Emile Durkheim - La División Del Trabajo Social CAP 1 2 y 3

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(5) Le Principe de la Morale, pág. 189.

(6) Traité d´economie politique, lib. I cap. Vlll.

(7) Raison ou Folie, capítulo sobre la influencia de la división del trabajo.

(8) La Democracia en América, Madrid, Jorro, editor.

(9) En la primera edición de este libro hemos desenvuelto ampliamente las


razones que, a nuestro juicio, prueban la esterilidad de este método. Creemos
ahora poder ser más breves. Hay discusiones que no es preciso prolongar
indefinidamente.

(10) La division du travail étudiée au point de vue historique, en la Rev. d'écon..


pol., 1889, pág. 567.

(11) Desde 1893 han aparecido o han llegado a nuestro conocimiento, dos obras
que interesan a la cuestión tratada en nuestro libro. En primer lugar, la Sociale
Differenzierung de Simmel (Leipzig, VIl, pág. 147), en la que no es
especialmente problema la división del trabajo, sino el processus de
individualización, de una manera general. Hay después el libro de Bücher, Die
Entstehung der Volkswirtschaft, recientemente traducido al francés bajo el título
de Etudes d´histoire et d'economie politique (París, Alcan, 1901), y en el cual
varios capítulos están consagrados a la división del trabajo económico.

LIBRO PRIMERO

LA FUNCIÓN DE LA DIVISIÓN DEL TRABAJO

CAPITULO PRIMERO

MÉTODO PARA DETERMINAR ESTA FUNCIÓN

La palabra función se emplea en dos sentidos diferentes; o bien designa un


sistema de movimientos vitales, abstracción hecha de sus consecuencias, o bien
expresa la relación de correspondencia que existe entre esos movimientos y
algunas necesidades del organismo. Así se habla de la función de digestión, de
respiración, etc.; pero también se dice que la digestión tiene por función la
incorporación en el organismo de substancias líquidas y sólidas destinadas a
reparar sus pérdidas; que la respiración tiene por función introducir en los tejidos
del animal los gases necesarios para el mantenimiento de la vida, etc. En esta
segunda acepción entendemos la palabra. Preguntarse cuál es la función de la
división del trabajo es, pues, buscar a qué necesidad corresponde; cuando
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hayamos resuelto esta cuestión, podremos ver si esta necesidad es de la misma
clase que aquellas a que responden otras reglas de conducta cuyo carácter
moral no se discute.

Si hemos escogido este término es que cualquier otro resultaría inexacto o


equívoco. No podemos emplear el de fin o el de objeto y hablar en último término
de la división del trabajo, porque esto equivaldría a suponer que la división del
trabajo existe en vista de los resultados que vamos a determinar. El de
resultados o el de efectos no deberá tampoco satisfacernos porque no despierta
idea alguna de correspondencia. Por el contrario, las palabras rol o función
tienen la gran ventaja de llevar implícita esta idea, pero sin prejuzgar nada sobre
la cuestión de saber cómo esta correspondencia se establece, si resulta de una
adaptación intencional y preconcebida o de un arreglo tardío. Ahora bien, lo que
nos importa es saber si existe y en qué consiste, no si ha sido antes presentida
ni incluso si ha sido sentida con posterioridad.

Nada parece más fácil, a primera vista, como determinar el papel de la división
del trabajo. ¿No son sus esfuerzos conocidos de todo el mundo? Puesto que
aumenta a la vez la fuerza productiva y la habilidad del trabajador, es la
condición necesaria para el desenvolvimiento intelectual y material de las
sociedades; es la fuente de la civilización. Por otra parte, como con facilidad se
concede a la civilización un valor absoluto, ni se sueña en buscar otra función a
la división del trabajo.

Que produzca realmente ese resultado es lo que no se puede pensar en discutir.


Pero, si no tuviera otro y no sirviera para otra cosa no habría razón alguna para
atribuirle un carácter moral.

En efecto, los servicios que así presta son casi por completo extraños a la vida
moral, o al menos no tienen con ella más que relaciones muy indirectas y muy
lejanas. Aun cuando hoy esté muy en uso responder a las diatribas de Rousseau
con ditirambos en sentido inverso, no se ha probado todavía que la civilización
sea una cosa moral. Para dirimir la cuestión no puede uno referirse a análisis de
conceptos que son necesariamente subjetivos; sería necesario conocer un hecho
que pudiera servir para medir el nivel de la moralidad media y observar en
seguida cómo cambia a medida que la civilización progresa. Desgraciadamente,
nos falta esta unidad de medida; pero poseemos una para la inmoralidad
colectiva. La cifra media de suicidios, de crímenes de toda especie, puede servir,
en efecto, para señalar el grado de inmoralidad alcanzado en una sociedad
dada. Ahora bien, si se hace la experiencia, no resulta en honor de la civilización,
puesto que el número de tales fenómenos mórbidos parece aumentar a medida
que las artes, las ciencias y la industria progresan (1). Sería, sin duda, una
ligereza sacar de este hecho la conclusión de que la civilización es inmoral, pero

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se puede, cuando menos, estar cierto de que, si tiene sobre la vida moral una
influencia positiva y favorable, es bien débil.

Si, por lo demás, se analiza este complexus mal definido que se llama la
civilización, se encuentra que los elementos de que está compuesto hállanse
desprovistos de todo carácter moral.

Es esto sobre todo verdad, con relación a la actividad económica que acompaña
siempre a la civilización. Lejos de servir a los progresos de la moral, en los
grandes centros industriales es donde los crímenes y suicidios son más
numerosos; en todo caso es evidente que no presenta signos exteriores en los
cuales se reconozcan los hechos morales. Hemos reemplazado las diligencias
por los ferrocarriles, los barcos de vela por los transatlánticos, los pequeños
talleres por las fábricas; todo ese gran desplegamiento de actividad se mira
generalmente como útil, pero no tiene nada del moralmente obligatorio. El
artesano y el pequeño industrial que resisten a esa corriente general y
perseveran obstinadamente en sus modestas empresas, cumplen con su deber
tan bien como el gran industrial que cubre su país de fábricas y reúne bajo sus
órdenes a todo un ejército de obreros. La conciencia moral de las naciones no se
engaña: prefiere un poco de justicia a todos los perfeccionamientos industriales
del mundo. Sin duda que la actividad industrial no carece de razón de ser;
responde a necesidades, pero esas necesidades no son morales.

Con mayor razón ocurre esto en el arte, que es absolutamente refractario a todo
lo que parezca una obligación, puesto que no es otra cosa que el dominio de la
libertad. Es un lujo y un adorno que posiblemente es bueno tener, pero que no
está uno obligado a adquirir: lo que es superfluo no se impone. Por el contrario,
la moral es el mínimum indispensable, lo estrictamente necesario, el pan
cotidiano sin el cual las sociedades no pueden vivir. El arte responde a la
necesidad que tenemos de expansionar nuestra actividad sin fin, por el placer de
extenderla, mientras que la moral nos constriñe a seguir un camino determinado
hacia un fin definido; quien dice obligación dice coacción. Así, aun cuando pueda
estar animado por ideas morales o encontrarse mezclado en la evolución de
fenómenos morales propiamente dichos, el arte no es moral en sí mismo. Quizá
la observación llegaría incluso a establecer que en los individuos, como en las
sociedades, un desenvolvimiento intemperante de las facultades estéticas es un
grave síntoma desde el punto de vista de la moralidad.

De todos los elementos de la civilización, la ciencia es el único que, en ciertas


condiciones, presenta un carácter moral. En efecto, las sociedades tienden cada
vez más a considerar como un deber para el individuo el desenvolvimiento de su
inteligencia, asimilando las verdades científicas establecidas. Hay, desde ahora,
un cierto número de conocimientos que todos debemos poseer. No está uno
obligado a lanzarse en el gran torbellino industrial; no está uno obligado a ser
artista; pero todo el mundo está obligado a no permanecer un ignorante. Esta
obligación hállase incluso tan fuertemente sentida que, en ciertas sociedades, no
sólo se encuentra sancionada por la opinión pública, sino por la ley. No es, por lo
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demás, imposible entrever de dónde viene ese privilegio especial de la ciencia. Y
es que la ciencia no es otra cosa que la conciencia llevada a su más alto punto
de claridad. Ahora bien, para que las sociedades puedan vivir en las condiciones
de existencia que actualmente se les han formado, es preciso que el campo de la
conciencia, tanto individual como social, se extienda y se aclare. En efecto, como
los medios en que viven se hacen cada vez más complejos, y, por consiguiente,
cada vez más movibles, para durar es preciso que cambien con frecuencia. Por
otra parte, cuanto más obscura es una conciencia, más refractaria es al cambio,
porque no percibe con bastante rapidez la necesidad del cambio ni el sentido en
que es necesario cambiar; por el contrario, una conciencia esclarecida sabe por
adelantado prepararse la forma de adaptación. He aquí por qué es preciso que la
inteligencia, guiada por la ciencia, tome una mayor parte en el curso de la vida
colectiva.

Sólo que la ciencia que todo el mundo necesita así poseer no merece en modo
alguno llamarse con este nombre. No es la ciencia; cuando más, la parte común
y la más general. Se reduce, en efecto, a un pequeño número de conocimientos
indispensables que a todos se exigen porque están al alcance de todos. La
ciencia propiamente dicha pasa muy por encima de ese nivel vulgar. No sólo
comprende lo que es una vergüenza ignorar, sino lo que es posible saber. No
supone únicamente en los que la cultivan esas facultades medias que poseen
todos los hombres, sino disposiciones especiales. Por consiguiente, no siendo
asequible más que a un grupo escogido, no es obligatoria; es cosa útil y bella,
pero no es tan necesaria que la sociedad la reclame imperativamente. Es una
ventaja proveerse de ella; nada hay de inmoral en no adquirirla. Es un campo de
acción abierto a la iniciativa de todos, pero en el que nadie está obligado a
penetrar. Nadie está obligado a ser ni un sabio ni un artista. La ciencia está,
pues, como el arte y la industria, fuera de la moral (2).

Si tantas controversias han tenido lugar sobre el carácter moral de la civilización,


es que, con gran frecuencia, los moralistas no han tenido un criterio objetivo para
distinguir los hechos morales de los hechos que no lo son. Es costumbre calificar
de moral a todo lo que tiene alguna nobleza y algún precio, a todo lo que es
objeto de aspiraciones un tanto elevadas, y gracias a esta extensión excesiva de
la palabra se ha introducido la civilización en la moral. Pero es preciso que el
dominio de la Ética sea tan indeterminado; comprende todas las reglas de acción
que se imponen imperativamente a la conducta y a las cuales está ligada una
sanción, pero no va más allá. Por consiguiente, puesto que nada hay en la
civilización que ofrezca ese criterio de la moralidad, moralmente es indiferente.
Si, pues, la división del trabajo no tuviera otra misión que hacer la civilización
posible, participaría de la misma neutralidad moral.

Por no ver generalmente otra función en la división del trabajo, es por lo que las
teorías que se han presentado son, hasta ese punto, inconsistentes. En efecto,
suponiendo que exista una zona neutra en moral, es imposible que la división del
trabajo forme parte de la misma (3). Si no es buena, es mala; si no es moral, no
es moral. Si, pues, no sirve para otra cosa, se cae en insolubles antinomias,
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pues las ventajas económicas que presenta están compensadas por
inconvenientes morales, y como es imposible sustraer una de otra a esas dos
cantidades heterogéneas e incomparables, no se debería decir cuál de las dos
domina sobre la otra, ni, por consiguiente, tomar un partido. Se invocará la
primacía de la moral para condenar radicalmente la división del trabajo. Pero,
aparte de que esta ultima ratio es siempre un golpe de Estado científico, la
evidente necesidad de la especialización hace imposible sostener una posición
tal.

Hay más; si la división del trabajo no llena otra misión, no solamente no tiene
carácter moral, sino que, además, no se percibe cuál sea su razón de ser.
Veremos, en efecto, cómo por sí misma la civilización no tiene valor intrínseco y
absoluto; lo que la hace estimable es que corresponde a ciertas necesidades.
Ahora bien, y esta proposición se demostrará más adelante (4), esas
necesidades son consecuencias de la división del trabajo. Como ésta no se
produce sin un aumento de fatiga, el hombre está obligado a buscar, como
aumento de reparaciones, esos bienes de la civilización que, de otra manera, no
tendrían para él interés alguno. Si, pues, la división del trabajo no respondiera a
otras necesidades que éstas, no tendría otra función que la de atenuar los
efectos que ella misma produce, que curar las heridas que ocasiona. En esas
condiciones podría ser necesario sufrirla, pero no habría razón para quererla,
porque los servicios que proporcionaría se reducirían a reparar las pérdidas que
ocasionare.

Todo nos invita, pues, a buscar otra función a la división del trabajo. Algunos
hechos de observación corriente van a ponernos en camino de la solución.

II

Todo el mundo sabe que amamos a quien se nos asemeja, a cualquiera que
piense y sienta como nosotros. Pero el fenómeno contrario no se encuentra con
menos frecuencia. Ocurre también muchas veces que nos sentimos atraídos por
personas que no se nos parecen, y precisamente por eso. Estos hechos son, en
apariencia, tan contradictorios, que siempre han dudado los moralistas sobre la
verdadera naturaleza de la amistad y se han inclinado tanto hacia una como
hacia otra de las causas. Los griegos se habían planteado ya la cuestión. "La
amistad, dice Aristóteles, da lugar a muchas discusiones. Según unos, consiste
en una cierta semejanza, y los que se parecen se aman: de ahí ese proverbio de
que las buenas yuntas Dios las cría y ellas se juntan, y algunos más por el estilo.
Pero, según otros, al contrario, todos los que se parecen son modeladores los
unos para los otros. Hay otras explicaciones buscadas más alto y tomadas de la
consideración de la naturaleza. Así, Eurípides dice que la tierra desecada está
llena de amor por la lluvia, y que el cielo sombrío, cargado de lluvia, se precipita
con furor amoroso sobre la tierra. Heráclito pretende que no se puede ajustar
más que aquello que se opone, que la más bella armonía nace de las
diferencias, que la discordia es la ley de todo lo que ha de devenir" (5) .
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Esta oposición de doctrinas prueba que existen una y otra amistad en la
naturaleza. La desemejanza, como la semejanza, pueden ser causa de
atracción. Sin embargo, no bastan a producir este efecto cualquier clase de
desemejanzas. No encontramos placer alguno en encontrar en otro una
naturaleza simplemente diferente de la nuestra. Los pródigos no buscan la
compañía de los avaros, ni los caracteres rectos y francos la de los hipócritas y
solapados; los espíritus amables y dulces no sienten gusto alguno por los
temperamentos duros y agrios. Sólo, pues, existen diferencias de cierto género
que mutuamente se atraigan; son aquellas que, en lugar de oponerse y excluirse,
mutuamente se completan. "Hay, dice M. Bain, un género de desemejanza que
rechaza, otro que atrae, el uno tiende a llevar a la rivalidad, el otro conduce a la
amistad...Si una (de las dos personas) posee una cosa que la otra no tiene, pero
que desea tener, en ese hecho se encuentra el punto de partida para un atractivo
positivo" (6). Así ocurre que el teórico de espíritu razonador y sutil tiene
con frecuencia una simpatía especial por los hombres prácticos, de sentido recto,
de intuiciones rápidas; el tímido por las gentes decididas y resueltas, el débil por
el fuerte, y recíprocamente. Por muy bien dotados que estemos, siempre nos
falta alguna cosa, y los mejores de entre nosotros tienen el sentimiento de su
insuficiencia. Por eso buscamos entre nuestros amigos las cualidades que nos
faltan, porque, uniéndonos a ellos, participamos en cierta manera de su
naturaleza y
nos sentimos entonces menos incompletos. Fórmanse así pequeñas
asociaciones de amigos en las que cada uno desempeña su papel de acuerdo
con su carácter, en las que hay un verdadero cambio de servicios. El uno
protege, el otro consuela, éste aconseja, aquél ejecuta, y es esa división de
funciones o, para emplear una expresión consagrada, esa división del trabajo, la
que determina tales relaciones de
amistad.

Vémonos así conducidos a considerar la división del trabajo desde un nuevo


aspecto. En efecto, los servicios económicos que puede en ese caso
proporcionar, valen poca cosa al lado del efecto moral que produce, y su
verdadera función es crear entre dos o más personas un sentimiento de
solidaridad. Sea cual fuere la manera como ese resultado se obtuviere, sólo ella
suscita estas sociedades de amigos y las imprime su sello.

La historia de la sociedad conyugal nos ofrece del mismo fenómeno un ejemplo


más evidente todavía.

No cabe duda que la atracción sexual sólo se hace sentir entre individuos de la
misma especie, y el amor supone, con bastante frecuencia, una cierta armonía
de pensamientos y sentimientos. No es menos cierto que lo que da a esa
inclinación su carácter específico y lo que produce su particular energía, no es la
semejanza, sino la desemejanza de naturalezas que une. Por diferir uno de otro
el hombre y la mujer, es por lo que se buscan con pasión. Sin embargo, como en
el caso precedente, no es un contraste puro y simple el que hace surgir esos
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sentimientos recíprocos: sólo diferencias que se suponen y se completan pueden
tener esta virtud. En efecto, el hombre y la mujer, aislados uno de otro, no son
más que partes diferentes de un mismo todo concreto que reforman uniéndose.
En otros términos, la división del trabajo sexual es la fuente de la solidaridad
conyugal, y por eso los psicólogos han hecho justamente notar que la separación
de los sexos había sido un acontecimiento capital en la evolución de los
sentimientos; es lo que ha hecho posible la más fuerte quizá de todas las
inclinaciones desinteresadas.

Hay más. La división del trabajo sexual es susceptible de ser mayor o menor;
puede o no limitarse su alcance a los órganos sexuales y a algunos caracteres
secundarios que de ellos dependan, o bien, por el contrario, extenderse a todas
las funciones orgánicas y sociales. Ahora bien, puede verse en la historia cómo
se ha desenvuelto en el mismo sentido exactamente y de la misma manera que
la solidaridad conyugal.

Cuanto más nos remontamos en el pasado más se reduce la división del trabajo
sexual. La mujer de esos tiempos lejanos no era, en modo alguno, la débil
criatura que después ha llegado a ser con el progreso de la moralidad. Restos de
osamentas prehistóricas atestiguan que la diferencia entre la fuerza del hombre y
la de la mujer era en relación mucho más pequeña que hoy día lo es (7). Ahora
mismo todavía, en la infancia y hasta la pubertad, el esqueleto de ambos sexos
no difiere de una manera apreciable: los rasgos dominantes son, sobre todo,
femeninos. Si admitimos que el desenvolvimiento del individuo reproduce,
resumiéndolo, el de la especie, hay derecho a conjeturar que la misma homoge-
neidad se encuentra en los comienzos de la evolución humana, y a ver en la
forma femenina como una imagen aproximada de lo que originariamente era ese
tipo único y común, del que la variedad masculina se ha ido destacando poco a
poco. Viajeros hay que, por lo demás, nos cuentan que, en algunas tribus de
América del Sur, el hombre y la mujer presentan en la estructura y aspecto
general una semejanza que sobrepasa a todo lo que por otras partes se ve (8).
En fin, el Dr. Lebon ha podido establecer directamente y con una precisión
matemática esta semejanza original de los dos sexos por el órgano eminente de
la vida física y psíquica, el cerebro. Comparando un gran número de cráneos es-
cogidos en razas y sociedades diferentes, ha llegado a la conclusión siguiente:
"El volumen del cráneo del hombre y de la mujer, incluso cuando se comparan
sujetos de la misma edad, de igual talla e igual peso, presenta considerables
diferencias en favor del hombre, y esta desigualdad va igualmente en aumento
con la civilización, en forma que, desde el punto de vista de la masa cerebral y,
por consiguiente, de la inteligencia, la mujer tiende a diferenciarse cada vez más
del hombre. La diferencia que existe, por ejemplo, entre el término medio de
cráneos de varones y mujeres del París contemporáneo es casi el doble de la
observada entre los cráneos masculinos y femeninos del antiguo Egipto" (9). Un
antropólogo alemán, M. Bischoff, ha llegado en este punto a los mismos
resultados (10).

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Esas semejanzas anatómicas van acompañadas de semejanzas funcionales. En
esas mismas sociedades, en efecto, las funciones femeninas no se distinguen
claramente de las funciones masculinas; los dos sexos llevan, sobre poco más o
menos, la misma existencia. Todavía existe un gran número de pueblos salvajes
en que la mujer se mezcla en la vida política. Ello especialmente se observa en
las tribus indias de América, como las de los Iroqueses, los Natchez (11), en
Hawai, donde participa de mil maneras en la vida de los hombres (12), en Nueva
Zelanda, en Samoa. También se ve con frecuencia a las mujeres acompañar a
los hombres a la guerra, excitarlos al combate e incluso tomar en él una parte
muy activa. En Cuba, en el Dahomey, son tan guerreras como los hombres y se
baten al lado de ellos (13). Uno de los atributos que hoy en día distingue a la
mujer, la dulzura, no parece haberle correspondido primitivamente. Ya en
algunas especies animales la hembra se hace más bien notar por el carácter
contrario.

Ahora bien, en esos mismos pueblos el matrimonio se halla en un estado


completamente rudimentario. Es incluso muy probable, si no absolutamente
demostrado, que ha habido una época en la historia de la familia en que no
existía matrimonio; las relaciones sexuales se anudaban y se rompían a
voluntad, sin que ninguna obligación jurídica ligase a los cónyuges. En todo
caso, conocemos un tipo familiar, que se encuentra relativamente próximo a
nosotros (14), y en el que el matrimonio no está todavía sino en estado de
germen indistinto: la familia maternal. Las relaciones de la madre con sus hijos
se hallan muy definidas, pero las de ambos esposos son muy flojas. Pueden
cesar en cuanto las partes quieran, o, aún más bien, no se contratan sino por un
tiempo limitado (15). La fidelidad conyugal no se exige todavía. El matrimonio, o
lo que así llamen, consiste únicamente en obligaciones de extensión limitada, y
con frecuencia de corta duración, que ligan al marido a los padres de la mujer; se
reduce, pues, a bien poca cosa. Ahora bien, en una sociedad dada, el conjunto
de esas reglas jurídicas que constituyen el matrimonio no hace más que
simbolizar el estado de la solidaridad conyugal. Si esta es muy fuerte, los lazos
que unen a los esposos son numerosos y complejos, y, por consiguiente, la
reglamentación matrimonial que tiene por objeto definirlos está también muy
desenvuelta. Si, por el contrario, la sociedad conyugal carece de cohesión, si las
relaciones del hombre y de la mujer son inestables e intermitentes, no pueden
tomar una forma bien determinada, y, por consiguiente, el matrimonio se reduce
a un pequeño número de reglas sin rigor y sin precisión. El estado del
matrimonio en las sociedades en que los dos sexos no se hallan sino débilmente
diferenciados, es testimonio, pues, de que la solidaridad conyugal es muy débil.

