Inventario de Algunas Cosas Perdidas

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JUDITH SCHALANSKY

I N V E N TA R I O
DE ALGUNAS COSAS
PERDIDAS
traducción del alemán
de roberto bravo de la varga

barcelona 2021 a c a n t i l a d o

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t í t u l o o r i g i n a l Verzeichnis einiger Verluste

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acantilado
Quaderns Crema, S. A. 
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Todos los derechos reservados y controlados por Suhrkamp Verlag Berlin
© de la traducción, 2 0 2 1 by Roberto Bravo de la Varga
© de esta edición, 2 0 2 1 by Quaderns Crema, S. A.

Derechos exclusivos de edición en lengua castellana:


Quaderns Crema, S. A. 

La traducción de este libro ha recibido una subvención


del Goethe-Institut

En la cubierta, Figura sceleti prope Quedlinburgum efossi [‘Figura de


los esqueletos desenterrados en las proximidades de Quedlinburg’],
grabado de Christian Ludwig Scheidt para la Protogaea (1 7 4 9 ), de
Gottfried Wilhelm Leibniz

i s b n : 978-84-18370-58-8
d e p ó s i t o l e g a l : b.  16 569-2021

a i g u a d e v i d r e Gráfica
q u a d e r n s c r e m a Composición
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primera edición noviembre de 2021

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quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización
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o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o
electrónico, actual o futuro—incluyendo las fotocopias y la difusión
a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta
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CONTENIDO

Nota previa 7
Prólogo 1 3

Tuanaki 3 5
El tigre del Caspio 5 7
El unicornio de Guericke 7 9
Villa Sacchetti 1 0 1
El caballero vestido de azul 1 2 3
Las canciones de amor de Safo 1 4 5
El palacio de los Von Behr 1 6 7
Los siete libros de Mani 1 8 9
Puerto de Greifswald 2 0 9
Una enciclopedia en el bosque 2 3 1
El Palacio de la República 2 5 3
Las selenografías de Kinau 2 7 3

Índice bibliográfico y de ilustraciones 2 9 3


Índice onomástico 2 9 5

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N O TA P R E V I A

Mientras trabajaba en este libro, la sonda espacial Cassi-


ni ardió poco después de entrar en la atmósfera de Satur-
no; el módulo Schiaparelli se estrelló en Marte, el planeta
rojo, cuyas rocas se disponía a estudiar; un Boeing 777 de-
sapareció sin dejar rastro cuando volaba de Kuala Lumpur
a Pekín; en Palmira volaron con explosivos los templos de
Bel y de Baalshamin, de dos mil años de antigüedad, así
como la fachada monumental de su teatro romano, el arco
del triunfo, el tetrapilón y parte de la gran columnata; la
ciudad iraquí de Mosul asistió a la destrucción tanto de
la gran mezquita de al Nuri como de la mezquita del pro-
feta Jonás y, en Siria, el monasterio paleocristiano de San
Elián quedó reducido a escombros y cenizas; un terremoto
derrumbó por segunda vez la torre de Dharahara en Kat-
mandú; un tercio de la Gran Muralla china fue víctima del
vandalismo y de la erosión; unos desconocidos profanaron
la tumba del cineasta Friedrich Wilhelm Murnau y robaron
su cráneo; en Guatemala, la laguna de Atescatempa, famo-
sa por sus aguas de color azul turquesa, llegó a secarse; en
Malta, la Ventana Azul, una formación rocosa en forma de
arco, se hundió en las aguas del mar Mediterráneo; la rata
cola de mosaico, un roedor que había sobrevivido en Cayo
Bramble, en la Gran Barrera de Coral, se extinguió defini-
tivamente; el último ejemplar macho de rinoceronte blan-
co del norte tuvo que ser sacrificado administrándole un
sedante cuando tenía cuarenta y cinco años, en la actuali-
dad sólo quedan dos individuos de esta subespecie, su hija
y su nieta; la única muestra de hidrógeno metálico, obteni-

