El Misterio de Olga Chejova - Antony Beevor
El Misterio de Olga Chejova - Antony Beevor
El Misterio de Olga Chejova - Antony Beevor
La idea que dio origen a este libro nació, en 2000, de la doctora Galia Vinogradova, con la que
me alojé en Moscú mientras investigaba para escribir *Berlín. La caída: 1945*. Su hija, la
doctora Liuba Vinogradova, con quien estoy en deuda por la inestimable ayuda prestada durante
los últimos diez años, se ofreció entonces a visitar el museo de Chejov en Melijovo, situado
apoca distancia de su casa de campo; y fue allí donde comenzó en serio la historia de Olga
Chejova.
Son muchas las personas que, a partir de ese momento, me han brindado su ayuda de muy
diversas formas y con mayor o menor dedicación.
He de decir, una vez más, que, amén de un gran placer, trabajar con la BBC me ha sido de gran
ayuda. Estoy por demás agradecido a Laurence Rees, Jonathan Stampy, Thecla Schreuders, la
directora, cuyas preguntas, tan certeras como constantes, dieron lugar a un debate que, a la par que
entretenido, resultó ser de gran utilidad.
Andrew Nurnberg sigue siendo, por fortuna, mi agente, y Eleo Gordon, mi editor en Penguin.
Con los dos he contraído, como siempre, una deuda impagable, aunque, como cabe esperar, a
quien más he de agradecer es a mi esposa, Artemis Cooper, quien, entre otras muchas cosas,
logró, con sus correcciones, que el texto mejorase de un modo considerable.
Dramatis Personae
«Tía Olia» Knipper-Chejova Olga Leonardovna (1868-1959). Actriz. Casada con Antón
Chejov en mayo de 1901. Hermana de Konstantin, ingeniero de ferrocarriles, y Vladimir, cantante
de ópera.
Lulu (después Baba) Ried Knipper Yelena Luise (1874-1943). Madre de Ada, Olga y Liev.
Ada Knipper Ada Konstantinovna (1895-1985). Actriz, hermana de Olga y Liev, madre de
Marina Ried.
Ada Chejova Rust Ada Mijailovna (1916-1966). Hija de Olga Chejova y Misha Chejov.
Casada con Wilhelm Rust. Madre de Vera. Muerta en un accidente de aviación.
Marina Ried Marina Borisovna Rschevskaya (1917-1989). Hija de Ada Knipper y Boris P.
Rschevski (1872-1922). Sobrina de Olga Chejova.
Andrei Knipper (n. 1931). Geólogo. Hijo de Liev Knipper y Liuba (Liubov Sergueievna
Zalesskaya).
Antón Chejov Antón Pavlovich (1860-1904). Autor de cuentos, médico y dramaturgo. Casado
con Olga Knipper en 1901. Hermano de Alexandr, y tío de Misha, Volodia y Serguei.
Misha Chejov Mijail Alexandrovich (1891-1955). Actor, hijo de Alexandr Chejov y Natalia
Golden, sobrino de Antón Chejov, marido de Olga Chejova y padre de Ada Mijailovna Chejova.
La noche del 8 de mayo de 1945 no había una sola luz apagada en todo Moscú. Sus habitantes
esperaban con impaciencia noticias de la rendición final de los alemanes; pero sólo los más
privilegiados de la sociedad soviética, como el escritor Ilia Ehrenburg, poseían una radio con la
que sintonizar emisoras extranjeras: toda una osadía en la Rusia de Stalin, donde la victoria no
eximía del sometimiento a la policía secreta.
El anuncio de la rendición alemana ante el mariscal Zhukov en Berlín llegó, por fin, de boca
del presentador de Radio Moscú Yuri Levitan, el miércoles, 9 de mayo: «Atención: aquí Moscú.
Alemania ha capitulado… El de hoy queda declarado, en honor de la victoriosa Gran Guerra
Patriótica, día de fiesta nacional: el día de la victoria».[1] Entonces pudo oírse La internacional y,
tras ella, los himnos nacionales de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia.
Los habitantes de los apartamentos comunales no esperaron a que acabara la música: salieron
a los descansillos, unos más vestidos que otros, para darse mutuamente la enhorabuena. Los que
tenían teléfono llamaron a familiares y amigos para compartir con ellos aquel momento histórico.
«¡Se acabó! ¡Se acabó!», repetían sin cesar. Muchos se echaron a llorar, entre aliviados y
afligidos, pues los veinticinco millones de muertos con que se había saldado la guerra apenas
habían dejado familia alguna en toda la Unión Soviética que no hubiese conocido el sufrimiento. A
las cuatro de la mañana, según señaló Ehrenburg, «la calle Gorki estaba atestada de gente, que se
arracimaba en el exterior de los edificios o avanzaba en tropel en dirección a la plaza Roja».[2]
Aquel fue, en palabras de Ehrenburg, «un día extraordinario de gozo y pesar». El escritor pudo
ver a una anciana que sonreía, deshecha en lágrimas, mientras mostraba a quienes pasaban a su
lado una fotografía de su hijo de uniforme, al que habían matado el otoño anterior. La celebración
de la victoria se convirtió también en una invitación al recuerdo. Las botellas de vodka corrían de
mano en mano, y el primer brindis iba siempre dedicado a la memoria de los que no habían vivido
para ver aquel día, si bien los más leales del Partido tendrían que haber rendido homenaje, en
primer lugar, al camarada Stalin, «insigne arquitecto y genio de la victoria».
Los oficiales de uniforme, y sobre todo los que llevaban medallas, recibían parabienes y, en
ocasiones, se veían lanzados por los aires por una multitud que los aclamaba vencedores. El
mismo Ehrenburg, que se había convertido en el más célebre propagandista del Ejército Rojo,
hubo de aceptar, abochornado, que lo hicieran objeto de tal honor cuando lo reconocieron por la
calle. Los extranjeros, por otra parte, también eran colmados de «besos, abrazos y halagos en
general». Cuando sus coches circulaban por los alrededores de la plaza Roja, la muchedumbre
«los detenía para sacar sin miramientos a sus ocupantes y abrazarlos o incluso lanzarlos al
aire».[3] En el exterior de la embajada estadounidense, las masas prorrumpieron en vítores a la
memoria del presidente Roosevelt, muerto, para sincera consternación de las gentes, poco más de
un mes antes.
Jmelov, director del Teatro del Arte de Moscú, habló ante los demás miembros de la
compañía, que se habían congregado de modo espontáneo en el vestíbulo. «¡Qué gran dicha nos
invade hoy! —exclamó—. Hemos esperado mucho tiempo este momento, y ahora que ha llegado,
no encuentro palabras para expresar lo que sentimos. Cuando la radio comenzó a emitir marchas
triunfales, pude ver, a través de la ventana de una casa iluminada, a una mujer bailando y cantando
sola.»[4]
Aquel día se apiñaron entre dos y tres millones de personas en el centro de la capital, desde
los diques del río Moscova hasta la Estación de Bielorrusia. La mayoría de ellas llegó bien
pertrechada de botellas de vodka o champán de Georgia que había atesorado con religioso afán
para cuando llegase aquel día. Los obreros de los suburbios y sus familias habían acudido al
centro con sus mejores ropas. Los moscovitas que habían permanecido en la capital iban mejor
vestidos que los demás, siendo así que, durante el horror vivido en 1941, los evacuados de la
ciudad habían vendido a los comercios de artículos de segunda mano todas las prendas que no
podían llevar consigo.[5] Pese a los bombardeos de aquel invierno, Moscú había tenido muchísima
suerte, pues los edificios dañados habían sido pocos en comparación con otras poblaciones —
como ciudades y pueblos del sur y el este—, que habían quedado reducidas a escombros en
cientos de kilómetros a la redonda. Veinticinco millones de personas habían quedado sin hogar, y
quienes habían sobrevivido a tal desamparo se vieron obligados a vivir en refugios subterráneos
que no pasaban de ser agujeros en la tierra cubiertos por troncos, ramas y hierba.
Aquella noche se retransmitió el discurso triunfal de Stalin y se dispararon salvas con un
millar de cañones cuya onda expansiva hizo vibrar los cristales de las ventanas. Cientos de
aviones sobrevolaron la ciudad soltando bengalas rojas, doradas y moradas, mientras los
reflectores de las baterías antiaéreas de Moscú centraban su luz en una colosal bandera roja
sostenida en el aire por globos invisibles. Stalin fue objeto de una espontánea ovación. Muchos,
como el propio Ehrenburg, protegido suyo, no reflexionaron hasta mucho después sobre la suerte
de tantas vidas malgastadas o cercenadas por falsas acusaciones que sólo pretendían encubrir los
errores de su dirigente. Aun cuando los extraños se prodigaban abrazos en las calles moscovitas
aquel día cargado de emociones, lo cierto es que no daban, ni mucho menos, la impresión de estar
disfrutando de un verdadero sentimiento de victoria. La única sensación compartida por todos era
la de cierto alivio cansado y entumecido.
Tras las celebraciones, los miembros del Teatro del Arte de Moscú sintieron la necesidad de
hacer algo para festejar el final de la guerra. El Kremlin tenía intención de organizar un
impresionante desfile militar en la plaza Roja con objeto de conmemorar los hechos de la Gran
Guerra Patriótica, y ellos decidieron montar una representación especial sin más propósito que el
de celebrar que la cultura rusa hubiese sobrevivido a las violentas embestidas de los nazis.
La gaviota de Antón Chejov estampada en el telón presagiaba claramente cuál sería el autor
elegido. Las obras que Chejov había escrito para el Teatro del Arte, y que tanto prestigio
internacional le habían dado, eran conocidas ya, antes de la Revolución, como los «acorazados».
Y la que se eligió para la ocasión fue la última que había escrito el dramaturgo: El jardín de los
cerezos.[6]
La viuda de Chejov, Olga Knipper-Chejova, cofundadora de la compañía, interpretaría el
papel de la rica propietaria Ranievskaya, como ya había hecho en enero de 1904, durante el
estreno de la obra, ante la atenta mirada de sus amigos Fiodor Chaliapin, Máximo Gorki y
Rajmaninov. De ella guardaba un doloroso recuerdo: Antón, su esposo, se hallaba gravemente
enfermo la primera vez que se puso en escena; de hecho, cuando apareció en el escenario para
saludar, la «palidez sepulcral» de su rostro había levantado gritos ahogados entre el público. Seis
meses después de aquel día triunfal —que, según Konstantin Stanislavski, alma del Teatro del
Arte, tuvo cierto «aire de funeral»—, murió el dramaturgo.[7]
En aquellos días, Olga Knipper-Chejova, mujer de ojos pequeños e inquietos y mandíbula
firme, tenía el aspecto agraciado e irreprochable de una institutriz resuelta e inteligente. Sin
embargo, ahora, con setenta y seis años y una complexión robusta a pesar de las exiguas raciones
de la guerra, se había convertido en un monumento viviente del teatro ruso. Ya en 1928 la habían
nombrado «artista del pueblo» de la Unión Soviética. Aun así, bajo el poder de Stalin, tal
distinción no comportaba protección alguna. De hecho, ella había pasado buena parte de la guerra
temiendo que la arrestara, en cualquier momento, la policía secreta de la NKVD.
Dada la obsesión existente entonces en torno a los posibles espías, sus temores eran
perfectamente comprensibles. Sus padres eran de origen alemán; su hermano había colaborado con
el almirante Kolchak, comandante de los rusos blancos en Siberia durante la guerra civil, y su
sobrino favorito, el compositor Liev Knipper, había luchado contra los bolcheviques en el sur de
Rusia, en calidad de oficial del Ejército Blanco. Pero el miembro de su familia más peligroso era
su sobrina Olga Chejova, celebérrima estrella de la gran pantalla en Berlín, a la que en 1936 le
había sido concedido el título de «actriz del Estado» del Tercer Reich y a la que, en opinión de
todos, Hitler adoraba. Ni siquiera faltaban fotografías en las que Olga apareciera al lado del
Führer en las recepciones de los nazis. Por otra parte, el ex marido de su sobrina, Mijail Chejov,
se encontraba en Hollywood. La suya era una familia de emigrados en una época de xenofobia
estalinista.
La anciana actriz era casi el último superviviente del extraordinario grupo dirigido por
Stanislavski que había comenzado a revolucionar el arte dramático en 1898. Stanislavski, que
había contagiado a todos sus ideales artísticos y que era para ella un «extenso capítulo» de su
vida, había muerto en 1938.[8] Alto y elegante, de pelo cano y cejas negras, Stanislavski podía
haber pasado por un gran profesor o diplomático cuando no se hallaba interpretando uno de los
muchos papeles en los que se sumergía por entero. La intensidad con que los representaba hacía
que acabase agotado después de cada actuación. Tal como podían comprobar los actores que
entraban en su camerino, su método de relajación consistía en despojarse de todas sus ropas y
fumarse un puro. «De igual modo que era capaz de vestir cualquier atuendo —observó uno de
ellos—, tenía el don de mostrar su propia desnudez con gran naturalidad, con la mayor
simplicidad helénica.»[9]
Poco antes de sufrir la enfermedad que acabó con su vida en 1938, Stanislavski había querido
que Vsievolod Meyerhold, compañero suyo durante los años de aprendizaje y brillante actor y
director, le sucediese en el Teatro del Arte de Moscú. Pero Meyerhold se había ganado el odio de
las autoridades soviéticas, y poco pudo hacer su amigo por ayudarle desde la tumba. A pesar de
haber apoyado a los bolcheviques durante la Revolución, Meyerhold se hizo objeto de la inquina
del régimen por el mero hecho de que sus obras no se ajustaban a la nueva doctrina del realismo
socialista. Arremetió contra la esterilidad del teatro soviético en un discurso —audaz hasta rayar
en lo suicida— pronunciado en el Congreso Nacional de Directores de Escena y fue detenido en
junio de 1939. Dos semanas después, su esposa, la célebre actriz judía Zinaida Raij, apareció
muerta en su apartamento, mutilada y con las cuencas de los ojos vacías. El propio Meyerhold fue,
tal vez, uno de los presos que, antes de morir, fueron torturados por Lavrenti Beria en persona. De
hecho, no fue sino Stalin quien firmó la orden de acabar con su vida.[10] En aquellos momentos no
eran muchos los que se atrevían a pronunciar siquiera su nombre o a mencionar el hecho de que
las autoridades habían dado el apartamento del director a una antigua amante de Beria.[11]
Tampoco la obra elegida para celebrar la victoria soviética parecía estar libre de sus propios
fantasmas. En 1917, el Teatro del Arte había representado El jardín de los cerezos la misma
noche del golpe de estado bolchevique, y en mayo de 1919, en Jarkov, ciudad a la que habían
llevado la obra como parte de una gira emprendida para huir del hambre que asolaba Moscú, Olga
Knipper-Chejova pudo oír, durante el segundo acto, que la ciudad había caído repentinamente en
manos del Ejército Blanco del general Denikin. Con todo, el impetuoso avance de las fuerzas
contrarrevolucionarias tenía los días contados, y los hombres de Denikin no tardaron en retirarse,
en medio de un gran caos, hacia la costa del mar Negro, diezmados —al igual que los numerosos
refugiados civiles que habían huido a la desbandada por temor a las represalias de los
bolcheviques— por el tifus y el hambre. Olga Knipper-Chejova y sus compañeros de gira
escaparon hacia el sur y atravesaron el Cáucaso hasta llegar a Georgia. Allí, en la capital, Tiflis,
representaron por última vez El jardín de los cerezos poco antes de cruzar el mar Negro para
adentrarse en un incierto exilio.
Desde septiembre de 1920 hasta su regreso a Moscú, durante la primavera de 1922, Olga
Knipper-Chejova había vivido en calidad de emigrada, condición que las autoridades soviéticas
veían con grandes sospechas. Sin embargo, este breve período, no exento de peligros, resultaba
insignificante en comparación con la pintoresca trayectoria profesional que había seguido su
sobrina, con la que compartía sangre y nombre, en Alemania.
En el otoño de 1943, el Teatro del Arte de Moscú había solicitado celebrar un homenaje a su
gran actriz con ocasión de su septuagésimo quinto cumpleaños, y había recibido, por toda
respuesta, un inquietante silencio por parte de las autoridades soviéticas.[12] Durante la guerra no
la habían invitado en una sola ocasión a hablar por la radio o actuar en solitario como antes, y no
era el único miembro de la familia que se había topado con una actitud similar de siniestro
rechazo. Todos estos eran gestos difíciles de pasar por alto en la Unión Soviética, tanto antes
como después de la gran victoria, que, tal como estaba comprobando el pueblo, no había hecho
nada por aplacar la paranoia del régimen estalinista. La reciente oleada de denuncias y de redadas
nocturnas de la NKVD hacía temer a los moscovitas el inicio de una nueva purga.
El edificio, al menos, tenía para Olga Knipper-Chejova una familiaridad tranquilizadora.
Aquel teatro había sido, sin exageraciones, un segundo hogar para ella durante más de media vida.
A excepción del gran bajorrelieve modernista que decoraba la entrada, el exterior no era muy
diferente de la mayoría de fachadas de los edificios moscovitas de tres plantas. Dentro, las
lámparas del techo y los pomos de las puertas del auditorio respondían al mismo estilo, y la parte
frontal de las butacas estaba tapizada de terciopelo, aunque, por lo demás, las paredes y el suelo
carecían de toda decoración, ya que Stanislavski no quería que nada pudiese desviar la atención
de lo que sucedía en el escenario. El único emblema que ornaba los telones de color verde
grisáceo era una sola ave estilizada, representada en pleno vuelo: la gaviota de Antón Chejov,
símbolo de una nueva realidad en el teatro, que había permanecido en su lugar durante toda la
Revolución y una guerra civil azotada por el hambre. Había sobrevivido incluso al terror
estalinista, bien que la compañía se había visto obligada a poner en escena obras meramente
propagandísticas del realismo socialista.
Olga Knipper-Chejova no tenía mucho que temer, desde el punto de vista profesional, con un
papel tan célebre como el que debía interpretar para aquella representación especial de El jardín
de los cerezos. En otoño de 1943 lo había hecho por enésima vez ante los soldados, tras lo cual
no le habían faltado cartas de admiradores llegadas desde el frente.[13]
Antón Chejov no había pensado en su esposa al crear el personaje de Ranievskaya.[14] En
realidad, lo había concebido para una actriz de edad mucho más avanzada, aunque este hecho jugó
más tarde en favor de ella, pues le permitió, aun después de haber cumplido los setenta, seguir
interpretándolo y hacerse objeto, por ello, de clamorosos aplausos —bien que éstos fuesen quizá
destinados, las más de las veces, a la respetada compañía a la que pertenecía—. Olga Knipper-
Chejova era famosa por la fuerza expresiva de sus manos. En el papel de Ranievskaya las movía
de un modo inquieto y con una torpeza no exenta de elegancia que reflejaba a la perfección su
confusión emocional, aunque la propia actriz no podía evitar exagerar cuando estaba nerviosa.
Nemirovich-Danchenko le dijo en una ocasión algo que nunca había olvidado: «Con un par de
manos tienes bastante: deja los otros doce en el camerino».[15]
Aquella noche, mientras bajaba el telón y se oía de fondo, fuera de escena, el efecto sonoro
final concebido por Stanislavski —el ruido sordo y hueco de un hacha talando los cerezos del
jardín que había dejado de pertenecer a la protagonista—, los quinientos espectadores del teatro
se pusieron en pie para ovacionar a los actores en tan emotiva ocasión.[16] Olga Knipper-Chejova
salió poco después al escenario a saludar y, bajando la mirada, la posó sobre las primeras filas de
butacas. Desde allí le devolvió el saludo con un discreto movimiento de mano una mujer de unos
cuarenta años, hermosa y bien vestida. Olga Knipper-Chejova retrocedió tambaleante y fue a
derrumbarse tras el telón, presa de la confusión y el terror. La elegante espectadora de aspecto
refinado que acababa de ver allí, en aquel teatro de la triunfante capital soviética, no era otra que
su sobrina Olga Chejova, la gran estrella del cine nazi.[17]
2
Por las venas de Olga Knipper-Chejova, artista del pueblo de la Unión Soviética y gran dama de
los escenarios moscovitas, no corría una sola gota de sangre eslava. Su esposo, Antón Chejov, no
dejó jamás de maravillarse del carácter tan poco ruso de la familia de la que había entrado a
formar parte al contraer matrimonio en 1901. El dramaturgo tísico no podía menos de considerar a
los germánicos Knipper gente sana, amén de pulcra, organizada y burguesa, en comparación con su
caótica familia.
Los Knipper eran originarios de Saarbruck, lugar en que el apellido era muy frecuente. Se
decía que sus antepasados se habían dedicado a la construcción, lo que explicaría la elección del
lema de la familia: Per ardua adastra.[1] Durante los años de mayor auge económico del siglo
XIX, el padre de Olga, Leonard Knipper, había reunido en la inestable Rusia el dinero suficiente
para que los suyos pudiesen adoptar el estilo de vida propio de la clase media-alta de la época.
En el salón familiar había un piano de cola y muebles bien tapizados. Cinco sirvientes cuidaban
de su hogar, y sus hijos estudiaban en colegios privados. Konstantin tenía intención de ser
ingeniero, en tanto que Olga, a la que normalmente llamaban Olia, recibía clases de idiomas,
música y canto. Anhelaba convertirse en actriz, pero sus padres consideraban que la vida entre
bastidores era impensable para una joven de buena familia.
La muerte de Leonard Knipper, acaecida en 1894, supuso una gran conmoción para los suyos,
por cuanto desveló la desesperada situación económica en que se hallaba y que con tanto celo
había ocultado. Su viuda, Anna, hubo de mudarse, junto con Olia, que a la sazón contaba
veinticinco años, y Vladimir, que acababa de empezar sus estudios de derecho (Konstantin había
comenzado ya su carrera profesional como ingeniero de ferrocarril), a un apartamento de
reducidas dimensiones que se vieron obligados a compartir, dada la menguada condición en que
se habían encontrado de súbito, con dos tíos varones algo excéntricos.
Con tal de llegar a fin de mes, Anna Salza-Knipper tuvo que ponerse a impartir clases de
canto. De hecho, su considerable talento musical la llevó a ser profesora en el Conservatorio de
Moscú. Olia, entre tanto, daba asimismo clases de música a fin de costearse sus estudios de arte
dramático, ya que tras la muerte de su padre toda oposición a su carrera de actriz se había
desvanecido. Vladimir, el más joven de una estirpe a la que no faltaban belleza y talento, poseía,
según habría de demostrarse más tarde, una voz aún más dotada que su madre y su hermana. En
consecuencia, tras una breve carrera profesional en la abogacía, llegó a alcanzar una gran
celebridad como cantante de ópera.
Pese a tener siempre presente en el recuerdo la ruina de su padre, Olia Knipper mostraba muy
poco interés por acumular dinero o posesiones personales: lo único que le importaba era el teatro.
En la Escuela Filarmónica de Moscú supo causar una honda impresión en el director Vladimir
Nemirovich-Danchenko, quien la eligió para formar parte del elenco de jóvenes actores con los
que emprendería la cruzada con la que él y Konstantin Stanislavski pretendían revolucionar las
artes escénicas. Tenían la intención de arrojar por la borda todo lo que había en ellas de pomposo
y melodramático, y centrarse, por el contrario, en la vida cotidiana, para lo cual emplearían
técnicas de actuación capaces de recrear la realidad de ésta. La teoría de Stanislavski, que
acabaría por adoptar el nombre de «el sistema» y se cifraba en la idea de que los actores debían
sumergirse por entero en su personaje, se hizo más tarde famosa en Hollywood, donde la
bautizaron como «el método».
Nemirovich-Danchenko y Stanislavski, ayudados en gran medida por el dinero aportado por la
familia de este último y las subvenciones de seguidores adinerados, fundaron el Teatro del Arte
de Moscú en 1898. Olia era amante de Nemirovich-Danchenko, además de gran amiga de Antón
Chejov y sostén principal de su obra La gaviota. La relación que mantenía con aquél debió de ser
muy apasionada, toda vez que él gustaba de llamarla «mi caballito»; aunque ello no impidió que
Chejov y Olia se enamorasen cuando se conocieron aquel mes de septiembre, durante los ensayos
d e La gaviota.[2] Y aunque es cierto que no fueron pocas las veces que el dramaturgo se había
despachado a su gusto contra las actrices, a quienes llegó a motejar de «vacas que se creen
diosas» y «Maquiavelos con faldas», también lo es que este hecho se debía, en parte, a su
incapacidad de mantenerse alejado de ellas —sentimiento que, por otra parte, no dejaba de ser
mutuo—.[3]
La relación amorosa que mantuvieron Antón Chejov y Olia Knipper fue, en gran medida, una
curiosa relación a distancia. A excepción de las visitas estivales, ella permanecía en Moscú, con
el teatro, en tanto que el autor tuberculoso se veía obligado a pasar la mayor parte del año en
Yalta, en la península de Crimea, donde el clima era mucho más benigno y donde vivía «exiliado»
en lo que él llamaba «mi Siberia cálida». Salvaban la distancia con cartas en las que no se
escatimaban puyazos, a menudo despiadados. Ella bromeaba en torno a las aduladoras ex amantes
de Antón, a las que llamaba las Antonovkas, nombre de una deliciosa variedad de manzana,
mientras que él se burlaba de ella por su relación con el elegante director del teatro. «¿Te dejaste
llevar por unas solapas de abrigo de muaré?», le escribió en cierta ocasión.[4] De cuando en
cuando, sin embargo, se desplomaba su fachada burlona para dejar al descubierto un claro
carácter celoso. De cualquier modo, tenía muy poco que temer, dado que Nemirovich-Danchenko,
hombre más pragmático que cínico, era consciente de la gran importancia que tenía para el Teatro
del Arte de Moscú la relación de Olia con el escritor, algo que, en privado, consideraban él y
Stanislavski el equivalente dramático de un enlace dinástico de gran relevancia.
Durante el verano de 1900, mientras se disponía a escribir Las tres hermanas, Chejov decidió
casarse con Olia Knipper, su «luteranita». Con todo, ni siquiera después de que, acabada la obra,
hubiesen acordado celebrar los esponsales al año siguiente, en Moscú, logró reunir el valor
necesario para comunicárselo a su madre y a su amantísima hermana, Mariya, conocida siempre
como Masha. A la madre de Olga, Anna Salza, tampoco le hizo ninguna gracia. Tras una breve
ceremonia religiosa, la ya Olia Knipper-Chejova y su esposo lograron escabullirse para ir a ver a
Máximo Gorki, amigo y colega del dramaturgo, quien, sorprendido, felicitó a la novia con unas
palmaditas en la espalda.[5] Tras la inesperada visita, los recién casados se dirigieron a la
estación ferroviaria, con lo que sus invitados, perplejos, quedaron esperando en vano (al parecer,
actuaciones como esta no eran tan anormales en el círculo de Chejov). El novio, por otra parte,
esperó a que hubiese concluido el casamiento para telegrafiar a su madre y ponerla al corriente de
la noticia.
Resulta punto menos que imposible imaginar dos familias más diferentes que la de los Chejov
y la de los Knipper, tal como gustaba de repetir, divertido, el escritor. Con todo, no faltaban, entre
una y otra, curiosas similitudes. El padre de Antón, Pavel Chejov, hijo de siervos, llegó a
convertirse en un emprendedor tendero en la ciudad de Taganrog, a orillas del mar de Azov,
aunque acabó, como Leonard Knipper, hundido en la ruina.
La perdición económica del progenitor supone, a menudo, una poderosa influencia para los
hijos afectados por dicha situación. Algunos resuelven acumular riquezas para evitar tal peligro,
pero también los hay que anhelan liberarse de la pobreza de experiencia y conocimientos más que
de las privaciones financieras. Y este fue, precisamente, el camino elegido por los vástagos de
Pavel Chejov. El mayor, Alexandr, quiso ser escritor; Nikolai se hizo artista y creador de
caricaturas; Antón estudió medicina al tiempo que escribía sus primeras comedias y cuentos; Iván
fue maestro de escuela; Mariya, pintora, y Mijail, el más joven, traductor y burro de carga de una
revista literaria.
Antón fue el único de los hermanos al que su actividad profesional reportó cierto dinero, por
lo que no era extraño que los otros recurriesen a él para abrumarlo con sus respectivas catástrofes
privadas interrumpiendo, así, su trabajo. Y otro tanto hacían no pocos amigos y antiguas amantes
cuando los afligía la escasez. En el mundo pródigo y desordenado de la intelectualidad rusa de
finales del siglo XIX, podían contarse con los dedos de la mano quienes se preocupaban por
ahorrar dinero con el que afrontar un desastre imprevisto, precaución que se consideraba burguesa
y radicalmente opuesta al carácter eslavo.
El motivo elegido por Chejov para Las tres hermanas no era del todo sorprendente, ya que
siempre había sentido cierta fascinación por este tipo de tríos. De hecho, había unas en particular,
apellidadas Golden, que habían mantenido una estrecha relación con él y dos de sus hermanos en
la bohemia de San Petersburgo a principios de la década de 1880, un mundo de vida airada,
deudas, alcohol y fornicio. No resulta, en consecuencia, sorprendente que el doctor Chejov tuviese
que pasar, como la mayoría de los médicos de aquella época, buena parte de su vida profesional
tratando de superar infecciones venéreas.
Los Chejov y las Golden vivían y trabajaban en el mismo círculo de revistas literarias; ellos,
como colaboradores, y ellas, en calidad de secretarias. La mayor de estas tres hermanas judías,
Anna Golden, divorciada, estaba amancebada con Nikolai, o Kolia. La más joven, morena y enjuta
de las tres, Natalia Golden, se enamoró de Antón y mantuvo con él una aventura que duró dos
años. A pesar de su complexión, que le valió el calificativo de «esqueletito», su apetito por la
comida era, al parecer, tan intenso como su deseo sexual.[6]
Acabaron por distanciarse. Sin embargo, en octubre de 1888, Antón recibió una inesperada
carta de su hermano, Alexandr, en la que le comunicaba: «Natalia se ha instalado en mi
apartamento. Está llevando la casa; adora a los niños, y a mí me mantiene en buenas condiciones.
Y el que en ocasiones incurra en el concubinato no es asunto tuyo». [7] Con todo, nada de esto era
tan sorprendente como el final de la carta: «Si papá y mamá, a los que, dada su avanzada edad,
estoy tratando de consolar con un comportamiento ejemplar, no consideran este “trato íntimo”
incesto, fornicación u onanismo, no tengo nada en contra de contraer matrimonio ante el altar».
Natalia le escribió asimismo para expresar su propia estupefacción ante el desarrollo de los
acontecimientos. También a ella le atraía la idea de hacerse merecedora de la respetabilidad
propia de la clase media, y de hecho, el «onanismo» mencionado por Alexandr se debía, casi con
toda seguridad, al temor que albergaba Natalia de quedar embarazada antes de la boda. Al
parecer, los preservativos que compraba él a treinta y cinco copecs la unidad no habían dado muy
buenos resultados: según se jactaba ante su hermano Antón, reventaban al no ser lo bastante
grandes.
Nadie podía acusar a Natalia de ambición conyugal, toda vez que, como escritor, Alexandr no
conocía el éxito, ni de ventas ni de crítica, situación que se veía cruelmente subrayada por el
creciente renombre que estaba alcanzando su hermano menor. En consecuencia, se había visto
obligado a ejercer el periodismo para los rotativos de derecha que poseía el magnate Suvorin en
San Petersburgo. El mayor de los Chejov era un hombre corpulento y de gran fortaleza física,
dotado de una «voz atronadora» y poco amigo de los inventos de la modernidad, como el teléfono
o la máquina de escribir. Para comunicarse, prefería emplear una pluma de ganso. [8] Además,
tenía un marcado carácter excéntrico. Ponía, por ejemplo, gran empeño en enseñar a sus gallinas a
usar una de las puertas del gallinero para entrar y la otra para salir, si bien los animales no
lograban aprender tan lógica disposición, y ni las amenazas ni los incentivos hacían nada por
alterar su aleatorio comportamiento. En realidad, eran tan impredecibles como su propio dueño,
personaje de entorno sórdido y habla obscena —algo que no moderaba ni en sus escritos ni
tampoco en público— que había buscado a menudo consuelo en la bebida y en la cama de mujeres
indulgentes.
Antón, que visitó a la pareja en San Petersburgo dos meses más tarde, se disgustó
profundamente ante los vulgares modales que empleaba su hermano ante sus hijos y sirvientes y el
modo cruel como trataba a Natalia. El 2 de enero de 1889 lo hizo objeto de una crítica implacable
en una carta que, según parece, produjo los efectos esperados. En adelante, fue Natalia quien se
encargó de llevar la batuta en su vida conyugal, si bien la marginación de que era objeto por parte
de su familia política sólo disminuyó cuando dio a luz, el 16 de agosto de 1891, a su hijo Mijail,
primer nieto legítimo de Pavel Chejov y su esposa, Yevgenia, que se mostraron encantados con su
nacimiento. Alexandr no dudó en tratar de convencer a Antón de las bondades del matrimonio —o
el «coito temeroso de Dios», como él prefería llamarlo—. De cualquier modo, no habría de pasar
mucho tiempo para que se viese aquejado de impotencia, a resultas, con toda probabilidad, de un
alcoholismo casi crónico.
El matrimonio siguió padeciendo graves períodos de estrechez, lo que dependía, sobre todo,
de la mayor o menor afición a la botella que mostrase Alexandr en cada momento. En ocasiones,
el cabeza de familia desaparecía sin más, y los suyos no recibían de él más noticia que un escueto
telegrama en el que decía: «Estoy en Crimea», o: «Estoy en el Cáucaso».[9] Otras veces, Natalia
lo echaba de casa cuando recaía en el alcohol y en la impotencia. Tal vez no resulte extraño en
este círculo de anarquía moral el que su exigente esposa, que había sido amante de Antón,
escribiese al dramaturgo para quejarse de la incapacidad de su hermano a la hora de satisfacerla y
pedirle consejo médico. Las respuestas de éste, sea como fuere, eran, cuando menos,
desalentadoras.
Natalia, en cualquier caso, siguió profesando una gran veneración a su cuñado, en especial
cuando éste iba a verlos en sus viajes a San Petersburgo y elogiaba las dotes que apuntaban en su
joven sobrino Mijail. «Misha es un muchacho de inteligencia deslumbrante —escribió en febrero
de 1985—. En sus ojos brilla una energía inquieta. Creo que cuando crezca será un hombre de
talento».[10] Alexandr tampoco escatimaba elogios a la hora de alardear de las precoces aptitudes
de su hijo. Más tarde aseguraría que, amén de hablar francés y alemán, Misha ya perseguía a las
mujeres a la edad de doce años. Natalia, empero, estaba tan decidida a proteger a su amado
retoño de toda mala influencia que había obligado a su marido a enviar al díscolo Kolia, hijo de
su anterior relación, que contaba por entonces catorce años, a la marina mercante. Su obsesión la
hizo tornarse cada día más extravagante. Se volvió ciega para cualquier defecto de su pequeño, y
dio muestras de un carácter posesivo tan subyugador que acabó por desequilibrar al joven. Este,
más tarde, confió a sus amigos que su madre había tratado de seducirlo, lo que era, sin duda, falso,
aunque ponía en evidencia el ligero trastorno que sufría la brillante promesa que, con el tiempo,
habría de contraer matrimonio con la sobrina de su tío Antón. Todo apunta a que había heredado
la vena autodestructiva de su padre.
MIJAIL CHEJOV
Las dotes interpretativas del futuro esposo de Olga, Misha Chejov, se hicieron evidentes desde
muy temprano. En 1907, cuando no pasaba de los dieciséis, su madre, Natalia, que bebía los
vientos por él, lo llevó a la escuela del teatro Mali de San Petersburgo, donde estudió tres años
antes de graduarse con matrícula de honor. [1] En octubre de 1911, a la edad de diecinueve, le
asignaron el papel principal en la puesta en escena que preparaba el Mali de El zar Fiodor, de
Alexei Tolstoi. [2] Esta era, precisamente, la obra que había representado el Teatro del Arte de
Moscú inmediatamente antes de La gaviota, y el papel de la zarina Irina, interpretado por la tía
Olia, dio fama a la actriz e hizo que Chejov se fijase en ella.
Misha tuvo un éxito inmediato. Poseía un don extraordinario para la mímica y la dicción
burlescas, en tanto que sus ojos hipnóticos y su rostro atormentado le permitían encarnar papeles
de ancianos antes de haber cumplido la veintena. Su primo hermano Serguei Chejov describió la
impresión que le produjo durante la primavera de 1912: «Era bajo y delgado, y no paraba de
moverse. Vestía con aire descuidado, con una gastada chaqueta de terciopelo, y (¿habrase visto
mayor horror?) no sólo no llevaba el cuello almidonado, sino que no usaba ninguno. Sin embargo,
su ternura resultaba cautivadora. Era un hombre afectuoso, y su dulce sonrisa hacía olvidar el
hecho de que no fuese agraciado. Solía subirse los pantalones con un gesto característico de
elegancia exagerada, y ponía los ojos en blanco de un modo muy divertido».[3] Los dos primos
acostumbraban salir juntos a pasear, hacer gansadas y bailar el tango, que a la sazón estaba a la
última en San Petersburgo. Misha regaló a Serguei una fotografía en la que aparecía con el ceño
fruncido y la firmó con el siguiente texto: «Así acabo después de un tango».
Aquella primavera, el Teatro del Arte de Moscú llegó, como cada año, a San Petersburgo, y
Masha, hermana de Antón Chejov y devota guardiana de la gloria del dramaturgo, hizo porque se
reuniese con su cuñada Olga Knipper-Chejova, que seguía siendo la estrella principal de la
compañía, y ésta, a su vez, prometió hacer lo posible porque Stanislavski accediese a hacerle una
prueba. El joven pasó la noche en blanco ante la idea de unirse al Teatro del Arte de Moscú. A la
mañana siguiente, sin embargo, se encontró con que el cuello de la única camisa decente de que
disponía estaba tan tieso que repicaba en sus oídos, y que debía subirse los pantalones tanto
«como si tuviese que caminar pisando charcos».[4]
«Gracias, tía Masha —escribió más tarde—. No es difícil imaginar la impresión tan ridícula
que les debí de causar. Soy tremendamente tímido. No sé hablar, y cuando me presentan a alguien,
me cuesta articular siquiera dos palabras».[5] Sin embargo, Stanislavski supo reconocer su talento
de inmediato, y el hecho de que fuese sobrino de la «santa patrona» de la entidad no supuso
precisamente un obstáculo. En consecuencia, el director lo invitó a unirse al Teatro del Arte, y en
agosto de aquel mismo año, Misha cambió San Petersburgo por Moscú.
Al principio vivió bajo la protección de su tía Masha, en el apartamento que ésta poseía en la
calle Dolgorukovskaya. En aquella época había adoptado costumbres vegetarianas, lo que la
convirtió en blanco de las burlas de la familia. Misha la llamaba «la condesa», y gustaba de besar
su mano con gran ceremonia. Cuando, al año siguiente, regresó a San Petersburgo durante la gira
primaveral, se encontró con que a su padre no le quedaba mucho tiempo de vida. Natalia lo había
echado de casa en 1908, a raíz de su reincidencia en el alcoholismo, y desde entonces, Alexandr
había vivido en una pequeña dacha acompañado de un sirviente, sus perros y sus gallinas. Cuando
Misha fue a visitarlo, agonizaba a causa de un cáncer de laringe. El actor pasó todo su tiempo
libre junto al lecho de muerte de su padre, quien, a pesar del dolor, no dejó de hacer chistes hasta
expirar en mayo de 1913. La experiencia impresionó al hijo en lo más hondo e influyó, según
admitiría más tarde, en su forma de representar, en adelante, la muerte sobre el escenario.[6]
Misha volvió a Moscú tras el fallecimiento de su padre, y Natalia no tardó en unirse a él
acompañada de sus dos perros salchicha. Madre e hijo comenzaron entonces a disfrutar de un
estilo de vida que superaba el modesto salario que él percibía en el teatro y que tal vez fue
posible gracias a la venta de la casa de San Petersburgo. Sea como fuere, lo cierto es que el éxito
que le habían reportado las tablas hizo que el actor adquiriera cierto gusto por las extravagancias
teatrales. «He visitado a Misha en varias ocasiones —escribió su primo Volodia Chejov a su
madre, que pasaba aquel último verano en tiempos de paz en la casa que tenía el dramaturgo en
Yalta—. Vive en un piso de cuatro habitaciones dotado de luz eléctrica y cercano al estanque del
Patriarca. Se ha comprado un piano nuevo, y en lugar de ir pidiendo, como solía, veinte copecs a
los porteros, ha dado en repartir propinas a diestro y siniestro. Está pagando ochenta y cinco
rublos por el piso. Natalia Alexandrovna pasa el tiempo sentada, vestida de negro, fumando y con
los ojos entornados, en tanto que Misha, tumbado en el sofá, con zapatos rojos, pantalones grises
desabrochados y sin chaqueta, se distrae hablando al techo»,[7] una vieja frase rusa que se aplica a
quien no hace nada.
Volodia era casi tres años menor que su primo y tenía a éste por un héroe digno de adoración.
A su lado se sentía eclipsado, como el pariente pobre. El mismo había deseado en secreto ser
actor, si bien carecía de la suficiente confianza en sus propios dones. Por otro lado, se enfrentaba
a la oposición paterna. Su progenitor, el cuarto de los cinco hermanos Chejov, no había llegado
siquiera a terminar la educación secundaria. Iván Chejov, que aparece en las fotos familiares
como un hombre de elegante barba que guarda un cierto parecido con el joven Stalin, había sido
maestro en una escuela de primaria. Allí conoció a la madre de Volodia, una joven compañera de
cabello rubio y rostro agraciado. Sin embargo, no tuvo una trayectoria profesional demasiado
feliz.
Esta rama de la familia no mantenía un contacto muy estrecho con la línea más artística, lo que
tal vez se debiera, en parte, a que Iván Chejov estaba convencido de que los actores eran «gente
de segunda».[8] Volodia no había tenido nunca trato alguno con Misha porque sus padres no
querían tener nada que ver con su madre, Natalia, la antigua amante de Antón. El joven, que
cursaba estudios de derecho en la Universidad de Moscú, conoció a su primo en una de las cenas
familiares de la tía Masha. Una de las cosas que más admiraba de él era el hecho de que nunca
pudiese dejar de actuar, actitud que a menudo se traducía en brillantes improvisaciones e
imitaciones. Los dos disfrutaban inventando escenas completas y representándolas juntos, y para
Volodia, esta relación con el mundo del teatro debía de tener el embriagador sabor de lo
prohibido.
Concluida la cena, los primos gustaban de hacer acertijos e imitaciones, para lo cual se
servían de chales, mantas de viaje, sombreros viejos, sábanas e incluso la colosal alfombra que
cubría el suelo de la sala de estar. Serguei recordaba la vez que Volodia se envolvió en ella «y
comenzó a menearse en el suelo fingiendo ser una ballena».[9] Misha, entre tanto, liado en una
sábana y con un bastón en la mano, se zambullía, haciendo de Jonás, en la boca de la alfombra.
Otra noche, no obstante, tal vez llevado del afán de interpretar con la mayor perfección posible el
personaje de Noé, se quedó dormido por el exceso de alcohol.
Había días en los que Misha llegaba ya ebrio a las veladas, lo que afligía por demás a la tía
Masha, quien, temiendo que su sobrino heredase la dipsomanía de su padre, le ofreció una paga de
veinticinco rublos al mes si dejaba la bebida. Él prometió hacerlo, y aceptó el dinero, lo que
supuso un gran alivio para ella. Sin embargo, cierta noche volvió a presentarse tambaleándose y
trabucando las palabras. Volodia se hallaba con él, y comunicó, afligido, que se lo había
encontrado en tal estado en la entrada del domicilio. La tía Masha se echó a llorar desconsolada y
reprobó su actitud, y Misha, que en realidad no estaba sino actuando para divertir a los presentes,
cayó de hinojos, horrorizado por la intensidad de su reacción. «Cálmate, querida Mashechka —le
dijo con voz sobria—: estaba fingiendo. Por favor, perdóname». [10] La anfitriona quedó
muchísimo más tranquila. De hecho, no dudó en añadir la historia a su anecdotario con el fin de
alardear del gran talento interpretativo de su sobrino. Lo cierto, de cualquier modo, es que esta
tregua abstemia tuvo un carácter pasajero.
La regalada vida de que disfrutaban los dos primos no se vio alterada cuando, en agosto de
1914, se declaró la guerra. Habían hecho caso omiso a las multitudes de ciudadanos de clase
media que mostraban su regocijo en la calle, y ni siquiera la terrible noticia de la destrucción, en
Prusia Oriental, del primer y el segundo ejércitos rusos pareció alterar sus vidas de forma
significativa. Volodia asistía al segundo curso de sus estudios en la Universidad y, durante la
temporada de otoño de aquel año, Misha actuaba en Una mujer de provincias, de Turgueniev.
Además, estaba teniendo un gran éxito por su aparición en la versión experimental que había
preparado el Teatro del Arte de El grillo del hogar, de Charles Dickens.
Tal como pudo comprobar Misha, el «sistema» de Stanislavski exigía un gran esfuerzo por
parte del actor, aunque también tenía la sensación de estar aprendiendo mucho más de lo que
jamás había aprendido en el teatro Mali de San Petersburgo. Lejos de limitarse a seguir las
instrucciones del director, el actor debía crear —en un sentido literal— el papel, imaginándose al
personaje que pretendía representar y viviendo su vida. Stanislavski no quería actores que
imitasen, sin más, rasgos externos; por el contrario, les instaba a emplear sus propios recuerdos
afectivos a la hora de recrear su personaje y hacerlo, de este modo, real y personal para ellos y,
por ende, para el público. Detestaba el repertorio de gestos tipificados de la profesión teatral, que
había hecho del arte de la interpretación algo tan amanerado.
«El nerviosismo se expresa recorriendo de un lado a otro el escenario con paso rápido —
escribió—, mostrando unas manos que tiemblan al abrir una carta o haciendo que la jarra golpee
el vaso y el vaso golpee los dientes cuando se sirve y se bebe agua».[11] Consideraba que este
modo de actuar no era más que una abreviatura perezosa, la copia de la copia de una copia que
había evolucionado hasta convertirse en un patrón común de clichés teatrales. Para él, la clave
estaba en expresar los sentimientos a través de cualquier otro medio.
Misha desayunaba a menudo con Stanislavski, y éste, de súbito, solía pedirle que comiese de
tal modo que expresara un estado concreto de ánimo, como, por ejemplo, el que presentaría
alguien que acabara de sufrir la muerte de un hijo.[12]
En invierno, los dos primos salían a esquiar a la colina del Gorrión, situada a las afueras de
Moscú. Las trincheras mal construidas del frente oriental, en las que trataban de protegerse,
metidos hasta las rodillas en barro gélido, varios millones de hombres del ejército del zar, debían
de parecerles tan lejanas como si fueran de otro mundo. Y aunque Misha y su madre no podían
abstraerse del temor a que reclutasen al actor, el Teatro del Arte seguía funcionando como antes.
Al igual que la de los Chejov, la generación más joven de los Knipper comenzó a trasladarse
de San Petersburgo —cuyo nombre había cambiado el zar por el de Petrogrado en un gesto de
nacionalismo ruso propio de tiempos de guerra— a Moscú. Los padres de Olga la enviaron allí en
1914 para que estudiara arte, y ella se instaló en el apartamento de la tía Olia, sito en la primera
planta del número 23 del bulevar Prechistenski, un edificio típico de la ciudad a finales del siglo
XIX, de fachada enlucida con estuco y ventanas italianas en los dos últimos pisos.[13] Aún puede
verse en el ancho bulevar Ring, que dispone de un paseo flanqueado por altos arces y plantado de
césped entre las dos calzadas. Desde las ventanas de la tía Olia podían verse los árboles y las
espléndidas casas de los magnates situadas al final de la avenida.
Al año siguiente, Liev acudió también a Moscú para cursar sus estudios en un nuevo centro, y
la tía Olia se aseguró de poder ver con frecuencia a su sobrino favorito y lo alentó cuanto le fue
posible. La escuela, progresista para la época, puso en escena La rosa y la cruz, de Alexandr
Blok, y permitió al joven seleccionar y adaptar la música.[14] Liev albergaba sentimientos
encontrados en lo referente a su traslado a Moscú: un año antes de abandonar San Petersburgo se
había dejado cautivar por la belleza de la ciudad, aunque la guerra estaba comenzando a
transformarla. El estado de ánimo de sus habitantes había cambiado a peor: sentados a la mesa,
sus padres habían hablado sin tapujos del malestar político, y habían expresado su preocupación
ante las huelgas y la desmayada respuesta del zar y su gobierno ante una situación cada vez más
peligrosa.
4
MISHA Y OLGA
La tía Olia, como se ha dicho, había hecho llegar, mientras tanto, un telegrama a su cuñada,
Lulu Knipper, que rezaba: «Ven enseguida. Se trata de Olly [Olga]». Al recibirlo, la madre de la
aludida había tomado el primer tren a Moscú, de manera que llegó allí la noche siguiente. Lo
primero que preguntó fue, como era de esperar, si estaba embarazada, y cuando su hija le
garantizó que no era el caso, exclamó: «¡Gracias a Dios! De los males posibles, ha ocurrido el
menor».[7]
El viaje en coche cama a Petrogrado duró trece horas. Antes de llegar a Tsárskoie Seló, Lulu
pidió a Olga que, una vez allí, se fuese directa al lecho y permaneciese en él. Cuando su padre
llegara del ministerio, ella se encargaría de decirle que se encontraba enferma. La recién casada
no necesitó que insistiera: se pasó dos días acostada, «llorando como una Magdalena».[8]
Su madre la hizo objeto de un buen rapapolvo y se encargó de dejarle bien claro que, si bien
el daño ya estaba hecho con respecto a la boda y no había modo alguno de retroceder, lo menos
que debía hacer era no cometer un segundo error teniendo un hijo con Misha antes de conocerlo
mejor. Olga estaba confinada en su dormitorio, pero se había dado cuenta de cómo podía sacar el
máximo partido de su posición. En consecuencia, amenazó con suicidarse si sus padres le
prohibían volver al lado de su esposo.[9] Aun su padre hubo de reconocer, rojo de ira, que el
matrimonio era legítimo y no podía ser anulado sino por un consistorio eclesiástico. En sus
memorias, sin duda para acentuar el patetismo de la situación, ella recuerda que, al fin, la dejaron
volver a Moscú, aunque, por insistencia paterna, con lo puesto y sin joya alguna.
Misha y su madre fueron a recibirla a la estación moscovita, y parece ser que ninguno de los
tres articuló palabra en el drozhki que los llevó de nuevo al apartamento. El regreso, por ende,
tuvo muy poco de romántico. Sin embargo, las cosas debieron de mejorar durante el invierno,
tanto en su relación como en lo tocante a la carrera profesional de Misha, ya que todo indica que,
al año siguiente, cuando el actor regresó a Petrogrado con el Teatro del Arte de Moscú para la
temporada otoñal, los padres de ella acabaron por aceptar por completo a la joven pareja. «Ya
estamos en Petrogrado, y nos vamos a quedar una semana —escribió Olga a la tía Masha, que se
encontraba en Yalta—. Misha ha actuado en tres ocasiones y está teniendo un éxito increíble,
aunque lo más probable es que ya lo sepas por los periódicos. Estamos en casa de papá y mamá, y
papá está tratando muy, muy bien a Misha. Reina una paz absoluta».[10]
«Hermosa Mashechka —le decía, a su vez, Misha en otra carta—. Recibe un saludo de tu
sobrino el genio y deja que te ponga al corriente de la calurosa acogida que le han dispensado los
familiares de Olia… Hoy, la familia [de Olga] va a asistir a la representación de El grillo. Estoy
deseando volver a casa, con mamá. Si la familia [de Olga] no me estuviese tratando de forma tan
maravillosa, hace mucho que habría muerto de añoranza. En espera de tu cumplida respuesta, se
despide el conde Mijail Chejov».[11] Otro de sus parientes señaló: «Me encontraba almorzando
con los padres [de Olga], y aún recuerdo la sorpresa que me produjo ver a Misha con chaqueta y
cuello, aunque éste no fuera rígido. [Olga] y él se habían sentado juntos y no dejaban de besarse.
Cada uno colocaba en el plato del otro los mejores bocados de la mesa».[12]
Con todo, el idilio no duró mucho, y la decadencia comenzó cuando regresaron a Moscú a
principios de verano. Misha aseguró a su esposa que se acostumbraría al apartamento, pero el
hecho de tener que compartirlo con una suegra insomne que además la odiaba, apenas le permitía
ocultar su infelicidad. Las comidas se habían trocado en una verdadera penitencia, por lo que
Olga hacía siempre cuanto podía por buscar una excusa y escapar cuanto antes al dormitorio
conyugal. Sólo Mariya, la anciana nodriza, mujer rústica y tan desgarbada que daba la impresión
de tener «dos manos izquierdas», se mostraba amable con ella.[13] Según Olga, al ama la trataban
«como una esclava»: Natalia solía gritarle en la cocina o llamarla en plena noche cuando no podía
dormir.
