Collen Alanna - 10 x100 Humanos

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Título original: 10 % Human

© Nycteris, Ltd, 2015.


© de la traducción: Roc Filella Escola, 2019.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2019. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com

REF.: ODBO546
ISBN: 9788491874614

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción,
distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones
establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
Prólogo. La curación
Introducción. El otro 90 %
1. Los males del siglo xxi
2. Toda enfermedad comienza en el intestino
3. El control de la mente
4. El microbio egoísta
5. La guerra de los gérmenes
6. Somos lo que ellos comen
7. Desde el primer aliento
8. La restauración microbiana
Conclusión. La salud en el siglo xxi
Epílogo. 100 % humanos
Bibliografía
Agradecimientos
Notas
PARA BEN Y SUS MICROBIOS, MI SUPERORGANISMO FAVORITO
En el corazón de la ciencia existe un equilibrio
fundamental entre dos actitudes aparentemente
contradictorias: la apertura a las ideas nuevas, por
extrañas e increíbles que puedan ser, y el escrutinio
más despiadado y escéptico de todas las ideas,
antiguas y nuevas. Así es como se avientan las
verdades para separarlas del profundo sinsentido.

CARL SAGAN
PRÓLOGO

LA CURACIÓN

Al regresar por la selva aquella noche del verano de 2005, con veinte
murciélagos en bolsas de algodón colgadas del cuello y toda clase de insectos
lanzándose contra la luz de la linterna que llevaba en el casco, sentí que me
escocían los tobillos. Llevaba los pantalones empapados de repelente. Los
tenía metidos en los calcetines antisanguijuelas, debajo de los cuales, por si
acaso, llevaba otro par. Con la humedad, el sudor que me corría por todo el
cuerpo, los caminos embarrados, el miedo a los tigres y los mosquitos, tenía
más que suficiente cuando salía a recoger los murciélagos de las trampas, en
la oscuridad de la selva. Pero algo atravesó la barrera de tela y sustancias
químicas que me protegía la piel. Algo que me escocía.
Tenía veintidós años y estaba pasando tres meses en el corazón de la
Reserva de la Naturaleza de Krau, en la Malasia peninsular. Aquellos días
iban a cambiar mi vida. Durante mis estudios de Biología, me apasioné por
los murciélagos. Cuando se me presentó la oportunidad de trabajar de
ayudante de campo de un científico británico especialista en murciélagos,
acepté sin dudarlo un segundo. Los encuentros con lagartos langures
marrones, gibones y una extraordinaria diversidad de murciélagos parecían
compensar las incomodidades de tener que dormir en una hamaca y lavarme
en un río infestado de varanos acuáticos. Pero, como iba a descubrir, en la
selva tropical el peligro de muerte está oculto.
De regreso en el campamento, situado en un claro de la selva junto al río,
me fui sacando todo lo que me envolvía el pie para ver qué era lo que tanta
desazón me producía: no eran sanguijuelas, sino garrapatas. Unas cincuenta,
algunas agarradas a la piel, otras arrastrándose por mis piernas. Me sacudí las
sueltas, y volví a los murciélagos, para medir y registrar los datos pertinentes
lo más rápidamente que pude. Después, una vez liberados los murciélagos,
con la selva oscura como una boca de lobo y el zumbido de las cigarras, me
metí en la hamaca en forma de capullo. Entonces, con unas pincitas, a la luz
de la linterna del casco, me quité hasta la última garrapata.
Unos meses después, ya en Londres, se me manifestó la infección tropical
provocada por las garrapatas. Se me paralizaba el cuerpo y se me inflamaba
el metatarso. Aparecían y desaparecían extraños síntomas, al mismo ritmo
que los análisis de sangre y los médicos especialistas. El dolor, la fatiga y el
desconcierto llegaban sin avisar, me dejaban la vida en suspenso. Luego
desaparecían sin más, como si nada hubiera ocurrido. Cuando, muchos años
después, me dieron un diagnóstico, la infección ya estaba asentada. Me
sometieron entonces a un programa de antibióticos de tiempo e intensidad
suficientes para curar a todo un rebaño de ganado. Por fin, me iba a curar.
Sin embargo, inesperadamente, la historia no acabó ahí. Estaba curada,
pero no solo de la infección de las garrapatas. Parecía que me había curado
como si fuese un trozo de carne. Los antibióticos habían surtido su mágico
efecto, pero empecé a padecer síntomas nuevos, tan diversos como antes.
Tenía la piel en carne viva y sentía muchas molestias en el vientre. Además,
me contagiaba de prácticamente cualquier infección que me rondara.
Sospechaba que los antibióticos que había tomado no solo habían acabado
con la plaga de bacterias extrañas que me invadieron, sino también con las
que me eran propias. Tenía la sensación de ser inhóspita para los microbios, y
descubrí lo mucho que necesitaba a los cien billones de aquellas amables y
diminutas criaturas que, hasta hacía poco, tuvieron su casa en mi cuerpo.
Solo eres humano en un diez por ciento.
Por cada una de las células que componen esa vasija que llamas «cuerpo»,
hay otras nueve células impostoras que piden que las lleves contigo. No eres
solo carne y sangre, músculo y hueso, cerebro y piel, sino también bacterias y
hongos. Eres más «ellos» que «tú». Solo en el tubo intestinal habitan cien
billones de ellos, como el arrecife de coral que crece sobre el sólido suelo
marino que son. Unas cuatro mil especies diferentes habitan sus pequeños
nichos, anidados entre los pliegues que convierten la superficie del metro y
medio del colon en una cama doble. A lo largo de la vida, habrás alojado
virus cuyo peso en conjunto será equivalente al de cinco elefantes africanos.
Por tu piel corren multitud de ellos. En la punta de los dedos, llevas más que
habitantes tiene Gran Bretaña.
Desagradable, ¿verdad? Es evidente que somos demasiado refinados,
demasiado higiénicos, demasiado evolucionados para convivir con tan gran
colonia. ¿No deberíamos habernos desprendido de los microbios, como lo
hicimos con el pelo y la cola, cuando abandonamos la selva? ¿No tiene la
medicina actual instrumentos que nos ayuden a evitarlos, para poder vivir de
forma más limpia, sana e independiente? Hemos tolerado el hábitat
microbiano de nuestro cuerpo desde que se descubrió, porque parecía que no
nos provocaba ningún daño. Pero, a diferencia de los arrecifes de coral o de
las selvas, no hemos pensado en protegerlo, y mucho menos en mimarlo.
Como bióloga evolutiva, estoy preparada para observar la ventaja, el
significado, de la anatomía y la conducta de un organismo. Por lo general, las
características e interacciones realmente perjudiciales las combatimos, o se
perdieron con la evolución. Eso me llevó a pensar: nuestros cien billones de
microbios no podrían considerarnos su casa si no nos aportaran algo. El
sistema inmunitario nos libera de los gérmenes y nos cura de las infecciones.
¿Por qué, entonces, iba a tolerar tal invasión? Después de librar una guerra
contra mis invasores, tanto los buenos como los malos, en una guerra química
de bastantes meses, quería conocer mejor los daños colaterales que esa
contienda había provocado en mí.
Resultó que me planteé esta pregunta en el momento preciso. Después de
décadas de pausados intentos científicos de saber más sobre los microbios del
cuerpo mediante cultivos en placas de Petri, por fin la tecnología podía
satisfacer nuestra curiosidad. La mayoría de los microbios que habitan en
nuestro interior mueren al ser expuestos al oxígeno, pues están adaptados a
un medio libre de oxígeno: las profundidades de los intestinos. Es difícil
cultivarlos fuera del cuerpo, y más complicado aún experimentar con ellos.
Sin embargo, tras el trascendental Proyecto Genoma Humano, con el que
se descodificaron todos y cada uno de los genes humanos, hoy los científicos
pueden secuenciar mejor inmensas cantidades de ADN, con muchísima
rapidez y por un precio muy reducido. En la actualidad, también podemos
identificar los microbios muertos que expulsamos con las heces, porque su
ADN permanece intacto. Creíamos que nuestros microbios carecían de
importancia, pero la ciencia está empezando a desvelar algo muy distinto.
Una historia de entrelazamiento de nuestra vida con esos huéspedes que
llevamos a cuestas, con los microbios que van corriendo por nuestro cuerpo,
una vida en la que nos es imposible estar sanos si no contamos con ellos.
En mi caso, los problemas de salud eran la punta del iceberg. Conocí las
nuevas pruebas científicas que apuntaban a que la alteración de los microbios
del cuerpo está detrás de los trastornos intestinales, las alergias, las
enfermedades autoinmunes y hasta de la obesidad. Y no solo podía afectar a
la salud física, sino también a la mental: angustia, depresión, trastorno
obsesivo-compulsivo (TOC) y autismo. Muchas de las enfermedades que
aceptamos como parte de la vida no se debían, al parecer, a fallos de los
genes, ni a que nuestro cuerpo nos abandone, sino que eran de reciente
aparición y se relacionaban con nuestra incapacidad de cuidar de quienes
constituyen una inmensa prolongación de las células humanas: nuestros
microbios.

Con mis investigaciones, esperaba descubrir los daños que los antibióticos
que había tomado habían provocado en mi colonia microbiana; cómo
hicieron que enfermara y qué podía hacer para recuperar el equilibrio de los
microbios que albergaba antes de aquella noche de las garrapatas, ocho años
atrás. Para saber más, me dispuse a dar el paso definitivo del
autodescubrimiento: la secuenciación del ADN. Pero, en lugar de secuenciar
mis genes, haría que me secuenciaran el de mi colonia personal de microbios
(mi microbioma). Si sabía qué especies y variedades de bacterias habitaban
en mí, dispondría de un punto de partida para la automejora. Con los últimos
conocimientos sobre lo que debía de significar vivir en mi cuerpo, podría
juzgar cuánto daño me había provocado, e intentar corregirlo. Utilicé un
programa de ciencia ciudadana, el Proyecto Intestinal Americano, cuyo
centro está en el laboratorio del profesor Rob Knight de la Universidad de
Colorado, en Boulder. El proyecto, que acepta donaciones de cualquier parte
del mundo, secuencia muestras de microbios del cuerpo humano, para saber
más sobre las especies que albergamos y cuál es su efecto en nuestra salud.
Envié una muestra de heces con microbios de mi tubo intestinal, y recibí una
imagen instantánea del ecosistema que se hospedaba en mi cuerpo.
Después de años de tomar antibióticos, me alivió saber que tenía en el
cuerpo todos los tipos de bacterias. Fue agradable saber que los grupos que
cobijaba eran al menos muy similares a los de otros participantes africanos
del Proyecto Intestinal Americano, y no el equivalente microbiano a criaturas
mutantes que se buscaban la vida en un páramo tóxico. Pero, tal vez como era
de esperar, las diversas bacterias que habitaban en mí tenían sus problemas.
En la parte superior de la jerarquía taxonómica, la diversidad era
relativamente escasa, de carácter más bipartito comparada con la de los
intestinos de otros. Más del noventa y siete por ciento de mis bacterias
pertenecían a los dos principales grupos bacterianos, frente al noventa por
ciento del participante medio del proyecto. Podía ser que los antibióticos que
había tomado hubiesen acabado con algunas de las especies menos
abundantes, dejándome solo con los supervivientes más resistentes. Me
intrigaba saber si esa pérdida podía estar relacionada con algunos de mis
recientes problemas de salud.
No obstante, del mismo modo que comparar una selva tropical con un
bosque de robles considerando la proporción de árboles y arbustos, o de aves
y mamíferos, revela muy poco sobre el funcionamiento de ambos sistemas, es
posible que comparar mis bacterias a tan gran escala no me diga mucha cosa
sobre la salud de mi comunidad interior. En el otro extremo de la jerarquía
taxonómica estaban los géneros y las especies que vivían en mí. ¿Qué podía
desvelar sobre mi actual estado de salud la identidad de las bacterias que
habían resistido durante todo el tratamiento al que estuve sometida, o la de
las que habían regresado una vez concluida mi cura? O, quizá más
exactamente, ¿qué repercusión tenía en mí la ausencia de las bacterias caídas
en la guerra química que les había declarado?
Cuando me puse a averiguar más sobre nosotros (yo y mis microbios),
decidí poner en práctica lo que descubriera. Quería devolverles a su buen
estado anterior, y sabía que, para recuperar una colonia que trabajara en
armonía con mis células, necesitaba introducir cambios en mi vida. Si el
origen de mis recientes síntomas estaba en el daño colateral que sin darme
cuenta había infligido a mi microbiota, quizá pudiera enmendarlo y librarme
de las alergias, los problemas de piel y las casi constantes infecciones. Me
preocupaba por mí, pero también por los hijos que esperaba tener en los
próximos años. Dado que les iba a transmitir no solo mis genes, sino también
mis microbios, quería estar segura de que les iba a dar algo que mereciera la
pena.
Decidí dar prioridad a los microbios y cambiar de dieta para satisfacer
mejor sus necesidades. Programé la secuenciación de una segunda muestra
después de que los cambios en mi modo de vida pudieran haber surtido
efecto, con la esperanza de que la diferencia en la diversidad y el equilibrio
de las especies que albergaba avalaran mis esfuerzos. Y, sobre todo, confiaba
en que la inversión que hacía en todo ello fuera rentable, porque abriría la
puerta a una salud mejor y a una vida más feliz.
INTRODUCCIÓN

EL OTRO 90%

En mayo de 2000, justo unas semanas antes del anuncio del primer borrador
del genoma humano, empezó a circular una libreta entre los científicos que se
hallaban en el bar del laboratorio Cold Spring Harbor del estado de Nueva
York. La excitación se debía a la siguiente fase del Proyecto Genoma
Humano, en la que se dividiría el ADN en sus partes funcionales: los genes.
En la libreta se anotaban las respuestas del grupo de personas mejor
informadas del planeta sobre una pregunta inquietante: ¿cuántos genes se
necesitan para construir a un ser humano?
Lee Rowen, investigadora con años de experiencia y directora de un grupo
que trabajaba en la descodificación de los cromosomas 14 y 15, iba sorbiendo
su cerveza mientras reflexionaba sobre la pregunta. Los genes producen las
proteínas, que son los ladrillos con que se construye la vida. Por la propia
complejidad de los humanos, parecía probable que la cifra sería elevada.
Mayor que la del ratón, sin duda, del que se sabía que tiene veintitrés mil
genes. Probablemente, mayor que la de la planta del trigo, con sus veintiséis
mil genes. Y, por supuesto, mucho mayor que la de «El Gusano», una especie
de laboratorio favorita de los biólogos evolutivos, con sus veinte mil
quinientos genes.
La media de las suposiciones era de cincuenta y cinco mil genes, y la cifra
más alta, de ciento cuarenta mil; sin embargo, la experiencia que Rowen tenía
en ese campo hizo que se inclinara por una cantidad inferior. Ese año apostó
por cuarenta y un mil cuatrocientos genes, y un año después, rebajó la
apuesta a veinticinco mil novecientos cuarenta y siete. En 2003, cuando
acababa de aparecer la secuencia casi completa del número de genes, Rowen
se llevó el premio. Su apuesta era la más baja de las ciento sesenta y cinco
registradas. El último recuento de genes daba una cifra inferior a la que
cualquier científico jamás hubiera previsto.
Con solo la humilde cantidad de veintiún mil genes, el genoma humano
supera en muy poco el de El Gusano (C. elegans). Tiene la mitad del tamaño
del de la planta del arroz, y hasta la modesta pulga de agua lo aventaja, con
treinta y un mil genes. Ninguna de estas especies sabe hablar, crear ni tener
pensamientos inteligentes. Podrías pensar, como hicieron los científicos que
participaron en aquellas apuestas, que el ser humano debería tener
muchísimos más genes que las hierbas, los gusanos y las pulgas. Al fin y al
cabo, los genes producen proteínas, y las proteínas construyen los cuerpos.
Era evidente que un cuerpo tan complicado y complejo como el humano
necesitaría más proteínas, y, por consiguiente, más genes que el del gusano,
¿no?
Pero estos veintiún mil genes no son los únicos que circulan por tu cuerpo.
No vivimos solos. Cada uno de nosotros es un superorganismo, un colectivo
de especies, que viven codo con codo y dirigen en régimen cooperativo el
cuerpo que nos sostiene. Nuestras células propias, aunque de mucho mayor
tamaño y peso, guardan una relación de una a diez con las de los microbios
que viven en y de nosotros. La mayor parte de estos cien billones de
microbios —conocidos como la microbiota— son bacterias: seres
microscópicos, cada uno compuesto de una sola célula. Junto con las
bacterias, hay otros microbios: virus, hongos y arqueas. Los virus son tan
simples y pequeños que suponen un reto para nuestras ideas sobre lo que es la
«vida». Para reproducirse, dependen por completo de las células de otras
criaturas. Los hongos que viven a nuestras expensas suelen ser levaduras; son
organismos más complejos que las bacterias, pero, aun así, pequeños y
unicelulares. Las arqueas son un grupo parecido al de las bacterias, pero,
desde el punto de vista de la evolución, se distinguen de las bacterias del
mismo modo que estas se diferencian de las plantas o los animales. En su
conjunto, los microbios que viven en el cuerpo humano contienen 4,4
millones de genes: es el microbioma, los genomas colectivos de la
microbiota. Estos genes colaboran con los veintiún mil genes humanos en el
funcionamiento de nuestro cuerpo. Según estas cuentas, en términos
porcentuales, solo somos medio humanos.

figura 1. Árbol simplificado de la vida, con los tres dominios y los cuatro reinos del Dominio Eucaria

Hoy sabemos que el origen de la complejidad del genoma humano no solo


está en el número de genes que contiene, sino también en las muchas
combinaciones de proteínas que estos genes son capaces de hacer. Nosotros,
y otros muchos animales, podemos extraer de nuestro genoma más funciones
de las que a primera vista parece que codifica. Sin embargo, los genes de
nuestros microbios hacen aún más compleja la mezcla, con lo que el cuerpo
humano recibe unos servicios que estos organismos simples desarrollan con
mayor rapidez y facilidad.
Hasta hace poco, el estudio de estos microbios dependía de poder
cultivarlos en placas de Petri llenas de un caldo compuesto de sangre, médula
ósea o azúcares, en una suspensión de gelatina. No es tarea fácil: la mayoría
de las especies que viven en el tracto digestivo humano mueren al quedar
expuestas al oxígeno. Y, más aún, cultivar microbios en estas placas significa
adivinar qué nutrientes, temperatura y gases puedan necesitar para sobrevivir.
Y no saberlo imposibilita averiguar más sobre una determinada especie.
Cultivar microbios es como saber quién falta en clase leyendo la lista de
alumnos: si no se dicen los nombres, no se puede saber quién está y quién no.
La tecnología actual —la posibilidad de secuenciar el ADN de forma rápida y
económica, gracias a los esfuerzos de quienes trabajan en el Proyecto
Genoma Humano— se parece más al sistema de pedir el DNI al entrar en
clase; se puede registrar incluso a quienes no se esperaba.
Cuando estaba a punto de concluir el Proyecto Genoma Humano, las
expectativas eran muy altas. Se consideró que era la clave de nuestra
humanidad, la obra más grande de Dios, la biblioteca sagrada que guardaba el
secreto de las enfermedades. Cuando se completó el primer borrador en junio
de 2000, con un presupuesto de dos mil setecientos millones de dólares y
varios años antes de lo previsto, el presidente de Estados Unidos, Bill
Clinton, declaró:

Hoy, estamos descubriendo el lenguaje de la vida que Dios creó. Cada vez es mayor el asombro ante
la complejidad, la belleza y la maravilla del regalo más sagrado y divino que nos ha hecho. Con este
profundo y nuevo conocimiento, la humanidad está a punto de conseguir un nuevo e inmenso poder
para curar las enfermedades. La ciencia del genoma tendrá un verdadero impacto en nuestra vida y,
más aún, en la de nuestros hijos. Revolucionará el diagnóstico, la prevención y el tratamiento de, si
no todas, la mayoría de las dolencias humanas.

Sin embargo, en los años posteriores, periodistas científicos de todo el mundo


comenzaron a manifestar su desengaño por lo que el conocimiento de la
secuencia completa de nuestro ADN había aportado a la medicina. La
descodificación de nuestro propio manual de instrucciones es sin duda un
logro innegable que ha marcado una gran diferencia en el tratamiento de
varias enfermedades graves, pero todavía no ha desvelado todo lo que de ella
esperábamos sobre las causas de las enfermedades comunes. La busca de
diferencias genéticas en las personas que padecen una determinada
enfermedad no estableció una relación directa con tantas condiciones
médicas, no tanto como se había esperado. En muchos casos, existía una
relación débil entre estas condiciones y decenas o cientos de variantes
genéticas, pero eran raros los casos en los que una variante de un gen
concreto fuera la causa directa de una determinada enfermedad.
Entrados ya en el nuevo siglo, no supimos darnos cuenta de que la historia
no acababa en estos veintiún mil genes nuestros. La tecnología de
secuenciación del ADN inventada durante el Proyecto Genoma Humano hizo
posible otra importante secuenciación del genoma; una secuenciación, sin
embargo, que ha llamado mucho menos la atención de los medios de
comunicación: el Proyecto Microbioma Humano. El PMH, en lugar de fijarse
en el genoma de nuestra especie, se puso en marcha con el fin de utilizar los
genomas de los microbios que viven en el cuerpo humano —el microbioma
— para determinar la identidad de las especies presentes.
La investigación sobre nuestros cohabitantes ya no volvería a depender de
las placas de Petri ni de la excesiva abundancia de oxígeno. Con un
presupuesto de ciento setenta millones de dólares y un programa de cinco
años de secuenciación del ADN, el PMH iba a descifrar miles de veces más
ADN que el PGH, a partir de los microbios que viven en dieciocho hábitats
diferentes del cuerpo humano. Sería un estudio mucho más profundo de los
genes, humanos y microbianos, que forman la persona. Cuando, en 2012,
concluyó la primera fase de investigación del PMH, ningún líder mundial
hizo declaración victoriosa alguna, y solo unos pocos periódicos se hicieron
eco de la noticia. Pero el PMH desvelaría mucho más sobre lo que hoy
significa ser humano de lo que nuestro genoma jamás ha mostrado.

Desde el nacimiento de la vida, las especies se han explotado mutuamente, y


los microbios han demostrado ser particularmente eficientes para ganarse la
vida en los más extraños lugares. Por su tamaño microscópico, el cuerpo de
otro organismo, en particular el de una criatura grande y vertebrada como el
ser humano, no solo representa un nicho ideal, sino todo un mundo de
hábitats, ecosistemas y oportunidades. El cuerpo humano, tan variable y
dinámico como nuestro planeta, que no para de girar, posee un clima químico
que sube y baja con las mareas hormonales, así como unos complejos
paisajes que van cambiando con la edad. Para los microbios, somos una
suerte de paraíso.
Hemos evolucionado juntos, codo con codo con los microbios, desde
mucho antes de que fuéramos humanos. Antes incluso de que nuestros
ancestros fueran mamíferos. Todo cuerpo animal, desde la más diminuta
mosca de la fruta hasta la mayor de las ballenas, es, pese a todo, otro mundo
para los microbios. Pese a la factura que estos les pasan a muchos de ellos, en
forma de gérmenes causantes de enfermedades, dar cobijo a una población de
estas más que diminutas formas de vida puede reportar grandes beneficios.
El calamar hawaiano, del orden de los sepiólidos —con sus ojos
desmesurados y todo el colorido de cualquier personaje de Pixar—, para
mitigar un peligro importante para su vida, ha invitado a una singular especie
de bacteria bioluminiscente a vivir en una cavidad que tiene debajo del
vientre. Ahí, tal organismo luminiscente, la bacteria, conocida como
Aliivibrio fischeri, transforma los alimentos en luz, de modo que el calamar,
visto desde abajo, brilla. De esta forma, oscurece su silueta contra la
superficie del mar iluminada por la luna, con lo que se camufla de los
depredadores que se le acercan por la parte inferior. El calamar debe esta
protección a las bacterias que habitan en él, y estas deben al calamar tenerlo
de anfitrión.
Aunque albergar una fuente microbiana de luz pueda parecer una forma
especialmente ingeniosa de aumentar las probabilidades de supervivencia, el
calamar no es, ni mucho menos, la única especie que debe su existencia a los
microbios de su cuerpo. Las estrategias para la vida son muchas y muy
diversas, y la colaboración con los microbios ha sido una fuerza motriz del
juego evolutivo desde que aparecieron los seres vivos pluricelulares, hace
más de mil doscientos millones de años.
Cuantas más células componen un organismo, más microbios pueden vivir
de él. En efecto, es bien conocida la hospitalidad bacteriana de los grandes
animales, como todos los tipos de reses. Las vacas comen hierba, pero con
sus propios genes pueden obtener muy poco alimento, con esta dieta a base
de fibra. Necesitarían unas proteínas especialistas, llamadas enzimas, que
puedan romper las duras moléculas que forman las paredes celulares de la
hierba. Desarrollar genes que fabriquen estas enzimas puede requerir miles de
años, pues depende de mutaciones aleatorias del código de ADN que solo se
pueden producir con el sucesivo paso de una generación a otra.
Una forma más rápida de adquirir la capacidad de llegar a los nutrientes
encerrados en la hierba es subcontratar la tarea a especialistas: los microbios.
Las cuatro cámaras del estómago de la vaca albergan una población de
billones de microbios que rompen la fibra vegetal, de manera que el bolo
alimenticio —que forma una pelota de sólida fibra vegetal— va y viene por
la trituradora mecánica de la boca de la vaca y la descomposición química de
las enzimas que realizan los microbios que habitan en el tracto digestivo. Los
microbios pueden adquirir con rapidez y facilidad los genes necesarios para
esta tarea, porque el paso de una generación a otra suele durar menos de un
día, con lo que las oportunidades de mutar y evolucionar se multiplican
exponencialmente.
Si el calamar de Hawái y las vacas se pueden beneficiar del trabajo en
equipo con los microbios, ¿podemos hacerlo también los humanos?
Aceptemos que no comemos hierba ni tenemos un estómago de cuatro
cámaras, pero sí poseemos nuestras propias especializaciones. Nuestro
estómago es pequeño y simple, suficiente para mezclar los alimentos,
echarles unas enzimas para realizar la digestión y añadirles un poco de ácido
para matar a los virus no deseados. Pero si vamos bajando por el intestino
delgado, donde hay más enzimas que descomponen los alimentos y la sangre
absorbe estos a través de una capa de proyecciones de aspecto dactilar que
forman una superficie como la de la pista de tenis, llegamos al fondo, más
parecido a la pelota que a la pista de tenis, que marca el inicio del intestino
grueso. Esta zona en forma de zurrón, situada en la esquina inferior derecha
del torso, se llama «el ciego», y es el centro de la comunidad microbiana del
cuerpo humano.
Colgando del ciego hay un órgano que tiene fama de no tener más función
que la de provocar dolor e infecciones: el apéndice. Su nombre completo —
apéndice vermiforme— se refiere a su aspecto de gusano, pero también se
podría comparar con una larva o una serpiente. La longitud del apéndice
varía, desde el de solo dos centímetros al característico apéndice fibroso de
veinticinco centímetros. En muy contados casos, la persona puede tener dos
apéndices o ninguno. Si hay que creer en la opinión popular, mejor
estaríamos sin apéndice, ya que desde hace más de cien años se repite que no
cumple ningún tipo de función. De hecho, parece que el responsable de este
persistente mito es el hombre que por fin consiguió colocar la anatomía de los
animales en un elegante marco evolutivo. Charles Darwin, en El origen del
hombre, continuación de El origen de las especies, incluyó el apéndice al
hablar de los órganos «rudimentarios». Después de compararlo con los
apéndices mayores de muchos otros animales, Darwin pensó que el apéndice
humano era un vestigio, que se fue reduciendo de forma constante a medida
que los humanos fueron cambiando de dieta.
A falta de datos que apuntaran a una realidad distinta, el estatus residual
del apéndice apenas se puso en entredicho durante los cien años siguientes.
Así, la percepción de su inutilidad se agudizó más aún por su tendencia a
provocar molestias. Tal aceptación tuvo la idea entre la clase médica
dirigente, que, en los años cincuenta, su extirpación pasó a ser una de las
intervenciones quirúrgicas más habituales en el mundo desarrollado. Incluso
se consideraba que se debía aprovechar cualquier operación abdominal para
practicar la apendicectomía. Cualquier hombre tenía una de ocho
probabilidades de que en algún momento de la vida le extrajeran el apéndice,
y en el caso de las mujeres, las probabilidades eran de una entre cuatro. Entre
el cinco y el diez por ciento de las personas sufren apendicitis a lo largo de la
vida, normalmente en las décadas previas a tener hijos. Una apendicitis que
no se trata de la forma adecuada puede provocar la muerte en la mitad de los
casos.
Así pues, el caso del apéndice es un enigma. Si la apendicitis fuera una
enfermedad que se produjera de forma natural, y causa de muerte frecuente a
una edad temprana, el apéndice hubiera desaparecido rápidamente por
selección natural. Quienes tuvieran un apéndice de tamaño suficiente para
que se infectara morirían, en la mayoría de los casos antes de reproducirse, y,
por lo tanto, no transmitirían sus genes formadores del apéndice. Con el
tiempo, hubiera ido disminuyendo progresivamente el número de personas
con apéndice, hasta desaparecer. La selección natural hubiera preferido a
quienes no lo hubiesen tenido.
El supuesto de Darwin de que el apéndice era una reliquia de nuestro
pasado pudo haber tenido cierto peso, de no haber sido por las consecuencias
a menudo fatales de tenerlo. Por consiguiente, hay dos explicaciones de la
persistencia del apéndice, dos explicaciones que no son mutuamente
excluyentes. La primera es que la apendicitis es un fenómeno moderno,
consecuencia de algún cambio medioambiental. De modo que es posible que
incluso un órgano inútil se hubiera conservado simplemente porque quedó
siempre alejado de cualquier problema. La otra es que el apéndice, lejos de
ser un vestigio maligno de nuestro pasado evolutivo, en realidad, reporta unos
beneficios para la salud que contrarrestan su lado oscuro, con lo que, pese a
que puede provocar apendicitis, su presencia tiene valor. Es decir, la
selección natural prefiere a quienes lo tenemos. La pregunta es por qué.
La respuesta está en el contenido. El apéndice, cuyas medidas medias son
de ocho centímetros de largo y un centímetro de ancho, tiene forma tubular, y
está protegido del flujo de la mayor parte de los alimentos digeridos que
pasan por delante de su entrada. Pero lejos de ser una tira de carne atrofiada,
está repleto de células y moléculas inmunes especializadas. No son inertes,
sino que forman parte integral del sistema inmunitario, y protegen y cultivan
toda una serie de microbios, con los que se comunican. Dentro del apéndice,
estos microbios forman una «biopelícula»: una capa de individuos que se
apoyan mutuamente y excluyen las bacterias que pueden ser dañinas. El
apéndice no solo no carece de función, sino que parece ser un refugio de
seguridad que el cuerpo humano ha puesto a disposición de sus habitantes
microbianos.
Como si de un recurso para tiempos difíciles se tratara, esta reserva
microbiana viene muy bien cuando las cosas se complican. Después de un
proceso de intoxicación alimentaria o de una infección gastrointestinal, estos
microbios que han estado holgazaneando en el apéndice pueden servir para
repoblar el tubo intestinal. Podría parecer una exagerada póliza de seguros
corporal, pero infecciones intestinales como la disentería, el cólera y la
giardiasis no se erradicaron por completo en el mundo occidental hasta hace
pocas décadas. Las medidas higiénicas públicas, entre ellas los sistemas de
alcantarillado y las plantas de tratamiento del agua, han evitado estas
enfermedades en los países desarrollados, pero, a nivel global, la causa de
una de cada cinco muertes infantiles sigue siendo la diarrea infecciosa. Para
quienes no sucumben, es probable que disponer del apéndice acelere su
recuperación. Solo en un contexto de relativamente buena salud hemos
llegado a pensar que el apéndice no tiene asignada función alguna. El
higiénico estilo de vida moderno ha enmascarado las consecuencias negativas
de la práctica de la apendicectomía.
La realidad es que la apendicitis es un fenómeno moderno. En los tiempos
de Darwin, era extremadamente rara y causa de poquísimas muertes, por lo
que quizá podemos perdonarle que creyera que el apéndice no era más que un
resto de la evolución, ni dañino ni beneficioso. La apendicitis se hizo común
a finales del siglo XIX, cuando se disparó el número de casos registrados, por
ejemplo, en un hospital británico, que pasaron de una media estable de tres o
cuatro al año antes de 1890, a ciento trece casos anuales en 1918, una subida
que se repitió en todo el mundo industrializado. El diagnóstico nunca había
sido problema: los dolorosos calambres, y la posterior e inmediata autopsia si
el paciente no los superaba, revelaban la causa de la muerte antes incluso de
que la apendicitis fuera tan común como hoy.
Se propusieron muchas explicaciones, desde el mayor consumo de carne,
mantequilla y azúcar, hasta el bloqueo de las fosas nasales y las caries. En esa
época, la opinión general era que la causa última era la disminución de la
fibra en la dieta, pero aún hoy abundan las hipótesis, entre ellas la que culpa
al excesivo tratamiento de las aguas y a las condiciones higiénicas que
genera: el mismo avance que prácticamente dejó inútil al apéndice.
Cualquiera que sea la causa definitiva, en los años de la Segunda Guerra
Mundial, nuestra memoria colectiva ya era ajena al aumento de los casos de
apendicitis, con lo que nos quedó la impresión de que se trataba de una
circunstancia previsible, aunque indeseable, de la vida normal.
De hecho, incluso en el mundo desarrollado actual, conservar el apéndice
al menos hasta la madurez puede demostrar sus efectos beneficiosos, porque
nos protege de infecciones gastrointestinales recurrentes, disfunciones
inmunes, la leucemia, enfermedades autoinmunes y hasta los infartos. De
algún modo, su función de santuario de vida microbiana es la que genera
todos estos beneficios.
El hecho de que el apéndice no tenga nada de inútil demuestra algo
merecedor de mayor consideración: los microbios son importantes para el
cuerpo. Parece que no se limitan a aprovecharse de nosotros y que los
llevemos a cuestas, sino que prestan un servicio de suficiente importancia
para que los intestinos hayan desarrollado un asilo donde protegerlos. La
pregunta es quién vive ahí y qué es exactamente lo que hace por nosotros.
Hace ya varias décadas que sabemos que los microbios del cuerpo nos
reportan unos cuantos beneficios, por ejemplo, los de sintetizar algunas
vitaminas esenciales y romper las duras fibras vegetales, pero no fue hasta
hace relativamente poco cuando se descubrió la relación entre nuestras
células y las de los microbios. A finales de los años noventa, con
instrumentos de la biología molecular, los microbiólogos dieron un gran salto
hacia el mejor conocimiento de nuestra extraña relación con nuestro
microbioma.
La nueva tecnología de secuenciación del ADN nos puede decir cuáles son
los microbios presentes, y nos permite situarlos en el árbol de la vida. Con
cada paso descendente en esta jerarquía, del dominio al reino y luego al filo o
división, la clase, el orden y la familia, hasta terminar en el género, la especie
y la cepa, la relación entre los individuos se va haciendo progresivamente
más estrecha. En sentido ascendente, los humanos (el género homo y la
especie sapiens) somos grandes simios (familia de los homínidos), que con
los monos y otros pertenecemos a los primates (orden de los primates). Todos
los primates nos agrupamos con nuestros compañeros de pelo y bebedores de
leche, como miembros de los mamíferos (especie de los mamíferos), que a
continuación pertenecen a un grupo de animales con espina dorsal (división
de los cordados) y por último, entre todos los animales, de espina dorsal o
cualquier otro tipo (pensemos, por ejemplo, en nuestro calamar), al reino
animal y el dominio eucaria. Las bacterias y otros microbios (excepto los
virus, que definen la categoría) tienen su sitito en las otras grandes ramas del
árbol de la vida; no pertenecen al reino animal, sino a sus propios y
exclusivos reinos de dominios separados.
Con la secuenciación se pueden identificar las diferentes especies y
colocarlas en el orden jerárquico del árbol de la vida. Un segmento
particularmente útil del ADN, el gen 16S rRNA, actúa como una especie de
código de barras de las bacterias, un DNI inmediato sin necesidad de
secuenciar un genoma bacteriano completo. Cuanto más parecidos son los
códigos de los genes 16S rRNA, más estrechamente relacionadas están las
especies, y más ramas y subramas del árbol de la vida comparten.
Sin embargo, la secuenciación del ADN no es la única herramienta de la
que disponemos para responder las preguntas sobre nuestros microbios, sobre
todo las que se refieren a su actividad. Para estos misterios, normalmente
recurrimos a los ratones. En particular, al ratón «libre de gérmenes». La
primera generación de estos animales nació por cesárea y la mantuvieron
aislada en cámaras, para evitar que microbios, beneficiosos o dañinos, la
colonizaran. A partir de entonces, la mayoría de los ratones libres de
gérmenes simplemente nacen de madres también libres de gérmenes, con lo
que se mantiene una línea estéril de roedores que nunca han tenido microbios.
Incluso se someten a radiación sus alimentos, que se guardan en envases
estériles para evitar que los ratones se puedan contaminar. Trasladar un ratón
de una de esas jaulas (parecida a una burbuja) a otra es toda una operación,
en la que intervienen sistemas de aspiración y sustancias químicas
antimicrobianas.
Con la comparación de los ratones libres de gérmenes con ratones
«convencionales», los investigadores pueden determinar los efectos exactos
de tener una microbiota. Incluso pueden colonizar un ratón libre de gérmenes
con una determinada especie de bacteria, o un pequeño conjunto de especies,
para ver el efecto preciso de cada cepa en la biología del ratón. A partir del
estudio de estos ratones «gnotobióticos» (de «vida conocida»), nos hacemos
una idea de lo que los microbios también hacen en nosotros. Evidentemente,
los ratones no son lo mismo que los humanos, y, a veces, los resultados de
experimentos realizados con ratones son completamente distintos de los
llevados a cabo con humanos. No obstante, son un instrumento de
investigación utilísimo que suele dar pistas decisivas. Sin los modelos
roedores, la ciencia médica avanzaría a un ritmo millones de veces más lento.
Los ratones libres de gérmenes permitieron al comandante jefe de la
ciencia del microbioma, el profesor Jeffrey Gordon, de la Universidad de
Washington en San Luis, Misuri, descubrir un notable indicio de la
fundamental importancia de la microbiota para el sano funcionamiento del
cuerpo. Comparó los intestinos de ratones libres de gérmenes con los de
ratones convencionales, y descubrió que, dirigidas por las bacterias, las
células del ratón que forman el revestimiento intestinal liberaban una
molécula que «alimentaba» a los microbios, lo cual los animaba a asentarse
ahí. La presencia de la microbiota no solo cambia la química de los
intestinos, sino también su morfología. Las proyecciones de aspecto dactilar
se alargan más por la insistencia de los microbios, con lo que el área de la
superficie es suficientemente grande para extraer de los alimentos la energía
necesaria. Se calcula que las ratas, de no ser por sus microbios, necesitarían
comer un treinta por ciento más.
La convivencia entre los microbios y nuestro cuerpo es igualmente
beneficiosa para ellos y para nosotros. Mantenemos con ellos una relación no
solo de tolerancia, sino también de estímulo. La conciencia de esa realidad, y
el poder técnico de la secuenciación del ADN y los estudios con ratones
libres gérmenes, iniciaron una revolución científica. El Proyecto Microbioma
Humano, dirigido por los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos,
además de otros muchos estudios realizados en laboratorios de todo el
mundo, ha desvelado que, para gozar de buena salud y ser felices,
dependemos de nuestros microbios.

El cuerpo humano, en su interior y su exterior, forma un paisaje de hábitats


tan diverso como cualquier otro de la Tierra. Del mismo modo que los
ecosistemas de nuestro planeta están poblados por diferentes especies de
plantas y animales, los hábitats del cuerpo humano albergan distintas
comunidades de microbios. Somos, como todos los animales, un tubo
complejo. Los alimentos entran por uno de sus extremos y salen por el otro.
Vemos la piel que nos cubre la superficie «exterior», pero la superficie
interior de nuestro tubo también es «exterior»: está expuesta de modo
parecido al entorno. Del mismo modo que las distintas capas de la piel nos
protegen de los elementos, los microbios invasores y las sustancias dañinas,
las células del tubo intestinal que discurre por nuestro interior también tienen
la función de protegernos. Nuestro verdadero «interior» no es este intestino,
sino los tejidos y órganos, músculos y huesos que abarrotan el espacio entre
el interior y el exterior de nuestro yo tubular.
De modo que la superficie del cuerpo no es solo su piel, sino también las
vueltas y recodos, los surcos y pliegues de su tubo interno. Con esta imagen
del cuerpo, hay que considerar que también los pulmones, la vagina y el
tracto urinario son «exteriores» (como parte de la superficie). No importa si
está dentro o fuera: toda esta superficie es un potencial terreno para
microbios. Las parcelas tienen valores distintos, con comunidades de tipo
urbano que se asientan en lugares ricos en recursos como el tubo intestinal, y
otros grupos de especies más dispersos que ocupan enclaves hostiles o
«rurales», por ejemplo, los pulmones y el estómago. El Proyecto Microbioma
Humano nació para clasificar estas comunidades, mediante muestras de
microbios de dieciocho enclaves de las superficies interiores y exteriores del
cuerpo humano, de cada uno de los cientos de voluntarios que participan en
el proyecto.
Durante los últimos cinco años del PMH, los microbiólogos moleculares
han oído y han monitorizado el eco biotecnológico de la edad de oro del
descubrimiento de las especies, aquella época de armarios repletos de frascos
de formol en que se conservaban montones de aves y mamíferos descubiertos
y bautizados por los biólogos exploradores de los siglos XVIII y XIX. Resulta
que el cuerpo humano esconde un tesoro de cepas y especies nuevas para la
ciencia, muchas de las cuales solo se encuentran en uno o dos de los
voluntarios que participan en el estudio. Los microbios que habitan en una
persona distan muchos de ser los mismos que los que viven en otra, de modo
que son muy pocas las cepas bacterianas comunes a todas las personas. En
cada uno de nosotros se alojan comunidades de microbios tan exclusivos y
personales como las huellas dactilares.
Aunque los detalles más precisos de nuestros habitantes son específicos de
cada uno de nosotros, todos albergamos microbios de niveles jerárquicos
superiores. Las bacterias que viven en nuestros intestinos, por ejemplo, se
parecen más a las de los intestinos de la persona que se sienta a nuestro lado,
que a las bacterias de los nudillos de nuestros dedos. Y más aún, nuestras
comunidades, pese a su carácter distintivo, realizan funciones normalmente
indistinguibles. Es posible que lo que la bacteria A hace por nosotros lo haga
la bacteria B en nuestro mejor amigo.
Desde las áridas y frías llanuras de la piel del antebrazo hasta los bosques
húmedos de las ingles y el medio ácido y escaso en oxígeno del estómago,
cada parte del cuerpo da alojamiento a aquellos microbios que puedan
evolucionar para explotarlo. Y dentro de cada hábitat, encuentran su nicho
diferentes tipos de especies. La piel, en toda su superficie de
aproximadamente dos metros cuadrados, contiene tantos ecosistemas como
los paisajes de las Américas, pero en miniatura. Los ocupantes de la piel
sebosa de la cara y la espalda son distintos de los del codo seco y expuesto,
en la misma medida que las selvas de Panamá lo son de las rocas del Gran
Cañón. En la cara y la espalda dominan especies pertenecientes al género
Propionibacterium, que se alimentan de las grasas que liberan los agolpados
poros de estas áreas; en cambio, los codos y los antebrazos albergan una
comunidad mucho más diversa. En las zonas húmedas, como las del ombligo,
las axilas y las ingles, tienen su casa las especies Corynebacterium y
Staphylococcus, apasionadas de la mucha humedad, y que se alimentan del
nitrógeno del sudor.
Esta segunda piel microbiana forma una doble capa protectora para el
auténtico interior del cuerpo, y refuerza la solidez de la barrera que forman
las células de la piel. Las bacterias invasoras de perversas intenciones luchan
por asegurarse un sitio en estas ciudades fronterizas corporales celosamente
defendidas, y en su empeño se convierten en blanco del fuego despiadado de
las armas químicas. Quizá sean más vulnerables a la invasión los tejidos
blandos de la boca, que han de hacer frente común a la colonización por parte
de los intrusos que se esconden en la comida o van volando por el aire.
Los investigadores del Proyecto Microbioma Humano sacaron de la boca
de los voluntarios no una sola muestra, sino nueve, cada una de un punto algo
distinto. Se observó que en estos nueve puntos habitaban comunidades
diferentes perfectamente identificables, separadas por escasos centímetros, y
compuestas de ochocientas especies de bacterias en las que dominaba la
especie Streptococcus y unos pocos grupos más. Los estreptococos tienen
mala fama, porque son la causa de muchas enfermedades, desde la «garganta
irritada» hasta la fascitis necrotizante, comúnmente conocida como «la
infección de la carne». Pero otras muchas especies de este género tienen un
comportamiento irreprochable y eliminan a los impertinentes intrusos que se
amontonan en esta vulnerable puerta del cuerpo. Por supuesto, estas
distancias mínimas entre los puntos de la boca donde se recogieron las
muestras pueden parecer insignificantes, pero para los microbios son vastas
llanuras y cadenas montañosas de climas tan distintos como el del norte de
Escocia y el del sur de Francia.
Imaginemos, pues, el salto climático de la boca a las fosas nasales. Del
viscoso charco de saliva sobre un lecho irregular y pedregoso, a la vellosa
selva de moco y polvo. En las fosas nasales, como cabe esperar de su
condición de guardianas de la entrada a los pulmones, habita una amplia
diversidad de grupos bacterianos, que suman unas novecientas especies,
incluidas grandes colonias de Propionibacterium, Corynebacterium,
Staphylococcus y Moraxella.
Al descender de la garanta hacia el estómago, se observa una espectacular
reducción de la enorme diversidad de especies que había en la boca. La
extrema acidez del estómago acaba con muchos de los microbios que entran
con la comida, y solo se sabe con seguridad de una especie que en algunas
personas se asienta de forma permanente en el estómago: la Helicobacter
pylori, cuya presencia puede ser tanto una bendición como una maldición. A
partir de este punto, el viaje por el tubo intestinal revela una densidad —y
diversidad— de microbios progresivamente mayor. El estómago desemboca
en el intestino delgado, donde nuestras propias enzimas digieren con rapidez
los alimentos, y el flujo sanguíneo los absorbe. Pero ahí sigue habiendo
microbios: empiezan con unos diez mil individuos por milímetro de
contenido intestinal al principio de este tubo de siete metros de largo, para
pasar a la increíble cantidad de diez millones por milímetro al final, donde el
intestino delgado se une al inicio del intestino grueso.
Justo en el exterior del refugio que constituye el apéndice hay una
metrópoli pululante de microbios, en el corazón del paisaje microbiano del
cuerpo humano: el ciego, con forma de pelota de tenis, donde billones de
microbios de al menos cuatro mil especies aprovechan al máximo los
alimentos a medio digerir que han pasado por la primera fase del proceso de
extracción de nutrientes en el intestino delgado. Los trozos duros (las fibras
vegetales) se dejan para que, en la fase dos, den cuenta de ellas los microbios.
El colon, que ocupa la mayor parte del intestino grueso, discurre por la
parte derecha del torso, cruza el cuerpo por debajo de la caja torácica y
después desciende por el lado izquierdo, es el hogar de los microbios en el
que vive un billón de individuos por milímetro, en los pliegues y hoyos de
sus paredes. Aquí, recogen los restos de la comida y los transforman en
energía, dejando que las células de las paredes del colon absorban los
desechos. De no ser por los microbios intestinales, estas células del colon se
marchitarían y perecerían (las demás células del cuerpo se alimentan del
azúcar que la sangre transporta; en cambio, la principal fuente de energía de
las células del colon son los productos de desecho de la microbiota). El
medio húmedo, cálido y de aspecto pantanoso del colon, con zonas carentes
por completo de oxígeno, no solo es fuente de alimentación para sus
habitantes, sino una capa mucosa rica en nutrientes, de la que se pueden
alimentar los microbios en épocas de hambre.
Para sacar muestras de los diferentes hábitats del aparato digestivo de los
voluntarios, los investigadores del PMH tendrían que abrir a estos en canal,
por lo que un sistema más práctico para reunir información sobre los
habitantes de las vísceras fue secuenciar el ADN de los microbios que se
encuentran en las heces. Nosotros mismos y nuestros microbios digerimos y
absorbemos la mayor parte de los alimentos a su paso por el tracto digestivo,
dejando solo una pequeña parte para que salga por el otro extremo del tubo.
Los excrementos, lejos de ser los restos de lo que comemos, están
compuestos sobre todo de bacterias, unas muertas y otras vivas. Alrededor
del setenta y cinco por ciento del peso húmedo de las heces son bacterias; las
fibras vegetales constituyen aproximadamente el diecisiete por ciento.

figura 2. El aparato digestivo humano

En cualquier momento, en tu tracto digestivo hay 1,5 kg de bacterias —


más o menos el peso del hígado— que solo viven unos pocos días o semanas.
Las cuatro mil especies de bacterias que se encuentran en las heces
proporcionan mucha más información sobre el cuerpo humano que todos los
demás elementos juntos. Estas bacterias son la rúbrica de nuestra salud y
nuestra dieta, no solo como especie, sino como sociedad e individuos. Las
bacterias más comunes en las heces, con mucha diferencia, son las
Bacteroides, pero, dado que nuestras bacterias comen lo que nosotros
comemos, las comunidades bacterianas del tracto digestivo varían entre una
persona y otra.
Sin embargo, los microbios intestinales no son simples carroñeros que
vivan de nuestras sobras. También nosotros nos servimos de ellos, sobre todo
con la subcontrata de funciones para cuyo desarrollo nosotros necesitaríamos
una eternidad. Después de todo, ¿por qué preocuparse de tener un gen para
una proteína que fabrique vitamina B-12, esencial para el buen
funcionamiento del cerebro, si la Klebsiella lo puede hacer por nosotros? ¿Y
para qué necesitamos unos genes que den forma a las paredes del intestino, si
ya los tienen las Bacteroides? Dejarlos en sus manos es mucho más fácil y
económico que desarrollarlos desde cero. Pero, como veremos, la función de
los microbios que viven en el tracto digestivo va mucho más allá de la mera
síntesis de unas pocas vitaminas.
El Proyecto Microbioma Humano empezó por observar solo la microbiota
de personas sanas. Una vez establecido este punto de referencia, el PMH pasó
a preguntarse por qué la microbiota es distinta en estados de mala salud, si las
enfermedades modernas podrían ser consecuencia de esas diferencias y, de
ser así, cuál era la causa. ¿Podría ser que condiciones como el acné, la
psoriasis y la dermatitis fueran indicio de la perturbación del normal
equilibrio microbiano de la piel? ¿Sería posible que la enfermedad
inflamatoria intestinal, los diferentes tipos de cáncer del tracto digestivo y
hasta la obesidad se debieran a cambios en las comunidades de microbios que
viven en el tubo intestinal? Y, lo más extraordinario, ¿cabría la posibilidad de
que estados aparentemente alejados de los epicentros microbianos (como las
alergias, las enfermedades autoinmunes e incluso las mentales) tuvieran su
origen en una microbiota dañada?
En aquel juego de apuestas de Cold Spring Harbor, la del muy bien
informado Lee Rowen apuntaba a un descubrimiento mucho más profundo.
No estamos solos, y nuestros pasajeros microbianos han desempeñado en
nuestra condición de humanos un papel más importante del que jamás
imaginamos. En palabras del profesor Jeffrey Gordon:

Esta percepción de nuestro lado microbiano nos da una nueva visión de nuestra individualidad. Un
nuevo sentido de nuestra conexión con el mundo microbiano. El sentimiento del legado de nuestras
interacciones personales con nuestra familia y nuestro entorno en los primeros años de vida. Hace
que nos detengamos a considerar la posibilidad de que exista una nueva dimensión en nuestra
evolución humana.

Hemos llegado a depender de nuestros microbios. Sin ellos seríamos solo una
fracción de quienes somos. ¿Qué significa, pues, tener solo un diez por ciento
de humanos?
1

