Hnas Alington 01 - Duelo de Seduccion
Hnas Alington 01 - Duelo de Seduccion
Hnas Alington 01 - Duelo de Seduccion
© Duelo de seducción.
© María Jiménez 2021
Aidan O’Sullivan, coronel del ejército británico y Baronet de Howth, llevaba dos semanas de
juerga en Londres. Dos semanas durante las cuales el desenfreno y los excesos habían sido la
norma.
Y no, esa no era la forma de actuar habitual para Aidan, pero sí era la forma de comportarse
cuando decidía divertirse. Para Aidan la vida no tenía término medio: o era un perfecto caballero
o era un perfecto canalla.
La primera parte, la de caballero, era la que ocupaba la mayor parte de su tiempo, y la
reservaba para su trabajo y para su vida oficial relacionada con su estatus social. Aidan era uno
de los coroneles más respetados del ejército británico. Todos los mandos superiores que habían
trabajado a su lado decían maravillas de él, y eran muchos los que se lo disputaban para llevar a
cabo misiones en el ejército. Y lo mismo ocurría con los hombres a su cargo. Aidan era el oficial
más respetado por sus soldados, el único al que jamás le discutían una orden, al contrario,
conseguía que sus hombres lo siguieran a misiones que otros regimientos se habrían resistido a
llevar a cabo.
Todo esto lo conseguía gracias a su carácter. Era respetuoso con todos pero también era el más
valiente, el primero que se lanzaba a la batalla y servía de modelo para sus soldados.
Respecto a las ocupaciones asociadas a su estatus social, era también un noble muy respetado.
Hijo único del III Baronet de Howth, ya fallecido, había heredado el título y dos propiedades: un
porte y saber estar. Y también acudía a los pocos bailes que no podía esquivar. Esta era la parte
que menos le gustaba de su vida, pero aceptaba que era el peaje que tenía que pagar por tener el
título que tenía, y lo cierto es que lo hacía con elegancia .
Pero luego estaba su lado canalla. Y salvaje. Este salía solo cuando decidía divertirse. Lo
hacía tan solo seis o siete veces al año, quince días seguidos como máximo, pero cuando llegaba
el momento, que solía coincidir con los permisos del ejército, no había quien lo parara.
Aidan se conocía todos los clubes y garitos de juego, bebida y sexo que había repartidos por
Londres, desde lo más exclusivos, para caballeros nobles como él, hasta los más sórdidos. Había
visitado todos y en todos había disfrutado de los placeres que se ofrecían.
Respecto al juego sólo tenía una norma. Durante los meses de formalidad iba reservando una
cantidad de dinero para las apuestas, y cuando llegaba el momento del desenfreno se lanzaba a
utilizarla hasta que no le quedaba ni una libra. Algunas veces había dilapidado todo en un solo
día, otras, tenía suerte y acababa su temporada de desenfreno con ganancias incluso. Ganancias
que apartaba para la siguiente quincena de juerga.
Respecto a la bebida, el único límite era no perder el sentido. Él mismo controlaba los efectos
que el alcohol producía en su cuerpo y cuando veía que empezaba a descoordinar, lo dejaba, para
volver a beber de nuevo en unas horas.
Y finalmente estaba el sexo. Y ahí no había límites ni líneas rojas. Se acostaba con varias
mujeres cada noche y no necesariamente de una en una. Tenía un par de amantes más o menos
oficiales entre las cortesanas más selectas de Londres, aquellas que sólo se acostaban con nobles,
pero no les hacía ascos a las jóvenes de los garitos más inmundos del puerto. El sexo para él era
una medicina, además de una necesidad física. Lo necesitaba como respirar. Y, aunque no dudaba
en llevar a cabo las fantasías más atrevidas y extremas, siempre lo hacía previo acuerdo con las
mujeres, así que siempre era bienvenido.
Aidan además era un hombre muy atractivo. Alto, con la piel bronceada y los músculos muy
marcados, fruto de sus ejercicios al aire libre en el ejército, tenía una melena de color azabache
que solía llevar recogida en una coleta y unos ojos negros profundos y grandes, que le hacían muy
atractivo y misterioso al mismo tiempo. Así que las mujeres se derretían a su paso. Él, sin
embargo, se cuidaba mucho de relacionarse con mujeres en edad casadera, solo se acostaba con
cortesanas de pago o con mujeres casadas que no tenían ni una intención de dejar a sus maridos.
Aquello le había traído algo de incomodidad en sus años más jóvenes, cuando había empezado
a acudir a bailes de presentación de jovencitas, que no eran más que mercados para buscar
marido.
Al principio se había sentido agobiado por los requerimientos de las jóvenes y, sobre todo, de
sus madres: todas le veían como el futuro marido perfecto, pero con el tiempo había aprendido a
capear esos momentos con dos tácticas: primero, acudiendo al menor número de bailes de ese tipo
posible y segundo, dejando pasar el tiempo sin comprometerse con ninguna.
Ahora ya tenía treinta y cinco años y prácticamente todas las jóvenes de su estatus en edad
casadera habían renunciado a cazarlo. Era público y notorio que el Baronet de Howth no quería
hacerlo y las jovencitas recién presentadas y, sobre todo, sus madres, no querían perder el tiempo
con él y perder de esa manera la posibilidad de cazar a otro.
Pero esto no quería decir que pasara desapercibido. Al contrario, las pocas veces que Aidan
acudía a los bailes, todas las miradas femeninas se centraban en él. Era tan apuesto y tenía tal halo
de “imposible” que no había mujer que no suspirara ante sus encantos y lo deseara internamente.
A estas alturas de su vida, era vagamente consciente de ese efecto. Al principio, de joven, se
había sentido halagado, pero ahora estaba tan acostumbrado que casi ni se daba cuenta.
En cualquier caso, consciente o no, lo que tenía claro y en lo que jamás había flaqueado era en
el tema de no casarse. Le importaba un bledo que sus propiedades y tierras no pasaran a manos de
un hijo suyo, así como el título de Baronet de Howth. Tenía un primo segundo en Irlanda que
estaba deseoso de que eso ocurriera, además y, aunque él no tenía apenas relación con él, no le
hacía ascos a la idea. ¿Qué le importaba a él lo ocurrido después de muerto?, solía decir a
menudo, para gran escándalo de los nobles que le escuchaban, ya que para un noble no hay
objetivo más importante en la vida que ese: el asegurarse de que el título y las posesiones pasan
de padres a hijos.
Pero Aidan tenía una razón muy poderosa para no casarse y, por tanto, no conseguir un
heredero legítimo. Una razón que era, de hecho, el único nexo común que había entre sus dos
vidas, por muy dispares y antagónicas que fueran, entre el Aidan caballero y el Aidan calavera: su
total y absoluta falta de interés por las mujeres.
No las trataba mal, no se trataba de eso. Al contrario, era encantador y educado con todas,
desde la duquesa más importante a la cortesana más humilde. Jamás les perdía el respeto en su
trato con ellas y, por supuesto, jamás había dañado conscientemente a ninguna (aunque alguna
jovencita enamorada locamente de él en sus años más jóvenes así se lo había echado en cara, él
tenía claro que el desamor no era un mal premeditado y , en su caso, no podía ser imputable en
ningún caso, ya que siempre había sido muy claro en su negativa a comprometerse). Pero todas
esas relaciones educadas eran superficiales. Y lo hacía de manera consciente, ya que en su fuero
interno pensaba que las mujeres eran seres a evitar. No quería saber nada de ellas excepto por el
sexo. No le parecían interesantes, así que se relacionaba con ellas solo en lo que le interesaba,
pero las ignoraba el resto del tiempo.
Hasta el día trece de abril de 1829.
Capítulo 2
Aquel día Aidan paseaba por una de las calles más concurridas de Londres de vuelta a su
apartamento de soltero. Se trataba de una casa en el lugar más exclusivo de la ciudad. No lo
utilizaba mucho, ya que su estancia en Londres se reducía a los días que pasaba de juerga, el resto
del tiempo, o estaba acuartelado o vivía en su palacio a cincuenta millas de la capital.
Ese día había llegado a su fin la última quincena de desenfreno. Habían sido quince días en
los que había disfrutado del juego, la bebida y las mujeres como si llegara el fin del mundo, pero
ya tocaba volver a la vida oficial.
Esa noche no había dormido nada, ni cinco minutos. Había querido exprimir hasta el último
momento. Había decidido pasar aquella noche en uno de los garitos más exclusivos de la capital.
Uno que todos los hombres de su estatus social conocían y ninguna de sus esposas había oído
mencionar jamás. En aquel lugar Aidan se solía encontrar con la flor y nata de los hombres de la
aristocracia británica, la gran mayoría de ellos casados. Dentro de aquel club secreto se podía
jugar, se podía beber y, sobre todo, se podía tener sexo con la cortesanas mas bellas del Reino. Y
eso era a lo que se había dedicado Aidan durante toda la noche.
Había sido uno de los últimos en salir del lugar, bien entrada la mañana, y ahora se dirigía
andando a su apartamento, que estaba a apenas quinientos metros del club.
A pesar de que no había pegado ojo y se había pasado con la bebida, a pesar de que llevaba
quince días así, la cara de Aidan no reflejaba ningún estrago. Al contrario, se le veía fresco y
apuesto como siempre. De hecho, todas las mujeres con las que se cruzó en su camino le
dirigieron más de una mirada de admiración. Aunque a él aquello ya le pasaba desapercibido, por
lo usual que era.
Aidan tenía suerte, había sido bendecido con un físico espectacular que aguantaba sus excesos.
Así que ahí estaba, bajando una calle en dirección a su apartamento, a menos de 300 metros de él,
pensando en lo que había hecho durante la noche, lo cual le sacaba una medio sonrisa que aún le
hacía más enigmático y atractivo. Y, seguramente por eso, porque iba metido en sus recuerdos, no
vio lo que iba a ocurrir hasta que fue inevitable.
—¡Ey, cuidado! —le salió de manera un poco brusca y demasiado tarde, porque el estropicio
estaba montado.
Una joven había aparecido en medio de su camino, como de la nada, y se había chocado con
él. La joven se había tambaleado un poco y no había caído al suelo porque Aidan había
reaccionado rápido después de soltar su exabrupto y la había agarrado del codo y la cintura,
evitando de esa manera la caída. Pero lo que no había podido evitar era que lo que la joven
porquería que se les había pegado, mientras decía en alto “¡ay qué desastre”! y , una vez tuvo
todos los libros en un montón bien ordenado, los volvió a coger y haciendo equilibrios con la
torre que formaban, se puso en pie y siguió su camino hacia adelante, sin decirle una sola palabra
a Aidan.
Bien, lo sucedido podía ser catalogado de extraño por un testigo ajeno a ellos dos, pero para
Aidan fue mucho más que eso. Fue un auténtico terremoto.
Desde que había empezado su vida social con dieciocho años, nunca, jamás, se había cruzado
con una joven que no que no se fijara en él. Pero es que con aquella joven, no se había cruzado,
sino que se había chocado y él la había sujetado con sus manos y se había dirigido a ella… y ella
no le había mirado ni un segundo.
Mientras se quedaba mirando la figura de la joven desaparecer tras girar en una esquina, una
figura que tampoco pudo dejar de notar que era magnífica, Aidan decidió que tenía que averiguar
quién era.
No tenía intención de nada más, se dijo a sí mismo, solo averiguar quién podía ser aquella
joven que no había notado su presencia. Aquella joven que había funcionado con él como él
funcionaba con todas las de su sexo. Una vez lo descubriera, pensaba archivar el asunto en su
mente, guardarlo como un hecho insólito y olvidarlo.
Por suerte, en cuanto dejó de verla, se le ocurrió enseguida dónde podía preguntar. A unos
metros de donde se encontraba había una librería que él conocía muy bien, aunque había entrado
—Verá, acaba de ocurrirme algo extraño y me parece que usted puede ayudarme a desentrañar
parte del misterio.
—Usted dirá —contestó el hombre con un punto de intriga.
—Acabo de chocar en la calle con una joven que iba cargada de libros y me ha llamado tanto
la atención que no he podido resistirme a curiosear quién es —le dijo Aidan contando parte de lo
que había ocurrido tan solo.
Pero el librero no contestó inmediatamente, tal y como Aidan había supuesto. Al contrario, se
lo quedó mirando fijamente, con una expresión mezcla de diversión y cautela.
Aidan se puso un poco nervioso: ¿tan extraño era lo que había preguntado?, ¿por qué no
contestaba el hombre?
—Espero que sus intenciones con la señorita Arlington sean honestas —le dijo el librero un
poco serio, finalmente.
En un principio Aidan solo se quedó con parte de la información y respondió a ella ipso facto.
Primero echó una carcajada y enseguida dijo:
—Honestísimas. Con ella y con cualquier otra mujer, ya le he dicho varias veces en nuestras
conversaciones que soy un soltero impenitente. Es simplemente que me ha llamado la atención que
una joven tan elegante estuviera sola y cargada con tantos libros… — pero en ese momento Aidan
cayó en la cuenta del resto de la información que había en la frase que le había dicho el librero, y
Por segunda vez en su vida, una mujer dejaba sin palabras a Aidan y captaba toda su
atención.Y todo había ocurrido en el transcurso de diez minutos y se trataba de la misma mujer.
Aquello era insólito y extraño, muy extraño. Se concentró, de todas formas, en el nombre que
había oído.
Sabía quién era el duque de Rochester, por supuesto, cualquier persona que se moviera un
poco por las altas esferas lo sabía. Y no porque fuera un hombre que se prodigara mucho en su
vida social, al contrario, era muy difícil verlo. Se sabía que viajaba mucho. Y cuando estaba en el
país, tampoco se solía presentar en bailes y recepciones. De hecho, Aidan, en toda su vida, había
coincidido con él solo una vez, ocho años atrás, en la coronación de George IV, el actual Rey.
Pero no hacía falta verle para saber que era uno de los hombres más poderoso del país y, quizá, el
más peligroso.
El Duque de Rochester era el jefe del espionaje de la Corona Británica. El hombre que movía
todos los hilos de la información secreta, el hombre, en definitiva, que más información tenía,
sobre todo y sobre todos.
Aidan no le tenía miedo, no tenía nada que ocultar, pero sabía de muchos que sí se lo tenían.
Sobre su vida personal no sabía apenas nada, había oído alguna vez que era viudo y tenía algún
hijo, pero como no fuera algo que le interesara, no había memorizado nada más.
Y, de repente, acababa de chocar con una de sus hijas, la segunda, le había dicho el librero.
Aquello hacía que la joven fuera aún más intrigante para él. Se le hacía muy extraño que un
hombre como el Duque de Rochester permitiera que una de sus hijas anduviera sola por las calles
de Londres. Decidió saciar su curiosidad preguntándole más al librero:
—Lo cierto es que la joven me ha llamado la atención, pero ahora que sé de quién es hija, me
llama más aún: ¿no es extraño que ande paseándose sola por Londres?
—Yo no conozco a su padre aparte de lo que he oído hablar de él, pero la señorita
Arlington lleva años siendo mi clienta y viniendo y marchándose sola, así que estoy
acostumbrado. Es posible que la primera vez que vino me llamara la atención, pero sus visitas son
tan habituales que lo veo con normalidad —le contestó el hombre, sin gota de misterio.
—¿Viene a menudo? —continuó Aidan.
—Al menos una vez a la semana, a veces dos.
—¿Y por qué viene tan a menudo?
—A comprar libros.
—¡Pero si llevaba diez por lo menos!, no me diga que siempre compra tantos.
—Sí, sí, por supuesto, la señorita Arlington es mi mejor clienta.
—Pero, ¿para qué quiere tantos libros?
En ese momento el librero se lo quedó mirando, primero un poco asombrado y luego con una
sonrisa irónica.
—Para qué va a quererlos, para leerlos.
Ahora fue Aidan el que se quedó callado, intentando asimilar lo que le acababa de decir el
librero.
—Pero es imposible que lea tanto.
El librero echó una carcajada.
—Ya le he dicho desde el principio que la señorita Arlington es especial. Y claro que es
capaz de leer tanto, es una fiera con los libros.
La conversación ya no daba para mucho más si no quería ponerse pesado o levantar las
alarmas del librero, así que Aidan decidió dejarlo ahí. Aprovechando la carcajada del hombre,
añadió un comentario jocoso sobre lo mal repartido que estaba el mundo y que gracias a señoritas
como aquella el negocio de la librería iba hacia adelante y se despidió de él y volvió a salir a la
calle.
Una vez fuera le vino de nuevo la imagen de lo que había ocurrido: el choque, los libros
desparramados por el suelo y la mirada sin verle de la joven, aquello que le había desconcertado
tanto.
Y, de repente, se dio cuenta de que aquello no iba a acabar ahí. Seguía absolutamente
intrigado, como no le había pasado nunca con una mujer, y quería saber más de ella. Volver a verla
incluso.
No quiso darle muchas vueltas al asunto y decidió que lo que iba a hacer tenía solo que ver
con la curiosidad. El mes siguiente iba a estar acuartelado en Londres y, aunque tendría que
trabajar, dispondría de algunas horas libres al día. En circunstancias normales, aquella horas las
habría utilizado para seguir en el cuartel o, como mucho, hacer alguna gestión relacionada con su
título y sus propiedades, aprovechando que estaba en la capital, pero decidió que esta vez lo
utilizaría para saber más de la joven.
Como un divertimento ingenuo, se dijo finalmente a sí mismo cuando ya llegaba a su
domicilio.
Una vez en él, se acostó para descansar un poco antes de su entrada en el cuartel a las seis de
la tarde y cayó dormido como un tronco.
En ningún momento fue consciente de que en su determinación por saber más de la señorita
Arlington habían influído también los ojos azules profundos de la joven, su pelo rubio claro y su
magnífica figura cuando la vio de espaldas.
Capítulo 4
A la misma hora en que Aidan caía como un tronco sobre su cama, Silvania entraba por la
puerta del palacio en el que vivía, ajena a los planes del Baronet.
En realidad, ajena totalmente a él.
La apreciación de Aidan de que le había pasado totalmente desapercibido a la joven era
cierta. Si alguien le hubiera preguntado a Silvania qué había ocurrido a la salida de la librería, no
habría mencionado a Aidan en ningún momento, porque en realidad no lo había visto. Había sido
tan solo el obstáculo contra el que había chocado. Sí habría contado, con el corazón encogido,
todos y cada uno de los desperfectos que había ocasionado la caída a sus libros.
Por suerte, habían sido unos desperfectos puntuales que ella subsanó en cuanto se montó en el
coche de caballos que la estaba esperando a la vuelta de la esquina. Normalmente, cada vez que
hacía aquel viaje de vuelta de la librería, pasaba el rato que tardaba en llegar a su palacio a las
afueras de Londres leyendo las últimas adquisiciones de libros, esta vez, sin embargo, se dedicó a
limpiar y aplanar con mimo cada una de las hojas que había resultado afectada en el incidente.
Cuando el cochero paró ante su palacio, Silvania ya lucía una sonrisa radiante, ya que todos los
desperfectos habían sido muy leves: no se había roto ni una hoja y a ella le esperaba una semana
entera de disfrute leyendo.
Silvania entró en palacio decidida a encerrarse en su habitación y comenzar a leer. Aún
faltaba una hora para la comida, así que podía aprovechar. Sin embargo, como le ocurría de vez
en cuando, alguien vino a echar sus planes por tierra.
—¡Vania, ven aquí, quiero que me ayudes con esto!
Era la voz inconfundible de su hermana mayor: Livia.
Silvania puso una mueca de disgusto, pero se acercó al lugar de donde provenía la voz: la
salita que Livia utilizaba como despacho.
habría sido un drama, pero es que no eran las únicas hermanas, la Duquesa de Rochester había
muerto en el parto de su séptima hija: India, que en ese momento tenía dieciséis años. Y también
estaban Viola, Cassandra, Minerva y Katerina.
Al parecer, los Duques habían intentado con toda sus fuerzas tener un hijo varón —no había
otra explicación para aquella explosión de hijas —y la Duquesa lo había hecho hasta quedar
exhausta y perder la vida por el camino.
Por si esto fuera poco: siete niñas huérfanas de tan corta edad, el padre era el gran ausente. Lo
había sido antes de la muerte de su esposa y no cambió un ápice su comportamiento tras enviudar.
Bueno, si cambió una cosa. Porque era cierto que el Duque apenas residía en el palacio diez
días al año, y eso los años buenos, pero mantenía un contacto muy estrecho con su familia por
medio de cartas semanales en las que se informaba de todo e impartía normas de actuación.
Mientras su mujer vivió fue ella la receptora de aquellas cartas, pero cuando murió, le traspasó el
puesto a Livia.
Así que desde que tenía ocho años, Livia había tenido que tomar el puesto que había dejado su
madre. Con el tiempo, en un intento de descargar un poco de sus hombros la enorme
responsabilidad que le exigía su padre, había institucionalizado “el día de la carta”. Cada vez que
recibía una, normalmente los viernes, juntaba a todas sus hermanas y la leía en alto. De aquella
manera, sus hermanas se enteraban de lo que quería su padre escuchando lo que ponía en la carta.
Lo cierto es que el padre, a pesar de ser a veces muy autoritario en sus exigencias hacia ellas, era
también cariñoso, así que el momento de la carta solía ser para las siete hermanas un momento
agradable.
En cualquier caso, el peso del cuidado de sus hermanas había caído sobre los hombros de
Livia desde muy niña y ahora, con veinticuatro años, así seguía. Era cierto que el padre le decía
qué hacer a grandes rasgos, pero en el día a día y las pequeñas decisiones estaba siempre sola.
Por eso, casi desde el principio, había intentado que su hermana Silvania la ayudara. Sólo se
llevaban un año, así que Livia consideraba que estaban casi a la misma altura en lo que a
responsabilidades se refería. Sin embargo, Silvania no estaba de acuerdo.
Ese era el motivo de roce más importante entre las dos hermanas y lo que había llevado a que
aquel día Silvania contestara con aquella desgana y Livia le respondiera tan seria. En cualquier
caso, no solían pasar de ser roces muy puntuales. Silvania enseguida respondía e intentaba ayudar
a su hermana, aunque fuera para que la dejara en paz y pudiera encerrarse en su habitación a hacer
hacerlo, como iba a ocurrir con Cassandra, pero habían sido obligadas por su padre y al final
habían tenido que pasar por el aro.
Las hermanas Arlington, al ser hijas de un Duque, formaban parte de la flor y nata de la
aristocracia británica. Vivían en un palacio de ensueño rodeadas de hectáreas de terrenos y vivían
con decenas de criados que atendían sus necesidades. Eran, desde ese punto de vista, el ejemplo
perfecto de las jovencitas nobles. Pero ahí acababa todo parecido con sus congéneres.
Lo normal era que a la edad de Livia y Silvania, que tenían veinticuatro y veintitrés años
respectivamente, la mayoría de las jóvenes de su posición estuvieran ya casadas. Y lo normal era
que las que no lo estaban, fuera por dos causas nada más: porque habían estado envueltas en algún
escándalo (seducidas por un canalla, envueltas en una relación ilícita…) o porque les faltaba
belleza o riquezas. Estos no eran los casos de ninguna de las Arlington en edad casadera. Ni había
habido escándalos ni les faltaba riqueza. Y respecto a la belleza, unas eran más atractivas que
otras, pero todas tenían algún rasgo relevante que las hacía deseables.
No, lo que sucedía era que las Arlington en edad casadera, simplemente, no tenían intención
de casarse, cada una por razones diferentes.
Livia, porque su responsabilidad en el cuidado de sus hermanas y el palacio ocupaba todo su
tiempo y todas sus energías. Ni se le pasaba por la imaginación abandonar el barco, es decir,
marcharse de palacio para vivir su vida. Su padre no le había pedido eso, de hecho, le había
obligado a preparar un baile de presentación al cumplir los veinte años, pero tampoco había
insistido con el tema de los pretendientes. De alguna manera, sin decirlo, él estaba contento con la
decisión de no casarse de Livia.
Pero con el resto de sus hijas su idea era seguir la tradición. Por eso mismo, Silvania había
sido la primera en tener que aguantar las insistentes cartas de su padre animándola a
comprometerse. Le había enviado, incluso, un par de pretendientes a casa. Lo había hecho
intentando que su plan pasara desapercibido, pero Silvania y todas las hermanas se habían dado
cuenta. Había utilizado para ello a Lord Atkinson, la única persona que entraba en palacio como si
fuera de la familia, sin serlo.
Lord Atkinson trabajaba con el Duque, pero, a diferencia de él, lo hacía desde una oficina en
Londres. Se comentaba que era su mano derecha y que acumulaba casi tanta información y poder
como el Duque, pero era mucho más visible y hacía una vida prácticamente normal, con asistencia
a bailes y ceremonias y frecuentando selectos clubes de caballeros. Soltero impenitente, aún había
jóvenes nobles que querían cazarlo, ya que solo contaba treinta años.
Entre esas jóvenes no se encontraba ninguna de las Arlington, por supuesto. Para ellas, Lord
Atkinson era una figura un poco molesta que se pasaba por palacio una vez al mes con la excusa
de comprobar cómo se encontraban y si necesitaban algo, pero todas sabían que era el brazo de su
padre y que se acercaba sobre todo para ver si ocurría algo raro y contárselo al Duque después.
Todas ellas le trataban con amabilidad, pero se blindaban por dentro y se protegían entre ellas, así
que Lord Atkinson no solía sacar mucha información. Livia era la que tenía más relación con él,
pero esto no quería decir que fuera buena, al contrario, aunque mantenían las formas, habían
chocado más de una vez.
La última, precisamente, cuando Lord Atkinson había seguido las indicaciones del Duque y se
había presentado en el palacio con acompañantes que no eran más que pretendientes encubiertos
para Silvania.
La primera vez, con un conde y la segunda con un marqués.
—Están usted y mi padre perdiendo el tiempo con esa estrategia que se traen —le
afirmado hablar con los muertos, y tenía una vida religiosa y espiritual tan rica y plena, que no le
quedaba hueco para nada más. Había acudido al baile al que su padre le había obligado, por
supuesto, pero en este caso todos habían tenido claro que no iba a servir de nada, como así
ocurrió.
Y ahora le tocaba el turno a Cassandra, la cuarta de las hermanas y, igual que las anteriores,
con cero ganas e intenciones de buscar marido, aunque por sus propias razones. En este caso,
Cassandra, que era la más inquieta de las hermanas, vivía dedicada a la investigación, como su
padre, pero no de información para la Corona, sino de investigación de crímenes. Teniendo en
cuenta que en Londres, en esos años, había treinta mil personas que vivían del delito, no le faltaba
entretenimiento.
Así que Silvana y Livia se pusieron manos a la obra para llevar a cabo las directrices del
padre, pero sabiendo de antemano que Cassandra tampoco encontraría marido en ese baile.
Les quedaban aún las tres hermanas pequeñas, Minerva, que tenía 18 años, apuntaba las
mismas maneras que ellas, en su caso, su vida era la pintura. Se la veía siempre por la casa con un
pincel en la mano y una bata llena de pintura, era difícil que alguien quisiera casarse con una
jovencita así, pero es que ella no parecía estar interesada tampoco, aunque aún faltaban dos años
para su presentación en sociedad y todo podía cambiar.
La esperanza del padre era la sexta, Katerina. La única chica normal, según su parecer. Le
gustaban los vestidos, las joyas y el maquillaje, había recibido a los dos posibles pretendientes de
Silvania como si fueran para ella, y desde que había empezado a hablar, había mencionado la
palabra marido cuando hablaba de su futuro. Tenía tan solo 17 años, pero era la esperanza de su
padre y también, por qué no decirlo, de Livia y Silvania, ya que sabían que si conseguían casar a
una al menos, su padre rebajaría las exigencias y se pondría un poco más contento.
Respecto a India, la más joven y con apenas dieciséis años, todo era un misterio. Era tan
tímida y callada, que nadie sabía qué le pasaba exactamente por su cabecita.
Esas eran las hermanas Arlington y, aunque su padre se lamentaba a veces de que hubieran
salido tan diferentes a lo esperado, no eran más que el fruto de una vida sin sus padres cerca y, al
mismo tiempo, los suficientes privilegios para que cada una de ellas hubiera podido seguir sus
inclinaciones naturales.
Ese día Livia y Silvania dieron los primeros pasos para organizar el baile para Cassandra.
Decidieron que sería en un mes y que inviarían, como siempre, a la flor y nata de la aristocracia
británica. Pedirían ayuda a Lord Atkinson para los detalles que se les escaparan a ellas y
esperaban tardar un año en volver a tener que pasar por algo parecido. Mientras, se seguirían
olvidó de todo.
Lo que no olvidó fue al hombre con el que se había chocado, precisamente porque no era
necesario, ni siquiera había quedado registrado en su cerebro.
Capítulo 5
Otra cosa le ocurrió a Aidan, por supuesto. Siete horas después de haber caído rendido sobre
su cama, se despertó. Y lo primero que le vino a la mente no fue la sensación de resaca que tenía,
que era bien fuerte, sino la imagen de una joven rubia dando la vuelta a la esquina de su calle, con
seis de la tarde.
