Emile Durkheim - La División Del Trabajo Social CAP 1 2 y 3
Emile Durkheim - La División Del Trabajo Social CAP 1 2 y 3
Emile Durkheim - La División Del Trabajo Social CAP 1 2 y 3
(11) Desde 1893 han aparecido o han llegado a nuestro conocimiento, dos obras
que interesan a la cuestión tratada en nuestro libro. En primer lugar, la Sociale
Differenzierung de Simmel (Leipzig, VIl, pág. 147), en la que no es
especialmente problema la división del trabajo, sino el processus de
individualización, de una manera general. Hay después el libro de Bücher, Die
Entstehung der Volkswirtschaft, recientemente traducido al francés bajo el título
de Etudes d´histoire et d'economie politique (París, Alcan, 1901), y en el cual
varios capítulos están consagrados a la división del trabajo económico.
LIBRO PRIMERO
CAPITULO PRIMERO
Nada parece más fácil, a primera vista, como determinar el papel de la división
del trabajo. ¿No son sus esfuerzos conocidos de todo el mundo? Puesto que
aumenta a la vez la fuerza productiva y la habilidad del trabajador, es la
condición necesaria para el desenvolvimiento intelectual y material de las
sociedades; es la fuente de la civilización. Por otra parte, como con facilidad se
concede a la civilización un valor absoluto, ni se sueña en buscar otra función a
la división del trabajo.
En efecto, los servicios que así presta son casi por completo extraños a la vida
moral, o al menos no tienen con ella más que relaciones muy indirectas y muy
lejanas. Aun cuando hoy esté muy en uso responder a las diatribas de Rousseau
con ditirambos en sentido inverso, no se ha probado todavía que la civilización
sea una cosa moral. Para dirimir la cuestión no puede uno referirse a análisis de
conceptos que son necesariamente subjetivos; sería necesario conocer un hecho
que pudiera servir para medir el nivel de la moralidad media y observar en
seguida cómo cambia a medida que la civilización progresa. Desgraciadamente,
nos falta esta unidad de medida; pero poseemos una para la inmoralidad
colectiva. La cifra media de suicidios, de crímenes de toda especie, puede servir,
en efecto, para señalar el grado de inmoralidad alcanzado en una sociedad
dada. Ahora bien, si se hace la experiencia, no resulta en honor de la civilización,
puesto que el número de tales fenómenos mórbidos parece aumentar a medida
que las artes, las ciencias y la industria progresan (1). Sería, sin duda, una
ligereza sacar de este hecho la conclusión de que la civilización es inmoral, pero
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se puede, cuando menos, estar cierto de que, si tiene sobre la vida moral una
influencia positiva y favorable, es bien débil.
Si, por lo demás, se analiza este complexus mal definido que se llama la
civilización, se encuentra que los elementos de que está compuesto hállanse
desprovistos de todo carácter moral.
Es esto sobre todo verdad, con relación a la actividad económica que acompaña
siempre a la civilización. Lejos de servir a los progresos de la moral, en los
grandes centros industriales es donde los crímenes y suicidios son más
numerosos; en todo caso es evidente que no presenta signos exteriores en los
cuales se reconozcan los hechos morales. Hemos reemplazado las diligencias
por los ferrocarriles, los barcos de vela por los transatlánticos, los pequeños
talleres por las fábricas; todo ese gran desplegamiento de actividad se mira
generalmente como útil, pero no tiene nada del moralmente obligatorio. El
artesano y el pequeño industrial que resisten a esa corriente general y
perseveran obstinadamente en sus modestas empresas, cumplen con su deber
tan bien como el gran industrial que cubre su país de fábricas y reúne bajo sus
órdenes a todo un ejército de obreros. La conciencia moral de las naciones no se
engaña: prefiere un poco de justicia a todos los perfeccionamientos industriales
del mundo. Sin duda que la actividad industrial no carece de razón de ser;
responde a necesidades, pero esas necesidades no son morales.
Con mayor razón ocurre esto en el arte, que es absolutamente refractario a todo
lo que parezca una obligación, puesto que no es otra cosa que el dominio de la
libertad. Es un lujo y un adorno que posiblemente es bueno tener, pero que no
está uno obligado a adquirir: lo que es superfluo no se impone. Por el contrario,
la moral es el mínimum indispensable, lo estrictamente necesario, el pan
cotidiano sin el cual las sociedades no pueden vivir. El arte responde a la
necesidad que tenemos de expansionar nuestra actividad sin fin, por el placer de
extenderla, mientras que la moral nos constriñe a seguir un camino determinado
hacia un fin definido; quien dice obligación dice coacción. Así, aun cuando pueda
estar animado por ideas morales o encontrarse mezclado en la evolución de
fenómenos morales propiamente dichos, el arte no es moral en sí mismo. Quizá
la observación llegaría incluso a establecer que en los individuos, como en las
sociedades, un desenvolvimiento intemperante de las facultades estéticas es un
grave síntoma desde el punto de vista de la moralidad.
Sólo que la ciencia que todo el mundo necesita así poseer no merece en modo
alguno llamarse con este nombre. No es la ciencia; cuando más, la parte común
y la más general. Se reduce, en efecto, a un pequeño número de conocimientos
indispensables que a todos se exigen porque están al alcance de todos. La
ciencia propiamente dicha pasa muy por encima de ese nivel vulgar. No sólo
comprende lo que es una vergüenza ignorar, sino lo que es posible saber. No
supone únicamente en los que la cultivan esas facultades medias que poseen
todos los hombres, sino disposiciones especiales. Por consiguiente, no siendo
asequible más que a un grupo escogido, no es obligatoria; es cosa útil y bella,
pero no es tan necesaria que la sociedad la reclame imperativamente. Es una
ventaja proveerse de ella; nada hay de inmoral en no adquirirla. Es un campo de
acción abierto a la iniciativa de todos, pero en el que nadie está obligado a
penetrar. Nadie está obligado a ser ni un sabio ni un artista. La ciencia está,
pues, como el arte y la industria, fuera de la moral (2).
Por no ver generalmente otra función en la división del trabajo, es por lo que las
teorías que se han presentado son, hasta ese punto, inconsistentes. En efecto,
suponiendo que exista una zona neutra en moral, es imposible que la división del
trabajo forme parte de la misma (3). Si no es buena, es mala; si no es moral, no
es moral. Si, pues, no sirve para otra cosa, se cae en insolubles antinomias,
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pues las ventajas económicas que presenta están compensadas por
inconvenientes morales, y como es imposible sustraer una de otra a esas dos
cantidades heterogéneas e incomparables, no se debería decir cuál de las dos
domina sobre la otra, ni, por consiguiente, tomar un partido. Se invocará la
primacía de la moral para condenar radicalmente la división del trabajo. Pero,
aparte de que esta ultima ratio es siempre un golpe de Estado científico, la
evidente necesidad de la especialización hace imposible sostener una posición
tal.
Hay más; si la división del trabajo no llena otra misión, no solamente no tiene
carácter moral, sino que, además, no se percibe cuál sea su razón de ser.
Veremos, en efecto, cómo por sí misma la civilización no tiene valor intrínseco y
absoluto; lo que la hace estimable es que corresponde a ciertas necesidades.
Ahora bien, y esta proposición se demostrará más adelante (4), esas
necesidades son consecuencias de la división del trabajo. Como ésta no se
produce sin un aumento de fatiga, el hombre está obligado a buscar, como
aumento de reparaciones, esos bienes de la civilización que, de otra manera, no
tendrían para él interés alguno. Si, pues, la división del trabajo no respondiera a
otras necesidades que éstas, no tendría otra función que la de atenuar los
efectos que ella misma produce, que curar las heridas que ocasiona. En esas
condiciones podría ser necesario sufrirla, pero no habría razón para quererla,
porque los servicios que proporcionaría se reducirían a reparar las pérdidas que
ocasionare.
Todo nos invita, pues, a buscar otra función a la división del trabajo. Algunos
hechos de observación corriente van a ponernos en camino de la solución.
II
Todo el mundo sabe que amamos a quien se nos asemeja, a cualquiera que
piense y sienta como nosotros. Pero el fenómeno contrario no se encuentra con
menos frecuencia. Ocurre también muchas veces que nos sentimos atraídos por
personas que no se nos parecen, y precisamente por eso. Estos hechos son, en
apariencia, tan contradictorios, que siempre han dudado los moralistas sobre la
verdadera naturaleza de la amistad y se han inclinado tanto hacia una como
hacia otra de las causas. Los griegos se habían planteado ya la cuestión. "La
amistad, dice Aristóteles, da lugar a muchas discusiones. Según unos, consiste
en una cierta semejanza, y los que se parecen se aman: de ahí ese proverbio de
que las buenas yuntas Dios las cría y ellas se juntan, y algunos más por el estilo.
Pero, según otros, al contrario, todos los que se parecen son modeladores los
unos para los otros. Hay otras explicaciones buscadas más alto y tomadas de la
consideración de la naturaleza. Así, Eurípides dice que la tierra desecada está
llena de amor por la lluvia, y que el cielo sombrío, cargado de lluvia, se precipita
con furor amoroso sobre la tierra. Heráclito pretende que no se puede ajustar
más que aquello que se opone, que la más bella armonía nace de las
diferencias, que la discordia es la ley de todo lo que ha de devenir" (5) .
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Esta oposición de doctrinas prueba que existen una y otra amistad en la
naturaleza. La desemejanza, como la semejanza, pueden ser causa de
atracción. Sin embargo, no bastan a producir este efecto cualquier clase de
desemejanzas. No encontramos placer alguno en encontrar en otro una
naturaleza simplemente diferente de la nuestra. Los pródigos no buscan la
compañía de los avaros, ni los caracteres rectos y francos la de los hipócritas y
solapados; los espíritus amables y dulces no sienten gusto alguno por los
temperamentos duros y agrios. Sólo, pues, existen diferencias de cierto género
que mutuamente se atraigan; son aquellas que, en lugar de oponerse y excluirse,
mutuamente se completan. "Hay, dice M. Bain, un género de desemejanza que
rechaza, otro que atrae, el uno tiende a llevar a la rivalidad, el otro conduce a la
amistad...Si una (de las dos personas) posee una cosa que la otra no tiene, pero
que desea tener, en ese hecho se encuentra el punto de partida para un atractivo
positivo" (6). Así ocurre que el teórico de espíritu razonador y sutil tiene
con frecuencia una simpatía especial por los hombres prácticos, de sentido recto,
de intuiciones rápidas; el tímido por las gentes decididas y resueltas, el débil por
el fuerte, y recíprocamente. Por muy bien dotados que estemos, siempre nos
falta alguna cosa, y los mejores de entre nosotros tienen el sentimiento de su
insuficiencia. Por eso buscamos entre nuestros amigos las cualidades que nos
faltan, porque, uniéndonos a ellos, participamos en cierta manera de su
naturaleza y
nos sentimos entonces menos incompletos. Fórmanse así pequeñas
asociaciones de amigos en las que cada uno desempeña su papel de acuerdo
con su carácter, en las que hay un verdadero cambio de servicios. El uno
protege, el otro consuela, éste aconseja, aquél ejecuta, y es esa división de
funciones o, para emplear una expresión consagrada, esa división del trabajo, la
que determina tales relaciones de
amistad.
