La Depresión - Entre Mitos y Rumores

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Colección dirigida por

Carlos Farrés • Cristina Fontana • María Unceta

con la colaboración de

Francis Guijarro • José Lasaga • Marie-Ange Lebas Royer

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0. nota sobre la bibliografía

1. sobre lo que nunca quisimos aprender sobre la depresión y resulta que sabemos

2. ¿qué quiere decir depresión?

3. lo que le pasó a Elisa

4. lo que le pasó al médico de Elisa

5. lo que le pasó al mono

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6. la depresión endógena, un rumor

7. los best-seller de la farmacopea psiquiátrica

8. el empirismo

9. ¿una enfermedad... moderna?

10. ¿una enfermedad?

11. la depresión y la melancolía

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n este libro se han eludido las notas a pie de página con la idea de facilitar
la continuidad de la lectura; se ha seguido el mismo criterio para las notas a final de
capítulo o del texto. Así que nos hemos ahorrado todo tipo de notas, tanto las
explicativas como las referenciales y bibliográficas, salvo esta general. Pero aligerar
la lectura evitando asteriscos y numeritos puede llevar al error de considerar las
opiniones que no están explícitamente atribuidas en el mismo texto a sus reconocidos
autores, como originales del que las escribe, cuando éste sólo las hizo suyas.

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Este reconocimiento, difícil de plasmar cuando no hay numeritos que hagan
referencia a quién y dónde con otras o similares palabras dijo lo mismo, no debe
quedar ausente. Por dos motivos. Uno que concierne al agradecimiento debido a
quienes han ayudado a desarrollar una comprensión sobre las situaciones que se
abordan aquí, tanto los que han dado la posibilidad de descubrir ideas opuestas a las
que planteo como los que han ofrecido pensamientos esclarecedores para su
desarrollo. El otro motivo hace referencia a la relación con el lector.

Lo que el autor ha escrito es en su mayor parte el producto de lo que ha leído, no sólo


en los libros sino también en las situaciones prácticas,y en la experiencia-o
acumulación de equivocaciones, según Oscar Wilde - adquirida en ellas. Para que el
lector encuentre un bagaje homogéneo y pueda decidir si el talante de su lectura es
agonista o antagonista - más allá de lo que el estilo de redacción pueda provocarle de
gusto o disgusto-, le puede venir bien conocer, al menos, algunas de las lecturas que
permitirían seguir con más precisión las argumentaciones que aquí se vierten.

Se acaba antes diciéndolo que explicando por qué se dice. Lean pues, si les parece, el
artículo de Freud «Duelo y melancolía» (Obras Completas de Sigmund Freud, Tomo
VI, XCIII págs. 2091-2100; Editorial Biblioteca Nueva) para tomar algunas
referencias psicoanalíticas; lean también, si quieren, El demonio de la depresión
(Ediciones BSA, 2002), de Andrew Solomon, donde encontrarán amplia información
sobre la historia y la actualidad de la depresión y de sus tratamientos, aunque
marcada por un eclecticismo absolutamente contradictorio que puede resultar algo
enervante; y sobre todo, lean, si pueden: Les corps angeliques de la post-modernité,
de Gérard Pommier, París, Calman-Lévy, 2000 (Traducción al español: Cuerpos
angélicos de la postmodernidad, Editorial Nueva Visión, BBAA), donde disfrutarán
de un análisis especialmente interesante sobre la postmodernidad desde la más
rigurosa reflexión psicoanalítica; de ahí se toman los planteamientos del Capítulo 9
de este libro. Por último, para un desarrollo más detallado y especializado de la
depresión, resultaría de gran interés el curso monográfico impartido por este último
autor en el Colegio Oficial de Psicólogos en Valencia, aunque su transcripción
todavía está pendiente de publicación a la hora de escribir estas líneas.

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n ciudadano occidental - un occidentado, como lo llamaba Lacan - medio,
cuya relación con los media es la de ojear la prensa general en el desayuno, leer la
deportiva en el almuerzo, escuchar la radio en el coche, y ver la televisión en casa,
está informado de que la depresión es un trastorno mental que parece aumentar en
estos últimos tiempos.

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Por propia experiencia, ese ciudadano conoce a más de una persona próxima que ha
pasado o está pasando una depresión, cuando no es él mismo quien la sufrió o la
sufre. Igualmente, tiene conocimiento de que existen medicinas para tratar la
depresión, los antidepresivos.Y lo sepa o no, conoce a varias personas que los toman.

Para que el lector sobrepase el grado de información del ciudadano medio, iremos
introduciendo algunos datos a los que habitualmente no se suele acceder por esos
medios cotidianos. Con ello podemos aburrir un poco a quienes hayan leído y
recuerden alguna publicación más especializada, o a quienes mantengan fresco el
recuerdo de algún documental televisivo de carácter monográfico,y por supuesto a
quienes posean una formación académica al respecto. Pero será sólo un poco.

Esta información consistirá en un sucinto repaso de la situación actual de los


trastornos del estado de ánimo englobados bajo el término de depresión. Nos haremos
una idea resumida, pero no incierta, de a qué se le llama depresión, qué incidencia
tiene en nuestro tiempo, qué tratamientos se emplean actualmente, y qué teorías la
explican.

Esta intención de hacer que el lector sobrepase el grado de información del ciudadano
medio, lejos de querer hacerlo más sabio, pretende darle los datos en los que se
sustenta todo aquello que, sin querer, sabe sobre el tema.Y no precisamente para
complementar y apuntalar la veracidad y la consistencia de sus conocimientos. Más
bien al contrario, para que pueda poner en tela de juicio aquello que le llega en forma
de píldoras informativas y que, por recibirlas sin haber ido a buscarlas, se instalan en
sus conocimientos como verdades incuestionables.

Está generalmente admitido que los conocimientos adquiridos con ganas y


voluntariamente forman parte del bagaje cultural de un individuo. Pero, por supuesto,
éstos no son los únicos que lo componen. Lo que cualquier ser humano escucha
inadvertidamente, sin querer, casi sin darse cuenta, forma igualmente parte de su
saber sobre el mundo.Y tanto las coerciones mundanas a las que se enfrenta como los
actos que pretenden modificarlas dependen de ese saber, acertado o no. Esa suma de
conocimientos adquiridos voluntaria e involuntariamente, oídos, vistos, degustados,
olidos, o tocados, determinan en buena medida nuestros actos.

Esta parte de saber, asimilado sin querer, se une al resto de los conocimientos, a esos
que somos capaces de decir dónde y cuándo adquirimos. En muchas ocasiones,
cuando es encontrada, la información buscada tarda comparativamente más tiempo en
ser asimilada que aquella que llegó fugazmente y fue oída de refilón. Muchas veces
nos cuesta retener la respuesta que obtenemos a una pregunta que acabamos de hacer,
puede ser el número de un portal, o el nombre de alguien, o la hora que es, viéndonos
obligados a preguntarlo de nuevo y no siempre una sola vez más.

Por el contrario, puede sucedernos que, sin esfuerzo alguno, se nos fije en la memoria
cualquier cosa que ni habíamos preguntado ni en principio nos interesaba, pero que
escuchamos fugazmente al pasar junto a un televisor o al cambiar de un canal a otro

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sin quedarnos en ninguno o al oír la radio del taxi mientras pensábamos en otras
cosas.Y, así, el nombre de un estadio de fútbol de un equipo de segunda división de
una ciudad que no conocemos puede grabársenos en el pensamiento tras escucharlo
inadvertidamente, y permitirnos acertar para sorpresa de todos, incluida la propia, una
absurda pregunta de Trivial.

Somos unas esponjas raras.Y para rematar nuestras rarezas, todo aquello que
aprendemos, de manera sistemática y de refilón, lo pasamos por la batidora de
nuestros fantasmas.

Este pequeño rodeo sobre el saber sin querer viene al caso, pues el saber que un
occidentado medio posee sobre la depresión está formado por informaciones no
buscadas. Incluso las experiencias personales que sobre ella puede tener poseen ese
mismo carácter. Nadie se deprime adrede, de manera que la información que sobre la
depresión propia se pueda tener fue aprendida también sin querer.

Esto que aprendemos sin atender a ello forma parte a veces de nuestras más
profundas convicciones. Aquello que no hemos hecho nada por aprender está libre de
toda crítica, no hemos tenido que desalojar nuestra ignorancia ni hemos debido
discutir con los nuevos datos. Éstos se han hecho entonces un sitio sin relación con la
duda y sin conocer otros datos contrarios. Si sólo sabemos una cosa de algo, eso que
sabemos lo es todo, y cualquier idea que lo contradiga será fácilmente rechazada. La
ignorancia genera una fe dura de roer.

De manera que lo que sabemos como ciudadanos comunes sobre la depresión forma
parte de nuestras creencias. Pensamos que no creemos ya en nada, que ni la religión
ni el materialismo histórico han conseguido realizarse más que en pantomimas que
oscilan de lo ridículo a lo siniestro. Pero no es así, creemos cosas sin darnos cuenta de
ello. Creemos, inadvertidamente, en la ciencia.

Todo el discurso mediático sobre la depresión -y en general sobre la salud - proviene,


en el mejor de los casos, de algunos datos científicos ciertos. Pero del hecho
científico al dicho mediático hay más que un trecho, hay a veces un mundo. Y en lo
que concierne a la depresión, la distancia entre las informaciones que corren
públicamente sobre ella y los datos científicos en que se apoyan es un ejemplo de
grandes dimensiones.

¿Qué hay en esa distancia? La ideología propia del postmodernismo, la nueva


religión sin Dios que determina desde mediados del siglo pasado nuestra vida civil.
Se trata del cientificismo, de la creencia en que la ciencia acabará por encontrar y por
corregir en nuestro cuerpo el error genético que nos hace infelices, enfermos, torpes y
mortales.

¿Qué hemos aprendido inadvertidamente de la depresión? Que es una enfermedad


mental, que es más frecuente en nuestros tiempos, que se trata con medicamentos
antidepresivos, y que tiene un origen orgánico y probablemente genético. Cotejando

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estas cuatro informaciones comunes con los datos científicos en que se basan,
comprobaremos que no se trata tanto de una enfermedad como de un afecto; veremos
que ya era frecuente en otros tiempos, aunque pueda considerarse -y diremos por qué
- como una nueva patología; constataremos que, además de tratarse con
antidepresivos, también se trata con otros métodos, y qué tipo de trato es el que le dan
todos ellos; y veremos que el origen orgánico o genético del que tanto se escucha
hablar es pura neuromitología.

De manera que nos espera un tramo crítico respecto a lo que, hoy por hoy, se difunde
sobre la depresión.

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tilizamos correctamente el término 'depresión'? Seguramente no. Ni
ese ni muchos otros. Puede que ni siquiera quepa la posibilidad de usarlo
correctamente. Sin embargo, hay que ver lo mucho que lo usamos.Antes de dilucidar
una respuesta tomando el camino de la acepción que nos interesa, en el terreno que
nos concierne - el psíquico-, dejemos una breve constancia de los otros significados.

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La palabra `depresión' designa, en la superficie de una cosa, la porción de aquélla que
está más baja o metida hacia el interior de la misma,y se aplica particularmente a los
accidentes geográficos que consisten en eso. Fuera de la geografía, las acepciones de
uso más frecuente en nuestros días (psíquica y económica) son aquellas en las que el
término se emplea de un modo figurado. En economía, se aplica al estado
circunstancial de un asunto que sufre una disminución de actividad. En lo psíquico,
designa la situación de quien está abatido moralmente.

Ésta es la acepción -y la situación - que nos interesa. Según el diccionario - que


coincide con la calle - la depresión es la acción y el efecto de deprimir (hundir), cuyo
sentido - figurado también - es quitarle a alguien los ánimos o la alegría.

No olvidaremos en nuestro recorrido que el significado no figurado, geográfico, del


que la acepción psíquica procede, hace referencia al hundimiento de una porción de la
superficie de una cosa, para evitar considerar la depresión como una expresión
aplicable a una cosa que no está a la altura de otras cosas. Hay una continuidad con lo
que rodea al hoyo, no hay depresión más que respecto a una superficie no deprimida;
del mismo modo que no hay abatimiento moral que no se refiera a una alegría perdida
o evacuada.

Esta palabra, depresión, en el campo de la mente humana, presenta una gran


diversidad de usos. En el uso corriente, designa tanto un breve momento de tristeza
como una enfermedad mental. Estamos un poco o muy «depres» en algún momento
del día sin saber muy bien por qué, y al rato se nos pasa sin habernos instruido más al
respecto. La cosa puede no mejorar tan deprisa, los días pueden convertirse en
semanas y, si no lo hacemos nosotros, alguien podrá pensar que tenemos una
depresión. Llega entonces el momento de definir médicamente la depresión.

¿Entramos en un ámbito científico, de definiciones claras, donde el mal uso de los


términos propios es impensable? En realidad, no. Porque, por una parte, la medicina
no es un campo estrictamente científico y, por otra, lo psíquico se somete mal a las
definiciones claras.

La medicina no es un campo científico puro, sino de aplicación y uso de los


descubrimientos científicos. En la medicina nos encontramos en un nivel científico
próximo al de «usuario» de la ciencia, como el del común de los ciudadanos. Por
norma general, el médico, el clínico que atiende los problemas de salud de los
pacientes, no es un científico ni un investigador. Es un usuario - por lo general mucho
más instruido en su materia que sus pacientes - de los descubrimientos que los
científicos han puesto en sus manos. El clínico es en nuestros días, fundamentalmente
y muchas veces a su pesar, un gestor de recursos diagnósticos y terapéuticos.

Eso no debería impedirle disponer de unas definiciones estrictas de la patología que


trata. Pero la ciencia no se las ha pro porcionado en lo referente a la mente humana.
El diagnóstico de un trastorno mental sigue haciéndose, como desde siempre, a partir
del encuentro con el paciente; no hay ninguna prueba biológica, radiológica o

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estadística que sustituya a la entrevista cara a cara para el diagnóstico psiquiátrico.

No debe sorprendernos, pues, el hecho de no encontrar en la medicina definiciones


claras y objetivas de un término que haga referencia a la mente humana. Lo psíquico
resulta más reacio que lo somático a las definiciones precisas. Sin embargo, el
esfuerzo de la psiquiatría por comprender la enfermedad mental ha producido
suficientes conocimientos como para, aun sin tener una definición exacta de
enfermedad mental (ni, por otra parte, de salud mental), poder definir diferentes
estados mentales patológicos de los seres humanos.

La expresión `depresión nerviosa' aparece en textos médicos ingleses y franceses


durante el siglo xvii. Su historia no presenta un uso claro y delimitado. Con ella se
han denominado los estados de tristeza e inhibición de carácter neurótico para
diferenciarlos de los estados melancólicos de carácter psicótico, pero también se ha
empleado como sinónimo de esos mismos estados melancólicos.

Hoy día, la palabra depresión ha terminado por englobar todos los estados de tristeza
patológica que antes recibían la denominación de melancolía.Y en su camino ha ido
abarcando todos los estados de tristeza, desde los neuróticos sin causa aparente hasta
los reactivos a una pérdida. Esta capacidad nominadora de la palabra depresión
dentro de la disciplina psiquiátrica se queda en nada cuando observamos su expansión
en la vida cotidiana.

En lo cotidiano, la palabra `depresión' sirve no sólo para nombrar cualquier tipo de


tristeza, sino también cualquier trastorno mental.Tiene un valor casi socializante,
hace más soportable hablar de la debacle mental propia o ajena bajo su capacidad
eufemística. Decir que «Fulano, el pobre, tiene una depresión nerviosa», cuando lo
que tiene fulano podría llamarse esquizofrenia paranoide, hace más admisible
socialmente su situación.

Depresión es una de las muy pocas palabras que, usadas por la psiquiatría, no se
emplean en la calle para el agravio. Prác ticamente la totalidad de patologías mentales
consideradas por la psiquiatría han prestado sus nombres para la afrenta de los
ciudadanos entre sí.Todas menos ésa: depresión.

Todos los términos empleados por la psicopatología son trasplantados a la vida


cotidiana, por lo general sin mucho criterio y principalmente como insultos. Es
evidente que el término depresión se aleja en esto de los demás (psicótico,
esquizofrénico, maníaco, histérico, obsesivo, fóbico, psicópata...), y no da mucho
juego como ofensa salvo para lenguas habilidosas en la suerte.

Por lo general, en una conversación banal, el término depresión sirve para hacer
aceptable el estado de sufrimiento psíquico de alguien. Aunque con frecuencia, una
vez aceptado, a ello suela seguirle una disección de las rarezas que el concernido ya
tenía antes de estar deprimido, y de las nuevas que no merecen disculpársele por su
depresión.

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Pero la melancolía no siempre ha estado exenta de esa capacidad faltona de la
nosografía psiquiátrica. Cuando era considerada como un signo del abandono de
Dios, la pereza, la acedia, estaba muy mal vista y eran impuestas multas y penas de
cárcel para quienes mostraban tal actitud.

Este poder eufemístico de la palabra depresión, que ha acabado por hacerla útil para
nombrar cualquier cosa, le confiere esa rara virtud de hacer aceptable socialmente
cualquier trastorno mental - si consideramos una virtud no llamar a las cosas por su
nombre-. En el ámbito médico, esa ventaja social se convierte fácilmente en un
obstáculo, pues la extensión del término favorece el tratamiento medicamentoso de
cualquier estado de tristeza.

Los psiquiatras, como los expertos de cualquier disciplina del saber, suelen quejarse
del mal uso que en la calle se hace de los términos que consideran propios de su
especialidad. Pero ocurre que los especialistas de la salud mental también tienen una
vida cotidiana en la que su lenguaje no difiere sustancialmente del de sus prójimos.
Por descontado, no hay garantía de que el psiquiatra invitado a cenar a casa de unos
amigos no vaya a sufrir un acceso de furor educandi cuando algún comensal emplee
toscamente un término psicológico. Eso siempre puede ocurrir. Pero podemos tener la
seguridad de que ese mismo psiquiatra habrá empleado de forma igualmente
impropia los términos psicológicos que ahora reprueba, al hablar de algún paciente
con algún colega: «estaba un poco depre», o al hablar de algún colega con algún
otro:«está paranoico», o a quien sea de sí mismo: «me pone histérico».

El caso es que está socialmente aceptado -y médicamente constatado - que cualquier


rareza puede darse en un deprimido, y que cualquier manifestación depresiva puede
darse en cualquier otro trastorno mental. Con esos límites tan extremados, resulta más
o menos indiferente la inexactitud de los diagnósticos que hagan dos individuos
hablando de otro, si no son sus médicos. Por lo que toca al tercero, probablemente
prefiera que digan que está deprimido a que está esquizofrénico.

Hasta los años 90, nadie pregonaba que tenía una depresión. Pero en menos de diez
años todo el mundo conoce a alguien que la ha padecido o que la padece. No es que
se pueda decir abiertamente en cualquier situación, no. En una entrevista para un
empleo no sería sensato informar al empleador de la posibilidad de deprimirse del
candidato. Pero en otros ámbitos más neutros o amistosos, se observa una
desinhibición que contrasta con la ocultación pública de los años precedentes. ¿A qué
se debe este destape anímico? ¿Qué ha cambiado en la sociedad occidental para que
de repente se manifieste abiertamente haber pasado una depresión o estar en ella,
cuando unos años antes todavía existía un silenciamiento pudoroso de estas
situaciones?

Este auge de confesiones públicas - hechas no sin esfuerzo - de depresión no es


totalmente nuevo. La melancolía conoció también sus momentos de fama y de moda
durante el Renacimiento, cuando representaba un rasgo de sensibilidad y genialidad,
y cuando, más que ocultarse, se exhibían abiertamente comportamientos

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melancólicos. Pero tal ostentación se basaba más en una imitación de los rasgos
externos de los melancólicos que en una manifestación inevitable de ese estado
anímico.

Hoy día, la confesión pública no parece moverse en esos parámetros de distinción y


notoriedad. Se confiesa, no se declara, y se hace con dificultad, pero con menos que
hace unos años, y ese cambio se debe, en mucho, a la aparición de los antidepresivos.

En los años 50 aparecieron los primeros medicamentos antidepresivos y treinta años


después llegaron a las boticas los nuevos antidepresivos: los inhibidores selectivos de
la recaptación de serotonina (ISRS). Estos fármacos vinieron a complementar la
farmacopea existente con unos antidepresivos, no tan eficaces como los clásicos
(tricíclicos, inhibidores de la monoaminooxidasa), pero con unos efectos secundarios,
contraindicaciones e incompatibilidades, mucho menores que sus hermanos mayores.
Son los antidepresivos aptos para casi todos los públicos. Su influencia en la
depresión de hoy es muy importante, y no sólo por su capacidad para modificar sus
síntomas, como veremos, sino por su capacidad para ocultar sus causas.

Volviendo a nuestra pregunta inicial, hagámonos con una definición general de lo que
llamamos depresión: un síndrome, es decir, un conjunto de síntomas que suelen darse
agrupados y que pueden depender de diferentes causas, que presenta las siguientes
características: una fatiga fácil y duradera en el plano físico y en el intelectual, un
desinterés generalizado por las cosas, inhibición física y psíquica, un humor triste,
falta de interés por la vida, trastornos de la alimentación, del sueño, de la sexualidad,
ideas de suicidio y una conciencia dolorosa de ese estado.

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Contado de manera que ella pueda decir, si quiere, que no se habla de ella; o
que sí y que el autor ha modificado algunos detalles de su biografía - no
relacionados directamente con el caso - para que ella pudiera decir que no.

lisa despertó, abrió los ojos y en la penumbra, poco a poco, su mirada


enfocó la mesilla de noche. Distinguió el despertador y comprobó que faltaban más
de dos horas para que empezase a pitar. Su marido roncaba tranquilamente junto a

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ella. No se oían otros ruidos en la casa, los niños también dormían. Cerró los ojos e
intentó aprovechar el rato y volver a dormir, pero no lo consiguió.

Sin pretenderlo, su mente repasó las cosas que debía hacer durante el día.Al poco, la
enumeración de tareas le produjo una gran desazón. Ninguna le resultaba apetecible y
su acumulación la dejó exhausta antes de empezar. Ni un solo aliciente colateral
servía esta vez para afrontarlas con ánimo. Se sintió triste y notó cómo las lágrimas
acudían a sus ojos. Se preguntó qué le pasaba y se dijo, a cierta distancia de sí misma,
que no esperaba nada de ese día - que tanto esperaba de ella y que, más avaro de lo
habitual, no pensaba darle nada a cambio-.Tuvo además el convencimiento de que los
días siguientes no le ofrecerían variaciones de programa. Desde no sabía muy bien
qué hoy, mañana sería como ayer.

Se levantó inquieta y fue al salón. Se vio rara allí sentada, a esas horas, sin los críos
peleándose por cualquier cosa, y sin su marido exigiéndoles, de forma un poco
excesiva, calma. Enseguida comprendió que tal extrañamiento no podía deberse a la
hora, porque había pasado casi diez días levantándose a horas más intempestivas e
igualmente solitarias, con unos dolores tremendos.

Eran esos los mismos casi diez días que habían transcurrido desde que la operaron de
unas hemorroides internas. El dolor la ¡levó a la decisión de operarse y un dolor aún
mayor la acompañó desde entonces hasta que, ahora que lo pensaba, hoy... o más bien
ayer... había casi desaparecido. No había reparado en ello, ¡qué cosas...!, realmente,
ayer fue mucho menos intenso..., incluso ir al baño no fue el suplicio cotidiano de las
vísperas.

Debería estar contenta... qué chocante... No sólo le extrañaba la tristeza y su ansioso


desinterés por las cosas..., lo más sorprendente era que apareciese precisamente
ahora, cuando ya no se encontraba tan impedida para hacerlas como durante las dos
semanas anteriores.Y más sorprendente aún, cuando los intensos dolores no habían
sido capaces de impedirle hacer lo que tuviera que hacer.

Porque nadie podría decir que no los había enfrentado y que no había cumplido con
sus obligaciones, con cierto orgullo sobreañadido, reconocido solitariamente, por lo
difícil de las circunstancias.A pesar de sus padecimientos había hecho la compra y la
comida con ánimo y, aunque hubiera tenido que retirar de la cocina su propio gusto
por el miedo a las consecuencias digestivas, encontraba un placer secundario pero
suficiente en la esperanza de que a alguno de los suyos le gustase. Ella, mientras
tanto, había perdido once kilos en poco más de dos semanas. Si no fuera porque le
sobraban antes muchos más, se habría quedado escuálida, pero ahora un peso ideal
quedaba más a su alcance.

¿Qué había pasado?, ¿por qué ahora, que no le dolía ni una décima parte y que había
afinado un poco su silueta, no tenía ánimos para nada?, ¿acaso no le importaban ya
sus hijos?, las lágrimas se acumulaban y un juicio - acaso el suyo - se imponía: no era
una buena madre, ni una buena esposa, ni siquiera una buena persona...

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Por otra parte, se rebeló ligeramente, no era tan mala madre. Realmente quería a sus
hijos, les dedicaba su tiempo y energías, y todo ello sin reproches y con gusto... hasta
el día de hoy. Este día que lo esperaba todo de ella y no parecía predispuesto al menor
trueque satisfactorio.

Tan sola como siempre había estado en esa cuestión de sus deberes, decidió que debía
ir al médico y contarle qué había pasado. Le contaría eso tan raro de que se aliviaron
los dolores y se despertó triste. Él le daría una solución. Pasaron las horas y llegó
aquella en que debía despertar a pitidos.