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n o ta p r e v i a

da tras ochenta años de experimentos fallidos, desapareció


en un laboratorio de la Universidad de Harvard, sin que na-
die sepa si la microscópica partícula fue robada, destruida
o simplemente volvió a su estado gaseoso.
Mientras trabajaba en este libro, un bibliotecario de la
Schaffer Library de Nueva York encontró, dentro de un al-
manaque del año 1793, un sobre con un mechón de cabe-
llo de color gris plateado que resultó ser de George Wash-
ington; se descubrió una novela de Walt Whitman desco-
nocida hasta la fecha y apareció el álbum perdido del sa-
xofonista de jazz John Coltrane Both Directions At Once;
un estudiante en prácticas de diecinueve años halló cientos
de dibujos de Piranesi en el Gabinete de Grabados de la
Galería Nacional de Arte de Karlsruhe; se descifraron dos
páginas del diario de Ana Frank ocultas bajo un pliego de
papel marrón que se había adherido sobre ellas; se identi-
ficó el alfabeto más antiguo del mundo, tallado sobre una
losa de piedra hace tres mil ochocientos años; se recupe-
raron los archivos de imagen con las fotografías tomadas
por los orbitadores lunares en 1966-1967; se descubrieron
fragmentos de dos poemas de Safo de los que no teníamos
noticia; los ornitólogos avistaron en El Cerrado brasileño
varios ejemplares de columbina ojiazul, un ave que se creía
extinguida desde 1941; los biólogos describieron una nue-
va especie de avispa, la Deuteragenia ossarium, que cons-
truye nidos en árboles huecos, deposita sus huevos en cel-
dillas separadas entre sí y deja en cada una de ellas una ara-
ña muerta para que la larva pueda alimentarse; localizaron
en el Ártico el Erebus y el Terror, los buques de la expe-
dición perdida que el capitán John A. Franklin dirigió en
1848; en el norte de Grecia, un equipo de arqueólogos ex-
cavó un gigantesco túmulo, donde puede que no reposen
los restos de Alejandro Magno, pero sí los de su fiel compa-

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n o ta p r e v i a

ñero Hefestión; cerca del complejo de templos de Angkor


Wat, en Camboya, apareció la primera capital del Imperio
jemer, la ciudad perdida de Mahendraparvata, que debió
de ser el mayor asentamiento urbano de la Edad Media;
un grupo de investigadores encontró un taller de momifi-
cación en la necrópolis de Saqqara, y en la constelación del
Cisne, a mil cuatrocientos años luz del sol, en lo que se co-
noce como «zona de habitabilidad estelar», se localizó un
cuerpo celeste con una temperatura media comparable a
la de la Tierra, por lo que es posible que exista agua o que
haya existido en algún momento y, por consiguiente, tam-
bién vida tal y como nosotros la concebimos.

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PRÓLOGO

Un día de agosto, hace ya algunos años, viajé al norte para


visitar una ciudad. Se encuentra en una de las últimas en-
senadas de un brazo de mar, formado en una remota gla-
ciación, que penetra tierra adentro y cuyas aguas saladas se
llenan de arenques en primavera, anguilas en verano, ba-
calao en otoño y carpas, lucios y tencas en invierno, por lo
que la gente de allí se ha dedicado desde siempre a la pesca.
El barrio donde los marineros y sus familias llevan siglos vi-
viendo no puede ser más pintoresco. Son apenas dos calles
empedradas, un secadero para las redes y un monasterio en
el que ya sólo habitan dos venerables ancianas. En suma, se
trata de uno de esos lugares donde parece que el tiempo
se ha detenido y uno cede con excesiva facilidad a la tenta-
ción de pensar que el pasado, tan difuso como atractivo, se
conserva aún hoy. Sin embargo, lo que me llamó la atención
no fueron los rosales en flor ni las estilizadas malvas, ni las
casas bajas con sus paredes encaladas y sus puertas de ma-
dera pintadas de colores, ni los estrechos callejones entre
una vivienda y otra, pasadizos que la mayoría de las veces
desem­bocan directamente en la pedregosa orilla del mar.
Si guardo un recuerdo especial de aquella localidad es por-
que el centro no estaba ocupado por la plaza del mercado,
sino por un cementerio al que daban sombra unos jóvenes
tilos, que deslumbraban por su verdor estival, y estaba ro-
deado por una reja de hierro. El espacio donde normalmen-
te se intercambian mercancías por dinero se había reserva-
do para que los muertos, sepultados bajo tierra, pudieran
«descansar», como nos gusta decir, movidos por una fe



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prólogo

impertur­bable, a la medida de nuestros deseos. Mi estupor,


que al principio confundí con simple malestar, era inmenso,
pero aumentó aún más cuando alguien llamó mi atención
sobre la casa de una mujer que, mientras preparaba la co-
mida, podía ver desde su cocina la tumba de su hijo, pre-
maturamente fallecido. Comprendí entonces que los ritos
funerarios de aquel lugar, una tradición con siglos de histo-
ria, no tenían la finalidad de separar a los muertos de los
vivos, sino que los mantenían unidos, como miembros de la
misma familia, unos al lado de otros, una proximidad que,
por lo que sabía, sólo se encuentra en algunas islas del Pa-
cífico. Como es natural, en aquel entonces ya había visitado
otras necrópolis que me habían llamado poderosamente la
atención: San Michele, la isla de los muertos, con sus altos
muros de ladrillo rojo, que se alza sobre las aguas azules
y verdes de la laguna de Venecia, como si se tratase de una
fortaleza inexpugnable, o el Hollywood Forever Cemetery,
con su ambiente colorido y ruidoso, cuando, cada año, la
población mexicana celebra el Día de los Muertos llenan-
do las tumbas de flores amarillas y naranjas, y de calaveras
hechas de azúcar y de cartón piedra, cadáveres en avanza-
do estado de descomposición condenados a sonreír burlo-
namente para toda la eternidad. Sin embargo, ninguna me
había conmovido tanto como el cementerio de aquel pue-
blo de pescadores, en cuyo singular trazado—producto de
la superposición de un círculo y un cuadrado—creí reco-
nocer todo un símbolo de la estremecedora quimera que se
hacía realidad ante mis propios ojos: vivir cara a cara con la
muerte. Durante mucho tiempo estuve convencida de que
en este lugar, cuyo nombre en danés significa ‘pequeña isla’
o ‘lugar rodeado de agua’, se estaba más cerca de la vida pre-
cisamente porque sus habitantes habían acogido a los muer-
tos y los habían colocado literalmente en el centro, a dife-



