Marx K. y Bauer, B. - La Cuestión Judía-Anthropos (2009)

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LA CAPACIDAD DE SER LIBRE DE

LOS JUDÍOS Y LOS CRISTIANOS DE HOY*

Bruno Bauer

La cuestión de la emancipación es general: tanto los ju-


díos como los cristianos se quieren emancipar. Al menos la
historia, cuya meta final es la libertad, tiene que trabajar y
trabajará para que ambos (tanto los judíos como los cristia-
nos) coincidan en el deseo y la búsqueda de la emancipación,
ya que entre ambos no hay ninguna diferencia y ante la ver-
dadera esencia del ser humano, ante la libertad, ambos tie-
nen que confesar por igual que son esclavos. El judío es cir-
cuncidado y el cristiano es bautizado para que no vean su
esencia en la humanidad, sino que renuncien a la humani-
dad y se declaren siervos de otro ser y se comporten como
tales durante toda su vida, en todos los asuntos de su vida.
Cuando decimos que ambos tienen que coincidir y unirse
en el deseo de emancipación, no queremos decir ni el lugar
común de que la unión hace la fuerza, ni que los movimien-
tos y las discusiones que el deseo de emancipación de los
judíos ha provocado han servido para despertar en los cris-
tianos el deseo de libertad, ni que los cristianos deberían con-
tar con la agitación y la ayuda de los judíos si quieren ser
dignos y liberarse de la tutela en la que han vivido hasta aho-
ra, sino que únicamente queremos decir que la obra de la

* Bruno Bauer, Die Fähigkeit der heutigen Juden und Christen, frei zu
werden. Veintiún pliegos desde Suiza. Editados por Georg Herwegh, Zurich
y Winterthur, 1843, pp. 56-71.
© de la traducción: Jorge Navarro Pérez.

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emancipación (de la emancipación en tanto que tal) sólo será
posible y sin duda será llevada a cabo una vez que se haya
reconocido universalmente que la esencia del ser humano no
es ni la circuncisión ni el bautismo, sino la libertad.
Lo que nos proponemos en este instante es investigar qué
relación guardan los judíos con la meta final que la historia
empieza a plantearse con la rotundidad del «ahora o nunca»,
si los judíos han contribuido a que la historia se atreva a ser
tan rotunda, si los judíos están más cerca de la libertad que
los cristianos o si les tiene que resultar más difícil todavía
que a éstos ser libres y capaces de vivir en este mundo y en el
Estado.
Cuando los judíos hablan de la excelencia de su moral
religiosa (es decir, de su ley revelada) para demostrar que son
capaces de ser unos buenos ciudadanos y que tienen derecho
a participar en todos los asuntos públicos del Estado, su de-
seo de libertad no tiene para el crítico otro significado que el
deseo del negro de volverse blanco, o menos significado to-
davía: es el deseo de seguir siendo un esclavo. Quien quiere
emancipar al judío en tanto que judío no sólo se toma la mis-
ma molestia inútil que quien quiere limpiar a un negro hasta
dejarlo blanco, sino que además se engaña con este tormento
inútil: mientras cree enjabonar al negro, lo está lavando con
una esponja seca. Ni siquiera llega a mojarlo.
«Bueno —se suele decir (y el propio judío lo dice)—, al ju-
dío no hay que emanciparlo en tanto que judío, porque es
judío, porque tiene un principio ético excelente y humano,
sino que el judío se retirará tras el ciudadano y será un ciuda-
dano aunque sea judío y quiera seguir siéndolo». Es decir, el
judío es y sigue siendo un judío aunque sea un ciudadano y
viva en unas circunstancias humanas: su ser judío y limitado
acaba triunfando sobre sus obligaciones humanas y políti-
cas. El prejuicio persiste pese a haber sido sobrepasado por
principios universales. Y si persiste, es el prejuicio quien so-
brepasa a todo lo demás.
Sólo sofísticamente, en apariencia, podría el judío se-
guir siendo judío en la vida del Estado; si el judío quisiera
seguir siendo judío, la mera apariencia sería lo esencial y
triunfaría; es decir, su vida en el Estado sería sólo apa-

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riencia o una excepción momentánea frente a la esencia y
la regla.
Por ejemplo, los judíos han indicado que su ley no les im-
pidió prestar los mismos servicios que los cristianos en la
guerra contra Napoleón e incluso luchar los sábados. Es ver-
dad, pese a su ley los judíos participaron en la guerra y lucha-
ron; su sinagoga y el rabino les permitieron expresamente
someterse a todas las obligaciones del ejército, aunque estu-
vieran en contradicción con los preceptos de la ley; esto im-
plica que el trabajo o el sacrificio por el Estado durante el
sábado se permitió excepcionalmente en una ocasión, y la
sinagoga y los rabinos que concedieron excepcionalmente el
permiso se encuentran por encima del Estado, que en esa
ocasión obtuvo un privilegio precario que no le corresponde
de acuerdo con la ley suprema, con la ley divina.
Un servicio que se presta al Estado con una conciencia
que debería ver en él un pecado, pero que esta vez no lo ve
porque el rabino ha concedido una dispensa y ha dicho (y
otra vez no lo dirá, ya que propiamente nunca lo debería
decir) que esta vez prestar ese servicio no es pecado: ese ser-
vicio es inmoral porque la conciencia lo desaprueba, es pre-
cario porque la ley lo prohíbe (de modo que lo puede prohi-
bir realmente en cualquier momento) y debería ser desapro-
bado por toda comunidad moral. Sólo una época que no tiene
claridad sobre sí misma puede presentar ese servicio como
algo especial: una época que por fin tenga de nuevo seres
humanos completos y plenos lo rechazará como una hipo-
cresía, y a quienes lo ensalcen los compadecerá (si no se quie-
ren convencer de su inanidad) como restos y víctimas desdi-
chados de un pasado completamente falso.
¿Qué han hecho los judíos para elevarse por encima de un
punto de vista que los obliga a ser hipócritas y para rellenar el
abismo que les cierra el paso a la altura de la humanidad
verdadera y libre? No pueden hacer nada mientras quieran
seguir siendo judíos y crean que en tanto que tales podrían
ser libres.
¿Cómo han reaccionado los judíos ante la crítica que los
cristianos han hecho a la religión para liberar a la humani-
dad del auto-engaño más peligroso, del error más grave? Han

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dicho que esta lucha sólo afecta al cristianismo; y como sólo
han pensado en los sufrimientos y tormentos que el imperio
del evangelio les ha causado, los judíos se han alegrado infi-
nitamente cuando la crítica (desde Lessing, es decir, desde
que empezaron a oír hablar de ella) se ha dirigido contra el
cristianismo. Los judíos estaban tan obcecados que no se die-
ron cuenta de que, si el cristianismo (el judaísmo consuma-
do) cae, será a través de su religión; ahora todavía no saben
qué está pasando en este momento a su alrededor; son tan
apáticos e indiferentes frente al asunto general de la religión
y de la humanidad que no hacen nada contra la crítica, y
están atrapados tan servilmente en el engaño religioso que
nunca han participado en los ejércitos que han luchado con-
tra la jerarquía y la religión. Ningún judío ha hecho nada
decisivo en la crítica, tampoco contra ella. Los fanáticos cris-
tianos que mueven el cielo y la tierra contra la crítica son
unas figuras más humanas que el judío que se alegra cuando
oye desde lejos que ha habido un nuevo ataque contra el cris-
tianismo; y la oposición de los fanáticos cristianos a la crítica
demuestra que en el fondo están enredados en ella, aunque
de una manera tensa; creen tener que luchar contra ella por-
que tienen la impresión de que esta lucha se refiere a la causa
de la humanidad; en cambio, el judío se cree a salvo en su
egoísmo, sólo piensa en su enemigo, el cristianismo, pero
nunca ha hecho nada decisivo contra él.
El judío no ha podido hacer nada contra el cristianismo
porque le falta la fuerza creativa que esta lucha requiere. Con-
tra la religión consumada sólo puede luchar la fuerza que sea
capaz de sustituirla por el reconocimiento del ser humano
verdadero, pleno. Sólo éste puede luchar contra el cristianis-
mo, ya que el cristianismo contiene (aunque en forma reli-
giosa) el concepto general del ser humano, su propio enemi-
go. El judaísmo ha convertido en el contenido de la religión
no al ser humano pleno, a la autoconsciencia desarrollada, es
decir, al espíritu que ya no ve en nada un límite que lo angos-
ta, sino a la consciencia cautiva que todavía lucha con su
límite, el cual además es sensorial, natural. El cristianismo
dice que el ser humano es todo, es Dios, es omnipresente y
omnipotente, y expresa esta verdad de una manera todavía

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religiosa cuando dice: «Sólo uno, Cristo, es el ser humano
que es todo». El judaísmo satisface sólo al ser humano que
tiene que ver con un mundo exterior, con la naturaleza, y
satisface de manera religiosa su necesidad cuando dice que el
mundo exterior está sometido a la conciencia, es decir, que
Dios creó el mundo. El cristianismo satisface al ser humano
que quiere verse a sí mismo en todo, en la esencia general de
todas las cosas, dicho religiosamente: también en Dios; el ju-
daísmo, al ser humano que se quiere ver independiente de la
naturaleza.
Así pues, la lucha contra el cristianismo sólo ha sido
posible desde el lado cristiano porque sólo el cristianismo
ha comprendido al ser humano, a la conciencia, como la
esencia de todas las cosas, y porque la cuestión era disol-
ver esta representación religiosa del ser humano, la cual
aniquila propiamente a toda la humanidad porque de acuer-
do con ella sólo uno es todo. Por el contrario, el judío esta-
ba demasiado ocupado en satisfacer su necesidad todavía
natural (la cual convertía en un deber sus tareas sensoria-
les religiosas, sus abluciones, purificaciones, su selección
y purificación religiosa de los alimentos cotidianos) como
para pensar en qué es el ser humano. El judío no podía
luchar contra el cristianismo porque ni siquiera sabía a
qué se refería esa lucha.
Toda religión está conectada necesariamente con la hipo-
cresía y el jesuitismo: ordena al ser humano que contemple
lo que él propiamente es como objeto de adoración, como
algo ajeno, le ordena que haga como si él no fuera nada de
eso, es decir, como si no fuera absolutamente nada en sí mis-
mo; pero la humanidad no se deja oprimir por completo e
intenta hacerse valer a costa del objeto adorado, que empero
no ha de perder su vigencia.
De acuerdo con lo que acabo de decir sobre el contenido
de ambas religiones, el jesuitismo cristiano y el jesuitismo
judío (y en especial el jesuitismo judío del presente) han de
ser muy diferentes.
El jesuitismo cristiano es una acción humana universal y
ha ayudado a crear la libertad de hoy; el jesuitismo judío, que
existió junto al cristianismo, es de antemano estrecho, no tie-

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ne consecuencias para la historia y la humanidad, y sólo es
un capricho de una secta que vive al margen.
El judío ve en la religión la satisfacción de su necesidad
y la libertad respecto de la naturaleza; el sábado su idea
religiosa se convierte en acción, o su libertad respecto de la
naturaleza se convierte en una visión real: pero como sus
necesidades no son satisfechas verdaderamente por la reli-
gión y el sábado siguen inquietándolo, y como la vida real,
prosaica y de necesidades, está en contradicción con la vida
ideal en que el judío ya no se preocupa de satisfacer sus
necesidades, tiene que buscar maneras de satisfacer sus ne-
cesidades sin alterar la apariencia de que él cumple la ley,
es decir, que está por encima de sus necesidades. El jesui-
tismo judío es la mera astucia del egoísmo sensorial, vulgar
pillería, y además es hipocresía grosera porque sólo tiene
que ver con necesidades completamente naturales, senso-
riales. Es tan grosero y repugnante que sólo podemos apar-
tarnos de él con asco, pero no discutirlo en serio. Cuando,
por ejemplo, el sábado el judío hace que un sirviente o un
vecino cristiano le encienda la luz y está contento porque él
mismo no lo ha hecho, aunque esa luz sólo lo beneficia a él;
cuando el judío hace que un sirviente caldee su habitación
para que él no se quede congelado, aunque el precepto divi-
no de no hacer fuego en sábado debería protegerlo de con-
gelarse; cuando el judío cree no infringir la ley del sábado
si en la Bolsa se conforma con negocios pasivos, como si él
no los convirtiera en negocios activos cuando acude a la
Bolsa y se ocupa de ellos; cuando el judío tiene socios cris-
tianos que se encargan el sábado de sus negocios, como si
el trabajo de éstos no beneficiara a su empresa: todo esto es
una hipocresía contra la que una persona decente ni siquiera
puede luchar.
Cuando el cristiano capta religiosamente (es decir, dispa-
ratadamente) el concepto de espíritu y la autoconciencia, y la
autoconciencia real reacciona contra este disparate sin po-
der suprimirlo, el jesuitismo que surge de aquí es completa-
mente diferente, y la lucha científica es no sólo posible, sino
además necesaria; es incluso el presupuesto del nacimiento
de la libertad humana suprema.