Por el contrario, a medida que se avanza hacia los tiempos modernos, se ve al


matrimonio desenvolverse. La red de lazos que crea se extiende cada vez más;
las obligaciones que sanciona se multiplican. Las condiciones en que puede
celebrarse, y aquellas en las cuales se puede disolver, se delimitan con una
precisión creciente, así como los efectos de esta disolución. El deber de fidelidad
se organiza; impuesto primeramente sólo a la mujer, más tarde se hace
recíproco. Cuando la dote aparece, reglas muy complejas vienen a fijar los
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derechos respectivos de cada esposo sobre su propia fortuna y sobre la del otro.
Basta, por lo demás, lanzar una ojeada sobre nuestros Códigos para ver el lugar
importante que en ellos ocupa el matrimonio. La unión de los dos esposos ha
dejado de ser efímera; no es ya un contacto exterior,
pasajero y parcial, sino una asociación íntima, durable, con frecuencia incluso
indisoluble, de dos existencias completas.

Ahora bien, es indudable que, al mismo tiempo, el trabajo sexual se ha dividido


cada vez más. Limitado en un principio únicamente a las funciones sexuales,
poco a poco se ha extendido a muchas otras. Hace tiempo que la mujer se ha
retirado de la guerra y de los asuntos públicos, y que su vida se ha
reconcentrado toda entera en el interior de la familia. Posteriormente su papel no
ha hecho sino especializarse más. Hoy día, en los pueblos cultos, la mujer lleva
una existencia completamente diferente a la del hombre. Se diría que las dos
grandes funciones de la vida psíquica se han como disociado, que uno de los
sexos ha acaparado las funciones afectivas y el otro las funciones intelectuales.
Al ver, en ciertas clases a las mujeres ocuparse de arte y literatura, como los
hombres, se podría creer, es verdad, que las ocupaciones de ambos sexos
tienden a ser homogéneas. Pero, incluso en esta esfera de acción, la mujer
aporta su propia naturaleza, y su papel sigue siendo muy especial, muy diferente
del papel del hombre. Además, si el arte y las letras comienzan a hacerse cosas
femeninas, el otro sexo parece abandonarlas para entregarse más
especialmente a la ciencia. Podría, pues, muy bien suceder que la vuelta
aparente a la homogeneidad primitiva no hubiera sido otra cosa que el comienzo
de una nueva diferenciación. Además, esas diferencias funcionales se han hecho
materialmente sensibles por las diferencias morfológicas que han determinado.
No solamente la talla, el peso, las formas generales son muy diferentes en el
hombre y en la mujer, sino que el Dr. Lebon ha demostrado, ya lo hemos visto,
que con el progreso de la civilización el cerebro de ambos sexos se diferencia
cada vez más. Según este observador, tal desviación progresiva se debería, a la
vez, al desenvolvimiento considerable de los cráneos masculinos y a un
estacionamiento o incluso una regresión de los cráneos femeninos. "Mientras
que, dice, el término medio de las gentes masculinas de París se clasifican entre
los cráneos más grandes conocidos, el término medio de las femeninas se
clasifica entre los cráneos más pequeños observados, muy por bajo del cráneo
de las chinas, y apenas por encima del cráneo de las mujeres de Nueva
Caledonia" (16)

En todos esos ejemplos, el efecto más notable de la división del trabajo no es


que aumente el rendimiento de las funciones divididas, sino que las hace más
solidarias. Su papel, en todos esos casos, no es simplemente embellecer o
mejorar las sociedades existentes, sino hacer posibles sociedades que sin ella
no existirían. Si se retrotrae más allá de un cierto punto la división del trabajo
sexual, la sociedad conyugal se desvanece para no dejar subsistir más que
relaciones sexuales eminentemente efímeras; mientras los sexos no se hayan
separado, no surgirá toda una forma de la vida social. Es posible que la utilidad
económica de la división del trabajo influya algo en ese resultado, pero, en todo
50
caso, sobrepasa infinitamente la esfera de intereses puramente económicos,
pues consiste en el establecimiento de un orden social y moral sui generis. Los
individuos están ligados unos a otros, y si no fuera por eso serían
independientes; en lugar de desenvolverse separadamente, conciertan sus
esfuerzos; son solidarios, y de una solidaridad que no actúa solamente en los
cortos instantes en que se cambian los servicios, sino que se extiende más allá.
La solidaridad conyugal, por ejemplo, tal como hoy día existe en los pueblos más
civilizados, ¿no hace sentir su acción a cada momento y en todos los detalles de
la vida? Por otra parte, esas sociedades que crea la división del trabajo no
pueden dejar de llevar su marca. Ya que tienen este origen especial, no cabe
que se parezcan a las que determina la atracción del semejante por el
semejante; deben constituirse de otra manera, descansar sobre otras bases,
hacer llamamiento a otros sentimientos.

Si con frecuencia se las ha hecho consistir tan sólo en el cambio de relaciones


sociales a que da origen la división del trabajo, ha sido por desconocer lo que el
cambio implica y lo que de él resulta. Supone el que dos seres dependan
mutuamente uno de otro, porque uno y otro son incompletos, y no hace más que
traducir al exterior esta dependencia mutua. No es, pues, más que la expresión
superficial de un estado interno y más profundo. Precisamente porque este
estado es constante, suscita todo un mecanismo de imágenes que funciona con
una continuidad que no varía. La imagen del ser que nos completa llega a ser en
nosotros mismos inseparable de la nuestra, no sólo porque se asocia a ella con
mucha frecuencia, sino, sobre todo, porque es su complemento natural: deviene,
pues, parte integrante y permanente de nuestra conciencia, hasta tal punto que
no podemos pasarnos sin ella y que buscamos todo lo que pueda aumentar su
energía. De ahí que amemos la sociedad de aquello que representa, porque la
presencia del objeto que expresa, haciéndolo pasar al estado de percepción
actual, le da más relieve. Por el contrario, nos causan sufrimiento todas las
circunstancias que, como el alejamiento o la muerte, pueden tener por efecto
impedir la vuelta y disminuir la vivacidad.

Por corto que este análisis resulte, basta para mostrar que este mecanismo no
es idéntico al que sirve de base a los sentimientos de simpatía cuya semejanza
es la fuente. Sin duda, no puede haber jamás solidaridad entre otro y nosotros,
salvo que la imagen de otro se une a la nuestra. Pero cuando la unión resulta de
la semejanza de dos imágenes, consiste entonces en una aglutinación. Las dos
representaciones se hacen solidarias porque siendo indistintas totalmente o en
parte, se confunden y no forman más que una, y no son solidarias sino en la
medida en que se confunden. Por el contrario, en los casos de división del
trabajo, se hallan fuera una de otra y no están ligadas sino porque son distintas.
Los sentimientos no deberían, pues, ser los mismos en los dos casos, ni las
relaciones sociales que de ellos se derivan.

Vémonos así llevados a preguntarnos si la división del trabajo no desempeñará


el mismo papel en grupos más extensos; si, en las sociedades contemporáneas
en que ha adquirido el desarrollo que sabemos, no tendrá por función integrar el
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cuerpo social, asegurar su unidad. Es muy legítimo suponer que los hechos que
acabamos de observar se reproducen aquí, pero con más amplitud; que esas
grandes sociedades políticas no pueden tampoco mantenerse en equilibrio sino
gracias a la especialización de las tareas; que la división del trabajo es la fuente,
si no única, al menos principal de la solidaridad social. En este punto de vista se
había ya colocado Comte. De todos los sociólogos, dentro de lo que conocemos,
es el primero que ha señalado en la división del trabajo algo más que un
fenómeno puramente económico. Ha visto en ella "la condición más esencial
para la vida social", siempre que se la conciba toda su extensión racional, es
decir, que se la aplique al conjunto de todas nuestras diversas operaciones, sean
cuales fueren, en lugar de limitarla, como es frecuente, a simples casos
materiales". Considerada bajo ese aspecto, dice, "conduce inmediatamente a
contemplar, no sólo a los individuos y a las clases, sino también, en muchos
respectos, a los diferentes pueblos, como participando a la vez, con arreglo a su
propia manera y grado especial, exactamente determinado, en una obra inmensa
y común cuyo inevitable desenvolvimiento gradual liga, por lo demás, también a
los cooperadores actuales a la serie de sus predecesores, cualesquiera que
hayan sido, e igualmente a la serie de sus diversos sucesores. La distribución
continua de los diferentes trabajos humanos es la que constituye, principalmente,
pues, la solidaridad social y la que es causa elemental de la extensión y de la
complicación creciente del organismo social" (17).

Si esta hipótesis fuera demostrada, la división del trabajo desempeñaría un papel


mucho más importante que el que de ordinario se le atribuye. No solamente
serviría para dotar a nuestras sociedades de un lujo, envidiable tal vez, pero
superfluo; sería una condición de su existencia. Gracias a ella o, cuando menos,
principalmente a ella, se aseguraría su cohesión; determinaría los rasgos
esenciales de su constitución. Por eso mismo, y aun cuando no estamos todavía
en estado de resolver la cuestión con rigor, se puede desde ahora entrever, sin
embargo, que, si la función de la división del trabajo es realmente tal, debe tener
un carácter moral, pues las necesidades de orden, de armonía, de solidaridad
social pasan generalmente por ser morales.

Pero, antes de examinar si esta opinión común es fundada, es preciso


comprobar la hipótesis que acabamos de emitir sobre el papel de la división del
trabajo. Veamos si, en efecto, en las sociedades en que vivimos es de ella de
quien esencialmente deriva la solidaridad social.

III

Mas, ¿cómo procederemos para esta comprobación?

No tenemos solamente que investigar si, en esas clases de sociedades, existe


una solidaridad social originaria de la división del trabajo. Trátase de una verdad
evidente, puesto que la división del trabajo está en ellas muy desenvuelta y
produce la solidaridad. Pero es necesario, sobre todo, determinar en qué medida
52
la solidaridad que produce contribuye a la integración general de la sociedad,
pues sólo entonces sabremos hasta qué punto es necesaria, si es un factor
esencial de la cohesión social, o bien, por el contrario, si no es más que una
condición accesoria y secundaria. Para responder a esta cuestión es preciso,
pues, comparar ese lazo social con los otros, a fin de calcular la parte que le
corresponde en el efecto total, y para eso es indispensable comenzar por
clasificar las diferentes especies de solidaridad social.

Pero la solidaridad social es un fenómeno completamente moral que, por sí


mismo, no se presta a observación exacta ni, sobre todo, al cálculo. Para
proceder tanto a esta clasificación como a esta comparación, es preciso, pues,
sustituir el hecho interno que se nos escapa, con un hecho externo que le
simbolice, y estudiar el primero a través del segundo.

Ese símbolo visible es el derecho. En efecto, allí donde la solidaridad social


existe, a pesar de su carácter inmaterial, no permanece en estado de pura
potencia, sino que manifiesta su presencia mediante efectos sensibles. Allí
donde es fuerte, inclina fuertemente a los hombres unos hacia otros, les pone
frecuentemente en contacto, multiplica las ocasiones que tienen de encontrarse
en relación. Hablando exactamente, dado el punto a que hemos llegado, es difícil
decir si es ella la que produce esos fenómenos, o, por el contrario, si es su
resultado; si los hombres se aproximan porque ella es enérgica, o bien si es
enérgica por el hecho de la aproximación de éstos. Mas, por el momento, no es
necesario dilucidar la cuestión, y basta con hacer constar que esos dos órdenes
de hechos están ligados y varían al mismo tiempo y en el mismo sentido. Cuanto
más solidarios son los miembros de una sociedad, más relaciones diversas
sostienen, bien unos con otros, bien con el grupo colectivamente tomado, pues,
si sus encuentros fueran escasos, no dependerían unos de otros más que de
una manera intermitente y débil. Por otra parte, el número de esas relaciones es
necesariamente proporcional al de las reglas jurídicas que las determinan. En
efecto, la vida social, allí donde existe de una manera permanente, tiende
inevitablemente a tomar una forma definida y a organizarse y el derecho no es
otra cosa que esa organización, incluso en lo que tiene de más estable y preciso
(18). La vida general de la sociedad no puede extenderse sobre un punto
determinado sin que la vida jurídica se extienda al mismo tiempo y en la misma
relación. Podemos, pues, estar seguros de encontrar reflejadas en el derecho
todas las variedades esenciales de la solidaridad social.

Ciertamente, se podría objetar que las relaciones sociales pueden establecerse


sin revestir por esto una forma jurídica. Hay algunas en que la reglamentación no
llega a ese grado preciso y consolidado; no están por eso indeterminadas, pero,
en lugar de regularse por el derecho, sólo lo son por las costumbres. El derecho
no refleja, pues, más que una parte de la vida social y, por consiguiente, no nos
proporciona más que datos incompletos para resolver el problema. Hay más; con
frecuencia ocurre que las costumbres no están de acuerdo con el derecho;
continuamente se dice que atemperan los rigores, corrigen los excesos
formalistas, a veces incluso que están animadas de un espíritu completamente
53
distinto. ¿No podría entonces ocurrir que manifestaren otras clases de
solidaridad social diferentes de las que exterioriza el derecho positivo?

Pero esta oposición no se produce más que en circunstancias completamente


excepcionales. Para ello es preciso que el derecho no se halle en relación con el
estado presente de la sociedad y que, por consiguiente, se mantenga, sin razón
de ser, por la fuerza de la costumbre. En ese caso, en efecto, las nuevas
relaciones que a su pesar se establecen no dejan de organizarse, pues no
pueden durar si no buscan su consolidación. Sólo que, como se hallan en
conflicto con el antiguo derecho que persiste, no pasan del estado de cos-
tumbres y no llegan a entrar en la vida jurídica propiamente dicha. Así es como el
antagonismo surge. Pero no puede producirse más que en casos raros y
patológicos que no pueden incluso durar sin peligro. Normalmente las
costumbres no se oponen al derecho, sino que, por el contrario, constituyen su
base. Es verdad que a veces ocurre que nada se levanta sobre esta base. Puede
haber relaciones sociales que sólo toleren esa reglamentación difusa procedente
de las costumbres; pero es que carecen de importancia y de continuidad, salvo,
bien entendido, los casos anormales a que acabamos de referirnos. Si, pues, es
posible que existan tipos de solidaridad social que sólo puedan manifestar las
costumbres, ciertamente, son muy secundarios; por el contrario, el derecho
reproduce todos los que son esenciales, y son éstos los únicos que tenemos
necesidad de conocer.

¿Habrá quien vaya más lejos y sostenga que la solidaridad social no se halla
toda ella en esas manifestaciones sensibles? ¿Que éstas no la expresan sino en
parte e imperfectamente? ¿Que más allá del derecho y de la costumbre
encuéntrase el estado interno de que aquella procede y que para conocerla de
verdad es preciso llegar hasta ella misma y sin intermediario?—Pero no
podemos conocer científicamente las causas sino por los efectos que producen,
y, para mejor determinar la naturaleza, la ciencia no hace más que escoger entre
esos resultados aquellos que son más objetivos y se prestan mejor a la medida.
Estudia el calor al través de las variaciones de volumen que producen en los
cuerpos los cambios de temperatura, la electricidad a través de sus fenómenos
físico-químicos, la fuerza a través del movimiento. ¿Por qué ha de ser una
excepción la solidaridad social?

¿Qué subsiste de ella, además, una vez que se la despoja de sus formas
sociales? Lo que le proporciona sus caracteres específicos es la naturaleza del
grupo cuya unidad asegura; por eso varía según los tipos sociales. No es la
misma en el seno de la familia y en las sociedades políticas; no estamos ligados
a nuestra patria de la misma manera que el romano lo estaba a la ciudad o el
germano a su tribu. Puesto que esas diferencias obedecen a causas sociales, no
podemos hacernos cargo de ellas más que a través de las diferencias que
ofrecen los efectos sociales de la solidaridad. Si despreciamos, pues, estas
últimas, todas esas variedades no se pueden distinguirse y no podremos ya
percibir más que lo común a todas, a saber, la tendencia general a la
sociabilidad, tendencia que siempre es y en todas partes la misma, y que no está
54
ligada a ningún tipo social en particular. Pero este residuo no es más que una
abstracción, pues la sociabilidad en sí no se encuentra en parte alguna. Lo que
existe, y realmente vive, son las formas particulares de la solidaridad, la
solidaridad doméstica, la solidaridad profesional, la solidaridad nacional, la de
ayer, la de hoy, etc. Cada una tiene su naturaleza propia; por consiguiente, esas
generalidades no deberían, en todo caso, dar del fenómeno más que una
explicación muy incompleta, puesto que necesariamente dejan escapar lo que
hay de concreto y de vivo.

El estudio de la solidaridad depende, pues, de la Sociología. Es un hecho social


que no se puede conocer bien sino por intermedio de sus efectos sociales. Si
tantos moralistas y psicólogos han podido tratar la cuestión sin seguir este
método, es que han soslayado la dificultad. Han eliminado del fenómeno todo lo
que tiene de más especialmente social para no retener más que el germen
psicológico que desenvuelve. Es cierto, en efecto, que la solidaridad, aun siendo
ante todo un hecho social, depende de nuestro organismo individual. Para que
pueda existir es preciso que nuestra constitución física y psíquica la soporte. En
rigor puede uno, pues, contentarse con estudiarla bajo este aspecto. Pero, en
ese caso, no se ve de ella sino la parte más indistinta y menos especial;
propiamente hablando, no es ella en realidad, es más bien lo que la hace
posible.

No sería muy fecundo todavía en resultados este estudio abstracto. Mientras


permanezca en estado de simple predisposición de nuestra naturaleza física, la
solidaridad es algo demasiado indefinido para que se pueda fácilmente llegar a
ella. Trátase de una virtualidad intangible que no ofrece un objeto a la
observación. Para que adquiera forma comprensible es preciso que se traduzcan
al exterior algunas consecuencias sociales. Además, incluso en ese estado de
indeterminación, depende de condiciones sociales que la explican y de las
cuales, por consiguiente, no puede ser desligada. Por eso es muy raro que en
los análisis de pura psicología no se encuentren mezclados algunos puntos de
vista sociológicos. Así, por ejemplo, algunas palabras aluden a la influencia del
estado gregario sobre la formación del sentimiento social en general (19); o bien
se indican rápidamente las principales relaciones sociales de que la solidaridad
depende de la manera más manifiesta (20). Sin duda que esas consideraciones
complementarias introducidas sin método, a título de ejemplos y siguiendo los
azares de la sugestión, no son suficientes para dilucidar bastante la naturaleza
social de la solidaridad. Pero, al menos, demuestran que el punto de vista
sociológico se impone incluso a los psicólogos.

Nuestro método hállase, pues, trazado por completo. Ya que el derecho


reproduce las formas principales de la solidaridad social, no tenemos sino que
clasificar las diferentes especies del mismo, para buscar en seguida cuáles son
las diferentes especies de solidaridad social que a aquéllas corresponden. Es,
pues, probable que exista una que simbolice esta solidaridad especial de la que
es causa la división del trabajo. Hecho esto, para calcular la parte de esta última,

55
bastará comparar el número de reglas jurídicas que la expresan con el volumen
total del derecho.

Para este trabajo no podemos servirnos de las distinciones utilizadas por los
juristas. Imaginadas con un fin práctico, serán muy cómodas desde ese punto de
vista, mas la ciencia no puede contentarse con tales clasificaciones empíricas y
aproximadas. La más extendida es la que divide el derecho en derecho público y
derecho privado; el primero tiene por misión regular las relaciones entre el
individuo y el Estado, el segundo, las de los individuos entre sí. Pero cuando se
intenta encajar bien esos términos, la línea divisoria, que parecía tan clara a
primera vista, se desvanece. Todo el derecho es privado en el sentido de que
siempre y en todas partes se trata de individuos, que son los que actúan; pero,
sobre todo, todo el derecho es público en el sentido de ser una función social, y
de ser todos los individuos, aunque a título diverso, funcionarios de la sociedad.
Las funciones maritales, paternas, etc., no están delimitadas ni organizadas de
manera diferente a como lo están las funciones ministeriales y legislativas, y no
sin razón el derecho romano calificaba la tutela de munus publicum. ¿Qué es,
por lo demás, el Estado? ¿Dónde comienza y donde termina? Bien sabemos
cuánto se discute la cuestión; no es científico apoyar una clasificación
fundamental sobre una noción tan obscura y poco analizada.

Para proceder metódicamente necesitamos encontrar alguna característica que,


aun siendo esencial a los fenómenos jurídicos, sea susceptible de variar cuando
ellos varían. Ahora bien, todo precepto jurídico puede definirse como una regla
de conducta sancionada. Por otra parte, es evidente que las sanciones cambian
según la gravedad atribuida a los preceptos, el lugar que ocupan en la
conciencia pública, el papel que desempeñan en la sociedad. Conviene, pues,
clasificar las reglas jurídicas según las diferentes sanciones que a ellas van
unidas.

Las hay de dos clases. Consisten esencialmente unas en un dolor, o, cuando


menos, en una disminución que se ocasiona al agente; tienen por objeto
perjudicarle en su fortuna, o en su honor, o en su vida, o en su libertad, privarle
de alguna cosa de que disfruta. Se dice que son represivas; tal es el caso del
derecho penal. Verdad es que las que se hallan ligadas a reglas puramente
morales tienen el mismo carácter; sólo que están distribuidas, de una manera
difusa, por todas partes indistintamente, mientras que las del derecho penal no
se aplican sino por intermedio de un órgano definido; están organizadas. En
cuanto a la otra clase, no implican necesariamente un sufrimiento del agente,
sino que consisten tan sólo en poner las cosas en su sitio, en el restablecimiento
de relaciones perturbadas bajo su forma normal, bien volviendo por la fuerza el
acto incriminado al tipo de que se había desviado, bien anulándolo, es decir,
privándolo de todo valor social. Se deben, pues, agrupar en dos grandes
especies las reglas jurídicas, según les correspondan sanciones represivas
organizadas, o solamente sanciones restitutivas. La primera comprende todo el
derecho penal; la segunda, el derecho civil, el derecho mercantil, el derecho

56
procesal, el derecho administrativo y constitucional, abstracción hecha de las
reglas penales que en éstos puedan encontrarse.

Busquemos ahora a qué clase de solidaridad social corresponde cada una de


esas especies.

NOTAS

(1) V. Alexander von Oettingen, Moralstatistik, Erlangen, 1882, párrafos 37 y


sigs.—Tarde, Criminalité comparée, cap 11 (París, F. Alcan). Para los suicidios,
véase más adelante (lib. II, cap. I, párrafo 2).

