Collen Alanna - 10 x100 Humanos
Collen Alanna - 10 x100 Humanos
Collen Alanna - 10 x100 Humanos
REF.: ODBO546
ISBN: 9788491874614
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción,
distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones
establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
Prólogo. La curación
Introducción. El otro 90 %
1. Los males del siglo xxi
2. Toda enfermedad comienza en el intestino
3. El control de la mente
4. El microbio egoísta
5. La guerra de los gérmenes
6. Somos lo que ellos comen
7. Desde el primer aliento
8. La restauración microbiana
Conclusión. La salud en el siglo xxi
Epílogo. 100 % humanos
Bibliografía
Agradecimientos
Notas
PARA BEN Y SUS MICROBIOS, MI SUPERORGANISMO FAVORITO
En el corazón de la ciencia existe un equilibrio
fundamental entre dos actitudes aparentemente
contradictorias: la apertura a las ideas nuevas, por
extrañas e increíbles que puedan ser, y el escrutinio
más despiadado y escéptico de todas las ideas,
antiguas y nuevas. Así es como se avientan las
verdades para separarlas del profundo sinsentido.
CARL SAGAN
PRÓLOGO
LA CURACIÓN
Al regresar por la selva aquella noche del verano de 2005, con veinte
murciélagos en bolsas de algodón colgadas del cuello y toda clase de insectos
lanzándose contra la luz de la linterna que llevaba en el casco, sentí que me
escocían los tobillos. Llevaba los pantalones empapados de repelente. Los
tenía metidos en los calcetines antisanguijuelas, debajo de los cuales, por si
acaso, llevaba otro par. Con la humedad, el sudor que me corría por todo el
cuerpo, los caminos embarrados, el miedo a los tigres y los mosquitos, tenía
más que suficiente cuando salía a recoger los murciélagos de las trampas, en
la oscuridad de la selva. Pero algo atravesó la barrera de tela y sustancias
químicas que me protegía la piel. Algo que me escocía.
Tenía veintidós años y estaba pasando tres meses en el corazón de la
Reserva de la Naturaleza de Krau, en la Malasia peninsular. Aquellos días
iban a cambiar mi vida. Durante mis estudios de Biología, me apasioné por
los murciélagos. Cuando se me presentó la oportunidad de trabajar de
ayudante de campo de un científico británico especialista en murciélagos,
acepté sin dudarlo un segundo. Los encuentros con lagartos langures
marrones, gibones y una extraordinaria diversidad de murciélagos parecían
compensar las incomodidades de tener que dormir en una hamaca y lavarme
en un río infestado de varanos acuáticos. Pero, como iba a descubrir, en la
selva tropical el peligro de muerte está oculto.
De regreso en el campamento, situado en un claro de la selva junto al río,
me fui sacando todo lo que me envolvía el pie para ver qué era lo que tanta
desazón me producía: no eran sanguijuelas, sino garrapatas. Unas cincuenta,
algunas agarradas a la piel, otras arrastrándose por mis piernas. Me sacudí las
sueltas, y volví a los murciélagos, para medir y registrar los datos pertinentes
lo más rápidamente que pude. Después, una vez liberados los murciélagos,
con la selva oscura como una boca de lobo y el zumbido de las cigarras, me
metí en la hamaca en forma de capullo. Entonces, con unas pincitas, a la luz
de la linterna del casco, me quité hasta la última garrapata.
Unos meses después, ya en Londres, se me manifestó la infección tropical
provocada por las garrapatas. Se me paralizaba el cuerpo y se me inflamaba
el metatarso. Aparecían y desaparecían extraños síntomas, al mismo ritmo
que los análisis de sangre y los médicos especialistas. El dolor, la fatiga y el
desconcierto llegaban sin avisar, me dejaban la vida en suspenso. Luego
desaparecían sin más, como si nada hubiera ocurrido. Cuando, muchos años
después, me dieron un diagnóstico, la infección ya estaba asentada. Me
sometieron entonces a un programa de antibióticos de tiempo e intensidad
suficientes para curar a todo un rebaño de ganado. Por fin, me iba a curar.
Sin embargo, inesperadamente, la historia no acabó ahí. Estaba curada,
pero no solo de la infección de las garrapatas. Parecía que me había curado
como si fuese un trozo de carne. Los antibióticos habían surtido su mágico
efecto, pero empecé a padecer síntomas nuevos, tan diversos como antes.
Tenía la piel en carne viva y sentía muchas molestias en el vientre. Además,
me contagiaba de prácticamente cualquier infección que me rondara.
Sospechaba que los antibióticos que había tomado no solo habían acabado
con la plaga de bacterias extrañas que me invadieron, sino también con las
que me eran propias. Tenía la sensación de ser inhóspita para los microbios, y
descubrí lo mucho que necesitaba a los cien billones de aquellas amables y
diminutas criaturas que, hasta hacía poco, tuvieron su casa en mi cuerpo.
Solo eres humano en un diez por ciento.
Por cada una de las células que componen esa vasija que llamas «cuerpo»,
hay otras nueve células impostoras que piden que las lleves contigo. No eres
solo carne y sangre, músculo y hueso, cerebro y piel, sino también bacterias y
hongos. Eres más «ellos» que «tú». Solo en el tubo intestinal habitan cien
billones de ellos, como el arrecife de coral que crece sobre el sólido suelo
marino que son. Unas cuatro mil especies diferentes habitan sus pequeños
nichos, anidados entre los pliegues que convierten la superficie del metro y
medio del colon en una cama doble. A lo largo de la vida, habrás alojado
virus cuyo peso en conjunto será equivalente al de cinco elefantes africanos.
Por tu piel corren multitud de ellos. En la punta de los dedos, llevas más que
habitantes tiene Gran Bretaña.
Desagradable, ¿verdad? Es evidente que somos demasiado refinados,
demasiado higiénicos, demasiado evolucionados para convivir con tan gran
colonia. ¿No deberíamos habernos desprendido de los microbios, como lo
hicimos con el pelo y la cola, cuando abandonamos la selva? ¿No tiene la
medicina actual instrumentos que nos ayuden a evitarlos, para poder vivir de
forma más limpia, sana e independiente? Hemos tolerado el hábitat
microbiano de nuestro cuerpo desde que se descubrió, porque parecía que no
nos provocaba ningún daño. Pero, a diferencia de los arrecifes de coral o de
las selvas, no hemos pensado en protegerlo, y mucho menos en mimarlo.
Como bióloga evolutiva, estoy preparada para observar la ventaja, el
significado, de la anatomía y la conducta de un organismo. Por lo general, las
características e interacciones realmente perjudiciales las combatimos, o se
perdieron con la evolución. Eso me llevó a pensar: nuestros cien billones de
microbios no podrían considerarnos su casa si no nos aportaran algo. El
sistema inmunitario nos libera de los gérmenes y nos cura de las infecciones.
¿Por qué, entonces, iba a tolerar tal invasión? Después de librar una guerra
contra mis invasores, tanto los buenos como los malos, en una guerra química
de bastantes meses, quería conocer mejor los daños colaterales que esa
contienda había provocado en mí.
Resultó que me planteé esta pregunta en el momento preciso. Después de
décadas de pausados intentos científicos de saber más sobre los microbios del
cuerpo mediante cultivos en placas de Petri, por fin la tecnología podía
satisfacer nuestra curiosidad. La mayoría de los microbios que habitan en
nuestro interior mueren al ser expuestos al oxígeno, pues están adaptados a
un medio libre de oxígeno: las profundidades de los intestinos. Es difícil
cultivarlos fuera del cuerpo, y más complicado aún experimentar con ellos.
Sin embargo, tras el trascendental Proyecto Genoma Humano, con el que
se descodificaron todos y cada uno de los genes humanos, hoy los científicos
pueden secuenciar mejor inmensas cantidades de ADN, con muchísima
rapidez y por un precio muy reducido. En la actualidad, también podemos
identificar los microbios muertos que expulsamos con las heces, porque su
ADN permanece intacto. Creíamos que nuestros microbios carecían de
importancia, pero la ciencia está empezando a desvelar algo muy distinto.
Una historia de entrelazamiento de nuestra vida con esos huéspedes que
llevamos a cuestas, con los microbios que van corriendo por nuestro cuerpo,
una vida en la que nos es imposible estar sanos si no contamos con ellos.
En mi caso, los problemas de salud eran la punta del iceberg. Conocí las
nuevas pruebas científicas que apuntaban a que la alteración de los microbios
del cuerpo está detrás de los trastornos intestinales, las alergias, las
enfermedades autoinmunes y hasta de la obesidad. Y no solo podía afectar a
la salud física, sino también a la mental: angustia, depresión, trastorno
obsesivo-compulsivo (TOC) y autismo. Muchas de las enfermedades que
aceptamos como parte de la vida no se debían, al parecer, a fallos de los
genes, ni a que nuestro cuerpo nos abandone, sino que eran de reciente
aparición y se relacionaban con nuestra incapacidad de cuidar de quienes
constituyen una inmensa prolongación de las células humanas: nuestros
microbios.
Con mis investigaciones, esperaba descubrir los daños que los antibióticos
que había tomado habían provocado en mi colonia microbiana; cómo
hicieron que enfermara y qué podía hacer para recuperar el equilibrio de los
microbios que albergaba antes de aquella noche de las garrapatas, ocho años
atrás. Para saber más, me dispuse a dar el paso definitivo del
autodescubrimiento: la secuenciación del ADN. Pero, en lugar de secuenciar
mis genes, haría que me secuenciaran el de mi colonia personal de microbios
(mi microbioma). Si sabía qué especies y variedades de bacterias habitaban
en mí, dispondría de un punto de partida para la automejora. Con los últimos
conocimientos sobre lo que debía de significar vivir en mi cuerpo, podría
juzgar cuánto daño me había provocado, e intentar corregirlo. Utilicé un
programa de ciencia ciudadana, el Proyecto Intestinal Americano, cuyo
centro está en el laboratorio del profesor Rob Knight de la Universidad de
Colorado, en Boulder. El proyecto, que acepta donaciones de cualquier parte
del mundo, secuencia muestras de microbios del cuerpo humano, para saber
más sobre las especies que albergamos y cuál es su efecto en nuestra salud.
Envié una muestra de heces con microbios de mi tubo intestinal, y recibí una
imagen instantánea del ecosistema que se hospedaba en mi cuerpo.
Después de años de tomar antibióticos, me alivió saber que tenía en el
cuerpo todos los tipos de bacterias. Fue agradable saber que los grupos que
cobijaba eran al menos muy similares a los de otros participantes africanos
del Proyecto Intestinal Americano, y no el equivalente microbiano a criaturas
mutantes que se buscaban la vida en un páramo tóxico. Pero, tal vez como era
de esperar, las diversas bacterias que habitaban en mí tenían sus problemas.
En la parte superior de la jerarquía taxonómica, la diversidad era
relativamente escasa, de carácter más bipartito comparada con la de los
intestinos de otros. Más del noventa y siete por ciento de mis bacterias
pertenecían a los dos principales grupos bacterianos, frente al noventa por
ciento del participante medio del proyecto. Podía ser que los antibióticos que
había tomado hubiesen acabado con algunas de las especies menos
abundantes, dejándome solo con los supervivientes más resistentes. Me
intrigaba saber si esa pérdida podía estar relacionada con algunos de mis
recientes problemas de salud.
No obstante, del mismo modo que comparar una selva tropical con un
bosque de robles considerando la proporción de árboles y arbustos, o de aves
y mamíferos, revela muy poco sobre el funcionamiento de ambos sistemas, es
posible que comparar mis bacterias a tan gran escala no me diga mucha cosa
sobre la salud de mi comunidad interior. En el otro extremo de la jerarquía
taxonómica estaban los géneros y las especies que vivían en mí. ¿Qué podía
desvelar sobre mi actual estado de salud la identidad de las bacterias que
habían resistido durante todo el tratamiento al que estuve sometida, o la de
las que habían regresado una vez concluida mi cura? O, quizá más
exactamente, ¿qué repercusión tenía en mí la ausencia de las bacterias caídas
en la guerra química que les había declarado?
Cuando me puse a averiguar más sobre nosotros (yo y mis microbios),
decidí poner en práctica lo que descubriera. Quería devolverles a su buen
estado anterior, y sabía que, para recuperar una colonia que trabajara en
armonía con mis células, necesitaba introducir cambios en mi vida. Si el
origen de mis recientes síntomas estaba en el daño colateral que sin darme
cuenta había infligido a mi microbiota, quizá pudiera enmendarlo y librarme
de las alergias, los problemas de piel y las casi constantes infecciones. Me
preocupaba por mí, pero también por los hijos que esperaba tener en los
próximos años. Dado que les iba a transmitir no solo mis genes, sino también
mis microbios, quería estar segura de que les iba a dar algo que mereciera la
pena.
Decidí dar prioridad a los microbios y cambiar de dieta para satisfacer
mejor sus necesidades. Programé la secuenciación de una segunda muestra
después de que los cambios en mi modo de vida pudieran haber surtido
efecto, con la esperanza de que la diferencia en la diversidad y el equilibrio
de las especies que albergaba avalaran mis esfuerzos. Y, sobre todo, confiaba
en que la inversión que hacía en todo ello fuera rentable, porque abriría la
puerta a una salud mejor y a una vida más feliz.
INTRODUCCIÓN
EL OTRO 90%
En mayo de 2000, justo unas semanas antes del anuncio del primer borrador
del genoma humano, empezó a circular una libreta entre los científicos que se
hallaban en el bar del laboratorio Cold Spring Harbor del estado de Nueva
York. La excitación se debía a la siguiente fase del Proyecto Genoma
Humano, en la que se dividiría el ADN en sus partes funcionales: los genes.
En la libreta se anotaban las respuestas del grupo de personas mejor
informadas del planeta sobre una pregunta inquietante: ¿cuántos genes se
necesitan para construir a un ser humano?
Lee Rowen, investigadora con años de experiencia y directora de un grupo
que trabajaba en la descodificación de los cromosomas 14 y 15, iba sorbiendo
su cerveza mientras reflexionaba sobre la pregunta. Los genes producen las
proteínas, que son los ladrillos con que se construye la vida. Por la propia
complejidad de los humanos, parecía probable que la cifra sería elevada.
Mayor que la del ratón, sin duda, del que se sabía que tiene veintitrés mil
genes. Probablemente, mayor que la de la planta del trigo, con sus veintiséis
mil genes. Y, por supuesto, mucho mayor que la de «El Gusano», una especie
de laboratorio favorita de los biólogos evolutivos, con sus veinte mil
quinientos genes.
La media de las suposiciones era de cincuenta y cinco mil genes, y la cifra
más alta, de ciento cuarenta mil; sin embargo, la experiencia que Rowen tenía
en ese campo hizo que se inclinara por una cantidad inferior. Ese año apostó
por cuarenta y un mil cuatrocientos genes, y un año después, rebajó la
apuesta a veinticinco mil novecientos cuarenta y siete. En 2003, cuando
acababa de aparecer la secuencia casi completa del número de genes, Rowen
se llevó el premio. Su apuesta era la más baja de las ciento sesenta y cinco
registradas. El último recuento de genes daba una cifra inferior a la que
cualquier científico jamás hubiera previsto.
Con solo la humilde cantidad de veintiún mil genes, el genoma humano
supera en muy poco el de El Gusano (C. elegans). Tiene la mitad del tamaño
del de la planta del arroz, y hasta la modesta pulga de agua lo aventaja, con
treinta y un mil genes. Ninguna de estas especies sabe hablar, crear ni tener
pensamientos inteligentes. Podrías pensar, como hicieron los científicos que
participaron en aquellas apuestas, que el ser humano debería tener
muchísimos más genes que las hierbas, los gusanos y las pulgas. Al fin y al
cabo, los genes producen proteínas, y las proteínas construyen los cuerpos.
Era evidente que un cuerpo tan complicado y complejo como el humano
necesitaría más proteínas, y, por consiguiente, más genes que el del gusano,
¿no?
Pero estos veintiún mil genes no son los únicos que circulan por tu cuerpo.
