Virgen María. HOMILIA

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HOMILIA

NUESTRA SEÑORA DE LA CONSOLACION


TARIBA, 15 DE AGOSTO 2012.
Peregrinos de diversos lugares, venimos a cantar las honras de María. Al igual
que todos los años, nos concentramos en esta celebración eucarística y
compartimos el pan de la Palabra y de la Eucaristía, inspirados en el ejemplo
maravilloso de María del Táchira, Nuestra Señora de la Consolación. Con
sencillez, alegría y fe, acudimos a esta cita para así fortalecer nuestra vida de
creyentes en el Hijo de María, Jesús el Señor.
Es una ocasión propicia para interrogarnos sobre María: ¿Por qué acudimos a
ella? ¿Para qué la veneramos? Y es necesario hacerlo: así no sólo seguiremos
despejando dudas que muchos poseen, sino también damos a conocer en qué
consiste nuestra auténtica devoción a María, Madre de Jesús. No falta quien
siga pensado y hasta diciendo que adoramos a María; no falta quien dice que
somos adoradores y por tanto idólatras por la fuerte devoción a María. Pero
también, lamentablemente hay quienes reducen la devoción a María a un mero
sentimentalismo, o a considerarla como una especie de figura con poderes
mágicos, capaz de cambiar muchas cosas en todos los órdenes.
Pero no es así. La Iglesia nos ha enseñado siempre que María ocupa un
puesto importante en la vida de los creyentes por un hecho de fe: ella es la
Madre de Dios, el Dios humanado que nos ha dado la salvación. En este hecho
central encontramos la razón de ser de nuestra devoción y fe en María. Por ser
la Madre de Dios que intervino en los misterios de Cristo, es honrada con un
especial culto por la Iglesia (Cf. L:G: 66). Ese es su auténtico título, que le da
sentido a todas las advocaciones con la que le conocemos a lo largo del
mundo: MADRE DE DIOS.
Ella misma lo reconoció cuando cantó con alegría “me llamarán
bienaventurada todas las generaciones porque el Señor ha hecho en mí
grandes maravillas” (Lc 1,48-49). La Iglesia lo que ha venido haciendo desde
sus inicios es reconocer esas maravillas que el mismo Dios realizó en ella. Al
venerarla, no se le da culto de adoración, sino un verdadero reconocimiento a
modo de profesión de fe de su maternidad divina, con todas sus
consecuencias. De igual manera, desde esta idea central, la Iglesia ha
motivado a sus hijos a que le rindan y cultiven el culto, sobre todo litúrgico (cf.
L.G.67), pidiendo “que se abstengan con cuidado de toda falsa exageración
como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la
singular dignidad de la Madre de Dios” (Ibid).
Ante esta realidad, podríamos y deberíamos preguntarnos quién y cuándo
comenzó a promoverse la devoción a María. Nos tenemos que referir entonces
a la Palabra de Dios: quien dio inicio a la devoción a la Virgen fue el mismo
Jesús, su Hijo. En efecto, a los pies de la Cruz, en El Calvario estaba María
acompañada de algunas mujeres y de Juan el discípulo amado. Desde su
dolor, mirando el de la Madre desconsolada, Jesús se dirige a ella, para
exclamar “Mujer, he ahí a tu hijo; hijo he ahí a tu madre”. Dice el mismo
evangelista que Juan la recibió desde ese mismo día en su casa.
Así fue como comenzó la devoción a María. Fue por encargo del mismo Jesús,
en la persona de Juan. Este representaba a todos los futuros creyentes, que
habían de recibir a María como Madre. Fue el mismo Jesús, quien la convirtió
en nuestra Madre. Desde entonces, la humanidad la puede considerar como
Madre, con todo lo que ello implica: su amor, su intercesión, su testimonio de
fe… No hay que pensar en más nadie. Fue el mismo Jesús quien dio inicio a la
peregrinación con María.
Desde los inicios de la Iglesia, esta peregrinación de devoción caracterizó a los
creyentes. Siempre vieron en María el modelo a seguir, sobre todo porque
estaba compartiendo su misión de Madre también con los creyentes. Con esa
maternidad, de manera particular, se abrió la dimensión intercesora de María:
de allí que los creyentes pudieran acudir a ella, para solicitar su mediación ante
el Dios Uno y Trino, para conseguir favores y gracias, así como para alabar y
bendecir al Dios de la vida y del amor.