Empezó la semana con su rutina habitual en el cuartel, maniobras de entrenamiento, reuniones
con superiores y subordinados y planes para las semanas venideras. Iba a estar durante todo un
mes acuartelado en Londres, lo que le iba a permitir tener las tardes libres y ya sabía lo que hacer
con ellas. Más en concreto, la tarde de los viernes, que era justo el día de la semana en que había
coincidido con la joven a la salida de la librería.
Aidan había llegado a la conclusión de que la mejor manera de volver a ver a la joven era
acercarse por la librería el mismo día de la semana y a la misma hora en que se había chocado
con ella. El librero le había dicho que la joven iba todas las semanas y él había sacado la
conclusión de que podía tratarse de una visita regular que hacía siempre de la misma manera. No
estaba seguro, pero no perdía nada por intentarlo. Si no funcionaba, tendría que recurrir a algún
investigador o hacer más preguntas, pero prefería no hacerlo sin probar antes de manera más
discreta. Si alguno de sus compañeros o amigos de juerga se enteraba de que tenía interés por una
mujer —y solo preguntar por ella demostraría ese interés —su fama de hombre indiferente a las
mujeres podía tambalearse y se podrían producir otros efectos indeseados, como que las jóvenes
casaderas volvieran a importunarlo.
Y llegó el viernes y Aidan se preparó para volver a cruzarse con la joven. Escogió
cuidadosamente el traje que iba a llevar: oscuro, pero con el mejor paño, y el pañuelo al cuello,
de una seda blanca exclusiva. Se puso también un abrigo capa por encima, de color gris, y un
sombrero del mejor fietro. Era una ropa discreta pero que sobre su cuerpo perfecto le hacía
tremendamente atractivo. Normalmente realizaba el acto de vestirse sin darle la menor
importancia, pero esta vez sí lo había hecho, no se engañaba a sí mismo. En cualquier caso, pensó
que se trataba de algo necesario: cuanto más atractivo estuviera, más posibilidades habría de que
la joven se fijara en él y, de esa manera, su obsesión por ella se diluyera: en cuanto la joven se
comportara como el resto de mujeres que se cruzaban con él, él se comportaría con ella como
hacía con las demás: ignorándola y olvidándola
Salió de su alojamiento con paso firme, pero una vez se encontró en la calle, dudó un poco.
Faltaba media hora para que llegara la hora exacta en que había coincidido con ella, ¿qué iba a
hacer?, ¿pasear por la calle arriba abajo para ver si aparecía?. Pensando que igual se había
precipitado, se fue acercando a la zona de la librería, pero cuando se encontró frente al
escaparate, su corazón se paró de golpe: la joven estaba dentro.
La vio perfectamente. Ese día llevaba un vestido de color rosa con una capa a juego. Estaba
frente a una de las estanterías de la librería y tenía un libro en cada mano, mientras examinaba
otros títulos.
Se quedó hipnotizado mirándola. Ella estaba tan absorta que no se dio cuenta de que él estaba
al otro lado del cristal, así que aprovechó para fijarse bien en ella.
La joven hija de Arlington era muy rubia. También era alta y delgada. Tenía un perfil elegante,
no se podía decir que fuera una belleza evidente, pero había algo en ella que atraía.
Al menos eso es lo que le pasó a Aidan.
Y ahora no había excusas para explicar esa atracción que empezó a sentir hacia ella: ella no le
había visto, porque estaba totalmente absorta mirando los libros, pero, aún así, él no podía quitar
los ojos de ella:
—Igual hoy sí quiere entrar en la librería, Baronet.
Aidan se sobresaltó en un primer momento, pero en cuanto vio que quien se había dirigido a él
era el dueño de la librería, recuperó la compostura. El librero, de todas formas, le estaba mirando
con una sonrisa divertida. Estaba claro que le había pillado mirando a la señorita Arlington y
aquello, junto con el interrogatorio al que él le había sometido la semana anterior, le había dado a
entender que estaba interesado en la joven, de ahí la invitación.
A Aidan no le hacía mucha gracia ser desenmascarado de esa manera, sin embargo, no inventó
ninguna excusa, era absurdo, porque realmente sí estaba interesado en la joven, aunque no por las
razones que el librero estaría suponiendo.
—De acuerdo, sí, hoy voy a entrar.
El librero amplió su sonrisa, pero tuvo el tacto de no decir nada y le acompañó al interior del
local.
Una vez dentro, Aidan se sintió fuera de lugar completamente. El local tenía tres estancias
comunicadas por estrechos pasillos, y todo el espacio, incluso la zona de los pasillos, estaba lleno
de baldas de madera del suelo al techo llenas de libros. En algunas baldas había incluso dos filas
de libros. Él no sabía qué hacer con un libro, así que, ¿qué iba a hacer con tantos? Por suerte, el
librero se había tomado aquello como un divertimento y le ayudó.
—Venga por aquí Lord O’Sullivan, le voy a llevar a la zona donde están los libros sobre
—Señorita Arlington, le presento a Lord Aidan O’Sullivan, Baronet de Howth. Es, al igual
que usted, uno de mis mejores clientes.
La joven levantó la mirada del libro que estaba leyendo, la fijó un segundo en la cara de Aidan
y dijo: “encantada”, y volvió a bajar la mirada al libro.
Estaba claro que había resbalado una vez más su mirada sobre él y, aunque lo había mirado,
“no le había visto”.
Aquella joven no es que no cayera rendida ante su apostura, es que ni le veía. Él no le
interesaba nada.
Era la primera vez que le ocurría algo así, que se quedaba en blanco y sin saber qué hacer y
qué decir, ¡¡¡y le estaba ocurriendo con una mujer!!!
Mientras tanto, la joven Silvania Arlington continuaba ajena a todo lo que le estaba
ocurriendo a él. Seguía concentrada en su búsqueda.
Finalmente, Aidan decidió que la observaría porque, hiciera lo que hiciera él , ella no
se daba cuenta ni se daba por aludida, así que pudo examinarla sin problema.
Vio como iba cogiendo libros de la librería, a veces con una sonrisa enorme, como si hubiera
encontrado un tesoro. En algunos momentos se le escapaban pequeñas exclamaciones, del tipo
“¡oh!”, “¡qué maravilla!”, cuando, al parecer, encontraba alguna obra que le gustaba
especialmente.
Él no compartía esa pasión por los libros que ella tenía claramente, pero sí sabía reconocer a
alguien cuando se apasionaba por algo, el sentimiento en sí no le era ajeno, ya que él también lo
tenía cuando cabalgaba, o entrenaba en el campo de tiro.
Así que estuvo un buen rato observándola, fascinado. Se fijó en sus labios entreabiertos, en
cómo se movían cuando leía algún título, sin sacar sonido. En su mirada fija y emocionada, en el
movimiento de su pecho, arriba y abajo, al compás de su respiración emocionada.
Habría podido estar así horas, aquella joven le atraía como un imán, le dejaba perplejo y a la
vez deseoso de conocerla más.
Y todo aquello era extraño en él, increíble…, pero no estaba en ese momento en el punto de
censurarse, sino en el de dejarse llevar.
Y así estuvieron, ella recorriendo los estantes y abriendo los libros ajena a todo lo que no
fueran estos, y él con todos sus sentidos centrados en ella. Hasta que ella decidió cambiar su
búsqueda y moverse a otra estantería. Justo la que Aidan tenía a tres centímetros de su espalda.
—¿Me permite?
Por primera vez, ella se había dirigido directamente a él. Al parecer, los libros que
buscaba estaban justo detrás de donde se encontraba él.
A Aidan el corazón se le aceleró tanto como cuando estaba ante una misión peligrosa, pero
ahora el sentimiento no era de temor y cautela, sino de …, lo cierto es que no sabía ponerle
nombre, ya que era algo que no había sentido nunca, pero, desde luego, era agradable. Tanto, que,
absolutamente inusual en él a la hora de dirigirse a una mujer, le puso una sonrisa amplia y le dijo,
seductor:
—¡Como no, Señorita Arlington! Es un placer verla disfrutar con los libros.
Si le hubiera dicho: “acabo de ver una vaca volando” la respuesta de ella hubiera sido la
misma, se temió Aidan al ver su reacción. Porque ésta, una vez más, fue nula. Nada. Como si no le
hubiera oído. Volvió a hacer resbalar su mirada por la de él y Aidan se sintió el ser más
insignificante del planeta.
Evidentemente, esta vez ella le había visto, por eso le había pedido que se apartara, pero
Aidan estaba seguro de que para ella era igual que una silla o un mueble molesto en el medio. A
esa joven él no le afectaba nada. Era impermeable a sus encantos. Era impermeable a su
presencia.
Tuvo que apartarse un poco más incluso, porque, al parecer, aunque le había dejado sitio para
examinar la balda en cuestión, lo que más le interesaba a ella estaba justo cerca de donde se había
colocado él. Y esta vez ella ya ni siquiera se dirigió a él, sino que le fue empujando hacia la
derecha, con movimientos suaves, pero firmes.
No lo hacía con agresividad, de hecho, Aidan estaba seguro de que ella ya lo había borrado de
rendidas que sacaba a todas, estaba seguro de que la pequeña obsesión que había sentido por ella
se diluiría, como azúcar en un vaso de agua. Y él podría volver a su vida de siempre, a su trabajo
y, sobre todo, a su indiferencia por las mujeres excepto las que le procuraban sexo.
Pero todo había salido rematadamente mal. A pesar de que había estado más de diez minutos
con ella, solos los dos en un habitáculo que no tendría quince metros cuadrados, ella ni se había
inmutado.
Y no podía permitirlo, ni por su orgullo ni por su nueva obsesión. No podía salir de allí con
ella intacta. Tenía que hacerla desaparecer y, para ello, tenía que conseguir como fuera que ella
reparara en él y cayera rendida a sus encantos.
Así que tomó una decisión.
Si lo hubiera pensado dos veces, no lo habría hecho. Ya estaba claro que Silvania Arlington
era un hueso duro de roer, que no tenía nada que ver con ninguna mujer que él hubiera conocido
antes. Debería haberse retirado, salir de la librería e intentar superar su obsesión por otros
medios, sin volver a verla. Pero no lo pensó y se lanzó al que se convertiría en un abismo en su
vida:
—¿Lee usted libros de agricultura?
Fue lo primero que se le ocurrió para intentar captar su atención, pero, como si hubiera oído
llover, ella no se dio por aludida.
Y Aidan insistió.
—A mi me interesan mucho para poder gestionar mejor mis tierras —mintió —pero
es curioso que una joven como usted esté interesada en estos temas.
En ese momento ella paró lo que estaba haciendo —ojear un nuevo libro —y levantó
la mirada hacia él.
Y, por primera vez, se lo quedó mirando. Fijamente.
Aidan casi oyó el suspiro de alivio que estuvo a punto de escapársele, pero reprimió.
Los ojos azules de la joven, el azul más intenso y bonito que él había visto en su vida, por fín
estaban fijos en él. Había conseguido captar la atención de la muchacha. Le estaba mirando con
cuando ella respondió a lo que había dicho él, con algo que no hubiera esperado nunca.
—No. No me interesa.
Capítulo 6
Aidan se quedó con la boca abierta mientras ella volvía a fijar su interés en la librería y
volvía a olvidarlo.
Aguantó así un par de minutos hasta que se dio cuenta de que había recibido un nuevo
desplante de la muchacha y que esta vez no podía achacarse a ningún susto o choque. Había sido
evidente y claro.
¿Qué había querido decir exactamente la joven Arlington?, ¿que no le interesaba la agricultura
o que no le interesaba él?
Aunque la interpretación benigna podía ser la primera, Aidan se decantó por la segunda.
Primero, porque ella también estaba en el apartado de libros de agricultura y segundo, porque
estaba convencido de que ella había adivinado sus intenciones: que él quería tontear con ella, y le
había mandado un mensaje claro y cortante.
Antes de que pudiera digerir aquello, ella recogió los cuatro o cinco libros que había ido
dejando repartidos por la estancia y se empezó a mover hacia el lugar donde estaba el librero.
Como tuvo que pasar cerca de él, volvió a mirarlo y le dijo:
—Discúlpeme —en un intento de que él se apratara para dejarle pasar. Aidan entendió el
mensaje, se apartó y, una vez más, la vio alejarse de él, de espaldas, con su magnífica figura y su
más magnífica indiferencia.
Desde el lugar en el que estaba, vio cómo el librero atendía a la joven y le hacía la cuenta,
mientras ambos se sonreían abiertamente y hablaban relajados, justo lo que había intentado él un
momento antes sin conseguirlo.
Finalmente, la joven salió de la tienda con una nueva torre de libros en sus manos.
Esta vez Aidan sí soltó un suspiro en alto: una mezcla de alivio y desilusión. Alivio, porque al
desaparecer la joven, ya no le iba a hacer más desplantes, desilusión, porque su plan entero había
salido fatal.
Luego tendría que pensar en ello, porque en aquel momento se tuvo que concentrar en otra
persona: el librero.
En cuanto sonó la campanilla de la puerta que anunciaba que la joven había salido, el hombre
le miró burlón.
—No me extraña que le guste —dijo a continuación, divertido —la joven Silvania es
irresistible.
—¿Cómo dice? —Aidan soltó la frase para ganar tiempo. Había entendido
perfectamente lo que había querido decir el hombre, pero tenía que contestarle algo que dejara
—Ya —le contestó el hombre tan solo, pero sin insistir. Era una expresión que quería decir
que, seguramente, no le creía, pero también que no iba a seguir por ahí, porque se había dado
cuenta de que le molestaba.
Pero luego se quedó un momento pensativo y pareció cambiar de idea.
—Es una pena, porque es una joven admirable. Aunque entiendo que ustedes dos
no tienen mucho en común. Si no, le recomendaría que se acercara al círculo secreto.
Aidan se lo quedó mirando esperando que el hombre continuara, porque había despertado
totalmente su curiosidad, pero el librero se sumió en el silencio y se conformó con mirarlo
sonriente. Al final, tuvo que preguntárselo, claro.
—¿Círculo secreto?
El librero amplió la sonrisa, estaba claro que había conseguido lo que buscaba.
—Si, se hacen llamar así. Da la sensación de que se trata de un grupo clandestino que se
ocupa de actividades secretas o peligrosas, ¿verdad?
—Sí, esa sensación da —contestó Aidan, recordando de quién era la hija la joven y
suponiendo que, aunque no lo pareciera, podía seguir la estela de su padre.
—Pues nada más alejado de la realidad —le quitó la idea inmediatamente el librero —se
dedican a una actividad poco habitual, pero que no tiene nada de secreta ni peligrosa.
—Y ¿de qué actividad se trata? —insistió Aidan, ante el enésimo silencio teatral del librero,
quien, desde luego, si lo que buscaba era despertar su curiosidad, lo estaba consiguiendo con
creces.
—Leer.
—¿Leer? ¿Se llaman círculo secreto y se dedican a leer? —Aidan no salía de su asombro.
—Sí, efectivamente, se juntan todos los miércoles a las seis de la tarde en los bajos del
palacio del Conde de Bristol. Es el mismo Conde quien gestiona quién entra y quién no. Esta
semana van a comentar este libro —y le mostró un ejemplar que tenía encima de la mesa.
—”Una historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón” —leyó el título Aidan en alto —
interesante —le salió casi sin pensar, porque aunque leer no le interesaba, la figura de un hombre
la menor duda de que estaba intentando hacer de casamentero. Aidan tenía claro que su idea iba a
fracasar, pero también que necesitaba volver a ver a la joven para ganarle el duelo que él tenía en
su mente. Necesitaba que ella cayera rendida ante sus encantos y tonteara con él, como hacían
todas, para poder olvidarla.
Así que decidió hacer como que le había surgido un interés nuevo y súbito por la lectura o, al
menos, por ese libro.
—Lo cierto es que no me importaría leerla, es un personaje por el que siempre he tenido
curiosidad.
—Lléveselo y ya me contará.
Estuvo cinco minutos más hablando con el librero sobre temas que no tenían nada que ver con
Iría a la reunión de aquel círculo y volvería a coincidir con ella, utilizaría alguna estrategia
para llamar definitivamente la atención de la muchacha y, con un poco de suerte, estaría de vuelta
al cuartel con la chica borrada de su cabeza.
Sí, estaba seguro de que esta vez sí iba a ser así.
Capítulo 7
Cinco días después, Aidan salía del cuartel dos horas antes del inicio de la reunión en el
círculo secreto.
Los días anteriores había movido los hilos con un compañero de cuartel que era conocido del
Conde de Bristol y había conseguido ser invitado. Como no quería que nadie le reconociera, había
utilizado un seudónimo: Lord Airan, recién llegado de Irlanda. Había hecho una adaptación de su
nombre de pila y utilizado el origen irlandés de su familia para que la mentira fuera menos y le
costara menos mantenerla.
Pero aquello no era suficiente. Había salido con tiempo del cuartel porque necesitaba hacer
algo más para que su identidad fuera preservada: disfrazarse.
Efectivamente los días anteriores también había ido de compras y se había agenciado un tipo
de ropa que jamás se habría puesto, pero que casaba mejor con alguien asiduo a ese tipo de
reuniones. Aunque él no había acudido nunca a una de ellas, suponía que las vestimentas serían
diferentes a los trajes formales y de paños selectos que utilizaba él.
Y también había comprado una peluca.
Cuando se vio frente al espejo de sus habitaciones de su alojamiento cerca de la librería, el
lugar al que había acudido a vestirse (ni en broma habría salido así del cuartel), no supo si
echarse a reír o enfadarse consigo mismo. La peluca era de pelo rubio y rizado, muy alejado de su
pelo negro y liso. Y la chaqueta, pantalón, en un sobrio color negro y con un paño vulgar no se los
habría puesto en su vida real ni para dar un paseo por el campo. Pero lo que más le desconcertaba
eran las lentes redondas, sin aumento, que terminaban de disfrazarle.
Al final se decidió por la carcajada que sirvió, además, para relajarse ante lo que iba a hacer.
—Pareces un poeta muerto de hambre —se dijo a sí mismo, y salió, por fín , contento, dando
—Ah, sí, estaba ansioso por conocerlo. Las nuevas incorporaciones a nuestro humilde círculo
siempre son bienvenidas.
—Y yo estoy muy agradecido de que me hayan aceptado, a pesar de no conocerme de nada.
Acabo de llegar de mi Irlanda natal y al enterarme de que existía este círculo, pensé que era el
lugares comunes basados en lo que les oyera decir a ellos sobre la obra. Con esa actitud esperaba
solventar el problema. Además, estuvo seguro de que la mayoría de participantes querrian hablar
ellos y no repararían en el silencio de un recién llegado.
Así que le sonrió al anfitrión y se dispuso a entrar, pero en ese momento el conde dijo:
—¡Silvania, buenos días!
Aidan paró el movimiento de entrada y se quedó en tensión hasta que escuchó el sonido de la
voz de la muchacha:
—Buenos días, señor Conde.
—Querida te voy a presentar a un nuevo integrante de nuestro círculo secreto.
En ese momento, Aidan se dio la vuelta y se encontró frente a la muchacha, una vez más.
Él había supuesto que Silvania reaccionaba siempre igual ante un hombre, pero esta vez no fue
así. No hubo indiferencia, sino interés genuino:
—¡Ah, qué bien, me alegro mucho! Siempre es una buena noticia tener un nuevo compañero
de pasión —le dijo, mientras le miraba sonriente y le extendía la mano para que se la estrechara.
Aquello sirvió para que Aidan se diera cuenta de que Silvania mejoraba muchísimo
cuando sonreía. Su rostro entero resplandecía. Además, aunque le dio la mano enguantada,
notó la calidez de su piel bajo la tela. Era, desde luego, una joven atractiva y a él, estaba claro, le
gustaba más de lo normal.
era un poco exagerado, pero en cuanto vio a todos los participantes se dio cuenta de que se había
quedado corto. Todos eran bastante raros, excéntricos…, diferentes. Quizá la más “normal” en su
aspecto era la joven Silvania.
Desde luego, anteriormente nunca se le habría ocurrido participar en un evento tan extraño y
ajeno a él y sus intereses, pero ya que estaba ahí, decidió disfrutarlo. Seguramente, en unos días,
cuando se le pasara la extraña obsesión por aquella
otras tantas. Estaba claro que como Lord Airan no era invisible para ella.
Lo miraba amistosamente, no había ninguna intención sensual detrás de aquellas miradas
limpias de simpatía, estaba claro que la joven estaba encantada con que hubiera un nuevo
miembro en el club y le echaba aquellas miradas para que no se sintiera cohibido, pero era un
gran avance respecto a la indiferencia que había sufrido siendo él mismo.
Todo marchaba de maravilla y cuando el anfitrión dio comienzo a la sesión, haciendo un
resumen de lo que iban a tratar ese dia: título de la obra y duración de la reunión, Aidan se
preparó para pasar una hora divertida escuchando a todos e intentando cazar miradas de Silvania
hasta conseguir que su simpatía se fuera convirtiendo poco a poco en interés sensual. Si se le daba
bien, al cabo de la hora la tendría en el bote y él podría despedirse y desaparecer de su vida y de
la de todos aquellos personajes raros.
Pero el tema se torció nada más empezar, porque después de la presentación general el conde
lo miró fijamente y dijo:
—Y tenemos con nosotros a Lord Airan, recién llegado desde Irlanda y feroz lector,
como nosotros. ¿Qué os parece si empieza él con los comentarios?. Solo ha podido leer la
mitad de la obra, pero ya es mucho, nos sirve para empezar. ¿Qué le ha parecido, Lord Airan?,
¿qué destacaría más?
Todas las miradas se centraron en él. Todos sonreían, pero él se quedó paralizado.
Y ahora, ¿qué hacía?, ¿qué decía?
—Tranquilo Airan, que no nos comemos a nadie, nos basta con una apreciación general —
añadió el conde al ver que no abría la boca, interpretándolo como una señal de timidez.
La misma Silvania le sonreía y le hacía pequeños gestos con la cabeza, como animándole.
Pero el problema era que no tenía nada que decir porque no había leído ni el prólogo del libro
Todos le miraron aliviados al ver que era capaz de soltar alguna palabra, pero también un
poco decepcionados, ya que, en realidad, no había dicho nada.
Aidan cruzó los dedos, de todas formas, esperando que con eso fuera suficiente.
Pero no hubo suerte.
—¿Podría concretar un poco más?
—Eeeeeh, buenoooo —empezó a balbucear mientras notaba que un sudor frío le recorría por
la espalda —en toda su vida jamás habría imaginado que se podía pasar tan mal en un lugar en el
que solo se hablaba de libros —lo cierto es que preferiría antes escuchar sus comentarios, estoy
un poco nervioso y… —dijo finalmente como única salida posible y sin mentir del todo, porque
realmente estaba nervioso.
Y ahí el anfitrión, por fín, tuvo compasión de él:
—Pero no se ponga nervioso, hombre. De todas formas tiene razón, es mejor que nos vaya
conociendo poco a poco. Empezaré yo entonces —y después de salvarle en el último momento, el
Conde de Bristol se lanzó a hablar sobre su parecer.
Aidan tardó un rato en conectar de nuevo e intentar memorizar lo que el hombre estaba
contando. Necesitaba toda la información posible para utilizarla si le volvían a preguntar.
Esperaba, de todas formas, que no lo hicieran , que le dejaran en paz en su primer día (y, con un
al parecer había despertado en Silvania. Lo último que podía pasar era que ella le reconociera.
Y así pasó los siguientes veinte minutos, al cabo de los cuales ya habían hablado cuatro
integrantes del grupo y él se había hecho un pequeño discurso mental recogiendo las ideas de los
cuatro.
Así que cuando el anfitrión preguntó quién quería continuar, él se lanzó al ruedo de nuevo:
—Si me lo permite, me gustaría añadir algo a mi desastrosa intervención anterior, ya se me
han quitado los nervios.
El anfitrión echó una carcajada , seguida por las risas amables del resto de participantes y le
dijo:
—Cómo no, Lord Airan. Estamos a la escucha.
Y él empezó a hablar.
Y le salió de maravilla.
Soltó su pequeño discursito y recibió las miradas y sonrisas de aceptación de todos. Algo
normal, ya que no había hecho más que reafirmar lo que habían dicho los anteriores. Mientras
estaba diciendo la última frase, miró de reojo a Silvania y vio que volvía a mirarle solo con
simpatía e, incluso, un principio de admiración. Sonrió para sí mismo satisfecho: lo estaba
empezando a conseguir.
Pero quizá ese entusiasmo interno le hizo moverse un poco bruscamente sobre la silla y con el
movimiento, sus anteojos se movieron también y cayeron al suelo.
Reaccionó inmediatamente, se agachó, los recogió y se los puso.
Nadie vio nada raro en ello ni hizo ningún comentario, pero cuando estaba poniéndolos sobre
el caballete de su nariz le echó una ligera mirada a Silvania y se quedó helado.
Ella sí había visto algo, estaba claro. Tenía los ojos como platos, fijos en él, en su cara. Lo
había reconocido.
Volvió a la posición inicial con calma, intentando que no se notara en sus gestos que se había
alterado por algo, pero internamente estaba nervioso. En realidad, no conocía a aquella joven de
nada, por tanto, no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar. Hasta el momento, todas sus reacciones
habían sido fuera de lo normal, así que, perfectamente , podía montar un escándalo en ese
momento y desenmascararlo delante de los demás. Aquello no es que fuera peligroso, pero sí muy
embarazoso. Además de que, aunque él no había coincidido hasta entonces con el anfitrión, ambos
pertenecían a la nobleza y tendrían, seguro, conocidos comunes. Un engorro que le podía traer
cuchicheos e incomodidades. ¿Cómo les iba a explicar a sus conocidos, si llegaba a sus oídos,
que se había presentado en aquel lugar disfrazado? Todos los que le conocían no darían crédito y
le bombardearían a preguntas. Y si les decía la verdad, que todo había sido provocado por su
obsesión por una joven de la nobleza, toda su imagen se caería por los suelos.
Estuvo cinco minutos intentando no revolverse mucho en el asiento para no llamar la atención
del resto de participantes. Por suerte, la ronda de intervenciones continuó y fueron tomando la
palabra todos, excitados y alargando mucho las explicaciones. Su última actuación les había
engañado a todos y, al parecer, le iban a dejar en paz por esa vez.
A todos menos a Silvania, claro.
Al cabo de esos cinco minutos, aliviado al ver que ella no decía nada, se atrevió a mirarla de
nuevo. Y se encontró con la misma mirada fija en él. Ahora ya no había sorpresa en ella, sino
enfado. Sí, Silvania le estaba triturando con aquella mirada. ¿Llevaría así los cinco minutos desde
que le había descubierto? Esperaba que no, ya que, aunque no dijera nada, su actitud mirándole
No es que fuera extraordinario que eso ocurriera al contacto con una mirada femenina, pero en
aquella situación en la que estaban, con ella transmitiendo una rabia manifiesta, era la primera vez
que le ocurría. Aquella situación, con su prestigio pendiendo de un hilo, lo normal es que lo
hubiera arrugado, en vez de excitarlo, pero Silvania, ahora ya la llamaba así para sí mismo, le
Después de las palabras amables se despidieron todos hasta la semana siguiente a la misma
hora con una nueva obra por leer: se trataba del segundo tomo de la que acababan de comentar.
—Lord Airan —le dijo el anfitrión cuando ya se disponía a salir —tenemos un ejemplar de
sobra de un socio que nos ha dejado por un año, ya que tiene que hacer un viaje por Europa,
¿quiere llevárselo?, así no hace falta que se lo compre.
Aidan dudó un momento, pero finalmente cogió el ejemplar y se lo agradeció:
—Ah, sí, perfecto, nos vemos el miércoles que viene. Y salió a la luz del día, sin haberle
echado una última mirada a Silvania.
Una vez fuera, respiró aliviado. Lo cierto es que no tenía ni idea de lo que iba a hacer la
semana siguiente. Estaba claro que su plan de conseguir la admiración de Silvania había fracasado
estrepitosamente. Había conseguido su atención en la dirección contraria a la que había
perseguido: la joven no solo no había caído rendida ante sus encantos, sino que mostraba un
evidente desagrado hacia él.
Y encima, en vez de acabar con su extraña obsesión por ella, esta obsesión se había
amplificado, porque mientras iba caminando, cada vez que le venían a la mente las miradas
la semana siguiente? ¿Para qué? Cada vez que se acercaba a la joven, su obsesión se acrecentaba
en vez de desaparecer, además de que ella podía desenmascararlo ante todos en cualquier
momento. Por no hablar de su nulo interés en leer aquella obra que llevaba en sus manos y que
esta vez sí tendría que leer si iba a volver al círculo.
Lo lógico, se dijo a sí mismo, era desaparecer de la vista de aquella joven para siempre. Si en
sus treinta y cinco años de vida no se había cruzado antes con ella, no volvería a hacerlo, seguro.
Pero claro, aquello significaba que debería lidiar con su obsesión por ella que, se dijo nada
más recordarla y volver a experimentar excitación sexual, estaba muy lejos de haber
desaparecido.
Y en ese momento de duda oyó una voz que reconoció en el acto:
—¿Quién es usted y qué quiere?
Se dio la vuelta lentamente, y ahí la tenía, frente a él, recta y desafiante, lanzándole aquella
mirada de fuego.
No tenía sentido escabullirse, estaban solos los dos y ella ya le había descubierto, así que
decidió decirle la verdad…aunque fuera en parte:
—Me llamo Aidan O’Sullivan, baronet de Howth. Supe por el librero que nos presentó de la
existencia de este club y decidí presentarme. Como le dije en la librería, me gusta leer.