LOS MALES DEL SIGLO XXI

En septiembre de 1978, Janet Parker se convirtió en la última persona de la


tierra que moría de viruela. A solo unos cien kilómetros de donde, ciento
ochenta años antes, Edward Jenner vacunó por primera vez a un niño contra
la enfermedad, con pus de la viruela del ganado extraído de una mujer
ordeñadora, el cuerpo de Janet Parker fue el último refugio del virus en carne
humana. Su profesión de fotógrafa médica de la Universidad de Birmingham
nunca hubiera supuesto para ella ningún peligro directo de no haber sido por
la proximidad de su cuarto oscuro a un laboratorio de la planta inferior,
situado debajo mismo de la habitación donde ella revelaba las fotografías.
Una tarde de agosto de aquel año, mientras ordenaba sentada material
fotográfico esparcido por encima de su escritorio, los virus de la viruela
ascendieron por los conductos del aire desde la habitación de «plagas» del
piso inferior, y le provocaron la fatal infección.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) había dedicado diez años a
vacunar contra la viruela por todo el mundo. De hecho, aquel verano estaba a
punto de anunciar la total erradicación de la enfermedad. Ya había pasado
casi un año desde el último caso registrado de viruela por contagio natural.
Un joven cocinero de un hospital se había recuperado de una forma leve del
virus que tenía su última fortaleza en Somalia. Tal victoria sobre la
enfermedad no tenía precedentes. La vacunación había arrinconado a la
viruela. Finalmente, la había dejado sin humanos vulnerables a su infección,
ni otros posibles destinatarios.
Sin embargo, el virus tuvo un diminuto espacio al que retirarse: las placas
de Petri llenas de células humanas que los investigadores empleaban para
cultivar y estudiar la enfermedad. La Facultad de Medicina de la Universidad
de Birmingham era uno de esos santuarios virales, donde el profesor Henry
Bedson y su equipo, ahora que la viruela ya había desaparecido de los
humanos, tenían la esperanza de desarrollar un sistema para identificar
rápidamente cualquier virus que pudiera surgir de poblaciones animales y
pudiera provocar una plaga.
La enfermedad de Janet Parker, cuya causa al principio se atribuyó a algún
virus de menor importancia, al cabo de quince días llamó la atención de los
médicos especialistas en enfermedades infecciosas. Por entonces, Parker ya
estaba cubierta de pústulas, y el diagnóstico más probable era el de viruela.
La paciente fue aislada, y se le extrajeron muestras de fluidos para su análisis.
Por ironías del destino, se recurrió a la experiencia en identificación del virus
de la viruela del equipo del profesor Bedson, para que verificara el
diagnóstico. Se confirmaron los temores de Bedson: trasladaron a Parker a un
hospital cercano especializado en sistemas de aislamiento. Dos semanas
después, el 6 de septiembre, con Parker aún en estado crítico en el hospital, la
esposa del profesor Bedson lo encontró muerto en su casa, con signos
evidentes de que se había degollado. El 11 de septiembre de 1978, Janet
Parker fallecía de viruela.
El destino de Janet Parker fue el mismo que el de cientos de millones antes
que ella. Se había infectado de una cepa de la viruela conocida como «Abid»,
así llamada por el nombre de un niño pakistaní de tres años que había sido
víctima de la enfermedad ocho años antes, poco después de que la OMS
pusiera en marcha en Pakistán una intensa campaña para erradicar la viruela.
En el siglo XVI, la viruela se había convertido en una mortífera enfermedad en
la mayor parte del mundo, debido en gran parte a la costumbre de los
europeos de explorar y colonizar otras regiones del mundo. En el siglo XVIII,
con el crecimiento y la mayor movilidad de las poblaciones humanas, la
viruela se extendió hasta convertirse en una de las principales causas de
muerte en todo el mundo, asesina de nada menos que cuatrocientos mil
europeos cada año, incluidos más o menos uno de cada diez niños. A finales
del siglo XVIII, con la variolación (inoculación de la viruela), predecesora
primitiva y peligrosa de la vacunación, que implicaba la infección
intencionada de personas sanas con fluidos de viruela de otras enfermas, se
redujo la factura mortal de la enfermedad. El descubrimiento de Jenner de la
vacuna con viruela del ganado supuso otro alivio. En la década de 1950, en
los países industrializados la viruela estaba prácticamente erradicada, pero
aún se daban en todo el mundo cincuenta millones de casos anuales, que
provocaban unos dos millones de muertes.
La viruela había cedido en los países del mundo industrializado, pero en la
primera década del siglo XX continuaba el tiránico reinado de muchos otros
microbios. La enfermedad contagiosa era, con mucha diferencia, la más
común, y a su propagación contribuía la costumbre humana de socializar y
explorar. El crecimiento exponencial de la población humana y, con ella, una
densidad de población cada vez mayor, no hicieron sino facilitar el salto de
persona a persona que los microbios necesitaban dar para seguir su ciclo de
vida. En Estados Unidos, las tres principales causas de muerte en 1900 no
eran el infarto, el cáncer y el derrame cerebral, sino las enfermedades
infecciosas, causadas por microbios que se transmitían entre las personas.
Entre ellas, la neumonía, la tuberculosis y la diarrea infecciosa acabaron con
la vida de un tercio de la población.
Considerada en su día como «el capitán de los hombres de la muerte», la
neumonía empieza como un resfriado. Desciende por los pulmones, dificulta
la respiración y provoca fiebre. Más una serie de síntomas que una
enfermedad de una única causa, la neumonía debe su existencia a todo el
espectro de microbios, desde los diminutos virus, pasando por las bacterias y
los hongos, hasta los parásitos protozoos (los «primeros animales»). La culpa
de la diarrea infecciosa la tiene, también, una diversidad de microbios.
Algunas de sus manifestaciones son la «enfermedad azul» (el cólera),
provocada por una bacteria; el «flujo de sangre» (la disentería), generalmente
provocada por amebas parásitas, y la «fiebre del castor» (la giardiasis),
provocada también por un parásito. La tercera mayor asesina, la tuberculosis,
afecta a los pulmones, como la neumonía, pero su causa es más concreta: la
infección de una pequeña selección de bacterias pertenecientes al género
Mycobacterium.
Otras muchas enfermedades infecciosas también han dejado su marca, en
sentido literal o figurado, en nuestra especie: la poliomielitis, el tifus, el
sarampión, la sífilis, la difteria, la tosferina y diversos tipos de gripe, entre
otras muchas. La polio, causada por un virus que puede infectar al sistema
nervioso y destruir los nervios que coordinan los movimientos, paralizaba
anualmente a cientos de miles de niños de los países industrializados en los
inicios del siglo XX. Se calcula que la sífilis (la enfermedad bacteriana de
transmisión sexual) afectaba al quince por ciento de la población de Europa
en algún momento de su vida. El sarampión provocaba la muerte a alrededor
de un millón de personas al año. Todos los años, la difteria (¿quién se
acuerda de ese demoledor de corazones?) provocaba la muerte a quince mil
niños en Estados Unidos. En los dos años posteriores a la Primera Guerra
Mundial, la gripe causó entre el doble y el quíntuple de muertes más que las
provocadas por la propia guerra.
No es extraño que tales azotes influyeran decisivamente en la esperanza de
vida de los humanos. Por entonces, en 1900, la esperanza media de vida en
todo el planeta era de solo treinta y un años. La cifra no era tan desoladora en
los países desarrollados, pero se quedaba en unos escasos cincuenta años.
Durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva, los humanos
conseguimos vivir solo entre veinte y treinta años, aunque la esperanza media
de vida fuera inferior. En solo un siglo, y debido no en menor grado a
avances realizados en una sola década (la revolución antibiótica de los años
cuarenta), nuestra estancia media sobre la tierra se ha duplicado. En 2005, la
persona media tenía una esperanza de vida de sesenta y seis años, y los
habitantes de los países más ricos llegaban, también de media, a la provecta
edad de ochenta años.
En estas cifras influyen de manera muy importante las posibilidades de
sobrevivir a la infancia. En 1900, cuando hasta tres de cada diez niños morían
antes de los cinco años, la esperanza media de vida era muy inferior. Si, en
los inicios de este nuevo siglo, las tasas de mortalidad infantil se hubieran
mantenido en el nivel de 1900, en Estados Unidos habrían muerto
anualmente más de medio millón de niños antes de cumplir su primer año de
vida. La realidad fue que fallecieron unos veintiocho mil. Conseguir que la
inmensa mayoría de los niños superen indemnes los cinco primeros años hace
que sean muchísimos los que lleguen a la vejez. Eso, obvio, repercute en la
esperanza de vida.
Estos efectos distan mucho de sentirse plenamente en gran parte del mundo
en desarrollo, pero, como especie, hemos avanzado mucho en la derrota de
nuestro mayor y más antiguo enemigo: el patógeno. Los patógenos —
microbios causantes de enfermedades— prosperan en las condiciones insanas
provocadas por la masificación de la vida humana. Cuantos más nos
apiñamos en nuestro planeta, más fácil lo tienen los patógenos para medrar.
Con las migraciones, les damos acceso aún a más humanos, y, a su vez, más
oportunidades de reproducirse, mutar y evolucionar. Muchas de las
enfermedades infecciosas que hemos combatido en los últimos pocos siglos
tuvieron su origen en la época en que los primeros humanos abandonaron
África y se establecieron por todo el mundo. El dominio del planeta por parte
de los patógenos es un reflejo del nuestro; pocas especies poseen tan fiel
seguimiento patogénico como nosotros.
Para muchos de quienes vivimos en los países más desarrollados, el reino
de las enfermedades infecciosas pertenece al pasado. Casi todo lo que queda
de los miles de años de mortal combate con los microbios es el recuerdo de
los pinchazos inclementes con que nos vacunaban en la infancia, seguidos del
«premio» de un terrón de azúcar impregnado de la vacuna contra la polio y,
quizá para ser más exactos, las melodramáticas colas a la puerta del comedor
de la escuela mientras aguardábamos con nuestros compañeros a que nos
inyectaran una buena dosis de vitaminas y vigorizantes. Para muchos de los
niños y adolescentes actuales, el peso de la historia es aún más ligero, porque
no solo han dejado de existir las propias enfermedades, sino que ni siquiera
son ya necesarias las, en otro tiempo, rutinarias vacunas, como la temida
BCG contra la tuberculosis.
Los avances médicos y las medidas de salud pública —en especial las de
finales del siglo XIX y principios del siglo XX— han marcado una profunda
diferencia en la vida de los humanos. En particular, cuatro avances nos han
llevado de una sociedad de dos generaciones, a una sociedad de cuatro y
hasta cinco generaciones en solo una (larga) vida. El primero y más temprano
de ellos, cortesía de Edward Jenner y una vaca llamada Pimpollo, es,
evidentemente, la vacuna. Jenner sabía que las ordeñadoras estaban
protegidas contra la viruela por haber contraído la viruela del ganado, mucho
más leve. Pensó que, tal vez, si se inyectaba el pus de una ordeñadora
infectada a otra persona, con él se pasaría a esta la misma protección. Su
primer auténtico conejillo de Indias fue un niño de ocho años llamado James
Phipps, hijo del jardinero de Jenner. Después de inocular a Phipps, pasó a
probar a infectar a aquel chico valiente: le inyectó por dos veces pus de
auténtica viruela. El niño quedó completamente inmune.
Empezando con la viruela en 1796, y pasando por la rabia, el tifus, el
cólera y la peste en el siglo XIX, y decenas de otras enfermedades infecciosas
a partir de 1900, la vacuna no solo ha protegido a millones de personas contra
el sufrimiento y la muerte, sino que ha llevado a la eliminación en todo el
país o a la total erradicación global de algunos patógenos. Gracias a la
vacuna, ya no tenemos que confiar exclusivamente en la experiencia de
nuestro sistema inmunitario respecto a las enfermedades, para defendernos de
los patógenos. En lugar de adquirir defensas contra las enfermedades, hemos
sorteado este proceso utilizando la inteligencia para pasar al sistema
inmunitario el aviso sobre lo que se pueda encontrar.
Sin vacuna, la invasión de un nuevo patógeno provoca la enfermedad y
posiblemente la muerte. El sistema inmunitario, además de ocuparse del
microbio invasor, produce unas moléculas llamadas anticuerpos. Si la
persona sobrevive, estos anticuerpos forman un equipo especializado de
espías que patrullan por el cuerpo en busca de ese particular microbio. Siguen
activos mucho después de haber vencido a la enfermedad, para que el sistema
inmunitario esté alerta ante una posible nueva invasión del mismo patógeno.
La próxima vez que este aparece, el sistema inmunitario está preparado, y se
puede impedir que la enfermedad se imponga.
La vacunación imita este proceso natural: enseña al sistema inmunitario a
reconocer un determinado patógeno. En vez de padecer la enfermedad para
conseguir la inmunidad, ahora solo sufrimos la inyección, o la administración
oral, de una versión muerta, debilitada o parcial del patógeno. No padecemos
la enfermedad, pero el sistema inmunitario no deja de producir anticuerpos
que ayudan al cuerpo a defenderse de ella si se produce una invasión real del
mismo patógeno.
Los programas de vacunación universal están diseñados para producir una
inmunidad de grupo o «de rebaño», vacunando a un porcentaje de la
población suficiente para que las enfermedades contagiosas no puedan seguir
extendiéndose. Gracias a la vacunación, muchas enfermedades infecciosas
están casi completamente eliminadas en los países desarrollados, y una de
ellas, la viruela, está erradicada del todo. La erradicación de la viruela y el
paso de la incidencia de la enfermedad de cincuenta millones de casos
anuales en todo el mundo a absolutamente ninguno en poco más de una
década han supuesto un ahorro de miles de millones en costes de vacunación
y atención médica, más los costes sociales indirectos de la enfermedad. Cada
veintiséis días, Estados Unidos (que aportó una cantidad
desproporcionadamente grande de dinero para la erradicación global)
recupera su inversión, por lo que se ahorran en gastos. Los planes de
vacunación del Gobierno, contra más o menos una docena de otras
enfermedades infecciosas, han reducido drásticamente el número de casos,
han evitado mucho sufrimiento, han salvado vidas… y han ahorrado dinero.
En la actualidad, la mayoría de los países del mundo desarrollado disponen
de programas de vacunación contra unas diez enfermedades infecciosas. La
Organización Mundial de la Salud tiene entre sus objetivos la eliminación
regional o erradicación global de media docena de estas enfermedades. El
efecto de esos programas en dichas enfermedades ha sido espectacular. Antes
de que, en 1988, se pusiera en marcha el programa de erradicación mundial
de la polio, el virus afectaba a trescientas cincuenta mil personas al año. En
2012, la enfermedad quedó confinada en únicamente doscientos treinta y tres
casos en solo tres países. En veinticinco años, se han evitado alrededor de
medio millón de muertes. Además, diez millones de niños que se hubieran
quedado paralíticos pueden andar y correr sin ninguna ayuda. Lo mismo
ocurre con el sarampión y la rubeola: en solo diez años, la vacunación contra
estas enfermedades en su día comunes ha evitado diez millones de muertes en
todo el mundo. En Estados Unidos, como en la mayor parte del mundo
desarrollado, la incidencia de nueve importantes enfermedades infantiles se
ha reducido en un noventa y nueve por ciento gracias a las vacunas. De cada
mil niños estadounidenses que nacían vivos en 1950, unos cuarenta morían
antes de cumplir un año. En 2005, la cifra había bajado hasta unos cuatro. El
éxito de la vacuna es tal que en Occidente solo las personas de mayor edad
recuerdan el horror del miedo y el dolor de aquellas enfermedades mortales.
Hoy, estamos libres.
Después del avance de las primeras vacunas, llegó una segunda innovación
importante para la salud: la higiene en la práctica médica. La higiene
hospitalaria aún deja hoy bastante que desear, pero los hospitales actuales,
comparados con los de finales del siglo XIX, son templos de la limpieza.
Imagina salas abarrotadas de enfermos y moribundos, heridas infectadas
abiertas, y las batas de los médicos con las marcas indelebles de sangre y
flujos de años de intervenciones quirúrgicas. La limpieza no era importante:
se creía que la causa de las infecciones era el «aire malo», el miasma, no los
gérmenes. Se pensaba que esta neblina tóxica era debida a la materia en
descomposición o el agua sucia, una fuerza intangible que ni médicos ni
enfermeras podían controlar. Hacía ya ciento cincuenta años que se habían
descubierto los microbios, pero aún no se había establecido la relación entre
ellos y la enfermedad. Se consideraba que el miasma no se podía transmitir
por contacto físico, de modo que las propias personas encargadas de curar las
enfermedades eran las que las propagaban. Los hospitales eran un invento
nuevo, fruto del deseo de una atención sanitaria pública y de llevar la
medicina «moderna» a las masas. Las intenciones eran buenas, pero los
hospitales eran incubadoras malsanas de enfermedades. De hecho, quienes
acudían a ellos porque necesitaban un tratamiento ponían en riesgo su vida.
Las mujeres fueron quienes más sufrieron como consecuencia de la
proliferación de los hospitales, porque los riesgos del embarazo y del parto,
en lugar de disminuir, aumentaron. En la década de 1840, nada menos que un
treinta y dos por ciento de las mujeres que daban a luz en el hospital morían
como consecuencia del parto. Los médicos —profesión exclusivamente
masculina en la época— culpaban de las muertes a cualquier cosa, desde el
trauma emocional hasta la suciedad de los intestinos. La verdadera causa de
esta tan alta y espantosa tasa de mortalidad la descubriría por fin un joven
tocólogo húngaro llamado Ignaz Semmelweis.
En el hospital donde trabajaba, el General de Viena, las mujeres que iban a
dar a luz se repartían en dos clínicas distintas en días alternos. Una estaba a
cargo de médicos, y la otra, de comadronas. Cada dos días, cuando
Semmelweis se dirigía al trabajo, veía a mujeres que daban a luz en la calle, a
las puertas del hospital. Uno de esos días, tocaba la clínica de los médicos
tenía que atender a las mujeres de parto. Pero estas sabían que tendrían
muchos problemas si no lograban aguantar hasta el día siguiente. En la
clínica de los médicos, les aguardaba la fiebre puerperal, la principal causa de
las muertes. Así que esperaban, soportando el dolor y el frío de la noche, con
la esperanza de que su hijo retrasara su llegada al mundo hasta que dieran las
doce.
Conseguir ingresar en la clínica de las matronas daba una relativa mayor
seguridad. De las mujeres atendidas por matronas morían entre el dos y el
ocho por ciento, muchas menos que las que fallecían en la clínica de los
médicos.
Pese a su juventud y su escasa relevancia profesional, Semmelweis
comenzó a buscar diferencias entre las dos clínicas que pudieran explicar las
distintas tasas de mortalidad. Pensó que la culpa la podrían tener el
hacinamiento y el aire enrarecido de las salas, pero no encontró pruebas que
lo demostraran. Luego, en 1847, un médico amigo, Jakob Kolletschka,
falleció después de cortarse accidentalmente con un bisturí de estudiante
durante una autopsia. La causa de la muerte: fiebre puerperal.
La muerte de Kolletschka hizo caer en la cuenta a Semmelweis. Los
médicos eran quienes propagaban la muerte entre las mujeres de sus salas.
Las matronas, en cambio, no tenían ninguna culpa. Y sabía por qué. Mientras
las pacientes seguían el proceso de parto, los médicos aprovechaban el
tiempo en la morgue, enseñando a los estudiantes de Medicina a usar
cadáveres humanos. De un modo u otro, pensó, llevaban la muerte de la sala
de autopsias a la de maternidad. Las matronas nunca tocaban un cadáver. Las
pacientes que fallecían en sus salas eran probablemente aquellas a las que el
sangrado posnatal hacía que un médico tuviera que visitarlas.
Semmelweis no sabía muy bien cómo se producía la muerte al pasar del
depósito de cadáveres a la sala de maternidad, pero tuvo una idea sobre cómo
impedirla. Para quitarse el desagradable olor a carne en descomposición, los
médicos se solían lavar con una solución de lima clorada. Semmelweis pensó
que, si dicha solución podía quitar el mal olor, tal vez podría eliminar
también al portador de la muerte. Dispuso que los médicos debían lavarse las
manos con lima clorada al pasar de realizar una autopsia a examinar a sus
pacientes. Al cabo de un mes, la tasa de mortalidad de su hospital había
bajado hasta igualarse con la de la clínica de las matronas.
A pesar de los contundentes resultados obtenidos en Viena y después en
dos hospitales de Hungría, los contemporáneos de Semmelweis lo
ridiculizaron e ignoraron. Se decía que la rigidez y el mal olor de las batas de
los cirujanos eran signo de su experiencia y habilidad. «Los médicos son
unos caballeros, y los caballeros tienen las manos limpias», decía un
importante tocólogo de la época, mientras todos los meses se infectaban y
morían muchas mujeres. La sola idea de que los médicos pudieran ser
responsables de la muerte de sus pacientes (y no de la vida) significaba una
grave ofensa. Y Semmelweis fue objeto de las iras y el posterior abandono de
la clase médica dirigente. Las mujeres siguieron jugándose la vida durante
décadas, pagando así el precio de la arrogancia de los médicos.
Veinte años después, el gran francés Louis Pasteur desarrolló la teoría de
los gérmenes como causa de las enfermedades, que atribuía la infección y la
enfermedad a los microbios, no al miasma. En 1884, el doctor y premio
Nobel alemán Robert Koch demostró con sus experimentos la teoría de
Pasteur. Hacía ya mucho que Semmelweis había muerto. Estuvo obsesionado
por la fiebre puerperal y enloqueció de rabia y desesperación. Despotricó
contra la profesión médica, defendiendo sus teorías y acusando a sus
contemporáneos de ser unos asesinos irresponsables. Un colega consiguió
llevarlo a un manicomio, con el pretexto de una visita, y allí lo obligaron a
tomar aceite de ricino y fue apaleado por los guardias. Dos semanas después,
murió de fiebre, probablemente provocada por las heridas infectadas.
No obstante, la teoría de los gérmenes fue un avance que dio auténtica
explicación científica a las observaciones y los remedios de Semmelweis. Los
cirujanos de toda Europa adoptaron de inmediato la costumbre del lavado
antiséptico de las manos. Las prácticas higiénicas se generalizaron después
del trabajo del cirujano británico Joseph Lister. En la década de 1860, Lister
leyó un trabajo de Pasteur sobre los microbios y los alimentos. Entonces
decidió experimentar con la aplicación de soluciones químicas a las heridas
para reducir el riesgo de gangrena y septicemia. Para lavar su instrumental,
los vendajes húmedos e incluso para limpiar las heridas durante las
operaciones, empleaba ácido carbólico (fenol), del que se sabía que evitaba
que la madera se pudriese. Como en su tiempo consiguió Semmelweis, Lister
hizo que disminuyera la tasa de mortalidad. Antes de usar el fenol, el
cuarenta y cinco por ciento de los pacientes a quienes Lister operaba morían;
después, a partir de uso pionero del ácido carbólico, la mortalidad se redujo
en dos tercios, hasta alrededor del quince por ciento.
En un sentido muy similar al del trabajo de Semmelweis y de Lister sobre
la práctica médica, se produjo un tercer avance en la salud pública: un avance
que, ante todo, evitó la muerte de millones de personas. Como ocurre hoy en
muchos países en desarrollo, las enfermedades que tienen su origen en el
agua fueron un grave problema en Occidente antes del siglo XX. Las
siniestras fuerzas del miasma seguían activas, contaminando ríos, pozos y
bombas. En agosto de 1854, los habitantes del barrio del Soho de Londres
empezaron a caer enfermos. Desarrollaban diarrea, pero no la diarrea que hoy
conocemos. Era una sustancia acuosa de color blanco que no cesaba. El
enfermo podía expulsar hasta veinte litros al día, que iban a parar a las fosas
sépticas de debajo de las hacinadas casas del Soho. La enfermedad era el
cólera, y mataba a las personas a cientos.
El doctor John Snow, médico británico, era escéptico sobre la teoría del
miasma. Llevaba años buscando una explicación alternativa. Por epidemias
anteriores, empezó a sospechar que el origen del cólera estaba en el agua. El
último brote producido en el Soho le dio la oportunidad de verificar su teoría.
Entrevistó a residentes del barrio y trazó un mapa de los casos de cólera y las
muertes debidas a la enfermedad, con el propósito de encontrar una fuente
común. Se dio cuenta de que todas las víctimas habían bebido agua de la
misma bomba de Broad Street (hoy Broadwick Street), que se encontraba en
el centro del mapa del cólera. Incluso a muertes ocurridas en lugares alejados
se les podía seguir el rastro hasta la bomba de Broad Street, porque el cólera
lo llevaban y transmitían quienes habían bebido de ella. Había una anomalía:
ninguno de los monjes de un monasterio del Soho que sacaban el agua de la
misma bomba estaba infectado. Pero no era la fe la que los había salvado,
sino su costumbre de beber agua de la bomba solo después de convertirla en
cerveza.
Snow había buscado patrones: relaciones entre quienes habían enfermado,
las razones de que otros se hubiesen salvado, conexiones que explicaran la
aparición de la enfermedad más allá del epicentro de Broad Street. Basaba su
estudio en la lógica y las pruebas, para desenmarañar aquel brote y rastrear su
origen, eliminando maniobras de distracción y buscando la explicación de las
anomalías. Su trabajo condujo al cierre de la bomba de Broad Street y al
posterior descubrimiento de que una fosa séptica había rebosado y estaba
contaminando el suministro de agua. Fue el primer estudio epidemiológico de
la historia (es decir, que en él se utilizó la distribución y los patrones de una
enfermedad para averiguar su origen). John Snow pasó a utilizar cloro para
desinfectar el suministro de agua de la bomba de Broad Street, y su sistema
de cloración se implantó rápidamente en otros sitios. Cuando concluía el
siglo XIX, el saneamiento del agua era ya una práctica común.
A medida que avanzaba el siglo XX, los tres adelantos en salud pública se
fueron refinando progresivamente. Al terminar la Segunda Guerra Mundial,
la vacunación podía evitar otras cinco enfermedades, con lo que el total era
ya de diez. En todo el mundo se adoptaron las técnicas de higiene médica.
Por su parte, la cloración se convirtió en el procedimiento estándar de las
plantas de tratamiento del agua. El cuarto y último avance que iba a acabar
con el reinado de los microbios en el mundo desarrollado empezó con una
primera guerra mundial y terminó en la segunda. Fue resultado del duro
trabajo, la buena suerte y un puñado de hombres. El primero de estos, el
biólogo escocés sir Alexander Fleming, tiene la merecida fama de haber
descubierto «accidentalmente» la penicilina en su laboratorio del hospital
Saint Mary de Londres. En realidad, Fleming llevaba años a la caza de
compuestos bacterianos.
Durante la Primera Guerra Mundial había tratado a los soldados heridos
del frente occidental de Francia. Fue testigo de que muchos fallecían de
septicemia. Al terminar la guerra, Fleming regresó al Reino Unido y se
propuso mejorar los vendajes antisépticos con fenol de Lister. Pronto
descubrió un antiséptico natural en la mucosidad nasal, al que llamó
«lisozima». Pero la lisozima, como el ácido carbólico, no podía penetrar por
debajo de la superficie de las heridas, de modo que las infecciones profundas
se ulceraban. Unos años después, en 1928, Fleming estaba investigando los
estafilococos —las bacterias responsables de los forúnculos y las irritaciones
de garganta— cuando observó algo extraño en una de las placas de Petri.
Había estado de vacaciones y, al regresar, se encontró con el banco del
laboratorio hecho un desastre, lleno de viejos cultivos bacterianos, muchos de
ellos contaminados por hongos. Mientras los iba ordenando le llamó la
atención una de las placas. Una zona de hongo Penicillium estaba rodeada de
un anillo impoluto, sin la más mínima colonia de estafilococos que cubriera
el resto de la placa. Fleming se dio cuenta enseguida de la importancia de
aquel fenómeno: el hongo había liberado un «zumo» que había matado las
bacterias de su alrededor. Aquel zumo era la penicilina.
Aunque el cultivo del Penicillium no fue intencionado. El reconocimiento
por parte de Fleming de su potencial importancia no tuvo nada de accidental.
Empezó un proceso de experimentación que se extendería a dos continentes y
se prolongaría veinte años, y que iba a revolucionar la medicina. En 1939, un
grupo de científicos de la Universidad de Oxford, dirigidos por el
farmacólogo australiano Howard Florey, pensaron que se podía sacar mucho
más provecho de la penicilina. Fleming había batallado por cultivar
cantidades importantes del hongo, o extraer la penicilina que producía. El
equipo de Florey lo consiguió, y aisló pequeñas cantidades de antibiótico
líquido. En 1944, con la ayuda económica del War Production Board de
Estados Unidos, ya se producían cantidades suficientes de penicilina para
atender las necesidades de los soldados que regresaban de Europa después de
la invasión del Día-D. Se había cumplido el sueño de sir Alexander Fleming
de acabar con las infecciones de las heridas de guerra. Al año siguiente, él,
Florey y otro miembro del equipo de Oxford recibieron el Premio Nobel de
Medicina y Fisiología.
Desde entonces, se han desarrollado más de veinte variedades de
antibióticos, cada uno destinado a una determinada dolencia bacteriana, y
todos con el objetivo de ayudar al sistema inmunitario cuando va
sobrecargado debido a las infecciones. Antes de 1944, un simple rasguño o
arañazo tal vez implicaran una probabilidad terriblemente elevada de morir
debido a la infección. En 1940, un policía británico de Oxfordshire llamado
Albert Alexander se hizo un rasguño en la cara con la espina de una rosa. La
infección se agravó hasta el extremo de que hubo que extirpar un ojo al
agente, quien se encontraba ya al borde de la muerte. La esposa de Florey,
Ethel, que era médica, convenció a su marido para que el agente Alexander
fuera el primer receptor de la penicilina.
Al cabo de veinticuatro horas de haberle inyectado una pequeñísima
cantidad de penicilina al policía, la fiebre comenzó a remitir y el agente
empezó a recuperarse. Pero el milagro no se iba a consumar. Con aquellos
pocos días de tratamiento, se agotaron las existencias de penicilina. Florey
había intentado extraer todos los restos de penicilina que pudieran quedar en
la orina del agente para seguir con el tratamiento, pero al quinto día el policía
murió. Hoy es inimaginable que alguien pueda morir por un arañazo o un
absceso, y tomamos antibióticos sin reparar en sus más que beneficiosas
propiedades. De no contar con el escudo protector que son los antibióticos
administrados por vía intravenosa antes de cualquier operación, la cirugía
entrañaría enormes riesgos.
En el siglo XXI, nuestras vidas son una especie de alto el fuego esterilizado.
Mantenemos a raya a las infecciones mediante vacunas, antibióticos, el
saneamiento del agua y la higiene en la práctica médica. Ya no vivimos bajo
la amenaza de brotes agudos y peligrosos de enfermedades infecciosas. En su
lugar, en los últimos sesenta años han cobrado protagonismo diversas
dolencias antes muy raras e infrecuentes. Estas «enfermedades crónicas del
siglo XXI» se han hecho tan comunes que las aceptamos como parte normal
del hecho de ser humanos. Pero ¿y si no fueran tan «normales»?

En la actualidad, ya no verás entre tus amigos y familiares ningún caso de


viruela, sarampión ni poliomielitis. Tal vez creas que hoy somos muy
afortunados, pero, si lo piensas un poco más, quizá veas las cosas de modo
distinto. Podría ser que, en primavera, veas que tu hija no deja de estornudar,
con esos ojos rojos que no paran de picarle, debido a su alergia al polen.
Quizá pienses en tu cuñada, que se ha de inyectar insulina varias veces al día
porque padece diabetes tipo 1. Es posible que te preocupe la posibilidad de
que tu esposa acabe en una silla de ruedas, por la esclerosis múltiple, como le
ocurrió a su tía. Tal vez pienses en el hijo de tu dentista, que grita, se acuna a
sí mismo y no establece contacto visual, porque tiene autismo. O en tu madre,
que te impacienta, porque hacer la compra le provoca mucha ansiedad. Tal
vez busques un detergente que no le empeore la dermatitis atópica a tu hijo.
Es posible que tu primo sea el raro de la cena porque todos los derivados del
trigo le provocan diarrea. Quizá tu vecino resbaló y perdió el conocimiento
mientras buscaba el autoinyector de epinefrina después de haberse tomado
unos frutos secos. Y quizá tú hayas desistido en la batalla por mantener el
peso que las revistas de belleza y tu médico te aconsejan. Todos estos estados
(las alergias, las enfermedades autoinmunes, los trastornos gastrointestinales,
los problemas de salud mental y la obesidad) son hoy lo normal.
Hablemos de las alergias. Es posible que la alergia de tu hija al polen no
tenga nada de alarmante, porque el veinte por ciento de sus amigas también
estornudan y no dejan de sonarse cuando se aproxima el verano. No te
sorprende el eccema de tu hijo, porque uno de cada cinco compañeros de
clase también lo tiene. El shock anafiláctico de tu vecino, por terrible que
fuera, es tan común que todos los productos alimenticios envasados advierten
de que pueden contener restos de frutos secos. Pero ¿te has preguntado
alguna vez por qué uno de cada cinco amigos de tu hijo se ha de llevar un
inhalador a la escuela, por si sufre un ataque de asma? Poder respirar es
fundamental para la vida, pero, de no ser por la medicación, millones de
niños sentirían que les falta el aire. ¿Y por qué uno de cada quince niños es
alérgico al menos a un tipo de alimento? ¿Puede ser esto normal?
En los países desarrollados, las alergias afectan a casi la mitad de la
población. Tomamos dócilmente nuestros antihistamínicos, procuramos no
tocar mucho al gato y comprobamos la lista de ingredientes en todo lo que
compramos. Sin pensarlo demasiado, hacemos lo que sea necesario para
impedir que nuestro sistema inmunitario reaccione en exceso a las sustancias
más ubicuas e inocuas: el polen, el polvo, el pelo de las mascotas, la leche,
los huevos, los frutos secos, etc. El cuerpo trata estas sustancias como si
fueran gérmenes a los que hubiera que atacar y eliminar. No siempre ha sido
así. En los años treinta del siglo pasado, el asma era una enfermedad rara, que
afectaba quizás a un niño en toda la escuela. En los ochenta, se había
disparado, y la padecía un niño en cada clase. En los últimos diez años, más o
menos, el aumento se ha estabilizado, pero una cuarta parte de los niños
padecen asma. Lo mismo ocurre con otras alergias: las que se tienen a los
cacahuetes, por ejemplo, se triplicaron en solo los últimos diez años del
último siglo, para después duplicarse en los cinco siguientes. Hoy en día, en
las escuelas y los lugares de trabajo, hay zonas libres de frutos secos.
También la dermatitis atópica y la alergia al polen fueron raros en su
momento, y hoy son algo habitual.
No es normal.
¿Y las enfermedades autoinmunes? El hábito de la insulina de tu cuñada es
bastante común, y la diabetes tipo 1 afecta a unas cuatro de cada mil
personas. Todos hemos oído hablar de la esclerosis múltiple (EM), la que le
destruyó los nervios a la tía de tu esposa. Y luego está la artritis reumatoide
que acaba con las articulaciones, la enfermedad celiaca que ataca al aparato
digestivo, la miositis que inflama el tejido muscular, el lupus que ataca
directamente a las células, y así unas ochenta dolencias similares. Al igual
que las alergias, el sistema inmunitario ha perdido los principios, y no solo
ataca a los gérmenes que provocan enfermedades, sino a las propias células
del cuerpo. Quizá te sorprenda saber que, en conjunto, las enfermedades
autoinmunes afectan a casi el diez por ciento de la población del mundo
desarrollado.
La diabetes tipo 1 (DT1) es un ejemplo claro. Es una dolencia
inconfundible, por lo que los registros son relativamente fiables. La de «tipo
1» es la versión de la diabetes que suele atacar antes, a menudo durante la
adolescencia. Se ceba en las células del páncreas e impide totalmente la
producción de la hormona insulina. (En la diabetes tipo 2, hay producción de
insulina, pero el cuerpo ha perdido sensibilidad a la hormona, de modo que
tampoco funciona bien). Sin insulina, es imposible transformar la glucosa de
la sangre, sea la de los azúcares de los dulces y postres, o la de los hidratos de
carbono de la pasta y el pan. Se acumula y enseguida se hace tóxica, lo cual
provoca al desafortunado adolescente una sed terrible y la necesidad
constante de orinar. El paciente adelgaza con rapidez, y, al cabo de unas
semanas o pocos meses, fallece, normalmente por fallo renal. Eso si no se
inyecta insulina. Una dolencia, pues, muy grave.
Por fortuna, en comparación con el de la mayoría de las enfermedades, el
diagnóstico es sencillo, y siempre lo ha sido. Hoy suele resolverse con un
simple análisis de la cantidad de glucosa en sangre. Sin embargo, hace cien
años, cualquier médico dispuesto podía detectar la diabetes, porque bastaba
con llevarse un poco de orina del paciente a la lengua. El sabor dulzón
indicaba que era tanta la glucosa de la sangre que lo riñones la tenían que
llevar a la orina. Es evidente que antes pasaban desapercibidos más casos de
diabetes que hoy y que muchos no se registraban, pero el conocimiento de la
prevalencia del tipo 1 a lo largo del tiempo es un indicador fiable de la
naturaleza mutante de las enfermedades autoinmunes.
En Occidente, más o menos una de cada doscientas cincuenta personas no
tienen más remedio que desempeñar el papel que le corresponde al páncreas:
calcular cuánta insulina necesitan y, a continuación, inyectársela, para
almacenar la glucosa que hayan consumido. Lo extraordinario es que esta
elevada prevalencia es nueva: en el siglo XIX, prácticamente no existía la
diabetes tipo 1. En los registros del Hospital General de Massachusetts, que
abarcan más de setenta y cinco años hasta 1898, solo figuran veintiún casos
de diabetes infantil, entre casi medio millón de pacientes. No es un caso de
enfermedad no diagnosticada, porque el test del sabor de la orina, la rápida
pérdida de peso y el inevitable desenlace hacían que la enfermedad ya se
pudiera reconocer perfectamente en aquellos tiempos.
Cuando ya se impusieron los registros formales, justo antes de la Segunda
Guerra Mundial, se pudo seguir la prevalencia de la diabetes tipo 1. En
Estados Unidos, el Reino Unido y Escandinavia, afectaba a uno o dos de cada
cinco mil niños. Por sí misma, la guerra no supuso ningún cambio. Sin
embargo, no mucho después de que concluyera, algo cambió: los casos se
empezaron a multiplicar. En 1973, la diabetes era seis o siete veces más
común que en los años treinta. En los ochenta, el número de casos se detuvo
en la que es la cifra actual: en torno a uno de cada doscientos cincuenta.
El aumento de la diabetes coincide con otras condiciones autoinmunes. En
los inicios del siglo XXI, la esclerosis múltiple destruía el sistema nervioso de
nada menos que el doble de personas que veinte años antes. La enfermedad
celiaca, en la que el trigo incita al cuerpo a atacar las células del tubo
intestinal, se ha multiplicado por treinta o cuarenta respecto a los años
cincuenta. También han aumentado el lupus, la enfermedad inflamatoria
intestinal y la artritis reumatoide.
No es normal.
¿Y la batalla colectiva contra el sobrepeso? Es muy probable que también
tú tengas problemas de peso, porque más de la mitad de la población
occidental es obesa. Es asombroso pensar que tener el peso adecuado para la
buena salud te coloca hoy en una minoría. Estar gordo es hoy tan habitual que
los antiguos maniquís de las tiendas de ropa se han cambiado por versiones
mayores. Incluso hay programas de televisión que hacen de la pérdida de
peso un juego. Son cambios que tal vez haya que asumir: en términos
estadísticos, tener sobrepeso es la realidad de muchas personas.
Pero no siempre fue así. Cuando hoy vemos esas fotografías en blanco y
negro de aquellos hombres flacos y aquellas mujeres delgadas de los años
treinta y cuarenta, disfrutando del sol en pantalón corto o en traje de baño,
nos parecen personas demacradas, con las costillas bien marcadas y el vientre
plano. Pero no lo están: ocurre simplemente que no llevan a cuestas la carga
que nosotros acarreamos. A principios del siglo XX, el peso de las personas
era tan uniforme que pocos creían que fuera necesario llevar registros al
respecto. Pero, ante la repentina aparición de la obesidad en los años
cincuenta, en el epicentro de la epidemia (Estados Unidos), el Gobierno
comenzó a tomar nota. En el primer estudio nacional, realizado a inicios de
los años sesenta, el trece por ciento de los adultos ya eran obesos, es decir,
tenían un índice de masa corporal (el resultado en metros cuadrados de
dividir el peso en kilogramos por la altura en centímetros) superior a 30. Otro
treinta por ciento tenía sobrepeso (un IMC de entre 25 y 30).
En 1999, en Estados Unidos, la proporción de adultos obesos era del
treinta por ciento, más del doble que el anterior, y muchas personas que antes
estaban sanas habían acumulado varios kilos, situando la categoría de
sobrepeso en un rollizo treinta y cuatro por ciento. Esto significa un sesenta y
cuatro por ciento de personas con sobrepeso u obesas. En el Reino Unido, la
tendencia seguía el mismo patrón, aunque con un poco de retraso: en 1966,
solo el uno y medio por ciento de la población era obesa, y el once por ciento
tenía sobrepeso. En 1999, el veinticuatro por ciento era obesa, y el cuarenta y
tres por ciento tenía sobrepeso: es decir, hoy, el sesenta y siete por ciento de
las personas pesan más de lo que debieran. Además, la obesidad no es
simplemente exceso de peso. Puede provocar diabetes tipo 2, cardiopatías e
incluso algún tipo de cáncer, todas ellas condiciones cada vez más comunes.
No hace falta que te lo diga. No es normal.
También tenemos hoy más problemas de barriga. Tu primo podrá ser raro
por seguir una dieta sin gluten, pero seguramente no es el único de la mesa
que padece el síndrome de intestino irritable, que afecta a hasta el quince por
ciento de las personas. El nombre sugiere un grado de incomodidad parecido
al de la picadura del mosquito, y no deja claro el desastroso impacto que esta
dolencia tiene para la calidad de vida de quienes la sufren. En estos casos, la
proximidad del lavabo resulta prioritaria sobre asuntos de mejor imagen y
significado. Para las personas con esta condición no hay mayor motivo de
preocupación que la de saber adónde ir en el inevitable caso de apuro
intestinal. También van en aumento dolencias de este tipo como la
enfermedad de Crohn y la colitis ulcerosa, unas enfermedades que provocan
daños tan graves en el intestino que es necesario practicar al paciente una
colostomía para colocarle una bolsa exterior.
Definitivamente, no es normal.
Y por último, llegamos a los problemas de salud mental. El hijo autista de
tu dentista tiene hoy más compañía que nunca, porque uno de cada sesenta y
ocho niños y niñas (uno de cada cuarenta y dos en el caso de los niños) están
en el espectro autista. En los años cuarenta, el autismo era tan raro que ni
siquiera tenía nombre. Cuando en 2000 se inició el registro de casos, la
incidencia del autismo era menos de la mitad de la actual. Es verdad que
parte al menos de estos casos extra se deben a la mayor conciencia y tal vez a
un diagnóstico exagerado, pero la mayoría de los expertos convienen en que
el aumento de la prevalencia del autismo es real: algo ha cambiado. Los
trastornos de déficit de atención, el síndrome de Tourette y el trastorno
obsesivo-compulsivo también aumentan. Y lo mismo ocurre con los
trastornos depresivos y de ansiedad.
Este aumento del sufrimiento mental no es normal.
Ocurre, sin embargo, que hoy estas condiciones son muy «normales». De
no ser así, tal vez ni siquiera te hubieras dado cuenta de que son
enfermedades nuevas. Hasta los propios médicos suelen desconocer la
historia de las enfermedades que tratan, porque su formación estuvo basada
solo en las experiencias de los médicos contemporáneos. Como en el caso del
aumento de las apendicitis, un cambio del que hoy los médicos se han
olvidado, lo que más importa a los cuidadores de primera línea son los
pacientes que tienen a su cargo y los tratamientos que se les puedan aplicar.
Conocer el origen de la enfermedad no es responsabilidad suya; por lo tanto,
los cambios de la prevalencia son algo incidental para ellos.
En el siglo XXI, la vida es diferente gracias a los cuatro avances producidos
en la sanidad pública durante los dos últimos siglos, y, por la misma razón,
también son distintas las enfermedades. Pero nuestras enfermedades del siglo
XXI no son simplemente una cepa más de alguna enfermedad infecciosa, sino
un conjunto distinto de condiciones fruto de nuestro actual modo de vida. En
este sentido, tal vez te preguntes qué puedan tener en común estas
enfermedades, siendo como son, al parecer, un grupo tan dispar. Por los
picores y estornudos de las alergias, la autodestrucción ocasionada por el
propio sistema inmunitario, la miseria metabólica de la obesidad, la
humillación de los trastornos digestivos y el estigma de los trastornos
mentales, se diría que nuestro cuerpo, en ausencia de enfermedades
infecciosas, se ha vuelto en su propia contra.
Podemos aceptar nuestro destino y dar las gracias porque, al menos,
vivimos más, y libres de la tiranía de los patógenos. O nos podemos
preguntar qué ha cambiado. ¿Es posible que exista alguna relación entre
condiciones que no parecen tener nada en común, como la obesidad y las
alergias, el síndrome de intestino irritado y el autismo? ¿El paso de las
enfermedades infecciosas a esta nueva serie de enfermedades indica que
nuestro cuerpo necesita las infecciones para mantenerse equilibrado? ¿O la
correlación entre el declive de las enfermedades infecciosas y el auge de las
crónicas apunta a una causa más profunda?
Se nos plantea una pregunta de suma importancia: ¿por qué se producen
estas enfermedades del siglo XXI?
Hoy en día, la tendencia es buscar la causa de las enfermedades en la
genética. El Proyecto Genoma Humano ha descubierto una gran cantidad de
genes que, al mutar, provocan enfermedades. Algunas mutaciones las
provocan irremediablemente: un cambio en el código del gen HTT, situado en
el cromosoma 4, por ejemplo, siempre provocará la enfermedad de
Huntington. Otras mutaciones solo aumentan la probabilidad: por ejemplo,
los errores ortográficos en los genes BRCA1 y BRCA2 aumentan hasta ocho
sobre diez las probabilidades de que la mujer padezca cáncer de mama en
algún momento de su vida.
Estamos en la era del genoma, pero no podemos culpar del aumento de
nuestras enfermedades modernas solo al ADN. Una persona puede llevar una
versión de un gen que, por ejemplo, haga más probable que padezca
obesidad, pero es imposible que esa misma mutación se generalice entre toda
la población en solo cien años. La evolución humana no avanza a tan gran
velocidad. Y no solo esto: la selección natural solo propicia que se imponga
la variante de un gen si es beneficiosa; de lo contrario, elimina sus efectos
perjudiciales. El asma, la diabetes, la obesidad y el autismo reportan muy
escasos beneficios a quienes los padecen.
Excluida la genética como causa de ese incremento, nuestra siguiente
pregunta debe ser: ¿ha cambiado algo en nuestro entorno? Del mismo modo
que la altura de la persona no solo es consecuencia de sus genes, sino también
de su entorno —la alimentación, el ejercicio físico, el estilo de vida y demás
—, también lo es el riesgo de contraer enfermedades. Y aquí es donde las
cosas se complican, porque son muchas las que han cambiado en nuestra vida
en el último siglo. Y para diferenciar entre causas y correlaciones es
necesario llevar a cabo un minucioso proceso de evaluación científica. En el
caso de la obesidad y de las enfermedades relacionadas con ella, es muy fácil
observar los cambios en la forma de alimentarnos, pero no lo es tanto
determinar cómo afectan estos a otras enfermedades del siglo XXI.
Las enfermedades en cuestión muestran muy pocos signos de un posible
origen común. ¿Es posible que los cambios en el entorno vital que provocan
obesidad sean también la causa de las alergias? ¿De verdad puede haber una
causa común de condiciones de salud mental como el autismo y el trastorno
obsesivo-compulsivo, y trastornos del aparato digestivo como el síndrome de
intestino irritable?
A pesar de las diferencias, hay dos temas que destacan. El primero es el del
sistema inmunitario, que interviene claramente tanto en las alergias como en
las enfermedades autoinmunes. Buscamos al culpable de interferir en la
capacidad del sistema inmunitario de determinar el nivel de alerta en que se
encuentra nuestro cuerpo, provocando generalizadas reacciones exageradas.
El segundo tema, muchas veces oculto detrás de síntomas socialmente más
aceptables, es la disfunción de los intestinos. En algunas enfermedades
modernas, la relación es evidente: el caso más claro es el de la enfermedad
inflamatoria intestinal y el síndrome de intestino inflamado. En otros casos, la
relación es menos evidente, pero existe. Los niños con autismo tienen
problemas de diarrea crónica; la depresión y la enfermedad inflamatoria
intestinal van de la mano; el origen de la obesidad está en lo que pasa por el
tubo intestinal.
Podría parecer, asimismo, que no existe relación alguna entre estos dos
asuntos, el aparato digestivo y el sistema inmunitario, pero un examen más
detenido de la anatomía del primero da algunas otras pistas. Cuando se habla
del sistema inmunitario, la mayoría de las personas piensan en los glóbulos
blancos y las glándulas linfáticas. Pero no es ahí donde discurre la mayor
parte de la acción. De hecho, en el tubo intestinal humano hay más células
inmunes que en todo el resto del cuerpo. En torno al sesenta por ciento del
tejido del sistema inmunitario se encuentra alrededor de los intestinos,
concretamente en el extremo final del intestino delgado, en el ciego y en el
apéndice. Es fácil imaginar la piel como una barrera que nos protege del
mundo exterior, pero, por cada centímetro cuadrado de piel, tenemos dos
metros cuadrados de tracto digestivo. Este, aunque se encuentra en el
«interior», solo tiene una capa de células entre lo que es fundamentalmente el
mundo exterior y la sangre. Por lo tanto, la vigilancia inmunitaria de los
intestinos es esencial: todas las moléculas y células que pasan por ellos deben
ser revisados y, si es necesario, puestos en cuarentena.
El peligro de enfermedades infecciosas prácticamente ha desaparecido,
pero nuestro sistema inmunitario se encuentra aún en plena batalla. Pero ¿por
qué? Veamos la técnica que el doctor John Snow utilizó durante el brote de
cólera que en 1854 se produjo en el Soho de Londres: la epidemiología.
Desde que Snow aplicara por primera vez la lógica y las pruebas a la
resolución del misterio de la causa del cólera, la epidemiología se ha
convertido en el pilar de las indagaciones médicas. El sistema es muy simple.
Formulamos tres preguntas: (1) ¿Dónde se producen estas enfermedades? (2)
¿A quiénes afectan? y (3) ¿Cuándo se convirtieron en un problema? De las
respuestas podemos obtener pistas que nos ayuden a responder la pregunta
general: ¿por qué se producen las enfermedades del siglo XXI?
El mapa de casos de cólera que John Snow trazó para hallar el dónde
determinó el probable epicentro del cólera: la bomba de Broad Street. No
hace falta mucho trabajo detectivesco para darse cuenta de que la obesidad, el
autismo, las alergias y la autoinmunidad empezaron, todos, en el mundo
occidental. Stig Bengmark, profesor de cirugía del University College de
Londres, sitúa el epicentro de la obesidad y de las enfermedades afines en los
estados sureños de Estados Unidos. «Estados como Alabama, Luisiana y
Misisipi tienen la mayor incidencia de obesidad y enfermedades crónicas de
Estados Unidos y del mundo», dice. «Estas enfermedades se propagan, con
un patrón parecido al del tsunami, por todo el mundo; hacia el oeste, a Nueva
Zelanda y Australia; hacia el norte, a Canadá; hacia el este, a Europa
Occidental y el mundo árabe, y hacia el sur, particularmente a Brasil».
Las observaciones de Bengmark se extienden a las otras enfermedades del
siglo XXI (las alergias, las enfermedades auto inmunes, las condiciones de
salud mental y demás), todas las cuales tienen su origen en Occidente. La
geografía sola no explica ese auge, por supuesto; simplemente da pistas sobre
otros correlatos y, con un poco de suerte, sobre la causa. El correlato más
claro de esta particular topografía de la enfermedad es la riqueza. Son
muchísimos los datos que apuntan a la correlación entre las enfermedades
crónicas y la opulencia, desde comparaciones del producto interior bruto de
países enteros, a contrastes entre los grupos socioeconómicos que viven en la
misma área local.
En 1990, la población de Alemania constituía un elegante experimento
natural sobre el impacto de la prosperidad en las alergias. Después de haber
estado separadas durante cuarenta años, Alemania Oriental y Alemania
Occidental se reunificaron, después de la caída del Muro de Berlín el año
anterior. Ambos estados tenían mucho en común: compartían un lugar, un
clima y unas poblaciones compuestas por los mismos grupos raciales. Pero
quienes vivían en Alemania Occidental fueron prosperando hasta alcanzar al
mundo occidental y adquirir su ritmo en los avances económicos; en cambio,
los alemanes del Este habían vivido, desde la Segunda Guerra Mundial, en un
estado de animación estancada, y eran significativamente más pobres que sus
vecinos de Alemania Occidental. De algún modo, tal diferencia de riqueza se
relacionaba con un estado de salud general distinto. En un estudio realizado
por médicos del Hospital Universitario Infantil de Múnich, se observó que los
niños de Alemania Occidental, más ricos que los de Alemania Oriental, eran
el doble de proclives a las alergias en general y tres veces más a la del polen.
Es un patrón que se repite en muchas condiciones alérgicas y autoinmunes.
Los niños estadounidenses que viven en situación de pobreza siempre han
sido más propensos a padecer alergias alimentarias y asma que sus iguales
más ricos. Los hijos de familias «privilegiadas» de Alemania —así
catalogadas por el nivel de estudios y la profesión de los padres— son
significativamente más propensos a sufrir dermatitis atópica que los de origen
menos privilegiado. En Irlanda del Norte, los hijos de familias pobres no
suelen desarrollar la diabetes tipo 1. En Canadá, la enfermedad inflamatoria
intestinal va más unida a los ingresos familiares altos que a los bajos. Los
estudios se repiten una y otra vez, y las tendencias distan mucho de ser
locales. Hasta el producto interior bruto de un país puede servir para predecir
la incidencia de las enfermedades del siglo XXI entre su población.
El incremento de las llamadas enfermedades occidentales ya no es
exclusivo de estos países. Con la riqueza llega la mala salud crónica. En los
países en desarrollo, a medida que se avanza hacia la modernización
económica, se extienden las enfermedades de la civilización. Lo que empezó
como un problema occidental amenaza con engullir al resto del planeta. La
obesidad tiende a abrir el camino. De hecho, ya afecta a grandes porciones de
población; entre ellas, las de los países en desarrollo. Las diversas dolencias
relacionadas con ella, como las cardiopatías y la diabetes tipo 2 (la
insensibilidad a la insulina, más que la carencia de esta), no se quedan muy
rezagadas. Los trastornos alérgicos, como el asma y la dermatitis atópica,
también están en la avanzadilla de esa expansión, y su presencia va en
aumento en países de rentas medias del sur de África, este de Europa y Asia.
Las enfermedades autoinmunes y los trastornos de conducta parece que son
las más retrasadas, pero hoy son especialmente comunes en los países de
renta media alta, entre ellos, Brasil y China. Nuestras enfermedades
modernas se estabilizan en los países más ricos y, al mismo tiempo, inician el
ascenso en otros lugares.
El dinero es peligroso para las enfermedades del siglo XXI. Estas
enfermedades están relacionadas con el nivel salarial, la riqueza del lugar de
residencia y el estatus del país. Es posible que el dinero no dé la felicidad,
pero compra agua potable, libertad respecto de las enfermedades infecciosas,
una alimentación rica en calorías, unos estudios, un empleo, un trabajo en una
oficina, una pequeña familia, vacaciones en lugares alejados… y otros
muchos lujos. La pregunta ¿dónde? indica no solo la ubicación de nuestras
plagas modernas, sino que el dinero es el que nos trae las enfermedades
crónicas.
Sin embargo, es curioso que esta relación entre la mayor riqueza y la peor
salud desaparezca en el extremo más rico de la escala. Parece que las
personas más ricas de los países más ricos saben librarse mejor de la
epidemia de enfermedades crónicas. Lo que empezó como privilegio de los
ricos (piensa en el tabaco, la comida para llevar y los alimentos preparados)
se diría que hoy es la propia esencia de los pobres. Entre tanto, los ricos
tienen acceso a la información más reciente sobre salud, una mejor atención
médica y la posibilidad de tomar decisiones que les mantengan sanos. Ahora
bien, aunque, en las sociedades de los países desarrollados, los más ricos
engordan y contraen alergias, son los más pobres de estas sociedades quienes
tienen más probabilidades de tener sobrepeso y sufrir enfermedades crónicas.
A continuación, hemos de preguntar ¿quién? ¿La riqueza y el estilo de vida
occidental provocan mala salud a todos, o afectan a unos grupos más que a
otros? La pregunta es pertinente: en 1918, cien millones de personas
murieron a causa de la pandemia de gripe que barrió el globo después de la
Primera Guerra Mundial. Con los conocimientos médicos actuales, es muy
probable que la pregunta quién hubiera generado una respuesta que podría
haber bajado considerablemente aquella mortal factura. La gripe suele matar
a los miembros más vulnerables de la sociedad —niños, ancianos y personas
ya enfermas—, pero la de 1918 se cebó de forma especial en jóvenes y
adultos sanos. Es probable que esas víctimas, que se encontraban en los
mejores años de su vida, no murieran por el propio virus de la gripe, sino
debido a la «tormenta de citocinas» desatada por su sistema inmunitario con
la intención de eliminar el virus. Sin darse cuenta, las citocinas (unas
sustancias químicas mensajeras inmunes que redoblan la reacción
inmunitaria) pueden provocar una reacción más peligrosa que la propia
infección. Cuanto más joven y sano es el paciente, mayor es la tormenta que
desata su sistema inmunitario, y más probabilidades hay de que muera de
gripe. La pregunta quién aporta información sobre lo que convirtió en tan
peligroso a este particular virus de la gripe. En su día, hubiera permitido
dirigir la atención médica no solo a combatir el virus, sino también a aplacar
la tormenta.
El quién consta de tres elementos. ¿Qué edad tienen las personas afectadas
por las enfermedades del siglo XXI? ¿Estas enfermedades afectan de forma
distinta a las diferentes razas? ¿Afectan a ambos sexos por igual?
Empecemos por la edad. Es fácil presumir que las enfermedades asociadas
a los países ricos desarrollados, donde hay una buena sanidad, son
consecuencia inevitable del envejecimiento de la población. Tal vez pienses:
«¿Cómo no van a aumentar las enfermedades nuevas? Ahora vivimos más
años». ¿El hecho de que muchos vivamos más de setenta y ochenta años es
causa segura de toda una nueva serie de problemas de salud? Es evidente que
al mismo tiempo que nos libramos de la carga de la muerte debida a
patógenos, cargamos inevitablemente con la muerte provocada por alguna
otra cosa, pero muchas de las enfermedades a las que hoy nos enfrentamos no
son solo dolencias de la vejez, debidas a nuestra mayor esperanza de vida. A
diferencia del cáncer, cuyo aumento es atribuible, en parte al menos, al
proceso de sustitución celular que se desencadena en los cuerpos de mayor
edad, las enfermedades del siglo XXI no están relacionadas en absoluto con la
vejez. De hecho, la mayoría de ellas muestran preferencia por los niños y
adultos jóvenes, pese a que, en la época de las enfermedades infecciosas, eran
relativamente raras en estos grupos de edad.
Las alergias alimentarias, la dermatitis atópica, el asma y las alergias de la
piel a menudo empiezan al nacer o en los primeros años de vida del niño. El
autismo se suele manifestar a la edad de uno o dos años, y se diagnostica
antes de los cinco. Las enfermedades autoinmunes pueden aparecer a
cualquier edad, pero muchas lo hacen a una edad temprana. La diabetes tipo
1, por ejemplo, suele aparecer en la infancia y los primeros años de la
adolescencia, pero también puede hacerlo en la madurez. La esclerosis
múltiple, la psoriasis y enfermedades intestinales inflamatorias como la
enfermedad de Crohn y la colitis ulcerosa normalmente atacan entre los
veinte y los treinta años. Y el lupus suele afectar a personas de entre quince y
cuarenta y cinco años. También la obesidad puede empezar pronto. En
Estados Unidos, el siete por ciento de los niños ya nacen con sobrepeso, un
porcentaje que pasa a diez en los niños de uno y dos años, y a cerca de treinta
en años posteriores de la infancia. Las personas mayores no son inmunes a
las enfermedades del siglo XXI —casi todas ellas pueden aparecer a cualquier
edad—, pero el hecho de que afecten a los más jóvenes con tanta frecuencia
apunta a que el desencadenante no es el propio proceso de envejecimiento.
Incluso de las enfermedades que en Occidente son causa de muerte de
personas «mayores» (infarto, derrame cerebral, diabetes, hipertensión y
cáncer), la mayoría tiene sus raíces en un sobrepeso que se inicia en la
infancia o los primeros años de la madurez. La muerte por estas
enfermedades no se puede atribuir únicamente a la mayor esperanza de vida.
Porque las personas de las sociedades tradicionales que llegan a los ochenta y
noventa años raramente mueren por alguna de estas enfermedades
«relacionadas con la edad». Las enfermedades del siglo XXI no se
circunscriben a las capas demográficas superiores, sino que, como ocurrió
con la gripe de 1918, golpean en los que debieran ser los mejores años de
nuestra vida.
La raza. El mundo occidental (América del Norte, Europa y Oceanía) es
mayoritariamente blanco. ¿Es posible, entonces, que nuestros nuevos
problemas de salud realmente se deban a una predisposición genética de los
blancos? De hecho, en estos continentes, son los blancos quienes muestran de
forma sistemática las mayores tasas de obesidad, alergias, autoinmunidad o
autismo. La obesidad suele tener mayor incidencia entre los negros, hispanos
y surasiáticos, mientras que las alergias y el asma afectan mucho más a los
negros en unas zonas, y a los blancos en otras. Las enfermedades
autoinmunes no muestran ningún patrón claro. Algunas, como el lupus y la
esclerodermia, afectan más a los negros, y otras, como la diabetes infantil y la
esclerosis múltiple, suelen preferir a los blancos. No parece que el autismo
haga diferencias entre las razas, aunque a los niños negros se les suele
diagnosticar más tarde.
¿Es posible que lo que parecen diferencias raciales se deban, en realidad y
en muy buena parte, a otros factores, como la riqueza o el lugar de residencia,
y no a las tendencias genéticas de cada raza? En un estudio estadístico
diseñado con precisión, se descubrió que la mayor tasa de asma entre los
niños negros estadounidenses en comparación con la tasa en otras razas se
debía no a la propia raza, sino a la mayor tendencia de las familias negras a
vivir en los cinturones de pobreza de las ciudades, donde el asma es común
en todos los niños. Las tasas de asma entre los niños negros de África son
bajas, como en la mayoría de las regiones menos desarrolladas.
Una buena manera de desentrañar los efectos de la etnia y del entorno en la
aparición de las enfermedades del siglo XXI es observar la salud de los
migrantes. En los pasados años noventa, la guerra civil provocó el éxodo de
numerosas familias somalíes a Europa y Norteamérica. Después de huir del
caos de su país, la diáspora somalí se enfrentaba a otra batalla. Las tasas de
autismo son bajísimas en Somalia, pero su incidencia en los hijos de familias
somalíes inmigrantes rápidamente subió hasta el nivel de las de los niños no
inmigrantes. Entre la gran comunidad somalí de Toronto, Canadá, el autismo
se conoce como «la enfermedad occidental», porque afecta a muchas familias
de inmigrantes. También en Suecia los hijos de inmigrantes de Somalia
tienen una tasa de autismo tres o cuatro veces superior a la de los niños
suecos. Parece, pues, que la raza es menos importante que el lugar de
residencia.
¿Y el último aspecto del quién, es decir, el sexo? ¿Estas enfermedades
afectan por igual a mujeres y a hombres? A quien haya sido testigo de un
brote de «gripe masculina» tal vez no le sorprenda que las mujeres tengan un
sistema inmunitario más fuerte que los hombres. Pero, lamentablemente, en
esta epidemia mediatizada por el sistema inmunitario de mala salud crónica,
la superioridad de las mujeres demuestra ser un inconveniente. Parece que el
hombre sucumbe a los resfriados más benignos; en cambio, la mujer ha de
combatir contra demonios que solo su sistema inmunitario puede detectar.
Las enfermedades autoinmunes son las que muestran mayores diferencias.
La inmensa mayoría de los trastornos afecta más a las mujeres que a los
hombres, pero algunos afectan a ambos por igual. Y un par de ellos muestran
preferencia por los hombres. Las alergias son más comunes en los niños que
en las niñas, pero pasada la pubertad afectan más a las mujeres que a los
hombres. Los trastornos intestinales también afectan más a ellas que a ellos
(solo un poco más en el caso de la enfermedad inflamatoria intestinal, pero en
el del síndrome de intestino irritable la incidencia es dos veces superior en las
mujeres).
Puede sorprender que, al parecer, la obesidad también afecte más a las
mujeres que a los hombres, especialmente en los países en desarrollo. Pero
mediciones distintas del IMC, como la medida de la cintura, indican que en
realidad mujeres y hombres sufren por igual unos niveles peligrosos de
sobrepeso. Asimismo, aunque parezca que algunas condiciones de salud
mental, como la depresión, la ansiedad y el trastorno obsesivo-compulsivo,
afectan más a ellas que a ellos, parte de la diferencia se puede deber a la
reticencia de los hombres a admitir que se sienten tristes. En cuanto al
autismo, son los hombres quienes llevan el mayor peso, con cinco veces más
casos entre los niños que entre las niñas. Es posible que en el autismo, como
en las alergias, que suelen atacar a edades muy tempranas, y en aquellas
enfermedades autoinmunes que empiezan en la infancia, sea la aparición
anterior a la pubertad la que marque toda la diferencia. Sin la influencia de
las hormonas sexuales masculinas, estas enfermedades no están sometidas al
mismo sesgo femenino.
Es muy probable que el vigoroso sistema inmunitario de la mujer esté
detrás de la preponderancia femenina de algunas enfermedades del siglo XXI.
En las condiciones que implican reacciones excesivas del sistema
inmunitario, como las alergias y las enfermedades autoinmunes,
probablemente la mayor fuerza del punto de partida sea la que genera una
reacción excesiva. También las hormonas del sexo, la genética y las
diferencias de estilo de vida pueden desempeñar su papel (pero hay que
determinar por qué exactamente las mujeres se ven más afectadas). Sea como
fuere, el sesgo femenino de estas plagas modernas subraya el papel oculto
que el sistema inmunitario desempeña en su desarrollo. Las enfermedades del
siglo XXI no son achaques de la vejez. No son dolencias de herencia genética.
Son enfermedades de los jóvenes, los privilegiados y los de inmunidad más
fuerte, en especial las mujeres.
Y así llegamos a la última pregunta de nuestro misterio epidemiológico:
cuándo. Se puede decir que es la pregunta más importante de todas. Llamo a
la actual epidemia de dolencias crónicas uno de los males del siglo XXI, pero
su raíz no está en este siglo, sino en el anterior. Fue un gran siglo, en el que
se produjeron los mayores avances y descubrimientos de la historia de la
humanidad. Sin embargo, en los últimos cien años, después de la casi total
eliminación de graves enfermedades infecciosas en el mundo desarrollado,
llegaron nuevas enfermedades, unas extremadamente raras, y otras bastante
comunes. Entre los primeros fenómenos que se produjeron en el siglo pasado
está el cambio o la serie de cambios que han provocado este auge. Determinar
el momento del inicio de tal aumento podría dar la mejor pista sobre su
origen.
Seguramente ya te habrás hecho una idea sobre los tiempos. En Estados
Unidos, en torno a mediados de siglo, se produjo un repentino incremento de
la diabetes tipo 1. Los análisis realizados a los reclutas de los diferentes
ejércitos situaban su inicio a principios de los años cincuenta en Dinamarca y
Suecia; a finales de la misma década, en los Países Bajos, y en los sesenta, en
la un tanto menos desarrollada Cerdeña. El aumento de los casos de asma y
dermatitis atópica comenzó a finales de los cuarenta y principios de los
cincuenta, y los de enfermedad de Crohn y esclerosis múltiple se dispararon
en los cincuenta. Las tendencias a la obesidad se registraron a gran escala por
primera vez en los años sesenta, por lo que es difícil determinar el inicio de la
epidemia tal como hoy la conocemos, pero algunos expertos apuntan al final
de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, como el más probable punto de
inflexión. En la década de 1980 se produjo un aumento espectacular de la
obesidad, pero, sin duda, su inicio es anterior. Asimismo, hasta finales de los
años noventa no se registraron los casos de niños diagnosticados como
autistas cada año, pero la primera vez que se habló de esta condición fue a
mediados de los años cuarenta.
Algo cambió hacia la mitad del siglo pasado. Es posible que fuera más de
una cosa, un cambio que seguramente continuó en las décadas siguientes.
Desde entonces, ese cambio se ha ido extendiendo por todo el mundo, y a
medida que pasan los años va abarcando a más países. Para hallar la causa de
nuestras enfermedades del siglo XXI, debemos observar los cambios
producidos en una época extraordinaria: la de 1940.
Con las preguntas de qué, dónde, quién y cuándo hemos establecido cuatro
cosas. Primera, nuestras enfermedades del siglo XXI suelen empezar en los
intestinos y están relacionadas con el sistema inmunitario. Segunda, atacan a
los jóvenes, con frecuencia a los niños, los adolescentes y los adultos jóvenes,
y muchas afectan más a las mujeres que a los hombres. Tercera, estas
enfermedades se producen en el mundo occidental, pero actualmente van en
aumento en los países en desarrollo, de la mano de su progresiva
modernización. Cuarta, el aumento empezó en Occidente en la década de
1940, para seguir más tarde en los países en desarrollo.