La Iglesia reconoce que ella es nuestra Madre en el orden de la gracia (cf. L.G.
61). “Con amor maternal cuida de los hermanos de su Hijo que todavía
peregrinan y se debaten entre peligros y angustias hasta que sean
llevados a la patria feliz” (L.G.62). De esta realidad, como ya lo indicáramos
se desprenden algunas de las advocaciones de María: Abogada, Auxiliadora,
Mediadora. Incluso el de “Consolación”, como la veneramos en el Táchira.
Consolación significa que da consuelo, es decir fortaleza al que lo requiere. Es
como Madre que sale al encuentro de cada uno de nosotros para darnos la
fortaleza que viene del Espíritu de su Hijo.
Pero hay que dar otro paso importante. María  ha recibido una misión, junto a la
de ser Madre de Dios. Nuestra devoción a María la debe tener muy en cuenta.
Ella es la maestra que nos da a conocer a su Hijo. Lo supo hacer desde el
mismo día del nacimiento de Jesús, cuando lo presentó a los pastores,
igualmente después cuando lo hizo con los reyes de Oriente. En las bodas de
Caná, ante la aparente negativa de su Hijo de manifestar que su hora estaba
llegando, dijo a los servidores de la boda “Hagan lo que Él les diga”. En esta
palabra se resume toda la misión evangelizadora de María.
La Iglesia siempre ha visto en María un anuncio viviente del Salvador. No en
vano se le reconoce incluso como la estrella de la evangelización. Desde esta
perspectiva muchos santos padres espirituales han acuñado una máxima que
sigue vigente hoy: “A JESUS POR MARIA”. Tiene su lógica evangélica. María
no es el centro de la fe, aunque está en él; pues el núcleo de la fe es la
persona de su Hijo Jesús. Como Madre y Maestra de los creyentes, María es la
primera en darnos a conocer y conducirnos a Jesús. Si no fuera así, se podría
caer en el peligro de una especie de “mariolatría”; es decir una especie de culto
de adoración a María, prescindiendo de Jesús.
Es necesario tener muy en cuenta esto para no caer en sentimentalismos o
reducir a María a una especie de figura con poderes mágicos que podrían
cambiar cosas, situaciones o conseguir frutos que no tienen nada que ver con
la vida de fe. Es muy común oír decir que se es muy ”mariano”: tal persona lo
es, tal institución, o tal acción religiosa… Pero todo cristiano que se diga
mariano, o que le dé a su comunidad, institución y apostolado la connotación
mariana, es porque ante todo está confesando que Jesús, su Hijo, es el Mesías
Salvador y liberador de la humanidad, el principio y el fin de todo, el centro de
la vida e historia de la humanidad. Si falta esto, esa dimensión mariana está
desprovista de la auténtica fe que hace ver a María como la Madre de Dios.
Por eso, cuando venimos cuales peregrinos a encontrarnos con María, lo
hacemos porque queremos oír nuevamente de ella aquellas palabras que
hemos de convertir en práctica: “Hagan lo que Él les diga”. Entonces,
entenderemos que haremos con María lo que el Señor quiere y que está
sintetizado en palabras de la misma María: “Hágase en mí según tu Palabra”.
Es así como nos asociamos junto con María a la obra redentora del Mesías
hecho hombre quien vino a dar su vida por la salvación de la humanidad.
Sólo así, podremos descubrir porqué María es el auténtico modelo de la Iglesia:
Ella es modelo de fe, caridad y perfecta unión con Cristo, a quien dio a luz; el
mismo Jesús que fue constituido como primogénito entre muchos hermanos
(Cf. Rom 8,29), es decir los fieles a cuya generación y educación coopera con
materno amor (cf. L.G. 63).
Como Madre de Dios y madre nuestra, como modelo de fe y primera
evangelizadora, María también se nos da a conocer como signo de esperanza
y de consuelo para el pueblo de Dios que peregrina hacia la plenitud. Ya está
glorificada en el cielo, donde ejerce su papel de intercesora y donde ha llegado
antecediendo al Pueblo de Dios. Esto no es sino una señal de esperanza. Ella
ha llegado a la meta y se encuentra participando en el banquete eterno de su
Hijo Jesús. Es signo de consuelo con su plegaria  y con su ejemplo para todos
nosotros.