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prólogo

rencia de lo que suele ocurrir en otras latitudes, donde se los


expulsa del seno de la comunidad, sacándolos de la ciudad,
aunque el espacio urbano, con su desenfrenado crecimien-
to, termine integrando sus tumbas al cabo de poco tiempo.
Sin embargo, hasta ahora, cuando estoy a punto de aca-
bar este libro en el que la destrucción y la descomposición
en sus aspectos más diversos desempeñan un papel esen-
cial, no me había dado cuenta de que este proceder no es
más que otra manera, una de las muchas posibles, de tratar
con la muerte, y de que, en el fondo, no debería parecernos
ni más piadoso ni más torpe que el de los calatias, que, se-
gún cuenta Herodoto, tenían por costumbre comerse el ca-
dáver de sus propios padres y se quedaron horrorizados al
enterarse de que los griegos solían quemar a los suyos. De-
cidir quién está más cerca de la vida, aquel que contempla
continuamente la muerte o aquel que logra apartar de sí su
imagen, no es tarea fácil; las opiniones acerca de esta cues-
tión son tan contradictorias como las que se vierten cuan-
do discutimos sobre qué resulta más espantoso: la idea de
que todo tiene un final o la de que puede que no lo tenga.
Es innegable que la muerte y el problema que plantea
a quienes siguen vivos, cómo conjugar la repentina ausen-
cia de una persona con la presencia de todo aquello que ha
dejado tras de sí, desde su propio cadáver hasta su dinero y
sus bienes, ahora sin dueño, han recibido respuestas y han
provocado reacciones a lo largo de la historia, cuyo signifi-
cado escapa a cualquier interpretación que considere una
finalidad práctica, devolviéndonos al punto en que nues-
tros ancestros sobrepasaron su naturaleza animal para en-
trar en la esfera humana. No abandonar los restos mortales
de un semejante a los procesos de descomposición natura-
les suele considerarse una cualidad propia del ser humano,
aunque se pueden observar conductas parecidas en otros



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prólogo

animales superiores; así, por ejemplo, cuando un elefante


está a punto de morir, los miembros de la manada se reúnen
a su alrededor y pasan horas sacudiéndolo con la trompa,
mientras barritan furiosos, incluso tratan de volver a poner
en pie el cuerpo sin vida, y, por fin, cubren el cadáver con
tierra y ramas. El lugar donde ha muerto es visitado regu-
larmente, incluso años más tarde, para lo cual se requiere,
sin duda, una buena memoria y, si esto es posible, cierta no-
ción de un más allá, que podemos imaginar tan fantasiosa
como la nuestra y no menos difícil de verificar.
La cesura que marca la muerte es el punto de partida
de la memoria y de la tradición, toda cultura brota del la-
mento fúnebre que trata de llenar ese vacío, ese repentino
silencio, con cantos, oraciones y relatos en los que lo ausen-
te revive. Como ocurre con un molde hueco, la experien-
cia de la pérdida nos ayuda a definir el contorno de aque-
llo por lo que nos lamentamos y, en no pocas ocasiones, a
la luz del luto que lo idealiza se transforma en un objeto de
deseo. Por decirlo con las palabras que empleaba un pro-
fesor de zoología de Heidelberg en el prólogo de un librito
de la Neue Brehm-Bücherei: «Otorgar más valor a aquello
que se ha perdido que a lo que aún existe parece ser una
característica que define al hombre occidental, por difícil
que resulte comprenderlo racionalmente, de otro modo no
se explica la extraña fascinación que ha sentido desde siem-
pre por el tigre de Tasmania».
Hay múltiples estrategias para conservar el pasado y
evitar el olvido. Si hemos de darle crédito a la tradición,
la historiografía comienza con una serie de guerras de-
vastadoras entre griegos y persas, y la mnemotecnia, hoy
casi abandonada, con un accidente que causó numerosos
muertos: sucedió en Tesalia, a comienzos del siglo v an-
tes de Cristo, cuando una casa se derrumbó y sepultó a los