Al igual que casi todos los integrantes de la intelectualidad rusa, Misha quería eludir que lo
llamaran a filas. Más tarde describió el tormento que supuso «aguardar el dictamen de la revisión
médica», y reconoció haberse visto atenazado por un verdadero terror pánico mientras se dirigía
al centro de reclutamiento de Moscú.[14] Había confiado sus temores a un miembro veterano del
personal del Teatro del Arte de Moscú, y éste, en consecuencia, quiso acompañarlo para brindarle
respaldo moral. Aun así, el joven no pudo menos de quedar helado ante los empujones y los gritos
de los cabos que ordenaban a los jóvenes civiles que tenían ante sí que se desnudaran a pesar de
la suciedad y el frío de aquel edificio. Las horas pasaban en vano, y los familiares de los reclutas
se asomaban a las ventanas para tratar de ver lo que estaba ocurriendo, mientras éstos hacían cola,
en formación, durante dos o más horas en espera de que los atendiesen los médicos. Las piernas
de Misha apenas lograban mantenerlo erguido. El facultativo que, por fin, lo examinó estaba
agotado. Tras explorarle con el estetoscopio el corazón y los pulmones, gritó: «¡Tres meses!». Al
actor le faltó poco para desmayarse del alivio: había ciertas dudas sobre su estado de salud, por
lo que lo volverían a llamar para examinarlo de nuevo más tarde. Su condena había quedado
suspendida. Aún hubo de esperar otra hora para recuperar la ropa, y a la salida se emocionó al
comprobar que el compañero del teatro al que había confesado sus pesares seguía allí, esperando
conocer el veredicto de los médicos.
Por su parte, Liev, el hermano de Olga, huyó a los diecisiete años del centro de secundaria en
el que estudiaba para alistarse en el ejército, llevado de lo que más tarde llamó un «arrebato de
falso patriotismo».[15] Tuvo suerte de que las autoridades lo enviasen de nuevo a la escuela a fin
de que acabara sus estudios, por más que tal iniciativa frustrara los planes que tenía entonces.
Finalmente ingresó en el Colegio Superior Técnico de Moscú, donde lo destinaron a una unidad
de reserva. Y apenas llegó, por fin, al frente, lo enviaron de nuevo, en calidad de aspirante a
oficial, a la Escuela de Artillería a Caballo de Orel. En el momento de su graduación, la
Revolución rusa estaba a punto de destruir el mundo en el que todos ellos se habían criado.
5
Visto desde nuestros días, el modo como logró mantenerse el mundo del teatro al margen de la
terrible realidad de la primera guerra mundial resulta punto menos que desconcertante. Las cartas
y los relatos personales de quienes en él se movían apenas incluyen referencias a los
acontecimientos que estaban agitando Rusia y desmembrándola, y dan fe de que, tras despreciar
las «obras patrióticas» de «cartón piedra» representadas cuando estalló la contienda, sus
integrantes se habían limitado a concentrarse en su propio trabajo.
Según reconocería, pasado el tiempo, Stanislavski, «el arte demostró no tener nada en común
con las tendencias, la política o los demás asuntos de la actualidad».[1] La caída de los ejércitos
rusos en el centro y el sur de Polonia durante el verano de 1915 no habría tenido menor resonancia
de haber ocurrido en otro continente. Todo parece indicar que, en el seno de una familia de
melómanos de origen alemán como era la de los Knipper, no se hizo mención alguna de las
revueltas anti-germánicas acaecidas en Moscú en junio de 1915, durante las cuales los agitadores
sacaron pianos Bechstein a la calle para prenderles fuego.
Estos disturbios estaban provocados, en buena medida, por el odio profesado a la zarina, la
Alemana, quien estaba considerada, junto con los ministros que ostentaban apellidos de aire
germánico, una prueba viviente de la intrusión del enemigo en el interior del país. No faltaban
quienes promoviesen rumores de que la zarina disponía de una línea telefónica directa con Berlín
para poder revelar los planes del alto mando ruso, y asegurasen que su traición estaba haciendo
inútil el sufrimiento de tantos compatriotas en el frente. Sin embargo, este convencimiento, cada
vez mayor, de que la incompetencia del régimen zarista no era más que una cortina de humo
concebida para ocultar actos de corrupción y traición no llegó a inquietar a Misha y a sus amigos
del teatro. Su mundo bohemio despreciaba la política y a los políticos tanto como el patriotismo
militar y los sacrificios inútiles. Algunos, como Meyerhold, abrazaron de forma apasionada la
causa revolucionaria, y aun Konstantin Stanislavski, aristócrata mercantil a tiempo que actor,
anhelaba asistir a «la milagrosa liberación de Rusia».[2] Estaba persuadido de que ésta
propiciaría un nuevo período de libertad artística e ilustración, aunque no fue capaz de prever que
su negocio familiar, de donde procedían las subvenciones que sostenían al Teatro del Arte de
Moscú, acabaría por ser expropiado.
Además de los oficiales de la vieja escuela, quienes más habían creído en la guerra contra
Alemania habían sido sus propios familiares: las jóvenes de la nobleza y la clase media-alta que
se habían ofrecido voluntarias para hacer vendajes y otras curas al trágico número de soldados
que había sufrido heridas de guerra —amputados, ciegos, gangrenosos y afectados de neurosis
bélica—. Muchas de estas señoritas de buena cuna consideraban que prestar este servicio era
mucho más que un deber; lo concebían como una experiencia espiritual, un acto de
conmemoración del Cristo que lavaba los pies a los pobres. La zarina estableció su propio
hospitalito, y atavió de manera adecuada a la joven gran duquesa; sin embargo, no parece que sus
pacientes fuesen seleccionados por la gravedad de sus heridas, lo que convierte su iniciativa en
algo semejante a un Pequeño Trianón de la medicina.
Los soldados, en su mayoría de procedencia rural, a los que amparaban estas entregadas
mujeres no compartieron nunca el entusiasmo que mostró la clase media por la guerra en sus
inicios, sabedores, desde un principio, que se volvería a emplear al campesinado como «carne de
cañón». Sus aldeas habían llorado su partida con las lamentaciones propias de un funeral,
convencidos sus habitantes de que nunca volverían a ver a aquellos hijos que marchaban al frente.
Y el hecho de que estuviesen acaudillados por jóvenes barin, miembros de la clase terrateniente
que, pocos años antes, habían recuperado sus propiedades agrícolas a fin de beneficiarse de la
subida del precio del maíz, no había hecho nada para mejorar las relaciones entre los oficiales y
unos soldados persuadidos de que aún se les trataba como poco más que siervos.
La guerra no impidió que un grupo del Teatro del Arte de Moscú, conformado, entre otros, por
Stanislavski, Olía Knipper-Chejova y el gran actor Vasili Kachalov, emprendiese una gira por el
sur de Rusia a finales de la primavera de 1916. Acabada ésta, los integrantes del reparto fueron a
relajarse al balneario de Essentuki, en el Cáucaso, lugar que Stanislavski conocía bien de
anteriores visitas. Con todo, y a pesar de los viajes a la estepa y otras distracciones del grupo, a
aquél no le resultó fácil olvidar sus preocupaciones, dada la disputa que mantenía en aquellos
momentos con Nemirovich-Danchenko con motivo de la dirección del Teatro del Arte.
Misha no los había acompañado en aquella ocasión. «Espero que no estés enfadada conmigo
por haber dejado pasar tanto tiempo sin escribirte —rezaba una carta a la tía Masha remitida
aquel verano desde Moscú—. Es maravilloso no hacer nada, y aunque no nos hemos movido de la
ciudad, los tres gozamos de una gran tranquilidad. A mi Kapsulka [“Capsulita”, o sea, Olga, a la
sazón encinta] no le ha hecho demasiado feliz quedarse encerrada en la urbe con mamá. Soñaba
con dibujar en praderas y bosques, pero ¿qué le vamos a hacer? En tal caso, no debería haberse
casado conmigo, sino, por ejemplo, con Volodia. Sin embargo, prefirió compartir mi fama a ser la
esposa de un juez de provincia.»[3]
A Olga, que se hallaba en avanzado estado de gestación, le había llegado a resultar
insoportable compartir techo con la posesiva madre de Misha, y para colmo de males, éste había
vuelto a beber. Acostumbraba añadir vodka a su cerveza para lograr lo que él llamaba «un efecto
intenso», y asegurando ser «un ruso de verdad», bebía sin parar hasta perder el sentido. Por la
noche, se despertaba de súbito gritando: «¡Papel! ¡Pluma! ¡Escribe, Olinka, escribe! Me han
venido grandes pensamientos».[4]
Tal como sugería la misiva anterior, Misha había discutido con su primo Volodia, quien se
había resentido por el modo como trataba a Olga. «Querida Masha —escribió a su tía—: Sabes
que te quiero, pero, por favor, mantente alejada de ese parásito perjudicial de Volodka. Me consta
que se ha instalado en tu casa de Yalta y está escribiendo cartas a muchachas de Moscú en las que
asegura que tú vas a proporcionar las arras para su casamiento. Puede escribir lo que le plazca,
pero lo lamento por las jóvenes, y también me preocupa tu honor». La carta contenía asimismo tres
dibujos: un autorretrato bajo el que podía leerse: «Yo»; un sol con grandes rayos que rezaba:
«Tú», y un montón de basura con moscas volando en derredor titulado «Volodka».[5]
Olga afirmó más tarde haber tratado de poner fin a su embarazo con baños calientes. Al dar a
Misha la noticia de que esperaba un bebé, él había apartado la mirada y, tras encogerse de
hombros, se había marchado del apartamento. Ella pudo advertir que su matrimonio era una farsa.
Cierto día, regresó a su domicilio y se topó con que la puerta del dormitorio conyugal estaba
cerrada. Del otro lado oyó una risita que le hizo suponer que su esposo había llevado a casa a una
de sus entretenidas.
En verano, Moscú se hacía insufrible; así que Misha acabó por alquilar una dacha. Olga la
describió como «una casucha pequeña, totalmente primitiva, en la que era imposible que viviese
nadie si no era por un espacio mínimo de tiempo».[6]
Ella hacía más tolerable su estancia en aquella casa de campo pintando, en tanto que Misha,
cuando se hallaba razonablemente sobrio, gustaba de jugar al tenis en una pista cercana con toda
una sucesión de amiguitas, entre las que se encontraba la que se convertiría, con el tiempo, en su
segunda esposa. En agosto, cuando se acercaba la fecha del parto, Olga regresó a Moscú. Apenas
había cumplido los diecinueve años cuando, el 9 de septiembre de 1916, nació su hija. La niña
había visto la luz en una familia en la que no era difícil confundirse con los nombres, y la
bautizaron como Olga, aunque siempre la llamaron Ada.
La madre sufrió un síncope nervioso poco después de alumbrar, cabe suponer que debido a
una depresión pos-parto agudizada por la situación por la que estaba pasando su matrimonio.
Según otra fuente, cayó enferma de meningitis.[7]
Lo cierto, fuera como fuere, es que sus ilusiones románticas se vieron frustradas de forma
definitiva en el transcurso de aquel año y el siguiente. Misha no mostró ningún interés por su hija,
y se dio al alcohol con más intensidad aún. Olga, que durante mucho tiempo había recibido el trato
propio de una menor, comprobó entonces que la persona a la que había adorado no era más que un
niño pequeño dominado por su madre, fueran cuales fuesen sus innegables dotes dramáticas. Se
vio obligada a reconsiderar toda su vida, casada como estaba con un hombre que no pensaba en
otra cosa que en destruirse a sí mismo y atrapada por la responsabilidad de una hija recién nacida.
Con todo, no era su matrimonio lo único que se estaba desmoronando: toda Rusia, y con ella la
existencia segura que había conocido desde su niñez, se desintegraba a medida que retrocedían los
frentes y se propagaban en las calles las noticias de una posible revolución.
El invierno de 1916, tercero de la guerra, resultó ser el más inclemente de todos. Las
provisiones de alimento se tornaron cada vez más escasas tras la retaguardia, mientras que en el
frente los soldados se congelaban en trincheras improvisadas. Entre tanto, sus oficiales, lejos de
compartir su sufrimiento, vivían en casas requisadas tras las líneas de fuego. Por su parte, la
nutrida guarnición de Petrogrado se estaba haciendo cada vez menos digna de confianza. Sólo un
puñado de oficiales pertenecían al ejército permanente: la mayoría estaba formada por civiles
recién nombrados, de los cuales no eran pocos los que comenzaban a simpatizar con las tropas
que exigían que se pusiese fin a la guerra. Ni siquiera los regimientos de la guardia de infantería
del zar escapaban a esta situación.
Sin embargo, cuanto mayor era la crisis, más obstinado se mostraba Nicolás II. Ningún
político lograba convencerlo de que introdujera las reformas necesarias para salvar su trono, y en
consecuencia, volvió a surgir una marcada escisión cultural en el seno de la nación. La masa del
pueblo, y en especial la población rural, tomó conciencia de su identidad rusa en contraste con lo
que percibía como contaminación extranjera de la corte. Sin embargo, el desdichado zar,
paralizado por una mujer obsesiva y por su propia tozudez, nacida de su debilidad, era el
miembro de la dinastía de los Romanov más austero, sumiso y eslavófilo del que se tenga
memoria. Nunca se había sentido atraído por el estilo neo-clásico de la capital de Pedro el
Grande, y prefería, por el contrario, las cúpulas bulbosas y los colosales muros de ladrillo de
Moscú.
Los miembros de la nobleza y los acomodados ociosos, que veían sus privilegios abocarse de
forma irremediable al desastre, se entregaron al juego y al libertinaje, apurando hasta la última
gota del vino de sus bodegas, comprando esturión ahumado y caviar a los precios exorbitantes
impuestos por el mercado negro y manteniendo desvergonzadas aventuras a la vista de todo el
mundo. En Petrogrado, la cocaína, importada de Latinoamérica, había seguido los pasos del tango
como producto de moda en esta danza macabra. Los diplomáticos franceses y británicos asistían
escandalizados a este «hedonismo histérico» y al despreocupado espíritu apocalíptico
imperante.[8]
Esta actitud se había extendido más allá del círculo de los ociosos adinerados hasta afectar,
según Stanislavski, al mismísimo Teatro del Arte de Moscú. «El lado ético del teatro se encuentra
en uno de sus peores momentos —había escrito desde Essentuki a Nemirovich-Danchenko—. En
ningún sitio se bebe más ni hay más alcoholismo que en nuestro teatro, ni puede observarse tanto
engreimiento ni tanto desdén por otras personas, ni tampoco tantos arrebatos ofensivos».[9]
6
EL OCASO DE UN MATRIMONIO
A instancias de la tía Olia, Stanislavski hubo de volver a intervenir a finales de 1916 para salvar
a Misha de la recluta. En aquel momento no se trataba ya de un caso de favoritismo injustificado,
por cuanto, poco después del nacimiento de su hijo —al que, por cierto, se negó a reconocer—, el
actor comenzó a sufrir colapsos nerviosos. Al igual que su padre, era incapaz de asumir por sí
mismo cualquier tipo de responsabilidad, y no eran pocas las que comportaba una joven familia
como la suya. Tampoco sabía responder a las exigencias afectivas de una madre celosa y una
esposa desdichada. Resulta difícil imaginar a una joven que pudiera recibir la aprobación de
semejante vampiro emocional.
«Había crecido en un disciplinado entorno germánico —escribió Serguei Chejov—, y era
impensable que pudiese soportar el hálito del alma de él ni la impasibilidad de que daba muestras
con respecto a las condiciones en que se desarrollaba su propia existencia. Ella no era sensible a
otra cosa que a las formas más superficiales de la vida, y la mente filosófica de él le era ajena por
completo. Creo que él nunca llegó a compartir con ella su mundo espiritual, y parece que ella
consideraba, en algunas ocasiones, que estaba loco sin más. La relación con su suegra, por otra
parte, fue de mal en peor».[1] Esta explicación, que no deja de ser innegable en lo fundamental,
demostró ser poco comprensiva y, asimismo, engañosa en cierto sentido: la mente de Misha
lindaba de verdad con la insania y jugaba a menudo, como él mismo admitiría más tarde, con la
idea del suicidio. «En el cajón de mi escritorio —declaró— había una Browning cargada, y no me
resultaba nada fácil sustraerme a la tentación».[2] De pocas jóvenes de dieciocho años —y en
especial si habían vivido tan protegidas por su familia como Olga— se hubiese esperado que
soportaran a Misha y a una suegra medio loca.
Uno no puede menos de preguntarse, además, cómo pudieron manejarse en un momento tal de
escasez de alimentos. Mariya, la anciana nodriza de Misha, se veía obligada a guardar
interminables colas por ellos mientras Olga cuidaba del bebé y Natalia se retiraba a su
dormitorio. El cabeza de familia empleaba los contactos de que disponía en el mercado negro
para mantener sus reservas de vodka, mercancía que había prohibido el zar, apenas estallada la
guerra, en una muestra de austero patriotismo. De hecho, las revueltas del pan de 1915 y 1916se
debieron, en parte, a que los campesinos desviaban las provisiones de grano para la actividad
mucho más lucrativa de elaborar samogon, o vodka destilado de manera ilegal. Cuando el
gobierno adoptó una postura más severa con respecto a la población rural a fin de garantizar el
suministro de alimentos, los agricultores no dudaron en retener una cantidad cada vez mayor de
cereal o dedicarla para alimentar a su ganado. Los precios, en consecuencia, se dispararon aún
más, y las tiendas de alimentación de las ciudades quedaron vacías. Conseguir pan comportaba a
menudo dormir en la calle, a la puerta de una panadería, por lo que no era infrecuente que las
colas acabaran por convertirse en hervideros de rumores y riñas políticas.[3]
Liev Knipper, hermano menor de Olga, era a la sazón cadete de una academia de artillería. Se
había graduado como alférez de artillería a principios de la primavera de 1917, y como sucedió a
muchos otros, su suerte durante la inminente guerra civil se vio ligada a la situación en que se
hallaba al ser declarada.[4]
Los padres de Liev y Olga, entre tanto, podían considerarse afortunados de estar viviendo en
Tsárskoie Seló y no en el mismo Petrogrado. Si bien el espontáneo desorden de la Revolución de
febrero que derrocó a los Romanov tuvo, en un principio, un carácter relativamente benévolo,
apenas hicieron falta unos cuantos días para que se manifestara un lado mucho más desagradable.
No tardaron en formarse cuadrillas dedicadas a saquear los comercios y las casas de clase media
en busca de alcohol. Las mujeres y las niñas fueron víctimas de violaciones que quedaron
impunes, dado que los policías que habían logrado escapar a los linchamientos estaban
escondidos o trataban de huir de la ciudad. Cualquier ciudadano vestido de manera respetable,
con cuello y corbata, corría no poco riesgo de que le robasen en plena calle por el hecho de ser
burgués. El escritor de izquierda Máximo Gorki predijo que la Revolución «degeneraría con toda
seguridad en una ruina digna de nuestro salvajismo asiático», en tanto que muchos otros
recordaron también la frase en la que Pushkin hablaba de «la revuelta rusa, tan insensata como
despiadada».[5]
La caída final de la dinastía de los Romanov se produjo el 3 de marzo, cuando renunció al
trono el gran duque Mijail, que había sido elegido sucesor del zar. La noticia dio lugar a
descaradas escenas de regocijo en las calles de Petrogrado y Moscú. La multitud agitaba banderas
rojas o las colgaba de las ventanas, cantando una versión rusa de La marsellesa, mientras los
ferroviarios hacían sonar los silbatos de las locomotoras al pasar por las principales estaciones y
los obreros industriales hacían otro tanto con las sirenas de las fábricas. Ni los propietarios ni los
capataces se atrevían a presentar objeción alguna. En muchos lugares, los más entusiastas
transmitían el mensaje de libertad haciendo repicar las campanas de las iglesias, con o sin el
consentimiento del cura. En Moscú se echó abajo la ciclópea estatua del zar Alejandro III con la
ayuda de cargas de dinamita y de una muchedumbre que tiró de ella con sogas como si los
liliputienses hubiesen ganado por fin la batalla. En el frente y en los buques de guerra se izaron
también, ante la mirada atónita de los oficiales zaristas, banderas rojas, y se organizaron desfiles
en los que no faltaron bandas militares que interpretaban La marsellesa.
El repentino desmoronamiento de la autocracia cogió por sorpresa a los revolucionarios
profesionales, como Lenin y Trotski, exasperados por encontrarse tan lejos de los centros de
acción. Con todo, el desarrollo de los acontecimientos fue a demostrar que no habían perdido su
oportunidad: los dirigentes del gobierno provisional, que actuaron a impulsos de una verdadera
ingenuidad liberal de elevadas miras, en el caso del príncipe Lvov, o de una vanidad histriónica,
en el de su sucesor, Alexandr Kerenski, quedaron superados estratégicamente. El cuello de la
recién conquistada libertad se vio, así, expuesto a los nada escrupulosos leninistas.
Kerenski, abogado de profesión, era un hombre de corta estatura con ojos saltones y nariz
curva que le conferían cierto aire de rana perspicaz, bien que su vibrante retórica y sus enérgicos
arranques emocionales lo hacían capaz de conquistar a ingentes masas de seguidores. (Olga
Chejova reconocería más tarde que, cuando oía hablar al doctor Goebbels, no podía evitar
recordar a Kerenski).[6] Supo convencer a no pocas personas de formación elevada —incluidos
Stanislavski y Nemirovich-Danchenko— de su condición de genio de la política, el Napoleón que
lograría volver a encauzar los excesos revolucionarios y proporcionar una justicia humana. Sin
embargo, los parangones históricos, y más aún en tiempos de revolución y guerra, suelen llevar
con frecuencia a engaños peligrosos, y el equilibrio que hubo de mantener al verse obligado a
tranquilizar a la burguesía y los aliados occidentales, por un lado, y aplacar los ánimos de obreros
y campesinos, impacientes por tomar fábricas y tierras de labranza, por el otro, habría socavado
la credibilidad del más grande de los adalides.
El negocio familiar de Stanislavski, las fábricas Alexeiev, cayó en manos de los trabajadores,
y su casa fue, tal como reconoció a un amigo, «allanada».[7] Todo respeto por la propiedad
privada había caído víctima de la elástica noción de «expropiación revolucionaria». Stanislavski
se había quedado sin más recursos que un salario proporcionado por el Teatro del Arte de Moscú,
y había perdido toda capacidad de subvencionarlo como en el pasado. Sin embargo, nada de esto
hizo mermar el entusiasmo con que había acogido este nuevo universo de libertad. Estaba
convencido de que desembocaría en un mundo no sólo más justo, sino también más hermoso. Por
otra parte, hubo de admitir, asimismo, que, en materia de política, no era más que un iletrado.
Kerenski no era —qué duda cabe— ningún Napoleón, y sin embargo, tampoco faltaban en la
época que le tocó vivir ciertos ecos de la Revolución francesa. Por todos lados circulaban libelos
difamatorios, a menudo incluso pornográficos, en los que se describían, con una minuciosidad
espeluznante, los excesos sexuales de la corte, y que constituían un ejemplo interesante de lascivia
supuestamente patriótica. A la zarina — la Alemana— la acusaban de compartir extraordinarios
devaneos sexuales con Rasputin, como sucedió a María Antonieta —la Austríaca— con su
favorita, la princesa de Lamballe.
Sin embargo, en lo que más se asemejaba esta Revolución a la de 1789, así como a cualquier
otra posterior, era en el abrupto derrumbamiento sufrido por la ley y el orden. Los sospechosos, y
en especial si eran pudientes, morían linchados sin juicio alguno, mientras que por todos lados
surgían milicias ciudadanas de entre las que destacaba la Guardia Roja, conformada por jóvenes
obreros dispuestos a defender, con fusiles incautados, las fábricas de «actos de sabotaje»
cometidos por sus propietarios. Constituyeron el prototipo de la milicia bolchevique que había de
crearse ese mismo año.
El 18 de junio marcharon cuatrocientas mil personas sobre Petrogrado con pancartas que
rezaban: «¡Todo el poder a los soviets!», una consigna bolchevique, por más que muchos aún lo
ignoraran. Las huelgas comenzaron a hacerse interminables a medida que aumentaban las
exigencias de los trabajadores, y se celebraban tantos mítines políticos que la producción se veía
interrumpida de manera constante. Esta nueva actitud se extendió con gran celeridad al frente,
donde los soldados, en consonancia con las reivindicaciones de los obreros industriales, se
negaron a prestar servicio más de ocho horas diarias. Más inquietante si cabe resultó el creciente
número de motines, así como el no menos ascendente de oficiales que morían brutalmente
asesinados. Las autoridades militares no se atrevieron a instituir siquiera consejos de guerra.
El lado más técnico de la administración civil se vio, sin embargo, menos amenazado. El
padre de Olga, Konstantin Knipper, tuvo suerte de ser ingeniero de ferrocarriles a la par que
funcionario, toda vez que sus conocimientos no habían dejado de ser imprescindibles. Sin
embargo, de haber sido uno de los ministros del zar, tal como más tarde aseguraría ella en sus
memorias, no habría sobrevivido como lo hizo.
La última representación del Teatro del Arte de Moscú antes de la toma de poder de los
bolcheviques fue la que hicieron de El jardín de los cerezos , en calidad de invitados especiales,
en el Teatro del Soviet de los Delegados Obreros. Stanislavski rememoró más tarde haber visto
«turbas vestidas de gris» en la calle, así como «misteriosos preparativos» de soldados que «se
congregaban alrededor del Kremlin». Una atmósfera febril se enseñoreó del auditorio, y los
actores, de pie tras el telón con el oído atento a tan inquietante revuelo, se preguntaban qué
opinaría el público obrero de El jardín de los cerezos en un momento como aquel. «No nos van a
dejar acabar la representación —se decían unos a otros—: o nos sacan del escenario, o nos
atacan».[8]
La de Stanislavski, sin embargo, no es una relación totalmente fiable de lo sucedido aquella
noche. Él atribuye el éxito de la obra a «el lirismo de Chejov, la belleza inextinguible de la poesía
rusa [y] la disposición vital del refinamiento rural de la vieja Rusia… Nos pareció que todos
deseaban envolverse en la atmósfera de poesía, descansar en ella y decir adiós, de forma pacífica
y para siempre, a la vida vieja y hermosa que exigía entonces sacrificios purificadores». Lo cierto
es que el efecto sonoro final del hacha talando un cerezo se vio seguido, de inmediato, por el
sonido distante de disparos. Cuando el público salió a la calle, los camiones transportaban ya
revolucionarios y viandantes heridos. El Teatro del Arte no dudó en enviar un mensaje al soviet
de Moscú para preguntar de qué modo podía servir mejor al pueblo, y el consejo local respondió
que debían volver lo antes posible a su actividad.
El golpe de estado de los bolcheviques topó con una resistencia mucho más eficaz en Moscú
que en Petrogrado. El centro de la ciudad quedó sometido durante diez días a violentas batallas, y
el fuego de artillería de uno y otro bando alcanzó la catedral de San Basilio. Toda esta agitación
sumió a Misha en un estado de histerismo, aunque hubo miembros de su extensa familia que
corrieron riesgos mucho mayores. A Vladimir Knipper, que vivía en el número 51 de la calle
Arbat, lo apresaron los oficiales que se resistían a la toma del poder de los bolcheviques después
de que un vecino desequilibrado de la planta alta del edificio encendiese las luces de varias
habitaciones de su piso, lo que les había hecho sospechar que trataba de comunicarse con el
enemigo. Un capitán de estado mayor borracho colocó una pistola Nagan en la cabeza de
Vladimir: «Los bolcheviques están reduciendo nuestra capital a ruinas y vosotros los estáis
ayudando, hijos de puta. Os voy a matar». Sin embargo, se contuvo cuando otro oficial le susurró
que era el hermano de Olga Knipper-Chejova.[9]
Apenas había transcurrido un mes del incidente cuando, el 13 de diciembre de 1917,
sobrevino en la familia una verdadera tragedia: Volodia Chejov, primo de Misha y antiguo rival
suyo en materia de amores, se las arregló para tomar la Browning del cajón en que éste la
guardaba y se quitó la vida de un disparo.
Poco antes del funeral, Misha vio a su tío Iván Chejov, padre del difunto. Parecía consumido,
derrotado. El actor no pudo olvidar nunca su nariz puntiaguda, el traje caído y los pantalones
arrugados que lo hacían semejante a «una figura tallada en madera y clavada al suelo». La madre
de Volodia hizo una leve señal con el codo a Misha, quien tenía la mirada clavada en el cuerpo
que yacía en el ataúd. «Acércate a él —le dijo al oído—; pero, por lo que más quieras, cielo: no
llores».[10] Él observó el rostro de su primo y no pudo menos de evocarlo lleno de maquillaje y
ennegrecido con corcho quemado en las veladas dominicales de casa de la tía Masha.
Es imposible precisar si Volodia se suicidó porque seguía enamorado de Olga, tal como
sugeriría después ella, o a causa de la incesante obstinación de su padre porque se dedicase a la
jurisprudencia. Tampoco cabe descartar la influencia que pudo ejercer la destrucción del mundo
en que habían crecido. De cualquier manera, lo cierto es que su muerte dejó una honda huella en
Misha. Se derrumbó por completo, y en el teatro hubieron de concederle permiso para que se
ausentara durante seis meses. Las fotografías existentes de este período dan fe de su espectacular
envejecimiento.
Otro miembro de la familia que sufrió no pocos padecimientos en aquella época fue la tía
Masha, que llegó a Moscú desde Yalta con motivo del sepelio de Volodia y contrajo el tifus.
Siguiendo la práctica acostumbrada ante esta enfermedad, causada por los piojos, le rasuraron de
inmediato la cabeza. Aceptó esta situación con buen ánimo, pero la muerte de su sobrino la había
herido en lo más profundo. Al igual que casi todos, la tía Masha se hallaba sumida en un estado tal
de pobreza que no le resultaba nada fácil conseguir alimentos. Y aunque había heredado los
derechos de las obras de su hermano Antón, el Teatro del Arte de Moscú ya no podía pagarlos. Su
madre, Yevgenia Chejova, que aún vivía y compartía con ella domicilio en Yalta, tenía las
facultades mentales demasiado mermadas por la edad para comprender que las cosas habían
cambiado y que era necesario ahorrar, y la tía Masha se vio obligada a coser para obtener algún
ingreso. En el transcurso de aquel tumultuoso año marcado por dos revoluciones, Olga se dio
cuenta de que iba a tener que abandonar a su marido, quien, cada vez más desequilibrado, se había
apartado en mayo de los ensayos de La gaviota a resultas de una depresión nerviosa agravada por
la bebida.
Todo apunta a que su esposa lo dejó poco antes del suicidio de Volodia, aunque este dato no
es del todo seguro. En los testimonios que hablan del final de su matrimonio existe tan poco
consenso como en los que daban razón de sus inicios. Misha escribió más tarde que Olga se había
alejado de él engatusada por un aventurero llamado Ferenc Jaroszi, oficial del ejército austro-
húngaro que había sido prisionero de guerra en Rusia. «Era —al decir de Misha— un aventurero
como aquellos de los que tantas cosas fascinantes había contado mi padre. Amén de ser elegante,
apuesto, encantador y talentoso, disponía de una notable fortaleza interior que lo hacía
irresistible». El actor asegura que cuando ella entró en la habitación, «ya con el abrigo puesto»,
para despedirse de él aquel diciembre, se limitó a decirle: «¡Qué feo estás! Bueno, que seas feliz.
Pronto lo habrás olvidado todo». Y dicho esto, según él, le dio un amistoso beso y se marchó. [11]
Misha no menciona una sola vez a su hija en sus memorias.
La explicación que ofrece Olga en sus escritos es que no podía seguir soportando la
embriaguez de Misha ni sus obsesiones. El capricho adolescente que la había llevado a él se había
trocado, a todas luces, en lástima y odio, a partes iguales. Llevó sus pertenencias y a su bebé al
apartamento que tenía la familia Knipper en el número 23 del bulevar Prechistenski de Moscú. Sin
embargo, había adoptado la decisión de abandonar a su marido a sabiendas de que no iba a ser
capaz de sobrevivir con las pequeñas sumas de dinero que le enviaba su madre a espaldas de su
esposo, Konstantin Knipper, aún furioso con su hija predilecta. La galopante inflación del
momento hizo que cada remesa de billetes de banco tuviese menos valor que la anterior, y a los
habitantes de las ciudades les resultaba cada vez más difícil hallar qué comer, tuvieran o no
dinero. La gente empezó a vivir del trueque y los contactos. Olga sostenía que su hija había
sobrevivido a aquel invierno de 1917 y 1918 gracias al gran cantante Fiodor Chaliapin, que le
proporcionó leche de la vaca que había llevado a Moscú para uso de su familia.
El golpe que supuso para la actriz el hecho de verse pobre por primera vez en su vida fue
considerable, y sin duda dio pie a la determinación y la ambición que marcaron su futuro. Habida
cuenta de que ya no podía depender de Misha, se vio obligada a forjar su propia carrera
profesional, y dado que sus pinturas no podían garantizarle unos ingresos seguros, comenzó a
trabajar para un comerciante de vinos en calidad de ayudante de oficina. En sus memorias asegura
también haber tallado piezas de ajedrez en madera para venderlas, aunque cabe la posibilidad de
que tomase la idea prestada de su ex marido, que acostumbraba hacerlas en los peores momentos
de su depresión.
7
HAMBRE Y FRÍO
Las vastas distancias y la ausencia de frentes definidos convirtieron la guerra civil en una «guerra
de ferrocarril». Los trenes blindados se erigieron, a un tiempo, en símbolo y paradigma de un
evidente poderío que llegaba de la mano del terror. Multitud de pequeños ejércitos y bandas
irregulares atacaban y contraatacaban las ciudades por las que pasaban las interminables vías. No
quedaban muchas alternativas: ningún bando disponía de mucho más que un puñado de vehículos a
motor, y las carreteras sin asfaltar se tornaban en lodazales durante las lluviosas estaciones de
primavera y otoño —la rasputitsa rusa—. Por ende, la experiencia con que contaba Konstantin
Knipper en cuanto director ferroviario lo hizo un hombre muy valioso para el Ejército Blanco del
almirante Kolchak durante el invierno de 1918 y 1919, cuando comenzó a desplegarse a cada uno
de los lados de la línea del Transiberiano.
La derrota de Alemania en noviembre de 1918 y las promesas que habían hecho las demás
potencias de la Triple Entente de ayudar a los blancos motivaron un aumento súbito de optimismo
en las filas anti-bolcheviques. De hecho, el dominio de sus enemigos parecía estar sufriendo una
rápida decadencia. Ucrania, la «cesta del pan» de Rusia, se transformó en el campo de batalla en
que se libraba una guerra civil de tres y cuatro frentes entre rojos, blancos, anarquistas y
nacionalistas ucranios. El Ejército Voluntario, acaudillado a la sazón por el general Denikin,
había sobrevivido a dos terribles campañas en el Cáucaso y creció, en esos momentos, de forma
considerable merced a la incorporación de soldados cosacos auxiliares tras el feroz avance de la
Guardia Roja a través de sus pueblos, extendidos por la estepa del Don. Sin embargo, los cosacos
hacían lo que les venía en gana y observaban un comportamiento nada solidario. Los empeños del
llamado Ejército del Don por tomar Tsaritsin, a orillas del curso bajo del Volga, a finales de
1918, fracasaron de forma estrepitosa. El mito de su heroica defensa supuso un notable impulso
para la carrera hacia el poder de Stalin, comisario de la ciudad. Esta fue reconstruida más
adelante, en un momento de constante crecimiento, y bautizada Stalingrado en su honor.
Los blancos estaban tan escasos de soldados que hubieron de echar mano de los oficiales de
menor graduación para que hicieran las veces de soldados rasos y cabos, en tanto que los
comandantes y los coroneles se encontraron realizando las labores propias de un teniente. Por otra
parte, eran tantos los generales procedentes del viejo ejército zarista, que algunos de ellos
acabaron al frente de batallones y aun compañías. Su frustrada obsesión por mantener sus grados
dio lugar a tremendas rivalidades y constantes arranques de cólera por parte de altos oficiales
difíciles de contentar. Los comandantes blancos no pensaban en otra cosa que en sus uniformes
zaristas, sus charreteras, sus saludos y la «Escala de grados» de Pedro el Grande, definición de
toda jerarquía. El período revolucionario de los últimos dos años no les había hecho aprender ni
olvidar nada. Su obstinación por hacer volver las manecillas del reloj a los días de la autocracia
zarista y eliminar toda esperanza de reforma agraria ahuyentaba hasta a los campesinos contrarios
al régimen bolchevique, a los que necesitaban desesperadamente si querían mantener avituallados
sus ejércitos u obtener hombres para engrosarlos.
A muchos mandos les obsesionaba tanto el odio que profesaban al bolchevismo que acababan
totalmente desequilibrados. Liev Knipper, que luchaba en las filas de los blancos en el sur,
describiría más tarde a su comandante, el general Jludov, hombre de mirada penetrante que
recorría arriba y abajo las filas durante la revista prestando especial atención a todos los que
habían sido reclutados a la fuerza. En ocasiones, después de clavar la vista en alguno de ellos, le
espetaba: «¡Tienes la cabeza llena de demonios rojos!», para derribarlo allí mismo de un
disparo.[1]
En años posteriores, Liev reescribió su propia historia con una falta de honradez muy poco
decorosa. Aseguró que, en la época en que estalló la Revolución, se hallaba con unos familiares
en el sur de Rusia —cabe suponer que en Yalta, con la tía Masha— cuando lo reclutaron para el
Ejército Blanco. Afirmaba que, al comprobar que los soldados corrientes eran superiores a él
física, moral e intelectualmente, había decidido desertar, cuando lo cierto es que había
permanecido hasta el último momento con el ejército del barón de Wrangel, con el que había
marchado al exilio en 1920.[2]
La aversión que sentían los blancos por el bolchevismo había comenzado con un férvido
resentimiento motivado por la pérdida de privilegios, riqueza y poder, y se había avivado de
forma inconmensurable como consecuencia de la crueldad con que la turba izquierdista trataba a
los oficiales que hacía prisioneros. No eran pocos los casos en que la víctima sufría mutilaciones
—incluida la castración— o era desollada viva. En ocasiones, para poner de relieve la
abominación que profesaban a las charreteras, los captores las fijaban con clavos a los hombros
de los oficiales que apresaban. Según fuentes del bando blanco, una de las torturas más tristemente
célebres aplicadas por las chekas locales recibía el nombre de «el guante», en honor a lo que los
soldados consideraban como uno de los elementos más importantes del uniforme de los oficiales
zaristas. Consistía en sumergir los brazos y antebrazos de la víctima en agua hirviendo y
mantenerlos allí hasta que la piel podía desprenderse.[3] Las distintas chekas competían entre ellas
para ver cuál era más original a la hora de infligir horribles tormentos a sus prisioneros.
El Terror rojo dio lugar al Terror blanco, y Rusia regresó a la barbarie de los tiempos de Iván
el Terrible y de la cruel represión del levantamiento de Pugachov. Los blancos no vacilaron a la
hora de vengarse del Anticristo. Ni siquiera las esposas y los hijos de los presuntos obreros y
campesinos «rojos» se libraban de la bayoneta cada vez que caía un pueblo o una ciudad. Y la
Guardia Roja reservaba a las familias burguesas represalias muy semejantes. En medio de este
caos homicida, Stanislavski perdió a su hermano y a tres sobrinos, fusilados en Crimea. No es de
extrañar que muchos prefiriesen suicidarse a ser capturados durante un conflicto tan sádico en lo
político.
La guerra civil rusa estuvo también caracterizada por la confusión y la falta de entendimiento.
Cuando quienes se encontraban en el propio Kremlin —y, por ende, tenían acceso al teléfono y al
telégrafo— ignoraban, a menudo, qué estaba sucediendo exactamente en el vasto territorio
eurasiático, resulta muy poco sorprendente que el público no supiese nada más que lo que decían
los rumores o los optimistas comunicados que publicaba el diario Pravda.
A principios de mayo de 1919, un grupo del Teatro del Arte de Moscú salió de la ciudad para
hacer una gira de tres semanas por Ucrania oriental, motivada, entre otras razones, por la mayor
facilidad con que podía alimentarse a los actores en el sur. Nadie les había dicho que la guerra
civil había vuelto a estallar, al ser atacada la Rusia central desde tres frentes distintos. En efecto,
el almirante Kolchak, con el ambicioso título de «regente supremo», avanzaba desde Siberia con
cien mil hombres en dirección al Volga; el general Denikin había emprendido un ataque hacia el
norte desde el núcleo anti-bolchevique meridional, y el general Yudenich había de avanzar más
tarde hacia Petrogrado desde los países bálticos.
Stanislavski no podía imaginar siquiera la «catástrofe» que estaba a punto de sobrevenir a su
teatro.[4] Se dirigió a la estación para despedir al grupo, que, encabezado por Olga Knipper-
Chejova y Vasili Kachalov, actor principal, partía hacia Jarkov. Los acompañaba cierto número
de parásitos y familiares, incluidos la esposa de Kachalov y su joven hijo, Vadim
Shverubovich.[5]
El grupo del Teatro del Arte, muy animado por el hecho de abandonar Moscú, viajó hacia el
sur, junto con los decorados y demás accesorios, en vagones de ganado desinfectados para tal
fin.[6] En Jarkov, recibieron alojamiento en el hotel Rusia, establecimiento abandonado y casi en
ruinas que «aún conservaba cierto aire de elegancia prerrevolucionaria». Sus representaciones
comenzaban a las seis a fin de permitir que el público regresase a casa antes de las nueve, hora
del toque de queda. A los actores los sorprendió comprobar que, a despecho de las confiadas
declaraciones de los diarios soviéticos, la ciudad se hallaba en pie de guerra. Cierta noche, la
representación de El jardín de los cerezos comenzó a la hora prevista, pero durante el segundo
acto, la compañía creyó oír en la calle más ruido de lo habitual. El director de escena salió para
ver qué ocurría, y se encontró con que la vanguardia de las fuerzas blancas del general Denikin
había entrado en la ciudad sin encontrar oposición, por cuanto la Guardia Roja había puesto pies
en polvorosa. El director regresó al interior para poner al público al corriente de lo sucedido, y
una vez apaciguados los vítores, añadió que la representación continuaría por donde la habían
interrumpido.
La rapidez con que se tomó la ciudad supuso un hecho mucho más afortunado de lo que
pudieron llegar a imaginar sus habitantes. Por lo general, un destacamento de la cheka local se
encargaba de asesinar a todos los prisioneros, así como a todos los burgueses que encontrasen a
su paso, antes de abandonar cualquier población. Por si fuera poco, la cheka de Jarkov, dirigida
por Saenko, conocido psicópata adicto a la cocaína, era una de las más crueles de todas. El grupo
de Kachalov, como pasó a ser conocida la compañía, hubo de enfrentarse ante la siguiente
disyuntiva: atravesar la línea del frente, abandonando sus decorados y los otros accesorios, para
volver a unirse en Moscú al resto del Teatro del Arte, o esperar a ver cómo se desarrollaban los
acontecimientos. Los rojos parecían estar retrocediendo en todos los frentes. El hijo de Kachalov,
Vadim, corrió a unirse al Ejército Blanco en un arrebato de entusiasmo, y sus padres no pudieron
menos de horrorizarse al descubrir lo que había hecho.
El 19 de junio, Tsaritsin sucumbió al fin al ejército caucasiano del barón de Wrangel, apoyado
por tanques británicos. Los comandantes blancos se convencieron entonces de que la capital
también caería. Cierto actor de nombre Podgorni, desesperado por volver a reunirse con su
esposa, que se había quedado en Moscú, decidió jugarse el todo por el todo. Y logró su objetivo.
Sin embargo, su huida hizo que todos los miembros de la compañía que habían permanecido en
territorio blanco se convirtiesen en sospechosos a los ojos de las autoridades bolcheviques. En
Moscú comenzaron a correr rumores referentes a la «manifestación política» del grupo de
Kachalov, y los banquetes que se empeñaron en ofrecer los generales blancos en honor de los
actores del Teatro del Arte no hicieron nada por mejorar la situación.
La estancia en Jarkov se prolongó hasta finales de junio, fecha en que los actores se tomaron
unas vacaciones en Crimea. Convinieron en volver a reunirse en septiembre, persuadidos de que,
para entonces, Moscú habría caído en manos de los blancos. Olga Knipper-Chejova se trasladó
enseguida a Yalta con el fin de visitar a su cuñada Masha, que, a la sazón, estaba al cuidado de la
casa familiar, convertida en museo Chejov. Se alojó en su propio domicilio, una casita situada a
orillas del mar Negro, no muy lejos de Gurzuf. Allí proyectó, junto con otros miembros del grupo,
la temporada de otoño, que pensaban iniciar en Odesa. Masha, que había visto a Liev en buen
estado de salud, olvidó por completo informar a la tía Olia, a la que angustiaba la suerte que
podía haber corrido su sobrino favorito. Cuando, más tarde, supo de tamaño descuido, no pudo
evitar ser presa de la incredulidad y la exasperación. Vasili Kachalov y su esposa, entre tanto, no
cabían en sí de gozo por el hecho de haber podido ver a Vadim, durante aquellas vacaciones en
Crimea. El muchacho estaba en perfectas condiciones, pero seguía sirviendo en las filas de un
regimiento del Ejército Blanco.
Las comunicaciones con el territorio cada vez más menguado de la Rusia soviética eran tan
malas que en el Teatro del Arte de Moscú no supieron nada de la toma de Jarkov por los blancos
hasta principios de agosto. Entonces se convocó una reunión de emergencia, y Stanislavski, que se
encontraba fuera de la capital, hubo de pasar la noche viajando para asistir. Todos eran
conscientes de que la pérdida de sus actores más experimentados «daba al traste con toda
esperanza de producir nuevas obras o continuar siquiera con nuestro antiguo repertorio». Apenas
había donde elegir: «Nos vimos obligados a engrosar nuestras filas con actores procedentes de
diversos estudios, llenos, por su parte, de actores que nada tenían que ver con el Teatro del
Arte».[7] Para algunos, este hecho fue una bendición más que un desastre. Así, por ejemplo, la
ausencia de Kachalov supuso para Mijail Chejov una gran oportunidad para hacer de actor
principal de la compañía.
Los frecuentes desacuerdos entre Nemirovich-Danchenko y Stanislavski hacían que tomar
cualquier decisión se convirtiese en una labor excepcionalmente difícil. El primero pensaba, no
sin buena parte de razón, que Stanislavski era un idealista sin remedio. En su opinión, el Teatro
del Arte de Moscú tenía que moderarse si quería sobrevivir. Los ambiciosos planes de
Stanislavski, por el contrario, no sólo concernían al teatro principal y a los estudios que de él
dependían, sino que también contemplaban la creación de una red provincial de teatros. En
diciembre, el gobierno reorganizó bajo su control todo lo referente a la profesión, con lo que el
Teatro del Arte se convirtió, junto con sus semejantes de la época imperial, en un teatro
«académico» del estado soviético, y como tal, se benefició de sus subvenciones.
Pese a las sospechas de Nemirovich-Danchenko, lo cierto es que Stanislavski creía con mucha
más pasión en el teatro que en sí mismo, y en consecuencia, hizo cuanto estuvo en sus manos para
asegurarse de que a los demás miembros de la compañía no les faltaba alimento ni cobijo. No
obstante, cuando el comité local bolchevique de alojamiento lo despojó de su propia casa,
prefirió no revelarlo a nadie en un principio. Se había desvivido por evitar cualquier crítica a la
Revolución y, por consiguiente, no presentó queja alguna, de igual modo que jamás había
protestado por la confiscación de la fábrica familiar y del resto de sus riquezas. Todo apunta a
que lloró en privado la pérdida de su hogar, sin tratar siquiera de impugnar la orden de desahucio.
Afortunadamente, Lunacharski, comisario del pueblo de Educación, acabó por enterarse, y no
dudó en recurrir a Lenin.
Éste se había hecho un gran admirador del Teatro del Arte de Moscú y trataba de asistir, tras
su prolongado exilio, a todas las representaciones posibles, en especial a las de La gaviota, El
jardín de los cerezos y El tío Vania. Asimismo, le causó una profunda impresión la interpretación
de Stanislavski en el papel del general Krutitski de Todo sabio tiene algo de estúpido , de
Ostrovski. «Stanislavski es un artista de verdad —escribió el dirigente bolchevique tras la
representación—. Ha sabido transformarse en el general hasta el punto de vivir el más
insignificante detalle de su vida. El público no necesita más explicaciones para ver por sí mismo
la completa idiotez de tan presuntuoso oficial. En mi opinión, es esta la orientación que debería
adoptar el teatro».[8] Lenin prefería no malgastar su tiempo con la doctrina del Proletkult
promovida por Lunacharski.
Quien con más mordacidad criticaba, en aquella época, a Chejov y Stanislavski era el poeta
futurista Maiakooski, quien tildaba su teatro de «putrefacto» y lo satirizó en versos como el que
habla de «La tita Mania, el tío Vania, gimoteando en el sofá». [9] Con todo, él mismo acabaría por
convertirse en una de las víctimas del mundo feliz cuyo advenimiento había acogido con tanto
entusiasmo. «Entendimos el suicidio de Maiakooski —confió el escritor Isaac Babel a los
miembros de la NKVD que lo interrogaron antes de su ejecución— como la conclusión del poeta
de que era imposible trabajar bajo las condiciones impuestas por el sistema soviético».[10]
Los albores del otoño de 1919 constituyeron un momento decisivo para la guerra civil rusa.
Las tropas del almirante Kolchak, que avanzaban procedentes de Siberia, habían comenzado a
desintegrarse a consecuencia de la presión ejercida por el Ejército Rojo, en la vanguardia, y, en la
retaguardia, por las revueltas campesinas provocadas por los saqueos y la brutalidad de los
blancos. Sin embargo, el frente meridional seguía infundiendo temor en los bolcheviques. A
finales de agosto, las fuerzas blancas del general Denikin habían tomado casi todas las ciudades
más importantes de Ucrania. El general Mamontov y otros adalides cosacos protagonizaron
intensas cabalgadas y se apoderaron así de poblaciones decisivas en dirección norte, incluida
Voronej, en el curso alto del Don. El general Denikin había dictado el plan de ataque en su
«Mandato de Moscú». El 14 de octubre, uno de sus ejércitos capturó Orel, a tan sólo cuatrocientos
kilómetros de Moscú, lo que lo dejó en situación de amenazar Tula, principal centro de
fabricación de armamento de la República Soviética. Mientras tanto, el del general Yudenich
había alcanzado, procedente de Estonia, las inmediaciones de Petrogrado, «cuna de la
Revolución». En Moscú comenzaron a trazarse planes de huida para los bolcheviques más
importantes, a los que, llegado el caso, se proporcionarían pasaportes falsos y dinero zarista. En
Crimea, los refugiados de clase media y alta provenientes del norte comenzaron a convencerse de
que la pesadilla bolchevique estaba a punto de acabar y de que en breve podrían regresar a sus
hogares. Durante aquellas primeras semanas del otoño de 1919, el paseo marítimo de Yalta volvió
a llenarse de damas y niñas ataviadas con largos vestidos blancos, sombrillas y amplios
sombreros de paja. Incluso podía verse, de cuando en cuando, el perrito de tiempos de Antón
Chejov.[11]
9
El desmoronamiento, tan repentino como catastrófico, que sufrieron los ejércitos blancos durante
el otoño de 1919 estuvo provocado, en gran medida, por su propio proceder. La arrogancia y
brutalidad con que habían saqueado poblaciones, violado a sus habitantes y ejecutado a no pocos
rehenes cuando los hombres se negaban a ser reclutados había despertado un sentimiento de total
repugnancia en los campesinos de las tierras por las que habían ido pasando. A medida que se
acercaban a Moscú, aun los que odiaban a los bolcheviques comenzaron a atacar sus líneas de
comunicación, y en este sentido cabe destacar el caso de Ucrania. Allí, estos imperialistas
incorregibles prohibieron el uso de la lengua nativa y negaron siquiera un mínimo de
independencia a sus aliados cosacos.
Los ejércitos de Denikin, conformados por unos ciento cincuenta mil hombres, hubieron de
afrontar una creciente escasez de provisiones. No fueron pocos los soldados que se enviaron a la
retaguardia para defenderla de los ataques de la guerrilla, en tanto que los famélicos reclutas que
se encontraban en el frente desertaban a cientos. La situación se hizo aún más desastrosa cuando
empezó a esfumarse el ejército cosaco del Don. Su avance se había visto ya frenado en gran
medida por el cuantioso botín que habían ido adquiriendo por el camino. Para colmo de males, y
dado que no encontraban razón alguna para seguir luchando por una Rusia desagradecida, los
cosacos deseaban regresar a la estepa del Don con los bienes depredados. En ningún momento
fueron capaces de prever la venganza que sufrirían sus aldeas de manos de los rojos tras la
derrota del Ejército Blanco.
Las filas de los bolcheviques, por otra parte, comenzaron a engrosarse, aquel otoño, a
consecuencia de un cambio de estrategia que había llevado al Kremlin a conceder la amnistía a
quienes desertasen. A resultas de esta iniciativa, a mediados de octubre superaban a su adversario
en el frente meridional. Asimismo se vieron favorecidos por el hecho de que los campesinos que
les eran contrarios aborreciesen aún más la idea de una victoria blanca, a lo que hay que añadir
que quienes cultivaban a la sazón la tierra arrebatada a los barin temían perder todo lo que habían
ganado con la Revolución.
Los rojos centraron sus esfuerzos en la defensa de Tula y sus fábricas de armamento, a tiempo
que se preparaban para contraatacar con una embestida a los flancos del Ejército Voluntario, que
avanzaba hacia la ciudad. Los encargados de acometerla fueron los miembros de la división de
fusileros letones de la Guardia Pretoriana bolchevique. La caballería roja, cuerpo del que, hasta
entonces, había carecido este bando, arremetió contra los cosacos. Entre tanto, Trotski corrió
hacia Petrogrado, a punto de sucumbir al ejército de Yudenich, y poniendo en juego toda su
energía, infundió aliento a la defensa de la ciudad por medio de enardecedores discursos y
despiadadas ejecuciones.
Los blancos se vinieron abajo en todos los frentes. Los hombres de Kolchak abandonaron
Omsk en noviembre, y apenas hubieron de transcurrir dos meses para que el propio almirante
fuese entregado a los rojos a fin de que le aplicaran la pena de muerte. El sur, por su parte,
conoció un panorama muy semejante de desmoronamiento, tanto moral como militar. La
desbandada a la que dio origen esta situación resultó aún más despreciable a causa de las
masacres de judíos producidas durante la retirada. Los blancos habían abrazado un antisemitismo
obsesivo, convencidos de que todos los judíos debían de ser, de un modo u otro, culpables de
bolchevismo por el mero hecho de que Trotski y otros comisarios importantes tuviesen tal origen.