Hemos venido peregrinando desde diversos lugares al encuentro con María,
Madre y Modelo, Consuelo de todos los creyentes. Venimos a reconocer que
podemos seguir yendo a Jesús por su intermedio. Con ella volvemos a sentir
que hemos de hacer lo que Jesús nos ha enseñado con su Palabra. En ella
vemos un reflejo del amor misericordioso de Papa Dios, pues nos dio a su Hijo,
el Mesías Salvador, mediante el sí generoso de María. Por ella, llegamos a
sentir la fuerza del Espíritu que le hizo convertirse en la Madre de Dios. A ella
acudimos con sencillez y fe para pedirle que nos siga conduciendo al encuentro
diario, preludio del definitivo, con su Hijo Jesús.
En nuestra Iglesia local de San Cristóbal, secundados por la fuerza del Espíritu,
hemos hecho la opción por Cristo. María nos enseña a evangelizar y proclamar
el evangelio de salvación. Con ella, les decimos a nuestros hermanos “hagan
lo que Él les dice”. Así anunciamos que su Palabra es de vida eterna, que su
amor todo lo puede y que no vamos a ir por otros derroteros. A María del
Táchira le decimos en este día, y siempre, que es nuestro modelo, testimonio
del amor misericordioso de Dios que sabe realizar grandes prodigios en la
pequeñez de sus siervos. Su vida y su Misión nos enseña a ser como ella:
cooperadores con Dios, abriendo nuestra mente y nuestro corazón para que el
Señor continúe realizando inmensas obras de salvación a través de estos
humildes servidores.
Bendecimos y alabamos a Dios por el don de María del Táchira, nuestra
Señora de la Consolación. Con ella seguiremos conociendo al Salvador y por
ella seguiremos las sendas que nos conducen a Jesús, de quien somos
discípulos, servidores y testigos en todo tiempo y lugar. Con María de la
Consolación, hoy volvemos a proclamar: a Dios uno y Trino, todo honor y toda
gloria por los siglos de los siglos. Amén.
 
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
HOMILIA
SANTO CRISTO DE LA GRITA
6 AGOSTO 2012.
¿Por qué y para qué venimos a La Grita ante el Santo Cristo? Cuando uno se
contempla en medio de miles de peregrinos que siempre acudimos a Él, y en
especial cada año por estas fechas, entiende que hay una razón que nos
mueve: la fe en el Señor Jesús. Más de uno podía tener la tentación de
considerar esta peregrinación como un hecho cultural, sociológico y hasta de
turismo así llamado “religioso”. Pero no es así. Es la fe en Jesús la que impulsa
a los peregrinos a venir de tantas partes del país, porque ya esta manifestación
sobrepasa los límites de las montañas andinas y hace que La Grita, como lo
hemos venido diciendo desde hace tiempo, se convierta en una ciudad
santuario. NO en vano, el Santo Cristo de La Grita también se presenta, porque
además lo es, como protector de Venezuela.
Sí. Venimos por fe. Entonces, es fácil entender para qué venimos a este
hermoso rincón andino: para hacer manifestación pública de nuestra fe,
reafirmándola y enriqueciéndola con la Palabra de Dios, la Eucaristía, el
testimonio y la caridad de los creyentes y seguidores de Jesús. Venimos a un
encuentro con Jesús, el mismo que hemos de realizar día a día en nuestros
hogares, en nuestras comunidades, en nuestros puestos de trabajo. Venimos
con nuestras ilusiones y esperanzas, con nuestras angustias y desconsuelos,
con nuestras peticiones y acciones de gracias. Venimos para vernos reflejados
en el rostro sereno del divino pastor que se hizo uno de nosotros y entregó su
vida al Padre Dios, para hacernos hijos de Él y concedernos la salvación.
¿Qué conseguimos? Sería muy simple decir que sólo nos encontramos con
una hermosa talla de madera con más de 40 años de historia. Ciertamente que
sí la hallamos, pero no como un mero monumento histórico: si así fuera no lo
haríamos como peregrinos de la fe, sino como curiosos y eruditos. No es Así.