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prólogo

invitados que habían acudido a un banquete; el único su-


perviviente, el poeta Simónides de Ceos, que había entre-
nado su memoria, consiguió regresar con la mente al edi-
ficio destruido y evocar el lugar en el que estaba sentado
cada comensal, lo cual permitió la identificación de los ca-
dáveres, que habían quedado desfigurados, atrapados bajo
los escombros. Entre las numerosas paradojas que se deri-
van de la oposición que enfrenta la vida y la muerte se en-
cuentra el hecho de que, cuando una persona fallece y asu-
mimos su pérdida como algo irrevocable, el dolor puede
duplicarse o reducirse a la mitad, mientras que si se trata
de una desaparición, la incertidumbre acerca de la suerte
que ha corrido sume a sus familiares en una pesadilla in-
descriptible, en la que se debaten entre una esperanza no
exenta de angustia y un luto al que todavía no tienen dere-
cho, lo cual les impide seguir adelante con su vida o al me-
nos reconstruirla.
Estar vivo implica sufrir pérdidas. Preguntarse por el
porvenir es tan antiguo como el propio ser humano; sin em-
bargo, una de las cualidades del futuro, tan necesaria como
inquietante, es que escapa a cualquier previsión: el miste-
rio envuelve tanto el momento como las circunstancias de
la muerte. ¿Quién no está familiarizado con esa estrategia
defensiva que consiste en anticipar los males antes de que
lleguen, con ese sentimiento dulce y amargo a la vez, con
ese impulso fatal que nos anima a conjurar lo que nos asus-
ta adelantándonos a ello? Imaginamos los desastres que po-
drían sobrevenir, tratamos de adivinar las catástrofes antes
de que se produzcan y creemos erróneamente que, de este
modo, evitaremos sorpresas desagradables. En la Antigüe-
dad, los sueños ofrecían esta clase de consuelo. Según los
griegos, auguraban, igual que los oráculos, lo que había de
suceder y, aunque nadie pudiera escapar a su destino, ser-



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prólogo

vían para despojarle del horror que acompaña a lo ines-


perado. No son pocos los que se quitan la vida por miedo
a la muerte. El suicidio parece ser la medida más radical
para librarse de la incertidumbre sobre lo que nos depara
el futuro, aunque ello suponga poner fin a la existencia. Se
cuenta que entre los regalos que trajo la embajada india a
la que Augusto recibió en la isla de Samos, se encontraban
un tigre, un muchacho sin brazos que sabía utilizar los pies
como si fueran manos y un hombre llamado Zarmaro, de la
casta de los brahmanes, que no quería seguir viviendo, por-
que las cosas no se desarrollaban como él habría deseado.
Estando en Atenas, para no exponerse a ningún imprevisto,
se desnudó, se untó el cuerpo con aceite y se arrojó al fuego,
donde murió abrasado, soportando una espantosa agonía.
Planear y escenificar su propia muerte le aseguró un lugar
en la historia, aunque no sea más que como una anécdota
curiosa en uno de los libros de la extensa Historia romana
de Dion Casio, que abarcaba ochenta volúmenes, cuyo con-
tenido ha llegado hasta nosotros por casualidad. Al fin y al
cabo, todo lo que tenemos es lo que nos ha ido quedando.

Una memoria que lo conservara todo en el fondo no con-


servaría nada. Esa mujer californiana que, sin utilizar nin-
gún recurso mnemotécnico, puede recordar todos y cada
uno de sus días a partir del 5 de febrero de 1980 está pri-
sionera en una cámara de eco donde los recuerdos giran a
su alrededor sin cesar; es la reencarnación de aquel gene-
ral ateniense, Temístocles, que era capaz de llamar por su
nombre a cada uno de los ciudadanos de su ciudad natal
y mandó ejecutar al mnemotécnico Simónides, porque an-
siaba aprender el arte del olvido, no el de la memoria: «Re-
cuerdo incluso lo que no quiero recordar, y no puedo olvi-



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prólogo

dar lo que quiero olvidar». Por desgracia, el arte del olvido


es una utopía inalcanzable, porque todos los signos, incluso
aquellos que nos remiten a lo ausente, suponen una forma
de presencia. Las enciclopedias aseguran conocer los nom-
bres de la práctica totalidad de los condenados a la damna-
tio memoriae durante el Imperio romano.
Olvidar todo es malo, de eso no cabe duda; pero es aún
peor no olvidar nada, porque todo saber nace del olvido.
Si almacenáramos todo indiscriminadamente, como ocurre
en esos servidores donde se malgasta tanta energía eléctri-
ca, la información perdería su sentido y se convertiría en
una recopilación desordenada de datos inservibles.
La creación de cualquier archivo responde a la volun-
tad de conservarlo todo, como pretendía el arca de Noé.
Ahora bien, una idea sin duda fascinante como, por ejem-
plo, transformar el continente de la Antártida o incluso la
luna en un museo de la Tierra, centralizado y democrático,
que custodie todas las creaciones culturales, con un crite-
rio imparcial, revela una mentalidad totalitaria y constitu-
ye un proyecto condenado de antemano al fracaso, como si
alguien se propusiera reconstruir el Paraíso, cuya atractiva
imagen, arquetípica y nostálgica, se ha mantenido viva en
el imaginario de todas las culturas de la humanidad.
En el fondo, cualquier objeto está llamado a convertir-
se en basura, cualquier edificio encierra en sí mismo el ger-
men de una ruina y cualquier creación comporta destruc-
ción. Lo mismo ocurre con todas aquellas disciplinas e ins-
tituciones que se jactan de preservar la herencia de la huma-
nidad. Incluso la arqueología, por rigurosa y concienzuda
que sea su labor, es consciente de que remover los sedimen-
tos de épocas pasadas acarrea desastrosas consecuencias.
Los archivos, museos y bibliotecas, los parques zoológicos
y los espacios naturales protegidos no son más que cemen-