No cabe duda que la atracción sexual sólo se hace sentir entre individuos de la
misma especie, y el amor supone, con bastante frecuencia, una cierta armonía
de pensamientos y sentimientos. No es menos cierto que lo que da a esa
inclinación su carácter específico y lo que produce su particular energía, no es la
semejanza, sino la desemejanza de naturalezas que une. Por diferir uno de otro
el hombre y la mujer, es por lo que se buscan con pasión. Sin embargo, como en
el caso precedente, no es un contraste puro y simple el que hace surgir esos
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sentimientos recíprocos: sólo diferencias que se suponen y se completan pueden
tener esta virtud. En efecto, el hombre y la mujer, aislados uno de otro, no son
más que partes diferentes de un mismo todo concreto que reforman uniéndose.
En otros términos, la división del trabajo sexual es la fuente de la solidaridad
conyugal, y por eso los psicólogos han hecho justamente notar que la separación
de los sexos había sido un acontecimiento capital en la evolución de los
sentimientos; es lo que ha hecho posible la más fuerte quizá de todas las
inclinaciones desinteresadas.
Hay más. La división del trabajo sexual es susceptible de ser mayor o menor;
puede o no limitarse su alcance a los órganos sexuales y a algunos caracteres
secundarios que de ellos dependan, o bien, por el contrario, extenderse a todas
las funciones orgánicas y sociales. Ahora bien, puede verse en la historia cómo
se ha desenvuelto en el mismo sentido exactamente y de la misma manera que
la solidaridad conyugal.
Cuanto más nos remontamos en el pasado más se reduce la división del trabajo
sexual. La mujer de esos tiempos lejanos no era, en modo alguno, la débil
criatura que después ha llegado a ser con el progreso de la moralidad. Restos de
osamentas prehistóricas atestiguan que la diferencia entre la fuerza del hombre y
la de la mujer era en relación mucho más pequeña que hoy día lo es (7). Ahora
mismo todavía, en la infancia y hasta la pubertad, el esqueleto de ambos sexos
no difiere de una manera apreciable: los rasgos dominantes son, sobre todo,
femeninos. Si admitimos que el desenvolvimiento del individuo reproduce,
resumiéndolo, el de la especie, hay derecho a conjeturar que la misma homoge-
neidad se encuentra en los comienzos de la evolución humana, y a ver en la
forma femenina como una imagen aproximada de lo que originariamente era ese
tipo único y común, del que la variedad masculina se ha ido destacando poco a
poco. Viajeros hay que, por lo demás, nos cuentan que, en algunas tribus de
América del Sur, el hombre y la mujer presentan en la estructura y aspecto
general una semejanza que sobrepasa a todo lo que por otras partes se ve (8).
En fin, el Dr. Lebon ha podido establecer directamente y con una precisión
matemática esta semejanza original de los dos sexos por el órgano eminente de
la vida física y psíquica, el cerebro. Comparando un gran número de cráneos es-
cogidos en razas y sociedades diferentes, ha llegado a la conclusión siguiente:
"El volumen del cráneo del hombre y de la mujer, incluso cuando se comparan
sujetos de la misma edad, de igual talla e igual peso, presenta considerables
diferencias en favor del hombre, y esta desigualdad va igualmente en aumento
con la civilización, en forma que, desde el punto de vista de la masa cerebral y,
por consiguiente, de la inteligencia, la mujer tiende a diferenciarse cada vez más
del hombre. La diferencia que existe, por ejemplo, entre el término medio de
cráneos de varones y mujeres del París contemporáneo es casi el doble de la
observada entre los cráneos masculinos y femeninos del antiguo Egipto" (9). Un
antropólogo alemán, M. Bischoff, ha llegado en este punto a los mismos
resultados (10).
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Esas semejanzas anatómicas van acompañadas de semejanzas funcionales. En
esas mismas sociedades, en efecto, las funciones femeninas no se distinguen
claramente de las funciones masculinas; los dos sexos llevan, sobre poco más o
menos, la misma existencia. Todavía existe un gran número de pueblos salvajes
en que la mujer se mezcla en la vida política. Ello especialmente se observa en
las tribus indias de América, como las de los Iroqueses, los Natchez (11), en
Hawai, donde participa de mil maneras en la vida de los hombres (12), en Nueva
Zelanda, en Samoa. También se ve con frecuencia a las mujeres acompañar a
los hombres a la guerra, excitarlos al combate e incluso tomar en él una parte
muy activa. En Cuba, en el Dahomey, son tan guerreras como los hombres y se
baten al lado de ellos (13). Uno de los atributos que hoy en día distingue a la
mujer, la dulzura, no parece haberle correspondido primitivamente. Ya en
algunas especies animales la hembra se hace más bien notar por el carácter
contrario.
Por corto que este análisis resulte, basta para mostrar que este mecanismo no
es idéntico al que sirve de base a los sentimientos de simpatía cuya semejanza
es la fuente. Sin duda, no puede haber jamás solidaridad entre otro y nosotros,
salvo que la imagen de otro se une a la nuestra. Pero cuando la unión resulta de
la semejanza de dos imágenes, consiste entonces en una aglutinación. Las dos
representaciones se hacen solidarias porque siendo indistintas totalmente o en
parte, se confunden y no forman más que una, y no son solidarias sino en la
medida en que se confunden. Por el contrario, en los casos de división del
trabajo, se hallan fuera una de otra y no están ligadas sino porque son distintas.
Los sentimientos no deberían, pues, ser los mismos en los dos casos, ni las
relaciones sociales que de ellos se derivan.
III
¿Habrá quien vaya más lejos y sostenga que la solidaridad social no se halla
toda ella en esas manifestaciones sensibles? ¿Que éstas no la expresan sino en
parte e imperfectamente? ¿Que más allá del derecho y de la costumbre
encuéntrase el estado interno de que aquella procede y que para conocerla de
verdad es preciso llegar hasta ella misma y sin intermediario?—Pero no
podemos conocer científicamente las causas sino por los efectos que producen,
y, para mejor determinar la naturaleza, la ciencia no hace más que escoger entre
esos resultados aquellos que son más objetivos y se prestan mejor a la medida.
Estudia el calor al través de las variaciones de volumen que producen en los
cuerpos los cambios de temperatura, la electricidad a través de sus fenómenos
físico-químicos, la fuerza a través del movimiento. ¿Por qué ha de ser una
excepción la solidaridad social?
¿Qué subsiste de ella, además, una vez que se la despoja de sus formas
sociales? Lo que le proporciona sus caracteres específicos es la naturaleza del
grupo cuya unidad asegura; por eso varía según los tipos sociales. No es la
misma en el seno de la familia y en las sociedades políticas; no estamos ligados
a nuestra patria de la misma manera que el romano lo estaba a la ciudad o el
germano a su tribu. Puesto que esas diferencias obedecen a causas sociales, no
podemos hacernos cargo de ellas más que a través de las diferencias que
ofrecen los efectos sociales de la solidaridad. Si despreciamos, pues, estas
últimas, todas esas variedades no se pueden distinguirse y no podremos ya
percibir más que lo común a todas, a saber, la tendencia general a la
sociabilidad, tendencia que siempre es y en todas partes la misma, y que no está
54
ligada a ningún tipo social en particular. Pero este residuo no es más que una
abstracción, pues la sociabilidad en sí no se encuentra en parte alguna. Lo que
existe, y realmente vive, son las formas particulares de la solidaridad, la
solidaridad doméstica, la solidaridad profesional, la solidaridad nacional, la de
ayer, la de hoy, etc. Cada una tiene su naturaleza propia; por consiguiente, esas
generalidades no deberían, en todo caso, dar del fenómeno más que una
explicación muy incompleta, puesto que necesariamente dejan escapar lo que
hay de concreto y de vivo.
55
bastará comparar el número de reglas jurídicas que la expresan con el volumen
total del derecho.
Para este trabajo no podemos servirnos de las distinciones utilizadas por los
juristas. Imaginadas con un fin práctico, serán muy cómodas desde ese punto de
vista, mas la ciencia no puede contentarse con tales clasificaciones empíricas y
aproximadas. La más extendida es la que divide el derecho en derecho público y
derecho privado; el primero tiene por misión regular las relaciones entre el
individuo y el Estado, el segundo, las de los individuos entre sí. Pero cuando se
intenta encajar bien esos términos, la línea divisoria, que parecía tan clara a
primera vista, se desvanece. Todo el derecho es privado en el sentido de que
siempre y en todas partes se trata de individuos, que son los que actúan; pero,
sobre todo, todo el derecho es público en el sentido de ser una función social, y
de ser todos los individuos, aunque a título diverso, funcionarios de la sociedad.
Las funciones maritales, paternas, etc., no están delimitadas ni organizadas de
manera diferente a como lo están las funciones ministeriales y legislativas, y no
sin razón el derecho romano calificaba la tutela de munus publicum. ¿Qué es,
por lo demás, el Estado? ¿Dónde comienza y donde termina? Bien sabemos
cuánto se discute la cuestión; no es científico apoyar una clasificación
fundamental sobre una noción tan obscura y poco analizada.
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procesal, el derecho administrativo y constitucional, abstracción hecha de las
reglas penales que en éstos puedan encontrarse.
NOTAS
(3) Puesto que se halla en antagonismo con una regla moral. (Ver Introducción.)
(8) Ver Spencer, Essais scientifiques, trad. fran., París, Alcan, página 300.
-Waitz, en su Anthropologié der Naturvölker, I, 76, da cuenta de muchos hechos
de la misma clase.
57
(15) Véase principalmente Smith, Marriage and Kinship in Early Arabia.
Cambridge, 1885, pág. 67.
