NO HAY MENSAJERO DE NADA LA MODERNIDAD, Arguedas y Rowe

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA

Año XXXVI, No 72. Lima-Boston, 2do semestre de 2010, pp. 61-96

“NO HAY MENSAJERO DE NADA”: LA MODERNIDAD


ANDINA SEGÚN LOS Z ORROS DE ARGUEDAS

William Rowe
University of London

“el pensamiento... hace entrar fuerza”


Esteban de la Cruz

Resumen
Se plantea la posibilidad de entender la escritura de Arguedas desde su propia
visión del mundo, que no está desligada de categorías andinas de pensamiento
que las ciencias sociales y la racionalidad occidental no llegan a ponderar en su
debida dimensión. A través de un análisis de El zorro de arriba y el zorro de abajo y
otros textos arguedianos, así como de la crítica más importante sobre Arguedas,
este trabajo propone un cuestionamiento del concepto de modernidad tal como
se ha venido entendiendo desde el neoliberalismo y los populismos de izquier-
da simultáneamente.
Palabras clave: El zorro de arriba y el zorro de abajo, modernidad andina, Antonio
Cornejo Polar, Martín Lienhard, William Rowe, Alberto Flores Galindo, Manus-
crito de Huarochirí.

Abstract
This article attempts to understand Arguedas’ writing from his own perspective
on the world. His outlook is not cut off from Andean philosophies that Wes-
tern social sciences and rationality are unable to fully consider. Through the
analysis of The Fox From Up Above and the Fox From Down Below (El zorro de arriba
y el zorro de abajo) and other texts by Arguedas, as well as the most important
literary criticism of his work, this article questions the concept of modernity as
it has been understood since the advent of neoliberalism and leftist populist
movements.
Keywords: El zorro de arriba y el zorro de abajo, Andean modernity, Antonio Cornejo
Polar, Martín Lienhard, William Rowe, Alberto Flores Galindo, Manuscrito de
Huarochirí.
62 WILLIAM ROWE

1. Entrada

El centenario del nacimiento de José María Arguedas nos coloca


frente a la pregunta por su actualidad. Si nos preguntamos cuál es el
aspecto de la obra que no ha sido agotado, qué es aquello que sigue
insistiendo más allá, o más acá, de las interpretaciones que le han
hecho, podríamos aproximarnos a una respuesta al preguntar ¿cuál
es el resto que dejan las lecturas establecidas por la crítica? Es decir,
¿qué es aquello que todavía se escapa a las lecturas acostumbradas y
por ello constituye un exceso? Porque de algún modo ese exceso es
la realidad, la que nos presenta la obra en su capacidad de reflejar.
Dicho de otro modo, el exceso es lo real que rebasa lo que en la ac-
tualidad se considera realidad histórica.
Si la Mesa Redonda de 1965 dejó a Arguedas en la situación del
escritor fracasado, que no ha logrado reflejar la realidad social del
Perú andino, no es preciso, por ello, abandonar la teoría del reflejo,
es decir, la noción de que la literatura refleja la realidad. Al contra-
rio, hay que abandonar la noción de que las ciencias sociales necesa-
riamente disponen de una imagen fiel de la realidad. Ellas también
dejan un resto. Para decirlo con más precisión, los científicos socia-
les partícipes de la Mesa Redonda se reclaman una versión de la his-
toria epistémicamente superior y no ven los vacíos que deja su pro-
pio método. Sin embargo, para que sea eficaz, el reflejo no tiene por
qué establecer una relación positivista con la realidad, no está obli-
gado a asumir ese tipo de racionalidad. Como afirma Arguedas en el
texto “No soy un aculturado”, “la teoría socialista […] no mató en
mí lo mágico” (El zorro... 257-258).
Se hace necesaria también otra reflexión inicial. Lo que ha suce-
dido con los restos mortales de Arguedas, la disputa entre los repre-
sentantes de diferentes lugares por ser dueños del legado simbólico
arguediano, refleja el hecho que Arguedas se ha convertido en un
auki 1, es decir en representante de lo sagrado andino. Si ha sucedido
así, es gracias a la lógica del sacrificio andino que establece una rela-
ción con lo trascendente, con los poderes superiores como los apus.
Sin embargo, como veremos, el sacrificio obra de maneras contra-
dictorias en el texto de El zorro…: suministra una mirada crítica
hacia la plusvalía capitalista a la vez que supedita la fuerza del sujeto

1
Agradezco a Rafael Tapia este comentario.
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a la naturaleza. Sería erróneo, sobre todo, pensar que en esta novela


los símbolos andinos constituyen un orden alternativo al de la mo-
dernidad. Como espero demostrar, la situación es más compleja. Si
se produce una imagen de la modernidad andina, ésta no es ni míti-
ca ni achichada, sino pasa por un verdadero proceso trágico, que
arrasa el orden tradicional andino y abre la posibilidad de otro or-
den. Después de los Comentarios reales del Inca Garcilaso, no ha
habido otra obra que proponga una modernidad radicalmente andi-
na. Conviene aquí subrayar el argumento decisivo de Juan Carlos
Ubilluz en su ensayo “El fantasma de la nación cercada”: que las na-
rraciones de la guerra civil (1983-2000) en el Perú, sean andinas o
sean criollas en su orientación, se apoyan en la fantasía de “un
mundo andino estancado en una tradición premoderna”, fantasía
que apuntala la “imaginación histórica” de los novelistas y que opera
para ocultar “el conflicto actual entre la modernidad andina y la
modernidad criolla” (Ubilluz 20). El modelo epistémico que permite
hacer desaparecer la posibilidad de una modernidad andina y esca-
motear el antagonismo social que realmente existe es, como observa
Ubilluz, el que se pone de manifiesto en el Informe Uchuraccay.
Como ya sugerí, pensar la modernidad andina no es cuestión de
poner fe en los símbolos tradicionales como los aukis. No sólo los
símbolos, sino el tejido que los sustenta y articula se suspende en los
Zorros. Esta novela no está signada por la fe en un orden, sea andino
o no; es decir, no propone un orden narrativo capaz de resolver, en
una sola coherencia, todo lo que se dice, sino presenta, como su ley,
la escisión, la división. No está caracterizada por la fe en los símbo-
los trascendentes, sino por la confianza en los símbolos parciales y
temporalizantes, como la de Esteban de la Cruz en el carbón que
escupe o de Moncada en la pestaña de Esteban –símbolos que, co-
mo ya veremos, se someten a una lectura más bien alegórica–. Son
partes, no son totalidades. Como dice Moncada, al rechazar la inter-
pretación tradicional andina que el relato de Esteban atribuye a las
mariposas amarillas: “no hay mensajero de nada” (140). Moncada
deviene en encargado de la diégesis histórica, profiere una nueva
imaginación histórica, cuya lógica es comparable a la acción/perfor-
mance artística-alegórica “Lava la bandera” que se llevó a cabo en
Lima hace una década, en cuanto pretende borrar el discurso del
poder.
64 WILLIAM ROWE

La noción de la confianza como aquello que divide en lugar de


unificar, se elabora en el poema de Vallejo “Confianza en el anteojo,
no en el ojo”:

Confianza en el anteojo, nó en el ojo;


en la escalera, nunca en el peldaño;
en el ala, nó en el ave
y en ti sólo, en ti sólo, en ti sólo (Vallejo 216).

La confianza separa y escinde, rompe aquello que amarra la parte


al todo, dificulta la narración, y de ahí el mito. Hay que recordar que
este poema, fechado 5 de octubre de 1937, fue escrito en la época
de los grandes mitos sociales, tanto fascistas como comunistas, mi-
tos que marcaron el discurso del PC, del APRA y de la derecha pe-
ruana. La confianza, en el poema de Vallejo, desestabiliza un orden
histórico, es decir, despedaza el orden de las cosas que subyace la
razón historiográfica, eso que determina la manera en que se cuenta
la historia: la confianza escinde un campo semántico, un orden de
representaciones. Sobre todo, los protagonistas de la historia no
están identificados de antemano. Si el protagonismo, según la histo-
riografía de izquierda, lo asumieron, desde 1918, las masas (ver Bur-
ga y Flores Galindo, Apogeo y crisis), ¿quiénes son las masas? ¿Según
cuál ley de la apariencia se identificarán? ¿Cómo las reconoceremos?
En el diálogo de Diego y don Ángel, que entre otras cosas es un
debate hermenéutico sobre la posibilidad de un discurso histórico
verdadero, se busca aclarar quiénes son los protagonistas y los anta-
gonistas de la historia de Chimbote. Éstos, en último caso, se identi-
fican como el capital y el comunismo. Sin embargo, entre los nom-
bres y el movimiento de las fuerzas históricas, no hay una relación
fija2. En la danza del capital y el trabajo, tal como la presenta el capí-
tulo III, el capital tiene varias caras, como también la clase trabaja-
dora encuentra su expresión en los sindicatos, pero también en los
burdeles. Es decir, los borrachos que se acercan en masa a las pros-
titutas, trasgrediendo –¿subvirtiendo?– la ceremonia de dedicación
de la imagen de San Pedro, ¿serán la cara de las masas? Y si los pes-
cadores concentran su fuerza antagónica en el sindicato, convirtién-
dose allí en clase, el mismo sindicato es lugar de división, entre el
2
Ver también “Nómina de huesos” (Vallejo 190) y El 18 Brumario de Luis
Bonaparte de Marx.
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 65

aprismo y el comunismo. No se sabe en qué momento la clase se


convierte en proletariado (fuerza capaz de derrotar al capital): ¿en
“la gran huelga” dirigida por los comunistas? ¿O cuando se pretende
dinamitar a los guardias? Y es de notar que esto último no llega a
constituirse en evento: nunca se sabe a ciencia cierta si hubo dina-
mita o no debajo de los cadáveres en los féretros frente a la comi-
saría. No se despeja del todo lo turbio. Serpentea el relato, no se sa-
be por dónde irá, en cualquier momento va a favor de los trabajado-
res o del capital, antagonistas que asimismo se metamorfosean.
Según don Ángel, el comunismo aclara, para el capital, lo turbio
de “la pelea”. Si el dirigente aprista Teódulo sirvió de instrumento al
patronato, “era para encauzar y manejar corrientes lodosientas”, el
momento en que vence el dirigente comunista Solano y lleva a cabo
la huelga grande, en lugar de significar la derrota histórica de los ca-
pitalistas, la victoria del “insobornable, el político que habla para
abrir ojos y sesos del pescador”, al contrario hace “más fácil la pelea
[…] Tiro más fijo” (104). Cabe preguntar, entonces, ¿son los comu-
nistas el comunismo? Y ¿es Braschi el capital? Don Ángel cita a
Hilario Caullama, quien llama a Braschi “Águila sin detención, ojo
del capital”, y Diego recibe el hilo que le proporciona don Ángel y
con él teje la persona alegórica del capital: “él y su tropa de águilas
sin detención se han alzado hasta donde no hay ni sol ni luna”
(116).
Serpentea el relato, y sólo en momentos privilegiados emergen
de la turbiedad protagonistas y antagonistas. De ahí la importancia
del dibujo de don Ángel: da cara y personalidad al baile de fuerzas
antagónicas, porque, como señala Ernesto Laclau, el antagonismo
social, que consiste del “juego infinito de diferencias”, sólo asume
una cara, es decir, adquiere sujetos narrativos, cuando llega un
“imaginario colectivo” capaz de ofrecer “un principio de inteligibili-
dad”. Esa función del imaginario, añade Laclau, puede llamarse el
mito3. Es de notar que el dibujo de don Ángel hace una topología