(2) "La característica esencial de lo bueno, comparado con lo verdadero, es,


pues, la de ser obligatorio. Lo verdadero, tomado en sí mismo, no tiene ese
carácter." (Janet, Morale, pág. 139.)

(3) Puesto que se halla en antagonismo con una regla moral. (Ver Introducción.)

(4) Véase lib. II, Caps. I y V.

(5) Ethique a Nic., VIII, I, 1155 a, 32.

(6) Emotions et Volonté, París, Alcan, pág. 135.

(7) Topinard, Anthropologie, pág. 146.

(8) Ver Spencer, Essais scientifiques, trad. fran., París, Alcan, página 300.
-Waitz, en su Anthropologié der Naturvölker, I, 76, da cuenta de muchos hechos
de la misma clase.

(9 L'Homme et les Sociétés, II, 154.

(10) Das Gchirngewicht des Menschen, eine Studie, Bonn, 1880.

(11) Waitz, Anthropologie, III, 101-102.

(12) Id., ob. cit., VI, 121.

(13) Spencer, Sociologie, trad. fran., París, Alcan, III, 391.

(14) La familia maternal ha existido indudablemente entre los germanos.—Véase


Dargun, Mutterrecht un Raubehe im Germanischen Rechte. Breslau, 1883.

57
(15) Véase principalmente Smith, Marriage and Kinship in Early Arabia.
Cambridge, 1885, pág. 67.

(16) Ob. cit., 154.

(17) Cours de philosophie positive, IV, 425.—Ideas análogas se encuentren en


Schaeffle, Bau und Leben des socialen Kacrpers, II, Passim, y Clément, Science
sociale, I, 235 y sigs.

(18) Véase más adelante, libro III, cap. I.

(19) Bain, Emotions et Volonté, págs. 117 y sigs., Paris, Alcan.

(20) Spencer, Principes de Psychologie, VIII parte, cap. V. Paris, Alcan.

CAPITULO II

SOLIDARIDAD MECÁNICA O POR SEMEJANZAS

El lazo de solidaridad social a que corresponde el derecho represivo es aquel


cuya ruptura constituye el crimen; llamamos con tal nombre a todo acto que, en
un grado cualquiera, determina contra su autor esa reacción característica que
se llama pena. Buscar cuál es ese lazo equivale a preguntar cuál es la causa de
la pena o, con más claridad, en qué consiste esencialmente el crimen.

Hay, sin duda, crímenes de especies diferentes; pero entre todas esas especies
hay, con no menos seguridad, algo de común. La prueba está en que la reacción
que determinan por parte de la sociedad, a saber, la pena, salvo las diferencias
de grado, es siempre y por todas partes la misma. La unidad del efecto nos
revela la unidad de la causa. No solamente entre todos los crímenes previstos
por la legislación de una sola y única sociedad, sino también entre todos aquellos
que han sido y están reconocidos y castigados en los diferentes tipos sociales,
existen seguramente semejanzas esenciales. Por diferentes que a primera vista
parezcan los actos así calificados, es imposible que no posean algún fondo
común. Afectan en todas partes de la misma manera la conciencia moral de las
naciones y producen en todas partes la misma consecuencia. Todos son
crímenes, es decir, actos reprimidos con castigos definidos. Ahora bien, las
propiedades esenciales de una cosa son aquellas que se observan por todas
partes donde esta cosa existe y que sólo a ella pertenecen. Si queremos, pues,
saber en qué consiste esencialmente el crimen, es preciso desentrañar los
rasgos comunes que aparecen en todas las variedades criminológicas de los
diferentes tipos sociales. No hay que prescindir de ninguna. Las concepciones
jurídicas de las sociedades más inferiores no son menos dignas de interés que
58
las de las sociedades más elevadas; constituyen hechos igualmente instructivos.
Hacer de ellas abstracción sería exponernos a ver la esencia del crimen allí
donde no existe. El biólogo habría dado una definición muy inexacta de los
fenómenos vitales si hubiera desdeñado la observación de los seres
monocelulares; de la sola contemplación de los organismos y, sobre todo, de los
organismos superiores, habría sacado la conclusión errónea de que la vida
consiste esencialmente en la organización.

El medio de encontrar este elemento permanente y general no es,


evidentemente, el de la enumeración de actos que han sido, en todo tiempo y en
todo lugar, calificados de crímenes, para observar los caracteres que presentan.
Porque si, dígase lo que se quiera, hay acciones que han sido universalmente
miradas como criminales, constituyen una ínfima minoría, y, por consiguiente, un
método semejante no podría darnos del fenómeno sino una noción
singularmente truncada, ya que no se aplicaría más que a excepciones (1).
Semejantes variaciones del derecho represivo prueban, a la vez, que Ese
carácter constante no debería encontrarse entre las propiedades intrínsecas de
los actos impuestos o prohibidos por las reglas penales, puesto que presentan
una tal diversidad, sino en las relaciones que sostienen con alguna condición que
les es externa.

Se ha creído encontrar esta relación en una especie de antagonismo entre esas


acciones y los grandes intereses sociales, y se ha dicho que las reglas penales
enunciaban para cada tipo social las condiciones fundamentales de la vida
colectiva. Su autoridad procederá, pues, de su necesidad; por otra parte, como
esas necesidades varían con las sociedades, explicaríase de esta manera la
variabilidad del derecho represivo. Pero sobre este punto ya nos hemos
explicado. Aparte de que semejante teoría deja al cálculo y a la reflexión una
parte excesiva en la dirección de la evolución social, hay multitud de actos que
han sido y son todavía mirados como criminales, sin que, por sí mismos, sean
perjudiciales a la sociedad. El hecho de tocar un objeto tabou, un animal o un
hombre impuro o consagrado, de dejar extinguirse el fuego sagrado, de comer
ciertas carnes, de no haber inmolado sobre la tumba de los padres el sacrificio
tradicional, de no pronunciar exactamente la fórmula ritual, de no celebrar ciertas
fiestas, etc., etc., ¿por qué razón han podido constituir jamás un peligro social?
Sin embargo, sabido es el lugar que ocupa en el derecho represivo de una
multitud de pueblos la reglamentación del rito, de la etiqueta, del ceremonial, de
las prácticas religiosas. No hay más que abrir el Pentateuco para convencerse, y
como esos hechos se encuentran normalmente en ciertas especies sociales, no
es posible ver en ellos ciertas anomalías o casos patológicos que hay derecho a
despreciar.

Aun en el caso de que el acto criminal perjudique ciertamente a la sociedad, es


preciso que el grado perjudicial que ofrezca se halle en relación regular con la
intensidad de la represión que lo castiga. En el derecho penal de los pueblos
más civilizados, el homicidio está universalmente considerado como el más
grande de los crímenes. Sin embargo, una crisis económica, una jugada de
59
bolsa, una quiebra, pueden incluso desorganizar mucho más gravemente el
cuerpo social que un homicidio aislado. Sin duda el asesinato es siempre un mal,
pero no hay nada que pruebe que sea el mayor mal. ¿Qué significa un hombre
menos en la sociedad? ¿Qué significa una célula menos en el organismo?
Dícese que la seguridad general estaría amenazada para el porvenir si el acto
permaneciera sin castigo; que se compare la importancia de ese peligro, por real
que sea, con el de la pena; la desproporción es manifiesta. En fin, los ejemplos
que acabamos de citar demuestran que un acto puede ser desastroso para una
sociedad sin que se incurra en la más mínima represión. Esta definición del
crimen es, pues, inadecuada, mírese como se la mire.

¿Se dirá, modificándola, que los actos criminales son aquellos que parecen
perjudiciales a la sociedad que los reprime? ¿Que las reglas penales son
manifestación, no de las condiciones esenciales a la vida social, sino de las que
parecen tales al grupo que las observa? Semejante explicación nada explica,
pues no nos enseña por qué en un gran número de casos las sociedades se han
equivocado y han impuesto prácticas que, por sí mismas, no eran ni útiles
siquiera.

En definitiva, esta pretendida solución del problema se reduce a un verdadero


"truísmo", pues si las sociedades obligan así a cada individuo a obedecer a sus
reglas, es evidentemente porque estiman, con razón o sin ella, que esta
obediencia regular y puntual les es indispensable; la sostienen enérgicamente.
Es como si se dijera que las sociedades juzgan las reglas necesarias porque las
juzgan necesarias. Lo que nos hace falta decir es por qué las juzgan así. Si este
sentimiento tuviera su causa en la necesidad objetiva de las prescripciones
penales, o, al menos, en su utilidad, sería una explicación. Pero hállase en
contradicción con los hechos; la cuestión, pues, continúa sin resolver.

Sin embargo, esta última teoría no deja de tener cierto fundamento; con razón
busca en ciertos estados del sujeto las condiciones constitutivas de la
criminalidad. En efecto, la única característica común a todos los crímenes es la
de que consisten—salvo algunas excepciones aparentes que más adelante se
examinarán—en actos universalmente reprobados por los miembros de cada
sociedad. Se pregunta hoy día si esta reprobación es racional y si no sería más
cuerdo ver en el crimen una enfermedad o un yerro. Pero no tenemos por qué
entrar en esas discusiones; buscamos el determinar lo que es o ha sido, no lo
que debe ser. Ahora bien, la realidad del hecho que acabamos de exponer no
ofrece duda; es decir, que el crimen hiere sentimientos que, para un mismo tipo
social, se encuentran en todas las conciencias sanas.

No es posible determinar de otra manera la naturaleza de esos sentimientos y


definirlos en función de sus objetos particulares, pues esos objetos han variado
infinitamente y pueden variar todavía (2). Hoy día son los sentimientos altruistas
los que presentan ese carácter de la manera más señalada, pero hubo un
tiempo, muy cercano al nuestro, en que los sentimientos religiosos, domésticos,
y otros mil sentimientos tradicionales, tenían exactamente los mismos efectos.
60
Aún ahora es preciso que la simpatía negativa por otro sea la única, como quiere
Garófalo, que produzca ese resultado. ¿Es que no sentimos, incluso en tiempo
de paz, por el hombre que traiciona su patria tanta aversión, al menos, como por
el ladrón o el estafador? ¿Es que, en los países en que el sentimiento
monárquico está vivo todavía, los crímenes de lesa majestad no suscitan una
indignación general? ¿Es que, en los países democráticos, las injurias dirigidas
al pueblo no desencadenan las mismas cóleras? No se debería, pues, hacer una
lista de sentimientos cuya violación constituye el acto criminal; no se distinguen
de los demás sino por este rasgo, que son comunes al término medio de los
individuos de la misma sociedad. Así, las reglas que prohiben esos actos y que
sanciona el derecho penal son las únicas a que el famoso axioma jurídico: nadie
puede alegar ignorancia de la ley, se aplica sin ficción. Como están grabadas en
todas las conciencias, todo el mundo las conoce y siente su fundamento. Cuando
menos esto es verdad con relación al estado normal. Si se encuentran adultos
que ignoran esas reglas fundamentales o no reconocen su autoridad, una
ignorancia tal, o una indocilidad tal, son síntomas irrefutables de perversión
patológica; o bien, si ocurre que una disposición penal se mantiene algún tiempo,
aun cuando sea rechazada por todo el mundo, es gracias a un concurso de
circunstancias excepcionales, anormales, por consiguiente, y un estado de cosas
semejante jamás puede durar.

Esto explica la manera particular de codificarse el derecho penal. Todo derecho


escrito tiene un doble objeto: establecer ciertas obligaciones, definir las
sanciones que a ellas están ligadas. En el derecho civil, y más generalmente en
toda clase de derecho de sanciones restitutivas, el legislador aborda y resuelve
con independencia los dos problemas. Primero determina la obligación con toda
la precisión posible, y sólo después dice la manera como debe sancionarse. Por
ejemplo, en el capítulo de nuestro Código civil consagrado a los deberes
respectivos de los esposos, esos derechos y esas obligaciones se enuncian de
una manera positiva; pero no se dice qué sucede cuando esos deberes se violan
por una u otra parte. Hay que ir a otro sitio a buscar esa sanción. A veces,
incluso se sobreentiende. Así, el art. 214 del Código civil ordena a la mujer vivir
con su marido: se deduce que el marido puede obligarla a reintegrarse al
domicilio conyugal; pero esta sanción no está en parte alguna formalmente
indicada. El derecho penal, por el contrario, sólo dicta sanciones, y no dice nada
de las obligaciones a que aquéllas se refieren. No manda que se respete la vida
del otro, sino que se castigue con la muerte al asesino. No dice desde un
principio, como hace el derecho civil, he aquí el deber, sino que, en seguida, he
aquí la pena. Sin duda que, si la acción se castiga, es que es contraria a una
regla obligatoria; pero esta regla no está expresamente formulada. Para que así
ocurra, no puede haber más que una razón: que la regla es conocida y está
aceptada por todo el mundo. Cuando un derecho consuetudinario pasa al estado
de derecho escrito y se codifica, es porque reclaman las cuestiones litigiosas una
solución más definida; si la costumbre continuara funcionando silenciosamente
sin suscitar discusión ni dificultades, no habría razón para que se transformara.
Puesto que el derecho penal no se codifica sino para establecer una escala
gradual de penas, es porque puede dar lugar a dudas. A la inversa (3), si las
61
reglas cuya violación castiga la pena no tienen necesidad de recibir una
expresión jurídica, es que no son objeto de discusión alguna, es que todo el
mundo siente su autoridad.

Es verdad que, a veces, el Pentateuco no establece sanciones, aun cuando,


como veremos, no contiene más que disposiciones penales. Es el caso de los
diez mandamientos, tales como se encuentran formulados en el capítulo XX del
Éxodo y el capítulo V del Deuteronomio. Pero es que el Pentateuco, aunque
hace el oficio de Código, no es propiamente un Código. No tiene por objeto
reunir en un sistema único, y precisar en vista de la experiencia, reglas penales
practicadas por el pueblo hebreo; tan no es una codificación que las diferentes
partes de que se compone parecen no haber sido redactadas en la misma
época. Es, ante todo, un resumen de las tradiciones de toda especie, mediante
las cuales los judíos se explicaban a sí mismos, y a su manera, la génesis del
mundo, de su sociedad y de sus principales prácticas sociales. Si enuncia, pues,
ciertos deberes, que indudablemente estaban sancionados con penas, no es que
fueran ignorados o desconocidos de los hebreos, ni que fuera necesario
revelárselos; al contrario, puesto que el libro no es más que un tejido de
leyendas nacionales, puede estarse seguro que todo lo que encierra estaba
escrito en todas las conciencias. Pero se trataba esencialmente de reproducir,
fijándolas, las creencias populares sobre el origen de esos preceptos, sobre las
circunstancias históricas dentro de las cuales se creía que habían sido
promulgadas, sobre las fuentes de su autoridad; ahora bien, desde ese punto de
vista, la determinación de la pena es algo accesorio (4).

Por esa misma razón el funcionamiento de la justicia represiva tiende siempre a


permanecer más o menos difuso.

En tipos sociales muy diferenciados no se ejerce por un magistrado especial,


sino que la sociedad entera participa en ella en una medida más o menos
amplia. En las sociedades primitivas, en las que, como veremos, todo el derecho
es penal, la asamblea del pueblo es la que administra justicia. Tal era el caso
entre los antiguos germanos (5). En Roma, mientras los asuntos civiles
correspondían al pretor, los asuntos criminales se juzgaban por el pueblo,
primero por los comicios curiados, y después, a partir de la ley de XII Tablas, por
los comicios centuriados; hasta el fin de la República, y aunque de hecho hubiera
delegado sus poderes a comisiones permanentes, permanece aquél, en
principio, como juez supremo para esta clase de procesos (6). En Atenas, bajo la
legislación de Solón, la jurisdicción criminal correspondía en parte a los heliastas,
vasto colegio que nominalmente comprendía a todos los ciudadanos por encima
de los treinta años (7). En fin, entre las naciones germanolatinas, la sociedad
interviene en el ejercicio de esas mismas funciones representada por el Jurado.
El estado de difusión en que tiene que encontrarse esta parte del poder judicial
sería inexplicable si las reglas cuya observancia asegura y, por consiguiente, los
sentimientos a que esas reglas responden, no estuvieran inmanentes en todas
las conciencias. Es verdad que, en otros casos, hállase retenido por una clase
privilegiada o por magistrados particulares. Pero esos hechos no disminuyen el
62
valor demostrativo de los precedentes, pues de que los sentimientos colectivos
no reaccionen más que a través de ciertos intermediarios, no se sigue que hayan
cesado de ser colectivos para localizarse en un número restringido de
conciencias. Mas esta delegación puede ser debida, ya a la mayor multiplicidad
de los negocios, que necesita la institución de funcionarios especiales, ya a la
extraordinaria importancia adquirida por ciertos personajes o ciertas clases, que
se hacen intérpretes autorizados de los sentimientos colectivos.

Sin embargo, no se ha definido el crimen cuando se ha dicho que consiste en


una ofensa a los sentimientos colectivos; los hay entre éstos que pueden recibir
ofensa sin que haya crimen. Así, el incesto es objeto de una aversión muy
general, y, sin embargo, se trata de una acción inmoral simplemente. Lo mismo
ocurre con las faltas al honor sexual que comete la mujer fuera del estado
matrimonial, o con el hecho de enajenar totalmente su libertad o de aceptar de
otro esa enajenación. Los sentimientos colectivos a que corresponde el crimen
deben singularizarse, pues, de los demás por alguna propiedad distintiva: deben
tener una cierta intensidad media. No sólo están grabados en todas las
conciencias, sino que están muy fuertemente grabados. No se trata en manera
alguna de veleidades vacilantes y superficiales, sino de emociones y de
tendencias fuertemente arraigadas en nosotros. Hallamos la prueba en la
extrema lentitud con que el derecho penal evoluciona. No sólo se modifica con
más dificultad que las costumbres, sino que es la parte del derecho positivo más
refractaria al cambio. Obsérvese, por ejemplo, lo que la legislación ha hecho,
desde comienzos de siglo, en las diferentes esferas de la vida jurídica; las
innovaciones en materia de derecho penal son extremadamente raras y restringi-
das, mientras que, por el contrario, una multitud de nuevas disposiciones se han
introducido en el derecho civil, el derecho mercantil, el derecho administrativo y
constitucional. Compárese el derecho penal, tal como la ley de las XII Tablas lo
ha fijado a Roma, con el estado en que se encuentra en la época clásica; los
cambios comprobados son bien poca cosa al lado de aquellos que ha sufrido el
derecho civil durante el mismo tiempo. En la época de las XII Tablas, dice Mainz,
los principales crímenes y delitos hállanse constituidos: "Durante diez
generaciones el catálogo de crímenes públicos sólo fue aumentado por algunas
leyes que castigaban el peculado, la intriga y tal vez el plagium" (8). En cuanto a
los delitos privados, sólo dos nuevos fueron reconocidos: la rapiña (actio
bonorum vi raptorum) y el daño causado injustamente (damnum injuria datum).
En todas partes se encuentra el mismo hecho. En las sociedades inferiores el
derecho, como veremos, es casi exclusivamente penal; también está muy
estacionado. De una manera general, el derecho religioso es también represivo:
es esencialmente conservador. Esta fijeza del derecho penal es un testimonio de
la fuerza de resistencia de los sentimientos colectivos a que corresponde. Por el
contrario, la plasticidad mayor de las reglas puramente morales y la rapidez
rotativa de su evolución demuestran la menor energía de los sentimientos que
constituyen su base; o bien han sido más recientemente adquiridos y no han
tenido todavía tiempo de penetrar profundamente las conciencias, o bien están
en vías de perder raíz y remontan del fondo a la superficie.

63
Una observación última es necesaria todavía para que nuestra definición sea
exacta. Si, en general, los sentimientos que protegen las sensaciones
simplemente morales, es decir, difusas, son menos intensos y menos
sólidamente organizados que aquellos que protegen las penas propiamente
dichas, hay, sin embargo, excepciones. Así, no existe razón alguna para admitir
que la piedad filial media, o también las formas elementales de la compasión por
las miserias más visibles, constituyan hoy día sentimientos más superficiales que
el respeto por la propiedad o la autoridad pública; sin embargo, al mal hijo y al
egoísta, incluso al más empedernido, no se les trata como criminales. No basta,
pues, con que los sentimientos sean fuertes, es necesario que sean precisos. En
efecto, cada uno de ellos afecta a una práctica muy definida. Esta práctica puede
ser simple o compleja, positiva o negativa, es decir, consistir en una acción o en
una abstención, pero siempre determinada. Se trata de hacer o de no hacer esto
u lo otro, de no matar, de no herir, de pronunciar tal fórmula, de cumplir tal rito,
etc. Por el contrario, los sentimientos como el amor filial o la caridad son
aspiraciones vagas hacia objetos muy generales. Así, las reglas penales se
distinguen por su claridad y su precisión, mientras que las reglas puramente
morales tienen generalmente algo de fluctuantes. Su naturaleza indecisa hace
incluso que, con frecuencia, sea difícil darlas en una fórmula definida. Podemos
sin inconveniente decir, de una manera muy general, que se debe trabajar, que
se debe tener piedad de otro, etc., pero no podemos fijar de qué manera ni en
qué medida. Hay lugar aquí, por tanto, para variaciones y matices. Al contrario,
por estar determinados los sentimientos que encarnan las reglas penales,
poseen una mayor uniformidad; como no se les puede entender de maneras
diferentes, son en todas partes los mismos.

Nos hallamos ahora en estado de formular la conclusión. El conjunto de las


creencias y de los sentimientos comunes al término medio de los miembros de
una misma sociedad, constituye un sistema determinado que tiene su vida
propia, se le puede llamar la conciencia colectiva o común. Sin duda que no tiene
por substrato un órgano único; es, por definición, difusa en toda la extensión de
la sociedad; pero no por eso deja de tener caracteres específicos que hacen de
ella una realidad distinta. En efecto, es independiente de las condiciones
particulares en que los individuos se encuentran colocados; ellos pasan y ella
permanece. Es la misma en el Norte y en el Mediodía, en las grandes ciudades y
en las pequeñas, en las diferentes profesiones. Igualmente, no cambia con cada
generación sino que, por el contrario, liga unas con otras las generaciones
sucesivas. Se trata, pues, de cosa muy diferente a las conciencias particulares,
aun cuando no se produzca más que en los individuos. Es el tipo psíquico de la
sociedad tipo que tiene sus propiedades, sus condiciones de existencia, su
manera de desenvolverse, como todos los tipos individuales, aunque de otra
manera. Tiene, pues, derecho a que se le designe con nombre especial. El que
hemos empleado más arriba no deja, en realidad, de ser algo ambiguo. Como los
términos de colectivo y de social con frecuencia se toman uno por otro, está uno
inclinado a creer que la conciencia colectiva es toda la conciencia social, es
decir, que se extiende tanto como la vida psíquica de la sociedad, cuando, sobre
todo en las sociedades superiores, no constituye más que una parte muy
64
restringida. Las funciones judiciales, gubernamentales, científicas, industriales,
en una palabra, todas las funciones especiales, son de orden psíquico, puesto
que consisten en sistemas de representación y de acción; sin embargo, están,
evidentemente, fuera de la conciencia común. Para evitar una confusión (9) que
ha sido cometida, lo mejor sena, quizá, crear una expresión técnica que
designara especialmente el conjunto de las semejanzas sociales. Sin embargo,
como el empleo de una palabra nueva, cuando no es absolutamente necesario,
no deja de tener inconvenientes, conservaremos la expresión más usada de
conciencia colectiva o común, pero recordando siempre el sentido estrecho en el
cual la empleamos.