CAPITULO II
Hay, sin duda, crímenes de especies diferentes; pero entre todas esas especies
hay, con no menos seguridad, algo de común. La prueba está en que la reacción
que determinan por parte de la sociedad, a saber, la pena, salvo las diferencias
de grado, es siempre y por todas partes la misma. La unidad del efecto nos
revela la unidad de la causa. No solamente entre todos los crímenes previstos
por la legislación de una sola y única sociedad, sino también entre todos aquellos
que han sido y están reconocidos y castigados en los diferentes tipos sociales,
existen seguramente semejanzas esenciales. Por diferentes que a primera vista
parezcan los actos así calificados, es imposible que no posean algún fondo
común. Afectan en todas partes de la misma manera la conciencia moral de las
naciones y producen en todas partes la misma consecuencia. Todos son
crímenes, es decir, actos reprimidos con castigos definidos. Ahora bien, las
propiedades esenciales de una cosa son aquellas que se observan por todas
partes donde esta cosa existe y que sólo a ella pertenecen. Si queremos, pues,
saber en qué consiste esencialmente el crimen, es preciso desentrañar los
rasgos comunes que aparecen en todas las variedades criminológicas de los
diferentes tipos sociales. No hay que prescindir de ninguna. Las concepciones
jurídicas de las sociedades más inferiores no son menos dignas de interés que
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las de las sociedades más elevadas; constituyen hechos igualmente instructivos.
Hacer de ellas abstracción sería exponernos a ver la esencia del crimen allí
donde no existe. El biólogo habría dado una definición muy inexacta de los
fenómenos vitales si hubiera desdeñado la observación de los seres
monocelulares; de la sola contemplación de los organismos y, sobre todo, de los
organismos superiores, habría sacado la conclusión errónea de que la vida
consiste esencialmente en la organización.
¿Se dirá, modificándola, que los actos criminales son aquellos que parecen
perjudiciales a la sociedad que los reprime? ¿Que las reglas penales son
manifestación, no de las condiciones esenciales a la vida social, sino de las que
parecen tales al grupo que las observa? Semejante explicación nada explica,
pues no nos enseña por qué en un gran número de casos las sociedades se han
equivocado y han impuesto prácticas que, por sí mismas, no eran ni útiles
siquiera.
Sin embargo, esta última teoría no deja de tener cierto fundamento; con razón
busca en ciertos estados del sujeto las condiciones constitutivas de la
criminalidad. En efecto, la única característica común a todos los crímenes es la
de que consisten—salvo algunas excepciones aparentes que más adelante se
examinarán—en actos universalmente reprobados por los miembros de cada
sociedad. Se pregunta hoy día si esta reprobación es racional y si no sería más
cuerdo ver en el crimen una enfermedad o un yerro. Pero no tenemos por qué
entrar en esas discusiones; buscamos el determinar lo que es o ha sido, no lo
que debe ser. Ahora bien, la realidad del hecho que acabamos de exponer no
ofrece duda; es decir, que el crimen hiere sentimientos que, para un mismo tipo
social, se encuentran en todas las conciencias sanas.
63
Una observación última es necesaria todavía para que nuestra definición sea
exacta. Si, en general, los sentimientos que protegen las sensaciones
simplemente morales, es decir, difusas, son menos intensos y menos
sólidamente organizados que aquellos que protegen las penas propiamente
dichas, hay, sin embargo, excepciones. Así, no existe razón alguna para admitir
que la piedad filial media, o también las formas elementales de la compasión por
las miserias más visibles, constituyan hoy día sentimientos más superficiales que
el respeto por la propiedad o la autoridad pública; sin embargo, al mal hijo y al
egoísta, incluso al más empedernido, no se les trata como criminales. No basta,
pues, con que los sentimientos sean fuertes, es necesario que sean precisos. En
efecto, cada uno de ellos afecta a una práctica muy definida. Esta práctica puede
ser simple o compleja, positiva o negativa, es decir, consistir en una acción o en
una abstención, pero siempre determinada. Se trata de hacer o de no hacer esto
u lo otro, de no matar, de no herir, de pronunciar tal fórmula, de cumplir tal rito,
etc. Por el contrario, los sentimientos como el amor filial o la caridad son
aspiraciones vagas hacia objetos muy generales. Así, las reglas penales se
distinguen por su claridad y su precisión, mientras que las reglas puramente
morales tienen generalmente algo de fluctuantes. Su naturaleza indecisa hace
incluso que, con frecuencia, sea difícil darlas en una fórmula definida. Podemos
sin inconveniente decir, de una manera muy general, que se debe trabajar, que
se debe tener piedad de otro, etc., pero no podemos fijar de qué manera ni en
qué medida. Hay lugar aquí, por tanto, para variaciones y matices. Al contrario,
por estar determinados los sentimientos que encarnan las reglas penales,
poseen una mayor uniformidad; como no se les puede entender de maneras
diferentes, son en todas partes los mismos.
Hay, pues, que venir siempre a esta última; toda la criminalidad procede, directa
o indirectamente, de ella. El crimen no es sólo una lesión de intereses, incluso
graves, es una ofensa contra una autoridad en cierto modo transcendente. Ahora
bien, experimentalmente, no hay fuerza moral superior al individuo, como no sea
la fuerza colectiva.
II
Mas, para que haya derecho a distinguir tan radicalmente esas dos clases de
penas, no basta comprobar su empleo en vista de fines diferentes. La naturaleza
de una práctica no cambia necesariamente porque las intenciones conscientes
de aquellos que la aplican se modifiquen. Pudo, en efecto, haber desempeñado
otra vez el mismo papel, sin que se hubieran apercibido. En ese caso, ¿en razón
a qué había de transformarse sólo por el hecho de que se da mejor cuenta de los
efectos que produce? Se adapta a las nuevas condiciones de existencia que le
han sido proporcionadas sin cambios esenciales. Tal es lo que sucede con la
pena.
Hay, sobre todo, una pena en la que ese carácter pasional se manifiesta más
que en otras; trátase de la vergüenza, de la infamia que acompaña a la mayor
parte de las penas y que crece al compás de ellas. Con frecuencia no sirve para
nada. ¿A qué viene el deshonrar a un hombre que no debe ya vivir más en la
sociedad de sus semejantes y que, a mayor abundamiento, ha probado con su
conducta que las amenazas más tremendas no bastarían a intimidarle? El
deshonor se comprende cuando no hay otra pena, o bien como complemento de
una pena material benigna; en el caso contrario, se castiga por partida doble.
Cabe incluso decir que la sociedad no recurre a los castigos legales sino cuando
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los otros son insuficientes, pero, ¿por qué mantenerlos entonces? Constituyen
una especie de suplicio suplementario y sin finalidad, o que no puede tener otra
causa que la necesidad de compensar el mal por el mal. Son un producto de
sentimientos instintivos, irresistibles, que alcanzan con frecuencia a inocentes;
así ocurre que el lugar del crimen, los instrumentos que han servido para
cometerlo, los parientes del culpable participan a veces del oprobio con que
castigamos a este último. Ahora bien, las causas que determinan esta represión
difusa son también las de la represión organizada que acompaña a la primera.
Basta, además, con ver en los tribunales cómo funciona la pena para reconocer
que el impulso es pasional por completo; pues a las pasiones es a quienes se
dirige el magistrado que persigue y el abogado que defiende. Este busca excitar
la simpatía por el culpable, aquél, despertar los sentimientos sociales que ha
herido el acto criminal, y bajo la influencia de esas pasiones contrarias el juez se
pronuncia.
Todo el mundo sabe que es la sociedad la que castiga; pero podría suceder que
no fuese por su cuenta. Lo que pone fuera de duda el carácter social de la pena
es que, una vez pronunciada, no puede levantarse sino por el Gobierno en
nombre de la sociedad. Si ella fuera tan sólo una satisfacción concedida a los
particulares, éstos serían siempre dueños de rebajarla: no se concibe un
privilegio impuesto y al que el beneficiario no puede renunciar. Si únicamente la
sociedad puede disponer la represión, es que es ella la afectada, aun cuando
también lo sean los individuos, y el atentado dirigido contra ella es el que la pena
reprime.
Sin embargo, se pueden citar los casos en que la ejecución de la pena depende
de la voluntad de los particulares. En Roma, ciertos delitos se castigaban con
una multa en provecho de la parte lesionada, la cual podía renunciar a ella o
hacerla objeto de una transacción: tal ocurría con el robo no exteriorizado, la
rapiña, la injuria, el daño causado injustamente (18). Esos delitos, que suelen
llamarse privados (delicta privata), se oponían a los crímenes propiamente
dichos, cuya represión se hacía a nombre de la ciudad. Se encuentra la misma
distinción entre los griegos, entre los hebreos (19). En los pueblos más primitivos
la pena parece ser, a veces, cosa más privada aún, como tiende a probarlo el
empleo de la vendetta. Esas sociedades están compuestas de agregados
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elementales, de naturaleza casi familiar, y que se han designado con la cómoda
expresión de clans. Ahora bien, cuando un atentado se comete por uno o varios
miembros de un clan contra otro, es este último el que castiga por sí mismo la
ofensa sufrida (20). Lo que más aumenta, al menos en apariencia, la importancia
de esos hechos desde el punto de vista de la doctrina, es el haber sostenido con
frecuencia que la vendetta había sido primitivamente la única forma de la pena;
había, pues, consistido ésta, antes que nada, en actos de venganza privada.
Pero entonces, si hoy la sociedad se encuentra armada con el derecho de
castigar, no podrá esto ser, parécenos, sino en virtud de una especie de
delegación de los individuos. No es más que su mandatario. Son los intereses de
éstos últimos los que la sociedad en su lugar gestiona, probablemente porque los
gestiona mejor, pero no son los suyos propios. Al principio se vengaban ellos
mismos: ahora es ella quien los venga; pero como el derecho penal no puede
haber cambiado de naturaleza a consecuencia de esa simple transmisión, nada
tendrá entonces de propiamente social. Si la sociedad parece desempeñar aquí
un papel preponderante, sólo es en sustitución de los individuos.
Pero, por muy extendida que esté tal teoría, es contraria a los hechos mejor
establecidos. No se puede citar una sola sociedad en que la vendetta haya sido
la forma primitiva de la pena. Por el contrario, es indudable que el derecho penal
en su origen era esencialmente religioso. Es un hecho evidente para la India,
para Judea, porque el derecho que allí se practicaba se consideraba revelado
(21). En Egipto, los diez libros de Hermes, que contenían el derecho criminal con
todas las demás leyes relativas al gobierno del Estado, se llamaban
sacerdotales, y Elien afirma que, desde muy antiguo, los sacerdotes egipcios
ejercieron el poder judicial (22). Lo mismo ocurría en la antigua Germania (23).