3
Laclau, New Reflections on the Revolution of Our Time 90, 65, 67. Laclau
introduce la noción del antagonismo en Hegemony and Socialist Strategy 122-134.
Slavoj Zizek comenta: “tan pronto que nos constituimos en sujetos ideológicos
[...] estamos a priori entrando en una delusión: porque estamos escamoteando
la dimensión radical del antagonismo social, es decir, el meollo traumático cuya
simbolización siempre fracasa; y será precisamente la noción lacaniana del
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del antagonismo social que busca demostrar la necesaria victoria del


capital; “este mapa no va a variar en jamás de los jamases en contra
del capital sino a favor. ¡Tiro seguro! Poquitos mandan en todo el
universo, cielo y tierra, agua y mar”. Este “mapa” hace converger
diez líneas de fuerza sobre el rostro que representa al Perú. Dice
don Ángel en su comentario diegético:

Siete huevos blancos contra tres rojos. Nosotros, la industria, U.S.A., el


Gobierno peruano, la ignorancia del pueblo peruano y la ignorancia de los
cardozos sobre el pueblo peruano, somos las fuerzas blancas; Juan XXIII,
el comunismo y la rabia lúcida o tuerta de una partecita del pueblo peruano
contra U.S.A., la industria y el gobierno, son las fuerzas rojas. Fíjese; así es
la cara del Perú (108).

¿Qué es lo que asegura la dominación del capital? ¿La ventaja


cuantitativa de los siete contra los tres? ¿No será más bien que la
modalidad específica de esa representación espacial, las leyes según
las cuales ésta se ha construido, corresponden con “las leyes de la
historia” según el capitalismo? En el espacio así interpretado no hay
lugar para las masas, ese exceso capaz de rebasar el espacio de la le-
galidad burguesa4.
El mapa de don Ángel es sólo un momento del diálogo, no tras-
ciende su movimiento incierto, que es reflejo de las escisiones que el
mapa mismo registra. Martín Lienhard señala “la índole esencial-
mente inestable de todos los elementos de la novela y su tendencia a
sufrir transformaciones a veces repetidas”. Luego caracteriza el
principio formal de la constante escisión de la realidad:

En todas estas transformaciones opera, sin duda, pero bajo una forma
“dialéctica”, el tradicional sistema dualista andino. Sabemos que en éste, to-
dos los elementos ubicados en un eje de analogías (arriba-sol-hombre-
sierra, etc., o abajo-luna-mujer-costa, etc.) pueden representarse recíproca-
mente, y que cada elemento reproduce, en su propio interior, la división a-
rriba/abajo: en el Tawantinsuyu, […] la mitad de arriba se dividía, a su vez,
en un cuadrante de arriba y un cuadrante de abajo. Ahora bien, en El

sujeto como ‘el lugar vacío de la estructura’ que describe el sujeto cuando
verdaderamente enfrenta el antagonismo” (cit. en Laclau, New Reflections 251).
4
Ver el siguiente comentario de Alain Badiou sobre la aparición del
proletariado en la historia: “el proletariado, entrampado en la ley política del
mundo burgués, es sólo –como dice Lacan del objeto de la fantasía– una
‘vacilación indecible’” (La teoría del sujeto, seminario del 21 de febrero de 1977).
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zorro… , los elementos no se limitan a representarse recíprocamente (en el


eje de analogías simbólicas) ni a reproducir la división arriba/abajo en su in-
terior, sino que se transforman, horizontal y verticalmente, unos en otros
(Lienhard, “La ‘andinización’…” 331).

Hace falta llevar esta caracterización formal muy precisa a sus


últimas consecuencias. Si la reciprocidad constituye, históricamente,
la base de la organización de la sociedad andina, es decir, la lógica de
su reproducción, entonces habrá un punto en que la dialéctica, sien-
do ésta la lógica de la transformación a manera de escisión que ope-
ra en la novela, rompe con la reciprocidad.
Sobre todo son los desplazamientos producidos por el capital los
que desarticulan el orden de la reciprocidad. Se trata no sólo de las
migraciones de los pueblos andinos al espacio urbano de Chimbote,
sino de la transformación de los serranos en fuerza de trabajo. Si los
comuneros de Rendón Willka, de Todas las sangres, trabajan en la mi-
na, empresa capitalista, sin embargo se organizan y se constituyen
en entidad social según la reciprocidad andina: la reciprocidad, co-
mo disciplina y ética, se da la mano con el comunismo, en cumpli-
miento de las tesis de Mariátegui. Pero la situación en El zorro... es
diferente: los obreros se organizan en sindicato, ya no como comu-
neros. Además, el proceso de la producción industrial destruye la
naturaleza: cuando Diego baila, la máquina trituradora de pescado,
lo que fascina, según el comentario que él mismo hace, es el “gusa-
no”, el metal rotativo que despedaza los pescados: “el mar nos
manda su resplandor que nosotros apagamos y convertimos en otra
vida; pero la muerte es como ese gusano que está en el vacío de ce-
mento” (120). La glosa específica propone que lo que hay de luz en
la naturaleza pasa, gracias a las fuerzas productivas industriales, por
un proceso de muerte, y el diálogo hermenéutico en su totalidad,
como luego veremos en más detalle, propone que el entendimiento
mismo se nutre de ese proceso triturador. Aquí se suspende ese
vínculo, tan fuerte, en la obra de Arguedas, entre pensamiento
mágico-religioso y conocimiento, por ejemplo en la ecuación entre
luz y naturaleza que se da en Los ríos profundos, (ver Rowe, Mito e ideo-
logía, Cap. 3). Entonces, esta tendencia de El zorro... a romper con el
pensamiento andino tradicional nos obliga a echar una mirada críti-
ca sobre la hipótesis de que la “andinización” de la cultura costeña y
occidental sea factor determinante en esta novela. Ya es hora de
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considerar las lecturas que se han practicado y de señalar lo que les


excede.

2. El excedente de las lecturas

La lectura de piso conceptual más consistente y más elabora-


do es sin duda la de Martín Lienhard en su libro Cultura popular andi-
na y forma novelesca: zorros y danzantes en la última novela de Arguedas. Sin
embargo, hay una fisura que atraviesa esa consistencia y que se
produce al emparentar la radicalidad formal de la novela, es decir, el
hecho que “subvierte” las formas de la novela occidental, con una
propuesta política de tipo utópico-popular. En primer lugar, Lien-
hard sostiene que la destrucción de la forma occidental de la novela
se vincula con la liberación nacional:

Este intento de destrucción de las estructuras novelescas clásicas de origen


europeo o norteamericano mediante la contribución de antiguas (y moder-
nas) tradiciones orales y colectivas, supera ampliamente el marco de la ex-
perimentación de nuevas formas narrativas importadas y cobra [...] un valor
alegórico evidente: la lucha literaria total contra el invasor y por la emanci-
pación cultural nacional prefigura la lucha de liberación en el campo deci-
sivo, económico y político (Lienhard, Cultura popular andina 26).

El argumento presupone el protagonismo del pueblo andino en


un proceso de descolonización cultural. A la vez, la idea de que la
oralización-“andinización” de la forma novelesca signifique “la
emancipación cultural nacional”, requiere que las formas estéticas
tengan un correlato determinante de clase social. Entonces lo que
otorga estabilidad a la relación entre forma de expresión cultural y
fuerza política –lo que apuntala esta relación de determinación mu-
tua– es el relato del pueblo como protagonista histórico de la libera-
ción nacional. Sin embargo, como ya vimos, el diálogo hermenéuti-
co de Diego y don Angel complica sustancialmente la posibilidad de
identificar los protagonistas de la historia. Es decir, la noción de que
las formas orales corresponden con la masa campesina, y las occi-
dentales con el sector criollo (“el establishment literario de la costa”,
Lienhard, “La ‘andinización’…” 323) congela, en cierto grado, los
nombres e identidades de los verdaderos protagonistas históricos.
Las posibilidades de la transformación se ciñen a concepciones
identitarias prefijadas. La incertidumbre que produce la novela
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misma es mucho mayor5. Ya mencionamos el hecho de que El zo-


rro... excede las lógicas de la reciprocidad andina, gracias a las desar-
ticulaciones y discontinuidades que opera. Cae en duda en ese caso
el que pueda leerse la novela como una “reivindicación íntegra de
los valores autóctonos” (Cultura popular andina 35).
En el ensayo “La ‘andinización’ del vanguardismo urbano”,
Lienhard sintetiza los argumentos de su libro al afirmar: “El polo
andino […] interviene […] como factor de ‘oralización’, de ‘proleta-
rización’ del lenguaje literario” (329). Pero la concepción de proleta-
riado en este caso es la de un estrato social marcado por determina-
dos rasgos culturales, los cuales se convierten en agentes y garantías
de la lucha de liberación. Se trata de la lógica de la identidad, de la
clase en sí y no la clase por sí, y la “proletarización” viene a ser más
trasgresión del orden criollo-burgués que subversión, es decir, des-
trucción de ese orden6. La trasgresión sólo invierte la jerarquía so-
cial: deja en pie el espacio capitalista que la permite y produce. Falta
el proletariado en el sentido radical de la palabra. Sostenemos que, si
nos atenemos a una lectura radical de El zorro..., los rasgos culturales
andinos no suministran la base simbólica de una identidad (popu-
lar), sino que se someten al yawar mayu, a una muerte simbólica
transformadora. Volveremos luego sobre este punto.
En el libro de Lienhard hay un concepto clave que sirve de me-
diación entre las formas culturales andinas y la noción histórica de la
emancipación: el de la utopía andina. Se señala la dimensión utópica
de las fiestas andinas debido a su acción paródica y carnavalesca
(Cultura popular andina 127-128), se afirma que el quechua viene a ser
“un idioma utópico” gracias a la noción arguediana de su adecua-
ción a “la materia de las cosas” (51), y finalmente se propone que
“la victoria mítica del pueblo pasa también por la victoria provisio-
nal de sus lenguajes en el texto” (184). Obviamente, estas nociones
se relacionan con un contexto en que el concepto de la utopía andi-
na iba cobrando una gran importancia entre antropólogos e histo-