Esperó, casi sin querer, a que le pidieran el desayuno e imperceptiblemente aumentó


su malestar al experimentar un rechazo a cumplir con tal demanda, aún
respondiéndola efectivamente. Se confirmaba su impresión: no actuaba conducida por
buenos sentimientos... ni siquiera de buena mañana.

Tras los desayunos, más sola aún, retomó su único plan y cogió el teléfono para pedir
hora al médico.Tras hacerlo se tranquilizó un poco. Quizá pasado mañana, cuando le
dieron cita, ya estaría bien y todo habría quedado en un mal día. Día, por lo visto sin
futuro, en el cual el alivio fue fugaz.

No sólo la tristeza y las ganas de llorar persistieron hasta la consulta, sino que se
añadieron al cuadro la dificultad de dormir y la precocidad del despertar, así como
varios momentos en los que la angustia y el miedo desplazaron a la pena. Igual que
cuando, hace ya varios años, sufrió aquellos extraños accesos de pánico que se
aliviaban al retirarse de donde estuviera a su casa, sólo que esta vez se daban allí
mismo, de donde no había retirada posible.

Llegó el día de consulta y allí que se fue, empujándose sin ganas, casi por el qué
dirán de mí si me quedo en éstas. Se hizo llegar al centro de salud que le
correspondía. Dijo lo que pudo de lo que quiso antes de que el médico mostrase
abiertamente haber prestado su mayor atención al insomnio y a la angustia, y le
prescribiese un ansiolítico que le ayudaría a evitar los miedos y, de paso, a dormir.

Tras unos días en los que no pudo valorar esos efectos pero sí la inmovilidad de su
pena, volvió a consultar y quedó entonces más claro el diagnóstico de depresión,
prescribiéndole el médico entonces, claro está, un antidepresivo. Le advirtió que
debería esperar una semana o dos para que tuviera efectos.

Aunque consiguió, esta vez, relatar la paradójica reducción del dolor y la subsiguiente
aparición de la tristeza, al facultativo no le pareció sino mera coincidencia y no
consideró oportuno callárselo. Estaba claro que lo que ella tenía era una depresión, y
tal depresión había aparecido ese día como podía haber aparecido cualquier otro. Su
estado se debía a una disfunción neuroendocrina que, gracias a la ciencia, hoy podía
tratarse con la medicación que le prescribía, y eso de alguna relación entre la
desaparición del dolor y la irrupción de la tristeza era algo evidentemente absurdo.

Para qué discutir. Elisa confió en su médico. Ella también había oído hablar de la

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depresión y de los antidepresivos. De hecho, ya los había tomado hacía años.
Seguramente tenía algo mal en el cerebro y éste había vuelto a funcionar de forma
inconveniente, o equivocada si había que hacer caso al médico. Él tenía razón, era
absurdo pensar que el alivio del dolor tuviera nada que ver con su tristeza actual.

En aquella época en que tuvo que tomar antidepresivos para los ataques de pánico,
tampoco encontró causa alguna. Su madre había muerto ese año, es verdad, pero
varios meses antes de empezar los ataques de miedo. Y sin embargo, a pesar de todo,
aquella relación - adiós dolor, buenos días tristeza - se le imponía con fuerza, sin
alcanzar a explicarla, pareciéndole absurda, ilógica, tonta, como una suerte de
cabezonería suya, pero le resultaba tan llamativa como para no poder apartarla del
todo de su pensamiento.

Escuchando al médico le quedó claro que no iba a poder encontrar con él las causas.
Su declaración de convencida fe biológica la dejaba ante la futilidad de contar
cualquier hipó tesis causal. Para qué hablarle de la sensación de haber sido
menospreciada por una cuñada que, tontamente, había precedido hoy a un acceso de
angustia, o del recuerdo de un feo de sus hijos que la haría llorar mañana a solas en su
cuarto.

Al convencido de la neurotransmisión no le podían interesar esas cosas, y si le diera


cancha para hablar, sería por caridad, porque era evidente que lo que dijese podría
estar determinado por la disfunción de alguna amina cerebral. Hasta ahí, llegaba. Que
no era tan tonta. Aun sin poder decirlo con estas palabras, sabía que decir cualquier
palabra significativa podría ser, y sería, traducido en un aumento o disminución de
dosis.

Conocía, desde el primer tratamiento, a un psiquiatra, y ya veía al médico de cabecera


remitiéndola a otro en poco tiempo. Recordó sus encuentros con el psiquiatra, donde
no hubo mucho lugar para contar sus ideas, y sólo había sitio para contestar a las
mismas preguntas sobre sus hábitos de sueño, de apetito, de digestión, sus ansiedades
y actividades. Allí las dosis subían o bajaban desde la pluma del especialista, a veces
según sus respuestas, y otras veces sin llegar a saber por qué, como para justificar su
presencia.

Recordó también cómo acabó la experiencia cuando suprimió por su cuenta los
medicamentos, desobedeciendo al facultativo, que cautamente insistía en que siguiera
tomándolos.Y como consideraba que los augurios del psiquiatra, tras dos años sin
medicación y libre de aquellos síntomas, habían quedado rebatidos, decidió que
buscaría a alguien que, por dinero, estuviera obligado a darle tiempo para hablar y,
por título, forzado a poner remedio a su estado. Le dio vueltas a la idea y, tras un par
de semanas de infructuoso tratamiento farmacológico, se hizo con un teléfono y
concertó una entrevista con un psicoanalista.

Al principio no supo por dónde empezar. Contó entonces su estado actual, su falta de
placer en cada hacer, su llorar de repente, sus malas opiniones sobre sí misma, sus

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ataques de angustia inmotivada, su insomnio, su falta de apetito y su
adelgazamiento.Y se dio cuenta de que no había hablado de la aparición de la tristeza
y de la desaparición del dolor.

Como a su interlocutor le faltó tiempo para preguntarle sus hipótesis, ella encontró el
necesario para relatar su paradójica observación: se fue el dolor y llegó el llanto.
Pudo decir que, a ella, la insistencia de esa idea le chocaba más que a nadie; pero por
inexplicable que fuera, para ella y cualquiera, era lo que había.

Que quien la escuchaba no criticase su comentario y compartiese su sorpresa sin darle


otra respuesta la alivió lo suficiente como para dar la bienvenida a la idea los días
siguientes,y como para permitirse aventurar absurdas respuestas: «merezco un mal
que, cuando dejó de ser el que dolorosamente era, se transformó en esta pena y es
ahora lo que es». Poder decir en voz alta aquello que le desesperaba pensar la animó a
volver a charlar con su concretada y más bien muda tercera opinión. No se tomó el
antidepresivo e hizo lo que pudo por no tomar el ansiolítico más que para dormir,
aunque no resultase muy eficaz.

En el siguiente encuentro, sin saber muy bien por qué, se encontró hablando de la
dolorosa enfermedad y muerte de su madre.Ah, sí, había llegado a ello a partir de una
pregunta del psicoanalista sobre la historia de las hemorroides. Aquellas quizás
arreciaron sus temporadas dolorosas poco después de pasarse los ataques de angustia,
pero habían aparecido mucho antes, después del último parto, pocos meses antes de
morir su madre, mientras estaba terminalmente enferma. Por ahí llegó a hablar de sus
últimos tiempos.

Su madre pasó casi un año sufriendo, la pobre, y todos sabiendo que no se curaría,
pero hacían delante de ella como si fuera posible. Las palabras le traían lágrimas a los
ojos y le sorprendió estar triste aún por su madre, después de tanto tiempo. Creía
haber asumido su pérdida casi antes de que se produjera. Reclamada como estaba
entonces por su último embarazo y su conclusión en el nacimiento de su último hijo,
por su trabajo y la casa, y por mantener el tipo ante su madre cuando podía visitarla
en el pueblo, no tuvo muchas ocasiones ni ánimos para reflexionar sobre la difícil
relación que las había unido ni sobre el hecho de que no hubo despedida entre ellas.

Los ataques de angustia aparecieron casi cuando, meses después, superado el cenit de
la exigencia filial en sus aspectos materiales, empezaba a percatarse de su media
orfandad. Estos ataques centraron su vida durante un largo período, luego el
tratamiento y su eliminación ocuparon el poco espacio libre que quedaba en su
mente.Y al final, cuando ya no parecía haber obstáculo alguno para reflexionar sobre
su pérdida, hacía ya tanto tiempo de aquello y se encontraba tan aliviada que ni se le
ocurrió. En aquel momento se encontraba bien, liberada y con energías, y hacía ya un
año del suceso. ¿Acaso no quería eso decir que había asumido y superado la pérdida?

A pesar de todo, hoy por hoy, dos años después de su mejoría, se daba cuenta de que
algo faltaba en relación con la muerte de su madre. Desde aquel amanecer triste había

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pensado mucho en ella. El médico le había dicho que cuando se tiene una depresión
vienen a la cabeza los recuerdos tristes que se tienen almacenados. Por lo visto,
cuando fallan los neurotransmisores pasan esas cosas... Bueno, aunque así fuera, lo
cierto es que durante mucho tiempo pensó que había superado aquella muerte, y
ahora le parecía hasta ridículo creer que eso era posible sin haber hecho
recapitulación alguna sobre cómo había sido su vida con su madre.

Nunca había tenido ocasión de hablar con nadie de la enfermedad de aquélla, de lo


duro que fue enterarse de la irreversibilidad de su cáncer, y de lo más duro, que fue el
cómo se enteró, de lo difícil que resultó aceptar el pacto de su padre y su hermano de
no decirle la verdad a la enferma y darle un carácter de farsa a cualquier futuro
encuentro con ella.

Quizá ninguna de las dos hubiera hablado nunca de cáncer, pero haber aceptado
tenerlo prohibido le pesó como una losa en cada encuentro. Ahora que hablaba de eso
se daba cuenta de que ni sus frecuentes encontronazos tuvieron ya el mismo carácter,
ni sus palabras la misma espontaneidad, de manera que su madre debió saber que se
moría y que ella estaba al corriente.Y si no lo supo no fue porque su atemperada
relación no le hubiera dado suficientes datos.AqueIla nueva cordialidad monocorde,
libre de sobresaltos y quejas, sin ningún reproche estándar de los que se nutrían antes
sus charlas, debió ser un mensaje claro.

En cierto modo fuera de lugar, el psicoanalista le preguntó de qué tipo de cáncer


había muerto su madre. Pero, es verdad, no había dado aún ese dato tras tanto hablar
de sus efectos, y le informó que de un cáncer de colon. La operaron para extirparlo y
le hicieron un ano artificial, que le daba grandes problemas y dolores - tanto como
antes de la intervención se los dio el natural-, y le administraron quimioterapia,
dejándola escuálida.

El psicoanalista no supo si Elisa, después de decir aquello, hizo en su cabeza algún


enlace entre sus propios dolores postoperatorios y su importante pérdida de peso con
los dos síntomas maternos. En cualquier caso, ella no lo dijo. Pero había sido dicho y
escuchado.

Y la entrevista siguiente llegó inaugurada por el anuncio de una neta mejoría de la


tristeza, de la inhibición y de la angustia. No es que ya no llorase, quiso precisar, aún
lloraba, ¡vaya que sí! Pero es que lloraba por algunos recuerdos dolorosos, y eso
hacía de su llanto una experiencia completamente distinta. Ella lo definiría como que
ahora no le daba tanto miedo sentirse triste.

Hasta el momento en que dejó de asistir a las sesiones, casi dos meses después, pudo
decir cosas que nunca había expresado en voz alta; como la querencia materna por
silenciar, cara a los demás, las enfermedades familiares, y más concretamente el craso
error diagnóstico de una epilepsia que en su infancia le tocó asumir, con la limitación
de excursiones y libertad de movimientos que aquello supuso durante toda su niñez y
buena parte de su adolescencia.

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También pudo decir alto y claro el agobio que le producían los esporádicos
encuentros con su padre, y sobre todo con su hermano, aparentemente dolido por la
bonanza económica que ella y su marido empezaban a disfrutar en los últimos años.
Se explayó también sobre la permanente presencia en su vida diaria de cuñados y
cuñadas que, por mucho que apreciara, no dejaban de sustraerle grandes cantidades
de intimidad y libertad; y no pudo dejar de considerar la escasa disponibilidad de
tiempo para sí misma.

Entretanto, se sorprendió defendiendo su espacio ante su entorno, y diciendo en


reuniones familiares lo que hasta entonces había callado por no perder el aprecio que
de todos esperaba.Y se sorprendió más aún al ver que ninguno de sus «hasta aquí
hemos llegado» produjo las catástrofes temidas. Elisa recondujo saludablemente sus
relaciones con su entorno.

Elisa no hizo un psicoanálisis, no había acudido allí para eso. Sólo quería hablar de lo
que le pasaba, y cuando dejó de pasarle de la manera en que le pasaba, dejó de ir.
Resultado, sólo dos meses, ninguna medicación, y cambios en su vida que no pensaba
haber conseguido nunca.

Lo que le pasó a Elisa en un breve período de su vida viene aquí por su valor
paradigmático de una cotidianidad clínica que no nos deja hablar, que nos aísla y que
nos administra soluciones medicamentosas de forma demasiado fácil. Pero el
problema de Elisa, nuestro problema, no es que los médicos no tengan tiempo ni
formación para escuchar, sino que lo desconozcan y que les sigamos la corriente.

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Contado de oídas de Elisa, desde el pasado compartido en el lugar del médico, y
de las oídas de los colegas que allí siguen abrumados por la presión asistencial
de aquello que conocen y desbordados por lo que desconocen. De manera que
cualquier médico pueda decir que no se habla de él, a sabiendas de que con eso
no estaríamos diciendo toda la verdad.

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e esperaban veinticinco consultas programadas esa mañana, ninguna primera, por
lo que no tendría que abrir nuevas historias clínicas. Eso, más las recetas que tenía
que expedir de oficio, los imprevistos que se fueran dando, y tres representantes de
laboratorios farmacéuticos que recibiría, como siempre hacía, antes de ver al primer
paciente para que pudieran seguir su marcha y no tenerles aguardando un hueco que
nunca se daba fácilmente. Con todo, tenía por delante un día normal, tirando a ligero.

Antes de entrar a la consulta, vio sentada en una silla del pasillo a Elisa, a quien había
seguido en el postoperatorio de unas hemorroides internas, y que había requerido
grandes dosis de variados analgésicos y de algún que otro relajante muscular. Le
preocupó levemente verla allí. Las cosas no debían ir bien, pensó, y repasó a gran
velocidad las posibles complicaciones. De todas maneras, se animó, no era una
paciente difícil, respetaba las recomendaciones y se quejaba de su dolor de una
manera muy llevadera para él, que la trataba; no como otros enfermos que, por el
tono o la forma de expresarse o incluso diciéndolo abiertamente, le hacían
responsable de sus sufrimientos -y si no irracionalmente como causante de los
mismos, sí como incapaz de aliviarlos lo suficiente.

Elisa no era de esos, ella no le hacia sentirse responsable de la permanencia de los


dolores, y mostraba ante ellos una actitud decidida y admirable. Le aliviaba pensar
que el padecimiento, por lógica y dada la evolución de la cicatriz, pronto
desaparecería y que, en última instancia, era el cirujano quien debería responder a
todo eso. Se fijó en que esperaba sentada y no de pie como en anteriores visitas, y
pensó que la cicatriz no debía molestarle como antes, de manera que quizá quisiera
consultar por otra causa. Deseó que así fuera y, de paso, se alegró con prudencia de
su rápido adelgazamiento, que mejoraba su aspecto al resaltar unas bonitas facciones
antes difuminadas por su moderada obesidad.

Recibió a los representantes. El primero le regaló algunos bolígrafos, unas cuantas


libretitas y una pinza porta-tarjetas, además de dejarle varios folletos explicativos de
las bondades y eficacias de sus representados moleculares, publirreportajes, siempre
de cara edición, que ojearía cuando tuviera un rato. El segundo le obsequió con
parecidos abalorios y le prometió para su próximo encuentro el libro que casi le había
obligado a pedir en su última visita, y de paso le puso al día de los avatares de la vida
de algunos compañeros a los que no veía desde hacía tiempo. El tercero le hizo
entrega de similares bagatelas y le recriminó afectuosamente que no le pidiera nunca
nada. Le costaba entender que le fuera tan difícil apañarse para aceptar las
invitaciones de comidas, de cenas o de fines de semana en hoteles de lujo que, con
motivo de alguna breve charla sobre sus productos, organizaba el laboratorio con los
demás médicos del centro.

Muchos de sus compañeros mostraban diferentes grados de avidez por tal tipo de

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agasajos, desde quien lo llevaba con soltura y como una parte más del trabajo, hasta
aquellos que perseguían y acosaban a los representantes en busca de prebendas. Entre
ésos, algunos hacían proselitismo de su actitud, quizá para gestionar su denegada
mala conciencia mediante coartadas de práctica universal. Aunque comprendía
algunas de sus razones, a él le daba mal rollo. Hacía su trabajo con gusto y, aunque se
sentía mal pagado, asumía que era eso lo que había. Le incomodaba aceptar de un
laboratorio el pago de la inscripción a un congreso, o del alojamiento, o de los billetes
de avión para el desplazamiento. Le quedaba la impresión de adquirir una deuda
silenciosa que se esperaba saldase con la prescripción del específico. Una demanda
tal nunca le había sido formulada con esas palabras pero ahí estaba, flotando
tácitamente, en cada visita de cada visitador. Con el tiempo había ido aceptando
algunos regalos, siempre en relación con su utilidad profesional - un libro por aquí,
un estetoscopio por allá, una inscripción a un congreso cercano...-, y había aprendido
a interpretar muy fácilmente su resquemor como signo de que tenía una moral más
íntegra que otros.

Si recetaba un fármaco y no otro, lo hacía siguiendo primero criterios médicos y


después económicos - a igual composición, el más barato-. Eludía recetar basándose
en la oferta de regalos de un laboratorio o de otro, y procuraba evitar - eso le era más
difícil - hacerlo por la simpatía personal que le generase la humanidad del
representante. Sin embargo, cuando se daba el caso de igual composición e igual
precio, su decisión se encontraba inevitablemente impregnada por todos esos
condicionantes.

Salvado ese primer obstáculo matutino con la soltura que daba la costumbre, empezó
a recibir a los pacientes. Dos infecciones banales de vías respiratorias altas, que se
curarían sin su ayuda, pero que recibieron un par de recetas anticatarrales, y una
bronquitis que requirió antibióticos, una valoración de analítica pedida la semana
pasada que resultó normal, otra que mostró una anemia ferropénica para la que ya
había iniciado el tratamiento, y luego llegó Elisa.

Elisa presentaba un cuadro de ansiedad e insomnio salpicado con ataques de pánico.


Le sorprendió mucho el motivo de consulta y también le llamó la atención que no le
comentase nada de los dolores, por lo que cuando ya se estaba despidiendo le
preguntó por ellos. Ella le dijo que estaba mucho mejor, lo que le produjo una doble
satisfacción: por ella y por haber acertado en su primera impresión al verla sentada.
Esperaba que con los ansiolíticos que le había recetado se le pasaran estos nuevos
síntomas, y pensó fugazmente que, con lo mal que lo había pasado y lo mucho que
trabajaba, lo raro era que no hubiera manifestado síntomas de angustia antes. Como si
el dolor, al desaparecer, hubiera abierto una herida de otro tipo.

Tras Elisa, y no en este orden, atendió cuatro infecciones de orina, siete


gastroenteritis probablemente víricas, dos eczemas, una hernia inguinal, y cuatro
dolores difusos inespecíficos de gente que vete tú a saber qué problemas tenían que
les salían por ahí. Con el último casi se cabrea.Y por fin, a casa.

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Repasó los casos de los que no terminaba de estar satisfecho a causa de las dudas que
le habían surgido después de la visita,y se alegró de haberlos citado de nuevo pronto
casi sin saber por qué; ahora le quedaba claro el motivo. Le gustaba darse cuenta de
que funcionaba una especie de pensamiento paralelo que se anticipaba a su reflexión
consciente, echándole una mano cuando no tenía tiempo de recapacitar.

Constató de nuevo, como cada día, lo angustiada que andaba la gente. Quien no tenía
al marido en paro y enclaustrado en casa con un malhumor creciente, tenía que
soportar la senilidad explosiva de una suegra dominante combinada con la
infantilización dominada de la pareja; o los alcoholismos de los maridos y las bingo-
adicciones de las esposas. O las angustias por los desastres escolares de críos
prepúberes; los temores a futuras drogadicciones de adolescentes cada día más
taciturnos e irascibles y con más piercings que una cortina de baño; o las
toxicomanías declaradas de hijos veinteañeros que no ganaban para pagarse las dosis
y llevaban cuatro o más estancias de desintoxicación infructuosa. O el trabajo y las
voraces malas leches de jefas y jefes en almacenes y oficinas, que a cualquiera le
hacían pasar el día en vilo y no ir al médico más que cuando la fiebre o el dolor
llegaban a cotas tan altas que ya daba igual que los superiores pensasen en una
simulación absentista.

Cada día le llovían encima chaparrones de información aparentemente innecesaria


para su trabajo. Información que largaba la gente entre auscultación y palpación,
enlazando con la respuesta a una pregunta de la anamnesis, o aprovechando el
momento de escritura de la misma en la historia clínica, o ante cualquier hueco de
silencio que se les presentara. Sabía, por formación y experiencia, que los momentos
de contar dolores físicos traían el relato de otros sufrimientos, morales, económicos,
laborales..., y que a los pacientes les venía bien ese ratito de desahogo.

Hacía lo que podía: empatizar con cada uno de ellos todo lo posible, convencido de
que eso ayudaría a mejorar los males físicos de los que su saber se ocupaba. De todos
modos, unas más y otras menos, esas angustias ajenas le abrumaban. Si sólo tuviera
que escuchar los síntomas, explorar al paciente, pedir e interpretar los exámenes
complementarios, y decidir el tratamiento adecuado, acabaría su jornada laboral en
plena forma. El ideal de una cierta concepción informática de la medicina, convertirse
en una máquina que no sufra de escucha.

Su fatiga, pensaba a veces, se debía a los efectos secundarios del contacto humano.
Efectos de los que intentaba desembarazarse más o menos infructuosamente en el
camino a casa y que, al llegar allí, se desvanecían como por encantamiento al vérselas
con los malabarismos que ensayaba el pequeño con el tenedor en la mesa, y con la
dispersión de alimentos que la mayor realizaba en plato, mantel, suelo y propia ropa.
Sus comidas caseras devenían fácilmente en un circo de dos pistas donde los
funambulistas del estrés familiar pugnaban por atraer la atención - aunque fuera
recriminadora, amenazante o punitiva - del público asistente. Pero tenían la virtud de
sacarle como un rayo de sus sinsabores profesionales, y los efectos colaterales de la
práctica de la medicina en un centro de salud desaparecían de repente ante el Vietnam

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doméstico. Virtud que derivaba con frecuencia en acabar echando de menos la
barahúnda laboral.

Aún quedaban unos días para que los nanos dejaran de ir al colegio por las tardes, de
manera que se reconfortó con la perspectiva de una siesta corta, y de un par de horas
de estudio para hacer su parte de la comunicación que llevaría con dos colegas a un
próximo congreso. Luego, leería por encima las publicaciones que le habían dado los
representantes por la mañana, y dejaría para el final el último número de una de las
revistas médicas a las que estaba suscrito.

Unos días más tarde vio de nuevo a Elisa en el pasillo a la espera de consulta. Le
inquietó. Cuando llegó su turno y la recibió, constató que el cuadro de ansiedad
respondía mejor a un diagnóstico de depresión. Con cierto remordimiento por no
haber valorado correctamente la situación a la primera, la dejó hablar más rato,
aunque ya tenía claro qué antidepresivo iba a prescribirle, las dosis y las
recomendaciones que debería hacerle. Por lo que escuchaba, nada parecía justificar
un estado de inhibición, tristeza, indecisión, culpa, ansiedad, y falta de placer por las
cosas. Conocía los síntomas, aunque no se veía capaz de referirse al DSM-IV (siglas
en inglés del Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales, cuarta
edición) ni recordaba bien su clasificación, pero sí recordaba otra más sencilla de la
Facultad: depresiones exógenas causadas por algún acontecimiento real, y
depresiones endógenas causadas sin motivo externo y probablemente debidas a una
disfunción cerebral. Para el caso, daba igual, porque el tratamiento a su alcance era el
mismo.Y lo principal era que, para él, Elisa no se merecía estar así, de manera que le
iba a prescribir un antidepresivo y la iba a poner como una rosa.

Para eso había fármacos mucho más eficaces de lo que los analgésicos son para el
dolor. Bueno, al menos eso decían por todos lados los estudios que los laboratorios
realizaban y que él había leído; aunque en su experiencia casi todas las mejorías
duraban hasta que los pacientes dejaban el tratamiento y no era raro que necesitaran
de nuevo tomar medicación en algún otro momento de su vida.

No era la primera vez que recetaba antidepresivos, ni mucho menos. Quizás recetaba
más que algunos psiquiatras. Éstos se habían esforzado en explicar a los médicos de
cabecera cómo tratar depresiones que no requerían la intervención de un especialista,
para evitar el colapso en sus centros ya desbordados con tanta esquizofrenia,
paranoia, y psicosis variadas. Sólo debían derivar lo que fuera grave.Y grave era un
concepto movedizo que acababa decidiéndose por la ineficacia del antidepresivo
administrado o por la angustia que le producía el aspecto de la depresión de cada
paciente. Y como lo de Elisa era reciente, y no hablaba de suicidio, ni de la muerte,
salvo que recordaba más a su madre muerta - cuando uno está triste, sabía él por
experiencia, le vienen recuerdos tristes-, lo cual no era como para asustarse, no era un
caso para derivar a los especialistas.