En Grecia la justicia era considerada como una emanación de Júpiter, y el
sentimiento como una venganza del dios (24). En Roma, los orígenes religiosos
del derecho penal se han siempre manifestado en tradiciones antiguas (25), en
prácticas arcaicas que subsistieron hasta muy tarde y en la terminología jurídica
misma (26). Ahora bien, la religión es una cosa esencialmente social. Lejos de
perseguir fines individuales, ejerce sobre el individuo una presión en todo
momento. Le obliga a prácticas que le molestan, a sacrificios, pequeños o
grandes, que le cuestan. Debe tomar de sus bienes las ofrendas que está
obligado a presentar a la divinidad; debe destinar del tiempo que dedica a sus
trabajos o a sus distracciones los momentos necesarios para el cumplimiento de
los ritos; debe imponerse toda una especie de privaciones que se le mandan,
renunciar incluso a la vida si los dioses se lo ordenan. La vida religiosa es
completamente de abnegación y de desinterés. Si , pues, el derecho criminal era
primitivamente un derecho religioso, se puede estar seguro que los intereses que
sirve son sociales. Son sus propias ofensas las que los dioses vengan con la
pena y no las de los particulares; ahora bien, las ofensas contra los dioses son
ofensas contra la sociedad.
Así, en las sociedades inferiores, los delitos más numerosos son los que
lesionan la cosa pública: delitos contra la religión, contra las costumbres, contra
la autoridad, etc. No hay más que ver en la Biblia, en el Código de Manú, en los
72
monumentos que nos quedan del viejo derecho egipcio, el lugar relativamente
pequeño dedicado a prescripciones protectoras de los individuos, y, por el
contrario, el desenvolvimiento abundantísimo de la legislación represiva sobre
las diferentes formas del sacrilegio, las faltas a los diversos deberes religiosos, a
las exigencias del ceremonial, etc. (27). A la vez, esos crímenes son los más
severamente castigados. Entre los judíos, los atentados más abominables son
los atentados contra la religión (28). Entre los antiguos germanos sólo dos
crímenes se castigaban con la muerte, según Tácito: eran la traición y la
deserción (29). Según Confucio y Meng-Tseu, la impiedad constituye una falta
más grave que el asesinato (30). En Egipto el menor sacrilegio se castigaba con
la muerte (31). En Roma, a la cabeza en la escala de los crímenes, se encuentra
el crimen perduellionis (32).
Mas entonces, ¿qué significan esas penas privadas de las que antes poníamos
ejemplos? Tienen una naturaleza mixta y poseen a la vez sanción represiva y
sanción restitutiva. Así el delito privado del derecho romano representa una
especie de término medio entre el crimen propiamente dicho y la lesión
puramente civil. Hay rasgos del uno y del otro y flota en los confines de ambos
dominios. Es un delito en el sentido de que la sanción fijada por la ley no
consiste simplemente en poner las cosas en su estado: el delincuente no está
sólo obligado a reparar el mal causado, sino que encima debe además alguna
cosa, una expiación. Sin embargo, no es completamente un delito, porque, si la
sociedad es quien pronuncia la pena, no es dueña de aplicarla. Trátase de un
derecho que aquélla confiere a la parte lesionada, la cual dispone libremente
(33). De igual manera, la vendetta, evidentemente, es un castigo que la sociedad
reconoce como legítimo, pero que deja a los particulares el cuidado de infligir.
Estos hechos no hacen, pues, más que confirmar lo que hemos dicho sobre la
naturaleza de la penalidad. Si esta especie de sanción intermedia es, en parte,
una cosa privada, en la misma medida, no es una pena. El carácter penal hállase
tanto menos pronunciado cuanto el carácter social se encuentra más difuso, y a
la inversa. La venganza privada no es, pues, el prototipo de la pena; al contrario,
no es más que una pena imperfecta. Lejos de haber sido los atentados contra las
personas los primeros que fueron reprimidos, en el origen tan sólo se hallaban
en el umbral del derecho penal. No se han elevado en la escala de la
criminalidad sino a medida que la sociedad más se ha ido resistiendo a ellos, y
esta operación, que no tenemos por qué describir, no se ha reducido,
ciertamente, a una simple transferencia. Todo lo contrario, la historia de esta
penalidad no es más que una serie continua de usurpaciones de la sociedad
sobre el individuo o más bien sobre los grupos elementales que encierra en su
seno, y el resultado de esas usurpaciones es ir poniendo, cada vez más, en el
lugar del derecho de los particulares el de la sociedad. (34)
73
Cuando se piensa en el derecho penal tal como funciona en nuestras sociedades
actuales, represéntase uno un código en el que penas muy definidas hállanse
ligadas a crímenes igualmente muy definidos. El juez dispone, sin duda, de una
cierta libertad para aplicar a cada caso particular esas disposiciones generales;
pero, dentro de estas líneas esenciales, la pena se halla predeterminada para
cada categoría de actos defectuosos. Esa organización tan sabia no es, sin
embargo, constitutiva de la pena, pues hay muchas sociedades en que la pena
existe sin que se haya fijado por adelantado. En la Biblia se encuentran
numerosas prohibiciones que son tan imperativas como sea posible y que, no
obstante, no se encuentran sancionadas por ningún castigo expresamente for-
mulado. Su carácter penal no ofrece duda, pues si los textos son mudos en
cuanto a la pena, expresan al mismo tiempo por el acto prohibido un horror tal
que no se puede ni por un instante sospechar que hayan quedado sin castigo
(35). Hay, pues, motivo para creer que ese silencio de la ley viene simplemente
de que la represión no está determinada. Y, en efecto, muchos pasajes del
Pentateuco nos enseñan que había actos cuyo valor criminal era indiscutible y
con relación a los cuales la pena no estaba establecida sino por el juez que la
aplicaba. La sociedad sabía bien que se encontraba en presencia de un crimen;
pero la sanción penal que al mismo debía ligarse no estaba todavía definida (36).
Además, incluso entre las penas que el legislador enuncia, hay muchas que no
se especifican con precisión. Así, sabemos que había diferentes clases de
suplicios a los cuales no se consideraba a un mismo nivel, y, por consiguiente,
en multitud de casos los textos no hablaban más que de la muerte de una
manera general, sin decir qué género de muerte se les debería aplicar. Según
Sumner Maine, ocurría lo mismo en la Roma primitiva: los crimina eran
perseguidos ante la asamblea del pueblo, que fijaba soberanamente la pena
mediante una ley, al mismo tiempo que establecía la realidad del hecho
incriminado (37).
Por último, hasta el siglo XVI inclusive, el principio general de la penalidad "era
que la aplicación se dejaba al arbitrio del juez, arbitrio et officio judicis.
Solamente no le está permitido al juez inventar penas distintas de las usuales"
(38). Otro efecto de este poder del juez consistía en que dependiera enteramente
de su apreciación el crear figuras de delito, con lo cual la calificación del acto
criminal quedaba siempre indeterminada (39).
Ahora bien, la definición que hemos dado del crimen da cuenta con claridad de
todos esos caracteres de la pena.
III
Entre las causas que producen ese resultado hay que poner en primera línea la
representación de un estado contrario. Una representación no es, en efecto, una
simple imagen de la realidad, una sombra inerte proyectada en nosotros por las
cosas; es una fuerza que suscita en su alrededor un torbellino de fenómenos
orgánicos y físicos. No sólo la corriente nerviosa que acompaña a la formación
de la idea irradia en los centros corticales en torno al punto en que ha tenido
lugar el nacimiento y pasa de un plexus al otro, sino que repercute en los centros
motores, donde determina movimientos, en los centros sensoriales, donde
despierta imágenes; excita a veces comienzos de ilusiones y puede incluso
afectar a funciones vegetativas (40); esta resonancia es tanto más de tener en
cuenta cuanto que la representación es ella misma más intensa, que el elemento
emocional está más desenvuelto. Así la representación de un sentimiento
contrario al nuestro actúa en nosotros en el mismo sentido y de la misma manera
que el sentimiento que sustituye; es como si él mismo hubiera entrado en
nuestra conciencia. Tiene en efecto, las mismas afinidades, aunque menos
vivas; tiende a despertar las mismas ideas , los mismos movimientos, las mismas
emociones. Opone, pues, una resistencia al juego de nuestros sentimientos
personales, y, por consecuencia, lo debilita, atrayendo en una dirección contraria
toda una parte de nuestra energía. Es como si una fuerza extraña se hubiera
introducido en nosotros en forma que desconcertare el libre funcionamiento de
nuestra vida física. He aquí por qué una convicción opuesta a la nuestra no
puede manifestarse ante nosotros sin perturbarnos; y es que, de un solo golpe,
penetra en nosotros y, hallándose en antagonismo con todo lo que encuentra,
determina verdaderos desórdenes. Sin duda que, mientras el conflicto estalla
sólo entre ideas abstractas, no es muy doloroso, porque no es muy profundo. La
75
región de esas ideas es a la vez la más elevada y la más superficial de la
conciencia, y los cambios que en ella sobrevienen, no teniendo repercusiones
extensas, no nos afectan sino débilmente. Pero, cuando se trata de una creencia
que nos es querida, no permitimos, o no podemos permitir, que se ponga
impunemente mano en ella. Toda ofensa dirigida contra la misma suscita una
reacción emocional, más o menos violenta, que se vuelve contra el ofensor. Nos
encolerizamos, nos indignamos con él, le queremos mal, y los sentimientos así
suscitados no pueden traducirse en actos; le huimos, le tenemos a distancia, le
desterramos de nuestra sociedad, etc.
Ahora bien, sabido es el grado de energía que puede adquirir una creencia o un
sentimiento sólo por el hecho de ser sentido por una misma comunidad de
hombres, en relación unos con otros; las causas de ese fenómeno son hoy día
bien conocidas (41). De igual manera que los estados de conciencia contrarios
se debilitan recíprocamente, los estados de conciencia idénticos,
intercambiándose, se refuerzan unos a otros. Mientras los primeros se sostienen,
los segundos se adicionan. Si alguno expresa ante nosotros una idea que era ya
76
nuestra, la representación que nos formamos viene a agregarse a nuestra propia
idea, se superpone a ella, se confunde con ella, le comunica lo que tiene de
vitalidad; de esta fusión surge una nueva idea que absorbe las precedentes y
que, como consecuencia, es más viva que cada una de ellas tomada
aisladamente. He aquí por qué, en las asambleas numerosas, una emoción
puede adquirir una tal violencia; es que la vivacidad con que se produce en cada
conciencia se refleja en las otras. No es ya ni necesario que experimentemos por
nosotros mismos, en virtud sólo de nuestra naturaleza individual, un sentimiento
colectivo para que adquiera en nosotros una intensidad semejante, pues lo que
le agregamos es, en suma, bien poca cosa. Basta con que no seamos un terreno
muy refractario para que, penetrando del exterior con la fuerza que desde sus
orígenes posee, se imponga a nosotros. Si, pues, los sentimientos que ofende el
crimen son, en el seno de una misma sociedad, los más universalmente
colectivos que puede haber; si, pues, son incluso estados particularmente fuertes
de la conciencia común, es imposible que toleren la contradicción. Sobre todo si
esta contradicción no es puramente teórica, si se afirma, no sólo con palabras,
sino con actos, como entonces llega a su maximum, no podemos dejar de
resistirnos contra ella con pasión. Un simple poner las cosas en la situación de
orden perturbada no nos basta: necesitamos una satisfacción más violenta. La
fuerza contra la cual el crimen viene a chocar es demasiado intensa para
reaccionar con tanta moderación. No lo podría hacer, además, sin debilitarse, ya
que, gracias a la intensidad de la reacción, se rehace y se mantiene en el mismo
grado de energía.
