2.2 Transdisciplinariedad Manifiesto Basarab Nicolescu

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Grandeza y decadencia

del cientificismo

El espíritu humano ha estado atormentado, desde siempre, por la


idea de leyes y orden, que dan un sentido tanto al Universo donde vivimos
como a nuestra propia vida. Los antiguos inventaron así la noción
metafísica, mitológica y metafórica de cosmos. Se acomodaron muy bien a
una Realidad multidimensional, poblada de entidades diferentes, de los
hombres a los dioses, pasando eventualmente por toda una serie de
intermediarios. Estas diferentes entidades vivían en su propio mundo,
regido por sus propias leyes, pero estaban unidas por leyes cósmicas
comunes, engendrando un orden cósmico común. De esa manera los
dioses podían intervenir en los asuntos de los hombres, siendo éstos a su
vez a la imagen de los dioses y todo tenía un sentido, más o menos oculto,
pero siempre un sentido.

La ciencia moderna nació de una ruptura brutal con la antigua visión


del mundo. Está fundada sobre la idea, sorprendente y revolucionaria para
la época, de una separación total entre el sujeto que conoce y la Realidad,
supuesta ser completamente independiente del sujeto que la observa. Pero,
al mismo tiempo, la ciencia moderna se daba tres postulados
fundamentales, que prolongaban a un grado supremo, sobre el plano de la
razón, la búsqueda de leyes y de orden:

1. La existencia de leyes universales, de carácter matemático.


2. El descubrimiento de esas leyes por la experimentación científica
3. La reproductibilidad perfecta de los datos experimentales.

Un lenguaje artificial, diferente del lenguaje de la tribu –las


matemáticas- fue de esta manera elevado por Galileo, al rango de lenguaje
común entre Dios y los hombres.

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Los éxitos extraordinarios de la física clásica, de Galileo, Kepler y
Newton, hasta Einstein, han confirmado la exactitud de esos tres
postulados. Al mismo tiempo han contribuido a la instauración de un
paradigma de la simplicidad, que se hizo predominante en el umbral del
siglo XIX. La física clásica ha llegado a construir en el curso de dos
siglos, una visión del mundo apacible y optimista, lista a acoger, sobre un
plano individual y social, el surgimiento de la idea de progreso.

La física clásica está fundada sobre la idea de continuidad, en


conformidad con la evidencia provista por los órganos de los sentidos: no
se puede pasar de un punto a otro del espacio y del tiempo sin pasar por
todos los puntos intermediarios. Además, los físicos ya tenían a su
disposición un aparato matemático fundado sobre la continuidad: el
cálculo infinitesimal de Leibniz y Newton.

La idea de continuidad está íntimamente ligada a un concepto clave


de la física clásica: la causalidad local. Todo fenómeno físico podía ser
comprendido por un encadenamiento continuo de causas y de efectos: a
cada causa en un punto dado corresponde un efecto en un punto
infinitamente cerca y a cada efecto en un punto dado corresponde una
causa en un punto infinitamente cerca. Así dos puntos separados por una
distancia, fuese ésta infinita en el espacio y en el tiempo, están sin
embargo unidos por un encadenamiento continuo de causas y de efectos:
no se necesita una acción cualquiera directa a distancia. La causalidad
más elaborada de los antiguos, como por ejemplo la de Aristóteles, está
reducida a uno solo de estos aspectos: la causalidad local. Una causalidad
formal o una causalidad final ya no tenía lugar en la física clásica. Las
consecuencias culturales y sociales de una tal amputación, justificada por
los éxitos de la física clásica, son incalculables. Hoy mismo aquellos,
numerosos, que no tienen conocimiento agudo de filosofía, consideran
como una evidencia indiscutible la equivalencia entre “la causalidad” y
“la causalidad local”, de tal manera que el adjetivo “local” está omitido
en la mayoría de los casos.

El concepto de determinismo podía hacer así su entrada triunfante en


la historia de las ideas. Las ecuaciones de la física clásica son tales que,
si uno conoce las posiciones y las velocidades de dos objetos físicos en
un momento dado, se puede predecir sus posiciones y sus velocidades en
cualquier otro momento del tiempo. Las leyes de la física clásica son

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leyes deterministas. Siendo los estados físicos funciones de posiciones y
de velocidades, resulta que si se precisan las condiciones iniciales (el
estado físico en un momento dado del tiempo) uno puede predecir
completamente el estado físico, no importa a qué otro momento dado del
tiempo.

Es muy evidente que la simplicidad y la belleza estética de tales


conceptos –continuidad, causalidad local, determinismo- tan operativos
en la Naturaleza, hayan fascinado los más grandes espíritus de estos
cuatro últimos siglos, el nuestro incluido.

