El documento discute el placer y el goce que se puede obtener al leer y escribir textos. Argumenta que el placer del texto no es simplemente una cuestión de entretenimiento, sino que involucra una "deriva" o pérdida del yo a través del lenguaje. También critica la idea de que el placer es algo simple o apolítico, afirmando que en realidad es revolucionario y asocial. Finalmente, plantea que al leer, el lector desea inconscientemente al autor a través de la voz y elecciones de este en el texto.
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El documento discute el placer y el goce que se puede obtener al leer y escribir textos. Argumenta que el placer del texto no es simplemente una cuestión de entretenimiento, sino que involucra una "deriva" o pérdida del yo a través del lenguaje. También critica la idea de que el placer es algo simple o apolítico, afirmando que en realidad es revolucionario y asocial. Finalmente, plantea que al leer, el lector desea inconscientemente al autor a través de la voz y elecciones de este en el texto.
El documento discute el placer y el goce que se puede obtener al leer y escribir textos. Argumenta que el placer del texto no es simplemente una cuestión de entretenimiento, sino que involucra una "deriva" o pérdida del yo a través del lenguaje. También critica la idea de que el placer es algo simple o apolítico, afirmando que en realidad es revolucionario y asocial. Finalmente, plantea que al leer, el lector desea inconscientemente al autor a través de la voz y elecciones de este en el texto.
El documento discute el placer y el goce que se puede obtener al leer y escribir textos. Argumenta que el placer del texto no es simplemente una cuestión de entretenimiento, sino que involucra una "deriva" o pérdida del yo a través del lenguaje. También critica la idea de que el placer es algo simple o apolítico, afirmando que en realidad es revolucionario y asocial. Finalmente, plantea que al leer, el lector desea inconscientemente al autor a través de la voz y elecciones de este en el texto.
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El placer del texto
La única pasión de mi vida ha sido el miedo.
HOBBES Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer me asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo «rastree») sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de goce. No es la «persona» del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía. Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto, el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto, una mínima confusión de clics (esos fonemas lácteos que el maravilloso jesuita Van Ginnieken ubicaba entre la escritura y el lenguaje): son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna figura (apenas la de la Madre); no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión. Finalmente se podría decir que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce y en conclusión ese texto-murmullo es un texto frígido, como lo es toda demanda antes de que se forme en ella el deseo, la neurosis. La neurosis es un mal menor: no en relación con la «salud» sino en relación con ese «imposible» del que hablaba Bataille («La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible», etc.); pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille —o de otros— que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son, después de todo, textos coquetos. Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico. El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma). Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje. Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico, pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso. Sobre la escena del texto no hay rampa: no hay detrás del texto alguien activo (el escritor), ni delante alguien pasivo (el lector); no hay un sujeto y un objeto. El texto caduca las actitudes gramaticales: es el ojo indiferenciado del que habla un autor excesivo (Angelus Silesius): «El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve». Parece que los eruditos árabes hablando del texto emplean esta expresión admirable: el cuerpo cierto. ¿Qué cuerpo?, puesto que tenemos varios: el cuerpo de los anatomistas y de los fisiólogos, el que ve o del que habla la ciencia: es el texto de los gramáticos, de los críticos, de los comentadores, de los filólogos (es el fenotexto). Pero también tenemos un cuerpo de goce hecho únicamente de relaciones eróticas sin ninguna relación con el primero: es otra división, otra denominación. Con el texto ocurre lo mismo: no es más que la lista abierta de los fuegos del lenguaje (fuegos vivientes, luces intermitentes, rasgos ubicuos, dispuestos en el texto como semillas y que para nosotros reemplazan ventajosamente los semina aeternitatis, los zopyra, las nociones comunes, las asunciones fundamentales de la antigua filosofía). El texto tiene una forma humana: ¿es una figura, un anagrama del cuerpo? Sí, pero de nuestro cuerpo erótico. El placer del texto sería irreductible a su funcionamiento gramatical (fenotextual) como el placer del cuerpo