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prólogo

terios mejor o peor administrados, donde se almacenan ma-


teriales que, en no pocas ocasiones, se han arrancado al ci-
clo vital del presente para dejarlos a un lado, acaso para ol-
vidarlos, como los personajes y los hechos heroicos cuyos
monumentos pueblan el paisaje urbano.
Probablemente haya que considerar una suerte que la
humanidad no guarde memoria de las geniales ideas, de las
conmovedoras obras de arte y de las revolucionarias con-
quistas que ha ido dejando atrás, bien sea porque se han
destruido de manera deliberada o simplemente porque se
han perdido en el curso del tiempo. Se podría decir que a
nadie le pesa aquello que ignora. Con todo, no deja de ser
sorprendente que un buen número de pensadores eu­ropeos
de la Edad Moderna consideraran razonable e incluso sa-
ludable que las culturas decayeran periódicamente, como
si la memoria cultural fuera un organismo más, cuyas fun-
ciones vitales dependen de que se desarrolle un proceso
metabólico en el que cualquier asimilación de nutrientes
comporta una digestión y una excreción.
Esta visión del mundo, tan limitada como despótica,
explica la ocupación y explotación sin escrúpulos de te-
rritorios extranjeros, el sometimiento, esclavización y ex-
terminio de pueblos no europeos, y la desaparición de su
cultu­ra, despreciada, como parte de un proceso natural,
justificando los crímenes cometidos sobre la base de una
teoría de la evolución mal entendida, según la cual sólo el
más fuerte sobrevive.
Es obvio que sólo podemos lamentar lo que ha desa-
parecido, lo que se ha perdido, aquello de lo que sólo que-
dan reliquias, vagas noticias, apenas un rumor, una huella a
punto de borrarse, un eco amortiguado. ¡Cuánto me gusta-
ría saber lo que significan las figuras de Nazca en la pampa
peruana, cómo acaba el fragmento 31 de Safo y qué ame-



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prólogo

naza suponía Hipatia para que no sólo hicieran pedazos su


obra sino también su cadáver!
A veces parece como si los mismos restos glosaran su
propio destino. Así sucede con el único fragmento que he-
mos conservado de la ópera de Monteverdi L’Arianna, el
Lamento, en el que la heroína que da título a la obra expre-
sa su desesperación cantando: «Dejadme morir, dejadme
morir, ¿qué queréis que me conforte ante tan duro desti-
no, ante tan gran martirio? Dejadme morir». El cuadro de
Lucian Freud robado de un museo de Róterdam, del que
sólo queda una reproducción, después de que la madre de
uno de los ladrones lo quemara en la estufa de un baño
de Rumanía, muestra a una mujer con los ojos cerrados, no
se sabe muy bien si porque está durmiendo o acaso porque
está muerta. Y de la obra del poeta trágico Agatón sólo han
llegado hasta nosotros dos agudos comentarios, gracias a
que Aristóteles los cita: «Al arte ama el azar y el azar ama el
arte» y «Ni siquiera los dioses pueden cambiar el pasado».
Lo que se ha negado a los dioses parecen codiciarlo
los tiranos de todas las épocas: no les basta con utilizar su
creatividad para destruir el presente. Quien quiere con-
trolar el futuro debe desmontar el pasado. Quien se nom-
bra a sí mismo patriarca de una nueva dinastía, fuente de
toda verdad, debe borrar el recuerdo de sus predecesores
y prohibir todo pensamiento crítico. Es lo que hizo Qin Shi
Huang, quien se concedió a sí mismo el título de «Augusto
emperador fundador de los Qin», cuando en el año 213 an-
tes de Cristo ordenó una de las primeras quemas de libros
de las que tenemos noticia y acabó con sus opositores eje-
cutándolos o condenándolos a trabajos forzados en la red
de calzadas imperiales, en la Gran Muralla china o en el gi-
gantesco mausoleo en el que incluyó, como megalómana
comparsa, un ejército de soldados de terracota de tamaño