De modo que volvemos a la gran pregunta: ¿por qué se han impuesto estas
enfermedades del siglo XXI? ¿Qué hay en nuestra vida occidental moderna y
rica que hace que enfermemos de forma crónica?
Como individuos y como sociedad, hemos pasado de la austeridad a la
opulencia, de lo tradicional a lo avanzado, de la carencia de lujos a su
constante bombardeo, de una deficiente atención sanitaria a unos excelentes
servicios médicos, de la incipiente industria farmacéutica a su eclosión, de la
actividad física al sedentarismo, de lo provinciano a lo globalizado, del
fabricar y reparar al renovar y sustituir, y del recato a la desinhibición.
Entre todos estos cambios y para desvelar nuestro misterio, hay cien
billones de diminutas pistas a la espera de que les prestemos atención.
2

TODA ENFERMEDAD COMIENZA


EN EL INTESTINO

La curruca mosquitera es el mejor ejemplo del mayor reto que plantea el


reconocimiento de las aves a su observador: el de los pájaros pequeños, un
reto que en inglés tiene su propio nombre: LBJ, siglas de Little Brown Job, el
trabajo de los pequeños marrones. En realidad, la principal característica de la
curruca mosquitera es la total ausencia de características propias, por lo que
reconocer a ese pequeño pájaro a través de unos prismáticos de imposible
fijación e inevitable temblor entraña una particular dificultad. Pero es un
pájaro que no tiene nada de insulso. A los muy pocos meses de salir del
cascarón, las jóvenes currucas se embarcan en una migración de seis mil
kilómetros, desde su hogar de verano, cruzando toda Europa, hasta su
residencia de invierno, en el África subsahariana. Es un viaje que nunca han
hecho antes, y lo hacen sin la ayuda de sus más experimentados padres ni la
de ningún mapa.
Antes de iniciar esta odisea, con el fin de prepararse para el esfuerzo que
les exigirá el vuelo y ante la imposibilidad de comer durante el trayecto, estos
diminutos pájaros se dedican a engordar. En solo un par de semanas, duplican
el peso: pasan de la delgadez de unos diecisiete gramos, a unos rollizos
treinta y siete gramos. En términos humanos, adquieren una obesidad
mórbida. Cada día de comilona premigración, la curruca mosquitera gana en
torno al diez por ciento del peso original del cuerpo, el equivalente a una
persona de diez kilos que aumentara un kilo diario hasta llegar a los
veintidós. Luego, cuando ya está suficientemente rechoncha, inicia una
proeza de resistencia que ni el mejor atleta de élite puede imaginar: volar
miles de kilómetros con solo alguna que otra comida durante todo el trayecto.
Para engordar de tal forma en tan poco tiempo, la curruca, evidentemente,
ha de atiborrarse de la más que abundante comida de que dispone en verano.
Estos pájaros pasan de una dieta a base de insectos a otra de bayas e higos
prácticamente de un día para otro. Los frutos ya están lo bastante maduros
para poderlos comer varias semanas antes de que se inicie tan extraordinario
viaje, pero no los prueba hasta su debido momento. Es como si tuviera dentro
un interruptor que de repente pusiera en marcha esa voraz actividad.
Los investigadores supusieron durante mucho tiempo que el engorde de la
curruca mosquitera y otros pájaros migratorios era simple consecuencia de
una hiperfagia: comer en exceso. Pero la increíble velocidad del cambio de
estos pájaros, que pasan de la delgadez a una obesidad mórbida, apuntaba a
que ocurría algo más que los ayudaba a almacenar tanta grasa. Algo que tenía
menos que ver con la cantidad de comida que ingerían, y más con cómo se
almacenaba esta comida en su cuerpo. Con un minucioso control de las
calorías extras que tomaba la curruca mosquitera, y de cuántas salían en sus
excrementos, los investigadores se dieron cuenta de que la comida de más
que ese pájaro tomaba no explicaba del todo el peso que conseguía ganar.
El misterio sigue al considerar cómo después pierden peso. Es evidente
que en su viaje a través del Mediterráneo y el desierto del Sáhara, sus
reservas de grasa merman. Cuando llegan y se establecen en su casa de
invierno africana, ya han recuperado su peso normal. Pero hay algo raro en
todo ello: en cautividad, la curruca mosquitera no se comporta de modo
distinto. Durante el periodo premigratorio del final del verano, estos pájaros
enjaulados también aumentan de peso, hasta engordar lo suficiente para un
viaje que nunca van a realizar. Y, en el mismo momento exacto en que las
currucas salvajes llegan a su destino en África, las cautivas se liberan por
completo del exceso de grasa. No han volado seis mil kilómetros y han
dispuesto de toda la comida que han querido; sin embargo, estos pájaros
cautivos vuelven a perder peso cuando termina el periodo migratorio.
Es extraordinario que la curruca mosquitera, sin poderse guiar por el clima,
la duración del día ni las reservas estacionales de comida, pese a todo sea
capaz de almacenar rápidamente grandes cantidades de grasa para el periodo
migratorio, y después adelgazar aparentemente sin ningún esfuerzo, en
perfecta sincronía con sus parientes salvajes. Son pájaros, con el cerebro del
tamaño de un guisante. No es que engorden y se digan: «He de ponerme a
dieta». No ayunan ni se dedican a un alocado ejercicio físico. La ingesta de
comida cesa después del atracón, pero tampoco lo suficiente para explicar la
pérdida de tanto peso, de tanta grasa. Imagina que pudieras perder un kilo
diario durante siete días: el equivalente es lo que hacen estos pájaros cuando
termina la época de migración. En los humanos, ni siquiera la completa
abstinencia podría provocar tal pérdida de peso.
Se desconoce aún cómo se regula exactamente tal asombroso cambio de
peso en el cuerpo de la curruca mosquitera, pero que estos cambios se
produzcan más allá de lo que cabría esperar de los hábitos diferentes en la
ingesta de calorías deja clara una cosa: mantener un peso estable no siempre
consiste en el simple equilibrio entre las calorías que se toman y las que se
queman. En las personas, la explicación aceptada por la ciencia del aumento
de peso es esta: «La causa fundamental de la obesidad y el sobrepeso es el
desequilibrio energético entre las calorías que se consumen y las calorías que
se gastan».
Parece obvio: si comes mucho y te mueves poco, la grasa se almacena y
engordas. Y si quieres perder peso, debes comer menos y moverte más. Pero
la curruca mosquitera es capaz de adquirir unas reservas de grasa muy por
encima de las calorías que consume, y después reducir estas reservas en
cantidades muy superiores a las de las calorías que quema. Es evidente, pues,
que en el juego de la regulación del peso hay mucho más de lo que se ve a
simple vista. Si lo de las calorías que entran y las calorías que se consumen
no funciona en el caso de la curruca, ¿es posible que tampoco funcione en el
de los humanos?
Esto exactamente es lo que se preguntó el doctor Nikhil Dhurandhar,
médico indio, después de intentar tratar más de diez mil casos de obesidad.
Sus pacientes volvían una y otra vez a la consulta, después de recuperar el
poco peso que habían perdido, o porque eran incapaces de perder un solo
gramo. A pesar de todas las dificultades, Dhurandhar y su padre —también
médico especialista en obesidad— en los años ochenta pusieron en marcha la
clínica de obesidad de mayor éxito de Bombay. Sin embargo, después de diez
años de intentar ayudar a las personas a comer menos y a moverse más,
empezaron a pensar que sus esfuerzos (y los de sus pacientes) eran inútiles:
«Cuando ya has perdido peso, lo vuelves a ganar: este es el gran problema. Y
esta ha sido mi frustración». Dhurandhar quiso conocer mejor los
mecanismos ocultos de la obesidad. Si comer menos y moverse más no
curaba la obesidad de forma permanente, tal vez comer más y moverse menos
no era la única causa.
Es algo que necesitamos resolver con urgencia. Nuestra especie se
encuentra en un proceso de aumento colectivo de peso similar al de la curruca
mosquitera. Y como en el caso de este pajarillo, la cantidad de peso que
hemos ganado no se corresponde del todo con los cambios del «calorías
ingeridas» y «calorías consumidas». Hasta el estudio más pormenorizado y
de mayor amplitud demuestra que la mayor parte del peso que hemos ganado
como especie no se explica por lo que podamos comer de más, ni por nuestra
falta de ejercicio físico. Algunos estudios indican incluso que comemos
menos que antes, y que hacemos más o menos el mismo ejercicio de siempre.
Poco a poco, va cobrando fuerza el debate científico sobre si la glotonería y
la pereza solas pueden explicar del todo el aumento exponencial de la
obesidad en los últimos sesenta años. Adquiere mayor relevancia una
subcorriente científica que va lamiendo los cimientos de la investigación:
¿qué dietas son las que mejor funcionan?
En la época de las frustraciones del doctor Dhurandhar, se propagaba entre
los pollos de la India una misteriosa enfermedad que mataba a los polluelos y
acababa con las subsistencias. La familia de Dhurandhar era amiga de un
científico veterinario que participaba en la búsqueda de la causa de aquella
plaga para encontrar un remedio. El culpable era un virus, le dijo a
Dhurandhar mientras cenaban; las aves morían con el hígado inflamado, las
glándulas linfáticas encogidas y mucho exceso de grasa. Dhurandhar lo
detuvo: «¿Los pollos muertos están especialmente gordos?», preguntó. El
veterinario se lo confirmó: así era.
A Dhurandhar le picó la curiosidad. Lo normal era que unos animales que
morían por una infección vírica estuvieran flacos, no gordos. ¿Era posible
que un virus provocara que los pollos engordaran? ¿Podría ser esta la causa
oculta de las dificultades que sus pacientes tenían para perder peso? El deseo
irreprimible de saber más llevó a Dhurandhar a realizar un experimento.
Inyectó el virus a unos cuantos pollos, y dejó a otros intactos. Como era de
esperar, tres semanas después, observó que las aves infectadas estaban mucho
más gordas que las sanas. Parecía como si el virus hubiera hecho que, al
enfermar, engordaran. ¿Podría ser que los pacientes de Dhurandhar, y otras
incontables personas de todo el mundo, también estuvieran infectadas por el
virus?
Lo que le está pasando a nuestra especie es de tal magnitud y tan
desconocido que en el lejano futuro, cuando la humanidad vuelva la vista
atrás al siglo XX, lo recordará no solo por las dos guerras mundiales, ni
únicamente por la invención de Internet, sino como la era de la obesidad. Un
cuerpo de hace cincuenta mil años y otro de los años cincuenta del pasado
siglo se parecen más entre sí que al cuerpo humano medio actual. En solo
unos sesenta años, nuestro físico delgado y musculoso propio del cazador
recolector se ha recubierto de una capa de exceso de grasa. Es algo que nunca
nos había ocurrido a los humanos en estas proporciones. Ninguna otra
especie animal, salvo las mascotas y el ganado, ha sucumbido a esta dolencia
que provoca un cambio de la propia anatomía.
Uno de cada tres adultos del planeta tiene sobrepeso. Uno de cada nueve es
obeso. Esta es la media en todos los países, incluidos aquellos donde la
nutrición insuficiente es más común que el sobrepeso. Más difíciles de creer
son aún las cifras de los países más gordos. En la isla de Nauru, en el sur del
Pacífico, por ejemplo, en torno al setenta por ciento de los adultos son
obesos, y otro veintitrés por ciento tienen sobrepeso. En este diminuto país
viven diez mil personas, de las que solo setecientas tienen el peso adecuado.
Nauru es oficialmente el país más gordo de la tierra, pero va seguido de muy
cerca por la mayoría de las otras islas del Pacífico Sur y algunos Estados de
Oriente Medio.
En Occidente, hemos pasado de la delgadez suficiente para que nadie
pensara que hubiese que comentarla, preocuparse por ella ni contar el número
de personas obesas, a ser lo bastante gordos para que sea más fácil contar a
los que siguen estando delgados. Más o menos, dos de cada tres adultos
tienen sobrepeso, y la mitad de ellos son obesos. Estados Unidos, a pesar de
su fama, ocupa el puesto diecisiete de la clasificación mundial, con una
población de solo un setenta y un por ciento de personas con sobrepeso u
obesas. El Reino Unido está en el puesto treinta y nueve, con un sesenta y dos
por ciento de adultos con sobrepeso (incluido el veinticinco por ciento de
obsesos), las cifras más altas de Europa. Entre los niños del mundo
occidental, es asombrosamente común pesar más de lo conveniente. De
hecho, más de un tercio de los menores de veinte años tienen sobrepeso (la
mitad de ellos son obesos).
La obesidad se nos ha colado de tal forma que ya nos parece casi normal.
Sí, no cesan los artículos y las noticias sobre la «epidemia» de la obesidad
que nos recuerdan que realmente es un problema, pero nos hemos adaptado
con rapidez a vivir en una sociedad donde la mayoría de la gente tiene
sobrepeso. Damos por supuesto que la gordura, con la gula y la pereza, son el
paso siguiente de la humanidad, pero tal cosa implica una acusación contra la
propia naturaleza humana. Si consideramos lo que como especie hemos
conseguido en más o menos cien años (el invento del teléfono móvil,
Internet, los aviones, fármacos que nos salvan la vida, etc.), todo indica que
no nos limitamos a estar ahí tumbados, atiborrándonos de pasteles. El hecho
de que, en el mundo occidental, las personas delgadas estén hoy en minoría, y
que este cambio se haya producido en solo cincuenta o sesenta años, después
de miles y miles de años de delgadez humana, es estremecedor: ¿qué nos
estamos haciendo?
En Occidente, en los últimos cincuenta años, hemos aumentado de peso
una media de más o menos el veinte por ciento. Si fuera posible cambiar el
tiempo, de modo que tu «hoy» fueran los años sesenta del siglo pasado, y no
la década de 2010, con toda probabilidad pesarías considerablemente menos.
Las personas que en 2015 pesan once kilos podrían haber pesado solo un
poco más de nueve en 1965, sin necesidad de ningún esfuerzo especial. Hoy,
para recuperar el peso anterior a la década de 1960, decenas de millones de
personas están siempre a dieta, intentando privarse de ciertos alimentos que
su cerebro desea con ganas. Sin embargo, a pesar de los miles de millones de
dólares que se invierten en dietas novedosas y pasajeras, en gimnasios y
píldoras para adelgazar, los niveles de obesidad suben inexorablemente.
Este aumento se ha producido a la vista de sesenta años de estudios
científicos sobre el mantenimiento efectivo del peso y estrategias para
perderlo. En 1958, cuando el sobrepeso era todavía relativamente raro, uno
de los pioneros de la investigación sobre la obesidad, el doctor Albert
Stunkard, decía: «La mayoría de las personas obesas no seguirán un
tratamiento contra la obesidad. Y las que lo sigan no perderán peso. Y la
mayoría de quienes lo pierdan lo recuperarán». En general, tenía razón.
Medio siglo después, los índices de éxito de los ensayos de tratamientos para
perder peso son muy bajos. Lo habitual es que menos de la mitad de los
participantes en esos ensayos consigan perder peso, y en la mayoría de los
casos solo se pierden unos pocos kilos en uno o varios años. ¿Por qué es tan
difícil?
Hasta hoy, entre quienes buscan una explicación (y quizás una excusa) a su
exceso de peso, la moda es echar la culpa a la genética. Sin embargo, las
diferencias del ADN humano no han demostrado ser especialmente
reveladoras en lo que al aumento de peso se refiere. Los genes solo explican
una ínfima parte de nuestra vulnerabilidad a la obesidad. En 2010, un equipo
de cientos de científicos realizó un experimento en el que rastrearon los genes
de un cuarto de millón de personas con la esperanza de encontrar algo que
estuviera relacionado con el peso. Sorprendentemente, descubrieron que solo
treinta y dos de los veintiún mil genes de nuestro genoma parecían
desempeñar un papel u otro en el aumento de peso. La diferencia media de
peso entre las personas con menor y mayor probabilidad genética de obesidad
era solo de ocho kilos. Para quienes quisieran culpar a los padres, las
correspondientes cifras son de entre un uno y un diez por ciento de riesgo
extra de tener sobrepeso, y solo en el caso de personas que posean la peor
combinación de esas variantes genéticas.
Cualesquiera que sean los genes que puedan intervenir, la genética nunca
podría explicar por completo la epidemia de obesidad, porque hace sesenta
años casi todo el mundo era delgado, y más o menos tenía las mismas
variantes de genes que la población actual. Probablemente tenga mucha más
importancia el impacto que un entorno cambiante —por ejemplo, la dieta o el
estilo de vida— tenga en el funcionamiento de nuestros genes.
La otra explicación que más nos gusta es la del «metabolismo lento».
«Puedo comer lo que me venga en gana. Soy de metabolismo rápido»
probablemente sea uno de los comentarios más irritantes que pueda hacer una
persona delgada, pero carece de base científica. El metabolismo lento —o,
para decirlo correctamente, el índice metabólico basal lento— significa que la
persona quema algo de energía aunque no haga nada de nada: ni moverse, ni
ver la tele, ni realizar cálculos mentales. Es verdad que el índice metabólico
varía entre unas personas y otras, pero realmente son las personas con
sobrepeso las que tienen un metabolismo más rápido, no las delgadas. Ocurre
simplemente que se necesita más energía para dirigir un cuerpo grande que
uno pequeño.
Así pues, si la genética y los índices basales no están detrás de la epidemia
de obesidad, y si la cantidad de alimentos que tomamos y el tiempo que
dedicamos a la actividad física no explican del todo nuestro aumento
colectivo de peso, ¿cuál es la explicación? Como otras muchas personas,
Nikhil Dhurandhar se preguntaba si en el problema había más de lo que
pensamos. No paraba de darle vueltas a la posibilidad de que un virus pudiera
causar o agudizar la obesidad en algunas personas. Analizó a cincuenta y dos
de sus pacientes de Bombay para ver si tenían anticuerpos del virus de los
pollos: eso demostraría que en algún momento habían estado infectados. Para
su sorpresa, sus diez pacientes más obesos habían tenido el virus. Dhurandhar
se decidió: dejaría de intentar tratar la obesidad, y en su lugar empezaría a
buscar las causas.
Hemos llegado al punto de la historia humana en que estamos
considerando, en el Reino Unido al menos, que el rediseño y la reorientación
del aparato digestivo que la evolución nos ha dado es la mejor forma de
evitar que la persona se vaya devorando hasta provocar su propia muerte.
Parece que las bandas y baipases gástricos, que reducen el tamaño del
estómago e impiden que la persona consuma todo lo que el cerebro y el
cuerpo le pidan, son la forma más efectiva y económica de controlar la
epidemia de obesidad y sus consecuencias para nuestra salud colectiva.
Si las dietas y el ejercicio físico son tan inútiles que, hoy, el baipás gástrico
es nuestra única esperanza de reducir el peso de forma significativa, ¿dónde
queda en nuestro caso la aplicación directa de las leyes de la física (energía
ingerida menos energía quemada igual a energía almacenada) como animales
gobernados por las leyes de la bioquímica que somos?
Estamos empezando a descubrir que la cuestión no es así de sencilla.
Como demuestran la curruca mosquitera y muchos mamíferos hibernantes, en
el control del peso hay mucho más que sumar y restar calorías. Limitarse al
sistema de entradas, salidas y saldo en el libro de la energía del cuerpo
implica olvidarse de las muchas complejidades de la nutrición, la regulación
del apetito y el almacenamiento de la energía. Como dijo en cierta ocasión el
doctor George Bray, que lleva investigando la obesidad desde que empezó la
epidemia: «La obesidad no es ingeniería espacial. Es mucho más
complicada».

Hace dos mil quinientos años, Hipócrates —el padre de la medicina moderna
— decía que toda enfermedad comienza en el intestino. Sabía muy poco de la
anatomía del tracto digestivo, y mucho menos de los cien billones de
microbios que viven en él, pero, como vamos descubriendo dos milenios
después, Hipócrates intuía algo. En su tiempo, la obesidad era relativamente
poco frecuente, como lo era otra enfermedad del siglo XXI cuyo origen está
claramente en las tripas: el síndrome de intestino irritable. Y con estas más
que desagradables enfermedades es como entran en escena los microbios.
La primera semana de mayo de 2000, unas lluvias de una desacostumbrada
intensidad anegaron el municipio rural de Walkerton, en Canadá. Cuando
cesó la tormenta, los habitantes del lugar empezaron a enfermar a cientos.
Ante los crecientes casos de gastroenteritis y diarrea sangrante, las
autoridades analizaron el suministro de agua. Descubrieron lo que la
compañía de aguas había estado ocultando varios días: el agua potable de la
ciudad estaba contaminada por una cepa mortal de E. coli.
Se supo que los responsables de la compañía de aguas hacía semanas que
sabían que el sistema de cloración de uno de los pozos de la ciudad estaba
estropeado. Durante las lluvias, su negligencia provocó que las aguas de las
tierras de cultivo arrastraran estiércol directamente al suministro de agua
potable. Un día después de que se desvelara la contaminación, tres adultos y
un bebé fallecieron por enfermedades relacionadas con esos sucesos. En las
pocas semanas siguientes, fallecieron otras tres personas. En solo un par de
semanas, la mitad de los sanos cinco mil habitantes de Walkerton quedaron
infectados.
Inmediatamente, se limpió el suministro de agua y se potabilizó, pero para
muchos de quienes habían enfermado la historia no acabó ahí. Seguían los
cólicos y las diarreas. Nada menos que dos años después, un tercio de las
personas afectadas continuaban enfermas. Habían desarrollado el síndrome
de intestino irritable postinfeccioso (SII). De hecho, más de la mitad de ellas
lo seguían padeciendo ocho años después de contraerlo.
Como pacientes de SII, estos desventurados habitantes de Walkerton se
habían sumado a las cada vez más pobladas filas de personas occidentales
sometidas a lo que sus intestinos dispongan. A muchos de estos enfermos, el
dolor agudo de estómago y las diarreas imprevistas les condicionan por
completo la vida. A otros les ocurre todo lo contrario: estreñimiento y el
consiguiente dolor, durante días y a veces semanas seguidos. «Al menos,
estos pacientes pueden salir de casa», dice el gastroenterólogo británico Peter
Whorwell, refiriéndose a las personas con SII con predominio de
estreñimiento. A una minoría de quienes padecen estos síndromes, la doble
contrariedad de la diarrea y el estreñimiento les hace la vida diaria
particularmente imprevisible.
El problema es que, pese a que la vida de casi una de cada cinco personas
occidentales —en su mayoría mujeres— está condicionada por esta
enfermedad, realmente no sabemos de qué se trata. Lo único que está claro es
que no es normal. La palabra «irritable» resta importancia al impacto que el
SII tiene en la vida de quienes lo padecen; la enfermedad figura
sistemáticamente entre las que reducen la calidad de vida, más incluso que la
diabetes que obliga a la diálisis o a depender de la inyección de insulina. Tal
vez el problema sea la desesperación que genera no saber qué es lo que
ocurre, ni cómo remediarlo.
La expansión del SII es una pandemia global que pasa desapercibida. Una
de cada diez visitas al médico está relacionada con esta condición, y los
gastroenterólogos no dan abasto ante el flujo constante de estos pacientes. En
Estados Unidos, el SII suma tres millones de visitas al médico, 2,2 millones
de recetas, y cien mil visitas al hospital al año. Pero vamos a bajar la voz. A
nadie le gusta hablar de la diarrea.
Sin embargo, la causa se nos sigue escapando. En la enfermedad
inflamatoria intestinal, la persona tiene el colon lleno de úlceras; en cambio,
en el caso del SII, los intestinos siguen tan sonrosados y suaves como los de
cualquier persona sana. Esta ausencia de signos físicos ha hecho que el SII
lleve colgado el sambenito histórico de que es una cuestión de coco. En la
mayoría de los casos, cuando más se agudiza el SII es cuando la persona está
estresada, pero es improbable que el estrés solo sea la única causa de tan
persistente dolencia. El asombroso porcentaje de personas con SII merece
una explicación: no hemos pasado por millones de años de evolución solo
para tener que estar siempre a dos segundos de los aseos.
Hay que hallar alguna pista en la tragedia de Walkerton. Las personas que
enfermaron de SII después del incidente de la contaminación del agua no son
los únicos enfermos de SII que han de culpar de su dolencia a algún tipo de
infección gastrointestinal. Alrededor de un tercio de los pacientes sitúan el
momento de inicio de sus problemas intestinales en algún episodio de
alimentos en mal estado o algo parecido, un episodio que parecía que nunca
fuera a terminar. En muchos casos, el inicio está en la diarrea del viajero. Las
personas que contraen algún virus en el extranjero tienen siete probabilidades
más de padecer SII; dejan ya de padecer una simple gastroenteritis. Es como
si la infección original hubiera desterrado a los habitantes habituales del tubo
intestinal.
En otros casos, la aparición del SII no coincide con ninguna infección, sino
con un tratamiento prolongado con antibióticos. La diarrea es un efecto
secundario común de determinados antibióticos, y en algunos pacientes
continúa mucho después de finalizar la toma de estos. Pero hay cierta
paradoja, porque los antibióticos también se pueden utilizar para tratar el SII,
y aparentemente mantienen a raya el problema durante semanas o meses.
Así pues, ¿qué es lo que ocurre? Estas pistas (la gastroenteritis y los
antibióticos) apuntan a una realidad común: una breve alteración de los
microbios del tubo intestinal puede tener efectos muy duraderos sobre la
composición de la microbiota. Imagina una selva virgen, con su denso verdor
y rebosante de vida: los insectos imperan en el suelo y los primates son los
amos de la fronda. Ahora observa cómo penetran en ella los madereros,
cortando con las motosierras la infraestructura vegetal de la selva, acumulada
durante miles de años, y arrasando el resto con los buldóceres. Imagina
también una mala hierba invasora, llegada tal vez como semilla en las ruedas
de esas grandes máquinas, para después multiplicarse, desplazar a los
indígenas y adueñarse del terreno. La selva, si se le da tiempo, rebrotará, pero
ya no será el hábitat inmaculado, intacto y complejo que en su día fue. La
diversidad habrá menguado. Las especies más sensibles desaparecerán, y
medrarán los invasores.
El principio, a una escala millones de millones más pequeña, es el mismo
para el complejo ecosistema de los intestinos. Las motosierras antibióticas y
los patógenos invasores rompen la red de vida que ha forjado un equilibrio
mediante incontables sutiles interacciones. Si la destrucción es de
proporciones suficientes, el sistema no puede recuperar el estado original. Al
contrario, se desmorona. En la selva es la destrucción del hábitat. En el
cuerpo, causa disbiosis: un malsano equilibrio de la microbiota.
Los antibióticos y las infecciones no son las únicas causas de la disbiosis.
La dieta poco saludable o la mala medicación pueden tener los mismos
efectos: acabar con el buen equilibrio de las especies microbianas y reducir su
diversidad. Esta disbiosis, cualquiera que sea la forma que adopte, es la que
está en la base de las enfermedades del siglo XXI, tanto de las que empiezan
(y terminan) en el tubo intestinal, como el SII, como de las que afectan a
órganos y sistemas de todo el cuerpo.
En el SII, el impacto de los antibióticos y la gastroenteritis apuntan a que la
diarrea y el estreñimiento crónicos podrían tener su origen en la disbiosis.
Con la secuenciación del ADN se pueden determinar las especies que viven
en los intestinos de la persona, así como en qué abundancia se encuentran.
Este análisis realizado en personas con SII y otras sanas demuestra que la
mayoría de las primeras tienen microbiotas claramente distintas de las de
personas sanas. Pero algunos pacientes de SII tienen microbiotas que no se
distinguen de las que tienen las personas sanas. Estos pacientes suelen decir
que están deprimidos, lo cual apunta a que, en un pequeño subconjunto de
quienes sufren el SII, la enfermedad mental impulsa el SII, mientras que en
otras la causa principal es la disbiosis, y el estrés no hace sino agravarla.
En algunos estudios se han observado diferencias en la composición de las
microbiotas de quienes sufren SII con disbiosis, según el tipo de SII de que se
trate. Los pacientes que se quejaban de estar hinchados y de que, por poco
que comieran, enseguida se sentían llenos, tenían unos niveles más altos de
cyanobacterias; en cambio, quienes sentían muchos dolores tenían mayor
cantidad de proteobacterias. En los intestinos de los enfermos de
estreñimiento había una comunidad de nada menos que diecisiete grupos
bacterianos, todos en gran abundancia. En otros estudios se ha observado que
la microbiota no solo está alterada, sino que es muy inestable en comparación
con la de las personas sanas, con diferentes grupos de bacterias que, con el
tiempo, aumentan y disminuyen.
Visto en retrospectiva, podría parecer previsible que el síndrome de
intestino irritable sea consecuencia de unos intestinos «irritados» por
microbios «equivocados». Como deducción lógica, es verosímil: desde el
súbito brote de diarrea provocada por bacterias de aguas en mal estado o de
pollo poco cocinado hasta la disfunción intestinal crónica. Todo debido a que
se ha roto el equilibrio bacteriano de los intestinos. No obstante, si muchos
casos de diarrea pueden deberse a una determinada bacteria patógena —por
ejemplo, la Campylobacter jejuni en el caso de la intoxicación alimentaria
por ingesta de pollo crudo—, el SII no se puede atribuir a un determinado
virus despreciable. Al contrario, parece que tiene que ver con la cantidad
relativa de lo que normalmente se entiende como «bacterias amables». Tal
vez con la insuficiencia de una variedad, o con el exceso de otra. O incluso
con una especie que en circunstancias normales se comporta como debe, pero
que, si se le presenta la ocasión de imponerse, se rebela.
Si en la comunidad intestinal hallada en los pacientes de ISS no hay
actores manifiestamente infecciosos, ¿a qué se deben todos los estragos que
la disbiosis provoca en el funcionamiento del aparato digestivo? Los grupos
de bacterias presentes en los intestinos de la persona con SII parece que
también lo están en los de una sana, entonces, ¿cómo las cantidades
diferentes pueden ser las únicas responsables? Actualmente, es una pregunta
de difícil respuesta para los científicos médicos, pero los estudios han
desvelado algunas pistas interesantes. Los pacientes de SII no tienen úlceras
en la superficie de los intestinos, como es el caso de la enfermedad
inflamatoria intestinal, pero tienen el tracto digestivo más inflamado de lo
habitual. Es probable que el cuerpo intente expulsar los microbios del
intestino, pero abriendo pequeñas brechas entre las células que forman el
revestimiento intestinal y dejando que el agua discurra por ellas.
Cuesta poco imaginar que el desequilibrio de los microbios de los
intestinos pueda ser la causa del SII. Pero ¿qué ocurre con problemas
digestivos de otra índole, como el ensanchamiento de la cintura humana? ¿Es
posible que la microbiota sea el eslabón perdido de la relación entre la ingesta
y la quema de calorías?

Suecia es un país que se toma la obesidad muy en serio. Aunque ocupa el


puesto noventa entre los países más gordos del planeta y es el país más
delgado de Europa, tiene el mayor índice del mundo de intervenciones
quirúrgicas para implantar baipases gástricos. Los suecos están considerando
imponer una «tasa por grasa» a los alimentos altos en calorías, y los médicos
pueden recetar ejercicio físico a los pacientes con sobrepeso. En Suecia vive
también un hombre que ha hecho una de las mayores aportaciones al avance
de la ciencia de la obesidad desde que empezó la epidemia.
Frederick Bäckhed es profesor de microbiología de la Universidad de
Gotemburgo, pero en su laboratorio no hay placas de Petri ni microscopios,
sino muchísimos ratones. Al igual que los humanos, los ratones albergan una
impresionante diversidad de microbios, sobre todo en los intestinos. Pero los
ratones de Bäckhed son diferentes. Nacidos por cesárea y metidos después en
cámaras estériles, no tienen ni un solo microbio. Cada uno es un lienzo en
blanco: están «libres de gérmenes», lo cual significa que el equipo de
Bäckhed puede colonizarlos con cualquier microbio que quiera.
En 2004, Bäckhed se puso a trabajar con uno de los principales
especialistas en microbiota del mundo, Jeffrey Gordon, profesor de la
Universidad de Washington en San Luis. Gordon había observado que sus
ratones libres de gérmenes estaban particularmente delgados. Entonces él y
Bäckhed se preguntaron si la razón podría ser que carecían de microbios
intestinales. Juntos se dieron cuenta de que aún no se había hecho ni el más
elemental estudio sobre lo que los microbios hacen al metabolismo de un
animal. Así que la primera pregunta de Bäckhed fue muy simple: ¿los
microbios intestinales hacen que los ratones engorden?
Para responder la pregunta, Bäckhed crio algunos ratones libres de
gérmenes hasta que alcanzaron la madurez. Después les salpicó la piel con
materia del intestino ciego (la primera parte del intestino grueso, parecida a
una cámara) de ratones nacidos por parto normal. Cuando los ratones libres
de gérmenes hubieron lamido la materia fecal de su piel, sus intestinos se
poblaron de una serie de microbios, como cualquier otro ratón. Luego ocurrió
algo extraordinario: engordaron. No un poquito, sino un sesenta por ciento
del peso del cuerpo en catorce días. Y comían menos.
Parecía que disponer de casa en los intestinos no solo beneficiaba a los
microbios que la habitaban, sino también al propio ratón. Todo el mundo
sabía que los microbios alojados en el tubo intestinal se alimentan de las
partes indigeribles de la dieta, pero nadie había observado jamás en qué
medida esta segunda fase de la digestión contribuía a la ingesta de energía.
Los ratones, con unos microbios que los ayudaban a acceder a más calorías
de su dieta, podían pasar con menos comida. Aquello suponía girar del revés
nuestra forma de entender la nutrición. ¿Podía tener algo que ver con la
obesidad la posibilidad de que la microbiota determinara la cantidad de
calorías que los ratones podían extraer de lo que comían?
La microbióloga Ruth Ley —también miembro del grupo del laboratorio
de Jeffrey Gordon— se preguntó si los microbios de los animales obesos
podrían ser diferentes de los microbios de los delgados. Para averiguarlo,
utilizó una cepa de ratones genéticamente obesos conocida como ob/ob. Con
un peso tres veces superior al del ratón normal, esos ratones eran casi
esféricos, pero no paraban de comer. Parecen una especie completamente
distinta de ratones; sin embargo, en realidad solo tienen una mutación del
ADN que hace que no dejen de comer nunca y engorden lo inimaginable. La
mutación se produce en el gen productor de la leptina, una hormona que
disminuye el apetito de los ratones y de las personas si cuentan con una
razonable cantidad de grasa almacenada. Sin leptina que informe al cerebro
de que está bien alimentado, el ratón ob/ob es literalmente insaciable.
Con la descodificación —como si de un código de barras se tratara— de
las secuencias de ADN del gen 16S rRNA de las bacterias que viven en los
intestinos de los ratones ob/ob, y averiguando qué especies estaban presentes,
Ley pudo comparar las microbiotas de los ratones obesos y delgados. En los
dos tipos de ratones dominaban dos grupos de bacterias: las bacteroidetes y
las firmicutes. Pero en los ratones obesos había la mitad de bacteroidetes que
en los delgados; las firmicutes se encargaban de cuadrar los números.
Intrigada ante la posibilidad de que esta diferente ratio entre firmicutes y
bacteroidetes pudiera ser fundamental para la obesidad, Ley analizó a
continuación las microbiotas de humanos delgados y obesos. Descubrió la
misma ratio: los obesos tenían muchas más firmicutes; los delgados, un
mayor porcentaje de bacteroidetes. Parecía casi demasiado sencillo: ¿era
posible que la obesidad y la composición de la microbiota intestinal
estuvieran tan estrechamente relacionadas? Y, lo más importante, ¿los
microbios de los ratones y los humanos obesos eran la causa de la obesidad,
o solo una consecuencia de ella?
Correspondió averiguarlo a otro miembro del grupo del laboratorio de
Gordon, el estudiante de doctorado Peter Turnbaugh. Este utilizó los mismos
ratones genéticamente obesos que había empleado Ley, pero transfirió sus
microbios a ratones libres de gérmenes. Al mismo tiempo, transfirió los
microbios de ratones delgados normales a un segundo grupo de ratones libres
de gérmenes. Se dio la misma cantidad de comida a ambos grupos de ratones
libres de gérmenes; sin embargo, al cabo de catorce días, los ratones
colonizados con la microbiota «obesa» habían engordado exageradamente,
mientras que los colonizados con la microbiota «delgada» no.
El experimento de Turnbaugh demostraba no solo que los microbios
intestinales podían engordar a los ratones, sino también que se podían
transmitir entre los individuos. Las implicaciones trascienden del simple paso
de bacterias de ratones obesos a ratones delgados. Podríamos hacer lo mismo
en sentido contrario: tomar microbios de personas delgadas y ponerlos en
personas obesas (perder peso sin necesidad de ponerse a régimen). Ni a
Turnbaugh ni a sus colaboradores les pasó desapercibido el potencial
terapéutico —y económico—, por lo que patentaron la idea de alterar la
microbiota como tratamiento de la obesidad.
Sin embargo, antes de hacernos excesivas ilusiones sobre una posible cura
de la obesidad, debemos conocer cómo funciona todo ese mecanismo. ¿Qué
hay en la actividad de estos microbios que hace que engordemos? Como
antes, las microbiotas de los ratones obesos de Turnbaugh contenían más
firmicutes y menos bacteroidetes, y parecía que de algún modo permitían que
los ratones extrajeran más energía de los alimentos. Este detalle contradice
uno de los principios fundamentales de la ecuación de la obesidad. Contar las
calorías que entran no es tan sencillo como hacer el seguimiento de lo que la
persona come. De lo que se trata es del contenido de energía de lo que la
persona absorbe. Turnbaugh calculaba que los ratones de microbiota obesa
obtenían de la comida un dos por ciento más de calorías. Por cada 100
calorías que extraían los ratones delgados, los obesos sacaban 102.
Puede que no sea mucho, pero en un año o más se va acumulando.
Imaginemos a una mujer de altura media, 1,63 m, que pesa 62 kg y tiene un
sano índice de masa corporal (IMC = peso (kg) / altura (m)2) de 23,34.
Consume 2.000 calorías diarias, pero, con una microbiota «obesa», su dos por
ciento más de extracción calórica le añade 40 calorías diarias más. Sin
consumir más energía, estas 40 calorías diarias adicionales se deberían
traducir, en teoría al menos, en 1,9 kg más al cabo de un año. En diez años,
son 19 kg, que llevan a esa mujer a un peso de 81 kg y a un obeso IMC de
30,49. Y todo porque las bacterias de sus intestinos extraen a diario un dos
por ciento más de calorías de lo que come.
El experimento de Turnbaugh ha desencadenado una revolución en nuestra
forma de entender la nutrición. Para calcular el contenido calórico de los
alimentos, normalmente se emplean unas tablas estándares, según las cuales,
cada gramo de hidratos de carbono aporta 4 calorías, cada gramo de grasa, 9
calorías, y así sucesivamente. Estas etiquetas muestran las calorías del
producto alimenticio como un valor fijo. Dicen: «Este yogur contiene 137
calorías» y«Una rebanada de este pan contiene 69 calorías». Sin embargo, el
trabajo de Turnbaugh sugiere que no es así de exacto. El yogur puede
contener perfectamente 137 calorías para una persona de peso normal, pero
también podría contener 140 calorías para alguien con sobrepeso, y que tiene
un conjunto diferente de microbios intestinales. Una vez más, la diferencia es
pequeña, pero va sumando.
Si tus microbios, en representación tuya, extraen energía de lo que comes,
lo que determina la cantidad de calorías es tu particular comunidad de
microbios, y no una tabla de conversión estándar. Eso puede explicar en parte
por qué personas que se ponen a dieta no consiguen ningún resultado. Una
dieta basada en un minucioso control calórico, que suponga una pérdida
general de calorías todos los días durante un periodo ininterrumpido, se
debería traducir en una pérdida de peso. Pero la infravaloración de las
calorías que «entran» puede significar que el peso no cambie, o incluso que
aumente. Es una idea avalada por otro experimento que en 2011 llevó a cabo
Reiner Jumpertz, en el Instituto Nacional de Salud de Phoenix, Arizona.
Jumpertz puso a sus voluntarios a una dieta de calorías fijas, y se limitó a
medir las calorías que quedaban en sus heces después de la digestión. En los
voluntarios delgados que seguían una dieta alta en calorías aumentaba la
abundancia de firmicutes en comparación con las bacteroidetes. Este cambio
de los microbios intestinales iba acompañado de una disminución de las
calorías que salían con los excrementos. Con ese cambio del equilibrio
bacteriano, los voluntarios extraían de la misma dieta ciento cincuenta
calorías diarias más.
El particular conjunto de microbios que alojamos determina nuestra
capacidad de extraer energía de los alimentos. Después de que el intestino
delgado digiera y absorba todo lo que puede de lo que comemos, lo que
queda pasa al intestino grueso, donde habitan la mayoría de nuestros
microbios. Aquí, estos funcionan como los obreros de una fábrica: cada uno
rompe sus moléculas preferidas y absorbe lo que puede. El resto queda en
forma suficientemente simple para que lo absorbamos a través de las paredes
del intestino grueso. Nuestra particular cepa de bacterias puede tener los
genes necesarios para romper las moléculas de los aminoácidos procedentes
de la carne. Otra cepa puede ser más adecuada para romper la larga cadena de
moléculas de los hidratos de carbono procedentes de la verdura. Y una tercera
puede ser más eficiente para recoger las moléculas de azúcar que no fueron
absorbidas en el intestino delgado. Nuestra particular dieta afecta a las cepas
que albergamos. Así, por ejemplo, es posible que una persona vegetariana no
tenga tantos individuos de la cepa aminoácida, porque estos no pueden
proliferar sin un constante suministro de carne.
Bäckhed sugiere que lo que podamos extraer de lo que comemos depende
de los objetivos con que se levantó nuestra fábrica microbiana. Si, en algún
momento, nuestro vegetariano renegara de sus principios y se permitiera un
cochinillo asado, probablemente no tendría suficientes microbios amantes de
los aminoácidos para sacar el mejor provecho de su desliz. Pero la persona
que come carne de forma regular dispondría de la adecuada cantidad de
pertinentes microbios, y extraería más calorías del cochinillo que la
vegetariana. Y lo mismo ocurre con otros nutrientes. La persona que come
muy poca grasa tendría muy pocos microbios especialistas en grasa, y ese
algún que otro dónut o barrita de chocolate pasarían por el intestino grueso
sin ser despojados eficientemente de lo que quedara de su contenido calórico.
Sin embargo, la persona que con el té de todos los días se toma sus galletitas
tendría una población mayor de bacterias masticadoras de grasa, siempre a la
espera de dar completa cuenta del siguiente dónut, con lo que esa persona
tendría una ración completa de calorías.
Es innegable que la cantidad de calorías que absorbemos de los alimentos
es importante, pero lo que realmente importa no es cuánta energía nos extraen
nuestros microbios, sino lo que obligan a hacer al cuerpo con esa energía. ¿La
utilizamos de inmediato para echar combustible a los músculos y los
órganos? ¿O la almacenamos para más adelante, por si no hay nada que
comer? Que ocurra una u otra cosa depende de los genes. Pero lo importante
no es qué genes heredemos de los padres, sino cuáles están activados y cuáles
no, cuáles son de acceso marcado y cuáles no.
El propio cuerpo se encarga de encender y apagar los genes y de marcar o
no el acceso. Para ello emplea todo tipo de mensajeros químicos. Este control
significa que las células de los ojos pueden realizar trabajos distintos de los
que hagan, por ejemplo, las células del hígado. O que las células del cerebro
puedan funcionar de forma distinta mientras trabajamos durante el día de
cuando estamos profundamente dormidos en medio de la noche. Pero el
cuerpo no es el único amo de la salida genética de datos. También los
microbios tienen algo que decir, y se encargan de controlarnos los genes para
que se ajusten a sus necesidades.
Los componentes de la microbiota pueden aumentar la producción de los
genes que propician que la energía quede almacenada en las células grasas. Y
(por qué no) la microbiota se beneficia de vivir en un humano que sabe pasar
el invierno como tan bien saben pasarlo los humanos. Una «microbiota
obesa» enciende aún más estos genes, forzando así el almacenamiento como
grasa de la energía extra que contienen los alimentos que tomamos. Por
molesto que pueda ser para quienes batallamos por mantenernos en el peso
que deseamos, este truco del control de los genes debería ser beneficioso,
porque nos ayuda a sacar el máximo provecho de los alimentos y a hacer
acopio de energía para tiempos más difíciles. En el pasado, en los periodos de
escasez y hambre, disponer de ayuda para superar las hambrunas hubiera
salvado muchas vidas.
Así pues, la entrada de calorías tiene que ver con mucho más que lo que te
eches a la boca. Se trata de lo que tus intestinos absorban, incluido aquello
que te suministran tus microbios. Y la salida de calorías tampoco se limita a
la cantidad de energía que utilices mientras estás activo. Se trata también de
lo que tu cuerpo decida hacer con esa energía: si la guarda para los días de
lluvia, o si la quema de forma inmediata. Ambos mecanismos demuestran
que una persona puede absorber y guardar más que otra, dependiendo de los
microbios que albergue. Pero esto plantea otra pregunta: ¿por qué las
personas que absorben más energía y almacenan más grasa sencillamente no
se sienten saciadas antes? ¿Por qué, si han absorbido muchas calorías, y han
almacenado mucha grasa, algunas personas se sienten empujadas a seguir
comiendo?
En el apetito intervienen muchas cosas, desde la sensación física inmediata
de tener el estómago lleno hasta las hormonas que le dicen al cerebro cuánta
energía hay almacenada como grasa. La sustancia química que antes decía
que les faltaba a los ratones genéticamente obesos (la leptina) es una de estas
hormonas. La produce directamente el tejido graso, de modo que cuantas más
células grasas tenemos, más leptina se libera a la sangre. Es un sistema
magnífico: le dice al cerebro que estamos saciados cuando ya hemos
acumulado una buena cantidad de grasa almacenada, y el apetito desaparece.
¿Por qué, pues, no dejamos de interesarnos por comer cuando empezamos
a acumular peso? Cuando se descubrió la leptina, en los años noventa, gracias
a los ratones ob/ob que eran genéticamente incapaces de producir leptina por
sí mismos, se desató la ilusión de poder usar la hormona para tratar a los
pacientes con obesidad. La inyección de leptina a ratones ob/ob provocaba
una rápida pérdida de peso: comían menos, se movían más y en un mes
bajaban casi a la mitad el peso del cuerpo. También en ratones delgados
normales, la leptina hacía que disminuyeran de peso. Si se podía tratar así a
los ratones, ¿podría ser la leptina la cura para la obesidad humana?
La respuesta, como bien demostró el hecho de que la epidemia de obesidad
no cesara, era que no. Inyectar leptina a esas personas apenas producía efecto
en su peso y sus ganas de comer. Ese fracaso, por decepcionante que fuera,
arrojó luz sobre la verdadera naturaleza de la obesidad. A diferencia de lo que
ocurre con los ratones ob/ob, no es la escasez de leptina la que permite que la
persona engorde. De hecho, las personas con sobrepeso tienen unos niveles
de leptina particularmente altos, porque poseen más tejido graso que la
produce. El problema es que su cerebro se ha hecho resistente a los efectos de
la leptina. En una persona delgada, aumentar un poco de peso genera una
mayor producción de leptina y una disminución del apetito. Pero en una
obesa, aunque se produce gran cantidad de leptina, el cerebro no la puede
detectar. Por tal motivo, la persona en cuestión nunca se siente saciada.
La resistencia a la leptina apunta a algo más importante. En la obesidad,
los mecanismos normales de regulación del apetito y almacenamiento de
energía cambian de forma radical. La grasa sobrante no es simplemente un
lugar donde echar las calorías que no se hayan quemado, sino un centro de
control del uso de la energía, algo parecido a un termostato. Cuando las
células grasas del cuerpo están cómodamente saciadas, el termostato se
apaga, con lo que disminuye el apetito: así se evita que se almacene más
comida de la ya tomada. Después, cuando las reservas de grasa disminuyen,
el termostato se enciende de nuevo, con lo que aumenta el apetito y la mayor
parte de lo que comemos se almacena como grasa. Como le ocurre a la
curruca mosquitera, para aumentar de peso no basta con comer más, sino que
son necesarios unos cambios bioquímicos en la forma de gestionar la energía
por parte del cuerpo. Este «efecto curruca» socava el supuesto básico de que
el equilibrio entre qué comemos y cuánto nos movemos es todo lo que se
necesita para mantener un peso estable. Si tal idea es equivocada, tal vez la
obesidad no sea sin más una «dolencia provocada por el estilo de vida»,
consecuencia de la gula y la pereza, sino una enfermedad de origen orgánico
que escapa a nuestro control.
Tal vez te parezca una sugerencia radical, pero ten en cuenta lo siguiente:
hace solo unas décadas, «se sabía» que las úlceras de estómago las
provocaban el estrés y la cafeína. Como la obesidad, se creía que eran
enfermedades debidas al modo de vida: cambia de costumbres, y el problema
desaparecerá. La solución era fácil: no te inquietes y bebe agua. Pero el
tratamiento no funcionaba; los pacientes volvían una y otra vez, con una
acidez que les perforaba el estómago. Se consideraba que su incapacidad de
recuperarse era evidente: estos pacientes no debían ceñirse estrictamente a un
determinado plan de tratamiento, porque la propia ansiedad que tal obligación
les generaba impedía que mejoraran.
Sin embargo, luego, en 1982, dos científicos australianos, Robin Warren y
Barry Marshall, descubrieron la verdad. Una bacteria llamada Helicobacter
pylori que a veces colonizaba el estómago provocaba las úlceras y la
consiguiente gastritis. El estrés y la cafeína solo las hacían más dolorosas. Tal
fue la oposición de la comunidad médica a la idea de Warren y Marshall, que
este último, para demostrar aquella relación, tomó una solución de H. pylori,
y en el proceso tuvo una gastritis. Tuvieron que pasar quince años para que la
comunidad médica abrazara sin reservas esta nueva causa. Hoy, los
antibióticos son una forma económica y efectiva de curar las úlceras. En
2005, Warren y Marshall recibieron el Premio Nobel de Fisiología y
Medicina por su descubrimiento de que las úlceras de estómago no eran una
enfermedad debida al estilo de vida, como dictaba el dogma, sino
consecuencia de una infección.
Del mismo modo, Nikhil Dhurandhar, con su virus, ponía en entredicho el
dogma de que la obesidad era una enfermedad derivada del modo de vida:
una enfermedad de exceso. Para investigar la posibilidad de que una
infección viral podría ser capaz de provocar aumento de peso en los
humanos, tenía que cambiar la práctica de la medicina por la investigación
científica en que se asienta. Decidió mudarse con su familia a Estados
Unidos, con la esperanza de conseguir la financiación que necesitaría para
hallar respuestas a sus preguntas. Fue un acto de fe ciega, ante la pertinaz
oposición de la clase dirigente científica. Pero acabaría por ser rentable.
A los dos años de llegar a Estados Unidos, Dhurandhar aún no había
conseguido convencer a nadie para que lo ayudara a investigar el virus de los
pollos. Cuando ya estaba a punto de abandonar y regresar a la India, el
profesor Richard Atkinson, científico nutricional de la Universidad de
Wisconsin, aceptó darle un empleo. Por fin Dhurandhar podía empezar sus
experimentos. Pero había un obstáculo importante: las autoridades
estadounidenses no permitían la importación del virus de los pollos; al fin y
al cabo, era posible que provocara obesidad.
Atkinson y Dhurandhar diseñaron juntos otro plan. Estudiarían otro virus
—ahora un virus que era común en los estadounidenses— confiando en que
también pudiera ser responsable del aumento de peso. Basándose en la
corazonada de que era similar al virus de los pollos, escogieron, de entre un
catálogo de laboratorio, un virus diferente del que se sabía que era
responsable de infecciones respiratorias, y lo encargaron por correo. Era el
Adenovirus 36, o Ad-36.
Una vez más, Dhurandhar empezó sus experimentos con un grupo de
pollos. Infectó a la mitad de ellos con Ad-36, y a la otra mitad, con un
adenovirus distinto, más habitual en las aves. Y después, Atkinson y él
esperaron. ¿El Ad-36 haría que los pollos engordaran, como había hecho el
virus indio?
Si engordaban, el experimento de Dhurandhar sería de máxima
trascendencia. Demostraría que el exceso de comida o el defecto de actividad
física no eran la causa exclusiva de la obesidad humana; la epidemia de
obesidad podría tener otro origen; la obesidad podría ser una enfermedad
infecciosa, no solo consecuencia de la falta de fuerza de voluntad. Y, lo más
polémico, el hallazgo de Dhurandhar implicaría que la obesidad era
contagiosa.
Los mapas de la propagación de la epidemia de obesidad en Estados
Unidos durante los últimos treinta y cinco años, ciertamente dan la impresión
de una enfermedad infecciosa que barre la población. La epidemia comenzó
en los estados del sureste, y rápidamente empezó a extenderse. A medida que
aumentan las personas obesas en el epicentro de la enfermedad, esta avanza
hacia el norte y el oeste, afectando a zonas cada vez más amplias del país. En
las grandes ciudades es donde más se acumulan los casos, que generan
nuevas burbujas de obesidad que con el tiempo se van expandiendo. Aunque
en algunos estudios científicos se habla de este patrón similar al de las
enfermedades infecciosas, el fenómeno suele atribuirse a la expansión de un
«entorno obesogénico»: más restaurantes de comida rápida, supermercados
repletos de alimentos más ricos en calorías, así como estilos de vida en los
que la actividad física va desapareciendo.
En un estudio con personas se ha observado que la obesidad se expande de
forma parecida a como lo hace una enfermedad infecciosa, incluso
individualmente. Mediante el análisis del peso y las conexiones sociales de
más de doce mil personas a lo largo de treinta y dos años, los investigadores
descubrieron que las probabilidades que la persona tiene de ser obesa están
estrechamente relacionadas con el aumento de peso de sus seres más queridos
y cercanos. Por ejemplo, si uno de los cónyuges engordaba hasta la obesidad,
el riesgo de que el otro también lo hiciera aumentaba en un treinta y siete por
ciento. Tal vez pienses que es lo normal: probablemente compartan idéntica
dieta. Pero lo mismo ocurría con hermanos adultos, la mayoría de los cuales
no vivían juntos. Y, lo más sorprendente, si un amigo de cierta persona
engordaba, el riesgo de que esa persona también lo hiciera se disparaba hasta
el ciento setenta y uno por ciento. No parecía que la razón fuera que se
buscaban amigos de peso parecido: esas personas ya eran amigas antes de
aumentar de peso. A los vecinos que no se tenían por amigos no les afectaba
el riesgo de obesidad, lo cual hace que parezca menos probable que la
apertura o el cierre de un restaurante de comida rápida en los alrededores
sean la causa del aumento de peso entre los grupos sociales.
El fenómeno tiene otras muchas posibles razones sociales, por supuesto
(idéntico cambio de actitud ante la obesidad, o el mismo consumo de comida
poco saludable, por ejemplo), pero otro elemento que da mucho que pensar
de la lista de la expansión de la obesidad es la diversidad microbiana, vírica o
de otro tipo. Es posible que el virus de Dhurandhar no sea el principal
culpable, pero se pueden considerar otros muchos microbios. Tal vez el
hecho de compartir componentes «obesogénicos» de la microbiota entre las
redes sociales contribuya al entorno obesogénico que otros investigadores
perciben, y facilite la propagación de la obesidad. Las personas suelen pasar
tiempo en casa de sus amigos, compartiendo las superficies, la comida, el
baño… y los microbios. Pudiera ser que compartir esos microbios haga que la
obesidad se extienda con ese poco más de facilidad.
Llegó el último día del experimento de Dhurandhar con los pollos. En su
opinión, los resultados justificaban los sacrificios que él y su familia habían
hecho al dejar su vida y a sus seres queridos en la India. Como el otro virus,
el Ad-36 hizo que los pollos engordaran, mientras los no infectados
permanecían delgados. Al final, Dhurandhar consiguió publicar su
descubrimiento en la literatura científica, pero quedaban por delante muchas
más preguntas. Las más importantes: ¿el Ad36 funcionaba del mismo modo
en los humanos? ¿Era posible que un virus provocara que las personas
engordasen?
Dhurandhar y Atkinson sabían que no podían infectar intencionadamente a
humanos con el virus —si hacía que engordaran, no tenían con qué curarlos
—. En su lugar, debían hacer lo mejor que estuviera en sus manos: probar el
virus en otra especie primate, un pequeño mono conocido como el tití común.
Al igual que los pollos, los titíes infectados aumentaban de peso. Dhurandhar
creía que estaba a punto de descubrir algo de suma importancia. Para ver si
en los humanos el virus estaba al menos relacionado con la obesidad, decidió
analizar la sangre de cientos de voluntarios, en busca de antídotos del Ad-36.
Como era de esperar, el treinta y seis por ciento de los voluntarios obesos
habían tenido el virus, frente a solo el once por ciento de los voluntarios
delgados.
El Ad-36 es un buen ejemplo del efecto curruca. El hecho de tener el virus
no hace que los pollos coman más ni se muevan menos; hace que su cuerpo
almacene como grasa mayor parte de la energía contenida en lo que comen.
Como las bacterias que viven en la persona obesa, el Ad-36 se inmiscuye en
el sistema normal de almacenamiento de energía. Seguimos sin saber en qué
medida este virus ha contribuido a la epidemia de obesidad, pero, como la
historia de las currucas mosquiteras, desvela algo importante: la obesidad no
siempre es una enfermedad debida al estilo de vida, consecuencia de comer
en exceso y hacer poco ejercicio físico. Es, más bien, una disfunción del
sistema de almacenamiento de energía del cuerpo.
En teoría, es posible calcular exactamente cuánto peso debería aumentar la
persona debido a una dieta con una determinada cantidad excesiva de
calorías, como hice unas páginas atrás. Por cada tres mil quinientas calorías
que consumimos por encima de nuestras necesidades energéticas, deberíamos
acumular medio kilo de grasa. Podemos tomar esa cantidad en un solo día, o
a lo largo de todo un año, pero el resultado sería el mismo: ese día, o al final
de ese año, pesaríamos medio kilo más.
Pero en la práctica, las cosas no funcionan así. Ya en los primeros estudios
sobre el aumento de peso, los números no cuadraban. En un experimento, sus
autores alimentaron a doce parejas de gemelos univitelinos con un exceso de
1.000 calorías diarias, seis días a la semana y durante cien días. En total, cada
hombre tomó 84.000 calorías más de las que su cuerpo necesitaba.
Teóricamente, la consecuencia debería haber sido que cada uno aumentara 12
kg. Pero no fue así de exacto. Para empezar, hasta el aumento medio de peso
de los participantes distaba mucho de lo que las matemáticas dictaban que
deberían haber aumentado: la media era de 9 kg. El hombre que menos
aumentó solo añadió 4,5 kg, poco más de un tercio de lo previsto. Y el que
más aumentó lo hizo en 14,5 kg, más de lo esperado. Estos valores no son de
«12 kg más o menos». La diferencia entre los valores máximo y mínimo es
tan grande que no tiene sentido tomar esas cifras como referencia.
El mero hecho de que el aumento de peso se pueda desviar tanto de lo
previsto por el sistema de calorías que entran y calorías que salen demuestra
que el efecto curruca no se limita a las aves migratorias y a los mamíferos
hibernantes. En última instancia, no se puede ir en contra de las leyes de la
termodinámica: para que el peso se mantenga estable, la energía que entra
debe ser igual que la que sale. Pero la cuestión fundamental es esta: los
movimientos del cuerpo que están por encima del qué comemos y cuánto nos
movemos son los responsables de regular tanto las calorías que absorbemos
como, más aún, las calorías que consumimos o almacenamos.
El Ad-36 es un buen ejemplo de una posible forma de funcionar de ese
sistema. El tejido graso situado debajo de la piel y alrededor de los órganos
está compuesto de células vacías, a la espera de llenarse de grasa cuando
llegue el momento de almacenar energía. En los pollos infectados con Ad-36,
el virus obliga a estas células a llenarse, aunque no haya un gran exceso de
energía que guardar. Los pollos no necesitaban comer más para engordar: su
cuerpo almacenaba la energía, en lugar de utilizarla en alguna otra parte.
Así pues, ¿ocurre algo parecido en la obesidad humana? ¿Las personas
obesas almacenan la grasa de distinta forma que las delgadas? Patrice Cani,
profesor de nutrición y metabolismo de la Universidad Católica de Lovaina,
Bélgica, sabía que las personas obesas no solo eran resistentes a los efectos
de la leptina, la hormona de la saciedad, sino que también mostraban signos
de enfermedad en su tejido graso. A diferencia de las personas delgadas,
entre sus células abundaban las inmunes, casi como si estuvieran
combatiendo alguna infección.
Cani sabía también que las personas delgadas almacenaban energía,
producían más células grasas, llenando cada una de ellas de solo una pequeña
cantidad de grasa. Pero, en las personas obesas, no se producía este saludable
proceso de almacenamiento de grasa. En lugar de producir más células
grasas, producían células grasas mayores, a las que progresivamente iban
atiborrando de grasa. Según Cani, la inflamación y la falta de células grasas
nuevas eran señal de que las personas con sobrepeso habían trascendido del
sano proceso de almacenaje de energía, para entrar en un estado insano. Ya
no era el tipo de aumento de peso que ayudaba a la persona a sobrevivir al
duro invierno. Pensaba que era, en sí mismo, un tipo de enfermedad.
Cani sospechaba que la microbiota «obesa» era la causante de la
inflamación y el cambio en el almacenamiento de la grasa. Sabía que algunas
bacterias que viven en el tracto digestivo estaban recubiertas de una molécula
llamada lipopolisacárido, o LPS, que, si penetraba en la sangre, actuaba como
una toxina. Como esperaba, Cani descubrió que las personas obesas tenían
unos altos niveles de LPS en la sangre. El LPS era el responsable de
desencadenar la inflamación de las células grasas de esas personas. Y, más
revelador aún, descubrió que el LPS impedía que se formaran nuevas células
grasas, por lo que las existentes estaban más que a rebosar.
Era un gran salto hacia delante. La grasa de las personas obesas no era
simplemente una superposición de capas de energía almacenada, sino
consecuencia del mal funcionamiento bioquímico del tejido graso, un mal
funcionamiento cuyo responsable parecían ser los LPS. Pero ¿cómo llegaba
los LPS del tubo intestinal a la sangre?
Entre los microbios que, en cantidades distintas, se encuentran en el tubo
intestinal de las personas delgadas y obesas, hay una especie llamada
Akkermansia muciniphila. Esta bacteria se correlaciona casi perfectamente
con el peso: cuantas menos Akkermansia tiene la persona, mayor es su IMC.
En torno al cuatro por ciento de la comunidad microbiana de las personas
delgadas pertenece a esta especie; en cambio, las obesas prácticamente no
tienen ninguna. Como su nombre indica (muciniphila significa «amante de la
mucosidad»), esta bacteria vive en la superficie de la gruesa capa de
mucosidad que cubre el revestimiento intestinal. Esta mucosidad forma una
barrera que impide que la microbiota pase a la sangre, donde podría ser muy
molesta. La cantidad de Akkermansia presentes en la sangre no es la única
correlación con el IMC. Cuanto menor es la abundancia de esta bacteria, más
delgada es la capa mucosa de la persona, y más LPS tiene esta en la sangre.
figura 3. El revestimiento del intestino