No vivimos solos. Cada uno de nosotros es un superorganismo, un colectivo
de especies, que viven codo con codo y dirigen en régimen cooperativo el
cuerpo que nos sostiene. Nuestras células propias, aunque de mucho mayor
tamaño y peso, guardan una relación de una a diez con las de los microbios
que viven en y de nosotros. La mayor parte de estos cien billones de
microbios —conocidos como la microbiota— son bacterias: seres
microscópicos, cada uno compuesto de una sola célula. Junto con las
bacterias, hay otros microbios: virus, hongos y arqueas. Los virus son tan
simples y pequeños que suponen un reto para nuestras ideas sobre lo que es la
«vida». Para reproducirse, dependen por completo de las células de otras
criaturas. Los hongos que viven a nuestras expensas suelen ser levaduras; son
organismos más complejos que las bacterias, pero, aun así, pequeños y
unicelulares. Las arqueas son un grupo parecido al de las bacterias, pero,
desde el punto de vista de la evolución, se distinguen de las bacterias del
mismo modo que estas se diferencian de las plantas o los animales. En su
conjunto, los microbios que viven en el cuerpo humano contienen 4,4
millones de genes: es el microbioma, los genomas colectivos de la
microbiota. Estos genes colaboran con los veintiún mil genes humanos en el
funcionamiento de nuestro cuerpo. Según estas cuentas, en términos
porcentuales, solo somos medio humanos.
figura 1. Árbol simplificado de la vida, con los tres dominios y los cuatro reinos del Dominio Eucaria
Hoy, estamos descubriendo el lenguaje de la vida que Dios creó. Cada vez es mayor el asombro ante
la complejidad, la belleza y la maravilla del regalo más sagrado y divino que nos ha hecho. Con este
profundo y nuevo conocimiento, la humanidad está a punto de conseguir un nuevo e inmenso poder
para curar las enfermedades. La ciencia del genoma tendrá un verdadero impacto en nuestra vida y,
más aún, en la de nuestros hijos. Revolucionará el diagnóstico, la prevención y el tratamiento de, si
no todas, la mayoría de las dolencias humanas.
Esta percepción de nuestro lado microbiano nos da una nueva visión de nuestra individualidad. Un
nuevo sentido de nuestra conexión con el mundo microbiano. El sentimiento del legado de nuestras
interacciones personales con nuestra familia y nuestro entorno en los primeros años de vida. Hace
que nos detengamos a considerar la posibilidad de que exista una nueva dimensión en nuestra
evolución humana.
Hemos llegado a depender de nuestros microbios. Sin ellos seríamos solo una
fracción de quienes somos. ¿Qué significa, pues, tener solo un diez por ciento
de humanos?
1
De modo que volvemos a la gran pregunta: ¿por qué se han impuesto estas
enfermedades del siglo XXI? ¿Qué hay en nuestra vida occidental moderna y
rica que hace que enfermemos de forma crónica?
Como individuos y como sociedad, hemos pasado de la austeridad a la
opulencia, de lo tradicional a lo avanzado, de la carencia de lujos a su
constante bombardeo, de una deficiente atención sanitaria a unos excelentes
servicios médicos, de la incipiente industria farmacéutica a su eclosión, de la
actividad física al sedentarismo, de lo provinciano a lo globalizado, del
fabricar y reparar al renovar y sustituir, y del recato a la desinhibición.
Entre todos estos cambios y para desvelar nuestro misterio, hay cien
billones de diminutas pistas a la espera de que les prestemos atención.
2
Hace dos mil quinientos años, Hipócrates —el padre de la medicina moderna
— decía que toda enfermedad comienza en el intestino. Sabía muy poco de la
anatomía del tracto digestivo, y mucho menos de los cien billones de
microbios que viven en él, pero, como vamos descubriendo dos milenios
después, Hipócrates intuía algo. En su tiempo, la obesidad era relativamente
poco frecuente, como lo era otra enfermedad del siglo XXI cuyo origen está
claramente en las tripas: el síndrome de intestino irritable. Y con estas más
que desagradables enfermedades es como entran en escena los microbios.
La primera semana de mayo de 2000, unas lluvias de una desacostumbrada
intensidad anegaron el municipio rural de Walkerton, en Canadá. Cuando
cesó la tormenta, los habitantes del lugar empezaron a enfermar a cientos.
Ante los crecientes casos de gastroenteritis y diarrea sangrante, las
autoridades analizaron el suministro de agua. Descubrieron lo que la
compañía de aguas había estado ocultando varios días: el agua potable de la
ciudad estaba contaminada por una cepa mortal de E. coli.
Se supo que los responsables de la compañía de aguas hacía semanas que
sabían que el sistema de cloración de uno de los pozos de la ciudad estaba
estropeado. Durante las lluvias, su negligencia provocó que las aguas de las
tierras de cultivo arrastraran estiércol directamente al suministro de agua
potable. Un día después de que se desvelara la contaminación, tres adultos y
un bebé fallecieron por enfermedades relacionadas con esos sucesos. En las
pocas semanas siguientes, fallecieron otras tres personas. En solo un par de
semanas, la mitad de los sanos cinco mil habitantes de Walkerton quedaron
infectados.
Inmediatamente, se limpió el suministro de agua y se potabilizó, pero para
muchos de quienes habían enfermado la historia no acabó ahí. Seguían los
cólicos y las diarreas. Nada menos que dos años después, un tercio de las
personas afectadas continuaban enfermas. Habían desarrollado el síndrome
de intestino irritable postinfeccioso (SII). De hecho, más de la mitad de ellas
lo seguían padeciendo ocho años después de contraerlo.
Como pacientes de SII, estos desventurados habitantes de Walkerton se
habían sumado a las cada vez más pobladas filas de personas occidentales
sometidas a lo que sus intestinos dispongan. A muchos de estos enfermos, el
dolor agudo de estómago y las diarreas imprevistas les condicionan por
completo la vida. A otros les ocurre todo lo contrario: estreñimiento y el
consiguiente dolor, durante días y a veces semanas seguidos. «Al menos,
estos pacientes pueden salir de casa», dice el gastroenterólogo británico Peter
Whorwell, refiriéndose a las personas con SII con predominio de
estreñimiento. A una minoría de quienes padecen estos síndromes, la doble
contrariedad de la diarrea y el estreñimiento les hace la vida diaria
particularmente imprevisible.
El problema es que, pese a que la vida de casi una de cada cinco personas
occidentales —en su mayoría mujeres— está condicionada por esta
enfermedad, realmente no sabemos de qué se trata. Lo único que está claro es
que no es normal. La palabra «irritable» resta importancia al impacto que el
SII tiene en la vida de quienes lo padecen; la enfermedad figura
sistemáticamente entre las que reducen la calidad de vida, más incluso que la
diabetes que obliga a la diálisis o a depender de la inyección de insulina. Tal
vez el problema sea la desesperación que genera no saber qué es lo que
ocurre, ni cómo remediarlo.
La expansión del SII es una pandemia global que pasa desapercibida. Una
de cada diez visitas al médico está relacionada con esta condición, y los
gastroenterólogos no dan abasto ante el flujo constante de estos pacientes. En
Estados Unidos, el SII suma tres millones de visitas al médico, 2,2 millones
de recetas, y cien mil visitas al hospital al año. Pero vamos a bajar la voz. A
nadie le gusta hablar de la diarrea.
Sin embargo, la causa se nos sigue escapando. En la enfermedad
inflamatoria intestinal, la persona tiene el colon lleno de úlceras; en cambio,
en el caso del SII, los intestinos siguen tan sonrosados y suaves como los de
cualquier persona sana. Esta ausencia de signos físicos ha hecho que el SII
lleve colgado el sambenito histórico de que es una cuestión de coco. En la
mayoría de los casos, cuando más se agudiza el SII es cuando la persona está
estresada, pero es improbable que el estrés solo sea la única causa de tan
persistente dolencia. El asombroso porcentaje de personas con SII merece
una explicación: no hemos pasado por millones de años de evolución solo
para tener que estar siempre a dos segundos de los aseos.
Hay que hallar alguna pista en la tragedia de Walkerton. Las personas que
enfermaron de SII después del incidente de la contaminación del agua no son
los únicos enfermos de SII que han de culpar de su dolencia a algún tipo de
infección gastrointestinal. Alrededor de un tercio de los pacientes sitúan el
momento de inicio de sus problemas intestinales en algún episodio de
alimentos en mal estado o algo parecido, un episodio que parecía que nunca
fuera a terminar. En muchos casos, el inicio está en la diarrea del viajero. Las
personas que contraen algún virus en el extranjero tienen siete probabilidades
más de padecer SII; dejan ya de padecer una simple gastroenteritis. Es como
si la infección original hubiera desterrado a los habitantes habituales del tubo
intestinal.
En otros casos, la aparición del SII no coincide con ninguna infección, sino
con un tratamiento prolongado con antibióticos. La diarrea es un efecto
secundario común de determinados antibióticos, y en algunos pacientes
continúa mucho después de finalizar la toma de estos. Pero hay cierta
paradoja, porque los antibióticos también se pueden utilizar para tratar el SII,
y aparentemente mantienen a raya el problema durante semanas o meses.
Así pues, ¿qué es lo que ocurre? Estas pistas (la gastroenteritis y los
antibióticos) apuntan a una realidad común: una breve alteración de los
microbios del tubo intestinal puede tener efectos muy duraderos sobre la
composición de la microbiota. Imagina una selva virgen, con su denso verdor
y rebosante de vida: los insectos imperan en el suelo y los primates son los
amos de la fronda. Ahora observa cómo penetran en ella los madereros,
cortando con las motosierras la infraestructura vegetal de la selva, acumulada
durante miles de años, y arrasando el resto con los buldóceres. Imagina
también una mala hierba invasora, llegada tal vez como semilla en las ruedas
de esas grandes máquinas, para después multiplicarse, desplazar a los
indígenas y adueñarse del terreno. La selva, si se le da tiempo, rebrotará, pero
ya no será el hábitat inmaculado, intacto y complejo que en su día fue. La
diversidad habrá menguado. Las especies más sensibles desaparecerán, y
medrarán los invasores.
El principio, a una escala millones de millones más pequeña, es el mismo
para el complejo ecosistema de los intestinos. Las motosierras antibióticas y
los patógenos invasores rompen la red de vida que ha forjado un equilibrio
mediante incontables sutiles interacciones. Si la destrucción es de
proporciones suficientes, el sistema no puede recuperar el estado original. Al
contrario, se desmorona. En la selva es la destrucción del hábitat. En el
cuerpo, causa disbiosis: un malsano equilibrio de la microbiota.
Los antibióticos y las infecciones no son las únicas causas de la disbiosis.
La dieta poco saludable o la mala medicación pueden tener los mismos
efectos: acabar con el buen equilibrio de las especies microbianas y reducir su
diversidad. Esta disbiosis, cualquiera que sea la forma que adopte, es la que
está en la base de las enfermedades del siglo XXI, tanto de las que empiezan
(y terminan) en el tubo intestinal, como el SII, como de las que afectan a
órganos y sistemas de todo el cuerpo.
En el SII, el impacto de los antibióticos y la gastroenteritis apuntan a que la
diarrea y el estreñimiento crónicos podrían tener su origen en la disbiosis.
Con la secuenciación del ADN se pueden determinar las especies que viven
en los intestinos de la persona, así como en qué abundancia se encuentran.
Este análisis realizado en personas con SII y otras sanas demuestra que la
mayoría de las primeras tienen microbiotas claramente distintas de las de
personas sanas. Pero algunos pacientes de SII tienen microbiotas que no se
distinguen de las que tienen las personas sanas. Estos pacientes suelen decir
que están deprimidos, lo cual apunta a que, en un pequeño subconjunto de
quienes sufren el SII, la enfermedad mental impulsa el SII, mientras que en
otras la causa principal es la disbiosis, y el estrés no hace sino agravarla.
En algunos estudios se han observado diferencias en la composición de las
microbiotas de quienes sufren SII con disbiosis, según el tipo de SII de que se
trate. Los pacientes que se quejaban de estar hinchados y de que, por poco
que comieran, enseguida se sentían llenos, tenían unos niveles más altos de
cyanobacterias; en cambio, quienes sentían muchos dolores tenían mayor
cantidad de proteobacterias. En los intestinos de los enfermos de
estreñimiento había una comunidad de nada menos que diecisiete grupos
bacterianos, todos en gran abundancia. En otros estudios se ha observado que
la microbiota no solo está alterada, sino que es muy inestable en comparación
con la de las personas sanas, con diferentes grupos de bacterias que, con el
tiempo, aumentan y disminuyen.
Visto en retrospectiva, podría parecer previsible que el síndrome de
intestino irritable sea consecuencia de unos intestinos «irritados» por
microbios «equivocados». Como deducción lógica, es verosímil: desde el
súbito brote de diarrea provocada por bacterias de aguas en mal estado o de
pollo poco cocinado hasta la disfunción intestinal crónica. Todo debido a que
se ha roto el equilibrio bacteriano de los intestinos. No obstante, si muchos
casos de diarrea pueden deberse a una determinada bacteria patógena —por
ejemplo, la Campylobacter jejuni en el caso de la intoxicación alimentaria
por ingesta de pollo crudo—, el SII no se puede atribuir a un determinado
virus despreciable. Al contrario, parece que tiene que ver con la cantidad
relativa de lo que normalmente se entiende como «bacterias amables». Tal
vez con la insuficiencia de una variedad, o con el exceso de otra. O incluso
con una especie que en circunstancias normales se comporta como debe, pero
que, si se le presenta la ocasión de imponerse, se rebela.
Si en la comunidad intestinal hallada en los pacientes de ISS no hay
actores manifiestamente infecciosos, ¿a qué se deben todos los estragos que
la disbiosis provoca en el funcionamiento del aparato digestivo? Los grupos
de bacterias presentes en los intestinos de la persona con SII parece que
también lo están en los de una sana, entonces, ¿cómo las cantidades
diferentes pueden ser las únicas responsables? Actualmente, es una pregunta
de difícil respuesta para los científicos médicos, pero los estudios han
desvelado algunas pistas interesantes. Los pacientes de SII no tienen úlceras
en la superficie de los intestinos, como es el caso de la enfermedad
inflamatoria intestinal, pero tienen el tracto digestivo más inflamado de lo
habitual. Es probable que el cuerpo intente expulsar los microbios del
intestino, pero abriendo pequeñas brechas entre las células que forman el
revestimiento intestinal y dejando que el agua discurra por ellas.
Cuesta poco imaginar que el desequilibrio de los microbios de los
intestinos pueda ser la causa del SII. Pero ¿qué ocurre con problemas
digestivos de otra índole, como el ensanchamiento de la cintura humana? ¿Es
posible que la microbiota sea el eslabón perdido de la relación entre la ingesta
y la quema de calorías?
EL CONTROL DE LA MENTE
EL MICROBIO EGOÍSTA
Los defensores del «síndrome de intestino poroso» —en su mayor parte nutricionistas y
profesionales de la medicina complementaria y alternativa— piensan que el revestimiento intestinal
se puede irritar y hacerse «permeable» como consecuencia de una diversidad mucho más amplia de
factores; entre ellos, el crecimiento excesivo de las levaduras o las bacterias del intestino, una dieta
deficiente y el uso excesivo de antibióticos. Creen que las partículas no digeridas de los alimentos,
las toxinas y los gérmenes pueden atravesar la pared «permeable» del intestino y penetrar en el flujo
sanguíneo, activando así el sistema inmunitario y causando una inflamación persistente por todo el
cuerpo. Tal realidad, dicen, está relacionada con una diversidad mucho mayor de problemas y
enfermedades. Es una teoría imprecisa a la que aún le queda mucho por demostrar.
En la línea de fuego no solo están las alergias y las propias células del
cuerpo, sino también determinados componentes de la microbiota, como
parece ser el caso de la más ubicua de las enfermedades de la civilización: el
acné. En nombre de la investigación científica, he estado en algunos de los
lugares más recónditos y aislados del planeta. La mayor parte del tiempo que
he pasado fuera de la fría y húmeda metrópolis de Londres lo he dedicado a
hábitats y culturas completamente distintos de los míos. Junglas donde la
gente caza comadrejas o ciervos ratón para poder cenar. Desiertos donde el
medio de transporte más rápido es el camello. Comunidades cuyas aldeas
flotan sobre balsas en el mar. En todos estos lugares, la vida es diferente de la
de mi casa. El alimento se caza, se mata y se come, sin necesidad de
empaquetado ni de supermercados. Con la noche llega la completa oscuridad,
salvo la luz que puedan emitir una lámpara de aceite o una hoguera. Estar
enfermo implica la posibilidad más que real de una muerte inminente. Son
lugares donde un niño puede perder un ojo mientras duerme por el picoteo de
algún pollo, donde un accidente laboral sería caerse de un árbol mientras se
recolecta miel, y donde la falta de lluvia significa falta de comida. Y, lo más
fundamental: lo que comes es aquello que puedes cultivar o atrapar, y no hay
más atención sanitaria que alguna hierba y cierta oración.
Lo que no se ve en las tierras altas de Papúa Nueva Guinea, a decenas de
kilómetros de la carretera más cercana, ni en las aldeas marítimas itinerantes
de la isla de Célebes, en Indonesia, son personas que tengan acné. Ni siquiera
los adolescentes. En cambio, en Australia, Europa, América y Japón, lo tiene
todo el mundo. Digo todo el mundo, y así es en sentido casi literal. En el
mundo industrial, más del noventa por ciento de las personas, en un momento
u otro de la vida, tienen granos. Los adolescentes son quienes peor lo pasan,
pero, en pocas décadas, parece que el problema se ha extendido más allá de
ese grupo de edad. Hoy, los adultos, en especial las mujeres, siguen teniendo
acné hasta los veinte, treinta y a veces más años. Alrededor del cuarenta por
ciento de las mujeres de entre veinticinco y cuarenta años tienen acné en un
grado u otro, y muchas de las que lo tienen a esa edad no lo tuvieron en la
adolescencia. Las visitas al dermatólogo se deben más al acné que a cualquier
otro problema de la piel. Como ocurre con la alergia al polen, consideramos
que el acné ya forma parte de nuestra vida, en especial de la de los
adolescentes. Pero, si fuera así, ¿por qué no lo padecen también las personas
de las zonas preindustriales del mundo?
