la vida cris-
tiana, la vocación a la santidad, el ser
hijos de Dios, la posibilidad de heredar la
vida eterna, etc. Todos estos son diversos
tipos de bienes; tal vez no hayamos reci-
bido todo tipo de bienes; algunos pueden
haber carecido de muchos de ellos (tal
vez no han conocido a sus padres, han
perdido su familia, han sido traicionados
por sus amigos, carecen de salud, etc.)
pero todos tenemos unos bienes u otros;
y más de los que habitualmente recono-
cemos. Y uno solo de ellos ya basta para
que debamos ser agradecidos con Dios
125
Hemos recibido bienes, incluso de
quienes nos han hecho el mal; porque
Dios permite que suceda el mal sólo en la
medida en que puede sacar bienes de él.
No siempre es fácil comprender cuáles
son estos bienes; pero ellos están o lle-
garán más adelante, cuando sea su mo-
mento. En su libro “Salir de las tinie-
blas”, el P. Groeschel escribe: “Estoy
apenado y horrorizado por el holocausto
del aborto en nuestro país (Estados Uni-
dos); pero estoy obligado a creer que de
esta tremenda realidad Dios sacará algún
bien. No puedo decir cómo. Tengo un
amigo rabino que perdió su familia a ma-
nos de los nazis en Auschwitz, y él me
solía decir: ‘No lo entiendo, pero el To-
dopoderoso traerá algún bien de eso’”.
“Porque el Dios Todopoderoso, escribe
san Agustín, por ser soberanamente bue-
no, no permitiría jamás que en sus obras
existiera algún mal, si Él no fuera sufi-
126
cientemente poderoso y bueno para hacer
surgir un bien del mismo mal”.
Y hay hechos que de manera irrefutable
nos manifiestan que somos destinatarios
de enormes beneficios absolutamente
inmerecidos. Basta para demostrarlo un
hecho patente: “nosotros hemos sido re-
conciliados con Dios”; y esto “sucedió
cuando todavía éramos enemigos de
Dios” por nuestros pecados; y, lo que es
más admirable: el precio fue “la muerte
del Hijo de Dios” (cf. Rm 5, 10).
128
todas las cosas serán para bien” (Ju-
liana de Norwich).
(ii) A muchos puede resultarles útil hacer
un ejercicio gráfico. En una hoja en
blanco trazar alguna figura geométri-
ca; por ejemplo un triángulo (para no
confundirlo con el círculo que propu-
simos más arriba) que vamos a identi-
ficar como el “triángulo de los benefi-
cios divinos”. Dentro de él escriba las
iniciales de diez personas a través de
las cuales reconozcamos que Dios nos
ha bendecido y nos ha hecho crecer de
alguna manera. Luego escriba en for-
ma abreviada diez hechos históricos
en los que reconozca haber percibido
el amor de Dios. Después de hecho
esto, dé gracias a Dios deteniéndose
unos breves instantes en cada uno de
los nombres y de las situaciones ano-
tadas.
129
(iii) Otro ejercicio espiritualmente muy
beneficioso consiste en tomar el gráfi-
co que hicimos algunos capítulos más
arriba y que llamamos en su momento
“círculo de los recuerdos dolorosos” y
repasando los nombres que allí están
escritos, tratar de encontrar algún bien
que nos haya venido a través, o a raíz,
o con ocasión de esos sufrimientos.
Pidamos la gracia de poder descubrir
esos bienes que a menudo están allí a
pesar de que la pasión nos impide
verlos. Estos bienes pueden ser de
muy distinto orden: quizá el haber
aprendido una lección dolorosa, el
haber crecido en nuestra madurez, el
conocer nuestros límites y defectos, el
haber aprendido a manejarnos con
mayor prudencia, el haber entendido
un poco mejor cuánto sufrió Jesucristo
por nosotros, etc.
130
4. Compartir con Jesucristo los re-
cuerdos dolorosos
131
(b) Doctrina fundamental
142
te, le desapareció la lepra y quedó lim-
pio” (1, 41-42).