Podría parecer que si la Akkermansia es común en los intestinos de las


personas delgadas es porque cosecha los beneficios de sus gruesas capas
mucosas, pero en realidad es la responsable de convencer a las células del
revestimiento de los intestinos para que produzcan más mucosidad. La
Akkermansia envía peticiones químicas que activan los genes humanos
productores de mucosidad, con lo que se construye su propia casa e impide
que los LPS pasen a la sangre.
Si esta bacteria podía estimular el grosor de la capa mucosa, pensó Cani,
tal vez también podría reducir los niveles de LPS y evitar el aumento de peso.
Probó de complementar con Akkermansia la dieta de un grupo de ratones;
como era de esperar, los niveles de LPS bajaron, el tejido graso empezó a
producir nuevas células sanas y, lo más importante, los ratones adelgazaron.
Los que habían tomado Akkermansia también se hicieron más sensibles a la
leptina, lo cual implicó que su apetito disminuyera. El peso que habían
acumulado los ratones no se debía a que comieran demasiado, sino a que el
LPS obligaba a su cuerpo a almacenar energía, en lugar de gastarla. Como
sospecha Dhurandhar, este cambio en el almacenamiento de la energía, al
estilo de la curruca mosquitera, apunta a la posibilidad de que las personas no
siempre estén obesas porque coman mucho. Pudiera ser que a veces —quizá
con más frecuencia que menos— coman en exceso porque están enfermas.
El descubrimiento de Cani de que la Akkermansia protege a los ratones
contra la obesidad podría ser una auténtica revolución. Cani tiene previsto
verificar sus efectos en humanos con sobrepeso, para determinar si se les
pudiera suministrar como complemento para combatir el aumento de peso. Al
fin y al cabo, desconocemos todavía la causa de la disminución de la
Akkermansia en las personas con sobrepeso y obesas. Existen algunas pistas:
engordar a los ratones con una dieta de muchas grasas reduce los niveles de
Akkermansia, pero si esa dieta se complementa con fibra, la cantidad de la
bacteria vuelve de nuevo a los niveles normales.
Se prevé que, en 2030, el ochenta y seis por ciento de la población de
Estados Unidos tendrá sobrepeso o será obesa. En 2048, ocurrirá lo mismo
con toda la población. Llevamos cincuenta años intentando controlar la
obesidad animando a la gente a que coma menos y se mueva más. No ha
funcionado. Todos los años, el sobrepeso y la obesidad entre niños y adultos
aumentan en cantidades millonarias. Sin embargo, seguimos tratando la
obesidad como hace cincuenta años, con muy escaso progreso relevante.
Hoy por hoy, el único tratamiento para la obesidad que demuestra ser
efectivo en todos los casos es la intervención quirúrgica para implantar un
baipás gástrico. Se considera que los pacientes que han intentado perder peso
y no lo han conseguido necesitan reducir el estómago hasta el tamaño de un
huevo, para evitar que coman en exceso. Se supone que no pudieron
mantener una dieta, por lo que hay que tomar medidas contundentes para
reducir la ingesta de calorías. Al cabo de unas semanas de la intervención, los
pacientes pierden varios kilos.
Es una operación que se supone que funciona porque hace innecesaria la
fuerza de voluntad: impide físicamente que la persona tome en todas las
comidas más de lo que pueda ingerir un niño. Pero parece que no todo acaba
en el control de la cantidad. Al cabo de una semana de la operación, la
microbiota del tubo intestinal deja de tener el aspecto de la de una persona
obesa, y comienza a parecerse más a la de una delgada. La ratio entre las
reservas de firmicutes y bacteroidetes, y la buena de la Akkermansia, pasa a
ser unas diez mil veces más normal. La práctica de pequeños baipases
gástricos en ratones muestra los mismos cambios en la composición de la
microbiota de los intestinos del ratón. En cambio, las falsas operaciones en
que se practican incisiones, pero después se vuelve a coser el estómago en su
lugar original, no producen el mismo efecto. Incluso la transferencia de la
microbiota de un ratón al que se ha practicado un baipás gástrico a otro ratón
libre de gérmenes produce una súbita pérdida de peso. Parece que la
reorientación de los nutrientes, las enzimas y las hormonas que provoca el
cambio en la especie es la que después lleva a la pérdida de peso. No parece
que lo que ayuda a los pacientes a adelgazar sea la menor cantidad de comida
que se les permite tomar, sino el cambio en la regulación de la energía,
gracias a su nueva microbiota «delgada».
Veinticinco años después de la aparición del virus de los pollos en
Bombay, Nikhil Dhurandhar fue nombrado presidente de la Sociedad contra
la Obesidad de Estados Unidos. Sus estudios sobre las causas víricas de la
obesidad han ido ganando una progresiva y sistemática aceptación entre los
científicos. Dhurandhar sigue investigando las causas subyacentes de la
obesidad, más allá de ese análisis superficial de la epidemia basado en las
calorías que entran y las calorías que salen.
Los microbios, sean virus o bacterias, demuestran que en la obesidad
interviene mucho más que el comer mucho y moverse poco. La energía que
cada uno de nosotros extraemos de lo que comemos, así como la forma de
utilizar y almacenar esa energía, están estrechamente unidas a la particular
comunidad de microbios que albergamos. Si de verdad queremos llegar al
núcleo de la epidemia de obesidad, debemos mirar hacia dentro, a la
microbiota, y preguntar qué estamos haciendo para alterar la dinámica que
esos microbios establecieron con el cuerpo humano en su forma más delgada
y sana.
3

EL CONTROL DE LA MENTE

En los humedales envenenados de pesticidas de los estados occidentales de


Estados Unidos, cada cierto tiempo aparecen ranas y sapos con grotescas
malformaciones. Muchos tienen hasta ocho patas traseras, todas nacidas en la
cadera, y algunos no tienen ninguna. Batallan por nadar y saltar, y en muchos
casos son presa de las aves antes de llegar a la madurez. Esta anormalidad
evolutiva no es una mutación genética, sino obra de un microbio parásito: el
trematodo. Las larvas de este gusano, después de ser expulsadas por su
anterior portador, el caracol cuerno de carnero, salen en busca de las ranas
cuando aún son renacuajos. Excavan en los botones que después serán las
extremidades y se enquistan, lo cual perturba el normal desarrollo de las
patas, y a veces causa que estas se dupliquen, y se vuelvan a duplicar.
En el caso de las ranas, estas malformaciones suelen ser fatales, cuando se
afanan en huir de las hambrientas garzas que buscan alimento fácil. Para el
trematodo, las extremidades de más contribuyen a que su ciclo de vida
continúe. La garza puede atrapar fácilmente a las ranas y digerirlas junto con
sus habitantes, los trematodos, y sin querer se convierten en el siguiente
portador de estos. Los trematodos regresan pronto al agua, en los
excrementos de la garza, y vuelven a anidar en el caracol cuerno de carnero.
Una estrategia inteligente (parece, porque en todo ese periplo del trematodo
la inteligencia no desempeña ningún papel). Es la selección natural la que
provoca la desgracia de las ranas, porque los trematodos que hacen a las
ranas vulnerables a la depredación son los que sobreviven y pasan sus genes
deformadores de extremidades, con lo que perpetúan su ciclo vital.
Alterar el cuerpo de tu portador es una forma de mejorar la adaptación
evolutiva (la oportunidad de reproducirse), pero hay otra: alterar la conducta
de tu portador.
En la selva de Papúa Nueva Guinea, si se giran boca arriba las hojas que se
encuentran a la altura de la vista, de vez en cuando se observan hormigas
muertas, con las mandíbulas agarradas al nervio central de la hoja, para
sujetar así su cuerpo inerte. De cada hormiga sale un tallo largo, doblado por
el peso de su saco lleno esporas. Estos tallos son hongos del género
Cordyceps, que han matado a las hormigas y sueltan las esporas, que caen al
suelo de la selva. Criarse entre hormigas es un medio inteligente para
conseguir la energía necesaria para reproducirse, pero, en el caso de los
hongos, las hormigas cumplen otro propósito adicional.
Una vez infectada por el Cordyceps, la hormiga se convierte en un zombi.
Olvida sus obligaciones habituales con su colonia del suelo de la selva y
sucumbe al ansia irreprimible de trepar por algún árbol. Ahí arriba, en el lado
norte del tronco, a más o menos metro y medio del suelo, busca el nervio de
alguna hoja, lo muerde con fuerza y se ancla en él. Se conoce como el
«agarre de la muerte», porque, muy poco después, el hongo le arrebata la
vida. Unos días más tarde, el hongo germina, saca un tallo y suelta las
esporas. Estas caen, cubren por completo el suelo de hojarasca e infectan a
otro escuadrón de hormigas. El Cordyceps ha cambiado la conducta de la
hormiga: le controla hasta el más mínimo detalle imaginable, para que
contribuya a criar a la nueva generación de hongos.
No es el único microbio que cambia la vida de otros organismos. Los
perros infectados por la rabia, lejos de ovillarse y disponerse a morir, se
vuelven extremadamente agresivos. Echando por la boca una espuma
mezclada de saliva repleta de virus, el perro rabioso busca guerra,
desesperado por morder a otro perro. La rata infectada por el parásito
Toxoplasma pierde el miedo a los espacios abiertos y a la luz intensa. Se
siente atraída por el olor de la orina del lince, de forma que sale en busca del
que es su mayor depredador. Parece que los insectos infectados por el gusano
«pelo de caballo» parásito se suicidan; saltan al agua, donde ese gusano
puede salir del insecto muerto.
Todas estas conductas controladas por microbios han evolucionado porque
ayudan al correspondiente microbio a propagarse a nuevos portadores. Los
virus de la rabia que empujan al perro a morder pasan a otro perro o a más
perros, donde siguen reproduciéndose. Los parásitos Toxoplasma que son
capaces de empujar a las ratas hacia los gatos pueden continuar su ciclo de
vida cuando la rata muere y el gato se la come. El gusano pelo de caballo ha
de hallar alguna fuente de agua para encontrarse con sus iguales y
reproducirse. La capacidad de controlar la conducta da al microbio que la
posee mayores probabilidades de sobrevivir y reproducirse; de este modo, la
evolución lo favorece. Lo increíble es la exquisita precisión de este control.
Los efectos de los microbios sobre la conducta no son exclusivos de los
animales. También los humanos podemos estar expuestos a los caprichos de
los microbios. Un ejemplo es el caso de una muchacha belga, la señorita A,
una chica de dieciocho años, sana y feliz, que se estaba preparando para los
exámenes de acceso a la universidad. En solo pocos días, se convirtió en una
persona agresiva que se negaba a comunicarse, y perdió toda inhibición
sexual. La llevaron a un hospital psiquiátrico, donde le recetaron un
tratamiento antipsicótico y la mandaron de nuevo a casa. Tres meses después,
la señorita A volvió al hospital por un agravamiento de la conducta; además
sufría vómitos y diarreas incontrolables. Los médicos decidieron hacerle una
biopsia del cerebro, que desveló la causa de su estado psiquiátrico: un
microbio. Tenía la enfermedad de Whipple: una infección rara provocada por
una bacteria que de vez en cuando anuncia su presencia a través de la
conducta de su portador.
Es interesante señalar que la señorita A, además de los síntomas
conductuales que la llevaron al hospital, tenía síntomas gastrointestinales
(vómitos y diarreas). Las personas que padecen la enfermedad de Whipple
suelen acudir al médico por una súbita pérdida de peso, dolor abdominal y
diarrea, todos ellos signos de una infección gastrointestinal. En el caso de la
señorita A, la infección afectaba no solo a los intestinos, sino también al
cerebro, lo cual hizo que el médico no pensara en la verdadera causa de la
dolencia. De hecho, los síntomas gastrointestinales son sorprendentemente
habituales en las personas que sufren problemas neurológicos y de salud
mental, aunque se les suele restar importancia, debido a los llamativos
cambios de comportamiento.
Sin embargo, una madre extraordinaria pensó que la diarrea que padecía su
hijo autista era un indicio al que había que prestar atención.
Ellen Bolte ya era madre de tres hijos cuando en febrero de 1992 nació el
cuarto crío, Andrew, en Bridgeport, Connecticut. Era un bebé feliz y sano,
como lo habían sido su hermana Erin y sus dos hermanos, y se criaba
siguiendo todas las fases previstas. En una visita rutinaria al pediatra a los
quince meses, Andrew parecía estar perfectamente; un niño con personalidad
propia. Pero, para sorpresa de Ellen, el médico se horrorizó ante el estado de
los oídos del pequeño. Estaban llenos de líquido, dijo. Andrew tenía una
grave infección de oído y debía tomar antibióticos. «Me sorprendió, porque
no había tenido fiebre y comía, bebía y jugaba con normalidad», decía Ellen.
Pero a los diez días de tratamiento, cuando Ellen llevó al niño al médico para
una visita de seguimiento, el líquido no había desaparecido. El médico recetó
al niño otros diez días de antibióticos, esta vez distintos de los anteriores.
Finalizado el tratamiento, Andrew tenía los oídos limpios.
Pero resultó ser una mejoría pasajera. Los problemas continuaron. Andrew
fue sometido a un tercer y un cuarto tratamiento, para intentar limpiarle los
oídos, con antibióticos específicos contra diferentes grupos de bacterias. Por
entonces, Ellen ya empezaba a cuestionarse la necesidad de más
medicamentos, porque no parecía que su hijo tuviera molestias ni problemas
de oído. Pero el médico insistió: «Por el bien de su hijo, debe darle estos
antibióticos». Ellen cedió, e hizo lo que el médico le dijo. Fue entonces
cuando el niño empezó a tener diarrea. Pero la diarrea es un efecto secundario
habitual de los antibióticos, por lo que el médico, en vez de retirarlos, decidió
que Andrew los siguiera tomando otros treinta días, para mantener la
infección a raya.
Durante esta última fase, Andrew cambió su forma de comportarse. Al
principio parecía como si estuviera un poco bebido: no dejaba de sonreír y
tambalearse. «Como un borracho —explicaba Ellen—. Le decía en broma a
mi marido que, en la próxima fiesta que organizáramos en casa, podríamos
echar al ponche unos cuantos antibióticos de esos, para que la gente se
animara. Pensamos que tal vez los oídos le habían provocado tanto dolor que
ahora Andrew se manifestaba así de contento porque ya no le dolían». Pero la
situación duró muy poco: al cabo de una semana, Andrew empezó a retraerse.
Se volvió introvertido y taciturno, para después mostrar una actitud irascible
y pasarse todo el día chillando. «Antes de los antibióticos, no tenía un hijo
enfermo. Ahora tenía un hijo muy enfermo». Fueron aumentando los
síntomas gastrointestinales (GI). La diarrea empeoró: era una mezcla de
mucosidades y comida sin digerir.
El comportamiento de Andrew empeoró. «Empezó a hacer cosas muy
raras: andaba de puntillas y evitaba mirarme. Perdió las pocas palabras que ya
tenía —decía su madre—. Ni siquiera reaccionaba cuando lo llamaba por su
nombre. Era como si estuviera ido». Ellen y su marido llevaron a Andrew al
especialista, quien insertó en los oídos de este unos tubitos para que drenaran
mejor. El otorrino dijo que no había ninguna infección de oído, y recomendó
a los padres de Andrew que dejaran de darle leche de vaca. Después de
hacerlo, los oídos se limpiaron, y Andrew volvió a comportarse como
siempre lo había hecho. Pero pronto se vio que las cosas no eran así de
sencillas.
Ahora, los síntomas GI de Andrew resultaban alarmantes. Siempre estuvo
en el peso normal, pero se estaba quedando muy delgado y tenía el vientre
hinchado. También comenzó a comportarse de forma muy extraña. Andaba
de puntillas, sin doblar las rodillas. Permanecía de pie junto a la puerta,
encendiendo y apagando la luz sin cesar, media hora seguida. Se quedaba
absorto ante algunos objetos, por ejemplo, lo tarros con tapa, pero no
mostraba ningún interés por los demás niños. Y, sobre todo, chillaba.
Llegados a este punto, los padres de Andrew, desesperados por encontrar a
alguien que los ayudara, fueron de médico en médico en busca de respuestas.
A los veinticinco meses, a Andrew le diagnosticaron autismo.
Muchas personas, incluida Ellen Bolte en la época del diagnóstico de
Andrew, la película Rain Man, de 1988, en la que Dustin Hoffman interpreta
un personaje autista, es lo único que saben del autismo. En la película, a pesar
de las muchas dificultades para la interacción social y la insistencia en la
rutina diaria, el personaje de Hoffman tiene una memoria extraordinaria y es
capaz de recordar datos de muchísimos años sobre la liga estadounidense de
béisbol. Es un niño prodigio autista: a la vez superdotado y discapacitado
mental. Pero las habilidades matemáticas y artísticas del niño superdotado,
pese al interés que despiertan en los medios de comunicación, son raras. En
realidad, el autismo forma un espectro de síntomas, desde el niño con una
inteligencia media o superior a la media —un estado conocido como
síndrome de Asperger— al autista severo con importantes discapacidades de
aprendizaje, como era el caso de Andrew Bolte.
Los problemas para la interacción social son comunes a todos los
trastornos del espectro autista (TEA). Tal circunstancia fue la que empujó al
psiquiatra estadounidense Leo Kanner a delimitar el autismo como un
síndrome distintivo en 1943. En su artículo de referencia sobre el tema,
exponía las historias de once niños que compartían una «incapacidad para
relacionarse de la forma habitual con las personas y las situaciones desde los
primeros meses de vida». Kanner tomó prestado el término autismo de toda
una serie de síntomas relacionados con la esquizofrenia. «Desde el principio,
hay una extrema soledad autista que, siempre que es posible, desprecia,
ignora y cierra el paso a todo lo que al niño le llega desde el exterior», decía.
Al paciente le es muy difícil entender el tono y la intención, le cuesta mucho
comprender los chistes y se toma literalmente la ironía y la metáfora. Puede
tener dificultades para empatizar con otras personas y para comprender las
normas sociales no escritas que los demás asimilamos en la infancia. Y la
persona autista puede preferir una rutina fija o concentrarse de forma
obsesiva en una idea o un objeto concretos
En los años noventa, cuando Andrew Bolte fue diagnosticado, se pensaba
que todos los niños con autismo nacían con él, como había señalado Kanner.
Para Ellen, esto significaba que el diagnóstico tenía que estar equivocado.
«No tenía ni la mínima duda de que Andrew no había nacido autista. Había
tenido cuatro hijos, y él hacía lo mismo que los otros tres; era completamente
normal». Pero, pese a sus protestas, los médicos no dejaban de repetirle que
lo más probable era que no hubiera percibido las señales: Andrew era autista
desde que nació. Sin embargo, Ellen estaba convencida de que su hijo no
había sido autista y, por consiguiente, no lo era, lo cual significaba que el
diagnóstico seguía ahí, a la espera de enmendar el error. Esa convicción la
empujó a emprender unas investigaciones que acabarían por llevarla a la
revolucionaria hipótesis sobre la causa del autismo.
En su día, el autismo era muy raro, y probablemente afectaba a alrededor
de 1 de cada 10.000 personas. Cuando se realizaron los primeros estudios de
verdad, en los años sesenta, afectaba a más o menos 1 de cada 2.500 niños.
En 2000, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de
Estados Unidos empezaron a llevar registros, y, según el primero de ellos, el
espectro autista afectaba a 1 de cada 150 niños de ocho años. La cifra
aumentó rápidamente en los diez años siguientes, llegando a las de 1 niño de
cada 125 en 2004, 1 de cada 110 en 2006, y 1 de cada 88 en 2008. En el
último estudio, de 2010, la cifra estaba en 1 de cada 66 niños, más del doble
de la de los últimos diez años.
Estas cifras, si se muestran en un gráfico, son extremadamente
preocupantes, porque la subida da muy pocos signos de que se vaya a
detener. Si la tendencia se proyecta al futuro, la imagen resultante es la de
una sociedad muy distinta. Incluso los estudios más conservadores indican
que en 2020 el autismo podría afectar a 1 de cada 30 niños; algunos señalan
que, en 2050, en todas las familias norteamericanas habrá un miembro con
algún trastorno del espectro autista. El TEA suele afectar más a los niños que
a las niñas, de modo que hoy se considera que más del dos por ciento de los
primeros están en el espectro autista. Aunque algunos dicen que el mejor
diagnóstico ha provocado una falsa subida, y aunque la mayor conciencia de
la situación sin duda ha contribuido a las cifras actuales, los especialistas
convienen en que el aumento de los casos de autismo es real. Pero, hasta hace
poco, sus causas eran motivo de amplias discrepancias.
Cuando Ellen Bolte inició sus investigaciones, la teoría dominante sobre la
causa del autismo era genética. Solo diez años antes, muchos psiquiatras
creían en la hipótesis de la «madre nevera», que Kanner sin querer había
establecido en 1942. Dijo que los niños autistas, desde los primeros días de
vida, estaban expuestos a la «frialdad y la obsesión parentales, y a una
atención solo mecánica a sus necesidades… Se les dejaba en neveras que
nunca se descongelaban. Parece que su retraimiento es un acto de alejamiento
de esa situación para buscar consuelo en la soledad». Pero Kanner también
dijo que el autismo era un trastorno innato, que se iniciaba antes del
nacimiento, y desde entonces se ha dicho que Kanner nunca pensó que los
padres fueran responsables de las dolencias de sus hijos. En los años noventa,
la idea de la madre nevera seguía viva en ciertas partes del mundo, pero ya
había sido ampliamente rechazada, y la atención, tal vez por cierto imperativo
de la moda del momento, había pasado al papel que la genética desempeñaba
en el autismo.
Ellen, evidentemente, no pretendía resolver el enigma de la causa del
autismo. Lo que contemplaba era la posibilidad de que algún suceso
repentino —como una enfermedad o algún tipo de exposición malsana—
hubiera provocado la enfermedad de su hijo. Con el perfecto equilibrio entre
una mente abierta y una actitud escéptica, propio de los mejores científicos,
empezó por buscar respuestas. Por su profesión de programadora informática
se hallaba en buena posición para tal propósito, porque estaba habituada a
trabajar siguiendo una serie de pasos lógicos hasta formular una hipótesis. No
poseía formación médica ni científica, lo cual no fue óbice para que empezara
con lo adecuado: la observación. «Lo observaba, y pensaba qué era lo que le
hacía comportarse de aquella manera. Se comía las cenizas del hogar y el
papel higiénico, pero se negaba a tomar lo que yo le daba. ¿Qué le impulsaba
a hacerlo? Cuando lo tocaba o había mucho ruido, reaccionaba como si le
doliera. ¿Por qué?, me preguntaba».
Empezó por la biblioteca local, y se leyó todo lo que pudiera darle alguna
pista. Siguió yendo a diferentes médicos, en busca de diagnósticos
alternativos, o simplemente para encontrar a alguno que tuviera interés
suficiente como para no tratar de deshacerse de ella y de su hijo. Un médico
se interesó de forma particular por el caso de Andrew, y le dijo a Ellen que, si
realmente quería investigarlo, debía empezar por leer la literatura médica. La
tarea intimidó a Ellen, pero enseguida se puso en marcha para familiarizarse
con la jerga de la profesión. Después de algunos arranques fallidos, comenzó
a centrarse en averiguar si los antibióticos que Andrew había tomado para la
infección de los oídos le podían haber provocado algún daño. Se encontró
con los emergentes estudios sobre las infecciones provocadas por la bacteria
Clostridium difficile, que en algunas personas, después de haber tomado
antibióticos, provoca unas diarreas intratables. Ellen enseguida se percató de
la relación de estas dolencias con los síntomas GI de Andrew, y se preguntó
si alguna bacteria similar podría no solo provocar diarrea, sino liberar alguna
«toxina» que hubiera afectado al desarrollo del cerebro de Andrew.
En ese punto, Ellen dio con su hipótesis: pensó que Andrew tenía que estar
infectado por una bacteria relacionada con la Clostridium difficile, llamada
Clostridium tetani. Pero sospechaba que esta bacteria, en lugar de penetrar en
la sangre y provocar una infección tetánica, que es lo que suele hacer, había
obrado diferente: en el caso de Andrew, la C. tetani había penetrado en sus
intestinos. Tenía la corazonada de que los antibióticos que su hijo había
tomado para combatir la infección de oídos habían matado las bacterias
protectoras que vivían en sus intestinos, con lo que la C. tetani pudo
implantarse en ellos. Desde aquí, pensaba Ellen, la neurotoxina producida por
esta bacteria de algún modo viajó hasta el cerebro de Andrew. Ellen estaba
entusiasmada, y expuso la idea a su médico.
«Se mostró muy receptivo. Dijo que realizaríamos todos los análisis que
fueran razonablemente necesarios». Analizaron la sangre de Andrew para ver
si había indicios de que su sistema inmunitario había combatido alguna
infección provocada por la C. tetani. Como la mayoría de los niños de
Estados Unidos, Andrew había sido inmunizado contra el tétanos, por lo que
era inevitable que su sangre contuviera pruebas de cierta protección inmune
contra esa enfermedad, pero los resultados de los análisis sorprendieron
incluso al propio personal del laboratorio: el nivel de protección inmune de
Andrew estaba por las nubes, algo nunca visto en niños que acababan de
vacunarse. Al cabo de meses de repetidos análisis negativos, por fin Ellen
Bolte tenía alguna prueba de que iba por el buen camino.
Empezó a escribir a médicos, rogándoles que consideraran su teoría y
pidiéndoles que suministraran a Andrew un antibiótico más, la vancomicina,
para librarle de la C. tetani que albergaba en los intestinos. Uno tras otro, los
médicos fueron rechazando las ideas de Ellen. ¿Por qué su hijo no tenía las
típicas contracciones musculares del tétanos? ¿Cómo había atravesado la
bacteria la barrera sangre-cerebro hasta introducirse en el segundo? ¿Cómo
era posible que Andrew estuviera infectado por una bacteria contra la que
había sido inmunizado? Pero Ellen, después de meses de investigación,
estaba convencida de que tenía razón.
Con cada nuevo médico que rechazaba su teoría, Ellen fue indagando más
en la literatura médica. Se enteró de que las contracciones musculares se
producían después de la infección de alguna herida de la piel, que permitía
que la neurotoxina llegara a los nervios de los músculos, y no a una infección
de los intestinos, donde pudiera afectar a los nervios y llegar al cerebro.
Buscó los experimentos en que se había determinado el recorrido de la
neurotoxina del tétanos desde el intestino hasta el cerebro a través del nervio
vago —una importante conexión entre los dos órganos— que sorteaba la
barrera sangre-cerebro. Desenterró historias de casos de enfermos que habían
contraído la infección tetánica clásica a pesar de haber sido debidamente
inmunizados. Con el tiempo, Ellen había llegado a aceptar el diagnóstico de
autismo de Andrew. Sus investigaciones habían pasado de ser una simple
indagación personal a convertirse en toda una nueva visión de una
enfermedad que no parecía tener una causa evidente.
Cuando Ellen ya iba por el trigésimo séptimo médico de la lista, estaba
perfectamente informada hasta del detalle más nimio de su hipótesis. El
doctor Richard Sandler, gastroenterólogo pediátrico del Hospital Infantil de la
Universidad Rush de Chicago, estuvo dos horas escuchando lo que Ellen le
iba contando de la historia de Andrew y sus ideas al respecto. Al final, le
pidió que le dejara dos semanas para considerar su propuesta de tratar a
Andrew con más antibióticos, esta vez para acabar con la C. tetani. «Por
absurdo que pareciera, era científicamente verosímil. No me podía negar»,
afirmó el médico.
El doctor Sandler aceptó someter a Andrew a un tratamiento de prueba de
ocho semanas con antibióticos. Para entonces, Andrew ya tenía cuatro años y
medio. Antes de empezar el tratamiento, el médico encargó toda una serie de
análisis de sangre, orina y heces, y además pidió la colaboración de un
psicólogo clínico, que realizó diversas observaciones de la conducta de
Andrew, de modo que ambos especialistas pudieran avaluar cualquier cambio
que se pudiese producir mientras durara el tratamiento. Pocos días después de
que Andrew comenzara a tomar antibióticos, se mostraba aún más
hiperactivo de lo habitual. Lo siguiente que ocurrió dejó atónito al doctor
Sandler, y justificaba los dos años de lucha de Ellen contra la clase médica
dirigente. Fue algo que acabó por cambiar el rostro de las investigaciones
sobre el autismo.

Charles Darwin, el mejor observador de todos los tiempos, señalaba en 1872,


en su libro La expresión de las emociones en el hombre y en los animales:
«El modo en que a las secreciones del canal alimentario […] les afectan las
emociones fuertes es otro magnífico ejemplo de la acción directa de lo
sensorial sobre este órgano, con independencia de la voluntad». Se refiere,
naturalmente, a la sensación de descontrol intestinal que acompaña a las
malas noticias, o la sensación de que el estómago se revuelve cuando uno se
da cuenta de que no ha oído el despertador, se ha dormido y llega tarde a un
examen, incluso el cosquilleo de aleteo de mariposas que siente uno al
enamorarse. El cerebro y los intestinos, pese a su alejamiento físico y sus
funciones completamente distintas, viven en íntima conexión. Una relación
de doble sentido: las emociones afectan al funcionamiento de los intestinos,
pero la actividad de estos puede afectar al estado de ánimo y al
comportamiento. Piensa en la última vez que tuviste dolor de estómago: sin
duda no solo sentías malestar en el aparato digestivo, sino que toda tu
persona se encontraba mal.
Para quienes padecen dolencias prolongadas, como el síndrome de
intestino irritable, las emociones desempeñan un tremendo papel en sus
síntomas. Cuando el grado de estrés es mucho, el SII se puede agravar y
hacer todavía más difícil cualquier situación estresante. La emoción de una
primera cita o de una importante presentación en el trabajo no hace sino
aumentar la incomodidad y la inquietud que provoca el SII, generando un
círculo vicioso de empeoramiento de los síntomas y de estrés. Sabiendo que
el SII está relacionado con los cambios en la microbiota del intestino, ¿es
posible que la conexión entre este y el cerebro sea un tercer actor? ¿No sería
mejor que pensáramos en una relación intestino-microbiota-cerebro?
Noboyuki Sudo y Yoichi Chida, científicos médicos japoneses, fueron los
primeros que se hicieron esta pregunta, en 2004. Montaron un experimento
muy sencillo con ratones, para observar si la microbiota intestinal afectaba a
la reacción del cerebro al estrés. Emplearon dos tipos de ratones: unos
estaban libres de gérmenes —no tenían ningún microbio en los intestinos— y
los otros tenían la habitual diversidad de microbios intestinales. Al someter a
los ratones a una situación de estrés (colocándolos dentro de un tubo), ambos
grupos producían hormonas del estrés, pero en los libres de gérmenes la
concentración de hormonas era el doble que en los otros. Al carecer de
microbiota, la situación era mucho más estresante para los primeros.
Sudo y Chida querían saber si era posible invertir la correlación con el
estrés en los ratones libres de gérmenes, colonizándolos para ello con una
microbiota normal cuando fueron adultos. Resultó que ya era demasiado
tarde: su reacción al estrés ya estaba fijada. Se vio que cuanto antes se
colonizaba a los ratones, menos sentían el estrés. Y, lo más sorprendente,
bastaba con colonizar a ratones de corta edad libres de gérmenes con solo una
única especie de bacteria, la Bifidobacterium infantis, para impedir que
pudieran estar más estresados que los ratones con una microbiota intestinal
normal.
Estos experimentos abrieron la puerta a un nuevo modo de pensar. Los
microbios intestinales no solo alteraban la salud física, sino también la
mental. Y más aún, parecía que los efectos podían empezar en la infancia, si
ya en esos años se perturbaba la microbiota intestinal. Nuestro cerebro pasa
por un periodo evolutivo intensamente concentrado, desde que nacemos hasta
más o menos los dos años. Al nacer, todos disponemos de casi la asignación
completa de alrededor de cien billones de células nerviosas —neuronas— del
cerebro. Pero son solo la materia prima, como una pila de tablones de
madera. Para construir algo significativo es necesario cierto trabajo de
ensamblaje mediante conexiones —las sinapsis— que unan unas neuronas
con otras. Las experiencias que vive el niño de pocos años determinan qué
sinapsis se forman, y cuáles son de importancia suficiente para reforzarlas, y
cuáles de tan escasa relevancia que se pueden descartar. El niño de entre uno
y dos años, cuya vida diaria está llena de nuevos estímulos, forma en torno a
dos millones de sinapsis por segundo, cada una con un nuevo potencial para
el aprendizaje y el desarrollo. El cerebro sano necesita un exquisito equilibrio
entre el recuerdo y el olvido; por eso, a lo largo de la infancia, se irán
descartando la mayoría de estas sinapsis. Es la aplicación del principio de «lo
que no se usa, se pierde»: toda sinapsis que no se refuerce se poda, para dejar
el cerebro en perfectas condiciones.
Si los microbios de los intestinos pueden influir en esta crucial fase
evolutiva del desarrollo que son los primeros años de la vida, ¿tal
circunstancia podría avalar la idea de Bolte de que el autismo de su hijo
Andrew se debía a una infección intestinal? El autismo de curso regresivo
inicial afecta a niños de menos de tres años, durante el mismo periodo en que
tiene lugar la mayor parte del desarrollo del cerebro. Este marco temporal
también coincide con el establecimiento de una microbiota estable, similar a
la del adulto. El temprano tratamiento con antibióticos de Andrew contra lo
que parecía ser una infección del oído habría alterado ese proceso, con lo que
podría haber posibilitado que se impusiera la Clostridium tetani, productora
de neurotoxinas. Ellen confiaba en que con más antibióticos se podría
destruir la C. tetani, que en su opinión era la que había infectado a su hijo, y
detener así el daño que se estaba haciendo a ese cerebro tan joven.
A la hiperactividad de Andrew después de iniciar el tratamiento siguieron
un par de días de profunda calma: «Era un milagro —decía Ellen—.
Llevábamos solo unas semanas de tratamiento, y las luces empezaron a
funcionar bien, comencé a enseñarle a hacer sus necesidades en el orinal
(Andrew ya tenía cuatro años) y todo en unas pocas semanas. Por primera
vez en tres años, entendía lo que le decía». Andrew se convirtió en un niño
cariñoso, receptivo y tranquilo, incluso empezó a hablar con algo más que las
cuatro palabras que había aprendido antes de enfermar. Dejaba que lo
vistieran y, más aún, al terminar el día no había acabado con la camiseta
mordiéndola de arriba abajo. El psicólogo del niño redactó un informe sobre
la conducta de Andrew durante el tratamiento con antibióticos, pero al doctor
Sandler no le hizo falta: tan evidentes eran los cambios.
Fue una mejoría espectacular, pero un solo caso (el de Andrew) nunca
podría demostrar más allá de toda duda razonable que el origen del autismo
estaba en los intestinos. Afortunadamente, un neurobiólogo de excelente
reputación se había enterado de las ideas de Ellen después del éxito del
ensayo realizado con su hijo. El doctor Sydney Finegold había dedicado su
carrera profesional a un enorme subconjunto de bacterias «anaerobias» que
viven sin oxígeno. Durante la celebración de su noventa cumpleaños, en
2012, se dijo de él que sin duda era «el investigador sobre microbiología
anaerobia más influyente del siglo XX y tal vez de todos los tiempos».
Precisamente a este grupo de bacterias pertenecía el género Clostridium,
incluida la C. tetani. Con la categoría científica y los conocimientos de
Finegold, la hipótesis de Ellen sobre el autismo estaba en buenas manos.
El doctor Sandler, junto con Finegold y Ellen, ampliaron la prueba
antibiótica a otros once niños con autismo de aparición tardía y diarrea. El
objetivo no era ver si los antibióticos demostraban ser un tratamiento eficaz
contra el autismo, sino utilizar el ensayo como prueba del concepto. Si esos
fármacos podían mejorar parcial o temporalmente el estado de esos niños,
sería posible que los microbios del intestino, C. tetani o de otro tipo, fueran
los responsables. Como en el caso de Andrew, el resultado de la prueba en
los otros niños fue espectacular. Comenzaron a establecer contacto visual, a
jugar con normalidad y a usar el lenguaje para expresarse. Dejaron de estar
tan obsesionados por un objeto o una actividad determinados, y eran más
afables. Esa mejoría de la salud que se había observado durante la prueba
lamentablemente no duró mucho, ni en Andrew ni en los demás niños. Más o
menos a la semana de dejar los antibióticos, la mayoría de los niños habían
vuelto a su estado anterior. Pero, por primera vez desde que se describió la
enfermedad, el misterio del autismo tenía una pista nueva y prometedora: los
microbios del intestino.
En 2001, seis años después de formular por primera vez la hipótesis de que
los microbios C. tetani del intestino eran la causa del autismo, Ellen Bolte por
fin podría averiguar si había estado en lo cierto. Sydney Finegold organizó un
estudio de los microbios residentes en el intestino grueso de trece niños con
autismo y ocho niños «de control» sanos, para comparar unos con los otros.
El coste de las técnicas de secuenciación del ADN para poder realizar un
estudio completo de la microbiota de los niños aún era prohibitivo, pero la
experiencia de Finegold en el cultivo de bacterias en condiciones libres de
oxígeno implicaba que se podían contar las especies pertenecientes al género
Clostridium. No se encontró la C. tetani propiamente dicha, pero había algo
que no cuadraba. Los niños autistas, comparados con los sanos, tenían en el
intestino una media de diez veces más bacterias del género Clostridium. Tal
vez, como era el caso de la C. tetani, estas especies afines también producían
una neurotoxina que podría dañar el cerebro de los niños. La hipótesis de
Bolte no daba del todo en el clavo, pero en esta fase parecía que el golpe de
Ellen solo había errado el ancho de una especie.
¿Realmente es posible que el simple hecho de tener en los intestinos una
serie distinta de bacterias haga que los niños batan las manos, se balanceen
hacia delante y hacia atrás y se pasen horas chillando, como hacen muchos
niños autistas? Bastante probable. Resulta que el parásito Toxoplasma —el
responsable de que las ratas pierdan el miedo a los espacios abiertos y se
sientan atraídas por el olor de la orina del gato— también cambia la conducta
de los humanos. Tenemos tendencia a que el cariño que sentimos por los
gatos nos provoque infecciones; también los gatos domésticos llevan el
parásito, que se puede contraer fácilmente por un pequeño arañazo o al
limpiar la cama de arena de nuestra mascota. Tan fácil que, en unas pruebas
destinadas a verificarlo realizadas a mujeres parisinas embarazadas, se
descubrió que nada menos que el ochenta y cuatro por ciento de ellas estaban
infectadas. La cifra tiende a ser inferior en otros lugares: por ejemplo, el
treinta y dos por ciento de las embarazadas de Nueva York, y el veintidós por
ciento de las de Londres. Para el bebé, que se encuentra en plena fase de
desarrollo, la infección por Toxoplasma puede ser muy peligrosa, de ahí los
análisis que se realizan a las mujeres embarazadas; sin embargo, en la
población adulta raramente afecta a la salud. Pero el parásito deja huella, en
forma de un cambio de personalidad.
Por muy raro que parezca, la infección por Toxoplasma produce efectos
casi opuestos en los hombres y las mujeres. Los hombres infectados suelen
ser menos afables, incumplen las normas sociales y pierden el sentido ético.
Son, relativamente, más desconfiados, celosos e inseguros. En las mujeres, en
cambio, parece que los efectos de la infección son casi positivos, porque se
hacen más despreocupadas, cariñosas y sinceras. Además, muestran más
confianza en sí mismas y mayor decisión que las mujeres no infectadas. En
este sentido, intriga pensar en el potencial de uniones, por ejemplo, de
mujeres que hayan perdido las defensas y hombres que se comporten con
menor consideración con los demás y unos principios morales muy relajados.
Fundamentalmente, como en el caso de las ratas, parece que los humanos de
ambos sexos están expuestos a mayores riesgos: las mujeres por exceso de
confianza, y los hombres por defecto de consideración social.
El cambio de personalidad no es el único efecto que la infección por
Toxoplasma produce en las personas. Tanto los hombres como las mujeres,
una vez infectados, tienen menor capacidad de reacción y mayor tendencia a
desconcentrarse. Estos efectos, aunque en el laboratorio sean leves, pueden
tener graves consecuencias. Un equipo de investigadores de la Universidad
Carolina de Praga, al comparar la frecuencia de infección por Toxoplasma en
personas ingresadas en hospitales después de que provocaran algún accidente
de tráfico, con la de ciudadanos que no habían causado ningún accidente,
descubrieron que el hecho de estar infectado por Toxoplasma multiplicaba
por tres las probabilidades de provocar un accidente. En un estudio similar
realizado en Turquía, se vio que los conductores implicados en accidentes
tenían cuatro probabilidades más de estar infectados.
A diferencia de las ratas, las personas somos los últimos anfitriones del
parásito Toxoplasma, porque la probabilidad de que nos muerda un lince son
más que remotas. Pero, debido al prolongado efecto de nuestra historia
evolutiva, donde en algún momento la muerte causada por los felinos debía
de ser tan común como la actual debida a accidentes de tráfico, este parásito
nos puede cambiar la personalidad y el comportamiento. Una explicación
alternativa es que el parásito nunca estuvo destinado a habitar en nuestro
cuerpo, y lo que entonces ocurre es que el mecanismo que el Toxoplasma
desarrolló para pasar de la rata al gato sencillamente funciona en el cerebro
humano con la misma precisión que en el de los roedores. Sea lo que sea,
basta para que nos preguntemos si nuestro cuerpo es anfitrión de esta
entrometida minúscula criatura, y qué calamidades personales le podemos
atribuir.
Aparte de los cambios de personalidad un tanto graciosos que el
Toxoplasma puede provocar, la infección por este parásito también tiene su
lado oscuro. Ya en 1896, la revista Scientific American publicó un artículo
titulado «¿Es un microbio el causante de la locura?». En aquella época, la
idea de que los microbios podían provocar enfermedades no era nueva, ni
mucho menos, por lo que era natural que se pudiera extender a las dolencias
psiquiátricas. Una pareja de médicos de un hospital del estado de Nueva York
habían inyectado líquido espinal de enfermos de esquizofrenia a conejos, y
estos posteriormente enfermaban, lo cual hizo que los médicos se preguntaran
qué microbios estarían holgazaneando en los enfermos mentales.
Aquel miniexperimento, aunque carente de rigor científico, despertó
mucho interés por la posibilidad de que los microbios fueran la causa de los
problemas de salud mental. La idea prometía mucho, pero, pocas décadas
después, la obra de Sigmund Freud hizo que cayera bruscamente en
desgracia, en favor de su nueva teoría del psicoanálisis. En lugar de una causa
fisiológica de los estados neurológicos, Freud proponía una causa emocional,
cuyas raíces estaban en la infancia. Su teoría imperó hasta que el litio
demostró ser mejor cura para la depresión maniaca que contarle la vida al
psiquiatra.
Durante la primera mitad del siglo XX, se observó que se multiplicaban las
enfermedades provocadas por microbios, y solo las dolencias de un particular
órgano se consideraban exentas de la influencia microbiana: las del cerebro.
Vista la inutilidad de hablar de los riñones para conseguir curar cualquiera de
sus afecciones, o del corazón para evitar que se detenga, es imposible no
sorprenderse ante los esfuerzos que se han invertido en curar al cerebro de
sus achaques mediante la conversación. Cuando cualquier otro órgano falla,
buscamos causas externas, pero cuando lo hace el cerebro —¡la mente!—,
damos por supuesto que es culpa de la persona, de sus padres o de su modo
de vida.
Tal vez debido al especial lugar que ocupa en nuestro sentido del yo y el
libre albedrío, el cerebro no volvió a ser objeto del escrutinio de los
microbiólogos hasta los últimos años del siglo XX. En ese momento, muchos
microbios se relacionaron enseguida con enfermedades mentales, pero el
parásito Toxoplasma ha demostrado ser el principal sospechoso de muchas de
estas condiciones. De vez en cuando, la persona que se infecta por primera
vez por este parásito desarrolla síntomas psiquiátricos, como alucinaciones e
ideas delirantes, que se traducen en un equivocado diagnóstico inicial de
esquizofrenia. De hecho, en las personas que padecen esquizofrenia, la
presencia del Toxoplasma es tres veces más común que en la población
general (una asociación mucho más reveladora que cualquier conexión
genética descubierta hasta hoy).
Es curioso que las personas esquizofrénicas no sean las únicas enfermas
mentales en quienes abunda la infección por Toxoplasma. Se ha descubierto
que dicha infección afecta también al trastorno obsesivo-compulsivo (TOC),
al de déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y al síndrome de
Tourette, todas ellas dolencias que progresivamente se han ido haciendo más
comunes en las recientes décadas. Ha vuelto la antigua idea de que las
afecciones psiquiátricas pueden estar causadas por microbios, pero esta vez
tiene un cariz nuevo y más sutil. En vez de echar toda la culpa a enemigos
conocidos, como el Toxoplasma, ¿sería posible que los microbios que
albergamos también participaran en el delito?
Si realmente los componentes de la microbiota son capaces de influir en la
conducta, ¿el trasplante de microbios intestinales podría causar un cambio de
personalidad, de modo parecido a como el trasplante de microbios
intestinales de un ratón obeso puede hacer que otro delgado engorde? Los
ratones no pueden responder cuestionarios sobre personalidad, claro, pero las
diferentes razas pueden tener conductas características, como ocurre con las
distintas razas de perros y gatos. Una raza de ratón de laboratorio, conocida
como BALB, destaca por su carácter particularmente tímido e inseguro,
diametralmente opuesto al de una raza de ratones seguros y gregarios: la del
que se conoce como ratón suizo. Con una diferencia igual que la de los
gordos y delgados, estos ratones fueron la pareja perfecta para un
experimento de cambio de personalidad realizado en 2011.
Un grupo de científicos de la Universidad McCaster de Ontario, Canadá,
descubrieron que la alteración de la microbiota intestinal de los ratones
mediante antibióticos les menguaba el angustioso deseo de explorar en un
entorno nuevo. Esto llevó a los científicos a pensar si sería posible transferir
la ansiedad de los angustiados ratones BALB a los relajados ratones suizos
mediante el trasplante de microbios intestinales de los primeros. Inocularon a
ratones de cada raza virus de la opuesta, y sometieron a todos a una prueba
muy simple: los colocaron en una plataforma dentro de una caja y
cronometraron el tiempo que tardaban en decidirse a saltar y empezar a
explorar. Los normalmente aguerridos ratones suizos, después de recibir
microbios de ratones ansiosos, tardaban tres veces más en reaccionar que
cuando lo hacían con sus propios microbios. Asimismo, los nerviosos ratones
BALB se envalentonaban después de recibir la microbiota del ratón suizo, y
saltaban antes para comenzar a explorar.
Si te inquieta la idea de que tu personalidad no es obra tuya sino producto
de tus genes —una idea hija de la teoría de que la naturaleza se impone a la
crianza—, ¿qué te parece la idea de una personalidad fruto de los microbios
que viven en tus intestinos? Los ratones que no tienen microbios intestinales
son antisociales y prefieren pasar el tiempo solos a compartirlo con otros
ratones. El ratón con una microbiota normal optará por salir a saludar a los
ratones nuevos que se le metan en la jaula; en cambio, los ratones libres de
gérmenes no se separan de los que ya conocen. Simplemente, parece que los
microbios del intestino los hacen más amables. Pero, más allá de la amistad,
¿es posible que tu microbiota pueda afectar incluso al tipo de personas por las
que te sientas atraído?
En América Central hay un tipo de murciélago que tiene una especie de
corte profundo encima de las dos alas, cerca del hombro. No son heridas, sino
unas pequeñas bolsas, a las que la especie debe su nombre de murciélago «de
saco». Los murciélagos de saco machos aprovechan estas bolsas para
llenarlas de secreciones del cuerpo: orina, saliva y hasta semen. Suelen
preparar esta poción con mucho esmero, y todas las tardes la limpian, la
rellenan y se aseguran de que huela exactamente como quieren que huela.
Después, a su debido tiempo, los murciélagos planean delante de un grupo de
hembras colgadas de sus perchas, a las que gentilmente dejan que les llegue
la fragancia de esas bolsas. El efecto, como puedes imaginar, es de una
seducción irresistible.
Al parecer, el perfume perfecto se consigue con una mezcla exacta de
material bacteriano. Cada murciélago mantiene una o dos cepas de bacterias
en las bolsas de las alas, al parecer «elegidas» después de una criba de entre
las aproximadamente veinticinco especies de que disponen los murciélagos
machos. Estas bacterias se alimentan de la orina, la saliva y el semen que se
encuentran en las bolsas, y, como producto de desecho, sueltan una
embriagadora mezcla de feromonas sexuales, a las que las hembras se rinden,
y así pasan a incorporarse al harén del macho.
Parece que el tipo de feromonas que produce el animal es importante
también cuando este no dispone de una bolsa especial donde preparar su
particular elixir de amor. La mosca de la fruta, pese a tener un cuerpo solo un
poco mayor que la cabeza de un alfiler, es muy melindrosa a la hora de
aparearse. Hace veinticinco años, una bióloga evolutiva llamada Diane Dodd
investigaba si el hecho de mantener separadas a dos poblaciones de la misma
especie convertiría a las moscas en dos especies distintas al cambiar la
posibilidad de cruzarse entre sí. Dodd dividió en dos un grupo de moscas de
la fruta, y alimentó a cada uno de forma distinta —a unas moscas, con
maltosa, y a las otras, con almidón— durante veinticinco generaciones.
Luego las juntó de nuevo, pero las moscas de un grupo se negaban a
aparearse con las del otro. Las moscas de «almidón» se apareaban con otras
también de «almidón», y las de «maltosa» hacían lo propio con otras también
de «maltosa», pero en ningún caso mezclaban sus preferencias.
En la época no se pudo determinar la razón, pero, en 2010, Gil Sharon, de
la Universidad de Tel Aviv, tuvo una idea sobre cuál podría ser la causa de
aquella reacción. Repitió el experimento de Dodd, y obtuvo el mismo
resultado: a las dos generaciones de alimentarse de distinta forma, las moscas
se rechazaban mutuamente. ¿Qué era lo que provocaba ese cambio de
preferencias? Sharon sospechaba que la diferente alimentación alteraba la
microbiota intestinal de las moscas de la fruta, y alteraba el olor de sus
feromonas sexuales. A continuación, suministró antibióticos a las moscas
para matar sus microbios intestinales, y, como era de esperar, dejó de
importarles con quién fueran a aparearse. Sin microbiota, las moscas no
podían despedir un olor característico. Al inocularles de nuevo la microbiota
de uno de los dos grupos dietéticos, las moscas volvían a su quisquilloso
comportamiento anterior.
Antes de que me acuses de extrapolar de las moscas a las personas, voy a
situar la cuestión en su debida perspectiva. Al parecer, la microbiota de las
moscas (que en realidad pertenece a una sola especie: Lactobacillus
plantarum) alteraba las sustancias químicas que cubren la superficie de su
cuerpo, básicamente feromonas sexuales. A los humanos también nos
influyen las feromonas sexuales. En un experimento hoy legendario, a
alumnas de la Universidad de Berna se les dio camisetas que ciertos alumnos
habían llevado puestas mientras dormían, y se les pidió que clasificaran las
camisetas por el grado de atracción que sentían por cada una de ellas. Las
mujeres preferían las camisetas de los hombres que tenían el sistema
inmunitario más diferente del suyo. La teoría es que al elegir a su opuesto
genético, las chicas dotarían a su hijo de un sistema inmunitario con el que
podrían resolver el doble de problemas. Con el olfato, las chicas escaneaban
el genoma de los chicos, en busca del que pudiera ser el mejor padre de su
hijo.
El causante exclusivo del olor de las camisetas de los alumnos era la
microbiota de la piel. En las axilas, estos microbios convierten el sudor en
olores que, para bien o para mal, van flotando en el aire. Lo más probable es
que el sudor de las axilas y las ingles, y seguramente el pelo que crece en
ambos, no sea un mecanismo de refrigeración. Al contrario, es el equivalente
humano de las bolsas de perfume del murciélago de saco, donde elabora y
atrapa la esencia perfecta. La particular comunidad microbiana de la piel que
todos los estudiantes varones alojaban probablemente era resultado, en parte
al menos, de sus genes, si es que algo tienen que decir al respecto los ratones,
incluso sobre los genes que determinan el tipo de sistema inmunitario que
cada uno posee. Las alumnas, aunque fuera de forma inconsciente, utilizaban
la microbiota de mensajera, que las avisaba sobre la mejor unión genética
posible.
Aturde pensar en la cantidad de relaciones fracasadas que pudieron ser
consecuencia de los desodorantes y los antibióticos, por no hablar de los
anticonceptivos hormonales. En el experimento de las camisetas, parecía que
las estudiantes que tomaban la píldora inutilizaban su superpoder subliminal,
porque preferían las camisetas de los chicos cuyo sistema inmunitario era
más parecido al suyo.
Si las feromonas sexuales influidas por los microbios son el primer paso
del proceso de elección de pareja, consideremos el beso como segunda
referencia química. Podría parecer que es una idea exclusivamente humana
—tal vez un fenómeno cultural utilizado para demostrar posesión a los
espectadores sin necesidad de excesivas bravuconadas—, pero el hecho es
que no somos la única especie que se entrelaza los labios. También lo hacen
los chimpancés, otros primates y muchos más animales, lo cual hace del beso
algo más que un rasgo biológico.
Podría parecer un empeño un tanto arriesgado —intercambiar saliva y
gérmenes para establecer una relación—, especialmente si se tiene en cuenta
que el beso de boca a boca y tocándose las lenguas es casi exclusivo de
personas que no son parientes y que podrían padecer quién sabe qué
enfermedad. Pero quizá sea esta precisamente la cuestión. Es una buena idea
averiguar qué virus pudiera tener el posible padre de tu hijo antes de que tú
mismo, y tus futuros hijos, os hagáis más vulnerables aún a esos virus. Y no
solo esto, sino que el beso facilita un intercambio, más detallado, de muestras
de los respectivos microbiotas. Y a ello va aparejada la posibilidad de hacerse
una idea de los genes y la capacidad inmunitaria del otro. Cuando nos
besamos, decidimos en quién depositar nuestra confianza, la sentimental y la
biológica.
La idea de un comportamiento influido por los microbios podrá parecer
extraña, pero abre la posibilidad de una automejora con medios biológicos.
No hay necesidad de invertir en caros psiquiatras que te piden que te
sumerjas en las cenagosas profundidades de los desengaños de la infancia,
cuando los microbios te pueden ahorrar todo ese dinero y tantísimas penas.
En un ensayo clínico realizado en Francia a cincuenta y cinco voluntarios
sanos —en este caso, humanos—, se les dio, o una barrita de sabor afrutado
que contenía dos cepas de bacterias vivas, o una barrita igual pero sin
bacterias (un placebo). Al cabo de un mes de tomarse su barrita diaria, los
voluntarios a los que se habían dado las bacterias actuaban con más alegría,
menos ansiedad y se enfadaban menos que antes de la prueba (unos cambios
que no se observaron en los que habían tomado el placebo). Como ocurre en
todos los ensayos, son unos resultados escasos y limitados, pero dan una idea
de las líneas de investigación que merece la pena seguir.
¿Cómo es posible que tomar bacterias vivas haga que te sientas más feliz?
Un mecanismo posible, y grato, parece estar relacionado con una sustancia
química de la que se sabe muy bien que interviene en la regulación del estado
de ánimo: la serotonina. Este neurotransmisor se encuentra principalmente en
los intestinos, donde controla que todo funcione bien. Pero en torno al diez
por ciento de la serotonina está en el cerebro, donde regula el estado de
ánimo y hasta la memoria. La explicación más clara sería que las bacterias
que tomamos abren tienda en los intestinos y empiezan a dispensar
serotonina. Pero no es así de simple. Al contrario, con la llegada de bacterias
vivas, aumenta el nivel en sangre de otro compuesto: el triptófano. Esta
pequeña molécula es de capital importancia para la felicidad, porque se
convierte directamente en serotonina. En efecto, los pacientes con depresión
suelen tener menores niveles de triptófano en sangre, y en las poblaciones
donde la dieta media general contiene menos triptófano (que se encuentra en
las proteínas) hay mayores índices de suicidio. Es posible incluso conseguir
que una persona se deprima profundamente, aunque de modo pasajero,
dejando de suministrarle triptófano a su cuerpo. Menos triptófano significa
menos serotonina, y menos serotonina significa menos felicidad.
Pero lo fascinante es que el aumento de triptófano que generan las
bacterias añadidas no se debe a que estas lo produzcan, sino a que impiden
que el sistema inmunitario destruya las reservas de triptófano de que el
cuerpo ya dispone, lo cual apunta a una idea extraordinaria, una idea que va
tomando fuerza no solo en el ámbito de la microbiología, sino también en
otros campos. Cada vez está más claro que, exactamente igual que ocurre con
las alergias y la obesidad, la depresión puede tener su origen en un mal
funcionamiento del sistema inmunitario. Pero me ocuparé de este tema más
adelante.
Antes quiero hablarte de otro mecanismo con el que las bacterias pueden
hacer que te sientas feliz. En él interviene el nervio vago, un nervio
importante que nace en el cerebro y baja hasta los intestinos, ramificándose
en este recorrido hacia diversos órganos. Los nervios son como los cables
eléctricos: transportan por toda su longitud diminutos impulsos eléctricos que
dan instrucciones o provocan cambios sensoriales. En el caso del nervio
vago, esos impulsos llevan información sobre lo que hace el aparato
digestivo: qué está digiriendo, su grado de actividad, etc. Pero lo especial del
nervio vago es que informa al cerebro acerca de los que llamamos
«sentimientos viscerales». Ese revoloteo de mariposa en el estómago, la
conciencia «visceral» de que algo va mal, y esa nerviosidad que te incomoda
el vientre realmente empiezan en los intestinos: el cerebro se limita a recibir
la pertinente información a través de los impulsos eléctricos que ascienden
por el nervio vago.
Así que tal vez no haya que extrañarse de que los impulsos eléctricos que
llegan por el nervio vago al cerebro también puedan hacer que te sientas feliz.
Una forma de tratar la depresión severa —incurable con medios químicos o
conductuales— es interceptando este sistema. En este tratamiento, llamado
«estimulación del nervio vago», se implanta un dispositivo microscópico en
el cuello del paciente. De él parten unos cables que el cirujano enrolla
cuidadosamente alrededor del nervio vago. Un generador con pilas insertado
en el pecho del paciente emite un impulso eléctrico que estimula el nervio.
Con el paso de las semanas, los meses y los años, los pacientes van
recuperando la alegría, alentados por ese pacificador y promotor de la
felicidad que llevan metido en el cuerpo.
La colocación de este pacificador en el nervio vago puede dar suficiente
impulso a la actividad de este nervio para mejorar el estado de ánimo. Pero,
en circunstancias normales, estos impulsos eléctricos son de naturaleza
química, muy similares a los de las pilas habituales. Estas sustancias
químicas que generan los impulsos del nervio vago son los
neurotransmisores, de los que sabrás que hay muchísimos más de los que
jamás hubieras imaginado. Sustancias como la serotonina, la adrenalina, la
dopamina, la epinefrina y la oxitocina son sintetizadas en su mayor parte por
el propio cuerpo, y pueden provocar una diminuta chispa eléctrica en el
extremo del nervio. Pero los neurotransmisores no son de fabricación
exclusiva de las células humanas. También la microbiota cumple su función y
produce sustancias químicas que actúan de la misma forma: estimulan el
nervio vago y se comunican con el cerebro. Los microbios que producen
estas sustancias actúan como estimulantes naturales del nervio vago,
enviando por él impulsos eléctricos al cerebro y levantando el ánimo. La
causa de que produzcan tal efecto no está muy clara, pero no hay duda de que
lo producen.
Una idea es que, al influir en nuestro estado de ánimo, la microbiota nos
puede controlar la conducta para beneficiarse ella misma. Imagina, por
ejemplo, una cepa de bacterias que se alimentan de un determinado
compuesto que se encuentra en un alimento. Si lo tomamos, con él
alimentamos a estas bacterias, y estas nos pueden «recompensar» con una
dosis de felicidad mediante las sustancias químicas que producen, con lo que
esas bacterias obtienen un beneficio. Sería posible que las sustancias que
producimos despertaran nuestras ganas de tomar esos alimentos de los que
ellas viven, e incluso hicieran que recordáramos dónde encontrarlos, con lo
que regresaríamos a ese sitio (tal vez, en nuestro pasado evolutivo, un frutal,
o, en la actualidad, una determinada panadería). Entonces comeríamos más y,
por lo tanto, potenciaríamos esa cepa de bacterias, que producirían más
sustancias químicas y despertarían mayor apetito por esos alimentos.
Volvamos a la idea emergente del impacto del sistema inmunitario en el
cerebro. Cuando las fuerzas armadas del ejército están en estado de máxima
alerta porque se prevé un ataque, se escapa alguna que otra bala, en forma de
mensajeros químicos, y a veces se provocan daños innecesarios. Estas
citocinas hacen que los soldados del sistema inmunitario estén perfectamente
preparados y dispuestos para el combate, pero, si no hay enemigo, lo único
que queda es el fuego amigo. No parece que la depresión sea la única
consecuencia de esta belicosidad inmunitaria. Las personas que padecen
muchos de los otros trastornos mentales que ya he mencionado muestran
signos de hiperactividad inmunitaria, conocida como «inflamación». Parece
que en el TDAH, el TOC, el trastorno bipolar, la esquizofrenia e incluso en la
enfermedad de Parkinson y la demencia, interviene una actividad inmunitaria
excesiva. Añadir bacterias beneficiosas al intestino, como en el experimento
de la clínica francesa, produce un efecto calmante sobre el sistema
inmunitario, un efecto que no solo puede evitar la destrucción del triptófano y
elevar los niveles de felicidad, sino también reducir la inflamación.
El sistema inmunitario también trabaja a destajo en los pacientes autistas,
enviando citocinas para que eleven el grado de agresividad. Parece que el
desencadenante de esta hiperactividad es lo que la microbiota alterada de los
intestinos interpreta como una amenaza, pero la pregunta a la que hay que
hallar respuesta es ¿cómo?
A los estudios de Sydney Finegold sobre las diferencias entre las
microbiotas de niños autistas y sanos siguieron otros intentos de culpar a
determinadas especies. Finegold incluso ha bautizado con el nombre de Ellen
una bacteria sospechosa que es más abundante en las personas autistas: la
Clostridium boltae. Es indudable que el equilibrio bacteriano es diferente, y
en muchos casos se acumulan las pruebas de la culpabilidad de las clostridias.
Pero ¿qué hacen estas bacterias que tan profundamente altera el cerebro de
los niños con autismo severo?
En la Universidad de Ontario Occidental de Londres, Canadá, hay un
hombre cuyos estudios y experiencia lo colocan en posición perfecta para
intervenir en esta nueva fase científica en que convergen el cerebro y los
intestinos. El doctor Derrick MacFabe inició su formación médica en la
neurociencia y la psiquiatría. En el instituto había trabajado con niños con
necesidades especiales, muchos de ellos autistas y con problemas
gastrointestinales (GI). Después, en el hospital, ya como médico, MacFabe se
encontró con pacientes con problemas GI a los que se consideraba locos o
neuróticos, y que eran enviados a la sala de psiquiatría. También trató a un
paciente que, como la señorita A de Bélgica, ingresó por una psicosis
repentina, y del que se creía que era esquizofrénico. Pero los síntomas GI de
ese paciente desvelaron la causa de su dolencia: otra vez la enfermedad de
Whipple. Como los autistas a quienes el doctor MacFabe había cuidado
siendo adolescente, ese joven era muy perseverante: todo el día, no dejaba de
llamar: «¡Doctor MacFabe! ¡Doctor MacFabe! ¡Doctor MacFabe!». Al cabo
de una semana, los antibióticos lo habían curado y había recuperado su
antiguo yo. Después le decía al doctor MacFabe que se le antojaba que era el
personaje de un sueño que había cobrado vida.
Para MacFabe, estas experiencias demostraban la innegable conexión entre
el intestino y el cerebro. Le cautivó la idea de que un solo microbio pudiera
ocasionar la locura en un paciente. Cuando se enteró del descubrimiento de
Sydney Finegold de que los niños autistas mejoraban mientras se les trataba
con antibióticos, como también le había ocurrido a su paciente de la
enfermedad de Whipple, MacFabe empezó a atar cabos. En aquella época,
estaba trabajando en el daño que recibe el cerebro durante un derrame
cerebral, y llevaba tiempo investigando los efectos de una molécula llamada
«propionato».
Esta molécula pertenece a un grupo de importantes sustancias químicas
producidas por la microbiota intestinal cuando los microbios rompen los
restos no digeribles de lo que comemos. Conocidos como ácidos grasos de
cadena corta, o SCFA (por sus siglas inglesas), tienen tres componentes
principales: acetato, butirato y propionato. Cada uno de ellos desempeña
múltiples papeles, y todos son fundamentales para la salud y la felicidad.
Pero lo que sorprendió a MacFabe fue que el propionato, aunque es un
componente importante del cuerpo, se empleara también como conservante
en el pan y en productos afines: exactamente los alimentos por los que los
niños autistas sienten un apetito irrefrenable. Para colmo, se sabe que la
especie clostridia produce propionato. Este no es «malo» por sí mismo, pero
MacFabe empezó a preguntarse si los niños autistas recibían una sobredosis
de propionato.
¿Era posible que la microbiota alterada del autismo produjera un exceso de
propionato? ¿Y pudiera ser que el propionato afectara a la conducta? Para
averiguarlo, MacFabe se embarcó en una serie de experimentos. A través de
una diminuta cánula insertada en la columna vertebral de ratas vivas,
inyectaba pequeñas cantidades de propionato en el fluido que baña el cerebro.
A los dos minutos, las ratas empezaban a comportarse de forma extraña:
daban vueltas, se quedaban mirando fijamente un objeto, para después correr
a toda velocidad por la jaula. Si se colocaban dos ratas juntas y se les
administraba propionato, no se detenían a olisquearse mutuamente ni
interactuaban con normalidad, sino que se ponían a correr en círculos,
ignorando a su compañera.
La reacción no tenía nada de sutil, y la semejanza con las conductas
autistas es sorprendente (en Internet encontrarás vídeos sobre el tema). La
preferencia por los objetos más que por las personas, las acciones repetitivas,
los tics, la hiperactividad —todos ellos signos distintivos del autismo— eran
evidentes mientras el propionato actuaba en el cerebro. Al cabo de media
hora, el efecto desaparecía y las ratas volvían a su comportamiento normal.
En aquellas a las que se les inyectaba una solución salina como placebo, no
se observaba ningún cambio de conducta. La inyección de propionato por vía
epidérmica o su mezcla con la comida producían los mismos efectos.
Esta pequeña molécula se había adueñado del cerebro de esas ratas,
obligándolas a comportase de forma anormal. ¿El propionato provocaba en el
cerebro de las ratas el mismo daño que el autismo provocaba en el de las
personas? Al comparar los cerebros de las ratas y los de pacientes autistas
fallecidos y a los que se había practicado la autopsia, MacFabe y su equipo se
quedaron atónitos al descubrir que unos y otros estaban repletos de células
inmunes. Se trataba, una vez más, de la inflamación, como en la
esquizofrenia y el TDAH.
En el cerebro es normal cierta inflamación, porque las mismas células
inmunes que matan a los patógenos acaban también con las sinapsis
innecesarias. El aprendizaje es un delicado equilibrio entre el recuerdo y el
olvido. Establecer relaciones y observar patrones es el sello de la inteligencia,
pero, si se llevan demasiado lejos, ambos procesos desconciertan a la
persona. MacFabe puso ratas tratadas con propionato en un laberinto y
observó que eran capaces de aprenderse el camino de salida sin ningún
problema. Pero después no lo podían «desaprender»: si se cambiaba el
camino de salida, ellas se mantenían en el recuerdo del camino inicial,
incapaces de hallar la salida entre las nuevas paredes.
Es una realidad que recuerda la memoria y el amor por la rutina de las
personas autistas. Flo y Kay Lyman son famosas por ser las únicas gemelas
prodigio autistas del mundo. Han sido protagonistas de varios documentales
televisivos. Tienen problemas de interacción social y son incapaces de
preocuparse por los demás, pero poseen una memoria extraordinaria. Las dos,
cuando se les da una fecha determinada, pueden recordar el tiempo que hizo
ese día, qué comieron y qué vestía la presentadora de su programa de
televisión favorito. Conocen el título y el intérprete de todas las canciones
que han ocupado las principales listas de éxitos, así como la fecha de la salida
al mercado de la canción. Estos recuerdos, una vez formados, han quedado
fijos de forma permanente, como si las sinapsis en que se asientan nunca se
pudieran descartar. En cambio, otras sinapsis, como las que guardan la receta
de un determinado plato, no sobreviven.
Leo Kanner, al explicar el autismo, señalaba el mismo fenómeno. Los
niños que estudió parecían incapaces de adaptar una definición una vez que la
habían aprendido. Y lo más desconcertante era que muchos de ellos se
referían a sí mismos en segunda persona. Cuando sus padres les preguntaban:
«¿Quieres salir a jugar?» y «¿Te apetece desayunar algo?», sin darse cuenta
les enseñaban que ellos eran «tú». La memoria era inflexible. Un niño del
estudio de Kanner incluso llamaba a sus padres «yo», y a sí mismo se
llamaba «tú».
Derrick MacFabe descubrió que las ratas tratadas con propionato, que no
podían olvidar el camino original de salida del laberinto, tenían en el cerebro
una mayor cantidad de compuestos que intervienen en la formación del
recuerdo. Por difícil que pueda parecer, MacFabe cree que hay en ello un
objetivo evolutivo. Si las bacterias pueden liberar un compuesto que hace que
el cerebro recuerde, pueden asegurar que su anfitrión —el cuerpo humano
que las porta— recordará dónde encontrar el alimento que les permite
reproducirse. En el autismo, se pregunta, «¿podría ser que la hiperactivación
de este sendero conduzca a un “olvido enfermizo”, a conductas obsesivas, a
intereses alimentarios y a mejor delimitación de los recuerdos?». Realmente,
parece que la microbiota es fundamental para la normal formación del
recuerdo. Los ratones libres de gérmenes colocados en el laberinto tienen
problemas para encontrar la salida, debido a las deficiencias de la memoria de
trabajo: su capacidad de conservar en la mente la información sobre los
caminos que ya han intentado mientras se van moviendo. Si MacFabe está en
lo cierto, cambios simples en la composición de la microbiota podrían
inundar el cuerpo de propionato, alterando así la capacidad del cerebro de
formar y romper sinapsis a medida que el niño se desarrolla.
Así pues, ¿cómo viajan de los intestinos al cerebro el propionato y otros
compuestos que podrían provocar muchos daños? A solo un par de horas de
donde trabaja Derrick MacFabe, lo hace una científica que se ocupa de la
misma pregunta. La doctora Emma Allen-Vercoe es una microbióloga
británica que trabaja en la Universidad de Guelph, y a quien Sydney
Finegold, durante una comida, le habló de la posibilidad de que la causa del
autismo estuviera en los intestinos. Al igual que MacFabe, Allen-Vercoe
sospecha que la combinación de los microbios del intestino del niño puede
producir compuestos que jugueteen con la función cerebral, el sistema
inmunitario y los genes humanos del niño.
En lugar de buscar una única especie a quien cargar con toda la culpa,
Allen-Vercoe emplea un sistema holístico, como si la microbiota intestinal
fuera un ecosistema, una selva. Sacar de la selva una determinada especie
para estudiar su conducta mientras se encuentra sola en una jaula, no va a
desvelar gran cosa sobre su verdadera naturaleza. Lo mismo ocurre con los
microbios, en quienes influye la presencia de otros microbios y los
compuestos que producen. Por lo tanto, en vez de estudiar cada especie por
separado, Allen-Vercoe ha recreado el hogar de la microbiota, con todos sus
habitantes, fuera del intestino. Un amasijo burbujeante y apestoso de tubos y
botellas, este duplicado del hogar microbiano se conoce cariñosamente como
«intestino robótico»: Robogut.
Con Robogut, Allen-Vercoe ha completado el círculo, desde los días en
que el cultivo de bacterias en el laboratorio era la única forma de estudiarlas,
pasando por la revolución de la secuenciación del ADN, para volver de nuevo
al cultivo. No está de acuerdo en que sea imposible cultivar microbios: «Es
una solemne tontería. Todo lo que se necesita es un buen equipo, muchísima
paciencia y mucha vista. Hoy disponemos en el congelador de bancos y
bancos de estas especies “incultivables”».
Allen-Vercoe sospecha que la microbiota alterada del intestino autista daña
las células que revisten el colon, pero en vez de preguntar qué bacterias son
las culpables, pregunta qué sustancias químicas de las que produce la
microbiota son las responsables. De las heces, se toma la microbiota de un
niño autista severo y se la aloja en su nueva casa de Robogut. Este tiene un
tubo de casi un vulgar parecido al que discurre por nuestro interior por el que
se lo alimenta, así como otro por el que libera gases nocivos. Con un tercer
tubo se puede filtrar y eliminar parte del líquido en el que viven los
microbios. Este «oro líquido» es el que contiene las sustancias químicas que
la microbiota ha producido: los llamados «metabolitos».
Las expectativas son que, experimentando con el efecto del oro líquido
sobre las células de los intestinos en una placa de Petri, el equipo de
investigación de Allen-Vercoe averigüe qué metabolitos son los que
provocan daños en el cerebro de los niños autistas… y qué es exactamente lo
que hacen. AllenVercoe tiene una alumna entusiasta, Erin, que está
trabajando en esta idea. Es una muchacha que cuenta con una voluntad
indomable por resolver el rompecabezas del autismo, porque tiene a alguien
muy allegado que lo padece: su hermano, Andrew Bolte.