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El jesuitismo judío es la astucia con que la necesidad más
sensorial se satisface porque a ésta no le basta la satisfacción
fingida y prescrita legalmente. No es más que un ardid ani-
mal. Por el contrario, el jesuitismo cristiano es el esfuerzo
teórico del espíritu que lucha por su libertad, la lucha de la
libertad real con la libertad desfigurada, fingida (es decir, con
la falta de libertad), una lucha en la que la libertad real y
luchadora se degrada una y otra vez a la falta de libertad mien-
tras lucha, y en especial si lucha religiosa y teológicamente;
pero este juego cruel y terrible despierta finalmente a la hu-
manidad y la estimula a conquistar en serio su libertad real.
El propio jesuitismo auténtico, el jesuitismo de la orden
religiosa, era una lucha contra las normas religiosas, el escar-
nio de la frivolidad, una acción de la Ilustración, y sólo era
repugnante e incluso sucio porque la Ilustración y la frivoli-
dad aparecían en una forma puramente eclesiástica, no en
una forma libre, humana.
Cuando el casuista judío, el rabino, pregunta si está per-
mitido comer el huevo que una gallina ha puesto en sábado,
esto es simplemente una estupidez y una consecuencia ver-
gonzosa del prejuicio religioso.
Por el contrario, cuando los escolásticos preguntaban si
Dios, ya que se hizo hombre en el seno de la Virgen, también
podría convertirse (por ejemplo) en una calabaza; cuando los
luteranos y los reformados discutían sobre si el cuerpo de
Cristo podría estar al mismo tiempo en todos sitios, todo esto
es ridículo, pero sólo porque era la disputa sobre el panteís-
mo en forma religiosa y eclesiástica.
Así pues, los cristianos están más arriba porque han desa-
rrollado el jesuitismo religioso (una falta de libertad que se
estrangula a sí misma) hasta el punto en que todo está en
juego y la falta de libertad lo abarca todo y tiene como conse-
cuencias necesarias la libertad y la sinceridad. Los judíos es-
tán mucho más abajo de esta cumbre de la hipocresía religio-
sa y, por tanto, mucho más abajo de esta posibilidad de la
libertad.
El cristianismo surgió cuando el espíritu viril de la filoso-
fía griega y de la formación clásica se mezcló en un momento
de debilidad con el fervoroso judaísmo. El judaísmo que si-

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guió siendo judaísmo olvidó esta mezcla y este encuentro
amoroso en cuanto nació su fruto. Ni siquiera reconoció este
fruto. En cambio, el judaísmo que conservó el recuerdo de la
magnífica figura de la filosofía atea y mundana, que nunca la
pudo olvidar y nunca dejó de pensar en la hermosa figura
humana del hombre sin Dios, hasta que murió por culpa de
este recuerdo y en su lugar surgió la filosofía real, este judaís-
mo muerto por culpa de su amor pagano es el cristianismo.
Que en el cristianismo la inhumanidad haya crecido más
que en cualquier otra religión, hasta llegar a su cumbre, se
debe sólo a que el cristianismo elaboró el concepto más ilimi-
tado de humanidad y lo desfiguró en su versión religiosa,
haciendo inhumano al ser humano. En el judaísmo la inhu-
manidad no ha llegado todavía tan lejos; por ejemplo, el ju-
dío tiene el deber religioso de pertenecer a la familia, a la
tribu y a la nación, es decir, de vivir para unos intereses hu-
manos determinados; esta ventaja es sólo una apariencia y se
debe al defecto de que el judaísmo todavía no conocía al ser
humano en su esencia general, es decir, al ser humano que es
algo más que el miembro de una familia, de una tribu o de
una nación.
De ahí que la Ilustración tenga su verdadera sede en el
cristianismo. En él puede echar las raíces más profundas,
en él es decisiva, y además para todos los tiempos, para
toda la humanidad, una vez que los griegos y los romanos
tuvieron su Ilustración y, mediante la disolución de su reli-
gión, dieron pie al nacimiento de una nueva religión. La
Ilustración de los griegos y los romanos sólo podía derribar
una religión determinada, todavía imperfecta, que todavía
no era religión por completo y que todavía estaba mezcla-
da con intereses políticos, patrióticos, artísticos y (por de-
cirlo así) humanos. El cristianismo es una religión consu-
mada, pura, no es nada más que religión; por tanto, la Ilus-
tración que él ha creado y que lo derribará decide la causa
de la religión y de la humanidad. Por dos razones que pro-
piamente sólo son una, el cristianismo tuvo que crear esta
Ilustración decisiva, pues el cristianismo es la cumbre de la
inhumanidad y la representación religiosa de la humani-
dad pura, ilimitada, omnímoda.

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La misma razón explica que haya hecho falta una serie
tan larga de siglos antes de que la Ilustración y la crítica pu-
dieran alcanzar la perfección y la pureza que las han hecho
capaces de inaugurar realmente una nueva época de la histo-
ria de la humanidad. Precisamente porque el cristianismo
contiene una representación tan extensa de lo humano, pudo
hacer frente durante tanto tiempo a los ataques contra su
inhumanidad. Los ataques eran tan difíciles, tan tímidos, tan
insuficientes (hoy siguen siéndolo en algunas regiones de la
Ilustración, donde todavía se ensalza el precepto cristiano
del amor al prójimo, la ley cristiana de la libertad y la igual-
dad) porque la gente se dejaba impresionar por el precepto
religioso del amor al prójimo y le costaba comprender que
este mismo precepto, como es religioso, limita y suprime el
amor mediante la fe, crea el odio, la furia persecutoria, pone
la espada en movimiento y enciende las hogueras. Las reli-
giones subordinadas cayeron antes porque los obstáculos que
oponían al desarrollo de la humanidad se hicieron sentir an-
tes, es decir, porque se basaban de antemano en una concep-
ción limitada del ser humano y movieron mucho antes a la
Ilustración a ser irreligiosa. Pero esta Ilustración todavía no
fue decisiva para la religión, ya que sólo derribó una barrera
determinada, no la barrera, no la limitación y la falta de liber-
tad. Esta Ilustración tampoco fue decisiva porque ni siquiera
disolvió de tal modo la religión determinada y todavía imper-
fecta que explicara correctamente la ilusión, el origen y el
surgimiento humano de la misma. Sólo la Ilustración que
explique y disuelva la ilusión, la religión, explicará correcta-
mente también la ilusión y el origen de las formas subordina-
das de religión.
El propio cristianismo contiene una prueba de esta frase.
Para el católico era más fácil que para el protestante liberar-
se de la tutela religiosa, pero más difícil y casi imposible di-
solver la religión y explicar correctamente su origen. La tute-
la religiosa era más ruda, más exterior, y le ofrecía al ataque
unos motivos exteriores, más cómodos; como la tutela reli-
giosa no había penetrado hasta el interior y todavía no envol-
vía al ser humano entero, fue eliminada más fácilmente. Pero
al mismo tiempo fue explicada mal y acusada de ser un enga-

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ño tosco; la verdadera fuente de la religión, la ilusión, el auto-
engaño de los tutelados, siguió existiendo y sometió y con-
fundió de nuevo al ilustrado que sólo se había liberado (y ni
siquiera correctamente) de una ilusión determinada. Por el
contrario, en el protestantismo la ilusión es total y omnipo-
tente porque se adueña del ser humano completo y lo domi-
na no desde fuera, mediante el poder sacerdotal, jerárquico o
eclesiástico, sino desde su propio interior. El protestantismo
toma el sentimiento de dependencia en su pureza y en su
mayor generalidad (es decir, en su limitación total y absolu-
ta) y lo convierte en un principio. Aquí, donde el sentimiento
de dependencia es la esencia del ser humano y éste, aparte de
ser religioso, no es (o al menos no debe ser) otra cosa, como
político, artista o filósofo, es donde pasa más tiempo hasta
que el ser humano se atreve a atacar a su propia esencia, que
hasta entonces había reconocido como su esencia única y
verdadera, y la rechaza y destruye. Pero cuando esto sucede,
es a fondo, para todos los tiempos, para toda la humanidad,
de modo que la cosa está resuelta para siempre y no hace
falta retomar la lucha: ante todo, sucede correctamente por-
que la ilusión religiosa ya no se entiende como el mero enga-
ño de una casta sacerdotal, sino como la ilusión general de la
humanidad.
El protestantismo ha hecho ahora lo máximo que puede
hacer y que es su destinación suprema: se ha disuelto a sí
mismo, y al mismo tiempo a la religión, se ha sacrificado por
la libertad de la humanidad. ¿Y qué ha hecho el judaísmo?
Mejor dicho: ¿de qué sirve que el judío no disuelva su ley,
sino que la infrinja y, si su necesidad y su beneficio lo requie-
ren, la declare nula? ¿De qué sirve? No sirve de nada para la
humanidad, pero sí para satisfacer una necesidad limitada y
sensorial. Cuando el protestantismo (y en él el cristianismo)
se disuelve, su lugar lo ocupa el ser humano pleno y libre, la
humanidad creativa y ya no obstaculizada para sus creacio-
nes supremas: cuando el judío infringe su ley, una persona o
cierto número de personas pueden ocuparse tranquilamente
de sus asuntos, pueden comer y beber lo que la naturaleza les
da, pueden encender una luz cuando oscurece, pueden hacer
fuego aunque sea sábado.

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Hubo judíos ilustrados antes que protestantes e incluso
cristianos ilustrados porque era más fácil anular una ley que
sólo está en lucha con las necesidades celestiales que disolver
un sentimiento de dependencia cuyo dominio se basa en el
desarrollo de la naturaleza humana y sólo se pudo derribar
una vez que el ser humano se había elevado al conocimiento
de su verdadera esencia. Es más fácil satisfacer la necesidad
sensorial pese a una ley a la que se considera divina que fun-
dar e imponer una concepción nueva (la verdadera) de la esen-
cia del ser humano que se opone a todo lo que la humanidad
ha pensado hasta entonces de sí misma y ha de entablar una
lucha a vida o muerte.
El judío no le da nada a la humanidad cuando desprecia
para sí a su limitada ley; el cristiano, cuando disuelve su esen-
cia cristiana, le da a la humanidad todo lo que ésta puede
recibir: le da ella misma; la hace volver en sí, mientras que
antes estaba perdida y nunca se había poseído. El judío ni
siquiera puede estar tranquilo y tener una buena conciencia
cuando elude su ley divina a su manera, es decir, debido sólo
a la necesidad sensorial; la humanidad que se ha reconquis-
tado tras su pérdida religiosa se posee con la conciencia tran-
quila y ha alcanzado su verdadera pureza. Quien deroga una
ley limitada en su propio beneficio no obtiene mediante la
lucha, que se acaba rápidamente, un incremento de fuerzas.
Por el contrario, una lucha que triunfa sobre la falta de liber-
tad y sobre el error fundamental le devuelve a la humanidad
todas sus fuerzas, y además con una elasticidad que es irre-
sistible y que derriba todas las barreras que hasta entonces la
habían angostado.
«Así pues, ¿vosotros no reconocéis cuánto la formación
cristiana y la Ilustración cristiana les deben a los judíos? ¿Ni
siquiera queréis reconocer que vuestra búsqueda de la liber-
tad política es estimulada y apoyada poderosamente por el
deseo de emancipación de los judíos?».
¿Puede el hacha decirle a quien la maneja que ella lo ma-
neja a él?
No es verdad que los judíos influyeran sobre la Ilustración
del siglo pasado o que intervinieran creativamente en ella. Lo
que los judíos han hecho en este campo está muy por debajo

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de lo que han hecho los críticos cristianos, es irrelevante para
el desarrollo de la historia y fue sólo el producto de un estí-
mulo que pasó a ella desde la Ilustración cristiana o desde la
Ilustración anti-cristiana surgida en el mundo cristiano.
En verdad nadie se atreverá a hacernos el reproche de que
nos hemos dejado determinar o dirigir por el partidismo a fa-
vor del cristianismo: esperamos que tampoco nos molesten
con este reproche cuando neguemos que el judaísmo ha esti-
mulado o apoyado la búsqueda de la libertad en la época mo-
derna. En ambos lados, tanto en el judío como en el cristiano,
se ha cometido un grave error al separar la cuestión judía de la
cuestión general de la época y pasar por alto que no sólo los
judíos, sino también nosotros nos queremos emancipar.
Los judíos sólo pueden reclamar la emancipación porque
toda la época la reclama. Los judíos son arrastrados por el
impulso general de la época. Sería una exageración ridícula
afirmar en serio que con su deseo de emancipación los judíos
han estimulado y apoyado una cuestión que todo el siglo XVIII
puso en movimiento y que en la Revolución Francesa fue dis-
cutida en serio y decidida.
Si en todas partes donde hay progreso el mundo cristiano
va por delante, si el cristianismo demuestra ser el impulso
hacia el progreso, esto no significa que el cristianismo en tan-
to que tal ha querido y causado el progreso. Al contrario: si
dependiera del cristianismo, el progreso sería imposible. El
cristianismo estimula con tanta fuerza hacia el progreso por-
que quiere volverlo imposible; es el impulso a desarrollar lo
verdaderamente humano porque es la inhumanidad pura,
suprema, consumada. Quien liberó a los espíritus del siglo
XVIII y rompió las cadenas del privilegio y del monopolio no
fue el cristianismo, sino la humanidad que dentro del cristia-
nismo iba al frente de la civilización, pero dentro de este círcu-
lo cerrado estaba en contradicción profundísima consigo
misma y con su destinación; fue la humanidad, que derribó
las barreras que se había impuesto en su prisión religiosa del
cristianismo. Los judíos fueron arrastrados por este movi-
miento arrebatador, sólo son la retaguardia, no la vanguardia
del progreso, y ni siquiera estarían donde están ahora si hu-
bieran tenido que esperar a que la disolución de sus normas

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los introdujera en el movimiento de la cultura moderna. Para
llegar aquí, primero tuvieron que dejarse contagiar por el ve-
neno corrosivo de la Ilustración cristiana o, si se prefiere de-
cir así, anti-cristiana.
El judaísmo y el cristianismo son en sí mismos, como re-
ligión, una forma de la Ilustración y la crítica; y si su destina-
ción era dominar a la humanidad, también fue su sino su-
cumbir por culpa de ellos mismos, de la Ilustración que con-
tenían, y liberar así a la Ilustración, que en ellos estaba
paralizada religiosamente. Con otras palabras: la Ilustración
que ellos eran en forma religiosa los destruyó al quebrar la
forma religiosa para convertirse en Ilustración real, racional.
Naturalmente, también desde este punto de vista el cris-
tianismo va por delante, ya que el cristianismo no es otra
cosa que el judaísmo que ha sucumbido por culpa de su pro-
pia Ilustración, es decir, la consumación religiosa de la Ilus-
tración que el judaísmo contenía.
El ser humano nace como miembro de un pueblo y está
destinado a convertirse en ciudadano del Estado al que per-
tenece por su nacimiento; pero su destinación como ser hu-
mano va más allá de la frontera del Estado en que ha nacido.
La Ilustración, que eleva al ser humano por encima del valla-
do de la vida estatal y lo separa de su Estado y de todos los
Estados, fue expresada por el judaísmo en la forma religiosa
de odiar; todos los Estados y pueblos carecen de justificación
ante el Único, ante Jehová, y no tienen derecho a existir. Pero
el judaísmo no tomó en serio esta Ilustración frente a sí mis-
mo, frente al pueblo único: permitió subsistir a un pueblo
como el único pueblo justificado y creó así la vida popular y
estatal más limitada y aventurera.
El cristianismo acabó la Ilustración religiosa que el ju-
daísmo había empezado: borró de la lista de los pueblos al
único pueblo que quedaba, lo declaró el pueblo réprobo, su-
primió los pueblos y los Estados y proclamó la libertad e igual-
dad de todos los seres humanos.
Así pues, la proclamación con que el cristianismo hizo
acto de aparición es la misma con que la obra de la Ilustra-
ción moderna y el creador de la misma (la autoconciencia
libre e infinita) se presentan ante el mundo y declaran la gue-

