JACOBSON Depresión
JACOBSON Depresión
JACOBSON Depresión
Edith Jacobson
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Directores de la biblioteca de psicología y psicoanáli-
sis. Jorge Colapinto y David Maldavsky
Depression. Comparative Studies of Normal, Neurotic,
and Psychotic Conditions. Edith Jacobson
© 1971, International Universities Press, Inc., por
acuerdo con Mark Paterson & Associates .
Traducción. Zoraida J. Valcárcel
ISBN 950-518-514-6
ISBN 0-8236-1195-7, Nueva York, edición original
Indice general
9 Prefacio
13 Agradecimientos
15 Primera parte
17 1. La teoría psicoanalítica de los afectos
/ 187 5. Despersonalización
7
10. Las identificaciones psicóticas
8
Prefacio
9
te psicóticas, por un lado, y las neuróticas y norma-
les, por el otro.
El estudio comparativo de las manifestaciones psí-
quicas normales y patológicas es un procedimiento de
investigación aceptado. No cabe duda de que la tarea
precursora de Freud y Abraham alentó estas compa-
raciones. Hasta algunos psiquiatras clínicos que no se
interesaban por la indagación puramente psicológica
de las enfermedades mentales han expresado su creen-
cia de que la ciclotimia podría ser una exageración pa-
tológica de las fluctuaciones normales de la actividad
anímica, o sea, de aquellas causadas por factores bio-
lógicos. Tales estudios comparativos (especialmente los
que incluyen perturbaciones psicóticas) presuponen el
esclarecimiento de muchas cuestiones psicoanalíticas
fundamentales, teóricas y clínicas, sobre todo en el
campo de la patología del yo y el superyó, y dependen
de ese esclarecimiento. Freud echó las bases de una
investigación psicoanalítica de las psicosis en «Duelo
y melancolia•• (1917e) y, principalmente, en su análi-
sis del caso Schreber (191 le), pero no se pudo avanzar
más en este terreno hasta que él no elaboró sus nue-
vos conceptos estructurales· y atendió al papel de la
agresión en el desarrollo humano.
Vale la pena sei'ialar que durante esta fase de la his-
toria del psicoanálisis, Freud escribió sus ensayos ,,Neu-
rosis y psicosis• (1924b) y «La pérdida de realidad en
la neurosis y la psicosis• (1924e) y volvió una vez más
al problema de los afectos. El resultado fue una nueva
teoría de la angustia, centrada en la premisa de que
todos los afectos se originan en el yo (1926d). Estos
ensayos esclarecedores de Freud, sumados a los bri-
llantes escritos de Hartmann, Kris y Loewenstein so-
bre problemas de la psicología del yo, al trabajo de
Mahler sobre las psicosis infantiles y a algunas contri-
buciones sobresalientes de Helene Deutsch, sentaron
las bases a partir de las cuales pudieron avanzar las
investigaciones clínicas y teóricas.
No obstante, cuando observamos casos psicóticos
desde el punto de vista de la actual psicología del yo
y tratamos de llegar a conclusiones teóricas, descubri-
mos con frecuencia que nuestros términos y concep-
10
tos aún no están claramente definidos y, a menudo,
inducen a confusión. Por eso me creí obligada a seguir
varias líneas de investigación.
En mi artículo, y posterior libro, sobre el seJf y el
mundo objeta! (1954, 1964), me ocupé del modo en
que se establecen en el niño las representaciones del
seJfy del objeto, y del papel de estas en la estructura-
ción gradual de las relaciones objetales, las identifica-
ciones y la formación de la identidad. Estos temas son
de suma importancia para la comprensión de las psi-
cosis, y lo mismo puede decirse de los problemas con-
cernientes a los afectos y estados de ánimo. Como lo
señaló con acierto Rapaport (1953), todavía no hemos
elaborado una teoría general de los afectos que resul-
te satisfactoria. Por consiguiente, dedicaré el primer
capítulo de este libro a la discusión de los problemas
básicos y las cuestiones aún no resueltas en \a teoría
psicoanalítica de los afectos.
Los demás capítulos son de orientación principal-
mente clínica. En la mayoría presento extensos estu-
dios de casos, algunos de pacientes gravemente enfer-
mos, todos los cuales -y esto debe destacarse- fue-
ron tratados por medio de psicoanálisis corriente. En
los capítulos de la Primera parte, presento materiales
obtenidos sobre todo del tratamiento de pacientes neu-
róticos en tanto que el material presentado en la Se-
gunda parte proviene del psicoanálisis de pacientes
fronterizos y psicóticos aquejados de depresión. Mi te-
ma básico es la depresión y lo he abordado de diver-
sos modos. Algunos capítulos tratan de problemas de
desarrollo; otros, de defensas características o de la ín-
dole de las identificaciones y las relaciones objetales.
Por medio de la comparación de fenómenos normales,
neuróticos y psicóticos, examino además problemas
de diagnóstico diferencial y tratamiento. Por último, en
un apéndice, expongo las impresiones recogidas du-
rante los estudios de seguimiento de pacientes a quie-
nes traté de niños, así como de varios pacientes adul-
tos a los que pude seguir por muchos afios (en algu-
nos casos, hasta treinta y cinco).
Algunos de los capítulos se basan en trabajos ya
publicados y otros aparecen aquí por primera vez: to-
11
dos han sido revisados con detenimiento, refundidos,
abreviados o ampliados. Se relacionan de manera es-
trecha con mi libro The Self and the Object World
(1964) y con mi Freud Anniversary Lecture (Psycho-
tic Conflict and Reality, 1967), y los complementan.
Este prefacio se propone facilitar la lectura del li-
b:co por la indicación del común marco de referencia
de los diversos capítulos que parecen tratar asuntos
tan varios. Me sentiría feliz si este libro, y l.as dos mo-
nografías mencionadas, pudiesen acrecentar la com-
prensión clínica de los pacientes psicóticos y, en espe-
cial, de los casos narcisistas y fronterizos que hoy
abundan en la práctica psicoanalítica. Además espero
que contribuyan a un mayor desarrollo de nuestra psi-
cología psicoanalítica del yo y de una futura teoría psi-
coanalítica de la psicosis.
12
Agradecimientos
13
Primera parte
l. La teoría psicoanalítica de los afectos
17
mente de relieve este problema desconcertante. En In-
hlblclón, síntoma y angustia (1926d) echó las bases
para la elaboración de conceptos más claros y moder-
nos. Sin embargo, cuando buscamos otros trabajos
analíticos sobre el tema, descubrimos con asombro que
muy pocos psicoanalistas se han atrevido a abordar
este problema apasionante, pero intrincado, y a conti-
nuar la obra de Freud. En vista de ello, considero que
vale la pena examinar una serte de problemas no re-
sueltos, puntos controvertidos y opiniones contradic-
torias.
18
sensación como afectos» (pág. 152 [AE, XN, pág. 147)).•
19
•la palabra "emoción" se utiliza unas veces para de-
signar un fenómeno, y otras, para designar la dinámi-
ca subyacente en un fenómeno o grupo de fenómenos.
Por ejemplo, en la descripción de una determinada
"emoción". como el miedo o la cólera, la expresión
"emoción" se refiere a un fenómeno; en caJI1bio, en
[la descripción de) una enfermedad psicosomática, la
palabra "emoción" se refiere a la dinámica yetiologfa
de la perturbación. Más aún, cuando se lo utiliza para
indicar fenómenos, el término ''emoción" denota al-
gunas veces fenómenos fisiológicos y motores, como
las expresiones faciales, y otras, fenómenos de viven-
cia conciente, como los "sentimientos". Del mismo mo-
do. cuando se la emplea para indicar la dinámica sub-
yacente de los fenómenos, la palabra "emoción" en
ocasiones denota dinámicas fisiológicas» (pág. 11).
20
Salta a la vista que para Reid las emociones son
al menos una manifestación de fuerzas energéticas. Sin
embargo, sus formulaciones finales indican claramente
que es reacio a integrar este concepto con la teoría psi-
coanalítica de la pulsión y. más aún, a convertir esta
en la base de sus definiciones.
Si, desde las extensas formulaciones de Reid, echa-
mos una mirada retrospectiva a las definiciones sim-
ples pero precisas de Freud y a las claras enunciacio-
nes de Rapaport, podemos llegar a la conclusión de que
no hay razón para que el psicoanálisis no adopte el tér-
mino «emoción• o no lo utilice con mayor soltura. Más
aún, los recientes progresos en las investigaciones fi.
siológtcas y psicológicas recomiendan ampliar las de-
finiciones originales de Freud. Los términos «emocio-
nes,, y «afectos» pueden usarse como sinónimos para
designar globalmente el complejo conjunto de mani-
festaciones psicológicas y fisiológicas. Tal definición
incluirla los fenómenos motores y pautas de conducta
de tipo afectivo, los fenómenos habitualmente deno-
minados «equivalentes de afecto• y -como suplemen-
to de la breve referencia freudiana a las manifestacio-
nes circulatorias y secretorias- todos los aspectos neu•
rofisiológicos y endocrinológicos que se han descubier-
to gradualmente a lo largo de varias décadas de inves-
tigación. En cambio, el término «sentimientos» se pue-
de circunscribir a las experiencias sentidas subjetiva:
mente.
Reid restringe el término «emoción• al «estado más
violento y agitado del organismo»: esta limitación de
su significado sólo seria aceptable si encontráramos
otra palabra para designar los fenómenos afectivos 1tle-
ves» tanto en el nivel psicológico como en el somático.
En tanto carezcamos de ese término, no podremos pa-
sar por alto la existencia de todos los sentimientos y
estados de sentimiento leves, persistentes y mixtos que
entran en la esfera de nuestras diarias observaciones
psicoanaliticas. Las definiciones de Hinsie, Shatzky y
Reid son convenientes para los psicólogos y neurofi-
siólogos expertmenqiles, que sólo estudian afectos •vio-
lentos» aislados, y no toda la gama de sentimientos hu-
manos. Ellas no tienen en cuenta que la vida sigue su
21
curso en procesos dinámicos continuos que se expre-
san en una fluctuación constante entre estados emo-
cionales psicológicos y fisiológicos de calma o de agi-
tación. Podrían tentamos fácilmente a contemplar las
emociones como unos fenómenos por completo pato-
lógicos o excepcionales, y a olvidar que aun las fun-
ciones y los estados yoicos más «desapegados• se acom-
pañan de emociones y sentimientos.2 A lo largo de este
libro examinaré las consecuencias más amplias de es-
tas enunciaciones.
Comparto la opinión de Brierley (1937) de que «si
usáramos diferentes palabras para designar diferentes
grados de afectividad, evitaríamos muchas confusio-
nes». Podríamos aplicar el término •afectos• a los esta-
dos más violentos, como cólera o miedo, y «sentimien-
tos•, a aquellas experiencias íntimas más suaves y du-
raderas, como compasión, lástima, felicidad, amor y
resentimiento. No obstante, la diferenciación basada
en la intensidad no es fundamental, ni puede ser clara
y precisa. Por ejemplo, el mismo Brierley no funda su
terminología en consideraciones cuantitativas, sino
cualitativas y genéticas. Deseo señalar desde ya que,
por razones prácticas, no siempre aplicaré estrictamen-
te el distingo terminológico aquí propuesto entre emo-
ciones, afectos y sentimientos.
22
«el sistema Ce normalmente gobierna la afectividad así
como el acceso a la motilidad ( ... ) Con una formula-
ción invertida podríamos decir: Mientras el sistema Ce
gobierna la afectividad y la motilidad, llamamos nor-
mal al estado psíquico del individuo ( ... ) Mientras que
el imperio de la Ce sobre la motilidad voluntaria es
muy firme, y por regla general resiste el asalto de la
neurosis y sólo es quebrantado en la psicosis, su go-
bierno del desarrollo del afecto es menos sólido» (1915e,
pág. 179 [AE, XIV, pág. 175]).
23
retomó el problema de los afectos y, en particular, el
de afecto de angustia. Los puntos principales de esta
nueva teoría pueden resumirse así: 1) la angustia no
es el resultado sino el motor de la represión; 2) surge
en el yo con arreglo a una pauta quizá preformada fi-
logenéticamente pero, en el individuo, queda estable-
cida fisiológicamente por el trauma del nacimiento y
es reproducida psicológicamente por el yo, a modo de
señal, en situaciones de peligro. Freud señaló:
24
La nueva teoría freudiana de la angustia ha influi-
do profundamente, de muy diversas maneras, en nues•
tro pensamiento teórico y clínico. Abrió nuevos pano-
ramas a nuestra comprensión del desarrollo normal
y neurótico. Su consideración del factor fisiológico en
el desarrollo de la pauta de angustia ha inspirado in-
vestigaciones psicofisiológicas, particularmente en el
campo de lo psicosomático. Su insistencia en el papel
causal de sucesos reales en la formación de la vida psí-
quica como tal ha vuelto a centrar la atención en el
influjo de la realidad sobre las pautas de reacción emo-
cionales.
25
su naturaleza y a buscar, por fin, clasificaciones ade-
cuadas.
La necesidad de una clasificación surge no sólo de
nuestra actual visión de la naturaleza de la angustia
y otros afectos conexos, sino también del hecho de que,
en las últimas décadas, la psicología del yo ha abierto
el camino hacia la comprensión de afectos y estados
afectivos tales como la pena, los sentimien.tos de cul-
pa, la depresión, el tedio, la apatía, la risa y la exalta-
ción ..
Una buena clasificación psicoanalítica de los afec•
tos debe basarse en las siguientes consideraciones fun- •
damentales: 1) tenderá a relacionar los fenómenos afec-
tivos con los correspondientes procesos psicoeconó-
micos y condiciones de investidura (..cathectic con·
ditions11]; 2) tomará nota de nuestra posición teórica
actual. Las clasificaciones deben integrar la nueva teo-
ria de la angustia y la división de las fuerzas psíquicas
en energía libidinal, agresiva y neutra (desexualizada,
desagresivizada). Además, deben tener en cuenta los
aspectos genéticos, las distinciones estructurales mo- .
dernas y el estado actual de la psicología ·del yo.
Un conjunto de clasificaciones establecería quizás
una base firme para estudios sistemáticos del desarro-
llo afectivo y de las vicisitudes de los afectos. Pero, co-
mo se verá, la búsqueda de clasificaciones útiles ha
puesto de relieve muchos problemas desconcertantes,
aún no resueltos, concernientes a la naturaleza y cua-
lidades de los afectos. En vista de nuestra insuficiente
comprensión.de estos y del significado de sus cualida-
des, nada tiene de sorprendente que la mayoría de los
intentos de clasificación psicoanalítica de los afectos
resultaran de valor limitado.
La comparación entre las concepciones, distingos
y clasificaciones de Landauer (1938) y Glover (1948)
revela unas contradicciones que nos dejan perplejos.
Estas provienen de tentativas de considerar todos los
afectos como representaciones pulsionales -segúnlas
primeras definiciones de Freud- o de separarlos de
las mociones pulsionales para alinearlos exclusivamen-
te con el yo. Esta última tendencia caracteriza las ideas
interesantes, aunque confusas y especulativas, de Lan-
26
dauer, que no señalan afinidad sino oposición entre
los afectos y las mociones pulsionales.
Por otro lado, un vistazo al libro de Glover (1948)
pone de manifiesto las complicaciones y contradiccio-
nes que surgen cuando adherimos a definiciones y con-
cepciones obsoletas. Glover establece una diferencia-
ción entre afectos simples y compuestos, primarios y
secundarios, de tensión y de descarga. Su distingo en-
tre afectos simples (o componentes de afecto) y com-
puestos (o fusiones de afectos) relaciona constructiva-
mente los afectos con las pulsiones básicas y estable-
ce una base firme para su estudio. específico.
Brierley (1937) bosquejó las líneas que deberían se-
guir esos estudios. Han de centrarse en la fusión gra-
dual de los prir:qitivos componentes de afecto y su de-
sarrollo en actitudes y experiencias emocionales adul-
tas complejas, y deben considerar las correlaciones
entre desarrollo pulsional y afectivo. La idea de Brier-
ley de clasificar los afectos y emplear términos dife-
rentes para las distintas etapas de su desarrollo es su-
mamente constructiva. Pero su terminología especial
no es práctica en vista del uso generalmente estable-
cido del término «emociones» en el sentido antes indi-
cado.
La segunda propuesta de Glover -distinguir entre
afectos primarios y secundarios- lo pone inmediata.•
mente en dificultades que, en parte. él mismo recono-
ce. Admite que la angustia, si bien es reactiva, consti-
tuye sin duda un afecto primario. Empero, su insis-
tencia en definir el afecto simple como «una respuesta '
emocional especifica a cualquier vicisitud de un ins-
tinto determinado» (1948, pág. 45) lo obliga a recurrir
al «instinto de autoconservación». Por eso tanto sus di-
ferenciaciones como sus definiciones de los afectos
reactivos primarios y secundarios parecen inacepta-
bles.
Podríamos remplazar esta clasificación por otra
que utilice nuestros conceptos estructurales corrien-
tes. Ciertos afectos siempre han sido caracterizados de
ese modo; por ejemplo, los sentimientos de culpa se
definen comúnmente como generados por una tensión
entre el yo y el superyó. Aunque todos los afectos son
27
experiencias yoicas y se desarrollan en el yo, una de
sus determinantes cualitativas será la ubicación de la
tensión energética básica que los ha inducido, y que
puede surgir en cualquier punto dentro de la organi-
zación psíquica.
Una clasificación de este tipo no sólo introduciría
conceptos estructurales en la teoria de los afectos, si-
no que además rehabilitaría las consideraciones psi-
coeconómicas que la última exposición de Freud acer-
ca del afecto de angustia tal vez nos tentó a descuidar.
En verdad, podria ayudarnos a combinar ambas for-
mulaciones con la concepción actual de la angustia y
otros afectos similares. Yo propondria la siguiente cla-
sificación:
28
a partir de tensiones intersistémicas, como los senti-
mientos de culpa, siempre expresan conflictos fntra-
psiquicos: en cambio, los derivados de tensiones intra-
sistémicas no indican necesariamente la existencia de
un •conflicto», aunque pueden hacerlo. No he incluido
en mi clasificación las tensiones (o sea, los "conflictos»)
entre el yo y la realidad. En mayor o menor medida,
todo afecto entrañ.a una respuesta emocional a la rea-
lidad. Ahora bien, la tensión psíquica básica, aunque
sea inducida por estímulos externos, sólo puede sur-
gir dentro de la organización psíquica, y no entre ella
y el mundo exterior.
Estas observaciones indican que la clasificación
propuesta puede resultar de valor limitado. Sin duda,
se prestará a simplificaciones excesivas si no tenemos
presente la naturaleza compuesta de la mayoría de los
sentimientos, en especial los sentimientos, estados de
sentimiento y talantes duraderos, que trataremos de-
talladamente en el capitulo 3.
Al decir esto. me refiero a sentimientos y actitudes
emocionales tales como la bondad y la falta de cora-
zón, la compasión y la crueldad, el amor y la hostili-
dad, la tristeza, la pena y la felicidad, la depresión y
la exaltación, y todos los afectos y estados afectivos
muy individualizados que corresponden a nuestras di•
versas funciones yoicas (p.ej., nuestros intereses per-
sonales en objetos y cosas). Todos los fenómenos de'
este tipo son fusiones, extremadamente complejas, de
componentes afectivos pertenecientes a los dos gru-
pos (1 y 2) de la clasificación propuesta.
Aun al analizar el amplio trasfondo inconciente de
un afecto en apariencia simple, descubrimos que pue-
de ser evocado conjuntamente por un estímulo exter-
no y por tensiones intersistémicas o intrasistémicas.
Por ejemplo, un estallido de cólera (que, según mi cla-
sificación, pertenece al subgrupo la) puede ser indu-
cido por una provocación externa. También puede ex-
presar la irrupción súbita de una agresión inhibida des-
de hace mucho tiempo por una lucha entre el yo y el
ello, una defensa del yo de alguna otra moción pulsio•
nal (p.ej., un impulso sexual), o una defensa del yo de
alguna exigencia del superyó.
29
En otras palabras, el valor teórtco básico de esta cla-
sificación radica en que define aproximadamente el ti-
po afectivo desde los puntos de vista dinámico y es-
tructural. Pero no puede revelar el significado de los
afectos, ni siquiera de uno especifico y en apartencla
simple. De hecho, en la organización psíquica madu-
ra y diferenciada en alto grado, la expresión afectiva
definitiva puede desarrollarse a partir de una serte de
tensiones psíquicas intersistémicas e intrasistémicas.
Estas se interrelacionarán, se condicionarán unas a
otras, y surgirán, de manera simultánea o sucesiva,
en vartos puntos del aparato psíquico. Por consiguien-
te, sólo podemos comprender los afectos partiendo del
estudio simultáneo de las experiencias perceptivas aso-
ciadas y los procesos ideacionales concientes e incon-
ctentes.
En su disertación sobre los afectos, pronunciada en
1952 durante la Asamblea Anual de la Asociación Psi-
coanalítica Norteamertcana, y en su posterior artículo
acerca de la teoría psicoanalitica de los afectos ( 1953),
Rapaport señaló entre otras cosas la simplificación in•
herente en mi clasificación. Sostuvo, además, que ella
c,constgue reformular la "teoría del conflicto" de los
afectos en términos estructurales» (Rapaport, 1953,
pág. 192). Este argumento no me parece válido. Co-
mo señalé antes, «tensión» y «conflicto» no son concep-
tos idénticos, salvo que ampliemos indebidamente el
segundo. También declaré alli que los afectos pueden
expresar un conflicto, pero no necesariamente lo ha-
cen. No podemos negar, por cierto, la existencia de
afectos y estados afectivos que expresan conflictos. Pe-
ro tanto en este capitulo como en el capitulo 3, y en
ott:as publicaciones (1954, 1964), he hecho especial
hincapié en que los afectos y los sentimientos, como
tales, son manifestaciones psíquicas normales.
Rapaport ( 1953) se preguntaba igualmente si mi
teoría «en su simplicidad clasificatoria ( ... ) no impi-
de una explicación teórica de los muchos matices y
vartedades de afectos que surgen durante el proceso
de domeñamiento, asi como de aquellas vartedades de
"estados afectivos" continuados ( ... ) que parecen ser
formaciones cuasi estables que integran, en una espe-
30
ele de subestructura, los complejos aportes del ello, el
yo y el superyó así como sus equilibrios fluctuante&
(pág. 193).
Yo misma había apuntado esto en el trabajo publi-
cado al que se refería Rapaport. Pero este llamó la aten-
ción sobre otro aspecto que considero significativo. Se-
ñ.aló que «el punto de vista estructural no parece dete-
nerse en el análisis de los factores del yo, el ello y el
superyó, sino que emprende el estudio de la estructu-
ralización dentro de cada uno de ellos, asi como el de
la estructuralización de las funciones que unen com-
ponentes provenientes de todos ellos» (pág. 193).
Esto nos conduce a un problema que, tal vez, no
examiné suficientemente en el trabajo original en que
se basa este capitulo: el de las •defensas afectivas (dis-
tribuciones de energía de contrainvestidura) que se
pueden considerar alteraciones de los umbrales de des-
carga». Rapaport declaró: «El endicamiento de las pul-
siones por las defensas coadyuva al uso más variado
e intensivo de los canales de descarga afectiva y las
éorrespondientes "cargas afectivas"• (pág. 194). Estoy
plenamente de acuerdo con estos comentarios, y tam-
bién con sus formulaciones acerca del •desarrollo de
la jerarquía ascendente de motivaciones». Pero la ma-
yor parte de lo antedicho ya había sido expresado por
mi, aunque en otros términos, en mi artículo (1954)
y en mi libro The Self and the Object World (1964, '
págs. 84-6).
31
autores reflejan nuestra insuficiente comprensión de
los afectos y sentimientos.
Es cierto que, como lo señala Brierley (1937), la idea
de descarga sigue presente en Inhibición, síntoma y
angustia. Pero cabe advertir que, en su referencia a
las cualidades displacenteras de la tensión, Freud de-
be de haber relacionado, por lo menos, los afectos dis-
placenteros con la tensión creciente. Si bien coincido
con Brierley en que, a primera vista, nuestro concep-
to moderno del papel que desempeña el afecto de an-
gustia en el desarrollo normal y neurótico parece con-
tradecir la idea de descarga, espero demostrar que el
concepto de tensión no contradice realmente el de des-
carga.
Al leer las enunciaciones de Brierley, tengo la im-
presión de que su concepto de tensión se basa en con-
clusiones generales, extraídas de la cualidad peculiar
del afecto de angustia y de su exclusiva función de se-
ñal. La cualidad de la angustia sugiere, por cierto, la
descripción de este afecto como un fenómeno de ten-
sión.
32
ley encierran implicaciones cuestionables. Todas se
aproximan mucho a la premisa de que los afectos en
general son fenómenos patológicos provocados por un
endicamiento de energía psíquica que no puede des-
cargarse en forma adecuada. Recuerdan la definición
de la emoción propuesta por Reid (tcun estado del or-
ganismo, viole11to y agitado•) y la idea popular de que
los neuróticos son "individuos emocionales•.
Si Brierley acierta cuando supone que nuestras con-
cepciones modernas de la angustia y su función sus-
tentan sus puntos de vista, entonces se hace evidente
la influencia de la segunda teoría freudiana de la an-
gustia. Indudablemente, no podemos discutir el hecho
de que la angustia y los afectos displacen teros relacio-
nados con ella parecen poseer cualidades de "tensión11.
Pero, al contrario de lo que Brierley cree, su concep-
ción de la tensión no armoniza con el principio de pla•
cer. En tanto supongamos que el placer y el displacer
controlan la vida psíquica, deberán funcionar como •in-
dicadores• -término utilizado por Hartmann (1927)-
o señales que concurren a regular la economía psíqui-
ca. Pero la formulación de Freud de que la organiza-
ción psíquica apunta a evitar dolor y ganar placer, nos
permite considerar el placer como una meta final al
menos.
Las ideas de Brierley y otras similares, que consi-
deran los afectos en general como fenómenos de ten-•
sión o los hacen derivar de un endicamiento de ener-
gía psíquica, parecen pasar por alto .los afectos placen-
teros que, según la opinión original de Freud, están
ligados al alivio de la tensión. Aunque Freud revisó esta
premisa, sería absurdo pensar, por ejemplo, que los
sentimientos de alivio son fenómenos de tensión. No
debemos olvidar que los afectos placenteros están li-
gados, por decirlo así, no sólo a todas las funciones nor-
males del yo, sino también, y en particular, a las des-
cargas pulsionales directas, o sea, a experiencias de
proceso primario. Los afectos que expresan una grati-
ficación sexual u oral no respaldan la opinión de que
todos los afectos surgen a consecuencia de una des-
carga motora inhibida, aunque es cierto que frustra-
ción, inhibición y represión alteran su intensidad y
33
cualidad. 3 Durante el desarrollo del yo y el superyó,
los afectos se modifican, en verdad, cada vez más, y
esto nos permite caracterizar como afectos de tensión
a un gran número de afectos y estados afectivos de los
adultos.
La clave de la idea de tensión de Brierley (a mi jui•
cio, equivocada) parece ser su referencia a la concien-
cia como órgano sensorial y a los afectos como otros
tantos productos de la estlmulación de la superficie in-
terna. Nuestras sensaciones y sentimientos son, indu-
dablemente, fenómenos de percepción interna. El dia-
grama del aparato psiquico que presenta Freud en La
lnterpretaclón de los sueños (1900a, cap. VII), y su des-
cripción de los procesos psíquicos que avanzan del sis-
tema de percepción al sistema motor, podrian indu-
cimos a situar los sentimientos al comienzo del arco
estímulo-reacción. Por otro lado, sus conceptos de la
nidentidad de percepción• y del sueño como cumpli·
miento de deseo, excluyen la equiparación entre esti- ·
mulo y percepción. De hecho, el esquema de proceso
psíquico que Freud traza según el modelo del reflejo
no corresponde al concepto psicoeconómico de un pro-
ceso de descarga psíquica. Desde el punto de vista psi-
coeconómico, un estímulo externo o interno provoca
aumentos de tensión generadores de liberación y des-
carga psíquicas. Este proceso se manifiesta en fenó-
menos motores, así como en sensaciones y sentimien-
tos percibidos por las superficies externa e interna de
la conciencia. De ahí que, habitual y correctamente,
nos refiramos a las sensaciones y emociones como «res-
puestas» o «reacciones» a un estímulo.
En otras palabras, un diagrama de orientación neu-
rofisiológica puede representar un proceso psíquico
que avance de la percepción del estímulo a la reacción
motora; en cambio, si nos atenemos a las concepcio-
nes dinámicas y psicoeconómicas, más bien debería-
mos describir ese proceso como aumento de tensión
34
intrapsiquica provocado por la estimulación externa
o interna; descarga de tensión; reacción sensorial, afec-
tiva y motora. 4 Empero, mis argumentos prelimina-
res en contra de una concepción de los afectos basada
en la idea de tensión todavía no son suficientes para
zanjar esta cuestión. Evidentemente, no podemos to-
mar una posición definida sin antes incursionar en el
problema, aún no resuelto, de las cualidades de 'placer-
displacer de los sentimientos y sus relaciones con la
economía psíquica.
35
Sus reiteradas consideraciones sobre este asunto
en posteriores trabajos teóricos prueban que el mis-
mo Freud no lo consideraba resuelto. En Más allá del
principio de placer ( 1920g). expresó:
36
sivo de la pulsión de vida, se agrega una prima de pla-
cer. No nos sorprende que estas ideas desconcertan-
tes indujeran a Freud a corregirse a sí mismo en •El
problema económico del masoquismo" (1924c):
37
y concluyó diciendo que todavía se justificaba que vié-
ramos en el principio de placer al «guardián de la vi-
da» (pág. 161 (AE, XIX, pág. 1671).
Nos damos cuenta de que sólo el primero de los tres
principios mencionados, el de Nirvana. es una ley eco-
nómica, pues su meta es eliminar la tensión. El segun-
do, o sea, el principio de placer-displacer, se refiere a
cualidades del sentimiento. y el tercero, el de realidad,
a los factores que lo modifican. Acerca de las pulsio-
nes de vida, Freud no mencionó una ley económica
(p.ej., el principio de constancia) que pudiera vincu-
larse de algún modo con el principio de placer. Tam-
poco examinó las relaciones entre las cualidades de
afecto y la pulsión de muerte, salvo para observar que
esta última se halla más allá del principio de placer.
Tal vez Freud haya omitido deliberadamente estas
cuestiones por prudencia. Si tanto el placer como el
displacer pueden relacionarse con los aumentos o dis-
minuciones de la tensión psíquica, y si la pulsión de
muerte está más allá del principio de placer, las rela-
ciones entre las cualidades de placer-displacer y la eco-
nomía psíquica se vuelven, en verdad, muy confusas.
Advertimos que las nuevas proposiciones de Freud lle-
gan muy lejos y. en consecuencia, plantean muchos
problemas nuevos. En todo caso, dan a entender que
los principios de placer-displacer no pueden conside-
rarse principios económicos.
38
demostrar no implica que, para mi, todos los afectos
constituyan experiencias concientemente sentidas.)
Volvamos, pues, a las primitivas opiniones de Freud
sobre este punto.
Freud relacionó el displacer con el aumento de ten-
sión, y el placer con su disminución, como resultado
lógico de su orientación fisiológica: para él, el reflejo
era el modelo del aparato psíquico. En lo concernien-
te a la experiencia placentera contenida en el acto se-
xual, sólo la explicación del placer previo parecía plan-
tear grandes dificultades teóricas. Sin embargo, tanto el
placer previo como el placer final anexo a la descarga
orgástica de energía sexual representan experiencias
afectivas compuestas. Lo que confiere al orgasmo su
peculiar cualidad oscilante es que incluye unas ondas
rítmicas de sentimientos de excitación en climax que
luego se truecan en sentimientos de alivio y, por últi-
mo, de satisfacción. Por consiguiente, la experiencia
de descarga orgástica no consiste simplemente en el
placer del alivio, sino que fusiona dos cualidades de
placer opuestas o, más bien, fluctúa entre ellas: un pla-
cer de gran excitación, que expresa una tensión lleva-
da al climax, y un placer de alivio, que indica la decli-
nación final de la tensión. La cualidad del placer or-
gástico final en sí mismo nos lleva, forzosamente, a
la conclusión cie que el proceso de descarga abarca tan,
to la tensión ascendente como la decreciente, y que
ambas pueden producir placer, aunque de cualidad va-
riable. Este es un razonamiento. apto para resolver las
contradicciones aparentes entre el concepto freudia-
no de descarga de los afectos y el supuesto de Brierley
de que todos los afectos son fenómenos de tensión. Es
evidente que, aunque correspondan a procesos de des-
carga, los af~ctos pueden expresar un aumento o una
caída de tensión. Lo que parece incorrecto y engañoso
es yuxtaponer directamente «tensión» y •descarga», in-
exactitud esta que se refleja en nuestra terminología.
Con frecuencia, utilizamos los vocablos utensión»
y «excitación,, [«excitation, excitement»], o «descarga»
y «alivio", como si fueran sinónimos. Yo diría que «ex-
citación» sólo describe una cualidad de sentimiento que
corresponde a una tensión psicoenergética creciente,
39
en tanto que •tensión» y «alivio• pueden utilizarse con
referencia a las cualidades de sentimiento o a los co•
rrespondientes niveles de tensión energética. Estos tér•
minos describen algo estático; en cambio, •descarga»
designa algo dinámico: sólo puede referirse al flujo de
fuerzas psíquicas, o sea, al proceso energético en si,
que, finalmente, provoca una caída de tensión. Resul•
ta significativo que Freud nunca haya caracterizado
los afectos como fenómenos de •descarga•. contrapues-
tos a fenómenos de «tensión•, sino que los haya defini-
do como «correspondientes a procesos de descarga».
Al relacionar la tensión con la descarga, debemos
comprenper que tanto en el proceso sexual como en
cualquier otro proceso de liberación psíquica que co•
mience en las profundidades del aparato psíquico y as-
cienda hacia su superficie; la fuerza del estímulo pue-
de hacer que la tensión aumente incluso cuando ya
ha empezado la descarga, hasta el momento en que,
habiendo llegado la energía a la superficie, se la pue-
da dispersar totalmente, con la consiguiente declina-
ción del nivel de tensión. Para tener una noción clara
de tales estados, podemos visualizar un receptáculo
-por ejemplo, una bañera- donde el agua entra y sa- .
le simultáneamente. Mientras el flujo de entrada sea
mayor que el de salida, el nivel del agua se elevará;
al ir disminuyendo el caudal afluente, el nivel del agua
empezará a decrecer; una vez que haya cesado la en-
trada de agua, la bañera acabará por vaciarse:
Soy conciente de que esta comparación en térmi-
nos de «cantidades• es una simplificación útil pero dis-
cutible. Evidentemente, las relaciones entre las subi-
das y bajadas de tensión y los procesos de descarga
son muy complejas.
Podemos visualizar la complejidad de las correla-
ciones entre tensión y descarga psíquicas si recorda-
mos que el aparato psíquico es un dominio amplio den-
tro del cual el nivel de tensión energética puede subir
en un punto y bajar en otros. Rapaport (1953) señaló
correctamente que los procesos de descarga sólo cons-
tituían un grupo entre los muchos procesos psíquicos.
La energía móvil se distribuye constantemente: en un
punto se la liga y en otro se la moviliza, libera y des-
40
carga. En diversos puntos de la organización psiqui•
ca, se desarrollan procesos de investidura y contrain•
vestidura: pueden producirse cambios de investidura
con fuerzas psíquicas libidinales, agresivas o neutra-
les: cambios referentes a las condiciones de contrain-
vestidura y desplazamientos de investidura entre dos
puntos del campo psíquico. No obstante, como _lo se-
fialamos anteriormente, nuestros afectos y, en espe-
cial, nuestras experiencias de sentimiento concientes
-por más complejas, sutiles y altamente diferencia-
das que sean- nos dicen muy poco acerca de las com-
plicadas condiciones que reinan en lo profundo del apa•
rato psíquico. Nada pueden revelarnos con respecto a
los diversos cambios de nivel de tensión que se pro-
duzcan por debajo de determinado umbral, porque no
expresan la energía psíquica «ligada~ sino el flujo ener-
gético:5 más aún, sólo lo expresan una vez que haya
superado determinado umbral de tensión.
Esta exposición de las relaciones entre la tensión
ascendente y decreciente, por un lado, y los procesos
de descarga, por el otro, nos ayuda a aclarar nuestros
dos problemas desconcertantes: la cuestión de tensión
versus descarga y la relación de placer-displacer con
tensión y alivio.
Coh respecto a la primera, sólo puedo repetir que
el modo de plantear la cuestión fue, evidentemente,
erróneo. El problema no radica en determinar si los
afectós son fenómenos de tensión o de descarga. No
hay duda de que podemos adherir a la definición ori-
ginal de Freud de que los afectos corresponden a pro-
cesos de descarga: pero podemos suplementaria con
el enunciado de que parecen expresar las alzas y ba-
jas de tensión producidas en el curso de un proceso
de descarga, y se desarrollan durante el periodo ini-
cial de constante aumento de tensión. Si los afectos
no expresan tensión (a diferencia de descarga) sino el
flujo de energía psíquica móvil liberada y los cambios
en el nivel de tensión (o en la canUdad de excitación
5
Resulta significativo que Freud (1920g) haya relacionado el
placer y el displacer con •la cantidad de excitación presente 'en la
vida anímica -y no ligada de ningún modo-• (pág. 7 {AE. XVIII,
pág. 71).
41
existente durante un proceso de descarga), el concep-
to de tensión sustentado por Brierley se vuelve más
significativo pero su argumento contra la idea de des-
carga deja de tener sentido. La diferenciación de Glo-
ver entre los afectos de tensión y los de descarga tam-
poco parece bien elegida, a la luz de la concepción que
he presentado. Sería preferible distinguir entre afec-
tos, que expresan descarga en la etapa de tensión cre-
ciente y menguante, y, en el caso de experiencias afec-
tivas concientes, de manera simple y descriptiva, sen-
timientos de tensión, excitación y alivio emocionales.
42
Schur define el principio de displacer como regu-
lador de "la necesidad de retraerse [se refiere tanto al
retraimiento físico como al retraimiento de investidu-
ras específicas] de la estimulación excesiva que mar-
tillea el aparato psíquico desde el exterior, donde "ex-
terior" significa tanto desde fuera del organismo co-
mo desde fuera del aparato psíquico" (pág. 137). Señala
que, a diferencia del principio de placer, que éntraña
una respuesta de •aproximación•, "no existe ninguná
fuerza motivacional que impela a buscar un objeto pa-
ra retraerse de él» (pág. 151). Esto es indudablemente
correcto, pero Schur no examina en este sentido los
recursos alternativos de la fuga (retraimiento) o la lu-
cha como respuestas al peligro externo e interno.
En su breve capítulo sobre el ello y la agresión,
Schur declara: "Desde el punto de vista de nuestra ex-
periencia clínica, tenemos razones para suponer que
la pulsión agresiva también está sometida a una regu-
lación por los principios de displacer y de placer" y des-
taca que la descarga agresiva •se combina, principal-
mente, con una descarga de la pulsión libidinal" (pág.
121), sin mencionar, empero, la respuesta de lucha
frente al peligro. Esta respuesta es, sin embargo, muy
importante desde el punto de vista de la evolución (lu-
cha por la supervivencia), y para la comprensión de
los conflictos internos y las defensas. Tal como lo se-
ñaló Hartmann ( 1950), las formaciones de contrainves~
tidura usan fuerzas agresivas más o menos neutrali-
zadas.
Schur define el principio de placer como regulador
de cela necesidad de recrear, mediante acción o fanta-
sía, cualquier situación en que se haya producido la
experiencia de satisfacción por la eliminación de ten-
sión pulsional• (pág. 145). Desde su punto de vista, la
respuesta de •lucha" igualmente sería regulada por el
principio de placer, por cuanto entraña una respuesta
de •aproximación" y puede conducir a una excitación
agresiva placentera y a una satisfacción final por eli-
minación de tensión pulsional.
Deberíamos inferir, pues, que la respuesta de •fu-
ga• (retraimiento) ante el peligro es regulada por el prin-
cipio de displacer, en tanto que la respuesta de •lucha•
43
es regulada por el principio de placer. Esta conclusión
nos indica las dificultades creadas por la rigurosa di-
ferenciación que establece Schur entre un principio de
placer y uno de displacer, la cual lo obliga a estable-
cer nuevas distinciones: la estlmulación sexual tiene
por meta la descarga placentera y, en consecuencia,
es regulada por el principio de placer, en tanto que «la
experiencia del dolor (estimulación excesiva y poste-
rior peligro) estimula el retraimiento y es regulada por
el principio de displacer» (pág. 150).
Schur pasa luego al nivel vivencial y seiiala las di-
ferencias entre los sentimientos de alivio inmediata-
mente posteriores a la desaparición de la tensión (do-
lor, peligro, etc.) y los sentimientos de placer que si-
guen a la satisfacción pulsional. Existen, sin duda,
estas diferencias entre las cualidades afectivas. Por otro
lado, cualquier estimulación excesiva, incluida la se-
xual. puede provocar displacer e incluso dolor, y cual-
quier gratificación pulsional placentera (sexual o agre-
siva) induce a experimentar también sentimientos de
alivio. Es más: hasta los procesos de descarga displa-
centeros (p.ej., el llanto) producen sentimientos de ali-
vio. Estas consideraciones nos llevan a plantearnos el
problema de la relación entre los principios de placer-
displacer y la experiencia afectiva de placer y displacer.
Freud se aproximó notablemente a una equipara-
ción desconcertante entre los principios de placer y dis-
placer, y los de Nirvana y constancia. En vista de ello,
Schur ·abandona por completo estos últimos y consi-
dera que los dos primeros son «básicamente principios
económicos reguladores que intervienen en la acumu•
lación y evitación_ de tensiones, así como en la bús-
queda de estímulos y objetos de descarga de tensión»
(pág. 157).6 En consecuencia, cuando habla de estos
principios reguladores. emplea los términos «placer» y
6 Podría afladlr la siguiente opinión de Schur: •El propósito de
estas formulaciones no es restar ilnportancla a las formulaciones
. económicas, que son conceptos significativos, y válidos desde el pun•
to de vista heurístico, sino tan sólo desalentar la suposición de que
una formulación económica pueda ser por si suficientemente signi-
ficativa sin entrar a considerar los otros punt~ de vista metapsico-
lóglcos• (pág. 201). Por cierto que tiene razón.
44
«displacer• sólo como referentes a la situación econó-
mica, o sea, al aumento o disminución (excesivos) de
la tensión.
Por tal motivo, Schur critica a Freud y a otros auto-
res, incluida· yo misma, por no distinguir claramente
entre los principios y las experiencias afectivas. Yo
tiendo, en cambio, a sostener la idea de un principio
de constancia, por razones clínicas y teóricas. Creo ade-
más -y en esto coincido con Freud- que los térmi-
nos ••placer» y «displacer» se refieren, y deben seguir
refiriéndose, a cualidades de sentimiento (conciente).
Las ideas de Schur sobre este punto concuerdan con
su opinión de que los afectos no expresan procesos de
descarga pulsional sino que representan complejas res-
puestas del yo a procesos pulsionales (energéticos). Por
consiguiente, disocia los afectos y sus cualidades de
placer-displacer de los procesos pulsionales y las con-
diciones económicas y, por lo tanto, también los diso-
cia de los principios reguladores de placer-displacer:
A mi juicio, esto requeriría la elección de nuevos tér-
minos para designar los principios reguladores.
Es interesante sefialar que en sus extensas citas de
«El problema económico del masoquismo» (Freud,
1924c), Schur no incluye las significativas enunciacio-
nes (pág. 159 y sig. (AE, XIX, pág. 165 y sig.]) acerca
de la excitación placentera y los sentimientos displa-
centeros de tensión, que cité oportunamente.
Para terminar mi discusión de las ideas de Schur,
anoto que su definición del principio de placer me pa-
reció muy útil. ·implica una considerable ampliación
del concepto, que, hasta cierto punto, se hace cargo
del problema al que he dedicado tan especial atención:
el de la tensión placentera y displacentera, y la des-
carga placentera y displacentera.
Esto me retrotrae a las cualidades de placer-dis-
placer de los afectos. La principal razón que indujo a
Freud a sostener que la tensión no puede ser placen-
tera fue que, en el caso del placer previo, hay un afán
por cambiar la situación psíquica. Nunca más intentó
abordar este enmarafiado problema.
En La interpretación de los sueños (1900a, cap. 7),
Freud definió el deseo como un esfuerzo psíquico que
45
parte del displacer y tiene por meta el placer. 7 Esta
definición dificilmente podría mantenerse si supusié-
ramos que un ccafán de cambio• podría desarrollarse
igualmente a partir del placer. Si existe un deseo ane-
xo al placer, es el de que este dure. Pero este deseo
se refiere a nuestro miedo a una pérdida de placer. La
noción de que el placer entrañe el deseo o el afán de
cambiar la situación psíquica suena tan contradicto-
ria que comprendemos fácilmente el dilema de Freud.
Podríamos resolverlo por medio de la siguiente for-
mulación: si bien queremos evitar dolor (displacer) y
ganar placer, no necesariamente deseamos mantener
un placer específico por tiempo indefinido. Después de
todo, hay una enorme variedad de experiencias de pla-
cer. El afán de cambio surgido dentro de una situa-
ción placentera podría referirse al deseo de un placer
más intenso o que posea una cualidad diferente. Re-
curriré otra vez al ejemplo del placer sexual: el afán
de cambio surgido durante la fase de placer previo pa-
recería expresar no un deseo de alivio sino un deseo
de clímax: la expectativa del placer de alivio final es
parte intrínseca de la excitación orgástica. Además, en
la situación de alivio que sigue a un período de relaja-
ción gustosa, podemos observar una necesidad cada
vez mayor de estímulos que induzcan otro tipo de pla-
cer, un placer de excitación; o, para decirlo en térmi-
nos más prudentes, una necesidad de otro tipo de pro-
ceso de descarga que implique una excitación más in-
tensa.
Si este aserto es válido, debemos concluir que un
placer de tensión puede inducir el afán de excitación
más intensa; un placer de clímax, el ansia de alivio;
un placer de alivio, el anhelo por volver a experimen-
tar una tensión placentera. Esta esquematización re-
fleja el curso dinámico de la vida, que representa no
sólo cambios inevitables entre placer y displacer, de-
rivados de las exigencias de la realidad, sino que ade-
más, y en la medida en que sea placentero, alterna
constantemente entre los placeres de excitación y de
46
alivio, que corresponden a procesos de descarga con
aumentos y disminuciones de la excitación psíquica
a partir de un determinado nivel medio.
En este caso, tendríamos que interpretar de mane-
ra más amplia el significado de ccdeseo• [11wishing»]. El
término siempre se referirla a un deseo de placer, pe-
ro representaría una porfia en ciclos de placer que tie-
nen cualidades diferentes, con alternancia entre exci-
tación y alivio; ciclos que corresponden a nuestra exis-
tencia biológica y enraízan en nuestra vida pulsional.
Empero, como ya señalé, dada la gran variedad de ex•
periencias placenteras, también podemos sentir el afán
de cambio con respecto al tipo especifico de placer.
Cuando Goethe afirma que 11nada es más dificil de
soportar que una sucesión de días buenos.. ,8 eviden-
temente quiere decir que durante una experiencia de
placer específica y prolongada poco a poco nos anoti-
ciamos de sentimientos de displacer que indican un
«afán de cambiar» la situación. El deseo de suplantar
un tipo de experiencia placentera por otro afecta, sin
duda, las cualidades de placer de la experiencia origi-
nal; le añade componentes displacenteros que se fu-
sionarán con los componentes placenteros originales
y quedarán más o menos disimulados por estos. Por
cierto que, en general, muy raras veces obtenemos de
una experiencia específica un placer puro y sin mez-
cla por un período prolongado. 9 •
Esto nos lleva al problema de los estados de áni-
mo, que trataremos en el capítulo 3. Aqui deseo men-
cionar, tan sólo, que un cambio de talante puede in-
ducirnos a sentir que esta noche queremos «hacer al-
go distinto» de lo que hicimos la noche anterior. Quizás
esto guarde relación con un cambio general de las pau- .
tas de descarga.
8 •Nichts ist schwerer zu ertragen als elne Reihe von guten
Tagen•.
9 En un análisis de este estudio, Ernst Kris llamó la atención
47
En realidad, no hemos resuelto nuestro problema
pero, aun asi, es posible que al menos su discusión nos
haya acercado un poco más a una comprensión de las
relaciones entre los principios de placer-displacer y la
economía psiquica.
48
dedor de un ejé central de tensión, o sea, los modos
de los procesos de descarga. 10 Las cualidades de pla-
cer acompaftarian las oscilaciones pendulares de la ten-
sión hacia uno y otro lado, en tanto los correspondien-
tes procesos de descarga psicofisiológica puedan se-
leccionar ciertas sendas preferidas y los cambios de
tensión puedan tomar un curso definido que, al pare-
cer. dependería de ciertas proporciones, aún deséono-
ctdas, entre las cantidades de excitación y la veloci-
dad y ritmo de descarga.
Si consideráramos que esta es la función del prin-
cipio de placer, se presentaría en contradicción direc-
ta con una ley de constancia. Ahora bien, la hipótesis
de que los principios de placer-displacer actúan inde-
pendientemente -o aun en sentido contrario- de las
leyes psicoeconómtcas es insostenible. 11 Se impone
entonces la conclusión de que tal vez debamos redefi-
nir la ley de constáncta para que armonice con el prin-
cipio de placer.
Esto mismo es lo que nos sugiere el examen de las
diversas funciones de la organización psíquica, que de-
ben ser compatibles eón las leyes psicoeconómicas. Las
leyes fundamentales que rigen la vida psíquica sirven
para controlar y gratificar las mociones psiquicas, la
función de adaptación y la de autoconservactón. Una
falla en cualquiera de estas funciones se correlaciona ,
con perturbaciones en la economla psíquica.
Y bien: una ley económica que tuviera por meta
mantener un nivel de tensión constante no serla bas-
tante para esas funciones tan complejas. Por lo tanto,
debemos buscar una caracterización diferente y más
amplia de las leyes psicoeconómtcas. Reconocemos la·
49
existencia de una ley de constancia en el sentido de
una tendencia a mantener un equilibrio y una distri-
bución pareja de las fuerzas energéticas dentro de la
organización psíquica. Empero, como lo subrayó Ra-
paport (1953), la «tensión• como tal es inherente a la
idea de una •organización psíquica». La función de es-
ta ley no seria reducir la tensión, sino establecer y man-
tener un eje de tensión constante, y un margen deter-
minado para las oscilaciones que se produzcan en tor-
no de él; además, obligar al péndulo de la tensión a
volver a esta linea media y controlar el curso de sus
oscilaciones.
Los principios de placer y displacer quedarían, en-
tonces, subordinados al principio de constancia, de ca-
rácter superior y general. Las desviaciones respecto del
eje central no representarían, por si, perturbaciones
del equilibrio psíquico. Cualquiera de los siguientes fac-
tores trastornarla la economía psíquica: desviaciones
del curso placentero, preferido y biológicamente con-
dicionado, del péndulo de la tensión: una falla en el
mantenimiento de un eje de tensión constante; aumen-
tos o disminuciones por encima o por debajo de deter-
minado nivel; ensanche o estrechamiento del margen
de oscilación de la tensión.
50
ción del yo y el superyó, 12 al menos debo centrar la
atención en algunos aspectos esenciales del desarro-
llo afectivo, particularmente en los cambios que expe-
rimentan las cualidades de afecto al integrarse en la
organización psíquica los denominados ccafectos de ten-
sión».
A modo de breve introducción, continuaré ocupán-
dome de las cualidades afectivas anexas a la descarga
agresiva y de las leyes psíquicas que controlan a esta
última. Con respecto a las leyes psíquicas, hasta aho-
ra no he tomado en cuenta la proposición freudiana
de la pulsión de muerte y el principio de Nirvana. Pe-
ro es imposible eludir la cuestión de saber si las pul-
siones agresivas están ccmás allá del principio de pla-
cer" y son controladas por un ccprincipio de Nirvana",
u obedecen las mismas leyes que las mociones libidi-
nales.
Basta echar un vistazo a la bibliografía psicoanalí-
tica para advertir que la mayoría de los psicoanalis-
tas, si bien aceptan la existencia de dos tipos de pul-
siones intrínsecamente diferentes, se rehúsan a traba-
jar con la teoría de la pulsión de muerte. La razón
principal de este rechazo es, quizá, que Freud fundó
su proposición acerca de las pulsiones de vida y de
muerte en hipótesis muy especulativas, ajenas a sus
anteriores concepciones y definiciones de las pulsio-
nes. En todo caso, se pueden presentar argumentos •
válidos contra la teoría de la pulsión de muerte. (Aquí
me remito, una vez más, a lo expuesto por Schur so-
bre este punto.)
La agresión y sus derivados no sólo están al ser-
vicio de todas las funciones placenteras libidinales y
yoicas; como lo han señalado Hartmann, Kris y Loe-
wenstein (1949), no cabe duda de que una liberación
puramente agresiva también puede causar placer. Es
evidente que la meta primordial de la agresión no con-
siste en la ganancia de placer; empero, como ya he
mencionado, en situaciones de peligro es normal que
se necesiten y movilicen fuerzas puramente agresivas,
51
al servicio de la autoconservación. Estas funciones nor-
males y las vicisitudes de la agresión difícilmente pue-
den explicarse como la expresión de una lucha entre
las pulsiones de muerte y de vida, en la que estas ex-
pulsan a aquellas y las mantienen a raya hasta que
llega el momento de la victoria definitiva de las pul-
siones de muerte, con el fallecimiento. Aunque ambas
clases de pulsiones se oponen entre sí o pueden en-
trar en conflicto, y aunque una de ellas puede ser uti-
lizada para rechazar a la otra, normalmente parecen
desempeñar funciones complementarias al servicio de
la vida y regirse, una y otra, por los principios de cons-
tancia y de placer-displacer. El efecto peligroso de la
agresión pura y desenfrenada sobre el mundo exterior
no arguye contra esta hipótesis. 13 Las dificultades de
comprensión surgen ante esos fenómenos masoquis-
tas que reforzaron la concepción freudiana de la pul-
sión de muerte. Las tendencias autodestructivas (p.ej.,
las observadas en los estados depresivos) no parecen
tener por meta mantener o restablecer un nivel de ten-
sión constante, sino, más bien, eliminarlo. ¿Y cómo
tendría acción eficaz el principio de placer, en aque-
llas personas que manifiestan irrefrenables deseos de
autodestrucción?
La discusión del principio de realidad y su influjo
sobre los procesos de descarga tal vez facilite nuestra
comprensión del masoquismo desde el punto de vista
de los principios de constancia y placer-displacer, sin
que tengamos que recurrir a un hipotético principio
de Nirvana.
En dos de sus obras (1941, 1945), Fenichel expuso
bellamente el modo en que, con el desarrollo del yo,
con la organización de·los procesos de representación
y pensamiento, y con la creciente neutralización de las
pulsiones. la organización psíquica adquiría un poder
13 Desde el punto de vista de la autoconservación, el dominio
52
sutil, siempre creciente, sobre la distribución y libera-
ción de las fuerzas energéticas y. en consecuencia, so-
bre las manifestaciones afectivas. Como lo señaló tem-
pranamente Freud (1900a), la ligazón de energía psí-
quica en investiduras de objeto duraderas por parte
del yo probablemente conduzca, en principio, a un
aumento general del nivel de tensión («eje de tensión11).
Si consideramos la noción de umbral, podemos conje-
turar que esto corresponde a una elevación de aque-
llos umbrales por encima de los cuales se vuelve im-
perativa la descarga afectomotora.
Los efectos de la formación del yo sobre los proce-
sos de descarga y el desarrollo afectivo deben descri-
birse desde distintos ángulos.
Por lo común, estimamos que la transición de la
actividad motora afectiva a la funcional es el mayor
logro del yo con respecto a los afectos, en la medida
en que conduce a un domeñ.amiento general de los
afectos en aras de un adecuado funcionamiento del yo.
Este consigue yugular y domeñar los afectos valién-
dose de su creciente capacidad para inhibir, controlar
y restringir la descarga (con el apoyo de contrainvesti-
duras) y para diferir la acción mediante la interpola-
ción de procesos de pensamiento.
Aunque Fenichel (1941) centró su atención en el
domeñamiento de los afectos y en las defensas afecti-
vas establecidas por el yo, mencionó también que es- '
te proceso no reduce normalmente los afectos a me-
ras válvulas de seguridad o señ.ales de descarga, que
sólo actuarían en caso de no producirse la función mo-
tora adecuada. De hecho, los afectos pueden funcio-
nar como señales o válvulas de seguridad, pero no ne-
cesitan hacerlo. El desarrollo de una acción razonable
no implica la eliminación de las respuestas emociona-
les, idea esta que se ve reforzada por una oposición
demasiado estricta entre las respuestas afectivas y una
acción pulsional adecuada o una función yoica razo-
nable. Deseo destacar, una vez más, que incluso en
el acto de mamar -la primera actividad pulsional y
funcional del recién nacido- el funcionamiento ade-
cuado va acompañ.ado de una intensa reacción afecto-
motora. No obstante, la dependencia biológica del ni-
53
ño, la lenta maduración de su yo y la inhibición de la
sexualidad y agresión infantiles -todo lo cual impide
o limita la acción pulsional y la función yoica- hacen
indispensable que los afectos actúen como válvulas de
seguridad. Esta función conserva una especial impor-
tancia durante toda la infancia. Los afectos son igual-
mente responsables de que, en el ser humano, la vida
emocional mantenga una existencia independiente, no
sólo Junto al pensamiento y la acción racionales, sino
también apartada de ellos. En verdad, lo que nos tras-
forma en seres humanos es la organización no sólo de
nuestros procesos de pensamiento, sino además la de
una amplia gama de sentimientos, de complejas acti-
tudes emocionales y estados afectivos desconocidos pa-
ra el animal.
Si bien la organización y diferenciactón de la vida
emocional adulta dependen, en parte, del proceso de
domeñamiento, este sólo representá un aspecto del de-
sarrollo afectivo. El otro es la apertura de un sinnúmero
de nuevos canales de descarga afectomotora, median-
te el desarrollo y la maduración de las organizaciones
pulsionales y yoicas. El desarrollo de las representa-
ciones de self y de objeto, de las relaciones objetales,
de las funciones y sublimaciones yoicas y de la con-
ducta sexual adulta, conduce, pues, al desarrollo de
componentes de afecto dotados de nuevas cualidades
que, luego, se integran con los componentes de afecto
infantiles, más antiguos, en nuevas unidades. Estos
procesos de desarrollo contribuyen tanto o más que.
el poder domeñador del yo y el superyó al remodela-
miento constructivo de los afectos y las cualidades
afectivas; al modelado de complejas pautas de afecto,
disposiciones y actitudes emocionales, y estados de
sentimiento duraderos; en suma, al enriquecimiento
de la vida emocional y a su organización estructural
y jerárquica.
A continuación, y teniendo presentes estos diver-
sos influjos, centraré mi atención en uno de los cam-
bios característicos ocasionados por estos procesos de
desarrollo: la generación de afectos dotados de cons-
picuas cualidades de tensión, del Upo de las que le su-
girieron a Brierley (1937) la idea de que todos los afee-
54
tos son fenómenos de tensión. Esta noción es válida
no sólo para los afectos displacenteros, como los sen-
timientos de señal de angustia, de asco, de vergüenza
y de culpa, sino también para muchos componentes
de afecto placenteros del adulto. Como es bien sabido,
el nifi.o de corta edad es incapaz de soportar la tensión
pero, poco a poco, aprende a tolerarla y hasta a disfru-
tarla ..
El estudio de la tolerancia adulta de la tensión y
de los afectos de tensión presupone, ante todo, aclarar
lo que se .entiende por intolerancia infantil de la ten-
sión. He sostenido que experiencias directas de placer
pulsional también ocasionan aumentos de tensión pla-
centeros. Las observaciones efectuadas en niños de
corta edad parecen confirmar la hipótesis de que cier-
tos tipos de descarga que incluyen una excitación (o
sea, placer de tensión) ya desempeñan un papel en la
organización psíquica infantil. En este contexto, me
remito a la distinción que hace Lewin ( 1950) entre la
fase inicial activa (excitación) y la ulterior fase pasiva
en la situación de ser amamantado. El placer de ten-
sión como tal no puede considerarse un logro del yo
pero, durante la formación del yo y el superyó, el niño
aprende normalmente a tolerar aquellos aumentos de
tensión que antes le resultaban insoportables, y aun
a disfrutarlos.
Nuestro siguiente interrogante concierne a la na- •
turaleza de los «afectos de tensión►•, placenteros y dis-
placenteros, que se originan con el desarrollo de los
sistemas psíquicos. ¿También ellos expresan procesos
de descarga, como los afectos anexos a la experiencia
y función de proceso primario? Fenichel adhiere al con-
cepto de descarga aplicado a los afectos pero soslaya
este punto cuando se refiere a los afectos de tensión.
No creo que podamos hallar hecho alguno que contra-
diga la hipótesis de que estos afectos de tensión ex-
presan, igualmente, procesos de descarga, si bien se
trata aquí de una descarga inhibida, retardada, posi-
blemente. incompleta y, en todo caso, modificada por
el yo bajo la influencia del principio de realidad. En
la medida en que se opone a la descarga. directa y la
estorba, este sistema interpolado prolonga y modifica
55
especialmente el curso de los aumentos de tensión ini-
ciales durante el proceso de descarga y, con ello, pro-
duce las características cualidades de tensión anexas
a este tipo de afectos. 14
Por ejemplo, no hay duda de que la angustia posee
una cualidad de tensión. Sin embargo, toda vez que
se desarrolla lo suficiente, sus señales y síntomas in-
dican con claridad que también expresa una descar-
ga. Para ser más exactos, se trata de una descarga ori-
ginariamente impuesta por la zozobra orgánica del re-
cién nacido y que coadyuva a ajustarlo a su nueva
existencia, pero que, después, queda fijada y reducida
a una señal que funciona en situaciones de peligro ex-
terno e interno. Esta concepción de la descarga expli-
ca que la angustia se pueda libidinizar tan fácilmente
{o sea, ut111zar de manera directa como vía de escape
concomitante de energia sexual), o bien, cuando se pre•
senta en forma de fusiones complejas con otros com-
ponentes de afecto, que pueda desempeñar un papel
tan importante en muchos tipos de experiencias de pla•
cer adultas, especialmente en las denominadas flde sus-
penso"·
El moldeado, integración e interiorización de la pau-
ta de angustia-señal, y la importante función econó-
mica que asume este afecto, constituyen una expre-
sión característica del influjo que ejercen el principio
de realidad y la formación del yo sobre el desarrollo
afectivo en general.
El mejor camino para comprender el significado del
principio de realidad para el desarrollo afectivo es re-
examinar las relaciones entre los principios de placer-
displacer y la ley de constancia. Según la concepción
que he presentado párrafos atrás, la finalidad de esta
última es, en general, mantener el equilibrio psíqui-
co, en tanto que el principio de placer procura dirigir
el curso de las oscilaciones en tomo del nivel medio
14 Mi comentario sobre la naturaleza incompleta de la descar-
ga se refiere particularmente a los estados crónicos o persistentes
de tensión displacentera, angustiada o dolorosa. que pueden repre-
sentar una condición psicoeconómica caracterizada por descargas
displacenteras reiteradas, atenuadas e insuficientes. de pequeñas
cantidades de energia psiqllica.
56
con arreglo a pautas de descarga preferidas. En con-
secuencia, parece probable que, en determinadas si-
tuaciones, el principio de placer pueda independizar-
se y que, en consecuencia, estas dos leyes entren en
oposición. El principio de placer podría ceder ante las
necesidades económicas o imponerse a expensas del
equilibrio psíqu~co general.
El primer caso se presenta toda vez que la realidad
estorba nuestro deseo de placer. No bien la ley de cons-
tancia trate de imponer el restablecimiento del equili-
brio psíquico mediante procesos de descarga que no
puedan seguir su curso conforme a las pautas placen-
teras preferidas, ocurrirán experiencias displacenteras
o dolorosas. Pero la constitución del principio de reali-
dad dentro de la organización psíquica significa algo
más que eso: representa un sometimiento parcial del
principio de placer a otras funciones de la ley de cons-
tancia, lo que se refleja en el esfuerzo del yo por acep-
tar, integrar firmemente y aun interiorizar en la orga-
nización psíquica, por razones psicoeconómicas, cier-
tas descargas displacenteras atenuadas.
La señal de angustia -este modo especial de des-
carga displacentera atenuada que provoca el yo en si-
tuaciones de peligro- sólo es un ejemplo conspicuo
de esa suspensión temporaria del principio de placer
con propósitos económicos superiores. En general, la
dominación creciente del principio de constancia so- '
bre sus leyes secundarias (los principios de placer-dis-
placer) logra aumentar la tolerancia de la tensión y
fomentar, asimismo, el desarrollo de afectos de ten-
sión compuestos y placenteros, mediante el moldeado
e integración no sólo de la angustia-señal, sino de mu•
chos otros afectos de tensión displacenteros que cum-
plen la misma función.
El problema de la tolerancia adulta a la tensión y
el placer de tensión nos conduce nuevamente al otro
aspecto del desarrollo afectivo en el que deseo poner
especial énfasis: el hecho de que el aparato psíquico
primitivo todavía dispone sólo de un número limitado
de sendas psicoflsiológicas y, por consiguiente, de mo-
dos de descarga l:lfectiva placentera. Por tal razón, la
intolerancia infantil de la tensión es, también, una ex-
57
presión de la incapacidad del niño de descargarse por
vía de las funciones y sublimaciones propias del yo ma-
duro y la actividad pulsional del adulto. El niño no pue-
de soportar la tensión porque su organización psíqui-
ca aún no está equipada para una descarga afectomo-
tora adecuada.
Por ejemplo, durante la etapa pregenital, la orga-
nización pulsional todavía no está preparada para pro-
vocar una descarga genital plenamente placentera; en
algunos niños, este estado puede persistir hasta la pu-
bertad. Como la pauta de descarga genital placentera
aún no ha sido moldeada, la estimulación sexual ex-
cesiva y, en particular, la estimulación genital prema-
tura causan angustia -independientemente de la pro-
hibición sexual concomitante- y pueden derivar en
un desbordamiento desde el área así estimulada hacia
otras zonas erógenas, y provocar procesos de descar-
ga difusa, acompañados de las correspondientes ex-
periencias afectivas que entremezclan cualidades sen-
suales y de sentimiento placenteras y directamente do- ·
lorosas. Greenacre ha tratado a menudo esta cuestión
en sus trabajos publicados (1952. 1971).
La imposición o fomento prematuros de funciones
y sublimaciones yoicas ocasionarán un efecto similar
en el niño.
En suma, el éxito o fracaso del desarrollo afectivo
en general y, en particular, el de una tolerancia nor-
mal de la tensión y unas pautas de descarga que pro-
voquen afectos de tensión placenteros, dependerá de
una colaboración óptima entre tres influjos principales:
1) del principio de realidad (representado mayormen-
te por las prohibiciones y exigencias parentales), que,
al refrenar la descarga pulsional directa, diferir la ac-
ción e introducir afectos displacenteros atenuados en
función de señales, conduce a un domeñamiento de
los afectos y a cierta reducción del placer con fines eco-
nómicos; 2) de la maduración pulsional que da forma
a nuevos modos de descarga pulsional placentera y di-
recta, y 3) de la maduración del yo, que, en la medida
en que conduce al desarrollo de los procesos de pen-
samiento, del juicio, y de las funciones y sublimacio-
nes yoicas autónomas, elimina, en parte, la necesidad
58
de seriales de angustia y crea además innumerables
vías de descarga afectomotora funcional y placentera.
La apertura de nuevas sendas de descarga placen-
tera fomenta la buena fusión de los componentes de
tensión displacentera atenuada con otros placenteros,
y la consiguiente formación de afectos placenteros coro•
puestos; el proceso de maduración actúa, siendo así, de
muchas maneras distintas en favor del principio de pla-
cer, para el que recupera.gran parte del territorio en-
tregado al influjo del principio de realidad. El logro de
la tolerancia de la tensión y la introducción e interiori•
zación de afectos de tensión del tipo de la angustia in-
dican que el principio de realidad ha triunfado sobre
el principio de placer, en tanto que el desarrollo de un
sano discernimiento y un sinnúmero de experiencias
compuestas de tensión-placer recalca la tendencia re-
afirmativa del principio de placer.
La aceptación e integración de los modos displa•
centeros de descarga afectiva, a punto tal que adquie-
ran cualidades de placer, se relacionan probablemen-
te con el factor de «anticipación• placentera. Al pare-
cer, la expectativa de una gratificación futura genera
componentes afectivos placenteros a los que bien po-
demos llamar, igualmente, afectos-señ.al pero de tipo
placentero.
La exposición de los tres influjos principales que
actúan sobre el desarrollo afectivo y. en especial, so-
bre el desarrollo de la tolerancia de la tensión y el pla-
cer de tensión, abordada desde el punto de vista de
los principios psíquicos. nos acerca al problema de
los fenómenos masoquistas y la conducta emocional
neurótico-psicótica en general. Las experiencias reite•
radas de una prematura estimulación sexual excesi-
va, acompafiada de prohibiciones sexuales e imposi·
clones prematuras de sublimaciones, tenderán a fijar.
e interiorizar la descarga afectiva angustiada y dolo-
rosa, y a fusionarla con modos placenteros de descar-
ga afectiva. lo que dará como resultado el desarrollo
de pautas patológicas de conducta emocional, de tipo
masoquista.
En el sufrimiento neurótico, el principio de placer
ha perdido la mayor parte de su poder. si bien no de-
59
bemos subestimar sus esfuerzos por reafirmarse. Pe-
ro los ejemplos más notables de interiorización de los
modos de descarga displacenteros por razones psico-
económicas son estados masoquistas. Las perversio-
nes masoquistas (especialmente las que encontramos
en los esquizofrénicos, según mi experiencia) repr~-
tan un ejemplo patológico extremo de fusiones entre
componentes de afecto placenteros y displacenteros;
en cambio, en condiciones de masoquismo moral y.
en particular, en estados afectivos depresivos, el prin•
cipio de placer puede convertirse en víctima absoluta
de necesidades económicas. Esta es la razón por la que
tales estados parecen hallarse «más allá del principio
de placer». En el caso de la pena y la depresión, el prin-
cipio de constancia intenta restablecer una especie de
equilibrio psíquico, primero por medio de un desagra-
dable retardo e inhibición de todos los procesos de des•
carga psíquica, y después por caminos y modos de
descarga dolorosos que, en los casos de depresión, tam•
bién pueden volverse peligrosos desde el punto de vis-
ta de la autoconservación. A la luz de esta concepción,
la conducta autodestructiva y el suicidio no indicarian
que las pulsiones agresivas estén más allá del princi-
pio de placer y tengan por meta la eliminación total
de la tensión. La explicación seria esta: en primer lu-
gar, se sacrifica el principio de placer en un esfuerzo
por restablecer el equilibrio psíquico; luego, al tratar
de imponer a toda costa una reducción del alto nivel
de tensión, el principio de constancia acaba por fraca-
sar igualmente en su función de autoconservación y
sólo puede obtener una eliminación total mediante la
autodestrucción. En este contexto me remito a la cons-
tructiva exposición de Schur (1966) sobre la compul-
sión de repetición: según él, la «repetición compulsi-
va» con respecto a experiencias traumáticas constitu-
ye un intento de •deshacer la situación traumática».
Sin embargo, también existen estados patológicos
que muestran que el principio de placer puede triun-
far sobre el principio económico. Tal victoria puede lo-
grarse toda vez que se persiguen descargas placente-
ras sin reparar en la economía psíquica general ni en
las funciones de adaptación y autoconservación. Si
60
bien podemos observarlo en la conducta perversa y de•
lictiva de aquellas personas que no han aceptado el
principio de realidad, los ejemplos más conspicuos son
estados maniacos en los que una energía ligada (sobre
todo agresiva) se moviliza de continuo y se descarga
rápidamente hacia el exterior. Estos procesos pueden
generar una condición afectiva placentera tan falsa co-
mo persistente, pero ocurren a expensas de la econo-
mía psíquica, que sufre un colapso total y ocasiona un
empobrecimiento energético general del aparato psí-
quico. La excitación maníaca puede desembocar, pues,
en un estado de agotamiento psicofisiológico no me-
nos peligroso que'los impulsos y acciones suicidas, a
pesar y á consecuencia del hecho de que predomina
el principio de placer y la agresión no se descarga en
el self sino hacia el exterior.
61
contribución de Kris (1939) sobre el psicoanálisis de
la risa, una experiencia afectiva que acontece cuando
se acumula una tensión elevada que luego se libera
súbita y rápidamente. Kris insiste en la importancia
de lo repentino y del elemento de «sorpresa,, en esta
experiencia.
El análisis de la risa demuestra que no es preciso
que se mantenga una determinada proporción cons-
tante entre la cantidad de excitación y la velocidad de
su descarga para que una experiencia psíquica evo-
que placer. Lo que sí importa, desde el punto de vista
de las cualidades de placer o displacer, son los cam-
bios en la tasa de velocidad, los cambios de tensión
y las proporciones variables entre unos y otros.
A primera vista, parecería que los sentimientos pla-
centeros guardan proporción directa con la alta velo-
cidad. y los displacenteros, con la baja velocidad; por
supuesto, ello dependerá de las cantidades de excita-
ción por descargar. Se diría que la descarga rápida y
directa de excitación pulsional causa placer, pero que
la misma cantidad de excitación provoca displacer si
se la inhibe y entonces se la descarga de manera más
lenta. Sin embargo, esta enunciación no puede ser co-
rrecta, especialmente si recordamos que muchas ex-
plosiones afectivas son dolorosas y que a menudo la
descarga sexual se produce con excesiva rapidez. Así,
debemos inferir que los procesos de alta velocidad pue-
den provocar se·ntimientos displacenteros y que mu-
chos procesos de liberación psíquica de baja velocidad
son placenteros (p.ej., los que ocurren en estados de
sentimiento placenteros duraderos). Por otro lado, en
tales casos nos es impQsible especificar las proporcio-·
nes exactas entre la cantidad de excitación y la veloci-
dad de su descarga. Como ya he señalado, la falta de
medidas cuantitativas de fuerzas psíquicas y de con-
diciones de velocidad nos mantiene aprisionados en
el 'reino de las conjeturas vagas.
Lo que si sabemos con certeza es que al hablar, por
ejemplo, de sentimientos displacenteros de alta ten-
sión no nos referimos al nivel absoluto de la tensión.
La cantidad de excitación sexual puede ser muy gran-
de cuando el flujo energético alcanza el clímax orgás-
62
tico, sumamente placentero, en tanto que unos nive-
les de tensión comparativamente inferiores tal vez se
perciban como una excitación displacentera si se ami-
nora la velocidad del proceso psíquico (en particular
durante el período de tensión creciente) y se modifica
la tasa de velocidad (aceleración) a causa de barreras
que bloqueen la descarga.
Indudablemente, la variedad de experiencias pla-
centeras no suscitadas por procesos de alta velocidad
es mucho mayor en la organización psíquica adulta
que en la primitiva. Esto se relaciona con el desarrollo
del yo y la aceptación del principio de realidad, o sea,
con las ya mencionadas modificaciones graduales de
las pautas de afecto. En lo que respecta al elemento
de velocidad, la existencia de una tolerancia de la ten-
sión y un placer de tensión en el adulto significan que
el yo ha logrado desarrollar nuevas pautas de proceso
placentero, de baja velocidad, que un yo débil quizá
fuera incapaz de elaborar, como lo manifiesta la hi-
perafectividad neurótica. Por otro lado, y debido a la
severidad de la represión, es probable que el yo neu-
rótico se esfuerce más que el yo normal por tratar de
impedir la aceleración y retardar, o modificar, las vías
de liberación y descarga en determinados procesos psí-
quicos indeseables.
Desearía expresar, al menos, algunas conjeturas
acerca de la relación que tal vez exista entre la veloci- '
dad, el ritmo, los diversos tipos de energía pulsional
(o sea, libido, agresión) y las pulsiones neutralizadas.
Lo que primero atrae nuestra atención es el rol signifi-
cativo que desempeña el ritmo en los procesos libidi-
nales, a diferencia de la liberación de las fuerzas agre-
sivas. En la liberación libidinal pregenital y genital, ese
rol se relaciona, al parecer, con la peculiar interacción
entre excitaciones sensoriales y motoras, que se pro-
vocan e intensifican mutuamente. Las diferencias en-
tre sus respectivas sendas psicofisiológicas·de desear-·
ga también explican, quizá, los fenómenos de clímax
manifestados por la descarga genital (y por muchos
procesos libidinales de meta inhibida) y las correspon-
dientes curvas de velocidad. Si, por otro lado, consi-
deramos el carácter explosivo de los fenómenos agre-
63
sivos, podemos inferir que la liberación agresiva directa
es aparentemente más rápida que la liberación llbidinal
directa. Esto implicaría que las cualidades de placer-
displacer de los dos tipos de pulsiones dependen de
diferentes leyes de velocidad. A partir de la observa-
ción de estados afectivos excitados, como la ira, la ri-
sa o el orgasmo -todos los cuales pueden derivar en
fenómenos motores convulsivos- podemos deducir,
igualmente, que existe alguna conexión especial en-
tre la excitación del aparato motor y la alta velocidad
del flujo energético. Esto indica que las vías psicofi-
siológicas empleadas por las pulsiones influyen sobre
la velocidad de descarga y, en consecuencia, sobre las
cualidades de afecto resultantes.
El estudio psicoanalitico de las vicisitudes pulsio-
nales nos ha enseñ.ado que las mociones libidinales po-
seen una plasticidad y flexibilidad peculiares. Esta cua-
lidad se relaciona, probablemente, con el sinnúmero
de sendas por las que podemos liberar libido. Al mis-
mo tiempo, los procesos libidinales manifiestan una
mayor variabilidad en la velocidad y aceleración con
que son liberados.
La agresión siempre se ha vinculado con ..actividad»
y «explosividad11; en cambio, solemos distinguir dos ti-
pos de placer libidinal, activo y pasivo, pese a que to-
das las pulsiones son, por supuesto, «activas». Las sor-
prendentes diferencias entre la actividad genital y el
placer pregenital pasivo (p.ej .. el que se gana maman-
do, o con caricias o balanceos rítmicos) corresponden,
sin duda, a diferencias de velocidad y aceleración. En
el segundo tipo de placer, se diria que la estimulación
sensorial o propioceptiva moviliza pequeñ.as cantida-
des de fuerzas energéticas que pueden descargarsé, fá-
cil y agradablemente, a baja velocidad, en tanto que,
en la descarga genital, la curva de velocidad toma un
curso «dramático».
Al estudiar estos diversos tipos de placer erótico,
tomamos conciencia del importante rol que desempe-
ñan los estímulos externos en las condiciones de velo-
cidad de los procesos psíquicos. Los representantes-
representación y las representaciones de self y de ob-
jeto contenidas en el yo constituyen áreas centrales
64
donde energía psíquica es acumulada, es ligada en in-
vestiduras perdurables, con lo cual su descarga direc-
ta es impedida. Por otro lado, parece que los estlmu-
los externos cumplen una doble función: no sólo ayu-
dan a movilizar la energía psíquica ligada, sino que
además invisten el área estimulada, donde forman una
especie de polo colector que atrae el flujo energético
y lo dirige hacia el lugar de descarga final. Así, la velo-
cidad de los procesos de descarga y las cualidades afec-
tivas dependen considerablemente de la calidad e in-
tensidad de los estimulos externos. La influencia re-
guladora y selectiva que ejercen los diversos tipos de
estímulos externos sobre el modo y velocidad de la li-
beración psíquica es importantísima para el estudio
especifico de los fenómenos afectivos.
Deseo concluir con un comentario sobre las condi-
ciones de velocidad en los procesos representativos de
funciones yoicas sublimadas y autónomas, donde se
libera y descarga una energia mayormente neutrali-
zada. Resulta evidente que esta neutralización crecien-
te, producida en el curso de la formación del yo, con
su cambio de las cualidades de las pulsiones, es la que
posibilita no sólo la ligazón de energia móvil, sino tam-
bién la aceptación y el desarrollo de complejas expe-
riencias afectivas placenteras que muestran esas in-
trincadas variaciones entre alta y baja velocidad que
caracterizan a tantas experiencias de placer sublime. ·
65
2. La risa en el niño y la función..de
locomtco·
I
La bibliografía psicológica sobre la risa y fenóme-
nos afines, como .el chiste, él humor y lo cómico, es tan
extensa que en vez de dar una lista completa me re-
mito a las dos tablas publicadas por Blatz, Allin y Mi-
llichamp (1936). Una enumera los autores que han ela-
borado teorías sobre la risa; la otra reseña trabajos de
observación y experimentación sobre la risa y la son-
risa en niños de diferentes edades.
La bibliografia psicoanalítica contiene algunas con-
tribuciones fundamentales a la comprensión de lo có-
mico. Freud inició la discusión del tema en El chiste
y su relación con lo inconciente (1905c), donde consi-
deró principalmente los puntos de vista económico y
66
tópico. Demostró allí que la risa provocada por el chis-
te era el resultado de un ahorro de gasto psíquico de-
bido a un levantamiento momentáneo de fuerzas in•
hibidoras que permitía un retorno a placeres infanti-
les. Posteriormente, el mismo Freud y otros autores
llamaron la atención sobre el rol que desempefiaban
el· yo y el superyó en las producciones cómicas y en
el humor. Retk ('1929) investigó el rol de la introyec-
ción y la proyección en chistes judíos. comparándolos
con mecanismos maniaco-depresivos. Freud (1927d)
interpretó el humor como un triunfo despectivo del
narcisismo y el principio de placer sobre las miserias
de la vida, obtenido mediante un cambio momentá-
neo de investidura del yo al superyó. el cual, contem-
plando las cosas desde su altura, reconforta al yo asus-
tado de la misma manera como un padre reconforta
al niño que atraviesa dificultades inocuas. Kris (1938)
complementó la teorla económica de Freud sobre la
risa y el chiste con la importancia de "la velocidad a
que se libera la tensión11 y •el elemento de lo repentino
en este proceso económico, (que) es el responsable de
la naturaleza del placer cómicoij. Apuntó, además, que
«la mayoría de los fenómenos cómicos parecen estar
ligados a antiguos conflictos del yo, al que ayudan a
repetir su victoria y, con ello, a superar una vez más
un miedo asimilado a medias» (pág. 89). Debería ser •
posible confirmar esta y otras teorlas psicoanalíticas
por medio de investigaciones clínicas, referentes, en
particular, a la risa y lo cómico en los niños.
Los siguientes autores han publicado estudios psi-
cológicos específicos sobre la sonrisa y la risa en las
criaturas y en los nifios en edad preescolar y escolar:
Brackett (1933), Blatz. Allin y Millichamp (1936). Dear-
born (1900), Justin (1922). Enders (1927), Kenderdi-
ne (1931), Washburn (1929), Bühler (1930). Gesell
(1925). Muchos otros han tocado igualmente el tema.
La mayoría de estos autores se han limitado a· recolec-
tar datos útiles sobre los estimulas que provocan la
risa y la sonrisa, a partir de la observación de expe-
riencias fisicas, sociales e ideacionales. Los analistas
de nifios en nada han contribuido, hasta ahora, al es-
clarecimiento de· este problema.
67
En el estudio del material referente a niños de has-
ta tres años podemos agrupar claramente los diversos
estímulos según sus elementos comunes; vale la pena
hacerlo, porque esa clasificación nos sugiere hipótesis
acerca de los orígenes infantiles de las reacciones de
risa y sonrisa.
La tabla que fue proporcionada por Blatz, Allin y
Millichamp (1936) indica, en primer lugar, que la son-
risa en especial, pero también la risa, se presenta en los
bebés y niños de corta edad como una reacción gene-
ral o anticipación a cualquier tipo de gratificación in-
tensa. Además, revela que a una edad levemente su-
perior (dos años y dos meses) la sonrisa -y, en forma
mucho más conspicua, la risa- aparece ligada a un
gran número de experiencias, todas ellas vinculadas
al sistema motor.
Los estudios de Spitz y Wolf (1946), basados en el
trabajo de investigación de Kalla (1935), muestran que,
en los niños de muy corta edad, la sonrisa brota como
una respuesta social al acercamiento de una persona,
específicamente, a la configuración horizontal-vertical
del rostro, combinada con el cabeceo ritmico hacia el
rostro del niño. Este hecho en si señala la importancia
del movimiento como estimulo productor de risa.
Si omitimos los estímulos puramente emocionales
e ideacionales enumerados por Blatz, Allin y Milli-
champ, vemos que en los niños de dos meses a dos
años la risa es provocada por tres grupos de estímulos:
68
llas, esconderse y reaparecer súbitamente ante el ni-
ño, mover con rapidez juguetes u objetos de colores
vivos; después expresiones mímicas llamativas o ab-
surdas, como muecas, risas o cháchara cómica).
69
da por estlmulación del sistema motor. Como todos los
anhelos infantiles buscan su alivio por intermedio del
sistema motor, no resulta dificil comprender que cual-
quier gratificación intensa pueda arrancar una sonri-
sa, la suave hermana gemela de la risa, en tanto que
esta última, por ser una reacción mucho más fuerte,
queda vinculada más específicamente a experiencias
localizadas en el sistema motor como tal.
La estimulación del sistema motor como tal no pro-
duce risa; por consiguiente, debemos buscar los ele-
mentos específicos que la provocan. La velocidad -lo
repentino de los estímulos y la rapidez de los movi-
mientos- parece tener suma importancia; recordemos
que Kris insistió en este factor. Además, existen cier-
tos requisitos previos. de orden afectivo, para la pro-
ducción de la risa.
El material de observación sugiere que, aun en las
experiencias de risa simples y muy tempranas -como
las de «balanceo y lanzamiento de un niño a los bra-
zos de otra persona» o «reaparición súbita del investi-
gador, tras haberse escondido debajo de una mesa»-,
se desarrolla una secuencia de afectos en dos fases,
coordinadas con la estimulación y la descarga final,
que pueden alternarse rítmicamente y provocar olas
de risa.
Tenemos primeramente la fase inicial de «suspen-
so», o sea, de tensión angustiada, entremezclada con
un placer en rápido aumento que disipa los miedos.
Los elementos de temor emanan, al parecer, de la ve-
locidad y brusquedad de los movimientos estimulan-
tes, o sea, de la intensidad de la experiencia motora.
El placer es, en parte, un placer motor directo, y, en
parte, sería un goce puramente emocional, derivado
de una toma de conciencia del carácter inofensivo del
procedimiento y una anticipación de un final suma-
mente placentero. Estos importantes requisitos previos
para la producción de la risa tienen sus fuentes en re-
cuerdos, similares experiencias de risa, ya vivid2s, o
factores sociales: por ejemplo, la actitud alegre, rego-
cijada y prometedora de la persona que manipula al
niño o es observada por él. Según los estudios de Spitz
y Wolf (1946), en la reacción de sonrisa más tempra-
70
na el elemento de anticipación está representado por
la impresión visual extraída de la configuración del ros-
tro que se acerca.
La segunda fase, de descarga final, suele sobreve-
nir como un climax sorpresivo, ocasionado evidente-
mente por el súbito retardo o cese del movimiento, que
produce un alivio repentino, acompafiado de una des-
carga motora intensa, convulsiva y placentera, en for-
ma de risa.
Estas dos fases, asi como los componentes afecti-
vos y emocionales involucrados en ellas, pueden ejem-
plificarse en un típico juego para reír, practicable con
nifios menores de un afio:
Con el niño acostado, una persona recorre su cuer-
po con la mano, en un movimiento ascendente y ace-
lerado hacia el rostro de la criatura, acompafiado al
principio de expresiones faciales y sonidos levemente
amenazadores, que termina súbitamente con un cos-
quilleo en el cuello y risas. Tras una fase inicial de sus-
penso, el nifio rompe a reír.
En esta y otras experiencias similares, el factor sor-
presa desempefia un papel importante y eficaz, y pro-
voca una carcajada súbita. Digamos de paso que el
ejemplo anterior apenas si difiere de las experiencias
de risa vividas en los parques de diversiones. Ponga-
mos por caso la montaña rusa: el rápido deslizamien.-
to descendente, que representa la primera fase de sus-
penso, va seguido de una segunda fase de disminución
de la velocidad, durante la cual estallan las risas; des-
pués viene un nuevo descenso veloz y upeligroso», que
provoca otra ola de risas.
Si resumimos los elementos comunes a los tres gru-
pos de experiencias tempranas de risa, tal como apa-
recen diferenciados en los párrafos precedentes, llega-
mos a la siguiente formulación:
Cuando una estimulación intensa y, especialmen-
te, rítmica de la totalidad del sistema motor, o de una
parte de él. produce una experiencia agradable y rápi-
da, de carácter súbito o sorpresivo, que, si bien insi-
núa inicialmente un peligro, provoca una placentera
anticipación de alivio, la risa sobreviene como una li-
beración motora final, intensamente placentera. La es-
71
trecha relación original entre la risa y la experiencia
motora allana el camino para ulteriores etapas en el
desarrollo de la risa, desde una reacción ante experien-
cias complejas de dominio del cuerpo hasta una vic-
toria final del yo sobre los dos mundos: el exterior, rea-
lista, y el interior, pulsional.
A partir de sus observaciones sobre la risa, efec-
tuadas en niños que asistian al jardín de infantes (dos
a cuatro años de edad), Blatz, Allin y Milllchamp (1936)
ofrecen una interpretación que se acerca bastante a
la teoria psicoanalítica: «La risa y, probablemente, la
sonrisa pueden considerarse tics o mecanismos moto-
res compensatorios, socialmente aceptables, que acom-
pafian la resolución de conflictos que han mantenido
al individuo entre los cuernos de un dilema• (pág. 27).
Las situaciones experimentales descritas en su articulo
muestran claramente que la naturaleza de estos con-
flictos depende del control fisico o de otros logros del
yo. He aquí algunos ejemplos de actividades fisicas:
el niño ríe tras haberse deslizado por un tobogán, o
tras saltar a una piscina, o al ver que un juguete arro-
jado por él ha caído al agua. En todos estos casos, in-
tervienen por igual actividades motoras intensas y rá-
pidas, y acciones que persiguen un fin determinado
o logros fistcos. En otras palabras, la risa, que en el
grupo descrito anteriormente había sido producida por
movimientos ritmicos súbitos o rápidos, o por una in-
tensa actividad juguetona, carente de propósito, se ge-
nera aquí mediante un funcionamiento motor eficaz,
puesto al servicio del yo. Otra serte de experimentos,
llevada a cabo por Blatz et al., indica la posibilidad de
que la risa se vincule por fin con logros yoicos que ya
no estén asociados a la actividad física.
Los autores los denominan •consumación de los in-
cidentes", e infieren que en la mayoría de los casos de
risa cabe suponer que «el niño previó la conclusión del
incidente ( ... ) Ha aprendido por experiencia a espe-
rar este resultado. [Pero también) ha aprendido por ex-
periencia que tal procedimiento contiene elementos de
peligro» (pág. 26). Estas observaciones. y conclusiones
se corresponden con las hipótesis propuestas por Kris
(1938) y mi formulación anterior.
72
La diferencia decisiva entre los tipos complicados
de estímulos productores de risa y aquellos más sim•
ples radica en el desplazamiento hacia componentes
de placer narcisistas, causado por la participación del
yo en la experiencia. La importancia de estos compo-
nentes se acrecienta a medida que la experiencia va
ligándose, cada vez más, a logros yoicos en funciones
físicas y al dominio de conflictos pulsionales, en lugar
de vincularse únicamente con una actividad motora
expresiva. Cuando el yo se involucra más en la expe-
riencia, los miedos provocados por la velocidad con que
actúan los estímulos de movimiento son sustituidos
por miedos de que el yo no logre dominar los peligros
exteriores (realistas) o interiores (pulsionales). En am-
bos casos, la risa sobreviene únicamente si los miedos
son disipados con rapidez por la anticipación del pla-
cer que, en las posteriores experiencias complejas, sig-
nifica la expectativa de una victoria del yo, fundada
en la toma de conciencia de que se ha aprendido a do-
minar esa situación peligrosa.
En los fenómenos complejos de tipo cómico, sobre
todo, en las representaciones artísticas del género có-
mico, el factor categórico contribuye ampliamente a
la «anticipación de una diversión» que contrarresta los
miedos. Por «factor categórico» entiendo la noticia de
fenómenos cómicos, como la expectativa de un chiste
inminente, una película que se considera divertida o
el final feliz de una comedia reidera.
En todos los casos, la risa estalla al parecer «una
vez terminado el incidente»: si la estimula un movi-
miento rápido, la persona ríe cuando este cesa; en las
experiencias complejas, rie en el momento del éxito,
cuando ya se tiene asegurado el logro. Al parecer, aquí
debemos tener en cuenta el rol que desempefla el su-
peryó, que permite la risa a modo de premio bien me-
recido: ahora, el yo triunfador puede consentirse ba-
jar las defensas, regresar al placer infantil descontro-
lado y encontrar alivio por la inocua via de la risa.