En 1998, Ellen Bolte escribió su primer artículo científico. Con el título de


«El autismo y la bacteria Clostridium tetani», lo publicó la revista Medical
Hypotheses. En él explica su teoría de que el autismo es consecuencia de que
la bacteria C. tetani invade los intestinos del niño, después de que los
antibióticos hayan arrasado la microbiota protectora normal del intestino. El
artículo de Ellen es una obra maestra de síntesis epidemiológica y
microbiológica, en la que aporta pruebas de muchos estudios que avalan cada
punto de su hipótesis. Como trabajo de retórica científica, la primera
aportación de Ellen a su nuevo campo de estudio da fe de su pasado de
programadora informática, del que no hay duda que son consecuencia lógica
todos y cada uno de sus razonamientos. Hay que reconocerle el mérito de
haber abierto la caja de Pandora de las posibilidades médicas, entre ellas, y
no en grado menor, la idea de que la alteración de los microbios del cuerpo
humano puede tener consecuencias conductuales. Lo que Ellen ha logrado no
solo da testimonio de su inteligencia y determinación, sino también de la
fuerza de una madre que necesita proteger a su hijo.
Sin embargo, como señala Derrick MacFabe, en cuyo trabajo han influido
las ideas de Ellen: «Las hipótesis, aunque son fundamentales, no bastan. Hay
que verificarlas».
Afortunadamente, Ellen Bolte ha pasado a su hija Erin tanto el legado de
su hipótesis como su sentido innato de la lógica científica. Erin ha encontrado
su vocación en el intento de resolver el misterio de la enfermedad que cambió
el curso de la vida de su hermano menor Andrew, hace ya unos veinte años.
Ha iniciado su carrera científica con confianza, guiada por la doctora Emma
Allen-Vercoe de la Universidad de Guelph de Ontario, Canadá. Con el
Robogut, su objetivo es someter a prueba, en el sentido más amplio del
término, la hipótesis de su madre.
Erin quiere entender qué ocurrió exactamente en los intestinos de su
hermano y de los otros once niños que mejoraron de su autismo durante la
prueba de ocho semanas de antibióticos en la que participaron. También
quiere saber por qué los padres de niños autistas dicen que los síntomas
mejoran cuando eliminan determinados alimentos de la dieta de sus hijos.
Con Robogut, Erin puede ver qué es exactamente lo que cambia en la
microbiota del intestino autista si a la mezcla se le añaden antibióticos, gluten
y caseína (proteínas, respectivamente, del trigo y la leche). Visto que los
niños autistas pueden mejorar de su dolencia con antibióticos, ¿qué
metabolitos se dejan de producir cuando Erin suministra los mismos
fármacos a Robogut? Si las personas autistas suelen empeorar cuando comen
alimentos horneados, ¿qué metabolitos se producen en grandes cantidades
cuando da gluten a Robogut?
Los experimentos de Erin sentarán las bases no solo para comprender el
papel que la microbiota desempeña en el autismo, sino para descubrir en qué
medida la microbiota interviene en muchas otras dolencias
neuropsiquiátricas. La madre de Erin, Ellen, fue mucho más allá de la
llamada del deber: aplicó su lógica detectivesca a una enfermedad
extremadamente compleja y abrió una línea de investigación nueva cuando
nadie quería escucharla. Hoy Erin ha tomado el relevo y aplica su propia gran
inteligencia y determinación en la búsqueda de respuestas a preguntas que
cada vez más padres se ven en la necesidad de plantearse. Para Andrew, cuya
ventana evolutiva ya se ha cerrado, probablemente la vida estará siempre
confinada en los límites de su autismo. Sin embargo, Erin, Derrick MacFabe
y Emma Allen-Vercoe tienen puestas sus esperanzas en impedir que esta
enfermedad afecte, como se prevé, a todas las familias de Estados Unidos y
de otras partes de todo el mundo
Al hablar de la salud, nos gusta pensar que somos producto de nuestros
genes y nuestras experiencias. La mayoría atribuimos nuestras virtudes a las
dificultades que hemos tenido que superar, los objetivos que nos propusimos
y que hemos alcanzado, así como a las victorias logradas en las batallas que
hemos librado. Pensamos que nuestra personalidad es un ente fijo
—«Sencillamente, no soy persona a la que le guste correr riesgos» o «Me
gusta tenerlo todo bien organizado»—, como si la personalidad fuera
consecuencia de algo intrínseco nuestro. Lo que hemos conseguido en la vida
es fruto de la determinación, mientras que nuestras relaciones reflejan la
fuerza de nuestro carácter. O esto es lo que nos gusta pensar.
Pero ¿qué sentido tiene el libre albedrío si no somos dueños de nosotros
mismos? ¿Qué sentido tiene para la naturaleza humana y para nuestro sentido
del yo? Es inevitable que nos desconcierte la idea de que el Toxoplasma (o
cualquier otro microbio que habite en nuestro cuerpo) pueda afectar a
nuestros sentimientos, decisiones y actos. Pero, por si no fuera ya lo bastante
complicado, piensa en lo siguiente: los microbios se transmiten. Igual que un
constipado o una infección bacteriana de la garganta pueden pasar de una
persona a otra, lo mismo puede hacer nuestra microbiota. La idea de que la
composición de tu comunidad microbiana pueda estar influenciada por las
personas que conoces y los lugares que frecuentas da un nuevo sentido a la
idea de expansión cultural de la mente. Dicho de modo sencillo, compartir la
comida y los aseos con otras personas podría darles oportunidad a los
microbios de intercambiarse, para bien o para mal. De momento, cada uno
puede pensar lo que considere mejor acerca de la posibilidad de heredar
microbios que estimulen la capacidad de iniciativa en la Facultad de Ciencias
Empresariales, o un amor loco por las motos y las carreras, pero no hay duda
de que la idea de que los rasgos de la personalidad pasan de persona a
persona es realmente muy prometedora.
4

EL MICROBIO EGOÍSTA

Todos quisiéramos saber cómo mejorar nuestro sistema inmunitario. Si


tecleas «sistema inmunitario» en Google, entre lo primero que aparece figura
alguna variante de la palabra «estimular». En un mundo perfecto, lograríamos
este estímulo con un superalimento de sabor dulce, a ser posible un tipo de
baya de un lugar secreto de los Andes. El coste desorbitado de esta baya solo
puede significar una cosa: funciona. Para la mayoría de las personas,
estimular el sistema inmunitario consiste en evitar la interminable sucesión de
resfriados y la gripe recurrente debidos a las barras de sujeción de autobuses
y trenes, todas ellas plagadas de gérmenes. Pero ¿quién tiene realmente la
llave de un sistema inmunitario sano y activo?
La elevada propensión que tenemos a que nos invadan los virus es una
desafortunada consecuencia de nuestra elevada sociabilidad. Es inevitable
que, al menos una vez al año, pasemos un par de semanas sin sentirnos lo
bastante bien como para ir a trabajar, pero tampoco lo bastante mal como
para quedarnos tumbados en el sofá. Es evidente que cuando, en ese estado
de tan escasas fuerzas, decidimos ir a trabajar, sin dejar de estornudar ni
moquear en todo el día, hacemos exactamente lo que el inoportuno microbio
quiere que hagamos: seguir siendo sociables y, de este modo, propagarlo a lo
largo y ancho de nuestro entorno. «No me siento tan mal como para
quedarme en casa» significa que el patógeno (el microbio que provoca una
enfermedad) ha alcanzado el equilibrio perfecto entre virulencia e inocuidad.
Es suficientemente virulento como para transmitirse —la tos y los estornudos
propagan enfermedades— y lo bastante inocuo para garantizar que no te vas
a morir antes de que encuentre a otras personas, todas ellas anfitrionas
potenciales del virus. Uno de los pequeños consuelos de las enfermedades
infecciosas realmente temibles y con índices de mortalidad de hasta el
noventa por ciento, como el ébola y el ántrax, es que son tan virulentas y
matan con tanta rapidez que apenas tienen oportunidad de infectar a otras
personas En el caso del ébola, los imponentes esfuerzos por mantener a raya
la epidemia que en 2014 comenzó en África Occidental probablemente han
conseguido que la enfermedad sea hoy menos virulenta, de modo que el
porcentaje de personas infectadas ha bajado hasta entre el cincuenta y el
setenta por ciento. Tal disminución de la virulencia, y de la mortalidad,
significa que las víctimas viven un poco más, con lo que el virus tiene más
probabilidades de pasar a otra persona y perpetuar así su expansión.
Por otro lado, muchos animales salvajes no suelen padecer estas fastidiosas
enfermedades, no porque tengan mejor sistema inmunitario, sino porque el
brote de cualquier enfermedad, para seguir activo, necesita el contacto entre
individuos nuevos y susceptibles de contraerla. Algunas solitarias cabras
monteses de los Alpes franceses nunca llegan a conocer a sus parientes de los
Pirineos, por lo que las infecciones son raras. Asimismo, en las especies que
prefieren una existencia solitaria —por ejemplo, el leopardo—, las
enfermedades infecciosas sencillamente no pueden encontrar un punto de
apoyo entre su población.
La unión de la extrema sociabilidad y el espíritu aventurero alegra a los
patógenos. Les garantiza contacto permanente y provisión ilimitada de sangre
nueva. No es casualidad que, junto con los humanos, los murciélagos sean los
mejores transmisores de enfermedades por todo el mundo (probablemente
incluido el ébola). Al igual que nosotros, muchas especies de murciélagos
viven en vastas colonias de miles o de millones de individuos, agolpados en
espacios de densidad imposible. En estas circunstancias, a los patógenos les
es muy fácil fijar residencia, para, como en esas olas del público de
competiciones deportivas, propagarse a través de los murciélagos, mutar y,
unos meses o años después, dar otro salto. Y lo peor es que los murciélagos
pueden volar. Cuando individuos de diferentes perchas se reúnen en las zonas
de comida, con ellos lo hacen los microbios que portan, permitiendo así que
estos salven la brecha que los separa de poblaciones por lo demás aisladas.
Los seres humanos compartimos con los murciélagos estas características —
la extrema sociabilidad y la intensa movilidad— más de lo conveniente para
poder vivir con comodidad. Nos amontonamos en las ciudades y volamos por
todo el mundo, y en ese movimiento frenético intercambiamos y propagamos
microbios, sean patógenos o inocuos.
Para muchas personas, la realidad es que su sistema inmunitario no solo no
es hipoactivo, sino que se afana de forma más que excesiva en cumplir su
cometido. Podrá parecer normal que todas las primaveras se nos despierte la
alergia al polen, y que cada vez que tomamos en brazos al gato
estornudemos, pero no lo es. En este sentido, solo cabría hablar de
normalidad en el sentido de que, en el mundo desarrollado, son muchísimas
las personas que padecen alergias. Pero detengámonos un momento a
considerar qué tipo de proceso evolutivo dejaría privados de aire suficiente a
un diez por ciento de los niños, como ocurre con el asma. ¿Qué beneficio
podría reportar al cuarenta por ciento de los niños, y el treinta por ciento de
los adultos, la intolerancia a algo tan omnipresente como el polen, como
ocurre con la fiebre del heno? Las personas alérgicas no suelen pensar que
padecen una disfunción inmunitaria, pero esto es exactamente lo que ocurre.
Sin embargo, lo que necesitan no es un «estímulo», sino todo lo contrario.
Las alergias son consecuencia de un sistema inmunitario demasiado
entusiasta, que se dedica a destruir sustancias que no suponen ningún peligro
real para el cuerpo. El tratamiento de las alergias suele consistir en devolverle
el sosiego al sistema inmunitario, mediante esteroides o antihistamínicos.
En los países más desarrollados, las alergias están más que arraigadas. En
los años noventa, su aumento se fue frenando hasta alcanzar un porcentaje
estable de población afectada. Tal estancamiento podría indicar simplemente
que hoy todos los genéticamente susceptibles de padecer alergias ya las
padecen, y no que se haya estabilizado la causa oculta que las provoca. Pero
lejos de esas multitudes enloquecedoras, en las partes realmente rurales y
preindustrializadas no occidentales del mundo, las alergias no son el
problema que plantean en otras partes del mundo. En los espacios
intermedios entre el mundo desarrollado y las bolsas cada vez más exiguas de
cultura tribal, persiste el implacable aumento de las alergias, que
progresivamente van llevando a más personas a ese estado de antinatural y
exagerada actuación del sistema inmunitario a medida que se van sucediendo
las generaciones. Desde que las alergias empezaron a aumentar en Occidente,
allá por los años cincuenta, la pregunta siempre ha sido cuál es su causa
oculta.
Durante la mayor parte del siglo pasado, la teoría oficial fue que las
alergias de los niños eran consecuencia de alguna infección. En 1989, un
médico británico llamado David Strachan cuestionó dicha teoría. Lo hizo en
un artículo breve y claro, en el que apuntaba a todo lo contrario: las alergias
eran consecuencia de padecer demasiadas pocas infecciones. Strachan había
analizado una base de datos sobre las condiciones sociales y de salud de un
grupo de más de diecisiete mil niños británicos nacidos en una sola semana
de marzo de 1958, y a los que se hizo un seguimiento hasta que cumplieron
veintitrés años. De todos los datos reunidos sobre estos niños —clase social,
estatus económico, lugar de residencia, etc.— destacaban dos cosas que
parecían estar relacionadas con la probabilidad de que sufrieran alergia al
polen. La primera era el número de hermanas y hermanos que tenía el niño:
un hijo único tenía muchas más probabilidades de tener alergia al polen que
otro con tres o cuatro hermanos. La segunda era el puesto que el niño
ocupaba entre los hermanos: los niños que tenían hermanos mayores eran
menos propensos a la alergia al polen que los que tenían hermanos pequeños.
Como bien sabe cualquiera que tenga hijos, el hecho de ser varios
hermanos genera una corriente interminable de resfriados. Los niños son un
hervidero de bacterias y virus, debido a la ingenuidad de su sistema
inmunitario ante los violentos ataques de patógenos a los que los humanos
nos enfrentamos todos los días. La costumbre de los niños pequeños de
llevarse a la boca todo lo que les cae en las manos significa que sus
microbios, buenos y malos por igual, se extienden generosamente por
dondequiera que vayan los niños. Cuantos más sean los niños, más microbios
habitan en el reguero de mocos y saliva que, como si de caracoles se tratara,
van dejando a su paso. La proposición de Strachan era que los hijos de
familias numerosas se beneficiaban de la mayor cantidad de infecciones que
sus hermanos traían a casa, en particular los mayores. De algún modo,
pensaba Strachan, estas infecciones que el niño sufre en sus primeros años lo
protegen de las alergias al polen y de otros tipos.
La idea de Strachan, que pronto se bautizó espontáneamente como
«hipótesis de la higiene», la avalaba el hecho de que el auge de las alergias
coincidía con la progresiva mejor higiene a lo largo del tiempo. Del lavado
dominical en una bañera con agua tibia antes de ir a la iglesia, se pasó a la
ducha diaria con agua caliente y el consiguiente baño de vapor. Los alimentos
fermentados o en salazón dieron paso a los refrigerados o congelados. Los
componentes de la familia fueron disminuyendo, y la vida se fue haciendo
más urbana y refinada. La hipótesis de la higiene tenía sentido, especialmente
porque, en los países en desarrollo con elevados índices de enfermedades
infecciosas, las alergias seguían siendo raras. Parecía que, en Europa y
Norteamérica, la salud de las personas se resentía por el simple hecho de que
fueran más limpias, y su sistema inmunitario pusiera todo el empeño en
librarse de las riendas que lo contenían, desesperado por atacar incluso a
partículas inofensivas como el polen.
Aunque representaba un paradigma nuevo para los inmunólogos, la
hipótesis de la higiene enseguida consiguió la aprobación científica. Tiene un
atractivo intuitivo: es muy fácil personificar a las células inmunes como
cazadores agresivos, ansiosos por salir a destruir. Imaginamos que cuando no
tienen nada que hacer se inquietan. Por esto, cuando las vacunas acaban con
las enfermedades infecciosas graves, y la limpieza se ocupa de los gérmenes
más benignos, las células inmunitarias siguen en formación, pero en posición
de descanso, sin nada que combatir. Este antropomorfismo propicia la
aceptación de la consecuencia que se aduce: las células inmunitarias se han
quedado casi sin nada que hacer, por lo que ahora apuntan a partículas
inocuas para seguir con su gran batalla.
La idea se ha extendido de las infecciones bacterianas y víricas a los
parásitos, en especial a cualquiera de las variedades de gusanos intestinales:
lombrices, tenias y helmintos. Como en el caso de los patógenos
microscópicos, las probabilidades de que se te suba a bordo alguno de esos
gusanos han disminuido casi hasta cero en el mundo occidental. Una
reducción que, tanto entre los científicos como en el público en general, ha
despertado la sospecha de que los gusanos mantenían ocupado al sistema
inmunitario, y su actual ausencia lo ha dejado con exceso de personal y falta
de trabajo.
La relación entre el tamaño de la familia y las alergias que descubrió David
Strachan se mantuvo firme en multitud de estudios. Apareció una pulcra
teoría sobre cómo podía funcionar exactamente esa idea. Imagina por un
momento que el sistema inmunitario tiene dos divisiones: la armada y la
marina. Y ahora, por favor, perdona la exagerada simplificación que voy a
hacer de las fuerzas armadas. Supongamos que la armada se ocupa de las
amenazas que llegan por tierra, y la marina, de las que llegan por mar. Si
estas últimas disminuyen, muchos de los que hubieran sido reclutados para la
marina, ahora pasan a la armada. Pero la inexistencia de amenazas en tierra
hace que la armada tenga más efectivos de los necesarios.
Lo mismo ocurre en el cuerpo: una división de células inmunes conocidas
como células T ayudantes (helper) de tipo 1 (Th1) normalmente responden a
los ataques de bacterias y virus. Una segunda división —las células T
ayudantes de tipo 2 (Th2)— normalmente responden a los ataques de
parásitos, incluidos los gusanos. Si, gracias a una mejor higiene, disminuyen
los ataques de las enfermedades infecciosas provocadas por bacterias y virus,
se reducen los efectivos de la división Th1. La división Th2 se hace cargo de
esos excedentes, pero las células Th2 extra se encuentran con que tienen poco
trabajo. Por lo tanto, además de montar guardia contra los gusanos, empiezan
a atacar a partículas inofensivas, entre ellas el polen y la caspa. Simple y
elegante, pero ¿realista?
El siguiente reto para Strachan era buscar una relación evidente no solo
entre el tamaño de la familia y las alergias, sino entre las infecciones y las
alergias, un eslabón que reforzara su hipótesis. Parecía que algunos datos
confirmaban la idea: las personas infectadas por hepatitis A o sarampión no
tenían alergias con la misma frecuencia que las no infectadas. Pero lo extraño
era la dificultad de encontrar pruebas de esta relación en la mayoría de las
infecciones comunes. En realidad, el propio Strachan observó que los bebés
que habían sufrido alguna durante el primer mes de vida no eran más
propensos a desarrollar alergias que los que no las habían padecido. Y en los
casos en que más infecciones sí significaban menos alergias solía haber
alguna explicación mejor de esa relación.
Lamentablemente, como en el ejemplo de la armada y la marina, el
simplista reparto de las tareas antipatógenas del sistema inmunitario entre las
células Th1 y las células Th2 no se sostiene. No hay ningún patógeno al que
combatan exclusivamente las células Th1 ni exclusivamente las células Th2:
todos los patógenos provocan en un grado u otro a ambos tipos de células. Y,
más aún, si hubiera que culpar a las células Th2 de los mayores índices de
alergias, entonces no aumentarían también los casos de diabetes y de
esclerosis múltiple infantiles. Las dos son enfermedades autoinmunes, en las
que el cuerpo ataca a sus propias células, y ambas implican un exceso no de
la división Th2, sino de la división Th1.
Sin embargo, el elemento más contradictorio de la hipótesis de la higiene
es que, en ausencia de gérmenes y gusanos, las células inmunitarias siguen
teniendo un legítimo blanco al que apuntar, antes que al polen y al pelo de los
animales. Los verdaderos patógenos son hoy visitantes relativamente raros
entre las personas occidentales, pero en el cuerpo de estas hay una invasión
microbiana cuyo tamaño debería intimidar incluso al más voraz de los
sistemas inmunitarios. Con un peso total de alrededor de un kilo, y con su
centro de control en el colon, este grupo invasor de «gérmenes» —la
microbiota— convive con la mayor concentración de células inmunitarias del
cuerpo humano. Y, pese a ello, los invasores sobreviven, indemnes. Si el
sistema inmunitario estuviera desplegado en debida formación, pero sin
enemigos a los que atacar, ¿dejaría pasar la ocasión de abatir a esos intrusos?
Todo esto conduce a la pregunta de cómo sabe el sistema inmunitario a
quién debe atacar. Quizá te extrañe, porque la respuesta parece evidente: a
todo lo que no forme parte del cuerpo. A todo lo no-humano en los humanos,
todo lo nogatuno en los gatos y todo lo no-ratonil en las ratas. En otras
palabras, a todo lo no-yo. Lo único que habrá que hacer es reconocer qué es
—el yo— humano (o gatuno o ratonil) y tolerarlo, y reconocer qué es no-
humano —el no-yo— y destruirlo. Este dogma del yo / no-yo ha enmarcado
la inmunología durante más de un siglo.
Pero ahora piensa qué ocurriría si el sistema inmunitario realmente aplicara
este sistema; si atacara a cualquier cosa que le pareciera no-yo. ¿Moléculas de
los alimentos? ¿Polen? ¿Polvo? ¿La saliva de otra persona, incluso?
Reaccionar a todo esto no sirve de nada y es un completo despilfarro de
energía: son cosas, en sí mismas, inofensivas. El simple hecho de que algo
sea no-yo no implica que sea peligrosa y deba ser combatida. A algunas cosas
es mejor dejarlas en paz.
Por otro lado, imagina qué pasaría si el sistema inmunitario no destruyera
nada que fuera yo. Es un poco más complicado, pero no menos importante,
porque hay muchas cosas que podrías pensar que son yo, pero, pese a ello,
son indeseables. Para empezar, de no ser porque el sistema inmunitario se
encargó de eliminar el yo, todos tendríamos unidos los dedos de las manos y
los pies. Hacia las nueve semanas de embarazo, el feto empieza a parecerse a
un humano, pero no es mayor que un grano de uva. En ese momento, las
células interdactilares de manos y pies «se suicidan»: una muerte celular
programada para que los dedos se puedan separar. Esta operación de limpieza
la dirigen los fagocitos, un grupo de células inmunitarias que cercan y
desmontan la red que se vaya a eliminar.
Algo parecido ocurre con las sinapsis. Conseguir ese perfecto equilibrio
entre el recuerdo y el olvido significa destruir las articulaciones neuronales
que ya no tienen ninguna utilidad, una tarea que lleva a cabo un tipo
especializado de fagocito. Y lo mismo pasa con las células que corren peligro
de convertirse en cancerosas. Con más frecuencia de la que quisieras pensar
(probablemente estemos hablando de miles de veces al día), los errores que se
comenten al copiar el ADN amenazan con darle a una célula la llave de la
inmortalidad: el cáncer. Son las células del sistema inmunitario, que patrullan
por el cuerpo en busca de signos de tales errores, las que en casi todos los
casos impiden que así suceda. Tolerar algunas sustancias no-yo y atacar
algunas moléculas yo es tan importante como destruir a los patógenos no-yo.
Es evidente que la microbiota es no-yo. Son organismos completos que
pertenecen no solo a especies distintas de la nuestra, sino a varios reinos
diferentes de la vida. Y, más aún, son extremadamente parecidos a las propias
criaturas que tantos quebraderos de cabeza dan al sistema inmunitario: las
variedades patógenas de las bacterias, los virus y los hongos. Los
componentes de la microbiota incluso tienen sus superficies recubiertas por el
mismo tipo de obsequiosas moléculas que las que el sistema inmunitario
utiliza para detectar a los patógenos. Pero algo hay en estos microbios que le
dice al sistema inmunitario que no ataque.
La hipótesis de la higiene original de David Strachan fue excelente, pero
en la actualidad está en proceso de revisión. Strachan proponía que el hecho
de sufrir más infecciones durante la infancia significaba menor probabilidad
de tener alergias. El problema es que la evidencia no corrobora la idea, y que
los mecanismos no funcionan muy bien. Pero, en cierto modo, la nueva
consideración de la tesis de la higiene es de suma sutileza. Aunque la
microbiota no provoque enfermedad, es, en algún sentido, una enorme
infección. Estos microbios son intrusos, pero llevan tanto tiempo como tales
y reportan tantos beneficios que el sistema inmunitario ha aprendido a
acomodarse a ellos. Por lo tanto, ¿cómo han evitado su destrucción nuestros
residentes microbianos? ¿Y qué le ocurre a nuestro exquisitamente ajustado
sistema inmunitario si esos microbios se desequilibran?

En mi descubrimiento de los microbios que habitan en el cuerpo humano,


hubo un momento en que dejé de verme como individuo y, en su lugar,
empecé a considerarme la vasija de mi microbiota. Ahora, nos veo —a mí y a
mis microbios— como un equipo. Pero, como ocurre en todas las relaciones,
solo obtendré lo que sepa dar. Soy su proveedora y protectora, y, a cambio de
estos servicios, ellos me sostienen y me nutren. Cuando decido qué voy a
comer, me sorprendo considerando qué les pueda apetecer a mis microbios, y
en mi salud física y mental veo marcadores de mi validez como anfitriona de
esos microbios. Son mi propia colonia personal, y su conservación tiene para
mí el mismo valor que el bienestar de mi cuerpo.
Esta alianza, a pesar de mi singular capacidad humana de entender
conscientemente tal asociación, no es exclusiva de los humanos. Como
explicaré en el capítulo 6, tu propia colonia empieza en un Arca de Noé de
especies que tu madre te regaló al darte a luz. Los primeros microbios de tu
madre, claro está, procedían de tu abuela, y los de esta, de tu bisabuela, y
luego de tu tatarabuela, y así sucesivamente, ad infinitum. En algún punto de
hace ocho mil «tátaras», el regalo microbiano fue pasando de madre a hijo en
nuestros ancestros pre-Homo sapiens. Esta transferencia se adentra de forma
ininterrumpida en nuestra historia evolutiva, más allá de los humanos, más
allá de los primates, más allá incluso de los mamíferos, al menos hasta los
albores del reino animal.
Un recurso habitual de los profesores de biología es pedir a los alumnos
que extiendan los brazos cuanto puedan, para trazar en la envergadura la
biografía del planeta. En la punta del dedo corazón de la mano derecha está la
formación de la Tierra, hace cuatro mil seiscientos millones de años. El
extremo de la mano izquierda representa el día de hoy. El enfriamiento de las
rocas de la Tierra se prolongó hasta el codo del brazo derecho, y ahí empezó
la vida en forma de bacterias. A partir de esos inicios tan simples, hubo que
esperar a llegar casi a la muñeca del brazo izquierdo —otros tres mil millones
de años— hasta que se desarrollaron los animales más elementales. Los
mamíferos, con todo su esplendor de piel, lana y cortejos, aparecieron justo
en el dedo corazón, y los humanos entraron en escena en el último trozo, no
más ancho que un pelo, de la uña de este dedo. Como ya otros dijeron: una
sola pasada de la lima de uñas, y se hubiera esfumado todo rastro de nuestra
existencia.
Así pues, los animales nunca han conocido la vida sin bacterias. Tan
entrelazadas están sus existencias que, escondidos en el interior de (casi)
todas las células de todos los animales, podemos encontrar los espíritus de las
bacterias más simples. Cercadas por una célula mayor, estas bacterias son
inquilinos a los que merece la pena albergar, porque cada una está
especializada en producir energía a partir de las moléculas de los alimentos.
Son las mitocondrias (las centrales eléctricas de las células), que, mediante la
respiración celular, convierten los alimentos en energía. Tan fundamentales
hoy para la vida multicelular como en los primeros días del reino animal,
estas exbacterias se han integrado tanto que no consideramos que sean
microbios de pleno derecho. Las mitocondrias son la firma evolutiva de las
primeras alianzas entre dos organismos. Desde entonces, los organismos más
pequeños forman equipo con los más grandes.

figura 4. Una historia del planeta Tierra

En el árbol de la vida se puede ver el patrón de estas alianzas. El dibujo de


un árbol evolutivo de las relaciones entre las especies de mamíferos, y otro de
las bacterias que habitan en estos mamíferos, revelan que ambos grupos han
viajado juntos a lo largo del tiempo evolutivo. Los árboles se reflejan
mutuamente como si de espejos se tratara: una especie de mamíferos se
divide en dos, y los microbios que alberga también se dividen en dos. A partir
de este punto evolucionan por separado con sus nuevos anfitriones
mamíferos. Esta relación tan tupidamente entretejida entre el portador y su
microbiota ha generado una idea revolucionaria que llega hasta el núcleo del
funcionamiento de la evolución por selección natural.

figura 5. La evolución de las mitocondrias

Empezaré como lo hace Darwin en El origen de las especies: no con la


selección natural, sino con la selección artificial. Darwin habla de la cría de
palomas, porque era la afición preferida de cierto tipo de caballero de su
época. Pero yo ilustraré mi tesis con perros. Tanto el gran danés como el fox
terrier descienden del lobo, pero ninguno se parece a su antepasado. El gran
danés fue criado para que cazara venados, jabalíes y hasta osos en los
bosques de Alemania. En cada generación, los criadores escogían para padres
de la siguiente a los perros de mayor tamaño, velocidad y fuerza. Estas
características se fueron acentuando de forma sistemática, a medida que los
criadores iban seleccionando las más apropiadas (es decir, una selección
artificial, no natural) de entre la diversidad de perros. En el otro extremo, los
fox terrier eran seleccionados por su velocidad, agilidad y capacidad de
meterse en un agujero, también por sus criadores, no por el entorno natural.
La selección natural funciona de forma muy similar, salvo que, en lugar de
un criador que seleccione basándose en determinadas características, quien
realiza el trabajo es el medio natural. El guepardo ha de tener las patas lo
bastante fuertes para poder correr tras su presa; el corazón y los pulmones lo
bastante grandes para resistir más que su presa; la vista lo bastante aguda para
percatarse de las gacelas pequeñas de los lados del rebaño. La rana debe tener
los dedos de los pies bien unidos para poderse impulsar por el agua, las
huevas fuertes para que resistan el calor del sol, y la piel con capacidad de
camuflaje para pasar desapercibida a las garzas. El punto de referencia de
todos estos rasgos son el clima, el hábitat, los competidores, la presa o los
depredadores del organismo.
Lo que los biólogos evolutivos debaten es para qué se selecciona
exactamente. Podría parecer evidente: el individuo con unos músculos fuertes
o con los dedos de los pies unidos es el que vivirá y se reproducirá. Este
individuo es el que las circunstancias han seleccionado para que se
reproduzca. Pero, entonces, ¿por qué las leonas ayudan a sus cachorros? ¿Por
qué las abejas obreras ayudan a la reina? ¿Por qué las pollas de agua ayudan a
sus padres? Y, tal vez más desconcertante, ¿por qué el murciélago vampiro
regurgita una buena ración de sangre para servírsela a otro que no ha
conseguido alimentarse, aunque no exista relación alguna entre ambos? Si
todo lo que le importara al individuo fuera su propio éxito reproductor, ¿por
qué ayudar a los demás? Estas preguntas son las que hacen que los biólogos
debatan la selección más allá del individuo. Si la colaboración ayuda a
reproducirse a los miembros del grupo, en especial cuando no existe una
relación entre ellos, el entorno no selecciona solo a los individuos, sino a
grupos enteros.
Richard Dawkins recuerda que la cuestión no es ni la selección natural ni
la del grupo. En su libro El gen egoísta, de 1976, defendía la teoría de varios
destacados biólogos evolutivos: lo que la selección elige en última instancia
son los genes. El cuerpo, dice, es un mero vehículo de los genes, con el que
estos pueden vivir una existencia inmortal. Los genes, como los individuos,
son variados, se pueden copiar y se transmiten de generación en generación.
La cuestión es que los genes son los que determinan la probabilidad de
reproducirse del individuo; por consiguiente, ellos, y no los individuos, son
los que se seleccionan o se dejan de seleccionar. Un gen no puede actuar
solo, por supuesto. Ni siquiera el gen más portador de vida y de mayor
capacidad para engendrar bebés con el que la mutación pudiera dotar a un
individuo está limitado por las virtudes de sus genes vecinos. Eso nos lleva
de nuevo al principio —el individuo—, pero quizá sabiendo apreciar mejor la
complejidad del proceso de selección natural.
La evolución conjunta de las especies anfitrionas y sus microbios añade
una capa más a esta ya enmarañada red de favores evolutivos. Tomemos el
caso de un herbívoro, el búfalo, para hacernos una idea de la tarea de
selección natural en ausencia de la microbiota. Nuestro búfalo sería lo
bastante grande para librarse de los lobos, tendría suficiente pelo para
abrigarse en el crudo invierno, así como fuerza suficiente para recorrer largas
distancias en busca de buenos pastos. Pero estas características del búfalo (y
otras muchas portadoras de vida y alumbradoras de bebés) no sirven de nada
sin un aceptable conjunto de microbios intestinales. Por sí solo, el búfalo no
puede digerir la hierba. Con la barriga llena de forraje intacto, no puede
absorber las moléculas de lo que come, así como no es capaz de producir
energía. Sin energía, no puede crecer, moverse, reproducirse ni seguir vivo.
Es inútil.
El búfalo y su microbiota han evolucionado juntos. Han sido seleccionados
juntos. Para conseguir el favor de la selección, el búfalo ha de ser lo bastante
grande, y tener pelo y fuerza suficientes, pero también ha de poder digerir
bien. Ha de ser suficientemente microbiano. El conjunto formado por el
anfitrión (el búfalo, el pez, el insecto o la persona) y sus microbios se conoce
como «holobionte». Esta codependencia, esta inevitabilidad evolutiva, es la
que llevó a Eugen e Iliana Rosenberg, de la Universidad de Tel Aviv de
Israel, a proponer otro nivel al que puede actuar la selección natural. No solo
los individuos y los grupos son elegidos por sus respectivos méritos
reproductivos, sino también los holobiontes. Dado que ningún animal puede
vivir nunca con independencia de sus microbios (y ninguna microbiota, sin su
portador), es imposible seleccionar uno sin seleccionar la otra. Así pues, la
selección natural actúa en ambos y, como hace en el individuo, elige las
combinaciones de vehículo y pasajeros que sean lo suficientemente fuertes,
adecuadas e idóneas para sobrevivir y reproducirse.
En última instancia, como bien demuestra Dawkins, la selección actúa
sobre los genes, sean animales o microbianos. En consecuencia, la idea de
Rosenberg se conoce como «selección hologenoma»: selección conjunta
entre el genoma del portador y el microbioma.
La teoría es que el sistema inmunitario no evolucionó de forma aislada.
Nunca fue un conjunto estéril de nódulos, tubos y células errantes, siempre en
guardia ante el posible ataque de un enemigo desconocido. Al contrario, «se
ha criado» con todo tipo de microbios, con los que hacen que enfermemos y
con los que hacen que gocemos de buena salud. Debido a esta asociación
milenaria, el sistema inmunitario espera que los microbios estén presentes.
Cuando no lo están, se rompe el equilibrio. Es como si hubieras aprendido a
conducir con el freno de mano siempre puesto. Sabes exactamente la presión
que has de aplicar al acelerador para vencer la fuerza del freno, pero, de
repente, el freno baja y empiezas a conducir de forma extraña y errática,
afanándote en controlar la situación.
Evidentemente, ni el que peor salud tiene de entre nosotros carece por
completo de microbiota, por lo que no podemos conocer a ciencia cierta los
estragos que, de no existir esta, podría hacer el sistema inmunitario. En la
historia de la humanidad, solo una persona ha vivido sin microbiota, o casi.
Para ello, ese niño pasó la vida en una burbuja en un hospital de Houston, y
los medios de comunicación lo bautizaron con el nombre de «Niño Burbuja».
David Vetter padecía inmunodeficiencia combinada severa (SCID, en sus
siglas inglesas), lo cual significaba que era completamente incapaz de
defenderse de los patógenos. Los padres de David habían perdido a su primer
hijo por esta enfermedad genética, pero los médicos pensaban que la cura
estaba a la vuelta de la esquina, por lo que la madre de David se decidió a
tener otro hijo.
David nació por cesárea en 1971, dentro de una burbuja de plástico. Sus
cuidadores empleaban guantes de plástico, y se alimentaba de leche infantil
esterilizada. Nunca conoció el olor de la piel de su madre, ni el tacto de la
mano de su padre. Nunca jugó con otro niño sin estar envuelto en plástico
para evitar compartir los juguetes y las risas. Para sacar a David de la
burbuja, era necesario trasplantarle médula ósea de su hermana. Con ello, se
esperaba que el sistema inmunitario de David arrancara y lo liberara de su
enfermedad. Pero su hermana no era compatible para el trasplante. David no
tenía más opción que permanecer dentro de su burbuja el resto de su vida.
A pesar de su devastadora enfermedad, David vivió protegido con relativa
buena salud. No tuvo ninguna dolencia hasta su muerte, a los doce años. Lo
más enigmático era su deficiente memoria espacial y su hipersensibilidad al
paso del tiempo, quizá porque su cerebro no tuvo necesidad de abrirse
camino en el espacio, solo una vez. Durante su aislamiento, se realizaron
muchos estudios sobre la salud física y mental de David, pero los beneficios
conocidos de la microbiota se limitaron a su función de sintetizar vitaminas.
No se investigó el impacto que produjo en el paciente el hecho de estar libre
de gérmenes. Al final, al no encontrar un donante compatible, se decidió que
había que trasplantar a David médula ósea de su hermana, a pesar de todos
los riegos que ello suponía. Al cabo de un mes de la operación, David murió
de linfoma, un cáncer del sistema inmunitario. La causa del cáncer fue el
virus de Epstein-Barr, que vivía como polizón en la médula ósea de la
hermana y que los médicos, sin saberlo, pasaron con ella a David.
Pese a todos los esfuerzos por mantener a David libre de gérmenes desde
que nació, sus intestinos fueron siendo colonizados progresivamente por más
y más especies de bacterias. Los médicos lo sabían, porque periódicamente
cultivaban los virus de las heces de David. No obstante, la simple colonia que
había adquirido no parecía que le provocara daño alguno. Si David hubiera
estado realmente libre de gérmenes, el forense que le practicó la autopsia
hubiese descubierto que el aparato digestivo del niño era enormemente
desmesurado. La primera sección (con forma de pelota de tenis) del intestino
grueso (el ciego) a la que está pegado el apéndice, seguramente se hubiera
asemejado más a un balón de fútbol que a una pelota de tenis. La superficie
arrugada del intestino delgado probablemente hubiera tenido un área
superficial mucho más pequeña de lo normal, y con menos vasos sanguíneos
que lo proveyeran. La realidad fue que el aparato digestivo de David era
como el de cualquier otro niño.
Tales diferencias gastrointestinales son típicas de los animales libres de
gérmenes, aunque no se sabe muy bien por qué. Una investigadora me
contaba que la primera vez que diseccionó un ratón libre de gérmenes se
quedó horrorizada ante el enorme tamaño del intestino ciego, que ocupaba la
mayor parte del abdomen. Después supo que todos los ratones libres de
gérmenes tienen el ciego de talla extragrande. También su sistema
inmunitario es claramente distinto al de los animales normales, casi como si
nunca hubiese madurado desde el nacimiento. El intestino delgado de los
mamíferos colonizados, incluidos los humanos, suele estar punteado de unos
grupos de células que actúan de puestos de guardia fronterizos, llamados
«placas de Peyer». En cada placa hay una hilera de diminutos centros de
evaluación, a los que se desvían las partículas no-yo para ser «interrogadas»
por las células inmunitarias acerca de sus planes e intenciones. Si aparecen
partículas sospechosas, se abre la caza de otras que pueda haber en el
intestino, y, de vez en cuando, por todo el cuerpo. Pero en los mamíferos
libres de gérmenes, esos puestos de policía de aduana son pocos y están muy
distanciados entre sí; los guardias que hay en ellos no están debidamente
formados y tardan en avisar a sus colegas de la brecha abierta en la frontera.
Con un sistema inmunitario así, las perspectivas del animal libre de gérmenes
fuera de la seguridad de su burbuja de aislamiento no son buenas. De hecho,
al salir de su cobijo, los animales libres de gérmenes sucumben enseguida a
la infección y mueren.
No hay duda de que la microbiota altera el desarrollo del sistema
inmunitario, lo cual tiene un enorme efecto sobre su capacidad de combatir la
enfermedad. Es un efecto que no se produce en los conejillos de Indias
infectados por las bacterias Shigella —que en las personas provocan diarrea
grave—, pero que causa irremediablemente la muerte a los que están libres de
gérmenes. Basta con añadirle una sola especie de la microbiota normal para
que el conejillo de Indias quede protegido de los efectos letales de las
Shigella. Pero dicho efecto no solo se observa en animales completamente
libres de gérmenes. Los antibióticos que cambian el equilibrio normal de la
microbiota también provocan más infecciones al animal al que se le
administran. Los ratones tratados con antibióticos, por ejemplo, no pueden
acabar con el virus de la gripe que se les inserta en la nariz. Enferman. En
cambio, los no tratados con antibióticos no enferman. Ocurre simplemente
que no se producen células inmunitarias y anticuerpos —que marcan a los
patógenos para acabar con ellos— en cantidades suficientes para impedir que
la infección se extienda a los pulmones.
Parece paradójico: es evidente que los antibióticos sirven para tratar las
infecciones, no para provocarlas. Pero aunque unos determinados antibióticos
nos puedan curar una infección, también pueden dejarnos a merced de otras.
La explicación obvia es que, sin microbios protectores, el cuerpo queda
expuesto al ataque de otros patógenos. Pero los antibióticos raramente
disminuyen la cantidad total de microbios protectores presentes; lo que hacen
es cambiar la composición de las diferentes especies. Parece que el verdadero
cambio se produce en la forma de comportarse del sistema inmunitario, según
qué componentes de la microbiota estén presentes.
La primera línea de defensa del intestino es una gruesa capa mucosa. Cerca
de las células que recubren el intestino, la mucosidad está libre de cualquier
microbio, pero, en la capa exterior, fijan su residencia muchos componentes
de la microbiota. El tratamiento con el antibiótico metronidazol, por ejemplo,
solo acaba con las bacterias anaerobias (las que viven sin oxígeno). Esta
variación en la composición de la microbiota cambia la conducta fundamental
del sistema inmunitario. Interfiere directamente en nuestros genes humanos,
cortando la producción de los genes que fabrican en masa proteínas mucinas
para la capa mucosa protectora. Ante una capa más delgada, microbios de
todo tipo pueden acceder con mayor facilidad al recubrimiento intestinal. Si
los microbios, o sus componentes químicos, cruzan al flujo sanguíneo del
otro lado, el sistema inmunitario se moviliza.
Es comprensible que te preguntes por qué no enfermamos más al tomar
antibióticos si estos cambian el funcionamiento del sistema inmunitario. En
un estudio de ochenta y cinco mil pacientes, aquellos que tomaban
antibióticos durante un periodo prolongado para tratar el acné tenían más del
doble de probabilidades de padecer resfriados y otras infecciones del tracto
respiratorio superior que los pacientes que no tomaban antibióticos. En otro
estudio sobre estudiantes universitarios, se observó que tomar antibióticos
multiplicaba por cuatro el riesgo de constiparse.
¿Y cómo afectan los antibióticos a las alergias? En 2013, un grupo de
científicos de la Universidad de Bristol, en el Reino Unido, se hicieron
exactamente esta pregunta. Realizaron un trabajo de investigación masiva
conocido como «Hijos de los noventa». En él, reunieron gran cantidad de
información sobre la salud y las circunstancias sociales de los hijos de
catorce mil mujeres que estuvieron embarazadas a principios de los años
noventa. Los datos incluían información sobre el uso de antibióticos cuando
los niños eran pequeños. Se descubrió que los que habían recibido
antibióticos antes de los dos años —nada menos que el setenta y cuatro por
ciento de ellos— a los ocho años tenían el doble de probabilidades de
desarrollar asma. Cuantos más antibióticos había recibido el niño, más
probable era que padeciera asma, dermatitis atópica y alergia al polen.
Pero, como suele decirse, correlación no significa causalidad. El
investigador jefe del estudio sobre los antibióticos había descubierto cuatro
años antes que cuanto más veían la televisión los niños, más proclives eran a
desarrollar asma. Evidentemente, pese a los resultados similares del estudio
sobre los antibióticos, nadie creía de verdad que el hecho de ver la televisión
pudiera provocar alguna disfunción inmunitaria en los pulmones. En realidad,
la cantidad de horas pasadas delante del televisor servía de referencia para
determinar la cantidad de ejercicio físico que realizaban los niños. Pero la
pregunta sigue siendo la misma: ¿cómo podemos estar seguros de que la
cantidad de antibióticos que recibiera el niño no sea también referencia de
algo? Por ejemplo, podría estar relacionada con lo exigentes que pudieran ser
los padres, o, mejor quizá, con la posibilidad de que los antibióticos se
administraran para tratar unos primeros síntomas de asma. Pero la
explicación que dieron los investigadores se basaba de nuevo en el cálculo de
probabilidades, esta vez excluyendo a cualquier niño que hubiera tenido
problemas de respiración antes de los dieciocho meses. La relación seguía
siendo estrecha.
La función de los antibióticos, evidentemente, es librar al cuerpo de la
infección, por lo que, a la vista de la relación entre ellos y las alergias, la
hipótesis de la higiene sigue en pie. Pero la paradoja no desaparece: ¿por qué
el sistema inmunitario iba a atacar a alérgenos inofensivos, antes que
defender al cuerpo de peligros más alarmantes generados por sus microbios?
Y, si el aumento de las alergias está relacionado con la disminución de las
infecciones, ¿por qué quienes hemos tenido menos infecciones debemos ser
los que tengamos más alergias?
La profesora Agnes Wold, de la Universidad de Gotemburgo, Suecia, fue
la primera en formular una hipótesis alternativa a la de la higiene. Fue en
1998. Empezaban a tomar fuerza los estudios sobre la importancia de la
microbiota. La inexistencia de correlación entre las infecciones y la alergia
había comenzado a poner en entredicho la idea de Strachan. Además de la
correlación entre los antibióticos y las alergias, había una conexión más
directa. Ingegerd Adlerberth, colega de Wold, había comparado
anteriormente los microbios de bebés nacidos en hospitales de Suecia y de
Pakistán.
Los bebés nacidos en Suecia, donde los índices de alergias son elevados,
tenían una diversidad de bacterias mucho menor que la de los bebés nacidos
en Pakistán, en especial de las conocidas como enterobacterias. Las
condiciones higiénicas sin duda eran mucho mejores en Suecia que en
Pakistán, pero los bebés paquistaníes no enfermaban: no sufrían infecciones.
Simplemente estaban colonizados por más microbios, sobre todo por un
grupo de bacterias que se encuentran en los intestinos adultos, y, por
consiguiente, en las heces de la madre, y, en general, en el ambiente. Es
posible que, en Suecia, los protocolos tocológicos, incluida en algunos casos
la práctica de limpiar los genitales de la mujer antes de que dé a luz, hayan
estado alterando por completo los microbios que acampan en los intestinos
vacíos del recién nacido.
Wold pensaba que este cambio en la composición de la microbiota (y no la
exposición directa a infecciones) era lo que provocaba el aumento de las
alergias. Organizó un amplio estudio de bebés nacidos en Suecia, Gran
Bretaña e Italia, para hacer un seguimiento de los cambios que se iban
produciendo en sus microbiotas. Como estaba previsto, estos bebes
ultrahigiénicos estaban colonizados por menos especies, en especial, también,
por menos enterobacterias. En cambio, había más componentes de un grupo
de bacterias que normalmente se encuentran en la piel, no en el intestino: los
estafilococos. Ninguna especie ni grupo particulares de microbios se podía
relacionar con el desarrollo posterior de alergias, pero tal relación podría estar
en la diversidad general de los microbios intestinales de los bebés. Los que
en años posteriores desarrollaban alergias tenían una diversidad muy inferior
a la de los bebés que seguían sanos.
El nuevo marco en que Wold situó la hipótesis original de la higiene de
Strachan ha ganado terreno entre inmunólogos y microbiólogos. Dos décadas
de investigación sobre la microbiota han añadido una capa nueva de
complejidad a lo que sabemos sobre lo que hace que el sistema inmunitario se
desarrolle de forma sana. Un ambiente superlimpio no se limita a detener las
enfermedades infecciosas, sino que impide la colonización por parte de
microbios a los que a veces se llama «viejos amigos». Estos viejos amigos
nos han acompañado en todos y cada uno de los pasos de nuestra evolución,
siempre en conversación permanente con el sistema inmunitario. La hipótesis
de la higiene ha mutado en la hipótesis de los «viejos amigos», una versión
nueva de una idea antigua. La pregunta siguiente es qué le dice exactamente
la microbiota al cuerpo humano, o, para el caso, al cuerpo de cualquier
animal. ¿Cómo sabe el cuerpo en qué microbios puede confiar y cuáles son
auténticos impostores?
El sistema inmunitario opera un equipo de diferentes tipos de células, cada
uno con un papel específico en la detección y eliminación de amenazas, una
función muy parecida a la de las fuerzas armadas. Los macrófagos son
soldados de infantería que se zampan a las bacterias peligrosas, mientras que
las células B de memoria son francotiradoras, entrenadas para atacar un
objetivo concreto. En cambio, las células T ayudantes (como las Th1 y Th2)
son oficiales de los servicios de información, que alertan a las tropas sobre
cualquier posible invasión. La activación de todas estas respuestas comienza
con los antígenos (pequeñas moléculas de la superficie de un patógeno que lo
identifican como enemigo). Estos antígenos actúan como pequeñas banderas
rojas, hayan encontrado o no anteriormente ese particular patógeno. Todos
los patógenos llevan estas banderas, por lo que, una vez que penetran en el
cuerpo, siempre son detectados.
En los tiempos en que la idea del yo y no-yo dominaba el pensamiento de
los inmunólogos, se creía que los patógenos revelaban su presencia mediante
los antígenos que llevan en las células superficiales. Pero lo que los
investigadores no reconocían en aquella época era que los microbios
beneficiosos también llevaban estas banderas y enviaban al sistema
inmunitario exactamente el mismo mensaje que el de estos patógenos. Las
banderas se limitaban a identificarlos como microbios y no informaban al
cuerpo de si eran amigos o enemigos. No era que un sistema inmunitario
ilustrado ignorara la microbiota. Al contrario, nuestros microbios
beneficiosos debían de encontrar una forma de convencer al sistema
inmunitario para que los dejara quedar.
Tal vez pienses que las células inmunitarias estuvieran ocupadas en
destruir objetivos y detectar amenazas. Pero, como ocurre en todos los
sistemas del cuerpo, tiene que haber un equilibrio: interruptores que
enciendan e interruptores que apaguen. No es distinto en el sistema
inmunitario: los mensajes favorables a la inflamación (atacar) han de estar
equilibrados con los contrarios a la inflamación (no intervenir). La parte
contraria a la inflación de la ecuación la genera una célula inmunitaria
reconocida hace poco, la célula T reguladora, que, como general de brigada,
coordina la reacción inmunitaria general. Conocidas como Treg, estas células
ejercen una influencia tranquilizadora sobre los miembros agresivos y
sedientos de sangre de las filas del sistema inmunitario. Cuantas más son las
células Treg, menos reactivo es el sistema inmunitario, y cuantas menos, más
agresiva es la reacción de este.
En efecto, en los niños que tienen una mutación genética que les impide
producir Treg, la consecuencia es una enfermedad conocida como IPEX
(síndrome de inmunodesregulación, poliendocrinopatía, enteropatía, ligado a
X). El sistema inmunitario se desequilibra y produce cantidades masivas de
células inmunitarias favorables a la inflamación, un exceso que hace que los
nódulos linfáticos y el bazo se agranden. Las células agresoras atacan
letalmente los órganos del cuerpo, lo cual suele provocar diabetes, dermatitis
atópica, alergias alimentarias, enfermedad inflamatoria intestinal y diarrea
intratable durante la infancia. Estos múltiples trastornos autoinmunes y
alérgicos pueden provocar la muerte, por la progresiva destrucción de
diferentes órganos.
Pero la nueva y sorprendente evidencia es que el comandante jefe que
dirige las células Treg contrarias a la inflamación no es un tipo superior de
célula humana que actúe en solitario en el mejor interés del cuerpo. Al
contrario, es la microbiota la que da las órdenes, utilizando a las Treg como
peones. Con la manipulación de los efectivos de esta formación de células
supresoras, la microbiota se asegura su propia supervivencia. Para ella, un
sistema inmunitario sosegado y tolerante significa una vida tranquila, sin
miedo a ataques ni a la eliminación. La idea de que nuestra microbiota ha
evolucionado para suprimirnos el sistema inmunitario en su propio beneficio
parece un poco intimidatoria. Se altera al más alto nivel un sistema
inmunitario fundamental para nuestra supervivencia ante el ataque de
nuestros más antiguos adversarios. Pero no tenemos por qué preocuparnos:
nuestra larga historia de evolución conjunta con nuestra microbiota ha
ajustado con exquisita precisión el equilibrio inmune, para el mejor interés
nuestro y suyo.
Más inquietante es la pérdida de la diversidad que sufren las microbiotas
de los humanos que siguen un estilo de vida occidentalizado. Con una menor
diversidad, ¿qué pasa con las Treg? Un grupo de científicos, incluida Agnes
Wold, se plantearon esta pregunta utilizando a ese viejo protagonista del
laboratorio: el ratón libre de gérmenes. Midieron la efectividad de las Treg del
ratón libre de gérmenes y la compararon con la de ratones normales. En el de
libre de gérmenes, se necesitaba una ratio muy superior entre Treg y células
atacantes para eliminar la agresiva reacción inmunitaria, lo cual demostraba
que las Treg que se producían en ausencia de microbiota tenían mucha menos
fuerza que las del ratón normal. En otro experimento, la simple introducción
de una microbiota intestinal normal a un ratón libre de gérmenes aumentaba
la cantidad de Treg producidas por el ratón, con lo que se serenaba el
comportamiento agresivo del sistema inmunitario.
Así pues, ¿cómo actúan los componentes de la microbiota? La superficie
de sus células está cubierta de banderas rojas como las que se encuentran en
los microbios patógenos; unas banderas, sin embargo, que, en lugar de irritar
al sistema inmunitario, consiguen apaciguarlo. Parece que cada especie
beneficiosa puede tener su propia contraseña, que solo conocen ella y el
sistema inmunitario. El profesor Sarkis Mazmanian, del Instituto de
Tecnología de California, descubrió esta contraseña, producida por una
bacteria llamada Bacteroides fragilis. Esta especie es de las que más abundan
en la microbiota; suele asentarse en el intestino inmediatamente después del
parto. Produce una sustancia química llamada polisacárido A, o PSA, que se
libera desde la superficie de la B. fragilis en diminutas cápsulas. Estas son
cercadas por las células del intestino grueso, y el PSA del interior activa las
células Treg. A continuación, las Treg envían mensajes químicos
tranquilizantes a otras células inmunitarias, para que no ataquen a la B.
fragilis.
Con el PSA de contraseña, la B. fragilis convierte la reacción
proinflamación del sistema inmunitario en reacción antiinflamación. Es
probable que el PSA y otras contraseñas elaboradas por otros primeros
colonizadores sean importantes para sosegar la reacción inmunitaria y evitar
alergias. Seguramente, muchas variedades de estas contraseñas han
evolucionado para que cepas individuales de microbios las reproduzcan; así
serán aceptadas como miembros del exclusivo club del interior del cuerpo
humano. Como ocurre con el fatal síndrome inmunitario IPEX, los animales
que padecen alergias tienen déficit de Treg. Parece que, sin ese efecto
tranquilizador, el freno de mano está bajado y el sistema inmunitario avanza a
plena velocidad, atacando incluso a la más inocua de las sustancias.

