El Pensamiento de Quevedo

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EL PENSAMIENTO DE QUEVEDO

UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA
SECRETARIADO DE PUBLICACIONES

LECCIÓN INAUGURAL MCMLIV-MCMLV

ZARAGOZA, OCTUBRE DE 1954


T I P " L A ACADÉMICA" - F. MARTÍNK - UALO PONTC. 5
FRANCISCO YNDURAIN
CATEDRÁTICO DE LENGUA Y LITERATURA ESPAÑOLA
DE LA FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS

L PENSAMIENTO

DE QUE VE D O

LECCIÓN INAUGURAL MCMLIV-MCMLV


UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA
Gtcmos. e oírnos. Señores,'
Compañeros tie Claustro:
€&iudíaníes;
Señoras y Señores;

S IEMPRE que me acerco a la obra de Quevedo, y es placer


que no me escatimo, me llenan de admiración la densi-
dad de su contenido ideológico y el fuerte pulso humano que
se deja percibir en cualquiera de sus páginas. Y recordando
de paso cómo el Señor de la Torre de Juan Abad supo alter-
nar, diría mejor, simultanear una continua disciplina mental
con una activísima dedicación a menesteres más prácticos,
se me ofrecen a la memoria los versos de Goethe en su tra-
gedia Tasso:

Es bildex ein Talent sich in der Stille


Sich ein Charakter in dem Strom der Welt,

como definitorios de la personalidad de nuestro autor.


Versos que no me interesan de momento más que para
recoger la intención goetheana de separar el talento, es decir,
el campo de las facultades y actividades puramente especula-
tivas, del carácter, cuya esfera tiene por centro el querer, la
voluntad; modalidades ambas, talento y carácter, que no
suelen aparecer unidas, antes se nos presentan casi excluyen-
tes y contrapuestas en el individuo desde el mismo sustrato
radical en que una y otra prosperan: el silencio, medio ideal
— 6—

para ei estudio, para la meditación, y la corriente del mundo,


campo de entrenamiento singular para el ejercicio de la vo-
luntad. Pues bien, yo veo en Quevedo un caso ejemplar de
la síntesis de estos contrarios. No es necesario ahora recor-
dar punto por punto las incidencias üe su vida, desde que
todavía escolar prueba fortuna en el incierto mar cortesano,
hasta su muerte a raíz de la dura prisión de San Marcos.
Una intensa vida de relación con literatos y nobles —sabe-
mos de sus grandes dotes de conversador—, gestión política
en Italia junto al Duque de Osuna, haciendo frente a la habi-
lísima diplomacia de los Estados italianos no menos que a las
intrigas de Ivladrid; alternativas de favor, muy pasajeras,
y de disfavor con el poder; destierros y cárceles, tai es el re-
vuelto curso de la corriente del mundo en que se forjó el
carácter y adquirió temple Quevedo. Y mientras tanto ha ido
vertiendo en letra impresa los frutos madurados en el silencio.
El apresurado sucederse cíe los acontecimientos nunca dejó
de concederle el vagar esporádico que aprovecha para satis-
facer su apetito de estudio y recogimiento. Desde la Torre de
Juan Abad dirige a su amigo el conocido soneto que empieza,

Retirado en la paz clestos desiertos


con pocos, pero doctos lihros. juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Su biógrafo Tarsia nos ha contado cómo dedicaba a la lec-


tura hasta los momentos menos propicios, mientras comía,
y su sobrino añade curiosos detalles acerca del insaciable
lector, viajero o en la cama. (Vid. BAE, t. 23, pág. LXXX).
Su amplia formación humanística ha conformado ya su
mente en los años juveniles y nunca dejará de sentirse solici-
tado por el retiro aun en medio de los más urgentes negocios.
Esto confiere a la vida de Quevedo un tono de serenidad, de
sosiego íntimos, que nunca son alterados ni apenas alcanzados
- 7—
pur los eventos del acaecer diario, por muy graves y arreba-
tados que se presenten. Puede parecer impropia la palabra
serenidad tratándose de Quevedo, a quien ordinariamente se
aplican calificativos de bien distinto signo; pero no he de rec-
tificar, sino insistir en mi punto de vista., con la advertencia
de que me refiero a una serenidad íntima, y no se olvide que
íntima es. en su origen, un superlativo. Figurativamente
se me representa esta aparente paradoja, se me aclara
también, en una escultura de Juan de juni que se con-
serva en el trascoro de la catedral nueva de Salamanca.
Es una talla que se hace difícil de aceptar por lo violento dei
contraste entre asunto y tratamiento plástico. Es un grupo
de la Virgen y Santa Ana en que la madre enseña a leer a
la hija : ambas figuras están de pié, con un libro abierto y sus
rostros tienen el sosiego apacible propio de tai ocupación, la
quietud de la enseñanza maternal. Pero aquí termina la zona
de calma; sus vestidos se agitan barrocamente como sacudi-
dos por furioso viento, en un verdadero torbellino de plie-
gues... ¿No vale esta agitación para representar el tumul-
tuoso asedio de las circunstancias y la alteración de lo que es
más externo en la persona, el vestido, mientras se mantiene
incólume la atención en los puros valores del espíritu? Yo
no sé, ni importa demasiado, si la intención de Juni concuerda
con esta interpretación. A mí me sirve para aclararme
con su evidencia formal la doble zona de calma y agitación
que señalaba en Quevedo. En todo caso no es sólo con fines
didácticos y como lincamiento expositivo el insistir tanto en
el doble aspecto de la personalidad de Quevedo, pues se pre-
tende que tenga alcance caracterológico para la forma de
vida que nuestro autor realizó en su existencia.

El conflicto entre acción y contemplación pocas veces se


resuelve conjugándolas y no es sino muy raro el caso de una
coincidencia en el grado de calidad que advertimos en Que-
vedo.
~ 8—
Américo Castro, de quien fui alumno, ha escrito en el
incitante libro España en su Historia (ed. 1948, págs. 177
y ss.) que nuestro autor se opuso al patronazgo de Santa
Teresa, defendiendo el de Santiago, con una decidida pre-
ferencia hacia la acción bélica frente a la contemplación, por
un cierto desdén hacia la experiencia mística, y cita también
un pasaje del Sueño del infierno, "No faltaron en el camino
[del InfiernoJ muchos eclesiásticos, muchos teólogos. Vi al-
gunos soldados, pero pocos; que por la otra senda [la del
Cielo] infinitos iban en hilera ordenada, honradamente triun-
fando''. Si se aducen tales textos para probar una preferen-
cia, acaso debieran conjugarse con otros, por ejemplo, con uno
del mismo Sueño, donde alecciona un diablo: "La valentía,
¿hay cosa tan digna de burla? Pues no habiendo ninguna en
el mundo sino la caridad (con que se vence la fiereza de otros
y la de sí mismo) y la de los mártires, todo el mundo es de
valientes; siendo verdad que todo cuanto han hecho tantos
capitanes valerosos como ha habido en la guerra, no lo han
hecho por valentía, sino por miedo..." {Obras en prosa, edi-
ción ' Astrana, pág. 180). Y aquí sí que hemos dado con la
última instancia de Quevedo, quien ante la elección entre va-
lores humanos, activos o contemplativos, se acoje decidida-
mente a sagrado. Lo cual no fué obstáculo para que compa-
ginase la meditación con la acción política lato sensu, mien-
tras se nos muestra desengañado de cuanto es temporal, asis-
tiendo real y actualmente a la ficción que para él es la vida.
Por ello tiene en su interior una ilimitada capacidad reactiva
para las adversidades, y el encarcelamiento, por caso, puede
ser una liberación, ya que el espíritu no puede ser encadena-
do. En una de sus Epístolas a imitación de Séneca, que es-
cribe desde San Marcos de León, la que lleva el número elvii
en la edición de Astrana Marín, "mayor y más preciosa par-
te rescata en mí la prisión, que encarcela, cuanto vale más
el tiempo que el divertimiento... El ánimo, que está fuera de
—9 ~
jurisdicción de cerraduras y candados, se despacha desde la
tierra al cielo y va y viene descansado de jornadas inmensas."
¿No recuerda este pasaje la respuesta de Santo Domingo
de la Calzada al Rey Fernando de Castilla? Berceo nos lo
cuenta en su poema biográfico del Santo:

Puedes matar el cuerpo, la carne a mal traer


mas non has en el alma, rey, ningún poder.
Dizlo el evangelio, que es bien de creer;
el que las almas judga. esse es de temer.
(est. 153.)

Pero no sólo en medio de la desgracia se vuelve D. Fran-


cisco a buscar cobijo en su castillo interior y a entregarse a
la meditación de las cuestiones supremas. Toda su obra, a lo
largo de su vida entera, y más especialmente en sus últimos
años, está salpicada de las más graves reflexiones sobre lo
caduco de la vida, sobre la fugacidad del tiempo, sobre, la
presencia de la muerte. Y!a se sabe que hay una buena parte
de sus escritos, donde no encontraremos esas preocupaciones
precisamente, y también habrán de ser tenidos en cuenta en
un balance último. Pero ahora quiero citar una carta a su
gran amigo D. Alonso Messía de Leiva, porque en ella sor-
prendemos ese constante preocuparse por lo moral. La misi-
va cuenta en tono de humorístico desenfado un viaje que ha
hecho por tierras manchegas y el ruin acomodo que ha dis-
frutado en una posada de Puerto Lápiche. De mañana, un
huésped a quien han robado su ajuar —achaque de ventas—
reclama lo suyo con alboroto; y Quevedo, en una transición
tajante: "No quiso, señor don Alonso, perder el tiempo la
consideración, que, si atiende, en todo halla doctrina y estu-
dio. Oíla su voz; y yo se la doy agora porque vuesa merced
la oiga también y la logre mejor: Mira, decia la furiosa ig-
norancia del hombre, cuan desenfrenado sentimiento demues-
tra por una miseria y dos andrajos que le ha hurtado la ven-
ta, donde con otros muchos ha sido güésped una noche. Y ha-
— IO —