Nos conseguimos con un ICONO. En la teología cristiana, al hablarse de
ÏCONO hay una referencia clara a una imagen, sea tallada o pintada, pero que
transfigura una realidad y un contenido importantes que educan, alientan y
animan la fe de los creyentes. NO venimos a adorar una imagen de madera,
sino a nutrirnos de lo que ella nos muestra: la Persona de Jesús a quien
seguimos como discípulos.
Por el hecho maravilloso de su Encarnación, Jesús es “imagen visible del Dios
invisible” (Col 2,15). Con sus hechos, con sus enseñanzas y con su muerte y
resurrección, además de darnos a conocer el misterio de Dios, nos concedió el
don de la salvación. La Iglesia, a través de los siglos, ha realizado la misión de
anunciar esta nueva noticia a la humanidad. Para ello, se ha valido de la misma
Palabra recibida del maestro divino, de los sacramentos, particularmente la
Eucaristía, la práctica de la caridad y el testimonio de sus miembros. No ha
dejado a un lado otras manifestaciones humanas, aunque impregnadas de un
gran contenido evangelizador: las peregrinaciones, las celebraciones en torno
al misterio de la vida, las devociones populares, las imágenes.
Ante el hermoso Ícono del Santo Cristo de la Grita, podemos parafrasear al
Apóstol Pablo y decir que es una imagen, hecha por mano humana guiada por
la fe, que transfigura al Dios invisible: el Dios del amor que a todos llama y
acoge cual Padre amoroso, al Dios humanado que sintió compasión ante la
multitud que se le acercaba, al Dios, que bajó en Pentecostés para confirmar a
los discípulos de Jesús enviados a hacer nuevos discípulos para el reino. El
Ícono de los Andes para Venezuela es imagen que habla del Dios, uno y trino,
en quien centramos nuestras existencias. Ícono que transfigura incluso nuestra
fe al recordarnos nuevamente que cada uno de nosotros ha de reflejar la
imagen de Dios en todo tiempo y lugar.
Ante este Ícono del Sano Cristo venimos para renovar y fortalecer nuestra fe,
esperanza y caridad. Por eso, hoy nuevamente resuenan ante nuestros oídos
aquellas palabras pronunciadas por Jesús al inicio de su ministerio terreno.
Palabras que, gracias a la caja de resonancia de estas montañas andinas
hacen llegar su eco a toda Venezuela y el mundo: “Conviértanse y crean en el
Evangelio” (Mc 1,15). Este es el mensaje claro y directo que hoy y siempre
Jesús –representado en el Ícono del rostro sereno- nos quiere dar: conversión
y fe en el Evangelio. Precisamente si venimos como peregrinos de fe ante Él,
no podemos hacerle el vacío a esas palabras.
La conversión es una actitud permanente: es abrir nuestra mente y nuestros
corazones a la Persona de Jesús quien nos transforma en hombres nuevos
para caminar en la novedad de vida (Cf. Rom 6,4) que culmina en la plenitud
de la eternidad. Con esa apertura de mente y de corazón dejamos entrar a Dios
en nuestras vidas y con ellas en nuestros bho9gares, comunidades y puestos
de trabajo. Entonces se hará presente en el mundo la fuerza siempre
renovadora del Señor. A la vez, la conversión conlleva creer en el Evangelio.
Ahora bien, creer en el Evangelio no es otra cosa sino creer en Jesús, lo que
requiere hacer la opción por Jesús y seguirlo. Gracias al bautismo, el creyente
recibe la fe y se convierte en hijo de Papa Dios, discípulo del Señor. Ambas
cosas, convertirse y creer en el Evangelio, no se dan de manera aislada. Antes
bien, se conjugan de tal modo que desembocan en el encuentro personal y
comunitario con Jesucristo. Este encuentro es un don de Dios Padre a los
hombres, el cual se desarrolla y se hace posible gracias al Espíritu Santo. A la
vez, este encuentro crea en nosotros la mentalidad de Cristo: con ella
podemos, entonces, tener sus mismos sentimientos y actuar en su nombre de
tal forma que podaos tener la misma experiencia de Pablo, quien llegó a
confesar “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. (Gal 2,20).