Hablemos ahora del cólera, la enfermedad oculta en la incesante diarrea


acuosa y blancuzca que contaminó el suministro de agua del Soho en 1854, y
que hoy sigue causando brotes de miseria en los países en desarrollo. La
produce una pequeña y perniciosa bacteria llamada Vibrio cholerae, que
coloniza el intestino delgado. Pero nunca tiene intención de quedarse mucho
tiempo. La mayoría de las bacterias infecciosas tratan de sortear el sistema
inmunitario hasta que han fortificado a sus efectivos lo suficiente para resistir
el ataque y provocar una infección persistente, en cambio, la V. cholerae
alardea de su presencia desde el momento en que llega. En la primera fase de
su misión, se pega a la pared intestinal y se reproduce a la máxima velocidad
que puede. Pero, en vez de ir deambulando por ahí para provocar infección
permanente, esta bacteria tiene otras ideas. Sale. Y lo hace en grandes
cantidades, mezclada con el estiércol líquido de la acuosa diarrea que drena
del cuerpo de su anfitrión.
La diarrea es una estrategia tanto de la bacteria como del sistema
inmunitario. La bacteria la utiliza como medio para salir a infectar a otros
anfitriones, mientras que el sistema inmunitario la emplea para, con sus
aguas, limpiarse él mismo de algún patógeno y sus toxinas. El mecanismo es
el siguiente: la pared intestinal se parece mucho a una pared de ladrillo, en el
sentido de que es una capa de células estrechamente unidas. Sin embargo, en
vez de utilizar cemento para trabar permanentemente unas células con otras,
estas quedan unidas por proteínas en forma de cadena. Esto hace que la pared
intestinal sea un poco más flexible. La mayor parte del tiempo, cualquier cosa
que trate de llegar del intestino a la corriente sanguínea es obligada a intentar
pasar directamente a través de una célula, donde se ve sometida a todo tipo de
interrogatorios. Pero, de vez en cuando, las cadenas proteicas se aflojan, lo
que permite que sustancias de la sangre pasen al intestino, y viceversa. Si es
necesario, el agua de la sangre puede pasar entre las células del revestimiento
intestinal hasta llegar al intestino, provocando así diarrea. Lo ideal es que el
cuerpo nunca necesite tirar de esta cadena para librarse de algún patógeno.
En la estrategia de salida de aguas de la V. cholerae destacan dos cosas,
una de las cuales es pertinente para el impacto de nuestra particular colonia
microbiana y el funcionamiento de nuestro sistema inmunitario. La otra, por
la que voy a empezar, es simplemente interesante.
Se refiere a la conversación que las bacterias V. cholerae mantienen entre
ellas antes de partir. No juego aquí con antropomorfismos: estas bacterias, y
muchas otras, realmente conversan. La estrategia infecciosa que han
desarrollado es algo así… Fase 1: infectar el intestino grueso y reproducirse
como conejos. Fase 2: cuando la población ha alcanzado un determinado
tamaño y el anfitrión está al borde de la muerte, salir en un torrente de
diarrea, listas para infectar a diez nuevos anfitriones. El problema de esta
estrategia es cómo «saber» cuándo la población es suficientemente grande
para abandonar el barco. La solución se llama quorum sensing («sensación de
existencia de cuórum»). Cada bacteria libera constantemente una
pequeñísima cantidad de una sustancia química, que en el caso de la V.
cholerae se llama «autoinductor 1 del cólera», o, en sus siglas inglesas, CAI-
1. Cuantas más bacterias hay en la población, mayor es la concentración de
CAI-1 de su alrededor. Por tanto, en algún momento, se alcanza un cuórum.
Es decir, hay la cantidad mínima de miembros necesarios para que se pueda
votar. Con ello, las bacterias sienten que ha llegado la hora de partir.
Y lo hacen con suma habilidad. La concentración de CAI-1, junto con la de
otro autoinductor, el AI2, hace que las V. cholerae cambien su expresión
genética. Apagan colectivamente los genes que las ayudan a pegarse a la
pared intestinal. Después, encienden una serie de genes productores de
sustancias que obligan a la pared intestinal a abrir las compuertas. Uno de
estos genes codifica una toxina llamada zonula occludens, abreviada como
«zot». La descubrió el científico de origen italiano Alessio Fasano, que
trabaja en el Hospital General Infantil de Massachusetts, en Boston. La zot
afloja las cadenas que unen las células intestinales, permitiendo así que
penetre el agua, y que las V. cholerae salgan en libertad por los intestinos.
Su descubrimiento llevó a Fasano a pensar: si la zot era una llave vírica
que encajaba en una cerradura humana, ¿qué hacía ahí esa cerradura? ¿Podía
haber una llave humana destinada a esa cerradura, y de la que las V. cholerae
hubieran hecho copias? Como era de esperar, Fasano descubrió una nueva
proteína humana, similar a la zot y a la que bautizó con el nombre de
«zonulina» Como hace la zot, la zonulina interfiere en las cadenas que atan
las células intestinales unas a otras; de este modo, controla la permeabilidad
de la pared intestinal. Más zonulina significa que las cadenas se aflojan y las
células se separan, permitiendo así que partículas más grandes entren y
salgan de la sangre.
La zonulina de Fasano nos lleva a la parte pertinente para la inmunidad.
Ante una microbiota sana y normal, las cadenas se cierran y las células
quedan fuertemente atadas. Nada que sea grande y peligroso puede pasar a la
sangre. Pero cuando la microbiota se desequilibra, actúa un poco como una
versión leve de la V. cholerae, e irrita el sistema inmunitario. La reacción de
este es intentar defenderse liberando zonulina para aflojar las cadenas,
despegar las células de la pared intestinal y expulsarlas del sistema. El
revestimiento del intestino ya no es un muro infranqueable, por el que solo
puedan pasar las diminutas partículas de los alimentos. Se ha hecho
permeable… y está lleno de fugas. Por las rendijas que dejan las células se
cuela todo tipo de inmigrantes ilegales, que emprenden el camino hacia la
tierra prometida del cuerpo.
Todo eso nos lleva a un terreno controvertido. La idea de intestino
permeable tiene muy buen predicamento en la industria sanitaria, cuya
rapacidad y capacidad de distorsionar la verdad son equiparables a las de su
hermana más conocida: la industria farmacéutica. La tesis de que en el
«síndrome de intestino permeable» está la raíz de todas las enfermedades (y
de otros muchos males) es tan vieja como la propia industria. Pero hasta hace
relativamente poco no se analizó con minuciosidad la base científica de sus
causas, mecanismos o consecuencias. La industria farmacéutica tiene muchos
fallos, pero como mejor se puede resumir la «medicina alternativa» es
utilizando dos tipos de tratamientos: los que no funcionan bastante bien para
merecer el título de «medicina» y los que no cuentan aún con el aval de
pruebas científicas y clínicas. Tal vez haya que mencionar una tercera
categoría de tratamientos: los que no se pueden patentar ni vender; entre
ellos: el descanso y una buena alimentación.
La clase científica y médica dirigente recela de la idea de intestino
permeable. Para el paciente harto de no obtener respuesta sobre su constante
fatiga, dolor, problemas gastrointestinales, jaquecas y demás, el intestino
permeable sirve de explicación verosímil. Es un diagnóstico que tanto el
profesional honesto y bien informado de la salud alternativa como el
mercachifle que se suma a la moda para vender sus baratijas pueden ofrecer
al paciente, acompañado, como tratamiento, de una razonable serie de
recomendaciones sobre el modo de vida. Hay incluso análisis con los que,
debidamente realizados, se puede determinar el grado de «permeabilidad», de
modo que los profesionales de la salud alternativa no solo pueden cuantificar
el problema, sino controlar las mejorías. Sin embargo, para los médicos, la
idea cuenta con muy pocas pruebas que hayan superado el filtro de las
facultades de Medicina y los departamentos de salud; por tanto, es una idea
cuya credibilidad sigue siendo baja. En la web del Servicio Nacional de Salud
del Reino Unido se dan pocas esperanzas a los pacientes que indaguen en esta
idea:

Los defensores del «síndrome de intestino poroso» —en su mayor parte nutricionistas y
profesionales de la medicina complementaria y alternativa— piensan que el revestimiento intestinal
se puede irritar y hacerse «permeable» como consecuencia de una diversidad mucho más amplia de
factores; entre ellos, el crecimiento excesivo de las levaduras o las bacterias del intestino, una dieta
deficiente y el uso excesivo de antibióticos. Creen que las partículas no digeridas de los alimentos,
las toxinas y los gérmenes pueden atravesar la pared «permeable» del intestino y penetrar en el flujo
sanguíneo, activando así el sistema inmunitario y causando una inflamación persistente por todo el
cuerpo. Tal realidad, dicen, está relacionada con una diversidad mucho mayor de problemas y
enfermedades. Es una teoría imprecisa a la que aún le queda mucho por demostrar.

No obstante, es una opinión que se va quedando desfasada a pasos


agigantados. Es posible que muchos científicos y médicos que participan en
estudios e investigaciones sobre la permeabilidad intestinal y la inflamación
crónica no quieran manifestarse a favor de una idea alternativa de la salud, y
jugarse con ello la credibilidad obtenida a tan duras penas. Yo misma, como
escritora científica, tengo mis dudas al abordar este tema en un libro de
rigurosa base científica, por miedo a sacar al lector escéptico de su zona de
confort. Pero las investigaciones que construyen esa base se multiplican, y se
desvelan los mecanismos. Antes de que decidas si todo es palabrería o una
realidad, permíteme que repase las pruebas.
Las razones empiezan con Alessio Fasano y la zonulina. Aunque el
objetivo de Fasano era conocer mejor la táctica invasora del cólera, acabó por
darse cuenta de que tenía respuestas para otro problema, mucho más cercano.
En los años noventa, recién llegado de Italia a Estados Unidos, Fasano era
gastroenterólogo infantil. Entre sus pacientes, había niños celiacos, una
enfermedad que, hasta entonces, no había sido muy frecuente (en un
importante informe de ochocientas páginas sobre enfermedades digestivas
publicado en 1994, ni siquiera se la mencionaba). Esos niños pacientes de
Fasano enfermaban gravemente si tomaban gluten, por poquísimo que fuera.
El gluten es una proteína que se encuentra en los granos de trigo, de centeno
y de cebada, y hace que la masa del pan se estire sin romperse debido a las
burbujas de aire producidas por la levadura. En la enfermedad celiaca, esta
proteína provoca una reacción autoinmune. Las células inmunitarias tratan a
la proteína como si fuera una invasora, y producen anticuerpos para
combatirla. Estos anticuerpos también atacan a las células de los intestinos,
provocando daño, dolor y diarrea.
La enfermedad celiaca es una dolencia autoinmune muy especial; es la
única enfermedad de desencadenante conocido: el gluten. Este conocimiento
alegró a los inmunólogos: conocían la causa de la enfermedad. También
alegró a los genetistas: se habían localizado muchos genes que a unas
personas las hacían más vulnerables a la enfermedad celiaca que a otras.
Genes malignos más desencadenante ambiental igual a enfermedad,
pensaban. Pero, como gastroenterólogo que era, Fasano no se alegró. Para
que el gluten fuera causa de enfermedad, tenía que establecer contacto con
células inmunitarias. Pero para ello debía atravesar el revestimiento intestinal.
Exactamente por la misma razón que los diabéticos deben inyectarse insulina
en lugar de tragarla, el gluten no puede atravesar ese forro de los intestinos.
Es una proteína demasiado grande para poder atravesar sin ayuda la pared
intestinal.
Pero el descubrimiento de Fasano de la toxina del cólera, la zot, y la
equivalente humana, la zonulina, demostró ser la pista que necesitaba. En las
personas que desarrollan la enfermedad celiaca, tengan ocho u ochenta años,
no basta con el gluten y una mala serie de genes. Tiene que haber algo que
abra las puertas al gluten. Fasano sabía que las paredes intestinales de las
personas celiacas eran permeables, y tenía el presentimiento de que en ello
pudiera tener algo que ver la zonulina. Analizó tejido intestinal de niños
celiacos y no celiacos. Como sospechaba, los celiacos tenían niveles de
zonulina muy superiores. Sus paredes intestinales se abrían y dejaban que las
proteínas del gluten entraran en la sangre, donde desencadenaban una
reacción autoinmune. Actualmente, más o menos el uno por ciento de la
población occidental padece la enfermedad celiaca.
Las personas celiacas no son las únicas que tienen el intestino permeable y
elevados niveles de zonulina. Las diabéticas de tipo 1 también tienen los
intestinos particularmente porosos, y Fasano descubrió que también en su
caso intervenía la zonulina. En una raza de ratas que se utiliza para estudiar la
diabetes, el intestino permeable siempre precede en varias semanas a la
enfermedad, lo cual indica que también es un paso necesario en el desarrollo
de esta enfermedad. Si a las ratas se les administra un fármaco que bloquea la
acción de la zonulina, dos tercios de ellas no contraen diabetes. ¿Y todas las
demás enfermedades del siglo XXI? ¿Hay alguna o algunas que también
muestren intestinos permeables o mayores niveles de zonulina?
Empezaremos por la obesidad. En el capítulo 2, decía que el aumento de
peso va asociado a altos niveles en sangre de un compuesto llamado
lipopolisacárido (LPS). Puedes imaginar estas moléculas como las células de
la dermis de las bacterias. Sujetan las tripas de las bacterias. Y alejan los
peligros externos. Como las células de la piel, también mudan y se renuevan
constantemente. Las moléculas LPS recubren la superficie de las bacterias
«gram negativas». Es un agrupamiento que tiene que ver más con la
identificación y la función de los microbios que con las especies, los géneros
y los filos de que he hablado hasta ahora. Tanto las bacterias gram negativas
como las gram positivas viven en el intestino. Y ninguna de las dos es
inherentemente «buena» ni «mala». Pero el hecho de que en la sangre de las
personas obesas se encuentren elevados niveles de moléculas LPS de
bacterias gram negativas sí es «malo». Plantean la pregunta: ¿cómo llegaron
hasta ahí?
La LPS es una molécula relativamente grande. En circunstancias normales,
no puede atravesar el revestimiento intestinal. Sin embargo, cuando aumenta
la porosidad del intestino —es decir, cuando el intestino se hace
«permeable»—, el LPS se cuela por las células de la pared intestinal y entra
en la sangre. De paso, activa los receptores (los guardias encargados de
asegurar que no haya ninguna rendija en el muro). La reacción de los
receptores al encontrarse con el LPS es alertar al sistema inmunitario. Liberan
unos mensajeros químicos llamados citocinas, que salen zumbando hacia
todo el cuerpo disparando las alarmas y formando a la tropa.
En este proceso, se puede inflamar todo el cuerpo. Células inmunes
llamadas fagocitos inundan las células adiposas que almacenan la grasa, y, en
lugar de dividirse en dos, las obligan a aumentar continuamente de tamaño.
En la persona obesa, es posible que hasta nada menos que el cincuenta por
ciento del volumen de estas células no sea grasa, sino fagocitos. El cuerpo de
la persona con sobrepeso u obesa está en un estado de inflamación de bajo
nivel, pero crónica, lo cual no solo favorece que la persona vuelva a
engordar, sino que el LPS de su sangre también interfiera en la hormona
insulina, generando así el peligro de enfermar de diabetes 2 y de cardiopatías.
El exceso de LPS en sangre también se ha relacionado con las
enfermedades mentales. Los pacientes deprimidos, los niños autistas y las
personas esquizofrénicas suelen tener intestinos permeables e inflamación
crónica. Lo más inquietante es que los sucesos traumáticos, desde el de ser
separado de la madre siendo bebé, hasta el de perder a algún ser querido,
pueden hacer permeable el intestino. No está claro aún si este es el eslabón
biológico perdido entre el estrés y la depresión, pero, como ocurre con el eje
intestino-microbiota-cerebro, las pruebas de que lo sea se acumulan. La
depresión suele ir de la mano de un mal estado de salud, desde la obesidad
hasta el síndrome de intestino irritable, pero normalmente se atribuye al
infortunio de los propios trastornos. La idea del intestino permeable que
provoca inflamación crónica y genera problemas de salud tanto física como
mental resulta apasionante para la ciencia médica.
Es evidente que el intestino permeable no es la causa de todas las
enfermedades, y mucho menos de los males políticos y sociales de los que a
muchos les gustaría culparle. Pero, visto el escepticismo que hoy provoca, es
necesario reconsiderar la idea y renovar su imagen. Actualmente, su más que
vilipendiado pasado ensombrece el estudio científico de suma calidad sobre
su importancia en el origen de muchas dolencias. La obesidad, las alergias,
las enfermedades autoinmunes y las condiciones de salud mental muestran,
todas, una mayor permeabilidad de los intestinos y la consiguiente
inflamación crónica. Esta inflamación se muestra como un sistema
inmunitario hiperactivo, que reacciona ante los inmigrantes ilegales que
cruzan la frontera del intestino para entrar en el cuerpo: desde moléculas de
los alimentos como el gluten y la lactosa, hasta productos bacterianos como
el LPS. A veces, las células del propio cuerpo quedan apresadas en el fuego
cruzado; entonces se producen las enfermedades autoinmunes. Parece que
una microbiota equilibrada y sana actúa de ejército custodio de las puertas
que refuerza la integridad del intestino y protege la santidad del cuerpo.

En la línea de fuego no solo están las alergias y las propias células del
cuerpo, sino también determinados componentes de la microbiota, como
parece ser el caso de la más ubicua de las enfermedades de la civilización: el
acné. En nombre de la investigación científica, he estado en algunos de los
lugares más recónditos y aislados del planeta. La mayor parte del tiempo que
he pasado fuera de la fría y húmeda metrópolis de Londres lo he dedicado a
hábitats y culturas completamente distintos de los míos. Junglas donde la
gente caza comadrejas o ciervos ratón para poder cenar. Desiertos donde el
medio de transporte más rápido es el camello. Comunidades cuyas aldeas
flotan sobre balsas en el mar. En todos estos lugares, la vida es diferente de la
de mi casa. El alimento se caza, se mata y se come, sin necesidad de
empaquetado ni de supermercados. Con la noche llega la completa oscuridad,
salvo la luz que puedan emitir una lámpara de aceite o una hoguera. Estar
enfermo implica la posibilidad más que real de una muerte inminente. Son
lugares donde un niño puede perder un ojo mientras duerme por el picoteo de
algún pollo, donde un accidente laboral sería caerse de un árbol mientras se
recolecta miel, y donde la falta de lluvia significa falta de comida. Y, lo más
fundamental: lo que comes es aquello que puedes cultivar o atrapar, y no hay
más atención sanitaria que alguna hierba y cierta oración.
Lo que no se ve en las tierras altas de Papúa Nueva Guinea, a decenas de
kilómetros de la carretera más cercana, ni en las aldeas marítimas itinerantes
de la isla de Célebes, en Indonesia, son personas que tengan acné. Ni siquiera
los adolescentes. En cambio, en Australia, Europa, América y Japón, lo tiene
todo el mundo. Digo todo el mundo, y así es en sentido casi literal. En el
mundo industrial, más del noventa por ciento de las personas, en un momento
u otro de la vida, tienen granos. Los adolescentes son quienes peor lo pasan,
pero, en pocas décadas, parece que el problema se ha extendido más allá de
ese grupo de edad. Hoy, los adultos, en especial las mujeres, siguen teniendo
acné hasta los veinte, treinta y a veces más años. Alrededor del cuarenta por
ciento de las mujeres de entre veinticinco y cuarenta años tienen acné en un
grado u otro, y muchas de las que lo tienen a esa edad no lo tuvieron en la
adolescencia. Las visitas al dermatólogo se deben más al acné que a cualquier
otro problema de la piel. Como ocurre con la alergia al polen, consideramos
que el acné ya forma parte de nuestra vida, en especial de la de los
adolescentes. Pero, si fuera así, ¿por qué no lo padecen también las personas
de las zonas preindustriales del mundo?
Si se piensa un poco, es simplemente ridículo que tanta gente tenga acné.
Y más ridículo aún que se hayan realizado tan pocos estudios sobre su causa,
a pesar del aumento inexorable de los casos, sobre todo entre adultos que
hace ya mucho tiempo que se libraron del tormento de la pubertad. Llevamos
más de medio siglo atascados en la misma explicación: unas hormonas
«masculinas» hiperactivas, exceso de seborrea, un frenesí de
Propionibacterium acnes, y, en consecuencia, una fea reacción inmunitaria
de rojeces, hinchazones y glóbulos blancos (pus). Pero si se observa con
atención, no se entiende. En realidad, las mujeres con mayores niveles de
andrógenos (las hormonas masculinas a las que se cree culpables del acné) no
tienen más ni peores granos. Y los hombres, que tienen unos niveles de
andrógenos muchísimo más altos, no sufren tanto de acné como las mujeres.
Entonces, ¿qué ocurre? Nuevas investigaciones apuntan a que hemos
estado buscando en el sitio equivocado. La idea de que la P. acnes es la causa
del acné ya tiene muchos años, y su origen es evidente. ¿Quieres conocer la
causa de los granos? Mira en su interior y observa qué microbios pululan ahí.
No importa que esas mismas bacterias vivan en la piel sana de quienes tienen
acné y en la de quienes no lo tienen. Da igual que algunos granos no
contengan la más mínima cantidad de P. acnes. No existe correlación entre la
densidad de P. acnes y la gravedad del acné. Además, los niveles de seborrea
y de hormonas masculinas no predicen la presencia del acné.
El hecho de que con antibióticos, tanto si se aplican directamente a la cara
como si se ingieren en forma de pastilla, suela mejorarse el acné, ha
mantenido viva la teoría de la P. acnes. Y sigue vigente. Los antibióticos son
el fármaco más recetado contra los granos, y muchas personas los siguen
tomando meses y años. Pero los antibióticos no afectan solo a las bacterias
que viven en la piel. También se resienten las de los intestinos. Veíamos
antes que los antibióticos cambian el comportamiento del sistema
inmunitario. ¿Podría ser esta la verdadera causa de su acción contra el acné?
Lo que cada vez está más claro es que la P. acnes no es fundamental para
el desarrollo del acné. La función que esta bacteria desempeñe sigue siendo
motivo de debate, pero están apareciendo nuevas ideas sobre la contribución
del sistema inmunitario a esta dolencia moderna. La piel de las personas que
tienen acné contiene más células inmunitarias, incluso en zonas
aparentemente sanas. Parece que el acné es otra manifestación más de la
inflamación crónica. Incluso, algunos sugieren que el sistema inmunitario se
ha hecho hipersensible a la P. acnes y, tal vez, a otros microbios de la piel, a
los que ya no trata como amigos, sino como enemigos.
Lo mismo se puede decir de las enfermedades inflamatorias intestinales
(EII) (la enfermedad de Crohn y la colitis ulcerosa). Seguramente debido a
algún cambio en la composición normal de la microbiota, las células
inmunitarias del intestino parecen perder su habitual respeto por la colonia
intestinal. La causa podría ser que las células Treg, con su efecto apaciguador,
dejan de controlar a los miembros más agresivos del pelotón inmunitario. Por
tal razón, en lugar de tolerar y estimular a los microbios beneficiosos, montan
un ataque contra sí mismas. No es tanto una autoinmunidad, dirigida contra
el yo, como una coinmunidad: ataques inmunitarios a los microbios
«comensales» que suelen vivir en una relación mutuamente beneficiosa con
nuestro cuerpo.
El hecho de que las personas que padecen EII sean considerablemente más
proclives que las sanas a desarrollar algún tipo de cáncer colorrectal apunta a
una relación más profunda entre la disbiosis y la salud. Hace tiempo que se
sabe que determinadas infecciones pueden favorecer el cáncer. El virus del
papiloma humano (VPH), por ejemplo, está detrás de muchos casos de cáncer
de cuello de útero, y la bacteria Helycobacter pylori que provoca úlcera de
estómago también puede iniciar cáncer de estómago. Parece que la disbiosis
que acompaña a la EII es otro elemento más de riesgo. De algún modo, la
inflamación que provoca daña el ADN de las células humanas que recubren
el intestino, permitiendo así el desarrollo de tumores.
El papel de la microbiota en el desarrollo de cánceres no se limita a los del
sistema digestivo. La disbiosis puede favorecer el intestino permeable y la
inflamación, por lo que una microbiota enferma también puede contribuir a la
aparición del cáncer en otros órganos del cuerpo. El ejemplo más claro es el
cáncer de hígado. En un experimento diseñado para averiguar la posible
relación entre la obesidad y una dieta alta en grasas con el desarrollo del
cáncer, los investigadores expusieron ratones delgados y obesos a sustancias
cancerígenas. La mayoría de los delgados resistieron el cáncer, pero un tercio
de los obesos desarrollaron cáncer de hígado. Los investigadores no estaban
seguros de cómo una dieta alta en grasas podía favorecer un cáncer ajeno al
tracto digestivo, por lo que compararon el contenido de la sangre de los dos
tipos de ratones. Los obesos tenían niveles superiores de un compuesto
dañino llamado ácido desoxicólico (ADC), del que se sabe que daña el ADN.
El ADC procede de los ácidos biliares, unas sustancias producidas para
ayudar a digerir las grasas. Pero los ácidos biliares solo se convierten en
ADC —que después el hígado se encarga de descomponer— en presencia de
un determinado grupo de microbios, de la especie clostridia. Los ratones
obesos tenían en los intestinos unos niveles de grasa mucho más altos que los
de los ratones delgados, lo cual los hacía especialmente vulnerables al
desarrollo de cáncer de hígado. El tratamiento de esos microbios con
antibióticos específicos reducía la probabilidad de que desarrollaran el
cáncer.
Es bien sabido que el tabaco y el alcohol favorecen la aparición de
cánceres; en cambio, muchas personas no saben que también la obesidad
aumenta las probabilidades de padecerlo. En los hombres, se calcula que
alrededor del catorce por ciento de las muertes por cáncer están relacionadas
con el sobrepeso, una cifra que en las mujeres llega al veinte por ciento. Se
cree que muchos casos de cáncer de mama, cuello de útero, colon y riñón
también están relacionados con el peso excesivo, y la culpa es, al menos en
parte, de una microbiota «obesa».
En el siglo XXI, acabado ya el reinado de las enfermedades infecciosas, la
gran paradoja de la salud es que hoy estar sano puede depender de tener más
microbios, no menos. Ha llegado el momento de pasar de la hipótesis de la
higiene a la hipótesis de los «viejos amigos»: lo que nos falta no son
infecciones, sino los microbios beneficiosos que educan y apaciguan a
nuestro sistema inmunitario en desarrollo.
En el capítulo 1 preguntaba por los eslabones que pudieran unir distintas
enfermedades del siglo XXI que aparentemente no guardan relación alguna: de
la obesidad a las alergias, y de las enfermedades autoinmunes a las mentales.
La respuesta es lo que subyace en todas ellas: la inflamación. Nuestro sistema
inmunitario, lejos de tomarse unas vacaciones una vez terminado el imperio
de las enfermedades infecciosas, está hoy más activo que nunca. Se enfrenta a
una guerra interminable, no porque haya más enemigos, sino porque, por un
lado, hemos bajado la guardia y hemos abierto las fronteras a microbios que
deberían ser nuestros aliados, y, por otro, hemos perdido las fuerzas de paz de
cuya formación se encargan estos microbios.
Así pues, si de verdad quieres estimular tu sistema inmunitario, olvídate de
bayas carísimas y zumos especiales. En su lugar, atiende ante todo a tu
microbiota. Lo demás te llegará por añadidura.
5

LA GUERRA DE LOS GÉRMENES

En 2005, Jeremy Nicholson, profesor de química biológica del Imperial


College de Londres, propuso una idea polémica: la de que detrás de la
epidemia de obesidad estaban los antibióticos. Los primeros experimentos de
Fredrik Bäckhed que demostraron que la microbiota desempeñaba un
importantísimo papel en la recolección y en el almacenamiento de la energía
de los alimentos habían abierto la mente de los científicos a la posibilidad de
que los microbios pudieran controlar el aumento de peso. Si los microbios
intestinales podían hacer que los ratones engordaran, ¿sería posible que la
alteración con antibióticos de la composición de esos microbios tuviera algo
que ver con la obesidad humana?
No fue hasta la década de 1980 cuando realmente muchísimas personas
aumentaron demasiado de peso y se volvieron obesas, pero la tendencia hacia
la actual epidemia de obesidad empezó en los años cincuenta. Nicholson se
preguntaba si el momento de la introducción de los antibióticos para uso
público en 1944 (solo unos pocos años antes de que se iniciara el aumento
inexorable de los casos de obesidad) fue algo más que una coincidencia. Sus
sospechas no se limitaban a la correlación cronológica. Ya sabía que los
ganaderos llevaban décadas utilizando antibióticos para engordar a sus
animales y así hacerlos más rentables en el mercado.
A finales de los años cuarenta, científicos de Estados Unidos habían
descubierto de modo casual que la administración de antibióticos a los pollos
aumentaba su crecimiento hasta en un cincuenta por ciento. Eran tiempos
difíciles. Y un público estadounidense cada vez más urbano estaba harto del
elevado coste de la vida. La gente empezaba a pensar que ya se había
sacrificado bastante, y la carne más barata ocupaba los primeros puestos en
su lista de deseos de posguerra. Los efectos de los antibióticos en los pollos
parecían todo un milagro, por lo que, jubilosos, los granjeros se frotaban las
manos al ver que las vacas, los cerdos, las ovejas y los pavos reaccionaban de
igual forma a pequeñas dosis diarias de aquellos fármacos: un espectacular
aumento de peso.
No tenían idea de cómo actuaban aquellos medicamentos que estimulaban
el crecimiento, ni de las consecuencias que pudieran tener, pero había escasez
de alimentos y los precios eran muy altos. Las ganancias que se obtenían por
la diferencia entre los costes de la, digamos, alimentación de los pollos y los
beneficios que estos generaban eran espectaculares. Desde entonces, la
llamada terapia con antibióticos subterapéuticos forma parte esencial de todo
tipo de ganadería. Los cálculos son imprecisos, pero es posible que en
Estados Unidos hasta el setenta por ciento de los antibióticos se utilice para el
ganado. La bonificación extra de poder amontonar más animales en espacios
más reducidos sin que sucumbieran a las infecciones no hizo sino que el uso
de los antibióticos aumentara. Sin estos estimulantes del crecimiento, Estados
Unidos, para producir las mismas toneladas de carne tendría que criar cuatro
cientos cincuenta y dos millones de pollos, veintitrés millones de terneros y
doce millones de cerdos más al año.
La pregunta de Nicholson era: si los antibióticos podían engordar
considerablemente al ganado, ¿existía alguna prueba de que no hicieran lo
mismo con nosotros? El aparato digestivo de los humanos no es muy
diferente del de los cerdos. Unos y otros somos omnívoros, tenemos un
estómago simple y un colon largo repleto de microbios que aprovechan los
restos del proceso digestivo que se realiza en el intestino delgado. Los
antibióticos pueden acelerar en un diez por ciento diario el ritmo de
crecimiento del lechón. Para el granjero, esto significa que puede llevar el
cerdo al matadero uno o dos días antes, un beneficio que, si se multiplica por
miles de animales, es enorme. ¿Es posible que a las personas también nos
engorde nuestro voraz consumo de antibióticos, para así lucir mejor en el
mercado?
El mayor deseo de mucha gente que batalla con su peso es estar más
delgada, pero, por mucho que lo ansíen, son incapaces de lograrlo. Tan fuerte
es este afán que, en un experimento, pacientes de obesidad mórbida que
disminuyeron considerablemente de peso decían que preferían perder una
pierna o quedarse ciegos o sordos antes que volver a estar obesos. Todos y
cada uno de los cuarenta y siete pacientes preferían estar delgados a ser
multimillonarios obesos.
Si tanto anhelamos estar delgados, ¿por qué es tan fácil engordar y tan
difícil adelgazar y mantenerse en ese peso? Hasta los cálculos más optimistas
apuntan a que solo el veinte por ciento de las personas con sobrepeso en
algún momento de la vida consiguen adelgazar y seguir con ese peso más de
un año. Las que logran perder peso dicen que para mantenerse delgadas han
de tomar muchas menos calorías de las que cualquier dieta de mantenimiento
de peso, teniendo en cuenta su altura, les recomienda. Perder peso es tan
difícil que en algunas campañas publicitarias oficiales se ha renunciado a
intentar que la gente pierda unos kilos; lo que ahora se quiere es
sencillamente que no engordemos más. En esta línea, encontramos la
campaña «Mantente como estás. No engordes más». Muchas empresas
ofrecen a sus empleados cursos y asesoramiento para evitar aumentar de peso
en las épocas de tradicional relajación, como las vacaciones o las Navidades.
Es una preocupación que coincide con la progresiva consideración de la
obesidad como una enfermedad. Si el profesor Nikhil Dhurandhar acierta al
pensar que la obesidad no es una simple cuestión de desequilibrio entra las
calorías que entran y las que se queman, sino una enfermedad compleja con
muchas e importantes causas posibles (como explicaba en el capítulo 2),
entonces tal vez los antibióticos pudieran ser un factor importante de la
epidemia. Daría una atractiva explicación de algunos de los extraordinarios
datos relacionados con la obesidad. El simple hecho de que el sesenta y cinco
por ciento de las personas de los países desarrollados sufran sobrepeso o sean
obesas da una imagen alucinante del comportamiento humano. ¿Somos
realmente tan perezosos, tan golosos, tan ignorantes y tan indolentes que en
nuestra especie son más los que han acumulado sobrepeso que los que han
permanecido delgados? ¿O es que nuestro exceso de peso tiene unas causas
más profundas de lo que suponemos?
Una epidemia de obesidad que estuviera provocada o estimulada por los
antibióticos no solo nos libraría de cierta parte de la responsabilidad de
nuestro peso excesivo, sino que nos aportaría los medios para combatirla sin
tener que recurrir a unas dietas que parecen bastante inútiles.

En 1999, falleció Anne Miller, una exenfermera que había nacido en Nueva
York. Murió después de haber vivido cincuenta y siete años más de los que
todos los pronósticos le auguraban. En 1942, cuando tenía treinta y tres años,
Miller tuvo un aborto. Después contrajo una infección por estreptococos que
la dejó al borde de la muerte, postrada en una cama hospitalaria de
Connecticut. Cuando la fiebre le subió hasta casi cuarenta y dos, el doctor
encargado de su caso pidió a la familia autorización para llevar a cabo un
último intento con el que tal vez pudiera salvar la vida a Miller.
Quería probar un fármaco nuevo, nunca usado antes en ningún paciente,
que, según había oído decir, había desarrollado una compañía farmacéutica
de Nueva Jersey. Se llamaba «penicilina». Miller llevaba todo un mes
delirando por culpa de la fiebre cuando, a las 15:30 de la tarde del 14 de
marzo, le inyectaron una cucharadita de café del fármaco, que por entonces
era la mitad de las existencias mundiales. A las 19:30, la fiebre había
remitido y el estado de Miller se había estabilizado. Unos días después,
estaba completamente recuperada. Ella fue la primera persona que salvó la
vida gracias a los antibióticos.
Desde entonces, los antibióticos han evitado la muerte de incontables
millones de personas, empezando ya de forma importante con los soldados de
la Segunda Guerra Mundial heridos en el desembarco en las playas de
Normandía el Día-D de 1944. Cuando las historias de las curaciones
milagrosas llegaron a conocimiento del público, aumentó la demanda de
aquel fármaco. En marzo de 1945, la producción de penicilina se había
disparado. En Estados Unidos cualquiera podía conseguir el debido
tratamiento en su farmacia. En 1949, el precio había bajado de los veinte
dólares por cien mil unidades a solo diez centavos. En los sesenta y cinco
años siguientes se han desarrollado otras veinte variedades de antibióticos,
cada una con su particular forma de combatir las bacterias. Entre 1954 y
2005, la producción de antibióticos en Estados Unidos pasó nada menos que
de novecientas a veintitrés mil toneladas al año. Estos extraordinarios
medicamentos nos han cambiado la vida y la muerte. Su descubrimiento es
una de las grandes victorias de la humanidad, un logro que ha evitado el
sufrimiento y la muerte a manos de nuestro más antiguo y letal enemigo. Hoy
cuesta creerlo, pero en su día fueron fármacos milagrosos. Su uso se
reservaba para los casos más desesperados, y salvaban, literalmente, la vida.
Actualmente, para bien o para mal, el consumo de antibióticos es
pandémico. Puedes apostar lo que quieras a que, en el mundo desarrollado,
no hay ni un solo adulto que no haya tomado antibióticos al menos una vez
en la vida. En Gran Bretaña, la mujer media seguirá setenta tratamientos con
antibióticos a lo largo de la vida. Setenta. No se aleja mucho de un
tratamiento al año. El varón medio, tal vez debido a su innata reticencia a ir al
médico, o quizás a las diferencias del sistema inmunitario masculino y
femenino, seguirá cincuenta tratamientos. En Europa, el cuarenta por ciento
de las personas han tomado antibióticos en los últimos doce meses. En Italia,
los ha tomado el cincuenta y siete por ciento, una cifra que se equilibra con el
bajo porcentaje de Suecia (veintidós por ciento). Los estadounidenses
coinciden con los italianos: en cualquier momento dado, el dos y medio por
ciento de la población de Estados Unidos está tomando antibióticos.
En realidad, es difícil encontrar un solo niño de menos de dos años que no
haya tomado antibióticos. A más o menos un tercio de los niños de seis meses
se les receta antibióticos, una proporción que pasa a la mitad al año, y a tres
cuartos a los dos años. A los dieciocho, cualquier joven del mundo
desarrollado habrá recibido una media de entre diez y veinte tratamientos con
antibióticos. Alrededor de un tercio de los antibióticos que recetan los
médicos van destinados a los niños. En Estados Unidos, anualmente se
recetan novecientos de estos tratamientos por cada mil niños. En España, por
cada mil niños se recetan mil seiscientos tratamientos con antibióticos al año
(es decir, los niños españoles reciben una media de 1,6 de estos tratamientos
cada año de su corta vida).
Más o menos la mitad de estas recetas infantiles se deben a infecciones del
oído, a las que los niños son especialmente propensos. El pequeño tubo que
conecta el oído con la garganta —el que se «marca» con los cambios de
presión— es casi horizontal en el bebé; se va inclinando con la edad. Esto
significa que a los niños pequeños les cuesta más drenar las mucosidades
hasta la garganta, por lo que ese tubo se suele llenar de porquería hasta
atascarse. Las infecciones de oído también son el doble de frecuentes en los
niños que usan el chupete, de ahí que abunden tanto. Los médicos se toman
muy en serio las infecciones de oído por dos potenciales riesgos, ambos muy
pequeños: primero, los niños que sufren repetidas infecciones de oído pueden
tener dificultades para oír bien, en una etapa en que es fundamental que lo
hagan para aprender a hablar, y, segundo, estas infecciones se pueden
complicar si se extienden a mayor profundidad y afectan al hueso mastoideo
que se encuentra detrás de la oreja. Conocida como mastoiditis, esta infección
bacteriana puede provocar lesiones irreversibles en el oído. De hecho, puede
ser mortal. Ambos riesgos son extremadamente pequeños, pero bastan para
que muchos médicos procuren cubrirse las espaldas.
Es más que probable que no todos esos muchísimos medicamentos sean
necesarios. El organismo responsable de la sanidad pública de Estados
Unidos —los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades—
calcula que la mitad de los antibióticos que se recetan en el país son
innecesarios o inapropiados. Muchas de estas prescripciones son para
personas que padecen resfriados o gripe, desesperadas por librarse de ellos.
Las firman médicos cansados de no poderles dar algo que las cure. No
importa que tanto el resfriado como la gripe los provoquen virus, no
bacterias, y que los antibióticos no hagan mella en los primeros. No importa
que la mayor parte de los resfriados desaparezcan solos al cabo de pocos días
o semanas, sin necesidad de correr riesgos.
A medida que se agrava el problema de la resistencia a los antibióticos,
aumenta la presión para que los médicos los receten con mayor cuidado.
Queda mucho por mejorar. En 1998, tres cuartas partes de los antibióticos
recetados en Estados Unidos lo fueron por médicos de atención primaria y
para afecciones respiratorias: infecciones del oído, sinusitis, faringitis,
bronquitis e inflamaciones del tracto respiratorio superior (ITS). De los
veinticinco millones de personas que visitaron al médico por ITS, al treinta
por ciento se les recetaron antibióticos. No está mal, dirás, pero debes saber
que solo el cinco por ciento de las ITS están provocadas por bacterias. Lo
mismo ocurre con la faringitis, que ese mismo año fue diagnosticada a
catorce millones de personas, y al sesenta y dos por ciento de ellas se les
recetaron antibióticos. Solo el diez por ciento de esas personas tenían
infecciones bacterianas. En general, el cincuenta y cinco por ciento de los
antibióticos recetados ese año eran innecesarios.
Los médicos son quienes tienen la llave que da acceso a estos
medicamentos, por lo que podría parecer que ellos son los últimos
responsables de su abuso, pero la ignorancia del paciente puede ser una
presión insoportable. En un amplio estudio sobre veintisiete mil europeos
realizado en el año 2009, el cincuenta y tres por ciento creía
equivocadamente que los antibióticos mataban a los virus, mientras que el
cuarenta y siete por ciento, que eran efectivos contra el resfriado y la gripe
(ambos causados por virus). Para muchos médicos, el miedo a mandar al
paciente a casa con las manos vacías, para que vuelva a la consulta con
alguna complicación grave por infección bacteriana, basta para que decidan
recetar antibióticos, por si acaso. Con los bebés, ese miedo se multiplica
exponencialmente: el niño pequeño puede llorar porque quiere que lo acunen,
o por un dolor cuya causa puede ser grave. Puede que esté tranquilo y apático
debido a una dosis elevada de paracetamol, o porque sufra alguna afección
grave. El médico joven prefiere asegurarse a tener que pedir perdón. Pero
¿merece la pena?
En algunos casos, sí. Las infecciones pulmonares, por ejemplo, suelen
resultar ser neumonías, especialmente en las personas mayores. Por cada una
de estas a las que los antibióticos impedirán que enfermen de neumonía, más
o menos habrá otras cuarenta que los tomarán sin que les sirva de nada. Sin
embargo, en bastantes otras enfermedades, son muchísimos más los pacientes
que toman antibióticos sin ningún provecho. Más de cuatro mil personas con
faringitis e ITS toman antibióticos para evitar posibles complicaciones, algo
que ocurre en solo una de ellas. El riesgo de complicaciones es todavía menor
en los niños con infecciones de oído. Se calcula que para evitar un caso de
mastoiditis habría que tratar con antibióticos a unos cincuenta mil niños. Y,
además, la mayoría de los que sufren mastoiditis se recuperan sin más
problemas; el riesgo de muerte es de, más o menos, uno entre diez millones.
La resistencia a los antibióticos que resultará de tratar con ellos a todos estos
niños es sin duda mucho más peligrosa para la salud pública que ese
pequeñísimo riesgo de infección.
Está claro que en el mundo desarrollado tomamos inmensas cantidades de
antibióticos, en la mayoría de los casos sin ninguna necesidad. El profesor
Chris Butler, médico de familia en activo, además de profesor de atención
primaria en la Universidad de Cardiff, en una entrevista en Radio 4 de la
BBC expuso claramente el contraste de esa realidad con la del consumo de
antibióticos en el mundo en desarrollo, donde las enfermedades infecciosas
siguen siendo comunes y los antibióticos salvan vidas. Decía:

Llegué al Reino Unido procedente de un gran hospital rural de Sudáfrica, donde la incidencia de las
enfermedades infecciosas era increíble, y muchísimas personas, sanas y en forma en todo lo demás,
acudían al hospital con neumonía y meningitis. Estaban a las puertas de la muerte, pero les dábamos
a tiempo el antibiótico adecuado… y era muy frecuente que a los pocos días se levantaran de la cama
y se fueran del hospital. Con los antibióticos, obrábamos el milagro de que los muertos se levantaran
y anduvieran. Cuando llegué al Reno Unido, empecé a trabajar en medicina general. Aquí, para tratar
a niños que lo único que tenían eran mocos, usábamos esos mismos antibióticos que tantas vidas
habían salvado en Sudáfrica.

¿Por qué, pues, no tomar antibióticos por si acaso? ¿Qué daño podían hacer?
La preocupación de Butler por utilizar fármacos de emergencia para contentar
a pacientes de dolencias leves era, sobre todo, que se favorecía la resistencia
a los antibióticos. Como otros muchos científicos y médicos, teme que pronto
podamos entrar en una época posantibiótica muy similar a la preantibiótica,
cuando la cirugía conllevaba un alto riesgo de muerte y pequeñas heridas
podían ser mortales. Es un temor tan antiguo como los propios antibióticos.
Sir Alexander Fleming, después de descubrir la penicilina, no dejaba de
advertir que usarla en dosis demasiado pequeñas, durante un periodo
excesivamente corto o sin justificación suficiente, podría provocar una
resistencia antibiótica.
Tenía razón. Una y otra vez, las bacterias desarrollan resistencia a los
antibióticos. Las primeras bacterias resistentes a la penicilina se descubrieron
a los pocos años de que se introdujera. El proceso es así de simple: las
bacterias vulnerables mueren, algunas veces dejando atrás a aquellas que,
casualmente, tienen una mutación que las hace resistentes. A continuación,
las bacterias resistentes se reproducen y toda la población es inmune al
antibiótico. En los años cincuenta, la bacteria común Staphilococcus aureus
se había hecho resistente a la penicilina. Algunos miembros de la especie
tenían un gen que producía una enzima llamada «penicilinasa», que
descompone la penicilina y la hace inefectiva. Al morir todas las bacterias
que no tenían penicilinasa, las que la tenían pasaron a ser las dominantes.
En 1959, se introdujo en el Reino Unido un nuevo antibiótico (la
meticilina) para tratar las infecciones provocadas por la bacteria Staph.
aureus, resistente a la penicilina. Sin embargo, al cabo de solo tres meses, en
un hospital de Kettering apareció una nueva cepa de Staph. aureus.
Resistente a la penicilina y a la meticilina, hoy se la conoce como la temible
SARM: Staphylococcus aureus, resistente a la meticilina. Actualmente, la
SARM mata a decenas o cientos de miles de personas todos los años, y no es
la única bacteria resistente a los antibióticos.
Las consecuencias son tanto sociales como personales. «Sabemos que el
principal factor de riesgo de contraer una infección resistente es haber
tomado antibióticos recientemente», dice Chris Butler. Y sigue:

Si se han tomado antibióticos, al contraer la nueva infección, las probabilidades de que sea resistente
son muchas más. Y este es el problema, porque incluso infecciones comunes como las del tracto
urinario, si están provocadas por algún organismo resistente, persisten más tiempo, la persona toma
aún más antibióticos, se generan más gastos al Servicio Nacional de Salud, y la persona tienen
síntomas mucho peores. De modo que no se trata solo de los daños a la futura sensibilidad a las
bacterias, sino también de unos inconvenientes personales para quien toma antibióticos sin
necesidad.

Pero no parece que la resistencia a los antibióticos sea el único inconveniente


de su abuso. Chris Butler plantea otro problema: los efectos secundarios
nocivos. Él y su equipo dirigieron un amplio ensayo clínico para verificar los
beneficios de los antibióticos en personas que padecían ataques repentinos de
tos.

Descubrimos que teníamos que tratar a treinta personas para que una consiguiera evitar empeorar o
desarrollar algún síntoma nuevo, pero, al mismo tiempo, una de cada veintiuna personas tratadas
sufría algún tipo de daño. De modo que aquel beneficio quedaba contrarrestado en más o menos la
misma proporción por aquel otro efecto secundario perjudicial.

En la mayoría de los casos, ese efecto perjudicial son sarpullidos y diarrea.


En los setenta años transcurridos desde la introducción de la penicilina, se
han desarrollado otros veinte tipos de antibióticos, cada uno con un sistema
distinto de combatir las bacterias. Están entre los fármacos que más se
recetan, y se sigue trabajando en la búsqueda de aún más compuestos
antibióticos para luchar contra la incesante amenaza que supone la evolución
de las bacterias. Sin embargo, la victoria sobre nuestros mayores enemigos
naturales —las bacterias— se ha producido en medio de la ignorancia de los
daños colaterales que los antibióticos pueden provocar. Estos potentes
fármacos no solo destruyen las bacterias que nos enferman, sino también
aquellas que nos mantienen en buen estado de salud.
Los antibióticos no pueden atacar a una única cepa de bacteria. La mayoría
de ellos son «de amplio espectro»: matan a una variedad de especies. Esto le
facilita las cosas al médico, porque significa que puede tratar al paciente
contra todo tipo de infecciones, aunque no sepa qué clase de bacteria es la
causante del problema. Una mayor precisión implicaría cultivar e identificar a
la culpable, y para ello es necesario un proceso lento, caro y a veces
imposible. Incluso los antibióticos más específicos, «de espectro reducido»,
no seleccionan únicamente la cepa bacteriana causante de la enfermedad para
proceder a su destrucción. Un destino idéntico aguarda a cualquier bacteria
que pertenezca al mismo grupo familiar. Las consecuencias de este
bactericidio masivo son más profundas de las que nadie nunca supuso,
incluido sir Alexander Fleming.
Estos dos inconvenientes de los antibióticos (la resistencia y los daños
colaterales) suman sus fuerzas en una temible condición: la infección por
Clostridium difficile. Esta bacteria, más conocida como C. diff., se convirtió
en un grave problema en Inglaterra en 1999, cuando acabó con la vida de
quinientas personas, muchas de las cuales habían sido tratadas con
antibióticos. En 2007, casi cuatro mil personas fallecieron por la misma
causa.
No es una forma de morir agradable. La C. diff. vive en el intestino, donde
produce una toxina que provoca inquietud, mal olor y diarrea acuosa. Las
consecuencias son deshidratación, un terrible dolor abdominal y una rápida
pérdida de peso. La víctima de la C. diff., aunque consiga evitar el fallo renal,
es posible que también deba combatir por superar un megacolon tóxico.
Megacolon es lo que su propio nombre indica: el exceso de gases producidos
en los intestinos provoca que el colon aumente muy por encima de su tamaño
normal. Como en el caso de la apendicitis, el riesgo es que reviente, pero las
consecuencias son aún más letales. Si estalla el colon, el medio estéril de la
cavidad abdominal se inunda de todo tipo de materia fecal y bacterias, por lo
que las probabilidades de sobrevivir se reducen significativamente.
La creciente incidencia de la C. diff. y de sus consiguientes estragos
mortales se debe en parte a la resistencia antibiótica. En los años noventa, la
C. diff. se desarrolló como una nueva cepa peligrosa que progresivamente se
fue haciendo más y más común en los hospitales. Era a la vez más resistente
y más tóxica. Pero también había una causa oculta, que daba al abuso de los
antibióticos una dimensión grave y aterradora. La C. diff. habita en los
intestinos de algunas personas sin causar excesivos problemas, pero tampoco
reporta ningún beneficio. Sin embargo, a la mínima oportunidad, se envilece.
Y los antibióticos son los que le brindan tales oportunidades. Normalmente,
la microbiota intestinal, si está bien y equilibrada, mantiene a raya a la C.
diff., evitando que prolifere y confinándola en pequeñas bolsas donde no
puede hacer ningún daño. Sin embargo, con los antibióticos, en especial con
los de amplio espectro, la normalidad de la microbiota se altera, y la C. diff.
consigue escapar de su control.
Si los antibióticos pueden hacer que la C. diff. prospere, la pregunta es: ¿la
ingesta de antibióticos altera la composición de la microbiota? Y, de ser así,
¿cuánto dura el efecto? La mayoría de las personas hemos vivido la
experiencia de la hinchazón y la diarrea que parecen acompañar a menudo a
los antibióticos. Normalmente, desaparecen a los pocos días de terminar el
tratamiento. Pero ¿qué ocurre con los microbios dejados atrás? ¿Recuperan su
sano equilibrio?
Es la pregunta que en 2007 se hizo un grupo de investigadores suecos.
Querían averiguar, en particular, qué le ocurre a la especie Bacteroides,
porque estas bacterias están especializadas en digerir los hidratos de carbono
de las plantas, y, como veíamos en el capítulo 2, afectan de forma importante
al metabolismo humano. Los investigadores dividieron en dos un grupo de
voluntarios sanos. A unos les administraron el antibiótico clindamicina
durante siete días, y a los otros los dejaron sin tratamiento alguno. En los que
tomaron clindamicina, esta afectó de forma inmediata y espectacular a sus
microbios intestinales. En particular, disminuyó drásticamente la diversidad
de Bacteroides. Cada pocos meses, se analizaban las microbiotas de ambos
grupos, pero, al finalizar el estudio, las Bacteroides del grupo de la
clindamicina todavía no habían recuperado su composición original. Hacía
dos años que había terminado el tratamiento.
La ciprofloxacina es un antibiótico de amplio espectro que se puede
emplear para las infecciones de las vías urinarias y la sinusitis, y bastan cinco
días de tratamiento para que se produzca un efecto similar al antes señalado.
Tiene un impacto «profundo y rápido» en la microbiota, y en solo tres días
altera la composición de las especies intestinales. Disminuye la variedad
bacteriana y la cantidad de más o menos un tercio de los grupos. Dichos
cambios duran semanas; algunas especies ya nunca se recuperan. En los
bebés, las consecuencias de los antibióticos pueden ser aún más drásticos. En
un estudio sobre los cambios que se producen en los niños a medida que van
creciendo, el tratamiento con antibióticos dejó a un bebé con tan pocas
bacterias que los investigadores ni siquiera pudieron detectar algún ADN.
Este perdurable efecto sobre la microbiota intestinal se ha observado en al
menos media docena de los antibióticos más comunes, y cada uno cambia la
composición de distinta forma. Incluso en tratamientos muy cortos y con
dosis muy bajas, el impacto puede tener consecuencias más graves que las
que pudieran motivar la toma de antibióticos. Podrá parecer que el problema
no es tan grave: al fin y al cabo, el cambio no tiene por qué ser para peor.
Pero pensemos de nuevo en el aumento de las enfermedades del siglo XXI. La
diabetes tipo 1 y la esclerosis múltiple de los años cincuenta, las alergias y el
autismo de finales de los cuarenta. Se ha responsabilizado de la epidemia de
obesidad a la aparición de los supermercados de autoservicio y el
consiguiente placer impune derivado del consumo anónimo. Pero ¿cuándo
proliferó esta nueva forma de consumo? En los años cuarenta y cincuenta.
Las fechas coinciden con otro suceso importante: la liberación de Anne
Miller de la guadaña de la negra figura en el último segundo. O, más en
concreto, con el desembarco del Día-D en 1944, cuando las existencias de
antibióticos ya eran muchas.
El uso que de ellos se hizo en aquel día histórico fue seguido
inmediatamente por la producción de antibióticos para uso público. La sífilis
era el principal objetivo, porque afectaba al quince por ciento de los adultos
en algún momento de su vida. El coste de fabricación de los antibióticos bajó
muy pronto, y rápidamente se comenzó a recetarlos. La penicilina seguía
siendo el preferido, pero en diez años se introdujeron otras cinco clases de
antibióticos, cada uno destinado a diferentes enfermedades bacterianas.
En el caso de algunas enfermedades del siglo XXI, puede apuntar a algún
desajuste un pequeño desfase entre 1944 y el momento en que empezaron a
aumentar. Un retraso, sin embargo, que era de esperar. Se requería cierto
tiempo hasta que se generalizara el uso de antibióticos, para que se
desarrollaran otros, para que los niños crecieran bajo el influjo de estos
fármacos en su cuerpo y para que las enfermedades crónicas iniciaran su
insidioso camino. También se necesita tiempo para determinar sus efectos en
la población, los países y los continentes. Si la introducción de los
antibióticos en 1944 es de un modo u otro la responsable de nuestro actual
estado de salud, lo lógico sería que sus efectos empezaran a asomar en los
años cincuenta.
Pero no adelantemos acontecimientos. Como cualquier científico se
apresuraría a señalar, correlación no siempre significa causalidad. La
conexión entre el momento de la introducción de los antibióticos y el
aumento de las enfermedades crónicas puede ser tan irreal como la de entre
estas y la aparición de los supermercados de autoservicio, allá por los años
cuarenta. Las conexiones, por útiles que puedan ser, no siempre establecen
una relación causal. En una divertida web se señala una impresionante
correlación entre el consumo de queso per cápita en Estados Unidos y el
número de personas que cada año mueren por ahogamiento al quedar
enredadas en las sábanas de la cama. Dejando aparte las pesadillas que el
queso pueda provocar, es muy improbable que comer queso cause la muerte
por ahogamiento entre las sábanas, o que la muerte por ahogamiento incite a
otros a consumir más queso.
Para establecer una relación causal son necesarias dos cosas. Primera,
pruebas de que la relación es auténtica. ¿Tomar antibióticos realmente
conlleva mayor riesgo de desarrollar alguna enfermedad del siglo XXI?
Segunda, un mecanismo con el que lo primero cause lo segundo. ¿Cómo la
toma de antibióticos provoca alergias, autoinmunidad u obesidad? La idea de
que los antibióticos podrían cambiar la microbiota, lo cual cambia el
metabolismo (obesidad), el desarrollo del cerebro (autismo) y el sistema
inmunitario (alergias y enfermedades autoinmunes), necesita el aval de algo
más que una coincidencia temporal.