Con respecto al chiste, podria decirse que seduce
al yo a desdefiar al superyó y, desde la cQnciencia de
su fuerza, a permitirse una gratificación infantil regre-
siva por medio de la risa. En cuanto al humor, diría-
73
mos que la expertencia comienza con un sentimiento
de verdadero fracaso -o de identificación con él- que
es superado por una parte del yo que, tras desasirse
del resto, trepa hasta las alturas del superyó y anula
el fracaso oponiéndole su propia fuerza, como si le di-
jera: «El "verdadero" núcleo de mí mismo es invulne-
rable, suceda lo que suceda en otra parte».
Debemos destacar otro punto importante: cuanto
más simple y prtmitivo sea el estimulo productor de
risa, tanto más expresará esta «un placer motor puro
descontrolado». Cuantó más complejos sean los estí-
mulos, tanto más se ensanchará el margen para la va-
riedad de afectos y emociones que pueden descargar-
se a través de la risa, y tanto más rtcos serán los mati-
ces de esta (p.ej., irá desde la risa sutil y tiernamente
divertida hasta la alegre y gozosa, desde la levemente
irónica hasta la triunfante o la siniestramente sardó-
nica). Mientras se desarrollan unos estímulos cada vez
más complejos, los tipos simples y primitivos no pier-
den toda su eficacia; las experiencias de risa del aduf-
to pueden provenir de fuentes que combinen toda cla-
se de estímulos.
Como ya lo he mencionado, hay ciertas observa-
ciones que desempeñan un rol especial en la estimu-
lación de la risa del adulto, y que también actúan con
suma frecuencia y eficacia en la estlmulación de la ri-
sa infantil. Es muy interesante comparar las experien-
cias de este tipo tempranas y simples, como la lisa mo-
tivada por la observación de movimientos rápidos, con
otras posteriores, como reírse de los defectos o fraca-
sos físicos o morales de otra persona. y con las de má~
xima complejidad (p.ej., reír ante los chistes, las cari-
caturas o las representaciones artísticas cómicas).
Partamos de la comparación entre la risa causada
.por la observación de movimientos rápidos y la moti-
vada por la observación de un fracaso físico (p.ej .• cuan-
do alguien tropieza y cae en la calle). En el primer ca-
so, el niño ríe aparentemente mientras participa en los
movimientos; en el segundo, el adulto ríe como una
reacción ante el fracaso •ridículo» de esa persona que
no ha podido controlar su cuerpo. En vista de lo ex-
presado anteriormente, podemos interpretar de la si-
74
guiente manera el proceso emocional que provoca la
risa: al principio, el observador se siente tentado de
partlGipar en el movimiento descontrolado observado
pero, al hacerlo, experimenta temor. (A menudo, los
niños imitan, tiendo, el andar de los borrachos u otros
«defectos" similares.) El observador supera prontamen-
te sus miedos cuando advierte que él domina su cuer-
po. Habiendo afirmado así su sentimiento de supe-
rioridad, puede relajarse y permitirse, de nuevo, par-
ticipar en la experiencia por medio de una liberación
no menos descontrolada, pero inocua y aceptada por
la sociedad: la carcajada, que representa a la vez el pla-
cer y el triunfo narcisista y es, además, una vía de es-
cape para los impulsos agresivos (Schadenfreude).
11
Nadie ha prestado atención al papel que desempe•
ñan los conflictos pulsionales en la producción de la
rtsa infantil. No se han publicado estudios clínicos des-
tinados a poner a prueba la corrección de las teorías
analitlcas sobre este punto, salvo el de Annie Reich
sobre la estructura de la sublimación de lo cómico-
grotesco (Reich, 1949). Como ya he indicado al comien-
zo del capitulo, el matertal clínico que presentaré aqut
no proviene del psicoanálisis de niños sino de pacien•
tes adultos. No obstante, se refiere a la risa provocada
en niños por observaciones que movilizaron conflic-
tos pulsionales.
Antes de presentar el matertal, insertaré un infor-
me sobre observaciones directas efectuadas en unjar-
din de infantes. Un observador con formación psico-
analítica explica que unos niños en edad preescolar res-
ponden a situaciones de peligro pulsional con risitas
ahogadas* o lisas francas:
75
das. Los de dos y tres añ.os suelen reir así ante situaciones
relacionadas con la toma de conciencia de las diferencias en-
tre los sexos. No rien sordamente en el momento mismo en
que observan las diferencias anatómicas; más bien reaccio-
nan manifestando sorpresa, perplejidad, una gran atención
etc. Sin embargo, al mismo tiempo, ríen tontamente ante
desplazamientos «absurdos•. Por ejemplo, usan las palabras
relacionadas con los genitales o con las funciones de eva-
cuación del cuerpo, las aplican a otros objetos y rien con es-
trépito; o las modifican un poco y las usan fuera de contex-
to: por ejemplo, el niño que llama •po-po• a su bacinilla, qui-
zá denomine •po-po-pony• al pene de otro niño y lo tome a
gran chanza. Asimismo, ríen sin moderación de todas las
situaciones absurdas (o sea, desplazadas): por ejemplo, si un
niño calza un chanclo de goma sin ponerse previamente el
zapato, por todo el grupo cunde una epidemia de risitas aho-
gadas. Si un niño le pone a otro el sombrero o los zapatos
del observador, provoca risitas sordas, ya lo haga por error
o como una payasada intencional. Los tres y cuatro añ.os son
la edad en que los niños ríen sordamente al observar las di-
ferencias sexuales.
76
Esto justifica nuestra suposición de que las obser-
vaciones no contradicen la tesis de Krts, sino, más bien,
la confirman. El hecho de que las reacciones colecti-
vas sean más complejas que las individuales y difie-
ran de ellas confiere especial importancia a la investi-
gación psicoanalítica de los casos individuales.
Los dos recuerdos de la infancia que se relatan a
continuación fueron rememorados por pacientes adul-
tos en momentos en que el trabajo psicoanalítico se
centraba en su sorprendente sentido del humor, que
ellos habían utilizado como defensa eficaz durante el
tratamiento.
111
La primera paciente, la señora A., era una docente
universitaria de cincuenta años. Tras unos pocos años
de decepcionante vida conyugal, se había divorciado
de su primer esposo, para casarse luego con un divor-
ciado que, una vez más, la había hecho bastante des-
dichada. Durante su climaterio, sufrió depresiones gra-
ves, provocadas por la infección pulmonar que pade-
cía su único hijo, fruto del primer matrimonio. Aquí
no centraré la atención en su depresión, sino en un
rasgo de su personalidad que salía a relucir cuandc,
esta mujer se hallaba en un estado normal o levemen-
te hipomaniaco.
No bien emergía de su depresión, se convertía en
otra persona: una mujer encantadora y brillante, que
impresionaba a la gente por su excelente sentido del
humor. Tenía una gran capacidad de percepción, so-
bre todo para las flaquezas humanas, y solía hacer co-
mentarios sorprendentemente secos y acertados res-
pecto de otras personas o de sí misma, que daban exac-
tamente «en el blanco». Sus caracterizaciones eran
asombrosamente sutiles y agudas; variaban entre la
«ridiculización tierna• y el ataque mordaz, según fue-
se su estado de ánimo. Podría decirse que era una ca-
ricaturista nata que se expresaba por medio de la pa-
labra. No era muy dada a reír, ni siquiera cuando se
77
sentía bien; en verdad, raras veces soltaba una carca-
jada.
En sus estados normales, su humor era benévolo
y servía, por ejemplo, para ayudar a sus estudiantes
a superar dolorosas situaciones de desenmascaramien-
to. Pero no bien entraba en un período depresivo, su
humor se ensombrecía y, poco a poco, se perdía entre
críticas y quejas amargas. Su sonrisa y su risa deja-
ban de ser espontáneas para volverse, primeramente,
tensas y, más adelante, compulsivas. Durante estos pe-
riodos, .su risa falsa, incómoda o entre agresiva y de
excusas, indicaba con evidencia la función defensiva
de su humor y sobrevenía siempre que se tocaban sus
angustias inconcientes.
En el trascurso de su análisis, la señora A. reme-
moró un recuerdo de su infancia que esclareció los orí-
genes inconcientes de su sentido del humor: cuando
tenía unos cuatro años,. vio a un varoncito que orina-
ba, y reaccionó con un «sentimiento profundo de diver-
sión interior». Al ·considerar retrospectivamente el in-
cidente, la señora A. estaba segura de que su senti-
miento de diversión había expresado su impresión de
que «esa era una manera de funcionar bastante diver-
tida para un niñito inferior». No recordaba haber ex-
perimentado sentimientos de envidia. Por lo que po-
día recordar -y esto era característico de ella- nun-
ca habla sentido el deseo abierto y definido de ser un
niño o un hombre, que suele asociarse con un tipo más
puro de enVidia del pene. No obstante, la señora A. pen•
saba que el acto del varoncito le había causado «un cos-
quilleo interno» y que «esta reacción de cosquilleo era
la sombra de la envidia». En su experiencia, la amena-
za al yo se fusionaba con alguna estimulación erótica
y, ya entonces, la niña sustituía la exteriorización de
sus sentimientos por la risa interior.
El niño observado pertenecia a una familia con mu-
chos hijos varones, que habitaba la casa contigua, per-
tenecía a un grupo minoritario y era de una clase so-
cial muy inferior a la suya. Ella relacionaba vagamen-
te a esos varones con actividades sucias y sexuales.
En su familia sólo babia nifias: tenía tres hermanas
mayores y una menor. Por entonces, su padre era el
78
único miembro de la familia de sexo masculino (cuan-
do ella tenia siete años, le nació un hermanito).
El padre tenía una extracción socialmente inferior
y menos cultivada que su esposa. Además, él y dos
de las hermanas mayores de la paciente -una de las
cuales era «un marimacho» en tanto que la otra tenia
«una inteligencia masculina»- padecían de hernia, o
sea, de una deformidad física. Por consiguiente, la se-
ñora A. babia identificado el hecho de ser un varón,
o parecerlo, con una inferioridad moral, física, social,
nacional y racial. Su posterior elección de maridos y
amistades profesionales concordó con este concepto.
Su primer esposo, en especial, se había comportado
en muchos sentidos como un niñito inferior más que
como un hombre.
Al principio, su actitud despectiva hacia los varo-
nes incluía, aparentemente, a su padre. Material sur-
gido durante el período inicial de su análisis indicaba
que su apego edípico y su admiración por los hombres
habían girado en torno de la figura de su abuelo. Sus
.sentimientos hacia su padre -que la había rechazado
y desatendido, y presentaba una extraña personalidad
paranoide, de carácter dudoso- hablan sido siempre,
desde su infancia, una mezcla de resentimiento, ofen-
sa y desdén.
Sólo en la última etapa del análisis pusimos en des-
cubierto unas experiencias sexuales muy tempranas,·
vividas con el padre, que hablan dejado profundas hue-
llas en su vida emocional. El tema se tocó por primera
vez en relación con dos sueños: en uno, la juzgaban
por el asesinato de un niño, crimen del que ella se con-
sideraba inocente: en el otro, un bebé caía de una me-
sa mientras ella estaba absorta en una tarea profesio-
nal, y tampoco se sentía culpable por lo ocurrido.
Ambos sueñ.os reflejaban sus quejas recurrentes,
levemente paranoides, de que la explotaban, lajuzga-
ban mal o le achacaban daños cometidos por otros. El
primer sueño estaba ligado a una experiencia recien-
te. Una de las amistades profesionales de su segundo
marido, específicamente un director de escuela, era
juzgado por haber seducido y corrompido a una me-
nor, alumna suya. La señora A. había expresado abier-
79
tamente su condena de este hecho. Cuando lo sobre-
seyeron, quedó estupefacta . . . como si la hubiesen
condenado a ella y no a él. El segundo suefio se refería
de manera especifica a su primer marido, cuya con-
ducta había sido tan irresponsable que Justificaba ple-
. namente el desprecio que había suscitado en ella su
debilidad moral. El había esperado que ella fuera la
Jefa de la familia, la eterna dadora, y nunca le había
permitido ser la que recibiera. Al mismo tiempo, siem-
pre la habia acusado y le había echado en cara faltas,
como si le hubiera proyectado las propias. La señora
A. sospechaba acertadamente que él había tenido ce-
los de los logros intelectuales de su esposa, superiores
a los de él. La babia tratado como una mujer masculi-
na y competitiva cuando, en realidad, ella no lo era
y. de hecho, rehuía toda competencia con hombres y
mujeres.
Sus conflictos habían llegado a su punto máximo
cuando la sefiora A. tuvo su primer y único hijo. El
marido la acusó reiteradamente de dedicarse más a su
profesión que a su rol de madre. En realidad, las difi-
cultades por las que atravesó en ese tiempo no habían
sido causadas por su renuencia a aceptar la materni-
dad, sino porque su esposo había fracasado totalmen-
te en asumir el papel de padre y mantener a su fami-
lia. Poco después del parto, ella se vio obligada a vol-
ver al trabajo. Acusaba con amargura a su marido de
haberla privado de la dicha de ser madre, que ella ha-
bría disfrutado enormemente. En realidad, la conduc-
ta de él casi insinuaba que tener un hijo era un cri-
men por el que ella debía pagar.
La actitud neurótica del marido hizo que la sefiora
A. se sintiera injustamente acusada de abrigar deseos
masculinos agresivos y deseos femeninos demasiado
posesivos, cuando le hablan impuesto el doble rol de
hombre y de madre (y eterna dadora) como castigo por
faltas que no habla cometido ella, sino él.
El material recogido indicaba que la sefiora A. ha-
bía fusionado inconcientemente la figura del poco éti·
co director de escuela con la de su primer marido, y
que ambos representaban a su padre. Este era juez,
y ella siempre lo había acusado de regirse por códigos
80
meramente legales y no por genuinos códigos éticos.
Desde la temprana infancia había tenido conciencia de
que su padre, un representante de la ley, mantenía en
secreto relaciones amorosas con una joven que era
huéspeda asidua de la familia. Siendo muy niña, la se-
ñora A. había desplazado su curiosidad por las activi-
dades sexuales de los adultos de sus progenitores a la
pareja padre-amante. Desde los cuatro o cinco años,
sus sospechas se ocultaron bajo un recuerdo encubri-
dor: iba con una hermana a la casa de la joven, y lle-
vaba un paquete que contenía un cepillo de dientes
que aquella había olvidado en su última visita a su ho-
gar. Cuando la joven le preguntó en son de broma qué
contenía el paquete, la niña respondió: «Tu cep1llo de
dientes•. La muchacha rompió a reír, e hizo un comen-
tario chistoso sobre el hecho de que un paquete tan
grande sólo contuviera un cepillo de dientes; la niña
se sintió ridiculizada y muy ofendida. Posteriores aso-
ciaciones demostraron que la señora A. se habla iden-
tificado inconcientemente con esa mujer en relación
t;!on su padre, quien, tiempo después, abandonó a su
amante y a un hijo ilegitimo.
La paciente soñaba reiteradamente que tenia tu-
mores abdominales. Durante el análisis, padeció ata-
ques de colitis y, en este contexto, trajo a colación fan-
tasías en torno de ffUil segundo hijo no nacido• y de
un embarazo oral que causaba enfermedades estoma- ,
cales malignas. Todas estas fantasias, que al princi-
pio parecieron relacionadas con observaciones de su
padre y su amante, resultaron ser derivaciones de ex-
periencias infantiles aun más tempranas.
La señora A. había sido una beba enferma y débil,
con problemas de alimentación. Su madre, una mujer
conciente, pero demasiado estricta y fria, nunca le ha-
bla brindado amor; había cuidado muy bien de ella pe-
ro, sobre todo, para fastidiar a su marido, quien esti-
maba que la criatura era incapaz de sobrevivir. La ni-
ña se retrasó en su desarrollo y fue muy ridiculizada
por su familia, que la motejó de «tontita», hasta que
fue a la escuela y se reveló como una alumna brillan-
te. Su segunda hermana -la favorita del padre- se
destacaba en sus recuerdos porque la importunaba im-
81
placablemente: la halagaba primero para luego ridicu-
lizarla porque había creído en sus elogios. Entre los
tres y los cuatro años, antes del incidente de la «diver-
sión interior•, la paciente contrajo una pulmonía gra-
ve. Cierta vez, hallándose en cama. muy enferma. oyó
decir a su padre que seria mejor que muriera. La nifia
se recuperó y nunca olvidó esa «sentencia de muerte•.
El último periodo del análisis trajo a luz evidencias
de que en los primeros años de vida de la paciente,
cuando las nifias aún no iban a la escuela, se habían
entregada a actividades sexuales de exhibición mutua
y, probablemente, habían jugado con los genitales. Es-
ta fase alcanzó su clímax durante una prolongada vi-
sita de una primita y su hermano. En muchos suefios
de la paciente, estas actividades grupales aparecían re-
presentadas como «fiestas masivas" en las que ella so-
lía desempefiar el rol de forastera desatendida. Había
indicadores suficientes para suponer que la paciente
había tenido experiencias de una esttmulación excesiva
pregenital y genital, así como de alguna forma de mas-
turbación vaginal, antes de los tres afios. Además, en
ese periodo, debió haber envidiado intensamente la su-
perioridad de los órganos y funciones sexuales de sus
hermanas mayores. Había creído que •no tenia clíto-
ris . . . bueno, que apenas si lo tenía• y, por tal razón,
no había podido masturbarse manualmente como lo
hacían sus hermanas.
Vale la pena señalar que en este caso, en que los
primeros objetos de observación fueron las hermanas.
la •envidia del clítoris• precedió a la ,,envidia del pene•
y, más adelante, se fusionó con ella. Durante los pri•
meros años de su infancia, las «nifias con clítoris" eran
los niños superiores, a quienes posteriormente identi•
ficó con los «varoncitos con pene" en contraposición
con los hombres grandes. Esto explica también las pro-
fundas dificultades que debió superar ulteriormente la
señora A., cuando tuvo que competir con hombres y
mujeres.
La etapa de experiencias sexuales desinhibidas ter-
minó antes de lo habitual, cuando la nifia contrajo va-
rias enfermedades graves entre los tres y los cuatro
afios. Le siguió un periodo de sofocación total del sexo
82
y la agresión, lograda mediante la acumulación de for-
maciones reactivas muy fuertes y excesivamente es-
trictas.
Nuevas asociaciones acerca de nifias embarazadas
contra su voluntad o en estado inconciente revivieron
en la paciente vagos recuerdos de haber sido inducida
a entregarse a actividades sexuales por sus hermanas
mayores y su primo cuando todavía era una beba, ude-
masiado tonta para saber lo que hacía11. A medida que
avanzaba el análisis, el material obtenido indicaba ca-
da vez más la existencia de incidentes sexuales muy
tempranos. Probablemente, había observado una es-
cena sexual entre su padre y una criada alemana {y
acaso también un aborto practicado en esa misma mu-
chacha) antes de haber cumplido los cuatro años.
Un sueño, en el que yacla en una cuna y veía un
gran pene dentro de un rayo de luz enfocado en ella,
se relacionó con el recuerdo del padre, que le tapaba
fuertemente la boca con su manaza mientras ella llo•
raba, acostada en la cama. Las asociaciones sugerían
que; hacia los dos o los tres afios, la paciente pudo ha•
ber observado los genitales del padre. Ella misma es-
taba intima y fuertemente convencida de que su pa•
dre la habla seducido de verdad para que le tocara el
pene. A juzgar por un material ulterior, vinculado con
su padre, parecfa probable que en cierta ocasión en
que, siendo todavfa una beba, estaba acostada en la
cama con él, su rostro debió haber quedado cerca de
los genitales del padre, lo cual le provocó una evacua-
ción de vientre y le valió una paliza por parte de él.
En estos recuerdos el pene paterno aparecía fusiona-
do con el pecho materno, por lo que aquellos bien po-
dían referirse a la madre, más que al padre. Pero con
prescindencia de lo lejos que hubiera llegado en• sus
experiencias con el padre, era evidente que la habían
lanzado a excitaciones sexuales dominadas por el pá-
nico, cuya naturaleza especifica quedó aclarada por las
asociaciones con el recuerdo encubridor, ya mencio•
nado, del padre que le tapaba la boca con la mano. Es-
tas excitaciones pusieron de relieve sus deseos defen-
sivos de amputarle los dedos al padre a mordiscones,
deseos que, a su vez, encubrían agresiones orales más
83
profundas contra los genitales paternos y, en lo más
profundo de su ser, mociones de morderle los pechos
a su madre agresiva. Al parecer, el haber mirado y to-
cado el pene paterno y, probablemente, observado una
fellatlo -todo ello quizás en la etapa pre-edfpica- ba-
bia provocado en ella abrumadoras mociones visuales
y orales, que se fusionaron con excitaciones vaginales
dominadas por el pánico.
Por consiguiente, el núcleo de sus fantasías de em-
barazo oral y de «un segundo hijo no nacido» resulta-
ba ser la ilusión de un falo-bebé incorporado, ya fuese
intraanal o intravaginal. Como ocurre a menudo, la
provocación temprana de sensaciones anales y vagi-
nales sustentaba su concepto ilusorio de que llevaba
un pene oculto dentro de su cuerpo.
Fue evidente que, para aquella niñita, el rechazo
y ridículo de que la hacia victima su familia, así como
su pulmonía, eran las consecuencias de sus experien-
cias y fantasías sexuales tempranas. Los consideraba
otros tantos castigos impuestos injustamente por su
padre, el juez cruel, que la condenaba a muerte cuan-
do el verdadero culpable era él; años después, pensa-
rla lo mismo de sus desagradables experiencias con-
yugales y profesionales, y de la enfermedad de su hi-
jo. Este era el meollo inconciente de sus quejas de que
siempre la culpaban o castigaban por «crimenes sin cul-
pa., que el acusador mismo habia cometido. Es com-
prensible que sus quejas giraran en tomo del senti-
miento de que la acusaban de experimentar anhelos
castradores (masculinos y femeninos) y de ansiar agre-
sivamente un pene o un hijo.
Ahora volvamos nuestra atención al recuerdo in-
fantil de haber visto orinar a un varoncito. La revela-
ción de sus anteriores experiencias sexuales con su pa-
dre ilumina los antecedentes inconcientes de su reac-
ción de «diversión interior11. La vista del pequeño y la
consiguiente comparación de los genitales de ambos
no pudieron menos que producir un efecto traumáti-
co. Al parecer le provocaron envidia y miedo del pene,
deseos castradores orales y genitales. mociones urina-
rias y angustias con respecto a su propia castración.
Ella superó este cataclismo emocional reviviendo las
84
escenas anteriores que conjuraban la imagen, mucho
más impresionante, de los genitales paternos y la in-
ducían a comparar su experiencia actual con las pre-
vias. Como ella misma dijo: "Esto no era nada, compa-
rado con lo que había visto antes•.
La comparación entre las situaciones pretéritas y
la presente sugiere varias inferencias. Las realistas y
superllciales se refieren a la posición distinta en que
se hallaba la paciente y la diferencia entre sus compa-
ñeros en las dos experiencias: antes, era una beba in-
defensa, lo bastante tonta como para ser seducida y
subyugada por el gran pene paterno; desde entonces,
había crecido y cambiado, y ya no había razón alguna
para que se excitara ante la simple vista del pequeño
pene de un varón de corta edad. Sin embargo, en un
nivel más profundo e irracional, sus propias fantasías
inconcientes llevaron esta comparación mucho más
allá de la realidad: •Comparado con el gran pene que
yo recibí no sólo con mis ojos, sino también, en la fan-
tasía, a través de mi boca y mis genitales, el pene del
varoncito es inferior y su actuación es "un espectácu-
lo ridículo"•· Tal conclusión la indujo a revertir la ate-
rradora situación presente, y también la subyacente
situación pretérita: •No soy yo la castrada, la ridícula,
la carente de pene, sino él. Yo poseo un pene poderoso
dentro de mi cuerpo•.
Su infatuación narcisista y la proyección de su pro- ·
pia deficiencia en el niño se basaban en fantasías ob-
jetables; por consiguiente, necesitaba una jus~cación
adicional, que obtuvo proyectando su culpa en el com-
pañero. Una vez más, echó mano de sus experiencias
pasadas, en particular de su conocimiento secreto de
las actividades sexuales prohibidas a que se entrega-
ban su padre y su hermana, y su ilación de pensamien-
to concluyó así: •Tiene bien merecido que se rían de
él. porque yo no hice nada malo. Los verdaderos cul-
pables son él, mi padre y mis hermanas». Asi exculpa-
da, la pequeña niña podía permitlrse con todo de-
recho la diversión de observar y de reírse para sus
adentros. Con este acto emocional se liberó, al mismo
tiempo, de las tensiones sexuales y agresivas, y logró
superar por el momento el trauma de la castración.
85
El hecho de que ella hubiera reaccionado con una «di-
versión interior•, más que con la risa franca, expresa~
bala superioridad de su •pene interno• y de las "expe-
riencias internas» sobre el miembro externo del varon-
cito y el «espectáculo• que daba. La señora A. mantuvo
esta actitud a lo largo de su vida.
El hecho de •reir para sus adentros» representaba
a la vez una descarga emocional y un triunfo del yo
-que se sentia libre de toda culpa y temor- a expen-
sas del varoncito y, en un nivel más profundo, del pa-
dre. La pequeña se podia sentir todavia más divertida
puesto que la observación del niño le demostraba, si-
multáneamente, que él no estaba en realidad castra-
do: después de todo, tenia un pene pequeño.
Aquella experiencia infantil con el varoncito mar-
có la pauta del futuro sentido del humor de la señora
A. Cabe mencionar que durante sus periodos depresi-
vos mantenia en parte el mecanismo de proyección que
en los periodos de buen humor le deparaba un gran
placer y ganancia narcisista; con una función econó-
mica diferente, persistia sólo como una defensa que
se manifestaba en sus quejas y criticas paranoides. Es-
tas se acompañaban a veces de una risa tensa y falsa.
Aun así, durante los períodos depresivos, la paciente
solía identificarse a menudo, en sus sueños y asocia-
ciones, con las mismas personas a quienes ridiculiza-
ba en otras ocasiones.
IV
86
creativas, lo cual le provocaba un gran resentimiento.
Su principal pasatiempo era elegir la obra más imper-
fecta de un gran compositor y trascribirla para dos pia-
nos; lo hacía con maestría pero de tal manera que pro-
ducía un efecto abrumadoramente cómico sobre sus
oyentes.
Estaba bajo tratamiento por miedos fóbicos y difi-
cultades en sus relaciones amorosas. Era un tipico don-
juán: tenía innumerables aventuras con muchachas
promiscuas pero también mantenía relaciones secre-
tas y duraderas con mujeres casadas muy respetables.
Vivía constantemente acosado por el temor de que los
maridos de sus amantes -con quienes siempre man-
tenía cordiales relaciones personales e inclusive co-
merciales- pudiesen descubrir sus enredos amorosos
y arruinarlo social y económicamente.
El modo en que seleccionaba a sus amigas y esta-
blecía sus relaciones triangulares señalaba. con clari-
dad sus fijaciones sexuales infantiles. Una de sus fan-
tasías sexuales favoritas, que llegó a actuar durante
su psicoanálisis, era que otro hombre efectuara el ac-
to sexual con su amante mientras él los miraba cen-
trando su interés sexual en la observación del orgas-
mo femenino. El análisis de su perversión llevó mu-
cho tiempo a causa de las complicadas vicisitudes de
sus mociones pulsionales. Guardaba un interesante re-
cuerdo infantil de una experiencia de observación que,
al parecer, había prefigurado su ulterior perversión y
sentido del humor.
Cuando tenía siete años, había pasado sus vacacio-
nes con su madre en un elegante lugar de veraneo. La
falta de compañía adecuada había hecho que se sin-
tiera muy solo. Los otros niños pertenecían a un me-
dio social superior al suyo, tenían mejores ropas y mo-
dales que él, y sus padres eran personas respetables
y distinguidas, a diferencia de su madre que era di-
vorciada. No obstante, este grupo lo aceptó paulatina-
mente y B. participó en sus actividades. Cierta vez, los
niños y niñas concertaron un juego que terminó en
una escena de besuqueo general, en la que él no inter-
vino. En un primer momento, quedó sorprendido y es-
~upefacto al ver que esos niños "refinados» hacían se-
87
mejantes cosas, pero luego, súbitamente, entró en un
estado de exaltación: riendo y aplaudiendo, los incitó
con entusiasmo a que continuaran sus diversiones se-
xuales y las llevaran aun más lejos.
Las asociaciones de este recuerdo encubridor gira-
ban en tomo de su conflicto de masturbación. El niño
había pasado todo aquel verano preocupado por fan-
tasías sexuales que involucraban a las niñitas «refina-
das e inocentes» que lo rodeaban. Sus pensamientos
le habían provocado un fuerte sentimiento de culpa,
como, si las hubiese •mancillado» o •violado» mental-
mente. Estaba seguro de que los otros varones, «refi-
nados• y «de buena estirpe norteamericana». nunca se
masturbaban ni tenían fantasías como las suyas. Lle-
no de admiración por su superioridad social y moral,
se hapia esforzado por parecer siempre un niño bien
educado que los igualaba, al menos, en su integridad
moral.
El episodio del besuqueo destruyó esta ilusión. El
descubrimiento de que esos niños y niñas se portaban
peor que él revivió anteriores recuerdos infantiles, en
particular los referentes a situaciones en que lo habían
pillado en plena actividad sexual.
El recuerdo principal se remontaba a un incidente
acaecido cuando él tenía cinco años: lo habían sorpren-
dido realizando actividades sexuales y. al mismo tiem•
po, había oído rumores acerca de la inmoralidad de
sus padres. Su padre, comprometido originariamente
con una tía del paciente. había seducido a su herma-
na y, al quedar esta embarazada, tuvo que casarse con
ella, aunque el hijo nació antes de la boda. Al cabo de
dos años de matrimonio, la esposa obtuvo el divorcio.
A su vez, la tía se había casado y tenía una hija. Un
día, descubrió a su sobrino practicando juegos sexua-
les con la pequeña e hizo una violenta escena contra
él y su madre, insinuando que la conducta impropia
del niño era una consecuencia de la inmoralidad de
sus padres.
El niño nunca había pasado por un verdadero pe-
ríodo de latencia porque su fe en las normas morales
de sus padres se había derrumbado a una edad dema-
siado temprana. Sintiéndose condenado a ser tan ma-
88
lo como los suponía a ellos, había establecido gradual-
mente unos ideales reactivos que endosaba a familias
tan superiores e inmaculadas como las que encontró
en aquel lugar de veraneo. Empero, como en realidad
era incapaz de identificarse con ellas, se esforzaba por
imitarlas. Esto produjo una escisión cada vez mayor
en su personalidad, que reflejaba la hipocresía de sus
padres. Desarrolló una fachada de niñito bueno e ino-
cente pero llevó una vida interior, secreta y bien ocul-
ta, entregada a agresivas fantasías sexuales. Su "se-
creto• lo volvió tímido y apocado, tanto en el hogar
como en su trato con otros niños, pues temía cons-
tantemente que lo "descubrieran... Cuando ingresó en
la escuela, sus compafteros lo ridiculizaron y lo mote-
jaron de «maricón» porque les parecía un niño sobre-
protegido y demasiado bueno. Su reacción ante el ri-
dículo quedó revelada por el recuerdo de una escena
en la que había orinado en presencia de sus padres.
Su madre, que se había vuelto a casar, le había dicho
a su padrastro, riendo y señalando su miembro: «¡Mi-
ra qué lindo!». El niño se babia sentido muy avergon-
zado, como si lo hubieran pillado masturbándose.
Al ver cómo se besaban los niños y niñas en aquel
lugar de veraneo, B. experimentó nuevamente la des-
ilusión que le habían causado sus padres, pero esta
vez referida exclusivamente a esos niños: ellos, que
tenían padres tan superiores y maravillosos, habían
resultado ser no mejores sino peores que él, que tenía
unos padres malos. Cuando actuaron [..acted out•) lo
mismo que él, desde la seducción de su primita, sólo
había hecho en sus fantasías de masturbación, se hi-
cieron tnerecedores de que se rieran de ellos. Su des-
cubrimiento pasmoso y, en un primer momento, de-
primente, le trajo enseguida un tremendo alivio de su
sentimiento de culpa e infatuó su yo. Su exaltación
indicaba que, súbitamente, se había apuntado un
triunfo moral sobre los otros y, en lo más profundo,
sobre sus padres. Ahora podría satisfacer secretamen-
te sus deseos sexuales si se mantenía en el rol de ob-
servador pasivo e inofensivo, observaba a los otros y
descargaba sus afectos por medio del aplauso y la risa.
89
V
Un resumen comparativo de los recuerdos infanti-
les de estos dos pacientes indica que tenían muchos
puntos en común, tanto en la superficie como en el
núcleo inconciente. Los análisis revelaron que, antes
de los incidentes específicos, ambos pacientes habían
sido ridiculizados con frecuencia, supuestamente a
causa de pecados sexuales. En su temprana infancia,
uno y otro habían hecho descubrimientos chocantes
con respecto a la vida sexual de sus padres o sustitu-
tos parentales. En ambos casos, los recuerdos se refe-
rían al hecho de haber presenciado un quehacer se-
xual de otros niflos que los tomó por sorpresa, y en-
tonces les despertó de una manera repentina impulsos
pulsionales (en particular, de envidia y deseo de parti-
cipar en la actuación) pero también grandes angustias.
En los dos casos, aunque más claramente en el prime-
ro, el conflicto central era el de castración. Los dos ni-
ños se defendieron mediante un eficaz mecanismo de
proyección que los indujo a reírse de las otras partes
intervinientes. Para ello, utilizaron recuerdos de ex-
periencias infantiles más tempranas que implicaban,
por un lado, el conocimiento de los pecados sexuales
de sus padres, y, por el otro, incidentes sexuales simi-
lares a los presentes, en los que ellos mismos habían
participado activamente.
La comparación de las situaciones pasadas y pre-
sentes les permitió a ambos negar su propia pecami-
nosidad, proyectarla sobre sus· compañeros y desqui-
tarse de haber sido señalados y ridiculizados, con una
inversión de roles. De este modo, conquistaron una su-
perioridad sobre sus seductores, y sobre su tentación
actual y su pasado culpable. En sus roles de meros ob-
servadores pasivos, los dos niños no tuvieron reparo
en participar en el quehacer sexual mirando a los otros
y riéndose de ellos de la misma manera en que ellos
mismos habían sido objeto de observación y risa. En
ambos casos, la respuesta de risa o diversión expresó
un triunfo del yo y del principio de placer que alivió
sus reprobables tensiones agresivas y libidinales.
Era evidente que la situación actual, por fusión con
90
incidentes anteriores y por utilización de estos, dio a
los niños la oportunidad de dominar sus experiencias
presentes y pasadas. El buen resultado obtenido se de-
bió al parecer a los adelantos en el desarrollo del yo
producidos desde sus experiencias anteriores. En una
mirada retrospectiva, los niños se sintieron lo bastan-
te fuertes para hacer lo que entonces no habían podi-
do: ejercer un control suficiente sobre sus impulsos
pulsionales. A medida que esta capacidad fue en au-
mento, pudieron desenmascarar y condenar a sus com-
pañeros y padres seductores, y reírse de ellos. Además,
en los incidentes que provocaron sus respuestas de ri-
sa intervinieron personas que no eran sus padres, ni
eran adultas. Los pecadores a quienes desenmascara-
ron, y de quienes se rieron, eran niños iguales a ellos
en edad, aunque admirados o envidiados como supe-
riores. En el caso de B., puse de relieve que despreció a .
los otros niños como la mala prole de padres respeta•
bles: mantuvo así una idealización de estos, 'Bl par que
desenmascaró los pecados de aquellos.
Resulta igualmente interesante que las respectivas
respuestas (la risa en el niño, la «diversión interior» en
la niña) hayan sido respaldadas por la percepción de
que, después de todo, a la otra parte no le había su-
cedido «nada verdaderamente malo o grave•. La niña
comprendió que el varoncito observado tenía realmen-
te un· pene; el niño supo que la escena presenciada era
sólo un juego aprobado por un grupo de niños que, no
obstante, seguían siendo lo que hablan sido hasta en-
tonces: «niñitas inmaculadas» y «refinados niños nor-
teamericanos».
Cuando, años después, el señor B. volvió a repre-
sentar la escena triangular, quedó asqueado con su
amiga porque «la había tomado en serio• en vez de con-
siderarla «un mero jueguito divertido•.
En ambos casos, el análisis puso en descubierto el
cambio de investidura narcisista, la exaltación del yo,
la victoria del principio de placer y el «ahorro de gasto
psíquico" en el momento de la risa, aspectos todos pos-
tulados por Freud en sus explicaciones sobre el humor.
Con todo, la diversión de los dos niños no constituyó
todavía una reacción genuinamente humorística; más
91
bien fue una precursora de ese sentido del humor que
ambos desarrollaron después en su vida como rasgos
distintivos de personalidad. Siendo una reacción in-
fantil, carecía de la refinada sabiduría y suave supe-
rioridad del humor. La risa de los niiios significaba una
victoria narcisista a costa de sus compañeros, un des-
quite triunfante, obtenido mediante mecanismos de
proyección inducidos por comparaciones entre expe-
riencias pasadas y presentes.
VI
Los recuerdos de la infancia que presento aquí tie-
nen en común otra característica distintiva: los dos ni-
iios se comportaron como los espectadores de una re-
presentación cómica (divertida). Esta circunstancia me
indujo a terminar el presente capítulo con una breve
excursión por el campo del arte cómico.
Al hablar de arte cómico, pienso en la película rei-
dera norteamericana, en la que el héroe sufre una in-
terminable serte de calamidades, desastres y persecu-
ciones, que provocan estrepitosas carcajadas en el pú-
blico. El efecto cómico se asemeja al producido por el
payaso, que hace todo mal y recibe golpes constante-
mente, o por el enano ridículo que, siglos atrás, diver-
tía a su amo con su cuerpo contrahecho y sus extra-
vagancias grotescas.
Kris (1934) se refiere al payaso como una figura re-
lacionada con la caricatura. Explica el arte de la cari-
catura rastreando sus orígenes hasta los primitivos
amuletos mágicos y la creencia de que la imagen era
idéntica al objeto representado. Aunque la caricatura
está vinculada a la antigua costumbre de castigar en
efigie a los adversarios, utilizando para ello imágenes
distorsionadas, en realidad se supone que no afecta al
enemigo sino al espectador. El pensamiento mágico
(proceso primario) no controla al artista, sino que este
lo domina y lo usa para sus fines artísticos.
El payaso y su contraparte moderna, el torpe y de-
safortunado héroe cinematográfico, se diferencian de
92
la caricatura en que son personajes vivos que hablan,
hacen ademanes y actúan. De ahí la brevedad del efec-
to causado por la caricatura y la mayor duración del
provocado por el payaso o el héroe de un filme cómi-
co. Por otro lado, tanto los personajes caricaturescos
como el payaso y el héroe de una pelicula cómica es-
tán dotados de ciertas características exageradas que
«desenmascaran» su personalidad inferior y los vuel-
ven ridículos.
Esto es, precisamente, lo que los dos pacientes hi-
cieron, en sus fantasías, con los niños a quienes ob-
servaban. Por medio de un complicado proceso emo-
cional, lograron trasformar una escena potencialmen-
te amenazadora en un quehacer que, desde su punto
de vista subjetivo, sólo era divertido. El artista logra
el mismo resultado mediante la presentación del arte
cómico; aparentemente, estimula en el público meca-
nismos psíquicos similares a los que hicieron reír a los
dos niños.
Recordemos al héroe de las películas cómicas que,
lanzado en pos de alguna meta ridícula, padece catás-
trofes, cae, se lastima y es perseguido o golpeado. Nor-
malmente, el espectáculo de semejantes sufrimientos
y calamidades incitaría a identificaciones displacen-
teras y provocaría angustia, agresión, repulsión, sim-
patía y compasión; sin embargo, el público se dester-
nilla de risa. Empero, si observamos más detenidamen-
te lo que sucede en la sala, descubrimos que las oleadas
de risas son interrumpidas por breves períodos de ten-
sión, que se descarga, una y otra vez, en nuevos esta-
llidos de regocijo. Estas tensiones. interpoladas indican
lo que ya he dicho acerca de la reacción de risa al ver
tropezar y caer a alguien: la identificación con el hé-
roe y la participación en sus acciones no evitan del to-
do el efecto cómico; por el contrario, lo causan (Kris,
1939).
El público, tentado de identificarse con el infortu-
nado héroe, se zafa inmediatamente de esta simpatía
penosa observándolo con detenimiento. Al ver esa ca-
ricatura de héroe, esos gestos y acciones grotescas, el .
espectador puede decirse a sí mismo: ccEsto no puede
sucederme a mí. Yo soy una persona diferente; en ver-
dad, soy una persona estupenda si me comparo con
semejante mamarracho».
En otras palabras, el filme cómico permite al es-
pectador que se ha identificado tentativamente con el
héroe sufriente, desapegarse pronto de él, y descargar
en el personaje -como fo hicieron los dos pacientes-
toda la inferioridad de la que teme adolecer, asi como
las flaquezas y pecados pretéritos que ha dominado
hace ya largo tiempo. A medida que logra mantener
a raya el peligro de las simpatías dolorosas, las retira
de la victima y las traslada al perseguidor. Como aque-
llos dos niños, siente que ese individuo absurdo tiene
bien merecido su castigo, y descarga sus afectos y sus
mociones infantiles movilizadas en la risa y la Scha-
denfreude (o sea, el placer ante el sufrimiento del hé-
roe). Puede hacerlo con mayor libertad porque tiene la
certeza de que habrá un •final feliz». En definitiva. no
ocurritá nada grave. «Reír significa gozar con los infor-
tunios ajenos pero con buena conciencia» (Nietzsche).
Quienes conocen al humorista, pintor y p~ta ale-
mán Wilhelm Busch recordarán, quizá, los versos fina-
les de uno de sus mejores poemas: •La piadosa Helen•.
En ellos describe las sucesivas actitudes adoptadas por
el tío Nolte, que representa al lector y espectador, tras
enterarse de la tragicómica muerte de su sobrina, la
pecadora Helen: primero se conduele, luego moraliza
y, por último, levanta hipócritamente la vista al cielo,
con una amplia sonrisa. Dicen así:
94
Las buenas acciones -y esto es muy cierto-
son malas acciones que uno se abstiene de cometer.
¡Vaya, vaya! ... En verdad, estoy contento
porque ¡Dios sea loado! yo no soy ask (N. de la T.}
95
3. Estados de ánimo normales y
patológicos: su naturaleza y funciones
96
tres días, sin darle explicación alguna. Su nivel aní-
mico decayó precipitadamente y, en los días siguien-
tes, la llamó por teléfono varias veces, en un vano in-
tento de persuadirla de que cambiara de idea o, por lo
menos, le diera una explicación aceptable de su con-
ducta. Pero las respuestas de ella ora eran bondado-
sas y hasta cariñ.osas, ora sonaban frías, desapegadas
y aun hostiles. Parecía sufrir un conflicto cuyas cau-
sas ignoraba el infortunado John.
Durante esos días, el joven fluctuó entre periodos
de un estado anímico bastante bueno y expectante, y
otros en que se mostraba iracundo, irritable, triste, de-
sesperanzado, abatido y deprimido; todo dependía de
la actitud que adoptaba Anne. Cuando estaba de buen
talarite, John descontaba por anticipado que recibiría
satisfacciones de todo el mundo que lo ro~eaba; dor-
mía bien y se levantaba temprano; hacía· caso omiso
del tiempo lluvioso, la actitud desagradable de su jefe
y el descuido de su dactilógrafa. En tanto no distraje-
ra su atención pensando en Anne, podía reflexionar
y actuar con mayor rapidez e inventiva que las habi-
tuales, y resolver fácilmente las diversas dificultades
que le planteaban su trabajo y la vida cotidiana. Cuan-
do se sentía enojado y malhumorado, reaccionaba con
irritación frente a su superior, tenía estallidos de cóle-
ra con su secretaria y llegó a pelearse con otro auto-
movilista. Cuando lo agobiaba la tristeza, lo invadían '
los recuerdos de tristes sucesos, pasados y presentes,
y tenía ganas de llorar. Cuando era presa del desalien-
to y la depresión, se sentía inerte e indeciso y, en ver-
dad, no estaba con ánimo para trabajar, ni .para de-
sempeñ.ar actividad alguna.
Sus estados de ánimo afectaron hasta sus peculia-
ridades caracterológicas, por ejemplo, sus formaciones
reactivas. Por lo general, John era un hombre bonda-
doso, dado a reaccionar ante el sufrimiento con inten-
sas manifestaciones de compasión. Sin embargo, cuan-
do se sentía feliz y exaltado, el afortunado enamorado
tendía a pasar totalmente por alto los aspectos som-
bríos de la vida que se presentaban a su alrededor;
cuando alternaba entre la desesperanza, el abatimiento
y la furia, la vista del sufrimiento ajeno lo inducía a
97
compadecerse de sí mismo o a experimentar ira o aver-
sión hacia el mundo que lo rodeaba. Sus vacilaciones
emocionales, rápidas e intensas, pusieron igualmente
en descubierto su propensión (constitucional o adqui-
rida) a responder con fluctuaciones anímicas fuertes,
aunque no patológicas, ante experiencias tanto placen-
teras como dolorosas.
De esta descripción de los diversos y tan conocidos
fenómenos mentales que manifestaba John podemos
extraer algunas inferencias básicas con respecto a la
naturaleza de los estados de ánimo, en contraposición
a estados afectivos de otro orden. Por ejemplo, el ena-
moramiento de John no era, por cierto, un estado aní-
mico, sino un estado duradero del sentimiento. Los
cambios de fortuna en su relación amorosa lo some-
tieron a variadas experiencias de placer y displacer que
expresaban alternadamente pautas especificas de des-
carga libidinal y agresiva. Reflejaban su necesidad se-
xual y emocional, o su expectativa de alivio, o su gra- .
tiflcación, su frustración, su desenga:n.o, su insatisfac-
ción. Tampoco estas diferentes respuestas emocionales
representaban estados de ánimo, pero si inducían una
serie de condiciones de talante.
Estos estados de ánimo cambiantes hallaron expre-
sión en determinadas cualidades de sus sentimientos
asi como de sus procesos del pensamiento y desempe-
:n.os durante la totalidad de la jornada, fueran cuales
fuesen sus objetos. Afectaron sus respuestas emocio-
nales, actitudes y conducta, no sólo hacia su amada,
sino también hacia su trabajo y todo el mundo objetal
que l<:> rodeaba, e influyeron sobre la elección y curso
de todas sus actividades.
Los comentarios de Weinshel (1970) vienen al ca-
so dentro de este contexto. El menciona la cualidad
ambigua, imprecisa y hasta "escurridiza» de los esta-
dos de ánimo, destaca su naturaleza compleja y alta-
mente refinada, y sefiala tanto las diferencias como las
estrechas relaciones que existen entre ellos y determi-
nados rasgos del carácter.
Los estados de ánimo parecen representar algo asi
como un corte trasversal del estado general del yo; ellos
prestan un colorido peculiar y uniforme a todas sus
98
manifestaciones durante períodos más o menos pro-
longados. Como no se relacionan con un contenido u
objeto específicos sino que encuentran expresión en
ciertas cualidades anexas a todos los sentimientos,
pensamientos y acciones, podemos decir, en verdad,
que son un barómetro del estado del yo.
Su carácter conspicuo se debe a su ubicuidad y uni-
formidad de colorido, su naturaleza precisa y penetran-
te, y las evidentes conexiones entre sus diferentes
manifestaciones. Aun cuando desconozcamos toda la
compleja gama de sentimientos y pensamientos de un
individuo en un momento dado, podemos conjeturar
su estado de ánimo a partir de su expresión facial y
su conducta, aun si él no es plenamente conciente de
ello. Como las manifestaciones de estados anímicos re-
presentan, de hecho, una unidad, resulta inadecuado
investigar por separado los aspectos de un determina-
do estado anímico que se refieren a los sentimientos
-aunque ellos ocupen el primer plano- sin estudiar
minucio.samente los fenómenos conexos que se pro•
ducen en los campos del pensamiento, las actitudes
y las acciones.
Mis enunciaciones concuerdan con la breve defini• ·
ción que da el diccionario Webster del término «mood•
(estado de ánimo, talante]: según ella. no denota un
estado afectivo sino «un estado peculiar de la mente,.
especialmente en tanto es afectada por la emoción, co-
mo en la expresión "estar con ánimo de trabajar':». Es-
ta definición contempla igualmente el hecho de que
los estados de ánimo son provocados por experiencias
emocionales importantes que expresan un proceso o
varios procesos de descarga focales, como en el ejem-
plo que acabo de presentar. Esta experiencia puede ser
estimulada desde adentro (por procesos fisiológicos o
puramente psicológicos) o desde afuera, sin que el in-
dividuo llegue a tomar necesariamente plena concien-
cia de ella. Puede ser significativa desde el punto de
vista de la realidad actual o porque se la asocie con
significativos recuerdos concientes o inconcientes. No
obst¡mte. sea cual fuere el papel desempefiado por su-
cesos pretéritos o presentes en la experiencia provo-
cante, el consigu~ente estado de ánimo manifiesta el
99
influjo expansivo del proceso de descarga focal (expre-
sado por esa experiencia) sobre todas las demás pau-
tas de descarga. De ahí que los estados anímicos de-
ban reflejar cualidades comunes y desviaciones carac-
terísticas en el curso y ritmo de velocidad de la suma
total de procesos de descarga pulsional desarrollados
durante un lapso determinado y limitado. Podemos de•
cir que son una fijación temporaria de modificaciones
de descarga generalizada. Una vez establecido, un es-
tado de ánimo afecta todas las pautas de respuesta a
estímulos u objetos de la más diversa índole, inclui-
das, como en mi ejemplo, las respuestas emocionales
típicas, individualmente adquiridas, a estímulos espe-
cíficos (p.ej., formaciones reactivas como vergüenza o
compasión, y preferencias o aversiones personales).
Esta influencia de las pautas de descarga focales
y afectivas sobre todas las demás -diríase que las cua-
lidades y modtflcaciones de aquellas descienden sobre
estas y las recubren, como el polvUlo levantado al
barrer- distingue marcadamente la naturaleza de los
estados anímicos de la naturaleza de los estados afec-
tivos, como el amor o el odio, y sus variadas deriva-
ciones, que se desarrollan a partir de tensiones espe-
cificas (aunque posiblemente complejas) y se relacio-
nan con representantes-representación definidos. La
naturaleza de tales estados queda determinada no só-
lo por la cualidad especifica de la pulsión y la estab111-
dad e intensidad de las investiduras, sino también
-en contraste con los estados de ánimo- por los ob-
jetos especfflcos que se invisten con tales sentimientos.
Vale la pena mencionar que estos estados emocio-
nales dirigidos hacia un objeto ni siquiera se caracteri-
zan, en si mismos, por poseer cualidades de placer-
displacer. Los sentimientos de placer o displacer sólo
surgen con la satisfacción o frustración de las porfías
básicas bajo el influjo del yo o el superyó, que «;!Oncu-
rren a moldear las diversas pautas de descarga. Ade-
más, tales estados de sentimiento así como las reac-
ciones de descarga provocadas por sus vicisitudes cam-
biantes pueden devenir estados de ánimo a medida que
se extienden hasta dominar todo el campo del yo por
un lapso determinado. Por ejemplo, la ira contra una
100
persona o cosa puede convertirse en un estado de áni-
mo iracundo, el amor o el odio, en un estado de ánimo
hostil, y la angustia, en un estado de ánimo angustia-
do, tan pronto como hayan dejado de relacionarse ex-
clusivamente con representaciones u objetos especifl-
cos y seleccion~dos.
Si analizamos nuestro vocabulario corriente para
los estados de ánimo, advertimos que abarcan una am-
pllsima gama de estados mentales. Los atributos del
estado de ánimo no se refieren únicamente, en mane-
ra alguna, a las cualidades de placer-displacer, ni a un
nivel anímico alto o bajo. Ni siquiera quedan limita-
dos a cualidades del sentimiento, sino que pueden se-
ñalar o bien aspectos ideacionales, o bien aquellos as-
pectos funcionales o conductales que predominen en
las manifestaciones anímicas. Por ejemplo, nuestro es-
tado de ánimo puede ser apagado y falto de inspira-
ción, alerta y creador, o contemplativo, meditabundo
y filosófico.
Además, como lo menciona el diccionario Webster,
decimos que estamos como estamos con ánimo para
hacer tal o cual cosa. Así, por la mañana, nos sentire-
mos o no con ánimo para trabajar; de regreso a casa,
tendremos o no ánimo para entregarnos a nuestro pa-
satiempo favorito y, por la noche, para divertimos o
descansar. '
Si bien un estado anímico en particular se afirma
indiscriminadamente en relación con toda clase de ob-
jetos, también puede estimular un tipo determinado
de actividad. En ese caso, describimos su cualidad ate-
niéndonos a una categoría diferente de la aplicada pa-
ra describir un estado de ánimo bueno o malo, ama-
ble o iracundo. Designamos una toma de conciencia
o un impulso que indican que, en ese preciso momen-
to, nuestras pautas de descarga son especialmente ade-
cuadas para determinadas metas, actividades u obje-
tos. Por ejemplo, quien se encuentre en un estado jo-
vial, estará con ánimo para contar chistes o escuchar-
los. Tales estados anímicos pueden originarse en una
experiencia inicial caracterizada por una cualidad es-
pecífica cuya repetición o evitación parezca deseable.
El trabajo gratificante puede mantenernos con ánimo
101
para continuarlo, o aun incitarnos a permanecer ab-
sortos en un mismo tema; en cambio, si estamos har-
tos de desarrollar determinado tipo de actividad, ese
hartazgo puede evocar fantasías de deseo concientes
o inconcientes y hacer que nos sintamos con ánimo
para hacer lo opuesto (p.ej., buscar el placer, en vez
del trabajo).
Es casi imposible clasificar los estados de ánimo
a menos que apliquemos unas categorías traslapadas
o situadas en niveles diferentes. Por ejemplo, en el ha-
bla. popular, los estados de ánimo pueden clasificarse
en buenos o malos; esta distinción se refiere primor-
dialmente a cualidades de placer-displacer pero insi-
núa un predominio general de la descarga de pulsio-
nes libidinales sobre la descarga de pulsiones agresi-
vas: tanto la ira como la depresión deben considerarse
estados anímicos «malos~. Pero una persona puede ha-
llarse en un estado de ánimo triunfador que se perci-
be bueno y placentero aunque se base principalmente
en la descarga agresiva. Por otro lado, la tristeza, que
debe considerarse un estado anímico «malo~. parece in•
clutr pautas específicas de descarga libidinal. También
podemos diferenciar los estados anímicos guiándonos
por la velocidad de descarga y hablar de niveles aní-
micos altos o bajos, que no corresponden totalmente
a cualidades anímicas buenas o malas. Una persona
puede estar animada o excitada de manera placente-
ra o displacentera, con un predominio de fenómenos
de descarga libidinal o agresiva, o bien encontrarse en
un estado anímico dé sosegada felicidad o melancolía.
Además, podemos distinguir los estados de ánimo ba-
sándonos en el predominio conspicuo de fenómenos
anímicos en el campo de los sentimientos, pensamien-
tos o acciones: así, hablaremos de un estado de ánimo
feliz o desdichado, pensativo o apagado, emprendedor
o perezoso, apático o entusiasmado (Greenson, 1953,
1962).
Con esto solo pretendo demostrar que los intentos
de clasificar los estados de ánimo no son muy prome-
tedores ni muy constructivos. Sin embargo, el intento
de clasificarlos cualitativamente, sea cual fuere la ca-
tegoría elegida, nos hace tomar conciencia de que, por
102
lo común, concebimos los estados de Animo de mane-
ra dualista, o sea, como buenos o malos, felices o des-
dichados, altos o bajos. activos o pasivos, bondadosos
o iracundos, etc. Esto refleja, por supuesto, el incon-
fundible dualismo de todas las vivencias psicobiológi-
cas: el dualismo pulsional, las fluctuaciones entre ten-
sión y alivio, los inevitables cambios entre placer y dis-
placer que impone la realidad.
Hasta ahora, hemos definido los estados de Animo
como una fijación temporaria de modificaciones de des·
carga generalizadas, provocada por una experiencia
significativa cuya pauta de descarga presta sus cuali•
dades a todas las demás. Cabe preguntarse, empero,
por la manera precisa en que las características de un
proceso de descarga focal pueden imponerse a todos
los procesos de descarga.
Para producir un estado de Animo, la experiencia
provocante debe tener una intensidad especial y cau-
sar tensiones energéticas de altura inusual, que no pue-
den ser inmediata y suficientemente aliviadas por un
solo proceso de descarga focal. En este caso, los recuer-
dos de la experiencia provocante se mantendrán fuer-
temente sobreinvestidos; así pueden alcanzar el poder
necesario para influir sobre las condiciones energéti-
cas y de investidura de todo el dominio del yo.
En el caso de John, su experiencia feliz con Anqe
no sólo le dejó un recuerdo intensamente investido de
su éxito y satisfacción iniciales; además, su efecto es-
timulante fue tal que lo reabasteció por un periodo de-
terminado de un excedente de energía libidinal sufi-
ciente para elevar las investiduras narcisistas y obje-
tales en todas las áreas de su yo, por intermedio de
desplazamientos generales de las investiduras. Así, du-
rante aquel dia tan agradable, John dispuso de unos
recursos libidinales más ricos, y en cambio se reduje-
ron sus fuerzas agresivas. Por consiguiente, aumentó
su autoestima no sólo como amante, sino también con
respecto a sus capacidades en otros campos. De igual
modo, manifestó mayores investiduras libidinales en
Anne y en la totalidad del mundo que lo rodeaba. En
este punto, había entrado en juego el importante fac-
tor de la anticipación: John extrajo inferencias gene-
103
rales de su éxito inicial y, de ahí en adelante, .previó
que viviría experiencias Jelices y gratificantes, mode-
ladas conforme a la primera, no sólo con Anne, sino
con todos los demás objetos que lo rodeaban.
Podemos describir de otra manera esta situación
interior. El reabastecimiento y la redistribución de las
fuerzas libidinales mediante desplazamientos genera-
lizados de las investiduras habían provocado, eviden-
temente, modificaciones cualitativas temporarias en
los conceptos globales del selfy del mundo objetal. Es-
tos conceptos habían adquirido un matiz especial. cu-
ya cualidad optimista difería de la habitual. Se habían
fijado en John unas nociones complementarias gene-
ralizadas: se consideraba un hombre activo, despreo-
cupado y triunfador, y, en armonia con esto, el mun-
do que lo rodeaba le parecía un lugar gratificante, be-
névolo y placentero. En lo referente al rriundo objetal,
estas nociones representaban una trasferencia gene-
ralizada de ciertos atributos placenteros sobreinvesti-
dos de Anne a todos los objetos; en lo referente a si
mismo, representaban la generalización y fijación tem-
poraria de un aspecto del self momentáneo, sobrein-
vestido y correspondientemente placentero. Al pare-
cer, la sobreinvestidura de estas nociones específicas
sólo puede mantenerse por la subinvestidura de todas
las inferencias contradictorias derivadas de experien-
cias anteriores, o sea, por desmentida temporaria de
los recuerdos discordantes. (En cuanto a la tendencia
a la generalización, me referiré a ella en el capítulo 4.)
Cuando digo que las nociones respectivas son •com-
plementarias~, quiero expresar que siempre reflejan un
aspecto definidQ de la interrelación entre las represen-
taciones del selfy del mundo objetal. En verdad, cuan-
do me hallo en un estado de ánimo determinado, pue-
do tener la sensación conciente de que ese día soy otra
persona y mantengo una relación diferente con un
mundo que, a su vez, parece distinto en relación con-
migo.
En el caso de John, sus nociones optimistas pla-
centeramente modificadas se convirtieron en porta-
doras de las correspondientes fantasías esperanzadas
que, a su vez, provocaron nuevas reacciones placen-
104
teras así como acciones afortunadas y gratificantes. Si
John hubiese logrado un éxito sorprendente en una
transacción comercial competitiva, también se habría
sentido exaltado pero, en tal caso, su experiencia tal
vez habría favorecido un estado anímico triunfante,
. que expresara mayores investiduras agresivas en to-
da clase de objetos y actividades, lo cual habría dado
impetu a nuevas reacciones y acciones agresivas. Con
esto sólo pretendo mostrar hasta qué punto la propor-
ción entre libido y agresión, y su distribución en las
investiduras del sel[ y las representaciones de objetos,
influyen en las cualidades de los estados animicos y
en el estado general del yo. Nuestros estados de áni-
mo afectan nuestras actitudes y pautas de conducta:
por lo tanto, las respuestas que obtengamos como re-
sultado de nuestras acciones tenderán, por lo común,
a confirmar y fomentar las nociones en que se base
nuestro estado de ánimo, hasta que la realidad inter-
fiera lo suficiente como para provocar cambios en es-
tos conceptos y, por consiguiente, en nuestro estado
de ánimo. Por ejemplo, el buen talante de John duró
mientras pudo mantener, frente a la realidad, la so-
breinvestidura de sus recuerdos felices y de los con-
ceptos basados en ellos. Más adelante trataré con ma-
yor detalle el tema de la influencia de la realidad so-
bre los estados de ánimo. ,
Reitero que una experiencia sólo modificará el es-
tado de ánimo si puede causar cambios cualitativos
en las representaciones del self y del mundo objetal.
Lógicamente, la fijación temporaria de estas modifi-
caciones cualitativas drásticas puede ejercer, a su vez,
un influjo generalizado sobre las cualidades de todas
las pautas de descarga.
Esta descripción tiene validez clínica en cuanto ata-
ñe directamente a fenómenos muy conocidos, obser-
vados en estados de ánimo patológicos. Sabemos que
en estados deprimidos y exaltados todo el self se sien-
te «diferente», ya sea malo e inferior o bueno y supe-
rior, y todo el mundo objetal aparece trasformado de
manera displacentera o placentera, según corresponda.
Pero debemos comprender que nuestras representa-
ciones del sel[ y los objetos experimentan estas mo-
108
diflcaciones cualitativas no sólo en los cambios de ta-
lante patológicos sino en cualquier tipo de variación
del estado de ánimo. Ciertos matices contenidos en
la gama normal de estados anímicos, que escasamen-
te se relacionan con cualidades específicas de placer-
displacer, nacen de modificaciones muy sutiles de las
representaciones del selfy los objetos. Son estados de
ánimo cuyos atributos no indican características emo-
cionales o funcionales sino tendencias ideacionales, co-
mo los estados de ánimo contemplativos, meditabun-
dos o filosóficos mencionados antes.
Aquí deseo remitirme nuevamente al artículo de
Weinshel (1970). El sospecha que quizás ha destaca-
do excesivamente los aspectos «estructurales• de los
estados de ánimo, pero, en verdad, yo no los he consi-
derado •estructuras psíquicas• o, al menos, he procu-
rado no emplear el término en un sentido tan lato co-
mo el que propone Rapaport. No obstante, hecha esta
salvedad, estoy plenamente de acuerdo con la •formu-
lación más crucial• de Weinshel:
106
Función económica de los estados de ánimo.
Predisposiciones anúnicas tempranas y su
desarrollo
E.stamos en deuda con Freud (1917e) por sus co-
mentarios sobre la función económica constructiva del
proceso de duelo que acompaña el retomo gradual de
la libido a metas y satisfacciones comunes y realistas.
Freud llegó a la conclusión de que los procesos depre-
sivos patológicos parecían tener el mismo efecto eco-
nómico. Sin embargo. nuestro anterior y minucioso
análisis de los procesos a que responden los estados
anímicos en general nos permite ampliar todavía más
las consideraciones económicas de Freud.
Si todos los estados de ánimo se caracterizan por
posibilitar una descarga afectiva reiterativa sobre gran
número y variedad de objetos, esta descarga prolon-
gada de pequeñas cantidades. combinada con el exa•
men de realidad, no puede menos que liberar energía
psiquica de posiciones fijadas y reabrir las puertas a
nuevas investiduras. Sin duda, este proceso de descar-
ga gradual tiende a proteger al yo de los peligros que
encerrarla una descarga abrumadora y demasiado ex-
plosiva, aun cuando los estados de ánimo no exclu-
yen las reacciones de descarga repentinas, dramáticas
y reiteradas (p.ej., los estalltdos de llanto, risa o ira), y
hasta. pueden causarlas. Los estados de ánimo en ge-
neral parecen desempeftar, entonces, una función eco-
nómica ciertamente útil, aunque primitiva. No obstan-
te, el éxito económico final dependerá, en gran parte,
de la medida en que este proceso de descarga prolon-
gada consienta un verdadero examen de realidad. A
este respecto hallamos diferencias concluyentes entre
los estados de ánimo normales y anómalos, que ex-
pondremos en la última sección de este capítulo, en
un estudio comparativo de los estados animicos nor-
males y patológicos.
En vista de la naturaleza y función. primitivas de
los estados de ánimo. no debe sorprendemos descu-
brir una propensión al malhumor, e~tados anímicos
inapropiados o fluctuaciones anímicas conspicuas o
prolongadas en personas que se caracterizan por una
107
Incapacidad singular para tolerar tensiones y aceptar
pérdidas o una frustración. Su yo opera predominan-
temente en un nivel de proceso primario, con grandes
cantidades de energía psíquica desneutralizada que
conllevan la amenaza de una descarga repentina.
Debemos suponer que si estas personas recurren
de manera tan constante y conspicua a este tipo pri-
mitivo de regulación económica es porque lo necesi-
tan. Evidentemente, su yo es incapaz de lograr los su-
tiles modos de funcionamiento económico· y defensa
afectiva de ffproceso secundario», y no dispone de una
cantidad o variedad suficiente de vías de descarga y
pautas de descarga diferenciadas. Como esto indica
una estructura del yo y el superyó detenida en su de-
sarrollo o regresivamente arcaica, no es sorprendente
que la patología anímica desempei'i.e un rol tan desta-
cado en las perturbaciones psicóticas. Los individuos
psicóticos y, hasta cierto punto, los neuróticos mani-
fiestan una carencia económica, con la consiguiente
propensión a desviaciones animicas conspicuas y cua-
lidades anímicas patológicas: no obstante, debemos
destacar que el yo normal mantiene igualmente el uso
de esta modalidad primitiva.
Weinshel tiene excelentes razones para discrepar
con mi insistencia inicial en la naturaleza y función
primitivas de los estados de ánimo. Creo c011 sinceri~
dad que las ideas que tenia por entonces acerca de los
estados animicos en general habían sido influidas in-
debidamente por observaciones clínicas de estados de
ánimo patológicos.
Weinshel (1970) apunta correctamente que
108
ganizadas, de nivel superior y de proceso secundario,
así como una actividad de proceso primario, de man-
tenimiento de la tensión así como de descarga peren-
toria ( ... ) la cualidad y naturaleza de los procesos
involucrados no es necesariamente árcaica. Por el con-
trario, no es infrecuente que estos aparezcan neutra-
lizados y presenten un grado de diferenciación y desa-
rrollo relativamente alto ( ... ) sin la "cuasi-estabili-
dad" proporcionada por la estructura del estado de áni-
mo, la descarga afectiva más desordenada interferiria
en muchas de estas funciones ( ... )
11Por consiguiente, debemos tener en cuenta no só-
lo la complejidad y estabilidad de estas estructuras de
estados de ánimo, sino también la "elegancia" con que
a menudo el yo es capaz de combinar diversos elemen-
tos psíquicos, que provienen de diferentes fuentes y
que reflejan múltiples niveles de desarroilo, para crear
cierta apariencia de unidad y armonía. Además, yo in-
sistiría ( ... ) en que esto no es típico de todos los esta•
dos de ánimo, y en que el grado de esta elegancia, ar-
monía y estabilidad varia notablemente de un estado
de ánimo a otro, así como en momentos diferentes de
un mismo estado de ánimo» (págs. 317-8).
109
de modificaciones especiales, temporariamente fijadas,
de los conceptos del self y el mundo, basadas en infe-
rencias generalizadas y trasferencias del pasado. En
aquellas que presentan desviaciones anímicas cróni-
cas. como los optimistas o pesimistas crónicos, estos
conceptos y las pautas de descarga resultantes se fi-
jan en forma duradera. 1
Dentro del marco de las predisposiciones afectivas
generales, podemos observar de hecho, desde la más
temprana infancia, predisposiciones individuales a de-
terminadas condiciones anímicas predominantes o re-
currentes (p.ej .. un talante estable o inestable, bueno
o malo) o a fluctuaciones anímicas definidas. Desde
luego, los niños de corta edad manifiestan en general
sus afectos más ruidosa e intensamente, porque el con-
trol del yo-superyó es aún insuficiente. Por lo común,
sus estados de ánimo duran poco y cambian con rapi-
dez. Su incapacidad de mantenerlos por un tiempo pro-
longado, especialmente si son dolorosos, se debe a la
relativa inestabilidad de las investiduras de objeto, a
su intolerancia a la tensión y al dolor, y a la prontitud
con que aceptan las gratificaciones y objetos sustitu-
tivos. Su escala afectiva es más limitada, a causa de
la falta de diferenciación del yo propia de esta etapa
del desarrollo. Es entonces natural que las predisposi-
ciones afectivas y anímicas del niño de muy corta edad
experimenten muchos cambios. como resultado de los
_influjos constitucionales y ambientales, la maduración
instintual y la formación del yo y el superyó. Sin em-
bargo, en cualquier etapa de su desarrollo, constitu-
yen una característica sobresaliente de la personali-
dad total.
1 El significado especial que adquiere el término •fijación• den-
tro de este marco de referencia, en comparación con el que se le
asigna en el lenguaje corriente del análisis, es harto evidente. En-
tendemos por fijación (infantil) la tendencia a responder a determi-
nados estímulos con pautas de descarga preferidas, modeladas en
etapas anteriores del desarrollo, o bien la sobreinvestidura persis-
tente de una determinada representación de objeto, ya sea concien-
te o inconciente. A este respecto, me permito expresar la sospecha
de que la fijación infantil duradera a un objeto de amor siempre va
acompañada de la fijación de las correspondientes caracteristicas
infantiles de las representaciones del self.
llO
La predisposición afectiva general de un individuo
revela su preferencia intrínseca por determinadas res-
puestas afectomotoras, en tanto que su predisposición
a los estados de ánimo refleja su mayor o menor ten-
dencia a fijar, por períodos largos o breves, conceptos
específicos acerca del self y el mundo, más las consi-
guientes pautas específicas de descarga afectomotora,
sin tener casi en cuenta los cambiantes estímulos. ex-
ternos.
En lo que respecta a las influencias infantiles tem-
pranas sobre el desarrollo de predisposiciones aními-
cas patológicas, podemos visualizar fácilmente el im-
pacto de una exposición reiterada o prolongada a un
mismo tipo de experiencias (p.ej., satisfacción excesi-
va o destitución). Su influjo en el desarrollo del estado
de ánimo es especialmente nocivo en la etapa en que
el objeto que satisface una necesidad es aún el princi-
pal representante del mundo objetal. y en que el niño,
todavía incapaz de discriminar entre objetos diferen-
tes, posee una tendencia natural a los fáciles despla-
zamientos de investidura de un objeto en particular
a la totalidad de ellos. En un niño así, la tendencia pri-
mitiva a generalizar sus experiencias se mantendrá y
se convertirá en la portadora de una predisposición aní-
mica definida y anómala.
El estudio psicoanalítico de los estados maníaco-
depresivos, que manifiestan una grave patología de las
funciones del superyó, nos enseña que la formación
del superyó ejerce un influjo singular en el desarrollo
del control sobre los afectos y los estados de ánimo.
y. por consiguiente, de la predisposición a estos últi-
mos. He abordado este problema en mi artículo y mi
libro sobre el self y el mundo objetal (Jacobson. 1954,
1964). en los que me ocupé del complejo sistema de
control que surge al constituirse el superyó. Baste re-
petir que la formación del superyó produce un efecto
modulador sobre la expresión emocional en general.
y que los altibajos de la autoestima devienen indica-
do.res y reguladores especializados de investiduras di-
rigidas al self y al objeto. dentro del yo total, y de los
consiguientes procesos de descarga.
Sin embargo, debemos comprender que. en los
111
adultos·normales, el superyó desempeña una función
principalmente selectiva. De hecho, los sentimientos
de culpa pueden servir de advertencia eficaz y señal
rectora sólo en tanto se mantengan localizados y se
refieran a porfías prohibidas específicas, sean concien-
tes o inconcientes. En ese caso no provocan un estado
de ánimo, sino que ponen en movimiento la actividad
defensiva del yo. Empero, la presencia o ausencia de
una presión generalizada del superyó tiende a inhibir
o estimular la actividad yoica en general; ello hace que
disminuya o aumente de manera uniforme la veloci-
dad de la descarga dirigida al objeto, sean cuales fue-
ren las metas y objetos específicos. Entonces la apro-
bación o desaprobación del superyó no se relacionará
ya con determinadas porfías pulsionales inaceptables,
sino con nociones opuestas y tajantes acerca de la to-
talidad del self («ser bue.no, esperar una recompensa»
o •ser malo, esperar un castigo»). Estas nociones ge-
neralizadas pueden desarrollarse igualmente en per-
sonas normales, y causar fluctuaciones del estado de
ánimo de orden limitado. El yo recurrirá temporaria-
mente a una modalidad económica más primitiva. a
expensas de la función del superyó en un nivel supe-
rior. Pero una estructura defectuosa del superyó o su
regresión pueden conducir a una pérdida permanente
de la función de señal del superyó, que entonces es
remplazada por una tendencia a oscilaciones aními-
cas notoriamente rápidas o en extremo patológicas, o
a una reducción o incremento, más o menos fijos. del
nivel anímico.
No cabe duda de que el superyó y su formación de-
sempeñan un rol importantísimo en el establecimien-
to del control general sobre los afectos y estados de
ánimo. Con todo, debemos insistir en que algunos ni-
iios pueden manifestar una impresionante estabilidad
anímica mucho antes de que se forme su superyó, en
tanto que otros adolecerán, desde muy temprana edad,
de un malhumor poco habitual o aun de patologías aní-
micas infantiles.
El carácter conspicuo de aquellas predisposiciones
afectivas y anímicas en niños de muy corta edad mues-
tra la medida en que están determinadas por factores
112
tales como la intensidad pulsional intrínseca del nifio,
la profundidad e intensidad de sus investiduras de ob-
jeto o su tendencia intrínseca a responder a la frustra-
ción, la ofensa o la destitución, con una ambivalencia
mayor o menor, fugaz o más duradera. Asi, no debe-
mos sobrestimar el influjo del superyó y su formación
sobre lós estados de ánimo y el nivel animico. Más aún:
al completarse la maduración del individuo durante
su adolescencia, el superyó afloja su control rígido y
dominante, y otorga una mayor libertad y flexibilidad
al yo. Su influjo se extiende entonces, principalmen-
te, a la regulación del nivel anímico y a la moderación
y modulación de los estados de ánimo y afectos en ge-
neral. Pero el rico y variado colorido afectivo refleja
la estructura del yo y la libertad de sus respuestas.
Las contribuciones del superyó al mantenimiento
de los afectos y estados anímicos en un nivel compa-
rativamente estable no justifican la inferencia de que
las personas normales manifiesten una menor varie-
dad de fenómenos anímicos. Todo lo contrario: si com-
paramos las manifestaciones de estados de ánimo nor-
males y patológicos, nos impresiona el hecho de que
los individuos con cualidades u oscilaciones anímicas
patológicas y conspicuas parecen carecer de todos los
matices sutiles que hallamos en las personas norma-
les. Esta carencia tal vez se deba a defectos del yo y
a una estructura arcaica o defectuosa del superyó. Por '
consiguiente, las cualidades y fluctuaciones anímicas
son buenas indicadoras no sólo de la situación actual,
conflictuada o no conflictuada, de una persona, sino
también de la patologia del yo y el superyó. Ellas ad-
quieren especial significación sintomática y diagnós-
tica en perturbaciones psicóticas. La pérdida de mati-
ces del talante diferenciados se manifiesta con espe-
cial claridad en aquellos casos en que el estado de
ánimo permanece fijado, en un nivel alto o bajo, por
un lapso prolongado. Los tonos oscuros del desánimo
y las nítidas claridades de la alegría parecen absorber
y eclipsar los delicados matic::es anímicos. La monoto-
nía de su talante es una de las razones por las que los
deprimidos crónicos. pero también los hipomaníacos
crónicos, nos exasperan.
113
Estas reflexiones acerca del estado de ánimo son
igualmente válidas para los fenómenos afectivos en ge-
neral.
Weinshel tiende a considerar todos los afectos do-
meñados o controlados sólo como afectos-señal. Yo le
replicaría que los afectos domeftados más sutiles y de-
licados y los sentimientos muy intensos. como los que
acompañan las experiencias de amor o goce del arte
o la naturaleza, pueden ser afectos •controlados»; uno
u otro tipo de afecto pueden desempeñar funciones de
señal, aunque no necesaria ni exclusivamente. Cuan-
to más grave sea la patología afectiva y de los estados
de ánimo, tanto más restringidos y menos variados se-
rán los tonos emocionales, y la escala afectiva. A pri-
mera vista, este aserto no parecería válido con respec-
to a los histéricos, cuyos afectos y estados de ánimo
suelen mostrar un brillo tan chispeante. Empero, aun
siendo sobremanera intensos y dramáticos, sus afec-
tos no están verdaderamente modulados y su gama
de colores emocionales es limitada, debido a la falta
de matices emocionales y anímicos sutiles y amorti-
guados. En este sentido, la iridiscencia afectiva de los
esquizofrénicos es aún más engañosa. A veces, sus
afectos y estados de ánimo nos fascinan por su natu-
raleza no familiar, extrafta y ominosa, pero no son ri·
cos. cálidos ni vibrantes, sino fríos y quebradizos. La
patología de los afectos se manifiesta no sólo en la in-
tensidad excesivamente alta o baja de los afectos y es-
tados de ánimo, en las fluctuaciones anómalas del ta-
lante y en la reducción patológica de los matices emo-
cionales más refinados en favor de afectos o estados
animicos más toscos o extraftos, sino también en las
sorprendentes diferencias entre las cualidades de afec-
to cálidas y frias, de las que ya me he ocupado en otras
ocasiones (Jacobson, 1954, 1964).
Resumamos los puntos esenciales que he procura-
do poner de relieve hasta ahora: los estados de ánimo
son estados yoicos caracterizados por modificaciones
generalizadas de las descargas, que. influyen de ma-
nera temporaria sobre las cualidades de todos los sen-
timientos, pensamientos y acciones. Son provocados
por experiencias intensas que generan altas tensiones
114
energéticas y derivan en un desbordamiento y exten-
sión de la energía por todo el yo en virtud de los des-
plazamientos energéticos. El hecho de que estos pro-
cesos vayan acompañados de fenómenos de trasferen-
cia generalizada pone de relieve las diferencias entre
los estados de ánimo y los estados de sentimiento diri-
gidos al objeto.' Estos últimos se caracterizan por in-
vestiduras libidinales o agresivas en objetos específi-
cos. Pero los estados de ánimo trasfieren las cualida-
des de la experiencia provocante a todos los objetos
y experiencias, e imparten así un colorido determina-
do al mundo en su totalidad y, por lo tanto, también
al self. Debemos considerarlos una modalidad econó-
mica específica del yo, por cuanto permiten la descar-
ga gradual y reiterativa sobre muchos objetos y están
sujetos al examen de realidad.
115
Indudablemente, la tristeza es una respuesta emo-
cional del yo ante el sufrimiento. Este puede tener un.
origen exterior (realista) o interior (conciente o incon-
ciente), o bien derivar de la identificación con el sufri-
miento ajeno. Parecería que el sufrimiento que mue-
ve a tristeza siempre.es causado por experiencias o fan-
tasías de pérdida o destitución: por ejemplo, la pérdida
de una satisfacción previamente ganada o esperada,
la pérdida de amor, la separación o, en el caso del due-
lo, la pérdida de un objeto de amor. Sin embargo, tam-
bién ·puede tener causas fisicas, aunque el dañ.o o do-
lor fisico no parece provocarla directamente; durante
una enfermedad, especialmente si ella es prolongada,
puede sobrevenir tristeza a causa del sufrimiento emo-
cional concomitante, ocasionado por la pérdida de sa•
tisfacciones instintuales y emocionales. Aunque la tris-
teza se desarrolla a partir de experiencias de pérdida
y destitución, que tienden a provocar agresión, sus
cualidades sugerirlan una involucración de investidu-
ras predominantemente libidinales. Por ejemplo, los
e~tados de ánimo de ira y tristeza suelen excluirse en-
tre si, si bien la agresión se uttllza a menudo como de-
fensa contra una experiencia dolorosa de tristeza.
En otras palabras, a diferencta de la depresión, la
tristeza como tal no entran.a un conflicto agresivo en-
dopsíquico, ni con la realidad exterior. Sabemos con
certeza que no deriva de una tensión interna entre el
yo y el ideal yoico, pero si parece derivar de tensiones
producidas dentro del yo. Por supuesto, en la práctt-
ca, los estados de tristeza presentan con frecuencia ras-
gos depresivos y es posible que, en los estados depre-
sivos, prevalezcan sentimientos de tristeza. Las obser-
vaciones clínicas sugieren, empero, que la tristeza sólo
predomina en la depresión en tanto se pueda mante-
ner la investidura llbidinal en el. mundo objetal me-
diante la desviación de la agresión hacia el self.
Pacientes depresivos graves que hayan retirado su
libido del mundo objetal pueden manifestar, en efec•
to, un intenso anhelo de tristeza durante el tratamien-
to. Tal vez hasta se den cuenta de que volverlan a «sim-
patizar con el mundo• con que sólo pudieran entriste-
cerse y llorar, y, en verdad, es posible que se abra paso
116
una •dulce tristeza• aliviadora en el momento en que
logren una reinvestidura libidinal de sus objetos de
anior perdidos y de los recuerdos placenteros relacio-
nados con ellos.
Contrariamente a lo que sucede en este tipo de es-
tados depresivos. en todos los casos de tristeza nor-
mal y pena notamos una preocupación por las felices
experiencias pasadas -o la satisfacción esperada que
no pudo alcanzarse-, combinada con deseos doloro-
sos de ganarlas o recuperarlas. Ya he señalado la apa-
rente discrepancia entre esta sobreinvestidura innega-
ble de las personas afligidas en su pasado feliz y la su-
puesta sobreinvestidura de los acontecimientos tristes
que causaron su aflicción.
El ejemplo de una mujer que babia enviudado re-
cientemente y vivia un hondo duelo nos ayudará a
aclarar este punto. En una entrevista que mantuve con
ella. me resultó fácil observar que hablaba por un rato
de su feliz vida conyugal; luego, volvia su atención al
doloroso periodo de la enfermedad y muerte del espo-
so y rompia a llorar, sólo para retornar de nuevo a sus
recuerdos maravillosos, a los sucesos trágicos y otra
vez a su dolorosa situación actual con un nuevo esta-
llido de pena.
Se diria que esta actitud fluctuante es caracteristl-
ca de los procesos que están e.n la base de los estados
de tristeza y pena. Parece que la experiencia dolorosa
de la pérdida conduce a una dicotomia interior. Por
un lado, el dolor emocional (igual que el dolor flsico)
regenerarla y movilizarla fuerzas libidinales que retro-
cederian en masa hacia los recuerdos del pasado feliz
y despertarían esas añoranzas, tan cargadas, de recu-
perar las satisfacciones perdidas. Por el otro, el recuer-
do del hecho trágico, altamente investido, se ha con-
vertido en el portador de anticipaciones tristes. Las fan-
tasías desiderativas y las~ anticipaciones dolorosas se
propagan y tienden a apegarse a todos los objetos con
los cuales la persona destituida intenta relacionarse.
Aquellas asociadas con el placer o los objetos perdi-
dos parecen invitarla especialmente a esta búsqueda
nostálgica de la felicidad perdida. A su vez, la realidad
la confronta con lo que no puede alcanzar o recuperar
1
117
y, de este modo, confirma las anticipaciones tristes y
fija un cuadro del self y el mundo trágicamente altera-
do. No obstante, al par que reactiva y recarga los re-
cuerdos tristes, la repetición de la pérdida en muchos
objetos se presta a innumerables procesos de descar-
ga que traen dolor pero también alivio. Simultánea-
mente, estas mismas reiteraciones reviven una vez
más los recuerdos felices y las fantasías desiderativas.
La realidad promueve así un proceso circular que con-
tinúa en tanto persista el estado de ánimo, con las co-
rrespondientes manifestaciones de descarga afectiva
que se producen en cantidades cada vez menores. Con
el tiempo. el prolongado examen de realidad obtiene .
un renunciamiento gradual a las fantasías desiderati-
vas y libera libido para nuevas empresas.
En consecuencia, los estados de tristeza o pena pa-
recen desarrollarse como un efecto de contraste, pro-
vocado por la discrepancia y fluctuación entre fanta-
sías y recuerdos antagónicos sobretnvestldos por igual.
La búsqueda frustrada de la felicidad perdida pone de
relieve el contraste con el pasado feliz y pinta con os-
curos colores esa realidad que primero Invita y luego
destituye, y de este modo hace que el mundo sea des-
tituidor y vacfo, y el sel[. destituido y pobre.
Con todo, cabe preguntarse si tristeza y pena con-
ducen no s6lo al empobrecimiento del mundo, sino
también al del seJf ·(yo). En su comparación entre la
pena y la depresión, Freud (1917e) señaló la disminu-
ción del sentimiento yoico y el empobrecimiento del
yo en la melancolia, en contraste con la situación de
la persona apenada: «En el duelo, el mundo se ha he-
cho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al
yo mismo» (pág. 246 [AE, XIV, pág. 243)).
Sin embargo, cualquier ejemplo común confirma-
rá que la tristeza afecta igualmente al yo, aunque de
una manera notablemente distinta de como lo hace la
depresión. Este es el punto decisivo. Los comentarios
de Freud se refieren a la declinación de la autoestima
en la depresión, a la crítica del mundo y del self,,que
no es característica de los estados de tristeza y pena.
En tanto aprecie su pasado, la persona triste se senti-
rá destituida, pero no mala e indigna o vacía. En otras
118
palabras, se reduce la investidura libidinal de su self
en su situación actual, pero no en favor de la agresión;
del mismo modo, se mantienen las investiduras libi-
dinales de objeto, aunque también pueden reducirse.
Los apreciados recuerdos de un pasado feliz y un self
anteriormente rico impiden que aumente la agresión
en las investidur,as del self y el mundo, que derivarían
en un estado de ánimo iracundo o deprimido. Cuando
me ocupe de la depresión, volveré sobre este punto y,
en particular, sobre las diferentes actitudes con res•
pecto al pasado.
En tanto la estabilidad de su autoestima y sus re-
laciones de objeto permanezca esencialmente firme,
la persona apenada podrá mantener, quizá, sus rela-
ciones, intereses y actividades normales. Consumirá
las satisfacciones que podrían darle en otras circuns-
tancias pero le será imposible disfrutarlas en forma
adecuada porque la búsqueda de lo que se extrafia te-
ñirá de dolor cualquier placer en cuyo desarrollo se ha•
ya consentido. Por ejemplo, podemos observar que una
persona triste que escucha un hermoso concierto pue-
de sentirse profundamente conmovida por la música,
y aun disfrutarla, pero al mismo tiempo responde con
dolorosas oleadas de tristeza y rompe a llorar. Natu-
ralmente, en el duelo profundo, es frecuente que las
personas restrinjan sus relaciones objetales, porque es-
tán absortas en el recuerdo de la Jelicidad perdida y
miran el futuro con desesperanza. Algunas se rehú-
san a tener experiencias que no puedan asociar con
el objeto amado; otras eluden todo cuanto les recuer-
de su pérdida de un modo demasiado doloroso. Pero
aunque el mundo objetal de los apenados se estreche
temporariamente y todas las experiencias estén teñi-
das de tristeza, las relaciones objetales -en la medida
en que se mantengan- no cambiarán con respecto a
su cualidad libidinal. En este sentido, toda vez que la
hostilidad o la depresión existan, la tristeza se mez-
clará con ellas.
Mientras prevalezca la tristeza, no podrá obtener-
se una completa satisfacción del self: por consiguiente,
las relaciones obje~es y las actividades del yo adqui•
rirán una cualidad amortiguada. Les faltará el pulso
119
audible de la activ;idad alegre, esas oleadas percepti-
bles y recurrentes de investiduras narcisistas y de ob-
jeto cada vez mayores, que nacen de las satisfacciones
plenas y preparan renovadas experiencias y acciones
placenteras. Evidentemente, la naturaleza opresiva de
la «tristeza calladaM se conecta mucho con una restric-
ción general de la libre descarga afectomotora, cau-
sada por la reducción de la trasferencia sobre la reali-
dad, trasferencia esta que resulta demasiado dolorosa
como para soportarla o, en los casos de pena desespe-
ranzada, ni siquiera se necesita. La inhibición afecti-
va propia de las manifestaciones de pena también pue-
de indicar un soterrado problema de ambivalencia; en
este caso, la tristeza tendrá características depresivas.
De todos modos, cuanto mayores sean la fuerza y per-
sistencia con que la añoranza adhiera a la realidad y
la confronte, tanto más intensa y desinhibida será la
descarga por medio de llántos, gemidos y sollozos. Es-
to puede convertir la tristeza en una experiencia ali-
viadora y hasta rica. Pese a su carácter doloroso, es-
tas erupciones reiterativas de descarga dramática pro-
ducirán un alivio tanto más drástico cuanto mayor sea
la involucración no sólo de una descarga secretoria
(llanto silencioso) sino de una descarga afectomotora
total (sollozos). Por tal razón, la persona «calladamen-
te triste• y no aliviada despertará, quizás, en nosotros
una mayor compasión.
Quema referirme aqui a las suposiciones formula-
das por Bibring (1953) en su trabajo sobre la depre-
sión. Ante todo, dudo de que una condición del talan-
te, o sea, un estado del yo, pueda considerarse una res-
puesta yoica primaria comparable a la angustia. Si bien
no objetaría que se definan como respuestas prima-
rias de ese tipo las reacciones tristes o aun depresi-
vas, creo -y he tratado de demostrarlo- que el desa-
rrollo de un estado deprimido entraña un proceso de
investidura más· complejo. Y no hay duda de que la
indefensión y d_esesperanza derivadas de la incapaci-
dad de modificar la situación también están presentes
en estados de pena sin características depresivas. Mi
material clínico no confirma esta hipótesis pero el pro-
blema merece una mayor investigación.
120
A menudo, la tristeza aparece entremezclada con
la autocompasión. Esta combinación introduce en la
tristeza un elemento especial, gratificante y narcisis•
ta, que sobreinviste no tanto la satisfacción perdida
como al «pobre y destituido self que necesita amor y
compasión». El efecto desagradable que produce en el
observador se relaciona con su sospecha justificada de
que ese pobre selfha adquirido mucha más importan•
cia que el objeto perdido.
Los estados de alegria o de exaltación jovial y nor•
mal constituyen la contraparte placentera de la triste-
za. Como ella, se basan en procesos libidlnales que,
en su caso, conducen a descargas placenteras. Si con-
traponemos el estado de tristeza y pena al de alegria
y dicha, nos encontramos con un interrogante inte-
resante: esos estados de ánimo placenteros, ¿también
son provocados por una situación interna de «contras-
te» o, simplemente, se desarrollan siempre que la an-
ticipación feliz suscitada por un cumplimiento de de-
seo extraordinariamente placentero se impone sobre
todas las demás experiencias? Por cierto que para pro•
ducir un estado de ánimo jovial, alegre y feliz, la expe-
riencia provocante debe tener cierto cuño, algo que la
haga insólita o extraordinaria. Esto sugiere, por lo me-
nos, que presenta cierto «contraste• con un pasado sin
acontecimientos notables. Además, en la práctica, la
alegria nace muy frecuentemente de un acontecimien-
to feliz que sobreviene tras un previo estado de preo-
cupación o tristeza (p.ej., cuando una persona espera
o experimenta el regreso de un objeto de amor cuya
ausencia la había entristecido). En este caso, el actual
cumplimiento de deseo, contrapuesto al pasado dolo-
roso, provoca abundantes anticipaciones jubilosas que
pintan el mundo y el self con fascinantes colores ~con-
trastantes•.
La alegria nace de una discrepancia, igual que la
tristeza, sólo que se trata de una discrepancia opues-
ta: entre un mundo que era y podía seguir siendo dis-
placentero, y un mundo que se ha vuelto placentero
y, según se espera ahora, continuará siéndolo. Recor-
demos que en su trabajo sobre duelo y melancolia,
Freud mencionó este contraste como la experiencia
121
motivadora de la exaltación normal. Sin embargo, los
estados de' ánimo alegres, gozosos y exaltados de nin-
gún modo se desarrollan regularmente a continuación
de estados de tensión, preocupación o tristeza. Por cier-
to que no podemos considerarlos simples expresiones
de alivio con respecto a una inquietud o dificultad.
Tampoco podemos aceptar que los estados de exalta-
ción patológicos sean meras respuestas de alivio de una
depresión previa, como se ha sugerido. No obstante,
debemos recordar que la ganancia [gain) de placer
siempre es una «recuperación» [regaining] que, inevi•
tablemente, evocará el recuerdo de anteriores pérdi-
das, destituciones o sufrimientos en general, tanto más
cuanto más intenso e inesperado haya sido el cumpli-
miento de deseo.
