Mañana Cuando Encuentren Mi Cadáver

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Mañana, cuando encuentren mi cadáver

Adolfo Ariza Navarro


Agradecimientos:

Para los poetas Hermes Ospino Castro y Federico


Santodomingo Zárate por prestar sus buenos oficios en la
revisión final de esta obra.
“Cincuenta y siete años, una nueva caída política, separado de
mi mujer y de mis hijos hace seis años, sin esperanza de
reunirme a ellos, sin fortuna, sin estado, la realidad de la
miseria presente, y la perspectiva de sus inseparables
compañeras, la humillación y la ignominia, son los motivos que
me determinan a abreviar mis días, convencido, por otra parte,
de que hay más valor en darse muerte que en dejarse
degradar…

Luís Perú de Lacroix, París, enero de 1837.


1

Esta vida es realmente estúpida, ridícula.

Limpiarse el culo, por ejemplo. No he querido hacerlo más


después del accidente. Mi mujer lo hace por mí. Se envuelve
papel higiénico en la mano, cubierta con una bolsa plástica. Yo
me acomodo de lado sobre el borde del bacín y ella se
encarga. No le parece suficiente. Acerca la manguera del agua,
me para el chorro entre las nalgas y vuelve a limpiar; esta vez
con la yema de los dedos. Se demora un poco. “¿Te gusta? —
me dice—. Tú ibas a ser marica”, Bromea. Finalmente me
toma por los testículos. Me los exprime.

—Deberías hacerlo tú mismo —me dice, levantándose.

—¡Cómo no! —contesto, con una frase que no deja de ser una
estupidez.

No es realmente lo que quiero decir. Dentro de mí,


pensamiento y palabra no concuerdan. Lo que sale de mis
labios no es lo que suelo pensar ni lo que espero decir. Lo que
pienso y desearía decir, siempre es peor. Hay alguien que lleva
las riendas dentro de mí. No me deja expresar. Me mantiene
frenado, como con una rienda de caballo. “Afasia motora”, ha
dicho el doctor que me atendió después del accidente. Se me
han grabado las dos palabrejas. Claro que si me pidieran que
las expresara sería incapaz. Diría, por ejemplo: “Adentro”, o
“afuera”. “Adentro” y “afuera”, son las palabras que suelo
repetir. Aún queriendo expresar otra cosa, digo “afuera”, o
digo “adentro”. Es algo que está lejos de mi dominio. Claro que
digo otras palabras. Casi todas insultos. Pero debo hacer un
gran esfuerzo para poder insultar. Tiene que salirme desde
adentro. Como un grito:

—¡Hijueputaaaaaaaa!

—¡Más hijueputa eres tú! —contesta con otro grito mi


mujer—. ¡Uno se jode cuidándote y así es como pagas!

Yo me pregunto: ¿por qué no me deja tranquilo el culo y listo?


Yo no le he pedido que me limpie. Lo hace porque es su
costumbre. Es la costumbre de todo el mundo. Incluido los
locos y los curas. Después de defecar todos se limpian el culo.
Deberían hacer lo mismo con la boca cuando terminan de
hablar. La boca de la mayoría de las personas que conozco
necesita mucho más asepsia que el culo.

Luego de limpiarme, me subo con dificultad la pantaloneta. Mi


mujer me mira hacerlo. No me ayuda. Alarga de nuevo la
mano y me atrapa el sexo, flojo y descolgado. Otra víctima del
accidente. Lo mira sin entusiasmo. El fuerte apretón de su
mano se confunde con una árida caricia. Ella se desploma
esperando que él se levante. Él se consume, se refugia en sí
mismo. Parece un hombrecito dormido con el ojo guiñado.

—¡Chúpalo! —le digo.

—¡Que lo chupe tu madre! —dice ella, malhumorada, y sale


del baño.
2

Mi mujer es el ser humano más estúpido que conozco. Ha


debido largarse desde hace un buen tiempo; mucho antes de
que todo empezara. Promete hacerlo a diario, pero,
curiosamente, con cada zancada del calendario, se aferra más
a este sitio. Masoquismo puro, me imagino. Se engaña a sí
misma. Piensa que convenir en lo contrario —esto es, largarse
y dejarme abandonado— sería cometer una traición
detestable. Piensa que en su lugar probablemente yo hubiera
hecho lo mismo. No está ni tibia. La dejo que se engañe.
Además no tendría forma de decirle que se engaña. No me
entendería. De las personas que me rodean, con ella es la que
tengo mayor dificultad para comunicarme. Me entiendo más
con el vendedor de chance que pasa por la calle, que con la
imbécil. Es más fácil pedirle fiado un pedazo de chorizo al
morcillero, que lograr que ella entienda que tengo sed. Trata
de ablandarme. Dice que aunque yo no lo crea, —y de paso me
recuerda que nunca la he querido— todavía existe el amor.
Me río. “Siempre hay algo de demencia en el amor”, sostenía
Nietzsche. Pero Nietzsche no todas las veces estuvo atinado:
¿cómo puede amar alguien con las canillas flacas, los senos
caídos y el pelo como una estopa; lleno de canas? La gente
envejecida, ruin y sin ilusiones y, para colmo de males, de baja
estatura —como ella—, no ama, sucumbe, se somete, que no
es lo mismo. Llevan los intestinos a ras de piso, pegados al
suelo. Arrastran el destino y los pedos.

No la recuerdo muy bien de joven. Evoco sus senos firmes y


redondos; en venta —próximos a los labios de cualquier
viandante—, fuera del escote. Su culito limpio, pulcro,
estrecho: pensé que no le iba a caber. No es que pueda
alardear de mis dotes de burro yegüero, pero soy el
propietario de un buen trozo de carne. Diecisiete centímetros
para ser exactos. Algo más grueso que un guineo maduro. No
se dejaba por el trasero. Acusaba alguna clase de dolor. En
realidad, no era muy grato entrarle por ahí. Teníamos que
suspender mientras yo iba un momento a asearme al
lavamanos. Siempre miró aquello con algo de repugnancia.
Pensaba que no era normal. Decía que sus amigas, aunque lo
practicaran, nunca hablaban al respecto, y si no lo hacían era
porque aceptaban que había mucho de censurable en ello.
¡Maldita ignorante! No me ayudaba a penetrarla entonces y no
me ayuda ahora a levantar este muerto mortificante. Se alegra
de mi situación actual; el abandono de mis amantes, mi
actitud despreciable que sobrepasa lo soportable. Sonrió a
escondidas cuando me negué a seguir asistiendo a las
dolorosas sesiones de fisioterapia. Y aplaudió cuando le
hinché el ojo de una trompada a la desalmada que pretendía
mantenerme con el brazo lesionado estirado todo el tiempo.
Le convengo así: recluido, inválido; dependiente de sus
cuidados, sin poder salir a ninguna parte.
3

El accidente no tuvo la culpa. El accidente fue simplemente


eso, un accidente. Solté el timón al sentir el dolor, y el carro
fue a dar contra los bancos de cemento de un parque. No
recuerdo más, excepto la opresión en el pecho y los gritos de
las personas que llevaba conmigo en el taxi. ¡Ah, y las ganas
tremendas de fumar…

Los cigarros tampoco tienen la culpa. Ellos no iban solos a mi


boca. Los llevaba mi mano. Ella era cómplice; recibía
estímulos de este cerebro hoy atrofiado. Nadie tiene la culpa.
Ni siquiera el cerebro que se afecto a sí mismo. ¿O acaso el
corazón resulta inocente? Además, no ha sucedido nada
extraño. ¿Qué tiene de singular que un hombre se acerque a la
muerte? ¿Qué importa el tiempo en que lo haya hecho?
Sucederá siempre. A tus veinte, tus cuarenta, tus ochenta o tus
cien años. La vida que vivirás después, si te dieran otra
oportunidad de vivir luego de ser sentenciado, no tendría que
importar si fueras ejecutado en el acto. ¿Qué dan diez, veinte o
treinta años más de vida? Nunca reparamos en las ventajas de
irse temprano —excepto los suicidas, quizá—. ¿Qué gana mi
mujer viviendo diez o quince años más? ¿Limpiarme el culo
los trescientos sesenta y cinco días de todos esos años? Y aún
no haciéndolo. ¿Qué haría? ¿Largarse a casa de algún familiar?
¿Seguir trabajando? ¿Partiéndose el espinazo con su
anticuado oficio de modista? ¿Qué vería de más?
Probablemente una nueva generación de celulares o los
avances tecnológicos de la medicina molecular que a ella no le
servirían de nada y aún sirviéndole no tendría ganas de
utilizar, porque, ¿para qué?, el tiempo de utilizar las cosas,
incluidos los adelantos científicos, ya pasó. Debió gozarlos
junto a mí. Y gozar junto a otro idiota, lo que hacen
exclusivamente para mí, es una estupidez. Por eso la felicidad
es absurda. No es una elección particular, es algo que hay que
ejecutar junto a otros, con otros, y eso es aún el más terrible
de los absurdos. Curiosamente, nuestros más claros egoísmos
son incompletos. No es que sean bajos nuestros goces íntimos
y particulares, es que son imperfectos. Comparemos: un
pajazo, por ejemplo. Una comida degustada a solas. Una
cerveza bebida en solitario. Un cigarro, ¡epa!, aquí está: un
cigarro. Me fumaba una cajetilla y media por día. A veces
regalaba alguno y el obsequiado lo destruía. El muy imbécil
alegaba que lo hacía para salvarme, porque científicamente
estaba comprobado que sólo un cigarrillo le arrebataba a su
fumador dos minutos y medio de vida. ¿Quién le había dicho a
aquel idiota que yo necesitaba dos minutos y medio de vida
más? Hoy, si él quisiera, podría regalarle veinte, treinta,
doscientos minutos de vida de la que me sobra para que se los
empacara por el culo. Suelo pensar que es muy factible que en
este momento, donde quiera que se encuentre, no quiera vivir
siquiera un minuto más de sus terrible y estúpida vida.

Creo que la mayoría de los problemas de la gente empieza por


someterse a hacer las cosas que menos le gusta hacer en la
vida. A mi mujer, por ejemplo, no creo que le guste limpiarme
el culo todos los días. Incluso, bajar el wáter. Pero tiene que
hacerlo. No tiene otra opción. Si se queda aquí, tiene que
hacerlo. Mi madre, con lo vieja que está, no creo que pueda ni
quiera intentarlo. Apenas sí tiene fuerzas para limpiarse a sí
misma. Este es un trabajo que corresponde a mi mujer. Es ella,
invocando razones mentirosas que le imputa al amor, la que
tiene que ponerse la capa de Supermán, levantar el puño y
echarse a volar. De lo contrario nos pudriríamos todos con el
olor. Esa es otra opción. Pero ella no contempla esa
posibilidad. Es demasiado pulcra. Ella menos que nadie desea
pudrirse ni vivir dentro de la pudrición. Muchas veces le
arrojo al piso recién lavado las sobras de la comida que me
sirve: arroz con pollo guisado y espaguetis, casi siempre. Se
disgusta. Me insulta. No entiende nada. Ya lo dije, es
realmente estúpida. Sólo aspiro a demostrarle con este acto la
sinrazón de sus afanes, de su trabajo esclavizante; el círculo
vicioso de sus neurosis. Yo ensucio, tú aseas. Tú aseas, yo
ensucio. Y el día que yo no ensucie también aseas. ¿Cuánto
tiempo dedicado al aseo? En esta ciudad de polvo y brisa, un
ama de casa asea sus pisos a diario. Gasta cerca de dos horas
en ese trabajo. Setecientas veintiocho horas al año. Treinta
coma tres días. Un poco más de un mes. Una mujer pierde a la
sazón un poco más de un mes de vida aseando todos los años;
tiempo que bien podría dedicar a ejecutar otra actividad. A
hacer lo que más le gusta, por ejemplo: salir a bailar, ir a la
playa, buscarse un amante, pasarla bien. En vez de eso, se
dedica a limpiar. Eso, sin incluir el tiempo que consagra a
asearse a sí misma, que conociendo a la mujer de hoy, su
extrema meticulosidad en el arreglo, deben de ser otras dos
horas diarias; lo que implica otro mes de vida arrojado a la
caneca de la basura.

La mayoría de las personas que conozco trabaja en algo


distinto de lo que le gusta. Carlos, el vecino de enfrente, adora
el vallenato. Es arquitecto de profesión. Ejerce su oficio a
regañadientes. Y lo hace porque su mujer es profesora; gana
bien, y no soporta que pase flojeando todo el día, tirado en el
piso —recién trapeado por la empleada del servicio—
escuchando en el equipo de sonido cantos vallenatos. De paso,
también teme a la criada por su tremendo cuerpazo en el que
se entretienen los ojos de su marido. Tampoco ella gusta de su
profesión de educadora, ni la sirvienta de su trabajo como
empleada del servicio. A ésta última le gusta Carlos. Y a Carlos,
ya lo dije, le gusta el vallenato. Estas tres pequeñas
infelicidades no tienen arreglo y sólo podría ajustarlas la
concesión de un buen acuerdo de trabajo. Un empleo que
satisfaga las aspiraciones de este trío dinámico, expuesto a la
hecatombe por la irracionalidad de sus respectivos oficios. En
un Estado Social de Derecho que se respete, Carlos debería
tener la dicha de escuchar cantos vallenatos hasta reventar —
ser acordeonero, por ejemplo—. La profesora obtendría la
prerrogativa de trabajar en casa, y la sirvienta de gozarse a
Carlos. Éste creo que no tendría inconvenientes en dejarse
gozar. He aquí el quid del asunto: si Fabián, mi vecino de al
lado, odia a los chinos, como reiteradamente me ha
manifestado; tanto como para querer deshacerse de ellos;
debería proveérsele de un cuchillo de cazador o una escopeta
para que salga a matar chinos como mayor le plazca. Se le
pagaría por cada chino muerto que entregara. Y si de paso, en
su trabajo, un chino lo caza a él, de malas; porque habría que
entender también que existirían chinos a los que el Estado
chino les pagaría por matar ciudadanos colombianos. Sería el
placer y la valoración del trabajo.
A mí nunca me gustó el trabajo. Lo admito. Jamás me gustó
ejercer labor alguna. Por eso me dediqué a taxista. En el oficio
de taxista están todos los seres que no han podido ni querido
llegar a ser otra cosa en la vida, ni siquiera taxista. En este
trabajo convergen todos aquellos tipos a los que se les pasó el
tiempo de las aspiraciones, los sueños y las oportunidades y
terminaron dándose cuenta de que en estos países existe algo
más anarquista que su mentirosa independencia y sus
fastidiados egos: el desempleo. No hay nada más pequeño
burgués, mentiroso y conformista que un taxista. Terminan,
con un falso sentido del orgullo y la ubicuidad, diciendo amar
un trabajo que detestan y a una ciudad que vigilan por
necesidad. Se dan ínfulas y la mediocridad les arroja cierta
dosis de relativa importancia. “Somos la primera imagen de la
ciudad”, dicen. Por fortuna se mienten, porque si se dijeran su
pequeña y cadavérica verdad, la tercera guerra mundial
vendría montada sobre cuatro ruedas, patrocinada por los
taxistas.