La corrupción y el egoísmo extremados de la mayor parte de los blancos había quedado
patente en la especulación y el afán de saqueo que subyacía a su cruzada por salvar a Rusia.
Tamaña miopía autodestructiva contribuyó también a que el gobierno británico decidiese, en
noviembre, retirarles todo su apoyo. Los integrantes de la nobleza y la clase media que habían
buscado refugio en el sur fueron, entonces, presa del pánico. Al tratar de cambiar sus rublos por
moneda extranjera, comprobaron que, casi de la noche a la mañana, habían perdido todo su valor:
ya nadie los quería. El pavor cundió con una celeridad comparable a la de la epidemia de tifus,
extendida a causa de la retirada de las tropas infestadas de piojos.
El hermano de Olga, Liev Knipper, también aquejado de pediculosis, tuvo una suerte indecible
al no contraer el tifus. Al parecer, su alimentación era mejor que la de muchos otros, lo que debió
de aumentar su resistencia a la enfermedad. Pese a no poder disponer de una dieta equilibrada, se
había procurado, al igual que los demás oficiales, una provisión de huevos que le salvó la vida, y
subsistió a fuerza de gogol-mogol, ponche de huevo a la rusa. También se las agenció para
mantener la moral alta en un momento en que no era extraño que los oficiales —más aún si estaban
heridos o enfermos— acabaran pegándose un tiro, ya que ninguno quería cometer la imprudencia
de dejarse capturar con vida por los vencedores rojos, sedientos de venganza. Liev tuvo,
asimismo, la fortuna de formar parte de las tropas que se retiraron a Crimea, península fácil de
defender.[1]
Los que hubieron de retroceder al istmo del Cáucaso se enfrentaron a una experiencia terrible.
Las escenas vividas a finales de ese invierno, como la de los refugiados blancos que, atenazados
por el miedo, huyeron al puerto de Novorossisk, junto al mar Negro, forman parte de las
descripciones más dolorosas de la historia contemporánea.
La progresión de los ejércitos rojos durante febrero de 1920 dejó al grupo de Kachalov una
sola vía de escape: dirigirse hacia el sur y atravesar el Cáucaso. En primer lugar se trasladaron a
Yekaterinodar, aunque, tal como pudieron comprobar, ésta habría de ser atacada poco después.
Por fortuna, el director del Teatro Estatal de Tiflis, capital de la entonces independiente
República de Georgia, quien había estudiado en el Teatro del Arte de Moscú, se mostró encantado
ante la idea de proporcionarles una invitación oficial.
Para llegar a Tiflis, hubieron de regresar a Novorossisk en un tren de mercancías, con la
esperanza de encontrar allí un barco que los llevase a Georgia costeando el mar Negro. Vadim
Shverubovich, a la sazón recobrado del todo, describió a la tía Olía sentada, en posición erguida,
sobre una maleta en el interior de un vagón de carbón, leyendo un libro encuadernado en tafilete
dorado, ajena a la suciedad, al cortante viento y al distante sonido de los cañones. Novorossisk se
estaba llenando por momentos de refugiados, y por más que suplicaron, no dieron con un solo
capitán dispuesto a dejar embarcar a una compañía de actores con su vestuario y demás trebejos.
Finalmente, el de un buque de vapor se avino a llevarlos en cubierta, con lo que escaparon a los
crecientes horrores del puerto.
La ruta a Novorossisk, que duró dos semanas, estuvo marcada por un rastro de armas
abandonadas y cadáveres de oficiales blancos y civiles, muertos a millares por el tifus, el frío y el
hambre. Una vez allí, la supervivencia se cifraba en lograr subir a bordo de una de las
embarcaciones francesas o británicas antes de que los rojos rodeasen la ciudad y bombardeasen el
puerto. A finales de marzo de 1920 se había evacuado ya a cincuenta mil soldados, si bien
quedaron atrás otros sesenta mil, amén de incontables civiles, expuestos a la llegada de la
artillería roja. Los buques de guerra aliados comenzaron a disparar para cubrir a los últimos
barcos que, listos para zarpar, retiraban las pasarelas. En el muelle quedaron miles de personas,
incluidas no pocas madres con sus hijos, rogando a gritos a la tripulación que los salvase. Los
cosacos abatían a tiros a sus caballos como si las embarcaciones extranjeras fuesen así a sentirse
obligadas a dejarlos subir a bordo. Muchos fueron los que se quitaron la vida, ora arrojándose a
las heladas aguas del mar, ora saltándose la tapa de los sesos.[4]
La llegada a Georgia del grupo de Kachalov, unida a la bienvenida que les dispensó la
deliciosa ciudad de Tiflis, hizo que sus vivencias más recientes semejasen una pesadilla de la
que, por fin, habían despertado. Había llegado la primavera, y los georgianos se mostraron
pródigos con sus excelentes vinos y demás productos alimenticios. La tía Olia sufría dolorosos
accesos de artritis, que se manifestaban sobre todo en las manos y no se habían visto precisamente
aliviados por los meses que había pasado subsistiendo con carne de caballo y sin probar verdura
alguna. En contraste con la Rusia bolchevique, Georgia se le figuraba un paraíso, aunque no podía
evitar sentir una honda nostalgia por el Teatro del Arte de Moscú y ardía en deseos de visitar el
cementerio de Novodeviche para volver a contemplar la tumba de su marido. En Tiflis no faltaban
los refugiados rusos, y sus representaciones en el Teatro Estatal contaban con una gran afluencia
de un público entusiasta. El grupo de Kachalov sabía, empero, que no podía permanecer allí,
aunque tampoco tenía posibilidades de regresar al norte a través del Cáucaso, dadas las terribles
represalias que el victorioso Ejército Rojo estaba llevando a cabo en las aldeas cosacas situadas
en la cuenca de los ríos Terek, Kubán y Don.
Las hospitalarias autoridades georgianas llegaron incluso a conceder al grupo unas largas
vacaciones en el balneario de la ciudad de Borzhomi, donde los alojaron en el palacio Likani,
retiro estival construido por el gran duque Miguel, hermano del zar, en un estilo de Riviera
moscovita no exento de detalles neo-clásicos e italianizados.[5] Más tarde, el edificio se habría de
convertir en una de las casas de campo de Stalin, quien vivió allí algunos de los momentos más
felices de su matrimonio con Nadia antes de que ésta se suicidara.
El esplendor de las amplias estancias vacías del palacio resultaba, en cierta medida,
incómodo a Kachalov y sus compañeros; pero, al menos, la soledad en que se hallaban les
proporcionó la tranquilidad que necesitaban para discutir acerca de su futuro. Debían elegir entre
el exilio y un regreso más que incierto al Moscú bolchevique, y la decisión fue muy dura, en
especial para los que se encontraban en minoría, ya que si había algo en lo que todos coincidían
era que sólo podrían sobrevivir si permanecían unidos.
«Llevo un mes sufriendo en Borzhomi —escribió Olia a la tía Masha—, incapaz de tomar una
determinación en lo referente a poner o no rumbo al oeste. Dudo que en mi vida haya derramado
tantas lágrimas. No quería dar mi consentimiento a los demás, y he estado esperando que, de un
momento a otro, se pusieran en contacto con nosotros para hacernos volver a Moscú… El día de
hoy ha sido demencial: hemos estado sentados de sol a sol sin poder decidir lo que hacer… ¡Si
supieras cuánto ansío ir a Moscú…! ¡Estoy harta de andar siempre vagando!».[6]
No obstante, dado que las autoridades no les habían garantizado un regreso seguro, aun el
mismo Stanislavski se había dado cuenta de que seguía siendo por demás peligroso intervenir en
nombre del grupo. La decisión de los miembros de este último fue, en consecuencia, contraria a
los deseos de regresar a toda costa que albergaba la tía Olia, quien, por otra parte, no ignoraba
que Kachalov necesitaba poner a salvo a su hijo, Vadim, el cual, como soldado del Ejército
Blanco, tendría que enfrentarse, de lo contrario, a la pena de muerte pese a su corta edad. «Así
que todo hace pensar que, casi con toda certeza, nos vamos, Masha —proseguía la carta—. Vamos
a viajar a Sofía, los países eslavos, Praga… y luego tal vez a Berlín o a París… Masha, piensa en
nosotros cuando partamos para atravesar el mar Negro. ¡Dios mío! Es tan repugnante y vergonzoso
tener que dejar el país…».
Las cenas que habían organizado en Moscú las dos tías para sus jóvenes sobrinos debían de
parecer entonces parte de una vida completamente distinta. La última obra que representó el grupo
de Kachalov antes de zarpar hacia su exilio europeo fue El jardín de los cerezos , cuya escena de
despedida la atormentó más que nunca. Ya con un pie en el estribo, escribió a Stanislavski para
decirle adiós con estas palabras: «“Se acabó nuestra vida en esta casa”, como dicen en El jardín
de los cerezos, y sabe Dios cuándo y cómo volveremos a estar juntos».[7]
Seguía sin poder quitarse a Liev de la cabeza. En la carta remitida a Masha, le volvía a
reprochar que no la hubiese puesto al corriente de su visita. «No puedes entender la alegría que
me habría supuesto el saber que Liev seguía con vida».[8] Sin embargo, no habían vuelto a tener
noticias de él desde hacía casi un año, y durante ese tiempo eran cientos de miles los que habían
muerto a causa de la guerra, la enfermedad y el hambre.
Por más que después asegurase haber desertado del Ejército Blanco, lo cierto es que Liev
había permanecido con las fuerzas del barón de Wrangel en Crimea tras la terrible evacuación de
Novorossisk de los soldados pertenecientes al ejército de Denikin, llevada a cabo en marzo.
Wrangel sabía que no disponía de los hombres suficientes ni del respaldo popular que necesitaba
fuera de la península para arriesgarse a salir de ésta para acometer un ataque. Sin embargo, en
junio, cuando los polacos obligaron al Ejército Rojo a adoptar una estrategia defensiva, se
decidió, por fin, a abandonar Crimea. Sus soldados habían logrado tomar una porción nada
despreciable de las provincias de lo que otrora fue el Quersoneso Táurico, aunque vieron
frustradas sus esperanzas de reunir bajo el estandarte de la causa blanca a las regiones de los ríos
Don y Kubán. En octubre, el régimen soviético acordó un alto el fuego con los polacos, lo que le
permitió hacer avanzar en dirección sureste fuerzas muy superiores a las del barón. Los blancos,
que sólo tenían treinta y cinco mil hombres para enfrentarse a los ciento treinta mil de los rojos, se
vieron obligados enseguida a replegarse de nuevo hacia Crimea. A lo único a que podía aspirar
Wrangel era a contenerlos en el istmo de Perekop, la faja de tierra que une la península al
continente, y disponer la evacuación.
Una vez más, el valor de la moneda de los blancos cayó en picado cuando los civiles
comenzaron a disputarse las plazas que quedaban en las embarcaciones. Sin embargo, la retirada
de Wrangel estuvo, cuando menos, mucho mejor organizada, lo que se debió, en buena parte, a la
geografía de Crimea y a la determinación de que dio muestras la retaguardia a la hora de mantener
la línea defensiva de Perekop. Participaron en la evacuación un total de ciento veintiséis barcos,
de nacionalidad británica, francesa y bielorrusa, que transportaron a ciento cincuenta mil
personas, a través del mar Negro, hacia Estambul y el Bosforo.
Gran Bretaña y Francia hicieron lo necesario para que lo que quedaba del ejército del barón
pudiese alojarse en la península de Gallípoli, donde los ingleses habían sufrido una desastrosa
derrota cinco años antes. Huelga decir que nadie solicitó la opinión de los turcos. Los hombres de
Wrangel permanecieron uniformados, divididos en regimientos y armados, pues si bien habían
tenido que dejar en Crimea sus monturas y la artillería durante la evacuación, conservaban sus
armas personales. Una vez establecidos los soldados en acantonamientos primitivos en extremo —
el cuartel general de la escuela militar de Nikolaievsk era una mezquita requisada—, el barón
ordenó reanudar la instrucción el 21 de enero de 1921 con el fin de mantener la moral de la tropa.
Con todo, sus hombres apenas hacían otra cosa que participar en interminables desfiles, bien para
celebrar efemérides militares, bien en honor de los dignatarios blancos que iban a visitarlos.
Liev se hallaba, claro está, entre los jóvenes oficiales que querían salir de allí. Sin embargo,
aquel no era un objetivo sencillo. Se había establecido una comisión especial para estudiar las
solicitudes de quienes pedían que se les concediese un permiso por enfermedad o heridas. Los que
pertenecían a esta categoría eran trasladados a un campo de refugiados, pero aquellos que querían
dejar el ejército por otras razones se encontraban con no pocos obstáculos. Así, era práctica
habitual que los privasen de sus raciones, así como de las mantas y las prendas de abrigo que les
correspondían.[9] Liev quería desertar, pues temía morir si se quedaba; sin embargo, sin dinero no
eran muchas las posibilidades de que disponía. Su única esperanza era la tía Olia, pero no tenía la
menor idea de cuál era su paradero.
Para él fue una suerte, sin duda, que esta última no hubiese logrado regresar a Moscú tal como
era su deseo. El grupo de Kachalov había estado en Estambul, si bien no tuvo éxito a la hora de
acordar una temporada de representaciones. La falta de dinero había obligado a sus componentes
a trasladarse de un hotel modesto a una pensión de mala muerte antes de tomar el barco que los
llevaría a los Balcanes.
Konstantin Knipper tuvo mucha más suerte que su hermana cuando decidió regresar a Moscú.
Tras la caída de las fuerzas del almirante Kolchak, se las ingenió, de un modo u otro, para
regresar de Siberia con su esposa y la hija de Olga. La importancia de sus conocimientos en
materia de ingeniería ferroviaria le salvó la vida. El gobierno bolchevique estaba dispuesto a
hacer concesiones temporales a fin de disponer de los expertos que necesitaba a la sazón, y
reparar el sistema de ferrocarriles resultaba indispensable para garantizar alimentos a las
ciudades castigadas por el hambre. A su regreso al apartamento familiar del número 23 del
bulevar Prechistenski, la pequeña no reconoció, después de tanto tiempo, a Olga, ni dejó que la
besara o cogiera de la mano, pues no la consideraba su «verdadera madre».[10]
Aquella habría de ser la última vez que Olga viese a su padre. Estaba contemplando la
posibilidad de irse de Rusia, al menos por un tiempo. En aquellos «años del hambre», la mera
supervivencia comportaba degradarse; de hecho, la mayor parte de las actrices había tenido que
recurrir a la prostitución a tiempo parcial en una época en que las enfermedades venéreas estaban
a la orden del día. Ella quería probar suerte en Berlín, y pensaba dejar a Ada de nuevo con la
abuela de la niña. Sus planes recibieron un claro respaldo por parte de Ferenc Jaroszi, el capitán
austro-húngaro de caballería descrito por Misha. Este último estaba convencido, al igual que otros
miembros de la familia, de que ella acabaría casándose con él. Olga solicitó un permiso de salida
de seis semanas. Más tarde, en uno de los muchos pasajes fantásticos de sus cinematográficas
memorias, aseveró que fue el mismísimo Lunacharski quien le dio el visto bueno, gracias a la
intercesión de la tía Olia —algo muy poco probable, por cuanto ésta seguía siendo una emigrada
política ilegal en el extranjero—.[11] En otra ocasión, aseguró que el documento llevaba la firma
de Krupskaia, la esposa de Lenin.[12]
Según su propio relato, Olga partió, en enero de 1921, con veintitrés años, hacia la Estación
de Bielorrusia moscovita vestida como una joven campesina. Llevaba la cabeza cubierta con un
pañuelo de grandes dimensiones, y vestía botas valenki de fieltro y un voluminoso abrigo. Había
metido sus pocas pertenencias en una bolsa confeccionada a partir de un viejo retazo de alfombra.
Según ella, había escondido su objeto más preciado —un anillo de diamantes que pensaba
cambiar por dinero en Berlín— bajo la lengua y fingió haber perdido en parte la facultad de
hablar. En caso de haber dado con su tesoro en uno de los muchos puestos de control, las
autoridades no habrían vacilado en arrestarla, por cuanto la exportación de joyas estaba
estrictamente prohibida a fin de evitar que el «pueblo antiguo» sacase de la República Soviética
mercancía alguna de valor. Los bienes de este tipo que eran decomisados se consideraban
propiedad del estado. En la Estación de Bielorrusia, los guardias rojos, ataviados con sus
extraños budionovka, gorros con orejeras rematados en punta, semejantes a cascos asiáticos, pero
con una gran estrella roja en la parte frontal, cacheaban a los viajeros.
De cualquier modo, la fecha que da Olga Chejova al hablar de su partida resulta por demás
inverosímil. En la carta que envió a Masha la tía Olia el 11 de septiembre de 1920 puede leerse:
«Me han escrito diciendo que mi Olia ha marchado al extranjero con un nuevo marido», lo que
indica que, si tenemos en cuenta las malas comunicaciones del momento, debió de haber salido en
dirección a Berlín, a lo sumo, en agosto de 1920.[13]
Tampoco resulta convincente la afirmación de que había pensado estar fuera de la Rusia
soviética no más de seis semanas. Lo cierto es que Olga Chejova jamás pudo haber imaginado que
la única vez que volvería a la ciudad iba a ser, en abril de 1945, viajando en un aeroplano
especial que tenía el cometido de llevarla desde Alemania por orden del jefe del SMERSH.
Con pocos meses de diferencia, los dos hermanos se habían convertido en exiliados políticos,
condición merecedora, con arreglo a la escala de valores de los bolcheviques, del mayor de los
desprecios. Liev tenía una posición aún más alta en esta jerarquía del odio, dada su pertenencia a
la Guardia Blanca. Sin embargo, uno y otra acabaron por convertirse en agentes de los servicios
de espionaje soviéticos en un momento decisivo de la historia.
10
LA FAMILIA DISGREGADA
Parece un milagro que en aquel tiempo de guerra civil y caos en los medios de comunicación
llegasen cartas a sus destinatarios. Aun así, Liev, desamparado y sin blanca en la península de
Gallípoli, como otros muchos oficiales blancos del ejército de Wrangel que compartían su
desdicha, logró ponerse en contacto con su tía Olía, exiliada y de gira por los Balcanes con el
grupo de Kachalov. No bien tuvo noticias de la grave situación en que se hallaba su sobrino
favorito, la actriz le envió dinero y le pidió que se reuniese con ella.
La ayuda económica que le proporcionó fue posible gracias a cierta organización de
emigrados rusos que pretendía crear un estudio cinematográfico en Milán y había pagado al grupo
un generoso anticipo por su futura participación en una adaptación de una novela de Knut
Hamsun.[1] El proyecto fracasó, pero la compañía no hubo de hacer devolución alguna. Para
entonces ya había llegado a Bulgaria, y la cantidad adelantada había servido para financiar su
primera temporada en el extranjero, inaugurada en Sofía.
El hijo de Kachalov, Vadim Shverubovich, describió más tarde las complicaciones que
comportaban las giras fuera de Rusia. El grupo había incluido Las tres hermanas en el repertorio
presentado en la capital búlgara, por lo que necesitaba una banda que interpretase la marcha de
Skobelev en el instante en que Masha se despide de Vershinin en el último acto, momento que
constituye la escena más conmovedora de toda la obra. Encontraron una banda militar de Bulgaria,
pero su director, hombre encorsetado que lucía galones dorados y un enorme mostacho,
desconocía la pieza, y no tuvo mejor idea que lanzarse a tocar con sus hombres una enérgica
marcha prusiana. La tía Olia, que siempre había bordado el papel al son de la de Skobelev, «echó
a correr hacia el foso de la orquesta ataviada con el largo vestido negro de Masha, semejante a un
ave herida», y tras reprender a voz en cuello a los músicos, huyó a su camerino, totalmente
angustiada.[2] Al igual que el personaje de la obra, la actriz añoraba Moscú. Se hallaba a pique de
sufrir un ataque de nervios, y no veía la hora de que Stanislavski enviase un mensaje para
comunicarles que las autoridades les habían concedido el perdón y necesitaba que regresasen al
Teatro del Arte.
El grupo de Kachalov siguió su camino en dirección noroeste y atravesó los Balcanes para
llegar al recién creado reino de Yugoslavia. La tía Olia escribió a Stanislavski desde Zagreb para
hacerle saber que habían celebrado el año nuevo de 1921 según el antiguo calendario ruso.
«Colocamos velas encendidas en un abeto, y algunas de las más jóvenes nos echaron la
buenaventura. Luego nos dejamos llevar por los recuerdos del teatro. Relatamos un sinfín de
anécdotas, y hablamos mucho de ti y de tus maravillosas representaciones. También recordamos a
Antón Pavlovich, y yo rememoré sus últimos días en Badenweiler. Apenas se oía un ruido, y todos
nos enternecimos. Las representaciones no pueden ir mejor: los croatas nos adoran, y si tenemos
tanto éxito y tanta popularidad no es sino gracias a ti y a Vladimir Ivanovich [Nemirovich-
Danchenko]. Estás con nosotros, siempre y en todo lugar, invisible e impalpable, pero inseparable
del grupo. Siempre hablamos de ti en los ensayos, de cómo habrías hecho tal o cual cosa y qué
habrías dicho en cada momento.»[3]
Cuando Liev se unió a ellos en Zagreb, mostró tal gratitud hacia su salvadora que Kachalov no
dudó en llamarla «la tía que ha dado vida a su sobrino».[4] Este último adoptó el comentario y lo
convirtió en una muletilla constante en la relación de ambos. Siguió acompañando al grupo, y
entabló amistad con Vadim Shverubovich, cuya vida también habría de experimentar extrañas y
peligrosas vicisitudes. Los dos jóvenes, y la suerte que los aguardaba a manos de la Cheka si
volvían a su patria, constituirían un gravoso lastre para el regreso a Moscú que tanto anhelaba la
tía Olia.[5]
En tanto que ella soñaba con volver, su sobrina Olga había abandonado Moscú. Si se dejan al
margen las cuestiones de la fecha en que lo hizo y de su relación con el capitán de caballería
húngaro Ferencz Jaroszi, los aspectos fundamentales de la versión de Olga no carecen de posibles
visos de verdad. Asegura haber sido la única mujer joven de un tren lleno de prisioneros de
guerra alemanes, austríacos y húngaros. El viaje que la llevó, aquel mes de enero de 1921, de
Moscú a Berlín, después de pasar por Riga, fue largo y lento hasta extremos desesperantes.
Llegada a la estación de Schlesischer, fue a recibirla una amiga del colegio de San Petersburgo.
Las botas y el abrigo con que Olga cubría su figura impidieron a su antigua compañera
reconocerla hasta que se hubo desprendido del pañuelo que llevaba en la cabeza. Entonces, ésta
colmó a la recién llegada, agotada y muerta de hambre, de palabras amables e insistió en llevarla
a un Café-Konditorei, no lejos de allí, para invitarla a café con pastel de nata montada.
—¿Vas a quedarte aquí para siempre? —quiso saber su amiga.
—No, sólo seis semanas.[6]
Aquel refrigerio resultó excesivo para un estómago como el suyo, encogido a fuerza de años
de hambre en Moscú. En consecuencia, la joven actriz se sintió muy indispuesta y permaneció
enferma varios días.
Su amiga le encontró alojamiento en una casa venida a menos de la Gros-Beeren-Strafie.[7] El
lugar, que funcionaba en régimen de pensión, pertenecía a la viuda de un oficial muerto en la
guerra, y la nueva inquilina, a pesar de haber asegurado que su familia hablaba alemán a la mesa
en días alternos, apenas tenía nociones del idioma. Su amiga se encargó de encarecer que no
dejaran de llevarle infusiones de manzanilla. Después de unos días, Olga acabó por recobrarse, y
las dos jóvenes acudieron a un joyero para vender el anillo que, supuestamente, había pasado de
contrabando bajo la lengua. (Según otra de sus versiones, lo había sacado del país cosido al
abrigo).[8] El comerciante propuso un precio que hizo palidecer a la acompañante de Olga. Ésta no
entendió bien lo que decía, pero pudo advertir que le estaban ofreciendo un valor mucho más bajo
que el que tenía la joya. Entonces, las dos amigas hicieron ademán de ponerse en pie para
marcharse, y el hombre mejoró la oferta, aunque no sin antes protestar por los tiempos difíciles
que estaban viviendo. La interesada aceptó y se fue, sin pensárselo dos veces, a comprar unos
zapatos más apropiados que las botas de fieltro que llevaba puestas.
Uno no puede menos de preguntarse, por otra parte, acerca de su efímera relación con Jaroszi.
Cierta fuente señala que lo abandonó casi tan pronto como llegaron a Berlín, y que él se hizo
médico. Olga vuelve a asegurar que, para sobrevivir en la capital, vendió piezas de ajedrez
talladas por ella misma. También hizo cualquier trabajo esporádico que se le presentó, y trató de
comerciar con dibujos suyos y pequeñas esculturas. No tardó en hacer amistades entre la nutrida
comunidad rusa de Berlín, a lo que, sin duda, la ayudó el apellido de Chejov. Tampoco hubo de
pasar mucho tiempo antes de que conociese a gente del cine y, a través de ésta, al productor Erich
Pommer, que se convirtió en la figura más importante de los estudios UFA (Universum Film AG),
sitos en Babelsberg, en las afueras de Berlín, cerca de Potsdam.
Pommer había hecho acudir de Viena a Fritz Lang, si bien el primer director para el que habría
de trabajar Olga Chejova sería Friedrich Wilhelm Murnau, quien no había logrado dar con nadie
para el papel de «la joven señora del castillo» de su obra de cine mudo Schloss Vogelód . El
relato que hizo la actriz de cómo conoció a Murnau está, como siempre, lleno de pinceladas
novelescas que bien podrían haber salido por entero de su imaginación. Así, asegura que cierto
gran duque ruso que le había encargado la ejecución de una escultura le dijo que el suyo era «el
rostro cinematográfico por excelencia». Al parecer, el noble coqueteaba con el mundo del cine, y
la invitó a comer en el hotel Bristol, donde lo dispuso todo para sentarse con ella en la mesa
contigua a la de Pommer y Murnau. El productor y el director no pudieron evitar mirarla, y dado
que conocían a su anfitrión, acabaron por compartir mantel con ellos. El gran duque les hizo saber,
entonces, que su acompañante era actriz.
—¿Ha trabajado usted para el cine? —le preguntó Pommer.
—En Alemania no, por desgracia —respondió ella—. Sólo en Rusia.[9]
Fue una de las escasas ocasiones en que reconoció haber representado los modestos papeles
que le ofrecieron en su país natal. En el futuro, no volvió a referirse a ellos en ninguno de sus
escritos. De cualquier modo, lo cierto es que el productor la invitó a acudir a su estudio de
Babelsberg a la mañana siguiente para hacer algunas tomas de prueba.
Olga pasó el resto del día tratando de conseguir ropa prestada y puliendo su imagen. No hay
duda de que Murnau quedó encantado con lo que vio, siendo así que la actriz se hizo con el papel.
Con todo, ésta era perfectamente consciente de que apenas había visto cine, por lo que pasó los
días siguientes tratando de ponerse al día a fuerza de acudir al mayor número de salas que le fue
posible.
Los demás miembros del reparto eran actores de teatro alemanes y austríacos, y Olga, que
evitó toda referencia a los tres papeles interpretados para el cine en Moscú, compensó la
supresión asegurando haber pertenecido al Teatro del Arte y haber recibido lecciones del
mismísimo Stanislavski. Huelga decir que es completamente falso. Años después, cuando actuó
por primera vez en el teatro, reconoció no haberlo hecho nunca en una carta enviada a la tía Olia,
quien, por supuesto, sabía que su sobrina no había tenido relación alguna con la entidad fundada
por Stanislavski. «No podía imaginar lo que sentiría antes de subir al escenario, porque nunca he
recibido formación alguna como actriz a excepción de lo que estudié con Misha. Sólo contaba con
la influencia de su estudio, en el que pasábamos los días y las noches».[10]
En buena medida, se libró de que le preguntasen a fondo por su experiencia como actriz
debido a su escaso dominio de la lengua alemana, que, por otra parte, la obligó a trabajar con un
guión traducido al ruso para ella. Olga describió el plato como una casa de locos. En aquellos
tiempos, los estudios de cine mudo alemán disponían de un pianista que trataba de hacer que los
actores captasen los sentimientos que debían transmitir mientras hacían los gestos que se les
indicaban, y a ella, que no entendía lo que decía ninguno de los presentes y encontraba las
condiciones de trabajo por demás confusas, le resultaba muy difícil concentrarse.
Schloss Vogelód se estrenó en un cine del Kurfürstendamm llamado Marmorhaus, la «Sala de
Mármol», una extravagante mezcolanza de la arquitectura del antiguo Egipto y la Grecia clásica,
el 7 de abril de 1921.[11] La fecha basta para dar una idea de hasta qué punto resulta dudosa la
afirmación de que había salido de Moscú en enero de 1921. Es evidente que debió de haberlo
hecho el verano anterior, tal como señaló la tía Olia en la carta remitida desde Tiflis.
A Olga no le gustó nada su interpretación cuando vio el montaje final, pero a la prensa, sí —
cierto crítico llegó incluso a compararla con la gran Eleanora Duse—, hasta el punto de que no
dudaron en ensalzarla como Die Tschechowa . Las muchas solicitudes de entrevistas y su escaso
dominio del alemán la obligaron a aprender la lengua correctamente. Sin embargo, pese a su
condición de supuesta estrella, todo se había encarecido tanto en aquel tiempo de superinflación
que apenas tenía dinero para pagar el alquiler.
En septiembre de 1921, el grupo de Kachalov seguía sin tener noticias de Moscú, por lo que
comenzó una serie de representaciones en Praga después de pasar las vacaciones estivales en la
montaña. Estaban ensayando Hamlet con la intención de ampliar el repertorio, y Kachalov
interpretaba el papel del protagonista. «De aquí a una semana representaremos Hamlet. ¡Dios nos
coja confesados!», escribió la tía Olia a cierta amistad.[12] «Kachalov estaba imponente —rezaba
la carta remitida a Stanislavski—. Parecía más joven y ágil que antes».[13]
Según describe Vadim Shverubovich, cierto banquero de Praga, «cuyo apellido era algo así
como Rosenkrantz o Guildenstern», se erigió en protector del grupo y organizó fiestas en su honor.
«Pasamos mucho tiempo con él y bebimos mucho, y no tardamos en dirigirnos a nuestro anfitrión
como Herr Rosenkranz o Herr Guildenstern».[14] Con todo, y a pesar de la euforia, su padre
comenzó a sufrir preocupantes depresiones. Por lo que les había hecho saber un joven actor
polaco que había estado con el Teatro del Arte de Moscú, la compañía no alzaba cabeza desde
que el grupo de Kachalov estaba ausente. La tía Olia tampoco había superado su aguda nostalgia.
«Hace poco estuve enferma —escribió a su amistad—. Tenía más de cuarenta de fiebre y llegué
incluso a delirar. Vi una valquiria que volaba hacia Moscú, y sufrí lo indecible al no poder
seguirla. Vi lamparitas encendidas sobre las tumbas del monasterio de Novodeviche. Sentí que se
acercaba el Juicio Final, y llegué a ver a un arcángel tocando una trompeta».[15]
«No pienses que no queremos reunimos con vosotros —comunicó a Stanislavski aquel mismo
mes de septiembre—. Sueño con que Stanislavski despliegue las alas y cree el tipo de teatro que
se necesita en estos momentos, ¡y con que sea en Rusia!».[16] Por sinceras que fuesen sus palabras,
no es descabellado pensar que las escribió consciente de que las podrían leer otros. Después de
su estancia en Praga, el grupo viajó, llegado el invierno, a Alemania, cuya capital pisaron a
principios de febrero de 1922, tras una breve temporada en Leipzig.
El 14 de febrero, Kachalov recibió una carta de Nemirovich-Danchenko por la que le hacía
saber, al fin, que podrían regresar a Moscú. No bien recibió la noticia, la tía Olia se sentó a
escribirle, sin prescindir, al principio de la carta dirigida a su antiguo amante, de cierto tono de
enojo reprimido. No hay duda de que se sentía dolida por el hecho de no haber recibido
correspondencia de parte de él en todo el tiempo que había vivido en el extranjero. «Acabo de
volver de representar El jardín de los cerezos y he leído la carta que has escrito a Vasili
Ivanovich [Kachalov]. Y por primera vez, he sentido deseos de escribirte». Con todo, la idea de
regresar a Moscú resultaba demasiado emocionante para dejar exteriorizar con total libertad
resentimiento alguno. «Tu carta me ha dicho lo que llevaba soñando en secreto todo este tiempo:
que necesitan que regresemos».[17]
Cabe pensar que su corazón se ablandó, en parte, influido por el hecho de que acababa de
interpretar a Ranievskaya, personaje que no puede evitar perdonar al insensible amante que ha
dejado en París. «Tal vez cuando estemos juntos y mirándonos a los ojos, comprenderemos sin
decirnos nada el cariño que aún nos profesamos… Lo que más deseo en este mundo es verte a ti, a
ti, y a nadie más». Por otra parte, la tía Olia, tan generosa y afectuosa para con su familia, tenía
fama de maquinadora en el seno del Teatro del Arte de Moscú. Sabía que necesitaba ayuda en
aquel momento, y es evidente que estaba dispuesta a servirse de cualquier rescoldo de lealtad que
quedase de pasadas llamas de amor.
11
El Teatro del Arte de Moscú vivió, en efecto, una época lamentable en ausencia del grupo de
Kachalov, y el aprecio de Lenin no libró a sus componentes de sentirse acosados bajo el nuevo
régimen. El Proletkult había instado la abolición de toda manifestación dramática
prerrevolucionaria, y el más influyente de los nuevos críticos, Vladimir Blum, solía referirse al
Teatro del Arte como «portaestandarte de la burguesía». [1] Aun el mismo Stanislavski albergaba
sentimientos contradictorios en relación con la obra de Chejov después de los horrores de la
guerra civil. «Cuando representamos la despedida de Masha en Las tres hermanas, no puedo
menos de sentir vergüenza —escribió a Nemirovich-Danchenko—. Después de todo lo que hemos
pasado, resulta imposible llorar porque un oficial se marche y deje atrás a su dama».[2]
La única producción nueva realizada durante los años de la Revolución y la guerra civil había
consistido en un desastroso intento de poner en escena el Caín de Byron por parte de Stanislavski.
Meyerhold, el director más vanguardista de todos, salió en su defensa y alabó la valentía que
había demostrado al representar una obra tan ambiciosa, pero no hizo sino predicar en el desierto.
La suerte del Teatro del Arte en el ámbito artístico sólo empezó a mejorar a principios de la
primavera de 1921. Como quiera que Kachalov, su primer actor, seguía fuera del país, se optó por
confiar el papel protagonista del Erik XIV de Strindberg a Mijail Chejov. La obra, estrenada el 29
de marzo, dio pie a no pocas controversias. El más porfiado oponente del Teatro del Arte de
Moscú habló, al referirse a la interpretación de Misha, de «la misma marioneta, tontita y chata, de
siempre».[3] Sin embargo, el tono de la mayoría de las críticas fue laudatorio. El actor había
afrontado el reto con una interpretación digna de un genio.
Aquel otoño, Stanislavski dio a Misha el papel del protagonista en El inspector, de Gogol, y
con él, una oportunidad más de desarrollar el teatro de lo grotesco que Stanislavski definía como
«la justificación vivida, externa, audaz de un enorme contenido interior, tan exhaustivo que raya en
la exageración».[4] Misha había encontrado la horma de su zapato: el Hamlet que representó
después supuso un éxito aún mayor.
Su primo Serguei Chejov calificó el papel de «inolvidable». Más tarde describió así su
reencuentro con Misha: «Acabada la obra, me puse en pie para aplaudir, como hicieron todos los
demás allí presentes. Cuando él salió a saludar, me vio y, al reconocerme, me regaló, desde detrás
del maquillaje que lo caracterizaba como Hamlet, aquella sonrisa tierna de Misha. Luego me
invitó a ir a verlo». A Serguei lo alegró encontrárselo «bien arreglado, vestido con mucho gusto y
con un aspecto excelente», muy al contrario de como lo había visto en el funeral de Volodia.[5]
Entre bastidores, Misha supo que Serguei acababa de llegar a Moscú desde Taganrog, ciudad
natal de los Chejov, y no tenía lugar donde alojarse. Ansioso por hablar con él de parientes como
la tía Masha e intercambiar recuerdos de juventud de antes de la Revolución, el actor no dudó en
invitarlo a quedarse con él y su esposa, Xenia, en el apartamento que poseían cerca de la calle
Arbat. Aparte de los dormitorios, disponía de un comedor, donde instalaron a Serguei, en un sofá
situado tras un biombo, y un salón redondo al que no faltaba un pequeño escenario con un telón de
lona. Allí había impartido sus cursos el Estudio Chejov, y a la sazón ensayaban los jóvenes
actores que pululaban en torno a Misha. Tenían incluso a una ama de llaves que cuidaba de ellos y
les cocinaba, algo que, en un tiempo de agitación anti-burguesa como aquel, sólo se le podría
haber ocurrido a él.
«Estoy hospedado en casa de Misha, cuya hospitalidad no conoce límites —escribió Serguei a
sus padres en marzo de 1922—. Su mujer es una persona muy dulce y amable. Además de
nosotros, viven aquí seis jóvenes que convierten el lugar en algo semejante a una comuna.
Enseguida me han hecho sentirme parte de la familia. Ya estoy mucho menos delgado».[6]
Quien tal cosa afirmaba había llegado a Moscú punto menos que muerto de hambre. La región
de Taganrog había sufrido lo indecible durante el Terror rojo que siguió a la caída de los ejércitos
de Denikin. Acosado a todas horas por unas ganas compulsivas de comer, Serguei acostumbraba
mirar de hito en hito la mantequilla o cualquier cosa dulce que hubiese encima de la mesa, y
Misha y Xenia, conscientes de ello, no dudaban en acercárselo. Con todo, el mejor regalo de
todos era, a su entender, el pan negro. Éste se guardaba en una estufa cercana al lugar del comedor
en que dormía, y de noche podía percibir todo su aroma. Incapaz de resistirse a sus antojos,
arrancaba pedazos para comérselos, atormentado por la culpabilidad, aun a pesar de que sabía
que lo perdonarían. Misha, que aún no había sido capaz de superar su adicción al alcohol, sería,
sin duda, el primero en comprender su debilidad.
«Xenia Karlovna idolatraba a Misha —escribió de ella—. En cierta ocasión, lo oí entrar en su
dormitorio después de bañarse. Minutos más tarde se abrió la puerta de mi habitación, y Xenia me
llamó diciendo: “Serguei, ven. Mira qué cuadro tan encantador”. Misha estaba tumbado en la
cama y cubierto con un edredón. Su cabello negro ofrecía un claro contraste con el blanco de la
almohada. Su boca dibujaba una sonrisa traviesa, y Xenia permaneció de pie al lado de la cama,
con las manos juntas, casi como si estuviese orando, maravillada ante la contemplación de su
marido».
El actor disfrutaba gastando bromas a su esposa. A veces, sacaba un retrato de Olga y se la
enseñaba para decirle relamiéndose: «Xenia, mira qué hermosa era mi primera mujer». Turbada,
ella trataba de arrancarle la foto de las manos sin dejar de exclamar: «¡Misha! ¿No te
atreverás…? ¡Misha, dámela!».
Cierto hermoso día de primavera, el matrimonio decidió salir a pasear por Moscú, e invitó a
Serguei a unirse a ellos. Éste dejó constancia de cómo se volvían los viandantes para mirar a
Misha, sonriendo al reconocerlo. «Que no te cause sorpresa —señaló ella, feliz por su marido—.
Ahora eres el actor más famoso de todos».
Por grande que fuese la celebridad alcanzada por Misha en Moscú, no cabe pensar que su
primera esposa, Olga, hubiese conservado una fotografía suya. Su principal preocupación, aparte
de su propia carrera profesional, era cómo sacar a su madre y su hija de la recién constituida
Unión Soviética. Entre tanto, se concentraba en el aprendizaje de la lengua alemana y en su trabajo
en los estudios UFA, situados en Babelsberg.
La Universum-Film AG había surgido en 1917 bajo los auspicios del estamento militar,
concebida para producir películas de propaganda, tanto noticiarios como largometrajes, para los
Feldkinos («cines de campaña») que instalaba el ejército alemán en la retaguardia para recreo de
los soldados. El mariscal de campo Ludendorff había favorecido con entusiasmo el proyecto, que
dependería del capital privado proporcionado por importantes industriales. Ni siquiera la derrota
de 1918 supuso mucho más que un mero alto en una cadena de producción de largometrajes que
comenzó con obras de Ernst Lubitsch protagonizadas por Pola Negri. Madame Dubarry, realizada
en 1919, tuvo tanto éxito, así en Alemania como en el extranjero, que Hollywood no dudó en tentar
a la actriz para que se trasladase a Estados Unidos.
Para Olga Chejova, la protección de Pommer y el éxito de su primera película con Murnau en
plena época de expansión de los estudios UFA supuso un verdadero golpe de suerte. El productor
no tardó en construir el mayor complejo cinematográfico que hubiese visto Europa, un lugar en el
que trabajaban, en su mejor época, unos cuatro mil empleados. Gracias a directores como
Lubitsch, Murnau y Fritz Lang, que hizo allí Metrópolis entre 1925 y 1926, el cine alemán fue
capaz de acaparar la atención de todo el orbe. Estrellas y directores atraían el interés de
Hollywood, cuyas producciones recibieron una considerable influencia de lo que había iniciado
Pommer.[7]
La tía Olia y Liev regresaron, por fin, a Moscú con el grupo de Kachalov en mayo de 1922,
después de pasar por Escandinavia. En ninguna de sus cartas se hace mención alguna a un
encuentro con Olga en Berlín, si bien lo cierto es que llegaron a ponerse en contacto con ella. En
la comunidad de emigrados, las noticias corrían de boca en boca con demasiada eficacia para que
ésta no hubiese sabido de la llegada de su tía. Asimismo, parece ser que Serguei Bertenson,
director de escena del Teatro del Arte durante la gira, la conoció y se enamoró locamente de ella.
En Moscú, por otra parte, la sola mención, aun en voz baja, de la palabra exiliado bastaba
para poner en guardia a quien la oía. En consecuencia, Kachalov y sus compañeros hubieron de
afrontar, consternados, el hecho de que no fuera nadie a recibirlos a la Estación de Bielorrusia.
De igual modo, cuando las dos partes del Teatro del Arte volvieron a reunirse al fin, parece que
no fue poco el malestar en uno y otro lado. Lenin, por su parte, podía permitirse obviar estos
escrúpulos políticos. «¡Por fin! —dicen que exclamó al tener noticia de su regreso—. Será
interesante descubrir su reacción ante la nueva Rusia y el nuevo Moscú. Son gente sensible. Y en
todo caso, nuestro público se alegrará de poder verlos de nuevo».[8] Huelga decir que se trataba
de una opinión muy personal: el dirigente soviético prefería, si duda, las viejas producciones del
Teatro del Arte de Moscú a las fanfarronadas del Proletkult que con tanto ardor había abrazado
Lunacharski. No deja de ser una paradoja interesante que él, que luchaba por el exterminio de la
burguesía, profesase tal apego a las obras de Antón Chejov. De hecho, no habría de pasar más de
una década para que Stalin mostrara su adoración por Los días de los Turbin, de Bulgakov, obra
que sus comisarios de cultura tacharon de reaccionaria, cuando no de contrarrevolucionaria. El,
empero, iría a verla no menos de quince veces al Teatro del Arte de Moscú.
La tía Olia actuó con gran cautela a la hora de expresar su reacción ante la nueva Rusia. El
Moscú con que se encontró distaba mucho, claro está, del que tanto había anhelado durante su
estancia en el extranjero. Aun así, nada la impresionó tanto como descubrir el nutrido número de
amigos que había muerto en su ausencia. «Por fin me encuentro en Moscú, después de tres años de
continuo errar —escribió a su cuñada a Crimea— y, de momento, puedo decir que me alegro de
estar en Rusia. No sé cómo me sentiré después».[9]
El objeto principal de esta carta redactada a vuelapluma era hacer llegar a Masha,
aprovechando los servicios de un mensajero digno de confianza, hermano del poeta Osip
Mandelstam, las ganancias derivadas de la puesta en escena de las obras de Chejov en el
extranjero. «Hasta anoche no supe que Yevgeni Emilievich [Mandelstam] piensa dirigirse hoy a
Crimea. En agosto partiremos con el teatro hacia Estados Unidos, donde vamos a permanecer un
año». La cantidad que debía llevar el mensajero en pago por los derechos de autor consistía, en su
mayor parte, en marcos alemanes; el resto eran «limones», nombre jocoso aplicado a los billetes
soviéticos de la época, depreciados a causa de la inflación, por la semejanza fonética que
guardaba con millón el nombre del fruto.
Uno de los placeres que deparaba a la tía Olia su regreso al número 23 del bulevar
Prechistenski era ver a sus dos sobrinas nietas, hijas de Olga y Ada. El apartamento, amplio en
comparación con el resto de viviendas de la Rusia soviética, proporcionaba alojamiento, dada la
compulsiva generosidad de su dueña, a no pocos miembros de su numerosa familia.
Ella era la única que tenía habitación propia. Su sobrino Vova, hijo de Vladimir, describe así
la pieza: «Había una camita en el rincón del fondo, detrás de un biombo de seda, con una colcha
de piel de zorro rojo, un lavamanos de mármol y un armario con espejo. Al lado de la ventana
había un escritorio pequeño y una mesita redonda antigua con varios sillones».[10] Debía de ser
una estancia espaciosa, por cuanto contenía también un piano de cola, del que más tarde se
serviría Liev para componer, y la piel de un oso polar extendida en el suelo. En una de las
paredes había dos librerías cerradas con puertas de cristal y llenas de publicaciones que le habían
ido regalando sus amigos. En una de ellas, Gorki había escrito la siguiente dedicatoria: «Para ti,
Olga Leonardovna. Me hubiese gustado encuadernar este libro con el tejido de mi corazón, pero
mi señora se habría puesto hecha una fiera. Eres guapa, buena, dulce y tienes talento. Podría
decirte muchas más cosas, pero prefiero darte un silencioso apretón de manos de todo
corazón».[11]
A instancia suya, se había instalado en el apartamento Sofía Chejova —la madre de su sobrino
Volodia, que se había suicidado en 1917— después de enviudar, y también vivían allí su hermano
Konstantin, demasiado enfermo a la sazón para regresar a su ocupación de ingeniero ferroviario;
su esposa, Lulu; Ada, y las dos pequeñas. [12] Liev también se presentaba, de vez en vez, para
quedarse una temporada. La tía Olia, sin embargo, sólo conocía, al parecer, una de las dos caras
de su adorado sobrino.
El contraste existente entre la vida de la Rusia soviética y la que llevaban en el extranjero debió
de resultar muy desorientador a los miembros del Teatro del Arte de Moscú. «Mi destino me ha
arrancado de Rusia y de la vida con la que había estado soñando —escribió la tía Olia desde
París— y, no sin cierta rabia, me he dejado sumergir en una vida fácil, satisfecha con sus
pasajeras impresiones. Esta ciudad es tan hermosa que parece increíble. Es una delicia pasear por
sus calles».[1]
No menos perturbador resultó para los exiliados blancos en París que el Teatro del Arte fuera
a representar El jardín de los cerezos en la capital francesa. «Ha debido de ser inquietante para
nuestros antiguos compatriotas», añadía la actriz en la carta citada. Muchos emigrados
contemplaron con ojos anegados en lágrimas aquella recreación del país que no habían dejado de
amar ni añorar, y experimentaron en primera persona el dolor y la conmoción de Ranievskaya
cuando abandona su casa para dirigirse a París y regresar junto al amante que sabe infiel.
La tía Olia miraba con temor a la siguiente etapa de su gira: Estados Unidos. «Por favor,
piensa en mí el día 27, cuando abandonemos la costa europea», escribió en la carta de diciembre
de 1922. Y no tardó en comprobar que su recelo no era infundado al darse de bruces con el
desasosiego y la impetuosidad del Nuevo Mundo. «Este es un lugar tan ruidoso… Se va el tiempo
tratando de ponerse al día y asumir lo nuevo. Por cada tres casas hay una sala de baile. Tampoco
faltan cinematógrafos, restaurantes ni salas de concierto, aunque la nación, en sí misma, no tiene
una sola gota de sangre artística. Este es el reino de la publicidad, y lo lleva a extremos
increíbles. Uno no sabe adonde mirar: la calle es un mar de luces donde todo salta, se desplaza,
brilla con palabras luminosas… Estamos teniendo un gran éxito, pero, para serte sincera, he de
decirte que no nos complace».[2]
El Teatro del Arte de Moscú gozaba de tal reputación que la función de la tarde de los viernes
se llenaba de actores que concebían la representación como una clase magistral. Por otra parte, el
efecto general que produjo la compañía en el oficio teatral estadounidense fue inestimable. Sin
embargo, ni siquiera esto resultaba muy consolador para la tía Olia. Echaba de menos el camino
plagado de baches que llevaba de su apartamento, en el bulevar Prechistenski, al Teatro del Arte,
en el callejón Kamergerski. No lograba comprender Estados Unidos. «Es como un mecanismo de
relojería al que hubiesen dado cuerda. Es imposible leer nada en los rostros de las gentes. Da la
impresión de que todo estuviese siempre bien; al menos, esa es la expresión que tienen siempre en
la calle o cuando van a sus negocios». Por otro lado, tuvo la honradez de admitir que le
encantaban las habitaciones de hotel con baño adjunto y el hecho de disponer siempre de agua
caliente.
No cabe duda de que el Teatro del Arte no estaba preparado para el contraste existente en
Nueva York entre los hoteles con calefacción y las gélidas salas de ensayo. Muchos de sus
componentes cayeron enfermos de gripe y aun de bronquitis. La tía Olia no pudo menos de
admirarse de los dispendiosos abrigos de pieles que usaban las mujeres estadounidenses —al
menos en comparación con lo que era costumbre en Rusia— y del contraste que ofrecían con los
escuetos vestidos que dejaban ver. En su opinión, las prendas de la década de 1920 dejaban casi
desnudas a las que las llevaban.
Recibió, desde Moscú, carta de sus hermanos Konstantin y Vladimir, y no pudo evitar romper
a llorar con tal profusión que le fue imposible ponerse el maquillaje para actuar. Su nostalgia no
fue a menos cuando recibió la visita de Rajmaninov, viejo amigo de Antón. «Se ve delgado y
anguloso —escribió tras cenar con él después de la representación del 5 de marzo de 1923—. En
su rostro pueden leerse el sufrimiento y el cansancio». Tras un segundo encuentro con el
compositor, señaló: «Resulta tan conmovedor cuando habla de Antón Pavlovich [Chejov] y me
pide que le cuente cosas de él… Su semblante se ilumina».[3] Para los exiliados, el dramaturgo
representaba la esencia de la Rusia que tanto amaban y que habían perdido.
Liev, por otra parte, se regocijaba con los estímulos de la cultura extranjera. Desde Friburgo,
se internó en la Selva Negra para asistir al festival de Donaueschingen, donde conoció a Paul
Hindemith, quien, junto con Arnold Schonberg, tuvo un gran influjo sobre su obra en aquel tiempo.
Allí se vio sumergido en un torbellino de nuevos descubrimientos. «Estoy sumido en el
expresionismo», hizo saber en una carta enviada a la tía Olia cuando ésta regresó a Europa.
Asimismo, la animó a hacer salir de Berlín a su hermana Olga, porque necesitaba descansar.[4]
Aquel verano de 1923, la que podía considerarse casi su madre adoptiva volvió a reunirse con
él tras la primera parte de la gira americana. «Sólo he estado tres días en Berlín —escribió la tía
Olia a su hermano Vladimir—. Después de la infernal temporada en Estados Unidos, hube de
soportar un viaje de doce días por mar para llegar, desorientada y sin saber qué hacer conmigo
misma». Allí se alojó con Olga, y quedó muy impresionada por el modo como había decorado su
apartamento. En comparación con Estados Unidos, aun el repudiado Berlín —«tan verde y casi
hermoso»— se le hacía atractivo. Alemania parecía «pequeña, dulce y acogedora» después de
haber vivido en Nueva York.
«He decidido venir al sur para encontrarme con Liova [Liev]. Los Stanislavski están aquí
también. Por el momento, estoy viviendo con Liova, que ha abandonado el sanatorio para mudarse
a una casa privada [en Friburgo]. Estoy pensando en vagar por los montes [de la Selva Negra]
para recobrar la sensatez. Liova tiene habitación propia con piano de cola. Está escribiendo
música, pero una música muy evolucionada. Aún no he oído lo bastante para llegar a
comprenderla».[5] Stanislavski también se había tomado unas vacaciones para descansar de la gira
estadounidense y escribir Mi vida en el arte, y dado que Máximo Gorki se encontraba asimismo
por aquella zona, la actriz y el director decidieron ir a visitarlo.
Olga llegó poco después, desde Berlín, para unirse a ellos, y mientras Liev componía, se
dedicó a pasear y charlar con la tía Olia. Le habló de su vida en Berlín y de Serguei Bertenson, el
director de escena del Teatro del Arte de Moscú que estaba loco por ella. «Me consta que nuestro
Bertenson tiene buenas intenciones —escribió Olia a Vladimir, que seguía en Moscú— y que le ha
propuesto matrimonio. Sin embargo, no ha conseguido nada, y ella sigue considerándolo un buen
amigo. Está perdidamente enamorado de ella y cede a todos sus deseos. Ella le ha dicho que no
piensa crear más vínculos en su vida si no hay un claro sentimiento de por medio».