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prólogo

natural con sus carros de guerra, caballos y armas, cuyas


reproducciones circulan hoy por todo el mundo, símbolos
de una profanación sin igual, consolidando y socavando a
un tiempo la memoria de quien los encargó.
En no pocas ocasiones, los discutibles planes para hacer
tabula rasa del pasado nacen del razonable deseo de comen-
zar de cero. Parece que, a mediados del siglo xvii , el Par-
lamento inglés se planteó seriamente si había que quemar
los archivos de la Torre de Londres para «que se borrara
toda memoria de las cosas pretéritas y que todo el régimen
de la vida recomenzara», como refiere Jorge Luis Borges
recogiendo una cita de Samuel Johnson que no he conse-
guido localizar.
Como sabemos, la propia Tierra no es más que un mon-
tón de escombros de un porvenir ya pasado, y la humani-
dad, el abigarrado mosaico de herederos de un pasado que
deben asumir y transformar continuamente, repudiándolo
y destruyéndolo, ignorándolo y relegándolo, ya que, pese
a la creencia popular, no es en el futuro sino en el pasado
donde se abre un espacio distinto, lleno de posibilidades.
Precisamente por ello, los primeros actos oficiales de cual-
quier nuevo régimen tienen como objetivo reinterpretar el
pasado. Quien, como yo, ha sido testigo de una quiebra en
la historia, del furor iconoclasta de los vencedores, del des-
mantelamiento de los monumentos, reconoce sin dificultad
en cualquier visión del futuro un pasado que aún está por
venir, en el que, por ejemplo, las ruinas del Palacio Real de
Berlín, ahora en reconstrucción, deberán ceder su puesto
a una réplica del Palacio de la República.
En el Salón de París de 1796, en el quinto año de la Re-
pública, Hubert Robert, introductor del género de la pin-
tura de ruinas en Francia, que había pintado tanto la toma
de la Bastilla como la demolición del castillo de Meudon o



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prólogo

la profanación de las tumbas reales en la basílica de Saint-


Denis, expuso dos cuadros en el Palacio del Louvre. Uno
reflejaba su propuesta para transformar el Palacio Real en
la Gran Galería del Louvre—una sala llena de pinturas y
esculturas, bien iluminada gracias a sus techos de cristal
y llena de visitantes—; el otro cuadro mostraba el mismo
espacio en ruinas, tal y como sería algún día. En la primera
visión del futuro se aprecia la luz cenital que penetra a tra-
vés del lucernario, en la segunda se ve directamente un cie-
lo nublado: la cúpula se ha venido abajo, las paredes están
desnudas, despojadas de todo adorno, las esculturas yacen
en el suelo hechas pedazos. La única pieza que se alza in-
tacta entre los escombros, aunque cubierta de hollín, es el
Apolo de Belvedere, un trofeo procedente de las campañas
napoleónicas. Los amantes de las catástrofes vagan por el
paraje en ruinas, desentierran algunos torsos de estatuas
que han quedado sepultados, se calientan en una hoguera.
En las grietas de la bóveda se aprecian brotes verdes. La rui-
na es un lugar utópico en el que pasado y futuro convergen.
El arquitecto Albert Speer fue aún más lejos desarro-
llando una teoría en la que especulaba sobre el «valor de la
ruina». Décadas después del final del nacionalsocialismo
afirmó que sus proyectos para el Reich de los mil años, que
no hay que entender únicamente en un sentido metafóri-
co, no sólo preveían el uso de materiales particularmente
duraderos, sino que consideraban incluso el aspecto que
ofrecerían las futuras ruinas de cada edificio para que, a
pesar de su decadencia, pudieran competir con la grande-
za de los restos romanos. Auschwitz, en cambio, se ha de-
finido, no sin razón, como devastación sin ruinas. Era una
arquitectura completamente deshumanizada, una maqui-
naria industrial concebida para el exterminio, en la que to-
das las piezas, hasta la más pequeña, estaban perfectamen-



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te sincronizadas y trabajaban, sin producir residuos, en la


aniquilación de millones de personas, un crimen que dejó
tras de sí el mayor vacío de la Europa del siglo xx , un trau-
ma que se aloja en la memoria de los supervivientes y de sus
descendientes, tanto en el lado de las víctimas como en el de
los verdugos, como un cuerpo extraño difícil de absorber,
que tardará aún mucho tiempo en ser eliminado por com-
pleto. La barbarie del genocidio exige que nos planteemos
de modo urgente en qué medida experimentamos tal pér-
dida, pues las nuevas generaciones constatan con impoten-
cia, pero también con una lógica implacable, que lo suce-
dido se sustrae a cualquier representación.