Si se piensa un poco, es simplemente ridículo que tanta gente tenga acné.
Y más ridículo aún que se hayan realizado tan pocos estudios sobre su causa,
a pesar del aumento inexorable de los casos, sobre todo entre adultos que
hace ya mucho tiempo que se libraron del tormento de la pubertad. Llevamos
más de medio siglo atascados en la misma explicación: unas hormonas
«masculinas» hiperactivas, exceso de seborrea, un frenesí de
Propionibacterium acnes, y, en consecuencia, una fea reacción inmunitaria
de rojeces, hinchazones y glóbulos blancos (pus). Pero si se observa con
atención, no se entiende. En realidad, las mujeres con mayores niveles de
andrógenos (las hormonas masculinas a las que se cree culpables del acné) no
tienen más ni peores granos. Y los hombres, que tienen unos niveles de
andrógenos muchísimo más altos, no sufren tanto de acné como las mujeres.
Entonces, ¿qué ocurre? Nuevas investigaciones apuntan a que hemos
estado buscando en el sitio equivocado. La idea de que la P. acnes es la causa
del acné ya tiene muchos años, y su origen es evidente. ¿Quieres conocer la
causa de los granos? Mira en su interior y observa qué microbios pululan ahí.
No importa que esas mismas bacterias vivan en la piel sana de quienes tienen
acné y en la de quienes no lo tienen. Da igual que algunos granos no
contengan la más mínima cantidad de P. acnes. No existe correlación entre la
densidad de P. acnes y la gravedad del acné. Además, los niveles de seborrea
y de hormonas masculinas no predicen la presencia del acné.
El hecho de que con antibióticos, tanto si se aplican directamente a la cara
como si se ingieren en forma de pastilla, suela mejorarse el acné, ha
mantenido viva la teoría de la P. acnes. Y sigue vigente. Los antibióticos son
el fármaco más recetado contra los granos, y muchas personas los siguen
tomando meses y años. Pero los antibióticos no afectan solo a las bacterias
que viven en la piel. También se resienten las de los intestinos. Veíamos
antes que los antibióticos cambian el comportamiento del sistema
inmunitario. ¿Podría ser esta la verdadera causa de su acción contra el acné?
Lo que cada vez está más claro es que la P. acnes no es fundamental para
el desarrollo del acné. La función que esta bacteria desempeñe sigue siendo
motivo de debate, pero están apareciendo nuevas ideas sobre la contribución
del sistema inmunitario a esta dolencia moderna. La piel de las personas que
tienen acné contiene más células inmunitarias, incluso en zonas
aparentemente sanas. Parece que el acné es otra manifestación más de la
inflamación crónica. Incluso, algunos sugieren que el sistema inmunitario se
ha hecho hipersensible a la P. acnes y, tal vez, a otros microbios de la piel, a
los que ya no trata como amigos, sino como enemigos.
Lo mismo se puede decir de las enfermedades inflamatorias intestinales
(EII) (la enfermedad de Crohn y la colitis ulcerosa). Seguramente debido a
algún cambio en la composición normal de la microbiota, las células
inmunitarias del intestino parecen perder su habitual respeto por la colonia
intestinal. La causa podría ser que las células Treg, con su efecto apaciguador,
dejan de controlar a los miembros más agresivos del pelotón inmunitario. Por
tal razón, en lugar de tolerar y estimular a los microbios beneficiosos, montan
un ataque contra sí mismas. No es tanto una autoinmunidad, dirigida contra
el yo, como una coinmunidad: ataques inmunitarios a los microbios
«comensales» que suelen vivir en una relación mutuamente beneficiosa con
nuestro cuerpo.
El hecho de que las personas que padecen EII sean considerablemente más
proclives que las sanas a desarrollar algún tipo de cáncer colorrectal apunta a
una relación más profunda entre la disbiosis y la salud. Hace tiempo que se
sabe que determinadas infecciones pueden favorecer el cáncer. El virus del
papiloma humano (VPH), por ejemplo, está detrás de muchos casos de cáncer
de cuello de útero, y la bacteria Helycobacter pylori que provoca úlcera de
estómago también puede iniciar cáncer de estómago. Parece que la disbiosis
que acompaña a la EII es otro elemento más de riesgo. De algún modo, la
inflamación que provoca daña el ADN de las células humanas que recubren
el intestino, permitiendo así el desarrollo de tumores.
El papel de la microbiota en el desarrollo de cánceres no se limita a los del
sistema digestivo. La disbiosis puede favorecer el intestino permeable y la
inflamación, por lo que una microbiota enferma también puede contribuir a la
aparición del cáncer en otros órganos del cuerpo. El ejemplo más claro es el
cáncer de hígado. En un experimento diseñado para averiguar la posible
relación entre la obesidad y una dieta alta en grasas con el desarrollo del
cáncer, los investigadores expusieron ratones delgados y obesos a sustancias
cancerígenas. La mayoría de los delgados resistieron el cáncer, pero un tercio
de los obesos desarrollaron cáncer de hígado. Los investigadores no estaban
seguros de cómo una dieta alta en grasas podía favorecer un cáncer ajeno al
tracto digestivo, por lo que compararon el contenido de la sangre de los dos
tipos de ratones. Los obesos tenían niveles superiores de un compuesto
dañino llamado ácido desoxicólico (ADC), del que se sabe que daña el ADN.
El ADC procede de los ácidos biliares, unas sustancias producidas para
ayudar a digerir las grasas. Pero los ácidos biliares solo se convierten en
ADC —que después el hígado se encarga de descomponer— en presencia de
un determinado grupo de microbios, de la especie clostridia. Los ratones
obesos tenían en los intestinos unos niveles de grasa mucho más altos que los
de los ratones delgados, lo cual los hacía especialmente vulnerables al
desarrollo de cáncer de hígado. El tratamiento de esos microbios con
antibióticos específicos reducía la probabilidad de que desarrollaran el
cáncer.
Es bien sabido que el tabaco y el alcohol favorecen la aparición de
cánceres; en cambio, muchas personas no saben que también la obesidad
aumenta las probabilidades de padecerlo. En los hombres, se calcula que
alrededor del catorce por ciento de las muertes por cáncer están relacionadas
con el sobrepeso, una cifra que en las mujeres llega al veinte por ciento. Se
cree que muchos casos de cáncer de mama, cuello de útero, colon y riñón
también están relacionados con el peso excesivo, y la culpa es, al menos en
parte, de una microbiota «obesa».
En el siglo XXI, acabado ya el reinado de las enfermedades infecciosas, la
gran paradoja de la salud es que hoy estar sano puede depender de tener más
microbios, no menos. Ha llegado el momento de pasar de la hipótesis de la
higiene a la hipótesis de los «viejos amigos»: lo que nos falta no son
infecciones, sino los microbios beneficiosos que educan y apaciguan a
nuestro sistema inmunitario en desarrollo.
En el capítulo 1 preguntaba por los eslabones que pudieran unir distintas
enfermedades del siglo XXI que aparentemente no guardan relación alguna: de
la obesidad a las alergias, y de las enfermedades autoinmunes a las mentales.
La respuesta es lo que subyace en todas ellas: la inflamación. Nuestro sistema
inmunitario, lejos de tomarse unas vacaciones una vez terminado el imperio
de las enfermedades infecciosas, está hoy más activo que nunca. Se enfrenta a
una guerra interminable, no porque haya más enemigos, sino porque, por un
lado, hemos bajado la guardia y hemos abierto las fronteras a microbios que
deberían ser nuestros aliados, y, por otro, hemos perdido las fuerzas de paz de
cuya formación se encargan estos microbios.
Así pues, si de verdad quieres estimular tu sistema inmunitario, olvídate de
bayas carísimas y zumos especiales. En su lugar, atiende ante todo a tu
microbiota. Lo demás te llegará por añadidura.
5
En 1999, falleció Anne Miller, una exenfermera que había nacido en Nueva
York. Murió después de haber vivido cincuenta y siete años más de los que
todos los pronósticos le auguraban. En 1942, cuando tenía treinta y tres años,
Miller tuvo un aborto. Después contrajo una infección por estreptococos que
la dejó al borde de la muerte, postrada en una cama hospitalaria de
Connecticut. Cuando la fiebre le subió hasta casi cuarenta y dos, el doctor
encargado de su caso pidió a la familia autorización para llevar a cabo un
último intento con el que tal vez pudiera salvar la vida a Miller.
Quería probar un fármaco nuevo, nunca usado antes en ningún paciente,
que, según había oído decir, había desarrollado una compañía farmacéutica
de Nueva Jersey. Se llamaba «penicilina». Miller llevaba todo un mes
delirando por culpa de la fiebre cuando, a las 15:30 de la tarde del 14 de
marzo, le inyectaron una cucharadita de café del fármaco, que por entonces
era la mitad de las existencias mundiales. A las 19:30, la fiebre había
remitido y el estado de Miller se había estabilizado. Unos días después,
estaba completamente recuperada. Ella fue la primera persona que salvó la
vida gracias a los antibióticos.
Desde entonces, los antibióticos han evitado la muerte de incontables
millones de personas, empezando ya de forma importante con los soldados de
la Segunda Guerra Mundial heridos en el desembarco en las playas de
Normandía el Día-D de 1944. Cuando las historias de las curaciones
milagrosas llegaron a conocimiento del público, aumentó la demanda de
aquel fármaco. En marzo de 1945, la producción de penicilina se había
disparado. En Estados Unidos cualquiera podía conseguir el debido
tratamiento en su farmacia. En 1949, el precio había bajado de los veinte
dólares por cien mil unidades a solo diez centavos. En los sesenta y cinco
años siguientes se han desarrollado otras veinte variedades de antibióticos,
cada una con su particular forma de combatir las bacterias. Entre 1954 y
2005, la producción de antibióticos en Estados Unidos pasó nada menos que
de novecientas a veintitrés mil toneladas al año. Estos extraordinarios
medicamentos nos han cambiado la vida y la muerte. Su descubrimiento es
una de las grandes victorias de la humanidad, un logro que ha evitado el
sufrimiento y la muerte a manos de nuestro más antiguo y letal enemigo. Hoy
cuesta creerlo, pero en su día fueron fármacos milagrosos. Su uso se
reservaba para los casos más desesperados, y salvaban, literalmente, la vida.
Actualmente, para bien o para mal, el consumo de antibióticos es
pandémico. Puedes apostar lo que quieras a que, en el mundo desarrollado,
no hay ni un solo adulto que no haya tomado antibióticos al menos una vez
en la vida. En Gran Bretaña, la mujer media seguirá setenta tratamientos con
antibióticos a lo largo de la vida. Setenta. No se aleja mucho de un
tratamiento al año. El varón medio, tal vez debido a su innata reticencia a ir al
médico, o quizás a las diferencias del sistema inmunitario masculino y
femenino, seguirá cincuenta tratamientos. En Europa, el cuarenta por ciento
de las personas han tomado antibióticos en los últimos doce meses. En Italia,
los ha tomado el cincuenta y siete por ciento, una cifra que se equilibra con el
bajo porcentaje de Suecia (veintidós por ciento). Los estadounidenses
coinciden con los italianos: en cualquier momento dado, el dos y medio por
ciento de la población de Estados Unidos está tomando antibióticos.
En realidad, es difícil encontrar un solo niño de menos de dos años que no
haya tomado antibióticos. A más o menos un tercio de los niños de seis meses
se les receta antibióticos, una proporción que pasa a la mitad al año, y a tres
cuartos a los dos años. A los dieciocho, cualquier joven del mundo
desarrollado habrá recibido una media de entre diez y veinte tratamientos con
antibióticos. Alrededor de un tercio de los antibióticos que recetan los
médicos van destinados a los niños. En Estados Unidos, anualmente se
recetan novecientos de estos tratamientos por cada mil niños. En España, por
cada mil niños se recetan mil seiscientos tratamientos con antibióticos al año
(es decir, los niños españoles reciben una media de 1,6 de estos tratamientos
cada año de su corta vida).
Más o menos la mitad de estas recetas infantiles se deben a infecciones del
oído, a las que los niños son especialmente propensos. El pequeño tubo que
conecta el oído con la garganta —el que se «marca» con los cambios de
presión— es casi horizontal en el bebé; se va inclinando con la edad. Esto
significa que a los niños pequeños les cuesta más drenar las mucosidades
hasta la garganta, por lo que ese tubo se suele llenar de porquería hasta
atascarse. Las infecciones de oído también son el doble de frecuentes en los
niños que usan el chupete, de ahí que abunden tanto. Los médicos se toman
muy en serio las infecciones de oído por dos potenciales riesgos, ambos muy
pequeños: primero, los niños que sufren repetidas infecciones de oído pueden
tener dificultades para oír bien, en una etapa en que es fundamental que lo
hagan para aprender a hablar, y, segundo, estas infecciones se pueden
complicar si se extienden a mayor profundidad y afectan al hueso mastoideo
que se encuentra detrás de la oreja. Conocida como mastoiditis, esta infección
bacteriana puede provocar lesiones irreversibles en el oído. De hecho, puede
ser mortal. Ambos riesgos son extremadamente pequeños, pero bastan para
que muchos médicos procuren cubrirse las espaldas.
Es más que probable que no todos esos muchísimos medicamentos sean
necesarios. El organismo responsable de la sanidad pública de Estados
Unidos —los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades—
calcula que la mitad de los antibióticos que se recetan en el país son
innecesarios o inapropiados. Muchas de estas prescripciones son para
personas que padecen resfriados o gripe, desesperadas por librarse de ellos.
Las firman médicos cansados de no poderles dar algo que las cure. No
importa que tanto el resfriado como la gripe los provoquen virus, no
bacterias, y que los antibióticos no hagan mella en los primeros. No importa
que la mayor parte de los resfriados desaparezcan solos al cabo de pocos días
o semanas, sin necesidad de correr riesgos.
A medida que se agrava el problema de la resistencia a los antibióticos,
aumenta la presión para que los médicos los receten con mayor cuidado.
Queda mucho por mejorar. En 1998, tres cuartas partes de los antibióticos
recetados en Estados Unidos lo fueron por médicos de atención primaria y
para afecciones respiratorias: infecciones del oído, sinusitis, faringitis,
bronquitis e inflamaciones del tracto respiratorio superior (ITS). De los
veinticinco millones de personas que visitaron al médico por ITS, al treinta
por ciento se les recetaron antibióticos. No está mal, dirás, pero debes saber
que solo el cinco por ciento de las ITS están provocadas por bacterias. Lo
mismo ocurre con la faringitis, que ese mismo año fue diagnosticada a
catorce millones de personas, y al sesenta y dos por ciento de ellas se les
recetaron antibióticos. Solo el diez por ciento de esas personas tenían
infecciones bacterianas. En general, el cincuenta y cinco por ciento de los
antibióticos recetados ese año eran innecesarios.
Los médicos son quienes tienen la llave que da acceso a estos
medicamentos, por lo que podría parecer que ellos son los últimos
responsables de su abuso, pero la ignorancia del paciente puede ser una
presión insoportable. En un amplio estudio sobre veintisiete mil europeos
realizado en el año 2009, el cincuenta y tres por ciento creía
equivocadamente que los antibióticos mataban a los virus, mientras que el
cuarenta y siete por ciento, que eran efectivos contra el resfriado y la gripe
(ambos causados por virus). Para muchos médicos, el miedo a mandar al
paciente a casa con las manos vacías, para que vuelva a la consulta con
alguna complicación grave por infección bacteriana, basta para que decidan
recetar antibióticos, por si acaso. Con los bebés, ese miedo se multiplica
exponencialmente: el niño pequeño puede llorar porque quiere que lo acunen,
o por un dolor cuya causa puede ser grave. Puede que esté tranquilo y apático
debido a una dosis elevada de paracetamol, o porque sufra alguna afección
grave. El médico joven prefiere asegurarse a tener que pedir perdón. Pero
¿merece la pena?
En algunos casos, sí. Las infecciones pulmonares, por ejemplo, suelen
resultar ser neumonías, especialmente en las personas mayores. Por cada una
de estas a las que los antibióticos impedirán que enfermen de neumonía, más
o menos habrá otras cuarenta que los tomarán sin que les sirva de nada. Sin
embargo, en bastantes otras enfermedades, son muchísimos más los pacientes
que toman antibióticos sin ningún provecho. Más de cuatro mil personas con
faringitis e ITS toman antibióticos para evitar posibles complicaciones, algo
que ocurre en solo una de ellas. El riesgo de complicaciones es todavía menor
en los niños con infecciones de oído. Se calcula que para evitar un caso de
mastoiditis habría que tratar con antibióticos a unos cincuenta mil niños. Y,
además, la mayoría de los que sufren mastoiditis se recuperan sin más
problemas; el riesgo de muerte es de, más o menos, uno entre diez millones.
