Meny y Thoenig Las Políticas Públicas
Meny y Thoenig Las Políticas Públicas
Meny y Thoenig Las Políticas Públicas
Ives Meny
Jean-Claude Thoenig
Editorial Ariel
Barcelona, 1992
ISBN 84-344-1684-0
El análisis de las políticas públicas se ha constituido, en particular en Estados Unidos, como una
ciencia de la acción, como una contribución de los «expertos» a las decisiones de las autoridades
gubernamentales. Inicialmente, la preocupación principal era orientar la investigación de manera que
fuera relevant, es decir, útil para la acción.
Evidentemente, había cierta ingenuidad en una concepción que tendía a establecer una relación
simplista entre un mejor conocimiento de la acción y la mejora de las actuaciones gubernamentales. Pero
esta visión de las cosas iba a ocasionar a menudo la asociación de los policy experts con la acción pública
en todos los estadios de los «programas» o de las políticas, en particular en la preparación de las
decisiones o de la evaluación. Al final de la década de 1950 y al comienzo de la siguiente, se imaginaba
que el análisis y el experto iban a permitir afrontar mejor los desafíos que acosaban entonces a la
sociedad. 1 La policy science se orientará hacia la acción. Su objeto principal será contribuir a la mejora
de las decisiones públicas a corto y largo plazo. Su primer objetivo, que es aportar su contribución a los
procesos reales de decisión, marcará todas sus actividades, pero no impedirá que la investigación y la
teoría pura sean una componente de éstas (Dror, 1968). Los brillantes equipos de «cabezas de huevo»
reunidos por los demócratas, en particular durante las presidencias de Kennedy y Johnson, fueron la
ilustración más perfecta de este ascenso de los expertos y de la fascinación de la policy science. Para
establecer una comparación con un fenómeno más habitual en Europa, la confianza en el experto era
análoga a la que existe en el jurista, garante de la letra de la ley y, por lo tanto, del éxito de la política.
Ahora bien, así como el destino de una política no se inscribe en la calidad de redacción de los textos, el
éxito de una política no está garantizado por la cientificidad y la inteligencia del policy scientist.
Esta fascinación por la ciencia y los expertos, cuyo origen es, por otra parte, anterior al interés
por las políticas públicas (Burnham, 1984), explica que la atención se dirigiera, al principio, hacia las
cuestiones metodológicas, a la creación de herramientas que pudieran ponerse al servicio de la
Administración y de los políticos. El producto más célebre de esta tentativa algo cientificista y
mecanicista es el PPBS en Estados Unidos y su forma afrancesada, la RCB (Rationalisation des Choix
Budgétaires). Se comprende también que estas perspectivas hayan atraído a todos los que, por su
formación universitaria, tienden a interesarse por los problemas de la acción: ingenieros, economistas,
estadísticos, a la par que los politólogos, quienes abrían el camino de esta nueva rama de la ciencia
política. En este clima de exaltación, las preocupaciones de orden teórico fueron relegadas a segundo
plano. Ni las motivaciones iniciales ni los protagonistas de estos nuevos temas se guiaban por la
búsqueda de una teoría interpretativa de la acción y de la naturaleza del Estado. A decir verdad, éste
había «desaparecido» en el maremoto behaviorista de la posguerra en Estados Unidos, y no era a priori
la policy science la que podía contribuir a la resurrección del Ave Fénix. En efecto, implícitamente, los
politólogos norteamericanos trabajaban en el marco de un sistema político-administrativo tomado como
un dato, cuyos fundamentos no eran discutidos ni puestos en duda. Los expertos contribuían a la mejora
del funcionamiento del sistema, no a su cuestionamiento ni a un conocimiento que no fuera «práctico» a
corto plazo.
Esta concepción «servidora» y a-teórica de la policy science sólo persistió mientras esta rama de
la ciencia política fue marginal y dominada por los expertos, en estrecha interacción con los medios
gubernamentales. Con la expansión de la disciplina y la atracción ejercida, especialmente entre aquellos a
quienes la revolución behaviorista dejaba instatisfechos, 2 renacería un nuevo interés por las cuestiones
más fundamentales. El puente entre «prácticos» y «teóricos» había sido establecido por medio de
diversas preocupaciones, como sucede a menudo: científicas (¿se puede analizar sin cuadro teórico de
referencia?), disciplinarias (¿dónde se sitúa la policy science en la ciencia política?), corporativas
(Truman, 1968, p. 280), ideológicas, etc. ¿Era, por ejemplo, más importante para comprender la política
preocuparse por el análisis de los comportamientos o interesarse por el contenido de las decisiones
tomadas y puestas en práctica por los poderes públicos? ¿Era más útil interpretar las últimas intenciones
de voto del electorado y su afiliación a un partido o analizar el impacto de una política gubernamental? Y
1
Sobre el papel de los expertos, véase especialmente D. Mac Rae Jr., 1985, Policy-indicators Links Between Social
Science and Public Debate, Chapel Hill y Londres, The University of North Carolina Press.
2
Es interesante recordar que, en 1964, el Social Science Research Council norteamericano formó un Committee on
Govemmental and Legal Processes que sucedía al Committee on Political Behavior. En la primera conferencia de
este comité, en 1965, participaron Dahl, Neustadt. Prothro y Wildavsky.
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si no se quiere optar, ¿cuál es, al menos, el determinante esencial? A la pregunta de unos «Does politics
determine policies?», le hacía eco la de los otros: «Do policies determine politics?» En el primer caso, la
política pública se concibe como determinada, en su forma y su contenido, por las instituciones, los
actores políticos, la actitud de los gobiernos y los gobernados, etc. En la segunda hipótesis, la política
pública se considera como una variante independiente que influye en el contenido y las formas de la
política (en el sentido de elecciones, debates, discursos ideológicos, etc.).
El hecho de plantear estas cuestiones es esencial, porque pone fin a la deriva tecnicista y
«práctica» que había marcado los primeros pasos de la policy science. Dichas cuestiones permiten ya
salir del círculo vicioso que amenaza confinar el análisis de las políticas públicas a una función de ayuda
a la decisión, de consultor, de auxiliar del príncipe.
Paradójicamente, la policy science, cuyas perspectivas pragmáticas constituían a la vez «una
revolución contra el formalismo», para retomar el título del estudio de Morton White (White, 1961), y
una reacción contra el racionalismo abstracto del Homo economicus, iría a reinsertarse en los modelos
teóricos que había rechazado en un principio. Porque todo análisis de política se funda, implícitamente o
no, en una filosofía política y se vincula, en consecuencia, a las teorías disponibles en el mercado del
pensamiento. Es decir, las teorías de las políticas públicas no son fundamentalmente innovadoras. Se
inscriben en la línea de (o, como reacción, contra) las teorías propuestas por la filosofía política o el
pensamiento económico. Pero lo que determina su originalidad es que se inscriben en un campo hasta el
momento poco explorado, se enraízan en las investigaciones empíricas y no se desentienden de sus
implicaciones para la acción. En cierta manera, la confusión entre la investigación y la perspectiva
operativa, muy fuerte hacia 1960-1970 en Estados Unidos, ha dejado lugar a una diferenciación de
funciones: por una parte, la del científico; por otra, la del «profesional». El primero se interesa por el
«progreso del conocimiento y del saber», mientras que el objetivo del segundo se organiza en torno de
una «combinación de un objetivo social y de un cuerpo de saber extraído esencialmente de la ciencia»
(Price, 1965). No se puede, por tanto, suscribir plenamente la opinión de Truman, que afirmaba que
cuanto más compleja se volvía una disciplina, más tendía a transformarse en «inútil para las políticas
públicas» (Truman, 1968, p. 281). Tal apreciación tiende a confundir «utilidad práctica» con «recetas de
gobierno» y a oponer muy radicalmente las perspectivas teóricas y sus implicaciones prácticas. Sin
embargo, con el avance de la disciplina, el análisis teórico no cesaría de ocupar un lugar creciente,
utilizando y rehaciendo las contribuciones ya disponibles.
Los diferentes modelos teóricos que contribuyen a conocer mejor las políticas públicas se pueden
reunir en tres grupos principales:
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La contribución de la teoría pluralista a la policy science se ha hecho en conjunción con teorías
racionalistas derivadas de la ciencia económica.
«La racionalidad se convierte en el criterio preeminente a falta de otra premisa a partir de la cual
es posible argumentar. No se incurre en exageración si se afirma que la racionalidad ha sustituido a la
verdad y a la moral como criterio último de juicio, tanto de las creencias como de la conducta humana»
(Barry, 1982, p. 368). El éxito obtenido por el paradigma de la teoría de las elecciones racionales tiene,
sin duda, muchas explicaciones.
En efecto, el análisis de las políticas públicas no ha constituido un monopolio de los politólogos,
sino que ha sido igualmente un campo privilegiado de investigación para los economistas. No es, pues,
sorprendente que los útiles y los modos de razonamiento predominantes de la ciencia económica hayan
sido extensamente empleados por los economistas al comienzo, y más tarde por ciertos politólogos.
Además, este «economicismo» está lejos de ser unánime, incluso entre los mismos economistas
(Boulding, 1969). Ello no ha impedido, no obstante, que numerosos economistas, tras la huella de
Downs, se aventuraran en el análisis del comportamiento político o de las políticas públicas (Downs,
1957). Por otra parte, ciertos politólogos se han dejado seducir por un enfoque deductivo de la policy
science a partir de los axiomas de la ciencia económica. Uno de los ejemplos más conocidos de esta
aplicación de la teoría económica a los actos humanos es la obra consagrada por Olson a la acción
colectiva (Olson, 1978). En ella subraya particularmente la paradoja que constituye el rechazo de los
individuos a comprometerse en acciones colectivas, aun cuando los resultados colectivos obtenidos
fueran beneficiosos para cada uno de ellos. Si, por ejemplo, todos los individuos estuvieran sindicados, la
acción del grupo permitirá a cada uno esperar y obtener ventajas suplementarias. No obstante, la
sindicación es un fenómeno minoritario.
La estructura del campo de acción explica esta situación paradójica. El dilema del prisionero,
utilizado por la teoría de los juegos, constituye una ilustración simple del problema: dos prisioneros,
acusados del mismo crimen para el cual la policía no dispone de pruebas, y aislados el uno del otro, no
tienen más que dos estrategias para salir del trance. En el primer caso, la policía no podrá condenarlos.
En el segundo, o bien uno de los dos denuncia al otro, que es condenado, o bien ambos se acusan
mutuamente y son igualmente castigados como cómplices. Sólo la primera estrategia es la buena, pero en
razón de la estructura del problema y de la ignorancia de las estrategias del otro –a causa de su
separación–, la «racionalidad» (la de su interés personal) consiste en denunciar al cómplice. Este
resultado no tiene nada que ver con la maldad humana. Resulta, sencillamente, de la estructura del
problema y de la lógica que lo preside.
En esta perspectiva de la acción y del comportamiento se sitúa la teoría del Public Choice, que se
apoya en tres fundamentos principales:
Presupone, en principio, que los individuos se comportan y toman sus decisiones de manera
racional, únicamente en consideración a sus intereses personales (self-interest) y buscando optimizar los
beneficios de sus decisiones. Este individuo, descendiente directo del Homo economicus, no solamente
maximiza sus elecciones, sino que también las realiza de forma transitiva: si prefiere A a B y B a C, debe
igualmente preferir A a C. A primera vista, el acento puesto en el individuo racional por la teoría
económica, parece entrar en contradicción con la teoría grupal de la vida política, que enfatiza más la
acción de los grupos que la de los individuos. Una parte de los teóricos del Public Choice remueve el
obstáculo: «A todo lo largo de nuestro análisis, el término “grupo” puede ser sustituido por el término
“individuo” sin que los resultados se vean sustancialmente afectados» (Buchanan, Tullock, 1962, p. 9).