Me dediqué a este oficio por las noches por varias razones:


tengo algo de cocodrilo, de dinosaurio: odio el calor y los
trancones. Necesitaba tiempo para pensar, jugar ajedrez,
billar; comprar cigarrillos y aportar algo para la casa:
felicidad. Sí. Felicidad. Cuando volvía del trabajo, aún con los
bolsillos vacíos, excepto por el paquete de cigarros que nunca
faltaba, la esclava de mi mujer se moría de contento y
felicidad. ¡Guau!, ¡bravo!, ¡su hombre estaba trabajando! No
era gran cosa, pero estaba trabajando. No había tenido que ir
a matar chinos con el loco de Fabián al restaurante de la
esquina. Había hecho un servicio a las dos de la madrugada al
mercado público y otro a las tres al aeropuerto. ¡Vaya qué
bueno, el aeropuerto!, la carrera que codiciaban todos
aquellos imbéciles de la estación para redondear la faena. De
modo, que, para picarlos, yo hacía todos los días mi carrera al
aeropuerto. Nunca me faltaba. Y ellos, ¿aeropuerto?, ¡ni
mierda! Pero un día, como en el cuento, donde siempre se está
a la espera del desequilibrio y el desastre, vino la envidia y se
encargó de lo suyo. De tanto visitar ficticiamente el terminal
aéreo, mis compañeros terminaron clavándome “Señor
Aeropuerto”.

No valía la pena liarse a trompadas con aquella partida de


energúmenos por un remoquete. No existe ganancia alguna en
mezclarse en un conflicto con un imbécil que se desquita de su
falta de argumentos colocando taras y sobrenombres y cuya
conversación más interesante versa sobre los servicios
maravillosos que realizó la semana pasada o la noche anterior
en la que también tuvo la suerte de tirarse a una putica
desnutrida y drogadicta de la Calle Caldas.
Solía ofenderlos de una manera elegante: “Pongan a funcionar
ese residuo de materia gris que les cedió mezquinamente la
madre naturaleza. Qué tal que la vida no sea más que eso. Una
carrera de taxi, un partido de fútbol o un polvo con una putica
triste y desnutrida”. Les encantaba el fútbol, adoraban el
equipo de su ciudad —en manos de empresarios perversos—
pero nunca gastaban un peso de sus bolsillos para ir a
acompañarlo al estadio. En su ignorancia, o en su dureza de
bolsillo, sospechaban del directivo maquinador, utilitarista.
Alguna vez uno de aquellos necios incursionando en materia
política osó decir: “Hay que votar a la alcaldía por fulanito de
tal, un empresario de avanzada, millonario, que no necesita
robarle dinero a la ciudad, porque ya tiene suficiente”.
Aproveché que me estaba alargando el hilo; dándome papaya:
“¡Necesita robarte a ti, gran pendejo —le grité, en presencia
de los otros—, a ti, que no tienes nada, que no te perteneces,
que no perteneces a ninguna parte; que nunca reclamas, que
te ignoras tanto como para protestar ni si ves que violan a tu
propia madre!”

Tuve que esquivar un insulto y una que otra trompada. Pero al


tipo no le quedaron más ganas de abrir la boca para opinar
sobre cosa alguna, por el enorme temor de embarrarla. Desde
entonces, cada vez que alguien pensaba lanzar una opinión,
hacía un barrido con la mirada, para asegurarse de que el
“Señor Aeropuerto” no se encontraba presente.

En realidad, aunque todos ellos me importaran un carajo, algo


había en mí que me impulsaba, que me obligaba y me retaba a
despertarlos, a decirles que esta ciudad a la que decían amar,
aunque sólo fuera por conveniencia, o por aparentar ante el
extraño, era suya, de su total incumbencia. Que los políticos,
como aquel famoso y serio empresario, les estaba viendo la
cara de tontos, que sólo esperaba llenarse los bolsillos y lo
único que le faltaba para lograrlo era que viniera y los hiciera
encuerar para metérselas por el culo.

“Los pueblos quieren más a los que más males le hacen”, les
decía, recordándole una frase de Simón Bolívar. Para ellos, un
tipo del pasado, del que escasamente habían oído hablar y
cuyo nombre apenas traían a cuento tan sólo para bromear o
nombrar un alejado y empobrecido barrio. “¿De qué color era
el caballo blanco de Bolívar?”, preguntaban. “Del mismo color
de tú puta ignorancia”, les contestaba.
4

De la gente que conozco, el único que medio se salva es mi


primo. Una torre desmirriada de cuatro pisos que calza
cuarenta y tres y que usa los mismos yines desteñidos desde
cuando vino a mudarse al apartamento que mi padre negoció
con su padre en cierto momento de estrechez. A pesar de su
posición cómoda —hablando políticamente—, de su gusto
pequeño burgués; es el único ser genuino del que tengo
noticia. A diferencia del común de los mortales, hace lo que le
gusta. Ha dicho que es escritor desde el principio, y lo sigue
diciendo a pesar de que el hambre le muestre las garras y el
mundo lo amenace con venírsele encima constantemente.
Dice que no sabe hacer otra cosa. Aunque esto no quiere decir
que lo que haga lo esté haciendo bien hecho. He llegado a
dudarlo. Todavía, a pesar de los premios que ha obtenido y de
los oficios que le han encomendado, él y su familia siguen
amenazadas por la escasez. Claro que en esta ciudad es
natural que suceda. Lo uno y lo otro. Que la gente sufra
problemas económicos y que nadie reconozca los meritos de
su vecino. Aquí todos queremos pensar que somos igual de
mediocres a nuestros semejantes. Y los escritores, excepto
García Márquez —menos pequeño burgués que mi primo, al
menos en sus orígenes— que tocó en la puerta indicada de sus
continuos sacrificios, todos están condenados a morirse de
hambre. Leí algunos de sus textos iniciales —los de mi primo,
digo—. Parecía una puta acosada por la urgencia de su
primera vez: todos llenos de candor y abatimiento. Se lo dije:
primo, tiene que empezar a culear por donde no está
acostumbrado, por donde no ha visto culear a nadie, o la vida,
que es una culeadora del hijuemadre, se lo terminará
culeando a usted. Tal vez entendió. Tal vez le tocó hacer el
curso para entenderlo. No he sabido más. No he vuelto a
leerlo. No sería capaz. Lo que yo he llamado accidente se llevó
esa capacidad. No volveré a leer. Las letras que miro en los
escritos, son una verdadera pelea de perros para mi atontado
cerebro.

Mi primo fue la primera persona que vino a visitarme luego


del accidente. Era lógico. Es mi vecino y mi familiar más
próximo. Sólo tiene que abrir dos puertas, la de su casa y la
nuestra, para estar aquí. Creo que trató de penetrarme un
poco mentalmente. Fue inútil, por entonces yo andaba en una
situación peor. Vivía en un sueño y un sobresalto continuo. Al
despertar, y al sentir cierto dolor, sin saber a ciencia cierta de
dónde provenía, sólo creía oportuno hacer una cosa: llorar.
Era un padecimiento impreciso. Estaba a flor de piel. Era mi
cuerpo o el mundo, el viento o el aire, o alguna rara voz. Todo
estaba en carne viva. Nadie podía tocarme. Si alguien se me
acercaba solía soltar un alarido. Al primo, con toda su
inteligencia y su imaginación de escritor, eso le bastó. A pesar
de la cercanía demoró mucho tiempo para volver a visitarme.
Lo entendí después. Me creyó perdido para siempre. Y no
estaba lejos de la realidad. Yo me jodí. Me jodí con j. Me
derrumbé como un edificio. Pero, en honor a la verdad, para
qué seguir jodiéndome, con j o sin j, el edificio estaba
cuarteado desde el principio.

Nunca congenié con nadie. Nunca tuve cabida en ninguna


parte. Siendo un mediocre, no soportaba a ninguna clase de
mediocres, excepto al que tuviera alguna conciencia de su
propia mediocridad. Y no es una conciencia de clase. Hay una
maldita clase de arribistas que no los salva ni siquiera la
obtención del dinero. Los burros cargados de plata, que dicen.
Pero hay que hacer cierto tipo de distinción. Hay verdaderos
burros cargados de plata que pueden llegar a salvarse. Pero
no porque hayan llegado a ser mejores que los otros, los
impertérritos, los constructores de credos. Los ampara la
inocencia, la ingenuidad con que se sumergen en sus propios
actos. Eso no los exime de pagar una condena, pero los acerca
a mi corazón de mediocre solitario.

No hay peor mediocridad que la mediocridad del lenguaje.


Mucha gente no ha caído en cuenta de que la palabra es lo
único que los diferencia de los animales. Si los cabros o los
burros hablaran, estaríamos jodidos del todo, pues no somos
mejores que ellos. Aún así, insisten; no le rinden culto al
lenguaje; repiten las mismas barrabasadas con las mismas
palabras a diario; en su casa, en su cama, en su trabajo; balan,
ladran, rebuznan, gravitan, deliran peor que los rudos
animales.
5

La estúpida de mi mujer dice que debería rezar más a


menudo. Pedirle favores a Dios.

¡Ni por el putas! ¿Acaso Dios podrá reconstruir mi cerebro?

Dejémonos de maricadas; lo hecho, hecho está. ¿Quién se va a


tragar el cuento de que Dios va a dejar de hacer lo que está
haciendo —que debe ser bastante— para venir a meterse en
el cerebro de un hijueputica para cuadrarle los cables cuyo
desarreglo él mismo propició?

Si ella, con sus pocas artes, no es capaz de revivirme el


miembro, ¿qué puede hacer Dios?

¿No será acaso que ella quiere pedir, a través de otro, favores
para sí? Que la muy deshonesta no se atreve a hacerlo de
manera franca y directa. Que se siente sin fuerzas. Que por sus
culpas, sus malos y ocultos pensamientos, no se siente
autorizada. Que recurre a mis buenos oficios porque le
conviene. ¿Acaso y a pesar de sus acusaciones sobre mi
sospechoso ateísmo, cree que soy un canal más expedito? Dios
debería castigarla por insincera, por tramoyera, por incapaz.
Pienso que si en algún momento Dios volviera la vista y me
viera, me dejaría igual; me castigaría por su ruindad. “Yo te
iba a cuadrar las cargas —me diría—, pero con ese adefesio
de mujer que tienes por compañera, mejor te dejo como
estás”.

En lo que a mí respecta, Dios es una rara y desprestigiada


entidad. Un pervertido estado de cosas. Una sistemática
violación a las normas que deben regir cualquier organización
democrática.

Si Dios ha existido alguna vez, debería aborrecer la naturaleza


del pacto que celebró con el ser más ruin de todo la creación.
El hombre ha sido necio, cicatero, calculador, ególatra. Los
crímenes que comete hoy contra sus hermanos, son los
mismos que cometió desde el mismo arranque de su historia.
Su creador lo dotó de entendimiento, pero también de un
enorme rabo. De hecho vivió mucho tiempo sobre los árboles,
hasta cuando estos debieron haberse cansado. Aprendió
rápido a mentir, a sobrevivir y a sobrevivir mediante el
engaño. El primer proceso intelectual que se llevó a cabo en la
mente del homo sapiens tuvo mucho que ver con el engaño.
Supo de inmediato que el mayor imperio que podía formar y
con el cual podía someter a sus semejantes tenía su génesis en
el cielo. No obstante de allí vino el rayo y por analogía el
fuego. Prometeo nunca tuvo que ver en esto. Desde el
comienzo el hombre supo que el único rey que se podía erigir
sobre los demás era él y que para mostrar el peso de su
autoridad tenía que empezar pateando a los dioses por el
trasero. El enemigo a vencer no era el más fuerte, el más
grande, el más veloz o el más fiero. Era todo aquel que pudiera
disputarle sus predios, tanto en la tierra como en el cielo.

La rozagante criatura ha sido tenaz, constante —hay que


abonárselo—, para lograr la tarea de asesinar a ese dios
perdonador y tolerante en el corazón de sus hermanos. ¿Qué
queda hoy de él?

La Chiquitica me dice que debería rezar. ¿A quién?

Seres como ella, que dicen pertenecer a su iglesia —apenas el


tiempo que demora el sacerdote en ponerle la carne y la
sangre del héroe en los labios—, han hecho del amor a sus
semejantes un fruto muerto, una parafernalia de guerra que
convierte a este dios en un ser incrédulo, huidizo y acosado.

No es quizá la hora de preguntarle al hombre si cree en el dios


creado, sino de preguntarle a Dios si cree en ese hombre
supuestamente realizado.

¿Existirá Dios todavía? ¿Habrá logrado sobrevivir a tanta


persecución y falsos desagravios? ¿Tendrá aún ojos para
vernos, o se sentirá completamente avergonzado? ¿Tanto,
como para olvidar que aún tiene en su poder la máquina
prodigiosa de hacer todos los milagros?
6

Tenía sus piezas completas mi padre. Estaba cerrado y


trancado por dentro. En un lugar como este, tomado por el
ruido; lleno de música estridente y gente que conversa a
gritos; mi padre prefería escuchar a Bach, a Mozart o a
Beethoven. Cuando quería competir con el bullicio, se decidía
por Mercedes Sosa, Chabuca Granda; Garzón y Collazos.
“Alpiste para pájaro fino”, me sintetizó el comprador de discos
callejeros que tazó el precio de la colección en lo que por
entonces costaban dos pantalones Jhonson y Jhonson, con
defectos de fábrica. “También tengo para la venta una
bicicleta con corneta para espantar perros”, le dije al tipo, que
prometió enviarme otro cliente.