A finales de agosto, cuando apareció en el horizonte del otoño «más trabajo de esclavos en
América», volvió a escribir. «Parece que Liova llegará a ser alguien muy interesante. Para mí, sus
composiciones son intrigantes. Siento que no son bobadas. Ha conocido a muchos creadores
jóvenes, y profesa una tremenda admiración a este entorno artístico. Confía mucho en su
talento».[6]
Liev y Olga no tardaron en regresar a Berlín acompañados de la tía Olia. Él comenzó a
estudiar con Philip Jarnach y a pasar buena parte de su tiempo en la Sociedad de Música
Moderna, y en tanto que Olga continuaba su trabajo en los estudios de Babelsberg, la tía de ambos
hubo de regresar a Estados Unidos para emprender la segunda parte de aquella temida gira. De
cualquier manera, lo cierto es que fue Stanislavski quien más sufrió en el Nuevo Mundo, al recibir
de Moscú un telegrama firmado por Nemirovich-Danchenko en el que lo advertía de que la revista
satírica comunista Krokodi había, citado una entrevista suya en Estados Unidos en la que
describía la Revolución rusa. «Imagínese qué horror —aseguraban que había dicho— cuando los
obreros invadieron el teatro vestidos con ropas sucias, despeinados, desaseados y con botas
llenas de barro exigiendo la representación de obras revolucionarias».[7]
Stanislavski hizo llegar de inmediato al Pravda una carta abierta de refutación en la que
afirmaba que la entrevista no contenía más que «mentiras del principio al fin». Aseguraba, de
hecho, haber declarado todo lo contrario y haberse preciado del enorme éxito que había tenido el
Teatro del Arte entre el público proletario. Y aunque esto no era del todo cierto, es innegable que
el director estaba indignado con la posición en que se hallaba. «Si Moscú nos acusa de deslealtad
—escribió a Nemirovich-Danchenko—, en el extranjero se nos mira con peor cara… En París
fueron muchos los franceses y los rusos que se negaron a asistir a nuestras representaciones por el
simple hecho de que veníamos de la Rusia soviética y, por lo tanto, éramos comunistas. Ahora, no
nos han dejado viajar a Canadá, cuyas autoridades nos han declarado bolcheviques».[8] Poco
después, Prozhektor, otra revista satírica, publicó una fotografía de Stanislavski y Olga Knipper-
Chejova con el príncipe Félix Yusupov, asesino de Rasputin, con lo que daba a entender que el
Teatro del Arte de Moscú aprovechaba sus salidas al extranjero para mezclarse con emigrados.[9]
En Alemania, Olga Chejova hubo de dar muestras de una discreción aún mayor en lo tocante a
la política. Dada la ausencia de documentos asequibles, lo más que podemos hacer es conjeturar
acerca de los detalles de su reclutamiento por parte de Liev. En este sentido, el indicio más obvio
de que disponemos lo constituyen los visados de salida expedidos a nombre de distintos miembros
de la familia, y en especial, los de su madre y su pequeña, sellados al año siguiente en un gesto
insólito de ayuda a un ciudadano soviético que no había regresado después de que expirase su
propio permiso.
Según el general Sudoplatov, que dirigiría más tarde los servicios soviéticos de espionaje en
Alemania, la colaboración de Olga Chejova estaba basada en «una relación de confianza con
nosotros y en las obligaciones impuestas por su reclutamiento».[10] Esta frase críptica, aunque
corriente en los círculos de la inteligencia soviética, denota que, si bien firmó un documento —
probablemente bajo presión—, tenía carácter de agente voluntario, no remunerado. El profesor
Anatoli Sudoplatov, que colaboró con su padre en todos los aspectos del libro que escribió éste
sobre las actividades de los servicios secretos soviéticos, afirma que el principal interés que
tenían en Olga Chejova consistía en emplearla como espía «durmiente», reservada para cuando
pudiesen ser útiles sus contactos en las altas esferas. No la consideraban la persona idónea para
ser un agente activo.[11]
Y lo cierto es que, en otoño de 1923, Olga Chejova no habría servido de gran cosa en el
ámbito de las inminentes necesidades operativas. Aquel fue un período de intensa actividad de la
OGPU y la Komintern en Alemania: el Politburó moscovita había dado en convencerse de que
podría provocar una sublevación de obreros comunistas y desencadenar así una revolución
alemana, que esperaban ansiosamente que tuviera lugar antes de la muerte de Lenin, quien ya había
sufrido varios ataques de apoplejía. En agosto, Zinoviev había dado la orden al Partido Comunista
alemán, y Trotski apenas podía contener su emoción. «Por fin ha llegado, camaradas —declaró a
sus compañeros del Politburó—, la tormenta que hemos estado esperando con impaciencia tantos
años… La Revolución alemana significa el derrumbamiento del capitalismo mundial».[12]
Moscú envió, en consecuencia, a una serie de expertos con el cometido de dirigir el
levantamiento, y entre ellos al subdirector de la OGPU, cuya misión consistía en constituir una
organización similar en Alemania destinada a aplastar los movimientos contrarrevolucionarios.
Con todo, las esperanzas de la cúpula soviética no eran más que una ilusión vana: los comunistas
alemanes constituían una pequeña minoría de la clase obrera del país, y nadie obedeció la orden
de levantamiento el 23 de octubre, a excepción de los estibadores de Hamburgo, quienes
disponían de las armas que, de manera encubierta, les habían enviado por barco desde Petrogrado.
A las autoridades apenas les costó reprimirlos, y Lenin hubo de recibir la noticia de que no se
había cumplido su predicción favorita. Aun cuando era incapaz de hablar con coherencia, su mente
seguía rigiendo con bastante normalidad, por lo que la nueva debió de suponer otro duro golpe
para él.
Olga Chejova, mientras tanto, estaba concentrada en su carrera profesional. Tras el éxito
obtenido por su interpretación de la baronesa Safferstádt en la película Schloss Vogelód de
Murnau, actuó en más de cuarenta obras de cine mudo durante la década de 1920. Asimismo se
esforzó por perfeccionar su alemán y perder su marcado acento ruso, lo que le permitiría actuar
también en un escenario teatral y, en 1930, hacer su primera película sonora.
Las obras más polémicas de sus inicios fueron Der Todesreigen («La danza de la muerte») y
Tatyana. Ambas son de 1922 y están ambientadas en la Revolución rusa. En la primera, Olga
Chejova interpreta a una joven aristócrata rusa que se enamora de un revolucionario y de la
Revolución, si bien las terribles escenas de miseria y sordidez representadas en la película
resultaron demasiado vividas para los comunistas alemanes. En una de las más famosas, los
guardias rojos apresan a Olga y la maltratan. Durante el estreno, el teatro fue atacado por
izquierdistas que gritaban a coro: «¡Abajo el anti-bolchevismo!», y provocaron no pocos
disturbios.[13] La actriz evitó hacer comentarios acerca de estos acontecimientos, aunque lo cierto
es que tan interesante momento de su trayectoria profesional no puede sino suscitar preguntas en
torno a su intención de colaborar con Liev y con el servicio de espionaje soviético.
Olga quería ayudar a los miembros de la familia que habían permanecido en Rusia y a Liev,
que también lo necesitaba, habida cuenta de su antigua pertenencia a la Guardia Blanca. Asimismo
estaba dispuesta a hacer salir a su hija de Rusia, una vez que había logrado una vida mejor para sí
en Alemania. En su país de adopción la admiraban y la tomaban en serio, lo que suponía un
cambio muy positivo después de la actitud paternalista con que la habían tratado Misha y el
círculo del Teatro del Arte de Moscú. Sus tendencias políticas, tal como reconoció el servicio de
inteligencia soviético en 1945, eran, en esencia, las de una conservadora chapada a la antigua. Sin
embargo, existían razones pragmáticas para considerarla adecuada para convertirse en una
«camarada» más.[14]
Después de rodar Der verlorene Schuh, basada en el cuento de Cenicienta, Olga Chejova
encarnó a una joven pescadera en Das Meer, película ambientada en una isla bretona cercana a la
costa de Brest. A este papel lo siguió el que interpretó en Nora, una adaptación de Casa de
muñecas, de Ibsen, que fue objeto de excelentes críticas. Sin embargo, poco después, en
diciembre de 1923, ella y su hermano recibieron noticia de Moscú de que su padre se encontraba
gravemente enfermo. Liev decidió regresar de inmediato, y llegó justo a tiempo, ya que Konstantin
Knipper murió el 6 de enero de 1924. El compositor avisó a la tía Olia, que se hallaba en Nueva
York, con un telegrama en alemán que rezaba: «Papá muerto 6 enero. Leo».[15]
Asimismo, le escribió una extensa carta en la que describía los últimos días de su hermano.
Konstantin Knipper había sufrido accesos de delirio durante los que había dado en hablar de su
trabajo y pronunciar discursos. Con todo, a la postre tuvo una muerte plácida. De hecho, a Liev le
había irritado que su tío Vladimir llegara «sollozando como un niño», con lo que «rompió nuestra
armonía». El ex marido de Olga, Misha, acompañó a Lulu y a Liev Knipper junto al lecho de
muerte de Konstantin. «Estaba viviendo uno de los instantes más hermosos de mi vida —seguía
diciendo su hijo—. Notaba, en todo momento, la presencia de papá. No siento dolor: estoy feliz
por él. No son muchas las personas que mueren de un modo tan apacible y puro. Misha y yo lo
lavamos y lo vestimos. Lo hicimos todo con nuestras propias manos: no dejé que mamá hiciera
nada. El parecía estar aún vivo, y su cuerpo seguía estando cálido. Me dio la impresión de que
todavía respiraba. Estaré eternamente agradecido a Misha por el impagable apoyo moral que nos
ha brindado. Esto es algo que jamás olvidaré. Tiene una alma íntegra y generosa».[16]
Después de que partiera Misha, Liev permaneció a lado de su madre, Lulu, quien sentía que
todo lo que le quedaba tras la muerte de su esposo era la hijita de Olga. No deseaba ir a Berlín,
aunque tampoco quería separarse de su nieta, a la que su madre reclamaba en esos momentos. En
consecuencia, Liev le dijo que debía mudarse a Alemania.
En la citada carta a la tía Olía, pasaba, sin más preámbulos, a hablar del futuro. «Ahora,
cambiaré por entero de tema. Ya sabes a lo que me refiero: al dinero… Mi felicidad se cifra en mi
arte, mi trabajo. He dado un gran paso adelante durante los dos últimos meses. Un año más, y seré
capaz de volar con mis propias alas. Sin embargo, en estos momentos no quiero trabajar por
dinero. He escrito un foxtrot y lo he vendido por cincuenta rublos, pero ha resultado una
experiencia muy dura y desagradable. Querida tía Olia, perdona, por favor, que te lo pida así. Sé
que no te gusta, pero ya me conoces. Necesito dinero con desesperación: el funeral (muy modesto)
nos va a costar entre doscientos y doscientos cincuenta dólares. Voy a tomarme un descanso con
mis clases y tratar de reunir fondos. Con todo, el problema no es tanto mío como de mamá. [Olga],
por supuesto, nos enviará algo, pero no será mucho. Por favor, no llores, no te aflijas: la muerte es
hermosa; ahora se me ha hecho evidente por vez primera. No es más que una celebración grande y
misteriosa». Así acababa su escalofriante carta.
Una vez atendidos los problemas familiares, Liev no hubo de perder mucho tiempo en tratar de
establecer su supremacía en el ámbito de la música moderna en una ciudad aislada de todos los
avances que se estaban produciendo en el extranjero. Compositores, directores y músicos
quedaban pasmados ante aquella joven aparición llegada de allende las fronteras del país. Sus
opiniones —por no hablar de sus pantalones y sus zapatos de golf— los dejaban boquiabiertos.
«Todo el mundo era tan formalista en aquel tiempo… —escribió el director E. A. Akulov casi
setenta años después—. Recuerdo el regreso de Berlín de Liovushka Knipper. Estábamos todos
sin blanca y parecíamos desastrados gatos callejeros tras una pelea, y él llegó calzando unos
zapatos increíbles y nos dijo: “Uno no puede escribir música así”. Teníamos los ojos clavados en
aquellos increíbles zapatos con festones de piel, en aquellos impensables pantalones, y nos
convencimos de que los acordes mayores habían sido abolidos en todo el planeta».[17]
En Berlín, mientras tanto, la carrera profesional de Olga gozaba de un éxito que se le hacía
punto menos que agotador. Alemania se hallaba sumida en una atroz crisis económica, y el pueblo,
por lo tanto, necesitaba con desesperación olvidar sus preocupaciones y la conmoción provocada
por la derrota sufrida en la primera guerra mundial. Los estudios de Babelsberg habían
funcionado, en un principio, al máximo de su capacidad; sin embargo, la situación financiera no
tardó en reducir la producción en un 50 por 100 cuando la inflación hizo que se desplomase el
valor del dinero. Por fortuna, y a pesar de la demanda de espectáculos que permitiesen al público
evadirse de la realidad, la nueva industria atrajo a brillantes directores procedentes del mundo del
teatro deseosos de experimentar. Muchos llegaron de Viena, que tras la caída del Imperio austro-
húngaro se había convertido en un hermoso armazón huero de significado que no les ofrecía
posibilidad alguna.
Tras interpretar el papel que daba título a Nora, Olga Chejova trató de producir su propia
película, Die Pagode, más no tuvo demasiado éxito comercial. Estaba resuelta a no dejar escapar
ninguna oportunidad, lo que la llevó a aceptar casi cualquier papel que le proponían, hasta llegar
incluso a cinco o seis películas al año. Las más de las veces había de representar a estereotipadas
damas de sociedad, aunque lo cierto es que se mostraba ingeniosa en extremo a la hora de
encarnar al personaje: casi se podría decir que cambiaba de cara a voluntad según cuál
interpretase. Si se comparan fotogramas de una docena de películas suyas, resulta difícil asegurar
que es la misma actriz la que aparece en todas, aun cuando sepamos de antemano que así es. No se
trata sólo de la diferencia en el peinado o el color del cabello: da la impresión de que conseguía
mudar los rasgos de su rostro.
También hizo cuanto estuvo en sus manos por obtener el máximo provecho de la publicidad,
para lo cual se sirvió de entrevistas, artículos y sesiones fotográficas. Se había trasladado a un
apartamento algo más espacioso, sito en el número 21 de la Berchtesgadener Strafie, en el distrito
berlinés de Schonberg, bien que, tal como había señalado la tía Olia en una de sus cartas, Olga
carecía de tiempo para relacionarse con nadie, dado su extenuante ritmo de trabajo. Por otra parte,
es de suponer que, tras la sensación de desamparo que la había invadido al derrumbarse, en plena
Revolución, su matrimonio con Misha, no se sentía atraída por la idea de volver a depender de un
hombre nunca más. Este hecho la hizo tornarse por demás cautelosa a la hora de relacionarse con
sus pretendientes más allá del coqueteo que exigían las buenas maneras. Estaba determinada a
ganar el dinero necesario para evitar encontrarse de nuevo en tal estado de vulnerabilidad, idea
que debió de tomar más fuerza aún a resultas de la impotencia generalizada que provocó la
terrible inflación de 1923.
La consiguiente inutilización del dinero ahorrado había ocasionado un daño considerable a las
clases medias alemanas, tanto en lo psicológico como en lo financiero. El sector occidental de
Berlín se hizo famoso por el elevado número de apartamentos de gran tamaño pero oscuros y
deprimentes que se convirtieron en casas de huéspedes a manos de viudas de guerra arruinadas.
De cualquier modo, lo cierto es que, una vez que la moneda acabó por estabilizarse gracias a una
osada iniciativa del gobierno de Weimar, las perspectivas económicas comenzaron a cobrar nueva
vida, al menos para quienes tenían posibilidad de encontrar un empleo.
El febril regocijo que caracterizó a la década de 1920 —y que convivió con tasas espantosas
de desempleo y miseria— tenía algo de danza macabra concebida para desterrar todo recuerdo de
la situación provocada por el reciente conflicto bélico. Los vestidos breves y atrevidos que tanto
habían escandalizado a la tía Olia en Nueva York se habían convertido en artículos muy
solicitados por las mujeres que podían permitírselo. Olga Chejova, que había superado ya la etapa
en la que hubo de pedir ropa prestada, se había aficionado también a la melena corta o, como la
llamaban los alemanes, Bubikopf, expresión que significa, literalmente, «cabeza de muchacho».
Una vez que hubo adquirido un dominio aceptable del idioma, Olga se las compuso para
obtener un contrato de un año en el Renaissance-Theater de Berlín. No hay duda de que embaucó a
la dirección de la entidad con la afirmación, totalmente falsa, de que había pertenecido al célebre
Teatro del Arte de Moscú. No obstante, siguió yendo en coche, todas las mañanas a primera hora,
a Babelsberg para rodar, lo que hacía del suyo un día muy largo. Como contrapartida, claro está,
su poder adquisitivo se incrementó de un modo considerable, de tal modo que pronto estuvo en
condiciones de comprarse un flamante Talbot descapotable de enormes estribos, tal como se
estilaban entonces. Pudo permitirse incluso los servicios de un chófer, si bien a menudo prefería
llevar el volante ella misma. A todas luces, Olga Chejova se deleitaba con la idea de empuñar, al
fin, las riendas de su propia vida.
13
Misha Chejov volvió a cruzarse en las vidas de los Knipper en 1924. La tía Olia hizo saber a
Nemirovich-Danchenko que estaría «encantada de interpretar a la mujer del alcalde» en El
inspector, de Gogol, obra en la que, a la sazón, era aquél la estrella.[1] De hecho, estaba a punto
de ser nombrado el primer actor laureado de la Unión Soviética. A esas alturas, el drama que
supuso la fuga de Olga con Misha debía de semejar tan lejano como una crisis infantil.
Si bien no cabe dudar de la ambición del actor, tampoco debe olvidarse la pasión con que
creía en sus ideales. Liev Knipper, por su parte, utilizó, según parece, sus creencias artísticas en
beneficio de su desbordada ambición, aun cuando la confianza que tenía en sí mismo era tal que se
pensaba capaz de seguir con éxito cualquier trayectoria que quisiera, por poco convencional que
fuese. Un mes después de la muerte de su padre, envió con orgullo a la tía Olia, que por entonces
había regresado a Nueva York, un recorte de periódico en el que se leía: «Se está llevando a cabo
un trabajo intensivo para preparar un nuevo programa de composiciones plásticas basadas en la
música de Liszt y L. Knipper, un joven compositor llegado de Berlín».
En la carta que lo acompañaba describía de forma enérgica sus nada humildes pretensiones.
«He dejado la escuela de Gnesina a fin de prepararme por mi cuenta para entrar en los cursos de
director de orquesta del conservatorio. Estoy estudiando con ahínco, y al mismo tiempo estoy
componiendo un ballet. Se pondrá en escena este otoño… Ya comienzan a hablar de mí en los
círculos musicales de Moscú… El ballet se basa en un concepto nuevo por completo, una
armoniosa combinación de música, euritmia y luz, ya que, después de analizarlos, he llegado a la
conclusión de que los intentos de Wagner y Scriabin estaban equivocados desde el principio».
Finalmente, volvía a hablar de los asuntos de la familia: «Necesito enviar a mamá al extranjero
cuanto antes: se está cayendo a pedazos a causa de su enfermedad. Y no puedo dejar [a Sofía
Chejova, madre del suicida Volodia] a cargo del apartamento, pues sería una ruina para la
vivienda».[2]
Liev debió de haber estado en contacto con Olga en lo tocante a los permisos de salida, y la
tuvo que haber avisado con objeto de que se preparase para la llegada a Berlín de la madre de
ambos y sus dos nietas. La actriz se hallaba a la sazón enardecida por su propio éxito, y tampoco
pudo evitar jactarse ante su tía. «Queridísima tía Olia —comenzaba una carta de tono triunfal en la
que le hablaba de su primera experiencia sobre el escenario del Renaissance-Theater—: Acabo
de estrenarme. Por todos lados hay carteles que anuncian mi actuación, y en los periódicos se
habla de mí». Estaba interpretando a una aristócrata en un drama ambientado en la Revolución
francesa. «No podía imaginar lo que sentiría antes de subir al escenario, porque nunca he recibido
formación alguna como actriz a excepción de lo que estudié con Misha. Sólo contaba con la
influencia de su estudio, en el que pasábamos los días y las noches».[3] Imposible encontrar un
texto más claro que éste en el que admitiese, de su puño, que no había actuado nunca en el Teatro
del Arte de Moscú, tal como había asegurado al llegar a Alemania. Se trataba, por lo tanto, de una
invención, una mentira que mantuvo con descaro durante toda su vida. En sus memorias de 1973
recoge una relación de «las piezas teatrales más importantes en las que he representado un papel
principal», y entre ellas incluye producciones rusas de El jardín de los cerezos, Las tres
hermanas y Hamlet, obras en las que había actuado Misha.[4]
«El teatro está siempre lleno —escribió seis días más tarde, el 16 de marzo de 1924—.
Prevén que voy a ser una actriz muy buena. Se me hace difícil escribirte esto, ya que no deja de
parecerme divertido que me haya hecho famosa aquí y que la gente vaya al teatro sólo para verme
y crea en mí. —Acto seguido, reconocía algo interesante—: Me he dado cuenta de que lo que soy
capaz de dar a los demás en el teatro es más sencillo para mí que la vida que hay fuera de éste».[5]
Actuó en tres obras en el transcurso de cuatro semanas, tras lo cual dejó el país para pasar
diez días de rodaje en Roma y Florencia. El 4 de mayo regresó a Berlín a fin de proseguir el
agotador ritmo de trabajo que le exigía trasladarse, un día tras otro, a los estudios
cinematográficos de Babelsberg por la mañana para después volver a subir al coche y dirigirse al
teatro para la representación vespertina. «Por supuesto, es extenuante actuar ante las cámaras —
confió a su tía, que nunca se había apartado de las tablas—, pero no queda más remedio que
avenirse», lo que en su caso quería decir conseguir tanto dinero como le fuera posible. A esas
alturas, sabía, sin duda, que su hermana Ada tenía pensado llegar, con su hija, Marina Ried, el 10
de mayo. «He de comprarles ropa y encontrarles un lugar donde vivir». Olga pretendía «ganar
mucho dinero este verano» a fin de llevarlas «seis semanas al sur de Francia o a Italia».
Antes de salir de Rusia por última vez, su madre, Lulu Knipper, llevó a la hija de Olga, que a
la sazón contaba ya siete años, al apartamento de Misha para que pudiera despedirse de su
padre.[6] Éste, que se hallaba entonces en la cumbre de su carrera en Moscú, no hubiese podido
imaginar jamás que, en breve, seguiría también la ruta del exilio.
La tía Olia regresó con Liev a Alemania aquel verano, y visitó Friburgo y Berlín. Cuando
volvió a Rusia, fue a Yalta a ver a la tía Masha, que seguía cuidando de la casa de su hermano,
convertida en un santuario en su memoria. En comparación con Moscú, los altos cipreses y la
calidez meridional de Crimea ejercían sobre ella un atractivo irresistible. La tía Olia reservaba un
ritual casi infantil para cuando veía por vez primera el mar desde el vagón del tren, que consistía
en ponerse en pie a fin de hacerle una reverencia «con una sonrisa algo culpable».[7]
Lo primero que hicieron fue visitar a Masha, que los esperaba en la casa de Chejov en Yalta.
Las jóvenes del lugar salieron a saludarlos al saber de su llegada, con la supuesta intención de
presentar sus respetos a la viuda del dramaturgo, aunque también se diría que deseosas de conocer
a su apuesto sobrino. Liev era, a todas luces, un gran seductor, aunque cabe suponer que apenas
debía de tener gran cosa que ofrecer en lo emocional.
Tras visitar Yalta, los dos se dirigieron a Gurzuf, a la casita que había dejado Antón Chejov a
su esposa a la orilla del mar. Se trataba de un edificio sencillo de muros enjalbegados, tejas de
barro y contraventanas de color verde pálido, situado en la base de un promontorio formado por
espectaculares rocas que daban a una pequeña cala. La casa tenía a su alrededor algunos cipreses
que la protegían, en parte, de la cegadora luz del sol.
Poco después de su regreso a Moscú, la tía Olia recibió una carta de Yalta firmada por
Masha. «Ahora trabajo para el estado soviético —le hacía saber con una mezcla de regocijo y
orgullo—. Me han nombrado, oficialmente, directora de la casa museo de Chejov. Saluda de mi
parte a Liova, y dile que ha atravesado el corazón de las señoritas locales. Son incapaces de
olvidarlo». Con todo, el verdadero motivo de la carta no se revelaba sino al final. En 1924 se
celebraba el vigésimo aniversario de la muerte de Chejov, y las autoridades habían programado
un acto en el Kremlin para conmemorarlo. «Dime —escribió— cómo ve Lunacharski a Antón
Pavlovich dada la situación actual».[8]
Su cuñada respondió dos semanas más tarde. «El acto celebrado en memoria de Antón
Pavlovich no estuvo, a mi parecer, a la altura», rezaba la carta. Había tenido lugar en la Sala de
las Columnas del Kremlin, y los asistentes pertenecían a dos mundos diametralmente opuestos: el
de los amantes del teatro y de Chejov, por un lado, y el sector duro del bolchevismo, por el otro.
Para la tía Olia no había sido plato de buen gusto leer ante una multitud tan dividida los recuerdos
que guardaba de su vida con el dramaturgo. «Lo que gustaba a uno de los dos polos dejaba
indiferente al otro… Mis memorias sólo pueden ser entendidas por un público acostumbrado a la
vida literaria. Lunacharski habló un buen rato, pero no le presté la menor atención, y así se lo hice
saber. Parecía estar hablando de un “movimiento chejovista” que no había acabado de ser
comprendido del modo correcto».[9]
En Berlín, Olga esperaba con impaciencia la llegada de todos los miembros que quedaban de
su familia, a excepción de Liev. Su hermana Ada los seguiría más tarde. Olga había alquilado un
nuevo piso con quince habitaciones en el número 20 de la Klopstockstrafie, en el distrito berlinés
del Tiergarten. Los visados de salida no habían supuesto problema alguno, y Lulu Knipper llegó
sin contratiempos con las dos pequeñas. Habían tomado la misma ruta marítima seguida por la tía
Olia (de Leningrado a Stettin, a través del Báltico), si bien ellas se libraron del mal tiempo.[10]
La vivienda de la Klopstockstrafíe no tardó en ofrecer el aspecto normal de una casa habitada,
al menos en parte, merced a los iconos y las fotografías familiares que había llevado Lulu de
Rusia. Las paredes de las salas principales, empero, seguían desnudas, con lo que daban la
extraña sensación de que sus habitantes estuviesen a punto de mudarse de nuevo. La Revolución,
la guerra civil y la muerte de su esposo, Konstantin, habían transformado a Lulu, a la que por
aquel entonces toda la familia conocía como Baba. La joven madre dotada de talento musical que
había sido en otro tiempo se había convertido en una señora corpulenta, impresionante, de
cabellos grises. Se había tornado, asimismo, en una fumadora empedernida, bronca de voz y de
genio, aunque su corazón no había perdido un ápice de calidez.
Ella misma se encargaba de llevar la casa y lidiar con el personal, en tanto que Olga ganaba el
dinero gracias a su agotador régimen de trabajo. Amén de al cocinero, Baba supervisaba a la
doncella de la casa, a la criada personal de Olga, al chófer y a la institutriz inglesa de las dos
niñas. Las labores —y también el caos— se multiplicaron, más tarde, con la llegada de Lux, un
colosal perro blanco más semejante a un oso polar poco desarrollado. Daba la impresión de que
los Knipper, que tan germánicos habían parecido en Moscú a Antón Chejov, se hubiesen hecho
cada vez más rusos al llegar a Berlín.
Aquel matriarcado estaba, por supuesto, rodeado de otras familias de emigrados rusos
establecidos en la zona occidental de la ciudad. Con todo, la vida social de Olga giraba en torno a
su trabajo, y en especial, al teatro. De cuando en cuando asistía a distinguidas recepciones en las
que conocía a personas tan importantes como útiles. En la villa Ullstein, situada en el Grünewald,
conoció al ministro de Asuntos Exteriores Gustav Stresemann, y fiel a su estilo, la actriz asegura
en sus memorias no sólo que entabló con él una gran amistad, sino también que fue él mismo quien
lo dispuso todo para que ella obtuviese la ciudadanía alemana.
Olga viajaba con frecuencia, a veces incluso para rodar en el extranjero, aunque siempre con
gran ajetreo. «¡Querida tía Olia! —escribió en abril de 1926—: Como ves, estoy en París. He
venido para descansar, durante diez días, entre una película y otra». [11] Una de ellas era Un
sombrero de paja de Italia, de Rene Clair. «Lo que más me importa es tener un respiro y disfrutar
de un ritmo de vida distinto para la siguiente película… El verano que viene voy a trabajar con
Reinhardt».
Aquel año interpretó también un papel en una obra tan alemana como Die Mühle vori
Sanssouci, primera de una serie de películas consagradas a glorificar la figura de Federico el
Grande. En este caso, la historia tenía un irreprochable carácter democrático: Federico II quiere
derribar un molino construido ante su nuevo palacio de Sansouci, en Potsdam, pero ve frustrados
sus planes por la intervención de sus propios tribunales de justicia. De cualquier modo, casi todo
lo que tuviese que ver con este soberano de Prusia y estratega legendario tenía un atractivo poco
menos que sagrado para los nacionalistas, resentidos por el tratado de Versalles. Hitler, fanático
del cine, debió de ir a verla casi con toda seguridad, puesto que ya había sentido una gran
admiración por Olga Chejova en otra película de ese mismo año, Brennende Grenze («Fronteras
en llamas»). Ella, por su parte, apenas debía de conocer siquiera, en esta época, la existencia del
futuro Führer.
En julio escribió desde Italia a su tía, alojada, a la sazón, en Yalta con Masha. «Una vez más,
me retiene aquí una película. Ayer visitamos las nuevas excavaciones arqueológicas de Pompeya.
¡Dios mío, que cosa tan interesante! Pudimos contemplar una erupción sin importancia del
Vesubio: un espectáculo maravilloso. ¿Has recibido mi transferencia? Volveré a escribir a finales
de mes. Besos y recuerdos a todos».[12]
Habida cuenta de que su tía nunca la había tomado demasiado en serio, y más aún tras su
desastroso matrimonio con Misha, resulta poco sorprendente que Olga no quisiera resistirse a
hablar de su éxito. «Estaré aquí [en Berlín] del 15 al 20 de octubre —anunció en una carta
remitida el año siguiente—; entonces partiré hacia Londres, y no estaré de vuelta hasta Navidad.
El de Karenina es un papel tan imponente como hermoso… En el mundo del cine, casi todo se
traduce en dinero, y cada día que estoy fuera de aquí cuesta dinero. A veces resulta difícil vivir
así, obligada a viajar, como los gitanos, por causa del trabajo; pero ¿qué le voy a hacer?… No
dejan de invitarme a ir a Estados Unidos; sin embargo, no pienso aceptar: no puedo trabajar entre
personas que no tienen corazón ni alma».[13] Lo que no mencionó en su carta es que la película que
estaba haciendo entre París y Londres en esos momentos era Moulin Rouge, que se convertiría en
un gran éxito a causa de la controversia a la que dio pie.
Olga Chejova seguía tratando de ampliar la gama de papeles interpretados y alejarse del
encasillamiento que suponía hacer siempre de baronesa o belleza de sociedad. En la versión
francesa de Moulin Rouge ejecutaba una danza erótica con una pitón enroscada en torno a su
cuerpo, y entre las componentes del coro podían verse no pocos pechos desnudos. Aun cuando la
película tuvo un éxito enorme en toda Europa y también en Estados Unidos, y la convirtió, al fin,
en una estrella internacional, lo cierto es que ella nunca llegó a mencionarla en los escritos
enviados a la tía Olia, que tan escandalizada se había mostrado ante los brevísimos vestidos que
había visto en el Nuevo Mundo.
Olga contaba entonces treinta años, y representaba el papel de gran dama en la vida real, si
bien trataba de ocultarlo cuando se ponía frente a las cámaras. Se hizo confeccionar una costosa
vidriera con el escudo de armas de los Knipper, y el papel en el que escribía sus cartas llevaba
estampado un monograma de diseño especial que representaba sus iniciales en alemán —OT, de
Olga Tschechowa—. Lo empleaba, por ejemplo, para la correspondencia que mantenía con su tía,
redactada en un estilo prerrevolucionario. Incluso insistía en consignar la dirección de ésta como
bulevar Prechistenski, y no con su nueva denominación de bulevar Gogolevski. Sobre todo,
disfrutaba invitando a la tía Olia a ir a verla a Berlín, y no olvidaba hacer hincapié en que sería
ella quien se encargase de pagarlo todo.[14]
En septiembre de 1929 le habló de una película ambientada en Baviera. «Estoy estudiando
canto y aprendiendo a respirar correctamente. Además, recibo clases de inglés. Me estoy
sorprendiendo de hasta dónde puedo llegar».[15] Lo último se debía a que las productoras de
Hollywood, fascinadas por actrices europeas como Greta Garbo o Marlene Dietrich, habían
sentido, como siempre, la imperiosa necesidad de copiar la fórmula del éxito.
La comedia Die Drei von der Tankstelle , su primera película sonora, de 1930, había logrado
también gran fama internacional. Aquel mismo año, Olga Chejova zarpó hacia Nueva York desde
Cuxhaven en el transatlántico Europa: tenía un contrato con la Universal para rodar una comedia
romántica, Love on Command. En Hollywood asistió a fiestas en las que coincidió con Greta
Garbo, Douglas Fairbanks, Harold Lloyd y Charlie Chaplin, quien le pidió que lo enseñara a
comer pipas de girasol al estilo ruso, escupiendo las cascaras.
Olga quedó muy impresionada por los avances técnicos de la cinematografía estadounidense.
Jamás había visto, por ejemplo, una cámara capaz de moverse de un lado a otro detrás del actor y
la acción, lo que hacía que aquél no tuviese que actuar como si se encontrase sobre un escenario
diminuto. Con todo, su breve estancia en Hollywood no resultó ser demasiado triunfal: el marcado
acento ruso-germano con que interpretó su papel sonoro fue excesivo para los gustos del público
estadounidense. Este hecho supuso para ella una gran desventaja, toda vez que Greta Garbo y
Marlene Dietrich ya habían acaparado el distinguido mercado nórdico. Los mandamases del
estudio también le dejaron claro que pesaba demasiado, y le exigieron que adelgazara nada menos
que nueve kilos. En consecuencia, tal vez no resulte extraño el que se sumase a la honda aversión
de su tía por Estados Unidos al regresar a Europa.[16]
En Moscú, Liev había comenzado a dejar huella, sin alcanzar aún, no obstante, nada parecido
a la fama de que gozaba su hermana. La primera presentación pública de su música tuvo lugar en
1925, en el Teatro de la Revolución. La pieza tenía el título, algo pretencioso, de Cuentos de
hadas de un ídolo de escayola.
«Fue vergonzoso, aterrador —escribiría después de muchos años—, porque mi música era
repugnante. Supongo que debe de suceder lo mismo a todo joven compositor que oye sus
composiciones interpretadas por vez primera».[17] Durante uno de los ensayos, se había
presentado un célebre crítico vestido con un caro abrigo abierto y un sombrero de piel.
—¿Qué estáis tocando? —preguntó.
—Es una composición mía.
—¡Ah! Parece interesante.
«Al día siguiente, publicó una reseña laudatoria sobre mi música, que en realidad ni siquiera
había llegado a escuchar. Y no fue el único que me alabó, aunque también los hubo que me
advirtieron de mis “peligrosas tendencias”. Según éstos, debía renunciar a un buen número de
inteligentes invenciones para buscar un lenguaje musical sencillo y fácil de entender».
Liev no quiso perder el tiempo en consolidar su reputación: tenía que seguir avanzando. Al
año siguiente, comenzó a trabajar en una ópera basada en el Cándido de Voltaire. «Soñaba con
interpretarla en el Teatro de la Ópera de Leningrado», escribió.[18] En un principio, la acogida que
se brindó a su obra en la ciudad fue por demás alentadora. «Hay tanto revuelo en torno a mi
persona aquí… —confió a la tía Olía—. No voy a decir que sea desagradable, pero tampoco
quiero crecerme. Mi modestia se opone a toda exageración y me aconseja no dejarme llevar por la
exaltación porque el primer acto haya sido un éxito, toda vez que eso no quiere decir,
necesariamente, que los que siguen sean igual de buenos».[19]
Puede que no llegasen a ser tan buenos, o quizá fracasó su proyecto global. Trató de combinar
música sinfónica, ópera, danza y declamación. «Aun un productor tan audaz como Radlov —hubo
de admitir más tarde— quedó amedrentado ante la complicación que presentaba el espectáculo, y
no llegó nunca a ponerlo en escena». Como de costumbre, el compositor pasó el verano en
Crimea, en la casa de Gurzuf de la tía Olia. «Mi vida no ha cambiado apenas: no me veo con
nadie, y sólo salgo para jugar al tenis. No podría estar mejor».[20] Su afán por la competición lo
llevó a hacerse enseguida con el título de campeón de dicho deporte en la península.
En aquel momento, como si siguiera los pasos del resto de la familia, su mundo comenzaba a
gravitar en torno al Teatro del Arte de Moscú. En 1929, Nemirovich-Danchenko lo empleó en
calidad de asesor operístico del Teatro de Música de la entidad. El puesto le venía pintado, por
cuanto estaba resuelto a escribir una pieza por la que siempre sería recordado. Aquél ofreció su
consejo acerca de la primera versión de la adaptación que preparaba Liev de una obra que giraba
en derredor de un luctuoso incidente ocurrido durante la guerra civil: la muerte, a manos de los
británicos, de veintiséis comisarios de Bakú. La ópera definitiva, que bautizó como Viento del
norte, gozó de un éxito considerable.[21]
No falta quien aduzca una explicación más siniestra a la estrecha relación que mantenía Liev
con el Teatro del Arte. Como organismo, las instituciones lo consideraban, cada vez más, poco de
fiar desde el punto de vista político, y no es descabellado pensar que sus jefes de la OGPU
esperaran de él que informase acerca de sus compañeros. Corre incluso el rumor de que la tía
Olia era sospechosa de denunciar a sus rivales, y se dice que llegó a prometer a los jóvenes
amantes que tenía entre los actores que los libraría de ser arrestados. Con todo, si de algo son
indicativas estas historias, tal vez no sea sino de la alevosía de que daba muestras la gente del
teatro.[22] No existe prueba alguna de que Liev o la tía Olia denunciasen a nadie, ni tampoco
siquiera de que se arrestara a un solo miembro de la compañía. De hecho, no sería extraño que el
primero se hubiese servido de su influencia para con los «organismos de seguridad» a fin de
ayudar a sus amigos, tal como haría más tarde.
El encargado de supervisar su labor era, en aquel tiempo, Viktor Ilin, comandante y luego
comisario de la Seguridad del Estado. Este trabajaba en el departamento político secreto, donde
tenía el cometido de organizar a los informantes infiltrados en el mundo de la cultura y, «lo que es
más importante, trabajar con intelectuales y políticos que tuviesen familiares en el extranjero».[23]
En la década de 1920, su misión más importante con respecto a la OGPU había consistido en
proporcionar datos tocantes a los emigrados del entorno cultural, si bien se esperaba de él,
asimismo, que informase de la existencia de rusos de origen germánico en la Unión Soviética. En
aquella época se estaba desarrollando, junto con la caza de trotskistas, un nuevo sentimiento de
xenofobia auspiciado por Stalin.
El mayor logro de Misha Chejov en el contexto de la escena teatral moscovita fue, casi con
toda certeza, el Hamlet que representó en 1924 con el Estudio Segundo del Teatro del Arte.
Además del título de «actor laureado de la Unión Soviética», le valió la elección al soviet de
Moscú. Sin embargo, durante los tres años siguientes surgieron ciertas desavenencias con las
autoridades culturales soviéticas, incluido el propio Lunacharski. Según su leal primo Serguei,
«sus enemigos hicieron correr el rumor de que la filosofía de Misha era
contrarrevolucionaria».[24] Y lo cierto es que sus opiniones, y en especial las relativas al arte
dramático, lo eran, por cuanto el actor creía más en la verdad artística que en la corrección
política comunista.
Los oportunistas comenzaron a crearle problemas en el teatro, y él no hizo sino empeorar su
situación. Durante el invierno de 1927 y 1928 no creó un solo papel nuevo, y la primavera
siguiente partió al extranjero con Xenia, su esposa. Cierta información, más bien poco creíble,
asegura que había logrado el visado de salida tras ganar al ajedrez a Yagoda, tristemente célebre
jefe de la OGPU. Tuviese o no intenciones la pareja, en aquel momento, de regresar a la Unión
Soviética, lo cierto es que estaba claro que jamás lo haría. No bien habían salido de sus fronteras
comenzó a correr la voz de que Misha estaba trabajando en Viena con Max Reinhardt. El rumor
resultó ser verdadero, y no cabe negar lo sabio de tal decisión, porque al actor le habría sido
imposible soportar el período de realismo socialista que habría de imponerse seis años más tarde.
Lo más seguro es que hubiese corrido la misma suerte que Meyerhold, torturado y ejecutado por el
régimen.
Cuando Misha y Xenia llegaron a Berlín, en 1928, acudió a rescatarlos la propia Olga, antigua
esposa de aquél. Ella les encontró un pequeño apartamento no lejos del suyo, de tal modo que su
hija Ada, que tenía ya once años, pudiera visitar a su padre con más facilidad. Aun así, tal vez el
detalle más jugoso de este giro del destino sea el que la actriz incluyese a Misha en el reparto de
Der Narr seiner Liebe («El loco de amor»), película dirigida por ella misma. Poco después,
encarnaría al idiota del pueblo en Troika, en la que Olga hacía el papel principal.
Misha se trasladó a París en 1931, donde interpretó algunos de los papeles que más fama le
habían reportado, como Hamlet, el Malvolio de Noche de Reyes y el Erik XIV de Strindberg, en el
Teatro de Montmartre. Entonces, alentado por una nueva admiradora suiza, Georgette Boner,
fundó la compañía Théátre de l'Avenue, con la que creó la obra Le cháteau s'éveille, basada en el
cuento del príncipe Iván.
Ada, la hermana de Olga, que no había disfrutado jamás de nada semejante al éxito obtenido
por ésta, formó parte del reparto de la representación de su antiguo cuñado en calidad de «Bruja
1.ª». Era evidente que ella no había sabido adaptarse a la vida en el extranjero con tanta facilidad
como Olga. «Acepto Occidente al mismo tiempo que lo rechazo con todas mis fuerzas —confió a
la tía Olia—. Estoy evitando cualquier relación con la gente de aquí: son todos extraños… Estoy
ejerciendo de actriz, y no te lo vas a creer, pero todo ha ido sobre ruedas desde la primera obra…
Misha está contento: dice que soy buena actriz».[25]
En esta carta, aseguraba que todos estaban bien en Berlín, aunque sufrían cierta estrechez
económica. «Olga sólo ha actuado en una película, en junio». Este período de relativa escasez no
habría de durar, y en breve, la actriz estaría trabajando de nuevo con la misma intensidad de
siempre. La producción más famosa de aquella época, Liebelei, dirigida por Max Ophüls, era una
trágica historia de amor basada en una célebre obra teatral de Arthur Schnitzler sobre los códigos
de honor existentes en la Viena de finales del siglo XIX. El argumento era típico de aquel tiempo
de entre-guerras: un apuesto oficial se enamora de la hija de un violinista, pero la relación
amorosa que había mantenido con cierta baronesa regresa del pasado para atormentarlo.
De cualquier modo, ni siquiera durante los seis meses en que bajó el ritmo de trabajo se
mostró Olga demasiado inclinada a emprender una relación seria con ningún hombre. Tal vez su
reencuentro con Misha le había recordado las desventajas de dejar que uno de ellos tratase de
dirigir su vida.
Su hermano Liev, por otra parte, había contraído matrimonio, como de la noche a la mañana,
el año anterior. La elección resultaba sorprendente en el caso de un combatiente blanco
arrepentido como él, toda vez que su esposa, Liubov Sergueievna Zalesskaya, era hija de un
ilustre arquitecto de familia noble. Se trataba, además, de una mujer inteligente, atrevida y
vanguardista, que llevaba el cabello corto y usaba calzado deportivo, lo que no dejaba de ser casi
escandaloso en una época de creciente conformismo estalinista.
Liuba y Liev se trasladaron al domicilio de la tía Olia, sito en el número 23 del bulevar
Gogolevski, un año antes de que naciera su hijo Andrei. Entre los habitantes del apartamento se
encontraba incluso Fanny Stangel, la anciana niñera del compositor, que nunca había aprendido a
hablar otra lengua que la alemana.[26] El, sin embargo, apenas estaba allí: supuestamente se
hallaba de gira por Asia central, componiendo piezas musicales para el Ejército Rojo, a cuyo
departamento de propaganda se encontraba adscrito por entonces.
La aparente libertad de que gozaba para vagar de un lado a otro puede considerarse
extraordinaria en aquella época de fiscalización burocrática. En 1930, año en que contrajo
matrimonio, viajó al Cáucaso, recorrió Osetia y llegó a la costa del mar Negro. Quedó fascinado
con el canto polifónico que había tenido oportunidad de oír en su recorrido, pero la verdadera
razón que lo llevó a jurar que volvería fue la obsesión, cada vez más marcada, que comenzó a
sentir por las montañas del lugar. «Me volví adicto para siempre», escribió más tarde. Según
opinó, su amor a la escalada no tenía nada que ver con el afán por conquistar una cumbre tras otra,
sino que se debía a la posibilidad de explorar sus propios límites de resistencia, adiestrar su
voluntad y sobrevivir a todo lo que la naturaleza pusiera en su camino.[27]
A medida que fue desarrollándose el régimen de Stalin durante el decenio de 1930, los
peligros que suponía una pared de roca vertical se convirtieron en los menos preocupantes. Nadie
estaba a salvo, ni siquiera en su propia vivienda. El miedo asumía una dimensión diferente cuando
los ciudadanos, en su lecho, se despertaban antes del amanecer al oír los pasos de la patrulla de
arresto cuando subía las escaleras comunitarias. Tan sólo podían respirar con cierta tranquilidad
si la oían llamar a la puerta de otro.
14
TIEMPOS DE TOTALITARISMO
[Coronel Shkurin:] «¿Has tenido oportunidad de encontrarte con dirigentes del estado fascista
alemán?».
[Olga Chejova:] «Cuando Hitler llegó al poder en 1933 me invitaron a una recepción ofrecida
por el ministro de Propaganda, Goebbels, a la que también asistió aquél. A mí y a otros actores
nos presentaron a Hitler, y él aseguró que era un placer conocerme. También expresó su interés
por el arte ruso y por mi tía, Olga Leonardovna Chejova».[5]
Es una verdadera lástima que no llegase a recoger con más detalle la opinión que tenía Hitler
sobre el arte ruso. No está de más preguntarse si, al igual que Lenin, disfrutaba de las obras de
Chejov al mismo tiempo que pretendía exterminar el material humano en el que estaban basadas; o
si, más bien, el dictador arribista no tenía otra intención que la de adular a la estrella que había
adorado durante sus años de marginación.
Tanto él como Goebbels estaban obsesionados con el cine. Se calcula que el último vio más
de mil cien películas durante los doce años que duró el régimen nazi.[6] Con motivo del
quincuagésimo cumpleaños de Hitler, le regaló una colección de ciento veinte obras destinadas a
la sala de proyección que tenía el Führer en el Berghof, su lugar de retiro en los Alpes. Albert
Speer recordaría más tarde cómo acostumbraba tenerlos a todos despiertos a altas horas de la
noche para instruirlos acerca de la película que acababan de ver, como haría un crítico
cinematográfico frustrado.
Hitler sentía asimismo una gran fascinación por la actriz sueca Zarah Leander, a quien a
menudo comparaban con Olga Chejova. La primera era célebre por su forma de cantar con una voz
baja y ronca, y aquél gustaba siempre de convencer a su adorada perra Blondi a fin de que cantase
cuando quería impresionar a su círculo más íntimo de secretarios y oficiales en el Berghof, para
después, una vez que el animal comenzaba a emitir algún sonido, pedirle: «¡Canta en un tono más
bajo, Blondi, como Zarah Leander!», tras lo cual la perra se ponía a aullar como un lobo.[7] No
hace mucho salió a la luz que la actriz trabajaba también para el servicio de espionaje soviético,
de un modo más activo que Olga Chejova, con el nombre en clave de Rose-Marte. Como agente de
la NKVD, contaba con la ventaja de poder viajar a Suecia e informar allí, sin ser vista, a su
contacto, Zoya Ribkina, subdirectora de operaciones en Estocolmo. Esta última aún no sabía nada
de Olga Chejova, pero Beria la convertiría en 1953 en su supervisora, en el contexto de una serie
de circunstancias extraordinarias que tendremos oportunidad de conocer más adelante.[8]
Para Hitler y Goebbels, las películas constituían un mundo fantástico en el que embriagarse de
poder. El nazismo, al igual que el comunismo, había copiado muchos elementos de la Iglesia, más
ninguno de los dos había contraído una deuda menor con el refinamiento y las emociones
inherentes al cine. No deja de ser por demás significativo que a los nazis no les resultase extraño
el que la política imitara al arte popular. Sin duda, este hecho formó parte de su sobrecogedora
irresponsabilidad. Huelga decir que Hitler y Goebbels veían también en el cinematógrafo una
poderosa arma de propaganda e ingeniería social. La adhesión de la industria a su doctrina se
tornó vital para sus designios, y los estudios UFA volvieron a adoptar la función para la que se
habían concebido en 1917.
De cualquier modo, lo cierto es que no se dio un cambio de rumbo tan radical. Durante los dos
años que precedieron a la asunción del poder por parte de Hitler, los estudios, cuya financiación
procedía de la derecha, habían producido ya una serie de películas históricas de evidente
contenido patriótico, como Der Choral von Leuthen, de nuevo sobre la figura de Federico el
Grande —y con la aparición estelar de Olga Chejova—; Yorck, en torno al héroe del volte-face
prusiano contra Napoleón, y Der schwarze Húsar. Otra, que narraba la historia de la denodada
lucha de la tripulación de un submarino contra un destructor británico durante la primera guerra
mundial, fue a estrenarse la víspera de la toma de poder nazi.
Quienes acababan de tomar las riendas de Alemania necesitaban también, en aquella época
inicial, hacer gala de cierto encanto distinguido, en especial en las recepciones gubernamentales.
La constitución corpulenta de la mayoría de las esposas nazis resultaba embarazosa, tanto desde el
punto de vista estético como del social, y de muchos de los propios dirigentes no podía decirse
nada mucho más halagüeño. Así, por ejemplo, al decir de Olga Chejova, Himmler arrastraba los
pies al caminar, y se mostraba cohibido y nervioso en presencia de una mujer. La concurrencia de
estrellas de celuloide, y en especial si, como la propia Olga, habían alcanzado la fama por
interpretar papeles de baronesa, era importante para estos «nuevos potentados», lo que recuerda,
en cierto modo, a las esperanzas que albergaba Napoleón de que los jóvenes emigrados a los que
había permitido regresar elevasen el tono de su corte. Por otra parte, el régimen precisaba también
del refinamiento cosmopolita de artistas como ella para hacerse merecedor de la aceptación
internacional.
La madre de Olga, Baba Knipper, se indignó cuando, a primera hora de la mañana, llamaron a
su hija para pedir que asistiera a una recepción que ofrecía Goebbels aquella misma tarde. «¿Qué
modales son esos —quiso saber— de invitar por teléfono a una dama por la mañana para que
acuda a lo que sea por la tarde?».[9] A Olga Chejova, mujer de una profesionalidad encomiable, la
preocupaba más, sin embargo, cómo repercutiría tal ocasión en la sesión de rodaje de aquel día,
que no acababa hasta las siete. No obstante, su director le dejó bien claro que debía asistir: ningún
trabajador de Babelsberg podía permitirse desairar al Reichminister de Propaganda e
Información. Al salir del estudio, la actriz se encontró con que la esperaba un «hombrecillo» del
Ministerio para llevarla en un deportivo a la Wilhelmstrafie, donde se celebraba la recepción. De
camino, ella insistió en que se detuvieran para poder comprar una rosa y realzar así su vestido.
Magda Goebbels, la única grande dame con que contaba el régimen nazi, la amonestó con
dulzura:
—Llega tarde, señora Chejova.
—He venido directamente del trabajo, señora Goebbels —repuso ella—, y no he recibido la
invitación hasta que me han telefoneado esta mañana.[10]
En esta ocasión, Hitler estaba hablando de lo que esperaba de las artes, lo que lo llevó a
referirse a su propia experiencia de juventud con la pintura. También conversó con Olga de su
película Brennende Grenze , estrenada en 1926. «Hitler me colmó de cumplidos», recordaba la
actriz, que hacía hincapié en su «cortesía austríaca». A su parecer, el canciller hacía cuanto podía
por resultar encantador, en tanto que el éxito del doctor Goebbels se debía a una tremenda
aplicación, «un intelecto refinado» y una lámpara de rayos ultravioleta. Según una de las
secretarias de Hitler, sus compañeras del Ministerio de Propaganda corrían a la ventana para
contemplarlo mientras se alejaba del edificio. «¡Ay! —exclamaban ante su estupor—. ¡Tendrías
que ver qué ojos tiene, y qué sonrisa tan cautivadora!».[11]
Los diarios de Goebbels describen a menudo a Olga Chejova como eine charmante Frau
(«una mujer encantadora»), aunque no queda claro hasta qué punto trató de aprovecharse de ella.