Podemos, pues, resumiendo el análisis que precede, decir que un acto es


criminal cuando ofende los estados fuertes y definidos de la conciencia colectiva
(10).

El texto de esta proposición nadie lo discute, pero se le da ordinariamente un


sentido muy diferente del que debe tener. Se la interpreta como si expresara, no
la propiedad esencial del crimen, sino una de sus repercusiones. Se sabe bien
que hiere sentimientos muy generosos y muy enérgicos; pero se cree que esta
generalidad y esta energía proceden de la naturaleza criminal del acto, el cual,
por consiguiente, queda en absoluto por definir. No se discute el que todo delito
sea universalmente reprobado, pero se da por cierto que la reprobación de que
es objeto resulta de su carácter delictuoso. Sólo que, a continuación, hállanse
muy embarazados para decir en qué consiste esta delictuosidad. ¿En una
inmoralidad particularmente grave? Tal quiero, mas esto es responder a la
cuestión con la cuestión misma y poner una palabra en lugar de otra palabra; de
lo que se trata es de saber precisamente lo que es la inmoralidad, y, sobre todo,
esta inmoralidad particular que la sociedad reprime por medio de penas
organizadas y que constituye la criminalidad. No puede, evidentemente, proceder
más que de uno o varios caracteres comunes a todas las variedades
criminológicas; ahora bien, lo único que satisface a esta condición es esa
oposición que existe entre el crimen, cualquiera que él sea, y ciertos
sentimientos colectivos. Esa oposición es la que hace el crimen, por mucho que
se aleje. En otros términos, no hay que decir que un acto hiere la conciencia
común porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la conciencia
común. No lo reprobamos porque es un crimen sino que es un crimen porque lo
reprobamos. En cuanto a la naturaleza intrínseca de esos sentimientos, es
imposible especificarla; persiguen los objetos más diversos y no sería posible dar
una fórmula única. No cabe decir que se refieran ni a los intereses vitales de la
sociedad, ni a un mínimum de justicia; todas esas definiciones son inadecuadas.
Pero, por lo mismo que un sentimiento, sean cuales fueren el origen y el fin, se
encuentra en todas las conciencias con un cierto grado de fuerza y de precisión,
todo acto que le hiere es un crimen. La psicología contemporánea vuelve cada
vez más a la idea de Spinosa, según la cual las cosas son buenas porque las
amamos, en vez de que las amamos porque son buenas. Lo primitivo es la
tendencia, la inclinación; el placer y el dolor no son más que hechos derivados.
Lo mismo ocurre en la vida social. Un acto es socialmente malo porque lo
65
rechaza la sociedad. Pero, se dirá, ¿no hay sentimientos colectivos que resulten
del placer o del dolor que la sociedad experimenta al contacto con sus objetos?
Sin duda, pero no todos tienen este origen. Muchos, si no la mayor parte, derivan
de otras causas muy diferentes. Todo lo que determina a la actividad a tomar
una forma definida, puede dar nacimiento a costumbres de las que resulten
tendencias que hay, desde luego, que satisfacer. Además, son estas últimas
tendencias las que sólo son verdaderamente fundamentales. Las otras no son
más que formas especiales y mejor determinadas; pues, para encontrar agrado
en tal o cual objeto, es preciso que la sensibilidad colectiva se encuentre ya
constituida en forma que pueda gustarla. Si los sentimientos correspondientes
están suprimidos, el acto más funesto para la sociedad podrá ser, no sólo
tolerado, sino honrado y propuesto como ejemplo. El placer es incapaz de crear
con todas sus piezas una inclinación; tan sólo puede ligar a aquellos que existen
a tal o cual fin particular, siempre que éste se halle en relación con su naturaleza
inicial.

Sin embargo, hay casos en los que la explicación precedente no parece


aplicarse. Hay actos que son más severamente reprimidos que fuertemente
rechazados por la opinión.

Así, la coalición de los funcionarios, la intromisión de las autoridades judiciales


en las autoridades administrativas, las funciones religiosas en las funciones
civiles, son objeto de una represión que no guarda relación con la indignación
que suscitan en las conciencias. La sustracción de documentos públicos nos
deja bastante indiferentes y, no obstante, se la castiga con penas bastante
duras. Incluso sucede que el acto castigado no hiere directamente sentimiento
colectivo alguno; nada hay en nosotros que proteste contra el hecho de pescar y
cazar en tiempos de veda, o de que pasen vehículos muy pesados por la vía
pública. Sin embargo, no hay razón alguna para separar en absoluto estos
delitos de los otros; toda distinción radical (11) sería arbitraria, porque todos
presentan, en grados diversos, el mismo criterio externo. No cabe duda que la
pena en ninguno de estos ejemplos parece injusta; la opinión pública no la
rechaza, pero, si se la dejara en libertad, o no la reclamaría o se mostraría
menos exigente. Y es que, en todos los casos de este género, la delictuosidad
no procede, o no se deriva toda ella, de la vivacidad de los sentimientos
colectivos que fueron ofendidos, sino que viene de otra causa.

Es indudable, en efecto, que, una vez que un poder de gobierno se establece,


tiene, por sí mismo, bastante fuerza para unir espontáneamente, a ciertas reglas
de conducta, una sanción penal. Es capaz, por su acción propia, de crear ciertos
delitos o de agravar el valor criminológico de algunos otros. Así, todos los actos
que acabamos de citar presentan esta característica común: están dirigidos
contra alguno de los órganos directores de la vida social. ¿Es necesario, pues,
admitir que hay dos clases de crímenes procedentes de dos causas diferentes?
No debería uno detenerse ante hipótesis semejante. Por numerosas que sean
las variedades, el crimen es en todas partes esencialmente el mismo, puesto que
determina por doquiera el mismo efecto, a saber, la pena, que, si puede ser más
66
o menos intensa, no cambia por eso de naturaleza. Ahora bien, un mismo hecho
no puede tener dos causas, a menos que esta dualidad sólo sea aparente y que
en el fondo no exista más que una. El poder de reacción, propio del Estado, debe
ser, pues, de la misma naturaleza que el que se halla difuso en la sociedad.

Y, en efecto, ¿de dónde procede? ¿De la gravedad de intereses que rige el


Estado y que reclaman ser protegidos de una manera especial? Mas sabemos
que sólo la lesión de intereses, graves inclusive, no basta a determinar la
reacción penal; es, además, necesario que se resienta de una cierta manera.
¿De dónde procede entonces que el menor perjuicio causado al órgano de
gobierno sea castigado, cuando desórdenes mucho más importantes en otros
órganos sociales sólo se reparan civilmente? La más pequeña infracción de la
policía de caminos se castiga con una multa; la violación, aun repetida, de los
contratos, la falta constante de delicadeza en las relaciones económicas, no
obligan más que a la reparación del perjuicio. Sin duda que el mecanismo
directivo juega un papel importante en la vida social, pero existen otros cuyo
interés no deja de ser vital y cuyo funcionamiento no está, sin embargo,
asegurado de semejante manera. Si el cerebro tiene su importancia, el estómago
es un órgano también esencial, y las enfermedades del uno son amenazas para
la vida, como las del otro. ¿A que viene ese privilegio en favor de lo que suele
llamarse el cerebro social?

La dificultad se resuelve fácilmente si se nota que, donde quiera que un poder


director se establece, su primera y principal función es hacer respetar las
creencias, las tradiciones, las prácticas colectivas, es decir, defender la
conciencia común contra todos los enemigos de dentro y de fuera. Se convierte
así en símbolo, en expresión viviente, a los ojos de todos. De esta manera la
vida que en ella existe se le comunica, como las afinidades de ideas se
comunican a las palabras que las representan, y he aquí cómo adquiere un
carácter excepcional. No es ya una función social más o menos importante, es la
encarnación del tipo colectivo. Participa, pues, de la autoridad que este último
ejerce sobre las conciencias, y de ahí le viene su fuerza. Sólo que, una vez que
ésta se ha constituido, sin que por eso se independice de la fuente de donde
mana y en que continúa alimentándose, se convierte en un factor autónomo de la
vida social, capaz de producir espontáneamente movimientos propios que no
determina ninguna impulsión externa, precisamente a causa de esta supremacía
que ha conquistado. Como, por otra parte, no es más que una derivación de la
fuerza que se halla inmanente en la conciencia común, tiene necesariamente las
mismas propiedades y reacciona de la misma manera, aun cuando esta última
no reaccione por completo al unísono. Rechaza, pues, toda fuerza antagónica
como haría el alma difusa de la sociedad, aun cuando ésta no siente ese
antagonismo, o no lo siente tan vivamente, es decir, que señala como crímenes
actos que la hieren sin a la vez herir en el mismo grado los sentimientos
colectivos. Pero de estos últimos recibe toda la energía que le permite crear
crímenes y delitos. Aparte de que no puede proceder de otro sitio y que, además,
no puede proceder de la nada, los hechos que siguen, que se desenvolverán
ampliamente en la continuación de esta obra, confirman la explicación. La
67
extensión de la acción que el órgano de gobierno ejerce sobre el número y sobre
la calificación de los actos criminales, depende de la fuerza que encubra. Esta, a
su vez, puede medirse, bien por la extensión de la autoridad que desempeña
sobre los ciudadanos, bien por el grado de gravedad reconocido a los crímenes
dirigidos contra él (12). Ahora bien, ya veremos cómo en las sociedades
inferiores esta autoridad es mayor y más elevada la gravedad, y, por otra parte,
cómo esos mismos tipos sociales tienen más poder en la conciencia colectiva.

Hay, pues, que venir siempre a esta última; toda la criminalidad procede, directa
o indirectamente, de ella. El crimen no es sólo una lesión de intereses, incluso
graves, es una ofensa contra una autoridad en cierto modo transcendente. Ahora
bien, experimentalmente, no hay fuerza moral superior al individuo, como no sea
la fuerza colectiva.

Existe, por lo demás, una manera de fiscalizar el resultado a que acabamos de


llegar. Lo que caracteriza al crimen es que determina la pena. Si nuestra
definición, pues, del crimen es exacta, debe darnos cuenta de todas las
características de la pena. Vamos a proceder a tal comprobación.

Pero antes es preciso señalar cuáles son esas características.

II

En primer lugar, la pena consiste en una reacción pasional. Esta característica se


manifiesta tanto más cuanto se trata de sociedades menos civilizadas. En efecto,
los pueblos primitivos castigan por castigar, hacen sufrir al culpable únicamente
por hacerlo sufrir y sin esperar para ellos mismos ventaja alguna del sufrimiento
que imponen. La prueba está en que no buscan ni castigar lo justo ni castigar
útilmente, sino sólo castigar. Por eso castigan a los animales que han cometido
el acto reprobado (13), e incluso a los seres inanimados que han sido el
instrumento pasivo (14). Cuando la pena sólo se aplica a las personas,
extiéndese con frecuencia más allá del culpable y va hasta alcanzar inocentes: a
su mujer, a sus hijos, sus vecinos, etc. (15). Y es que la pasión, que constituye el
alma de la pena, no se detiene hasta después de agotada. Si, pues, ha destruido
a quien más inmediatamente la ha suscitado, como le queden algunas fuerzas,
se extiende más aún, de una manera completamente mecánica. Incluso cuando
es lo bastante moderada para no coger más que al culpable, hace sentir su
presencia por la tendencia que tiene a rebasar en gravedad el acto contra el cual
reacciona. De ahí vienen los refinamientos de dolor agregados al último suplicio.
En Roma todavía, debía el ladrón, no sólo devolver el objeto robado, sino
además pagar una multa del doble o del cuádruple (16), ¿No es, además, la
pena tan general del talión, una satisfacción concedida a la pasión de la
venganza?

Pero hoy día, dicen, la pena ha cambiado de naturaleza; la sociedad ya no


castiga por vengarse sino para defenderse. El dolor que inflige no es entre sus
68
manos más que un instrumento metódico de protección. Castiga, no porque el
castigo le ofrezca por sí mismo alguna satisfacción, sino a fin de que el temor de
la pena paralice las malas voluntades No es ya la cólera, sino la previsión
reflexiva, la que determina la represión. Las observaciones precedentes no
podrían, pues, generalizarse: sólo se referirían a la forma primitiva de la pena y
no podrían extenderse a su forma actual.

Mas, para que haya derecho a distinguir tan radicalmente esas dos clases de
penas, no basta comprobar su empleo en vista de fines diferentes. La naturaleza
de una práctica no cambia necesariamente porque las intenciones conscientes
de aquellos que la aplican se modifiquen. Pudo, en efecto, haber desempeñado
otra vez el mismo papel, sin que se hubieran apercibido. En ese caso, ¿en razón
a qué había de transformarse sólo por el hecho de que se da mejor cuenta de los
efectos que produce? Se adapta a las nuevas condiciones de existencia que le
han sido proporcionadas sin cambios esenciales. Tal es lo que sucede con la
pena.

En efecto, es un error creer que la venganza es sólo una crueldad inútil. Es


posible que en sí misma consista en una reacción mecánica y sin finalidad, en un
movimiento pasional e ininteligente, en una necesidad no razonada de destruir;
pero, de hecho, lo que tiende a destruir era una amenaza para nosotros.
Constituye, pues, en realidad, un verdadero acto de defensa, aun cuando
instintivo e irreflexivo. No nos vengamos sino de lo que nos ha ocasionado un
mal, y lo que nos ha causado un mal es siempre un peligro. El instinto de la
venganza no es, en suma, más que el instinto de conservación exagerado por el
peligro. Está muy lejos de haber tenido la venganza, en la historia de la
humanidad, el papel negativo y estéril que se le atribuye. Es un arma defensiva
que tiene su valor; sólo que es un arma grosera. Como no tiene conciencia de
los servicios que automáticamente presta, no puede regularse en consecuencia;
todo lo contrario, se extiende un poco al azar, dando gusto a causas ciegas que
la empujan y sin que nada modere sus arrebatos. Actualmente, como ya
conocemos el fin que queremos alcanzar, sabemos utilizar mejor los medios de
que disponemos; nos protegemos con más método, y, por consiguiente, con más
eficacia. Pero desde el principio se obtenía ese resultado, aun cuando de una
manera más imperfecta. Entre la pena de hoy y la de antes no existe, pues, un
abismo y, por consiguiente, no era necesario que la primera se convirtiera en
otra cosa de lo que es, para acomodarse al papel que desempeña en nuestras
sociedades civilizadas. Toda la diferencia procede de que produce sus efectos
con una mayor conciencia de lo que hace. Ahora bien, aunque la conciencia
individual o social no deja de tener influencia sobre la realidad que ilumina, no
tiene el poder de cambiar la naturaleza. La estructura interna de los fenómenos
sigue siendo la misma, que sean conscientes o no. Podemos, pues, contar con
que los elementos esenciales de la pena son los mismos que antes. Y, en efecto,
la pena ha seguido siendo, al menos en parte, una obra de venganza. Se dice
que no hacemos sufrir al culpable por hacerlo sufrir; no es menos verdad que
encontramos justo que sufra. Tal vez estemos equivocados, pero no es eso lo
que se discute. Por el momento buscamos definir la pena tal como ella es o ha
69
sido, no tal como debe ser. Ahora bien, es indudable que esta expresión de
venganza pública, que sin cesar aparece en el lenguaje de los tribunales, no es
una vana palabra. Suponiendo que la pena pueda realmente servir para
protegernos en lo porvenir, estimamos que debe ser, ante todo, una expiación
del pasado. Lo prueban las precauciones minuciosas que tomamos para
proporcionarla tan exacta como sea posible en relación con la gravedad del
crimen; serían inexplicables si no creyéramos que el culpable debe sufrir porque
ha ocasionado el mal, y en la misma medida. En efecto, esta graduación no es
necesaria si la pena no es más que un medio de defensa. Sin duda que para la
sociedad habría un peligro en asimilar los atentados más graves a simples
delitos; pero en que los segundos fueran asimilados a los primeros no habría, en
la mayor parte de los casos, más que ventajas. Contra un enemigo nunca son
pocas las precauciones a tomar. ¿Es que hay quien diga que los autores de las
maldades más pequeñas son de naturaleza menos perversa y que, para
neutralizar sus malos instintos, bastan penas menos fuertes? Pero si sus
inclinaciones están menos viciadas, no dejan por eso de ser menos intensas. Los
ladrones se hallan tan fuertemente inclinados al robo como los asesinos al
homicidio; la resistencia que ofrecen los primeros no es inferior a la de los
segundos, y, por consiguiente, para triunfar sobre ellos se deberá recurrir a los
mismos medios. Si, como se ha dicho, se trata únicamente de rechazar una
fuerza perjudicial por una fuerza contraria, la intensidad de la segunda debería
medirse únicamente con arreglo a la intensidad de la primera, sin que la calidad
de ésta entre en cuenta para nada. La escala penal no debería, pues,
comprender más que un pequeño número de grados; la pena no debería variar
sino según que el criminal se halle más o menos endurecido, y no según la
naturaleza del acto criminal. Un ladrón incorregible sería tratado como un
asesino incorregible. Ahora bien, de hecho, aun cuando se hubiera averiguado
que un culpable es definitivamente incurable, nos sentiríamos todavía obligados
a no aplicarle un castigo excesivo. Esta es la prueba de haber seguido fieles al
principio del talión, aun cuando lo entendamos en un sentido más elevado que
otras veces. No medimos ya de una manera tan material y grosera ni la
extensión de la culpa, ni la del castigo; pero siempre pensamos que debe haber
una ecuación entre ambos términos, séanos o no ventajoso establecer esta
comparación. La pena ha seguido, pues, siendo para nosotros lo que era para
nuestros padres. Es todavía un acto de venganza puesto que es un acto de
expiación. Lo que nosotros vengamos, lo que el criminal expía, es el ultraje
hecho a la moral.

Hay, sobre todo, una pena en la que ese carácter pasional se manifiesta más
que en otras; trátase de la vergüenza, de la infamia que acompaña a la mayor
parte de las penas y que crece al compás de ellas. Con frecuencia no sirve para
nada. ¿A qué viene el deshonrar a un hombre que no debe ya vivir más en la
sociedad de sus semejantes y que, a mayor abundamiento, ha probado con su
conducta que las amenazas más tremendas no bastarían a intimidarle? El
deshonor se comprende cuando no hay otra pena, o bien como complemento de
una pena material benigna; en el caso contrario, se castiga por partida doble.
Cabe incluso decir que la sociedad no recurre a los castigos legales sino cuando
70
los otros son insuficientes, pero, ¿por qué mantenerlos entonces? Constituyen
una especie de suplicio suplementario y sin finalidad, o que no puede tener otra
causa que la necesidad de compensar el mal por el mal. Son un producto de
sentimientos instintivos, irresistibles, que alcanzan con frecuencia a inocentes;
así ocurre que el lugar del crimen, los instrumentos que han servido para
cometerlo, los parientes del culpable participan a veces del oprobio con que
castigamos a este último. Ahora bien, las causas que determinan esta represión
difusa son también las de la represión organizada que acompaña a la primera.
Basta, además, con ver en los tribunales cómo funciona la pena para reconocer
que el impulso es pasional por completo; pues a las pasiones es a quienes se
dirige el magistrado que persigue y el abogado que defiende. Este busca excitar
la simpatía por el culpable, aquél, despertar los sentimientos sociales que ha
herido el acto criminal, y bajo la influencia de esas pasiones contrarias el juez se
pronuncia.

Así, pues, la naturaleza de la pena no ha cambiado esencialmente. Todo cuanto


puede decirse es que la necesidad de la venganza está mejor dirigida hoy que
antes. El espíritu de previsión que se ha despertado no deja ya el campo tan libre
a la acción ciega de la pasión; la contiene dentro de ciertos límites, se opone a
las violencias absurdas, a los estragos sin razón de ser. Más instruida, se
derrama menos al azar; ya no se la ve, aun cuando sea para satisfacerse,
volverse contra los inocentes. Pero sigue formando, sin embargo, el alma de la
pena. Podemos, pues, decir que la pena consiste en una reacción pasional de
intensidad graduada (17).

Pero ¿de dónde procede esa reacción? ¿Del individuo o de la sociedad?

Todo el mundo sabe que es la sociedad la que castiga; pero podría suceder que
no fuese por su cuenta. Lo que pone fuera de duda el carácter social de la pena
es que, una vez pronunciada, no puede levantarse sino por el Gobierno en
nombre de la sociedad. Si ella fuera tan sólo una satisfacción concedida a los
particulares, éstos serían siempre dueños de rebajarla: no se concibe un
privilegio impuesto y al que el beneficiario no puede renunciar. Si únicamente la
sociedad puede disponer la represión, es que es ella la afectada, aun cuando
también lo sean los individuos, y el atentado dirigido contra ella es el que la pena
reprime.

Sin embargo, se pueden citar los casos en que la ejecución de la pena depende
de la voluntad de los particulares. En Roma, ciertos delitos se castigaban con
una multa en provecho de la parte lesionada, la cual podía renunciar a ella o
hacerla objeto de una transacción: tal ocurría con el robo no exteriorizado, la
rapiña, la injuria, el daño causado injustamente (18). Esos delitos, que suelen
llamarse privados (delicta privata), se oponían a los crímenes propiamente
dichos, cuya represión se hacía a nombre de la ciudad. Se encuentra la misma
distinción entre los griegos, entre los hebreos (19). En los pueblos más primitivos
la pena parece ser, a veces, cosa más privada aún, como tiende a probarlo el
empleo de la vendetta. Esas sociedades están compuestas de agregados
71
elementales, de naturaleza casi familiar, y que se han designado con la cómoda
expresión de clans. Ahora bien, cuando un atentado se comete por uno o varios
miembros de un clan contra otro, es este último el que castiga por sí mismo la
ofensa sufrida (20). Lo que más aumenta, al menos en apariencia, la importancia
de esos hechos desde el punto de vista de la doctrina, es el haber sostenido con
frecuencia que la vendetta había sido primitivamente la única forma de la pena;
había, pues, consistido ésta, antes que nada, en actos de venganza privada.
Pero entonces, si hoy la sociedad se encuentra armada con el derecho de
castigar, no podrá esto ser, parécenos, sino en virtud de una especie de
delegación de los individuos. No es más que su mandatario. Son los intereses de
éstos últimos los que la sociedad en su lugar gestiona, probablemente porque los
gestiona mejor, pero no son los suyos propios. Al principio se vengaban ellos
mismos: ahora es ella quien los venga; pero como el derecho penal no puede
haber cambiado de naturaleza a consecuencia de esa simple transmisión, nada
tendrá entonces de propiamente social. Si la sociedad parece desempeñar aquí
un papel preponderante, sólo es en sustitución de los individuos.