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rra a todas las barreras y los privilegios. La autoconsciencia
no es ni el campesino, ni el burgués ni el aristócrata, ante ella
los judíos y los paganos son iguales, no es ni sólo alemana ni
sólo francesa; la autoconciencia no puede admitir que pueda
haber algo que esté completamente separado de ella o por
encima de ella, es la declaración de guerra y la guerra misma;
y cuando ha llegado a ser la autoconciencia real, es la victoria
sobre todo lo que quiere funcionar como monopolio, como
privilegio y exclusivamente para sí. Así pues, no os lamentéis
de su fuerza destructiva; la autoconciencia quiere y hace lo
que también el cristianismo, por el que vosotros lucháis, que-
ría pero ejecutó mal porque quiso ejecutarlo en forma religiosa.
La supresión religiosa es siempre superficial porque las
situaciones que ella disuelve no las disuelve desde dentro,
mediante su propia dialéctica y mediante la demostración
científica, teórica, sino simplemente elevándose por encima
de ellas, negándolas sin más, de modo que las deja persistir y
no se puede apartar de ellas, restableciéndolas en una forma
aventurera. La supresión religiosa se eleva hacia el aire, ha-
cia lo fantástico, y por tanto es el reflejo fantástico de aquello
por encima de lo cual ella se cree. Así, la relación matrimo-
nial que el cristianismo disuelve está restablecida como el
matrimonio de la comunidad con su Señor o en la relación
de la esposa de Cristo con el cielo, o en la devoción del monje
por la Virgen celestial y de la monja por el divino esposo con
el que se ha prometido. Las diferencias sociales reviven en
los estamentos de los llamados, de los elegidos y de quienes
están condenados de acuerdo con la decisión inescrutable y
arbitraria del Altísimo: al igual que los estamentos políticos,
los estamentos religiosos se basan en la naturaleza, pero en
una naturaleza quimérica. El Estado, y en concreto el Estado
despótico, reaparece en el rebaño que se somete dócilmente
a su señor, e incluso el contraste entre los Estados renace en
el contraste entre el Reino de los Cielos y el reino de este
mundo; los príncipes siguen peleando cuando el Príncipe del
Cielo y el Príncipe de las Tinieblas luchan sin cesar y en todas
partes, y el odio y la hostilidad de los pueblos se reavivan
cuando el rebaño de ovejas y el tropel de cabras, la mano
izquierda y la mano derecha, se encuentran uno frente a otro

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y tienen que considerarse extraños el uno para el otro, una
oposición pura.
La religión es la contradicción de que ella tiene que negar
todo lo que su voluntad desea, tiene que agarrar quimérica-
mente todo lo que quiere negar y no puede conceder lo que
promete dar. La religión niega las diferencias naturales de los
estamentos y los pueblos y las convierte en fantásticas; niega
el privilegio y lo restablece en el dominio exclusivo del único
y en la prerrogativa de los elegidos arbitrariamente; niega el
pecado e incluye todo en el pecado; redime del pecado y con-
vierte a todos los seres humanos en pecadores; quiere dar
libertad e igualdad y no las concede, sino que instaura una
economía de la desigualdad y la falta de libertad.
La religión no puede suprimir realmente lo que ella quie-
re negar porque se lanza contra ello no con la autoconciencia
real, sino con una voluntad precipitada, exaltada, impotente,
y con la fantasía. La religión no puede dar realmente lo que
promete dar porque sólo quiere darlo, pero no trabajarlo,
conquistarlo. La libertad y la igualdad que son dadas y no tra-
bajadas son la desigualdad y la falta de libertad, pues no su-
primen el privilegio y la esclavitud mediante el trabajo, me-
diante la lucha real, sino que los dejan persistir.
Esta contradicción hace sucumbir a la religión consuma-
da. Ésta azuza el deseo de igualdad, el cual quiere luchar
contra los privilegios, pero no lo satisface, pues no admite la
lucha y hace inmortal y divino al enemigo de la igualdad. La
religión consumada quiere dar libertad, pero no da la liber-
tad, sino las cadenas de la esclavitud.
Lo que la religión consumada quiere y promueve es la vo-
luntad de la humanidad y el objeto de su deseo. Así pues, la
religión quiere sucumbir una vez que esa voluntad esté ejecu-
tada. La ejecución de su voluntad es la Ilustración, la crítica, la
autoconciencia liberada, la cual no huye, como la religión, no
se eleva al reflejo fantástico de este mundo, sino que se abre
paso por el mundo y lucha con las barreras y los privilegios.
El cristianismo es la religión que le ha prometido más
(todo) a la humanidad, pero también la que le ha negado
más (todo). Por tanto, es el lugar de nacimiento de la liber-
tad suprema, así como fue la fuerza de la mayor servidum-

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bre. Su disolución mediante la crítica (es decir, la disolu-
ción de sus contradicciones) es el nacimiento de la libertad
y el primer acto de esta libertad suprema que la humanidad
ha conquistado, que tuvo que conquistar y que sólo pudo
conquistar en la lucha contra la consumación de la religión.
Por consiguiente, el cristianismo se encuentra muy por en-
cima del judaísmo, el cristiano muy por encima del judío, y su
capacidad de ser libre es mucho mayor que la del judío, ya que
en el lugar en que el cristiano se encuentra la humanidad ha
llegado al punto en que una revolución total curará todos los
daños que la religión ha causado y la elasticidad de la fuerza
con que la humanidad acomete esta revolución es infinita.
El judío se encuentra muy por debajo de este punto y, por
tanto, de esta posibilidad de la libertad y de una revolución
que decida el destino de toda la humanidad, pues por sí mis-
ma su religión ni es importante para la humanidad ni puede
intervenir en la historia universal, sino que sólo al disolverse
y consumarse en el cristianismo pudo ser práctica e histórica.
El judío quiere ser libre: esto no implica que tenga que ser
cristiano para acercarse a la posibilidad de la libertad. Tanto el
judío como el cristiano son siervos; y una vez que la Ilustra-
ción ha averiguado que tanto el judaísmo como el cristianis-
mo son la servidumbre del espíritu, ya es demasiado tarde: la
imaginación y el auto-engaño de que el judío se puede conver-
tir mediante el bautismo en un hombre libre y en un ciudada-
no ya no es posible, o al menos ya no puede ser sincera. Sim-
plemente, el judío cambia un estado privilegiado por otro, uno
que contiene más inconvenientes por otro que parece más ven-
tajoso, pero que no puede proporcionarle la libertad y los dere-
chos políticos, pues el Estado cristiano no los conoce. Las ven-
tajas del estado privilegiado del cristiano pueden mover a al-
gunos judíos a utilizar el bautismo para hacer más ventajosa
su posición en el Estado cristiano; pero el bautismo no los vuelve
libres, y el poder del cristianismo no aumentaría porque todos
los judíos profesaran la fe cristiana.
Es demasiado tarde. El cristianismo ya no hará más con-
quistas que ni remotamente puedan ser consideradas impor-
tantes. La época de las conquistas históricas que le propor-
cionaron pueblos enteros ha pasado para siempre, pues el

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cristianismo ha perdido la fe en sí mismo y ya ha realizado
por completo su tarea histórica.
Si los judíos quieren ser libres, no deben convertirse al
cristianismo, sino al cristianismo disuelto, a la religión di-
suelta, es decir, a la Ilustración, a la crítica y a su resultado, la
humanidad libre.
El movimiento histórico que reconocerá la disolución del
cristianismo y de la religión como un hecho consumado y
que le garantizará a la humanidad la victoria sobre la reli-
gión no puede tardar en producirse, ya que la autoconciencia
de la libertad se ha sustraído a todas las situaciones existen-
tes, está en contradicción total con ellas y las medidas torpes
e impotentes que lo existente toma contra ella sólo le propor-
cionan nuevas victorias y conquistas.
Los pueblos que se situarán a la cabeza de este movimien-
to ya no presentarán a los pueblos y a los continentes que
todavía estén presos el evangelio del Dios único que ha in-
cluido a todos los seres humanos en el pecado, sino el mensa-
je de la humanidad liberada. Los pueblos que no se sumen a
este movimiento y no acepten la fe en la humanidad se casti-
garán a sí mismos, pues no tardarán en ser sobrepasados,
situados fuera de la historia y reducidos al nivel de los bárba-
ros y los parias.
Si esto sucede con la madera verde, ¿qué le pasará a la
madera seca? Si el futuro de los cristianos que quieran per-
manecer en el cristianismo y que serán superados infini-
tamente por el desarrollo de la humanidad es muy turbio,
¿qué futuro espera a los judíos que quieran permanecen en
ese punto más bajo todavía en el que se encuentran?
Ya verán lo que hacen: ellos mismos determinarán su des-
tino, pero la historia no acepta bromas. El deber del cristiano
es reconocer honradamente el resultado del desarrollo del
cristianismo, la disolución del mismo y la elevación del ser
humano por encima del cristiano, es decir, dejar de ser cris-
tiano y convertirse en un ser humano, en alguien libre. Por su
parte, el judío tiene que renunciar por la humanidad, por el
resultado del desarrollo y de la disolución del cristianismo, al
privilegio quimérico de su nacionalidad, a su ley fantástica y
disparatada (aunque este sacrificio le resulte difícil, ya que

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ha de renunciar a sí mismo y negar al judío). Ya no hace falta
que el judío se desmienta diciendo que renuncia a su religión
por otra religión. Lo que tiene que hacer es más difícil que
cambiar una religión por otra.
El cristiano y el judío tienen que romper con todo su ser:
pero esta ruptura está más cerca del cristiano, ya que surge
inmediatamente como su tarea del desarrollo de su ser; en
cambio, el judío tiene que romper no sólo con su ser, sino
también con el desarrollo de la consumación de su religión,
un desarrollo que es ajeno a él y al que él no ha aportado
nada, pues el judío no ha ni provocado ni reconocido la con-
sumación de su religión. El cristiano sólo tiene que dejar atrás
un escalón, el de su religión, para renunciar a la religión en
tanto que tal; el judío lo tiene más difícil para elevarse a la
libertad.
Pero para el ser humano nada es imposible.

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SOBRE LA CUESTIÓN JUDÍA*

Karl Marx

Los judíos alemanes aspiran a la emancipación. ¿A qué


emancipación aspiran? A la emancipación civil, a la emanci-
pación política.
Bruno Bauer les contesta:

En Alemania nadie está políticamente emancipado. Nosotros


mismos carecemos de libertad. ¿Cómo hemos de emancipa-
ros a vosotros? Vosotros los judíos sois egoístas si exigís una
emancipación especial para vosotros en tanto judíos. Debie-
rais como alemanes trabajar por la emancipación política de
Alemania y como hombres por la emancipación humana, y
no sentir el tipo especial de vuestra opresión y de vuestra ig-
nominia como excepción a la regla sino más bien como su
confirmación.

¿O exigen los judíos que se les equipare a los súbditos cris-


tianos?
De ese modo reconocen la legitimidad del Estado cristia-
no, reconocen su régimen de sojuzgamiento general. ¿Por qué
les desagrada su yugo particular si les agrada el yugo gene-

* Publicado en los Deutsch-Französische Jahrbücher (Anales franco-ale-


manes), editados por Marx y A. Ruge en París en febrero de 1844.
© de la traducción y de las notas: Rubén Jaramillo. Aparecido en Karl
Marx, Escritos de Juventud sobre el Derecho. Textos 1837-1847, Rubén Jara-
millo (ed.), Barcelona, Anthropos, 2008, pp. 169-204.

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ral? ¿Por qué debe interesarse el alemán por la liberación del
judío si el judío no se interesa por la del alemán?
El Estado cristiano sólo conoce privilegios. El judío posee
en él el privilegio de ser judío. Tiene, como judío, derechos
que no tienen los cristianos. ¿Por qué aspira a derechos que
no tiene y que los cristianos disfrutan?
Cuando el judío pretende que se le emancipe del Estado
cristiano exige que el Estado cristiano abandone su prejuicio
religioso. ¿Acaso él, el judío, abandona el suyo? ¿Tiene, enton-
ces, derecho a exigir de otros que abdiquen de su religión?
El Estado cristiano no puede, por su naturaleza y condición,
emancipar a los judíos; pero además —añade Bauer—, el judío
no puede por su condición y naturaleza ser emancipado. Mien-
tras el Estado siga siendo cristiano y el judío judío serán ambos
igualmente incapaces tanto de otorgar la emancipación como
de recibirla.
El Estado cristiano sólo puede comportarse con relación
al judío a la manera del Estado cristiano, es decir, a la mane-
ra del privilegio, consintiendo la segregación del judío frente
a los demás súbditos, pero haciendo que sienta la presión de
las otras esferas separadas y que la sienta más intensamente
cuanto mayor es el antagonismo religioso del judío frente a la
religión dominante. Pero también el judío, de su parte, sólo
puede comportarse respecto al Estado más que a la manera
judía, es decir, como un extraño al Estado, oponiendo a la
nacionalidad real su nacionalidad quimérica y a la ley real su
ley ilusoria, creyéndose con derecho a mantenerse separado
de la humanidad, no participando, por principio, del movi-
miento histórico, aferrándose a un futuro que nada tiene en
común con el futuro general del hombre, considerándose un
miembro del pueblo judío y considerando al pueblo judío
como el pueblo elegido.
¿A título de qué aspiráis, pues, los judíos a la emancipa-
ción? ¿En virtud de vuestra religión? Ella es la enemiga mor-
tal de la religión del Estado. ¿En cuanto ciudadanos? En Ale-
mania no hay ciudadanos. ¿En cuanto hombres? No sois hom-
bres, tan poco como aquellos a quienes apeláis.
Bauer ha planteado de nuevo la cuestión de la emancipa-
ción de los judíos, después de ofrecer una crítica de los plan-

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teamientos y soluciones dadas hasta ahora. ¿De qué modo está
constituido, se pregunta, el judío a quien se trata de emancipar
y el Estado cristiano que ha de emanciparlo? Y contesta con
una crítica de la religión judía, analiza la antítesis religiosa en-
tre el judaísmo y el cristianismo y aclara la esencia del Estado
cristiano, todo ello con audacia, agudeza, espíritu y profundi-
dad, y con un estilo tan preciso como denso y enérgico.
¿Cómo resuelve, pues, Bauer la cuestión judía? ¿Cuál es el
resultado? La formulación de una cuestión es su solución. La
crítica de la cuestión judía es la respuesta a la cuestión judía.
Y el resultado, resumido, es el siguiente: tenemos que eman-
ciparnos a nosotros mismos antes de poder emancipar a otros.
La forma más rígida de la antítesis entre el judío y el cris-
tiano es la antítesis religiosa. ¿Cómo se resuelve una antíte-
sis? Haciéndola imposible. ¿Cómo se hace imposible una
antítesis religiosa? Aboliendo la religión. Tan pronto como el
judío y el cristiano reconozcan que sus respectivas y antagó-
nicas religiones no son más que diferentes fases del desarrollo
del espíritu humano, diferentes pieles de serpiente que ha cam-
biado la historia, y en el hombre la serpiente que muda en
ellas de piel, se encuentra ya no en un plano religioso sino
solamente en un plano crítico, científico, en un plano huma-
no. La ciencia es, entonces, su unidad. Pero las antítesis en el
plano de la ciencia se resuelven por la ciencia misma.
El judío alemán se enfrenta a la falta de emancipación
política en general y a la acusada cristiandad del Estado. Para
Bauer la cuestión judía tiene, sin embargo, una significación
general, independiente de las específicas circunstancias ale-
manas. Ella es la cuestión de la relación de la religión hacia el
Estado, de la contradicción entre las ataduras religiosas y la
emancipación política. La emancipación de la religión se plan-
tea como condición, tanto para el judío que quiere emanci-
parse políticamente como para el Estado que ha de eman-
cipar y que al mismo tiempo ha de ser emancipado.