En boca de todos estaba que el Reichsminister de Propaganda prometía papeles a las aspirantes a
estrella a cambio de favores sexuales, hasta el punto de que a éstas se las conocía como
Goebbels-Gespielinnen, «compañeras de juego de Goebbels». Los berlineses gustaban de hacer
chistes al respecto, y aseguraban que el ministro no dormía en su propia cama, sino en su propia
bocaza, ya que Klappe, la palabra empleada en argot para referirse a la boca, designa la claqueta
de los estudios cinematográficos.
Pese a todo esto, no puede decirse que a aquel hombre diminuto y zopo, al que apodaban el
Macho Cabrío de Babelsberg, no hubiera quien se le resistiese. En realidad, sus acometidas se
veían como un rito de iniciación del que hacían caso omiso quienes tenían el valor suficiente. La
actriz Irene von Meyendorff dijo de él: «¡Oh, él y su lombriz!».[12] Lo más seguro es que Goebbels
no amase, en realidad, a las mujeres: necesitaba conquistarlas debido, simplemente, al marcado
complejo de inferioridad que sufría a consecuencia de sus limitaciones físicas. No deja de ser una
paradoja fascinante el que prefiriese a las de aspecto exótico frente al estereotipo de belleza aria
de cabello dorado que ensalzaba en sus películas de propaganda y por las que no sentía una gran
atracción. Sin embargo, si algo puede decirse en su favor es que el modo como se acercaba a ellas
era menos brutal que la técnica practicada por Beria, consistente en raptar, violar y enviar al
Gulag a las que osaban resistirse.
El mayor error que pudo cometer el «Macho Cabrío de Babelsberg» fue enamorarse de
manera espectacular de la joven actriz checa Lida Baarova. La conoció en 1936, poco antes de los
juegos olímpicos de Berlín, en el plato en que se rodaba Stunde der Versuchung , cuyo título («La
hora de la tentación») apenas podía ser más apropiado. Baarova, una mujer delgada de increíble
belleza y ojos maravillosos, vivía con Gustav Fróhlich —con quien compartía protagonismo en la
película— en una casa cercana a la villa que poseía Goebbels en la península de
Schwanenwerder, a poca distancia del Wannsee. Se dice que Fróhlich sorprendió a los amantes en
la parte trasera de un coche, y según algunas versiones, propinó un puñetazo al Reichsminister.
Con todo, lo más probable es que se descargase con ella.
Los rumores que circulaban en los corros nazis y cinematográficos se intensificaron durante
los dieciocho meses siguientes. Goebbels trataba de borrar por la noche las huellas de su
infidelidad, y en varias ocasiones se invitó a sí mismo a casa de Olga Chejova a fin de procurarse
una coartada. De cualquier modo, fue incapaz de mantener en secreto su aventura —lo cual, por
otra parte, no resulta sorprendente—. Cuando su esposa, indignada, le pidió explicaciones, él le
hizo saber que quería divorciarse. Fue una iniciativa muy poco sabia, pues Magda era una
formidable oponente. Adoraba a Hitler, y éste, a su vez, la admiraba a ella enormemente por sus
distinguidas cualidades, tan poco comunes entre las damas de la élite nacionalsocialista.
Hitler montó en cólera cuando Magda Goebbels lo puso al corriente de lo que estaba
sucediendo. No tenía la menor idea de lo que se comentaba, porque nadie de su entorno se había
atrevido a repetirlo ante él. Goebbels era el gran propagador de los valores familiares del mundo
nazi, y su Ministerio había hecho pública, en los noticiarios cinematográficos, una notable
cantidad de secuencias relativas a la perfección del hogar de los Goebbels, constituido por una
nutrida prole de hijos radiantes y bien instruidos, como si fuese un equivalente de la familia real
del estado nacionalsocialista. Y de súbito, quería divorciarse de Magda para contraer matrimonio
con una mujer no alemana —eslava, además—. Al dirigente nazi no le cabía la menor duda de que
el hombre en que más confianza tenía depositada se había vuelto loco, por lo que le hizo saber,
con una severidad que no dejaba lugar a vacilaciones, que debía regresar de inmediato con su
esposa. Lida Baarova no volvió a dejarse ver por Berlín. La última película que rodó para los
estudios UFA fue Preussische Liebegeschichte («Historia de amor prusiana»), de 1938. Ese
mismo otoño regresó a Praga, en un momento en el que su país habría de sufrir un destino mucho
más trágico a resultas de la conferencia de Munich.[13]
De Babelsberg llegaba a la capital todo un torrente de rumores. Los berlineses, fueran cuales
fuesen sus convicciones políticas, habían quedado fascinados por la aventura amorosa frustrada
del ministro. Éste, que había sido uno de los más íntimos amigos de Hitler, se encontró, de pronto,
distanciado de su adorado dirigente. De hecho, no volvieron a recuperar la confianza perdida
hasta abril de 1945, cuando el régimen tocaba a su fin y Goebbels se reveló como el único
miembro de la cúpula nazi que estaba dispuesto a morir con su Führer en Berlín. (En realidad, no
contentos con eso, él y Magda se dispusieron a matar a sus seis idealizados retoños para librarlos
de los horrores que les depararía un mundo no nazi). Goebbels no volvió a ver a Lida Baarova,
pero conservó, oculta en su escritorio, una fotografía suya hasta poco antes de decidir acabar con
toda la familia. Fue una de las últimas cosas que quemó en Schwanenwerder cuando supo que el
Ejército Rojo se aproximaba a las afueras de Berlín.
En esa época, los músicos estaban sometidos a una presión menor que los escritores, si bien
Liev Knipper, que tanto se había preciado diez años antes de su controvertida obra experimental,
había comenzado a ser objeto de una aprobación mucho mayor.
No cabe duda de que la OGPU lo estaba tratando con más seriedad. El teniente coronel de la
Seguridad del Estado Makliarski, que había sustituido al comandante Ilin en calidad de su
supervisor, era sólo uno de los oficiales que, como el teniente coronel de Seguridad del Estado
Marsia, habían tomado parte en su labor. Con un respaldo así, Liev pudo permitirse, en esas
fechas, no pocos viajes en calidad de asesor musical de la dirección política del Ejército Rojo. El
1932 había recibido «la inesperada solicitud de acompañar a un grupo de actores, a título de
instructor voluntario, a través de la Siberia occidental y, tras seguir el curso del Amur, a Sajalín y
a Vladivostok, de nuevo en el continente».[17]
Y no cabe duda de que supo sacar provecho de su experiencia, pues al año siguiente se estrenó
en la Casa Central del Ejército Rojo su Tercera sinfonía , conocida como Sinfonía de Extremo
Oriente, y no faltaron alabanzas. Aquellos podían llegar a ser tiempos muy peligrosos para un
compositor. En 1934, Stalin abandonó su asiento durante la primera interpretación de la ópera
Lady Macbeth de Mtsensk, de Shostakovich, sonada reacción que provocó un ataque inmediato
del Pravda con los siguientes titulares: «Disparates en lugar de música».[18] Liev, por otra parte,
optó por no correr riesgo alguno con la vanguardia. En 1934 estuvo trabajando en su Cuarta
sinfonía, una obra irreprochable desde el punto de vista político. La idea original consistía en un
conjunto de cuatro marchas sinfónicas ambientadas en la guerra civil, pero la versión final adoptó
una forma más narrativa en honor a cierto miembro del Komsomol, las juventudes comunistas, que
había alcanzado la categoría de héroe. Veinte años después, más o menos, la composición se
transformó en una ópera llamada El soldado del Komsomol.
Fuera cual fuese la labor que estaba desempeñando para la OGPU, lo cierto es que es difícil
no asombrarse del empeño con que estaba tratando de redimir su pasado aquel oficial blanco,
antiguo combatiente del bando contrario. Es imposible determinar si tal actitud constituía un
intento más de convencerse de la bondad del régimen soviético o estaba provocada por un
presagio del Gran Terror; lo cierto es que Liev trató, a todas luces, de persuadirse de que, de un
modo u otro, había vuelto a nacer. «Estoy pensando en ti, “tía que ha dado vida a su sobrino” —
escribió un buen día a la tía Olia—, rememorando los días de mi “nacimiento”: 1919-1922».[19]
El gran éxito del que gozó su Cuarta sinfonía en la Unión Soviética estuvo garantizado por un
tema musical que, más tarde, llegaría a conocerse como la canción Poliushko polie. Aun el propio
compositor, por lo común muy poco modesto, quedó pasmado ante el resultado. «En aquel
momento no me di cuenta de que había descubierto una perla», escribió más tarde. Durante el
proceso de creación de la sinfonía, había pedido al poeta Viktor Gusev que escribiese una letra
para aquella melodía concreta, y poco después la estaba cantando toda la Unión Soviética. A él le
resultaba divertido, a tiempo que halagador, oír que todos habían dado por hecho que se trataba de
una canción tradicional. De cualquier modo, el tamaño de su ambición no se reveló sino años
después, cuando su joven primo Vova, el hijo del cantante de ópera Vladimir Knipper, le preguntó
por qué no escribía más canciones. «Las canciones tienen una existencia corta —respondió—, y
yo quiero escribir cosas que vivan para siempre».[20]
Liev pasó muchísimo tiempo fuera de Moscú a principios de la década de 1930. Viajó por la
Mongolia buriata, y se embarcó junto con Gusev en el Comuna de París. Pasó un tiempo
navegando con la marina, dando clases magistrales en buques de guerra, incluidos torpederos. No
obstante, siempre que tenía la oportunidad, regresaba al Cáucaso para practicar la escalada.
Compuso un poema sinfónico después de contemplar, con la mente puesta en la guerra civil, el
paisaje que se divisaba desde las montañas.
A veces lo acompañaban su esposa, Liuba, y el pequeño Andrei, hijo de ambos. Con todo, los
recuerdos más felices que guarda este último de su infancia están relacionados con el apartamento
de la tía Olia, en el número 23 del bulevar Gogolevski, pues adoraba las fiestas que se
improvisaban cuando había visita. Sin embargo, esta situación no habría de durar una vez
comenzado el ciclo de arrestos y denuncias forzadas.[21]
Durante el verano de 1936, el levantamiento de los generales nacionalistas encabezado por el
general Franco desencadenó la guerra civil española. Stalin mostró cierta renuencia a intervenir,
aun a pesar de que el agredido fuese un gobierno de Frente Popular. Trotski condenó tal inacción
desde el extranjero, y Stalin, hecho una furia, se vio obligado a reaccionar. Las noticias
procedentes de los voluntarios de las Brigadas Internacionales impulsaron a Vadim Shverubovich,
amigo de Liev desde los días de su «nacimiento», a alistarse. Pocas cosas apasionaban tanto al
hijo de Kachalov como una guerra, pero, habida cuenta de que había luchado en el bando
equivocado durante la anterior, no resulta sorprendente que la OGPU estudiase su solicitud con
profundo recelo. Vadim entendió tarde que la definición soviética de voluntario no coincidía con
la que se daba a la palabra en otros países. Los únicos ciudadanos que envió a España la Unión
Soviética fueron oficiales del Ejército Rojo y miembros de la OGPU que tenían la misión de
quitar de en medio a los exiliados trotskistas.
Con todo, sí que hubo otro amigo aventurero de Liev que fue a España. Se trataba de Paul
Armand, pintoresco lituano que había escapado a la muerte por inanición en París robando
carteras. Formaba parte del cuerpo soviético de carros de combate que había ayudado a frustrar,
merced a sus T-26, los intentos de tomar Madrid emprendidos por los nacionales durante aquel
otoño. Por su notable —cuando no temeraria— valentía, se hizo merecedor de la estrella de oro
de Héroe de la Unión Soviética. Sin embargo, al igual que otros veteranos de guerra, Armand
hubo de padecer no pocos sufrimientos tras regresar a Rusia. Bajo la influencia de Stalin, la
OGPU había comenzado a considerar a casi todo el mundo —incluidos sus propios colegas del
INO, el departamento encargado del espionaje fuera del país— sospechoso de traición por el
simple hecho de haber tenido contacto con gentes de otras nacionalidades.
Aquel otoño de 1936, y ante la sorpresa de toda su familia, Olga Chejova firmó su propia
alianza con el extranjero. Fue poco después de acabar el rodaje de Burgtheater, de Willi Forst, es
decir, un año más tarde de que el régimen nazi la nombrara Staatsschauspielerin o «actriz del
Estado». «Nuestra Olga ha decidido casarse en Navidades —escribió su hermana, Ada, a la tía
Olia—. Todavía no he logrado hacerme a la idea, aunque es más que probable que se haga
realidad. Después de dos semanas “locas” en Berlín, ha partido hacia Bruselas. El novio es belga,
poco menos que millonario. Tiene cuarenta y un años y es muy guapo. Puede que esta vez todo
vaya a pedir de boca. Él causa una impresión buena, muy especial. Tiene una casa enorme en
Bruselas, y no le falta el dinero».[22]
El enlace de Olga Chejova y su potentado belga, Marcel Robyns, tuvo lugar en la oficina del
registro civil de Berlín-Charlottenburg, el 19 de diciembre de 1936. Ella llevaba un abrigo de
pieles, en tanto que el novio cubría su cabeza cana con un sombrero de copa de seda negra. Para
la invitación eligieron el hotel Bristol. Pese a haber contraído matrimonio con un extranjero, Olga
podía estar tranquila en cierto aspecto: un día antes de la boda, Hitler la había convidado a asistir
a una modesta recepción celebrada en la Cancillería a la hora del desayuno, y en el transcurso de
su conversación, le dio permiso para conservar la nacionalidad alemana.[23] Tal vez lo hizo a
instancias de Goebbels, por cuanto éste había dejado clara su determinación de ayudarla. «Lo haré
con mucho gusto —había confiado un mes antes a su diario—: es una mujer encantadora».[24]
Ada viajó a Bruselas para visitar a los recién casados un mes después, en enero de 1937. Con
sólo leer entre líneas la carta que envió a la tía Olia a Moscú, puede colegirse que el matrimonio
no había comenzado con buen pie. Cabe sospechar que Marcel Robyns había tomado a Olga por
esposa como quien adquiere un trofeo, mientras que ella había buscado en él cierta seguridad
lejos del ajetreo de Babelsberg. Sin embargo, lo que consiguió fue una cierta sensación de
claustrofobia al pasar, de la noche al día, de ser la figura central del matriarcado de los Knipper
en Berlín a tener que representar un papel muy secundario en cuanto anfitriona de los aburridos
socios de su esposo.
El piso que ocupaban en la Avenue des Nations de Bruselas estaba decorado a la última, en
estilo art déco. Hasta la vajilla del comedor era de obsidiana. Con todo, Olga echaba de menos
«un rinconcito propio en el que poder sentarse con comodidad». La pareja tenía cuatro sirvientes,
y tal como cabía esperar en un hogar belga, la comida era abundante. «La casa está, en todo
momento, llena de hombres de negocios, y se entablan conversaciones en francés, alemán, inglés,
holandés, flamenco y ruso». Ada había empezado a albergar sentimientos contradictorios con
respecto a su cuñado. «Es un hombre bueno y decente, de excelente presencia y muy mimado. Sin
embargo, en cuanto hombre de negocios es inflexible e incisivo. Una no puede menos de sentirse
incómoda en su compañía, y el lugar tampoco resulta agradable, a pesar de toda su belleza
externa. Olga se animó con mi llegada. Quiere volver a Berlín conmigo para pasar allí un par de
semanas. Allí está mucho mejor».[25]
Marcel Robyns visitaba la capital alemana con tanta frecuencia como le era posible a fin de
regocijarse con la gloria de su esposa, sobre todo tras el éxito obtenido con su interpretación en
Der Blaufuchs. Por esta razón, los amigos de ella lo apodaron, a sus espaldas, Herr Tschechowa .
Tanto ella como su familia se mostraron cada vez más irritados con su presencia, hasta que, para
colmo de males, él llevó a sus propios parientes a vivir al apartamento que poseía Olga en el
número 74 del Kaiserdamm.
«Hemos tenido invitados en casa —escribió Ada a la tía Olia—: el marido de Olga, su madre
y su hija, con institutriz incluida, que se han quedado con nosotras durante tres semanas. Hemos
tenido que contratar a una persona que se encargara de cocinar, y a mí me ha tocado dormir en un
rincón del cuarto de mamá. Olga ha estado muy nerviosa, y escapaba siempre que podía. Como
cada noche, está representando, con un éxito sensacional, Der Blaufuchs. El teatro está siempre
rebosante de público, y todos dicen de ella que es una actriz excepcional. Nuestros belgas han
puesto la casa patas arriba, y por si fuera poco, Maman [Robyns] no habla una palabra de alemán,
y Marcel tiene miedo de salir solo. No logro comprender por qué se ha casado Olga con él: ella
es la que tiene que pagar todo con su propio dinero».[26]
A la mente de Ada acudió, mientras escribía esta carta, una idea completamente distinta: «He
estado pensando —añadía— que tal vez no quieras recibir más correspondencia nuestra». La
prensa alemana se había hecho ya eco de los juicios ejemplares celebrados en la Unión Soviética
y de la atmósfera de xenofobia estalinista en que se hallaba inmerso el país. De cualquier modo,
no habría de transcurrir mucho tiempo antes de que las dos partes de la familia Knipper, la
alemana y la rusa, se viesen separadas por acontecimientos de mayor envergadura.
15
EL GRAN TERROR
Tal vez parezca extraño que los miembros de la familia Knipper pudiesen seguir intercambiando
correspondencia entre la Alemania nazi y la Unión Soviética hasta finales de 1937. Por otra parte,
apenas si cabe albergar dudas de que la censura epistolar de la NKVD y el registro al que sometía
cualquier paquete eran mucho más minuciosos que los que imponía la Gestapo, organización
caracterizada por una gran dejadez.
Es evidente que Olga Chejova había disfrutado haciendo el papel de «tío americano» a
principios de la década de 1930, época en que envió no pocos regalos desde el extranjero. Así,
siendo aún un niño su primo Vova —hijo de su tío Vladimir—, le había hecho llegar un alfabeto
alemán; más tarde, un jersey, y después, un traje. Por último, le regaló un gnomo cuyos ojos se
encendían con un chisporroteo al presionar un botón. Asimismo, envió a su sobrino Andrei, hijo
de Liev, un traje de marinero, como si en la Unión Soviética siguiera siendo de rigor, a la sazón,
vestir a los pequeños a la moda zarista.
Cuando Vova preguntó a su padre quién le había mandado el gnomo, «papá montó en cólera y
pasó un buen rato hablando a voz en cuello, diciendo que en Alemania se estaban volviendo
locos».[1]
Entonces mostró a su hijo la fotografía de una hermosa mujer con vestido blanco de verano y
le hizo saber que era su prima y trabajaba de actriz en el cine. Acto seguido, escondió el juguete y
el retrato de Olga en el último cajón de su escritorio y prohibió a Vova que dijese nada a nadie
del regalo ni de los familiares que vivían en Alemania. Los Knipper moscovitas no habían podido
respirar tranquilos desde 1934, ya que a su origen germánico debían sumar la pertenencia a la
comunidad artística, un sector de la sociedad al que las autoridades no dejaban de mirar con lupa.
La manipulación tiránica de los artistas que, con intenciones políticas, se llevaba a cabo en la
Unión Soviética llevaba aparejada toda una serie de medidas no menos draconianas en contra de
quienes se oponían al régimen. Las acciones emprendidas en perjuicio de los «escritores
contrarrevolucionarios» que rechazaron el realismo socialista empezaron adoptando un carácter
relativamente suave para intensificarse de forma evidente durante el Gran Terror de 1937 y 1938.
La noche del 16 de mayo de 1934, poco después de la llegada de la poetisa Anna Ajmatova al
apartamento de Osip y Nadezhda Mandelstam, irrumpieron en la vivienda tres oficiales de la
OGPU (dos meses antes de que ésta se convirtiera en la NKVD). No dejaron papel sin examinar ni
libro sin desencuadernar en busca de una poesía sobre Stalin que el vate había recitado a sus
amigos —entre los cuales debía de haber un confidente de los servicios secretos—. Los agentes
fueron incapaces de dar con aquellos versos, pero obligaron a Mandelstam a escribirlos de nuevo
en la Lubianka, precedidos de esta confesión: «Soy el autor del siguiente poema de índole
contrarrevolucionaria». Sus versos más peligrosos hacían referencia a los grandes ojos burlones
de cucaracha de Stalin.[2]
En un principio fue condenado al exilio interior, pues tal vez Stalin no deseaba provocar
demasiada polémica en torno a su caso. Sin embargo, el segundo arresto y la subsiguiente condena
a los campos de trabajo no dejaron al enfermo escritor esperanza alguna de sobrevivir. Murió a
finales de año, el 27 de diciembre, en un campo de tránsito situado a las afueras de Vladivostok.
Lo enterraron en una fosa común destinada a prisioneros del Gulag, y como último agravio a su
persona —bien que, en este caso, involuntario—, la NKVD escribió mal su nombre en el
certificado de defunción.
El acontecimiento que instigó las purgas de Stalin tuvo lugar el 1 de diciembre de 1934, día en
que asesinaron a Serguei Kirov, jefe del Partido Comunista de Leningrado. Este hecho fue al
régimen estalinista lo que había sido el incendio del Reichstag al gobierno nazi. Así, se
suspendieron todas las libertades civiles —si bien, en realidad, éstas no habían pasado de ser
hipotéticas—, y la NKVD hubo de trabajar día y noche una vez que se extendió la caza de brujas
de saboteadores trotskistas para abarcar a todo aquel que tuviese algún contacto con el extranjero.
Las autoridades soviéticas admitieron con el tiempo haber detenido, entre 1935 y 1940, a
diecinueve millones de personas, de las cuales murieron más de siete millones, ya en el Gulag, ya
ajusticiadas.[3]
En Moscú, las ejecuciones tenían lugar en celdas dotadas, para tal propósito, de un suelo
inclinado a fin de que pudieran limpiarse con mangueras. Los cuerpos eran incinerados en el
monasterio de Donskoi, en el centro de la ciudad, y las cenizas cubrían toda la zona como
procedentes de un volcán que acabase de despertar. Otros eran enviados por millares a Butovo —
lugar en que los oficiales del KGB construirían más tarde sus casas de campo— en camiones
cubiertos. «Los pelotones de fusilamiento trabajaban sin descanso, a un ritmo terrible, y el ruido
de los disparos quedaba ahogado por el ensordecedor estruendo de los motores en marcha. Se
hacía formar a los presos ante un foso excavado con anterioridad y, acto seguido, se les pasaba
por las armas… Después rellenaban el agujero, nivelaban la tierra y preparaban otra fosa».[4]
Finalmente, a modo de típico sello de los «órganos de seguridad» soviéticos, se plantaban huertos
sobre las tumbas a fin de ocultar tan atroces crímenes y hacer, a un tiempo, que los ciudadanos
moscovitas, ajenos a todo lo ocurrido, pudieran beneficiarse de la desaparición de aquellos
enemigos del pueblo.
La principal oleada de denuncias, falsas acusaciones y confesiones forzadas del Gran Terror
recibió en Rusia el nombre de Yezhovshchina, ya que tuvo lugar siendo director de la NKVD
Nikolai Yezhov. Stalin puso a este personaje, de carácter salvajemente inestable, al mando de lo
que acabó por conocerse como «la máquina de picar carne».[5] Recibió todo el respaldo de las
autoridades, que más tarde no dudaron en castigarlo por sus «excesos». En julio de 1938, Stalin
nombró al georgiano Lavrenti Beria, paisano suyo, subdirector de Yezhov, para después destituir
a este último a finales de aquel mismo año.
En verano de 1935, estando en Yalta, la tía Masha tuvo ante sí un atisbo apenas perceptible de
los horrores que estaban por venir de la Alemania nazi cuando recibió una postal franqueada en
Berlín en la que aparecía Olga Chejova representando uno de sus papeles. En el reverso, Ada,
hermana de la actriz, le pedía que le remitiese «cierto documento» con la mayor brevedad
posible.[6]
Necesitaba el papel en cuestión —una declaración que hubieron de firmar, en Yalta, el 14 de
agosto de 1935, la tía Masha y su hermano Mijail para dar fe de que toda la familia Chejov era de
ascendencia rusa ortodoxa— porque su sobrina Ada, la hija de Olga Chejova, se hallaba en
peligro, toda vez que Natalia Golden, madre de Misha, había pertenecido al credo judío. Olga
había decidido actuar de inmediato, tal vez después de oír hablar, en alguna recepción del
Ministerio de Propaganda, de las Leyes de Núremberg, que se anunciarían más tarde, durante la
convención del Partido Nacionalsocialista que tuvo lugar en septiembre.
La tía Masha y su hermano no tuvieron inconveniente en perjurar por una buena causa. «En
nuestra familia no ha habido persona alguna que no profesase la fe cristiana, ya sea por línea
paterna o materna —escribieron—. Nuestro difunto hermano Alexandr Pavlovich Chejov contrajo
matrimonio con Natalia Alexandrovna Galdina, ciudadana rusa, cristiana ortodoxa y residente en
Moscú».[7] De este modo, la madre de Misha —con su apellido, Golden, transmutado en Galdina
— apostató, de forma póstuma, del judaísmo merced a los dos rublos que costó el registro.
En la Unión Soviética, aparte de un reducido grupo de integrantes del Kremlin, casi nadie
conocía las teorías racistas de Hitler. De hecho, el régimen no había ofrecido nunca explicación
alguna de la palabra fascismo sino por medio de engañosas generalidades. Según la definición
estalinista, se trataba de la forma más extrema de capitalismo y, en consecuencia, era algo
semejante al Anticristo para el comunismo. Sea como fuere, lo cierto es que el de Stalin también
habría de convertirse, a su manera, en un régimen xenófobo. Los comunistas extranjeros refugiados
en la Unión Soviética, y en especial los alemanes, polacos y yugoslavos, quedaron expuestos a
peligros nada baladíes. Entre tanto, los nativos que tenían raíces germánicas, como los Knipper,
corrían el riesgo de convertirse en los judíos del totalitarismo soviético. A Liev, uno de los
miembros de la familia, le iban a asignar, con el tiempo, un papel especial en el proceso de criba.
En tiempos del Gran Terror, Liev Knipper atravesó, al igual que cientos de miles de
ciudadanos soviéticos, una evidente crisis, personal y política, durante la cual trató de
convencerse a sí mismo por todos los medios del carácter legítimo del terror estalinista, a pesar
de verse rodeado por aquel desenfreno de arrestos y denuncias. No disponemos de prueba alguna
que demuestre su implicación directa en las actividades de la NKVD relacionadas con éstos, si
bien es evidente que conocía a muchos de los detenidos, sobre todo en el caso de las purgas
llevadas a término en la península de Crimea, que propiciaron la desaparición de muchos de los
amigos de la tía Olia.
El primer vislumbre que tuvo su familia de la inflexibilidad política del compositor llegó, de
súbito, durante cierta celebración de Año Nuevo —la de 1937, casi con toda seguridad— en el
número 23 del bulevar Gogolevski. La tía Olia pidió al joven Vova Knipper que llamase a todos a
la mesa.
—¡Gospoda! —gritó el muchacho, empleando la expresión rusa equivalente a «damas y
caballeros» (dami i gospoda).
—Volodia —lo atajó su primo—, las damas y los caballeros están, desde hace mucho, en el
fondo del mar Negro, sirviendo de alimento a los peces.
Los asistentes no pudieron menos de extrañarse ante un comentario así, que, además, procedía
de un antiguo soldado del Ejército Blanco que había salvado la vida escapando a través del citado
mar.
—¿De veras? —terció la tía Olia, que a todas luces discrepaba de su sobrino Liev—.
Gospoda, ¿tendrán ustedes la amabilidad de venir a la mesa?[8]
A principios de abril de 1937, poco después de la segunda oleada de juicios farsa, el
protagonista de esta anécdota hizo llegar a su tía una carta de contenido asombroso. «Mi vida —
rezaba— se ha tornado mucho más complicada, confusa y dura de lo que era antes, cuando aún
albergaba no pocas ilusiones de juventud y conservaba intactos mi engreimiento, mis fuerzas
juveniles y una ferviente energía capaz de ocultar todo lo demás. Y ahora, llegado el momento de
que el tiempo pase factura, me encuentro con que mi capital no ha producido interés alguno, y me
veo obligado a recurrir a los fondos de emergencia».
«Cuando contaba veintitrés años, me fue dada una nueva vida gracias a ti… En cierta manera,
todo me era indiferente: era como una ave que no sabe nada del mañana, como una criatura que, a
mi parecer, vivía “feliz” su existencia. Lo cierto es que me elevé, como un cohete, por encima de
muchos de mis colegas, y no voy a decir que de un modo inmerecido. Poseo no poco talento,
cuento con unas energías nada desdeñables y tampoco me falta voluntad para vivir… El motivo de
mi soledad son mi egoísmo y un aplomo quizá exagerado. Y ahora, a mis treinta y nueve años, me
veo completamente solo en todos los sentidos. Eso es lo más terrible. Deseo, con toda la fuerza de
mi mente, ser un bolchevique de verdad; más carezco de los conocimientos necesarios. Y este
hecho me ha impedido evolucionar en cuanto compositor durante los últimos tres o cuatro años…
Nada podrá jamás borrar el sentimiento de culpa que albergo para con el Partido y el régimen
soviético a causa de la guerra civil. Porque, cada vez que alguien menciona en mi presencia la
expresión “combatiente blanco”, noto que ésta se hunde en mi carne como una espada y pienso que
lo han dicho por mí. Este es el peor trauma psíquico de mi vida, y sólo hallo dos modos de
curarlo: bien haciendo que el Partido me admita en sus filas, bien logrando que me llegue la
muerte. No le tengo miedo, y no han sido pocas las veces que he pensado en ella durante los
últimos cinco o seis años».[9]
No conocemos la respuesta de Olga Knipper-Chejova a su sobrino, aunque no cabe dudar de
que debió de enfurecerse, en especial al leer el fragmento en que Liev se pregunta: «¿Qué me ha
dado la vida antes de que cumpliera los veinticuatro? Nada. O, por mejor decir, sólo valores
negativos. Y no puedo culpar a nadie». Habida cuenta de todo lo que había hecho ella por él
durante su quebradiza infancia y el aliento que le había infundido mientras crecía en un entorno
familiar muy dotado para la música, la actriz hubo de considerar su comentario acerca de los
«valores negativos», cuando menos, desagradecido. Y lo más importante: en su contestación debió
de poner el dedo en la llaga y hacerle ver que estaba tratando de convencerse a sí mismo de tales
doctrinas en lugar de creer en ellas de forma natural.
Fuera cual fuere el contenido de la carta de ella, cuesta imaginar que la réplica de su sobrino
lograse apaciguarla. «Ya ves, queridísima tía Olia: la política es una de las razones que hacen que
tú y yo seamos incapaces de hablar con el corazón. Y eso se debe a que, para mí, se trata de algo
hondamente personal, lírico y emocionante. Estoy luchando por el régimen soviético (y en
consecuencia, le profeso un gran amor y me duelen todos sus errores).» Es de suponer que se
refería a los millones de acusaciones falsas que había propiciado el Gran Terror. No obstante,
Liev se mostraba absolutamente impenitente: «Para mí, mi vida personal, mi obra creativa… todo
en absoluto está entrelazado con la vida del Partido. Tú no quieres creerlo: piensas que quiero
“ser así”, y no ves que ya soy así».[10]
Más adelante, rechazaba la existencia de valores humanos «absolutos», concepto que atribuía
a una «ética de intelectuales». Es evidente que estaba embebido de la crueldad esencial del
leninismo. «Por encima de todo, no soporto a quienes se sirven de “principios propios de la
intelectualidad” y de la “humanidad” para justificar un comportamiento anti-soviético tan general
como profundo».
«Necesito saber qué tipo de persona tiene uno que ser para entrar a formar parte, en este
momento decisivo de la batalla, de los millones de ciudadanos que dan todo lo que tienen (no
desde el cerebro, sino desde el corazón) por el futuro de la humanidad».
«Por cierto —añadía al final—: nada de lo que escribí acerca de “valores negativos” tenía
que ver, en absoluto, contigo. Nada más lejos de la realidad: a ti te tengo por uno de los más
positivos, lo que hace que te quiera y te respete más aún. Sin embargo, la actitud que adoptas para
con quienes te rodean (aunque no para contigo misma) te hace, a veces, llegar a conclusiones muy
erróneas, y me irrita que una mujer tan inteligente como tú pase por alto tantas cosas. Dicho sea de
paso: ¿te importaría hacer saber a Masha que han despedido a Rekst y han transferido su caso a
los órganos de investigación? Creo que se encuentra en un apuro, tal como le dije a Masha el mes
pasado». No resulta nada fácil determinar si Liev era consciente, a la hora de redactar estas
cartas, de que las leería el censor de la NKVD. En caso de serlo, no cabe duda de que habría
reparado en que la naturaleza misma de la discusión epistolar mantenida con la tía Olia pondría a
ésta en una situación muy peligrosa. A no ser, claro está, que estuviese lo bastante sumergido en la
brutalidad estalinista para considerar a «la tía que ha dado vida a su sobrino» una posible víctima
accidental de la gran lucha.
Su primo Vova Knipper tenía un amigo que trabajaba de barbero en Serova, cerca de la
Lubianka. La mayoría de sus clientes eran oficiales de la NKVD, y cuando abría el
establecimiento a las ocho de la mañana, no eran pocos los interrogadores que, nerviosos y con
una perceptible barba incipiente, acudían allí, con uniforme militar o de paisano, en busca de un
buen afeitado y un masaje facial a fin de asearse tras una dura noche de trabajo sacando
confesiones a sus prisioneros a fuerza de golpes. Asimismo querían que les frotase con agua de
colonia las manchas de sangre de sus guerreras y pantalones. Algunos estaban tan agotados que se
quedaban dormidos como lirones en el sillón, y al peluquero no le resultaba fácil despertarlos una
vez despachada su labor. Sin embargo, los que se mantenían despiertos no podían dejar de hablar
de su trabajo. El barbero, en consecuencia, previno a Vova de la necesidad de mantener la boca
cerrada en todo momento. «Estamos todos metidos en una trampa», le advirtió.[11]
A la tía Olia no le faltaron oportunidades para ser consciente de los peligros a que se
exponían en aquella época. En agosto de 1937, viajó a París junto con Kachalov y otros actores de
Teatro del Arte de Moscú. La grandiosa Exposición Internacional que se celebraba en la capital
francesa se había convertido en una lucha simbólica entre el fascismo y el comunismo en un
momento en que España seguía castigada por la guerra civil. La Alemania nazi y la Rusia
soviética rivalizaban para ver cuál de las dos presentaba un pabellón más impresionante, en tanto
que Picasso acabó, para el de la España republicana, su Guernica, obra que evocaba las
atrocidades de los ataques aéreos de la Luftwaffe. La visita del Teatro del Arte formaba parte de
la guerra propagandística. Las críticas que se habían hecho desde París a los procesos farsa
celebrados en Moscú habían alentado a las autoridades soviéticas a enviar allí a la compañía a fin
de ofrecer cierta imagen de libertad política. Sin embargo, los integrantes de ésta estuvieron
sometidos a la estrecha vigilancia de los agentes de la NKVD, a los que ellos se referían, en tono
jocoso, como sus «arcángeles».
Cierto emigrado ruso llamado Leo Rabeneck, que había ayudado a Olga Knipper-Chejova en
1904 durante la agonía de su esposo, Antón, en Badenweiler, y que a la sazón vivía en París, la
vio una noche sentada con dos hombres a la mesa de un restaurante. No bien lo hubo reconocido,
la actriz bajó la mirada para fijarla en el plato que tenía ante sí, y Rabeneck, imaginando que algo
debía de andar mal, prefirió no acercarse. A la mañana siguiente, se topó con Kachalov en los
Campos Elíseos y le contó lo sucedido. «Estaba sentada con dos arcángeles —repuso él—, de
modo que no tenía forma alguna de hablar contigo. Nos tienen vigilados y no nos dejan que
confraternicemos con los exiliados».[12]
Lo que resulta aún más sorprendente es que, al parecer, permitiesen a la tía Olia detenerse en
Berlín para ver a su sobrina homónima en el camino de vuelta a Moscú. Según refiere Vova
Knipper, aquélla contaría más tarde, horrorizada, que Olga organizó una fiesta a la que asistieron
varios dirigentes nazis. Con todo, la anécdota da la impresión de ser, más bien, un mito familiar,
pues cabe esperar que, en una época como aquella, tía y sobrina se mostrasen mucho más
circunspectas.
Olga Chejova aseguró tras la guerra que apenas si podía considerársela una de las favoritas
del régimen nacionalsocialista, siendo así que nunca recibió invitación alguna a las celebraciones
íntimas de sus mandamases, a las que no asistían más que veinte o treinta personas. En parte, la
aseveración es cierta, aunque tiene mucho de solapado. Parece ser que, en más de una ocasión, se
dejó caer por casa de Goebbels con la intención de hablar de sus «preocupaciones y alegrías» o
sus «problemas profesionales», tal como recogió el ministro en su diario, en cuyas páginas no se
cansa de referirse a ella como «eine charmante Frau».[13]
De cualquier modo, no deja de ser cierto que los dirigentes nazis no eran, a la hora de ejercer
de anfitriones, como las personas que pertenecían al círculo del teatro, y Olga Chejova no
frecuentaba, claro está, la Cancillería ni el Berghof, cerca de la ciudad de Berchtesgaden, por el
simple hecho de que nunca perteneció al cenáculo íntimo de la cúpula nacionalsocialista,
conformado, en exclusiva, por miembros del partido. Con todo, apenas puede resultar
sorprendente que la embajada soviética la considerase la «prima donna de la industria
cinematográfica nazi», por cuanto acudía como invitada a las recepciones que recibían mayor
publicidad.[14]
«Desde 1936 recibí muchísimas invitaciones —reconocería más tarde ella misma—, porque, a
partir de ese año, comencé a gozar de un gran éxito en escena, y no había extranjero de paso al que
no llevasen, durante su estancia en Berlín, a ver una de mis representaciones como a quien llevan
a visitar el zoológico». Por otra parte, también es cierto que la actriz ansiaba la paz y la
tranquilidad que le proporcionaba el hecho de hallarse lejos de su elegante apartamento del
número 74 del Kaiserdamm, que, sin duda, debía de recordarle demasiado a su segundo
matrimonio fracasado.
Todo apunta a que Marcel Robyns no la acompañó a ninguna de las fiestas berlinesas
celebradas después de 1937, lo que se debió, más que nada, a que Olga, exasperada, lo había
hecho regresar a Bruselas. Llegado septiembre de 1938, la actriz había decidido divorciarse de
él. «En fin, ¡así es la vida!», anotó Goebbels en su diario.[15] La relación matrimonial no se había
prolongado mucho más de dos años, durante los cuales lo hizo, además, de forma tan sólo
nominal. Consciente del tremendo error que había cometido, Olga buscó consuelo en los brazos de
un hombre de menor edad y mucho más divertido, el actor Cari Raddatz, con el que había rodado
Befreite Hande. Era un joven rubio de belleza poco convencional, fumador de pipa y asiduo de la
casa de campo de estilo ruso que tenía la familia Knipper en Grofi Glienecke. Esta vivienda
sencilla, de una sola planta, situada al oeste de Berlín, a cierta distancia de la residencia de
recreo que poseía Goebbels en Schwanenwerder, al otro lado del río Havel, proporcionaba un
gran sosiego a la actriz, que cada vez pasaba menos tiempo en el Kaiserdamm. Asimismo ofrecía
la ventaja de brindar, por carretera, un fácil acceso a Babelsberg.
En mayo de 1939, Olga Chejova se reunió a menudo con el ministro de Propaganda. El día 4,
éste fue a verla representar Aimée. «La obra no es ninguna maravilla —confió a su diario—, pero
la actuación de la Tschechowa ha sido magnífica, llena de encanto y gracia». [16] Después fue a
visitarla y pasó horas charlando y riendo con ella y con Raddatz antes de irse, tarde, a dormir.
Tuvo que ser todo un acontecimiento, dado que Olga lo invitó a un almuerzo dominical celebrado,
diez días después, en Grofi Glienecke. Era «un espléndido domingo soleado de mayo», y el
Reichsminister pudo disfrutar, mientras conducía hacia la casa de la actriz, de la «naturaleza que
comienza a despertar». Según recogió en su diario, pasó «toda la tarde riendo y charlando. —A lo
que añadió—: Algo así resulta muy beneficioso después de tanto trabajo».[17]
Ese mismo mes, Joachim von Ribbentrop dio una pródiga recepción en el jardín de su
vivienda para el cuerpo diplomático, y sentó a Olga en primera fila, al lado de Hitler. La
fotografía tuvo una gran difusión, y los rumores a que dio pie llegaron incluso a Moscú, lo que no
hizo sino aumentar la intranquilidad de los Knipper que residían en la Unión Soviética.
Al decir de Olga, estuvo bailando toda la noche con el conde Ciano, yerno de Mussolini y su
ministro de Asuntos Exteriores, quien le pidió que representase en Italia el papel de Ana
Karenina. La actriz asegura haber oído, cuando se marchaba, a Goebbels decir a su esposa que se
encargase, junto con la condesa Attolico, esposa del embajador de Italia, de mantener a los
italianos en el saloncito, porque no dejaban de «meter las narices en todas partes».[18]
Al mes siguiente, los nazis concedieron ocho días de celebraciones en honor del príncipe
Pablo, regente de Yugoslavia, cuya amistad estaban tratando de conciliarse por todos los medios.
Hitler comenzó con un banquete en la Cancillería y cinco horas de Los maestros cantores de
Núremberg, de Wagner. Goebbels dio una fiesta en su casa de campo, situada a sesenta kilómetros
al norte de Berlín, y Ribbentrop organizó otra en Potsdam. Con todo, la más extravagante fue, sin
duda, la recepción organizada por Goering, a la luz de las velas, en el castillo de Charlottenburg.
Todos los asistentes llevaban disfraces de la época de Federico el Grande, fáciles de conseguir,
dado que las obras cinematográficas que versaban sobre el monarca prusiano eran las favoritas
del régimen. «Después de cenar, me senté en el jardín con la pareja real —refirió Olga más tarde
—, y hablamos de mis películas y de mis actuaciones en calidad de artista invitada». La actriz
aseguraba que se había solicitado expresamente su asistencia porque ambos la habían visto en la
gran pantalla, y la princesa Olga, esposa del regente, por cuyas venas corría sangre rusa, deseaba
conocerla.
El amor que sentía Liev Knipper por las montañas del Cáucaso lo había arrastrado a cierta
relación que pudo haber sido aún más peligrosa. A finales de la década de 1930, había empezado,
cada vez con más frecuencia, a dejar en Moscú a Liuba y Andrei con la intención de pasar más
tiempo con Marina Garikovna Melikova, una atractiva joven medio armenia y medio ucrania. Su
padre, Garik Melikov, había sido fiscal zarista en Tifus, y tras la Revolución había obtenido el
perdón de Beria a cambio de su colaboración.
Antes de asumir el mando de la NKVD, este último había comenzado a crear su propia red de
espías e informantes, y Mariya Garikovna —como siempre se la conoció— se convirtió, ya
movida por un sentimiento de gratitud, ya por obligación, en uno de sus agentes no oficiales. Y
hasta cierto punto, llegó a ser también la protegida de Beria. Era una mujer alta, ágil y de gran
inteligencia: una belleza morena dotada de una elegancia que resultaba sorprendente en el contexto
de la Rusia soviética.
Había llegado a Moscú en 1932, a la edad de veintidós años, y allí le habían ofrecido un
trabajo en las oficinas de la OGPU. Entonces se fijó en ella un destacado oficial del servicio
exterior, el general Nikolai Baldanov, buriato procedente de la frontera de Siberia y la Mongolia
exterior. No tardaron en irse a vivir juntos, y ella lo acompañó a las misiones que se le asignaron
en París e incluso en China.[21]
Mariya Garikovna estaba emparentada, a través de su madre, de origen ucranio, con el
príncipe Kochubei, prominente emigrado blanco que a la sazón vivía en Bruselas.[22] En
consecuencia, la emplearon en operaciones emprendidas a mediados del decenio de 1930 contra
los exiliados, y demostró ser una agente muy eficaz. Sin embargo, en 1937, Baldanov sufrió
arresto y fue ejecutado, lo que lo convirtió en una víctima más del servicio exterior en una época
de xenofobia paranoica.[23] Ella tuvo, tal vez, suerte de escapar sin más daños que la confiscación
del apartamento y las pertenencias de su compañero. No obstante, gracias a la progresiva caída de
Yezhov durante la segunda mitad de 1938, Beria fue capaz de devolverle su puesto de trabajo.[24]
Disponer de conexiones en el extranjero siendo ciudadano soviético equivalía, durante la
Yezhovschina, a un delito de «traición organizada en la retaguardia». Paul Armand, el gran amigo
de Liev, fue detenido, a despecho de su estrella de oro de Héroe de la Unión Soviética, poco
después de su regreso, al igual que sucedió a muchos veteranos de la guerra civil española. No
obstante, él tuvo una suerte nada común, ya que lo liberaron de súbito, tal vez debido a la
intercesión de Liev. El hijo de éste, Andrei, recuerda el momento en que Armand se presentó en el
apartamento de la tía Olia. «¡Liovka, hijo de puta! —le espetó a voz en cuello—. ¿Cómo es que no
estás en la cárcel, como toda la gente honrada?».[25]
Poco después de que Alemania invadiese Polonia, en septiembre de 1939, la NKVD volvió a
solicitar los servicios de Liev para enviarlo al sureste del país, que sus ocupantes soviéticos
habían rebautizado como «Ucrania Occidental». Según el hijo del que sería después su supervisor,
el músico «se convirtió en una figura central a la hora de desenmascarar el espionaje alemán en
operaciones de alto riesgo», para lo cual recibió una pistola Walther. Asimismo estaba al cargo
de la Bucovina y la región de Besarabia, tomada a Rumania.
Liev viajaba con un grupo de bailarines del Ejército Rojo, aunque tal pretexto, claro está, no
era más que una tapadera: su misión consistía, en realidad, en interrogar y cribar a los alemanes
detenidos por la NKVD bajo las órdenes del general Serov, que estaba llevando a cabo
deportaciones y ejecuciones masivas de polacos. Al parecer, Liev fue responsable de la
identificación de un agente alemán de contra-espionaje conocido por el nombre en clave de
Alma.[26] Serov, hombre de rostro zorruno, tenía la intención de darse la gran vida mientras
sometía a los ciudadanos polacos a una terrible represión. Parece ser que tomó como amante,
haciendo quizá uso de la fuerza, a la célebre cantante del país Bandrowska-Turskaya.
Pese a que Stalin no quería disgustar a sus nuevos aliados, los servicios secretos soviéticos no
albergaban duda alguna de que los alemanes habían infiltrado un número considerable de agentes
en la región para que espiasen sus movimientos. El régimen estalinista se hallaba ya atrapado en
la curiosa obcecación de saber que Hitler pretendía atacar la Unión Soviética tras la derrota de
Francia y, no obstante, negarse a creerlo.
16
ENEMIGOS FORÁNEOS
En el preciso instante en que la frágil paz europea tocaba a su fin, se estrenó BelAmi, la película
más importante de las rodadas por Olga Chejova en la época anterior a la guerra. La obra,
sofisticada y algo decadente, estaba basada en un cuento de Maupassant y parecía pertenecer más
a los tiempos de Weimar que a la inflexible era nacionalsocialista. Una vez declarado el conflicto,
empero, Babelsberg se vio movilizada, y sus producciones tomaron un aire más nacionalista. De
sus actores también se esperaba que se ofreciesen voluntarios al servicio que les era propio,
ayudando a hacer publicidad del esfuerzo bélico y entreteniendo a los soldados. El programa
creado con este fin fue bautizado con un nombre que sólo podía haber salido del magín de un
burócrata nazi: Edificación y Alegría en Tiempos Difíciles.[1]
En septiembre de 1940, durante la batalla de Inglaterra, Olga Chejova visitó una escuadrilla
de cazas de la Luftwaffe destinada cerca del cháteau de Beauregard, en Normandía. En su honor
se organizó un desfile al que no faltó banda de música, y la actriz firmó autógrafos a los
combatientes y se fotografió al lado del morro amarillo de los Messerschmitt 109. En octubre, en
París, mientras actuaba en el Théatre des Champs-Elysées, apareció rodeada de soldados en la
portada de Das Illustrierte Blatt. Asimismo visitó a las tropas alemanas emplazadas en Bruselas
y Lille.
Fue en esta última ciudad, en el restaurante en que la había invitado a tomar una copa el
aburrido comandante de la plaza, donde conoció al nuevo amor de su vida, un joven capitán de
aviación «alto y seguro de sí mismo —conforme a su descripción—, pero sin un asomo de
arrogancia».[2] Se sintió fascinada por sus ojos cuando la miró desde la puerta antes de echarse a
reír, tras lo cual se acercó a ella y le dijo: «Sabía que me iba a topar con usted». Entonces se
pusieron a hablar como si se hubiesen conocido de toda la vida. Según supo, se llamaba Jep y
mandaba una escuadrilla del ala de caza al mando del general Adolf Galland.
Después de su deprimente enlace con Marcel Robyns, Olga Chejova, que contaba entonces
cuarenta y tres años, había comenzado a inclinarse, más bien, por hombres jóvenes y llenos de
vida. A Cari Raddatz lo superaba en quince años, y la diferencia de edad que lo separaba de Jep
era muy similar. Sin embargo, a ella no le cabía la menor duda de que el haber conocido a este
último era cosa del destino. A pesar de todo, si bien su aventura con Raddatz no le había causado
problemas, ya que el joven vivía cerca de la casa de campo que ella tenía en la ribera de Grofi
Glienecke, el hecho de que Jep estuviese destinado al norte de Francia obligó a los amantes a
depender, sobre todo, de cartas y de alguna llamada telefónica ocasional. En aquéllas, él le
hablaba de combates aéreos librados sobre el canal de la Mancha y el sur de Inglaterra, en tanto
que ella lo entretenía con los rumores que circulaban por el estudio.
La actriz estaba preparando una nueva película, Der Fuchs von Glenarvon, obra de
propaganda anti-británica ambientada en Irlanda. Encarnaba el papel de Gloria Grandison,
patriota irlandesa que defendía de forma enconada a los guerrilleros en el mismo momento en que
la Wehrmacht se estaba dedicando a fusilarlos en el acto, junto con los rehenes apresados, en la
Europa ocupada. Un año más tarde la siguió Menschen in Sturm, que, supuestamente, justificaba
la invasión alemana de Yugoslavia por medio de la historia de una familia perseguida de origen
germano. (El hecho de que en el país en cuestión no existiese minoría alemana alguna no suponía,
huelga decirlo, ningún obstáculo para un buen melodrama nacionalista). La escena final estaba
protagonizada por Olga Chejova, abatida por los soldados yugoslavos mientras trataba de huir en
un carro tirado por caballos hacia la frontera alemana. Antes de morir como un mártir, el
personaje pronuncia sus últimas palabras: «Wir fahren in die Heimat». («Nos dirigimos a la
patria»). Sin embargo, hay que reconocer que no resulta fácil determinar qué entendía por su
patria la actriz que tal frase declamaba.
El 13 de noviembre de 1940, acababa apenas de despuntar un día gris y húmedo cuando llegó
a Berlín un tren con dos lujosos vagones restaurante que se detuvo en el Anhalter Bahnhof, a pocos
metros al sur de la Cancillería del Reich. Ante la alfombra roja aguardaban Joachim von
Ribbentrop y el general Wilhelm Keitel, acompañados por una guardia de honor de la
Leibstandarte Adolf Hitler, de la SS. La estación estaba decorada con banderas rojas en las que
se alternaba, de un modo un tanto incongruente, la cruz gamada nacionalsocialista con la hoz y el
martillo oro de la soviética.
La banda comenzó a tocar en el momento en que Viacheslav Molotov, ministro de Asuntos
Exteriores soviético, ponía un pie en el andén. Ribbentrop y Keitel lo recibieron con el saludo
nazi, en tanto que, por su parte, Valentín Berezhkov, intérprete del ministro, no pudo menos de
pensar que aquella debía de ser la primera vez que se oía en Berlín La internacional desde que,
siete años y medio antes, Hitler había aplastado a los comunistas alemanes. «Por cantar esta pieza
proletaria, la Gestapo había enviado a muchos a los campos de exterminio, y en aquel momento,
en pleno Anhalter Bahnhof, los generales alemanes y los altos funcionarios del Reich
nacionalsocialista debían mantenerse en posición de firmes mientras sonaba el himno
comunista».[3]
Acto seguido, partió de la estación una caravana de enormes Mercedes negros de seis ruedas
escoltados por motocicletas de la SS en dirección norte, al Schloss Bellevue, donde se alojaban.
Berezhkov asegura haber visto a algunos trabajadores agitando, sin ser vistos, pañuelos rojos
desde las ventanas de una fábrica cercana, si bien la anécdota parece, más bien, producto de una
imaginación muy optimista.
Tras un suntuoso desayuno, se dirigieron, a través del centro de Berlín, a la Cancillería. Tal
como describe el intérprete de Molotov, los anfitriones condujeron a la delegación soviética a
través de «altas puertas revestidas de bronce» y «toda una hilera de salas de tenue iluminación y
vestíbulos sin ventanas», flanqueados siempre por centinelas que hacían chocar sus tacones a su
paso y levantaban el brazo extendido a la manera del saludo nazi. La entrada del colosal despacho
de Hitler «presentaba una apariencia teatral de la que sólo eran capaces los nazis. Dos hombres
de la SS, rubios, altos, uniformados de negro y con el correaje bien ajustado, dieron un taconazo y
abrieron, con un solo gesto, decidido y bien ensayado, las hojas de una puerta cuyo dintel llegaba
casi al techo». Hitler, vestido con su acostumbrada guerrera de color gris ratón ornada con la Cruz
de Hierro, parecía empequeñecido por las ciclópeas dimensiones de su propio salón.