La conciliación puede operarse, en especial, por el hecho de que la acción de grupo puede aparecer, en
ciertas condiciones, como el modo más eficaz para obtener ventajas individuales. Sin embargo, en su
definición del «individualismo metodológico», Ostrom insiste en que las organizaciones no son sino una
suma de individuos con la vista puesta en la obtención de ciertas ventajas comunes o para el bien de
todos (Ostrom, 1977). Sin embargo, sólo puede conciliar esta elección con la de la organización en grupo
argumentando la necesidad de acuerdos multiorganizativos, que concilian individualismo y acción
colectiva.
En segundo lugar, la teoría del Public Choice insiste en la distinción entre los bienes privados,
que son producidos por el mercado, y los bienes públicos, que emanan de los servicios públicos y de las
administraciones. La diferencia esencial reside en que los bienes producidos por el mercado son
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mensurables, vendibles y se producen en cantidades determinadas por la oferta y la demanda, mientras
que los bienes públicos son indivisibles. Si se ofrecen en un sistema público, están disponibles para todos
(por ejemplo, la escuela o la seguridad). Los teóricos del Public Choice tratan de «identificar»
(packageability) los bienes públicos aplicando el método utilizado con los bienes privados: midiendo sus
costos y la asignación de éstos a los beneficiarios del servicio. De esta manera, esperan controlar al
máximo las externalidades (positivas o negativas) producidas por un bien público determinado. Uno de
los objetivos del Public Choice es transformar las administraciones. En lugar de burocracias que actúan
obedeciendo órdenes de arriba, deben ser capaces de satisfacer las preferencias individuales expresadas
en contextos diferentes (responsive State). El éxito del Public Choice fue manifiesto sobre todo de 1970 a
1980, y conoció su apogeo con la Reaganomics. Sin embargo, las implicaciones financieras y
administrativas de tales postulados ya habían sido enunciadas muchos años antes (Tiebout, 1956).
En tercer lugar, la escuela del Public Choice (Mc Lean, 1987) se une a la cuestión fundamental
de la asignación de recursos, por definición, limitados. En efecto, como puso de manifiesto Olson, el
individuo no tiene reparo alguno en hacer de «polizón» (free-rider), al objeto de obtener, sin sufrir los
costos, las ventajas de un bien colectivo de cuyos beneficios no puede ser excluido por definición (Olson,
1978). Tal es el caso del trabajador que se niega a sindicarse, pero que se aprovecha de las ventajas
conquistadas por el sindicato. Los bienes colectivos constituyen un caso particular de fenómenos de
externalidad (spill over) positivos o negativos, es decir, de efectos que beneficiarán o perjudicarán a un
grupo. Por ejemplo: los bosques canadienses sufren la contaminación provocada por la industria de
Estados Unidos; Europa del Este ha sufrido la contaminación de Chernobyl; las poblaciones de la
desembocadura de un río se benefician de las luchas contra la contaminación emprendidas por las
localidades situadas río arriba. Esto explica principalmente por qué numerosos estudios inspirados por el
Public Choice se preocupan por la forma y la estructura del gobierno (Tullock, 1970). Se subraya allí que
las estructuras de organización y de decisión contribuyen a dar forma a los comportamientos de los
individuos (Buchanan, Tullison, 1972). Buscando maximizar las ventajas y los beneficios, los individuos
utilizan de la mejor manera posible las diversas estructuras disponibles para servir sus intereses.
Partiendo de esta constatación, los partidarios del Public Choice se interesan casi exclusivamente por los
rendimientos de los servicios públicos o las administraciones (centrales o locales). Al actuar así, la
escuela del Public Choice rechaza los mecanismos de organización y control centralizados en las
sociedades contemporáneas, oponiéndoles las estructuras descentralizadas, especializadas y de pequeño
tamaño.
Nuevo avatar del localismo norteamericano, el small is beautiful, antes de convertirse en
consigna y conocer el éxito como tal, fue objeto de teorizaciones desde 1959-1960 por quienes se
oponían a los reformistas, partidarios de los metropolitan governments, de la fusión de las autoridades
locales muy pequeñas o de intervenciones más masivas del gobierno federal. En 1961, por ejemplo, tres
jóvenes profesores (dos politólogos y un economista) publicaron un alegato en favor de la fragmentación
local (Ostrom, Tiebout, Warren, 1961). Según éstos, sólo pequeñas unidades locales, a ser posible
especializadas, podrían internalizar los bienes públicos dentro de un espacio dado y, por tanto, determinar
el precio justo que debe repercutir en el consumidor. La pequeñez de tamaño no es una meta en sí misma;
se trata de especificar los criterios para fijar la proporción correcta, porque el tamaño debe estar en
función de las políticas perseguidas. Por ello, Ostrom, Tiebout y War en proponían un abanico de
criterios combinables:
La capacidad de control. Por ejemplo, una agencia de cuenca es la más adecuada para conducir una
política de aguas.
La eficacia, a fin de alcanzar las mejores economías de escala.
La representación política, fundada a su vez en tres elementos que, idealmente, deben
superponerse: una organización formal correspondiente al tamaño de la unidad que provee el bien; un
público que agrupe a los afectados por la prestación; una «comunidad política», compuesta por quienes
son tomados en cuenta para decidir sobre la prestación y sus modalidades.
Ello significa, por ejemplo, que el consejo de barrio será responsable de las instalaciones que
conciernen a su población; la ciudad lo será del servicio de limpieza; un organismo especializado tendrá
a su cargo la contaminación del aire en la zona metropolitana. La consecuencia de tal organización
multiforme, cambiante y plural es, evidentemente, una gran diferenciación en la distribución de los
servicios, porque cada «público» decide libremente las prestaciones que desea obtener y que está
dispuesto a financiar. Esto no constituye un problema para la escuela del Public Choice, al contrario,
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porque su análisis se hace en términos de costos y beneficios, y no de valores que hay que promover,
como la igualdad o la redistribución de la riqueza. «La elección de los servicios públicos locales implícita
en cualquier sistema local de gobierno presume que las variaciones sustanciales se abrirán paso entre los
modos de organización pública y entre la población de las diferentes comunidades locales de una
metrópoli. Las formas de autonomía y de gobierno a nivel local constituyen un compromiso sustancial en
favor de un sistema policéntrico» (Ostrom y otros, 1961, p. 837).
Apoyándose en estos axiomas, Ostrom amplía el debate. En efecto, en 1974, publica una obra
llamada a tener una gran resonancia (Ostrom, 1974).
Rechaza el modelo dominante aceptado por los especialistas de la Public Administration, es
decir, el modelo fundado en la centralización y la jerarquía de las organizaciones. Elabora una teoría
nueva a fin de sustituir las tradicionales «preocupaciones relativas a la organización por el interés en las
ventajas que los individuos pueden extraer de un entorno multiorganizativo» (Ostrom, 1974, p. 132). En
la huella de los Founding Fathers y de Tocqueville, Ostrom propone una «administración democrática
que, gracias a un sistema de poderes superpuestos y de autoridades fragmentadas, pueda adquirir una
forma estable, capaz de constituir una estructura alternativa a la organización de la administración
pública». Apoyándose en el análisis de políticas específicas (educación, policía, lucha contra los
incendios), demuestra las desviaciones negativas de las organizaciones públicas centralizadas y subraya,
en cambio, los méritos de la fragmentación y la superposición en función de los problemas que se han de
solucionar y de los servicios que deben prestarse. La tesis de Ostrom es, a la vez, un alegato en favor de
soluciones federalistas y una acusación contra la deformación centralizadora y distribuidora del gobierno
federal, en particular en el campo de las políticas sociales, donde los políticos sucumben, cada vez más, a
la tentación de intercambiar las ventajas del Welfare State por los votos de la población, que en su
mayoría no soporta los costes necesarios.
Las tesis de Ostrom y del Public Choice han dado lugar a numerosos y animados debates en
Estados Unidos (Golembiewski, 1977, pp. 1488-1525); su impacto ha sido mayor, al coincidir con una
crisis fiscal urbana y local muy profunda (Mény, 1981) y, más tarde, con la utilización política de las
tesis del Public Choice por los republicanos y Reagan.
Las críticas a la teoría del Public Choice tampoco han faltado. Sin pasar revista a los múltiples
argumentos esgrimidos aquí y allá, se pueden mencionar los principales elementos del contraataque:
En principio se reprochó a los teóricos del Public Choice el preconizar un retorno al «Mercado
total», a una suerte de capitalismo de FarWest.
A decir verdad, esta crítica es excesiva. Si el Public Choice se propone restablecer en la medida
de lo posible los mecanismos de mercado, introduciéndolos en el campo de los bienes públicos, no llega
a propugnar la sustitución de las organizaciones públicas por el mercado. Ostrom se defiende de ser un
apologista del mercado, y escribe: «La preocupación de la teoría del Public Choice no es el mercado sino
los modos de decisión pública: en consecuencia, las elecciones colectivas» (Ostrom, 1974, p. 1512).
Ostrom, Diebout y Warren subrayan que si la producción de bienes públicos debe garantizarse en lo
posible, al igual que la de los bienes privados (por ejemplo, mediante empresarios contratistas), el
problema de su consumo se mantiene en el ámbito de la autoridad pública. Por ejemplo, antes que
producir servicios, la autoridad pública distribuirá «bonos» utilizables por el beneficiario de la manera
que mejor le convenga.
Dicho esto, no es menos cierto que la obsesión del mercado que padecen los teóricos del Public
Choice termina por destruir la legitimidad misma de la política pública.
Otro argumento crítico subraya que la escuela del Public Choice tiende a considerar las
instituciones como mecanismos neutros, que sólo sirven para transformar las demandas en políticas
públicas.
Ciertamente, los public choicers no están ciegos hasta el extremo de ignorar las distorsiones que
aparecen en la producción y el consumo de los bienes públicos, pero las atribuyen a la diferencia entre el
tamaño de las organizaciones y las políticas que se encargan de llevar a cabo. Si se restablece una buena
adecuación, las condiciones para que se adopten «buenas» políticas públicas se darán nuevamente. A
quienes ven en el retorno al rompecabezas municipal y en el desmenuzamiento de los servicios una
fuente de desigualdad y un refuerzo de las estratificaciones de clase (Neiman, 1982), los partidarios del
Public Choice les responden que el error no hay que buscarlo en la estructura, sino en la política misma.
«Si la discriminación en el mercado de la vivienda es una fuente importante de desigualdades en la
distribución de bienes y servicios urbanos, que se nos permita identificar dicho problema como un
problema de política pública a tener en cuenta, en lugar de consolidarla como el de la fragmentación
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municipal» (Ostrom, 1983, p. 107). Además, si hay desigualdad, un sistema federal la compensará, en
parte, con la existencia de varios niveles de gobierno que aseguran cierta distribución por el hecho mismo
de su diferencia de tamaño y de competencias.
Esta respuesta que el Public Choice dirige a sus críticos no es del todo convincente. Encaja mal,
por ejemplo, en semejante sistema, el interés por una «distribución» de los gastos militares entre los
ciudadanos pobres dependientes de una autoridad local pobre. Este enfoque optimista sobre la calidad de
organizaciones «responsables», atribuye poca importancia a los intereses propios de la organización y de
quienes la componen. Es cierto que los fenómenos de corrupción o de desviación de las estructuras han
sido correctamente aprehendidos y analizados a nivel de las grandes organizaciones. Pero, a pesar del
optimismo y de la confianza puestas en el control de unidades pequeñas, subsisten serias dudas sobre la
«transparencia» y la neutralidad de las estructuras. Small no constituye una garantía sistemática de
democracia ni de eficacia.