Con respecto a esto, podemos recordar lo que sa-
bemos acerca de la psicología de la risa, la expresión
más teatral de la alegría, como lo es el llanto para la
tristeza. El efecto de suspenso, provocado por la acu-
mulación de una alta tensión, seguida de un alivio pla-
centero drástico, repentino e inesperado, constituye un
factor importantísimo dentro de esta respuesta afecti-
va. También aquí encontramos la idea del «contraste»:
la acumulación de tensión sería displacentera y gene•
raría anticipaciones desagradables si no fuera por la
alegre atmósfera emocional que genera expectativas
«opuestas» de alivio Jovial. El carácter súbito de este
alivio es el factor desencadenante del estallido de risa
(cf. el capítulo 2).
En vista de esto, bien podemos sospechar que el
•efecto de contraste», tal como lo produce el «elemento
inesperado•. desempeña un rol importante en todos los
estados de Jovialidad, alegria y exaltación placentera.
Podemos conjeturar, por prudencia, que los estados de
ánimo Joviales son provocados por experiencias pla-
centeras de una intensidad inesperada, que contrastan
marcadamente con una situación previa indiferente o
displacentera. En uno u otro caso, el embellecimiento
del mundo debe originarse en el hecho de que la reali·
dad, al contradecir o superar las anticipaciones deri-
vadas del pasado, concede un placer inesperadamen-
te elevado. Cuando nuestro talante es Jovial, podemos
122
observar con frecuencia un extraño y suave matiz de
sorpresa o asombro ante el hecho de que la vida pue-
da ser realmente tan disfrutable. Cabe suponer que el
elemento inesperado, contenido en la experiencia pro-
vocante, interviene igualmente en el desarrollo de los
estados anímicos tristes. Al parecer, la ocurrencia de
hechos muy 1:luenos o muy malos siempre es «inespe-
rada». Por eso, en los casos de enfermedad mortal pro-
longada, notamos que en el período de preparación pa-
ra lo peor los parientes del enfermo han reelaborado
su pena y, cuando sobreviene la muerte, ya no se ha-
llan en un estado de duelo o aun experimentan alivio.
Podemos aña~r algunos comentarios acerca de la
innegable proximidad existente entre la tristeza y la
alegria, el llanto y la risa. No me refiero al hecho de
que la risa explosiva también puede producir una des-
carga secretoria (o sea, hacer llorar), sino a ese estado
extrañamente titilante uentre la risa y el llanto•, que
entra en la categoría de lo utragicómico». Nos será fácil
comprender estos estados intermedios o mixtos, así co-
mo la rápida transición de un estado a su opuesto, si
recordarnos que estos dos estados contrarios nacen de
un contraste entre nociones felices y desdichadas, bue-
nas y malas. Dentro de los estados anímicos norma-
les, la realidad confirma una u otra noción e inclina
el talante hacia el lado bueno o malo de la balanza.
Las situaciones tragicómicas bien pueden señalar, si-
multánea o alternadamente, los aspectos más sombríos
o radiantes de la vida, y provocar con ello un estado
de ánimo mixto o iridiscente, que fluctúa entre la tris•
teza y el buen humor.
123
ta, las desviaciones anímicas normales de las deriva-
das de deseos patológicos o conflictos. neuróticos. En
este caso. lo patológico no radica en la naturaleza del
estado de ánimo en sí mismo sino en sus motivacio-
nes. Cuando la formación de síntomas se agota en el
desarrollo de una c;ondición del talante (p.ej., la depre-
sión), ocasionalmente se nos plantean graves dudas en
el diagnóstico diferencial de la naturaleza neurótica o
psicótica de ese estado.
Estas dificultades se explican porque los estados
de ánimo, ya posean cualidades o motivaciones nor-
males o patológicas, son siempre una modalidad eco-
nómica del yo que restablece, en parte, un funciona-
miento mental de tipo «proceso primario•.
En la medida en que entrañen fenómenos de tras-
ferencia de naturaleza generalizada, los estados de áni-
mo pueden deteriorar temporartarnente el discerni-
miento critico y la capacidad de discriminación con
respecto al propio self y al mundo objetal. También
pueden generar un tipo de sentimiento, pensamiento
y conducta. primitivo, «subjetivo,;, prejuicioso o aun en-
gañoso, que tienda a resistir al examen de realidad.
En la medida en que este examen pueda imponerse,
el estado de ánimo cederá. Siempre que los estados
de ánimo, normales o anómalos, coloreen o, al menos,
realcen un aspecto de la realidad, o bien esfumen o
tapen otros aspectos diferentes o contrarios, incluirán,
hasta cierto punto; mecanismos de desmentida y dis-
torsión de la realidad. No obstante. la naturaleza de
esta desmentida será muy distinta en las condiciones
del estado de ánimo con motivaciones normales y en
aquellas con motivaciones patológicas, lo que nos pro-
porcionará importantes criterios para el diagnóstico di-
ferencial.
Ante todo, en los estados de ánimo normales, la des-
mentida no alcanza al hecho externo provocante, ni
a su impacto emocional inmediato que provoca el es-
tado en cuestión. Si una persona llora la muerte de su
esposa o se regocija por el regreso del hijo, las razones
que han mottvado tales estados de ánimo son realis-
tas y, las más de las veces, concientes. Pero, como lo
señaló Weinshel, aun en estados anímicos normales
124
\
. '
no es raro que las personas no se percaten de las cau-\
sas de su talante. Además, Freud afirmó acertadamen-
te que en el penar el mundo entero ha quedado vacío,
al menos desde el punto de vista subjetivo del indivi-
duo dolido. El color sombrío que toma para él es el re-
sultado de lo qu,e podríamos denominar una •desmen-
tida normal•: la desmentida de posibles satisfacciones
sustitutas que la vida le darla con que sólo fuese ca-
paz de aceptarlas. En este caso, como en cualquier otra
condición normal del talante, no cabe duda de que es-
te tiene una base realista. Con frecuencia, un indivi-
duo tiene definida y, a veces, dolorosa conciencia de
que su estado de ánimo es de naturaleza liSubjetiva•: el
mundo y el self, como tales, no han cambiado: sólo
•parecen• diferentes porque •él se siente así-. Las no-
ciones que contradicen su estado de ánimo no quedan
totalmente ocultas y las modificaciones cualitativas se
mantienen dentro de limites normales.
Entonces, los estados de ánimo quedan dentro de
los limites de lo normal, y su cualidad es adecuada,
en tanto sean compatibles con la realidad externa e
interna del momento y puedan reconocerse como es-
tados temporarios del yo, generados por respuestas
concientes a hechos realistas. Cederán al examen de
realidad y, por consiguiente, serán controlables y de
duración limitada. Cuanto menos conciente sea una
persona de las causas de sus estados de ánimo, tanto '
más dificil le resultará dominar la situación psíquica
y tanto más inadecuadas serán las cualidades de aquel
estado. Desde luego, la duración de un estado aními-
co depende también del impacto causado por la expe-
riencia provocante. Por ejemplo, en el caso de la pena,
el Impacto puede ser tan grave que el proceso econó-
mico tarde mucho tiempo en lograr su propósito. La
pena. en efecto, demuestra muy bien que la duración
de un estado de ánimo como tal no constituye un cri-
terio que permita determinar su carácter normal opa-
tológico. La fugacidad de este u otros estados aními-
cos bien puede exteriorizar unas relaciones objetales
defectuosas o superficiales, o tener por c;ausa unas de-
fensas especiales, afectivas o de otro tipo. A su vez,
un periodo de duelo muy prolongado puede haber si-
125
do motivado por la gravedad de la pérdida sufrida, o
bien por una incapacidad para resolver conflictos in•
concientes enredados con el objeto perdido.
Hasta los estados depresivos psicóticos tienden a
desaparecer espontáneamente, por decirlo así. Partien-
do de este hecho, Freud llegó a la conclusión de que
los procesos económicos implicitos en ellos debían ser,
en esencia, los mismos del penar. Sin embargo, esta
conclusión no puede ser completamente correcta. En
realidad, unos conflictos inconcientes atajan la posi-
bilidad de un éxito económico final no bien entran a
participar en el desarrollo del estado de ánimo. Ya me
he referido a la función económica limitada que de-
sempeñan los estados de ánimo patológicamente mo-
. tivados. El fracaso económico estriba en el hecho de
que las fijaciones infantiles imposibilitan un examen
de realidad suficiente para garantizar una verdadera
liberación de energía psiquica de su posición fijada ori-
ginal. En esencia, sucede lo ·mismo que en el caso de
la persona que trata inconcientemente de superar una
experiencia traumática infantil reprimida, para lo cual
repite una y otra vez el trauma. Cada reiteración pro-
vocará reacciones de descarga afectiva aliviadoras, pe-
ro como la represión excluye el examen de realidad
que permitiría dominar la situación traumática, las re-
peticiones continuarán a menos que se traiga a la con•
ciencia la experiencia reprimida.
De manera similar, los estados de ánimo que bro-
tan de fuentes inconcientes sólo permiten una especie
de examen de realidad espurio, que provoca reaccio-
nes de descarga reiterativas, económicamente útiles
por cuanto acaban por producir una disminución tem-
poraria del estado anímico. No obstante, la sobreinves-
tidura de los recuerdos patógenos reprimidos sobrevi•
ve al estado de ánimo y tiende a convertir la realidad
en una fuente constante de provocaciones renovadas,
restableciendo ásí el estado afectivo perturbado (an•
gustiado, hostil o deprimido). Si la desviación del es-
tado de ánimo proviene de un conflicto narcisista pa-
tológico, el examen de realidad resulta menos eficaz
aún o, en las condiciones psicóticas del talante, impo-
sible.
126
En general, los estados de ánimo provocados por
conflictos narcisistas posibilitan el examen de realidad
en menor grado que los talantes causados por conflic-
tos con el mundo exterior. Aunque estos últimos afec-
tan igualmente al self (como lo señalé al hablar de la
pena) requieren, sobre todo, un examen de realidad
exterior.
En el caso de los conflictos narcisistas, la pertur-
bación del estado de ánimo surge de la discrepancia
entre las representaciones del selfy el ideal del yo (su-
peryó) o la imagen deseada del self; por eso requieren,
sobre todo, un examen de realidad interior. La reali-
dad exterior sólo puede utilizarse como un ámbito en
el que el self puede hacerse valer. Por desgracia, los
agentes de la autocritica que ponen a prueba nuestra
realidad interior están profundamente enraizados en
el inconciente y, en consecuencia, son muy arbitra-
rios. Es más: nuestras representaciones del self son,
por lo general, menos realistas aún que nuestras re-
presentaciones de objeto; por eso la percepción del self
no está muy bien desarrollada ni siquiera en las per-
sonas normales. De ahí que nuestras posibilidades de
evaluarnos correctamente a nosotros mismos sean,
cuando mucho, limitadas. En verdad, estas capacida-
des introspectivas, que constituyen un requisito pre-
vio para un constructivo examen de realidad, parece-
rían ser un don bastante excepcional.
Las dificultades del examen de realidad se mani-
fiestan hasta en los estados de ánimo provocados por
un conflicto narcisista con base realista. Tomemos co-
mo ejemplo el caso sencillo del hombre que se siente
deprimido porque le va mal en el trabajo. Su depre-
sión nace de la discrepancia entre sus expectativas nar-
cisistas y su fracaso realista, a causa del cual experi-
menta el sentimiento temporario de que es una perso-
na por completo 11).epta. Desde luego, la desaprobación
de sus superiores influirá en esta imagen de si mismo.
y hasta puede confirmarla, pero cuanto más razona-
bles sean sus expectativas y mayor el grado en que
su autoevaluación se funde en un criterio correcto y
racional, tanto más tenderá este hombre a recuperar
su autoestima por medio de una creciente autoafirma-
127
ción laboral. Con todo, aun cuando ponga a prueba sus
funciones yoicas en el ámbito de la realidad exterior
(o sea, en su trabajo), la parte critica de su yo -o, en
los conflictos morales, el superyó- tendrá la última
palabra y determinará la cualidad buena o mala de su
self y, en consecuencia, su talante.
Con respecto a estos talantes, debo modificar mi
enunciación anterior de que los estados de ánimo lle-
van implícita una trasferencia temporaria generaliza-
da de un objeto en particular a la totalidad del mundo
objetal. En aquellos causados por conflictos narcisis-
tas, lo que el individuo endosa al mundo, o espera sa-
tisfacer por su intermedio, no son añoranzas de obje-
tos sino deseos narcisistas. En principio, cuanto más
altas y quiméricas sean las expectativas narcisistas,
y menos realistas las representaciones de objeto y del
self, tanto más patológicos serán el conflicto y el esta-
do de ánimo resultante.
La mujer que inconcientemente se cree castrada
y tiene una imagen fálica de sí misma no podrá me-
nos que ver una prueba de su inferioridad en cualquier
fracaso nimio, y responderá a este con una depresión.
El origen infantil y el poder del superyó hacen que
los estados de ánimo provocados por conflictos incon-
cientes del superyó sean especialmente resistentes al
examen de realidad. Este se vuelve imposible cuando
el superyó ha remplazado al mundo objetal y condena
y castiga al self o, al revés, renuncia a sus funciones
criticas, sean cuales fueren sus normas y criterios. 2
A continuación, examinaré las diferentes clases de
desmentida y distorsión en estados neuróticos y psi-
cóticos, para lo cual me valdré de algunos ejemplos
concretos. Si una persona se pusiera de mal tala.rite
2 Vale la pena señalar que en los verdaderos casos depresivos.
los anhelos de amor y aprobación no arraigan en recuerdos felices
del pasado, como en las personas apenadas. Esos anhelos son de
naturaleza reactiva y, aun cuando estén apegados al mundo, per-
manecen alejados de la realidad pasada y presente. Por ejemplo, una
mujer que babia respondido a la pérdida de su esposo con un grave
estado paranoide-depresivo en el que se quejaba de su desencanto
del mundo y de la falta de sentido de su vida, replicaba asi cuando
le recordaban que otras viudas se hallaban en situaciones peores:
•Ellas tterien al menos recuerdos felices, cíe los que pueden vivir,,.
128
(se irritara, enojara o deprimiera) porque le han servi-
do el desayuno con diez minutos de retraso, sin duda,
sospechariamos que es neurótica: su estado de ánimo
exagera la importancia del hecho externo provocante,
distorsiona evidentemente su propia situación en el
mundo y, si no es inapropiado, al menos tiene una mo-
tivación irracional. En cambio, si un orador se sintie•
ra profundamente deprimido al término de un discur-
so muy aplaudido, estaria muy enfermo pues, en este
caso, tanto su respuesta al éxito como el resultante es-
tado animico serian inapropiados o, dicho de otro mo•
do, paradójicos. La calda dé su autoestima y nivel de
ánimo, que tal vez se aísle de un conocimiento pleno,
conciente e intelectual del éxito obtenido, desmenti-
rla el signiflcado de este a causa de conflictos incon-
ctentes de tipo masoquista. Por último, si un marido
fiel que acaba de enviudar respondiera a esta pérdida
con un estado de exaltación, manifestado en una alo-
cada búsqueda de placer, su estado seria gravemente
patológico. Si tal estado de ánimo fuese inducido por
una desmentida de los hechos reales, seria desde lue-
go psicótico: sus fantasías no distorsionarian la reali•
dad, sino que la remplazarian totalmente. Si este hom-
bre desmintiera sólo el impacto trágico de la realidad
(Lewin, 1950), su desmentida seria menos grave y no
necesariamente psicótica; por lo común, en tal caso .
decimos que hay una desmentida de la tristeza sote-
rrada, pero esta definición no es del todo correcta.
La desmentida de una condición del ánimo parece
diferente. Las personas cuyas expresiones faciales, ac•
titudes y conductas revelan su mal talante, suelen no
tener conciencia de él o aun pretenden hallarse con
buen ánimo. Muchos pacientes con signos objetivos
de depresión consultan al médico por causas físicas,
y no pueden aceptar el diagnóstico correcto. En estos
casos, se ve afectada la toma de conciencia3 de un es-
tado anímico y se desmiente un talante existente.
3
La conciencia del estado de ánimo. que es principalmente una
conciencia del sentimiento, se desarrolla como parte de las repre-
sentaciones del seJf. Por consiguiente, es un fenómeno narcisista..
en tanto que los afectos y estados de ánimo como .tales son expe•
riencias del yo que involucran tanto a los objetos como al self.
129
Estos ejemplos nos demuestran que debemos dife-
renciar no sólo entre los muchos tipos de desmentida
y distorsión que pueden intervenir en el desarrollo de
un estado de ánimo, sino también entre sus diversos
grados de intensidad. En general, la desmentida afec-
ta tanto al self como al mundo objetal, pero puede oca-
sionar distorsiones más conspicuas en uno u otro. Pue-
de ir dirigida contra el hecho provocante en sí, su
impacto o su significado. Además, puede actuar direc-
tamente contra la realidad exterior, o bien afectaran-
te todo el conjunto de imágenes internas y sólo en se-
gundo lugar -mediante la proyección- influir sobre
los hechos y objetos externos. Por último, puede ha-
ber una desmentida defensiva y secundaria de un es-
tado anímico existente (apropiado o no), o sea, una per-
turbación de la conciencia del propio talante.
Las consideraciones precedentes en tomo de los di-
ferentes tipos de desmentida4 y de estados de ánimo
normales y anómalos, así como de las limitaciones del
examen de realidad en este último caso, pueden apli- ·
carse a una comparación entre determinadas condi-
ciones del ánimo y sus contrapartes patológicas.
La comparación tradicional entre pena y depresión
(Freud, 1917e) ha inducido a error en algunos aspec-
tos. Sugería -al menos, de manera implícita- que los
estados depresivos siempre eran patológicos, en con-
traposición con la naturaleza normal de la pena. Más
aún, los trabajos precursores de Freud (1917e), Abra-
ham (1911, 1924), Rado (1928), el libro de Melanie
Klein (1948) y los esclarecedores estudios de Lewin
(1950) sobre la depresión y los estados conexos, insis-
tieron fuertemente, de un modo u otro, en el rol que
desempeñan las pautas de respuestas infantiles tem-
pranas en la modelación de aquellas condiciones. Por
eso tendemos a vincularlas con mecanismos introyec-
tivos y proyectivos, y con graves conflictos de ambi-
valencia que provocan una regresión a posiciones nar-
cisistas orales y anales. De este modo, perdemos de
vista fácilmente el hecho de que tanto los estados de-
mentida.
130
presivos como los de exaltación bien pueden desarro-
llarse dentro de los límites de las condiciones norma-
les del ánimo.5
Esto quedó demostrado en el ejemplo de John, que
reaccionó a sus cambiantes experiencias con Anne pro-
duciendo estados alternantes de exaltación feliz, tris-
teza, ira y depresión. Todas estas respuestas tenían raí-
ces lo bastante realistas como para conducir a las apro-
piadas condiciones del ánimo, las que se mantuvieron
cuantitativa y cualitativamente dentro de los límites
normales. El logrado efecto del examen de realidad
constituyó una nueva evidencia de su naturaleza nor-
mal. No sólo su talante cedió con facilidad a los cam-
bios de actitud de Anne, sino que cuando la joven rom-
pió con él, al cabo de varias semanas de relaciones tur-
bulentas, John pasó por un período emocionalmente
borrascoso, pero luego consiguió restablecer su equi-
librio afectivo y anímico y, varios meses después, se
relacionó de manera satisfactoria con otra muchacha.
Este ejemplo muestra sin lugar a dudas que las cua-
lidades diferentes de la tristeza y la depresión no son,
como tales, expresivas de la naturaleza normal de la
tristeza y de la naturaleza patológica de la depresión.
En la medida en que estas diferencias provengan de
un predominio de las fuerzas libidinales o agresivas
dentro del ámbito global del yo, señalarán los peligros
inherentes a las condiciones del talante deprimido u•
hostil. La naturaleza libidinal de la tristeza y la pena
(sin rasgos depresivos) indica ausencia de conflicto; en
cambio, los estados hostiles y deprimidos siempre de-
rivan de tensiones agresivas y, por consiguiente, ex-
presan una situación de conflicto, ya sea este neuróti-
co, psicótico, o con la realidad. En otras palabras, ta-
les condiciones encierran un potencial patológico que
cobra impulso en la medida en que lo inconciente en-
tre a participar en el conflicto o, peor aún, se pongan
en movimiento procesos regresivos.
Por otra parte, la perturbación narcisista (esa afec-
ción del self a la que ya me he referido al hablar de
5
Freud trató los estados de exaltación nonnal en su trabajo so-
bre el duelo y la melancolía (Freud, 1917e).
131
la tristeza) es más ominosa en la depresión, aun sien-
do esta normal, que en la mera tristeza; y tiene más
consecuencias sobre las funciones yoicas.
El elemento crítico agresivo es el que presta al mun-
do o al self unas propiedades de valor muy disímiles
en los estados de ánimo hostil o depresivo, en relación
con los de tristeza. ~s valores cuya pérdida o ganan-
cia provoca tristeza o exaltación feliz son los de pla-
cer, los de satisfacciones obtenidas del mundo; pode•
mos llamarlos «valores del ello•. Pero en los estados de•
prímidos, o en los de hostilidad y excitación agresiva,
el mundo y el self parecen inadecuados, defectuosos,
malos o perjudiciales. Se los menosprecia y critica en
cuanto a su fuerza, capacidad, superioridad o perfec-
ción moral, o sea, en términos de valores propios del
yo o el superyó. Por eso, en la depresión, el meollo de
la perturbación narcisista siempre es una experiencia
de fracaso, aunque no pcir fuerza de fracaso moral.
Cuanto más coadyuve el superyó al conflicto, tanto
más se concebirá el self como moralmente malo, me-
recedor de un castigo interno o externo. Aunque los
sentimientos e ideas concientes de ineptitud suelen ser
una defensa frente a unos ocultos conflictos de culpa.
Podemos encontrar estos cambios cualitativos en
la relación entre el mundo y el self aun en el campo
de los estados anímicos normales de hostilidad y de-
presión. Sin embargo. la modificación o perturbación
especifica de esta relación depende de la naturaleza
individual del conflicto subyacente -ya sea realista,
neurótica o psicótica- y, por consiguiente, de las vi-
cisitudes por las que atraviesen las fuerzas instintua-
les en el desarrollo de ese conflicto. Sabemos que es-
tados de ánimo hostiles o deprimidos pueden ganar
en intensidad si la agresión es apartada del self, o vi-
ceversa. Por lo tanto, los estados iracundos no tienen
necesariamente como causa primordial la ofensa o la
decepción. También pueden desarrollarse a partir de
conflictos narcisistas, por ejemplo, conflictos de cul-
pa, experiencias de fracaso o errores, cuando la agre-
sión dirigida al self se desvía secundariamente hacia
el mundo objetal. En tales casos pueden proteger a la
persona de una condición deprimida. Esta tendencia
132
a culpar al mundo, más que a uno mismo, es harto
conocida hasta en personas normales.
A la inversa, los estados depresivos pueden origi-
narse en un desplazamiento de la agresión de los ob-
jetos al self. Esta vicisitud impide la devaluación del
mundo objetal y, en consecuencia, sirve de defensa efi-
caz contra los' conflictos de ambivalencia, especialmen-
te cuando estos entrañan el peligro de perder un ob-
jeto de amor importante. Cabe sefialar que estas vici-
situdes no incluyen necesariamente mecanismos in-
troyectivos y proyectivos. Las personas se criticarán
a si mismas por las insuficiencias del mundo, o acha-
carán a este sus propias faltas, según el grado en que
utilicen aquellos mecanismos. En el segundo caso, el
estado hostil adquiere cualidades paranoides. (Más ade•
lante volveré sobre el problema de los estados de áni•
mo paranoides.)
En este punto, deseo centrar la atención en las mo-
dificaciones que experimentan el self y el mundo a cau•
sa de estas vicisitudes. Tal como he dicho antes. en los
estados de ánimo ambos adquieren cualidades acom-
plementarias». Pero si, en los casos de depresión, la
desviación de la agresión hacia el self va acompañ.ada
de una sobreinvestidura libidinal reactiva del mundo,
pueden adquirir tonalidades opuestas. El mundo pue-
de henchirse y aparecer glorificado, idealizado o aun
engrandecido, a expensas de un self malo y rebajado.·
A la inversa, en los estados hostiles, el mundo parece-
rá, quizá, malo, inadecuado o despreciable, y el self.
bueno, superior y henchido.
En aquellas personas que sólo se relacionan con el
mundo objeta! por medio de identificaciones narcisis-
tas, todos los conflictos, aun los que involucran al mun-
do objetal, son de naturaleza narcisista. Como en este
caso las fronteras entre las representaciones del self
y de objeto son borrosas, cualquier rebajamiento del
mundo afecta de contrachoque al self. 6 Si esto suce-
de, se puede tener la sensación de que el self y el mun-
133
do han adquirido cualidades idénticas. Esto se obser-
va en los estados de ánimo hipomaníacos placenteros,
en que uno y otro parecen magníficos, maravillosos
e ideales, o en los estados depresivos pesimistas, en
que ambos se representan como igualmente malos, dis-
placenteros, vacíos o despreciables.
El punto de partida de estas últimas reflexiones fue•
ron los desplazamientos de la agresión entre el self y
el mundo, observados en las condiciones deprimidas
y hostiles. Sin embargo, me parece necesario desta-
car que los estados depresivos no siempre se originan
en tentativas de resolver conflictos de ambivalencia por
desvío de la agresión del objeto de amor (el mundo ob-
jeta!) para dirigirla sobre el self. Bien pueden surgir
directamente de un conflicto narcisista primario. Freud
(1917e) señaló este punto con referencia a la depre-
sión melancólica e insinuó, en este contexto, la posi-
bilidad de un empobrecimiento primario y endógeno
del yo. Empero, no podemos decir, en modo alguno,
que conflictos narcisistas generadores de estados de-
primidos indiquen siempre una regresión narcisista
conducente a una desmezcla pulsional. Tales estados
pueden ser intensificados o influenciados por conflic-
tos narcisistas infantiles, pero también pueden deri-
var directamente de experiencias realistas de fracaso,
ineptitud, o trasgresión moral.
Recurriré nuevamente al ejemplo del hombre al que
le va mal en el trabajo. Aunque no sea neurótico, es
muy posible que responda a su fracaso con un estado
de depresión y sentimientos generales de ineptitud. Si
es normal, uno y otros cederán a medida que su tra-
bajo mejore y él pueda autoafirmarse. Si se sintiera
tentado de cometer un acto moralmente malo o cues-
tionable, o lo hubiera cometido, no nos sorprendería
que respondiese con remordimiento y depresión.
Para estudiar los influjos específicos ejercidos por
diversas motivaciones realistas o neuróticas, o por si-
tuaciones de conflicto, sobre las cualidades de los es-
tados de ánimo resultantes y -debido a diferencias en
el examen de realidad- sobre su curso y alternativas,
presentaré unos pocos ejemplos breves de condiciones
de tristeza, zozobra y hostilidad.
134
El primer ejemplo concierne a la sefiorita C .. una
joven atractiva, coqueta e histérica, que buscaba in•
concientemente un objeto de amor incestuoso y ten-
día a cambiar de talánte de una manera caprichosa
y sorprendente. Alternaba entre dramáticos estados de-
presivos, y otros, de hostilidad bastante descontrola•
da. Según fuese su estado de ánimo del momento, se
quejaba de que la falta de oportunidades, o su propia
falta de encantos, le impedían conseguir marido. Su
mal talante le pasaba temporariamente cada vez que
conocía a un hombre que se mostraba interesado por
ella y parecía ser un buen partido. Pero volvía cuando
estos encuentros no fructificaban. Finalmente, consi•
guió establecer una relación prometedora con un jo-
ven simpático que se parecía a su hermano. Pero co-
mo su elección de objeto estaba determinada por un
deseo incestuoso, sus sentimientos de culpa la com-
pelieron a renunciar a ese hombre. Logró irritarlo a
tal extremo, con su conducta veleidosa, que él acabó
por perder la paciencia, y la abandonó. Este rechazo
la sumió en una depresión grave y angustiada, carac-
terizada por constantes estallidos de sollozos y llantos
copiosos, que escapaban de todo control. Tras recupe-
rarse de esta depresión, la joven probablemente ha•
bría continuado su búsqueda frustrante (con la consi-
guiente recurrencia de depresiones reactivas y de es•.
tados hostiles) de no haber decidido someterse a un
tratamiento psicoanalítico.
El segundo.ejemplo corresponde a una pena nor•
mal con características depresivas. La señ.ora D. era
una viuda de edad madura, que se hallaba en un esta•
do de profundo duelo por la muerte de su esposo. Vi-
no a verme para exponerme ciertos problemas fami-
liares. Aunque no fue mi paciente en análisis, las en-
trevistas que mantuve con ella me proporcionaron un
cuadro revelador de su estado emocional. Era una mu-
jer con una vida emocional muy intensa, una vívida
expresión afectiva y manifestaciones de duelo bastan-
te violentas. Si bien se dominaba en presencia de otras
personas, cuando estaba sola lloraba copiosamente y
se entregaba a sus recuerdos del. esposo amado. Sen-
tía una y otra vez la necesidad de visitar los mismos
135
parajes montañosos cuya belleza habían disfrutado
juntos. En su estado de duelo, el paisaje la conmovía
aun más que en el pasado, .pero ahora una vista her-
mosa, un amanecer o una puesta de sol le hacían re-
cordar el deleite compartido con su cónyuge, y esta-
llaba en llanto. Sin embargo, a pesar de sus reacciones
dramáticas, se dedicaba conciente y tenazmente a su
trabajo, aunque sin entusiasmo; hasta se reconforta-
ba y solazaba con él, pero estos sentimientos. se entre-
mezclaban con su omnipresente tristeza. Si bien ha-
bía reducido sus actividades sociales, experimentaba
una evidente necesidad de estar en compañía de aque-
llos viejos amigos que habían tratado íntimamente a
su marido y le hablaban de él.
La señ.ora D. me informó que al comienzo de su pe-
riodo de pena había sentido una gran depresión y re-
mordimiento por haberle fallado a su esposo de tantas
maneras. Lamentaba sobre todo la frecuencia con que
le había permitido que le provocara estallidos de ira
y, como lo contaba llorando, sus respuestas de culpa
parecían experiencias no menos vívidas y dolorosas,
acompañadas de llanto.
Sus reacciones de pena diferían sorprendentemen-
te de las de su amiga, la señ.ora E., a quien envió a
verme varios meses después, porque su condición le
preocupaba. La señ.ora E. también era viuda, y diecio-
cho meses antes había perdido a su hermana, a la que
había estado extraordinariamente apegada. Desde en-
tonces, vivía sumida en una depresión crónica, de la
que no lograba recuperarse.
A diferencia de su amiga, la señ.ora E. tenía una
personalidad obsesivo-compulsiva, un tanto desapega~
da y sometida a un excesivo refrenamiento emocional.
Las bellezas de la naturaleza ya no existian para esta
mujer; no podía responder a ellas con ningún senti-
miento. Se diría que su vida emocional se había vacia-
do; no podía interesarse seriamente por nada, ni siquie•
ra por su trabajo. Al mismo tiempo, se sentía muy in-
quieta. Evitaba la compañía de sus amigos y preferia
pasar sus horas libres en fiestas, o visitando a conoci-
dos ocasionales. Descubrí que estas actitudes concor-
daban con sus defensas básicas: siempre había eludi-
136
do la confrontación con realidades dolorosas; se rehu•
saba a trabar una relación profunda con el mundo ex-
terior a menos que tuviera la seguridad de que este le
proporcionaría placer. Su desapego y su afanosa bús-
queda de placeres superficiales la salvaban de las em-
bestidas violentas de esas mismas emociones dolorosas
a las que se entregaba la sefiora D. El tipo compulsivo
de sus defensas afectivas sugería la presencia de con•
flictos de ambivalencia, mucho más intensos que los
detectados en su amiga. La señora E. hablaba mucho
de sus sentimientos de culpa con respecto a todos y
a todo, salvo a su hermana fallecida. Evidentemente,
tenía que negarlos y desplazarlos, porque no toleraba
afrontar la intensidad de su conflicto con la hermana
ni la hostilidad que le había dado origen.
Si comparamos los esta(l.os de ánimo de estas tres
mujeres, notamos que. en el caso de la señorita C., los
conflictos centrales causantes de los estados de hosti-
lidad y angustia-depresión no eran, indudablemente,
problemas de ambivalencia. sino conflictos edipicos.
Esa joven no adolecía de una incapacidad de amar. Su
comportamiento hostil para con los hombres sólo era
una defensa frente a sus mociones incestuosas. Su ira
contra el mundo que ••no le ofrecía oportunidades sufi-
cientes• iba dirigida, inconcientemente, contra su ri·
val edípica: la madre. Sus quejas depresivas acerca de
su carencia de atractivos se referían, del mismo mo•'
do, a su incapacidad para competir con su madre y
encubrían su necesidad inconciente de castigo, gene•
rada por su incestuoso conflicto de culpa. Sus racio•
nalizaciones para sus perturbaciones animicas hacían
que su hostilidad desapareciera prontamente cada vez
que conocía a un hombre prometedor, y que su depre-
sión se esfumara no bien lograba atraer su atención.
A esto me referí cuando mencioné un examen de rea-
lidad falso o pretendido. Sólo podía examinar la reali•
dad dentro de los limites de aquellas motivaciones del
estado de ánimo de las que tenia conciencia. Por eso
se apenaba ante la pérdida de su novio, sin saber por
qué lo había perdido, ni por qué no podía encontrar
ni aceptar a ningún hombre. Sus conflictos edípicos
inconcientes provocaban en ella una actuación («actlng
137
out»] que derivaba, inevitablemente, en una repetición
constante de sus perturbaciones anímicas.
En el caso de la señora D., podemos observar un
proceso de duelo bastante normal que, en muchos sen-
tidos, confirma y ejemplifica mis enunciaciones ante-
riores sobre la tristeza y la pena. El matiz depresivo
de su tristeza provenía de un conflicto causado por
unos sentimientos de hostilidad hacia su esposo difun-
to de los que, al parecer, había sido y era plenamente
conciente. Esta toma de conciencia permitió desarro-
llar un proceso introspectivo. El examen de su reali-
dad interior bastó para ayudarla a superar, con relati-
va rapidez, su remordimiento y la consiguiente depre-
sión.
En cambio, la señora E. respondió a la pérdida de
su hermana con una pena que devino un estado de
depresión crónica: que yo sepa, este no ha variado en
esencia, ni siquiera ahora que han pasado dos añ.os.
Una serie de características patógenas se combinaron
para producir esta perturbación indebidamente prolon-
gada. El problema central era un conflicto de ambiva-
lencia, de origen infantil; había derivado en manifes-
taciones de abierta hostilidad hacia la hermana, que
la paciente se esforzaba por olvidar y desmentir tras
la muerte de aquella. Aunque al mismo tiempo la ba-
bia amado mucho, la señora E. no podía afrontar la
profundi<;J.ad de su pérdida; por eso su pena no podía
encontrar expresión franca. De ahí sus intentos de evi-
tar la experiencia de tristeza corriendo tras placeres
superficiales que la dejaban vacía. En otras palabras,
la señora E. huía de un examen de ambas realidades,
la exterior y la interior. El hecho desafortunado de que
desmintiera el impacto de su pérdida, la naturaleza de
su antigua relación con la hermana y los verdaderos
motivos de sus sentimientos de culpa, imposibilitó un
examen de realidad que podría haber resuelto su con-
flicto. Ni siquiera le consentía reacciones de descarga
aliviadoras susceptibles de restablecer gradualmente
un nivel normal del talante.
Si comparamos las depresiones de estas tres muje-
res desde el punto de vista de su influencia sobre las
funciones yoicas, percibimos, una vez más, una dife-
138
rencia notable. No hay duda de que. en el caso de la
señorita C .. las perturbaciones del estado de ánimo
afectaron sus actividades, por cuanto sus preocupacio-
nes constantes, sus actuaciones con los hombres, y las
consiguientes fluctuaciones emocionales, minaron su
capacidad de concentración en el trabajo y otras acti-
vidades. Con todo, no había señ.ales de una inhibición
depresiva general de sus pensamientos y acciones.
En el caso de la señora D., la pena derivó en una
preferencia por determinadas actividades y relaciones,
y una limitación o exclusión de otras. Por su parte, la
señora E. sufrió inhibiciones depresivas de su trabajo
y procesos de pensamiento, encubiertas por sus inquie-
tas seudo actividades.
Esta comparación nos sugiere que el grado en que
los estados deprimidos causan inhibiciones generali-
zadas depende de la intensidad y naturaleza de los con-
flictos de ambivalencia subyacentes, y de la medida
en que el propósito de la depresión sea mantener a ra-
ya la hostilidad hacia el mundo (es decir, hacia el ob-
jeto .de amor).
La inhibición de funciones del yo en estados depri-
midos nos conduce a otro problema yoico: el de las
identificaciones diferentes en la pena y la depresión.
En el caso de la señora D., me llamó la atención una
característica c«;mspicua: hablaba, de una reacción de,
pena que también había experimentado en el pasado
tras otras pérdidas de objeto. Esto responde a la iden-
tificación con el objeto de amor, consecuencia normal
de la pérdida de una persona amada. Ya he menciona•
do que la tristeza puede nacer de la identificación con
el sufrimiento ajeno: este elemento desempeña igual-
mente un rol en la pena. La última enfermedad del se-
ñor D. había sido breve pero dolorosa. Su esposa ha-
bía compartido sus sufrimientos y, aun después de su
muerte, había seguido sintiéndose y comportándose
como si compartiera con él la dolorosa pérdida de la
vida, del mismo modo en que, anteriormente, habían
compartido ambos sus variados placeres. Por eso sus
fantasías abarcaban no sólo la pérdida de sus propias
satisfacciones, recibidas del marido y con él, sino tam-
bién la felicidad de la que él había disfrutado y de la
139
que había sido privado por la muerte. Aunque no he
hallado en los textos referencia alguna a esta reacción,
no cabe duda de que es un fenómeno de duelo común
que se manifiesta a menudo mediante arranques do-
lorosos (p.ej., «¡Si él estuviera vivo y pudiera haber visto
-o vivido- este acontecimiento feliz!»). La señora E.
-y este es un detalle característico- aparentemente
no respondía de esta manera.
En la señora D., esta fantasía mágica de identifica-
ción con la pérdida de las alegrtas de la vida por parte
del objeto amado parecía ser el punto de partida de
ciertas identificaciones del yo y el superyó, que se de•
sarrollaron poco a poco durante el periodo de duelo y
produjeron cambios estructurales persistentes en el yo.
En realidad, pude observar que estos pensamientos
especialmente dolorosos se habían convertido en una
acrecentada preocupación constructiva por aquellos in•
tereses y actividades que más habían deleitado a su
esposo, o a los que él babia deseado que ella se dedi-
cara. La señora D. se comportaba como si, duplicando
sus esfuerzos en esos campos, pudiese compensar la
pérdida sufrida por su marido. Por ejemplo, cuando
concluyó su período de duelo, siguió más apegada que
antes aesas montañas hermosas.y, en general. se de-
dicó más intensamente a aquellos intereses que antes
había compartido con su esposo. Además, alimentó
ambiciones sobre todo en aquellas áreas de su propio
trabajo por las que él se había interesado en particu-
lar y había ambicionado para ella (identificaciones del
superyó). Años después, cada vez que lograba un éxi-
to en esas áreas, se sentía dolorosamente triste y pen-
saba en lo mucho que se habría alegrado su esposo.
Si examinamos sus identificaciones realistas ulterio-
res desde el punto de vista de su identificación inicial
con el destino de su marido, vemos que remplazaron
no sólo al esposo perdido y las satisfacciones otrora
brindadas por él, sino también su vida perdida y las
satisfacciones que él había recibido de ella o disfruta-
do con ella. Este doble aspecto nos muestra que las
identificaciones en la pena sirven igualmente para pre-
servar en la memoria la relación interior con el objeto
ahora perdido.
140
Vemos aqul que, en la pena, las identificaciones se
desarrollan como un resultado constructivo del proce-
so de duelo. Pueden partir de un nivel de fantasla má•
gtca -posiblemente lo hagan siempre-. pero avanzan
poco a poco hacia el nivel yoico y. con el tiempo, pro-
vocan alteraciones estables y selectivas en el yo. Es
evidente que la libido liberada en el proceso de duelo
no puede uttltzarse enseguida para nuevas relaciones
personales de objeto que remplacen al objeto perdido.
En cambio, es absorbida por las identlftcaciones y usa-
da para investiduras en nuevas sublimaciones y fun-
ciones yoicas. Observamos con frecuencia que una vez
trascurrido el agitado periodo inicial de duelo, las per-
sonas dolientes empiezan a duplicar sus esfuerzos en
el trabajo o emprenden actividades nuevas y absorben-
tes, fundadas en identificaciones con el objeto perdido.
Sabemos que los conflictos de ambivalencia pue-
den estorbar mucho la construcción de estas identifi-
caciones durante el periodo de duelo. Por ejemplo, la
sen.ora E. se evadió de su pena entregándose, precisa-
mente, a los placeres superficiales que su hermana,
una mujer bastante severa y enferma. no habla queri-
do ni podido compartir con ella, y que, más aún, ba-
bia rechazado y criticado de manera abierta. Se diría
que las actividades de la sefiora E. se originaban en
su rebelión contra la hermana mayor, o sea, contra una
figura materna. Por otro lado, cabe sospechar que sus
sentimientos de culpa no sólo le impedian disfrutar
esas mismas actividades, sino que provocaban reac-
ciones depresivas frente a ellas.
En algunos pacientes obsesivo-compulsivos, obser-
vé otro tipo de respuesta doliente: desarrollaban iden-
tificaciones con el objeto perdido ambivalentemente
amado pero respondían con una depresión cuando se
sorprendían a si mismos en aquellas actitudes o ras-
gos de carácter que hablan rechazado en el objeto ama-
do. En otras palabras, se identificaban con el objeto
perdido porque lo habían amado. Pero como también
lo hablan odiado, se autocastigaban por su hostilidad
asumiendo primeramente las caracterlsttcas malas del
objeto junto con las buenas (identlftcactones masoquis•
tas), y odiándose luego a si mismos por esto.
141
Así, los procesos de identificación en la pena pue-
den pasar por muchas alternativas diferentes; pueden
producir resultados constructivos o, si actúan bajo el
influjo de conflictos neuróticos de ambivalencia, pro-
vocar secundariamente estados depresivos y otras ma-
nifestaciones patológicas. No obstante, generan cam-
bios estructurales en el yo y se desarrollan poco a po-
co como un producto del proceso de duelo; en cambio,
en condiciones psicóticas, identificaciones narcisistas
introducen un período depresivo y marcan su comien-
zo. Estos últimos procesos se basan en fantasías ar•
calcas de incorporación, razón por la cual les es impo•
sible ejercer un influjo constructivo sobre el yo; pero
pueden llevar al desarrollo de ideas delirantes.
Esto me lleva a tratar, con relativa brevedad, el te-
ma de los estados de ánimo psicóticos hostiles o de•
presivos. Como ya he dicho, no siempre disponemos
de criterios suficientes para diferenciar a primera vis-
ta los estados de ánimo neuróticos de los psicóticos.
Si podemos observarlos clínicamente por un período
prolongado y tenemos la: oportunidad de estudiarlos
en forma psicodinámica, hallamos diferencias carac-
terísticas en la naturaleza y estructura de los estados
emocionales neuróticos y psicóticos, aun en aquellos
casos en. que estos últimos no llevan a la formación
de síntomas delirantes. ¿Cuáles son los factores que
determinan sus cualidades y cursos diferentes?
Las perturbaciones psicóticas se caracterizan por
procesos regresivos graves que afectan a todos los sis-
temas y se acompañan de desneutralización y desmez-
cla pulsional. Así se genera un enorme excedente de
agresión desneutralizada que puede invadir todos los
sistemas. Estas fuerzas agresivas erradican las funcio•
nes superyoicas, y asi pueden inundar el yo e inducir-
lo a emprender acciones destructivas: o, si se acumu-
lan en el superyó, sofocarán todas las funciones yoi-
cás y es posible que lleven a la autodestrucción. La
desmezcla pulsional y la regresión del yo y el superyó
hacen que los conflictos generadores de condiciones
del ánimo ocurran en un nivel muy primitivo, que es
a la vez narcisista y sadomasoquista. Los mecanismos
de defensa y restituC!ión son de naturaleza arcaica.
142
Por supuesto. tal estado de cosas ejerce una influen-
cia capital sobre las distorsiones del self y el mundo
objetal, lo cual explica la ineficacia del examen de
realidad en los estados de ánimo psicóticos. Como es
sabido, y sobre todo cuando se desarrollan delirios, las
ideas delirantes y las correspondientes manifestacio-
nes de estados de ánimo afectivos se fijan rígidamen-
te y se vuelven inaccesibles, en mayor o menor medi-
da, a las influencias y hechos externos. De este modo
indican un retraimiento del mundo objeta!, con remo-
ción del estado anímico tanto de la realidad como de
su examen.
No me referiré a las variedades especificas de mo-
dificaciones patológicas y distorsiones delirantes que
pueden experimentar las representaciones del self y
del objeto durante el desarrollo de estados de ánimo
psicóticos de carácter hostil o depresivo, por cuanto
estamos suficientemente familiarizados con sus ma-
nifestaciones clínicas y con los mecanismos especí-
ficos que las provocan. En cambio, examinaré breve-
mente la naturaleza especifica de aquellos mecanis-
mos de introyección y proyección susceptibles de ge-
nerar formas de identificación psicóticas.
Ya he sefialado que los desplazamientos de agre-
sión entre las representaciones del self y de objeto no
siempre van acompañ.adas de procesos introyectivos
y proyectivos .. Estos no siempre son idénticos a la in,
troyección de imágenes c,bjetales en las imágenes del
self (o del superyó, respectivamente), o a la proyección
de imágenes del self sobre imágenes objetales. Sólo es-
tos últimos procesos son característicos de los estados
psicóticos. Ellos dan origen a diferentes tipos de iden-
tificaciones patológicas en diferentes grupos de psico-
sis, que luego prestarán sus cualidades psicóticas pe-
culiares a las distorsiones del self y el mundo.
Aunque abordaré el problema de las identificacio-
nes psicóticas en la segunda parte de este libro, hay
un punto fundamental que corresponde al presente
contexto. En la depresión melancólica, parecería que
las representaciones del selfhan asumido las mismas
cualidades que el paciente atribuye, inconcientemen-
te, a su objeto de amor. En la medida en que este tipo
143
de identificación conduce a una modificación fijada,
posiblemente delirante, pero sólo cualitativa, de su re-
presentación total del sel[. no puede menos que pro-
vocar un estado de ánimo y formar parte de él.
No obstante, en las identificaciones delirantes es-
quizofrénicas, el paciente puede estar convencido de
que se 'ha •trasformado» en otra persona. En tal caso,
su representación del self no parecerá ha,ber sufrido
un cambio cualitativo de resultas de la idéntlficación.
Tal vez remplace su propia identidad por la nueva iden-
tidad delirante, en un proceso que no entrañará la for-
mación de un estado de ánimo determinado, aunque,
naturalmente, su nueva identidad influirá en el esta-
do general de su yo. Si una persona se cree Napoleón,
sin duda adoptará actitudes grandiosas y manifestará
la conducta correspondiente pero. tal vez, fluctuará en-
tre un estado benévolo-amistoso, tiránico-agresivo y pa-
ranoide-hostil, pues todos ellos pueden armonizar con
su delirio paranoide.
Por supuesto, lo antedicho es válido también con
respecto a los cambios delirantes del mundo objetal.
En tanto sean cualitativos, el mundo puede parecer
rechazante, acusador o intencionalmente desdefioso.
Un estado de ánimo paranoide-hostil, paranoide-depre-
sivo o mixto puede incluir la formación de ideas para-
noides delirantes expandidas. Pero los verdaderos de-
lirios paranoides, en los que se puede atribuir una nue-
va identidad a personas hasta entonces bien conocidas,
no surgen en el marco de un estado anímico. Por eso
los pacientes con delirios de persecución fijados y sis-
tematizados pueden parecer tranquilos y normales en
la superficie, hasta que toman un revólver y matan a
Fulano. porque saben que no es su viejo abogado o mé-
dico, sino un agente secreto que instiga un complot
comunista contra ellos.
Esta diferencia entre los dos tipos de identificación
psicótica -uno que causa cambios cualitativos deli-
rantes del self y el mundo, que generan condiciones
del ánimo, y otro que crea identidades nuevas- tiene
importancia desde el punto de vista clínico. Nos per-
mite comprender que las ideas paranoides del segun-
do tipo se presten a una sistematización. Como no in-
144
cluyen fenómenos de trasferencia generalizada, sino
que se mantienen localizadas y centradas en determi•
nados objetos aislados, pueden dejar inalterados sec•
tores enteros del yo. Claro está que, dentro del área
yoica en que se desarrolla el sistema paranoide, esas
ideas pueden expandirse, saltar de un objeto a otro o
extenderse gradualmente a varias personas que, de es-
te modo, entran a formar parte del complot.
Esta restricción a un área determinada del yo, que
puede quedar aislada, caracteriza en particular a la ver-
dadera paranoia. Como es sabido, estos pacientes pue-
den parecer perfectamente cuerdos y emocionalmen-
te serenos, hasta que alguien menciona por casualidad
algo relacionado con su área paranoide; sólo entonces
se manifiesta su enfermedad. Esta localización posibi-
lita la sistematización gradual del delirio, cosa que no
ocurre en los estados de ánimo paranoides.
En los esquizofrénicos paranoides podemos obser-
var los dos fenómenos: nociones paranoides dentro del
marco de estados de ánimo paranoides, y auténticos
delirios paranoides, sistematizados o no. En los esta-
dos de ánimo paranoides, especialmente los de curso
cíclico, nos puede resultar muy dificil determinar si
expresan un proceso esquizofrénico o una psicosis
maniaco-depresiva; sólo la observación prolongada nos
permite establecer el diagnóstico diferencial correcto.
El problema que acabo de exponer nos plantea in-
mediatamente otro interrogante: por qué y en qué cir·
cunstancias este proceso patológico se agota, a veces,
en la producción de un estado anímico psicótico, sin
la formación de síntomas adicionales, como sucede en
las perturbaciones maníaco-depresivas; un estado de
ánimo que puede desarrollarse hasta alcanzar un pun•
to máximo, para luego ir menguando,. gradual y es-
pontáneamente, y dejar al individuo casi recuperado
hasta que sobreviene ·un nuevo episodio psicótico.
Aunque me es imposible responder a este interro-
gante, puedo aventurar algunas hipótesis tentativas.
No hay duda de que factores ambientales infanti-
les pueden ejercer una importantísima influencia pa-
tógena o predisponente sobre el desarrollo de las psi-
cosis, y que experiencias perturbadoras actuales tal vez
145
provoquen el episodio psicótico final. No obstante, po-
cos psiquiatras dudan de que las psicosis se basan
en procesos fisiológicos endógenos, todavía descono-
cidos. Cuanto más repentino sea el inicio del proceso
psicótico patológico y psicofisiológico. tanto más rápi-
dos serán los procesos de regresión y desmezcla pul-
sional. En este caso, el súbito exceso de energía des-
tructiva puede atacar e invadir a tódc:> el yo. Dicho de
otro modo: el proceso repentino toma desprevenido al
yo, y lo único que puede hacer este es apelar inmedia-
tamente al desarrollo de un estado de ánimo, que le
sirva de válvula de seguridad para su descarga. Em-
pero, los estados de ánimo involucran a todo el yo y,
por consiguiente, tienden a coartar las operaciones de-
fensivas específicamente utilizables para resolver con-
flictos localizados. Esto impide la formación de sínto-
mas, excepto los que expresen ese estado de ánimo y
formen parte de él, pero no debemos olvidar que las
condiciones psicóticas del talante abarcan una varie-
dad de síntomas mucho más amplia que la correspon-
diente a las condiciones neuróticas. Al decir esto, re-
cordamos no sólo los síntomas fisiológicos, como el in•
somnio y la pérdida de apetito y peso, sino también
las. diversas manifestaciones hipocondríacas. Se podrá
objetar que los episodios esquizofrénicos y los perio-
dos de depresión psicótica suelen tener una etapa pre-
via que anuncia el comienzo inminente de la enferme-
dad aguda, en tanto que los periodos depresivos e hi-
pomaníacos presentan con frecuencia un desarrollo
aparentemente gradual.
En la mayoría de los casos, el inicio del episodio
agudo resulta, sin embargo, repentino. Los pacientes
maníaco-depresivos cuya depresión empeora paulati-
namente pueden sin embargo recordar con exactitud
el día en que aquella empezó, y a menudo también el
día en que terminó, en que •despertaron» y súbitamen-
te •se sintieron diferentes, nuevamente sanos». Mi sos-
pecha de que la brusquedad con que comienza la en-
fermedad aguda ocasiona la involucración de todo el
yo, con el consiguiente desarrollo inmediato de un es-
tado de ánimo, parece confirmada además por la com-
paración entre el tipo de esquizofrenia que se caracte-
146
riza por episodios recurrentes, de pronóstico más fa-
vorable, y la slntomatologla creada por un proceso
esquizofrénico de desarrollo lento. Este último puede
afectar primero un área y luego otra, o bien expandir-
se lentamente, invadir toda la personalidad para de-
sembocar, por último, en una desintegración mental
generalizada. Desde luego, estos pacientes pueden ma-
nifestar una inestabilidad anímica peculiar. Tenderán
a reaccionar con súbitos cambios de talante y estalli-
dos afectivos inapropiados. Tal vez nos impresionen
por la chatura :y frialdad de sus afectos y la pérdida
de capacidades sensitivas. No obstante, en el curso de
esta clase de trastornos crónicos o de evolución pro•
gresiva, diflcilmente habrá una etapa en que los esta-
dos de ánimo característicos y prolongados se vuelvan
predominantes en el cuadro clínico global;
La cuestión de los diferentes influjos ejercidos so-
bre la sintomatología por cambios fisiológicos repenti•
nos o paulatinos nos retrotrae, una vez más, al proble-
ma económico. Con él terminaré este análisis.
Párrafos atrás, llegué a la conclusión de que los es-
tados de ánimo psicóticos que conducen al desarrollo
de delirios, ofrecen escasas oportunidades al examen
de realidad. Pero apunté que la descarga prolongada
y reiterativa, como tal, podia tener eficacia económica
bastante para que el estado de ánimo al fin cediera,
al menos por un tiempo. Empero, en estos tipos de de- •
presión ominosamente calmos y paralizantes, propios
de los pacientes maniaco-depresivos, y en los estados
de estupor catatónico-depresivo, apenas si queda al-
guna oportunidad para la descarga afectiva hacia el
exterior. La descarga es centrípeta y, si se nos permi-
te decirlo asi, muda. Por esa razón los pacientes con
depresiones melancólicas, que se agreden a si mismos
ruidosamente, estarían, en cierto modo, en mejor si-
tuación, porque al menos pueden descargar su agre-
sión dirigida contra si mismos por medio de autoacu-
saciones.
Cabe preguntarse cómo es posible, en estas circuns-
tancias, que aquellos estados depresivos en que las ten•
siones no pueden á.liviarse por descarga hacia el exte-
rior lleguen algún dia a su fin. Sin embargo, vemos
147
que pacientes que han pasado meses o aun afias su-
midos en un estupor catatónico se levantan un día, em-
piezan a moverse, comer y hablar; y qul~á retornen a
la vida al cabo de un periodo breve. '
Las anteriores observaciones nos hacen sospechar
que condiciones psicóticas depresivas o maniacas no
terminan por obra del proceso económico implícito en
el estado de ánimo, sino de cambios fisiológicos que
pueden iniciarse de manera repentina o paulatina. Es-
tos procesos también pueden modificar la proporción
entre las fuerzas agresivas y libidinales en favor de las
segundas, permitiendo así que el paciente vuelva a in-
vestir libido en el mundo exterior. Mis observaciones
clínicas me han dejado la impresión de que el estado
de ánimo sólo vuelve a adquirir una función económi-
ca útil en el momento en que el paciente empieza a
reinvestir su energía psíquica en el mundo exterior y
a descargarse hacia afuera. El valor de esa función
aumenta a medida que el paciente se hace accesible
al tratamiento y es capaz de llevar a cabo el examen
de realidad. Por eso la psicoterapia alcanza su máxi-
ma utilidad en la fase final de un periodo psicótico-
depresivo.
148
4. Desmentida y represión
I
Entre las múltiples defensas empleadas por el yo.
hallamos ciertos mecanismos como el aislamiento, la
desmentida, la introyección y la proyección, que pa- •
recen desempeñar un rol mucho más destacado en los
pacientes fronterizos o psicóticos que en los neuróti-
cos. Se diría que estos pacientes recurren a ese tipo
de defensa a causa de una deficiencia en la capacidad
represiva del yo. Pero esta enunciación no abarca los
hechos mucho más complejos.
Indudablemente, estos pacientes no presentan una
barrera de represiones firme y pareja, con sólidas for-
maciones yoicas de contratnvestidura que sólo dejen
pasar o introducirse en el yo determinadas porflas y
derivados del ello. Los psicóticos latentes pueden te-
ner formaciones reactivas muy rígidas, en su mayoría
149
de tipo compulsivo, pero estas últimas son muy frági-
les. Durante el tratamiento, observamos que estos pa-
cientes se aferran obstinadamente a ellas, temerosa-
mente concientes de que su colapso potencial podría
introducir una psicosis declarada. En cuanto a la na-
turaleza de sus represiones, descubrimos, sorprendi-
dos, que los mismos pacientes que están siempre dis-
puestos a producir u~ material no desfigurado del ello,
como fantasías incestuosas y homosexuales concien-
tes, pueden presentar amnesias que encubran los pe-
riodos. más significativos y traumáticos de su infancia
como una cortina de hierro ilevantable. Su pasado edí-
pico y pre-edípico está vivo, o puede cobrar vida, des-
de el punto de vista del presente, pero se halla por com-
pleto desvinculado de su historia infantil, que no se
puede desenterrar.
Veamos un ejemplo. Un muchacho esquizofrénico,
de diecinueve afias, elaboraba a veces abundantes fan-
tasías incestuosas y homosexuales, de tipo genital y
pregenttal. Recordaba una serie de experiencias infan-
tiles dafiinas que babia tenido con sus padres y niñe-
ras, y que narraba una y otra vez en apoyo de sus de•
fensas paranoides. Empero no podía producir ningún
material mnémico infantil pertinente que fuera posible
vincular con sus fantasías actuales y utilizar para una
comprensión reconstructiva del pasado. Una observa-
ción más atenta me permitió advertir que, tanto en este
paciente como en otros psicóticos, la aparición de es-
tas fantasías e impulsos no desfigurados, constante•
mente cambiantes, coincidía con el colapso de sus for-
maciones reactivas; en realidad, sólo eran fragmentos
inconexos del ello, tales que sirvieran en el presente
para desmentir y para encubrir otras fantasías más
amenazadoras. Durante esos períodos, el muchacho ela-
boraba fantasías francamente incestuosas cada vez que
se sentía estiinulado sexualmente por una joven. La
fantasía incestuosa encubria su deseo de liberarse de
su madre, matándola. En otras ocasiones, sus abru-
madoras tentaciones pasivas, masoquistas y homose•
xuales iban acompafiadas de mociones que lo impe-
lían a violar, apuñalar o estrangular a las mujeres que
veía en la calle.
150
Podriamos inferir que estos pacientes convocan par•
tes del ello no sólo a causa del colapso de la barrera
represiva, sino también como un sustituto tempora-
rio y deficiente de otras defensas yoicas más norma-
les. En la medida en que se ha perdido diferenciación
estructural y neutralización pulsional, conflictos es-
tructurales son de este modo remplazados por conflic•
tos entre porfías pulsionales antagónicas que han in-
vadido el yo y que pueden utilizarse, alternadamente,
para desmentirse y encubrirse unas a otras. Como las
fantasías defensivas son aptas para provocar a su vez
pánico, estos pacientes pueden desarrollar variaciones
erráticas de fantasías, lo que es indicio de su huida fre-
nética de una posición pulsional a otra.
A veces, nos parece que los recuerdos (infantiles
o recientes) y las fallas de memoria de estos pacientes
están organizados y funcionan de manera similar. Pue-
de tratarse de amnesias que abarquen períodos signi-
ficativos de su infancia, unidas con un material mné-
mico sospechosamente nitido referente a otras fases
de su niñez. Empero, estos recuerdos infantiles pre-
sentan cualidad diferente de los recuerdos neuróticos:
pueden aparecer extrañamente exentos de distorsio-
nes (p.ej., el paciente recuerda escenas sexuales u otros
hechos con detalles precisos), emocionalmente aisla-
dos y desinvestidos o, en otros casos o etapas, provis-
tos de una sobreinvestidura afectiva y relatados como .
si sucedieran ese mismo dia. 1 Una vez más, tenemos
la impresión de que estas ínsulas mnémicas demasia-
do lúcidas, si bien carecen de la estructura propia de
los recuerdos encubridores, cumplen una función de-
fensiva y guardan la amnesia total de acontecimien-
tos infantiles particularmente aterradores o decepcio-
nantes. Tales pácientes no se encuentran para nada
confundidos pero, por ejemplo, pueden ser por completo
incapaces de recordar lo que hicieron la víspera, al
151
tiempo que centran desesperadamente su atención en
una cuestión secundaria, una fantasía infantil u otro
asunto similar. Resulta significativo que estas amne-
sias extrañas no borren determinadas expedencias do-
lorosas en forma selectiva, sino que actúen, por así de-
cir, de manera global.
Su naturaleza nos induce a sospechar, por cierto,
que en ellas operan mecanismos de desmentida masi-
va de la realidad extedor e interior. 2 Esta sospecha
queda confirmada con el estudio de ciertos neuróticos
que en ocasiones manifiestan un tipo similar de am-
nesia infantil y desmemoria para los hechos actuales.
Pero estos, a diferencia de los psicóticos, suelen ser ca-
paces de recuperar tales experiencias. Cabe añadir que
cuanto más se aproximan los psicóticos latentes a un
estado abiertamente psicótico, tanto mayor es su ten-
dencia a pasar por alto la realidad actual y a sobrein-
vestir el pasado o lo que creen que este ha sido. En
estas circunstancias, quizá presenten supuestos re-
cuerdos o reconstruyan su pasado (reciente e infantil)
de una manera fantástica y emocionalmente sobrein-
vestida, en una actitud comparable a la de los histéri-
cos que narran recuerdos de seducción infantil que,
luego, resultan ser meras fantasías. Aquel material es
en definitiva una distorsión delirante del pasado, o sea,
una reproyección hacia el pasado de material pertene-
ciente a una fantasía delirante actual. Estos pacientes
tienden, por supuesto, a mantenerse delirantemente
convencidos de la veracidad de sus supuestos recuer-
dos, en lo cual se diferencian de los histéricos.
Interrumpiré aquí mis comentarios acerca de los
psicóticos. Lo que deseo apuntar es que en vista de
estas observaciones desconcertantes no podemos limi-
tarnos a decir que en estos pacientes la represión es
2 Aquí me remito a Eissler (1955), quien dice que la amnesia
de su paciente «tenía por función no· sólo desmentir que ella babia
sufrido un trauma, sino también sentir el mundo como un ámbito
en el quo no puede ocurrir trauma alguno• y se pregunta si no •pue-
de suceder a menudo que aquello que. en el nivel clinico, parece
ser una amnesia infantil, en realidad sea un recuerdo encubridor
de contenido negativo• (págs. 77-8). Su ejemplo pone de manifiesto,
de modo excelente, lo que deseo expresar.
152
deficiente o nula. Manifiestan anomalías complejas en
su sistema defensivo que constituyen un desafio para
el investigador psicoanalitico. Pero es una cuestión que
excede los alcances de esta exposición. Cuando la es•
cribi, en 1957, pensaba que cualquier observación adi•
cional sobre la naturaleza de la desmentida, su modo
de operación a diferencia de la represión y su colabo•
ración e interacción con esta, y con otros mecanismos
defensivos, resultaría valiosa. En ese momento, insis-
tí en la naturaleza preliminar de mi estudio y en la
necesidad de nuevas investigaciones. En el lapso tras-
currido desde entonces, parece que mi artículo esti-
muló la realización de observaciones analíticas siguien-
do las lineas indicadas (Geleerd, 1965: Modell, 1961;
Moore y Rubinftne, 1969; Siegman, 1967, 1970).
Desde luego que· el uso de la desmentida no es, ni
con mucho, exclusivo de los psicóticos. Conio ya lo han
sefialado Krts y otros autores, la desmentida puede
cumplir una función valiosa aun en la vida normal.
Muchos pacientes neuróticos -si bien es cierto que su
tipo de personalidad es predominantemente narcisis•
ta- la emplean a modo de defensa auxiliar. Es verdad
que los pacientes accesibles al psicoanálisis se pres-
tan al estudio de este mecanismo mejor que los psicó-
ticos.
11
Algunos de mis casos analiticos con similitudes
conspicuas en sus operaciones defensivas parecían po-
ner muy en evidencia ciertas características de la des-
mentida. He elegido a uno de estos pacientes para una
breve presentación del material clínico pertinente.
El señor F. era un ·hombre de poco más, de treinta
afios, muy inteligente, culto y refinado, proveniente
de la costa Oeste de los Estados Unidos y recién casa•
do. Clínicamente, combinaba una estructura de per-
sonalidad compulsivo-depresiva con tendencias a ac•
tuar y desarrollar síntomas esporádicos de conversión
de tipo histérico y psicosomático. Pese a sus sentimien•
183
tos de ineptitud, era competente en su trabajo, aun-
que a veces quedaba bloqueado por sus inhibiciones
compulsivo-depresivas. En general, adolecia de una fal-
ta de iniciativa y placer genuino en todas las activida-
des, incluidas las sexuales. Su principal motivo de que-
ja era llevar una vida emocional tan tediosa y apaga-
da. Era un «espectador» desapegado que, por asi decir,
caminaba siempre a la sombra y anhelaba el sol. Pese
a estas perturbaciones afectivas, a las que volveré a
referirme más adelante. podía mantener una relación
tierna con su esposa. una mujer cálida e impulsiva que
lo babia atraído precisamente por la intensidad de sus
ansias emocionales y pulsionales.
En la trasferencia, el señor F. cobró un apego igual-
mente leve, tierno y conmovedor que, durante añ.os,
excluyó por completo todo deseo sexual u hostilidad
manifiesta. Sus sentimientos hacia su analista y su es-
posa estaban ligados, evidentemente, a dos figuras im-
portantes de su infancia: la hija de unos amigos de su
familia, una muchacha cálida y bastante seductora,
diez años mayor que él. que, al quedar huérfana, vi-
vió en su casa durante muchos años, y el único her-
mano del paciente, seis años menor que él, muerto de
poliomielitis a la edad de tres años. Este hermanito ba-
bia compartido el cuarto de F., quien guardaba unos
recuerdos muy vividos y cariñosos de él, su trágica en-
fermedad y su fallecimiento. Este le había causado una
pena y depresión profundas, en las que deseó su pro-
pia muerte, antes que la de ese niñ.o encantador y que-
rido. Llevó años poner al descubierto su resentimien-
to hacia el pequen.o intruso, por cuya culpa, al regre-
sar de la escuela, F. solía huir a casa de sus amigos
porque «en la suya no babia lugar para él».
También había mantenido una relación muy estre-
cha con el padre hasta su adolescencia, la cual marcó
el comienzo de un período de creciente ambivalencia,
rebelión y extrañamiento. El padre murió de septice-
mia cuando F. tenia dieciocho años: en el momento
en que le comunicaron que había fallecido, el joven
experimentó una conmoción grave y un ataque de
•temblor generalizado», rayano en las convulsiones,
que imitó los escalofríos padecidos por el padre en sus
154
postreros días de vida. Tras la muerte del padre, su
familia descubrió que en los últimos años habla gas-
tado todos sus ahorros en mantener a una amante. Sin
embargo, el paciente no recordaba haberle reprocha-
do nunca concientemente esta mala acción; por el con-
trario, había sentido una especie de gozosa admiración
por el «coraje• del padre, basada en su parecer de que
aquella costosa, relación extraconguyal se «justificaba»
como un antídoto contra una esposa desagradable. El
sefior F. no se preocupó en absoluto por salvar las fi-
nanzas de su familia -de eso se encargó el amigo más
intimo del padre-, sino que abandonó inmediatamen-
. te a su madre, con un enorme sentimiento de libera-
ción, y se marchó a otra ciudad.
Su convicción de que nunca babia tenido celos de
su adorado hermano sólo era superada por su firme
creencia de que nunca había amado a su madre, a
quien describía como una mujer muy hermosa pero
fría, dep_resiva y nada inteligente, que lo regañaba
constantemente y solía llevar impresa en su rostro una
expresión de ofensa y reproche. Nunca babia sentido
por su madre otra cosa que no fuese un frío resenti•
miento. irritación y el deseo de liberarse de ella. Cuan-
do un terremoto sacudió su ciudad natal, F. deseó y
esperó su muerte de manera fría y conciente; cuando
sus amigos le sefialaban que era un hijo bastante ma- .
lo. él replicaba con despecho que ella habla sido mu-
cho peor como madre. A su entender. sería vergonzo•
so amar a una persona tan despreciable. Empero, el
paciente adolecía de una sospechosa amnesia total con
respecto a sus primeros cuatro años de vida. En el tras-
curso del análisis, descubrimos que su obstinado aserto
de que nunca había amado a su madre encubría y des-
mentía un profundo apego pre-edipico, interrumpido
de manera traumática cuando el pequeñ.o F. tenia tres
años y medio.
155
y flsicamente enfermo. Ella era una joven muy inteli•
gente -en esto se parecia a su padre y se diferenciaba
de su madre y su primera novia- que se ofreció gene-
rosamente para cuidar de él durante su enfermedad.
F. se había vuelto hacia ella del mismo modo en que,
en su temprana infancia, se había vuelto hacia el pa-
dre al sentirse abandonado por la madre. También es
importante señalar que la joven tenía una pierna tulli-
da, que le recordaba la poliomielitis del hermano. Aun-
que nunca se babia enamorado de ella, la admiraba,
necesitaba su apoyo y se sentía profundamente en deu-
da con ella. Sus relaciones personales y sexuales se
deterioraron pero, aun así, siguió conviviendo con la
joven durante sets años, renuente a casarse con ella.
pero incapaz de abandonar a esa amante que le recor-
daba cada vez más a su madre enferma. regañona y
llena de reproches. F. cayó en una pasividad y depre-
sión crecientes hasta que, por último, llegó a experi-
mentar hacia su amante un resentimiento tan frio co-
mo el que babia tenido hacia su madre. En estas rela•
.ciones con la madre y la amante. el paciente emulaba
a su padre y, al mismo tiempo, se rebelaba contra él.
(El padre babia seducido a la madre de F .. siendo am-
bos solteros, y luego se babia sentido obligado a ca•
sarse con ella; aunque la trataba de un modo despec•
tivo y hostil, nunca la abandonó, como lo había suge-
rido el pequeño y despechado F.)
Cuando el paciente sintió que no podria soportar
por más tiempo esa situación, se le ocurrió una idea:
puesto que no podía abandonar a su amante, tal vez
podría matarla ... por ejemplo, administrándole un ve-
neno que bien podría conseguir. Estas tentaciones ho-
micidas no eran verdaderamente paranoides. Llegado
a este punto, el paciente ni siquiera culpaba a su aman-
te como babia culpado a su madre: simplemente pen-
sába que, por más digna de aprecio que fuese esa Jo•
ven, él no la amaba, estaba atado a ella y quería libe-
rarse. La idea de darle muerte no le provocó ningún
sentimiento conciente de culpa. Estaba convencido de
que una vez cometido el crimen, no tendría remordi-
miento en tanto estuviese a salvo, es decir, en tanto
tuviese la certeza de que no lo atraparían.
156
Por supuesto, no llevó a cabo su plan. Consultó en
cambio a un abogado amigo, mucho mayor que él, que
conocia y apreciaba mucho a su amante y que lo ex-
hortó a casarse con ella. Tras lo cual el paciente consi-
guió pillarlo en un grave error de juicio profesional.
En este punto lo dejó, con sentimientos de un gran ali-
vio, y se creyó habilitado para separarse de su aman-
te, enamorarse'de otra muchacha, y casarse finalmente
con ella.
No hace falta entrar a considerar el trasparente con-
flicto homosexual con el padre, que el señor F. revivió
con su amigo; baste decir que en su actuación repitió
los acontecimientos que siguieron a la muerte del pa-
dre. El descubrimiento de la hipocresia del padre que,
habiendo predicado una moralidad a la que adheria
formalmente, había pecado en secreto, absolvió al pa•
ciente de su propia culpa con respecto a su madre. No
obstante, después de haber puesto en evidencia el error
que cometía su amigo, se las ingenió de nuevo para
exculparlo y achacar las culpas a la mujer (en este ca-
so, a su amante). La joven los babia engañado a am-
bos con su fingido amor y bondad. Ahora, liberado de
su servidumbre, podia identificarse con la imagen glo-
rificada y anhelada de un padre que, en vez de pecar
en secreto, hubiese denunciado y abandonado despia•
dadamente a la madre, buscando la felicidad conyu-
gal en la unión con otra mujer.
Su actuación compendia la patología de su super•
yó. Aunque por momentos experimentaba un profun-
do sentimiento de depresión y autocritlca, declaraba
de buen grado que no poseia una verdadera concien-
cia, o sea, un conjunto de principios éticos que le sir-
vieran de guía. Vivía principalmente según ciertas re-
glas formales de ijconducta apropiada o impropia,,, co-
mo solía decir, y no veía por qué él u otros habrian
de sentirse culpables por sus malos pensamientos, en
tanto no los pusieran en práctica. Además, en flagran•
te contraste con sus inhibiciones en la vida real, de·
fendia de viva voz •la libertad frente a una moral hipó-
crita• y cualquier acción que le pareciese •justificada•
desde su punto de vista personal. Así podían surgir
frios deseos de muerte y hasta tentaciones homicidas
1&7
sin la menor señal de angustia o culpa, en un hombre
que, en otros terrenos, era incapaz de sentir o expre•
sar la más leve ira, y que se comportaba como una per-
sona sumamente decente.
El recuerdo de un hecho acaecido cuando él tenía
cinco o seis años abrió el camino hacia una compren-
sión más profunda de las funciones anómalas de su
superyó. Recordó que un día, mientras veraneaba en
el campo junto a su madre embarazada, había traspa•
sado con un palo a un sapito que encontró en el jar-
dín, al que asoció con su ma(f.re a causa de su panza
voluminosa. Incapaz de soportar el espectáculo de ese
sapo herido que «le dirigía una mirada de reproche•.
quiso librarse de él, •hacerlo desaparecer» simplemen-
te, y lo mató. Este relato puso en evidencia que pese
a todo cuanto había hecho por aplacar y agradar a su
madre, y luego. a su amante, ambas «lo habían mira-
do siempre con una expresión dolorida, cargada de re•
proches•, como la del sapo herido. 3 No obstante, esa
mirada intolerable lo había mantenido atado a las dos
mujeres a tal extremo que deseó «hacerlas desapare-
cer» igual que al sapo. Abandonarlas habría significa-
do luchar abiertamente con ellas y lastimarlas, de mo-
do que sólo podría librarse de esos objetos odiosos y
repugnantes si los eliminaba de manera indolora.
La aparición gradual de sentimientos concientes de
culpa, sobre todo respecto de su madre, terminó por
introducir el análisis de sus conflictos edipicos y pre-
edípicos. Al principio, el paciente desechó la idea de
que él pudiese tener un superyó ni, menos todavía, un
complejo de Edipo. Le era realmente imposible creer
en la existencia de un inconciente, ya fuese en él o en
los demás. Su incredulidad con respecto a la existen-
cia de un superyó y un ello se reflejaba con claridad
en sus actitudes emocionales. Siempre que había ce-
dido ante su superyó, lo había hecho sin una convic-
ción conciente: cuando babia cedido ante su ello, lo
babia hecho sin pasión ni placer. Su avidez por cual-
158
quier Upo de experiencia emocional, aun cuando pu-
diese perturbarlo profundamente, resultó ser un an-
helo de un conflicto «franco• entre violentas porfías
emocionales y pulsionales, por un lado, y una voz in-
terior audible, potente y convincente -la voz de la
conciencia-, por el otro.
Un sueño marcó un punto de giro en el análisis del
paciente. El señor F. soñó que él, su madre y su her-
mano Billy {quien, sin embargo, no era el verdadero
Billy, sino •un segundo• Billy) viajaban en un avión que
se estrellaba. El hermano moria en el accidente, en tan-
to que él y la madre sobrevivían, aunque ella perdía
la razón. El paciente la visitaba en un sanatorio y sen-
tía una profunda compasión y amor por ella, como
nunca los había sentido en la vida real.
Este• sueño impresionó tan hondamente al pacien-
te que le sugeri que pudiera estar referido a un hecho
real acaecido durante su infancia. En ese instante se
le ocurrió de repente la idea de que su madre debía
haber sufrido un aborto cuando él tenla tres años y
medio, y añadió en tono excitado: «Si esto fuera cier-
to, podría creer en lo inconciente•. En verdad, el sue-
fio se aproximaba bastante a la realidad: por enton-
ces, su madre había abortado a consecuencia de un
accidente de tranvía; el aborto se había producido en
la casa, en ausencia del padre, y la madre había esta•
do deprimida y fisicamente enferma por varias serna- .
nas. Ese fue el trauma que rompió la relación entre
· F. y su madre. La amnesia total que encubría la rela-
ción mantenida con ella en los primeros años de su
infancia habla resguardado la desmentida de su ape-
go temprano y de los graves conflictos suscitados por
el embarazo y posterior aborto.
Además, el impacto desastroso del incidente trau-
mático babia sido desmentido y encubierto por recuer-
dos muy lúcidos de juegos sexuales con una nifiita que,
cuando él tenía cuatro años, lo babia invitado a mas-
turbarla. El recuerdo vivido de su •bonito~ órgano y del
intenso placer genital experimentado por la niña, ha•
bia sido para él una evidencia convincente de que los
genitales femeninos eran un órgano potente; en ver-
dad, mucho más hermoso y poderoso que el pene. Es-
159
ta firme creencia bastó para sostener su desmentida .
del daño genital infligido a su madre. así como de los
consiguientes y profundos miedos de castración y de
culpa.
Era evidente que el niño babia presenciado y adi·
vinado gran parte de lo sucedido. 4 Al quedar en ma-
nos de una criada, se sintió perdido y confundido, in-
capaz de culpar a su madre, sangrante y enferma, o
de acusar a su padre, de quien ahora tanto dependía.
Un material posterior demostró que, en su fantasia,
este accidente era un crimen cometido, a su juicio, por
sus padres y, en última instancia, por la madre, pero
un crimen que esa mujer enferma, depresiva y llena
de reproches, al parecer le había imputado siempre a
él. Seis años después, la muerte del pequeño Billy rei-
teró el trauma. De ahí en adelante, el paciente llevó
a cuestas la pesada carga de unos sentimientos de cul-
pa que le resultaban inaceptables e intolerables por-
que, en su mente, los •verdaderos criminales" eran sus
padres.
Ahora comprendemos sus respuestas patológicas
a la amante. Su aborto secreto, igualmente seguido de
un largo periodo de enfermedad, intensificó la rebe•
lión y los conflictos de culpa de F. hasta hacerlos into-
lerables. Sus ideas homicidas representaban un dis-
positivo defensivo mágico y final que, supuestamen-
te, lo liberaría de un castigo inmerecido; a un tiempo,
procuraban la eliminación vengativa y punitiva de la
•verdadera criminal8,
El análisis de este material esclareció los síntomas
histéri<;os y psicosomáticos (alérgicos) del señor F., que
representaban identificaciones masoquistas con fami-
liares heridos o agonizantes.
En la medida en que el paciente cesó en su des-
mentida, intensos sentimientos de culpa, seguidos de
otros compasivos y, por fin, oleadas de afecto hacia su
4 El siguiente incidente nos hace sospechar que F. habfa pre·
senciado realmente el aborlo: siendo un joven veinteañero. vio una
pelfcula que mostraba un parto con fórceps; cuando aplicaron este
instrumento, F .• que miraba el filme de pie porque no hábia encon-
trado asiento, se desplomó desvanecido y recibió un golpe tan fuer•
te en la cabeza que requtrtó atención quirúrgica inmediata.
160
madre, pudieron ir aflorando y remplazaron poco a
poco a los síntomas. Al fm su propia •culpa•, o sea, sus
graves conflictos pre-edípicos y edipicos de rivalidad
y, en particular, la envidia y odio intensos, que hasta
entonces habían estado ocultos tras su apego homo-
sexual a su padre y su involucración maternal con su
hermanito, afloraron a la superficie.
¿Qué enseñanzas podemos extraer de este informe,
que sirvan para el estudio de la desmentida?
111
Los problemas nucleares del paciente surgieron du-
rante los embarazos de su madre y se centraron en
fantasías desiderativas de un ataque sádico contra su
útero. Normalmente, el niño domina sus sentimientos
de miedo, envidia y odio hacia un futuro rival mediante
la represión de los impulsos prohibidos, protegido por
su ternura hacia la madre y el bebé, y por formacio-
nes reactivas adicionales. En el caso del sefior F., el
destino imposibilitó esta solución normal. Desgracia-
damente, vio cumplirse sus deseos sádicos, primero
con el aborto, enfermedad, depresión y deserción de
la madre; después con la muerte de Btlly, a quien su
amor desesperado no pudo salvar. El mágico cumpli-
miento de deseo se trasformó. asi en un castigo que,
a su vez, devino el germen del desarrollo de una per-
sonalidad sadomasoquista. Durante toda su vida, el pa-
ciente fluctuó entre la sumisión dócil al poder puniti-
vo y la rebelión hostil contra la injusticia de su casti-
go. Su necesidad de afecto ~atemo había sido sofocada
tan temprana y traumáticamente que la madre se con-
virtió en el blanco principal y permanente de su hosti-
lidad y, por consiguiente, de sus introyecciones y pro-
yecciones patológicas. Siendo lo que era, la madre ab-
sorbió inevitablemente la mayor parte del miedo y
la agresión que F. desviaba de su padre y hermano, y
se prestó con facilidad a desempefiar los roles de Vícti-
ma, asesina y juez, seductora (el ello) y vengadora (el
superyó).
161
Después de perder a Billy, el paciente empezó a
mostrar todos los síntomas de una depresión crónica.
Pero no tomó conciencia de su estado ni de otras ma-
nifestaciones masoquistas, porque su meta había sido
mantener a raya el «inmerecido11 conflicto de culpa con
que lo agobiaba la vida. Con tal propósito, estableció
una poderosa, aunque ineficaz, superestructura de de-
fensas mágicas que, supuestamente, lo protegería de
sus miedos de culpa y de la culpa misma: de sus insi-
diosas tendencias masoquistas de autocastigo y de sus
tendencias sádicas, más profundas. La desmentida de-
sempeñó el papel predominante en estas defensas; exa-
minaremos a continuación su naturaleza, partiendo de
la lucha del paciente contra sus sentimientos incon-
cientes de culpa.
Como lo señaló Freud (1916d), los pacientes histé-
ricos adolecen de una necesidad inconciente de casti-
go. Pero, en general, sus represiones e inhibiciones·
afectivas son selectivas y quedan restringidas a deter-
minados impulsos prohibidos y a los correspondien-
tes sentimientos de culpa: unos y otros hallan una ex-
presión significativa en los síntomas histéricos. Las
personas histéricas -que son impulsivas e hiperafec-
tivas, más que inhibidas- suelen padecer angustias
y conocen las punzadas de los cargos de conciencia,
salvo en el área de represión. En cambio, las defensas
del señor F. operaban de un modo mucho más drásti-
co. El conseguía rechazar no sólo determinados senti-
mientos de culpa sino todos ellos más las angustias;
no sólo los impulsos prohibidos sino todos los impul-
sos genuinos. En verdad, sus defensas eran lo suficien-
temente drásticas para matar dos pájaros de un tiro:
hacían frente simultáneamente al superyó y al ello de
manera tan completa que F. podía negar la existencia
de ambos. ¿Cómo alcanzó esta meta?
Debo precisar más mi afirmación anterior en el sen-
tido de que el paciente adolecía de inhibiciones gene-
rales de sentimientos, pensamientos y acciones. El ma-
terial clínico demostró que además de aislar represen-
taciones de los afectos asociados, como suelen hacerlo
los compulsivos, desconectaba acciones, pensamien-
tos y sentimientos en forma bastante generalizada, y
162
los trataba de manera diferente. Pensamientos malig-
nos, emocionalmente apagados, eran permisibles si no
se convertían en malas acciones, por cuanto no podían
causar daño alguno. Sin embargo, llegó un momento
en que pudo racionalizar y justificar hasta sus repre-
sentaciones homicidas, así como el abandono efectivo
de su amante, lo suficiente para hacerlos parecer acep-
tables. Su objetivo principal era, sin duda, sofocar sus
emociones de manera tan cabal y generalizada que pu-
diese evitar la vivencia afectiva genuina de cualquier
moción pulsional inaceptable (ya fuese sexual o agre-
siva) y, en consecuencia, de cualquier angustia o cul-
pa; en suma, de todos los sentimientos indeseables y
displacenteros. Con la ayuda de este dispositivo, pudo
dejar que hasta las portias más prohibidas emergie-
ran en su conciencia.
Empero, esta evasión le costó cara, ya que le im-
puso la pérdida de placer real en su vida y tener que
llevar una existencia extremadamente monótona y
aburrida. Cuando, pese a todo, surgían sentimientos
y mociones indeseables, lograba desmentir su verda-
dera naturaleza. A veces, F. parecía abatido y su ros-
tro mostraba todas las sefiales de angustia o culpa, pe-
ro él no admitía que se sintiera deprimido, angustiado
o culpable. Como sus deseos de muerte eran fríos y
desapasionados, le fue fácil desmentir su naturaleza
hostil y utilizarlos como una defensa mágica. Sus ac-
tividades sexuales eran tan compulsivas que podía sen-
tirlas como «una tarea que era preciso hacer•. Había
adoptado la misma actitud con respecto a su trabajo,
del que era incapaz de extraer ningún placer genuino.
En ocasiones, hacía sufrir a su esposa con comenta-
rios bastante crueles, pero era totalmente inconciente
de su conducta. Cuando.le decían lo que había hecho,
al principio no podía recordar el incidente; luego, no
lograba comprender que ese comentario pudiera ha-
ber lastimado a su esposa; por último, se sentía muy
desdichado y desmentía todo remordimiento. El mo-
do en que operaban sus defensas nos recuerda aquel
chiste del hombre que, al verse acusado de haber to-
mado en préstamo, averiado y no devuelto el caldero
del vecino, afirmó: 1) que lo había devu~lto intacto;
163
2} que se lo habían dado roto; 3} que, más todavía, nun-
ca lo hal>ia tomado en préstamo.
Las defensas que he descrito hasta ahora no eran
suficientemente eficaces, como tampoco lo eran las del
protagonista del chiste. La desmentida del paciente re-
quería el respaldo adicional de mecanismos de proyec-
ción que trataran al ello y el superyó de manera igual-
mente drástica. Asi, pues, extemalizó los miedos al su-
peryó y los reconvirtió en miedos a mujeres lastimadas
que lo hertrian con su mirada cargada de reproches.
Además de endosar el superyó punitivo a figuras pa-
rentales, esencialmente femeninas, les imputó la cul-
pa misma, o sea, las porfías del ello. Recordemos, en
este sentido, su desenmascaramiento de las autorida-
des hipócritas que fingian ser buenas (el ideal del yo}
pero, en realidad, eran pecadoras (el ello} y lo culpa•
ban a él por sus pecados (el superyó). El paciente re-
forzaba su defensa proyectiva con una glorificación de
la inmoralidad que, en verdad, hacía de él un hipócri-
ta, por cuanto significaba el retomo de lo reprimido
ffdisfrazado" de ideal.
La colaboración y acción recíproca entre sus defen-
sas, entre represiones en masa e inhibiciones genera-
lizadas, asistidas por los mecanismos de aislamiento,
desmentida, introyección y proyección, fortificó a tal
extremo su estructura defensiva que F. llegó a ser ca-
paz de desestimar (yo dirla más bien «desautorizar"}
la existencia de su ello y su superyó. Su desestima-
ción, desautorización, y proyección de estas estructu-
ras psíquicas hacia el exterior establecieron una base
diferente para afrontar sus problemas. Ahora podrla
manejar los conflictos intrapsíquicos como si fueran
conflictos con la realidad, y evitar el crimen y el casti-
go por medio de un aplacamiento que recurría a su
autoborradura o, en caso necesario, por huida de los
objetos peligrosos o por su eliminación.
Esto explica sus tendencias a actuar (,,acting-out11),
habituales en los pacientes con este tipo de defensas.
Vale la pena sen.alar en este sentido la enorme sobreln-
vesttdura de percepción observada en sus actuaciones.
Mirar y ser mirado desempeñaban un rol predominante
en su vida emocional y sexual. Sus fantasías y actlvi-
164
dades sexuales armonizaban con un solo motivo prin-
cipal: la desmentida de sus deseos sádicos y castrado-
res, el desenmascaramiento de esas porflas en sus com-
pañeras femeninas y la desmentida o anulación de su
castración. Por ejemplo, en sus fantasías, mujeres agre-
sivas lo seducían manifestando de manera ostentosa
su deseo irresistible por su pene, que él les ofrecía pa-
sivamente para su uso. La fantasía de sorprender a mu-
jeres en plena actividad sexual le provocaba no sólo
excitación sexual, sino también sentimientos de gozoso
triunfo.
Podía mantener una relación bastante satisfacto-
ria con su esposa a través del constante empeño por
complacerla y satisfacerla sexualmente, y de renun-
ciar, al mismo tiempo, a sus propias exigencias psico-
sexuales y a su placer genital. Con ella lograba «hacer
desaparecer la mirada cargada de reproches» (o sea,
anular su castración) mediante la producción y obser-
vación de «una expresión de deleite sexual en su ros-
tro»; en consecuencia, se sentía ampliamente recom-
pensado y podía pagarle con sentimientos de afecto
y gratitud. Cuando no conseguía alcanzar esta meta
-como le había sucedido con su madre y su amante-,
se volvía sexual y emocionalmente inactivo, frío y de-
sapegado: a veces, llegaba incluso a la despersonali-
zación y a fingir que él o ella no existí¡m. Este estado
lo desesperaba a· tal punto que acabó por sentir la ne- ·
cesidad de eliminar a la mujer para no morir.
IV
He descrito las operaciones defensivas del señor F.
con el propósito de centrar la atención en aquellas ca-
racterísticas de la desmentida que la diferencian de la
represión en su modo de operar. Para ahondar en el
estudio de este problema debemos tener presente que
el término «represión», tal como lo ha definido Freud
(1915e), se refiere fundamentalmente a la defensa di-
rigida contra las pulsiones o, más bien, contra sus re-
presentantes-representación (con la inhibición simul-
165
tánea de los afectos correspondientes). Tradicional•
mente, el término ha sido aplicado con un sentido más
amplio, aun por Freud. 5 Por ejemplo, cuando habla·
mos de urepresión de recuerdos• no nos referimos sólo
a la defensa dirigida contra las mociones pulsionales,
sino también al olvido de los acontecimientos exter-
nos. Este punto adquirirá importancia a lo largo de la
presente exposición, por cuanto la desmentida opera
en su origen y en esencia contra la realidad exterior.
En tanto el mecanismo defensivo de la desmentida
no Sé constituyó en materia de estudio por derecho pro•
plo, la precisión terminológica fue casi innecesaria. Lla-
ma la .atención que apenas se haya estudiado hasta
una fecha reciente. porque ya en 1900 Freud decla·
ró: «Es de todos conocido cuánto de ese extrañamiento
respecto de lo penoso, de la táctica del avestruz, pue-
de rastrearse todavia en la vida anímica del adulto••
(1900a, pág. 600 (AE, V. pág. 590]). En la misma obra
(pág. 618 [AE, V, págs. 605-61) hallamos dos ejemplos
de desmentida que hoy en día calificaríamos de muy
buenos, aunque en ese momento Freud los presentó
como mera evidencia de la censura existente entre lo
preconciente y lo conciente. Esto viene al caso con res-
pecto a la diferencia tópica entre la represión y la des-
mentida, de la que volveré a ocuparme más adelante.
166
de la infancia. No obstante, las observaciones clínicas
no dejan lugar a dudas: la desmentida es un mecanis-
mo más arcaico, más primitivo e históricamente más
temprano que la represión; de hecho, es su precurso-
ra. Es una defensa originada en los esfuerzos del niño
por liberarse de percepciones dlsplacenteras del mun-
do exterior. Corno dice Lewin, resumiendo los últimos
comentarios de Freud ( 1940a): •La desmentida deses-
tima el mundo exterior ( ... ) del mismo modo en que
la represión desestima las pulsiones• (Lewln, 1950,
págs. 52-3). Así, la desmentida siempre es fundamen-
talmente una desmentida de percepciones, que puede
consumarse por el retiro de la investidura de la per-
cepción indeseable. En tanto •puede asistir o rempla-
zar a la represión», la desmentida también puede utili-
zarse corno defensa frente a la •realidad "interior"». A
diferencia de la represión y las defensas que •operan
directamente contra la pulsión ( ... ) se recurre a la des-
mentida principalmente para evitar angustia• (págs.