Pero, por muy extendida que esté tal teoría, es contraria a los hechos mejor
establecidos. No se puede citar una sola sociedad en que la vendetta haya sido
la forma primitiva de la pena. Por el contrario, es indudable que el derecho penal
en su origen era esencialmente religioso. Es un hecho evidente para la India,
para Judea, porque el derecho que allí se practicaba se consideraba revelado
(21). En Egipto, los diez libros de Hermes, que contenían el derecho criminal con
todas las demás leyes relativas al gobierno del Estado, se llamaban
sacerdotales, y Elien afirma que, desde muy antiguo, los sacerdotes egipcios
ejercieron el poder judicial (22). Lo mismo ocurría en la antigua Germania (23).
En Grecia la justicia era considerada como una emanación de Júpiter, y el
sentimiento como una venganza del dios (24). En Roma, los orígenes religiosos
del derecho penal se han siempre manifestado en tradiciones antiguas (25), en
prácticas arcaicas que subsistieron hasta muy tarde y en la terminología jurídica
misma (26). Ahora bien, la religión es una cosa esencialmente social. Lejos de
perseguir fines individuales, ejerce sobre el individuo una presión en todo
momento. Le obliga a prácticas que le molestan, a sacrificios, pequeños o
grandes, que le cuestan. Debe tomar de sus bienes las ofrendas que está
obligado a presentar a la divinidad; debe destinar del tiempo que dedica a sus
trabajos o a sus distracciones los momentos necesarios para el cumplimiento de
los ritos; debe imponerse toda una especie de privaciones que se le mandan,
renunciar incluso a la vida si los dioses se lo ordenan. La vida religiosa es
completamente de abnegación y de desinterés. Si , pues, el derecho criminal era
primitivamente un derecho religioso, se puede estar seguro que los intereses que
sirve son sociales. Son sus propias ofensas las que los dioses vengan con la
pena y no las de los particulares; ahora bien, las ofensas contra los dioses son
ofensas contra la sociedad.

Así, en las sociedades inferiores, los delitos más numerosos son los que
lesionan la cosa pública: delitos contra la religión, contra las costumbres, contra
la autoridad, etc. No hay más que ver en la Biblia, en el Código de Manú, en los
72
monumentos que nos quedan del viejo derecho egipcio, el lugar relativamente
pequeño dedicado a prescripciones protectoras de los individuos, y, por el
contrario, el desenvolvimiento abundantísimo de la legislación represiva sobre
las diferentes formas del sacrilegio, las faltas a los diversos deberes religiosos, a
las exigencias del ceremonial, etc. (27). A la vez, esos crímenes son los más
severamente castigados. Entre los judíos, los atentados más abominables son
los atentados contra la religión (28). Entre los antiguos germanos sólo dos
crímenes se castigaban con la muerte, según Tácito: eran la traición y la
deserción (29). Según Confucio y Meng-Tseu, la impiedad constituye una falta
más grave que el asesinato (30). En Egipto el menor sacrilegio se castigaba con
la muerte (31). En Roma, a la cabeza en la escala de los crímenes, se encuentra
el crimen perduellionis (32).

Mas entonces, ¿qué significan esas penas privadas de las que antes poníamos
ejemplos? Tienen una naturaleza mixta y poseen a la vez sanción represiva y
sanción restitutiva. Así el delito privado del derecho romano representa una
especie de término medio entre el crimen propiamente dicho y la lesión
puramente civil. Hay rasgos del uno y del otro y flota en los confines de ambos
dominios. Es un delito en el sentido de que la sanción fijada por la ley no
consiste simplemente en poner las cosas en su estado: el delincuente no está
sólo obligado a reparar el mal causado, sino que encima debe además alguna
cosa, una expiación. Sin embargo, no es completamente un delito, porque, si la
sociedad es quien pronuncia la pena, no es dueña de aplicarla. Trátase de un
derecho que aquélla confiere a la parte lesionada, la cual dispone libremente
(33). De igual manera, la vendetta, evidentemente, es un castigo que la sociedad
reconoce como legítimo, pero que deja a los particulares el cuidado de infligir.
Estos hechos no hacen, pues, más que confirmar lo que hemos dicho sobre la
naturaleza de la penalidad. Si esta especie de sanción intermedia es, en parte,
una cosa privada, en la misma medida, no es una pena. El carácter penal hállase
tanto menos pronunciado cuanto el carácter social se encuentra más difuso, y a
la inversa. La venganza privada no es, pues, el prototipo de la pena; al contrario,
no es más que una pena imperfecta. Lejos de haber sido los atentados contra las
personas los primeros que fueron reprimidos, en el origen tan sólo se hallaban
en el umbral del derecho penal. No se han elevado en la escala de la
criminalidad sino a medida que la sociedad más se ha ido resistiendo a ellos, y
esta operación, que no tenemos por qué describir, no se ha reducido,
ciertamente, a una simple transferencia. Todo lo contrario, la historia de esta
penalidad no es más que una serie continua de usurpaciones de la sociedad
sobre el individuo o más bien sobre los grupos elementales que encierra en su
seno, y el resultado de esas usurpaciones es ir poniendo, cada vez más, en el
lugar del derecho de los particulares el de la sociedad. (34)

Pero las características precedentes corresponden lo mismo a la represión difusa


que sigue a las acciones simplemente inmorales, que a la represión legal. Lo que
distingue a esta última es, según hemos dicho, el estar organizada; mas ¿en qué
consiste esta organización?

73
Cuando se piensa en el derecho penal tal como funciona en nuestras sociedades
actuales, represéntase uno un código en el que penas muy definidas hállanse
ligadas a crímenes igualmente muy definidos. El juez dispone, sin duda, de una
cierta libertad para aplicar a cada caso particular esas disposiciones generales;
pero, dentro de estas líneas esenciales, la pena se halla predeterminada para
cada categoría de actos defectuosos. Esa organización tan sabia no es, sin
embargo, constitutiva de la pena, pues hay muchas sociedades en que la pena
existe sin que se haya fijado por adelantado. En la Biblia se encuentran
numerosas prohibiciones que son tan imperativas como sea posible y que, no
obstante, no se encuentran sancionadas por ningún castigo expresamente for-
mulado. Su carácter penal no ofrece duda, pues si los textos son mudos en
cuanto a la pena, expresan al mismo tiempo por el acto prohibido un horror tal
que no se puede ni por un instante sospechar que hayan quedado sin castigo
(35). Hay, pues, motivo para creer que ese silencio de la ley viene simplemente
de que la represión no está determinada. Y, en efecto, muchos pasajes del
Pentateuco nos enseñan que había actos cuyo valor criminal era indiscutible y
con relación a los cuales la pena no estaba establecida sino por el juez que la
aplicaba. La sociedad sabía bien que se encontraba en presencia de un crimen;
pero la sanción penal que al mismo debía ligarse no estaba todavía definida (36).
Además, incluso entre las penas que el legislador enuncia, hay muchas que no
se especifican con precisión. Así, sabemos que había diferentes clases de
suplicios a los cuales no se consideraba a un mismo nivel, y, por consiguiente,
en multitud de casos los textos no hablaban más que de la muerte de una
manera general, sin decir qué género de muerte se les debería aplicar. Según
Sumner Maine, ocurría lo mismo en la Roma primitiva: los crimina eran
perseguidos ante la asamblea del pueblo, que fijaba soberanamente la pena
mediante una ley, al mismo tiempo que establecía la realidad del hecho
incriminado (37).

Por último, hasta el siglo XVI inclusive, el principio general de la penalidad "era
que la aplicación se dejaba al arbitrio del juez, arbitrio et officio judicis.
Solamente no le está permitido al juez inventar penas distintas de las usuales"
(38). Otro efecto de este poder del juez consistía en que dependiera enteramente
de su apreciación el crear figuras de delito, con lo cual la calificación del acto
criminal quedaba siempre indeterminada (39).

La organización distintiva de ese género de represión no consiste, pues, en la


reglamentación de la pena. Tampoco consiste en la institución de un
procedimiento criminal; los hechos que acabamos de citar demuestran
suficientemente que durante mucho tiempo no ha existido. La única organización
que se encuentra en todas partes donde existe la pena propiamente dicha, se
reduce, pues, al establecimiento de un tribunal. Sea cual fuere la manera como
se componga, comprenda a todo el pueblo o sólo a unos elegidos, siga o no un
procedimiento regular en la instrucción del asunto como en la aplicación de la
pena, sólo por el hecho de que la infracción, en lugar de ser juzgada por cada
uno se someta a la apreciación de un cuerpo constituido, y que la reacción
colectiva tenga por intermediario un órgano definido, deja de ser difusa: es
74
organizada. La organización podrá ser más completa, pero existe desde ese mo-
mento.

La pena consiste, pues, esencialmente en una reacción pasional, de intensidad


graduada, que la sociedad ejerce por intermedio de un cuerpo constituido sobre
aquellos de sus miembros que han violado ciertas reglas de conducta.

Ahora bien, la definición que hemos dado del crimen da cuenta con claridad de
todos esos caracteres de la pena.

III

Todo estado vigoroso de la conciencia es una fuente de vida; constituye un factor


esencial de nuestra vitalidad general. Por consiguiente, todo lo que tiende a
debilitarla nos disminuye y nos deprime; trae como consecuencia una impresión
de perturbación y de malestar análogo al que sentimos cuando una función
importante se suspende o se debilita. Es inevitable, pues, que reaccionemos
enérgicamente contra la causa que nos amenaza de una tal disminución, que
nos esforcemos en ponerla a un lado, a fin de mantener la integridad de nuestra
conciencia.

Entre las causas que producen ese resultado hay que poner en primera línea la
representación de un estado contrario. Una representación no es, en efecto, una
simple imagen de la realidad, una sombra inerte proyectada en nosotros por las
cosas; es una fuerza que suscita en su alrededor un torbellino de fenómenos
orgánicos y físicos. No sólo la corriente nerviosa que acompaña a la formación
de la idea irradia en los centros corticales en torno al punto en que ha tenido
lugar el nacimiento y pasa de un plexus al otro, sino que repercute en los centros
motores, donde determina movimientos, en los centros sensoriales, donde
despierta imágenes; excita a veces comienzos de ilusiones y puede incluso
afectar a funciones vegetativas (40); esta resonancia es tanto más de tener en
cuenta cuanto que la representación es ella misma más intensa, que el elemento
emocional está más desenvuelto. Así la representación de un sentimiento
contrario al nuestro actúa en nosotros en el mismo sentido y de la misma manera
que el sentimiento que sustituye; es como si él mismo hubiera entrado en
nuestra conciencia. Tiene en efecto, las mismas afinidades, aunque menos
vivas; tiende a despertar las mismas ideas , los mismos movimientos, las mismas
emociones. Opone, pues, una resistencia al juego de nuestros sentimientos
personales, y, por consecuencia, lo debilita, atrayendo en una dirección contraria
toda una parte de nuestra energía. Es como si una fuerza extraña se hubiera
introducido en nosotros en forma que desconcertare el libre funcionamiento de
nuestra vida física. He aquí por qué una convicción opuesta a la nuestra no
puede manifestarse ante nosotros sin perturbarnos; y es que, de un solo golpe,
penetra en nosotros y, hallándose en antagonismo con todo lo que encuentra,
determina verdaderos desórdenes. Sin duda que, mientras el conflicto estalla
sólo entre ideas abstractas, no es muy doloroso, porque no es muy profundo. La
75
región de esas ideas es a la vez la más elevada y la más superficial de la
conciencia, y los cambios que en ella sobrevienen, no teniendo repercusiones
extensas, no nos afectan sino débilmente. Pero, cuando se trata de una creencia
que nos es querida, no permitimos, o no podemos permitir, que se ponga
impunemente mano en ella. Toda ofensa dirigida contra la misma suscita una
reacción emocional, más o menos violenta, que se vuelve contra el ofensor. Nos
encolerizamos, nos indignamos con él, le queremos mal, y los sentimientos así
suscitados no pueden traducirse en actos; le huimos, le tenemos a distancia, le
desterramos de nuestra sociedad, etc.

No pretendemos, sin duda, que toda convicción fuerte sea necesariamente


intolerante; la observación corriente basta para demostrar lo contrario. Pero
ocurre que causas exteriores neutralizan, entonces, aquellas cuyos efectos
acabamos de analizar. Por ejemplo, puede haber entre adversarios una simpatía
general que contenga su antagonismo y que lo atenúe. Pero es preciso que esta
simpatía sea más fuerte que su antagonismo; de otra manera no le sobrevive. O
bien, las dos partes renuncian a la lucha cuando averiguan que no puede
conducir a ningún resultado, y se contentan con mantener sus situaciones
respectivas; se toleran mutuamente al no poderse destruir. La tolerancia
recíproca, que a veces cierra las guerras de religión, con frecuencia es de esta
naturaleza. En todos estos casos, si el conflicto de los sentimientos no engendra
esas consecuencias naturales, no es que las encubra; es que está impedido de
producirlas.

Además, son útiles y al mismo tiempo necesarias. Aparte de derivar


forzosamente de causas que las producen, contribuyen también a mantenerlas.
Todas esas emociones violentas constituyen, en realidad, un llamamiento de
fuerzas suplementarias que vienen a dar al sentimiento atacado la energía que le
proporciona la contradicción. Se ha dicho a veces que la cólera era inútil porque
no era más que una pasión destructiva, pero esto es no verla más que en uno de
sus aspectos. De hecho consiste en una sobreexcitación de fuerzas latentes y
disponibles, que vienen a ayudar nuestro sentimiento personal a hacer frente a
los peligros, reforzándolo. En el estado de paz, si es que así puede hablarse, no
se halla éste con armas suficientes para la lucha; correría, pues, el riesgo de
sucumbir si reservas pasionales no entran en línea en el momento deseado; la
cólera no es otra cosa que una movilización de esas reservas. Puede incluso
ocurrir que, por exceder los socorros así evocados a las necesidades, la
discusión tenga por efecto afirmarnos más en nuestras convicciones, lejos de
quebrantarnos.

Ahora bien, sabido es el grado de energía que puede adquirir una creencia o un
sentimiento sólo por el hecho de ser sentido por una misma comunidad de
hombres, en relación unos con otros; las causas de ese fenómeno son hoy día
bien conocidas (41). De igual manera que los estados de conciencia contrarios
se debilitan recíprocamente, los estados de conciencia idénticos,
intercambiándose, se refuerzan unos a otros. Mientras los primeros se sostienen,
los segundos se adicionan. Si alguno expresa ante nosotros una idea que era ya
76
nuestra, la representación que nos formamos viene a agregarse a nuestra propia
idea, se superpone a ella, se confunde con ella, le comunica lo que tiene de
vitalidad; de esta fusión surge una nueva idea que absorbe las precedentes y
que, como consecuencia, es más viva que cada una de ellas tomada
aisladamente. He aquí por qué, en las asambleas numerosas, una emoción
puede adquirir una tal violencia; es que la vivacidad con que se produce en cada
conciencia se refleja en las otras. No es ya ni necesario que experimentemos por
nosotros mismos, en virtud sólo de nuestra naturaleza individual, un sentimiento
colectivo para que adquiera en nosotros una intensidad semejante, pues lo que
le agregamos es, en suma, bien poca cosa. Basta con que no seamos un terreno
muy refractario para que, penetrando del exterior con la fuerza que desde sus
orígenes posee, se imponga a nosotros. Si, pues, los sentimientos que ofende el
crimen son, en el seno de una misma sociedad, los más universalmente
colectivos que puede haber; si, pues, son incluso estados particularmente fuertes
de la conciencia común, es imposible que toleren la contradicción. Sobre todo si
esta contradicción no es puramente teórica, si se afirma, no sólo con palabras,
sino con actos, como entonces llega a su maximum, no podemos dejar de
resistirnos contra ella con pasión. Un simple poner las cosas en la situación de
orden perturbada no nos basta: necesitamos una satisfacción más violenta. La
fuerza contra la cual el crimen viene a chocar es demasiado intensa para
reaccionar con tanta moderación. No lo podría hacer, además, sin debilitarse, ya
que, gracias a la intensidad de la reacción, se rehace y se mantiene en el mismo
grado de energía.

Puede así explicarse una característica de esta reacción, que con frecuencia se
ha señalado como irracional. Es indudable que en el fondo de la noción de
expiación existe la idea de una satisfacción concedida a algún poder, real o ideal,
superior a nosotros. Cuando reclamamos la represión del crimen no somos
nosotros los que nos queremos personalmente vengar, sino algo ya consagrado
que más o menos confusamente sentimos fuera y por encima de nosotros. Esta
cosa la concebimos de diferentes maneras, según los tiempos y medios; a veces
es una simple idea, como la moral, el deber; con frecuencia nos la
representamos bajo la forma de uno o de varios seres concretos: los
antepasados, la divinidad. He aquí por qué el derecho penal, no sólo es
esencialmente religioso en su origen, sino que siempre guarda una cierta señal
todavía de religiosidad: es que los actos que castiga parece como si fueran
atentados contra alguna cosa transcendental, ser o concepto. Por esta misma
razón nos explicamos a nosotros mismos cómo nos parecen reclamar una
sanción superior a la simple reparación con que nos contentamos en el orden de
los intereses puramente humanos.

Seguramente esta representación es ilusoria; somos nosotros los que nos


vengamos en cierto sentido, nosotros los que nos satisfacemos, puesto que es
en nosotros, y sólo en nosotros, donde los sentimientos ofendidos se
encuentran. Pero esta ilusión es necesaria. Como, a consecuencia de su origen
colectivo, de su universalidad, de su permanencia en la duración, de su
intensidad intrínseca, esos sentimientos tienen una fuerza excepcional, se
77
separan radicalmente del resto de nuestra conciencia, en la que los estados son
mucho más débiles. Nos dominan, tienen, por así decirlo, algo de sobrehumano
y, al mismo tiempo, nos ligan a objetos que se encuentran fuera de nuestra vida
temporal. Nos parecen, pues, como el eco en nosotros de una fuerza que nos es
extraña y que, además, nos es superior. Así, hallámonos necesitados de
proyectarlos fuera de nosotros, de referir a cualquier objeto exterior cuanto les
concierne; sabemos hoy día cómo se hacen esas alienaciones parciales de la
personalidad. Ese milagro es hasta tal punto inevitable que, bajo una forma u
otra, se producirá mientras exista un sistema represivo. Pues, para que otra cosa
ocurriera, sería preciso que no hubiera en nosotros más que sentimientos
colectivos de una intensidad mediocre, y en ese caso no existiría más la pena
¿Se dirá que el error disiparíase por sí mismo en cuanto los hombres hubieran
adquirido conciencia de él? Pero, por más que sepamos que el sol es un globo
inmenso, siempre lo veremos bajo el aspecto de un disco de algunas pulgadas.
El entendimiento puede, sin duda, enseñarnos a interpretar nuestras
sensaciones; no puede cambiarlas. Por lo demás, el error sólo es parcial. Puesto
que esos sentimientos son colectivos, no es a nosotros lo que en nosotros
representan, sino a la sociedad. Al vengarlos, pues, es ella y no nosotros
quienes nos vengamos, y, por otra parte, es algo superior al individuo. No hay,
pues, razón para aferrarse a ese carácter casi religioso de la expiación, para
hacer de ella una especie de superfetación parásita. Es, por el contrario, un
elemento integrante de la pena. Sin duda que no expresa su naturaleza más que
de una manera metafórica, pero la metáfora no deja de ser verdad.

Por otra parte, se comprende que la reacción penal no sea uniforme en todos los
casos, puesto que las emociones que la determinan no son siempre las mismas.
En efecto, son más o menos vivas según la vivacidad del sentimiento herido y
también según la gravedad de la ofensa sufrida. Un estado fuerte reacciona más
que un estado débil, y dos estados de la misma intensidad reaccionan
desigualmente, según que han sido o no más o menos violentamente
contradichos. Esas variaciones se producen necesariamente, y además son
útiles, pues es bueno que el llamamiento de fuerzas se halle en relación con la
importancia del peligro. Demasiado débil, sería insuficiente; demasiado violento,
sería una pérdida inútil. Puesto que la gravedad del acto criminal varía en función
a los mismos factores, la proporcionalidad que por todas partes se observa entre
el crimen y el castigo se establece, pues, con una espontaneidad mecánica, sin
que sea necesario hacer cómputos complicados para calcularla. Lo que hace la
graduación de los crímenes es también lo que hace la de las penas; las dos
escalas no pueden, por consiguiente, dejar de corresponderse, y esta
correspondencia, para ser necesaria, no deja al mismo tiempo de ser útil.

En cuanto al carácter social de esta reacción, deriva de la naturaleza social de


los sentimientos ofendidos. Por el hecho de encontrarse éstos en todas las
conciencias, la infracción cometida suscita en todos los que son testigos o que
conocen la existencia una misma indignación. Alcanza a todo el mundo, por
consiguiente, todo el mundo se resiste contra el ataque. No sólo la reacción es
general sino que es colectiva, lo que no es la misma cosa; no se produce
78
aisladamente en cada uno, sino con un conjunto y una unidad que varían, por lo
demás, según los casos. En efecto, de igual manera que los sentimientos
contrarios se repelen, los sentimientos semejantes se atraen, y esto con tanta
mayor fuerza cuanto más intensos son. Como la contradicción es un peligro que
los exaspera, amplifica su fuerza de atracción. Jamás se experimenta tanta
necesidad de volver a ver a sus compatriotas como cuando se está en país
extranjero; jamás el creyente se siente tan fuertemente llevado hacia sus
correligionarios como en las épocas de persecución. Sin duda que en cualquier
momento nos agrada la compañía de los que piensan y sienten como nosotros;
pero no sólo con placer sino con pasión los buscamos al salir de discusiones en
las que nuestras creencias comunes han sido vivamente combatidas. El crimen,
pues, aproxima a las conciencias honradas y las concentra. No hay más que ver
lo que se produce, sobre todo en una pequeña ciudad, cuando se comete algún
escándalo moral. Las gentes se detienen en las calles, se visitan, se encuentran
en lugares convenidos para hablar del acontecimiento, y se indignan en común.
De todas esas impresiones similares que se cambian, de todas las cóleras que
se manifiestan, se desprende una cólera única, más o menos determinada según
los casos, que es la de todo el mundo sin ser la de una persona en particular. Es
la cólera pública.