Un tercer tipo de crítica subraya que el postulado del hombre racional adoptado por el Public
Choice sufre serios desvíos. Presupone, en principio, que el individuo es inducido a realizar elecciones
racionales, habida cuenta de su conocimiento de los elementos que permiten evaluar los costos y
beneficios. Sobrentiende situaciones en las que el individuo dispone de muchas alternativas para elegir,
aun en condiciones en las que, en realidad, no padece sino condicionamientos. «Elegir» vivir en un gueto
de Chicago cuando se es negro y se está en el paro, constituye sin duda la solución más racional, desde el
punto de vista de las opciones que se ofrecen; pero calificar esta decisión de «elección» parece poco
menos que audaz. Por otra parte, la elección del individuo se supone racional sobre la base de una
evaluación costes/beneficios de las distintas opciones eventualmente disponibles. Aun si se acepta que se
trata de una elección, no deja de sorprender el reduccionismo economicista que la teoría del Public
Choice aplica a las actividades humanas. ¿Es verdad que los individuos buscan siempre maximizar su
self-interest? ¿Pueden considerarse como pérdidas y beneficios los ideales altruistas, morales, políticos?
Ciertamente, se podrá replicar siempre que una elección altruista constituye un beneficio para el
individuo que la toma (la satisfacción de estar de acuerdo con sus ideales) superior a los costos (por
ejemplo, ser ingresado en prisión por negarse a cumplir el servicio militar). Ello plantea, sin embargo, un
nuevo problema: el de los criterios que fundamentan esta elección. Economicismo, cuantificación,
análisis costos/beneficios tienen sus límites, como lo han mostrado en otra esfera las experiencias de
racionalización de las opciones presupuestarias: las compañías aseguradoras pueden calcular muy bien el
precio de un muerto, pero existe una dimensión ética, moral, afectiva, simbólica que la más fría de las
políticas públicas no puede olvidar, so pena de fracaso.
«Tal vez a causa del elemento tiempo –escribe Hirschman– que conlleva la mayor parte de las
transacciones, la eficacia económica y la empresa parten de la premisa de la confianza entre las partes
contratantes, y esta confianza debe ser autónoma; es decir, que no debe estar estrechamente ligada al
interés particular (...). Los valores elementales, como la honestidad, la buena fe, la moderación y la
obligación son inputs necesarios para una sociedad contractual (y agradable). ¡Si se suman todos estos
valores personales necesarios, la cantidad de benevolencia y de moral indispensable para el
funcionamiento del mercado llega a ser impresionante!» (Hirschman, 1984, pp. 104-105).
La naturaleza del problema puede circunscribirse al debate que opone en 1946-1947 a dos
jóvenes diplomados llamados a desarrollar una brillante carrera: Simon y Dahl.
Simon declara la guerra a las teorías dominantes en materia de gestión administrativa criticando
la excesiva insistencia que, según él, se dedica a los fines de la administración, en detrimento del estudio
de los medios y de las técnicas utilizados para llevar a cabo las decisiones. Por el contrario, «la teoría de
la administración debería preocuparse de cómo constituir y poner en marcha una organización a fin de
realizar eficazmente su trabajo» (Simon, 1957, p. 38). Para conseguirlo, el análisis debe eliminar todo
juicio de valor y depurar la investigación, con objeto de retener solamente datos susceptibles de ser
verificados.
La búsqueda de la eficacia, que se sitúa en el centro de las críticas dirigidas por Simon y que
recuerda, en muchos aspectos, el proyecto del taylorismo aplicado a la gestión industrial, implica llevar
al meollo de la teoría de la administración el concepto de racionalidad. Este concepto no corresponde en
absoluto al desarrollado por la filosofía de las luces (el hombre puede con su sola razón regular sus actos
según principios tales como libertad, igualdad y justicia) ni al concepto del Homo economicus. Porque el
20
«hombre administrativo» posee capacidades limitadas «para formular y resolver problemas complejos en
comparación con la amplitud de los problemas cuya solución se requiere para alcanzar objetivamente un
comportamiento racional en el mundo tal cual es» (Simon, 1957, p. 102).
Como el hombre que actúa en una organización administrativa (Administrative Man) tiene una
capacidad de conocimiento y de elección limitada (a diferencia del abstracto Homo economicus), Simon
admite que su racionalidad es imperfecta y que trata de hallar soluciones (incluso insatisfactorias) antes
que maximizar a toda costa sus ventajas. El hombre es un animal que busca la satisfacción antes que la
optimización. Pero el precio que hay que pagar por ello es la estrecha dependencia del individuo respecto
de la organización y de sus superiores. «Puesto que las instituciones determinan en gran parte el marco
mental de quienes participan en ellas, establecen las condiciones para conseguir la racionalidad y, por
tanto, la racionalidad en la sociedad» (Simon, 1957, p. 198). No cabe expresarlo mejor.
Para Dahl, la pretensión de Simon de eliminar todo el valor del análisis tropieza inmediatamente
con el concepto de eficacia, central en la teoría del hombre administrativo racional, y que constituye el
valor a partir del cual se construye toda la teoría. Por añadidura, Dahl subraya que este valor, en la
práctica, entra en competencia con otros valores como los de la participación o la responsabilidad
personal. Dicho de otro modo, la búsqueda de la eficacia por la sumisión y el encuadramiento en la
organización no contribuye a «volver inteligentes las bayonetas», y puede llegar incluso a resultar
contraproducente. «No podemos llegar a una ciencia de la administración creando un Administrative Man
mecanizado, descendiente del hombre racional del siglo XVIII, cuya única existencia se halla en los
libros de administración pública, y cuya única actividad es la obediencia estricta a las leyes universales
de la ciencia de la administración» (Dahl, 1947, p. 8).
Aunque Simon ha pretendido siempre que su teoría no equivalía a una prescripción para las
políticas públicas, su influencia a la vez intelectual y práctica ha sido considerable y ha marcado
profundamente los modos de organización y de reforma de la administración americana. A decir verdad,
Simon se insertaba, trasponiéndolo a la administración pública, en el filón taylorista y fordista dominante
desde los años veinte. Su teoría se inscribía en una filosofía práctica de aproximación entre el sector
público y el mundo de los negocios, ilustrada por la famosa fórmula de un ministro de Eisenhower: «Lo
que es bueno para la General Motors es bueno para América.» Más que nunca, las políticas públicas
americanas van a estar marcadas por la obsesión de la eficacia, con el riesgo de que las implicaciones de
una teoría excesivamente racional y mecanicista se opongan a los resultados deseados.
El modelo de la racionalidad limitada ha tenido igualmente una gran repercusión en Francia,
sobre todo gracias a los estudios del Centre de Sociologie des Organisations. Crozier y Friedberg, en
especial, han subrayado que el modelo de Simon no podía reducirse a un modelo neorracional, sino que
invitaba a un análisis sociológico. «Para comprender una decisión, no hay que tratar de determinar la
mejor solución racional y luego tratar de comprender los obstáculos que han impedido al decisor
descubrirla o aplicarla. Es preciso definir las opciones que se le ofrecían secuencialmente, como
consecuencia de la estructuración del campo, y analizar los criterios que utilizaba consciente o
inconscientemente para aceptar o rechazar estas opciones. Desde el punto de vista normativo, esto
significa que en lugar de aconsejar la aplicación de modelos científicos de elaboración de opciones, se
propondrá la mejora de los criterios de satisfacción adoptados, teniendo en cuenta, ciertamente, lo que
aporta como marco general el modelo racional, pero trabajando sobre los condicionamientos que pesan
sobre esos criterios» (Crozier, Friedberg, 1977).
Si, a partir de 1947, Dahl rechaza los presupuestos y las conclusiones de la teoría de Simon,
Lindblom sitúa en 1959 sus argumentos críticos en otro plano (Lindblom, 1959). En efecto, propone a la
vez un modelo alternativo al comportamiento racional (el incrementalismo) y una atención centrada, no
en el nivel operacional, sino en el policy-making. La teoría ya no se construía a partir de axiomas
abstractos, sino sobre la base de la observación empírica, y ya no era una Science of Public
Administration, sino una Science of Muddling Through, es decir, una teoría fundada en el análisis de
procesos concretos y observables en el transcurso de políticas públicas puestas en práctica. La
perspectiva de Lindblom constituía una verdadera ruptura de una teoría deductiva y normativa, para
proponer un retorno al empirismo y al análisis de los fenómenos reales. Se trata, si así puede decirse, de
una teoría del pragmatismo político-administrativo actuante en el seno de las políticas públicas de los
países avanzados (para un análisis más detallado del modelo incremental, véase el capítulo V). El modelo
racional ha sido igualmente criticado con dureza –y a veces con humor– a partir de puntos de vista
distintos, pero convergentes, por Hirschman y March. Hirschman, por ejemplo, subraya las virtudes del
aprendizaje a partir de experiencias no previstas (y por lo demás imprevisibles por el «decisor racional»).
Si todos los azares y costos de una decisión se conocieran por adelantado, es muy probable que jamás se
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tomaría la decisión. Los objetivos se alcanzan, pues, mediante toda una serie de tanteos, improvisaciones
y adaptaciones, y por tanto aparecen a menudo a posteriori. March llega a las mismas conclusiones a
partir de un recurso más psicológico, subrayando que la experiencia y el aprendizaje son mucho más
determinantes que una pretendida optimización de las opciones (Hirschman, 1967; March, 1974).
El enfoque pluralista-racionalista percibe a las políticas públicas como respuestas a las demandas
sociales. Considera las instituciones y las organizaciones como instrumentos que reaccionan a estas
demandas o inputs, suministrando productos o outputs. Cuando se refiere al Estado, es para criticar
ciertas formas organizativas que, por su burocratización y centralización, son incapaces de satisfacer el
Public Choice. De hecho, el Estado sólo reaparece a través de la denuncia de políticas (en particular, en
el campo social) que las burocracias centrales han desarrollado en exceso. La ausencia de control popular
ha permitido la explosión de los gastos en los que los burócratas están tan interesados como sus clientes.
A este análisis de la penetración del Estado por los intereses específicos de la burocracia
responden las teorías marxistas, que sin atribuir demasiada importancia a las élites o a los funcionarios,
se interrogan sobre las funciones del Estado en el sistema capitalista, acerca de su autonomía relativa y
de su capacidad para seguir políticas que no estén exclusivamente condicionadas por los intereses
capitalistas.
El análisis del papel de los burócratas y los expertos concebidos como élites que controlan el
Estado y sus políticas presenta varias facetas.
La primera constituye una derivación de las teorías elitistas aplicadas al análisis de las políticas
públicas. Desde 1945-1948, se ha manifestado vigorosamente en Estados Unidos una escuela elitista,
generalmente «izquierdizante», opuesta a la visión pluralista defendida por la mayor parte de la ciencia
política norteamericana. Los múltiples Community Studies fueron una de las expresiones de este debate
desde 1950-1955; cada uno recurrió a su estudio del caso, a su método específico y a su política
particular para demostrar su tesis y desmantelar la tesis adversa. Aunque con menos intensidad, el debate
se planteaba igualmente a nivel nacional con los estudios de Milis (Mills, 1969), Miliband (Miliband,
1969) y Domhoff (Domhoff, 1967). Sin embargo, ni los unos ni los otros constituyen una teoría de las
políticas públicas ya que se centran en la descripción sociográfica de las élites más que en la
identificación de su acción y de su influencia a través de ejemplos concretos de decisión.