Y Aidan casi dio un bote de alegría al ver la expresión de ella. Por primera vez había
acertado. La excusa que se había buscado era perfecta para la creyera la hija del mayor agente
secreto del reino. También había sido un acierto mencionarla a ella. Aidan había tenido una
intuición, había pensado que la animadversión de ella era debida a que se sentía perseguida, y
había acertado. Pero tenía que seguir por ese camino, así que se la quedó mirando, sonriente,
esperando a que ella contestara.
—Ah, bueno, sí, lo cierto es que me he sentido perseguida, su actitud en la librería el otro día
fue un poco desconcertante y al verle hoy en el círculo disfrazado, he sacado conclusiones, ya veo
que disparatadas. Le ruego me perdone usted a mi.
Desde luego, las cosas no podían estar saliendo mejor, pensó Aidan.¡Por fín!
Ella no solo se había tragado su cuento, sino que le pedía disculpas. Aidan sintió que el
optimismo volvía a sus pensamientos, ya había hecho lo más difícil: que ella reparara en él y que
Y haciendo asociaciones de pensamientos sobre cómo las estrellas habían servido a lo largo
de los siglos para guiar a caminantes y marinos en sus viajes a lugares desconocidos, se le
apareció Cristobal Colón, y con él, el libro que había dejado sobre su mesilla de noche y que no
pensaba leer.
Y entonces recordó que tenía un amigo insomne que le había dicho que leer le ayudaba a
recuperar el sueño, y se dijo a sí mismo: “¿por qué no?, ¿qué pierdo?”
Así que volvió a la cama y se dispuso a leer un poco. No sabía si le serviría para conciliar el
sueño de nuevo, pero de lo que estaba seguro era de que le iba a resultar muy, muy aburrido.
Pero nada más empezar las primeras líneas, se enganchó.
Lo cierto es que era un hombre de acción, así que su alejamiento de la lectura había sido por
un prejuicio: por creer que leer era lo contrario a la vida de movimiento, ejercicio y aventura que
le llamaba a él. Como no le habían leído cuentos de niño, no había podido comprobar lo
equivocado que estaba.
Y de repente, con aquel relato de las aventuras y expediciones de Cristóbal Colón comprobó
que no solo era compatible la lectura con la aventura, sino que ampliaba esta.
Gracias a lo que estaba leyendo, estaba haciendo un viaje que no había hecho físicamente y
quizá no haría en toda su vida.
Al final, leer no le sirvió para dormir, porque se encontró a las ocho de la mañana con media
obra leída y lamentándose por tener que dejar su final para más adelante, porque tenía que ponerse
en marcha ya.
El caso es que en dos noches más, forzándose a dormir, pero sin ganas de hacerlo por querer
saber más de lo que se contaba en la historia, se acabó la obra.
Y de repente se dio cuenta de que Silvania Arlington no era la responsable directa, pero si la
indirecta, de que le hubiera empezado a gustar leer. Bueno, gustar no era la palabra: apasionar.
Pasó varios días sumido en el desconcierto con este tema también. Todo lo que rodeaba a la
joven alteraba su vida de arriba a abajo.
Sabía que la obra que había leído tenía un primer tomo —aquel del que había hablado sin
saber en el círculo —y tres tomos más posteriores. Tomó la decisión de leer los cuatro restantes.
Sí, iría a la librería y dejaría al librero asombrado, ya que pensaba comprarle los tomos que
le faltaban.
Y justo al tomar la decisión, le vino de nuevo a la mente imágenes de la joven Silvania.
Primero en sus dos primeros encuentros, cuando se mostró totalmente indiferente a él, y luego
el día del circulo, cuando acabó mirándole de manera incendiaria.,
Y aquel recuerdo echó por tierra lo que había conseguido con su despedida.
—¡Otra vez no! —le salió, en alto, entre enfadado y resignado, cuando se dio cuenta de que su
pene volvía a pegar un bote —. Acabas de tirar por tierra lo que tanto te ha costado conseguir —
insistió, de nuevo en alto, al darse cuenta de que su obsesión por la joven Silvania estaba ahí de
Había dado el tema por zanjado demasiado pronto. Eran tantas las ganas que tenía de pasar
página, que había creído lo que quería creer, pero no lo que había pasado en realidad.
En cualquier caso, aunque parecía que la pesadilla de su obsesión por ella empezaba de
nuevo, esta vez se sintió más optimista que días atrás.
Ya había roto el hielo con ella, había conseguido que ella se fijara en él y estuviera bien
dispuesta hacia él. No se había despedido del círculo, aunque su intención había sido desaparecer
para siempre sin avisar, pero esto último ahora estaba a su favor. Aparecería el siguiente
miércoles y no tendría que dar ni una explicación, ya que todos daban por supuesto que iba a
continuar con ellos.
Además, se dijo finalmente, bastante contento, ahora no tendría que inventar nada: no solo
había leído la obra a comentar, sino que se había convertido en un entusiasta de ella.
Capítulo 9
El miércoles salió un día soleado precioso que hizo que Aidan se pusiera aún de mejor humor
del que ya tenía antes de acostarse. Lo cierto es que desde que había decidido volver al círculo
secreto, su humor había ido mejorando día a día.
No había querido darle muchas vueltas al tema, ya que se temía que tenía que ver con la
extraña atracción que sentía hacia Silvania y el hecho de que iba a verla de nuevo. Había
preferido pensar que seguramente era porque vería el final de todo aquello en breve.
Cuando llegó al círculo, todos estaban allí. Lo recibieron como si fuera un integrante de
siempre. Lo cierto es que todos eran muy amables con él, lo habían sido desde el principio, pero
la semana anterior él había estado muy tenso, esta vez, que venía relajado, pudo apreciar todo lo
bueno que tenía aquella ocurrencia que había tenido.
Y entre lo bueno, destacaba una persona: Silvania.
Como si llevaran toda la vida haciéndolo, se sentaron en los mismos sitios que la semana
anterior, así que de nuevo la tuvo enfrente.
Ese día ella llevaba un vestido sobrio, como todos lo que él le había visto hasta entonces,
pero en un tono azul celeste que le sacaba una luz especial a su piel clara y su pelo rubio. Aunque
quizá lo que le daba luz era la forma en que estaba mirándolo.
La indiferencia y la animadversión de las veces anteriores habían desaparecido del todo y en
su lugar se había instalado una simpatía sincera. Silvania le sonreía, con la boca y con la mirada.
Aquello hizo que su corazón diera un vuelco, pero no se engañó a sí mismo, aquella
sonrisa, aunque maravillosa, no era la que él iba buscando en ella. Todos sus años de
experiencia le permitían saber distinguir perfectamente una sonrisa coqueta, rendida a sus
encantos, de aquella que le estaba mostrando la joven.
Silvania le sonreía como se sonríe a un viejo amigo con el que no existe ningún tipo de
atracción, como la que se le pone a un niño pequeño cuando te hace gracia, o a un hermano.
Sí, había avanzado algo en su plan, pero estaba lejos de conseguir lo que necesitaba.
No se desesperó sin embargo, porque ahora ya no tenía tanta prisa. Ahora ya no
necesitaba zanjar el asunto ese mismo día, se podía permitir ir al círculo algunas semanas más,
las que hicieran falta para seducir a Silvania.
Sí, lo que estaba haciendo era extraño en él, pero ahora ya se reconocía a sí mismo que estab
disfrutando con todo. ¿Por qué no alargar aquel disfrute?
De hecho, pensó para convencerse totalmente, lo que perseguía con Silvania, es decir que ella
cayera rendida a sus encantos (para desaparecer de su vida inmediatamente después), podía ser
considerado como un juego. Una vez superada la primera impresión de haberse topado con una
mujer indiferente a sus encantos, aquello podía considerarse como un nuevo juego en su vida.
Como cuando participaba en una cacería especial y diferente a las habituales, para cobrar una
pieza difícil.
Sí, iba a dejar de preocuparse por lo ocurrido para empezar a disfrutarlo. Asistiría a todas las
reuniones del círculo que fueran necesarias hasta que Silvania cayera en sus redes, y una vez
conseguido, desaparecería para siempre.
Le salió una sonrisa tan amplia, que acabó por llamar la atención del Conde Bristol:
—Le veo a usted especialmente contento hoy, Lord Airan ¿A qué es debido?
Aidan salió de sus pensamientos y cogió al vuelo la oportunidad que lel acababa de
dar el anfitrión:
—Estoy pensando en la obra que hemos leído y que vamos a comentar hoy. Me ha
parecido soberbia.
No había empezado de manera muy diferente a su primera intervención una semana atrás, pero
los participantes notaron algo diferente en su tono, porque todos le miraron con atención especial
e indisimulada expectación.
Sobre todo Silvania, que, con la boca entreabierta por las ganas de escucharle, estaba
especialmente bonita.
No les dejó mucho tiempo con la expectativa, se lanzó a comentar los pasajes de la obra que
más le habían gustado, leyendo incluso algunos párrafos que tenía subrayados.
Enseguida se fueron sumando el resto de integrantes del círculo con sus comentarios y
subrayados. Y, entre ellos, la más entusiasta fue Silvania.
A ella la obra le había gustado tanto como a él, y se encontraron varias veces comentando lo
mismo de la misma manera, lo que les hizo quedarse mirando y sonreirse varias veces, hasta
conseguir esa sensación de estar solos los dos a pesar de estar rodeados, ue solo se consigue con
las personas que existe una atracción muy fuerte.
En cualquier caso, aunque la conexión era evidente, seguía sin notar en Silvania lo que quería.
Al igual que a él su pene le seguía mostrando que la joven le atraía mucho, estaba convencido
que aún no había tocado esa tecla en ella.
Silvania estaba encantada con él, durante la sesión habían llegado a tener gran afinidad
intelectual, pero Aidan era consciente de que ella seguía sin ver al hombre atractivo e irresistible
que era.
¿Por qué estaba ocurriendo aquello?, se preguntó nada más terminar la sesión,
cuando todos se levantaron de sus asientos y comenzaron las despedidas.
Lo cierto es que estaba más tranquilo al haber captado la atención de la joven y ya no se
presionaba para acabar con aquello lo antes posible, pero seguía molestandole la nula influencia
sensual que tenía sobre ella.
Y decidió dar un pequeño paso más para conseguirla.
Sabía que tenía que hacerlo con mucha sutileza, para que ella no se diera cuenta, pero decidió
tocar su piel. No solo porque le apetecía hacerlo (mucho, se dio cuenta en cuanto lo decidió), sino
porque pensó que aquello podía ser la compuerta que sirviera para empezar a derretir a Silvania.
Enseguida supo cómo hacerlo. Se fue acercando a ella disimuladamente mientras estaban
todos despidiéndose¡dose, hasta colocarse a su lado izquierdo, con la excusa de que se iba a
despedir del Conde, que estaba justo a la derecha de ella. Empezó con la despedida del anfitrión y
, con enorme disimulo, dejó que su libro cayera al suelo, estratégicamente a menos de dos
centímetros de las botas de Silvania.
Sabía por su experiencia anterior que la joven reaccionaba inmediatamente ante un libro en el
suelo en mala postura con las hojas arrugadas, también se había fijado en que, mientras había
participado en la tertulia, había desenguantado sus manos para pasar las páginas con más rapidez.
Así que solo tuvo que poner en marcha el resto de su plan. Y salió perfecto.
Nada más oír el sonido del libro contra el suelo, se agachó para cogerlo. Pero Silvania hizo lo
mismo, claro. Así que ambos extendieron sus manos para coger el libro.
Y por un segundo se quedaron así,agachados frente a frente, sus manos en contacto sobre la
tapa del libro, y sus miradas a la par, a escasos centímetros. Tan cerca, que Aidan podía notar el
calor dulce que emanaba del cuerpo de ella, y a ella le tenía que estar sucediendo igual.
Lo cierto es que se quedaron en esa postura más tiempo del considerado adecuado. Poco más,
dos o tres segundos, pero al final ella fue capaz de reaccionar, se puso en pie como si un muelle
invisible hubiera tirado de ella hacia arriba y dejó que él recogiera el libro.
Cuando Aidan volvió a la posición de pie, se dio cuenta de dos cosas: que el anfitrión se
había dado cuenta de la corriente de atracción que se había dado entre los dos y sonreía
satisfecho, y que Silvania estaba roja como la grana.
Capítulo 10
No alargó el momento de turbación para ella. Se despidió rápido del anfitrión y de ella, sin
hacer ni un gesto que denotara que se había dado cuenta de lo que le había ocurrido a ella, y salió
al exterior.
Pero una vez fuera a punto estuvo de ponerse a dar saltos de alegría.
¡¡Lo había conseguido!!. Por primera vez, había notado interés sensual en ella.
Inequívoco. Aunque, eso sí, muy débil, nada parecido a lo que les ocurría a las demás.
Estaba convencido de que era la primera vez que Silvania sentía algo parecido, por
eso, la expresión que había visto en ella era una mezcla de interés y sorpresa.
En ese momento decidió que iba a seguir con el juego, porque ahora todo lo relacionado con
Silvania había dejado de ser una molestia, algo desagradable, para convertirse en un juego.
La chispa de la atracción había prendido en ella, pero ahora a Aidan no le bastaba con
aquello, quería más. Necesitaba acrecentarla, convertirla en un fuego intenso, y luego, eso sí,
abandonarla y olvidarse de ella.
El resto de la semana antes de la siguiente reunión, la pasó disfrutando como hacía tiempo no
le ocurría. Había pasado casi un mes preocupado por lo ocurrido con la joven Silvania, pero
ahora que lo había convertido en un reto y un juego, había pasado a vivirlo con ilusión, en vez de
con fastidio.
Estuvo realizando maniobras con sus compañeros, ejercitando su cuerpo, que ya era perfecto,
pero gracias al ejercicio mantenía en su mejor versión. Por las noches, además, las pesadillas casi
habían desaparecido. Solo dos veces se había despertado a lo largo de la semana empapado en
sudor, rodeado de recuerdos terroríficos, pero entonces había pensado en Silvania y el plan que
había trazado para engatusarla, y había vuelto a caer en el sueño, profundo y pacífico esta vez.
Solo había un tema que le extrañaba un poco: su nulo interés en tener relaciones sexuales.
Bueno, esto no era realmente así. Seguía siendo un hombre fogoso que se despertaba por las
mañanas con el cuerpo listo para encuentros sexuales, lo que había cambiado era que
anteriormente había satisfecho esas necesidades con las cortesanas que visitaba regularmente y
ahora no le apetecía hacerlo. Nada.
La única imagen que le aparecía en la mente cuando pensaba en sexo era la cara y el cuerpo de
Silvania Arlington. Quince días antes se habría desesperado con lo que le estaba ocurriendo, pero
a esas alturas ya lo había normalizado: sí, la chica se había convertido en una obsesión, pero él ya
estaba en camino de acabar con ella. Primero se divertiría intentando que cayera totalmente
rendida antes sus encantos y cuando lo consiguiera, estaba seguro, la obsesión desaparecería y él
volvería a ser el mismo de siempre y volvería a tener una vida sexual intensa con sus cortesanas y
amantes casadas.
Lo que no haría nunca sería tener una relación física completa con Silvania, no porque no le
apeteciera, sino porque podía ser la puerta a un matrimonio y él no se iba a casar nunca, jamás, en
eso no había cambiado nada.
Así que lo que hizo durante aquella semana de apetencias sexuales extrañas para él fue
recurrir a la masturbación, dos veces al día al menos, al despertar y al acostarse, y alguna más
algún que otro día.
Todas las veces fue la imagen de Silvania la que acompañó a sus fantasías, pero inmerso en la
idea de no darle importancia al tema, disfrutó de aquello.
Y llegó la siguiente reunión del club. Esa vez tenían que comentar el tercer tomo del libro
sobre Cristóbal Colón. Aidan lo había devorado en dos noches, al igual que el cuarto tomo, que
seguramente comentarían la semana siguiente. Iba, por tanto, tan tranquilo como la semana anterior
y con el único objetivo de disfrutar del juego de seducción a Silvania.
Nada más entrar empezó a hacerlo, ya que se encontró con la joven sentada en su sitio,
mirando hacia la puerta nerviosa: estaba claro que esperaba su llegada. Tenía en su expresión la
misma mezcla de azoro, excitación y asombro que le había visto al despedirse la semana anterior
y, en cuanto él fijó su mirada en ella, volvió a ponerse roja.
Era adorable y, ya se reconocía a sí mismo, le gustaba mucho.
Pasaron la velada en una animada charla, parecida a la de la semana anterior.Todos
participaron con entusiasmo, pero las intervenciones de Silvania y Aidan fueron especialmente
animadas y, ya no se le ocultaba a ninguno de los integrantes del club, había una sintonía especial
entre los dos, tanto en sus aportaciones como en la forma que tenían de mirarse cuando hablaba el
otro.
Silvania, de todas formas, mantenía cierta reticencia y reparo en su forma de mirar a Aidan. Él
estaba convencido de que la joven aún no se había dado cuenta de lo que le estaba pasando: que
estaba, por primera vez en su vida, sintiendo atracción sexual.
“Yo le ayudaré a saber qué le ocurre”, se dijo a sí mismo, al acabar la sesión. Así que después
de despedirse de todos, decidió dar un paso más en su estrategia de seducirla:
—¿Me permite que la acompañe hasta el lugar donde va a recogerla su coche? —le dijo
poniéndose a su altura cuando se encontraban ya en la calle.
La joven le miró un momento desconcertada, pero no dudó:
—Sí, sí, claro. Me esperan a la vuelta de la esquina, así que el paseo será corto.
Aidan decidió no arriesgar más, había roto una barrera nueva, pero la joven, aunque
estaba siendo receptiva a él, seguía manteniendo algo de desconfianza, Tenía que ir muy poco
a poco.
La acompañó hasta el lugar donde le estaba esperando el cochero, hablando exclusivamente de
literatura. En aquel terreno ella se encontraba muy cómoda y bajaba la guardia un poco, incluso.
Se permitía mirarlo con sus ojos azules abiertos de par en par, con interés genuino y un punto de
admiración, ya que los comentarios de Aidan, todos sobre la obra de Colón, eran acertados e
incisivos.
Estuvo un rato parado en la acera hasta que perdió de vista el coche, que iba rumbo al palacio
de los Arlington.
Se sentía contento y feliz. Y sin darse cuenta de que la trampa que estaba tendiéndole a ella,
también estaba teniendo efecto en él.
Capítulo 11
Pasaron cuatro semanas más con sus respectivas reuniones del club. Acabaron la lectura de
los tomos de Colon y acometieron otras. Una de ellas, una obra anónima romántica que había sido
publicada unos años atrás: “Orgullo y prejuicio “ se titulaba, y había varios integrantes del club,
con Silvania a la cabeza, que creían que había sido escrita por una mujer.
El caso es que la obra estaba totalmente alejada de sus gustos y, por eso mismo, él también se
había alineado con la tesis de Silvania, seguro que estaba escrita por una mujer, algo que para él
quería decir que sería de mala calidad, pero para gran asombro, en cuanto empezó a leerla, se
enganchó y la devoró en horas.
La novela tenía un fino humor y crítica encubierta pero, sobre todo, era una obra romántica, de
amor, así que aquello pasó a sumarse a la lista de cosas extrañas que le ocurrían desde que había
conocido a Silvania.
Aún así, no quiso darle muchas vueltas a la cabeza, y volvió a concentrarse en el plan de
seducción de Silvania.
Durante aquellas cuatro semanas había ido avanzando poco a poco, con mucho cuidado para
no asustar a la muchacha. Instauraron, ya como un hábito, que él la acompañara hasta el coche
cuando acababa la velada. Y cada vez que lo hacían alargaban un poco más la despedida,
quedándose parados en la acera, hablando de literatura pero mirándose, cada vez más, con una
expresión que no tenía nada que ver con lo que hablaban.
Aunque ella trataba de comportarse de manera medida, controlada, Silvania cada vez se abría
más a él, y a Aidan ya no le quedaba ni una duda de que por fín se había fijado en él como
hombre.
En cualquier caso, estaba aún lejos de mostrarse como él estaba acostumbrado a ver a las
jóvenes de su alrededor. Pero ahora aquello ya no le enfadaba, al contrario, casi lo prefería, eso
significaba que su objetivo aún estaba lejos e iba a pasar más veladas en el círculo junto a ella.
Finalmente llegó la quinta semana, y junto a una nueva obra a comentar, un libro de viajes
escrito por un conocido duque, Silvania y Aidan inauguraron una nueva costumbre.
Bueno, en realidad fue el anfitrión, el Conde de Bristol, quien les ofreció la oportunidad.
El hombre , al igual que el resto de integrantes del grupo, no era ajeno a lo que estaba
ocurriendo entre Silvania y él. Estaba malinterpretando lo que ocurría, claro, seguramente pensaba
que se encontraba ante el típico galanteo que iba a acabar en boda, y por eso les ofreció la
posibilidad de conocer su biblioteca.
Lo hizo al final de la sesión de aquella quinta semana:
—Lord Airan, Lady Arlington, son ustedes los socios más activos de nuestro club, es
un placer escucharles y por eso me gustaría enseñarles mi biblioteca, estoy seguro de que la
van a disfrutar muchísimo.
Aidan entendió enseguida las intenciones “casamenteras” del buen hombre, lo que entendió
Silvania no le quedó tan claro, pero lo cierto es que aceptó entusiasmada.
Pero la maniobra casamentera del Conde no acabó ahí, ya que una vez en la biblioteca y tras
enseñarles en un par de minutos lo maś destacado de ella, hizo como que recordaba de repente un
asunto urgente:
—Lamento tener que dejarlos solos aquí, pero no se preocupen, investiguen las obras que hay,
estén tranquilos todo el tiempo que necesiten, no tengan prisa en salir.
No les dio tiempo ni a reaccionar, porque el hombre cerró la puerta al salir dejándolos solos
en la estancia.
Aidan estaba acostumbrado a encontrarse en ese tipo de situaciones con mujeres. Sobre todo
le ocurría con sus amantes casadas. Las bibliotecas, de hecho, hasta que había conocido el
círculo y les había encontrado otra utilidad, habían sido para él uno de sus lugares de encuentros
sexuales favorito.
Por supuesto, no iba a hacer ni un avance brusco en esa dirección, como mucho, tenía
porque era bueno para sus planes, sino porque a él ahora también le interesaban los libros.
Estuvieron un buen rato detenidos en la zona de libros de viaje, los que más le gustaban a
Aidan. Abrieron varios ejemplares sobre la enorme mesa central de la biblioteca, y estuvieron
leyendo prólogos y párrafos aleatorios.
Cada vez que abrían un ejemplar nuevo, sus manos se rozaban. Silvania tenía las dos
desenguantadas para poder pasar bien las páginas, así que hubo varios episodios en los que Aidan
volvió a sentir aquella corriente dulce e intensa que iba del cuerpo de ella al de él.
Lo cierto es que estuvieron cerca de una hora así, disfrutando de las lecturas, riendo, pero
juntas y empezaron a leer alternativamente cada página, de forma que sus cabezas se rozaban a
veces. Aidan jamás había estado anteriormente tan cerca de una mujer sin que el acercamiento
fuera producto de las relaciones sexuales y estaba convencido de que para Silvania era la primera
vez en su vida que tenía un hombre tan cerca.
Lo cierto es que el pasaje que estaban leyendo era apasionante, pero él empezó a fijarse en
otras cosas. Notaba la tibieza del cuerpo de Silvania, su olor dulce, oía su respiración, y cuando
bajaba un poco la mirada y la quitaba del libro, veía como su pecho subía y bajaba. Pero a pesar
de esas sensaciones, mantenía perfectamente el autocontrol, por eso lo que ocurrió a continuación
le asombró tanto.
La joven Silvania dejó en suspenso el párrafo que estaba leyendo y se lo quedó mirando de
repente, con la respiración más agitada aún. Aidán no supo descifrar qué le pasaba, pero sí que le
miraba de una manera muy intensa, fijamente. Estaba preciosa y, de repente, sintió unos deseos de
besarla, tan fuertes, que tuvo que hacer un esfuerzo ingente para no hacerlo.
Sin embargo, el esfuerzo no sirvió para nada, porque sus labios entraron en contacto.
Había sido Silvania quien le había besado, primero con una suavidad extrema, como si los
labios de él fueran de porcelana fina, pero luego con más intensidad, haciendo que sus labios
carnosos envolvieran los de él.
Y Aidán dejó de pensar y de hacer estrategias y se dejó llevar por lo que sentía. Disfrutó de la
suavidad de la boca de Silvania, su sabor dulce, su calidez que hacía que sintiera como suaves
caricias en toda su boca.
Se enzarzaron los dos en un beso intenso y suave a la vez, dulce y apasionado, el beso más
maravilloso que Aidan había recibido nunca. Pero algo más también. Aquella sensación que había
sentido cada vez que rozaba las manos de Silvania se había multiplicado por mil. Por diez mil.
Era como si una fuerza sobrenatural tirara de él hacia ella, y le hiciera acoplarse. Y, una vez
juntos, hacerse uno.
Se separaron los dos a la vez, de golpe y casi con brusquedad. Estaba claro que para ella
también había sido algo inesperado a pesar de haber sido la que iniciara el movimiento:
y aquella utilización del plural le podía dar a ella la pista de que él no era ajeno a su atractivo.
De todas formas, enseguida se tranquilizó, la joven estaba tan impactada con lo que había
hecho, que ni le escuchó.
De hecho, empezó a recoger sus cosas y a moverse hacia atrás, con intención de salir del lugar
minuto escaso que habían estado separados hubiera sido una eternidad y sus labios estuvieran
sedientos del otro.
Esta vez el beso se alargó mucho maś tiempo, además, el contacto ya no se limitaba solo a los
labios: estaban fundidos en un abrazo y ambos notaban el cuerpo del otro pegado al suyo.
Silvania notaba los músculos de acero de Aidan, y el olor varonil que emanaba de su cuerpo.
Aidan sentía las montañas perfectas y suaves de los pechos de Silvania, y sus caderas pegadas a
su cuerpo. Una sensación que había sentido cada vez que había abrazado a una mujer y, sin
embargo, totalmente nueva.
Agotaron el beso hasta que sus bocas dejaron de ser un misterio para ellos, hasta que acabaron
reconociéndolas como si fueran la suya propia, pero ninguno de los dos avanzó más en las
caricias y el abrazo. Estaba claro que ambos estaban haciendo esfuerzos para parar la enorme
atracción que sentían.
Al final, poco a poco y al unísono, se fueron separando, hasta quedarse a unos veinte
centímetros uno del otro. Lo suficiente para mantener la compostura, pero notando al otro cerca.
—No sé qué me está ocurriendo, esto no es propio de mí —dijo Silvania, siendo la primera en
hablar.
—Tampoco de mí —contestó Aidan, antes de darse cuenta de que estaba exponiéndose ante
ella demasiado.
Pero nada más decirlo, ambos, en vez de separarse más y despedirse finalmente, volvieron a
fuera del contacto de ella, pero era difícil, ya que Silvania se pegaba a él, instintivamente.
Fue este hecho, las ganas que tenía de pegarse a ella y la certeza de que no debía hacerlo, ya
que sería traspasar una frontera sin marcha atrás, el que le dio la fuerza para cortar
definitivamente.
Esta vez se apartó él solo de ella, y lo hizo sin brusquedad, pero sin lugar a dudas, ya que
mantuvo más de dos metros de distancia con ella.
—Lady Arlington —empezó con la voz ronca por la excitación —voy a ser claro con usted:
me gusta mucho, me atrae mucho, pero no tengo intención de comprometerme ni con usted, ni con
nadie, así que debemos terminar con…
casadera, sólo tenía ese objetivo en mente. Esa era la razón por la que él siempre había huído de
las jóvenes y ni se le pasaba por la imaginación que pudiera haber alguna que no encajara en ese
perfil.
Silvania vio su cara de asombro e interpretó perfectamente lo que él estaba pensando. Y lo
que hizo fue echar una carcajada que dejó a Aidan todavía más asombrado.
—Nunca he querido casarme y no voy a cambiar de opinión, lo tengo muy claro. Hasta que le
he conocido a usted, tampoco había sentido ningún interés por los hombres ni por el contacto
físico con ellos, pero eso ha cambiado. Por alguna razón que se me escapa, eso ha cambiado, pero
sólo en relación a usted.
Aidan seguía con la boca abierta, incapaz de asimilar lo que Silvania acababa de decirle.
—Creo que después de lo que acabamos de hacer, podemos tutearnos —es lo único que le
salió.
Una vez en la calle, Aidan tuvo que respirar hondo más de cuatro veces para empezar a
asimilar lo ocurrido.
En un principio tenía que estar contento, ya que había conseguido el objetivo que se había
marcado, y con creces. Silvania había caído rendida a sus encantos, ella misma lo había
reconocido.
Pero todo seguía siendo totalmente anormal. Haciendo caso omiso a su determinación de no
tocar a una joven virgen en edad casadera, se había estado besando con Silvania, no una, sino tres
veces. Era verdad que la iniciativa la había tomado ella, pero él no solo no la había parado, sino
que se había dejado llevar hasta llegar a las puertas del paraíso.