Durante su charla, ella le dijo algo que le chocó. Con la prudencia de quien no conoce
la especialidad del otro, Elisa le contó, casi como si aventurase con sus palabras una

29
hipótesis, que el alivio del dolor había coincidido con aquel momento de despertar
llorando. Oír eso le produjo al médico una pequeña sacudida de angustia, de la que no
fue apenas consciente. Ni siquiera recordó que él mismo se había sorprendido de que
Elisa no le hablara de sus dolores en la visita anterior. Tampoco estableció ninguna
relación entre esa sorpresa y el enterarse de que habían desaparecido. Había olvidado
todo aquello bajo la satisfacción que le produjo saberlos desaparecidos. La pequeña
ansiedad que le causó escuchar a Elisa hablando de la coincidencia entre la tristeza y
el alivio del dolor, no le permitió reconocer que él había enfrentado ya esa paradoja
en la consulta anterior, y que había pasado por la misma sorpresa que ahora Elisa le
relataba. Pero sólo vio en ese comentario el momento llegado de ilustrar a la paciente,
y se lanzó casi enojado a argumentar contra la paradoja. Aunque le sorprendió un
poco su propia brusquedad, no se preguntó por qué le había despertado tal
vehemencia escuchar aquella relación.

Si lo hubiera hecho, podría haber visto que la ecuación que tal par de hechos
planteaba era la siguiente: dolor por tristeza, ergo si hay dolor no hay tristeza. Puede
que hubiera de qué angustiarse al oír a aquella mujer proponer ese inicio de
explicación tan sustancialmente perversa. Pero también podría haber pensado que la
única perversidad de esa relación estaría en proponerla como solución, no en decirla.
Si no hubiera estado tan deseoso de mejorar el estado de Elisa, tan embargado por esa
mezcla de querer que dejara de sufrir y de querer dejar de verla sufrir, quizás la
hubiera dejado, si no explicárselo, sí al menos explicarle su perplejidad.

Pero ocurre con gran frecuencia que en una consulta médica, una vez alcanzado el
diagnóstico, todo lo que se diga y todo lo que se piense - lo diga quien lo diga y lo
piense quien lo piense - está marcado por el momento de la administración de
soluciones, por lo que será valorado como discusión terapéutica, y no diagnóstica. Es
decir, que lo que se diga se tendrá más en cuenta para proponer soluciones que para
discernir cuál es el problema.

Esta inversión de los tiempos elementales que podríamos resumir en mirar,


comprender y decidir, trastocados en mirar, decidir y posponer la comprensión,
determina una querencia generalizada a tratar los síntomas y no las causas. De hecho,
resulta muy difícil volver atrás en un diagnóstico precipitado aunque se descubran
nuevos datos que lo cuestionen. Es algo que requiere un esfuerzo anímico y mental
importante por parte de quien ha de rectificar. Cuando una propuesta de solución está
en marcha, hay que vencer grandes dificultades para reconsiderar las cosas. ¿Cómo
va a estar la solución en marcha si el diagnóstico es errado? Porque se pueden tratar
los síntomas y descuidar las causas.

Se lanzó pues a explicarle a Elisa lo que era una depresión endógena, algo debido a
una disfunción cerebral, liberándola de toda responsabilidad o culpa sobre su estado:
era cosa de las neuronas. Y se sintió satisfecho de poder devolverle la redención que
ella le había proporcionado durante aquellas semanas de dolores cuando con nada
acertaba a quitárselos. Quid pro quo.

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Durante un tiempo, le volvió con frecuencia un malestar, algo como una vaga mala
conciencia vinculada al recuerdo de la escena en que fue algo brusco con Elisa. Sin
duda, sobró aquella exagerada reacción. Pero, bueno, eso no había interferido a la
hora de aplicar correctamente el tratamiento al uso. De manera que cada vez
rechazaba esa ligera culpabilidad, como rechazaba los leves remordimientos por la
aceptación de regalos, y como rechazaba el culposo alivio que sentía al no padecer las
desgracias que escuchaba diariamente de bocas ajenas.

Extraño y negado alivio que cualquier ser humano experimenta al saber de la


desgracia ajena, y que la más mínima urbanidad aconseja callar aun cuando los
índices de audiencia televisiva y de venta de diarios lo pongan de manifiesto
incesantemente. Podemos comprender que haya un cierto alivio en el hecho de saber
que no somos los únicos que padecemos una desgracia y en tomar conciencia de que
la compartimos con alguien. Podemos comprender también que, cuando padecemos
por algo, el hecho de ser comprendidos aun por quien no lo padece suponga un alivio
de nuestra carga. ¿Por qué no podemos reconocer que el alivio ha de ser mayor
cuando no compartimos la desgracia y estamos del lado de quien no la padece?, ¿y a
partir de qué falsa moral deberíamos descuidar este aspecto, digamos sádico, en el
médico?

Resulta, sin duda, un exabrupto hablar de sadismo en el médico. Pero eso no cambia
las cosas. ¿Cómo explicar la brutalidad ancestral de muchos tratamientos? ¿Qué otro
nombre dar a ese sentimiento de alivio que el ser humano experimenta cuando al otro
le va mal? A pesar de su ocultación y de su denegación pública (el médico ama al ser
humano, quiere su bien, y ama la salud), no podemos dejar de ver sus efectos.

Llamémosle sadismo para resaltarlo bien durante un rato. Y digamos que ese sadismo
- castigado cuando pasa a realizarse en los actos - ha acompañado de un modo u otro
a todos los seres humanos y, cómo no, muy especialmente a los interesados por
conocer las enfermedades de sus semejantes y por curarlas.

De algún modo hay que llamar a esa fascinación por conocer el mal aunque sea para
reducirlo.Y de algún modo hay que llamar a los tratamientos que dañan el cuerpo sin
más argumento que una intuición. El casco de plomo, las hierbas eméticas y las
laxantes, las sangrías y las duchas frías, las cadenas, la pira purificadora, los cilicios y
los azotes, el shock eléctrico, el coma insulínico, la lobotomía, o la medicación
empleada como coerción. No debería extrañarnos tanto de que a Elisa la protegiera de
su tristeza el intenso dolor que la ¡levó a operarse y que la acompañó en el
postoperatorio.

No es infrecuente que una depresión desaparezca tras un accidente, como tampoco lo


es que los hospitales psiquiátri cos se vacíen en tiempo de guerra. Los traumatismos
físicos y los síntomas sociales toman el relevo de los padecimientos psíquicos
individuales.

La cualidad de la relación que mantiene un sujeto con el objeto de sus estudios y de

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su trabajo no es ninguna banalidad. Hay que conocer el fuego si se quiere ser
bombero, y conocerlo bien en sus diferentes ocurrencias, y conocer aquello que le va
bien y lo aviva, y aquello que le va mal y lo apaga. Pero además hay que poder
enfrentársele, y para eso hay que tener con él una relación bien particular. Como
particular es la relación que el médico tiene con el sufrimiento de sus congéneres.

No basta con conocer los sufrimientos como el bombero conoce los fuegos, también
hay que enfrentarlos como éste lo hace. Tendrá que acercarse y observar, oler, tocar -
en otros tiempos hasta degustar (la dulce orina del diabético, por ejemplo)-, y
escuchar. Deberá estar presente en presencia del sufrimiento, y presente como no
suele estar ningún otro humano en esas circunstancias: atento a ello y, por lo demás,
tranquilo. Debe encontrarse, diariamente, en una situación repetida tantas veces como
pacientes reciba: uno sufre y él no. Situación que no encuentra parangón salvo en un
escenario sádico.

Esta distancia afectiva exigible al médico se obtiene echando mano del gusto que va a
obtener cuando gracias a ella pueda manejar lúcidamente sus conocimientos para
reducir el padecimiento ajeno. Hay un gusto, una pasión, por conocer la enfermedad
en sus ocurrencias, y por modificarlas hasta hacer desaparecer el sufrimiento. Hay,
pues, en el encuentro del médico y el enfermo, uno que sufre y otro que no sólo no
sufre sino que disfruta.Y de esa paradójica coincidencia de dolor y goce ha de resultar
el alivio del primero. En su pasión por curar, el médico enfrenta la frustración y la
impotencia, y puede llegar a ir más allá de la aplicación de métodos razonables. Pero
no va solo en ese viaje, la demanda del enfermo le empuja y le acompaña.

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abía una vez un mono, que creció dentro del mismo grupo de monos en el
que nació. Era un grupo numeroso, organizado jerárquicamente, y dominado por el
primate más fuerte del momento, seguido del resto de monos menos fuertes que aquél
y más fuertes que otros, hasta llegar al último mono. Sus relaciones familiares
incluían las conocidas por los humanos con la peculiaridad de que cualquier mono
podía ser sobrino o hermanastro de su padre y, a partir de cierta edad, padre de sus

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sobrinos o hermanastro de sus hijos. Peculiaridad y relaciones que, para este mono y
para el resto de sus congéneres, eran desconocidas e indiferentes. Su vida estaba
determinada por el tamaño y la fuerza de los miembros del grupo, y por la posibilidad
de copular, o de echar el diente el primero a la comida, o de dormir en los mejores
lechos. Pequeños enfrentamientos con otros monos decidían temporalmente quién
mandaba sobre quién. Había pues una jerarquía determinada por esos parámetros
violentos combinados con la edad y con el sexo.

Nuestro mono llevaba una existencia sin riesgos, su vida no corría peligro, estaba
bien alimentado y tenía a su alcance cuevas donde resguardarse del frío y de la lluvia.
Desde una perspectiva general - considerada la especie en su totalidad-, todas estas
comodidades se pagaban al precio de tener que limitar sus trayectos a un espacio
amurallado y soportar las miradas de unos primos vestidos que les observaban
durante un rato y luego se largaban. Pero desde la perspectiva del mono nacido allí,
esas consideraciones eran banales, porque ni conocía otros espacios ni apreciaba la
suerte que representaba la ausencia de depredadores absolutamente desconocidos para
él. Los únicos peligros conocidos no iban más allá de algunos mamporros y
accidentes leves, y de un pinchazo que recibía cada cierto tiempo, tras ser obligado a
entrar en una jaula y sujetado por los primos vestidos.

Fue creciendo y haciéndose más fuerte. No tanto como para retar al mono dominante,
pero lo suficiente para ponerse por encima de muchos otros primates más canijos.
Cada vez que una ligera escaramuza le permitía subir un peldaño en la escala
jerárquica del grupo y cada vez que este ascenso se consolidaba, llegaba un pinchazo.
No sabía cómo tomarse a los primos vestidos, que le trataban con muy buen rollo y
algo tenían que ver con su alimentación pero que, de vez en cuando, le inmovilizaban
y le pinchaban en la espalda. No es que fuera doloroso. De hecho, con el tiempo dejó
de preocuparle y comprendió que era mejor dejarse hacer sin más protestas.

Un día, como tantos, le hicieron salir del recinto y pasar a la jaula del pinchazo, pero
esta vez ya no volvió inmediatamente al lugar de origen, ni a ver a su grupo tal y
como lo había dejado. Desde ese día vivió en un lugar más pequeño, con cuerdas y
anillas, pero sin árboles ni otros monos. Los pinchazos siguieron, y con mayor
frecuencia. En su soledad, comenzó a experimentar la necesidad de moverse sin parar
y saltaba de la anilla a la cuerda, de la cuerda al barrote y, de allí, otra vez a la anilla,
en un circuito interminable que no finalizaba hasta llegar a la extenuación.

Experimentó también la postración más absoluta, pasando largos ratos con la mirada
perdida en el recinto, tirado junto a la paja y sus excrementos, sin moverse apenas.
Sus hasta entonces ágiles movimientos perdieron rapidez y preci Sión, y caía con
frecuencia mientras ejecutaba su frenético circuito, se golpeaba también contra los
barrotes y se mostraba agresivo con los primos vestidos.

Al cabo de un tiempo, empezó a notar un sabor diferente en la comida. No lo


suficientemente desagradable como para no comerla, pero que la acompañó desde
entonces. Empezó a dormir más y a saltar menos. Como consecuencia, dejó de caerse

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tanto y de hacerse tanto daño. Y se redujeron sus accesos de cólera que le llevaban a
golpearse contra el suelo o los barrotes. También dejó de rascarse con la furia que lo
hacía, y sus heridas fueron cicatrizando. Se mostraba menos irritable ante la presencia
humana, aunque continuaran los pinchazos. Hasta que un día, todo eso acabó, y sin
saber cómo, apareció de nuevo en el lugar donde nació.

El grupo había cambiado, y él no era el que fue. Estaba lento de reflejos, en muy baja
forma, y sus canijos subordinados de antaño habían crecido lo suficiente como para ni
plantearse disputarles sus privilegios sociales. Incluso aquellos que seguían siendo
menos fuertes se atrevían a encararse con él, crecidos ante su presencia debilitada y
convaleciente. Otras versiones más cruentas hacen que ésta no sea la historia de un
mono, sino de decenas de ellos, muchos de los cuales no volvieron a su parcela natal,
pues fueron sacrificados primero y sus encéfalos estudiados con detalle después.

¿Qué utilidad tuvieron las peripecias de nuestro hipotético mono para los primos
vestidos? La peripecia era un estudio. Algunos estudios realizados sobre los vaivenes
de la serotonina en los monos muestran que, en uno criado en un grupo estructurado
jerárquicamente, las tasas de este neurotransmisor ascienden a medida que ocupa un
lugar más alto en la escala jerárquica. Esto se comprueba cuantificando los
metabolitos de dicho neurotransmisor en el líquido cefalorraquídeo.

Si al mono se le provoca un traumatismo psíquico apartándolo del grupo y


manteniéndolo aislado, los niveles de serotonina descienden hasta un 50 por 100, y
desarrolla entonces conductas agresivas, tanto hetero como autodestructivas. Otros
estudios demuestran que esas conductas se ven suavizadas si al mono se le
administran antidepresivos.

Las peripecias del simio sirven para demostrar que, como ya se sabía para los
humanos, la cantidad de serotonina aumenta y disminuye según la cualidad y la
frecuencia de la relación social, por primitiva que esa relación sea. Sirven también
para confirmar, como ya se sabía para los humanos, que los antidepresivos son
eficaces para modificar los síntomas depresivos.

Cualquiera puede deducir que un ser humano sufriría semejantes modificaciones ante
una situación similar, y efectivamente es algo que sucede con frecuencia. Hemos de
pensar que la pena de encarcelamiento tiene como finalidad no sólo apartar a los
delincuentes de la sociedad y reinsertarlos después, sino que aspira también a tener
una función disuasoria, produciendo en ellos un estado depresivo a fin de que no les
vuelva a apetecer repetirlo. A mayor gravedad delictiva, mayor duración de la
depresión artificial. Dicho en términos neurojurídicos: la pena de cárcel pretendería la
reducción de los niveles intracerebrales de serotonina (lo que convertiría en una
contradicción administrar antidepresivos a los presos).

Pero la perversión del pensamiento está en que, tras tamaña demostración de que los
niveles de serotonina cambian cuando hay modificaciones en la vida de relación, se
haga caso omiso de ello y se siga extendiendo el rumor de que es la vida de relación

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la que cambia cuando cambian los niveles de neurotransmisor.

¿Quién subvenciona este tipo de estudios? O el Estado o las compañías


farmacéuticas. Si el patrocinio viene de los laboratorios farmacéuticos, la cosa se
podría comprender con las miras puestas en una ampliación de mercado que abarque
los zoológicos. Cuando haya que cambiar de domicilio a algún mono, le ayudaremos
a mejorar su calidad de vida con antidepresivos. Si el estudio lo paga el Estado, sólo
cabe pensar que el departamento responsable lo hace para agotar sus presupuestos y
justificar de nuevo su recepción en el ejercicio siguiente.

Pero éstas no son las investigaciones más caras e inútiles. La misma ficción colectiva
que favorece un despilfarro como el de la experimentación con el mono es la que
permite otros estudios más peregrinos. Como el de John Crabbe, un gene tista del
comportamiento, alguien cuya formación académica ha llevado años y ha costado
montones de dinero a sus padres y al Estado. Dinero que ha servido para que pudiera
gastar más en hacer unos estudios que le permiten afirmar que ha encontrado el
marcador genético del alcoholismo en los ratones. La cosa es tremenda.

El sentido común se ve violentado de tamaña manera -y es empujado al vacío con tal


fuerza - que el pensamiento se agarra a un clavo ardiendo. Si el tipo en cuestión no ha
perdido ya su trabajo y no ha recibido asistencia psicológica, cabe pensar que lo que
dijo no sólo debía ser cierto, sino además útil. Tanto él como su patrocinador y los
consumidores de sus descubrimientos (otros genetistas, médicos, psiquiatras,
periodistas, etc.) forman así, entre el entusiasmo de estar en el camino de la verdad -y
quizá el miedo de estar delirando en coral-, una especie de grupo integrista radical
que se desconoce a sí mismo y que va avanzando en su delirio.

Ignorantes de lo que dicen, medio asustados por su falta de raciocinio y medio


entusiasmados por la ausencia de burla hacia sus ideas, marchan tras el genetista
cantando alabanzas a su nuevo descubrimiento. ¿Ninguno se ha dado cuenta de ello o
es que nadie se atreve a decir que el rey está desnudo, que los ratones no eran
alcohólicos hasta que él les empezó a invitar a copas?

Pero dejemos a los investigadores el beneficio de la duda y pensemos que son los
media los responsables de esta vulgarización tergiversada de sus descubrimientos.
Centrémonos en el ámbito médico para valorar, allí donde importa, cuál es la
repercusión que las investigaciones biológicas y genéticas sobre la depresión tienen
en la práctica psiquiátrica.Y, en ese terreno, comprobaremos que ningún psiquiatra
emplea prueba biológica alguna para hacer un diagnóstico de depresión. Con esto
basta para constatar en qué punto están las investigaciones en cuanto a su rentabilidad
clínica. Se destinan millones de euros a investigaciones que demuestren un origen
biológico de la depresión, y no hay un solo test biológico eficaz que haya resultado de
esos estudios desde que empezaron. Quizá sea el momento de replantearse ese uso de
recursos.

Consolémonos en la certeza de que no se gasta tanto dinero en eso. Para la depresión,

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la fe en la genética no necesita pruebas. Ya se descubrirá. En lo que se invierte dinero
de verdad es en el diseño y la promoción de nuevos antidepresivos tolerados para
todos los públicos, y en ese ámbito podemos estar seguros de que las inversiones se
recuperan con creces.

No hay balances más envidiables, dentro de la legalidad vigente, que los de los
laboratorios farmacéuticos. El resultado es que la mayor parte de la población de los
países civilizados ha tenido ocasión de catar algún psicofármaco legal, y que una
buena parte está destinada a tomarlos de por vida.

Eso no sería una inmoralidad si se tratase de un tratamiento correcto y garante de una


buena salud. Pero no lo es. No sólo es que existen otros métodos tan eficaces o más
que los farmacológicos, sino que un gran número de las situaciones clínicas tratadas
con antidepresivos no requieren tal medida que, por lo demás, eterniza el problema
que supuestamente trata.

Pero la perplejidad que causan estos estudios supuestamente científicos pasa, por lo
general, desapercibida. López Piñero, en sus clases de Historia de la Medicina, hacía
una llamada a la sensatez mediante un ejemplo que nos hacía sonreír. Parodiando el
cientificismo planteaba un hipotético estudio: rodeados de los aparatos más caros,
complicados y sofisticados de los que proveen la tecnología y el mercado,
observamos el comportamiento de una mosca a la que le ordenamos: «mosca, no
vueles», constatando que la mosca objeto de nuestro estudio sigue volando; a
continuación, la atrapamos y procedemos a extirparle mediante microcirugía las alas,
tras lo cual volvemos a ordenarle: «mosca, no vueles», y la mosca, esta vez, no vuela;
concluimos nuestro estudio con el dato de que las moscas, cuando se les arrancan las
alas, obedecen. ¡Qué tontería!, pensábamos. Esas cosas no pasan.

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ingún psiquiatra cabal y actualizado dirá que existen pruebas que demuestren
con certeza una causa biológica de la depresión, ni afirmará que la genética pueda,
hoy por hoy (ni mañana ni pasado), dar razón de ella. Sin embargo, en su práctica
clínica, cuando cree que ha de explicar a sus pacientes qué les pasa, o cuando aparece
en algún medio de comunicación y debe contestar las preguntas que se le plantean, lo
más probable es que actúe como si tales pruebas existieran. Hay hipótesis de todo
tipo y, en caso de necesidad, recurrirá a ellas. Pero en realidad sólo se trata de
sospechas y, aunque las aporte calificándolas como tales, éstas se propagarán como
suelen propagarse las sospechas: como verdades.Y lo harán de una manera imparable.

Ésa es una característica propia de las noticias vagas y poco confirmadas cuando se
transmiten en público; es lo propio del rumor. El rumor es una forma de noticia con
gran capacidad de propagación. Vivimos en un mundo que cultiva masivamente el
rumor, el ámbito público está plagado de personajes que viven de él (famosos,
periodistas, abogados, empresas, políticos, brokers, publicistas, médicos, etc.), pero
no es un producto de nuestros tiempos. En cualquier grupo humano, rural o urbano,
presente o pasado, el rumor forma parte importante de lo cotidiano. Lo nuevo de
nuestros tiempos es quizá su industrialización, pero en esencia, su potencia de
propagación ha sido desde siempre eficaz. El rumor es imparable, y cualquier intento
de contradecirlo viene a darle más fuerza y a confirmarlo. Por lo demás, el afectado
por el rumor se encuentra sin defensas ante él. Puede venirle bien o mal, según
contenidos, pero no podrá frenarlo.

En toda palabra pronunciada ante otro hay una exigencia de veracidad que hace que
quien propaga un rumor tienda progresivamente a afirmarlo con más seguridad. Esa
apariencia de veracidad va creciendo en un mismo locutor cada vez que lo repite, y va
creciendo también con cada nuevo locutor. Es decir, que aquello que le confié a
alguien como una suposición lo contaré a mi próximo confidente con más
consistencia; y quienes me lo oyeron decir se lo contarán a otros como un hecho casi
confirmado, y éstos lo transmitirán al siguiente que lo escuche como una verdad
incuestionable.

En el recorrido del rumor, el contenido de éste puede verse desmentido, cuestionado,


o contradicho, pero cualquiera de estas eventualidades viene a darle más fuerza. Basta
que alguien se defienda de un rumor para que se sospeche que miente y genere así
una confirmación del mismo.

Recordemos, por ejemplo, el acontecimiento que tuvo lugar hace pocos años en
relación con un programa de televisión en el cual se deparaban sorpresas a algunos
indefensos ciudadanos a petición de alguno de sus allegados. Una noche, tras la

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emisión del programa, un bromista envió unos faxes a las redacciones de algunos
periódicos de tirada nacional propalando una falsa noticia: el citado programa había
preparado una sorpresa a una adolescente en su propia casa con la connivencia de sus
padres; la ilusión de la joven, conocer a un cantante de moda, iba a cumplirse. El
equipo del programa había escondido al artista en la casa, colocando cámaras ocultas
en el lugar para filmar la sorpresa de la chica cuando el susodicho cantante saliera
cantando de su escondite.

Según el fax, la adolescente, creyéndose sola en casa, habría aprovechado el


momento para dedicarse a una práctica sexual que hacía intervenir la mermelada y el
gusto que por lamerla tenía el perrito de la casa, siendo su actividad grabada por las
cámaras y sorprendida por su ídolo musical al irrumpir éste en la habitación; la
noticia acababa afirmando que la joven, desesperada, se había suicidado poco
después de tomar conciencia del dramático descalabro público de su intimidad.

Los periódicos telefonearon a la cadena concernida y, ante el sorprendido desmentido


de los hechos, no publicaron la noticia. Ésta, sin embargo, se propagó como un virus,
y durante un par de semanas se comentó en toda España. Las negativas de la cadena
televisiva implicada sólo servían para confirmar la noticia. Lo niegan porque es una
cosa terrible.

Que el programa fuera en directo y que la cadena de TV ofreciera el vídeo del mismo
no frenaba el asunto. Hubo quien afirmó que amigos suyos habían visto el programa
en cuestión y le habían confirmado los hechos. La noticia pasó a los medios de
comunicación por ese otro camino, como un rumor de impresionante propagación.
Hasta pasadas un par de semanas, gastados ríos de tinta en prensa y horas de
comentarios en televisión y radio, la cosa no se calmó. Durante quince días nadie
creía una sola palabra que no fuera confirmadora del dramático rumor.

Lo mismo ocurre cuando, por ejemplo, se dice que alguien es homosexual, sobre todo
sin afirmarlo con seguridad, diciendo por ejemplo: «no creo que sea verdad, pero me
han dicho que...». Eso, dicho en un ámbito público (por reducido que sea), puede
bastar para que el mensaje se transmita como confirmado en la siguiente declaración.
Si el afectado no había hecho gala de su condición homosexual hasta ese momento,
qué duda cabe de que ahora lo negará, de manera que si se preocupa en decir que no,
confirmará para muchos que sí, que en efecto algo había.