«¿Qué se conserva en las fuentes históricas? No es ni el des-


tino de las violetas pisoteadas durante la conquista de Lie-
ja, ni el sufrimiento de las vacas en el incendio de Lovaina,
ni las formaciones de nubes delante de Belgrado», escribe
Theodor Lessing en su libro Geschichte als Sinngebung des
Sinnlosen [‘La historia como el sentido de la sinrazón’], re-
dactado durante la Primera Guerra Mundial, en el que de­
senmascara esa concepción de la historia que habla de un
progreso cimentado en la razón, tratando de dar forma a
posteriori a aquello que no la tiene, mediante un relato con
un principio y un final, con ascensos y declives, con épocas
de esplendor y decadencia, que obedece fundamentalmen-
te a las reglas de la narrativa.
Que la fe ilustrada en el progreso mantenga su influen-
cia prácticamente intacta—a pesar de que las leyes de la
evolución han demostrado que lo que existe, al menos por
un tiempo, se debe más bien a una conjunción, tan comple-
ja como perturbadora, de casualidad y adaptación a las cir-
cunstancias—se debe posiblemente a la sencillez y al atrac-



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tivo que posee una historia lineal, una idea sugestiva y muy
arraigada, en consonancia con el curso de la escritura, tam-
bién lineal, propio de las culturas occidentales, a la vista
de lo cual es sumamente fácil llegar a la conclusión natural,
pero errónea, de que todo lo que existe es fruto de una vo-
luntad y posee una lógica, aunque apelar a una instancia di-
vina carezca ya de sentido. En este drama, simple pero po-
deroso, que postula un progreso continuo, la única función
del pasado consiste en someterse al futuro, presentando la
historia—ya sea la de nuestra propia vida, la de una nación
o la del género humano—como algo necesario, en absolu-
to casual. Sin embargo, como sabe cualquier archivera, la
cronología, el uso de números correlativos para marcar una
serie de hitos, representa, como método, un sistema de or-
ganización convencional e insuficiente, ya que se limita a
simular un orden.
Ahora, en cierto modo, el mundo se ha convertido en
un inmenso archivo de sí mismo; la materia, viva o inerte,
de la Tierra puede verse como un documento que ofrece
un registro gigantesco, casi infinito, en el que se recopilan
todos los esfuerzos realizados para sacar una enseñanza,
para extraer conclusiones a partir de la experiencia del pa-
sado, y la taxonomía no es más que un proyecto para dar
con las palabras clave que pongan orden en el confuso ar-
chivo de la biodiversidad, dotando de una estructura apa-
rentemente objetiva al formidable caos que ha traído con-
sigo la evolución. En el fondo, en este archivo no se pierde
nada, porque su cantidad de energía es constante, todo pa-
rece dejar huella en alguna parte. Si fuese cierta la descon-
certante afirmación de Sigmund Freud, que tanto recuer-
da a la ley de la conservación de la energía, de que, en rea-
lidad, ningún sueño, ningún pensamiento se olvida jamás,
no sólo podríamos desenterrar del sustrato de la memoria



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humana las experiencias del pasado—un trauma hereda-


do, dos versos de un poema sin relación entre sí, la pesadi-
lla espectral de una noche de tormenta en los primeros años
de la infancia, una imagen pornográfica espantosa—, como
hacen los arqueólogos cuando excavan en busca de huesos,
fósiles o fragmentos de cerámica, sino que tal vez podría-
mos aventurarnos a bajar a los infiernos para recuperar la
obra de las infinitas generaciones que nos han precedido,
aprovechando el rastro que han dejado para sacar a luz la
verdad, incluso aquella que se ha reprimido o se ha borra-
do, la que se esconde tras un acto fallido o la que acabó re-
legada al olvido, todo aquello que yace oculto, pero que no
es posible negar, porque, de una u otra manera, siempre ha
estado presente.
Sin embargo, el consuelo que nos puedan procurar las
leyes de la física va a ser más bien limitado, ya que el prin-
cipio de conservación de la energía, en el que la transfor-
mación triunfa sobre la finitud, no aclara que, en la mayo-
ría de los procesos, el cambio es irreversible. ¿De qué le
sirve a uno el calor de una obra de arte que se quema? En-
tre sus cenizas no vamos a encontrar nada digno de admi-
ración. Las bolas de billar fabricadas con el material con
el que estaban hechas las antiguas películas de cine mudo,
después de extraer la plata que contenían, ruedan impasi-
bles sobre la mesa tapizada con fieltro verde. La carne de la
última vaca marina de Steller fue digerida en poco tiempo.
Hay que asumir que la decadencia de todos los seres
vivientes y de todas las cosas creadas es la condición de su
existencia. Según las leyes de la naturaleza es sólo cuestión
de tiempo que todo desaparezca, se desintegre y se corrom-
pa, se desmorone y se arruine. Así ha ocurrido con algunas
de las reliquias más singulares de nuestro pasado, en cuyo
origen se traslucen circunstancias catastróficas: los únicos

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documentos escritos en lineal b , la escritura silábica que


utilizaba el griego arcaico, cuyos signos, semejantes a pic-
togramas, tardaron tanto tiempo en descifrarse, sólo se han
conservado porque el calor generado por el enorme incen-
dio que destruyó el Palacio de Cnosos alrededor del año
1380 antes de Cristo endureció miles de tablillas de arcilla
en las que se habían consignado los ingresos y los gastos de
la corte, permitiendo así que perduraran en el tiempo; los
vaciados en escayola de las personas y animales enterrados
vivos en Pompeya tras la erupción del Vesubio surgen del
hueco que dejan los cadáveres en la piedra endurecida tras
el correspondiente proceso de descomposición; las som-
bras fantasmales que quedaron impresas en las paredes de
las casas y sobre el pavimento de las calles de Hiroshima
son las de las personas que se volatilizaron con la explosión
de la bomba atómica.