53-4). Esta es una enunciación importante, confirma-
da, ciertamente. por el material clínico que he presen-
tado. En efecto, y corno lo he destacado, el objetivo pri-
mordial de mi paciente, el sefior F .. era evitar la an-
gustia y, en un sentido más general, todo sentimiento
displacentero.
Como lo demuestran, de manera harto convincen-
te, los optimistas y los hipornaniacos, la meta de la des- ·
mentida es evitar displacer. ¿Qué decir, empero, de la
desmentida del placer? Por ejemplo, no cabe duda de
que el pesimista y el depresivo desestiman y desmien-
ten todo aspecto placentero de si mismos o del mundo
exterior. Para nuestros fines, nos bastará considerar
el caso más simple del pesimista: sin duda, su antici-
pación crónica de lo peor también tiene por objeto pro-
tegerlo de futuros dolores y ofensas. Un paciente muy
masoquista, que tenía terror de las heridas físicas, ela-
boraba fantasías en las que regresaba de la guerra ele•
go o mutilado. Le parecía que esto lo ayudaría a so-
portar lo que pudiese ocurrir en la realidad. Vemos,
pues, que hasta la desmentida de la realidad placente-
ra tendría por meta evitar angustia y dolor, aunque
pueda fracasar en su propósito.
167
En última instancia, todas las defensas sirven pa-
ra evitar angustia, pero en la represión la angustia-
señal moviliza una lucha defensiva contra las causas
del peligro, o sea, contra las mociones pulsionales. Con
respecto a la desmentida, Lewin (1950) asevera correc-
tamente: •Cuando las representaciones pulsionales se
han vuelto concientes y reclaman que el yo las acepte
como realidad (que aquí denominaríamos realldad ''in-
terior" pero que el yo podría tratar como si fuese exte-
rior), puede aparecer la desmentida~ (pág. 53).
En un principio, el yo reacciona ante la seiial de
pellgro con un intento inmediato de pasarla por alto:
esta parece ser una caracteristica de la desmentida.
Me incllno a creer que esta desmentida inicial e inme-
dia.ta de la señ.al de pellgro es lo que impide que el yo
se lance a una verdadera lucha defensiva. En vez de
expulsar de su reino a las pulsiones hostiles, todo cuan-
to puede hacer el yo es desmentir su presencia o el
impacto peligroso y doloroso de la Invasión pulslonal.
Estas consideraciones vienen al caso con respecto
a la diferencia entre represión y desmentida. La repre-
sión vuelve inconclentes las representaciones e inhi-
be los afectos correspondientes; en cambio, se diría que
en el mejor de los casos la desmentida sólo puede Im-
pedir que representaciones que han llegado al nivel
preconciente se conviertan en con cientes. 6
Por lo tanto, y como se ve en los ejemplos de Freud
mencionados anteriormente, la desmentida establece-
rla una censura o, más bien, una pantalla protectora
entre lo preconciente y lo conciente. Es una defensa
que, al parecer, actúa dentro del ámbito del yo. Esto
concuerda con las observaciones formuladas por Freud
en ~Fetichismo~ (1927e) y Esquema del psicoanálisis
(1940a), donde mencionó una escisión en el yo causa-
da por la desmentida. Comparó a esta con la represión
y declaró que en ambas descubrimos dos representa-
ciones o actitudes contradictorias: en la represión, una
de ella existe en el yo y la contraria en el ello; en la
desmentida, las dos permanecen en el yo y por eso pro-
vocan una escisión. Freud llegó a la conclusión de que
6 Cf. al respecto Krls (1950).
168
la diferencia entre represión y desmentida era, esen-
cialmente, de naturaleza tópica o estructurai.
Las ideas freudianas sobre la desmentida y la esci-
sión del yo que ella ocasiona dejan, empero, algunos
interrogantes pendientes. El mismo Freud comentó
que habia utilizado el caso del fe ti chista sólo como un
ejemplo particularmente impresionante de esta clase
de escisión yoica próvocada por dos representaciones
opuestas. En verdad, y salvo por el modo especifico
en que se resuelve el conflicto, la defensa básica en
el fetichismo no parece diferir de la empleada por to-
dos aquellos pacientes, de uno u otro sexo. que atri-
buyen a las mujeres un •pene ilµsorto~ para eludir la
idea aterradora de la castración femenina.
Este ejemplo sobresaliente de desmentida -la des-
mentida de la castración femenina- esclarece la dis-
torsión de la realidad lmplicita comúnmente en esta
defensa. Cada una de las dos representaciones contra-
rias distorsiona, en efecto, hechos reales: aunque las
mujeres carezcan de pene, esto no significa, por cier-
to, que estén castradas. El error de interpretación que
suele cometer el nii'lo cuando percibe los genitales fe-
meninos revela la influencia directa del ello sobre la
percepción inicial, fenómeno que fue investigado por
Fisher (1954, 1956). En este caso, la distorsión inme-
diata y dolorosa de la realidad es el reflejo y la conflr- .
mación, concretos y externos, de los temores y deseos
de castración del propio niñ.o. Lo importante para nues-
tra comparación entre la desmentida y la represión es
que, en aquella, la representación opuesta empleada
por el yo como defensa frente a la noción aterradora
es, una vez más, una fantasia del ello: en este caso,
se trata de una fantasia placentera de deseo. Esta re-
presentación placentera puede utilizar también ciertas
percepciones que se prestan a servir de confirmación.
En suma, las representaciones contrarias son in-
vestidas en el yo y, bajo el influjo de los conflictos pul-
sionales, distorsionan la percepción de la realidad; en-
tonces, la representación placentera de deseo sirve pa-
ra desmentir la noción dolorosa y aterradora.
Según parece, este sería un aspecto caracteristico
de la forma primitiva en que suele operar la desmenti-
169
da. Lewin (1950) declara, refiriéndose a un paciente,
que la desmentida era ,,una función del yo placentero
e ( ... ) indicaba este tipo primitivo de organización yoi-
ca» (pág. 58). Si comparamos la desmentida con la re-
presión, vemos que en la segunda unas formaciones
yoicas de contrainvestidura protegen la represión de
representaciones pulsionales inaceptables; en cambio,
en la desmentida, una fantasía de deseo del ello que
tiende a distorsionar la realidad se utiliza como defen-
sa frente a una representación opuesta y aterradora,
que también distorsiona la realidad.
Esta comparación me recuerda mis comentarios
iniciales acerca de los psicóticos que se valen de por-
fias manifiestas del ello como defensa frente a pulsio-
nes del ello opuestas y más aterradoras. Parecería, en-
tonces, que toda vez que se utiliza la desmentida, se
puede remplazar el conflicto estructural -al menos, ,
en un área limitada- por un conflicto pulsional, den-
tro del ámbito del yo. Esto implica que la desmentida
tiende a afectar los procesos de pensamiento y a coar-
tar el pensamiento lógico, el reconocimiento de la MVer-
dad» y el examen de realidad, en un grado incompara-
blemente mayor que la represión.
Ahora bien, es un hecho clínico que en pacientes
neuróticos estas representaciones opuestas suelen es-
tar efectiva y profundamente reprimidas, o sea, inves-
tidas en el ello, y en cambio la fantasía defensiva de
deseo de la mujer fálica se halla más cercana a la su-
perficie y encuentra una expresión manifiesta en las
actitudes yoicas de los pacientes, así como en su con-
ducta social o sexual. Pero el trabajo inconcluso sobre
la escisión del yo en el proceso de defensa (1940e) in-
dica que Freud se. refería realmente a la situación in-
fantil original en la que surgen, por primera vez, estas
representaciones. En el curso del desarrollo, estas re-
presentaciones, que constituyen una distorsión y una
desmentida originales de percepciones realistas, que
han provocado una escisión en el yo, pueden sufrir un
proceso de genuina represión. Comprendemos que el
término «desmentida» no por fuerza se refiere siempre
a la desmentida tomada como un dispositivo de defen-
sa; no es incorrecto decir que una representación re-
170
prtmida desmiente una noción opuesta e indeseable,
igualmente reprtmida. En nuestra labor clínica, con
frecuencia notamos que cuando estas representacio-
nes reprtmidas reingresan en la conciencia, los pacien-
tes pueden continuar rehusándose a aceptar la reali-
dad y echar mano, una vez más, de la distorsión y la
desmentida como últimos recursos defensivos. Esta re-
flexión vendrá al caso cuando me refiera a la interac-
ción entre la desmentida y la represión en el desarro-
llo de la amnesia infantil. El hecho de que representa-
ciones que desmienten y que distorsionan la realidad
puedan ser reprtmidas no contradice en manera algu-
na la hipótesis de que la desmentida, como medio de
defensa, sólo puede hacer que una representación sea
o continúe siendo preconciente.
Lewin (1950) lleva más allá la comparación con la
represión y demuestra que •la desmentida puede ope-
rar en forma dual. igual que la represión. Puede opo-
nerse al reconocimiento intelectual de un hecho ex-
terno, por ejemplo, una muerte ( ... ) o puede oponer-
se al impacto afectivo del hecho externo» (págs. 53-4).
Hoy podemos añadir que. tal vez, la desmentida ni si-
quiera impida que unas representaciones inaceptables
alcancen conciencia plena. Aun así, puede evitar an•
gustia y displacer sea desfigurando la verdadera natu-
raleza de esas representaciones indeseables, sea, como
último recurso, impidiendo la toma de conciencia de
la naturaleza displacentera de los afectos correspon•
dientes. El matertal clínico obtenido del señor F. pro-
porcionó amplias evidencias de que, en efecto, la des-
mentida emplea todos estos métodos.
Lewin señaló que no sólo la realidad extertor sino
también la intertor puede ser desmentida; se la trata-
rá entonces •como si fuera extertor•. Ahora bien, ¿có-
mo consigue la desmentida manejar la realidad inte-
rtor del mismo modo que la exterior?
La prtmera pista para responder esa pregunta se
puede buscar en mi antertor examen de la desmenti-
da infantil de la castración femenina. Indiqué que las
imágenes contradictortas de la mujer castrada y la mu-
jer fálica, que distorsionan la realidad, son una expre-
sión concreta o cuasi concreta de los conflictos y mie•
tfl
dos pulslonales del niño. En este caso, la desmentida
utiliza, pues, la realidad exterior para operar de ma-
nera indirecta contra la realidad interior.
En el caso del señor F .. la desmentida de la castra-
ción femenina desempeñó también un rol dominante
en su defensa frente a los miedos de castración y de
culpa, y a los impulsos prohibidos soterrados. Pero su
fortaleza se edificó sobre bases mucho más amplias.
Empleó la desmentida como defensa frente a represen-
taciones y afectos displacenteros provocados por la per-
cepción de la realidad exterior. Y por añadidura, com-
binada con la represión, la utilizó de manera directa
contra fantasías, deseos e impulsos instintuales. Evi•
dentemente, he aqui el problema más intrincado, que
intentaré aboi:dar. Aunque la desmentida no puede ser-
vir de defensa frente a las pulsiones, ¿hasta qué punto
y cómo puede operar de manera directa contra la rea-
lidad interior, en el sentido de las pulsiones mismas?
Recordemos que al principio el niño no puede dis-
tinguir la realidad interior de la exterior: en otras pa-
labras, es incapaz de diferenciar sus percepciones sen•
soriales de los objetos frustrantes o gratificantes, de
sus experiencias intimas más displacenteras o placen-
teras. Si la desmentida trata manifestaciones psfqui-
cas como si fueran realidad exterior, el requisito pre-
vio para desmentir el mundo interior debe ser una
regresión parcial, si bien no a esta etapa infantil pri·
merisima sino a otra "concretista• en la que el niño,
si bien ya es conclente de la diferencia entre el mundo
Interior y exterior, entre él y los objetos, todavía trata
a ambos de la misma manera.
No me parece correcto hablar para esa etapa de una
•exteriorización• de realidad interior, al menos en el
sentido de una confusión o equiparación de la reali•
dad interior y exterior. Por ejemplo, si, después de un
ben_inche, el pequeñoJohnnyasegura a su madre que
ahora Johnny el Malo se ha ido y Johnny el Bueno ha
vuelto, dice esto con plena conciencia de que es él mis-
mo quien antes se enojó y ahora vuelve a sentirse be•
névolo. No obstante, todavfa experimenta y expresa el
cambio de sus pensamientos y sentimientos, de su pro-
pio estado y conducta, en términos concretistas de per-
172
· soniflcación y generalización: Johnny el Malo ha de-
saparecido y Johnny el Bueno ha reaparecido. Este
ejemplo recuerda, por cierto, el caso del señor F. Y es
también muy significativo para el problema de la des-
personalización, que trataremos en el capítulo 5.
Pero volvamos al señor F. Informé que mi paciente
era incapaz de experimentar. calificar y discriminar
en forma específica sentimientos o representaciones,
fantasías o impulsos, aceptables o inaceptables. Aun-
que, por lo común, no usaba slogans, concebía tales
manifestaciones psíquicas en términos generales de
«agrestónn, «sexo», «amor-, «conciencia• o «pastones•, co-
mo si fueran partes concretas del self que aparecían
o desaparecían, que él había perdido o de las que ca-
recía, y que le gustarla descubrir, recuperar y poseer.
Esto compendia la proposición que deseo formular: la
desmentida presupone una concretización infantil de
la realidad pslqutca, gracias a la cual las personas que
emplean esta defensa tratan sus porfías psíquicas co-
mo si fueran objetos concretos percibidos.
Además, estas personas tratan de igual modo las
manifestaciones psfquicas percibidas en otros indivi-
duos. Por ejemplo, mi paciente no respondía verdade-
ramente a los sentimientos iracundos y doloridos o
afectuosos y placenteros de una mujer; se limitaba a
observar su rostro y trataba sea de rehuir su •mirada
dolorida y llena de reproches•, sea de hacerla desapa- •
recer por la vía de producir •una expresión de deleite
en su rostro». En otras palabras, a falta de una com-
prensión empática de los sentimientos y pensamien•
tos, reacciones y acciones ajenas, estos pacientes «ob-
servan• las expresiones concretas y «visibles• de sus
estados o «cierran los ojos» ante ellas. Su insensib111-
dad a las formas indirectas, sutiles y menos visibles
de la expresión emocional ajena se revela, a menudo,
en una sorprendente falta de tacto. Esta tendencia a
tratar los fenómenos psíquicos propios y ajenos como
si fueran algo concreto explica la facilidad con que las
desmentidas de las dos realidades (Interior y exterior)
colaboran en el área de las relaciones interpersonales.
De ahí que advirtamos en estos pacientes no sólo
un desplazamiento general de la investidura al área
173
de la percepción y la apercepción, sino también un ti-
po primitivo de percepción y apercepción de los fenó-
menos psíquicos en el que estos se observan como si
fueran partes concretas de los objetos o el self. De este
modo, se pueden apartar de la vista las experiencias
displacenteras, y remplazarlas por otras placenteras.
mediante el retiro de la investidura de las percepcio-
nes y apercepciones dolorosas, acompañado de una so-
breinvestidura y observación intensificada de las per-
cepciones y apercepciones deseables.
Si examinamos con más detenimiento esta concre-
tización de la realidad psíquica, nos percatamos de que
debe utilizar abundantemente procesos de aislamien-
to y desconexión. Debe implicar, por un lado, un corte
y separación de las unidades psíquicas y, por el otro,
una fusión y un reagrupamiento categorial de los com-
ponentes separados-que tienda a trasformarlos de com-
ponentes abstracto-funcionales en compuestos nuevos,
cuasi concretos. El señor F. desconectaba las fantasías
y pensamientos no sólo de los sentimientos asociados
sino hasta de las acciones correspondientes; luego tra-
taba cada una de estas categorías psíquicas de mane-
ra radical e independiente como si fueran partes sepa-
radas, concretas y figurales del self. De modo seme-
jante, tendía a aislar, fusionar en unidades y desmen-
tir en bloque todos aquellos elementos psíquicos que,
por ejemplo, se aproximaban casualmente a la concien-
cia al mismo tiempo que un contenido psíquico ina-
ceptable, sin tener en cuenta los diferentes marcos de
referencia.
Este modo de operación explica que la desmentida
no trabaje de manera selectiva y especializada, como
la represión, sino de un modo masivo y global que in-
duce fácilmente una generalización indiscriminada y
colectiva de procesos defensivos, con expansión de des-
plazamientos y manifestaciones trasferenciales a to-
dos los objetos, áreas y actividades. 7 He insistido en
7 Aqui puedo remitirme nuevamente al articulo de Mahler y El-
kisch (1953). donde se describe el fracaso de la represión selectiva,
el nexo Irreversible entre la percepción y el afecto, •el bebé y el llan·
to• y •la conglomeración sincrética de engramas, en un nlno psicó-
tico.
174
que el señor F. no sufría de inhibiciones específicas
sino generalizadas, y parecía no responder con reac-
ciones afectivas específicas sino con estados anímicos
. generalizados. Por consiguiente, se quejaba de falta de
conciencia, de pasiones, de representaciones, de ne-
cesidades sexuales, de agresión o de placer, in toto.
La descripción que da Lewin del afecto encubridor hi-
pomaníaco ilustra el mismo punto.
En la primera sección de este capitulo, señalé que
el efecto masivo de la desmentida podía observarse con
especial claridad en la cualidad peculiar de las amne-
sias, ese olvido típico de los pacientes que recurren
muy a menudo a esta defensa. Esto trae nuevamente
al primer plano la colaboración entre la desmentida
y la represión. El señor F. se prestó a un estudio de
este tipo de olvido. La amnesia infantil que abarcaba
los primeros años de su niñez era tan completa que
pasaron varios años sin que el material psicoanalítico
proporcionara el menor indicio de los acontecimien-
tos traumáticos vividos por F. a la edad de tres años
y medio. Su olvido de este período desdichado fue tanto
más asombroso cuanto que descubrimos que su ma-
dre le había hablado del incidente en reiteradas opor-
tunidades. El paciente «mo le había prestado atención»,
o «la había escuchado pero no le había hecho pregun-
tas•, o uhabía vuelto a olvidar el asunto enseguida». Su
actitud hacia los conflictos actuales presentaba la mis-.
ma característica: siempre que tenía una experiencia
que movilizaba sentimientos indeseables, sencillamen-
te «no le prestaba atención• y se ingeniaba para olvi-
dar enseguida todo lo ocurrido durante ese lapso.
En otras palabras. en vez de hacer frente a los con-
flictos específicos del presente que suscitaban senti-
mientos dolorosos, F. retraía su atención de los estí-
mulos externos y al mismo tiempo de sus respuestas
internas, para luego borrar de la memoria, inmediata
e indiscriminadamente, todas las· experiencias inter-
nas y externas que rodeaban al conflicto perturbador.
Durante el análisis, su dificultad para prestar atención
y recordar las sesiones perturbadoras reveló, de ma-
nera indudable, la estrecha colaboración existente en-
tre la represión y la desmentida de la realidad interior
175
y exterior, como defensa auxiliar en ese tipo de amne-
sia. Aquí surge un interrogante: ¿hasta qué punto la
desmentida puede preparar la denominada 8represión
de los recuerdos» y coadyuvar a ella?
Como ya he dicho, las amnesias infantiles no sólo
implican la defensa contra las representaciones de mo-
ciones pulsionales, sino que se extienden mucho más
allá de este proceso, hasta alcanzar el área de la per-
cepción. Al referirme al trabajo de Freud sobre el feti-
chismo, señalé, además, que representaciones origi-
nadas en una desmentida y distorsión de la realidad
(p.ej., los conceptos de mujer castrada o fálica) pue-
den reprimirse efectiva y profundamente. Para reexa-
minar las defensas que colaboran en el olvido de un
recuerdo infantil, recurriré a una típica experiencia se-
xual de la infancia que suele olvidarse (reprimirse).
Un niño de corta edad, en la etapa fálica, sorpren-
de a su padre orinando y ve de repente sus genitales.
¿Cuáles son los diversos componentes mnémicos de
tal experiencia y sus posibles vicisitudes? Inicialmen-
te, el recuerdo incluirá elementos que corresponden
a la percepción del hecho: por ejemplo, la visión del
pene, el padre en el acto de orinar, todo el entorno de
la escena, la expresión y conducta emocionales del pa-
dre durante el incidente. Pero la parte importante del
recuerdo, desde el punto de vista de la defensa, seria
la experiencia interior del niñito, sus diversas respues-
tas emocionales y pulsionales ante esos estímulos.
En este punto, me remito a lo dicho acerca de las
distorsiones inmediatas que sufren las percepciones
bajo el impacto de los deseos y miedos pulsionales. Tal .
como lo demuestra el concepto infantil de la mujer cas-
trada o fálica, las imágenes infantiles de los objetos y
el sel[ siempre se forjan a partir de percepciones de
la realidad exterior y de fantasías que brotan desde
adentro, bajo el influjo de los impulsos y conflictos ins-
tintuales. En consecuencia, las diversas respuestas ins-
tintuales del niño, así como sus impulsos homosexua-
les y hostiles, parecen hallar una expresión concreta
no sólo en el recuerdo de la escena específicamente
percibida, sino también en la impronta duradera que
esa escena ha· dejado sobre las imágenes del padre y
176
del self. En la medida en que sean dolorosos, estos ele-
mentos concretos y flgurales se prestarán a una des-
mentida como una forma inicial y primitiva de defen-
sa que, en tal carácter, pueda hacer olvidar el recuerdo.
Sin embargo, no cabe duda de que harán falta me-
didas mucho más drásticas para contrarrestar el mie-
do de castración engendrado por la experiencia vivida
en esta etapa del desarrollo. Seguirá entonces un ver-
dadero proceso defensivo. Este operará directa y espe-
cíficamente contra las fantasías desiderativas prohibi-
das libidinales y hostiles y los afectos concomitantes
suscitados por el suceso. Este proceso represivo pue-
de terminar por sumergir en el inconciente hasta aque-
llos elementos del recuerdo que originariamente fue-
ron rechazados por la desmentida.
En resumen: cabe conjeturar que el proceso defen-
sivo generador de las amnesias infantiles utiliza, nor-
malmente, la desmentida en una función preparato-
ria y de apoyo. Tal desmentida elimina de la concien-
cia, con predilección, aquellos elementos dolorosos de
los sucesos externos y de las figuraciones internas en
los que han hallado una expresión concretlsta los mie-
dos y mociones pulsionales inaceptables. El predomi-
nio patológico de la desmentida en los procesos defen-
sivos tal vez se refleje en la cualidad de las amnesias
infantiles, y del material mnémico infantil disponible,
que acabamos de describir. Deberiamos descubrir dis-·
torsiones insólitas y extremas de la realidad exterior
e interior, pasada y presente, según líneas muy defini-
das, tales que la represión seria incapaz de consumar.
Dejaremos el problema de la desmentida neuróti-
ca y su interacción con la represión, para pasar a tra-
tar la desmentida psicótica. Empero, antes de abordar
este tema, debo señalar el estrecho vinculo entre la des-
mentida y los otros dos mecanismos de defensa arcai-
cos que eran parte integral de las operaciones defensi-
vas del señor F. Si las manifestaciones psíquicas re-
asumen el carácter de imágenes concretistas de partes
de objetos y del seJf, se prestarán naturalmente a pro-
cesos primitivos de proyección e introyección. Aquí pi-
samos un terreno conocido. La diferencia entre el mo-
do de operación colectivo de la desmentida y el más
177
selectivo de la represión nos trae enseguida a la me-
moria disimilitudes análogas entre las formas de iden-
tificación primitivas, propias de la temprana infancia,
y las identificaciones más avanzadas en el yo y en el
superyó, que ocurren en un nivel de madurez superior.
Las primeras se basan, lo mismo que la desmentida,
en fantasías concretistas de incorporación total o par-
cial de los objetos buenos o malos al sel[, o de su ex-
pulsión de él. Las segundas también contienen meca-
nismos de introyección y proyección, pero represen-
tan procesos selectivos, igual que la represión, por
cuanto derivan en la adquisición de ciertas normas,
actitudes y rasgos de carácter tomados de los objetos
de amor.
El material clínico del señor F. se prestaba para un
estudio de la interacción entre desmentida y procesos
tan primitivos como la introyección y la proyección.
Examiné la desmentida del paciente, su desautoriza-
ción y proyección al exterior de las partes malignas
o aterradoras de su self, y me referí brevemente a sus
identificaciones sadomasoquistas soterradas, surgidas
de primitivas fantasías de incorporación de la madre
mala, sádica, ofendida, punitiva y llena de reproches.
Sabemos que las experiencias graves de decepción
y deserción materna vividas en la temprana infancia
-o sea, similares a las que sufrió el señor F.- pueden
generar una proclividad al uso de mecanismos de iden-
tificación arcaicos. Los casos que nos ha relatado Rosen
(1955) justifican preguntarse hasta qué punto la ex-
posición traumática a percepciones aterradoras, en
particular durante la fase pre-edípica, puede generar
una propensión específica al uso abundante de la des-
mentida. En otros casos en que la desmentida apare-
cía como un destacado mecanismo de defensa, descu-
brí que los pacientes habían percibido repentinamen-
te hechos traumáticos y aterradores en su temprana
infancia. Uno vio agonizar a la madre, que acababa de
suicidarse; otro encontró el cadáver de la madre, víc-
tima de robo y asesinato; un tercero vivió experien-
cias constantes de borrascosas escenas primordiales,
hasta los nueve años; en otro caso, la madre abortó
súbitamente delante del niño.
178
Con respecto al señor F., estoy convencida de que
el rol destacado que desempeñaba la desmentida en
sus operaciones defensivas, combinada con mecanis-
mos primitivos de introyección y proyección, se expli-
caba por el aborto de la madre, seguido de su enfer-
medad y depresión, y la reiteración de esas experien-
cias con la dolorosa enfermedad y muerte del hermano.
Evidentemente, aquel niño de tres años y medio no
estaba lo bastante avanzado en el desarrollo de su yo
como para hacer frente con éxito a los tremendos con-
flictos de ambivalencia repentinamente desatados por
los acontecimientos traumáticos.
De hecho, estos tres modos de defensa primitivos
parecen compartir la siguiente caracteristica: desde los
puntos de vista energético y económico, los tres ope-
ran con grandes cantidades de energía pulsional des-
neutralizada. Una de las razones que me indujeron a
elegir el caso del señor F. fue que las fantasías asesi-
nas originales, subyacentes en el mecanismo de des-
mentida, se habían expresado de manera manifiesta
en sus ideas homicidas. Esto nos aproxima al proble-
ma de la psicosis y la contraposición entre las defen-
sas psicóticas y neuróticas. Considero que la desneu-
tralización y la desmezcla regresivas de las pulsiones
y el predominio de cuantiosas fuerzas agresivas en los
psicóticos son los causantes del colapso de las funcio-
nes del yo y el superyó, del remplazo de los modos de ·
defensa más avanzados por otros arcaicos (cf. el capi-
tulo 9) 8 y de las cualidades y funciones psicóticas de
estos últimos.
Si, desde esta perspectiva, comparamos la repre-
sión, las formaciones reactivas y las variedades de
identificación avanzadas con la desmentida y los me-
canismos primitivos de introyección y proyección, po-
demos presumir lo siguiente: el uso de pequeñas can-
tidades de agresión neutralizada, dirigida por el super-
8
Hartrnann (1953), que comparte mi opinión, menciona tam-
bién a este respecto mecanismos tales como la dirección de la agre-
sión hacia el sel[ o el mundo exterior, y la trasformación en lo con-
trario, que Freud ya babia citado, mucho tiempo atrás, como los
modos de defensa más tempranos.
179
yó contra el yo o por este contra el ello, permitiría al
yo defenderse de componentes pulsionales específicos.
seleccionados e inaceptables, con la asistencia de for-
maciones yoicas de contrainvestidura neutralizadas,
igualmente específicos. En cambio, la desmentida y
los procesos arcaicos de introyección y proyección ope-
ran con grandes cantidades de agresión desneutrali-
zada (y fuerzas sexuales antagónicas) dirigidas contra
peligrosas imágenes del selfy de objeto, u objetos ex-
ternos.
Si aplicamos estas consideraciones a la psicosis, in-
ferimos que el conflicto psicótico provoca drásticos des-
plazamientos de investidura de energía pulsional se-
xual y agresiva, de un objeto o imagen de objeto a otro,
o bien de los objetos al sel[, o viceversa. En verdad,
observamos que los psicóticos retrasforman no sólo
unidades psíquicas funcionales sino también sistemas
funcionales enteros, como el (yo-)ello o el superyó(-yo),
en omnipotentes imágenes de objeto o del self que, en
la medida en que resulten peligrosas o aterradoras, son
atacadas y erradicadas, como lo he demostrado en mi
libro Psychotlc Cont11ct and Real1ty (1967}.
Dejo para la Segunda parte de este volumen el tra-
tamiento de los mecanismos subyacentes en los esta-
dos maniacos y depresivos. Aquí sólo deseo seftalar el
ataque en masa del superyó sádico y personificado con-
tra el sel[ malo, que ocasiona la inhibición generaliza-
da de las funciones yoicas durante los períodos depre-
sivos, o el derrocamiento del superyó durante las fa-
ses maniacas, que posibilita la alianza entre el yo y
el ello.
Los esquizofrénicos expresan con frecuencia su
odio al ello o al superyó en términos inequívocos. Por
ejemplo, el muchacho esquizofrénico al que me referí
al comienzo del capitulo, a veces sofocaba de manera
despiadada todas las ansias pulsionales agresivas o se-
xuales, en todos los niveles. Trabajaba día y noche,
se abstenía deliberada.mente de toda actividad sexual,
se sometla a una dieta de ayuno, dejaba de fumar y
beber, y, al mismo tiempo. evitaba todo contacto peli-
groso o seductor con mujeres u hombres. Por fin, ex-
presó su deseo de liberarse de su maldad amputándo-
180
se el pene. Cuando los esfuerzos defensivos son tan
frenéticos• y generalizados, resulta dificil determinar
sl continúa interviniendo la represión o si actúan úni•
camente las defensas arcaicas. A toda costa tenían que
desaparecer por completo en esos momentos las ma-
nifestaciones de pulsiones sexuales y agresivas: Si vi-
sualizamos el enorme esfuerzo que requiere una de•
fensa tan gener.alizada, no nos sorprende su inevita•
ble fracaso. En este joven pude observar que su yo,
sometido a un esfuerzo y tensión excesivos, se hundía
gradualmente en un estado de depresión vacía y cata-
tónica, durante el cual era por completo incapaz de
trabajar y experimentaba sentimientos de muerte y de
pérdida del self. Luego, se producía un cambio brus-
co: el paciente se rebelaba y expresaba su odio a todas
las prohibiciones, o a las autoridades que las represen•
taban; de un día para otro, el ello reaparecía y estable•
cía su poder omnímodo. Sobrevenía entonces un esta-
do psicótico agitado y paranoide, con ataques de ape-
tito patológico, masturbación ininterrumpida, fantasías
polimorfo-perversas heterosexuales y homosexuales,
en constante variación, e impulsos homicidas, del ti•
po descrito al comienzo de este capitulo.
En los psicóticos, la represión y otros mecanismos
de defensa más normales fracasan y son remplazados
por procesos defensivos arcaicos, pero esto no signifi•
ca que la desmentida, la proyección y la introyección ·
sean exclusivas de ellos: en los neuróticos, vemos que
estas defensas primitivas colaboran e interactúan con
la represión. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre la
desmentida, la introyección y la proyección psicóticas,
y las neuróticas?
Aquí debemos preguntarnos, en primer lugar: ¿cuá-
les son exactamente nuestros criterios para calificar de
psicóticos determinados mecanismos? Katan ( 195Qa,
1950b, 1954). que llamó la atención acerca de la parte
no psicótica de la personalidad de· los psicóticos, sólo
considera genuinamente psicóticos aquellos mecanis-
mos de restitución que dan origen a síntomas deliran•
tes. Empero, esta distinción tan estricta entre las par•
tes psicótica y no· psicótica (prepsicótica) de la perso-
nalidad, y además entre los mecanismos psicóticos (de
181
restitución) y las defensas no psicóticas (neuróticas y
prepsicóticas), nos parece demasiado simplista y, en
algunos aspectos, hasta engafiosa.
En principio, cuando hablamos de la parte no psi-
cótica de la personalidad de los psicóticos, debemos
tener en cuenta las diferencias básicas y conspicuas
entre la estructura de la personalidad y el sistema de
defensa de los neuróticos, por un lado, y los presenta-
dos por los psicóticos latentes aun antes de la etapa
pre-psicótica, por el otro. Al decir esto, me refiero a su
diferenciación estructural defectuosa, la fragilidad y
deficiencia de sus funciones yoicas y superyoicas, su
insuficiente capacidad represiva y el predominio de los
mecanismos defensivos arcaicos, características que
ya he señalado al comienzo de este capítulo. Aquí po-
dría afiadir un punto fundamental, que traté en mili-
bro (Jacobson, 1967): la tendencia de los psicóticos la-
tentes o ambulatorios a externalizar sus conflictos, a
actuar y a emplear la realidad y los objetos exteriores
como una ayuda para sus defensas declinantes. Las
observaciones efectuadas en dos adultos esquizofréni-
cos y dos niños en período de latencia, cuyo futuro co-
lapso psicótico predije correctamente, me convencie-
ron de que estos defectos predisponentes pueden es-
tar presentes, de manera visible, ya al comienzo del
período de latencia.
Lo cierto es que estos mismísimos mecanismos de
aislamiento, desmentida, introyección y proyección
tienden a adquirir cualidades y funciones psicóticas
cuando se desarrolla una psicosis manifiesta. En vez
de utilizarlos para la defensa pulsional, el individuo
los pone al servicio de procesos psicóticos de «pérdida
y restitución11; su naturaleza arcaica se presta a estos
fines, cosa que no ocurre con la represión. Por eso, a
veces, durante la etapa psicótica manifiesta, podemos
hallar simultáneamente desmentidas, introyecciones
y proyecciones ceno psicóticas" y ccpsicóticas».
Además, parece por completo discutible que sólo
debamos juzgar genuinamente psicóticos los mecanis-
mos de restitución. Por ejemplo, cuando un paciente
odia a su ello o superyó in toto e intenta matarlo y erra-
dicarlo, estamos -en mi opinión- ante una defensa
182
típicamente psicótica. Y no sólo los mecanismos de res-
titución sino también los intervinientes en la preceden-
te pérdida de objeto indican un esfuerzo defensivo de
naturaleza psicótica.
De todas maneras, las trasformaciones funcionales
de las defensas yoicas que les confieren cualidades psi-
cóticas parecen depender de aquellos cambios regre-
sivos en las cantidades y cualidades pulsionales, so-
brevenidos durante el proceso psicótico, a los que ya
me he referido. Por lo tanto, la profundidad de la re-
gresión en los psicóticos constituye el factor decisivo
que determina la diferencia entre la desmentida, la in-
troyección y la proyección neuróticas y psicóticas.
Repito, pues, que el yo neurótico que utiliza tales
defensas sólo parcialmente ha regresado a una etapa
en que, si bien distinguía con claridad la realidad psí-
quica interior de la realidad exterior, las seguía tratan-
do de la misma manera concretista. Aunque la des-
mentida neurótica puede involucrar procesos de des-
conexión, aislamiento y unión colectiva de elementqs
psíquicos, que los convierten en unidades cuasi con-
cretas semejantes a imágenes, estas últimas no pier-
den su naturaleza psíquica. La línea de demarcación
entre las realidades interior y exterior se mantiene aun
frente a este tipo de introyecciones y proyecciones, co-
mo pude observarlo en el señor F.
En cambio, en los psicóticos, el proceso patológico ·
deriva en una verdadera fragmentación, escisión, con-
cretización y extemalización de las manifestaciones
psíquicas, al extremo de conferirles cualidades V'erda-
deramente concretas. Por consiguiente, lo abstracto y
psíquico se iguala con lo concreto y físico, como en
el caso del muchacho esquizofrénico que igualaba sus
ansias pulsionales primero con la maldad y después
con el pene malo o los objetos malos, y, en consecuen-
cia, deseaba liberarse. del ello amputándose el pene o
matando a las personas malas.
Conocemos muy bien la concretización psicótica de
lo abstracto, reexaminada por Hartmann (1953) en su
articulo sobre la esquizofrenia. Entraña procesos ar-
caicos y continuados de introyección y proyección, que
conducen a una confusión entre las realidades interior
183
y exterior; entre los objetos y sus imágenes internas;
entre las percepciones de los objetos y los estímulos
de objeto, por un lado, y las respuestas internas a ellos,
por el otro; y consiguientemente, entre los objetos y
el self. Esto puede dar como resultado fusiones deli-
rantes de elementos o partes escindidas del self con
representaciones de objeto, o sea, identificaciones psi-
cóticas del tipo que describiremos en el capítulo 10.
Con respecto a la concretización psicótica, Hart-
mann se refirió igualmente a la idea freudiana de que
los psicóticos desconectan las palabras de su signifi-
cado y, al desplazar la investidura de los pensamien-
tos abstractos a sus simbolos verbales formales (pala-
bras) perceptibles en concreto, convierten a estos últi-
mos en sustitutos de objeto. Ampliando la tesis de
Freud, yo me inclino a creer que los psicóticos pue-
den convertir en sustitutos de objeto no sólo las pala-
bras sino cualquier elemento psíquico formal y escin-
dido (p.ej., los componentes de la expresión afectiva,
como el llanto, la risa, los gestos y hasta las acciones).
Agradezco al doctor lsidor Silbermann que me haya
hecho llegar una observación que confirmaría esta
idea. Cuando preguntó a un muchacho esquizofréni-
co que tenía ataques de risa injustificados por qué reía,
recibió esta respuesta: «Ese es Johnny•. Una expresión
afectiva (la risa en sí misma) se había convertido en
un objeto (Johnny). Cabe suponer que los hábitos ca-
racterísticos de los esquizofrénicos tienen el mismo sig-
nificado y cumplen idéntica función.
Dejemos ahora el problema general de las defen-
sas psicóticas y la concretización psicótica de la reali-
dad psíquica, y volvamos al tema específico de la des-
mentida. Sabemos que ella y la distorsión de la reali-
dad desempeiían un rol complejo en el desarrollo de
la psicosis. Aquí deseo limitarme a un interrogante en
particular: ¿hasta qué punto el retiro psicótico de la
investidura de los objetos y el self es provocado por
procesos de desmentida masiva de la realidad exterior
e interior? Recordemos la desmentida y desautoriza-
ción, por el seiíor F., de su conciencia y sus mociones
pulsionales, que le hicieron sentirse vacío y muerto por
dentro -aunque nunca llegó a temer la pérdida del
184
self-, y su frío desapego de la madre, provoca.do por
sus deseos de lastimarla y hacer desaparecer su mira-
da cargada de reproches.
No cabe duda de que es preciso examinar a fondo,
teórica y clínicamente, la relación entre la desmenti-
da, por un lado, y la pérdida psicótica de la investidu-
ra de los objetos y el self, por el otro. Con todo, pode-
mos observar que los esquizofrénicos tienden a rela-
cionarse con los objetos mediante el contacto sensortal,
en vez del emocional; o lo opuesto: retiran la investi-
dura de los objetos mediante la evasión y la evitación
del contacto sexual, o absteniéndose de tocar, oler, es-
cuchar o ver el objeto. En el caso del muchacho esqui-
zofrénico, su retiro del mundo objetal solía ir precedi-
do de intentos de evitar la visión de mujeres u hom-
bres peligrosos. Cuando los encontraba, los destnvestia
cerrando los ojos, tapándose los oídos y escupiéndo-
los fuera de sí, en tanto que investía a las personas
buenas observándolas, imitándolas e inhalándolas.
Otro paciente se rehusaba a ver a sus padres por-
que, si los mantenía a distancia, los sentía como pa-
rientes lejanos. Cuando restableció su relación con
ellos, vio -en sentido literal- salir de su cuerpo, «hasta
las rodillas•, la imagen del padre, que él había mante-
nido «encerrada y oculta11 dentro de su self; esta visión
lo aterró a tal punto que trató apresuradamente de ha-
cerla desaparecer «encerrándola de nuevo•. El mismo
paciente reavivaba sus sentimientos hacia su madre
llevando consigo su retrato a todas partes y mirándo-
lo con embeleso durante el día. En todos estos ejem-
plos, notamos que la pérdida y recuperación de los sen-
timientos se llevan a cabo mediante la desaparición
y resurrección visuales de la imagen del objeto, igua-
lada con su efigie externa.
Para concluir este capítulo, retorno a mi punto de
partida: la discrepancia, en algunos psicóticos, entre
la fac111dad con que se manifiestan los contenidos del
ello y la impenetrabilidad de la amnesia infantil. En
realidad, no existe discrepancia alguna entre estos fe-
nómenos, bastante compatibles. Los recuerdos y las
fallas de la memoria masiva se fundan sobre la misma
base de desmentida y distorsión de la realidad (por lo
185
demás, amplia) en que descansa la patologia corrien-
te. Las amnesias no son el producto de una verdadera
represión de las pulsiones; de ahi la invasión del yo
por el ello, y lo dificil que es develar la historia de la
infancia. La recuperación y reconstrucción analitlcas
del pasado presuponen un examen de realidad. una
fechación histórica. un agrupamiento, armonización
e integración de las mantfestaciones pulsionales actua-
les, hasta formar un contexto organizado de realidad
histórica exterior e interior. Cuanto menor sea la ca-
pacidad del psicótico de lograr esto, tanto mayores se-
rán su desmentida de la realidad y su pérdida de con-
tacto con ella. A veces, notamos que el psicótico pue•
de adquirir la capacidad de elaborar su pasado, en la
medida en que recupera su capacidad de examinar la
realidad y utilizar defensas más normales.
En principio, hallamos las mismas dificultades en
los neuróticos cuya actuación constituye una resisten-
cia a la "recordación• y reconstrucción del pasado. Co-
mo ya he señalado, los pacientes que desmienten ma-
nifiestan, por lo general, cierta propensión a actuar o,
para decirlo a la inversa, la actuación parece vincular-
se comúnmente con cierta inclinación por la desmen-
tida. Desde el punto de vista terapéutico, deberíamos
ser concientes de que nuestros esfuerzos por hacer que
los pacientes abandonen su actuación, en favor de una
recuperación y reconstrucción del pasado, deben ir di-
rigidos fundamentalmente contra su desmentida y dis-
torsión de la realidad.
186
5. Despersonalización
187
sona. Le parecen extrañ.os y ajenos sus procesos de
pensamiento, no menos que de sus acciones. Tal como
lo mencionó Schilder (1928), las experiencias agudas
de despersonalización psíquica comienzan, a menudo,
con un aturdimiento o mareo súbito. Los pacientes sue-
len quejarse de su incapacidad de imaginar visualmen-
te a personas y cosas conocidas (Hartmann, 1922). Al-
gunos tienen experiencias alternadas o combinadas de
despersonalización corporal y mental, en tanto que
otros sufren únicamente uno u otro tipo de autoextra-
ñamiento.
La despersonalización es una experiencia que, muy
a menudo, no encuentra ninguna expresión objetiva;
este es un rasgo notable y característico. En ocasio-
nes, los pacientes informan que están entrando en un
estado de despersonalización, o que estuvieron •afue-
ra» y ahora están «nuevamente adentro», sin eviden•
ciar cambio alguno en su expresión afectomotora, sus
procesos de pensamiento· y su conducta.
I
Si leemos detenidamente las obras psicoanalíticas,
advertimos que el término «despersonalización» se apli-
ca con latitud a fenómenos que, si bien están relacio-
nados entre si de manera estrecha, difieren un tan·
to en su naturaleza. Algunos autores, como Nunberg
(1932) y Schilder (1928), incluyen en ella los sentlmien•
tos de extrafiamiento e irrealidad respecto del mundo
objeta! que a menudo, pero no siempre, la acompafiart.
Otros la restringen al tipo de experiencia antes descri-
ta. Federn y otros autores han destacado que la des-
personalización nace de una perturbación en la rela-
ción de una persona con su propio self (Federn lo ha
expresado con suma claridad en su articulo «The Ego
as Subject and Object in Narctssism11, 1929). Hinsie y
Shatzky (1940) insisten en el mismo punto pero defi-
nen la despersonalización como •el proceso de quedar
disuelto, de perder la identidad, la personalidad, el yo;
un fenómeno mental, caracterizado por la pérdida del
188
sentido de la propia realidad, que a menudo trae con-
sigo la pérdida del sentido de la realidad de los otros
y del ambiente11 (pág. 155). Esta definición considera
equivalentes la despersonalización, por un lado, las ex-
periencias de pérdida de identidad, por el otro; ambas
manifestaciones pueden observarse con frecuencia en
los esquizofrénicos.
Sin embargo, quienes padecen estados de desper-
sonalización esporádicos. transitorios o aun prolonga-
dos, no siempre evidencian miedos o sentimientos de
pérdida de identidad. Muchos pacientes fronterizos o
esquizofrénicos, para quienes la pregunta por su iden-
tidad (¿quién soy yo?, ¿qué soy yo realmente?) es una
preocupación constante, no se quejan de experimen-
tar sentimientos de despersonalización. De hecho, la
experiencia de la despersonalización no está limitada
a los psicóticos, si bien indica una perturbación narci-
sista. Podemos observarla hasta en personas norma-
les, después de un trauma, y en los neuróticos, sobre
todo en aquellos que poseen una estructura de perso-
nalidad narcisista.
Estos pacientes no necesariamente sufren de inhi-
bición o de falta de afectos. Pero procesos patológicos
que causen una inhibición o bloqueo emocional gra-
ve, o un vacío afectivo, pueden expresarse en estados
de desapego emocional rayanos en la despersonaliza-
ción. Evidentemente, la intensidad de la experiencia ·
del yo (en el sentido de «uno mismo») está vinculada
al grado de vivacidad emocional, del cual depende, y
se pierde en tanto los afectos estén constreñidos o «mo-
ribundos». Pero los casos de muerte emocional que pue-
den presentarse gradualmente en los esquizofrénicos
y en los pacientes depresivos graves dtfleren por su
calidad de las experiencias de despersonalización pa-
decidas como un episodio agudo. En particular, les fal-
ta la experiencia aterradora de convertirse súbitamente
en el observador externo de la parte actuante del self.
En los psicóticos, verdaderas experiencias de desper-
sonalización aparecen a menudo en la etapa inicial de
la psicosis. Mi impresión personal es que esas expe-
riencias se desarrollan como una especie de fenóme-
no intermedio en procesos que, con el tiempo, condu-
189
cena estados generalizados de muerte interior y ex•
tinción del self con pérdida de identidad.
Antes de presentar el material clínico, examinaré
brevemente algunos estudios psicoanalíticos sobre la
despersonalización.
El hecho de que este fenómeno entraña una esci•
sión del yo ha sido puesto de relieve particularmente
por Nunberg (1932), para quien la despersonalización
siempre es una respuesta a la pérdida (especialmente
súbita) del amor o del objeto de amor:
190
peryó discorde con el yo corporal (superyó femenino
en un hombre y superyó masculino en una mujer); es-
ta discordancia lleva a reprimir el elemento extrai\o,
lo cual provoca, a su vez, un sentimiento de extrafta-
miento. Los casos que él expone están destinados a
presentar la despersonalización como una defensa es-
pecifica frente a la angustia, un fenómeno de simu-
lación de la muerte estrechamente relacionado con el
ardid defensivo de «hacerse el muerto» al que recurren
los animales en situaciones de gran peligro.
Al describir y comparar los mecanismos subyacen-
tes en los estados de depresión, hipomanía y desper-
sonalización de una paciente joven, Blank (1954} ob-
servó que la despersonalización era «una defensa de
emergencia frente a un conjunto masivo de sentimien-
tos de destitución, cólera y angustia que amenazaba
irrumpir en la conciencia ( ... ) recurrió a la desperso-
nalización cuando la defensa hipomaniaca no logró
mantener reprimidos los afectos peligrosos» (pág. 36).
Las formulaciones de Fenichel (1945} constituyen
la descripción metapsicológica más clara del estado de
despersonalización, aunque este autor no considera el
rol que desempefta la agresión, que había sido correc-
tamente apuntado por Nunberg:
II
Me parece útil examinar primero las raíces psico-
lógicas y la naturaleza de este fenómeno en un grupo
de personas comparativamente normales.
Hace muchos años, tuve oportunidad de observar
a un grupo de presas políticas en la Alemania nazi,
cuyas reacciones describí posteriormente (Jacobson,
1949). Descubrí, para mi sorpresa, que en las prime-
ras semanas o meses de arresto, muchas de esas mu-
jeres bastante normales desarrollaban estados de des-
personalización, evidentemente en respuesta a sus ex-
periencias traumáticas.
Hasta entonces,. no había encontrado este fenóme-
no en ninguno de mis pacientes. Por consiguiente, to-
do cuanto percibí y mencioné luego _en mi articulo fue
la conexión trasparente de esos estados con la reac-
ción universal de los presos frente al golpe narcisista
que les inflige su arresto: el sentimiento de que «esto
no pudo haberme ·ocurrido a mí». Desde entonces, el
estudio psicoanalítico de la despersonalización en al-
gunos de mis pacientes me ha permitido formarme
unas ideas más concisas acerca de esta condición.
1 Cf. Arlow (1959), Blrd (1958) y Levitan (1969, 1970).
192
Primero repetiré algunas observaciones pertinen•
tes inclutdas en el mencionado artículo y me explaya-
ré sobre ellas. Las presas reaccionaron ante su arresto
súbito e inesperado con un estado transitorio de con-
moción, estupefacción general y considerable confu-
sión, acompañado de sentimientos de irrealidad con
respecto a sí mismas y al ambiente que las rodeaba.
Durante este período, muchas desarrollaron síntomas
y conductas que indicaban una regresión repentina,
general y grave a una posición más o menos infantil.
Tal estado solía disminuir a los pocos días: las presas
recuperaban su sentido .de la realidad e intentaban
afrontar su desdichada situación, aceptarla y adaptar-
se a ella, y recuperar su anterior nivel adulto. Al cabo
de algunas semanas, la mayoría de ellas habían reco-
brado un equilibrio emocional lo bastante bueno co-
mo para dormir y comer normalmente, emprender ta-
reas manuales e intelectuales, deleitarse en la lectura
y disfrutar con el trato de sus compañeras de celda.
En general, el yo y las relaciones de objeto de este gru-
po bastante estable pudieron resistir extraordinaria-
mente bien el impacto de todas estas penurias.
No obstante, durante el periodo de acosamiento que
precedió al juicio, las presas sufrieron habitualmente
angustias y fluctuaciones constantes entre estados de
ánimo y actitudes de tristeza deprimida y optimismo
esperanzado. Sobre todo en los primeros meses, mu-
chas se quejaron de que tenían experiencias de des-
personalización recurrentes, que no habían conocido
hasta entonces. Tales estados sobrevenían. particular-
mente después de interrogatorios aterradores y otros
incidentes no menos perturbadores, que solían ir se-
guidos de breves periodos de zozobra y profundos tras-
tornos emocionales.
Cuando las citaban a esos interrogatorios, muchas
presas se volvían súbita e intensamente activas; anti-
cipal:)an una batalla con sus fiscales én la que tendrían
por armas el ingénio y la inteligencia. Las que logra~
ban mantener~ muy serenas y alertas, y responder
con astucia a las preguntas, me informaban luego que
habían conseguido vencer sus miedos con el empeño
deliberado de ponerse en un estado de frío desapego
193
que, por cierto, se aproximaba bastante a la desflerso-
nalización. En verdad, dicho estado las hacía sentir-
se, a menudo, como si no tuviesen cuerpo, ni sensa-
ciones, ni sentimientos, y, en realidad, les quedara tan
sólo un cerebro que combatía con frialdad. La función.
defensiva del desapego emocional fue claramente ma-
nifiesta, y muy eficaz, en estas situaciones, en tanto
desaparecieron la angustia y otras emociones indesea-
bles, logrando mantener esas mujeres un alto nivel de
funcionamiento del yo, junto con un control y encau-
zamiento de la agresión hacia los canales adecuados
del pensamiento y comportamiento organizados.
Aun así, estos interrogatorios y otros hechos agra-
viantes que abundaban en la vida carcelaria iban se-
guidos, esporádicamente, de experiencias de desper-
sonalización recurrentes, no deseadas y en extremo
displacenteras. Las presas despertaban por las noches
con la sensación de que su rostro o sus extremidades
no les pertenecían,·y se tocaban, angustiadas, las par-
tes extrañadas, tratando de recuperar el sentimiento
de que su self corporal estaba intacto. Durante el día,
se veían dominadas súbitamente por aterradoras ex-
periencias de autoextrañamiento psíquico: les parecía
que estaban fuera de su sel[, que se observaban a sí
mismas hablando, pensando o actuando como si fue-
ran otra persona, etcétera.
De las reacciones provocadas por los interroga-
torios, podemos inferir que estos verdaderos estados
de despersonalización eran manifestaciones post-trau-
máticas, derivadas de una constante lucha defensiva
que apuntaba al dominio de las situaciones traumáti-
cas. Para estudiar los procesos generadores de esta pa·
tología peculiar, debemos lograr una introvisión más
clara de la naturaleza de los traumas a que estuvieron
sometidas las presas y los conflictos provocados por
sus experiencias.
El arresto y encarcelamiento repentinos les impu-
sieron un cambio drástico y sumamente doloroso en
la situación global en que vivían. Para comprender el
impacto traumático de este cambio, debemos recordar
que nuestro sentimiento de «familiaridad» con respec•
to al clima social y emocional en que vivimos nace no
194
sólo de los vínculos libidinales con nuestro ambiente,
sino también de una gran variedad de identiftcactones
con él. Estas incluyen las del yo-superyó y toda clase
de identificaciones sutiles correspondientes a un ni-
vel narcisista más primitivo; en parte, del tipo ..a.per-
sonificación». Quizá tendamos a subestimar la medi-
da en que la consistencia y homogeneidad -y, por lo
tanto, la estabilidad- de nuestra imagen de nosotros
mismos depende de la compatibilidad, colaboración e
interacción annoniosa de esas innumerables identifi-
caciones con todos los objetos familiares personales e
impersonales, concretos y abstractos, de nuestra vida
y ambiente pasados y presentes. Ellos abarcan no sO·
lo a nuestra familia, nuestro hogar y lugar de residen-
cia, nuestro trabajo y situación laboral, nuestros bie-
nes y pertenencias personales, sino también al grupo
social, profesional, nacional, racial, religioso e ideoló•
gico al que «pertenecemos•.
Sabemos que los cambios bruscos de un escenario
o ambiente familiares a otros nuevos, extrai\os o poco
conocidos, pueden provocar experiencias de desperso-
nalización leves y momentáneas, aun en el caso de que
esos cambios sean muy placenteros. Pero estas pre-
sas, expulsadas por la fuerza dtl mundo en que ha-
bían vivido hasta entonces, privadas de la compaiiia
de sus cónyuges, parientes y amigos, de su trabajo, •
intereses y placeres, de una comida decente, de sus
pertenencias personales y hasta de sus ropas, habían
sido arrojadas súbitamente a un rol y existencia nue-
vos, repulsivos en extremo. Encerradas en celdas, tra-
tadas como si hubiesen cometido graves crímenes sin
consideración alguna por su anterior posición social
e individual, expuestas a las agresiones silenciosas o
ruidosas, humillantes o brutales, propias de la vida car-
celaria, y a la dolorosa prueba de un juicio caracteri-
zado por el acoso y acompai\ado de interrogatorios des-
piadados, estas mujeres se hallaron en una situación
que, además de resultarles sumamente extrañ.a, era
muy degradante, indefensa, aterradora y desesperan-
te. En el mejor de los casos, enfrentaban la perspecti-
va de pasar varios ai\os en una penitenciaría. El sú-
bito impacto del arresto, la violencia y reitéración de
195
las posteriores experiencias traumáticas y su situación
global de indefensión, sacudieron inevitablemente los
cimientos en que hasta entonces se habían apoyado
su vida y su self. Estos acontecimientos amenazaban
socavar y quebrantar la organización de identificacio-
nes en que se apoyaba la imagen de su antiguo self
independiente. Las presas tendieron a remplazar esta
imagen de su propio self por otra nueva e intolerable,
basada en identificaciones con el mundo degradado y
criminal en el que ahora vivían.
Abundaban las evidencias de que las luchas defen•
sivas de estas mujeres enfrentaban fundamentalmen-
te este peligro. En mi articulo de 1949, expuse los ca-
minos por los cuales las presas políticas lograron por
fin protegerse a sí mismas mediante dispositivos de
seguridad muy sólidos y eficaces. a los que me referi-
ré más adelante. Pero al comienzo su yo debilitado fue
incapaz de conjurar de manera adecuada las peligro-
sas influencias del nuevo ambiente: desgraciadamen-
te, las-condiciones de la vida carcelaria y los aconteci-
mientos traumAticos, reiterados de continuo, suscita-
ron conflictos internos que las impelieron a aceptar el
rol de criminales.
Desde el punto de vista legal, estas presas políticas
eran sin duda criminales, por cuanto habían cometi-
do uno de los peores crímenes: el de alta traición. An-
tes de su arresto. casi ninguna de ellas había dudado
concientemente. en momento alguno, de su derecho
moral a rebelarse contra el régimen gobernante: su
arresto y encarcelación, que para ellas significaban la
derrota e, inconcientemente, el castigo. tendieron a
afectar su posición moral. En verdad. sufrieron de ma-
nera invariable sentimientos de duda y culpa. Sólo al-
gunas de ellas abrigaban serlas dudas de tipo ideoló-
gico: más adelante, confesaron que se hablan sentido
por un tiempo confundidas y tentadas de condenar sus
antiguas convicciones y de aceptar la ideología nazi.
Empero. en la mayoría de ellas, los conflictos de culpa
se centraron concientemente en reprocharse a sí mis-
mas el haber envuelto a sus familiares y amigos en
su desgracia personal. La intensidad y el contenido de
estos conflictos de culpa, que allanaban el camino a
196
reacciones depresivas y de masoquismo moral, indi-
caban un resurgimiento de conflictos infantiles con las
autoridades parentales, aun en aquellas mujeres cu-
yas acciones no habían sido motivadas primordialmen-
te por estos. La situación de indefensión creada por
el h.echo mismo de hallarse encarceladas tendía, por
supuesto, a sofocar la tremenda hostilidad que provo-
caba, y a desviarla hacia el self.
Las convicciones políticas y morales de las presas
podrían haberles prestado un mayor apoyo en sus lu-
chas intimas, de no haberse visto expuestas a los peli-
gros pulsionales originados en el mundo en que ahora
vivían. El mundo carcelario estaba saturado de una
atmósfera repulsiva y contagiosa, creada tanto por las
criminales alU encerradas como por las actitudes pa-
rentales sádico-seductoras que adoptaban los guardias,
los funcionarios de la prisión y los interrogadores. La
influencia perniciosa de esta atmósfera. sadomasoquis-
ta pregenital, que estimulaba las tendencias pulsiona-
les regresivas, asi como las identificaciones y relacio-
nes infantiles con el ambiente delictivo. fue, tal vez,
el factor más patógeno en los conflictos pulsionales y
de culpa que sufrieron las presas.
Esta influencia se hizo sentir con máxima peltgro-
sidad en las situaciones de interrogatorio, aunque de
ningún modo quedó limitada a ellas. Conocemos muy .
bien las tretas psicológicas de que se valen los interro-
gadoi:es en los países sometidos a dictaduras: procu-
ran obtener las confesiones no sólo con métodos bru-
tales y sádicos, sino también mediante suaves y se-
ductoras exhortaciones emocionales e ideológicas. Este
es el peligro más grave que corre el prisionero solita-
rio, porque tal tratamiento lo tienta a entrar en una
relación de dependencia infantil con sus torturadores,
de tipo erotizado y sadomasoquista. Las declaraciones
de quienes cedieron ante tal atracción y confesaron,
no dejan lugar a dudas de que ese fue el peligro inter-
no que las presas intentaron repeler por medio de un
desapego emocional que las hiciese •invulnerables».
El interrogatorio les ofrecía, en verdad, una ocasión
de contraatacar, de modo que, en su trascurso, el yo
tenia una buena oportunidad de luchar con éxito con-
197
tra los peligros externos e internos. La batalla realista
contra el enemigo requería una sobreinvesttdura de los
procesos del pensamiento que permitía desinvestir los
sentimientos al extremo de alcanzar un desasimiento
completo del adversario brutal y seductor, así como
del self vulnerable que estaba tentado de responder a
la seducción. Esta sobreinvestidura de los procesos del
pensamiento los convertía en un vehículo razonable
de descarga agresiva hacia el exterior y, al mismo tiem-
po, servia de contrainvestidura para repeler los peli-
gros internos de la sumisión masoquista o l.a explo-
sión sádica. En esta situación, el proceso defensivo aún
podía mantener el nivel de una enérgica represión e
inhibición de los impulsos amenazadores del ello.
Empero, cuando las llevaban de regreso a sus cel-
das, esas mujeres sobreexcitadas, privadas de un ob-
jeto y de un escape realistas para su hostilidad, solían
sentirse de pronto completamente «desinfladas" y per-
turbadas. Su transitorio sentimiento de una exaltación
triunfante cedía ante el insight deprimente de que, por
sólida que fuese su defensa, cabía esperar una derrota
final. Entonces se agudizaba el peligro de un proceso
patológico súbito y renovado, capaz de subyugar al yo.
Después de esos interrogatorios, a las presas les resul-
taba muy dificil reanudar unas actividades razonables.
Durante muchos días, no podían resistir la tentación
de seguir librando -aunque fuera únicamente en su
imaginación- furiosos combates, frustrantes y agota-
dores, contra sus perseguidores. En esas batallas ima-
ginarias, a menudo emergian violentamente unas fan-
tasías sadomasoquistas desenfrenadas y salvajes. Ade•
más, en esos periodos, tendian a infringir las reglas
carcelarias y meterse en graves dificultades con los
guardias y las autoridades.
Vale la pena puntualizar que las experiencias de
despersonalización ocurrian habitualmente cuando las
presas estaban más perturbadas que deprimidas, fluc-
tuando entre recaídas en excitadas fantasías y accio- ·
nes pregenitales, y periodos de conducta normal y tra-
bajo tranquilo. Dichas experiencias indicaban que el
yo y el superyó no habían podido prevenir una regre-
sión y desmezcla pulsionales temporarias, ni dominar
198
la tremenda hostilidad provocada por las experiencias
traumáticas. Incapaces de mantener a raya por medio
de sus defensas normales las invasiones temporarias
de inaceptables impulsos infantiles del ello, las presas
vacilaban entre dos estados contradictorios. El yo de-
bilitado abandonaba las conductas y pautas éticas nor-
males y se entregaba por un tiempo a una ,delincuen-
cia» sadomasoquista pregenital; luego se restablecían
las antiguas reglas y el yo volvía a un nivel normal
de conducta y funcionamiento.
En esta situación de represión deficiente, el yo tra-
taba de recuperar su posición perdida valiéndose, co-
mo último recurso, de un dispositivo de defensa infi-
nitamente más primitivo: la escisión entre dos repre-
sentaciones opuestas del self, que reflejaba el cisma
entre los estados alternantes del yo. Este intentaba re-
afirmar y restaurar su integridad por el recurso de des-
prenderse del self «criminal» en regresión, de desautori-
zarlo y desmentir su existencia, o, más bien, fingir su
inexistencia.
Es interesante mencionar que, por lo que pude ob-
servar, las partes del cuerpo proclives a quedar extra-
ñadas y muertas eran, por lo común, los brazos, las
manos y el rostro, sobre todo la zona de la boca, o sea,
aquellas partes que inconcientemente, o aun de ma-
nera conciente, se veían involucradas en las fantasías
en que el individuo ataca y es atacado.
Así, la despersonalización parece ser el resultado
patológico de un conflicto suscitado dentro del yo en-
tre aquella parte que ha aceptado la identificación con
una imagen de objeto degradada -en nuestro caso,
con la del criminal infantil pregenital, sadomasoquista,
castrado- y la que intenta anularla. (Resulta signifi-
cativo que en las pocas presas que se sintieron tenta-
das de abrazar el nazismo, esa identificación se esta-
bleció so capa de un nuevo ideal que contradecía el
anterior.) En cuanto a la naturaleza de los procesos de
identificación primitiva que preceden a la despersona-
lización y conducen a ella, la ejemplificaremos más cla-
ramente en la exposición de los casos clínicos.
Como dije al comienzo de esta sección, a primera
vista la despersonalización parecía ser una respuesta
199
al duro golpe narcisista infligido por el arresto y refle-
jar el sentimiento de las presas de que ffesto no pudo
haberme ocurrido a mí•. Esta interpretación sigue sien-
do válida, en tanto no desatendamos la complejidad
de las respuestas del yo frente a los acontecimientos
externos traumatizantes. Evidentemente, lo que no pu-
do ni debió haber ocurrido no fue tanto el agravio nar-
cisista de origen externo cuanto más bien el golpe nar-
cisista infligido desde adentro a un yo que se sintió
débil ante la amenaza de una regresión súbita, una des-
mezcla pulsional y una invasión de pulsiones destruc-
tivas.
Fue verdaderamente interesante observar que los
estados de despersonalización amainaron en la medi-
da en que las presas pudieron recobrar la antigua fuer-
za de su yo y superyó, retornar al trabajo manual e
intelectual regular y constante, y renunciar a entre-
garse a cavilaciones masoquistas en tomo de su infor-
tunio o a ataques sádicos {reales o imaginarios) contra
sus perseguidores.
Ya he mencionado los eficaces dispositivos que es-
tablecieron gradualmente estas presas para defender-
se de las peligrosas influencias ambientales. Su pro•
pósito evidente, y en parte, conciente, era trazar una
línea de demarcación entre las presas políticas y las
comunes, y realzar la diferencia entre sus respectivos
niveles de personalidad. Las presas políticas formaron
un grupo consolidado y estrictamente separado, que
rechazaba y prohibía toda familiaridad con las delin-
cuentes y las autoridades carcelarias nazis. Implanta-
ron un firme y extenso código de conducta, inspirado
en principios éticos, y fomentaron especialmente la 1~,
tura, el trabajo intelectual y todo tipo de sublimación.
Las reglas más sobresalientes eran aquellas que pro-
movían la higiene y pulcritud corporales y el refrena-
miento de la codicia oral, insistían en la obligación de
compartir los alimentos y otros privilegios, desarrolla-
ban unas bondadosas relaciones mutuas e impedían
tanto la rebelión abierta como la sumisión débil frente
a los guardias y demás autoridades carcelarias, me-
diante la adopción de actitudes fríamente corteses y
dignas. Saltaba a la vista que el propósito de estas re-
200
glas colectivas era ofrecer una protección especial con-
tra las tendencias y seducciones masoquistas y prege-
nitales.
Pondremos a prueba la validez de estos supuestos
con el examen de experiencias de despersonalización
en algunos casos clínicos.
III
La señora G. era una joven madre que padecía una
histeria de angustia. Tenía una encantadora hijita de
cinco años, a la que estaba ligada por muy estrechos
lazos narcisistas. Había trasferido a la niña fantasías
originadas en su relación con su propia madre, una
mujer fuerte y enérgica. De hecho, su imaginación ha-
bla equipado a la pequeña con tln pene ilusorio: más
aún, había trasformado a la niña en un pene que le
pertenecía a ella. Estas fantasías le proporcionaban un
sustituto narcisista constante sin los miedos ni la hos-
tilidad que suscitaba su dominadora madre.
Una mañana, la joven debió hacerse cargo del cui-
dado del amiguito de su hija, que tenía su misma edad.
Cuando los llevó al baño, los dos nifios se bajaron los
pantalones, dejando al descubierto sus genitales. La ,
madre los miró y no pudo menos que advertir la dife-
rencia; inmediatamente se le nubló la vista y sintió ma-
reos, desasimiento y angustia. Poco después, experi-
mentó un sentimiento de despersonalización súbito y
pasajero hasta entonces desconocido para ella: se sin-
tió Irreal, ya no era ella misma.
¿Qué había ocurrido? La percepción de los genita-
les de la nifia y su comparación con los del varón ha-
blan destruido las ilusiones fálicas de la paciente, in-
fligiéndole una grave conmoción de castración, ante
la que reaccionó con un retiro repentino de la libido
y una desmentida inmediata de la percepción aterra-
dora, expresada en su sensación de desasimiento y su
perturbación visual.
El material analítico no dejó lugar a dudas de que
su defensa inicial y su formación de síntoma le habían
201
ayudado a frenar sus repentinas reacciones hostiles y
sádicas hacia el niño «castrado• así como hacia el niño
«fálico•. En lugar de responder a la percepción desilu-
sionante con un estallido de abierta hostilidad, borró
temporariamente a ambos, «como si no existieran», me-
diante un primitivo mecanismo de desmentida que le
provQCó una perturbación visual. No obstante, esta de-
fensa y esta formación de síntoma no lograron prote-
gerla de las repercusiones de esa percepción aterrado-
ra sobre su propio self.
Su relación narcisista con la niña la predispuso a
responder a su retraimiento de la pequeña con una re-
gresión narcisista temporaria que le hizo desplazar in-
mediatamente hacia sí misma su libido y agresión. Es-
to trasformó su conflicto con el objeto amado en un
conflicto narcisista entre dos identificaciones opues-
tas, que terminó por escindir su representación del self.
En tanto había amado a su hija, se sentía indudable-
mente tentada de aceptar lo que ahora se había con-
vertido en una identificación masoquista con la niña
«castrada». Empero, en la medida en que habla odiado
al objeto «desvalorizado» y se había retraído de él, tra-
taba de anular esta identificación. Ahora podía sepa-
rar, desinvestir y desmentir el self «castrado•, rempla-
zando y restaurando el objeto fálico perdido con una
imagen del self fálico reactlvamente sobreinvestlda.
Así, eliminó por vía mágica el self «castrado• del mis-
mo modo en que había eliminado al comienzo el obje-
to amado externo.
Salta a la vista la analogía entre esta paciente y las
presas políticas. Aquí también el estado de desperso-
nalización se origina en una experiencia que causa un
efecto traumático! debido a la neurosis de la paciente.
Una vez más, la conmoción provoca aparentemente
un breve proceso regresivo, acompañado de una re-
pentina desmezcla pulsional, y suscita una cantidad
de angustia y hostilidad que no puede ser dominada
mediante represión sino que requiere un dispositivo
de defensa más primitivo y drástico.
Este ejemplo es instructivo porque podemos obser-
var dos fases en la formación del síntoma. La primera
ocasiona la obnubilación y atañ.e al conflicto de lapa-
202
ciente con el objeto; la segunda conduce a la desper-
sonalización, refleja un conflicto interno del yo y con-
cierne a su imagen del sel[. El caso revela un hecho
significativo respecto de la predisposición a la desper-
sonalización. Demuestra, por cierto, la validez a.e lo
enunciado por Nunberg en cuanto a que la desperso-
nalización podfa ocurrir como respuesta a la súbita pér-
dida del amor o de un objeto amado. Sin embargo, el
requisito previo para la formación de este síntoma en
particular fue la naturaleza narcisista de la relación
de objeto que esta paciente mantenía con su hija; a
causa de ella, respondió al espectáculo chocante de los
genitales de la nifl.a con una regresión narcisista y un
retraimiento inmediatos.
El paciente cuyo caso pasamos a examinar ahora,
el sefl.or H., era un profesional treintafl.ero muy dota-
do; su personalidad era igualmente histérica., aunque
con caracteristicas obsesivas. 2 Desde su infancia, ha-
bfa sufrido angustias, estados depresivos y aterrado-
ras experiencias de despersonalización, breves pero re-
currentes, que describía bellamente: se sentía «incor-
póreo y, por expresarlo así, sin sombra ... excepto el
persistente observador de todo el proceso11. Fuera de
esto~ llevaba una vida emocional muy intensa y mani-
festaba sentimientos cálidos; era feliz en su matrimo-
nio, trabajaba mucho y tenía sublimaciones muy ricas.
Sus estados de despersonalización hablan comen- •
zado cuando tenia cinco afl.os, tras la muerte de su ma-
dre, ocurrida durante un parto. Habían preparado al
nifl.o para la llegada de un hermanito. Al saberse em-
barazada, la madre había tratado de colocarlo en un
jardín de infantes, pero él había llorado con tanta amar-
gura e insistencia, clamando por su madre, que debie-
ron devolverlo al hogar. Un día, la madre partió de
manera repentina para el hospital y nunca regresó. H.
recordaba muy vívidamente que los adultos lloraban y
susurraban en la habitación contigua a la suya, y que
su abuela había dicho, refiriéndose al recién nacido:
«Mientras hay vida, hay esperanza11 .. Horas después, la
criatura también murió. Al día siguiente, el niñ.o se en-
2 En el capitulo 7, trataré este caso desde otro punto de vista.
203
contró en el departamento de su acongojada abuela,
lejos de su hogar, su cuarto y sus juguetes, abandona-
do por su madre y su antigua niñera y. por un breve
lapso, separado igualmente del padre, sin que nadie
le explicara lo sucedido. No lo supo hasta varios años
después.
Librado a sus propias conjeturas e interpretaciones
fantásticas, H. entró en un estado de desorientación
y despersonalización. No podia creer que fuese el mis-
mo niiío de antes, del periodo anterior a la tragedia.
Se habla vuelto diferente y, de hecho, malo. Es indu-
dable que estos acontecimientos hablan sido sumamen-
te traumáticos. Pero el análisis demostró que la extre-
mada gravedad de su impacto habla obedecido a la rela-
ción pregenital entre el niño y su madre, demasiado
estrecha y dependiente, y a la.indulgencia, no menos
excesiva, de la niiíera que se habia sometido con doci-
lidad a todas sus exigencias tiránicas. El intento de su
madre de colocarlo en un jardín de infantes durante
su embarazo había provocado un conflicto de rivali-
dad extraordinariamente apasionado, expresado en sus
graves angustias de separación. De ahi su sentimien-
to de miedo y abandono totales ante la muerte súbita,
inesperada y no explicada de la madre, seguida de la
pérdida de su niñera y la separación temporaria del
padre. El análisis reveló que las circunstancias que ro-
dearon la muerte de su madre habian movilizado fan-
tasías silvestres en torno de la escena primordial, en
las que visualizaba a la madre como una victima de
la pasión paterna, y al padre, como el asesino sexual
de la madre. La violencia de sus fantasías se eviden-
ció en su recuerdo vivido de un cuadro que adornaba
el dormitorio conyugal: mostraba a una pareja humil-
demente vestida que huía por un desolado paisaje
montaiíés, en medio de truenos y relámpago&: iban
unidos en estrecho abrazo y el hombre, que era joven,
sostenía en su mano un gran cuerno.
En realidad, el padre era un hombre bondadoso.
Se quedó a vivir con su hijo, en casa de sus parientes,
y le brindó un amor y afecto constantes. Empero, aun-
que glorificaba a la madre y hablaba de ella como si
hubiera sido un ángel, al quedar viudo mantuvo a una
204
serte de amantes, a veces en un departamento inde-
pendiente, y defendía con franqueza su actitud hedo-
nista hacia la vida.
El resultado de todo esto fue que el paciente desa-
rrolló sentimientos muy contradictorios con respecto
a su padre. Era profundamente apegado a él, pero lo
condenaba con severidad y se desasía no sólo de sus
actitudes «inmorales», sino también de su propio pa-
sado pre-edípico Junto a su madre y su niñera. Cuan-
do esta última lo visitó, al comienzo de su periodo de
latencia, la encontró «repugnante» y se sintió comple-
tamente extrañado de ella. Con posterioridad, elaboró
una fantasía de novela fam111ar, que mantuvo a lo lar-
go de su adolescencia, según la cual era el hijo de una
aristocrática familia británica. Con el tiempo, se for-
mó un ideal reactivo del yo, basado en. el mito de su
madre angelical y sus nociones acerca de su novela
familiar, y se volvió puritano. Las actitudes restricti-
vas de su abuela, una mujer severa, reforzaron su pu-
ritanismo. En general, adhirió a su rígido código mo-
ral y a sus convicciones no menos rígidas. Pero tendió
a entablar relaciones masoquistas con hombres ma-
yores que él, especialmente con sus superiores: ade-
más de ser muy erotizadas y de una homosexualidad
latente, estas relaciones involucraban una actuación
[-acting out»] considerable.
Como es típico en estos pacientes, el seftor H. se ·
casó con una mujer proveniente de una clase social
superior a la suya. Aunque era feliz en su matrimo-
nio, su vida hogarefta se veía perturbada con frecuen-
cia por escenas borrascosas entre él, su temperamen-
tal esposa y sus hijos impulsivos. Un campo especial
de sublimaciones, que mantenía estrictamente aisla-
do de su trabajo profesional. le permitía entregarse en
secreto a fantasías pregenitales sadomasoquistas muy
regresivas {Incluidas las de devoración mutua) tras la
máscara hermosa, aunque un poco tenue, de una bús-
queda estética altamente idealizada. Fue evidente que
sus estados de despersonalización se desarrollaron
cuando su yo fue invadido por elementos de la «esce-
na prtmordial11 sadomasoquistas e inaceptables, de ti-
po pregenital regresivo. Esos elementos sirvieron de
205
base, igualmente, a sus identificaciones con sus pa-
dres.
El nexo entre este paciente y los dos casos siguien-
tes radica en ciertas características estructurales de
su yo y superyó. Ya he señalado el superyó bastante
veleidoso de su padre, que indujo al paciente a cons-
truir un ideal reactivo del yo y un superyó demasiado
estricto. En general, tenía un yo bien desarrollado en
un alto nivel y un superyó perfectamente efectivo. No
obstante, bajo el manto de la búsqueda de un «ideal»,
y de un matrimonio igualmente «ideal» con una joven
de •clase alta•, sus identificaciones con el padre sádico-
inmoral y con una imagen materna pregenital corres-
pondientemente masoquista habian logrado penetrar
en su superyó que, así engañado, permitía que el yo
recayera en actuaciones de sus fantasías regresivas,
en áreas limitadas.
En su caso, no cabía duda de que los estados de
despersonalización se habían originado en los graves
acontecimientos traumáticos de su infancia. Sin em-
bargo, no debemos subestimar los factores patógenos
que lo predispusieron a ellos: las seducciones pregeni-
tales de la madre y la nifiera, la nociva influencia se-
ductora de un padre con un yo y superyó defectuosos,
y las consiguientes contradicciones de su propia per•
sonalidad. Probablemente, a ellos se debia la recurren-
cia constante de los estados despersonalizados a lo lar-
go de su infancia y su vida adulta. Es significativo que
los factores aqui mencionados hayan desempeñado un
papel aun más sorprendente en la patogenia de los dos
pacientes que siguen.
IV
206
señor F. (de quien ya hablé en el capitulo 4) era esen-
cialmente un joven compulsivo-depresivo, cuya queja
principal era un desapego emocional crónico que a ve-
ces derivaba en experiencias de despersonalización.
Pertenecfa al grupo que mencioné al comienzo de este
capitulo, formado por personas que ora padecen de im-
potencia psíquica, ora sobrellevan el acto sexual sin
gozarlo ni experimentar un verdadero orgasmo, en un
estado levemente despersonalizado en que observan
su propia actuación.
En el capitulo 4, examiné la compleja estructura
defensiva construida por el sefior F. con el propósito
fundamental de frenar sus mociones pregenitales, ca-
racterizadas por un sadomasoquismo grave. Demos-
tré, además, que sus mecanismos de desmentida y pro-
yección (que habian provocado un estado de doloroso
desapego emocional) se dirigian de una manera simul-
tánea contra el superyó y el ello, y tenian por fin libe-
rar al paciente de sus tempranas identificaciones pre•
edipicas y sadomasoquistas con sus padres, sobre to-
d.o con la madre. Expuse que, a los tres afios y medio,
F. habla roto su relación con la madre, tras un aborto
casi fatal que ella tuvo en su hogar -y que, quizás,
el niño presenció- seguido de una enfermedad fisica
y una depresión que duró varias semanas. De ahí en
adelante, el paciente fue fria y abiertamente hostil a
su madre, desmintiendo que alguna vez hubiese podi-
do amarla. Esta desmentida iba dirigida no sólo con-
tra su apego pre-edipico.hacla ella, sino también, y en
particular, contra su identificación con la madre y el
hijo. Le sugeri que este acontecimiento traumático, vi-
vido en su temprana infancia y reit~rado a los siete
años con la trágica muerte de su hermano menor, po-
dría explicar el predominio de las desmentidas en sus
defensas.
En vista de s:us reacciones de trasferencia. me in-
clino a inferir que respondió al primer trauma con un
estado transitorio de depresión y despersonalización,
que se repitió tras la muerte del hermano. Material ana-
litico ulterior aclaró más los origenes infantiles de los
procesos de identificación -o «desidentlflcación»-
soterrados que sustentaban su despersonalización.
207
Cuando las pugnas pregenitales del paciente em•
pezaron a emerger, desarrolló síntomas gastrointesti-
nales recurrentes: náuseas, espasmos del colon y dia-
rrea. El trató de mantener a raya su significado y su ,
miedo al cáncer mediante desmentidas y desasimien-
tos, como en el pasado. Hizo caso omiso de su enfer-
medad, la desatendió y siguió comiendo a su antojo,
aunque con la habitual falta de un verdadero deleite.
El análisis reveló que se sentía desprendido de sus in•
testinos enfermos y que «se rehusaba a considerarlos
como suyos». Estaba •enojado» con ellos y quería rega-
ñarlos (•¡Se están portando como un niño desobediente,
pero tendrán que aceptar mis comidas y acostumbrar-
se a ellasM. En esta situación, su «él enojado» desem-
peñaba el rol de la madre rechazadora y regañona que
se desentendía de la enfermedad del bebé y obligaba
al «niño malOM (que ingería comidas prohibidas y per-
día el control de sus intestinos) a someterse, comer ali-
mentos comunes y aceptar el dolor y el castigo. Aquí,
sus «intestinos enfermos• se equiparaban con su her•
manito enfermo. Pero, en su negativa a someterse a
una «dieta para bebé», él se identificaba también con
el niño malo y rebelde que quería comer a su antojo.
y con la madre seductora que le ofrecía una peligrosa
libertad oral. De ahi que se sintiera no sólo extrañado
de su enfermedad, sino también desasido de su self
«codicioso» e incapaz de disfrutar de sus irracionales
excesos orales. .
Este ejemplo es sumamente interesante porque
muestra la colaboración entre procesos de autoextra-
ñamiento fisico y mental dirigidos contra identificacio-
nes múltiples con diversas imágenes de objeto degra-
dadas, que se remontan a la temprana infancia.
El paciente halló finalmente una solución para su
dilema que le pareció perfecta: el mejor remedio serta
una botella de buen vino tinto que, sin duda, deten-
dría su diarrea. Esta solución tramposa significaba la
reconciliación.y unión de madre e hijo, o sea, de él mis•
mo con sus entrañas enfermas y extrañadas, y con su
self indulgente y codicioso. La madre cariñosa le dará
al hijo la botella que satisfará sus verdaderos deseos
y. al mismo tiempo, lo curará.
208
Este incidente esclarece además la necesidad del
paciente de contar con proyecciones múltiples en apo•
yo de su desmentida. Como expliqué en el capitulo 4,
en lo inconciente se sentía injustamente acusado por
su madre de crímenes que no habla cometido: el ase-
sinato de los niños y el envenenamiento, o sea, el em-
barazo, aborto y enfermedad de su madre. Sus proyec-
ciones señalaban a su familia -fundamentalmente a
la madre- como los •verdaderos críminalesij, Su ex•
trañamiento de sus •intestinos enfermosM y de su self
complaciente demostraba, básicamente, la misma ten-
dencia a desmentir la posibilidad de que «élij fuera el
criminal. Empero, en sus estados de despersonaliza•
ción y extrañamiento del self, no proyectaba estas iden-
tificaciones indeseables sobre otros objetos, sino que
·trataba de liberarse de ellas escindiendo las partes in·
aceptables de la imagen de su self de las aceptables
y desautorizando, de este modo, las primeras.
Las contradicciones de su conducta, asi como su
actitud aparentemente severa y punitiva hacia su cuer-
po enfermo -mediante la cual disimulaba su negligen-
cia y su renuencia a aceptar restricciones tempora-
rias- eran características de la estructura de su yo y
superyó.
En el capitulo 4 describí con cierto detalle la pato-
logía del superyó, que explica la abundancia de ras-
gos contradictorios en el carácter del paciente. Alli co- ·
existian rasgos compulsivos tales como la prolijidad,
el esteticismo, la decencia y la bondad, con aislados,
fríos y manifiestos deseos de muerte contra su madre
y su amante. Concientemente, agitaba la antorcha de
un ideal que postulaba una libertad pulsional (prege-
nital) absoluta, sin sentimientos de culpa, pero, en rea-
lidad, se hallaba sometido a la presión de un superyó
cruel y restrictivo. Aunque deseaba francamente ser
capaz de beber. mantener relaciones sexuales con pros-
titutas, robar y derrochar el dinero a su antojo, solía
quejarse de sus inhibiciones y sus actitudes demasía•
do razonables y ·moderadas, sin percatarse de que en
otros momentos bebía, gastaba sin duda en exceso y
se entregaba a fantasias y conductas sexuales prege-
nitales. No percibia ni admitía su conducta porque sus
209
excesos carecían ciertamente del placer y la intensi-
dad de sentimiento que él anhelaba, y lo dejaban de-
primido.
La mejor.forma de caracterizar el modo de ser de
este paciente sería decir que había tratado de construir
una estructura firme y coherente de personalidad com-
pulsiva, sin conseguirlo realmente. Esto puede obser-
varse a menudo en los pacientes obsesivo-compulsivos,
pero no hasta tal punto. El señor F. manifestaba con-
tradicciones en su yo y superyó que se hicieron visi-
bles en la adolescencia, cuando empezó a sospechar
de su padre -un hombre restrictivo y en apariencia
compulsivo que, de hecho, poseía rasgos de carácter
no menos contradictorios- y a rebelarse abiertamen-
te contra él. Por eso había desarrollado un superyó que,
aun siendo punitivo, alternaba entre una restricción
y una laxitud excesivas, y, por ende, oscilaba entre las
manifestaciones de un yo inhibido e impulsivo. Sus
defensas auxiliares (aislamiento, desmentida, desasi-
miento, proyección) le servían para proteger su yo de
las invasiones constantes de pulsiones sadomasoquis-
tas pregenitales, basadas en identificaciones tempra-
nas con sus padres y su hermanito.
Tanto en este paciente como en el señ.or H., el ello
había encontrado el modo de llegar hasta el superyó
so capa de un ideal conciente. En el caso del señor H.,
era una búsqueda ideal y estética; en el del señ.or F.,
un ideal de «libertad113 francamente «delictivo", que in-
fluyó en su conducta de manera notable. He observa-
do que en algunos casos de depresión fronteriza o psi-
cótica, en cuya sintomatología sobresalían las expe-
riencias de despersonalización, los reproches que los
pacientes se dirigían a sí mismos tenían un núcleo más
realista que el habitual en las depresiones melancóli-
cas (lo mismo sucedía en el caso del señ.or F.). Estos
pacientes habían pasado por períodos de conducta im-
3 En algunos esquizofrénicos paranoides, observarnos a veces
210
pulsiva o delictiva, o, por una vez al menos, hablan
planeado o cometido algún actp «inmoral» o •imperdo-
nable».
Los esfuerzos del señor F. por demostrar que los
verdaderos criminales eran sus padres, y no él, se ase-
mejaban, por cierto, a la situación emocional de las
presas políticas. La diferencia radicaba en la naturale-
za realista de las circunstancias en que se hallaban es-
tas últimas: vivían realmente entre criminales y tenían
buenas razones para pensar que recibían un trato in-
justo y que los •verdaderos• criminales no eran ellas
sino, bien al contrario, sus interrogadores y acusa-
dores.
Entre las verdaderas criminales encarceladas en la
penitenciaría, encontré un ejemplo particularmente in-
teresante de depresión grave, acompañada de desper-
sonalización, que puso de relieve con gran nitidez es-
te tipo de situación conflictiva. Era una joven que cum-
plía una pena de ocho aflos de cárcel, por complicidad
en un caso de robo y asesinato. Había trabajado como
secretaria, con una conducta social normal, hasta que
se enamoró apasionadamente de un psicópata crimi-
nal que la indujo a ser su cómplice en el robo y asesi-
nato de una anciana. El escapó, dejando que ella car-
gara con el crimen. Como he explicado antes, la joven
sufría una depresión grave; era una reclusa modelo, que
aceptaba el castigo como merecido y que contrajo una •
tuberculosis mientras cumplía su pena. Despertó mi
interés porque había fingido ser una presa política, has-
ta que se descubrió la verdadera causa de su encarce-
lamiento. Entonces se mostró ansiosa por contarme
su historia y confesó que ella -la muchaeha idealista
y más bien refinada que siempre había creído ser-
se sentía completamente extrañ.ada de su self crimi-
nal, e irreal con respecto de él; a veces no podía creer
que habla cometido semejante crimen. Su estado de
despersonalización había comenzado aun antes de <:_·.1e
la detuvieran. Durante todo su período de esclaviza-
ción bajo el influjo de su amante criminal, se había
sentido como si estuviera en trance, como si no fuera
la misma persona y la compelieran a actuar en la for-
ma en que lo hizo, etc. Su fingimiento de que no era
211
una criminal sino una presa política concordaba con
su extrañ.amiento del self y su escisión interior.
En su caso, asistimos a una quiebra total del su-
peryó bajo el influjo de una esclavización apasionada,
, por la cual su identificación con el adorado y criminal
· objeto de amor pudo imponerse de manera absoluta
en su yo. El hecho de que experimentara su pasión
como un estado de sometimiento a la influencia «hip-
nótica» de su amante aproxima este ejemplo a los ver-
daderos estados hipnóticos y de amnesia temporal. 4
En los primeros, el hipnotizador induce artificialmen-
te un proceso regresivo súbito, que permite revivir an-
teriores estados del superyó y el yo. En cuanto a las
amnesias temporales, Fisher y Joseph ( 1949) descu-
brieron que sobrevenían cuando impulsos asesinos
amenazaban abrirse paso hasta la conciencia o irrum-
pían en ella de manera efectiva. .
Hubiera deseado examinar más a fondo la relación
trasparente entre los estados hipnóticos y de amnesia
temporaria, por un lado, y el de despersonalización,
por el otro, pero debo renunciar a ello y presentar, en
cambio, un último caso ilustrativo, sumamente escla-
recedor con respecto a los orígenes infantiles de la des-
personalización. Muestra el modo én que se desarro-
llaron en una niña estados de extrañamiento del self
derivados de experiencias seductoras y señala, una vez
más, el influjo predisponente de la seducción parental
temprana y un superyó parental contradictorio.
V
La señora J., una joven veinteañera divorciada, de-
mandó tratamiento a causa de ciertas reacciones de-
presivas y actitudes masoquistas que habían coarta-
do su vida amorosa. Pese a sus síntomas, poseía una
4
Cuando presenté el primer bosquejo de este articulo en el Cen•
tro Austen Riggs, los doctores Brenman y Rapaport me llamaron
la atención con respecto a la relación entre la despersonalización
y las experiencias de los estados de hipnosis y de fuga de Ideas.
212
extraordinaria fuerza yoica, que se manifestaba en au
lucha heroica contra una grave enfermedad. Sufrla,
desde su infancia, de ataques recurrentes de cistitis
y pielitis, y esta enfermedad casi crónica le habla im-
puesto considerables restricciones a su yo, tanto fisi-
cas como de orden general, además de requerir una
atención méclica constante que incluía dolorosisimas
irrigaciones de la vejiga. Además, y por muchos años,
su estado le había impedido controlar su orina. En una
actitud insensata, sus padres la hablan culpado injus-
ta y constantemente por su enuresis y su enfermedad
en general, y se esforzaban al máximo por desmentir
el verdadero deterioro fisico de la niña y aliviar sus sen-
timientos de culpa por medio de proyecciones y de la
exhibición de su propio sufrimiento. En verdad, tenían
buenas razones para sentirse culpables, por cuanto los
procedimientos terapéuticos, que incluian exámenes
y manipulaciones bastante descuidadas del área geni-
tal, sometian a la pequeña a seducciones constantes.
Esas curaciones no estaban exclusivamente a cargo
del médico; también intervenian, en parte, la madre
y aun el padre. Por consiguiente, desde los primeros
años de vida y a lo largo del período de latencia, la ni-
ña había estado expuesta a estimulaciones genitales,
uretrales y anales excesivas y sádicas, que fusionaban
excitación sexual y dolor.
Las más traumáticas eran las irrigaciones de la ve- ·
jiga, para las que la pequeña solia prepararse con an-
gustiada anticipación. Pronto aprendió a aceptarlas con
ayuda de un ingenioso ardid. Antes de que comenza-
ra el procedimiento, le hablaba mentalmente a su ve-
jiga, regañándola y castigándola de este modo: •¡Qué
vergüenza, vejiga mala! Vete al rincón y quédate allí•.
Con esta remoción mágica del órgano malo y enfer-
mo, la niña se volvía fisicamente insensible o, al me-
nos, paliaba la tensión y dolor insoportables lo sufi-
ciente como para yacer inmóvil y tolerar la irrigación
sin angustiarse ni rebelarse. Una vez terminado el pro-
cedimiento, liberaba alegremente a su vejiga: •Ahora
has vuelto a ser buena y puedes regresar a mi•.