biendo tantos añus que de noche y de día es güésped de su


cuerpo, no siente ios grandes robos que le hace caoa hora
en los sentidos y potencias... Aquel hombre pareció loco y
iué lección. Tratemos al cuerpo como compañero y temámos-
le como a venia en que somos güéspeaes; hagamos la cuenta
y paguemos io que aebieremos en la posada y guardemos lo
restante para ia cuenta que debemos dar*'. j\ie ha parecido
sobremanera significativa esta carta, no porque en eüa nos
diga Que vedo algo nuevo o distinto de io que le hemos oído
en sus obras morales, serias o jocosas; sino por lo que tiene
de espontánea y reveladora la transición.
Y aquí no cabe pensar, como pudiéramos con alguna de
sus poesías o tratados, que se trata de un tópico moralizante.
Hemos sorprendido, creo, al autor en un momento de autén-
tica intimidad y esto nos afirma en la peculiar concepción
quevedesca del mundo.
Pero es hora ya de acotar el área en que va a desarrollar-
se esta lección. No me he propuesto en modo alguno hacer el
inventario de las ideas de Quevedo: sería muy cómodo para
mí, enojoso para vosotros y de exiguo provecho para todos.
Uno de los indicios más claros de pereza intelectual se me
antoja el prurito de reducir todo a índices enumerativos, sin
articular ni someter a una interpretación los repertorios con-
feccionados. No quisiera incurrir en el trueque de humanis-
mo por contabilidad 3- temo la peligrosa vencidad de la vulga-
rización con el avulgaramiento. Quiero reconstruirme el pen-
samiento de Quevedo. su ideario, y la tabla de valores que
aplica, o, por decirlo con una palabra que es casi tecnicismo
y viene a englobar el doble aspecto eidctico y estimativo, in-
tento delinear la Weltansschauung ele nuestro escritor. Se tra-
ta, claro es, de mi interpretación. Para la cual, diré en mi
descargo que no he perdonado diligencia ni amor en la com-
pulsa del material oportuno.
LA VIDA

Si hubiéramos de escogitar un lema para resumir el dic-


tamen de Que vedo sobre la vida, bien pudiera servirnos la
vieja sentencia del Rcclcsiastcs, "Vanidad de vanidades, todo
vanidad". Cuántas veces ha jugado Quevedo la antítesis de
muerte-vida, cuna-sepultura. Ya se sabe que es tópico muy
extendido y no voy a hacer una exploración de antecedentes.
Por los años que nuestro autor, escribe en Inglaterra Sir
Thomas Browne (1605-1682) su Hydriotaphia or Urn-burial,
en que leemos: "If we begin to die when we live, and long
life is a sad composition; we live with death, and die not in
a moment." Es seguro que Browne no conoció a Quevedo, y
probable que hubiese leído a Séneca. En todo caso no pretendo
con esta sola cita más que subrayar una coincidencia en algo
tan obvio a la consideración de vida y muerte. I-aín Entralgo ha
dicho, y con acierto, que la antropologia de Quevedo es pesimista
quoad vitam, y no quoad eus (Cuadernos hispanoamericanos,
"La vida del hombre en la poesía de Quercdo", 1, 1948, 63 y
passim). Cierto que ha cantado también nuestro autor, y con
encendido entusiasmo, el triunfo del amor sobre la misma
muerte. Ya hace años que Jorge Luis Borges señaló —creo
que el primero— el soneto xxxi de los dedicados a Lisi, en
el libro que encabeza Erato:
— 12 —

Alma, a quien todo un Dios prissión ha sido,


Venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,

Su forma dejarán, no su cuidado ;


Serán ceniça, mas tendrán sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.

Pero este grito exultante, se extingue muy pronto *


Poco antes de morir compuso una canción en que "pinta la
vanidad y locura mundana" ; es su última obra, y allí :

Llenos de paz serena mis sentidos,


y la corte del alma sosegada,
sujetos y vencidos
apetitos de ley desordenada,
por límite a mis penas
aguardo que desate de mis venas
la muerte, prevenida
el alma, que anudada está en la vida,
disimulando horrores
a esta prisión de miedos y delores,
a este polvo solicrbio y presumido,
ambiciosa ceniza, sepultura
portátil, que conmigo le be traído,
sin dejarme contar hora segura.
Nací muriendo y he vivido ciego,
y nunca al cabo de mi muerte llego.

El sosiego del viajero que llega al fin de la jornada pare-


ce rellejarse en la limpidez del estilo, despojado de la habitual
manera quevedesca. Ni espera ya nada para la ceniza y el pol-
vo. Al lado de las contadas veces que ha cantado su fe y amor
por la vida, son innumerables las que la denigra. En el Dis-
curso de todos los diablos, o Infierno enmendado se para a
describir con morosa complacencia todo el horror, el asco de
la generación, del embarazo, del alumbramiento, de los pri-
meros meses, de la juventud, ele la vejez. Y cuando los demo-
nios invitan a los condenados a volver n nacer, responden és-
tos: "Alto a nacer. Infierno vale más una vez que barriga
dos... ¿Hay alguno de vosotros que quiera volver a nacer?...
- 13 —
Nones, nones —decían todos—: infierno y no mama; diablos
y no comadres" {OP, 242). No ignoro lo que tiene de burlesca
la vena de Quevedo en los Sueños, donde ha cargado la dosis
de lo cómico hasta el disparate, y no vuy a tomar en su sen-
tido literal el pasaje citado. En las primeras páginas de el Sueño
de la muerte es Job quien le alecciona y Quevedo parafrasea el
capítulo XIV del libro bíblico :
AI fin hombre nacido
de mujer flaca, de miserias Heno,
a breve vida como flor traído,
de todo bien y de descanso, ajeno,
que, como sombra vana,
huye a la tarde y nace a la mañana.

y mas adelante le toma.aquellas palabras: "Pereat illa dies in


qua natus sum" (cap. Ill)), vertidas en:

Perezca el primero día


en que yo nací a la tierra
y la noche en que el varón
fué concebido, perezca.

Lucrecio, a su vez, acude a la memoria del escritor para rema-


char el asco de la vida y proponer el remedio de la muerte :

Cur non, ut plenus vitae. convive, recedis?


Aequo animoque capis securam, stulte, quietem.
(De rertttn natura, III, 952.)

Cita que también había recogido Montaigne (Essaás, L. I,


ch. XX, "Que philosopher, c'est apprendre à mourir") aunque
sin la gravedad que el nuestro. Para el francés la cuestión se
suaviza a tenor de su temperamento sensual y de su escepticismo
amable : si has sabido usar bien de la vida, ya estás satisfecho,
puedes retirarte sin dolor; y si no la has sabido disfrutar, si te
h a sido inútil, ¿qué te puede importar el perderla?, ¿para qué
la quieres todavía? £11 ninguno de los trabajos sobre las
— 1-4 —

relaciones entre Montaigne y Quevedo se ha notado, que


yo sepa, esa flagrante discrepancia, tan iluminadora para
ver dos temperamentos que, además, reflejan el de sus
respectivas naciones. Pero en otra obra donde no se busca
ningún efecto risible, en Providencia de Dios, hace tam-
bién una pintura nauseabunda de la inmundicia ¿e nues-
tra génesis, bien que ahora es para mostrar cómo el enten-
dimiento dignifica la materia y, en último término, para de-
mostrar la inmortalidad del alma. "Pues dime; alma que
habilitó a tanta grandeza materiales tan disformes, confec-
cionados con ingredientes de muerte, ¿cómo puede ser de su
condición mortal?" Dejando a un lado el paralogismo del
razonamiento, insisto en el regusto de Quevedo por denunciar
la miseria del hombre vivo, empleando los colores más sucios,
no ajeno a una moda de su tiempo desde luego, para desem-
bocar en la consideración de la única vida verdadera. Cierto
que hay otros caminos para llegar a la misma conclusión, sin
necesidad de hurgar en nuestra miseria. Seria cuento de nunca
acabar el remontarnos por la literatura y el arte en esta línea
demgratoria del ser humano. Américo Oastro relaciona el
pasaje de los Sueños sobre la asquerosidad de la gestación
con ja tradición hispano-judaica, en la obra ya citada. ¿Por
qué no relacionarlo con una tradición netamente cristiana
—que no es la única, por otra parte—, con la que ha produ-
cido la temática macabra del final de la Edad Media, o con
el De coñtemptu mundi de Inocencio III, conocido aquí desde
el Libro de miseria, del omne, por lo menos?
Es ésta una posición cristiana —repito, no la única—s
pero si vale efectivamente para todo cristiano, es cierto que
se impone más y con más acuidad a aquéllos que tienen ya
una disposición temperamental. Ya se sabe que no es lo mismo
tener una idea que vivirla y que puede vivirse con más o
menos - pasión. Quevedo ha vivido este pensamiento de .la
miseria humana, lo ha hecho tan suyo, que acaso ha llevado
— 15 —

demasiado adelante las consecuencias que de él se desprenden


y que no son forzosamente tan negativas y pesimistas como
en Quevedo aparecen. Es compatible esa idea con una limpia
fe en la vida, con una aceptación amorosa de nuestro ser;
pero no es éste el caso de Quevedo, que parece recrearse en
remover suciedades, como si sólo tuviera ojos para el lado
más desfavorable de las cosas. Su constante actitud satírica
y censoria, le revela en todo momento los aspectos negativos
de la vida, arremetiendo contra esto y aquello, no siempre con
oportunidad y altura. Cuántas veces no ha malgastado su
agudísimo ingenio en la sátira banal y en la censura de tri-
vialidades. Este es el gaje de una disposición temperamental,
seguida a ultranza. A Quevedo se le puede aplicar el dicho
inglés de que en las rosquillas no ve más que el agujero.
LA REALIDAD D E L MUNDO