Sólo ella, por lo demás, puede servir para algo. En efecto, los sentimientos que
están en juego sacan toda su fuerza del hecho de ser comunes a todo el mundo;
son enérgicos porque son indiscutidos. El respeto particular de que son objeto se
debe al hecho de ser universalmente respetados. Ahora bien, el crimen no es
posible como ese respeto no sea verdaderamente universal; por consecuencia,
supone que no son absolutamente colectivos y corta esa unanimidad origen de
su autoridad. Si, pues, cuando se produce, las conciencias que hiere no se
unieran para testimoniarse las unas a las otras que permanecen en comunidad,
que ese caso particular es una anomalía, a la larga podrían sufrir un quebranto.
Es preciso que se reconforten, asegurándose mutuamente que están siempre
unidas; el único medio para esto es que reaccionen en común. En una palabra,
puesto que es la conciencia común la que ha sufrido el atentado, es preciso que
sea ella la que resista, y, por consiguiente, que la resistencia sea colectiva.

Sólo nos resta que decir por qué se organiza.

Esta última característica se explica observando que la represión organizada no


se opone a la represión difusa, sino que sólo las distinguen diferencias de
detalle: la reacción tiene en aquélla más unidad. Ahora bien, la mayor intensidad
y la naturaleza más definida de los sentimientos que venga la pena propiamente
dicha, hacen que pueda uno darse cuenta con más facilidad de esta unificación
perfeccionada. En efecto, si la situación negada es débil, o si se la niega
débilmente, no puede determinar más que una débil concentración de las
conciencias ultrajadas; por el contrario, si es fuerte, si la ofensa es grave, todo el
grupo afectado se contrae ante el peligro y se repliega, por así decirlo, en sí
mismo. No se contenta ya con cambiar impresiones cuando la ocasión se
presenta, de acercarse a este lado o al otro, según la casualidad lo impone o la
79
mayor comodidad de los encuentros, sino que la emoción que sucesivamente ha
ido ganando a las gentes empuja violentamente unos hacia otros a aquellos que
se asemejan y los reúne en un mismo lugar. Esta concentración material del
agregado, haciendo más íntima la penetración mutua de los espíritus, hace así
más fáciles todos los movimientos de conjunto; las reacciones emocionales, de
las que es teatro cada conciencia, hállanse, pues, en las más favorables
condiciones para unificarse. Sin embargo, si fueran muy diversas, bien en
cantidad, bien en calidad, sería imposible una fusión completa entre esos ele-
mentos parcialmente heterogéneos e irreducibles. Mas sabemos que los
sentimientos que los determinan están hoy definidos y son, por consiguiente,
muy uniformes. Participan, pues, de la misma uniformidad y, por consiguiente,
vienen con toda naturalidad a perderse unos en otros, a confundirse en una
resultante única que les sirve de sustitutivo y que se ejerce, no por cada uno
aisladamente, sino por el cuerpo social así constituido.

Hechos abundantes tienden a probar que tal fue, históricamente, la génesis de la


pena. Sábese, en efecto, que en el origen era la asamblea del pueblo entera la
que ejercía la función de tribunal. Si nos referimos inclusive a los ejemplos que
hemos citado un poco más arriba del Pentateuco (42), puede verse que las
cosas suceden tal y como acabamos de describirlas. Desde que se ha extendido
la noticia del crimen, el pueblo se reúne, y, aunque la pena no se halle
predeterminada, la reacción se efectúa con unidad. En ciertos casos era el
pueblo mismo el que ejecutaba colectivamente la sentencia, tan pronto como
había sido pronunciada (43). Más tarde, allí donde la asamblea encarna en la
persona de un jefe, conviértese éste, total o parcialmente, en órgano de la
reacción penal, y la organización se prosigue de acuerdo con las leyes generales
de todo desenvolvimiento orgánico.

No cabe duda, pues, que la naturaleza de los sentimientos colectivos es la que


da cuenta de la pena y, por consiguiente, del crimen. Además, de nuevo vemos
que el poder de reacción de que disponen las funciones gubernamentales, una
vez que han hecho su aparición, no es más que una emanación del que se halla
difuso en la sociedad, puesto que nace de él. El uno no es sino reflejo del otro;
varía la extensión del primero como la del segundo. Añadamos, por otra parte,
que la institución de ese poder sirve para mantener la conciencia común misma,
pues se debilitaría si el órgano que la representa no participare del respeto que
inspira y de la autoridad particular que ejerce. Ahora bien, no puede participar sin
que todos los actos que le ofenden sean rechazados y combatidos como
aquellos que ofenden a la conciencia colectiva, y esto aun cuando no sea ella
directamente afectada.

IV

El análisis de la pena ha confirmado así nuestra definición del crimen. Hemos


comenzado por establecer en forma inductiva cómo éste consistía esencialmente
en un acto contrario a los estados fuertes y definidos de la conciencia común;
80
acabamos de ver que todos los caracteres de la pena derivan, en efecto, de esa
naturaleza del crimen. Y ello es así, porque las reglas que la pena sanciona dan
expresión a las semejanzas sociales más esenciales.

De esta manera se ve la especie de solidaridad que el derecho penal simboliza.


Todo el mundo sabe, en efecto, que hay una cohesión social cuya causa se
encuentra en una cierta conformidad de todas las conciencias particulares hacia
un tipo común, que no es otro que el tipo psíquico de la Sociedad. En esas
condiciones, en efecto, no sólo todos los miembros del grupo se encuentran
individualmente atraídos los unos hacia los otros porque se parecen, sino que se
hallan también ligados a lo que constituye la condición de existencia de ese tipo
colectivo, es decir, a la sociedad que forman por su reunión. No sólo los
ciudadanos se aman y se buscan entre sí con preferencia a los extranjeros, sino
que aman a su patria. La quieren como se quieren ellos mismos, procuran que
no se destruya y que prospere, porque sin ella toda una parte de su vida psíquica
encontraría limitado su funcionamiento. A la inversa, la sociedad procura que sus
individuos presenten todas sus semejanzas fundamentales, porque es una
condición de su cohesión. Hay en nosotros dos conciencias: una sólo contiene
estados personales a cada uno de nosotros y que nos caracterizan, mientras que
los estados que comprende la otra son comunes a toda la sociedad (44). La
primera no representa sino nuestra personalidad individual y la constituye; la
segunda representa el tipo colectivo y, por consiguiente, la sociedad, sin la cual
no existiría. Cuando uno de los elementos de esta última es el que determina
nuestra conducta, no actuamos en vista de nuestro interés personal, sino que
perseguimos fines colectivos. Ahora bien, aunque distintas, esas dos conciencias
están ligadas una a otra, puesto que, en realidad, no son más que una, ya que
sólo existe para ambas un único substrato orgánico. Son, pues, solidarias. De
ahí resulta una solidaridad sui generis que, nacida de semejanzas, liga
directamente al individuo a la sociedad; en el próximo capítulo podremos mostrar
mejor el por qué nos proponemos llamarla mecánica. Esta solidaridad no
consiste sólo en una unión general e indeterminada del individuo al grupo, sino
que hace también que sea armónico el detalle de los movimientos. En efecto,
como esos móviles colectivos son en todas partes los mismos, producen en
todas partes los mismos efectos. Por consiguiente, siempre que entran en juego,
las voluntades se mueven espontáneamente y con unidad en el mismo sentido.

Esta solidaridad es la que da expresión al derecho represivo, al menos en lo que


tiene de vital. En efecto, los actos que prohibe y califica de crímenes son de dos
clases: o bien manifiestan directamente una diferencia muy violenta contra el
agente que los consuma y el tipo colectivo, o bien ofenden al órgano de la
conciencia común. En un caso, como en el otro, la fuerza ofendida por el crimen
que la rechaza es la misma; es un producto de las semejanzas sociales más
esenciales, y tiene por efecto mantener la cohesión social que resulta de esas
semejanzas. Es esta fuerza la que el derecho penal protege contra toda
debilidad, exigiendo a la vez de cada uno de nosotros un mínimum de
semejanzas sin las que el individuo sería una amenaza para la unidad del cuerpo

81
social, e imponiéndonos el respeto hacia el símbolo que expresa y resume esas
semejanzas al mismo tiempo que las garantiza.

Así se explica que existieran actos que hayan sido con frecuencia reputados de
criminales y, como tales, castigados sin que, por sí mismos, fueran perjudiciales
para la sociedad. En efecto, al igual que el tipo individual, el tipo colectivo se ha
formado bajo el imperio de causas muy diversas e incluso de encuentros
fortuitos. Producto del desenvolvimiento histórico, lleva la señal de las
circunstancias de toda especie que la sociedad ha atravesado en su historia.
Sería milagroso que todo lo que en ella se encuentra estuviere ajustado a algún
fin útil; no cabe que hayan dejado de introducirse en la misma elementos más o
menos numerosos que no tienen relación alguna con la utilidad social. Entre las
inclinaciones, las tendencias que el individuo ha recibido de sus antepasados o
que él se ha formado en el transcurso del tiempo, muchas, indudablemente, no
sirven para nada, o cuestan más de lo que proporcionan. Sin duda que en su
mayoría no son perjudiciales, puesto que el ser, en esas condiciones, no podría
vivir; pero hay algunas que se mantienen sin ser útiles, e incluso aquellas cuyos
servicios ofrecen menos duda tienen con frecuencia una intensidad que no se
halla en relación con su utilidad, porque, en parte, les viene de otras causas. Lo
mismo ocurre con las pasiones colectivas. Todos los actos que las hieren no son,
pues, peligrosos en sí mismos o, cuando menos, no son tan peligrosos como son
reprobados. Sin embargo, la reprobación de que son objeto no deja de tener una
razón de ser, pues, sea cual fuere el origen de esos sentimientos, una vez que
forman parte del tipo colectivo, y sobre todo si son elementos esenciales del
mismo, todo lo que contribuye a quebrantarlos quebranta a la vez la cohesión
social y compromete a la sociedad. Su nacimiento no reportaba ninguna utilidad;
pero, una vez que ya se sostienen, se hace necesario que persistan a pesar de
su irracionalidad. He aquí por qué es bueno, en general, que los actos que les
ofenden no sean tolerados. No cabe duda que, razonando abstractamente, se
puede muy bien demostrar que no hay razón para que una sociedad prohiba el
comer determinada carne, en sí misma inofensiva. Pero, una vez que el horror
por ese alimento se ha convertido en parte integrante de la conciencia común, no
puede desaparecer sin que el lazo social se afloje, y eso es precisamente lo que
las conciencias sanas sienten de una manera vaga (45).

Lo mismo ocurre con la pena. Aunque procede de una reacción absolutamente


mecánica, de movimientos pasionales y en gran parte irreflexivos, no deja de
desempeñar un papel útil. Sólo que ese papel no lo desempeña allí donde de
ordinario se le ve. No sirve, o no sirve sino muy secundariamente, para corregir
al culpable o para intimidar a sus posibles imitadores; desde este doble punto de
vista su eficacia es justamente dudosa, y, en todo caso, mediocre. Su verdadera
función es mantener intacta la cohesión social, conservando en toda su vitalidad
la conciencia común. Si se la negara de una manera categórica, perdería aquélla
necesariamente su energía, como no viniera a compensar esta pérdida una
reacción emocional de la comunidad, y resultaría entonces un aflojamiento de la
solidaridad social. Es preciso, pues, que se afirme con estruendo desde el
momento que se la contradice, y el único medio de afirmarse es expresar la
82
aversión unánime que el crimen continúa inspirando, por medio de un acto
auténtico; que sólo puede consistir en un dolor que se inflige al agente. Por eso,
aun siendo un producto necesario de las causas que lo engendran, este dolor no
es una crueldad gratuita. Es el signo que testimonia que los sentimientos
colectivos son siempre colectivos, que la comunión de espíritus en una misma fe
permanece intacta y por esa razón repara el mal que el crimen ha ocasionado a
la sociedad. He aquí por qué hay razón en decir que el criminal debe sufrir en
proporción a su crimen, y por qué las teorías que rehusan a la pena todo carácter
expiatorio parecen a tantos espíritus subversiones del orden social. Y es que, en
efecto, esas doctrinas no podrían practicarse sino en una sociedad en la que
toda conciencia común estuviera casi abolida. Sin esta satisfacción necesaria , lo
que llaman con ciencia moral no podría conservarse. Cabe decir, sin que sea
paradoja, que el castigo está, sobre todo, destinado a actuar sobre las gentes
honradas, pues, como sirve para curar las heridas ocasionadas a los
sentimientos colectivos, no puede llenar su papel sino allí donde esos
sentimientos existen y en la medida en que están vivos. Sin duda que,
previniendo en los espíritus ya quebrantados un nuevo debilitamiento del alma
colectiva puede muy bien impedir a los atentados multiplicarse; pero este
resultado, muy útil, desde luego, no es más que un contragolpe particular. En
una palabra, para formarse una idea exacta de la pena, es preciso reconciliar las
dos teorías contrarias que se han producido: la que ve en ella una expiación y la
que hace de ella un arma de defensa social. Es indudable, en efecto, que tiene
por función proteger la sociedad, pero por ser expiatoria precisamente; de otro
lado, si debe ser expiatoria, ello no es porque, a consecuencia de no sé qué
virtud mística, el dolor redima la falta, sino porque no puede producir su efecto
socialmente útil más que con esa sola condición (46).

De este capítulo resulta que existe una solidaridad social que procede de que un
cierto número de estados de conciencia son comunes a todos los miembros de la
misma sociedad. Es la que, de una manera material, representa el derecho
represivo, al menos en lo que tiene de esencial. La parte que ocupa en la
integración general de la sociedad depende, evidentemente, de la extensión
mayor o menor de la vida social que abarque y reglamente la conciencia común.
Cuanto más relaciones diversas haya en las que esta última haga sentir su
acción, más lazos crea también que unan el individuo al grupo; y más, por
consiguiente, deriva la cohesión social de esta causa y lleva su marca. Pero, de
otra parte, el número de esas relaciones es proporcional al de las reglas
represivas; determinando qué fracción del edificio jurídico representa al derecho
penal, calcularemos, pues, al mismo tiempo, la importancia relativa de esta
solidaridad. Es verdad que, al proceder de tal manera, no tendremos en cuenta
ciertos elementos de la conciencia colectiva, que, a causa de su menor energía o
de su indeterminación, permanecen extraños al derecho represivo, aun cuando
contribuyan a asegurar la armonía social; son aquellos que protegen penas
simplemente difusas. Lo mismo sucede en las otras partes del derecho. No
existe ninguna que no venga a ser completada por las costumbres, y, como no
hay razón para suponer que la relación entre el derecho y las costumbres no sea

83
la misma en sus diferentes esferas, esta eliminación no hace que corran peligro
de alterarse los resultados de nuestra comparación.

NOTAS

(1) Es el método seguido por Garófalo. Parece, sin duda, renunciar a él cuando
reconoce la imposibilidad de hacer una lista de hechos universalmente
castigados (Criminalogie, pág. 5), lo que, por lo demás, es excesivo. Pero al fin lo
acepta puesto que, en definitiva, para él el crimen natural es el que hiere los
sentimientos que son en todas partes la base del derecho penal, es decir, la
parte invariable del sentido moral, y sólo ella. Mas, ¿por qué el crimen que hiere
algún sentimiento particular en ciertos tipos sociales ha de ser menos crimen que
los otros? Así Garófalo se ve llevado a negar el carácter de crimen a actos que
han sido universalmente rechazados como criminales en ciertas especies
sociales y, por consiguiente, a estrechar artificialmente los cuadros de la
criminalidad. Resulta que su noción del crimen es singularmente incompleta. Es
también muy fluctuante, pues el autor no hace entrar en sus comparaciones a
todos los tipos sociales, sino que excluye un gran número que trata de
anormales. Cabe decir de un hecho social que es anormal con relación al tipo de
la especie, pero una especie no podrá ser anormal. Son dos palabras que
protestan de verse acopladas. Por interesante que sea el esfuerzo de Garófalo
para llegar a una noción científica del delito, no está hecho con un método
suficientemente exacto y preciso. La expresión de delito natural que utiliza, bien
lo muestra. ¿Es que no son naturales todos los delitos? Tal vez en esto haya una
nueva manifestación de la doctrina de Spencer, para quien la vida social no es
verdaderamente natural más que en las sociedades industriales.
Desgraciadamente, nada hay más falso.

(2) No vemos la razón científica que Garófalo tiene para decir que los
sentimientos morales actualmente adquiridos por la parte civilizada de la
84
humanidad constituyen una moral "no susceptible de pérdida, sino de un
desenvolvimiento siempre creciente" (pág. 9). ¿Qué es lo que permite que se
pueda señalar de esa manera un límite a los cambios que se hagan en un
sentido o en otro?

(3) Cf. Binding, Die Normen und ihre Uebertretung, Leipzig, 1872, I, 6 y
siguientes.

(4) Las únicas excepciones verdaderas a esta particularidad del derecho penal
se producen cuando es un acto de autoridad pública el que crea el delito. En ese
caso el deber es generalmente definido, independientemente de la sanción; más
adelante puede darse uno cuenta de la causa de esta excepción.

(5) Tácito, Germania, cap. XII,

(6) Cf. Walter, Histoire de la procedure civile et du droit criminel chez les
Romains, trad. franc., párrafo 829; Rein, Criminalrecht der Rœmer, pág. 63.

(7) Cf. Gilbert, Handbuch der Griechischen St4aatsalterthümer, Leipzig, 1881, 1,


138.

(8) Esquma histórico del derecho criminal en la Roma antigua, en la Nouvelle


Revue historique du droit française et étranger, 1882, págs. 24 y 27.

(9) La confusión no deja de tener peligro. Así vemos que algunas veces se
pregunta si la conciencia individual varía o no como la conciencia colectiva; todo
depende del sentido que se dé a la palabra. Si representa similitudes sociales, la
relación de variación es inversa, según veremos, si designa toda la vida psíquica
de la sociedad, la relación es directa. Es, pues, necesario distinguir.

(10) No entramos en la cuestión de saber si la conciencia colectiva es una


conciencia como la del individuo. Con esa palabra designamos simplemente al
conjunto de semejanzas sociales, sin prejuzgar por la categoría dentro de la cual
ese sistema de fenómenos debe definirse.

(11) No hay más que ver cómo Garófalo distingue los que él llama verdaderos
crímenes (pág. 45) de los otros; se trata de una apreciación personal que no
descansa sobre ninguna característica objetiva.

(12) Por lo demás, cuando la multa es toda la pena, como no es más que una
reparación cuyo importe es fijo, el acto se halla en los límites del derecho penal y
del derecho restitutivo.

(13) Véase Exodo, XXI, 28; Lev., 16.

(14) Por ejemplo, el cuchillo que ha servido para perpetrar el crimen.— Véase
Post, Bausteine für eine allgemeine Rechfswinssenchaft, I, 230-231.
85
(15) Véase Exodo, XX, 4 y 5; Deuteronomio, XII, 12-18; Thonissen, Etu des sur
l'histoire du droit criminel, 1, 70 y 178 y sigs.

(16) Walter, ob. cit., párrafo 793.

(17) Tal es, además, lo que reconocen incluso aquellos que encuentran
incomprensible la idea de la expiación; pues su conclusión es que, para ser
puesta en armonía con su doctrina, la concepción tradicional de la pena debería
transformarse totalmente de arriba a abajo. Es que descansa, y ha descansado
siempre, sobre el principio que combaten. (Véase Fouillé, Science sociale, págs.
307 y sigs.).

(18) Rein, ob. cit., pág. 1 x l.

(19) Entre los hebreos el robo, la violación de depósitos, el abuso de confianza y


las lesiones se consideraban delitos privados.

(20) Ver especialmente Morgan, Ancient Society, Londres, 1870, página 76.

(21) En Judea, los jueces no eran sacerdotes, pero todo juez era el
representante de Dios, el hombre de Dios (Deuter., 1, 17; Éxodo, XXII, 28). En la
India era el rey quien juzgaba, pero esta función era mirada como esencialmente
religiosa (Manú, VIII, v, 303-311).

(22) Thonissen, Etudes sur l´histoire du droit criminel, 1, pág. 107.

(23) Zœpfl, Deutsche Rechtsgeschichte, pág. 909.

(24) "Es el hijo de Saturno, dice Hesiodo, el que ha dado a los hombres la
justicia." (Travaux et Fours, V, 279 y 280, edición Didot.). «Cuando los mortales
se entregan... a las acciones viciosas, Júpiter, a la larga, les infligirá un rápido
castigo" (Ibid.. 266. Cons. Iliada, XVI, 384 y siguientes.)

(25) Walter, ob. cit., párrafo 788.

(26) Rein, ob. cit., págs. 27-36.

(27) Ver Thonnissen, passim.

(28) Munck, Palestine, pág. 216.

(29) Germania, XII.

(30) Plath, Gesetz und Recht im alten China, 1865, 69 y 70.

(31) Thonissen, ob. cit., 1, 145.


86
(32) Walter, ob. cit., párrafo 803.

(33) Sin embargo, lo que acentúa el carácter penal del delito privado es que lleva
la infamia, verdadera pena pública (ver Rein, ob. cit., pág. 916, y Bouvy, De
l´infamie en droit romain, París, 1884, 35).

(34) En todo caso, importa señalar que la vendetta es cosa eminentemente


colectiva. No es el individuo el que se venga, sino su clan; más tarde es al clan o
a la familia a quien se paga la composición.

(35) Deuteronomio, VI, 25.

(36) Habían encontrado un hombre recogiendo leña el día del sábado: «Aquellos
que lo encontraron lo llevaron a Moisés y a Aaron y a toda la asamblea y le
metieron en prisión, pues no habían todavía declarado lo que debían hacerle»
(Números, XV, 32 36). Además, se trata de un hombre que había blasfemado el
nombre de Dios. Los asistentes le detienen, pero no saben cómo debe ser
tratado. Moisés mismo ignora y va a consultar al Eterno (Lev., XXIV, 12-16).

(37) Ancien Droit, pág. 353.

(38) Du Boys, Histoire du droit criminel des peuples modernes, VI, II.

(39) Id., ibid., 14.

(40) Véase Maudsley, Physiologie de l'esprit, trad. franc., pág. 270.

(41) Ver Espinas, Sociétés animales, passim, París, Alcan.

(42) Ver antes pág. 112, nota 2.