La resistencia a los antibióticos que resultará de tratar con ellos a todos estos
niños es sin duda mucho más peligrosa para la salud pública que ese
pequeñísimo riesgo de infección.
Está claro que en el mundo desarrollado tomamos inmensas cantidades de
antibióticos, en la mayoría de los casos sin ninguna necesidad. El profesor
Chris Butler, médico de familia en activo, además de profesor de atención
primaria en la Universidad de Cardiff, en una entrevista en Radio 4 de la
BBC expuso claramente el contraste de esa realidad con la del consumo de
antibióticos en el mundo en desarrollo, donde las enfermedades infecciosas
siguen siendo comunes y los antibióticos salvan vidas. Decía:
Llegué al Reino Unido procedente de un gran hospital rural de Sudáfrica, donde la incidencia de las
enfermedades infecciosas era increíble, y muchísimas personas, sanas y en forma en todo lo demás,
acudían al hospital con neumonía y meningitis. Estaban a las puertas de la muerte, pero les dábamos
a tiempo el antibiótico adecuado… y era muy frecuente que a los pocos días se levantaran de la cama
y se fueran del hospital. Con los antibióticos, obrábamos el milagro de que los muertos se levantaran
y anduvieran. Cuando llegué al Reno Unido, empecé a trabajar en medicina general. Aquí, para tratar
a niños que lo único que tenían eran mocos, usábamos esos mismos antibióticos que tantas vidas
habían salvado en Sudáfrica.
¿Por qué, pues, no tomar antibióticos por si acaso? ¿Qué daño podían hacer?
La preocupación de Butler por utilizar fármacos de emergencia para contentar
a pacientes de dolencias leves era, sobre todo, que se favorecía la resistencia
a los antibióticos. Como otros muchos científicos y médicos, teme que pronto
podamos entrar en una época posantibiótica muy similar a la preantibiótica,
cuando la cirugía conllevaba un alto riesgo de muerte y pequeñas heridas
podían ser mortales. Es un temor tan antiguo como los propios antibióticos.
Sir Alexander Fleming, después de descubrir la penicilina, no dejaba de
advertir que usarla en dosis demasiado pequeñas, durante un periodo
excesivamente corto o sin justificación suficiente, podría provocar una
resistencia antibiótica.
Tenía razón. Una y otra vez, las bacterias desarrollan resistencia a los
antibióticos. Las primeras bacterias resistentes a la penicilina se descubrieron
a los pocos años de que se introdujera. El proceso es así de simple: las
bacterias vulnerables mueren, algunas veces dejando atrás a aquellas que,
casualmente, tienen una mutación que las hace resistentes. A continuación,
las bacterias resistentes se reproducen y toda la población es inmune al
antibiótico. En los años cincuenta, la bacteria común Staphilococcus aureus
se había hecho resistente a la penicilina. Algunos miembros de la especie
tenían un gen que producía una enzima llamada «penicilinasa», que
descompone la penicilina y la hace inefectiva. Al morir todas las bacterias
que no tenían penicilinasa, las que la tenían pasaron a ser las dominantes.
En 1959, se introdujo en el Reino Unido un nuevo antibiótico (la
meticilina) para tratar las infecciones provocadas por la bacteria Staph.
aureus, resistente a la penicilina. Sin embargo, al cabo de solo tres meses, en
un hospital de Kettering apareció una nueva cepa de Staph. aureus.
Resistente a la penicilina y a la meticilina, hoy se la conoce como la temible
SARM: Staphylococcus aureus, resistente a la meticilina. Actualmente, la
SARM mata a decenas o cientos de miles de personas todos los años, y no es
la única bacteria resistente a los antibióticos.
Las consecuencias son tanto sociales como personales. «Sabemos que el
principal factor de riesgo de contraer una infección resistente es haber
tomado antibióticos recientemente», dice Chris Butler. Y sigue:
Si se han tomado antibióticos, al contraer la nueva infección, las probabilidades de que sea resistente
son muchas más. Y este es el problema, porque incluso infecciones comunes como las del tracto
urinario, si están provocadas por algún organismo resistente, persisten más tiempo, la persona toma
aún más antibióticos, se generan más gastos al Servicio Nacional de Salud, y la persona tienen
síntomas mucho peores. De modo que no se trata solo de los daños a la futura sensibilidad a las
bacterias, sino también de unos inconvenientes personales para quien toma antibióticos sin
necesidad.
Descubrimos que teníamos que tratar a treinta personas para que una consiguiera evitar empeorar o
desarrollar algún síntoma nuevo, pero, al mismo tiempo, una de cada veintiuna personas tratadas
sufría algún tipo de daño. De modo que aquel beneficio quedaba contrarrestado en más o menos la
misma proporción por aquel otro efecto secundario perjudicial.
Aunque la idea de que las infecciones nos protegen de las alergias —en la
que se asienta la hipótesis de la higiene— ha resultado ser falsa, hay en ella
un aspecto que sigue vivo. Como sociedad obsesionada por la higiene, y por
el impacto de esta en los microbios beneficiosos que viven en nuestro
interior, en un grado u otro nos perjudicamos. La mayoría de quienes vivimos
en países desarrollados nos lavamos todo el cuerpo al menos una vez al día,
cubriéndonos la piel de jabón y agua caliente. Suele decirse que la piel es la
primera línea de defensa contra los patógenos, pero, en realidad, no es así. La
microbiota de la piel, sea una comunidad de Propionibacterium asentada en
la nariz, o una de Corynebacterium que habite en las axilas, forma una capa
de protección adicional sobre la superficie de la piel. Como en el intestino,
esta capa beneficiosa expulsa a los posibles patógenos y regula las reacciones
del sistema inmunitario ante los posibles invasores.
Si los antibióticos pueden cambiar radicalmente la composición de la
microbiota intestinal, ¿qué efectos producen los jabones en la de la piel? En
los supermercados de hoy, es difícil encontrar un estante que no contenga
algún producto antibacteriano. Nos asedia una publicidad que, de forma más
o menos explícita, advierte de que los gérmenes asesinos campan a sus
anchas en nuestras casas, y nos dice que mantengamos a salvo a la familia
con productos de limpieza que contienen bactericidas que acaban con el
noventa y nueve por ciento de bacterias y virus. Lo que no se nos dice en esos
anuncios es que el jabón normal es igual de eficaz, y no provoca daños, ni a
nosotros ni al medioambiente.
Si te lavas las manos como debieras, con agua caliente y jabón no
antibacteriano, no te libras de microbios potencialmente dañinos porque los
mates. Lo que haces es quitártelos de encima físicamente. El jabón y el agua
caliente no los dañan, sino que se limitan a facilitar la eliminación de las
sustancias a las que se aferran los microbios (los jugos de la carne, las grasas,
la suciedad o los acetites y las células muertas que produce la propia piel). Lo
mismo ocurre con los limpiasuelos y similares; al limpiar la encimera de la
cocina, se eliminan los restos de comida de los que se alimentan las bacterias
dañinas. En realidad, no acaban con los microbios, ni es necesario que lo
hagan. Nada se consigue con añadir más bactericidas.
Cuando se dice que los productos antibacterianos acaban con el noventa y
nueve por ciento de las bacterias, no se habla de pruebas realizadas en las
manos de personas, ni en superficies de la cocina, sino en frascos. Los
analistas ponen una gran cantidad de bacterias directamente en el jabón
líquido y, al cabo de un tiempo (mucho más del que el jabón estaría en
contacto con las manos) ven cuántas siguen vivas. Es imposible acabar con el
cien por cien. No se dice que ocurra de tal modo, porque nadie puede
demostrar nunca la completa ausencia de lo que sea a partir de una pequeña
muestra. Como dicen los científicos: la ausencia de pruebas no es prueba de
la ausencia. Muy pocas veces se dice qué cepas de bacterias matan esos
jabones; el noventa y nueve por ciento se refiere al porcentaje de individuos
muertos. No a que se pueda eliminar el noventa y nueve por ciento de las
especies bacterianas del mundo. Hay que tener en cuenta que muchas
bacterias patógenas pueden formar esporas que hibernan hasta que pasa el
peligro, cualesquiera que sean las sustancias químicas que se utilicen.
Los productos antibacterianos son un triunfo de la publicidad y la
presunción sobre la ciencia. Como ocurre con muchas de las sustancias
químicas presentes en nuestra vida cotidiana, nunca se ha estudiado
realmente la seguridad de las sustancias antibacterianas. En lugar de exigir
que los productos químicos demuestren ser seguros y eficaces antes de
sacarlos a la venta, como se hace con los medicamentos, depende de las
agencias reguladoras demostrar —después de que esas sustancias ya están
entre el público— que son peligrosas, para así prohibirlas. De las cincuenta
mil o más sustancias químicas que se usan en Occidente, solo se ha
verificado la seguridad de unas trescientas. Se ha limitado el uso de cinco de
ellas. Es el 1,7 % de las analizadas. Si suponemos que solo el uno por ciento
de las otras cincuenta mil es dañino, significa que hay otras quinientas que no
deberían estar en nuestras casas.
Es fácil caer en la indiferencia sobre su impacto (al fin y al cabo, si estas
sustancias fueran realmente peligrosas, ¿no veríamos enfermar a la gente?),
pero no lo es tanto percatarse de la naturaleza insidiosa de la acumulación de
sustancias químicas, y los efectos lentos y sutiles que pueden tener. Además,
vemos que la gente enferma. Tenemos una memoria tan corta, y la red de
factores potenciales es tan enmarañada que nos es realmente difícil distinguir
entre lo peligroso y lo no peligroso. Pensemos en el amianto, por ejemplo.
Antes de que fuera prohibido, este producto químico de origen natural se
empleaba en la construcción en todo el mundo. Cientos de miles de personas
han muerto, y siguen muriendo, por haber estado expuestas a ese producto en
su día omnipresente.
No estoy sugiriendo que los bactericidas sean tan peligrosos como el
amianto, sino que el hecho de que se encuentren en miles de cosas (de los
productos de droguería a las tablas de picar la carne, de las toallas a las
prendas de vestir, de los recipientes de plástico a los productos de limpieza
corporal) no garantiza que sean seguros. Un compuesto antibacteriano
particularmente común, conocido como triclosán, ha sido objeto de
minucioso examen en los últimos años. Sus efectos son preocupantes, hasta el
punto de que el gobernador de Minnesota ha firmado un proyecto de ley que
prohíbe su uso en productos de consumo a partir de 2017. Estoy casi segura
de que en casa tendrás al menos un producto que contiene triclosán, si no
muchos. Y lo más probable es que te las arreglarías mejor sin él.
Para empezar, está demostrado que, para reducir la contaminación en casa,
el triclosán no es más eficaz que el jabón no antibacteriano. Pero la gente lo
sigue usando. Y el propio triclosán contamina el suministro de agua, donde sí
consigue matar las bacterias y altera el equilibrio de los ecosistemas del agua
dulce. Por si no fuera suficiente motivo de inquietud, el triclosán también
penetra en nuestro cuerpo. Se puede encontrar en el tejido graso humano, en
la sangre del cordón umbilical del bebé recién nacido, en la leche de la
madre, y en cantidades importantes en la orina del setenta y cinco por ciento
de las personas en cualquier momento.
Cuál sea el nivel de alerta que convenga aplicarle sigue siendo aún motivo
de debate en la literatura científica, pero lo que de momento sabemos es que
existe una correlación clara entre los niveles de triclosán en la orina de la
persona y la gravedad de las alergias que sufra. Cuanto más triclosán hay en
el cuerpo, más probable es que la persona tenga alergia al polen o de otro
tipo. No se sabe si tal realidad es consecuencia directa del daño a la
microbiota, una forma de toxicidad o incluso un reflejo de la menor
exposición a los microbios beneficiosos. Sea la que sea, da otra perspectiva a
los anuncios centrados en la higiene en que aparece la madre limpiando la
trona de su bebé con un trapo antibacterias antes de colocarle la comida en la
bandeja «limpia».
Incluso hay pruebas de que el triclosán aumenta las probabilidades de
contraer alguna infección. El triclosán nos gotea, literalmente: lo hay hasta en
las «secreciones nasales» (los mocos) de los adultos. Pero tal presencia nasal
de bactericidas no nos ayuda a combatir las infecciones. En realidad, se ha
descubierto que cuanta mayor es la concentración de triclosán en los mocos,
mayor es la colonización por parte del oportunista patógeno Staphilococcus
aureus. Al usar triclosán, en realidad reducimos la capacidad del cuerpo de
resistir la colonización y facilitamos que arraigue esta bacteria, que todos los
años acaba con la vida de decenas de miles de personas (en forma de SARM).
Y, por si fuera poco, también se ha descubierto que el triclosán interfiere
en la acción de las hormonas tiroideas. Y en la placa de Petri bloquea la del
estrógeno y la testosterona de las células humanas. De momento, la
Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de Estados Unidos
simplemente ha dispuesto que los fabricantes demuestren que el triclosán es
seguro; de lo contrario, se enfrentan a su prohibición. Como ya he dicho, el
gobernador de Minnesota es quien ha tomado la iniciativa: ha prohibido el
triclosán en los productos de consumo a partir de 2017, pero no por ninguna
de las razones que acabo de mencionar. Lo que preocupa, a él y también a
muchos microbiólogos, es que exponer las bacterias al triclosán hace que se
hagan resistentes. Nadie quiere limpiarse las manos de todas las bacterias
beneficiosas y dejar solo las dañinas y resistentes, pero el principal motivo de
preocupación es la resistencia a los antibióticos. Consideremos el caso de la
nariz, que limpiamos de todos los posibles mocos impregnados de triclosán
inductor de la resistencia, le añadimos Staphilococcus aureus y dejamos
pasar unos días. ¿Cuál es el resultado? Una fábrica móvil de SARM,
completada con un mecanismo de difusión altamente efectivo.
¡Ah!, otra cosa. Cuando el triclosán se mezcla con el agua clorada del
grifo, se convierte en el agente cancerígeno e inductor de dejar fuera de
combate en las novelas policiacas y de crímenes: el cloroformo. Puedes
esperar a que lo prohíban si lo prefieres; otra posibilidad es que leas siempre
la etiqueta de lo que consumes.
Pero lavarse las manos (con jabón normal no antibacteriano y agua
caliente, durante quince segundos) es importante. Es el pilar de la higiene
pública, y está demostrado que es decisivo en la transmisión de las
infecciones, sobre todo de las gastrointestinales. Pero, al igual que la
eliminación de los microbios «transeúntes» —los bichos no residentes que
recoges del entorno—, lavarse las manos también altera su microbiota.
Curiosamente, las distintas especies tienen diferente capacidad de resistencia
al lavado, o de recuperarse poco después. Los miembros de los estafilococos
y los estreptococos, por ejemplo, constituyen un mayor porcentaje de la
comunidad inmediatamente después del lavado de las manos; luego, entre
lavado y lavado, van disminuyendo de forma progresiva.
Digo que es curioso porque recuerda al trastorno obsesivo-compulsivo
(TOC). En una de las manifestaciones de este trastorno de ansiedad, el
paciente cree que está contaminado por gérmenes. Desarrolla «obsesión» por
la limpieza y por la «compulsión» de lavarse las manos. Es difícil determinar
la causa de esta dolencia extraña y limitadora, aunque existen muchas teorías.
Hay una serie de indicios que apuntan a un origen microbiano.
Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, en Europa apareció una
extraña enfermedad. En el invierno de 1918 ya había llegado a Estados
Unidos; al año siguiente, a Canadá. En años sucesivos, la enfermedad barrió
todo el mundo y se instaló en la India, Rusia, Australia y Sudamérica. La
pandemia se prolongó toda una década. Conocida como encefalitis letárgica,
algunos de sus síntomas eran apatía, dolor de cabeza y movimientos
involuntarios, algo parecido a la enfermedad de Parkinson. En muchos casos,
la enfermedad se manifestaba como un trastorno psiquiátrico, con muchos
pacientes psicóticos, deprimidos o con exagerado deseo sexual. La
mortalidad era de entre el veinte y el cuarenta por ciento de los enfermos.
Muchos de los que sobrevivían a la encefalitis letárgica no se recuperaban
del todo; miles de ellos quedaban afectados por el TOC. De repente, aparecía
con toda fuerza un extraño trastorno conductual, como si de una infección se
tratara. Los médicos de la época discutían acaloradamente si la enfermedad
era de origen freudiano u «orgánico», pero tuvieron que pasar otros setenta
años hasta que se descubrió la causa.
En la década de 2000, dos neurólogos británicos se interesaron por la causa
de la encefalitis letárgica. El doctor Andrew Church y el doctor Russell Dale
habían visto a unos cuantos pacientes cuyos síntomas coincidían con el perfil
de aquella rara enfermedad. Corrió la voz entre la comunidad médica. Los
colegas de Dale empezaron a referirle casos similares, hasta que este tuvo
veinte pacientes diagnosticados de una enfermedad que se suponía que había
desaparecido hacía decenas de años. Dale y Church comenzaron a buscar
similitudes entre los pacientes, con la esperanza de encontrar pistas que
pudieran llevarlos a dar con la causa y, con un poco de suerte, con un
tratamiento. Afortunadamente, había un patrón: en la fase aguda de la
enfermedad, muchos pacientes habían sufrido faringitis.