Quevedo no se ha formulado el problema de la realidad


objetiva del mundo. No le preocupa si la vida es sueño o no,
ni si el mundo es mera representación. Este problema, de la
mayor trascendencia filosófica, no le ha ocupado. Hay un mo-
mento en que discute el valor del testimonio de los sentidos
y parece que fuera a tocar en lo vivo la cuestión. Dice en
Providencia de Dios: "Yo te probaré que se ve mejor lo que
se cree a persuasión de la razón, que lo que se mira con los
ojos en las cosas mismas que se ven con ellos" {OPf 1247)..
y enumera las falacias de la vista en la contemplación del
sol, de cerros y montañas, para concluir, "Pues si la razón
te enseña la verdad de la mentira de tus ojos y te desengaña
del engaño que ves, no puedes negar que se ve mejor lo que
se cree a persuasión de la razón, que lo que se mira con los
ojos. Pues si la razón del hombre asegura más lo que por
ella se cree que lo que se mira, ¿con cuánto mayores ventajas
y prendas se asegura lo que se cree de Dios por la fé con él,
que todo lo que se ve sin ella?" (Ibid.). No, a Quevedo no le
interesa el valor del testimonio de los sentidos en la de-
terminación de la realidad del mundo, ni como su admirado
Montaigne examina metódicamente sentidos y razón como
fuente de conocimiento. El señor de Montaña, en el L. IT,
capíulo XTT de sus Essais,, se ha quedado en la postura de no
2
— l8 -

tomar partido: si para juzgar de las apariencias necesitamos


un instrumento y para verificar éste hace falta una demostra-
ción, para verificar la demostración, hace falta un instrumen-
to; y, "Puis que les sens ne peuvent arrester nostre dispute,
estants pleins eulx mesmes d'incertitude., il fault que ce soit
la raison. : nous voyià à reculons iusques à l'infiny. " Mon-
taigne sigue a Lucrecio, de quien ha citado antes :

Sic igitur ratio tibi rerum prava necesse est


falsaque sit, falsis quecumque ab sensibus orta est.
(IV-514)

Pero no es Quevedo escéptico a la manera del francés ni


del latino: admite la razón por superior a los sentidos y se
sirve de ello para deducir por analogía la mayor veracidad
del conocimiento por medio de la fe: conocimiento sensible,
conocimiento racional y conocimiento de fe, son los tres pla-
nos, en rigurosa jerarquía ascendente, en que se articula para
Quevedo nuestra capacidad cognoscitiva. Cierto que hace un
elogio del entendimiento, gracias al cual el hombre ha seño-
reado la naturaleza, y enumera las conquistas de la brújula,
molinos, bombas, artificios de guerra y otros mecanismos,
pero con la mira puesta en demostrar la naturaleza espiritual
del hombre, vocado a inmortalidad.
En todo caso el mundo es sujeto de examen moral, no
práctico y experimental. Se acomoda a Epicteto para decir-
nos: "Todo fué mentira y representación. Hasta la vida
propia es una comedia" (Epistolario. OP. 1814). y en carta
a Don Antonio de Mendoza: "Sólo nos ha de consolar ver
que el ser rey, papa, pobre y humilde, dura sólo mientras ha-
cemos las figuras en el tablado de la vida; que en entrando en
el vestuario de la sepultura, todos somos iguales representan-
tes, y se conoce que la diferencia estuvo sólo en los vestidos."
Pero el mundo es, sobre todo, engaño, apariencias men-
tidas, y aquí entra el moralista y satírico para descubrir el
— 19 —

fraude. En uno de los Sueños, en El mundo por de dentro,


se nos presenta nuestro autor perdido, alegóricamente, en el
laberinto del mundo, ya por la calle de la ira, ya por la de
la gula, cuando tropieza con el Desengaño en figura de viejo
venerable, aunque roto: "Yo te ensenaré, le dice, el mundo
como es, no como parece." Y le lleva a la calle Mayor del
mundo, que es la Hipocresía, donde todos tienen habitación,
de paso o de asiento. El llanto de una viuda, el duelo de un
entierro, la hermosura de una mujer, la grandeza de un se-
ñor, todo es apariencia engañosa que encubre una verdad
bien distinta. En un desfile de personajes que presenta a conti-
nuación, se nos revelan todos en su puridad al pasar "por de-
bajo de la cuerda" que han tendido por la calle : mujeres, veje-
te, mohatrero, médico, marido consentido, cada uno descu-
bre su fondo real. A la misma intención corresponde la fan-
tasía de La hora de todos y la fortuna con seso. En esa hora
que Júpiter concede para que cada cual aparezca tal como de-
biera y no como la fortuna caprichosa le ha situado, nos van
diciendo su oculta verdad médicos, taberneros, venecianos,
holandeses, letrados, alcagüetas, genoveses, todo un abiga-
rrado muestrario de tipos en que se cifra la experiencia polí-
tica del escritor. Y no sólo en las obras llamadas festivas,
también en las serias encontramos una y otra vez la cautela
desconfiada de las apariencias: en la Epístola CLXX: "Mi
Lucilio, los que te parecen rostros son máscaras; no te de-
tengas en lo que ves, sospecha en lo que puede esconderte"
(OP, 1910); en La cuna y la sepultura, en Providencia de
Dios. Toda la obra resuena de la obstinada, obsesiva remo-
ción de apariencias. Y es el entendimiento el medio para disi-
par los engaños y calar en la autenticidad de las cosas: "De
verdad te digo, hombre —leemos en La cuna, OP, 1902—,
que no tuvieran los hombres vanos deseos si usaran del
entendimiento como debían; no los vencieran las apa-
riencias de las cosas, no por cierto, ni se les atrevie-
— 20 —

ran." A cualquier lector de Quevedo le quedará el


eco reiterado de palabras tales como embeljsco, hipocresia,
fábula, empleadas con frecuencia y vibración harto signi-
ficantes. Para Quevedo el mundo es un juego de ser y apa-
rentar y su actitud es decididamente pesimista salvo que le
queda el refugio de su estoicismo cristiano y halla seguro en
"la verdad que nada nos finge., la sabiduría que todo lo mejora,
la muerte que todo lo iguala, los libros que advierten sin inte-
rés, los autores ancianos", según escribe en la Epístola citada.
Si encontramos en Montaigne la afirmación de que "se
deben quitar las máscaras a las cosas lo mismo que a los hom-
bres", se trata, probablemente, de una común raíz estoica,
bien que el temple y la intención del nuestro y del francés
sean luego tan diferentes, como hemos de ver más adelante.
LA CIENCIA

Dos puntos he de considerar en la estimativa de la cien-


cia en Quevedo: la ciencia como conocimiento y la ciencia y
sus fines. Dado el tiempo y el ambiente en que nuestro autor
vivió, sus observaciones versan tan sólo sobre las ciencias que
hoy llamamos culturales: filosofía, teologia, erudición clásica
y sagrada, retórica, historia y política. No parece haber te-
nido interés por la ciencia natural. Mérimée ha notado que
un año antes de escribir Quevedo el capítulo IV de La cuna
y sepultura, donde se burla de la astronomía y de sus posibi-
lidades, Galileo ha publicado sus Cuatro diálogos sobre eÜ
sistema del mundo, y un año después Kepler, su Astronomia
nova. (Essai sur la vie et les œuvres de F. de Quevedo, Pa-
ris, 1886). Pero es el caso que todo el capítulo IV es más
bien que la declaración de la inanidad de la ciencia, una in-
vitación al perfeccionamiento- moral.: "¿.Quién te dio a tí
cuidado de las estrellas y puso a tu cargo sus caminos ? ¿ Para
qué gastas tu vida en acechar curioso sus jornadas?... Deja
el cuidado a la Providencia de Dios..." La ciencia es como
tantas actividades del hombre una falsa apariencia, vanidad
ante la muerte.
El saber se desvanece en vacuidad n los ojos de Quevedo.
Y' no es el suyo un escepticismo metódico ni una postura crí-
tica; no duda por razones de orden intelectual, sino moral.
—. 22 —

Por una suerte de afinidad llegó a conocer y admirar al gran


escéptico portugués,3 al médico Francisco Sánchez, profesor
de la universidad de Tolosa de Francia a finales del siglo xvi.
La obra de este médico y filósofo lleva el título De mtdtu
nobili et prima mirabili scientia quod mhil scitur, y es un
análisis metódico de las fuentes del conocimiento científico
para llegar a la conclusión de que nada se- sabe. Menéndez
Pelayo lo presenta como un precursor de Descartes en el mé-
todo de la duda. La obra termina con la inquietante interro-
gación, "Quid?", que recuerda el "Que sais, je?" de Mon-
taigne. Según parece, a esta revisión negativa de la ciencia
iba a seguir un tratado estableciendo los fundamento de un or-
den científico nuevo basado en la experiencia. Nuestro Quevedo
cita a Sánchez y reproduce en el prólogo al lector de El mundo
por de dentro las mismas frases del capítulo primero del Quod
nihil scitur: "Es cosa averiguada (así lo siente Metrodoro
Chío y otros muchos) que no se sabe nada; y aun esto no se
sabe cierto, que a saberse, ya se supiera algo: sospéchase."
Puede proceder también de Sánchez, que dedica un capítulo
a demostrar la inconsistencia de las etimologías, la burla que
don Francisco hace de los etimologistas al reprocharles "y
dicen que averiguan lo que inventan". Estos recuerdos evi-
dentes no nos dicen mucho. Quevedo ha buscado un compa-
ñero de duda y negación en quien apoyar su propio escepti-
cismo, pero no ha seguido el camino disciplinado de Sánchez.
Por una vez parece, sin embargo, que nuestro Quevedo va a
seguir los pasos del portugués, y en cuestión tan importante
para el saber como la discusión del valor acordado a las auto-
ridades. Vale la pena traer los respectivos pasajes de ambos,
porque me parece indudable la relación y no se ha notado
hasta ahora, que yo sepa, este punto de contacto. Escribe
Sánchez en el capítulo que lleva por rúbrica, "Conclusión.
Los únicos criterios de la ciencia: el experimento y la crí-
tica", "De aquí que el mayor número de los escritores moder-
- 23 -

nos sean más fieles que sabios, pues beben de los libros lo
que poseen sin experiencia ni juicio propios, sin otro funda-
mento que lo que hallaron escrito, sin otra novedad que lo
que pueda deducirse de los supuestos tradicionales" (cito de
la traducción española, ed. Renacimiento, pág. 195). Y Que-
vedo en La cuna y la sepultura: "Pocos son los que estudian
hoy algo por sí y por la razón y deben a la experiencia alguna
verdad ; que cautivos en las cosas naturales de la autoridad
de los griegos y latinos no nos preciamos sino de creer lo que
dijeron; y así merecen tos modernos nombre de creyentes
como los antiguos de doctos. Contentámonos con que ellos
hayan sido diligentes, sin procurar ser nosotros más que unos
testigos de lo que ellos estudiaron. Cualquier cosa que Aristó-
teles o Platón dijeron en filosofía defendemos, no porque sa-
bemos que es así, sino porque ellos lo dijeron; y aun los más
no saben eso, sino que oyeron decir, o leen en otros que lo
dijeron ellos." La relación me parece evidente, hasta las
expresiones son idénticas: ambos piden la razón y la expe-
riencia por encima de la autoridad. Pero, ¿ sacó Quevedo todas
las consecuencias de esta doctrina? No, ciertamente. Aquí
sentimos el prenuncio de lo que van a ser la ciencia y la filo-
sofía en Europa desde ese momento y no puedo afirmar si
Quevedo se dio cuenta cabal de toda la importancia que podría
tener este.nuevo horizonte en el método científico. Ni recuerdo
en toda su obra otro pasaje tan expresivo. Dejémosle en la
cumbre de Pisga a la vista de la tierra de promisión de la
ciencia nueva, donde ni él ni su pueblo iban a penetrar por
el momento.
Los fines de la ciencia se ordenan, según Quevedo, en un
sentido práctico, no para descubrir secretos de la naturaleza,
ni para domeñar la materia; sino para darnos señorío sobre
nosotros mismos. Jáuregui, enemigo declarado de Quevedo,
le ataca en la insulsa comedia censoria El retraído, por haber
negado la validez de la filosofía escolástica: "¿Quién te ve
— 24 -