Con el dinero que obtuve por la venta de los discos, compré


cigarros y una botella whisky que me bebí con el primo, el
escritor. “El Cacha era un tipazo”, me comentó todo el tiempo,
refiriéndose a mi padre, quien por allá por los años setenta del
siglo pasado le tomó tantas fotografías en blanco y negro que
hoy los cuadros donde las mantiene no le caben en el
aparador. Los bajó en medio de los tragos y me los estuvo
mostrando. Viendo uno de ellos, incluso, soltó algunas
lágrimas. Y lo entiendo. Mi primo más que melancólico, es un
buen actor. Esta vez actuó para mí, para justificar los tragos
que me estaba gorreando. “El Cacha”, mi padre, no era de aquí.
Venía del Tolima, huyendo de una de las tantas violencias que
han azotado al país. La primera, según decían, ignorando
todas las que le habían precedido en el siglo diecinueve,
incluida La Guerra de los Mil Días, a comienzos del veinte.
Cachaco de tierra caliente. Eso era mi padre. Funcionario de
un banco. Termino medio. De salario mínimo, normalito.
Obtuvo una pensión que hoy disfruta mi madre —si disfrutar
se le puede llamar a comer y dormir y comprar medicinas— y
que pronto entraré a disfrutar yo. O disfrutará el otro cachaco,
el santandereano de la tienda de la esquina. Ese sí, cachaco de
verdad, cuya cuenta del fiado anda apuntada en un cartón de
la fábrica de condimentos sazonados que deambula por ahí.
¡Por Dios, fábrica de pigmentos sazonados, cuánto te debemos
los hijos de esta ciudad! ¡No por la calidad de tus productos
que, entre otras cosas no sirven para nada; sino por el cartón
de tus empaques! ¡Qué elemento tan propicio para estampar
nuestras deudas! ¡Está hecho que ni pinta’o! Cocinado en su
punto exacto. Antes que ponerle el mar al escudo de armas de
esta ciudad debimos estamparle un empaque de la fábrica de
pigmentos y un kilométrico de Paper Mate.
Mi padre nos legó, además de la casa; de la que sacamos el
apartamento que le vendimos al papá de mi primo; la bicicleta
con la corneta para espantar perros, los discos, un equipo de
sonido —de tubos— fuera de servicio, y un viejo cuadro del
Coronel Luís Perú de Lacroix, el autorizado biógrafo de
Bolívar.

Cierto día, para los tiempos en que vendí la bicicleta, pasé por
la acera sombreada del colegio de los curas salesianos,
enfrente de la iglesia de San Roque. Exhibían, recostados a la
pared, los discos de mi padre, los mismos que un mes antes yo
había vendido. No pude soportarlo. Hablé con el vendedor
ambulante. Con el dinero obtenido por la venta de la bicicleta,
compré los discos que quedaban: dos de Garzón y Collazos y
otro, grabado por ambas caras, con el bunde tolimense. Los
adquirí por el triple del valor del que yo los había negociado.
No obstante, me sentí mejor al comprarlos. Quise escucharlos.
Fui a casa de Carlos, mi vecino. Antes compré una botella de
Black and White y otra provisión de cigarros. Terminamos
escuchando vallenatos, que, como ya saben, es la música que
le gusta escuchar al cerdo de mi vecino. Como en el futuro no
tenía forma de volver a escucharlos, acabé regalándoles los
discos. Por lo demás, nunca he sabido que él los escuche.
Asaltado por el temor de encontrarlos nuevamente exhibidos
recostados a la pared del colegio salesiano, he decidido obviar
por el resto de mis días ese sector de la calle Treinta en el
Barrio San Roque.
7

De modo que vivimos en la casa que dejó mi padre. Mi madre


está muy vieja. Ya superó los ochenta años. Le vendieron las
enfermedades en un combo completo: es hipertensa, no oye, y
sufre de azúcar en la sangre. Apenas si le quedan fuerzas para
ir a cobrar su pensión mensualmente. La acompaña mi mujer.
Me dejan solo en casa. Le echan la voz a algún vecino para que
esté pendiente de mí y cierran la puerta con llave.

Regresan por la tarde, en taxi, luego de hacer una fila de más


de tres cuadras en la que no falta el anciano que se desmaya.
Mi madre se ha desmayado un par de veces. Con el paso de las
horas; el sol, la sed, la sofocación; su viejo cuerpo se
descompensa. Por eso la acompaña ahora la facilista de mi
mujer que saca un aporte de la pensión para comprar un
puesto más cercano a la caja en la larga fila de ancianos.

Para hacerse oír de mi madre hay que gritarle. Estamos bien


jodidos los dos. Ni yo logro hacerme entender, ni ella logra
escucharme. Si por un momento, consiguiera hacerlo, le
pediría que acortara las distancias, que se muriera pronto,
antes de que yo lo haga. Al respecto mi madre no tiene planes.
Ella piensa vivir el resto de vida que le queda. Es una
inconsecuente. Es, de lejos, candidata mínimo para sufrir un
coma diabético o una embolia que la mayoría de las veces no
son del todo fulminantes. No hace dieta a pesar de los
consejos del médico. Se atora de arroz y carne. No perdona un
helado, ni una tira de butifarras de las que pasan vendiendo
por la calle; ni mucho menos un chicharrón o un buen trozo
de morcilla. El chicharrón es ella. Un día de estos la estúpida
de mi mujer verá multiplicado su trabajo. Tendrá que
sobrellevar la carga del enfermo cuerpo de mi madre. A no ser
que se avive y ella misma decida acortarle la distancia. No es
difícil. Sólo tiene que zamparle la cabeza en una bolsa y
mirarla patalear un rato. Pero mi mujer es demasiado
estúpida para hacerlo. “¡Dios me libre!”, dijo el día que le
mostré la bolsa plástica y el modo de hacerlo. Sólo logrará con
el tiempo complicarse más su estúpida vida.

A diferencia de mi madre, yo tengo planes. Siempre he tenido


planes. Desde que el corazón empezó a fibrilar y el médico me
aseguró que tenía que hacer dieta y sobre todo, dejar de
fumar, empecé a prepararme. No iba a hacerle caso a un
diagnóstico precipitado y tonto, lanzado al aire sin el rigor de
unos buenos exámenes. ¿Qué confiables podían ser aquellos
practicados en un hospital de pobres? Sé cómo manejamos las
cosas aquí. La salud está endeudada. Más de la mitad del
dinero que gira el gobierno para estos dispensarios se queda a
mitad de camino, en otras manos. El resto se gasta en
contratos; comprar médicos baratos, medicinas chimbas y
vencidas, y equipos malos. ¿Qué más pueden esperar los
pobres de este país? ¿Acaso no son ellos los que marcan la
pauta en materia de corrupción? ¿No son ellos los primeros
que durante las elecciones salen a vender el sufragio? Lo
negocian por una botella de ron o una teja de asbesto, o de
zinc. Los pobres en nuestro país acaban con cualquier
industria que aspire a ser pujante. ¿Qué pensarán los señores
de techos Adobe? ¿Qué a los pobres en Colombia no les pasan
los años, sólo la luz, como a sus afamadas tejas? Negociando
particularmente su voto, acaban con la posibilidad de una
futura urbanización donde los Adobe venderían miles de tejas.
¡Qué falta de estímulo para la industria, por Dios!

Ni más faltaba. Por un diagnóstico con un escaso margen de


credibilidad, no iba yo a gastarme lo poco que me ganaba en el
taxi comprando medicina. Con todo, los cigarros me salían
más baratos. Whisky, cigarros y una buena hembra. “La que va
a salir perjudicada es su mujer,” me advirtió el médico, un
guajiro de esos, de los que a pesar de que estudian y
progresan y obtiene un buen trato de la vida —un buen culo,
por ejemplo—, les sigue gustando el vallenato. ¡Tanta joda por
esa puta música de corral! Ahí está pintada la mentalidad de
este subdesarrollado país. Limitada e incompleta como el
instrumento en el que la ejecutan. “Quedará jodida si ella
quiere”, le respondí al doc. “Apenas yo vea que no pueda
valerme por mí mismo, me pego un tiro”, le comenté al primo.
“A veces no nos queda fuerza ni siquiera para eso”, me
respondió el maldito aguafiestas.

Mi mujer no me dejó. Apenas me vio, erguido sobre la silla de


ruedas, alcanzando el cuchillo de cocina con el que estaba
dispuesto a trozarme el gaznate, me arrojó la plancha con la
que me partió dos dientes. “¡Ay no, mi amor, ay no!”, gritó
enloquecida. Se me arrojó encima. La tomé por el cuello con
mi mano sana: “¡Hijueputa! ¡Hijueputa!”, le gritaba,
apretándole el maldito cuello de rata. Comenzó a faltarle el
aire, su cara empezó a tomar un tinte violáceo. Mi madre, que
acudió presurosa, recogió la plancha del suelo y me asestó
otro golpe, descalabrándome.
8

El día del accidente iba estrenando zapatos. Tenía una cita con
Perla: un suave tormento de diecinueve años. Una explosión.
Treinta kilos de pentonita envueltos en papel regalo.

Era nuestra tercera semana de encuentros. Creo que llegamos


a amarnos. Al menos, nos gozamos y eso para mí, que no
confundo las cosas y el sexo me parece mil veces más
rescatable y pleno que el amor, me hacía pensar que nos
amábamos. O nos sexábamos para decir con mayor exactitud
las cosas. Lo enuncio de manera clara: pensar en Perla, era
pensar en su coñito nuevo y raspado; en su entrega; en sus
gritos y jadeos; su piel firme, su ano atornillado. Sería
hipócrita si no lo digo. Si por esos tiempos le hice el amor a mi
mujer, fue pensando en el sexo y la manera de hacerlo con
Perla. Y que no me digan los púdicos infieles que no les ha
pasado. Me llegaba antes o después que ella, solo cuando la
imaginación jalonaba el encuentro deliberadamente aplazado.
Mi mujer, al saber esto, no tendría por qué alarmarse. Para ser
francos, algunos de sus coitos más felices los debe a que mi
atención estaba centrada en Perla.

Perla era una experta para el amor a pesar de sus pocos años.
Poseía un arma poderosa: su propio cuerpo. Elástico, ágil,
duro; sin nada de trucos. Dispuesto siempre para la aventura
sexual. Sin reservas. No necesitaban pedirse permiso, ni su
cuerpo a ella ni ella a su cuerpo. Vivían en una comunión
perfecta. Perla improvisaba sobre la carrera. Encima de la
mesa de un bar, en la playa —dentro del agua— o en una
oscura calle solitaria. Deteníamos el auto, la izaba sobre el
baúl y la levantaba. Tocábamos el cielo. Perla era tremenda y
decía que yo lo era; que no estaba viejo, a pesar de mis
cincuenta y seis años.

El maldito accidente me quitó a Perla y me devolvió a mi


mujer. Y esta chiquitica de mierda se burla, se desquita. Algo
debe saber. Alguien debió contarle sobre Perla. O quizá fui yo
mismo. Los infieles llevamos la infidelidad a casa. Cientos de
mensajes cifrados que nuestras mujeres codifican con la
paciencia de un ermitaño. Además, no había sido sólo Perla.
Sospechas de amantes anteriores le habían curtido el pellejo y
aplazado los resabios. Recuerdo a Masiel, una putica de la
zona cachacal con la que me sorprendió abrazado dentro del
carro dos calles más abajo de donde vivíamos. Arranqué a
toda marcha cuando empezó a armarse el escándalo. Pensé
que Masiel le iba a abrir el cuerpo a cuchilladas. Era una
cachaca brava, de armas tomar y nunca olvidaba su navaja.
Ocurrió lo impensado. Terminaron de amigas. Armaron frente
común para celarme hasta que un día Masiel se fue a trabajar
a Maracaibo.
9

Se llama cacho. Así le decimos. Cuerno en italiano. ¡Maldita


palabreja! Ni siquiera los interioranos, que son tan hábiles
para aquello de poner eufemismos, han podido hacer algo con
ella.

Tengo una pretensión. Se me antoja que las que ponen los


cachos son las mujeres. Los hombres no. Los hombres
prestamos nuestros buenos oficios; como quien se viste para
asistir a una cena de gala. Los hombres nunca han tenido
problemas con eso de ser infiel, fuera de algunos disparos en
el pasado, algunos duelos y algunos machetazos.
Separaciones, por esa causa, ya muy pocas se ven. La mujer
tiene alma de sparring, aguanta y aguanta, esperando una
oportunidad para devolver la cachetada. Algunas lo hacen,
otras no. En realidad, muy pocas perdonan. Es un disgusto que
involucra un problema de género. Las hembras, tienen mucho
más sentido de la propiedad que el macho, la paloma más
mansa pelea por el árbol; se erige sobre su firmamento
destrozado. “La fidelidad es una confesión de impotencia —
decía Wilde—. La pasión del propietario se esconde en ella”.

¿Desde cuándo pegan cacho las mujeres?

No teman, no lo diré. Seguramente muchos se sorprenderían


si les dijera que nunca ha habido cacho en realidad. Sólo,
simple selección natural; atavismo ciego, propiedad privada y
rescate. Pero buscar un acercamiento a la teoría anterior sería
inmiscuirme en asuntos que competen directamente a dos de
los más grandes propiciadores del cacho de la historia:
Federico Engels y Lewis Henry Morgan. Resolvamos la
cuestión así. Como en el mundo actual somos más que en el
pasado, es normal que se haya incrementado el cacho.
¿Cuántos cachones perecieron en la guerra de los mil días?
¿Cuántos en la violencia de la mitad del siglo pasado?
¿Cuántos en las refriegas entre guerrilleros y paramilitares?
Muchos quizá. Pero fíjense bien, el cacho no perece. Por lo
dicho antes, la matriz del cacho está en las mujeres. Desde
bebé nuestras machistas madres nos han enseñado que la
naturaleza nos dio algo que hay que aprender a usar. “¡Este si
va a dar con el rejo!”, vociferan llenas de orgullo. Después se
quejan —de dientes para afuera— de que sus lecciones
arrojen tan buenos resultados.