Porque ese era el problema que tenía ahora, que,aunque había conseguido con creces lo que
perseguía, no era suficiente, quería más.
Ya había traspasado una barrera prohibida, pero no era suficiente: quería volver a besar a
Silvania, tenerla entre sus brazos.
Enseguida encontró una explicación a lo que le ocurría. Silvania había vuelto a romper los
esquemas que tenía, y le había dicho que no quería nada serio con él. Que no quería casarse. Que
no quería cazarlo, vamos.
Y aquello había sido como un nuevo acicate para buscar algo más con ella.
Era verdad que siempre había huido de las jóvenes vírgenes en edad casadera, pero solo por
miedo al matrimonio. Ese no iba a ser el caso con Silvania, ella misma se lo había dicho,
entonces, ¿por qué no profundizar más en el conocimiento sexual con ella? ¿Qué problema había?.
Al fin y al cabo, iba a ser igual que cuando se relacionaba con mujeres casadas, relaciones
satisfactorias sin ningún compromiso.
Llegó al cuartel dándole vueltas al asunto. Su parte sensual no le veía ningún problema a
aquello, pero su parte de caballero no lo veía bien. Silvania seguía siendo una joven respetable a
la que él iba a mancillar si avanzaban en su conocimiento físico. Por no hablar de quién era hija:
si su padre llegaba a descubrir lo que estaba ocurriendo, aquello podía acabar muy mal para él.
El caso es que pasó toda la semana debatiéndose entre volver al círculo o no hacerlo, pero al
final ganaron sus ganas de volver a Silvania.
“Hablaré con ella y le diré que tenemos que dejar de vernos, dejaré de aparecer por el club a
La siguiente sesión del club versaba sobre un libro de ciencia. Aidan ya había incorporado el
hábito de la lectura cuando se iba a dormir, así que lo leyó sin dificultad en un par de días.
En cualquier caso, tanto Silvania como él estuvieron más callados que de costumbre, pero no
—Silvania, este va a ser el último día que estemos juntos, es evidente que nos atraemos
mucho, pero también que está mal lo que estamos haciendo, no por mí, sino por ti.
Silvania se le quedó mirando, seria:
—Bueno, mi parte la debería decidir yo, ¿no te parece?
Una vez más, Silvania había dejado a Aidan asombrado, solo fue capaz de decirle:
—¿Qué quieres decir?
—Verás, Aidan, nunca he tenido interés en los hombres de una manera física. Mi
vida y mis momentos de disfrute siempre están relacionados con la lectura. Pero desde que te
he conocido algo ha cambiado. Bueno, no exactamente desde el día que te conocí, sino desde que
empezamos a tener una conexión intelectual. No es la primera vez que tengo conexión intelectual
con un hombre, pero contigo , no sé por qué, se le ha añadido un componente físico. Por eso te
besé el otro día: sentía una atracción irresistible. Y por eso me gustaría volver a besarte hoy. De
repente, la misma curiosidad que tengo por los libros, se me ha despertado por la intimidad física.
Y con tan buena suerte que estamos de acuerdo los dos: ninguno quiere casarse y los dos nos
atraemos ¿dónde está el problema?.Si a ti no te importa relacionarte conmigo como hicimos el
otro día, ¿por qué me tiene que importar a mi?
Aidan abrió los ojos como platos:
—A Ver, Silvania, los dos somos solteros, pero yo soy un hombre y tú una mujer.
—¿Y?
—Silvania, sabes perfectamente que no es lo mismo, que yo puedo tener todas las
relaciones extramatrimoniales que quiera, pero que, en tu caso, las únicas relaciones lícitas y
aceptadas son dentro de un matrimonio.
—Ya te dije el otro día que no quiero cazarte, que puedes estar tranquilo, no quiero
casarme y no voy a cambiar de opinión.
—¿Y porque no quieres casarte? Todas las jóvenes quieren casarse —preguntó
entonces Aidan, incapaz de entender aquella actitud en una joven de su clase.
—Todas las jóvenes que has conocido tú. Yo soy diferente, al igual que la mayoría
de mis hermanas.
Cuando Aidan oyó que la joven mencionaba a sus hermanas , decidió cambiar de
tema porque, aunque mantenía intacta la curiosidad después de lo que le había dicho, le
parecía un terreno peligroso. Cada vez que recordaba de quién era hija, sabía que había otra razón
de peso para alejarse de ella.
—De acuerdo, Silvania, me cuesta entender eso, pero lo acepto. En cualquier caso, lo que no
importa en absoluto mi reputación, eso solo les importa a las jóvenes que quieren casarse, yo no
voy a perder nada porque no quiero nada de lo que suelen querer las jóvenes de mi edad.
Aidan quedó un momento en silencio y al final se atrevió a preguntar lo que le
rondaba por la mente desde que habían iniciado aquella extraña conversación:
—¿Y qué es lo que quieres, Silvania?
Silvania se lo quedó mirando fijamente, y luego sacó una ligera sonrisa, cogió aire y
se puso a hablar.
—Verás Aidan, mi vida, como te he dicho antes, han sido siempre los libros. Nunca
me interesaron los hombres para tener intimidad con ellos, solo desde el punto de vista
intelectual. Eso es lo que me ocurrió contigo al principio, pero no sé muy bien por qué, contigo he
empezado a sentir cosas que no había sentido antes. Y sí…, me he empezado a interesar por la
intimidad física. Quiero probarla, saber qué es, qué se siente. Pero es lo único que ha cambiado
en mí, el resto continúa igual: no quiero un hombre a mi lado para toda la vida, no quiero casarme,
no quiero hijos. Está claro que en nuestra sociedad es incompatible lo que quiero. Bueno, en mi
posición claro, pero he pensado que sí podríamos hacerlo compatible…Al fin y al cabo, tú mismo
me has dicho que piensas igual que yo: no quieres matrimonio ni hijos, pero te sientes atraído por
mi.
—Sí, Silvania, así es…, pero no sé muy bien a dónde quieres llegar —le respondió Aidan,
cauteloso.
—Quiero llegar a que, si tenemos mucho cuidado, podemos conseguir las dos cosas sin poner
en peligro mi reputación, que me da igual, pero que está unida a la de mi familia, y eso ya no me
da igual.
—¿Y cómo podemos hacer eso? —preguntó Aidan, sin terminar de entender.
—Verás , Aidan, tienes razón en que las reuniones en esta biblioteca no pueden seguir
dándose. Es el segundo día que nos dejan solos aquí y el Conde de Bristol lo ha hecho porque está
convencido de que de aquí va a salir un compromiso seguro. Tienes razón en que tienes que
desaparecer de las reuniones del círculo, me da pena, pero no hay otra solución. Si ya no vienes la
semana que viene y no vuelves a aparecer, mi reputación estará salvada. Conozco al Conde y sé
que no le ha contado a nadie que nos ha dejado solos aquí. Se apenará mucho cuando compruebe
que no ha habido compromiso y que has huido, y seguramente temerá por mi reputación, pero me
aprecia tanto que no va a decir nada, nunca, estoy segura.
—Ya —dijo Aidan, mirándole animándome a continuar.
—Si siguiéramos haciéndolo, tarde o temprano algún otro miembro del club se daría cuenta y
entonces ya no habría manera de parar el escándalo.
—Si, eso lo veo claro —añadió Aidan —lo que no veo es cómo conseguir la segunda parte, lo
incompatible.
—Juntándonos en otro sitio.
—¿En otro sitio?
—Si, en mi habitación, en el palacio en el que vivo con mis hermanas.
—¿En tu habitación? Pero eso es una locura. Me niego, por supuesto —dijo Aidan,
completamente asombrado y escandalizado con lo que acababa de escuchar. Cuando Silvania le
había insinuado que quería tener intimidad con él, había supuesto que se refería a besos y abrazos
como los que se habían dado, nada más. Acercamientos más propios de adolescentes, sin pasar a
mayores. Ni se le pasaba por la imaginación acostarse con una joven virgen, por mucho que ella
dijera que su reputación le daba igual. Él tenía principios y aquel era uno de ellos. Y, en segundo
lugar y no menos importante, no iba a hacerle nada a la hija de Arlington en su palacio. De
hacerlo, iba a poner en peligro su vida mucho más que cuando había entrado en batalla.
—Quizá puedo hacerte cambiar de opinión.
Silvania había soltado la frase mientras él estaba inmerso en aquellos pensamientos, pero no
se había limitado a hablar, sino que se había acercado a él, hasta terminar la frase con su boca a
milímetros de su oreja.
Aidan tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no volver a besar a Silvania, lo
que quería hacer, lo que le pedía el cuerpo y el alma entera. En vez de eso, dio dos pasos hacia
atrás.
—Silvania, no quiero casarme contigo y me gustas mucho, estamos los dos de acuerdo en eso,
en lo que no estamos de acuerdo es en que podamos tener una relación a pesar de ello. Soy un
caballero y jamás consentiré en hacer algo así.
—¿Por qué no escuchas mis razones antes de tomar una decisión final? —Silvania había
cambiado de estrategia, pero le funcionó bien, porque Aidan aceptó:
—De acuerdo, te escucho, pero no va a servir de nada.
—Ya te he dicho que no quiero casarme nunca, también que has despertado un interés nuevo
que pensé que nunca iba a tener —empezó ella, haciendo caso omiso de lo que él acababa de
decir.
—Si.
—Tu puedes tener el mismo planteamiento en tu vida y satisfacer tus necesidades físicas sin
problema, ¿no es así?
—Si —volvió a afirmar Aidan.
—Pero yo no.
-Claro, porque eres una mujer.
-No, eso no es cierto, porque tu satisfacer esas necesidades con mujeres, luego ellas sí
pueden hacerlo igual que tú.
—Si, tienes razón, no es porque seas una mujer , sino porque eres una mujer soltera, en edad
casadera y de familia noble.
—Exacto. Pero eso es una injusticia. Tú también eres noble,soltero y en edad casadera, solo
nos diferencia el sexo.
—Silvania, yo no he creado esas normas.
—Pero las aceptas sin rechistar.
—No puedes pedirme que te haga eso —dijo entonces Aidan, viendo que con razones ganaba
ella.
—Claro que puedo pedírtelo. Mira, hay una forma de que accedas a mi habitación sin que
nadie se de cuenta. Una vez allí, quiero que me descubras todo lo posible sobre el placer físico.
Soy curiosa y me gusta saber. Hasta ahora he enfocado esa curiosidad en los libros, pero tú has
abierto la puerta de lo físico. No me gustaría morir sin probarlo. Por favor, te aseguro que nadie
se enterará, será un secreto entre los dos, nos lo llevaremos los dos a la tumba.
Aidan por primera vez dudó, y Silvania lo notó y añadió, con sus ojos enormes y dulces:
—Te prometo que nadie, nunca, jamás, lo sabrá.
—¿Y cómo vas a hacer para que nadie se entere de que voy a tu habitación?
Silvania sonrió de oreja a oreja porque supo que con esa pregunta quedaba claro que había
derribado los muros de Aidan.
Capítulo 13
Dos días después Silvania daba vueltas alrededor de su habitación, nerviosa. Era el día que
Aidan iba a visitarla en su habitación por primera vez.
A pesar de lo segura que había estado con él, por dentro estaba como un flan, no en vano era
una joven virgen cuya única experiencia física habían sido los besos y abrazos intercambiados con
Aidan.
Pero el hecho de que estuviera nerviosa no quería decir que no lo tuviera claro, al revés. Lo
había tenido claro desde el primer beso que había compartido con él.
Era cierto lo que le había contado a Aidan, hasta entonces había sido impermeable a los
hombres excepto cuando conectaba con ellos intelectualmente. Esa había sido la chispa que le
había permitido fijarse en Aidan: sus comentarios sobre libro de Cristóbal Colón, pero con él le
había sucedido algo nuevo. Una fuerza irresistible la había empujado a él, hasta besarlo cuando se
habían quedado solos. Y una vez probados sus besos, otra puerta nueva se había abierto: la puerta
a una experiencia nueva , maravillosa, excitante, que quería conocer a fondo.
Silvania había leído de todo, en ese sentido tenía mucho mundo, a pesar de no haber salido
apenas su palacio y conocer poca gente. Sabía algo de sexo a nivel teórico, por alguna obra
prohibida de la biblioteca de su padre que había leído en clandestinidad. Normalmente eran obras
que trataban más el tema reproductivo que el del placer, pero algo había atisbado en las páginas
que había leído. Y en el contacto con Aidan, lo había confirmado: aquello era maravilloso, y
sabía que podía ser mejor.
Y quería probarlo, quería más.
El único problema era que el sexo , en su caso, estaba ligado al matrimonio, un estado al que
se negaba en redondo entrar. Pero en ese sentido, Aidan también era una maravilla, porque tenía el
Y como no iba a casarse, nadie iba a saber jamás que ya no era virgen.
El plan, desde luego, era perfecto.
Como perfecta la forma de actuar para que Aidan pasara desapercibido.
La habitación de Silvania se encontraba en un ala del palacio alejada de la puerta
Ella le estaría esperando al otro lado del balcón, en su habitación, con la puerta que daba al
balcón, entreabierta. Después, una vez juntos, solo tendrían que tener cuidado en no hacer ruido,
aunque la habitación de Silvania estaba alejada de las de sus hermanas.
El plan era perfecto y por ese lado ella estaba muy tranquila, pero otra cosa era lo que iba a
ocurrir en unos minutos con Aidan.
No habían hablado claramente de aquello, pero Silvania daba por hecho que esa noche iba a
perder la virginidad. Tan sólo había intercambiado unos besos con Aidan, pero se sentía
preparada para dar el paso más grande, para tener una noche entera de intimidad física con él.
Solo de pensarlo, sentía cosas que no había sentido nunca . Un calor que le subía desde el
centro de su sexo hacia todo el cuerpo, una necesidad de algo que no sabía muy bien qué era, pero
tenía que ver con Aidan, su cuerpo y lo que había sentido junto a él.
Inmersa en aquellos pensamientos se despistó un poco de lo más importante, un leve sonido en
los cristales de las puertas que daban al balcón, la trajo de nuevo a la realidad.
—¡Aidan! —dijo en un susurro, mientras abría rauda la puerta.
—Menos mal que ibas a estar atenta —le dijo él, también en un susurro, entrando
inmediatamente y cerrando la puerta tras él. Pero lo dijo con humor. Nadie le había visto
llegar ni trepar, y una vez en la habitación solo tenían que tener cuidado de no hacer ruido. La
parte más complicada del plan estaba salvada.
Se quedaron los dos mirándose de frente, fijamente.
pañuelo al cuello, todo muy sencillo, pero tenía un cuerpo tan magnífico, que Silvania estaba
convencida de que era el hombre más atractivo que había visto en su vida.
Todo, desde su mirada intensa hasta su cuerpo de escándalo, estaba funcionando como un imán
para ella. Solo quería abalanzarse a sus brazos y empezar a conocer la intimidad física, del todo,
piel con piel… Pero en ese mismo instante, Aidan enfrió sus intenciones.
—Silvania, he aceptado tu plan, pero yo también tengo el mío, así que deberemos adaptarnos,
ni lo que tu quieres ni lo que quiero yo, sino algo intermedio.
Aquello sonaba como un jarro de agua fría, pero, al mismo tiempo, él le estaba mirando
seductor, con una media sonrisa burlona que la estaba volviendo loca, ya que lo único que quería
era borrarla con sus labios. Así que, ¿qué había querido decir exactamente?
Como no le gustaba andarse con rodeos, se lo preguntó directamente, y esta fue la
respuesta de él:
—Cuando quedamos el otro día para tener intimidad física, di por supuesto que
querrías llegar hasta el final.
—Efectivamente —corroboró ella, poniéndose roja por lo descarado de lo que acababa de
decir, pero sin arrepentirse en absoluto, porque eso era lo que quería.
—Pero tengo que decirte que lo he pensado bien, y no va a ser así… — en ese momento,
Silvania cambió su expresión por una de disgusto y contrariedad. Y Aidan no pudo evitar echar
una carcajada. La joven le parecía adorable, era virgen, pero no tenía miedo, al contrario. Pero él
seguía siendo un caballero, así que terminó la frase que había dejado en suspenso —…todavía.
Ese “todavía” le hizo respirar a Silvania, al parecer no se estaba negando y eso era una buena
noticia, pero quería saber más.
—¿Qué significa ese “todavía”?
—Que hoy, desde luego, no vamos a consumar nada. Ni la próxima vez ni la siguiente.
—¿Y entonces, qué estás haciendo aquí?, ¿has venido a despreciarme?
Aidan se tomó su tiempo antes de contestar. Sacó su mejor sonrisa y su mirada más seductora,
y solo después le contestó:
—Silvania, la mayoría de las mujeres que conoces pierden su virginidad como tu habías
planeado hacerlo: pasando de haber recibido tan solo unos besos a yacer totalmente desnuda con
el hombre con el que van a vivir toda su vida. El contraste es tan brutal, que para muchas de ellas
supone un trauma, y hace que rechacen las relaciones sexuales para siempre.
—Lo cierto es que algo he oído sobre el tema, pero yo no tengo miedo, estoy preparada —
contestó ella, segura de sí misma.
—Deberías tenerlo —contestó él malicioso. Y ahí Silvania flaqueó un poco .
—¿Por qué dices eso? ¿Es doloroso?
—Silvania, el sexo es uno de los mayores placeres que existe, si no el mayor, pero
hay que hacerlo bien. Y con más cuidado todavía cuando se trata de una mujer virgen. Una
mala primera experiencia puede arruinar tu vida sexual para siempre.
—Yo no tengo intención de tener una larga vida sexual. Quiero probar la experiencia hasta
agotarla, pero solo voy a hacerlo contigo, así que supongo que con unas pocas veces, bastará.
—Bueno, tú serás quien decida cuándo acabar, pero igual quieres alargarlo más de lo que
prevés ahora —le contestó él, malicioso.
donde lo dejamos la última vez. Con besos y abrazos, no te voy a decir que castos, pero sí
ingenuos. Y que vayas siendo tú quien da los siguientes pasos, pero de manera muy lenta,
despacio. Que vayamos ampliando las zonas que nos acariciamos, pero siempre con ropa, hasta
que no haya una parte de nuestro cuerpo que no hayamos tocado, Y una vez hecho esto, otro día,
que empecemos a despojarnos de la ropa, pero muy poco a poco. Un día yo la guerrera y tú el
corpiño, otro día yo la camisa y tú la sobrefalda…, y así hasta acabar desnudos. Y después de
eso, empezar de nuevo a tocarnos, pero esta vez piel con piel, pero seguir haciéndolo poco a
poco, hasta que no haya un ercoveco de nuestros cuerpos que sea desconocido para el otro. Y solo
después de esto, de manera natural, hacernos uno: entrar yo en ti.
Aidan se había ido acercando a Silvania a medida que había ido hablando, hasta acabar su
discurso con la boca a escasos centímetros de la oreja de la joven. Además, mientras lo había
hecho, su voz había ido poniéndose ronca, de una manera que Silvania no había oído nunca: un
sonido gutural, primario, que había conseguido que corrientes de placer la recorrieran entera.
Desde luego, hasta el momento, Aidan solo había conseguido darle placer, no veía por ningún
lado ese posible daño del que él tanto hablaba, pero decidió hacerle caso, para empezar, porque
estaba disfrutando mucho. Aún así, no pudo evitar dejarse llevar, como la primera vez, y tomar la
iniciativa, así que cuando Aidan terminó de hablar, lo miró de frente y volvió a besarlo.
Capítulo 14
Aquella primera noche se limitaron a besarse y abrazarse. Una repetición de lo que habían
hecho los dos días anteriores en la biblioteca, pero alargado en el tiempo. Estuvieron más de tres
horas enredados entre sus brazos y con los labios y las lenguas recorriéndose mutuamente.
Eran las doce de la madrugada cuando Aidan se separó por fín de Silvania, a su pesar, y
volvió a susurrarle al oído:
—Silvania, creo que por hoy es suficiente, tendremos que dormir algo, porque mañana cada
uno tenemos nuestros quehaceres, yo, para empezar, tengo maniobras en el campo de tiro y
empiezo a las siete de la mañana. Pero te prometo que volveré mañana a la misma hora de hoy y
avanzaremos un poco más en nuestro conocimiento mutuo.
A Silvania le costó separarse de él, había disfrutado como nunca. Tenía los labios algo
magullados después de tantas horas de besos, los notaba hinchados y plenos, al igual que se veían
los de Aidan, pero aquello no le provocaba dolor, sino más placer. Había sido una experiencia
deliciosa, pero entendió que era hora de terminar. Además, tal y como él le había dicho, en pocas
horas volverían a juntarse y, además, descubriría placeres nuevos.
Se dieron un último beso, que alargaron todo lo que pudieron y Aidan salió por la puerta del
balcón, no sin antes echarle una última mirada descarada a Silvania, de arriba a abajo, que la dejó
temblando de placer.
Para Aidan, las horas que pasaron hasta que volvió a la habitación de Silvania fueron
llevaderas. Para empezar, porque estuvo muy entretenido con las maniobras y para continuar,
porque tenía una extensa experiencia sexual y había aprendido a disfrutar hasta de los momentos
de espera. De hecho, sabía perfectamente que había pocas cosas más excitantes que anticipar un
próximo encuentro sexual.
Aún así, llegó de nuevo a las puertas de la habitación de Silvania más excitado que nunca. La
joven le atraía como no le había atraído antes ninguna otra. Le volvía loco su mezcla de
ingenuidad y descaro, y se daba cuenta de que sus ganas de ella no solo no se iban mitigando, sino
que iban a más.
Por suerte, estaba claro que no había ningún peligro con ella. Acabarían teniendo sexo
completo, la desvirgaría y pasarían muchos días, quizá meses, disfrutando del palcer mutuo.
Anticipaba aquello y se excitaba más. Pero también se quedaba tranquilo. A pesar de ser una
joven soltera y virgen, a pesar de que estaba haciendo lo que siempre había jurado no hacer, con
Silvania no iba a haber problema. Ella era un espíritu libre, como él. Y, por otro lado, no iba a
casarse nunca, así que él no la estaba perjudicando.
Lo cierto es que era la situación perfecta, así que cuando entró por fin en la habitación, se dejó
abrazar y besar, sin cortapisas, por una Silvania que estaba aún más ansiosa que él.
Ese día empezaron como el anterior, con besos y abrazos, pero, tal y como habían acordado,
tenían que avanzar algo más. Y fue Silvania, como acostumbraba, quien recordó aquello:
—Hoy quiero más.
A Aidan oír aquella frase de los labios sensuales de la joven le puso a cien, pero hizo
esfuerzos por controlarse.
—Si, pero poco a poco —le contestó con voz ronca, mientras acercaba sus labios al cuello de
ella.
Al contacto de sus labios sobre su blanco y suave cuello, Silvania soltó un gemido que sonó
más alto de lo que debía. Ambos se llevaron a la vez un dedo a los labios en señal de silencio, y
ahogaron una risa, cómplices.
Se quedaron un momento en tensión, escuchando por si habían llamado la atención de alguien,
pero fuera era todo silencio.
Aidan acercó de nuevo sus labios al oído de Silvania y en un susurro le dijo:
—Si no te portas bien, pararé.
—¡Por favor, por favor, sigue! —le dijo ella con voz lastimera, porque realmente necesitaba
Estuvieron así un buen rato, hasta que ella se sintió derretirse de placer. Y también sintió la
necesidad de hacer algo más.
Y le pilló totalmente desprevenido a Aidan, porque lo que hizo fue poner sus manos abiertas
sobre su culo y acercarlo más a ella.
Hizo la pregunta con tal ingenuidad que, aunque le costaba creerlo, Aidan pensó que la
pregunta era sincera.
—¿De verdad no sabes qué es?
—No —dijo ella, tocándle con más detenimiento, reconociendo su pene entero, y volviéndolo
loco a él.
Aidan se tuvo que apartar un poco, porque lo que ella le estaba haciendo le estaba haciendo
perder el control.
—Esto tenemos que dejarlo para más adelante, Silvania —dijo él en un susurro gutural.
—¿Es lo que va a entrar dentro de mí? —continuó ella, con el mismo tono
llegue el momento.
—¿Y eso puede ser?, ¿que no duela nada ni siquiera la primera vez?
—Claro que puede ser y así será contigo, te lo prometo. Pero para que eso ocurra tenemos que
tener paciencia e ir muy poco a poco. Por eso hoy vamos a quedarnos solo con los besos en el
cuello. Tú también me los puedes dar a mi —terminó, pícaro.
Ella sonrió de oreja a oreja y volvió a besarlo y ambos volvieron a enredarse en sus bocas,
sus caras y sus cuellos, ahogando los gemidos de placer, pero sin ir más allá, para que el plan de
Aidan, que estaba hecho a la medida de Silvania, siguiera su curso.
Ese día se despidieron como el anterior, con pena y deseo encendido, pero también contentos
porque la sesión iba a continuar la noche siguiente.
Y ese momento llegó, y volvieron a fundirse en un abrazo mutuo nada más verse, pero como
siempre, ese día Aidan tenía un avance nuevo. Nada más abrazarse, antes de que ella fundiera sus
labios con los de él, Aidan se agachó y cogió con su brazo derecho las piernas de Silvania y la
alzó, apretandola bien contra su pecho.
Y ella soltó un pequeño grito de sorpresa y alegría. Y como el día anterior, se quedaron los
dos mirándose, paralizados, con miedo a que alguien les hubiera escuchado algo.
Pero esta vez no tuvieron tanta suerte como la vez anterior, porque sí oyeron algo. Un ruido
muy leve, parecía lejano, pero también parecía una puerta al abrirse.
Se quedaron los dos así, en la misma postura, él sujetándola en sus brazos, ella inmóvil,
respirando despacio, mirándose, hasta que pasaron cinco minutos y decidieron que, hubiera
Silvania afirmó con la cabeza y se prometió a sí misma que, sintiera lo que sintiera, no iba a
soltar ni un suspiro en alto. Como si fuera un torturado decidido a no delatar a sus compañeros.
Para ella también iba a ser una tortura, pero la más dulce y maravillosa que había sufrido nunca.
Tuvo que poner su determinación a prueba inmediatamente, porque una vez asegurados de que
no había nadie al otro lado de la puerta, Aidan siguió con su plan trazado para esa noche.
Dio un par de pasos con ella en brazos y la depositó sobre la cama, pero no se contentó con
eso, sino que se tumbó él también, a su lado, pegado a ella, pero sin tocarla.
Aún.
Ella le miraba con los ojos abiertos de par en par, por la sorpresa, pero también por la
excitación. Estaban los dos completamente vestidos, pero no podía obviar que por primera vez en
la vida estaba en la cama con un hombre.
Aidan se llevó el dedo índice a los labios, para pedirle silencio, pero luego lo movió hasta
ponerlo sobre los labios de ella y, poco a poco, empezó a deslizarlo hacia abajo. Lo pasó por el
cuello, el lugar donde se separaban sus pechos, la tripa, hasta dejarlo un par de centímetros
debajo del ombligo. Lo hizo muy lentamente, de forma que pasaron dos minutos durante toda la
caricia.
Silvania estaba vestida, pero había notado el dedo de Aidan como si hubiera estado sobre su
piel. Había sido una sensación brutal, de calor y placer, que se había extendido por todo su
cuerpo, pero, sobre todo, notaba ardiendo el centro de su sexo.
Le había pasado las veces anteriores, pero esta vez la sensación era más intensa.
Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Aidan se acercó a su oído y, en un susurro, le
dijo:
—Dime qué estás sintiendo.
Silvania tuvo que respirar hondo varias veces antes de poder contestarle, tenía miedo de que
todos los gemidos de placer que estaba reprimiendo salieran de golpe al ponerse a hablar, al final
consiguió modular su voz y sacarla en un susurro también:
—Calor, pero un calor maravilloso.
Primero se la acercó al lugar exacto donde estaba su sexo y le hizo apoyarla con la palma
abierta:
—No debes tenerle miedo a tu cuerpo, al contrario, es tuyo, tienes que conocerlo bien y verás
qué grandes recompensas te dará —le dijo en un susurro, mientras le levantaba la falda
delicadamente con la otra mano.
Silvania empezó a respirar agitada, por la excitación. Aidan no estaba tocando ni un milímetro
de su piel, el gesto era exclusivamente para que ella pudiera acceder a su sexo, pero Silvania
sabía que la mano de Aidan estaba a escasos centímetros de la parte más prohibida de su cuerpo y
eso la alteraba profundamente.
Él, sin embargo, aparentaba estar tranquilo. Otra cosa es lo que le estaba ocurriendo por
dentro.
Silvania, tumbada sobre la cama, con su melena suelta sobre la almohada, le parecía la mujer
más bella que había visto en su vida. Le había levantado la falda para que ella se tocara, tal y
como le había dicho, pero con esa operación había podido ver también las pantorrillas
perfectamente torneadas de la joven. Y respecto al resto, estaba tapada por la fina tela de las
enaguas, pero, aún así, estas dejaban traslucir sus muslos perfectos y preciosos.
Llevaba desde que había entrado en la habitación con una erección en toda regla, pero la
visión de Silvania en esa postura, había hecho que la erección creciera. Sentía el pene duro, a
punto de explotar, pero tenía que seguir manteniendo el tipo. Aún quedaba mucho para hacer
aquello que su cuerpo quería hacer ya. Para empezar, quedaba lo que quería que Silvania hiciera
en ese momento.