Todo hace pensar que el servicio alemán de espionaje ignoraba la verdadera identidad de los
dos personajes de mayor importancia de la comitiva de Molotov. Su subordinado inmediato,
Vladimir Dekanozov, un diminuto georgiano de calva incipiente que mantenía una estrecha
relación con Beria, fue el primer director del Departamento Exterior de Espionaje de la NKVD
enviado al extranjero en calidad de embajador. De hecho, su nombramiento como legado
diplomático en Berlín fue anunciado durante aquella misma visita. Con todo, y a pesar de su
dilatada experiencia, Dekanozov se limitó a secundar la obcecada ceguera de que dio muestras
Stalin en lo tocante a la creciente amenaza que suponía Alemania para la Unión Soviética. En el
transcurso de los meses siguientes, se convenció, al igual que su dirigente, de que toda advertencia
relativa a la operación Barbarroja no era más que una provocación por parte de los servicios
secretos británicos, que seguían un plan diseñado por Churchill para conseguir mediante engaños
que la Unión Soviética entrase en guerra con Alemania.
El otro pez gordo que acompañaba a Molotov, Vsevolod Nikolaievich Merkulov, tenía aún
menos de diplomático. Muchos años después se supo que había sido responsable de la matanza de
oficiales polacos perpetrada en el bosque de Katín por órdenes de Beria. Aquella era la primera
vez que viajaba fuera del territorio soviético. Era el subordinado inmediato del director de la
NKVD, y había acudido a Berlín a fin de aprovechar tan oportuna tapadera «para evaluar
personalmente la situación operativa de Alemania». [4] Las purgas habían sembrado el caos en el
Departamento Exterior de Espionaje, y para colmo de males, Stalin había impuesto toda una serie
de restricciones a las actividades secretas en Alemania con la intención de evitar contrariar aún
más a Hitler. Las únicas redes de agentes útiles de que disponía estaban ligadas al servicio de
inteligencia militar (GRU). En Berlín, apenas contaban con más espías que la propia Olga
Chejova, aun a pesar de que ésta no fuese más que una «durmiente». La purga de agentes de
inteligencia extranjera durante el Gran Terror había sido desastrosa.
La reunión mantenida con Hitler aquel día fue muy frustrante, si no alarmante, para la
delegación soviética. Al dirigente nazi sólo le interesaba hablar de su inminente victoria sobre
Gran Bretaña y de los planes que albergaba para desmembrar su imperio, dando a entender que
estaba dispuesto a compartir los despojos con la Unión Soviética. Por más que Molotov volviera
con insistencia al asunto que preocupaba, por encima de todo, a su país, es decir, el creciente
número de tropas alemanas apostadas en Finlandia y Rumanía, aquél se negaba a dar una sola
respuesta satisfactoria. El Führer llegó incluso a asegurar que los soldados acantonados en
Finlandia se hallaban de paso en su camino a Noruega, lo que, de ser cierto, habría supuesto para
sus tropas un rodeo nada despreciable. Mientras Hitler hablaba, Ribbentrop se limitaba a mirarlo
de hito en hito, sentado y con los brazos cruzados. El ministro nazi de Asuntos Exteriores no era
más que un presumido vano e insustancial. «De cuando en cuando —señala Berezhkov—, posaba
ambas manos sobre la mesa y hacía tamborilear suavemente los dedos sobre su superficie para,
después de repasar a todos los presentes con una mirada que no dejaba vislumbrar nada de lo que
debía de estar pensando, volver a su posición anterior».[5]
Aquella noche, Molotov organizó una recepción en honor de sus anfitriones nazis en el
gigantesco edificio de la embajada soviética, situado en Unter den Linden. En la sala marmórea se
dispuso un bufé para quinientas personas sobre mesas cubiertas de manteles blancos, con gran
abundancia de claveles y cubertería antigua de plata confiscada tras la Revolución. Hitler no
asistió a la celebración, y delegó tal compromiso en otros dirigentes nazis, incluidos Ribbentrop,
Rudolf Hess y el Reichsmarschall Goering, quien se presentó ataviado con el uniforme de colores
celeste y plata que había diseñado él mismo. La fascinación que sintieron los delegados soviéticos
al contemplar los enormes anillos que llevaba en los dedos fue comparable a la que habían
experimentado al oír las historias que aseguraban que solía vestir toga romana y sandalias
incrustadas con diamantes cuando disfrutaba de la tranquilidad de su hogar.
Los fotógrafos y cámaras de noticiarios dejaron constancia de la llegada de los invitados y el
recibimiento dispensado por Molotov. En determinado momento, alguien, tal vez un miembro de
menor relevancia de la embajada, apartó del grupo a Olga Chejova para presentarla a Merkulov.
Tal iniciativa no revestía peligro alguno, aun en el supuesto de que hubiese sido advertida por
algún agente de la Gestapo, dado que, a los ojos de los alemanes, no tenía nada de extraño que un
ciudadano ruso quisiese conocer a un vástago de la familia Chejov. También cabe suponer que
hubo de ser mucho más fácil para ellos hablar sin ser molestados inmediatamente después de que
los presentes levantaran la copa para hacer el primer brindis, por cuanto, en ese preciso instante,
las sirenas antiaéreas alertaron de un nuevo bombardeo de la aviación británica.
Al decir de Berezhkov, los dirigentes nazis corrieron enseguida hacia la puerta con objeto de
ser trasladados a sus refugios antiaéreos, construidos a la vuelta de la esquina, en la
Wilhelmstrafie. La embajada soviética disponía de su propia sala de tortura diseñada para
interrogar a miembros sospechosos del personal y de la comunidad soviética afincada en Berlín;
más carecía de un espacio en el que poder protegerse de ataques aéreos, a pesar de que Alemania
y Gran Bretaña llevaban más de un año de hostilidades. Daba la impresión de que las teorías de
conspiración de Stalin no le permitían siquiera creer que la pérfida Albión pudiese estar lanzando
bombas de verdad contra Alemania.
Pese a que los servicios de inteligencia no pensaban emplear a Olga «como un informante
más», lo cierto es que parecía hallarse en una posición excelente para ayudar a alcanzar sus dos
objetivos prioritarios. El primero procedía de la insistencia con que los acuciaba Stalin para que
descubriesen «la fuente del poder» con que contaba Hitler en el interior de su propio país, el
modo como había logrado hacerse con semejante número de seguidores y tamaño poderío. El otro
consistía, tal como ya se ha indicado, en identificar a personas influyentes en Alemania opuestas a
la idea de atacar a la Unión Soviética. Ciertos miembros de la vieja escuela, como el conde Von
der Schulenberg, embajador alemán en Moscú, creían a pie juntillas en la máxima bismarckiana
según la cual Alemania no debía atacar nunca a Rusia; y las autoridades soviéticas tenían la
esperanza de que Olga Chejova pudiese prestar, al igual que el príncipe Janusz Radziwill, ayuda
en este particular. Es difícil imaginar lo que uno y otra podrían haber logrado en la práctica, y en
cualquier caso, lo más probable es que la policía secreta sobreestimara la efectividad de los
contactos de que disponía Olga Chejova —quizá después de ver la fotografía en la que aparecía
sentada al lado de Hitler, que había hecho que, en algunos corrillos de Moscú, circulara el rumor
de que, de vez en cuando, la actriz hacía las veces de anfitriona del Führer.
A ella, cuando menos, la conversación mantenida con Merkulov le sirvió para tranquilizarse al
saber que la parte de su familia que había permanecido en la Unión Soviética se hallaba bien. No
falta quien diga, casi con toda certeza, que aquél le hizo llegar un mensaje de Liev por el que éste
le aseguraba que todos gozaban de protección.[6]
Olga Chejova regresó a Francia al mes siguiente para encontrarse, de nuevo, con Jep. Estando
en París recibió, el 23 de diciembre, un voluminoso paquete navideño remitido por Hitler a través
de la embajada de Alemania. En su interior había una tarjeta con el retrato del Führer dedicado,
pasteles, chocolate, nueces y bizcocho de jengibre, como si el destinatario hubiera sido un
soldado que luchase en el frente. Dado que estaba a punto de regresar a Alemania y albergaba la
esperanza de poder pasar de contrabando grandes cantidades de dispendioso perfume y otros
regalos, se deshizo de todas aquellas pequeñas exquisiteces para rellenar el continente con sus
artículos de lujo prohibidos. En la frontera, las autoridades aduaneras y militares insistieron en
registrar aquel paquete grande y pesado; pero al dar con la felicitación navideña en la que el
Führer había escrito de su puño: «Para Frau Olga Tschechowa, con sinceras admiración y
veneración. Adolf Hitler», no dudaron en cuadrarse como movidos por un resorte y, con el brazo
extendido a la manera del saludo nazi, gritar: ¡Heil Hitler![7]
Aquella fue una época de gran inquietud para los Knipper de Moscú, que no ignoraban que, en
caso de que estallase una guerra con Alemania, y dado que la mitad de la familia que residía en
Berlín se hallaba tan cercana a la cúpula nazi, se encontrarían en una posición muy peligrosa.
Cuando los rumores que corrían sobre Olga llegaron a oídos de su tío Vladimir Knipper,
afirmaban ya que había sido el mismísimo Führer quien la había presentado a Molotov como su
anfitriona. Poco después se vio, recorriendo sin prisas el bulevar Gogolevski, un camión pequeño
con una antena que giraba en la parte alta, y los Knipper dieron por supuesto, al punto, que los
estaba espiando.
«Tenemos que cuidar de nosotros mismos —afirmó Vladimir Knipper, más por darse a sí
mismo una justificación que por ofrecer una explicación a su hijo Vova—. Eran buenas chicas
[Olga y Ada], pero tuvimos que dejar de mantener correspondencia con ellas. Es absurdo, pero es
lo que hay que hacer hoy día».[8]
Sólo Liev parecía ajeno a estos temores. De hecho, se diría más bien que había recobrado la
confianza en sí mismo tras regresar de la misión en Polonia durante la primavera de 1941. No
cabe duda de que esta actitud pudo deberse, en gran medida, a su relación con Mariya Garikovna,
cuya naturaleza extrovertida casaba a la perfección con el carácter de él y aun lo animaba a
relajarse.
Las distintas fuentes de que disponemos se muestran discordantes en lo que respecta a cómo se
conocieron, y hay quien piensa que su relación no comenzó hasta 1941. El antiguo teniente coronel
de la Seguridad del Estado Shchors, más tarde oficial de enlace entre Liev y el general Kobulov,
llega incluso a creer que Mariya Garikovna fue seleccionada como compañera de operaciones del
compositor, y que ambos recibieron órdenes de casarse. Al parecer, esta era una práctica habitual
en aquel tiempo, y no eran muchos los que presentaban objeciones. «Bueno —señala Shchors—,
yo he oído hablar de un hombre que, en una ocasión similar, exigió un certificado médico que
diese fe de que su prometida era virgen. Sin embargo, por lo común todo iba sobre ruedas». Y
quien tal cosa afirma no había visto nunca a su esposa antes de que ésta se presentara en su
apartamento con un pasaporte recién expedido a nombre de Natalia Shchors. Ahora llevan juntos
sesenta años; así que es natural que no vea razón alguna por la que Liev hubiese debido oponer
ningún reparo.[9]
Vova Knipper, que a la sazón estaba a punto de acabar su educación secundaria, recordaba el
momento en que oyó sonar el teléfono en el domicilio de la familia. Al descolgar el auricular,
pudo reconocer la voz de Liev. «¿Quién eres?; ¿el joven Knipper? ¿Está tu padre?». Media hora
más tarde se presentó en el apartamento. Vova profesaba una gran admiración a aquel primo que
tantos años le llevaba. «Traté de aprender a caminar como él, con los andares elásticos propios
de un experto tenista —escribiría mucho después—. Había jugado en el equipo más importante
del Ejército Rojo y fue campeón en Crimea, aunque no había nada que lo apasionase tanto como el
montañismo. En aquel tiempo, de hecho, ejercía de instructor de los grupos de montaña del
Ejército Rojo».[10] Vova se encontraba, tal como reconoció él mismo, en una edad muy
impresionable. Su ingenuidad lo había llevado a negarse a creer que pudiesen existir prostitutas en
una sociedad como la soviética, razón por la que sus compañeros de estudios lo llevaron a que las
viese rondar la plaza que se extendía frente al teatro Bolshoi, a apenas unos centenares de metros
del Kremlin. De cualquier modo, lo cierto es que no estaba ciego en lo tocante a su adoración por
Liev: tenía la sensación de que había algo muy inquietante en torno a su persona.
17
MOSCÚ, 1941
Una declaración de guerra inesperada ha de provocar, por fuerza, un claro trastorno en el país
afectado. Y hay que reconocer que no había ningún estado tan poco preparado psicológicamente
para ello como la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Stalin, el gran tramposo, se había
negado a creer a quienes le advertían de la traición de Hitler.
Los ciudadanos rusos de a pie, persuadidos como estaban por incontables noticiarios y
programas radiofónicos del poderío industrial y militar de su nación, no hubiesen llegado nunca a
imaginar que los alemanes podrían osar atacarlos. Sin embargo, una vez que hubo de arrostrar la
verdad, el pueblo de Rusia reaccionó con mucha más rapidez que sus dirigentes. De hecho, los
voluntarios comenzaron a hacer cola para alistarse apenas unas horas después de que Radio
Moscú emitiera el inexpresivo anuncio de Molotov (Stalin estaba demasiado afectado para poder
hablar).
Algunas de las medidas improvisadas pudieron parecer ridículas a quien las mirase con ojo
profesional, aunque no cabe dudar, en absoluto, de la determinación con que se acudió a defender
la madre patria. Incluso el Teatro del Arte de Moscú se puso en pie de guerra: en el «rincón rojo»
del edificio —el obligado santuario comunista, al que no debía faltar un busto de Lenin— se
dieron clases de defensa antiaérea para civiles. A sus setenta y dos años, Olga Knipper-Chejova
enseñaba a los principiantes cómo actuar ante una bomba incendiaria. «Hay que cogerla por las
aletas —les explicaba— y lanzarla, por la ventana, a la arena [apilada en el exterior]. Así de
sencillo».[1]
La confianza depositada por el pueblo en el poder del estado soviético no tardó en
tambalearse cuando se hizo evidente que los alemanes no habían sido rechazados en la frontera.
La Wehrmacht avanzaba con gran rapidez en tres frentes: uno marchaba hacia Leningrado, otro
atravesaba Bielorrusia siguiendo la carretera de Moscú y el tercero se dirigía a Ucrania.
«Entonces —escribió Liev— fue cuando comenzamos, de verdad, a aprender la geografía de
nuestro país, a partir de los nombres de pueblos y ciudades que apenas habíamos oído mencionar
con anterioridad y que en aquel momento semejaban dolorosas cicatrices en la piel de la madre
patria».[2]
Cuando estalló el conflicto, Liev se encontraba en el Cáucaso central, aleccionando a los
soldados del ejército soviético en las peculiaridades de la guerra en alta montaña en un
campamento llamado Rot Front («frente rojo») en honor a los comunistas alemanes. Habían estado
escalando una cima, y el 23 de junio, un día después de la invasión, regresaban a las instalaciones
de aquél convencidos de que sus camaradas saldrían a darles la bienvenida. Sin embargo, la
expresión de sus rostros se convirtió en el primer indicio del desastre que había sobrevenido al
país. «No te extrañes —escribió de inmediato a la tía Olia— si te dicen que estoy en el frente,
porque es lo que más deseo en estos momentos».[3] Pero, para gran consternación suya, recibió
órdenes de permanecer en el campamento adiestrando a sus hombres.
En julio de 1941, pocas semanas después del inicio de la invasión, Magda Goebbels telefoneó
a Olga Chejova para invitarla a un almuerzo dominical en Schwanenwerder y comunicarle que
enviarían un coche del Ministerio a recogerla. A la comida asistieron treinta y cinco personas
entre actores, diplomáticos y funcionarios del Ministerio de Propaganda.
Goebbels hizo patente su regocijo por el rápido avance de la Wehrmacht. Estaba convencido
de que la toma de Moscú sería inevitable. Según Olga Chejova, se dirigió a ella y ambos
mantuvieron la siguiente conversación:
—¡Pero si tenemos aquí a una experta en cuestiones rusas, Frau Tschechowa! Dígame: ¿no
cree usted que la guerra habrá terminado antes de que llegue el invierno y podremos celebrar las
Navidades en Moscú?
—No —asegura haber respondido.
—¿Por qué no? —quiso saber él.
—Napoleón pudo comprobar lo que eran las vastas tierras rusas.
—Pero hay una enorme diferencia entre nosotros y los franceses —repuso Goebbels con una
sonrisa—: nosotros hemos entrado en Rusia como libertadores. La camarilla bolchevique está a
punto de ser derrocada por una nueva revolución.
—Si se ven arrostrando un nuevo peligro, los rusos se solidarizarán como no lo han hecho
nunca.
El anfitrión se inclinó ligeramente hacia ella y replicó con aire tajante:
—Me pregunto, señora mía, si quiere usted decir con eso que no cree en el poderío militar de
Alemania. Está pronosticando nada menos que una victoria rusa.
—Yo no estoy pronosticando nada, Herr Minister. Usted me ha preguntado si nuestros
soldados habrán llegado a Moscú para Navidades, y yo le he dado mi opinión, que puede ser
correcta o estar equivocada.
Según escribió ella, Goebbels le clavó una mirada recelosa. Sin embargo, en los diarios de
éste no hay referencia alguna al citado diálogo, y lo cierto es que ha sido imposible verificar si se
ajusta a la realidad. Bien podría ser que se tratase de lo que a ella le habría gustado decir.
Todo parecía apuntar a que la predicción de Goebbels era acertada: Smoliensk había caído, y
el grupo de ejércitos del centro, integrado por medio millón de soldados acaudillados por el
mariscal de campo Von Bock, daba la impresión de ser imparable. El día 22 de julio, Moscú
sufrió su primer bombardeo, y los aviones de la Luftwaffe sostuvieron el ataque durante dos
noches más. Las ventanas de los apartamentos, incluido el del número 23 del bulevar Gogolevski,
tenían los cristales hechos añicos, y los perros callejeros habían enloquecido por el pánico. Con
todo, los daños estructurales eran relativamente escasos.
La escasez de alimentos ya se había generalizado. Dada su profesión de cantante de ópera,
Vladimir Knipper se beneficiaba a diario del almuerzo gratuito que le ofrecían en la Casa Central
de Trabajadores de las Artes. Su hijo, Vova, dependía cada vez más del contenido del pequeño
cazo de sopa y patatas que su padre compartía con él. La ración del muchacho consistía tan sólo
en cuatrocientos gramos de pan, y aun así, ya lo habían enviado a cavar zanjas antitanque en las
afueras de Moscú. Su perro fue el primero en sucumbir por efecto de las incursiones aéreas y el
hambre. Vladimir Knipper también se vio obligado a pedir dinero prestado a la tía Olia, que
seguía haciendo las veces de banquero de la familia con resignada generosidad.
A mediados de aquel verano tan terrible para la Unión Soviética, la anciana actriz fue, junto
con su gran amiga Sofía Ivanovna Baklanova, a despedirse de Vladimir y su hijo, Vova, toda vez
que algunos integrantes del Teatro del Arte de Moscú iban a ser evacuados al Cáucaso. Ninguno
de ellos sabía bien qué decir. La tía Olia propuso a su hermano y su sobrino que se uniesen a
ellos; pero Vladimir, a todas luces triste y nervioso, respondió que no podía dejar allí sus libros y
su piano.
La tía Olia mantuvo, no obstante, el contacto con Moscú, adonde escribía una vez por semana.
El 15 de agosto aseguró que estaban viviendo en un tren estacionado al lado de un extenso peral
desde el que se divisaban, a lo lejos, los picos nevados de la cordillera del Cáucaso. Apenas
podía pensar en nada que no fuese volver a su hogar. Una semana después pidió a Vladimir que
hiciese por comprobar cómo se encontraba el resto de la familia.
En septiembre comunicó a su hermano que Tarasova y Moskvin, dos de los miembros más
prominentes del grupo del Teatro del Arte, estaban intentando regresar a Moscú. Saltaba a la vista
que estaba desconsolada y sentía envidia. «La compañía les ha pedido que vuelvan, y a los demás
nos han dejado como a Firsov».[4] Se refería al sirviente antañón que queda olvidado,
abandonado, justo antes de que caiga el telón en El jardín de los cerezos.
Su único consuelo fue una visita de Liev, que había ido a verla desde el campo de
adiestramiento de montaña. Su amiga Sofía, empero, se mostró intranquila ante el «hijo adoptivo»
de la tía Olia. «Estamos desorientadas por completo, sin saber qué es lo que deberíamos hacer —
escribió aquélla a Vladimir Knipper—. Muchos de los del Teatro del Arte van ya de regreso a
Moscú. Liova ha regresado a la montaña. Sigue siendo el mismo, aunque hay muchas cosas en él
que no acabo de ver claras. Olga Leonardovna no sabe nada de Andriusha, y eso nos preocupa».[5]
Tenían razón para estar inquietas por el bienestar de Andrei, el hijo de Liev, pues tanto él
como su madre, Liuba, estaban al borde de la inanición en Tashkent, y el compositor no se había
dignado responder a sus peticiones de ayuda. Cuando Vova Knipper le preguntó, un mes más
tarde, si tenía noticias de su hijo, Liev se sintió, a todas luces, avergonzado, y trató de hacer creer
que la situación en que se hallaba con Mariya Garikovna le hacía casi imposible mantenerse en
contacto con Liuba.
El sufrimiento personal apenas despertaba interés en un momento como aquel, de sumo peligro
para la madre patria. La operación Tifón, como se denominaba el asalto alemán a Moscú, se
inició el 30 de septiembre de 1941. Los carros de combate de Guderian avanzaron con gran
celeridad por el flanco meridional y entraron en Orel. En el centro de esta población, los tanques
rebasaban a un tranvía tras otro ante la mirada atónita de los pasajeros, que no tenían la menor
idea de que el enemigo se les había echado encima.
El 5 de octubre, un avión de reconocimiento soviético divisó una columna de carros blindados
de veinte kilómetros de longitud que avanzaba por la carretera de Yujnov, a no más de ciento
treinta kilómetros de Moscú. La noticia provocó tal descrédito en el Kremlin que Beria quiso
arrestar por «provocador» al oficial de las fuerzas aéreas que la había transmitido. Entonces se
enviaron otros dos aparatos para que confirmasen la información, y los pilotos no pudieron menos
de corroborarla. En el Kremlin cundió el pánico, y Stalin dio órdenes al comandante del distrito
militar de Moscú de movilizar todos sus efectivos. No sabía que Hitler ya había anunciado la
victoria y jurado que haría correr a la capital soviética una suerte comparable a la de Cartago,
siendo así que tenía la intención de arrasar Moscú e inundarla para crear un gigantesco lago en su
lugar.
Los Panzer del mariscal de campo Von Bock lograron establecer un imponente cerco doble en
Briansk y otro en Viazma. Destruyeron 1242 carros soviéticos y aislaron a 665 000 soldados del
Ejército Rojo. A estos detenidos les esperaban terribles padecimientos, lo que en muchos casos
significó morir de hambre o enfermedad en campos alemanes de prisioneros de guerra. Uno de
ellos era el hijo de Kachalov, Vadim Shverubovich, el militante blanco que había sido compañero
de Liev en el exilio. Entonces tenía cuarenta años, y después de que le hubiesen impedido luchar
en la guerra civil española, había pasado a formar parte de los cuatro millones de personas que
fueron a convertirse en opolchentsi al servició de su país: voluntarios civiles, mal pertrechados
hasta extremos escandalosos, a los que destinaban a ataques por demás desesperados contra la
Wehrmacht y las divisiones de la SS que se traducían en un número de víctimas aterrador. Muchos
de ellos no disponían siquiera de uniforme militar, por lo que corrían el riesgo de que los
fusilasen sin más como guerrilleros.
Vadim y sus camaradas, que habían agotado todas sus fuerzas mientras trataban de escapar del
cerco enemigo, se despertaron una mañana, agarrotados por la escarcha matinal y la nieve, para
encontrarse rodeados de soldados alemanes. Los llevaron a un campo de concentración cercano a
Yujnov, donde pudieron experimentar el horror que comportaba ser capturado en el frente
oriental. Les ofrecieron poca agua, menos comida y ningún cobijo. De vez en vez, les lanzaban
alimentos por encima de la cerca, y los centinelas reían al verlos luchar entre ellos, desesperados
por rescatar del barro los pedacitos caídos. La ausencia de cabañas, tiendas o, siquiera, letrinas
hacía insoportables las condiciones de vida en el recinto. Cuando, poco después, llegó el
verdadero invierno, «los dejaron morir sobre la nieve».[6]
Cierta mañana, Vadim se despertó rodeado de cadáveres, y paró mientes en que él también
moriría si seguía allí tumbado. Movido por el amor propio que le quedaba, decidió afeitarse. Al
igual que la mayoría de los soldados del Ejército Rojo, llevaba en su bolsa un trozo de espejo y
una maquinilla oxidada. Como es de suponer, no disponía de jabón, por lo que tuvo que arreglarse
con su propia saliva. Uno de los oficiales alemanes reparó en tan curiosa operación y en el
contraste que ofrecía frente a un entorno tan atroz. En tono burlón, gritó: «¿Crema?; ¿talco?;
¿masaje?». Shverubovich levantó la mirada para clavarla en su captor. Este le ordenó cuadrarse, y
el prisionero obedeció.
—¿Hablas alemán? —le preguntó el oficial.
—Sí —de hecho, su alemán era excelente.
—¿Quieres trabajar?
—Sí.
—Habla con los otros: quiero saber quién más puede trabajar.
Cuando Shverubovich tradujo sus palabras, hubo varios hombres que se pusieron en pie a
duras penas.
—Si queréis que trabajemos —respondió el improvisado intérprete—, tendréis que darnos
primero de comer.
Les ofrecieron algo de sopa, y casi de inmediato, Vadim sintió que recuperaba sus fuerzas. Su
padre, Kachalov, que se hallaba con la tía Olia en el Cáucaso, recibió con gran temple la noticia
de su desaparición. A la anciana actriz no se le escapaba cuánto debía de estar sufriendo, pues
podía imaginar lo que significaría para ella enterarse de que a Liev le había sucedido algo
semejante.
El verdadero motivo para que volviese a aparecer en Moscú junto con Mariya Garikovna no
podía ser más extraordinario. A finales de la primera semana de aquel octubre, Stalin había
dejado bien claro a su entorno más allegado, y en especial a Beria, que corrían el peligro de ser
aniquilados y debían actuar, en consecuencia, sin ningún tipo de contemplaciones. Había que
hacer que los grupos guerrilleros acosasen la retaguardia del enemigo. Asimismo debían
encargarse de que se destruyeran todas las casas que pudiesen servir de refugio a los soldados
alemanes durante el invierno próximo, fuera cual fuese el sufrimiento que supusiera tal hecho a los
civiles rusos atrapados tras las líneas de éstos. Por encima de todo debía ampliarse la guerra de
guerrillas hasta abarcar operaciones de venganza llevadas a cabo por una quinta columna de
grupos especiales. Beria nombró al general Pavel Sudoplatov jefe del destacamento especial de la
NKVD, cargo que fue a sumarse a sus demás responsabilidades. [13]
«En octubre de 1941 —escribió el general—, estando Moscú seriamente amenazada, Beria
nos mandó organizar en la ciudad una red de espionaje que pudiera ser activada una vez capturada
la ciudad por los alemanes. También creó un grupo autónomo concebido para acabar con las vidas
de Hitler y sus colaboradores más íntimos en caso de que visitasen Moscú tras su toma. Esta
operación deberían llevarla a cabo el compositor Liev Knipper, hermano de Olga Chejova, y su
esposa, Mariya Garikovna».[14] Además de a su contacto más inmediato, el coronel de la
Seguridad del Estado Mijail Makliarski, Liev informaba al comisario de la Seguridad del Estado
Bogdan Kobulov, uno de los hombres más cercanos a Beria. Como medida de precaución, los
mandamases de la NKVD se habían trasladado de la Lubianka a una escuela de bomberos cercana
al cuartel general del Komintern.
Liev y Mariya Garikovna no eran, ni mucho menos, los únicos agentes de esta operación de
resistencia clandestina, si bien su misión era la más ambiciosa. «El general Sudoplatov movilizó a
todos sus oficiales y asignó a cada uno varios puestos —refiere Zoya Zarubina, oficial de enlace
de la organización con Liev y Mariya Garikovna—. Recuerdo que yo tenía dos pasaportes
diferentes y vivía en dos o tres sitios a la vez, por motivos de seguridad. En uno de ellos, estaba
registrada como madre de un bebé; en el otro, como una sencilla estudiante».[15] El teniente
coronel de la Seguridad del Estado Shchors, que también realizaba tareas de enlace con Liev, era
responsable del suministro de agua de la ciudad en caso de llegada de los nazis, y su esposa hacía
de operadora de radio. Existía al menos una docena de «grupos de batalla», que operaban de
forma individual a modo de células. Disponían de pisos francos, depósitos secretos de armas e
instrucciones relativas a los diversos escondrijos destinados al intercambio de correo
confidencial. Los oficiales de Sudoplatov habían de dirigir a un conjunto de voluntarios poco
común por lo abigarrado, pues en él se incluían «figuras clave de [la] intelectualidad rusa que
actuaban como agentes fundamentales para [la NKVD]».[16]
Zarubina se puso en contacto con Liev y Mariya Garikovna, tal como se le había ordenado.
Debido a una extraña coincidencia, resultó que había conocido a esta última en China, donde
había estado con sus padres, miembros famosos de la OGPU y la NKVD. Sentía una gran
admiración por ella, no sólo por su elegancia, belleza e inteligencia, sino también por su eficacia
en cuanto agente secreto, para lo cual se servía de su encanto con efectos infalibles. A Liev, por el
contrario, lo consideraba una persona introvertida, si bien había de reconocer que era muy
competente y enérgico, a pesar de ser callado. Zoya Vasilievna Zarubina había sido reclutada en
1941, en parte por sus conocimientos de idiomas, aunque también porque costaba imaginar a nadie
con mejores contactos en los círculos de la NKVD.[17] Su padre, Vasili Mijailovich Zarubin, había
s i d o rezident (director de operaciones) ilegal en Alemania y Escandinavia, y más tarde
desempeñó la misma labor en Washington. Su madrastra, Lisa Gorskaya, trabajaba con él y gozaba
de una fama comparable en el ámbito del espionaje. El padrastro de Zarubina era Nahum Eitingon
(llamado también general Kotov), quien había estado a cargo de la organización del asesinato de
Trotski, había dirigido operaciones de guerrilleros en España contra Franco y actuaba, en aquel
momento, de subordinado inmediato de Sudoplatov.
El 19 de octubre, Liev escribió a su madre adoptiva, la tía Olia. La carta, dictada por
sentimientos encontrados de tristeza y feroz alegría ante su misión, es, sin duda, la más emotiva y
espontánea que escribió en toda su existencia. «La ciudad me ha producido una impresión muy
extraña —afirmaba—. Es una mezcla de Festín durante la peste [de Pushkin] y la famosa obra
teatral de Hemingway [La quinta columna (1937), ambientada en el Madrid de la guerra civil
española]. Yo también me encuentro raro, como un pájaro que estuviese posado sobre una rama y
supiera que ha de echar a volar de un momento a otro… Y morir ni siquiera es tan espantoso. Por
fin hay un puñado de cosas poderosísimas en las que creo y que me han ayudado a caminar
erguido… Soy ruso, ruso hasta el tuétano. Me he dado cuenta de que amo esta patria mía ridícula,
idiota, inculta y sucia; de que la amo con un amor tierno como el que le profesa Levitan [se refiere
al pintor de magníficos paisajes rusos, cargados de espiritualidad, que tan estrecha amistad
compartía con Antón Chejov], y me duele ver violado su cuerpo, tan grande como hermoso. Estoy
muy seguro de qué es aquello por lo que voy a luchar y, de ser necesario, morir. Sólo ahora, que
comienzan a caerse mis cabellos blancos, he empezado a entender muchas cosas. Pero ya es tarde,
y podría morir con las cortinas de mi alma cerradas, de modo que quedase ésta sumida en el
crepúsculo habiendo tanto sol a su alrededor, tanta alegría y tanto de ese bien primordial, que
justifica la vida y que yo nunca he tenido: amor. Hay quien llora de felicidad, y yo lloro por la
felicidad. Jamás encontraré mi camino, y toda la culpa es mía… No sufras por mí: no pienso dar
la vida a cualquier precio».[18]
La misión que se asignó a Liev y Mariya Garikovna era de veras especial, e iba más allá de lo
que describe de forma lacónica el libro de Sudoplatov. Tenían un segundo cometido aparte del de
los otros grupos que debían actuar desde las posiciones enemigas. «Estaban recibiendo la
preparación necesaria para ser enviados a Alemania y, una vez allí, establecer contacto con Olga
—recuerda Zarubina, sin dejar de lado cierta renuencia profesional aun después de transcurridos
más de sesenta años de los hechos—. La misión no era precisamente agradable».[19]
Este plan a medio plazo consistía en que la pareja cambiase supuestamente de bando para
pasarse a los alemanes si se daba la ocasión.[20] De lo contrario, lucharían del mismo modo que el
resto de «grupos de combate». Liev disponía de once hombres, incluido un operador de radio,
pertrechados con «granadas con control remoto, explosivos, munición y todo lo que necesitaba
para efectuar un asalto». Su objetivo prioritario consistía en asesinar a Hitler y a cualquier otro
dirigente nazi que acudiese a Moscú para paladear su triunfo.
A Liev no le habría resultado difícil pasar por un oficial alemán, habida cuenta de su apostura
aria, y su dominio del idioma y sus acentos regionales. Con todo, en el caso de que él y Mariya
Garikovna se las ingeniasen para simular con éxito su deserción, tenía órdenes de asegurar que,
como artista y alemán perseguido por sus orígenes, deseaba trabajar para los «libertadores» de la
Unión Soviética y anhelaba volver a reunirse con su hermana Olga en Berlín. Los vencedores
considerarían completamente natural que alguien como Liev odiase el estalinismo, por lo que todo
apuntaba a que el proceso de investigación previa que se emprendería por razones de seguridad
no iba a ser demasiado arduo. Asimismo, la estrecha relación, de todos conocida, que mantenía su
hermana con el Führer y el resto de la cúpula nazi ayudaría a confirmar sus buenas intenciones.
Otras fuentes, empero, siguen insistiendo en que la labor que se había encomendado a Liev
consistía en trasladarse nada menos que a Turquía para asesinar al embajador alemán destinado
allí: Franz von Papen, el político que había permitido a Hitler hacerse con el poder en enero de
1933.[21]
La batalla de Moscú pudo haber constituido el verdadero punto de inflexión de la guerra, pero lo
cierto es que fueron pocos los moscovitas que experimentaron beneficios inmediatos. Entre éstos,
eso sí, hubo uno fundamental.
Vova Knipper pudo ver cómo llevaban al matadero los cuerpos de los caballos muertos en la
refriega, patas arriba y en camiones descubiertos. El muchacho seguía sobreviviendo gracias al
cacito de sopa que le llevaba su padre de lo que recibía en la Casa Central de Trabajadores de las
Artes. Vladimir solía echar parte de su propio caldo en el plato de su hijo. «Yo bajaba la mirada
avergonzado —escribió el joven Knipper—, porque quería más». El plato principal consistía en
una exigua ración de gachas de trigo recalentadas en la estufa burzhuika y un par de piezas de
kotleta, albóndigas hechas con carne de animales, por lo común inidentificables, si bien en aquel
momento debía de proceder en su mayoría de las monturas cosacas de los dos cuerpos de
caballería que habían atacado sin piedad la retaguardia alemana. La carne de los caballos
abatidos se había conservado bien para el consumo humano por las bajísimas temperaturas.
Tras la eficaz defensa de la ciudad, Vova y su padre quedaron más tranquilos al saber que,
contra lo que habían temido durante los momentos de mayor pánico vividos en octubre, los
comedores para los trabajadores de las artes no serían clausurados. No obstante, Vova seguía
sintiéndose tan débil a causa de la escasez de alimento que tardaba casi dos veces más en hacer un
recorrido a pie que en tiempos de paz, y apenas si podía caminar un rato antes de tener que
sentarse a descansar. En cierta ocasión, reparó en un grupo de muchachas con cascos de acero y
botas de soldado lanzando al cielo globos de protección contra ataques aéreos.
La tía Olia, entre tanto, vivía intranquila en Tiflis, igual que en 1920, durante la guerra civil.
El 27 de diciembre escribió a su hermano Vladimir: «Liova ha desaparecido. Estoy muy
preocupada. En este momento, mi vida consiste en esperar». Sin embargo, tuvo oportunidad de ver
a su sobrino antes incluso de que su hermano tuviese tiempo de anunciarle que estaba en Moscú.
«Liova se presentó de improviso, en Año Nuevo, con su nueva esposa —le hizo saber en otra
misiva—. Bueno, ¿y qué? Si se quieren, ¿por qué no van a vivir juntos? La noticia de su boda me
afectó mucho. Su carta llegó a finales de diciembre, y en un primer momento, la idea me hizo
enfurecer. Sin embargo, me ha bastado conocerla para calmarme: es una mujer dulce, educada y
sin pretensiones».[1]
La primera semana de diciembre, cuando se hizo evidente que los alemanes no tenían ya
posibilidad alguna de tomar Moscú, Liev y Mariya Garikovna recibieron nuevas órdenes.
Viajaron en dirección sureste, y al pasar por Kuíbishev, ciudad a la que se había trasladado el
gobierno, Liev tuvo oportunidad de escuchar la Séptima sinfonía de Shostakovich, obra que el
autor había comenzado a escribir en Leningrado durante el asedio. El recorrido estuvo marcado
por lo que Liev describió como «las estaciones de un vía crucis de evacuados. ¿Cómo olvidar las
notas fijadas a las farolas, desde las que lloraba el dolor humano? Las madres trataban con ellas
de encontrar a sus hijos; las esposas, a sus maridos; los hermanos, a sus hermanas…».[2]
En Tiflis, Prokofiev le mostró lo que había compuesto, hasta entonces, durante la guerra. [3] Sin
embargo, nada fue tan importante allí para Liev como la oportunidad de presentar a Mariya
Garikovna a la tía Olia. Después, los dos se dirigieron, el 10 de enero de 1942, a Tashkent,
ciudad en la que se encontraban, desamparados, la mujer y el hijo de Liev, sin dinero y a un paso
de morir de hambre. Sin embargo, él jamás fue a visitarlos. Debía de conocer su paradero por
mediación de su tía, pero evitó encontrarse con ellos, a impulsos, según cabe presumir, de una
desalmada cobardía moral. Liev se consolaba con la idea de que había dedicado a su hijo
«algunas piezas breves infantiles para cuerda y viento».[4]
Liuba y Andrei habían recibido la ayuda del lituano Paul Armand, amigo de Liev, de espíritu
liberal. A pesar de haber obtenido el galardón de Héroe de la Unión Soviética por su
participación en la guerra civil española, Armand sufrió un rechazo tras otro al tratar de ofrecerse
voluntario para luchar en el frente, lo que acaso se debiera a que, en 1938, había sufrido arresto a
manos de la NKVD. En consecuencia, permanecía destinado en una unidad base de Tashkent,
donde alimentaba a la familia del compositor con parte de sus raciones. A finales de año, después
de la llegada de los alemanes a Stalingrado, las autoridades consintieron, por fin, en enviarlo a la
línea de combate. Y allí fue abatido por la bala de un francotirador.[5]
La tía Olia, mientras tanto, se dirigió, con el resto del grupo del Teatro del Arte de Moscú, a
la ciudad armenia de Erevan. A sus setenta y tres años, y aquejada de artritis en las manos, la
actriz se encontró viajando por las accidentadas carreteras del Cáucaso, en un trayecto agotador y
doloroso hasta extremos insoportables. Con todo, lo que más la preocupaba a la sazón era la
suerte que podía correr su cuñada, a la que habían capturado los alemanes en Yalta en octubre de
1941. «Me dan escalofríos cuando pienso lo que habrá sido de Mariya Pavlovna», escribió el 14
de enero de 1942, poco antes de partir hacia Erevan.[6]
También la mortificaba el estado de Liuba y Andrei, a quienes envió dinero, té y manteca de
cerdo a Tashkent en respuesta a una «carta agitadísima» de aquélla. Según hizo saber a Vladimir,
la tía Olia había dejado bien claro a Liuba que lo que sentía por ella no había cambiado en
absoluto a consecuencia de la nueva situación de Liev, así como que «debía buscar un nuevo
modo de conducir su vida. Todo esto resulta tan duro…». La siempre generosa actriz envió
también a su hermano mil rublos, aun a pesar de que a ella misma comenzaba a escasearle el
dinero. Lo que más la tranquilizaba era que Liev parecía encontrarse bien, merced, sobre todo, a
su nueva compañera. «Parece que, por fin, ha encontrado la felicidad —escribió—. Mariya es
muy solícita, divertida y valiente».[7]
Tanto Liev como Mariya Garikovna necesitaban ser valerosos, pues tenían la misión de tratar
de pasarse al bando alemán vía Irán, Turquía y tal vez Bulgaria. No eran los únicos «desertores»
de esta operación ambiciosa, si no desesperada. Una vez en Alemania, debían ponerse en contacto
con un grupo homicida encabezado por Igor Miklashevski, campeón de boxeo e hijo de una actriz
del Teatro del Arte, que había llegado al bando enemigo poco después del final de la batalla por
Moscú. Un tío suyo, de nombre Blumental, había desertado de verdad a principios de la citada
campaña para convertirse, poco después, en locutor de la emisora de radio de propaganda nazi
que trataba de convencer al pueblo soviético de que Hitler llegaba a su país en calidad de
libertador.
Miklashevski estaba resuelto a asesinar al traidor de su tío, si bien la NKVD le asignó la
tarea, más acuciante, de fingir que quería seguir sus pasos. A él debían unirse otros dos agentes
soviéticos en tanto esperaban instrucciones. Al parecer, el general Sudoplatov encomendó
entonces a Liev y Mariya Garikovna la misión de «desertar» siguiendo una ruta diferente y
convencer a Olga Chejova de que emplease sus contactos y su influencia para que pudieran acabar
con la vida de Hitler en un ataque suicida.[8] Por más que la actriz hubiera supuesto que en un
período crucial como aquel tratarían de recurrir a sus servicios, en ningún momento se le pasó por
la cabeza «que sus contactos pudiesen emplearse para poner en acción planes homicidas».[9]
La primera visita que hizo Liev a Irán fue muy breve. Llegó en avión, acompañado del coronel
de la Seguridad del Estado Makliarski, cabe esperar que en misión de reconocimiento. En aquel
tiempo, el Kremlin tenía un interés considerable en este país, regido por un Sha joven que apenas
tenía seguro el trono y sumido en una situación política que hacía pensar en el «Gran Juego» de
los agentes secretos que socavaron a finales del siglo XIX la influencia británica en la región.
Parece ser que Liev llevaba dólares estadounidenses escondidos en el doble fondo de una enorme
lata de caviar a fin de cumplir con su misión.[10]
Georgi Dimitrov, secretario general del Komintern, había escrito poco antes a Stalin acerca de
la situación en que se hallaba Irán: «No creo que sea conveniente, dadas las circunstancias,
restablecer allí las actividades del Partido Comunista (pues los fascistas podrían servirse de él
para atemorizar a la burguesía). Los comunistas deberían trabajar desde el interior del Partido del
Pueblo y seguir su propia orientación… Tampoco estimo oportuno enviar a un delegado de los
comunistas iraníes, toda vez que el hecho podría ser utilizado por nuestros enemigos en Irán. Tal
vez deberíamos, por el contrario, mandar a uno de los hombres que tenemos allí, alguien que
disponga de tapadera legal y pueda ayudar a nuestros camaradas iraníes».[11]
Pese a que Liev era idóneo para realizar esta labor, no estaba destinado a trabajar como
agente «legal» —lo que implicaba actuar desde dentro de la embajada soviética—, sino que se
preparaba para ejercer, junto con Mariya Garikovna, de «ilegal». No contaba con otra tapadera
que la de su labor como compositor, que, en teoría, había viajado al país con la intención de
estudiar la música popular iraní y establecer contactos culturales, dado que el que se pasase al
bando alemán desde la propia embajada habría resultado por demás sospechoso. Con todo, ese
mismo año, después de que Liev y Mariya hubiesen regresado a Irán a fin de «huir como
desertores a Turquía y, de allí, dirigirse a Bulgaria y a Alemania en busca de Olga», Stalin
canceló todo el proyecto «pese a que gozaba del respaldo de Beria y Merkulov».[12]
Stalin había comprendido de pronto las implicaciones de la espectacular vuelta que habían
dado las tornas. El 6.º ejército alemán se había visto rodeado en Stalingrado merced a una serie
de violentos ataques protagonizados por carros blindados y lanzados contra su retaguardia. La
reestructuración del Ejército Rojo llevada a cabo por Zhukov y Vasilievski había valido la pena,
pues aquél había demostrado ser capaz no sólo de afrontar una defensa heroica, sino también de
superar, en estrategia y eficacia combativa, a la supuestamente invencible Wehrmacht. El
suministro de petróleo proveniente del Cáucaso no tardó en restablecerse, y Estados Unidos
brindó un apoyo inconmensurable en forma de acero, vehículos y alimentos proporcionados por la
Ley de Préstamo y Arriendo.
Dadas las circunstancias, saltaba a la vista que Hitler había perdido toda posibilidad de
derrotar a la Unión Soviética. De hecho, su propia caída ya era punto menos que inevitable. Con
todo, Stalin tenía miedo de las consecuencias que podrían derivarse del asesinato del dirigente
nazi, que propiciaría una posible paz de los Aliados occidentales con el nuevo régimen y dejaría a
los soviéticos luchando solos. Dado que se tomaba a sí mismo como rasero para medir las
acciones de los demás, estaba convencido de que Roosevelt y Churchill se sentirían demasiado
tentados de dejar a la Unión Soviética y a Alemania que combatiesen entre sí hasta el final. En
consecuencia, el hombre que había jurado derrotar y destruir a Stalin se convirtió para éste en la
mejor garantía de supervivencia.
El Primer Directorio de la NKVD no tuvo ninguna dificultad en hacer saber a Liev Knipper y a
Mariya Garikovna, que se hallaban en Irán, que se había abandonado la operación; aunque sigue
sin estar claro cómo informaron a Igor Miklashevski. De cualquier modo, lo cierto es que éste
logró asesinar a su tío en Berlín.
La tía Olia, entre tanto, se había recobrado de sus dolencias; pero Nemirovich-Danchenko
había caído entonces tan enfermo que resultaba imposible trasladarlo. La actriz y Kachalov, que
seguía temiendo que su hijo Vadim hubiese muerto, insistieron en permanecer con aquél mientras
que el resto del Teatro del Arte de Moscú partía en dirección a Sarátov. El 11 de agosto, la actriz
había recibido una carta de Andrei en la que éste le preguntaba por el paradero de su padre. Liev,
por su parte, pasó por Sarátov de regreso a Irán y se detuvo para ver la puesta en escena de La
gaviota que hacía la compañía.
Olia seguía muy preocupada por su cuñada, la tía Masha, que se hallaba aislada en Crimea,
varios cientos de kilómetros por detrás de las líneas alemanas de Stalingrado. Había recibido
suministros alimenticios de parte de algunos amigos muy poco antes de que, a finales del mes de
octubre del año anterior, los alemanes se hiciesen con la mayor parte de la península. Sin
embargo, el terrible sitio de Sebastopol se había prolongado hasta mayo de 1942.
En cuanto fiel defensora de la memoria de su hermano y de su casa museo, Masha había hecho
cuanto estaba en sus manos por impedir que el enemigo ocupase el edificio. «En cierta ocasión —
escribió una de sus sobrinas— se presentó un oficial alemán que dijo ser el comandante Von
Baake. Tras echar un vistazo, exigió alojarse en el estudio y el dormitorio de Antón Pavlovich.
Mariya Pavlovna habría preferido morir antes que ceder. Tras una larga conversación, lo
convenció de que aquellas habitaciones eran reliquias, y logró que le permitiesen mantenerlas
cerradas con llave. Así que el señor comandante hubo de aposentarse en el comedor, en tanto que
sus hombres lo hicieron en la planta baja. No estuvo allí más de una semana, y al marchar,
escribió en la puerta que la casa era suya, razón por la que ningún alemán se alojó en el edificio
después de aquello».[13]
Masha no habría sobrevivido de no haber vendido sus propias ropas y demás posesiones para
comprar comida. Al igual que la mayoría de las personas que habitaban los territorios ocupados
de la Unión Soviética, vivió, en todo momento, en los linderos de la inanición. En una ocasión, no
obstante, llegó al museo de Chejov cierta ayuda proveniente de un destinatario inesperado: un
buen día recibió de Berlín una postal con un retrato de Olga Chejova, escrita en el reverso por su
hermana, Ada, y acompañada de dos bolsas de lona llenas de chocolate y galletas.[14]
Tras la guerra no faltaron rumores —sin fundamento— que asegurasen que Olga Chejova
había ejercido una gran influencia sobre el entorno nazi a fin de proteger el museo. Incluso se
llegó a decir que había acudido a Yalta a visitarlo en un aeroplano cedido por el mismísimo
Hitler.
Lo más seguro es que todas estas historias relativas al extraordinario influjo de la actriz no
pasasen de ser ilusiones, y el propio Führer puede proporcionarnos una razón de peso en este
sentido, pues, de hecho, en un acto de autodisciplina había dejado de lado todo contacto con el
cine y sus estrellas. «No puedo ver películas mientras dure la guerra —declaró a Eva Braun
cuando ésta trató de hacerlo volver a su pasatiempo favorito—, mientras el pueblo tenga que hacer
tantos sacrificios y yo deba tomar decisiones tan importantes. Además tengo que reservar mis
sensibles ojos para la lectura de mapas e informes llegados del frente».[15]
Sólo Goebbels mantuvo su interés por los estudios de la UFA en Babelsberg. El ministro de
Propaganda supo ver que, una vez vuelta la guerra en contra de Alemania, ésta necesitaba grandes
dosis de escapismo y ánimo. Eso no impidió que se siguiese reclutando a actores para que
emitieran mensajes públicos de carácter patriótico. Así, no faltaron en los noticiarios secuencias
que mostrasen a algunas estrellas del celuloide acudiendo al trabajo en bicicleta, en tanto que
Heinz Rühmann lo hacía en un coche tirado por un poni, y Olga Chejova, a pie.[16] El que no le
permitieran usar su automóvil la había hecho montar en cólera.
El incidente más revelador en este sentido tuvo lugar durante el tristemente célebre discurso
que pronunció Goebbels, el 18 de febrero de 1943, en el Sportpalast tras la derrota sufrida en
Stalingrado, cuando preguntó a voz en cuello a los asistentes: «¿Queréis la guerra total?».
Mientras éstos respondían a gritos, las cámaras recogieron la reacción de varias celebridades que
habían asistido al acto alentadas por el Ministerio de Propaganda. Entre ellas, se alcanza a ver a
Olga Chejova, que oculta la cabeza entre sus manos con un gesto que se diría incrédulo. La imagen
se eliminó de la versión definitiva aparecida en el noticiario Deutsche Wochenschau.[17]
De hecho, la actriz se hallaba tan al margen que poco hubiera podido hacer para ayudar a Liev
e Igor Miklashevski si hubiesen tenido que llevar a término sus planes homicidas. Casi con toda
certeza, sabía tan poco del paradero de Hitler como cualquier berlinés. Este apenas abandonaba
su sombrío cuartel general de Prusia Oriental conocido como la Wolfsschanze, y todos sus
movimientos se mantenían en el más estricto secreto.
Por escasa que fuera la relación mantenida por Olga Chejova con la cúpula nazi en aquel
tiempo, lo cierto es que el público seguía convencido de que se hallaba muy cercana a ésta.
Mientras hacía de intérprete en el campo de prisioneros en que se encontraba confinado, Vadim
Shverubovich encontró, en una revista, un fotograma de la actriz. A pesar de ser algo más joven
que Liev, había tenido oportunidad de conocerla bien en Moscú antes de la Revolución, dada la
estrecha amistad que mantenía su padre con la tía Olía. «¡Vaya, pero si es Olenka Knipper! —
exclamó sin pensarlo al oficial para el que trabajaba—. Es amiga mía». El alemán no hizo nada
por ocultar su asombro, pues las fotografías que la presentaban al lado de Hitler también habían
extendido en Alemania la idea de que gozaba de gran influencia en las altas esferas. «Deja que se
lo diga a mis superiores —respondió el oficial, si bien es imposible determinar hasta qué punto
hablaba en serio—, y mañana mismo estás en Berlín». Vadim, alarmado de pronto, le rogó que
olvidase lo que acababa de decir: su instinto le indicaba que, de ir a la capital alemana, jamás
volvería a ver Moscú.[18] Por curioso que pueda parecer, tras la guerra surgió un nuevo mito en
torno a Olga cuando se afirmó que había organizado la fuga de Vadim. Es cierto que éste logró
escapar, pero poco tuvo que ver ella en tal hecho.