El cacho es lo bastante sabroso para el que lo pone, como


también es lo bastante humillante y oneroso para el que lo
sufre. ¡Pobres ignorantes de la historia! Muchas víctimas
enloquecen. He visto a sujetos perseguir a sus amantes
durante horas. Pegados a los postes del alumbrado público, a
las esquinas; detrás de los arbustos, los avisos, los autos.
Atravesar las calles peligrosamente. Los he visto hacerlas
seguir en un taxi. Yo mismo he colaborado con algunos. Y me
encantan los tipos, son grandes clientes. Pagan sin preguntar,
sin quejarse. Y es normal: el cacho y la persecución los
mantiene enajenados. ¡Qué barbaridad! Nunca conocí en esta
ciudad a la mujer que fuera capaz de hacerme ejecutar
semejante maniobra. ¡Me corto las bolas antes que hacer
seguir en taxi a una mujer!
10

¿Dónde Carajos leí que el alma del hombre es un jardín?

¿En un libro de Herman Hesse tal vez?

En todo caso, la mía, mi alma, mis flores, han de haber sido


podadas. Las de esta mujer jamás surgieron. Claro que si le
preguntan, ella dirá que yo tengo alma de tijera. Que corté a
ras de suelo todas las suyas y las arrojé a las alimañas.

Ella entiende, pero no es consciente de la razón por la que me


fui por ahí detrás de otros jardines y otras flores. No ignora
que esas flores me buscaron. Que fueron ellas las que
hurtaron el agua que debió regar su marchita raíz. Esta ciudad
exporta coños, es decir, flores. Ella misma es una flor ávida,
abierta. Uno sale a trabajar en un taxi y termina entrepernado
en una pieza de motel. Ni siquiera hay que ser bien parecido o
ligero en el hablar. Las cientos de flores que desandan las
calles son más ligeras de lengua que nosotros. Expanden el
polen a discreción. En la guantera del carro cargaba una
buena provisión de condones.
—Es una lástima cubrir con látex tan buena pieza— me dijo
una de estas bestias cazadoras alguna vez.

Mi mujer se queja de su suerte. Ella que se la tragó cruda


desde la primera vez. Quizá todo esto que pasa ahora, no
digamos que es un castigo, pero si una retaliación por hablar
más de la cuenta. Antes de pedir deberíamos saber cuánto
estamos dispuestos a ofrecer. No es un castigo, pero debe
doler en el alma quererla, verla ahí, muerta, como un ebrio
que no se logra sostener.

Hablando de almas habrá quien me pueda entender. Antes de


enamorarse, las almas centran su atención en el cuerpo. Un
cuerpo que al final pueden llegar a aborrecer. Convengamos
en algo: el cuerpo que aman y después aborrecen las almas es
inocente. Es simple carne chupada; residuo, bagazo.
Recipientes donde viven, parasitan y se beben las almas.

El cuerpo de mi mujer es un recipiente usado, ajado, vencido.


El mío trajo este defecto de fábrica. Yo soy el alma que, por
razones obvias, odia el envase en que fue vertida. Me acusan
de negligente, que no he hecho lo suficiente para tratar de
recuperarlo. Someterlo a ejercicios, terapias físicas y toda esa
parafernalia. Lo reconozco. He sido ingrato, desagradecido.
Me serví de él durante mucho tiempo. No le di el mejor de los
tratos. Lo envenené con whisky, mujeres, tabaco y malas
comidas. Me pregunto: ¿a partir de qué número las
fascinantes mujeres son para el cuerpo un mal trato? No
guardo en mi caso las estadísticas, pero lo incluyo aquí
arbitrariamente como un dulce pecado. Gocé del cuerpo que
me dieron. Disfruté como el putas penetrando con él otras
almas y otros cuerpos. Lo pervertí, no lo niego. Ahora sufro
con su desconsuelo. Si de él dependiera no creo que querría
estar así. A mí tampoco me hace gracia su actual situación.
Pero me emputa tener que obligarlo; tratar de hacer que
responda. No depende de mí que se conecten todos sus cables.
Entiendo algo de biología: si un nervio se atrofia, el miembro
que depende de él no responde. La cuerda se rompe siempre
por la parte más débil. Si un departamento de esta empresa
llamada cuerpo incumple las órdenes del gerente, el negocio
se jode. Si no hay corriente en el distribuidor, el motor no
enciende. En mi caso particular, tengo reventadas dos de mis
cuatro llantas. El brazo y la pierna del lado derecho. Sólo que
para mis brazos y mis piernas no se consiguen repuestos. Eso
me hace permanecer anclado, varado en medio de la nada. Y el
chofer, el auriga del que hablaba Aristocles, está putamente
cabreado. No piensa en sus responsabilidades. Lo que hizo o
dejó de hacer, ya no viene al caso. Sólo está puto y es normal
que esté puto. Cualquiera, en su pellejo, sacaría combustible
del tanque y le echaría candela al maldito auto.
SEGUNDA PARTE

_______________________________________________________
1

El cuadro de Perú de Lacroix estaba colocado sobre la pared


que dividía la sala de los dos cuartos. Mi madre, que nunca
supo de quién se trataba aquel personaje, lo relacionó
siempre con un familiar lejano de mi padre o el alto
funcionario del banco para el que trabajaba. Mi padre trató de
informarle: “Fue el biógrafo de Bolívar”, le dijo en una ocasión.
A mi madre no pareció interesarle la información. Para ella, el
hombre que aparecía en el retrato, con la mirada perdida y el
semblante adusto, era “La crúa”, un sospechoso desliz
homoxesual de mi padre.

Recuerdo el cuadro como tema de discusión por alguna


contrariedad ajena a Lacroix, pero de la que resultaba como
primer damnificado.

—¡Voy a quitar ese monicongo de mierda de ahí! —exclamaba


furiosa mi madre.
—¡Quítelo, vieja ignorante! —la atacaba mi padre,
contrariado, sabiendo que aquella brutal aceptación era
suficiente para que mi madre abortara su proyecto de quitar
el cuadro.

Cuando mi estúpida mujer se vino a vivir con nosotros y no


sabía dónde ubicar la máquina de coser, por miedo a
contrariar la disposición de espacios en la casa, trató de
congraciarse diciendo:

—Era muy apuesto su padre, señor Gabriel.

Mi padre entró a su habitación y regresó con el ejemplar


deteriorado e incompleto de “El Diario de Bucaramanga”, el
reportaje de Luís Perú de Lacroix, cuya última edición estaba
adornada con la foto que aparecía en el cuadro.

—Despeje su ignorancia, señorita —le dijo él, entregándole el


libro—. No vaya caer en el error de considerarme hijo de
Francia por segunda vez.
2

La mujer apareció un martes por la mañana. Se detuvo,


recostada a la reja, y me mostró su sonrisa y sus grandes tetas
redondas.

—¡Hola, lindo! —me saludó.

—¡Hola! —mascullé.

—¿Por qué tan solito?

“Porque mi madre y la estúpida de mi mujer fueron a cobrar


la pensión de cada mes”, quise decirle. En vez de eso dije:
“Adentro” y luego, “afuera”

—¿Quieres que entre?

“No creo que con esos cipotes de tacones y esa falda apretada
puedas volarte la reja”, pensé. ¡Era tronco de hembra! Alta,
blanca, zancona; de nalgas aplanchadas. Cipotuda, como un
caballo.

Sacó del bolso de mano la llave de la cerradura y abrió.


No entendí. La llave de la reja debía estar en manos de mi
primo, o, en su defecto, de su mujer, que en un cálculo
aproximado de media hora estaría entrando a la casa para
echarme una ojeada; revisar como andaban las cosas. Desde el
intento de suicidio, el primo era el depositario de la llave
cuando las mujeres se veían obligadas a salir por algún tipo de
circunstancia; cobrar la pensión o asistir a alguna cita médica.

La mujer se inclinó y me besó en los labios. “Eres muy


hermoso”, dijo, y, mirando a ambos lados de la calle, tomó la
silla de ruedas y me condujo dentro de la casa. Atravesamos la
sala de estar y, ante la mirada atónita e inquisitiva del cuadro
de Perú de Lacroix, me introdujo en el cuarto.

—¿Quién es? —me preguntó mirando el ceño fruncido de Luís


Perú de Lacroix.

—Lacruá —le dije, con un sonido seco y enfático, que se me


antojó bastante claro.

—¿Lacruá? —preguntó la mujer, ayudándome a recostar


sobre la cama—. ¿El edecán del Libertador? ¿El suicida?

—Aja… —dije, sin perder de vista sus amplios movimientos.

—Estuvo casado con la nieta de José Celestino Mutis —dijo,


encendiendo el ventilador de techo. Luego colocó el bolso
sobre la mesa de noche y se despojó de la blusa. No llevaba
sostenes. Sus pechos eran aún más blancos que el resto de la
piel de su cuerpo. Sus pezones eran prietos como el pico de un
calabazo. Lucían algo húmedos y chupados, como una ciruela
pasa.

Se aproximó, me levantó un poco por las caderas y me quitó la


pantaloneta. Quedó petrificada ante aquel milagro dormido de
la naturaleza.

—¡Dios mío —dijo—, qué cosa más hermosa!

Se apropió de mi hombría con una exaltación feliz y no le


importó que me empecinara en lamerle sus gruesos pezones.
Eran dulces sus maneras de árbol, áspero y empalagoso su
cuerpo duro de reptil. Le estorbaban sus grandes huesos para
voltearse y aventuraba pequeños estremecimientos con sus
torpes manos de gigante.

—Lindo, no se para —dijo al rato, con toda la carga de


desolación y tristeza que se le puede imprimir a estas cuatro
palabras.

Se apartó y se sentó con las piernas separadas sobre la cama.


Traté de retenerla. “¡No!”, grité, ahogándome. Me dejé rodar
hacia atrás, apoyándome en el brazo izquierdo y quedé
recostado sobre el espaldar. Ella no se movió. Me miró con la
cándida reserva de los animales grandes. Se fijó en mi brazo
derecho, delgado, pálido y raquítico; mi pierna hinchada,
amoratada y lustrosa; y mis caderas fofas. Tengo que decirlo:
me eché a llorar como un niño.

—¡Chúpamela! —le rogué, enternecido.

—¡Hueles a chivo gogó! —dijo ella y salió del cuarto. Sentí que
atravesó la sala a grandes zancadas y penetró en el baño.
Regresó con agua y jabón, una palangana amarilla (con la que
me aseo a diario), una toalla y un estropajo. Me lavó sin
importarle que se empaparan el colchón y las sabanas. Me
secó con la toalla, poniendo mucha atención debajo de los
testículos y el glande.

—Estás criando cucayo en los huevos —me dijo, con una voz
imparcial, libre de cualquier asomo de reclamo. Terminó.
Revisó en los cajones del escaparate y trajo algo de aceite. Me
frotó los testículos y el pene. Sentí algo de calor en el bajo
vientre. —Oye men, eres un burro —dijo, mirándome a los
ojos, viendo como me secaba las lágrimas con el dorso de la
mano y empezaba a sonreír. —Deja de llorar, lindo —me dijo
después, escupiendo algo que le estorbaba entre los dientes.
—Si me ayudas, concentrándote, te aseguro que entre los dos
vamos a parar este muerto.
No lo paró.

Lo que vi después fue una perrita enorme llena de ternura,


pegada a mi vientre, tratando de devorar con cortas
arremetidas la ineficacia de su propio arte. Alargué el brazo y
la tomé por la cabellera negra y frondosa.

—Para —le dije.

Le alargué la blusa y se la caló contorsionando la espalda.


Salió de la habitación y estuvo arreglándose un poco en el
espejo de la sala. Regresó por el bolso y al salir se detuvo un
momento a la puerta:

—Me envió tu primo —explicó—, dijo que era el día de tu


cumpleaños.

Hasta entonces reparé en la fecha. Traté de recordar. Era mi


cumpleaños número cincuenta y siete. “Vaya”, pensé, soltando
una risa nerviosa, “con algo de esfuerzo mi primo podría
llegar a convertirse en el peor de los seres humanos”. Miré de
reojo el cuadro de Lacroix. Él había tomado la decisión de
dispararse a los cincuenta y siete años. Una decisión por lo
demás comprensible, teniendo en cuenta las duras
condiciones en las que se encontraba. Creo que, a diferencia
de mi padre, que lo admiraba por el legado que había dejado a
las generaciones futuras con su fiel reportaje sobre Bolívar, yo
llegué a admirarle más por su disposición de suicida.

—¡Lacruaaaaá… Maldito Lacruaaaá..! —grité.

El muy pendejo también sonreía.


3

Luego del intento de suicidio, mi madre le infundió el miedo a


mi mujer; la necesidad de cuidarse.

—Te has ganado un enemigo —le dijo—, vas a tener que


adelantártele.

La muy imbécil no supo qué hacer. Gritó, reclamó, pataleó;


tratando de justificarse.

—¡Eso que hiciste no tiene perdón de Dios! —gritaba,


tratando de hacerse perdonar, más que culparme. Andaba
nerviosa, aterrorizada por las palabras que le había dicho mi
madre. No volvió a dormir en la cama. Ni siquiera en el cuarto.
Consiguió una vieja colchoneta prestada con una vecina y la
colocaba de través en el hueco de la puerta. A media noche
despertaba sobresaltada ante cualquiera de mis movimientos.

Su rol de perro guardián le sentaba a la perfección. No le era


ajeno. Lo había estado desempeñando durante todo el tiempo.
Había sido la más asfixiante y celosa de las novias; la más
desconfiada de las mujeres, y la más conformista y ciega de las
infieles. Aprendió a los golpes, llenándose de rabietas;
maldiciendo, amenazando que se iba a ir; prometiendo lo que
era incapaz de cumplir. Terminó por pedirme que la
disculpara —que estaba loca, que no sabía lo que hacía, que
me amaba demasiado—, mendigando los restos de un amor
que disfrutaban otras, atragantándose con la amargura y el
resabio de sus propias lágrimas.

Mi madre estuvo en la tienda y consiguió el veneno para ratas.


Vi como lo sostenía en su mano temblorosa al entregárselo.
“¡Bravo! —pensé—, el plan sigue su marcha”; sólo que no
creía que la muy estúpida fuera capaz de ejecutarlo. Tendría
que colaborarle.