Además del efecto de los antibióticos en el peso de los animales de granja,


sabemos desde los años cincuenta que los antibióticos pueden provocar
aumento de peso en las personas. En aquella fase (antes de que empezara la
epidemia de obesidad), los antibióticos se empleaban real e
intencionadamente en los humanos por sus propiedades de estimular el
crecimiento. Algunos médicos pioneros, sabedores del recién descubierto
impacto de los antibióticos en el crecimiento del ganado, probaron de tratar
con antibióticos a niños prematuros o desnutridos. En los recién nacidos, los
resultados eran espectaculares: aumentaban mucho de peso y parecía que con
ello sorteaban el peligro de muerte. Pero, vista la gran cantidad de personas
que hoy tienen sobrepeso, tal vez aquellos ensayos debieran haber despertado
cierta alarma.
En aquel momento, esos resultados no se limitaban a los más pequeños. En
1953 se inició una campaña de tratamiento con antibióticos entre los reclutas
de la marina de Estados Unidos, para comprobar si la aureomicina
profiláctica podía disminuir las infecciones por estreptococos. Con exactitud
y disciplina militares, se registraron la altura y el peso de aquellos jóvenes.
Lo que se observó era realmente asombroso. Los reclutas que tomaban
antibióticos aumentaban de peso significativamente más que quienes
tomaban un placebo que tenía idéntico aspecto. Como en el caso de los bebés,
este resultado imprevisto del tratamiento antibiótico se interpretó desde el
punto de vista del potencial valor nutritivo que pudiera tener, y no como un
indicador alarmante del futuro que se avecinaba.
En pleno apogeo de la epidemia de obesidad, y con la nueva forma de
entender cómo se entretienen los microbios que albergamos en nuestro
intestino, aquellas primeras experiencias dan una visión alternativa del papel
que los antibióticos desempeñan en el aumento de peso. Sorprende que este
efecto tan evidente en los animales, y también en los humanos, no haya
abierto ninguna línea de investigación, dadas las proporciones de la epidemia
de obesidad. Supimos que los antibióticos hacían que aumentara el peso,
porque los utilizábamos para cebar al ganado y mejorar la alimentación de
quienes más lo necesitaban. Pero ignoramos este efecto secundario en el
contexto de una catástrofe sanitaria mundial.
Los descubrimientos de Bäckhed, Turnbaugh y otros de los que hablaba en
el capítulo 2, unidos a las predicciones de Nicholson, han abierto una nueva
perspectiva sobre esta antigua conexión. No hay duda de que la microbiota
representa un papel fundamental en el aumento de peso, pero ¿los
antibióticos hacen que pase de comunidad delgada a comunidad obesa?
Es una pregunta difícil de responder: no es ético administrar antibióticos a
grandes cantidades de personas sanas para ver si engordan. Por tal razón, los
científicos se han de basar en experimentos naturales, y en uno o dos extraños
ratones. Investigadores de Marsella vieron la oportunidad de verificar la
teoría de Nicholson con adultos que padecían una grave infección de las
válvulas del corazón. Para mejorar su estado, aquellos enfermos necesitaban
grandes cantidades de antibióticos, lo cual abría un escenario magnífico para
comprobar si por ello aumentaban de peso. Los investigadores comprobaron
los cambios de su índice de masa corporal (IMC) durante un año con el de un
grupo de personas sanas que no tomaban antibióticos. Los pacientes
aumentaron mucho más de peso que las personas sanas. Fue un aumento, sin
embargo, que solo afectaba a los que tomaban una determinada combinación
de antibióticos: vancomicina + gentamicina. Los que tomaban otras
variedades de antibióticos se libraban: no engordaban más que las personas
sanas.
Los investigadores analizaron la microbiota intestinal de los dos grupos,
para ver si alguna especie particular pudiera ser la responsable del aumento
de peso. Descubrieron que una especie, llamada Lactobacillus reuteri
(perteneciente al filo firmicutes), abundaba muchísimo más en los intestinos
de los pacientes a quienes se había administrado vancomicina. Esa bacteria es
resistente a la vancomicina, lo que significa que se podía extender como la
mala hierba mientras los fármacos cortaban el paso a otras especies. En esa
guerra de gérmenes, los antibióticos habían dado una ventaja injusta al
enemigo Y no solo esto, sino que la L. reuteri produce sus propias sustancias
antibacterianas. Estos compuestos, conocidos como bacteriocinas, pueden
impedir la reaparición de otras bacterias, con lo que aseguran que la L. reuteri
siga dominando en el intestino. Hace décadas que se da al ganado ciertas
especies de Lactobacillus como la L. reuteri: engordan a los animales.
Otro estudio analizó el auténtico tesoro de información que es la Cohorte
Nacional Danesa de Nacimientos. Los investigadores estudiaron los datos
sanitarios de casi treinta mil parejas de madre-hijo: descubrieron que los
efectos de los antibióticos en los bebés dependían del peso de la madre. En
los hijos de madre delgada, los antibióticos hacían más probable que el bebé
tuviera sobrepeso. En cambio, en los hijos de madres con sobrepeso u obesas,
el efecto era el opuesto: menor riesgo de adquirir sobrepeso. Es difícil saber a
ciencia cierta por qué los antibióticos producen efectos opuestos en estos
bebés, pero tienta pensar que tal vez, por un lado, «corrijan» la microbiota
obesa, y, por otro, perturben la delgada. En otro estudio se descubrió que el
cuarenta por ciento de los niños con sobrepeso habían tomado antibióticos en
los seis primeros meses de vida, mientras que, entre los de peso normal, solo
los había tomado el trece por ciento.
Sin embargo, por convincentes que puedan ser, estos experimentos no
demuestran que los antibióticos provoquen aumento de peso, ni que este sea
consecuencia de una microbiota alterada ni efecto directo de los propios
medicamentos. Un equipo dirigido por Martin Blasser, de la Universidad de
Nueva York, médico especialista en enfermedades infecciosas y director del
Proyecto Microbioma Humano, se propuso determinar qué efecto podían
tener los antibióticos en la microbiota y el metabolismo. En 2012, habían
demostrado que la administración de pequeñas dosis de antibióticos a ratones
jóvenes alteraba la composición de su microbiota, les cambiaba las hormonas
metabólicas y les aumentaba la masa grasa; pero, en general, no hacía que
engordaran. Pensaron que el tiempo era fundamental y que darles antibióticos
a una edad más temprana podía tener un efecto de mayor importancia.
Estudios epidemiológicos habían demostrado que los bebés humanos tratados
con antibióticos durante los seis primeros meses eran después más propensos
al sobrepeso que los que no habían tomado antibióticos durante su primer año
de vida. Lo mismo ocurría con los animales de granja: para conseguir el
mejor efecto estimulante, es importante empezar a darles antibióticos lo antes
posible.
En una segunda serie de experimentos, el grupo de Blasser probó con
administrar dosis más pequeñas de penicilina a ratonas embarazadas, poco
antes del parto, para después seguir durante la cría de los ratones. Como era
de prever, durante la fase de cría, los ratones macho que habían recibido
penicilina crecían mucho más deprisa que los de control. Llegados a la
madurez, tanto los ratones como las ratonas pesaban más, con mayor masa
grasa que los ratones que no habían tomado ningún fármaco.
El equipo tenía mucho interés por saber qué ocurriría si los ratones no solo
recibieran pequeñas dosis de penicilina, sino también una dieta alta en grasas.
A las treinta semanas, las ratonas que habían seguido una dieta normal habían
acumulado en su pequeño cuerpo unos tres gramos, hubieran recibido
penicilina o no. Un grupo idéntico de ratonas alimentadas con una dieta alta
en grasa acumularon hasta unos cinco gramos de esta: no pesaban más, pero
tenían menor masa magra, y mayor masa grasa. Pero a un tercer grupo de
ratonas se les añadió a esa dieta alta en grasa una pequeña dosis de penicilina,
con lo que la masa grasa que desarrollaron no era de cinco, sino de diez
gramos. De algún modo, la penicilina amplificaba el efecto de una dieta
insana, y hacía que los ratones almacenaran mayor cantidad de las calorías
que ingerían.
En los ratones macho, esa dieta insana tenía un efecto de mayor
importancia: los cinco gramos que acumulaban con una dieta normal (con o
sin penicilina) pasaban a trece con una dieta alta en grasa. Una vez más, la
combinación de dieta alta en grasas y una pequeña dosis de penicilina
aumentaba la adquisición de grasas, y subía la masa grasa del ratón hasta
unos diecisiete gramos. Era evidente que la dieta alta en grasa sola provocaba
obesidad en los ratones, pero los antibióticos empeoraban muchísimo la
situación.
El trasplante de la comunidad alterada de microbios que se había
producido por las pequeñas dosis de antibióticos a ratones libres de gérmenes
generaba los mismos cambios de peso y grasa, señal de que la causante del
aumento de peso de los ratones era la composición microbiana, y no los
fármacos. Pero lo preocupante era que, aunque al dejar los antibióticos la
microbiota se recuperaba, los efectos metabólicos del tratamiento seguían. La
penicilina es el tipo de antibiótico más recetado a los niños. Y, en el caso de
los ratones, el tratamiento con estos fármacos en fases tempranas de la vida
podría provocar cambios permanentes en su metabolismo.
Es muy pronto para poder asegurar que los antibióticos pueden provocar
obesidad, o para saber qué variedades podrían ser las responsables. Sin
embargo, dada la más que considerable y creciente magnitud de la epidemia
de obesidad, estas tentadoras sugerencias de una causa más profunda que la
vagancia y la gula deberían ponernos en guardia contra el abuso de estos
magníficos y complejos fármacos. Martin Blasser advierte de que entre el
treinta y el cincuenta por ciento de las mujeres estadounidenses toman
antibióticos de forma habitual durante el embarazo o el parto, sobre todo
penicilina (como la que Blasser daba a sus ratones). No hay duda de que es
una medicación necesaria y segura, pero, ante las nuevas pruebas que van
apareciendo, también está claro que debemos reconsiderar los costes y
beneficios de esa práctica.
En el caso de los animales de granja, las pruebas de la transferencia de la
resistencia a los antibióticos de los animales a los humanos han detenido el
uso de los antibióticos estimulantes del crecimiento, al menos en Europa.
Desde 2006, está prohibido que granjeros y ganaderos utilicen antibióticos
con el único fin de engordar a sus animales, aunque, evidentemente, sí los
pueden utilizar para curar enfermedades. En Estados Unidos y muchos otros
países, se siguen usando a diario antibióticos estimulantes del crecimiento, lo
cual puede llevar a que nos preguntemos si, aunque consigamos evitar
meternos antibióticos en el cuerpo, no los adquirimos sin saberlo cuando nos
tomamos un filete o nuestro vaso de leche con cereales. Al fin y al cabo,
muchos antibióticos se absorben en la sangre, y después en el músculo y la
leche del animal; algunos sobreviven a su cocción, y así llegan a nuestro
estómago. Quienes vivimos en los países más desarrollados tenemos la
fortuna de que existan normas estrictas que prohíben que los ganaderos
sacrifiquen u ordeñen animales a los que hayan tratado recientemente con
determinadas sustancias. En cambio, en países con normas menos estrictas,
las inspecciones revelan a menudo la existencia de alimentos contaminados
con residuos antibióticos por encima de los niveles de seguridad. Las
probabilidades de que con la comida hayas absorbido algunos antibióticos
dependen de dónde vivas o de adónde hayas viajado.
Los veganos seguramente se alegrarán al leer esto, pero, con todas sus
virtudes, no se libran de esta particular amenaza. Las verduras no reciben
antibióticos de forma directa, pero a menudo se cultivan en suelos abonados
con estiércol. El estiércol es una fuente rica no solo en nutrientes, sino
también en diversos fármacos: en torno al setenta y cinco por ciento de los
antibióticos administrados a los animales llega a sus excrementos. Lo mismo
ocurre con los fertilizantes naturales utilizados para mantener las plantas
verdes y con buen aspecto. De algunos tipos de antibióticos, puede haber una
dosis por cada litro de estiércol, lo cual equivale a esparcir el contenido de
una o dos cápsulas de antibiótico por cada metro cuadrado de tierra de
cultivo.
Una vez en el suelo, algunos de estos antibióticos siguen «activos», con la
misma capacidad de matar a las bacterias que la que tuvieron al salir de la
farmacia. Esto significa que la concentración puede aumentar aún más con
cada aplicación de estiércol. Todo esto no tendría mayor importancia si los
antibióticos se quedaran en el suelo, pero no es así. Todas las verduras y
vegetales, desde el apio hasta el cilantro y el maíz, contienen residuos
antibióticos, cantidades diminutas por ramita, manojo o cuenco, pero, con las
semanas y los años, el efecto se va acumulando. Hay normas que regulan el
uso de antibióticos antes de sacrificar al animal para que después llegue a la
mesa, pero no existe ninguna sobre el uso de estiércol en las hortalizas. Es
muy posible que, cuando nos tomamos un filete con verduras, la carne no
contenga antibióticos, pero las verduras sí.
Si en la epidemia de obesidad se pueden esconder los residuos de
antibióticos es materia de debate científico, pero, ciertamente, la posible
relación no deja de inquietar. Empezamos a echar barriga en los años
cincuenta, poco después de que los antibióticos estuvieran prácticamente al
alcance de todos. Pero en los ochenta aumentó considerablemente la cantidad
de personas con sobrepeso, más o menos al mismo tiempo que se pasó a la
cría intensiva de ganado y animales de granja. En cualquier momento dado,
en la tierra hay diecinueve mil millones de pollos vivos (casi tres por
persona), muchos de ellos apretujados en jaulas debidamente apiladas. Para
sobrevivir en tales condiciones, es necesario que tomen muchos antibióticos.
El doctor Lee Riley, especialista en salud pública, señala que, en los años
ochenta y noventa, el mayor aumento de estos pollos adictos a los
antibióticos se produjo en los estados del sureste de Estados Unidos,
exactamente donde está el epicentro de la epidemia de obesidad, cuyos
habitantes son hoy los más gordos del país.
Si los antibióticos pueden hacer que engordemos, ¿de qué otros males
pueden ser responsables? Ya he hablado de otras condiciones que parecen
estar relacionadas con la disbiosis del intestino: alergias, autoinmunidad y
varios trastornos mentales. Los antibióticos pueden alterar la microbiota, por
lo que, teóricamente, todas estas enfermedades podrían ser consecuencia del
tratamiento con estos fármacos.
¿Recuerdas a Ellen Bolte del capítulo 3, cuyo hijo Andrew desarrolló
autismo de pequeño? Bolte culpó del repentino retroceso de Andrew a los
repetidos tratamientos antibióticos al que sometieron al niño por lo que
parecía ser una infección de oído. El autismo, como la obesidad, es otro
estado que en su día era muy infrecuente. Ha ido en aumento desde los años
cincuenta. Hoy afecta a uno de cada sesenta y ocho niños. Incide más en los
niños varones: se considera que un dos por ciento de ellos, a los ocho años,
están en el espectro autista. Se ha culpado a muchas cosas. La más
controvertida fue la vacuna combinada contra el sarampión, las paperas y la
rubeola (MMR). Pero no existían pruebas de tal relación. Los estudios
pasaron a ocuparse de la microbiota.
Parece que los niños con autismo albergan una comunidad de microbios
desequilibrada. Esta disbiosis afecta al cerebro en desarrollo de niño, lo cual
le hace irritable, retraído y repetitivo. ¿Es posible que Ellen Bolte tuviera
razón sobre la causa del autismo de Andrew? Es evidente que los antibióticos
pueden alterar la microbiota, pero ¿los que tomó Andrew eran los culpables
de todos sus males? Su diagnóstico de constantes infecciones de oído da una
pista. Resulta que el noventa y tres por ciento de los niños con autismo tenían
infecciones de oído antes de cumplir los dos años, frente al cincuenta y siete
por ciento de los no autistas. Como ya he señalado, ningún médico quiere
dejar sin tratamiento al niño que sufre algún tipo de otitis, por las
consecuencias que pueda tener para el proceso de aprendizaje de la lengua, o
por si deriva en algo desagradable como la fiebre reumática. Por esto recurren
a los antibióticos: más vale prevenir que curar.
La relación entre más infecciones de oído y más antibióticos sigue siendo
fuerte. En un estudio epidemiológico se vio que, en general, a los niños
autistas se les da el triple de antibióticos que a los no autistas. Parece que los
que mayor riesgo corren son quienes los toman antes de los dieciocho meses.
Y, más aún, se trata de una conexión real. No es algo de lo que podamos
culpar a padres hipocondriacos, seguros de que su hijo está enfermo y que,
por tanto, exigen antibióticos y presionan para que se le diagnostique
autismo. Tampoco podemos culpar a una mala salud general, que, además de
autismo, ha generado otras muchas enfermedades. Sabemos que no es ni lo
uno ni lo otro, porque los niños autistas de ese estudio, antes de que fueran
diagnosticados como tales, no habían ido más al médico ni habían tomado
más medicamentos que los niños de desarrollo normal. Para estar seguros de
que es así, hacen falta estudios con mayor cantidad de niños, así como
determinar la existencia de un posible mecanismo que explique cómo se
puede producir esa relación. Pero ya se nos advierte de que debemos reducir
el consumo de antibióticos, y la posibilidad de que estos aumenten el peligro
de sufrir autismo hace que tales advertencias sean aún más pertinentes.
La relación entre los antibióticos y las alergias parece más clara y, tal vez,
más intuitiva. En el capítulo anterior decía que los niños tratados con
antibióticos antes de los dos años tienen el doble de probabilidades de
desarrollar asma, dermatitis atópica y alergia al polen. Cuantos más
antibióticos tomaban, más propensos eran a las alergias; cuatro tratamientos o
más significaban una probabilidad tres veces mayor de desarrollar alergias.
La historia se complica al considerar las enfermedades autoinmunes.
También estas han aumentado al ritmo del consumo de antibióticos, pero,
hasta hace poco, la culpa de estas dolencias se ha achacado a las infecciones.
Un clásico es la diabetes tipo 1. Durante décadas, los médicos han observado
un patrón: les llega un adolescente resfriado o con gripe, y vuelve al cabo de
unas semanas, porque tiene siempre mucha sed y un cansancio insoportable.
Las células de su páncreas han empezado a hacer las maletas y se niegan a
liberar más insulina. Sin esta hormona crucial para transformar y almacenar
la glucosa, esta se acumula en la sangre. Succiona el agua y la lleva a los
riñones, con lo que el desventurado adolescente se deshidrata. Al cabo de
pocos días o semanas, la situación se puede agravar, y si no se aplica ningún
tratamiento puede caer en coma o morir. Pero lo fascinante es la conexión
que se ha establecido entre el resfriado o la gripe y la diabetes. Normalmente,
la causante es una infección viral, y no solo en la diabetes, sino también en
otras muchas condiciones autoinmunes.
Sin embargo, las estadísticas revelan algo distinto. El riesgo de contraer la
diabetes tipo 1 no es mayor en los niños que han tenido auténticas
infecciones. Y, más aún, los casos de diabetes tipo 1 han ido aumentando en
más o menos un cinco por ciento anual en Estados Unidos; en cambio, los
índices de enfermedades infecciosas han disminuido. ¿Por qué, pues, esa
aparente relación? ¿Por qué los médicos observan sistemáticamente que los
adolescentes desarrollan diabetes después de haber tenido alguna infección
grave?
En este punto acaba la ciencia y empieza la intriga. Ya sabemos que los
médicos recetan demasiados antibióticos, incluso para enfermedades que
seguramente son virales, no bacterianas. ¿Podría ser que la diabetes no se
debiera a una infección, sino que fuese consecuencia del tratamiento para esa
infección: los antibióticos? Los padres y los médicos pensarán que un
resfriado, la gripe o una gastroenteritis desencadenaron la diabetes, y podrá
parecer que los antibióticos son espectadores inocentes, pero cabe la
posibilidad de que la causa de la diabetes sean los propios medicamentos, o la
actuación conjunta de estos y aquellas dolencias.
Lamentablemente, de momento la respuesta no está clara. En un estudio
danés sobre antibióticos administrados a niños pequeños, no existía la más
mínima relación con el riesgo de desarrollar diabetes posteriormente. Pero en
otro estudio realizado en más de tres mil niños, se observó cierta conexión en
ese sentido. Diabetes aparte, otras condiciones inmunes muestran una
relación más clara con los antibióticos. Entre adolescentes y adultos que
llevaban meses o años tomando un antibiótico llamado minociclina, el riesgo
de contraer lupus era dos veces y media mayor que entre quienes no tomaban
ese fármaco. Esta enfermedad autoinmune, que ataca a muchas partes del
cuerpo, afecta de forma especial a las mujeres. Pero esa cifra incluye a los
hombres, que en modo alguno son propensos a contraer lupus. Si se tiene en
cuenta solo a las mujeres, el riesgo de contraer lupus después de tomar
minociclina (pero no otros antibióticos de tetraciclina) se dispara a cinco
veces más que en el caso de las que no toman antibióticos. Y lo mismo ocurre
con la esclerosis múltiple (EM) (una enfermedad autoinmune que daña los
nervios) que afecta con mayor probabilidad a quienes han tomado
antibióticos recientemente. Es difícil saber si en la raíz de todo ello están los
antibióticos, las infecciones o una combinación de ambos.
Los problemas de la resistencia a los antibióticos y el daño colateral que
estos provocan en la microbiota son graves, pero no todos los antibióticos son
malos. No olvidemos las incontables vidas que salvan y todo el sufrimiento
que evitan. Si reconocemos que tienen sus costes, pero también beneficios,
podremos apreciar mejor su valor en ciertas situaciones. A todos —médicos y
pacientes— nos corresponde reducir el consumo de antibióticos innecesarios,
por el bien de nuestro ecosistema interior y de nuestro propio cuerpo.

Aunque la idea de que las infecciones nos protegen de las alergias —en la
que se asienta la hipótesis de la higiene— ha resultado ser falsa, hay en ella
un aspecto que sigue vivo. Como sociedad obsesionada por la higiene, y por
el impacto de esta en los microbios beneficiosos que viven en nuestro
interior, en un grado u otro nos perjudicamos. La mayoría de quienes vivimos
en países desarrollados nos lavamos todo el cuerpo al menos una vez al día,
cubriéndonos la piel de jabón y agua caliente. Suele decirse que la piel es la
primera línea de defensa contra los patógenos, pero, en realidad, no es así. La
microbiota de la piel, sea una comunidad de Propionibacterium asentada en
la nariz, o una de Corynebacterium que habite en las axilas, forma una capa
de protección adicional sobre la superficie de la piel. Como en el intestino,
esta capa beneficiosa expulsa a los posibles patógenos y regula las reacciones
del sistema inmunitario ante los posibles invasores.
Si los antibióticos pueden cambiar radicalmente la composición de la
microbiota intestinal, ¿qué efectos producen los jabones en la de la piel? En
los supermercados de hoy, es difícil encontrar un estante que no contenga
algún producto antibacteriano. Nos asedia una publicidad que, de forma más
o menos explícita, advierte de que los gérmenes asesinos campan a sus
anchas en nuestras casas, y nos dice que mantengamos a salvo a la familia
con productos de limpieza que contienen bactericidas que acaban con el
noventa y nueve por ciento de bacterias y virus. Lo que no se nos dice en esos
anuncios es que el jabón normal es igual de eficaz, y no provoca daños, ni a
nosotros ni al medioambiente.
Si te lavas las manos como debieras, con agua caliente y jabón no
antibacteriano, no te libras de microbios potencialmente dañinos porque los
mates. Lo que haces es quitártelos de encima físicamente. El jabón y el agua
caliente no los dañan, sino que se limitan a facilitar la eliminación de las
sustancias a las que se aferran los microbios (los jugos de la carne, las grasas,
la suciedad o los acetites y las células muertas que produce la propia piel). Lo
mismo ocurre con los limpiasuelos y similares; al limpiar la encimera de la
cocina, se eliminan los restos de comida de los que se alimentan las bacterias
dañinas. En realidad, no acaban con los microbios, ni es necesario que lo
hagan. Nada se consigue con añadir más bactericidas.
Cuando se dice que los productos antibacterianos acaban con el noventa y
nueve por ciento de las bacterias, no se habla de pruebas realizadas en las
manos de personas, ni en superficies de la cocina, sino en frascos. Los
analistas ponen una gran cantidad de bacterias directamente en el jabón
líquido y, al cabo de un tiempo (mucho más del que el jabón estaría en
contacto con las manos) ven cuántas siguen vivas. Es imposible acabar con el
cien por cien. No se dice que ocurra de tal modo, porque nadie puede
demostrar nunca la completa ausencia de lo que sea a partir de una pequeña
muestra. Como dicen los científicos: la ausencia de pruebas no es prueba de
la ausencia. Muy pocas veces se dice qué cepas de bacterias matan esos
jabones; el noventa y nueve por ciento se refiere al porcentaje de individuos
muertos. No a que se pueda eliminar el noventa y nueve por ciento de las
especies bacterianas del mundo. Hay que tener en cuenta que muchas
bacterias patógenas pueden formar esporas que hibernan hasta que pasa el
peligro, cualesquiera que sean las sustancias químicas que se utilicen.
Los productos antibacterianos son un triunfo de la publicidad y la
presunción sobre la ciencia. Como ocurre con muchas de las sustancias
químicas presentes en nuestra vida cotidiana, nunca se ha estudiado
realmente la seguridad de las sustancias antibacterianas. En lugar de exigir
que los productos químicos demuestren ser seguros y eficaces antes de
sacarlos a la venta, como se hace con los medicamentos, depende de las
agencias reguladoras demostrar —después de que esas sustancias ya están
entre el público— que son peligrosas, para así prohibirlas. De las cincuenta
mil o más sustancias químicas que se usan en Occidente, solo se ha
verificado la seguridad de unas trescientas. Se ha limitado el uso de cinco de
ellas. Es el 1,7 % de las analizadas. Si suponemos que solo el uno por ciento
de las otras cincuenta mil es dañino, significa que hay otras quinientas que no
deberían estar en nuestras casas.
Es fácil caer en la indiferencia sobre su impacto (al fin y al cabo, si estas
sustancias fueran realmente peligrosas, ¿no veríamos enfermar a la gente?),
pero no lo es tanto percatarse de la naturaleza insidiosa de la acumulación de
sustancias químicas, y los efectos lentos y sutiles que pueden tener. Además,
vemos que la gente enferma. Tenemos una memoria tan corta, y la red de
factores potenciales es tan enmarañada que nos es realmente difícil distinguir
entre lo peligroso y lo no peligroso. Pensemos en el amianto, por ejemplo.
Antes de que fuera prohibido, este producto químico de origen natural se
empleaba en la construcción en todo el mundo. Cientos de miles de personas
han muerto, y siguen muriendo, por haber estado expuestas a ese producto en
su día omnipresente.
No estoy sugiriendo que los bactericidas sean tan peligrosos como el
amianto, sino que el hecho de que se encuentren en miles de cosas (de los
productos de droguería a las tablas de picar la carne, de las toallas a las
prendas de vestir, de los recipientes de plástico a los productos de limpieza
corporal) no garantiza que sean seguros. Un compuesto antibacteriano
particularmente común, conocido como triclosán, ha sido objeto de
minucioso examen en los últimos años. Sus efectos son preocupantes, hasta el
punto de que el gobernador de Minnesota ha firmado un proyecto de ley que
prohíbe su uso en productos de consumo a partir de 2017. Estoy casi segura
de que en casa tendrás al menos un producto que contiene triclosán, si no
muchos. Y lo más probable es que te las arreglarías mejor sin él.
Para empezar, está demostrado que, para reducir la contaminación en casa,
el triclosán no es más eficaz que el jabón no antibacteriano. Pero la gente lo
sigue usando. Y el propio triclosán contamina el suministro de agua, donde sí
consigue matar las bacterias y altera el equilibrio de los ecosistemas del agua
dulce. Por si no fuera suficiente motivo de inquietud, el triclosán también
penetra en nuestro cuerpo. Se puede encontrar en el tejido graso humano, en
la sangre del cordón umbilical del bebé recién nacido, en la leche de la
madre, y en cantidades importantes en la orina del setenta y cinco por ciento
de las personas en cualquier momento.
Cuál sea el nivel de alerta que convenga aplicarle sigue siendo aún motivo
de debate en la literatura científica, pero lo que de momento sabemos es que
existe una correlación clara entre los niveles de triclosán en la orina de la
persona y la gravedad de las alergias que sufra. Cuanto más triclosán hay en
el cuerpo, más probable es que la persona tenga alergia al polen o de otro
tipo. No se sabe si tal realidad es consecuencia directa del daño a la
microbiota, una forma de toxicidad o incluso un reflejo de la menor
exposición a los microbios beneficiosos. Sea la que sea, da otra perspectiva a
los anuncios centrados en la higiene en que aparece la madre limpiando la
trona de su bebé con un trapo antibacterias antes de colocarle la comida en la
bandeja «limpia».
Incluso hay pruebas de que el triclosán aumenta las probabilidades de
contraer alguna infección. El triclosán nos gotea, literalmente: lo hay hasta en
las «secreciones nasales» (los mocos) de los adultos. Pero tal presencia nasal
de bactericidas no nos ayuda a combatir las infecciones. En realidad, se ha
descubierto que cuanta mayor es la concentración de triclosán en los mocos,
mayor es la colonización por parte del oportunista patógeno Staphilococcus
aureus. Al usar triclosán, en realidad reducimos la capacidad del cuerpo de
resistir la colonización y facilitamos que arraigue esta bacteria, que todos los
años acaba con la vida de decenas de miles de personas (en forma de SARM).
Y, por si fuera poco, también se ha descubierto que el triclosán interfiere
en la acción de las hormonas tiroideas. Y en la placa de Petri bloquea la del
estrógeno y la testosterona de las células humanas. De momento, la
Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de Estados Unidos
simplemente ha dispuesto que los fabricantes demuestren que el triclosán es
seguro; de lo contrario, se enfrentan a su prohibición. Como ya he dicho, el
gobernador de Minnesota es quien ha tomado la iniciativa: ha prohibido el
triclosán en los productos de consumo a partir de 2017, pero no por ninguna
de las razones que acabo de mencionar. Lo que preocupa, a él y también a
muchos microbiólogos, es que exponer las bacterias al triclosán hace que se
hagan resistentes. Nadie quiere limpiarse las manos de todas las bacterias
beneficiosas y dejar solo las dañinas y resistentes, pero el principal motivo de
preocupación es la resistencia a los antibióticos. Consideremos el caso de la
nariz, que limpiamos de todos los posibles mocos impregnados de triclosán
inductor de la resistencia, le añadimos Staphilococcus aureus y dejamos
pasar unos días. ¿Cuál es el resultado? Una fábrica móvil de SARM,
completada con un mecanismo de difusión altamente efectivo.
¡Ah!, otra cosa. Cuando el triclosán se mezcla con el agua clorada del
grifo, se convierte en el agente cancerígeno e inductor de dejar fuera de
combate en las novelas policiacas y de crímenes: el cloroformo. Puedes
esperar a que lo prohíban si lo prefieres; otra posibilidad es que leas siempre
la etiqueta de lo que consumes.
Pero lavarse las manos (con jabón normal no antibacteriano y agua
caliente, durante quince segundos) es importante. Es el pilar de la higiene
pública, y está demostrado que es decisivo en la transmisión de las
infecciones, sobre todo de las gastrointestinales. Pero, al igual que la
eliminación de los microbios «transeúntes» —los bichos no residentes que
recoges del entorno—, lavarse las manos también altera su microbiota.
Curiosamente, las distintas especies tienen diferente capacidad de resistencia
al lavado, o de recuperarse poco después. Los miembros de los estafilococos
y los estreptococos, por ejemplo, constituyen un mayor porcentaje de la
comunidad inmediatamente después del lavado de las manos; luego, entre
lavado y lavado, van disminuyendo de forma progresiva.
Digo que es curioso porque recuerda al trastorno obsesivo-compulsivo
(TOC). En una de las manifestaciones de este trastorno de ansiedad, el
paciente cree que está contaminado por gérmenes. Desarrolla «obsesión» por
la limpieza y por la «compulsión» de lavarse las manos. Es difícil determinar
la causa de esta dolencia extraña y limitadora, aunque existen muchas teorías.
Hay una serie de indicios que apuntan a un origen microbiano.
Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, en Europa apareció una
extraña enfermedad. En el invierno de 1918 ya había llegado a Estados
Unidos; al año siguiente, a Canadá. En años sucesivos, la enfermedad barrió
todo el mundo y se instaló en la India, Rusia, Australia y Sudamérica. La
pandemia se prolongó toda una década. Conocida como encefalitis letárgica,
algunos de sus síntomas eran apatía, dolor de cabeza y movimientos
involuntarios, algo parecido a la enfermedad de Parkinson. En muchos casos,
la enfermedad se manifestaba como un trastorno psiquiátrico, con muchos
pacientes psicóticos, deprimidos o con exagerado deseo sexual. La
mortalidad era de entre el veinte y el cuarenta por ciento de los enfermos.
Muchos de los que sobrevivían a la encefalitis letárgica no se recuperaban
del todo; miles de ellos quedaban afectados por el TOC. De repente, aparecía
con toda fuerza un extraño trastorno conductual, como si de una infección se
tratara. Los médicos de la época discutían acaloradamente si la enfermedad
era de origen freudiano u «orgánico», pero tuvieron que pasar otros setenta
años hasta que se descubrió la causa.
En la década de 2000, dos neurólogos británicos se interesaron por la causa
de la encefalitis letárgica. El doctor Andrew Church y el doctor Russell Dale
habían visto a unos cuantos pacientes cuyos síntomas coincidían con el perfil
de aquella rara enfermedad. Corrió la voz entre la comunidad médica. Los
colegas de Dale empezaron a referirle casos similares, hasta que este tuvo
veinte pacientes diagnosticados de una enfermedad que se suponía que había
desaparecido hacía decenas de años. Dale y Church comenzaron a buscar
similitudes entre los pacientes, con la esperanza de encontrar pistas que
pudieran llevarlos a dar con la causa y, con un poco de suerte, con un
tratamiento. Afortunadamente, había un patrón: en la fase aguda de la
enfermedad, muchos pacientes habían sufrido faringitis.
La faringitis suele estar provocada por miembros del género Streptococcus
—de ahí que en Estados Unidos se la conozca más como strep throat
(garganta strep, de estreptococo)—. Church y Dale pensaron que esta
bacteria podría conducirlos a algo de interés. Examinaron a sus pacientes y,
como era de esperar, los veinte estaban infectados por Streptococcus. En
lugar de desaparecer al cabo de pocas semanas, la faringitis había provocado
una reacción autoinmune que atacaba a un grupo de células cerebrales
conocidas como los ganglios basales. A consecuencia de tal reacción, lo que
normalmente hubiera sido una infección respiratoria se había convertido en
una dolencia neuropsiquiátrica.
Los ganglios basales intervienen en la «selección de acciones» (son una
parte del cerebro que nos ayuda a decidir cuál de varias posibles acciones
simples nos conviene emprender). Parece que los ganglios basales son
capaces de averiguar de forma inconsciente qué acciones nos reportarán
algún beneficio, sea porque las emprendemos o porque las evitamos: ¿nos
conviene ir o pararnos en una apuesta?, ¿frenar o acelerar?, ¿agarrar la taza
de té… o rascarnos la cabeza donde de repente sentimos un picor? Cuanta
mayor experiencia tengamos de cada una de estas cosas, más información
han ido seleccionando los ganglios basales a partir de lo que conscientemente
hayamos decidido. Ir o pararnos depende de las cartas que tengamos, de las
que tenga quien reparte y de las que la mente haya conseguido determinar
que siguen en la baraja. Cuanta más experiencia tengas, mejor afinados están
tus ganglios basales, aunque no lo esté tu mente.
Sin embargo, si estas células cerebrales sufren un ataque, la selección de
acciones se desbarata. ¿Pido carta o me paro? ¿Me paro o pido carta? ¿O pido
carta? ¿O me paro? O, simplemente, no sé qué hacer. Parece que los
músculos que siguen de forma automática las instrucciones del cerebro
reciben órdenes múltiples y distintas. Y, en lugar de realizar sin sobresaltos
las acciones que más convienen, generan temblores similares a los del
párkinson. También se alteran las rutinas: encender las luces, cerrar las
puertas, lavarse las manos. Para aquellos que padecen el TOC de lavarse las
manos de forma compulsiva, existe una enigmática posibilidad. Decía antes
que algunos grupos de bacterias se hacen más abundantes justo después de
lavarnos las manos, debido quizás a que, en ausencia de sus semejantes más
vulnerables, aprovechan la oportunidad para multiplicarse. Te ahorraré la
molestia de consultar páginas anteriores: los estreptococos son uno de estos
grupos. No es del todo seguro, pero es posible que estos patógenos
oportunistas ganen suficiente terreno en las manos y los intestinos después de
que un buen lavado de manos convenza al anfitrión, mediante el refuerzo del
hábito y los ganglios basales y su recompensa, para que se siga lavando.
Tal vez no quepa extrañarse de que una serie de trastornos «mentales» —
mejor llamados trastornos neuropsiquiátricos— estén relacionados tanto con
la disfunción de los ganglios basales como con el Streptococcus. Piensa en
los tics vocales y físicos del síndrome de Tourette, que pueden ser
consecuencia de la incapacidad de los ganglios basales de decidir eliminar de
la mente consciente la idea de hacer alguna travesura. Aquí, la infección por
Streptococcus desempeña su papel y hace que los niños sean catorce veces
más propensos a desarrollar el síndrome de Tourette si han sufrido varias
infecciones de una cepa especialmente perniciosa en el último año. El
párkinson, el TDAH y los trastornos de ansiedad también están relacionados
con la faringitis y la lesión de los ganglios basales.
Pero no estoy diciendo que no debamos lavarnos las manos, no vaya a ser
que se nos cuelen los estreptococos. Una consecuencia mucho peor sería
trasladar microbios comunes del lugar que les corresponde (por ejemplo, las
heces) a otros que no les son propios (como la boca o los ojos). Se desconoce
si el jabón antibacteriano empeora el imperio temporal del Streptococcus en
las manos, pero como el robusto oportunista que es, y acostumbrado como
está a resistir el ataque de otros microbios, es perfectamente posible que haya
sido más rápido que los microbios beneficiosos de la piel en hacerse
resistente a las sustancias antibacterianas. Sin embargo, hay un uso de
sustancias químicas para matar las bacterias que parece conveniente y
efectivo: frotarse las manos con alcohol. El alcohol altera los microbios en
tan alto grado que parece que son incapaces de desarrollar la resistencia. Y,
más aún, el alcohol puede ser efectivo contra cepas resistentes a los
antibióticos como la SARM (Staphylococcus aureus resistente a la
meticilina). Tanto los profesionales de la salud como cualquier persona que
se vea en la necesidad de hacerlo lo pueden aplicar con facilidad y rapidez.
Mientras te ocupas de comprobar todas las etiquetas de tus productos de
higiene personal, tal vez te sorprenda la cantidad de sustancias químicas de
las que nunca has oído hablar y que, al parecer, son necesarias para que te
sientas limpio y huelas bien. La piel, evidentemente, sabría cuidar de sí
misma sin necesidad de geles, lociones hidrantes ni desodorantes. Si algo se
aprende al deambular por las selvas tropicales, es que quienes se lavan una
vez al día y se cubren la piel de antitranspirantes de mal olor son los
extranjeros, no la gente local. Pese a que se lavan con poca frecuencia, y
nunca usan desodorantes ni lociones limpiadoras, las personas tribales que
viven en los lugares más recónditos de la selva no padecen de mal olor
corporal.
Gita Kasthala, antropóloga y zoóloga que trabaja en zonas remotas de
Papúa Occidental y África Oriental, ha observado que, en las sociedades
tribales y en lo que a la higiene personal se refiere, las personas se pueden
dividir en tres grupos. El primero es el de quienes han tenido muy poco
contacto con la cultura occidental. «Estas personas suelen incorporar la
higiene corporal a otras actividades, por ejemplo, a la pesca. Pero no utilizan
jabón, y muchos de los tejidos que usan para cubrirse son naturales», dice. El
segundo grupo lo forman aldeas remotas que han estado expuestas en cierto
grado a la cultura occidental (en muchos casos, a través de los misioneros);
suelen vestir prendas occidentales, normalmente telas sintéticas de segunda
mano de los años ochenta. «Estas personas suelen desprender un olor
increíblemente acre. Se lavan con fines concretos y usan jabón, pero les
cuesta entender que tú te laves y también laves la ropa. Solo saben que hay
que hacerlo en algún momento: una vez a la semana, al mes, o de vez en
cuando». El último grupo son personas que han estado plenamente inmersas
en la cultura occidental, sea porque han trabajado en alguna plataforma
petrolera o para alguna empresa maderera, y se lavan a diario con productos
cosméticos. «Las personas de este grupo no suelen oler, a menos que realicen
alguna actividad muy pesada o haga mucho calor», explica Kasthala. «Pero
las del primer grupo, que nunca utilizan jabón, tampoco huelen nunca, ni
siquiera cuando realizan actividades que requieren mucho esfuerzo físico».
¿Cómo se entiende, entonces, que la mayoría de las personas que vivimos
en la sociedad moderna nos convirtamos en apestosas de olor insoportable y
en marginadas sociales después de solo uno o dos días sin lavarnos, y, en
cambio, las que viven en los trópicos, sin jabón ni agua caliente, estén
siempre limpias?
Según una empresa recién fundada llamada AOBiome, todo es cuestión de
un grupo muy sensible de microbios. El fundador de la empresa, David
Whitlock, era un ingeniero químico que se dedicaba al estudio de los
microbios del suelo. En 2001, mientras recogía muestras de tierra en unos
establos, le preguntaron por qué a los caballos les gusta revolcarse en el
suelo. No lo sabía, pero la pregunta le dio que pensar. Whitlock sabía que el
suelo y las fuentes naturales de agua contienen muchas bacterias amonio-
oxidantes (AOB); se preguntó si los caballos y otros animales se restregaban
por el suelo para que esas bacterias se les pegaran a la piel.
La mayor parte del olor que desprendemos las personas en realidad no
procede de los fluidos con amoniaco que segregan las glándulas ecrinas, sino
de las glándulas apocrinas, o del olor. Toda la función de estas glándulas,
confinadas en las axilas y las ingles, está relacionada con el sexo. Hasta la
pubertad ni siquiera están activas, y los olores que producen a partir de
aquella actúan de feromonas, que informan al sexo opuesto sobre la salud y
fertilidad propias. Pero el sudor que liberan las glándulas apocrinas es
completamente inodoro. Solo adquiere olor cuando intervienen los microbios
de la piel y lo convierten en todo un anfitrión de olorosos compuestos
volátiles. El tipo de olor exacto que se produce depende de la composición de
los microbios que albergamos.
Cuando nos lavamos y nos ponemos desodorantes, que suelen actuar
eliminando o enmascarando las bacterias que producen olor, alteramos la
microbiota de la piel. Las AOB son un grupo de bacterias particularmente
sensibles; se repueblan con mucha lentitud, por lo que son las que peor
paradas salen del diluvio de sustancias químicas que las inunda todos los
días. El problema, según Whitlock, es que, sin AOB, el amoniaco que
desprendemos al sudar no se convierte en nitrito ni óxido nítrico, unas
sustancias que desempeñan funciones esenciales no solo en la regulación del
funcionamiento de las células humanas, sino también en el gobierno de los
microbios de la piel. Sin óxido nítrico, las corynebacterias y los estafilococos
que alimentan a nuestro sudor se pueden desmadrar. En particular, parece que
los cambios en la abundancia de corynebacterias son responsables del mal
olor corporal que todos nos afanamos en evitar.
Así pues, lo paradójico es que, al lavarnos con productos químicos y usar
desodorantes para oler bien, ponemos en marcha un círculo vicioso. El jabón
y el desodorante nos matan las AOB; carecer de AOB significa alterar las
demás bacterias de la piel; dicha alteración conlleva que el sudor huela mal,
y, por consiguiente, tenemos que utilizar jabón para limpiar el desaguisado, y
desodorante para ocultar el olor. Lo que AOBiome sugiere es que con la
aportación de bacterias AOB se podría romper este bucle interminable.
Lo mismo se podría conseguir, por supuesto, con un baño diario de barro,
o agua no tratada ni contaminada (si se puede disponer de ella), pero lo que
Whitlock y su equipo de AOBiome proponen es rociarse todos los días con su
«nebulizador cosmético refrescante AO+». Es incoloro, inodoro y de aspecto
idéntico al del agua, pero contiene Nitrosomonas eutropha vivas: AOB
cultivadas del suelo. En este momento, AO+ se vende como producto
cosmético, porque de este modo AOBiome no está obligada a demostrar su
efectividad; este es el siguiente objetivo de la empresa. Pero en una prueba
piloto, los voluntarios que lo utilizaron, comparados con quienes se aplicaron
un placebo, mejoraron el aspecto, la suavidad y la tersura de la piel.
Las personas que no se lavan no huelen con ese aroma de flores de jabón
perfumado que esperamos de nuestra piel; en cambio, muchos de los
voluntarios de la prueba del AO+ descubrieron que su olor natural en realidad
era igual de agradable, también para otras personas. El fundador de
AOBiome, David Whitlock, dejó de lavarse por completo hace doce años, y
nos aseguran que no huele mal. Otros muchos miembros del equipo de
AOBiome también han reducido el uso de jabones y desodorantes, y la
mayoría de ellos solo se lavan unas pocas veces a la semana, y hasta solo
algunas veces al año.
Seguramente, a muchas personas les resultará desagradable la idea de no
lavarse con jabón, o al menos no hacerlo con tanta frecuencia. A mí, lo que
de verdad me sorprende por surrealista es que tal idea esté tan arraigada en
nuestra cultura que casi es tabú admitir que no se utiliza el jabón todos los
días. Probablemente, muchísimo más surrealista que, después de no habernos
lavado con jabón durante doscientos cincuenta mil años de nuestra historia
como Homo sapiens, hoy dependamos tanto de la ducha diaria con jabón que
no podamos imaginar la vida sin ella.
Los productos antibacterianos, como los antibióticos, tienen su lugar. Pero,
en cuestiones de salud, su lugar no es nuestro cuerpo. Ya disponemos de un
sistema de defensa microbiano: se llama sistema inmunitario. Tal vez
haríamos bien en procurar utilizarlo.
6