La conmovedora simplicidad de este dispositivo efi-
caz, que por lo menos reducia su dolor, no dejaba en-
213
trever su significado más profundo, ni los conflictos
pulsionales subyacentes que no lograba resolver.
Lo indudable era que las situaciones terapéutico-
sexuales causaban un efecto seductor. tanto en el pa•
dre como en la niña. Aquel estaba excesivamente ape•
gado a su hija, pero su apego era más físico que emo-
cional: además, como lo demostró un recuerdo, había
trasferido sus propios deseos incestuosos de su madre
a esta hija. Durante la adolescencia de la paciente. el
padre siguió comportándose de un modo seductor. La
· hija respondió a esta conducta con un sentimiento de
ofensa, asco y hostilidad, y acabó por desapegarse de
él, como ya lo babia hecho con respecto a su madre.
Primero se evadió de esta malsana situación domésti-
ca apegándose a la cálida e interesante familia de una
amiga. Bajo su influencia beneficiosa y estimulante,
empezó a florecer emocional e intelectualmente, se pu-
so a estudiar y adquirió muchos intereses y sublima•
ciones. Cuando perdió a estos amigos, por obra de cir-
cunstancias externas, aceptó la primera proposición
seria de matrimonio que recibió, se casó y se marchó
de su ciudad natal. a la edad de dieciocho años.
La paciente eligió un marido psicópata -lo cual na-
da tiene de sorprendente- que la obligó a asumir una
posición gravemente masoquista, verdadera réplica de
su situación infantil. Durante siete años, desmintió con
obstinación su desdicha y su fracaso, y mantuvo la
apariencia de una serena relación conyugal. En ·todo
ese lapso, aquella joven tan inteligente y dotada renun-
ció a todas sus ambiciones, intereses y capacidades,
por amor a un marido talentoso pero irresponsable y
parásito. Aceptó puestos subalternos, en los que tra-
bajaba duramente desde la mañana hasta la noche, y
vivió, se podrfa decir así, en un nivel yoico regresivo
y restringido, en un estado de aturdimiento emocional,
acompañado de. una depresión y despersonalización
crónicas, que recordaba los peores años de su infancia.
Su análisis reveló, empero, que en todo ese tiempo
había llevado una vida secreta de fantasías constante•
mente alimentadas por la influencia seductora de la
atmósfera pregenital que creaba su marido. Este mun•
do privado incluía fantasías sexuales que eran deriva-
214
ciones, apenas disimuladas, de las atormentadoras ex-
periencias vividas en su niñez.
El análisis de sus fantasías y sus recuerdos infanti-
les iluminó la estructura y significado más profundos
del dispositivo defensivo que habia utilizado cuando
era niña. Se suponía que el «alejamiento• de su vejiga
«mala" la protegía no sólo del dolor y la vejación sino
también, y en mayor grado, del peligro de violentos
estallidos sádicos de naturaleza motora, anal y urina-
ria, y la reacción inversa: el goce masoquista de ser
«violada• por el padre. En realidad, aquella nifiita de-
seosa de vengarse e invertir la situación nunca habla
olvidado el regocijo que había sentido cuando, al me•
nos por una vez, se había rebelado y orinado sobre el
rostro del médico que la atendía.
Sus conversaciones con la vejiga revelaban que, pa•
ra ella, los tratamientos significaban medidas puniti-
vas y satisfacciones sexuales concomitantes. Sin du-
da, la vejiga «mala• era ella misma, la niñita mala que
deseaba entregarse a un placer incestuoso, lo hacía,
y recibia el condigno castigo. Al eyectar el órgano de
su self físico, podía desautorizar tanto el crimen como
el castigo, y desplazarlos sobre la vejiga mala personi-
ficada. Empero, esa vejiga «mala», a la que reprendía
y castigaba, representaba al mismo tiempo a sus pa-
dres «malos» que la seducían y. a la vez, la castigaban
y que, peor aún, exhibían su propio sufrimiento y la·
culpaban por él; a esos padres, en suma, de los que
deseaba desapegarse.
Resulta significativo que la paciente experimenta-
ra dudas obsesivas sobre si debía culpársela a ella o
a sus padres por sus infortunios, y procurara hallar
pruebas de la culpabilidad de sus progenitores. De es-
te modo -y en esto se parecia al señor F.-, sentía que
los verdaderos culpables no eran sus padres, sino ella.
El hecho de que, tras siete años de esclavitud ma-
soquista, aún tuviera fuerzas para rebelarse y aban-
donar a su marido, es una prueba caracteristica de su
vitalidad íntrinseca. Al hallarse nuevamente bajo la in-
fluencia de amigos estimulantes, hizo volver de su exi-
lio a su <cselfbueno,,. reavivó sus intereses de la adoles-
cencia, regresó al college, completó sus estudios y,
215
muy pronto, hizo una carrera asombrosa. Finalmen-
te, como resultado de su tratamiento, también halló
la felicidad personal en un segundo matrimonio.
VI
216
mordial de la perturbación no es necesariamente una
desorganización o ruptura de las relaciones objetales,
sino un conflicto narcisista provocado por discrepan-
cias entre identificaciones opuestas.
Es probable que este tipo de estados de desperso-
nalización pasajera no partan de las mismas premisas
que estados genuinamente patológicos como los que
acabo de describir. (Con todo, es interesante señalar
que, en el caso del paciente B., sentimientos de des-
personalización reaparecieron ~en formas más leves•
cuando lo trasplantaron a un ambiente desconocido
para él, caracterizado por la pérdida temporaria del ho-
gar, la familfa. y los amigos.) Se diría que los estados
auténticamente patológicos sobrevienen en situacio-
nes que entrañan la amenaza súbita de graves proce-
sos regresivos que involucran al yo y el superyó, acom-
pañados de una desmezcla pulsional y una invasión
de estas estructuras por parte de pulsiones pregenita-
les. Tales procesos pueden ser provocados por inciden-
tes traumáticos externos o experiencias. que, por ra-
zones internas, causan un efecto traumático; pueden
ser breves o prolongados, y tender a repetirse en per-
sonas cuya estructura desigual y contradictoria del yo-
superyó las predispone a estas recaídas regresivas; por
último, pueden indicar un trastorno psicótico.
La paciente G. presentaba la situación de conflicto
narcisista menos complicada. La intensa hostilidad, ·
suscitada por el choque de castración y rechazada me-
diante su retraimiento de la hija, indica sin duda una
desmezcla pulsional y una regresión narcisista repen-
tinas, provocadas por el trauma. Sin embargo, en su
caso, el conflicto se mantiene limitado a una lucha en-
1 tre dos imágenes contradictorias del self, que reflejan
fantasías opuestas de identificación con la adorada hi-
ja fálica y la degradada hija castrada. Por eso su expe-
riencia de despersonalización es tan aguda y breve, y
no se repite.
La situación emocional de los otros pacientes y de
las presas es diferente, porque e.stá involucrado el su-
peryó. Como ya he señalado, el conflicto conducente
a la despersonalización no estalla entre el superyó y
el yo, sino dentro del yo. Esto no significa, empero,
217
que el superyó no pueda desempeñar un rol importan-
tísimo en el desarrollo del conflicto. El material clíni-
co nos proporciona suficientes pruebas de ello, En to-
dos los casos, salvo el de la señora G., las intrusiones
pulsionales en el yo tuvieron por causa la inestabili-
dad o debilitamiento de la estructura del superyó, y
las contradicciones consiguientes. Esto ocasionó una
verdadera escisión del yo en dos partes: una que trató
de restaurar y mantener un nivel de conducta normal,
apoyándose en ldenttftcaciones estables, y otra que su-
frió una regresión temporaria, y se entregó a identifi-
caciones y relaciones objetales infantiles, pregenitales
y sadomasoquistas. De ahí que en tres de los pacien-
tes y en las presas encontremos periodos de fluctua-
ciones manifiestas entre estados yoicos opuestos (los
normales y los regresivos), que devienen en estados
de despersonalización breves pero reiterados, o bien
más duraderos.
Las operaciones específicamente defensivas, induc-
toras de tales estados, van dirigidas contra las identi-
ficaciones inaceptables. Podemos definirlas como in-
tentos de destruir esas identificaciones por desautori-
zación y desmentida de la parte indeseable del yo y
de las correspondientes representaciones del self. De
ahí que esta defensa presente todas las características
típicas de los procesos defensivos primitivos, descri-
tos en el capitulo anterior. En el caso de las presas,
vimos que ellas podían reprimir los impulsos específi-
cos e inaceptables del ello, excitados por la situación
seductora, en tanto su yo y superyó se mantenían in-
tactos. Pero desde el momento en que su estructura
del superyó se deterioraba y fallaba la represión, de-
bían luchar contra las recaídas en un estado yoico «de-
lincuente11, en el que se sentían identificadas -y se
identificaban de hecho- con las odiadas y desprecia-
bles criminales comunes. Entonces sus defensas ya no
iban dirigidas contra los impulsos malos sino contra
las partes malas de sus cuerpos o contra su self «cri-
minal• in tato, cuyas imágenes eran segregadas y ani-
quiladas.
En el capitulo 4 me referi también a la sobreinves-
tidura de la percepción que, en los estados desperso-
218
nalizados, se evidencia en el yo observador. Describí
el ansia del señor F. de observar la expresión facial de
deleite en la mujer dnrante el acto sexual. Si bien el
propósito de esa observación era anular y desmentir
la castración femenina, en ocasiones salia a relucir su
primitivo deseo sádico de poner en descubierto el de•
fecto. Durante el acto sexual en sí, F. rara vez satisfa•
cía su deseo; en vez de ello, se despersonalizaba y «oh•
servaba» su propio desempeño. Aquí podemos ver que,
en la despersonalización, la autoobservaclón absorbe
y trasforma el impulso original sádico-voyeurista diri-
gido hacia la mujer: lo vuelve hacia el self y lo emplea
para desmentir la identificación con este objeto cas•
trado y con su imagen.
Oberndorf ( 1950) también insistió mucho en la pa-
tología superyoica de estos pacientes. Me siento incli-
nada a aceptar su hipótesis de que el superyó de esos
individuos muestra con frecuencia una falta de uni•
formtdad y estabilidad. Pero su tesis era que el super-
yó manifestaba discrepancias a causa de sus identifi-
caciones inaceptables con la figura parental del sexo
opuesto, y mis observaciones no confirman totalmen-
te esta opinión. En el caso de la señora G., no hay du-
da de que la despersonalización derivó del conflicto en-
tre su identificación fálica y su inaceptable·identifica-
ción masoquista con la hija «castrada». La hipótesis de
Oberndorf parecería pertinente, en la medida en que
tales identificaciones expresaban un ideal masculino•
agresivo enfrentado con un ideal femenino. Pero creo
que las cualidades contradictorias que presenta el su-
peryó en estos pacientes derivan de discrepancias cau-
sadas por intrusiones pulsionales en el ideal del yo.
En todos mis casos, esas contradicciones se desarro-
llaron bajo el influjo de un superyó parental defectuo-
so; pero tal vez no siempre suceda así.
Esto nos conduce a la relación entre despersonali•
zación y depresión melancólica, y a los diferentes me-
canismos de identificación operantes en estos dos es-
tados. Ambos estados se desarrollan a partir de con-
flictos narcisistas, y ambos, según parece, presuponen
la existencia de relaciones objetales de naturaleza narci•
sista. Pero no cabe duda de que el conflicto implícito
219
en la despersonalización difiere mucho, en cuanto a
estructura, del conflicto implicito en la depresión. Aun-
que en ambos estados los procesos de identificación
traen consigo un cisma interno, en la depresión este
escinde el superyó punitivo y sádico del yo o la ima-
gen del self, en tanto que en la despersonalización ni
siquiera hace falta que el superyó intervenga en el con-
flicto, como quedó demostrado en el caso de la señora
G. No obstante, en niuchos de estos pacientes, las con-
tradicciones en el superyó derivaron, aparentemente,
en un cisma en el yo y e~ las representaciones del self.
En la despersonalización no hallamos un superyó cas•
tlgador que acuse al self despreciable, sino una parte
intacta y desasida del yo que observa a otra parte ina-
ceptable, emocional o fisicamente muerta.
Recordemos que Nunberg (1932) pudo interpretar
las quejas de los pacientes gravemente despersonali•
zados como quejas de castración. y que señaló la igua-
lación del yo con lo geriital. Esto concuerda con mis
descubrimientos; los cuales demuestran, además, que
la parte rebajada y castrada de la imagen del self que-
da como extrafiada y muerta, porque se la identifica
con imágenes de objeto castradas y desvalorizadas. En
la depresión, el superyó dirige la hostilidad contra la
totalidad del yo o contra las representaciones del self.
En la despersonalización, una parte del yo emplea
agresión para eliminar otra parte «mala» de él y la co•
rrespondiente ·imagen del self. Esto confirma una vez
más el aserto de Oberndorf (1950) de que despersona-
lización significa «hacerse el muerto». Cabría pregun•
tarse cómo, en tales circunstancias, puede desarrollar•
se despersonalización dentro del marco de una depre-
sión, pero la respuesta no es dificil: el superyó y una
parte del yo pueden aliarse fácilmente en su lucha con-
tra el self infantil, degradado y despreciable. Bergler
y Eidelberg (1935) subrayaron esto, si bien pensaban
que en la despersonalización una parte del yo siem-
pre ofrecia sus servicios al superyó, y que el yo se de-
rrotaba a si mismo con sus propias armas. A mi jui-
cio, este punto de vista sólo es válido en determinados
casos. Creo que mis conclusiones concuerdan con las
opiniones expresadas por Blank (1954).
220
Aún quedaría una observación, referida a estados
de despersonalización en esquizofrénicos. Tengo la im•
presión de que en los procesos esquizofrénicos cróni-
cos. experiencias de despersonalización (que, en su
mayoría, ocurren al principio de la enfermedad) indi-
can movilizaciones repentinas de procesos regresivos.
Otros han opinado que la despersonalización represen-
ta un proceso de restitución. Creo que, aun entre los
psicóticos, se la debe considerar una defensa del yo
que trata de recobrar y mantener su integridad, para
lo cual se opone a la parte enferma que ha hecho re-
gresión, se desase de ella y la desautoriza.
221
Segunda parte
6. Los estados depresivos: problem~..
nosológicos y teóricos ·
225
me indujo a estudiar los afectos y los estados de áni•
mo normales y patológicos en general, temas estos de
los que me he ocupado en la Primera parte de este
libro.
La naturaleza problemática de la teoria psicoanalí·
tica de la depresión refleja, en parte, los cambios pro·
ducidos en el pensamiento teórico: la introducción, por
parte de Freud, de su última teoria de la angustia; sus
ideas en torno del papel de la agresión; los comienzos
del pensamiento estructural, y el desarrollo de la psi-
cología psicoanalitica del yo. Por otro lado, la actual
bibliografla psicoanalltica y psiquiátrica sobre los ti-
pos psicóticos de depresión y las psicosis en general
muestra los resultados sorprendentemente buenos que
se obtienen con una psicoterapia de orientación psi-
coanalítica y aun con el tratamiento psicoanalítico de
pacientes psicóticos. Además de ser interesantes y pro-
metedores, estos resultados demuestran que los fac-
tores psicogenéticos desempefian un rol importante en
el desarrollo de las psicosis. Lamentablemente, este en-
foque «dinámico• de las psicosis también ha sustenta-
do la tendencia a esfumar las estrictas lineas de de-
marcación entre las neurosis, los casos fronterizos y
las psicosis, y entre los diversos tipos de perturbacio-
nes psicóticas. En mi opinión, esto ha estorbado el lo-
gro de una orientación clínica sólida en el campo de
las psicosis y ha producido confusión nosológica, ter-
minológica, teórica y diagnóstica.
Un ejemplo característico de esta confusión es la
frecuente ecuación, en la bibliografía psiquiátrica ge-
neral, de la depresión ccneurótica• con la «reactiva11. Es-
te segundo adjetivo es un término psiquiátrico anti-·
guo, pero conveniente, que no se refiere a la depresión
neurótica.sino a la clase de depresión psicótica que, a
diferencia de la •endógena», se desarrolla de manera
evidente como una «reacción» ante un acontecimiento
precipitante.
Desde el punto de vista etiológico, esta tendencia
ha fomentado el descuido de la «serie complementaria
de factores causales• de Freud, que admite la partici-
pación de factores constitucionales y hereditarios hasta
en las neurosis de trasferencia. En lo concerniente a
226
las perturbaciones afectivas, estas tendencias a aban-
donar la linea de demarcación estricta pueden rastrear-
se hasta Abraham. El fue el primer analista que apli-
có el tratamiento psicoanalítico a pacientes manfaco-
depresivos, con notable éxito terapéutico: era un clf-
nico notable y su material clínico es sumamente Ins-
tructivo. Empero -y en esto se diferenció de Freud-
trató las perturbaciones afectivas como si fueran neu-
rosis y es posible que los resultados analíticos obteni-
dos en esos casos psicóticos lo hayan inducido a inter-
pretarlos como estados esencialmente psicogenéticos.
Tampoco debemos olvidar que sus notables contribu-
ciones fueron anteriores a la introducción de las nue-
vas teorías estructurales y pulsionales de Freud, cu-
yos comienzos pueden rastrearse en su trabajo sobre
el duelo y la melancolía (1917e). Por consiguiente, la
distinción establecida por Abraham entre condiciones·
maniaco-depresivas y neuróticas se basaba principal-
mente. en las diferencias de profundidad de las regre-
siones pregenitales-narcisistas y, respecto de los fac-
tores hereditarios, en la cuestión de la constitución pul-
sionaL Aún no se orientaba hacia la psicología del yo
y, si bien llamó la atención sobre el desarrollo de las
;relaciones objetales en el nifio, no se centró en el de-
sarrollo del yo-superyó en la infancia, sus detenciones
y regresiones a niveles tempranos de relaciones obje- .
tales, el funcionamiento del superyó y las defensas yoi-
cas en los psicóticos.
Abraham publicó sus trabajos hace ya medio siglo,
pero hasta un psicoanalista tan destacado y moderno
como Edward Bibring -que intentó elaborar una nue-
va teoria de la depresión fundada en la psicología del
yo- usó Incorrectamente términos psiquiátricos anti-
guos y conocidos, y redujo las diferencias entre los ti-
pos de depresión por duelo, normal, neurótica y psi-
cótica a cuestiones de •contenido». Discutiré sus opi-
niones más adelante.
Muchos autores se han declarado insatisfechos con
las diversas nosologías existentes y algunos han pro-
curado elaborar una nosología •psicoanalítica" perfec-
cionada. La tentativa más reciente ·es la de Rangell
(1965). Aprecio sus críticas de nuestra clasificación ac-
227
tual, su insistencia en «una evaluación cuidadosa de
las funciones yoicas• como requisito previo para per-
feccionar la nosología psicoanalítica y otras proposi-
ciones suyas, pero tengo ciertas dudas en lo que res-
pecta a sus ejemplos (pág. 141). No. creo que un «odio
violento, adolescente y neurótico• pueda ◄evolverse de-
lirante•. El odio es un afecto y, como tal, no es neuró-
tico ni psicótico; su cualidad e intensidad pueden su-
gerir que su contenido ideacional se vuelva delirante.
En cuanto a la «evaluación sumaria• de Rangell, ◄een
su carácter, cualitativamente histérica; en su funcio-
namiento, fronteriza, y, desde el punto de vista sinto-
mático, depresivo-adictiva• (pág. 152), me parece que
no mejora, en lo esencial, la antigua y sencilla termi-
nología clínica. Yo situaría el caso de Rangell, diag-
nósticamente, en la frontera de la esquizofrenia: lapa-
ciente manifiesta rasgos de carácter histérico (como
tantos esquizofrénicos); adolece de estados depresivos
y, a diferencia de los maníaco-depresivos, es propensa
a las adicciones a causa de sus depresiones.
Creo haber expresado claramente mi desagrado por
cualquier proposición novedosa, nosológica o de otra
naturaleza, que tienda a oscurecer las observaciones
y hechos clínicos, y a desatender importantes criterios
de diagnóstico diferencial. En mi opinión, estas ten-
dencias no apoyan nuestros esfuerzos por lograr una
mejor comprensión clínica y teórica de las psicosis.
Tampoco estimulan la sana colaboración entre las in-
vestigaciones psicológico-psicoanalíticas y somático-
neurofisiológicas de los problemas planteados por las
psicosis.
Esta falta de colaboración es causada, hasta cierto
punto, por psicoanalistas que no se interesan en abso-
luto en los problemas de investigación somática (o sea,
no psicológica), o bien por investigadores científicos
que no son muy versados en psiquiatría y, menos aún,
en psicoanálisis. Los estudios neurofisiológicos de per-
turbaciones psicóticas exigen, como requisito previo,
consideraciones minuciosas de diagnóstico diferencial.
Por ejemplo, de nada sirve hacer una investigación fi.
siológica de depresiones «endógenas• en un grupo de
pacientes integrado por neuróticos, esquizofrénicos y
228
maníaco-depresivos, por cuanto este tipo de investi-
gación no puede arrojar resultados científicamente co-
rrectos y aceptables. 2
Por fortuna, hay excepciones notables, como las
opiniones expresadas por Reiser ( 1966) o las expues-
tas por Weiner (1958) y Bellak (1958) en el libro com-
pilado por este último, donde se demuestra que dis-
crepancia no es sinónimo de confusión. No es un he-
cho casual que estos tres autores posean formación
completa en materia somática, psiquiátrica y psico-
analítica.
Bellak se refiere a su ,,factor múltiple, una teoría
psicosomática de' la esquizofrenia [que] nos permite
comprender la esquizofrenia como el resultado común
de [la acción de] una variedad de factores etiológicos
individualmente disímiles11 (pág. 5). Se cuestionará,
quizá, que se pueda hablar en estos términos de una
•teoria• de la esquizofrenia, pero creo que este enfo-
que «psicosomático, multlfactorial• constituye un buen
comienzo hacia el desarrollo de una teoría completa
de la esquizofrenia y las perturbaciones afectivas.
La hipótesis de que las psicosis pueden implicar un
proceso psicosomático, aún desconocido, está bien fun-
dada. Por tal razón, considero que el enfoque de Be-
llak es un requisito previo para la elaboración de una
teoría de la depresión que resulte sólida y acertada.
Doy por supuesto que ella aplicará la teoría psicoana-·
lítica en tantb aborde los aspectos psicológicos de la
depresión neurótica o psicótica. Creo, en verdad, que
sólo podemos adentrarnos en la psicología de las psi-
cosis si estudiamos desde una perspectiva psicoanalí-
tica los factores pstcógenos específicos, individualmen-
te diferenciados; la estructura y naturaleza específicas
de los conflictos psicóticos concientes e inconcientes;
las condiciones afectivas y del estado de ánimo carac-
terísticas, y las defensas y los mecanismos de restitu-
ción específicos de cadá grupo de psicosis. Es la creen-
cia que sustenta .mi abordaje de los problemas exami-
229
nados en este libro. El valor de tal abordaje para el
diagnóstico, la prognosis y la terapia ha quedado cla-
ramente demos1;rado, por ejemplo, en los trabajos de
Kernberg, en especial en sus artículos sobre pacientes
fronterizos (Kemberg, 1967, 1968). ·
I
En esta sección, presentaré algunas observaciones
clínicas que me sirvieron de base para elaborar mis
hipótesis teóricas. Complementaré mis enunciaciones
con el análisis de tres destacados artículos psicoanalí-
ticos sobre depresión (E. Bibring, 1953; Mahler, 1966,
y Rubinfine, 1968).
Como se recordará, tras presentar su nueva dife-
renciación estructural entre el ello, el yo y el superyó,
Freud (1924b) definió la neurosis, la melancolía y la
esquizofrenia como los resultados de conflictos susci-
tados entre el yo, el ello, el superyó y la realidad. Des-
de ese entonces, los psicoanalistas centraron principal-
mente sus estudios sobre la depresión melancólica en
la estructura y en los orígenes infantiles del conflicto
entre el yo y el superyó. Esta tendencia produjo los
aportes clínicos y teóricos más valiosos pero, en algu-
nos aspectos, estrechó el enfoque psicoanalítico de la
depresión.
La observación de casos pertenecientes al grupo de
perturbaciones maníaco-depresivas (pacientes con pe-
ríodos recurrentes de depresión endógena que alter-
nan, en parte, con estados hipomaníacos) me hizo com-
prender, ya en 1943, que lá insistencia en el proble-
ma de la culpa como núcleo del conflicto no apreciaba
debidamente todos los casos. Al decir esto, no me re-
fiero a aquellos pacientes que, finalmente, resultaban
ser esquizofrénicos, sino a los que sin duda eran y si-
guieron siendo maníaco-depresivos. 3 En la mayoría de
3 No creo en la continuidad entre los estados maniaco-depresivo
230
estos, el problema de la culpa ni siquiera era la carac-
terística clínica predominante. En algunos casos, se
presentó -o pasó al primer plano en el curso del tra-
tamiento-- un conflicto de culpa grave que no era,
empero, ni típicamente «melancólico" ni delirante. El
cuadro emocional de los demás pacientes se caracte-
rizaba por angustias; sentimientos de vacuidad y de-
sasimiento, apatía y lasitud interior; incapacidad men-
tal y física para disfrutar de la vida y el amor; impo-
tencia sexual o frigidez y sentimientos de profunda
nferioridad, ineptitud e inutilidad general, además del
abatimiento anímico, las inhibiciones del pensamien-
to, el retardo psicomotor, etc. Estos sentimientos co-
rrespondían al empobrecimiento de su yo, su incapa-
~'/ cidad para relacionarse con los demás y su pérdida de
!¡ interés generalizada. Como ya mencioné en el capítu-
lo 3, algunos de los pacientes que se quejaban de su
falta de sentimientos no experimentaban «tristeza,. ni
aun la anhelaban. Algunos de ellos manifestaban ras-
gos paranoides; otros temían empobrecerse monetaria-
mente; otros pertenecían al tipo hipocondríaco: sus
quejas y miedos giraban en torno de perturbaciones
intelectuales como la «estupidez•, defectos físicos o sin-
tomas físicos y psicosomáticos, sobre todo gastrointes-
tinales o cardíacos. 4 En la mayoría de estos últimos
pacientes, sobre todo en aquellos que no habían nota-
do una experiencia emocional de depresión, ni ellos ·
ni sus médicos habían reconocido la naturaleza depre-
siva de su enfermedad. En varios, se justificaba la sos-
. pecha de una esquizofrenia subyacente pero, que yo
sepa, ninguno desarrolló un cuadro esquizofrénico.
Si nos atenemos a la terminología psiquiátrica co-
mún, diríamos que la mayoría de estos pacientes te-
231
nian una depresión usimple» más que un síndrome clí-
nico •agudo».
Kraepelin, Bleuler y otros grandes psiquiatras clí-
nicos han señalado la abundancia de casos de •depre-
sión simple• que no manifiestan síntomas psicóticos
(en el sentido de alucinaciones o ideas delirantes) y.
sin embargo, pertenecen al grupo maníacerdepresivo. 5
Cuando se trata de estados depresivos leves, es fácil
confundirlos con perturbaciones neurasténicas o psi-
coneuróticas, somáticas o psicosomáticas, y derivar-
los, por ende, al psicoanalista. Estos pacientes suelen
ser accesibles a terapia psicoanalítica aun mientras se
encuentran en un estado deprimido o hipomaniaco,
siempre que sepamos que estamos frente a un caso
básicamente psicótico. Un diagnóstico correcto guia-
rá nuestra elección de los métodos a emplear, desde
el punto de vista terapéutico, y profundizará nuestra
comprensión de los casos, desde el punto de vista cien-
tífico.
Por cierto que, a menudo, puede resultar dificil o
imposible establecer un diagnóstico diferencial claro
en los casos de depresión; estas dificultades son harto
patentes en el ejemplo que presentaré en el capítulo
8. No obstante, podemos obtener valiosos criterios de
diagnóstico si centramos la atención en las caracterís-
ticas psicosomáticas y «endógenas» del síndrome du-
doso. Al decir esto, no me refiero únicamente a aque-
llos síntomas que al mismo Freud le parecieron de ori-
gen somático más que psicológico: insomnio, anorexia,
amenorrea, pérdida de peso, perturbaciones vegetati-
vas y metabólicas, y los frecuentes síntomas psicoso-
máticos gastrointestinales o cardiovasculares.
232
Lo que deseo destacar especialmente son las carac-
terísticas psicosomáticas del retardo depresivo, que co-
lorean la cualidad -pero no el contenido- de la de-
presión. Los verdaderos ciclotímicos experimentan su
retardo de modo muy diferente de aquel en que los
neuróticos depresivos experimentan sus inhibiciones.
Los primeros parecen tener conciencia de que este fe-
nómeno posee una cualidad somática. Por lo común,
sienten que tanto el retardo como el estado de gran
animación les sobrevienen a la manera de una enfer-
medad flsica; los experimentan como algo extraño a
su naturaleza, algo que la parte sana de su personali-
dad puede observar con cierto desapego y aun contro-
lar hasta cierto punto. Una médica cuarentona me co-
mentó: "Esta es una verdadera "enfermedad", ¿sabe
usted? Una mañana me despierto inapetente, incapaz
de pensar y de moverme, pero logro dominar mi esta-
do lo suficiente como para poder trabajar. Luego, otro
día, me despierto y sé que se me ha pasado».
Con frecuencia, estos pacientes sólo se quejan de
fatiga y agotamiento mentales y fisicos, porque no son
concientes de su estado afectivo deprimido. Tal vez
comparen el retardo con una obnubilación del cere-
bro, un velo tendido sobre sus pensamientos o unos
muros infranqueables que bloquean sus sentimientos,
pensamientos· y acciones. Otros pacientes, especial-
mente los que padecen una depresión involutiva, se'
quejan de cierto desasosiego y lo manifiestan: algunos
escapan de su familia y se refu.,gian en su habitación,
donde pueden dar vueltas y más vueltas, o expresan
. angustia (pero no pánico) junto con su desasosiego. Por
lo que he podido ver. la conciencia intima y subjetiva
de la existencia de un proceso endógeno es, a menu-
do, más acentuada en los casos de depresión simple
que én los maníaco-depresivos con síntomas psicóti-
cos flagrantes, porque en los primeros el yo no está
tan plenamente inmerso en el proceso patológico.
Si combinamos las observaciones clínicas de estos
fenómenos ffendógenos~ con un estudio psicoanalítico
comparativo de diversos tipos de depresión neurótica
y psicótica, llegamos a las siguientes conclusiones:
1) no sólo el contenido, sino también la cualidad de
233
la depresión es diferente en los estados neuróticos y
psicóticos; 2) es correcto considerar los tipos de depre-
sión simple y psicótica aguda como una unidad nosoló-
gica que debe ser distinguida de la gran variedad de
estados depresivos neuróticos. (Dejo para el capítulo
11 la exposición de las diferencias entre estados de-
presivos ciclotímicos y esquizofrénicos.)
Los hechos clínicos a los que acabo de referirme
traen a la memoria la conjetura de Freud (1917e) de
que en algunas formas de depresión melancólica exis-
te una perturbación primaria del yo, causada por una
herida narcisista o por motivos puramente somáticos
(tóxicos). También nos recuerdan su diferenciación, en
los esquizofrénicos, entre los síntomas que expresan
el proceso psicótico en sí, aquellos que representan de-
fensas neuróticas y aquellos que se desarrollan al ser-
vicio de la restitución (Freud, 1914c). Si continuamos
razonando de este modo, podremos establecer el mis-
mo distingo en las perturbaciones afectivas. Así dife-
renciaremos, en los estados de depresión maníaco-
depresiva, los síntomas que expresan el proceso psi-
cótico-depresivo propiamente dicho de aquellos que
representan intentos secundarios de defensa y resti-
tución.
Esta diferenciación nos permite poner bajo un co-
mún denominador los diversos tipos de depresión ci-
clotímica. Los estados de depresión "simple•, en espe-
cial la "endógena•, pueden mostrar de manera predo-
minante la perturbación yoica que expresa el proceso
psicótico. Los síntomas derivados de un conflicto psi-
cótico de culpa pueden ser el resultado de intentos de
restitución fallidos (aquí me refiero a ideas de pecami-
nosidad, autoacusaciones delirantes, impulsos suici-
das y aquellas acciones que, en el caso típico de la de-
presión ..aguda", suelen aparecer en primer plano). 6
Tal distingo se presta a la aplicación del ya men-
cionado abordaje multifactorial de la depresión psicó-
234
tica, que nos permite consider~ los factores causales
subyacentes tanto de carácter constitucional, heredi•
tario y somático, como de naturaleza psicológica, cu-
yo rol podría diferir mucho de un individuo a otro.
Además, gracias a él, nos resulta más fácil com-
prender la razón por la cual, en los casos evidentemen-
te delirantes, no solemos cuestionar la naturaleza psi-
cótica de la enfcermedad, en tanto que nos inclinamos
a considerar neuróticos los estados de depresión «sim-
ple• -especialmente los que se desarrollan como •res-
puesta,, a experiencias de pérdida o desengaño- y, qui-
zás, hasta los igualemos con la pena.
11
Esto me conduce al artículo de Bibring sobre el me-
canismo de la depresión. En una breve reseña de la
bibliografla psicoanalftica sobre depresión, Bibring des-
cribe dos enfoques diferentes del problema; según él,
algunos autores distinguen dos tipos de depresión:
235
Estas formulaciones muestran, ante todo, que, a di-
ferencia de los autores a quienes cita (Freud, Abraham,
Federn, Weiss, Jacobson), Bibring emplea el término
«simple• (o «leve•, o ~endógena•) para referirse a cual-
quier clase de depresión en cuyo cuadro clínico no pre-
valezca el conflicto de culpa, o sea, a la depresión por
duelo, normal, neurótica y psicótica «simple•. En con-
secuencia, tiende a comprender mal las enunciacio-
nes de otros autores (p.ej., las mias).
En sus comentarios sobre Fenichel, Lewin y otros
autores, Bibring critica que pongan el acento en la fl.
jación intensa o la regresión a la oralidad en tanto cau-
santes de una vulnerabilidad narcisista que predispo-
ne a la depresión. Desafortunadamente, es muy cierto
que Fenichel y Rado insistieron en el papel de la orali-
dad en todos los tipos de depresión y que, para ellos,
el mecanismo de la depresión era siempre el mismo.
También Lewin (1950) destacó mucho el papel de la
oralidad pero nunca interpretó el estado de exaltación
como una «neurosis narcisista•. Freud sólo aplicó este
término a la melancolía, o sea, a la depresión psicóti-
ca, a la que diferenció cuidadosamente, sobre todo con
respecto a las identificaciones narcisistas en la melan-
colia.
Bibring sostiene, en esencia, la tesis de que «la de-
presión es un fenómeno de la psicologta del yo, un "es-
tado yoico", un estado afectivo» ( 1953, pág: 21), y, par-
tiendo de algunos ejemplos clínicos, llega a las siguien-
tes conclusiones: 1) la depresión constituye la expresión
emocional de un estado de desvalimiento e Impoten-
cia del yo: 2) es el resultado de la tensión entre unas
aspiraciones narcisistas sobrecargadas y la conciencia
que tiene el yo de su desvalimiento y su incapacidad
de mantenerse a la altura de esos patrones.
En lo que respecta al primer punto, mi experiencia
clínica indica que un estado de desvalimiento no siem-
pre conduce a un estado de depresión. Sin duda, po•
demos observar esto con frecuencia, por ejemplo en
los niftos, los pacientes masoquistas con tendencias
paranoides y, en particular, los pacientes fronterizos
o los esquizofrénicos paranoides que padecen estados
depresivos. Estas personas son propensas a quejarse
236
amargamente de su: sensación de desvalimiento, pro-
vocada por su masoquismo, que les impide afirmar el
control y poder sobre su vida pulsional y el ambiente
que los rodea.
Bibring supone que el principal factor determinan-
te de la depresión es un conflicto intrasistémico, una
tensión dentro del mismo yo. Convengo, por cierto, en
que en los casos de depresión •simple,, (psicótica) des-
critos anteriormente, el conflicto narcisista es un con-
flicto interno del yo. Lo mismo puede decirse de mu-
chos estados de depresión esquizofrénica y de aque-
llos tipos de depresión neurótica, o aun normal, en que
sentimientos de ineptitud e inferioridad desempeñan
el rol principal. En tales casos, el conflicto se suscita
entre la imagen desiderativa del self y la imagen del
self insuficiente. No obstante, en muchos de ellos, los
sentimientos de ineptitud pueden encubrir sentimien-
tos subyacentes de culpa. Deseo destacar que, a dife-
rencia de los pacientes aquejados de depresión psicó-
tica «simple•, los depresivos obsesivo-compulsivos sue-
len quejarse de sus sentimientos de culpa y rebelarse
contra ellos (cf. Freud, 1923b, y el capitulo 5).
En un ensayo de síntesis, Bibring distingue cuatro
estados básicos del yo que «no son susceptibles de ul-
terior reduccióm (1953, pág. 34): el yo seguro, el exal-
tádo o triunfante, el angustiado y el deprimido. Corres-
ponden a los estados de narcisismo equilibrado, autoes!
tima exaltada, narcisismo amenazado y amor propio
qu~brantado (págs. 35-6). A su juicio, la angustia y la
depresión son respuestas básicas del yo diametralmen-
te opuestas.
De esto se infiere que la predisposición a la depre-
sión no siempre deriva de una «fijación oral», sino que
se atribuye a «la experiencia chc;>eante del sentimiento
d'e desvalimiento, y su fijación a él, que vive el bebé
o el niño de corta edad» (pág. 37). Es «una respuesta
básica ante situaciones de frustración narcisista ( ... )
del mismo modo que la angustia representa una res-
puesta básica del yo ante situaciones de peligro» (pág.
40). La depresión es «esencialmente independiente de
las alternativas por. las que atraviesa la agresión, así
como de las pulsiones orales» (pág. 40). Bibring está
237
convencido de que «las porfias orales y agresivas no
son tan universales en la depresión como se suele su-
poner» (pág. 41).
Es Sin duda cierto que los conflictos depresivos pro-
pios de los estados de depresión neurótica difieren, por
su naturaleza. de los correspondientes a la depresión
psicótica. Los pacientes depresivos neuróticos no tien-
den a regresar a un nivel de desarrollo tan temprano
como los depresivos psicóticos. Pero aqui se plantea
un interrogante: ¿qué quiere decir Bibrtng cuando ha-
bla de la «fijación~ del niño de corta edad al sentimien-
to de desvalimiento, en respuesta a una frustración
narcisista? Esta •fijación» se refiere, evidentemente, a
un estado del yo correspondiente a un nivel de desa-
rrollo temprano: la fase narcisista infantil. Desde el
punto de vista pulsional, durante esa fase el niño se
encuentra en un nivel pregenital y adolece de una am-
bivalencia marcada. Esto nos conduce al problema del
papel que desempeña la agresión en la depresión.
Bibring se refiere sin duda a ciertos casos en que
el viraje de la agresión del objeto al self 11complica la
estructura de la depresión» (pág. 41). No considera que
la intensidad del conflicto de ambivalencia predispon-
ga, en general, a la depresión. En esto discrepa con
las experiencias clinicas recogidas por mí y por otros
autores. Lo que Bibring define como respuesté!,s bási-
cas del yo son. en realidad, estados característicos de
equilibrio narcisista normal o perturbado, observables
en la temprana infancia. Bibring admite que la depre-
sión surge como respuesta a la frustración y expresa
un conflicto (intrasistémico) entre las metas y expec-
tativas narcisistas y la incapacidad del yo por alcan-
zarlas o satisfacerlas. Pero olvida que, por lo común,
las personas reaccionan ante la frustración con tenta-
tivas agresivas e iracundas de mantenerse a la altura
de esas metas y aspiraciones y. si.fracasan, experimen-
tan una pérdida de autoestima que implica una defla-
ción hostil de la imagen del self. Esto se aplica igual-
mente a estados que podríamos calificar de agotamien-
to libidinal, durante los cuales los pacientes suelen
percibir y explicar de manera muy clara su menospre-
cio de sí mismos.
238
Bibring reduce al mínimo el papel de la agresión
en la depresión y sostiene, al mismo tiempo, que ha
observado casos de personas que se odiaban a si mis-
mas sin estar deprimidas. Tales casos existen, por cier- .
to, pero él utiliza sus observaciones en apoyo de un
argumento equivocado. Las personas pueden sentirse
culpables o ineptas, o aun odiarse a sí mismas, sin es-
tar deprimidas. Pero én ese caso sus sentimientos só-
lo se refieren a específicos impulsos, actitudes o accio-
nes, sin esa generalización que, como expliqué en el
capítulo 3, conduce a un estado de ánimo.
En este punto me permito señalar que Bibring no
diferencia cuidadosamente los estados de ánimo de las
respuestas emocionales, ya sean placenteras o displa-
centeras, depresivas, exaltadas o angustiadas. Los pri-
rn.eros, que intenté definir en el capitulo 3, son esta-
dos afectivos del yo generalizados que se extienden a
lo largo de un periodo de tiempo. Por razones clínicas
y teóricas, me parece útil distinguir entre las respues-
tas emocionales pasajeras a experiencias especificas
y los estados de ánimo. La angustia es una respuesta
que puede convertirse en estado de ánimo; la depre-
sión y la exaltación se consideran, por lo común, esta-
dos de ánimo, pero también pueden aparecer como res-
. puestas emocionales más bien breves y transitorias.
Por no diferenciar una respuesta afectiva de un esta-
do de•ánimo, Bibring se priva aquí de la explicación
requerida. ·
Además, he observado que algunos pacientes es-
quizofrénicos fronterizos se odiaban a sí mismos sin
estar, aparentemente, deprimidos, pero luego descu-
brí que, en realidad, habían desmentido su depresión.
Decimos que la depresión es el resultado de la in-
capacidad del yo de lograr una satisfacción narcisista, ·
con el consiguiente desprecio de sí mismo y pérdida
de la autoestima, pero, si esta premisa es correcta, ¿po-
demos decir que la depresión es una respuesta básica
del yo, o sea, una reacción irreductible? Bibring no pa-
rece considerar los sentimientos de amor u odio cen-
trados en objetos como «respuestas básicas del yo»,
aunque no hayan sido causados por un conflicto, co-
mo lo es la depresión. Esto resulta bastante extraño;
239
se diría que cuando habla de los estados básicos del
yo, sólo se refiere a sentimientos que indican un esta-
do de equilibrio narcisista.
Por supuesto que, en el caso de los sentimientos
de amor u hostilidad, pensamos en términos de la pul-
sión sexual o agresiva subyacente: esto es precisamen-
te lo que evita Bibring, aun cuando hable de heridas
narcisistas y cosas por el estilo. Sin embargo, en tanto
nos atengamos a la teoría psicoanalítica de las pulsio-
nes, debemos contemplar todas las manifestaciones
psíquicas, incluidas las •respuestas básicas del yo-, des-
de el punto de vista de los procesos subyacentes de
investidura y descarga, en los que intervienen pulsio-
nes sexuales, agresivas o neutralizadas, dirigidas al self
y al objeto. Es cierto que, en el caso de la angustia,
Freud dejó de preocuparse por la naturaleza de las pul-
siones subyacentes, pero la angustia difiere notable-
mente de la depresión: no es el resultado de una de-
fensa, sino su motor principal. Creo que esta diferencia
esencial fue lo que indujo a Btbring a pasar por alto
el conflicto de ambivalencia, inherente a todas las de-
presiones.
El principal valor del trabajo de Bibring radica en
que centró la atención en el yo y dejó en claro que,
en los estados depresivos, los conflictos narcisistas sub-
yacentes pueden suscitarse (aunque no necesariamen-
te) entre el superyó y el yo, pero también pueden ser
conflictos intrasistémicos, que estallan dentro del yo.
Es de lamentar que Bibring desatienda el rol que
cumplen las relaciones objetales,. la agresión, las pul-
siones en general y los conflictos de hostilidad subya-
centes, observables hasta en las depresiones infanti-
les tempranas {Mahler, 1966).
Busquemos ahora mayor información en una ana-
lista de niftos. A primera vista, las observaciones he-
chas por Mahler en niftos que daban sus primeros pa-
sos confirmarían las premisas de Bibring; empero, en
realidad, ponen de relieve los problemas implicitos en
su manera de pensar. Mahler y sus colaboradores des-
cubrieron «evidencias inconfundibles en favor de la
creencia de que a lo largo del proceso de separación-
individuación se establecía un estado de ánimo bási-
240
co», o sea, una sensibilidad afectiva característica de
cada individuo. Pero luego hablan correctamente de
«una pérdida de fantasía, es decir, un conflicto intra-
psiquico de determinado tipo ( ... ) que es la causa ge-
nética de que la depresión acontezca como un afecto
o una proclividad a un estado de ánimo básico• (Mah-
ler, 1966, pág. 156). Con respecto a la primera sub-
fase de diferenciación, la autora destaca que «el ímpe-
tu de la sensibilidad de respuesta libidinal es incremen•
tado considerablemente ( ... ) por el "diálogo" con la
madre. ( ... ) La exaltación parece ser el estado animi-
co básico o especifico de la fase durante la segunda
subfase de .individuacióp (o sea, el periodo de "prácti•
ca")» (pág. 158).
En su descripción de la siguiente subfase (de «acer-
camiento•), Mahler explica con mucha claridad que la
falta de aceptación y «comprensión emocional» de la
madre ocasiona. al parecer, una disminución de la
· autoestima del niño y conduce a una ambivalencia (o
•ambitendencia» como la llama ella) y una •coerción
repetitiva especialmente agresiva» de los padres. Es•
tas actitudes hacen que la agresión se vuelva contra
el self, además de provocar •un sentimiento de desva-
limiento, que ( . . . ) genera el afecto depresivo básico»
· (pág. 162).
Me he extendido tanto en las citas de Mahler por-
que señalan con mucha claridad lo que quiero demos·•
trar: que la llamada depresión básica es el resultado
de un conflicto agresivo, causado por una falta de com-
prensión y aceptación materna que reduce la auto•
estima ·del niño. Si bien existen precursores tempra-
nos y preverbales de este estado de ánimo, es intere-
sante advertir que, según Mahler, el talante exaltado
se desarrolla antes de que puedan observarse nítida-
mente respuestas depresivas.
Pasemos ahora al trabajo de Rubinflne ( 1968) so-
bre la depresión. Tras elogiar a Bibring por su brillan-
te intento de elaborar una teoría de la depresión ba-
sada en la psicología del yo, sen.ala que este autor no
explica y hi siquiera se pregunta ,,por qué algunas
personas logran dominar el afecto depresivo, en tanto
que otras sucumben a la enfermedad depresiva». Afir-
241
ma, en este contexto: •Desde un punto de vista abs-
tracto, una teoria de la depresión basada exclusiva-
mente en la psicología del yo no debería extraer su ca-
pacidad explicativa de la teoría de las pulsiones• (pág.
402). Creo que este es un error conceptual muy lamen-
table, que sustenta la tendencia actual a eliminar la
teoría de las pulsiones. Por otra parte, Rubinfine exa-
mina la insistencia de Bibring en el rol que desempe-
fian en la depresión el narcisismo y la autoestima, o
sea, las pulsiones libidinales, y llama la atención so-
bre su omisión de la agresión. Nos recuerda la cólera
infantil en respuesta a una frustración prolongada, la
cual precede al agotamiento y desvalimiento (depre-
sión). Todos estamos famlliarizados con la participa-
ción de estas respuestas en la depresión. Seguidamen-
te, Rubinfine formula algunas enunciaciones bastan-
te simplificadas acerca de los factores que predisponen
al niño a la psicosis, la enfermedad psicosomática y
la depresión, problemas estos que ya habían sido abor-
dados por otros autores (p.ej., por Schur y por mí).
Seiiala correctamente que la agresión en sí •cno pro-
porciona una respuesta» y cuenta como celos dos facto-
res primarios ( ... ) secuencia y oportunidad, y el prin-
cipio modificador del grado: en otras palabras, el or-
den, la época y la cantidad de frustración encontrada»
(pág. 404). Cree que estos dos factores -secuencia y
oportunidad- generan la predisposición a los tres gru-
pos de enfermedades en el primer año de vida.
Rubinfine formula en este contexto algunos comen-
tarios importantes acerca de la depresión psicótica que,
a su entender, se relaciona más estrechamente con las
perturbaciones de secuencia y se caracteriza por la des-
diferenciación, un examen deficiente de realidad, tras-
tornos del pensamiento y fragmentación de las repre-
sentaciones del self y de objeto. ✓
Aquí vemos el efecto nocivo que causa nuestra con-
fusión terminológica en nuestro pensamiento clínico
y teórico. Rubinfine clasifica las depresiones psicóti-
cas como parecidas a la depresión pero estructural-
mente idénticas a la esquizofrenia (pág. 405). Esto es
bastante correcto en tanto la clase de depresión psicó-
tica que él describe aparezca en esquizofrénicos. Pero
242
las depresiones simples o agudas (delirantes), perte-
necientes al grupo maníaco-depresivo, también son de-
presiones «psicóticas», término que Rubinftne no usa
cuando habla de la «afección depresiva». Esta última
expresión, utilizada por Zetzel (1965) en un sentido
amplio, tampoco resulta suficientemente especifica.
En otras palabras, Rubinftne sigue a Bibring en su
falta de diferenciación entre los estados depresivos neu-
róticos y aquellos que pertenecen a los grupos de las
perturbaciones maníaco-depresivas o esquizofrénicas.
Cuando discurre sobre las fijaciones narcisistas en pa-
cientes aquejados de «afección depresiva» y formula sus
conclusiones, se refiere, indudablemente, a los tipos
psicóticos de depresión: la maniaco-depresiva o la es-
quizofrénica. Recalca las fijaciones narcisistas de es-
tos pacientes como una detención en un estado de uni-
dad narcisista con la madre. También esto constituye
u.na generalización excesiva. Su enunciación es espe-
cíficamente válida para los esquizofrénicos simbióti·
cos pero no se aplica a los maníaco-depresivos, en quie-
nes la situación es ma.s complicada (cf. los capítulos
9, 10 y 11).
Rubinfine menciona, además, que 11la persona de-
presiva adolece, sin duda, de una incapacidad de al-
canzar constancia de objeto» (pág. 416). Esto concuer-
da, una vez más, con lo observado en los esquizofréni•
cos, pero es incorrecto para los estados de depresión •
maníaco-depresiva, ya sea simple o aguda. Dicho de
otro modo, Rubinfine confunde la cuestión por no di-
ferenciar los dos tipos principales de psicosis.
No obstante, comparto su opinión de que el depre-
sivo nunca abandona las esperanzas, ni siquiera cuan-
do llega al suicidio. También coincido con su distin•
ción entre afecto depresivo y sentimientos de culpa,
pero no con su explicación. Como ya he señalado, hay
conflictos entre el superyó y el yo que generan senti-
mientos de culpa pero no depresión, porque se refie-
ren a específicos impulsos prohibidos dirigidos al ob•
jeto. Reitero lo dicho en el capítulo 3: en los estados
depresivos, los sentimientos de culpa son generaliza-
dos, derivan de la grave ambivalencia del paciente ha-
cia todos los objetos y condenan moralmente a todo
243
el self. El paciente no experimenta la sensación de te-
ner un impulso prohibido, sino de ser una "persona
malvada». Al final de su artículo (pág. 417), Rubinfine
concuerda con Zetzel ( 1965) en que •la capacidad de
soportar la depresión y la angustia representa una me-
dida importante de la fortaleza del Yº"· opinión que
igualmente comparto.
Luego de criticar los trabajos de otros autores, de-
bo volver a formular, clara y específicamente, mis pun-
tos de vista con respecto a la depresión o, más bien,
a los diversos estados depresivos.
Repito una vez más que una diferenciación neta en-
tre el neurótico, el fronterizo y el psicótico, y entre los
diversos tipos de estados depresivos, constituye, a mi
juicio, un requisito previo para la investigación psico-
analítica y neurofisiológica de la depresión. 7
Aplico la psicología del yo a la depresión y concibo
los sentimientos de seguridad, depresión y exaltación
no como estados básicos del yo sino como estados ca-
racterísticos del equilibrio narcisista normal o pertur-
bado. Coincido con Mahler (1966) en que es posible
hallar a edad temprana respuestas exaltadas y depre-
sivas causadas por experiencias de satisfacción o frus-
tración narcisista. No dudo de que estas respuestas
puedan convertirse en indicadores -principalmente
en señales de •pare" o •siga•-. pero su función de se-
ñal no es comparable a la de la angustia, motor .de la
represión.
Con todo, un enfoque de la depresión basado en la
psicología del yo no sería psicoanalítico si prescindie-
ra de la teoría de las pulsiones. Los hechos clínicos in-
dican de manera efectiva la participación de las pul-
siones. Tal como lo demostró ampliamente Mahler
(1966), hasta en los tipos de depresión infantil hay cla-
ras pruebas de un «conflicto• básico subyacente. Este
conflicto parece ser del mismo orden en todos los es-
tados deprimidos: la frustración encoleriza al indivi-
244
duo y lo induce a emprender tentativas hostiles para
ganar la satisfacción deseable; cuando el yo es inca-
paz de alcanzar esta meta (por razones internas o ex-
ternas), la agresión se vuelve contra la imagen del self,
y la consiguiente pérdida de autoestima expresa el con-
flicto narcisista: un conflicto entre la imagen deside-
rativa del self y la imagen de un self insuficiente, des-
valorizado. La naturaleza del estado de ánimo resul-
tante depende de la intensidad de la hostilidad, así
como de la gravedad y duración de la frustración y de-
cepción. Sin embargo, esta no es todavía una respues-
ta completa a nuestro interrogante: ¿en qué se dife-
rencian los diversos grupos de depresión?
Por cierto que no se trata de una mera cuestión de
•contenido•. Freud ofrece una excelente de~ripción de
los diferentes mecanismos que operan en los estados
depresivos de los neuróticos compulsivos y los me-
lancólicos. En lo que concierne a las depresiones psi-
cóticas, he conjeturado la posibilidad de que sus cua-
lidades tan específicas estén determinadas por lapa-
tología neurofisiológica subyacente. Una sólida teoría
psicoanalítica de la depresión presupone un abordaje
genético •multifactorial». Debe tener en cuenta la na-
turaleza e intensidad de las pulsiones involucradas en
el conflicto; la constitución pulsional; las cualidades
de las pulsiones en términos de desneutralización y
desmezcla; las fijaciones y regresiones pulsionales es- ·
pecificas; la naturaleza de las condiciones de investi-
dura; los procesos de descarga pulsional, y los cam-
bios ~n las investiduras de las representaciones de ob-
jeto y del self, pues todos estos factores influyen en
el nivel de funcionamiento del yo.
Una teoría psicoanalítica de la depresión debe con-
templar también el problema de la Anlage del yo indi-
vidual, las detenciones o regresiones del yo-superyó
y su influencia en el funcionamiento del yo. Además,
ha de tomar debidamente en cuenta las diferencias es-
tructurales en la situación de, conflicto depresivo ob-
servadas en diversos grupos de depresión, y los dife-
rentes mecanismos de defensa o restitución.
Por lo demás, una teoría sólida de la depresión no
debe pasar por alto los aspectos psicógenos relaciona-
245
dos con el desarrollo (incluidos los factores de secuen-
cia y oportunidad) que, combinados con el estudio de
los procesos regresivos, pueden aclarar el problema del
•contenidon de la depr~sión.
Para finalizar, reafirmo mi convicción de que las
diferencias entre estados depresivos neuróticos y psi-
cóticos descansan en procesos neurofisiológicos cons-
titucionales. Consideraciones de este orden deben com-
plementar las hipótesis psicológicas, o sea, psicoana-
líticas.
Unas y otras deben basarse en la cuidadosa obser-
vación clínica y exploración psicoanalítica de los dife-
rentes cuadros clínicos hallados en diversos grupos de
estados depresivos. Sólo una combinación de todos es-
tos factores puede ayudarnos a desarrollar lo que me
gustaría llamar no ccuna• teoría de la depresión sino
unas hipótesis teóricas suficientemente sólidas acer-
ca de la naturaleza de los estados depresivos infanti-
les y adultos, neuróticos y psicóticos.
246
7. Una respuesta específica a la
temprana pérdida de objeto
247
tarlos» (Lehrman, 1927: Greene .. 1958). Naturalmen-
te, tales búsquedas estaban condenadas al fracaso. Las
personas elegidas no podían cumplir su supuesto pa-
pel ni mantenerse a la altura de las glorificadas imá-
genes que de ellas se habían formado los pacientes.
Estos respondían al consiguiente desengaiio con una
depresión, tras la cual, a menudo, recomenzaban su
búsqueda.
Los tres pacientes cuyos casos presentaré aquí res-
pondieron a la pérdida del progenitor con este tipo de
fantasías, que les acarrearon compltcaciones singula-
res en su vida adulta.
La característica predominante, en su respuesta a
la temprana pérdida de objeto, fue su obstinada nega-
tiva a aceptar la realidad de los hechos; se empeñaron
en dudar de ellos, distorsionarlos o aun desmentirlos
totalmente. En su descripción de estos pacientes, Le-
win (1937} mencionó su glorificación del progenitor
perdido. su creencia inconciente en que no babia muer-
to y sus conflictos de ambivalencia, de una intensidad
notable, con el progenitor sobreviviente. Estos rasgos
caracterizaban también a mis pacientes, si bien ellos
llevaban su desmentida al extremo de esperar precon-
cientemente -y. a veces, hasta concientemente- que
el perdido reaparecería algún día. En la mayoría de los
casos, sus fantasías o expectativas de retomo se com-
binaban o alternaban con sueños diurnos del tipo «no-
vela familiar», bien conocido.
En el primer caso que abordaré, la esperanza de
la paciente de hallar a su padre perdido tenía un fun-
damento más realista que en los dos casos restantes.
por cuanto el padre no había muerto, sino que había
abandonado a la madre antes del nacimiento de lapa-
ciente, y para todos los fines prácticos había desapare-
cido para siempre. En los tres casos, las actitudes y
la conducta de los familiares sobrevivientes tendían
a corroborar la desmentida de los hechos reales signi-
ficativos. En verdad, los otros dos pacientes sospecha-
ban que el progenitor no había muerto, sino que ha-
bía abandonado a su familia y vivía en algún lugar le-
jano. En la mente de todos estos pacientes, la culpa
por tal deserción (real o supuesta} no recaía en el pro-
248
genitor perdido. que, sin duda, había sido una perso-
na maravillosa; su partida habla sido causada por el
carácter insoportable o la indignidad moral del proge-
nitor sobreviviente.
CASO 1
249
su disposición un número suficiente de mecanógrafas.
En ese momento, Mary manifestó una gran turbación
y respondió como si yo la hubiese pillado en falta. Por
fin, empezó a relatarme la «verdadera historia• que tan-
to cuidado había puesto en ocultar.
Poseía un notable talento musical y, cuando tenía
poco más de veinte años, había decidido estudiar se-
riamente el piano en sus horas libres, con miras a con-
vertirse en pianista profesional. En sus sueños diur-
nos, se .veía trasformada en una concertista famosa,
admirada por el público y en estrecho contacto con
otros músicos eminentes. Hasta cierto punto, había
puesto en práctica sus planes: practicaba con ahínco
todas las noches y asistía regularmente a conciertos
y ensayos, donde trabó conocimiento con varios mú-
sicos, entre ellos Karl, concertino de una conocida or-
questa sinfónica.
Karl le llevaba unos veintisiete años, era casado y
tenía dos hijas casi de su edad. Mary le habló de sus
proyectos vocacionales y ambos trabaron una extra-
ña amistad. Acordaron que cada semana, al término
del último ensayo a toda orquesta, se reunirían en se-
creto en un pequeño restaurante y pasarían unas ho-
ras conversando ... ante todo, de música. Eso era to-
do. Karl nunca intentó hacerle proposiciones amoro-
sas, ni modificar en modo alguno su relación, a la que
Mary se entregó por entero, pese a las poquísimas sa-
tisfacciones que podía ofrecerle ese tipo de amistad.
Amaba con mucha inten1?idad a Karl y cuando veía a
su familia que ocupaba un palco, en los conciertos, se
sentía terriblemente celosa, pero no de su esposa, si-
no de sus dos hijas. No miraba a ningún otro hombre
y rechazaba la idea de casarse, ya fuese en un futuro
inmediato o lejano. Nada deseaba, salvo esa amistad
y su piano.
· Una noche, cuando ya llevaban unos seis años tra-
tándose, Karl expresó al fin su deseo de visitarla en
su casa para tocar juntos algunas sonatas. Mary se
mostró angustiada, evasiva y, por último, enojada, pero
su amigo insistió y concertaron una cita para unos días
después. Llegada la fecha, en el camino de regreso del
trabajo, Mary tuvo un mareo súbito e intenso y, alba-
250
jar al andén del tren subterráneo, se desvaneció, per-
dió el equilibrio y rodó por la escalera. Cuando reco-
bró el conocimiento, pensó inmediatamente con una
sensación de alivio: •Me rompí el brazo, así que ahora
no podré tocar música con KarJ.. En realidad, sólo ha-
bía sufrido algunas contusiones. Se apresuró a volver
a su casa, en un estado de conmoción, se sentó al pia-
no y quiso tocar algo; pero descubrió que no podía ha-
cerlo, pues le era imposible valerse de su indice dere-
cho. Llamó inmediatamente por teléfono a su amigo,
le comunicó lo sucedido y canceló la cita; Karl respon-
dió con un silencio elocuente y nunca más intentó vi-
sitarla en su casa. Desde luego, la persistencia del sin-
toma le impidió continuar sus estudios de piano pero,
aun así, sus sueños diurnos no se derrumbaron del to-
do. Siguió abrigando la esperanza de una cura, man-
tuvo vivo su interés por la música y continuó viéndo-
se semanalmente con Karl, quien aceptó la situación
sobre esta base, como lo habla hecho antes.
Esta historia del amor sin esperanzas de una joven
por un hombre casado que, por su edad, podría ser su
padre, y de la formación de un síntoma bajo la ame-
naza de una tentación sexual. resulta bastante tras-
parente para el psicoanalista. Sin embargo, ningún
analista podría haber adivinado la insólita historia in-
fantil de esta paciente, ni las experiencias extraordi-
narias que constituían las verdaderas causas de su ·
neurosis.
Su vida como intérprete musical no era su único
«secreto•. Durante toda su vida, también había trata-
do de ,ocultar el hecho de que era la hija natural de
una campesina que, a las pocas semanas de nacida,
la había dejado al cuidado de un matrimonio muy ama-
ble, de clase media baja. Aunque los esposos ya tenían
una hija de corta edad y al año tuvieron otra, se enca-
riñaron con aquella hermosa criatura y decidieron
adoptarla. La verdadera madre pareció alegrarse de po-
der librarse de ella, se radicó en la misma ciudad, cer-
ca del hogar adoptivo de Mary, empezó a trabajar co-
mo costurera y nunca se casó. De vez en cuando, visi-
taba a Mary y le traía un pequeño regalo, pero nunca
dio la menor señal de interesarse sinceramente por
251
ella, ni trató de ganar su cariño. Mary la consideraba
una «extraña». Durante el período de latencia, se ente-
ró, por boca de otros niños, de que era una hija adop-
tiva y esa mujer era su verdadera madre; a partir de ,
entonces, empezó a despreciarla cada vez más y a apar-
tarse completamente de ella. Por aquellos años. sus
mecanismos de desmentida florecieron influidos por
la actitud de sus padJ:es adoptivos y su silencio con
respecto a sus antecedentes. La niña elaboró lo que
podríamos denominar una versión especial de la no-
vela familiar: su evidente condición de hija fffavorita,,,
especialmente del padre, le hizo suponer que los espo-
sos debían ser sus verdaderos padres, en tanto que su
madre biológica habria sido, quizá, su niñera.
Sus fantasías tomaron un nuevo rumbo en su ado-
lescencia. Mary y su hermana mayor siempre hablan
sido tan serias, severas y puritanas como la madre
adoptiva de Mary. Pero la hermana menor, a quien las
otras nunca hablan respetado mucho, se mostraba ca-
da vez más indócil y descarriada. Entonces, Mary ela-
boró la fantasía de que esa muchacha pudiera ser la
hija adoptiva del matrimonio y, en consecuencia, la
hija ilegítima de la costurera. Esta fantasía retornó a
su conciencia durante el psicoanálisis, por lo que re-
sulta evidente que la joven la reprimió luego de que
su madre adoptiva, en forma bastante inesperada, le
hizo serías advertencias con respecto a sus relaciones
con los muchachos, comunicándole implicitamente su
temor de que Mary repitiera las fechorías de su verda-
dera madre.
La joven se sintió escandalizada y desconcertada,
ofendida y resentida, ante las révelaciones de su ma-
dre adoptiva y su tácita falta de confianza en ella. Pe-
ro pronto logró restablecer su autoestima y sus bue-
nas relaciones filiales por el recurso de desplazar su
ira y su desprecio hacia su verdadera madre y su her-
mana menor: ellas eran las que necesitaban una guía
moral. A los dieciocho años, la hermana menor se com-
prometió en matrimonio con un joven bastante atrac-
tivo, aunque de moral no muy sólida, y toda la familia
se sintió aliviada. Mary pensaba. empero, que esa mu-
chacha despreciable no merecía tener marido pues va-
252
lía tanto como una prostituta ... igual que su madre
carnal. Estos pensamientos hostiles y desdeñ.osos la
hicieron sentirse culpable; empezó a sospechar que,
posiblemente, estaba celosa de su hermana y deseaba
tener tanta libertad sexual como la que se habían per-
mitido a si mismas aquella joven y su propia madre.
Cierto dia en que Mary estaba sola en su casa, se
presentó inesperadamente el novio de su hermana, le
hizo proposiciones amorosas y trató de seducirla. En
ese momento, se derrumbaron sus defensas y su iden-
tificación con las virtudes de su madre adoptiva y su
hermana mayor: si ese hombre se comportaba con ella
como si fuera una prostituta, debía ser, en verdad, la
hija de la costurera. Mary se entregó al instante y. una
vez concluido el incidente, se sintió asqueada de sí mis-
ma y del muchacho, deprimida, pecadora y agobiada
por la culpa. Ninguno de los dos confesó jamás a na-
die lo ocurrido, pero la joven se prometió solemnemen-
te a sí misma que nunca más se dejaría seducir por
un hombre. Cumplió su promesa y renunció al sexo
y a los muchachos en general. Pocos años después, per-
dió a su madre adoptiva y, luego, a su padre. La her-
mana menor ya se habla casado, de modo que Mary
quedó sola con su hermana mayor como guardiana
moral.
Durante su análisis, Mary describió que, tras un pe·
riodo de sincera pena, había empezado a pensar en de- •
dicarse a la música, y trazaba planes y elaboraba sue-
ñ.os diurnos acerca de su futura carrera profesional ..
Fue entonces cuando mencionó de repente un extra•
ño recuerdo encubridor, que resultó singularmente im-
portante: cuando tenía cinco o seis años, la visitó un
desconocido maravilloso, que le regaló unos carame-
los; traía bajo el brazo un artefacto grande y extraño,
que dejó en un rincón. Ella nunca había olvidado aquel
incidente.
Ahora bien, la hermana de Mary le explicó que
aquel hombre era su verdadero padre y el misterioso
artefacto era un instrumento musical. Su padre había
sido trompetista de una bandá militar, que había pres-
tado servicio en la localidad donde residía quien ha•
bría de ser su madre. Mary respondió a esta revela-
253
ción con el sentimiento de que sabía todo eso desde
siempre. Por consiguiente, al perder a sus padres adop-
tivos, elaboró un sueño diurno inconcientemente cen-
trado en una imagen glorificada de su padre perdido,
que era músico. Recordaba que por aquella época ha-
bía tenido fantasías halagüeñas sobre un futuro reen-
cuentro efectivo con su verdadero padre. Su represión
de la profesión paterna le permitió mantener aparta-
dos estos pensamientos de sus planes y sueños diur-
nos acerca de su carrera musical y su relación con Karl,
un músico casado y lo bastante mayor como para ser
su padre.
Mary empezó a darse cuenta, en medio de una gran
angustia, de que sus intereses musicales habían esta-
do al servicio de su secreta búsqueda del padre perdi-
do. Por fin, se le ocurrió que el apego afectuoso de Karl
y su secreta relación con ella podrían obedecer a una
razón especial: quizás, él era en realidad su padre y,
a su vez, la había buscado y encontrado. Sentia, en
verdad, que así como su padre adoptivo la había pre-
ferido a ella, Karl también la preferia a sus dos hijas
legítimas, que no habían heredado su talento musical.
En lo que respecta a esta identificación con su verda-
dero padre, el psicoanálisis reveló finalmente la idea
de que, tal vez, este se habría casado con su madre
biológica si ella hubiera sido una mujer decente o si
Mary hubiera sido un varón. Su padre adoptivo tam-
bién había lamentado la falta de un hijo. Mary sólo ha-
bía podido convertirse en su hija favorita gracias a sus
dotes musicales y a que era más inteligente que las
otras niñas, o sea, más parecida a un varón.
Sólo entonces pudimos comprender las causas de la
formación del síntoma de Mary. En su mente, una re-
lación sexual con Karl podría haber sido virtualmente
un verdadero acto incestuoso. Por consiguiente, Karl
no era un objeto «de trasferencia» o lo era sólo en par-
te. Ella sospechaba que era su padre perdido, que las
había abandonado, a ella y a su madre, y se había ca•
sa.do con una mujer «decente», pero, secretamente, ha-
bía buscado a su hija hasta encontrarla. Podría recon-
quistarlo y conservado para siempre si lograba demos-
trarle -y demostrarse a sí misma- que era digna de
254
él; en verdad. era su hija más digna, mejor aún que
sus hijas legítimas y todo lo contrario de su madre
prostituta. Como «tocar,, sonatas con Karl en su casa
significaba para ella un juego sexual,• la propuesta de
su amigo amenazaba con destruir su figura idealizada
del padre y Ja de su self virtuoso. Por eso había res-
pondido no sólo con una gran angustia, sino además
con una intensa ira contra Karl. Cuando él aceptó con
calma las consecuencias de su accidente, su ira amai-
nó, pero quedó sumida en la depresión.
Volvamos a las diversas historias ficticias de Mary
y las proyecciones en que se basaban. Ahora podemos
definir, por fin, sus principales funciones defensivas.
No sólo se suponía que mantendrían vivo, y hasta sa-
tisfarían, su deseo de recobrar el objeto de amor per-
dido; también constituían otros tantos intentos de do-
minar los conflictos de castración y culpa, que no po-
dían tener alternativas y soluciones normales, a causa
de la situación especial en que se hallaba Mary. Al anu-
lar la herida narcisista de su nacimiento ilegitimo y
su adopción, esas historias servían especialmente pa-
ra rechazar sus inaceptables identificaciones incon-
cientes con la madre «prostituta» y pecadora (castra-
da), responsable del daño que le habían infligido. Al
mismo tiempo, sus fantasías tendían a resolver los con-
flictos de culpa derivados. en parte, de estas mismas
identificaciones, pero también de su intensa hostilidad ·
hacia su verdadera madre. Ni falta hace decir que los
ilusorios productos de su fantasía, y las defensas pri-
mitivas que empleaban, no produjeron el efecto desea-
do. Por el contrario, crearon una situación insosteni-
ble y ocasionaron la formación de síntomas neuróticos,
incluidos los estados depresivos.
Para concluir mi informe sobre este caso. añadiré
que el psicoanálisis ayudó gradualmente a Mary a li-
berarse de su sometirntento masoquista ante su ami-
go músico, así corno de sus actitudes puritanas en ge-
neral. Empezó a buscar un compañero adecuado, ini-
ció una relación sexual y se. independizó más de su
255
guardiana moral, la hermana mayor, que siguió pron-
tamente su ejemplo. Cuando sus síntomas mengua-
ron, Mary reanudó sus estudios de piano, pero desis-
tió de seguir una carrera musical.
En los otros dos casos, la desmentida fue muy dife-
rente. Mary se había rehusado a aceptar el doble he-
cho de que era una hija ilegitima adoptada y de que
su verdadera madre era aquella costurera. Los otros
dos pacientes, uno huérfano de madre y el otro de pa-
dre, también padecian de estados depresivos, pero no
podían admitir que su progenitor había muerto real-
mente.
CASO 2
256
Ni su padre, ni sus parientes, le dieron nunca ex-
plicación alguna acerca de la desaparición de suma-
dre. Más adelante, cada vez que le preguntaba al pa-
dre qué babia sido de ella, él se limitaba a contestarle:
«Tu madre era un ángel». Por más insatisfactoria que
fuese esta respuesta; ayudó al niño a crear una ima-
gen totalmente glorificada y más bien mística de su
perdida madre «angelical,, que, a su vez, le permitió
desviar prontamente su hostilidad hacia sus familia-
res sobrevivientes.
Su antigua niñera se convirtió en el blanco espe-
cial de sus sentimientos negativos y despectivos. Ca-
da vez que venía a visitarlo, Robert la encontraba •re-
pugnante»; entonces se apartó y se desapegó totalmen-
te de ella.
Su padre, que no volvió a casarse, se trasladó jun-
to con Robert a la casa de la abuela paterna de este,
una mujer sombría y demasiado severa. En general,
el padre cuidó del pequeño con cariño, pero ni él ni
la abuela pudieron satisfacer sus necesidades emocio-
nales. Los conflictos de Robert aumentaron cuando su
padre alquiló un departamento en la ciudad para pa-
sar allí las veladas con varias amantes. La situación
empeoró cuando le presentó a algunas de ellas. Una
vez más, una displacentera atmósfera de secreto y mis-
terio rodeaba a aquellas mujeres, sus apariciones y de-
sapariciones, y el rol que desempeñaban. Tan pronto
como Robert empezó a intuir la naturaleza de las rela-
ciones entre su padre y ellas, criticó severamente las
actitudes inmorales y materialistas de su progenitor
y comenzó a construir un elevado ideal del yo y un
superyó reactivo y excesivamente estricto, modelados
a imagen y semejanza de su «santa» madre.
Durante este período, el niño solitario empezó a ela-
borar una novela familiar que giraba en torno de su
imaginaria pertenencia a.una aristocrática familia bri-
tánica. El era el hijo, pero la figura materna no desem-
peñaba un rol especial. Es interesante señalar que es-
tas fantasías tuvieron una influencia considerable en
su aspecto, modales y conducta (que sugerían una as-
cendencia británica de clase alta), así como en su elec-
ción de pareja.
257
Robert perdió al padre antes de los veinticinco años
y se casó enseguida con una joven muy inteligente y
refinada, cuya familia era socialmente superior a la su-
ya. Su padre le había dejado una herencia bastante
cuantiosa, que le permitió vivir realmente como un se-
ñor. Se desapegó de sus parientes -que eran gente
sencilla, algo ingenua y menos educada que él- y
aceptó como propia a la familia de su esposa. Era un
hombre de grandes dotes, con amplios intereses inte-
lectua.les y estéticos, e hizo una excelente carrera en
una profesión relacionada con la que ejercía su suegro.
Hasta el momento de su matrimonio, Robert nun-
ca había mantenido ningún tipo de relación sexual. Co-
mo Mary. había sido y seguía siendo un puritano en
sus convicciones, actitudes y -con algunas salveda-
des- también en sus acciones.
Robert vino a verme en busca de un tratamiento
para sus estados depresivos y despersonalizaciones re-
currentes. Su análisis reveló una vida fantasiosa sa-
domasoquista, intensamente investida, originada en
violeutas fantasías de escena primordial, provocadas
por el embarazo y muerte de la madre. Había logrado
satisfacer secretamente estas fantasías inconcientes,
sobre todo por medio de reiterados altercados con su
esposa -una joven muy inteligente y encantadora, pe-
ro temperamental- y sus hijos impulsivos. Como ha-
bía idealizado totalmente su matrimonio y su vocación
estética, quedó muy perturbado al descubrir que sus
ansias habían hallado un medio de expresión en sus
fantasías y conducta, so capa de ideales. Ese descu-
brimiento le hizo sentir -como en el caso de Mary-
que, en realidad, no era mejor que su padre •inmoral».
El material analítico reveló que sus fantasías sado-
masoquistas estaban vinculadas a sospechas incon-
cientes de que su padre había matado a su esposa y
al hijo durante el acto sexual. Estas fantasías eran tan
inaceptables que debieron ser rechazadas mediante la
desmentida del fallecimiento de la madre. El secreto
que rodeaba su desaparición repentina podía explicar-
se, igualmente, conjeturando que había abandonado
a su marido porque era un hombre despreciable e in-
moral. Tal interpretación continuaba achacando al pa-
258
dre la culpa por la pérdida de la madre, pero no lo con-
vertía en un asesino sexual, ni hacía de ella una vícti-
ma de su pasión sexual por su marido.
El siguiente relato de Robert me reveló lo arraiga-
da que estaba en él la creencia en esta historia del
abandono conyugal: todas las mañanas corría al bu-
zón de la correspondencia con la esperanza de hallar
en él una carta •especial•, y regresaba muy desilusio-
nado al comprobar, una y otra vez, que •la carta11 no
había llegado. La misteriosa carta, cuya llegada aguar-
daba obstinadamente desde que tenía memoria, era
de su madre y su hermano. Sospechaba que ellos vi-
vían en algún lugar muy lejano y, algún día, le escri-
birian y volverian a él. .
Vale la pena señ.alar que la novela familiar de Ro-
bert, según la cual era hijo de un noble británico, es-
taba por completo disociada del conjunto de fantasías
que desmentían la muerte de su madre y sostenían sus
esperanzas en su retomo y reunión definitiva.
La primera era un sueñ.o diurno conciente, que ex-
presaba en esencia su deseo de tener un padre digno
e ideal, con quien pudiera identificarse. Robert siem-
pre había sido plenamente conciente de que esta par-
te de su novela familiar era pura fantasía, pese a la
influencia que ejerció en el desarrollo de su yo y su-
peryó, y en sus relaciones objetales. Las ideas acerca
de la supervivencia de su madre y hermano eran de
otra naturaleza: no eran sueñ.os diurnos sino sospe-
chas, esperanzas y expectativas vagas, que sólo se
acercaban a su conciencia muy de vez en cuando. Re-
flejaban la ambivalencia de Robert hacia su padre y
su abuela, y habían sido provocadas por la reserva de
ambos con respecto a la muerte de la madre. Más ade-
lante, encontraron apoyo en las misteriosas aparicio-
nes y desapariciones repentinas de las amantes del pa-
dre, así como en la «mala11 conducta sexual de este, en
parte sigilosa y en parte exhibicionista.
Por supuesto que la desmentida inconciente de la
muerte de su madre y fa expectativa de que ella regre-
saría en un futuro distante ayudaban a Robert a man-
tener viva la creencia ilusoria de que podría recuperar
su primer objeto amado, al que había estado tan es-
259
trechamente apegado. Pero, en especial, le servían de
defensa contra sus fantasías homicidas de escena pri-
mordial, sus identificaciones con sus progenitores pe-
cadores y los sentimientos de culpa provocados por es-
tas identificaciones sadomasoquistas. No cabe duda de
que esta creencia le permitió mantener cierta visión
optimista y esperanzada de la vida y de sí mismo, du-
rante sus años de desdicha y soledad en la casa de
su abuela. Posteriormente, se manifestó en estados de
exaltación leve, que alternaban con las depresiones.
Su optimismo se originaba, tal vez, en sus imborra-
bles recuerdos felices de su temprana infancia. Sus ex-
pectativas optimistas eran, empero, por completo ilu-
sorias, y no pudieron impedir el desarrollo de depre-
siones recurrentes que repetían su respuesta original
a la muerte repentina de la madre y reactivaban los
confllctos de culpa, causados por sus reacciones. hos-
tiles hacia el embarazo de la madre y sus deseos de
muerte hacia su futuro rival.
CASO 3
260
se mucho por el sexo opuesto. Nunca hablaban de su
pasado. ni daban la impresión de desear un segundo
matrimonio, y tampoco manifestaban un gran respe-
to hacia su hermano, tío de Paul, que los visitaba con
frecuencia los fines de semana.
Así. la sitµación doméstica del pequeño Paul no era
muy feliz. En sus años preescolares se sintió muy so-
lo; ninguna de las tres mujeres parecía ser conciente
de sus necesidades y nunca jugaban con él. La ma-
dre, muy concienzuda en cuanto a sus deberes mater-
nales, pero más bien narcisista, compulsiva y depresi-
va, se quejaba constantemente de su dura vida. Des-
de muy temprana edad, inculcó a Paul la idea de que
ella.esperaba que él la compensara por todas sus pér-
didas y sacrificios y asumiera las responsabilidades del
«hombre» de la casa. Pero al mismo tiempo hizo cuan-
to pudo para atarlo a ella e impedir que llegara a inde-
pendizarse. En respuesta a estas actitudes contradic-
torias de su madre, Paul elaboró la convicción de que,
como niño huérfano de padre, no tenia la menor posi-
bilidad de llegar a ser algún dia un verdadero hombre.
Cuando empezó a asistir a la escuela, se sintió dife-
rente y un tanto extrañado de otros varones que te-
nían familias «normalesij.
Su tío trató de desempeñar el rol de padre y, du-
rante algunos años, Paul lo aceptó con avidez. En cierta
ocasión, el tío lo invitó a pasar las vacaciones en su •
hogar suburbano. junto a sus dos primos, y Paul abri-
gó inmediatamente la esperanza de que, tal vez, lo re-
tendria allí para siempre, por lo que se sintió muy de-
cepcionado cuando el tío no lo «adoptó» ni volvió a in-
vitarlo a su casa. Más adelante, ese mismo tío dio en
criticarlo en exceso, sin duda por celos, pues Paul era
mucho más inteligente que sus hijos. La conducta del
tío contribuyó de manera notable a disminuir aun más
la autoestima de Paul.
Años después, Paul empezó a trabar amistad con
niños que parecían tener padres cariñosos y admira-
bles; pasaba la mayor cantidad de tiempo posible en
sus hogares, tratando de establecerse en ellos como
un miembro más de sus familias. Por la misma época,
comenzó a competir activamente con otros mucha-
261
chos. Empero, sus renovados esfuerzos por encontrar
una familia dispuesta a adoptarlo resultaron tan infruc-
tuosos como el intento en casa del tío: todos desembo-
caron en el desengaño y la depresión.
La situación hogareña se había vuelto insoporta-
ble. Las tres mujeres se peleaban constantemente con
él y entre sí, enfrentándose unas a otras. La atmósfera
se volvió aún más hostil cuando Paul empezó a rebe-
larse, a hacer valer su masculinidad e independencia,
y a demostrar a las tres mujeres su superioridad física
y mental.
De hecho, Paul era, con mucho, el miembro mejor
dotado de la familia. Era un muchacho brillante y am-
bicioso, pero acosado por constantes dudas acerca de
los alcances de sus capacidades físicas e intelectua-
les. Su independencia económica no modificó esta si-
tuación. Cursó la carrera de abogado, trabajando al
mismo tiempo para costear sus estudios, y, una vez
graduado, obtuvo un puesto muy bueno en un estu-
dio jurídico y se casó. En ese momento de su vida
-entre los veinte y veinticinco años- se sintió, por
fin, capaz de desasirse y desapegarse de su familia, tal
como lo había hecho Robert.
Pronto hizo una excelente carrera, desde el punto
de vista financiero y profesional. Tenía una esposa en-
cantadora, por completo entregada a él, y un hijo her-
moso e inteligente. A decir verdad, había logrado todo
cuanto podría haber deseado alcanzar a esa edad. Sin
embargo, se sentía constantemente insatisfecho y de-
primido. Aunque su esposa y la firma donde trabaja-
ba le daban toda la libertad que deseara tener, se sen-
tía tan atrapado en su situación conyugal y profesio-
nal como lo había estado otrora en su hogar materno.
Se quejaba constantemente de su esposa, su estu-
dio jurídico, sus tareas y hasta su profesión. Al mismo
tiempo, elaboraba sueños diurnos en los que preveía
cambios drásticos en su vida. De hecho, estaba siem-
pre en busca de las personas y trabajos apropiados que
le ayudasen a encontrar, por fin, su verdadero self.
Esto nos conduce a su fantasía de relación con el
padre perdido antes de nacer. La conducta de su fami-
lia no había sustentado en absoluto la glorificación del
262
padre difunto. Paul apenas si conocía los datos más
básicos y generales acerca de los antecedentes del pa-
dre, su profesión, su fatal enfermedad y su muerte. Y
esta información era incluso incompleta, desconcer-
tante y contradictoria. Su madre nunca le había ha-
blado del padre como persona, ni le había concertado
un encuentro eon algún miembro sobreviviente de la
familia paterna. Para ella, era como si el padre de Paul
nunca hubiese existido. Este silencio elocuente afectó
profundamente al hijo y lo indujo a crear un mito en
torno del padre. Construyó una imagen paterna muy
glorificada, pero más bien abstracta y sin vida. Como
no guardaba recuerdos personales de él, y ni siquiera
le habían contado anécdotas, supuso que su imagen
de un hombre importante, talentoso y admirable, qui-
zá no se asemejaba en absoluto a su padre real. Pensó
que, tal vez, aquel era un producto de su imaginación
y hasta experimentó un considerable sentimiento de
triunfo, al ver que había creado sus metas e ideales
(reflejados en esa imagen) por sí solo, en forma inde-
pendiente, sin tener que recurrir a un modelo realista.
Este sentimiento de desprecio, que negaba su ne-
cesidad urgente de un padre, expresaba su rechazo de
las actitudes y conductas maternas y, en especial, de
su moralidad exagerada y sus escalas de valores en
general. Su ideal del yo reactivo y las metas de su yo
ambicioso eran, en realidad, el producto de una lucha ·
permanente contra sus identificaciones inconcientes
con su madre, su hermana y su tía (Greenson, 1954).
Por desgracia, esta lucha había generado marca-
dos conflictos de identidad y le había impedido desa-
rrollar un sentimiento de continuidad, de rumbo tra-
zado con firmeza. Pero su constante búsqueda de iden-
tidad no reflejaba simplemente su necesidad de una
figura parental realista, a la que pudiera aceptar co-
mo modelo por imitar. Al parecer, ninguna persona de
uno u otro sexo le había resultado aceptable para este
rol, por cuanto Paul esperaba que su padre real vol-
viera y asumiera el rol de ese modelo que él necesita-
ba con tanta urgencia.
Paul abrigaba mayores dudas que Robert acerca de
si esta conjetura era correcta o no, y había elaborado
263
una historia paterna mucho más especifica. Se pregun-
taba si su padre no habría abandonado a su esposa,
insoportable y hostil; y fundado otra familia en Cali-
fornia, donde residían sus parientes. Suponía, además,
que esa era probablemente la razón por la que su ma-
dre nunca le había permitido tratarse con sus parien-
tes paternos. Sospechaba que siempre lo mantenía tan
pegado a ella porque no quería que descubriera la ver-
dad, ni que encontrara al padre y se reuniera con él
y con su nueva familia; también infería vagamente que
esa mujer pudiera no ser su verdadera madre. Aun-
que Paul nunca dio el menor paso para escribir a esos
parientes o visitarlos, se averiguó que había adquiri-
do el mismo hábito que Robert: todas las mañanas es-
peraba recibir una apasionante carta •especial" de su
padre, que nunca llegaba. También él mantenía la ilu-
sión de que algún dia su padre le escribiría y ambos
se reunirían.
La actuación de Paul durante su análisis esclare-
ció la intensidad de sus esperanzas de retomo del pa-
dre: de repente, desarrolló una involucración emocio-
nal muy fuerte con un abogado notable, mucho ma-
yor que él, hasta que descubrió su gran semejanza con
el único retrato del padre que él poseía. Evidentemen-
te, por un breve lapso había tenido la esperanza de que
ese hombre fuese, en verdad, su padre.
Sus sospechas sobre un abandono de la familia por
parte del padre y sobre su nueva vida en California
siempre habían permanecido en un nivel preconcien-
te o, en ocasiones, conciente. No obstante, ignoraba
que el sentirse atrapado, su afán compulsivo de huir
de su madre, su esposa, sus empleos y sus superiores,
en busca de las personas y de los trabajos apropia-
dos, constituían una expresión de su búsqueda del pa-
dre y su deseo de reunirse con él y con su nueva fami-
lia.
La hipotética segunda esposa de su padre no de-
sempeñaba papel alguno en sus fantasías concientes,
pero su rol en el inconciente quedó revelado por sus
fantasías acerca de ciertas mujeres casadas, mayores
que él, que tal vez podrían darle algo muy e<especial11.
Por supuesto, este obsequio C(especial11 que esperaba re-
264
cibir de ellas, pero que nunca podía obtener, era su
padre real y. por consiguiente. su propio self auténti-
crunente "varonil».
Todas estas fantasías, esperanzas y expectativas
centradas en la figura de su padre real, a las que po-
drírunos calificar de novela frun111ar, empezaron a de-
sarrollarse en su período de latencia, junto con sus de-
seos de ser •adoptado• y sus decepcionantes intentos
en tal sentido, y entretejidas con ellos. Sus represen-
taciones ilusorias estaban predominantemente al ser-
vicio de sus tentativas de resolver sus conflictos nar-
cisistas. Experimentaba la pérdida del padre como una
herida narcisista y, de hecho, como una castración; por
consiguiente, la supervivencia del padre y su futuro
retorno significaban para él una recuperación poten-
cial de su perdida identidad masculina.
Con todo, como en el caso de Robert, el mito de-
sempeñaba la función adicional de rechazar fantasías
profundamente inconcientes con respecto a la muerte
violenta del padre. Un material sadomasoquista refe-
rente a la escena primordial, que involucraba a la ma-
dre de Paul, reveló fantasías similares a las de Robert:
quizá su madre había matado a su padre por vengan-
za cuando este intentó violarla. Paul recordaba que a
los seis años había elaborado fantasías en las que un
hombre atacaba a su madre en la calle y la desnuda-
ba; como él era un niñito indefenso, sólo podía obser-
var la escena, incapaz como era de ayudar a su ma-
dre. La fantasía cambió con el tiempo: ahora, él inten-
taba salvarla, y atacaba al agresor. El análisis de sus
fantasías demostró, por un lado, su host111dad soterra-
da hacia su glorificado padre y, por el otro, su clara
identificación con los roles y crímenes de runbos pro-
genitores. En verdad, Paul sufría sentimientos de cul-
pa tomados de runbos. Sentía que su madre había de-
seado que él usurpara el lugar del padre y lo había ten-
tado a hacerlo, y, en particular, creía compartir con
ella la responsabilidad por la muerte del padre.
265
Discusión
266
bio, Robert y Paul debieron recurrir a una desmentida
del fallecimiento del padre. Ambos tuvieron una infan•
eta bastante solitaria y desdichada. Robert guardaba
al menos algunos recuerdos feUces de sus primeros
años, aunque esa dicha babia terminado con las expe•
riencias traumáticas oportunamente descritas. De ahí
su capacidad de desarrollar intereses y relaciones emo-
cionales estables y disfrutar de la vida, si exceptua•
mos sus estados depresivos recurrentes y su adoles-
cencia prolongada con desapego de sus parientes. Bá-
sicamente, Robert era una personalidad histérica, aun
cuando con características obsesivo-compulsivas. Su
vulnerabilidad narcisista había sido causada por aquel
cambio súbito y traumático, que lo hizo pasar de la
condición de nifio protegido y excesivamente consen-
tido a la de nifio sin madre, emocionalmente destitui-
do y demasiado pequeño para afrontar sus pérdidas
mediante un duelo genuino.
Los casos de Robert y Paul presentaban semejan-
zas sorprendentes: ambos suponían que su progeni-
tor no babia muerto, sino que babia abandonado a su
cónyuge indigno y vivía en otra ciudad; amboa espe-
raban recibir una carta confirmatoria y reunirse, al-
gún dia, con él. En ambos casos, la desmentida de la
muerte del objeto perdido babia sido provocada por la
negativa del progenitor sobreviviente a hablar de su ,
cónyuge fallecido. Las historias llamativamente simi-
lares imaginadas por los dos pacientes cumplían la
misma función: defenderse de las fantasías intolera-
bles en el sentido de que los objetos perdidos habían
sido asesinados por sus cónyuges durante el acto se-
xual y. en particular, de los sentimientos de culpa cau•
sados por la fantasía inconclente de identificación con
la supuesta hostilidad y crímenes del progenitor so-
breviviente.
En el caso de Robert, las fantasías homicidas de es-
cena primordial se originaban en su conocimiento de
que algo terrible les había sucedido a la madre y al
hijo durante el parfo. Las fantasías correspondientes
de Paul habían sido estimuladas por el estrecho vincu-
lo temporal entre su nacimiento y la enfermedad y
muerte del padre.
267
En vista de las tempranas destituciones emociona-
les de Paul, nada tiene de sorprendente que, a diferen-
cia de Mary y de Robert, él se haya vuelto una persona
obsesivo-compulsiva, crónicamente depresiva y con
marcados conflictos de identidad.
Hemos señalado adrede las diferencias en la perso-
nalidad de estos tres pacientes y en la estructura de
sus conflictos, provocados por una temprana pérdida
de objeto.
268
se rehúsan a aceptar al progenitor sobreviviente (cas-
trado) o a los sustitutos parentales, y a identificarse
con ellos, y propenden a hacerse ilusiones acerca de
la grandeza del progenitor perdido y aun a elaborar
una florida novela familiar al servicio de su propio en-
grandecimiento.