Con el raticida sucedió lo mismo que con los cuchillos de


cocina, los trinches, el alcohol, el isodine, los desinfectantes.
Desaparecieron el sobre. Estuve haciéndoles inteligencia por
un tiempo, pero no pude descubrir el lugar donde lo
ocultaron. ¡Malditas arpías! ¡Par de viejas cobardes!
¿Pretendían asesinarme a punta de tedio y desespero? ¿Cómo
lograrían hacerlo, si con su contradictoria estrategia sólo
estaban salvándome?

Durante las comidas, mi madre adquirió la costumbre de


vigilarme. Esperaba ser la primera en observar dentro de mi
cuerpo los estragos del veneno. Asistía al final de mis comidas
con un profundo desasosiego, con la frustración y el sinsabor
de que hoy tampoco la muy pendeja de su mujer había sido
capaz de asesinarle. Recogía los platos y se dirigía a la cocina a
recordarle con gestos, más que con palabras —lo que podía
hacer que yo me diera cuenta— que era una imbécil, una no
sirve para nada, un cero a la izquierda.

—¿Entonces por qué no lo hace usted? —creí escucharle


alguna vez defenderse a la infeliz de mi mujer.

Un domingo por la tarde decidí hacerle creer que su plan


había dado resultado. Durante la cena, me llevé las manos a la
garganta, abrí los ojos y la boca desmesuradamente y me dejé
caer de la silla dando gritos de ahogo, rodando con platos y
todo. Mi madre no se movió de su sitio. Me observó unos
instantes, mientras yo hacía enormes esfuerzos para fingir
que de verdad me estaba asfixiando. Cuando mi mujer acudió
desde la cocina, ya ella se había levantado de la silla y me
había asestado un par de puntapiés en las costillas:

—Levanta a este payaso de ahí y vuelve a ponerlo en su


cadalso —dijo, dirigiéndose, indignada, a su cuarto.
4

Le señalo con el dedo el cuadro a mi mujer. Como me sucede a


menudo, olvido por unos instantes el nombre.

—Este man… —digo.

—¡Cuál man? —pregunta ella, ensartando la aguja en la


máquina de coser.

—Este man... —digo—, chasqueando el dedo del corazón


contra el pulgar, tratando de recordar—. ¡Pero, mira, mira! —
le grito. Ella deja de ensartar la aguja y se vuelve para mirar,
sin quitarse las gafas que utiliza para coser.

—¿Cuál man? —vuelve a preguntar.

—¡Ese! —le grito—. —¡Adentro!

—¿Cuál adentro?

—La crúa —dice mi madre, saliendo del baño, con esa forma
de caminar característica suya, a punto de caer.

—¡Eso! —digo, acordándome—. —La-cruú-a.


—La crúa, no —dice la imbécil sabelotodo—. Lacruá —
corrige.

—Lacruá —digo—. Eeese, ese…

—¡Aja, qué te pasa con Lacruá?

—Él… Él… —digo.

—¿Él qué?

Por esos días estaba empezando a desarrollar el complejo


Dorian Gray. Así di en llamar a la rara obsesión de pensar que
el retrato de Perú de Lacroix se burlaba de mí. Esto sucedía
desde la mañana de aquel martes, luego del encuentro
desafortunado con la mujer que me envió de regalo mi primo,
el escritor. No vi otra forma de explicárselo a la estúpida de mi
mujer que echándome a reír, a carcajada limpia. Para mi
sorpresa, entendió:

—¿Lacruá se ríe de ti?

—¡Eeeso! —exclamé agradecido.

—¡Mierda!, ¡Vieja! —gritó ella, llamando la atención de mi


madre—. ¡Hay que fusilar a Lacruá. Se está burlando del
“Pechi”.
“El Pechi”. Ese era el más odioso apelativo que se hubiera
podido inventar mi mujer para nombrarme. “Pechi”, ya lo
sabemos los que vivimos en el Caribe colombiano, viene del
término pechiche, que quiere decir mimo, arrumaco para
bebé, y del cual se desprende pechichón, cuyo apócope cruel
es “pechi”, niño consentido de la casa, hijo de papi y mami;
casi maricón.

Odiaba a la gran puta cuando me decía “El Pechi” y como se


daba cuenta de que el odio era lo suficientemente claro, como
para brotarme por los ojos, más se empeñaba en llamarme de
esa manera. “Pechi será la puta de tu madre”, pensaba yo,
cabreado por no poder pronunciar la frase.

Empezaron a tomarme en serio cuando vieron el cuadro de


Lacroix y parte de la pared cubierta con la crema que dejaba
la explosión de los tomates. Decidieron entonces esconderme
también los tomates. Nunca quitaron el cuadro.
5

Hay un momento en la vida de Bolívar que se da cuenta de que


su obra se ha derrumbado. Sucede en Cartagena de indias, el
primero de julio de 1.830. Esto, por supuesto, no lo cuenta
Luís Perú de Lacroix, quien para esa época ha dejado de
trabajar en su diario, sino el joven coronel Polaco Miecislaw
Napierski quien viaja ese año desde Jamaica, luego de escapar
del fuerte de Santiago de Cuba, donde ha sufrido prisión, para
unirse al ejército de la Gran Colombia. Es el mismo día que
recibe el golpe tremendo que significa la noticia de la muerte
del Mariscal Antonio José de Sucre, su amigo del alma. Bolívar
tiene la certeza de que el odio, la ambición, el interés
individual, “las pasiones miserables”, de las que hablaba
Rousseau, y que movían al partido de los demagogos,
encabezados por Santander, habían sentados sus bases en la
República. Así se lo hace saber al coronel Napierski quien lo
transcribe en sus papeles de viaje:

“La muerte se llevó a los mejores. Todo queda en manos de los


más listos, los más sinuosos que ahora derrochan la herencia
ganada con tanto dolor y tanta sangre… los astutos políticos
con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y
seguir sonriendo y adulando”.

Si en este, mi momento, aceptara mi génesis santanderista —


la gran verdad que anida en el corazón de todos mis
contemporáneos—, estas no serían las grotescas
consideraciones de un simio desalmado, sino las Memorias
ocultas de un colombiano del siglo XXI, tal como Casandro —
así llamaba Bolívar a Santander— bautizó anónimamente las
suyas en 1.829, para tratar de evitar que el mundo conociera
que semejante sarta de inequidades y ataques pérfidos
provenían de sus manos. Definitivamente, amo a ese tipo.
Casandro encarna lo precario de nuestra condición humana.
Nuestra vileza, nuestra ambición, nuestra hipocresía, nuestra
ruindad; lo que hay de engañoso y falaz en una relación entre
hermanos. Esa es nuestra menuda y cruel realidad: los
colombianos actuales somos los modernos hijos de Casandro,
dueños de un Estado voraz y corrupto en el que hemos
perfeccionado las artes de la inequidad y el despojo.

Mi padre era un cirujano del futuro. Colocó en la sala y para


siempre el cuadro de un infortunio: Luís Perú de Lacroix.
No entiendo como todavía los detractores de Bolívar no le han
tendido una calumnia al suicida francés. Como mínimo,
deberían tildarlo de marica. Miremos nada más como describe
a su biografiado: “El libertador es enérgico. Sus resoluciones
férreas. Sus ideas poco comunes, siempre grandes y elevadas.
Sus modales afables…practica la sencillez y modestias
republicanas, pero tiene el orgullo de un alma noble y
elevada…”

Por mucho menos que esto, Batman ha sido tildado de


homosexual y el Llanero Solitario y su compañero Toro
acusados de zoofilia. Quizá lo subestiman. Con todo el
maremágnum de tinta y estilografía que ha corrido a lo largo
de dos siglos pensarán que el pobre pendejo quedó sepultado.
Pero no, con revolucionarios del recuerdo como mi padre, el
plan ha tenido sus fisuras y los cálculos han fallado.

Leí a medias el Diario de Bucaramanga. Admiro la arcilla con


la que el héroe fue trabajado. Es el primer reportaje serio de la
historia del periodismo colombiano que conozco. El nuevo
periodismo del que hablan actualmente y cuya paternidad
atribuyen a periodistas norteamericanos como Truman
Capote y Guy Talese. Debo refutarlos. Antes de Talese y
Oriana Fallaci, estuvo Lacroix. Es un hecho irrefutable.
Me abruma la forma en que Bolívar habla en el reportaje de
algunos de los héroes granadinos. No dudo que muchos de
nuestros generales le fallaron. De hecho fueron varios de ellos
los que prepararon el atentado contra su vida el 25 de
septiembre de l.928, que inicialmente estuvo programado
para el mes de octubre de ese mismo año. Pero hay nombres
que vale la pena rescatar para la historia. Como el joven
Atanasio Girardot que lo acompañó de corazón y estuvo
siempre a la vanguardia, poniéndole el pecho a las balas, en la
retoma de su país y que la historiadores dieron en llamar
como la famosa Campaña Admirable.

No fue justo con él en sus comentarios ni con su familia cuyos


miembros ofrendaron la vida por la gesta revolucionaria.
Incluido su padre, don Luís, un hombre de sesenta años que a
falta de hijos a quien ofrendar a la guerra —todos ellos
muertos en las campañas libertadoras—, fue a caer en las
manos criminales y traidoras del peor de los generales
venezolanos, José Antonio Páez, el día que hizo asesinar al
general Serviez.

Confieso que mi lectura llegó hasta allí, a pesar de la buena


prosa y lo genuino del relato. Hoy me pregunto por el resto de
la familia Girardot. ¿Estarán recibiendo la eterna
indemnización que prometió Bolívar a los futuros familiares
del héroe caído en combate en Bárbula y que decretó en
Valencia el 5 de octubre de l.813?
6

Mi mujer me vuelve a reñir. Dice que debo ponerme la


pantaloneta. Que no debo andar desnudo por ahí, exhibiendo
mi cosa muerta.

Trato de entenderla. No le gusta ver que otros observen el


plato donde comió, las enormes sobras del trozo de carne que
devoró. No le hago caso. En algún descuido, me deshago de la
pantaloneta y me pongo de pie, desnudo, agarrado a los
barrotes de la verja que protege la terraza. La gente que me
ve, casi siempre mujeres, vecinas del sector que van a
comprar a la tienda, cambian inmediatamente de acera. Desde
allá echan un vistazo. Las que me conocen le lanzan un grito a
mi mujer, que permanece siempre sentada a la máquina de
coser, al lado de la ventana abierta. “¡Vecina!”, gritan. Con la
mano buena me agarro y les muestro la verga y los testículos.

Con Lila sucede diferente. No se inmuta. Me ve agarrado a la


verja:
—¡Qué desperdicio! —dice, con ironía, mordiéndose el labio
inferior.

Lila fue mía antes de casarse. Tuvimos una corta aventura.


“Un affair”. La única palabra gringa que me gusta. Quizá con
ella podríamos denominar al ordinario “Cacho”. Suena bien.
Pareciera dulce el affair —que en efecto lo es— y no tan
matrero y detestable como el popularizado cacho. Lila era
ardiente. Sabía chuparlo como no he visto hacerlo a ninguna
otra. De vez en cuando, al verme desnudo, Lila introduce la
mano por entre los barrotes de la reja, me atrapa el sexo y
trata de levantarlo.

—¡Papito! —exclama, burlona—. Eso te pasa por andar hecho


el culeón, —me dice, en voz baja, pellizcándome la nalga.

Cuando no está con “la depre”, como dice ella, viene desde su
casa, en la otra calle, y se chanta en el alto pretil de la terraza
vecina, al lado de la verja, a fumar. Lo hace a escondidas de su
familia. “El loquero”, como llama ella a su psiquiatra de
cabecera, se lo prohibió. Le altera los nervios o algo así.

—Sabroso comer y culear, —dice, amontonándose el vuelo de


la falda y colocándoselo dentro del hueco que dejan sus
piernas abiertas—. ¡Tú qué vas a saber! —reacciona—, ¡si a ti
ya no se te para!
Me gustaba Lila de joven. Y me gusta ahora. Casi loca, con su
manera natural y desabrochada de sentir y decir las cosas. Ha
vivido la vida así, pasándosela por la faja y expulsándola por
la boca. No se guarda nada. Ni siquiera cuando alguien se
quiere hacer el pendejo y se tira un pedo por debajo de
cuerda. Lo dice todo. Conmigo se pasa de franca. Juega con
cierta ventaja. Sabe que aunque quisiera delatar algunas de
las cosas que me dice, se me hace imposible.

—En realidad —dice, ahuecando los labios y lanzando al aire


una estela de humo—, hace rato que yo no hago nada.

—¡Cómo no! —comento, incrédulo.

—¡La madre! —se expresa ella, sorprendida, lanzando una


carcajada que resuena como un ruido de piedras en la calle
solitaria, bañada con el sol de la mañana. —¿No me crees?

—¡Yo si era arrecha ah? —dice después de dar otra chupada al


cigarro, mostrando incredulidad, con el humo amontonado en
la comisura de los labios. —La pasábamos bien —dice,
sonriendo, recordando—: ¿Te acuerdas de aquella vez;
encaramados en una mesa?

—¡Uhmmm! —digo, evocando sus muslos gruesos, su sexo


bravo.
—Nosotros debimos habernos casado… —dice—. ¡No’mbe —
exclama después, rompiendo el ensueño—, tú eras muy
putero!

—¡Qué va! —digo, defendiéndome.

—¿Qué va..? ¿Vas a echarme cuento a mí? En esta ciudad todos


los taxistas son puteros… Y cabrones… El que no es cabrón es
marica. ¿Sí o no?

—No’mbe —digo, riéndome.

Lila deja de hablar para darle la última chupada al cigarro.

—¿Quieres? —me pregunta, antes de tirar la colilla a la calle.

—Entonces, ¿tú no me crees? ¿Tú piensas que es mentira


cuando te digo que ya no hago nada?

—No —digo, levantando el tono de la voz.

—¡La madre! —dice ella—. Mi marido lo tiene demasiado


grande. Mucho más grande que tú. Me maltrata.

La escucho incrédulo. Recuerdo el sexo de Lila. Amplio y


abultado. Generoso, copioso y lubricado. Medí su amplitud
alguna vez. Poco más de un geme.

—Debe ser la menopausia —dice—. Yo recuerdo que a mí no


me importaba el tamaño. Yo me los tiraba.

—Me consta —digo.