es irreductible a la necesidad fisiológica. El placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas, pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo. El placer del texto no es forzosamente un placer de tipo triunfante, heroico, musculoso. Ninguna[6]necesidad de arquearse. Mi placer puede tomar muy bien la forma de una deriva . La deriva adviene cada vez que no respeto el todo, y que a fuerza de parecer arrastrado aquí y allá al capricho de las ilusiones, seducciones e intimidaciones de lenguaje como un corcho sobre una ola, permanezco inmóvil haciendo eje sobre el goce intratable que me liga al texto (al mundo). Hay deriva cada vez que el lenguaje social, el sociolecto, me abandona (como se dice: me abandonan las fuerzas). Por eso otro nombre de la deriva sería lo Intratable, o incluso la Necedad. Sin embargo, si se la alcanzara, decir la deriva sería hoy un discurso suicida. Toda una mitología menor tiende a hacernos creer que el placer (y específicamente el placer del texto) es una idea de derecha. La derecha, con un mismo movimiento, expide hacia la izquierda todo lo que es abstracto, incómodo, político, y se guarda el placer para sí: ¡sed bienvenidos, vosotros que venís al placer de la literatura! Y en la izquierda, por moralidad (olvidando los cigarros de Marx y de Brecht), todo «residuo de hedonismo» aparece como sospechoso y desdeñable. En la derecha, el placer es reivindicado contra el intelectualismo, la intelligentsia: es el viejo mito reaccionario del corazón contra la cabeza, de la sensación contra el raciocinio, de la «vida» (cálida) contra la «abstracción» (fría): ¿debe entonces el artista seguir el siniestro precepto de Debussy: «tratar humildemente de dar placer»? En la izquierda, el conocimiento, el método, el compromiso, el combate, se oponen al «simple deleite» (y sin embargo: ¿si el conocimiento mismo fuese delicioso?). En ambos lados encontramos la extravagante idea de que el placer es una cosa simple, por lo que se lo reivindica o se lo desprecia. No obstante, el placer no es un elemento del texto, no es un residuo inocente, no depende de una lógica del entendimiento y de la sensación, es una deriva, algo que es a la vez revolucionario y asocial y no puede ser asumido por ninguna colectividad, ninguna mentalidad, ningún idiolecto. ¿Algo neutro? Es evidente que el placer del texto es escandaloso no por inmoral sino porque es atópico. Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera como tengo los mejores pensamientos, como invento lo mejor y más adecuado para mi trabajo. Ocurre lo mismo con el texto: produce en mí el mejor placer si llega a hacerse escuchar indirectamente, si leyéndolo me siento llevado a levantar la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa. No estoy necesariamente cautivado por el texto de placer; puede ser un acto sutil, complejo, sostenido, casi imprevisto: movimiento brusco de la cabeza como el de un pájaro que no oye nada de lo que escuchamos, que escucha lo que nosotros no oímos. El texto es un objeto fetiche y ese fetiche me desea. El texto me elige mediante toda una disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad, etc.; y perdido en medio del texto (no por detrás como un deus ex-machina) está siempre el otro, el autor. Como institución el autor está muerto: su persona civil, pasional, biográfica, ha desaparecido; desposeída, ya no ejerce sobre su obra la formidable paternidad cuyo relato se encargaban de establecer y renovar tanto la historia literaria como la enseñanza y la opinión. Pero en el texto, de una cierta manera, yo deseo al autor: tengo necesidad de su figura (que no es ni su representación ni su proyección), tanto como él tiene necesidad de la mía (salvo si sólo «murmura»). Leyendo un texto mencionado por Stendhal (pero que no es suyo)[7] reencuentro a Proust en un detalle minúsculo. El obispo de Lescars designa a la nieta de su gran vicario con una serie de apóstrofes preciosos (mi nietecita, mi amiguita, mi linda morocha, ¡ah golosita!) que resucitan en mí los cumplidos de las dos mensajeras del Gran Hotel de Balbec, Marie Geneste y Céleste Albaret, al narrador (¡Oh!, diablito de cabellos de pájaro, ¡oh profunda malicia! ¡Ah juventud! ¡Ah hermosa piel!). De la misma manera, en Flaubert, son los durazneros normandos en flor que leo a partir de Proust. Saboreo el reino de las fórmulas, el trastrueque de los orígenes, la desenvoltura que hace prevenir el texto anterior del texto ulterior. Comprendo que para mí la obra de Proust es la obra de referencia, la mathesis general, el mandala de toda la cosmogonía literaria, como lo eran las Cartas de Mme. de Sevigné para la abuela del narrador, las novelas de caballerías para Don Quijote, etc.; esto no quiere decir que sea un «especialista» en Proust: Proust es lo que me llega, no lo que yo llamo; no es una «autoridad», simplemente un recuerdo circular. Esto es precisamente el intertexto: la imposibilidad de vivir fuera del texto infinito, no importa que ese texto sea Proust, o el diario, o la pantalla televisiva: el libro hace el sentido, el sentido hace la vida.