Cuando acudimos como peregrinos ante el Ícono del Santo Cristo en su
Santuario lo hacemos para alentar, fortalecer y dar impulso a ese encuentro
con Jesús en la vida de todos los días. En el AT, cuando se hablaba de
santuario no se reducía su concepto a un punto determinado o una estructura
física, sino a todo el lugar donde se tenía el ejercicio del culto divino. Con la
llegada del Mesías, se pudo adorar a Dios en todo sitio; máxime porque al
encarnarse, el Señor puso su tienda en medio de la humanidad donde acampó
(Cf. Jon 1,14).
Luego del acontecimiento pascual, el creyente se convirtió también en el
templo vivo de Dios, uno y trino. Así también, por el testimonio de su fe, cada
creyente tiene la misión de anunciar y edificar el Reino. Ello conlleva hacer
sentir que la presencia de Dios invade todo el ámbito social donde vive y actúa
el creyente. Desde esta perspectiva, la familia se convierte en el santuario de la
vida, la comunidad llega a ser el santuario del amor fraterno, el trabajo puede
identificarse como el santuario  del quehacer creador de Dios… En esta misma
línea y desde la perspectiva cristiana, el santuario no se reduce a un local o
templo donde se realizan algunos ríos litúrgicos importantes o donde llegan los
creyentes de vez en cuando.
Es más bien un espacio sagrado desde donde se santifica la región, la nación y
el mundo, pues allí se reúnen los creyentes para retroalimentar su fe y su
compromiso de encontrarse con Jesús. Entonces, el santuario, como bien lo
deja ver su etimología, es como una fuente de santificación para los creyentes
y sus comunidades, para los hombres y mujeres de buena voluntad y la
sociedad. El santuario nos va a recordar que el Señor puso su morada en
medio de la humanidad para salvarla y, por tanto, para hacerla santa.
La experiencia de fe y del encuentro con Cristo no es una realidad individualista
y privada que debería vivirse ocultamente. Se trata de una realidad íntima y
personal, pública y comunitaria. Por eso, hay que convertirla en testimonio.
Éste, a través de palabras y hechos, transmite y busca contagiar a todos el
centro y motor de nuestra fe, Jesucristo y su Evangelio de salvación. Para ello
existe la Iglesia: para anunciar a los hombres, por medio de sus miembros, la
Buena Noticia de transformación a la humanidad y conseguir que todos
aquellos que quieran salvarse (Cf. Hech 2,47) lleguen a ser discípulos de Jesús
(Cf. Mt 28 19). Por ser Iglesia, es decir EKKLESIA convocada por Dios para
llamar a todos los seres humanos con la fuerza de su Palabra, también se
presenta como santuario del Señor para los pueblos de la tierra. Así, en el hoy
de cada día y sin acepción de personas (Cf. Hech 10,34) presta su voz para
que el Señor siga diciéndole a los hombres y mujeres de hoy: “Conviértanse y
crean en el Evangelio”
Al igual que todos los años, al celebrar la fiesta del Santo Cristo de La Grita,
nuestra Iglesia local de San Cristóbal quiere renovar su vocación
evangelizadora y su tarea de hacer del Táchira un auténtico santuario donde se
haga sentir que Cristo es el principio y el fin, el mismo ayer, hoy y siempre…
Así, con los peregrinos que vienen y tantísimos creyentes que viven su fe y
encuentro con Jesús en sus comunidades, sigue lanzando las redes en el
nombre del Señor (Lc 5,5). Ante el Ícono sagrado del rostro sereno, esta Iglesia
del Táchira, pronta a celebrar 90 años de su creación, renueva lsu respuesta a
la llamada de Dios a custodiar y alimentar la fe recibida y participada, así como
para continuar y multiplicarla experiencia del encuentro vivo con Jesús… y todo
en su nombre.
Para ello, como lo dijéramos anteriormente, la Iglesia hace realidad en el
Táchira la presencia salvífica de Dios, convirtiendo esta hermosa región en un
santuario del Dios de la vida y del amor. Esta edificación que hoy nos alberga y
que pronto será culminada como el Santuario del Santo de Cristo es un signo
de esta ciudad y de esta tierra tachirense, con cuya Iglesia se hace sentir que
es una tierra de santificación para Venezuela y el mundo.