En verdad, Mary había interpretado inconciente-
mente los hechos vergonzosos de su ilegitimidad y
adopción, y la deserción del padre, como una castra-
ción, un castigo a los pecados sexuales de su madre,
y de ella misma. Su lucha contra la identificación in-
conciente con su verdadera madre y su esperanza del
retomo del padre perdido -y del pene perdido- se ba-
saba en su expectativa inconciente de recuperarlos co-
mo premio a su sobresaliente castidad sexual.
Robert no había perdido al padre sino a la madre.
No obstante, él también interpretaba esta pérdida, que
lo compelía a vivir con su abuela y su padre, pecador
e «inmoral11, como una degradación e, inconcientemen-
te, como una castración. En su inconciente, la madre
angelical y glorificada era la parte más preciada de su
propio ser, el pene que él y su padre habían perdido
como castigo por sus pecados. Igual que en la desmen-
tida femenina de la castración, su desmentida de la
muerte de su madre y la esperanza de su retomo te-
nían por fin a.firmar que no había perdido en realidad
la parte más valiosa de su ser y que la recuperaría,
como premio a su santidad.
En la mente de Paul, la pérdida del padre se igua-
laba, aun concientemente, con su presunta falta de vi-
rilidad. Sus dudas y fantasías acerca de la grandeza
del padre, de su muerte o supervivencia, eran inter-
cambiables con sus dudas sobre su identidad sexual.
Veía en su supuesta castración un castigo a sus iden-
tificaciones inconcientes y sadomasoquistas con sus
progenitores, contra las que tan desesperadamente ha-
bía luchado. Su búsqueda del padre glorioso -y de su
segunda y digna esposa- reflejaba sus deseos incon-
cientes de una madre que, gracias a su capacidad de
desempeñar para con él ambo~ roles (paterno y ma-
terno), hubiese podido convertirlo en un hombre gran-
de y poderoso.
269
La incapacidad del ntfio de corta edad de pasar por
un verdadero proceso de duelo2 y resolver los conflic-
tos narcisistas y de ambivalencia con el progenitor so-
breviviente, o los sustitutos parentales, mediante fan-
tasias ilusorias, tiende a predisponerlo a los estados
depresivos.
270
8. El influjo de conflictos infantiles en
estados depresivos recurrentes
271
fóbicos. Recordaba que, desde los tres o cuatro años,
siempre habla sido una niña más bien desdichada. En
las postrimerfas de su adolescencia, había contraído
repentinamente una depresión profunda y prolonga-
da. Después de los veinte, había atravesado por varios
estados depresivos, más leves y cortos, hasta que esta
última y grave depresión:, acompañada de síntomas
agorafóbicos y claustrofóbicos. la había compelido a
buscar ayuda.
En los intervalos entre sus periodos depresivos, el
estada de ánimo de Peggy parecía haber sido levemen-
te hipomaníaco. Al principio de su tratamiento, sus sín-
tomas y actitudes me inclinaron a considerarla. una pa-
ciente neurótica, un caso de histeria de angustia fija-
da en la fase pre♦edipica. Manifestaba. cierto sentido de
la realidad bastante bien desarrollado y un insight sor-
prendentemente bueno. Pudo cooperar conmigo y es-
tablecer una excelente alianza terapéutica. En gene-
ral, la fuerza sintética de su yo, la productividad de
sus asociaciones libres y su capacidad para sublimar
y vigorizar su personalidad tendían a confirmar la hi·
pótesis de una neurosis, en tanto que su propensión
a magnificar, dramatizar y, a veces 11actuar» sus recuer-
dos, poseía una cualidad histérica.
Debí desechar el diagnóstico de neurosis, porque
durante su análisis Peggy empezó a desarrollar mani-
festaciones de trasferencia indudablemente psicóticas.
Durante un periodo de depresión grave, comenzó a su-
frir experiencias de despersonalización. En aquel mo-
mento, pensé que podría tratarse de un caso maniaco-
depresivo, especialmente cuando recuperó recuerdos
de una •depresión primordial~ padecida a los tres años
y medio. Por entonces ignoraba que pacientes fronte-
rizos y esquizofrénicos que adolecen de estados depre-
sivos también pueden haber retenido, o descubierto
ulteriormente, recuerdos de estas depresiones tempra-
nas. De todos modos, el descubrimiento de la •depre-
sión primordial•• de Peggy en nada ayudó al diagnósti-
co. Sus depresiones eran, por cierto, graves y genui-
nas; producían en la paciente una profunda regresión
narcisista, un debilitamiento peligroso de sus relacio-
nes objetales y el surgimiento de mociones suicidas.
272
Sus estados depresivos eran «reactivos•. por cuanto se
originaban en conflictos actuales y podian rastrearse
hasta conflictos infantiles subyacentes, pero el repen-
tino paso a estados de relativa exaltación apenas si po-
día explicarse en cuanto a su motivación.
Empero, el cuadro cambió de nuevo a medida que
avanzaba el análisis. En uria etapa en que de manera
repentina afloró un material inconciente profundamen-
te reprimido, Peggy empezó a sufrir graves ataques de
angustia y, en unas pocas ooasiones, atravesó por es-
tados de confusión breves. Sus fantasías se volvieron
tan aterradoras que parecían delirantes: determinadas
sensaciones corporales taro bién parecian de naturale-
za esquizofrénica. Al releer el material, intul que la pa-
ciente habla desarrollado una psicosis de trasferencia.
Pese a estas manifestaciones psicóticas, sus res-
puestas emooionales nunca fueron superftciales ni ina-
decuadas, sino intensas y enérgicas, aunque a veces
Peggy evidenciaba cierta frialdad y desapego. Los es-
tados de despersonalización eran breves y los escasos
ataques·agudos de confusión y angustia aterrorizada ·
iban seguidos de un rápido retomo a la realidad. Ade-
más, en un lapso de tres ai'los y medio no hubo la me-
nor señal de desintegración fisica, y estas reacciones
alarmantes no reaparecieron una vez terminado el tra-
tamiento. .
Cuando hace ya muchos ai'los presenté el caso ante .
la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York, señalé el pro-
blema de diagnóstico, pero expresé mi conjetura de
que la enfermedad de la paciente pertenecía. proba-
blemente, al grupo de las perturbaciones afectivas.
Gregory Zilboorg, que era un psiquiatra excelente y
muy experimentado, replicó que él estaba dispuesto
a apostar que al cabo de unos ai'los esa paciente aca-
barla internada de por vida en un hospital estatal. Con
toda evidencia, la consideraba un caso de esquizo-
frenia en rápido deterioro. Vale la pena mencionar la
anécdota, porque las sombrías predicciones de Zll-
boorg resultaron erradas. Por lo que he podido saber
de boca de la misma Peggy -con quien conversé por
última vez en la primavera de 1969-. desde que se
casó, a poco de concluido el tratamiento, había per-
273
manecido clínicameante sana, si exceptuamos tres cor-
tos períodos de depresión leve.
El primero fue provocado por una separación,im-
pulsiva de su prometido; regresó a su lado, luego de
mantener una larga conversación conmigo. Los dos
restantes sucedieron a abortos espontáneos. Durante
la última depresión, Peggy volvió a Nueva York por
algunos días, a pedirme ayuda. Repito que se ha man-
tenido clinicamente sana, salvo estas perturbaciones.
A veces, permanecía en un estado hipomaníaco le-
ve -sus compañeros de trabajo solían llamarla mues-
tro pequeñ.o rayito de sol»- pero, en general, era (y
continúa siendo) una mujer suave y cortés, aunque un
tanto reservada, que funcionaba sorprendentemente
bien en su vida profesional y privada. Desde el punto
de vista de su masoquismo, ,yale la pena mencionar
que eligió por esposo a un hombre que adolecia de un
impedimento físico; no obstante, su matrimonio ha si-
do feliz y su hijo se ha desarrollado correctamente.
Por desgracia, el buen resultado de la terapia no
nos ayuda a esclarecer el problema del diagnóstico. En
la actualidad, la enfermedad de Peggy podría conside-
rarse •esquizoafectlva» aunque; personalmente, me in•
clino a ver en ella a una paciente fronteriza que, du-
rante su análisis, desarrolló una psicosis de trasferen-
eta pasajera, muy parecida a la o:t>servada en el tipo
de pacientes descritos por Knight {1953) y Kernberg
(1967). 1
274
su trabajo se había deteriorado a tal extremo que te-
mía perder el empleo, el único campo en que babia
tenido éxito. Al verse en tal aprieto, acudió a mí en
busca de ayuda.
Era una joven alta, bella, de expresión inteligente
y triste, y movimientos retardados. Sus modales afa-
bles y corteses carecían de calidez y espontaneidad.
Su padre, un hombre frio y agresivo. sufría desde
hacia años perturbaciones mentales que lo incapaci-
taban para el trabajo. Sus depresiones iban acompa-
ñadas de miedos de empobrecimiento y síntomas com-
pulsivos, entre ellos el de lavarse las manos, vincula-
do particularmente con Peggy: se rehusaba a recibir
alimento de ella, por temor a que lo hubiese tocado
con las manos sucias. La madre, una mujer cariñosa
pero dominante, siempre había tratado a su hija como
a una nii'la y la había protegido de la vida {o sea, del
padre agresivo). A una edad muy temprana, le reveló
que su marido había destruido su vida hogarei'la con
su conducta ofensiva.
Peggy había sido una nii'la desdichada, que siem-
pre trataba de ser •«dulce y amable». Esta actitud, su
docilidad y sus logros.escolares estuvieron al servicio
de su rivalidad con un hermano tres años y medio me-
nor que ella. Era un nii'lo hermoso y encantador, pero
rebelde e inestable; se orinaba en la cama, era un mal
alumno y, más adelante, fue incapaz de conservar un·
empleo. Peggy recordaba que en su adolescencia ba-
bia sentido envidia y resentimiento hacia la conducta
agresiva y desinhibida del hermano. Ella no podía per-
mitirse ni la más leve libertad sexual; se aferraba a su
madre, tan atractiva y eficiente, y la veneraba.
Sufrió su primer período depresivo a los diecisiete
años, cuando intentó liberarse de su familia. Sus am-
biciones intelectuales se desmoronaron. No podía tra-
bajar, dormía mal, se sentía fisicamente débil y adole-
cía de varios síntomas fóbicos e hipocondriacos. Tras
su recuperación, en vez de reanudar sus actividades
intelectuales empezó a salir con muchachos. Pero es-
ta situación no duró mucho. En aquel momento. cul-
pó de su fracaso al padre, porque estorbaba sus rela-
ciones amorosas.
2715
A los veinticuatro años, luego de algunas experien-
cias amorosas decepcionantes seguidas de breves es-
tados depresivos, Peggy cambió de actitud con respecto
a su madre, de manera neta y repentina. Bajo la in-
fluencia de sus amigas, inició su primera relación se-
xual con Sidney -el maestro del que ya he hablado-
y desarrolló una hostilidad casi paranoide hacia suma-
dre: antes la adoraba; ahora, la responsabilizaba por
sus fracasos sexuales, porque «me habia hecho tan dé-
bil y dependiente•. Decidió separarse de sus padres y
se fue a vivir con una mujer divorciada que convivía
con un amante y, en muchos aspectos, se parecía a
su madre.
Peggy observaba celosa a aquella pareja feliz, en
tanto que su propia relación amorosa fracasaba, y se
deprimió a tal punto que recurrió al análisis. Sabia que
Sidney no había interrumpido una relación anterior
con otra muchacha: lo veía muy de vez en cuando y
dudaba de su amor. Cada vez que él la dejaba, se de-
primía ante la expectativa de no verlo nunca más y
se entregaba a fantasias en las que él la traicionaba
y ella se vengaba de su crueldad. Empero, cuando él
regresaba a su lado, era incapaz de expresarle sus sen-
timientos y sólo podía satisfacer los deseos de él.
Su relación parecía· tundarse primordialmente en
intereses sexuales. El acto sexual prolongado le pro-
duela un leve placer vaginal y, aunque insistía en que
eso era «lo único valioso en la vida•, nunca había teni-
do un orgasmo ni deseaba tenerlo, pues para ella era
«el fin• y odiaba ese fin.
Un día, Sidney le informó que su otra amiga habia
quedado embarazada y él se sentía obligado a casarse
con ella. Por primera vez, mantuvieron una conversa-
ción intima en la que, para gran sorpresa de Peggy,
él le confesó que había tenido más apego por ella de
lo que le había dado a entender. Su actitud le recordó
la de su padre: la trataba mal pero, ocasionalmente,
le decía que la amaba de veras. Antes de separarse,
Sidney y Peggy mantuvieron una relación sexual que
concluyó con un: violento estallido emocional por par-
te de ella: •¡No te vayas! -le gritaba-. ¡No te lo lleves!
¡No me dejes!•.
276
Le sobrevino una depresión, en cuyo comienzo llo-
raba desesperadamente, se quejaba de que todas las
mujeres le robaban a los hombres, se consideraba in-
digna de ser amada y odiaba a todas las mujeres casa-
das, cuyos maridos podrian haber sido de ella. Esta
fase agitada fue seguida de un periodo depresivo para-
lizante, con sentimientos de vacuidad y cierta desper-
sonalización: «He perdido mi noción del tiempo; pasa
tan lentamente que no termina nunca. Todo ha aca-
bado para mi. Nunca volveré a amar. La vida se dilu-
ye, carente de sentido. Ya estoy muerta. Mi vacío es
la nada ... igual que la muerte. También estoy mez-
clada con el espacio. A veces, me siento sola en el es-
pacio; soy la única persona en el mundo y a mi alrede-
dor reina el vacío. Por un momento efimero, creo que
mi amante está en la habitación, pero luego todo está
vacío. Solamente queda un mundo muerto; eso es la
eternidad».
Tuvo impulsos suicidas que la impelian a arrojar-
se por la ventana o lanzarse bajo las ruedas del tren
·subterráneo.
A esto siguió un estado depresivo más angustiado,
durante el cual aumentaron los síntomas fóbicos e hi-
pocondriacos. Temía perder su empleo y su dinero, o
contraer tuberculosis u otra enfermedad. Los armarios
o gabinetes abiertos la asustaban y decía que todas las •
puertas debían permanecer cerradas. Sufria ataques
de angustia en el teatro, el cine o en espacios cerrados
(p.ej., en el ascensor). Temía que «algo pudiera aplas-
tarla• y lo que más la angustiaba era viajar en tren sub-
terráneo; cuando este se detenía, se asustaba mucho
y pensaba: «Todos parecen congelados, como si fue-
ran figuras de cera. Dentro de un instante sucederá
algo terrible. Habrá un choque y todo terminará en
muerte y destrucción».
Al cabo de varias semanas de depresión, Peggy pa-
só repentinamente a un estado de exaltación y, con
la misma brusquedad, entabló otra relación amorosa
que acabó pronto y fue seguida de una nueva depre-
sión. Esta pauta se repitió varias veces en el trascurso
del análisis: dentro de su exaltación, Peggy trababa una
relación amorosa y se entregaba con pasión al nuevo
277
víncu.lo. Pasaba siempre de una actitud inicial espe-
ranzada y exageradamente expectante, al desengaño
y la desesperación más profunda. Pronto se hizo evi-
dente que los rápidos cambios de actitud de sus aman-
tes eran motivados por la conducta de la propia pa-
ciente. Luego de unos pocos encuentros afortunados,
se deprimía cada vez que esperaba al amante y, aco-
sada por fantasías de celos, se mostraba tan fría y de-
sapegada que asustaba al hombre al extremo de ha-
cerle perder todo interés por ella.
Pese a su grave enfermedad, Peggy se comportaba
sorprendentemente bien en su vida diaria. Durante los
dos primeros años de análisis -un período en que al-
ternaron los estados depresivos y exaltados- asistió
a todas las sesiones y concurrió al trabajo, excepto en
unas pocas ocasiones en que sufrió un colapso tan
completo que debió guardar cama por varios días.
A continuación describiré el conflicto infantil que
precedió a la depresión primordial, tal como me fue
revelado por las fantasías, recuerdos y "actuaciones»
y, en particular, por la vida amorosa de la paciente que,
en este caso, constituía el núcleo del conflicto pató-
geno.
El análisis de la vida amorosa de Peggy me remitió
de manera directa al período decisivo de su infancia
en que nació su hermano; por entonces, ella tenía tres
años y medio de edad. Hasta los tres años había sido,
evidentemente, una niña bien equilibrada, amada por
el padre y la madre. Recordaba que su padre y ella
acostumbraban salir a caminar juntos, y conversaban
y jugaban con afecto. De pronto, «todo se acabó y de-
sapareció; lo perdí todo. Me sentí tal como si hubiera
muerto en ese instante. Desde entonces, la vida siem-
pre ha sido vacía».
¿Qué había sucedido?
Peggy recordaba que, antes de que naciera su her-
mano, su madre habla ido al hospital, en tanto que ella
y su padre se quedaron en la casa de su abuela mater-
na, cerca de Nueva York. Al parecer, por entonces es-
talló el primer conflicto importante entre sus progeni-
tores. El padre estaba de muy mal talante, hacía caso
omiso de Peggy, reñía con sus parientes políticos y,
,
278
por último, regresó a Nueva York. La nifía quedó sola,
decepcionada por su padre, y en ansiosa espera del re•
greso de la madre. Pero cuando esta volvió, traía un
bebé. •Esa no era mi madre; era otra persona•. Al prin-
cipio, la madre estuvo enferma; luego, descuidó a su
hija mayor para ocuparse del bebé enfermizo que «no
podía hablar ni caminar pero recibía todo el amor de
mi madre•. Peggy fue incapaz de restablecer su rela-
ción con el padre: «Estaba tan orgulloso de tener un
hijo varón que no se preocupó más por mio. La peque-
fíuela se desmoronó en su primera depresión.
¿Por qué era tan importante «ese pedacito insigni-
ficante de nulidad"? Por su pene. Ese órgano le permi-
tía •tomar el placer agresivamente, aunque no lo me-
recía». Era «un instrumento mágico y poderoso, que
hacia a los hombres independientes y agresivos•. Por
cierto que odiaba y envidiaba a los hombres, poseedo-
res de un órgano que «es peligroso, pero también pue•
de brindar el máximo placer»; sin embargo, no quería
asemejarse a ellos. El acto sexual era sagrado para ella
porque mantenía una actitud totalmente pasiva y re-
ceptiva. Esta misma pasividad motivaba su negativa
a masturbarse: sólo un hombre podía darle este pla- .
cer. Siempre tenia «una sensación de vacío en la vagi-
na, como si estuviera muy hambrienta». •Hay cierta
tristeza en este vacío, como la hay en una vida vacía»,
explicaba, y afíadía que un hombre podía, tempora-.
riamente, •llenar esta falta con la presencia de su pene».
Esto aclara el estallido que tuvo cuando Sidney la
dejó. Cada vez que un amante la abandonaba, la pa-
ciente veía imágenes de penes «muy grandes, como los
de los caballos» y sentía «una especie de cosquilleo en
los labios, semejante a una irritación sexual». Estas
imágenes, dijo, ,,me atraen y me aterran como el dia-
blo». Quería que su compafíero retornara a su lado y,
sin embargo, en su fantasía, «lo enviaba de vuelta al
infierno, de donde había venido,,.
Si lo odiaba y temía a tal punto, ¿por qué deseaba
retenerlo? «Para tener un pene en la vagina, aun cuan-
do pudiese destruirme». Al principio, el pene tan odia-
do y anhelado parecía ser el de su hermano. Durante
la pubertad, había sofíado de vez en cuando que se •
279
unía sexualmente a él; se imaginaba a si misma como
una niña pequefta, que le quebraba el pene. Un mate-
rial ulterior sugirió la posibilidad de que. en un des-
cuido momentáneo. haya intentado atacar sexualmen-
te al bebé. No cabía duda de que había sentido envidia
hacia él y había deseado privarlo de su órgano, así co-
mo del placer derivado del pecho materno.
Peggy recordaba que el bebé mamaba asiendo el
pecho en una actitud codiciosa y agresiva. mientras
ella debía comer sola. sentada a su mesa. El podía to-
mar lo que deseaba porque tenía el pene que antes ha-
bía pertenecido a ella. •Mi madre debe·haberme quita-
do el pene para dárselo a él. del mismo modo que él
obtuvo el pecho de ella. Ni. siquiera me dejaban chu-
parme el pulgar•. Por entonces le sobrevinieron náu-
seas, anorexia y miedos a ingerir alimentos envene-
nados. No se trataba de verdaderas representaciones
delirantes de envenenamiento, aunque sí de algo muy
afín. Recordaba que cuando tenia dos o tres ai'í.os, su
madre le había introducido medicamentos en la boca
por la fuerza, tras fajar ceñidamente su cuerpo y apre-
tarle la nariz. Además. la había compelido a abando-
nar el hábito del chupeteo atándole las manos a los
barrotes de la cama y untándole los dedos con una sus-
tancia amarga, mientras ella suplicaba, llorando: •¡Por
favor, déjame hacerlo!».
Reprimieron su masturbación del mismo modo.
Cuando Peggy tenia cinco ai'í.os, madre e hija enfer-
maron al mismo tiempo: una niñera dura y desagra-
dable se hizo cargo de ella y. cierta vez, la pilló mas-
turbándose. La detuvo en el acto, le pegó, la maniató
y le envolvió apretadamente el cuerpo con las sába-
nas. La paciente ;reescenificaba el estado de tensión
resultante cada vez que intentaba masturbarse; trata-
ba desesperadamente de obtener un orgasmo vaginal,
estallaba en llanto y se rogaba a sí misma: •¡Por favor,
déjame hacerlo! ...
Sus ruegos eran vanos: sus sensaciones se inte-
rrumpían al borde del orgasmo y experimentaba an-
gustia, •como si estuviera encerrada dentro de mí mis-
ma, sin poder permitirme salir•. Era como estar apri-
sionada en una habitación cerrada, en un ascensor o .
280
en un tren subterráneo. Las emociones y sensaciones
se esfumaban repentinamente, porque de lo contrario
se habría producido un estallido terrible que la habría
destruido y liberado al mismo tiempo. •Seria como un
suicidio,1, comentó.
Cuando se sentía tentada de saltar por la ventana.
comprendía que uno de los propósitos de ese acto se-
ria liberarse a sí misma. En sus fantasías, se imagina-
ba volando hacia el aire libre, escapando a la libertad
y, con ello, matándose. Esta fantasía reflejaba su mo-
ción de evadirse de la abrumadora tensión psicoflsica
de la masturbación que no llegaba al climax. Debía re-
frenarse al borde del orgasmo para evitar la destruc-
ción, como si estuviera ante una amenaza de suicidio.
Debía dejar morir su sensación, para salvarse a sí mis-
ma de la muerte. ¿Por qué anhelaba el orgasmo como
una liberación y, sin embargo, lo temía tanto como a
la muerte?
En la masturbación, se veia a sí misma amenaza-
da por crecientes impulsos de orinar o defecar, que le
repugnaban y atemorizaban. Desde su más temprana
infancia, había sentido desagrado hacia estas funcio-
nes, reprimidas por su madre con la misma severidad
con que había reprimido su chupeteo. Su aprendizaje
había sido tan estricto que al año controlaba los es-
fínteres. Desde entonces. nunca había podido orinar
o defecar fuera del hogar y, en consecuencia, había pa- •
decido estreftimientos graves. Recordaba con resenti•
miento que su madre, mediante halagos, había conse-
guido que le entregara sus deposiciones: ~Me engafia-
ba y me privaba de mis movimientos de vientre, para
su propio placer-.
Su obediencia excesiva y obstinada le habían ayu-
dado a ganarse el favor de la madre, que la prefería
a su hermano, un niñ.o codicioso y agresivo que se ori-
naba en la cama. La madre aplicó enemas a Peggy du-
rante años; el procedimiento suscitaba por igual gozo
y temor en la pequeña. Pero era la única vía de escape
sexual que le quedaba; y le aseguraba una relación ho•
mosexual secreta, pasiva y duradera con su madre. En-
tre los seis y siete años, la continuó mediante juegos
anales con una amiguita. En su adolescencia, se sen-
281
tía incómoda cuando tenia que dormir en la misma
habitación que su madre o sus amigas; evitaba, an-
gustiada, todo contacto físico y sentía profundo asco
cuando la madre intentaba besarla o acariciarla.
Sus deseos homosexuales se desarrollaron tempra-
no en la trasferencia sobre la analista y sobre otras sus-
titutas de la madre. Se suponía que la analista le .son-
sacaba ideas del cerebro, le hacía pensar mediante ha-
lagos. Peggy era incapaz de pensar por sí sola. Pensar
le producía una sensación de tensión dentro de su ca-
beza, como si esta pudiese estallar. Ella entonces soli-
citaba una ayuda activa para liberar sus pensamientos.
282
y suponía que sus genitales debían haber presentado
ese aspecto, después del parto. •De otro modo -razo-
naba-, ese niño que salía por la vía anal habría sido
estrujado, desmenuzado y licuado como las heces». Su
hermano salió victorioso porque tenía un pene, en tan-
to que ella, Peggy, había salido derrotada en aquella
lucha, y perdió su órgano.
Ahora, Peggy se había forjado la representación de
que tenía un pene dentro de su cuerpo (quizá, se refe-
ría al cuello del útero) que bien podía emerger duran-
te el orgasmo. En un ataque de angustia, imaginó la
posibilidad de que durante el orgasmo despidiera to-
do aquello qu~ llevaba dentro -pene, heces, orina y
sangre- en un estallido similar al que había experi-
mentado cierta vez en que su madre le aplicaba una
enema. Durante la masturbación acabó por ceder a la
moción de orinar y defecar, con lo que experimentaba
un alivio que le parecía equivalente al del orgasmo.
Sin embargo, al mismo tiempo experimentaba sen-
saciones cada vez mayores de un ..vacío interior" que
abarcaba todo su cuerpo, "tan profundo que nada po-
día llegar hasta allí•. Le habría gustado "recibir algo
enorme que, quizá, me llenaría el cuerpo hasta el es-
tómago... Este deseo iba asociado al recuerdo de las ene-
mas, a la sensación que ie provocaba la introducción
del pico en el ano y, luego, el agua que llenaba sus
intestinos. Quería tener una experiencia similar con
un hombre, durante el acto sexual. Cuando se mas-
turbaba, tenía imágenes vagas y peculiares de su pa-
dre y soñaba con acostarse con él. El contacto real en-
tre una niña y un varón adulto significaría la destruc-
ción total. En una fantasía suya, una niña .de tres años
recibía el pene de un hombre adulto, .. tan grande y po-
deroso, que la partiría en dos11.
283
esa ocasión debió haber sentido su pene erecto y ex-
perimentado una excitación genital. Revivió plenamen-
te su abrumador sentimiento de excitación y horror,
asi como su deseo de recibir aquel pene gigantesco.
Comprendía que las imágenes magnificadas del órga-
no, equiparado con la totalidad del cuerpo masculino,
reflejaban la tremenda intensidad de su angustia, en-
tremezclada con el deseo, que había amenazado con
vencer a su yo débil mientras Jugaba al sube y baja.
Imaginaba al miembro penetrándola y descargándo-
se, y una tensión insoportable invadía todo su cuerpo.
Debía expeler el pene y, a la vez. retenerlo. Presa de
la mayor angustia, tejía fantasías en las que tomaba
el órgano con el ano, sus genitales o la boca, y lo arran-
caba con los dientes hasta que ella misma estallaba.
Esta fantasía reflejaba sus representaciones infan-
tiles del embarazo y el parto. Peggy veía las imágenes
de una persona embarazada mucho más grande que
ella, enorme y poderosa «como una montaña•; eso de-
bió mrrecerle su madre. También veía grandes pechos,
con pezones rojos y sangrantes, y amplios espacios os-
curos que contenían penes semejantes a serpientes ne-
gras con cabezas rojas, como las que había visto en
la casa de campo de su abuela. Debían de ser penes,
intestinos o bebés. Todas las turgencias representaban
espacios oscuros que contenían esas serpientes visco-
sas, capaces. de quemarla, eyectar veneno sobre ella,
estrangularla o asfixiarla hasta matarla.
Aumentaron sus miedos a viajar en tren subterrá-
neo y sus dificultades respiratorias. Emergió una es-
cena aterradora, que databa de la época del embarazo
de su madre, y que fue confirmada posteriormente, du-
rante el análisis. Su madre había empleado durante
dos semanas a una criada negra, esquizofrénica. Cier-
ta noche en que sus padres habían salido de la casa,
la muchacha entró en el cuarto de Peggy empuñando
un cuchillo; alucinaba que unos difuntos la perseguían.
Peggy recordaba el miedo que había sentido al ver a
aquella muchacha negra, con su roja boca abierta, sus
dientes blancos y el cuchillo en la mano.
La pequel'iuela había relacionado esta experiencia
con sus propios deseos y miedos sadomasoquistas en
284
tomo del embarazo de su madre. Imaginaba que esta
podría apoderarse de ella y metérsela en el vientre, en
remplazo del hermano; allí se quedaría, en una prisión
infernal, donde seria torturada hasta morir. •Tal vez
mi madre arrebataría a cuantos nifios y penes encon-
trara, y los engulliría-pensaba-. Asi es como queda
embarazada una mujer». Imaginaba a la madre toman-
do el pene del padre y •llevándolo por todas partes, co-
mo fuente de su fuerza y poder». Peggy queria igual-
mente tener el pene del padre o, puesto que él no se
lo darla, el de otro hombre: por ejemplo, el de su her-
mano º· su tio. a quien se lo habia visto una vez en
el bafio .
. Si tan sólo su madre le hubiese entregado pacifica-
mente lo que ella deseaba, si hubiese compartido con
ella lo que habla recibido del padre -el bebé-. tal vez
se habria resuelto el problema. Peggy creia que, qui-
zás, habrla aprendido a amar al nifio y, más adelante.
a los hombres. Su relación con el hermano empezó a
mejorar. Sentía que su madre le babia quitado al pa-
dre y al hermano. Esto la había inducido a formarse
el concepto de que los hombres eran malos y peligro-
sos. y a querer sólo a su madre. ¿Pero qué había reci-
bido de ella? ¡Nada! Su madre se habla llevado todo
y lo habla guardado para sí. •Debe haber tenido órga-
nos especiales, que le proporcionaban un placer, se-
guridad y autarquía constantes•, pensó.
Por aquel entonces, Peggy tuvo impulsos de besar
los genitales y el ano de una mujer. Tejió fantasias de
venganza contra su madre, por todas las destitucio-
nes sufridas. Quizá la atacarla, la molerla a golpes y
obtendria todo cuanto ella posela, o bien tomarla un
cuchillo, le abrirla el vientre, entraria en él y destrui-
rla su contenido. Tendría que despedazarla poco a po-
co y tragar todos los pedazos: tal vez, de ese modo,
podrla convertirse en su madre. •No podemos vivir las
dos -se decia-. Una de nosotras debe morir•.
Cuando la madre se internó para dar a luz al bebé,
nunca debería haber vuelto; tendria que haberse muer-
to. Entonces Peggy habria podido ocupar su lugar, y
adquirir a la vez el pene paterno y el bebé. Pero el pa-
dre no le dio lo que ella querla. En cambio, la dejó pa-
285
ra siempre. Entonces ella deseó desconsoladamente el
retomo de su madre, pero ella volvió con el bebé y,
una vez más, la nifla se sintió abandonada.
Sus respuestas ante este doble abandono quedaron
aclaradas en el análisis. Cuando estaba deprimida, so-
lía quejarse de que experimentaba un «cambio» total,
físico y emocional; se sentía trasformada en una per-
sona débil, inferior, desaliñada y apegada al hogar; su
iniciativa. su inteligencia y sus emociones habían
muerto. El sentimiento de semejantes cambios de per-
sonalidad se vinculaba con recuerdos de aquel perio-
do decisivo de su infancia. En ese momento, había ima-
ginado que sus padres hablan «cambiado» definitiva-
mente de personalidad. ,,Luego de aquella reyerta con
mis parientes -dijo Peggy-, mi padre fue otra perso-
na. Parecía frio y desapegado: después de aquello, nun-
ca fue el mismo de antes. Cuando mi madre. regresó
del hospital con el bebé, también había cambiado. Esa
no era mi madre; era una persona diferente, como si
mi madre real hubiese muerto».
Estas experiencias se repitieron vividamente en la
situación de trasferencia. En cierta ocasión, caí enfer-
ma y debimos interrumpir el tratamiento por varias
semanas. Cuando Peggy acudió a su sesión de análi-
sis, un médico le informó que yo había contraído una
enfermedad aguda. Su principal respuesta ante la en-
fermedad de su analista fue: «Me dejó sola: ese fue un
acto mezquino y ella ha perdido todo valor para mí",
pero en su fantasía elaboró la imagen de aquel hom-
bre (el médico) que podría ser mi marido. Al conver-
tirme en objeto de celos intensos, Peggy se entregó a
magníficas fantasías en torno de él. en las que imagi-
naba que se vengarla de mi arrebatándome a ese hom-
bre. Cuando, para mayor desilusión, comprendió que
no lo volverla a ver, empezó a despreciarlo y a esperar
con ansia mi regreso. Le pareció de pronto que aquel
hombre había cambiado: ya no valía la pena intere-
sarse por él, porque ahora lo veía desagradable, frío
y desapegado como su padre.
La paciente repitió más de una vez esta pauta, du-
rante el análisis; iniciaba relaciones amorosas y las es-
grimía contra mí cada vez que se sentía decepciona-
286
da. 2 El desdichado final de su relación amorosa la im-
pulsaba a volcar nuevamente hacia mí sus demandas
de amor. Esta fluctuación siempre iba acompañada de
quejas contra un cambio súbito en mi persona o en
la de su amante, que después, en sus estados depresi-
vos, salia a relucir en forma de acusaciones contra si
misma. En otras palabras, cuando la paciente se sen-
tía decepcionada y abandonada por su analista, me
desvaloraba, pero reavivaba el concepto de un padre
glorificado y se lo endosaba al hombre con quien se
encarln.aba. Al derrumbarse la imagen paternal, retor-
naba al ideal maternal, representado por su analista.
Cuando su desilusión alcanzaba su punto máximo,
Peggy se sentia abandonada por los dos representan-
tes parentales y, en consecuencia, caía en una depre-
sión tremenda, combinada con una profunda regresión
narcisista y sadomasoquista. En la fase inicial, atra-
vesaba a menudo por una etapa intermedia de rebe-
lión: se desasía de mí, de sus amigos y familiares, y
se entregaba a rencorosas fantasías en las que vivía
sola y sin amor, y que contrastaban sorprendentemen-
te con su sentimiento real de empobrecimiento del yo.
Durante esta fase, solía entablar diálogos afectuosos
y prolongados consigo misma, en los que desempen.a-
ba el papel de una madre que tranquilizaba y acari-
ciaba a su bebé. Al mismo tiempo, afloraba su agre-
sión hacia su analista: deseaba poner fin al tratamien- ·
to y demostrar que ya no lo necesitaba más. En ese
momento, creía que satisfaría sus deseos si se marcha-
ba triunfalmente, dejando atrás a su analista como a
un ser inferior, en tanto que ella se habría convertido
en un ser poderoso y superior. Así se cambiarían los
roles.
En esas ocasiones, su agresión contra sus progeni-
tores se intensificaba y alternaba con breves períodos
de depresión acompan.ados de sentimientos de angus-
tia, culpa y menosprecio de si misma. Aumentaban
sus celos hacia su amante del momento y la amiga de
287
este, y·sus fantasías se centraban en las relaciones en-
tre sus progenitores.
Peggy fue recordando una escena primordial, pri-
mero vagamente y, luego, de manera más nítida. Has-
ta los dos años y medio, había compartido el dormito-
rio de sus padres. A los tres años, acostumbraba salir
de su cuarto y correr hasta el de sus padres ~sólo para
atisbar•. En alguna ocasión, debe haber entrado y ob-
servado algo terrible. Recordaba que aquello había ter-
minado con que su padre se levantó, desnudo y muy
enojado, y la echó de la habitación.
Durante un ataque de angustia, la paciente vio a
dos personas desnudas, que resollaban y se movían
violentamente, como si lucharan entre sí, hasta que,
de pronto, hubo un silencio y .una inmov111dad com-
pletos. En este punto de su relato en la sesión de aná-
lisis. Peggy experimentó una angustia extremada, ma-
reos, dificultades respiratorias y la sensación de «hun-
dirse como si estuviera muerta». Se le apareció la ima-
gen de una mujer con la cabeza echada hacia atrás,
la boca abierta y jadeante, que iba hundiéndose como
si estuviera muerta.
Esta versión era una fusión de la escena primor-
dial con dos experiencias posteriores. A los cinco años,
Peggy había visto a su madre, atacada de neumonía,
casi agonizante y respirando con dificultad. Un par de
afias después, extirparon las amígdalas a la niña bajo
una anestesia que le provocó la sensación de hundi-
miento, además de angustia, dificultades respiratorias
y ahogo. Al despertar, vio la imagen -aparentemente
lejana- del médico, que sostenía un instrumento con
una masaabultada y sangrante. Estos recuerdos y aso-
ciaciones demostraron que Peggy se identificaba con
su madre: enferma, al borde de la muerte y derrotada
en la pelea nocturna con el padre.
Al mismo tiempo, la paciente empezó a tener lásti-
ma de su pobre madre, que había sido siempre tan des-
dichada; su marido le había arruinado la vida y Peggy
compartía la culpa del padre. Empero, este sentimiento
de lástima y culpa pronto abarcó a ambos progenito-
res, igual que su amor: su padre apenas si había sido
más afortunado que su madre. Quizás había sufrido
288
todavía más que su esposa. que no lo amaba de veras,
como tampoco lo amaba su hija. Peggy tuvo un sueño
en el que el padre de su amiga yacía en cama, enfer-
mo de extrema gravedad, en tanto que ella y la madre
se preparaban alegremente para el funeral. Peggy tras-
ladaba así sus sentimientos de culpa y remordimiento
de un progenitor al otro.
A medida que la escena primordial se fue relacio-
nando con sus situaciones amorosas triangulares, los
impulsos destructivos de Peggy fueron subiendo gra-
dualmente a la superficie, hasta culminar en un esta-
llido sádico. Se imaginó a sí misma ayudando a su pa-
dre a «derribar~ y matar alá madre. Ella succionaría
no sólo los genitales maternos, sino todo su cuerpo,
y lo absorbería en el suyo. Después de eso, lucharía
contra su padre, lo mataría a él también, le arrancaría
el miembro viril con los dientes, y devoraría sus intes-
tinos.
El meollo de estas fantasías, que la paciente llegó
a formular finalmente, era este: «Tras convertirme en
una persona igual a mi madre, absorbiéndola, podría
convertirme también en una persona igual a mi pa-
dre. Entonces habría tres personas en una, en mí». Es-
ta destrucción general signlflcaria el fin del mundo ob-
jeta!, «la nada~. «Ya no quedaría ningún peligro exter-
no, y tampoco quedaría placer alguno. De ese modo
podria cumplirse mi deseo de autarquía absoluta».
Durante este periodo de su análisis, Peggy soñó que
hacía el amor a otra muchacha uque, de algún modo,
era yo misma»; despertó asqueada y con náuseas. El
sueño significaba que deseaba 1idarse todo a sí misma,
poseerse a sí misma dentro de sí misma». Sintió im-
pulsos autoeróticos, ganas de palparse y acariciarse,
de admirar y besar sus genitales, de escarbar en ellos
y en su ano, de comer sus heces. Deseó ser hombre
y mujer, tener pene y vagina. Así triunfaría en su es-
fuerzo por independizarse totalmente del padre y la
madre, que la habían dejado sola. Sería capaz de to-
mar todo de si misma y dárselo todo a sí misma: pla-
cer fisico, amor, aprecio. Ella seria su propio juez, in-
dependiente de las críticas del mundo y gobernada úni-
camente por sus propias reglas.
289
Las fantasías y afanes destructivos de este período
se expresaron por medio de anhelos desesperados, que
se descompusieron en estados de profunda depresión
y de insoportable e impotente angustia. Por entonces,
Peggy presentaba un cuadro de psicosis esquizofréni-
ca. Expresaba sus miedos crecientes de que sus de-
seos sádicos hicieran desaparecer, realmente, el poder
con el cual había dotado a la analista, lo cual provoca-
ría su propio colapso. Prefería temer el poder a sentir
que su analista empequeñecía hasta desaparecer en
la nada, porque ella, Peggy, dependía de esa profesio-
nal como de su «único valor11. En un esfuerzo frenéti-
co, trató de reconstruir la imagen de la analista y afe-
rrarse a ella, como si fuera una diosa omnipotente que,
tal vez, la protegería de su superyó arcaico y amena-
zador, que la perseguía con miedos mágicos a una des-
trucción. Durante breves períodos en que su regresión
se hacía más profunda, su relación con la analista pa-
recía desintegrarse igualmente hasta reducirse a un
mero reflejo de su conflicto interior.
Lo que impresionaba en tales fases era la trasfor-
mación regresiva temporaria de su superyó en «intro-
yectos11 aterradores. La paciente solía sentir que los ob-
jetos que había incorporado físicamente a su ser en
sus fantasías -ya he descrito sus fantasías sádico-
orales- amenazaban con «destruirla desde adentro11.
Al mismo tiempo, decía: «Mis miedos son el único va-
lor que me queda. Tengo que mantener vivos los peli-
gros; son mejores que el vacío porque, al menos, son
emociones. Si me sobrepusiera a mis miedos, mi pro-
pio self moriría. No quedaría peligro alguno, pero tam-
poco ningún placer. Son peligros que mantengo vivos
pero que prometen un posible placer futuro11.
Peggy quería decir con esto que los «peligros" eran
los únicos restos distorsionados que le quedaban de
sus demolidos objetos de amor, a los que se aferraba
porque aún dependía de ellos. De hecho, esta sumi-
sión masoquista a sus angustias representaba lo que
quedaba de sus relaciones amorosas. Por eso su yo to-
davía se sentía vivo en su lucha contra los introyectos
del superyó cruel, y abrigaba la esperanza de reconci-
liarse y reunirse con él en el futuro.
290
Sólo había un modo de rechazar la horrible ame-
naza de su peligro interior: según creía Peggy. debía
cieliminar lo que llevo adentro", en un estallido orgásti-
co abrumador que la liberaría. Desprenderse de todo
cuanto poseía entrañaría un renacimiento del mundo
incorporado, que redimiría su culpa. Sería también su
propio renacimiento, su reconciliación con un mundo
bueno, hecho de amor y placer. Pero bien podría suce-
der otra cosa: ella cipodría rebelarse contra estos peli-
gros internos, matarlos y expulsarlos, o caer derrota-
da y morir11. En vez de renacer y recrear un mundo
bueno, completaría en tal caso la destrucción de este,
o la propia.
Cuando se aproximaba al estallido deseado, le aco-
metió el terror de enloquecer, de cometer un homici-
dio o suicidarse. En el momento del clímax, la pacien-
te requirió cuatro horas de análisis. Atrapada entre sus
impulsos opuestos, incapaz de satisfacer su deseo de
reconciliarse consigo misma y con el mundo o de lle-
var a la práctica sus agresiones, se veía en una impas-
se. Su defensa consistía en evitar la destrucción •no
tomando lo que está afuera ni entregando lo que está
adentro11. Esta situación surgía toda vez que Peggy co-
rría peligro a causa de una tensión agresiva y libidinal
abrumadora, como en el acto sexual.
Cuando la paciente llegaba al punto de peligro in-
terior, sobrevenía una repentina detención, o sea, una
desmentida de toda emoción o sensación y una paráli-
sis total. Previendo la destrucción, fingía que ella o el
mundo objetal estaban muertos, y así evitaba su ver-
dadera destrucción psíquica y física. Esta.defensa (el
mecanismo mágico infantil de la desmentida, tratado
en el capítulo 4) había logrado su propósito en la se-
. ducción genital por parte del padre y en la observa-
ción de la escena primordial, y había alcanzado su pun-
to máximo en la interrupción traumática de su mas-
turbación. Explicaba su desapego y frialdad hacia sus
amantes, el desvanecimiento de las sensaciones du-
rante el acto sexual y los períodos depresivos acompa-
ñados de sentimientos de vacío, absoluta muerte inte-
rior e inexistencia en la nada. Se diría que en esos mo-
mentos su yo demolido había perdido hasta el poder
291
de reaccionar con angustias, como últimas represen-
tantes del mundo objetal.
El análisis de Peggy llegó a su etapa crítica cuando
la paciente comprendió que el estado de desasimiento
actuaba a modo de pantalla protectora que encubría
su peligrosa vida de fantasía. Cuanto más retrocedían
sus impulsos sádicos, perdiendo terreno en favor de
los elementos libidinales, tanto más evidente se hacía
su tendencia a dramatizar y disfrutar sus fantasías. Só-
lo entonces irrumpieron directamente sus emociones
ambivalentes hacia la analista, al tiempo que trataba
de establecer la primera relación amorosa real que ha-
bía tenido en su vida.
Peggy puso fin al tratamiento cuando su compa-
ñero -con quien habría de casarse tiempo después-
se trasladó a la costa Oeste y ella consiguió un buen
empleo en la misma ciudad. Como él no estaba dis-
puesto a proponerle matrimonio hasta tanto no pudie-
ra mantenerla y ofrecerle un nivel de vida lo bastante
bueno. ella repitió una vez más su vieja «actuación»:
lo dejó repentinamente y regresó a Nueva York, o sea,
junto a su madre, que había alentado su retorno. Vino
a verme enseguida y mantuve una sesión con ella y
con su madre, tras la cual Peggy volvió a reunirse con .
su compañero. Poco después se .casaron.
Discusión
292
clones emocionales hasta el nacimiento de su segun-
do hijo. Al parecer, de ahi en adelante padeció un tras-
torno depresivo-psicótico que disminuyó o. al menos,
mejoró notablemente después de que la paciente dejó
el hogar y se casó. Esto sugiere unos celos intensos
del padre a causa de la estrecha relación entre madre
e hija. Aunque ignoro las causas y naturaleza de su
depresión, no cabe duda de que el súbito colapso y re-
traimiento del padre en el momento de nacer su hijo
varón, asi como su patología subsiguiente, influyeron
de manera 'decisiva en la evolución de la paciente.
Peggy recordaba sus primeros ai'ios de vida como
un breve periodo de felicidad que resultó espuria. Lue-
go, sufrió una sucesión de experiencias traumáticas
que le ocasionaron una depresión grave a la edad de
tres ai'ios y medio.
Cuando se encontraba a punto de pasar de las fija-
ciones pre-edipicas y pregenitales a una posición genital
-transición que en las niñas siempre empieza con de-
seos del pene paterno-, Peggy rozó el miembro viril
del padre mientras jugaba con él al sube y baja en la
cama, lo cual no sólo despertó sus sensaciones genita-
les intensa y prematuramente. sino que además mo-
vilizó sus fijaciones pregenitales. Esperó recibir del pa-
dre una satisfacción similar a la que le daban las ene-
mas de la madre. En otras palabras, la excitación .
general provocada por el padre tuvo un efecto traumá-
tico, porque Peggy era demasiado pequei'ia para do-
minarla. Estorbó el establecimiento y aceptación ulte-
riores de una posición genital femenina. y sostuvo la
supervivencia de mecanismos de introyección y pro-
yección sadomasoquistas, pertenecientes a la fase pre-
genital.
Desafortunadamente, a esta escena con el padre si-
guió, poco tiempo después, el embarazo de la madre.
En ese periodo dificil Peggy tuvo una experiencia trau•
mática con la psicótica criada negra. Se reactivaron
sus anteriores observaciones sobre la vida sexual de
sus padres, y ella las interpretó de acuerdo con los co-
nocimientos que ahora poseía. Llegó a la conclusión
de que la madre había adquirido el pene paterno por
haberlo incorporado durante una pelea encarnizada,
293
y reaccionó a esta inferencia con una profunda hosti-
lidad hacia el embarazo materno. Quiso matar a lama-
dre, entrar en su abdomen y destruirlo, y tener ella
misma el bebé. Cuando la madre se marchó al hospi-
tal, Peggy quiso ocupar su lugar, esperando recibir del
padre la satisfacción deseada. Pero él la decepcionó,
la abandonó y nunca más la amó. Resulta significati-
vo que, en el curso del análisis, las reacciones de Peggy ·
indicaran que ella había respondido a esta doble sepa-
ración -primero de la madre y, luego, del padre- con
sentimientos de rechazo conducentes al desengafio y
la hostilidad, más que con una. «angustia de separa-
ción». Apesadumbrada y presa de un odio amargo,
Peggy se volvió nuevamente hacia su madre, sólo pa-
ra sentirse abandonada una vez más, pues ella sólo
prestaba atención al bebé enfermizo. La niña intentó
evadirse en un retraimiento narcisista: decidió matar
su necesidad de amor y convertirse en una persona
independiente y autárquica.
La persecución de esta meta estaba condenada al
fracaso. No sólo era demasiado pequeña para resolver
sus intensos conflictos de ambivalencia, sino que su
intento de conquistar una independencia autárquica
produjo el efecto contrario: la llevó a depender de sus
objetos amados de un modo todavía más masoquista
y regresivamente simbiótico que, en vez de aguzar la
diferencia entre las representaciones del self y de ob-
jeto, impidieron su desarrollo. Como tampoco triunfó
en sus tentativas de reconstruir sus relaciones amoro-
sas con los padres «buenos» e identificarse con sus imá-
genes «buenas», sus conflictos infantiles -que ella re-
escenificaba en sus relaciones amorosas triangulares-
dieron por resultado su «depresión primordial». De ahi
en adelante, sus relaciones con su familia se vieron
afectadas por su ambivalencia. Encontró cierta segu-
ridad atándose a su madre, en una posición dependien-
te pero confiable, compitiendo con su hermano me-
diante la asunción del rol de hija buena y excesiva-
mente sumisa,. y buscando el aprecio del padre por
medio de su superioridad intelectual.
Por desgracia, sus problemas de adolescencia ten-
dieron a reavivar sus conflictos de la temprana infan-
294
cta. y generaron estados depresivos cuya pauta bási-
ca ya habia sido establecida en su «depresión primor-
dial».
En lo que sigue trataré más en detalle la personali-
dad de Peggy. la naturaleza de sus relaciones objeta-
les y las funciones de su yo-superyó.
Salta a la vista que Peggy no había alcanzado un
nivel de madurez en su desarrollo; por el contrario, sus
actitudes y relaciones amorosas mostraban fuertes ca-
racterísticas pre-edipicas-narcisistas. Quería adherir in-
tensamente sus demandas de amor a personas de uno
u otro sexo en las que pudiese apoyarse y de las que
pudiera depender. La sumisión angustiada y masoquis-
ta apenas si desfiguraba una actitud exigente y pose-
siva hacia sus amantes y amigos, y no la protegía lo
suficiente de sus impulsos soterrados (apasionadamen-
te celosos, envidiosos y hostiles) hacia hombres y mu-
jeres por iguat Por desgracia, proyectó sus elevadas
pautas sobre sus amigos y amantes, y tomó su supe-
rioridad como patrón de medida de su propio valor.
De ahí su tendencia a ponerlos sobre un pedestal y es-
perar que encarnaran las cualidades ideales con que
su fantasía los habla dotado.
Sus objetos de amor representaban, por consiguien-
te, imágenes parentales glorificadas, con las que Peggy
se identificaba participando en su superioridad. El he-
cho de recibir su amor y reconocimiento servia para •
sostener su autoestima, eternamente amenazada por
el rigor excesivo de sus normas y la intensidad de sus
ambiciones. He aquí un detalle significativo: Peggy no
tendía a «tomar prestadó» el yo o superyó de sus obje-
tos de amor, como lo hacen algunos esquizofrénicos;
lo que necesitaba era que fueran respetados y le die-
ran amor, elogios y.apoyo emocional. A medida que
glorificaba y admlraba a sus objetos de amor, sus re-
laciones reasumían características narcisistas que eran
congruentes con la etapa de desarrollo en que se ha-
llaba cuando sufrió aquel colapso en su primera de-
presión a la edad de tres afios y medio.
Como su autoestima dependía del elevado valor de
sus objetos de amor, el desengafio causaba no solamen-
te su desvalorización, sino también una profunda herida
295
narcisista que amenazaba con socavar el respeto a su
propio self. Siempre que ocurría esto, procuraba recu-
perar su equilibrio narcisista apoyándose en otra per-
sona {a la que dotaba de las características deseadas)
hasta sentirse de nuevo decepcionada. Su actuación
indicaba que elegía alternadamente a un representan-
te de la madre y del padre. La desvalorización de ese
representante parental provocaba una calda paralela
de su autoestima, la que ascendía nuevamente a me-
dida que Peggy reconstruía la· imagen buena y supe-
rior del otro progenitor, y volvía a endosársela a una
persona de carne y hueso.
La depresión empezó cuando Peggy quedó desilu-
sionada con ambos objetos de amor. En la época en
que se produjo su primera depresión, sus padres aún
representaban para ella la totalidad de su mundo ob-
jeta!; por tal razón, tanto entonces como en ocasiones
ulteriores, su desengaño con respecto a ambos le pro-
vocó una desilusión general ante una vida que no sa-
tisfacía sus expectativas exageradas. 3 La extensa rup-
tura de sus relaciones amorosas trasladaba el escena-
rio del conflicto al interior de su yo.
Su retraimiento narcisista de los objetos de amor
desvalorizados de los que otrora había dependido, ame-
nazaba con provocar el colapso de su propia imagen.
Peggy intentaba eludir este peligro reanimando y es-
tructurando las poderosas imágenes parentales den-
tro de sí misma. En estas fases breves de rebeldía, que
a menudo precedían a un colapso depresivo total, la
paciente se entregaba a fantasías en las que deseaba
una independencia autárquica. Intentaba combatir su
hostilidad y, por un tiempo, lograba asumir el rol de
los progenitores •buenos" y poderosos prodigándose
amor, pero su creciente hostilidad la. obligaba muy
pronto a renunciar a este ilusorio cumplimiento de de-
seo. Prefería someterse a un superyó punitivo, que le
prometía una reconciliación y felicidad futuras, antes
que a una liberación fatal de sus impulsos destructi-
vos. Cuanto menores eran sus posibilidades de hallar
296
el camino de regreso a un mundo objetal desvaloriza-
do sobre el que ya no podia proyectar sus imágenes,
tanto mayor era su presión interior. A medida que el
amor a si misma se convertfa en angustia y odio a si
misma, el superyó asumía las caracteristicas arcaicas
de malignos demonios que derramaban miedos sobre
ella y llevaban adelante su autodestrucción.
En este proceso patológico, se invertía la función
originariamente recuperadora de su superyó, por cuan-
to ya no se podia tender un puente sobre la separa-
ción entre el yo y el superyó. Debfa impedirse su unión,
porque entrañaba un doble peligro: un estallido manía-
co-homicida o una victoria suicida del superyó. Los
dos caminos habrian conducido a la autodestrucción.
297
cisista se reconvirtió parcialmente en libido de objeto,
a medida que el yo y el superyó (o sus precursores)
recuperaron unas funciones más normales. Como el
desarrollo edípico se desbarató a comienzos de la eta-
pa genital (Gero, 1936) sin llegar nunca a su plenitud,
las frágiles relaciones objetales retuvieron las típicas
características pre-edípico-narcisistas de la dependen-
cia y el sometimiento. Hubo un exceso de expectati-
vas, imposibles de satisfacer, con respecto a los obje-
tos de amor y al self. Los primeros se idealizaron y so-
brevaloraron; las imágenes desiderativas del ~lf y el
ideal del yo eran tan elevadas que resultaban inase-
quibles.
Como no se producía un cambio fundamental en
la tonalidad narcisista de la personalidad, cualquier
nuevo desengaño podía quebrar la frágil relación y con-
ducir otra vez a una denigración del objeto de amor
en la que participaría la imagen del sel[.
Creo que este es el proceso depresivo básico, en es-
te tipo de paciente.
Considero que la patología de las funciones del su-
peryó obedece a un esfuerzo restitutivo por reparar la
herida narcisista mediante el remplazo de los objetos
de amor desvalorados por µna introyección en el su-
peryó de sus imágenes omnipotentes y glorificadas. Ra-
do ( 1928), que señaló por primera vez la existencia de
procesos introyectivos dobles en la melancolía, afirmó:
•El "objeto bueno", cuyo amor el yo desea, es intro-
yectado e incorporado al superyó. Allí ( ... ) se lo dota
del derecho prescriptivo ( ... ) de enojarse, y mucho,
con el yo» (págs. 434-5). Mi hipótesis modifica esta
enunciación, en tanto destaca la diferencia entre la in-
troyección de los progenitores malos, indignos y des-
valorados en la imagen del sel[ y la introyección de
los progenitores punitivos y ensalzados, ya sean bue-
nos o malos, en el superyó. El niño aún puede abrigar
la esperanza de reconquistar amor, elogios y seguri-
dad de unos padres punitivos y endiosados, pero ya
nada puede esperar de unos progenitores desvalora-
dos. No obstante, este intento restitutivo fracasa for-
zosamente y la hostilidad ilimitada, vuelta hacia el sel[,
puede conducir a la autodestrucción.
298
En cuanto al problema de las manías, sólo puedo
aportar unos pocos comentarios acerca del distingo que
podría establecerse con respecto a cierto tipo de esta-
dos hipomaníacos. El caso de Peggy reveló que la hi-
pomanía puede constituir una solución eficaz, aunque
temporaria, del conflicto, dentro del marco de una per-
sonalidad básicamente enferma, por la vía de una re-
conciliación genuina entre el yo y el superyó. En algu-
nas condiciones maníacas o hipomaníacas, el yo se re-
fugia en una ilusión de poder por medio de alianza con
el ello pero, en realidad, renuncia a sus funciones esen-
ciales; en otras formas de hipomanía, tal estado repre-
senta una victoria del amor sobre la destrucción y de-
riva en una verdadera expansión del yo por caminos
sociales y culturales.
Por ejemplo, es muy sabido que hay personas crea-
tivas, afectadas de ciclotimia, que alcanzan su máxi-
ma productividad en los intervalos aparentemente sa-
nos que, en realidad, son condiciones hipomaníacas.
He podido observar, en dos pacientes que se encon-
traban en la fase de recuperación lenta de una depre-
sión y transición a la hipomanía, que el superyó puni-
tivo iba perdiendo sus características destructivas, en
tanto que se reconstruían ideales exaltados, intereses
sociales, aspiraciones culturales y relaciones amoro-
sas que el yo fortalecido y exaltado llevaba luego ade-
lante con éxito e intenso deleite. Peggy proporcionó,
aparentemente, un buen ejemplo de esta alternativa.
299
9. La teoría psicoanalítica de la
depresión ciclotímica
300
clones del self duraderas, así como el mantenimiento
de relaciones objetales estables e identificaciones fir-
mes del yo y el superyó.
En la personalidad pre-psicótica, las representacio-
nes de objeto y del self no están claramente separadas
del ideal del yo; conservan atributos de las tempranas.
imágenes infantiles de objeto y del self y, en conse-
cuencia, son portadoras de valores mágicos infantiles
y primitivos. El superyó no es un sistema firmemente
integrado. Está personificado, funciona de una manera
inestable y tiende a asumir un excesivo control sobre
el yo o a desintegrarse, disolverse y fusionarse con las
representaciones del selfy de objeto. Se lo reproyecta
fácilmente hacia el mundo exterior. Tanto él como las
representaciones de objeto y del self son propensos
a experimentar fragmentaciones regresivas: por un la-
do, vuelven a escindirse en imágenes tempranas y pri-
mitivas: por el otro, se fusionan entre sí. El individuo
tiende, pues, a reaccionar ante conflictos con el mun-
do objetal recurriendo no a defensas yoicas contra an-
sias inaceptables, sino a retraimientos y desplazamien-
tos de la investidura libidinal y agresiva de un objeto
a otro, de un objeto personal a representaciones de co-
sas y, también, de las representaciones de objeto a las
del self, y viceversa.
El comienzo de la psicosis propiamente dicha se ca-
racteriza por una desmezcla y desneutralización peli-
grosas e irresistibles de las mociones pulsionales. Es-
to desencadena una furiosa lucha por la supremacía
entre las fuerzas libidinales y las destructivas. Sea cual
fuere el factor desencadenante, esta pugna puede con-
ducir, con el tiempo, a un fatal empobrecimiento libi-
dinal, una acumulación de agresión pura, una deses-
tructuración y una dispersión de las pulsiones desmez-
cladas por la totalidad del self. Mi conjetura es que los
fenómenos pstcosomáticos «endógenosij presentes en
la psicosis, señalados en el capitulo 6, surgen al desa-
rrollarse dicho estado.
Desde el punto de vista psicológico, lo que pone en
marcha el proceso psicótico es, probablemente, una
reactivación de los conflictos infantiles centrados, so-
bre todo, en tomo de los objetos de amor parentales
301
o sus sustitutos, pero que más tarde se extiende a todo
el mundo objeta!. El yo defectuoso.del individuo pre-
psicótico es incapaz de dominar estos conflictos con
ayuda de defensas neuróticas, de modo que intenta re-
solverlos desplazando la investidura libidinal y. lue-
go, la agresiva, de las representaciones de objeto a las
del sel[; seguidamente renueva sus esfuerzos por rein-
vestir los objetos y. por último. incrementa las fusio-
nes de las imágenes de objeto y del self. Todo esto va
acompafiado de una grave distorsión regresiva de las
representaciones de objeto y del self, que acaba por
provocar su colapso y eventual disolución y escisión
en imágenes primitivas. Las identificaciones del yo y
el superyó se desintegran y son remplazadas por «iden-
tificaciones narcisistas•, o sea. por fusiones regresivas
de imágenes del superyó, del sel[ y de objeto. El resul-
tado puede ser un colapso de todo el sistema psíquico.
Estos sucesos psíquicos se expresan en las experien-
cias de «fin del mundo», pérdida de identidad y •sen-
tirse muerto•, propias de los esquizofrénicos.
Estos psicóticos sufren una desintegración del pen-
samiento de proceso secundario y presentan perturba-
ciones graves de su sentido de la realidad, o sea, en la
percepción y discernimiento del mundo objetal y de su
propio sel[. Se deterioran las funciones yoicas y las re-
laciones emocionales con los objetos personales (per-
sonas reales) e inanimados: abundan las interpretacio-
nes erróneas del mundo objetal, y las respuestas ina-
decuadas a este.
Los mecanismos de defensa psicóticos tienden a
mantener y/o restituir las representaciones de objeto
y del self. Para ello se valen primero del mundo objetal
real. Como ya lo expuse en mi Freud Anniversary Lec-
ture (Jacobson, 1967), el psicótico intenta salvarse a
sí mismo buscando el apoyo externo. Trata de apunta-
lar sus funciones yoicas buscando estimulantes emo-
cionales e ideacionales en el mundo exterior. Se vale
de mecanismos de introyección y proyección para to-
mar prestados el yo y superyó de otras personas, y pro-
yecta partes de su propio sel[ en determinados objetos,
en cuyas acciones puede participar mágicamente. Si
estos esfuerzos fracasan, se retira del mundo objetal.
302
En tal caso, jmágenes primitivas de objeto y del sel[,
que han sido revividas en forma regresiva y han halla-
do el modo de llegar hasta la conciencia, se fusionan
y unen con los restos de conceptos realistas para for-
mar nuevas unidades. Así se establecen poco a poco
representaciones delirantes de objeto y del self, por
completo ajenas a la realidad, que vuelven a proyec-
tarse hacia el mundo exterior.
La profundidad y la naturaleza de la regresión de-
terminan, posiblemente, el desarrollo de una psicosis
maníaco-depresiva o esquizofrénico-paranoide. Parece-
ría que en algún punto de su evolución, los maníaco-
depresivos alcanzan un nivel superior en cuanto a la
diferenciación e integración de los sistemas psíquicos.
En consecuencia, el agudo proceso regresivo que acom-
pafia sus episodios es diferente y de menor alcance que
el observado en los esquizofrénicos. Por lo común. es
reversible, no aéarrea una desintegración completa de
la personalidad y se detiene en un punto donde toda-
vía es posible lograr una recuperación bastante com-
pleta. Bleuler ( 1911) expresó que una diferencia carac-
terística entre el esquizofrénico y el maníaco-depresivo
consistía en que los miedos del primero se referían a
desastres que ocurrían en el presente, en tanto que los
del segundo concernían a catástrofes futuras. Desde el
punto de vista metapsicológtco, creo que esta diferen-
cia indica que en el esquizofrénico las representacio- .
nes de objeto y del sel[, dentro del sistema yoico, se de-
sintegran realmente al extremo de disolverse, mien-
tras que el maníaco-depresivo sólo se siente amenazado.
Sus angustias podrán ser graves, pero no son verdade-
ros estados de pánico. Los delirios propios de los esta-
dos maníacos o melancólicos muestran diferencias ca-
racterísticas con respecto a los delirios esquizofrénicos,
que, en mi opinión, corroboran este aserto. l En cuan-
to al suicidio del melancólico, recordemos lo enuncia-
do por Freud (191 7e): se comprueba que el objeto de
amor es más poderoso que el self. Yo aftadiria que en
el acto del suicidio el self recupera igualmente un sen-
303
tlmiento de poder y logra una victoria úhtma, aunque
fatal.·
304
Necesitan tina provisión constante de amor y apoyo
moral por parte de un objeto de amor altamente valer
rado, que no necesita ser una persona, pues puede es-
tar representado por una causa u organización pode-
rosa de la que se sienten parte integral; en tanto dure
su «creencia" en este objeto, podrán trabajar con en-
tusiasmo y gran eficiencia. Sin embargo, estos pacien-
tes tienden a caer en una elección masoquista de sus
compañeros o «causas•• y a establecer una situación
de vida que los decepcionará inevitablemente y. por en-
de, preparará el· escenario para la aparición de su en-
fermedad. Gero (1936} señaló que los maníaco-depre-
sivos pertenecían al tipo de personalidad masoquista.
Cuando podemos observar al paciente y su compañe-
ro, descubrimos con frecuencia que viven en una re-
lación de amor recíproco peculiarmente ~simbiótica»
(Mahler, 1966}. Se alimentan el uno del otro, pero de
un modo muy distinto de como lo hacen los esquizo-
frénicos. En algunos casos, ambos son maníaco-depre-
sivos y se desmoronan alternadamente; en otros, el
compaliero del maníaco-depresivo puede ser un tipo
oral, pero de otra vartedad. 2
He elegido como punto de partida para el estudio
clinico del conflicto depresivo, de las defensas y de los
mecanismos de restitución, un breve sueño del pacien-
te N., un médico que se encontraba en los comienzos
de una depresión. El proceso había sido provocado por •
la noticia alarmante de que su madre padecía un cán-
cer de útero y debía ser operada inmediatamente. En
los años precedentes, N. había contraído estados depre-
sivos con un matiz paranoide, sentimientos de cansan-
cio y agotamiento, y una serie de síntomas y miedos
psicosomáticos e hipocondríacos, iniciados por el des-
cubrimiento de que su esposa debía someterse a una
operación ginecológica que podia afectar. su fertilidad.
N. soñó que había perdido dos de sus dientes «ex-
celentes,,; en el momento de su desprendimiento, se
había desintegrado el fino cordoncillo de plata que los
305
mantenía unidos. Su interpretación inmediata fue que
los dos dientes los representaban a él mismo y su ma-
dre; la estructura de conexión era el cordón umbili-
cal, que todavía lo unía a ella. Si su madre moría, él
se sentiría como si hubiese perdido su propio self. El
cordón de plata representaba igualmente su persona-
lidad débil, que se derrumbaría si la madre fallecía.
Cuando no estaba deprimido, N. se ensalzaba a sí
mismo de manera bastante conspicua; según decía, se
consideraba muy apuesto, inteligente y listo, tan 11ex-
celente.-él mismo como lo eran sus dientes. En ese es-
tado, hablaba constantemente de su adoración por la
madre, a quien describía como una mujer inteligentí-
sima, física y mentalmente fuerte, y dotada de una
bondad y generosidad infinitas. Y decía que había ele-
gido a su esposa por su aparente semejanza con aque-
lla. Empero, ninguna de las dos mujeres correspondía
en absoluto a esta descripción ideal: eran neuróticas,
en exceso angustiadas y apegadas a él y, como ya he
mencionado, tenían problemas ginecológicos. El pa-
ciente había logrado desmentir durante añ.os sus fla-
quezas, incluidas sus afecciones físicas. El mismo ha-
bía padecido varias enfermedades graves, a las que so-
lía responder con un estado depresivo que iba acom-
pañado de quejas y miedos hipocondríacos. En otros
momentos, se mostraba extraordinariamente orgulloso
de su cuerpo ..
Su sueño acerca de los dos dientes perdidos se rela-
cionaba con una experiencia vivida en su adolescencia,
cuando perdió un diente a causa de la negligencia de
su madre, que no se había preocupado de proporcio-
nar a sus hijos una atención dental adecuada (como
tampoco se había preocupado por su enfermedad ac-
tual, hasta que ya fue casi demasiado tarde para reci-
bir asistencia). Por entonces, el muchacho debió ha-
cerse cargo de su problema: consultó a un dentista y
este le extrajo el diente, probablemente porque ya no
se podía salvar. Digamos de paso que N. abrazó la me-
dicina porque el único hermano de su madre y el suyo
propio (un sustituto del padre) eran médicos: los ha-
bía admirado mucho. En consecuencia, su vocación
representaba un ideal derivado de dos objetos de amor
306
parentales, por cuanto su madre le había contado rei-
teradas veces que ella lo atendía y curaba durante sus
enfermedades de la temprana infancia. No obstante,
siendo aún muy niño, había sufrido el trauma de la
muerte de su abuela materna, a quien ni su tío ni su
hermano pudieron curar. Ambos habían sido jóvenes
muy dotados y prometedores, que luego fracasaron to-
talmente en sus carreras.
Durante la sesión en que analizamos el sueño, N.
empezó a expresar su profundo resentimiento ante la
incapacidad de su madre y su esposa para cuidar de
manera adecuada la salud de ellas mismas y la de sus
hijos. Culpó a la primera por sus graves enfermeda-
des infantiles, que probablemente habían sido tan des-
cuidadas como sus dientes. A medida que avanzaba
la sesión, empezó a desacreditar a toda la profesión
médica por su impotencia absoluta y habló de ciertos
facultativos destacados, pero incompetentes, que ama-
saban una fortuna aprovechando la ignorancia de sus
pacientes. Por último, pareció complacerse en formu-
lar graves reproches contra sí mismo: se acusó de ser
un médico descuidado e inepto, que no se interesaba
por sus pacientes y era incapaz de curarlos. Terminó
la sesión expresando sus profundos sentimientos de
culpa hacia su madre, cuya enfermedad había descui-
dado y pasado por alto, diagnosticándola cuando ya
era demasiado tarde para salvarla, y se marchó muy .
deprimido. 3
El sueño, el material onírico y las correspondien-
tes respuestas emocionales que se observaron duran-
te esta sesión mostraron en una forma compendiada
los requisitos previos del conflicto depresivo y su de-
sarrollo.
La interpretación simbólica y superficial del sueño
que propuso el paciente me reveló de manera inme-
diata el núcleo patógeno de su personalidad maníaco-
depresiva. El frágil cordoncillo de plata indicaba la de-
bilidad de su yo, el cual se apoyaba en el estrecho
vínculo entre él y su madre. Los dos dientes simboli-
3 La madre del paciente aún vive, pero sufrió una grave depre-
307
zaban su objeto de amor y sus representaciones del
self: el diente que representaba a su madre le pertene-
cfa, era su diente; los dos dientes estaban conectados.
En otras palabras, aqui vemos un elemento que consi-
dero característico de estos pacientes: la separación in-
suficiente entre las representaciones del objeto de amor
y del self. Notamos que no hay fronteras nitidas entre
ellos, lo cual explica la fijación demasiado fuerte del
paciente a los objetos de amor parentales. Las repre•
sentaciones del sel[ se extienden, por decirlo así, a las
representaciones de objeto: ambas evidencian una ma-
duración y estabilidad insuficientes.
El paciente mide sus objetos de amor. y se mide
a si mismo, con patrones de valores infantiles, predo•
minantemente su omnipotencia física e invulnerabili·
dad. Estos patrones se encuentran engastados en su
elevadísimo ideal del médico competente (y, de hecho,
omnipotente) que consagra su vida entera a la salva-
ción de sus pacientes. En las asociaciones de N., ob-
servamos también la personificación de su ideal del
yo, asi como su insuficiente diferenciación de la ima-
gen parental ideal. El paciente habla indiscriminada-
mente del valor o inutilidad de la ciencia y profesión
médicas en general, y de los médicos que representan
Imágenes parentales.
Su ejemplo muestra, además, que en los ma:níaco-
depresivos todas las ambiciones y actividades sólo gi-
ran en tomo de representaciones de los sobrevalora-
dos objetos de amor parentales que, por decirlo así,
se extienden hasta abarcar el mundo entero. De ahi
el fracaso de todas sus funciones yolcas cuando el ob-
jeto de amor los decepciona y es desvalorizado. Ob-
servamos con frecuencia que los maniaco-depresivos
viven de sus Ideales o de sus compañeros idealizados,
más que de su propio yo. y se enorgullecen extraordi-
nariamente de sus idealizaciones, como si su idealis-
mo fuese capaz de convertirlos, por si solo, en seres
humanos valiosos. Cabria añadir que el nidealismo» del
maniaco-depresivo es de un tipo muy diferente del que
percibimos en el esquizofrénico: este es más abstrac-
to y está alejado de los objetos personales; aquel, co-
mo en el caso de N.• está vinculado principalmente a
308
un objeto representativo personal. Esto explica el apa-
rente «realismo• del maniaco-depresivo, descrito por
Lange y otros psiquiatras clínicos.
309
Esta posición es inevitablemente inestable y facili-
ta rápidos cambios de investidura ante la menor pro-
vocación. El maníaco-depresivo se protege de este pe-
ligro con fuertes salvaguardas patológicas, sobre todo
con los mecanismos de desmentida analizados en el
capitulo 4 y tan bien descritos por Lewin (1950). Sólo
puede mantener una sobreinvestidura libidinal prolon-
gada de la imagen del objeto de amor si se esfuerza
de continuo por desmentir su propio valor intrinseco
y las debilidades del verdadero objeto de amor, es de-
cir, mediante una sobrestimación ilusoria del objeto de
amor y una sobrestimación o subestimación igualmen-
te ilusoria, o aun delirante, de si mismo. Si tropieza
con un desengaño o fracaso, los mecanismos de des•
mentida se derrumbarán o deberán ser reforzados a
tal extremo que el paciente podrá caer en un estado
maniaco.
A mi juicio, el estado maníaco contrasta con los sen-
timientos de grandeza del esquizofrénico en que re-
presenta un estado de participación prolongada del self
en la omnipotencia imaginada del objeto de amor. El
maniaco puede permitirse descargar su agresión en for-
ma total y difusa. Al desmentir la existencia del dis-
placer y la destrucción; convierte al mundo entero en
un valle de placer eterno e indestructible; en conse-
cuencia, su agresión no puede causar daño alguno.
Citaré un ejemplo de esto. Una paciente cuyo esta-
do hipomaníaco marcaba el fin de nueve meses de de-
presión, me dijo que sentía un apetito tan voraz que
le gustaría devorarlo todo: comida, libros, cuadros. per-
sonas, el mundo entero. Cuando le señalé en son de
broma y de provocación deliberada que ese deseo pa•
recia bastante malo y peligroso, y le pregunté qué ha-
ría ella si todo era devorado, me contestó muy diverti-
da: •¡Oh, no! El mundo es tan rico que no tiene fin .
. Las cosas nunca se acaban. No puedo hacer daño a
nadie ni a nada».
Si fallan lo.s mecanismos de desmentida, la prime-
ra reacción del paciente será dominar la herida narci•
sista y reforzar su autoestima por medio de un menos-
precio del objeto de amor tan ilusorio como su ante-
rior glortftcación. Tratará de reparar la herida con un
310
vuelco de toda la investidura agresiva sobre la ima•
gen de objeto, y de la investidura libidinal, sobre la
imagen del self. En el caso de mi paciente N., este me-
canismo aún resultó eficaz en su adolescencia: el jo-
ven se reafirmó por vía de menosprecio de su madre
negligente y de identificación reactiva con la imagen
ideal de ella. De este modo, siguió adelante y cuidó de
su diente, en vez de descuidarlo como lo había hecho
su madre y aun a pesar de ella. Sin embargo, en su
sueño indicó que, inconcientemente y por buenas ra-
zones, veía su éxito como un fracaso: en realidad, ha-
bla perdido el diente que, en el sueño, se equiparaba
con su self y con su madre. En realidad, los maníaco-
depresivos pueden responder a un éxito amoroso o pro-
fesional del mismo modo en que responden a un fra-
.caso: con un estado maniaco o hipomaniaco, o bien
con una depresión. Su respuesta depende del signifi•
cado del éxito: ¿significa una autoafirmación agresi-
va, por menosprecio y destrucción del objeto de amor,
o un obsequio recibido del poderoso objeto de amor?
Su incapacidad de aceptar el éxito no expresa siem-
pre, ni exclusivamente, su masoquismo moral y su
conflicto de culpa.
Uno de mis pacientes depresivos solia responder
a sus logros con una pugna entre sentimientos de or-
gullo desmedido y de angustia y vacío crecientes. Era
como si hubiese perdido el tesoro más preciado de su ,
vida; de ahi en adelante, su vida estaría vacía. Perdía
interés en sus empresas anteriores y acababa por sen-
tir que, de todos modos, su trabajo íntegro había sido
inútil. Esta respuesta es simplemente más intensa y
patológica que la conocidisima actitud de los narcisis-
tas, que valoran un objeto en tanto es inasequible y
lo desvalorizan en cuanto lo consiguen.
El maniaco-depresivo no puede soportar una auto-
afirmación lograda mediante la depreciación de su ob-
jeto de amor. Procura evitar esta situación mantenien-
do a cierta distancia, por decirlo así, a ese valorado ob-
jeto, con lo cual lo protege de la desvalorización. La
simultánea sobreinvestidura libidinal del objeto dife-
rencia claramente esta actitud del alejamiento esqui-
zoide. Puesto que el objeto de amor debe permanecer
311
inasequible, tal vez evite el éxito demorando un logro
final o la consumación real de una relación amorosa
por la que ha luchado con desesperación.
Su gran temor a un autoengrandecimiento dura-
dero a costa del objeto de amor obedece, evidentemen-
te, a que podria derivar en un retiro completo de la
libido y en un lanzamiento de toda su dura hostilidad
contra ese único objeto. Su miedo a una *pérdida de
objeto» es un miedo a la absorción destructiva de la
imagen «buena y poderosa» de dicho objeto por la ima-
gen del self. Esta situación genera en el maniaco-de-
presivo una necesidad inmediata e intensa de recu-
perar su antigua posición. Se mostrará hipersensible
a cualquier falla en sus logros. y la utilizará para con-
firmar su propia debilidad y restablecer la fuerza y va-
lor del objeto. Por eso el éxito le aflige del mismo mo-
. do que el fracase. Ambos pueden provocar una desva-
lorización inicial y hostil del objeto de amor, que re-
sulta intolerable y deja paso a una rápida reversión,
anulación y desmentida de la situación precedente.
La ·agresión volverá del objeto de amor a la imagen
del self, en un reflujo inmediato y acrecentado, pero
para entonces el proceso patológico puede haber lle-
gado tan lejos que el paciente esté demasiado vaclo
de libido como para reinvestir suficientemente el ob-
jeto. En ese caso, tal vez sólo atine a una doble desva-
lorización: de si mismo y de su objeto de amor. No po-
cos pacientes, en particular los afectados por depre-
siones «simples" crónicas, y muchos nifios depresivos
pueden presentar este cuadro: manifiestan un pesimis-
mo y desilusión generales, acompañados de una falta
de interés en la vida y en si mismos; todo se ha vuelto
inútil. carente de valor, displacentero o vacío; mantie-
nen una desmentida constante del valor de ellos mis-
mos y del mundo.
Como ya lo expresé en el capitulo 6, pienso que es-
ta es la perturbación depresiva primaria, discernible
de los intentos secundarios de defensa y restitución.
Por cierto que algunos pacientes dan muestras de es-
forzarse muy intensamente por reinvestir y reconstruir
la imagen del objeto de amor, y por recuperar su ines-
table equilibrio original.
312
Ahora investigaremos las defensas que usa el pa-
ciente con tal propósito. Como sus recursos libidina-
les están en baja, su primera linea de defensa consis-
tirá en volverse hacia el mundo objeta! real en busca
de apoyo, o sea que tratará de resolver el conflicto in-
terno con ayuda externa (Jacobson, 1967). Quiere uti-
lizar el amor de una persona externa, a la que ha en-
dosado su imagen de objeto ideal, como estimulante
para su declinante capacidad de amar. En esta etapa
de frenéticos esfuerzos por detener el proceso depresi-
vo, el paciente se aferra tenazmente. y cada vez más,
a la persona elegida para tal fin. Echa mano de toda
su libido disponible y la vuelca sobre esta única per-
sona. en una súplica desesperada para que le dé una
prueba de amor infinito, de valor y poder indestructi-
bles, lo bastante convincente como para provocar en
sí mismo una respuesta libidinal y permitirle, asi, res-
tablecer una imagen de objeto ideal que no pueda ser
desvalorizada ni destruida.
Podemos observar muy bien esta fase de actuación
en la situación de trasferencia que se produce duran-
te el tratamiento de los depresivos. El paciente se es•
fuerza hasta el agotamiento por concentrar en el ana-
lista todo el amor que aún le queda. Se comporta de
un modo extremadamente sumiso', masoquista y, a la
vez, sádico: se entrega al analista pero, a cambio de
eso, espera de él lo Imposible. Desea su presencia cons-
tante e intenta extorsionarlo a fin de que sin cesar le
muestre amor, poderlo y valor omnipotentes.
En esta etapa, mucho depende del modo en que el
analista maneje la situación de trasferencia. 4 A medi-
da que se desarrolla el episodio depresivo. puede per-
der el control de las cosas. Si ya no es capaz de satis-
facer las expectativas de su paciente, ambos queda-
rán atrapados. El paciente será cada vez más incapaz
de tolerar la calidez y simpatía del analista, que no sus-
citarán en él una respuesta libidinal adecuada y sólo
acrecentarán su desengaño y la exigencia hostil de un
amor más poderoso. Su miedo a un colapso completo
4 En el capítulo 12, abordaré los problemas de trasferencia més
313
de la imagen de objeto lo impelerá a retroceder un pa-
so más. Notamos que el niño abandonado prefiere te-
ner un objeto de amor fuerte y agresivo, a perderlo;
del mismo modo, es posible que el paciente adulto in-
tente aferrarse por lo menos a la imagen de un objeto
omnipotente, pero no carifioso sino punitivo y sádico.
Tal tentativa se evidencia en sus crecientes provoca-
ciones masoquistas de la ira del analista hasta obte-
ner una manifestación agresiva que puede depararle
un alivio temporario pero que no hará más que pro-
mover el proceso patológico.
Si el mundo exterior no le ha ayudado a resolver
este conflicto, es posible que el paciente recurra a su
última línea de defensa: el retiro del mundo objetal.
Esto puede llevar a la interiorización total del conflic-
to y al desarrollo de un síndrome depresivo agudo,
abiertamente psicótico.
Antes de abordar el problema de la melancolía, de-
searía aclarar que, hasta ahora, he pasado por alto de
manera deliberada, para simplificar la exposición, los
aspectos del conflicto depresivo relacionados con el su-
peryó.
Los mecanismos de introyección melancólica repre-
sentan, al parecer, el último intento infructuoso de re-
cuperar la perdida posición original. Al menos, logran
restaurar la imagen de objeto poderosa, con su incor-
poración al self. Veamos brevemente lo que sucede.
Ante todo, la evasión final del paciente del mundo
real de los objetos facilita un retiro de investidura de
la parte realista de las representaciones de objeto, con
la consiguiente escisión de las imágenes de objeto. Du-
rante la última fase del conflicto, se construyó la ima-
gen desiderativa arcaica de un objeto de amor podero-
so, pero punitivo, contrapuesta a la imagen de un ob-
jeto de amor débil y malo. Esta imagen desiderativa,
reanimada y agrandada, se disuelve ahora en tanto re-
presentación dentro del sistema yoico, y es absorbida
por el superyó; y la imagen de objeto menospreciada ,
y desvalorizada· se fusiona con las representaciones del
self. Sobreviene un cisma peligroso, que todavía refle-
ja los esfuerzos del paciente por salvar el objeto valo-
rado; en efecto, él intenta mantener su imagen desi-
314
derativa a una distancia inalcanzable de la denigrada
imagen del sel[, para protegerla de sus impulsos des-
tructivos. Por consiguiente, las fuerzas agresivas se
acumulan dentro del superyó e invisten la imagen del
sel[, en tanto que el yo reúne las reducidas fuerzas li-
bidinales y cede ante la acometida.
De este modo, el paciente logra salvar al poderoso
objeto de amor, pero sólo a costa de una desvaloriza-
ción completa del self o aun de su destrucción. Las que-
jas y autoacusaciones incesantes del melancólico, sus
manifestaciones de desvalimiento y carencia de valor
moral, constituyen a la vez una desmentida y una con-
fesión de culpa por el crimen de haber destruido el va-
lioso objeto de amor. Por cierto que ambas dicen la ver-
dad: la imagen poderosa se ha derrumbado en tanto
représentación de objeto dentro del yo, pero ha sido
reconstituida en el superyó.
Estos procesos de introyección difieren de las iden-
tificaciones normales o neuróticas del yo y el superyó.
En las identificaciones normales y neuróticas del su-
peryó se mantienen las representaciones de objeto den-
tro del sistema yoico, en tanto que la introyección me-
lancólica en el superyó de la imagen de objeto ideali-
zada (poderosa, pero punitiva) va acompañ.ada de un
abandono de las representaciones· •buenas• de objeto
dentro del yo y lleva a su fusión con el superyó y a .
una personificación de este. La insuficiente separación
inicial entre la imagen desiderativa de objeto y el ideal
del yo facilita el proceso. Por otro lado, el mecanismo
de introyección en el yo no conduce a una identifica-
ción de este con el objeto de amor, sino a una fusión
de la imagen de objeto ,,carente de valor• con la ima-
gen del self. El yo no asume ninguna de las caracterís-
ticas del objeto de amor; el superyó percibe y trata al
self como si fuera un objeto de amor desvalorizado.
(Ahondaré más en esto en el capítulo 10.)
Mi exposición y descripción metapsicológica del
problema de la depresión han pecado, por fuerza, de
esquematismo y unilateralidad. He omitido delibera-
damente los correspondientes procesos pulsionales.
Dentro del marco de este capítulo, me ha parecido de
menor importancia que el melancólico divulgue fanta-
315
sías de incorporación canibálica y fantasías de eyección
sádico-anal. Todos los psicóticos, esquizofrénicos y
maníaco-depresivos manifiestan este tipo de material
del ello, profundamente regresivo, que corresponde a
los procesos aquí tratados: la amenazadora destruc-
ción de las representaciones de objeto y del self. y su
restitución por medio de su fusión parcial.
En este capitulo he procurado explorar los siguien-
tes interrogantes: ¿dóode se producen, en la depresión
psicótica, estas fusiones (o sea. estas introyecciones}
desde el punto de vista estructural?, ¿qué significan,
con respecto a la patología de las funciones del yo y
el superyó? Por eso quise concentrarme en los siguien-
tes tópicos: la importancia de los conceptos de las re-
presentaciones del self y del objeto desiderativo (bue-
no y malo), con miras a comprender las identíftcacio•
nes de tipo depresivo; las fluctuaciones de investidura,
sus desplazamientos de las representaciones del self
a las de objeto, y viceversa, y sus fusiones; la lucha
del maniaco-depresivo por mantener y recuperar su
posición de participación en el poder de su objeto de
amor; la función defensiva del aferramiento del pacien-
te al objeto de amor real y externo, durante el periodo
depresivo; la formación del síntoma melancólico, co-
mo expresión de sus últimos e infructuosos intentos
de restituir un objeto de amor poderoso dentro del su-
peryó.
Naturalmente, las fases de desarrollo del conflicto
depresivo y su solución patológica se entretejen y no
pueden di:ferenciarse con la claridad con que se las dis-
tingue en esta descripción. Aun durante los interva-
los libres, solemos notar que el maníaco-depresivo ma-
nifiesta fluctuaciones más o menos constantes en su
eficiencia y estado de ánimo. Para recuperar su equili-
brio narcisista, ora se aferra a sus objetos de amor rea-
les y requiere la ayuda externa, ora ensaya retiros tem-
porarios en una seudo autarquía, con aplicación ex-
clusiva de sus propios criterios superyoicos. Por eso
no me parece del todo suficiente decir que el maníaco-
depresivo manifiesta actitudes compulsivas en sus in-
tervalos libres. También los esquizofrénicos paranoi-
des pueden adoptarlas con una rigidez conspicua. La
316
principal diferencia entre las actitudes del maníaco-
depresivo y la personalidad compulsiva radicaría, em-
pero, en que el primero se apoya simultánea o alter-
nadamente en un objeto de amor idealjzado y en su
propio superyó. Adolece de una mezcla de seudo in-
dependencia y dependencia, que no se advierte en los
verdaderos compulsivos.
317
1O. Las identificaciones psicóticas
318
conocemos casos en que han sobrevenido estas tden-
tiflcaciones tras la pérdida o muerte del objeto de amor,
si bien es posible que en lugar de provocar un cam-
bio fisico, como en Abraharn, ocasionen sorprendentes
cambios de personalidad. Por ejemplo, al quedar viu-
da, una mujer se hace cargo de la empresa de su di-
funto esposo y la convierte en el principal ideal y pro-
pósito de su vida. Ella misma se trasforma en una efi-
ciente mujer de negocios que emula a su marido no
sólo en sus intereses, sino también en sus hábitos, ac-
titudes y métodos administrativos.
Los resultados de este proceso de identiflcación nor-
mal difieren mucho, sin duda, de los correspondien-
tes a las identificaciones depresivas. Si, al enviudar,
una mujer quedase sumida en una depresión melan-
cólica, la sombra del objeto caería sobre su yo, como
lo expresó tan bellamente Freud (1917e, pág. 249 (AE,
XIV, pág. 246]). En vez de asumir sus ideales, activi•
dades o rasgos de carácter, se culparía a si misma por
su incapacidad de llevar adelante su empresa o aun
por haber arruinado a su marido, sin percatarse de que
sus reproches contra sí misma se refieren inconcien-
temente a él. Por supuesto, sabemos que su intensa
hostilidad inconciente hacia el difunto le impide res-
ponder a su muerte como lo hizo 'la amante esposa en
el ejemplo anterior. Como resultado de su conflicto,
en vez de lograr un parecido realista con su marido,
esta segunda viuda se trata a si misma, en su estado
patológico, «como sb ella fuese el esposo «malo». 1
Esta expresión nos recuerda un Upo de personali-
dad muy diferente: la esquizoide ~como si•, tan brillan-
temente descrita por H. Deutsch (1942). Son persona-
lidades incapaces de poseer sentimientos e intereses
genuinos y de desarrollar identificaciones duraderas
del yo y el superyó, que, ante tal incapacidad, se com•
portan «como si» los hubiesen poseído y desarrollado.
319
Entre los pacientes, no es raro que la etapa de imita-
ción de personas idealizadas preludie un estado esqui-
zofrénico delirante. Citaré como ejemplo el caso de un
muchacho de dieciocho años que se hallaba en los co-
mienzos de un desarrollo esquizofrénico: cada vez que
tenía miedo y era incapaz de manejar una situación,
trataba de pensar en un amigo grande, poderoso y ad-
mirado, y procuraba «inhalarlo• literalmente para imi-
tar su apariencia, gestos y conducta; de este modo, te-
nía la sensación de «haberse convertido en su amigo•
y podía dominar la situación sin contratiempos. Ad-
vertimos, pues, que el melancólico se trata a sí mismo
como si fuera el objeto de amor, en tanto que el pa-
ciente esquizoide o pre-esquizofrénico imita al objeto
y se comporta como si fuera él. En un estado esquizo-
frénico delirante, existe la posibilidad de que el pacien-
te llegue a creer conctentemente que es otro objeto.
320
del selfy de objeto. No obstante, pueden continuar has~
ta muy avanzado el período de latencia.
Durante la fase pre-edípica temprana, empiezan a
formarse las imágenes «buenas• y •malas" del self y de
los objetos de amor; lejos de reflejar la realidad, aún
no se diferencian con claridad entre sí y tienden a fu-
sionarse y escindirse reiterada y fácilmente. Sabemos
que por algunos años el niño continúa sintiéndose a
si mismo como una mera prolongación de la madre;
participa de su omnipotencia imaginada o, a la inver-
sa, cree que la madre forma parte de su propio self om-
nipotente. Además, en sus fantasías, se inclina a igua-
lar o combinar ciertas partes importantes del cuerpo
materno y paterno, como los senos y el falo, a asignar
este último a la madre y, en general, a forjar imáge-
nes parentales unitarias a partir de una combinación
de las imágenes materna y paterna. Su renuencia a
abandonar estas fantasías mágicas expresa, por su-
puesto, su deseo de evadir la intrusión dolorosa de la
realidad, por la vía de mantener o restablecer super-
dida unidad con su objetó de amor más temprano: la
madre poderosa.
