Mañana Cuando Encuentren Mi Cadáver
Mañana Cuando Encuentren Mi Cadáver
Mañana Cuando Encuentren Mi Cadáver
—¡Cómo no! —contesto, con una frase que no deja de ser una
estupidez.
—¡Hijueputaaaaaaaa!
“Los pueblos quieren más a los que más males le hacen”, les
decía, recordándole una frase de Simón Bolívar. Para ellos, un
tipo del pasado, del que escasamente habían oído hablar y
cuyo nombre apenas traían a cuento tan sólo para bromear o
nombrar un alejado y empobrecido barrio. “¿De qué color era
el caballo blanco de Bolívar?”, preguntaban. “Del mismo color
de tú puta ignorancia”, les contestaba.
4
¿No será acaso que ella quiere pedir, a través de otro, favores
para sí? Que la muy deshonesta no se atreve a hacerlo de
manera franca y directa. Que se siente sin fuerzas. Que por sus
culpas, sus malos y ocultos pensamientos, no se siente
autorizada. Que recurre a mis buenos oficios porque le
conviene. ¿Acaso y a pesar de sus acusaciones sobre mi
sospechoso ateísmo, cree que soy un canal más expedito? Dios
debería castigarla por insincera, por tramoyera, por incapaz.
Pienso que si en algún momento Dios volviera la vista y me
viera, me dejaría igual; me castigaría por su ruindad. “Yo te
iba a cuadrar las cargas —me diría—, pero con ese adefesio
de mujer que tienes por compañera, mejor te dejo como
estás”.
Cierto día, para los tiempos en que vendí la bicicleta, pasé por
la acera sombreada del colegio de los curas salesianos,
enfrente de la iglesia de San Roque. Exhibían, recostados a la
pared, los discos de mi padre, los mismos que un mes antes yo
había vendido. No pude soportarlo. Hablé con el vendedor
ambulante. Con el dinero obtenido por la venta de la bicicleta,
compré los discos que quedaban: dos de Garzón y Collazos y
otro, grabado por ambas caras, con el bunde tolimense. Los
adquirí por el triple del valor del que yo los había negociado.
No obstante, me sentí mejor al comprarlos. Quise escucharlos.
Fui a casa de Carlos, mi vecino. Antes compré una botella de
Black and White y otra provisión de cigarros. Terminamos
escuchando vallenatos, que, como ya saben, es la música que
le gusta escuchar al cerdo de mi vecino. Como en el futuro no
tenía forma de volver a escucharlos, acabé regalándoles los
discos. Por lo demás, nunca he sabido que él los escuche.
Asaltado por el temor de encontrarlos nuevamente exhibidos
recostados a la pared del colegio salesiano, he decidido obviar
por el resto de mis días ese sector de la calle Treinta en el
Barrio San Roque.
7
El día del accidente iba estrenando zapatos. Tenía una cita con
Perla: un suave tormento de diecinueve años. Una explosión.
Treinta kilos de pentonita envueltos en papel regalo.
Perla era una experta para el amor a pesar de sus pocos años.
Poseía un arma poderosa: su propio cuerpo. Elástico, ágil,
duro; sin nada de trucos. Dispuesto siempre para la aventura
sexual. Sin reservas. No necesitaban pedirse permiso, ni su
cuerpo a ella ni ella a su cuerpo. Vivían en una comunión
perfecta. Perla improvisaba sobre la carrera. Encima de la
mesa de un bar, en la playa —dentro del agua— o en una
oscura calle solitaria. Deteníamos el auto, la izaba sobre el
baúl y la levantaba. Tocábamos el cielo. Perla era tremenda y
decía que yo lo era; que no estaba viejo, a pesar de mis
cincuenta y seis años.
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1
—¡Hola! —mascullé.
“No creo que con esos cipotes de tacones y esa falda apretada
puedas volarte la reja”, pensé. ¡Era tronco de hembra! Alta,
blanca, zancona; de nalgas aplanchadas. Cipotuda, como un
caballo.
—¡Hueles a chivo gogó! —dijo ella y salió del cuarto. Sentí que
atravesó la sala a grandes zancadas y penetró en el baño.
Regresó con agua y jabón, una palangana amarilla (con la que
me aseo a diario), una toalla y un estropajo. Me lavó sin
importarle que se empaparan el colchón y las sabanas. Me
secó con la toalla, poniendo mucha atención debajo de los
testículos y el glande.
—Estás criando cucayo en los huevos —me dijo, con una voz
imparcial, libre de cualquier asomo de reclamo. Terminó.
Revisó en los cajones del escaparate y trajo algo de aceite. Me
frotó los testículos y el pene. Sentí algo de calor en el bajo
vientre. —Oye men, eres un burro —dijo, mirándome a los
ojos, viendo como me secaba las lágrimas con el dorso de la
mano y empezaba a sonreír. —Deja de llorar, lindo —me dijo
después, escupiendo algo que le estorbaba entre los dientes.
—Si me ayudas, concentrándote, te aseguro que entre los dos
vamos a parar este muerto.
No lo paró.
—¿Cuál adentro?
—La crúa —dice mi madre, saliendo del baño, con esa forma
de caminar característica suya, a punto de caer.
—¿Él qué?
Cuando no está con “la depre”, como dice ella, viene desde su
casa, en la otra calle, y se chanta en el alto pretil de la terraza
vecina, al lado de la verja, a fumar. Lo hace a escondidas de su
familia. “El loquero”, como llama ella a su psiquiatra de
cabecera, se lo prohibió. Le altera los nervios o algo así.
Los actos definen a las personas, incluso, mucho más que sus
obras, en las que por lo general se acogen a la mentira. Y aún
mentidas, las obras son superiores a sus autores. Yo nunca
sería capaz de besar el reposo de un cadáver, ni siquiera
tratándose de la tumba de mi padre. ¿Besar un mármol yo?
Probablemente orinaría sobre él. Fue lo que estuve meditando
durante la hora en que permanecí sentado al frente de aquella
tumba. De qué manera pararme de la silla, sin ayuda de nadie
—ni siquiera de la imbécil de mi mujer, que sin duda
desaprobaría el carácter revolucionario de aquel acto—, sacar
mi verga muerta y mearme con ella la mediocre pulcritud de
las tumbas de aquel viejo cementerio. En vez de eso, contraje
la caja torácica, rasgué la garganta y lance un escupitajo a la
inscripción con el nombre del desconocido que echaba raíces
en el lugar donde deberían reposar los huesos de mi padre.
13
Hay que hacerle un hijo a esta mujer moderna. Eso es. Esta
mujer que ha dado muestras de ser inteligente, que va para
adelante, que no se deja. Esta mujer de avanzada que ha
dominado todo el tiempo la historia del hombre y que acaba
de darse cuenta que tiene un arma más poderosa que un
pobre y aletargado pene. Compartiremos la casa, la mesa, el
auto, los muebles. No le importará. El día que se fastidie
comprará su propia casa, su propio auto, sus propios muebles.
Los tiempos del desencanto la encontrarán vieja y cansada y
el reporte de los daños tomará los alcances de una tragedia.
—Bacano.