—¡Míralo! ¡Míralo! —dice ella, canchera, sonriendo,
levantándose con dificultad—. Lo digo nada más para verle la
cara —agrega y atraviesa la calle, rumbo a su casa, en la otra
calle.
7

Lo primero que debe aprender un taxista para ganarse unos


buenos pesos en esta ciudad, es que, la nuestra, como muchas
fincas ganaderas, es una urbe radial. Tan femenina y
voluptuosa como el cuerpo de una mujer. Todos nos dirigimos
a su centro a calmar la sed. El éxito consiste en saciarse, salir
cargado, vaciarse en los extremos y luego recoger a alguien
que tenga deseos de beber. Hay puntos claves, equidistantes,
que hay que vigilar, rodear, regresar constantemente a ellos;
como los puntos erógenos en el cuerpo de una mujer. Los
terminales de transporte —las manos—, los sitios turísticos
—las pantorrillas y los pies—, el centro financiero —los
senos—, los moteles y grandes supermercados —los glúteos,
donde hay que comer.

Me gustaba trabajar en los glúteos, muy próximo al centro de


la ciudad, en una estación de taxis que quedaba contigua a un
concurrido motel. Allí estaba inscrito y era el secretario de la
junta directiva desde hacía más de doce años.
Estaría mal hablar de otras ciudades, pero aquí, en la que me
tocó vivir, en la que me he desenvuelto, culear es el deporte
regional. Le sigue en su orden la demanda por inasistencia
alimentaria que; en una ciudad de cuernos y gran peregrinaje
sexual, donde las mujeres le apuntan a lo primero que se
mueve, mientras haya dinero y garantías de seguridad social
—asunto en el que siempre se engaña la mujer y miente el
hombre—; hacen de la violencia en el hogar el tema que ocupa
el honroso tercer lugar.

Es la única ciudad en el país, de las que he visitado, donde me


ha tocado hacer fila de espera en un motel. Aún es posible
encontrar en el vestíbulo y los pasillos de muchos de estos
lugares grandes divanes adosados a la pared. Los fines de
semanas, a determinadas horas de la noche o de la
madrugada, se puede observar un buen número de parejas
fumando tranquilamente, esperando que les desocupen una
pieza de alquiler. Y no es por falta de infraestructura para
estos menesteres. En la ciudad abundan los moteles. De unos
años para acá el sector de la construcción se ha disparado y no
ha sido precisamente construyendo grandes escuelas, barrios
de pobres o accesibles hipermercados. En esto ha tenido
mucho que ver los tentáculos del tráfico de drogas, ligado a
comerciantes interioranos, y uno que otro cantante de éxito
que ha visto en el antiguo ejercicio de la carne el negocio
soñado.

En realidad, no logro entender muy bien cómo una mujer


puede demandar después a un hombre al que coloca en
situación semejante. Yo, que hice cola alguna vez, mientras
una mucama retiraba las sábanas llena de esperma y de sudor
del cliente anterior, puedo dar fe de eso. ¿Cómo se puede
tratar con tan poca delicadeza a un sujeto —¿u objeto? — al
que disfrutaron con tanta delectación? En mi concepto, es un
golpe bajo, a mansalva, matrero.

Pero el nuestro es un Estado alcahueta, permisivo. Con su


modo de actuar lleva cada vez más engaños y falsos sueños a
las casas de citas y moteles. Odio las leyes mentirosas y
superfluas que gobiernan esta nación, fruto del plagio y la
moda que se impone en otros pueblos. Es un enorme
despropósito, un descalabro histórico. Una manía que se
práctica desde la proclamación de los derechos del hombre.
No elaboramos leyes porque las necesitemos, si no porque
han dado excelentes resultados en otros lados. Un desoído
Bolívar tenía razón cuando citaba a Montesquieu: “Es una
gran casualidad que las leyes de una nación puedan convenir
a otra”. Y luego acotaba: “Las leyes deben ser relativas a lo
físico del país, al clima, a la calidad del terreno, a su situación,
a su extensión, al género de vida”.

No es posible que nos pongamos de parte de una infame a la


que le hace daño el trozo de carne sazonada que con tanto
entusiasmo devoró. Eso es cubrir con alcahuetería a la más
feliz de las irresponsables. Yo las he visto entrar a un motel y
las he visto salir de él. Saqué a muchas de ellas en mi taxi.
Puedo asegurar que no tenían la misma cara de odio y
animadversión que esgrimieron luego ante un juez con cuatro
meses de preñez. Yo las he visto siendo acariciadas,
entregando su poder, y la he visto después recuperarlo ante la
presencia de una juez.

Soy un enamorado de la prehistoria. Seguidor insobornable


del garrote en el hombro, la hoja de parra en el sexo, las tetas
al aire y la mujer fiel. Pero fiel a su raigambre, a sí misma.
Inteligente por lo menos. Infiel al hombre, si es preciso. En
nuestro medio no puede ser de otra manera. No es un secreto
para nadie: odiamos a nuestras mujeres inteligentes. Y tiene
sentido. En este lugar, de ancestrales equivocaciones, donde
siempre se creyó que el pensamiento era una exclusividad en
el hombre y apenas un entusiasmo en la mujer, no hay fémina
inteligente que pueda ser fiel. No lo dudemos: donde haya un
cerdo que gobierne siempre habrá lesiones personales y una
mujer infiel. Y, una contradicción, si el cerdo cede terreno,
entonces encontraremos un esclavo.

Claro que no es lo mismo ser inteligente que practicar el cruel


santanderismo que nos agobia por estos lares. ¿Quién no va a
ser de una u otra manera si hay un sistema que lo permite?
Soy de la opinión que, de abolirse todas aquellas leyes
proteccionistas —falsamente feministas—, sería como
legalizar la cocaína en el país. Habría menos mujeres
preñadas. De paso, contribuiríamos a controlar la explosión
demográfica. Creo que un hombre consciente y libre y una
mujer libre y consciente, sin cortapisas, ni artimañas, llevarían
más calma a sus bien pensados hogares. Si todavía existen
algunas que no lo entienden, mostrémosles que pueden ser
dueñas y señoras, no de sus hogares llenos de hijos de padres
distintos, sino de sus propios cuerpos.
8

La Chiquitica siempre quiso tener un hijo. Insistió en ello


durante bastante tiempo. Cuando agotó todas sus esperas y
vio que el proyecto se estaba tornando imposible de ejecutar,
propuso que me practicara unos exámenes. Le dije que en ese
caso, tendríamos que practicárnoslos ambos. Se excusó. Dijo
que venía de una familia prolífica. Sus padres habían
procreado nueve hijos. Le dije que apreciaba su caso, pues yo
era hijo único, pero el hecho de estar ahí, inmiscuido en el
conflicto, era la prueba fehaciente de que mi padre podía
tanto como su padre. No dio su brazo a torcer. Dijo que mi
semen no era el de un hombre común y corriente. Que era
demasiado traslúcido, vítreo, como clara de huevo. Aseguró
que el semen de un hombre normal era mucho más espeso,
tanto o más que el engrudo de almidón. Le pregunté cómo
carajos podía saber tanto si siempre me había asegurado que
en su vida no había existido otro hombre. Dijo que había
estado viendo cine porno en casa de Lila. El marido compraba
películas de ese talante para ir entrando en calor hasta el
momento de estar con Lila. Dijo que tal vez yo debería hacer
lo mismo porque hacía algunos días que no la tocaba. La
golpeé. Le dije que yo no era tan imbécil como para tragarme
ese cuento. Dijo que podía preguntarle a la misma Lila o a su
marido si quería. Que ella nunca me había dado motivos, que
sexualmente era lo que nuestros cuerpos nos habían
enseñado a ser y que si existía una queja de mi parte tenía que
revisar muy bien en nuestros comportamientos a la hora de
amarnos antes que señalar un culpable; que en cambio ella sí
tenía razones para desconfiar porque en cierto momento de
una de las tales películas, cuando una de las artistas dejó
resbalar por sus labios el semen del protagonista, Lila había
exclamado sospechosamente:

—¡Tu marido no tiene la leche así!

Y aunque Lila trató de disfrazar aquel desafortunado desliz, lo


dicho, dicho estaba y tampoco ella era tan pendeja como para
tragarse semejante cuento tan mal arreglado. Me exigió que le
dijera la verdad. Intenté golpearla de nuevo. Le dije que no me
cambiara el tema de discusión y le prohibí de ahí en adelante
visitar la casa de Lila.

Como no pudo tener hijos, la Chiquitica tuvo gatos. Y como los


gatos viven en los techos de nuestras casas para poder gozar
plenamente de su condición con otros gatos, o gatas —cosa
que mi mujer nunca pareció entender—, en casa hubo muchas
lágrimas y muchos gatos. La desaparición de uno de estos
hijos sustitutos siempre se convirtió en una calamidad
doméstica. Todo el amor maternal de que la Chiquitica era
capaz, a falta de niños, lo volcaba en este tipo de felinos, por el
que personalmente había desarrollado cierta fobia desde que
leí “Un cruzamiento”, el cuento de Kafka. Aborrezco de su
alma de cordero, su comportamiento de perro y su ambición
hombruna. Pero todo infiel tiene que considerar de vez en
cuando los gustos de su mujer. Y en cierto modo aquella
enfermiza inclinación me concernía. La Chiquitica los bañaba,
los alimentaba, exactamente como se baña y se alimenta a un
bebé. De hecho, les decía “bebé”. Durante todo el tiempo que
hubo gatos en la casa, todos los gatos que conocí y soporté se
llamarón “bebé”. Comieron la misma comida que yo comí por
años y durmieron en la misma cama donde yo dormí.
Tampoco es cierto que los malditos tengan siete vidas. Vi a
varios de ellos morir sin haber agotado la primera. De todas
aquellas muertes, la que más me impresionó fue la del “bebé
3”. Un gato enorme de rayas salmones y amarillas que penetró
una tarde en el motor de mi taxi —un Racer modelo 94 que
manejaba por entonces— y dejó su sangre regada entre las
aspas de la hélice del ventilador. La Chiquitica me culpó por
ello y como siguió ocurriendo en el transcurso de los años, a
pesar de mi fobia por los gatos, fue a mí a quien me tocó
buscarle un reemplazo con el “bebé 4”, un ejemplar de pelo
grisáceo que dormía con los ojos abiertos encima del armario.

Poco a poco, la mujercita ágil y briosa que conocí, sin


proponérselo, fue copiando la paciencia, la malsana
mañosería y el andar encorvado de los gatos.
9

Siempre guardé la esperanza de que algún día Perla acudiera


con su cuerpo blanco y robusto a rescatarme. La imaginaba
subiendo la pendiente de la calle con sus muslos briosos y
potentes, el pelo suelto y la mirada de halcón en el perfil
indígena, desafiante. Al comienzo no lograría reconocerme. Y
no la juzgaría mal. Era lógico. Tengo el pelo lleno de canas, he
bajado de peso y he perdido tres o cuatro dientes. Le costaría
un gran trabajo rescatarme de sus recuerdos. Pero al final lo
conseguiría y yo recuperaría otra vez su rostro sonriente.

Era una constante. Luego del baño diario, me colocaba la


pantaloneta, una camisilla de esqueleto y salía, empujando la
silla, a la terraza. Sentado o de pie, aferrado a la verja, vestido
o desnudo, esperaba por Perla. Vendría pasadas las diez. No
podía explicarlo, pero tenía el convencimiento de que
sucedería así. No ocurriría de otra manera. Ella era un animal
nocturno pero todas las pistas de su cuerpo y de su alma la
conducirían a mí en una fresca mañana de verano. El mes no
lo tenía claro. Sólo la hora. Pero sucedería...
10

Me gustaría volver a usar el teléfono, pero no recuerdo un


solo número telefónico al que pueda llamar. He pensado otra
vez en Perla. Quizá tenga su número anotado por ahí, en
alguna parte. He revisado en mis cosas. La pequeña agenda, la
billetera, las paredes del cuarto. Es inútil. Creo que no hubiera
sido tan estúpido como para anotarlo en lugares tan obvios, a
la vista de la Chiquitica. De haberlo hecho, es claro que ella lo
habría interceptado. De modo que aprovecho cuando me
encuentro sólo en la casa para marcar números al azar, al
desgaire. Quiero escuchar otras voces. Voces que no vengan
marcadas por el reclamo. Marcó un número y me quedo
escuchando hasta que cuelgan del otro lado. Una que otra vez
se dejan oír algunos insultos. Yo les digo: “Adentro”. Si
vuelven a preguntar o a insultar, les digo: “Afuera”. Se enojan
y me mandan al carajo. “¡Vaya y busque oficio!”, me gritan.

Ninguna voz es Perla. No recuerdo muy bien el tono de su voz,


pero estoy seguro que de escucharla de nuevo, puedo saber
que se trata de Perla. Recuerdo sus gritos, sus largos quejidos,
cuando hacíamos el amor. Me enterraba las uñas en la
espalda. Decía: “Dale, dale...” No puedo asignarle fisonomía a
ese sonido ahora, esto es, representármela en toda su
dimensión, con su carne y con sus huesos. Tal vez las mujeres
pronuncian de la misma forma las palabras cuando hacen el
amor. De la Chiquitica no puedo hablar. Ella nunca dijo nada.
Sólo se quejaba. Hubo por ahí una excepción. Una madrugada
dijo “Me voy...” Pero este no es un recuerdo confiable. La frase
bien pudo haber sido pronunciada por otra de mis amantes,
no lo sé, no podría asegurarlo.

En ocasiones contestan voces de mujeres: “¿Perla?”, les


pregunto, expectante. “¿Cómo?”, preguntan. “¡Perla!”, repito.
“¡Perra será tú madre!”, me dicen. No les culpo. Al momento
de decir el nombre, arrastro la letra r y desaparezco la l. Se
forma el sonido que entienden del otro lado.

Mi madre y la Chiquitica han puesto el grito en el cielo al


recibir la cuenta de las llamadas telefónicas efectuadas en los
últimos dos meses. Me han mirado con suspicacia:

—¿Has sido tú? —me preguntan.

—¡Cuándo, cuándo! —me niego.


Estas dos alimañas no se andan con vueltas. Una de ellas va a
la ferretería y regresa con un largo candado que le colocan al
teléfono.
11

Sucedió: vino Perla.