Puede así explicarse una característica de esta reacción, que con frecuencia se
ha señalado como irracional. Es indudable que en el fondo de la noción de
expiación existe la idea de una satisfacción concedida a algún poder, real o ideal,
superior a nosotros. Cuando reclamamos la represión del crimen no somos
nosotros los que nos queremos personalmente vengar, sino algo ya consagrado
que más o menos confusamente sentimos fuera y por encima de nosotros. Esta
cosa la concebimos de diferentes maneras, según los tiempos y medios; a veces
es una simple idea, como la moral, el deber; con frecuencia nos la
representamos bajo la forma de uno o de varios seres concretos: los
antepasados, la divinidad. He aquí por qué el derecho penal, no sólo es
esencialmente religioso en su origen, sino que siempre guarda una cierta señal
todavía de religiosidad: es que los actos que castiga parece como si fueran
atentados contra alguna cosa transcendental, ser o concepto. Por esta misma
razón nos explicamos a nosotros mismos cómo nos parecen reclamar una
sanción superior a la simple reparación con que nos contentamos en el orden de
los intereses puramente humanos.
Por otra parte, se comprende que la reacción penal no sea uniforme en todos los
casos, puesto que las emociones que la determinan no son siempre las mismas.
En efecto, son más o menos vivas según la vivacidad del sentimiento herido y
también según la gravedad de la ofensa sufrida. Un estado fuerte reacciona más
que un estado débil, y dos estados de la misma intensidad reaccionan
desigualmente, según que han sido o no más o menos violentamente
contradichos. Esas variaciones se producen necesariamente, y además son
útiles, pues es bueno que el llamamiento de fuerzas se halle en relación con la
importancia del peligro. Demasiado débil, sería insuficiente; demasiado violento,
sería una pérdida inútil. Puesto que la gravedad del acto criminal varía en función
a los mismos factores, la proporcionalidad que por todas partes se observa entre
el crimen y el castigo se establece, pues, con una espontaneidad mecánica, sin
que sea necesario hacer cómputos complicados para calcularla. Lo que hace la
graduación de los crímenes es también lo que hace la de las penas; las dos
escalas no pueden, por consiguiente, dejar de corresponderse, y esta
correspondencia, para ser necesaria, no deja al mismo tiempo de ser útil.
Sólo ella, por lo demás, puede servir para algo. En efecto, los sentimientos que
están en juego sacan toda su fuerza del hecho de ser comunes a todo el mundo;
son enérgicos porque son indiscutidos. El respeto particular de que son objeto se
debe al hecho de ser universalmente respetados. Ahora bien, el crimen no es
posible como ese respeto no sea verdaderamente universal; por consecuencia,
supone que no son absolutamente colectivos y corta esa unanimidad origen de
su autoridad. Si, pues, cuando se produce, las conciencias que hiere no se
unieran para testimoniarse las unas a las otras que permanecen en comunidad,
que ese caso particular es una anomalía, a la larga podrían sufrir un quebranto.
Es preciso que se reconforten, asegurándose mutuamente que están siempre
unidas; el único medio para esto es que reaccionen en común. En una palabra,
puesto que es la conciencia común la que ha sufrido el atentado, es preciso que
sea ella la que resista, y, por consiguiente, que la resistencia sea colectiva.
IV
81
social, e imponiéndonos el respeto hacia el símbolo que expresa y resume esas
semejanzas al mismo tiempo que las garantiza.
Así se explica que existieran actos que hayan sido con frecuencia reputados de
criminales y, como tales, castigados sin que, por sí mismos, fueran perjudiciales
para la sociedad. En efecto, al igual que el tipo individual, el tipo colectivo se ha
formado bajo el imperio de causas muy diversas e incluso de encuentros
fortuitos. Producto del desenvolvimiento histórico, lleva la señal de las
circunstancias de toda especie que la sociedad ha atravesado en su historia.
Sería milagroso que todo lo que en ella se encuentra estuviere ajustado a algún
fin útil; no cabe que hayan dejado de introducirse en la misma elementos más o
menos numerosos que no tienen relación alguna con la utilidad social. Entre las
inclinaciones, las tendencias que el individuo ha recibido de sus antepasados o
que él se ha formado en el transcurso del tiempo, muchas, indudablemente, no
sirven para nada, o cuestan más de lo que proporcionan. Sin duda que en su
mayoría no son perjudiciales, puesto que el ser, en esas condiciones, no podría
vivir; pero hay algunas que se mantienen sin ser útiles, e incluso aquellas cuyos
servicios ofrecen menos duda tienen con frecuencia una intensidad que no se
halla en relación con su utilidad, porque, en parte, les viene de otras causas. Lo
mismo ocurre con las pasiones colectivas. Todos los actos que las hieren no son,
pues, peligrosos en sí mismos o, cuando menos, no son tan peligrosos como son
reprobados. Sin embargo, la reprobación de que son objeto no deja de tener una
razón de ser, pues, sea cual fuere el origen de esos sentimientos, una vez que
forman parte del tipo colectivo, y sobre todo si son elementos esenciales del
mismo, todo lo que contribuye a quebrantarlos quebranta a la vez la cohesión
social y compromete a la sociedad. Su nacimiento no reportaba ninguna utilidad;
pero, una vez que ya se sostienen, se hace necesario que persistan a pesar de
su irracionalidad. He aquí por qué es bueno, en general, que los actos que les
ofenden no sean tolerados. No cabe duda que, razonando abstractamente, se
puede muy bien demostrar que no hay razón para que una sociedad prohiba el
comer determinada carne, en sí misma inofensiva. Pero, una vez que el horror
por ese alimento se ha convertido en parte integrante de la conciencia común, no
puede desaparecer sin que el lazo social se afloje, y eso es precisamente lo que
las conciencias sanas sienten de una manera vaga (45).
De este capítulo resulta que existe una solidaridad social que procede de que un
cierto número de estados de conciencia son comunes a todos los miembros de la
misma sociedad. Es la que, de una manera material, representa el derecho
represivo, al menos en lo que tiene de esencial. La parte que ocupa en la
integración general de la sociedad depende, evidentemente, de la extensión
mayor o menor de la vida social que abarque y reglamente la conciencia común.
Cuanto más relaciones diversas haya en las que esta última haga sentir su
acción, más lazos crea también que unan el individuo al grupo; y más, por
consiguiente, deriva la cohesión social de esta causa y lleva su marca. Pero, de
otra parte, el número de esas relaciones es proporcional al de las reglas
represivas; determinando qué fracción del edificio jurídico representa al derecho
penal, calcularemos, pues, al mismo tiempo, la importancia relativa de esta
solidaridad. Es verdad que, al proceder de tal manera, no tendremos en cuenta
ciertos elementos de la conciencia colectiva, que, a causa de su menor energía o
de su indeterminación, permanecen extraños al derecho represivo, aun cuando
contribuyan a asegurar la armonía social; son aquellos que protegen penas
simplemente difusas. Lo mismo sucede en las otras partes del derecho. No
existe ninguna que no venga a ser completada por las costumbres, y, como no
hay razón para suponer que la relación entre el derecho y las costumbres no sea
83
la misma en sus diferentes esferas, esta eliminación no hace que corran peligro
de alterarse los resultados de nuestra comparación.
NOTAS
(1) Es el método seguido por Garófalo. Parece, sin duda, renunciar a él cuando
reconoce la imposibilidad de hacer una lista de hechos universalmente
castigados (Criminalogie, pág. 5), lo que, por lo demás, es excesivo. Pero al fin lo
acepta puesto que, en definitiva, para él el crimen natural es el que hiere los
sentimientos que son en todas partes la base del derecho penal, es decir, la
parte invariable del sentido moral, y sólo ella. Mas, ¿por qué el crimen que hiere
algún sentimiento particular en ciertos tipos sociales ha de ser menos crimen que
los otros? Así Garófalo se ve llevado a negar el carácter de crimen a actos que
han sido universalmente rechazados como criminales en ciertas especies
sociales y, por consiguiente, a estrechar artificialmente los cuadros de la
criminalidad. Resulta que su noción del crimen es singularmente incompleta. Es
también muy fluctuante, pues el autor no hace entrar en sus comparaciones a
todos los tipos sociales, sino que excluye un gran número que trata de
anormales. Cabe decir de un hecho social que es anormal con relación al tipo de
la especie, pero una especie no podrá ser anormal. Son dos palabras que
protestan de verse acopladas. Por interesante que sea el esfuerzo de Garófalo
para llegar a una noción científica del delito, no está hecho con un método
suficientemente exacto y preciso. La expresión de delito natural que utiliza, bien
lo muestra. ¿Es que no son naturales todos los delitos? Tal vez en esto haya una
nueva manifestación de la doctrina de Spencer, para quien la vida social no es
verdaderamente natural más que en las sociedades industriales.
Desgraciadamente, nada hay más falso.
(2) No vemos la razón científica que Garófalo tiene para decir que los
sentimientos morales actualmente adquiridos por la parte civilizada de la
84
humanidad constituyen una moral "no susceptible de pérdida, sino de un
desenvolvimiento siempre creciente" (pág. 9). ¿Qué es lo que permite que se
pueda señalar de esa manera un límite a los cambios que se hagan en un
sentido o en otro?
(3) Cf. Binding, Die Normen und ihre Uebertretung, Leipzig, 1872, I, 6 y
siguientes.
(4) Las únicas excepciones verdaderas a esta particularidad del derecho penal
se producen cuando es un acto de autoridad pública el que crea el delito. En ese
caso el deber es generalmente definido, independientemente de la sanción; más
adelante puede darse uno cuenta de la causa de esta excepción.
(6) Cf. Walter, Histoire de la procedure civile et du droit criminel chez les
Romains, trad. franc., párrafo 829; Rein, Criminalrecht der Rœmer, pág. 63.