El renovado interés por la democracia y sus agentes en Estados Unidos, así como por su papel en
la formación y el desarrollo de las políticas públicas, proviene de dos horizontes diferentes: por un lado,
de la escuela neomanagerista (o neoweberista en Gran Bretaña); por otro, de las corrientes conservadoras
opuestas al desarrollo del Welfare State.
El neomanagerismo o neoweberismo se desarrolló en Gran Bretaña y en Estados Unidos hacia
1974-1976, en particular en el marco del análisis de las políticas urbanas, como reacción contra las
corrientes neomarxistas que, en aquella época, dominaban la escena intelectual en el campo de las
políticas locales. En Gran Bretaña, los «recursos urbanos» puestos a disposición de los consumidores de
servicios públicos presentan dos características importantes: están espacializados y mediatizados por las
burocracias locales que interpretan y administran las reglas y procedimientos. Estas burocracias ejercen
un amplio poder discrecional que, de hecho, determina el acceso más o menos privilegiado de las
poblaciones locales a los servicios ofrecidos. Dicho de otra forma, los funcionarios de los servicios
constituyen una variable decisiva en la provisión de las prestaciones, y explican las variaciones que se
pueden constatar en la ejecución de una localidad a otra y en el tiempo.
En Estados Unidos, la importancia de la burocracia ha sido subrayada por Lipsky y, sobre todo,
por Norlinger (Norlinger, 1981). En Francia, desde una óptica muy diferente, numerosos estudios han
destacado igualmente el papel clave de los funcionarios y su capacidad para modular las políticas según
sus intereses corporativos o las exigencias del entorno, en particular a través de la perspectiva trazada por
el Centre de Sociologie des Organisations (Crozier, 1970, 1978). La particular insistencia en el papel de
los agentes, sea en la cúspide o en la base (street-level bureaucrats), ha provocado duras críticas por
parte de los neomarxistas, que consideran excesiva y errónea esta desviación del análisis de las políticas
22
públicas. Por ejemplo, Dunleavy estima que centrar la atención sobre el «managerismo» genera la
posibilidad de conclusiones equivocadas, donde los «condicionamientos estructurales más amplios y los
determinantes del contexto regional y local se pierden de vista, convirtiéndose el análisis individualista y
voluntarista de la gestión urbana en la única base, no acumulativa (de la teoría)» (Dunleavy, 1980, p. 42).
Pero la otra rama, la conservadora, es la que en Estados Unidos ha llegado más lejos en el
reconocimiento del papel decisivo de ciertas élites en la formación de las políticas públicas,
atribuyéndoles la responsabilidad de la expansión de las políticas sociales y su fracaso. Por otra parte, las
críticas más vivas proceden a menudo de quienes más habían contribuido a las políticas voluntaristas de
cambio social en el marco de los programas de la Great Society de 1963 a 1968.
Para estos denunciantes de las políticas intervencionistas, la creciente importancia adquirida por
los policy experts en la elaboración y la formulación de las políticas públicas constituye el signo
anunciador del surgimiento de una «nueva clase». Chomsky califica a estos especialistas influyentes de
«nuevos mandarines» (Chomsky, 1969); Beer (Beer, 1978) habla de una «OPA tecnócrata»; y Banfield
escribe nada menos que «¡la ciencia de las políticas es una locura metafísica!» (Banfield, 1980).
Para los neoconservadores, la mayor parte de las políticas intervencionistas reunidas bajo la
bandera de la Great Society fueron inspiradas por expertos liberales (es decir, los intelectuales de
izquierda en Estados Unidos) aun cuando no existía una verdadera demanda social. En otras palabras,
esta nueva clase de expertos es, en gran medida, responsable de respuestas a demandas inexistentes.
Según subrayan conservadores (ex demócratas) tales como Moynihan, la guerra contra la pobreza (war
on poverty) ha constituido una respuesta a demandas jamás expresadas (Moynihan, 1969): los negros que
protestaban reclamaban derechos cívicos. Esta clase de expertos habría querido conseguir la felicidad de
la gente a pesar de ella misma, y sus intentos de ingeniería social son, por tanto, un remedio peor que la
enfermedad. En Francia, Beneton se ha convertido en el portavoz de este análisis retomando las tesis de
los neolibertarians bajo el título «la plaga del bien» (Beneton, 1983). No solamente los efectos
perjudiciales de las políticas producen efectos negativos, a menudo superiores a las ventajas, sino que
éstas, al favorecer la expansión continua del Estado, amenazan con volverse liberticidas y
antidemocráticas.
Pero la reacción de los conservadores no ha sido solamente crítica. Convencida de que este
nuevo estrato de expertos tendría, en cualquier caso, una influencia decisiva sobre el policy making, la
corriente conservadora ha llamado a la movilización. El desarrollo del American Enterprise Institute
(alter ego conservador de la liberal Brookings Institution) y de otras numerosas instituciones de
investigación, o Think tanks, conservadoras responde a los reclamos de intelectuales y políticos
convencidos de que el combate contra los liberales se ganaría primero en el terreno de las ideas. La
movilización intelectual y tecnocrática no fue en vano, como lo testimonia la experiencia Reagan. El
presidente más conservador que haya conocido Estados Unidos desde la gran depresión no es, en efecto,
el simple producto de un sistema político en evolución. Su aparición fue precedida y acompañada por una
teoría de las políticas públicas simple, pero cuya eficacia práctica ha sido destacable. Había que
conseguir la retirada del Estado (Rolling back the State). Para ello, era preciso disponer de expertos
capaces de teorizar la nocividad de sus políticas y de demostrarlo con las técnicas adecuadas: de ahí el
desarrollo del cost-benefit analysis, para introducir, en la medida de lo posible, un juicio basado en
criterios de funcionalidad y rentabilidad económicas, más que en opiniones o evaluaciones de carácter
político, subjetivo o corporativista. A esta nueva élite tecnocrática muy politizada se le confió una
misión: demostrar y teorizar el aforismo de Reagan: Government is not the solution
to our problem... Government is the problem.
El proyecto, a la vez teórico, ideológico y estratégico de los neoconservadores de los años 1970-
1980, apuntaba a devolver su autonomía al Estado desembarazándolo de presiones juzgadas nocivas y de
tareas consideradas como extrañas a sus funciones fundamentales. Pero, paradójicamente, la idea de que
los expertos conservadores pudieran ayudar a la realización de este objetivo en detrimento de otros
expertos –liberales éstos– lleva agua al molino de la tesis de la «instrumentalización» del Estado. Por
caminos evidentemente muy diferentes, neomanageristas, conservadores y neomarxistas llegan a una
visión del Estado en la cual éste sólo dispone de una autonomía limitada, ya sea porque es prisionero de
su burocracia o porque se halla al servicio del capital. Pero mientras los conservadores movilizan su
teoría para construir un Estado mínimo, evidentemente nada de eso sucede entre los neomarxistas
quienes, como los Evangelistas del último día, no cesan de analizar los postreros coletazos y las
adaptaciones finales del Estado capitalista.
23
2.2. EL ESTADO, EL CAPITAL, LAS POLÍTICAS PÚBLICAS
Una primera corriente niega toda autonomía al Estado, que no es sino un producto derivado de la
estructura del mercado. Está claro que este tipo de análisis «ignora» las políticas públicas en la medida
en que éstas sólo son producto de las necesidades de la sociedad capitalista.
Una segunda corriente integra en su análisis el aporte del análisis sistémico norteamericano.
Considera la política como un objeto específico y subraya las crisis estructurales que afectan al
capitalismo. Offe en Alemania y O'Connor en Estados Unidos son particularmente representativos de
esta escuela (Offe, 1979; O'Connor, 1973).
Una tercera corriente, estructuralista, inspirada en las tesis de Althusser, se ha visto dominada por
los análisis de Poulantzas y, en lo que concierne a las políticas públicas, por los especialistas de las
políticas urbanas (Castells, 1972; Lojkine, 1972, 1978). Pese a resistencias iniciales, reconoce cierta
autonomía al Estado y a sus componentes, principalmente locales.
24
desempeña a través de las políticas que conduce. «Los servicios del Estado proyectan una imagen de sí
mismos que sugiere que los valores de uso, tales como la educación, el saber, la salud, la protección
social y otros ingredientes de una vida “decente” son, de hecho, el objetivo final de las medidas y
políticas que decide. (De hecho) el Estado produce todos estos servicios, no para satisfacer las
necesidades correspondientes, sino para mantener únicamente las “comodidades” necesarias para las
relaciones implícitas de explotación de la producción» (Offe, 1979, pp. 143-144).
Mezclando los enfoques sistémico y marxista, Offe propone un análisis de la sociedad capitalista
industrial concebida como una estructura sociopolítica compuesta por tres subsistemas independientes:
la economía;
las estructuras de socialización, en particular la familia, cuyo objeto es inculcar la lealtad al
sistema; y
el Welfare State, que debe contribuir a eliminar el conflicto y las disfunciones que pueden aparecer
entre los dos subsistemas anteriores.
Las contradicciones aparecen con el intento del Estado de eliminar las disfunciones de la
economía, aun cuando él mismo se halla fuera del mercado, y con las funciones crecientes que el Estado
asume para hacer frente a responsabilidades, cada vez más importantes, aun cuando el sector privado
tiene una enorme necesidad de capital.
Como O'Connor, Offe ve en los déficit cada vez más vertiginosos de los presupuestos públicos,
el signo de estas contradicciones. El Welfare State no es capaz de asegurar las políticas y de extraer los
recursos necesarios para afrontar las exigencias que él mismo ha contribuido a crear o desarrollar. Dicho
de otra forma, las políticas del Estado capitalista sufren esta contradicción fundamental: le son necesarias
para su mantenimiento y su reproducción y, al mismo tiempo, le resultan fatales debido a su extensión y
a las demandas crecientes que generan. Es este dilema, inherente al Estado capitalista, lo que suscita el
escepticismo de Offe en cuanto a la validez de las propuestas conservadoras de reducir el Welfare State.
El Estado capitalista tiene necesidad de aplicar políticas de Welfare para sobrevivir, a pesar de que éstas
contribuyan, al mismo tiempo, a la crisis de la economía. Offe tampoco cree en la posibilidad de un
equilibrio, de una suerte de «punto muerto», donde «las funciones de mantenimiento del orden del
Welfare State quedarían preservadas, evitando sus efectos perturbadores» (Offe, 1979, p. 153). Para ello
sería necesario cumplir dos condiciones que no se dan: que exista un punto óptimo de equilibrio y que se
disponga de los procedimientos y prácticas políticos y administrativos suficientemente «racionales» para
mantener este equilibrio. La única salida a estas contradicciones podría encontrarse en la construcción de
una sociedad no capitalista, descentralizada, igualitaria, fundada en los nuevos movimientos sociales
(movimientos pacifistas, feministas, ecologistas).
Pese a estas proposiciones, que reflejan muy bien las preocupaciones de la izquierda radical
alemana, los análisis de Offe combinan el enfoque sistémico norteamericano y los análisis neomarxistas
contemporáneos. Del análisis sistémico toma prestada la capacidad del sistema para corregir las
disfunciones y amortiguar las conmociones. Del marxismo emerge el tema central de la determinación
del Estado en provecho del capitalismo y de la incapacidad final para superar la crisis estructural que
castiga la economía. También se aproxima, en ciertos aspectos, a los análisis de Piven y Cloward, cuando
insiste en la función de regulación y control del Welfare State. Al igual que estos últimos, quienes veían
en las políticas del Welfare State una función esencial –Regulating the poor (Piven, Cloward, 1971)–,
Offe insiste en esta finalidad primordial de las políticas, es decir, en el mantenimiento del control y de la
legitimación para satisfacer las necesidades del sistema económico. En este terreno coincide con
Habermas, quien insiste en la «lealtad de las masas» que el Estado debe obtener para satisfacer las
necesidades del sistema económico.