latigar en silogismos, fatigarte en lógicas, mal disputadas y


menos importantes, en filosofia natural, siendo fantástica y
soñada, de que se rie Persio?" Compárese la cita de jáuregui
con el genuino texto, que se hallará en La cuna y la sepultura
{ÜJJ, 1102), y se vera que no siendo exacta, pues Quevedo
dice: "¿Quién te ve fatigar en silogismos y demostraciones
no puciendo si no eres matemático, hacer alguna...", está,
además, mutilada del contexto en que se critica la hipocresía
de la ciencia, la falsa ciencia. Y si toda ciencia lo es en opi-
nión del satírico, se debe a que no sirve a los fines últimos
del hombre. Al cabo del pasaje pregunta al que sabe de todas
las materias: "Dime, ¿de qué te sirve a t i ? " Lo que está en
iitigio es el fin de la ciencia. Quevedo rechaza el saber por el
saber y, por decirlo en términos de Max Scheler, postula un
saber de salvación. Tiene mucho de medieval esa actitud
frente a la ciencia. Dawson recoge entre otros textos ilus-
tradores, éste de nuestro Alfonso X en su Crónica general,
al tratar de las varias fechas sobre la muerte de don García:
"mas en esto non ay fuerça... por esso ell alma del defunto
non dexa de ir o deve". (Los Orígenes de Europa, Ma-
drid, 1945.)
En la España defendida* sale Quevedo en defensa de la
ciencia española, combatida y negada por los humanistas Mu-
rcio, Scalígero y Mercator, fomentadores ya de una leyenda
negra. La parcialidad de estos eruditos no merecía contes-
tación. Quevedo, a vuelta de argumentos para defenderse de
sus detractores, establece en términos precisos dos concepcio-
nes de la ciencia en sus métodos y en sus fines. Reprochaban
aquellos humanistas a los nuestros falta de meticulosidad y
pobreza de erudición, de una erudición pegada a la letra que,
como dice Quevedo, cifra su orgullo en "espantosos volúme-
menes de tesoros críticos", apostillados de, "Erigo literulam—

* Véase la edición y estudio de Selden Rose en Bol. Acad. H.a


1916.
— 35 -

Desimt corrupta—Sunt incuria librariorum—Sic in meo ma-


nuscripto." Verdad es que no se debe despreciar esta clase de
erudición por lo que tiene de disciplina y de respeto inflexible
a la verdad; pero no es el género de ciencia en que quisieron
exceder los españoles, aunque tuvimos un glorioso plantel de
humanistas clásicos y hebraicos de primera fuerza, y el mis-
mo Quevedo se probó excelente en la erudición. Pero ahora
replica nuestro autor: "Llamáis infelices los estudios de Es-
paña, donde sólo se atiende a la filosofía, teología y medicina,
cánones y noticia de lenguas", y perfila aún mejor su idea en
La cuna y la sepultura, "Qué ocupadas están las universida-
des en enseñar retórica, dialéctica y lógica, todas artes para
saber hacer bien y qué cosa tan culpable es que no haya cátedras
de saber hacer bien y donde se enseñe. " Y todavía, en El mundo
por de dentro, "No es filósofo el que sabe las cosas, sino el
que las hace... ¿Qué importa que sepas dos chistes y dos lu-
gares, si no tienes prudencia para acomodarlos?" Algo así
dirá Gracián cuando escribe que en "Salamanca se atiende
más a formar magistrados que hombres." En lo cual coincide
Quevedo con el señor de Montaña, sin que yo pretenda seña-
lar una influencia. Valgan por otras que pudiera hacer, las
siguientes citas: "Dionysius se moquait des grammariens qui
ont soin de s'enquérir des maux d'Ulysse, et ignorent les pro-
pres; des musiciens qui accordent leurs flûtes et n'accordent
pas leurs mœurs; des écoliers qui étudient à dire justice,"non
à la faire" ; o : " Voycy mes leçons : celuy là y a mieulx proufité.
qui les faict, que qui les sçait" (L. I, ch. XXV), que apoya
en el texto ciceroniano: "Hanc amplissimam omnium artium
bêne vivendi disciplinam, vita magis, quam litteris persecuti
sunt" (Tuse. Quaest., IV, 3).
Y volviendo a nuestro satírico, escuchemos su dictamen
final, concluyente, sobre el saber humano, en La cuna y la se-
pultura: "Preguntarasme que... cuál es la cosa que un hombre
ha de procurar aprender. No me parece que el trabajo y el es-
— 26 —

tudio del hombre se logrará en nada, fuera de la consideración


y ejercicio de las virtudes, que es sólo lo que a un hombre
pertenece : procurar persuadirte a amar la muerte, a despreciar
la vida, a conocer tu flaqueza y la vanidad de las cosas." Pero
nosotros no podemos aceptar que el pensamiento de Quevedo
sobre el saber se resuma en esa negación, y parece lícito dedu-
cir de sus obras y del fervor con que dedicó tantas horas al
estudio y a la literatura que, si bien la virtud es un fin supre-
mo, no son del todo desdeñables los goces que el ejercicio de
nuestras facultades nobles nos reporta.
EL PENSAMIENTO RELIGIOSO

Para exponer en toda su anchura el pensamiento religioso


de Quevedo, es imprescindible analizarlo en unión de sus
ideas filosóficas, y ya se sabe el estrecho entronque de éstas
con la filosofía estoica. No entraré en la discusión de si el
estoicismo es o no la manera peculiar de nuestra filosofía:
Ganivet, Menéndez Pelayo, Bonilla, José M. a Chacón y Cal-
vo, María Zambrano,4 por no citar más, lo aceptan; el padre
David Rubio, lo rechaza. Es cuestión que desborda con mucho
los límites de mi propósito. Lo seguro es que la doctrina es-
toica tenía muchos puntos de contacto con la moral cristiana,
y ya San Jerónimo, en su Covnmentarium in Essaiam, advierte
la proximidad cuando escribe: "Stoici qui nostro dogmati in
plerisque concordant." También Quevedo encuentra acomo-
dada la filosofía estoica al cristianismo: La cuna y la sepul-
tura es una concordancia entre la stoa y la verdad cristiana,
que la perfecciona. El Padre Nierenberg, que hizo la apro-
bación de la edición princeps, de 1634, nos dirá que en ella,
"Parece que Epicteto se nos haya vuelto español..., que Sé-
neca cristiano." Sería interminable la tarea de seguir aquí
los pasos del Quevedo estoico : tradujo a Epicteto, defendió la
doctrina de Epicuro por lo que tiene de estoica, de Séneca
hizo su autor predilecto, tradujo sus cartas, escribió otras
a imitación suya, desde San Marcos, dando la mejor prueba
— 28 —

de la eficacia consoladora de esta filosofía en la adversidad;


aceptó la supuesta correspondencia entre Séneca y San Pablo,
y siempre lo llama mi Séneca, nuestro Séneca, aunque si llega
el caso, sabe contradecirle, como cuando rechaza la licitud
del suicidio : : Y es de advertir que no porque Séneca tenga
opinión de que es lícito darse la muerte, es opinión estoica:
no lo es sino de un estoico. {Nombre, origen... de la doctrina
estoica, OP, 933). Si se escribe con Lipsio lo hace no tanto por
la tama de erudito y versado en humanidades, como por re-
presentar en la Europa de entonces un estoicismo cristiano.
En el tratado de La constancia y paciencia del Santo Job en-
cuentra pábulo y confirmación de sus aficiones estoicas en la
"tragedia" —así la llama Quevedo— del sufrido varón de
Hus. Si alaba a Montaigne en Nombre... de la doctrina es-
toica, es porque los Essais son un "libro tan grande, que quien
por verle dejara de leer a Séneca y a Plutarco, leerá a Plu-
tarco y a Séneca" (OP, 912), elogio que reproduce el dicho
francés anónimo, corriente en el siglo xvir: "Si vous avez lu
Montaigne, vous avez lu Plutarque et Sénèque, mais si vous
avez lu Plutarque et Sénèque, vous n'avez pas lu Montaigne."
(Véase Montaigne en España, Juan Marichal, NRFH, VII,
1953, nos. 1-2.)

