GUIA DE TRABAJO LENGUA Y LITERATUR1listo Pedf
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LENGUA Y LITERATURA
OCTAVO BASICO
GUIA DE TRABAJO LENGUA Y LITERATURA
OCTAVO BÁSICO
LITERATURA DE TERROR
Poeta, narrador, periodista y crítico literario americano, Edgar Allan Poe (1809-1849) es conocido
por su narrativa de terror, horror, romántica y su maestría del relato de influencia gótica, siendo
considerado uno de los grandes maestros de la literatura universal y padre del género
detectivesco. En 1845 publicó el que sería su poema más celebrado, “El cuervo”. En 1849, Poe
apareció desorientado, vestido con ropas que no eran suyas y vagando por las calles de Baltimore.
Fue llevado a un hospital, pero no pudo recuperar el habla coherente para explicar qué le había
pasado. La causa de su muerte no se aclaró y se ha especulado desde entonces con problemas de
drogas, meningitis, sífilis o incluso rabia. Dentro de sus obras más destacadas podemos encontrar
“El corazón delator”, “Los asesinatos de la rue Morgue”, “El gato negro”, entre otras.
EL GATO NEGRO
TEXTO 2:
Como parte del servicio social propio de su nueva profesión de médico, Demetrio fue enviado a
una apartada comunidad en lo alto de las montañas. Estaba muy emocionado de poder ayudar a la
gente, pero al llegar se encontró mayormente desconfianza. Lo veían tan joven, que les parecía
inexperto. Tan solo un par de personas lo vio con buenos ojos, y lo recibieron de la mejor forma
posible, ya que llevaban meses sin un doctor en el pueblo. Así que lo acomodaron en una buena
habitación en casa de uno de ellos y el resto se encargaba de darle comida o cualquier otra cosa
que necesitara.
Queriendo o no, finalmente todas las personas tuvieron que aceptarlo, porque no tenían nadie
más a quien recurrir, y se le veía ir y venir a pie a altas horas de la noche, para atender a algún
enfermo en su propia casa. Había siempre alguien que lo acompañara, aunque el pueblo era
pequeño nadie quería que se perdiera. Una madrugada, escuchó el ladrar de los perros, y fue a ver
de qué se trataba. Distinguió alejándose una figura femenina, y encontró en el suelo un rastro de
sangre. Con ímpetu le rogaba que se detuviera, identificándose como médico y ofreciendo
ayudarla, sin embargo la mujer parecía ida, solo caminaba hacia el frente con la cabeza agachada.
Los rígidos y lentos movimientos con los que se desplazaba, hicieron pensar al joven que se
encontraba muy mal herida, así que corrió para darle alcance. No fue tan fácil llegar hasta ella,
realmente se movía más rápido de lo que parecía. Pero al estar cerca, sus ropas rasgadas y
cabellera alborotada, pusieron más nervioso al chico pensando que algo muy malo le había
pasado. Tocó su espalda; en ese momento ella se dio vuelta, mostrando su cuerpo cadavérico,
emitiendo un lastimero grito de dolor en la cara del joven que lo obligó a salir corriendo.
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Así el pueblo perdía otro de sus doctores, todo por guardar en secreto las apariciones de la mujer
de la noche a la que ellos están muy acostumbrados, pero no así los citadinos, que hace mucho
olvidaron que cosas como estas existen.
¡Es verdad! Soy muy nervioso, horrorosamente nervioso, siempre lo fui, pero, ¿por qué
pretendéis que esté loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, sin destruirlos ni
embotarlos. Tenía el oído muy fino; ninguno le igualaba; he escuchado todas las cosas del cielo
y de la tierra, y no pocas del infierno. ¿Cómo he de estar loco? ¡Atención! Ahora veréis con
qué sano juicio y con qué calma puedo referirles toda la historia.
Me es imposible decir cómo se me ocurrió primeramente la idea; pero una vez concebida, no
pude desecharla ni de noche ni de día. No me proponía objeto alguno ni me dejaba llevar de
una pasión. Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos
insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí,
esto es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido. Cada vez que este ojo fijaba
en mí su mirada, se me helaba la sangre en las venas; y lentamente, por grados, comenzó a
germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al viejo, a fin de librarme para siempre de
aquel ojo que me molestaba.
¡He aquí el quid! Me creéis loco; pero advertid que los locos no razonan. ¡Su hubierais visto
con qué buen juicio procedí, con qué tacto y previsión y con qué disimulo puse manos a la
obra! Nunca había sido tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al
asesinato.
