La Molécula Como Caballo de Troya

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La molécula como caballo de Troya

Más allá de la química molecular se extiende el inmenso ámbito de la llamada química


supramolecular, que no estudia lo que ocurre dentro de las moléculas, sino más bien cómo
éstas se conducen entre sí. Su objetivo es comprender y controlar su modo de interacción y la
manera en que se transforman y unen, ignorando a otras moléculas. El sabio alemán Emil
Fischer, Premio Nobel de Química (1902), recurrió al símil de la llave y la cerradura para
enunciar este fenómeno. Hoy en día, lo denominamos “reconocimiento molecular”.
En el ámbito de la biología es donde más sorprendente resulta el papel de las interacciones
moleculares: las unidades proteínicas que se unen para formar la hemoglobina; los glóbulos
blancos que reconocen y destruyen los cuerpos extraños; el virus del sida que encuentra su
blanco y se introduce en él; el código genético que se transmite mediante la escritura y lectura
del alfabeto de las bases proteínicas, etc. Un ejemplo muy elocuente es el de la “auto
organización” del virus del mosaico del tabaco, formado por una agrupación de nada menos que
2.130 proteínas simples estructuradas en una torre helicoidal.
La eficacia y elegancia de los fenómenos naturales son tan fascinantes para un químico que su
tentación es tratar de reproducirlos, o de inventar nuevos procedimientos que permitan crear
nuevas arquitecturas moleculares con aplicaciones múltiples. ¿Por qué no podríamos imaginar,
por ejemplo, la elaboración de moléculas capaces de transportar al centro de un blanco
escogido un fragmento de ADN destinado a la terapia génica? Esas moléculas serían como
“caballos de Troya” que permitirían a su pasajero atravesar barreras como las membranas
celulares, consideradas infranqueables.
Armados de paciencia, muchos investigadores de todo el mundo construyen –yo diría que “a la
medida”– estructuras supramoleculares. Observan como las moléculas, mezcladas en aparente
desorden, se encuentran de por sí solas, se reconocen y se van uniendo después
paulatinamente hasta formar de manera espontánea, pero perfectamente controlada, el edificio
supramolecular final.
Por eso ha surgido, inspirada por los fenómenos que se dan en la naturaleza, la idea de suscitar
la aparición de ensamblajes supramoleculares y pilotarlos, esto es, llevar a cabo una
“programación molecular”. El químico concebirá los “ladrillos” de base (moléculas con
determinadas propiedades de estructura e interacción) y luego aplicara el “cemento” (el código
de ensamblaje) que va a unirlos. Así obtendrá una superestructura mediante auto organización.
La síntesis de los ladrillos moleculares capaces de auto organizarse es mucho más sencilla de
lo que sería la síntesis del edificio final. Esta pista de investigación abre vastas perspectivas,
sobre todo en el ámbito de las nanotecnologías: en vez de fabricar nano estructuras, se deja
que éstas se fabriquen de por sí solas mediante auto organización y así se pasa de la fabricación
a la auto fabricación.
Más recientemente todavía ha surgido una química denominada adaptativa, en la que el sistema
efectúa de por sí solo una selección entre los ladrillos disponibles y es capaz de adaptar la
constitución de sus objetos en respuesta a las solicitaciones del medio. Esta química, que yo
llamo “química constitucional dinámica” tiene un matiz darwiniano.
De la materia a la vida
En el principio era la explosión original, el “Big Bang”, y la física reinaba. Luego, con
temperaturas más clementes, vino la química. Las partículas formaron átomos y éstos se
unieron para producir moléculas cada vez más complejas que, a su vez, se asociaron en
agregados y membranas dando así a luz a las primeras células de las que brotó la vida en
nuestro planeta. Esto ocurrió unos 3.800 millones de años atrás.
Desde la materia viva hasta la materia condensada, primero, y luego desde esta última hasta la
materia organizada, viva y pensante, la expansión del universo nutre la evolución de la materia
hacia un aumento de su complejidad mediante la auto organización y bajo la presión de la
información. La tarea de la química es revelar las vías de la auto organización y trazar los
caminos que conducen de la materia inerte –a través de una evolución prebiótica puramente
química– al nacimiento de la vida, y de aquí a la materia viva, y luego a la materia pensante. La
química nos proporciona, por consiguiente, medios para interrogar al pasado, explorar el
presente y tender puentes hacia el futuro.
Por su objeto –las moléculas y los materiales–, la química expresa su fuerza creadora, su poder
de producir moléculas y materiales nuevos – auténticamente nuevos porque no existían antes
de ser creados– mediante recomposiciones de los átomos en combinaciones y estructuras
inéditas e infinitamente variadas. Debido a la plasticidad de las formas y funciones del objeto de
la química, ésta guarda una cierta semejanza con el arte. Al igual que el artista, el químico
plasma en la materia los productos de su imaginación. La piedra, los sonidos y las palabras no
contienen la obra que el escultor, el compositor y el escritor modelan con esos elementos. Del
mismo modo, el químico crea moléculas originales, materiales nuevos y propiedades inéditas a
partir de los elementos que componen la materia.
Lo propio de la química no es solamente descubrir, sino también inventar y, sobre todo, crear.
El Libro de la Química no es tan sólo para leerlo, sino también para escribirlo. La partitura de la
química no es tan sólo para tocarla, sino también para componerla.

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