(9) La confusión no deja de tener peligro. Así vemos que algunas veces se
pregunta si la conciencia individual varía o no como la conciencia colectiva; todo
depende del sentido que se dé a la palabra. Si representa similitudes sociales, la
relación de variación es inversa, según veremos, si designa toda la vida psíquica
de la sociedad, la relación es directa. Es, pues, necesario distinguir.
(11) No hay más que ver cómo Garófalo distingue los que él llama verdaderos
crímenes (pág. 45) de los otros; se trata de una apreciación personal que no
descansa sobre ninguna característica objetiva.
(12) Por lo demás, cuando la multa es toda la pena, como no es más que una
reparación cuyo importe es fijo, el acto se halla en los límites del derecho penal y
del derecho restitutivo.
(14) Por ejemplo, el cuchillo que ha servido para perpetrar el crimen.— Véase
Post, Bausteine für eine allgemeine Rechfswinssenchaft, I, 230-231.
85
(15) Véase Exodo, XX, 4 y 5; Deuteronomio, XII, 12-18; Thonissen, Etu des sur
l'histoire du droit criminel, 1, 70 y 178 y sigs.
(17) Tal es, además, lo que reconocen incluso aquellos que encuentran
incomprensible la idea de la expiación; pues su conclusión es que, para ser
puesta en armonía con su doctrina, la concepción tradicional de la pena debería
transformarse totalmente de arriba a abajo. Es que descansa, y ha descansado
siempre, sobre el principio que combaten. (Véase Fouillé, Science sociale, págs.
307 y sigs.).
(20) Ver especialmente Morgan, Ancient Society, Londres, 1870, página 76.
(21) En Judea, los jueces no eran sacerdotes, pero todo juez era el
representante de Dios, el hombre de Dios (Deuter., 1, 17; Éxodo, XXII, 28). En la
India era el rey quien juzgaba, pero esta función era mirada como esencialmente
religiosa (Manú, VIII, v, 303-311).
(24) "Es el hijo de Saturno, dice Hesiodo, el que ha dado a los hombres la
justicia." (Travaux et Fours, V, 279 y 280, edición Didot.). «Cuando los mortales
se entregan... a las acciones viciosas, Júpiter, a la larga, les infligirá un rápido
castigo" (Ibid.. 266. Cons. Iliada, XVI, 384 y siguientes.)
(33) Sin embargo, lo que acentúa el carácter penal del delito privado es que lleva
la infamia, verdadera pena pública (ver Rein, ob. cit., pág. 916, y Bouvy, De
l´infamie en droit romain, París, 1884, 35).
(36) Habían encontrado un hombre recogiendo leña el día del sábado: «Aquellos
que lo encontraron lo llevaron a Moisés y a Aaron y a toda la asamblea y le
metieron en prisión, pues no habían todavía declarado lo que debían hacerle»
(Números, XV, 32 36). Además, se trata de un hombre que había blasfemado el
nombre de Dios. Los asistentes le detienen, pero no saben cómo debe ser
tratado. Moisés mismo ignora y va a consultar al Eterno (Lev., XXIV, 12-16).
(38) Du Boys, Histoire du droit criminel des peuples modernes, VI, II.
(43) Ver Thonissen, Etudes, etc., II, págs. 30 y 232,—Los testigos del crimen
gozaban a veces un papel preponderante en la ejecución.
(45) No quiere esto decir que sea preciso, a pesar de todo, conservar una regla
penal porque, en un momento dado, haya correspondido a algún sentimiento
colectivo. No tiene razón de ser, como este último no se encuentre vivo y
enérgico todavía. Si ha desaparecido o se ha debilitado, nada más vano, e
incluso nada mas perjudicial, que intentar mantenerlo artificialmente y por fuerza.
Puede incluso suceder que sea preciso combatir una práctica que haya sido
87
común, pero que ya no lo es y se opone al establecimiento de prácticas nuevas y
necesarias. Pero no tenemos para qué entrar en esta cuestión de casuística.
(46) Al decir que la pena, tal como ella es, tiene una razón de ser, no queremos
decir que sea perfecta y que no se pueda mejorar. Por el contrario, es a todas
luces evidente que, siendo producida por causas en gran parte completamente
mecánicas, no se puede hallar sino muy imperfectamente ajustada al papel que
desempeña. Sólo se trata de una justificación global.
CAPITULO III
El faltar a esas reglas ni siquiera se castiga con una pena difusa. El litigante que
ha perdido su proceso no está deshonrado, su honor no está manchado.
Podemos incluso imaginar que esas reglas sean otras de las que son, sin que
88
esto nos irrite. La idea de que el homicidio pueda ser tolerado nos subleva, pero
aceptamos sin inconveniente alguno que se modifique el derecho sucesorio y
muchos hasta conciben que pueda ser suprimido. Se trata de una cuestión que
no rehuimos discutir. Admitimos incluso sin esfuerzo que el derecho de
servidumbre o el de usufructo se organice de otra manera, que las obligaciones
del vendedor y del comprador se determinen en otra forma, que las funciones
administrativas se distribuyan con arreglo a otros principios. Como esas
prescripciones no corresponden en nosotros a sentimiento alguno, y como,
generalmente, no conocemos científicamente sus razones de ser, puesto que
esta ciencia no está hecha todavía, carecen de raíces en la mayor parte de
nosotros. Sin duda hay excepciones. No toleramos la idea de que una obligación
contraria a las costumbres u obtenida, ya por la violencia, ya por el fraude, pueda
ligar a los contratantes. Así, cuando la opinión pública se encuentra en presencia
de casos de ese género, se muestra menos indiferente de lo que acabamos de
decir y agrava con su censura la sanción penal. Y es que los diferentes dominios
de la vida moral no se hallan radicalmente separados unos de otros; al contrario,
son continuos, y, por consiguiente, hay entre ellos regiones limítrofes en las que
se encuentran a la vez caracteres diferentes. Sin embargo, la proposición
precedente sigue siendo cierta en relación con la generalidad de los casos. Es
prueba de que las reglas de sanción restitutiva, o bien no forman parte en abso-
luto de la conciencia colectiva, o sólo constituyen estados débiles. El derecho
represivo corresponde a lo que es el corazón, el centro de la conciencia común;
las reglas puramente morales constituyen ya una parte menos central; en fin, el
derecho restitutivo nace en regiones muy excéntricas para extenderse mucho
más allá todavía. Cuanto más suyo llega a ser, mas se aleja.
Pero, aun cuando esas reglas se hallen más o menos fuera de la conciencia
colectiva, no interesan sólo a los particulares. Si fuera así, el derecho restitutivo
nada tendría de común con la solidaridad social, pues las relaciones que regula
ligarían a los individuos unos con otros sin por eso unirlos a la sociedad. Serían
simples acontecimientos de la vida privada, como pasa, por ejemplo, con las
relaciones de amistad. Pero no está ausente, ni mucho menos, la sociedad de
esta esfera de la vida jurídica. Es verdad que, generalmente, no interviene por sí
misma y en su propio nombre; es preciso que sea solicitada por los interesados.
Mas, por el hecho de ser provocada, su intervención no deja menos de ser un
engranaje esencial del mecanismo, ya que sólo ella es la que le hace funcionar.
Es ella la que dicta el derecho, por el órgano de sus representantes.
89
Se ha sostenido, sin embargo, que esa función no tenía nada de propiamente
social sino que se reducía a ser conciliadora de los intereses privados; que, por
consiguiente, cualquier particular podía llenarla, y que si la sociedad se
encargaba era tan sólo por razones de comodidad. Pero nada más inexacto que
contemplar en la sociedad una especie de árbitro entre las partes. Cuando se ve
llevada a intervenir no es con el fin de poner de acuerdo los intereses
individuales; no busca cuál podrá ser la solución más ventajosa para los
adversarios y no les propone transacciones, sino que aplica al caso particular
que le ha sido sometido las reglas generales y tradicionales del derecho. Ahora
bien, el derecho es cosa social en primer lugar, y persigue un objeto
completamente distinto al interés de los litigantes. El juez que examina una
demanda de divorcio no se preocupa de saber si esta separación es
verdaderamente deseable para los esposos, sino si las causas que se invocan
entran en alguna de las categorías previstas por la ley.
Como las reglas de sanción restitutiva son extrañas a la conciencia común, las
relaciones que determinan no son de las que alcanzan indistintamente a todo el
mundo; es decir, que se establecen inmediatamente, no entre el individuo y la
sociedad, sino entre partes limitadas y especiales de la sociedad, a las cuales
relacionan entre sí. Mas, por otra parte, como ésta no se halla ausente, es
indispensable, sin duda, que más o menos se encuentre directamente
90
interesada, que sienta el contragolpe. Entonces, según la vivacidad con que lo
sienta, interviene de más cerca o de más lejos y con mayor o menor actividad,
mediante órganos especiales encargados de representarla. Son, pues, bien
diferentes estas relaciones de las que reglamenta el derecho represivo, ya que
éstas ligan directamente, y sin intermediario, la conciencia particular con la
conciencia colectiva, es decir, al individuo con la sociedad. Pero esas relaciones
pueden tomar dos formas muy diferentes: o bien son negativas y se reducen a
una pura abstención, o bien son positivas o de cooperación. A las dos clases de
reglas que determinan unas y otras corresponden dos clases de solidaridad
social que es necesario distinguir.
II
La relación negativa que puede servir de tipo a las otras es la que une la cosa a
la persona.
Las cosas, en efecto, forman parte de la sociedad al igual que las personas, y
desempeñan en ella un papel específico; es necesario, por consiguiente, que sus
relaciones con el organismo social se encuentren determinadas. Se puede, pues,
decir que hay una solidaridad de las cosas cuya naturaleza es lo bastante
especial como para traducirse al exterior en consecuencias jurídicas de un
carácter muy particular.
91
Bien se ve en qué consiste esta solidaridad real: refiere directamente las cosas a
las personas y no las personas a las cosas. En rigor, se puede ejercer un
derecho real creyéndose solo en el mundo, haciendo abstracción de los demás
hombres. Por consiguiente, como sólo por intermedio de las personas es por
donde las cosas se integran en la sociedad, la solidaridad que resulta de esta
integración es por completo negativa. No hace que las voluntades se muevan
hacia fines comunes, sino tan sólo que las cosas graviten con orden en torno a
las voluntades. Por hallarse así limitados los derechos reales no entran en
conflictos; están prevenidas las hostilidades, pero no hay concurso activo, no hay
consensus. Suponed un acuerdo semejante y tan perfecto como sea posible; la
sociedad en que reine, si reina solo, se parecerá a una inmensa constelación, en
la que cada astro se mueve en su órbita sin turbar los movimientos de los astros
vecinos. Una solidaridad tal no hace con los elementos que relaciona un todo
capaz de obrar con unidad; no contribuye en nada a la unidad del cuerpo social.