La faringitis suele estar provocada por miembros del género Streptococcus
—de ahí que en Estados Unidos se la conozca más como strep throat
(garganta strep, de estreptococo)—. Church y Dale pensaron que esta
bacteria podría conducirlos a algo de interés. Examinaron a sus pacientes y,
como era de esperar, los veinte estaban infectados por Streptococcus. En
lugar de desaparecer al cabo de pocas semanas, la faringitis había provocado
una reacción autoinmune que atacaba a un grupo de células cerebrales
conocidas como los ganglios basales. A consecuencia de tal reacción, lo que
normalmente hubiera sido una infección respiratoria se había convertido en
una dolencia neuropsiquiátrica.
Los ganglios basales intervienen en la «selección de acciones» (son una
parte del cerebro que nos ayuda a decidir cuál de varias posibles acciones
simples nos conviene emprender). Parece que los ganglios basales son
capaces de averiguar de forma inconsciente qué acciones nos reportarán
algún beneficio, sea porque las emprendemos o porque las evitamos: ¿nos
conviene ir o pararnos en una apuesta?, ¿frenar o acelerar?, ¿agarrar la taza
de té… o rascarnos la cabeza donde de repente sentimos un picor? Cuanta
mayor experiencia tengamos de cada una de estas cosas, más información
han ido seleccionando los ganglios basales a partir de lo que conscientemente
hayamos decidido. Ir o pararnos depende de las cartas que tengamos, de las
que tenga quien reparte y de las que la mente haya conseguido determinar
que siguen en la baraja. Cuanta más experiencia tengas, mejor afinados están
tus ganglios basales, aunque no lo esté tu mente.
Sin embargo, si estas células cerebrales sufren un ataque, la selección de
acciones se desbarata. ¿Pido carta o me paro? ¿Me paro o pido carta? ¿O pido
carta? ¿O me paro? O, simplemente, no sé qué hacer. Parece que los
músculos que siguen de forma automática las instrucciones del cerebro
reciben órdenes múltiples y distintas. Y, en lugar de realizar sin sobresaltos
las acciones que más convienen, generan temblores similares a los del
párkinson. También se alteran las rutinas: encender las luces, cerrar las
puertas, lavarse las manos. Para aquellos que padecen el TOC de lavarse las
manos de forma compulsiva, existe una enigmática posibilidad. Decía antes
que algunos grupos de bacterias se hacen más abundantes justo después de
lavarnos las manos, debido quizás a que, en ausencia de sus semejantes más
vulnerables, aprovechan la oportunidad para multiplicarse. Te ahorraré la
molestia de consultar páginas anteriores: los estreptococos son uno de estos
grupos. No es del todo seguro, pero es posible que estos patógenos
oportunistas ganen suficiente terreno en las manos y los intestinos después de
que un buen lavado de manos convenza al anfitrión, mediante el refuerzo del
hábito y los ganglios basales y su recompensa, para que se siga lavando.
Tal vez no quepa extrañarse de que una serie de trastornos «mentales» —
mejor llamados trastornos neuropsiquiátricos— estén relacionados tanto con
la disfunción de los ganglios basales como con el Streptococcus. Piensa en
los tics vocales y físicos del síndrome de Tourette, que pueden ser
consecuencia de la incapacidad de los ganglios basales de decidir eliminar de
la mente consciente la idea de hacer alguna travesura. Aquí, la infección por
Streptococcus desempeña su papel y hace que los niños sean catorce veces
más propensos a desarrollar el síndrome de Tourette si han sufrido varias
infecciones de una cepa especialmente perniciosa en el último año. El
párkinson, el TDAH y los trastornos de ansiedad también están relacionados
con la faringitis y la lesión de los ganglios basales.
Pero no estoy diciendo que no debamos lavarnos las manos, no vaya a ser
que se nos cuelen los estreptococos. Una consecuencia mucho peor sería
trasladar microbios comunes del lugar que les corresponde (por ejemplo, las
heces) a otros que no les son propios (como la boca o los ojos). Se desconoce
si el jabón antibacteriano empeora el imperio temporal del Streptococcus en
las manos, pero como el robusto oportunista que es, y acostumbrado como
está a resistir el ataque de otros microbios, es perfectamente posible que haya
sido más rápido que los microbios beneficiosos de la piel en hacerse
resistente a las sustancias antibacterianas. Sin embargo, hay un uso de
sustancias químicas para matar las bacterias que parece conveniente y
efectivo: frotarse las manos con alcohol. El alcohol altera los microbios en
tan alto grado que parece que son incapaces de desarrollar la resistencia. Y,
más aún, el alcohol puede ser efectivo contra cepas resistentes a los
antibióticos como la SARM (Staphylococcus aureus resistente a la
meticilina). Tanto los profesionales de la salud como cualquier persona que
se vea en la necesidad de hacerlo lo pueden aplicar con facilidad y rapidez.
Mientras te ocupas de comprobar todas las etiquetas de tus productos de
higiene personal, tal vez te sorprenda la cantidad de sustancias químicas de
las que nunca has oído hablar y que, al parecer, son necesarias para que te
sientas limpio y huelas bien. La piel, evidentemente, sabría cuidar de sí
misma sin necesidad de geles, lociones hidrantes ni desodorantes. Si algo se
aprende al deambular por las selvas tropicales, es que quienes se lavan una
vez al día y se cubren la piel de antitranspirantes de mal olor son los
extranjeros, no la gente local. Pese a que se lavan con poca frecuencia, y
nunca usan desodorantes ni lociones limpiadoras, las personas tribales que
viven en los lugares más recónditos de la selva no padecen de mal olor
corporal.
Gita Kasthala, antropóloga y zoóloga que trabaja en zonas remotas de
Papúa Occidental y África Oriental, ha observado que, en las sociedades
tribales y en lo que a la higiene personal se refiere, las personas se pueden
dividir en tres grupos. El primero es el de quienes han tenido muy poco
contacto con la cultura occidental. «Estas personas suelen incorporar la
higiene corporal a otras actividades, por ejemplo, a la pesca. Pero no utilizan
jabón, y muchos de los tejidos que usan para cubrirse son naturales», dice. El
segundo grupo lo forman aldeas remotas que han estado expuestas en cierto
grado a la cultura occidental (en muchos casos, a través de los misioneros);
suelen vestir prendas occidentales, normalmente telas sintéticas de segunda
mano de los años ochenta. «Estas personas suelen desprender un olor
increíblemente acre. Se lavan con fines concretos y usan jabón, pero les
cuesta entender que tú te laves y también laves la ropa. Solo saben que hay
que hacerlo en algún momento: una vez a la semana, al mes, o de vez en
cuando». El último grupo son personas que han estado plenamente inmersas
en la cultura occidental, sea porque han trabajado en alguna plataforma
petrolera o para alguna empresa maderera, y se lavan a diario con productos
cosméticos. «Las personas de este grupo no suelen oler, a menos que realicen
alguna actividad muy pesada o haga mucho calor», explica Kasthala. «Pero
las del primer grupo, que nunca utilizan jabón, tampoco huelen nunca, ni
siquiera cuando realizan actividades que requieren mucho esfuerzo físico».
¿Cómo se entiende, entonces, que la mayoría de las personas que vivimos
en la sociedad moderna nos convirtamos en apestosas de olor insoportable y
en marginadas sociales después de solo uno o dos días sin lavarnos, y, en
cambio, las que viven en los trópicos, sin jabón ni agua caliente, estén
siempre limpias?
Según una empresa recién fundada llamada AOBiome, todo es cuestión de
un grupo muy sensible de microbios. El fundador de la empresa, David
Whitlock, era un ingeniero químico que se dedicaba al estudio de los
microbios del suelo. En 2001, mientras recogía muestras de tierra en unos
establos, le preguntaron por qué a los caballos les gusta revolcarse en el
suelo. No lo sabía, pero la pregunta le dio que pensar. Whitlock sabía que el
suelo y las fuentes naturales de agua contienen muchas bacterias amonio-
oxidantes (AOB); se preguntó si los caballos y otros animales se restregaban
por el suelo para que esas bacterias se les pegaran a la piel.
La mayor parte del olor que desprendemos las personas en realidad no
procede de los fluidos con amoniaco que segregan las glándulas ecrinas, sino
de las glándulas apocrinas, o del olor. Toda la función de estas glándulas,
confinadas en las axilas y las ingles, está relacionada con el sexo. Hasta la
pubertad ni siquiera están activas, y los olores que producen a partir de
aquella actúan de feromonas, que informan al sexo opuesto sobre la salud y
fertilidad propias. Pero el sudor que liberan las glándulas apocrinas es
completamente inodoro. Solo adquiere olor cuando intervienen los microbios
de la piel y lo convierten en todo un anfitrión de olorosos compuestos
volátiles. El tipo de olor exacto que se produce depende de la composición de
los microbios que albergamos.
Cuando nos lavamos y nos ponemos desodorantes, que suelen actuar
eliminando o enmascarando las bacterias que producen olor, alteramos la
microbiota de la piel. Las AOB son un grupo de bacterias particularmente
sensibles; se repueblan con mucha lentitud, por lo que son las que peor
paradas salen del diluvio de sustancias químicas que las inunda todos los
días. El problema, según Whitlock, es que, sin AOB, el amoniaco que
desprendemos al sudar no se convierte en nitrito ni óxido nítrico, unas
sustancias que desempeñan funciones esenciales no solo en la regulación del
funcionamiento de las células humanas, sino también en el gobierno de los
microbios de la piel. Sin óxido nítrico, las corynebacterias y los estafilococos
que alimentan a nuestro sudor se pueden desmadrar. En particular, parece que
los cambios en la abundancia de corynebacterias son responsables del mal
olor corporal que todos nos afanamos en evitar.
Así pues, lo paradójico es que, al lavarnos con productos químicos y usar
desodorantes para oler bien, ponemos en marcha un círculo vicioso. El jabón
y el desodorante nos matan las AOB; carecer de AOB significa alterar las
demás bacterias de la piel; dicha alteración conlleva que el sudor huela mal,
y, por consiguiente, tenemos que utilizar jabón para limpiar el desaguisado, y
desodorante para ocultar el olor. Lo que AOBiome sugiere es que con la
aportación de bacterias AOB se podría romper este bucle interminable.
Lo mismo se podría conseguir, por supuesto, con un baño diario de barro,
o agua no tratada ni contaminada (si se puede disponer de ella), pero lo que
Whitlock y su equipo de AOBiome proponen es rociarse todos los días con su
«nebulizador cosmético refrescante AO+». Es incoloro, inodoro y de aspecto
idéntico al del agua, pero contiene Nitrosomonas eutropha vivas: AOB
cultivadas del suelo. En este momento, AO+ se vende como producto
cosmético, porque de este modo AOBiome no está obligada a demostrar su
efectividad; este es el siguiente objetivo de la empresa. Pero en una prueba
piloto, los voluntarios que lo utilizaron, comparados con quienes se aplicaron
un placebo, mejoraron el aspecto, la suavidad y la tersura de la piel.
Las personas que no se lavan no huelen con ese aroma de flores de jabón
perfumado que esperamos de nuestra piel; en cambio, muchos de los
voluntarios de la prueba del AO+ descubrieron que su olor natural en realidad
era igual de agradable, también para otras personas. El fundador de
AOBiome, David Whitlock, dejó de lavarse por completo hace doce años, y
nos aseguran que no huele mal. Otros muchos miembros del equipo de
AOBiome también han reducido el uso de jabones y desodorantes, y la
mayoría de ellos solo se lavan unas pocas veces a la semana, y hasta solo
algunas veces al año.
Seguramente, a muchas personas les resultará desagradable la idea de no
lavarse con jabón, o al menos no hacerlo con tanta frecuencia. A mí, lo que
de verdad me sorprende por surrealista es que tal idea esté tan arraigada en
nuestra cultura que casi es tabú admitir que no se utiliza el jabón todos los
días. Probablemente, muchísimo más surrealista que, después de no habernos
lavado con jabón durante doscientos cincuenta mil años de nuestra historia
como Homo sapiens, hoy dependamos tanto de la ducha diaria con jabón que
no podamos imaginar la vida sin ella.
Los productos antibacterianos, como los antibióticos, tienen su lugar. Pero,
en cuestiones de salud, su lugar no es nuestro cuerpo. Ya disponemos de un
sistema de defensa microbiano: se llama sistema inmunitario. Tal vez
haríamos bien en procurar utilizarlo.
6
figura 6. Esquema del funcionamiento de los candados GPR43 y las llaves SCFA
Este fascinante resultado implica que la función del GPR43 es facilitar una
vía de comunicación entre los microbios y el sistema inmunitario. Nuestros
microbios amantes de la fibra fabrican llaves en forma de SCFA; con ellas,
abren las células inmunitarias para decirles que ataquen. El GPR43 no solo se
encuentra en las células inmunitarias, sino también en las células grasas.
Aquí, una vez abierto con una llave SCFA, obliga a las células grasas a
dividirse, en lugar de aumentar de tamaño, para almacenar debidamente la
energía. Más aún, abrir el GPR43 con SCFA también provoca que se libere
leptina, la hormona de la saciedad. De esta forma, comer fibra hace que te
sientas saciado.
Los tres principales SCFA son importantes, pero quiero hablarte de uno en
particular. El butirato tiene especial importancia porque parece ser la pieza
que faltaba del puzle del intestino permeable. He dicho varias veces que una
comunidad enferma de microbios conlleva el aflojamiento de las cadenas que
sujetan las células que recubren la pared intestinal. Una vez aflojadas, el
intestino se hace permeable; entonces, todo tipo de compuestos se infiltran en
la sangre cuando no deberían hacerlo. De paso, provocan al sistema
inmunitario: la consiguiente inflamación es la que está detrás de varias
enfermedades del siglo XXI. La función del butirato es sellar esas fugas.
Las cadenas de proteínas que sujetan nuestras células intestinales están
producidas por nuestros genes, como cualquier otra proteína del cuerpo que
trabaje entre bambalinas. Pero hemos cedido cierto control de estos genes a
nuestros microbios. Ellos son quienes deciden cuánto subir el volumen de los
genes que producen las cadenas de proteínas de la pared intestinal. El butirato
es el mensajero de los microbios. Cuanto más butirato pueden producir estos,
más cadenas de proteínas montan los genes y más sujeta queda la pared
intestinal. Para que ocurra así, se necesitan dos cosas: los microbios
adecuados (como bifidobacterias para reducir determinadas fibras a
moléculas más pequeñas, y especies como Faecaliumbacterium prausnitzii,
Roseburia intestinalis y Eubacterium rectale para convertir estas moléculas
más pequeñas en butirato) y una dieta rica en fibra para alimentarlos. Ellos se
encargan de todo lo demás.
Los descubrimientos de Patrice Cani y otros investigadores dieron un
nuevo giro a nuestra forma de entender el efecto que lo que comemos
produce en el peso del cuerpo. En lugar de reducirlo todo a un simple
equilibrio entre las calorías que entran y las calorías que salen, la relación
entre la dieta (y particularmente la fibra), los microbios, las SCFA, la
permeabilidad del intestino y la inflamación crónica hace que la obesidad se
parezca más a un trastorno de la regulación de la energía que a un simple
caso de exceso de comida. Cani piensa que una mala dieta es solo una de las
formas de ganar peso, y que cualquier cosa que altere la microbiota, incluidos
los antibióticos, puede tener el mismo efecto si conlleva que el intestino deje
que los LPS pasen a la sangre.
¿Significa esto que podemos tomarnos esa tarta que tanto nos apetece,
siempre que vaya acompañada de la correspondiente ración de guisantes? Tal
vez. Estudio tras estudio se ha ido demostrando que la obesidad está asociada
a una ingesta insuficiente de fibra. En uno que se realizó con adultos jóvenes
estadounidenses a lo largo de diez años, la mayor ingesta de fibra estaba
relacionada con menor IMC, cualquiera que fuera la ingesta de grasa. En otro
sobre setenta y cinco mil enfermeras durante ocho años, las que tomaban más
fibra en forma de cereales integrales tenían sistemáticamente menor IMC que
las que preferían cereales refinados bajos en fibra. En otros estudios se ha
descubierto que añadir fibra a dietas bajas en calorías favorece la pérdida de
peso. Uno de ellos muestra que al cabo de seis meses de una dieta de 1.200
calorías diarias, mujeres con sobrepeso perdieron 5,8 kg con un suplemento
placebo, y 8 kg con uno de fibra.