5
La manera en que Marx narra la historia francesa, en El 18 Brumario de
Luis Bonaparte, puede compararse con la narración de El zorro.... En ambos
casos, la correlación de formas y contenidos se va trastocando constantemente.
6
En este sentido el libro de Lienhard comparte con los trabajos de Ángel
Rama sobre Arguedas la perspectiva de lo nacional-popular. ¿En qué medida
adolece el concepto de la transculturación de las limitaciones de lo nacional-
popular? Obviamente, esto sería tema de un estudio aparte.
70 WILLIAM ROWE

riadores peruanos, como en el caso del libro Buscando un Inca de Al-


berto Flores Galindo. Pero precisamente, Flores Galindo señala que
la utopía andina es una construcción imaginaria que da sentido a la
historia, bajo condiciones determinadas. Y es importante registrar el
hecho de que, en la década del 80, comienza a darse una versión
contraria de la historia peruana, que busca enterrar la noción de la
utopía andina. El caso más influyente fue la versión de la cultura
andina que promovió Mario Vargas Llosa con la idea de “la utopía
arcaica”, la que a su vez derivó de El informe Uchuraccay y adquirió
forma de ficción narrativa en Lituma en los Andes. Ya la atribución
del arcaísmo sirve para achacar la violencia de la guerra civil a la po-
blación andina y no a la violencia estructural.
El problema de las concepciones tanto de Flores Galindo como
de Vargas Llosa es que se apoyan en una correlación unívoca (aun-
que de sentido opuesto) entre cultura y emancipación, cuando de lo
que se trata, en la novela de Arguedas, es que las fuerzas, tanto de la
sociedad precapitalista como de la capitalista, se destraban de sus
expresiones tradicionales. Ese es el sentido de los “hervores”, el
huayco, y el yawar mayu que, como principios formales del espacio
novelesco, son los nombres que da Arguedas a lo que excede a la
estructura, si por estructura entendemos la fijación espacial y simbó-
lica de las fuerzas en juego. Esa fijación implica la correlación esta-
ble entre nombres y fuerzas, correlación que se rompe sobre todo
en el discurso de Moncada, pero que también se remueve en la
mezcla de lenguas y el habla aluviónica de ciertos personajes.
En el libro de Lienhard existe una contradicción entre el relato
macropolítico identitario y las lecturas puntuales de la interpenetra-
ción transformadora de prácticas culturales opuestas, sobre todo en
el análisis magistral del diálogo de Diego y don Ángel en cuanto
puesta en escena producida por el baile ritual de los danzantes de
tijeras andinos, escenificación que a la vez refleja las modalidades de
producción de la novela misma. Hacia el final del libro de Lienhard,
ya no se habla de “la victoria mítica del pueblo”, sino se afirma otra
concepción según la cual El zorro... se considera como novela que
expone sus propias modalidades de producción y que por eso ofre-
ce a los lectores las claves para descubrir su propia capacidad de in-
tervenir en la historia nacional (Cultura popular andina 189-191), in-
tervenir, es decir, como fuerza subjetiva. En esta concepción, va de
por medio, entonces, una teoría y práctica de tipo brechtiano, en
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 71

que la literatura se destraba de las relaciones enajenantes con la pro-


ducción material y cultural; es decir, la desenajenación de la literatu-
ra, al hacer visibles sus procesos de producción, corre paralela a la
posibilidad de apropiarse de las fuerzas productivas, acto que co-
rresponde al proletariado. Sostenemos que esta concepción es in-
compatible con un relato identitario de tipo nacional popular.
Frente a este aspecto contradictorio del libro de Lienhard, la lec-
tura de Antonio Cornejo Polar complica la noción de la identidad al
traer a colación la noción del sujeto heterogéneo, múltiple, noción
que corresponde con el rechazo de la idea de una modernidad úni-
ca, occidental y la afirmación “de la existencia de varias modernida-
des” (Escribir en el aire 21-22)7. Se pregunta:

¿deberíamos atrevernos a hablar de un sujeto que efectivamente está hecho


de la inestable quiebra e intersección de muchas identidades disímiles, osci-
lantes y heteróclitas? Me pregunto, entonces, por qué nos resulta tan difícil
asumir la hibridez, el abigarramiento, la heterogeneidad del sujeto tal como
se configura en nuestro espacio. Y sólo se me ocurre una respuesta: porque
introyectamos como única legitimidad la imagen monolítica, fuerte e in-
modificable del sujeto moderno, en el fondo del yo romántico, y porque
nos sentimos en falta, ante el mundo y ante nosotros mismos, al descubrir
que carecemos de una identidad clara y distinta (Escribir en el aire 21).

Si bien es poderosa e irrefutable esta afirmación en cuanto pone


el dedo en la aporía del pensamiento identitario, sorprende el hecho
de que Cornejo Polar, cuando llega a las identidades andinas, echa
mano de la oposición voz versus escritura de tal modo que la voz
constituya un origen, una autenticidad y una fundación. Nos parece
que se produce aquí un deslizamiento precisamente hacia la impron-
ta “romántica” que, si la consideramos históricamente, obviamente
ha sido piedra angular del proceso de imaginar el pueblo como pro-
tagonista de la historia. Es decir, pasa de por medio la búsqueda de
una sustancia subjetiva y política inalienable (lo popular) frente al
enajenado mundo burgués; búsqueda, entonces, de un proletariado.
Vamos a ver, en detalle, cómo desarrolla Cornejo Polar el con-
cepto de heterogeneidad en relación con la obra de Arguedas. Su
lectura magistral del “hervor” de la piedra-sangre que se produce

7
Si bien en este libro no hay un comentario directo sobre El zorro..., el mo-
delo de lectura que construye ha sido sumamente influyente.
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cuando Ernesto mira el muro incaico en Los ríos profundos, nos habla
de “un cosmos […] que se funda en el fuego y la ebullición”, y que
nos instaría a “leer la utopía arguediana no en términos de síntesis
conciliante, sino de pluralidad múltiple, inclusive contradictoria”
(Escribir en el aire 217). Se trataría de “interacciones […] no hegemo-
nizantes”, que abocarían en “un espacio que en sí mismo parece o
carecer de límites o ser –inclusive en su centro– sólo un abierto, i-
nestable y poroso borde” (218). Sin embargo, frente a esta multipli-
cidad sin límite, la voz se erige en principio de unidad, de origen y
de pureza. Se nos habla del “sentido primordial de la voz”, de “la
oralidad originaria”, y se propone que “es en la palabra hablada
donde reside la autenticidad del lenguaje” (Escribir… 243, 215, 235).
Es decir, se da una contradicción entre el concepto de la hetero-
geneidad en su aspecto más radical y la manera en que se desarrolla
la idea de la oralidad. ¿Será porque Cornejo sitúa la colonialidad del
poder8, en cuanto a la literatura, en la oposición oralidad/escritura,
lo cual, al invertirse, aparentemente pondría fin a las relaciones de
poder injustas? Pero trasgredir, desde la voz, el privilegio de la escri-
tura no basta para arrasar el legado colonial. Y esto por dos razones.
Porque al privilegiar a la voz se escamotea la gama de prácticas cul-
turales de inscripción espacial que en la cultura andina equivalen a la
escritura, y esta ceguera para con las prácticas nativas de la escritura
en el sentido que se da a ella en los trabajos de Arnold y Yapita o de
Brotherston es precisamente un efecto de la colonialidad (ver Rowe,
“Sobre la heterogeneidad de la letra…”). Esta ceguera se produjo
históricamente con la mirada de los invasores sobre las culturas na-
tivas, descalificando el ejercicio de la inteligencia en ellas. Pero tam-
bién –y aquí la segunda de las razones que se mencionaron arriba–
la voz sólo existe gracias al tejido simbólico del discurso en todas
sus articulaciones con los modos de producción precapitalista y ca-
pitalista, y sólo cambiando estas articulaciones se llegará a una mo-
dernidad andina9. Sostenemos que un cambio de esta envergadura
se plantea en los capítulos III y IV de El zorro....

8
La frase es de Aníbal Quijano. Ver “Las paradojas de la colonial /
modernidad eurocentrada”.
9
Cornejo Polar considera que Mariátegui propuso “una modernidad
andina” y que ésta se derivaba de “una posición revolucionaria” (Escribir en el
aire 190, 187)
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 73

Resumiendo, si bien el libro de Cornejo abre la posibilidad de la


heterogeneidad ilimitada, sin embargo, al recurrir al esquema de que
la voz constituye el origen auténtico, abandona esa concepción. Por
un lado, la heterogeneidad, al plantear la raigal libertad de la fuerza
subjetiva del pueblo, sostiene lo radicalmente abierto de la historia.
Por otro lado, esta libertad queda sustituida por el esquema de la
voz, que tiene el efecto de reducir drásticamente el alcance de la
heterogeneidad. Cornejo imagina en el futuro una sociedad justa en
que la heterogeneidad será plenamente realizada, pero al no recono-
cer que para llegar a ella será necesaria la destrucción del estado
criollo y sus órdenes discursivos, la pluralidad que plantea recae jus-
tamente en el modelo del estado liberal, es decir, aquel que, al no
plantear la expropiación de las fuerzas productivas, preserva la so-
ciedad clasista mientras que promete la movilidad social. Es decir, al
afirmar que la “pluralidad múltiple” del sujeto permite imaginar la
nación “en términos de convivencia justa y articulada entre lo plural
y distinto” (Escribir en el aire 217-218), no se especifica cuál será el
espacio, el concepto de lo social, capaz de contener esa pluralidad.
Es más, el modelo de la “convivencia” se introduce justamente en el
momento de máxima elaboración de la heterogeneidad sin límite. La
experiencia de los últimos diez años confirma que la afirmación del
multiculturalismo por parte de los estados liberales no pone fin a la
injusticia social. Al contrario, en El zorro..., como veremos luego en
más detalle, lo social no se piensa como conciliación de diferencias,
sino desde el sacrificio, en la figura del Yawar mayu y, paradójica-
mente, ese paradigma premoderno pone en tela de juicio la raciona-
lidad del estado liberal.
¿Cuál, entonces, es el exceso que produce el modelo de lectura
de Cornejo Polar si lo enfrentamos con El zorro...? Frente al prota-
gonismo de la oralidad, queda en duda el papel del intelectual.
¿Cómo se concilia el trabajo, escritural, del crítico literario, amarra-
do a la letra, con el privilegio de la oralidad? Por otra parte, ¿habrá
intelectuales de la oralidad? La respuesta, si nos atenemos a El zo-
rro..., es sí: serán Diego, Esteban de la Cruz, Moncada, Maxwell, pa-
ra mencionar los más destacados. Pero, en este caso, el ejercicio de
la inteligencia abarca una gama de prácticas; y aun si nos limitamos
sólo a la palabra hablada, la inteligencia involucra más que la auten-
ticidad de la voz históricamente suprimida por “la ciudad letrada”
(que obviamente sería el objeto que el intelectual letrado de izquier-
74 WILLIAM ROWE