Habermas se apoya en la crítica del modelo tecnocientífico del capitalismo contemporáneo, que
califica de purposive-rational, es decir, orientado a perseguir las metas fijadas por el sistema económico.
La evolución del capitalismo implica la transformación de las relaciones sociales y de la acción del
sistema político-administrativo: la organización del trabajo y del comercio, la información, la
comunicación, la administración se van sometiendo totalmente a las leyes de la racionalidad
instrumental. Por esto precisamente, la actividad gubernamental se verá limitada a las cuestiones
técnicas, de forma que los problemas que afectan a las prácticas sociales desaparecerán muy pronto de
sus preocupaciones.
En consecuencia, esta evolución presenta, según Habermas, graves consecuencias para la
democracia. Puesto que los problemas se reducen a cuestiones de racionalidad técnica, la participación de
25
las masas no solamente no es necesaria, sino incluso contraproducente. De ello resulta un estrechamiento
del «espacio público», es decir, una esterilización del debate y de la comunicación. Los ciudadanos ya no
tienen la función de participar en las «opciones de sociedad», sino que se limitan a elegir entre grupos de
gestores alternativos cuya misión consiste en asegurar la mayor eficacia del sistema. A causa de esta
desviación creciente entre el sistema político y los ciudadanos, se instaura una crisis de legitimidad. «El
sistema de legitimación, satisfaciendo los imperativos de regulación que ha recibido del sistema
económico, ya no consigue mantener en el nivel necesario la lealtad de las masas» (Habermas, 1978, p.
70).
Para remediar este estado de crisis, Habermas afirma que es necesario restaurar la comunicación
entre los individuos, y entre éstos y el Estado, pero una comunicación que no sea asimétrica, es decir,
marcada por una situación de dominio. Es necesario restaurar «una discusión pública, sin reservas, libre
de toda dominación; una discusión sobre la posibilidad y la deseabilidad de las normas y principios que
orientan la acción (...). Dicha comunicación, a todos los niveles de los procesos de decisión políticos y
repolitizados, constituye el único medio de devolver la “racionalización” al ámbito de lo posible»
(Habermas, 1979, pp. 118-119).
Por oposición a las tesis marxistas reduccionistas que relegan el Estado al papel de mero brazo
secular del capital, Poulantzas, en la línea del estructuralismo de Althusser, subraya la autonomía relativa
de la política en relación a su base económica. Esta concepción del papel del Estado, por otra parte, se
verá progresivamente reafirmada con el transcurso del tiempo.
Ciertamente, Poulantzas hace suyo el concepto althusseriano de «determinación en última
instancia», lo que significa que la función del Estado es perpetuar las relaciones capitalistas de
producción. Sin embargo, no deja de admitir cierta contingencia o autonomía de las políticas llevadas a
cabo por el Estado: no como lo pretenden los neoweberianos o los elitistas, porque la burocracia de
Estado es capaz de orientar y desviar las políticas, sino porque el Estado constituye la «condensación
material» de una relación de clases, es decir, una «unidad contradictoria de clases y fracciones
políticamente dominantes bajo la égida de la fracción hegemónica» (Poulantzas, 1968, p. 259). Las
políticas del Estado son, en consecuencia, el producto de la confrontación entre clases, no el resultado de
configuraciones particulares de los Estados burgueses. Pero mientras que Poulantzas estima inicialmente
que poner el acento sobre las variaciones políticas de un Estado a otro constituye una forma de ceguera
ideológica, en contra de las fuerzas profundas que estructuran los intereses de clase, en sus últimos
análisis, evoluciona hacia una aceptación creciente del papel del Estado y de su burocracia (Poulantzas,
1976).
La importancia de Poulantzas y de la dependencia althusseriana para la teoría de las políticas
públicas obedece a que este análisis estructuralista neomarxista de la sociedad capitalista ha servido de
modelo a numerosas investigaciones empíricas en el campo de las políticas urbanas.
En efecto, desde 1967-1968 hasta 1978-1980, se han multiplicado en Francia los estudios sobre
los movimientos urbanos y, a través de ellos, sobre las políticas llevadas a cabo por los poderes públicos
en el marco de la urbanización acelerada del país. Este interés notorio –que se traduce en decenas de
monografías– se explica por la conjunción de varios fenómenos: el florecimiento de múltiples «capillas»
neomarxistas al margen de los análisis doctrinarios del marxismo más vulgar y determinista, tal como lo
difundía el partido comunista francés; el carácter nuevo, y de una amplitud sin precedentes, de la
revolución urbana en Francia; y, por último, el aporte financiero, muy sustancial, otorgado por los
servicios de investigación urbana del Ministerio de la Construcción que, por su «marginación» en el seno
de una administración de intervención, se mostraban predispuestos a escuchar los análisis de intelectuales
radicales. Dentro de la abundante literatura producida durante este período, emergen dos figuras
particularmente representativas del análisis estructuralista: Lojkine y Castelis.
Aplicado al terreno de las luchas urbanas, el marxismo estructuralista intenta demostrar,
mediante investigaciones empíricas, las contradicciones de las políticas del Estado y analizar los
procesos de «consumo colectivo» que permiten la reproducción de la fuerza de trabajo. Para Castelis,
estas contradicciones presentan dos rasgos fundamentales. En primer lugar, son pluriclasistas, es decir,
brindan la oportunidad para alianzas entre fracciones de clase, particularmente entre la pequeña
burguesía y la clase obrera. En segundo lugar, las contradicciones son estructuralmente secundarias,
porque «no cuestionan directamente las leyes fundamentales del modo de producción» (Castelis, 1973, p.
26
144), lo que implica la necesidad de eventuales «mediaciones» en el proceso de conquista del poder del
Estado. Lojkine, por su parte, expresa su hipótesis de trabajo (o su conclusión, porque los dos sustantivos
son intercambiables) con la siguiente fórmula: «La política urbana es un reflejo activo de la relación
entre las diferentes clases y fracciones de clase. Condensa y agudiza las contradicciones nacidas del
carácter segregacionista de la ocupación de espacio por la clase dominante» (Lojkine, 1976, p. 9).
Reflejo, porque las políticas del Estado son reflejo de un doble poder de dominación en la escena política:
entre las fuerzas políticas por una parte, entre las clases sociales por la otra. Activo, porque la política
urbana –determinada por las relaciones de clase– influye sobre la estructura socioeconómica y acelera
sus contradicciones.
En Lojkine y Castells reaparece la idea de una autonomía relativa de las instancias del Estado en
relación con las clases dominantes, favorecida por la presión coyuntural de las clases dominadas. Pero el
carácter fugaz y secundario de esta autonomía es subrayado con el término mismo que utiliza Lojkine:
«escena política». Esta autonomía no es más que ilusión en relación con las contradicciones
fundamentales e insolubles del capitalismo desarrollado. Adoptando esta línea, los teóricos de las
políticas urbanas parecen, como Poulantzas, Offe u O'Connor, elegir la mejor de las dos ramas de la
alternativa: permanecen fieles al credo central del marxismo, a saber: la concepción del Estado como
expresión de los intereses de la clase capitalista dominante, admitiendo, al mismo tiempo, su autonomía
relativa, lo que permite explicar decisiones o políticas que de otra forma perderían toda racionalidad. La
conciliación se opera recurriendo al concepto de «determinación en última instancia», con la que la teoría
resulta «imparable». Haga lo que haga, el Estado aparece siempre como el lacayo del capitalismo, sea
porque interviene directamente para servir sus intereses, sea porque en apariencia va en contra, pero en
ese caso contribuye a exacerbar aún más las contradicciones que lo acosan (Pahl, 1977, p. 17).
Las tesis de la escuela de sociología urbana tuvieron un éxito muy importante, no solamente en
Francia y en Europa, sino también en Estados Unidos, donde la crisis urbana, bajo formas diferentes, era
entonces más aguda que en el resto de países industrializados. El interés prestado por los sociólogos
norteamericanos de izquierda a la teoría urbana se explicaba a la vez por la coyuntura (el
desmoronamiento del Frostbelt y el boom del Sunbelt; el desarrollo de los Suburbs y la pauperización de
los centros urbanos) y por la supremacía abrumadora de una teoría dominada por el paradigma pluralista.
La atención se fijaba esencialmente en la característica pluralista o elitista de los dirigentes o del
decision-making.
Sin embargo, el éxito de la sociología urbana en el mundo anglosajón duró muy poco. Sus
propagandistas no eran adeptos incondicionales. Por ejemplo, Pickvance, que había difundido los
trabajos de Castells y Lojkine en Gran Bretaña y Estados Unidos, confesaba ciertas reticencias,
señalando especialmente que éstos desvalorizaban mucho el papel de las organizaciones, concibiéndolas
como un simple espacio de contradicciones (Pickvance, 1976, 1982). El hecho de que la cuestión urbana
en Estados Unidos se haya presentado –y haya sido parcialmente resuelta– en términos muy diferentes,
explica también el retroceso de las tesis de Castells y Lojkine. A esto se añadieron, en Francia y otros
países, la irritación y la frustración científicas frente a un sistema cerrado en el que la investigación
empírica –fuera cual fuera, además, su calidad– parecía no tener otra razón de ser ni finalidad última que
la verificación a toda costa de «la hipótesis» de partida, es decir, «una determinación en última instancia»
del Estado frente a las contradicciones fundamentales de la sociedad capitalista. Finalmente, «uno de los
efectos de la crisis ha sido llevar el debate relativo a la solidaridad al terreno del Welfare State y del
conjunto de las protecciones sociales que aquél había puesto en marcha. En la investigación, como en las
preocupaciones políticas, las políticas sociales tomarán el relevo de las políticas urbanas. Ello significa
que el hecho urbano ya no aparece como el principio adecuado para aprehender ciertos problemas
sociales fundamentales» (D'Arcy, Prats, 1985, p. 273).
Sin embargo, los análisis marxistas de las políticas locales se prolongaron en Gran Bretaña con el
estimulante intento de conciliación de las teorías neomarxistas y los enfoques más tradicionales de las
políticas públicas. Dunleavy (Dunleavy, 1980) procede a un análisis estructural del contexto urbano (el
desarrollo del Welfare State) y reintroduce a los actores que la sociología urbana neomarxista había
expulsado del paisaje, estudiando el proceso de decisión y examinando el papel de la política local. Aun
cuando tiende a menospreciar la influencia de los profesionales de la política y recupera a Castells o
Lojkine en la importancia que reconoce a los movimientos sociales, su enfoque se revela mucho más rico
y menos reificado que el de la sociología urbana francesa. En particular, Dunleavy subraya la relativa
autonomía de los conflictos sectoriales respecto de los conflictos de clase. Éstos se pueden mezclar sin
identificarse necesariamente de forma plena.