Qué duda cabe de que las ideas que mejor se transmiten por medio del rumor son
aquellas cuya falsedad es indemostrable. Cualquiera podría demostrar de sí mismo
que es homosexual, pero nadie podría demostrar que no lo es. De igual manera,
hubiera sido posible demostrar que la noticia de la sorprendida adolescente era cierta
(si se hubiera dado el caso), pero era imposible aportar pruebas positivas de su
falsedad.

No está fuera de esos parámetros la propagación de la creencia en un origen genético


de nuestros trastornos mentales. Es indemostrable, pero también lo es lo contrario, y

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eso le da fuerza a la idea, que avanza como un rumor, imparable.

Esa idea de una causa orgánica o genética de la depresión, que surge en las consultas
como explicación dada para salvar la situación de no saber, y que aparece refrendada
mil veces en los medios de comunicación, se propaga como un rumor. Es una ficción
colectiva que se apoya, como todas las ficciones, en algunos hechos constatables.

En efecto, podemos medir las cantidades de neurotransmisores presentes en el


cerebro, podemos ver imágenes en colores que traducen el riego sanguíneo encefálico
y la actividad metabólica que en él se da. Los desarrollos técnicos de los
descubrimientos científicos nos permiten acceder a esos datos constatables. Pero
todos estos hechos que la ciencia y la técnica derivada nos permiten observar no
indican necesariamente un origen de nada, sólo constatan los efectos que nuestro
estado mental tiene sobre sus soportes. Nos fracturamos un hueso porque lo tenemos,
pero el hueso no es la causa de la fractura, sino el lugar en que se da.

De esta ficción cientificista colectiva surge la generalizada especie de que habría uno
o más genes implicados en la aparición de una o más depresiones a lo largo de la
existencia de un individuo.

Los antidepresivos saben lo que nosotros desconocemos

Hay un fenómeno en particular que suele dar alas a la idea de que existe una
depresión endógena. El fenómeno en cuestión es que, según algunos estudios y la
práctica clínica cotidiana de muchos psiquiatras, los antidepresivos son escasamente
eficaces cuando se administran a alguien que presenta un cuadro depresivo porque
acaba de sufrir una pérdida real.

Es decir, que la medicación antidepresiva no se mostraría eficaz cuando de lo que se


trata es de hacer un trabajo de duelo. El dato se completa con el hecho de que los
mismos fármacos antidepresivos sí serían eficaces con la misma persona cuando
padeciera un cuadro depresivo sin otro acontecimiento desgraciado cercano.

La frontera entre un duelo y una depresión es borrosa, y la psiquiatría tiende a


establecerla en una línea arbitraria temporal, de manera que cuando, por ejemplo,
pasan seis meses del fallecimiento de una persona querida, ya no es duelo, es
depresión. Delimitación tan absurda como ilógica, por más que en la práctica todo
psiquiatra la matice con un «más o menos». Pero bueno, es el plazo que la psiquiatría
se daba antes de administrar medicación antidepresiva. A partir de ahí, ya estaba
recomendado darlos. Aunque últimamente impera en la práctica médica el eslogan:
«si parece una depresión, trátalo como una depresión», y tanto los médicos de
cabecera como muchos psiquiatras dan los antidepresivos mucho antes.

El caso es que muchos psiquiatras tienen querencia a pensar que el mencionado


fenómeno de ineficacia de los antidepresivos ante el duelo es una prueba irrefutable
de que la depresión endógena existe, causada por algo orgánico, por una disfunción

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probablemente genética.

Es decir, que cuando un buen día alguien amanece llorando y sin encontrar el menor
placer en las cosas,y no hay en varios meses a la redonda un acontecimiento de la
vida real que lo explique (una muerte, un abandono, un despido, etc.), eso es una
depresión endógena, sin motivo relaciona¡, sin vínculo con la relación con el prójimo.

Pero eso no sólo les pasa a psiquiatras, neurofisiólogos, psicólogos, o médicos. Puede
decirse que a todo ser humano le seduce la idea de que los acontecimientos
desgraciados de su existencia no le afecten; de manera que preferimos ver nuestros
sufrimientos como independientes de los reveses que nos da la vida. Tendencia a la
que somos más proclives cuando en el revés hemos podido tener algo que ver.

¿De dónde si no esa enorme labor de la humanidad por gestionar una culpa a la que
ha dado variados aspectos, desde el del pecado original y el de los pecados comunes
hasta el más actual y redentor desarreglo neurona¡? Cualquiera prefiere que su dolor
moral dependa de un neurotransmisor desviado antes que pensar que se pueda deber a
su cobardía moral, a sus pecados, a sus debilidades, o a su identidad quebrantada, o
incluso a sus éxitos.

En esa línea exculpatoria, se piensa que los antidepresivos tratan eficazmente una
entidad específica, la depresión, que sería diferente de la depresión propia de un
duelo. Este pensamiento, aparentemente de cajón, resulta sin embargo un tanto
inexplicable, pues excepto el dato de un fallecimiento cercano de alguien querido, no
hay ninguna prueba biológica que permita diferenciar un cuadro de otro; como
tampoco son distinguibles biológicamente de los cuadros depresivos que se
desencadenan tras un éxito profesional, tras un triunfo, o tras alcanzar una difícil
meta, o tras un parto.

Es decir, omitiendo el dato del acontecimiento de la pérdida reciente de un familiar,


la depresión propia de un duelo sería indistinguible de una depresión de las llamadas
endógenas. De modo que no tiene mucho sentido pensar que se trata de un fenómeno
clínico diferente, a no ser - eso sí - que tengamos una fe ciega en los antidepresivos, y
pensemos que su eficacia muestra que la depresión es sin causa, y que su ineficacia
ilustra que la depresión es con causa.

¿Y por qué no tener esa fe? En realidad, son compuestos químicos, moléculas de
síntesis, que van a las sinapsis que les apañan, que no se equivocan, como nosotros
los humanos - que vamos con frecuencia adonde no nos conviene-, y pese a que
tengan efectos secundarios porque les apañen más sinapsis que las que sería deseable,
éstos cada vez son menos peligrosos.

Creamos pues en los antidepresivos y preparémonos para tomarlos quizá de por vida.
Pero ya que estamos en ello, para profundizar en nuestra fe, preguntémonos cómo
saben los antidepresivos que ha muerto un ser querido, ¿tienen acaso estas moléculas
la sutil decencia de abstenerse de intervenir cuando se debe estar de duelo, reteniendo

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su eficacia hasta que no haya un luto cercano que llevar? Un poquito inquietante tanta
sutileza molecular.

Llevemos la pregunta a términos menos metafarmacológicos y más laicos: ¿podría


tener algo que ver el conocimiento consciente de la causa de la tristeza en la mayor o
menor eficacia de los fármacos antidepresivos? Según esta hipótesis, la cosa sería que
cuando conocemos el porqué, los antidepresivos no nos ayudan tanto como cuando lo
desconocemos. A decir verdad, algo así ocurre con la tristeza -y con la angustia, e
incluso con el otro afecto, la euforia-, cuando conocemos la causa empieza a
disminuir, y cuando la desconocemos aumenta.

Es decir, los antidepresivos no nos servirían cuando la situación nos reclama de tal
modo que empezamos a ser capaces de reducir la tristeza por nosotros mismos, y sí
nos ayudan cuando por desconocernos la aumentamos. Este conocer el porqué - o
querer conocerlo-, incapaz por supuesto de anular cualquier pérdida, pero necesario
para empezar a asumirla, es un signo de la presencia del sujeto en lo que le ocurre.
Cuando se ignora la causa y cuando no se quiere saber nada de ella, el sujeto se
ausenta de su problema y lo padece como si fuera un objeto averiado.

La lista de casos en que los antidepresivos son ineficaces no se limita a los procesos
de duelo. Pese a no existir un acontecimiento claro que justifique el cuadro clínico y
poder ser diagnosticados de depresión endógena, hay más casos en los que los
antidepresivos no funcionan.

¿Nunca se han fijado los estudios en aquellos casos en los que el individuo, a pesar de
no encontrar un suceso evidente ni cercano, está convencido de que hay una causa
para su estado? Sin embargo, no es nada infrecuente tal caso de figura. Muchas
personas piensan que su estado depresivo se debe a que un pequeño acontecimiento
en su vida - por lo demás, no siempre desagradable - incidió de una manera
desproporcionada o paradójica en su estado de ánimo. La mayoría no suele decírselo
nunca a su médico, el pudor o el temor a mostrarse poco racional tiende a
silenciarlo.Y lo cierto es que, cuando lo dicen, así sucede, y en el mejor de los casos
no se les toma en cuenta. No es impensable que el grado de convencimiento acerca
del valor del pequeño suceso determine el seguimiento de las prescripciones médicas
y su disposición respecto a lo que los antidepresivos puedan hacer por él.

Así pues, resultaría que el sujeto que conoce - o el que quiere conocer o, incluso, el
que no puede desconocer- qué le pasa no deja sitio a la eficacia del antidepresivo.Y,
por el contrario, quien ha olvidado qué perdió y cuándo, y a quien no le interesa
saberlo, recibe una mejor ayuda de los antidepresivos.

¿Qué saben los antidepresivos? Tenemos ahí la respuesta, con su ligero escalofrío: los
antidepresivos sustituyen nuestro conocimiento. Por eso saben tanto, los muy listos.Y
nos dejan tontos ante tanta y tan fina eficacia. Al fin y al cabo, como cualquier otra
droga, nos quitan de nuestro sitio en nosotros mismos. Saben no lo que ignoramos y
nunca hemos sabido, sino lo que conocimos y desconocemos.

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La legalidad de una droga no implica cambios en su molécula

Esa propiedad inherente a cualquier droga psicoactiva que es la de sustituir nuestro


conocimiento, sacarnos de nuestro lugar, es la que ha buscado desde siempre el ser
humano, ya con la intención de aprehender de otra manera la realidad, en busca de un
conocimiento iniciático ya con la de desprenderse de ella y no seguir reconociendo lo
conocido, para olvidar.

De las drogas ilegales usadas para no estar triste, para olvidar las penas, el discurso
sensato observa y afirma que no solucionan el problema, sólo lo posponen y así se
hace más difícil resolverlo.Y en ello coinciden el abstemio y el adicto. Esto no es
exclusivo de las sustancias ilegales, también el alcohol en su semi-ilegalidad merece
esa opinión general.

Pero llegados al área legal médica, la cosa parece cambiar. No es frecuente oír a un
médico decir que los antidepresivos no solucionan el problema sino que lo posponen
haciendo más difícil su solución. Pues digámoslo.

Todas las drogas ilegales proporcionan unas modificaciones susceptibles de mejorar


el estado de animo momentáneamente, pero no de modo permanente. Todos los
psicofármacos legales hacen y no hacen lo mismo que los ilegales, porque se trata de
una característica común a todas las sustancias psicoactivas el que las modificaciones
psíquicas que con ellas se persiguen sean obtenidas mientras la molécula está en el
organismo.

Si algún efecto comprobable causado por un psicofármaco perdura más allá de la


presencia en el organismo de la molécula es, sin duda, alguno de sus efectos
indeseables. Esta peculiaridad compartida de procurar beneficios mientras la
substancia está en el organismo favorece otra característica común: la dependencia y
la dificultad de la abstención.

Aun compartiendo estas taras, la ventaja de una droga legal sobre una ilegal es obvia:
sus procesos de elaboración, almacenado, distribución y venta están sometidos a una
reglamentación y son susceptibles de control e inspección. Eso no implica la ausencia
de riesgos de adulteración o de fraude, pero asegura que éstos son susceptibles de ser
descubiertos y denunciados públicamente.

Estas ventajas atañen sólo a la legalidad e ilegalidad, pero no a la bondad de la droga.


Es decir, lo mismo puede decirse del alcohol, y se podría decir de cualquier otra
droga que deviniese legal. La legalidad es una cualidad temporal - no son pocos los
medicamentos proscritos tras muchos años de libre y recomendado consumo - y
espacial - cada país tiene la suya.

De manera más global podemos comprobar que, igualmente, cada cultura tiene sus
permisos y prohibiciones respecto a las sustancias psicoactivas que su época conoce.
Y del mismo modo, pero más particularmente, puede constatarse que cada familia

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tiene sus filias y sus fobias respecto a los métodos para modificar el estado de ánimo
de sus miembros.

Tanto el fenómeno global como el local enganchan con el determinante religioso o


ideológico que organiza la vida civil de las sociedades que les conciernen. Cada
religión ha tenido, tiene y tendrá sus drogas. No sólo sus drogas legales, también las
ilegales. Las primeras son las autorizadas por el propio Dios - el vino para el
cristianismo-, las segundas son las del otro Dios, las de la otra cultura - el mismo vino
para el Islam-.Y los antidepresivos vienen a ser, con otras sustancias como los
ansiolíticos, las drogas legales de la nueva religión que ha generado la ciencia sin
pretenderlo.

Por otra parte, los riesgos de cualquier droga no se limitan a los efectos perniciosos
de sus moléculas más o menos adulteradas, sino que están también determinados por
el ambiente social en el cual se obtienen sus dosis.Y aunque, sin duda, resulte menos
amenazadora una consulta médica que un descampado del extrarradio, no deja de ser
inquietante que sean los médicos los encargados de favorecernos tan alegremente la
adicción.

En sus efectos, estas drogas legales no difieren esencialmente de las ilegales.


Hagamos libre uso de ellas, ¿por qué no? Pero sepamos que no son tan listas como la
inteligencia que evacuamos al tomarlas.

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a historia del primer antidepresivo es la habitual de muchos otros fármacos.A
finales del siglo xix se sintetizó una molécula, el iminodibenzilo, cuyos derivados se
estudiaron a principios del siglo xx por su acción antihistamínica (antialérgica, para
entendernos), pero siendo ésta poco apreciable, fueron abandonados. Cuando en 1950
se descubrió que otra sustancia de estructura química similar, la fenotiazina, resultaba
eficaz para tratar algunos síntomas psicóticos, se pensó que aquellas moléculas -
emparentadas con ella por su estructura química - podrían poseer similares efectos.

Pero no fue así, los derivados del iminodibenzilo no mejoraban los síntomas
psicóticos. Sin embargo, uno de los médicos que los ensayaba, Kuhn, observó que
algunos de los pacientes psicóticos tratados con esos derivados mejoraban de sus
síntomas depresivos. De manera que se ensayaron en pacientes deprimidos, y en 1957
uno de ellos, la imipramina, mostró claramente su eficacia. Ése fue el momento de la
aparición del primer antidepresivo.

Las primeras moléculas capaces de mejorar los síntomas de los pacientes psicóticos y
melancólicos aparecieron, pues, hace cincuenta y dos años. Se da por sentado que los
antipsicóticos y los antidepresivos cambiaron el mundo de la psiquiatría y la vida de
sus pacientes. Se da mucho énfasis a la idea de que los métodos carcelarios y las
bárbaras medidas terapéuticas existentes hasta entonces no habráian desaparecido sin
esos medicamentos. Ésta es una idea tranquilizadora pero engañosa, porque no han
desaparecido.

Treinta años después del descubrimiento del primer antidepresivo, había en el


mercado español trece compuestos de este tipo.Veinte años más tarde, hay más de
sesenta. La progresión es enorme. ¿Se explicaría esto por un incremento de la
incidencia de la depresión en la población y la necesidad de responder a ella desde la
industria? Sin duda, pero vayamos poco a poco. Hace menos de veinte años, lo que se
produjo fue la puesta en circulación de una nueva generación de antidepresivos, los
ISRS. Estos nuevos antidepresivos presentaban una innovación que iba a resultar
clave: sus efectos indeseables, comparados con aquellos de los antidepresivos ya
existentes, eran mucho menos numerosos, menos peligrosos, y menos perturbadores
de la vida diaria.Además, sus incompatibilidades e interacciones con otros
medicamentos también eran menores. En realidad, ninguno ha superado la eficacia de
los primeros fármacos, pero son los psicotrópicos más recetados después de los
ansiolíticos.

Si antes de ese acontecimiento histórico un médico general rara vez recetaba un

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antidepresivo, y un psiquiatra sopesaba con cierta precaución los beneficios
esperables y los perjuicios que podrían causar los efectos secundarios -
profundizando de paso en el diagnóstico-, desde que aparecieron estos nuevos
antidepresivos los médicos generales superan en prescripciones a los psiquiatras y
unos y otros recetan antidepresivos sin tener que valorar excesivamente la situación
del paciente. Eso implicó que un gran número de pacientes cuyo estado no llegaba a
justificar los riesgos de emplear un antidepresivo clásico empezó entonces a recibir
estas nuevas moléculas.

Que los médicos de cabecera sean los que más antidepresivos recetan es efecto de
varios factores, de los cuales apun tamos dos. Uno, que la gran cantidad de pacientes
que manifiestan trastornos de tipo depresivo saturarían las consultas psiquiátricas en
caso de ser remitidos a ellas.Y el otro, la relativa inocuidad de los nuevos fármacos.

Por otra parte, es hasta cierto punto lógico que cuando aparece un medicamento que
posee efectos benéficos sobre algunos síntomas -y sobre todo si es el primero que los
alivia - éste sea probado en pacientes que presentan síntomas parecidos.

Esto es muy frecuente en lo referente a los psicofármacos. Un paciente psiquiátrico es


susceptible de recibir tratamiento con todos los tipos de psicofármacos disponibles en
el arsenal terapéutico. No sólo es que se cambie de un medicamento a otro del mismo
tipo pero de molécula diferente, sino que recibirá medicaciones de otra categoría
terapéutica (ansiolíticos, antipsicóticos y antidepresivos). Esto es lógico que suceda
cuando se trata de medicaciones sintomáticas, es decir, que no tocan la causa de la
enfermedad sino que alivian los síntomas que acompañan a ésta. Lo cual no es poco,
y más aún en psiquiatría.

Los psicofármacos tienen esta característica de ser medicamentos sintomáticos. A


partir de mediados del siglo xx, la psiquiatría, como disciplina, ha guiado sus
investigaciones basándose en sus herramientas terapéuticas y no en sus herramientas
intelectuales. Esto ha implicado un estudio del psiquismo guiado por los efectos de
los fármacos. Si tal fármaco, que actúa sobre tales neuronas e implica a tales
sustancias, produce una mejoría del humor, deducimos que el humor depende de tales
sustancias y tales neuronas.

Los dudosos estudios sobre la eficacia de los antidepresivos

Hablamos de eficacia de los antidepresivos casi como si fuera una cosa dada, un
hecho fácilmente comprobable. Aunque hayan sido muy pocos los estudios de
relevancia sobre los antidepresivos realizados en los últimos quince años fuera del
patrocinio de los laboratorios que los fabrican, éstos han recurrido a psiquiatras de
todo el mundo para efectuarlos, y sus investigaciones parecen llevar el sello de la
imparcialidad.

No son sus científicos de plantilla los únicos que hablan de la eficacia de sus

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productos; son también los psiquiatras de los centros de salud mental, de los
departamentos de prestigiosas universidades, y de las consultas privadas con
renombre o sin él, quienes constatan en sus estudios las bondades clínicas de las
moléculas. Son también los pacientes diagnosticados de depresión quienes hablan de
su salvadora relación con los antidepresivos, junto a una perspectiva de unión para
toda la vida con ellos.

Pero veamos cómo se efectúan últimamente los citados estudios científicos.


Simplificando el proceso, el asunto consiste con frecuencia en que el laboratorio
entrega al ocasional colaborador un cuestionario en el cual ha de incluir un
determinado número de casos tratados con el fármaco en cuestión, y le hace una
oferta económica por rellenarla. Si lo ha recetado o no, es lo único que está bajo
control - aunque no debería estarlo-, pues el laboratorio no sólo sabe la cantidad de
producto que ha vendido en las farmacias, sino el nombre de los médicos que lo
recetaron.

En cuanto al resto de elementos del estudio, tanto el rellenado del cuestionario por el
especialista como la interpretación de los datos por el laboratorio resultan tan fuera de
cualquier control que cada uno puede hacer lo que quiera con ello, desde rellenar el
cuestionario en una hora y obtener un dinero fácil, hasta programar las cuestiones de
manera que tiendan a dar un buen resultado. Sin dudar de la honestidad de unos y
otros, esta metodología investigadora no puede avalar imparcialidad alguna.

De cualquier manera, aun rebajando el tono eufórico con el que los laboratorios
farmacéuticos presentan los resultados de sus estudios, aun sin conocer con precisión
los mecanismos de acción antidepresiva de sus productos, los antidepresivos poseen
sin duda una eficacia sintomática, alivian los síntomas de la depresión. Lo cual no los
aleja de otros métodos terapéuticos, desde la terapia electroconvulsiva (TEC),
pasando por la terapia cognitivo-conductual (TCC), hasta las remisiones de los
síntomas depresivos sin tratamiento alguno, que es también una ocurrencia más que
frecuente de su evolución natural.

Pero la eficacia de un psicofármaco es demostrable para más cosas que para una sola
situación patológica.Y más fácil es demostrarlo cuando la forma de clasificar los
trastornos mentales se presta, como hoy día lo hace, a definir como trastorno o como
entidad morbosa cualquier síntoma psíquico y cualquier afecto un punto exagerado o
demasiado duradero.

Un fármaco contra la timidez, la caradura en píldoras

Tenemos un ilustrativo ejemplo en la noticia que hace unos años apareció


eufóricamente en los medios de comunicación: se había descubierto un fármaco
contra la timidez. Sin el menor rubor ni vergüenza, alguien dio un salto entre un
estudio que se daba como científico, y hecho por un laboratorio, y un deseo
compartido por la mitad tímida de la humanidad.

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Imaginemos que somos mecánicos, trabajamos en un taller de reparaciones, y
conocemos el oficio. Sabemos que cada marca de automóviles tiene sus acuerdos con
alguna marca de aceites,y que recomienda alguno de los que dicha empresa fabrica
para sus vehículos.También sabemos que lo importante no es la marca del aceite, sino
que su composición sea la adecuada al tipo de motor.

Estamos acostumbrados, nosotros y nuestros clientes, a ver anuncios hablando


maravillas de nuevos productos. Algunos no son tan nuevos, pero los anuncios
publicitarios son como son, y nadie se sorprende. Son anuncios, y ya está. Le
explicamos fácilmente a nuestros clientes, influidos por el anuncio, que no hagan
mucho caso de la propaganda. Nuestros clientes, si viven en este mundo, lo
comprenden enseguida.

Pero imaginemos que, de repente, fuera de toda apariencia publicitaria, aparecieran


reportajes en telediarios, prensa y radio, dando como noticia que revolucionará el
mundo del automóvil el descubrimiento del 14W40 (uno de los aceites más normales
del mundo) por una cualquiera de las empresas del ramo. ¿Podemos imaginar que en
los medios de comunicación aparecieran ingenieros y mecánicos eufóricos afirmando
que el descubrimiento de ese aceite supone un gran paso en la automoción? ¿Cuáles
serían los resultados?

Podríamos indignarnos o partirnos de risa, pero algunos de nuestros clientes nos


pedirán ese aceite, y no aceptarán tan fácilmente que les pongamos en sus vehículos
otro similar. Como no es cuestión de tener un problema con cada cliente, y como, al
fin y a la postre, no es ni mejor ni peor aceite que cualquier otro, pues les damos lo
que quieren y ya está, todos contentos. El fabricante más que ninguno. Bueno, pues
ésa es la historia del fármaco que cura la timidez. La noticia se difundió a partir de
unos estudios de los que ya no se volverá a hablar, luego los periodistas y el público
en general, mezclaron su fe en la ciencia con sus necesidades diarias para creerse lo
que necesitaban creer.

Ya fue escandalosa la primera forma de dar la noticia: «un nuevo medicamento que
cura la timidez». Ni el medicamento era nuevo, ni a nadie se le había ocurrido que la
timidez fuera una enfermedad. Quien no había solucionado sus problemas con la
pastilla de la erección, porque lo que necesitaba era una situación en la que pudiese
probar sus efectos, parecía tener delante la píldora que le faltaba. Saldría de casa con
la pastilla contra la timidez en el cuerpo, y la de la erección en el bolsillo...

Por fin un fármaco para no sentirse apocado ante el jefe, para no dudar en decir hola a
la persona con la que se acaba de tener una fantasía erótica, para no ruborizarse
cuando le descubren en un renuncio, para atreverse a frenar una situación de abuso,
para deshacerse de una vez de esa debilidad imperceptible que al acabar el día hace
pensar en las innumerables frases que debían haberse dicho y no se dijeron.

En el revuelo, algunos medios de comunicación más meticulosos matizaron la


noticia: «un medicamento ya existente se muestra capaz de curar la fobia social». El

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fármaco en cuestión era un inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina, un
medicamento primo hermano de otros similares, como el Prozac. Uno de los nuevos,
pues, pero no tan nuevo como para armar tanto revuelo. Hacía ya unos diez años que
se comercializaba prácticamente en toda Europa.

Por otra parte, tampoco se trataba de timidez. Ésa fue la traducción que algún
periodista - no sabemos si ingenua o irónicamente - le dio a los trastornos a los que se
refería el estudio bajo el término de fobia social. Pero da igual, cualquiera entiende
que fobia social es timidez a lo grande. El autodiagnóstico está garantizado.

La fobia social es el miedo a relacionarse con los demás no justificado por la razón,
por decirlo de manera coloquial. Pero que no esté justificado por la razón no quiere
decir que no tenga razón de ser. Sólo significa que quien lo padece no le encuentra
una explicación.