No había acabado de mal afeitarme cuando apareció. Vi su


silueta a través del vidrio de la ventana. Atravesé como un
bólido la sala y salí a la terraza. Daban las diez en el reloj de la
sala. Alcancé a verla de espaldas, a sólo unos cuantos metros
de distancia. Vi sus brazos blancos y macizos y su culo de
avispa, duro y apretado. Iba encaramada sobre unos suecos de
madera, altos y bastos. Y marchaba con ese modo peculiar de
la mujer que obedece a sus sones más secretos. Se volvió al
escuchar mi grito de angustia. No me vio. Yo tuve apenas el
tiempo suficiente para ocultarme tras los setos de la terraza.

Sentí miedo, lo confieso. Temí que descubriera en los rasgos


de aquella aparición al hombre de sus noches montado en una
silla de ruedas.

Unos metros más abajo la vi interceptar a mi mujer que venía


de la tienda, de hacer sus mandados. Le preguntó algo. Mi
mujer negó con la cabeza. Luego le enseñó un papel,
probablemente con algunas anotaciones. Mi mujer volvió a
negar con la cabeza. Ella hizo un mohín de pesar y disgusto, le
dio las gracias y siguió caminando calle abajo.

Estuve más de media hora, atravesado en la puerta que daba a


la sala, viendo a mi mujer hacer sus cosas en la cocina.

—¿Qué, tengo micos en la cara? —se defendió ella de mi


vigilancia descarada. Di media vuelta y regresé a la terraza.
Estuve esperando hasta el anochecer. Empezó a caer una
lluvia menuda, sucia, apocada. Dejé que me mojara. Prometí
no volver a levantarme de la silla. ¿Para qué? Perla ya no
estaba.

Vino mi mujer y me arrastró dentro de la casa. Me quitó los


zapatos y me recostó sobre la cama. Me secó con una toalla la
cara, el cuello y debajo de las axilas. No vio ninguna de mis
lágrimas. Me recordó una frase que había leído en un libro
cuyo autor era mi primo: “La vida está hecha de largas
esperas”, me dijo y apagó la luz en el cuarto.
12

Antes de hacer lo que tengo que hacer, decidí visitar la tumba


de mi padre. Fue un verdadero milagro hacerle entender a la
torpe de mi mujer la naturaleza de mi deseo. Tuve que
rebuscar durante toda la mañana en el cuarto de mi madre
hasta dar con el álbum de fotografías. Saqué una foto en
blanco y negro de mi padre, durante sus años mozos, y se la
mostré:

—Adentro —le dije.

Ella, como si estuviera disponiendo las cosas para darme la


peor de las noticias, con un asomo de ternura, me pasó la
mano por la frente:

—Él está muerto, mi amor, ¿no lo recuerdas?

Estuvimos por algo más de media hora buscando la tumba. El


piso de cemento hervía bajo los pies. Mi mujer decía: “Yo digo
que fue por aquí” y regresábamos siempre al mismo sitio: un
largo mosaico de nombres empotrados a una pared recién
encalada de la altura de dos hombres. “Yo sé que lo ubicamos
en la segunda fila”, recitaba. Averiguamos con un viejito,
vestido con una bermuda y una camisa sin mangas, que
pintaba varias bóvedas del otro lado, subido en una escalera.

—¿Cuánto tiempo hace que no vienen a visitarlo? —nos


preguntó.

—Tres o cuatro años —le contestó mi mujer.

—Es mucho tiempo —dijo él—, ha habido varias


remodelaciones desde entonces.

El viejo bajó de la escalera y nos ayudó a buscar. Mi mujer


empujaba la silla de ruedas y no dejaba de hablar. “Yo digo
que es por aquí”, repetía.

Olía a rastrojo cortado y a flores secas. Se veían ramos


marchitos colgados de las paredes de las bóvedas. El sol
enceguecía, nos caía de lleno sobre la cara y los hombros.
Varios gallinazos sobrevolaban el cielo plateado. El viejo, que
iba adelante, rengueaba un poco al caminar, se inclinaba sobre
su lado derecho. Me recordó a Tomás Pérez, el personaje de El
extranjero, el libro de Camus. El que dice en el juicio que no ha
visto llorar al señor Meursault durante el entierro de su
madre.
Volvimos a la misma hilera de tumbas, de la que sospechaba
mi mujer.

—Yo digo que es esta —le explicó al viejo.

—Pero aquí aparece otro nombre…—dijo él—. Como le digo,


es posible que lo hayan trasladado para un osario —explicó
luego evadiendo cualquier tipo de responsabilidad por el
comentario emitido antes.

—¿No hacen eso si un familiar no autoriza el traslado, no es


así?

—Es el conducto regular. Pero con la violencia que se ha


desatado en los últimos años es posible que las tumbas hayan
escaseado y… Bueno, no los estoy culpando, pero ustedes han
tardado bastante tiempo en venir.

—¿Cree que pueda averiguar algo en la administración?

—De hecho, el administrador es nuevo en el cargo, pero


existen unos registros…

—¿Qué dices tú? —me preguntó, a la espera de una decisión.

—Aquí está bien —dije, observando la tumba en la que, si nos


ateníamos a sus orientaciones, deberían estar los restos de mi
padre.

El viejo propuso que siguiéramos buscando. “No, gracias,


dejemos las cosas así”, le dijo mi mujer.
Estuve cerca de una hora frente a la tumba del desconocido
sin saber qué hacer. Mi mujer dijo: “¿Quieres rezar?”. Me
negué con la cabeza. Sólo quería estar allí, sentado en la silla
de ruedas, soportando los cuchillos del sol, abrumado por tan
cruel evidencia: el olvido más grande. Los huesos extraviados
de mi padre.

Al llegar a la casa, mi madre preguntó:

—¿Cómo les fue?

—Sólo fuimos a perder la plata de la carrera del taxi —le


respondió la muy estúpida de mi mujer.

Con el primo sucede igual, pero distinto. Él y su mujer escogen


una fecha memorable para visitar la tumba de su difunto
padre. Aniversario de muerte, cumpleaños de nacido; día de
difuntos o día de los padres. O la esporádica publicación de
alguno de sus libros.

Toman un taxi y van con los niños. Elaboran un picnic sobre el


verde prado de su tumba. Alquilan una manguera a los
encargados del cementerio y lavan, limpian y pulen con aceite
de comer una placa de mármol en la que colocan la palma de
la mano al llegar, a modo de saludo, y que besan después al
despedirse.

Le llevan noticias de esta vida. Que el libro anterior fue un


éxito en las librerías, que el niño va a terminar con honores la
escuela primaria y que la bebé ya aprendió a caminar, pero
que todavía no sabe pedir el agua. Pero, “No te preocupes,
viejo, estamos trabajando en eso”.

Tiene el primo una manera particular de librar su lucha


contra el olvido. Aplaudo la angustia de sus métodos, pero no
los comparto. A veces, no puedo creer que se llame a sí mismo
escritor. No con esa candidez y esa posición de minusválido
ante lo inevitable.

Los actos definen a las personas, incluso, mucho más que sus
obras, en las que por lo general se acogen a la mentira. Y aún
mentidas, las obras son superiores a sus autores. Yo nunca
sería capaz de besar el reposo de un cadáver, ni siquiera
tratándose de la tumba de mi padre. ¿Besar un mármol yo?
Probablemente orinaría sobre él. Fue lo que estuve meditando
durante la hora en que permanecí sentado al frente de aquella
tumba. De qué manera pararme de la silla, sin ayuda de nadie
—ni siquiera de la imbécil de mi mujer, que sin duda
desaprobaría el carácter revolucionario de aquel acto—, sacar
mi verga muerta y mearme con ella la mediocre pulcritud de
las tumbas de aquel viejo cementerio. En vez de eso, contraje
la caja torácica, rasgué la garganta y lance un escupitajo a la
inscripción con el nombre del desconocido que echaba raíces
en el lugar donde deberían reposar los huesos de mi padre.
13

Esta es la época del desprestigio. La sociedad en estado de


quiebra. Y no es sólo porque haya caído Wall Street y los
hampones de cuello blanco hayan demostrado su ineptitud y
su ineficacia en este falaz juego de cartas. El rey dinero es un
fastidio y el hombre que ha visto caer durante dos mil años
gran parte de sus ídolos, ha entrado en pánico. A la gente del
común, como yo, ni siquiera le sirve tener diecisiete
centímetros. Incluso, el pene, se ha declarado en emergencia,
tiene encendida todas sus alarmas. El gran jefe Seattle tenía
razón: “La vida ha terminado. Ahora empieza la
supervivencia”.

Desvirtuado el amor, como valor, y el dinero como fruto del


poder y los grandes magnicidios, nos queda el abismo y el
miedo que pronosticaron pesimistas como Wilde o Ciorán. El
hombre no avanza. Se obstina. Persiste en la solución de facto
que ambicionaba Nietzsche: la vieja teoría del homicida. No
olvida que guarda en el armario sus instintos y el viejo garrote
que lo alejó del simio y lo acercó al hombre. No es ni mucho
menos el ser poderoso que se sostiene sobre el puente, sino el
equilibrista acobardado que se protege con suficientes redes.
La mejor defensa es un buen ataque, esgrime. Niega dos mil
siglos de historia. ¿Qué ha hecho durante todo este tiempo?
Viajó dentro de sí y navegó por los espacios siderales. Inventó
la rueda, descubrió el mapa del genoma humano y ha estado a
punto de dar al traste con los preceptos de sus más antiguas
escrituras. Ha intentado llenar el vacío y cada vez que inyecta
más combustible y energía en la consecución de este proyecto,
descubre que el abismo se hace más grande e insuperable.
Mientras sigue buscando, las bases del mundo que ha
cimentado se le caen a pedazos. Apenas si tiene tiempo para
mirar a ese viejo Atlas puesto de rodillas al que el mundo de
pobres y falsas ideologías que sostiene sobre sus hombros
terminará aplastando. De nada servirán los miles y miles de
millones de dólares que le insuflan a sus rodillas para
sostener una economía de desastre; podrida, fracasada.
¿Cómo se explica la muerte como política social, como
sustento de un programa económico? ¿Es preciso insistir en
doscientos siglos más de guerras y asesinatos? Será infeliz el
hombre nacido de mujer, de vida corta, que insista en la
ideología del hambre y del cadáver.

¿Y la gente del común?


Los hombres que van todos los días a su trabajo y las mujeres
a las que les muestro mi naturaleza de gorila cuando pasan
por la calle a comprar a la tienda del cachaco sus productos
caros. ¿Seguirán sonriendo o llamarán a la imbécil de mi
mujer para que los libere de la catástrofe? ¿Qué puede hacer
esta estúpida? ¿Esta chiquitica desalmada que ignora que con
mis maneras y mi don de lisiado la elevo a la envidiable y
codiciada categoría de los estultos? ¡Ay de los hombres
cuando dejan en manos de los cuerdos la solución de sus
asuntos! Tarde o temprano se verán abocados a llamar en la
puerta de los dioses y los milagros. El hálito malévolo que
durante siglos le ha dado aire a infames e inauditas religiones.

Mi religión es acabar pronto. No voy a esperar que los iraníes


o los norcoreanos arrojen la bomba atómica. Esa calamidad se
la dejo a los gringos que han sentado las bases de su alma en
la energía y les duele como el putas que sus inventados dioses
apaguen el interruptor y les dejen el mundo a oscuras.

Les tengo una noticia: usen la tecnología. Háganse alargar el


pene. Encuentro el mío con facilidad. En el frío o en la
penumbra. Lo caliento con mis manos que es el mejor de los
fuegos. Borges, el menos argentino de todos los argentinos
que pude conocer, aseguró una vez ante la proximidad
irreversible de su ceguera: la oscuridad no es de color negro
como todo el mundo cree. La oscuridad tiene matices. Azul
intenso, plateado, gris…

La muerte no es tal como la venden. No es cierto que semeje


un estofado de la mejor carne, ni el eufemismo al que le han
invertido tanto tiempo los ascetas, ni el producto desechable
en el que han confiado su dinero los productores
holliwolenses. Tampoco lleva guadaña, como piensan algunos
—los menos optimistas—, de lo contrario todos moriríamos
degollados. La muerte viene, y no precisamente a caballo
como dice la canción popular mejicana, la muerte viene
porque se aburre, mamada de tanta desesperanza.

¿Hay algo rescatable en este hombre moderno, indiferente,


impreciso, cobarde, fracasado? ¿Que deja su destino en manos
de otros fracasados?

Sin duda, tiene una herencia que defiende. La vida es corta. Se


apasiona y desapasiona con facilidad. Le gusta viajar, hacer el
amor, ir al fútbol y gozar de los avances tecnológicos. Finge
ser osado y se arriesga. Luchando por su patria individual.
Hace negocios. Se vuelve traficante, mercenario, sicario,
truhán. Se esmera por su propio fracaso. ¿En qué puede creer
este hombre usufructuado? ¿Cuáles son sus valores, sus
credos, sus metas? Alguien de tan pírricos triunfos hace de los
triunfos ajenos sus escasas acreencias. En un barrio de una
ciudad costera ecuatoriana un hombre celebra con tragos
porque El Barcelona FBC ganó la Champion Leage. Mi mujer,
la pobre modista de La Calle Doce, festeja porque Silvia
Stcherazi, la diseñadora de moda más reputada del país,
expone con éxito sus confecciones en la pasarela de Milán.
“Maraca” y “Friso”, dos taxistas de la estación, no se cambian
por nadie porque un pelotero de la ciudad bateó su primer
jonrón en las Grandes Ligas.

Hay que hacerle un hijo a esta mujer moderna. Eso es. Esta
mujer que ha dado muestras de ser inteligente, que va para
adelante, que no se deja. Esta mujer de avanzada que ha
dominado todo el tiempo la historia del hombre y que acaba
de darse cuenta que tiene un arma más poderosa que un
pobre y aletargado pene. Compartiremos la casa, la mesa, el
auto, los muebles. No le importará. El día que se fastidie
comprará su propia casa, su propio auto, sus propios muebles.
Los tiempos del desencanto la encontrarán vieja y cansada y
el reporte de los daños tomará los alcances de una tragedia.

En cuanto a mí, ya lo saben, creo más en el destino corto.


Prefiero la Sibyl Vane de Wilde a la Fermina Daza de García
Márquez, o a la Madre Teresa de Calcuta. La mujer que hoy
pasa de los dieciséis tratando de huir, copia los vicios del
hombre. Dueña de una impostada jerarquía, se hace dueña, se
impone. El hombre, luego de un oscuro matrimonio, espera
salvarse. Escapa o comete homicidio.
14

La mujer del primo entra de improviso y me encuentra


llorando en la sala.