Con un gesto delicado, le llevó la mano hacia la goma de la cinturilla de las enaguas y,
mirándola con intensidad, le dijo:
—Métela dentro.
Silvania entendió perfectamente y, aunque nunca hbía pensado que pudiera aceptar una orden
así sin rebelarse, hizo exactamente lo que Aidan le estaba pidiendo.
Sabía que lo que iba a venir era bueno y, a pesar de que le daba un poco de vergüenza tocarse
bajo la atenta mirada de él, esa misma mirada la envolvía y la protegía, le estaba diciendo: “está
bien, Silvania, lo que estás haciendo está bien”
Cuando posó la mano sobre el vello que tenía ahí abajo, le sorprendió su suavidad. Aidan
había posado su mano sobre la de ella, pero por encima de la tela, de forma que la tela impedía
que sus pieles se tocaran, aún así, ella notaba su calor. Y también su autoridad, porque Aidan iba
moviendo su mano par que ella lo imitara.
Así, entendió que debía juguetear con su vello púbico y así empezó a hacerlo, notando los
mechones finos y la piel delicada de debajo.
Estuvo un rato así, reconociendo esa parte de su cuerpo hasta entonces desconocida, notando
que las sensaciones de calor aumentaban. Era una sensación nueva, muy placentera, pero, al
mismo tiempo, le producía desasosiego. No desagradable, sino como una necesidad mayor. Era
como si estuviera muerta de hambre y, de repente, apareciera ante ella una bandeja llena de
viandas, y supiera que las iba a comer, pero aún no.
Tenía la intuición de que aquella necesidad venía de centro de su sexo, donde aún no se
atrevía a tocarse, pero que en cuanto lo hiciera, se calmaría. Sería como hincarle los dientes al
entrada de la vagina. Y también sabía que había un pequeño botón en medio, llamado clítoris, pero
ese botón no sabía para qué servía. Suponía que ella tenía todas esas partes, pero no lo había
comprobado nunca.
Y entonces Aidan como si estuviera dentro de su cabeza y leyera sus pensamientos, le dijo,
con ese tono mezcla autoritario y delicado:
—Baja la mano más, tócate más profundamente, reconoce lo que eres.
Y ella, una vez más, obedeció.
Silvania bajó la mano y lo que notó le hizo apartarla de golpe.
Aidan sonrió, sabía qué le había asustado, pero la miró interrogante y ella, interpretando bien
su mirada, le dijo:
—Está húmedo, mojado…
—Eso es maravilloso, cariño, es lo que tenía que ocurrir. Gracias a esa humedad, cuando
llegue el momento y yo entre en tí, no te dolerá.
Silvania se relajó. Ahora lo entendía, el cuerpo humano era sabio.
Aidan leyó en sus ojos que había entendido y ya estaba preparada para el siguiente paso.
Entonces, con su autoridad cariñosa, se dispuso a guiarla:
—Ahora tienes que tocarte así —y con su mano sobre la de ella, con la tela interpuesta, pero
sin que resultara un obstáculo, le cogió el dedo índice y anular y los dirigió hacia la zona donde
estaba el clítoris.
La expresión de asombro y emoción que leyó en la joven, le mostró que había acertado, así
que, poco a poco, le fue dirigiendo los dedos para que ella se acariciara.
No le hizo falta hablar nada, ambos se complementaron perfectamente. Solo con sus miradas,
él sabía cómo tenía que dirigirla, y ella fue poco a poco dejándose llevar por lo que sentía.
Fue un momento mágico. No era la primera vez que Aidan dejaba en suspenso sus necesidades
y apetencias por satisfacer las de una mujer. Al contrario, era una actitud que tenía a menudo,
porque sabía que el placer de la pareja no hacía más que acrecentar el suyo cuando llegara el
momento. Pero no lo estaba haciendo por eso, esta vez, no.
Lo estaba haciendo por ella, por el placer de ver cómo iba descubriendo su cuerpo y las
satisfacciones que le iba a producir.
Aidan contaba con que en pocas sesiones más, acabarían teniendo sexo pleno. Contaba
también con que sería muy satisfactorio y pasarían mucho tiempo, semanas y, seguramente, meses,
conociéndose en profundidad y disfrutando el uno del otro. Silvania iba a convertirse, de hecho,
en su nueva amante. Una amante diferente a las que había tenido con anterioridad por no estar
casada y no ser cortesana, pero solo diferente en eso.
Suponía por tanto que, tarde o temprano, agotarían lo que pudieran sacar uno del otro y se
alejarían: él, en busca de amantes nuevas y ella, a continuar con su vida tranquila disfrutando de la
lectura. Era lo que habían acordado de antemano y no dudaba de que iba a ser así, tanto por parte
de él, como por parte de ella.
Pero en ese momento en el que estaba observándola disfrutar por primera vez del placer
sexual, cuando la veía excitarse cada vez más, su pecho subiendo y bajando, su lengua, húmeda y
juguetona, pasándose por los labios, dando muestra del ansia que sentía, del calor y del placer que
la estaba embargando, Aidan sintió la felicidad de saber que le estaba dando un tesoro para toda
su vida: cuando ya no estuvieran juntos, cuando cada cual siguiera su vida, ella podría darse
placer a sí misma cuando quisiera. Ese era el regalo que le estaba haciendo, para siempre.
Y en el mismo momento que ella llegó al clímax, con sus ojos llenos de placer y sorpresa por
lo que estaba sintiendo, y su boca en forma de “o”, perfecta, preciosa, Aidan sintió que él también
se llenaba de placer. Un placer que jamás habría imaginado que existía, más grande y profundo
que el del orgasmo más potente que había tenido en su vida.
Capítulo 15
Silvania estaba tan feliz, que al principio no se le ocurrió que aquella frase de su
hermana Livia, soltada de sopetón y con la mirada fija clavada en ella, pudiera traer algo
malo. Así que su primera respuesta no fue impostada ni disimulada, le salió del alma.
—¿Ayer?, no, nada, ¿por qué me preguntas eso?
Pero en cuanto dijo la última palabra, antes de que Livia le replicara, entendió todo, y se puso
lívida. E, inmediatamente, sacó toda la batería de estrategias para disimular. Se tomó un buen rato
en sorber el té con la taza delante de su cara para que Livia no notara su palidez y cara de alarma.
Respiro despacio pero hondo para parar los latidos acelerados de su corazón y, finalmente, sacó
su mejor sonrisa, para ver si Livia olvidaba lo que acababa de decir, si le bastaba con su primera
negación sincera.
Pero no hubo suerte.
—Sí, Silvania, te pasó algo. No sé qué, pero oí ruidos extraños y venían de tu habitación.
A Silvania se le ocurrió la única respuesta posible en un segundo:
—Ah, sí, tuve una pesadilla, es cierto, se me había olvidado, como luego he dormido tan bien.
Livia no bajó un ápice la intensidad de su mirada. A Silvania le dio la impresión de que le
estaba leyendo el alma, que sabía lo que había ocurrido, pero eso era imposible.
Seguramente había oído su grito de sorpresa cuando Aidan la había cogido en brazos y era ella
la que había hecho ruido en el pasillo, pero Aidan y ella habían tenido luego mucho cuidado, era
imposible que supiera lo que estaba ocurriendo tras la puerta de su habitación. Imposible.
Silvania se decía esto a sí misma, mientras Livia seguía sin decir palabra y sin quitarle ojo,
una explosión maravillosa, le había trastornado un poco. De repente, solo quería seguir
experimentando aquello. Necesitaba más y, sobre todo, lo necesitaba con Aidan.
Así que, tras haber dormido profundamente, se había despertado necesitando a Aidan de
nuevo, contando los minutos para volver a tenerlo a su lado.
para esa noche, además, habían acordado que se iban a desnudar por primera vez. Pero el
comentario de Livia en el desayuno le había fastidiado los planes.
Cuando llegó la noche, estaba excitada y temerosa a partes iguales.
No se fiaba de su hermana mayor.
Lo cierto era que el ser hijas sin madre, y con padre ausente, había hecho que fueran diferentes
al resto de jóvenes de su posición y edad, pero hasta cierto punto tan solo. Porque Livia, siendo
diferente también, en lo básico se comportaba como una madre. Como la madre más celosa de la
integridad de sus hijas. Una cosa es que las siete fueran diferentes, tuvieran intereses diferentes y,
excepto Katerina, no quisiera casarse, y otra muy distinta, que tuvieran relaciones sexuales fuera
del matrimonio. Eso, Livia no lo aceptaría jamás, así que Silvania tenía que ir con cuidado, mucho
cuidado.
A la hora en punto que tenían acordada para sus encuentros entró Aidan por tercera vez en su
habitación, pero esta vez ella tuvo que echarle un jarro de agua fría, no había otra:
Aquello era lo peor que podía pasarle, así que se tomó muy en serio todo lo que ella le explicó.
Pero cuando Silvania le dijo que después de la frase y las miradas, Livia no había vuelto a decir
nada y se había comportado como siempre con ella, se tranquilizó. E intentó tranquilizar a
Silvania.
—Si —le dijo ella finalmente —yo también quiero creer que hemos sorteado el peligro, que
con mis explicaciones ha sido suficiente, pero no me fío…, no conoces a mi hermana Livia…
Y, no, no la conocía ni quería hacerlo, de aquel lugar y de aquella familia solo le interesaba
Silvania, pero estaba convencido de que habían sorteado el peligro.
—A partir de ahora solo tenemos que tener cuidado con no hacer nada, nada de ruido, ya
verás. Es imposible que tu hermana sospeche lo que estamos haciendo, imposible.
Al final Silvania optó por tranquilizarse también. Aidan tenía razón. Ella no es solo que jamás
hubiera tenido interés en los hombres, sino que había manifestado su indiferencia hacia ellos
desde muy niña, antes que ninguna de sus hermanas. De hecho, era ella la que más había batallado
con su padre para esquivar un compromiso, así que era imposible que Livia adivinara que, de
repente, aquello se había convertido en el centro de su vida. Y de la peor manera posible:
perdiendo su reputación totalmente y para siempre.
No, Livia había oído un ruido, se había extrañado , pero se había tranquilizado con su
explicación. Y punto. No había que darle más vueltas al asunto.
Y había llegado el momento de seguir avanzando en su conocimiento del placer, pensó
finalmente, olvidada ya Livia y concentrada en el cuerpo de aquel hombre que la volvía loca.
Y es lo que hicieron los dos, concentrarse en el placer.
Pasado el susto, lo primero que hicieron fue volver a abrazarse y besarse. Para ambos, el
cuerpo y la boca del otro era ya un lugar conocido y maravilloso, así que se dedicaron
saborearse, mientras notaban la calidez del cuerpo del otro entre sus brazos.
Pero esta vez Silvania tenía prisa por recuperar las sensaciones del día anterior. Ya era capaz
de distinguir algunas de las sensaciones nuevas de su cuerpo, así que notaba palpitante y húmedo
su clítoris y necesitaba tocarlo, pero con Aidan a su lado.
Así que paró el beso y lo llevó de la mano hasta la cama, se tumbó y le pidió a él que hiciera
lo mismo.
—Ummm, tienes prisa, estás ansiosa —dijo él, tumbandose a su lado.
—Sí —dijo ella tan solo, en un susurro ahogado, no solo para que no les oyeran, sino por el
placer que le llegaba hasta la garganta. Y luego cogió la mano de él y la puso sobre su pubis,
mientras metía la otra mano bajo sus enaguas para empezar lo que habían hecho el día anterior.
Pero Aidan esta vez tenía otros planes.
—Siento decirte que tenemos que ir maś despacio —Tuvo que reprimir una risa cuando vio la
cara contrariada de ella —,pero solo para que el placer sea mayor —terminó , finalmente,
dándole un respiro.
—¿Es eso posible?
Silvania lo había preguntado sinceramente, y él se derritía de placer al ver lo ingenua y
cama, y con cuatro gestos rápidos, se quitó la parte de arriba de la ropa y los pantalones y se
quedó tan solo con los calzones interiores.
Unos calzones que no podían contener la enorme fuerza de su virilidad, que se presentó ante
sus ojos, enorme, firme, enhiesta.
Pero Silvania ya no tenía miedo a nada. Sabía que aquello que sobresalía del cuerpo de
Aidan tendría que entrar en el de ella, más pronto que tarde, pero estaba deseando que ocurriera.
Ya sabía que la humedad que la llenaba cuando estaba cerca de Aidan, cuando se acariciaba, iba a
facilitar que aquello ocurriera y no le doliera.
Estaba preparada, pero sabía que aún tenía que esperar algún día para que llegara ese
momento. En cualquier caso, cada día aprendía algo nuevo, y ese día le iba a tocar enfrentarse a
su desnudez y a la de él, y a las sensaciones que le producía el sentir la piel de Aidan en la suya.
Fue Aidan quien tomó la iniciativa. Se incorporó un poco, quedándose de rodillas, pero con el
torso inclinado hacia ella, y le cogió su mano derecha. Después la dirigió hacia su pecho.
Silvania entendió perfectamente lo que tenía que hacer. Empezó muy poco a poco, con mucha
delicadeza, a acariciar el pecho de Aidan. Al principio lo tocaba como si se tratara de una pieza
preciosa y delicada. Con mucha suavidad y muy despacio. La piel de Aidan le sorprendió, era
suave y cálida al tacto, pero esa suavidad no escondía la dureza y firmeza de sus músculos. Lo
cierto es que a Silvania el contacto con la piel de Aidan le estaba produciendo un placer tan
—Eres preciosa.
Ella lo miró a él, de arriba a abajo, deteniéndose en sus hombros poderosos, sus pectorales
firmes, su tripa musculada, y el abultamiento debajo de los calzones, que parecía más grande a
medida que pasaba el tiempo.
—Y tú eres maravilloso.
Lo dijo golosa, mientras lo miraba con deseo indisimulado.
Aidan había ido con mucho tiento al principio, tocándole tan solo partes menos
comprometedoras, como los hombros, la espalda, la zona de alrededor del ombligo…, pero
finalmente apoyó una de sus manos, poniendo forma de cuenco, en el pecho derecho de Silvania.
Y ella tuvo que poner todas sus fuerzas en no gritar, porque el placer fue inmenso.
Aidan, mirándola malicioso, empezó a juguetear con su pezón, al principio rozándolo como si
hubiera sido por despiste, pero, poco a poco, deteniéndose más, acariciándolo despacio, un poco
más fuerte, pellizcandolo, acariciándolo suave de nuevo… Silvania se retorcía de placer mientras
veía, asombrada, como la punta de su pezón se ponía erecta, al ritmo de las oleadas de placer que
la llenaban entera.
Y era tanto el disfrute, que tomó la iniciativa de nuevo y puso la otra mano de Aidan sobre su
pecho izquierdo.
Estuvieron así, besándose y acariciándose, maś de cinco minutos de intenso placer, hasta que
Aidan decidió que había que avanzar y, utilizando aquella forma imperativa que a ella le derretía
tanto, le dijo.
—Ahora tócate como ayer.
Pero esta vez Silvania no iba a obedecer.
—No.
A Aidan la sorpresa le duró unos segundos, pero lo que vino a continuación le dejó sin
aliento, porque ella había decidido tener un orgasmo como el día anterior, pero de forma
diferente.
Le cogió la mano derecha apartándola de su pecho y la introdujo dentro de sus enaguas. Y
haciendo como había hecho el día anterior él, utilizó su mano para dirigir la de él más al interior,
hasta llegar al botón de placer.
—Házmelo tú.
Pero no se conformó con eso, porque al mismo tiempo que Aidan empezaba a mover sus dedos
sobre su clítoris, ella puso su mano derecha , abierta y entera, sobre el pene de él.
—¡¿Qué haces?! —dijo Aidan, ahogado por la sorpresa y el placer.
¿Cuánto tiempo iban a aguantar así, a punto de explotar de placer?, ¿cinco?, ¿diez minutos?
Ninguno de los dos lo sabía ni le importaba. Ahí estaban, muriendo de placer en la mano del otro,
con sus nalgas al aire, él moviéndolas hacia adelante y atrás, ella en círculos, mordiéndose los
hombros y las bocas para ahogar los gritos de placer que pugnaban por salir, llegando al climax
El coche de caballos traqueteaba sin tregua. El camino estaba peor de lo habitual, ya que las
dos últimas semanas no había parado de llover. El problema era que el camino ya estaba mal antes
de las lluvias: Manor Castle no tenía nada que ver con el palacio del Duque de Rochester, el lugar
donde había vivido siempre Silvania. No estaba a pocos kilómetros de Londres, tras un suave
paseo en coche por uno de los caminos más cuidados de toda Gran Bretaña. No, Manor Castle
estaba a cinco horas de viaje desde Londres y por caminos enrevesados que, debido a las lluvias,
se habían convertido casi en impracticables.
En otras circunstancias, Aidan le habría explicado al inicio del viaje a su acompañante lo que
le esperaba. Le habría pedido paciencia e, incluso, buen humor. Tomárselo con deportividad y
disfrutar del paisaje, que era magnífico, a pesar de la incomodidad del trayecto.
Pero esta vez no había dicho nada. De hecho, no había abierto la boca desde que habían
entrado en el coche de caballos.
Su acompañante tampoco le iba a la zaga y mantenía el mismo silencio sepulcral, a pesar de
los botes que daba cada poco tiempo por los baches, que su cuerpo, mucho menos pesado que el
de él, sentía mucho más.
De hecho, aunque ocupaban el mismo asiento (habían dejado el de enfrente vacío para no tener
que verse las caras), ambos se cuidaban mucho de no tocarse. Iba cada uno de ellos concentrado
en el paisaje exterior e ignorando ostensiblemente a su acompañante de viaje.
Pero Aidan sabía que todo era impostado. Que su acompañante era plenamente consciente de
su presencia y que el silencio era premeditado e iba a continuar todo el viaje.
Lo sabía porque él había tomado la misma decisión.
Lo había hecho en el momento que se habían despedido de todos aquellos que les habían
rodeado los últimos días, cuando se habían quedado por fín solos y se habían metido en el coche
Había pasado menos de una semana desde que les habían pillado medio desnudos
sobre la cama de Silvania.
Aidan no conocía a ninguna de las dos personas que habían entrado en la habitación, pero
supuso inmediatamente que la joven se trataba de Livia, la hermana mayor de Silvania. Tuvo que
esperar a que Silvania reaccionara, porque se había quedado sin palabras con la aparición, para
confirmarlo:
—Livia…— dijo Silvania finalmente, con voz temblorosa.
Mientras tanto él se había preocupado de taparla, de ponerle rápidamente la camisola , subirle
las enaguas y ponerle sobre los hombros su propia chaqueta. Sólo después se puso él su camisa y
sus pantalones. Por suerte, la erección bajó inmediatamente en cuando la puerta se abrió de par en
par, aunque no tenía ni una duda de que los dos visitantes inesperados la habían visto.
Estaba claro, desde luego, lo que estaban haciendo sobre la cama. Y claro también lo que vino
después.
Livia, la hermana de Silvania, había enterrado en un primer momento su cara en el pecho del
hombre que la acompañaba, tal era el azoro que sintió al ver a su hermana con un desconocido
haciendo…aquello…, pero enseguida se recompuso y se mostró tal y como Silvania le había dado
a entender que era: segura y firme.
—Te doy cinco minutos para que te adecentes como es debido y bajes al despacho —dijo
mirándo con dureza a Silvania —. A ti también, desconocido —terminó, mirando fijamente a
Aidan y dejándolo helado. Si la mayor de las Arlington conseguía helarle la sangre de aquella
manera , no quería ni pensar qué podía ocurrir si el padre de ambas aparecía.
Aidan sabía que estaba perdido, que su destino acababa de cambiar definitivamente y para
siempre, que no había nada que hacer. Aún así, se dispuso a luchar, para perder, sí, pero luchando.
Cuando los dos visitantes desaparecieron, tomó el mando del asunto, ya que Silvania seguía en
estado de shock.
—Silvania, vamos a tener que vestirnos y bajar, no podemos escapar de esto, hay que
afrontarlo.
—Lucharemos.
Y ella pareció revivir un poco y le contestó:
—Con todas mis fuerzas.
Aquello fue suficiente para que se pusiera en marcha. Se acabó vistiendo con un vestido
anodino de esos que le gustaban a ella, pero que no dejaba de mostrar su perfecta figura. Ahora
Aidan sabía perfectamente lo que había debajo, además, lo había tocado y palpado, así que, se
pusiera lo que se pusiera, la veía bellísima.
Pero no estaban para esas frivolidades, se dijo a sí mismo, volviendo a centrarse en lo que les
venía encima, así que se vistió del todo también. Y solo después de hacerlo se atrevió a
preguntarle a Silvania la duda que le venía mortificando desde que les habían interrumpido.
—Ella es Livia, tu hermana, pero ¿quién es él?
Sabía que no podía ser su padre, ya que se trataba de un hombre joven, más o menos de su
edad. Tampoco podía ser su hermano, ya que Silvania solo tenía hermanas. Esperaba que se
tratara de algún criado, pero por sus ropas no lo parecía, al final la joven le sacó de dudas.
—Es John Atkinson, uno de los hombres de mi padre.
—¿Y qué hace aquí?
—Le habrá llamado Livia. Disimuló ante mí, pero está claro que no se tragó el cuento que le
conté ayer. Lord Atkinson, en principio, es un amigo de la familia, pero todas sabemos que es un
agente de nuestro padre y que entre sus trabajos está el vigilarnos bien de cerca. Normalmente
Livia no lo traga, ya que ella se cree suficiente para cuidarnos, pero con este tema se habrá
sentido sobrepasada y le habrá llamado.
—Oh, vaya —dijo él, sin poder evitar un punto de preocupación. Sabía que el Duque de
Rochester se iba a acabar enterando de lo que había ocurrido, pero había tenido la esperanza de
que se enterara de forma suavizada. Tanto a Silvania como a su hermana les interesaba contar lo
menos posible de lo ocurrido, una por haberlo hecho y la otra por no haberlo evitado, pero al
hombre que lo había mirado con absoluta fiereza, pese a mantenerse en un segundo plano y dejarle
la voz cantante a Livia, le pagaban para informar al Duque. Era evidente que le iba a contar toda
la verdad.
Aidan respiró hondo y pensó que, en cualquier caso, el Duque no le iba a asesinar, su condena
iba a ser otra.
En cuanto llegaron al despacho, donde les estaban esperando Livia y Atkinson, silenciosos y
tensos, escucharon de labios de la joven hermana de Silvania la sentencia que ambos más temían:
—Tenéis que casaros.
—¡No!
Lo dijeron cada uno por su lado, pero sonó como una sola voz, alta, fuerte, indudable.
actuado al unísono, como si fueran una sola persona, dejando a Livia y Atkinson exhaustos, tras
cada una de las reuniones que habían tenido.
Silvania les había dicho por activa y por pasiva, primero, que no había sucedido nada
irreparable, porque seguía siendo virgen y, segundo, que en cualquier caso eso daba igual, ya que
no pensaba casarse nunca. Pero nada les convenció. En ese tema Livia era tan convencional como
la que más y Atkinson estaba ahí para asegurarse de que las hijas del Duque de Rochester seguían
En la ceremonia había conocido Aidan a las cinco hermanas Arlington que le faltaba por
conocer. Todas encantadoras y diferentes. Pero no había estado para fiestas ni celebraciones, al
igual que Silvania.
Ambos habían acudido al altar con la misma cara, como si fueran a su funeral en vez de a su
boda. Pero es que para ellos así había sido.
Como también estuvieron los dos de acuerdo en no hacer ningún tipo de celebración después,
tras la ceremonia se montaron en el coche de caballos propiedad de él y se dirigieron hacia el
hogar de Aidan: Manor Castle, que iba a ser, a partir de ese momento, el hogar de Silvania.
Pero había habido algo más que había cambiado entre ellos el día de la boda: dejaron de
hablarse, de manera radical.
Ambos tenían claro que habían llegado a esa situación por sus actos, de los que ambos eran
responsables, ya que habían andado en el filo del peligro y al final los habían pillado, pero, aun
sabiendo que la responsabilidad era compartida, no pudieron evitar sentir al otro como culpable
de lo ocurrido.
Así que a partir de ese momento dejaron de dirigirse la palabra y las miradas incluso.
La ceremonia de la boda fue la más triste que habían presenciado en su vida los pocos
invitados que acudieron. Katerina, la más romántica de las hermanas Arlington, pasó toda la
ceremonia llorando de pena por Silvania. Ella pensaba que su hermana estaba así, tan seria y
enfadada, porque había perdido la posibilidad de casarse con el amor de su vida, porque no
concebía que alguien no quisiera casarse ni creyera en las almas gemelas.
En cualquier caso, fuera por la razón que fuera, era evidente que Silvania se sentía
desgraciada con aquella ceremonia y su futuro, así que sus seis hermanas se despidieron con el
corazón encogido.
Llegaron cuando ya estaba anocheciendo. Lo cierto es que Silvania intentó no dejarse llevar
por la primera impresión, se dijo a sí misma que bajo un sol radiante el lugar tendría otro aspecto,
pero aún así, aunque intentó que la razón se impusiera a la primera impresión, no lo logró.
terriblemente deprimente.
Teniendo claro cuál era el problema y también la solución, no en vano ella iba a convertirse en
señora de aquel lugar y podría hacer algo para adecentarlo, se bajó del carruaje algo más
animada.
Subieron los dos la escalinata de entrada en absoluto silencio, sin cambiar la actitud que
llevaban manteniendo desde que habían salido del palacio natal de ella, pero al entrar en su nuevo
palacio, Silvania no pudo evitar soltar un suspiro de desánimo.
Fue muy bajo, pero no había duda de que Aidan lo había oído, sin embargo, no dijo nada y ni
siquiera se giró para mirarla.
Como no era tonto, sabría perfectamente a qué era debido: el lugar, por dentro, era aún peor
que por fuera.
Todo estaba decorado con cantidad de elementos: cortinones, tapices, cuadros, lámparas,
candelabros, relojes de pared…, parecía más un almacén de objetos antiguos que un hogar.
Además, todo era recargado, con muchos dorados y con telas pesadas y oscuras: el marrón y el
granate oscuro predominaban en todo lo que aparecía ante la vista de Silvania. Y, por si fuera
poco, aunque estaba limpio, como no podía ser de otro modo tratándose del hogar de un Baronet,
tenía el aspecto de tratarse de decoración que tenía cien años.
Por lo menos.
Estaba claro que en aquel lugar no había habido una mano femenina desde hacía años. Lustros.
—Buenas noches señor y señora Smith, tal y como les anuncié en la misiva que envié hace tres
días, esta es mi esposa, Lady O’Sullivan. Nos vamos a retirar ya. Señora Smith, enséñele a mi
mujer sus habitaciones, por favor. Y, señor Smith, hoy no voy a necesitar sus servicios, voy a
dormir ya, porque mañana temprano volveré a Londres, al cuartel.
Silvania acababa de enterarse de que se iba a quedar sola al día siguiente . Aquella era la
única buena noticia que había escuchado en muchos días. No soportaba tener Aidan cerca, no por
él, no es que su cuerpo o su presencia hubieran empezado a repelerla, ¡qué va!, sino porque el
nuevo Aidan que había surgido después de que les pillaran sobre la cama le producía auténtico
dolor. Era, por tanto, una buena noticia no tenerlo cerca. Podría ir haciéndose a su nuevo hogar y a
su nueva situación. Cuando Aidan volviera, a saber cuándo, pero no había duda de que alguna vez
lo haría, ella esperaba estar situada en el nuevo palacio y en su nueva vida. Y estar más fuerte
para seguir ignorándolo.
Pero le ocurrió algo curioso, porque cuando lo vio subir las escaleras hacia sus habitaciones,
cuando vio su cuerpo de espaldas, recordó lo que había sido para ella, cómo le había atraído y la
necesidad que había tenido de su cuerpo, y lo añoró por unos segundos.
“Es normal que tengas sentimientos encontrados”, se dijo a sí misma para darse ánimos. “Todo
lo que te ha pasado desde que has conocido a este hombre ha puesto patas arriba tu vida y tus
creencias. Pero volverás a conseguir tranquilidad de espíritu y, sobre todo, volverás a llevar la
vida que amas: aquí no te va a faltar tiempo para leer y leer”.
En ese momento, más tranquila, se tuvo que concentrar en la empleada, porque la mujer se
dirigió hacia ella:
—Bienvenida señora, es maravilloso tenerla con nosotros, espero poder servirla a su gusto.
La mujer no solo era agradable en las palabras que había pronunciado , sino también en el
tono y la forma de mirarla. Era la primera sensación agradable que tenía desde que había
vislumbrado su nuevo hogar y la mujer ya no le pareció centenaria :“igual sólo tiene 80 años”, se
dijo a sí misma, no exenta de ironía.
—Muchas gracias señora Smith. Estoy segura de que nos vamos a llevar muy bien — le
contestó, sinceramente.