da debe rescatar). Porque hablar, en El zorro..., no es sólo expresar-


se, en el sentido de expresar un contenido social e histórico (aunque
fuera subversivo), sino, en los casos límite, decisivos, el hablar pasa
por una transformación mesiánica. La dimensión teológica de esa
transformación está constatada en la larga cita de le Epístola de San
Pablo a los Corintios que ocupa buena parte de las dos últimas
páginas de la novela (de la parte narrativa). Allí el sacudimiento me-
siánico se nombra: “hablar en lenguas de hombres y de ángeles”
(240): es decir, un hablar extático, que sobrepasa el individuo en
cuanto a su identidad histórica10. Ese hablar adquiere imagen y voz
en el habla del chancho según Moncada, en los “sermones” del
mismo, y más ampliamente en el habla aluviónica, especie de huay-
co del habla, que surge temporalmente en varios personajes, entre
ellos Maxwell.
Sostenemos que este tipo de transformación sobrepasa amplia-
mente al género del Testimonio, porque el testimonio se somete al
derecho, en el fondo engañoso, de nuevas voces (subalternas) a que
sean escuchadas. Por allí pasa, otra vez, el problema del papel del
intelecto. El hablar extático suspende la ley; el intelectual que repre-
senta el testimonio apela a la ley. El testimonio tiene que adquirir
sentido dentro del tejido simbólico de la historia. Esto no quiere de-
cir que no existen testimonios que rompen con la lógica de la iden-
tidad: en ciertos momentos históricos, el testimonio constituye una
forma ética y estética radical. Eso lo percibió Arguedas en Chimbo-
te. Cuando Moncada dice “El chancho es majestad […] en su
habla”, decir “majestad” es hablar en nombre de la soberanía de la
lengua, la que hablan las masas, soberanía que implica una revolu-
ción social y que poco tiene que ver con la legitimidad del Testimo-
nio en los ámbitos académicos.
El problema, entonces, está en el manejo de los materiales del
testimonio. Arguedas, en El zorro..., los conduce por un salto ca-
tastrófico. La transformación mesiánica del habla puede suceder
precisamente porque en esos momentos la voz no es la identidad, es
otra cosa. Quizás algo de eso se asoma en el lema de Arthur Rim-

10
Walter Benjamin siempre considera lo mesiánico bajo el signo de una
ruptura radical con lo histórico. Ver el ensayo “El concepto de la historia”, o el
“Fragmento teológico-político”: “nada que es histórico puede relacionarse,
desde su propio terreno, a lo mesiánico”.
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 75

baud, quien, al llevar la experiencia de la Comuna de París a la litera-


tura, postula el grado de destrucción que tendrá que suceder para
que la literatura diga la verdad: “hay que inventar nuevas lenguas”
(Una temporada en el infierno).
La idea de la heterogeneidad ilimitada en Cornejo, al igual que la
de la dialéctica infinita en Lienhard, converge con la concepción de
Laclau del antagonismo social. Si el principio de la heterogeneidad
se lleva a sus últimas consecuencias, requiere que hagamos la crítica
a los mitos que sustancializan lo social al darle un orden imaginario,
reduciendo su condición de “hervor” a la de una continuidad previ-
sible. Sostenemos que El zorro... somete a la crítica esa función del
mito, sobre todo en el capítulo IV, donde Moncada somete a un fe-
roz nihilismo la creación de símbolos en que el pensamiento mági-
co-religioso se apoya.
Finalmente, El zorro... no escamotea el problema de las fuerzas
productivas en la sociedad industrial capitalista: al contrario, las libe-
ra de la razón instrumental del capital y las pone a disposición de la
mirada de los obreros andinos que “festejan a las máquinas” (117).
Si la expropiación es todavía imaginaria, ya que aún no se producen
las fuerzas políticas capaces de llevar a cabo la expropiación en el
plano económico, no por eso deja de ser una expropiación, ya que
verdaderamente destraba la producción de la lógica del capital.
La tercera lectura de El zorro... que vamos a comentar es la que
desarrollé en el libro Mito e ideología en la obra de José María Arguedas.
Quizá sea apropiado, en primer lugar, señalar que los planteamien-
tos del libro surgieron sobre un trasfondo de pensamiento trotskis-
ta. Éste, para el caso presente, puede caracterizarse como un tipo de
racionalismo: porque al sostener que el desastre de la Unión Soviéti-
ca podía atribuirse a la desviación estalinista, se alentaba la quimera
de la línea correcta. Había que volver al leninismo, en su pureza, lo
cual requería suprimir la posibilidad que lo que sucedió después es-
taba implícito en el concepto leninista del partido. Se ejercía una es-
pecie de previsión al revés que eliminaba de la historia lo incierto y
lo incompleto: el “hervor”. Si conducimos el hervor a la categoría
más amplia de lo irracional, tendríamos que ese racionalismo no se
concilia con la tradición peruana de incluir en el socialismo lo irra-
cional; esta es la tradición de Mariátegui, de Vallejo, de Arguedas, de
Flores Galindo.
76 WILLIAM ROWE

En la interpretación de El zorro... que se lleva a cabo en Mito e


ideología, se adhiere al principio de la literatura como reflejo, princi-
pio que nos parece todavía necesario; el problema surge en cuanto
se presupone que, para ser válida, la mediación de la reflexión tiene
que ser racional, es decir, que las imágenes que permiten el enten-
dimiento histórico tendrían que someterse a la ley de causa y efecto.
Es sobre ese presupuesto que no llega a expresarse con nitidez, que
se afirma que “la novela tiende a carecer de un principio de síntesis”
y que le falta “un principio racional para interpretar la realidad de
Chimbote” (Rowe, Mito e ideología 190, 208). El síntoma de esa falta
es que el personaje “más capaz de resumir la realidad dispareja de
Chimbote” sea Moncada, es decir, un loco.
Esta manera de leer no dista demasiado de aquella de la Mesa
Redonda de 1965 (ver Rochabrún, ed.), según la cual la novela Todas
las sangres no refleja fielmente la sociedad peruana. El resto que deja
es que Moncada, lejos de ser síntoma de la irracionalidad, en cuanto
ineficacia para la representación de la realidad, es índice del giro me-
siánico que transforma el discurso. Lo mesiánico, en ese caso, cons-
truye el horizonte que permite la representación de lo que de otra
manera permanecerá invisible, sin registro discursivo. Benjamin ob-
serva que la actitud profética hacia la historia –no es otra cosa la ac-
titud de Moncada– prevé, prefigura, el presente, no el futuro. Mon-
cada, a fin de cuentas, es síntoma de otra cosa: del abismo entre El
zorro... y cierta tendencia positivista de las ciencias sociales en el
Perú del 60.

3. Sacrificio, tragedia y “modernidad” andina

Sería profundamente erróneo presuponer que la modernidad


andina puede derivarse, de manera lineal, del concepto de la moder-
nización. Tampoco es adecuado el concepto andino del pachacuti,
por apoyarse en un concepto del tiempo histórico de tipo cíclico. La
máquina trituradora de pescado, que figura tan intensamente en el
diálogo de Diego y don Ángel, nos puede servir como eje para pe-
netrar en el tejido complejo que relaciona sacrificio, muerte, escritu-
ra y fuerzas productivas. En el ensayo “Deseo, escritura y fuerzas
productivas”, publicado en la edición Archivos, afirmé que la mira-
da hacia la máquina pone en marcha “un modelo epistemológico
andino” (338), y di a entender que eso proporcionaría las dimensio-
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 77

nes de una modernidad andina. Sin embargo, como veremos, resulta


insostenible la propuesta que, en El zorro..., una modernidad andina
puede derivarse del cosmos andino tradicional. Falta, en primer lu-
gar, señalar que la máquina –la imagen de la máquina– es insepara-
ble de un complejo de ideas relacionadas con el sacrificio, por las
que pasa un modelo de la economía precapitalista, a la vez que re-
presenta las fuerzas productivas del capitalismo industrial. Pero la
relación, en este caso, entre la economía precapitalista y la capitalista
no es armoniosa, no se trata de la visión mariateguiana de la sinergia
feliz entre las relaciones de producción de la comunidad andina y las
fuerzas de producción industriales, visión que en Todas las sangres
comparte Arguedas. Al contrario, en El zorro..., no hay progresión
armoniosa entre un tipo de producción y otro, sino un conjunto
contradictorio y, como el cuerpo del insecto emblemático, el huay-
ronqo, hasta explosivo.
En la imagen de la máquina convergen lo premoderno y lo mo-
derno, y eso de tal manera que lo premoderno, en forma de una
economía del sacrificio, ofrece una crítica a lo moderno. El futuro
de lo andino no podrá ser, según esta novela, la mera moderniza-
ción de los símbolos andinos: por allí no pasa la justicia. Falta poner
en el tapete otra fuerza. La pulsión de la muerte, con la que Argue-
das suplementa y complica la eficacia del sacrificio, se lleva al arra-
samiento de un orden (andino, tradicional) y a la posibilidad de otro
orden, orden de justicia, que conllevaría la noción de una moderni-
dad andina, aunque también la sobrepasaría. Porque, si nos atene-
mos al intercambio textual entre el insecto y la máquina, encontra-
mos una alegoría del pasaje de una época a otra, pasaje por el que
pasa la muerte, no sólo la muerte en cuanto destrucción, sino tam-
bién en cuanto agonía y arrasamiento de un orden simbólico y aper-
tura a otro.
La máquina se presenta así:

dos gusanos enormes, de acero, giraban, dirigiendo hacia la compuerta sus


tornillos sin fin. Bajo la luz de un foco bastante lejano y alto que alumbraba
las ocho pozas, en el eje de ese embudo de cemento opaco, cuadrado, los
dos tornillos brillaban comiéndose el aire (120).

El discurso del narrador ya ha sido infectado por el de Diego.


Para el ojo alegórico de éste, la máquina se relaciona con la muerte:
78 WILLIAM ROWE

“Me asustó, de veras, el gusano. Parece que comiera aire en una se-
pultura vacía”. El movimiento del “gusano” produce angustia, al
igual que el movimiento del huayronqo dentro de la flor, a la que se
parece.
Como ya veremos, cuando se acerca la imagen de la máquina a la
del insecto y la flor, empiezan a suceder cosas extrañas. Por ahora,
lo que queremos señalar es que en el diálogo de Diego y don Ángel
encontramos dos formas, dos procedimientos de lectura antagóni-
cos cuando se trata de interpretar el significado del proceso de la
producción industrial. Citamos primero la interpretación de Diego:

Sólo la vida produce un brillo como ése que está viendo mi ojo. Y en esta
poca luz, el mar nos manda su resplandor que nosotros apagamos y conver-
timos en otra vida; pero la muerte es como ese gusano que está en el vacío
de cemento. Alguien lo dirige y él come aire; el aire que le dan para comer,
¿no es cierto? (120).