Así dará a conocer de manera permanente el Evangelio del Amor con toda su
fuerza liberadora. Por ser santuario de Dios, abre sus brazos a todos sin excluir
a nadie a fin de enseñarles que todos somos hijos de Dios y, por tanto,
hermanos sin distinción ni desigualdades. Entonces debe seguir el ejemplo de
Jesús, quien acogió a todos, pero mostró un amor preferencial hacia los
pobres,  marginados y excluidos de la sociedad. Con ese dinamismo del amor y
por el compromiso evangelizador de cada creyente, continúa la obra redentora
de Jesús y da cumplimiento a la profecía del Apocalipsis “Mira que hago
nuevas todas las cosas” (21,5). Por ello, da su decidida colaboración para la
transformación desde dentro de la humanidad y de la historia. Hay una razón
para ello: la Iglesia ofrece y proclama el Evangelio que transfigura al hombre, a
su mundo y a su historia.
Es el Evangelio del Dios de la vida: Jesús, con cuya muerte y resurrección,
venció la oscuridad del pecado. Proclamar este Evangelio de la vida es tarea
urgente e irrenunciable en estos momentos cuando hay sombras que
entenebrecen nuestra sociedad tachirense: las sombras de una
descomposición moral que le está quitando el sentido de su dignidad a
innumerables jóvenes; las sombras del sicariato que golpea a nuestras gentes;
las sombras del narcotráfico que ha penetrado a sectores importantes de
nuestra sociedad tachirense; las sombras de la violencia en sus diversas
expresiones; las sombras del aborto que se ha convertido en un sucio pero
lucrativo negocio de unos cuantos; las sombras de nuevas y sofisticadas
formas de prostitución que trastoca la vida de jóvenes y adolescentes; las
sombras del individualismo con sus consecuencias de consumismo,
pragmatismo y materialismo…
Si bien con el Evangelio de la vida denunciamos las sombras que pueden
poner en peligro la integridad de todos, también con él podemos y debemos
anunciar las luces con las que el Táchira se presente cual faro luminoso para
Venezuela y el mundo(Cf. Filp 2,20):la laboriosidad de sus gentes, su amor por
la tierra, la profunda fe de la mayoría de sus habitantes, los ejemplos de
santidad como el de Medarda Piñero, el sentido de vida de familia, la
dedicación de sus sacerdotes y evangelizadores, el empeño y la cordialidad de
la gente… Todo esto, y mucho más, es fruto de quienes nos han precedido en
el camino de la fe y es lo que hemos de seguir haciendo en y desde esta tierra,
santuario donde el Señor nos ha dado la misión de dar fruto, y un fruto que
permanezca.
Dentro de algunos instantes, el Icono del Santo Cristo se hará presente de una
manera sacramental. Con la celebración que realizamos, compartimos el pan
de la Palabra y de la Eucaristía. Con ese pan reafirmamos todo lo que hemos
reflexionado en esta mañana. Entonces, nuestra peregrinación alcanzará su
momento culminante y recibirá de la fuente eucarística el entusiasmo y la
fortaleza para que cada uno de nosotros siga transparentando con el propio
ejemplo de vida el rostro sereno del Ícono de nuestra tierra: Cristo el Señor.
Entonces, en el día a día, haciendo presente al Señor por medio de nuestras
acciones y en medio de nuestras comunidades, con vocación de santuario que
acoge a todos sin distinción, haremos realidad lo que proclamamos luego de la
consagración. ANUNCIAMOS TU MUERTE, PROCLAMAMOS TU
RESURRECCIÓN, VEN SEÑOR JESUS. AMEN.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
HOMILIA
NUESTRA SEÑORA DE LOS ANGELES
50 AÑOS DE SACERDOCIO DE LUIS ALFONSO MARQUEZ
LA GRITA 2 DE AGOSTO DEL AÑO 2012.