Y la mujer sonrió de oreja a oreja haciendo que la estancia se iluminara. De hecho, el
mayordomo, que permanecía en silencio junto a ella, sonrió también, lo cual hizo que le pareciera
agradable también a Silvania. Y en ese momento recordó la presentación que había hecho Aidan y
se dio cuenta de una coincidencia. Se apellidaban igual: Smith. ¿Serían marido y mujer? Aquello
le hizo sorprenderse, ya que el hombre, a pesar de ser también mayor, era mucho más joven que la
mujer. La señora Smith le sacó de dudas a continuación:
—Mi hijo , aunque se ocupa preferentemente del Baronet, también le hará a usted la vida más
fácil, no lo dude.
acercarla a sus habitaciones. Silvania fue tras ella intentando no fijarse mucho en los lugares por
los que iban pasando. Aunque más o menos intuyó que todo seguía igual de atiborrado y era igual
de recargado y antiguo que lo que había visto a la entrada. Pero no quería obsesionarse ni
deprimirse, ya había tomado la determinación de cambiar aquello y, además, imaginó que al día
encimeras de los muebles: lámparas, cajitas pequeñas y otras grandes, figuras de porcelana, de
bronce… Todas recargadas, todas viejas y todas horribles para Silvania.
El único tipo de mueble del que solo había un ejemplar era la cama, en medio de la habitación. En
cualquier caso, para acceder a ella, Silvania iba a tener que pasar por encima de alguno de los
otros muebles, porque era imposible hacerlo de otro modo.
La cama parecia robiusta, pero estaba decorada con un dosel y una colcha en pesado, y
degradado, terciopelo, que a Silvania le pareció primero negro, pero cuando se hizo a la luz que
daba el candelabro que portaba la empleada, vio que era verde muy oscuro.
Daba igual, ya que el resultado era igual de tétrico.
—Sí, desde que murió su madre, claro, no es algo de ahora. De hecho, ahora que usted es la
nueva Lady O’Sullivan, supongo que podrá cambiar lo que quiera.
—No supongas, dalo por hecho —le contestó Silvania rauda, haciendo que la mujer se
sorprendiera un poco, pero sonriera ampliamente después.
—Alabado sea el señor —dijo finalmente la empleada, sin gota de ironía. Se veía que le salía
del alma y que había sufrido tanto como estaba sufriendo ella al ver aquella habitación en aquel
estado.
—Pero supongo que la anterior Lady O’Sullivan, la madre de Aidan , no vivía así, ¿no?, todos
estos muebles se habrán ido metiendo después ¿verdad?.
La mujer dudó un momento, pero le contestó finamente.
—Lo cierto es que si vivía así y que cuando murió no solo no metimos nada, sino que sacamos
algunas… cosas —terminó finalmente, dejando a Silvania totalmente intrigada sobre cómo habría
sido la madre de Aidan para dormir en un lugar así y también sobre a que se había referido la
señora Smith al decir “cosas”.
No siguió interrogándola, en cualquier caso. Era verdad que estaba agotada y, además, aunque
estaba claro que la mujer tenía la mejor disposición hacia ella, no quería presionarla con un
interrogatorio. Ya iría enterándose de todos los misterios con el tiempo.
Así que se despidió de ella diciéndole:
—Mañana continuaremos, señora Smith, gracias por todo.
Y la mujer se marchó, dejándola sola.
Capítulo 18
A pesar del entorno, Silvania durmió profundamente. En realidad, llevaba varios días agotada,
desde que les habían pillado sobre su cama. Todo lo que había venido a continuación la había
sometido a una presión extrema, de la que no había sido consciente hasta que había llegado al
final de su viaje.
Una vez en su nuevo hogar, sin poder dar marcha atrás a su vida, le había llegado un estado de
aceptación y, a pesar de lo desastroso que era todo lo que la rodeaba, se había dejado llevar por
el sueño y había conseguido descansar profundamente.
Ella estaba acostumbrada a acostarse pronto y madrugar. Solía dormir con las contraventanas
abiertas, de tal modo que la luz del día la solía despertar suavemente. Pero aquella mañana se
despertó rodeada de oscuridad.
Al principio, como no veía nada, le costó centrarse y recordar donde estaba, luego recordó
todo, y también que había un quinqué en la mesita de noche que estaba a su derecha. Lo encendió y
volvió a aparecer ante sus ojos el horror de la habitación en la que estaba.
Como estaba muy descansada y, además, el día anterior ya había tomado una determinación
sobre los siguientes pasos a dar, no perdió el tiempo en lamentaciones. Se puso de rodillas sobre
la cama y decidió abrir una de las ventanas.
No le resultó muy fácil ya que el camino estaba plagado de muebles y objetos que
obstaculizaban el paso, pero al final lo consiguió. Abrió las contraventanas, que se movieron
suavemente a pesar de su pesado aspecto, señal de que, tal y como le había dicho la señora Smith,
a pesar de su aspecto tan horrible, aquella habitación se aireaba y limpiaba todas las semanas, y
entonces la vida entró a raudales dentro de la habitación.
Había tenido suerte y le había tocado un magnífico día de sol para iniciar su nueva vida. Si
bien el edificio le había resultado tétrico, lo que se veía desde la ventana de su habitación no
podía ser más bonito.
Grandes extensiones de campos y bosques se extendían ante sus ojos, y al fondo se veía un
trozo de costa, con el Atlántico azul intenso y brillante ante ella.
Sabía que el mar no estaba al lado, había varias decenas de millas antes de llegar a la costa,
pero la propiedad de Aidan estaba en un alto y eso le permitía ver el mar, algo que desde su
suspendido ya que por muy limpia que estuviera la habitación, las telas que cubrían la cama, el
dosel y los muebles eran pesadas y antiguas y atrapaban todo el polvo, y parecía que una niebla
espesa lo llenaba todo.
Silvania se vistió rápidamente para salir de aquel lugar cuanto antes y bajó en busca de la
señora Smith. La encontró en la cocina ajetreada con el desayuno.
—Buenos días, milady, espero que haya descansado bien. Le estoy preparando un poco de
todo, porque aún no sé lo que le gusta.
La mujer, tan encantadora como siempre, tenía extendida sobre la gran mesa de la cocina tal
cantidad de viandas que parecía que se estaba preparando una recepción multitudinaria.
—¿Todo eso es para mi? —le preguntó, asombrada.
—Si, claro, para que escoja lo que más le guste.
Silvania no pudo evitar echar una carcajada. Lo cierto es que todo lo que le había
ocurrido los últimos días era horrible, pero aquella mujer tan servicial y amable le estaba
sirviendo para sobrellevar todo mucho mejor.
Era una especie de figura materna, esa figura que su hermana Livia había intentado ocupar
desde la muerte de su madre, pero solo respecto a la parte logística. Ella quería mucho a Livia y
apreciaba lo que hacía por ellas, pero su hermana mayor no era especialmente cálida, de hecho, se
había apropiado de la parte más árida de la “maternidad”: el control y las normas. Así que la
señora Smith le producía un efecto benéfico maravilloso, que le traía recuerdos de su madre.
La señora Smith también parecía encantada con ella. Cuando la oyó reír, en un primer
momento puso cara de sorpresa, pero enseguida la cambió por una de alegría y le dijo, dejándola
asombrada:
—Hacía muchos años que no se oía en esta casa una risa así, tan pura y alegre.
Mientras Silvania empezaba a comer allí mismo, en la gran cocina, aprovechó para
intentar conocer un poco mejor a su marido y su familia.
—Lord O’Sullivan no es muy risueño, es cierto, quizá la última persona que rió así
en esta casa fue su madre, ¿verdad?, ¿hace mucho que murió?
Lo cierto es que tenía curiosidad y sabía que las preguntas eran un poco indiscretas, pero
necesitaba saber más sobre Aidan y el ambiente que le había rodeado. La habitación de su madre,
que ahora era la suya, le intrigaba enormemente.
El día anterior ya había palpado que la señora Smith no quería hablar mucho de su anterior
señora y esta vez lo volvió a comprobar.
—Murió cuando el actual barón tenía quince años, hace mucho tiempo, sí.
Silvania apuntó que la mujer había obviado la primera pregunta, seguramente adrede, pero no
insistió, prefirió seguir yendo despacio, pero avanzando con la recopilación de información.
—¡Oh, qué pena! Es mala edad…, aunque todas los son para perder a una madre, yo perdí a la
mía con siete años, y no hay un solo día de mi vida en que no la eche de menos.
—¡Oh, pobrecilla! —le dijo la mujer, con afecto sincero. Era usted muy pequeña, ha tenido
que ser muy difícil vivir sin madre.
—Sí, lo ha sido, por suerte tengo seis hermanas y mi padre, aunque él está casi siempre
ausente por su trabajo, aún vive, así que he tenido quien me cuidara siempre.
La mujer sonrió de oreja a oreja, volviendo a mostrarle esa simpatía genuina que destilaba
hacia a ella.
—Si, lo cierto es que se nota que ha recibido usted mucho cariño, a pesar de haber perdido a
su madre.
—Si, es bueno estar rodeado de amor. Mi esposo, al ser hijo único, lo ha tenido más difícil.
Por eso, aunque perdió a su madre siendo más mayor que yo, tuvo que costarle mucho. Además,
tengo entendido que la relación madre e hijo es muy fuerte e intensa. ¿Estaban muy unidos?
Se lo soltó así, de golpe, pero estaban tan a gusto y distendidas que, aunque percibía que la
mujer se resistía hablar de la antigua Lady O’Sullivan, se animó a hacerlo.
La señora Smith cambió su semblante. Ahora solo había una pregunta que contestar, así que no
la podía soslayar. Silvania vio que tragaba saliva varias veces y la miraba un poco asustada, al
final le dijo algo.
—Lo cierto es que no estaban muy unidos, la antigua baronesa era … , era peculiar —. Y nada
más decirlo, añadió —¿Qué le parece si empezamos con la redistribución de su habitación hoy
mismo? El pasado, pasado está y no hay nada mejor para empezar una nueva vida que
redecorando habitaciones.
La mujer era inteligente, además de ser un encanto. Le había contestado, dándole una pista,
pero sin hablar de su anterior dueña.
Estaba claro que había todo un misterio en relación a la madre de Aidan, no solo por la
habitación tan desastrosa que había ocupado, sino por la obsesión de Aidan de no cambiarla y las
medias palabras que usaba la señora Smith.
Madre e hijo no se llevaban bien y la baronesa había sido peculiar era todo lo que había
averiguado hasta el momento, pero acabaría descubriendo qué había detrás de todo aquello. En
cualquier caso, había terminado de desayunar y la señora Smith empezaba a mostrarse un poco
incómoda con sus preguntas, así que decidió que, por el momento, aparcaba su investigación.
Además, la señora Smith le había dado una excusa maravillosa para hacerlo: estaba deseando
empezar con la remodelación de su habitación.
Capítulo 19
Las siguientes cuatro semanas, Silvania se dedicó en cuerpo y alma a remodelar su nueva
vivienda. Empezó, por supuesto, con su habitación. Entre ella y la señora Smith, hicieron una
remodelación total.
Mandaron sacar todos los muebles de la habitación y quitaron todos los tejidos, hasta dejarla
vacía. Después mandaron empapelarla con un papel delicado en suave tono rosa adornado con
flores de cerezo. Y finalmente lo amueblaron y lo vistieron con muebles y telas de un catálogo de
una tienda de Londres que estaba a la última.
Cuando acabaron con la remodelación, ayudadas, por supuesto, por el hijo de la señora Smith
y otros empleados que Silvania contrató para la ocasión, parecía que la habitación era otra. Más
grande y luminosa, había pasado de ser una cueva oscura a la habitación más bonita que Silvania
había visto en su vida.
Cuando cada mañana abría la ventana y dejaba que los campos, los bosques y el mar
inundaran su vista, se sentía feliz.
Pero no quedaron ahí los cambios, sino que Silvania, a lo largo de ese mes, fue redecorando
todo el palacio. Todo excepto la habitación de Aidan, claro, donde no había entrado ni pensaba
hacerlo.
Como nueva baronesa de Howth, tenía plena disposición de las fianzas de su marido para
redecorar el lugar, finanzas que pronto descubrió que estaban más que saneadas, así que, aunque el
gasto fue grande, apenas se notó en el monto total de su marido.
Y finalmente se ocupó del jardín. La propiedad tenía como jardinero jefe a un hombre
profesional que se mostró encantado de añadir color al lugar.
—Ya era hora —le dijo, lacónico y sin añadir nada más, pero dándole a Silvania la pista de
que si no había habido flores antes, no había sido por empecinamiento del empleado, sino por
órdenes de su marido.
Desde luego, Aidan era todo un reto para ella. Aquel hombre había conseguido llamar su
atención como no había conseguido ningún otro anteriormente, le había abierto la puerta al
maravilloso mundo del sexo, algo a lo que ella había renunciado por pensar- equivocadamente-
que no tenía interés para ella, y, finalmente, se había converrtido en su marido a la fuerza.
focalizado su rabia en el otro, aún a sabiendas de que los dos eran tanto víctimas como culpables
de lo ocurrido.
Esto Silvania lo tenía claro, pero, aún así, no podía evitar sentirse enfadada cada vez que
pensaba en él. Por eso había agradecido enormemente su desaparición. Suponía que tarde o
temprano volvería a palacio, pero también tenía la esperanza de que fuera pocas veces y por poco
tiempo. Al fin y al cabo, era militar y su residencia habitual estaba en los cuarteles o en el piso de
Londres.
El caso es que pasó su primer mes de casada, en los papeles, claro, porque de su marido no
hubo ni rastro, remodelando el castillo con la ayuda de los Smith y otros empleados que contrató
para la ocasión. Y el efecto final no pudo ser más maravilloso.
A falta de una limpieza de la fachada, para lo que tendría que hablar con Aidan, ya que el
presupuesto y la envergadura de la obra excedían el dinero que podía manejar libremente, todo lo
demás había cambiado radicalmente.
El interior del palacio se había vaciado de muebles y objetos superfluos y se había decorado
con telas y pinturas suaves y luminosas y, de aquella manera, aquello que parecía la cueva de un
ermitaño se había convertido en el magnífico palacio que era en realidad, un lugar maravillosos
desde cuyos ventanales se veía el Atlántico.
Y el exterior había cambiado en la misma medida. Todo el camino de entrada, más los
diferentes jardines exteriores, se había llenado de flores de todos los colores.
Silvania estaba feliz, pero la señora Smith no el iba a la zaga:
—Ha hecho usted realidad mi sueño, señora.Yo sabía que este lugar podía ser maravilloso,
pero en toda mi vida no lo había llegado a comprobar, y ya había perdido la esperanza.
Una vez más, la mujer dejó ahí todo comentario sobre la familia para la que trabajaba. Durante
aquellos días Silvania se había enterado de que la mujer estaba a punto de cumplir ochenta años y
llevaba trabajando para los sucesivos barones de Howth desde que tenía doce años, así que
estaba claro que el problema era antiguo. Pero Silvania había decidido no agobiarla, ya
descubriría con calma por qué aquel lugar había sido desperdiciado.
Y llegó por fín una mañana luminosa, tres días después de que hubieran acabado las reformas.
Aquel día Silvania había salido al jardín trasero a leer. Ya llevaba varios días haciéndolo: había
encontrado el lugar ideal para su ocupación favorita: un cenador con flores de wisteria, situado en
un pequeño alto, rodeado de hortensias y desde el que se veía el mar.
Después de desayunar, solía llevar dos o tres libros, los que estaba leyendo en aquel momento,
y pasaba toda la mañana absorta con ellos.
Aquel día iba a ser uno más, pero, sin previo aviso, algo cambió.
Ella fue la última en enterarse, pero a las diez de la mañana, un granjero que tenía
sus tierras a cinco leguas del palacio de los Barones de Howth se fijó en el jinete que
avanzaba a todo galope. No le dio mucha importancia porque era una escena que veía
periódicamente y sabía perfectamente quién era el jinete.
Tampoco se sobresaltó a señora Smith cuando oyó el relincho del caballo, aunque sí se puso
nerviosa: llevaba días esperando que ocurriera, sabía de las costumbres de su señor y sabía que,
aunque venía poco y cuando lo hacía no paraba más de dos días en palacio, era raro que dejara
pasar más de un mes entre visita y visita.Y ya había pasado un mes largo desde que había traído a
su esposa y la había dejado allí.
Así que lo que le inquietaba a La señora Smith no era la llegada del barón, sino su reacción
verdad. Aún así, se sintió un poco desleal con su señora, pero, ¿qué iba a hacer?. Más temía, en
cualquier caso, la reacción de su señor cuando entrara en el palacio.
Él se limitó a fruncir el ceño, pero no dijo nada y empezó a subir las escalinatas rumbo al
interior del palacio.
Los dos criados le siguieron con el alma en vilo. Aidan entró y en vez de la oscuridad que lo
envolvía cada vez que lo hacía, un haz de luz lo inundó todo. Silvania había escogido con tanto
acierto los colores del interior, que parecía que había tanta luz como en el exterior. Además, los
ventanales, que normalmente estaban cerrados, estaban abiertos de par en par, dejando entrar el
reacción de enfado.
Pero Aidan no estaba enfadado, estaba impactado.
Nunca, jamás, le había gustado su hogar, por eso, desde que había iniciado su vida en el
ejército, había hecho lo posible por aparecer lo menos posible, pero tampoco se le había ocurrido
que aquello pudiera cambiar con un simple cambio de decoración.
Se había negado a tocar la habitación de su madre, tan caótica, no porque quisiera
recordarla, sino porque quería encapsularla. Siempre había pensado que cerrar la puerta a lo que
había dentro era como cerrar la puerta a todo lo malo que había ocurrido con ella.
Y así con todo lo que había en la casa.
Y resulta que en un mes de ausencia, su esposa le acababa de demostrar que ese problema
tenía una fácil solución: se cambiaba la decoración y el sentimiento que provocaba un lugar
desaparecía y en su lugar aparecía uno nuevo.
Eso era lo que tenía más impactado a Aidan , que, por primera vez, estaba dentro de su hogar
natal y sentía paz y hasta un punto de alegría, en vez del desagrado y la ansiedad que le producía
siempre.
No le dijo nada a la señora Smith, por supuesto, para empezar, porque primero tendría que
asimilarlo él mismo, y luego, porque apareció alguien inesperado que hizo que se tuviera que
concentrar en otra cosa.
Una joven vestida de doncella entró en la habitación con un plumero en la mano, cuando vio a los
tres plantados en medio, se asustó y quiso retirarse, pero ya era tarde, Aidan la había visto, así
que la señora Smith hizo las presentaciones:
—Esta el Lizy, la nueva doncella. Se ocupará de la limpieza del palacio…, junto con Bárbara
y Katie… y también tenemos a la señora Patricks como nueva cocinera y a su esposo como chófer
—añadió, después de titubear un poco.
Cinco empleados nuevos.
Aidan abrió y cerró la boca varias veces antes de poder decir algo, al final lo consiguió:
—¿Y por qué ha considerado mi esposa que necesitamos cinco empleados más?
Lo dijo en tono amable, pero la señora Smith se puso aún más nerviosa. Pero, una vez más,
solo podía decir al verdad:
—La señora Baronesa ha considerado que soy demasiado mayor para todos los trabajos que
hay que hacer en palacio, y también ha pensado que mi hijo solo no podría con todos. Yo estoy
bien, señor ,y me siento muy capaz, pero ella ha insistido y ahora solo me deja ser su asistente.
—¿Cuántos años tiene usted, señora Smith? —preguntó Aidan, con curiosidad.
años —pero…, esos son muchos años…, no debería estar usted trabajando.
La señora Smith abrió los ojos como platos, era la primera vez que Aidan le decía algo
parecido. la primera vez que se preocupaba de ella de alguna manera. Su nueva señora le había
dicho esas mismas palabras y, por eso, había contratado nuevos empleados. Le había dicho que la
quería a su lado, por supuesto, pero ya como su doncella exclusivamente. Una forma de cuidarla y,
al mismo tiempo, dignificar su trabajo, que la había emocionado. Pero había temido la llegada del
Barón, que nunca había sido sensible a su situación. Y, sin embargo, después del desconcierto
inicial , él había reaccionado igual que ella.
La señora Smith conocía a su señor desde que había nacido, siempre lo había protegido en
silencio. Lo quería, a pesar de su carácter arisco. Y lo quería sobre todo porque ese carácter tenía
una razón de ser: por desgracia, no había tenido una infancia fácil y aquello le había marcado.
Por eso ella había respirado al conocer a la nueva Baronesa de Howth. Desde el momento que
la había visto por primera vez, había notado en ella algo especial: traía consigo la luz que le había
faltado a Manor Castle desde que ella había entrado a trabajar siendo una niña.
Lo ocurrido durante aquel mes en el que ambas habían congeniado y también habían
remodelado la decoración le hizo tener esperanzas de que todo iba a ir a mejor, y aquella reacción
de su señor en aquel momento se lo confirmó.
Aidan no estaba haciendo tantas cábalas, bastante tenía con asimilar todo lo que estaba
sucediendo desde que había puesto pie en su palacio de nuevo.
Tres días antes había vuelto a Londres, después de una misión especialmente difícil, dispuesto
a pasar uno de esos periodos de desenfreno que necesitaba periódicamente. Se había instalado en
su apartamento y había salido con sus amigos a los diferentes clubes que le gustaba frecuentar. Lo
había hecho una noche, dos…, y antes de que llegara la tercera se había dado cuenta de que algo
hacerla suya.
Y cuando llegaba a aquellos pensamientos sin quererlo, se desesperaba y se ponía a hacer
cualquier cosa para borrarla de su mente.
Estaba claro que Silvania era diferente desde el primer momento que la había visto y que
llevaba luchando contra la influencia que tenía en él desde ese mismo momento. Al principio
había buscado una explicación para lo que le ocurría, pero, al final, se había dado cuenta de que
el problema era más complejo, ya que, aunque había logrado cambiar la actitud de Silvania hacia
él, la obsesión por ella se mantenía intacta.
Había hecho aquellas reflexiones durante su mes de maniobras y, finalmente, la tercera noche
que tenía libre en Londres había decidido no salir de juerga y tomar nueva decisión respecto a su
joven esposa: le pediría el divorcio.
Habían tenido que casarse obligados, pero a partir del momento de la ceremonia eran de
nuevo dueños de sus vidas, no había hermanas, padres ni reyes que pudieran decirles qué hacer
con su matrimonio. Y la mejor solución era acabar con él. Estaba seguro, además, de que Silvania
estaría encantada de hacerlo, de divorciarse.
Y luego ya lidiaría con su recuerdo. Ya no era tan ingenuo como al principio, ya sabía que un
divorcio quirúrgico y dejar de ver a Silvania para toda su vida no iba a solucionar el problema
que tenía. Seguramente tendría que lidiar durante mucho tiempo con el recuerdo de la joven, con
las imágenes de ella que le impedían disfrutar de la vida como había hecho hasta conocerla. Pero
se decía que el tiempo lo curaba todo, así que, con esa esperanza, decidió que cabalgará hasta
Manor Castle y se quedaría allí el resto del tiempo que le quedaba de permiso: cuatro días.
Durante esos cuatro días acordaría con Silvania los términos del divorcio, lo harían público a la
familia y se despedirían para siempre. Y él empezaría a recuperar su vida de nuevo.
Pero todo había salido diferente desde el principio, como todo lo que ocurría cuando Silvania
estaba por medio.
La llegada a su palacio le había dejado con la boca abierta y su plan había empezado a
tambalearse. Todo estaba lleno de flores, de todos los colores que se le pudieran ocurrir y aquello
hizo que, por primera vez en su vida, la angustia con la que su cuerpo respondía cada vez que se
acercaba a su hogar, no se presentara.
Pero es que una vez entró y vio lo que Silvania había hecho con el interior del palacio, no es
que le angustia no se presentara, sino que otro sentimiento, más sutil pero mucho más placentero,
le llenó entero. Aquella mujer ponía patas arriba todo lo que tocaba de su vida.
Luego vino la historia de las contrataciones nuevas y el ser consciente, por primera vez, de la
edad real de su empleada.Es decir, darse cuenta de que Silvania hacía todo bien y él no podía
dejar de estar de acuerdo con sus decisiones.
Aún así, envuelto en sensaciones agradables y el desconcierto, seguía con su plan inicial de
pedirle el divorcio a Silvania en cuanto la viera, así que una vez se resituó y asimiló los cambios,
le preguntó a la señora Smith dónde estaba su esposa:
—Está en el jardín interior.
La mujer se lo dijo con un brillo en los ojos que delató que Silvania había logrado engatusarla
a ella también. Pero Aidan no comentó nada más y salió decidido hacia el jardín.
Una vez salió fuera, comprobó que en aquel lugar el color también lo había invadido todos:
grandes macizos de flores adornaban todo el lugar. Esta vez, sin embargo, no fueron los adornos lo
que le llamaron la atención, sino la figura de su esposa, sentada en un balancín en el cenador.
Estaba tan absorta haciendo lo que más le gustaba hacer en la vida: leer, que no reparó en su
presencia, así que él pudo detenerse un rato en observarla.
Siempre había sido consciente de su belleza elegante. Sus facciones agradables, su piel
blanca, su pelo rubio ligeramente ondulado, la línea de su cuello, y también la maravillosa
expresión que ponía cuando estaba concentrada leyendo, con la boca entreabierta, poniéndola de
la misma manera que cuando había disfrutado del sexo.
Sí, esa era la Silvania que lo había vuelto loco literalmente, ya que por ella había puesto patas
arriba su vida.
Y también era la mujer de la que sabía que debía divorciarse.
Capítulo 20
Silvania no lo vio hasta que lo tuvo a menos de dos metros de ella. Aún así, no se pegó un
susto, sino que se lo quedó mirando, fascinada.
Aquel hombre la hacía reaccionar como no reaccionaba con nadie. Era como un imán para
ella.
Había pasado todo el mes desde que había desaparecido de su vista, dando las gracias por no
tenerlo delante y con la firme convicción de seguir ignorándolo cuando volviera a aparecer,
esperaba, por poco tiempo. Pero ahora que el momento había llegado, se le hacía mucho más
difícil mantenerse en su decisión.
Lo primero que había pensado al ver a su marido era eso precisamente, que era su marido. Y
la palabra marido, en vez de desagradarle, le había hecho dar un vuelco a su corazón. Un vuelco
agradable. Porque Aidan, su marido, era un hombre terriblemente atractivo que le había hecho
sentir lo que no había sentido nunca. Y aunque su cabeza tenía claro qué tipo de vida quería llevar
y que el matrimonio era incompatible con ella, ver a Aidan y recordar lo que habían hecho y lo
que podían seguir haciendo, legítimamente y ya como matrimonio, le hizo flaquear.
Por suerte para su orgullo, el primero en claudicar de la decisión que habían tomado ambos de
no dirigirse la palabra fue Aidan, quien después de mirarla fijamente un momento, le dijo:
—Buenos días, Silvania, he venido a pasar cuatro días en palacio.
Silvania aguantó en silencio más de lo educado, mirándolo fijamente. Sabía que tenía que
decir algo, que aquel jueguecito de silencio tenía que acabar entre ellos, aunque fuera para lo
fundamental: les gustara o no, eran marido y mujer y algún tipo de conversación mínima tenían que
tener. Al final le contestó:
—He cambiado tu palacio de arriba a abajo.
Aidan arqueó las cejas por la sorpresa. Desde luego, Silvania era directa. Podía haberle
contestado cualquier cosa, desde un monosílabo hasta una frase hecha, pero había decidido
empezar fuerte. Los cambios eran evidentes y totales, y también que no le había pedido permiso
para hacerlos. Como esposa suya, era la responsable del lugar y todo el mundo daba por hecho
que la decoración era cosa de mujeres, pero lo que había hecho Silvania no eran unos retoques o
cambiado una habitación, qué va, le había dado la vuelta al lugar totalmente, haciendo que Aidan
Una vez más, volvía a luchar entre lo que pensaba que tenía que hacer y lo que quería hacer en
realidad.
Había llegado a su palacio con la idea clara de pedirle el divorcio a Silvania, y la mirada
altanera, el silencio desafiante y la frase cortante que ella le acababa de soltar le dejaban claro
que su propuesta iba a ser recibida con entusiasmo por parte de ella. Les iban a bastar un par de
conversaciones para zanjar todo y organizar la separación. Eran poquísimos los matrimonios con
separaciones efectivas entre la nobleza, pero estas siempre se saldaban dejando a ambos
integrantes del matrimonio en buenas condiciones. Esa era la idea inicial de Aidan. Había
pensado dejarle a Silvania el apartamento que utilizaba él en Londres. Estaban, además, al lado
del lugar que más le gustaba en el mundo: la librería. Y a dos pasos del círculo de lectura. Le
daría libertad, independencia y una buena posición social, con una asignación anual elevada, que
se podía permitir con holgura sin que su riqueza heredada mermara.
Si, todo era perfecto y ella iba a estar encantada.
Pero, de repente, a él no le salía hablar de aquello.
Solo quería seguir a su lado un poco más. Disfrutar del jardín y de la visión de su
encantadora esposa, quien, a pesar del ceño fruncido con que le miraba y la brusquedad con
que se había dirigido a él, seguía estando preciosa.
Y entonces flaqueó.
¿De verdad iba a romper el hechizo de lo que estaba viendo y sintiendo en ese momento?
Y decidió que no, que aún no era el momento, que quería disfrutarlo un poco más.
Sólo un poco.
“Se lo diré mañana”, se dijo a sí mismo, convencido.