Todas las noches, a eso de las doce, levantaba el picaporte de la puerta y la abría; pero, ¡qué
suavemente! Y cuando quedaba bastante espacio para pasar la cabeza, introducía una linterna
sorda bien cerrada, para que no filtrase ninguna luz, y alargaba el cuello. ¡Oh! Os hubierais
reído al ver con qué cuidado procedía. Movía lentamente la cabeza, muy poco a poco, para no
perturbar el sueño del viejo, y necesitaba al menos una hora para adelantarla lo suficiente a
fin de ver al hombre echado en su cama. ¡Ah! Un loco no habría sido tan prudente. Y cuando
mi cabeza estaba dentro de la habitación, levantaba la linterna con sumo cuidado, ¡oh, con
qué cuidado, con qué cuidado!, porque la charnela rechinaba. No la abría más de lo suficiente
para que un imperceptible rayo de luz iluminase el ojo de buitre. Hice esto durante siete largas
noches, hasta las doce; pero siempre encontré el ojo cerrado y, por consiguiente, me fue
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imposible consumar mi obra, porque no era el viejo lo que me incomodaba, sino su maldito
ojo. Todos los días, al amanecer, entraba atrevidamente en su cuarto y le hablaba con la
mayor serenidad, llamándole por su nombre con tono cariñoso y preguntándole cómo había
pasado la noche. Ya veis, por lo dicho, que debería ser un viejo muy perspicaz para sospechar
que todas las noches hasta las doce le examinaba durante su sueño.
Llegada la octava noche, procedí con más precaución aún para abrir la puerta; la aguja de un
reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi sagacidad estaban
más desarrolladas que nunca, y apenas podía reprimir la emoción de mi triunfo.
¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él no podía ni siquiera soñar en
mis actos! Esta idea me hizo reír; y tal vez el durmiente escuchó mi ligera carcajada, pues se
movió de pronto en su lecho como si se despertase. Tal vez creeréis que me retiré; nada de
eso; su habitación estaba negra como un pez, tan espesas eran las tinieblas, pues mi hombre
había cerrado herméticamente los postigos por temor a los ladrones; y sabiendo que no podía
ver la puerta entornada, seguí empujándola más, siempre más.
Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó
sobre el muelle con que se cerraba y el viejo se incorporó en su lecho exclamando:
Permanecí inmóvil sin contestar; durante una hora me mantuve como petrificado, y en todo
este tiempo no le vi echarse de nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho
noches enteras.
Pero he aquí que de repente oigo una especie de queja débil, y reconozco que era debida a un
terror mortal; no era de dolor ni de pena, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva
del fondo de un alma poseída por el espanto.
Yo conocía bien este rumor, pues muchas noches, a las doce, cuando todos dormían, lo oí
producirse en mi pecho, aumentando con su eco terrible el terror que me embargaba. Por eso
comprendía bien lo que el viejo experimentaba, y le compadecía, aunque la risa entreabriese
mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido despierto desde el primer ruido,
cuando se revolvió en el lecho; sus temores se acrecentaron, y sin duda quiso persuadirse que
no había causa para ello; mas no pudo conseguirlo. Sin duda pensó: «Eso no será más que el
viento de la chimenea, o de un ratón que corre, o algún grillo que canta». El hombre se esforzó
para confirmarse en estas hipótesis, pero todo fue inútil; «era inútil» porque la Muerte, que se
acercaba, había pasado delante de él con su negra sombra, envolviendo en ella a su víctima; y
la influencia fúnebre de esa sombra invisible era la que le hacía sentir, aunque no distinguiera
ni viera nada, la presencia de mi cabeza en el cuarto.
Después de esperar largo tiempo con mucha paciencia sin oírle echarse de nuevo, resolví
entreabrir un poco la linterna; pero tan poco, tan poco, que casi no era nada; la abrí tan
cautelosamente, que más no podía ser, hasta que al fin un solo rayo pálido, como un hilo de
araña, saliendo de la abertura, se proyectó en el ojo de buitre.
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Estaba abierto, muy abierto, y no me enfurecí apenas le miré; le vi con la mayor claridad, todo
entero, con su color azul opaco, y cubierto con una especie de velo hediondo que heló mi
sangre hasta la médula de los huesos; pero esto era lo único que veía de la cara o de la
persona del anciano, pues había dirigido el rayo de luz, como por instinto, hacia el maldito ojo.