En su deseo de incorporar los estoicos al cristianismo


fantasea alguna vez sobre la influencia de nuestra religión
en los filósofos, como en Virtud militante : "las sentencias que
de la muerte refiere este sermón [el CI] del doctísimo y ele-
gante, con soberano saber, San Pedro. Crisólogo, son litera-
les de Séneca...; porque Séneca y Epicteto, que vivieron en
tiempo de los apóstoles, y vían las hazañas de la fe de los
cristianos y la perfección de la vida, y que la daban al fuego
y al cuchillo, no sólo con valentía, sino con gozo enamorado,
confeccionaron con lo que vían lo que escribieron; de tal ma-
nera que su doctrina, con resabios de aquella atención, es en
muchas cosas bien parecida a nuestra verdad: tuvieron por
29 —

maestros en la primitiva doctrina a los mártires, y oyeron la


doctrina de sus triunfos.'
La filosofía de la stoa, es ética antes que nada, buena
para tiempos difíciles; enseña a sufrir con ánimo sereno y a
despreciar los bienes, la vida incluso, y se basta con la satis-
facción de la virtud. De los estoicos ha salido la definición de
que "filosofar es aprender a morir". No hay, pues, vuelo es-
peculativo, ni grandes concepciones en esta escuela; les falta
el amor de Dios y al prójimo y conciben el curso de los acon-
tecimientos sujeto a un determinado providencialismo. Es
cierto, como ha dicho el P. Rubio.5 que no pueden concord--
estoicismo y cristianismo; pero cabe al menos la adaptación
que se hizo Quevedo, para quien, en todo caso, no hay dudas
a la hora de asegurarse, pues "teniendo por sospechosa toda
la doctrina de los filósofos, me valdré —escribe en Virtud mi-
litante— de las sacrosantas Escrituras y de los Santos Padres
sabiendo que, como en aquéllos hay algo bueno, en éstos no
hay nada que no lo sea" ( 0 P . T 149). Y viene a decir lo mismo
en la dedicatoria del Epicteto traducido: "Lo que fervorosa-
mente encargo a v. m. es que lea este tratado con asistencia de
la Cruz de Cristo, meditada por la doctrina de los Santos Pa-
dres, nivelándola para el ejercicio de la virtud con la Intro-
ducción a la vida devota, del beato Francisco de Sales."
Ni por un momento se aparta Quevedo de la ortodoxia
y es en su firme sentimiento religioso donde su espíritu escéptico
y corrosivo encuentra reparo seguro. Hubo de padecer, sin
embargo, algunos ataques por supuesta heterodoxia. La im-
presión de los Sueños, por ejemplo, le fué prohibida en Cas
tilla, cuando ya corrían ediciones hechas fuera d'? allí; y
cuando se ocupó él mismo de la publicación, encargó a su
amigo Messía de Leiva la corrección y expurgo de los mis-
mos. Con el Buscón ocurrió otro tanto. Bien mirado y con el
desapasionamiento actual, parecen excesivos los recelos inqui-
sitoriales: y las acusaciones de sus enemigos. Narváez en el
— 30 —

Tribunal de la justa venganza, o Jáuregui en El retraído.


suenan más a encono y rencilla personal que al honrado pro-
pósito de denunciar algo contrario a la pureza del dogma y
peligroso para la unidad religiosa del país. Si se piensa que
la acusación ante el Santo Oficio era en aquella época el re-
curso más socorrido para alcanzar a cualquiera, por muy a bien
que estuviese con las demás jurisdicciones, se comprenderá
que no faltasen entonces —como no faltan nunca, desgracia-
damente—, personas que hicieran pasar sus resentimientos
por celo religioso. El caso es que el Tribunal no se dejó arras-
trar, en el caso de Quevedo, por los delatores.
Ahora bien, poniéndonos en el ambiente de la época, no
ha de sorprendernos si alguien, limpio de pasiones, vio algún
matiz de peligrosidad o herejía en los escritos de Quevedo.
Si se leen, por ejemplo, los Sueños en las copias que circula-
ron manuscritas antes de la impresión autorizada por su
autor, o en las ediciones espúreas de Zaragoza, Valencia,
Barcelona y Lisboa, se comprende que parecieran sospecho-
sas aquellas feroces sátiras anticlericales, sobre todo si no se
conocían otros escritos de Quevedo. ¿Se trata de un último
retoño erasmita, aunque sin la consciència de tal filiación?
Quevedo se disculpó con el título de Juguetes de la niñez y
travesuras del ingenio, puesto al frente de los Sueños y toda-
vía se creyó en el caso de añadir una disculpa en el prólogo
a cargo de "los hervores de la niñez".
Menos explicable parece la censura por las grotescas vi-
siones infernales, como si de ellas se dedujese que nuestro
autor no creía en el infierno El Obispo Caramuel apretaba
así: "Infernum, diabolos et damnatorum poenas esse perpe-
tuas, acerbissimasque, vel credit, vel non credit Quevedus. Si
non credit, jam judicatus est, quia non credit; instructione
non indiget, poena indiget. Si credit rem esse valde seriam
et inter fundamentales Christiane Religionis artículos recen-
sendam suponnet. Qua ergo fronte aut conscientia jocatur, nu-
— 31 —

gaturque de argumento tam gravi..." Realmente no era


como para plantearse el caso con tanta solemnidad y aprisio-
narlo en el inescapable cerco del dilema. Bien patente está que
no es del infierno como verdad de dogma de lo que se ríe Que-
vedo. Lo que es motivo de representación grotesca, y no de
burlas, es el infierno anecdótico, el de la caldera de Pedro Go-
tero y diablos pintorescos, con fantasía bizarra, no muy ajena
a la del pintor Bosco. Ni hay asomos de que se ponga en
tela de juicio nada dogmático. Y, por el contrarío, a vuelta
de las burlas se desprenden lecciones ce la más severa mora-
lidad. Insisto tanto en esto, con exceso, por supuesto, porque
todavía el señor Astrana Marín, eximio quevedista, escribía
en el prólogo a las Obras en verso: "La sátira atroz de los
Sueños, en el texto genuino que damos, convencerá de la
independencia de su espíritu [el de Quevedo], Claro que n j
creía en el Infierno y por eso lo ridiculizó" (ed. Aguilar,
Madrid, 1932).
He dejado antes con una interrogación el supuesto eras-
mismo de Quevedo. Después del admirable libro de Bataillon,
Erasme et l'Espagne (París, 1937), muy poco se puede aña-
dir. Para el crítico galo, La cuna y la sepultura de Quevedo
hubiera gustado a los erasmistas por la piedad que hermana
cristianismo y estoicismo, por la crítica del fariseísmo, por el
comentario de la oración dominical, por su exaltación de la
gracia (único don que la oración debe pedir), por su incita-
ción a meditar el Sermón de la Montaña y las Epístolas pauli-
nas. Más recientemente se ha vuelto sobre el tema: Antonio
Alatorre en un artículo "Quevedo, Erasmo y Constantino"
(NRFH, VII) quiere probar que La cuna y la sepultura, es
imitación de Erasmo en su Preparatio ad mortem y se citan
textos paralelos sobre las tentaciones a la hora de la muerte,
y se propone asimismo la influencia de los sermones de Cons-
tantino Ponce de la Fuente sobre el Salmo Beatus vir. Los
escritos de Ponce fueron condenados por la Inquisición y su
- 3* —

autor murió en las cárceles del Santo Oficio. SÍ Quevedo se


pronuncia por una religión menos recargada de ceremonias3
menos farisaica y más íntima, trae en su abono a San Pedro
Crisólogo y San Agustín.6 Lo que sí está claro es el punto
de vista del mismo Quevedo, y bastará oírle para conocerlo.
En la Virtud militante, acaso su obra religiosa más acabada,
hace suya la opinión de Ambrosio Caterino sobre el de Rot-
terdam, fluctuante entre Lutero y la Iglesia: "Tuvo por
afrenta aquel hombre soberbio militar debajo de la mano de
Lutero. No se atrevió a pelear claramente contra la Iglesia,
para ofenderla más con tal astucia." (OP, 1159). Lo cual es
compatible con la admiración por "el doctísimo Erasmo",
que trasciende en la España defendida, en medio de la insig-
nificante polémica sobre la pronunciación de nuestra " s "
{OP, 354). Y Quevedo no ignoraba que Erasmo fué quien hizo
la primera edición crítica de Séneca, en 1529.
Tampoco es sospechosa su admiración por Miguel de
Montaigne, cuyos escritos no fueron condenados por el Papa
hasta 1676. El estoicismo de Montaigne desembocó en un pi-
rronismo amable, como vio ya Strowski (citado por Brune-
tière, Études critiques sur l'historié de la littérature française,
gème s e r i e ^ p a r í s igio} p ág. n ) , Cuando en Francia era no
muy bien recibido por los católicos, aquí tenía Montaigne par-
tidarios entre seglares y eclesiásticos graves, como Cisneros
y Pacheco. Para Quevedo, Montaigne era a la vez "sabio
humanista, avisado político y celoso católico", algo como lo
que quería ser él mismo fMarichaî, art. cit.).
No hay razones para dudar de la plena ortodoxia de Que-
vedo ni de su completa aceptación de las verdades del dogma,
cuyos fundamentos conoce y expone. La cuna y la sepultura
es una verdadera filosofía cristiana sólidamente apoyada en
los Santos Padres. De la inmortalidad del alma ha escrito
con particular empeño: la fe y la razón le aseguran en su fe.
Y a mayor abundamiento, refuerza esos dos soportes de su
— 33 —

creencia con un argumento que yo llamaría vitalista. En el


Sueño del infierno, un diablo —y los diablos dicen las verda-
des más tajantes— se dirige a los herejes que padecen allí
por haber negado la inmortalidad del alma y les arguye:
"Pues cuando fuera así, que fuéramos sólo animales como los
otros, para morir consolados habríamos de fingirnos eternidad
a nosotros mismos"; y en Providencia de Dios, refutando a
los que no creyeron el alma inmortal, filósofos antiguos y
herejes, concluye: "Cuando no fuera verdad, habría de creerse
[pues] morir todo y para siempre, última miseria es y des-
consuelo ultimado." Todavía al final de la obra insiste en
el mismo argumento., ahora de la mano de su admirado San
Pedro Crisólogo. del que toma estas palabras del Ser-
món L X X I V : "Grandis dementia est hoc, hominem nolle
credere quod sibi desiderat evenire" (OP, 1279). En las dos
obras citadas vuelve Quevedo sobre el mismo punto comen-
tando el pasaje de Lucano en la PharsaKa:

Longae (canitis si cognita), vitae


Mors media est. Certe populi, quos despicit Arcios,
Felices errore suo, quos tile, timorum
Maximus, haud urget leti metus. (Pfa, 1. I.)