La conciencia de nuestra naturaleza mortal resulta pertur-


badora y, por ello, hay que comprender ese vano deseo que
nos impulsa a rebelarnos ante la fugacidad de la vida pro-
curando dejar huella para la posteridad, confiando en que
nuestro recuerdo se perpetúe en las generaciones venide-
ras, a las que ni siquiera conocemos, como proclaman in-
cansablemente los epitafios que mandamos cincelar en las
lápidas de granito de nuestras tumbas, y que en muchos ca-
sos son una auténtica declaración de intenciones.
Incluso los mensajes de las dos cápsulas del tiempo que
continúan vagando por el espacio interestelar a bordo de
las sondas espaciales Voyager I y Voyager II son un testimo-
nio del conmovedor deseo de llamar la atención sobre la
existencia de una especie dotada de razón. Dos discos idén-
ticos de cobre cubiertos de oro contienen imágenes y dibu-



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jos, música y sonidos, así como registros de audio con salu-


dos en cincuenta y cinco idiomas distintos, cuya osada tor-
peza—«Hello from the children of the planet Earth»—dice
mucho sobre la humanidad. No deja de tener su encanto
imaginar que, algún día, lo único que quedará de nosotros
será el Aria de la Reina de la Noche de Mozart, Melancholy
Blues de Louis Armstrong y el estrépito de unas gaitas azer-
baiyanas; eso confiando en que los extraterrestres que lo
encuentren consigan descifrar las instrucciones grabadas
sobre el disco, en forma de jeroglífico, para la reproduc-
ción del contenido fonográfico que almacena en formato
analógico, y que además las pongan en práctica. La proba-
bilidad de que esto ocurra, como admiten quienes lanza-
ron al espacio cósmico este mensaje en una botella, es tan
escasa que la empresa puede considerarse una muestra del
pensamiento mágico que pervive aún en la ciencia, un ri-
tual cuyo propósito es la autoafirmación de una especie que
no está dispuesta a aceptar su absoluta insignificancia. Pero
¿qué es un archivo sin destinatario, una cápsula del tiempo
sin alguien que la encuentre, una herencia sin herederos?
La experiencia nos enseña que la basura que dejaron nues-
tros antepasados es una de las principales fuentes de infor-
mación para los arqueólogos. Un estrato geológico forma-
do por chatarra electrónica, plásticos y residuos atómicos
sobrevivirá, sin nuestra intervención, al paso del tiempo,
ofreciendo un testimonio fidedigno de nuestras costum-
bres, contaminando la Tierra mucho después de que haya-
mos desaparecido.
Es posible que, para entonces, nuestros descendientes
hayan partido hace tiempo en busca de esa segunda Tierra
que anhelamos desde que el hombre guarda memoria de sí
para volver atrás en el tiempo, rectificar los errores cometi-
dos y, si es necesario, reconstruir con un titánico esfuerzo lo

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que hemos ido destruyendo sin darnos cuenta. Puede que


entonces la herencia cultural de la humanidad se encuen-
tre almacenada en forma de adn artificial en los genes de
una cepa de bacterias especialmente resistentes.
Hasta nosotros ha llegado un rollo de papiro de media-
dos de la primera dinastía egipcia, alrededor del 2900 an-
tes de Cristo, que debido a su precario estado de conser-
vación no se ha abierto aún, por lo que no podemos cono-
cer el mensaje que contiene. A veces es así como me imagi-
no el futuro: las generaciones venideras se encuentran ante
las memorias de datos que usamos hoy en día sin saber qué
hacer con ellas, curiosas cajas de aluminio cuyo conteni-
do se ha convertido en un código indescifrable por el ver-
tiginoso cambio de plataformas y lenguajes de programa-
ción, de formatos de almacenamiento y de aparatos de re-
producción, objetos que ni siquiera tienen el aura que en-
vuelve los nudos de los quipus de los incas, esas cuerdas
de lana y de algodón tan famosas como enigmáticas, o los
misteriosos obeliscos del antiguo Egipto, de los que no sa-
bemos con certeza si son monumentos fúnebres o conme-
moran algún triunfo.
Aunque nada dure eternamente, hay cosas que se con-
servan más tiempo que otras: las iglesias y los templos aven-
tajan a los palacios; la cultura escrita sobrevive a aquella
que no se ha fijado mediante sistemas de signos comple-
jos. La escritura, que el erudito persa Al-Biruni definió en
su momento como un ser que se reproduce en el espacio y
en el tiempo, fue desde el principio un sistema para trans-
mitir información a la par de la herencia con independen-
cia del parentesco.
Quien sabe escribir y leer puede elegir a sus antepasa-
dos, contraponiendo a la tradicional transmisión biológi-
ca una segunda línea hereditaria de naturaleza espiritual.



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