¿No os he dicho ya que lo que tomabais por locura no es sino un refinamiento de los sentidos?
En aquel momento, un ruido sordo, ahogado y frecuente, semejante al que produce un reloj
envuelto en algodón, hirió mis oídos; «aquel rumor», lo reconocí al punto, era el latido del
corazón del anciano, y aumentó mi cólera, así como el redoble del tambor sobreexcita el valor
del soldado.
Pero me contuve y permanecí inmóvil, sin respirar apenas, y esforzándome en iluminar el ojo
con el rayo de luz. Al mismo tiempo, el corazón latía con mayor violencia, cada vez más
precipitadamente y con más ruido.
El terror del anciano «debía» ser indecible, pues aquel latido se producía con redoblada fuerza
cada minuto. ¿Me escucháis atentos? Ya os he dicho que yo era nervioso, y lo soy en efecto.
En medio del silencio de la noche, un silencio tan imponente como el de aquella antigua casa,
aquel ruido extraño me produjo un terror indecible.
Por espacio de algunos minutos me contuve aún, permaneciendo tranquilo; pero el latido
subía de punto a cada instante; hasta que creí que el corazón iba a estallar, y de pronto me
sobrecogió una nueva angustia:
¡Algún vecino podría oír el rumor! Había llegado la última hora del viejo: profiriendo un
alarido, abrí bruscamente la linterna y me introduje en la habitación. El buen hombre sólo dejó
escapar un grito: sólo uno. En un instante le arrojé en el suelo, reí de contento al ver mi tarea
tan adelantada, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía oír a través de la
pared.
Al fin cesó la palpitación, porque el viejo había muerto, levanté las ropas y examiné el cadáver:
estaba rígido, completamente rígido; apoyé mi mano sobre el corazón, y la tuve aplicada
algunos minutos; no se oía ningún latido; el hombre había dejado de existir, y su ojo desde
entonces ya no me atormentaría más.
Si persistís en tomarme por loco, esa creencia se desvanecerá cuando os diga qué
precauciones adopté para ocultar el cadáver. La noche avanzaba, y comencé a trabajar
activamente, aunque en silencio: corté la cabeza, después los brazos y por último las piernas.
En seguida arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos mutilados en los
espacios huecos, y volví a colocar las tablas con tanta habilidad y destreza que ningún ojo
humano, ni aún el «suyo», hubiera podido descubrir nada de particular. No era necesario lavar
mancha alguna, gracias a la prudencia con que procedía. Un barreno la había absorbido toda.
¡Ja, ja!
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Terminada la operación, a eso de las cuatro de la madrugada, aún estaba tan oscuro como a
medianoche. Cuando el reloj señaló la hora, llamaron a la puerta de calle, y yo bajé con la
mayor calma para abrir, pues, ¿qué podía temer «ya»? Tres hombres entraron, anunciándose
cortésmente como oficiales de policía; un vecino había escuchado un grito durante la noche;
esto bastó para despertar sospechas, se envió un aviso a las oficinas de la policía, y los señores
oficiales se presentaban para reconocer el local.
Yo sonreí, porque nada debía temer, y recibiendo cortésmente a aquellos caballeros, les dije
que era yo quien había gritado en medio de mi sueño; añadí que el viejo estaba de viaje, y
conduje a los oficiales por toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar perfectamente. Al fin
entré en «su» habitación y mostré sus tesoros, completamente seguros y en el mejor orden.
En el entusiasmo de mi confianza ofrecí sillas a los visitantes para que descansaran un poco;
mientras que yo, con la loca audacia de un triunfo completo, coloqué la mía en el sitio mismo
donde yacía el cadáver de la víctima.
Los oficiales quedaron satisfechos y, convencidos por mis modales —yo estaba muy tranquilo
—, se sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté alegremente; mas al poco
tiempo sentí que palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía la cabeza; me
parecía que mis oídos zumbaban; pero los oficiales continuaban sentados, hablando sin cesar.
El zumbido se pronunció más, persistiendo con mayor fuerza; me puse a charlar sin tregua
para librarme de aquella sensación, pero todo fue inútil y al fin descubrí que el rumor no se
producía en mis oídos.
Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba todavía con más viveza, alzando la voz, lo
cual no impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era «un rumor sordo,
ahogado, frecuente, muy análogo al que produciría un reloj envuelto en algodón». Respiré
fatigosamente; los oficiales no oían aún. Entonces hablé más aprisa, con mayor vehemencia;
pero el ruido aumentaba sin cesar.