(OP. 192 y 1253). Con este argumento vitalista asedia Que-


vedo a los que, sin la luz de la fe, carecen del "último con-
suelo". Y ese fundamento vital de la inmortalidad del alma
—cuyo valor probatorio es tan discutible— nos hace pensar
en la agónica religiosidad de Uhamuno. hambriento de in-
mortalidad. Yo no sé que don Miguel haya reparado en estos
pasajes de Quevedo, cuya lectura frecuentaba. No queda
constancia en sus obras, y es lástima. El punto de coinciden-
cia entre uno y otro no pasa de ahí. Quevedo no era agnóstico
y estaba protegido por su ortodoxia católica. El argumento
vitalista se le ofrecía y lo propuso como prueba desde un te-
rreno neutral y por eso lo aduce para filósofos que no conode-
3
- 34 —

ron la Revelación. No hallo motivos para dar otro alcance


a este "fingirnos eternidad" y entenderlo como una ficción
pragmática de consolación para el descreído: no, Quevedo
me parece libre del torcedor de la duda.
No debemos olvidar en el recuento del pensamiento reli-
gioso de nuestro escritor su traducción de la obra citada de
vSan Francisco de Sales. Raimundo Lida ha mostrado que esta
versión apenas mejora la anterior de Sebastián Fernández de
Eyzaguirre, publicada en 1618, y que parece hecha sin tener
a la vista el texto original (véase., "Quevedo y la Introduc-
ción a la vida devota", NRFH, 3-4. 1953). Lo que aquí nos
importa es el deseo de dar a conocer un humanismo cristiano,
amplio y abierto, en que caben los hallazgos que con la razón
natural consiguieron los filósofos estoicos, como prefiguracio-
nes parciales de la verdad revelada. Y no es sino un intento
más por conciliar ciencia y fe, razón y revelación, no de otra
manera que ya lo había intentado Melchor Cano en su De locis
theologicis (Salamanca, 1563).
Diremos una vez más que no es el pensamiento de Que-
vedo de tipo esencialmente especulativo, ni sometido a rigor
expositivo. Procede más bien por intuiciones y superponiendo
a una débil armazón escolástica el apresto de una rica fun-
damentación autorizada de sus copiosas lecturas. Sus trata-
dos religiosos tienen el constante aparato erudito de los San-
tos Padres, además y por sobre los filósofos estoicos : San
Pedro Crisólogo, Santo Tomás, San Agustín, San Gregorio
Niseno, San Juan Clímaco. San Cipriano, entre otros, son sus
mentores. Y San Pablo, cuya vida escribió en la prisión para
gloria del apóstol y consuelo suyo. En esta Vida y en Pro-
videncia de Dios encontraremos los mejores momentos del
humanismo cristiano de Quevedo. Y nótese que en ambos
casos, como en Virtud militante y la Cuna y la Sepultura.
apunta a la aplicación práctica y personal : "Quiero hablar de
mí mismo", dice en la Constancia v Paciencia del Santo Job:.
~ 35 —
"Escribo de las cuatro pestes del mundo, no como médico,
sino como enfermo", se lee en la Virtud Militante; desde
San Marcos se vuelve a su Séneca y a Job para encontrar
alivio : todo su saber, su filosofía y su fe vienen en socorro del
escritor, protegiéndole en vida y para la muerte. Su filosofía
como su religión son ética, norma y escuela de conducta; re-
medio y seguro para el pesimista que fué Quevedo. Más ade-
lante veremos la fusión de su religiosidad con sus ideas po-
líticas. Para terminar con este ya prolijo examen, he de indi-
car que en la traducción de II Romulo, del Marqués de Mal-
vezzi, escritor italiano y embajador de España en Londres
durante el reinado de Felipe IV, hay un párrafo en que halla-
mos un sentimiento de amor a Dios tan desinteresado como
el del famoso soneto "A Jesús Crucificado" : "No os amo,
mi Dios por temor de mal; que si es vuestra voluntad, yo le
apeteceré como sumo bien. Os amo porque sois todo amable,
porque sois el mismo amor". Pero nuestro traductor no pa-
rece haber sentido esta suerte de amor religioso. En los va-
rios matices de la experiencia religiosa que he ido señalando
en Quevedo, fácilmente se echa de ver cuáles son los que fal-
tan: no encontraremos la ternura, ni el amor encendido, ni
el arrebato místico, a cambio de una austera virtud, de un
severo rendimiento y, en todo momento, de un inmediato sen-
tido práctico. Hay ocasiones en que su religiosidad en lo mo-
ral linda con el pragmatismo; así en la condenación de la
venganza: "Fonseca, doctísimo español, predicando dijo:
"No sólo es mejor perdonar al enemigo que vengarse, sino
más fácil y más acomodado. Así lo mandó Cristo: Amad a
vuestro enemigos. Rigurosa y desabrida cosa fuera —prosi-
gue Quevedo— y llena de peligros, si te mandara vengar de
tus enemigos, salir a media noche (o solo, cargado de armas,
o acompañado de amigos) a acecharle, y al cabo, procurar su
muerte. ¿Cuánto mejor es perdonarle, cosa que pueden hacer
cenando y en tu casa y acostado y con todo tu descanso?".
- 36-

Lo que pierde en sublimidad el precepto evangélico, se redime


en eficacia, aunque con notable empobrecimiento.
Diré también que para Quevedo la Providencia opera sin
falla y la creencia en un providencialismo total preside la his-
toria y remedia la hostilidad de la naturaleza: "La víbora
que en los círculos de, su cuerpo se flecha arco y saeta homi-
cida, en la triaca se opone a las heridas de su diente", leemos
en Providencia de Dios (op. 1289), cuya doctrina va "estu-
diada en los gusanos y persecuciones de Job". Una vez más
el pesimismo se templa y cura por la vía religiosa.
SU ESPAÑA

Pudo haber sido un puro hombre de letras, pues ni pre-


paración, ni talento le faltaron, ni gusto tampoco. En los años
críticos de su vida, cuando debía tomar un rumbo al terminar
sus estudios, no dejó de sentir tal atracción, como se ve en
las cartas a Justo Lipsio, en que habla de sus trabajos de eru-
dición y pide consejo al gran humanista. Tal vez reaparece en
los momentos de quietud esa vieja vocación. Pero no era
Quevedo de temple como para resignarse a la reposada acti-
vidad del hombre de estudio, ni, ya lo hemos visto, era su
ideal el de la ciencia por la ciencia. Tan pronto como consi-
dera cumplida su formación universitaria se apresta a inter-
venir en la vida pública española: tal vez se ha frustrado un
gran humanista; pero el escritor tendrá la ventaja de comple-
tar su bagaje libresco con el que obtenga del roce en la co-
rriente del mundo. No es preciso recordar puntualmente su
celo en servir la política española en Italia, su devoción y leal-
tad a su amigo y señor, al "grande Osuna", don Diego Girón,
la atención vigilante para denunciar abusos y corruptelas del
poder, su arriscada independencia. (Me cuesta trabajo acep-
tar la sospecha de Marañón de que la prisión de Quevedo se
debiera no a los versos satíricos contra el valido, sino a con-
fabulación con agentes secretos de Richelieu, —véase El Con-
de-Duque de Olivares, Madrid, 1936, cap. XI).
- 38 -

Kl tema de España es tan importante como cualquier otro


en la obra de Quevedo, el principal después del ético-religio-
so; y lo politico no es sólo motivo de sátira o de relato en que
refiere las impresiones de lo que ha visto: Lince de Italia,
Grandes Anales, Mundo Caduco, La hora de todos. Hasta en el
teatro, donde no es frecuente que nuestros dramaturgos del
Siglo de Oro lleven tesis políticas a la escena, Quevedo ha
utilizado el vehículo de la farsa para dar una lección de teo-
ría del poder y comentar la actualidad pública, con su come-
dia Cómo ha de ser el valido (Véase la edición y estudio de
Miguel Artigas, Teatro Inédito de D. F. de Q. y V.t Ma-
drid, 1937). Su inclinación le lleva al desarrollo de ias cues-
tiones en un plano más elevado y general, hasta la teoría del
Estado y la res pública. Considera la política como la herma-
na mayor de todas las artes, a ia manera clásica.7 De ahí
ese prodigioso tratado del Marco Bruto, escrito en prosa la-
pidaria, o la Política de Dios, donde el moralista, el ascético
y el político exponen una política ideal. Y no es insignificante
que prologase la traducción de la Utopia, de Tomás Moro.
El pensamiento de Quevedo sobre política ha de conside-
rarse en relación con sus ideas acerca de la acción de la Pro-
videncia en la historia. Su obra Providencia de Dios nos ha
llegado incompleta y no nos es dado seguir hasta el final el
desarrollo de su tesis. En las dos partes que se nos conservan,
ha expuesto los fundamentos de la inmortalidad del alma en
la primera, y de la existencia de Dios y de su Providencia en
la segunda. El plan, según anuncia el autor en las últimas
líneas, se iba a cerrar con un examen de la historia, desde
Adán, pasando por Saúl, Salomón, las grandes figuras de la
gentilidad, "para mostrar por dónde vino en los hombres la
divina Providencia a los fines de su justificación." Y, "Últi-
mamente, Roma desquitada y enmendada, y restituida de es-
clava a universal señora de las gentes por los santísimos suce-
sores de San Pedro." Una vez más Quevedo busca lo esencial
— 39 —

por bajo de la sobrehaz aparente de los hechos: "Descubriré


en tan esclarecidos cadáveres tantas advertencias como partes
y fibras, y dejaré para mayor enseñanza en los güesos el bulto
que opaco los escondía."
"Azorín" ha escrito recientemente que Quevedo es el pri-
mer político de opinión y cita una frase de Michelet, que atri-
buye al siglo xvi el acceso de la opinión a la gran influencia
que tiene sobre el poder. Quevedo da voz pública a la opi-
nión política.
Su información sobre nuestros problemas en Europa, sin-
gularmente en las relaciones con Francia e Italia, nos lo
muestra avisado y despierto. Y este conocimiento se comple-
ta con miradas retrospectivas al pasado, sin duda aleccionado
en su juventud por el Padre Mariana, a quien trató con amis-
tad respetuosa.
Quevedo tiene conciencia histórica, se coudera a sí y a su
época con ojos de quien se siente dentro del decurso históri-
co. Pero ahora sólo recordaré su ambiciosa idea de examinar
la obra de la Providencia en la Historia, concepción planeada
y no llevada a término, y que a Mérimée la parece digna de
Bossuet, máximo encarecimiento en la pluma de un escritor
francés. {Obra citada, pág. 258.) Quevedo ama a España con
inteligente apasionamiento: "Al español más le constituye en
serlo la lealtad que la patria —escribe en los Sueños—, de
tal manera que deja de ser español en dejando de serlo".
Son los españoles "gente pródiga de alma, y que fácilmente
se llega a la muerte", traduce Quevedo en la Carta al Rey
Cristianísimo Luis XIII} de Silio Itálico ("Prodiga gens ani-
mae et properare facillima mortem, I, 225), al paso que re-
procha la ayuda de los franceses a nuestros enemigos en
Flandes, Alemania e Italia.
En Lince de Italia u Zahori español advierte la necesidad
de combatir la herejía, el mal que se sigue de la diferencia
religiosa y los sacrificios que España está haciendo por man-
— 40 —