Había una vez un niño que buscaba siempre crecer en todos los sentidos. Ese
niño, ya casi entrando en la adolescencia conoció a un joven sacerdote que se
convirtió en uno de sus maestros. Éste, exigente pero con gran sentido de
amistad, se convirtió en uno de los mentores de ese niño y le enseñó, entre
otras cosas a escribir y leer con sentido crítico. Poco a poco ese niño-
adolescente fue conociendo técnicas para redactar, para aprender mejor lo que
estudiaba. Se estableció una relación de amistad entre ambos, de tal modo que
el niño aquel llegó a sentirse discípulo de su maestro, a quien, a la vez
admiraba por su ministerio sacerdotal. Fue, incluso fuente de inspiración para
afinar la decisión de años más tarde, cuando llegó a recibir la ordenación
sacerdotal.
Siendo sacerdote, los caminos de Dios le llevaron por rumbos diversos de su
maestro, aunque mantenían alguno tipo de contacto esporádico, por reuniones,
encuentros y retiros. Años más tarde, aquel niño recibió el delicado encargo de
ser obispo y volvió a encontrarse con su maestro de entonces con mayor
frecuencia, sobre todo por el contacto con amigos comunes y empresas
evangelizadoras afines. El maestro hablaba a los suyos de cómo le había
enseñado a aquel discípulo desde la gramática hasta el análisis lógico y
gramatical, y cómo de verdad había aprendido a escribir. El discípulo
reconocía, y lo sigue haciendo, la destreza de ese maestro que le ayudó no
sólo en lo que se refiere al estudio sino también en la maduración de su
vocación sacerdotal.
Lo que nunca se imaginó aquel niño de entonces que un día como hoy estaría
celebrándole a su maestro los cincuenta años de su ministerio sacerdotal. Ese
maestro es el hoy Obispo auxiliar de Mérida, el querido hermano Luis Alfonso
Márquez; aquel niño es este servidor que hoy le quiere regalar unas reflexiones
en esta hermosa oportunidad de la fiesta de Nuestra Señora de los Ángeles.
Aunque no nació en La Grita, sin embargo ésta fue su patria chica donde creció
junto con su hermano Antonio, fiel compañero de camino: de ella hablaba, de
ella cantaba, de ella sigue siendo agradecido hijo adoptivo. Permítame el
maestro y toda esta feligresía dedicarle los pensamientos que a continuación
quiero proponerles, y que tienen como telón de fondo la festividad de María, en
su advocación de Los Angeles, madre amorosa de La Grita.
Bien sabemos que María es la Madre de Dios. Como tal, entonces, es la Madre
del Sumo y Eterno Sacerdote. Pocas veces escuchamos hablar o nos referimos
a esta realidad propia de María, Madre del Sacerdote. En este año de gracia, al
conmemorar también las bodas de oro sacerdotales de Luis Alfonso, les invito
a que veamos algunos elementos de esa realidad que marca la vida de María.
Si Jesús, su Hijo, concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, es el Sumo y
Eterno Sacerdote, entonces no nos resulta difícil considerarla como la Madre
del Sacerdote. Y Siendo los ministros consagrados configurados a Cristo
Sacerdote, tampoco resulta imposible considerarla como Madre de los
Sacerdotes. Hay dos elementos que quisiera proponerles a modo de
meditación para nuestra reflexión.
El primero de ellos tiene que ver con el misterio de la encarnación. María ha
prestado su seno virginal para que allí fuera concebido el Hijo de Dios. Durante
nueve meses fue creciendo en ella el Dios humanado que luego, pasado el
tiempo de la vida oculta, se convertiría en el Maestro y Pastor, que daría la vida
por la salvación de la humanidad. Contemplemos ese tiempo de gestación de
María y consideremos como en ella se fue haciendo realidad la humanidad del
Dios Salvador.
Desde esta perspectiva podemos imaginarnos, desde la fe, como ese tiempo le
sirvió a María para cooperar con Dios Padre de una manera muy particular. Ella
recibió la fuerza del Espíritu para ello. Y así como la criatura divina fue
creciendo y recibiendo todas las cualidades humanas, podemos ver que fue allí
donde comenzó a gestarse también el sacerdocio de Jesús. Me atrevería a
decir que fue la misma María la que tejió el ornamento sacerdotal de Jesús; es
decir, su carne, por medio de la cual Jesús se dio a conocer a la humanidad
cual salvador y, por ende, como sacerdote.