El deseo del bebé de constituir una sola unidad con
la madre -un deseo fundado en f~ntasias de incorpo-
ración oral del objeto de amor-'- genera fácilmente nue-
vas fusiones entre las imágenes del self y del objeto
de amor cada vez que el niño experimenta sentimien-
tos de satisfacción, contacto fisico y proximidad a la
madre. Es evidente ·que tales experiencias de fusión
con el objeto de amor siempre van asociadas a un de-
bilitamiento temporario de la función de percepción
(o sea, del naciente sentido de la realidad) y a un re-
torno al anterior estado no diferenciado. Pero ya en su
primer año de vida, el niño pugna por alcanzar su me-
ta no sólo en forma pasiva, por medio de satlsfaccio-
nes recibidas del mundo exterior, sino también por la
imitación activa de sus padres. Estas imitaciones aún
poseen un carácter mágico, si bien representan una
transición a las identificaciones yoicas e indican el co-
mienzo del proceso de formación del yo. Al principio
son meras actividades formales, carentes de conteni-
do ideacional y significado funcional, que tendrían co-
321
mo único fin provocar la deseada experiencia de una
fusión del self con el objeto de amor.
Más adelante, la imitación puede desempefiar un
rol importante en el desarrollo del yo; basta recordar
la función que cumple en el aprendizaje. Gaddini
(1969) ha tratado el problema de la imitación en un
articulo excelente.
El avance ulterior de la fase de imitación de los pro-
genitores al de identificación con ellos en el yo presu-
pone, _por cierto, que el nifio va acrecentando su per-
cepción y distinción del self y el mundo objetal, em-
pieza a desarrollar representaciones más realistas de
ambos, dentro del sistema yoico, y comienza a esta-
blecer firmes fronteras entre ellos. Ahora renuncia gra-
dualmente a su deseo de unidad completa con sus ob-
jetos de amor, en favor de esfuerzos activos por pare-
cerse a ellos en el futuro. Estos cambios corresponden
al avance del estado de identificación total al de iden-
tificación parcial. Sólo en este punto de su evolución,
el nifio empieza a emular a sus padres por el camino
de adoptar actitudes y conductas significativas, con lo
cual adquiere un verdadero interés por sus activida-
des. En el curso de estos procesos de identificación,
esencialmente inconcientes, su yo asume de manera
efectiva ciertas características de sus objetos de amor.
A medida que su imagen del self se convierte en un
espejo que refleja más fielmente lo que él es, le permi-
te lograr una fusión parcial de las representaciones del
self y el objeto de amor sobre la base de semejanzas
realistas. · ·
Estos comentarios breves bastarán, quizá, para de-
finir las diferencias fundamentales entre las identifi-
caciones del yo y las fantasías de identificación de la
temprana infancia. Las primeras son realistas, en tan-
to provocan cambios duraderos en el yo que justifican
el sentimiento de semejanza, al menos parcial, con los
objetos de amor. Las segundas son de naturaleza má-
gica, sólo representan una fusión temporaria (parcial
o total) de imágenes mágicas del self y los objetos, y
se basan en fantasías, o aun en. la creencia tempora-
ria, de constituir una unidad con el objeto o trasfor-
marse en él, sin tener en cuenta la realidad. Desde lue-
322
go, este tipo pre-edipico temprano de identificaciones
parciales, inconcientes y pasajeras, sobrevive normal-
mente en nuestra comprensión empática de otras per-
sonas, como elemento importante de nuestras relacio-
nes sociales y amorosas. Mi material clínico demos-
trará, empero, que, en procesos psicóticos de regresión,
las relaciones e identificaciones de objeto normales se
desintegran y son remplazadas por identificaciones de
tipo mágico pre-edipico.
Antes de abordar estos procesos, debo sei'íalar la
única área del yo en que las identificaciones mágicas
del niño con su objeto de amor encuentran normal-
mente un refugio seguro y duradero: el ideal del yo
y el superyó. De hecho, el núcleo del ideal del yo se
compone de imágenes idealizadas de los padres, fu.
sionadas con imágenes arcaicas y engrandecidas del
self. Debo añadir que el niño tarda varios años en de-
sarrollar representaciones del self más o menos realis-
tas, firmemente diferenciadas de sus imágenes mági-
cas y desiderativas del self, así como de su ideal del
yo. La formación del superyó constituye, en verdad,
un buen ejemplo del uso constructivo de mecanismos
regresivos al servicio del yo. Es innegable que hasta
el superyó maduro conserva un carácter mágico e in-
cluso representa un cumplimiento mágico de deseo,
pero el yo es conciente de ello. Esta ~onciencia se re- .
fleja en nuestra percepción de las discrepancias entre
las pautas fijadas por nuestro yo y superyó. De este
modo, el eterno deseo de unión con los objetos de amor
edípicos continúa expresándose en la lucha, no me-
nos eterna, por armonizar esas pautas.
Sabemos que la constitución del sistema del super-
yó significa la solución definitiva de los complejos edí-
picos. En vista de la patología melancólica, insisto una
vez más en que estas grandiosas formaciones reacti-
vas no sólo llevan a cabo el renunciamiento a los de-
seos sexuales infantiles en favor de intereses sociales
y culturales, sino que, además, y como lo subrayó
Freud (1914c, 1921c), son factores importantísimos pa-
ra la resolución de los conflictos infantiles narcisistas
y de ambivalencia. Los procesos de idealización y for-
mación del ideal del yo contrarrestan la tendencia del
323
nifio a menospreciar a sus progenitores y trasforman
a esos padres malos, sexuales. agresivos, débiles, su-
cios y castrados, en figuras ejemplares engrandecidas,
buenas, fuertes y asexuales. Los esfuerzos del niño por
identificarse con ellos encuentran el apoyo más pode-
roso en la interiorización de las actitudes parentales
de exigencia y prohibición, desaprobación y recompen-
sa. El desarrollo de las funciones de autocritlca y auto-
aprobación del superyó promueve la neutralización de
las fuerzas libidinales y agresivas. al par que coadyu-
va a apartarlas de los objetos de amor y encauzarlas,
en cambio, hacia intereses y funciones yoicas de meta
inhibida. Entonces, la constitución del superyó se con-
vierte en un elemento coadyutorio de los esfuerzos del
yo por sobreponerse a las heridas narcisistas que la
frustración pulsional, los desengaños y, en general, el
impacto de la realidad infligen al self infantil.
Estos tres aspectos esenciales de la formación del
superyó nos hacen comprender que una enunciación
simple (p.ej., las identificaciones del yo y el superyó
remplazan al objeto de amor sexual perdido) no sería
lo bastante amplia y precisa. Debemos entender el si-
guiente hecho: las relaciones de objeto infantiles se be-
nefician notablemente con el desarrollo de las identifi-
caciones del yo y superyó; las identificaciones psicóti-
cas surgen, muy por el contrario, con el derrumbe y
la desintegración de las representaciones realistas de
objeto y del self, de las relaciones objetales y de las
funciones yoicas. Las primeras no destruyen ni rem-
plazan; sólo trasforman y cambian la naturaleza de las
relaciones objetales. 2 En tanto refuerzan los procesos
de neutralización pulsional, reducen las investiduras
de objeto de tipo sexual y agresivo en favor de las rela-
ciones amorosas tiernas y los intereses del yo, estas
identificaciones inherentes al desarrollo contribuyen
muchísimo, en verdad, al establecimiento de represen-
taciones de objeto y del self firmemente investidas, rea-
listas y duraderas, así como de relaciones objetales y
funciones yoicas estables.
324
.,.,
~,
r1 .,
CASO l
325
su cónyuge, y dijo: "Estoy tan confundida que no sé
si me quejo de mi marido o de mí misma. En mi men-
te, la imagen de él está por completo mezclada con la
mía, como si ambos fuésemos una misma persona. Pe-
ro eso no es cierto, ¡no lo es en absoluto! Sé que él es
muy diferente de mí. Sólo nos parecemos en nuestra
excesiva dependencia reciproca. No nos amamos. Nos
aferramos el uno al otro como dos bebés y cada uno
espera que el otro sea una buena madre. Ya no sé qué
clase de persona es él en realidad, ni cómo.soy yo. Creo
que antes siempre fui generosa y dadivosa, en tanto
que Irving es tacaño y egoísta y espera que yo me sa-
crifique por él. Ahora, yo tampoco puedo darle nada.
Sólo quiero que cuiden de mí; tal vez por eso me he
enfermado. Quiero que ahora Irving lo haga todo por
mí. Me he sentido impotente, incapaz de cambiarlo,
pero mi enfermedad tampoco lo moverá. a quererme».
Aunque en este arranque la paciente tocó muchos
problemas de la depresión, centraré mi atención so-
bre todo en la naturaleza y funciones de sus mecanis-
mos de identificación depresiva.
La señora O. reveló claramente su grave conflicto
de ambivalencia con el marido, que amenazaba con
destruir su relación. Su agresiva desvalorización del
cónyuge no carecía de fundamentos realistas. Mis pro•
pías impresiones confirmaron su aserto de que el ma-
rido era una persona egoísta, tacaña, excesivamen-
te dependiente y exigente, en tanto que ella había sido
normalmente una esposa compulsiva, dominadora y
regañona, pero también cálida, generosa y abnegada.
Siempre había existido una relación un tanto simbió-
tica entre estas dos personas -lo cual es muy ca-
racterístico- y cada una se sentía parte integral de
la otra. Sin embargo. sólo se parecían en la medida
en que él era básicamente una personalidad de tipo
oral-narcisista. Desde el punto de vista caracterológi•
co, su patología narcisista-pregenital se había desarro-
llado por caminos diferentes y, en verdad, complemen-
tarios.
Al comienzo de este capítulo, señalé que el melan•
cólico se trataba a sí mismo como si fuera el despre-
ciable objeto de amor, sin asumir realmente sus ca•
326
racterísticas. No obstante, en su depresión, esta pacien-
te se había vuelto sin duda tan egocéntrica y avara
como su marido (o, al menos, como ella lo describía).
Debo aclarar, empero, que estas actitudes, que expre-
san el proceso regresivo y son comunes a todos los me-
lancólicos, no constituyen, evidentemente, identificacio-
nes del yo con el objeto de amor. Con sus actitudes de
aferramiento desamorado, estos pacientes deprimidos
pueden imitar efectivamente la conducta de sus cón-
yuges, como en este caso, pero ello obedece a que su
elección de pareja es patológica, narcisista y, a menu-
do, muy masoquista. Es un cuadro muy distinto del
que encontramos en ciertos pacientes neuróticos de-
presivos.
Charles Fisher observó a varias pacientes deprimi-
das que, en el inicio de su estado depresivo, adopta-
ban de manera efectiva la conducta característica de
su primer objeto de amor (la madre). que antes habían
criticado severamente. 3 He hecho observaciones simi-
lares en mis pacientes depresivo-compulsivas. En ta-
les casos se advierte una identificación real, aunque
transitoria, del yo con el objeto ambivalentemente ama-
do, que Justifica los severos reproches contra sí mismo.
En el estallido que acabo de relatar, la paciente
psicótico-depresiva reveló la naturaleza de sus identi-
ficaciones, de la que los melancólicos suelen ser muy,
poco concientes. «No sé si me quejo de mi marido o
de mí misma», dijo, y admitió que ya no podía perci-
birse, ni percibirlo a él, de manera realista, ni discer-
nir y evaluar claramente sus diferentes rasgos de per-
sonalidad. Constituía la expresión manifiesta de su
deteriorado sentido de la realidad, del remplazo de las
imágenes realistas de objeto y del self por otras distor-
sionadas, y de la fusión y confusión patológicas entre
la imagen de su cónyuge, «malo,, y desvalorizado, y el
concepto de su propio self despreciable. La paciente
demostró, con igual evidencia, que su fijación a la fa-
se infantil de participación mágica en el poderío y va-
lor de un objeto de amor idealizado la había predis-
puesto a caer en este proceso regresivo.
3 Comunicación personal de Fisher.
327
Las acusaciones contra el modo de ser de su mari-
do habían anunciado el comienzo de su estado patoló-
gico. Sus reproches se parecían a los de un niñito de-
silusionado, con la diferencia de que el niño es capaz
de cambiar rápidamente las imágenes buenas y ma-
las de su objeto de amor, en tanto que el desengaño
de la señora O. con respecto a su marido había alimen-
tado una profunda hostilidad que le hacía ver única-
mente su lado malo. Su mente. lo había trasformado
en la i:QJ.agen de un despreciable alfeñique. Sin embar-
go, al cabo de algunas semanas, sus esfuerzos por man-
tener su afecto hacia su objeto de amor y su miedo
a aniquilar la imagen ccbuena11, de la que tanto depen-
día, la habían inducido a volver cada vez más su hos-
tilidad contra sí misma, en un viraje que le permitía
aferrarse a su marido con una tenacidad creciente. Se
había inducido una identificación patológica. La me-
jor descripción de este proceso no es decir que consis-
te en una introyección del objeto de amor en el yo, si-
no en una introyección conducente a una absorción
y remplazo graduales de la imagen del ccmarido malo11
por la imagen de su propio self despreciable.
328
y despreciable delselfo mantener, una vez más, el ca-
rácter de objetos peligrosos que amenazan destruir el
self. El gran mérito de M. Klein consiste en haber ob-
servado y descrito este tipo de fantasías en niños de
corta edad y en adultos psicóticos.
Sin embargo, no me parece que se aclare la cues-
tión con asimilar el establecimiento de •introyectosi, a
la introyección. Además, Schafer destacó el rol que de-
sempeñan los •introyectos» en la vida de las personas
normales. No he hallado en mi material clinico nada
que confirme esta idea. En general, he evitado el tér-
mino •introyectos» en mis escritos, porque diversos
autores lo han empleado de maneras muy diferentes
que inducen a confusión. Tal como lo acuñó Klein, de-
nota los sentimientos de haber incorporado objetos, en
tanto que la introyección y la proyección .son meca-
nismos utilizables en un nivel más corporal o más abs-
tracto. «lntroyección» y •proyección• son términos muy
útiles -si se los aplica como se hacía en el pasado-
porque los mecanismos o procesos psicológicos a que
aluden pueden confirmarse clínicam~nte con la mis-
ma facilidad con que se verifica su rol en la formación
de identificaciones. El caso de la señora O., al que vol-
veré enseguida, es un buen ejemplo de ello.
329
cerme interminables reproches a mí misma -dijo-,
a veces oigo la voz de mi madre. Era una mujer fuerte
y maravillosa, pero muy severa y disconforme. Yo de-
pendía tanto de ella como dependo ahora de mi mari-
do. ¡Si al menos él fuese tan fuerte y maravilloso co-
mo ella!». Con su lucidez habitual, la paciente no sólo
indicó que, inconcientemente, su marido representa-
ba para ella a su madre, sino que, además, compren-
dió que su superyó se había vuelto tan punitivo a con-
secuencia de la reanimación de la imagen de una
madre-esposo poderosa, severa y agresiva; Esto sub-
raya la función restitutiva que desempeñan los cam-
bios en el superyó durante el período melancólico (cf.
el capítulo 9).
Las identificaciones descritas en primer término
provocaron el establecimiento de una imagen mala y
desvalorizada del objeto de amor dentro de la imagen
del self, en un proceso tendiente a mantener la inves-
tidura libidinal del objeto. A medida que fracasaron
estos esfuerzos por resolver el conflicto de ambiva-
lencia, la paciente prosiguió retirando la investidura
del objeto real de amor y, finalmente, del mundo obje-
ta! en general. Las relaciones de objeto perdieron in-
tensidad y significado, las funciones yoicas se inhibie-
ron y retardaron. En vez de las representaciones de
objeto realistas, en vías de disolución, una imagen del
objeto de amor poderosa e indestructible, punitiva y
cruel, resucitó y se instaló en el superyó que, de este
modo, se volvió repersonificado, desneutralizado y se-
veramente sádico. Sin embargo, al contrario de lo ob-
servado en los esquizofrénicos, el superyó melancóli-
co se mantiene como un sistema psíquico -pese a ser
arcaico, personificado por vía regresiva y muy patoló-
gico en sus funciones- y hasta cobra fuerzas ocupan-
do el lugar de las representaciones de objeto, cada vez
más borrosas, o del objeto de amor externo.
En cuanto a los resultados desafortunados de los
procesos introyectivos dobles en la melancolía, sola-
mente deseo destac;µ- aquellos puntos que son impor-
tantes para una comparación con la.esquizofrenia. En la
continuación intrapsíquica de la lucha con el objeto de
amor, el yo sigue dependiendo totalmente de este. En
330
verdad, se convierte en una víctima del superyó, tan
impotente, desvalida e indefensa como el niño peque-
ño que es torturado por una madre poderosa y cruel.
Por supuesto, la parálisis real de las funciones yoicas,
ocasionada por el retraimiento del mundo exterior, re-
fuerza cada vez más el íntimo sentimiento de inferio-
ridad desvalida.
La depresión puede ir seguida, o no, de un estado
maníaco que anuncia el fin del período de expiación
por medio de una reunión mágica con el objeto de amor
o el superyó, que ahora deja de ser una figura puniti-
va y se trasforma en una figura buena, indulgente y
omnipotente. La reproyección de esta imagen de obje-
to magnánima y todopoderosa sobre el mundo real de
los objetos restablece relaciones objetales espurias. El
paciente se lanza a un mundo imaginado de eterno pla-
cer y de valores indestructibles, del que participa ávi-
damente sin miedo alguno.
CASO 2
331
Poco antes del comienzo de su estado agudo, la pa-
ciente me había solicitado una entrevista porque te-
mía que su marido, Larry. «quizá tuviese que suicidar-
se» si ella lo abandonaba, como eran sus intenciones.
Cuando le señalé su propia perturbación, la desmin-
tió rotundamente. Al mismo tiempo que expresaba su
preocupación por su esposo, me aseguró que ella se
sentía en la gloriá porque ya no ffnecesitaba» a Larry.
Con posterioridad a ia entrevista, estalló en cólera con-
tra él, de repente se calmó, empacó sus cosas, aban-
donó eón frialdad el hogar y se fue a un hotel. Poco
después, cayó en un grave estado de excitación: se pa-
seó tumultuosamente por la suite que ocupaba en el
hotel y se duchó a las dos de la mañana, cantando y
alborotando. Acudí a verla, logré establecer contacto
enseguida y la persuadí de que se hospitalizara de in-
mediato.
Parecía una hermosa y patética Ofelia, apenas cu-
bierta con un camisón desgarrado; mientras conver-
saba con ella, la señora P. tironeó de mí hasta hacer-
me sentar a su lado, en un diván, y me dijo: ccQuiero
que estemos muy juntas. He hecho un gran descubri-
miento filosófico. ¿Sabe cuál es la diferencia entre pro-
ximidad, semejanza, igualdad y unicidad? Proximidad
es estar juntas, como lo estoy con usted: cuando us-
ted se parece a alguien, sólo es semejante al otro, pero
usted y él son dos: la igualdad . . . usted es igual al
otro, pero todavía él es él y usted es usted: pero en la
unicidad no son dos . . . son uno, son uno, y eso es ho-
rrible ... ¡horrible! -repitió y, parándose de un salto,
presa de un pánico súbito, exclamó mientras me apar-
taba violentamente y me atacaba-: ¡No se me acer-
que demasiado! ¡Apártese del diván! ¡No quiero ser us-
ted!». Minutos después, recayó en su estado de exalta-
ción: «Soy un genio, un genio -afirmó-. Destruiré
todos mis libros. No los necesito, ¡al demonio con ellos!
Soy un genio, un genio». (Se referia a sus libros de cien-
cias sociales, disciplina que enseñaba su marido.)
Durante el viaje en ambulancia al hospital, se mos-
tró tranquila, alicaída y deprimida. Extrajo un peque-
ño amuleto -un cangrejo diminuto, encapsulado en
una cajita de plástico- y me lo entregó, diciéndome:
332
«Ahora estoy muerta: · Larry no se suicidará. Esta es
mi alma. Mi alma se ha ido, mi yo se ha ido; lo perdi.
Estoy muerta. Tómela, guá.rdemela hasta que yo sal-
ga -e, invadida nuevamente por un pánico repenti-
no, clamó...;.: ¡No quiero morir!». Empezó a atacarme
y golpearme, como si yo la hubiese agredido, hasta re-
caer en su estado sumiso y deprimido. Cuando baja-
mos de la ambulancia, ya en el hospital, y yo encendí
un cigarrillo, se echó a reir súbitamente, me lo arre-
bató de la boca, se puso a fumar y, antes de alejarse
en un estado de exaltación, me despidió asi: «Ahora
puede irse a su casa, ya no la necesito».
En su periodo recuperatorio, luego de varios me-
ses de internación, la se:t\ora P. aceptó la propuesta del
jefe de psiquiatría, por quien había cobrado bastante
apego, de que trabajara como ayudante del asistente.
En el desempeño de esta actividad, imitaba los gestos
y conducta del jefe de manera muy conspicua. Juga-
ba al psiquiatra y repetía las actitudes que yo habia
observado en ella en su primer periodo de tratamiento.
Una vez recuperada, abandonó este trabajo y sus
estudios de ciencias sociales. Obtuvo el divorcio y se
trasladó al Oeste, junto a su padre y madrastra: allí
cumplió tareas de secretaria para el padre y ayudó a
la madre a cocinar y preparar pasteles. Perdió todo in-
terés por su Vida y estudlós anteriores, a tal extremo
que un visitante la creyó una peta011a que nunca ha- •
bía realizado trabajos intelectuales. Al parecer, hablan
desaparecido aquellas actitudes grandiosas y ambicio-
sas que solfa manifestar antes del colapso. Evidente-
mente, se había ajustado a un nivel inferior; dependía
de sus padres con cierto grado de aferramiento y pro-
curaba imitar su conducta y actividades.
La paciente tiene ahora más de cincuenta años y
vive en California. Ha restablecido hasta cierto punto
sus intereses intelectuales. Ha tenido otros tres episo-
dios; las tres veces me llamó al sentirse enferma, y se
internó siguiendo mis consejos. En los intervalos, tra-
bajó como secretaria y convivió con un psicópata al-
cohólico.
Su colapso agudo había sido provocado por los con-
flictos con su esposo, de quien había sido alumna. Sus
333
relaciones objetales anteriores a este episodio recorda-
ban, en muchos aspectos; el tipo de comportamiento
•como sb descrito por H. Deutsch (1942). Diferían mu-
cho de las observadas en la señora O. -la paciente
maníaco-depresiva del primer caso-, que habían si-
do constantes y muy discriminatorias, aunque en ex-
ceso íntimas y caracterizadas por un «aferramiento» de-
masiado fiel. En cambio, las relaciones amorosas de
la señora P. resultaban indiscriminadas y se desarro-
llaban en un nivel yoico infinitamente más mágico e in-
fantil. ·
A primera vista, su relación conyugal daba la im-
presión de ser selectiva y en alto grado intelectual; en
realidad, era por completo quimérica, insustancial y
carente de sentimientos genuinos. Simplemente. ele-
gía como pareja a hombres a quienes pudiese endosar
sus propias fantasías de genialidad; era una mujer bri-
llante, pero sus intereses cambiaban al compás de los
de su amante o esposo de tumo. Empezó a estudiar
ciencias sociales tras enamorarse de un especialista en
ellas que le había parecido un hombre notable. Cuan-
do él no respondió a su amor, ella desplazó fácilmente
sus fantasías y sentimientos hacia otro hombre y, lue-
go, hacia un tercero que acabó casándose con ella.
, .Desde el comienzo de su matrimonio, la señora P.
se mostró violenta y abiertamente ambivalente con res-
pecto a su esposo (por entero· diferente en esto de la
paciente maniaco-depresiva). Lo característico es que
experimentaba rápidas fluctuaciones anímicas en las
que desmentía su hostilidad, y sólo se sentía bien dis-
puesta hacia él, o desmentía su apego, y lo desprecia-
ba y rechazaba. Así, de manera alternada, elogiaba e
imitaba sus supuestas cualidades sobresalientes (que,
en su calidad de esposa, elevaban automáticamente
su propia estatura) o jugaba a la mujer genial de la
que dependía esa criaturita patética. En el intervalo
entre sus dos matrimonios, se lanzaba, exaltada, a oca-
sionales aventuras sexuales precipitadas, efimeras y
carentes de sentido, que la dejaban emocionalmente
fría y sexualmente insatisfecha. Su conducta difería
por completo de las hazañas sexuales de los hipoma-
níacos, capaces de consurµir con pasión y deleite un
334
objeto de amor tras otro, para deshacerse de ellos sin
cuidado.
En sus dos matrimonios, la paciente había estado
involucrada con las esposas y amantes anteriores de
sus maridos. Estas relaciones triangulares sólo eran
débiles sombras de pasadas constelaciones edípicas.
Sus sueflos y hasta sus fantasías manifiestas no deja-
ban lugar a dudas: para ella. los objetos de amor hete-
rosexuales y homosexuales representaban ffunidades»;
eran mezclas de imágenes paternales y maternales, in-
fantiles y omnipotentes, a la vez que proyecciones de
su propio y grandioso seJf. En sus sueños y aun en sus
figuraciones concientes. la señora P. intercambiaba es-
tos objetos con facilidad o los fusionaba entre si y con-
sigo misma. Sin duda, estas figuras eran fusiones de
imágenes de objeto infantiles que se habían escindido
y ahora tendian a recomponerse, distinguiéndose sólo
por sus atributos de órganos bisexuales que represen-
taban la vida, la fuerza y la omnipotencia, o bien la
muerte, la destrucción y la impotencia. De este modo,
la paciente creaba figuras andróginas omnipotentes,
dotadas de senos y falo. y otras castradas, sin senos,
heridas y muertas, combinando de diversas maneras
aquellos rasgos que se prestaban a sus figuraciones.
El episodio final se produjo cuando la señora P. ya
no pudo soportar el carácter cada vez más compulsi-
vo de su esposo. En la entrevista que mantuvo conmi- •
go poco antes de comenzar ese episodio, me imploró
que salvara a su marido del suicidio y me explicó que
debía abandonarlo porque los estrictos horarios de tra-
bajo y placer que le imponía le resultaban intolerables.
Larry había insistido en que ella debía pagar con pun-
tualidad los impuestos y «ni siquiera le permitía tejer
la fantasía de tener doce hijos•.
Así, los episodios se generaban aparentemente en
una situación de ambivalencia insoportable, indicadora
de un proceso de difusión pulsional irresistible, en la
que la paciente se hallaba enzarzada en una lucha fa-
tal entre ansias masoquistas, extremadamente pasi-
vas, e impulsos fuertemente sádicos y asesinos hacia
el objeto de amor. Este conflicto se expresaba en el mie-
do de que ella o el objeto de amor debieran morir o
335
suicidarse. La destrucción de los libros cientiflcos (ase-
sinato mágico de su marido en efigie), el hecho de en-
tregarme el amuleto. símbolo de su self, en suma, to-
da esta actuación psicótica, reveló claramente el con-
ructo subyacente entre las fantasías de deseo de ser
destruida por el objeto. o bien de matarlo o haberlo
matado.
Las fantasías presentadas por la señ.ora P. antes de
su episodio, as1 como las de otros pacientes esquizo-
frénicos, revelaban que las representaciones de matar
o ser asesinado correspondían a fantasías de devora-
ción, incorporación o eyección de los objetos, o vice-
versa. Conocemos muy bien estas fantasías, gracias
a los trabajos de Abraham (1911. 1924). M. Klein
(1935, 1940) y Lewin (1950). Mi paciente se evadía de
su conflicto intolerable mediante una súbita ruptura
con la realidad y una regresión tob;ll a un nivel mági-
co de proceso primario. Las fantasías homicidas deve-
nian con rapidez representaciones delirantes y miedos
a la muerte inminente del objeto o de ella misma. La
creencia en la muerte del objeto la inducia tempora-
riamente a un estado de ánimo exaltado, con actitu-
des e ideas megalomaniacas, que pronto se convertian
en un miedo pánico a una muerte inminente o en es-
tados deprimidos, acompaflados de experiencias de
pérdida del self o muerte interior. Las representacio-
nes que llegó a manifestar la señ.ora P. al comienzo de
su episodio nos permitieron comprender los desplaza-
mientos de investidura, y también los procesos de iden-
tificación conducentes a estas experiencias y represen-
taciones delirantes. Sus elaboraciones filosóficas des-
cribían paso a paso, casi con clarividencia, su evasión
regresiva del irresoluble confl1cto de ambivalencia con
los objetos de amor: de la relación de objeto (•proximi-
dad») a la identificación («semejanza•), y de esta, a las
identificaciones mágicas y totales (primero la •igual-
dad» y, finalmente, la «unicidad», o sea, la fusión com-
pleta de las imágenes del self y el objeto).
En términos metapsicológtcos, estos procesos pue-
den describirse de esta manera: m1:1cho antes del inicio
del primer episodio, tal vez desde los diecinueve aftos,
edad en que escapó del college para casarse en prime-
336
ras nupcias, el yo de la paciente ya funcionaba en un
nivel profundamente mágico. La invasión de imáge-
nes en extremo irracionales y la falta de fronteras en-
tre las diferentes representaciones de objeto, entre las
imágenes de los objetos y su propio self, asi como en-
tre las imágenes desiderativas y realistas del self, ha-
blan deteriorado su examen de realidad y distorsiona-
do sus conceptos del mundo objetal y de su propio self.
El episodio se anunció por sí solo, mediante signos
de una creciente ambivalencia y estallidos de furia con-
tra el marido. Sin embargo, la paciente alcanzó su pun-
to de ruptura cuando su cólera contra él amainó de
pronto y ella lo abandonó ·rr1amente. La cesación de
afectos y el aserto de que «ya no necesitaba» a su espo-
so expresaban, sin duda, un retiro total de la investi-
dura de objeto. La investidura libidinal ya habla vira-
do del objeto a la imagen del self, en tanto que la agre-
sión se volvió en un primer lugar contra sustitutos
inanimados del objeto (los libros) y. luego, con una ex-
citación catatónica cada vez mayor, fue descargándo-
se en el exterior de manera cada vez más difusa. Se
había producido una identificación mágica y total. A
medida que se disolvían las representaciones de obje-
to, la paciente fue estableciendo, dentro de la imagen
del sel[, la imagen del objeto poderoso y asesino: este
proceso se evidenció por medio de una expansión me-
galomaníaca y agresiva del seU, y de la idea de que
el objeto había muerto. El miedo y odio al objeto ha-
blan desaparecido; el seU, amenazado por el objeto om-
nipotente, habla sido salvado por el asesinato mágico
de este último.
No obstante, tal estado sólo fue temporario y. a po-
co, le siguió un proceso inverso que reinstauró al ob-
jeto mediante la destrucción mágica del self. Diríase
que toda la investidura había sido retirada de la ima-
gen del self y reinvestida en la imagen del objeto. Así
se produjo la resurrección de una imagen de objeto po-
derosa y amenazadora, a expensas del self. La pacien-
te me endosó inmediatamente esta imagen cuando la
visité en el hotel. El sometimiento (A. Freud, 1951) se-
guido de miedos pánicos, sentimientos de pérdida del
self y de muerte, y nuevos estallidos de cólera hacia
337
mí como objeto asesino, indicaron la inminente diso-
lución de las representaciones del self, vaciadas de li-
bido e investidas con fuerzas destructivas.
Las observaciones por períodos más prolongados
muestran la enorme fluidez de investidura de los es-
quizofrénicos y su incapacidad para tolerar la ambi-
valencia, características ambas en particular destaca-
das por M. Klein. Los esquizofrénicos tienden a desin-
vestir por completo un objeto y a desplazar toda la
investidura (libidinal o agresiva) no sólo del objeto a
la imagen del sel[, y viceversa, sino también de una
imagen de objeto a otra. Además, pueden investir tem-
poraríamente toda la libido disponible en una sola ima-
gen de objeto, en tanto que invisten toda la agresión
en otra imagen de objeto o en la del sel[. Estos proce-
sos pueden invertirse rápidamente.
338
listas; 3) su intento de reorganizarse en nuevas unida-
des de imagen, compuestas y patológicas.
Mencionaré como ejemplo los delirios simultáneos
de persecución y grandeza de un asistente social esqui-
zofrénico. Pensaba fundar una agencia internacional de
asistencia social, que prevendría las guerras y salva-
ria al mundo de la destrucción, y al mismo tiempo
mantenía la creencia delirante en que un adversario
secreto, miembro del Gobierno, trataba de arruinar to-
dos sus planes. Este paciente había llegado a estable-
cer la imagen de una unidad padre-madre cariñosa y
omnipotente dentro de la imagen de su sel[ como «sal-
vador de la humanidad11. Por otro lado, escindió la uni-
dad padre-madre-self, omnipotente y destructiva, y la
proyectó sobre un objeto externo imaginario: su mal-
vado.adversario secreto. Nunca endosó esta imagen de
objeto malvado a un objeto externo real. En otros ca-
sos, los pacientes reasignan estas nuevas y delirantes
imágenes de objeto a personas reales, con el consi-
guiente restablecimiento de las relaciones objetales
patológico-paranoides. Como el examen de realidad
puede mantener temporariamente su eficacia en de-
terminadas áreas del yo, las relaciones con el mundo
exterior pueden operar de manera simultánea en dos
niveles, uno realista y otro delirante.
339
nánimo sobrevalorado. La investidura libidinal de sus
representaciones del self depende, pues. del manteni-
miento de una sobreinvestldura libicitnal constante del
objeto de amor, destinada a impedir su desvaloriza-
ción agresiva. de la que por fuerza participada el self.
Cualquier excitación de la agresión puede trastornar
su precario equilibrio narcisista. y desencadenar un
proceso regresivo que desembocará en una depresión.
En el estado depresivo, el intento de mantener a
salvo la investidura libidinal del objeto de amor gene-
ra, ante todo, una fusión cada vez mayor de la imagen
mala y despreciable del objeto de amor con la imagen
del self y, a veces, hasta una proyección del self «bue-
no y digno de aprecio» sobre el objeto. El fracaso de
esta defensa fomenta el creciente retiro de la investi-
dura del objeto de amor realista y el reavivamiento de
las imágenes parentales «malas», propias de la infan-
cia. Se inician diversos procesos de restitución, que dan
como resultado la reanimación de una imagen del ob-
jeto de amor punitiva y sádica, pero también podero-
sa e indestructible, que se establece en el superyó o
en las áreas de autocrítica del yo.
Contrariamente a lo observado en el proceso corres-
pondiente entre los esquizofrénicos. es caracteristico
de los maniaco-depresivos que estos mecanismos de
doble identificación mágica logren mantener la situa-
ción de dependencia del self con respecto de una ima-
gen del objeto de amór poderosa y superior. Esta enun-
ciación concuerda con opiniones ya expresadas por
otros autores, especialmente M. Klein. En el estado me-
lancólico, durante la continuación endopsiquica del
conflicto el self se entrega pasivamente al superyó sá-
dico (o al yo autocrítico), tal como se entregó otrora
al objeto de amor. Empero, aun en el estado maniaco,
en que la imagen arcaica y punitiva del objeto de amor
o el superyó se convierten en una imagen o superyó
cari:ñosos, ·su reproyección hacia el exterior permite
que el self se sienta parte integral de un mundo obje-
tal bueno, indestructible y muy placentero, y se «ali-
mente» de él. Así, el engrandecimiento del maniaco
abarca un mundo grandioso e ilusorio y, a la vez, de-
pende de él.
340
Si comparamos estos mecanismos con los proce-
sos correspondientes descritos en nuestro segundo ca-
so, notamos que en la esquizofrenia los procesos re-
gresivos son de naturaleza distinta y llegan mucho más
lejos, pudiendo desembocar en una pérdida de la dife-
renciación estructural dentro de la organización psí-
quica y en una desneutralización pulsional de alcan-
ce mucho mayor que la que se observa en los maníaco-
depresivos. Hemos descubierto que los estados de gran-
diosa exaltación de la paciente esquizofrénica, así co-
mo sus estados de pánico y depresión, no expresaban
conflictos, ni una reconciliación y reunión del super-
yó con la imagen del self, sino procesos de fusiones
totales entre imágenes del self y de objeto contenidas
en un yo-ello en vías de desintegración.
En verdad, muchos esquizofrénicos parecen ado-
lecer de una intolerancia grave a los sentimientos de
culpa, combinada con su incapacidadlpara rechazar
impulsos generadores de culpa por medio de los me-
canismos de defensa neuróticos normales. Me remito
una vez más al caso de la seiíora P., la esquizofrénica
cuyo episodio final sobrevino cuando ya no pudo tole-
rar por más tiempo la compulsividad del marido, que
apelaba constantemente a sus sentimientos de culpa.
Pious ( 1949) también llamó la atención sobre el colap-
so de las funciones del superyó en la esquizofrenia y
Kanzer (1952) ha expresado ideas similares.
En los melancólicos, el superyó adquiere un con-
trol sádico de la imagen del self mediante la absorción
de imágenes parentales poderosas y punitivas: en los
pacientes esquizofrénicos observamos, por el contra-
.rio, una evasión de los conflictos del superyó median-
te la disolución de este y su trasformación regresiva
en imágenes parentales amenazadoras. Parecería que
la formación defectuosa del yo-superyó predispone al
esquizofrénico a este tipo de procesos. En los esquizo-
frénicos pre-psicóticos o latentes y en pacientes fron-
terizos notamos -igual que en la esquizofrénica se-
iíora P.- que sus Hideales» son en realidad ambiciosos
sueiíos diurnos y mágicas fantasías de deseo de com-
partir, o aun usurpar. la ansiada omnipotencia de sus
objetos de amor.
341
En la psicosis manifiesta, estas fantasías pueden
volverse delirantes. Con frecuencia, los miedos del su-
peryó son remplazados por miedos a imágenes de ob-
jeto omnipotentes y asesinas, que pueden endosarse
a partes del cuerpo {introyectos corporales} o a perso-
nas externas. En vez de los miedos culpables y el so-
metimiento a un superyó destructivo que caracterizan
a los melancólicos, los esquizofrénicos temen su des-
trucción física o, como en el caso de mi paciente, te-
men ser perseguidos y sujetos a influencias, morir o
estar muertos, o perder su identidad. Estos miedos co-
rresponden a fantasías en las que desean entregarse
pasivamente, ser asesinados y devorados por figuras
parentales homicidas. En algunos casos se observa que
una superestructura en apariencia compulsiva, desa-
rrollada en la fase de latencia temprana y que ha ayu-
dado a mantener latente la esquizofrenia, se derrum-
ba gradual o repentinamente y deja paso a síndromes
paranoides.
Por otro lado, la grandiosidad y exaltación de los
esquizofrénicos se diferencian de las observadas en pa-
cientes maníacos por su naturaleza autista. En vez de
sentimientos de posesión y participación en un mun-
do de placer infinito, los esquizofrénicos bien pueden
manifestar la creencia grandiosa de que ellos son el
genio que no necesita del mundo, o el soberano omni-
potente (bueno o malo} de la humanidad, capaz de do-
minar, destruir o salvar a un mundo condenado. Sus
ataques de pánico, sus fantasías de Weltuntergang (•fin
del mundo•] originadas en una percepción íntima de
su desintegración (Frosch, 1967a}, del colapso de las
relaciones de objeto y las identificaciones del yo, refle-
jan los procesos de disolución de las representaciones
de objeto y del self, que dejan de ser entidades para
escindirse en imágenes arcaicas. Las representaciones
delirantes se desarrollan, al parecer, a partir de proce-
sos restitutivos 'que conducen primeramente a re-fu-
siones de esas imágenes fragmentadas y. después, a
re-síntesis y re-investiduras de unidades de imagen
nuevas, que pueden reasignarse a objetos externos.
Dentro del marco de esta patología, las identifica-
ciones esquizofrénicas se presentan como procesos in-
342
troyectivos y proyectivos de disolución, pérdida de in-
vestidura e inmersión de las imágenes del sel[ en imá-
genes parentales omnipotentes y devoradoras. o vice-
versa.
Resumen
Los procesos regresivos de los maníaco-depresivos
difieren de los detectados en los esquizofrénicos. Tie-
nen menor alcance y no ocasionan un retorno a la eta•
pa simbiótica temprana de las «identificaciones tota-
les». Pueden generar fusiones de imágenes buenas o
malas del objeto de amor con la imagen del sel[ y con
el superyó, y conducir. con el tiempo, a un conflicto
patológico grave -o a una armonía- entre el superyó
y las representaciones del self. En los esquizofrénicos,
los sistemas del yo y superyó llegan a un grado de de•
terioro mucho más peligroso. El conflicto entre la ima•
gen del selfy el superyó puede reconvertirse en luchas
entre esa imagen y figuras mágicas, sádicas y amena-
zadoras del objeto de amor. Las identificaciones pato-
lógica~ expresan procesos introyectivos y proyectivos
alternados que derivan en una fusión, más o menos
completa, de estas imágenes del sel[ y de objeto den-
tro de un yo-ello en vias de deterioro. En la .medida
en que imágenes de objeto poderosas y duraderas se
reconstituyan y se reasignen al mundo exterior, el con-
flicto entre el yo y el superyó podrá trasformarse en
conflictos paranoides homosexuales. con impulsos ase-
sinos y miedos de ser perseguido y destruido por re-
presentantes externos de estas figuras aterradoras.
Al comienzo del capítulo, expresé que el maníaco-
depresivo se trata a sí mismo como si fuera el objeto
de amor, en tanto que el esquizofrénico se comporta
como si fuera o creyera ser el objeto. Ahora se com•
prenderá más claramente el significado de esta dife-
rencia: señala la tendencia del maníaco-depresivo a so
meterse al objeto de amor, e reconciliarse con él, y afe-
rrarse a él, y los esfuerzos que realiza en tal sentido.
Mantiene vivo el objeto de amor y sostiene sus pro-
pios sentimientos de identidad. El esquizofrénico adop-
343
ta, en cambio, la posición contraria: tiende a destruir
la imagen de objeto y remplazarla por la del self, o a
dejar que esta sea aniquilada y remplazada por aque-
lla. Esta diferencia se refleja en el siguiente hecho: en
el pre-esquizofrénico, imitaciones del objeto de amor,
así como miedos de perder la identidad, desempeñan
un rol de capital importancia, en tanto que el maníaco-
depresivo sólo necesita y quiere un castigo que le ha-
ga ser perdonado, amado y recompensado por su su-
peryó o su objeto de amor.
344
11. Diferencias entre los estados
depresivos esquizofrénicos y
melancólicos
345
ra una evaluación diagnóstica correcta, así como para
la comprensión de esos casos y su abordaje terapéu-
tico.
Los grandes psiquiatras clínicos del pasado, como
Kraepelin, Bleuler y Lange, han descrito a fondo la fe-
nomenología de estos diferentes grupos de psicosis. Por
ejemplo, Lange (1928, pág. 198: la traducción es mía)
dijo que tropezamos «con las mayores dificultades en
la distinción entre las depresiones melancólicas y es-
quizofrénicas. ( ... ) Evidentemente, hay cuadros clí-
nicos que ni en el episodio actual ni en el curso de to-
da una serie de ataques nos hacen pensar, en modo
alguno, que en el futuro pueda producirse un proceso
esquizofrénico; en esos casos, sólo una herencia esqui-
zofrénica puede suscitar tal sospecha. Por otro lado,
no debemos olvidar que ciertos casos indudables de
melancolía cíclica pueden manifestar amplias carac-
terísticas catatónicas adicionales».
Bleuler ( 1911) se refiere igualmente a •las formas
periódicas y cíclicas de los estados de ánimo melancó-
licos y maniacos, observadas en la esquizofrenian {págs.
206-7). Seftala que «al comienzo de una enfermedad
[esquizofrénica} declarada, las depresiones crónicas y
las agudas aparecen con una mayor frecuencia que
cualquier otro síndrome» {pág. 254). «Sin embargo
-advierte-. encontramos verdaderos estados de de-
presión melancólica hasta en esquizofrénicos de larga
data», si bien apunta «la rigidez, superficialidad y exa-
geración típicamente esquizofrénicas» y da forma ex-
trema de monoideismo que aquí puede ser casi abso-
luto, a diferencia del percibido en las melancolías sim-
ples». Menciona, por lo demás, que «los delirios y, en
especial, las alucinaciones rara vez están ausentes» én
la esquizofrenia, y o;,ina: «La "melancolía hipocondría-
ca" de que hablan otros autores suele ser una melan-
colia esquizofrénica» y las ideas de grandeza «pueden
coexistir con los miedos y terrores más espantosos»
(págs. 209-10).
Kraepelin ( 1.913) presenta criterios similares a los
que Bleuler había considerado significativos para el diag-
nóstico diferencial entre estados depresivos melancó-
licos y esquizofrénicos, pero también él seftala, refl-
346
riéndose al retardo psicomotor depresivo: «Tal vez sea
imposible distinguirlo de la falta de agilidad mental y
fuerza de voluntad, caracteristicas de la demencia pre-
coz. Al comienzo de una demencia precoz ( ... ) escu-
chamos declaraciones muy similares a las que formu-
lan los pacientes maníaco-depresivos• (pág. 951; la tra-
ducción es mía).
Es muy interesante que encontremos una reseña
excelente y apreciativa, aunque breve, del trabajo de
Freud sobre el duelo y la melancolía sólo en la mono-
grafla de Lange (1928). Este autor se pregunta si Freud
no mezcló casos de melancolía y de histeria, pero no
lo critica a él, sino a Jaspers, por su enfoque psicológi-
co (p.ej., de los estados maníacos). 1
Me he referido deliberadamente a un grupo de no-
tables psiquiatras ya desaparecidos. Todos ellos fue-
ron observadores brillantes y, salvo Bleuler, considera-
ron cuestionable desde el punto de vista científico cual-
quier enfoque psicológico, en particular el psicoanall-
tico, porque suponían que las enfermedades psicóti-
cas eran de etiología meramente endógena. Desde lue-
go, los casos de pacientes hospitalizados -que consti-
tuyeron los principales sujetos de observación de estos
autores- tenderán a corroborar esta opinión, en tan-
to que los pacientes psicóticos o fronterizos ambulato-
rios que, quizá, desean psicoterapia o aun tratamien-
to analítico y son accesibles a él, mostrarán .el rol sig-
nificativo de los factores psicógenos en el desarrollo
de las neurosis y psicosis. 2
1
Esto es muy curioso, por cuanto Jaspers no sólo desdeñaba
absolutamente las ideas de Freud y su evolución, sino que tenía una
desinformación asombrosa acerca de ellas.
2 Cabe señalar al respecto que en 1949 H. Luxemburger escri-
bió un apéndice a la obra de Bleuler Lehrbuch der Psychlatrie, en
el que trató las causas de las enfermedades mentales. Aun sin men-
cionar a Freud, Luxemburger aplicó también a las psicosis el con-
cepto de las serles complementarlas de factores patógenos. Si bien
destacó los factores constitucionales, a los que diferenció cuidado-
samente de los hereditarios, dejó muy en claro que no debian pa-
sarse por alto las influencias ambientales y que no todas las perso•
nas constitucionalmente predispuestas a la psicosis contraen una
enfermedad psicótica.
347
No obstante, en estos casos depresivos más leves
que encontramos con tanta frecuencia en nuestra prác-
tica privada, surgen problemas de diagnóstico diferen-
cial aun más difíciles, por cuanto podemos tener du-
das con respecto a la naturaleza de la enfermedad de-
presiva: ¿es neurótica o psicótica, maníaco-depresiva
o esquizofrénica? En algunos casos leves de esquizo-
frenia hipocondríaca o ciclotimia con predominio de
las perturbaciones somáticas autónomas (Campbell,
1953, págs. 52-82) sobre las afectivas, resulta a me-
nudo imposible establecer un diagnóstico correcto por-
que, a veces, estos pacientes ni siquiera entran en la
esfera de acción del psiquiatra. Algunos pacientes apa-
rentemente neuróticos pero, en realidad, levemente
psicóticos o pre-psicóticos (fronterizos), que solicitan
tratamiento psicoterapéutico, pueden manifestar de
manera repentina, en el curso de este, un episodio psi-
cótico. Estas experiencias se prestan a interpretacio-
nes¡ que tienden a esfumar las nítidas líneas de dife-
renciación nosológica, no sólo entre los dos grupos
principales de psicosis, sino incluso entre la afección
psicótica y la neurótica.
I
Ahora presentaré material clínico pertinente, que
me permitirá seiialar ciertas características que dife-
rencian la condición esquizofrénico-melancólica de es-
tados depresivos similares pertenecientes al grupo de
trastornos maníaco-depresivos. El caso de Jan et Q.,
una esquizofrénica cercana a los cincuenta aiios, me
parece especialmente adecuado a mis propósitos, por
cuanto he podido observarla en su infancia y, luego,
desde los treinta aiios hasta el presente, o sea, por un
período total de unos cuarenta aiios.
En su familia no había evidencia alguna de heren-
cia psicótica. Su padre me consultó por primera vez
cuando Janet tenía siete años. Su esposa era una mu-
jer hermosa pero muy voluble, desinhibida [acting-
out], dominante, narcisista e infantil. Desde el punto
348
de vista patógeno, resultaba significativo que ya hu-
biese mantenido una relación con el padre de Janet
cuando aún estaba casada con su primer marido, que
era el mejor amigo del hermano de su amante. Este
primer esposo era un hombre en extremo intelectual
que hacía el amor •conforme a sus teorías• y se había
dejado avasallar por su cónyuge. Cuando ella obtuvo
por fin el divórcio, él se mató de un tiro y dejó una
nota en la que pedía disculpas por si su suicidio arrui-
naba para siempre la felicidad de la pareja.
Por cierto que la madre de Janet nunca dejó de sen-
tirse culpable, y descargaba en su hija primogénita su
hostilidad hacia su segundo esposo, el padre de Janet,
que la había obligado a divorciarse y, más adelante,
había resultado un mujeriego incorregible. La mujer
trataba muy cruelmente a la niiia, sin brindarle nun-
ca la ternura y el afecto que derramaba sobre su se-
gundo hijo, nacido tres años después.
Desde muy corta edad, Janet manifestó varías an-
gustias fóbicas, en especial en torno de las picaduras
de insectos. Su angustia mostraba un cariz aterroriza-
do que casi nunca he observado en los niiios neuróti-
cos. La he visto temblar de miedo cuando su madre
le gritaba como un sargento prusiano. Desde la infan-
cia de Janet en adelante, su padre asumió el rol ma-
ternal. Pero su conducta hacia aquella niiia encanta-
dora fue, y siguió siendo, extremadamente seductora.
Ya en el período pre-edípico, Janet empezó a manifes-
tar rasgos compulsivos a consecuencia de la crueldad
y rigor de su madre. Se volvió demasiado obediente,
respetuosa, concienzuda y excesivamente preocupa-
da por sus pertenencias; nunca jugaba con sus muñe-
cas y demás juguetes, por temor a estropearlos. Al co-
mienzo del período de latencia, empezó a practicar un
ritual compulsivo antes de acostarse y eso indujo a su
padre a consultarme.
Janet siempre había sido una niña hermosa, dota-
da de una inteligencia superior al término medio, pe-
ro ya en su infancia evidenció rasgos sospechosos (re-
traimiento, rigidez, vacío emocional y falta de vitali~
dad), sufrió un bloqueo en la lectura y aprendizaje, y
se quejó de un ,,aburrimiento» constante. Por enton-
349
ces, la cualidad de su perturbación afectiva ya me hi-
zo pensar en la posibilidad de que en el futuro sobre-
viniera una psicosis esquizofrénica. Pese· a los sínto-
mas conspicuos, la madre rechazó tan obstinadamente
mis sugerencias acerca de que sometiera a Janet a un
tratamiento inmediato, que el padre nada pudo hacer.
Cuando Janet tenía catorce años, la familia tuvo que
emigrar de Alemania; se fueron a Bélgica y enviaron
a Janet primero a París y después a un internado en
Inglaterra. Su padre la visitaba a menudo. En una oca-
sión, la ilevó al departamento de su amante, en Lon-
dres, y desde allí la envió sola a una peluquería, mien-
tras la pareja se dedicaba a hacer el amor. Janet nun-
ca olvidó este incidente, ni se lo perdonó a su padre,
y poco después contrajo una depresión grave.
350
A los treinta afios, poco después de haber perdido
a su padre, Janet emigró a los Estados Unidos y fue
entonces cuando volví a verla. Me dijo que su amante
de turno, un norteamericano casado, le había prome-
tido conseguir el divorcio y casarse con ella. Pero, co-
mo era de esperar, esta relación también se deshizo.
Semanas después, Janet se sumió en la depresión: per-
dió peso, padeció insomnio y anorexia, se retrajo del
trato con sus parientes y amigos, empezó a menospre-
ciarse a sí misma y debió abandonar su trabajo a cau-
sa de un bloqueo del pensamiento y un grave retardo
psicomotor. Tras varios meses de depresión, pasó re-
pentinamente·a un estado de excitación catatónica gra-
ve acoÍnpafiado de confusión, desorientación, conducta
extravagante y representaciones delirantes que gira-
ban, sobre todo, en tomo del envenenamiento. El epi-
sodio en conjunto duró aproximadamente un año y.
por su naturaleza, no dejó lugar a dudas con respecto
al diagnóstico. El trata.miento requirió varios meses de
internación, con electrochoques seguidos de psicote-
rapia. Aunque su madre trató reiteradamente de im-
pedirlo, Janet aceptó mi sugerencia terapéutica y con-
tinuó tenazmente su tratamiento con un mismo psi-
quiatra, el doctor David Milrod, durante unos quince
años. 3 Todavía lo ve de vez en cuando y no ha tenido
más episodios, salvo un breve período de depresión.
Milrod la trató con mucha paciencia y habilidad, y lo-
gró un éxito asombroso. En el curso de la terapia, Ja-
net consiguió un empleo muy apropiado· para ella: y
en estos últimos afios ha hecho una carrera bastante
buena. Además, cuando frisaba en los cuarenta encon-
tró un marido muy conveniente, al que se adaptó bien.
Nadie puede predecir si tendrá recaídas en el futuro;
además, si bien su recuperación ha sido sorprenden-
te, apenas si han disminuido su compulsividad y la
mayoría de sus tempranas fobias infantiles.
351
11
Janet fue un ejemplo típico del paciente esquizo-
frénico diagnosticado inicialmente como maníaco-de-
presivo a causa del curso cíclico de su enfermedad. (No
he podido. averiguar el diagnóstico que le hicieron en
los hospitales europeos.) Sin duda, la depresión con
que comenzó su último episodio se asemejaba mucho
a un estado melancólico simple, no delirante. Solamen-
te un atento observador psicoanalf tico habría sospe-
chado que esa era la fase inicial de un episodio esqui-
zofrénico grave.
Sus conflictos de ambivalencia giraban en tomo de
su padre y de los amantes que ella había tenido (evi-
dentes sustitutos de aquel), todos los cuales la habían
seducido para luego abandonarla. Sin embargo, sus
conflictos más profundos derivaban de su dependen-
cia masoquista de una madre narcisista, intrusiva y
sádicamente dominante, y de sus inútiles esfuerzos por
liberarse de ella. La intensidad y cualidad de su lucha
homosexual con su madre, que siempre había predo•
minado entre sus conflictos concientes, suscitó en mí
grandes sospechas.
Había, además, otra característica que no encaja-
ba en un cuadro melancólico: no sólo en la fase inicial
de su periodo depresivo, sino en la totalidad de él, Ja-
net solía interrumpir de repente las reiteradas auto-
acusaciones que constituían su «exposición del caso»
con unos comentarios fríos, despectivos y agudamen-
te critlcos,-en especial acerca de su madre pero tam-
bién de su padre, de sus amantes antertores"~e sus
parientes y amigos. Otro detalle no menos conspicuo
era la expresión petrificada de su rostro: nunca varia-
ba de acuerdo con el contenido de sus reproches diri-
gidos a sí misma o a otros. Por entonces, su hostilidad
no mostraba ninguna característica paranoide deliran-
te. Ahora bien, en sus comentarios francamente hos-
tiles revelaba unas exigencias demasiado ávidas, du-
ras y más bien absurdas, que ella deseaba imponer a
aquellas personas. Estos comentarios iban seguidos de
amargas quejas por su incapacidad para autoaflrmar-
se y poder satisfacer sus deseos sádicos pregenitales.
352
Lo anterior me conduce a ciertas características sig-
nificativas de sus perturbaciones de autoestima, dife-
rentes de las que observamos comúnmente en los me-
lancólicos, incluidos los tipos depresivos paranoides o
agitados. Sus ideas de propia insignificancia giraban
en torno de su incapacidad para trabajar y ganarse la
vida (un rasgo típico de su madre} o para leer y perse-
guir intereses artísticos e intelectuales (deficiencias que
su madre siempre había achacado a su padre}. Aparte
de este tipo de reproches dirigidos contra sí misma,
Janet apenas si manifestaba sentimientos de culpa.
Aun durante su depresión, hablaba con relativa indi-
ferencia de su promiscua vida sexual, sus relaciones
con hombres casados y su aborto. En otras palabras,
no se sentía una •pecadora», ni se quejaba por su in-
sensibilidad hacia los demás y su incapacidad de amar,
como suelen hacerlo los melancólicos. Por el contra-
rio, se reprochaba su incapacidad para hacerse «aga-
sajar» por los hombres; para ser agresiva y vengarse
de sus ex amantes obteniendo de ellos cuanto se le an-
tojara (p.ej., vestidos costosos y otras cosas por el esti-
lo): para llegar a dominarlos a ellos, e imponerse a su
madre y a la gente en general. Sus francas exigencias,
su fria y no menos franca hostilidad, y sus sentimien-
tos de vergüenza e inferioridad por no haber logrado
«triunfar como amante• no sólo desempeñaron un rol
destacado durante su depresión, sino que persistieron
hasta varios años después de su episodio agudo.
En ese último período, también se hizo más eviden-
te que sus conflictos de identidad constituían el ver-
dadero núcleo de sus conflictos narcisistas. Janet sen-
tía que seguiría siendo una «nulidad" completa a me-
nos que pudiera conseguir imponer agresivamente su
dominio sobre otras personas. Por entonces, estas ac-
titudes e ideas causaban una impresión aun más ab-
surda, si se las contrastaba con su integridad, decen-
cia y generosidad generales, y su compulsiva preocu•
pación por el trabajo. Sus ambiciones de «triunfar como
amante» dimanaban de las actitudes de sus progenito-
res, especialmente de la conducta seductora del padre,
que la había alentado a permitirse una libertad sexual
absoluta y obtener de la vida todo cuanto deseara. De
353
nifta. él ya la llamaba su "princesa►> y le prometía un
marido rico que le daría todo cuanto merecía por sus
encantos. El interés del padre por las mujeres hermo-
sas y sus encendidos elogios de la belleza de su hija
explicaban la extraordinaria vanidad de ella y su ex-
cesiva preocupación por su aspecto fisico, que tomó
un cariz hipocondríaco durante su período depresivo.
Por ejemplo, a veces hacía comentarios bastante ex-
traños sobre el vello de sus piernas y otras partes del
cuerpo, o decía que sus ojos eran feos y parecían ubo-
tones de azabache». Me aseveró que ella no sudaba «de
adentro hacia afuera», como la gente común. sino a la
inversa. Evidentemente, tales ideas expresaban tam-
bién su deseo de establecer una identidad propia.
La extraña mezcla de unos rasgos de carácter com-
pulsivos con unos comportamientos compulsivos y
unas ambiciones de convertirse en una amante her-
mosa y triunfadora reflejaba las identificaciones de Ja-
net con su padre inmoral (el mujeriego triunfador), sus
valores y sus amantes, pero también con su madre bo-
nita y vanidosa, a la vez que expresaba las confusas
pautas de sus progenitores y sus actitudes contradic-
torias hacia ella.
Janet se había enterado del pasado de sus padres
a muy corta edad. Cuando tenía ocho años o menos,
en una fiesta infantil, había oído por casualidad a va-
rias señoras que chismorreaban acerca de la relación
entre su madre y su padre, el divorcio y el suicidio del
primer esposo. Aunque no había comprendido total-
mente la historia, Janet recordaba que por entonces
creyó que el primer marido de su madre era su verda-
dero padre. y que su madre y su segundo esposo ha-
bían sido los causantes de su muerte. Esta creencia,
que no sólo la hizo sentirse udiferente de los otros ni-
ños» sino que contribuyó a protegerla de los sentimien-
tos de culpa suscitados por los estrechos e incestuo-
sos vínculos existentes entre ella y el padre, se con-
virtió en un delirio paranoide durante uno de sus
episodios catatónicos excitados. Cuando el padre la
condujo al hospital, Janet se arrojó del automóvil y
echó a correr, gritando: .. ¡No eres mi padre, eres un ase-
sino! ¡Socorro, socorro, va a matarme!». (De hecho, la
354
policía lo arrestó.} Estas reacciones aterrorizadas y pa-
ranoides hacia el padre parecían encubrir sus miedos
soterrados a la madre cruel y su sometimiento maso-
quista ante ella. En realidad, el padre había procura-
do protegerla de la hostilidad asesina de la madre.
Ahora podemos trazar un cuadro aproximado de
aquellos rasgos del síndrome depresivo de Janet que
eran característicos de un tipo de depresión esquizo-
frénica y no melancólica. Su historia revela los pecu-
liares factores ambientales que influyeron en las vici-
situdes de sus relaciones e identificaciones de objeto.
Pone de manifiesto los orígenes de sus conflictos pul-
sionales y narcisistas y el importante rol que desem-
pe:ñ.aron en el desarrollo de su enfermedad psicótica.
La total negligencia con que la trató la madre en
su infancia, su conducta severa y dominante. y sus
posteriores vínculos narcisistas con Janet, fijaron a es-
ta en un nivel narcisista-simbiótico pregenital y sado-
masoquista. y la condujeron. primero, al desarrollo de
graves fobias tempranas, y, después, a una neurosis
compulsiva. Impidieron que la peque:i:\a Janet estable-
ciera un sentido normal de identidad y una regulación
satisfactoria de su autoestima.
Por a:ñ.adidura, la excesiva indulgencia del padre.
su conducta seductora y sus abandonos reiterados im•
posibilitaron la renuncia de Janet a sus deseos inces- .
tuosos y el establecimiento de sólidas defensas yoicas.
Además de desconcertarla, estas actitudes narcisistas
de sus progenitores le impidieron desarrollar unas re-
laciones objetales tiernas y estables, y unas sublima-
ciones satisfactorias.
No cabe duda de que al sentirse desatendida, aban-
donada y destituida de una verdadera ternura por parte
de ambos progenitores, Janet ya desarrolló en su tem-
prana infancia estados depresivos que, desde enton-
ces, mostraron cualidades emocionales esquizoides y
expresaron una ~oledad terrible.·
Esta historia temprana difiere mucho de las que nos
relatan los melancólicos, quienes recuerdan a menu-
do una fase temprana de excesiva indulgencia paren-
tal, seguida de experiencias de desilusión y abando-
no. Súmese a esto el grave trauma sufrido por Janet
355
al comienzo de su período de latencia, cuando escu-
chó por casualidad los chismes. en torno del pasado
de sus padres y los interpretó mal. He insistido en el
efecto causado por este incidente sobre sus fantasías
infantiles y sus posteriores delirios paranoides, y he
mencionado igualmente el influjo traumático de su
emigración, la invasión alemana y el incidente londi-
nense que provocó su primer colapso. Creo que no es
común observar semejante cúmulo de experiencias
traumáticas en la historia de los ciclotímicos.
He aquí un hecho particularmente interesante: la
patología específica del yo y el superyó apareció tam-
bién durante la fase depresiva del episodio de Janet
y fue lo bastante conspicua para posibilitar, en ese mo-
mento, un diagnóstico diferencial correcto. Pese a su
estado de grave retardo, Janet encontró el modo de
expresar con frialdad y franqueza sus actitudes e in-
tenciones hostiles, aunque sólo pudo hacerlo queján-
dose de su incapacidad de satisfacer sus demandas
agresivas y alcanzar sus metas implacables. Este tipo
de reproche a sí misma indicaba su absoluta incapaci-
dad para reconocer la inmoralidad de sus metas. Ade-
más, revelaba la deficiencia y deterioro de su super-
yó, y la reconversión parcial de sus conflictos intersis-
témicos entre las demandas del yo y el superyó en una
lucha intrasistémica entre sus porfías sádicas y maso-
quistas (Hartmann, 1950). Por eso, durante su depre-
sión, Janet se quejaba realmente de su sometimiento
masoquista a la madre y a los objetos sustitutivos fe-
meninos o masculinos, el cual había vencido sus de-
seos de autoafirmación y dominio vengativos y sádi-
cos sobre esos objetos.
Cabe agregar que su aferramiento depresivo a los
objetos también parecía diferir del observado en los
melancólicos, que suelen quejarse de su desvalimien-
to y dependencia de otros. Janet simplemente procu-
raba no sólo apoyarse en otras personas, sino además
explotar los servicios de quienes intentaban ayudarla.
Era evidente que extraía cierta satisfacción del senti-
miento de que podía ejercer algún dominio sobre esas
personas, aunque sólo fuese de esa manera pasiva e
indirecta, Más adelante, cuando aparecieron sus deli-
356
rios paranoides, acusó a esas mismas personas servi -
ciales de robarle sus pertenencias más preciadas e in-
tentar envenenarla.
Pese a las similitudes observadas en el síndrome
principal, la estructura del conflicto depresivo de Ja-
net difiere mucho de los conflictos entre el superyó y
el yo detectados en los melancólicos, cuyo superyó es
excesivame~te estricto y cruel pero no defectuoso ni
deteriorado. Las diferencias destacan no sólo el fraca-
so de la neutralización (Hartmann, 1953) y la intensi-
dad de las pulsiones destructivas, sino, además, las al-
ternativas peculiares por las que han pasado durante
el desarrollo de la patología esquizofrénico-depresiva.
111
Una investigación psicoanalítica completa de los
antecedentes patológicos y de la historia evolutiva del
paciente resultan valiosísimos para establecer un diag-
nóstico correcto en aquellos casos de depresión psicó-
tica que plantean problemas de diagnóstico diferencial.
Tal vez tengamos que realizar muchas entrevistas a
miembros de la familia, durante las cuales nos esfor-
zaremos particularmente por comprender las actitu-
des parentales pasadas y presentes, así como su efec-
to sobre el desarrollo y comportamiento emocional,
pulsional e intelectual del paciente y la formación de
sus relaciones objetales, sus identificaciones y sus su-
blimaciones.
Además, y como ya he procurado demostrarlo, los
intentos de reconstruir la historia del paciente sobre
la base de los datos obtenidos de él y de su familia pue-
den atraer nuestra atención hacia características sin-
tomáticas más o menos sutiles, pero significativas, que
revelen la estructura específica de los conflictos depre-
sivos subyacentes y, de este modo, posibiliten un diag-
nóstico correcto. En el caso de Janet, puse de relieve
el comienzo temprano de perturbaciones afectivas
conspicuas, sus terrores, su vacío emocional, su rigi-
dez, su tedio y su compulsividad grave.
357
Con respecto a su estado en la época del tratamien-
to, señ.alé en particular el contenido de sus sentimien-
tos de insignificancia e indignidad. superficialmente
similares a las autoacusaciones habituales en los me-
lancólicos al «exponer su caso» pero. en el fondo, muy
diferentes. Mencioné la notoria falta de sentimientos
de «pecaminosidad», por lo común tan predominantes
en la depresión «aguda», y me referí a la franqueza con
que expuso sus glorificadas ambiciones de convertir-
se en una amante más bien explotadora, así como sus
sentimientos de inferioridad por no poder llevarlas a
cabo. Por último, extraje de estas perturbaciones es-
pecificas de la autoestima algunas conclusiones con-
cernientes a la estructura de los conflictos narcisistas
de Janet, en comparación con los que presentan los
melancólicos, y, por lo tanto, a las diferencias entre
sus respectivas patologías del yo y superyó.
Surge así el interés de averiguar si estas observa-
ciones, efectuadas en el caso de Janet, son caracterís-
ticas de las depresiones esquizofrénicas en general. El
inicio temprano de sus perturbaciones afectivas me re-
cordó el caso de otra paciente a quien también había
visto a menudo durante su periodo de latencia. A los
veintiún años, contrajo un grave proceso esquizofré-
nico que derivó rápidamente en un deterioro comple-
to. De niña, ya había dado la impresión de hallarse en
un estado depresivo crónico, igual que Janet; su total
imperturbabilidad afectiva, su vacuidad y «estupidez»,
y su incapacidad para relacionarse con otras personas.
inducían con frecuencia a sus maestros y compañe-
ros de juegos a darle palizas que ella aceptaba en si-
lencio, aunque con signos de terror.
Sin embargo, salvo en el caso de los pacientes que
ya en su infancia muestran signos de una psicosis ma-
nifiesta, la aparición temprana de una perturbación
afectiva tan conspicua no es, en modo alguno, carac-
terística de los esquizofrénicos en general: tampoco lo
es de aquellas personas que caen posteriormente en
estados depresiv9s graves. Son más comunes los ca-
sos en que la patología emocional declarada surge des-
pués, con el comienzo del trastorno psicótico manifies-
to o durante su curso, si bien sus precursores pueden
358
asomar en todo el desarrollo emocional y de la perso-
nalidad.
La ausencia de sentimientos de indignidad moral,
descrita en el caso de Janet, es típica de muchos de-
presivos esquizofrénicos, pero de ningún modo los ca-
racteriza a todo~. Entre ellos hallamos igualmente pa-
cientes que, al menos en determinadas etapas de su
enfermedad, sufren graves sentimientos de culpa o aun
delirios de pecaminosidad. Estos casos plantean pro-
blemas de diagnóstico diferencial particularmente di-
fíciles. En algunos de ellos, los sentimientos de «peca-
minosidad" pueden dar paso, después, a sentimientos
de inferioridad y «nulidad• como los que expuse párra-
fos atrás. A veces, hasta pueden combinarse con que-
jas en torno de la incapacidad para perseguir ciertas
metas agresivas glorificadas, como la ambición de Ja-
net de ser i!Una amante triunfadora y despiadada,,. Es
posible que estas quejas absurdas se escindan luego
por completo de los sentimientos concomitantes dé in-
dignidad moral.
En mi libro The Self and the Object World ( 1964,
págs. 208-10}, traté brevemente las perturbaciones en
el desarrollo del yo y superyó, y en las identificacio-
nes, observadas en los esquizofrénicos, y las comparé
con las que presentan los melancólicos (págs. 208-10).
Además, describí «el tipo de esquizofrénicos en cuyos
estados depresivos los conflictos de culpa pueden es- ·
tar ausentes o retroceder ante los miedos paranoides
al desenmascaramiento, en tanto que los sentimien-
tos de vergüenza e inferioridad, la cohibición y los mie-
dos o sentimientos de pérdida de identidad aparecen
con frecuencia como una tríada de sfntomas caracte-
rísticos» (pág. 198). En ese mismo capítulo, me referí
a la posible formación de «un seudo ideal sádico-cri-
minal o grandioso-endiosado ( ... ) [en) ciertos pacien-
tes psicóticos paranoides actuantes [acting-out]» (pág.
210}.
Dos de los breves ejemplos clínicos que ofrezco en
ese capítulo son pertinentes para lo que vengo consi-
derando, por tratarse de dos pacientes esquizofrénicos
afectados de estados intermitentes de depresión y agi-
tación paranoides, que en el primer caso condujeron
359
al suicidio. Estos pacientes no planteaban problemas
de diagnóstico diferencial. Ahora bien, dentro del pre-
sente contexto, deseo señalar que la ambición de Ja-
net de convertirse en una amante triunfadora era la
contraparte de los tipos sádicos de ideal de gángster
desarrollados por esos dos pacientes masculinos. Du-
rante sus estados depresivos, ellos mantenían igual-
mente ese ideal en forma de fantasías de deseo y sen-
timientos de inferioridad acerca de su incapacidad pa-
ra perseguir tales metas. A diferencia de los síntomas
de Janet, estas manifestaciones aparecían combina-
das con miedos paranoides al desenmascaramiento o
delirios persecutorios leves.
La falta de delirios paranoides en el período depre-
sivo explicaría, hasta cierto punto, las dificultades diag-
nósticas en casos como el de Janet (cf. el capitulo 10).
Cabe mencionar aquí que también encontramos este
tipo de glorificación de la libertad instintual completa
y la falta de misericordia en algunos neuróticos obsesi-
vo-compulsivos, especialmente en aquellos con tenden-
cias paranoides. Esas actitudes expresan la rebelión
de los pacientes contra las restricciones que su com-
pulsividad impone a su yo; no son egosintónicas y pro-
vocan agudos sentimiehtos de culpa.
IV
Tanto los depresivos melancólicos como los esqui-
zofrénicos pueden manifestar ideas de autorreferencia
y persecución, con las alucinaciones correspondientes.
Como ya lo señaló Kraepelin (1913), los depresivos pa-
ranoides ciclotímicos se diferencian de los esquizofré-
nicos paranoides en que creen que deben ser perse-
guidos: ellos merecen esa persecución a causa de sus
•pecados». Esto pone de relieve la falta de sentimien-
tos concientes de culpa que suelen manifestar los es-
quizofrénicos paranoides depresivos, al menos en una
fase más avanzada de su enfermedad. Esto tiene im-
portancia no sólo diagnóstica, sino también terapéu-
tica.
360
En un esquizofrénico paranoide depresivo, la insi-
nuación inoportuna de su desmentida de conflictos de
culpa puede provocar un ataque repentino de cólera
paranoide. Una paciente de este tipo, que padecía es-
tados cíclicos de depresión e hipomania, me relató cier-
ta vez, durante una depresión grave, un sueño que evi-
denciaba claramente su conflicto de culpa por haber
descuidado a su pequeño hijo. Cuando se lo señalé,
estalló en una cólera violenta, desmintió todo senti-
miento de culpa y todo motivo para tenerlo, y me ha-
bló con grandilocuencia de las elevadísimas pautas éti-
cas que regían su conducta. Al mismo tiempo, me re-
prochó mi falta de integridad, lanzó idéntica acusación
contra sus familiares y, otras personas, y contó histo-
rias desagradables y distorsionadas acerca de sus co-
nocidos. Durante sus períodos depresivos, esta pacien-
te se comportaba de manera bastante parasitaria (mu-
cho más que Janet) y adoptaba una actitud presumida,
como si su personalidad sobresaliente la hiciese me-
recedora de cuanto los demás hacían por ella. Todas
estas actitudes, ya descritas, me ayudaron a resolver
el problema de diagnóstico diferencial que planteaba
esta mujer, a la que también habían considerado una
maníaco-depresiv¡:¡ con tendencias paranoides.
Un Joven esquizofrénico, cuyos ataques recurren-
tes de excitación catatónica siempre comenzaban con
estados de depresión paralizante que, a menudo, le im-
pedían abandonar el lecho, mostró una conducta psi-
cópata-parasitaria incluso más presumida. En esos
momentos, esperaba que •los mejores psiquiatras de
Nueva York11 lo trataran gratuitamente en su domicilio.
Mentía y engañaba para conseguir dinero y para obte-
ner de muchos médicos cantidades increíbles de dro-
gas. Explotaba a todos cuantos lo rodeaban y justifi-
caba su parasitismo señalando la gravedad de su de-
presión. En los períodos en que podía levantarse de
la cama, solía presentarse en el consultorio a cualquier
hora y queria quedarse por el tiempo que •necesitara».
Al parecer, esta conducta caracteriza al tipo de de-
presivos esquizofrénicos que manifiestan actitudes y
comportamientos francamente presuntuosos, aun en
sus periodos de depresión. ~l retardo psicomotor de
361
los melancólicos puede dificultar. igualmente. su asis-
tencia puntual a las sesiones concertadas de antema-
no y su retiro al término de la entrevista. Pero nunca
he visto que un melancólico -ni siquiera de tipo pa-
ranoide- abuse de su terapeuta, de sus amigos o sus
familiares como lo hace este tipo de esquizofrénico en
sus períodos de depresión grave.
Existe un determinado grupo de pacientes que, si
bien no manifiestan una depresión psicótica, solicitan
tratamiep.to porque padecen estados depresivos gra-
ves y recurrentes que en ocasiones alternan con esta-
dos hipom~níacos. Respecto de ellos, tal vez nos re-
sulte dificil decidir si son neuróticos o psicóticos leves
y, en caso de que optemos por la segunda alternativa,
si pertenecen al grupo de perturbaciones ciclotímicas
o esquizofrénicas. En aquellos pacientes impulsivos y
actuantes que evidencian actitudes y conductas pre-
dominantemente histéricas, por lo común podemos de-
sechar, al menos, la existencia de una perturbación
afectiva. En los maniaco-depresivos, los rasgos histé-
ricos no están por fuerza ausentes, pero nunca predo-
minan en el cuadro clínico. Suele ser más dificil deter-
minar si estos pacientes sufren de perturbaciones del
carácter por impulsividad, por fijación pregenital, o si
son esquizofrénicos actuantes con rasgos histéricos.
En el primer caso, suelen ser accesibles y respon-
den a un tratamiento psicoanalítico lento, cuidadoso
y paciente; en cambio, en el segundo, este tipo de es-
quizofrénicos son habitualmente incapaces de tolerar
una situación analítica. Puedo añ.adir que, tanto en Ja-
net como en otros esquizofrénicos, he podido obser-
var a veces una conducta seudo histérica que en reali-
dad expresaba el carácter inadecuado de sus afectos.
En los dos tipos de depresivos (esquizofrénicos y me-
lancólicos) la mayoría de los síntomas físicos no son
histéricos sino, más bien, psicosomáticos; sin embar-
go, en los esquizofrénicos -en quienes tales síntomas
pueden aparecer y desaparecer muy rápidamente- se
combinan más a menudo con miedos y quejas hipo-
condriacas.
De acuerdo con mi experiencia, ciertos depresivos
compulsivos presentan problemas de diagnóstico di-
362
ferencial todavía mayores, especialmente los quepo-
seen características paranoides y manifiestan un fran-
co desapego emocional. Inclusive así, si son neuróticos
obsesivo-compulsivos, sus perturbaciones afectivas tal
vez cedan ante un análisis firme y coherente de sus
defensas y, en especial, de sus mecanismos de aisla-
miento. Observamos que quienes de hecho padecen
de una perturbación afectiva se retraen emocionalmen-
te durante los períodos depresivos pero, pese a sus ras-
gos compulsivos, suelen recuperar su capacidad para
mantener relaciones cálidas y tiernas no bien termi-
nan esos períodos. Esta descripción coincide con ob-
servaciones anteriores. Por ejemplo, Campbell cita el
siguiente comentario de Kretschmer: «El cicloide me-
dio ( ... ) se siente sociable, amistoso, realista y com-
placiente. Como su temperamento oscila al compás del
temperamento del medio circundante, para él ( ... ) no
existe un conflicto trágicamente exacerbado, sino una
vida en las cosas mismas ( ... ) una capacidad de vi-
vir, sentir y sufrir con aquello que lo rodea,, (Camp-
bell, 1953, pág. 33).
La compulsividad del esquizofrénico se caracteri-
za, por el contrario, por una fría formalidad y cortesía,
una rigidez afectada, un alejamiento y una carencia
de calidez emocional y espontaneidad. En el caso de
Janet, estas características y cualidades emocionales
sospechosas ya habían aparecido en su infancia y to- .
davía hoy son evidentes pese a su notable mejoría.
En cuanto a los maníaco-depresivos, nunca he en-
contrado una historia de la infancia tan cargada de te-
rrores, de síntomas compulsivos tan tempranos y gra-
ves, como en Janet y en otros esquizofrénicos, si bien
los ciclotímicos pueden empezar a manifestar rasgos
de carácter compulsivos durante su período de laten-
cia. Por los demás, los ciclotímicos no presentan com-
binaciones tan extrafias, o alternancias tan rápidas,
entre actitudes y conductas compulsivas e impulsivas
(salvo la conducta descontrolada que acompafia a los
ataques maníacos), entre la promiscuidad sexual y el
puritanismo, entre la decencia y el altruismo, por un
lado, y el egoísmo y la codicia francamente agresivos,
por el otro.
363
En los pacientes paranoide-depresivos en aparien-
cia compulsivos que, en realidad; son casos leves de
esquizofrenia latente, la patología emocional básica
suele persistir más allá de la depresión y el tratamien-
to, aunque a veces la terapia mejora considerablemen-
te su capacidad de relación. Este es el tipo de paciente
que, al principio, puede parecer accesible al análisis
pero más adelante, en el curso del tratamiento, tal vez
tenga un episodio psicótico súbito y manifiesto, espe-
cialmente si no lo tratan con mucha cautela; también
existe la posibilidad de que no progrese en absoluto
y acabe por convertirse en un fracaso terapéutico. En
tales casos, un estudio completo de la pslcopatología
del paciente (en particular la del superyó-yo), de la cua-
lidad de sus relaciones objetales y de la naturaleza de
los conflictos pulsionales, puede ofrecer criterios sufi-
cientes para un diagnóstico diferencial correcto.
V
Definiré una vez más las diferencias entre los con-
flictos depresivos del esquizofrénico y el melancólico
desde los puntos de vista dinámico y estructural. De-
bo insistir nuevamente en que mi comparación no se
extiende a las psicosis esquizofrénicas y maniaco-de-
presivas en general, sino que se limita a las depresio-
nes esquizofrénicas y melancólicas.
Durante la etapa inicial de una depresión melan-
cólica, el paciente maniaco-depresivo puede mostrar-
se muy irritable y expresar con franqueza su insatis-
facción consigo, con sus objetos de amor y con el mun-
do en general: lo mismo sucede en el caso de una 11de-
presión simple». Sin embargo, a medida que aumenta
su conflicto de ambivalencia, sus mociones pulsiona-
les destructivas tienden a ser absorbidas completamen-
te por el superyó o el yo crítico, que luego las vuelven
contra el sel[ en un proceso que protege al yo de una
descarga de hostilidad hacia el mundo exterior.
La intensidad de las fuerzas destructivas, así co-
mo la deficiencia y deterioro del superyó y el sistema
364
defensivo, impiden que aun los esquizofrénicos depre-
sivos graves vuelvan firmemente su agresión contra
su self, salvo cuando se encuentran en un estado de
estupor catatónico. Por consiguiente, pese a su retar-
do psicomotor y a sus sentimientos de indignidad, su
hostilidad tiende a salir violentamente a la superficie
en alguna forma de erupción, aunque desprovista de
un fuerte tono afectivo y encubierta, a menudo, por
una glorificación, idealización o racionalización de las
metas y acciones agresivas, cuya verdadera naturale-
za se desmiente. 4 Esto puede dotar de cualidades fran-
camente absurdas a los sentimientos de indignidad que
experimentan tales pacientes.
Dicho en términos estructurales, tanto el depresi-
vo melancólico como el depresivo esquizofrénico pue-
den sufrir conflictos lntersistémicos (entre el superyó
y el yo) e intrasistémicos (dentro del yo), según lo se-
ñalado por Hartmann (1950). En el primero, estos con-
flictos reflejan la discrepancia entre sus pautas éticas,
morales, culturales e intelectuales, demasiado eleva-
das, y la imagen patológicamente distorsionada, indig-
na o aun •pecaminosa• de su propio self.
En el depresivo esquizofrénico, la reconversión re-
gresiva del ideal del yo en imágenes desiderativas y
glorificadas de un self poderoso, sádico y cruel, posi-
bilita el ingreso de fantasías y metas agresivas en el
ámbito del yo y su acceso a la conciencia. Como resul- .
tado de estos conflictos patológicos, el conflicto del de-
presivo esquizofrénico expresa, en parte, la discrepan-
cia entre esas ambiciones sádico-pregenitales y la ima-
gen de su self débil, desvalido y masoquista.
Sé que, para lograr una mayor claridad de exposi-
ción, he simplificado en exceso mi descripción de las
diferencias estructurales entre los conflictos depresi-
vos melancólicos y los esquizofrénicos, y que, en con-
secuencia, no he hecho justicia a la variedad y com-
plejidad de los casos individuales o las diferentes fa-
4
También Lange (1928. pág. 198) menciona estas acciones im-
pulsivas, repentinas e inesperadas ..cargadas de un afecto inapro-
piado, como caracterlstlcas de depresiones esquizofrénicas aparen-
temente melancólicas.
365
ses de la enfermedad. Mi propósito ha sido destacar
el hecho de que los esquizofrénicos tienden a descar-
gar sus mociones pulsionales (en especial las destruc-
tivas) en los objetos externos y en el self, de manera
simultánea o rápidamente alternada. Esta tendencia
-encuentra un medio de expresión sintomático aun en
los estados depresivos graves y nos ayuda a compren-
der que los esquizofrénicos puedan alternar fácilmen-
te entre mociones y acciones suicidas y homicidas, a
menos que padezcan una depresión paralizante.
Estas diferencias dinámicas y estructurales refle-
jan las disimilitudes entre las relaciones objetales e
identificaciones psicóticas de los depresivos melancó-
licos, por un lado, y los depresivos esquizofrénicos, por
el otro, tratadas en el capitulo 10. En los segundos po-
demos hallar una deficiencia en la constancia de obje-
to y del self. así como una tendencia a fusionar imáge-
nes de objeto y del self; estas propensiones ocasionan
una mezcla completa de los tipos tempranos de iden-
tificaciones proyectivas e introyectivas, o bien una fluc-
tuación rápida entre unas y otras. Las opuestas por-
ftas sádicas y masoquistas del paciente pueden resul-
tar escindidas y adheridas de manera proyectiva a
diferentes imágenes de objeto, para luego establecer-
se en las imágenes opuestas del propio self mediante
procesos introyectivos. A medida que tendencias pa-
ranoides tiñan o modifiquen el cuadro depresivo, o se
impongan, las imágenes sádico-«despiadadas» del self
probablemente serán reproyectadas y reasignadas a
objetos externos que, a su vez, se convertirán en figu-
ras amenazadoras, perseguidoras y odiosas, como en
aquel episodio en que el padre real de Janet se convir-
tió en el «asesino». En esa etapa, el deterioro del yo y
el proceso de desneutralización (Hartmann, 1953) pue-
den llegar a un punto en que el yo se vea abrumado
por las fuerzas destructivas y el paciente, pasando de
la depresión a una excitación catatónica, se vuelva ma-
nifiestamente homicida y/o suicida.
Para tratar los casos psicóticos leves o latentes, los
fronterizos y los de pacientes que sufren floridos epi-
sodios psicóticos, resulta sumamente útil una com-
prensión clínica y teórica más. clara de las diferentes
366
psicopatologias de los diferentes conflictos y mecanis-
mos involucrados en estos dos grupos de perturbacio-
nes. Sea cual fuere el método terapéutico elegido para
cada caso, no obtendremos resultados satisfactorios si
no reconocemos la naturaleza de la enfermedad y si
no comprendemos la patología especifica del ello, yo
y superyó con que estamos tratando.
Esto es particularmente evidente en ese tipo raro
de paciente psicótico que se recupera de un episodio
esquizofrénico con su yo lo bastante intacto como pa-
ra poder someterse a un tratamiento analítico más o
menos modificado. En tales casos, las respuestas emo-
cionales y el efecto terapéutico de las interpretaciones
correctas son a veces sorprendentes y permiten, qui-
zá, que el paciente concluya satisfactoriamente su tra-
tamiento al cabo de varios años.
Por lo general, los pacientes psicóticos, incluidos
los casos.latentes o fronterizos, se benefician al máxi-
mo con un tratamiento firme, coherente y muy pro-
longado, como el de Janet. (Las interrupciones resul-
tan algunas veces aconsejables y otras son impuestas
por hospitalizaciones temporarias.)
Este aserto parece especialmente válido en el caso
de los maníaco-depresivos y esquizofrénicos que ado-
lecen de estados depresivos graves y recurrentes. Quie-
nes pasan de un periodo depresivo a estados hipoma-
níacos tienden a interrumpir el tratamiento en ese mo- ·
mento pero vuelven muy pronto, en cuanto empiezan
a caer en una nueva depresión. Los maniaco-depre-
sivos, incluidos los tipos paranoides, por lo común de-
sean seguir tratándose con el mismo terapeuta y así
debe ser, por cuanto son propensos a cobrarle apego
en una relación personal ambivalente pero intensa. Los
esquizofrénicos, cuyas relaciones objetales se encuen-
tran en un nivel más regresivo, suelen manifestar rá-
pidas fluctuaciones de sus actitudes hacia el terapeu-
ta: del aferramiento al alejamiento y a la hostilidad.
Por tal razón -así como por la grave patología de su
yo y superyó, y su falta de constancia de objeto y del
self- pueden suspender el tratamiento aun durante
un periodo depresivo o acudir a otro terapeuta cuan-
do comienza una nueva depresión. La tendencia a cam-
367
I
biar de terapeuta, o incluso a atenderse simultánea-
mente con dos, parecería ser una característica espe-
cial de los esquizofrénicos depresivos paranoides. En
algunos de estos casos puede resultar aconsejable un
cambio de terapeuta (esta cuestión se abordará en el
capítulo 13).
Las disimilitudes de trasferencia entre los depresi-
vos melancólicos y esquizofrénicos indican las diver-
sas clases de contra-actitudes que el terapeuta debe
adoptar frente a estos dos grupos de perturbaciones.
A causa de su empobrecimiento libidinal, todos los psi-
cóticos y, en especial, aquellos que se encuentran en
un estado depresivo, necesitan que el terapeuta los tra-
te con cierta calidez emocional y, sobre todo, con mu-
cha paciencia. Los melancólicos requieren sobre todo
que les brindemos dulzura, respeto y aliento; en cam-
bio, con los esquizofrénicos (aun con los muy depresi-
vos y angustiados) a veces debemos mostrarnos muy
firmes y hasta severos, por ejemplo, cuando desean
interrumpir de manera repentina el tratamiento o se
comportan de un modo demasiado parasitario. Fijar
límites a estas actitudes del paciente significa, en rea-
lidad, prestarle nuestro yo y superyó; por eso tal seve-
ridad no implica que no podamos permitirle, por mo-
mentos, apoyarse en nuestro yo y •tomar prestada" su
fuerza.
En general, las discusiones e interpretaciones de
estas actitudes sólo adquieren significado o vigencia
una vez que el paciente se ha recuperado de la depre-
sión o de todo el episodio psicótico. En los casos ade-
cuados, ello puede conducir a una búsqueda del ori-
gen infantil de sus conflictos pulsionales y narcisistas,
así como del desarrollo defectuoso de sus relaciones
e identificaciones objetales. Estos pacientes tardan mu-
cho tiempo en llegar a admitir y comprender los de-
fectos y contradicciones de sus sistemas de valores y
las correspondientes actitudes patológicas del yo. Basta
recordar el caso, ya mencionado, de la paciente depre-
sivo-esquizofrénica paranoide que estalló en un acce-
so de cólera paranoide ante un inoportuno comenta-
rio mío acerca de sus conflictos de culpa. Por otro la-
do, debemos esperar con mucha prudencia el momento
368
oportuno para abordar directamente los conflictos de
hostilidad del melancólico.
He formulado estos breves comentarios sobre los
diferentes problemas que surgen en el tratamiento de
los pacientes depresivos melancólicos y esquizofréni-
cos con el propósito de poner de relieve nuestra nece-
sidad de comprender mejor sus diferencias psicopato-
lógicas, que determinan el método correcto para su
abordaje terapéutico.
369
/
370
más extendida que la perturbación clínica en sí. Pero
el peso de la herencia y la grave patología de estos pa-
cientes -aun cuando se presten al análisis- justifi-
can preguntarse: ¿hasta qué punto podemos alcanzar
la verdadera meta del tratamiento analítico, a saber,
un cambio estructural que dé como resultado no sólo
una cura sintomática sino, además, una cura causal?
Dicho de otro modo: ¿podemos provocar un cambio
en su predisposición a los estados o colapsos depresi-
vos graves?
Algunas experiencias clínicas nos ayudan a acla-
rar tales dudas. Una mujer, que ahora tiene cuarenta
y siete años, había sufrido típicas fases depresivas des-
de los dieciséis hasta los veintiocho años, en ocasión
de las cuales la hospitalizaban, aunque sin someterla
nunca a un tratamiento psicoterapéutico. Cuando te-
nía veintiocho años, su padre murió. Seis meses des-
pués inició su primera relación amorosa y, al cabo de
dos años sin recaída alguna, se casó. Aunque vivió ex-
periencias trágicas, como los suicidios de su madre y
su única amiga, nunca más sufrió un verdadero co-
lapso; eso sí, todavía presenta fluctuaciones anímicas
conspicuas y padece estados depresivos leves. Los ca-
sos como este no son tan raros. Si la vida puede hacer
tanto, el análisis debería poder alcanzar logros aún ma-
yores.
Con esta actitud optimista, paso a examinar los pro- .
blemas que surgen en el tratamiento analítico de es-
tos pacientes.