Es un trastorno cuya frecuencia se estima entre un 3 y un 13 por 100 de la población,


lo que en realidad quiere decir que hay psiquiatras que lo diagnosticarían en el 3 por
100 de la población y otros en el 13 por 100. Las cifras del 60 y 90 por 100 que se
llegaron a citar en los medios de comunicación son falsas, y como mucho, puede que
sean ciertas para la timidez más común y, a veces, saludable.

Es decir, que la fobia social depende de que un paciente y un psiquiatra opinen que la
timidez del primero va demasiado lejos, o que su fobia se centra (en los últimos
meses) en las situaciones sociales, y que quieran ponerle un nombre. El mismo
paciente, con otro psiquiatra, puede pensar que no es para tanto, o que le pasan otras
cosas más importantes, y que su timidez se ve modificada secundariamente, no
valiendo la pena ni nombrarla. Entonces, los mismos hechos ya no permitirían
diagnosticar una fobia social.

Por otra parte, cualquier psiquiatra ha recetado medicamentos antidepresivos (los


clásicos, los menos clásicos y los nuevos) para tratar fobias. Que este «no tan nuevo»
antidepresivo se mostrase eficaz en el tratamiento de una fobia (la que sea) era lo
menos que cabía esperar de él. De hecho, desde su aparición en el mercado, así lo
había insinuado y hasta afirmado en sus prospectos.

Pero, entonces, ¿de dónde surgió esa noticia?, ¿qué estudios científicos habían
prestado sus datos para esta inflación mediática? Sencillamente ocurrió que, para
obtener la licencia de comercialización en el Reino Unido, éste fármaco debía mostrar
su eficacia en alguno de los trastornos psíquicos incluidos en el DSM-IV, aparte de
los trastornos depresivos - respecto a los cuales no aportaba nada nuevo ni diferente a
los antidepresivos ya existentes-. De manera que el laboratorio poseedor de la patente
efectuó unos estudios que mostraron la eficacia de su molécula en los trastornos de
ansiedad, concretamente en la fobia social.

Cualquier inversión en ese estudio debió resultar ampliamente recuperada gracias a la


difusión de la noticia. Hagamos cuentas. En el momento en que sucedía aquello,

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1998, un tratamiento de un año a base de un par de comprimidos al día de este
fármaco (en cualquiera de sus tres presentaciones comerciales) podía costar alrededor
de 160.000 pesetas (cerca de 1.000 euros). Si hacemos caso de la frecuencia más baja
de este trastorno, 3 por 100, podemos estimar que en una población de un millón de
habitantes deberían constatarse unos 30.000 casos de fobia social. Gracias a
campañas como ésta puede haberlos, porque el autodiagnóstico es libre y de lo más
entretenido, ahí es nada, reconocerse en un retrato. De esos 30.000, pongamos que un
tercio se animara a comentárselo a un médico o a un psiquiatra, y que unos 5.000
acabasen recibiendo un tratamiento (directa o indirectamente ligado a la fobia social)
en un año.

Sólo con eso se hubiera producido un incremento de ventas del fármaco del orden de
750 millones de pesetas (4,5 millones de euros) por cada millón de habitantes. Si
hacemos el cálculo con la población del Estado, la cantidad superaría los 25.000
millones de pesetas (150 millones de euros). En fin, cantidades que aun erradas no
son nada tímidas para tratarse de la falta de caradura. ¿Qué cuesta dar la medio falsa
noticia? Sin pretender ser muy exactos, con una quinta parte de esa cantidad,
cualquiera podría hacer un estudio que demostrase que el mismo fármaco alivia
enormemente la preocupación por el dinero, o la fobia a la pobreza, si se prefiere.

Tanto esta bellaquería científico-mediática de responsabilidad difuminada como otras


ruindades de variados grados se ven permitidas, cuando no favorecidas, por la cada
vez más globalizada tendencia a clasificar los trastornos mentales de manera
supuestamente neutra, carente de reflexiones teóricas que vayan más allá del agujero
negro de santa probeta.

Una consecuencia de la decisión de recetar y tomar antidepresivos

Decidirse por la medicación tiene consecuencias. La más general de ellas es que


marcará todos los encuentros posteriores entre médico (o psiquiatra) y paciente.
Hablar con quien subirá o bajará las dosis de un psicofármaco, y retirará o añadirá
algún otro, por más empatía que reine en la relación, no reúne las condiciones
necesarias para que la palabra circule con libertad. No depende de la buena
disposición de los interlocutores, es algo que encuentra sus resortes en los lugares que
ambos ocupan en la relación.

Por lo general, al cabo de un cierto tiempo, esos encuentros derivan en


conversaciones intrascendentes que rodean con mayor o menor sistemática una
especie de cuestionario estándar: ¿qué tal duerme?, ¿momentos de ansiedad?, ¿de
tristeza?, ¿apetito?, ¿estreñimiento?, ¿gusto por las cosas?, ¿alguna pequeña proeza?,
¿sexualidad? (eso no siempre).

La mayoría de las charlas marcadas por la modificación de la medicación psicotropa


de un paciente se hacen así uniformes, monótonas, formales, y en ellas difícilmente
surge algo espontáneo que pueda ser abordado de otra manera. Nada nuevo va a venir

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a explicar lo ocurrido en esas condiciones.

El porqué de las cosas ha quedado desalojado de la relación médico-paciente a partir


del momento en que se prescribe y se toma un psicotropo, y el objeto de sus
encuentros no puede ser otro más que el del seguimiento de sus efectos, atendiendo a
los indeseables y satisfaciéndose de los buscados.

Esa tendencia que marcan los lugares y la intermediación medicamentosa no impide


que algunos médicos sean capaces de estar atentos a la aparición de cuestiones que
pudieran indicar una derivación a una psicoterapia. En el resto de casos se vuelve a
reconducir casi imperceptiblemente la situación subjetiva que define el estado
depresivo. Por decirlo simplemente, se redoblan las circunstancias que determinan la
depresión. El sujeto se mantiene con más fuerza que antes en una posición pasiva,
tomando así unos medicamentos que le son prescritos como respuesta a lo que pueda
decir, tragándose por su intermediación sus propias palabras.

53
54
orprende que la inexistencia de pruebas que demuestren el origen biológico
de una depresión no lleve a renunciar a tal creencia, y no podemos pensar que se trate
de una cuestión de inteligencia y racionalidad mermadas lo que determina tan
injustificada como firme convicción. Definitivamente, quienes así lo piensan no
pueden considerarse incultos ni tontos. La creencia no tiene que ver con la
inteligencia, sino con los ideales. Buscamos en el cuerpo la disfunción bioquímica
causal, sostenidos por la ideología de nuestros tiempos.

El cientificismo nos promete que, aunque todavía no la hayamos encontrado, la


encontraremos y, mientras tanto, cualquier resultado obtenido al administrar un
tratamiento químico o físico será interpretado como probatorio del origen orgánico de
la depresión. Es decir, que si la depresión mejora con una sustancia química o con un
agente físico, eso querrá decir que estaba causada por un desarreglo allí donde esos
agentes actúan.

Imaginamos el origen de las cosas según los resultados que sobre ellas producimos
con los medios a nuestro alcance. Lo cual no es descabellado, pero sí que es para
andar con cuidado, porque los medios se usan según los ideales del momento. La
característica del nuestro es explicar las cosas por lo orgánico, por el cuerpo.
Cualquier cosa menos considerar que nuestro ánimo tiene que ver con nuestra vida de
relación.

Nos encontramos así con que se utilizan medios terapéuticos con aires de dogma
científico, sin saber en realidad ni sobre qué cambios biológicos se actúa, ni qué
cambios biológicos se producen con la actuación. Provistos de ingeniosos aparatos,
nos olvidamos del carácter hipotético de nuestras suposiciones.

Las modas terapéuticas han variado a lo largo de la historia, y el empirismo ha


permitido avances reales, pero también ha dado retoños ridículos cuando no
monstruosos. No hace tanto tiempo que los cirujanos empezaron a lavarse las manos
antes de operar, ni han pasado más de dos generaciones de médicos que estaban
convencidos de que fumando al visitar a sus pacientes evitaban contagiarse de sus
afecciones respiratorias, y menos tiempo hace aún que se recomendaba extirpar
sistemáticamente las amígdalas a los niños.

En el ámbito de las enfermedades mentales, la historia de los métodos terapéuticos va


de lo pintoresco a lo brutal, apoyándose en las ideas de cada época. La idea de aplicar
algún daño al cuerpo del melancólico no la trajo el cristianismo - aunque le diera un
aval generalizado y vientos favorables-, es una idea tan antigua como se quiera
remontar en la historia de los tratamientos de la melancolía, y ni el declive de la

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religión ni la aparición de los antidepresivos la han barrido del mundo de hoy.

Desde métodos más bien incómodos hasta el más directo castigo corporal, de todo ha
habido. A un médico de laAntigüedad se le ocurrió que a los melancólicos que
expresaban la impresión de no tener cabeza, de sentirla vacía, les vendría bien llevar
un casco de plomo para ser conscientes de que sí tenían, y algunos de sus coetáneos
hubieron de portarlo por prescripción facultativa.

Otro pensó que los síntomas melancólicos se debían a un exceso de eyaculaciones


nocturnas, y le pareció adecuado aplicar cataplasmas en los genitales para evitarlas.
Hubo a quienes les pareció adecuado echar fuera del cuerpo la bilis negra, y
recomendaron tanto las sangrías como las purgas intestinales mediante hierbas
eméticas y laxantes.

Otros médicos de la Antigüedad, partidarios de las purgas, decían haber constatado


que los melancólicos acumulaban fluidos sexuales que afectaban al cerebro,y
recomendaban la actividad sexual para su expulsión placentera y curativa. Uno de los
más importantes referentes de la medicina antigua, Galeno, describió cómo practicó
una ayuda en ese sentido a alguna paciente melancólica mediante un masaje manual
de la vagina y el clítoris, produciéndole mucho placer, tras lo cual la enferma habría
expulsado una gran cantidad de líquido y se habría curado.

Junto a estos métodos terapéuticos, bastante peregrinos y un tanto incómodos - salvo


quizá las felices expulsiones de fluidos sexuales, si creemos a Galeno-, otros más
siniestros que implicaban algún tipo de castigo corporal y de sufrimiento del paciente
tuvieron también su sitio. Pero es cierto que no alcanzaron en la Antigüedad el grado
que les reservaba el futuro. Un futuro al que no fue ajeno el cristianismo, que presidió
una interpretación moral de la enfermedad mental estigmatizada como pecado desde
los primeros tiempos de la Edad Media.

La melancolía, como la acidia, era el signo del abandono de Dios, el signo del
pecado, como cualquier otra forma de locura.Y los tratamientos que en aquellos
tiempos proponían los médicos venían marcados por un inequívoco carácter de
penitencia, de castigo redentor, del que hoy aún no se han librado. Se recomendaban
tratamientos que comportaban trabajos físicos, el aislamiento y el abandono por parte
de sus próximos. También se les multaba y se les encarcelaba.

El Renacimiento le dio un vuelco a la apreciación moral de la melancolía. Como si el


exceso de desprecio moral que mereció el melancólico durante la Edad Media hubiera
llegado a darle un valor especialmente positivo para aquellos que se oponían al orden
establecido, la melancolía se convirtió para los pensadores en el rasgo idealizado de
la genialidad, de la verdadera condición humana, traduciendo la nostalgia de lo divino
que esas almas torturadas experimentan.

Los filósofos renacentistas, leyendo a los clásicos, encontraron gran interés en la


melancolía y alguno, como Ficino, la situó en lo cotidiano, como una cualidad del

56
alma de todos los hombres, como una experiencia que todos conocemos. Renacía así
un planteamiento que ya estaba en Aristóteles: la cotidianidad de la pesadumbre
inexplicada y la excelencia de aquellos seres que combinaban en su naturaleza una
buena parte de melancolía.

Con esa manera de entender la melancolía como un signo de sensibilidad extrema, de


proximidad a lo divino por el hecho de añorar su falta, de condición auténticamente
humana, ésta alcanza un valor estético inusitado. Se simulaba entonces quizá la
melancolía, imitando al melancólico en sus actitudes, simulando estar dotado para el
arte, lo cual produce un cierto agrado mientras queda en remedo, holgazanería,
flojedad y molicie.

Dar a la querencia por la melancolía un estatuto de cotidianidad y dárselo de


enfermedad en su exageración no libró a los melancólicos de recibir tratamientos
brutales en los siglos siguientes. No era rara en el siglo xviii la recomendación de
infligir el mayor daño físico posible a los pacientes para distraerlos de sus
padecimientos mentales. De un modo u otro, la idea de causar un daño físico al
semejante para curarlo de su tristeza ha acompañado al tratamiento de la melancolía
desde sus inicios y ha encontrado más adeptos que la idea de procurarle placeres.

¿Quedan restos de esa actitud hoy? No, al menos argumentados como antes.A nadie
se le ocurriría proponer hacerle daño a un paciente deprimido, ni para purgar sus
pecados, ni para distraerlo de sus preocupaciones. Hoy no se recomienda nada que
haga un daño intencionado del cual el paciente sea consciente. En nuestro mundo está
excluido el daño físico de carácter educativo, digamos.

Eso no quiere decir que no se recomienden tratamientos que implican un daño


corporal. Sólo que no se recomiendan por el hecho de que dañen el cuerpo, sino
porque aumenta rían el nivel de neurotransmisores, aunque nada lo asegure y esas
técnicas fueran inventadas al margen de cualquier conocimiento sobre los mediadores
químicos del cerebro.

Tanto la vieja ducha fría, como el más moderno y abandonado shock insulínico
(consistente en producir un coma hipoglucémico mediante la inyección de insulina),
como el nunca más actual que hoy electrochoque, son algunos de los representantes
de esta antigua idea de producir un duelo sobre el cuerpo que cure de los afectos
trastornados.

Un médico que observaba las descargas eléctricas que se le aplicaban al ganado en un


matadero pensó que a baja intensidad aquello iría bien para calmar los síntomas de
algunos enfermos mentales. ¿Y por qué pensó eso?

... y sus retoños

Encontramos ahí, en el electrochoque, los restos de las torturas de antaño bajo otros
argumentos y, sobre todo, efectuados en un paciente que, desde los dos últimos

57
decenios del siglo xx, debe estar dormido. Se trata de provocar un shock. Dormimos
al paciente y le provocamos un shock mediante el empleo de la electricidad. No le
duele, ni se le rompen los huesos, ni le producimos un infarto si no está predispuesto,
pero le hacemos pasar unos voltios por el encéfalo durante un segundo y le dejamos
convulsionar frenadamente durante treinta segundos. Cuando despierta no se acuerda
de nada.

Bajo el nombre de terapia electroconvulsiva (TEC) se practica hoy el impopular


electrochoque de antaño. De nuevo encontramos un eufemismo en este aspecto de la
depresión, que es el de las terapéuticas físicas. Podemos ponernos las pilas químicas,
o recargarnos el cerebro con una descarga eléctrica. Hace diez años, se estimaba que
alrededor de 50.000 personas recibían tratamiento electroconvulsivo anualmente en
los Estados Unidos, y que su frecuencia aumentaba cada vez más.

Curioso incremento si tenemos en cuenta que nos encontramos en la época de mayor


consumo de antidepresivos. Por una parte, los partidarios profesionales o amateurs de
los psicofármacos reivindican entre sus bondades la que haría historia por el hecho de
haber desterrado al olvido los métodos salvajes y represores del pasado. Por otra, nos
encontramos con que la práctica del electrochoque - que no es precisamente una
técnica antigua, sino coetánea de los psicofármacos - ha ido en aumento.

No es como antes, aducen sus partidarios.Ya no se trata del paciente arrastrado a la


fuerza a la mesa donde se le ataba y se le aplicaba una descarga en el cráneo. Ahora
se hace un ayuno de unas horas, se administra un tranquilizante y se monitoriza la
actividad cerebral y cardíaca, se administra un relajante muscular para evitar las
contracturas musculares y una anestesia general de corta duración, durmiendo al
paciente durante unos quince minutos.

Por otra parte, el talante actual de la psiquiatría se plantea alejado de cualquier uso de
métodos punitivos, por lo que cabe pensar que IaTEC no se emplea como castigo. Sus
partidarios afirman que puede aplicarse en pacientes ancianos, en mujeres
embarazadas y en personas que padecen alguna enfermedad que impida la
administración de antidepresivos. De hecho, se aplica muchas veces de manera
ambulatoria. Por lo demás, su eficacia es estimada por encima del 70 por 100.

Tanta bondad se apoya sin embargo en poca sabiduría. Sus partidarios piensan que la
depresión está producida por unas anormalidades biológicas desconocidas,y que la
terapia electroconvulsiva la cura mediante un mecanismo también desconocido. Pero
ni la absoluta ignorancia de lo que se hace cuando se hace ni las peregrinas hipótesis
que han podido asistir a la utilización del electrochoque - algo va mal, lo detenemos
un instante, y arranca mejor - tratando al cerebro como si fuera un músculo, evitan
que se trate de una técnica siniestra. Esto sólo le da un aire esperpéntico, pero por sí
solo no representa una objeción legítima al método, pues si funciona...

El asunto es cómo funciona, y qué efectos secundarios o indeseables conlleva. El


electrochoque consiste en hacer pasar una corriente eléctrica, de setenta a

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cuatrocientos voltios y de doscientos a mil seiscientos miliamperios, a través del
cerebro durante un tiempo que va de unos fragmentos de segundo a varios segundos.
Los electrodos se aplican en cada lado de la cabeza del paciente sobre las regiones
temporales, en el electrochoque bilateral, haciendo que la corriente atraviese ambos
hemisferios cerebrales. En el electrochoque unilateral, los electrodos se colocan en la
frente y en la parte posterior de un lado de la cabeza, de manera que el paso de la
electricidad se efectúe sobre todo a través del hemisferio derecho o del izquierdo.

Esta última modalidad pretende evitar el daño cerebral generalizado, limitando la


descarga al hemisferio no dominante, con la absurda idea de que se puede decidir
cuál es el predominio de un área u otra en un sistema, el cerebral, que funciona por
sus interrelaciones. Es decir, que si lo importante son las conexiones entre las
diferentes áreas cerebrales, es absurdo considerar que van a dañarse menos funciones
cuando se hace pasar la corriente por las vías de comunicación (presentes en
cualquiera de ambos hemisferios cerebrales).

Al margen de la insensatez de estos planteamientos, los defensores del electrochoque


sostienen no menos absurdamente que los valores cuantitativos de la corriente
eléctrica empleada son muy pequeños, a pesar de que sin duda ninguno de ellos
introduciría adrede parte alguna de su cuerpo en un enchufe de su propia casa, cuando
los valores de la electricidad que recibirían son bien similares.

En realidad, el flujo eléctrico aplicado en un electrochoque podría matar al individuo


si la corriente no se limitara a la cabeza y no durase muy poco tiempo. Pero la
cuestión de la fuerza de esa corriente no es un asunto voltaico, sino práctico.Veamos
las precauciones que se toman para evitar los efectos inmediatos de esta pequeña
corriente, y si merece ser tratada de insignificante.

Los electrodos se aplican sobre la piel con la mediación de un gel conductor que
protege de las quemaduras superficiales que causarían sobre ella si se aplicasen
directamente. Por otra parte, antes de aplicar la electricidad se administra un fármaco
bloqueante muscular con la finalidad de impedir las contracciones musculares que el
paso de la electricidad por el cerebro ocasiona. Contracturas que podrían llegar a
fracturar los huesos, como ocurría en los tiempos prehistóricos de esta técnica, allá
por los años 40.

Los defensores de esta práctica tienden a atribuir la desorientación temporal y


espacial así como la confusión mental, que siguen a la aplicación del choque
eléctrico, a la anestesia empleada, despreciando el hecho de que el electrochoque ha
producido siempre estos efectos, bien antes de que se empezase a emplear la anestesia
como medida humanitaria. De igual modo y con igual olvido de los hechos, se
explican sus partidarios el principal efecto indeseable del electrochoque: la amnesia.

Éste es el más terrible efecto secundario del electrochoque, y consiste en una pérdida
de la memoria reciente que, en ocasiones, puede llegar a afectar a los recuerdos más
antiguos, los de toda una época o los de algunos ámbitos particulares de la vida. Esta

59
amnesia suele ser transitoria, y puede durar desde unos cuantos días hasta muchos
meses, pero en algunos casos puede resultar permanente. Se puede atisbar la
dimensión trágica de tal acontecimiento en casos extremos como aquel en el que un
arquitecto pierde sus conocimientos matemáticos, o un recién licenciado olvida qué
carrera estudió, o un amante esposo sólo recuerda que ese coche aparcado ahí era
suyo y ni eso.

No sabríamos muy bien cómo poner un orden a este horror en relación con la
duración de la pérdida de memoria.¿Qué cambiaría si la pérdida de memoria fuera
definitiva o si tras un año se resolviera o si durara unas horas, si nos parásemos a
pensar qué consecuencias podría tener en nuestras vidas? ¿Qué importancia podría
tener en nuestra vida ese tiempo de ausencia de recuerdos concernientes a nuestros
trabajos, a nuestras aficiones, familias, amigos y seres queridos?

Y encontramos de nuevo una manifestación del olvido, del desconocimiento, como


resultado de un método terapéutico contra la depresión. ¿No acabará siendo cierto
que la eficacia de reducción de síntomas depresivos se liga a la reducción de la
memoria, a la amputación del conocimiento?

60
scuchamos y leemos que la depresión es una enfermedad moderna,
producto de nuestros tiempos y modos de vida. Y tal como lo escuchamos nos lo
creemos, ¿por qué no íbamos a hacerlo? Pero es un malentendido. Es un
malentendido múltiple.

Por una parte, por moderna, entenderíamos que se trata de una enfermedad nueva,
reciente, de ahora y no de antes, y que habría aparecido hace no muchos años.

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¿Cuántos? Pues dándole un sentido coloquial al término de moderno, hace muy
pocos: veinte o treinta como mucho; es decir, más o menos el tiempo de una
generación, que es el que solemos fijar para andar por casa creyendo saber qué es lo
caduco (nuestros padres) y qué lo moderno (nosotros).

Este planteamiento, bastión mental del ombliguismo generacional, ha sido repetido


por cada camada humana a lo largo de la historia del mundo. Con este renco
raciocinio que frecuentemente anima a los jóvenes mientras sólo son hijos, podríamos
llegar a pensar que Freud o Kraepelin - por ejemplo-, cuando escribieron sobre la
melancolía o la depresión, se referían a otra cosa. De ese obtuso modo de razonar que
lleva a concluir que lo pasado está superado sólo puede librarnos la lectura y quizás
una vida sexual exogámica y satisfactoria.

Si en el camino de la lectura le damos al término `moderno' un baño de ilustración y


lo sacamos de lo coloquial, podríamos situar lo moderno casi un par de siglos más
atrás. Entonces entenderíamos que se dijera que la depresión es una enfermedad
moderna porque habría aparecido en la modernidad, o en relación con los cambios
que esa modernidad supuso en el mundo. Es mucho más atractiva esta idea, pero no
hemos hecho más que leer un poco.

¿Qué puede hacernos pensar que la depresión apareció en el siglo xviii o xix? Nada,
excepto la misma palabra 'depresión', que sí que apareció - muy esporádicamente -
allá por el siglo xvii y que, durante el xix, empezó a extenderse como una mancha de
aceite sobre las nominaciones psiquiátricas más variadas, llegando a desplazar en la
segunda mitad del siglo xx al término `melancolía'.

¿Basta eso para considerar que la depresión apareció con la modernidad? Tendríamos
que preguntarnos de qué hablaba entonces Hipócrates cuando describía los síntomas
dependientes de la bilis negra (metas kholé): la tristeza, la angustia, el abatimiento
moral, la tendencia al suicidio, la aversión a la comida, el desánimo, la dificultad para
dormir, la irritabilidad, el desasosiego, el miedo prolongado... Si tras eso seguimos
pensando que la depresión fue nueva en la modernidad, estaríamos afectados por un
solipsismo semiilustrado, similar al generacional si bien mirando hacia un ombligo de
mayor diámetro temporal. Pero ya sabemos la ruta de escape.

Definitivamente, la depresión no es una enfermedad moderna, ni en el sentido


coloquial ni en el ilustrado. La historia de la depresión es la historia del ser humano.
Lo que no se entiende bien hoy es por qué, con todos esos datos que conocen los
médicos y que deberían conocer los informadores que con ellos hablan, puede decirse
que la depresión es una enfermedad moderna.Y eso es algo que se dice mucho. Se
dice demasiado como para pensar que sólo rebatiendo el argumento en unas cuantas
líneas hayamos ido muy lejos.

Es posible que esa afirmación tenga algún sentido, más allá del absurdo que hasta
ahora hemos visto.Y es que no se tra ta sólo de periodistas poco leídos que, en
telediarios o en tertulias, lanzan nuevas desavisadas, ignorantes ecos, y píldoras

62
indocumentadas en buena sintonía con el placer de la contemplación del propio
ombligo, también hay autores especializados que dicen y promocionan esa idea.

Perseveraremos por lo tanto un poco más en el esfuerzo de entenderlo. Si por


`moderna' entendemos `nueva', ¿qué tendría de nuevo la depresión que permitiría
calificarla de nueva enfermedad? Si algo hay nuevo en relación con ella, no se
encuentra en su cuadro clínico, que es descrito igual por Hipócrates que por cualquier
manual psiquiátrico del siglo xx. ¿Será entonces su frecuencia?, ¿se refieren, pues,
con esa expresión a que hay más casos en la actualidad?