“Sólo la vida”: esta vida de la que se habla aquí, ¿se refiere a la


inmanencia, o a la trascendencia que representa la naturaleza? Lo
que sigue aclara el asunto: el “resplandor” que manda el mar, habla
de una concepción trascendente de la naturaleza; la “otra vida” que
produce el proceso industrial, es inmanente, no enajenable.
¿Pero cómo leer el tema de la muerte y la resurrección que roza
el texto? Y ¿quién es ese “alguien” que dirige el proceso de la pro-
ducción? La mejor manera de acercarnos a una respuesta será tomar
en cuenta el hecho de que el comentario de don Ángel va en sentido
opuesto: “Cierto, don Diego. Pez grande se come al chico. Nada
nuevo mi amigo”. Don Ángel habla según el sentido común capita-
lista: el estado de naturaleza hobbesiano dirige la racionalidad de la
sociedad capitalista, es decir, determina sus relaciones de produc-
ción (el hombre lobo del hombre), que luego se atribuyen al proce-
so técnico de la producción. Es decir, para don Ángel, quien “diri-
ge” el proceso (el movimiento del “gusano que está en el vacío de
cemento”) es la acumulación capitalista, regida por la sociedad de
clases: el proceso necesariamente destruye a los más débiles, ese es
el sentido de la muerte. Para Diego, en cambio, la máquina destruye
la naturaleza y produce “otra vida”: las fuerzas productivas trans-
forman, por medio de un proceso que se parece a la muerte (“la
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 79

muerte es como ese gusano”)11, a la naturaleza (“el mar”). No se sa-


be, desde la mirada de Diego, quién dirige, quiénes son los que “le
dan para comer” el aire: esa, precisamente, es la pregunta que deja
abierta la novela. Diego, que puede entenderse como la inteligencia
andina, emancipa la técnica de la producción de las relaciones socia-
les capitalistas, pero no encuentra –no puede nombrar– la nueva
fuerza política que dirigirá la producción. Desvincula la producción
de las relaciones sociales capitalistas, pero no encuentra la fuerza
política capaz de suplantar el estado, que es la instancia concentrada
de esas relaciones12.
El movimiento del insecto dentro de la flor, como ya indicamos,
se va entretejiendo con el movimiento del “gusano” de acero dentro
de la máquina que tritura el pescado. El huayronqo, que aparece en las
primeras páginas del Primer Diario, y luego el relato de Fidela (ambos
relatos se reflejan mutuamente) sirven de puerta de entrada a la no-
vela, de manera semejante a como sirvió la llegada al Cuzco, en Los
ríos profundos, para abrir “las puertas de la memoria” y así iniciar esa
novela. ¿Por qué así, si en la novela póstuma Arguedas se compro-
mete con pasar a temas que ya no serán aquellos que alimenta la in-
fancia? Precisamente por eso: la imagen del insecto y la flor sirve
para despejar el camino que va más allá del ámbito de la infancia. La
lentitud convulsiva del insecto cuando está dentro de la flor, cuyo
nombre, se nos dice, quiere decir zapatilla de muerto (o de la muer-
te), se parece a los movimientos del niño (que devendrá en el escri-
tor de la novela) en el encuentro sexual con Fidela. Escribe el diaris-
ta:

11
“Gusano negro” es el primer verso de una canción funeraria que se cita
en Todas las sangres.
12
Obviamente viene al caso la situación de Bolivia. Si en “la guerra del
gas”, las fuerzas vencedoras (las comunidades indígenas de altura) se pararon a
unas cuadras del palacio presidencial, habrá sido porque no tenían un plan
político que fuera más allá de la expropiación. Cabe preguntarse si el gobierno
de MAS ha resuelto esa aporía (¿quién dirige las fuerzas de producción
expropiadas?) y está creando una verdadera modernidad andina o si, al
contrario, está creando una modernidad de tipo populista (sustitución de la
soberanía popular por el estado). Si optamos por lo segundo, entonces cabría
preguntarse si, lejos de existir una modernidad auténticamente andina, sólo
existen, bajo las condiciones de hoy, modernidades neoliberales y moderni-
dades populistas. ¿No será que el propio concepto de la modernidad se ha
convertido en una traba para pensar la emancipación social?
80 WILLIAM ROWE

Yo tengo en el ojo la pesadez de ese insecto volador que manotea con su


cabeza mineral, con sus patas que tienen casi microscópicos pelos, y que
son lentos pero que, aun así, al extenderse de un cuerpo ancho, acorazado
de negrísimo metal brillante, dan la impresión de ansia que se va satisfa-
ciendo (19).

Todo está aquí: angustia, sensación granular (que erradica la


imagen organizada del cuerpo), movimiento lentísimo casi congela-
do, el metal (de la máquina). Y la escena analógica que pasa de por
medio, aunque no está dicho abiertamente, es el encuentro con Fi-
dela: “Fidela me tocó el vientre y sus dedos, como arañas caldeadas,
medio desesperadas, me acariciaban. Sentí como que el aire se ponía
sofocado, creí que me mandaban la muerte en forma de aire calien-
te” (22). La resonancia con el poema “Los heraldos negros” de Va-
llejo (“Serán […] / los heraldos negros que nos manda la Muerte”)
confirma que se trata de la angustia que produce aquello que resulta
intratable por el esquema simbólico del Cristianismo: lo real, que
está fuera del orden heredado. El movimiento de los dedos de Fide-
la tiene más de un parecido con el de las patas del insecto, con “el
intenso significado de sus patas colgantes” (19-20)13. “En este ins-
tante”, escribe el Diarista, “lo siento bajo mi frente, lento, regándo-
me su polvo de cementerio, acrecentando mi enfermedad” (20).
Parecería que el momento de lentitud fuera parte de lo que con-
diciona la entrada de este objeto en la trama de la vida interior
–porque en otro momento se nos dice que el insecto “zarpa como
un rayo” (20)–. La extremada lentitud de algún modo es parte de-
terminante del proceso. Se tratará de una modalidad del tiempo.
¿Cuál? Obviamente, el color amarillo y el nombre quechua de la flor
pertenecen a un fondo de simbolismo andino tradicional que se re-
laciona con la muerte. Pero eso no nos da el porqué de la lentitud.
Sugerimos que la lentitud permite que la imagen se desprenda del
tiempo sucesivo y vaya adquiriendo características de lo que, en el
psicoanálisis, se denomina la fantasía primaria. La fantasía primaria
o fundamental corresponde a una etapa temprana del desarrollo del
niño en que no se ha formado todavía su Yo individualizado. Con-

13
“El intenso significado de dos voces quechuas” fue el título de la primera
parte del capítulo del “Zumbayllu” de Los ríos profundos, que comenta las
expresiones yllu e illa.
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 81

serva las huellas materiales (sonido, imagen) de lo que constituye el


inicio de la vida psíquica. Y debido a que da origen a las formas
fundamentales del inconsciente, también forma parte del tiempo
presente, pero una parte que no obedece al tiempo sucesivo. Se ca-
racteriza la fantasía primaria por la estaticidad, como si fuera escena
de una película que se repite. La lentitud del insecto nos lleva, en-
tonces, a un límite en que todavía no está la memoria, sólo estaría
aquello que la precede, aquello que se prefigura en la imagen de la
puerta de la memoria. Las peores son las cosas de las que no nos
acordamos, comenta el Primer Diario.
Tendríamos, entonces, una escena de lectura bastante compleja,
en que diferentes tiempos y épocas se entrecruzan. Si la lentitud del
insecto en la flor escenifica la fantasía primaria, infantil, luego, al pa-
sarse la lectura por el relato de Fidela, la primera escena se recapitu-
la (al igual que la escena de la llegada del niño a la puerta en la pelí-
cula “El espejo” de Tarkovski) y se carga de nuevos contenidos. Y
al pasarse de nuevo (por) la primera escena, ésta se coloca a disposi-
ción de dos posibilidades antagónicas: o bien se repite o, en alguna
medida, se desarticula. Luego, esta desarticulación que el momento
posterior facilita, está producida gracias a la mirada del adulto, mi-
rada que a la vez, en un sentido epocal, se nutre de la producción
industrial y sus consecuencias sociales (posibilidad de la emancipa-
ción). De ahí que se articula, como especie de puente entre las tres
escenas, una misma pregunta implícita: ¿quién o qué dirige al insec-
to, que parece impulsado por algo más que “su sola vida”, en sus
movimientos convulsivos y ansiosos? ¿Quién o qué anima los dedos
de Fidela? ¿Quién o qué dirige el gusano de la máquina, quién lo
alimenta? La recapitulación que facultan los momentos posteriores
(sean biográficos, sean epocales) podría regirse por la repetición o
por la emancipación, y el desenlace es incierto. Tal es la implacable
complejidad de la lectura que nos exige esta novela.
Faltaría añadir que si la entrada del insecto en la flor produce la
equivalencia entre el sexo y la muerte, la muerte en este caso se arti-
cula de más de una manera. Si bien significa la muerte (próxima) del
sujeto que escribe, también se trata de una muerte anterior, que
consistiría en la disolución del sujeto en el episodio del encuentro
sexual con la mestiza Fidela, que luego se va a narrar. Y si Fidela “va
[…] a parir un huérfano, un forastero” (22), ese forastero también
es el sujeto de la escritura de esta novela específica, quien “nace”
82 WILLIAM ROWE

gracias a la disolución-muerte que el encuentro con ella produce.


Pero también habría otra cosa: estas dos disoluciones (del insecto en
la flor, del sujeto en Fidela) se relacionan con el hecho que la fantas-
ía primaria a su vez se asemeja a la muerte, porque en ambas no hay
sujeto.
En El zorro..., estas puertas de la memoria se emplazan históri-
camente. La relación con la historia comienza a desvelarse al narrar
el episodio del encuentro con Fidela, que es precisamente lo que de-
ja esa “salpicada de muerte a los ojos del muchacho”, cuya función
significante se da en la expresión “polvo amarillo”. Históricamente,
se trata del hecho de que la colonialidad del poder pasa por las rela-
ciones sexuales14. Pero la historización no termina allí. Esta novela
explora los diversos impactos de la producción industrial en las ma-
neras en que se vive el sexo: por ejemplo, el encuentro cómico, pero
también épico (ahí su relación con el discurso histórico) entre los
borrachos y las putas que narra don Ángel rompe absolutamente
con el esquema colonial de las relaciones sexuales. Es decir, la me-
moria no se presenta como materia estancada, sino como algo que
está en constante reformulación. Entonces, se podría decir que toda
la novela se carga del “polvo amarillo” del Primer Diario y que, a la
vez, al seguir esparciendo ese polvo, el texto lleva a cabo lo que en
el psicoanálisis se denomina atravesar la fantasía. En términos es-
pecíficos, se puede decir que la fantasía primaria, que determina la
vida psíquica del adulto, y que produce en él la repetición, de alguna
manera se destraba precisamente al recapitularse en la trama de la
vida adulta que se lleva a cabo en la lucha política e histórica por la
emancipación. La muerte del sujeto de la escritura, en este contexto,
tiene dos sentidos: el sujeto atraviesa la fantasía primaria; el sujeto
muere simbólicamente, al pasar por la tragedia (ver Rowe, “El lugar
de la muerte…”).
El huayronqo del Primer Diario tiene un aspecto metálico que pre-
figura el encuentro con la máquina en el capítulo III. Y la sintaxis,
con sus movimientos entre suspendidos y convulsos, transmite la
carga del ansia:

con sus patas que tienen casi microscópicos pelos, y que son lentos pero
que, aun así, al extenderse de un cuerpo ancho, acorazado de negrísimo

14
Obviamente, el cuento “El horno viejo”, de Amor mundo, viene al caso.
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 83

metal brillante, dan la impresión de ansia que se va satisfaciendo, a cada


movimiento que parece triunfal, agudo, fruto del máximo esfuerzo, ex-
plosión de la vida que hay en estos cuerpos que al ser aplastados suenan
como cáscara de huevo, como frágiles armazones de láminas (19).