27
Otra variante de la teoría neomarxista surgió en Gran Bretaña hacia 1978 para tratar de escapar
de la visión institucionalista dominante. El Local State, popularizado por la obra de Cockburn, tiene el
mérito de reintroducir la dimensión local con mayor fuerza que en otros análisis marxistas (Cockburn,
1977). Sin embargo, parece como si esta reintegración no constituyera más que un rodeo en un proceso
cuyas finalidades no cambian. El Local State, con sus subvenciones y sus inversiones, contribuye
también a ayudar al capital a socializar el consumo, asumiendo cada vez más las necesidades de la fuerza
de trabajo. Se vuelve por consiguiente al marco del análisis neomarxista, pero a la autonomía relativa del
Estado se suma la consideración del papel específico de las autoridades locales. Además, los defensores
de esta variante neomarxista tienden actualmente a subrayar la decadencia creciente de lo «local» por su
integración, asimismo creciente, en la economía nacional e internacional (la deslocalización de las
actividades) y en el aparato del Estado. Éste es el diagnóstico que permite a Gottdiener hablar de
«decadencia de la política urbana» y de la crisis del Local State (Gottdiener, 1987). 3
La teoría pluralista de las políticas públicas ofrece, a partir de objetivos normativos (la
democracia pluralista), una interpretación de los cambios que se operan en el seno de las sociedades
contemporáneas, principalmente las occidentales. Para ésta, la acción y la interacción de los individuos y
de los grupos explican los outputs, es decir, las políticas de los poderes públicos.
Tanto desde el punto de vista ideológico como del analítico, la escuela pluralista tiende a
desatender el Estado, tendencialmente considerado como un poder regulador neutro y limitado. Apenas
sobrepase este papel, los teóricos pluralistas lo considerarán totalitario y clamarán por su repliegue (cf.
supra, las teorías del Public Choice).
En el polo opuesto, los teóricos marxistas o neomarxistas fijan su atención en el Estado como
expresión del capital. Es verdad que las clases sociales ocupan un lugar central en el análisis, pero bajo
una forma a menudo reduccionista y abstracta. Ni los individuos ni los grupos (si no es como fracciones
de clase) sacan provecho en un sistema de relaciones que siempre se concibe como una forma de
dominación.
En uno y otro caso, acontecimientos, decisiones y políticas se analizan e interpretan en su
relación con un proceso de evolución (teorías del desarrollo) o de revolución (marxismo). El carácter
muy ideologizado de estas teorías y el desinterés relativo por uno de los dos anillos de la cadena (el
Estado, el individuo) han contribuido a la formación de nuevas teorías que tratan de aportar una
explicación y una interpretación, lo más completas posible, a las interacciones del Estado y de los otros
actores. Dos tendencias particularmente interesantes han surgido en estos últimos años: el
neocorporativismo y el neoinstitucionalismo. Pero, a decir verdad, su impacto sobre la investigación en
Francia ha sido o es relativamente limitado.
3
Para una excelente síntesis sobre la cuestión de la sociología urbana, véase P. Saunders, 1981, Social Theory and
the Urban Question, Nueva York, Holmes and Meier.
28
1974). La trasposición y la adaptación de un modelo nacido en Europa, aplicado a América Latina y
utilizado nuevamente en el Viejo Continente, debe mucho a Schmitter, figura central del
neocorporativismo. Es él quien ha definido con mayor precisión sus características, oponiéndolas al
modelo pluralista: «Un sistema de representación de intereses en el cual las unidades constitutivas se
organizan en un número limitado de categorías únicas, obligatorias, no competitivas, organizadas de
manera jerárquica y diferenciadas a efectos funcionales, reconocidas o autorizadas (si no creadas) por el
Estado, que les concede deliberadamente el monopolio de la representación dentro de sus categorías
respectivas» (Schmitter, 1974).
Si bien el modelo que describe esta definición no ha sido nunca realizado perfectamente, es
necesario identificar sus características internas, especialmente para apreciar su alcance. ¿Constituye una
alternativa –y no una simple alteración– a los modelos pluralistas y marxistas? Retomemos la definición
para subrayar su originalidad, sus implicaciones y sus límites.
i) El corporativismo se define como un sistema de representación de grupos ante el Estado.
En otras palabras: más que la relación horizontal entre grupos, el corporativismo es la relación
vertical mediatizada por una organización cuyo papel es crucial. El punto es importante para las políticas
públicas: éstas no son tanto el resultado de un compromiso entre grupos competidores como el de la
negociación entre el Estado y los portavoces de los grupos del sector afectado. Esta estructuración de los
intereses y su relación con el Estado se efectúa por medio de peak organizations (federaciones centrales)
que negocian directamente con sus partners estatales.
Evidentemente, el primer problema es identificar la organización de estos grupos centrales.
Resulta fácil, por ejemplo, aislar el Colegio de Médicos –suponiendo provisionalmente que sea capaz de
unificar y de representar los intereses del conjunto de los médicos–, pero es más complicado descubrir la
representación de los intereses que gravitan en torno a la política de sanidad.
El segundo problema aparece cuando se pasa de la constatación de ciertos modos de
organización y de representación particulares a la calificación del sistema político. En otras palabras,
¿existe un «umbral», por ejemplo, a partir del cual un Estado podría calificarse de neocorporativo antes
que de pluralista? O bien, ¿se puede imaginar una coexistencia o una «mezcla» de ambos modelos?
Inicialmente, la teoría neocorporativa mantuvo una actitud muy imperialista que, posteriormente,
las abundantes críticas y discusiones han vuelto más prudente. Mientras la teoría neocorporativa tiende,
en principio, a tomar en consideración el conjunto de las relaciones entre peak-organizations y sistema
político (macrocorporativismo), las investigaciones más recientes se han replegado –sin ser nunca más
convincentes– sobre el nivel sectorial (mesocorporativismo) y sobre el de la empresa o la localidad
(microcorporativismo).
ii) Las unidades constitutivas de los intereses sociales y de los medios profesionales están
obligatoriamente organizadas en un número limitado de organismos jerárquicamente regulados, en
situación de monopolio, diferenciados funcionalmente, reconocidos o autorizados, cuando no creados,
por el Estado.
Esta definición apenas puede realizarse plenamente si no es en el marco de un sistema
autoritario, porque las características de estas organizaciones suponen una disciplina y sanciones que sólo
el Estado, en última instancia, está en condiciones de garantizar. ¿Cómo se establece la relación entre
organización y Estado? Según demuestran los hechos, todos los Estados conocen formas más o menos
orgánicas de estructuración de intereses, sean socialistas o capitalistas. La selectividad y el autoritarismo
son los ingredientes esenciales en el régimen comunista. El partido organiza los sindicatos de
trabajadores, los movimientos de mujeres o de jóvenes, y excluye los intereses que no conduzcan a la
realización de la sociedad sin clases.
En los sistemas pluralistas, la organización de los intereses es generalmente voluntaria, pero no
faltan elementos de coacción: por ejemplo, la afiliación obligatoria a los colegios profesionales para
cierto número de profesiones liberales (notarios, etc.) o la afiliación obligatoria al sindicato cuando éste
dispone del monopolio de la contratación, como es el caso de los cargadores portuarios en Francia. El
Estado puede intervenir indirectamente, aunque con fuerza, para estructurar los intereses: por el camino
de la representación (consejos económicos y sociales), de la consulta (selección de interlocutores), de la
aprobación administrativa (por ejemplo, las asociaciones para la defensa del medio ambiente en Francia),
de la concesión de la «representatividad» y las ventajas conexas (como la noción de sindicato
representativo en Francia).
Qué duda cabe que la acción del Estado adopta diversas formas de un sistema político a otro: más
abierta y pluralista en Estados Unidos, más selectiva e «integradora» en Francia. Pero ¿es posible
29
concluir que existe una situación de corporativismo a partir del examen de las formas que el Estado
contribuye a dar a los grupos y a sus relaciones con éstos?
Para responder a esta pregunta, se impone el análisis empírico, caso por caso, a fin de verificar el
impacto de la estructura racional sobre la determinación y el contenido de las políticas. No se puede, por
ejemplo, concluir que, como en Francia el Estado selecciona y mantiene relaciones específicas y
estrechas con ciertos grupos o medios, existe un sistema neocorporativo generalizado. Sólo el estudio de
políticas públicas particulares permite encontrar una respuesta o, en todo caso, reforzar las hipótesis de
trabajo.
Desde este punto de vista, el debate entre pluralistas y neocorporativistas ha tenido
consecuencias fecundas para el análisis de las políticas públicas en Francia. Numerosos investigadores –
sobre todo ingleses y norteamericanos– han explorado procesos de decisión y políticas, de los cuales casi
no se sabía nada. Jobert, Muller, Hayward, Cohen y Bauer han desbrozado el campo de las políticas
industriales (Jobert, Muller, 1988; Hayward, 1985; Cohen, Bauer, 1988), Ambler las de la educación
(Ambler, 1988), Keeler las de la agricultura (Keeler, 1987), Wilson, de manera más global, la interacción
de los grupos y del Estado (Wilson, 1988). De todo ello queda, al menos, una certeza: el modelo
neocorporativo no es aplicable globalmente a Francia o a Gran Bretaña, sin hablar de Estados Unidos.
Pero aún subsisten dudas sobre la naturaleza y la amplitud del corporativismo identificado aquí o allá.
¿Cabe considerarlo como una aplicación del modelo neocorporativo a un sector determinado, o como una
expresión específica, no reproducible en otros países, de un fenómeno que, a falta de algo mejor,
calificaremos de «corporativismo a la francesa» o a lo «anglosajón»? El debate no está cerrado e ilustra,
en todo caso, las repercusiones positivas para la investigación empírica de una teoría interpretativa, aun
cuando –o tal vez, sobre todo– es objeto de profundas discusiones.
iii) Se reconoce a las organizaciones el monopolio de representación a cambio del control del
Estado sobre la selección de sus líderes y la articulación de sus demandas.
Esta última característica del neocorporativismo conduce al intercambio entre el Estado y las
organizaciones: el primero les asegura jurídicamente un monopolio; las segundas garantizan que serán
aplicadas las políticas a las que se han adscrito. En cierta manera, la autoridad que el Estado les confiere
por medio del monopolio, permite a las organizaciones asegurar la «policía interna» del grupo. Si, por
ejemplo, el o los sindicatos, representando sus sectores específicos, firman un acuerdo con la patronal
bajo la tutela del Estado, se ha convenido que la política puesta en marcha será absolutamente respetada,
y corresponde a las organizaciones hacer respetar la disciplina entre sus tropas.
Sin embargo, esta definición hace poco caso de la complejidad de los procesos de interacción y
de la puesta en marcha de las políticas públicas. Da a la relación de los grupos y del Estado una visión
formal, institucional, casi jurídica, que se revela poco conforme con las prácticas sociales, al menos tal
como se observan en los países occidentales. En primer lugar, la existencia de monopolios de
representación no implica siempre que el Estado sea su instigador o su garante. A excepción de los
residuos corporativos de los años 1930 a 1945 en algunos sectores aislados, los monopolios de
representación resultan, a menudo, de la acción de los grupos más que del Estado: el antiguo poderío de
los sindicatos británicos, el de los sindicatos alemanes o de la federación unificada de la metalurgia en
Italia deben poco a la acción propia del Estado. En cambio, la concesión legal de posiciones
monopolísticas, por ejemplo en Estados Unidos, donde el sindicato vencedor en las elecciones representa
él solo el conjunto de los asalariados pertenecientes a la firma, no es forzosamente sinónimo de
corporativismo. Nadie, hasta el momento, ha podido calificar el sistema norteamericano de
corporativista, a pesar del reconocimiento de monopolios legales.