Si de esto se tratase, nos encontraríamos con que algo, por numeroso, se volvió otra
cosa. Lo que no es tan loco, si lo pensamos un poco, porque por ejemplo un color es
el que es y no es otro por una cuestión cuantitativa que concierne a la amplitud de su
longitud de onda. Pero antes de llegar a cuestionarnos el valor cualitativo asignable a
la cantidad, tropezamos con un impedimento inicial.Y es que no podemos
pronunciarnos con certeza sobre la pertinencia de la idea de un incremento de la
incidencia de esta patología.

Deberíamos, primero, decidir a partir de qué momento consideramos que tenemos


unas estadísticas fiables que permitan establecer un incremento; es decir, ¿desde
cuándo pasamos lista a los tristes?

De manera sistemática y con criterios estadísticos más o menos homogéneos, no hace


mucho más de cincuenta años. Con estas referencias estadísticas temporales, lo nuevo
es lo que quedaría midiendo a poca distancia. Nueva patología querría decir entonces,
con cierto chirrido semántico, que hay más depresiones desde que nos hemos puesto a
contarlas.

¿Y si el hecho de ponernos a contarlas las ha modificado de alguna manera? Se sabe


que el observador modifica el fenómeno observado, y no digamos hasta qué punto lo
modificará si además mete la mano en el asunto. Como es el caso, pues en realidad lo
que la estadística empezó a contabilizar como depresión eran las depresiones de
pacientes ingresados en hospitales y tratados con medicamentos.

El cálculo empezó a tener interés a partir de la aparición de medicamentos que se


mostraron capaces de modificar los síntomas depresivos. Antes de ese momento, a
nadie le interesaba demasiado saber cuántos deprimidos había por metro cuadrado,
salvo por cuestiones de aforo asilar. Después de eso, al fabricante farmacéutico se le
reveló que el dato podía ser de lo más interesante. En la depresión -y también en los
demás trastornos - el cálculo ha venido de la mano de la aparición de los tratamientos
farmacológicos susceptibles de modificar sus síntomas.

Que la depresión es frecuente en nuestro tiempo se confirma en los datos que sobre su
incidencia estima la Organización Mundial de la Salud (OMS). Según ésta, más de
una cuarta parte de la población mundial padece algún trastorno depresivo. Una
incidencia del 25 por 100 es un valor muy alto: de cada cuatro seres humanos, uno

63
está deprimido.

Podríamos cuestionar los datos discutiendo la definición misma de trastorno


depresivo, o la homogeneidad de las pautas diagnósticas empleadas, para englobar
más casos o para excluir algunos, pero resulta en sí mismo indiferente a nuestros
fines. Nos basta constatar que todos los estudios realizados vienen a indicar una alta
incidencia. En realidad nos basta tomar conciencia de cuántas personas de nuestro
entorno pueden estar o haber estado deprimidos. Es frecuente en nuestros tiempos. Da
igual si mucho más o mucho menos que hace un siglo, o veinte, o cuarenta. Dedicarse
al aspecto cuantitativo de un problema suele ir en detrimento de aplicarse a su análisis
y comprensión.

Hay datos suficientes para constatar que los trastornos del estado de ánimo han
acompañado al ser humano a lo largo de toda su historia, y aunque no podamos saber
de su incidencia en Atenas, cabe pensar que no sería escasa, dado lo que se ha escrito
sobre ella.

Pero hoy la depresión es nueva en ciertos aspectos. En primer lugar, es una depresión
rápidamente tratada con antidepresivos, y lo más frecuente en las consultas no son
tanto las nuevas depresiones como las recidivas depresivas ya trata das con estos
medicamentos, lo que modifica bastante la situación respecto a un primer episodio,
como veremos a lo largo de nuestro recorrido. Las nuevas depresiones tardan bien
poco en recibir medicación antidepresiva y, a partir de ahí, su curso difiere de manera
determinante respecto a haber empleado otros métodos terapéuticos.

Es decir, que la nueva patología postmoderna consistiría en: depresión +


antidepresivos. Los tratamientos medicamentosos añaden un carácter nuevo al mal
que tratan, y su intervención -a pesar de aliviar los síntomas - tiene efectos
iatrogénicos que van más allá de los indeseables que los prospectos indican.

Esta rapidez de instauración de un tratamiento farmacológico que modifica la


situación del estado depresivo como no lo había modificado nunca nada antes del
descubrimiento de los antidepresivos, haciéndola nueva por ello, depende a su vez de
varios factores que se encuentran reunidos en una consulta médica, cuyos
determinantes sociales sobrepasan a los actores que los ponen en juego.

A ningún antropólogo se le ocurriría decir que un griego antiguo, coetáneo de


Hipócrates, presentaría diferencias anatómicas respecto al moderno occidental de
hoy. Es decir, que, orgánicamente, nada permitiría diferenciar a un heleno,
melancólico o no, de un yuppie de hoy día, deprimido o no. Clínicamente tampoco
sería posible distinguir las respectivas depresiones. Ahora bien, no es descabellado
pensar que las consecuencias que esa clínica tendría sobre la vida de uno y de otro sí
que podrían ser distintas. Las enfermedades mentales son las mismas, pero se
producen de modo diferente según la época en que se dan.

La depresión es abordada hoy día de una manera tal que la convierte en un problema

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nuevo, diferente del problema que el mismo cuadro clínico producía en la Atenas de
Hipócrates, en la Granada de Boabdil, o en cualquier otro lugar y momento de la
humanidad. No es la depresión lo nuevo del problema, es la forma de abordarla lo
que ha configurado un nuevo problema.

Desde el siglo xvui hasta mediados del xx, la humanidad soñaba con la libertad, con
la igualdad de oportunidades, con el progreso, ya fuera abanderada por ideales
religiosos o laicos, proponiendo modelos económicos y sociales de carácter
comunista o capitalista. Desde finales del xx, las ideologías han ido desapareciendo.

Hemos entrado en una época que ya no es la moderna, aunque algunos fragmentos


ideológicos (premodernos o religiosos y modernos o laicos) persistan exóticamente
aún entre nosotros. Estamos de pleno en lo que podría denominarse el
postmodernismo. Época que se caracteriza no por carecer de ideales - aunque lo
parezca-, sino por negarlos.

Se puede decir que, desde el último tercio del siglo xx, hemos pasado de la
modernidad a la postmodernidad. El postmodernismo hace referencia a una corriente
estética aparecida por primera vez en la arquitectura, y hace su aparición pública con
la edición en Londres en 1977 de El lenguaje de la arquitectura postmoderna, de
Charles Jencks. El postmodernismo reclama una gran libertad formal y una
diversidad alimentada por múltiples referencias y préstamos de estilos, épocas o
culturas variadas, oponiéndose en ello al rigor del estilo moderno internacional.

El gusto postmoderno, lúdico y provocador, ha invadido otras áreas de la cultura, sin


dejar de alcanzar a la medicina. Si algo caracteriza filosóficamente al
postmodernismo es su eclecticismo, es decir, la doctrina constituida mediante la
selección de diversos elementos de otras doctrinas filosóficas. Lo que constituyó la
Escuela del filosofo griego Potamon de Alejandría (siglo 1 de nuestra era) y retomó la
doctrina de Victor Cousin a partir de 1817, según la cual una filosofía perenne se
desprende de los sistemas de pensamiento y de su historia por poco que el sentido
común se aplique a ello, tiene su cabida dentro de la práctica psiquiátrica de los
últimos decenios del siglo xx.

Los manuales diagnósticos y las clasificaciones de las enfermedades mentales han


renunciado a una referencia causal en provecho de un eclecticismo que se ha
concretado en su vertiente más peyorativa, de postura indecisa y fácilmente
acomodaticia a los medios terapéuticos más accesibles. Es decir, una indecisión
etiológica que, bajo la coartada de la neutralidad ideológica, neutraliza toda ideología
dejando los fenómenos inexplicados a cargo de una futura explicación orgánica.

Este cambio, inicialmente estético, pero de base filosófica, ha traído la confusa


mezcla de elementos nuevos y viejos que caracteriza cualquier cambio, y más
precisamente a éste. Porque la postmodernidad es esa mezcla de elementos de toda
época pasada, es decir, de elementos modernos y premodernos. Mezcla de la cual es
sensato esperar cierta confusión.Y la depresión no decepciona en eso: es difícil

65
entender su confuso presente.

No ha habido ninguna hipótesis nueva sobre la enfermedad mental después del


invento del psicoanálisis, y sin embargo todo parece nuevo. Esto sólo se consigue al
precio del olvido, que es el resultado no para quien inventa el postmodernismo sino
para quien nace en él.

Si olvidamos las hipótesis hipocráticas acerca de que el cerebro era la sede de la


disfunción que causaba la melancolía y el resto de trastornos mentales, las hipótesis
organicistas que sostuvo Kraepelin nos parecerían toda una novedad, y no digamos ya
el grado de vanguardismo que le concederíamos a las hipótesis que hoy sostienen los
creyentes de la genética.Y no es que haya más pruebas hoy que antes de un origen
genético o biológico.

Nos sorprendemos tontamente, como los tontos habitantes de frente hundida y orejas
de soplillo que viven junto a una catarata y cada mañana, al despertar, se preguntan
empujando las orejas hacia delante con las manos: ¿qué es ese ruido? Y, cuando ven
de qué se trata, se dan una palmada en la frente: ¡Ah, la catarata! Quizá deberíamos
tener las frentes más hundidas.

Hay quien piensa, como hace Andrew Solomon en El demonio de la depresión, que
las teorías freudianas sobre el aparato psíquico ya se encontraban anunciadas en la
manera en que Platón entendía la personalidad, oponiéndola al organicismo de
Hipócrates. Solomon llega a decir que Hipócrates es el abuelo del Prozac y Platón lo
es del psicoanálisis. Pero no se hace justicia al aporte freudiano si se lo considera
partícipe de una discusión eterna y garantizadamente estéril sobre lo espiritual y lo
orgánico. Lo que Freud aporta a la historia de las ideas y de la clínica es el
inconsciente.Y eso no entra de ninguna manera en una discusión entre cuerpo y alma,
como tanto nos gusta a los humanos escindirnos cuando nos pensamos. Respecto al
cuerpo y al alma, el inconsciente es lo que se parte de risa.

¿Qué tiene de nuevo nuestro modo de vida que favorecería la proliferación de este
tipo de malestar depresivo? Por una parte, son nuevos los enormes intereses
económicos que se cruzan respecto a la depresión. Interés de los gobiernos en
administrar sus fondos y ayudas, de los pacientes en recibir cobertura médica y
social, de las compañías aseguradoras a la hora de cubrir tales gastos, de los
laboratorios farmacéuticos en vender sus productos,y de cualquier empresa en no
perder horas de trabajo.

También es nueva la situación que se da respecto a los ideales que dirigen nuestros
tiempos. Se diría que la postmodernidad se da sin ideales. Es cierto que en Occidente
se tambalea irreversiblemente el ideal paterno propuesto por la religión y que, aunque
queden lustros de bodas eclesiásticas, las parejas se rompen y se establecen por fuera
de ese cauce, y la vida civil ha dejado de compartir con la religión sus valores de
indisolubilidad y heterosexualidad procreadora. También se tambaleó el ideal
revolucionario que movía a una parte de la humanidad al mostrar su cara real, tan

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decepcionante como la tiranía derrotada allí donde lo fue.

Ciertamente, nuestro mundo se desenvuelve de forma diferente al mundo de nuestros


abuelos. Ellos esperaban un cambio de la humanidad, una realización del ser humano
con la mirada puesta en el futuro. Los premodernos lo esperaban religiosamente, los
modernos revolucionariamente. Y los postmodernos ya no lo esperan de ningún
modo. Nuestra sociedad se da sin futuro, como una ideología de fin de los tiempos,
con un descreimiento generalizado, sin grandes ideales que conciernan a la
humanidad en su conjunto.

¿Qué tiene que ver ese descreimiento con la proliferación de la depresión como
malestar principal de nuestra vida psíquica? Respondiendo a ello encontraremos una
justificación a esta novedad que plantea la depresión. La depresión, su cua dro
clínico, presenta un elemento claro que la hace siniestramente coherente con nuestros
tiempos postmodernos: en la depresión no hay futuro, el deprimido vive en una
especie de fin de su tiempo. El hombre nuevo del postmodernismo es el hombre
deprimido. Eso es lo que habría de nuevo respecto a otras épocas. Novedad del
mundo y del hombre ante él, no de la depresión. Nos hemos situado de manera que
todo nos parece nuevo, incluso nuestro sufrimiento.

Si hay hoy más depresiones que melancolías había antes, la cosa apunta a que algo ha
cambiado y que no ha sido el cerebro. Desde ese punto de vista, la enfermedad
mental sería la misma, pero los afectados esperaban alcanzar metas distintas en sus
vidas, lo que determinará también las condiciones de efectuación de sus sufrimientos.
La patología de una época depende de los ideales que se dan en ella, y esos ideales
determinan la manera en que los individuos (sus almas y sus cuerpos, claro) se sitúan
en la realidad.

Los seres humanos esperamos un alivio para nuestros sufrimientos en función de los
ideales de nuestra época. A partir de las promesas de la religión, el premoderno
pensaba que alcanzaría su bienestar después de la muerte. Recogiendo ese testigo
monoteísta, las esperanzas prometidas por el socialismo - como también las del
discurso liberal - ofrecían al moderno la posibilidad de pensar que su bienestar
llegaría cuando se universalizase la igualdad y la distribución de los bienes alcanzase
más o menos equitativamente a todos los hombres, ya fuera siguiendo rutas
revolucionarias o capitalistas.Y los sufrimientos y males de unos y otros esperaban un
final feliz ligado a esos ideales realizables en el futuro. Se explicaban sus
sufrimientos por sus pecados o por las desigualdades sociales, y esperaban
solucionarlos mediante cambios individuales y sociales.

El postmodernismo se nos muestra carente de grandes ideales compartidos, sin


esperanzas ideológicas puestas en el mañana, sin creer que la realización de una idea
vaya a cambiar el mundo. Sin embargo, eso no ha hecho que el hombre postmoderno
haya dejado de esperar soluciones.Y eso mismo nos debe hacer pensar que, pese a no
expresar más que decepción y recelo ante cualquier ideología, algún ideal debemos
poseer cuando buscamos soluciones.

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Veamos de qué modo esperamos curarnos de nuestros sufrimientos y deduzcamos a
partir de ahí de qué ideal dependerían esas soluciones, es decir: cuál es la ideología
oculta de nuestra época, que nos dará la medida de lo novedoso de la depresión de
hoy.

Si no hay ideales, no es raro que cualquier patología que hasta ahora se explicaba por
su relación con las ideas, con lo que uno decía y hacía en su relación con los demás,
se entienda hoy originada en el cuerpo, en las células, en los genes.

La cosa es simple entonces. Esperamos curarnos de nuestros sufrimientos psíquicos


mediante lo que la ciencia nos aporte. La ciencia no es un gran ideal como lo eran el
cristianismo o el marxismo, no alza banderas en los campos de batalla ni da mítines
en los barrios, no pone barricadas ni celebra eucaristías, sus fieles no se distinguen
por signos externos. Es más: sus fieles no se saben como tales.

Nos encontramos en una época que cree que no cree. Sólo cree que ya no hay ideales
y, en línea con ese gusto por dividirnos en alma y cuerpo, remite toda explicación
causal a lo orgánico. Si no importa la posición del sujeto respecto al futuro, ni
tampoco respecto a sus palabras ni a sus ideales, la creencia seguirá el curso que lleva
a pensar que la causa de la depresión corresponde al funcionamiento interno del
cuerpo. Y así, cuando alguien esté triste se le dirá que está deprimido, y se pensará
que es debido a alguna disfunción interna, y se le darán medicamentos, y en ese
proceso, aquello que causó su estado se verá empujado al olvido, será reprimido, será
reconducido a lo inconsciente. Esa fuerte tendencia a despreciar las causas no
orgánicas, que se traduce por ejemplo en dejar de vestir el luto en provecho de ingerir
antidepresivos y ansiolíticos, es lo que tiene de moderna, o de nueva o, mejor dicho,
de postmoderna, la depresión.

Hay, pues, un ideal postmoderno que no se pone en evidencia de la manera en que


estábamos acostumbrados a verlo en los ideales antiguos y modernos: orientando
abiertamente los grandes movimientos de masas. El ideal de nuestros días es la
ciencia o, mejor dicho, el cientificismo, que es cierto efecto secundario de la ciencia,
la ideología que se propa ga a partir de los descubrimientos científicos. Hacia ella
empezó a mirar el hombre moderno con la confianza de cambiar el mundo. El
postmoderno confía en que ella le cambie a él.

Así que finalmente no nos diferenciamos de cualquier otra era por no tener un ideal
de futuro. Lo tenemos: la ciencia descubrirá el modo de modificar nuestros
neurotransmisores y en última instancia nuestros genes, y nos hará felices. De modo
que nuestro ideal proyecta hacia delante una modificación de nuestro cuerpo en su
intimidad genética, y no tanto del mundo. En ello la genética recoge las esperanzas
moleculares que la cirugía plástica, el piercing, el tatuaje, o el body building,
sostienen a nivel macroscópico.

Esto es lo nuevo de nuestra época: la creencia en que el origen de mis desgracias se


encuentra en mi cuerpo, desde mi apariencia hasta la estructura de mi ADN.Ya no es

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que Dios me haya abandonado, ni es que yo haya abandonado a Dios, es que me
basto y sobro para tener, por herencia y sin impuestos, algo: una depresión.

No es que me haya enamorado y me hayan dado calabazas, ni que me haya roto la


muerte de mi padre ni que, tras satisfacer lo que se esperaba de mí, mi vida haya
perdido sentido ni que mi situación de parado me haga sentirme inconsistente ante
mis próximos, ni que me remuerda la conciencia por aquello que hice mal. No es
nada de eso. Si me siento despreciado, triste, inapetente, inútil o culpable es porque
mi ADN así lo quiere. No necesito de nadie para estar deprimido. Me modificaré por
dentro y por fuera con bisturíes y psicofármacos y estaré a la altura del mundo. Éste
es el ideal autista de la postmodernidad.

Nuestra sociedad se rige por esa idea de que encontraremos en nuestro cuerpo las
causas de nuestras desgracias y su remedio. Evidentemente, encontrar, lo que se dice
encontrar, algo encontraremos en el cuerpo, pues sin él no las padeceríamos. Pero
tomamos por causas las consecuencias, y no sólo en el terreno de la depresión, sino
en cualquier otro ámbito.

Por ejemplo, oímos hablar a antropólogos y a biólogos - miembros de importantes


universidades - de la evolución de las especies en documentales de prestigiosa
producción afirmando sin pudor que determinada mutación se dio para adaptar a la
especie a su hábitat y a sus circunstancias exteriores, desmarcándose de todo rigor y
divulgando una teoría falsa del devenir del mundo. La necesidad crea el órgano,
propalan. Como si tuvieran miedo a decir algo que necesariamente saben: que las
mutaciones no tienen intención alguna,y que genéticamente somos el resultado de una
casualidad. De un montón de mutaciones, casuales, algunas sobreviven y muchísimas
otras no.

Ningún primate se dijo a sí mismo: «como hay pocos árboles por aquí, voy a mutar, a
ver si deja de crecerme el rabo, que ya no me va a servir para sujetarme a las ramas, y
voy a acabar bipedestando para asombro de propios y extraños». Y si se lo propuso,
no alcanzamos a imaginar cómo lo consiguió. Las cosas, probablemente, no
sucedieron así, y el primer mono que apareció sin rabo y de pie ya se pudo dar con un
canto en los dientes por haber llegado a copular con una hembra y transmitir su
rareza. Le atribuimos a la naturaleza unas intenciones que estamos bien lejos de poder
constatar. Nuestro dios es el genoma. Así, cada uno podemos serlo, pues lo llevamos
dentro.

No hay ideales fuera del cuerpo. Me encuentro triste y no es porque haya faltado a la
buena idea que tenía de mí mismo, no es porque me cueste ser como creo que debería
ser, de hecho... no sé cómo debería ser. Mi padre parecía tenerlo más claro que yo,
pero a mí no me sirven sus modelos, y los modelos que seguí en mi juventud me han
decepcionado, así que si estoy deprimido no es porque no me parezca a lo que creo
que debería parecerme, es porque mis genes habían programado para hoy un
despertar triste.

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La brecha que me separa de mis semejantes se hace invisible y más profunda. No
cuentan nuestras intenciones ni nuestras circunstancias. Si no somos dobles genéticos,
somos radicalmente diferentes. La tristeza de mi vecino me importa poco. Que se
medique. La mía me importa menos desde que me subo los niveles de serotonina con
algunas medicinas.

Afortunadamente, cuando en la televisión veo un mal programa, aún no se lo atribuyo


a un desperfecto del aparato.

Las cosas no han llegado a ese punto. Ahora bien, como se estropee, me costará no
comprarme otro - igual o mejorado - a la espera de que vengan a repararlo.

Si todo lo que se llama depresión y es tratado como tal fuera en realidad una
enfermedad, podríamos decir que es la enfermedad postmoderna por excelencia.Y
podemos decir que la depresión de hoy es el resultado de cómo entiende la
postmodernidad la tristeza, o de cómo no la entiende: no la entiende más allá de las
hipótesis biológicas ni de los neurotransmisores.

La ideología cientificista, en la que creemos sin darnos cuenta, considera que todos
nuestros males radican en última instancia en nuestro cuerpo, en nuestro material
genético. Se trata de una creencia muy potente. Aunque de manera evidente lo
externo nos dañe (fumando, bebiendo, drogándonos, malcomiendo, etc.), existe la
creencia de que nos daña porque tenemos un gen que nos predispone y empuja a ello
(los genes del tabaquismo, del alcoholismo, de la adicción, de la bulimia, de la
barriga cervecera).

¿Qué es una religión? Pese a las apariencias, una religión puede dispensarse de la
noción de Dios. Una religión se define por un sistema de mitos, dogmas, ritos e ideas
obligatorias. El cientificismo es una religión, una ideología, una fe que, apoyándose
en los descubrimientos científicos, se propaga mediante las impactantes
demostraciones que la técnica pone ante nuestros ojos.

Podemos fabricar imágenes del cerebro en colores y visualizar su actividad


metabólica o su irrigación sanguínea, hemos puesto a volar satélites alrededor de
nuestras cabezas y podemos hablar con nuestros antípodas casi en tiempo real y ver
imágenes de lo que ocurre en su lado del planeta. Pero más simple que eso, le damos
un giro a la llave del automóvil y nos sorprende si no arranca el motor.Ante todos
esos prodigios de la ciencia aplicada, cuyos mecanismos desconocemos
mayoritariamente, no hace falta ni el más mínimo acto de fe. Es una fe en el acto.

Conviene observar que los científicos, los que de verdad están al cabo de los hechos
que observan, no comparten tan ciegamente esa fe. Ellos están más al corriente de lo
limita do de una observación, y por lo general saben de las pinzas con que hay que
tratar los datos obtenidos.

En esto se diferencian del usuario medio de la ciencia, del ciudadano que disfruta de
sus efectos técnicos y que, boquiabierto, no duda que un día la ciencia resolverá todos

70
los malestares de la humanidad. Un científico sabe que las cosas no llegarán tan lejos
si no es mediante la eliminación de la vida del planeta.

Esta ideología aparentemente científica posee un efecto normativo muy potente y


apunta a apaciguar cualquier conflicto. Los conflictos sociales tienden a resolverse en
lo individual del cuerpo de cada uno. La idea de una causa orgánica de los trastornos
mentales apunta, lo queramos o no, a sostener el orden social.

Aunque la vida en sociedad sea a veces insoportable, nuestra sociedad no soporta los
conflictos que apuntarían a modificarla, prefiere abastecerse de psicofármacos que
ayuden a soportarla.

Pensamos que la causa de nuestros males está en nuestro cuerpo.Ya no podemos


pensar que estamos acidiosos porque Dios nos ha abandonado, ni porque el ideal por
el que luchamos aún no se haya cumplido. Hoy estamos tristes tras haber dejado a
Dios en manos de fanáticos y tras haber abandonado cualquier lucha por realizar
cualquier ideal, decepcionados de todo y de todos, limpiando nuestra mala conciencia
con donativos a las ONG que más nos hurguen en la llaga con sus campañas
publicitarias.

¿Cuáles son las ficciones colectivas de nuestra época, aquellas con las que nos
explicamos el pasado y nos prometemos un futuro mejor? De manera general,
podemos aislar la genética como la base científica a partir de la cual las ficciones
literarias y cinematográficas de nuestra época se han desarrollado. Hace
aproximadamente una quincena de años podíamos pensar sin objeciones que la cosa
quedaba en ese ámbito público en el cual se tolera la mentira, ya sea por su necesidad
literaria o por su intrascendencia artística, y que esa ficción de manipulación genética
no llegaba más allá.

Pero hoy por hoy las cosas no son así, también en un campo público en el que la
mentira no está tolerada, como es la consulta de un médico, se actúa basándose en esa
ficción científica colectiva, esta vez bajo su aspecto neuromitológico. La creencia en
una determinación genética de los estados depresivos no se manifiesta con
declaraciones obvias, sino mediante la merma del diálogo entre el médico y el
enfermo, mediante el barrido de preguntas que han dejado de buscar la causa hasta el
punto de no reconocerla cuando, sin querer, se tropiezan con ella.