De acuerdo con lo que precede, es fácil determinar cuál es la parte del derecho
restitutivo a que corresponde esta solidaridad: el conjunto de los derechos
reales. Ahora bien, de la definición misma que se ha dado resulta que el derecho
de propiedad es el tipo más perfecto. En efecto, la relación más completa que
existe entre una cosa y una persona es aquella que pone a la primera bajo la
entera dependencia de la segunda. Sólo que esta relación es muy compleja y los
diversos elementos de que está formada pueden llegar a ser el objeto de otros
tantos derechos reales secundarios, como el usufructo, la servidumbre, el uso y
la habitación. Cabe, en suma, decir que los derechos reales comprenden al
derecho de propiedad bajo sus diversas formas (propiedad literaria, artística,
industrial, mueble e inmueble) y sus diferentes modalidades, tales como las
reglamenta el libro segundo de nuestro Código civil. Fuera de este libro, nuestro
derecho reconoce, además, otros cuatro derechos reales, pero que solo son
auxiliares y sustitutos eventuales de derechos personales: la prenda, la
anticresis, el privilegio y la hipoteca (artículos 2.071-2.203). Conviene añadir todo
lo que se refiere al derecho sucesorio, al derecho de testar y, por consiguiente, a
la ausencia, puesto que crea, cuando se la declara, una especie de sucesión
provisoria. En efecto, la herencia es una cosa o un conjunto de cosas sobre las
cuales los herederos o los legatarios tienen un derecho real, bien se adquiera
éste ipso facto por la muerte del propietario, o bien no se abra sino a
consecuencia de un acto judicial, como sucede a los herederos indirectos y a los
legatarios a título particular. En todos esos casos, la relación jurídica se
establece directamente, no entre una cosa y una persona, sino entre una
persona y una cosa. Lo mismo sucede con la donación testamentaria, que no es
más que el ejercicio del derecho real que el propietario tiene sobre sus bienes, o
al menos sobre la porción que es de libre disposición.
Pero existen relaciones de persona a persona que, por no ser reales en absoluto,
son, sin embargo, tan negativas como las precedentes y expresan una
solidaridad de la misma clase .
92
En primer lugar, son las que dan ocasión al ejercicio de los derechos reales
propiamente dichos. Es inevitable, en efecto, que el funcionamiento de estos
últimos ponga a veces en presencia a las personas mismas que los detentan.
Por ejemplo, cuando una cosa viene a agregarse a otra, el propietario de aquella
que se reputa como principal se convierte al mismo tiempo en propietario de la
segunda; pero «debe pagar al otro el valor de la cosa que se ha unido» (art.
566). Esta obligación es, evidentemente, personal. Igualmente, todo propietario
de un muro medianero que quiere elevarlo de altura está obligado a pagar al
copropietario una indemnización por la carga (art. 658). Un legatario a título
particular está obligado a dirigirse al legatario a título universal para obtener la
separación de la cosa legada, aunque tenga un derecho sobre ésta desde la
muerte del testador (art. 1.014). Pero la solidaridad que estas relaciones
exteriorizan no difiere de la que acabamos de hablar; sólo se establecen, en
efecto, para reparar o prevenir una lesión. Si el poseedor de cada derecho
pudiera siempre ejercitarlo sin traspasar jamás los límites, permaneciendo cada
uno en su sitio, no habría lugar a comercio jurídico alguno. Pero, de hecho,
sucede continuamente que esos diferentes derechos están de tal modo
empotrados unos en otros, que no es posible hacer que uno se valorice sin
cometer una usurpación sobre los que lo limitan. En este caso, la cosa sobre la
que tengo un derecho se encuentra en manos de otro; tal sucede con los
legados. Por otra parte, no puedo gozar de mi derecho sin perjudicar el de otro;
tal sucede con ciertas servidumbres. Son, pues, necesarias relaciones para
reparar el perjuicio, si está consumado, o para impedirlo; pero no tienen nada de
positivo. No hacen concurrir a las personas que ponen en contacto; no implican
cooperación alguna; simplemente restauran o mantienen, dentro de las nuevas
condiciones producidas, esta solidaridad negativa cuyo funcionamiento han
venido a perturbar las circunstancias. Lejos de unir, no han hecho más que
separar bien lo que está unido por la fuerza de las cosas, para restablecer los
límites violados y volver a colocar a cada uno en su esfera propia. Son tan
idénticos a las relaciones de la cosa con la persona, que los redactores del
Código no les han hecho un lugar aparte, sino que los han tratado a la vez que
los derechos reales.
En fin, las obligaciones que nacen del delito y del casi delito tienen exactamente
el mismo carácter (5). En efecto, obligan a cada uno a reparar el daño causado
por su falta en los intereses legítimos de otro. Son, pues, personales; pero la
solidaridad a que corresponden es, evidentemente, negativa, ya que consiste, no
en servir sino en no originar daño. El lazo cuya ruptura someten a sanción es
externo por completo. Toda la diferencia que existe entre esas relaciones y las
precedentes está en que, en un caso, la ruptura proviene de una falta, y, en el
otro, de circunstancias determinadas y previstas por la ley. Pero el orden
perturbado es el mismo; resulta, no de un concurso, sino de una pura abstención
(6). Por lo demás, los derechos cuya lesión da origen a esas obligaciones son
ellos mismos reales, pues yo soy propietario de mi cuerpo, de mi salud, de mi
honor, de mi reputación, con el mismo título y de la misma manera que las cosas
materiales que me están sometidas.
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En resumen, las reglas relativas a los derechos reales y a las relaciones
personales que con ocasión de los mismos se establecen, forman un sistema
definido que tiene por función, no el ligar unas a otras las diferentes partes de la
sociedad, sino por el contrario, diferenciarlas, señalar netamente las barreras
que las separan. No corresponden, pues, a un lazo social positivo; la misma
expresión de solidaridad negativa de que nos hemos servido no es
perfectamente exacta. No es una verdadera solidaridad, con una existencia
propia y una naturaleza especial, sino más bien el lado negativo de toda especie
de solidaridad. La primera condición para que un todo sea coherente es que las
partes que lo componen no se tropiecen con movimientos discordantes. Pero esa
concordancia externa no forma la cohesión, por el contrario, la supone. La
solidaridad negativa no es posible más que allí donde existe otra, de naturaleza
positiva, de la cual es, a la vez, la resultante y la condición.
En efecto, los derechos de los individuos, tanto sobre ellos mismos como sobre
las cosas, no pueden determinarse sino gracias a compromisos y a concesiones
mutuas, pues todo lo que se concede a los unos necesariamente lo abandonan
los otros. A veces se ha dicho que era posible deducir la extensión normal del
desenvolvimiento del individuo, ya del concepto de la personalidad humana
(Kant), ya de la noción del organismo individual (Spencer). Es posible, aun
cuando el rigor de esos razonamientos sea muy discutible. En todo caso lo cierto
es que, en la realidad histórica, el orden moral no está basado en esas
consideraciones abstractas. De hecho, para que el hombre reconociere derechos
a otro, no sólo en la lógica sino en la práctica de la vida, ha sido preciso que
consintiera en limitar los suyos, y, por consiguiente, esta limitación mutua no ha
podido hacerse sino dentro de un espíritu de conformidad y concordia. Ahora
bien, suponiendo una multitud de individuos sin lazos previos entre sí, ¿qué
razón habrá podido empujarlos a esos sacrificios recíprocos? ¿La necesidad de
vivir en paz? Pero la paz por sí misma no es cosa más deseable que la guerra.
Tiene sus cargas y sus ventajas. ¿Es que no ha habido pueblos y es que no ha
habido en todos los tiempos individuos para los cuales la guerra ha constituido
una pasión? Los instintos a que responde no son menos fuertes que aquellos a
que la paz satisface. Sin duda que la fatiga puede muy bien, por algún tiempo,
poner fin a las hostilidades, pero esta simple tregua no puede ser más duradera
que la laxitud temporal que la determina. A mayor abundamiento, ocurre lo
mismo con los desenlaces debidos al solo triunfo de la fuerza; son tan
provisorios y precarios como los tratados que ponen fin a las guerras
internacionales. Los hombres no tienen necesidad de paz sino en la medida en
que están ya unidos por algún lazo de sociabilidad. En ese caso, en efecto, los
sentimientos que los inclinan unos contra otros moderan con toda naturalidad los
transportes del egoísmo, y, por otra parte, la sociedad que los envuelve, no
pudiendo vivir sino a condición de no verse a cada instante sacudida por
conflictos, gravita sobre ellos con todo su peso para obligarlos a que se hagan
las concesiones necesarias. Verdad es que, a veces, se ve a sociedades
independientes entenderse para determinar la extensión de sus derechos
respectivos sobre las cosas, es decir, sobre sus territorios. Pero justamente la
extremada inestabilidad de esas relaciones es la prueba mejor de que la
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solidaridad negativa no puede bastarse a sí sola. Si actualmente, entre pueblos
cultos, parece tener más fuerza, si esa parte del derecho internacional, que
regula lo que podríamos llamar derechos reales de las sociedades europeas,
tiene quizá más autoridad que antes, es que las diferentes naciones de Europa
son también mucho menos independientes unas de otras; y sucede así porque,
en ciertos aspectos, forman todas parte de una misma sociedad todavía
incoherente, es verdad, pero que adquiere cada vez más conciencia de sí. Lo
que llaman equilibrio europeo es un comienzo de organización de esta sociedad.
III
Si se apartan del derecho restitutivo las reglas de que acaba de hablarse, lo que
queda constituye un sistema no menos definido, que comprende al derecho de
familia, al derecho contractual, al derecho comercial, al derecho de
procedimientos, al derecho administrativo y constitucional. Las relaciones que los
mismos regulan son de naturaleza muy diferente a las precedentes; expresan un
concurso positivo, una cooperación que deriva esencialmente de la división del
trabajo.