—¿Qué le pasa, primo? —me dice, acuclillándose a mi lado,


postrado en la silla.

Sólo a una imbécil como a ésta se le ocurre hacer semejante


cuestionamiento. Me gustaría contestarle con la misma
pregunta. Estoy seguro de que se vería sorprendida. ¿Qué le
pasa a ella y a miles de mujeres como ella? ¿Cuánto tiempo
desperdiciado al lado de un perdedor como mi primo? ¿Qué
espera de él? ¿Cómo es que ha decidido que se conforma, que
le parece suficiente con lo que tiene ahora? Una vida tan
simple, tan exenta de todo; donde el mayor y más cercano
apasionamiento se confunde con el compromiso de preparar
la comida todos los días, arreglar el apartamento, cuidar que
los niños asistan al colegio y abrir su cuerpo una que otra
noche cediendo a las urgencias de un miserable patán que no
se percata que no sólo su cuerpo, sino que también su almita
de esclava se encuentra cansada. Debería pensar que el
infierno es aquí donde las desdichas se confunden y
enmascaran la faz bajo la forma de una rutina siniestra que
apenas muestra sus garras. Antes estuvo mejor, más buena
quiero decir; fresca y robusta, como una mojarra. Hoy es un
oscuro recuerdo, una triste y desmirriada flor tirada a los
cerdos, pesimamente mordida, mal pisoteada.

—¿Qué le pasa, primo? —dice de nuevo, cuidando de poner


emoción alguna en sus frágiles palabras.

Habría que pasarles cuenta de cobro a perdedores como el


primo o como yo, o como a cualquier otro miserable
inconsecuente. Es increíble lo que podemos hacer con uno de
estos seres en veinte años de convivencia. Las mujeres no
parecen entender. Están en la obligación de ser cada día más
clarividentes. Equivocan el fin y a menudo, la naturaleza de
sus enemigos. No se trata de una carrera de relevos ni mucho
menos una competencia de mercados. Sufren la misma
contrariedad de escritores fracasados como el primo que
buscan los molinos de viento en algún lugar de la Mancha,
cuando están dentro de sí mismos. Me recuerdan la vieja
historia de los esclavos de los tiempos del caucho en el Brasil.
Cortaban los árboles a los que estaban encadenados. Creían
que se desquitaban. Pensaban que el enemigo era el árbol y no
el hombre que sostenía el látigo con el que eran castigados.
Esta mujer, por ejemplo, piensa que lo terrible de mi tragedia
es el llanto. Me dan unas ganas inmensas de asesinarla. No lo
lamentaría. Ni siquiera por el mercader de mi primo, que, a
falta de mujer, tendría una mejor ocupación que escribir
pendejadas, encargándose de los niños. Pero.., ¿para qué? Ya
esta mujer ha sido asesinada por el infortunio al que la
consignó su marido. En vez de eso, decido hacerle un gran
favor: introduzco mi mano buena entre sus piernas, en
cuclillas, y le agarro su animal triste y enflaquecido.

Ella me responde con las armas de su ignorancia programada.


Cinco minutos después, todavía me arde la piel donde me dio
la bofetada.
15

¿Quién iba a pensarlo de mi primo?

Ha venido, me ha mirado directamente a los ojos y me ha


colocado el paquete en el regazo, envuelto en papel de estraza,
dentro de una bolsa plástica.

Me ha guiñado los ojos antes de irse. Lo llamo a gritos. Él


regresa. Quiero decirle: ¡Gracias! No encuentro la palabra. En
vez de eso digo:

—Bacano.

Él hace un mohín de satisfacción, levantando el pulgar de su


mano derecha.
16

Con el revólver y las balas, venía incluida una cajetilla de


cigarros. He fumado todo el día, debajo del palo de guayaba
ácida que está en el patio.

La actitud de mi mujer me sorprende. No ha intervenido. En


vez de eso, se ha bañado temprano, se ha puesto el vestido de
flores rojas y azules que hace un mes viene confeccionando, se
ha colocado rubor en las mejillas, carmín en los torcidos
labios y ha traído su maleta.

—Me voy —dice.

No sé si me entenderán cuando digo que me parece un bello


esperpento, una especie de guacamaya desahuciada.

Se acerca. Me pide que abra la mano y me coloca en la palma


abierta el sobre que contiene el veneno para ratas.

—Sé que lo has estado buscando, —me dice.

Veo los ojos llenos de odio de la estúpida. Es capaz de echarse


a llorar a última hora. Me enerva tener que observar el
recorrido de sus lágrimas en sus flacos cachetes empolvados.
Piensa seguramente que esta es la peor decisión que ha
tomado. Morirá creyendo que se ha equivocado. No tendrá
paz hasta el final de sus días. Un buen dios le haría un gran
favor fulminándola con un rayo enseguida. La imbécil no tiene
tanta suerte. Da media vuelta, esperando siempre que la
detenga, que le diga algo, y se dirige a la puerta que da a la
calle.
17

Esta es la segunda vez que mi madre sale al patio a preguntar


por mi mujer. La busca mirando a los rincones, con la misma
actitud con que se busca un trapero, una escoba. Y es normal
que lo haga así, entre la vieja y yo hemos barrido y trapeado el
piso de la casa con ella. De pronto, levanta la vista y se detiene
en mi rostro. Le muestro el raticida. Alarga la mano derecha.
Lo deposito en su palma abierta, temblorosa.

—Tendré que hacer la comida —dice y se dirige a la cocina.


18

Cenamos mirándonos a los ojos. Masticando despacio, sin


hablar. La comida no está mal. Mi madre siempre ha sido
buena para la cocina. Sólo que en su carácter no está cocinar
lo que le piden, sino lo que le viene en gana, lo que le gusta.
Odia la sopa. Nunca ha cocinado un maldito plato de sopa.
Siempre imponiendo su terca afición por el odioso arroz,
incluso a la hora del desayuno. A mis treinta años ya había
consumido todo el arroz que se necesita comer en el
transcurso de una vida. Sin embargo, hoy, en el último de sus
días, se contraría. Ha cocinado sopa. Se pasa de estrafalaria mi
madre. Una cena cuyo plato fuerte es la sopa. Sopa con chicha
de tamarindo. ¡Vaya!, pienso: si no nos mata el raticida, lo hará
sin duda esta increíble combinación de líquidos.

Me hago una pregunta: ¿En cuál de los dos empezarán a


manifestarse primero los síntomas de envenenamiento?
Mientras espero, enciendo otro cigarro, el último de la
cajetilla. Aspiro y arrojó luego una bocanada de humo,
ahuecando los labios. Mi madre me pregunta si no pienso
tomarme la chicha. No le contesto. Empiezo a tomarla en el
momento en que ella empieza a tomar de la suya. Ella dice:

—Yo te di la vida. Tengo derecho a quitártela.

No hago caso. No me importan sus palabras ni lo que tenga


que decir a última hora. No me preocupo. Mi madre no se
quebrará. Es fuerte. Vivir hasta la edad que tiene hoy, para
ella, ha sido una decisión, no un milagro. Pienso que ha vivido
hasta que le ha dado la gana. Probablemente ha podido
acortar el ciclo, pero no le ha interesado abreviar las
distancias.

—Esta casa —dice, con voz queda, apagada, casi para sí


misma—... Tu padre tenía muchas ilusiones cuando la
adquirió... Él no sabía... Las casas son solo eso, casas. No son
otra cosa... Mañana alguien sentirá el hedor y destruirá la
cerradura de bronce que el mismo colocó... Cierra como una
nevera, me dijo al instalarla.

No creo que vaya a ver lágrimas en el rostro blanco y grasoso


de esta mujer. No se lo he dicho nunca y supongo que nunca
se lo diré, pero me gusta como es. Su rostro quieto, frío,
desprovisto de sonrisa; libre de cualquier gesto afable. Su
carácter férreo, drástico, inalterable. Si ésta mujer algún día
ha sido feliz, no lo sabré. Si ha sido triste o desgraciada,
mucho menos.

—A tu primo no le gustará el hedor —dice, con un tono


imparcial y se levanta de la silla para dirigirse al baño. No
cierra la puerta. Desde aquí la escucho orinar y luego toser de
manera astrosa. En el apartamento de mi primo alguien
coloca en el equipo de sonido música de vallenatos. Suena la
letra de una canción que me parece muy apropiada para el
momento:

“En la revelación de un sueño, yo presenciaba mi cadáver…”,


blasfema un cantante energúmeno. Alguien a quien habría que
suministrarle un veneno más potente del que tomamos hoy
con mi madre.
19

Mi madre ha decidido esperar la muerte dormida, o por lo


menos, acostada en su cama. Entro a la habitación empujando
la silla de ruedas. Está tendida, tranquila, en la misma
posición en que suele tomar su siesta, con el cubre lecho
extendido hasta la parte baja del vientre. Miro su rostro
blanco, lleno de pequeñas verrugas, sin rastro de sangre
indígena. Ni siquiera el cabello que en ella es una especie de
estropajo reseco y desmenuzado, ganado por las canas. Ha
cerrado los ojos y espera. Me siento en una situación sui
generis. Soy un hombre que va a morir viendo morir a su
madre. Estoy completamente seguro. No moriré antes de que
ella lo haga. Tomo su mano blanca. Mido su pulso, sin asomo
de ternura. Vive. Hay un calor que por momentos se apaga
bajo su piel acartonada. Está decidida. No abrirá los ojos. No
levantará la cabeza para pedir un último deseo. En todo caso,
¿a quién se lo iba a pedir? Ha cumplido. Se va en paz con el
mundo, incluso, librándolo de mí.

—Hay demasiada luz, —murmura.


Empujo la silla hasta la ventana y corro la cortina. Me siento
algo amarillista porque creo que el cuarto, en su totalidad, no
es un mal sitio para la agonía. No habrá ni siquiera necesidad
de apaciguar el calor encendiendo el ventilador. Echo una
ligera ojeada a las cosas: la cama bien arreglada, el viejo
tocador de madera de roble y el escaparate. Abro uno de sus
compartimentos. Hay dos trajes colgados. Uno de mi madre, el
que mensualmente se colocaba para ir a cobrar su pensión, y
el viejo terno de mi padre, el mismo que usara el día de su
matrimonio. Pienso que debería ponerme este último, que
luce pulcro, aunque un poco deteriorado. Mi padre y yo
éramos de la misma talla, incluido el calzado.

Debajo del vestido están sus zapatos, negros, largos y


puntiagudos, como dos trasatlánticos. Desecho la idea. Es una
reverenda tontería. Hay que darle quehacer a los sin oficios
que encuentren los cadáveres.

Mi madre vuelve a toser.

—¿Qué hora es? —pregunta, sin abrir los ojos.

Me asomo a la puerta que da a la sala.

—Las tres, —le digo.

Ella no dice nada. Acomoda un poco el reguero de su pelo


sobre la almohada.
Pienso en la vida de esta mujer. Hubiera podido elegir otra
vida y sería igual. En ella no ha trabajado el destino. Se ha
mantenido al margen. Si dependiera de él, seguramente la
dejaría seguir su camino hasta que ella otra vez decidiera. Es
lo que el común de la gente no ha comprendido. El hombre
mueve las fichas, pero resulta más cómodo y mucho más
facilista pensar que todo está decidido y dejar nuestra suerte
a una supuesta fuerza mayor. No hay tal. Yo puedo ahora
mismo decidir por mí. Burlar el designio de tonto al que me
relega la decisión de mi madre. Puedo empezar a gritarle al
primo o a su mujer, que me rescaten, que vengan por mí. O
puedo dirigirme a mi cuarto y tomar el revólver y acortar un
poco más el camino. El veneno que nos suministró mi madre,
todavía no ha decidido nada. Ni siquiera mi mujer al momento
de entregármelo. Todo ha podido y puede ser objeto de
cambio. ¿Qué tal si arriesgamos una última hipótesis? ¿Qué tal
que la muy imbécil de mi mujer a la que tanto he subestimado,
lo haya planeado todo? Un día se cansa de la vida miserable
que lleva, del marido canalla e inservible, de la suegra a la que
desprecia, y que la desprecia, y decide cambiarlo todo, armar
su propio desquite. De modo que lee a Sidartha y aplica
aquello de que solo triunfa el que piensa, ayuna y espera. Ya
ella ayunó lo suficiente. Ahora sólo piensa y espera. De pronto,
se encuentra con un corazón que fibrila, un cerdo que prefiere
gastar lo que se gana en fumar que en comprar medicina y
¡paff!: el accidente. La oportunidad que ha estado esperando.
Lo demás resulta pura obra de carpintería: fingir que ayuda
mientras celebra, mientras sonríe. Para su fortuna, el imbécil
colabora. No busca recuperarse. Discute con los médicos,
despide a golpes y a madrazos a la fisioterapeuta; blasfema
contra Dios y contra todo aquel que quiera venir ayudarlo a
recobrarse. Se alimenta mal. No acepta bañarse. Pensar que
puede intentar volver a caminar es poco menos que un
disparate. La dependencia es total. Todo lo que concierne al
hombre depende de ella. Ahora, casi sin proponérselo, tiene
su plato servido. Incluida la actitud de la madre, una anciana
enferma, déspota, con tendencia criminal.

Me asalta un presentimiento, una forma fatal de la


certidumbre. Si las cosas resultaran ser así, tal como se me ha
dado en pensarlas, mi madre no es la única imbécil aquí que
cree que va a morir. Me pregunto: ¿revisó el contenido del
matarratas? ¿Probó ella un poco antes de verterlo en la
comida o en la chicha de tamarindo?

¡Mierda!, salgo disparado en la silla de ruedas rumbo hacia mi


cuarto. En el trayecto miro el rostro sonriente y burlón de
Luís Perú de Lacroix. “Mal indicio”, me digo. Ya en el cuarto,
busco en el escondite —debajo de la cama— donde guardo el
envoltorio con el revólver. Lo desenvuelvo. Escucho el sonido
de las balas al caer al piso, como un reguero de frijoles. Sigo
desenvolviendo. Lo que temía: el revólver no está. En su lugar
encuentro un viejo vibrador del tamaño de mi propio falo,
erecto. Una nota en el papel que lo envuelve:

“¡Quizá yo muera primero que ustedes, par de imbéciles!”.

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