144
5. Trabajar la comprensión
146
Si un niño se burla de nosotros o nos
falta el respeto, normalmente no nos
ofendemos y ciertamente jamás le guar-
damos resentimiento; entendemos que es
un niño y que sus actitudes son debidas a
su inmadurez. Si un mendigo se compor-
ta con cierta vulgaridad delante nuestro,
tampoco nos molestamos, porque supo-
nemos que nunca ha recibido educación
y quizás nadie lo haya corregido en la vi-
da. Si un muchacho que vive en barrios
miserables, sin familia que lo contenga ni
trabajo para sustentarse, nos roba el pan
que acabamos de comprar, tal vez no nos
duela tanto, porque juzgamos que su
concepto de la propiedad ajena y su sen-
sibilidad con el prójimo debe estar enca-
llecidas por la aspereza en la que se ha
criado.
En todos estos casos actuamos “com-
prensivamente”, es decir, nos inclinamos
instintivamente a “interpretar” las actitu-
147
des de quienes nos vejan considerando
las distintas circunstancias de su vida.
Esto nos muestra varias cosas:
(i) La ira parcializa nuestra mirada so-
bre las cosas y las personas. Sólo vemos
en ellas el aspecto que nos molesta; o,
mejor, aún, las vemos solamente bajo la
perspectiva que nos molesta. Fulano es
“ése que habla a los gritos”, Zutano
“quien nos responde con aspereza”;
Mengana “la que no nos toma en cuenta
o la que no nos valora”, etc.
(ii) Para que nuestros juicios sean jus-
tos, es necesario poner los actos de cada
persona en el contexto de esa persona y a
esa persona en el contexto más amplio de
su vida. Así, las cosas cambian mucho
cuando Fulano, el gritón, resulta ser un
poco sordo, o alguien que se ha criado
solitariamente; o cuando descubrimos
que Mengana, la que no nos tiene en
cuenta, es una mujer que sufre un padre
148
alcohólico o un marido golpeador; o Zu-
tano, el del trato áspero, un hombre tími-
do e inseguro de sí mismo, o un enfermo
de los nervios, etc. Hay personas que hie-
ren y ofenden gravemente al prójimo
porque así han sido tratadas ellas desde la
infancia; personas que abandonan sus
deberes porque arrastran miedos que
nunca han solucionado; personas que pa-
recen no comprender nuestro dolor, por-
que nunca pudieron llorar sus propios do-
lores delante de alguien que las com-
prendiera, etc. Cuando conocemos la his-
toria que acarrean detrás suyo los que nos
hacen sufrir, o simplemente cuando con-
sideramos los diversos aspectos de su vi-
da, sus cualidades negativas y positivas,
nuestra visión suelen cambiar.
(iii) Para poder juzgar adecuadamente a
quienes nos hacen sufrir, hay que consi-
derar el escenario en que han sucedido
las cosas. Hay veces, aunque no sea
149
siempre, en que las circunstancias mati-
zan la idea que me he formado de mis
heridas. Puede ser que el modo en que he
pedido alguna cosa, o el momento en que
ocurrió tal o cual suceso, explique, en
parte al menos, los malos tratos que re-
cibí. Puedo haber sido inoportuno, puedo
haberme expresado mal. Tal vez la culpa
no sea mía, y es mi ofensor quien enten-
dió mal mi actitud o mis palabras, o me
confundió con alguien, o simplemente
estaba pasando un mal momento y yo me
crucé en su camino. Estas consideracio-
nes no siempre cambian el juicio que me
he formado, el cual tal vez esté bien
hecho, pero me ayudan a ver que no debo
apresurarme en todos los casos.
(iv) Para poder juzgar a quien nos ha
dañado hay que mirarlo también a la luz
de la fe. ¿No ha muerto Jesucristo tam-
bién por esa persona? ¿No está llamada
también ella a la vida eterna y a ser san-
150
ta? ¿No necesita que también se rece por
ella, que le prediquen, que la inviten a la
santidad, que le den buenos ejemplos pa-
ra que vuelva al camino de Dios? ¿Acaso
no debo desear para ella que se convierta
y viva en lugar de arriesgarse a la perdi-
ción eterna?
151
(ii) ¿Descubro en mi vida juicios negati-
vos absolutos del tipo de: “todo me
sale mal”, “Mengano siempre es así”,
“Fulano no puede cambiar”, “tal o
cual persona me tiene ojeriza, siempre
me perjudica, etc.”?