Pero, aun cuando el Estado contribuyera a la constitución de monopolios o casi monopolios –
como sucede, por ejemplo, en Francia, con los agricultores (FNSEA), los docentes (FEN) o con la
atribución a los sindicatos, por parte del gobierno y del parlamento, de la calidad de sindicato–
representativo, se hace muy difícil conservar este monopolio en todas las etapas del desarrollo de una
política. Un buen ejemplo de estos monopolios bamboleantes puede observarse en la política de contratos
de programa entre las empresas públicas, los sindicatos y el Estado en Francia a comienzos de la década
de 1970. A pesar de su firma al pie de los contratos, los sindicatos, ante la presión de fuerzas centrífugas
en sus bases, jamás fueron capaces de respetar plenamente los acuerdos. Por lo mismo, la CNPF nunca
consiguió representar al conjunto de patronos franceses, como tampoco las organizaciones oficiales de
pequeños comerciantes no supieron contener las revueltas y la constitución de grupos competidores
(Berger, 1981). Aunque en Francia prospera el corporativismo, entendido como defensa egoísta de
intereses sectoriales, éste no desemboca –salvo excepciones muy raras– en verdaderas políticas
30
neocorporativas. O bien, si es el caso, los actores de la política neocorporativa consiguen raramente
mantener el control del desarrollo de esta política. Las transformaciones de la ley llamada Royer sobre el
urbanismo comercial, ilustran bien la manera como una política escapa a sus instigadores iniciales
(Tanguy, 1988).
A pesar de las reservas y de las críticas (Theborn, 1988) que se pueden dirigir a la teoría
neocorporativa y a su capacidad interpretativa de la evolución de las sociedades contemporáneas
(Chalmers, 1985, pp. 56-79), y a pesar de las dudas en aceptar en los países desarrollados occidentales un
tercer modelo entre el pluralismo y el marxismo, la contribución del modelo neocorporativo no es nada
despreciable para la comprensión de las políticas públicas.
Recordemos, de entrada, que las reservas y las discusiones que ha provocado la teoría han
suscitado gran número de estudios empíricos entre sus defensores o sus detractores. Aunque siguen sin
aclarar muchas dudas y puntos oscuros, esta intensa actividad de investigación ha llevado a un mejor
conocimiento de numerosas políticas. El fenómeno recuerda en cierto modo la interminable y abundante
controversia entre pluralistas y elitistas en Estados Unidos durante los años 1950 y 1960. Si bien el
campo de batalla no tuvo vencedores ni vencidos, los community studies nunca fueron tan ricos y tan
numerosos, ni se analizó tan minuciosamente la sociología política del tejido local norteamericano.
Más allá de esta incitación a la verificación empírica, la teoría neocorporativa ha permitido
redescubrir las relaciones de los grupos y del Estado a través de la complejidad de su configuración. Esta
dimensión, ausente de la teoría pluralista y escamoteada por la teoría marxista, que prefiere los conceptos
de clase y capital, ocupa el centro de las investigaciones de la escuela neocorporativista. Aparece así la
desigualdad profunda en una sociedad política entre los medios profesionales, los sectores económicos,
las regiones y la importancia vital que tienen para ellos el acceso y la relación con el Estado. Este
renovado interés permite también, a través del análisis de las estructuras de decisión y de colaboración,
medir su impacto sobre el contenido y el desarrollo de las políticas, y tomar en cuenta el elemento
voluntarista que ha presidido su adopción. La teoría neocorporativista, al primar la estructuración por el
Estado de las relaciones que éste mantiene con los grupos, llama la atención sobre las opciones de
quienes han establecido estas relaciones (Anderson, 1979, pp. 271-298). Ello permite también subrayar la
fragmentación del Estado, sea ésta vertical (por ejemplo, entre el centro nacional y la periferia local) u
horizontal (por ejemplo, entre ministerios). A diferencia del ectoplasma pluralista o del monolito
marxista, en la teoría neocorporativista el Estado aparece a la vez como autoritario en sus métodos y
dividido en su aparato.
Este redescubrimiento de un Estado «desmigajado» no es, en principio, propio de la escuela
neocorporativista. Heclo y Wildavsky lo han estudiado en su análisis del Tesoro británico (Heclo,
Wildavsky, 1974), introduciendo el concepto de policy community. Con esta calificación se designan, a la
vez, el grupo constitutivo y el modo de relaciones en el seno de una política dada: los funcionarios y las
organizaciones privadas, afectadas por los mismos problemas, que comparten opiniones cercanas o
idénticas –un referente común, para tomar la expresión de Jobert y Muller (Jobert y Muller, 1988)– y
actúan de concierto.
Menos ambicioso, pero también más flexible que la teoría neocorporativista, el concepto de issue
network o de policy community ha sido utilizado con éxito para el análisis de las políticas industriales por
Hayward, en Francia, y por Wright, en Gran Bretaña (Hayward, 1985), o de las políticas públicas en
general –Jobert y Muller, aun cuando éstos utilizan un vocabulario diferente– (Jobert, Muller, 1988).
Concebidos por Heclo como lo contrario de los Iron Triangles (es decir, la coalición cerrada de un
servicio administrativo, un grupo de interés sectorial y la comisión correspondiente del Congreso), los
issue networks han sido definidos como «el elemento de un continuum cuya otra extremidad serían los
triángulos de acero» (Heclo, 1878, p. 102). En otras palabras: menos que una oposición, lo que distingue
los dos conceptos es una gradación. Así, los issue networks (las redes de interés) no constituyen
estructuras muy diferentes de los «triángulos de acero». Son triángulos de acero, pero atañen a un grupo
mucho más extenso, disponen de un poder más parcelario, están constituidos por un pequeño número de
participantes previsibles, y tienen una homogeneidad y una cohesión reducidas por la movilización de
grupos con valores cambiantes, que ocasiona, a su vez, una capacidad reducida de «cierre» en la toma de
decisión (Jordan, 1981, p. 103).
31
3.2. EL ESTADO REDESCUBIERTO: EL NEOINSTITUCIONALISMO
En 1980, Leca comenzaba una síntesis sobre «El Estado hoy» afirmando: «El Estado se vende
bien», subrayando así el florecimiento de los estudios y las investigaciones que se habían desarrollado en
Francia durante el decenio precedente (Leca, 1980).
Su constatación, ampliamente verificada por su diagnóstico de la investigación en Francia, lo era
mucho menos para Estados Unidos, pero resultaba premonitoria. La revolución behaviorista la había
eliminado de su agenda de investigación y el desarrollo del policy analysis no había cambiado nada, a
pesar –o a causa– de su obsesión por la eficacia y de la relevance: no se plantean cuestiones
«metafísicas» cuando uno se considera un médico a la cabecera de un enfermo. La reintroducción del
Estado en el análisis de las políticas públicas y, más generalmente, en la ciencia política norteamericana,
se efectuó bajo la influencia de muchos factores: la acción de algunos pioneros aislados (Nettl, Ashford),
la ola de teorías marxistas y neocorporativistas que reflotaban el Estado y sus aparatos, las críticas
virulentas de los conservadores (Roll back the State). El furioso asalto de estos últimos contribuiría
poderosamente a poner al Estado en el primer plano, al menos entre los politólogos, y a suscitar un nuevo
interés, bautizándolo neoinstitutionnalism. Se podrá sonreír en Francia (donde el formalismo institucional
siempre ha gozado de buena salud) al ver la ciencia política norteamericana resucitar un cadáver que ella
misma había guardado en el armario. Pero sería demasiado fácil ironizar: el nuevo institucionalismo es
rico en ideas nuevas y no podría ser identificado con la simple descripción de las instituciones, regla
habitual en Francia. Como lo subrayan justamente March y Olsen, el neoinstitucionalismo no es
simplemente old wine in new bottles, sino la inserción y la fusión de antiguos elementos en los elementos
no institucionales de las teorías políticas contemporáneas (March, Olsen, 1984, p. 738).
La reorientación teórica de una parte de la ciencia política norteamericana y su interés por el
Estado son fenómenos bastante recientes. «El concepto de Estado casi no está de moda actualmente en
las ciencias sociales. Sin embargo, conserva una existencia esquelética, fantasmal, en gran parte porque,
a pesar de los cambios de orientación y de interés de la investigación, la cosa existe y ninguna
reconstrucción intelectual conseguirá disolverla» (Nettl, 1968, pp. 559-592). Nettl explica este desinterés,
en parte, por la situación de «subdesarrollo» del Estado en Estados Unidos y Gran Bretaña. Sin duda ya
no podría escribir hoy, oponiendo la tradición estatalista continental a la británica, que «Gran Bretaña ha
sido la sociedad sin Estado por excelencia». Pero las diferenciaciones que existen a la vez en la realidad y
en el concepto de Estado permiten a Nettl subrayar la necesidad de tratar el Estado como «el reflejo de
una realidad empírica variable, que las ciencias sociales se emplazan a estudiar». Y prosigue su
argumentación subrayando el desarrollo variable del Estado. La situación de Stateness en diferentes
sociedades constituye un factor crucial para comprender y especificar la naturaleza de la política en cada
uno de estos sistemas.
Aunque Nettl no llegue a sugerir la aplicación de sus análisis al estudio de las políticas públicas,
incita a tomar ese camino alentando el examen de las funciones del Estado. Por tanto, no resultaba difícil
seguirlo introduciendo la variable suplementaria «Estado» en el estudio de las políticas (policies) así
como de la política (politics). Por otra parte, no deja dé ser sorprendente que, a los quince años de la
publicación de su artículo, los neoinstitucionalistas hayan retomado (¿conscientemente o no?) una
expresión que en 1968 no tenía la connotación ideológica y científica que ha tomado actualmente. Nettl
argüía, en efecto: There may be a case for bringing the State back in. En 1983, aparece lo que muchos
consideran el manifiesto del neoinstitucionalismo: Bringing the State Back In (Evans, 1983). Este alegato
en favor de la reintegración del Estado de otra forma que como lugar de lucha y de compromisos, corona,
de hecho, una serie de estudios muy diversificados que, en el curso de los dos últimos decenios, han
recordado que la muerte del Estado y de las instituciones no estaba en la orden del día, al menos en las
ciencias sociales.
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los sistemas de acción concretos sobre los cuales se concentra el análisis. Porque, dicen, la originalidad
de El actor y el sistema «consiste en rechazar el sistema político como un sistema de acción específica
con vocación (o pretensión) de coordinar otros sistemas de acción» (Leca, Jobert, 1980, p. 1164), visión
que ellos rechazan en nombre de la especificidad del Estado: «Reconocer la instancia que organiza, si es
preciso mediante el recurso a la violencia, y justifica, a través de los procesos de legitimación, las
diferencias sociales transformándolas en identidades políticas vinculadas a toda la colectividad, no
significa sacralizar el poder político, ni pretender que está “por encima” de la sociedad (...)» (Leca,
Jobert, 1980, p. 1165). En otras palabras, estudiando cómo actúa el poder en el seno de sistemas
concretos de acciones, viendo el poder «político» por todas partes, la sociología de las organizaciones
disolvería el concepto de Estado hasta el punto de negarse a «pensar en la crisis del Estado en términos
de Estado». Leca y Jobert reconocen que «la sociología política gana con ello la posibilidad de una
mirada más precisa dirigida a las acciones políticas específicas, ante todo, las políticas públicas (... pero
pierde de vista) lo que “mantiene el conjunto”: la ciudadanía, la legitimidad y el uso monopolizado de la
violencia» (Leca, Jobert, 1980, p. 1169).
La crítica está justificada, ya que Crozier y Friedberg dejan poco lugar al Estado como tal en El
actor y el sistema, pero al mismo tiempo es excesiva en la medida en que éstos nunca han abogado, antes
al contrario, por el fin de la política. Han querido reaccionar contra un análisis del Estado reificado y
todavía dominante en aquel momento, tal como era transmitido por las diversas capillas neomarxistas, y
se han negado a «identificar el poder con la autoridad, el Estado, el orden establecido» (Crozier,
Friedberg, op. cit., p. 24).