tener la unidad: "Debelar los herejes, siempre es justo que


lo deseemos y alabemos todos, en Francia y en todo el mun-
do: harto le cuesta a España el asistir a otras naciones para
que lo hagan y vaciarse de los que lo eran... El Rey de Fran-
cia sabe que después que le dividieron Lutero y Calvino los
vasallos, tuvo el reino dividido, que es el pronóstico de ser
asolado. Y como esta división, aun por hacienda o enojo o
cudicia, sea enfermedad mortal de la monarquía, cuando es
por diferencia en la religión... es irremediable" (OP} 632).
La guerra es la ocupación más frecuente de España —re-
cuérdese lo que arriba se dijo de la estima de Quevedo por
las armas—, no por belicosidad natural, sino por imperativo
de su historia y de la misión que en ella se ha fijado. Léase
el capítulo V de la España defendida, de que sólo citaré:
"el largo hábito a las santas costumbres de la guerra... aun-
que en mi opinión España nunca goza de paz : sólo descansa,
como ahora, del peso de las armas para tornar a ellas con
mayor fuerza y nuevo aliento. Y son a todos, como a ella,
importantes las armas suyas; pues, a no haberlas, corriera
sin límites la soberbia de los turcos y la insolencia de los he-
rejes, y gozaran en las Indias seguros los ídolos su adora-
ción". He ahí formulado el gran ideal imperial y católico
en que se hizo y deshizo nuestra historia en los grandes siglos.
Mientras tanto, otros países, atentos también al lucro
que proporcionan los oficios mecánicos, se llevan con sus pro-
ductos el fruto de nuestras conquistas. En la obra que acabo
de citar, y en el mismo, capítulo, se lamenta de que la vanidad
femenil "nos han puesto necesidad de naciones extranjeras,
para comprar a precio de oro y plata, galas y bujerías... de
suerte que nos dejan los extranjeros el reino lleno de sartas
y invenciones y cambray y hilos y dijes, y se llevan el dinero
todo, que es el nervio y sustancia del reino" {OP, 357). La
misma advertencia se repite en La hora de todos, en el ca-
pítulo XXXI, "Los tres franceses y el español" : se encuen-
— 41 —

trau en la frontera y "preguntado [el español] cómo no lle-


vaba oficio ni ejercicio para sustentarse en camino tan largo,
dijo que el oficio de los españoles era la guerra y que los
hombres de bien pedían prestado o limosna para caminar...
y que se admiraba del trabajo con que ellos caminaban", ya
que venían cargados de piedras de amolar, peines, fuelles,
ratoneras, alfileres para llevarse nuestro dinero. No podía dejar
de ver Quevedo los graves males que habían de seguirse para
un pueblo que tenía a menos el trabajo mecánico {hombre mecá-
nico, es calificativo de desprecio en Quevedo) y se burla del
"cubo óptico" que pone en manos de los holandeses al asalto
de nuestras colonias de Chile, llamándolo "chisme de vidrio"
("chisme" equivale a soplón). La técnica de los unos, la habi-
lidad financiera de los genoveses por otra parte nos esquil-
man y Quevedo no lo ignora; pero no propone remedio, el
de combatir con las mismas armas, absorto en sus sueños he-
roicos o en el estoicismo cristiano. Mientras tanto el homo
faber de los tiempos modernos, nos irá dejando atrás en
nuestros ensueños quijotescos.8
Su preocupación por lo español no le abandonó ni en sus
últimos días, cuando aquejado de terribles padecimientos, si-
gue en sus cartas el proceso de los acontecimientos y pone el
dolorido comentario a las noticias que le llegan. Y la depre-
sión del anciano enfermo y lo adverso de las nuevas dan un
acento de angustia, de desesperación, incluso, a sus cartas,
que aun hoy nos conmueve. "Tener las Vitorias en otros rei-
nos distantes y por mano de extranjeros y las pérdidas y
ruinas en casa, siempre me pareció ruina y no desquite", es-
cribe el 27 de junio de 1645, al enterarse de la pérdida de
Rosas. O, "Qué diré de mi España que no sea con voz do-
liente." Y muy pocos días antes de su muerte: "Muy malas
nuevas escriben de todas partes, y muy rematadas; y lo que
es peor, todos las esperaban así. Esto, señor don Francisco,
ni sé si se va acabando, ni si se acabó. Dios lo sabe; que hay
— 42 —

muchas cosas que pareciendo que existen y tienen ser ya no


son nada sino un vocablo y una figura." Palabras tremendas
del escéptico preocupado toda su vida con el problema del
ser y del parecer. Claro que no hemos de olvidar que son
palabras de un casi agonizante, y debemos recordar que no
pasó Quevedo su vida haciendo de plañidera sino en el ser-
vicio activo de los intereses de la patria.
A todo descontento con el presente se le ofrecen tres ca-
minos a su insatisfacción: el revolucionario, hacia adelante
(y no dejo de percibir lo que tiene de capciosa esta manera
de hablar, si no se advierte que es metafórica y no de otra
manera); el de ía nostalgia, hacia el pasado; y el utópico,
hacia el país de la quimera. Quevedo no era un soñador, tam-
poco un revolucionario, aunque tuviera la vehemencia expre-
siva de éste; no quiere ni pide el cambio de nada fundamental
en nuestra política. Entonces se vuelve al p&sado, con un
tradicionalismo impreciso y nostálgico. Este pasado no es
ninguno determinado, es un pasado ejemplar, que puede ser,
por veces, el de los Reyes Católicos, el del Emperador, el de
Pelayo. De Fernando el Católico, añora que "supo ser rey y
enseñar a que lo fuesen otros" (Carta del Rey don Fernando
el Católico, OP, 277.) En el Chitan de las tarabillas, hablan
las monedas y recuerdan su descaecimiento paulatino desde
Fernando: "el real de plata valía cuatro reales de cobre; vino
el glorioso Emperador Carlos V... y le quitaron un real",
otro Felipe II, y otro Felipe III. 9 Tan dentro lleva la actitud
nostálgica, que a cada paso, como impremeditamenre, aflora
en sus páginas: " E n los tiempos pasados, que la justicia es-
taba más sana..." "En mi tiempo..." —dice don Enrique de
Villena. Los remendones son gente "que sólo tiene de bueno
el ser enemiga de novedades".
La famosa Epístola satírica y censoria contra las costum-
bres presentes de los castellanos, una de las mejores poesías
del género en nuestras letras, es una reiterada referencia al
— 43 —

pasado, a ese pasado ucrónico, como término de comparación


ejemplar :
La robusta virtud era señora...

Hilaba la mujer para su esposo...

Joya fué la virtud, pura y ardiente,


Fluyen los anhelos hacia el pasado, llevados por esa rei-
teración de los tiempos verbales nostálgicos por excelencia:
era, fué... No es, con todo, el señor de la Torre de Juan
Abad un vulgar laudator temporis acti. Se trata de un senti-
miento que su razón corrige al advertir cuánto hay de falaz
en la alabanza del tiempo pasado, por serlo: "No seas de los
vulgares que dicen que todo tiempo pasado fué mejor... pues
forzosamente dirá el futuro en llegando, que es mejor éste,
no por bueno, sino pasado", nos dice en la Epístola XXIX
a imitación de Séneca.
En el Padre Mariana ha podido ver ya esa opinión del
presente empeorado: "De pocos años acá, dícese que no hay
cosa que no se venda; debe ser verdad, pero harta miseria es
que se diga." La experiencia de Quevedo, que le ha hecho
testigo de la caída de Pedro Franquesa y de Villalonga por
cohecho y enriquecimiento ilícito, de la muerte de don Ro-
drigo Calderón, de la caída del de Lerma y de Olivares, se
resume en una triste opinión de los cortesanos, que "gatean
por la mentira, trepan por la lisonja y se encaraman sobre
el cohecho".
No quedaría completo el análisis del tradicionalismo de
Quevedo, si no dijese que tiene mucho de postura humanística
y que su modelo está en Roma evidentemente, como puede
notarse leyendo el Marco Bruto y sus versos, originales y tra-
ducidos, a la Ciudad por antonomasia. Su entusiasmo roma-
no se ajusta a la severa austeridad catoniana, y tiene aciertos
de expresión dignos de la mejor latinidad. Diré también que
el tradicionalismo de Quevedo postula la vuelta a las virtudes
— 44 —