(iii) Hagamos una lista que contenga cinco
personas que nos hayan ofendido y
cinco sucesos penosos de nuestra vi-
da; luego tratemos de anotar al lado de
cada una de estas personas y sucesos
al menos tres aspectos buenos que po-
damos reconocer en ellos.
(iv) Finalmente, este ejercicio particular-
mente importante: hacer la lista de las
principales personas que no puedo —
o me cuesta especialmente— perdo-
nar. Luego tratar de meterme en el co-
razón y en el universo mental de cada
una de estas personas: ¿cómo han sido
sus sentimientos?, ¿cuáles fueron o
son sus miedos?; ¿cuáles sus límites?,
152
¿qué angustias han tenido en el alma?,
¿qué luchas interiores, fantasmas,
amarguras, etc., los llevaron a ser ma-
los, a inclinarse a hacer daño a sus
prójimos, a no entender ni medir el
dolor de sus víctimas? Éste es un paso
capital.
6. Trabajar la compasión
18
En este punto entresaco de cuanto he escrito en
mi libro La Trampa Rota, San Rafael (2008), 256-
265.
161
Nuestras reflexiones deben desembocar
en el perdón del recuerdo doloroso. La
comprensión y la conmiseración deben
despejar el camino hacia el perdón que
ya no debería encontrar tantos obstácu-
los.
165
Estos dos ejemplos nos muestran cómo
lo que es motivo de herida ácida para
unos, puede ser motivo de maduración
para otros.
Este trabajo se basa en una verdad fun-
damental: en todos los hechos de nuestra
vida se entretejen numerosas dimensio-
nes físicas, psicológicas, espirituales, na-
turales y sobrenaturales, individuales y
sociales. De ahí que todo mal —sin dejar
de ser mal y por tanto sin dejar de obli-
garnos a evitarlo o a repararlo—, una vez
ocurrido, puede ser transformado por un
bien superior. San Pablo diría que puede
ser “vencido” por un bien superior (Rm
12, 21: No te dejes vencer por el mal, an-
tes bien, vence al mal con el bien).
Así, los males físicos, los traumas psi-
cológicos y aún los fracasos espirituales
(incluso el pecado), pueden ser ocasión
de otros bienes (no intentados por quien
hizo el mal, pero permitidos por Dios en
166
orden a un bien más grande). Del pecado
de Adán, Dios tomó ocasión para “crear”
el orden de la Redención; y así la Iglesia
canta “oh, feliz culpa, que nos mereció
tal Redentor”.
Los males más grandes de la vida —
que no son sino privaciones, carencias
del bien debido—, pueden ser (o han sido
o podrían llegar a ser en el futuro) oca-
sión de humildad, de comprensión ante el
dolor y el fracaso ajeno; de forjar un co-
razón compasivo.
Curar la memoria sin cancelarla es mi-
rar sin miedo (¡no sin sufrimiento!) aque-
llo que nos dolió (y duele), que nos
humilló (y humilla), y verlo a la luz del
bien que vino después (o que puede estar
aún por venir en esta vida o al menos en
la Otra; o que ya está llegando al tratar
de mirarlo de este nuevo modo). A quien
tiene fe, esto le ha de resultar más fácil.
Quien no tiene fe encontrará más dificul-
167
tades, aunque puede lograrlo, al menos
parcialmente.
Este englobar los sucesos, las personas
implicadas, etc., en la gran cadena de
“mayores bienes” (quizás de otro orden,
como cuando los males son físicos e
irremediables, pero dan origen —o Dios
da origen con ocasión de ellos— a bienes
espirituales) es el núcleo de lo que cris-
tianamente llamamos perdonar (y del pe-
dir perdón). Como muy bien tituló una
obrita suya el gran convertido Abraham
Soler: “Estoy ciego y nunca vi mejor”.
Perdonar no es olvidar ni cancelar la
memoria, sino transformarla.
177
cedieran las cosas que me han herido
tan profundamente?
(vi) ¿Estoy dispuesto a transformar mi
memoria o todavía quiero quedar an-
clado en un pasado amargo y esclavi-
zante?
179
alma, curándola. Esto se dice pronto, pe-
ro no es siempre fácil lograrlo.