El insecto, mejor dicho, sus patas, se mueven como posesas de


una fuerza mayor, que aquí se llama “explosión de la vida” y que en
el comentario a la máquina, también de movimientos lentos, recibe
un eco en la frase “el mar nos manda su resplandor que nosotros
apagamos y convertimos en otra vida” (120). Cuando vuelve por
segunda vez, la resonancia vallejiana recibe una inflexión diferente:
la angustia del niño, que le “mandaba la muerte”, aquí se ha conver-
tido en aquella destrucción-creación de la vida posibilitada por la
producción industrial.
Es Diego quien lleva a cabo, bajo otro signo, la recapitulación
del huayronqo. La modalidad de su interpretación no es simbólica,
sino alegórica: la alegoría establece una distancia entre el objeto y la
imagen, distancia que permite la yuxtaposición de materiales hete-
rogéneos para la reflexión. Al comienzo de la visita de Diego a la
fábrica, aparece en el despacho de don Ángel un insecto “acorazado
y azulino” que “se golpeaba a muerte contra el vidrio” de la lámpara
(85-86), eco del huayronqo, saturado del simbolismo andino, pero
también anuncio de la diégesis alegórica que permitirá desprender
realidad y simbolización. Diego mata al insecto y luego comenta:
“ese oficio quiero, ¿no? Ayudar a morir y a resucitar más fuertemen-
te que morir” (89). Su modo de hablar se carga de la “visión” del
curandero, capaz de “profecía”: “Oiga usted, don Ángel, aunque no
lo creo ¡ese zumbido es la queja de una laguna que está en lo más
dentro del médano San Pedro […]!” (89). Convierte el insecto de
figura simbólica (mágico-religiosa) en figura alegórica. ¿Disgrega la
lógica de lo concreto que caracteriza al pensamiento mítico? Más
bien, no la anula, sino la va separando de la armazón mítica. A dife-
rencia del mito, la alegoría no es cíclica, su lógica no está basada en
la repetición; la alegoría examina la existencia concreta de la materia,
pero bajo el lente de otro tipo de cogitación: rompe las apariencias,
saca a luz, según la expresión de Benjamin, la línea zigzagueante que
separa la naturaleza y el significado (ver Buck-Morss 164) –alegoría
y mito son antitéticos–.
84 WILLIAM ROWE

Se puede decir que Diego mismo se convierte en un ser alegóri-


co en su aspecto físico, su ropa y sus movimientos. A diferencia de
Tutaykire y las otras huacas del Manuscrito de Huarochirí, a las que se
asemeja en su apariencia multiforme, Diego pone la percepción de
los fenómenos, incluyendo a él mismo, a disposición de una inteli-
gencia disgregante. Si en la obra de Benjamin son las ruinas las que
suministran una comprensión alegórica de la historia, al romper su
aparente continuidad, en El zorro... es la figura del Lloqlla (huayco) el
que juega un papel semejante. Dice Diego a don Ángel:

Chimbote es obra de las armazones cibernéticas, de su patronazo de usted,


que es también mi relacionado, por otra cuerda contra contraria, […]
porque su patronazo está en la vigilancia y coordinación de las fuerzas
grandes, ¿no? Lloqlla que quiere llevarse todo, porque está recién desgal-
gándose. Muéstreme la fábrica, don Ángel o, sino dígame lo que en su
hígado y en su experimentado seso le hayan repercutido mis saltitos y
palabras. Ahí está el corpóreo bicho que he ayudado a morir (88-89).

Es decir, la danza de Diego, según él mismo lo comenta, se sitúa


en el eje de la articulación-desarticulación histórica de las cosas.
Su ropa, se nos dice, emite “luz jaspeada” (95), como de “esos
gusanos, afelpados, tornasolados, cuyos casi invisibles pelos se
mueven uno a uno” (97). Otra vez, se compendian bajo otra lectura
las cualidades del huayronqo. Y encontramos, en la mirada de este
hombre-zorro, una forma específica de la inteligencia:

sus dos ojos adquirieron la transparencia más profunda, que no es la del


aire o el cielo, sino la circunscrita y viva, sin topes de color, de los lagos de
altura o de un remanso, la verdadera transparencia profunda que transmiten
al entendimiento y la esperanza los gusanillos que allí bullen, se retuercen,
que hacen carreras a lo hondo y a través y los peces de brillo suave que se
precipitan a velocidades diferentes según la voluntad o el ansia de los ani-
males (104).

El despliegue de las imágenes recuerda otro escenario, de la ni-


ñez, que se relata en el Primer Diario: el cruce a caballo del río Pam-
pas cuando el niño mira el lento movimiento de los peces bajo el
agua que transmite al caballo la cercanía, el tacto, de la muerte. La
inteligencia de Diego es capaz de la comprensión sintética, de lo
premoderno y lo moderno del abigarrado mundo de Chimbote, y
eso gracias al haber pasado por la muerte. No es cierto que Monca-
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 85

da sea el único personaje capaz de una visión de síntesis. El diálogo


de Diego y don Ángel incluye una escena climática que convierte en
figura la carga tanto dionisíaca como mesiánica que recorre su
hablar: cuando relata que, después de besar el sexo de “La Capri-
chosa”, el Tartamudo empieza a hablar ya sin trabas, comenta don
Ángel: “Ése es el Tarta. Lengua de bestia y lengua de ese que en la
antigüedad llamaban Platón o Diógenes, o mierda, don Diego, ami-
go” (128). Con la palabra “mierda” se asoma otra vez, en la dimen-
sión del habla, el lloqlla o yawar mayu que atraviesa la novela entera, el
arrasamiento de un orden histórico entero.
El movimiento de recapitulación, que caracteriza la novela en su
totalidad, tanto en los núcleos locales como en los de escala grande,
consiste en pasar de nuevo por una trama textual y así transformar-
la. Si tomamos el caso del Manuscrito de Huarochirí, que suministra
una armazón textual a nivel general, la rearticulación o re-
textualización no constituye una repetición, porque al reinscribir los
significantes se opera en ellos un proceso de redención. Por lo
mismo no se trata de una mera historización. El caso más conocido
de la historización de un núcleo mítico sería la lectura utópica que
se ha dado al mito de Inkarrí, lectura que, como demuestra Flores
Galindo, se nutre de la interpretación mariateguiana del mito como
vehículo del socialismo, transmisión expresamente de “las relacio-
nes colectivistas […] de la sociedad incaica” (Buscando un inca 294-
295). Proponemos, sin embargo, que la lectura de los mitos andinos
que se ejerce en El zorro... difiere de la interpretación utópica que se
ha normalizado. Si la figura de Inkarrí, cuyos miembros se van re-
uniendo de nuevo bajo la tierra, se suele interpretar en clave del re-
torno del Inca, en una restitución hacia atrás que se proyecta al futu-
ro, la modalidad de lectura que pone en marcha El zorro..., tanto por
su forma alegórica como por su contenido ético y político, se dis-
tancia de cualquier proceso restitutivo. Al contrario, lleva el univer-
so simbólico andino por un Yawar mayu, es decir, lo conduce por un
proceso de muerte, lo cual lo encamina, más bien, hacia la reden-
ción. La redención no consiste en la restitución del pasado, sino en
aquella negación del discurso histórico que permite que, parafrase-
ando a Benjamin, el pasado pueda irrumpir como imagen en el pre-
sente. Eso sólo puede suceder si se produce la suspensión del orden
simbólico que subyace al discurso histórico. Todo está en el texto
“La agonía de Rasu Ñiti”: el yawar mayu (danza ritual que mediatiza
86 WILLIAM ROWE

la muerte), la extrema lentitud (movimiento de las hormigas sobre


las vigas de madera), la irrupción del pasado como imagen (el dan-
zante oye “lo que las patas de[l] caballo [del patrón] han matado”),
el estado visionario (“la muerte le hace oír todo”) y la soberanía de
quien, sujeto colectivo ya, sale fuera del tiempo y toca la eternidad
(Arguedas, Obras completas I, 205). En las palabras de Rendón Willka,
en Todas las sangres, “el pisonay llora; derramará sus flores por la
eternidad de la eternidad, creciendo […]. Somos hombres que ya
hemos de vivir eternamente” (Obras completas IV, 455). O aquellas
otras, dichas por Ernesto en Los ríos profundos: “Este muro puede
caminar; podría elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mun-
do y volver” (Obras completas III, 15).
Queda aclarar el papel del sacrificio en El zorro... y comentar la
manera en que la novela, al replantear el sacrificio andino, en la
forma del yawar mayu, lo lleva a un estadio nuevo, aquel de la sus-
pensión del discurso histórico. Cuando dice Diego, mirando a los
“tornillos sin fin” de la máquina, “el mar nos manda su resplandor
que nosotros apagamos y convertimos en otra vida” (120), están en
juego dos lecturas del proceso que se nombra: la concepción
marxista de lo infinito de las fuerzas de producción que destruyen y
recrean la naturaleza, y la concepción mágico-religiosa o animista de
la naturaleza, en que ésta posee una fuerza de vida (kallpa, en que-
chua). La segunda lectura está informada por la idea andina del sa-
crificio. El “pago” que se hace a los dioses-montañas asegura el cre-
cimiento de los rebaños y las siembras. Bajo este concepto, el pro-
ducto de la fuerza del trabajo humano no es alienable, como lo es
en el orden del capitalismo: el producto del trabajo se concibe como
fuerza natural que requiere la destrucción de bienes y hasta de cuer-
pos humanos. Es decir, esta concepción resiste a la mercantilización
de los bienes. Cuando los obreros de la fábrica de don Ángel “feste-
jan a las máquinas” (117), las desprenden de las relaciones sociales
del capitalismo. Pero esta imagen de la máquina, si bien resiste a la
razón instrumental, no suministra un orden capaz de remplazar al
del capital. Se plantea, entonces, un dilema: ¿el brillo del acero de
los tornillos de la máquina representa para los obreros el brillo de su
propio trabajo o el de una fuerza natural? ¿Y si esta irresolución fue-
ra la medida, el índice de algo aún no resuelto históricamente? Es
decir, por un lado, la impugnación ética del capitalismo por las rela-
ciones sociales premodernas, y por otro la inadecuación de éstas pa-
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 87