Parece que los cambios en la ingesta de fibra también afectan al peso. Se
hizo el seguimiento del peso y la toma de fibra de doscientas cincuenta
mujeres estadounidenses durante veinte meses. Se observó que por cada
gramo más de fibra por 1.000 calorías, las mujeres perdían 0,25 kg. No
parece mucho, pero, con una dieta típica de 2.000 calorías diarias, las mujeres
que aumentaron la ingesta de fibra en 8 g / 1.000 calorías perdieron 2 kg. Es
el equivalente a añadir media taza de trigo integral y media de guisantes
cocidos a tu dieta diaria.
Especial atención merecen aquí los hidratos de carbono. Al igual que las
grasas, y, desde luego, las fibras, no todos los carbohidratos se crean de la
misma forma. Los defensores de la dieta baja en hidratos de carbono dicen
que todos ellos son «malos», pero piensa lo siguiente: una tarta, por ejemplo,
contiene en torno a un sesenta por ciento de hidratos de carbono, gracias a la
harina y el azúcar refinados, que son absorbidos rápidamente al intestino
delgado, pero el brócoli contiene más o menos la misma cantidad, un setenta
por ciento de carbohidrato. Casi la mitad de este es fibra, que los microbios
consumen. La etiqueta de «hidrato de carbono» abarca un grandísimo
espectro de alimentos: el azúcar puro, los hidratos de carbono refinados como
el pan blanco o los no refinados como el arroz integral, que suelen contener
un elevado porcentaje de fibra completamente digerible. Las dietas bajas en
carbohidratos producen la impresión de que una cucharada de mermelada y
una col de Bruselas son igual de malas, por lo que estas dietas son
extremadamente bajas en fibra.
Lo que los hidratos de carbono hagan en tu cuerpo dependerían mucho del
tipo exacto de moléculas que contengan. Esto afecta no solo a cuántas
calorías absorbes, sino a qué microbios estimulas, y, por ello, a cómo se te
regula el apetito, cuánta energía almacenas como grasa, cuán permeable es el
intestino, con qué rapidez se utiliza la energía almacenada, así como el grado
de inflamación de las células. En lo que a los hidratos de carbono se refiere,
como señala Rachel Carmody, «es realmente importante si se absorben en el
intestino delgado, o en el colon después de haberse convertido en SCFA. Y
eso no consta en la etiqueta de información nutricional».
Los alimentos en polvo o zumo también varían su contenido de fibra. Cien
gramos de trigo integral intacto contienen 12 g de fibra; en cambio, al
convertirlo en harina integral, el contenido de fibra se reduce ligeramente,
hasta 10,7 g. Al pasar a harina blanca, se queda en 3 g. Un batido de 250 ml
de fruta puede contener 2 o 3 g de fibra, pero la fruta de la que se ha obtenido
hubiera aportado 6 o 7 g de haberse tomado en su estado natural. Una botella
de 200 ml de zumo de naranja tendría alrededor de 1,5 g de fibra, mientras
que las naranjas necesarias para obtenerlo contendrían ocho veces esa
cantidad: unos 12 g de fibra, piel incluida.
Otra moda alimentaria que probablemente afecta a la microbiota es la dieta
de alimentos crudos. Según una escuela de pensamiento dirigida por el
profesor Richard Wrangham, biólogo evolutivo humano de la Universidad de
Harvard —y que le dirigió la tesis a la doctora Rachel Carmody—, el uso del
fuego para cocinar los alimentos propició que pasáramos a ser una especie de
cuerpo grande y cerebro incluso mayor. Como Carmody descubrió en su
tesis, la cocción de los alimentos tanto animales como vegetales cambia la
estructura química de nutrientes que en estado crudo serían inaccesibles para
el cuerpo. Lo mismo ocurre con el efecto del cocinado sobre los nutrientes a
que puedan llegar los microbios. Y no solo esto, sino que el calor destruye
algunas de las sustancias químicas defensivas naturales de las plantas. Unas
sustancias que, de otro modo, podrían matar a los microbios beneficiosos del
intestino.
Es cierto que tomar alimentos crudos ayuda a perder peso (simplemente,
hay menos calorías para absorber). De hecho, a la larga, el efecto es de tal
magnitud que parece imposible mantener un peso sano con una dieta de solo
alimentos crudos. «Si se observa durante cierto tiempo a los crudistas —dice
Carmody—, se nota que no pueden mantener la masa corporal. Ingieren
cantidades ingentes de alimentos, incluso desde el punto de vista de las
calorías, pero siguen perdiendo peso. Los crudistas estrictos pueden sufrir
déficits energéticos tan graves que las mujeres en edad fértil dejan de
ovular». Desde una perspectiva evolutiva, resulta evidente que no se trata de
una estrategia magnífica. Indica que cocinar los alimentos no es un simple
invento cultural, pensado para mejorar el sabor de la comida, sino algo a lo
que nuestra especie se ha adaptado fisiológicamente, y con lo que ahora
estamos obligados a seguir. Carmody está trabajando ahora en determinar el
efecto que el cocinado de los alimentos puede tener para nuestra microbiota.
Tal vez pienses que, si la fibra es buena, ¿por qué tanta gente no tolera el
trigo o el gluten? El trigo y otros cereales integrales están repletos de fibra, y
está demostrado que reportan muchos beneficios para la salud: reducen el
riesgo de infarto y asma, mejoran la presión arterial y contribuyen a evitar
algún que otro derrame cerebral. Pero la popularidad de la última moda
dietética —las dietas «sin»— se basa en la idea de que el gluten oculto en los
granos de trigo, centeno y cebada nos es perjudicial.
El gluten es la proteína que da al pan esa característica suavidad esponjosa.
Las cepas del gluten «se desarrollan» al amasar el pan; a continuación,
atrapan el dióxido de carbono producido por la levadura para que el pan suba.
Es una molécula grande, de aspecto un tanto parecido al de un hilo de perlas.
El hilo, o cadena, se rompe debido en parte a las enzimas humanas del
intestino delgado, dejando cadenas más pequeñas que pasan al intestino
grueso.
Hasta no hace mucho, en restaurantes y supermercados no existían
alimentos sin gluten, ni sin lactosa o caseína, pero, en la última década, el
mercado «sin» ha alcanzado su plenitud. Ya no se entiende como una dieta
«médica» reservada a personas que padecen alergias inusuales o intolerancias
extrañas, sino un estilo de vida por el que optan millones de personas, y que
las celebridades se encargan de popularizar. En los últimos años, a la comida
«sin» le sigue la necesidad que sentimos de culpar a los alimentos. Algunas
personas pretenden hacernos creer que no estamos «destinados» a comer
trigo y que el consumo de productos lácteos no es «natural». He visto incluso
una web en que se afirma que los humanos fuimos la única especie que
empezó a tomar leche de otras especies, algo que nos perjudica. Y no importa
que este mensaje de tan endeble base científica llegara por Internet, un medio
que, por lo que se sabe, tampoco utilizan otras especies.
Las poblaciones humanas llevamos consumiendo trigo y lácteos, y los
compuestos que contienen (gluten, caseína, lactosa y demás) desde la
Revolución neolítica, hace unos diez mil años. Sin embargo, estos alimentos
no han causado problemas tan graves hasta hace muy poco. Tal circunstancia
nos lleva de nuevo a Alessio Fasano, el gastroenterólogo italiano del Hospital
Infantil General de Massachusetts, en Boston. Había empezado a trabajar en
la elaboración de una vacuna contra el cólera, pero se encontró con que había
descubierto la «zonulina», una proteína que afloja las cadenas del
revestimiento intestinal y provoca que este se haga permeable. Se dio cuenta
de que la zonulina estaba detrás de la enfermedad celiaca autoinmune. El
gluten se colaba por las paredes intestinales de los pacientes celiacos, que el
exceso de zonulina había hecho demasiado porosas, con lo que se
desencadenaba una reacción autoinmunitaria que atacaba a las células de los
intestinos de los enfermos.
La enfermedad celiaca se ha hecho espectacularmente común en las
últimas décadas, y el único tratamiento es evitar hasta la más mínima
cantidad de gluten. Pero los celiacos no son los únicos que evitan esta
proteína. Millones de personas creen que no toleran el gluten, para alegría de
los fabricantes de alimentos especializados y consternación de muchos
médicos. Los defensores de la dieta sin gluten dicen que la eliminación de
este no solo reduce la hinchazón y mejora la función intestinal, sino que da
un brillo especial a la piel, mucha energía y mayor capacidad de
concentración. Quienes padecen el síndrome de intestino irritable son
particularmente aficionados a esta dieta. La intolerancia a la lactosa también
se ha hecho muy común, y en los supermercados actuales es habitual la
presencia de montones de productos sin lactosa.
No obstante, si el trigo y los lácteos causan tanto problema, ¿por qué
nuestros antepasados empezaron a consumirlos? En el caso de la lactosa —el
azúcar que se encuentra en la leche—, personas de muchas poblaciones
desarrollaron lo que se conoce como «persistencia de la lactasa». Todos los
bebés toleran la lactosa; está en la leche de la madre. Tenemos un gen que
produce una enzima específica —la lactasa— para romperla. Antes de la
Revolución neolítica, este gen se «apagaba» una vez concluida la infancia,
cuando la lactasa ya no era necesaria. Pero durante la Revolución neolítica,
algunas poblaciones humanas comenzaron a criar animales: los antepasados
de las cabras, las ovejas y el ganado actuales. Al mismo tiempo, esas
poblaciones empezaron a desarrollar la persistencia del gen de la lactasa. Este
ya no se apagaba después del destete, sino que permanecía activo a lo largo
de la madurez.
La selección natural de la persistencia de la lactasa se produjo de forma
realmente rápida en sentido evolutivo, lo cual significa una cosa: si las
personas adultas pueden digerir la lactosa, es porque realmente les ayuda a
sobrevivir y reproducirse. En tan solo unos miles de años, a partir de Oriente
Próximo, los humanos de toda Europa se pasaron a la tolerancia a la lactosa.
Hoy, en torno al noventa y cinco por ciento de los europeos del norte y
occidentales adultos toleran la leche. En otros lugares, otras poblaciones
humanas que crían animales, como los beduinos egipcios acompañados
siempre de sus cabras, y los tutsis de Ruanda, con sus rebaños de ganado,
desarrollaron independientemente la persistencia de la lactasa mediante una
mutación distinta de la de los europeos.
Es muy improbable que el hecho de que hoy tantas personas no toleremos
el gluten ni la lactosa demuestre que no estamos «destinados» a consumir
estos alimentos. Al fin y al cabo, muchos de nuestros antepasados, en
especial los de linaje europeo, los han estado consumiendo durante miles de
años. Es casi como si los cambios en el estilo de vida en los últimos sesenta
años hubieran enmendado casi diez mil años de evolución dietética humana.
Mi tesis no es que las intolerancias alimentarias no sean un fenómeno real,
sino que el origen de tales dolencias no está en nuestro genoma, sino en
nuestros dañados microbiomas. Hemos evolucionado para comer trigo. Y
muchos hemos evolucionado para tolerar la lactosa en la madurez, pero es
posible que nos hayamos expuesto a una reacción exagerada a estos
alimentos.
La causa del problema no son los propios alimentos, sino lo que les ocurre
en el interior del cuerpo. Pero, a diferencia de lo que sucede en la enfermedad
celiaca, las personas con sensibilidad al gluten tienen el revestimiento
intestinal perfectamente intacto. Parece que, debido a la disbiosis, el sistema
inmunitario ha empezado a preocuparse demasiado por la presencia del
gluten. Seguramente no ayuda en nada que el contenido de gluten del trigo
sea cada vez mayor, para conseguir un pan lo más ligero y esponjoso posible,
lo cual es una auténtica provocación para un sistema inmunitario ya irritado.
Quisiera pensar que, en vez de evitar el gluten y la lactosa, somos capaces de
conseguir reavivar nuestra relación preneolítica con ellos, al mismo tiempo
que recuperamos el equilibrio microbiano.
Michael Pollan, escritor estadounidense especializado en temas
alimentarios, dijo: «Come, no mucho, y sobre todo vegetales». Aunque lo
dijo antes de la revolución en nuestra forma de entender la microbiota,
sabemos que hoy es más verdad que nunca. Si evitamos alimentos
empaquetados en cajas de cartón, mantenidos «frescos» mediante
conservantes químicos de cuestionable perfil de seguridad, si no nos llenamos
más de lo que el páncreas, el tejido adiposo y el apetito pueden soportar, si
recordamos que los vegetales nos alimentan tanto a nosotros como a nuestros
microbios, podemos nutrir un equilibrio microbiano, que es la base de la
buena salud y la felicidad.
En este capítulo he defendido el consumo de fibra, pero merece la pena
subrayar que ningún elemento de nuestra dieta actúa de forma individual e
independiente. La gran complejidad de los pros y los contras de cualquier
tipo de alimento, sean los diferentes tipos de grasa o el tamaño de las
moléculas de carbohidratos, debe encajar en la estructura del conjunto de la
dieta. No basta con decir que las grasas son malas y la fibra es buena, porque,
al margen de lo que diga la ultimísima moda dietética, sigue vigente el
antiguo principio de «todo con moderación». El valor de la fibra reside en sus
efectos sobre la particular comunidad de microbios que nuestra especie ha
cultivado en su largo viaje desde unos inicios herbívoros hasta el presente
omnívoro. La anatomía de nuestro sistema digestivo, con su énfasis en el
intestino grueso como hogar de microbios amantes de los vegetales, y un
largo apéndice que actúa de refugio y almacén, nos sirve para recordar que no
somos carnívoros puros, y que los vegetales son nuestra dieta básica. El
nutriente que nos perdemos es la fibra, pero es porque nos olvidamos de
comer vegetales.
A veces pienso en lo afortunados que somos por tener la obligación de
comer todos los días. Es uno de los mayores placeres de la vida, y es
esencial. Prácticamente, no hay otra actividad humana que sea a la vez tan
placentera y tan necesaria para la supervivencia. Pero debe existir un
equilibrio entre estos dos aspectos de la comida: el placer y la manutención.
Lo paradójico es que quienes vivimos en países desarrollados tenemos acceso
a la inmensa cantidad de alimentos frescos, variados y nutritivos de la tierra,
en cualquier estación del año; sin embargo, muchísimos moriremos de alguna
enfermedad relacionada con la dieta y provocada por ella, más de los que
mueren por una nutrición mala o insuficiente. Sí, podemos echar gran parte
de la culpa a las empresas multinacionales de la alimentación que llenan sus
productos de azúcar, sal, grasas y conservantes. Es evidente que necesitamos
conocer mejor las consecuencias de unas prácticas agrícolas y ganaderas
intensivas y medicalizadas. Es verdad, sin duda alguna, que ni los médicos ni
los científicos tienen todas las respuestas en lo que se refiere al perfecto
equilibrio de los nutrientes. Pero, en última instancia, cada uno es
responsable de su propia dieta, y de la de sus hijos, y todos somos libres para
controlar lo que comemos.
Somos lo que comemos. Más aún, somos lo que ellos comen. Al preparar
cualquier comida, pensemos un momento en nuestros microbios. ¿Qué les
gustaría que les pusiéramos hoy en la mesa?
7
A sus seis meses, el bebé koala empieza a asomarse fuera del marsupio de la
madre. Ha llegado el momento de iniciar el paso de alimentarse
exclusivamente de la leche de su madre a su dieta adulta de hojas de
eucalipto. Para la mayoría de los herbívoros, no es la más apetitosa de las
dietas: las hojas son duras, tóxicas y casi faltas de nutrientes. El genoma de
los mamíferos ni siquiera está equipado con los genes necesarios para
producir enzimas que puedan extraer del eucalipto algo que merezca la pena.
Pero el koala ha encontrado una forma de sortear este problema. Como la
vaca, la cabra y muchos otros animales, el koala utiliza los microbios para
extraer de los vegetales fibrosos la mayor parte de la energía y los nutrientes
que necesita.
El problema es que el bebé koala no tiene los microbios que necesita para
romper las hojas de eucalipto. Es su madre quien ha de ponerle en los
intestinos la simiente de una comunidad microbiana. A su debido tiempo, la
mamá koala produce una sustancia de textura suave llamada pap: una pasta
similar a la de las heces, compuesta de eucalipto predigerido y un inoculante
de bacterias intestinales. Con esta pap alimenta a su bebé y le suministra no
solo los inicios de una microbiota, sino suficiente comida microbiana para
que arranque la colonia. Una vez que esta ha arraigado en el intestino del
bebé koala, este ya cuenta con su diminuta población activa que transforma
su capacidad digestiva y hace que el eucalipto sea comestible.
Obtener la microbiota de la madre es algo común. Incluso entre animales
no mamíferos. La mamá cucaracha conserva su microbiota en unas células
especiales llamadas bacteriocitos, que expelen su contenido microbiano junto
con un huevo en desarrollo en el interior del cuerpo de la madre. A
continuación, el huevo, antes de ser puesto, absorbe las bacterias. En cambio,
la madre chinche apestosa emplea un sistema más parecido al de la koala para
dotar a su cría de microbios útiles: al poner los huevos, los unta con heces
cargadas de bacterias. Cuando el huevo eclosiona, las ninfas consumen
inmediatamente esa sustancia fecal. Otra especie, la chinche de las
leguminosas, sale del cascarón sin microbio alguno; después consume un
paquete lleno de bacterias que la madre ha dejado junto a los huevos. Si el
paquete no está, la chinche empieza a moverse desconcertada en busca de
algún paquete correspondiente a otro huevo. También se sabe de aves, peces
y reptiles que transmiten su microbiota a las crías, sea en el interior del huevo
o cuando la cría nace.