¿Qué lecciones positivas pueden dejar-
nos el dolor, la humillación, la ofensa, el
pecado? ¡Más cuando somos nosotros
mismos quienes hemos obrado la injusti-
cia, la iniquidad, la traición, porque el
rencor se dirige hacia nosotros, sin poder
perdonarnos haber obrado así contra los
que deberíamos haber amado, cuidado,
protegido! Pienso en aquellos y aquellas
que no pueden perdonarse el haber aban-
donado a sus cónyuges, a sus hijos, el
haber abortado un hijo, el no haber hecho
algo para impedir un suicidio, etc. ¿Po-
demos también en estos casos sacar al-
guna buena lección? La respuesta siem-
pre es: sí, se puede; incluso en casos así.
185
(viii) Las heridas que hemos recibido de
otros nos sirven asimismo para entender
en qué podríamos convertirnos nosotros
si obráramos con alguien como ellos han
obrado con nosotros. Hombres y mujeres
hay que se mantienen fieles a pesar de las
dificultades de su matrimonio, porque no
quieren hacer sufrir a sus hijos lo que
sus padres les hicieron sufrir a ellos al
separarse. Muchas personas hay que son
compasivas con los necesitados porque
saben cuánto dolor causa la persona in-
sensible y despiadada, pues han sufrido
en carne propia tales tratos. En otras pa-
labras, el dolor también nos hace enten-
der la fealdad y malicia del que hace su-
frir, y nos invita a no repetir las atrocida-
des de quienes nos han afligido.
190
9. El paso difícil: mostrar el perdón al
ofensor
191
Por la delicadeza y dificultad de este
paso, comencemos primero con una
anécdota. El 10 de noviembre de 1996
Juan Pablo II cumplió 50 años de sacer-
docio. Para homenajearlo se unieron a él,
en Roma, obispos y sacerdotes ordena-
dos, como él, en 1946. Entre los testimo-
nios que dieron de sus propias experien-
cias sacerdotales, fue particularmente
emotiva la del padre jesuita Anton Luli,
albanés, a quien tocó pasar casi toda su
vida sacerdotal en la oscuridad de la per-
secución. El P. Luli fue tomado prisione-
ro en 1947, recién ordenado sacerdote,
cuando tenía 37 años de edad; recién ser-
ía liberado en 1989 a los 79 años de
edad, tras cuatro décadas de prisión:
“Santo Padre —dijo en aquella oportuni-
dad— yo acababa de ser ordenado sacer-
dote cuando a mi país, Albania, llegó la
dictadura comunista y la persecución re-
ligiosa más despiadada. Algunos de mis
192
hermanos en el sacerdocio, después de un
proceso lleno de falsedades y engaño,
fueron fusilados y murieron mártires de
la fe. Así celebraron, como pan partido y
sangre derramada por la salvación de mi
país, su última Eucaristía personal. Era el
año 1946. A mí el Señor me pidió, por el
contrario, que abriera los brazos y me de-
jara clavar en la cruz y así celebrara, en
el ministerio que me era prohibido y con
una vida transcurrida entre cadenas y tor-
turas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sa-
crificio sacerdotal. El 19 de diciembre de
1947 me arrestaron con la acusación de
agitación y propaganda contra el Gobier-
no. Viví diecisiete años de cárcel estricta
y muchos otros de trabajos forzados. Mi
primera prisión, en aquel gélido mes de
diciembre en una pequeña aldea de las
montañas de Escútari, fue un cuarto de
baño. Allí permanecí nueve meses, obli-
gado a estar agachado sobre excrementos
193
endurecidos y sin poder enderezarme
completamente por la estrechez del lugar.
La noche de Navidad de ese año –¿cómo
podría olvidarla?– me sacaron de ese lu-
gar y me llevaron a otro cuarto de baño
en el segundo piso de la prisión, me obli-
garon a desvestirme y me colgaron con
una cuerda que me pasaba bajo las axilas.
Estaba desnudo y apenas podía tocar el
suelo con la punta de los pies. Sentía que
mi cuerpo desfallecía lenta e inexorable-
mente. El frío me subía poco a poco por
el cuerpo y, cuando llegó al pecho y es-
taba para parárseme el corazón, lancé un
grito de agonía. Acudieron mis verdugos,
me bajaron y me llenaron de puntapiés.