(43) Ver Thonissen, Etudes, etc., II, págs. 30 y 232,—Los testigos del crimen
gozaban a veces un papel preponderante en la ejecución.

(44) Para simplificar la exposición, suponemos que el individuo no pertenece


más que a una sociedad. De hecho formamos parte de muchos grupos y hay en
nosotros varias conciencias colectivas; pero esta complicación no cambia en
nada la relación que estamos en camino de establecer.

(45) No quiere esto decir que sea preciso, a pesar de todo, conservar una regla
penal porque, en un momento dado, haya correspondido a algún sentimiento
colectivo. No tiene razón de ser, como este último no se encuentre vivo y
enérgico todavía. Si ha desaparecido o se ha debilitado, nada más vano, e
incluso nada mas perjudicial, que intentar mantenerlo artificialmente y por fuerza.
Puede incluso suceder que sea preciso combatir una práctica que haya sido

87
común, pero que ya no lo es y se opone al establecimiento de prácticas nuevas y
necesarias. Pero no tenemos para qué entrar en esta cuestión de casuística.

(46) Al decir que la pena, tal como ella es, tiene una razón de ser, no queremos
decir que sea perfecta y que no se pueda mejorar. Por el contrario, es a todas
luces evidente que, siendo producida por causas en gran parte completamente
mecánicas, no se puede hallar sino muy imperfectamente ajustada al papel que
desempeña. Sólo se trata de una justificación global.

CAPITULO III

SOLIDARIDAD DEBIDA A LA DIVISIÓN DEL TRABAJO U ORGANICA

La naturaleza misma de la sanción restitutiva basta para mostrar que la


solidaridad social a que corresponde ese derecho es de especie muy diferente.

Distingue a esta sanción el no ser expiatoria, el reducirse a un simple volver las


cosas a su estado. No se impone, a quien ha violado el derecho o a quien lo ha
desconocido, un sufrimiento proporcionado al perjuicio; se le condena,
simplemente, a someterse. Si ha habido hechos consumados, el juez los
restablece al estado en que debieran haberse encontrado. Dicta el derecho, no
pronuncia penas. Los daños y perjuicios a que se condena un litigante no tienen
carácter penal; es tan sólo un medio de volver sobre el pasado para restablecerlo
en su forma normal, hasta donde sea posible. Es verdad que Tarde ha creído
encontrar una especie de penalidad civil en la condena en costas, que siempre
se impone a la parte que sucumbe (1). Pero, tomada en este sentido, la palabra
no tiene más que un valor metafórico. Para que hubiere habido pena, sería
preciso, cuando menos, que hubiere habido alguna proporción entre el castigo y
la falta, y para eso sería necesario que el grado de gravedad de esta última fuera
seriamente establecido. Ahora bien, de hecho, el que pierde el proceso paga los
gastos, aun cuando sus intenciones hubieren sido puras, aun cuando no fuere
culpable más que de ignorancia. Las razones de esta regla parecen ser, pues,
otras muy diferentes: dado que la justicia no es gratuita, estímase equitativo que
los gastos sean soportados por aquel que ha dado la ocasión. Es posible,
además, que la perspectiva de estos gastos contenga al litigante temerario, pero
esto no basta para crear una pena. El temor a la ruina, que de ordinario sigue a
la pereza o a la negligencia, puede hacer al negociante activo y aplicado, y, sin
embargo, la ruina no es, en el propio sentido de la palabra, la sanción penal de
esas faltas.

El faltar a esas reglas ni siquiera se castiga con una pena difusa. El litigante que
ha perdido su proceso no está deshonrado, su honor no está manchado.
Podemos incluso imaginar que esas reglas sean otras de las que son, sin que
88
esto nos irrite. La idea de que el homicidio pueda ser tolerado nos subleva, pero
aceptamos sin inconveniente alguno que se modifique el derecho sucesorio y
muchos hasta conciben que pueda ser suprimido. Se trata de una cuestión que
no rehuimos discutir. Admitimos incluso sin esfuerzo que el derecho de
servidumbre o el de usufructo se organice de otra manera, que las obligaciones
del vendedor y del comprador se determinen en otra forma, que las funciones
administrativas se distribuyan con arreglo a otros principios. Como esas
prescripciones no corresponden en nosotros a sentimiento alguno, y como,
generalmente, no conocemos científicamente sus razones de ser, puesto que
esta ciencia no está hecha todavía, carecen de raíces en la mayor parte de
nosotros. Sin duda hay excepciones. No toleramos la idea de que una obligación
contraria a las costumbres u obtenida, ya por la violencia, ya por el fraude, pueda
ligar a los contratantes. Así, cuando la opinión pública se encuentra en presencia
de casos de ese género, se muestra menos indiferente de lo que acabamos de
decir y agrava con su censura la sanción penal. Y es que los diferentes dominios
de la vida moral no se hallan radicalmente separados unos de otros; al contrario,
son continuos, y, por consiguiente, hay entre ellos regiones limítrofes en las que
se encuentran a la vez caracteres diferentes. Sin embargo, la proposición
precedente sigue siendo cierta en relación con la generalidad de los casos. Es
prueba de que las reglas de sanción restitutiva, o bien no forman parte en abso-
luto de la conciencia colectiva, o sólo constituyen estados débiles. El derecho
represivo corresponde a lo que es el corazón, el centro de la conciencia común;
las reglas puramente morales constituyen ya una parte menos central; en fin, el
derecho restitutivo nace en regiones muy excéntricas para extenderse mucho
más allá todavía. Cuanto más suyo llega a ser, mas se aleja.

Esa característica se ha puesto de manifiesto por la manera como funciona.


Mientras el derecho represivo tiende a permanecer difuso en la sociedad, el
derecho restitutivo se crea órganos cada vez más especiales: tribunales
especiales, consejos de hombres buenos, tribunales administrativos de toda
especie. Incluso en su parte más general, a saber, en el derecho civil, no se
pone en ejercicio sino gracias a funcionarios particulares: magistrados,
abogados, etc., que se han hecho aptos para esa función gracias a una cultura
especializada.

Pero, aun cuando esas reglas se hallen más o menos fuera de la conciencia
colectiva, no interesan sólo a los particulares. Si fuera así, el derecho restitutivo
nada tendría de común con la solidaridad social, pues las relaciones que regula
ligarían a los individuos unos con otros sin por eso unirlos a la sociedad. Serían
simples acontecimientos de la vida privada, como pasa, por ejemplo, con las
relaciones de amistad. Pero no está ausente, ni mucho menos, la sociedad de
esta esfera de la vida jurídica. Es verdad que, generalmente, no interviene por sí
misma y en su propio nombre; es preciso que sea solicitada por los interesados.
Mas, por el hecho de ser provocada, su intervención no deja menos de ser un
engranaje esencial del mecanismo, ya que sólo ella es la que le hace funcionar.
Es ella la que dicta el derecho, por el órgano de sus representantes.

89
Se ha sostenido, sin embargo, que esa función no tenía nada de propiamente
social sino que se reducía a ser conciliadora de los intereses privados; que, por
consiguiente, cualquier particular podía llenarla, y que si la sociedad se
encargaba era tan sólo por razones de comodidad. Pero nada más inexacto que
contemplar en la sociedad una especie de árbitro entre las partes. Cuando se ve
llevada a intervenir no es con el fin de poner de acuerdo los intereses
individuales; no busca cuál podrá ser la solución más ventajosa para los
adversarios y no les propone transacciones, sino que aplica al caso particular
que le ha sido sometido las reglas generales y tradicionales del derecho. Ahora
bien, el derecho es cosa social en primer lugar, y persigue un objeto
completamente distinto al interés de los litigantes. El juez que examina una
demanda de divorcio no se preocupa de saber si esta separación es
verdaderamente deseable para los esposos, sino si las causas que se invocan
entran en alguna de las categorías previstas por la ley.

Pero, para apreciar bien la importancia de la acción social, es preciso observarla,


no sólo en el momento en que la sanción se aplica o en el que la acción
perturbada se restablece, sino también cuando se instituye.

En efecto, es necesaria tanto para fundar como para modificar multitud de


relaciones jurídicas que rigen ese derecho y que el consentimiento de los
interesados no basta para crear ni para cambiar. Tales son, especialmente, las
que se refieren al estado de las personas. Aunque el matrimonio sea un contrato,
los esposos no pueden ni formalizarlo ni rescindirlo a su antojo. Lo mismo
sucede con todas las demás relaciones domésticas, y, con mayor motivo, con
todas aquellas que reglamenta el derecho administrativo. Es verdad que las
obligaciones propiamente contractuales pueden anudarse y deshacerse sólo con
el acuerdo de las voluntades. Pero es preciso no olvidar que, si el contrato tiene
el poder de ligar a las partes, es la sociedad quien le comunica ese poder.
Supongamos que no sancione las obligaciones contratadas; se convierten éstas
en simples promesas que no tienen ya más que una autoridad moral (2). Todo
contrato supone, pues, que detrás de las partes que se comprometen está la
sociedad dispuesta a intervenir para hacer respetar los compromisos que se han
adquirido; por eso no presta la sociedad esa fuerza obligatoria sino a los
contratos que tienen, por sí mismos, un valor social, es decir, son conformes a
las reglas de derecho. Ya veremos cómo incluso a veces su intervención es
todavía más positiva. Se halla presente, pues, en todas las relaciones que
determina el derecho restitutivo, incluso en aquellas que parecen más privadas, y
en las cuales su presencia, aun cuando no se sienta, al menos en el estado
normal, no deja de ser menos esencial (3).

Como las reglas de sanción restitutiva son extrañas a la conciencia común, las
relaciones que determinan no son de las que alcanzan indistintamente a todo el
mundo; es decir, que se establecen inmediatamente, no entre el individuo y la
sociedad, sino entre partes limitadas y especiales de la sociedad, a las cuales
relacionan entre sí. Mas, por otra parte, como ésta no se halla ausente, es
indispensable, sin duda, que más o menos se encuentre directamente
90
interesada, que sienta el contragolpe. Entonces, según la vivacidad con que lo
sienta, interviene de más cerca o de más lejos y con mayor o menor actividad,
mediante órganos especiales encargados de representarla. Son, pues, bien
diferentes estas relaciones de las que reglamenta el derecho represivo, ya que
éstas ligan directamente, y sin intermediario, la conciencia particular con la
conciencia colectiva, es decir, al individuo con la sociedad. Pero esas relaciones
pueden tomar dos formas muy diferentes: o bien son negativas y se reducen a
una pura abstención, o bien son positivas o de cooperación. A las dos clases de
reglas que determinan unas y otras corresponden dos clases de solidaridad
social que es necesario distinguir.

II

La relación negativa que puede servir de tipo a las otras es la que une la cosa a
la persona.

Las cosas, en efecto, forman parte de la sociedad al igual que las personas, y
desempeñan en ella un papel específico; es necesario, por consiguiente, que sus
relaciones con el organismo social se encuentren determinadas. Se puede, pues,
decir que hay una solidaridad de las cosas cuya naturaleza es lo bastante
especial como para traducirse al exterior en consecuencias jurídicas de un
carácter muy particular.

Los jurisconsultos, en efecto, distinguen dos clases de derechos: a unos dan el


nombre de reales; a otros, el de personales. El derecho de propiedad, la
hipoteca, pertenecen a la primera especie; el derecho de crédito a la segunda.
Lo que caracteriza a los derechos reales es que, por sí solos, dan nacimiento a
un derecho de preferencia y de persecución de la cosa. En ese caso, el derecho
que tengo sobre la cosa es exclusivo frente a cualquier otro que viniere a
establecerse después del mío. Si, por ejemplo, un determinado bien hubiere sido
sucesivamente hipotecado a dos acreedores, la segunda hipoteca en nada
puede restringir los derechos de la primera. Por otra parte, si mi deudor enajena
la cosa sobre la cual tengo un derecho de hipoteca, en nada se perjudica este
derecho, pero el tercer adquirente está obligado, o a pagarme, o a perder lo que
ha adquirido. Ahora bien, para que así suceda, es preciso que el lazo jurídico
una directamente, y sin mediación de otra persona, esta cosa determinada y mi
personalidad jurídica. Tal situación privilegiada es, pues, consecuencia de la
solidaridad propia de las cosas. Por el contrario, cuando el derecho es personal,
la persona que está obligada puede, contratando nuevas obligaciones,
procurarme coacreedores cuyo derecho sea igual al mío, y, aunque yo tenga
como garantías todos los bienes de mi deudor, si los enajena se escapan a mi
garantía al salir de su patrimonio. La razón de lo expuesto hallámosla en que no
existe relación especial entre esos bienes y mi derecho, sino entre la persona de
su propietario y mi propia persona (4).

91
Bien se ve en qué consiste esta solidaridad real: refiere directamente las cosas a
las personas y no las personas a las cosas. En rigor, se puede ejercer un
derecho real creyéndose solo en el mundo, haciendo abstracción de los demás
hombres. Por consiguiente, como sólo por intermedio de las personas es por
donde las cosas se integran en la sociedad, la solidaridad que resulta de esta
integración es por completo negativa. No hace que las voluntades se muevan
hacia fines comunes, sino tan sólo que las cosas graviten con orden en torno a
las voluntades. Por hallarse así limitados los derechos reales no entran en
conflictos; están prevenidas las hostilidades, pero no hay concurso activo, no hay
consensus. Suponed un acuerdo semejante y tan perfecto como sea posible; la
sociedad en que reine, si reina solo, se parecerá a una inmensa constelación, en
la que cada astro se mueve en su órbita sin turbar los movimientos de los astros
vecinos. Una solidaridad tal no hace con los elementos que relaciona un todo
capaz de obrar con unidad; no contribuye en nada a la unidad del cuerpo social.

De acuerdo con lo que precede, es fácil determinar cuál es la parte del derecho
restitutivo a que corresponde esta solidaridad: el conjunto de los derechos
reales. Ahora bien, de la definición misma que se ha dado resulta que el derecho
de propiedad es el tipo más perfecto. En efecto, la relación más completa que
existe entre una cosa y una persona es aquella que pone a la primera bajo la
entera dependencia de la segunda. Sólo que esta relación es muy compleja y los
diversos elementos de que está formada pueden llegar a ser el objeto de otros
tantos derechos reales secundarios, como el usufructo, la servidumbre, el uso y
la habitación. Cabe, en suma, decir que los derechos reales comprenden al
derecho de propiedad bajo sus diversas formas (propiedad literaria, artística,
industrial, mueble e inmueble) y sus diferentes modalidades, tales como las
reglamenta el libro segundo de nuestro Código civil. Fuera de este libro, nuestro
derecho reconoce, además, otros cuatro derechos reales, pero que solo son
auxiliares y sustitutos eventuales de derechos personales: la prenda, la
anticresis, el privilegio y la hipoteca (artículos 2.071-2.203). Conviene añadir todo
lo que se refiere al derecho sucesorio, al derecho de testar y, por consiguiente, a
la ausencia, puesto que crea, cuando se la declara, una especie de sucesión
provisoria. En efecto, la herencia es una cosa o un conjunto de cosas sobre las
cuales los herederos o los legatarios tienen un derecho real, bien se adquiera
éste ipso facto por la muerte del propietario, o bien no se abra sino a
consecuencia de un acto judicial, como sucede a los herederos indirectos y a los
legatarios a título particular. En todos esos casos, la relación jurídica se
establece directamente, no entre una cosa y una persona, sino entre una
persona y una cosa. Lo mismo sucede con la donación testamentaria, que no es
más que el ejercicio del derecho real que el propietario tiene sobre sus bienes, o
al menos sobre la porción que es de libre disposición.

Pero existen relaciones de persona a persona que, por no ser reales en absoluto,
son, sin embargo, tan negativas como las precedentes y expresan una
solidaridad de la misma clase .

92
En primer lugar, son las que dan ocasión al ejercicio de los derechos reales
propiamente dichos. Es inevitable, en efecto, que el funcionamiento de estos
últimos ponga a veces en presencia a las personas mismas que los detentan.
Por ejemplo, cuando una cosa viene a agregarse a otra, el propietario de aquella
que se reputa como principal se convierte al mismo tiempo en propietario de la
segunda; pero «debe pagar al otro el valor de la cosa que se ha unido» (art.
566). Esta obligación es, evidentemente, personal. Igualmente, todo propietario
de un muro medianero que quiere elevarlo de altura está obligado a pagar al
copropietario una indemnización por la carga (art. 658). Un legatario a título
particular está obligado a dirigirse al legatario a título universal para obtener la
separación de la cosa legada, aunque tenga un derecho sobre ésta desde la
muerte del testador (art. 1.014). Pero la solidaridad que estas relaciones
exteriorizan no difiere de la que acabamos de hablar; sólo se establecen, en
efecto, para reparar o prevenir una lesión. Si el poseedor de cada derecho
pudiera siempre ejercitarlo sin traspasar jamás los límites, permaneciendo cada
uno en su sitio, no habría lugar a comercio jurídico alguno. Pero, de hecho,
sucede continuamente que esos diferentes derechos están de tal modo
empotrados unos en otros, que no es posible hacer que uno se valorice sin
cometer una usurpación sobre los que lo limitan. En este caso, la cosa sobre la
que tengo un derecho se encuentra en manos de otro; tal sucede con los
legados. Por otra parte, no puedo gozar de mi derecho sin perjudicar el de otro;
tal sucede con ciertas servidumbres. Son, pues, necesarias relaciones para
reparar el perjuicio, si está consumado, o para impedirlo; pero no tienen nada de
positivo. No hacen concurrir a las personas que ponen en contacto; no implican
cooperación alguna; simplemente restauran o mantienen, dentro de las nuevas
condiciones producidas, esta solidaridad negativa cuyo funcionamiento han
venido a perturbar las circunstancias. Lejos de unir, no han hecho más que
separar bien lo que está unido por la fuerza de las cosas, para restablecer los
límites violados y volver a colocar a cada uno en su esfera propia. Son tan
idénticos a las relaciones de la cosa con la persona, que los redactores del
Código no les han hecho un lugar aparte, sino que los han tratado a la vez que
los derechos reales.

En fin, las obligaciones que nacen del delito y del casi delito tienen exactamente
el mismo carácter (5). En efecto, obligan a cada uno a reparar el daño causado
por su falta en los intereses legítimos de otro. Son, pues, personales; pero la
solidaridad a que corresponden es, evidentemente, negativa, ya que consiste, no
en servir sino en no originar daño. El lazo cuya ruptura someten a sanción es
externo por completo. Toda la diferencia que existe entre esas relaciones y las
precedentes está en que, en un caso, la ruptura proviene de una falta, y, en el
otro, de circunstancias determinadas y previstas por la ley. Pero el orden
perturbado es el mismo; resulta, no de un concurso, sino de una pura abstención
(6). Por lo demás, los derechos cuya lesión da origen a esas obligaciones son
ellos mismos reales, pues yo soy propietario de mi cuerpo, de mi salud, de mi
honor, de mi reputación, con el mismo título y de la misma manera que las cosas
materiales que me están sometidas.

93
En resumen, las reglas relativas a los derechos reales y a las relaciones
personales que con ocasión de los mismos se establecen, forman un sistema
definido que tiene por función, no el ligar unas a otras las diferentes partes de la
sociedad, sino por el contrario, diferenciarlas, señalar netamente las barreras
que las separan. No corresponden, pues, a un lazo social positivo; la misma
expresión de solidaridad negativa de que nos hemos servido no es
perfectamente exacta. No es una verdadera solidaridad, con una existencia
propia y una naturaleza especial, sino más bien el lado negativo de toda especie
de solidaridad. La primera condición para que un todo sea coherente es que las
partes que lo componen no se tropiecen con movimientos discordantes. Pero esa
concordancia externa no forma la cohesión, por el contrario, la supone. La
solidaridad negativa no es posible más que allí donde existe otra, de naturaleza
positiva, de la cual es, a la vez, la resultante y la condición.

En efecto, los derechos de los individuos, tanto sobre ellos mismos como sobre
las cosas, no pueden determinarse sino gracias a compromisos y a concesiones
mutuas, pues todo lo que se concede a los unos necesariamente lo abandonan
los otros. A veces se ha dicho que era posible deducir la extensión normal del
desenvolvimiento del individuo, ya del concepto de la personalidad humana
(Kant), ya de la noción del organismo individual (Spencer). Es posible, aun
cuando el rigor de esos razonamientos sea muy discutible. En todo caso lo cierto
es que, en la realidad histórica, el orden moral no está basado en esas
consideraciones abstractas. De hecho, para que el hombre reconociere derechos
a otro, no sólo en la lógica sino en la práctica de la vida, ha sido preciso que
consintiera en limitar los suyos, y, por consiguiente, esta limitación mutua no ha
podido hacerse sino dentro de un espíritu de conformidad y concordia. Ahora
bien, suponiendo una multitud de individuos sin lazos previos entre sí, ¿qué
razón habrá podido empujarlos a esos sacrificios recíprocos? ¿La necesidad de
vivir en paz? Pero la paz por sí misma no es cosa más deseable que la guerra.
Tiene sus cargas y sus ventajas. ¿Es que no ha habido pueblos y es que no ha
habido en todos los tiempos individuos para los cuales la guerra ha constituido
una pasión? Los instintos a que responde no son menos fuertes que aquellos a
que la paz satisface. Sin duda que la fatiga puede muy bien, por algún tiempo,
poner fin a las hostilidades, pero esta simple tregua no puede ser más duradera
que la laxitud temporal que la determina. A mayor abundamiento, ocurre lo
mismo con los desenlaces debidos al solo triunfo de la fuerza; son tan
provisorios y precarios como los tratados que ponen fin a las guerras
internacionales. Los hombres no tienen necesidad de paz sino en la medida en
que están ya unidos por algún lazo de sociabilidad. En ese caso, en efecto, los
sentimientos que los inclinan unos contra otros moderan con toda naturalidad los
transportes del egoísmo, y, por otra parte, la sociedad que los envuelve, no
pudiendo vivir sino a condición de no verse a cada instante sacudida por
conflictos, gravita sobre ellos con todo su peso para obligarlos a que se hagan
las concesiones necesarias. Verdad es que, a veces, se ve a sociedades
independientes entenderse para determinar la extensión de sus derechos
respectivos sobre las cosas, es decir, sobre sus territorios. Pero justamente la
extremada inestabilidad de esas relaciones es la prueba mejor de que la
94
solidaridad negativa no puede bastarse a sí sola. Si actualmente, entre pueblos
cultos, parece tener más fuerza, si esa parte del derecho internacional, que
regula lo que podríamos llamar derechos reales de las sociedades europeas,
tiene quizá más autoridad que antes, es que las diferentes naciones de Europa
son también mucho menos independientes unas de otras; y sucede así porque,
en ciertos aspectos, forman todas parte de una misma sociedad todavía
incoherente, es verdad, pero que adquiere cada vez más conciencia de sí. Lo
que llaman equilibrio europeo es un comienzo de organización de esta sociedad.