Bien, se dice, y lo dice el mismo judío, el judío debe ser eman-


cipado, pero no como judío, no porque es judío, no porque
profese un principio general humano tan excelente de mora-
lidad; el judío, más bien, se ubicará en un segundo plano de-

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trás del ciudadano, y será ciudadano a pesar de ser judío y de
continuar siéndolo; es decir, es y seguirá siendo judío a pesar
de ser ciudadano y vivir dentro de relaciones generales hu-
manas; su naturaleza judía y limitada triunfa siempre y en
último término sobre sus deberes humanos y políticos. Se
mantiene el prejuicio, a pesar de dominar sobre él los princi-
pios generales. Pero si él se mantiene dominará, más bien, a
todo lo demás. «Sólo sofísticamente, en apariencia, podría el
judío seguir siendo judío en la vida del Estado; por tanto, si
quisiera seguir siendo judío, la mera apariencia sería lo esen-
cial y lo que triunfaría; es decir, su vida en el Estado sería una
mera apariencia o una excepción momentánea frente a la
esencia y la regla» [«La capacidad de los judíos y cristianos
de hoy para ser libres», Veintiún pliegos, p. 57].

Veamos, de otra parte, cómo plantea Bauer la función del


Estado:

Francia [dice] nos ha ofrecido recientemente (debates sosteni-


dos en la Cámara de Diputados del 26 de diciembre de 1840)
con relación a la cuestión judía —como de continuo en todas
las demás cuestiones políticas desde la revolución de julio— el
espectáculo de una vida que es libre pero que revoca su liber-
tad en la ley, es decir, la declara una apariencia y, de otra parte,
refuta su ley libre con los hechos [«Cuestión judía», p. 64].
En Francia, libertad general no es todavía ley, la cuestión ju-
día aún no ha sido resuelta tampoco, porque la libertad legal
—el que todos los ciudadanos son iguales— se ve coartada en
la realidad, todavía dominada y escindida por los privilegios
religiosos, y esta falta de libertad de la vida repercute sobre la
ley y la obliga a sancionar la división de los ciudadanos, en sí
libres, en oprimidos y opresores [p. 65].

¿Cuándo, entonces, se resolvería para Francia la cuestión


judía?

El judío, por ejemplo, debería necesariamente dejar de ser


judío si su ley no le impidiera cumplir con sus deberes para
con el Estado y sus conciudadanos, ir, por ejemplo, en sábado
a la Cámara de Diputados y participar en las deliberaciones
públicas. Tendría que abolirse todo privilegio religioso en ge-
neral, también, por lo tanto, el monopolio de una iglesia pri-

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vilegiada, y cuando algunos o varios o incluso la gran mayoría
se creyeran obligados a cumplir con sus deberes religiosos, este
cumplimiento de estos deberes debería dejárselo a su propio
arbitrio como asunto puramente privado [p. 65]. No hay nin-
guna religión ya, cuando no hay ninguna religión privilegia-
da. Quitad a la religión su fuerza excluyente, y ya no existirá
[p. 66]. Del mismo modo que el señor Martín du Nord veía en
la propuesta encaminada a suprimir la mención del domingo
en la ley una noción dirigida a declarar que el cristianismo ha
dejado de existir, con el mismo derecho (y este derecho está
perfectamente fundamentado) la declaración de que la ley
del sabbath ya no tiene fuerza obligatoria para el judío equi-
valdría a proclamar la abolición del judaísmo [p. 71].

Bauer exige pues, de una parte, que el judío abandone el


judaísmo y que el hombre en general abandone la religión,
para ser emancipado como ciudadano. De otra parte, conse-
cuentemente vale para él la abolición política de la religión
como la abolición de la religión en general. El Estado que pre-
supone la religión no es todavía un verdadero Estado, un Esta-
do real. «Cierto que la creencia religiosa ofrece garantías al
Estado. Pero, ¿a qué Estado? ¿A qué tipo de Estado?» (p. 97).
En este punto se pone de manifiesto la formulación unila-
teral de la cuestión judía.
No bastaría de ninguna manera con investigar quién ha
de emancipar y quién ha de ser emancipado. La crítica debe-
ría preguntarse, además, otra cosa, a saber: de qué clase de
emancipación se trata y qué condiciones son inherentes a la
naturaleza de la emancipación a que se aspira. La crítica de
la emancipación política misma era, en primer lugar, la críti-
ca final de la cuestión judía y su verdadera disolución en la
cuestión general de la época.
Por no situar el problema a este nivel Bauer incurre en
contradicciones. Pone condiciones que no están fundamen-
tadas en la esencia de la emancipación política misma. For-
mula preguntas ajenas a su tarea y resuelve tareas que dejan
su pregunta sin contestar. Cuando Bauer dice de los adversa-
rios de la emancipación de los judíos: «Su error consistía so-
lamente en presuponer que el Estado cristiano es el único
verdadero y en no someterlo a la misma crítica con que enfo-

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caban el judaísmo» (p. 3), encontramos que el error de Bauer
reside en que somete a la crítica solamente al «Estado cristia-
no» y no al «Estado en general», en que no investiga la rela-
ción entre la emancipación política y la emancipación huma-
na, y por ello pone condiciones que sólo pueden explicarse
por la confusión crítica de la emancipación política con la
emancipación humana general. Si Bauer pregunta a los ju-
díos: ¿tenéis, desde vuestro punto de vista, el derecho a aspi-
rar a la emancipación política?, nosotros preguntamos, a la
inversa: ¿tiene el punto de vista de la emancipación política el
derecho a exigir del judío la abolición del judaísmo y del hom-
bre en general la abolición de la religión?
La cuestión judía muestra una fisonomía diferente según
el Estado en que se encuentra el judío. En Alemania, en don-
de no existe un Estado político, un Estado como Estado, la
cuestión judía es una cuestión puramente teológica. El judío
se encuentra en contraposición religiosa con el Estado, que
reconoce como su fundamento el cristianismo. Este Estado
es un teólogo ex profeso. La crítica es aquí crítica de la teolo-
gía, una crítica de doble filo, crítica de la teología cristiana y
de la teología judía. Pero de este modo seguimos moviéndo-
nos dentro de la teología, por mucho que queramos mover-
nos críticamente dentro de ella.
En Francia, en el Estado constitucional, la cuestión judía
es la cuestión del constitucionalismo, la cuestión de la eman-
cipación política a medias. Puesto que aquí se conserva la
apariencia de una religión de Estado aunque sea bajo una
fórmula que nada dice y es contradictoria consigo misma,
en la fórmula de una religión de la mayoría, la relación de los
judíos ante el Estado conserva la apariencia de una contra-
posición religiosa, teológica.
Sólo en los estados libres de Norteamérica —por lo me-
nos, en una parte de ellos— pierde la cuestión judía su signi-
ficación teológica para convertirse en una verdadera cuestión
secular. Sólo donde existe el Estado político plenamente de-
sarrollado puede manifestarse en su plenitud, en su pureza,
la relación del judío, y en general del hombre religioso, hacia
el Estado político, es decir, la relación de la religión hacia el
Estado. La crítica de esta actitud deja de ser una crítica teoló-

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gica tan pronto como el Estado deja de comportarse de un
modo teológico hacia la religión, tan pronto se comporta ha-
cia la religión como Estado, es decir, políticamente. La crítica
se convierte entonces en crítica del Estado político. En este
punto, allí donde la cuestión deja de ser teológica, la crítica
de Bauer deja de ser crítica. «Il n’existe aux États-Unis ni reli-
gion de l’État, ni religion déclarée celle de la majorité, ni préemi-
nence d’un culte sur un autre. L’État est étranger á tous les cul-
tes»1 (Marie ou l’esclavage aux États-Unis, etc., G. de Beau-
mont, París, 1835, p. 214). Más aún, existen algunos estados
norteamericanos en los que «la constitution n’impose pas les
croyances religieuses et la practique d’un cultre comme condi-
tion des privileges politiques»2 (op. cit., p. 225). Sin embargo,
«on ne croit pas aux États-Unis qu’un homme sans religion
puisse être un honnête homme»3 (op. cit., p. 224). Norteaméri-
ca es, sin embargo, el país de la religiosidad, como unánime-
mente aseguran Beaumont, Tocqueville y el inglés Hamilton.
Los estados norteamericanos nos sirven, a pesar de esto, so-
lamente de ejemplo. La cuestión es: ¿cómo se comporta la
plena emancipación política en relación con la religión? Si
hasta en el país de la emancipación política plena nos encon-
tramos no sólo con la existencia de la religión sino con su
existencia lozana y vital, se presenta en ello la prueba de que
la existencia de la religión no contradice la plenitud del Esta-
do. Pero como la existencia de la religión es la existencia de
un defecto, no podemos seguir buscando la fuente de este
defecto sólo en la esencia del Estado mismo. La religión no
vale ya para nosotros como el fundamento sino tan sólo como
el fenómeno de la limitación secular. Nos explicamos por ello
las ataduras religiosas de los ciudadanos libres a partir de sus
ataduras seculares. No afirmamos que deban acabar con su
limitación religiosa para poder acabar sus barreras secula-

1. En los Estados Unidos no existe religión del Estado, ni religión decla-


rada como la de la mayoría, ni preeminencia de un culto sobre otro. El
Estado es ajeno a todos los cultos. [N. del E.]
2. La Constitución no impone las creencias religiosas ni la práctica de
un culto como condición de los privilegios políticos. [N. del E.]
3. En los Estados Unidos no se cree que un hombre sin religión pueda
ser un hombre honesto. [N. del E.]

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res. Afirmamos que ellos acaban con su limitación religiosa
tan pronto como acaban con sus barreras temporales. No
convertimos las cuestiones seculares en cuestiones teológi-
cas. Convertimos las cuestiones teológicas en seculares. Des-
pués de que la historia se ha visto disuelta durante suficiente
tiempo en la superstición, disolvemos la superstición en la
historia. El problema de la relación de la emancipación políti-
ca con la religión se convierte, para nosotros, en el problema
de la relación de la emancipación política con la emancipación
humana. Criticamos la debilidad religiosa del Estado político
al criticar el Estado político, sin considerar las debilidades
religiosas en su estructura secular. Humanizamos la contra-
dicción del Estado con una determinada religión, por ejemplo
con el judaísmo, viendo en ella la contradicción del Estado
con determinados elementos seculares, la contradicción del
Estado con la religión en general, la contradicción del Estado
con sus premisas en general.
La emancipación política del judío, del cristiano y del hom-
bre religioso en general, es la emancipación del Estado del ju-
daísmo, del cristianismo y, en general, de la religión. En su
forma, a la manera peculiar a su esencia, como Estado, el
Estado se emancipa de la religión al emanciparse de la reli-
gión de Estado, es decir, cuando el Estado como tal Estado no
reconoce ninguna religión, cuando el Estado se reconoce más
bien como tal Estado. La emancipación política de la religión
no es la emancipación de la religión llevada a fondo y exenta
de contradicciones, porque la emancipación política no es la
emancipación humana plenamente realizada y exenta de con-
tradicciones.
El límite de la emancipación política se manifiesta inme-
diatamente en el hecho de que el Estado se puede liberar de un
límite sin que el hombre se libere realmente de él, en que el
Estado pueda ser un Estado libre sin que el hombre sea un hom-
bre libre. El mismo Bauer concede tácitamente esto cuando es-
tablece la siguiente condición de la emancipación política:

Todo privilegio religioso en general, por tanto también el mo-


nopolio de una iglesia privilegiada, debería abolirse, y si al-
gunos o muchos o incluso la gran mayoría se creyeran obliga-

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dos a cumplir con deberes religiosos, el cumplimiento de estos
deberes debería dejarse a su propio arbitrio como asunto
puramente privado.

Por tanto, el Estado puede haberse emancipado de la reli-


gión incluso aun cuando la gran mayoría siga siendo religio-
sa. Y la gran mayoría no dejará de ser religiosa por el hecho
de que su religiosidad sea algo puramente privado.
Pero el comportamiento del Estado hacia la religión, a
saber del Estado libre, sólo es el comportamiento de los hom-
bres que forman el Estado hacia la religión. De lo que se si-
gue que el hombre se libera por medio del Estado, se libera
políticamente de una barrera, poniéndose en contradicción
consigo mismo, al sobreponerse a esta barrera de una mane-
ra abstracta y limitada, de una manera parcial. Se sigue, ade-
más, de aquí que el hombre al liberarse políticamente se li-
bera dando un rodeo, a través de un medio, así sea un medio
necesario. Y se sigue, finalmente, que el hombre, aun cuando
se proclame ateo por mediación del Estado, es decir, cuan-
do proclama el Estado ateo, sigue sujeto a las ataduras reli-
giosas, precisamente porque sólo se reconoce a sí mismo me-
diante un rodeo, a través de un medio. La religión es, justa-
mente, el reconocimiento del hombre a través de un rodeo, a
través de un mediador. El Estado es el mediador entre el hom-
bre y la libertad del hombre. Así como Cristo es el mediador
sobre quien el hombre descarga toda su divinidad, toda su
servidumbre religiosa, así también es el Estado el mediador
en el que ubica toda su no-divinidad, toda su no-servidumbre
humana.
La elevación política del hombre por encima de la religión
participa de todas las deficiencias y todas las ventajas de la
elevación política en general. El Estado como Estado anula,
por ejemplo, la propiedad privada, el hombre declara de ma-
nera política la propiedad privada como abolida cuando su-
prime el censo de fortuna para el derecho de elegir y ser elegi-
do, como ha sucedido ya en muchos estados norteamerica-
nos. Hamilton interpreta con toda exactitud este hecho, desde
el punto de vista político, cuando dice:

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La gran masa ha triunfado sobre los propietarios y la riqueza
del dinero. ¿Acaso no se suprime idealmente la propiedad
privada cuando el desposeído se convierte en legislador de
los que poseen? El censo de fortuna es la última forma política
de reconocimiento de la propiedad privada.