—Intentaré importunarte lo menos posible, Silvania —volvió a dirigirse a ella, mucho
más amable de lo que lo había hecho ella —.Para mi este matrimonio es tan molesto e
indeseable como para ti, creo que lo sabes.
Silvania asintió, pero dijo tan solo, seca:
—Ya.
No tenía por qué desconfiar de lo que le acababa de decir Aidan, sabía perfectamente que él
había querido aquel matrimonio tan poco como ella y que el enfado mutuo no había sido más que
una expresión de su frustración: no podían descargar su rabia contra su padre, sus hermanas y el
Rey, y la descargaban en el otro, aunque estuvieran en el mismo barco.
Le acababa de decir que había una solución y que le iba a gustar, y ella decidió creerle y
relajarse y disfrutar del día que tenían por delante juntos de manera más distendida.
Lo que no quería decir que fuera a comportarse como una mujer dócil y fácil ni que fuera a
acabar con su munición de afirmaciones conflictivas y cortantes.
—Lo único que no he tocado ha sido tu habitación. No me parecía correcto, aparte de que es
porque lo que le faltaba era dejarla embarazada o, pero aún y más probable viendo la atracción
que sentían uno por el otro, que se engancharan en una intensa relación sexual que fortaleciera su
matrimonio en vez de finiquitarlo, como querían ambos. Pero le hizo gracia que ella lo dijera y la
forma en que lo dijo: levantando la barbilla y mirándolo desafiante.
Y haciendo que a él le entraran unas ganas tremendas de besarla y de hacerle todo tipo de
cosas excitantes.
En cualquier caso, todo quedaba en el nivel de sus pensamientos, porque tenía un perfecto
autocontrol y no lo iba a hacer.
¿Y ella? se hizo entonces la pregunta a sí mismo Aidan. ¿También estaría deseando besarlo y,
al mismo tiempo, controlándose para no hacerlo?
Y en ese momento Aidan decidió que el día que se había tomado libre antes de acabar con
todo, podía utilizarlo para juguetear un poco con ella, para batirse en un duelo silencioso. Un
duelo de seducción con el final escrito de antemano: no iban a llegar a nada. Pero quería ver cómo
reaccionaba ella, si era tan fuerte y lo tenía tan claro como le estaba dando a entender.
—Ah, me alivia saberlo, tal y como te vi la última vez en un dormitorio,
había pensado poner un cerrojo en mi habitación las noches que voy a pasar aquí. No hay nada
que me apetezca menos que tener relaciones contigo, pero no me terminaba de fiar de ti. Estabas
tan necesitada y excitada la última vez, que temía que te abalanzaras sobre mí a la mínima.
Cualquiera sin implicación en lo que estaba ocurriendo habría visto a la legua que él le estaba
tomando el pelo, provocando. Pero Silvania no se dio cuenta,claro, se lo tomó en serio. Y se
indignó.
—¿Ves?, no te conoces tan bien como crees. Ya puedes borrar lo de la caricia en el dedo de tu
lista de “noes”…, y ya veremos qué más hay para borrar.
En ese momento, Silvania, roja como la grana , se puso de pie de golpe, de tal forma que dejó
caer el libro que tenía en su regazo al suelo.
Se agachó inmediatamente, lo recogió y salió disparada del cenador rumbo a la casa, mientras
decía:
— ¡No, no va a pasar nada de lo que tu crees, nada! —más para sí misma que para un
divertido Aidan que veía que acababa de ganar un primer asalto contra la orgullosa joven.
“Desde luego, se dijo a sí mismo, es una pena que nos hayan obligado a casarnos, porque, si
por mi fuera, este duelo inocente que no va a ir a más acabaría en una noche de pasión brutal”.
Capítulo 21
sabiendo mantener los límites que no pensaba cruzar, pero ella no. Así que decidió comportarse
mejor lo que quedaba de día e intentar tener una conversación agradable, pero sin tocar temas
espinosos.
Volvió al interior y habló un rato con la señora Smith sobre los nuevos empleados. Luego tuvo
una reunión con cada uno de ellos. A pesar de que no le gustaban mucho las labores como dueño y
señor de un palacio, nunca las había rehuido: era, ante todo, un hombre responsable y serio.
Después de entrevistarse con las doncellas, la cocinera y el cochero nuevo, tuvo que
reconocer que Silvania había hecho un excelente trabajo: todos parecían trabajadores y nobles.
Por un momento pensó irónicamente que tendría que pensare lo de la separación, ya que mantener
el matrimonio podía ser una forma de quitarse de encima una serie de trabajos que no le gustaban
y que su recién estrenada esposa hacía de maravilla.
Era, por supuesto, una broma que se hizo a sí mismo, porque seguía sin tener la menor duda
respecto a la decisión que había tomado.
Comió en su despacho, mientras ponía en orden sus papeles y, finalmente, llegó la hora de la
cena. La señora Smith le había contado que Silvania solía desayunar en la cocina para poder
hablar con ella al inicio del día, algo insólito, pero que no le sorprendió a Aidan porque Silvania
era toda ella insólita, pero las comidas y cenas las solía hacer en el enorme comedor principal.
Antes del cambio de decoración, el comedor había sido un lugar especialmente desagradable,
por la oscuridad y la pesadez de sus adornos, pero ahora era un lugar encantador en el que lo más
Entró puntual mientras el reloj de pared que había a la entrada estaba dando las campanadas,
pero se encontró con que Silvania ya estaba allí.
Sentada, formal y un poco rígida, le miraba seria y contenida.
Enseguida se dio cuenta de que, aunque intentaba disimular, estaba un poco nerviosa,
—Dime Silvania —le dijo mirándola de manera limpia, una vez se hubo sentado y después de
que la nueva doncella les sirviera a ambos la sopa con la que iba a empezar a cenar —,¿has leído
algo interesante últimamente?
El brillo en los ojos de su joven esposa, le indicó que había acertado de pleno.
A partir de ahí iniciaron una conversación que duró hasta más allá de los postres, ya que
alargaron la velada más de lo habitual.
Estuvieron diseccionando todas las obras que habían leído ese último mes. Ya que Silvania le
había aportado algo nuevo a Aidan también: lo había convertido en un buen lector.
El caso es que al final se despidieron pasadas las diez de la noche después de haber pasado
en el jardín:
—Mañana hablaremos de este matrimonio que nos han impuesto y ninguno de los dos
queremos, Silvania, tengo una propuesta que, creo, te agradará.
Silvania abrió los ojos interesada, pero mantuvo a raya su curiosidad y le despidió con un
formal:
—De acuerdo, Aidan, hasta mañana entonces.
Y se metió en su habitación.
Aidan se quedó un momento parado en el pasillo, mirando alternativamente la puerta por la
que ella había desaparecido y por la que tenía entrar él.
Estaba claro que Silvania era una presencia benéfica en su vida. Le atraía como no le había
atraído ninguna mujer antes. Había disfrutado del sexo que había tenido con ella, como no lo había
hecho con nadie, a pesar de no haber podido consumarlo, pero también había disfrutado de la
Aquel lugar, que había sido decorado por su madre cuando era un niño y no había cambiado
desde entonces, era el recuerdo permanente de por qué no había querido casarse nunca y de por
qué iba a separarse de Silvania.
Capítulo 22
la palabra iba a ser imposible: había estado bien como primera reacción a a su obligación de
casarse, pero era algo que no se podía mantener.
Y al principio todo había salido bien. Pero luego Aidan lo había estropeado todo
provocándola. Y aquello la había desconcertado totalmente, no solo por la reacción de él (¿no
decía que él tampoco quería nada con ella?), sino por la de ella: Aidan le había tocado tan solo un
dedo, pero se había sentido arder entera. De repente, todas las imágenes de lo que habían hecho
sobre su lecho de soltera se le habían agolpado en la mente y, lo peor de todo, había querido
repetirlas. Por eso había salido de manera intempestiva del jardín, huyendo de ella, no de él.
Su mente racional había pasado toda la tarde recordándose a sí misma que, en realidad, ella
no quería aquello, que solo quería perderlo de vista, que el matrimonio era lo peor que le había
pasado.
Sin embargo, sus instintos solo querían el cuerpo y los besos de Aidan.
Había llegado al comedor, a la hora de la cena, temblando por dentro, pero no por lo que
pudiera hacerle él, sino porque no se fiaba de ella. Por suerte, al parecer, lo que le había hecho
Aidan en el cenador había sido un jugueteo que no iba a continuar, porque durante la cena había
cambiado totalmente de actitud, convirtiéndose en un hombre educado, galante y totalmente
alejado de ella físicamente.
Lo cierto es que lo había agradecido y había disfrutado de la velada, ya que hablar de libros
era lo que más le gustaba en esta vida, pero cuando por fín se había acostado, había recordado
que, gracias a él había descubierto otro aspecto de la vida que también le gustaba y necesitaba. Y
había terminado haciendo lo que Aidan le había enseñado y que practicaba desde entonces muchas
veces: se había acariciado hasta llegar al orgasmo.
Pero al terminar se había sentido un poco intranquila porque, aunque había disfrutado, la cara
y el cuerpo de Aidan habían aparecido todo el rato en su imaginación.
Mientras la niebla del sueño se fue apoderando de ella, se dijo a sí misma que ojalá la
solución a su matrimonio no deseado que le había anunciado Aidan antes de despedirse, fuera tan
buena como él le había dicho. Necesitaba ordenar su vida de nuevo, tener las cosas claras y no
andar dando bandazos entre lo que creía que tenía que hacer y lo que sus instintos le pedían.
Finalmente se durmió, y cayó en un sueño profundo.
Pero a las tres de la madrugada se despertó de golpe.
Sentada sobre la cama, con los ojos como platos, tardó unos segundos en darse cuenta de qué
le había despertado: unos gritos graves, pero profundos, como el lamento de una persona
torturada, sonaban en toda la casa.
Esperó un minuto, dos, a ver si ocurría algo, pero nada. Todo seguía igual. Alguien, un
hombre, gritaba con toda su alma, pero nada se movía en la casa.
Si aquello hubiera ocurrido en su hogar de nacimiento, todas sus hermanas y todos los criados
habrían salido al pasillo, asustados, preguntándose qué estaba ocurriendo. Ella, de hecho, no
estaba saliendo en aquel momento porque no sentía aquella casa como totalmente suya aún. Estaba
esperando escuchar la voz de Aidan preguntando qué ocurría o actuando de alguna manera. O la
de la señora Smith y su hijo.
Pero nada, pasaron más de cinco minutos y, aunque los gritos se fueron espaciando, siguieron
sonando de vez en cuando sin que allí se moviera nadie.
Al cabo de otros cinco minutos durante los que ya no se oyó nada, Silvania decidió volver a
dormir. O intentarlo, porque lo cierto es que estaba muy alterada. No sabía qué había ocurrido ni
por qué nadie parecía alterarse, pero lo que tenía clarísimo es que un hombre había estado
sufriendo cerca de ella.
Cuando por fín consiguió relajarse, diciéndose a sí misma que al día siguiente, seguro, la
señora Smith le daría alguna explicación. Un nuevo grito, aún más alto que los anteriores, le hizo
ponerse de pie de golpe.
Y esta vez ya no dudó.
Se puso sobre sus hombros la bata de seda que utilizaba cuando estaba en su
habitación, cogió un candelabro y decidió salir. Tenía que descubrir qué estaba ocurriendo y,
sobre todo, intentar ayudar a aquella persona que estaba sufriendo.
Salió al pasillo y, tal y como había supuesto, no había nadie y todo parecía estar tranquilo.
Excepto los gritos, claro, que seguían sonando.
Se dejó llevar por el sonido para intentar averiguar el lugar del que procedían: parecía cerca y
parecía que venía de una de las habitaciones de ese mismo pasillo.
que ella era tan solo una mujer con un candelabro como única arma. Pero no dudo ni tuvo miedo.
Y una vez dentro volvió a quedarse paralizada.
Se había preparado emntalmente para tener una lucha física con quien estuviera haciéndole
daño a Aidan, también se había preparado para sufrir daños ella misma y perder la lucha, pero
para lo que no estaba preparada era para comprobar que Aidan estaba solo en la habitación. Que
gritaba de dolor y sufrimiento, pero que no había nadie allí provocándoselo.
Enseguida se dio cuenta, aliviada, de lo que estaba ocurriendo: Aidan tenía una pesadilla. La
más terrible que ella había presenciado en su vida, pero una pesadilla: no había nadie más en la
habitación y su integridad física no corría ningún peligro.
Lo siguiente que hizo fue acercarse poco a poco a la cama de Aidan. Su hermana pequeña,
India, que era muy sensible, a veces tenía pesadillas y ella solía consolarla. Sabía por tanto que
ese consuelo tenía que darse poco a poco, para que la persona que estaba soñando no se asustara
más, y eso es lo que se dispuso a hacer.
Primero dejó el candelabro sobre la mesa que había en la habitación. En ese momento se dio
cuenta de que aquella habitación tenía la misma horrible decoración que había tenido toda la casa
hasta que ella había tomado cartas en el asunto, pero no perdió mucho tiempo con aquellos
pensamientos porque tenía que calmar a Aidan.
Luego se acercó poco a poco a su cama y, finalmente, se sentó en el borde, pero sin tocarlo a
él.
Desde esa posición se fijó en la cara de su marido, que mantenía los ojos cerrados, pero
apretados, y la boca abierta por el miedo, entonces se dio cuenta también de que entre los gritos
decía palabras y frases. La que más se repetía era: ¡¡¡no me hagas daño!!!
Y entonces empezó a hablar, muy bajito y muy suavemente, como solía hacer con India.
—No te voy a hacer daño. Todo está bien. Todo se va a solucionar.
Las dos últimas frases eran las que solía utilizar con India y solían funcionar. Esta vez también
hicieron efecto, porque Aidan dejó de gritar, aunque no fue tan fulminante como con su hermana,
porque seguía lamentándose.
Y Silvania continuó repitiendo las frases, con la misma suavidad y delicadeza que al
principio, hasta que los sollozos también pararon y la expresión de la cara de Aidan se relajó.
Quizá en ese momento tendría que haber salido de la habitación. Parecía que la crisis había
pasado y que Aidan había conseguido sumirse en un sueño agradable por fín. Pero no supo muy
bien por qué, decidió tocarlo. Se trató de una caricia inocente, que nada tenía que ver con las que
habían intercambiado antes de casarse. Lo cierto es que Silvania estaba conmovida con el
sufrimiento que había percibido en Aidan y le salió tocarle el dorso de la mano con sus dedos.
Y aquello hizo que Aidan se despertara de golpe.
Reaccionó como ella había reaccionado con sus gritos: se sentó de golpe sobre la cama, como
al verla a su lado, pero no dijo nada, aunque se veía que se estaba debatiendo con sus
pensamientos. Finalmente se pasó la mano por la cara varias veces, como para terminar de
despertarse y añadió.
—Gracias, Silvania, ya estoy bien, puedes irte tranquila.
Esta vez sí utilizó un tono cálido, así que Silvania aceptó encantada: la crisis había pasado y
ella estaba deseando salir de allí. Recogió el candelabro y salió, rumbo a su habitación de nuevo.
Una vez allí, recapituló lo sucedido. Lo cierto es que le había impresionado mucho ver a
Aidan en aquella situación, sufriendo tanto. Todo el mundo tenía pesadillas, pero nunca había
visto a nadie sufrirlas con esa intensidad. A Aidan le ocurría algo, aquello no era normal. Decidió
que al día siguiente le preguntaría a la señora Smith, a ver si esta vez lograba que le contara algo
más.
Capítulo 23
Silvania logró dormir de nuevo a pesar de la intensidad de lo que había vivido, pero se
despertó pronto por la mañana, antes de lo habitual.
Decidió que aprovecharía para hablar con la señora Smith antes de que Aidan se levantara.
Ahora ya no tenía ni una duda de que detrás de la vida de Aidan había algún secreto, y quería
averiguar lo más posible, no en vano, se trataba de su marido.
Se vistió rápido y bajó a la cocina, con tan buena suerte que se encontró con la señora Smith,
que estaba sola. Esta vez no se anduvo con rodeos, estaba segura de que la señora Smith, y toda la
casa, habían oído gritar a Aidan la noche anterior, así que era absurdo no hablar del asunto.
—Lady O’Sullivan, qué madrugadora hoy —le dijo la mujer con su sonrisa y
amabilidad acostumbradas.
—Sí, quería hablar con usted, señora Smith. Me gustaría saber qué le pasa a mi
marido.
La mujer cambió la expresión y se puso tensa.
—No sé a qué se refiere…
—Señora Smith —le cortó Silvania, con amabilidad, pero con decisión —, no creo que haya
una sola persona en cinco millas a la redonda que no le haya oído a mi marido gritar esta noche. Y,
sin embargo, a pesar de lo desesperado de sus gritos, nadie ha acudido a socorrelo. Está claro que
no se trata de un episodio nuevo ni aislado, está claro que para ustedes es habitual. Pero no es
normal, así que, le vuelvo a preguntar ¿qué le pasa a mi marido?
La señora Smith la miró de hito en hito un buen rato. Su nueva señora le caía muy bien, más
que bien, le parecía un ángel que había llegado por fín a aquella casa a traer luz.
Pero se sentía al mismo tiempo guardiana de los secretos de la casa, de sus difuntos señores y
del actual. Se notaba en su cara que se estaba debatiendo entre decirle la verdad a Silvania o
seguir guardando secretos, pero finalmente se decidió por lo segundo. Lo hizo porque consideró
que aquello también iba a acabar siendo bueno para su señor.
Así que suspiró y empezó a hablar.
—La anterior señora O’Sullivan era peculiar… —empezó la mujer, despacio, pero con
seguridad.
—Si, me hago una idea viendo la decoración del palacio —le dijo Silvania, animándole a
continuar.
—El problema es que su peculiaridad no era solamente en relación a la decoración. El
problema era que les hacía muy difícil la vida a quienes le rodeaban y, especialmente, a su marido
y a su hijo.
—Entiendo —dijo Silvania.
La señora Smith la miró con cariño, pero triste.
—No, no lo entiende usted. Es imposible que lo entienda, es imposible imaginar que se pueda
hacer tanto daño a los seres queridos y, sobre todo, a un niño pequeño.
A Silvania se le encogió el corazón cuando escuchó a la mujer, sólo podía estar refiriéndose a
su marido:
—¿A Aidan?, ¿le hizo daño a Aidan?
—Primero empezó con el marido, lo tenía torturado. Sobre todo le insultaba, pero a
veces tenía ataques de ira terribles y acababa tirándole objetos, y alguna vez le llegó a hacer
daño. Pero el señor era un adulto y tenía otras formas de defenderse. Escaparse del palacio, por
ejemplo, que es lo que hizo finalmente. Apenas paraba por aquí, como hace ahora su hijo.
—¿Y eso ocurrió antes de que Aidan naciera?
No, no. Por desgracia, la particularidad de la Baronesa fue saliendo y empeorando a medida
que pasaron los años. De hecho, los primeros años de casados y los tres primeros años del actual
Barón fueron bastante tranquilos. Pero a medida que Aidan fue creciendo, el carácter de ella fue
empeorando. El Barón acabó desapareciendo de palacio cuando Lord Aidan tenía siete años.
Hasta entonces el niño había estado bastante protegido por su padre. Por desgracia, no porque él
se tomara la protección de su hijo muy en serio, sino porque la Baronesa se centraba en él y
dejaba al niño de lado.
Pero cuando el Barón empezó a vivir en Londres habitualmente y a pasar por aquí, por
palacio, apenas un par de semanas al año, la Baronesa centró su necesidad de torturar a alguien en
su hijo.
—Pero, era su hijo, y era un niño… —Dijo Silvania, horrorizada, incapaz de asimilar lo que
la señora Smith le estaba contando.
—La anterior Baronesa no estaba bien, milady, es la única explicación que encuentro. Yo creo
que no era mala, sino que su mente estaba enferma. Pero, aún así, lo que le hizo a su marido y,
—Pero, señora Smith, hay algo que no termino de entender. Se ve que la madre de Aidan no
estaba bien, que tenía algún tipo de problema mental, pero, ¿y su padre?, no entiendo que no lo
protegiera, que lo abandonara aquí, con ella.
La señora Smith suspiró profundamente.
—El señor Barón no tenía los problemas de la Baronesa, pero tampoco era un
hombre común. Al parecer, él también había tenido una madre fría y despegada que no le había
dado nada de cariño. Quizá por eso había escogido como mujer a aquella desequilibrada. Así que
él no sabía muy bien cómo cuidar a su hijo. Y, finalmente, pensó en sí mismo y huyó .Es cierto que
nos encomendó a mi y a mi hijo la labor de cuidarlo, y se ocupó de que, económicamente, nunca le
faltara de nada, pero sabía que frente a su esposa solo él podía proteger al niño, el dinero y las
riquezas no servían de nada.
—Así es, señora Smith. Está claro que Aidan tuvo mala suerte con sus dos progenitores.
—Sí, lo cierto es que la muerte de sus padres, con un año de diferencia, fue un gran alivio
para todos. Lord Aidan recibió en herencia el palacio, las propiedades y una buenísima cantidad
de dinero, y pudo, por fin, ser libre y llevar una vida normal. Yo creo que se decantó finalmente
por el ejército por la costumbre que tenía de estar al aire libre. Al final, las torturas que le infligió
su madre, le han hecho más fuerte.
Y maś oscuro y extraño, pensó Silvania también, pero no dijo en alto. En cualquier caso,
tendría que rehacer la imagen que tenía de Aidan en su mente. Aquella información aportaba luz a
muchos aspectos incomprensibles para ella hasta el momento , pero aún quería hacerle una última
pregunta a la señora Smith.
—Señora Smith, gracias por contármelo. Me ayuda a entender mejor a mi marido. Pero aún
hay algo que no entiendo. Tal y como ha dado usted a entender, la muerte de sus padres supuso una
liberación para Aidan, no entiendo entonces por qué mantuvo el palacio tal cual lo dejaron ellos.
Esa decoración horrible supongo que no haría otra cosa que traerle a mi marido recuerdos
horribles del pasado. ¿Por qué no la ha cambiado?
La señora Smith volvió a quedarse un momento pensativa, hasta que finalmente habló:
haga confidencias. Sé que él me aprecia como yo a él, pero no sé lo que pasa por su cabeza.
Puedo hacerme una idea, pero también podría fallar.
—¿Y cuál es esa idea? —insistió Silvania, ya que la señora Smith, a pesar de lo que le estaba
contando, era la persona más cercana a Aidan y a su niñez.
—Yo creo que el barón había renunciado a ser feliz, al menos aquí, en su palacio. Yo creo
que en el cuartel, en su trabajo, sí lo es, aunque sea moderadamente, pero aquí no, y no quiere
serlo. Ha decidido mantener todo igual para no olvidar su sufrimiento.
—Tiene sentido, pero suena como una tortura autoinfligida.
—Sí, así es, pero es que nadie le ha enseñado qué es la felicidad. Hasta ahora…
A Silvania no se le escapó que la mujer estaba aludiendo a ella. Pobre, pensó, no sabe que
nuestro matrimonio es de papel, que ninguno de los dos lo queremos.
Por si quedaba alguna duda, la mujer lo expresó en alto.
—Usted va a cambiar eso, milady, no hay más que ver lo bien que ha aceptado el Barón el
cambio de decoración. Y no hay más que verlos juntos.
Silvania no quería hablar de aquello con la mujer, por supuesto, así que decidió que era el
momento de cortar el tema. Le agradeció la información, le sonrió mucho, pero le dijo que iba a
salir al jardín a leer y salió de la cocina.
Una vez en el jardín, decidió recapitular todo lo que había escuchado sobre Aidan.
Silvania suponía que Aidan tenía muy mala imagen de las mujeres porque la primera que había
conocido, y quien maś debía protegerlo, le había dañado profundamente. Y eso le había hecho
tomar la decisión de no casarse.
Ella entendía el mecanismo de la mente de Aidan, aunque estaba convencida de que se
equivocaba: en el mundo eran mayoría las mujeres buenas y cariñosas, él solo había tenido mala
suerte con su madre. Pero claro, ¿le interesaba que cambiara de opinión?.
Y nada más hacerse esa pregunta a sí misma se quedó helada. Porque la respuesta obvia, la
que le habría venido a la mente inmediatamente unas semanas atrás, habría sido No.
No, no le interesaba que ahora Aidan cambiara de opinión, no le interesaba que pensara que se
podía ser feliz junto a una mujer, junto a una esposa. Y no le interesaba, porque estaba casado con
ella, y ella odiaba el matrimonio, por razones diferentes a él, pero lo odiaba.
Pero no salió el no. Por primera vez, no solo dudó, sino que le entraron unas ganas
irresistibles de convencer a Aidan de que se equivocaba, de que se podía ser feliz junto a una
mujer. Es decir, junto a ella.
¿Qué le estaba pasando?
Capítulo 24
Un piso más arriba Aidan se acababa de hacer la misma pregunta a sí mismo. Después de la
terrible pesadilla que había tenido, había dormido como un tronco y se había despertado más tarde
de lo habitual. Además, en vez de levantarse rápido y ponerse en acción, se había quedado un rato
remoloneando en el lecho.
Recordaba perfectamente la pesadilla y el terror que había pasado. No era difícil, era algo que
le ocurría cada vez que dormía en aquel lugar, su palacio natal, pero que para él era su palacio de
tortura: por eso apenas aparecía por allí.
Lo que había cambiado esta vez había sido la aparición imprevista de Silvania. Lo cierto es
que se había despistado con ese tema. Estaba tan acostumbrado a las pesadillas y a que nadie
hiciera caso de ellas, al fin y al cabo los Smith y el resto de empleados de la casa estaban tan
acostumbrados como él, que ni se le había pasado por la imaginación que Silvania se asustara.
Pero no solo había ocurrido eso, sino que la joven, valiente y decidida como era, se había
acercado a su habitación, sin saber si había un peligro real y, lo que más le impresionaba, lo había
calmado.
Porque sí, no tenía la menor duda, había sido su presencia dulce, la preocupación y el cuidado
que había visto en sus ojos, lo que le había hecho volver a conciliar el sueño y tener, por primera
vez en su vida en aquel palacio, un sueño reparador y profundo.
Aidan estuvo un buen rato dando vueltas al tema en la cama, aquella mujer, su mujer, ponía
patas arriba su vida y sus planteamientos, pero siempre para bien. ¿La iba a alejar de él? ¿Iba a
hablarle de separación en cuanto se vieran?
Y se sorprendió a sí mismo contestando que no.
Cuando finalmente se encontraron los dos en el jardín interior del palacio, se sintieron, por
primera vez desde que se habían conocido, libres para estar junto al otro sin prejuicios, miedos ni
planes. Ambos se habían dado una tregua en su determinación de no estar juntos, de no ser un
matrimonio normal y, aunque no sabían de la decisión del otro, ambos se entregaron a pasar el día
sin miedos ni censuras.
Ella le hizo un esbozo de cada una de ellas, le dijo que Livia era responsable y controladora,
algo que él ya había comprobado, pero que era normal, teniendo en cuenta el papel que le había
tocado jugar en la familia, luego definió a Viola, la tercera, como muy espiritual y religiosa,
Cassandra, la cuarta, una investigadora de misterios nata incluso donde no los había, añadió,
riéndose a carcajadas y haciendo que Aidan se quedara mirándola encantado, por lo bonita que se
veía cuando estaba feliz. Luego pasó a hablarle de MInerva, que quería ser pintora y de Katerina,
que era la más “normal” de todas. Y cuando él le preguntó qué quería decir con esa definición de
“normal”, ella dijo “es la única que quiere casarse”, y él no pudo dejar de sonreír, porque
realmente eran extrañas aquellas hermanas en las que solo una cumplía lo que se suponía tenían
Lo cierto es que él las había conocido fugazmente el día de la boda. La ceremonia había sido
tan rápida y sin celebraciones posteriores, que justo había intercambiado dos palabras con cada
una de ellas al ser presentados. Todas le habían parecido especiales, diferentes, incluso
físicamente, pero ahora que escuchaba a Silvania hablar de ellas, pensó que le encantaría
conocerlas mejor: estaba claro que se trataba de una familia diferente, empezando por el padre y
acabando por la última de sus hijas.
Pero luego le tocó el turno a él. Silvania también le preguntó por su trabajo, saltándose la
parte de la familia y la niñez, claro, y él ahí pudo explayarse a gusto, ya que era el único lugar,
hasta entonces, en el que había sido feliz.
Ella le escuchó con interés y salpicando su relato con preguntas inteligentes y ,a veces,
divertidas.
Así pasaron la mañana y la comida, que hicieron en el jardín y en la que continuaron
con las conversaciones. Luego dieron un paseo por la finca alrededor del palacio. Aidan le
llevó por caminos encantadores, vieron ardillas jugando, que les hicieron reír a los dos y Silvania
comprobó que Aidan estaba más relajado cuanto más se alejaba de su palacio natal.
Tomaron la cena en el jardín también, ya que hacía una noche fantástica y, finalmente, se
despidieron hasta el día siguiente.
Capítulo 25
Una vez se quedaron solos, cada uno en su habitación, volvieron a recapitular lo ocurrido y
reevaluar su relación. Y ambos llegaron casi a la misma conclusión.