ra remplazar el orden del capital. Si volvemos al brillo del huayronqo,


encontramos que se produce una antítesis irresuelta de característi-
cas semejantes, aunque de signo contrario, ya que lo dañino en este
caso pertenece al espacio en que lo premoderno y lo colonial se dan
la mano15 y no al espacio del capital: ¿el brillo del insecto está captu-
rado por una fantasía irremediablemente otra y dañina (“polvo de
cementerio”) o es el relampagueo de la fuerza misma del Sujeto
(“explosión de vida”)?
En el registro andino, la flor que representa la muerte pertenece
a la lógica del sacrificio, es la destrucción del sujeto requerida por la
naturaleza en su concepción mágico-religiosa. No es otra cosa el ya-
war mayu en su registro tradicional andino: el retorno del cuerpo a la
entidad trascendente, sea el dios-montaña (Apu, Auki, Wamani), sea
la Gran Selva (Jatun Yunka) a la que bajan los ríos. En el registro de
la colonialidad, el ayaq sapatilla con su polvo amarillo, leído desde el
relato de Fidela, va entramado con la violencia de las relaciones so-
cio-sexuales, con “la suciedad” del patrón que Rasu Ñiti ve en su
última visión y que el joven gamonal de “El horno viejo” hace en-
trar en los ojos del muchacho que a raíz de eso devendrá en escritor.
Resumamos: como interpretación de la producción capitalista, el
sacrificio andino propone que la fuerza del trabajo no es alienable,
ya que el cuerpo y la naturaleza están en una relación de intercambio
permanente. El trabajo incorpora mágicamente, gracias a actos ri-
tuales de sacrificio (pagos) que lo acompañan, fuerzas de la naturale-
za (kallpa, que Arguedas traduce como “el jugo mágico de la natura-
leza”)16. El trabajo mismo es un gasto corporal que la naturaleza re-
cibe y no aquello que el relumbre de la mercancía opaca. Entonces,
cuando llegamos al diálogo de Diego y don Ángel, esta teoría pre-
moderna de la producción se da la mano con la diegética alegórica
de la máquina: la máquina destruye la naturaleza, la convierte en
otra luz. Ya ha quedado atrás el universo de Los ríos profundos, en el
que la luz es un fluido que atraviesa la naturaleza y los seres huma-
nos. Sin embargo, no se puede decir que la concepción sacrificial del
15
Peter Gose que sostiene que la concepción andina del sacrificio, lejos de
oponerse a las relaciones sociales coloniales, refleja su lado oscuro. Ver “Sacri-
fice and the Commodity Form in the Andes”.
16
Hay que entender en este contexto la luz que atraviesa la naturaleza en
Los ríos profundos: en una antítesis irresoluble, esta luz es tanto el sentido mágico
de la naturaleza como signo de la fuerza del Sujeto.
88 WILLIAM ROWE

trabajo precisamente “resiste” la concepción capitalista (tesis de Mi-


chael Taussig en The Devil and Commodity Fetishism in South America),
ya que el capitalismo también sacrifica el cuerpo del trabajador, lo
convierte, “mágicamente”, en el brillo de la plusvalía. La situación
que presenta El zorro... es más compleja: “festejar a las máquinas”
rompe, en uno de sus segmentos, la cadena capitalista. Al ponerse
en relación con una concepción marxista de la producción, esta acti-
tud hacia las fuerzas de producción las destraba de las relaciones ca-
pitalistas y de la razón instrumental. Pero esto sólo sucede cuando la
naturaleza se des-mitifica, se alegoriza. De ese modo, leído así, el
acto de festejar la máquina traslada la actitud sacrificial (hacerle un
pago a la máquina) hacia una utopía, pero ya no la “utopía andina”.
Si Mariátegui, como ya mencionamos, pensó que bastaba poner en
sinergia las relaciones de producción precapitalistas de la comunidad
campesina con la técnica de la producción industrial, Arguedas de-
muestra que no es así: falta desmontar la mitificación de la naturale-
za (parte inherente del sacrificio). Esto, aunque de manera ambigua
(otra vez la antítesis irresuelta), ya está en Todas las sangres. Lo que
añade El zorro... al esquema del sacrificio, es la posibilidad de trans-
formarlo, transformación que, como ahora veremos, va estrecha-
mente ligada con la pulsión de la muerte y la tragedia.
La escritura misma puede entenderse dentro de la economía del
sacrificio. Arnold y Yapita proponen que, según la ontología andina
de la escritura, los hilos de los kipus se consideran como canales
huecos por los que el flujo de los pagos (en forma de bebida) pasa
hacia los dioses. En un ejemplo sobreviviente de un kipu, encabeza-
do por dos figuras talladas en madera de lectores de kipus, el hilo
mismo sale de una copa sostenida por las manos del lector (Arnold
y Yapita 390-391). Entonces, la muerte del sujeto de la escritura en
El zorro... adquiere una lógica sacrificial específica: abrirse a la muer-
te equivale a recibir la fuerza escritural. Tal es el caso del que escribe
los Diarios, que sería quien anima la novela en su totalidad.
Pero precisamente por ese punto pasa otra interpretación posi-
ble, que lleva la noción del sacrificio a su negación por la pulsión de
la muerte. Si el sacrificio andino dispersa el sujeto al devolver su vi-
da a una entidad mayor y transcendente (el Apu), El zorro... ofrece
una reinterpretación: al narrar de nuevo (recapitular) el relato de Tu-
taykire, huaca importante del Manuscrito de Huarochirí, se afirma que
este personaje “fue detenido por una virgen ramera […]. Lo detuvo
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 89

para hacerlo dormir y dispersarle” (50). Ya la dispersión o desagre-


gación del cuerpo (no es otra cosa el yawar mayu) se asocia con la
sexualidad de los yungas, los de abajo, sexualidad destrabada de las
relaciones sociales premodernas y a la vez relacionada con la mer-
cancía (prostitución). Esta equivalencia entre sexo y muerte, de la
que ya hablamos, aparece aquí inflexionada de tres maneras que se
apoyan entre sí: el cuerpo de la mujer, al volverse mercancía, se se-
para de las relaciones sociales de parentesco de la sociedad premo-
derna; se sustituye la lectura mítica de los mitos por la perspectiva
del sujeto histórico y migrante entre espacios y épocas; y luego, la
muerte por la que pasa el sujeto se desplaza de la lógica del sacrificio
(reintegración en lo trascendente) hacia otra cosa. El sujeto que se
“dispersa” en efecto deja de existir socialmente y pasa por una
muerte simbólica: con esto se derrumba el orden socio-simbólico al
que pertenecía. El hecho de que se suspenda “el tejido socio-
simbólico que garantiza la identidad del sujeto”17, nos lleva al domi-
nio de la pulsión de la muerte. En este contexto, el trabajo de la
máquina es semejante al del arco de Heráclito, interpenetración de
vida y muerte: el tornillo-gusano que se mueve en el vacío que es la
muerte (como el ayaq sapatilla) no sólo constituye un proceso técni-
co que destruye la naturaleza (y desmonta la concepción mítica de
ella), sino un camino del espíritu que conlleva la destrucción del su-
jeto tal como era18.
Este entretejido se aclara si consideramos la figura del yawar mayu
en las varias transformaciones por las que pasa en la obra de Argue-
das. En el ensayo “Carnaval de Tambobamba”, el yawar mayu consti-
tuye el sacrificio eficaz: el cuerpo del joven se lleva por el río hacia
la Gran Selva, y el grito de triunfo con que termina la canción cele-
bra el sacrificio cumplido. Unos cuantos años más tarde, en Los ríos
profundos, comienza a asomarse otra lectura: si el río se lleva a la
Gran Selva la fiebre que ha arrasado a los indios de la hacienda,
muerte a que también el escritor-protagonista se ha expuesto, este
desenlace se acompaña por la suspensión del orden colonial por el
17
Así define Slavoj Zizek el proceso de la pulsión de la muerte. Ver The
Ticklish Subject 263-264.
18
Se podría añadir que esta muerte simbólica requiere una revolución de la
palabra, semejante en su envergadura a la que explora Rimbaud en Una
temporada en el infierno, libro igualmente pulsado por la derrumbe-dispersión de
un sujeto histórico determinado.
90 WILLIAM ROWE

acto de rebelión que representa la invasión de la ciudad por los in-


dios. Pasar por la muerte, en este caso, se cifra de maneras antitéti-
cas: llegar al lugar de los muertos del imaginario andino, y vislum-
brar el desmoronamiento radical del orden colonial y su imaginario,
incluyendo, tal vez, el del imaginario andino. En “La agonía de Rasu
Ñiti”, el yawar mayu se marca por la soberanía de quien atraviesa su
propia muerte bailando. De manera semejante a los indios de Yawar
fiesta que matan a uno de sus dioses (aspecto nihilista de este texto
insuficientemente comentado por la crítica), el sujeto, al pasar por la
muerte, afirma por esta negación una soberanía, en potencia la so-
beranía del sujeto colectivo. Porque al salir, momentáneamente, del
orden que lo sostiene, el sujeto ejerce un poder extraño. Frente a la
soberanía momentánea de quien vive su muerte (son los dioses, dice
Heráclito, que viven nuestra muerte), se suspende la historia, es de-
cir, el colonialismo. En Todas las sangres, según el Primer Diario de El
zorro..., “vence el yawar mayu andino”, con lo cual, como ya comen-
tamos, los comuneros encabezados por Rendón Willka rompen el
esquema temporal de la historia peruana, tocan otro tiempo, repre-
sentan otro sujeto histórico.
En el caso de El zorro..., son los Diarios y los diálogos de Diego y
don Ángel y de Esteba y Moncada los que comienzan a delinear un
sujeto que ha pasado por la muerte. Ya hemos comentado el primer
diálogo; en el segundo, el habla de Esteban, que se caracteriza como
sociolecto andino, es retomada por Moncada, que empieza a hablar
con las palabras del otro (Esteban también cita las palabras de Mon-
cada). Si Esteban está muriendo por el trabajo mortífero de la mina,
situación que recuerda los tiempos de la Mit’a, sin embargo no acep-
ta la muerte: en las palabras de Moncada, “quiere enterrar a la muer-
te” (154). Moncada retoma el relato de Esteban, de la muerte por
neumoconiosis, y en sus “sermones” le da un sentido universal. La
“locura” de su discurso está en el desanclaje de su lenguaje de la rea-
lidad, es decir, el hecho que no está regido por el estatuto referencial
que vincula de manera normativa las palabras y las cosas. Cuando
entra en el Gran Hotel Chimu e interrumpe el baile, proclama:

Caballeros, damas, autoridades terrestres […] voy a orinar carbón sobre el


encerado de este piso. ¡No temáis! El agua-carbón de “me ojo”, de “me
pecho”, del “mensajero mariposa que en el ramaje flores de retama…”
(144).
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 91