Sin embargo, con la anulación política de la propiedad


privada no sólo no se la destruye sino que incluso se la presu-
pone. El Estado anula a su modo las diferencias de nacimien-
to, de estado social, de cultura y de ocupación al declarar el
nacimiento, el estamento, la cultura y la ocupación como di-
ferencias no políticas, al proclamar a todo miembro del pue-
blo, sin atender a estas diferencias, como copartícipe por igual
de la soberanía popular, al tratar a todos los elementos de la
vida real del pueblo desde el punto de vista del Estado. No
obstante, el Estado deja que la propiedad privada, la cultura
y la ocupación actúen a su modo, es decir, como propiedad
privada, como cultura y como ocupación, y hagan valer su
naturaleza especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias
de hecho, el Estado sólo existe bajo estas premisas, sólo se
siente como Estado político y sólo hace valer su generalidad
en contraposición a estos elementos suyos. Por eso Hegel de-
termina muy correctamente la relación del Estado político
hacia la religión cuando dice:

Para que el Estado cobre existencia como la realidad ética del


espíritu que se sabe a sí misma, es necesario que se distinga de
la forma de la autoridad y de la fe; y esta distinción sólo se
manifiesta en la medida en que el lado eclesiástico llega a
separarse en sí mismo; sólo así, por encima de las Iglesias espe-
ciales, ha conquistado y lleva a la existencia el Estado la gene-
ralidad del pensamiento, el principio de su forma [Hegel,
Filosofía del Derecho, 1.ª edición, p. 346].

En efecto, sólo así, por encima de los elementos especiales,


se constituye el Estado como generalidad.
El Estado político acabado es por su esencia la vida gené-
rica del hombre por oposición a su vida material. Todas las
premisas de esta vida egoísta permanecen al margen de la
esfera del Estado en la sociedad burguesa, pero como propie-

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dades de ésta. Allí donde el Estado político ha alcanzado su
verdadero desarrollo el hombre lleva, no sólo en el pensa-
miento, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una
doble vida, celestial y terrenal; la vida en la comunidad políti-
ca, en la que se considera como ser comunitario, y la vida en
la sociedad burguesa, en la que actúa como particular, consi-
dera a los otros hombres como medios, se degrada a sí mis-
mo como medio y se convierte en juguete de poderes extra-
ños. El Estado político se comporta con respecto a la socie-
dad burguesa de un modo tan espiritualista como el cielo con
respecto a la tierra. Se encuentra con respecto a ella en la
misma contraposición y la supera del mismo modo que la
religión supera a la limitación del mundo profano, es decir,
reconociéndola también de nuevo, restaurándola y dejándo-
se necesariamente dominar por ella. El hombre en su inme-
diata realidad, en la sociedad civil, es un ser profano. Aquí,
donde vale ante sí mismo y ante los otros como individuo
real, es él una manifestación no verdadera.
Por el contrario, en el Estado, donde el hombre vale como
un ser genérico, es el miembro imaginario de una soberanía
imaginaria, se le ha despojado de su vida individual real y se
le ha dotado de una generalidad irreal.
El conflicto en que se encuentra el hombre como creyen-
te de una religión especial y su ciudadanía, y los demás hom-
bres en cuanto miembros de la comunidad, se reduce al di-
vorcio secular entre el Estado político y la sociedad burgue-
sa. Para el hombre, en tanto bourgeois, «la vida dentro del
Estado es sólo apariencia o una excepción momentánea
contra la esencia y la regla». Cierto que el bourgeois, como
el judío, sólo se mantiene sofísticamente dentro de la vida
del Estado, del mismo modo que el citoyen sólo sofística-
mente sigue siendo judío o bourgeois; pero esta sofística no
es personal. Es la sofística del Estado político mismo. La di-
ferencia entre el hombre religioso y el ciudadano es la dife-
rencia entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornale-
ro y el ciudadano, entre el terrateniente y el ciudadano, en-
tre el individuo viviente y el ciudadano. La contradicción en
que se encuentra el hombre religioso con el hombre político
es la misma contradicción en que se encuentra el bourgeois

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y el citoyen, entre el miembro de la sociedad burguesa y su
piel de león política.
Bauer deja en pie esta pugna secular a que se reduce, a fin
de cuentas, la cuestión judía, la relación del Estado político
hacia sus premisas, ya sean éstas elementos materiales, como
la propiedad privada, etc., o elementos espirituales, como la
cultura y la religión, la pugna entre el interés general y el inte-
rés privado, el divorcio entre el Estado político y la sociedad
burguesa; deja en pie estas antítesis seculares, mientras pole-
miza contra su expresión religiosa.

Precisamente su fundamento, la necesidad que asegura a la


sociedad burguesa su existencia y garantiza su necesidad, ex-
pone su existencia a permanentes peligros, mantiene en ella
un elemento inseguro y provoca aquella mezcla, sujeta a cons-
tantes cambios, de pobreza y riqueza, de penuria y prosperi-
dad, provocan el cambio en general [p. 8].

Compárese todo el capítulo «La sociedad burguesa» (pp.


8-9), elaborado en base a lineamientos generales de la Filoso-
fía de Derecho de Hegel. La sociedad burguesa, en su contra-
posición al Estado político, se reconoce como necesaria por-
que el Estado político se reconoce como necesario.
La emancipación política representa, de todos modos, un
gran progreso. No es ciertamente la forma última de la eman-
cipación humana en general, pero sí es la forma última de la
emancipación humana dentro del orden del mundo actual.
Se entiende que aquí hablamos de la emancipación real, de
la emancipación práctica.
El hombre se emancipa políticamente de la religión al
desterrarla del derecho público al derecho privado. Ella ya
no es el espíritu del Estado, donde el hombre —si bien de un
modo limitado, bajo una forma especial y en una esfera espe-
cial— se comporta como ser genérico, en comunidad con otros
hombres; se ha convertido en el espíritu de la sociedad bur-
guesa, de la esfera del egoísmo, del bellum omnium contra
omnes.4 No es ya la esencia de la comunidad, sino la esencia

4. Guerra de todos contra todos. [N. del E.]

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de la diferencia. Se ha convertido en la expresión de la separa-
ción del hombre de su comunidad, de sí mismo y de los otros
hombres, lo que originariamente era. No es más que la confe-
sión abstracta de la especial inversión, del capricho privado,
de la arbitrariedad. La dispersión infinita de la religión en
Norteamérica, por ejemplo, le da ya exteriormente la forma
de un asunto puramente individual. Ella se ha degradado al
número de los intereses privados y ha sido desterrada de la
comunidad como comunidad. Pero no nos engañemos acer-
ca de los límites de la emancipación política. La escisión del
hombre en el hombre público y el hombre privado, la disloca-
ción de la religión con respecto al Estado, para desplazarla a
la sociedad burguesa, no constituye una fase sino la plenitud
de la emancipación política, la cual, por lo tanto, ni suprime
ni aspira a suprimir la religiosidad real del hombre.
La desintegración del hombre en el judío y en el ciudada-
no, en el protestante y en el ciudadano, en el hombre reli-
gioso y en el ciudadano, esta desintegración no es ninguna
mentira contra la ciudadanía, no es una evasión de la eman-
cipación política sino que es la emancipación política mis-
ma, es la forma política de emanciparse de la religión. Es
cierto que en las épocas en que el Estado político surge vio-
lentamente como Estado político del seno de la sociedad
burguesa, en que la autoliberación humana aspira a reali-
zarse bajo la forma de autoliberación política, puede y debe
avanzar el Estado hacia la supresión de la religión, hasta la
destrucción de la religión, pero sólo como avanza hacia la
abolición de la propiedad privada, hacia el precio máximo,
hacia la confiscación, hacia el impuesto progresivo, hacia la
abolición de la vida, hacia la guillotina. En los momentos de
su amor particular propio la vida política trata de aplastar
su premisa, la sociedad burguesa y sus elementos, y a cons-
tituirse en la vida genérica real y no contradictoria del hom-
bre. No lo logra sino a través de la violenta contradicción
con sus propias condiciones de vida, sólo declarando la re-
volución como permanente y el drama político termina, por
tanto, no menos necesariamente con la restauración de la
religión, de la propiedad privada, de todos los elementos de
la sociedad burguesa, así como la guerra termina con la paz.

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No es, en efecto, el así llamado Estado cristiano, que reco-
noce el cristianismo como su fundamento, como religión de
Estado y se comporta, por tanto, en forma excluyente hacia
otras religiones, el Estado cristiano acabado, sino más bien
el Estado ateo, el Estado democrático, el Estado que relega a
la religión entre los restantes elementos de la sociedad bur-
guesa. Al Estado que todavía es teólogo, que mantiene toda-
vía de un modo oficial la profesión de fe del cristianismo, que
todavía no se atreve a proclamarse como Estado, no le ha
sido posible todavía expresar en forma secular, humana, en
su realidad como Estado, el fundamento humano cuya expre-
sión superabundante es el cristianismo. El llamado Estado
cristiano sólo es, sencillamente, el no-Estado, porque no es
posible realizar en creaciones verdaderamente humanas el
cristianismo como religión, sino sólo el fondo humano de la
religión cristiana.
El así llamado Estado cristiano es la negación cristiana
del Estado, pero de ningún modo la realización estatal del
cristianismo. El Estado que sigue reconociendo el cristianis-
mo en forma de religión no lo reconoce en forma de Estado,
pues él se comporta todavía religiosamente ante la religión,
es decir, no es la ejecución real del fundamento humano de la
religión porque apela todavía a la irrealidad, a la forma imagi-
naria de este meollo humano. El así llamado Estado cristia-
no es el Estado imperfecto y la religión cristiana le sirve de
complemento y para santificación de su imperfección. La re-
ligión se convierte para él, por tanto, necesariamente en un
medio, y él es el Estado de la hipocresía. Hay una gran dife-
rencia entre que el Estado acabado cuente la religión entre
sus premisas por razón de la deficiencia implícita en la esen-
cia general del Estado o que el Estado imperfecto declare la
religión como su fundamento por razón de la deficiencia implí-
cita en su existencia especial como Estado deficiente. En el
último caso la religión se convierte en política imperfecta.
En el primer caso se muestra en la religión la imperfección
misma de la política acabada. El así llamado Estado cristiano
necesita de la religión cristiana para perfeccionarse como Es-
tado. El Estado democrático, el Estado real, no necesita de la
religión para su plenitud. Él puede abstraerse de la religión

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ya que en él el fundamento humano de la religión se realiza
de un modo secular. El así llamado Estado cristiano, en cam-
bio, se comporta políticamente hacia la religión y religiosa-
mente hacia la política. Si degrada a mera apariencia la for-
ma del Estado, degrada igualmente la religión a apariencia.
Para aclarar esta antítesis examinemos la construcción de
Bauer del Estado cristiano, que ha surgido de la contempla-
ción del Estado cristiano-germánico.

Últimamente —dice Bauer— suele remitirse, para demostrar


la imposibilidad o la inexistencia de un Estado cristiano, a aque-
llas sentencias de los Evangelios que el Estado actual no sólo
no acata sino que ni siquiera tampoco puede acatar si no quiere
disolverse totalmente como Estado. «Pero la cosa no se resuelve
tan fácilmente. ¿Qué exigen, pues, aquellas sentencias evangé-
licas? La negación sobrenatural de sí mismo, la sumisión a la
autoridad de la revelación, la repulsa del Estado, la supresión
de las relaciones seculares. Pues bien, todo esto es lo que exige
y lleva a cabo el Estado cristiano. Él se ha apropiado del espíri-
tu del Evangelio y si no lo predica con las mismas palabras con
que el Evangelio lo expresa, esto proviene sencillamente de
que manifiesta este espíritu en formas estatales, es decir, lo
manifiesta en formas que, aunque ciertamente están tomadas
de la naturaleza del Estado y de este mundo, son reducidas a la
apariencia en el renacimiento religioso que tiene que experi-
mentar. Es la repulsa del Estado, que se cumple empleando las
formas del Estado» [p. 55].

A continuación desarrolla Bauer cómo el pueblo del Esta-


do cristiano no es más que un no-pueblo, no tiene ya voluntad
propia, pero posee su verdadera existencia en la cabeza a que
se halla sometido, la cual, sin embargo, le es ajena por su ori-
gen y naturaleza, es decir, que le ha sido dada por Dios y se la
ha puesto al frente de él sin su intervención, del mismo modo
que las leyes de este pueblo no son su obra sino revelaciones
positivas, que su jefe requiere de mediadores privilegiados para
entenderse con el verdadero pueblo propiamente tal, así como
esta misma masa se desintegra en una multitud de sectores es-
peciales que forma y determina el azar, que se diferencian en-
tre sí por sus intereses, sus pasiones y prejuicios especiales,
como privilegio el excluirse los unos de los otros, etc. (p. 56).

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Pero el mismo Bauer dice:

La política, cuando no quiere ser nada más que religión, no


puede ser política, tan poco como podemos considerar asun-
to doméstico el lavar las ollas si se lo considera un rito religio-
so [p. 108]. Pero en el Estado cristiano-germánico la religión
es «asunto doméstico», así como los «asuntos domésticos»
son religión. En el Estado cristiano-germánico el poder de la
religión es la religión del poder.