Esa noche, en ese lugar y en la soledad
de ese primer suplicio viví el sentido
verdadero de la Encarnación y de la
Cruz. Pero en esos sufrimientos tuve a mi
lado y dentro de mí la consoladora pre-
sencia del Señor Jesús, Sumo y Eterno
194
Sacerdote, a veces incluso con una ayuda
que no puedo menos de definir ‘extraor-
dinaria’, pues era muy grande la alegría y
el consuelo que me comunicaba. Pero
nunca he guardado rencor hacia los que,
humanamente hablando, me robaron la
vida. Después de la liberación me en-
contré por casualidad en la calle con uno
de mis verdugos: sentí compasión de él,
fui a su encuentro y lo abracé. Me libera-
ron en la amnistía del año 1989. Tenía 79
años”.
195
bendecid a los que os maldigan, rogad
por los que os difamen” (Lc 6, 27-28)20.
20
Linn, Dennis and Matthew, Healing of Memo-
ries, New York (1974).
196
este modo, hay que pedir a Dios la
gracia de hacerlo.
(ii) Segundo: hacer el bien al que nos
odia, incluso, como se dice a conti-
nuación (cf. Lc 6, 29), si esto implica
poner la otra mejilla o darle el manto
sin esperar pago a cambio. Significa
hacer el bien a la persona que no nos
hace bien, o que no busca nuestro
bien. Esto es, afectivamente, muy
difícil, pero es lo que Dios ha hecho
con nosotros.
(iii) Tercero: bendecir al que nos maltrata.
Bendecir, tanto en el sentido de decir
cosas buenas, cuanto en el de interpre-
tar bien los hechos ajenos que nos
hacen sufrir. Muchas veces, las cosas
que nos hieren del prójimo están en
nuestra cabeza y no en la realidad
(Marcelino Champagnat señala que la
mayoría de las cosas que nos hieren
de parte de nuestro prójimo son cosas
197
que ni siquiera llegan a defectos per-
sonales, como su tono de voz, su lenti-
tud o rapidez para hacer las cosas,
etc.21).
21
Dice el Santo en su escrito titulado “Las peque-
ñas virtudes”: “El tercer motivo [por el que tenemos
que practicar estas virtudes] es, no ya la poca impor-
tancia de los defectos, sino también a menudo la au-
sencia de toda falta. Efectivamente, se han de sufrir
del prójimo muchas cosas indiferentes en sí mismas
y que de ningún modo se pueden atribuir a culpa.
Tales son las facciones de la cara, la fisonomía, el
tono de la voz, la figura del cuerpo, que tal vez no
son de nuestro agrado; las enfermedades o achaques
corporales o morales que nos repugnan, etc. Tam-
bién debe contarse aquí la diversidad de caracteres y
su oposición al nuestro. El uno es naturalmente se-
rio, el otro alegre; éste es tímido, aquél atrevido;
quien es muy lento y se hace esperar, quien muy vi-
vo e impetuoso y quisiera obligarnos a que fuésemos
al vapor o como por telégrafo. La razón pide que vi-
vamos en paz en medio de esta diversidad de natura-
les, y que nos acomodemos al gusto de los demás
por medio de la flexibilidad, de la paciencia y de la
condescendencia. El turbarse por esta diversidad de
caracteres, sería tan poco razonable, como el enfa-
darse de que otro halle buena y agradable la fruta o
198
(iv) Cuarto: rezar por los que nos persi-
guen. La oración es lo que cambia
más radicalmente nuestro corazón; pe-
ro la verdadera oración es la que nace
de la misericordia, a imitación de la
oración de Cristo que brota de su
compasión. Cuando rezamos para
perdonar a la persona que nos hace el
mal o nos ha hecho el mal, nos pone-
mos “en sus zapatos”; y es sólo en ese
momento, en que el mal que nos han
hecho o nos están haciendo, deja de
destruir nuestro corazón y nuestra
mente, aunque abrume nuestro cuer-
po.
204
(iii) ¿He rezado alguna vez por la conver-
sión de aquellos que me han hecho el
mal?
(iv) ¿Estoy dispuesto a pedir por ellos de
ahora en adelante?
(v) Además de rezar, ¿hay alguna otra co-
sa que pueda hacer por alguno de los
que me han ofendido que no sea con-
traproducente ni imprudente?