71
s la depresión una enfermedad? En un sentido muy general se
puede decir que sí. La depresión es un padecimiento, una dolencia, una afectación tan
común y de tal calibre que podríamos decir que es la enfermedad contra la cual se
debaten la vida y el gusto por ella.

Pero en un sentido médico, más estricto, las cosas no están tan claras. ¿Es la

72
depresión una enfermedad desde el punto de vista de la medicina? En realidad, lo que
hoy día se diagnostica como depresión y se trata como una enfermedad no
corresponde a una entidad clínica demasiado consistente. Dentro del mismo saco
diagnóstico depresivo se recogen estructuras clínicas de lo más variado, aunque
pescadas por un elemento común a todos esos casos: la tristeza.

La referencia diagnóstica para psiquiatras y psicólogos se encuentra en las


clasificaciones internacionales, principalmente en el DSM-IV, establecido en Estados
Unidos y de uso habitual en el resto de países, que agrupa en síndromes - es decir, en
conjuntos de síntomas - los trastornos, y pretende ser neutro respecto a las teorías
etiológicas. Esta neutralidad respecto a las teorías que explican el origen de un
trastorno, obliga a limitarse a una descripción de los síntomas y, aunque
inocentemente, abona el terreno del organicismo más nefasto, como iremos viendo a
lo largo de nuestro recorrido.

Así, el DSM-IV describe agrupamientos de síntomas y, en consecuencia, elude llamar


enfermedad a ninguno de esos grupos de síntomas, empleando el término de
«trastorno». Llamarlo trastorno no impide que en la calle y en la consulta se lo
considere como una enfermedad. Una depresión es, tanto en lo social como en la
consulta del médico, una enfermedad. Cuando a alguien se le diagnostica una
depresión, podrá decirse que sufre de un «trastorno» depresivo con nombre, apellidos
y código para la estadística, pero para él y para sus próximos, incluido su médico, el
mencionado trastorno será algo tratable como una enfermedad.Y el hecho de
considerar que lo que le ocurre sea o no una enfermedad tendrá sus consecuencias.

No resulta intrascendente que, por ejemplo, la persona con la que se convive


considere el asunto como una enfermedad o que lo considere como una debilidad de
espíritu. Tampoco es una trivialidad que esa misma persona entienda la enfermedad
con sus secuelas como una agresión personal o que, al contrario, las comprenda como
la lógica consecuencia de un estado patológico que incluso puede darle la ocasión de
ejercer sus ganas de cuidar y proteger. De la mezcla de ambos extremos está hecha la
experiencia de quien convive con quien hoy día «tiene una depresión».

Todo menos banal es la cuestión aparentemente retórica de si es o no una enfermedad


mental, y esta aseveración puede verificarse en ámbitos insospechados. Decidirse por
un sí o por un no puede tener repercusiones económicas muy distintas. Por ejemplo,
en el ámbito laboral. Si la depresión no tiene una causa orgánica o no es una
enfermedad, ¿se podrían reconsiderar las ayudas y las prestaciones a las que
actualmente tiene derecho la persona que la padece? En España y en muchos países
quizá no ha llegado la hora de tal cuestionamiento. Pero en los Estados Unidos esa
cuestión no resulta tan alejada de los razonamientos allí imperantes. Si la depresión
no fuera una enfermedad o no tuvie ra una causa orgánica y dependiera de la
fragilidad moral del individuo, las compañías aseguradoras encontrarían mayor
comprensión entre la opinión pública para sus intentos de no dar cobertura a los
trastornos de este tipo. Esta obligación les fue impuesta por ley desde no hace mucho
tiempo. En un país donde la depresión reactiva es una muestra de debilidad de

73
carácter,y donde se ve con buenos ojos no gastar dinero en solucionar los problemas
de quienes se los buscan, la idea de que la depresión no tiene causa orgánica peca de
antisocial.

¿Cabría pensar que la creencia en la existencia de una causalidad genética u orgánica


para explicar nuestros afectos se mantiene en Estados Unidos debido al interés que
por el bienestar social tendrían sus gobernantes, a pesar del dinero que podrían
ahorrarse? No podemos hacer esa afirmación porque el ahorro no es la única manera
de acumular dinero, las hay mejores y que tienen en su favor intereses económicos
mayores. Respecto a una patología que, según la OMS, afecta al 25 por 100 de la
población mundial y que hace vender antidepresivos como si fueran rosquillas,
sostener la idea de que la depresión es un problema químico es una exigencia
publicitaria para la industria.

Que los gobiernos consideren la depresión como una enfermedad implica que, por su
causa, una baja laboral esté subvencionada. Que, por el contrario, las
administraciones públicas se decidieran por la hipótesis de la debilidad de espíritu
conllevaría la supresión de cualquier subsidio - para el contento de cualquier pagano,
incluido el estatal, que siempre querrá reducir su déficit y equilibrar sus cuentas.

La importancia de considerar la depresión como una enfermedad alcanza su cota


máxima en las consultas médicas, tanto en las de medicina general como en las de los
especialistas en psiquiatría. Si el médico considera la depresión como una
enfermedad, éste administrará un tratamiento antidepresivo y esperará que con ello el
paciente cure. Esto, que es tan normal en una bronquitis como en una diabetes, en la
depresión tiene consecuencias graves.

Reflexionar sobre los fenómenos psíquicos cotidianos no sólo es muy instructivo para
comprender los fenómenos patológicos, sino que hoy día es también una necesidad,
porque los recursos médicos para tratar estos últimos se aplican sistemáticamente en
la modificación de los primeros.Así, el denominador común a partir del cual se habla
de depresión, o se diagnostica y se trata algo como una depresión, es un afecto: la
tristeza.

Como todo afecto, la tristeza es signo de algo. Es decir, que estamos tristes o
contentos, o angustiados por algo - otra cosa es que lo sepamos siempre y en cada
momento-, y nuestros afectos señalan - los enseñemos o no - el impacto que algún
acontecimiento, mínimo tal vez, ha tenido sobre nosotros. Lo que se diagnostica
como depresión encubre una posición subjetiva particular, que puede darse en
cualquier ser humano en algún momento y que, por lo tanto, se da en cualquier
estructura clínica. No haremos pues una teoría etiológica de una enfermedad, sino que
intentaremos ver cuál es el mecanismo de este afecto llamado depresión y precisar a
qué posición subjetiva corresponde.

Un afecto es el signo de algo ignorado. Afirmación que no deja de resultar un tanto


fuerte sin más explicación. ¿Acaso no sabemos muchas veces por qué estamos del

74
talante que estamos? Sin duda, lo sabemos. Pero si nos fijamos, veremos que siempre
que lo sabemos nos hemos enterado con cierto retraso, aun casi imperceptible, cosa
de medio segundo. Y si nos fijamos más, veremos que en cuanto lo sabemos la
intensidad del estado de ánimo que experimentamos se amortigua - al menos un
poco-.

En un primer momento, los afectos señalan con precisión una posición nuestra ante el
mundo, una posición que estamos desconociendo en ese mismo instante. Unas veces
nuestra ignorancia será fugaz y otras pertinaz, pero de entrada siempre dura un
tiempo.

¿De qué asunto ignorado es signo la depresión? ¿qué posición subjetiva particular
señala la tristeza? Avancemos una respuesta a esas preguntas: la depresión señala una
posición subjetiva de carácter pasivo. Es una posición de alienación respecto a una
situación que está haciendo sufrir al sujeto, que lo enajena. De manera que se puede
decir que el sujeto no es consciente de esa situación respecto a la cual se encuentra en
una posición pasiva.Y la tristeza es el afecto que tapa esa alienación, que la esconde,
no por gusto o disgusto, sino porque tiene ese efecto.

La tristeza misma impide que un sujeto sepa cuál es la situación en la que está
alienado. Cualquiera lo ha experimentado si no innumerables veces, sí en más de una
ocasión. La tristeza que alguna vez nos ha visitado sin que sepamos porqué ha
venido, aquella de la que no conocemos su causa, se acompaña de un no saber,
ignoramos cuál es nuestro lugar en el mundo, ni qué sentido tiene nuestra presencia
en él, ni en qué situación nos encontramos respecto a aquellos que nos rodean. Que se
trata de una posición pasiva se experimenta en la inhibición que la acompaña y que
frena nuestros actos y a veces nuestras actividades. Pasivos, objetivados, sin saber por
qué, tristes inmotivadamente, somos hermanos de cualquier deprimido.

El problema no es que ese término, depresión, se extienda como una mancha de


aceite sobre otras enfermedades mentales haciéndolas más aceptables bajo su
nombre; el problema es que impregna también lo que hasta hace no mucho tiempo no
era considerado como una enfermedad, ni siquiera como un trastorno mental, ni como
un fenómeno patológico, pero que hoy día está tan poco aceptado socialmente como
aquellos: la tristeza.

El duelo, por ejemplo, en su sentido más amplio de lamento por algo perdido, desde
el provocado por un abandono amoroso hasta el causado por la muerte de un ser
querido. La sociedad occidental no ofrece ya mecanismos sociales como el luto, que
ayudaban, pautándolo, a tomarse un tiempo para hacer el duelo.

Como el duelo no siempre comienza en el instante inmediato a la pérdida, y menos


que nunca hoy día cuando, devenido un trabajo que hay que realizar a solas - si no en
cuarentena-, no recibe reclamo exterior alguno para iniciarse, nada empuja a hacerlo;
y como tras una pérdida siempre hay algo inmediato que reclama, con mayor
urgencia, la atención y el esfuerzo, el trabajo de duelo se va dejando para más

75
adelante.Y un día, meses después, años incluso, cuando se amanece triste, ansioso,
sin ganas de nada, todo parece inexplicable.

A esta inexplicable manera de empezar el día se le añade algo propio de nuestra


época: hoy día, estar triste, aunque justificadamente, no está bien visto cuando no está
claramente mal visto. Si a ello le añadimos que existen medicamentos para dejar de
estarlo, nadie va a ver bien que un triste no los tome.

Si, además, el motivo de tristeza está alejado en el tiempo, la cosa es ya casi


irrecuperable, nadie va a querer escuchar un lamento sobre algo que no acabe de
pasar, como muy tarde, la semana pasada. Si lo patológico se define como lo que
impide adecuarse a lo social, la pena se transmuta en enfermedad.Y así como en la
antigua Unión Soviética la disidencia política llevaba al internamiento psiquiátrico,
hoy la tristeza conduce a la toma de antidepresivos en las democracias occidentales,
con el siempre deseable impulso del consumo ciudadano.

Bueno, y si ahora se le llama depresión a la tristeza, ¿qué más da? Realmente, no


importaría si no fuera porque de esa manera la tristeza se trata con antidepresivos.
Este sentimiento, que es tan constituyente del ser humano como es el de la alegría,
está vedado en nuestra sociedad y es rápidamente acallado en sus explicaciones
mediante la toma de medicamentos.

Ya no estamos tristes porque ha muerto un familiar, es que tenemos una depresión.


En consecuencia, hay que tomar antidepresivos,y como resultado se reconduce a la
situación de pasividad que determinó el afecto depresivo.Y si el luto implicaba una
tira de tela negra por un año, que señalaba al deudo como alguien que debía mantener
cierta abstinencia, cierta pasividad en su conducta respecto al goce, la misma tira
negra servía también para indicar - al sujeto concernido y a sus semejantes - que eso
acabaría un día.

Hoy los antidepresivos prolongan la pasividad durante lustros y con el más absoluto
desconocimiento de los implicados, que creen que desde la semana siguiente a la
pérdida tendrían que haber empezado a disfrutar de nuevo, esquivando las preguntas
apuntadas más arriba sobre cuál es nuestro lugar en el mundo, el sentido de nuestra
presencia en él, ni en que situación nos encontramos respecto a los que nos rodean.
«El muerto al hoyo y el vivo al bollo», como siempre, pero cada vez se nos
recomienda hacerlo más pronto.

¿Quién le aguanta el rollo a un triste?

Cuando alguien está triste, puede decirlo o no. Puede decirlo para pedir ayuda, y
puede no decirlo para que le ofrezcan ayuda sin pedirla. De cualquier manera, esa
ayuda, cuando es ofrecida - haya o no sido pedida-, suele ser rechazada. Eso es
también lo propio del deprimido: rechazar cualquier ayuda. Esto, evidentemente,
angustia y enoja a cualquier interlocutor ocasional, y no digamos ya al habitual.

76
Podríamos pensar que este peculiar comportamiento, contando penas o haciéndolas
sospechar, despertando a los samaritanos dormidos para después mandarlos a paseo y
rehusar sus manos tendidas, es cosa patológica y muestra evidente de un desarreglo
mental. En efecto, pero no es tan infrecuente como para llamarlo anormal.

Podemos observar parejo fenómeno si recordamos algún momento en el que algo


hecho por alguien nos ha dolido y nos lo hemos guardado, y lo hemos ocultado
hurañamente al causante hasta que éste se ha visto obligado a repasar posibles causas
y a encuestarnos ansiosamente, y cuando por fin ha dado con su pecado,
remoloneamos de forma un tanto sádica ante sus propuestas de enmendarlo.

Quien no tenga fresco el más reciente enfado con su pareja puede buscar en su
infancia más de un ejemplo. Cuando estamos así, no queremos ayuda, ya nada sirve
para reparar el mal que nos han hecho.Al cabo de un rato, nos parece ridículo el
motivo de nuestra dolorosa y enojada pena. Pero a veces, antes de merecernos ese
juicio, se le han ido uniendo otros agravios del pasado, relacionados con la misma
persona o con otras, en una especie de «siempre me pasa lo mismo».Y el dolor actual
se inflama al abastecerse de combustible desde los recuerdos antiguos que, por
supuesto, ahora son irreparables, de manera que le dan a la tragedia de hoy toda la
irreversibilidad de las tragedias de ayer.

Pero en el primer tiempo de este movimiento, se da a entender (diciendo o callando)


que se está apenado, dolido, deprimido, mal, lo que termina por angustiar al
interlocutor. Cuando un individuo le cuenta a otro sus males, ese otro se encuentra
involucrado en ese malestar, interpelado de alguna manera. No sólo sucede con el
médico, también pasa con los amigos, con los padres, con los hijos, con cualquiera.

Interpelado de forma diferente, cada uno de los oyentes de las penas de otro se
encuentra expuesto a sentirse obligado a aliviar ese padecimiento. Cada oyente, según
lo que crea que de él espera el deprimido, y según su película de ese momento,
experimentará la responsabilidad de diferentes maneras: puede que se rebele ante lo
que aquél le transmite como si le acusara de ser el causante; o puede que piense que
quien se lamenta ante él tiene la culpa de lo que le pasa y que, más que buscar una
solución, parece gozar con el relato de su sufrimiento. Puede hacer cualquier cosa de
éstas y no necesariamente siempre la misma.También puede vivir la rifa de
responsabilidad que se produce en el relato de todo mal, tocándole culposamente y
entregándose a la enmienda ayudando al deprimido, quedando con él y llevándolo al
cine, presentándole posibles parejas, etc., para acabar reprochándole que no ponga
nada de su parte y que ni se lo agradezca.

Todo el mundo se siente conminado a hacer algo para cambiar la pena del triste y
ante ello, una parte del mundo sale cortando, y la otra parte se lanza a curarlo, a
patadas a veces. Y, en unas ocasiones, se forma parte de un grupo y en otras, del otro.

La depresión nos acompaña desde siempre

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En cualquiera de nuestras edades, de la infancia a la senectud, los humanos buscamos
con cierta asiduidad producir a otros humanos algo parecido a un estado depresivo.
Lo buscamos en cualquier circunstancia, en el patio del colegio, en el despacho, en
casa, en los embotellamientos, en las ventanillas de bancos y ayuntamientos, en las
consultas...

No importa dónde esté ni qué edad tenga, el ser humano siempre encuentra un buen
motivo para justificar que otro sienta pena y miedo. Buenos motivos, habitualmente
pedagógicos, para que aprenda, para que no lo haga nunca más, para que no vuelva a
sustraerle el goce, o a gozar más que él, o a gozar saltándose las normas que todos se
han dado.

Y es que cuando alguien a nuestro lado se lo está pasando mejor que nosotros, algo
nos conmueve, nos agarra por dentro y, tras un instante de sorpresa, nuestro ánimo se
decide por el contento o por el enfado.Aunque aparentemos con naturalidad el afecto
contrario o aunque queramos dárnoslas de indiferentes, lo cierto es que cada vez que
percibimos que otro goza, sufrimos una cierta conmoción, es decir, nos sentimos
afectados anímicamente.

El gozar del otro nos despierta, atrapa nuestra atención y nos hace absorber los
elementos sensibles de sus manifestaciones. No hace falta que decidamos hacerlo, ni
hace falta que seamos conscientes de que lo hacemos, como tampoco hace falta
proponérselo para comparar el goce percibido con el goce que nos convendría.
Porque toda percepción implica una comparación y el goce percibido, por el hecho de
ser perceptible, pone en juego el goce que nos falta.

Tanto los jadeos amorosos de los vecinos de al lado como sus gritos de enojo, igual
que las sombras gesticulantes que encuadran los visillos de los de enfrente, los
relatos, los filmes, las canciones, las conversaciones, aportan percepciones del goce
de otro, de otro gozando, y nos vemos forzados a compararlas con nuestro propio
goce.

Por eso cada percepción hace de lo percibido un candidato a ser un objeto que nos
falta. Un timbre nos avisa de algo siempre y cuando estemos en abstinencia de
sonidos de su misma frecuencia e intensidad, es decir, siempre que haya una relativa -
aunque cierta - insatisfacción sonora. Si estuviéramos saturados de ruidos, no lo
escucharíamos. Si lo percibo es porque ni lo tenía ni lo era.

La percepción me pone en situación de insatisfacción, o tal vez sea al revés: la


insatisfacción me pone en situación de percibir. En cualquier caso, encuentro que lo
que percibo me falta. Los técnicos de márketing saben eso desde su propia noche de
los tiempos: sin el circuito que trazan insatisfacción y percepción no hay consumo.

Un estado de insatisfacción permanente caracteriza cualquier sistema receptor, lo que


hace las delicias diarias del publicista, seguro como puede estar de que basta con
impactar en alguna percepción del receptor, y hacerle percibir cualquier cosa, para

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que se inicie un movimiento de aprehensión sobre aquello que lo acompaña (si no
alcanza a comprar un carísimo vehículo, se contentará con adquirir el Elvis con
ventosa para que baile en cualquier otro salpicadero).

A esto se le añade el hecho de que no siempre somos conscientes de lo que


percibimos, de manera que podemos experimentar que algo nos falta sin saber qué
percepción nos provocó esta experiencia, y podemos iniciar ese movimiento de
aprehensión sin saber por qué lo hacemos ni, a veces, que nos hemos empezado a
mover. Sabedora de este hecho, la publicidad empleó durante un tiempo lo que se
denominó comúnmente estímulo subliminal, cuya más conocida variante consiste en
introducir en un filme una serie de fotogramas con el estímulo que se pretende hacer
llegar, pero en un número tan reducido que no sean percibidos de modo consciente;
de manera que, por ejemplo, antes de acabar la película ya estamos dándole vueltas al
refresco que nos apetece beber sin saber que hemos visto varias veces la imagen de su
botella.

Las sociedades occidentales se dieron bastante pronto las leyes que prohibían tales
prácticas. Pero aunque fuera posible comprobar la existencia de tales estímulos y
excluirlos por completo de la publicidad, no podría evitarse la manipulación. Lo
subliminal no se agota con las condiciones y las circunstancias de fabricación y
emisión de un estímulo, hay que considerar también el asunto de la recepción.Y
ciertas circunstancias de recepción convierten algunos estímulos legales - tanto en su
composición formal como en su emisión pública - en fragmentos de estímulos
subliminales. Basta que la televisión o la radio estén encendidas para que quien
transite por los alrededores, ocupado en otras cosas, reciba los anuncios de esa
manera.

Puedo disfrutar de lo que me falta. Puedo ser capaz de escribir como el mismo autor
la novela que leo porque la entiendo, puedo dar como el pintor las pinceladas del
cuadro que veo porque las distingo, y también se me ha dado el don de poder cantar
en silencio con las voces de otros porque las escucho. Me apropio así de un goce que
me falta porque soy capaz de percibirlo. Pero también puedo percibirlo y no
apropiarme de él, y experimentar entonces que me falta, como si lo que percibo me
hubiera sido robado en algún momento, no sé cuándo ni dónde ni por quién.

Con esto del goce del vecino ocurre que, cuanto más clara tenemos nuestra
incapacidad para reproducirlo, más fácil resulta disfrutarlo por su intermedio, y que
cuanto más convencidos estamos de ser capaces de alcanzarlo, más desposeídos nos
vemos en su presencia. De una combinación de capacidad y de incapacidad, de
ganancia y de pérdida, se abonan los terrenos donde nuestros deseos nos llevan a
pasar el rato.

Nos acompañan por un extremo la euforia y por el otro la tristeza, y en medio la


excitación, la alegría, el optimismo, el enfado, la pereza, el abatimiento, la languidez,
la nostalgia,... y todos los matices afectivos que el lenguaje permita crear. Nuestro
deseo es lo que se esconde cuando estamos deprimidos, o tristes, o melancólicos, o

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aburridos. Pero también se esconde cuando nos enojamos o alegramos, y no digamos
ya cuando estamos eufóricos. No confundamos querer con desear.

Precisamente en este punto concerniente al deseo llega el momento de retornar al


asunto que abría el epígrafe: que la depresión nos acompaña desde siempre. Hemos
comenzado describiendo cómo nos acompañaba el impulso de producírsela a nuestros
semejantes, y hemos empezado a justificar esa violencia en el hecho de que el
semejante nos pone en el disparadero afectivo casi por el solo hecho de su existencia,
haciéndonos experimentar una incompletud, una pérdida. Pero nos falta ver cómo
este afecto depresivo nos acompaña como experiencia vivida desde que llegamos al
mundo.

Antes de ser sujetos hemos sido objetos. La primera posición de un ser humano es la
de ser objeto del deseo de otros, por lo general de sus padres. No se trata de una
hipótesis, sino de una lectura de unos hechos. Afirmamos con esto, sencillamente,
que no habríamos llegado a peinarnos solos si no hubiéramos sido objeto de los
cuidados de unos padres o de sus sustitutos, cuidados que si no se hubieran sostenido
en un deseo de cuidarnos no habrían sido eficaces ni para que aprendiéramos a coger
el peine.

Para constatarlo basta hacer referencia al hospitalismo, un síndrome descrito por


Spitz en 1945, que se produce en los niños criados en ausencia total de su madre.
Criados en una institución donde los cuidados les son administrados en forma
anónima, sin que pueda establecerse un lazo afectivo entre ellos y los cuidadores,
desarrollan unos graves trastornos de carácter duradero o irreversible consistentes en
el retardo del desarrollo corporal, de la habilidad manual, de la adaptación al medio
ambiente, y del lenguaje; así como una disminución de la resistencia a las
enfermedades y, en los casos más graves, marasmo y muerte.

A Spitz le debemos también su descripción de la depresión anaclítica, otra ilustración


de la importancia del lazo afectivo en el desarrollo del ser humano. Esta depresión es
consecutiva a una privación afectiva parcial y brusca en niños de un año de vida que
hasta entonces hayan disfrutado de una relación normal con su madre, y consiste en
una pérdida de la expresión mímica y de la sonrisa; además de mutismo, anorexia,
insomnio, pérdida de peso y de un retardo psicomotor global.Trastornos estos que
pueden desaparecer rápidamente al volver a encontrarse con la madre.

Es decir, que nuestra primera posición en la vida coincide con una posición de objeto,
con una posición pasiva frente al deseo de nuestros padres.Y hemos visto con Spitz
que si nos faltara esa posición de objeto del deseo del Otro - por resumir con esa
mayúscula a esos otros que no son simplemente unos semejantes-, nuestra existencia
quedaría comprometida.

Pero, evidentemente, para devenir sujetos hemos debido hacer algo respecto a esa
posición pasiva, hemos tenido que salir de ella, hemos debido negarnos a esos
cuidados. Hemos debido ser malos, para decirlo simplemente, al rehusarnos a

80
satisfacer el deseo de nuestros padres. Para ello hemos llorado sin dar a conocer el
motivo hasta que se les han fundido algunas neuronas pensando qué nos pasaba,
hemos llorado más aún cuando nos han ofrecido el consuelo del chupete, de una teta
o de una tetina, hemos berreado desgañitándonos cuando han probado calmarnos
cambiándonos el pañal, o les hemos roto los tímpanos cuando nos han cogido en
brazos. En algún momento hemos hecho de todo para dejar claro que existimos más
allá de todo lo que puedan inventar para cuidarnos. Con todo ese despliegue hemos
rechazado ser objetos destinados a satisfacer su deseo.

Todo ser humano ha hecho de pequeño lo que de más mayor hará cuando se
encuentre deprimido: hacerse reconocer como aquel que, pareciendo necesitado de
ayuda, la rechaza cuando se le ofrece.Todos nos hemos hecho un sitio en el lugar más
alejado posible de la satisfacción del deseo de nuestros padres. ¿Qué querían nuestros
pobres padres? Ni idea, pero sabemos de nuestra lejanía de satisfacerlos por las
conmociones que les producimos. Gritan, luego cabalgamos.