Lo “profético” del discurso de Moncada no está en que repre-


sente un futuro, fuera éste utópico o apocalíptico, sino reside en re-
velar la forma verdadera del presente, cuyo fluir, como un lloqlla, ex-
cede los discursos normativos, tanto de izquierda como de derecha.
En la visión de Moncada, Esteban, el que “quiere enterrar a la
muerte”, escupiendo el carbón sobre hojas de periódico, según le
había recetado un curandero, viene a ser el sujeto universal.
Moncada no separa las palabras de las cosas. Este es el otro lado
de aquel desanclaje de la realidad por el que pasa su decir: o sea, él
destraba las cosas de la realidad aparente, normativa, la que rige la
economía de equivalencias del capitalismo, es decir la razón instru-
mental, la transformación de las cosas en mercancía. En otro mo-
mento le corta una pestaña a Esteban y, en una escena que recuerda
la poca luz en que brillan los tornillos de la máquina como los peces
en el río Pampas, “la examinó bien a la luz de un rayo que entraba
muy oblicuamente por una rendija del techo” (162). Luego lleva la
pestaña al Club Social Chimbote, donde se dirige al portero unifor-
mado al estilo “de clubes limeños y extranjeros”: “Hermano mono,
te perdono […]. Reflejo eres de la mancha de aceite y porquería de
pescado que brilla a esta hora en la bahía. Brilla, hijo. Pero no como
esta pestaña que arranca la muerte de la vida” (162). Este discurso
hace representable lo no representable, función por excelencia del
pensamiento mesiánico. Subordina la representación a la muerte-
resurrección19, y por eso produce el vislumbre de otro orden, de otra
temporalidad, contraria a la imperante; hace saltar las cosas (la pes-
taña) de sus lugares en el orden de causas y efectos, y las lleva hacia
un tiempo mesiánico. Lo simbólico se actualiza, se materializa: el
carbón escupido, la pestaña negra vienen a ser conductos materia-
les-simbólicos de la lucha contra la muerte. Más que cualquier otro
personaje de la novela, Moncada carga la palabra de “la materia de
las cosas”, hace resucitar ese “roto vínculo con todas las cosas” que
le fue devuelto al escritor del Primer Diario gracias al “encuentro con
una zamba gorda, joven, prostituta” (7). Es más, el discurso de
Moncada responde a la crisis del escritor al plantear que la crisis de

19
Sucede lo mismo en el libro España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo,
con el que El zorro... tiene más de un parecido.
92 WILLIAM ROWE

la palabra (de la literatura) frente a la realidad sólo puede resolverse


desde un horizonte mesiánico.
La palabra de Moncada incluye la lentitud, la atención a los mo-
vimientos más leves. La mirada sobre la pestaña de Esteban recapi-
tula y vacía, negándola, la mirada del escritor sobre el insecto en la
flor, ya que allí donde el escritor veía sólo muerte, Moncada ve la
posibilidad de “arrancar la muerte de la vida”, y allí donde Diego
veía el gusano de la máquina girando en el vacío, Moncada ve el
anonadamiento de un orden mundial:

lanzó la pestaña de don Esteban al aire, se empinó, con el sombrero en la


mano:
— Los zambos y chinos del Perú América –dijo– quizá no elevaron vuelo
con Gagarin y los gringos que después han zafado a las estrellas en una
tuercacuete, ¿no?, señores del club. Ni como el brillar d’esta pestaña, luz de
luces. Pero el mausoleo de un chino está de presidente en la entrada del
cementerio nuevo, de arco y fachada, yankilandia de Chimbote. Vencer en
el cementerio es más que vencer en el Club Social Chimboten Company,
sociedad anónima (163).

Encontramos aquí la combinación de la lentitud con una veloci-


dad extremada, que resume y condensa, en la imagen de la pestaña,
toda una época geopolítica. La velocidad sintáctica, que, como ha
demostrado Martín Lienhard (“La ‘andinización’ del vanguardismo
urbano”), retoma la estética de las vanguardias históricas, se parece
a la velocidad física con que Diego cruza y sube los médanos y, de
modo parecido, lleva a cabo un trabajo de lectura alegórica (la com-
paración entre los vuelos espaciales y la pestaña).
Sin embargo, Moncada lleva la alegoría más allá del discurso de
Diego en torno al tiempo y al espacio de Chimbote. La narración, al
recoger el testimonio de Esteban sobre la muerte y entierro de los
mineros, hace que Esteban mismo lo presente en una recapitulación
de su conversación con Moncada:

“¿Y las mariposas?” Mariposa amarillo, siempre, pues, llegaba, cansado, al


andén cementerio. Del árbol pobrecito, chico retama, sobía al cementerio,
padeciendo. Hemos mirado paisanos, dispués, en los funeral entierros, a las
maripositas. […] Don Cristóbal Ayahuanco, de Yanama, alegraba bastante
cuando mariposa llegaba hasta cementerio. “So lágrima, mensajero del re-
tamita es, seguro”, dicía. “Por cristiano forastero, endio solito en Cocalón
muerte, mariposa llorando llora, silencio”, contestaba fuerte. Entonces:
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 93

“¡No hay mensajero de nada, compadre! ha dicho, fuerte me compadre


Moncada. “La muerte en Perú patria es extranjero –comenzó ya predica-
ción–. La vida también es extranjero” y diciendo se ha parado (139-140).

Como un relámpago, que corta el tiempo y el espacio, las pala-


bras de Moncada abren un abismo en la realidad. Van más allá que
el discurso de Diego, porque no sólo niegan el discurso mítico (el
significado trascendente que dan los mineros a las mariposas), sino
también niegan cualquier sentido simbólico y, en un gran gesto de
nihilismo, afirman, en su lugar, la nada. Es decir, niega el tejido sim-
bólico-social en su totalidad, y de ahí suspende no sólo la identidad
del sujeto, sino el discurso histórico. Se asoma con esto la enorme
cantidad de energía que la pulsión de la muerte puede liberar.
Si la historia es discurso, texto, entonces suspender el discurso
histórico equivale a tocar lo radicalmente abierto de la historia. Es
sobre todo Moncada quien suspende las leyes que gobiernan la apa-
riencia, lo que puede suceder; históricamente, son las revoluciones
que obran tales rupturas. Si la historia es tiempo, entonces suspen-
der el tiempo rompe la serie, el encadenamiento de causa y efecto, y
hace posible el acontecimiento que rompe la serie temporal (la mi-
rada de Moncada sobre la pestaña, los disparos contra los relojes
durante la Revolución Francesa). En ambos casos, el de la suspen-
sión del discurso y el de la ruptura del tiempo, la narración se abre
hacia el acontecimiento mesiánico, imposible.
Podemos concluir, entonces, que el yawar mayu da una imagen
del proceso de una modernidad andina que difiere fundamental-
mente no sólo de la idea social-demócrata de que la modernidad
consiste en la secularización, sino también difiere radicalmente de la
idea de la hibridez. Es más, demuestra que la teoría de la hibridez se
somete al capitalismo, a la acumulación capitalista como forma que
rige la resignificación. El yawar mayu nos coloca frente a un sparag-
mos, dispersión o desordenamiento dionisiaco. Como la película La
nación clandestina de Jorge Sanjinés, El zorro... demuestra que, para
hacerse presente en la época actual, para hacer su presente, el pen-
samiento andino pasa por una muerte simbólica. El sparagmos es el
desordenamiento dionisiaco del cuerpo (y de los sentidos) que se
incluyó, de forma recapitulada, en la tragedia griega. No es otra cosa
el yawar mayu andino, que hace eco del cuerpo desorganizado del cu-
94 WILLIAM ROWE

randero o chamán, y que, retomado en El zorro..., también involucra


un proceso que puede llamarse tragedia.
Entendemos por tragedia la suspensión o destrucción de un or-
den simbólico-histórico20. En ciertos casos, como la Oresteia de Es-
quilo, la destrucción de un espacio es seguida por su reemplazo por
otro: el orden feudal se reemplaza, en la tercera obra de la trilogía,
por la ciudad democrática. Si ponemos nuestra lectura de El zorro...
en interrelación con la Oresteia, podríamos concluir, en primer lugar,
que pasar de un orden epocal a otro constituye una ruptura revolu-
cionaria, y de ahí que una “modernidad andina” implicaría eso y no
meramente la “modernización”, el “progreso”. Y luego, habría que
decir que ese cambio de temporalidad, al que, como ya comenta-
mos, la expresión “modernidad” no es adecuada, ya que la moder-
nidad es una formación histórica occidental-colonial, que esa nueva
temporalización no tiene que ver con la “resistencia”, porque las
formas de la resistencia llevan la impronta de aquello que resisten,
es decir, en este caso, la colonialidad del poder.
En segundo lugar, al pasar de un periodo histórico a otro, el or-
den antiguo se destroza: su ley, sus mitos, sus órdenes narrativos, su
Otro-trascendente. Así va la hipótesis de George Thompson en
torno a la Oresteia: la obra marca el pasaje de un orden patriarcal a
un orden democrático (Aeschylus and Athens). A las Furias, agencia
mítica de la antigua ley, las reemplaza la corte democrática de los
ciudadanos de Atenas: la diosa Atena las amarra territorialmente ba-
jo el suelo de la ciudad. El punto importante, entonces, es ¿qué su-
cederá con las Furias, representantes de la ley de la sangre? Y la res-
puesta: se subordinarán a la nueva ley. Si Orestes, por haber matado
a su madre, siente la mayor angustia cuando ve las Furias que lo
persiguen, quizás sea lícito pensar que lo equivalente, en El zorro...,
sería la fantasía primaria (la angustia frente al huayronqo); y que la
muerte a la que esta angustia va asociada, se amarra gracias a la sus-
pensión del orden simbólico. Atravesar la fantasía fundamental no
acaba en la imagen en sí, porque la fantasía siempre consiste en
“una imagen que funciona en una estructura significante”, es decir
20
En este sentido, las dos grandes obras trágicas de la literatura peruana
son España, aparta de mí este cáliz de Vallejo y El zorro de arriba y el zorro de abajo
de Arguedas. Obviamente, empleamos el término tragedia no en el sentido de
la piedad, sino para nombrar aquellas obras que llevan el orden que subyace a
una época a su agonía y en ese proceso liberan nuevas formas de sujetividad.
LA MODERNIDAD ANDINA SEGÚN LOS ZORROS 95

en un orden simbólico (Evans 61). En este sentido, El zorro... va


más allá que la iniciación chamánica ya que ésta no llega a la suspen-
sión del orden simbólico.
La tragedia de Esquilo, anota Alain Badiou, involucra la justicia,
que requiere “la posibilidad –desde el punto de vista del sujeto que
produce como su efecto– de que lo que no es la ley pueda funcionar
como ley” (Badiou). Aquí yace el exceso de lo real, con el que em-
pezamos esta relectura de Arguedas. En la dimensión del psicoanáli-
sis, la furia arcaica de la ley corresponde con el superego: “la justicia
no tiene sentido como categoría constitutiva del sujeto si lo simbóli-
co opera como un principio indivisible cuyo meollo de terror funda
la consistencia del proceso sujetivo en el tejido repetitivo de la obse-
sión”. Entonces, en El zorro..., pasamos del huayronqo a la máquina,
del yawar mayu mítico-sacrificial a otro, trágico, en que fallece la tras-
cendencia de lo sagrado, abriendo la puerta hacia otra soberanía,
una soberanía ya endurecida por la agonía.

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