Es costumbre distinguir con cuidado la justicia de la caridad, es decir, el simple


respeto de los derechos de otro, de todo acto que sobrepase esta virtud
puramente negativa. En esas dos prácticas diferentes se suele ver como dos
capas independientes de la moral: la justicia, por sí sola, formaría los cimientos
.fundamentales; la caridad sería el coronamiento. La distinción es tan radical
que, según los partidarios de una cierta moral, bastaría la justicia para el buen
funcionamiento de la vida social; el desinterés reduciríase a una virtud privada,
que es, para el particular, bueno que continúe, pero de la cual la sociedad puede
muy bien prescindir. Muchos, inclusive, no ven sin inquietud que intervenga en la
vida pública. Se advertirá por lo que precede hasta qué punto tal concepción se
halla muy poco de acuerdo con los hechos. En realidad, para que los hombres se
reconozcan y se garanticen mutuamente los derechos, es preciso que se
quieran, que, por una razón cualquiera, se sientan atraídos unos a otros y a una
misma sociedad de que formen parte. La justicia está llena de caridad, o,
tomando nuestras expresiones, la solidaridad negativa no es más que una
emanación de otra solidaridad de naturaleza positiva: es la repercusión en la
esfera de los derechos reales de sentimientos sociales que proceden de otra
fuente. No tiene, pues, nada de específica, pero es el acompañamiento
necesario de toda especie de solidaridad. Forzosamente se encuentra
dondequiera los hombres vivan una vida común, bien resulte ésta de la división
del trabajo social o de la atracción del semejante por el semejante.

III

Si se apartan del derecho restitutivo las reglas de que acaba de hablarse, lo que
queda constituye un sistema no menos definido, que comprende al derecho de
familia, al derecho contractual, al derecho comercial, al derecho de
procedimientos, al derecho administrativo y constitucional. Las relaciones que los
mismos regulan son de naturaleza muy diferente a las precedentes; expresan un
concurso positivo, una cooperación que deriva esencialmente de la división del
trabajo.

Las cuestiones que resuelve el derecho familiar pueden reducirse a los dos tipos
siguientes:

1.° ¿Quién está encargado de las diferentes funciones domésticas? ¿Quién es el


esposo, quién el padre, quién el hijo legítimo, quién el tutor, etc.?
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2.° ¿Cuál es el tipo normal de esas funciones y de sus relaciones?

A la primera de estas cuestiones responden las disposiciones que determinan las


cualidades y condiciones requeridas para concertar el matrimonio, las
formalidades necesarias para que el matrimonio sea válido, las condiciones de
filiación legítima, natural, adoptiva, la manera de escoger tutor, etc.

Por el contrario, la segunda cuestión es la que resuelve los capítulos sobre


derechos y deberes respectivos de los esposos, sobre el estado de sus
relaciones en caso de divorcio, de nulidad de matrimonio, de separación de
cuerpos y de bienes, sobre el poder paterno, sobre los efectos de la adopción,
sobre la administración del tutor y sus relaciones con el pupilo, sobre la función a
desempeñar por el consejo de familia frente al primero y frente al segundo, sobre
la función de los parientes en caso de interdicción y de consejo judicial.

Esta parte del derecho civil tiene, pues, por objeto determinar la manera como se
distribuyen las diferentes funciones familiares y lo que deban ser ellas en sus
mutuas relaciones, es decir, pone de relieve la solidaridad particular que une
entre sí a los miembros de la familia como consecuencia de la división del trabajo
doméstico. Verdad es que no se está en manera alguna habituado a considerar
la familia bajo este aspecto; lo más frecuente es creer que lo que hace la
cohesión es exclusivamente la comunidad de sentimientos y de creencias. Hay,
en efecto, tantas cosas comunes entre los miembros del grupo familiar, que el
carácter especial de las tareas que corresponden a cada uno fácilmente se nos
escapa; esto hacía decir a Comte que la unión doméstica excluye "todo
pensamiento de cooperación directa y continua hacia un fin cualquiera" (7). Pero
la organización jurídica de la familia, cuyas líneas esenciales acabamos de
recordar sumariamente, demuestra la realidad de sus diferencias funcionales y
su importancia. La historia de la familia, a partir de los orígenes, no es más que
un movimiento ininterrumpido de disociación, en el transcurso del cual esas
diversas funciones, primeramente indivisas y confundidas las unas con las otras,
se han separado poco a poco, constituído aparte, repartido entre los diferentes
parientes según su sexo, su edad, sus relaciones de dependencia, en forma que
hacen de cada uno un funcionario especial de la sociedad doméstica (8). Lejos
de ser sólo un fenómeno accesorio y secundario, esta división del trabajo familiar
domina, por el contrario, todo el desenvolvimiento de la familia.

La relación de la división del trabajo con el derecho contractual no está menos


acusada.

En efecto, el contrato es, por excelencia, la expresión jurídica de la cooperación.


Es verdad que hay contratos llamados de beneficencia en que sólo se liga una
de las partes. Si doy a otro alguna cosa sin condiciones, si me encargo
gratuitamente de un depósito o de un mandato, resultan para mí obligaciones
precisas y determinadas. Por consiguiente, no hay concurso propiamente dicho
entre los contratantes, puesto que sólo de una parte están las cargas. Sin
96
embargo, la cooperación no se halla ausente del fenómeno; sólo que es gratuita
o unilateral. ¿Qué es, por ejemplo, la donación, sino un cambio sin obligaciones
recíprocas? Esas clases de contratos no son, pues, más que una variedad de los
contratos verdaderamente cooperativos.

Por lo demás, son muy raros, pues sólo por excepción los actos de fin benéfico
necesitan la reglamentación legal. En cuanto a los otros contratos, que
constituyen la inmensa mayoría, las obligaciones a que dan origen son
correlativas, bien de obligaciones recíprocas, bien de prestaciones ya
efectuadas. El compromiso de una parte resulta, o del compromiso adquirido por
la otra, o de un servicio que ya ha prestado esta última (9). Ahora bien, esta
reciprocidad no es posible más que allí donde hay cooperación, y ésta, a su vez,
no marcha sin la división del trabajo. Cooperar, en efecto, no es más que
distribuirse una tarea común. Si esta última está dividida en tareas
cualitativamente similares, aunque indispensables unas a otras, hay división del
trabajo simple o de primer grado. Si son de naturaleza diferente, hay división del
trabajo compuesto, especialización propiamente dicha.

Esta última forma de cooperación es, además, la que con más frecuencia
manifiesta el contrato. El único que tiene otra significación es el contrato de
sociedad, y quizá también el contrato de matrimonio, en tanto en cuanto
determina la parte contributiva de los esposos a los gastos del hogar. Además,
para que así sea, es preciso que el contrato de sociedad ponga a todos los
asociados a un mismo nivel, que sus aportaciones sean idénticas, que sus
funciones sean las mismas, y ese es un caso que jamás se presenta
exactamente en las relaciones matrimoniales, a consecuencia de la división del
trabajo conyugal. Frente a esas especies raras, póngase la variedad de contratos
cuyo objeto es amoldar, unas con otras, funciones especiales y diferentes:
contratos entre el comprador y el vendedor, contratos de permuta, contratos
entre patronos y obreros, entre arrendatario de la cosa y arrendador, entre el
prestamista y el que pide prestado, entre el depositario y el depositante, entre el
hostelero y el viajero, entre el mandatario y el mandante, entre el acreedor y el
fiador, etc. De una manera general, el contrato es el símbolo del cambio; también
Spencer ha podido, no sin justicia, calificar de contrato fisiológico el cambio de
materiales que a cada instante se hace entre los diferentes órganos del cuerpo
vivo (10). Ahora bien, está claro que el cambio supone siempre alguna división
del trabajo más o menos desenvuelta. Es verdad que los contratos que
acabamos de citar todavía tienen un carácter un poco general. Pero es preciso
no olvidar que el derecho no traza más que los contornos generales, las grandes
líneas de las relaciones sociales, aquellas que se encuentran siempre las
mismas en contornos diferentes de la vida colectiva. Así, cada uno de esos tipos
de contratos supone una multitud de otros, más particulares, de los cuales es
como el sello común y que reglamenta de un solo golpe, pero en los que las
relaciones se establecen entre funciones más especiales. Así, pues, a pesar de
la simplicidad relativa de este esquema, basta para manifestar la extremada
complejidad de los hechos que resume.

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Esta especialización de funciones, por otra parte, es más inmediatamente
ostensible en el Código de Comercio, que reglamenta, sobre todo, los contratos
mercantiles especiales: contratos entre el comisionista y el comitente, entre el
cargador y el porteador, entre el portador de la letra de cambio y el librador, entre
el propietario del buque y sus acreedores, entre el primero y el capitán y la
dotación del barco, entre el fletador y el fletante, entre el prestamista y el
prestatario a la gruesa, entre el asegurador y el asegurado. Existe aquí también,
por consiguiente, una gran separación entre la generalidad relativa de las
prescripciones jurídicas y la diversidad de las funciones particulares cuyas
relaciones regulan, como lo prueba el importante lugar dejado a la costumbre en
el derecho comercial.

Cuando el Código de Comercio no reglamenta los contratos propiamente dichos,


determina cuáles deben ser ciertas funciones especiales, como las del agente de
cambio, del corredor, del capitán, del juez en caso de quiebra, con el fin de
asegurar la solidaridad de todas las partes del aparato comercial.

El derecho procesal—trátese de procedimiento criminal, civil o comercial—


desempeña el mismo papel en el edificio judicial. Las sanciones de todas las
reglas jurídicas no pueden aplicarse sino gracias al concurso de un cierto núme-
ro de funciones, funciones de los magistrados, de los defensores, de los
abogados, de los jurados, de los demandantes y de los demandados, etc.; el
procedimiento fija la manera cómo deben éstos entrar en función y en relaciones.
Dice lo que deben ser y cuál la parte de cada uno en la vida general del órgano.

Nos parece que, en una clasificación racional de las reglas jurídicas, el derecho
procesal debería considerarse como una variedad del derecho administrativo: no
vemos qué diferencia radical separa a la administración de justicia del resto de la
administración. Mas, independientemente de esta apreciación, el derecho
administrativo propiamente dicho reglamenta las funciones mal definidas que se
llaman administrativas (11), de la misma manera que el otro hace para las
judiciales. Determina su tipo normal y sus relaciones, ya de unas con otras, ya
con las funciones difusas de la sociedad; bastaría tan sólo con apartar un cierto
número de las reglas generalmente incluidas bajo esta denominación, aunque
tengan un carácter penal (12). En fin, el derecho constitucional hace lo mismo
con las funciones gubernamentales.

Extrañará, tal vez, contemplar reunidos en un mismo grupo al derecho


administrativo y político y al que de ordinario se llama derecho privado. Pero, en
primer lugar, esa aproximación se impone si se toma como base de la
clasificación la naturaleza de las sensaciones, y no nos parece que sea posible
tomar otra si se quiere proceder cientifícamente. Además, para separar
completamente esas dos especies de derecho sería necesario admitir que existe
verdaderamente un derecho privado, y nosotros creemos que todo el derecho es
público porque todo el derecho es social. Todas las funciones de la sociedad son
sociales, como todas las funciones del organismo son orgánicas. Las funciones
económicas tienen ese carácter como las otras. Además, incluso entre las más
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difusas, no existe ninguna que no se halle más o menos sometida a la acción del
aparato de gobierno. No hay, pues, entre ellas, desde ese punto de vista, más
que diferencias de graduación.

En resumen, las relaciones que regula el derecho cooperativo de sanciones


restitutivas y la solidaridad que exteriorizan, resultan de la división del trabajo
social. Se explica además que, en general, las relaciones cooperativas no su-
pongan otras sanciones. En efecto, está en la naturaleza de las tareas
especiales el escapar a la acción de la conciencia colectiva, pues para que una
cosa sea objeto de sentimientos comunes, la primera condición es que sea
común, es decir, que se halle presente en todas las conciencias y que todas se
la puedan representar desde un solo e idéntico punto de vista. Sin duda,
mientras las funciones poseen una cierta generalidad, todo el mundo puede
tener algún sentimiento; pero cuanto más se especializan más se circunscribe el
número de aquellos que tienen conciencia de cada una de ellas, y más, por
consiguiente, desbordan la conciencia común. Las reglas que las determinan no
pueden, pues, tener esa fuerza superior, esa autoridad transcendente que,
cuando se la ofende, reclama una expiación. De la opinión también es de donde
les viene su autoridad, al igual que la de las reglas penales, pero de una opinión
localizada en las regiones restringidas de la sociedad.

Además, incluso en los círculos especiales en que se aplican y donde, por


consiguiente, se presentan a los espíritus, no corresponden a sentimientos muy
vivos ni, con frecuencia, a especie alguna de estado emocional. Pues al fijar las
maneras como deben concurrir las diferentes funciones en las diversas
combinaciones de circunstancias que pueden presentarse, los objetos a que se
refieren no están siempre presentes en las conciencias. No siempre hay que
administrar una tutela o una curatela (13), ni que ejercer sus derechos de
acreedor o de comprador, etc., ni, sobre todo, que ejercerlos en tal o cual
condición. Ahora bien, los estados de conciencia no son fuertes sino en la
medida en que son permanentes. La violación de esas reglas no atenta, pues, en
sus partes vivas, ni al alma común de la sociedad, ni, incluso, al menos en
general, a la de sus grupos especiales, y, por consiguiente, no puede determinar
más que una reacción muy moderada. Todo lo que necesitamos es que las
funciones concurran de una manera regular; si esta regularidad se perturba,
pues, nos basta con que sea restablecida. No quiere esto decir seguramente que
el desenvolvimiento de la división del trabajo no pueda repercutir en el derecho
penal. Ya sabemos que existen funciones administrativas y gubernamentales en
las cuales ciertas relaciones hállanse reguladas por el derecho represivo, a
causa del carácter particular que distingue al órgano de la conciencia común y
todo lo que a él se refiere. En otros casos todavía, los lazos de solidaridad que
unen a ciertas funciones sociales pueden ser tales que de su ruptura resulten
repercusiones bastante generales para suscitar una reacción penal. Pero, por la
razón que hemos dicho, estos contragolpes son excepcionales.

En definitiva, ese derecho desempeña en la sociedad una función análoga a la


del sistema nervioso en el organismo. Este, en efecto, tiene por misión regular
99
las diferentes funciones del cuerpo en forma que puedan concurrir
armónicamente: pone de manifiesto también con toda naturalidad el estado de
concentración a que ha llegado el organismo, a consecuencia de la división del
trabajo fisiológico. Así, en los diferentes escalones de la escala animal, se puede
medir el grado de esta concentración por el desenvolvimiento del sistema
nervioso. Esto quiere decir que se puede medir igualmente el grado de
concentración a que ha llegado una sociedad a consecuencia de la división del
trabajo social, por el desenvolvimiento del derecho cooperativo de sanciones
restitutivas. Fácil es calcular los servicios que semejante criterio nos va a
proporcionar.

IV

Puesto que la solidaridad negativa no produce por sí misma ninguna integración,


y, además, no tiene nada de específica, reconoceremos sólo dos clases de
solidaridad positiva, que distinguen los caracteres siguientes:

I.° La primera liga directamente el individuo a la sociedad sin intermediario


alguno. En la segunda depende de la sociedad, porque depende de las partes
que la componen.

2.° No se ve a la sociedad bajo un mismo aspecto en los dos casos. En el


primero, lo que se llama con ese nombre es un conjunto más o menos
organizado de creencias y de sentimientos comunes a todos los miembros del
grupo: éste es el tipo colectivo. Por el contrario, la sociedad de que somos
solidarios en el segundo caso es un sistema de funciones diferentes y especiales
que unen relaciones definidas. Esas dos sociedades, por lo demás, constituyen
sólo una. Son dos aspectos de una sola y misma realidad, pero que no exigen
menos que se las distinga.

3.° De esta segunda diferencia dedúcese otra, que va a servirnos para


caracterizar y denominar a esas dos clases de solidaridades.

La primera no se puede fortalecer más que en la medida en que las ideas y las
tendencias comunes a todos los miembros de la sociedad sobrepasan en
número y en intensidad a las que pertenecen personalmente a cada uno de ellos.
Es tanto más enérgica cuanto más considerable es este excedente. Ahora bien,
lo que constituye nuestra personalidad es aquello que cada uno de nosotros
tiene de propio y de característico, lo que le distingue de los demás. Esta
solidaridad no puede, pues, aumentarse sino en razón inversa a la personalidad.
Hay en cada una de nuestras conciencias, según hemos dicho, dos conciencias:
una que es común en nosotros a la de todo el grupo a que pertenecemos, que,
por consiguiente, no es nosotros mismos, sino la sociedad viviendo y actuando
en nosotros; otra que, por el contrario, sólo nos representa a nosotros en lo que
tenemos de personal y de distinto, en lo que hace de nosotros un individuo (14).
La solidaridad que deriva de las semejanzas alcanza su maximum cuando la
100
conciencia colectiva recubre exactamente nuestra conciencia total y coincide en
todos sus puntos con ella; pero, en ese momento, nuestra individualidad es nula.
No puede nacer como la comunidad no ocupe menos lugar en nosotros. Hay allí
dos fuerzas contrarias, una centrípeta, otra centrífuga, que no pueden crecer al
mismo tiempo. No podemos desenvolvernos a la vez en dos sentidos tan
opuestos. Si tenemos una viva inclinación a pensar y a obrar por nosotros
mismos, no podemos encontrarnos fuertemente inclinados a pensar y a obrar
como los otros. Si el ideal es crearse una fisonomía propia y personal, no podrá
consistir en asemejarnos a todo el mundo. Además, desde el momento en que
esta solidaridad ejerce su acción, nuestra personalidad se desvanece, podría
decirse, por definición, pues ya no somos nosotros mismos, sino el ser colectivo.

Las moléculas sociales, que no serían coherentes más que de esta única
manera, no podrían, pues, moverse con unidad sino en la medida en que
carecen de movimientos propios, como hacen las moléculas de los cuerpos
inorgánicos. Por eso proponemos llamar mecánica a esa especie de solidaridad.
Esta palabra no significa que sea producida por medios mecánicos y artificiales.
No la nombramos así sino por analogía con la cohesión que une entre sí a los
elementos de los cuerpos brutos, por oposición a la que constituye la unidad de
los cuerpos vivos. Acaba de justificar esta denominación el hecho de que el lazo
que así une al individuo a la sociedad es completamente análogo al que liga la
cosa a la persona. La conciencia individual, considerada bajo este aspecto, es
una simple dependencia del tipo colectivo y sigue todos los movimientos, como
el objeto poseído sigue aquellos que le imprime su propietario. En las sociedades
donde esta solidaridad está más desenvuelta, el individuo no se pertenece, como
más adelante veremos; es literalmente una cosa de que dispone la sociedad.
Así, en esos mismos tipos sociales, los derechos personales no se han
distinguido todavía de los derechos reales.

Otra cosa muy diferente ocurre con la solidaridad que produce la división del
trabajo. Mientras la anterior implica la semejanza de los individuos, ésta supone
que difieren unos de otros. La primera no es posible sino en la medida en que la
personalidad individual se observa en la personalidad colectiva; la segunda no es
posible como cada uno no tenga una esfera de acción que le sea propia, por
consiguiente, una personalidad. Es preciso, pues, que la conciencia colectiva
deje descubierta una parte de la conciencia individual para que en ella se
establezcan esas funciones especiales que no puede reglamentar; y cuanto más
extensa es esta región, más fuerte es la cohesión que resulta de esta
solidaridad. En efecto, de una parte, depende cada uno tanto más
estrechamente de la sociedad cuanto más dividido está el trabajo, y, por otra
parte, la actividad de cada uno es tanto más personal cuanto está más
especializada. Sin duda, por circunscrita que sea, jamás es completamente
original; incluso en el ejercicio de nuestra profesión nos conformamos con usos y
prácticas que nos son comunes con toda nuestra corporación. Pero, inclusive en
ese caso, el yugo que sufrimos es menos pesado que cuando la sociedad entera
pesa sobre nosotros, y deja bastante más lugar al libre juego de nuestra
iniciativa. Aquí, pues, la individualidad del todo aumenta al mismo tiempo que la
101
de las partes; la sociedad hácese más capaz para moverse con unidad, a la vez
que cada uno de sus elementos tiene más movimientos propios. Esta solidaridad
se parece a la que se observa en los animales superiores. Cada órgano, en
efecto, tiene en ellos su fisonomía especial, su autonomía, y, sin embargo, la
unidad del organismo es tanto mayor cuanto que esta individuación de las partes
es más señalada. En razón a esa analogía, proponemos llamar orgánica la
solidaridad debida a la división del trabajo.

Al mismo tiempo, este capítulo y el precedente nos proporcionan los medios de


calcular la parte que corresponde a cada uno de esos dos lazos sociales en el
resultado total y común que concurren a producir por caminos diferentes.
Sabemos, en efecto, bajo qué formas exteriores se simbolizan esas dos especies
de solidaridades, es decir, cuál es el cuerpo de reglas jurídicas que corresponde
a cada una de ellas. Por consiguiente, para conocer su importancia respectiva en
un tipo social dado, basta comparar la extensión respectiva de las dos especies
de derechos que las expresan, puesto que el derecho varía siempre como las
relaciones sociales que regula (15).

NOTAS

(1) Tarde, Criminalité comparée, pág. 113, París, Alcan.

(2) Y aun esta autoridad moral viene de las costumbres, es decir, de la sociedad.

(3) Debemos atenernos aquí a estas indicaciones generales, comunes a todas


las formas o el derecho restitutivo. Más adelante se verán (mismo libro, cap. VII)
las pruebas numerosas de esta verdad en la parte de ese derecho que
corresponde a la solidaridad que produce la división del trabajo.

(4) Se ha dicho a veces que la condición de padre, de hijo, etc., eran objeto de
derechos reales (ver Ortolán, Instituts, 1, 660). Pero estas condiciones no son
más que símbolos abstractos de derechos diversos, unos reales (por ejemplo, el
derecho del padre sobre la fortuna de sus hijos menores), los otros personales.

(5) Artículos 1.382-1.386 del Código civil.—Pueden añadirse los artículos sobre
pago de lo indebido.

(6) El contratante que falta a sus compromisos está también obligado a


indemnizar a la otra parte. Pero, en ese caso, los perjuicios-intereses sirven de
sanción a un lazo positivo. No es por haber causado un perjuicio por lo que paga
el que ha violado un contrato, sino por no haber cumplido la prestación
prometida.
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