Las cuestiones que resuelve el derecho familiar pueden reducirse a los dos tipos
siguientes:
Esta parte del derecho civil tiene, pues, por objeto determinar la manera como se
distribuyen las diferentes funciones familiares y lo que deban ser ellas en sus
mutuas relaciones, es decir, pone de relieve la solidaridad particular que une
entre sí a los miembros de la familia como consecuencia de la división del trabajo
doméstico. Verdad es que no se está en manera alguna habituado a considerar
la familia bajo este aspecto; lo más frecuente es creer que lo que hace la
cohesión es exclusivamente la comunidad de sentimientos y de creencias. Hay,
en efecto, tantas cosas comunes entre los miembros del grupo familiar, que el
carácter especial de las tareas que corresponden a cada uno fácilmente se nos
escapa; esto hacía decir a Comte que la unión doméstica excluye "todo
pensamiento de cooperación directa y continua hacia un fin cualquiera" (7). Pero
la organización jurídica de la familia, cuyas líneas esenciales acabamos de
recordar sumariamente, demuestra la realidad de sus diferencias funcionales y
su importancia. La historia de la familia, a partir de los orígenes, no es más que
un movimiento ininterrumpido de disociación, en el transcurso del cual esas
diversas funciones, primeramente indivisas y confundidas las unas con las otras,
se han separado poco a poco, constituído aparte, repartido entre los diferentes
parientes según su sexo, su edad, sus relaciones de dependencia, en forma que
hacen de cada uno un funcionario especial de la sociedad doméstica (8). Lejos
de ser sólo un fenómeno accesorio y secundario, esta división del trabajo familiar
domina, por el contrario, todo el desenvolvimiento de la familia.
Por lo demás, son muy raros, pues sólo por excepción los actos de fin benéfico
necesitan la reglamentación legal. En cuanto a los otros contratos, que
constituyen la inmensa mayoría, las obligaciones a que dan origen son
correlativas, bien de obligaciones recíprocas, bien de prestaciones ya
efectuadas. El compromiso de una parte resulta, o del compromiso adquirido por
la otra, o de un servicio que ya ha prestado esta última (9). Ahora bien, esta
reciprocidad no es posible más que allí donde hay cooperación, y ésta, a su vez,
no marcha sin la división del trabajo. Cooperar, en efecto, no es más que
distribuirse una tarea común. Si esta última está dividida en tareas
cualitativamente similares, aunque indispensables unas a otras, hay división del
trabajo simple o de primer grado. Si son de naturaleza diferente, hay división del
trabajo compuesto, especialización propiamente dicha.
Esta última forma de cooperación es, además, la que con más frecuencia
manifiesta el contrato. El único que tiene otra significación es el contrato de
sociedad, y quizá también el contrato de matrimonio, en tanto en cuanto
determina la parte contributiva de los esposos a los gastos del hogar. Además,
para que así sea, es preciso que el contrato de sociedad ponga a todos los
asociados a un mismo nivel, que sus aportaciones sean idénticas, que sus
funciones sean las mismas, y ese es un caso que jamás se presenta
exactamente en las relaciones matrimoniales, a consecuencia de la división del
trabajo conyugal. Frente a esas especies raras, póngase la variedad de contratos
cuyo objeto es amoldar, unas con otras, funciones especiales y diferentes:
contratos entre el comprador y el vendedor, contratos de permuta, contratos
entre patronos y obreros, entre arrendatario de la cosa y arrendador, entre el
prestamista y el que pide prestado, entre el depositario y el depositante, entre el
hostelero y el viajero, entre el mandatario y el mandante, entre el acreedor y el
fiador, etc. De una manera general, el contrato es el símbolo del cambio; también
Spencer ha podido, no sin justicia, calificar de contrato fisiológico el cambio de
materiales que a cada instante se hace entre los diferentes órganos del cuerpo
vivo (10). Ahora bien, está claro que el cambio supone siempre alguna división
del trabajo más o menos desenvuelta. Es verdad que los contratos que
acabamos de citar todavía tienen un carácter un poco general. Pero es preciso
no olvidar que el derecho no traza más que los contornos generales, las grandes
líneas de las relaciones sociales, aquellas que se encuentran siempre las
mismas en contornos diferentes de la vida colectiva. Así, cada uno de esos tipos
de contratos supone una multitud de otros, más particulares, de los cuales es
como el sello común y que reglamenta de un solo golpe, pero en los que las
relaciones se establecen entre funciones más especiales. Así, pues, a pesar de
la simplicidad relativa de este esquema, basta para manifestar la extremada
complejidad de los hechos que resume.
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Esta especialización de funciones, por otra parte, es más inmediatamente
ostensible en el Código de Comercio, que reglamenta, sobre todo, los contratos
mercantiles especiales: contratos entre el comisionista y el comitente, entre el
cargador y el porteador, entre el portador de la letra de cambio y el librador, entre
el propietario del buque y sus acreedores, entre el primero y el capitán y la
dotación del barco, entre el fletador y el fletante, entre el prestamista y el
prestatario a la gruesa, entre el asegurador y el asegurado. Existe aquí también,
por consiguiente, una gran separación entre la generalidad relativa de las
prescripciones jurídicas y la diversidad de las funciones particulares cuyas
relaciones regulan, como lo prueba el importante lugar dejado a la costumbre en
el derecho comercial.
Nos parece que, en una clasificación racional de las reglas jurídicas, el derecho
procesal debería considerarse como una variedad del derecho administrativo: no
vemos qué diferencia radical separa a la administración de justicia del resto de la
administración. Mas, independientemente de esta apreciación, el derecho
administrativo propiamente dicho reglamenta las funciones mal definidas que se
llaman administrativas (11), de la misma manera que el otro hace para las
judiciales. Determina su tipo normal y sus relaciones, ya de unas con otras, ya
con las funciones difusas de la sociedad; bastaría tan sólo con apartar un cierto
número de las reglas generalmente incluidas bajo esta denominación, aunque
tengan un carácter penal (12). En fin, el derecho constitucional hace lo mismo
con las funciones gubernamentales.
IV
La primera no se puede fortalecer más que en la medida en que las ideas y las
tendencias comunes a todos los miembros de la sociedad sobrepasan en
número y en intensidad a las que pertenecen personalmente a cada uno de ellos.
Es tanto más enérgica cuanto más considerable es este excedente. Ahora bien,
lo que constituye nuestra personalidad es aquello que cada uno de nosotros
tiene de propio y de característico, lo que le distingue de los demás. Esta
solidaridad no puede, pues, aumentarse sino en razón inversa a la personalidad.
Hay en cada una de nuestras conciencias, según hemos dicho, dos conciencias:
una que es común en nosotros a la de todo el grupo a que pertenecemos, que,
por consiguiente, no es nosotros mismos, sino la sociedad viviendo y actuando
en nosotros; otra que, por el contrario, sólo nos representa a nosotros en lo que
tenemos de personal y de distinto, en lo que hace de nosotros un individuo (14).
La solidaridad que deriva de las semejanzas alcanza su maximum cuando la
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conciencia colectiva recubre exactamente nuestra conciencia total y coincide en
todos sus puntos con ella; pero, en ese momento, nuestra individualidad es nula.
No puede nacer como la comunidad no ocupe menos lugar en nosotros. Hay allí
dos fuerzas contrarias, una centrípeta, otra centrífuga, que no pueden crecer al
mismo tiempo. No podemos desenvolvernos a la vez en dos sentidos tan
opuestos. Si tenemos una viva inclinación a pensar y a obrar por nosotros
mismos, no podemos encontrarnos fuertemente inclinados a pensar y a obrar
como los otros. Si el ideal es crearse una fisonomía propia y personal, no podrá
consistir en asemejarnos a todo el mundo. Además, desde el momento en que
esta solidaridad ejerce su acción, nuestra personalidad se desvanece, podría
decirse, por definición, pues ya no somos nosotros mismos, sino el ser colectivo.
Las moléculas sociales, que no serían coherentes más que de esta única
manera, no podrían, pues, moverse con unidad sino en la medida en que
carecen de movimientos propios, como hacen las moléculas de los cuerpos
inorgánicos. Por eso proponemos llamar mecánica a esa especie de solidaridad.
Esta palabra no significa que sea producida por medios mecánicos y artificiales.
No la nombramos así sino por analogía con la cohesión que une entre sí a los
elementos de los cuerpos brutos, por oposición a la que constituye la unidad de
los cuerpos vivos. Acaba de justificar esta denominación el hecho de que el lazo
que así une al individuo a la sociedad es completamente análogo al que liga la
cosa a la persona. La conciencia individual, considerada bajo este aspecto, es
una simple dependencia del tipo colectivo y sigue todos los movimientos, como
el objeto poseído sigue aquellos que le imprime su propietario. En las sociedades
donde esta solidaridad está más desenvuelta, el individuo no se pertenece, como
más adelante veremos; es literalmente una cosa de que dispone la sociedad.
Así, en esos mismos tipos sociales, los derechos personales no se han
distinguido todavía de los derechos reales.
Otra cosa muy diferente ocurre con la solidaridad que produce la división del
trabajo. Mientras la anterior implica la semejanza de los individuos, ésta supone
que difieren unos de otros. La primera no es posible sino en la medida en que la
personalidad individual se observa en la personalidad colectiva; la segunda no es
posible como cada uno no tenga una esfera de acción que le sea propia, por
consiguiente, una personalidad. Es preciso, pues, que la conciencia colectiva
deje descubierta una parte de la conciencia individual para que en ella se
establezcan esas funciones especiales que no puede reglamentar; y cuanto más
extensa es esta región, más fuerte es la cohesión que resulta de esta
solidaridad. En efecto, de una parte, depende cada uno tanto más
estrechamente de la sociedad cuanto más dividido está el trabajo, y, por otra
parte, la actividad de cada uno es tanto más personal cuanto está más
especializada. Sin duda, por circunscrita que sea, jamás es completamente
original; incluso en el ejercicio de nuestra profesión nos conformamos con usos y
prácticas que nos son comunes con toda nuestra corporación. Pero, inclusive en
ese caso, el yugo que sufrimos es menos pesado que cuando la sociedad entera
pesa sobre nosotros, y deja bastante más lugar al libre juego de nuestra
iniciativa. Aquí, pues, la individualidad del todo aumenta al mismo tiempo que la
101
de las partes; la sociedad hácese más capaz para moverse con unidad, a la vez
que cada uno de sus elementos tiene más movimientos propios. Esta solidaridad
se parece a la que se observa en los animales superiores. Cada órgano, en
efecto, tiene en ellos su fisonomía especial, su autonomía, y, sin embargo, la
unidad del organismo es tanto mayor cuanto que esta individuación de las partes
es más señalada. En razón a esa analogía, proponemos llamar orgánica la
solidaridad debida a la división del trabajo.
NOTAS
(2) Y aun esta autoridad moral viene de las costumbres, es decir, de la sociedad.
(4) Se ha dicho a veces que la condición de padre, de hijo, etc., eran objeto de
derechos reales (ver Ortolán, Instituts, 1, 660). Pero estas condiciones no son
más que símbolos abstractos de derechos diversos, unos reales (por ejemplo, el
derecho del padre sobre la fortuna de sus hijos menores), los otros personales.
(5) Artículos 1.382-1.386 del Código civil.—Pueden añadirse los artículos sobre
pago de lo indebido.