La contienda había aislado por entero a los Knipper berlineses de cualquier noticia
procedente de la parte de la familia residente en Moscú. Olga no tenía la menor idea de que su tío
Vladimir Knipper, a quien la tía Olia había enviado para persuadirla a regresar la noche de su
fuga con Misha, había muerto el 12 de noviembre de 1942. Asimismo ignoraba que su ex esposo,
instalado a la sazón en Estados Unidos, estuviese rodando una película llamada The Song of
Russia. Esta producción de Louis B. Mayer podría describirse como un intento por parte de
Hollywood de crear un segundo frente de solidaridad con la Unión Soviética. El argumento,
inverosímil hasta extremos fabulosos, presenta a un director de orquesta estadounidense,
interpretado por Robert Taylor, que visita «una granja colectiva en la que los campesinos pasan el
día cantando, riendo y bailando». Entonces se enamora de «una encantadora campesina soviética»,
hija de Misha en la ficción, con la que contrae matrimonio. Cuando se produce la invasión
alemana, los granjeros protagonizan una heroica resistencia a los compases de la música de
Chaikovski.[19] El guión no era ninguna maravilla, aunque hay que reconocer que sus dos autores
recibieron un trato por demás injusto. Cuando, acabada la guerra, la película hubo de someterse a
la investigación del Comité de Actividades Anti-americanas por ser considerada una apología del
comunismo, tanto el productor como el actor principal atribuyeron toda la responsabilidad
política a los dos guionistas, que pasaron a engrosar la lista negra de la caza de brujas.
Liev, por otra parte, no tenía noticia alguna de la muerte de su madre, acaecida en Berlín, el 9
de mayo de 1943. La indomable Baba había sucumbido por una combinación de su avanzada edad
y su condición de fumadora empedernida, por no hablar del efecto que tuvieron sobre su salud las
incursiones aéreas, tan numerosas como incansables, de la aviación estadounidense, por el día, y
la RAF, por la noche.
A fin de escapar a la peor parte de los bombardeos, Olga decidió abandonar el piso del
Kaiserdamm, situado en el sector oeste de la capital, para mudarse de forma permanente a la casa
de campo al estilo ruso que poseía en Grofi Glienecke, no lejos de los estudios UFA en
Babelsberg. No olvidó llevar con ella la colosal vidriera con el escudo de armas de los Knipper,
una pretenciosa extravagancia que había hecho confeccionar años antes.
Liev regresó a Moscú en 1943 para alojarse junto con Mariya Garikovna en el número 23 del
bulevar Gogolevski, a pesar de que su ex esposa, Liuba, y Andrei habían vuelto de Tashkent para
alojarse también allí. Su relación se había tornado menos tensa porque Liuba había conocido a
otro hombre, director de orquesta, y olvidado casi por entero las penalidades de 1941.
Al decir del coronel Shchors, oficial de enlace de Liev, los generales Sudoplatovy Kobulov
visitaron el apartamento para proporcionarles víveres como «vino, diversos tipos de embutido,
manzanas, naranjas y leche condensada», productos que era imposible encontrar en las tiendas.[20]
Este hecho hace pensar que, aun cuando los parientes más inmediatos de Liev no tuviesen más que
sospechas de cuál era su ocupación antes de la guerra, en 1942, si no antes, debían de saber con
certeza que colaboraba con la NKVD.
El compositor visitaba Irán de vez en cuando, siempre escudado con el pretexto de sus
actividades musicales. Sin embargo, en 1944 lo adscribieron, en calidad de oficial político —
armado de nuevo con su pistola Walther—, al 2.º o 3.º frente ucraniano, que avanzaba hacia
Rumanía. Como quiera que no había olvidado su pasión por la escalada, organizó la ascensión a
un pico de los Cárpatos.
Los rápidos progresos del Ejército Rojo culminaron, por fin, en la liberación de Crimea, y la
tía Olia pudo respirar tranquila al saber que su cuñada seguía con vida. La liberación de Yalta,
ocurrida el 16 de abril de 1944 a manos de las tropas rusas, proporcionó un ejemplo más de la
prodigalidad con que se creaban los mitos en torno a la persona de Olga Chejova en la Unión
Soviética. Cierto intérprete militar confió a Vova Knipper, acabada la guerra, que, el mismo día
que entró con las tropas en la ciudad, fue a ver a Mariya Pavlovna Chejova a la casa museo de
Chejov. Según él, vio la fotografía de una mujer de gran belleza sobre la mesa de aquélla, y al
preguntarle quién era, respondió: «Es Olga Chejova, la actriz de cine —para añadir de inmediato
—: No sé si el museo estaría ahora aquí de no haber sido por ella».[21]
La historia, dadas las circunstancias, resulta dudosa. Es cierto que el museo había sobrevivido
a la ocupación sin apenas desperfectos, pero no lo es menos que la tía Masha, que había estado
aquejada de tifus, se hallaba tan débil a la llegada del Ejército Rojo que no podía siquiera
levantarse, y mucho menos caminar. Se limitó a quedarse sentada, deshecha en lágrimas.[22]
El propio Vova, que a la sazón no tenía más de dieciocho años, había sido llamado a filas y se
encontraba sirviendo en el frente de Kalinin. Había recibido correspondencia de la tía Olia, que
sentía lástima por él —sobre todo tras la muerte de su padre— y había cuidado del muchacho
durante el permiso de veinticuatro horas del que había disfrutado en Moscú. Poco después de
llegar, el cansancio había hecho que su sobrino se quedase dormido sobre la cama de la anciana
actriz. Se despertó unos instantes y pudo verla planchando el uniforme que acababa de lavar.
El rápido avance protagonizado en el sur por el Ejército Rojo obligó a trasladar hacia
poniente a muchos de los prisioneros confinados en campos de concentración. A Vadim
Shverubovich lo llevaron a uno instalado en la región meridional de Austria, cerca de la frontera
con Italia, del que se las ingenió para escapar con un compañero italiano e introducirse en el país
de éste a través de las montañas. La caminata fue terrible, siendo así que llevaban los pies
cubiertos de jirones de tela por todo calzado. Una vez alcanzado el otro lado, buscaron refugio en
la casa de un párroco rural.
Los soldados alemanes, que sabían de su huida, acudieron al lugar en que se escondían,
aunque no pensaron que pudiesen haber llegado allí todavía, dada la naturaleza accidentada del
terreno. En consecuencia, se limitaron a advertir al sacerdote que mantuviese los ojos abiertos por
si los veía. «Llegarán mañana o pasado». El cura no podía arriesgarse a ocultarlos por más
tiempo, por lo que se encargó de hacerlos llegar, mediante un conducto clandestino, a la
resistencia italiana.
Cuando, al cabo, llegaron los estadounidenses, Vadim tuvo una oportunidad más de poner en
práctica su talento para los idiomas trabajando de intérprete para ellos y colaborando así en la
repatriación de desplazados. Entre tanto, sus parientes moscovitas habían recibido noticia oficial
de su muerte. Kachalov, su padre, se negó a creer que hubiese sucumbido, y escribió a Stalin,
eterno admirador de su genio teatral, para solicitar su ayuda.
En octubre de 1944, con el Ejército Rojo en la frontera de Prusia Oriental, los Aliados
occidentales cerca del curso bajo del Rin y las ciudades alemanas sometidas a un constante
bombardeo, no había actor que no se sintiera aliviado por trabajar lejos de la capital.
Olga Chejova estaba rodando en Kitzbühel, lugar de recreo para esquiadores situado en el
Tirol austríaco. Allí se encontró con Julius Schaub, ayudante personal de Hitler, que se acercó
para compartir mesa con ella en el comedor del hotel. La actriz pudo observar que había quedado
sordo casi por completo porque estaba junto al Führer cuando estalló la bomba de Stauffenberg en
la Wolfsschanze. Schaub parecía sentir una lúgubre fascinación con respecto a la experiencia
vivida, pues entretuvo a Olga y a sus compañeros con los detalles más espeluznantes de la
explosión. Describió las quemaduras sufridas por Hitler en el brazo y la pierna, y cómo le
colgaban las ropas hechas jirones.[23] La actriz pudo oír, asimismo, que estaban llegando armas y
alimentos enlatados al Berghof, en Berchtesgaden, aunque no está claro que la información
procediera de Schaub.[24]
Olga Chejova trató de hacer ver, tras la guerra, que la sincera opinión ofrecida a Goebbels en
lo tocante a la invasión de la Unión Soviética había propiciado su inclusión en la lista negra nazi.
Sin embargo, entre 1942 y 1944 hizo al menos siete películas, y no dejó de recibir, de cuando en
cuando, invitaciones del ministro. En una de aquéllas, Mitden Augen einer Frau, logró incluso
que le asignaran un papel a su hermana Ada, con la que había actuado en Der Favorit der
Kaiserin en 1935. De cualquier modo, el implacable bombardeo aliado al que estaban sometidos
Berlín y sus alrededores era causa de que apenas salieran ya producciones de Babelsberg. Praga,
que seguía casi intacta y cuyos comercios estaban aún llenos de productos de lujo imposibles de
encontrar en la capital alemana, se convirtió en la nueva «Meca de la gente del cine».[25]
Olga viajó también a distintas ciudades del país para actuar en sus teatros como actriz
invitada. En Colonia, sin embargo, el hotel en que se alojaba fue alcanzado durante una incursión
británica y quedó envuelto en llamas, por lo que, según ella, hubo de tomar el tren de regreso a
Berlín con el vestido que llevaba puesto en el escenario.
Parece que una de las mayores preocupaciones de los actores berlineses eran sus automóviles
y la imposibilidad de obtener gasolina. Cari Raddatz, ex amante y amigo íntimo de Olga Chejova,
hubo de arreglarse con un artilugio alimentado con leña. La actriz estaba furiosa con Goebbels,
que se había negado a suministrarle una ración suplementaria de carburante para su Fiat Torrelino.
Lo más que se permitía eran quince litros mensuales, y comprar gasolina en el mercado negro
resultaba muy peligroso, toda vez que, por lo general, había sido robada a la Wehrmacht, y el
delito podía comportar la pena capital. A finales de 1944, se vio obligada a emplear el suburbano
y, en ocasiones, hacer a pie trayectos de hasta diez kilómetros.
Olga Chejova no había abandonado su trabajo voluntario de tiempos de guerra: sin presión
alguna por parte del Ministerio de Propaganda, acostumbraba cantar para los heridos del hospital
militar de Tubinga. Goebbels, por su parte, seguía teniendo sus favoritas, si bien «la encantadora
Olga Tschechowa», como la describía de forma repetitiva en sus diarios, ya no era una de ellas, y
más aún después del modo como lo había desairado su madre, la formidable Baba, en un teatro.
No obstante, la actriz preferida del ministro durante la guerra era también de origen extranjero. Se
trataba de la estrella húngara Marika Rókk, que, esta vez, contó también con la aprobación de
Magda Goebbels. Destacaba en todas las facetas de la profesión, aunque era famosa, sobre todo,
por su forma de cantar y bailar. Las fuentes soviéticas de información, empero, aseguran que
espiaba para ellos. «Cuando nuestras tropas llegaron a Alemania —escribió el hijo de Beria—, se
trasladó a Austria para establecer allí, no sin cierto respaldo, su propia compañía
cinematográfica».[26]
Con todo, las invitaciones de Goebbels no dejaron nunca de llegar de forma esporádica. De
hecho, para conmemorar la quingentésima representación de Aimée, el ministro de Propaganda
convidó a los actores participantes a acudir a su casa de campo de Lanke, donde ofreció un
banquete de carne asada de venado, un verdadero milagro a esas alturas de la guerra, dada la
drástica reducción que habían sufrido las raciones. Los invitados se encontraron con que
Goebbels tuvo que hacer solo de anfitrión, ya que su esposa y sus hijos estaban en Austria,
disfrutando de lo que los berlineses llamaban unas «vacaciones de bombardeo». Olga quiso saber
si pensaba hacer ampliaciones en la casa, cuyas reducidas dimensiones y sencillez resultaban
sorprendentes en un dirigente nazi. «La tierra no es mía —respondió—, sino del municipio, y en
cualquier caso, ¿para quién iba a querer construir algo mayor? Si acaso no sobrevivo, ¿cómo voy
a dejar que mis hijos carguen con un odio dirigido a mi persona?».[27] El futuro que esperaba a su
prole en caso de que cayera el régimen nazi era algo que le preocupaba cada vez más, aunque en
público no dejara nunca de tildar de cobarde y traidor a todo aquel que mencionase siquiera la
posibilidad de una derrota.
19
El 1 de febrero de 1945, Olga Chejova regresó en tren a Berlín de un nuevo rodaje en Praga. Fue
el mismo día que las unidades de vanguardia del 1.º frente bielorruso del mariscal Zhukov
cruzaron las heladas aguas del Oder para tomar las cabezas de puente de la ribera occidental. El
Ejército Rojo se encontró, así, a cien kilómetros de Berlín. Las noticias hicieron cundir el pánico
en la capital nazi. Tal como lo habría expresado el Ministerio de Propaganda, las hordas de
mongoles se hallaban a las puertas.
Lo que más preocupaba a Olga era su familia: su hija, Ada, y su nieta, Vera. Con todo, había
comenzado también a profesar un cariño extremo a otro joven oficial llamado Albert Sumser. Al
igual que algunos de sus anteriores amantes, Bert era mucho menor que ella —dieciséis años, para
ser más exactos—. Era entrenador del equipo olímpico de atletismo, y la había conocido en una
fiesta celebrada en Wannsee, cerca de Potsdam, donde se hallaba en calidad de oficial del
servicio de transmisiones. No tenía la menor idea de quién era ella, pero había sido el único
hombre que se había levantado al verla entrar en la sala, y no tardaron en entablar conversación.
Ella le ofreció su tarjeta de visita y le invitó a llamarla, y él, sin atreverse «a pensar siquiera en
tratar de conquistar a una mujer tan hermosa», se presentó en su casa de campo de estilo ruso con
un par de patos salvajes que había abatido «en lugar de rosas rojas». Dada la escasez de
alimentos, la siempre pragmática Olga Chejova agradeció sobremanera tal gesto, y supo apreciar
sus buenos modales. A principios de la primavera de 1945, cuando Bert cayó enfermo, la actriz
recorrió a pie el camino que la separaba del cuartel de Potsdam en que estaba alojado para
llevarle comida. La ida y la vuelta sumaban veinte kilómetros a través del pinar de Konigswald
sin medio de locomoción alguno, ya que a esas alturas no disponía de gasolina para el coche. Su
relación, «basada por entero en la iniciativa de ella», se hizo, sin duda, más intensa a causa de los
peligros y las dificultades del momento.[1]
Todo apunta a que Olga rechazó varias ofertas de evacuación, resuelta como estaba a
permanecer con su hija y su nieta en la casa de Grofi Glienecke. Al marido de Ada, un ginecólogo
llamado Wilhelm Rust, lo habían llamado a filas para que hiciese de médico para la Luftwaffe, y
se hallaba en el norte, adscrito al cuartel del general Stumpff, quien más tarde firmaría, con el
mariscal de campo Keitel, la rendición final ante el mariscal Zhukov. Su hija Vera —a la que, tal
como cabe predecir, habían bautizado también como Olga— no tenía más que cuatro años. En
abril, cuando Zhukov lanzó, finalmente, la gran ofensiva contra Berlín, todo lo que sabían del
paradero de Wilhelm era que su hospital de campaña se había trasladado más al norte, a la ciudad
báltica de Lübeck.
Olga y Ada habían estado hablando de si no sería más conveniente que desertara el esposo de
ésta, y de si serían capaces de ocultarlo con éxito en Grofi Glienecke, aunque la despiadada
ejecución que reservaban la SS y la Feldgendarmerie a quienes abandonaban su puesto las
hicieron desistir de tal idea. Para empeorar aún más las cosas, la base aérea de la Luftwaffe en
Gatow se hallaba a poco más de un kilómetro de distancia. Tal como refirió más tarde Olga a los
oficiales del SMERSH que la entrevistaron en Moscú, «convinimos en que se rendiría en cuanto
tuviese la oportunidad y mencionaría el parentesco que lo unía a mí, de modo que yo pudiese
avalarlo».[2] En aquel momento, todos suponían que Lübeck caería a manos del Ejército Rojo, y el
«aval» que se disponía a ofrecerle Olga Chejova sólo podía deberse a su intercesión ante las
autoridades soviéticas. El hecho es muy significativo, porque da fe de la influencia que ella se
sabía capaz de ejercer en Moscú.
El problema que podía plantearse, y en el que tal vez ella no había parado mientes, estaba
relacionado con la posibilidad de que, por motivos de seguridad, todos los departamentos y
organizaciones que integraban los servicios soviéticos de espionaje no dispusiesen de la misma
información. Beria era, por mediación de Mariya Garikovna y Liev, el principal protector con que
podía contar Olga en este sentido; pero ni él ni su subordinado inmediato, Merkulov, con quien
había hablado en noviembre de 1940, habían informado siquiera al Primer Directorio de la NKVD
acerca de la identidad de determinados agentes. Y no cabe duda de que el SMERSH, la
organización de contra-espionaje adscrita al Ejército Rojo, no sabía nada al respecto.
Esta última entidad estaba encabezada por el antiguo subdirector de Beria, Viktor
Semionovich Abakumov, ascendido por orden de Stalin para compensar así el poder de aquél. El
14 de febrero, dos semanas exactas después del regreso a Berlín de la actriz, el director del
SMERSH se convirtió en el primer oficial soviético que entró en el cuartel general secreto de
Hitler en Prusia Oriental, conocido como la Wolfsschanze. [3] Tras su visita, elaboró un informe
por demás detallado para Stalin, sin olvidar remitir una copia a Beria, cuya antipatía resultaba
demasiado peligroso granjearse.
La gran acometida tuvo su inicio en el frente del Oder antes del alba del 16 de abril. Las tres
generaciones de las Chejova, refugiadas más allá del perímetro occidental de Berlín, no oyeron
siquiera el brutal bombardeo; pero en las afueras orientales de la ciudad, la vibración producida
por los proyectiles fue tal que los muros temblaron, los cuadros cayeron al suelo y los teléfonos
comenzaron a sonar solos.
Goebbels y su esposa, Magda, hicieron una última visita a su casa de Schwanenwerder, a
orillas del lago. Mientras ella hacía un inventario del contenido de aquel edificio al que sabía que
no regresaría, su marido se dedicó a destruir su correspondencia y demás objetos personales. Fue
entonces cuando mostró a un colega que había ido a despedirse la fotografía dedicada de Lida
Baarova, que había mantenido oculta en su escritorio desde 1938. «Mire —le dijo—: aquí tiene a
una mujer de belleza perfecta». Acto seguido, la arrojó al fuego.[6]
Stalin había ordenado a los mariscales Zhukovy Konev poner cerco a la ciudad, con la doble
intención de evitar la huida de los dirigentes nazis y la entrada de los estadounidenses llegados
del suroeste. Hacinados como estaban en su diminuto refugio antiaéreo, lo primero que oyeron
Olga Chejova y sus compañeros debió de ser la batalla por el campo de aviación de Gatow,
librada el 26 de abril, de la que apenas los separaba una estrecha barrera de pinos. Allí, una
mezcla de cadetes de la Luftwaffe y ancianos de la milicia Volkssturm aumentó al máximo la
inclinación de los cañones de sus baterías antiaéreas de 88 milímetros para desafiar a los carros
blindados rusos que avanzaban por entre el caos de aviones destrozados y carbonizados. Lograron
resistir la mayor parte del día.
Las tropas soviéticas procedían del 47.° ejército, que había avanzado hacia el norte de Berlín
a través de Oranienburg antes de dirigirse, imparable, al sur a fin de encontrarse con el 3.º
ejército de guardias blindado en los aledaños de Potsdam. Llegada la noche siguiente, los
soldados soviéticos se desplegaron en abanico y registraron la zona en busca de alemanes
rezagados. Llevaban el rostro cubierto por la suciedad de los últimos diez días de combate.
La versión que presenta Olga Chejova de su llegada tiene un característico aire
melodramático. Los lanzacohetes katiuska se han sumido en el silencio, y sólo se oye algún que
otro disparo aislado. Un soldado del Ejército Rojo aparece de súbito en la entrada del sótano.
Lleva la frente teñida de sangre. Se tambalea, y pueden apreciar que está herido de muerte. Les
apunta con su ametralladora, pero cuando parece estar a punto de apretar el gatillo, se derrumba,
sin vida, a sus pies. No hay duda de que Olga se dejó llevar por sus instintos cinematográficos.
Los camaradas del combatiente muerto irrumpen en el refugio, y uno de ellos exclama en tono
acusador: «¡Habéis matado a Kolia!». Entonces, los llevan a todos a la kommandatura soviética.
«La sentencia fue de ejecución —escribió—; como en una película».[9] Sin embargo, a juzgar por
la situación del momento, si los soldados hubiesen albergado la menor sospecha de que habían
acabado con la vida de su compañero, no habrían dudado un instante en acribillar a todos los que
se hallaban en la casa. Por otra parte, resulta muy extraño que se hubiese establecido una
kommandatura local antes de garantizar la seguridad de la zona.
Más convincente resulta la versión de Albert Sumser. Según él, se encontraban sentados en la
casa a la espera de los primeros rusos. Él estaba al lado de Olga y tenía en el regazo a su perrito
Kuki. Los primeros soldados, sorprendidos al oírla hablar en ruso, llamaron a una comisaria.
Recuerda su cabello, negro y lleno de grasa, sus enormes pechos y, por encima de todo, su
carácter furibundo. A voz en grito, la comisaria acusó a Olga de traición a la patria, tras lo cual la
agarró del cuello sin dejar de amenazarla con potentes bramidos. Por fortuna, la interrumpió la
llegada de un coronel que exigió saber lo que estaba sucediendo. Olga se identificó al punto, y el
oficial se volvió hacia la comisaria y, con voz estentórea, la tachó de estúpida e ignorante y le
preguntó si no había oído nunca el apellido Chejov. Le ordenó salir y puso a dos soldados de
guardia frente a la casa. Es evidente que informó de su descubrimiento al alto mando, y el servicio
de contra-espionaje del SMERSH no tardó en conocer los hechos.[10]
A la noche siguiente se detuvo bajo los altos pinos que crecían frente a la casa un coche del
estado mayor en el que viajaban dos oficiales soviéticos. Olga Chejova recibió instrucciones de
tomar algunos de sus efectos y acompañarlos. La actriz se despidió de su hija, de su nieta y de
Bert Sumser, a quien, pese a hallarse en edad militar, no habían hecho prisionero. Los dos
oficiales la llevaron al cuartel general del 1.º frente bielorruso del mariscal Zhukov, instalado en
la antigua escuela de ingenieros militares de Karlshorst, en el otro extremo de Berlín, por lo que
fue necesario dar un amplio rodeo a fin de evitar la batalla que seguía librándose en el centro de
la ciudad y sus alrededores.
En Karlshorst, la interrogó, al día siguiente, 29 de abril, el coronel Shkurin, del SMERSH,
durante una sesión extraña por lo contenida e incompleta.[11] Da la impresión de que el oficial
hubiese recibido órdenes de entrevistarse con ella por pura formalidad. No debe olvidarse que, en
aquel tiempo, los militantes blancos hallados en Berlín eran ejecutados en el acto o arrestados
para acabar convertidos en «polvo de campo de concentración» en el Gulag. La mañana del día
30, se introdujo en un sobre el interrogatorio del coronel Shkurin junto con una carta firmada por
el teniente general Alexandr Anatolievich Vadis, director de la unidad del SMERSH adscrita al
1.º frente bielorruso. Dos días más tarde, apremiado por numerosas llamadas de teléfono y radio
procedentes de Moscú, Vadis quedó al cargo de la búsqueda del cadáver de Hitler en la
Cancillería del Reich.
El sobre que contenía los documentos relativos a Olga Chejova fue entregado a su oficial de
escolta y remitido a Viktor Semionovich Abakumov, jefe del SMERSH, que había recibido la
Orden de Kutuzov de 1.a Clase el 21 de abril y no tardaría en ser ascendido a coronel general, aun
a pesar de que los únicos disparos que había oído en su vida fuesen los del pelotón de
fusilamiento.[12] Chejova y su escolta subieron a un vehículo del estado mayor, probablemente un
Willys estadounidense, que los llevó, en dirección este, a Poznan, capturada tras un brutal asedio
a finales de febrero, donde la esperaba un avión llegado de Moscú.
Mientras Olga Chejova se hallaba bajo la protección del SMERSH sucedió en Moscú algo
aún más extraordinario: la tía Olia recibió una llamada telefónica de un oficial del Ejército Rojo
al que ni siquiera conocía que le dijo que le traía un paquete procedente de Berlín. La anciana, a
la que, después de haber visto a su sobrina tras la representación de El jardín de los cerezos ,
debía de inquietar la llegada de cualquier cosa procedente de la capital alemana, pidió a una
amiga de la familia, llamada Sofia Stanislavovna, que recogiese el envío.
El paquete estaba dirigido a Olga Knipper-Chejova. La destinataria lo abrió, leyó la carta que
lo acompañaba y no pudo menos de exclamar alarmada: «¡Si no es para mí!». El envoltorio
contenía vestidos de noche, y la misiva estaba firmada por Ada, la hija de Olga Chejova, que los
había enviado convencida de que a su madre la habían llevado a la Unión Soviética para que
actuara en calidad de invitada en el Teatro del Arte de Moscú.[23]
La tía Olia telefoneó a Kachalov para ponerlo al corriente de lo sucedido, y le preguntó si
sabía si su sobrina había recibido invitación alguna para actuar en la Unión Soviética. El actor,
que tenía amistad con el gobernador militar de Berlín, el celebérrimo general Berzarin, se las
ingenió para ponerse en contacto telefónico con él. Para consternación suya, sin embargo, su
amigo le espetó con cierta animosidad: «No sé nada de Olga Chejova. ¡Y no vuelvas a llamarme!
Olvídate de eso». Confundida y alarmada a la par, la tía Olia creyó tener razones más que
suficientes para partir al punto en dirección a Crimea y quemar, una vez allí y ayudada por la tía
Masha, todo el correo recibido de sus sobrinas afincadas en Alemania.
Pese a las vacaciones pasadas en su adorada Crimea, la anciana actriz no tardó en caer
enferma de gravedad. Es imposible determinar si su dolencia se vio precipitada por las tensiones
de las experiencias vividas durante los años anteriores. Liev estaba con ella, y cuando Vova
Knipper escribió a la tía de ambos desde Moscú para comunicarle su compromiso con Margo, fue
él quien respondió:
Querido Vova:
He leído yo tu carta a la tía Olia, pues guarda cama desde el día 6. El de su septuagésimo
quinto cumpleaños, que celebramos el 22, fue un día triste. El 23 se sometió a una operación, y
ha pasado dos semanas con treinta y ocho y treinta y nueve de fiebre. Ahora, por fin, comienza
a recobrarse de la intervención. Creemos que podrá salir del hospital para el día 30. Nos
alegramos mucho por ti, y nos complace que la familia de Margo te haya recibido con tanto
cariño. Eso quiere decir que no vas a estar tan solo ahora que has vuelto a Moscú. Suerte que
has completado tus estudios: hoy en día es necesario tener cierta formación, sobre todo si
quieres ser actor. No tenía ni idea, dicho sea de paso, de que te interesara la profesión. Es un
oficio sacrificado, y vas a tener que trabajar duro para moldearte. Deberás leer muchísimo y
cultivar tu pensamiento, y por encima de todo, habrás de tener en cuenta los factores que más
importan en toda ocupación artística: disciplina interior, dominio de uno mismo y capacidad
para resistir el fracaso, que a menudo es más frecuente que el éxito aun por lo que respecta a
los actores de mayor talento. Sin embargo, ya has visto lo que era capaz de hacer tu padre, y la
tía Olia sigue pisando las tablas. Los Knipper son gente trabajadora, y perseveran hasta que
consiguen lo que se proponen. Y ya está bien de sermones. Voy a ir a Moscú en torno al 10 de
octubre, y la tía Olía llegará después, cuando se encuentre mejor. Recibe besos de su parte y un
apretón de manos de la mía. Saluda a Margo por mí, porque no tengo su número de teléfono.
Tuyo,
Liev Knipper [24]
Tal vez la tía Olia tuviese otra razón para no contestar en persona. Al parecer, habían llegado
a sus oídos inquietantes rumores que afirmaban que Vova no había sabido desenvolverse
demasiado bien durante la guerra, y en el seno de la familia pesaba sobre él cierta sensación de
deshonra. Con todo, hubo algo que, al menos, había logrado infundir en ella no poca tranquilidad
en la época en que vivían: con motivo de su septuagésimo quinto cumpleaños, el Comité Central
dispuso que se le concediese la Orden de Lenin, lo que, al margen del prestigio que iba ligado al
galardón, constituía una señal inequívoca de que los Knipper no se hallaban bajo amenaza de la
NKVD.
22. Olga en Die Nacht der Entscheidung («La noche de la decisión», 1931), con Conrad Veidt, el famoso mayor Strasser de la
posterior Casablanca
23. Liev Knipper, Liuba y Andrei, hijo de ambos (1931).
24. Liev Knipper con el uniforme del Ejército Rojo (1936).
25. Liev Knipper, compositor y agente de la NKVD (1938).
26. Boda de Olga Chejova y Marcel Robyns (Berlín diciembre de 1936), con su hermana Ada (a la izquierda), su nueva suegra
y su hija Ada (delante a la derecha).
27. Olga durante la celebración de Año Nuevo de 1938, rodeada de amigos de los estudios cinematográficos de Babelsberg.
28. Olga y Willi Forst en BelAmi (1939).
29. Olga Chejova con Hitler.
30. Jep amante de Olga y piloto de caza de la Luftwaffe en la batalla de Inglaterra.
31. Recepción de Ribbentrop en mayo de 1939. En primera fila: Goering, Annelise von Ribbentrop, Hitler y Olga Chejova.
Detrás de Hitler puede verse al mariscal de campo Keitel.
32. Olga y los soldados de la Wehrmacht destacados en París (octubre de 1940).
33. Olga visita una escuadra aérea de la Luftwaffe durante la batalla de Inglaterra (septiembre de 1940).
34. Mariya Garikovna, agente de la NKVD y segunda esposa de Liev.
35. Liev y el también compositor Prokofiev (1941).
36. Tropas en la Plaza Roja de Moscú dispuestas a luchar (7 de noviembre de 1941).
37. Liev en Teherán, en territorio de la embajada soviética (1942).
38. Olga y Rudolf Prack en Der ewige Klang («El sonido eterno», 1944).
39. Abakumov, director del SMERST, recibe la Orden de Kutuzov de 1.ª Clase (21 de abril de 1945). Acababa de hacer
regresar a Olga a Moscú desde Berlín.
20
REGRESO A BERLÍN
Por orden de Beria, Olga Chejova fue enviada de nuevo a la capital alemana la última semana de
junio. A su amante, Albert Sumser, le pareció agotada e intimidada. Las semanas transcurridas en
el nido de víboras del servicio de espionaje soviético le habían provocado una gran tensión
nerviosa, más aún cuando el SMERSH no llegó nunca a conocer la relación que la unía a Beria y a
Merkulov. Por otra parte, es de suponer que, de haber tenido, de boca de estos dos, noticia del
plan de usarla en el intento de asesinato en el que iba a participar también su hermano Liev, la
actriz habría sufrido una conmoción nada agradable. De hecho, una operación tan desesperada
habría comportado la destrucción de su familia y de todo lo que había construido a fuerza de
trabajo. Uno no puede menos de preguntarse hasta qué punto pudo haber afectado esto a su
relación con Liev. Los dos hermanos no volvieron a tener ocasión de encontrarse, y todo apunta, a
despecho de algunos comentarios que hizo ella al final de su vida, a que no llegaron siquiera a
comunicarse.[1] Cierta carta remitida por el general Vadis, a la sazón director de todas las
unidades del SMERSH destinadas en Alemania, a Abakumov poco antes del regreso a Berlín de la
actriz da fe de la importancia que concedían a ésta los servicios soviéticos de espionaje. En ella,
el general daba cuenta de todo lo que habían hecho por Olga: «Siguiendo instrucciones de usted,
el 30 de junio de 1945, se trasladó a Chejova, Olga Konstantinovna, de Grofi Glienecke a la zona
oriental de Berlín, al municipio de Friedrichshagen, donde se le ha asignado una casa en el
número 2 de la Spreestrafie. El traslado se llevó a cabo merced a los recursos del departamento
de contra-espionaje SMERSH del grupo de tropas de ocupación soviética en Alemania».
La vivienda a la que se llevó a la actriz respondía a una cuidadosa elección, en la que cabe
sospechar que tuvo algo que ver la propia Olga, toda vez que el edificio, construido en el período
de entre-guerras con sólidas tejas y basto enlucido de estuco, parecía, en muchos sentidos, una
versión más espaciosa de su casa de campo de Grofi Glienecke. Asimismo se erigía en un lugar
retirado y tranquilo, y daba a una extensión de agua a la que no faltaba un embarcadero de madera
y robustos sauces. El único sonido que podía percibirse era el del suave graznido de los patos. A
su antiguo ocupante lo había desalojado un destacamento de la 11.ª brigada de fusileros de la
NKVD.
«Después de llevarla a su nuevo domicilio —seguía diciendo Vadis—, satisficimos las
diversas peticiones de la Chejova, ya directamente o por mediación del mando militar. En
consecuencia, hemos 1) limpiado y efectuado reparaciones parciales de la casa; 2) realizado la
puesta a punto de dos vehículos propiedad de la Chejova; 3) proveído reservas de alimentos para
ella para dos meses; 4) proporcionado cartillas de racionamiento para toda la familia; 5)
organizado el suministro de leche; 6) comprado carbón para la calefacción; 7) facilitado la
cantidad de 5000 marcos a la Chejova, y 8) apostado centinelas en la casa: tres soldados del 17.°
batallón independiente de fusileros (NKVD)».[2]
La única solicitud que rechazaron fue la de brindar a Olga una escolta de soldados para que la
acompañasen en todo momento, ya fuera a visitar a sus amigos, ya a casa de su modista, a fin de
garantizar que las tropas soviéticas no le robaran el automóvil. Pese a que ella parecía indiferente
a tan notorio indicio de su relación con las autoridades soviéticas, éstas deseaban mantener un
mayor grado de discreción. «Nos hemos escudado en una serie de pretextos sólidos para no
concederle la escolta que exigía», observaba Vadis.
No se opuso restricción alguna a sus movimientos, hasta el punto de que visitaba con igual
asiduidad los sectores occidentales de la capital y la zona soviética, donde, de cuando en cuando,
hacía llamadas de cortesía al comandante del Ejército Rojo y a otros oficiales. (En sus memorias
trata incluso de fingir que no vivía en la mitad ocupada por la Unión Soviética). El informe
acababa con estas palabras: «La Chejova ha expresado su gran satisfacción respecto de nuestros
cuidados y atenciones. Firmado: Vadis».
Olga tuvo cuidado de no hacer comentario alguno ante los oficiales del SMERSH sobre sus
planes de futuro. Su hija, sin embargo, anhelaba regresar a la Unión Soviética y trabajar allí, y
aprovechaba cualquier oportunidad para dejar caer educadas indirectas al respecto. Con todo, lo
que más preocupaba a ambas en aquel momento era el paradero del esposo de Ada, el ginecólogo
Wilhelm Rust, de quien se pensaba que había caído prisionero a manos de los británicos. El 24 de
julio, Willi se presentó de improviso en el domicilio de la Spreestrafie. El general Vadis no
ocultó cierto recelo instintivo, suscitado, según cabe suponer, por la rapidez con que lo habían
liberado sus captores. «Lo tenían confinado en un campo de prisioneros de guerra de Dinamarca
—informó a Abakumov— en el que seguía ejerciendo de médico. Al parecer, fue trasladado, a
petición propia, a otro recinto, situado en la ciudad de Brunswick. Allí le proporcionaron los
documentos necesarios, una ambulancia con equipo médico y un asistente sanitario, también
prisionero de guerra. Con el pretexto de trasladarse a su nuevo puesto de trabajo, en la zona de
Berlín ocupada por las tropas inglesas, Rust llegó en el vehículo citado a la casa de las Chejova.
Mientras viajaba por el territorio alemán ocupado, hubo de detenerse varias veces a
requerimiento de patrullas británicas y soviéticas, que le permitieron continuar una vez
comprobados sus papeles y el vehículo… Las circunstancias del regreso de Rust a Berlín exigen,
dado su carácter sospechoso, una investigación minuciosa. Espero instrucciones. Vadis».[3]
Las autoridades militares soviéticas debieron de haber puesto, asimismo, su infraestructura
postal al servicio de Olga Chejova. No en vano había logrado Ada enviar el fardo de vestidos a
Moscú, y la propia actriz, que había visto, al parecer, un retrato de la tía Masha en cierta
publicación comunista, hizo llegar a ésta una nueva postal de sí misma en la que había escrito:
«Querida tía Masha: A juzgar por tus fotografías, te conservas igual que siempre, razón por la que
también yo he decidido hacerme vegetariana. Besos de tu [Olga]».[4] No podemos precisar si, a
esas alturas, las dos tías habían superado o no sus temores; aunque lo cierto es que debieron de
seguir intranquilas hasta que se anunció la concesión de la Orden de Lenin.
Olga Chejova no había dejado de sorprender a sus protectores, aun cuando no faltan informes
que hagan suponer que el SMERSH o la NKVD debieron de haber instalado micrófonos en su
domicilio de la Spreestrafie antes de que se mudase a él. Por otra parte, cabe preguntarse a cuál
de los dos organismos mantenía informado Nadia, su criada rusa. A pesar de tan estrecha
vigilancia, el SMERSH reparó, de súbito, en que en la casa vivía otra persona, alguien de quien
no tenían noticia alguna. Se trataba, en palabras del informe que recibió, en Moscú, Abakumov, de
«un tal Sumser, Albert, alemán nacido en 1913, profesor de la academia berlinesa de educación
física y campeón de atletismo de campo y pista, que vive con la Chejova y mantiene relaciones
íntimas con ella». Al parecer, no habían caído en la cuenta de que Bert había estado allí alojado
desde el principio.
Poco después del regreso de Willi Rust, ocurrido a finales de julio, Olga hizo una breve visita
a Viena. Viajar no era fácil en aquel tiempo, pero no hay duda de que el general Vadis lo organizó
todo para que ella pudiese hacerlo. A su vuelta, escribió a su tía una carta que fue interceptada por
la NKVD y acabó en el archivo del KGB.
«Querida, queridísima tía Olia: Por fin puedo escribirte. Me ha costado regresar de Viena,
pero por fin estoy aquí y puedo organizar mi nueva casa. [Ada], su esposo y Verochka están
viviendo conmigo. El doctor Rust ha comenzado a trabajar en un hospital de aquí. Hoy he ido a
visitar a Ada [su hermana] y a Marina, y por poco me muero de risa al ver a aquélla ordeñar la
vaca. Ahora tienen una buena casa». Resulta difícil imaginar que Ada hubiese podido adquirir un
artículo tan lujoso como una vaca sin la ayuda de Olga, puesto que todo el ganado había sido
confiscado por el Ejército Rojo. La idea de que cada una de ellas tuviese una en casa quizá
tuviera algo que ver con los recuerdos que guardaba la actriz de la vaca de Chaliapin, que había
permitido a su hermana sobrevivir al primer invierno de la Revolución en Moscú.
«Vas tanto de un lado a otro —seguía diciendo su carta a la tía Olia— que no supondrá para ti
ningún problema venir a visitarme. Todos estamos deseando verte. Ya sabes, por Ada [la otra
Ada, hija de Olga,] y Marina, todo lo que ha sucedido estos últimos años. Mamá, la pobre, no ha
vivido para ver la victoria rusa que tanto había anhelado. No puedo contarte gran cosa de mí
misma, porque la mudanza me ha dejado agotada por completo. Simonov ha venido a vernos y nos
ha traído noticias tuyas y de Liev».[5]
Konstantin Simonov, novelista y poeta que, más tarde, trabaría una gran amistad con el
mariscal Zhukov, llegó a Berlín como corresponsal de guerra en el mismo momento en que se
ponía fin a las hostilidades. Habría sido interesantísimo saber qué les dijo acerca de Liev. De
hecho, no es descabellado pensar que esta alusión al compositor fuese el motivo por el que se
interceptó la misiva.
A Olga Chejova no le faltaron las visitas, y entre éstas se incluyeron no pocos periodistas
occidentales. Los agentes del SMERSH anotaban con gran diligencia todas las idas y venidas. El
general Zelenin, que sucedió a Vadis en el cargo de director de la organización en Alemania, hizo
saber a Abakumov que había ido a ver a la actriz un estadounidense, un tal doctor Gun. El doctor
Nerin E. Gun era un periodista que no hacía mucho que había sido liberado de Dachau por las
fuerzas armadas de Estados Unidos. Con el tiempo publicaría la biografía de Eva Braun, y no cabe
duda de que visitaba a Olga Chejova a fin de tomar nota de los recuerdos que guardaba la actriz
de la cúpula nazi. Otros de los que aparecieron por su casa, y entre los que se incluía un general
francés, llevaban la intención de darle sus parabienes por la Orden de Lenin concedida a su tía. El
comandante británico, por su parte, fue objeto de una recepción llamativa por lo fría cuando la
invitó a cenar.
No era fácil que la actriz mostrara una buena disposición para con los ingleses si tenemos en
cuenta que, el 14 de octubre, la publicación dominical londinense People recogió entre sus
páginas un artículo sobre ella titulado «La espía que coqueteó con Hitler». Su autor, Willi
Frischauer, se hacía eco de un número nada despreciable de rumores en torno a su persona. «Olga
Chejova —rezaba el arranque de su escrito—, famosa actriz alemana de cine y teatro, habita ahora
un castillo en las afueras orientales de Berlín, agasajada por los rusos». Aseguraba que, durante la
guerra, había tenido un dormitorio reservado en el cuartel general de campaña de Hitler,
«dondequiera que él fuese». El Führer había «puesto en ella sus codiciosos ojos», y el atractivo
de ella había surtido efecto, hasta tal punto, según aseguraba el periodista, que los dirigentes nazis
hacían cola para pedirle que convenciera a Hitler de hacer tal o cual cosa. Frischauer la
presentaba como un híbrido de Mata Hari «polaca» y marquesa de Pompadour. Según él, su chófer
hacía las veces de mensajero, y después de cada reunión echaba a correr con el cuadernillo de
Olga para hacer llegar a Moscú los detalles que había apuntado la actriz con su lápiz incrustado
de diamantes. A pesar de lo descarado de sus invenciones e inexactitudes, el artículo dio pie a un
gran escándalo en los medios de comunicación.
En cuanto supo de su contenido, al día siguiente de su publicación, Olga Chejova se dirigió al
despacho del general Zelenin. Éste informó de lo sucedido a Abakumov, e incluyó la carta que le
escribió ella el 18 de octubre. Salta a la vista que la actriz, que no hacía mención alguna de la
polvareda levantada por el artículo, tenía el propósito de ganarse su respaldo. «Queridísimo
Vladimir Semionovich —decía—: Aprovecho la ocasión para enviarte un saludo de todo corazón
y hacerte llegar mi agradecimiento por todo. Estoy haciendo un buen número de representaciones
que ensalzan la literatura rusa, tanto para nuestro pueblo [sic] como para los alemanes. Me
encantaría verte por casa; así que, si vienes otra vez, por favor, no olvides visitarme. He recibido
carta de Crimea, de Olga Leonardovna».[6]
«La Chejova está por demás preocupada por la publicación de este artículo», aseveraba
Zelenin en su informe. Adjunta enviaba, asimismo, una copia del interrogatorio de un amigo de
infancia de ella, un militante blanco llamado Boris Fiodorovich Glazunov, acusado de formar
parte del «órgano de espionaje Zepelín».[7] Dando muestras de un genuino proceder estalinista, el
SMERSH sospechaba de todo el mundo, y a menudo arrancaba, a golpes, confesiones de conjuras
anti-soviéticas a cualquiera de los sospechosos habituales, entre quienes destacaban, por encima
de todos, los emigrados rusos.
Aún no había transcurrido un mes cuando, el 14 de noviembre, el Kurier, un periódico
publicado, en lengua alemana, en la zona francesa de Berlín, recogió algunas de las historias
aparecidas en el artículo del People y aseguró que la estrella del celuloide Olga Chejova, «la
reina de la sociedad nazi», había recibido de Stalin una de las más elevadas condecoraciones por
los servicios prestados durante la guerra en el ámbito del espionaje.
Olga montó en cólera. Una joven alemana le había escupido a la cara en plena calle y la había
motejado de traidora. En consecuencia, no vaciló en dirigirse al cuartel general del Ejército Rojo
en Karlshorst y exigir a las autoridades soviéticas su inmediata intervención. Éstas conminaron a
Kurier a publicar, el 19 de noviembre, la declaración que sigue:
1. Jamás he recibido condecoración rusa de tal magnitud, y me nos aún de manos del
generalísimo Stalin en persona. Hasta ahora, de hecho, no he tenido el honor de conocerlo
personalmente. Olga Chejova, viuda de Antón Chejov y tía de quien estas líneas escribe, fue
quien recibió la medalla en su septuagésimo quinto cumpleaños.
2. El ex ministro de Asuntos Exteriores Ribbentrop sólo se encontró conmigo durante
diversas recepciones oficiales. Por otra par te, no llegué a conocer en persona a su homólogo
italiano, el conde Ciano. Jamás entré en el cuartel general del Führer, y ni siquiera conocía su
localización.
3. No sé nada de la influencia que haya podido ejercer sobre Hitler, porque, al igual que
mis compañeros de profesión, sólo pude verlo en recepciones oficiales y apenas tuve
oportunidad de hablar con él. De ahí la confusión que existe en lo tocante a mi influencia sobre
él en diversos círculos militares y del ámbito de los negocios.
4. También es incorrecto que un general conocido por mí me pidiese que intercediera ante
el Führer para lograr la fabricación de cañones especiales.
5. Tampoco es cierto que la Gestapo arrestase a mi chófer días antes de acabar la guerra.
Hace seis años que no tengo chófer, ni podría tenerlo, ya que el doctor Goebbels me privó de
mi automóvil hace cuatro por motivos propagandísticos, a fin de que el pueblo viese que
también las celebridades habían de ir a pie a todos lados. Ya ven, pues, hasta dónde llegaba mi
gran influencia sobre Hitler.
El Kurier terminaba esta servil disculpa con un homenaje a «Frau Chejova, a la que
profesamos un gran respeto».[8]
TRAS LA GUERRA
Para la fecha en que Olga Chejova regresó de Moscú, las infatigables cuadrillas de trabajo de
ciudadanas alemanas habían despejado la mayor parte de las calzadas y aceras. Muchas de estas
Trümmerfrauen («mujeres escombro»), agotadas, hacían cuanto estaba a su alcance por vivir sin
pensar, con la única esperanza de lograr reconquistar cierta normalidad en la vida de sus hijos.
Para la mayoría de ellas era fácil desterrar de su mente cualquier reflexión relativa al
conflicto bélico que acababa de llegar a su fin, toda vez que habían alcanzado la Stunde nuil, u
«hora cero» en que su pueblo había tocado fondo. La extenuación y el trastorno de la derrota,
unidos al empeño con que los Aliados trataban de hacerles reconocer su parte de culpa en lo
tocante a los campos de concentración, hacían que, para la mayoría, pensar se convirtiese en un
ejercicio demasiado arduo. Lo único que podían hacer era seguir poniendo un pie delante del otro.
Sus esposos seguían confinados en campos soviéticos, y demasiadas de ellas se habían
enfrentado a las violaciones en la misma soledad con que habían arrostrado los incesantes
bombardeos Aliados sobre la ciudad o la violenta acometida de las tropas soviéticas. Muchas
guardaban indelebles cicatrices de la experiencia vivida, y no eran pocas las que estaban
destrozadas, si bien parece que la mayor parte se había encallecido a impulsos de la necesidad de
sobrevivir a la caída de la Alemania nazi.
De entre las ruinas surgieron enseguida indicios de su determinación de seguir adelante. Así,
en los alrededores de la Puerta de Brandeburgo y en el Tiergarten no tardaron en surgir centros de
compraventa en los que floreció el mercado negro. La prostitución se convirtió en el camino más
corto para obtener alimentos y otros artículos de primera necesidad, pese a que la ubicuidad de
las infecciones venéreas resultaba aterradora. Las recién llegadas tropas británicas aseguraban
que, en Berlín, las iniciales VD correspondían a «Veronika danke-schón». [1] Los carros de
combate calcinados servían de soporte a carteles que anunciaban clases de baile en aquella
extraña ciudad habitada por soldados extranjeros y mujeres alemanas cuyos esposos y novios
habían sido apresados por aquéllos.
Olga Chejova, que debía su fortaleza al hecho de haber sobrevivido a la Revolución rusa, se
había librado del sufrimiento que habían tenido que soportar otras mujeres en la Alemania de
1945. Con todo, no debemos subestimar la tensión nerviosa a la que se vio sometida durante su
estancia en Moscú. En una época en la que el descubrimiento de una arma de fuego en el interior
de una casa comportaba la ejecución inmediata de quienes la habitaban, la actriz descargó una
noche su pistola sobre soldados soviéticos borrachos que trataban de robar su vehículo. El simple
hecho de que le hubiesen proporcionado una ya es significativo, como lo es el que escribiera de
inmediato a Abakumov para solicitarle un mayor número de centinelas que custodiasen su mansión
ribereña de Friedrichshagen. Para ella, la Stunde nuil no existía: fuera como fuese, estaba resuelta
a mantener su trabajo de actriz, y como quiera que en los tiempos que corrían era muy improbable
que se rodaran muchas películas, se dedicaba a ofrecer representaciones y «veladas musicales» en
teatros improvisados o reconstruidos, sobre todo en Berlín Oeste. Ni siquiera la división, cada
vez más marcada, entre este sector y el soviético supuso estorbo alguno a su libertad de
movimientos.
Quizás el caso de supervivencia más extraordinario que se dio en el círculo de los Chejov
fuese el del hijo de Kachalov, Vadim Shverubovich. Tras escapar del campo de prisioneros
austríaco de la Wehrmacht en que se encontraba confinado y refugiarse en Italia, hubo de
enfrentarse a un indignante destino en total consonancia con la brutal indiferencia del sistema
soviético.
Las cartas que había remitido su padre a Stalin acabaron por dar su fruto, y Vadim fue
localizado en el campo estadounidense situado al norte de Italia en el que se encontraba ayudando
a traducir las declaraciones de los refugiados. Se hizo todo lo necesario para que volviese a la
Unión Soviética; pero tan pronto hubo regresado, sufrió arresto a manos de la NKVD por su mera
condición de antiguo prisionero de guerra. Todo soldado del Ejército Rojo que se hubiese rendido
a los alemanes era sospechoso de traición y debía ser investigado. La mayoría acababa confinada
en campos de trabajo.
Nadie le creyó cuando aseguró que le habían ordenado volver para presentarse en la capital.
«¿Cómo? —replicó con aire de desdén el oficial de la NKVD—. ¿En Moscú? Me da en la nariz
que vas a tener que trabajar más… ¡talando árboles!».[2] En consecuencia, Vadim fue trasladado a
un campo de concentración del Gulag cuyas condiciones eran tan malas como las de los campos
alemanes en que había estado recluido. Allí permaneció durante el verano y el otoño de 1945,
hasta que, a resultas de una nueva investigación emprendida por el Kremlin, las autoridades
dieron con su paradero. La administración de la NKVD volvió a enviarlo entonces a la Lubianka.
A esas alturas se encontraba en un estado pésimo: enfermo, escuálido y con un pie en la tumba.
Con el fin de encubrir su error, los servicios secretos lo mantuvieron allí durante un mes para
engordarlo a fuerza de «raciones dobles de oficial». Acabado este período, le comunicaron, un
buen día, que podía irse a casa. Dado el pésimo estado de su ropa de recluso, se le procuró un
elegante traje apenas usado. Al ir a ponérselo, Shverubovich advirtió que la chaqueta tenía dos
orificios en la espalda, y dedujo que provenía del almacén en que guardaba la NKVD las prendas
de calidad que habían recuperado de los cadáveres de sus víctimas más distinguidas. En cualquier
caso, fue lo único que recibió de sus captores, de modo que tuvo que regresar a pie al apartamento
de sus padres, sito en la calle Briusov.
Acabada la guerra, la tía Olia acudía a menudo a la casa de campo de Kachalov, con quien
había compartido profesión y amistad durante medio siglo. Ambos solían sentarse en el porche de
la vivienda, rodeado de altos árboles. La tensión provocada por la contienda había hecho mella en
los dos, preocupados como habían estado en todo momento por Liev, aquélla, y Vadim, éste. «Me
he distanciado de la vida —escribió ella a Ada, la hermana de Olga, en una carta remitida a
Berlín—. Ya no dispongo de las fuerzas necesarias para vivir al paso que exige el presente». [3]
Las únicas veces que salía de Moscú era para dirigirse a Crimea y alojarse en su amada Gurzuf.
Liev y Mariya Garikovna fueron a visitarla allí y llevaron con ellos un gran caniche negro que
respondía al nombre de Judy. Con todo, llegado 1947, la anciana actriz hubo de permanecer en
casa durante períodos cada vez más largos, y a menudo debía hacer grandes esfuerzos para
respirar.
No obstante, por más que se hubiera distanciado de la vida, ésta no había dejado en ningún
momento de visitarla, encarnada en numerosos amigos y admiradores. «Por la noche, siempre se
presenta alguien, y Sofía [Baklanova] cocina algo delicioso».[4] Las celebraciones de Año Nuevo
que se hacían en su piso durante el primer período de posguerra eran memorables. Para la mejor,
la de 1947, encendieron velas en el árbol de Navidad, dispusieron la comida y prepararon el
piano de cola para Liev y los amigos que asistían del mundo de la música, como Sviatoslav
Richter. Liuba, la antigua esposa de aquél, acudió con su nuevo marido, el director de orquesta
Nikolai Pavlovich Anosov, y los Kachalov se presentaron con su familia.
El año siguiente, 1948, era el del quincuagésimo aniversario del Teatro del Arte de Moscú.