Cualesquiera que sean los hábitos parentales de una especie, parece que
dotar a las crías de un conjunto de microbios que las ayuden en la vida es un
ritual casi universal. Que sea tan común significa que pasar la vida en
compañía de los microbios tiene muchas ventajas evolutivas. Si el
comportamiento de untar los huevos y los mecanismos de absorción de las
bacterias es la norma, es porque han evolucionado para que así sea. Tienen
que favorecer la supervivencia y la capacidad reproductora de los individuos
que los poseen. ¿Y los humanos? Es evidente que la microbiota nos
beneficia, pero ¿cómo nos aseguramos de que nuestros pequeños reciban la
semilla de sus propias colonias?
En sus primeras horas de vida, el bebé pasa de ser mayoritariamente
humano a mayoritariamente microbiano, al menos en lo que a la cantidad de
células se refiere. Bañado en el cálido saco de líquido amniótico dentro del
útero, el bebé está protegido de los microbios del mundo exterior, incluidos
los de su madre. Una vez que esta rompe aguas, comienza la colonización. El
trayecto de salida de la madre es para el bebé un guantelete microbiano. En
realidad, «guantelete», por sus connotaciones bélicas, no es la palabra
adecuada, porque los microbios con que el bebé se encuentra no son
enemigos, sino amigos. Se trata del rito de iniciación microbiano: el bebé,
que hasta ahora ha estado casi esterilizado, queda embadurnado de microbios
vaginales.
Al salir de la madre, recibe otra dosis de microbios, además de los de la
vagina. Por asqueroso que pueda parecer, comer heces en las primeras fases
de la vida no es exclusivo del koala. En el parto y el nacimiento del bebé
humano, las hormonas inductoras de las contracciones y la presión del bebé
al descender hacen que la mayoría de las mujeres defequen. Los bebés suelen
nacer de cabeza y con la cara dirigida hacia el ano de la madre, deteniéndose
un momento con la cabeza y la boca en la posición perfecta, mientras la
madre aguarda la siguiente contracción que la ayude a expulsar el resto del
cuerpo. Por muy repulsivo que te resulte, es un comienzo venturoso. Nacido
ya el bebé, el regalo que la madre le hace de una nueva capa de microbios,
fecales y vaginales es el traje de Adán perfecto y seguro para el recién
nacido.
Seguramente también es un inicio «adaptativo». Es decir, lo más probable
es que no sea nada malo que el ano esté tan cerca de la vagina, ni que las
hormonas que provocan las contracciones del útero tengan el mismo efecto
en el pasaje trasero. Es posible que la selección natural lo haya dispuesto así
porque beneficia al bebé. O, al menos, no genera más perjuicios que
beneficios. Recibir el regalo de los microbios y sus genes, que han trabajado
en armoniosa colaboración con el genoma de nuestra madre, nos pone en
muy buena posición de salida.
Si se comparan los microbios intestinales del bebé con muestras tomadas
de la vagina, las heces y la piel de la madre, y con la piel del padre, las cepas
y las especies de la vagina de la madre son las que más se parecen a las que
colonizan el intestino del recién nacido. Las especies más comunes son las de
los géneros Lactobacillus y Provetella. Estos microbios vaginales son un
grupo muy selecto (mucho menos diversos que los del intestino de la madre),
pero parece que cumplen una función especializada en el tracto digestivo en
desarrollo del bebé. Donde hay Lactobacillus, dice la teoría, no hay
patógenos. Ni C. diff. ni Pseudomonas ni Streptococcus. Estos impresentables
no pueden arraigar, porque los lactobacilos (que no son sino Lactobacillus en
masa) los superan y los expulsan. Forman parte de un grupo conocido como
bacterias acido-lácticas, algunas de las cuales son las que convierten la leche
en yogur. El ácido láctico (que da su característico sabor agrio al yogur) no
solo crea un medio hostil para otras bacterias, sino que los lactobacilos
también producen sus propios antibióticos, llamados bacteriocinas. Los
lactobacilos producen estas sustancias químicas para acabar con los
patógenos que compiten con ellos por hacerse con las mejores zonas del
intestino vacío del recién nacido.
Pero ¿por qué los microbios que colonizan los intestinos del bebé se
parecen más a los del canal del parto de la madre que a los de sus intestinos?
Si la finalidad de estos últimos es ayudarnos a digerir los alimentos, ¿no
serían ellos los más adecuados? Los médicos, y muchas mujeres, saben muy
bien que los lactobacilos se mueven a sus anchas en la vagina (un poco de
yogur vivo es un viejo remedio casero contra la candidiasis, que es una
infección provocada por levaduras). Con frecuencia, se da por supuesto que
la función de estas bacterias del ácido láctico es proteger la vagina de
infecciones, pero, aunque hacen un buen trabajo en este sentido, su principal
cometido no es ese.
Las bacterias ácido-lácticas de la vagina consumen leche. Toman el azúcar
que se encuentra en ella —la lactosa— y lo convierten en ácido láctico: un
proceso con el que generan energía para sí mismas. Los bebés también toman
leche, y convierten la lactosa en dos moléculas más simples, la glucosa y la
galactosa, que, absorbidas por el intestino, pasan a la sangre y después se
convierten en energía para el bebé. La lactosa que pasa por el intestino sin ser
digerida no se pierde. Va directamente a las bacterias del ácido láctico que
aguarda en el intestino grueso. Por lo tanto, la función de los lactobacilos que
el bebé adquiere a su paso por el canal del parto no es proteger la vagina, sino
colonizar al bebé. Tal vez parezca exagerado tener la vagina colonizada de
forma permanente por bacterias del ácido láctico, pero su razón de ser es
parir, y con mucha mayor frecuencia de lo que lo hacen las mujeres del
mundo desarrollado actual. La vagina es la puerta de salida del bebé, y ha
evolucionado para facilitarle el mejor arranque en la carrera de la vida.
En sus primeros días de vida, el bebé aprovecha bacterias ácido-lácticas.
No obstante, en última instancia, necesitará una microbiota intestinal que
haga algo más que descomponer la leche. El bebé necesita algunos microbios
intestinales de la madre. Aparte del saludo fecal al nacer, en realidad también
adquiere algunos microbios intestinales de la microbiota vaginal de la madre.
Las comunidades microbianas que viven en la vagina de la mujer embarazada
son distintas de las que habitan en la vagina de la que no lo está. Entre las
especies habituales de la vagina las hay que normalmente se encuentran más
en el intestino.
Veamos el caso del Lactobacillus johnsonii. Suelen encontrarse en el
intestino delgado, donde produce enzimas que descomponen la bilis. Pero,
durante el embarazo, su abundancia en la vagina se dispara. Tiene algo de
agresivo y produce gran cantidad de bacteriocinas que pueden acabar con las
bacterias peligrosas, dejando así más espacio para sí mismo y, por tanto, una
mejor presencia en el intestino del bebé.
Durante el embarazo, la microbiota intestinal cambia. Se hace menos
diversa. Es casi como si redujera la comunidad al mínimo como preparación
para sembrar en el bebé sus primeros microbios, y los más importantes.
Cuando el bebé está colonizado, los microbios de su intestino son
relativamente diversos e incluyen algunas bacterias (intestinales) fecales de la
madre, además de la serie vaginal. Pero este grupo inicial también se reduce
rápidamente a solo las bacterias que pueden ayudar en la digestión de la
leche. Mi opinión es que las especies fecales que el bebé recibe de la madre
podrían ser apartadas enseguida al refugio del apéndice, para su posterior uso.
La primera colonia que se asienta en el intestino del bebé constituye un
punto de partida crucial para la microbiota que se desarrollará en los meses
siguientes, posiblemente fijando la trayectoria para varios años. En el mundo
a gran escala, un trozo de roca pelada va acumulando líquenes y musgos,
hasta que el volumen de estos pioneros forma suelo suficiente para que
crezcan en él pequeñas plantas y, al final, arbustos y árboles. En su día, un
trozo de roca monda se puede convertir en un bosque de olmos en Gran
Bretaña, uno de hayas en Estados Unidos o una selva tropical en Malasia. Lo
mismo ocurre con el «suelo pelado» del intestino: la microbiota empieza con
una simple selección de bacterias ácido-lácticas, después va creciendo, y se
va haciendo compleja y diversa. Es la sucesión ecológica: cada fase aporta el
hábitat y los nutrientes necesarios para la siguiente.
En el intestino del bebé, y también en su piel, se produce una sucesión a
escala diminuta. Los colonizadores iniciales (los pioneros) influyen en las
especies que se van a asentar a continuación. Del mismo modo que el bosque
de robles produce bellotas, y la selva tropical, frutas, la microbiota produce
diferentes recursos para el desarrollo del bebé. Estos recursos desempeñan su
papel en el perfeccionamiento del metabolismo del bebé y en la educación de
su sistema inmunitario. Las células, los tejidos y los vasos inmunitarios
crecen y se desarrollan siguiendo las instrucciones de una microbiota
autointeresada pero benevolente. Gracias a la sana dosis de microbios
vaginales, la asociación microbiana del bebé está lista y preparada para
arrancar en perfectas condiciones.
Hasta aquí, todo bien. Pero todos los años nacen millones de bebés sin pasar
lo más mínimo por la vagina de su madre. En algunos lugares, el nacimiento
por cesárea es más común que el parto vaginal. En China y en Brasil, es el
caso de casi la mitad de los nacimientos. Teniendo en cuenta la cantidad de
mujeres de zonas rurales de estos países que no tienen acceso al hospital, es
probable que la media de nacimientos por cesárea en las ciudades sea aún
mayor. En efecto, en algunos hospitales de Río de Janeiro, la media de
alumbramientos por cesárea supera el noventa y cinco por ciento. El
asombroso caso de Adelir Carmen Lemos de Góes, ocurrido en 2014, da una
idea de cuán integradas están las cesáreas en la sociedad brasileña. Después
de haber pasado por dos cesáreas, Adelir quería dar a luz por parto normal,
pero los médicos, después de hacerle diversos análisis, le dijeron que era
imposible. Regresó a casa dispuesta a tener en ella a su bebé, pero poco
después la policía la llevó de nuevo al hospital y la obligó a dar a luz por
cesárea. Al parecer, se considera que el parto vaginal requiere demasiado
tiempo y puede provocar excesivas complicaciones a los servicios de salud
brasileños.
La cesárea es también asombrosamente habitual en países donde se respeta
la voluntad de la mujer. A muchas se les dice que si ya han tenido un hijo por
cesárea, todos los demás deberán tenerlos con esta intervención quirúrgica,
porque las contracciones del parto vaginal podrían abrir la cicatriz del útero
dejada por la primera cesárea, pero no es verdad. Se necesita tiempo para que
los hallazgos realizados en las investigaciones lleguen a quienes establecen
las directrices médicas y al personal sanitario, pero la idea actual es que dar a
luz por parto vaginal, después de hasta cuatro cesáreas, no supone ningún
riesgo añadido. En algunos hospitales de Estados Unidos, hasta el setenta por
ciento de los nacimientos, y probablemente más, son por cesárea. La media
de todo el país es de un considerable treinta y dos por ciento. En los países
desarrollados, es bastante habitual que entre un cuarto y un tercio de los
nacimientos sean por cesárea, y muchos países en desarrollo no les van muy a
la zaga. De hecho, son bastantes los que los aventajan: República
Dominicana, Irán, Argentina, México y Cuba están entre el treinta y el
cuarenta por ciento.
Huelga decir que no siempre ha sido así. Las cesáreas fueron muy raras
durante siglos; normalmente, se practicaban para evitar que la madre
moribunda se llevara con ella al bebé. Pero el último siglo trajo consigo
antibióticos tolerables y técnicas quirúrgicas perfeccionadas, y con ellos
surgió la oportunidad de salvar no solo al bebé, sino también a la madre. Ante
un parto con complicaciones que pudieran dejar sin oxígeno al bebé, o
provocar una hemorragia a la madre, la cesárea era una alternativa más
segura. A partir de finales de los años cuarenta, se fue haciendo cada vez más
habitual, a medida que los antibióticos resolvían los peligros más graves para
la madre. El aumento fue espectacular en los setenta, y desde entonces
prácticamente no ha disminuido. Hoy, la cesárea es la intervención abdominal
quirúrgica que más se practica.
Gran parte de la prensa popular, que es la que alimenta la «guerra de
mamá» siempre que tiene oportunidad, quiere hacernos creer que este
aumento se debe el número cada vez mayor de mujeres con excesivos aires
de elegancia como para tener que pasar por las molestias del parto: ante las
horas que este se puede prolongar, optan por una alternativa cómoda e
indolora. Aunque el índice de nacimientos por cesárea voluntaria va en
aumento, gran parte de este en realidad se debe a intervenciones practicadas
durante el parto, por recomendación de comadronas o ginecólogos. A los
estadounidenses les gusta culpar de la aversión al riesgo por parte del
personal médico, ante un parto complicado, a la cultura de la demanda
judicial contra la sanidad privada. Pero también en la sanidad pública, como
el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido, los médicos optan con mayor
prontitud por la cesárea cuando las cosas se complican. Hablamos de partos
que no avanzan como debieran, de bebés grandes que se pueden quedar
atascados, o que vienen de nalgas y a los que no se les puede dar la vuelta.
Muchas mujeres sienten alivio cuando les recomiendan médicamente
practicar la cesárea durante el proceso del parto. Evitan el sentimiento de
culpa. Muchas veces supone la oportunidad de evitar el dolor, el agotamiento
y el miedo de un parto vaginal. La existencia de una alternativa a la que se
puede recurrir de inmediato resta energía a la mujer, y hace que sienta que
hacer fuerza y empujar para que salga su bebé es un riesgo demasiado
peligroso. La realidad es otra. El peligro medio para la madre que decide dar
a luz por cesárea supera el del parto vaginal. En Francia, por ejemplo, de cada
cien mil mujeres sanas que dan a luz por parto vaginal mueren cuatro; en
cambio, son trece las que mueren por cesárea. Incluso en circunstancias no
fatales, la cesárea es más peligrosa que el parto vaginal: se pueden producir
infecciones, hemorragias y problemas con la anestesia, que son los riesgos de
cualquier intervención abdominal.
La cesárea es una alternativa fundamental al parto cuando las
circunstancias médicas la hacen necesaria; algunas mujeres no tienen más
opción que alumbrar así a su hijo. La Organización Mundial de la Salud
calcula que el índice óptimo de cesáreas debería estar entre el diez y el quince
por ciento de los nacimientos. En este punto, la madre y el bebé están seguros
de los peligros del parto, sin tener que exponerse a ningún riesgo quirúrgico
innecesario. Para el médico, saber cuál es ese diez o quince por ciento de
mujeres a las que conviene practicarles la cesárea es todo un reto. A la mujer
que decide dar a luz por cesárea sin iniciar siquiera el proceso del parto
vaginal, en muchos casos no se le explican debidamente los riesgos que con
ello corren ella y su bebé, unos riesgos que a veces ni siquiera evalúan como
debieran quienes atienden a la mujer.
Los peligros de la cesárea para el bebé se suelen presentar en los primeros
días o semanas de vida. Esto es lo que el Servicio Nacional de Salud de
Reino Unido dice al respecto:
A veces, al abrir el útero, se puede herir la piel del bebé. Ocurre en dos de cada cien bebés nacidos
por cesárea, pero es una herida que, por lo general, no se complica y se cura de forma natural. El
problema más común para el bebé que nace por cesárea es la dificultad para respirar, aunque es un
problema que suele afectar más a los bebés prematuros. En los que nacen por cesárea a las treinta y
nueve semanas de gestación (o más), este riego respiratorio se reduce de modo significativo, hasta un
grado similar al del bebé nacido por parto vaginal. Inmediatamente después de nacer, y en los
primeros días de vida, es posible que el bebé respire a un ritmo acelerado anormal. La mayoría de los
recién nacidos se recuperan en dos o tres días.
Sin embargo, pocas veces se habla de los efectos que el nacimiento por
cesárea puede tener a largo plazo en el bebé, a medida que va creciendo.
Cada vez se asocian más peligros para la salud, tanto del bebé como de la
madre, a lo que en su día se consideró una alternativa inocua al parto vaginal.
En los primeros días, por ejemplo, el bebé es más vulnerable a las
infecciones. Hasta un ochenta por ciento de infecciones por SARM en bebés
se producen en los nacidos por cesárea. Estos, hasta los dos años, tienen
mayor propensión a desarrollar alergias. Los hijos de madre alérgica —y que
probablemente están predispuestos para las alergias— tienen siete
probabilidades más de ser alérgicos si nacen por cesárea.