antiguas, no a fórmulas de cualquier dase: es uu remedio


que ei moralista oirece para ia relajación publica y privada que
encuentra en su tiempo.
.Para lo extranjero tiene Que vedo una instintiva descon-
fianza, que no llega a xenofobia. Quería buscar in interiore
Hispània la esencia y la razón de nuestro ser. Me temo que
Américo Castro violenta mi tanto los hechos cuando dice del
gran satírico que "repelió violentamente la cultura extrahis-
pana (pese a su conocimiento de Montaigne y de la Italia de
Galileo), y se cubrió protectiva y desesperadamente con el
nihilismo hispano-judaico de los siglos medios7' (España en
su historia). Podría haber añadido Lipsio y Erasmo, Rabelais
y San Francisco de Sales a la lista de sus conocimientos, y
en cuanto al "nihilismo hispano-judaico de los siglos medios",
debería ser ampliado hasta la stoa y la patrística. Sí, en
cambio, me parece atinado el interpretar la obra de Quevedo
como una protección y remedio para cualquier fortuna, según
ya se ha apuntado.
Hora es ya de concluir y no precisamente por haber ago-
tado la materia, si bien creo haber anotado los puntos más
salientes del p>ensamiento de Quevedo. Basta una explora-
ción por las distintas zonas de su obra literaria para encon-
trarnos en todos los tonos, según la naturaleza del escrito,
desde el grosero y chocarrero, hasta el más elevado los moti-
vos que se han ido apuntando.
De intento se han dejado fuera sus ideas literarias, no
siempre exentas de apasionamiento y encono personales. Si
no fué innovador en el campo de las ideas, su poder creador
en el de la expresión nos depara en su estilo un inacabable
muestrario de fresca, de audaz inventiva. Su desdén por lo
trivial le obliga al acecho, a la persecución sin fatiga de la
palabra, del giro nuevos. Y sus registros estilísticos van de
la lengua grave y sentenciosa, émula de los latinos, al des-
enfado de la lengua de la carda. Combate a culteranos, edita
- 45 —
a Fray Luis de León o propone a Francisco de ía Torre
como modelo de pureza en la lengua. Explora con el inse-
guro tanteo de la ciencia que pudo conocer, los orígenes de
nuestro idioma; se ejercita problemáticamente en las arduas
tareas de verter al español la extraña belleza del hebreo bíbli-
co y de la poesía griega. Si en todo escritor el estilo es cues-
tión de estudio y trabajo, en Quevedo lo fué en grado emi-
nente. Por esto nos es más lamentable la pérdida de la Retó-
rica que escribió.
No sabemos hasta qué punto el arte le fué consuelo, aun-
que suponemos que puso en su obra más confianza que en
otras cosas temporales. El desengañado de todo lo que es tem-
poral no puede dejar de sentir la angustia del paso inexorable
del tiempo. José María de Cossío,10 con certero ojeo, entresacó
de la poesía quevedesca varías composiciones en que, émulo de
Góngora, trata de fijar el huidizo decurso del reloj en la quietud
del verso. Pero aquí, digo, en los ejemplos aducidos por Cossío,
el gusto por la dificultad vencida en sucesivos asaltos al esqui-
vo tema, casi hace olvidar íc acongojante del asunto. He
aquí un terreno de excepción para ver cómo el arte viene
a ser una especie de jugueteo que, por unos momentos, alivia
de la tensión trágica. Su literatura es una literatura "com-
prometida", a todo riesgo. Todo Quevedo está en juego, y
no se ha hecho de la literatura una vía de diversión o de es-
cape a la urgencia de los problemas. A veces parece escribir
por puro virtuosismo, en alarde travieso de registros extra-
ños, como cuando compone las jácaras en la lengua rufia-
nesca. Y lo asombroso es que las escribe a los sesenta años
en la cárcel de San Marcos, cuando estaba componiendo la
Vida de San Pablo, el tratado de la Providencia y la refun-
dición de la Constancia y paciencia del santo Job. El gozo del
escritor que da forma, sujetando a expresión la esquiva ma-
teria del lenguaje, trasciende de cada página quevedesca, de
las desenfadadas y de las graves. Si no pensó en algo como
- 46 -

la fórmula del "arte por el arte", su prodigiosa variedad


estilística y la conciencia exigente del escritor para su pluma,
nos certifican de un elevadísimo sentido de su quehacer. Nun-
ca se dejó llevar por los caminos trillados de lo vulgar. Siente
como Séneca que lo mejor, no es lo más usado, lo que parece
bien al vulgo, pésimo intérprete de la verdad (De vita beata).
Conoce como pocos el lenguaje popular, pero, siempre alerta,
no se deja ganar por la fácil corriente de la frase hecha. Del
Para todos de Juan Pérez de Montalbán, dice que "es malo
por ser para todos". En otra ocasión he mostrado cómo re-
crea los modismos y frases hechas y no he de volver sobre
ello aquí."
Como ya se ha indicado, tuvo en grado agudísimo el don
de la sátira: su mirada es particularmente penetrante para
calait las apariencias y descubrir el fondo reprochable que
hay en tantas cosas humanas. En las Preméticas, como luego
en otras obras, ha llevado la cuenta de todas las manifesta-
ciones de la estupidez, de los necios, majaderos y "modorros",
que son los necios superlativos. Este puntilloso escrutar y
perescrutar nos parece función natural, tanto como volun-
taria en Quevedo. Fernández Guerra dijo hace muchos años
que sus obras "forman un periódico de oposición contra las
costumbres y privanzas de la primera mitad del siglo x v i i "
{Obras de Quevedo, Bibliófilos andaluces, I, págs. 9-10). El
que no siempre sea oportuna o justa, o merecida su censura,
puede pasarse en gracia de las muchas veces en que sus tiros
dieron en un blanco digno y a lo noble de la idea.
La natural tendencia de Quevedo le ha hecho encontrar afi-
nidades muy próximas en los grandes satíricos latinos, según
nos mostró Sánchez Alonso ("Los satíricos latinos y la sá-
tira de Quevedo". RFE, XI, 1924, 33-62 y 115-153). Y no sólo
encontraremos reminiscencias o imitaciones puntuales en la
obra de nuestro autor, sino que él mismo reconoce la deuda,
especialmente con Juvenal, de cuya sátira tiene una idea tan
- 47 ~

elevada como para llamarla "política en versos... pues este


género de filosofía, más necesita de lo sátiro que de lo comen-
dable, porque más veces está el bien en lo que se deja de hacer
que en lo que se hace" (OP, 908). Palabras de profundo sen-
tido si pensamos en la meta ideal a que aspira el Quevedo sa-
tírico, pues su afán censorio y reformador atendía sobre todo
a modificar conductas en su misma raíz ética. De ahí que sean
inseparables el escritor satírico y el teorizador político. Y no
importa que muchas páginas nos parezcan hoy banales, pasa-
da ya la ocasión que las motivaron: si las consideramos en
relación con la obra toda, hasta la futilidad cobra intención y
significado más ambiciosos.
Se me hace duro aceptar juicios tan severos sobre Que-
vedo, como el de Ortega y Gasset cuando lo llama "el re-
torcido cojo" {Papeles sobre Velazquez y Goya, Madrid,
1950, pág. 60). No quiero decir, por otra parte, que la vida
de Quevedo haya sido intachable, ni él un dechado de virtudes
públicas y privadas. Pienso más bien en la obra del escritor
como una de sus maneras de ser. y no la de menos cuenta,
ya que cada uno somos nuestras obras. De Séneca, el filósofo
de la austeridad y de la resignación hay la sospecha de que
se enriqueció con el préstamo usurario a los britanos, lo que
provocó la rebelión acaudillada por la reina Baodicea. En
todo caso siempre nos es más sencillo juzgar a las personas
por lo que han escrito, que por lo que han obrado, tan sujeto
a interpretaciones interesadas. La cazurra sabiduría del re-
frán, "Una cosa es predicar y otra dar trigo", sólo es acep-
table a medias, pues también el que predica da y. a las veces,
algo más valioso que el mismo trigo. Y esto pienso yo de
Quevedo, aunque no deje de tener en cuenta el caudal de
chocarrerías y frialdades que nos legó en sus obras, funda-
mento de la más extendida y menos justa fama de que ha
venido padeciendo entre nosotros. Gradan, no anduvo muy
acertado cuando escribió en El Criticón que las hojas de Que-
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vedo "son como las del tabaco, de más vicio que provecho,
más para reír que para aprovechar", pues si es cierto que la
risa es, tantas veces, un saludable correctivo, y así sucede
en las páginas llamadas jocosas de Quevedo, hojas hay en
sus libros para aprovechar con su enseñanza, según espero ha-
ber mostrado.
Las obras de burlas no son siempre mero entretenimiento,
aun cuando no aparezca clara la moralidad. Es archiconocido
el retrato del Dómine Cabra, tipo caricatural de avariento que
ha pasado ya al dominio común. En Virtud militante contra las
cuatro pestes del mundo, invidia, ingratitud, soberbia, avari-
cia, escrita años después del Buscón, nos ofrece un nuevo re-
trato de avariento (OP, 1165, 1166), sin el encarnizado toque
de antes —el tono de una y otra obra exigen distinto trata-
miento—, con un realismo más moderado, ya que no busca el
efecto risible, y, nos dice Quevedo, "Ahora con la considera-
ción haré que este cuento sea dotrina a propósito... " Este do-
ble ejemplo nos advierte de que el temple invariable de Que-
vedo es el de un moralista, saque o no paladinamente las con-
secuencias, sea cualquiera el tono que emplee.
Tal es el pensamiento de don Francisco de Quevedo y Ville-
gas ; así me lo he reconstruido yo de sus obras, cuyo trato nos
depara lección perenne y es al mismo tiempo monumento ejem-
plar de nuestra lengua española.

HE DICHO.
NOTAS

1
En adelante, OP.
3
Véase Ortis Green, Queitedo and the courtly love. Ohio, Univ.,
para la temática amorosa en la poesía de nuestro autor. Hay traducción
española, en prensa. Y Dámaso Alonso, Poesia Española, Madrid, 1950,
págs. 532 y PS.
s Para la patria de Sánchez, véase Francisco Sanclws era de Va-
tenca. Um tcstemtinho seiscentista, por Mario Martins, en Rev. Portu-
guesa de Filosofía, 1945. 3. págs. 281-5.
* Véase Quevedo y la tradición senequista, por José M. a Chacón
y Calvo. Realidad, 9. 1948. vol. 3, págs. 318 y ss. Aunque no sea argu-
mento probatorio, es cierto que Séneca vive según Chacón '"no sólo en
una tradición literaria, erudita, sino en una tradición del pueblo, en la
intimidad de lo popular hispánico", y aduce la autoridad de María Zam-
brano. quien afirma: ''Séneca es para el hombre hispánico sinónimo de
sabio y de filósofo." Al parecer, en Cuba se emplea esa denominación
en el mismo sentido. Recuérdese a este propósito el reciente libro de
José María Peinan, Hi Séneca, Madrid. 1945.
s The Mystic Soul of Spain, New-York. 1946, pág. 17 y ss.
6
Para la influencia del santo, véase (C. Láscaris Comneno, Sene,
guisnio y agiistinismo en Quevedo, Revista de Filosofía, :Madrid; 1950,
IX, num. 34. págs. 461, 485.
7
Véase. Visión política de Quevedo. por el P. Oswaldo Lira,
SSCC. Seminario de Problemas hispano-atnericanos. Madrid Í1949I.
* Américo Castro da algunos textos de los siglos xvi y xvii para
documentar el desdén español por la técnica, en Lo hispánico y el eras-
tnisMto, RFH., I V págs. 64-66.
— s© —

9 Sobre este punto consúltese El dinero en la obra de Quevedo,


del profesor Emilio Alarcos (Discurso de apertura, Univ. de Vallado-
lid, curso 19412-43).
10
José María de Cossio, Poesía española, Espasa-Calpe, Madrid,
1936, págs. 195-202.
11
Véase mi edición de los Sueños, col. Ebro, y mi artículo "Refra-
nes y "frases hechas" en la estimativa literaria del siglo xvii", AFA,
VI, Zaragoza, 1954.

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