205
IV. EXPERIMENTAR LA LIBER-
TAD DEL PERDÓN
1. El perdón y la confesión
210
2º ¿Existía este mandamiento en la ley an-
tigua? No sólo en la ley antigua sino
también la ley natural. Por eso explica
Santo Tomás la expresión del Sermón
de la montaña que dice “Habéis oído
que se dijo: Amarás a tu prójimo y
odiarás a tu enemigo” (Mt 5, 43): “En la
ley antigua los hombres también estaban
obligados a amar a los enemigos; de ahí
que cuando se lee ‘odiad a vuestro ene-
migo’, no está tomado de la ley, porque
esto no se encuentra [literalmente] en
ningún lugar de la ley [= Sagrada Escri-
tura], sino que así lo había añadido la
mala interpretación de los judíos”23.
3º ¿Qué manda el precepto de amar a los
enemigos? Este mandamiento tiene un
aspecto afirmativo y otro negativo. De
forma negativa este mandamiento
prohíbe aborrecer al enemigo, desearle
algún mal, alegrarnos de su mal, o con-
servar rencor en el corazón. De modo
positivo o afirmativo manda tres cosas:
23
Santo Tomás, In 3Sent., dist. 31 q. 1. art.1. ad. 2.
211
perdonarle las ofensas; incluirlo en el
amor general del prójimo; y tener prepa-
rado el ánimo para ayudarle particular-
mente, cuando lo viéremos en necesidad
espiritual o temporal.
4º ¿Es lícito excluir al enemigo del benefi-
cio común que se hace a todo un pueblo
o comunidad? No es lícito, hablando es-
trictamente; porque esto sería dar a en-
tender la interior aversión que se le tie-
ne. De todos modos, no sería algo malo
si quien lo excluye de un beneficio fuese
su superior o quien tiene alguna autori-
dad, y lo hace para corregirlo (como el
maestro excluye a quienes se han porta-
do mal de un beneficio que concede a
los que se portaron bien).
5º ¿Estamos obligados a dar muestras de
amor a los enemigos? Sólo estamos
obligados a mostrarle las señales de
amor comunes a toda persona; lo contra-
rio —excluirlos— sería demostrar que
se conserva hacia él deseo de venganza.
Pero no hay obligación de darles señales
212
especiales de que los amamos; porque
estas señales no están mandadas, aunque
sí están aconsejadas para quien quiera
tender a la perfección. Por esta causa
una persona no está obligada a hospedar
en su casa a su enemigo; a tener familia-
ridad con él; a visitarlo con frecuencia si
está enfermo; ni a darle otras pruebas de
esta clase, a no ser que de no darlas, se
hubiese de seguir algún escándalo; o a
menos que el ofensor tenga algún paren-
tesco cercano con uno (padre, madre,
hijos, hermanos, parientes, o amigos),
porque a estos no se les pueden negar
estas señales especiales.
6º ¿Estamos obligados a saludar al enemi-
go cuando lo encontramos? Regular-
mente no hay tal obligación, por ser esta
demostración una señal particular de
amor, ya que ni aun a los amigos esta-
mos obligados a saludar cada vez que
los encontramos. Pero si estamos salu-
dando a un grupo de personas entre las
cuales se halla una persona enemistada
213
con nosotros, y el no saludarla daría a
entender que la excluimos por odio, no
podríamos excluirla lícitamente. Los
hijos, súbditos, o inferiores están obli-
gados a saludar a sus padres, superiores,
etc., aunque les parezca ser sus enemi-
gos, por pedirlo así la buena educación,
y mucho más la piedad, reverencia y
sumisión que se les debe. Si el enemigo
nos saluda primero, es grave la obliga-
ción de devolverle el saludo, por ser esta
una señal común debida a todos.
7º ¿Pueden los padres o superiores, negar
la palabra a sus inferiores, súbditos, o
hijos por alguna riña, o enemistad tenida
con ellos? Nunca es lícito hacerlo por
odio o malevolencia; porque esto con-
tradice la caridad. Pero puede negárseles
esta señal si se hace para corregirlos; pa-
ra que conociendo su desorden por la
severidad del semblante y el silencio, se
enmienden y corrijan. Pero nunca debe
el castigo exceder al delito, ni debe du-
rar mucho tiempo la dicha demostra-
214
ción, porque termina engendrando ren-
cor verdadero.