La separación del «espíritu del Evangelio» de la «letra del


Evangelio» es un acto irreligioso. El Estado que hace hablar
al Evangelio en la letra de la política, en otra letra que la del
Espíritu Santo, comete un sacrilegio, si no a los ojos huma-
nos sí a los ojos de su propia religión. Al Estado que profesa
el cristianismo como su norma suprema y reconoce la Biblia
como su Carta Constitucional se le deben oponer las palabras
de la Sagrada Escritura, pues la Escritura es sagrada hasta
en la letra. Este Estado, tanto como la basura humana sobre
la cual descansa, incurre en una dolorosa contradicción, in-
superable desde el punto de vista de la conciencia religiosa,
cuando se le remite a aquellas sentencias del Evangelio que
«no sólo no acata sino que tampoco puede acatar si no quiere
disolverse totalmente como Estado». ¿Y por qué no quiere di-
solverse totalmente? Él mismo no puede ni contestarse ni
contestar a otros a este respecto. Ante su propia conciencia, el
Estado cristiano oficial es un deber ser, cuya realización re-
sulta inalcanzable, que sólo acierta a completar la realidad de
su existencia mintiéndose a sí mismo y que, por tanto, sigue
siendo constantemente ante sí mismo un objeto problemáti-
co en el que no se puede confiar. Por eso la crítica está en su
pleno derecho al obligar a reconocer lo torcido de su con-
ciencia al Estado que apela a la Biblia cuando ni él mismo ya
sabe si es una imaginación o una realidad, desde el momento
en que la infamia de sus fines seculares, a los que la religión
sirve solamente de disfraz, se hallan en insoluble contradic-
ción con la honorabilidad de su conciencia religiosa, que ve
en la religión el final del mundo. Este Estado sólo puede redi-
mirse de su tormento interior convirtiéndose en esbirro de la
Iglesia católica. Frente a ella, una Iglesia que considera al

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poder secular como un cuerpo a su servicio, el Estado es im-
potente, impotente el poder secular que pretende ser el impe-
rio del espíritu religioso.
En el así llamado Estado cristiano vale, ciertamente, la
enajenación, pero no el hombre. El único hombre que aquí
vale, el rey, es un ser específicamente distinto de los demás
hombres, y es, además, un ser de por sí religioso, en relación
directa con el cielo, con Dios. Las relaciones dominantes aquí
siguen siendo relaciones creyentes. Por tanto, el espíritu reli-
gioso no se ha secularizado todavía realmente.
Pero el espíritu religioso no puede tampoco llegar a secu-
larizarse realmente, pues, ¿qué es él mismo sino la forma no
secular de un grado del desarrollo del espíritu humano? El
espíritu religioso sólo puede llegar a realizarse en la medida
en que el grado de desarrollo del espíritu humano, del que es
expresión religiosa, se destaca y se constituye en su forma
secular. Esto sucede en el Estado democrático. El fundamen-
to de este Estado no es el cristianismo sino el fundamento
humano del cristianismo. La religión sigue siendo la concien-
cia ideal, no secular, de sus miembros, porque es la forma del
grado humano de desarrollo que en él se realiza.
Los miembros del Estado político son religiosos por el dua-
lismo entre la vida individual y la vida genérica, entre la vida
de la sociedad burguesa y la vida política: son religiosos en
cuanto que el hombre se comporta hacia la vida del Estado,
que se halla en el más allá de su individualidad real, como
hacia su vida verdadera; religiosos en cuanto la religión es
aquí el espíritu de la sociedad burguesa, la expresión del di-
vorcio y el distanciamiento del hombre respecto del hombre.
La democracia política es cristiana en cuanto en ella el
hombre, no sólo un hombre sino todo hombre, vale como ser
soberano y supremo, pero el hombre en su manifestación no
cultivada y no social, el hombre en su existencia casual, el
hombre tal y como anda y se yergue, el hombre tal y como se
ha corrompido por toda la organización de nuestra sociedad,
se ha perdido a sí mismo, se ha enajenado, se ha entregado al
imperio de relaciones y elementos inhumanos; en una pala-
bra, el hombre que aún no es un ser genérico real. La imagen
fantástica, el sueño, el postulado del cristianismo, la sobera-

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nía del hombre, pero como de un ser extraño, diferente del
hombre real, es en la democracia realidad sensible, presente,
máxima secular.
La misma conciencia religiosa y teológica se considera en
la democracia plena tanto más religiosa, tanto más teológica,
cuanto al parecer no tiene significación política y objetivos
terrenales, cuanto más es, al parecer, asunto del espíritu re-
traído del mundo, expresión de la limitación del entendimien-
to, producto de la arbitrariedad y de la fantasía, cuanto más
es realmente vida del más allá. El cristianismo alcanza aquí
la expresión práctica de su significación religiosa-universal,
agrupando unas junto a otras las más dispares concepciones
del mundo en la forma del cristianismo, y más aún por el
hecho de que no plantea a otros ni siquiera la exigencia del
cristianismo sino tan sólo la de la religión en general, de cual-
quier religión (cfr. la citada obra de Beaumont). La concien-
cia religiosa se regala en la riqueza de la antítesis religiosa y
de la pluralidad religiosa.
Hemos mostrado, pues, que la emancipación política con
respecto a la religión deja en pie la religión, aunque no una
religión privilegiada. La contradicción en que el creyente de
una religión particular se encuentra con su ciudadanía no
es más que una parte de la general contradicción secular en-
tre el Estado político y la sociedad burguesa. La plenitud del
Estado cristiano es el Estado que se reconoce como Estado
y se abstrae de la religión de sus miembros. La emancipa-
ción del Estado con respecto a la religión no es la emanci-
pación del hombre real con respecto a ella.
Por ello no decimos, con Bauer, a los judíos: no podéis
emanciparos políticamente sin emanciparos radicalmente del
judaísmo. Más bien les decimos: porque podéis emanciparos
políticamente sin desprenderos radical y absolutamente del
judaísmo, por ello la emancipación política no es la emanci-
pación humana. Si vosotros, judíos, queréis emanciparos po-
líticamente sin emanciparos humanamente a vosotros mis-
mos, la solución a medias y la contradicción no radica en
vosotros sino en la esencia y en la categoría de la emancipa-
ción política. Si estáis presos en esta categoría participáis de
una situación general de encadenamiento. Así como el Esta-

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do evangeliza cuando, a pesar de ser ya Estado, se comporta
cristianamente hacia los judíos, así también el judío politiza
cuando, a pesar de ser judío, reclama derechos de ciudada-
nía del Estado.
Pero si el hombre, aunque sea judío, puede emanciparse
políticamente y adquirir derechos de ciudadanía del Estado,
¿puede reclamar y obtener los así llamados derechos huma-
nos? Bauer niega esto.

El problema está en saber si el judío en tanto tal, es decir, el


judío que confiesa él mismo sentirse obligado por su verdade-
ra esencia a vivir eternamente aislado de otros, sea capaz de
obtener y conceder a otros los derechos generales del hombre.
La idea de los derechos humanos fue descubierta para el
mundo cristiano apenas en el siglo pasado. No es una idea
innata al hombre, más bien éste la conquista en lucha contra
las tradiciones históricas en las que el hombre fue educado
hasta ahora. Los derechos humanos no son, pues, un don
de la naturaleza, un regalo de la historia anterior, sino el fru-
to de la lucha contra el azar del nacimiento y contra los privi-
legios que la historia hasta ahora venía transmitiendo heredi-
tariamente de generación en generación. Son el resultado de
la cultura y sólo puede poseerlos quien haya sabido adquirir-
los y merecerlos.
¿Puede, pues, realmente el judío llegar a poseerlos? Mien-
tras siga siendo judío, la esencia limitada que hace de él un
judío tiene necesariamente que triunfar sobre la esencia hu-
mana que, en cuanto hombre, debe vincularlo a los demás
hombres y separarlo de los que no son judíos. Él declara a
través de esta separación que la esencia especial que hace de
él un judío es su verdadera suprema esencia, ante la que tiene
que retroceder la esencia humana.
Y del mismo modo, no puede el cristiano, en cuanto cristia-
no, conceder ninguna clase de derechos humanos [pp. 19-20].

Según Bauer, el hombre tiene que sacrificar el privilegio de


la fe para poder recibir los derechos generales del hombre.
Observemos un momento los así llamados derechos huma-
nos, por cierto, los derechos humanos bajo su forma auténti-
ca, bajo la forma que les dieron sus descubridores, los norte-
americanos y los franceses. Estos derechos humanos son, en

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parte, derechos políticos, derechos que sólo pueden ejercerse
en comunidad con otros hombres. Su contenido lo constitu-
ye la participación en la comunidad, y concretamente en la
comunidad política, en el Estado. Ellos entran en la categoría
de la libertad política, en la categoría de los derechos civiles,
que no presuponen, ni mucho menos, como hemos visto, la
abolición positiva y libre de contradicciones de la religión;
así pues, también, por tanto, la del judaísmo. Queda por con-
siderar la otra parte de los derechos humanos, los droits de
l’homme,5 en cuanto se distinguen de los droits du citoyen.6
Entre ellos se encuentra la libertad de conciencia, el dere-
cho de practicar cualquier culto. El privilegio de la fe es reco-
nocido expresamente bien como un derecho humano, bien
como consecuencia de un derecho humano, de la libertad.
Déclaration des droits de l’homme et du citoyen,7 1791, art. 10:
«Nul ne droit être inquieté pour ses opinions même religieu-
ses».8 Y en el título I de la Constitución de 1791 se garantiza
como derecho del hombre: «La liberté a tout homme d’exercer
le culte religieux auquel it est attaché».9
La Déclaration des droits de l’homme, etc., 1793, incluye
entre los derechos humanos, art. 7: «Le libre exercise des cul-
tes».10 Más aún, en lo que atañe al derecho de publicar sus
pensamientos y opiniones, reunirse, ejercer un culto, se dice
incluso: «la necessité d’énoncer ces droits suppose ou la pré-
sence ou le souvenir récent du despotisme».11 Compárese la
Constitución de 1795, título XIV, art. 354.
Constitución de Pensilvania, art. 9 § 3:

Todos los hombres han recibido de la naturaleza el derecho


imprescriptible de adorar al Todopoderoso con arreglo a las
inspiraciones de su conciencia y nadie puede, legalmente, ser
obligado a practicar, instituir o sostener en contra de su volun-

5. Derechos del Hombre.


6. Derechos del Ciudadano.
7. Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
8. No debe perseguirse a nadie por sus opiniones, incluso las religiosas.
9. A todos la libertad de practicar el culto religioso a que se halle adscrito.
10. El libre ejercicio de los cultos.
11. La necesidad de enunciar estos derechos presupone o la presencia o
el recuerdo reciente del despotismo.

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tad ningún culto o ministerio religioso, ni fiscalizar las poten-
cias del alma.

Constitución de New Hampshire, arts. 5 y 6:

Entre los derechos naturales, algunos son inalienables por


naturaleza, ya que no pueden ser sustituidos por otros. Y en-
tre ellos figuran los derechos de conciencia [Beaumont, op.
cit., pp. 213-214].

Tan ajena es al concepto de los derechos humanos la in-


compatibilidad con la religión que, lejos de ello, se incluye
expresamente entre los derechos humanos el derecho a ser
religioso, a serlo de cualquier modo y a practicar el culto de
su particular religión. El privilegio de la fe es un derecho hu-
mano general.
Los droits de l’homme, los derechos humanos, se distin-
guen como tales de los droits du citoyen, de los derechos civi-
les. ¿Cuál es el homme a quien aquí se distingue del citoyen?
Ningún otro sino el miembro de la sociedad burguesa. ¿Por
qué es llamado el miembro de la sociedad burguesa «hom-
bre», llanamente hombre, hombre por naturaleza, y se nom-
bran sus derechos derechos del hombre? ¿A partir de qué ex-
plicamos este hecho? De las relaciones entre el Estado políti-
co y la sociedad burguesa, de la esencia de la emancipación
política.
Constatemos ante todo el hecho de que los llamados dere-
chos del hombre, los droits de l’homme, a diferencia de los
droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miem-
bro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del
hombre separado del hombre y de la comunidad. La más ra-
dical de las constituciones, la Constitución de 1793, puede
proclamar:

Déclaration des droits de l’homme et du citoyen


Art. 2: Ces droits, etc. (les droits naturels et imprescriptibles),
sont: l’égalité, la liberté, la sureté, la proprieté.12

12. Estos derechos, etc. (los derechos naturales e imprescindibles), son:


la igualdad, la libertad, la seguridad y la propiedad.

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¿En qué consiste la liberté?
Art. 6: «La liberté est le pouvoir qui appartient a l’homme
de faire tout ce qui ne nuit pas aux droits d’autrui»13 o, se-
gún la Declaración de los Derechos del Hombre de 1791:
«La liberté consiste à pouvoir faire tout ce qui ne nuit pas à
autrui».14
La libertad es, por tanto, el derecho de hacer y emprender
todo lo que no dañe a otro. El límite dentro del cual puede
moverse todo hombre sin perjudicar al otro lo determina la
ley, así como la cerca señala la divisoria entre dos tierras. Se
trata de la libertad del hombre como mónada aislada, reple-
gada sobre sí misma. ¿Por qué es el judío incapaz, según Bauer,
de recibir los derechos humanos? «Mientras siga siendo ju-
dío, la esencia limitada que hace de él un judío tiene necesa-
riamente que triunfar sobre la esencia humana que, en cuan-
to hombre, debe vincularle a los demás hombres y separarlo
de los no judíos». Pero el derecho humano de la libertad no
se basa en el vínculo del hombre con el hombre sino, más
bien, en la separación del hombre con respecto al hombre.
Es el derecho a esta separación, el derecho del individuo deli-
mitado, limitado a sí mismo.
La aplicación práctica del derecho humano de la libertad
es el derecho humano de la propiedad privada.
¿En qué consiste el derecho humano de la propiedad pri-
vada? Art. 16 (Constitución de 1793):

Le droit de proprieté est celui qui appartient a tout citoyen de


jouir et de disposer a son gré de ses biens, de ses revenus, du
fruit de son travail et de son industrie.15

El derecho humano de la propiedad privada es, pues, el


derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él arbitra-
riamente (a son gré), sin atender a los demás hombres, inde-

13. La libertad es el poder propio del hombre de hacer todo lo que no


lesione los derechos de otro.
14. La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro.
15. El derecho de propiedad es el derecho de todo ciudadano de gozar y
disponer a su antojo de sus bienes, de sus rentas, de los frutos de su trabajo
y de su industria.

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pendientemente de la sociedad, el derecho del interés perso-
nal. Aquella libertad individual, así como esta aplicación de la
misma, constituyen el fundamento de la sociedad burguesa,
que hace que todo hombre encuentre en otros hombres no la
realización sino, más bien, la limitación de su libertad. Y procla-
ma por encima de todo el derecho humano «de jouir et de
disposer a son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son
travail et de son industrie».
Quedan todavía los otros derechos humanos, la égalité y
la sureté.
La égalité, considerada aquí en su sentido no político, no
es nada más que la igualdad de la liberté descrita más arriba,
a saber: que todo hombre es considerado por igual como una
mónada que descansa en sí misma. La Constitución de 1795
determina del siguiente modo el concepto de esta igualdad,
de acuerdo con su significación:

Art. 3 (Constitution de 1795): «L’égalité consiste en ce que


la loi est la même por tous, soit qu’elle protege, soit qu’elle
punisse».16

¿Y la sureté?

Art. 8 (Constitution de 1795): «La sureté consiste dans la


protection accordé par la societé a chacun de ses membres
pour la conservation de sa personne, de ses droits et de ses
proprietés».17

La seguridad es el más alto concepto social de la sociedad


burguesa, el concepto de la policía, que toda la sociedad exis-
te sólo para garantizar a cada uno de sus miembros la conser-
vación de su persona, de sus derechos y de su propiedad. Es
en este sentido que Hegel llama a la sociedad burguesa «el
Estado de necesidad y de entendimiento».