Para entonces, la salud de Kachalov, quien, junto con la tía Olia, era el único que quedaba vivo de
la época en que se fundó la compañía, comenzaba a resentirse. En consecuencia, la actriz visitaba
su casa de campo con tanta asiduidad como le era posible. «Y allí nos sentamos, él y yo: los
últimos de la vieja guardia». Tal como anunció a Ada en una carta, se acercaba el cuadragésimo
cuarto aniversario de la muerte de Antón Chejov, «y yo sigo con vida».[5]
Tampoco había año en que no se organizase, el 22 de septiembre, una fiesta para celebrar el
cumpleaños de la tía Olia. Mariya Shverubovich, nieta de Kachalov, recuerda a Liev, cuyos
cabellos comenzaban a tornarse blancos, y su «rostro encantador», que «siempre parecía
bronceado». A la sazón, el compositor estaba empezando a perder el aspecto duro y atormentado
que presentaba en fotografías de épocas anteriores.
Resultaba imposible olvidar la guerra, siquiera en los lugares más insospechados. Cuando
tuvo la oportunidad, en 1947, Liev organizó otra expedición de montañeros al Cáucaso. Junto con
un pequeño grupo de éstos, acometió la ascensión al monte de Elbrús, el pico más alto de Europa.
Durante la escalada, se toparon con bunkeres, almacenes para alimentos y soldados alemanes de
unidades alpinas que habían muerto congelados en la nieve. Sus cadáveres, conservados por la
acción del frío, tenían la piel de color pardo oscuro. Habían pertenecido al 49.° cuerpo de
montaña del general Konrad, unidad que había combatido en la ladera de la montaña en 1942,
apenas comenzada la batalla por Stalingrado. Uno de sus grupos había logrado llegar a la cima, y
Goebbels no vaciló en anunciar la gesta a bombo y platillo en la prensa nazi.[6]
En el transcurso de los viajes emprendidos durante la época inmediatamente posterior al final
de la contienda, Liev se encontró a menudo con prisioneros de guerra que reparaban caminos o
trabajaban en proyectos de construcción. Huelga decir que, en tales casos, se deleitaba ante las
muestras de sorpresa y curiosidad que daban éstos cuando hacía uso de su perfecto alemán para
charlar con ellos. Liev habría de permanecer a las órdenes del general Sudoplatov hasta 1949,
pues aún tenían por delante la labor de identificar a los rusos anticomunistas afincados en el
extranjero.[7] Sin embargo, una vez terminada la guerra no volvieron a requerir sus servicios, y
acaso fue esta sensación de gradual alejamiento de la NKVD lo que le permitió, por fin, comenzar
a relajarse.
Tal vez no sea ninguna coincidencia el que su relación con Mariya Garikovna, que, en cierta
manera, había constituido el aspecto más intenso de su participación en las actividades de la
NKVD, comenzara a desintegrarse. Durante el verano de 1947, ella tuvo que pasar una temporada
en Moscú, para cuidar a su madre, quien se hallaba a un paso de la muerte a causa de un cáncer de
estómago, en tanto que Liev marchó al Cáucaso a fin de practicar la escalada con su hijo, Andrei.
Si bien el compositor había conseguido recuperar la amistad de su primera esposa, Liuba, lo
cierto es que su segundo matrimonio estaba empezando a dar paso al tercero.
Es difícil saber si Mariya Garikovna seguía teniendo miedo de su marido, aunque de lo que no
cabe duda es de que su música seguía inspirándole cierto temor reverencial. Siempre que llegaba
visita cuando Liev se había sentado a componer, se acercaba de puntillas a los recién llegados
para susurrar: «Liova está trabajando». En tales ocasiones encerraban a Judy, el caniche, en otra
habitación de modo que no desconcentrase al maestro. Aun después de que él la abandonara, se
sentía muy contrariada cuando no le concedían algún premio importante. «¿Cómo es —se
preguntaba— que no se lo han dado a Liova?».[8]
Mariya Garikovna siguió poniendo sus brillantes dotes de lingüista al servicio del espionaje
soviético. La misma mañana en que se presentaba al examen oficial del Instituto de Idiomas, Liev
le hizo saber que su relación había terminado. Ella repuso, dando muestras de un humor amargo,
que podía haber esperado a que acabase la prueba. El compositor no se llevó otra cosa que su
portafolios cuando se marchó, algo que, entre los hombres rusos que abandonaban a sus esposas,
constituía una cuestión de honor. El marido de su primera mujer, el director de orquesta, no tardó
en salir corriendo tras él con un voluminoso abrigo gritando: «¡Liova, no seas inconsciente!
¡Estamos en pleno invierno!».[9]
El sufrimiento de Liev, con todo, fue mínimo en comparación con el de Mariya Garikovna.
Ésta se sintió embargada por tal tristeza al asumir la verdad, que perdió la visión durante una
semana. Cuando, transcurrido un tiempo, fue a visitarla el compositor y le sugirió que siguiesen
siendo amigos y amantes, ella le respondió cruzándole la cara.[10]
A despecho de la incondicional admiración que pudiese profesar Mariya Garikovna a Liev en
calidad de compositor, lo cierto es que su carrera musical no gozaba de nada semejante al éxito
que conoció antes de la guerra. Y si bien se incluía entre los autores a los que se invitó a crear un
nuevo himno nacional, no fue su versión la elegida. En 1948, cuando el estalinismo estaba
entrando en un nuevo período maníaco, las autoridades acusaron a Prokofiev y Shostakovich de
«formalismo».[11] Se dice que Andrei Zhdanov, encargado de que se hicieran cumplir los dictados
de Stalin en lo tocante a cuestiones culturales, arrancó de oído algunos pasajes a un piano para
hacer ver qué tipo de música era la que quería el Partido. Liev perdió también el valimiento de las
autoridades, al parecer por haber cometido la imprudencia de hablar en favor de los dos
compositores anatematizados. Asimismo se sentía frustrado por causa de su propia música, y la tía
Olia había de recordarle a menudo que en la vida tenía que haber tanto fracasos como éxitos. Los
primeros procedían, en parte, de las concesiones que había hecho ante las presiones políticas de
finales de la década de 1930. Años después, Liev reconoció que muchos pensaban que sus
sinfonías eran, en cierto modo, como «carteles propagandísticos».[12]
El misterio de su hermana, por otra parte, se tornó, si cabe, más insondable. En 1949, Olga
Chejova y su familia al completo abandonaron, de súbito, la casa que ocupaban en
Friedrichshagen bajo la protección del SMERSH para trasladarse a un apartamento de
Charlottenburg, en el sector occidental. El que lograra hacer tal cosa en aquella época de gran
tensión debida al puente aéreo establecido por las potencias occidentales y al bloqueo soviético
respecto de los sectores situados al oeste de la ciudad no deja de ser, cuando menos, llamativo.
La actriz había estado, desde 1947, en contacto con Alexandr Demianov, uno de los
principales agentes de la NKVD, que trabajaba con el coronel Shchors, antiguo pagador de
Liev.[13] Todo apunta a que no dejó de comunicarse con Abakumov y el general Utejin hasta que,
poco después, en agosto de 1951, ambos fueron víctimas de las purgas.[14] Haciendo uso de sus
inimitables métodos tortuosos, Stalin se había servido del primero para atacar a Beria y, después,
había permitido a éste que lo destruyera de un modo lento y cruel. Abakumov fue retenido en
pésimas condiciones, sin saber siquiera, un día tras otro, si al siguiente irían por él para liberarlo
o para ejecutarlo. Las fotografías dan fe del espectacular envejecimiento que experimentó en cinco
años.[15] Habida cuenta de los contactos que había mantenido con él, Olga Chejova pasó a ser
considerada una persona peligrosa, si bien parece que a Beria seguía interesándole reservarla
como quien guarda un as en la manga.
En 1952, el director de operaciones del KGB en Berlín-Karlshorst recibió órdenes de recoger
toda la información que le fuera posible en relación con la actriz. En la sede moscovita habían
oído «un rumor» que aseguraba que la habían llevado a la capital soviética al final de la guerra, y
querían determinar el motivo, con lo que queda demostrada la confusión a la que dio pie la
existencia de compartimentos estancos en el seno de los servicios de espionaje.[16]
La muerte de Stalin, acaecida en marzo de 1953, provocó patentes muestras de dolor en la
Unión Soviética, incluso por parte de las familias que habían sufrido durante el Gran Terror. La
gente corriente lloraba a moco tendido en las calles, y cientos de miles de ciudadanos hicieron
cola día y noche para pasar ante el ataúd, no menos acongojados por el miedo que por la pérdida
del dirigente. Muerto su adalid, se preguntaban, ¿qué suerte los esperaba? ¿Habría otra guerra?
El interregno que siguió a su desaparición estuvo caracterizado por la intranquilidad,
provocada, sobre todo, por el nerviosismo que se había enseñoreado, no sin razón, del Politburó.
Lavrenti Beria había recuperado el mando de los servicios de espionaje y seguridad soviéticos.
Nadie ignoraba que su poder no provenía sólo de su posición: Beria era el más enérgico e
inteligente de todos los que componían la cúpula del gobierno. Por otra parte, tal como pudieron
descubrir en breve, tenía un plan maestro: quería poner fin a la guerra fría por medio de la
reunificación de Alemania a cambio de que la Unión Soviética recibiese cuantiosas ayudas de
Estados Unidos. Tal vez resulte irónico que el personaje más temido del sistema soviético
pretendiese tal cosa. Sin embargo, y a pesar de no haber sido nunca precisamente un demócrata,
Beria era, cuando menos, un hombre pragmático, y sabía que la nación no podría derrotar a
Occidente en lo económico a través de un sistema de inflexible autarquía.
En primer lugar, sin embargo, necesitaba tantear, a través de fuentes no oficiales, cuál sería la
reacción de Occidente. Para tal fin, volvió a recurrir al príncipe Janusz Radziwill, a quien pidió
que se dispusiera a visitar Estados Unidos en calidad de emisario personal suyo. Asimismo
decidió averiguar, por mediación de Olga Chejova, qué opinaban ciertas personalidades de la
Alemania Occidental. Con todo, los organismos soviéticos de espionaje seguían sobrestimando la
importancia de la actriz, «tanto en el ámbito cultural alemán como en el político».[17] En junio,
Beria hizo llamar a Zoya Ivanovna Ribkina, directora del departamento alemán del KGB y coronel
de la Seguridad del Estado, quien había supervisado las actividades de Zarah Leander durante la
guerra. Le dio instrucciones de volar a Berlín para reunirse con Olga e informarla de su misión.[18]
No obstante, el 17 de junio, los obreros de la Alemania Oriental comenzaron a causar disturbios,
aunque Beria, pese a la alarma que había cundido entre sus colegas a raíz de estos desórdenes,
decidió seguir adelante con sus planes.
El 26 de junio, Ribkina se encontró con Olga Chejova en Berlín Este. No podemos precisar,
en absoluto, si alguno de los servicios de espionaje occidentales estaba siguiendo los pasos de la
actriz y supo de esta cita. Sea como fuere, lo cierto es que el proyecto estaba condenado al fracaso
por una razón diferente: aquella misma mañana, en el Kremlin, varios jefes del ejército armados
de pistolas y encabezados por el mariscal Zhukov irrumpieron, por orden de Nikita Jruschov, en
una reunión para arrestar a Beria. Sus rivales lo habían denunciado y habían tachado su plan de
reunificar Alemania de «patente capitulación ante el imperialismo».[19]
Olga Chejova debió de regresar a Berlín Oeste sin ser notada. Ribkina, por su parte, corría un
serio peligro. Jruschov, que tenía nociones de lo que se estaba tramando, no perdió tiempo alguno:
ordenó al general Grechko, que se hallaba en la capital alemana para una «misión especial», que
investigase las actividades que estaba llevando a cabo allí el KGB. En consecuencia, se interrogó
a los oficiales del cuartel general de Karlshorst a fin de determinar si había llegado a la ciudad
alguien procedente de la sede en Moscú.
Ribkina se salvó merced a uno de los oficiales del servicio de espionaje militar (GRU) a las
órdenes de Grechko al que había conocido durante la guerra. El la ayudó a subir a un avión que
regresaba a Moscú en el preciso instante en que se estaba deteniendo a otros miembros del KGB
leales a Beria. La purga fue más minuciosa aún en la capital soviética. El general Sudoplatov, que
había trabajado codo a codo con Beria durante las hostilidades, fue sentenciado a quince años de
prisión después de que se presentase contra él una de las acusaciones falsas de costumbre.
También fueron muchos los de graduación más baja que sufrieron las consecuencias. La que había
ejercido de oficial de enlace de Liev durante la batalla de Moscú, Zoya Zarubina, fue expulsada
del KGB por el mero hecho de pertenecer al grupo de Sudoplatov, y Rubkina se vio obligada a
dejar la organización. La enviaron a Kolimá, en el extremo noroeste de Siberia, a formar parte de
la administración de campos de concentración del Gulag.
Ella, sin embargo, no protestó, y cuando su superior del KGB le preguntó asombrado: «Pero
¿te das cuenta de adónde vas a ir?», se limitó a responder: «Sí».[20] Pasó dos años en Kolimá,
donde trató de ayudar a todos los prisioneros que conocía. Llegó incluso a encontrarse con un
alemán, confinado allí, al que había conocido antes de la guerra, cuando había visitado Moscú
formando parte de una compañía de ópera alemana.
Mariya Garikovna también sufrió penalidades a causa de su pertenencia al entorno de Beria.
La expulsaron del KGB y no pudo encontrar otro trabajo. Este era, sin duda, un mal menor en
comparación con la suerte que habría corrido diez años antes, aunque tal consuelo no la libró de
hallarse sumida en la pobreza por primera vez en su vida. Al decir de su sobrino, hubo de
arreglárselas con un solo juego de ropa interior, que lavaba todas las noches y dejaba secar en el
radiador. Tal estado de penuria económica se prolongó durante varios años, hasta que, de súbito,
un nuevo equipo de los servicios secretos paró mientes en que se estaban desperdiciando sus
dotes lingüísticas. Por consiguiente, volvieron a requerir sus servicios en el Departamento
Exterior de Espionaje, sobre todo en la Europa occidental, donde había de actuar, al parecer, en
calidad de «arcángel» de las delegaciones enviadas al extranjero en misiones culturales y
económicas. No es que así se sacase gran provecho de su talento; pero lo cierto es que ese tipo de
cosas era muy frecuente. Más tristes aún fueron las circunstancias de su muerte. Antes de un viaje
a París, se sometió a una operación de cirugía plástica en el rostro, un tipo de intervención poco
frecuente y, cuando menos, rudimentario en la Unión Soviética. Murió al día siguiente a
consecuencia de una serie de complicaciones imprevistas.[21]
De todos los primos de la familia Chejov que se reunieron en Moscú en torno a 1914, uno de
los primeros en morir fue Misha. La tía Olia mostró a Serguei Chejov, que casi había llegado a
adorarlo, un ejemplar de periódico estadounidense fechado el 30 de septiembre de 1955 que
anunciaba en sus páginas el fallecimiento del actor en Beverley Hills. Dada su condición de
ungido de Stanislavski, Mijail Chejov se había convertido en un verdadero guía espiritual en lo
tocante a los secretos del «método» para muchos actores, incluidos Gregory Peck y Marilyn
Monroe. A la edad de sesenta y cuatro años, parecía ser mucho mayor. Serguei tenía la impresión
—que acaso compartiese con el propio Misha— de que su primo no había alcanzado la altura que
prometían las interpretaciones de los días en que encarnó, con el Teatro del Arte de Moscú, a
Hamlet, Erik XIV, Malvolio o el inspector de Gogol. Cabe preguntarse si se marchitó su genio al
hallarse fuera de su madre patria o si acabó por apagarse, sin más, a causa del alcohol.[22]
Por su parte, su ex mujer, Olga, no llegó nunca, al parecer, a consumirse, lo que se debió, en
parte, a un espíritu por demás pragmático. A diferencia de Misha, jamás se permitió caer en la
desilusión por el hecho de ver frustrados sus ideales. De hecho, su único ideal había sido el
propio Misha, y probablemente, con el paso de los años, le estuviese agradecida por la dura
lección que le había brindado su matrimonio fracasado.
Sabía que su profesión podía ofrecer cada vez menos cosas a una mujer de su edad, y sin
embargo estaba resuelta a no rendirse. Su elegancia voluptuosa y, en cierto sentido,
desvergonzada, le había prestado un gran servicio a la hora de interpretar incontables papeles
cinematográficos; más sabía que era algo del pasado. Debía, por lo tanto, encarnar a otros
personajes más adecuados a sus cincuenta años. A fin de obtener el máximo provecho del hambre
de cine que experimentaba la Alemania Occidental durante aquellos duros años anteriores al
milagro económico, llegó incluso a fundar su propia productora, Venus-Film Munich/Berlín. [23]
Asimismo entabló conversaciones con los viejos estudios UFA de Babelsberg, a la sazón
propiedad del nuevo régimen comunista, a fin de proponer coproducciones y vender sus películas
a la Alemania Oriental. Cometió un grave error, empero, al adjudicarse el papel principal en tres
obras seguidas que no obtuvieron el éxito esperado, lo que provocó el fracaso de Venus-Film.
Con todo, logró sacar un gran partido a aquel período de plenitud: entre 1949 y 1974 actuó en
veintidós películas, de las que poco menos de la mitad se rodaron en 1950 y 1951.
Dado que Babelsberg había quedado en el sector soviético de Berlín, la industria
cinematográfica alemana hubo de renacer en Munich, merced al respaldo estadounidense. Olga
Chejova se mudó allí en 1950, y otro tanto hizo su nieta, Vera, que también quería ser actriz.
Aquélla, sin embargo, ya había tomado conciencia de que necesitaba emprender una trayectoria
profesional paralela, por cuanto veía que sus días en el cine estaban contados. En 1952 publicó el
primer volumen de unas memorias tan pintorescas como poco sinceras bajo el desvergonzado
título de Ich verschweige Nichts («No tengo nada que ocultar»). Asimismo llevó a cabo su
primera incursión en el mundo de la cosmética con la edición de una «guía de belleza y moda»
titulada Frau ohne Alter («La mujer que no envejece»). Bien que embebido en la algo manida
filosofía de la beldad de Olga Chejova, el libro adoptaba un enfoque sensual que no deja de
resultar sorprendente dada la represión que caracterizó la década en que fue escrito. Alentada por
la acogida que le brindó el público, se decidió a crear su propia empresa de cosméticos.
Olga Tschechowa Kosmetik se fundó en Munich en 1955 y «se expandió con gran rapidez». [24]
Teniendo en cuenta que «los millones ganados a lo largo de su carrera profesional habían
desaparecido» al final de la guerra y que Venus-Film había fracasado hacía poco tiempo, cabe
preguntarse de dónde logró obtener la financiación que necesitaba.[25] Este hecho no carece de
interés, ya que las fuentes del servicio soviético de espionaje están totalmente convencidas de que
el dinero con el que se creó la empresa procedía, por entero, de Moscú.[26] No es descabellado
pensar que Olga Tschechowa Kosmetik ofrecía una oportunidad única de establecer contacto con
las esposas de los oficiales de la OTAN.
Sin embargo, este tipo de aseveraciones debe tomarse con la mayor cautela, dado que los
rusos siguen preciándose de los éxitos logrados por la Unión Soviética en el terreno del
espionaje, y este hecho ha dado pie a no pocas exageraciones y leyendas. Se ha llegado a decir
incluso que Stalin había asegurado, en 1943: «La actriz Olga Chejova va a sernos de gran utilidad
durante la posguerra».[27] A juzgar por los indicios de que disponemos en el día de hoy, este
parece un comentario muy poco probable, si bien no podemos descartar que haya, en la trayectoria
profesional de la actriz, aspectos desconocidos para nosotros. Lo cierto, de cualquier manera, es
que el SMERSH la trató con no pocos cuidado y respeto después de que regresase a Alemania
durante el verano de 1945. Los oficiales del KGB que entregaron a Vova Knipper la remesa de
documentos disponibles en relación con su prima se refirieron a su caso como «una historia
complicada y, hasta cierto punto, insólita». [28] Aún queda un número considerable de papeles en
torno a ella que no ha visto la luz, y que acaso no la vea nunca.
Si bien sus fracasos no nos la presentan precisamente como una gran mujer de negocios, no
cabe dudar de su carácter trabajador y por demás disciplinado. Su extraordinaria vitalidad, que la
hizo capaz de atraer a hombres mucho más jóvenes que ella, no la abandonó siquiera una vez que
hubo cumplido los sesenta. De hecho, mientras dirigía Olga Tschechowa Kosmetik, aún sacó
tiempo para aparecer en otras seis películas, y no vaciló en alentar a su nieta Vera en su carrera
de actriz.
Esta última le había echado el ojo al miembro más famoso del ejército estadounidense. El 2 de
marzo de 1959, el soldado raso Elvis Presley se dirigió, junto con sus dos compañeros, Lámar
Fike y Red West, a Munich con la intención de visitar a Vera Chejova en la casa que tenía su
abuela en la Freseniusstrafie de Obermenzing. El cantante se había enamorado de aquella belleza
de diecinueve años poco después de unirse al 7.° ejército de Estados Unidos, acantonado cerca de
Frankfurt. Durante la estancia de Elvis en Munich, Vera actuaba todas las noches en una obra
llamada Der Verführer («El seductor»), aunque a la pareja no le faltó tiempo para quedar durante
el día. El llegó incluso a soportar una proyección especial de todas sus películas, y regresó de
nuevo en junio para estar con ella.
En 1962, Olga Chejova recibió el Deutscher Filmpreis como recompensa a toda una vida en la
profesión, «por tantos años de destacada contribución a la cinematografía alemana». Más
intrigante resultó, después del alboroto suscitado en torno a su supuesta Orden de Lenin, el
galardón concedido, en 1972, por el gobierno de la Alemania Occidental. El presidente la
condecoró con el Bundesverdienstkreuz, o la Cruz de la Orden del Mérito de la República
Federal, medalla que recibió junto con Konrad Lorenz.
En 1964, cinco años después de la muerte de la tía Olia, Olga Chejova escribió a la
compañera de ésta, Sofía Baklanova para ponerla al corriente de que tenía la intención de visitar
Moscú acompañada de una reducida comitiva compuesta, entre otros, por su masajista, su
secretario y su médico. Pensaba alojarse en una suite del hotel Nacional, y proponía ir a ver las
tumbas del tío Antón y la tía Olia al cementerio de Novodeviche. En los formularios que hubo de
rellenar, volvió a afirmar que había actuado en el Teatro del Arte de Moscú bajo la dirección de
Stanislavski. Al final, no llegó a hacer el viaje. Y perdió, así, su última oportunidad de ver a Liev.
El compositor, sin embargo, sí contestó a una carta remitida por Ada diez años después.
Seguía viajando, sobre todo por Siberia y el Asia central, y concibiendo nuevos proyectos
musicales. Iba a visitar la Alemania Oriental para producir una sinfonía oratorio sobre la
Alemania de entre 1933 y 1945. Asimismo estaba componiendo una ópera, El conde Cagliostro,
basada en la novela de Alexei Tolstoi, a quien había convencido de que regresara a la Unión
Soviética cincuenta años antes.[29] Liev siguió componiendo de forma obsesiva hasta que le llegó
la muerte, en julio de 1974. Pocos días antes, recibió el título de artista del pueblo de la Unión
Soviética, un último consuelo para un patriota de moral atormentada como él.
Es evidente que su hermana no sufrió nunca ansiedad política de ningún tipo. Siguió viviendo
en Obermenzing y se negó a ver un solo documental televisivo sobre la guerra. En una carta a su
hermana, Ada, se quejaba de que su empresa de cosméticos estaba creciendo demasiado, por
cuanto daba ya trabajo a ciento cuarenta empleados. La autoritaria matriarca estaba, a todas luces,
harta de todos los aspectos sociales y las relaciones con el personal que tal hecho comportaba.
«Un proletario siempre será un proletario —escribió—. ¡La demanda es cada vez mayor, pero las
facultades de la razón no están a la altura!».[30]
En el tramo final de su vida, Olga Chejova demostró tener un gran coraje, y no se resistió a
cierto impulso de seguir la tradición familiar. A la edad de ochenta y tres años, hubo de sufrir una
dolorosa agonía por causa de la leucemia, más no llegó a quejarse en ningún momento. El 9 de
marzo de 1980, sabedora de que su fin se hallaba cerca, susurró su último deseo a su nieta, Vera.
Cuando Antón Chejov se hallaba postrado en su lecho de muerte de Badenweiler, había dicho
a la tía Olia que le apetecía una copa de champán, y había muerto después de bebérsela. Su
sobrina, Olga Chejova, decidió seguir su ejemplo, y fue capaz incluso de indicar a Vera en qué
anaquel de la bodega se hallaba la botella. Cuando ésta regresó, su abuela apuró la copa antes de
pronunciar sus últimas palabras: «La vida es bella».[31]
A pesar de ser de sangre germánica y credo luterano, y haber adoptado la nacionalidad
alemana más de medio siglo atrás, Olga Chejova quiso ser enterrada según el rito de la Iglesia
ortodoxa rusa.
Los rumores relativos a su misteriosa vida no dejaron de crecer. Así, cierto diario alemán
escribió que Himmler había querido arrestarla en 1945, convencido de que era una traidora. En
Rusia no faltó quien asegurase que, por orden expresa de Stalin, la actriz se dirigió, con la ayuda
del general Walter Schellenberg, de la SS, al campo de concentración en que se hallaba confinado
Jakob Dzhugachvili, el hijo del dirigente soviético, aunque no logró salvarlo. Más tarde, el
presidente de Rusia Boris Yeltsin hizo unas declaraciones espectaculares acerca de la Cámara de
Ámbar, la magnífica sala de resina fósil que regaló un rey de Prusia a un zar de Rusia y que
desapareció después de que la Wehrmacht se hiciera, durante la guerra, con los paneles que la
recubrían. Yeltsin aseguró que este tesoro se hallaba oculto en un bunker de Turingia que recibía
el nombre en clave de Olga. De haber sido cierta la información, pocos nombres podrían haber
sido tan adecuados, ya que Olga Chejova constituía un claro ejemplo de la fascinación mutua, tan
antigua como peligrosa, existente entre Rusia y Alemania, una inmensa zona de contacto de límites
y lealtades cambiantes.
ABREVIATURAS
AD-MCY Arjiv doma-muzeya Chejova Yalta (Archivo de la casa museo de Chejov en Yalta).
TB-JG Die Tagebücher von joseph Goebbeh-Im Auftrag des Instituís für Zeitgeschkhte,
editado por Elke Fróhlich, Munich, 2001.
Liev Alexandrovich Bezimenski (antiguo comandante del GRU); profesora Tatiana Alexeievna
Gaidamovich (viuda de Liev Knipper); Vadim Glowna (nieto político de Olga Chejova);
académico Andrei Lvovich Knipper (hijo de Liev Knipper); Alexandr Alexandrovich Melikov
(sobrino de Mariya Garikovna Melikova); Eduard Prokofievich Sharapov (antiguo coronel del
KGB); Mariya Vadimovna Shverubovich (nieta de Vasili Kachalov); profesor Pavlovich
Sudoplatov (hijo del general Pavel Sudoplatov); Albert Sumser (entrenador olímpico y amante de
Olga Chejova en 1945); Vera Tschechowa (nieta de Olga Chejova); Zoya Vasilievna Zarubina
(antigua capitana del Primer Directorio de la NKVD, oficial de enlace de Liev Knipper y Mariya
Garikovna).
ANTONY BEEVOR. Londres, Inglaterra, 14 de diciembre de 1946. Hijo de una familia de
escritores, estudió en el Winchester College y en la Real Academia de Sandhurst. Es miembro del
comité de la Biblioteca de Londres y profesor invitado de las cátedras de Historia, Ciencias de la
Antigüedad y arqueología de la Universidad Birkbeck de Londres.
Su obra es fundamentalmente histórica, aunque también ha escrito novela de ficción histórica.
Se caracteriza por su forma amena de narrar los hechos lo que hace que la lectura de sus obras sea
fácil, sin menoscabo de describir situaciones de gran dureza y dramatismo. Como militar que fue
del Ejercito Británico, tuvo acceso a datos reservados de la Segunda Guerra Mundial, que le
permitieron describir con minuciosidad hechos con los que documentó sus libros sobre batallas
importantes de este periodo.
Ha escrito un libro sobre la Guerra Civil Española con gran éxito de venta, pero criticado por
las imprecisiones respecto a fechas, protagonistas y episodios. Ha recibido numerosos premios y
distinciones por su obra.
NOTAS
CAPÍTULO 1
[4] Ibid.[<<]
[10] La orden cursada por Stalin para la ejecución de Meyerhold, Isaac Babel, Koltsov (de
quien es trasunto el Karpov de la novela de Hemingway Por quién doblan las campanas) y otras
343 personas tiene fecha del 16 de enero de 1940. A Meyerhold lo fusilaron el 2 de febrero de ese
mismo año. Véanse Shentalinsky, p.70, y Montefiore, p. 287.[<<]
[14] El 14 de octubre de 1903, el autor aseguró a Olga Knipper-Chejova que el papel sería
«representado por ti: no hay nadie más que pueda hacerlo». Véase Chejov, Pisma, XI, pp. 273-
274, citado en Benedetti, 1988, p. 128.[<<]
[16] El declarado «entusiasmo por los sonidos en escena» mostrado por Stanislavski en la
representación de El jardín de los cerezos provocó la siguiente agudeza de Chejov: «“¡Qué
silencio tan agradable!”, exclamará el personaje principal de mi obra —señaló el dramaturgo a
alguien que se hallaba cerca con el fin de que lo oyera el director—. “¡Qué maravilla! No se oyen
pájaros, perros, cucos, búhos, relojes, campanillas de trineo ni grillos”». Citado en Stanislavski,
p. 420.[<<]
[17] AD-MCM, fondo Knipper. Ha sido imposible encontrar la fecha exacta de esta
representación especial en los archivos del Teatro del Arte de Moscú, incompletos sin duda, dado
que no hay registro alguno que dé fe de la aparición de la actriz en ninguna puesta en escena de El
jardín de los cerezos entre 1938 y 1948, aun a pesar de que ésta alcanzase, en 1943, su milésima
aparición en la obra.[<<]
CAPÍTULO 2
[1] August Knipper, abuelo de la actriz, era, sin embargo, metalúrgico. Su hijo, Leonhardt
Knipper, dejó Alemania a la edad de veinticinco años para buscar fortuna en calidad de ingeniero.
Leonard —quien no tardó en trocar la grafía alemana de su nombre— se trasladó a Glazov, en los
Urales, para dirigir una fábrica de papel. Su esposa, Anna Salza, pianista no exenta de talento,
procedía de una estirpe báltico-germánica y era diez años más joven que él. Leonard y Anna
hablaban alemán en el hogar y no abandonaron nunca su credo luterano, bien que adoptaron la
nacionalidad rusa. Konstantin, su primogénito, había nacido antes de su llegada a Glazov, ciudad
en que vio la luz Olga. En 1872, la familia se trasladó a Moscú, donde nació Vladimir, o Volodia,
su segundo hijo varón. Pasaban el invierno en una casa de recreo situada en el bulevar Novinski.
(V. V. Knipper, pp. 26-30; Helker y Lenssen, p. 22, y Andrei Lvovich Knipper, entrevista, 22
septiembre 2002.) En sus memorias, plagadas de exasperantes inexactitudes, Olga Chejova
sostiene que los Knipper eran de origen noble. Sin embargo, esto no es del todo cierto: uno de sus
antepasados, arquitecto de la corte del elector de Westfalia Wenceslao III, había recibido un título
de nobleza; pero se había visto, más tarde, desposeído de él. El padre de Olga Chejova,
Konstantin Leonardovich Knipper, fue honrado de forma automática con uno de acuerdo con la
«Escala de Grados» de Pedro el Grande, por el simple hecho de poseer un puesto de funcionario
en el Ministerio de Transporte; aunque también el padre de Lenin ostentaba otro como inspector
de enseñanza. La suya, sea como fuere, no era la única rama de la familia Knipper que había
emigrado a Rusia en el siglo XVIII. Karl Knipper, naviero, había fundado y patrocinado un grupo
de actores alemanes en San Petersburgo en 1787. Véase V. V. Knipper, p. 22.[<<]
[5] En abril de 1904, poco antes de la muerte de Chejov, Gorki fue objeto de tal provocación
por parte del antiguo amante de Olga Knipper-Chejova, Nemirovich-Danchenko, que acabó por
romper los lazos que lo unían al Teatro del Arte de Moscú. En lo tocante a la disputa, véase
Benedetti, 1988, pp. 139-148.[<<]
[7] 24 octubre 1888, citada en Rayfield, p. 179. Los dos hijos a los que se refiere la carta,
Nikolai (Kolia) y Antón, eran fruto de la relación de Alexandr y su compañera divorciada Anna
Ivanovna Jrushchiova-Sokolnikova.[<<]
[11] El nombre que figuraba en el pasaporte de la esposa de Konstantin Knipper era Yelena
Yulievna Ried; sin embargo, para los de su familia fue siempre Luise o Lulu, y más tarde, al
convertirse en abuela, Baba.[<<]
[12] AD-MCM, fondo Knipper. La fecha que aparece en su expediente escolar es la del 13 de
abril de 1987, aunque la diferencia se debe al antiguo calendario ortodoxo; véase RGALI
677/1/4087.[<<]
[17] Ibid.[<<]
[18] Escuela de arte Stroganov, expediente de Knipper, Olga Konstantinovna, 1913, RGALI
677/1/4087.[<<]
[20] Chejova, 1973, p. 37. Huelga decir que la conversación que mantuvo con la célebre actriz
difiere en las dos versiones de sus memorias. En la de 1952, Duse le regala, asimismo, un par de
diminutos patines de hielo fabricados en plata para una muñeca y exclama: «¡Du bist so schón,
dafi man dich dem Theater fernhalten sollte!». («¡Eres tan hermosa que deberían mantenerte
alejada del teatro!»), Chejova, 1952, p. 69.[<<]
CAPÍTULO 3
[7] Vladimir Ivanovich Chejov, 19 agosto 1913, citado en Serguei Mijailovich Chejov, ms.,
AD-MCM/Sajarova/archivo 81.[<<]
[9] Ibid.[<<]
[10] Ibid.[<<]
[11] Stanislavski, Sóbrame Sochinenii, VI, p. 48, citado en Benedetti, 1988, p. 191.[<<]
[13] En los albores de la década de 1920, tras la Revolución, se cambió el nombre de la calle
por el de bulevar Gogolevski. Véase cap. 13, n. 14.[<<]
[2] El único comentario que hizo Misha con motivo de su noviazgo fue: «Olga Leonardovna
Knipper-Chejova tenía dos sobrinas bajo su techo, y yo decidí casarme con una de ellas».
(Chejov, 1991, p.71). No obstante, se mostró más generoso al hablar, más tarde, del fracaso de su
matrimonio.[<<]
[3] Chejova, 1973, p. 53; véase también id., 1952, pp. 83-84, donde se recogen otras
variantes.[<<]
[ 8 ] Ibid, p. 57. Si es cierto que Konstantin Knipper, padre de Olga, se encontraba allí
entonces, debió de ser durante una breve visita a la ciudad, siendo así que, entre 1912 y 1915, se
hallaba destinado, la mayor parte del tiempo, en Yekaterinburg, ciudad en la que, cuatro años
después, sería asesinada la gran duquesa, supuesta amiga de Olga.[<<]
[12] Ibid.[<<]
[7] Honold, Silvia, «Gesprách mit Olga Tschechowa» (ms. inédito), Munich, 1962, p. 136,
citado en Helker y Lenssen, p. 60.[<<]
[4] Olga Knipper-Chejova a Mariya Pavlovna Chejova, Moscú, 28 febrero 1918, en Vilenkin,
1972, p. 118.[<<]
[7] Olga Knipper-Chejova a Mariya Pavlovna Chejova, Moscú, 10 abril 1918, en Vilenkin,
1972, p. 119.[<<]
[8] Honold, Silvia, «Gesprách mit Olga Tschechowa» (ms. inédito), Munich, 1962, p. 51,
citado en Helker y Lenssen, p. 62.[<<]
[9] Olga Knipper-Chejova a Mariya Pavlovna Chejova, Moscú, 22-26 enero 1919, en
Vilenkin, 1972, p. 120.[<<]
[5] Shverubovich era, de hecho, el verdadero apellido del gran actor conocido por el
seudónimo de Kachalov.[<<]
[6] El relato que sigue está basado, sobre todo, en la versión del director de escena. Véase S.
Bertenson, Vokrug iskusstva, Los Ángeles, 1957, citado en Pitcher, pp. 219-225.[<<]
[9] Maiakooski, SS, IX, pp. 107-108, citado en Benedetti, 1988, p. 248.[<<]
[10] Citado en Shentalinsky, p. 48. Maiakooski se suicidó en 1930. Stalin insistió más tarde,
dando muestras de un cinismo difícil de superar, en calificarlo de «el poeta de mayor talento de
nuestra era soviética», y aseguró que «se ría un crimen adoptar una actitud indiferente ante su
recuerdo».[<<]
[11] «La vida que pintó Chejov ha desaparecido, pero su arte nos acompaña aún —había
escrito Stanislavski apenas cinco años antes—. Muchos jóvenes no saben nada de esa vida, por
cuanto salieron a escena mucho después de que llegara a su fin. Las revoluciones y las guerras
dieron lugar a momentos no por crueles menos interesantes en la vida del hombre que, en un solo
día (a veces en una sola hora), vivió lo que los integrantes de la generación anterior habían
necesitado décadas para experimentar». Véase Stanislavski, 1924, p. 565.[<<]
CAPÍTULO 9
[2] Las vivencias del grupo de Kachalov en el Cáucaso proceden, sobre todo, de Pitcher, pp.
221-226, que se basa, a su vez, en S. Bertenson, op. cit.[<<]
[3] Los hechos que se narran a continuación proceden de la entrevista mantenida con Mariya
Vadimovna Shverubovich, 16 septiembre 2003.[<<]
[9] «Una quinta parte de los hombres acantonados en Gallípoli abandonó el lugar antes de que
comenzase el éxodo a los países balcánicos [sobre todo a Bulgaria]. Un soldado de cada cuatro y
un oficial de cada seis adoptaron la condición de refugiados y salieron de la península antes que
el resto del ejército. Poco más de un 0,5 del escaso 3,67 por 100 que regresó a la Rusia soviética
estaba constituido por oficiales». Véase Karpov, pp. 4-16.[<<]
[12] Honold, Sylvia, «Gesprách mit Olga Tschechowa» (ms. inédito), citado en Helker y
Lenssen, p. 63.[<<]
[7] Ibid, p. 89. Esta versión resulta más convincente que la que había dado Olga Chejova con
anterioridad, según la cual telefoneó a Gráfin von Tritteleben, cuya hija había vivido con los
Knipper en Moscú, y ésta la recibió con gran des lujos. Véase Chejova, 1952, p. 101. Cabe la
posibilidad de que la compañera de colegio fuese la hija de Tritteleben, pero a veces resulta muy
difícil desenmarañar las distintas versiones.[<<]
[8] Véase Chejova, 1973, p. 86, donde asegura haberlo llevado bajo la len gua, e id., 1952, p.
101, que recoge la versión del abrigo.[<<]
[10] Olga Chejova a Olga Leonardovna Knipper-Chejova, 16 marzo 1924, MMJAT, K-Ch, n.°
2761.[<<]
[4] Stanislavski, Sobranie Sochinenii, VI, p. 256, citado en Benedetti, 1988, p. 246.[<<]
[6] Ibid.[<<]
[9] Olga Knipper-Chejova a Masha, Moscú, 6 junio 1922, en Vilenkin, 1972, p. 131.[<<]
[11] Ibid.[<<]
[12] Ada no contrajo matrimonio con el padre de su hija: la niña, Marina Ried, tenía por
apellido el de soltera de la madre de aquélla. Olga Knipper-Chejova deja constancia, en la citada
carta del 6 de junio de 1922, de la pena que le causó el que su cuñada pensara llevarse a la
pequeña de su sobrina Olga a Berlín, ciudad «que odio». Este dato da fe de que tal proyecto era
anterior a la muerte de Konstantin Knipper, ocurrida en enero de 1924. La hermana de Olga, Ada,
había vuelto a alojarse con su tía en el número 23 del bulevar Prechistenski, tal como indica la
siguiente afirmación de ésta: «Aquí vivo con mi sobrina Ada». (Olga Knipper-Chejova a P. F.
Sharov, Moscú, 3 agosto 1922, en Vilenkin, 1972, p. 132.[<<]
[14] Liev Bezimenski, Die Zeit, 15 octubre 1993, y entrevista, 17 septiembre 2003. Véase
también Sudoplatov, 1995, p. 159. Según Anatoli Pavlovich Sudoplatov (entrevista, 24 septiembre
2003), existe un archivo en la Lubianka que recoge la correspondencia secreta de Liev y Olga. En
diciembre de 1921, la Cheka se había transformado en la OGPU (Obeyedinionnoi
Gossudarstvennoie Politicheskoie Upravlenie, o «Dirección Política Estatal Unificada»), que pasó
a formar parte de la NKVD en 1934.[<<]
[17] El único hijo de Liev, el académico Andrei Lvovich Knipper, re conoce que esta es la
única explicación posible (entrevista, 23 septiembre 2002).[<<]
[19] En lo tocante a las operaciones de la Cheka y la OGPU, véase Andrew y Gordievski, pp.
67-78. El INO, fundado en 1920, se hallaba al mando de Mijail Abramovich Trilisser. En 1941
pasó a ser INU (Inostrannoye Upravlenie, «Dirección de Espionaje Exterior»), parte del
NKGB.[<<]
[20] En este sentido resulta revelador el catálogo de la exposición «Das Russische Berlin,
1918-1941», celebrada, en el Museo de Historia de Moscú, en mayo de 2002.[<<]
[23] Se referían a la célebre avenida Nevski o del Neva, calle principal de San Petersburgo,
inmortalizada en un conocido relato de Gogol. (N. del T.)[<<]
[24] La producción berlinesa de El zar Fiodor se describe en Benedetti, 1988, pp. 252-
253.[<<]
CAPÍTULO 12
[1] Olga Knipper-Chejova a E. N. Konshina, París, 12-14 diciembre 1922, en Vilenkin, 1972,
pp. 134-135.[<<]
[2] Olga Knipper-Chejova a F. N. Mijailski, Nueva York, 19 enero 1923, en Vilenkin, 1972,
p. 136.[<<]
[16] L. K. Knipper a Olga Knipper-Chejova, 7 enero 1924, MMJAT, KCh, n.° 2734.[<<]
[8] Mariya Pavlovna Chejova a Olga Knipper-Chejova, Yalta, 10 octubre 1924, en Vilenkin,
1972, p. 147.[<<]
[9] Olga Knipper-Chejova a Mariya Pavlovna Chejova, Moscú, 24 octubre 1924, en Vilenkin,
1972, p. 148.[<<]
[10] En lo tocante a la llegada a Berlín de Lulu Knipper y las niñas, así como a la vida de
Olga en aquel período, véase Helker y Lenssen, pp. 94-100.[<<]
[18] Ibid.[<<]
[3] Esta película ha fascinado siempre a los cinefilos por contener una escena que ocupa nada
menos que ciento sesenta metros.[<<]
[8] En lo relativo a Zarah Leander (1907-1981) y los servicios soviéticos de espionaje, véase
The Times, 11 julio 2003. También Sudoplatov, entrevista, 24 septiembre 2003. Ribkina operaba
con el nombre en clave de Yartseva.[<<]
[13] Lida Baarova regresó, por fin, a Alemania en 1975 para rodar Las amargas lágrimas de
Petra von Kant, de Rainer Werner Fassbinder.[<<]
[2] Shentalinsky, p. 173. En esta última versión del poema, elaborada ante Shivarov, quien lo
interrogó en la Lubianka, sustituyó por «ojos» lo que en el original aparecía como «bigotes».
El palacio de la Lubianka, sede de la OGPU, la NKVD y el KGB, albergaba, amén de los
archivos del servicio de espionaje, una serie de salas de interrogatorio y una cárcel. (N. del
T.)[<<]
[6] Ada envió dos postales con la misma solicitud. Ambas pueden encontrarse en AD-
MCY.[<<]
[9] L. K. Knipper a Olga Leonardovna Knipper-Chejova, Yalta, 4 abril 1937, MMJAT, K-Ch,
n.° 2745.[<<]
[12] Leo Rabeneck, «Posledniye minuti Chejova», Vozrozhdeniye, vol. 84, París, diciembre
1958, citado en Malcolm, p. 62.[<<]
[13] 9 octubre 1937, TB-JG, vol. 3, p. 294, y 5 mayo 1939, TB-JG, vol. 6, p. 338. Véase
también 4 febrero 1938.[<<]
[23] Al decir del teniente coronel de la Seguridad del Estado Igor Alexandrovich Shchors, a
Baldanov lo denunciaron después de la visita que hizo a una serie de fábricas militares en Francia
y Alemania, y lo acusaron de trabajar para Francia, tal vez delatado por otro miembro de la
delegación. Lo condenaron a diez años de prisión sin derecho a recibir correspondencia.
Shchors vio su expediente y las tres peticiones por las que sus compañeros de trabajo y otras
entidades solicitaban su liberación. Las tres recibieron «vuelva a considerar la causa». Shchors se
vio mezclado en este asunto en 1943 o 1944, cuando Mariya Garikovna lo invitó a tomar el té
durante una de las muchas visitas que solía hacerle. El sabía que una mujer tan inteligente como
ella debía de tener alguna razón para hacer tal cosa. Ella le hizo algunas preguntas, en su
encantador estilo despreocupado de costumbre, antes de mostrarle la carta que había escrito a sus
superiores para que consideraran de nuevo el caso de su ex marido.
En ella solicitaba que confiaran en su persona, toda vez que había demostrado profesar una
gran devoción a su país y estar dispuesta a morir por él, y la creyesen cuando aseguraba que su
antiguo esposo era inocente. Pidió a Shchors que hiciera llegar el escrito a sus jefes, y éste le
respondió que lo mejor sería que ella lo dejase en el buzón destinado a tales menesteres en la
plaza Dzerzhinskogo —hoy plaza Lubianka—. La carta llegó a sus destinatarios, y algún tiempo
después, Sudoplatov pidió a Shchors que siguiese la pista de Baldanov y, en caso de que no
hubiera visto aumentada su condena por ninguna falta adicional, lo liberase de donde estuviera
confinado. Cuando, por fin, averiguó cuál era el campo de prisioneros en que se hallaba
Baldanov, recibió de quienes lo dirigían la noticia de que había muerto de tifus en 1939 —mucho
antes de que se presentasen las peticiones de liberación—. Con la intención de llevar su
investigación hasta el final, Shchors quiso comprobar si había habido casos de dicha enfermedad
durante ese período, y la respuesta fue negativa. Shchors, entrevista, 7 diciembre 2003.[<<]
[4] Sudoplatov, entrevista, 25 septiembre 2003. Véase también Andrew y Gordievski, pp.
203-204.[<<]
[3] L. K. Knipper a Olga Leonardovna Knipper-Chejova, 23 junio 1941, MMJAT, K-Ch, n.°
2748.[<<]
[13] Andrew y Gordievski, p. 252. El teniente general Pavel Anatolievich Sudoplatov fue
director de la Administración de Guerrillas de la NKVD y, más tarde, del Spetsburó que llevaba a
cabo los asesinatos en el extranjero. Su subordinado inmediato, el general de división Leonid
Alexandrovich Eitingon, había organizado el asesinato de Trotski.[<<]
[18] Moscú, 19 octubre 1941, MMJAT, K-Ch, n.° 2748. La carta fue enviada a través de un
amigo de Liev llamado Sidorenko, de modo que tuvo mucha más oportunidad de escapar a la
censura de la NKVD.
[21] Sudoplatov y Zarubina están convencidos de que el matrimonio debía ser enviado a
Alemania para ponerse en contacto con Olga Chejova, en tanto que el coronel Shchors piensa que
su objetivo era Von Papen, destinado en Turquía.[<<]
[8] El profesor Sudoplatov cree que Liev Knipper tenía órdenes de encontrarse con
Miklashevski; sin embargo, otros expertos en el campo del espionaje, como es el caso de Boris
Volodarski, consideran muy improbable esta idea. Este último piensa que la NKVD habría
preferido emprender dos operaciones diferentes contra Hitler. Por otra parte, y tal como se ha
mencionado con anterioridad, el coronel Shchors está seguro de que el compositor formaba parte
del plan para asesinar a Von Papen en Turquía. Sudoplatov, entrevista, 24 septiembre 2003;
Voladarski, escrito remitido al autor por correo electrónico, 13 noviembre 2003; coronel Igor
Shchors, entrevista, 7 diciembre 2003.[<<]
[9] Sudoplatov, entrevista, 24 septiembre 2003. La NKVD mostraba un interés extremo en las
conspiraciones homicidas, quizá con la intención de complacer a Stalin, que ansiaba poder
librarse de Trotski. De hecho, la misión que llevó a Kim Philby a España había sido, en un
principio, organizar el asesinato del general Franco.[<<]
[10] Shchors, entrevista, 7 diciembre 2003. El coronel Shchors siguió siendo el encargado de
pagar a Liev, y confirma que éste trabajaba para la NKVD en calidad de agente remunerado.[<<]
[17] He de agradecer a Vadim Glowna el que me hiciera reparar en este detalle. Véase
Deutsche Wochenschau, BA-FA, DW 651/1943/rollo 1.[<<]
[23] Se refiere a la conspiración de julio (1944), concebida por el coronel Claus von
Stauffenberg y otros oficiales del ejército alemán para acabar con la vida de Hitler. Cabe
presumir que la actriz estuviese interpretando Mit meinen Augen (estrenada a principios de 1945),
una de las últimas películas que se rodaron bajo el Tercer Reich. (N. del T.).[<<]
[2] Declaración manuscrita de Olga Chejova ante el SMERSH en Moscú, sin firma ni fecha,
aunque debió de redactarse, casi con total seguridad, en mayo de 1945. Véase AD-MCM, fondo V.
V. Knipper, carpeta 22.[<<]
[4] Sofía Ivanovna Baklanova a V. V. Knipper, 2 abril 1945, AD-MCM, fondo V. V. Knipper,
carpeta 22.[<<]
[5] En la casa vivían Olga Chejova, su hermana Ada, Vera, una criada y una costurera
rusa.[<<]
[8] Ada Konstantinovna Knipper a Olga Leonardovna Knipper-Chejova, Berlín, 26 abril 1945,
MMJAT, K-Ch, n.° 2580.[<<]
[12] Abakumov, nacido en 1908, era hijo de un fogonero y una lavandera. Entró a formar parte
de la NKVD en 1932, y en 1939 pasó a dirigir la sede de la organización en Rostov. Gracias a las
purgas y al número de puestos vacantes que habían dejado éstas, llegó a ser subcomisario el 26 de
febrero de 1941.[<<]
[13] Deriabin, p. 59. En aquel momento, Deriabin era oficial de la Dirección de Guardias de
la NKVD, sección encargada de proteger a los dirigentes soviéticos, por lo que estaba en posición
de conocer estos detalles.[<<]
[19] Según el profesor Sudoplatov, los documentos que se han hecho públicos representan una
proporción mínima del fondo completo. De hecho, el KGB sólo reveló los papeles relacionados
con el SMERSH, y esta organización no sabía nada de la verdadera relación que mantenía Olga
con la NKVD. El documento más importante —si es que llegaron a confiarse al papel las palabras
de la actriz— sería, en este sentido, el informe que hizo ante Beria y Merlukov. Sin embargo, es
muy poco probable que salga a la luz, habida cuenta, sobre todo, de que el KGB negó oficialmente
la existencia de más papeles.[<<]
[20] Véase, en lo tocante a la relación de Olga Chejova con los servicios secretos soviéticos,
Beria, 1994, pp. 123-130; Parrish, pp. 126 y 317; Deriabin, pp. 59-60; Sudoplatov, 1996, pp. 146
y 159, y Anatoli Pavlovich Sudoplatov, entrevista, 25 septiembre 2003.[<<]
[1] El hijo de Liev afirma con total seguridad que el compositor no volvió a salir nunca al
extranjero tras la guerra, si no fue a la Alemania Oriental, y está casi convencido de que jamás
volvió a saber nada de Olga. Andrei Lvovich Knipper, entrevista, 22 septiembre 2002.[<<]
[3] Ídem.[<<]
[4] Olga Konstantinovna Chejova a Mariya Pavlovna Chejova, 2 agosto 1945, AD-MCY.[<<]
[7] Zelenin a Abakumov, Berlín, 22 octubre 1945, AD-MCM, fondo V. V. Knipper, carpeta
22.[<<]
[9] «A Beria de Serov, 21 noviembre 1945. Con copia a Abakumov y Merlukov. Alto secreto.
NKVD de la URSS», ibid.[<<]
[1] Es decir, que las siglas de venereal disease («enfermedad venérea») se identificaban con
la frase alemana: «Muchas gracias, Veronika». (N. del T.)[<<]
[4] Ibid.[<<]
[15] El sufrimiento de Abakumov se hizo eterno. Su gran error había consistido en ocultar a
Stalin la sospecha de que los médicos de Zhdanov habían sido, en parte, responsables de su
muerte. Al cabo, lo acusaron de no haber sabido adoptar «medidas activas» contra los sionistas en
una época en que Stalin consideraba el cosmopolitismo un acto de traición. La xenofobia del
dirigente soviético adoptó a la sazón una forma más anti-semítica. Asimismo se acusó a
Abakumov de malversación de fondos gubernamentales y, como ya se ha dicho, de no observar los
«principios morales del comunismo». En diciembre de 1954, fue juzgado y sentenciado a sufrir
«el mayor castigo posible: muerte por fusilamiento». Véase Deriabin, p. 176.[<<]
[29] L. K. Knipper a Ada Knipper, 9 mayo 1974, PAK/T. También escribió un ballet, El
origen de la felicidad, basado en la música de los tadzhik. Sovietskaya Muzika, n.° 12 (1978), p.
89, y Gaidamovich, entrevista, 26 septiembre 2003.[<<]