Estos bebés también son más propensos a desarrollar algún trastorno del
espectro autista. Investigadores de los Centros para el Control y la
Prevención de Enfermedades de Estados Unidos calculan que, si no hubiera
niños nacidos por cesárea, ocho de cada cien autistas estarían protegidos
contra el desarrollo de la enfermedad. Asimismo, en el caso de las personas
con trastorno obsesivo-compulsivo existe el doble de probabilidades de que
hayan nacido por cesárea. También se han relacionado con esta algunas
enfermedades autoinmunes. La diabetes tipo 1 y la enfermedad celiaca son
más probables en niños nacidos por cesárea. En un estudio sobre adultos
brasileños, el quince por ciento de los nacidos mediante esta intervención
eran obesos, frente al diez por ciento de los nacidos por parto normal.
En este sentido, probablemente te hayas dado cuenta de la relación. Se trata
de enfermedades del siglo XXI. Aunque todas se deben a múltiples agentes y
son consecuencia de una amplia diversidad de factores de riesgo
medioambientales y de predisposiciones genéticas, llama la atención el
solapamiento entre los nacimientos por cesárea y el mayor riesgo de contraer
alguna de las enfermedades del siglo XXI. El análisis de la microbiota
intestinal del bebé nos permite determinar si ha nacido por cesárea o
vaginalmente, muchos meses después del nacimiento. La microbiota
intestinal que, al salir del canal del parto, coloniza el cuerpo del recién
nacido, tanto en el interior como en el exterior, no lo puede hacer con el bebé
que nace fuera del techo protector que este supone. En su lugar, los primeros
microbios con que se encuentra el bebé que nace por cesárea son los del
ambiente, cuando unas manos enguantadas ponen su pequeño cuerpo sobre la
piel del vientre de su madre, cuando se lo muestran a sus angustiados padres
y cuando, después, lo llevan a la sección donde se le enrolla con una toalla y
se le hacen los pertinentes análisis y comprobaciones. Con una intervención
en condiciones de esterilización, todo ello puede implicar la adquisición de
los bichos hospitalarios más resistentes —quizá Streptococcus, Pseudomonas
y Clostridium difficile—, además de los de la piel de la madre, del padre y del
personal sanitario. Estos microbios de la piel son los que forman la base de la
microbiota intestinal del bebé nacido por cesárea.
Después de un parto vaginal, la microbiota de la vagina de la madre y la
del intestino del bebé certifican su respectiva condición; en cambio, la del
bebé nacido por cesárea y la de su madre no pueden hacer lo mismo. En lugar
de las bacterias digestoras de la lactosa —Lactobacillus, Prevotella y
similares— que proporciona el parto vaginal, están las incondicionales de la
piel: Staphylococcus, Corynebacterium, Propionibacterium y demás. No son
bacterias digestoras de la lactosa, sino especies amantes de la seborrea y la
mucosa. Lo que debiera ser la semilla de un robledal se convierte en el inicio
de un pinar.
Las investigaciones van desvelando sistemáticamente cómo esta diferencia
en las microbiotas intestinales se traduce en cualquiera de las condiciones de
salud relacionadas con la cesárea. El mejor conocimiento de estos
mecanismos haría que esta relación microbiana pasara de ser una
preocupación seria a convertirse en una consecuencia segura. No obstante,
cualesquiera que sean esos mecanismos, la preocupación por el impacto de la
cesárea en el futuro desarrollo de la microbiota intestinal fue suficiente para
poner en acción a Rob Knight, científico del microbioma, cuando su mujer
dio a luz a su hija por cesárea de urgencia, en 2012. Después de haber
participado en varios estudios sobre el desarrollo de la microbiota intestinal
del bebé en la Universidad de Colorado en Boulder, Knight estaba ansioso
por intentar evitar cualquier consecuencia negativa de la imposibilidad de que
su hija naciera por parto vaginal. Dejó que el personal médico saliera de la
habitación, y a continuación transfirió microbiota vaginal de su esposa a su
hija.
Es posible que aquel acto subversivo no contara con mucho apoyo entre el
personal médico de la sala de partos, pero tiene un gran potencial. Rob
Knight y María Gloria Domínguez-Bello, profesora asociada del
Departamento de Medicina de la Universidad de Nueva York, dirigen hoy un
gran ensayo destinado a determinar si la transferencia de microbios de la
vagina de la madre a su bebé recién nacido puede paliar algunos de los
efectos a corto y largo plazo de la cesárea. La técnica experimental es muy
sencilla: una hora antes de que entre en el quirófano, se inserta un pequeño
trozo de gasa en la vagina de la madre. Justo antes de realizar el primer corte,
se retira la gasa y se coloca en un recipiente esterilizado. Pocos minutos
después, cuando el bebé ya ha salido, se le frota con esa gasa, primero la
boca, después la cara y luego todo el cuerpo.
Es una intervención simple, pero efectiva. Los resultados preliminares en
diecisiete niños nacidos en hospitales de Puerto Rico demuestran que los
inoculados tenían una microbiota intestinal mucho más parecida a la de la
vagina y el ano de la madre, en comparación con bebés también nacidos por
cesárea, pero a quienes no se les aplicó esa técnica. Aunque ese frote no
normalizaba por completo la microbiota de los bebés, el impacto era
significativo, con gran presencia de especies que normalmente se observan en
nacidos por parto vaginal.
Las consecuencias microbianas del nacimiento vaginal o por cesárea
plantean algunas preguntas interesantes cuya respuesta aún desconocemos.
¿Cuál es, por ejemplo, el efecto del parto en el agua en la primera inoculación
que recibe el bebé? ¿Y el del agua caliente, seguramente con restos de algún
producto de limpieza antibacteriano, en la microbiota intestinal y su
transferencia a la piel y la boca del bebé? ¿Y el del parto en que el bebé sale
aún con la capucha fetal, que le impide el contacto con los microbios
genitales de la madre? Y, desde el punto de vista microbiano, ¿los partos en
casa se desarrollan en las mismas condiciones de limpieza e higiene que los
del hospital?
En los países occidentales, incluso los partos vaginales están relativamente
libres de gérmenes En comparación con grandes zonas de África, Asia y
Sudamérica, donde el parto suele tener lugar en casa, en Europa,
Norteamérica y Australia el parto es un proceso altamente medicalizado y
esterilizado. Camas, manos y utensilios médicos se lavan con jabón
antibacteriano y alcohol antes de entrar en contacto con la parturienta o su
bebé. A casi la mitad de las mujeres estadounidenses se les pone un gotero
antibiótico para impedir que pasen al bebé bacterias dañinas como los
estreptococos del Grupo B. Y todos los bebés estadounidenses reciben al
nacer una dosis de antibióticos, por si la madre tuviera gonorrea, que, en
contados casos, podría provocar infección ocular. Ignaz Semmelweis se
alegraría de ver todas estas medidas y precauciones antisépticas, y es
indudable que muchos miles de madres y bebés están vivos gracias a esta
higiene. Pero es diferente de lo que el genoma y el microbioma humanos
esperan. Esta diferencia y sus consecuencias deberían guiar el siguiente paso
hacia la mejora de la atención médica de las mujeres y los bebés.
En última instancia, no es un problema del que solo las mujeres se deban
ocupar o sentirse culpables. Quienes han de cambiar no son las relativamente
pocas mujeres que por propia voluntad deciden dar a luz por cesárea, sino
toda la cultura de la medicalización del parto. Ya existen en todo el mundo
muchas iniciativas para reducir el índice de cesáreas. El foco está puesto de
forma particular en los peligros para la madre, así como en el uso de medios
escasos en intervenciones quirúrgicas innecesarias. A estas preocupaciones
conviene añadirles un mejor conocimiento de los riesgos (y de los beneficios)
que el alumbramiento por cesárea tiene para la salud del recién nacido, a
corto y largo plazo.
Pasados los pocos primeros segundos de vida (y los microbios que los
acompañan), la semilla de la microbiota del bebé tiene aún que recorrer
mucho camino hasta alcanzar la madurez. Lo que crezca a continuación
depende de cómo se atienda a esas semillas en los días, semanas y meses
venideros.
LA RESTAURACIÓN MICROBIANA
Así pues, ¿qué deberíamos hacer? La relación con nuestros microbios corre
peligro por tres motivos: el uso de antibióticos, la falta de fibra de nuestra
dieta y los cambios en la forma de sembrar y alimentar las microbiotas de
nuestros bebés. Podemos cambiar los tres, como individuos y como sociedad.
El principio básico de la ética médica es: «Ante todo, no hacer daño». Todo
tratamiento conlleva el riesgo de efectos secundarios, y el médico debe
sopesar los peligros y los beneficios de la medicación. Hasta hoy, se ha
considerado que las consecuencias no intencionadas del uso de los
antibióticos son mínimas e intrascendentes. Al reconocer la importancia de la
microbiota para la salud humana, debemos aceptar que seguir un tratamiento
con antibióticos a veces puede ser más perjudicial que provechoso. Aun en
los casos en que consiguen combatir una infección, los antibióticos pueden
causar daños que convendría evitar. Ya tenemos una razón importante para
reducir el consumo de antibióticos: el problema de la resistencia. A pesar de
los riesgos que conlleva tanto social como individualmente, no parece que
sea motivo de preocupación suficiente para que médicos y pacientes hagan el
esfuerzo necesario para reducir su uso. Pero si sumamos las profundas
consecuencias personales del daño colateral a la microbiota, tal vez podamos
empezar a tratar los antibióticos como tratamos la quimioterapia para el
cáncer: una serie de medicamentos con graves consecuencias para la salud de
las células, solo aceptables si los beneficios son más que los costes.
La sociedad puede dar importantes pasos prácticos para reducir tanto la
dependencia de los antibióticos como su impacto cuando no hay otra
alternativa. Sabemos que los médicos recetan estos fármacos de forma
excesiva, incluso a pacientes cuya enfermedad es más probable que sea vírica
que bacteriana. El problema es que el médico normalmente no puede decir si
la dolencia del paciente se debe a un virus o a una bacteria. En las
circunstancias actuales, averiguar qué patógeno tiene la culpa de una
determinada infección implica enviar al laboratorio muestras para que se
analicen y se cultiven, y esperar unos días hasta disponer de los resultados.
Para muchos pacientes y muchas infecciones, no es un sistema lo bastante
rápido. Por tanto, el primer paso para reducir el uso innecesario de
antibióticos sería desarrollar biomarcadores rápidos que puedan determinar el
origen de una infección en pocos minutos u horas a partir de las muestras, por
ejemplo, de heces, orina, sangre o incluso el aliento.
Actualmente, se considera que la actuación de amplio espectro de la
mayoría de los antibióticos es una ventaja. El médico no necesita saber
siquiera qué especie bacteriana es la responsable de una infección para
tratarla: un fármaco de amplio espectro seguramente resultará efectivo. Sin
embargo, en un mundo ideal, podríamos identificar con rapidez la bacteria
que se esconde en una infección, para después tratarla con un antibiótico en
particular. Con la identificación de las moléculas específicas de cada
patógeno, elaboraríamos antibióticos destinados a destruir esas moléculas, y
solo ellas, sin tocar la microbiota beneficiosa, que, de otro modo, sufriría
daños colaterales. La justificación de los gastos extra de desarrollar tales
fármacos (uno para cada patógeno) estaría en pasar de pagar más adelante las
consecuencias de los daños colaterales a contar desde el principio con los
gastos de un remedio con menos riesgos para las infecciones.
El reconocimiento de la importancia de la microbiota no termina en la
reducción del uso de los antibióticos. Podríamos utilizar los microbios
beneficiosos como aliados en la lucha contra los patógenos. Al resistir la
colonización por parte de patógenos como los Staph. aureus, C. diff y
Salmonella, nuestra microbiota residente nos hace un gran favor. El
fortalecimiento de sus defensas mediante probióticos mejorados, adecuados y
diseñados para un determinado fin nos podría ayudar a combatir la infección
o a reducir la inflamación.
El siguiente paso de la medicina personalizada es entender y manipular la
microbiota de la persona para mejorar los resultados de los fármacos. Por
ejemplo, la digoxina, que se usa como agente antiarrítmico en la insuficiencia
cardiaca y otras cardiopatías, necesita un enfoque personal. En estos
momentos, el médico ha de adivinar la dosis de digoxina que le conviene al
paciente. Durante semanas o meses, la va ajustando según la reacción de cada
paciente, intentando equilibrar costes y beneficios. La distinta reacción de un
paciente no se debe a diferencias genéticas, sino a la composición de su
microbiota intestinal. Los pacientes que albergan una única cepa de una
especie de bacteria llamada Eggerthella lenta reaccionan mal a la digoxina,
porque este microbio intestinal común inactiva el fármaco y lo hace ineficaz.
Si el cardiólogo supiera qué pacientes llevan E. lenta, podría recomendarles
que aumentaran la ingesta de proteínas, ya que el aminoácido arginina impide
que la bacteria desactive la digoxina.
Las reacciones humanas a los fármacos distan mucho de ser previsibles.
No se puede prever cuál vaya a ser la reacción teniendo solo en cuenta los
genes y el entorno. Los 4,4 millones de genes extras de la microbiota, en
parte heredados y en parte adquiridos, desempeñan un importante papel en la
reacción de cada persona a los medicamentos. Los microbios pueden activar,
desactivar y también intoxicar los medicamentos. En 1993, la capacidad del
microbioma de interferir en los medicamentos les salió muy cara a dieciocho
pacientes japoneses, que habían desarrollado herpes zóster derivado del
cáncer. La microbiota intestinal normal de los pacientes había transformado
el herpes en un compuesto que hacía que la medicación contra el cáncer fuera
letalmente tóxica. Cuando se aprobó el medicamento contra el herpes zóster
se conocían los peligros de esa interacción, y en el prospecto se advertía del
riesgo de tomarlo junto con fármacos destinados a combatir el cáncer. Por
desgracia, en aquella época, en Japón era habitual que los médicos no
informaran debidamente a sus pacientes de cáncer, y que les recetaran
fármacos sin explicarles todos sus pros y sus contras.
Es fácil imaginar que podríamos empezar a secuenciar los microbios de los
pacientes, no solo para hacerles un mejor diagnóstico, sino para asegurar que
reciben la medicación más adecuada y con la dosis debida. Manipular la
microbiota añadiéndole o quitándole determinadas especies podría ayudar a
reducir los efectos secundarios, mejorar los resultados y garantizar la
seguridad. A medida que va bajando el precio de secuenciar el ADN, la idea
de que podríamos controlar el microbioma para evaluar los riesgos para la
salud y determinar los beneficios va cobrando visos de realidad.
Nuestro consumo excesivo de antibióticos se extiende a la ganadería
extensiva. En su excelente libro The Great Food Gamble, el presentador de la
BBC John Humphrys cuenta su visita a una granja de Gran Bretaña. El
granjero le mostraba con orgullo los robustos animales que criaba utilizando
los mejores fármacos que podía ofrecer la medicina veterinaria. Humphrys
reparó en una vaca delgada, sola en una esquina. «¿Le ocurre algo?»,
preguntó al granjero. «No, nada —replicó este—. Es para las hamburguesas
que tenemos en el congelador. A las señoras no les gusta que los niños se
coman todos estos dichosos medicamentos».
En la Unión Europea, los ganaderos ya no pueden utilizar antibióticos para
estimular el crecimiento de sus animales, pero es inevitable que, en su lugar,
los utilicen simplemente como «tratamiento». Sin embargo, en Estados
Unidos, la prohibición de los antibióticos como estimulantes del crecimiento
aún dista mucho más de ser una realidad, a pesar de que la Administración de
Alimentos y Medicamentos ha anunciado su intención de limitar su uso. Los
antibióticos no solo afectan a los productos animales, porque el estiércol que
estos producen se puede utilizar legalmente como abono, incluso en cultivos
de verduras orgánicas. En última instancia, la ganadería sin antibióticos (ni
pesticidas, hormonas y otros medicamentos de cuestionable perfil de
seguridad para las personas) será más cara, pero ¿cómo preferimos pagar: en
caja, o un día sí y otro no en forma de mala salud, costes médicos extras y
mayores impuestos para mantener a flote los servicios de salud?
Muchas veces no hay una respuesta clara sobre lo que más nos conviene ante
la disyuntiva de tomar antibióticos o no. Sabemos que nos pueden ayudar o
perjudicar. Corresponde al paciente informado, después de consultarlo con el
también informado médico, considerar si los beneficios son más que los
costes. Asegúrate de que tanto tú como el médico pertenecéis a este grupo.
Por último, si el tratamiento de tu enfermedad puede ayudar a tu
microbiota con una dieta sana, considera seguirlo. Siempre será una buena
base para mejorar tu salud. Ten en cuenta que esta es una ciencia inexacta. La
composición de tu microbiota no puede (de momento, al menos) revelar la
enfermedad que puedas padecer.
Decidas tomar antibióticos o no, hazlo de forma consciente.
100% HUMANOS
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AGRADECIMIENTOS