Silvania fue la más radical. Se había defendido como gato panza arriba cuando le habían
obligado a casarse. Había pasado por todos los estados de ánimo que se podían pasar: desde la
negación inicial, a la rabia que le había hecho culpar a Aidan aún sabiendo que no era culpable,
pasando por la tristeza por haber acabado siendo una mujer casada. El último mes que había
pasado sola había empezado a aceptarlo, viéndole incluso un lado positivo: no parecía que su
vida iba a cambiar tanto como había temido, ya que Aidan iba estar casi siempre ausente. Pero la
vuelta de Aidan y, sobre todo, su cambio de actitud hacia ella y lo que había sabido de su niñez,
habían vuelto a poner todo patas arriba.
De repente, ya no le parecía tan malo estar casada, ni siquiera le parecía algo soportable, no,
estar casada con Aidan, al menos durante ese día, había sido algo muy, muy agradable. De hecho,
nunca en su vida se había sentido tan a gusto y tan compenetrada con nadie: ¿y si aquella boda no
era un error?, ¿si, al revés de lo que había creído siempre, no es que el matrimonio no hubiera
estado hecho para ella, sino que no había encontrado hasta entonces a nadie con quien mereciera
la pena estar casada?, ¿y si Aidan era esa persona?.
Cuando esta idea se abrió paso en su mente, sintió en su pecho y en su estómago, una
sensación que no había notado nunca. Era como si cientos, no, miles , de mariposas, aletearan,
pero lo hicieran de una forma alegre y dulce a la vez. Era una sensación que le pedía estar con
Aidan, más profundamente.
Aunque se parecía, no era exactamente igual a lo que había sentido sobre la cama de su
habittación, cuando había estado a punto de consumar relaciones sexuales con él. Aquello había
sido muy intenso, pero lo que sentía ahora era más intenso aún. Por un momento, Silvania pensó
que si se consiguiera juntar las dos sensaciones, es decir, estar junto a Aidan sintiendo aquellas
mariposas y aquella necesidad de tenerlo al lado y tener relaciones sexuales, aquello sería como
estar en el mismo paraíso.
Y entonces tomó una decisión: iba a darle una oportunidad a aquel matrimonio.
Era su curiosidad insaciable la que le había llevado a experimentar sexualmente con un
desconocido, con Aidan, un mes atrás. Con aquello había demostrado que ella no se cerraba
puertas para siempre. Y ahora tampoco iba a hacerlo: iba a echar por tierra todos los prejuicios
que había mantenido durante años y se iba a adentrar en el matrimonio. Iba a intentar disfrutarlo .
De repente, ya no le parecía un horror ser una mujer casada, pero todo porque su marido era
Aidan, el hombre que le había roto todas sus ideas preconcebidas desde que le había conocido.
Sin embargo, cuando tuvo claro esto, una inquietud se apoderó de ella: ¿y si Aidan no
cambiaba de opinión? Ella le había visto muy a gusto junto a ella. Cuando había llegado el día
anterior le había dicho, muy serio y seguro, que tenía un plan para reconducir su matrimonio y que
se lo diría al día siguiente, pero, fuera lo que fuera lo que tenía en mente, no le había dicho nada.
Ella intuía que la primera intención de Aidan habría sido planear algo para acabar con su
matrimonio, si no en papeles, algo que era imposible, sí de facto. Pero el hecho de que no le
hubiera dicho nada aún, tendría que ver con lo a gusto que él también estaba con ella. Pero, ¿y si
se equivocaba? ¿Y si esa nueva ilusión que había empezado a hacerle no tenía ningún futuro?
Pocos metros alejado de ella, Aidan se debatía con el mismo tipo de pensamientos. No le
había dicho nada a Silvania de sus planes de separarse porque, efectivamente, ya no quería
hacerlo.
Sin embargo, al contrario de lo que le estaba ocurriendo a su joven esposa, su mente no les
seguía a sus sentimientos. Él sabía que debía separarse de ella, para siempre, aunque no quisiera,
aunque el cuerpo y el alma le pidieran estar pegado a ella, para siempre.
Pero, como llevaba ocurriendo desde que había vuelto, decidió posponerlo de nuevo:
“pasado mañana”, se dijo finalmente, “pasado mañana se lo diré”
Capítulo 26
Al final, cada uno con sus miedos y sus deseos, acabaron durmiendo profundamente, pero a la
misma hora que la noche anterior, los gritos de Aidan volvieron a despertar a Silvania: estaba
claro que el sufrimiento de Aidan era muy profundo y que esa casa lo sacaba a la luz.
Esta vez Silvania no perdió el tiempo, se levantó decidida, volvió a echarse la bata sobre los
hombros y volvió a coger el candelabro para llegar a la habitación de Aidan. Había sido capaz de
calmarlo la noche anterior y esta vez iba a intentar hacer lo mismo.
Funcionó, más rápido incluso que la primera vez. Solo tuvo que decir el nombre de Aidan una
sola vez, suavemente, para que la respiración de él se calmara y abriera los ojos poco a poco.
Se la quedó mirando y solo dijo:
—Silvania.
—Tenías otra pesadilla, Aidan —dijo ella, con su tono de voz más dulce.
—Sí, lo sé, y tu eres la única persona que me calma y me saca de ellas.
Le había dicho esto con una mirada profunda e intensa que hizo que el corazón de Silvania
diera un vuelco y su estómago se volviera a llenar de mariposas. “Soy buena para él”, se dijo a sí
misma, emocionada. Pero no acabó ahí lo que Aidan quería decirle:
—Silvania, ¿podrías tumbarte a mi lado? Solo para dormir. Tu presencia me calma y siento
que, si te vas, las pesadillas volverán.
Aidan, un hombre hecho y derecho. Frío, duro, seguro de sí mismo, le acababa de pedir que
velara su sueño: no podía decirle que no y, sobre todo, no quería decirle que no.
—Si, lo haré —le contestó, mientras se tumbaba sobre la cama al lado de él.
Al principio se quedó sobre la colcha, mientras Aidan permanecía bajo la sábanas, pero al
cabo de un par de minutos, cuando empezaban a acostumbrarse a tener el cuerpo del otro al lado,
de felicidad.
Y lo que tenía que ocurrir, ocurrió.
De repente los dos vieron claro que mantenerse separados, que negarse a aceptar lo que era
evidente, era absurdo: una tontería.
Ambos se deseaban, eso lo sabían bien, y también eran marido y mujer. Y estaban bien juntos,
mejor que con nadie. ¿Qué tontería era esa de empeñarse en mantenerse separados, en no ser un
matrimonio normal?
No se lo dijeron en alto, pero todos sus perjuicios anteriores cayeron ante esa evidencia que
se les presentó a los dos a la vez. Y rotos los perjuicios, pasó lo que tenía que haber pasado hace
tiempo.
Empezaron a besarse. Primero con un cuidado y una delicadeza extremas, como si fuera la
primera vez que lo hacían. Pero como no era la primera vez y, de hecho, se conocían bien, los
besos fueron subiendo en intensidad y profundidad.
Enseguida añadieron caricias a sus besos, se buscaron como si el otro se hubiera tratado de un
oasis en medio del desierto tras horas de calor sin agua.
Silvania reconoció el cuerpo duro y suave al mismo tiempo de Aidan. Le ayudó a quitarse la
camisa y los calzones de dormir, porque tenía auténtica hambre de su piel. Necesitaba notar en sus
manos cada uno de sus músculos, necesitaba tocarlo como si fuera la única cosa importante en su
vida.
Y Aidan estaba poseído por el mismo tipo de fiebre. Desnudó a Silvania en un momento y
primero se quedó admirando su cuerpo perfecto, como si estuviera admirando la obra de arte más
exclusiva y preciosa del mundo. Y luego, tal y como estaba haciendo ella, se lanzó a acariciarla y
a besarla por todas partes, sin dejar un centímetro de su piel sin tocar o besar.
Al principio utilizó las manos sobre todo, usando la boca para saborear los labios de Silvania,
pero poco a poco fue lamiendo y besando más partes de su cuerpo.
Cuando llegó a la altura de sus pechos, Silvania estaba concentrada tocando las nalgas de él,
así que le pilló de improviso lo que él le hizo: cogerle el pezón izquierdo con los dos labios.
Silvania no pudo evitar que un grito de placer se le escapara. Enseguida se asustó, pero Aidan,
acercando la boca a su oreja, le dijo en un susurro:
—Grita lo que quieras, esposa mía, ahora podemos hacerlo sin miedo.
Y se agachó inmediatamente y volvió a coger la presa del pezón y a sacar de ella suspiros y
gritos de placer.
Estuvieron mucho tiempo reconociendo sus cuerpos y aprendiendo lo que más hacía disfrutar
al otro, hasta que Aidan volvió a hacerle lo que le había hecho sobre su cama de soltera.
Volvió a juguetear con sus dedos sobre su clítoris y volvió a introducirlos en el interior de su
vagina. Pero esta vez le tenía reservada una sorpresa, no le iba a hacer llegar al orgasmo de esa
manera, al menos si ella aceptaba.
No hizo falta que se lo explicara, porque Silvania lo adivinó antes de que ocurriera.
La enorme erección de él fue una pista ineludible. Ella la miró, le miró a Aidan y
afirmó con la cabeza. Los dos entendieron perfectamente: iban a terminar lo que habían tenido
que dejar en suspenso cuando Livia y Atkinson les sorprendieron.
Volvieron a las caricias que estaban manteniendo un momento antes, pero esta vez con la idea
clara en mente de lo que iba a ocurrir.
Silvania se sentía preparada, no solo mentalmente, sino que su cuerpo estaba pidiéndole a
gritos que Aidan la penetrara ya. Aún así, Aidan continuó con las caricias con sus dedos.
Ella abrió los ojos por la sorpresa y también emitió un sonido de queja.
—Yo también quiero que disfrutes, mi dulce Silvania —le dijo entonces al oído, con la voz
ronca de deseo, y, mientras ella se derretía con sus palabras, empezó a penetrarla.
Lo cierto es que, debido a la decisión que había tomado de joven, era la primera vez que
Aidan tenía relaciones con una mujer virgen. Nunca se había planteado qué hacer en esa ocasión
ya que estaba convencido de que nunca iba a tener que enfrentarse a ese hecho, pero ahora,
cuando estaba a punto de hacerlo por primera vez, supuso que sería difícil y doloroso para
Silvania, así que se preparó para penetrarla muy poco a poco, y para parar en cuanto ella emitiera
la mínima queja.
Así que empezó a introducir su pene muy poco a poco, sin quitar su mirada de los ojos de
—Silvania, si sigues así no podré aguantar —le dijo él, con la voz ronca de placer.
Y ella, desconcertandolo con su descaro, le contestó:
—Yo tampoco puedo más, ¡sigue, sigue, por favor!
Y pocos segundos después, llegaron ambos al clímax, gritando el nombre del otro entre
gemidos de placer.
Capítulo 27
Silvania pensó que aquello era todo, que cogerían aire, se levantarían y quizá esa noche
podrían volver a repetir aquello que tanto placer le había producido. Y al principio fue así. Al
principio se quedaron los dos abrazados y exhaustos, notando como su respiración iba poco a
poco volviendo a la normalidad. Pero enseguida se miraron a los ojos. Y se sonrieron. Y, sin
poder evitarlo, empezaron a besarse de nuevo.
Y con los besos volvieron a excitarse y volvieron a enredar sus cuerpos, a darse placer, a
poseer y ser poseídos.
Y repitieron el baile del deseo y del placer dos veces más.
Aidan estaba admirado y embelesado con su esposa: le parecía la mujer más bella, atractiva e
interesante que había conocido jamás y sus pensamientos giraban exclusivamente alrededor de
ella y de lo que sentía a su lado.
Al final decidieron levantarse, a regañadientes, ya que era una hora de la mañana muy
avanzada y alguna obligación tenían que afrontar, pero los dos dieron por supuesto que esa misma
noche se acostarían juntos y seguirían conociéndose y disfrutando.
Y eso fue lo que ocurrió.
Ninguno dijo nada sobre por qué habían roto el juramento que se habían hecho de no ser un
matrimonio normal. Aquello parecía definitivamente superado por la fuerza de la realidad: que se
atraían y deseaban como no les había ocurrido nunca y, encima, eran un matrimonio legal.
La realidad se había llevado por delante todas sus reticencias.
Eso es a menos lo que pensó Silvania y lo que parecía que pensaba Aidan a la vista de cómo
se estaban desarrollando los acontecimientos.
Pero finalmente llegó la última noche que Aidan iba a pasar en palacio: al día siguiente tenía
entero, lo iba a echar de menos hasta dolerle físicamente, pero tendría que acostumbrarse, porque
esa era su vida, ese era su trabajo y esa iba a ser la dinámica de su relación. Y, lo más importante,
volvería al palacio, volvería a ella.
Él no dijo nada, pero Silvania supuso que estaría apenado también por tener que marcharse.
Cuando esa noche volvieron al lecho lo confirmó, él se abalanzó sobre ella con más hambre y
deseo incluso del que mostraba normalmente. Sea amaron con pasión y con urgencia una primera
vez, como si llevaran meses sin verse, pero luego lo hicieron con lentitud, saboreándose, golosos,
alargando las caricias, retrasando el clímax para disfrutar más.
Fue, aunque pareciera imposible, la mejor noche de todas, y cuando finalmente cayeron
dormidos, al filo de las cuatro de la madrugada, ambos se sintieron las personas más felices de la
tierra.
Pero, por desgracia, había un tema que no estaba en absoluto solucionado, que se había
mantenido congelado aquella semana de amor pero que volvía a resurgir, con toda su fuerza, esa
última noche.
A las cinco de la mañana, cuando apenas llevaban durmiendo una hora uno en brazos del otro,
Aidan tuvo una nueva pesadilla.
Era cierto que la presencia de Silvania a su lado parecía haber aplacado ese problema, pero
era tan profundo el daño que le habían hecho de niño que, seguramente por la pena por tener que
irse, esa noche volvió a surgir.
Y lo hizo de la peor manera posible.
Aidan se despertó entre gritos alaridos, con un sudor frío empapando su cuerpo entero y con la
voz dulce de Silvania diciéndole que se calmara. Pero cuando se dio cuenta de la realidad y la
miró, vio que estaba sangrando de la nariz, con profusión, y que llevaba un buen rato haciéndolo,
ya que la sábana tenía un corro enorme de sangre.
—¿Qué ha pasado, Silvania? —le dijo él ayudándola a contener la hemorragia con
un pañuelo y temiendo lo peor.
Ella intentó suavizar la respuesta, pero, por desgracia, había sucedido lo que Aidan temía.
daba igual que estuviera dormido y que no hubiera sido esa su intención. Lo cierto es que no había
podido protegerla de sus propios demonios.
A partir de ahí no durmieron ninguno de los dos.
Silvania, que era muy perspicaz a la hora de juzgar a las personas y más a Aidan, el
que empezaba a conocer perfectamente, intentó tranquilizarlo, decirle que no tenía
importancia, que a cualquiera le podía pasar. Pero a Aidan nada le servía. Para empezar, porque
sabía que lo que había ocurrido no era normal, pero lo que más le torturaba era saber que tampoco
podría controlarlo en el futuro.
Estuvieron hablando el resto de la noche. Aidan aceptó que Silvania le abrazara, pero se trató
de un abrazo de cuidado más que de un abrazo sexual.
Lo ocurrido había enfriado su excitación sexual, pero, en su lugar, había aparecido la ternura.
Al menos la que Silvania quería transmitirle a Aidan.
Él, aunque se estaba dejando abrazar, estaba un poco ausente.
Y llegó la mañana y él pareció mejorar:
—Silvania, sabes que me voy al cuartel. Nos escribiremos durante el mes
que vamos a estar separados y quiero que me cuentes, sobre todo, cómo va tu nariz.
Silvania se sobresaltó cuando oyó lo de su partida. Sabía que se iba a ir ese mismo
día, pero habían hablado de que la partida ocurriría por la tarde noche, tal y como lo acababa
de decir Aidan, parecía que iba a adelantar la partida.
—Pero te irás después de cenar, ¿verdad? —le dijo ella con el corazón en un
puño, esperando que él afirmara.
—No, Silvania, me voy a ir ya, ni siquiera vamos a desayunar juntos.
—¿A qué viene esa prisa? —Le salió a ella, un poco arisca, porque Aidan había
Silvania no le creyó, estaba segura de que Aidan había cambiado sus planes después de lo
ocurrido, pero también tuvo claro que no se lo iba a sacar a él y que no iba a hacerle cambiar de
opinión. Sólo tenía que confiar en que al cabo del mes Aidan volvería más tranquilo, al ver que
con su nariz no había pasado nada, y retomarían su conocimiento mutuo y su matrimonio.
Se despidió de él en lo alto de las escaleras que daban a la entrada del palacio, dándose
ambos un beso en los labios, pero mucho más casto que cualquiera de los que habían
intercambiado esa noche antes de la pesadilla.
Silvania lo vio marcharse, cabalgando, tan apuesto como era, y sintió su corazón explotar de
deseo, admiración y, sí, se dijo a sí misma, amor. Porque en ese momento se dio cuenta de que
estaba enamorada de Aidan.
Capítulo 28
La primera carta de Aidan llegó al día siguiente de su partida. Cuando Silvania vio el
remitente, su corazón se aceleró de emoción. Lo cierto es que solo habían pasado veinticuatro
horas desde su partida, pero lo echaba profundamente de menos. Y además tenía miedo. De qué él
se echara para atrás en los avances en su matrimonio. Silvania acababa de descubrir lo peor de
una unión por amor.
Ella siempre se había negado a casarse pensando que un marido coartaría su libertad y le
impediría ser ella misma. Con Aidan se había demostrado que aquello no iba a ocurrir. Al
contrario, había sido ella la que había conseguido atraerlo a su terreno y él había empezado a
compartir su gran pasión: la lectura.
Pero, de repente, se acababa de dar cuenta de que el matrimonio, si era por amor, traía consigo
unas cadenas que antes a ella no se le habían ocurrido, pero que eran más duras e inevitables que
las que había imaginado: se trataba del miedo a perder al ser amado.
Silvania llevaba veinticuatro horas sufriéndolo y solo la carta de Aidan logró quitarle el
miedo y la angustia, aunque no por mucho tiempo.
Aquella primera carta fue cariñosa y extensa. Aidan no hizo en ningún momento mención al
sexo y la pasión que compartían, pero sí se mostró atento, sobre todo preocupado por su nariz,
pero también preguntandole por cómo pasaba los días y si tenía alguna lectura que recomendarle.
Parecía que todo se había reconducido, que su matrimonio marchaba viento en popa a pesar de lo
que había ocurrido antes de despedirse y de la distancia y el tiempo que faltaba para que él
volviera.
Silvania le respondió inmediatamente. Tuvo que controlarse para que su carta no quedará
desproporcionada frente a la que le había escrito él. Ella no quería contenerse, sino desbordarse
de amor, decirle lo mucho que lo necesitaba, tanto física como emocionalmente, desbordar sus
sentimientos, comerselo a besos de papel.
Pero se contuvo y se mostró atenta y cariñosa, como él, pero sin ir a más. Le reiteró, como lo
había hecho al despedirse, que su nariz estaba bien, que una vez había dejado de sangrar era
evidente que no había sufrido ningún daño.
Al día siguiente llegó otra de Aidan donde ya no mencionaba la nariz y continuaba con su tono
Al día siguiente no hubo carta y tuvo que esperar al cuarto día de ausencia para recibir la
tercera misiva. Y esta fue más fría y corta que las dos anteriores.
La cuarta misiva se hizo esperar más, llegó el día once de ausencia, y era más corta y se
despedía con un abrazo, en vez de con los besos que había utilizado en las anteriores.
Y luego llegaron dos semanas de “sequía”, en las que no recibió nada.
Era evidente que algo estaba ocurriendo en la cabeza de su marido.
Al cabo de esas dos semanas sin noticias, que torturaron a Silvania como si fueran dos años,
llegó la respuesta.
Esta vez la carta era más extensa que las anteriores, pero Silvania no habría querido leer
nunca su contenido:
Querida Silvania:
Ante todo tengo que decirte que eres la mujer más extraordinaria que he conocido
jamás. Que has sido para mí como un terremoto, pero uno benéfico.
Vivía mi vida rodeado de prejuicios respecto a las mujeres y tú me has enseñado
que estaba equivocado. Que mi desgraciada experiencia en la niñez con la persona que
más me tenía que haber cuidado en esta vida — mi madre — no se debía a la
Por suerte, me quedan los recuerdos del tiempo que hemos vivido juntos: tal y como
te he dicho antes, los mejores momentos de mi vida, pasada y futura también.
Te amo
Aidan.
Capítulo 29
Silvania no había llorado tanto en toda su vida. No era tonta y sabía que la carta de Aidan
estaba bien meditada y no tenía vuelta de hoja: no iba a cambiar de opinión, su matrimonio estaba
acabado. Su vida con Aidan no se iba a repetir.
Dos meses antes había huído de él y ahora no podía vivir sin él, pensó con triste ironía,
cuando empezó a volver poco a poco a su ser, tres días después.
Y una semana después del desastre decidió responder.
Tenía claro que no había nada que hacer, pero también que no se iba a quedar callada. Se sentó
en el escritorio y, en menos de dos minutos, en frases escuetas, se vació:
Aidan, eres el amor de mi vida. También tienes un pasado horrible. Solo
quiero decirte tres cosas:
El pasado es pasado, no volverá.
No enmascares como preocupación y cuidados lo que es simple cobardía: soy yo
quien tiene que decidir si corro el riesgo de que me lastimes. Y no solo estoy dispuesta a
correrlo, sino que sé que no lo vas a hacer, que entre los dos podríamos superarlo.
Si cambias de opinión, aquí estaré.
Silvania. Tu amor.
Capítulo 30
Aidan no cambió de opinión, claro. Ni siquiera le contestó a esa carta. Pero eso
a Silvania ya no le dolió tanto. Conocía a su marido lo suficiente como para saber que era un
cabezota integral.
Aidan sí le mandó cartas relacionadas con la gestión del palacio. Todas a nombre de
“Baronesa de Howth”. Todas frías y en términos exclusivamente económicos y de gestión.
Ella le contestaba igual y ahí acabó todo su contacto.
Gracias a una de aquellas cartas, Silvania se enteró de que Aidan estaba en una misión en la
India, ya que el matasellos procedía de aquel país. Pensó que seguramente se había ofrecido
voluntario para alejarse lo más posible de ella, y que también tardaría años en volver a verle, si
es que lo hacía.
Y decidió pasar página.
Gracias a la señora Smith, fue poco a poco recobrando la alegría. La mujer, tan discreta como
era, se había dado cuenta de todo, pero no le dijo nada ni una sola vez. Lo que sí hizo fue animarla
a seguir con la decoración y con el jardín y, cuando la vio mejor, a visitar a sus hermanas:
—Tiene razón, señora Smith, Voy a pasar una temporada fuera,, iré a visitar a mis hermanas y
también retomaré las reuniones en el club de lectura.
Le dijo finalmente la enésima vez que la empleada se lo dijo, cuatro meses después de que
Aidan desapareciera de su vida.
Y unos días después salió del palacio rumbo a su hogar, dispuesta a pasar quince días,
disfrutando con sus hermanas y acudiendo a reuniones del club.
Como se lo había comunicado a Livia por correo, cuando llegó a su palacio natal se
encontró a sus seis hermanas esperándola.
Era cierto que habían mantenido correspondencia habitual, que ella había leído con avidez y
sus hermanas habían leído en grupo, como hacían con las misivas del padre, pero no era lo mismo
que estar juntas físicamente.
Así que Silvania disfrutó y se sintió extraordinariamente feliz al volver a reencontrarse con
sus hermanas. Así pasó varios días, volviendo a retomar el ritmo de su vida con ellas. Todas las
comidas juntas, la lectura de la carta del padre, paseos, risas, discusiones. Con Livia, que era con
la que siempre había chocado más y con quien había tenido el mayor desencuentro antes de la
boda, se sintió igual de cómoda que siempre. Era su hermana mayor y todo lo que había hecho era
debido a ese rol, pero una vez los problemas habían desaparecido con su boda, la relación había
vuelto a ser tan buena como con el resto de hermanas.
Y así llegó el quinto día, el día que se había marcado para reaparecer en el club.
Silvania también le había escrito al Conde de Bristol, así que sabía que la estaban esperando
el amor y ahora notaba su ausencia. Pero Silvania era una mujer fuerte y, a pesar de que sabía que
notaría esa ausencia siempre, la sobrellevaría.
Y, finalmente, llegó la víspera de su partida manor Castle, que coincidió con su segunda visita
al club.
Para ese día no tenían una obra obligatoria que leer. Periódicamente hacían eso: cada uno de
los socios debía llevar un fragmento de obra escogida para leérselo a todos. Podía tratarse de
eran inconfesables. Sin embargo, varias décadas antes una mujer las había puesto por escrito y, no
solo eso, sino que había firmado la obra con su propio nombre, algo a lo que aún muy pocas se
atrevían a hacer.
Sabía que la obra era escandalosa para casi todo el mundo, pero en el círculo no lo iba a ser,
ya que todos los participantes eran personas de mente abierta. Además, le hacía especial ilusión
hacer aquella lectura, ya que iba a ser la primera obra de una mujer que se iba a escuchar en el
círculo.
Así que se dirigió al lugar excitada, pero en cuanto llegó a la entrada se encontró con lo último
Silvania era la única de las personas allí reunidas para quien la situación era absurda totalmente,
pero se esforzó en disimular.
Primero intentó controlar con respiraciones profundas los golpes de su corazón, que estaba
desbocado al tener a Aidan frente a ella, y después, su necesidad de mirar a Aidan a los ojos para
intentar descifrar qué estaban haciendo allí disfrazado. ¿A qué venía aquello? ¿Cuándo había
vuelto de India? ¿No le había dicho claramente que no quería saber nada de ella?
Su cabeza daba vueltas y vueltas mientras intentaba que nadie se diera cuenta de lo mal que
estaba. Por suerte, enseguida dio comienzo la ronda de lecturas y, aunque ella seguía mal, dio por
hecho que nadie se daría cuenta porque todos estarían centrados en la persona que leía en cada
momento.
La ronda comenzó por el Conde de Bristol, que estaba sentado a la derecha de Aidan, lo cual
significaba que él sería el último en leer, a ella le tocaría el puesto número cinco.
El caso es que todos fueron leyendo sus obras pero, por primera vez, ella no se enteró de
nada. No conseguía salir de su estado de desasosiego y tensión. Sentía necesidad de mirar a Aidan
y, como no podía para no descubrirse, luchaba todo el rato contra sus instintos. También quería
echarse en sus brazos y, al mismo tiempo, pegarlo, por lo que estaba haciendo.
Era una tortura que se vio aplacada un poco cuando le tocó leer a ella: se concentró en las
palabras que quería leer y logró transmitirlas con elegancia y emoción, tanto, que consiguió el
aplauso unánime de sus compañeros del círculo.
Luego volvió a su posición aparentemente discreta, haciendo como que escuchaba al resto,
pero sin hacerlo. A medida que iban leyendo, además, ella se iba poniendo más nerviosa, porque
quedaba menos para que le tocara a Aidan y ahí sí tendría que mirarle.
Pero el momento al final llegó:
—Bueno, Lord Airan, le toca a usted el honor de cerrar nuestra reunión de hoy: ¿qué texto nos
ha escogido? —le dijo el Conde, ajeno a la tortura que estaba viviendo Silvania.
—Voy a leer el soneto CXVI de Shakespeare —dijo Aidan, y ella sintió que se derretía al
escuchar de nuevo, después de tanto tiempo, su maravillosa voz.
Los integrantes del círculo conocían el soneto, y ella seguro que también, aunque en ese
momento, no recordaba cuál era.
Pero en cuanto escuchó los primeros versos, lo recordó: era, para ella, el más bello soneto de
amor jamás escrito.
hecho como les gustaba a ellos, extendiendo una gruesa manta de lana de cuadros escoceses sobre
la que habían dispuesto las viandas que iban a comer.
Habían comido y luego se habían adormecido un poco, uno en brazos del otro.
Desde esa posición maravillosa, Silvania había visto que las azaleas necesitaban un retoque y
Aidan se había dispuesto a cumplir sus deseos ipso facto.
Ella se había quedado tumbada y adormilada, porque en su séptimo mes de embarazo
necesitaba tomarse las cosas con más calma.
Mientras Silvania observaba a su marido arreglar las azaleas, recordó que llevaban diez
meses de felicidad: desde el día que habían vuelto a coincidir en el club de lectura.
Aquel día, ante el resto de integrantes del club habían disimulado, pero una vez fuera se
habían echado uno en brazos del otro y ya no habían vuelto a separarse.
Bueno, lo cierto es que físicamente sí lo habían hecho, ya que el trabajo de Aidan seguía
siendo el mismo y pasaba muchas semanas fuera de palacio, pero esas temporadas se escribían
diariamente y luego, cuando Aidan volvía, recuperaban el tiempo perdido y ya que no se
separaban ni un segundo.
Como ocurrió en ese momento, cuando Aidan dio por terminada su labor de poda y Silvania,
riéndose y mirándolo totalmente enamorada, abrió sus brazos para recibirlo de nuevo junto a ella.
Querida lectora, deseo que te haya gustado la historia de Silvania y
Aidan.
Si quieres seguir conociendo a las Arlington, saldrá una nueva novela
Olympia
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