Si la primera significación de nuestro cuerpo fue ser el objeto del deseo de nuestros
padres, hemos tenido que expulsar esa significación fuera de nosotros para vivir. Y el
mundo exterior estará para nosotros habitado por esa significación primera que
debimos rechazar para existir. Por eso nuestra percepción es antropomórfica, porque
la realidad está habitada por la significación primera de nuestro cuerpo que hemos
rechazado. Por eso un niño que apenas habla es capaz de ver en el morro de un
automóvil una cara con ojos de faro y dientes de matrícula, o cualquiera ha podido
medio ver cómo la ropa amontonada en una silla de su habitación se convertía, al rato
de apagar la luz para dormir, en una anciana que velaba siniestramente en la
penumbra, y cómo las vetas de la madera del armario se transformaban de noche en
los múltiples ojos alargados de monstruos inimaginables.

¿Qué hemos hecho al rechazar ser el objeto que le falta al Otro? Hemos puesto fuera
de nosotros dos cosas: una sig nificación del cuerpo - ser el objeto del deseo de los
padres - ligada a la nada - la nada que ser objeto implica de desaparición como
sujeto-. Y eso es lo que habita en lo que nos rodea. En lo que percibimos encontramos
lo que debíamos haber sido para satisfacer a nuestra madre y no somos por no
desaparecer. Para cada ser humano, en cada encuentro con un semejante, se juega una
tensión agresiva que pivota sobre la necesidad de poner en el otro la parte de nada
que aparece entre ambos al percibirse.

Por eso nuestra percepción nos provoca esas conmociones cotidianas que
habitualmente menospreciamos. La próxima vez que suban en un ascensor con una
persona desconocida, recréense en percibir la tensión que se produce si no median las
palabras, constaten cómo tienden a eludir el cruce de las miradas, fíjense cómo se
ocupan los lugares en tan reducido espacio y, si tienen ocasión, dense cuenta de cómo
evalúan a toda velocidad los gestos de su compañero de viaje. Las palabras, sean
cuales sean -y cuanto más banales mejor-, permiten amortiguar el efecto que la
presencia de un cuerpo mudo produce en quien lo percibe. Hablar de cualquier cosa
que no favorezca tomar posiciones demasiado encontradas es la manera civilizada de

81
solucionar esa situación tensa. Se lleva así la cosa del ser y la nada al campo de las
palabras, sacándolo de allí donde se experimenta de entrada (en el cuerpo tanto como
en el alma). Solución parcial de la cuestión, pues uno de los dos suele salir del
ascensor habiendo tomado consistencia a costa de la que de algún modo ha perdido el
otro, ya porque el primero se mostró más suelto que el segundo en sus comentarios
meteorológicos, ya porque fue el más chistoso en sus intercambios sobre el tráfico
urbano.

Pero no olvidemos de dónde venía esta nada que rechazamos de infans. Eso con lo
que nos las tenemos que ver en cada ascensor actualiza de nuevo, bajo esa forma
anónima, aquella nada que rechazamos ser con nuestro inconsolable llanto infantil.
Allí escapamos por vez primera de nuestra primera posición depresiva, cuando quedó
claro que habíamos sido reconocidos como diferentes de lo que nuestros padres
hubieran deseado. Pero de una posición tan necesaria como la de haber sido tratado -
cuidado - como tal objeto no se escapa sin más. Hay una deuda que se contrae al
decidirse a ser quien no satisface el deseo del Otro. Una deuda que exige su pago en
cada encuentro con cada otro, que nos ofrece la nada. Una deuda que renovamos cada
vez que llegamos a nuestro piso habiéndonos alzado con una pírrica victoria
narcisista.

¿Cómo saldar la deuda contraída con el Otro por no haber sido su objeto, por no
haber cumplido con esa posición depresiva? Dado que pusimos en el exterior esa
significación como objeto que nos amenazaba, intentaremos modificar precisamente
lo que está afuera y jugaremos con lo que nos rodea, lo transformaremos. En pago por
no ser lo que nuestras mamás quisieron que fuéramos, cambiaremos el mundo.
Jugaremos con las cosas, trabajaremos, haremos bricolaje, limpiaremos el polvo,
cocinaremos, cambiaremos los muebles de sitio, necesitaremos hacer cosas, y así
aliviaremos nuestra deuda primordial. Pero eso hay que hacerlo sin parar, y en sí
mismo ese imparable hacer cosas no está lejos de la depresión. En ese no parar de
hacer se trata de no ser el objeto del Otro, pero eso se consigue no parando de
fabricarlo para dárselo, lo que no da para ser otra cosa que quien hace para el disfrute
del Otro.

Las neurosis del ama de casa, las adicciones al trabajo, la afición por la
Black&Decker, la necesidad de levantar mancuernas en series infinitas, y otros
productos de la desesperación ante el ocio, reciben su fuerza de la necesidad de huir
de la quietud, de la pasividad y de la depresión que en ella se agazapa.

No podemos hacer aquí la disección detallada de los métodos que permiten al sujeto
huir de manera más eficaz de esa posición de pasividad, y resumirlos empleando un
lenguaje más especializado no ayudará a su comprensión. Pero nos basta lo planteado
hasta ahora para poder definir la depresión como el afecto que señala que no se está
pagando la deuda de existir como sujeto.

Y podemos añadir que eso nos puede ocurrir varias veces al día. Caemos en la nada
con regularidad. Podemos caer en la pasividad cuando fracasamos en algún intento de

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tomar consistencia gracias a los demás. Pero también cuando acabamos con éxito lo
emprendido encontramos la nada, porque obviamente nuestra actividad es útil por ser
actividad, no por cesar - con éxito o sin él-.Y la buena salud no está en no caer nunca
en la pasividad - o no darse ni cuenta-, sino en un ritmo rápido de recuperación.
Entonces la depresión se comprende como una fijación del afecto depresivo, como
una detención en una posición de pasividad.

La fijación en esa posición puede encontrar su causa en la imposibilidad de trabajar, o


en la pérdida de las personas amadas u odiadas - todas alimentaban nuestro ser y
cargaban con nuestra nada - que salieron de nuestras vidas por piernas o con los pies
por delante, o por la imposibilidad, más o menos duradera, de asumir una nueva
identificación en la vida, como la de padre o la de madre, o la de jefe, o la de
empleado, o la de parado; o cualquier otra que obligue a replantear las cosas respecto
a la forma de ser que hasta entonces se había encontrado para ser quien no satisfacía
el deseo de sus padres y no se había deprimido en el intento.

Quizá se comprenda mejor así la necesidad de hablar de quien está fijado en una
posición pasiva tal. No es que tenga ganas de hacerlo, sino que le conviene para
existir. Porque hablar es, en sí mismo, un acto, y permite adoptar una posición activa,
se diga lo que se diga, siempre y cuando el interlocutor se calle.Y en estrecha relación
con ello, lo último que conviene para salir de una posición pasiva es redoblarla
mediante la administración de drogas o con la donación de buenos y reconstituyentes
consejos.

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ornemos una diferencia que es habitual en la práctica clínica -y que ya
apuntamos en otro capítulo-, consistente en distinguir entre neurosis y psicosis, para
observar los mecanismos de ese afecto al que llamamos depresión, tanto en lo que se
suele llamar depresión neurótica como en lo que podríamos denominar el caso
extremo de ese afecto, la depresión en la psicosis, la melancolía.

Teniendo en cuenta que hemos definido la depresión como un afecto, de lo que se

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trata ahora es de observar qué mecanismo sigue el mismo en una y otra estructura.
Para ello, hay un artículo de Freud, titulado «Duelo y melancolía», publicado en
1914-cuya lectura más que recomendable, resulta relativamente fácil-, que supuso un
hito en la inteligencia de la melancolía y recoge en esencia las líneas del pensamiento
psicoanalítico sobre la cuestión. Lo seguiremos en esta reflexión sin pretender decir
algo más, pero con la intención de decir algunas cosas de otra manera, para
entenderlas hoy.

En ese artículo, Freud plantea comparar el estado normal del duelo con el estado
patológico de la melancolía.Y justifica esa comparación apoyándose en dos hechos:
el primero, que ambos estados presentan un mismo cuadro clínico, salvo en algún
detalle, muy importante como veremos; y el segundo, que duelo y melancolía
también comparten los acontecimientos de la vida que los ocasionan, en la medida en
que se alcanza a discernirlos. Define el duelo como «la reacción frente a la pérdida de
una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la
libertad, un ideal, etcétera», y señala que, en algunas personas, pérdidas similares
ocasionan melancolía en lugar de duelo.

A Freud le sorprende, para bien, una cosa. Que a pesar de las importantes
desviaciones de la conducta normal ante la vida que ocasiona el duelo, no se le ocurra
a nadie considerarlo patológico, ni remitirlo a un médico para su tratamiento. Y a
nosotros hoy, casi noventa años después, lo que nos sorprende es que a pocos se les
ocurra considerar los estados de duelo como algo normal ni haya muchos médicos
que piensen que es mejor no interferir su proceso con medicamentos. La sorpresa de
Freud no era coetánea de los medicamentos antidepresivos, y el mundo moderno aún
creía en que la superación del duelo requería un tiempo, como también creía sensato
pensar que era inoportuno y dañino perturbar su proceso.

Hoy también se piensa eso, salvo algunos médicos enloquecidos - como Sylvia
Simpson, del Johns Hopkins Hospital, quien, según Solomon, afirma: «Si parece una
depresión, trátelo como una depresión» - que se dan permiso así para tratar
médicamente cualquier estado de ánimo triste. En realidad, excepto estos
especímenes radicales de la profesión médica, el resto de la población aún no ha
abandonado del todo la idea de que al duelo debe dársele un tiempo.

Sin embargo, aunque la mayoría coincida en ello, pocos son los que se resisten a
interferir con la medicación. Esta paradoja es posible porque sencillamente no se
piensa que se esté interfiriendo en nada, sólo se está ayudando a llevar mejor una
situación difícil. ¿Pero mejor... hasta qué punto?, ¿hasta el de llevarlo con alegría?,
¿cómo mesurar la ayuda?

Freud razonaba que si esa conducta del duelo no era considerada como patológica,
ello se debía a que podíamos explicárnosla perfectamente. Quizás hoy no somos
capaces de explicarnos, no tenemos ideas compartidas que sirvan para ello y
despreciamos cualquier cosa que no salga de un tubo de ensayo y vaya de la mano de
la estadística. Sin futuro, todo ha de solucionarse aquí y ahora, y el tiempo para

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comprendernos se ha reducido en nuestra cotidianidad, como el tiempo del
diagnóstico lo ha hecho en las consultas médicas.

Volvamos al cuadro clínico compartido por ambos estados. Tanto el duelo como la
melancolía presentan un ánimo dolorido, un desinterés por el mundo exterior, una
pérdida de la capacidad de amar y una inhibición de la actividad productiva. Y se
diferencian en un aspecto, presente en la melancolía y ausente en el duelo: las
autoacusaciones, la autodenigración, que puede extremarse en una delirante
expectativa de castigo.

El melancólico habla de sí como de un ser de escaso valor y de gran miseria interior,


culpable de los todos males del mundo. El sujeto que se encuentra en un estado de
duelo neurótico - o normal, en un sentido estadístico - puede que emplee esos mismos
calificativos para describir el mundo que le rodea, pero no suele hacerlo para referirse
a él mismo, y cuando lo hace, manifiesta evidentes signos de vergüenza, en lo cual
difiere del melancólico, que no tiene el menor pudor en hacer públicas sus
autoacusaciones.

No pocas de las personas que, acusadas de brujería, fueron incineradas por la


Inquisición habían asumido voluntariamente tan arriesgada condición mágica,
responsabilizándose de la mala cosecha de ese año, de los ataques de los lobos que
mermaron la cabaña del pueblo, de la epidemia que asoló a la población, o de
cualquier otra circunstancia catastrófica, natural o no, que hubiera conmocionado a
sus vecinos.

Sin duda, buena parte de las cenizas que la Inquisición aventó en su afán purificador
fueron aportadas por los cuerpos de muchas melancolías más o menos delirantes. Si
añadimos a ello que la melancolía era un signo del abandono de Dios, poco importaba
la exactitud de la demostración de la culpa con pruebas fehacientes. Si alguien
pensaba que su taciturno vecino había sido abandonado por Dios y lo denunciaba al
Santo Oficio, y si el acusado era un melancólico y se consi deraba culpable de todo, a
los implicados no les quedaba otro camino que la hoguera. Este método buscaba -
como la tortura - hacer salir al demonio del cuerpo y purificarlo para salvar su alma,
lo que podría situar esta práctica pirómana dentro de las terapias extremas recibidas
por la melancolía y por otros trastornos mentales.Todo ello viene a ilustrar
claramente la importancia del lugar en el que son situados los cuerpos según los
ideales de cada época.

Esta falta de pudor del melancólico a la hora de comunicar sus denigrantes opiniones
sobre sí mismo,y la vergüenza con la que el individuo deprimido por un duelo lo
hace, sitúan la pérdida de cada uno en lugares diferentes.Así, el melancólico
experimenta que ha perdido todo valor y que carece de interés para el mundo que lo
rodea, mientras que el deprimido por un duelo experimenta que es el mundo
circundante lo que ha perdido valor para él.

Quizá ha llegado el momento de señalar que los dos estados que Freud compara en su

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artículo, y que denomina el duelo normal y la melancolía, permiten una comparación
similar a la que nos ofrecen los dos estados que proponíamos diferenciar al principio,
es decir, la depresión neurótica y la melancolía psicótica. Que una situación de duelo
pueda deberse a un abandono amoroso, a un despido, a una humillación, a un fracaso
o incluso a la consecución de una meta vital - bien por la caducidad de la posición
activa, bien por la reordenación de identificaciones que ella implica-, hace que
podamos establecer una sinonimia tal entre el duelo, en un sentido amplio, y la
depresión neurótica.

¿Qué es lo que pasa en la depresión neurótica? Como en el duelo normal, o la tristeza


lógica que sigue a un desengaño, el proceso consiste en que la desaparición del objeto
amado en la realidad exige que la libido se retire de cada recuerdo y de cada
esperanza que hasta entonces se ligaban con él. De ese modo la libido queda libre y
disponible para dirigirse hacia el mundo exterior en busca de otros objetos amables.
Pero ese proceso que es el trabajo de duelo enfrenta, dice Freud, una gran renuencia
por parte de cada ser humano, que no abandona de buen grado sus posiciones
libidinales una vez alcanzadas, aunque ya les haya encontrado una sustitución. De
manera que el sujeto irá clausurando cada esperanza y cada recuerdo, pieza por pieza,
dolorosamente. Al final del proceso, su inhibición desaparece, y su interés y gusto por
las cosas del mundo - hasta entonces limitado a aquellas que le recordaban al objeto
perdido - reaparece. Comprendemos entonces que para llevar a cabo este trabajo de
duelo es preciso que se den ciertas condiciones.

En primer lugar, es imprescindible saber qué objeto se ha perdido, lo cual puede


resultar difícil en ciertas circunstancias, pues quizá no se ha perdido sino que se ha
temido perderlo, o se ha roto algo en una relación que no ha terminado
macroscópicamente con ella, o no se trata de una persona sino de un ideal, o no
parece haberse perdido nada tras ganar una meta difícil, o se menosprecian las
expectativas puestas en lo no alcanzado. Como también es posible que se sepa a
quién se ha perdido, pero no lo que con él se ha perdido.

Un ejemplo quizá nos dé una idea sobre la extremada variedad de caminos por los
que una pérdida, que puede no parecer ni pérdida ni abandono y que puede resultar en
sí misma poco trascendente, pone en el disparadero la actualización de otra. Cuando
un amigo de toda la vida, con el que se comparten identificaciones que pueden
haberle hecho jugar un papel paterno, tiene un hijo, cambian los términos de la
relación. Su nueva condición puede implicar menos presencia física y psíquica para
con su colega de siempre, y actualizar, entonces, el abandono que éste pudo
experimentar de niño cuando, por ejemplo, nació su hermano pequeño.Y la
paternidad del amigo desencadena una tristeza que parece injustificable, pues aunque
el afectado pueda intuir que algo de lo perdido en la reordenación de esa amistad
tiene que ver con su estado, le va a resultar difícil comprenderlo en términos de
pérdida. Difícilmente, entonces, se lo podrá decir a alguien, así que descartará esa
idea y quizá ponga en el saco de su tristeza cualquier reproche al amigo que se le
cruce por la cabeza.

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En términos freudianos, habrá reprimido - hecho inconsciente - la posición subjetiva
que le produce ese afecto. Aun así, es posible que un día vea esa relación entre su
tristeza y la paternidad de su amigo, y también es posible que cuando vaya a ver a su
médico se le ocurra decirla. En la mayoría de los casos es poco probable que éste le
dé cancha a la idea, de la misma manera que tampoco él se la dio.

Un acontecimiento tan banal como el descrito en el ejemplo puede verse envuelto en


el desencadenamiento de un estado depresivo o de una melancolía, pero conviene
señalar que puede seguir caminos distintos al indicado. Si bien aquí hemos planteado
que la paternidad de un amigo se significaba como el abandono de una figura paterna
y actualizaba un acontecimiento del pasado que resultó traumático para el sujeto, la
misma eventualidad puede poseer para otro sujeto una significación diferente, aunque
resulte de ella un cuadro similar. Es el caso de algunas amistades inseparables,
relaciones que parecen amorosas salvo por la ausencia de práctica sexual, que viven
como una ofensa íntima y hasta como un engaño la constatación de la vida sexual del
amigo o de la amiga con su partenaire; constatación de la pérdida de un objeto de
amor, ignorado hasta entonces, susceptible de actualizar otras pérdidas y conducir a
un duelo ignorado, a una depresión.

En segundo lugar, para cumplir el trabajo de duelo es preciso reactivar cada recuerdo
y cada esperanza ligada al objeto perdido para retirar dolorosamente de ellos la
energía psíquica de la que son portadores. Es decir, que es necesario no sólo no
olvidar, sino recordar.Y podemos comprender que la tarea podrá verse retardada o
incluso impedida por las exigencias - bien reales muchas de ellas - que lo cotidiano es
capaz de generar.

Lo mencionamos ya respecto a Elisa, y se puede reconocer en cada situación de


pérdida: el reordenamiento de la realidad que exige una pérdida no sólo concierne a la
realidad psíquica, sino también a la vida cotidiana. Así la necesidad del papeleo
administrativo, funerario o jurídico, o la atención que se debe a los que pueden haber
quedado más afectados por la pérdida, o incluso la puesta en marcha de los proyectos
que se veían obstaculizados por la presencia del objeto perdido. El deudo, el
abandonado, se encuentra con una gran oferta de actividad que aparece casi
automáticamente y que puede absorberle hasta el punto de aplazar, sine die, la
rememoración y repaso de las vivencias enlazadas a lo perdido.

En tercer lugar, es condición necesaria que además de evocar cada recuerdo, se retire
de él la energía libidinal que alberga. En este punto se produce la parte dolorosa del
asunto, el momento en el que ha de decidirse entre seguir el camino de lo perdido y
desaparecer con ello, o bien perseguir las satisfacciones que la vida proporciona aun
sin la presencia de aquel que se fue y desplazar el interés a otra cosa. Nos hemos
explayado suficientemente a lo largo de nuestro recorrido sobre este aspecto como
para comprender que los estados de ánimo modificados por drogas - legales o ilegales
- impiden que esa tarea se efectúe. Pisando acelerador y embrague al mismo tiempo,
el deprimido patina en el duelo y no avanza.

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Cualquiera de los factores señalados que perturbe las tres condiciones necesarias para
el trabajo de duelo impedirá el proceso de resolución de las pérdidas que nos afligen,
y fijará nuestro estado depresivo.Y si lo consideramos como una enfermedad, iremos
al médico, consumiremos antidepresivos, nos sumaremos a las estadísticas de la
OMS, y nos convertiremos en unos ciudadanos postmodernos deprimidos comme il
faut, sin saber por qué.

¿Qué tiene de distinto la melancolía? Volvamos a la reflexión de Freud alrededor de


esa diferencia entre - según los términos que proponemos - depresión neurótica y
melancolía que se refiere a la falta de vergüenza del melancólico a la hora de hacer
pública su indignidad. Freud no da importancia a la justeza o no de los peyorativos
juicios que el melancólico es capaz de formular sobre sí mismo implacablemente y
sin rubor, piensa que él sabrá y que si ha perdido el respeto por sí mismo, tendrá sus
razones. Lo que le interesa es que, a pesar de ese discurso que le pone a la altura del
subsuelo, el melancólico no mantiene en absoluto un comportamiento propio de una
persona arrepentida de su indignidad, ni intenta enmendar el mal que dice haber
causado a sus próximos. Bien al contrario, se muestra susceptible, irascible e
intolerante con quienes le rodean, siempre afrentado por cualquier cosa y como si
hubiera sido objeto de una gran injusticia por parte de ellos.

Sobre todo ello, Freud deja esta joya de la observación clínica: el melancólico habla
de sí mismo como si hablase de otra persona, por eso no manifiesta vergüenza alguna
al denigrarse públicamente. Es decir, todo ocurre como si una parte del individuo
tratase a otra parte de ese mismo individuo del modo en que trataría a un extraño.
Pero no se queda en eso, y va más allá, señalando que además lo trata como si ese
extraño fuera la persona que ha perdido en la realidad - por su muerte o por su
desaparición como objeto de amor-, o incluso aquella a la que teme perder.

De manera que el melancólico ejercería sobre una parte de sí mismo un sadismo que
habría ejercido sobre la persona amada perdida o próxima a perder. ¿Por qué ejercer
un sadismo cualquiera sobre una persona amada? Esto no se comprende si no
entendemos que el odio va ligado al amor. Ir más allá del tópico de esta afirmación
aportando una demostración erudita de este punto nos llevaría más esfuerzos que
convencimientos obtendríamos, de modo que nos limitaremos a reclamar al lector que
haga una lista de las personas que son y han sido capaces de despertar sus
pensamientos y comportamientos más iracundos, y otra con la lista de las personas
que ama y que amó. El número de coincidencias de ambas puede ilustrar esa ligazón
del odio y el amor.

¿Qué ha podido ocurrir para que algo así se produzca? Freud propone que la persona
perdida ha sido incorporada por el sujeto, que ha asumido en su interior una manera
de mantenerla presente. Digamos que se ha tragado la identificación, con la
consiguiente nada que la habitaba. El objeto perdido se encuentra en el interior, se ha
identificado con él. Aquello que no se quiso ser - objeto - se instala en el ser y lleva a
la pasividad propia de los objetos.Y la lucha para desembarazarse de él puede
empujar al suicidio, con el riesgo añadido de llevarse por delante a aquellos con los

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que también se encuentre identificado.

De manera que la diferencia entre neurosis y psicosis, inabordable en su totalidad de


manera asequible en pocas líneas, se encuentra, respecto al afecto depresivo, en el
diferente modo de gestionar la pérdida de sus objetos. Que el melancólico pueda
hacer consciente lo que le ocurre no dejará de aportarle el mismo beneficio que al
deprimido, el de poder leer los pequeños signos que le orientan en rela ción con sus
aproximaciones a la nada. Para ello es preciso hablar.

Y la manía

Nos queda por hacer algún comentario respecto al afecto opuesto al depresivo o
melancólico. Se describe desde hace siglos la frecuente mutación de los estados
depresivos en estados maníacos, y viceversa. Esto ha dado lugar a lo que hoy las
clasificaciones psiquiátricas denominan trastornos bipolares, que alternarían manía y
melancolía de manera cíclica.

Se tiende a pensar que, dadas las apariencias, en la manía se trataría de algo


completamente diferente a la melancolía. Sin embargo, en ambas situaciones se trata
de la misma problemática. Puede resultar difícil de admitir a primera vista que un
estado eufórico, expansivo, hipomaníaco o abiertamente maníaco, surja de una
situación de pérdida o de duelo. Sin embargo no es nada infrecuente que la muerte de
un familiar desencadene un cuadro clínico de ese cariz. No cabe buscar en sus
circunstancias desencadenantes ningún acontecimiento diferente de los que
esperaríamos encontrar en el caso de una depresión o de una melancolía.

En la manía no se trata de alegría, que podríamos oponer a la tristeza que acompaña a


la depresión, sino de un ánimo expansivo y desinhibido, que se expresa mediante
manifestaciones de superioridad ante el mundo y sus habitantes, en una sintonía total
con el mundo exterior. Pero no es una muestra de felicidad.

La diferencia respecto a la melancolía se encuentra en la inhibición de ésta y en la


desinhibición de aquélla, así como en los autorreproches melancólicos y en la
infatuación maníaca. Es decir, responde a la victoria de la parte del yo que en la
melancolía es vilipendiada, la victoria de la identificación con el objeto perdido
incorporada tras la pérdida. La nada es expulsada entonces sobre el mundo
exterior.Y, en esas circunstancias, nadie sale narcisísticamente victorioso de un viaje
en ascensor si le ha tocado compartir el trayecto con algún viajero en estado maníaco.

Dejamos aquí de pasear esta cuestión hegeliana por tan habitual artefacto y
terminamos también nuestro recorrido no exhaustivo sobre ese afecto al que
llamamos depresión, tan cotidiano como el ascensor.

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Índice
0. nota sobre la bibliografía 6
1. sobre lo que nunca quisimos aprender sobre la depresión y
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resulta que sabemos
2. ¿qué quiere decir depresión? 12
3. lo que le pasó a Elisa 17
4. lo que le pasó al médico de Elisa 24
5. lo que le pasó al mono 32
6. la depresión endógena, un rumor 37
7. los best-seller de la farmacopea psiquiátrica 45
8. el empirismo 53
9. ¿una enfermedad... moderna? 60
10. ¿una enfermedad? 71
11. la depresión y la melancolía 83

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