16. La igualdad consiste en la aplicación de la misma ley a todos, tanto


cuando protege como cuando castiga.
17. La seguridad consiste en la protección acordada por la sociedad a
cada uno de sus miembros para la conservación de su persona, sus dere-
chos y sus propiedades.

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Por el concepto de la seguridad la sociedad burguesa no
se eleva sobre su egoísmo. La seguridad es, más bien, el ase-
guramiento del egoísmo.
Ninguno de los así llamados derechos humanos va, por
tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre tal y como
es miembro de la sociedad burguesa, es decir, del indivi-
duo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su
arbitrariedad privada, y separado de la comunidad. Lejos
de que se conciba en ellos al hombre como ser genérico,
aparece en ellos la vida genérica misma, la sociedad, más
bien como un marco externo a los individuos, como limi-
tación de su independencia originaria. El único vínculo que
los cohesiona es la necesidad natural, la necesidad y el in-
terés privado, la conservación de su propiedad y de su per-
sona egoísta.
Ya es enigmático el que un pueblo que comienza preci-
samente a liberarse, que comienza a derribar todas las ba-
rreras entre los distintos miembros que lo componen y a
fundar una comunidad política, que un pueblo tal procla-
me solemnemente la legitimidad del hombre egoísta, se-
parado de sus semejantes y de la comunidad (Déclaration
de 1791); y más aún que reitere esta misma proclamación
en un momento en que sólo la más heroica abnegación
puede salvar a la nación y se la exige, por tanto, imperio-
samente, en un momento en que se pone a la orden del
día el sacrificio de todos los intereses de la sociedad bur-
guesa y en que el egoísmo debe ser castigado como un
crimen (Declaration des droits de l’homme, etc., de 1795).
Pero este hecho resulta todavía más enigmático cuando
vemos que los emancipadores políticos rebajan incluso la
ciudadanía, la comunidad política, a la condición de sim-
ple medio para la conservación de estos así llamados de-
rechos humanos, que, por tanto, se declara al citoyen ser-
vidor del hombre egoísta, se degrada la esfera en que el
hombre se comporta como comunidad por debajo de la
esfera en que se comporta como un ser parcial; finalmen-
te, que no se considere cono verdadero y auténtico hombre
al hombre en cuanto ciudadano, sino al hombre en cuan-
to burgués.

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«Le but de toute association politique est la conservation des
droits naturels et imprescriptibles de l’homme»18 (Declaration
des droits, etc., de 1791, art. 2). «Le gouvernement est institué
pour garantir à l’homme la jouissance de ses droits naturels et
imprescriptibles»19 (Declaration, etc., de 1793, art. 1). Por tanto,
incluso en los momentos de su entusiasmo todavía juvenil, exal-
tada por la fuerza de las circunstancias, la vida política se de-
clara como un simple medio cuyo fin es la vida de la sociedad
burguesa. Cierto que su práctica revolucionaria se halla en fla-
grante contradicción con su teoría. Mientras se proclama la
seguridad como un derecho humano se pone públicamente a
la orden del día la violación del secreto de la correspondencia,
mientras se garantiza la «liberté indéfinie de la presse»20 (Cons-
titution de 1793, art. 122) como consecuencia del derecho hu-
mano, de la libertad individual, se anula totalmente la libertad
de prensa, pues «la liberté de la presse ne doit pas être permise
lorsqu’elle compromet la liberté politique»21 (Robespierre el
joven, Histoire parlamentaire de la Révolution francaise, Buchez
et Roux, t. 28, p. 159). Es decir, que el derecho humano de la
libertad deja de ser un derecho en cuanto entra en colisión con
la vida política. Mientras que, según la teoría, la vida política
sólo es la garantía de los derechos humanos, de los derechos
del hombre individual, se les debe por lo tanto abandonar tan
pronto como contradicen a su objetivo, estos derechos huma-
nos. Pero la práctica es sólo la excepción y la teoría la regla.
Pero incluso si nos empeñáramos en considerar la práctica re-
volucionaria misma como el planteamiento certero de la rela-
ción queda por resolver el misterio de por qué en la conciencia
de los emancipadores políticos se invierten los términos de la
relación y aparece el fin como medio y el medio como fin. Esta
ilusión óptica de su conciencia sería el mismo misterio, si bien
entonces sería un misterio psicológico, teorético.

18. El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos


naturales e imprescriptibles del hombre.
19. El gobierno ha sido instituido para garantizar al hombre el disfrute
de sus derechos naturales e imprescriptibles.
20. Libertad indefinida de la prensa.
21. La libertad de prensa no debe permitirse cuando compromete la
libertad política.

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El enigma se resuelve de un modo sencillo.
La emancipación política es, al mismo tiempo, la disolu-
ción de la vieja sociedad sobre la que descansa el Estado ena-
jenado respecto del pueblo, el poder señorial. La revolución
política es la revolución de la sociedad burguesa. ¿Cuál era el
carácter de la vieja sociedad? Una palabra la caracteriza. El
feudalismo. La vieja sociedad burguesa tenía inmediatamente
un carácter político, es decir, los elementos de la vida burgue-
sa como, por ejemplo, la posesión o la familia o el tipo y el
modo del trabajo, se habían elevado al plano de elementos de
la vida estatal, bajo la forma de la propiedad territorial, del
estamento y de la corporación. Ellos determinaban en esta
forma la relación del individuo hacia el conjunto del Estado,
es decir, su relación política o, lo que es lo mismo, su relación
de separación y exclusión respecto de las otras partes inte-
grantes de la sociedad: pues aquella organización de la vida
del pueblo no elevaba la propiedad, la posesión o el trabajo a
la condición de elementos sociales sino que, más bien, lleva-
ba a término su separación del conjunto del Estado y los cons-
tituía en sociedades especiales en la sociedad. No obstante,
las funciones y condiciones de vida de la sociedad burguesa
seguían siendo políticas, aunque políticas en el sentido del feu-
dalismo; es decir, excluían al individuo del conjunto del Esta-
do y convertían la relación especial de su corporación hacia el
conjunto del Estado en su propia relación general hacia la
vida del pueblo, así como convertían su determinada activi-
dad y situación burguesa en su actividad y situación general.
Como consecuencia de esta organización, la unidad del Esta-
do aparece necesariamente como la conciencia, la voluntad y
la actividad de la unidad del Estado, el poder general del Es-
tado igualmente como incumbencia especial de un señor se-
parado del pueblo y de sus servidores.
La revolución política, que derrocó este poder señorial y
elevó los asuntos del Estado a asuntos del pueblo y constitu-
yó el Estado político como asunto de incumbencia general, es
decir, como Estado real, destruyó necesariamente todos los
estamentos, corporaciones, gremios, privilegios, que eran tam-
bién otras tantas expresiones de la separación del pueblo res-
pecto de su comunidad. La revolución política suprimió, con

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ello, el carácter político de la sociedad burguesa. Rompió la
sociedad burguesa en sus partes integrantes más simples, de
una parte en los individuos y de otra en los elementos mate-
riales y espirituales que conforman el contenido de vida, la
situación civil de estos individuos. Desencadenó el espíritu
político, que se hallaba como escindido, dividido y estancado
en los diversos callejones de la sociedad feudal; lo aglutinó
sacándolo de esta dispersión, lo liberó de su confusión con la
vida civil y lo constituyó como la esfera de la comunidad, de
la incumbencia general del pueblo en la independencia ideal
con respecto a aquellos elementos especiales de la vida civil.
La determinada actividad de vida y la situación de vida deter-
minada descendieron hasta una significación puramente in-
dividual. Dejaron de conformar la relación general del indivi-
duo hacia el conjunto del Estado. La incumbencia pública
como tal se convirtió ahora en incumbencia general de cada
individuo y la función política en su función general.
Sólo que la plenitud del idealismo del Estado era al mis-
mo tiempo la plenitud del materialismo de la sociedad bur-
guesa. Al sacudirse el yugo político se sacudieron al mismo
tiempo los vínculos que mantenían el espíritu egoísta de la
sociedad burguesa. La emancipación política fue al mismo
tiempo la emancipación de la sociedad burguesa con respec-
to a la política, su emancipación de la apariencia misma de
un contenido general.
La sociedad feudal se había disuelto en su fundamento,
en el hombre. Pero en el hombre tal y como realmente era su
fundamento, en el hombre egoísta.
Este hombre, el miembro de la sociedad burguesa, es aho-
ra la base, la premisa del Estado político. Y como tal es reco-
nocido por él en los derechos humanos.
Pero la libertad del hombre egoísta y el reconocimiento
de esta libertad es más bien el reconocimiento del movimien-
to desenfrenado de los elementos espirituales y materiales que
forman el contenido de su vida.
Por ello, el hombre no fue liberado de la religión sino
que obtuvo la libertad religiosa. No se le liberó de la propie-
dad, obtuvo la libertad de propiedad. No fue liberado del egoís-
mo del oficio sino que obtuvo la libertad de industria.

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La constitución del Estado político y la disolución de la socie-
dad burguesa en los individuos independientes —cuya relación
es el Derecho, así como la relación entre los hombres de los
estamentos y los gremios era el privilegio— se lleva a cabo en
uno y el mismo acto. Pero el hombre en cuanto miembro de la
sociedad burguesa es el hombre no político, aparece necesaria-
mente como el hombre natural. Los droits de l’homme aparecen
como droits naturels, pues la actividad autoconsciente se con-
centra en el acto político. El hombre egoísta es el resultado pasi-
vo, meramente encontrado, de la sociedad disuelta, objeto de la
certeza inmediata y, por tanto, objeto natural. La revolución polí-
tica disuelve la vida burguesa en sus partes integrantes, sin re-
volucionar estas partes mismas ni someterlas a la crítica. Se
comporta hacia la sociedad burguesa, hacia el mundo de las
necesidades, del trabajo, de los intereses privados, del derecho
privado, como hacia el fundamento de su existencia, como ha-
cia una premisa que ya no está fundamentada y, por tanto, como
ante su base natural. Finalmente, el hombre, en cuanto miem-
bro de la sociedad burguesa, es considerado como el hombre
propiamente tal, como el homme a diferencia del citoyen, por
ser el hombre en su inmediata existencia sensible e individual,
mientras que el hombre político sólo es el hombre abstraído,
artificial, el hombre como una persona alegórica, moral. El hom-
bre real sólo es reconocido en la forma del individuo egoísta, el
verdadero hombre sólo bajo la forma del citoyen abstracto.
Rousseau describe acertadamente la abstracción del hom-
bre político, cuando dice:

Celui qui ose entreprende d’instituer un peuple doit se sentir


en état de changer pour ainsi dire la nature humaine, de trans-
former chaque individu, qui par lui-même est un tout parfait et
solitaire, en partie d’un plus grand tout dont cet individu reçoive
en quelque sorte sa vie et son être, de substituer une existence
partielle et morale à l’existence physique et indépendante. Il faut
qu’il ôte à l’homme ses forces propres pour lui en donner qui lui
soient étrangères et dont il ne puisee faire usage sans le se-
cours d’autri [Contrat social, lib. II, Londres, 1782, p. 67].22

22. Quien ose acometer la empresa de instituir un pueblo debe sentirse


capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana, de transformar a

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Toda emancipación es la recuperación del mundo huma-
no, de las relaciones, al hombre mismo.
La emancipación política es la reducción del hombre, de
una parte, a miembro de la sociedad burguesa, al individuo
egoísta independiente y, de otra, al ciudadano del Estado, a la
persona moral.
Sólo cuando el hombre individual real recupera en sí al ciu-
dadano abstracto y se convierte como hombre individual en
ser genérico, en su trabajo individual y en sus relaciones indi-
viduales, sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado
sus forces propres23 como fuerzas sociales y cuando, por tanto,
no separa ya de sí la fuerza social en la forma de fuerza política,
sólo entonces se lleva a cabo la emancipación humana.

[Bruno Bauer, Die Judenfrage, Braunschweig, 1843.]

II
CAPACIDAD DE LOS ACTUALES JUDÍOS
Y CRISTIANOS PARA SER LIBRES*

Bajo esta forma trata Bauer la relación de la religión judía


y la cristiana, así como la relación de las mismas ante la críti-
ca. Su relación ante la crítica es su relación hacia «la capaci-
dad para llegar a ser libres».
De donde se desprende:

El cristiano sólo necesita superar una fase, a saber, su reli-


gión, para superar en general la religión, es decir, para llegar
a ser libre; el judío, por el contrario, no sólo tiene que romper
con su esencia judaica sino también con el desarrollo, con el

cada individuo, que es por sí mismo un todo perfecto y solitario, en parte


de un todo mayor del que este individuo reciba, hasta cierto punto, su vida
y su ser, de sustituir la existencia física e independiente por una existencia
parcial y moral. Debe despojar al hombre de sus fuerzas propias para en-
tregarlo a otras que le sean extrañas y de las que sólo pueda hacer uso con
la ayuda de otros.
23. Fuerzas propias.
* Este epígrafe se corresponde con el de la traducción del texto de Bauer,
véase supra p. 109.

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acabamiento de su religión, con un desarrollo que le ha per-
manecido extraño [p. 71].

Así pues, Bauer convierte aquí la cuestión de la emancipa-


ción de los judíos en una cuestión puramente religiosa. El es-
crúpulo teológico de quién tiene mejores perspectivas para
alcanzar la bienaventuranza, si el judío o el cristiano, se reite-
ra ahora bajo la forma ilustrada: ¿cuál de los dos es más capaz
de llegar a emanciparse? La pregunta ya no es, ciertamente:
¿hace el judaísmo o el cristianismo más libre al hombre?, sino
más bien la contraria: ¿qué hace más libre al hombre, la nega-
ción del judaísmo o la negación del cristianismo?

Si quieren llegar a ser libres, los judíos no deben convertirse


al cristianismo sino al cristianismo disuelto y a la religión
disuelta en general, es decir, a la ilustración, a la crítica y su
resultado, la humanidad libre [p. 70].