En su seno virginal, podemos pensar que se comenzó a cumplir aquella
profecía que hablaba del Espíritu que ungía al destinado a realizar el tiempo de
gracia, evangelizando a los pobres, dando vista a los ciegos y la liberación a
los cautivos. Así como una madre va tejiendo las vestiduras sagradas de su
hijo próximo a recibir la ordenación sacerdotal, asimismo María tejió con su
sangre, con su misma carne, con su propio aliento el vestido sacerdotal de
quien llegaría a ser Sacerdote y Víctima, ofrecida a Papa Dios por la salvación
de los hombres. Esta dimensión nos permite entender porqué María puede ser
considerada con toda razón la Madre del Sacerdote, Sumo y Eterno.
El segundo elemento que nos ayuda a considerar lo que proponemos es la
conciencia que María va tomando poco a poco de la Misión de su Hijo y que la
lleva a entender que también ella debe ser discípula de su Hijo, Maestro y
Pastor. Desde los mismos momentos de la encarnación María sabe que tiene
una gran misión. Muchas veces no la entiende, pero va guardando toda su
experiencia en el corazón maternal y la va convirtiendo en meditación y
oración. Es lo que le va a permitir entender quién es su Hijo. Por eso, cuando
se presenta la ocasión en unas bodas en Caná de Galilea, María intuye que
comienza a darse la Hora de su Hijo y se atreve a decirle a los empleados
aquellos de los que nos habla el Evangelio que hicieran lo que su Hijo les iba a
decir.
De igual manera sucederá cuando ante la respuesta dura de Jesús, sabe que
la misión le lleva a realizar cosas incomprensibles para los demás. Ella sabe
que la respuesta de Jesús se basa en la fidelidad de María a la Palabra
recibida; de allí que entienda cuando el Maestro dice que su madre y sus
hermanos son aquellos que son capaces de cumplir la voluntad de Dios. Sólo
quien conoce la dimensión de lo que hace su hijo puede intuir la fuerza de esa
respuesta. Con María, la voluntad del Padre se hace realidad en el Hijo que
está preparando su entrega sacerdotal de la Pascua.
Es allí, donde María, llena del dolor de una madre que ve morir injustamente al
hijo, recibe el premio de su donación. El Hijo la convierte en la madre de todos
los seres humanos y la entrega al discípulo amado para que vele por ella. A lo
largo de los años de ministerio público, ciertamente que María fue
acompañando a su Hijo; a partir de ahora debe acompañar a los nuevos hijos y
ser para ellos la maestra de donde puedan aprender cómo seguir al Sumo y
Eterno Sacerdote; así como también a actuar en su nombre. Desde entonces,
María es el modelo de la Iglesia, la intercesora por excelencia que le lleva
nuestras plegarias al Hijo Sacerdote eterno y al Padre Dios.
Este año, al celebrar nuestra fiesta de la Virgen de los Ángeles, la feliz
coincidencia –gracia de Dios- de los cincuenta años de sacerdocio de un amigo
y hermano, quien fuera maestro de este discípulo que les habla, podemos
contemplar el rostro maternal de una mujer que se convirtió en la Madre de los
sacerdotes, por ser Madre del Sumo y Eterno Sacerdote. Ver esta dimensión
de María nos permitirá poner en sus manos el ministerio, la vida y la vocación
de todos nuestros sacerdotes. Esta tierra levítica del Táchira, y particularmente
de La Grita, debe ver en Nuestra Señora de los Ángeles la protectora de todos
ellos, y la fiel intercesora para que lleve nuestras oraciones por el aumento de
las vocaciones sacerdotales, religiosas y al compromiso en la vida laical.
Ante sus pies nos encontramos en esta mañana. En sus manos colocamos los
cincuenta años de vida sacerdotal de Luis Alfonso. En ella, rodeada de
Ángeles, contemplamos el rostro sacerdotal de ese Jesús a quien veneramos
como el divino pastor, sumo sacerdote con el rostro sereno de su ofrenda al
Padre. Con ella, nos sentimos unidos en la fe para seguir proclamando la
fuerza del Evangelio de su Hijo y así demostrar que también nosotros hacemos
lo que Él nos dice. Cantamos las honras de María, proclamamos el fruto de su
vientre como el Señor de la Historia y nos animamos a seguir en las sendas de
la plenitud y de la novedad de vida. Amén.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.

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