•Fronterizo• es un término conveniente, aunque
confuso, que compendia ciertas características comu-
nes observadas en la estructura de la personalidad y
los medios de que se valen estos pacientes para resol-
ver sus conflictos (Kemberg, 1967). Los pacientes fron•
te rizos manifiestan distorsiones del yo, defectos en el
superyó, perturbaciones en sus relaciones objetales y
una patología afectiva superior a la detectada en los
neuróticos comunes. Por eso suelen necesitar muchos
años de análisis, acompañado de un trabajo lento, pa-
ciente y coherente en el área del funcionamiento del
yo y del superyó, en el que se preste graíl atención a
sus peculiares métodos de defensa y a las respuestas
371
afectivas en que esas defensas encuentran expresión
especial. La gran dificultad de la tarea se explica por-
que estos pacientes echan mano de mecanismos auxi-
liares de defensa y restitución que deterioran, en ma-
yor o en menor medida, su examen de realidad, com-
prometiendo al mismo tiempo al mundo exterior en ge-
neral y a los objetos signiflcativos en particular, con
miras a resolver su conflicto patológico. Esto puede ob-
servarse claramente en el análisis de pacientes psicó-
ticos, sobre todo esquizofrénicos, correspondiente a
aquellos periodos en que no presentan sintomas psi-
cóticos manifiestos. He tratado minuciosamente el te-
ma en la conferencia sobre conflicto psicótico y reali-
dad, que pronuncié en ocasión de mi Freud Anniver-
sary Lecture (Jacobson, 1967), que en muchos senti-
.dos complementa lo expresado en este capitulo.
Por las razones que acabo de resumir, los casos de-
presivos graves requieren modificaciones de la técni-
ca habitual, que los neuróticos no necesitan. Más es-
peciflcamente, los depresivos procuran recuperar su
perdida capacidad de amar y funcionar merced a un
amor excesivo y mágico recibido de su objeto de amor
(como dijo cierta vez un paciente melancólico: •El amor
es oxigeno para mí"). Para ello recurren a diversos dis-
positivos de defensa y, si no consiguen esta ayuda ex-
terna, es posible que se retraigan de su objeto de amor,
o aun del mundo objetal, y continúen la lucha dentro
de si mismos.
En el curso del tratamiento, el analista se convier-
te inevitablemente en el principal objeto de amor y en
el centro del conflicto depresivo. De ahf la posibilidad
de que, a medida que avance el análisis, el paciente
caiga en estados depresivos aun más graves y. en ge-
neral, entre en prolongados estados de regresión del yo
y el ello, más profundós que los experimentados has-
ta entonces. En otras palabras, tal vez nos veamos con-
frontados con una variedad especial de lo que solemos
llamar 11respuestás terapéuticas negativas".
Este estado de cosas ocasiona, desde luego, gran-
des dificultades técnicas, especialmente en lo que res-
pecta al manejo de la trasferencia. ¿Cómo podemos ha-
cer frente a esas diflcultades? ¿Hasta qué punto y de
372
qué modo se espera que nos desviemos de los procedi·
mientas habituales y respondamos a las necesidades
patológicas y defensivas del paciente, ansioso por re-
cibir una activa ayuda externa de tipo emocional y aun
práctico? ¿Es peligroso dejar que emerjan sus fanta-
sías sadomasoqwstas, sus impulsos profundamente am-
bivalentes hacia el analista?
Introduciré el examen de estos problemas con al-
gunos comentarios más generales. Los pacientes ma-
niaco-depresivos no solicitan un tratamiento en sus pe-
ríodos hipomaníacos o maniacos, porque en esos es-
tados carecen de insight. Una vez iniciado el análisis.
los pacientes no suelen presentarse para su tratamien-
to en los denominados «intervalos sanos-, pese a ser
los períodos en que mejor avanza el proceso analítico.
Un paciente, cuya tercera fase depresiva habla cedido
súbitamente después que •consiguió» quebrarse una
pierna, decidió hacer algo drástico para curarse. Pero
pronto cambió de parecer: después de todo, ahora se
sentia •demasiado bien». Evidentemente, en estos pa-
cientes los procesos de restitución operan demasiado
bien o, dicho de otro modo, los mecanismos de des-
mentida involucrados constituyen fuertes resistencias
al tratamiento.
Por lo general, los pacientes depresivos comienzan
el tratamiento en un estado depresivo y. desde lu.ego,
el requisito previo para cualquier tipo_ de psicoterapia ·
en su caso es una base trasferencial suficiente. La ex-
periencia me ha enseñado que a menudo esta se pue-
de evaluar durante la pri.mera entrevista. Lo indicado
es preguntar al paciente por lo que siente con respec-
to al rapport mutuo; habitualmente, se obtiene una res-
puesta franca y simple (las más de las veces, un sí o
un no). Los depresivos tienden a establecer un rapport
inmediato e intenso, o ninguno; de ahí que, por ejem-
plo, resulte muy dificil y peligroso derivarlos a otro te-
rapeuta, pues puede convertirse inmediatamente en
•el mejor, después del primero».
En los casos de típica depresión periódica, el mo-
mento óptimo para empezar el tratamiento es la fase
Inicial o final de la depresión, o sea, cuando el retrai-
miento aún no ha alcanzado su punto máximo o ya
373
ha comenzado a disminuir. El método terapéutico de-
penderá, por supuesto, de cada caso en particular y
del tipo específico de depresión. Pero en ciertos aspec-
tos el curso del análisis trae a la luz rasgos comunes,
característicos, en todos estos casos.
Quiero esbozar esos rasgos comunes; para lo cual
describiré brevemente el desarrollo (bastante típico) de
manifestaciones trasferenciales, y sus correspondien-
tes respuestas sintomáticas, durante el análisis de un
paciente depresivo fronterizo. Prescindiré de muchos
detalles individuales, para mostrar aquellas fases que
considero características del tratamiento: el inicial y
falso logro trasferencial; el siguiente periodo de trasfe-
rencia negativa y oculta, con las correspondientes reac-
ciones terapéuticas negativas (estados depresivos de
mayor magnitud y gravedad); el posterior retraimien-
to narcisista, acompañado de peligrosas defensas in-
troyectivas; la fase final de solución gradual y cons-
tructiva del conflicto. El caso tiende a confirmar mi
impresión de que el análisis obtiene los mejores resul-
tados en aquellos pacientes que, cuando no están de-
primidos, manifiestan una mezcla de actitudes leve-
mente hipomaniacas y compulsivas.
I
El señor R. era un brillante científico, ya cuaren-
tón, que desde su infancia padecía de estados depresi-
vos irregulares, angustias graves y síntomas intesti-
nales funcionales. Cuando se deprimía, luchaba con•
tra la amenaza de pasividad y retardo emprendiendo
una desbordante actividad sexual y profesional. De este
modo, a menudo se encontraba simultáneamente de-
primido, gravemente angustiado, excitado y presa de
una hiperactividad obsesiva, más que de retardo. Su
personalidad reflejaba sus porfías antagónicas: era un
hombre cálido, simpático y atractivo, deseoso de com-
placer y agradar a los demás, pero orgulloso de ser un
luchador y de haberse forjado por si solo su notable
carrera.
374
En la temprana infancia había perdido a su madre,
una depresiva grave, muerta en un accidente. Al en-
viudar, su padre cayó en un estado depresivo crónico,
abandonó el hogar y el trabajo, y colocó a sus hijos
al cuidado de una familla adoptiva que los crió en un
ambiente de indiferencia emocional. Los conflictos del
paciente giraban en tomo de su decepcionante rela-
ción conyugal y su posición inestable en el claustro
de su universidad. Antes de consultarme, se había so-
metido a un tratamiento psicoterapéutico, con esca-
sos resultados. ·
Me eligió entre otros analistas con quienes había
mantenido un trato social porque, además de compe-
tente. le pareci «muy cálida, maternal y nada agresi-
va» y había establecido un rapport inmediato conmi-
go. Por consiguiente, inició su tratamiento con un en-
tusiasmo sospechosamente ardiente por mi y por su
futuro trabajo analítico. Sus fantasías de trasferencia
reflejaban su idealización de la psicoanalista y su es-
trecha ligazón con ella; la había convertido en la parte
más valiosa de su ser. Su condición mejoró rápidamen-
te, a la luz rutilante de esta trasferencia inicial positi•
va: se sintió mejor (o sea, más esperanzado) de lo que
había estado en los últimos años y más unido a su es-
posa, que ahora le parecía mucho más aceptable, y tu-
vo la impresión de que su trabajo le resultaba más fá-
cil. Pese a sus constantes angustias y fluctuaciones de
estados de ánimo, continuó experimentando la sensa-
ción subjetiva de una mejoría notable por lo menos du-
rante un año. El análisis se desarrollaba aparentemen-
te bien, con dramáticas revivencias de episodios trau-
máticos de su infancia y. por lo general, dentro de
un ambiente de optimismo. asi como de admiración·
y afectuosa gratitud hacia la analista que tanto daba
de sí.
Hasta aquí, el curso de los acontecimientos y el lo-
gro de la trasferencta no parecían diferir mucho de lo
que podemos ver en cualquier caso de histeria, si no
fuese por la cualidad altamente ilusoria y mágica de
los sentimientos trasferenciales del paciente. Había en
ellos una idealización exagerada, una obstinada des-
mentida de los defectos (posibles o visibles) de la ana-
375
lista. Además, y este era un elemento importante, el
paciente se rehusaba a reconocer que, pese a sus sen-
saciones subjetivas de mejoría, aún no se había logra-
do ningún resultado objetivo eficaz. Simplemente, se
sentía más esperanzado que nunca. Sabia que su aná-
lisis sólo era una prom,esa y que le llevaría mucho tiem-
po, pero creía en su logro final, aunque para un futuro
distante. Esta actitud. de descuido de la situación pre-
sente es muy característica de los depresivos: en vez
de comprender y aceptar el pasado en su vida presen-
te, viven esperando o temiendo el futuro.
376
analista, a la vez que persistía en achacar a su esposa
su propio empeoramiento.
A esta etapa siguió un periodo típico y prolongado
durante el cual el paciente sólo vivió a la sombra de
su analista: su retraimiento de otras relaciones perso-
nales alcanzó unas proporciones peligrosas. La trasfe-
rencia se caracterizó por actitudes muy dependientes
y masoquistas hacia la analista, pero también por exi•
gencias cada vez mayores de que ella manifestara, a
cambio, una dedicación abnegada. Al sentirse recha-
zado por la analista, el señ9r R. estalló en fugaces
arranques desafiantes, bajo la consigna «¡No la necesi-
to!•. Sus fantasías trasferenciales tomaron un cariz ca-
da vez más ambivalente y sadomasoquista, al par que
emergía el correspondiente material infantil y de fan-
tasías. En rápidos cambios de talante, el señor R., de
manera alternada, acusaba a la analista de ser dema-
siado seductora, o de ser ella misma frustrada y se-
xualmente menesterosa, o fria y rechazante. Ahora se
deprimía y angustiaba ante cualquier fracaso o éxito
profesional, ante cualquier interpretación «perjudicial»
o «beneficiosa».
En algunos casos, este es un período critico sobre
todo a causa de las agotadoras provocaciones sadoma-
soquistas de los pacientes. Pueden chantajear incon-
cientemente al analista y trabajar sobre los sentimien-
tos de culpa de este con la esperanza de obtener así
la respuesta anhelada. Si fracasan, tal. vez intenten
arrancarle una manifestación de poder, severidad e ira
punitiva, con dos propósitos alternativos: conseguir un
apoyo para la implacable presión del superyó o un me-
dio de aliviarla.
En el caso del señor R., el hecho de que yo me to-
mara unas vacaciones de primavera abrió una nueva
fase, peor aún que la anterior. El paciente se sintió
abandonado por mí como lo había sido por su madre,
que murió en primavera cuando él tenia siete años.
Cayó entonces en una depresión grave. Sospechó acer-
tadamente que yo lo había "dejado» para presentar un
trabajo en un congreso y, en un gesto de desafio simi-
lar al de su infancia, decidió Independizarse: empezó
a escribir un libro científico que superara al que, su-
377
puestamente, yo estaba escribiendo. De ahí en adelan-
te, su libro se convirtió en un interés obsesivo y devo-
rador: por un lado, era la gran meta ideal de su vida;
por el otro. era un monstruo que lo torturaba noche
y día con angustias y depresiones. Esperaba producir
la mejor obra que se hubiera escrito sobre el tema, y
daba por sentado que lo harta. Todo cuanto había es-
crito hasta entonces le parecía completamente falto de
valor. El «periodo del libro» representó un retraimien-
to definido y narcisista de mí y del mundo en general.
En verdad, trató de remplazanne por un libro que, en
su fantasía, me había robado.
Sus graves síntomas intestinales, con un dolor que
se extendía a la pierna y los genitales, asi como el ma-
terial analitico correlativo recogido por entonces, in-
dicaban las fantasías subyacentes de incorporación y
eyección. Equiparaba el aterrador y doloroso «bulto en
el estómago» (como solía llamarlo) con su analista, su
madre y el libro, cuyo tema se encontraba directamen-
te vinculado a la muerte violenta de la madre. Al mis•
mo tiempo, este ;;introyecto• (el bulto) representaba un
«pene-bebé» del que, en su fantasía, su. propio pene
constituía una prolongación externa. Quería vomitar
y depositar (eyacular) el bulto sobre el regazo de la ana-
lista, pero temía que tal acto le ocasionara la muerte.
Cada vez que experimentaba un alivio en su dolor y
angustia, le asaltaba el temor de perder el bulto y que-
dar «vacío». Le aterraba igualmente la posibilidad de
terminar algún día el análisis o el libro. El logro final
seria su perdición. En este punto, mi contra-actitud deli·
berada, de apoyo, lo ayudó a superar la etapa más críti·
ca: me mostré vivamente interesada por su libro en
la medida en que lo permitían mis vagos conocimien•
tos del tema. Dicho de otro modo, comparti el libro con
él y lo recuperé dejando que se creara una situación
temporaria de participación.
Comenzó así una fase de interpretación persisten-
te de las trasferencias, acompañada del análisis de un
material profundo de fantasías homosexuales y pre-
edípicas. La marea cambió, por fin, cuando se pudo
reelaborar en la trasferencia el material de la escena
primordial y de sus identificaciones sadomasoquistas
378
con ambos progenitores. Interrumpí aquí el informe
sobre el caso. Baste decir que tengo que reconocerle un
gran mérito a este paciente por su insight extraordina-
rio y su cooperación constante. Se ha convertido en un
miembro respetado de su circulo profesional, con el
que se identifica; No obstante, su relación conyugal no
mejoró en absoluto, pese a que su vida sexual se vol-
vió muy satisfactoria. Su esposa sufrió un colapso psi•
cótico que dificultó considerablemente su vida conyu-
gal pero que imposibilitó el divorcio del paciente. Ca-
da vez que el sef:l.or R. se sentía incapaz de hacer frente
a esta situación, reanudaba su tratamiento por algu-
nas semanas o· meses.
II
En esta sección, examinaré las elecciones de obje-
to y las relaciones personales de pacientes depresivos
fronterizos o psicóticos, con especial insistencia en la
interacción entre los maniaco-depresivos y sus cónyu-
ges. Este material demuestra que el cónyuge influye
en el estado anímico del paciente y, en consecuencia,
en la situación de tratamiento, en la índole de lo que
se trasfiere al analista y en el peligro implícito que pa- .
ra el progreso terapéutico representa que se asigne al
analista el rol de cónyuge.
A menudo, los depresivos aparentan mantener
unas relaciones personales y conyugales muy buenas
y tiernas. Mientras no estén enfermos, los maniaco-
depresivos pueden ser compaf:l.eros encantadores, por
sus posibilidades de manifestar calidez emocional, fa-
cilidad de respuesta sexual, la capacidad de elaborar
sublimaciones ricas: en suma, de mostrar caracterís-
ticas que atraen notablemente a sus cónyuges. Sin em-
bargo, si examinamos con más detenimiento sus rela-
ciones conyugales, detectaremos los elementos pato-
lógicos que albergan el germen de futuros colapsos del
individuo depresivo. Descubriremos que esa relación
conyugal que parece por demás estrecha y cálida tie-
ne, en realidad, rasgos simbióticos: los esposos depen-
379
den mucho el uno del otro, necesitan del apoyo mu-
tuo y se aferran excesivamente el uno al otro.
La constelación más favorable se da, al parecer, en
aquellas parejas en que esta dependencia mutua po-
see una base sólida (p.ej .. la colaboración práctica en
el trabajo profesional o el hecho de compartir intere-
ses y habbies). Pero en muchos casos esa aparente in-
timidad y dependencia excesivas de la pareja se com•
bina con una sorprendente falta de intereses comunes.
Los cónyuges necesitan mucho el uno del otro pero
nada tienen que decirse. aun cuando individualmente
posean un yo rico y lleno de recursos y. en verdad, ten-
gan mucho para decir. Esta situación fomenta un tipo
de conflicto conyugal que generará, indefectiblemen-
te, periodos depresivos en el miembro maníaco-depre-
sivo de la pareja.
Cuando tenemos la ocasión de investigar más a
fondo la estructura de personalidad de ambos cónyu-
ges desde el punto de vista psicoanalftico, descubrimos
que, por lo general, los dos poseen tipos de carácter
con fijación pre-edíplca aunque, a menudo, de varie-
dades muy diferentes. Estas parejas pueden desarro-
llar una especie de interacción «oral» que puede ir acu-
.mulando exigencias mutuas hasta llegar a un extre-
mo en el que resulten inevitables el desengafi.o y el
colapso de uno u otro cónyuge. Hay casos en que los
dos son maniaco-depresivos a quienes tal vez haya que
hospitalizar por turnos. En otros, uno de los miembros
de la pareja se mantiene sorprendentemente bien du-
rante el periodo depresivo de su cónyuge, pero se de-
prime no bien este se recupera.
Muchos depresivos son muy masoquistas en su
elección de pareja. En tanto no se enfermen, tienden
a rechazar sus propias exigencias orales infantiles y
hacen el papel de madre activa y abnegada, pero tam-
bién dominadora. A cambio de su apoyo práctico, es-
peran recibir el apoyo emocional que tanto necesitan
para mantener su autoestima. En otras palabras, para
el cónyuge maníaco-depresivo el objeto de amor repre-
senta, sotlre todo, una figura del superyó. Necesita te-
ner un objeto de amor altamente sobrevalorado, en el
que inviste todo su cariño y por el que está dispuesto
380
a sacrificarlo todo,. esperando recibir a cambio amor
y alabanzas.
Para el maniaco-depresivo el cónyuge es, en ver•
dad, el elemento a través del cual vive y del que nece-
sita para mantener su equilibrio mental. Sin embar•
go, vemos con frecuencia que el miembro •sano» de la
pareja posee en realidad el tipo de carácter más pasi•
vo, más egoísta y más francamente exigente. Le agra•
da recompensar los servicios prestados por su cónyu-
ge elogiándolo y expresándole su profunda gratitud.
Pero muchas veces su conducta real no respalda esta
actitud.
Por supuesto, pueden darse toda clase de combi-
naciones en el reparto de los roles de madre e hijo: por
ejemplo, un cónyuge provee el dinero y los bienes ma·
teriales, y el otro, el alimento intelectual y espiritual.
Desde luego, este equilibrio precario puede alterarse
fácilmente. Con frecuencia, cansado del rol que le ha
tocado en este convenio de trueque, el cónyuge neu-
rótico se aprovecha cada vez más de las actitudes ma-
soquistas de su compañ.ero y se vuelve cada vez más
dependiente y exigente. Es esto lo que parece precipi-
tar el conflicto depresivo del otro. Por tal razón, en
aquellos casos en que podemos estudiar a ambos es-
posos, no nos sorprende enterarnos de que las quejas
del paciente acerca del objeto de amor -que funda-
mentan sus autoacusaciones depresivas- dan exac-
tamente en el centro del problema conyugal.
Veamos un ejemplo. La señ.ora S., una asistente so•
cial maníaco-depresiva, acusaba a su esposo de ser in-
fantil y egoista (esto último, de una manera primiti-
va), aunque él pretendía ser un idealista que compar-
tía las convicciones sociopolíticas de su esposa. Esta
opinaba que su marido sólo se aferraba a ella porque
era débil y pasivo; la había elegido por esposa única-
mente porque admiraba su superioridad social, su me-
jor educación y su capacidad para ganar dinero. Esta-
ba segura de que ahora que él había obtenido un em-
pleo bien pagado, querria desembarazarse de ella para
poder casarse con alguna muchacha simple y estúpi·
da que cocinara para él y lo atendiera constantemen-
te. El negaba todo esto. Manifestaba de manera apara-
381
tosa su preocupación por ella pero de hecho fallaba por
completo cuando debía apoyarla en sus periodos depre-
sivos.
La señora S. sufrió una recaída en un momento en
que me era imposible atenderla. La derivaron a otro
psiquiatra que le aplicó un tratamiento con electrocho-
que; una semana después del alta, ella se suicidó. El
marido entró inmediatamente en un breve estado hi-
pomaníaco. Luego, ya serenado, vino a consultarme
acerca de algunas dificultades sexuales y fue enton-
ces cuando me confesó que, en realidad, nunca se ha-
bía interesado por su esposa. Admitió que la habia ele-
gido porque era superior a él pero, si bien la admiraba
con sinceridad, se sentía incapaz de amarla y de ajus-
tarse a sus elevadas pautas de vida. Declaró con bas-
tante descaro que estaba contento de haberse librado
de ella. Inmediatamente después de enviudar, se tras-
ladó a la ciudad, dejó a su hijo en casa de unos amigos
como pupilo y empezó a relacionarse con prostitutas.
Después se calmó, conoció a una muchacha simple,
hogareña, totalmente carente de intereses intelectua-
les y dispuesta a cuidar de él. Era lo que necesitaba.
Se casó con ella y el matrimonio se llevó bien.
El caso de la sen.ora T. es similar al anterior. Hace
muchos años, traté en Europa a una Joven que pade-
cta una depresión grave. Por entonces, ella también
se quejaba de que su marido no la amaba realmente
y solfa flirtear con cuanta muchacha bonita tuviese a
su alcance; era un hombre débil, desconsiderado, fal-
to de tacto, superficial, Inmaduro, que no se preocu-
paba por su pequefio hijo, no quería asumir el rol de
padre, etc. Tiempo después, durante otro periodo de-
presivo, la sen.ora T. se suicidó, como ya lo habían he-
cho su padre y su abuelo. Veinte años después. su es-
poso vino a verme en Nueva York y confirmó todas
sus acusaciones: se habla casado con ella principal-
mente por su dinero; se había sentido atado y agobia-
do por su matrimonio y paternidad tempranos; habia
deseado ser libre y continuar su vida de soltero; su afec-
to por su esposa se había apagado desde el momento
en que ella quedó embarazada. A diferencia del sen.or
S., cuya segunda elección de pareja fue mucho más
382
atinada, el señor T. se casó años después con una mu-
jer que enseguida empezó a tener períodos depresivos.
Y repitió la misma pauta por tercera vez, en sus rela-
ciones con una amante.
Pasemos a otro caso: el señor U., cuya esposa era
una paciente depresiva atendida por mí, entró en aná-
lisis durante la etapa final del tratamiento de ella .. Su
analista -que desconocía las quejas de la mujer, de
las que ella se había hecho conciente en el curso de
su terapia conmigo- me pintó un cuadro sombrío del
egoísmo• infantil del marido: era exigente y posesivo
con su esposa y creía tener derecho a engañarla cuan-
to se le antojara. Todos estos rasgos coincidían exac-
tamente con las descripciones proporcionadas por ella.
En todos estos casos, la dependencia excesiva y en-
gañosa de los maridos respecto de sus esposas hacía
que a un extraño le resultara dificil creer en lo que di-
jeran ellas. En el caso del señor U., el marido recibió
un tratamiento asombrosamente eficaz, con resulta-
dos excelentes y duraderos. Y el consiguiente mejora-
miento de su relación conyugal previno toda nueva re-
caída en mi paciente.
Mi experiencia indica, pues, que por exagerados
que sean los sentimientos de desengaño, ofensa y me-
nosprecio hostil de las pacientes hacia sus cónyuges,
sus quejas suelen ser más justificadas de lo qµe po-
drían parecer a simple vista.
En cuanto a la situación marital que puede esta-
blecerse durante los períodos de enfermedad del cón-
yuge maníaco-depresivo, digamos que en muchos ca-
sos la depresión propiamente dicha puede ir precedi-
da de una fase rebelde, durante la cual el paciente suele
negar con franqueza su rol de madre o padre activo
y sustentador. Varias pacientes formularon los mismos
comentarios típicos: "El es tan infantil, tan egoista ...
pero, ¿y yo? No puedo tratarlo siempre maternalmen-
te. Yo misma necesito una madre». Por consiguiente,
podemos decir que la depresión de la paciente tiene
por fin obligar al esposo a asumir el rol maternal.
El retardo, el desvalimiehto y la exhibición de me-
nosprecio de sí mismo sacan provecho de la compa-
sión, lástima y sentimientos de culpa del cónyuge. Por
383
supuesto que todos conocemos muy bien ese sadismo
oculto que es una cualidad especifica del melancólico,
tan dificil de tolerar para todos. Aun en aquellos casos
en que no se manifiestan ni la rebelión ni las quejas
contra el cónyuge, este percibe invariablemente los re•
proches y la apelación hostil que se esconden bajo la
actitud autopunitiva del melancólico.
En otras palabras, el depresivo nunca falla en lo-
grar que su cónyuge y, a menudo, todos cuantos lo
rodean, sobre todo sus hijos, se sientan terriblemente
culpables, y los arrastra consigo a una depresión cada
vez más profunda. Por eso el cónyuge considerado sa-
no, actuando en defensa propia, se vuelve con frecuen-
cia sorprendentemente agresivo y hasta cruel con el
paciente, y es capaz de herirlo justo en su punto más
vulnerable.
Si la depresión dura lo suficiente y no se aparta al
paciente de su familia, el cónyuge sano sucumbirá, po-
co a poco, ante la grave hostilidad oculta del otro e .
intentará rechazar su propia respuesta depresiva me-
diante contra-acusaciones agresivas que intensificarán
los sentimientos patológicos de insignificancia del pa-
ciente. Así se crea un círculo vicioso.
Cuando el cónyuge sano intenta evadirse de la com-
pañia deprimente del paciente y busca solaz en el mun•
do exterior, ya sea en el trabajo. en actividades socia-
les o en una relación sexual, aumenta indefectiblemen-
te en el paciente el sentimiento de no ser amado. Si
la depresión de este persiste lo bastante, los restantes
miembros de su familia casi siempre se contagiarán,
por decirlo así, y acabarán por deprimirse igualmente.
En cuanto a los estados hipomaníacos de estos pa-
cientes, he visto a un marido que, al liberarse de la
terrible tensión a que lo sometfa la depresión de su es-
posa. entró en un estado de exaltación leve, durante
el cual me telefoneaba de continuo para asegurarme
que todo marchaba maravillosamente bien.
En otros casos, el cónyuge descubre que el estado
hipomaníaco del paciente es menos tolerable todavía
que su estado depresivo, sobre todo si es agresivo -un
constante fastidio, por así decir- sin conciencia de su
agresión y. en general, sin lnslght. Cuando el estado
384
hipomaníaco o maniaco induce al paciente a malgas-
tar dinero o tener aventuras sexuales, su cónyuge pue-
de escandalizarse, sentir repulsión o, francamente,
miedo, y acabar por sumirse también él en la depre-
sión. Estas respuestas pueden ocasionar, en última ins-
tancia, la desintegración de la relación conyugal, cosa
que no había hecho la fase depresiva.
Cabe destacar que las respuestas negativas (y, en
parte, justificadas) del cónyuge sano durante la fase
aguda del depresivo aumentan inevitablemente el con-
flicto de este. Se establece así un circulo vicioso en la
interacción patológica de estas parejas, que a menudo
involucra también a los hijos y a otros miembros de
la familia. De este modo, una situación familiar glo-
balmente patológica puede persistir y expandirse has-
ta el punto en que el paciente se aparte por completo
de toda su familia. Esta es una de las razones que mue-
ven a los clínicos a recomendar la hospitalización del
paciente o su alejamiento del ambiente familiar, y a.,
permitir las visitas de familiares sólo muy de vez en
cuando, al menos durante la fase más grave de depre-
sión psicótica.
Sin embargo, algunos pacientes responden muy
mal a la internación y se recuperan mucho mejor cuan-
do los llevan de regreso al hogar. Este aserto puede
aplicarse en particular a aquellos que luchan tenaz-
mente por no retirar del todo su libido de sus objetos
de amor y, por consiguiente, sienten que la presencia
misma del cónyuge les ayuda a mantener el vinculo,
por ambivalente que sea.
Desearía comentar, para finalizar, los matrimonios
«contrastantes», es decir, aquellos en los que un cón-
yuge es maníaco-depresivo, y el otro, esquizofrénico..
En los pocos casos que recuerdo, nunca vi que la unión
de un maniaco-depresivo y una persona de tipo esqui-
zoide haya dado resultado; el primero se derrumbaba
inevitablemente porque lo que en realidad necesitaba
era cariño y simpatía.
Si partimos de la base de sus necesidades emocio-
nales individuales, nos cuesta contprender que una
persona maniaco-depresiva quiera casarse con una es-
quizofrénica. Recuerdo el caso de un marido maniaco-
385
depresivo que solla manifestar una mezcla de actitu-
des compulsivas y levemente hipomaniacas; cuando
se hallaba en este estado, solía ser muy activo y cari-
i'ioso, y mostrarse muy dispuesto a servir a su esposa
y brindarle amor. Algunos de estos tipos pueden atraer
a personas esquizoides, a quienes «infunden calon,, pe-
ro nunca he visto un equilibrio estable entre tipos psi-
cóticos tan contrastantes.
. Intercalaré aquí unos pocos comentarios sobre los
matrimonios de esquizofrénicos. He observado tres ti-
pos caracteristicos de elección de objeto en esos pa-
cientes. Los que son capaces de mantener alguna cla-
se de relaciones personales que vayan más allá de las
aventuras sexuales temporarias tienden a integrarse
en un nivel infertor por la elección de cónyuges social
e intelectualmente inferiores a ellos. Otros se casan con
esquizofrénicos o psicópatas, en cuyo caso ambos cón-
yuges comparten el mundo irreal en que viven.
Una tercera categoría comprende a los esquizofré-
nicos apegados a cónyuges rigidos y compulsivos. Las
formaciones reactivas compulsivas de estos últimos
cumplen, aparentemente, la función específica de for-
talecer sus propias defensas compulsivas contra la
amenaza de colapso. No obstante, en algunos de estos
casos, he visto que la misma compulsividad del cón-
yuge provocaba un episodio en el esquizofrénico cuan-
do ya no podia tolerarla por más tiempo.
La patología del cónyuge influye tan profundamen-
te en los estados depresivos del paciente y en su situa-
ción trasferencial que a menudo es preciso tratar a am-
bos. En varias oportunidades, logré inducir a los cón-
yuges de mis pacientes a que hicieran psicoterapia o
análisis, con resultados extraordinariamente buenos.
111
Ahora pasaré a exponer algunas consideraciones
prácticas en tomo del manejo de las dificultades téc-
nicas creadas por los especiales problemas de trasfe-
rencia de los pacientes depresivos graves.
386
Una de las cuestiones más cruciales es: ¿cómo per-
mitir que la trasferencia intensamente ambivalente de
estos pacientes se desarrolle lo bastante para posibili-
tar su análisis, e impedir, sin embargo, que el pacien-
te ponga término a su tratamiento en setial de resis-
tencia (sea tras emerger de una depresión con un fal-
so logro trasferencial, sea con un resultado terapéutico
negativo, es decir, con una depresión grave y un re-
traimiento respecto del analista)? ¿Podemos evitar ta-
les resultados o, por el contrario, los promovemos, si
satisfacemos la doble necesidad del paciente: ante to•
do, de una estimulación de sus menguantes recursos
libidinales y, luego, de una figura de superyó punitivo
o indulgente?
No me considero capaz de dar respuestas satisfac-
torias para estos interrogantes. En general, creo que
hoy estamos mejor equipados para analizar a estos pa-
cientes gracias a nuestro mayor lnslght del yo, de sus
fases de desarrollo infantiles y de sus complejos méto-
dos de defensa. En cuanto a las modificaciones del
abordaje técnico, los recientes adelantos de la psicolo•
gía del yo nos han permitido basarlas en una compren•
sión analitica más que en una mera intuición.
En los primeros tiempos del psicoanálisis, pocos
analistas se atrevían a tratar a pacientes depresivos
y maniaco-depresivos graves. Quienes se atrevieron .
(p.ej., Abraham, 1911. 1924) pusieron el acento en su
carácter excesivamente exigente de tipo oral, pero no
consideraron aún las perturbaciones de fa oralidad des-
de el punto de vista de las necesidades defensivas del
yo. Más tarde, cuando el análisis del funcionamiento
del yo llegó a ser tan importante como la reconstruc-
ción del desarrollo de la fase libidinal, fue posible tra-
tar a muchos más pacientes depresivos. Este nuevó
foco de atención indujo a algunos analistas a desesti-
mar el rol predominante de la oralidad en la depresión
(p.ej., Bibring, cuyas opiniones discutl en el capitulo
6). Creo que esto sólo es correcto en el caso de las per-
sonas neuróticas o normales que padecen una-depre-
sión, pero no se aplica a los pacientes fronterizos y psi-
cóticos que, en general, manifiestan regresiones pro-
fundas.
387
Con respecto a la frecuencia de las sesiones, entre
los analistas prevalece la tendencia a entrevistar dia-
riamente a los pacientes con depresiones graves. Pero
la experiencia me ha ensefiado que la cualidad emo-
cional de las respuestas del analista es más importan-
te que la cantidad d.e sesiones. De hecho, muchos de-
presivos toleran cuatro o aun tres sesiones semanales
mucho mejor que seis o siete. La oportunidad de dis•
tanciarse un tanto del analista (espacial y temporal-
mente) .tiende a reducir su ambivalencia en vez de acre-
centarla. El paciente puede experimentar las sesiones
diarias como promesas seductoras demasiado grandes
para ser cumplidas, o bien como obligaciones intole-
rables que fomentan la sumisión masoquista. Si los
pacientes sufren un gran retardo durante un período
depresivo, tal vez debamos prolongar las sesiones; del
mismo modo, hemos de aumentar su número cuando
existe el peligro de un suicidio. Empero, también en
esto debemos obrar con prudencia. Recuerdo el caso
de una paciente depresiva paranoide, muy retardada,
que a menudo necesitaba unos diez minutos para de-
jar el diván; más adelante, me acusó con resentimien-
to de haber estimulado sus exigencias con esas sesio-
nes de sesenta minutos.
· En tanto se encuentren gravemente retardados e
inhibidos en sus sentimientos y pensamientos, los pa-
cientes no podrán hacer asociación libre ni digerir las
interpretaciones. Aun cuando fuesen capaces de esta-
blecer un contacto y mantenerlo, quizás estén tan ab-
sortos en sus angustias, miedos de culpa y cavilacio-
nes compulsivas que necesiten principalmente al te-
rapeuta cómo un oyente calmo y tolerante, al que les está
permitido dirigir su reiterativa exposición de quejas,
Durante semanas o meses, el único beneficio que es-
tos pacientes extraen del tratamiento puede reducirse
al apoyo proporcionado por una trasferencia duradera
capaz de ayudarlos a superar la depresión.
Abraham destacó que en los maníaco-depresivos
el análisis propiamente dicho suele quedar restringi-
do a los intervalos libres. No obstan(e, en algunos ca-
sos, el proceso analítico puede seguir adelante duran-
te los períodos depresivos aun cuando exista un mar-
388
cado retardo, siempre que el analista tenga la paciencia
y empatía suficientes para ajustarse a los demorados
procesos emocionales y de pensamiento de esos enfer-
mos. Este ajuste a su ritmo patológico resulta espe-
cialmente dificil cuando presentan fluctuaciones fuer-
tes y rápidas de estados de ánimo. Uno de esos pacien-
tes solía acusarme, con razón, de ser demasiado rápida
e impulsiva, o demasiado lenta y apática, en mis res-
puestas e interpretaciones. Los tanteos me han ense-
fiado mucho en este sentido. Debe existir un vinculo
empático, sutil y constante entre el analista y sus pa-
cientes depresivos; tenemos que poner especial cuida-
do en no hablar excesivamente, ni con demasiada pri-
sa y énfasis, pero también en no dejar crecer interva•
los de silencio vacío; en otras palabras, nunca debe-
mos pecar por exceso ni por defecto.
En todo caso, lo que necesitan estos pacientes no
son sesiones más frecuentes y prolongadas sino. más
bien, una cantidad suficiente de espontaneidad y ajuste
flexible a su nivel animico, una comprensión cálida y,
en especial, un respeto firme; estas actitudes no de•
ben confundirse con la compasión, las afirmaciones
tranquil1zadoras y la bondad excesiva. Cuando existe
la amenaza de un retraimiento narcisista, tal vez ten•
gamos que manifestar un muy activo interés y parti-
cipación en sus actividades diarias y, en especial, en .
sus sublimaciones. He observado que los psicoanalis-
tas que, por naturaleza, son más bien desapegados, tie-
nen dificultades en el tratamiento de los depresivos.
Más allá de esta atmósfera emocional cálida y flexible,
sin la cual estos pacientes no pueden trabajar, quizá
sea preciso recurrir ocasionalmente a contra-actitudes
e intervenciones de apoyo, pero sólo son un mal me-
nor que debemos pagar. Con estos pacientes, uno siem-
pre está entre la espada y la pared; es imposible evi-
tarlo.
Aunque uno proceda con la mayor prudencia, en
ciertas etapas del análisis los pacientes depresivos ex-
perimentarán alternadamente las actitudes e interpre-
taciones del analista como promesas seductoras, fuer-
te rechazo, incomprensión o castigos sádicos, todo lo
cual puede acrecentar sus exigencias insaciables, su
389
frustración, su ambivalencia y, en última instancia, su
depresión. El punto más precario es la necesidad tem-
poraria del paciente de que el analista manifieste su
poder. Mis experimentos en tal sentido no siempre han
sido afortunados. pero en los momentos críticos debe-
mos estar preparados para responder con un gesto es-
pontáneo de bondad o aun con una breve expresión
de ira que puede ayudar al paciente a superar fases
depresivas especialmente peligrosas. Estos pacientes
son a menudo muy provocativos y exasperantes; por
eso mismo, esta exteriorización deliberada de respues-
ta emocional presupone, naturalmente, la más cuida-
dosa introspección y dominio de sí por parte del ana-
lista. No obstante, lo que deseo destacar aquí no es tan-
to la necesidad de recurrir a estas contra-actitudes
sustentadoras o el peligro que ellas entraiían sino, más
bien, el modo en que pueden y deben utilizarse con
fines analíticos.
Parece aconsejable empezar a vincular, desde la fa-
se inicial del período de trasferencia positiva, interpre-
taciones de la naturaleza ilusoria de las expectativas
trasferenciales con alertas para el futuro. Toda vez que
surjan situaciones de trasferencia críticas que requie-
ran contra-actitudes emocionales específicas, debere-
mos tenerlas bien presentes, volver a ellas más ade-
lante y explicar las motivaciones de nuestra conducta
desde el punto de vista de las necesidades y métodos
defensivos del paciente. En casos de esquizofrenia pa-
ranoide, he aprendido a evitar cuidadosamente estas
interpretaciones en aquellos períodos en que el pacien-
te acusa a su analista de adoptar actitudes emociona-
les equivocadas. En tales momentos, el enfermo utili-
zará mal cualquier explicación para culpar aun más
a su terapeuta por su aparente conducta defensiva.
Vaya, por último, un breve comentario sobre si con-
viene o no llevar el análisis de estos pacientes a un
punto en que se presenten e interpreten sus fantasías
y mociones pre-edípicas. Esto resultaría sencillamen-
te imposible con algunos pacientes deprésivos, y en
tales casos debemos limitarnos a formular interpreta-
ciones en el campo de los conflictos de trasferencia y
..
del yo-superyó, o sea, a seiíalar los mecanismos intro-
yectlvos y proyectivos, más que las fantasías de incor-
poración y eyección .subyacentes. Mi experiencia indi-
ca, empero, que los resultados terapéuticos más com~
pletos y duraderos se obtienen en aquellos casos en
que es posible revivir, comprender y reelaborar plena-
mente este material referente a las fantasías profun-
das. Acerca de esto me remito al excelente articulo de
Gero ( 1936), que muestra que el análisis de fijaciones
pregenitales pone de relieve los temores de castración
y·fomenta el avance hacia el nivel genital. (Mi informe
sobre el caso del señ.or R. demostró que sobrevienen
cambios dinámicos decisivos cuando estos pacientes
toman conciencia de la equiparación inconciente que
hacen de sus genitales con el «objeto malo» incorpo-
rado.)
Si preparamos con cuidado a los pacientes para es-
te material mediante el análisis lento y preciso de sus
conflictos de trasferencia y del yo-superyó, podrán to-
lerarlo y reelaborarlo eficazmente. Cuando estas pro-
fundas fantasías pre-edípicas salen a la superficie, es
posible que los pacientes atraviesen por estados emo-
cionales transitorios muy perturbados, o aun de con-
fusión leve, a menudo con violentas reacciones psico-
somáticas (respiratorias, circulatorias, intestinales} de
un tipo nunca experimentado hasta entonces. Sin em-
bargo, nunca he visto que un maníaco-depresivo ge-
nuino haya entrado en un estado psicótico provocado
por la irrupción de material proveniente de las profun-
didades del ello, aparte de la recurrencia de los perío-
dos depresivos durante el tratamiento y con la única
excepción del caso descrito en el capítulo 8.
En todos los casos fronterizos y prepsicótlcos, me
parece importante desalentar y desechar las produc-
ciones prematuras, aisladas y fragmentadas del mate-
rial profundo que pueda sacarse a luz en una fase muy
temprana del tratamiento, sin los afectos adecuados
y de una manera fácil y peculiar que recuerda -aun
siendo muy diferente- las interpretaciones desapega-
das y racionalizadas que del ello tienden a dar los neu-
róticos obsesivo-compulsivos. En el tipo de casos aquí
señalados, esas producciones poseen el auténtico y
ominoso colorido del ello. Pero son evasiones defensi-
391
vas regresivas, y como tales deben interpretarse, has-
ta que reaparecen, añ.os después, y entonces podemos
comprenderlas dentro del marcó de referencia infan-
til, relacionándolas con lo que sucede (o lo que se ha
interpretado durante años) en el área del yo y sus de-
fensas. El mejor modo de calibrar el logro terapéutico
con pacientes depresivos es medir su capacidad de re-
modelar una situación desafortunada de vida que, an-
tes del análisis, estaba destinada a precipitar estados
depresivos.
392
13. Actuación y afán de traicionar,
en pacientes paranoides
393
sus antiguos amigos (y contra las ideas que represen-
taban), hasta que acababan por abandonar a estos pa-
ra unirse a aquel.
No es casual que en los dos casos que atrajeron ori-
ginariamente mi atención hacia este problema la ac-
tuación de los pacientes haya acaecido dentro de un
escenario histórico. Aunque tal escenario no se limi-
ta, en modo alguno, a la esfera política, ella parece pres-
tarse a este tipo de actuación que, en ciertos casos, nos
recuerda bastante dolorosamente la figura de Judas,
el odioso y despreciable delator de Cristo.
El carácter de este personaje bíblico ha servido de
tema a dos estudios muy interesantes de Tarachow
(1960) y Reider (1960). Aunque Judas no parece ha-
ber sido un personaje real, en determinados períodos
históricos han aparecido con frecuencia, en el escena-
rio político, personas que desempeñaron un rol bas-
tante similar al suyo. Al principio, abrazaban fanáti-
camente una "causa» política o ideológica, que luego
abandonaban por otra causa u otro grupo sustentado
en convicciones diferentes. Estos individuos pueden
convertirse en renegados habituales; algunos llegan a
traicionar en los hechos a sus antiguos amigos y alia-
dos, y aun a aceptar el rol de delatores.
Bien se entiende que no puedo presentar material
de pacientes que hayan participado activamente en la
política, pero formularé unas pocas observaciones acer-
ca de uno de ellos porque su patología compendia lo
que deseo destacar.
Cuando este paciente vino a verme, padecía una
grave depresión paranoide. Había vivido en varios paí-
ses y trabajado, bajo distintos nombres, para diferen-
tes grupos ideológicos, a cada uno de los cuales había
adherido con mucho fanatismo por algunos años. Lue-
go, surgía una situación de conflicto paranoide, a raíz
de la cual él rompía con el grupo y emigraba del país,
sólo para unirse a otra agrupación que se beneficiaba
con sus conocimientos y experiencias. Cuando me con-
sultó, se sentía profundamente decepcionado con to-
dos sus ideales y actividades precedentes. Su enfer-
medad actual había sido causada por un nuevo inten-
to de borrar su pasado forjándose una nueva identidad,
394
o sea, radicándose en otro país con otro nombre, otra
esposa y otra profesión común. Al cabo de algunos
años de tratamiento, pareció asentarse en un tipo de
trabajo bastante satisfactorio y pude darlo de alta. No
obstante, quince años después volví a verlo en un es-
tado muy perturbado. Una vez más, había abandm\a-
do su empleo y se había divorciado de su última espo-
sa. No venía en busca de tratamiento, sino a decirme
que aún me estaba agradecido aunque ya no creía en
el ccpsicoanálisis freudiano•, al que atacó furiosamen-
te. Se había convertido en un místico y un partidario
apasionado de Jung.
A continuación presentaré algún material clínico
que me permitirá examinar más a fondo este tipo de
problema. Desde luego, y por razones fácilmente com-
prensibles, he tenido que omitir muchos hechos perti-
nentes para disimular la identidad de los pacientes.
I
El señor V. era un hombre mayor de treinta años,
bastante extraordinario pero gravemente paranoide,
que padecía estados alternados de hiperactividad y de-
presión paralizante. Cuando se sentía alegre y con un
estado anímico un tanto petulante, se le ocurría un to- ·
rrente de ideas interesantes y novedosas, y empren-
día una serie de actividades prometedoras. Para ello,
establecía las vinculaciones adecuadas y buscaba co-
laboradores a quienes consideraba •buenos instrumen-
tos para la ejecución de mis planes». Sin embargo, no
trascurría mucho tiempo sin que entrara en conflictos
paranoides con ellos. No bien dejaban de estar a la al-
tura de sus expectativas y exigencias, o criticaban su
conduGta provocativa, se sentía ofendido, abandona-
do, explotado y, finalmente, engañado y perseguido.
A veces, se avenía a suficientes concesiones como pa-
ra terminar con éxito su proyecto. Pero en circunstan-
cias menos favorables se sentía tan frustrado y enfu-
recido con sus supuestos adversarios que renunciaba
por entero al proyecto y centraba inmediatamente su
395
atención en otra empresa. en un ramo por completo
distinto. Si en este nuevo proyecto surgían problemas
de naturaleza similar, el sen.ar V. caía en una depre-
sión profunda y se retiraba de toda actividad. Varias
semanas o meses después, a medida que emerg:ia de
su depresión, empezaban a brotar nuevas ideas en su
mente fértil y se embarcaba otra vez en audaces em-
presas, siempre en ámbitos diferentes. Pese a su en-
fermedad, habla obtenido logros tan notables en diver-
sos campos de actividad que ya sobresalia como un
hombre excéntrico pero extraordinariamente brillante.
Nunca babia sido capaz de entregarse por entero
a un lugar, tipo y linea de trabajo especificas, ni si-
quiera a una sola profesión especifica. Su temor cons-
tante a un colapso de su actividad de turno lo compe-
lia siempre a dejar abierto un nuevo camino para urui
posible evasión. El mismo juzgaba inevitables. aunque
bastante intolerables, sus fluctuaciones anímicas y sus
vacilaciones entre diversos intereses y actividades. Se
quejaba de su falta de pertenencia, continuidad y rum-
bo. Si bien era cada vez más conciente de la naturale-
za paranoide de sus conflictos, no podía evitarlos ni
hacerles frente.
Años atrás, las dificultades antedichas habían de-
sempeñado un rol importante en su situación trasfe-
rencial con otro terapeuta. Descontento con sus méto-
dos, el señor V. habla intentado imponerle sus propias
ideas sobre la terapia que necesitaba. Cuando el psi-
quiatra se rehusó a aceptar sus indicaciones, V. en-
contró otro terapeuta dispuesto a seguirlas pero, en vez
de dejar al primer profesional, continuó tratándose con
ambos por algún tiempo: los vela alternadamente y se
quejaba al uno del otro. El resultado de este experi-
mento fue que, finalmente, el sen.ar V. abandonó a los
dos psiquiatras, sumido en una depresión grave.
Durante su tratamiento conmigo, el paciente repi-
tió su actuación. No lo hizo en la trasferencia, sino con
otra persona y de un modo que esclareció las motiva-
ciones inconcientes de su conducta y los orígenes in-
fantiles de sus conflictos subyacentes. Estas acciones
comprometieron la carrera de un viejo amigo suyo,
Max, que babia ejercido una influencia decisiva sobre
396
la vida intima e intelectual del paciente en las postri-
merías de su adolescencia. El señor V. todavía se car-
teaba con él de vez en cuando, En la ocasión a la que
me referiré, Max le comunicó por carta que necesita-
ba urgentemente su apoyo para obtener un tmportan-
tisimo cargo ejecutivo en una firma cuyo presidente
babia sido intimo amigo del padre de V. Años ha, es-
tos dos hombres habían sido los principales blancos
de las críticas de Max y V.. por sus ideas ultraconser-
vadoras y sus duras prácticas y políticas comerciales.
Max sabía que su amigo mantenía ahora una relación
bastante estrecha con la flrma y su presidente. El pa-
ciente prometió ayudarlo y se entrevistó enseguida con
el presidente, pero en vez de formularle la recomen-
dación requerida, le proporcionó una información muy
desfavorable acerca de su viejo amigo, al que descri-
bió como «un tipo agradable, pero peligrosamente li-
beral• que arruinaría a la firma. El señor V. y el presi-
dente de la. empresa tramaron al punto el siguiente
complot: V. le escribiría a Max diciéndole que lo habla
recomendado encarecidamente; la empresa lo recha-
zaría, pero por razones que atajarían toda sospecha con
respecto al rol desempeñado por V. ·
El plan se llevó a cabo con éxito y. de hecho, arrui-
nó la carrera de Max. Una vez concluido este secreto
acto de traición, en el que no faltó ni siquiera el beso
de Judas (en forma de una carta muy amistosa). el se- .
ñor V. cayó en una depresión profunda y casi suicida.
Desmintió de plano la inmoralidad de su acción y su
relación con su estado deprimido. Insistió en que no
sentia hostilidad alguna hacia Max y. por consiguien-
te, tampoco se sentia culpable. Alegaba que en este
caso su deber primordial babia sido proteger a la flr.
ma y su presidente. que habrían resultado gravemen-
te perjudicados por su amigo.
Algunos datos concernientes a la historia de su in-
fancia y adolescencia nos ayudarán a percibir. mejor
los entretelones de este acto de traición, asi como de
su actuación paranoide en general. V. era el hijo pri-
mogénito de una madre muy fria, narcisista y más bien
estúpida, y un padre brillante y tiránico, que babia lle-
vado una vida sexttal promiscua, y que además habfa
397
advertido a su hijo que no debía ligarse de manera es-
trecha con nadie y. sobre todo, con ninguna mujer. Los
padres se odiaban y reñían de continuo, sin preocu-
parse por sus hijos. Ambos rechazaban totalmente a
V., que era un niño muy inteligente, pero frágil y no
muy atractivo. Pese a su evidente preferencia por los
hijos menores, el odio y desprecio mutuos de los espo-
sos habían creado una atmósfera sadomasoquista que
persitló en todos los hijos, sobre todo en sus relacio-
nes recíprocas.
En su temprana infancia, V. había hecho ingentes
e infructuosos esfuerzos por ganarse el amor y los elo-
gios de sus progenitores. Intimidado por la fría indife-
rencia de la madre y la conducta severa, crítica y auto-
ritaria del padre, V. se convirtió en un niño en extre-
mo sumiso, que aceptaba en silencio las actitudes
hostiles de sus dos progenitores y nunca se atrevía a
rebelarse abiertamente contra uno u otro. Pero su hos-
tilidad encontró desahogo en una conducta sádica ha-
cia sus hermanos menores, y además en cierta actua-
ción con sus padres, que describiré más adelante.
En los últimos añ.os de su adolescencia, el mucha-
cho intentó, porftn, desasirse de su familia y, en espe-
cial, de su padre tiránico y ultraconservador, por quien
había tenido un apego muy masoquista. Para liberar-
se, trabó con Max una relación intima, levemente te-
ñida de homosexualidad. El estudio de esta amistad
reveló que el paciente se había convertido en un se-
guidor de Max con el propósito explícito de usarlo co-
mo arma y escudo contra su padre, y contra otras fl.
guras autoritativas. Por entonces admiraba mucho a
su amigo y procuraba emularlo. A diferencia de él, Max
se atrevía a defender sus convicciones y expresaba va-
lientemente sus ideas más bien progresistas. Cuando,
en esta relación con Max, V. se trasformó una vez más
en el discípulo dócil y pasivo-sumiso, in.tentó desasir-
se igualmente de su amigo y lo consiguió. Un hecho
facilitó su desasimiento: Max, el genio en potencia, no
hizo una carrera notable.
Resultaba significativo que, tras romper sus estre-
chos vinculos con Max, el paciente haya tenido un nue-
vo cambio de ideas bastante drástico. Desarrolló una
398
mezcla extraña y contradictoria de actitudes y puntos
de vista liberales y ultraconservadores. Hacia la misma
época, se esforzó considerablemente por imponerse en
una posición independiente y dominante. Se casó e ini-
ció un largo periodo de formación en diversos campos.
Pero como nunca había sido capáz de identificarse por
mucho tiempo con su padre o su madre, tampoco pu-
do entregarse por entero a un tipo de trabajo en par-
ticular. Como se descubrió más tarde, en su mente
cualquier apego o compromiso con un objeto especifico
-ya fuese una persona, una profesión o un proyecto de
trabajo- entrañaba la amenaza del tipo de apego que
había tenido hacia su padre, o sea, la amenaza de un
profundo sometimiento pasivo-masoquista que podria
cautivarlo, absorberlo y destruirlo, a menos que él ob-
tuviera una dominación completa.
El señor V. expresaba sus conflictos y temores en
su conducta, que alternaba entre actitudes masoquis-
tas y tiránicamente exigentes. Su comportamiento pro-
vocaba tal grado de hostilidad entre sus colaborado-
res que en cada oportunidad V. se las ingeniaba, de
hecho, para colocarse nuevamente en una situación
frustrante y desvalida respecto de las personas y or-
ganizaciones de cuya ayuda más dependía. Temeroso
de ceder a sus impulsos sádicos y destructivos, o de
trasformarse en víctima de sus propensiones maso-
quistas y autodestructlvas, en esta fase del proceso el•
paciente solía comprometerse en una actuación bási-
camente similar a su comportamiento con Max y el
presidente de la compañía. Usaba a un individuo, gru-
po o proyecto como arma contra otro enfrentándolos,
quejándose secretamente de unos ante otros, y trata-
ba de provocar su hostilidad y solicitar su ayuda en
su lucha contra aquellos, o bien intentaba utilizar a
esos individuos como «delatores• o «informantes» mu-
tuos. Como resultado de estas maquinaciones, V. de-
sarrollaba ideas paranoides centradas en su temor a
que el grupo entero acabara por aliarse contra él, lo
desenmascarara y arruinara con la destrucción de su
obra. En verdad, su conducta producia con frecuencia
este resultado. Creo que este tipo de actuación es ca-
racterístico de los pacientes paranoides.
399
En el caso del señor V.. el significado más profun-
do de su actuación se aclaró cuando mencionó a un
gángster que había ocupado los titulares de los dia-
rios como probable autor de una serie de asesinatos
recientes. El paciente pensaba que nunca podrían pro-
bar sus crímenes, porque ese hombre había sido lo bas-
tante astuto como para no matar a nadie por su ma-
no. y en cambio babia empleado a otros «para la ejecu-
ción» de los asesinatos. Recordemos que el señor V.
había utilizado esta expresión cuando explicó su bús-
queda de organizaciones y colaboradores que pudie-
sen resultar adecuados «para la ejecución de mis pla-
nes•. La expresión tenía para él un significado verda-
deramente liberal. Tanto en su trabajo como en la
situación con Max, el presidente de la empresa o el pa-
dre, la actuación de V. tenía por fin hacer que las otras
personas ~se ejecutaran» mutuamente. Por el recurso
de convertirlas en representaciones proyectivas de su
propio sel[ sadomasoquista, lograba inducirlas a tomar
los papeles que él mismo deseaba, pero que no se atre-
vía a asumir: el rol simultáneo del destructor y su víc-
tima.
Esta estratagema podía rastrearse hasta su infan-
cia. Cuando me refería su niñez, destaqué sus actitu-
des sumisas hacia sus padres y su incapacidad de re-
belarse abiertamente contra ellos. Esta sumisión en-
cubría, empero, una hostilidad tremenda que halló una
via de escape indirecta en sus secretas fluctuaciones
entre los esposos en pugna. Se ponía alternadamente
de parte de uno o de otro, se quejaba de un progenitor
ante el otro, mantenía informado a cada uno acerca
de la mala conducta del otro. y dejaba que ellos se des-
truyeran mutuamente. Esta actitud se reflejaba con
claridad en sus fantasías en tomo de la escena primor-
dial, en las que desempeñaba el rol de un observador
pasivo que miraba regocijado a sus padres que se agre-
dían sexualmente de una manera asesina. En estas fan-
taslas sadomasoquistas, era evidente que se identifi-
caba con ambos progenitores y participaba en ambos
roles: el del agresor sexual asesino y el de la víctima.
Sin duda, sus fantasías prefiguraron su futura actua-
ción y le sirvieron de modelo.
400
Resulta sugestivo que, gracias a sus complicadas
manipulaciones, el señor V. haya podido usar los ob•
jetos externos como un medio de satisfacer sus deseos
destructivos y autodestructivos, y como defensa fren-
te a aquellos impulsos que su yo defectuoso era inca-
paz de afrontar. El fracaso de este intento ocasionaba
la formación de síntomas paranoides. Su traición a Max
aclaró otro aspecto de su actuación. Como se recorda-
rA, en esta situación V. había asumido el rol de conse-
jero y salvador secreto de la firma y su presidente. es
decir, la figura paterna que antes había sido el blanco
de su propia hostilidad y la de Max.
No fue un hecho casual que este acto de traición,
que arruinó a su amigo. ocurriera tras el fallecimiento
del padre de V.• hacia quien este había sentido inten-
sos deseos de muerte. Su actuación sirvió para satis•
facerlo y protegerlo de sus pulsiones destructivas y
autodestructivas pero, al mismo tiempo. cumplió un
propósito ideal: salvar a la víctima (el objeto destrui-
do) y a su propio self que, en su fantasía, se equipara-
ba con ella. Es interesante notar que en la actuación
de este paciente siempre se entremezclaban porfiá.s
destructivas y restitutivas, y que sus fantasías de sal·
vamento, un tanto grandiosas, encubrian eficazmen-
te su propia hostilidad. En tanto preservaba para sí el
papel de salvador, el señor V. podía desmentir por com-
pleto sus sentimientos de culpa. Pero como su actua- ·
ción arruinaba tan a menudo su trabajo, aquel papel
no podía protegerlo de estados depresivos graves ni de
la formación de síntomas paranoides.
Debo recalcar, por último, dos diferencias impor·
tan tes entre la conducta y posición del señor V. en su
infancia y en su edad adulta. Ya no era el niño desva-
lido que cedía ante sus padres con una docilidad ma-
soquista. De hecho, su rechazo de esa posición intole-
rable en la 'pos-adolescencia, su esfuerzo rebelde por
convertirse en una persona poderosa y dominante, fue-
ron las verdaderas causas de sus conflictos homose-
xuales paranoides, así como de una actuación en la
que los planes, manipulaciones, maquinaciones yac-
tos de traición desempeñaron un papel tan relevante.
La segunda diferencia radica en que sus conflictos in-
401
fantlles giraron en tomo de sus progenitores. o sea. de
dos personas de distinto sexo, en tanto que sus poste-
riores fluctuaciones, su traición y los consiguientes
conflictos paranoides solían involucrar a uno o varios
grupos de hombres.
11
Antes de extraer conclusiones del caso del señor
V. con respecto al desarrollo de los conflictos paranoi-
des y la formación de síntomas en general, quiero pre-
sentar otro ejemplo breve que posibilitará el estudio
comparativo de la situación de conflicto paranoide y
el rol que cumple en .ella la traición.
El paciente, al que llamaremo$ el señor W .. era un
abogado de treinta y tantos afios. Presenté su caso en
mi Freud Anniversary Lecture .(1967), pero desde una
perspectiva diferente. En aquella oportunidad, con-
centré la atención en la tendencia de los pacientes pre-
psicóticos, psicóticos latentes o psicóticos ambulato-
rios a aferrarse a la realidad y a objetos externos, y
a utilizarlos en sus tentativas de resolver sus conflic-
tos psicóticos. Estos pacientes sólo se retraen del mun-
do exterior, al que previamente se han aferrado, si ta-
les intentos fracasan. Es entonces cuando se manifiesta
su estado psicótico. Creo que la actuación y sintoma-
tología del sef.l.or V. confirmaron de igual modo estas
observaciones.
El sef.l.or W. cambiaba cie continuo sus amistades.
lugar de residencia y profesión, de manera muy simi-
lar al señor V., y había participado en política. Ya se
había sometido a tratamiento en una ciudad de la Cos-
ta Occidental; por entonces perdió a sus progenitores
en poco tiempo y pronto cayó en un estado psicótico,
manifiesto, con delirios persecutorios que giraban en
tomo de la creencia en que sus superiores y todo el
grupo con el que trabajaba habían tramado un com-
plot ,para sef.l.alarlo como homosexual, expulsarlo y
arruinarlo o aun matarlo. Hábia construido una barri-
cada en su habitación y tenia a mano un revólver car-
gado. que dispararía contra sus perseguidores si inva-
402
dian su domicilio. Necesitó varios meses de interna-
ción y se recuperó mediante un nuevo tratamiento con
su primer psiquiatra. Después dio por terminada la psi-
coterapia, se trasladó a la costa Este y se estableció
como abogado criminalista en un suburbio de Nueva
York. No obstante, de tiempo en tiempo acudía a su
ex terapeuta, quien finalmente le sugirió que se some-
tiera a un nuevo tratamiento en Nueva York, de prefe-
rencia con una psiquiatra. El paciente siguió el conse-
jo y recurrió a mí, pero me pidió que le permitiese ver
ocasionalmente a su ex terapeuta mientras se trataba
conmigo. Decidí no plantearle objeciones en ese mo-
mento. A medida que empezó a comprender sus pro-
blemas de actuación, él mismo dejó de visitar al otro
terapeuta. Es interesante señalar que, gracias al esta-
do rélativamente intacto de su yo, el señor W. pudo
seguir con éxito un tratamiento analltico regular. sin
experimentar una verdadera recaída psicótica.
Sin embargo, de tanto en tanto solta entrar en si-
tuaciones de conflicto paranoide, a veces con determi-
nados clientes pero, en especial, con un joven amigo
psicópata que durante unos años vivió en su departa-
mento, bajo su cuidado. EIJ. tales situaciones, .sufria
breves ataques paranoides acompañados de represen-
taciones delirantes, que superaba y eorregia con pron-
titud. Sus .situaciones de conflicto paranoide tenían
una larga historia. Como en el caso del sefior V., ha• •
bfan comenzado cuando se. independizó financiera y
personalmente de su familia. El señor W. era un hom•
bre intellgente que babia desempeñado diversos tra-
bajos. Por lo común, habla encontrado buenas y lógi•
cas razones para cambiar de empleo, pero, de hecho,
en cada ocasión se había sentido compelido a abando-
nar el cargo tras una situación de conflicto paranoide
con sus superiores y sus compañeros de trabajo. El
análisis reveló,.además, que siempre trataba de.obte•
ner el "control» de la organización en que trabajaba,
con el propósito de mejorar los criterios laborales o ad-
ministrativos. Procuraba ganarse el apoyo de sus com•
pañeros por medios similares a los utilizados por el se-
ñor V.: los soliviantaba contra las autoridades de la em-
presa y otros oponentes y los enfrentaba entre si. Sus
403
ideas siempre eran muy constructivas, y su trabajo,
satisfactorio, hasta que se cruzaban estos conflictos pa-
ranoides; entonces, sus manipulaciones volvian insos-
tenible su posición, acababa por caer en una depre-
sión paranoide y, una vez recuperado, abrazaba otro
tipo de ocupación. En esto se parecia igualmente al
señor V.
La historia de su infancia era aun más agitada que
la de V. Su madre era una pre-psicótica, por completo
desorganizada y manirrota, que se deterioró paulati-
namente. Su padre era un psicópata paranoide irres-
ponsable. El matrimonio se trasladaba de continuo de
una casa, ciudad o estado a otros, supuestamente a
causa de sus deudas. W. era el primogénito; hacía las
veces de madre y padre para sus hermanos menores
y, más adelante, los mantuvo, pero en ocasiones tam-
bién se entregaba a Juegos sádicos con ellos. Sus pa-
dres se odiaban y reñian constantemente, igual que
los de V. Su madre había hecho todo lo posible para
afeminarlo: expresaba su repugnancia por su miem-
bro viril, le decia que los hombres eran •animales sal-
vajes» y. más aún, trataba de hacerlo dependiente de
ella y le prometía vivir con él cuando fuera adulto,
siempre que siguiera siendo un niño bueno y dócil. El
padre intentó convertirlo en un verdadero varón, pero
con el tiempo empezó a tratarlo con suma crueldad
y. a partir de la pubertad, lo obligó a compartir su le-
cho durante algunos años.
En tales circunstancias, W. se trasformó en un ni-
ño tan sumiso como lo había sido V. Pero a los quince
años, tras haber presenciado una escena sexual bas-
tante violenta entre sus padres, censuró abiertamente
la conducta de ambos y empezó a rebelarse, sobre to-
do contra el padre. Se rehusó a seguir compartiendo
su cama y trabó amistad con un muchacho menor que
él. Cuando el padre lo acusó de mantener una relación
homosexual con el amigo, el paciente, despechado. ini-
ció Juegos homosexuales con este. Después, al descu-
brir que su padre le había robado dinero de su cuenta
de ahorros, se convirtió en ratero Junto con su amigo.
Después decidió liberarse de su fam111a y del ami-
go, de quien había llegado a depender mucho. Se mar-
404
chó del hogar e, igual que V., se esforzó claramente
por afirmarse en una posición dominante e indepen-
diente. Concurrió a un college y luego estudió dere-
cho, manteniéndose con su propio trabajo. Pensaba de-
dicarse por entero a su profesión y llevar una vida as-
cética y puritana. Pero como estas metas se basaban
principalmente en contraidentlficaciones reactivas con
sus progenitores, nunca las alcanzó del todo. Tuvo una
experiencia matrimonial muy breve y unas pocas re-
laciones homosexuales en las que siempre asumía el
rol de agresor.
Tan pronto empezó a ganar dinero, sus padres co-
menzaron a pedirle ayuda práctica y financiera. Pese
a su resentimiento, se sintió compelido por su concien-
cia a socorrer una y otra vez a su familia, sobre todo
a sus hermanos menores. Por último. se rehusó a ayu-
dar a sus progenitores, en una época en que su padre
y su superior (supuestamente parecido a aquel) se ha-
bían inmiscuido en su trabajo de manera efectiva y
más bien hostil. Poco después, sus padres fallecieron
y W. reaccionó ante su muerte con intensos sentimien-
tos de culpa, sumados a la idea mágica de que, en ver-
dad, él los había matado con su conducta. Por enton-
ces, surgió una situación de conflicto paranoide con
su superior, y el consiguiente episodio piscótico lo in-
dujo a buscar tratamiento.
Ya he descrito. la conducta actuante del paciente ·
en sus anteriores actividades políticas. En su profesión
de abogado penalista, iniciada con posterioridad al epi•
sodio psicótico (y que ejercía cuando empecé a tratar-
lo), su actuación paranoide era menos conspicua. Sin
embargo, el análisis reveló que equiparaba a sus clien-
tes -en su mayoría delincuentes Juveniles- con el
muchacho que había vivido en su departamento du-
rante varios años. Aunque W. lo había seducido en una
oportunidad, luego se abstuvo de toda relación sexual
con él y se esforzó por salvarlo con el mismo ahínco
con que defendía ahora a sus Jóvenes clientes. Quiso
curar su alcoholismo y homosexualidad, y hasta lo pu-
so bajo tratamiento.
Sin embargo, al mismo tiempo le ofrecía constan-
temente de beber y estimulaba de manera directa sus
405
actividades homosexuales. Más aún: suscitaba su hos-
tilidad hacia sus padres, que eran muy severos, y por
otro lado telefoneaba reiteradamente a estos y al tera•
peuta que lo atendia, para «denunciar» la conducta des-
tructiva y autodestructlva del muchacho. Por supues-
to, también se quejó de él ante mí, con la esperanza
de que le sugiriese la adopción de medidas punitivas
constructivas. Le costó mucho admitir que en ocasio-
nes él mismo bebía en exceso y mantenía relaciones
homosexuales breves y, en su mayoría. displacente-
ras. Descubrí que alentaba al muchacho a comportar-
se mal, con el propósito de ayudarse a sí mismo a lle-
var la deseada vida ascética, meta esta que solamente
podría alcanzar si participaba en secreto de la mala .
conducta del joven. Entonces podía traicionarlo, dela-
tarlo y dejar que sus padres, su terapeuta y sus supe-
riores lo culparan y castigaran por su mal proceder.
El muchacho representaba inconcientemente a va-
rias personas: al mismo W. en su vida pasada, a sus
hermanos menores y a sus progenitores, sobre todo
en sus rasgos de carácter irresponsables e infantiles.
Por cierto que W. hacia las veces de padre y madre,
y brindaba al muchacho el mismo trato que había da-
do a sus hermanos menores y que él mismo había de-
seado recibir. Empero, desde el punto de vista de su
conflicto de traición, el hecho más significativo era su
equiparación del muchacho con su hermana Louise,
dos ai'ios y medio menor que él. ·
Desde su más tierna infancia, el paciente, que era
incapaz de rebelarse abiertamente contra sus padres,
había tratado de provocar la ira de Louise contra el
rigor materno e inducirla a hacer todas las «maldades•
que él no se atrevía a cometer. No bien la veía haden•·
do algo malo y prohibido, corría a denunciarla ante su
madre (o sea que asumía el rol de delator). Por loco-
mún, su traición acarreaba a Louise un severo casti-
go, que él presenciaba complacido, participando de to•
dos los roles: el de rebelde y pecador, el de madre sá-
dica y punitiva, y el papel masoquista de víctima.
Más adelante, repitió esta actuación con sus pro-
genitores; se quejaba del uno ante el otro y presencia-
ba luego sus violentas peleas . .Por supuesto, tejió fan-
406
tasías en torno de la escena primordial similares a las
del sefior V .. pero, a diferencia de este. una vez llega-
do a la edad adulta nunca asumió deliberada o con-
cientemente el papel de traidor o delator, ni en su tra-
bajo, ni en su vida privada. Sólo recordó su actuación
con su hermana y. después, con sus padres, cuando
tomó conciencia de su afán de enfrentar entre sí a las
personas.
Durante su episodio psicótico, el sefior W. había te-
nido delirios de persecución; en cambio, con respecto
a su amigo, experimentaba breves ataques de celos pa-
ranoides cuando sospechaba que se entregaba a actos
homosexuales con un hombre afeminado, de mayor
edad, que asumía el rol femenino. El sefior W. se per-
cató de que no podía tolerar su equiparación de estas
personas con su propio sel[ afeminado, es decir, con
sus deseos anales pasivos y homosexuales, y sus an-
sias de fusionarse con el agresor y ser devorado por
él. En realidad, estaba celoso de ambos: de su amigo
y de su supuesto compafiero.
111
Los dos casos que acabo de presentar tienen mu-
chos puntos en común: las situaciones de conflicto pa- ·
ranoide, la actuación, las fantasías, los esfuerzos de-
fensivos y restitutivos. Desde el punto de vista genéti-
co. encontramos en ambos una infancia caracterizada
no sólo por los malos tratos, el abandono y la cruel-
dad, sino también por una fuerte hostilidad y rtfias en-
tre los progenitores, y por el hecho de que los padres
habían mantenido relaciones con otras mujeres. Otra
característica notablemente común a ambos pacien•
tes era su temprana formación de actitudes sumisas
y masoquistas hacia los padres, en tanto que su grave
hostilidad soterrada se expresaba sólo en los actos de
crueldad que infligían a sus hermanos menores, así
como en sus intentos de enfrentar entre ellos a los de-
más miembros de la familia y dejar que decidieran la
cuestión peleando. En ambos casos, la hostilidad mu-
407
tua de los progenitores y su conducta facilitaron esta
actuación, precursora de los actos o fantasías de trai-
ción que, posteriormente, habrían de desempei'íar un
rol tan importante en las situaciones de conflicto pa-
ranoide de estos pacientes. Otros detalles tfpicos fue-
ron que ninguno dé los dos se atrevió a rebelarse de
manera abierta contra sus padres hasta las postrime-
rías de la adolescencia, y que sus esfuerzos por asu-
mir y mantener una posición dominante y agresiva los
llevaron a desarrollar notorias inclinaciones paranoi-
des. Resulta sobremanera interesante que ambos pa-
cientes fueran hombres muy bien dotados y con una
gran capacidad de trabajo. Sus funciones yoicas sólo
se desintegraban en los periodos de actuación que pre-
cedían a los episodios paranoides.
Aquí se plantea la cuestión de saber hasta qué pun-
to mis observaciones con respecto a estos pacientes
y, en particular, al rol desempeñado por sus conflictos
de traición en su patología paranoide, son generalmen-
te válidas y pueden ayudarnos a comprender la perso-
nalidad y la formación de sintomas paranoides.
Partamos de la historia infantil. Escuchamos rela-
tos similares acerca de las relaciones parentales de bo-
ca de muchos pacientes paranoides, pero no de todos.
Sin embargo, mi experiencia indica que suele haber
una historia de crueldades emocionales o aun fisicas,
infligidas al niiió a una edad temprana. Por lo gene-
ral, recibí la impresión de una atmósfera familiar in-
tensamente sadomasoquista, creada, por lo. menos, por
uno de los progenitores (más a menudo, al parecer, por
la madre) que había asumido el rol de agresor cons-
tante. En tales casos, las principales quejas contra el
progenitor «bueno» sallan referirse a su Hdebilidad», o
sea, a su falta de capacidad o disposición para prote-
ger al niiio de la conducta sádica del otro progenitor
y, en consecuencia, de sus propias respuestas sado-
rnasoquistas a esa conducta. Aunque parezca extra-
iio, ninguno de estos pacientes se quejó nunca de ha-
berse sentido «traicionado» por sus padres, si bien al-
gunos mencionaron con desprecio que sus progenito-
res habían persistido en sus relaciones sexuales con-
yugales pese a su hostilidad mutua.
408
Ya he destacado que las actuaciones infantiles de
V. y W. d~ntro del grupo familiar involucraron a pa-
rientes de uno y otro sexo, en tanto que sus poste-
riores conflictos paranoides giraron esencialmente en
torno de figuras masculinas. Esto nos lleva a tratar el
problema de la homosexualidad en los pacientes pa•
ranoides.
Gracias a los trabajos clásicos de Freud (1911c,
1922b), conocemos muy bien el vínculo entre la para•
noia y la homosexualidad, asi como los mecanismos
de desmentida y proyección. Knight (1940) insistió en
que los afanes homosexuales de sus pacientes para-
noides les servían de defensa frente a la tremenda agre-
sión. En cambio, Bak (1946) Insistió en el rol del ma-
soquismo dentro de la paranoia -siguiendo en esto la
línea de abordaje de Nunberg (1936)- y, además, in·
tentó averiguar la razón por la cual los perseguidores
suelen ser un •grupo• o, como lo describió Cameron
(1959), una •seudo comunidad•.
Según Bak, la •regresión de la homosexualidad su-
blimada al masoquismo• es •la primera acción defen-
siva del yo.. , el •retiro de amor• es •el segundo paso en
la defensa• y el «aumento de la hostilidad, el odio al
objeto de amor y el surgimiento de fantasías sádicas•
constituyen •el tercer paso• (Bak, 1946, pág. 296). En
lo concerniente al rol que cumple el •grupo• en la pa-
ranoia, supone que «el prototipo infantil de este grupo
cohesivo y hostil puede rastrearse en la imagen fusio-
nada de los padres, en su "frente común", que repre-
senta la imagen de la madre fálica. Posteriormente, es-
te concepto se amplía e incluye al grupo de hermanos
menores• (pág. 29'n,
"Todos los casos paranoides que he podido estudiar
confirman las observaciones y enunciaciones de Bak,
y no están en pugna con las de Knight (que, en reali-
dad, complementan lo descubierto por aquel). No obs-
tante, desearla señalar varios descubrimientos adicio-
nales que hice en los casos tratados por mí.
En primer lugar, algunos de mis pacientes paranoi-
des no sólo eran homosexuales, sino además verdade•
ros bisexuales. Observé esto en el caso del señor W.
y en otros dos pacientes. Uno de ellos, el señor X., era
409
un esquizofrénico paranoide con representaciones per-
secutorias y ataques de celos paranoides. Aun cuando
mantenía muchas relaciones con mujeres, admitió con
franqueza que también debía permanecer fiel a sus rela-
ciones homosexuales, porque lo protegían de la forma-
ción de representaciones paranoides de engaiio, despojo
o persecución. Era un auténtico bisexual, que utilizaba
la realidad comparativamente inocua de su actuación ho-
mosexual como defensa frente a sus afanes sadomaso-
quistas soterrados, en extremo destructivos.
En segundo término, todos mis pacientes paranoi-
des sólo desarrollaron tendencias paranoides conspi-
cuas tras haber intentado afirmarse en una posición
de dominio agresivo, hacia el final de su adolescencia.
Este hecho no ha sido apuntado por otros autores, aun
cuando está implícito en las observaciones e hipótesis
de Bak.
El tercer descubrimiento se refiere al rol que cum-
ple la traición en la actuación paranoide. No cabe du-
da de que el material presentado pone de relieve la in-
volucración, maquinaciones y manipulaciones de los
pacientes con un grupo, entendiéndose por "grupo» el
constituido por dos o más personas a las que el pa-
ciente utiliza primero como armas secretas, enfrentán-
dolas entre sí; de quienes luego sospecha, creyéndo-
las aliadas contra él, y a quienes convierte, por últi-
mo, en perseguidoras. Aun cuando no he tenido mucha
experiencia con pacientes heterosexuales aquejados de
celos delirantes, inferiría, a juzgar por los casos que
he visto, que los celos paranoides también involucran
a un grupo (o sea, a imágenes de los dos compañeros:
el heterosexual y el homosexual) y los deseos de trai-
cionarlo. Por ejemplo, el señor W. se creyó engañado
por su amigo y por el supuesto compañero afeminado
de este. El señor X., esquizofrénico paranoide, prestó
su departamento a su amigo y a una amiga, con quie-
nes había mantenido relaciones sexuales. Cuando, a
su vez, la pareja inició prontamente una relación se-
xual, X. tuvo unos celos tan violentos que casi mata
a su amigo. Deberla insistirse, de igual modo, en el
rol que cumplen la hostilidad y el sadomasoquismo en
estos celos delirantes, por cuanto esos afanes convier-
410
ten a los compañeros burladores en figuras sádico-
fálicas y en sus víctimas:
Por lo general, considero importante estudiar este
apremio de traicionar, observado en los pacientes pa-
ranoides, para comprender no sólo el rol que cumple
el grupo en sus representaciones paranoides, sino tam-
bién, y en partiGular, la conducta actuante que prece-
de al estado paranoide plenamente desarrollado. Esto
no ha sido investigado ni descrito lo suficiente, si bien
resulta signtficativo, en este mismo sentido, q~e Cameron
(1959) mencione •la vida inquieta y vagabunda [de su
paciente paranoide], sus frecuentes cambios de em-
pleo, nunca explicados, y sus interminables cambios
de domicilio» y señale que "él nunca logró identificar-
se con ninguna de las empresas para las que trabajó
[ni] desarrollar ningún sentimiento de lealtad durade-
ro• (págs. 522-3).
En mis descripciones de casos, insistí en que la ten-
dencia de los pacientes paranoides a traicionar a aque-
llos a quienes se habían adherido y sometido de una
manera masoquista resultaba muy importante desde el
punto de vista terapéutico porque el paciente la actua-
ba invariablemente en la trasferencia. Los señores V.
y W. no fueron los únicos pacientes paranoides que
intentaron cambiar de psiquiatra o tratarse con dos psi-
coterapeutas de manera alternada o aun simultánea.
También el cónyuge o un amigo pueden quedar invo-
lucrados en esta clase de actuación. Cierta vez me de-
rivaron en consulta a un paciente esquizofrénico pa-
ranoide porque, según el informe clínico, 11enfrentaba
a su esposa con su psicoterapeuta, él mismo se hacia
a un lado y dejaba que ellos zanjaran la cuestión pe-
leando». Otro paciente esquizofrénico paranoide logró
consultar simultáneamente a muchos psiquiatras y ob-
tener de cada uno de ellos enormes cantidades de dro-
gas; ninguno de los psiquiatras .tenía la menor idea de
que el paciente se mantenía en contacto con otros co-
legas. En verdad, difícilmente habrá un paciente pa-
ranoide que no corra de un psiquiatra a otro, queján-
dose ante cada uno de lo que hacen los demás.
Me parece bastante interesante que algunos psi-
quiatras utilicen esta tendencia con fines terapéuticos.
411
Por ejemplo, Flescher (1966) ha aplicado experimen-
talmente la •terapia dual», como él la denomina, en es-
tos pacientes y en otros tipos de casos. Otros •estruc-
turan• la terapia de los esquizofrénicos paranoides si-
guiendo esta linea de acción, con el principal propósito
de desviar la agresión del paciente hacia otra persona.
Esta terapia dual puede resultar valiosa si los dos te-
rapeutas colaboran entre sí de una manera estrecha, sa-
ben lo que hacen y emplean métodos similares. De lo
contrario, puede prestarse simplemente a una actua-
ción de imposible manejo (como en el caso del señor
V.), que conduce a un resultado terapéutico negativo.
IV
412
Apéndice: seguimiento de casos
413
paciente, sino que, además, me resultaba útil e intere-
sante.
La paciente aún padecía de estados depresivos re-
currentes, aunque leves, durante los cuales solía es-
cribirme para demandar mi apoyo moral. Pero se ha-
bía producido un hecho particularmente importante:
sus actitudes masoquistas l)abían cambiado por com-
pleto. Fue capaz de organizar un excelente hogar pa-
ra niños deficientes menta.les, realizar una carrera pro-
fesional y convertirse en una figura eminente dentro
de su especialidad. Aunque sus preocupaciones reli-
giosas desempefiaban un rol muy importante en su vi-
da, no cabía duda de que ni era una esquizofrénica,
ni desarrolló nunca una condición esquizofrénica.
El estudio de seguimiento demostró, pues, que en
este caso el diagnóstico había sido correcto, la prog-
nosis fue mejor de lo que yo habia previsto y el efecto
terapéutico fue satisfactorio y duradero. En el curso
de todos esos afios, sólo contrajo una depresión grave
en ocasión de los juicios de Nuremberg, pese a que se
habla opuesto al nazismo y aun había ayudado a
miembros de varios movimientos de resistencia. Hoy
la paciente es una anciana postrada, aquejada de una
grave enfermedad cardíaca, pese a lo cual aún se man-
tiene muy activa con sus consejos y con su apoyo al
actual director del hogar infantil.
En el capítulo 8 informé in extenso acerca de Peggy
M., otra paciente con estados depresivos recurrentes.
Mantuve con ella algunos contactos de seguimiento a
lo largo de muchos afios, y supe, por lo menos, que
sin duda no era una esquizofrénica, se mantuvo clini-
camente sana durante los veinticinco años siguientes,
triunfó en su trabajo y fue feliz en su matrimonio.
Circunstancias especiales, mencionadas en el ca-
pitulo 11, me permitieron seguir durante casi toda su
vida a la paciente esquizofrénica Janet Q., pese a que
nunca se sometió a un tratamiento conmigo. Hubo un
hecho sumamente importante: el tratamiento firme y
coherente, aplicado después de su último episodio, tu-
vo, al parecer, un notable valor terapéutico, puesto que
la trasferencia positiva se mantuvo por un periodo pro-
longado. Basándome en mi experiencia, creo que esta
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enunciación es, en general, válida para los pacientes
esquizofrénicos, no asi para los neuróticos.
El ejemplo siguiente muestra los efectos beneficio-
sos del mantenimiento de una relación positiva con los
pacientes psicóticos. Hace treinta años, un médico al
que babia tratado en Berlín como paciente esquizofré-
nico paranoide me llamó por teléfono en Nueva York,
a los pocos minutos de su llegada a esa ciudad, y me
dijo que deseaba verme •inmediatamente•. Madió que
me babia buscado en Suecia e Inglaterra, y que esta•
ba contento de haberme encontrado, por fin, en los Es•
tados Unidos. No podia reanudar su tratamiento con•
migo porque babia encontrado trabajo en otra ciudad,
pero queria que lo derivara a otro psicoanalista, pues
no podía ni pensar en tratarse con alguien a quien yo
no •conociera». Tuvo que cambiar de empleo varias ve-
ces, a causa de sus conflictos paranoides, y en cada
ocasión me escribió, narrándome lo sucedido y pidién-
dome que lo derivara a un colega. Después de su muer-
te, ocasionada por un ataque cardíaco, su hijo me lla-
mó por teléfono y vino a verme. También él padecía
de un estado esquizofrénico leve y, ante mi imposibi·
lidad de aceptarlo como paciente, quería que lo deri-
vara a otro psiquiatra. En este caso, el hijo babia asu-
mido la trasferencia del padre hacia mi.
Lo mismo ocurrió en el caso de un hombre al que
había analizado en sus años de latencia. Sus padres,
con quienes mantenía cierta amistad, me lo trajeron
cuando tenía ocho años en demanda de tratamiento
analítico, pues se había vuelto deprimido y angustia-
do tras la pérdida de su niñ.era e institutriz, una mujer
muy maternal que lo había criado y a quien babia que-
rido mucho. El tratamiento duró varios años y tuvo
éxito. Posteriormente, en sus largos años de residen-
cia en Francia, el hombre mantuvo un apego positivo
hacia mi. Cuando vino a Nueva York, me consultó de
tiempo en tiempo por problemas laborales y por sus
relaciones con el padre. En ocasión de su compromiso
me visitó junto con su prometida, por cuanto deseaba
saber si yo aprobaba su elección de pareja ya que, tal
como lo había previsto, sus padres no la aceptaban to-
talmente por razones sociales e intelectuales. Luego
415
se marchó de Nueva York y, desde entonces, sólo tuve
noticias de él por intermedio de sus padres, quienes
me informaron que era feliz en su matrimonio y había
hecho carrera.
Volví a verlo cuando ya tenía más de cuarenta años.
Se enteró de mi llegada a la ciudad sureñ.a donde resi-
día y enseguida me invitó a su casa con el propósito
especifico de consultarme acerca de uno de sus hijos
adolescentes, que había interrumpido hacia poco tiem-
po su tratamiento psicoterapéutlco. Para mi sorpresa,
le dijo que la había pasado maravillosamente bien con-
migo mientras estuvo en análisis, y que yo le había
enseñado a disparar un fusil de aire comprimido. El
muchacho respondió al punto, y preguntó a su padre
si yo no podría trasladarme a su ciudad pues ansiaba
tratarse conmigo. Evidentemente, mi visita había re-
avivado los sentimientos de trasferencia del padre,
adoptados luego por el hijo.
En este punto quiero formular algunos comenta-
rios más sobre los estudios de seguimiento de pacten•
tes a los que traté siendo niños. En cinco de esos ca•
sos, logré averiguar la evolución de los pacientes con
posterioridad a la terminación de su tratamiento psi-
coanalítico y descubrí que les había ido mucho mejor
de lo previsto por mi. Sólo uno de ellos, un paciente
fronterizo, necesitó someterse a tratamiento en su edad
adulta.
Uno de los casos fue especialmente interesante. La
llegada al poder de Hitler babia interrumpido el trata-
miento del paciente, un niño de once años muy per-
turbado. Como cristiano, se sentía totalmente confun-
dido por el ambiente antisemita que reinaba en Ale-
mania y no sabia quién era «malo»: ¿Hitler o su analista
judía? Después de la guerra, su madre me escribió: su
hijo estaba en un campo soviético de prisioneros de
guerra, presa de una depresión grave, y había pregun-
tado por mí pues necesitaba mi ayuda.
En su. primera carta, me refirió que había descu-
bierto muy pronto que el "malo» era Hitler y no yo; en
otras palabras, recordaba el conflicto irresoluble que
había provocado la interrupción de su tratamiento, y
sus recuerdos positivos aún persistían, luego de trece
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añ.os de separación. Entablamos una corresponden-
cia que lo ayudó de manera sorprendente y continuó
durante varios afios, pues él no tenía dinero para cos-
tear un tratamiento psicoterapéutico. En 1951, durante
una visita a Alemania, me reuní con él y ambos discu-
timos sus problemas personales y profesionales; a par-
tir de entonces, ,sólo tuve noticias suyas (directas o in-
directas) muy de cuando en cuando. También él con-
siguió resolver gradualmente sus problemas y. una vez
que hubo completado sus estudios, obtuvo y conservó
un buen empleo, se casó, fue feliz en su matrimonio
y adoptó dos nifios.
Los casos infantiles demuestran cuán valiosos son
los estudios de seguimiento de esos pacientes. sobre
todo para los aspectos prognósticos y. en este último
ejemplo, también desde el punto de vista terapéutico.
Pero volvamos al material clinico de adultos. Ya me
he referido al paciente esquizofrénico paranoide que
cambiaba constantemente de empleo y, en cada opor•
tunidad. quería que lo derivara a un psiquiatra de su
ciudad de residencia. Los esquizofrénicos en general.
y los paranoides en particular, con frecuencia son pro-
pensos a ir de un lado a otro, y a cambiar el empleo
y el domicilio. No obstante, aquellos a quienes traté
se las ingeniaron siempre para mantenerse en contac-
to conmigo, sostener una relación epistolar (aun cuan-
do me escribieran ocasionalmente) y hasta visitarme
en Nueva York para pedirme consejo.
Asi ocurrió en el caso de la señora P., descrito en
el capítulo 10. Considero especialmente interesante
que esta paciente, que padece de episodios esquizo-
frénicos y hoy reside en California, se comunique por
teléfono conmigo cada vez que se siente al borde de
un colapso. Me dice que otra persona (su amigo o su
jefe) parece proclive a un colapso, y yo le contesto que
está proyectando otra vez y le aconsejo que se interne
enseguida en un hospital. Ella siempre sigue mi con-
sejo.
Algunos de estos pacientes expresan su gratitud por
la ayuda que reciben, así como por la ayuda que reci-
birán (p.ej., por mi consejo de que reanuden el trata-
miento).
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Vale la pena mencionar el caso de otra paciente que
también reside en la costa Oeste, por cuanto en la épo-
ca en que la traté me pareció que padecía de una neu- .
rosis compulsiva con estados depresivos. Luego de ha-
ber terminado su análisis, la vi de vez en cuando y la
encontré aparentemente bien. Sin embargo, veinticin-
co años después, reapareció inesperadamente en Nue•
va York. Venía a consultarme porque había contraído
depresiones involutlvas. Primero se rehusó a asistirse
con otro psicoanalista, pero acabó por aceptar mi su-
gerencia de que iniciara un tratamiento en su lugar
de residencia. Me escribió recientemente, diciéndome
que su terapeuta la había ayudado mucho, sobre todo
en un complicado problema conyugal, y que ahora es-
taba otra vez bastante bien.
El seguimiento de los pacientes aquejados de de•
presiones graves, residentes en Nueva York o en sus
cercanías, me ha resultado mucho más fá.cil porque,
a menudo, necesitan volver a analizarse al cabo de al-
gunos años. A medida que surgen nuevos problemas,
estos pacientes pueden responder con reiteradas de-
presiones y, quizá., volver a mi consultorio, ya sea pa-
ra discutir ocasionalmente su caso o para someterse
a tratamientos má.s prolongados, con una o dos sesio-
nes semanales. Aquí surge un hecho bastante intere-
sante: que estos pacientes desean tenderse en el di-
vá.n y continuar un trabajo analítico. Se refieren a su
antiguo material mnémico y a las interpretaciones ela-
boradas en el pasado, y se comportan como si nunca
hubiesen interrumpido su tratamiento. En este senti•
do, juzgo de especial interés el caso de un paciente que,
a más de veinte años de terminado su análisis -en
cuyo lapso nunca me babia consultado-, debió re-
anudarlo a causa de ciertas experiencias muy traumá-
ticas por las que atravesó en su vida privada.
Desde el punto de vista terapéutico, los estudios de
seguimiento de mis pacientes depresivos graves reve-
laron que el tratamiento había sido menos eficaz en
los casos crónicos. Tampoco se obtuvieron resultados
muy satisfactorios en aquellos pacientes que, ya des-
de niños, hablan sufrido estados depresivos acompa-
ñados de ideas suicidas.
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Espero que los casos mencionados en este Apéndi-
ce, así como los presentados en el resto del libro, ha-
yan demostrado el valor que tienen estos estudios de
seguimiento. Ellos pueden confirmar o modificar el
diagnóstico y la prognosis originales, proporcionar evi-
dencias sobre los resultados terapéuticos a largo pla-
zo y. a menudo, servir para fines terapéuticos.
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