Quedaba a franquear un paso que no era ya de naturaleza científica


sino filosófica e ideológica: proclamar la física reina de las ciencias. Más
precisamente, reducir todo a la física, lo biológico y lo psíquico
apareciendo como etapas evolutivas de un solo y mismo fundamento. Ese
paso fue facilitado por los avances indiscutibles de la física. Así nació la
ideología cientificista, aparecida como una ideología de vanguardia y que
conoció un extraordinario desarrollo en el siglo XIX.

En efecto, se abrían perspectivas inauditas delante del espíritu


humano.

Si el Universo no era sino una máquina perfectamente regulada y


perfectamente previsible, Dios podía estar relegado al estatuto de simple
hipótesis, no necesario para explicar el funcionamiento del Universo. El
Universo se encontraba súbitamente desacralizado y su trascendencia
ahuyentada hacia las tinieblas de lo irracional y de la superstición. La
Naturaleza se ofrecía como una amante al hombre, para ser penetrada en
lo más recóndito, dominada, conquistada. Sin caer en la tentación de un
psicoanálisis del cientificismo, hay que constatar que los escritos
cientificistas del siglo XIX concernientes a la Naturaleza abundan en
alusiones sexuales desenfrenadas. Habrá que sorprenderse de que la
feminidad del mundo haya sido descuidada, ridiculizada, olvidada, en una
civilización fundada sobre la conquista, la dominación, la eficacidad a
cualquier precio? Como un efecto perverso, pero inevitable, la mujer
queda generalmente condenada a tener un rol menor en la organización
social.

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En la euforia cientificista de la época era natural postular, como
Marx y Engels lo hicieron, el isomorfismo entre las leyes económicas,
sociales, históricas y las de la Naturaleza. En último análisis, todas las
ideas marxistas se fundaron sobre conceptos salidos de la física clásica:
continuidad, causalidad local, determinismo, objetividad.

Si la Historia se somete, como la Naturaleza, a leyes objetivas y


deterministas, puede hacerse tabla rasa del pasado, por una revolución
social o por cualquier otro medio. En efecto, todo lo que cuenta es el
presente, en tanto que condición inicial mecánica. Imponiendo ciertas
condiciones iniciales sociales bien determinadas, puede predecirse de una
manera infalible el porvenir de la humanidad. Basta que las condiciones
iniciales sean impuestas en nombre del bien y de la verdad -por ejemplo,
en nombre de la libertad, de la igualdad, y de la fraternidad- para
construir la sociedad ideal. La experiencia se ha hecho a escala
planetaria, con los resultados que conocimos. Cuántos millones de
muertos por algunos dogmas? Cuánto sufrimiento en nombre del bien y
de la verdad? Cómo ocurrió que ideas tan generosas en su origen se
transformaran en sus contrarios?

En el plano espiritual, las consecuencias del cientificismo también


han sido considerables. Desde ese punto de vista, un conocimiento digno
de ese nombre no puede ser sino científico, objetivo. La sola Realidad
digna de ese nombre es, claro está, la Realidad objetiva, regida por leyes
objetivas. Todo conocimiento diferente al científico es relegado al
infierno de la subjetividad, tolerado a lo sumo en tanto que adorno o
rechazado con desprecio en tanto que fantasma, ilusión, regresión,
producto de la imaginación.

La misma palabra “espiritualidad” se hace sospechosa y su uso


prácticamente se abandona.

La objetividad, erigida en criterio supremo de verdad, ha tenido una


consecuencia inevitable: la transformación del sujeto en objeto. La
muerte del hombre, que anuncia tantas otras muertes, es el precio a pagar
por un conocimiento objetivo. El ser humano deviene objeto –objeto de la
explotación del hombre por el hombre, objeto de experiencia de
ideologías que se proclamaban científicas, objeto de estudios científicos
para ser disecado, formalizado, y manipulado. El hombre-Dios es un

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hombre-objeto por lo tanto la sola salida es autodestruirse. Las dos
masacres mundiales de este siglo, sin contar las múltiples guerras locales
que han hecho, ellas también, innumerables cadáveres, no son sino el
preludio de una autodestrucción a escala planetaria. O, tal vez, de un
autonacimiento.

En el fondo, más allá de la inmensa esperanza que ha despertado, el


cientificismo nos ha legado una idea persistente y tenaz: la de la
existencia de un solo nivel de Realidad, donde la sola verticalidad
concebible es la de la posición vertical sobre una tierra regida por la ley
de la gravitación universal.

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