8º ¿Pecan gravemente los parientes que por
razón de alguna pelea se niegan el trato
acostumbrado? Cometerán culpa grave
si por mucho tiempo perseveran de esa
manera, tanto por el mutuo amor que
debe inspirarles el parentesco, cuanto
por el escándalo que de ello se sigue en
los que ven las familias desunidas, pe-
leadas y divididas. Salvo que sea una
discusión leve y la dureza del trato dure
poco tiempo, en cuyo caso el pecado
sólo sería leve.
9º ¿Es pecado desear mal a los enemigos y
pecadores? Siempre es pecado desearles
el mal como tal (es decir, porque que-
remos que sufran, que les vaya mal, que
fracasen, etc.); pero no es pecado cuan-
do se les desea el mal puramente tempo-
ral para su bien espiritual, como cuando
se desea que a alguien le vaya mal en
algún negocio, para que de este modo
cambie su mala vida, o para que de este
215
modo deje de hacer el mal a los inocen-
tes. Pero esto siempre tiene el riesgo de
que disfracemos un verdadero odio con
la máscara del “celo por el alma del
enemigo”; pero eso, este tipo de “males
correctivos” debemos mejor dejarlos en
manos de la sabiduría divina.
10º ¿Hay algún precepto que nos obligue a
reconciliarnos con nuestros enemigos?
Sí, lo hay, y fue dado por el mismo Je-
sucristo: “Si, pues, al presentar tu ofren-
da en el altar te acuerdas entonces de
que un hermano tuyo tiene algo contra
ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar,
y vete primero a reconciliarte con tu
hermano; luego vuelves y presentas tu
ofrenda” (Mt 5, 23-24).
11º ¿A qué está obligado el que ha ofendido
a otro? Ante todo, debe arrepentirse de
la ofensa que hizo al prójimo; también
está obligado a darle, cuanto antes pue-
da, la satisfacción correspondiente (a
veces hay que reparar los daños econó-
micos, si se lo ha perjudicado, o su fama
216
si se lo ha calumniado, etc.). Pero a ve-
ces es conveniente esperar algún tiempo
antes de este último paso, para que en-
tretanto se le mitigue el dolor del ofen-
dido, y se sosiegue su ánimo agraviado.
Esta obligación, dice San Agustín, no
toca a los superiores cuando han ofendi-
do a sus súbditos, si con esto se perjudi-
ca la autoridad; en este caso hay dos
bienes en conflicto y es peor que se des-
truya la autoridad y no que se deje de
pedir perdón; de todos modos, sí tiene el
superior la obligación de reparar la fama
y la injusticia cometida contra su infe-
rior; esto ya sería suficiente muestra de
arrepentimiento.
12º ¿A qué está obligado el ofendido? Ante
todo a no tener odio al ofensor; también
a perdonarle de corazón la ofensa; fi-
nalmente, a admitir la reconciliación que
le ofrezca; porque así lo pide la caridad.
13º ¿Está obligado el ofendido, no sólo a
perdonar la injuria al ofensor, sino tam-
bién a condonarle la satisfacción por los
217
daños causados? Mientras deje de lado
todo odio y enemistad, no está obligado
a condonarle la satisfacción, ni la com-
pensación de daños; porque a uno y otro
tiene claro derecho de justicia; y aun al-
gunas veces ni convendrá ni podrá el
ofendido hacerlo (por ejemplo, si se tra-
ta de un padre de familia y el agravio ha
perjudicado a sus hijos). Esto no quiere
decir que no haga una gran obra de cari-
dad y perfección si quiere perdonar
también la deuda al ofensor; pero esto
debe regularlo la prudencia en cada ca-
so.
2. El perdón y la libertad
226
perdón? ¿Cómo me siento después de
empezar a perdonar?
227
V. CONCLUSIÓN
229
lo largo y ancho del lugar, dice al mu-
chacho:
2. Oraciones de perdón
240
y tan amargo como el de los que me
hicieron el mal.
Infunde en mi corazón tu dulzura y
mansedumbre,
tu clemencia y benevolencia,
tu serenidad, tu mesura y tu paz.
Tu humildad de corazón y tu amor sin
límites. Amén.
247