Se trata aún para el judío de una profesión de fe, sólo que


no es ya ahora la del cristianismo sino la del cristianismo
disuelto.
Bauer exige a los judíos que rompan con la esencia de la
religión cristiana, exigencia que, como él mismo dice, no pro-
viene del desarrollo de la esencia judía.
Después de que Bauer, al final de la Cuestión judía, conci-
bió el judaísmo simplemente como la burda crítica religiosa
del cristianismo, concediéndole por tanto «solamente» una
significación religiosa, era de prever que también la emanci-
pación de los judíos se convirtiera, para él, en un acto filosó-
fico-teológico.
Bauer concibe la esencia abstracta ideal del judío, su re-
ligión, como toda su esencia. De ahí que concluya, con ra-
zón: «El judío no aporta nada a la humanidad cuando des-
precia de por sí su ley limitada», cuando supera todo su ju-
daísmo (p. 65).
La relación de los judíos y los cristianos es, por tanto, la
siguiente: el único interés del cristiano en la emancipación
del judío es un interés general humano, un interés teórico. El
judaísmo es un hecho ofensivo para la mirada religiosa del
cristiano. Tan pronto como su mirada deja de ser religiosa,

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deja de ser ofensivo este hecho. La emancipación del judío
no es de por sí una tarea para el cristiano.
Por el contrario, el judío, para liberarse, no sólo tiene que
llevar a cabo su propia tarea sino además y al mismo tiempo la
del cristiano, la Crítica de los sinópticos y la Vida de Jesús, etc.

Ellos mismos deben abrir los ojos: tomarán su destino en sus


propias manos, pero la historia no deja que nadie se burle de
ella [p. 71].

Nosotros intentamos romper la formulación teológica de


la cuestión. La pregunta por la capacidad del judío para eman-
ciparse se nos convierte en la pregunta de cuál es el elemento
social específico que hay que superar para superar el judaís-
mo. Pues la capacidad de emancipación del judío de hoy es la
relación del judaísmo ante la emancipación del mundo de
hoy. Esta relación se desprende necesariamente de la posi-
ción especial del judaísmo en el mundo esclavizado de nues-
tros días.
Consideremos el judío real mundano; el judío cotidiano,
no el judío sabático, como hace Bauer.
No busquemos el misterio del judío en su religión sino el
misterio de la religión en el judío real.
¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesi-
dad práctica, el interés egoísta.
¿Cuál es el culto secular del judío? La usura. ¿Cuál su dios
secular? El dinero.
Así pues, la emancipación de la usura y del dinero, es decir,
del judaísmo práctico, real, sería la autoemancipación de nues-
tro tiempo.
Una organización de la sociedad que acabase con las pre-
misas de la usura y, por tanto, con la posibilidad de la usura,
haría imposible al judío. Su conciencia religiosa se disolvería
como un vapor turbio en la atmósfera real de la sociedad. De
otra parte: si el judío reconoce como nula esta su esencia
práctica y trabaja por su anulación, trabaja desde su desarro-
llo anterior por la emancipación humana pura y simple y se
vuelve contra la más alta expresión práctica suprema de la
autoenajenación humana.

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Reconocemos, pues, en el judaísmo un elemento antiso-
cial presente general que, por el desarrollo histórico, en el cual
en este mal sentido los judíos colaboran celosamente, ha sido
llevado hasta su clímax actual, llegado al cual necesariamen-
te tiene que disolverse.
La emancipación de los judíos es, en última instancia, la
emancipación de la humanidad respecto del judaísmo.
El judío ya se ha emancipado a la manera judía. «El judío,
que en Viena, por ejemplo, sólo es tolerado, determina por su
poder monetario la suerte de todo el imperio». El judío, que
puede carecer de derechos en el más pequeño de los Estados
alemanes, decide la suerte de Europa.

Mientras que las corporaciones y los gremios cierran sus puer-


tas al judío o no le miran con simpatía, la intrepidez de la
industria se ríe de la tozudez de las instituciones medievales
[B. Bauer, Cuestión judía, p. 114].

No es éste un hecho aislado. El judío se ha emancipado a


la manera judaica, no sólo al apropiarse del poder del dinero
sino por cuanto que a través de él y sin él el dinero se ha
convertido en una potencia universal y el espíritu práctico
judío en el espíritu práctico de los pueblos cristianos. Los ju-
díos se han emancipado en la medida en que los cristianos se
han hecho judíos.
Como informa, por ejemplo, el coronel Hamilton, el devo-
to habitante de Nueva Inglaterra, políticamente libre,

[...] es una especie de Laocoonte que no hace ni el menor


esfuerzo para librarse de las serpientes que lo atenazan. Su
ídolo es Mammón, al que no adora solamente con sus labios
sino con todas las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu. La
tierra no es a sus ojos más que una inmensa bolsa y estas
gentes están convencidas de que no tienen en este mundo
otra misión que el llegar a ser más ricas que sus vecinos. La
usura se ha apoderado de todos sus pensamientos y su única
diversión consiste en cambiar los objetos. Cuando viajan lle-
van a la espalda, por decirlo así, sus mercancías o su escrito-
rio y sólo hablan de intereses y beneficios. Cuando por un
momento apartan la mirada de sus negocios lo hacen para
olfatear los de los otros.

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Más aún, el predominio práctico del judaísmo sobre el
mundo cristiano ha alcanzado en Norteamérica la expresión
inequívoca y normal de que la prédica del evangelio mismo,
de que el magisterio cristiano, se ha convertido en un artícu-
lo comercial, y el negociante quebrado que comerciaba con
el evangelio se dedica a sus negocios, así como el evangelista
enriquecido por pequeños negocios:

Tel que vous voyez à la tête d’une congrégation respectable a


commencé par être marchand; son commerce étant tombé, il
s’est fait ministre; cet autre a débuté par le sacerdoce, mais
dés qu’il a eu quelque somme d’argent à sa disposition, il a
laissé la chaire pour le négoce. Aux yeux d’un gran nombre, le
ministère religieux est une véritable carrière industrielle [Beau-
mont, op. cit., pp. 185-186].24

Según Bauer, constituye una circunstancia mentirosa el


que en teoría se le nieguen al judío los derechos políticos
mientras en la práctica posee un inmenso poder y ejerce su
influencia política al por mayor aunque le sea menoscabada
al detalle (Cuestión judía, p. 114).
La contradicción en que se encuentra el poder político
práctico del judío con sus derechos políticos es, en general, la
contradicción entre la política y el poder del dinero. Mientras
que la primera predomina idealmente sobre la segunda, en la
práctica se ha convertido en sierva suya.
El judaísmo se ha mantenido al lado del cristianismo no
sólo como su crítica religiosa, no sólo como la duda incorpo-
rada en el origen religioso del cristianismo, sino igualmente
porque el espíritu práctico judío, porque el judaísmo, se ha
mantenido en la sociedad cristiana misma y ha alcanzado en
ella incluso su máximo desarrollo. El judío, que figura en la
sociedad burguesa como un miembro especial, no es sino la
manifestación especial del judaísmo de la sociedad burgue-

24. Ese que veis a la cabeza de una respetable corporación empezó


siendo comerciante, como su comercio quebró, se hizo sacerdote; este otro
comenzó por el sacerdocio, pero en cuanto dispuso de cierta cantidad de
dinero, dejó el púlpito por los negocios. A los ojos de muchos, el ministerio
religioso es una verdadera carrera industrial.

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sa. El judaísmo no se ha conservado a pesar de la historia
sino a través de la historia.
La sociedad burguesa engendra constantemente al judío
desde sus propias entrañas.
¿Cuál era de por sí el fundamento de la religión judía? La
necesidad práctica, el egoísmo.
El monoteísmo del judío es por ello en la realidad el poli-
teísmo de las muchas necesidades, un politeísmo que convier-
te incluso el retrete en objeto de la ley divina. La necesidad
práctica, el egoísmo, es el principio de la sociedad burguesa y se
manifiesta como tal en toda su pureza tan pronto como la so-
ciedad burguesa ha terminado de engendrar completamente
de su seno el Estado político. El Dios de la necesidad práctica y
del egoísmo es el dinero.
El dinero es el celoso Dios de Israel ante el cual no puede
prevalecer ningún otro Dios. El dinero envilece a todos los
dioses del hombre y los convierte en una mercancía. El dine-
ro es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mis-
mo. Él ha despojado, por ello, al mundo entero de su valor
peculiar, tanto al mundo de los hombres como a la naturale-
za. El dinero es la esencia enajenada del trabajo y de la exis-
tencia del hombre, y esta esencia extraña lo domina y es ado-
rada por él.
El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido
en el Dios del mundo. El cambio es el Dios real del judío. Su
Dios es solamente el cambio ilusorio.
La concepción que se tiene de la naturaleza bajo el impe-
rio de la propiedad y el dinero es el desprecio real, la degrada-
ción práctica de la naturaleza, que en la religión judía existe
ciertamente, pero sólo en la imaginación.
En este sentido, declara Thomas Münzer que es intolera-
ble «que se haya convertido en propiedad a todas las criatu-
ras, a los peces en el agua, a los pájaros en el aire y a las
plantas en la tierra, pues también la criatura debe ser libre».
Lo que de un modo abstracto se halla implícito en la re-
ligión judía, el desprecio de la teoría, del arte, de la historia
y del hombre como fin en sí, es el punto de vista consciente
real, la virtud del hombre de dinero. La misma relación de
la especie, la relación entre hombre y mujer, etc., se convier-

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te en objeto de comercio. La mujer se convierte en objeto de
negociación.
La nacionalidad quimérica del judío es la nacionalidad del
comerciante, el hombre de dinero en general.
La ley insondable y sin fundamento del judío sólo es la
caricatura religiosa de la moralidad y el derecho en general,
sin fundamento e insondables, de los ritos puramente forma-
les de que se rodea el mundo del egoísmo.
También aquí la suprema relación del hombre es la acti-
tud legal, la relación hacia leyes que no rigen para él porque
son leyes de su propia voluntad y esencia sino porque impe-
ran y porque su infracción es vengada.
El jesuitismo judaico, ese mismo jesuitismo práctico que
Bauer pone de relieve en el Talmud, es la relación del mundo
del egoísmo hacia las leyes que lo dominan, cuya astuta elu-
sión constituye el arte fundamental de este mundo.
Más aún, el movimiento de este mundo en el interior de sus
leyes es necesariamente una superación permanente de la ley.
El judaísmo no pudo continuar desarrollándose como re-
ligión, no pudo seguirse desarrollando teóricamente, porque
la concepción del mundo de la necesidad práctica es por su
naturaleza limitada y se agota en unos cuantos rasgos.
La religión de la necesidad práctica no podía, según su
esencia, encontrar su plenitud en la teoría sino solamente en
la práctica, precisamente porque la práctica es su verdad.
El judaísmo no podía crear un mundo nuevo; sólo podía
atraer las nuevas creaciones y las nuevas relaciones del mun-
do a la órbita de su industriosidad, porque la necesidad prác-
tica, cuya inteligencia es el egoísmo, se comporta pasivamen-
te y no se amplía a voluntad sino que se encuentra ampliada
con el sucesivo desarrollo de las circunstancias sociales.
El judaísmo alcanza su plenitud con la de la sociedad bur-
guesa, pero la sociedad burguesa sólo llega a su plenitud en
el mundo cristiano. Sólo bajo el dominio del cristianismo,
que convierte en relaciones puramente externas al hombre
todas las relaciones nacionales, naturales, morales y teóri-
cas, podía la sociedad burguesa separarse totalmente de la
vida del Estado, desgarrar todos los vínculos genéricos del
hombre, suplantar estos vínculos genéricos por el egoísmo,

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por la necesidad egoísta, disolver el mundo de los hombres
en un mundo de individuos atomizados que se enfrentan los
unos a los otros hostilmente.
El cristianismo ha surgido del judaísmo. Y ha vuelto a
disolverse en él. El cristiano era desde el principio el judío
teorizante; el judío es por ello el cristiano práctico y el cristia-
no práctico se ha vuelto de nuevo judío.
El cristianismo había superado sólo en apariencia el ju-
daísmo real. Era demasiado noble, demasiado espiritualista,
para eliminar la rudeza de las necesidades prácticas de otra
manera que elevándolas al reino de las nubes.
El cristianismo es el pensamiento sublime del judaísmo,
el judaísmo es la aplicación práctica vulgar del cristianismo,
pero esta aplicación sólo podía generalizarse una vez que el
cristianismo, como la religión ya terminada, hubiera llevado
a la plenitud teóricamente la autoenajenación del hombre res-
pecto de sí mismo y de la naturaleza.
Sólo entonces podía el judaísmo llegar a la dominación
general y enajenar al hombre enajenado y a la naturaleza
enajenada, convertirlos en cosas enajenables, en objetos en-
tregados a la servidumbre de la necesidad egoísta, a la usura.
La venta es la práctica de la enajenación. Así como el hom-
bre, mientras está sujeto a las ataduras religiosas, sólo sabe
objetivar su esencia convirtiéndola en un ser fantástico ajeno
a él, así también sólo puede comportarse prácticamente, sólo
puede producir prácticamente objetos, bajo el imperio de la
necesidad egoísta, poniendo sus productos y su actividad bajo
el imperio de un ser ajeno y confiriéndoles la significación de
un ser ajeno, el dinero.
El egoísmo cristiano de la bienaventuranza se trueca ne-
cesariamente en su práctica plena en el egoísmo corporal del
judío, la necesidad celestial en la terrenal, el subjetivismo en
la utilidad egoísta. No explicamos la tenacidad del judío par-
tiendo de su religión sino, más bien, del fundamento huma-
no de su religión, de la necesidad práctica, del egoísmo.
Porque, en general, la esencia real del judío se ha reali-
zado y secularizado en la sociedad burguesa, por ello la so-
ciedad burguesa no ha podido convencer al judío de la irrea-
lidad de su esencia religiosa, que no es justamente sino la con-

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cepción ideal de la necesidad práctica. Así pues, no es, por
tanto, en el Pentateuco o en el Talmud sino en la sociedad
actual donde encontramos la esencia del judío de hoy, no como
un ser abstracto sino como un ser altamente empírico, no
sólo como la limitación del judío sino como la limitación ju-
daica de la sociedad.
Tan pronto le sea posible a la sociedad acabar con la esen-
cia empírica del judaísmo, con la usura y sus premisas, será
imposible el judío, porque su conciencia carecerá ya de obje-
to, porque la base subjetiva del judaísmo, la necesidad prácti-
ca, se habrá humanizado, porque se habrá superado el con-
flicto entre la existencia individual sensible y la existencia
genérica del hombre.
La emancipación social del judío es la emancipación de la
sociedad respecto del judaísmo.

[Bruno Bauer, Die Fähigkeit der heutigen Juden und Christen,


frei zu werden. Veintiún pliegos desde Suiza. Editados por
Georg Herwegh. Zurich y Winterthur, 1843, pp. 56-71.]

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ÍNDICE

Estudio introductorio a La Cuestión Judía, de Bruno Bauer


y Karl Marx, por Reyes Mate .............................................. VII

TEXTOS

La Cuestión Judía, por Bruno Bauer ....................................... 3

La capacidad de ser libre de los judíos y los cristianos


de hoy, por Bruno Bauer .................................................... 109

Sobre la Cuestión Judía, por Karl Marx .................................. 127

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