El rechazo del idealismo filosófico-jurídico, lo mismo que de los determinismos económicos,
conduce a los sociólogos de las organizaciones a poner en primer plano tres conceptos principales: los
actores, los juegos y los sistemas de acción.
Los actores no son los agentes racionales postulados por la teoría económica. Disponen de una
«racionalidad limitada», es decir que sus objetivos no son claros, ni unívocos, ni explícitos. Sus
elecciones están cruzadas por múltiples contradicciones y se inspiran en motivaciones cuya principal
virtud no es siempre la coherencia. Los objetivos no resultan exclusivamente de elecciones racionales,
sino que se descubren a posteriori, a través de las decisiones (Hirschman, 1967; Narch, 1974). El
comportamiento de los actores, en lugar de ser racional en relación con los objetivos, «es racional, por
una parte, en relación con las oportunidades y, a través de éstas, con el contexto que las define; y por otra
parte, en relación con el comportamiento de los demás actores» (Crozier, Friedberg, op. cit., pp. 47-48).
El individuo no se comporta como si tuviera «los ojos fijos en objetivos estables y claramente definidos
de una vez para siempre» (Dupuy, Thœnig, 1983, p. 13). En la misma línea, Padioleau resume el retrato
concreto de los actores en tres rasgos:
Esta definición insiste también en las estrategias de los actores, puesto que «no hay sistemas
sociales totalmente reglamentados y controlados» (Crozier, Friedberg, op. cit., p. 25). Cada actor dispone
de bazas, de cartas, de incertidumbres que puede tratar de dominar o controlar. Dicho de otra forma, las
relaciones de poder se establecerán según el capricho de la libertad de actuación y de los
condicionamientos, estructurados en base a los «juegos» entre actores con estrategias concurrentes o
compartidas, pero no unívocas (lo que impide una visión unitaria y mítica de una organización, sea una
empresa o «el Estado» en su majestad).
Sin embargo, estas interacciones no producen los efectos deseados o esperados. Aparecen los que
Boudon llama efectos perversos o, también, efectos contraintuitivos o «efectos de sistema» (Boudon,
1977). Nadie ha querido obtener un determinado resultado con acciones, pero el encadenamiento de los
diversos elementos conduce a consecuencias que escapan a la voluntad o a la estrategia de los actores. De
ahí la necesidad, para Crozier y Friedberg, de combinar el análisis estratégico y el análisis sistémico. «El
razonamiento estratégico parte del actor para descubrir el sistema, único capaz de explicar por sus
condicionamientos las aparentes irracionalidades del comportamiento del actor. El razonamiento
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sistémico parte del sistema para reencontrar, con el actor, la dimensión contingente, arbitraria y no
natural de su orden construido» (Crozier, Friedberg, op. cit., p. 198).
La combinación de ambos enfoques constituye un camino estrecho, pero necesario para tocar los
dos extremos de la cadena y no dar una visión reductora de lo social y de lo político. Porque actúan
simultáneamente dos lógicas de naturaleza opuesta: una saca a la luz las estrategias de los actores en
interacción; la otra subraya los condicionantes y los efectos del sistema, que acabarán imponiéndose por
el hecho mismo de los juegos en los que participan los actores. Quede claro que por sistema se puede
interpretar igualmente tanto una empresa como una prefectura o el Estado, y Leca y Jobert no se
equivocan al subrayar esta indiferenciación. Además, el aislamiento, por las necesidades del análisis, de
«sistemas» definidos como objetos de estudio, comporta el riesgo de indiferencia o de subestimación del
entorno. Por último, el énfasis puesto en el actor tiende a ocultar los movimientos sociales y las
relaciones de clases, como la dominación de las clases dirigentes (Touraine, 1978).
Estas críticas que, una vez más, se basan en sólidos argumentos, no deben sobrestimarse. Por
ejemplo, los estudios efectuados o inspirados por el Centro de Sociología de las Organizaciones han
tomado cada vez más en cuenta las interacciones de un sistema dado con su entorno. Mientras los
primeros trabajos se centraban casi exclusivamente en el sistema burocrático (público o privado), los
estudios posteriores han puesto más de manifiesto las relaciones con la sociedad (Dupuy, Thoenig, 1983
y 1985). Igualmente, no puede decirse que el Estado esté ausente de la visión de los sociólogos de la
organización, para intentar reformarlo (Crozier, 1987) o, simplemente, para comprenderlo mejor
(Padioleau, 1982). «El Estado en concreto» recobra su lugar, fundamental, por el hecho mismo de una
baza que detenta casi en exclusiva, su centralidad. «Las concepciones sustancialistas, cosificadas, del
Estado-máquina, ceden su lugar a las representaciones –fruto de la razón crítica y de la observación
controlada– del Estado, definido por los sistemas de relaciones que mantiene con los actores de la
sociedad política o global (...). En resumen, el Estado no existe nunca en sí, sino siempre desde el ángulo
de sus relaciones con otros actores» (Padioleau, op. cit., p. 16).
Sin duda, esta visión del Estado no es gloriosa, ni especulativa o normativa. Pero éste es
precisamente el papel del análisis de la política: dejar a otros el cuidado de glorificar al Estado, de pensar
en su naturaleza o de indicar lo que debería ser. Para retomar los calificativos que han tenido éxito, el
análisis de las políticas públicas se interesa por el «Estado en concreto», el «Estado en acción» (Jobert,
Muller, 1988), el «Estado sin cualidades» (Gilbert, Sáez, 1982). Ciertamente, se puede partir de una
definición a priori de lo que es el Estado y tratar de probar su pertinencia mediante estudios empíricos
justificatorios. Pero, como lo muestran de modos diferentes los paradigmas neomarxistas y
neocorporativos, estas estrategias se revelan rápidamente estériles. Una visión «agnóstica» del Estado
parece más fecunda para el investigador. Eso no significa la negación de una teoría del Estado, sino la
desestimación de un dogma a priori que comprometería el análisis y lo encerraría en un círculo vicioso.
Al contrario, el vaivén sistemático entre análisis y hechos, entre acción y representación, entre empirismo
y teoría, permite comprender mejor este actor complejo calificado de Estado.
Este enfoque prudente y desmitificador, a menudo objeto de burlas por los fabricantes de
sistema, ha conocido un éxito creciente en razón de la decadencia de las grandes «máquinas» ideológicas
y de la contribución reconocida de la sociología de las organizaciones a la mejor comprensión del
sistema político-administrativo y de las políticas públicas. En Francia y en otros países, tanto los
sociólogos como los politólogos han desarrollado estrategias de investigación cercanas a ésta.
Ashford resume la situación de los estudios sobre las relaciones entre diversos niveles de
«gobierno» (nacional y local) distinguiendo tres fases. En un primer momento, el margen de maniobra
reconocido en la ejecución local de las políticas nacionales fue esencialmente considerado como residual,
e incluso, contraproducente. La segunda fase de la investigación demostró la complejidad de los juegos
entre actores locales y nacionales, sin que ello comportara una connotación o una apreciación negativa.
La tercera fase, especialmente inspirada por la teoría de las organizaciones, insiste en que las políticas
públicas surgen a menudo a partir de motivaciones confusas y se orientan hacia objetivos heterogéneos.
En esta óptica, lo que la literatura angloamericana califica de discretion y los juristas franceses, de poder
discrecional, juega un papel esencial en la realización de las políticas públicas y en su comprensión. El
margen de maniobra dejado a los ejecutores puede analizarse en términos de divergencias o de
irracionalidad, pero traduce, sobre todo, la capacidad de un sistema para adaptar las reglas generales a las
situaciones personales, y para suavizar sistemas y jerarquías. En resumen, rehabilitando y aceptando la
legitimidad de las estrategias de adaptación de los actores, una realidad mucho más móvil y brillante se
impone a las visiones dogmáticas o racionales del Estado.
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Estudios de las políticas públicas cada vez más numerosos han puesto de manifiesto la
importancia de las instituciones del Estado como organizaciones a través de las cuales los agentes
públicos (electos o administrativos) persiguen metas que no son exclusivamente respuestas a demandas
sociales y, a la vez, como configuraciones de organizaciones y de acciones que estructuran, modelan e
influyen tanto en los procesos económicos como en las clases o los grupos de interés. Recordemos la
argumentación de Ashford (Ashford, 1976): «En lugar de interrogarse sobre las consecuencias de las
estructuras institucionales sobre las políticas, la cuestión es: ¿cómo la formación de una política refleja la
distribución del poder, de las funciones y la incidencia de las elecciones en los diferentes niveles de
gobierno? (...) En este sentido, las políticas públicas se vuelven un medio para describir el
comportamiento institucional y cómo sus variaciones pueden ser atribuidas a las estructuras mismas. Las
políticas se convierten en un “análogo” de las instituciones, más que en un conjunto de decisiones más o
menos eficientes, efectivas o racionales.» Al mismo tiempo, Katzenstein subraya el impacto diferencial
de los Estados sobre las políticas económicas externas (Katzenstein, 1978). Por su lado, Heclo muestra el
papel crucial de las administraciones en el establecimiento y la «fabricación» de las políticas sociales en
Suecia y Gran Bretaña (Heclo, 1974). Zysman pone de manifiesto el papel del Estado en Francia en las
políticas industriales (Zysman, 1977). Ashford, en su estudio de las relaciones centrales-locales en
Francia y Gran Bretaña, no hace solamente una demostración de la complejidad de las administraciones
modernas, sino que contrasta las profundas diferencias producidas por dos tipos de Estado con una
fórmula paradójica: British Dogmatism and French Pragmatism (Ashford, 1983). En la misma época, los
europeos, y en particular los franceses y los alemanes (a quienes su historia prohíbe atribuir al Estado
pérdidas y ganancias), a la vez que seguían reconociendo un lugar primordial al Estado, a sus burócratas
(Thoenig, 1987) y a sus estructuras (Mayntz, 1978), también descubrían sus límites. Bauer y Cohen
muestran las incoherencias y los límites de la acción del Estado (Bauer, Cohen, 1981). Hayward, por
caminos diferentes, llega a las mismas conclusiones (Hayward, Berki, 1979). Mény y Wright, en su
estudio de la crisis de la siderurgia, destacan la paradoja de una fuerte «nacionalización» de las políticas
(pese a la competencia de la CEE) acoplada a una importante fragmentación de los actores, y descubren
el peso de los compromisos que atenazan a la «comunidad siderúrgica» (Mény, Wright, 1987). Jobert y
Muller, a partir de una síntesis de sus numerosos trabajos sobre políticas específicas, movilizan las
aportaciones teóricas para comprender mejor el «Estado en acción» (Jobert, Muller, 1988).
El interés del redescubrimiento del Estado, en particular por la ciencia política norteamericana,
reside también en que este cambio de perspectiva no significa ostracismo –como ocurría demasiado a
menudo en el pasado– y condena de las contribuciones teóricas anteriores. Ni las teorías pluralistas ni las
neomarxistas son rechazadas como inútiles o carentes de interés. Se reconoce su contribución, pero
también se identifican sus límites. La proposición de reintegrar la variable «Estado» se acompaña de un
alegato en favor de un enfoque más contextual e histórico que considere el largo plazo (Krasner, 1984,
pp. 223-246), más comparativo y más crossnational, que recuerde, en cierto modo, las perspectivas
tocquevillanas o, más recientemente, las de Rokkan, curiosamente ausentes del debate norteamericano.
No por casualidad la «reinserción del Estado» ha sido alentada por los comparatistas, sin duda más
conscientes que otros del impacto de éste sobre el contenido y la forma de las políticas públicas
(Birnbaum, 1985).
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