SOMOS LO QUE ELLOS COMEN

Mientras tomamos un té en la Universidad de Harvard, la doctora Rachel


Carmody me habla del momento en que se dio cuenta de que considerábamos
la dieta humana desde una perspectiva completamente equivocada. Acababa
de terminar su tesis de máster sobre el efecto de la cocción en el valor
nutritivo de los alimentos, y la estaba leyendo ante el tribunal. Al final de la
sesión, uno de sus miembros, sentado en el extremo más alejado de una larga
mesa, se levantó y le entregó a Carmody un montón de artículos científicos
recién publicados. Cuando los tuvo esparcidos delante de ella, Carmody
entrevió en los títulos las palabras «microbioma» y «microbiota intestinal».
«Quizá quiera usted pensar un poco en cómo podría afectar esto a sus
conclusiones», dijo el profesor.
«La cantidad de energía que podemos extraer de lo que comemos es la que
determina por completo toda la biología —explica Carmody—. Lo más
probable es que el aspecto y la conducta de un organismo tenga que ver con
cómo obtiene alimento. Como bióloga evolutiva que estudiaba cómo
digerimos la comida los humanos, mi problema era que solo estudiaba la
mitad de la cuestión». Carmody se había centrado en los procesos digestivos
que tienen lugar en el intestino delgado, pero cuando prestigiosas revistas
como Nature y Science empezaron a publicar artículos sobre el papel de la
microbiota intestinal en la nutrición y el metabolismo, se dio cuenta de que su
investigación (y la de otros que estudiaban la nutrición humana) nunca podría
ofrecer todas las respuestas. «Trabajábamos con un modo de pensar sobre la
alimentación que era desesperadamente incompleto», me decía Carmody.
Toda nuestra perspectiva sobre la nutrición ha cambiado. Hasta hace poco,
solo importaba lo que pasa en el intestino delgado. En lo que a la digestión
humana se refiere, en este tubo largo y delgado que sale de esa especie de
batidora que es el estómago, allí es donde ocurre todo. Las enzimas que
bombean el estómago, el páncreas y el propio intestino delgado parten las
grandes moléculas de los alimentos en otras más pequeñas que puedan pasar
a la sangre a través de las células que recubren el intestino. Las proteínas,
como si fueran un collar de perlas enrollado, se dividen en cuentas
individuales, llamadas aminoácidos, así como en cadenas más cortas de estos
bloques componentes básicos. Los hidratos de carbono complejos se rebanan
en trozos más manejables llamados azúcares simples, como la glucosa y la
fructosa. Y las grasas se descomponen en sus partes: gliceroles y ácidos
grasos. Estas partes más pequeñas pasan a cumplir su función en el
organismo: generan energía, producen carne y son reorientadas para nuestro
propio uso.
La nutrición humana (al menos, según el dogma establecido) se detiene al
final del tubo de siete metros que es el intestino delgado. A este le sigue el
intestino grueso, mucho más corto y ancho. Sin embargo, hasta ahora, esta
parte relativamente mugrienta del vientre ha estado olvidada, como si fuera
un enorme tubo de desagüe. En la escuela nos enseñaron que la función del
intestino delgado era absorber los nutrientes; en cambio, se suponía que el
intestino grueso absorbía el agua, reunía los restos de la digestión y los
preparaba para ser expulsados. Al igual que la del apéndice, no tan inútil
como se suponía, se ha pasado por alto la importancia del intestino grueso. El
Nobel ruso Eli Metchnikoff, que realizó grandes descubrimientos sobre las
células inmunes en la última década del siglo XIX, pensaba que estaríamos
mucho mejor sin intestino grueso. Decía: «Muchísimas investigaciones sobre
el caso del hombre parece que han descartado que el intestino grueso tenga
algún poder digestivo».
Afortunadamente, hemos avanzado mucho desde las cavilaciones de
Metchnikoff sobre el intestino grueso. Hace décadas que reconocimos que
este órgano, como mínimo, también absorbe vitaminas fundamentales,
sintetizadas por su colonia de microbios. Sin ellas, nuestra salud se resentiría.
El «Niño Burbuja», David Vetter, que en los años setenta se mantuvo aislado
y casi libre de gérmenes, tomaba una dieta complementada con diversas
vitaminas, para compensar su carencia de microbios. Pero la aportación de la
microbiota va mucho más allá de las vitaminas. En realidad, para muchas
especies, comer sería completamente inútil de no ser por los servicios de
extracción de nutrientes que prestan los microbios.
Las sanguijuelas y los murciélagos vampiro que chupan la sangre llevan al
extremo la dependencia de su microbiota. La sangre, con todas sus
propiedades vitales, no es el más nutritivo de los alimentos. Tiene mucho
hierro, desde luego, de ahí su sabor metálico, y también muchas proteínas; sin
embargo, aporta pocos hidratos de carbono, grasas, vitaminas y otros
minerales. Sin sus microbiotas intestinales que sintetizan los elementos que
faltan, las especies que se alimentan de la sangre, como la sanguijuela y el
murciélago vampiro, tendrían muchos problemas para sobrevivir.
Otro clásico es el oso panda. Aunque es Carnívoro, con mayúscula —lo
cual significa que comparte su condición en el árbol de la vida con los demás
osos (el pardo y el polar) y con los leones, los lobos y otros parientes
igualmente feroces—, no es carnívoro en minúscula, es decir, comedor de
carne. Al dejar de lado la carne y optar por la exquisitez del bambú, el oso
panda dio la espalda a su pasado evolutivo. Su simple aparato digestivo no
tiene la longitud del de otros herbívoros mejor logrados, como las vacas y las
ovejas. Tal circunstancia deja al intestino y a sus habitantes microbianos con
mucho trabajo que hacer.
Más aún, los pandas tienen el genoma de un carnívoro: muchos genes que
codifican las enzimas capaces de romper las proteínas que componen la
carne, pero ninguno que codifique las enzimas que rompen los duros
polisacáridos de las plantas (hidratos de carbono). Todos los días, el oso
panda mastica con placer doce kilos de tallo de bambú seco y fibroso, pero
solo digiere dos kilos. De no ser por la microbiota, ese par de kilos se
reduciría a casi nada. Sin embargo, el microbioma del oso panda gigante —es
decir, los genes que contiene su microbiota— lleva consigo una serie de
genes rompedores de la celulosa más propios del microbioma de los
herbívoros, entre ellos, las vacas, los ualabíes y las termitas. Con estos genes
(y los microbios que los albergan) de su lado, el panda gigante ha superado
las limitaciones de su pasado de comedor de carne.
Así que, ya ves, al hablar de nutrición, no hay que olvidarse de las
microbiotas. En algunos sentidos, los humanos no somos diferentes de las
sanguijuelas, los vampiros y los pandas. Algunos alimentos que tomamos son
digeridos por las enzimas codificadas por nuestro propio genoma; después se
absorben en el intestino delgado. Pero muchas moléculas de la comida —
sobre todo las «indigeribles»— se quedan fuera. Estas pasan al intestino
grueso, donde se encuentran con una gran multitud de ávidos microbios,
dispuestos a romperlas utilizando sus propias enzimas. En el proceso de
alimentarse, las microbiotas liberan otra serie de restos. Estas moléculas,
junto con el agua de la que nos hablaban en la escuela, se absorben en la
sangre. Son, como veremos, más importantes de lo que nunca supusimos.
En cuanto a Carmody, terminó el doctorado consciente de que solo había
respondido la mitad de la pregunta que se había planteado; después recorrió
la corta distancia que separa el edificio de Biología Evolutiva Humana del
Centro de Biología de Sistemas de Harvard, para disponerse a responder la
otra mitad de la cuestión, bajo la dirección del veterano cazador de microbios
Peter Turnbaugh.
Me temo que tendrás que devolverme la sentencia absolutoria respecto a la
obesidad, esa que te entregué en el capítulo anterior. No hay duda de que las
consecuencias de tomar antibióticos medicinales, e ingerirlos con los
alimentos, merecen que les prestemos atención, de forma especial en el caso
de los niños pequeños. Pero aún no hemos acabado con el tema. Como
apuntan los estudios de Martin Blasser sobre las pequeñas dosis de penicilina
y una dieta alta en grasas en los ratones, no es probable que los antibióticos
sean la única causa del aumento de peso, ni de las otras enfermedades del
siglo XXI. También la dieta desempeña su papel. Y no es precisamente el que
tal vez suponías.
Hemos cambiado nuestra forma de comer. Ve por los pasillos de cualquier
supermercado pensando un poco en el origen de los alimentos —vegetal o
animal— y te sorprenderás de lo poco que realmente se parecen a las plantas
o a los animales. Para empezar, la mitad de los pasillos están llenos de
alimentos puestos en envases de cartón, bolsas de plástico y botellas.
¿Cuántas plantas y animales vienen en cajas de cartón? ¿El brócoli? ¿Los
pollos? ¿Las manzanas? Algunos productos sí están empaquetados de origen
de esta forma, pero son las galletas, las patatas fritas, los refrescos, las
comidas preparadas y los cereales. Desde fuera, algunos supermercados
estadounidenses parecen más bien una ferretería. El desconocimiento de las
marcas hace difícil descifrar qué alimentos contienen las hileras de cajas, más
complicado que para un inglés pedir sushi ante una carta escrita en japonés.
Los auténticos alimentos son reconocibles. Una manzana es una manzana. Un
pollo es un pollo. Imagino que un tendero de los años veinte no necesitaría ni
la mitad de estantes de los que se encuentran en un supermercado actual.
El cambio continúa fuera del supermercado. Comida rápida o preparada
para quienes no tienen tiempo para cocinar. Latas de bebidas espumosas y
botellas de zumos por si el agua no sabe muy bien; platos para llevar para la
noche del viernes; bocadillos preparados para la oficina. La mayoría no
controlamos del todo lo que comemos. Nunca antes nos habíamos preparado
nuestra comida tan pocas veces. Casi todos los alimentos, vegetales o
animales, se obtienen por producción intensiva, están enriquecidos
químicamente y limitados en el espacio. Incluso quienes creemos que
seguimos una dieta es posible que lo creamos con respecto a los demás, una
referencia que, la verdad, es poco exigente.
Pero ¿qué es una dieta sana? Parece que los consejos al respecto cambian
con la misma frecuencia que cambiamos de zapatos, pero una cosa está clara:
la dieta actual tiene algo que no nos va bien. La cantidad de personas con
sobrepeso y obesas que hay en el mundo ha alcanzado tales proporciones que,
más que de epidemia, hay que hablar de pandemia. Además de producir
obesidad, una mala alimentación también agrava muchas enfermedades,
desde la artritis hasta la diabetes. En el mundo desarrollado, la mayoría de las
muertes se deben a una mala alimentación, sean por infarto, derrame cerebral,
diabetes o cáncer. Muchas de las condiciones generadas o agravadas por una
mala dieta son enfermedades del siglo XXI, entre ellas, el síndrome de
intestino irritable, la enfermedad celiaca y toda una serie de dolencias
relacionadas con el sobrepeso.
El problema es que no hay forma de ponerse de acuerdo sobre qué es una
dieta sana. Los defensores de distintas dietas populares son casi como
apóstoles que predican la buena nueva de los beneficios de su particular
estrategia, pese a que varios de los sistemas más comunes defienden ideas
completamente opuestas sobre qué grupos de alimentos son «buenos» y
cuáles son «malos». Se diría que todas las dietas populares tienen una
explicación evolutiva lógica, así como que están avaladas por la garantía de
la pérdida de peso y de mejorar la salud. Tal vez para mejorar baste con
controlar lo que comemos, con independencia de que nos preocupemos por
dietas bajas en hidratos de carbono, bajas en grasas o bajas en IG (índice
glicémico).
La filosofía de las dietas actuales más populares se resume en un principio
básico: esta es la dieta a la que estamos destinados los humanos. Hemos
perdido de vista qué es una alimentación humana normal, por lo que
recurrimos a nuestros antepasados. Los preagrícolas, los recolectores y
cazadores, los hombres de las cavernas y hasta los prehumanos que
masticaban los alimentos crudos, que recuerdan más a nuestros primos, los
grandes simios, que a nosotros mismos. Pero tal vez no es necesario que
miremos tan atrás. Al fin y al cabo, nuestros tatarabuelos no padecían las
dolencias de las que hoy nos quejamos, y vivieron hace solo cien años.
Ciertamente, en comparación con los actuales supermercados llenos de
envases de cartón y los autoservicios que te sirven la comida sin bajar del
coche, su forma de alimentarse era completamente distinta.
Una buena forma de hacerse una idea de lo que los humanos «estamos
destinados» a comer es observar a las poblaciones a las que no han llegado la
agricultura intensiva, la alimentación globalizada ni las opciones dietéticas
basadas en la comodidad. Por ejemplo, los habitantes de la aldea de Boulpon,
en Burkina Faso. Un grupo de científicos y médicos italianos escogieron a los
niños de ese pueblo africano para compararlos con niños residentes en
Florencia. El objetivo era averiguar el efecto que la dieta producía en la
microbiota de ambos grupos. La vida de los habitantes de Boulpon no se
alejaba mucho de la de los agricultores de subsistencia que vivieron hace
unos diez mil años, justo después de la Revolución neolítica.
Fue un periodo decisivo de la evolución humana. La humanidad había
dado con dos ideas importantes: la domesticación de los animales, y el
cultivo y cuidado intencionados de alimentos. Además de los evidentes
beneficios de una fuente estable de alimento, la Revolución neolítica permitió
que grupos humanos abandonaran el nomadismo y se asentaran en un
determinado lugar. De este modo, llegó la oportunidad de construir
estructuras permanentes, vivir en grupos mayores y, lamentablemente,
contraer enfermedades infecciosas dentro de la población. Fue el inicio de
nuestra cultura y de nuestra dieta actuales.
Para la alimentación de nuestros antepasados, la agricultura y la cría de
animales significaba una fuente permanente de cereales, legumbres y
verduras. Y, en algunos sitios, huevos, leche y, de vez en cuando, un poco de
carne. En ciertos lugares, la realidad ha cambiado muy poco. En la aldea de
Boulpon, la dieta es la típica del África rural: harina de mijo y sorgo
mezclada en una sabrosa crema, aderezada con una salsa de verduras locales.
De vez en cuando, se mata un pollo; en la estación de las lluvias, las termitas
pueden ser buen capricho. No es precisamente un programa alimentario ideal
para un libro de recetas y que vaya a ser un éxito de ventas, pero
probablemente es más representativo de nuestra dieta ancestral que una dieta
de moda pasajera al estilo de la de los cazadores y recolectores. Los niños
italianos, entre tanto, tomaban alimentos comunes de una dieta occidental
moderna: pizza, pasta, muchas carnes y quesos, helados, refrescos, cereales
para desayunar, patatas fritas, etc.
Los microbios intestinales de esos dos grupos de niños eran
completamente distintos, algo que era de esperar. Los italianos tenían sobre
todo bacterias del grupo firmicutes; en cambio, en la microbiota de los niños
de Burkina Faso dominaban las del grupo bacteroidetes. Más de la mitad de
los microbios intestinales que tenían los niños burquineses eran de un único
género, Provetella, y otro veinte por ciento era del género Xylanibacter. En
cambio, estos géneros, al parecer tan importantes para los niños africanos,
estaban totalmente ausentes en los intestinos de los italianos.
¿Qué es lo que sorprende de las distintas dietas de los niños italianos y los
burquineses? Probablemente, la cantidad de grasa y azúcar (hidratos de
carbono simples) que comen los niños italianos en comparación con los
africanos. Todos creemos que tomamos demasiados alimentos de este tipo, y
que, más que cualquier otro, son los responsables de la epidemia de obesidad
y las enfermedades que conlleva. Desde luego, la mejor forma de engordar al
ratón de laboratorio es darle una dieta alta en grasa y azúcar. Es la que los
científicos del microbioma llaman «dieta occidental». Con esta dieta, en solo
un día los microbios intestinales del ratón cambian de composición y utilizan
grupos diferentes de genes. A las dos semanas de pasarse a la dieta
occidental, ratas y ratones se han puesto gordos.
¿Ocurre también lo contrario? ¿Volver a la dieta baja en grasas o en
hidratos de carbono puede revertir los cambios microbianos y hacer que baje
el peso? Ruth Ley, que fue la primera en darse cuenta de la alta ratio entre
firmicutes y bacteroidetes en las personas obesas, quería saber si, poniéndolas
a dieta, esa ratio volvía a la que se observaba en las personas delgadas. Para
averiguarlo, utilizó el peso y muestras fecales de voluntarios obesos que
participaron en una prueba dietética.
Los voluntarios siguieron una dieta baja en hidratos de carbono o una dieta
baja en grasas durante seis meses. Antes y durante la prueba se les registraron
el peso y la microbiota intestinal. En esos seis primeros meses, los dos grupos
perdieron peso, y sus ratios entre firmicutes y bacteroidetes disminuyeron en
la misma proporción que el peso. Lo curioso era que este cambio microbiano
solo era evidente cuando los voluntarios habían perdido un determinado peso.
En los que seguían la dieta baja en grasa, era necesario perder un seis por
ciento del peso para que la relativa abundancia de bacteroidetes comenzara a
reflejar sus esfuerzos. Esto significa que una mujer de 1,70 m de altura y cien
kilos de peso de partida debía perder seis kilos. En quienes seguían una dieta
baja en hidratos de carbono, bastaba con perder un dos por ciento de peso
para que se observara el efecto en la ratio microbiana (dos kilos en el caso de
esa misma mujer).
Queda por determinar si esta diferencia de pérdida del peso inicial que era
necesaria para que la microbiota se decantara hacia un equilibrio más delgado
solo fue significativa en esos doce voluntarios, y la importancia de la propia
ratio microbiana. Pero es interesante señalarla, porque las dietas bajas en
hidratos de carbono tienen fama de dar resultados inmediatos, aunque, en lo
que se refiere a la pérdida total de peso, en periodos más largos, las bajas en
grasas las alcanzan y hasta las superan.
Pero, en el experimento de Ley, ambas dietas eran también bajas en
calorías, de modo que las mujeres tomaban entre 1.200 y 1.500 calorías
diarias, y los hombres entre 1.500 y 1.800. El hecho es que seguir una dieta
suficientemente baja en calorías durante un tiempo importante siempre
conllevará una disminución del peso, con independencia de que sea una dieta
baja en grasas, una baja en hidratos de carbono, una que solo se pueda saltar
el fin de semana o una que prescinda por completo de cereales y productos
lácteos, propia de la Revolución neolítica. Incluso las dietas equilibradas en
nutrientes, que no reducen el contenido relativo de grasas ni de hidratos de
carbono, hacen disminuir de peso, siempre que se sigan tomando pocas
calorías. Hoy, Ley y otros piensan que la ratio entre firmicutes y
bacteroidetes puede estar relacionada con los hábitos dietéticos más de lo que
la propia obesidad refleja. Si cualquier dieta baja en calorías funciona para
perder peso, ¿tiene realmente sentido limitar la ingesta de grasa o de hidratos
de carbono?
La afirmación rotunda de que la grasa y los hidratos de carbono son
«malos» oculta la gran complejidad de estos alimentos. Del mismo modo que
decir que los coches son malos porque matan a las personas ignorando el
hecho de que nos hacen la vida más cómoda, afirmar que la grasa siempre es
mala no tiene en cuenta que es fundamental para sobrevivir. No puedo decir
que sepa mejor que nadie cuál es el equilibrio perfecto de grasas saturadas,
monoinsaturadas, poliinsaturadas y trans. Como ocurre con las dietas de
moda, las opiniones sobre cuáles de esas grasas son dañinas y cuáles son
seguras están polarizadas, también entre los expertos.
En cuanto a la hasta hoy olvidada reacción de la microbiota a la grasa y el
azúcar, es muy difícil determinarla, incluso en condiciones experimentales.
Imagina que quieres utilizar ratones para comprobar el efecto que una dieta
alta en grasa pueda tener en los microbios intestinales. Añades grasa a su
ración de comida habitual y esperas a ver qué pasa. Pero ahora tus ratones
reciben muchísimas más calorías que antes, de modo que no sabes si los
cambios se deben a la mayor cantidad de grasa o de calorías. Así que, en su
lugar, aumentas la ingesta de grasa, pero mantienes constante la de calorías,
reduciendo para ello la cantidad de hidratos de carbono. El problema es que
ahora no sabes si cualquier cambio que pueda haber se debe al aumento de la
grasa o a la reducción de los hidratos de carbono. En nutrición, nada se puede
estudiar de forma aislada.
Como decía, poner a los ratones a una dieta alta en grasa pero baja en
hidratos de carbono provoca un cambio en la composición microbiana, así
como una subida de peso. Además de estos cambios, aumentan la
permeabilidad de la pared intestinal, la cantidad de lipopolisacáridos (LPS)
en sangre y los marcadores de la inflamación. Estos cambios se han
relacionado no solo con la obesidad, sino también con la diabetes tipo 2, la
autoinmunidad y los problemas de salud mental. Al parecer, una dieta alta en
azúcares simples como la fructosa provoca esos mismos cambios generales,
al menos en los roedores.
Así pues, parece que el exceso de grasa y de azúcar es malo. En muchos
países, el aumento de su consumo va de la mano del crecimiento de la
obesidad. Pero esta es la paradoja: en el Reino Unido, algunas partes de
Escandinavia y Australia, en contraste con la imagen popular en los medios
de comunicación de la persona con obesidad mórbida que se está zampando
una hamburguesa y un enorme batido colmado de azúcar, el consumo de
grasa y azúcar en realidad ha disminuido desde la Segunda Guerra Mundial.
En el Reino Unido, el Estudio Nacional sobre Alimentación, dirigido por el
gobierno, hizo un seguimiento de la ingesta de alimentos de las familias
británicas desde 1940 hasta 2000. Las estadísticas contradicen todo lo que
podamos dar por supuesto sobre los cambios que se han producido en nuestra
dieta. Por ejemplo, en 1945, el contenido medio de grasa de la dieta británica
era de 92 g por persona y día. En 1960, cuando pocos británicos tenían
sobrepeso, era de 115 g al día. Pero en 2000, había bajado a 74 g diarios. Ni
siquiera la descomposición de la grasa en sus diferentes ácidos grasos —
saturados e insaturados— puede ser una explicación. Los ácidos grasos que
tradicionalmente se han considerado más convenientes —los insaturados—
forman una parte cada vez mayor de la ingesta de grasas en Gran Bretaña.
Baja el consumo de mantequilla, leche entera y manteca, y sube el de leche
semidesnatada o desnatada, aceite y pescado. Pero los británicos siguen
engordando.
La comparación entre la ingesta de grasas (en porcentaje de la ingesta total
de energía) y el IMC tampoco revela relación alguna. En dieciocho países
europeos, el IMC medio y la ingesta media de grasa no tenían ninguna
relación en los hombres: no existía conexión alguna entre la grasa que
tomaban y su peso. En las mujeres, la relación era la opuesta a la que cabría
imaginar: los países con mayor consumo medio de grasas (hasta un cuarenta
y seis por ciento de la dieta) tenían un menor IMC medio, y los de menor
consumo de grasa (tan solo un veintisiete por ciento de la dieta) tenían mayor
IMC. Comer más grasa no significa necesariamente que vayas a engordar.
Más difícil es evaluar el consumo de azúcar, porque en el estudio se
recabaron datos sobre tipos de alimentos, pero no sobre el propio contenido
de azúcar. Pero en ese tiempo también disminuyó el consumo de azúcar de
mesa, mermeladas, pasteles y bollería. En el caso del azúcar de mesa, el
consumo pasó de la desmesurada media de quinientos gramos por persona a
la semana de finales de los años cincuenta, a alrededor de cien semanales por
persona en 2000. Sin embargo, hoy los británicos beben mucho más zumo de
frutas y toman más cereales cargados de azúcar que antes. En general, los
cálculos apuntan a que, desde los ochenta, los británicos consumen en torno a
un cinco por ciento menos de azúcar (más o menos el equivalente a una
cucharadita de café). A partir de los años cuarenta, y teniendo en cuenta que
el periodo incluye la época de racionamiento posterior a la Segunda Guerra
Mundial, seguramente, el descenso fue mucho mayor. También los
australianos redujeron el consumo de azúcar desde los ochenta. En 1980
solían tomar unas treinta cucharaditas diarias; en cambio, en 2003, eran siete
menos. En ese mismo periodo, el número de obesos australianos se multiplicó
por tres.
Parece que el aumento general del consumo de calorías tampoco explica
los cambios. El Estudio Nacional sobre Alimentación demuestra que, en los
años cincuenta, el consumo medio diario de energía de adultos y niños
sumados llegaba a las 2.660 calorías; sin embargo, en el año 2000 había
bajado a 1.750 por persona y día. También en Estados Unidos, algunos
estudios demuestran que la ingesta calórica ha disminuido en periodos de
aumento generalizado de peso. Las cifras del Estudio Nacional sobre
Consumo de Alimentos, del Departamento de Agricultura de Estados Unidos
(USDA), muestran una disminución de la toma de calorías de 1.854 a 1.785
por persona y día entre 1977 y 1987. Al mismo tiempo, el consumo de
calorías bajó del cuarenta y uno al treinta y siete por ciento de la dieta. Entre
tanto, la proporción de personas con sobrepeso subió de un cuarto a un tercio
de la población. Un simple exceso en la ingesta y gasto de calorías sí parece
tener su efecto en algunos momentos y algunos lugares, pero muchos
científicos señalan que no puede explicar la impresionante escalada de la
epidemia de obesidad, ni en Estados Unidos ni en cualquier otro lugar.
Mi tesis no es que la grasa y el azúcar no son tan malos si se consumen en
exceso: lo pueden ser. Tampoco lo es que el consumo de uno o ambos no
haya aumentado en todo el mundo: probablemente, ha aumentado. Mi tesis es
que, como ocurre en los experimentos dietéticos con ratones, el aumento del
consumo de un nutriente tiene que afectar al consumo de otros nutrientes,
sobre todo si la ingesta calórica general se mantiene en el mismo nivel. El
gran debate de estos últimos años es si la causa de la obesidad son la grasa y
el azúcar. Pero ¿y si no lo fueran ni la una ni el otro?
Si los cambios en el consumo de grasas, azúcar y calorías no explican del
todo el aumento de la obesidad, ¿cuál es la explicación? Nos hemos
preguntado qué ha aumentado en nuestra dieta a medida que sube
progresivamente el número de personas con sobrepeso. La respuesta parecía
evidente: la grasa y el azúcar. En muchos sitios, el mayor consumo de ambos
ha ido de la mano del aumento de la obesidad.
El consumo excesivo de grasa tiene un atractivo natural como precedente
del aumento de peso, pero la cuestión no es tan sencilla como parece. Vemos
el exceso de grasa del cuerpo y lo equiparamos con el exceso de grasa en lo
que comemos: el ribete de grasa del filete de carne o las vetas blancas de la
sonrosada panceta. Pero no es lógico. La grasa del cuerpo se puede deber a
cualquier fuente de alimento que haya que almacenar: proteínas, hidratos de
carbono o grasas.
Aunque instintivamente pensemos lo contrario, en realidad no hay una
gran diferencia entre la ingesta de grasas de los niños de Burkina Faso y la de
los niños italianos. La grasa constituía alrededor del catorce por ciento de la
dieta de los niños de Boulpon, y el diecisiete por ciento de la de los
florentinos. ¿No podría ser que buscar el aumento de uno de los elementos de
nuestra dieta fuera excesivamente simplista? ¿Y si también deberíamos haber
observado lo que ha disminuido?
No parece lógico relacionar la disminución de una cosa con el aumento de
otra, pero también es verosímil. Si nos fijamos de nuevo en la dieta de los
niños burquineses en comparación con la de los italianos, se observa una
clara diferencia en la ingesta de nutrientes: la fibra. Las verduras, los cereales
y las legumbres que forman el grueso de la dieta de Boulpon tienen un alto
contenido de fibra. En la dieta de los niños florentinos de entre dos y seis
años, el contenido de fibra es de menos del dos por ciento. En cambio, en la
del niño de Boulpon, el porcentaje es más del triple: el seis y medio por
ciento.
El estudio más detallado de las cifras relativas a la dieta de los países
desarrollados en las últimas décadas refleja esta misma diferencia. Un adulto
del Reino Unido de los años cuarenta consumía alrededor de setenta gramos
de fibra al día, mientras que la media de los británicos actuales es de unos
veinte por persona y día. Parece que consumimos muchísima menos verdura.
En 1942, comíamos casi el doble de la que comemos hoy, y eran los años de
la guerra, cuando las provisiones escaseaban. El consumo de verduras
frescas, como el brócoli y las espinacas, va bajando a toda velocidad y no
parece que se vaya a frenar. En los años cuarenta, la toma diaria habitual de
verdura era de unos setenta gramos; en la última década, ha caído hasta
aproximadamente los veintisiete. Nuestro consumo de legumbres, cereales
(pan incluido) y patatas (todos ellos ricos en fibra) también ha caído desde la
década de los cuarenta. Simplemente, tomamos menos alimentos de origen
vegetal que antes.
Al observar los genes del microbioma de los niños de Burkina Faso, se
entiende que la microbiota contenga tan alto porcentaje de las especies
Prevotella y Xylanibacter: el setenta y cinco por ciento del total de especies.
Ambos grupos bacterianos albergan genes que codifican las enzimas que les
permiten descomponer el xilano y la celulosa, dos compuestos indigeribles
que forman la estructura de las paredes celulares de las plantas. Con la
Prevotella y la Xylanibacter en su interior, los niños pueden extraer muchos
más nutrientes de los cereales, las legumbres y las verduras, que constituyen
la mayor parte de su dieta.
Por otro lado, los niños italianos carecen por completo de Prevotella y
Xylanibacter. No pueden mantener a estas bacterias, porque, para sobrevivir,
ambas variedades requieren el influjo de los restos de las plantas. En la
microbiota de los niños florentinos dominan las firmicutes, el mismo grupo
de bacterias que en varios estudios norteamericanos se observó que están
relacionadas con la obesidad. En efecto, la ratio entre las firmicutes
relacionadas con la obesidad y las bacteroides relacionadas con la delgadez
en los niños italianos era casi de tres a uno, frente a la de dos a uno de los
niños burquineses.
Parece que una dieta rica en vegetales equivale a un conjunto «delgado» de
microbios intestinales. ¿Qué ocurre, entonces, si a un grupo de
estadounidenses se les da una dieta de base animal de carnes, huevos y
quesos, y a otro grupo una dieta de base vegetal, de cereales, legumbres y
fruta? No hay que extrañarse de que cambie la composición de sus microbios
intestinales. En un pertinente estudio, quienes siguieron una dieta vegetal
experimentaron un rápido incremento de los grupos bacterianos que
descomponen las paredes de las células de las plantas, mientras que los
carnívoros perdieron las bacterias degradantes de las plantas y ganaron
especies que descomponen las proteínas, sintetizan las vitaminas y
desintoxican los compuestos cancerígenos presentes en la carne asada. Su
microbioma empezó a parecerse al de los animales herbívoros, por un lado, y
al de los carnívoros, por otro. Un voluntario del estudio había sido
vegetariano toda la vida, pero fue asignado al grupo de dieta de base animal.
Sus anteriores niveles altos de Prevotella cayeron en cuanto empezó a comer
carne, y a los cuatro días los superaban en número los microbios que
prefieren proteínas animales.
Esta rápida adaptabilidad demuestra la utilidad de formar equipo con los
microbios para sacar el máximo beneficio posible de los alimentos de que se
disponga en cualquier momento. Con sus microbios adaptables, nuestros
antepasados podrían haber obtenido mejor rendimiento de cualquier festín de
fibra en la época de la cosecha, o de un pedazo de carne cuando mataban
algún animal. Es una estrategia de suma utilidad, en especial para las dietas
con ingredientes inusuales. Los japoneses, por ejemplo, a veces tienen en el
intestino microbios con genes que codifican las enzimas que descomponen
específicamente los hidratos de carbono de las algas marinas. El alga
Porphyra (conocida como nori) forma parte sustancial de la dieta basada en
el sushi, de ahí que un componente de la microbiota japonesa típica, la
Bacteroides plebeyus, haya robado los genes que codifican las enzimas
porphyranasas que digieren la nori a otra especie de bacteria, la Zobellia
galactanivorans, que vive de las algas. Probablemente, gran cantidad de los
microbios y genes microbianos que nos permiten explotar distintos alimentos
proceden originariamente de bacterias que viven en esos alimentos. Algunos
señalan que nuestra alianza con el ganado ha demostrado ser beneficiosa no
solo por la carne y la leche de que nos proveen más que suficientemente, sino
también por la transferencia de sus intestinos a los nuestros de los microbios
que digieren la fibra. La idea de que la disminución del consumo de fibra
pueda desempeñar un papel importante en la epidemia de obesidad no
significa que la grasa y el azúcar sean irrelevantes. Las dietas altas en grasa y
en azúcar son necesariamente bajas en otros nutrientes, en concreto en
hidratos de carbono. El hecho de que la mayoría de los tipos de fibra son
hidratos de carbono, incluidos los «polisacáridos sin almidón», como la
celulosa y la pectina, y los «almidones resistentes» que se encuentran en
alimentos como las bananas verdes, los cereales integrales, las semillas e
incluso el arroz y los guisantes cocinados y posteriormente enfriados, que
aumentan el contenido relativo de grasa y azúcar de la dieta, puede significar
que disminuya el contenido de fibra. Por lo tanto, ¿es posible que la dieta nos
engorde no por su contenido de grasa y azúcar, sino por la disminución de la
fibra?
Recuerda a Patrice Cani, del capítulo 2. Es el profesor de nutrición y
metabolismo de la Universidad Católica de Lovaina que descubrió que las
personas delgadas tenían unos niveles de la bacteria Akkermansia
muciniphila mucho más altos que los de la gente con sobrepeso. Observó que
la Akkermansia parecía reforzar el revestimiento intestinal, en parte
obligándolo a producir una capa más gruesa de mucosidad. De ese modo, esta
especie impedía que la molécula bacteriana del lipopolisacárido (LPS)
atravesara el revestimiento intestinal y pasara a la sangre, donde provocaba
inflamación del tejido graso, cuya consecuencia era un aumento perjudicial
de peso.
Ilusionado ante la posibilidad de que la Akkermansia pudiera ayudar a
perder peso, o al menos impedir que aumentara, Cani probó a alimentar a
ratones con un suplemento de la bacteria. Funcionó. No solo bajaba su nivel
de LPS, sino que perdían peso. Añadir Akkermansia es una solución
provisional de un problema muy persistente. Sin esos suplementos
periódicos, la población de la bacteria disminuye. Así pues, ¿cómo podemos
mantener altos los niveles de Akkermansia una vez que la hemos añadido? Y,
más pertinente para la mayoría de las personas, ¿cómo podemos estimular la
población de Akkermansia que ya podamos tener?
Cuando intentó estimular la población de otro grupo de bacterias (las
bifidobacterias), Cani encontró la respuesta. Había dado a los ratones una
dieta alta en grasa, y observó que la población de bifidobacterias disminuía.
También en los humanos se había observado que cuanto mayor era el IMC de
la persona, menos bifidobacterias tenía. Cani sabía que a las bifidobacterias
les gusta un poco de fibra. Así pues, se preguntó si un suplemento de fibra
podría aumentar la cantidad de esas bacterias en ratones que seguían una
dieta alta en grasa, y, tal vez, incluso detener el aumento de peso. Intentó
complementar su dieta alta en grasa con un tipo de fibra conocida como
oligofructosa (y a veces llamada fructooligosacárido, FOS) que se encuentra
en varios alimentos, como los plátanos, las cebollas y los espárragos.
Marcaba una gran diferencia: aumentaba la abundancia de bifidobacterias.
Parecía que con la oligofructosa las bifidobacterias prosperaban, pero la
que de verdad despegaba era la Akkermansia. Al cabo de cinco semanas, un
grupo de ratones ob/ob genéticamente obesos, cuya dieta contenía un
suplemento de oligofructosa, tenían una abundancia de Akkermansia ochenta
veces superior a la de los ratones ob/ob que no recibieron el suplemento de
fibra. En los ratones que eran genéticamente obesos, el suplemento de fibra
frenaba el aumento de peso; en los ratones engordados con una dieta alta en
grasa, el suplemento de fibra provocaba pérdida de peso.
Cani probó con otro tipo de fibra, llamada arabinoxilano, en los ratones de
obesidad inducida por la dieta. El arabinoxilano constituye una gran parte de
la fibra de los cereales integrales, entre ellos, el trigo y el centeno. Los
ratones que seguían una dieta complementada con arabinoxilano obtenían los
mismos beneficios para la salud que los que recibían oligofructosa. El
arabinoxilano no solo aumentaba sus bifidobacterias, sino que les devolvía
las poblaciones de Bacteroides y Prevotella a los niveles observados en los
ratones delgados. A pesar de las dietas altas en grasa, la administración de
fibra a estos ratones les sellaba las porosidades del intestino, cosa que
fomentaba que las células grasas, en vez de aumentar de tamaño, se
multiplicaran, bajaran sus niveles de colesterol y redujeran la velocidad del
aumento de peso.
«Si alimentamos a ratones con una dieta alta en fibra y alta en grasa,
pueden resistir la obesidad inducida por la dieta —afirma Cani—. Podemos
decir que si no ingerimos una buena dosis de fibra al mismo tiempo que una
buena dosis de grasa, el impacto sobre la barrera intestinal será mortífero.
Sabemos que nuestros antepasados tomaban una dieta muy alta en hidratos de
carbono indigeribles. Comían en torno a cien gramos de fibra al día, unas
diez veces la cantidad que hoy tomamos».
En nuestro pasado evolutivo, engordar hubiera sido beneficioso, para
guardar en tiempos de prosperidad y sobrevivir a los de hambre. Por esto
sorprende que aumentar de peso nos sea perjudicial: provoca cardiopatías,
diabetes y muchos tipos de cáncer. Los investigadores dicen que simplemente
hemos llevado nuestro aumento de peso mucho más allá de lo que cabría
esperar en el cuerpo humano. Hemos cruzado la línea y nos hemos metido en
el lamentable estado de salud que el peso exagerado provoca. Los estudios de
Cani dan una pista más sobre la razón de que un proceso que fue tan
provechoso a lo largo de nuestra historia evolutiva sea hoy tan perjudicial.
Tal vez comer grasa no sea tan malo, siempre que la dieta contenga suficiente
fibra para proteger de sus efectos al revestimiento intestinal. Si la fibra
apuntala a los microbios que refuerzan las defensas de la pared intestinal, los
LPS no pueden penetrar en la sangre, el sistema inmunitario puede estar
tranquilo y las células grasas, en lugar de aumentar de volumen, se
multiplican.
En realidad, es posible que lo que importe no sean los microbios por sí
mismos, sino los compuestos que producen cuando rompen la fibra de la
dieta. Concretamente, los ácidos grasos de cadena corta (SCFA) de los que
hablaba en el capítulo 3. Los tres principales SCFA —el acetato, el
propionato y el butirato— están presentes en el intestino grueso en cantidades
importantes después de haber comido alimentos vegetales. Estos productos
de la digestión microbiana de la fibra son las llaves de miles de candados.
Durante décadas se ha infravalorado su importancia para la salud.
Uno de estos candados se conoce con el nombre de GPR43 (siglas inglesas
de «receptor acoplado a proteínas 43»). Se encuentra en las células
inmunitarias, a la espera de que llegue la llave SCFA y lo abra. Pero ¿qué
hace? Como suele ocurrir en biología, la mejor forma de averiguar qué hace
algo es romperlo y observar qué pasa. Un grupo de investigadores utilizaron
ratones GPR43 «rotos» y carentes de su candado; entonces descubrieron que,
sin esos receptores, los ratones contraían una terrible inflamación y eran
propensos a desarrollar colon inflamado, artritis o asma. El mismo efecto se
produce si se deja el candado en el sitio pero se retira la llave. Los ratones
libres de gérmenes no pueden producir SCFA, porque no tienen microbios
para romper la fibra. De modo que su GPR43 permanece cerrado y, de nuevo,
los ratones son propensos a sufrir enfermedades inflamatorias.

figura 6. Esquema del funcionamiento de los candados GPR43 y las llaves SCFA

Este fascinante resultado implica que la función del GPR43 es facilitar una
vía de comunicación entre los microbios y el sistema inmunitario. Nuestros
microbios amantes de la fibra fabrican llaves en forma de SCFA; con ellas,
abren las células inmunitarias para decirles que ataquen. El GPR43 no solo se
encuentra en las células inmunitarias, sino también en las células grasas.
Aquí, una vez abierto con una llave SCFA, obliga a las células grasas a
dividirse, en lugar de aumentar de tamaño, para almacenar debidamente la
energía. Más aún, abrir el GPR43 con SCFA también provoca que se libere
leptina, la hormona de la saciedad. De esta forma, comer fibra hace que te
sientas saciado.
Los tres principales SCFA son importantes, pero quiero hablarte de uno en
particular. El butirato tiene especial importancia porque parece ser la pieza
que faltaba del puzle del intestino permeable. He dicho varias veces que una
comunidad enferma de microbios conlleva el aflojamiento de las cadenas que
sujetan las células que recubren la pared intestinal. Una vez aflojadas, el
intestino se hace permeable; entonces, todo tipo de compuestos se infiltran en
la sangre cuando no deberían hacerlo. De paso, provocan al sistema
inmunitario: la consiguiente inflamación es la que está detrás de varias
enfermedades del siglo XXI. La función del butirato es sellar esas fugas.
Las cadenas de proteínas que sujetan nuestras células intestinales están
producidas por nuestros genes, como cualquier otra proteína del cuerpo que
trabaje entre bambalinas. Pero hemos cedido cierto control de estos genes a
nuestros microbios. Ellos son quienes deciden cuánto subir el volumen de los
genes que producen las cadenas de proteínas de la pared intestinal. El butirato
es el mensajero de los microbios. Cuanto más butirato pueden producir estos,
más cadenas de proteínas montan los genes y más sujeta queda la pared
intestinal. Para que ocurra así, se necesitan dos cosas: los microbios
adecuados (como bifidobacterias para reducir determinadas fibras a
moléculas más pequeñas, y especies como Faecaliumbacterium prausnitzii,
Roseburia intestinalis y Eubacterium rectale para convertir estas moléculas
más pequeñas en butirato) y una dieta rica en fibra para alimentarlos. Ellos se
encargan de todo lo demás.
Los descubrimientos de Patrice Cani y otros investigadores dieron un
nuevo giro a nuestra forma de entender el efecto que lo que comemos
produce en el peso del cuerpo. En lugar de reducirlo todo a un simple
equilibrio entre las calorías que entran y las calorías que salen, la relación
entre la dieta (y particularmente la fibra), los microbios, las SCFA, la
permeabilidad del intestino y la inflamación crónica hace que la obesidad se
parezca más a un trastorno de la regulación de la energía que a un simple
caso de exceso de comida. Cani piensa que una mala dieta es solo una de las
formas de ganar peso, y que cualquier cosa que altere la microbiota, incluidos
los antibióticos, puede tener el mismo efecto si conlleva que el intestino deje
que los LPS pasen a la sangre.
¿Significa esto que podemos tomarnos esa tarta que tanto nos apetece,
siempre que vaya acompañada de la correspondiente ración de guisantes? Tal
vez. Estudio tras estudio se ha ido demostrando que la obesidad está asociada
a una ingesta insuficiente de fibra. En uno que se realizó con adultos jóvenes
estadounidenses a lo largo de diez años, la mayor ingesta de fibra estaba
relacionada con menor IMC, cualquiera que fuera la ingesta de grasa. En otro
sobre setenta y cinco mil enfermeras durante ocho años, las que tomaban más
fibra en forma de cereales integrales tenían sistemáticamente menor IMC que
las que preferían cereales refinados bajos en fibra. En otros estudios se ha
descubierto que añadir fibra a dietas bajas en calorías favorece la pérdida de
peso. Uno de ellos muestra que al cabo de seis meses de una dieta de 1.200
calorías diarias, mujeres con sobrepeso perdieron 5,8 kg con un suplemento
placebo, y 8 kg con uno de fibra.
Parece que los cambios en la ingesta de fibra también afectan al peso. Se
hizo el seguimiento del peso y la toma de fibra de doscientas cincuenta
mujeres estadounidenses durante veinte meses. Se observó que por cada
gramo más de fibra por 1.000 calorías, las mujeres perdían 0,25 kg. No
parece mucho, pero, con una dieta típica de 2.000 calorías diarias, las mujeres
que aumentaron la ingesta de fibra en 8 g / 1.000 calorías perdieron 2 kg. Es
el equivalente a añadir media taza de trigo integral y media de guisantes
cocidos a tu dieta diaria.
Especial atención merecen aquí los hidratos de carbono. Al igual que las
grasas, y, desde luego, las fibras, no todos los carbohidratos se crean de la
misma forma. Los defensores de la dieta baja en hidratos de carbono dicen
que todos ellos son «malos», pero piensa lo siguiente: una tarta, por ejemplo,
contiene en torno a un sesenta por ciento de hidratos de carbono, gracias a la
harina y el azúcar refinados, que son absorbidos rápidamente al intestino
delgado, pero el brócoli contiene más o menos la misma cantidad, un setenta
por ciento de carbohidrato. Casi la mitad de este es fibra, que los microbios
consumen. La etiqueta de «hidrato de carbono» abarca un grandísimo
espectro de alimentos: el azúcar puro, los hidratos de carbono refinados como
el pan blanco o los no refinados como el arroz integral, que suelen contener
un elevado porcentaje de fibra completamente digerible. Las dietas bajas en
carbohidratos producen la impresión de que una cucharada de mermelada y
una col de Bruselas son igual de malas, por lo que estas dietas son
extremadamente bajas en fibra.
Lo que los hidratos de carbono hagan en tu cuerpo dependerían mucho del
tipo exacto de moléculas que contengan. Esto afecta no solo a cuántas
calorías absorbes, sino a qué microbios estimulas, y, por ello, a cómo se te
regula el apetito, cuánta energía almacenas como grasa, cuán permeable es el
intestino, con qué rapidez se utiliza la energía almacenada, así como el grado
de inflamación de las células. En lo que a los hidratos de carbono se refiere,
como señala Rachel Carmody, «es realmente importante si se absorben en el
intestino delgado, o en el colon después de haberse convertido en SCFA. Y
eso no consta en la etiqueta de información nutricional».
Los alimentos en polvo o zumo también varían su contenido de fibra. Cien
gramos de trigo integral intacto contienen 12 g de fibra; en cambio, al
convertirlo en harina integral, el contenido de fibra se reduce ligeramente,
hasta 10,7 g. Al pasar a harina blanca, se queda en 3 g. Un batido de 250 ml
de fruta puede contener 2 o 3 g de fibra, pero la fruta de la que se ha obtenido
hubiera aportado 6 o 7 g de haberse tomado en su estado natural. Una botella
de 200 ml de zumo de naranja tendría alrededor de 1,5 g de fibra, mientras
que las naranjas necesarias para obtenerlo contendrían ocho veces esa
cantidad: unos 12 g de fibra, piel incluida.
Otra moda alimentaria que probablemente afecta a la microbiota es la dieta
de alimentos crudos. Según una escuela de pensamiento dirigida por el
profesor Richard Wrangham, biólogo evolutivo humano de la Universidad de
Harvard —y que le dirigió la tesis a la doctora Rachel Carmody—, el uso del
fuego para cocinar los alimentos propició que pasáramos a ser una especie de
cuerpo grande y cerebro incluso mayor. Como Carmody descubrió en su
tesis, la cocción de los alimentos tanto animales como vegetales cambia la
estructura química de nutrientes que en estado crudo serían inaccesibles para
el cuerpo. Lo mismo ocurre con el efecto del cocinado sobre los nutrientes a
que puedan llegar los microbios. Y no solo esto, sino que el calor destruye
algunas de las sustancias químicas defensivas naturales de las plantas. Unas
sustancias que, de otro modo, podrían matar a los microbios beneficiosos del
intestino.
Es cierto que tomar alimentos crudos ayuda a perder peso (simplemente,
hay menos calorías para absorber). De hecho, a la larga, el efecto es de tal
magnitud que parece imposible mantener un peso sano con una dieta de solo
alimentos crudos. «Si se observa durante cierto tiempo a los crudistas —dice
Carmody—, se nota que no pueden mantener la masa corporal. Ingieren
cantidades ingentes de alimentos, incluso desde el punto de vista de las
calorías, pero siguen perdiendo peso. Los crudistas estrictos pueden sufrir
déficits energéticos tan graves que las mujeres en edad fértil dejan de
ovular». Desde una perspectiva evolutiva, resulta evidente que no se trata de
una estrategia magnífica. Indica que cocinar los alimentos no es un simple
invento cultural, pensado para mejorar el sabor de la comida, sino algo a lo
que nuestra especie se ha adaptado fisiológicamente, y con lo que ahora
estamos obligados a seguir. Carmody está trabajando ahora en determinar el
efecto que el cocinado de los alimentos puede tener para nuestra microbiota.
Tal vez pienses que, si la fibra es buena, ¿por qué tanta gente no tolera el
trigo o el gluten? El trigo y otros cereales integrales están repletos de fibra, y
está demostrado que reportan muchos beneficios para la salud: reducen el
riesgo de infarto y asma, mejoran la presión arterial y contribuyen a evitar
algún que otro derrame cerebral. Pero la popularidad de la última moda
dietética —las dietas «sin»— se basa en la idea de que el gluten oculto en los
granos de trigo, centeno y cebada nos es perjudicial.
El gluten es la proteína que da al pan esa característica suavidad esponjosa.
Las cepas del gluten «se desarrollan» al amasar el pan; a continuación,
atrapan el dióxido de carbono producido por la levadura para que el pan suba.
Es una molécula grande, de aspecto un tanto parecido al de un hilo de perlas.
El hilo, o cadena, se rompe debido en parte a las enzimas humanas del
intestino delgado, dejando cadenas más pequeñas que pasan al intestino
grueso.
Hasta no hace mucho, en restaurantes y supermercados no existían
alimentos sin gluten, ni sin lactosa o caseína, pero, en la última década, el
mercado «sin» ha alcanzado su plenitud. Ya no se entiende como una dieta
«médica» reservada a personas que padecen alergias inusuales o intolerancias
extrañas, sino un estilo de vida por el que optan millones de personas, y que
las celebridades se encargan de popularizar. En los últimos años, a la comida
«sin» le sigue la necesidad que sentimos de culpar a los alimentos. Algunas
personas pretenden hacernos creer que no estamos «destinados» a comer
trigo y que el consumo de productos lácteos no es «natural». He visto incluso
una web en que se afirma que los humanos fuimos la única especie que
empezó a tomar leche de otras especies, algo que nos perjudica. Y no importa
que este mensaje de tan endeble base científica llegara por Internet, un medio
que, por lo que se sabe, tampoco utilizan otras especies.
Las poblaciones humanas llevamos consumiendo trigo y lácteos, y los
compuestos que contienen (gluten, caseína, lactosa y demás) desde la
Revolución neolítica, hace unos diez mil años. Sin embargo, estos alimentos
no han causado problemas tan graves hasta hace muy poco. Tal circunstancia
nos lleva de nuevo a Alessio Fasano, el gastroenterólogo italiano del Hospital
Infantil General de Massachusetts, en Boston. Había empezado a trabajar en
la elaboración de una vacuna contra el cólera, pero se encontró con que había
descubierto la «zonulina», una proteína que afloja las cadenas del
revestimiento intestinal y provoca que este se haga permeable. Se dio cuenta
de que la zonulina estaba detrás de la enfermedad celiaca autoinmune. El
gluten se colaba por las paredes intestinales de los pacientes celiacos, que el
exceso de zonulina había hecho demasiado porosas, con lo que se
desencadenaba una reacción autoinmunitaria que atacaba a las células de los
intestinos de los enfermos.
La enfermedad celiaca se ha hecho espectacularmente común en las
últimas décadas, y el único tratamiento es evitar hasta la más mínima
cantidad de gluten. Pero los celiacos no son los únicos que evitan esta
proteína. Millones de personas creen que no toleran el gluten, para alegría de
los fabricantes de alimentos especializados y consternación de muchos
médicos. Los defensores de la dieta sin gluten dicen que la eliminación de
este no solo reduce la hinchazón y mejora la función intestinal, sino que da
un brillo especial a la piel, mucha energía y mayor capacidad de
concentración. Quienes padecen el síndrome de intestino irritable son
particularmente aficionados a esta dieta. La intolerancia a la lactosa también
se ha hecho muy común, y en los supermercados actuales es habitual la
presencia de montones de productos sin lactosa.
No obstante, si el trigo y los lácteos causan tanto problema, ¿por qué
nuestros antepasados empezaron a consumirlos? En el caso de la lactosa —el
azúcar que se encuentra en la leche—, personas de muchas poblaciones
desarrollaron lo que se conoce como «persistencia de la lactasa». Todos los
bebés toleran la lactosa; está en la leche de la madre. Tenemos un gen que
produce una enzima específica —la lactasa— para romperla. Antes de la
Revolución neolítica, este gen se «apagaba» una vez concluida la infancia,
cuando la lactasa ya no era necesaria. Pero durante la Revolución neolítica,
algunas poblaciones humanas comenzaron a criar animales: los antepasados
de las cabras, las ovejas y el ganado actuales. Al mismo tiempo, esas
poblaciones empezaron a desarrollar la persistencia del gen de la lactasa. Este
ya no se apagaba después del destete, sino que permanecía activo a lo largo
de la madurez.
La selección natural de la persistencia de la lactasa se produjo de forma
realmente rápida en sentido evolutivo, lo cual significa una cosa: si las
personas adultas pueden digerir la lactosa, es porque realmente les ayuda a
sobrevivir y reproducirse. En tan solo unos miles de años, a partir de Oriente
Próximo, los humanos de toda Europa se pasaron a la tolerancia a la lactosa.
Hoy, en torno al noventa y cinco por ciento de los europeos del norte y
occidentales adultos toleran la leche. En otros lugares, otras poblaciones
humanas que crían animales, como los beduinos egipcios acompañados
siempre de sus cabras, y los tutsis de Ruanda, con sus rebaños de ganado,
desarrollaron independientemente la persistencia de la lactasa mediante una
mutación distinta de la de los europeos.
Es muy improbable que el hecho de que hoy tantas personas no toleremos
el gluten ni la lactosa demuestre que no estamos «destinados» a consumir
estos alimentos. Al fin y al cabo, muchos de nuestros antepasados, en
especial los de linaje europeo, los han estado consumiendo durante miles de
años. Es casi como si los cambios en el estilo de vida en los últimos sesenta
años hubieran enmendado casi diez mil años de evolución dietética humana.
Mi tesis no es que las intolerancias alimentarias no sean un fenómeno real,
sino que el origen de tales dolencias no está en nuestro genoma, sino en
nuestros dañados microbiomas. Hemos evolucionado para comer trigo. Y
muchos hemos evolucionado para tolerar la lactosa en la madurez, pero es
posible que nos hayamos expuesto a una reacción exagerada a estos
alimentos.
La causa del problema no son los propios alimentos, sino lo que les ocurre
en el interior del cuerpo. Pero, a diferencia de lo que sucede en la enfermedad
celiaca, las personas con sensibilidad al gluten tienen el revestimiento
intestinal perfectamente intacto. Parece que, debido a la disbiosis, el sistema
inmunitario ha empezado a preocuparse demasiado por la presencia del
gluten. Seguramente no ayuda en nada que el contenido de gluten del trigo
sea cada vez mayor, para conseguir un pan lo más ligero y esponjoso posible,
lo cual es una auténtica provocación para un sistema inmunitario ya irritado.
Quisiera pensar que, en vez de evitar el gluten y la lactosa, somos capaces de
conseguir reavivar nuestra relación preneolítica con ellos, al mismo tiempo
que recuperamos el equilibrio microbiano.
Michael Pollan, escritor estadounidense especializado en temas
alimentarios, dijo: «Come, no mucho, y sobre todo vegetales». Aunque lo
dijo antes de la revolución en nuestra forma de entender la microbiota,
sabemos que hoy es más verdad que nunca. Si evitamos alimentos
empaquetados en cajas de cartón, mantenidos «frescos» mediante
conservantes químicos de cuestionable perfil de seguridad, si no nos llenamos
más de lo que el páncreas, el tejido adiposo y el apetito pueden soportar, si
recordamos que los vegetales nos alimentan tanto a nosotros como a nuestros
microbios, podemos nutrir un equilibrio microbiano, que es la base de la
buena salud y la felicidad.
En este capítulo he defendido el consumo de fibra, pero merece la pena
subrayar que ningún elemento de nuestra dieta actúa de forma individual e
independiente. La gran complejidad de los pros y los contras de cualquier
tipo de alimento, sean los diferentes tipos de grasa o el tamaño de las
moléculas de carbohidratos, debe encajar en la estructura del conjunto de la
dieta. No basta con decir que las grasas son malas y la fibra es buena, porque,
al margen de lo que diga la ultimísima moda dietética, sigue vigente el
antiguo principio de «todo con moderación». El valor de la fibra reside en sus
efectos sobre la particular comunidad de microbios que nuestra especie ha
cultivado en su largo viaje desde unos inicios herbívoros hasta el presente
omnívoro. La anatomía de nuestro sistema digestivo, con su énfasis en el
intestino grueso como hogar de microbios amantes de los vegetales, y un
largo apéndice que actúa de refugio y almacén, nos sirve para recordar que no
somos carnívoros puros, y que los vegetales son nuestra dieta básica. El
nutriente que nos perdemos es la fibra, pero es porque nos olvidamos de
comer vegetales.
A veces pienso en lo afortunados que somos por tener la obligación de
comer todos los días. Es uno de los mayores placeres de la vida, y es
esencial. Prácticamente, no hay otra actividad humana que sea a la vez tan
placentera y tan necesaria para la supervivencia. Pero debe existir un
equilibrio entre estos dos aspectos de la comida: el placer y la manutención.
Lo paradójico es que quienes vivimos en países desarrollados tenemos acceso
a la inmensa cantidad de alimentos frescos, variados y nutritivos de la tierra,
en cualquier estación del año; sin embargo, muchísimos moriremos de alguna
enfermedad relacionada con la dieta y provocada por ella, más de los que
mueren por una nutrición mala o insuficiente. Sí, podemos echar gran parte
de la culpa a las empresas multinacionales de la alimentación que llenan sus
productos de azúcar, sal, grasas y conservantes. Es evidente que necesitamos
conocer mejor las consecuencias de unas prácticas agrícolas y ganaderas
intensivas y medicalizadas. Es verdad, sin duda alguna, que ni los médicos ni
los científicos tienen todas las respuestas en lo que se refiere al perfecto
equilibrio de los nutrientes. Pero, en última instancia, cada uno es
responsable de su propia dieta, y de la de sus hijos, y todos somos libres para
controlar lo que comemos.
Somos lo que comemos. Más aún, somos lo que ellos comen. Al preparar
cualquier comida, pensemos un momento en nuestros microbios. ¿Qué les
gustaría que les pusiéramos hoy en la mesa?
7

DESDE EL PRIMER ALIENTO

A sus seis meses, el bebé koala empieza a asomarse fuera del marsupio de la
madre. Ha llegado el momento de iniciar el paso de alimentarse
exclusivamente de la leche de su madre a su dieta adulta de hojas de
eucalipto. Para la mayoría de los herbívoros, no es la más apetitosa de las
dietas: las hojas son duras, tóxicas y casi faltas de nutrientes. El genoma de
los mamíferos ni siquiera está equipado con los genes necesarios para
producir enzimas que puedan extraer del eucalipto algo que merezca la pena.
Pero el koala ha encontrado una forma de sortear este problema. Como la
vaca, la cabra y muchos otros animales, el koala utiliza los microbios para
extraer de los vegetales fibrosos la mayor parte de la energía y los nutrientes
que necesita.
El problema es que el bebé koala no tiene los microbios que necesita para
romper las hojas de eucalipto. Es su madre quien ha de ponerle en los
intestinos la simiente de una comunidad microbiana. A su debido tiempo, la
mamá koala produce una sustancia de textura suave llamada pap: una pasta
similar a la de las heces, compuesta de eucalipto predigerido y un inoculante
de bacterias intestinales. Con esta pap alimenta a su bebé y le suministra no
solo los inicios de una microbiota, sino suficiente comida microbiana para
que arranque la colonia. Una vez que esta ha arraigado en el intestino del
bebé koala, este ya cuenta con su diminuta población activa que transforma
su capacidad digestiva y hace que el eucalipto sea comestible.
Obtener la microbiota de la madre es algo común. Incluso entre animales
no mamíferos. La mamá cucaracha conserva su microbiota en unas células
especiales llamadas bacteriocitos, que expelen su contenido microbiano junto
con un huevo en desarrollo en el interior del cuerpo de la madre. A
continuación, el huevo, antes de ser puesto, absorbe las bacterias. En cambio,
la madre chinche apestosa emplea un sistema más parecido al de la koala para
dotar a su cría de microbios útiles: al poner los huevos, los unta con heces
cargadas de bacterias. Cuando el huevo eclosiona, las ninfas consumen
inmediatamente esa sustancia fecal. Otra especie, la chinche de las
leguminosas, sale del cascarón sin microbio alguno; después consume un
paquete lleno de bacterias que la madre ha dejado junto a los huevos. Si el
paquete no está, la chinche empieza a moverse desconcertada en busca de
algún paquete correspondiente a otro huevo. También se sabe de aves, peces
y reptiles que transmiten su microbiota a las crías, sea en el interior del huevo
o cuando la cría nace.
Cualesquiera que sean los hábitos parentales de una especie, parece que
dotar a las crías de un conjunto de microbios que las ayuden en la vida es un
ritual casi universal. Que sea tan común significa que pasar la vida en
compañía de los microbios tiene muchas ventajas evolutivas. Si el
comportamiento de untar los huevos y los mecanismos de absorción de las
bacterias es la norma, es porque han evolucionado para que así sea. Tienen
que favorecer la supervivencia y la capacidad reproductora de los individuos
que los poseen. ¿Y los humanos? Es evidente que la microbiota nos
beneficia, pero ¿cómo nos aseguramos de que nuestros pequeños reciban la
semilla de sus propias colonias?
En sus primeras horas de vida, el bebé pasa de ser mayoritariamente
humano a mayoritariamente microbiano, al menos en lo que a la cantidad de
células se refiere. Bañado en el cálido saco de líquido amniótico dentro del
útero, el bebé está protegido de los microbios del mundo exterior, incluidos
los de su madre. Una vez que esta rompe aguas, comienza la colonización. El
trayecto de salida de la madre es para el bebé un guantelete microbiano. En
realidad, «guantelete», por sus connotaciones bélicas, no es la palabra
adecuada, porque los microbios con que el bebé se encuentra no son
enemigos, sino amigos. Se trata del rito de iniciación microbiano: el bebé,
que hasta ahora ha estado casi esterilizado, queda embadurnado de microbios
vaginales.
Al salir de la madre, recibe otra dosis de microbios, además de los de la
vagina. Por asqueroso que pueda parecer, comer heces en las primeras fases
de la vida no es exclusivo del koala. En el parto y el nacimiento del bebé
humano, las hormonas inductoras de las contracciones y la presión del bebé
al descender hacen que la mayoría de las mujeres defequen. Los bebés suelen
nacer de cabeza y con la cara dirigida hacia el ano de la madre, deteniéndose
un momento con la cabeza y la boca en la posición perfecta, mientras la
madre aguarda la siguiente contracción que la ayude a expulsar el resto del
cuerpo. Por muy repulsivo que te resulte, es un comienzo venturoso. Nacido
ya el bebé, el regalo que la madre le hace de una nueva capa de microbios,
fecales y vaginales es el traje de Adán perfecto y seguro para el recién
nacido.
Seguramente también es un inicio «adaptativo». Es decir, lo más probable
es que no sea nada malo que el ano esté tan cerca de la vagina, ni que las
hormonas que provocan las contracciones del útero tengan el mismo efecto
en el pasaje trasero. Es posible que la selección natural lo haya dispuesto así
porque beneficia al bebé. O, al menos, no genera más perjuicios que
beneficios. Recibir el regalo de los microbios y sus genes, que han trabajado
en armoniosa colaboración con el genoma de nuestra madre, nos pone en
muy buena posición de salida.
Si se comparan los microbios intestinales del bebé con muestras tomadas
de la vagina, las heces y la piel de la madre, y con la piel del padre, las cepas
y las especies de la vagina de la madre son las que más se parecen a las que
colonizan el intestino del recién nacido. Las especies más comunes son las de
los géneros Lactobacillus y Provetella. Estos microbios vaginales son un
grupo muy selecto (mucho menos diversos que los del intestino de la madre),
pero parece que cumplen una función especializada en el tracto digestivo en
desarrollo del bebé. Donde hay Lactobacillus, dice la teoría, no hay
patógenos. Ni C. diff. ni Pseudomonas ni Streptococcus. Estos impresentables
no pueden arraigar, porque los lactobacilos (que no son sino Lactobacillus en
masa) los superan y los expulsan. Forman parte de un grupo conocido como
bacterias acido-lácticas, algunas de las cuales son las que convierten la leche
en yogur. El ácido láctico (que da su característico sabor agrio al yogur) no
solo crea un medio hostil para otras bacterias, sino que los lactobacilos
también producen sus propios antibióticos, llamados bacteriocinas. Los
lactobacilos producen estas sustancias químicas para acabar con los
patógenos que compiten con ellos por hacerse con las mejores zonas del
intestino vacío del recién nacido.
Pero ¿por qué los microbios que colonizan los intestinos del bebé se
parecen más a los del canal del parto de la madre que a los de sus intestinos?
Si la finalidad de estos últimos es ayudarnos a digerir los alimentos, ¿no
serían ellos los más adecuados? Los médicos, y muchas mujeres, saben muy
bien que los lactobacilos se mueven a sus anchas en la vagina (un poco de
yogur vivo es un viejo remedio casero contra la candidiasis, que es una
infección provocada por levaduras). Con frecuencia, se da por supuesto que
la función de estas bacterias del ácido láctico es proteger la vagina de
infecciones, pero, aunque hacen un buen trabajo en este sentido, su principal
cometido no es ese.
Las bacterias ácido-lácticas de la vagina consumen leche. Toman el azúcar
que se encuentra en ella —la lactosa— y lo convierten en ácido láctico: un
proceso con el que generan energía para sí mismas. Los bebés también toman
leche, y convierten la lactosa en dos moléculas más simples, la glucosa y la
galactosa, que, absorbidas por el intestino, pasan a la sangre y después se
convierten en energía para el bebé. La lactosa que pasa por el intestino sin ser
digerida no se pierde. Va directamente a las bacterias del ácido láctico que
aguarda en el intestino grueso. Por lo tanto, la función de los lactobacilos que
el bebé adquiere a su paso por el canal del parto no es proteger la vagina, sino
colonizar al bebé. Tal vez parezca exagerado tener la vagina colonizada de
forma permanente por bacterias del ácido láctico, pero su razón de ser es
parir, y con mucha mayor frecuencia de lo que lo hacen las mujeres del
mundo desarrollado actual. La vagina es la puerta de salida del bebé, y ha
evolucionado para facilitarle el mejor arranque en la carrera de la vida.
En sus primeros días de vida, el bebé aprovecha bacterias ácido-lácticas.
No obstante, en última instancia, necesitará una microbiota intestinal que
haga algo más que descomponer la leche. El bebé necesita algunos microbios
intestinales de la madre. Aparte del saludo fecal al nacer, en realidad también
adquiere algunos microbios intestinales de la microbiota vaginal de la madre.
Las comunidades microbianas que viven en la vagina de la mujer embarazada
son distintas de las que habitan en la vagina de la que no lo está. Entre las
especies habituales de la vagina las hay que normalmente se encuentran más
en el intestino.
Veamos el caso del Lactobacillus johnsonii. Suelen encontrarse en el
intestino delgado, donde produce enzimas que descomponen la bilis. Pero,
durante el embarazo, su abundancia en la vagina se dispara. Tiene algo de
agresivo y produce gran cantidad de bacteriocinas que pueden acabar con las
bacterias peligrosas, dejando así más espacio para sí mismo y, por tanto, una
mejor presencia en el intestino del bebé.
Durante el embarazo, la microbiota intestinal cambia. Se hace menos
diversa. Es casi como si redujera la comunidad al mínimo como preparación
para sembrar en el bebé sus primeros microbios, y los más importantes.
Cuando el bebé está colonizado, los microbios de su intestino son
relativamente diversos e incluyen algunas bacterias (intestinales) fecales de la
madre, además de la serie vaginal. Pero este grupo inicial también se reduce
rápidamente a solo las bacterias que pueden ayudar en la digestión de la
leche. Mi opinión es que las especies fecales que el bebé recibe de la madre
podrían ser apartadas enseguida al refugio del apéndice, para su posterior uso.
La primera colonia que se asienta en el intestino del bebé constituye un
punto de partida crucial para la microbiota que se desarrollará en los meses
siguientes, posiblemente fijando la trayectoria para varios años. En el mundo
a gran escala, un trozo de roca pelada va acumulando líquenes y musgos,
hasta que el volumen de estos pioneros forma suelo suficiente para que
crezcan en él pequeñas plantas y, al final, arbustos y árboles. En su día, un
trozo de roca monda se puede convertir en un bosque de olmos en Gran
Bretaña, uno de hayas en Estados Unidos o una selva tropical en Malasia. Lo
mismo ocurre con el «suelo pelado» del intestino: la microbiota empieza con
una simple selección de bacterias ácido-lácticas, después va creciendo, y se
va haciendo compleja y diversa. Es la sucesión ecológica: cada fase aporta el
hábitat y los nutrientes necesarios para la siguiente.
En el intestino del bebé, y también en su piel, se produce una sucesión a
escala diminuta. Los colonizadores iniciales (los pioneros) influyen en las
especies que se van a asentar a continuación. Del mismo modo que el bosque
de robles produce bellotas, y la selva tropical, frutas, la microbiota produce
diferentes recursos para el desarrollo del bebé. Estos recursos desempeñan su
papel en el perfeccionamiento del metabolismo del bebé y en la educación de
su sistema inmunitario. Las células, los tejidos y los vasos inmunitarios
crecen y se desarrollan siguiendo las instrucciones de una microbiota
autointeresada pero benevolente. Gracias a la sana dosis de microbios
vaginales, la asociación microbiana del bebé está lista y preparada para
arrancar en perfectas condiciones.
Hasta aquí, todo bien. Pero todos los años nacen millones de bebés sin pasar
lo más mínimo por la vagina de su madre. En algunos lugares, el nacimiento
por cesárea es más común que el parto vaginal. En China y en Brasil, es el
caso de casi la mitad de los nacimientos. Teniendo en cuenta la cantidad de
mujeres de zonas rurales de estos países que no tienen acceso al hospital, es
probable que la media de nacimientos por cesárea en las ciudades sea aún
mayor. En efecto, en algunos hospitales de Río de Janeiro, la media de
alumbramientos por cesárea supera el noventa y cinco por ciento. El
asombroso caso de Adelir Carmen Lemos de Góes, ocurrido en 2014, da una
idea de cuán integradas están las cesáreas en la sociedad brasileña. Después
de haber pasado por dos cesáreas, Adelir quería dar a luz por parto normal,
pero los médicos, después de hacerle diversos análisis, le dijeron que era
imposible. Regresó a casa dispuesta a tener en ella a su bebé, pero poco
después la policía la llevó de nuevo al hospital y la obligó a dar a luz por
cesárea. Al parecer, se considera que el parto vaginal requiere demasiado
tiempo y puede provocar excesivas complicaciones a los servicios de salud
brasileños.
La cesárea es también asombrosamente habitual en países donde se respeta
la voluntad de la mujer. A muchas se les dice que si ya han tenido un hijo por
cesárea, todos los demás deberán tenerlos con esta intervención quirúrgica,
porque las contracciones del parto vaginal podrían abrir la cicatriz del útero
dejada por la primera cesárea, pero no es verdad. Se necesita tiempo para que
los hallazgos realizados en las investigaciones lleguen a quienes establecen
las directrices médicas y al personal sanitario, pero la idea actual es que dar a
luz por parto vaginal, después de hasta cuatro cesáreas, no supone ningún
riesgo añadido. En algunos hospitales de Estados Unidos, hasta el setenta por
ciento de los nacimientos, y probablemente más, son por cesárea. La media
de todo el país es de un considerable treinta y dos por ciento. En los países
desarrollados, es bastante habitual que entre un cuarto y un tercio de los
nacimientos sean por cesárea, y muchos países en desarrollo no les van muy a
la zaga. De hecho, son bastantes los que los aventajan: República
Dominicana, Irán, Argentina, México y Cuba están entre el treinta y el
cuarenta por ciento.
Huelga decir que no siempre ha sido así. Las cesáreas fueron muy raras
durante siglos; normalmente, se practicaban para evitar que la madre
moribunda se llevara con ella al bebé. Pero el último siglo trajo consigo
antibióticos tolerables y técnicas quirúrgicas perfeccionadas, y con ellos
surgió la oportunidad de salvar no solo al bebé, sino también a la madre. Ante
un parto con complicaciones que pudieran dejar sin oxígeno al bebé, o
provocar una hemorragia a la madre, la cesárea era una alternativa más
segura. A partir de finales de los años cuarenta, se fue haciendo cada vez más
habitual, a medida que los antibióticos resolvían los peligros más graves para
la madre. El aumento fue espectacular en los setenta, y desde entonces
prácticamente no ha disminuido. Hoy, la cesárea es la intervención abdominal
quirúrgica que más se practica.
Gran parte de la prensa popular, que es la que alimenta la «guerra de
mamá» siempre que tiene oportunidad, quiere hacernos creer que este
aumento se debe el número cada vez mayor de mujeres con excesivos aires
de elegancia como para tener que pasar por las molestias del parto: ante las
horas que este se puede prolongar, optan por una alternativa cómoda e
indolora. Aunque el índice de nacimientos por cesárea voluntaria va en
aumento, gran parte de este en realidad se debe a intervenciones practicadas
durante el parto, por recomendación de comadronas o ginecólogos. A los
estadounidenses les gusta culpar de la aversión al riesgo por parte del
personal médico, ante un parto complicado, a la cultura de la demanda
judicial contra la sanidad privada. Pero también en la sanidad pública, como
el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido, los médicos optan con mayor
prontitud por la cesárea cuando las cosas se complican. Hablamos de partos
que no avanzan como debieran, de bebés grandes que se pueden quedar
atascados, o que vienen de nalgas y a los que no se les puede dar la vuelta.
Muchas mujeres sienten alivio cuando les recomiendan médicamente
practicar la cesárea durante el proceso del parto. Evitan el sentimiento de
culpa. Muchas veces supone la oportunidad de evitar el dolor, el agotamiento
y el miedo de un parto vaginal. La existencia de una alternativa a la que se
puede recurrir de inmediato resta energía a la mujer, y hace que sienta que
hacer fuerza y empujar para que salga su bebé es un riesgo demasiado
peligroso. La realidad es otra. El peligro medio para la madre que decide dar
a luz por cesárea supera el del parto vaginal. En Francia, por ejemplo, de cada
cien mil mujeres sanas que dan a luz por parto vaginal mueren cuatro; en
cambio, son trece las que mueren por cesárea. Incluso en circunstancias no
fatales, la cesárea es más peligrosa que el parto vaginal: se pueden producir
infecciones, hemorragias y problemas con la anestesia, que son los riesgos de
cualquier intervención abdominal.
La cesárea es una alternativa fundamental al parto cuando las
circunstancias médicas la hacen necesaria; algunas mujeres no tienen más
opción que alumbrar así a su hijo. La Organización Mundial de la Salud
calcula que el índice óptimo de cesáreas debería estar entre el diez y el quince
por ciento de los nacimientos. En este punto, la madre y el bebé están seguros
de los peligros del parto, sin tener que exponerse a ningún riesgo quirúrgico
innecesario. Para el médico, saber cuál es ese diez o quince por ciento de
mujeres a las que conviene practicarles la cesárea es todo un reto. A la mujer
que decide dar a luz por cesárea sin iniciar siquiera el proceso del parto
vaginal, en muchos casos no se le explican debidamente los riesgos que con
ello corren ella y su bebé, unos riesgos que a veces ni siquiera evalúan como
debieran quienes atienden a la mujer.
Los peligros de la cesárea para el bebé se suelen presentar en los primeros
días o semanas de vida. Esto es lo que el Servicio Nacional de Salud de
Reino Unido dice al respecto:

A veces, al abrir el útero, se puede herir la piel del bebé. Ocurre en dos de cada cien bebés nacidos
por cesárea, pero es una herida que, por lo general, no se complica y se cura de forma natural. El
problema más común para el bebé que nace por cesárea es la dificultad para respirar, aunque es un
problema que suele afectar más a los bebés prematuros. En los que nacen por cesárea a las treinta y
nueve semanas de gestación (o más), este riego respiratorio se reduce de modo significativo, hasta un
grado similar al del bebé nacido por parto vaginal. Inmediatamente después de nacer, y en los
primeros días de vida, es posible que el bebé respire a un ritmo acelerado anormal. La mayoría de los
recién nacidos se recuperan en dos o tres días.

Sin embargo, pocas veces se habla de los efectos que el nacimiento por
cesárea puede tener a largo plazo en el bebé, a medida que va creciendo.
Cada vez se asocian más peligros para la salud, tanto del bebé como de la
madre, a lo que en su día se consideró una alternativa inocua al parto vaginal.
En los primeros días, por ejemplo, el bebé es más vulnerable a las
infecciones. Hasta un ochenta por ciento de infecciones por SARM en bebés
se producen en los nacidos por cesárea. Estos, hasta los dos años, tienen
mayor propensión a desarrollar alergias. Los hijos de madre alérgica —y que
probablemente están predispuestos para las alergias— tienen siete
probabilidades más de ser alérgicos si nacen por cesárea.
Estos bebés también son más propensos a desarrollar algún trastorno del
espectro autista. Investigadores de los Centros para el Control y la
Prevención de Enfermedades de Estados Unidos calculan que, si no hubiera
niños nacidos por cesárea, ocho de cada cien autistas estarían protegidos
contra el desarrollo de la enfermedad. Asimismo, en el caso de las personas
con trastorno obsesivo-compulsivo existe el doble de probabilidades de que
hayan nacido por cesárea. También se han relacionado con esta algunas
enfermedades autoinmunes. La diabetes tipo 1 y la enfermedad celiaca son
más probables en niños nacidos por cesárea. En un estudio sobre adultos
brasileños, el quince por ciento de los nacidos mediante esta intervención
eran obesos, frente al diez por ciento de los nacidos por parto normal.
En este sentido, probablemente te hayas dado cuenta de la relación. Se trata
de enfermedades del siglo XXI. Aunque todas se deben a múltiples agentes y
son consecuencia de una amplia diversidad de factores de riesgo
medioambientales y de predisposiciones genéticas, llama la atención el
solapamiento entre los nacimientos por cesárea y el mayor riesgo de contraer
alguna de las enfermedades del siglo XXI. El análisis de la microbiota
intestinal del bebé nos permite determinar si ha nacido por cesárea o
vaginalmente, muchos meses después del nacimiento. La microbiota
intestinal que, al salir del canal del parto, coloniza el cuerpo del recién
nacido, tanto en el interior como en el exterior, no lo puede hacer con el bebé
que nace fuera del techo protector que este supone. En su lugar, los primeros
microbios con que se encuentra el bebé que nace por cesárea son los del
ambiente, cuando unas manos enguantadas ponen su pequeño cuerpo sobre la
piel del vientre de su madre, cuando se lo muestran a sus angustiados padres
y cuando, después, lo llevan a la sección donde se le enrolla con una toalla y
se le hacen los pertinentes análisis y comprobaciones. Con una intervención
en condiciones de esterilización, todo ello puede implicar la adquisición de
los bichos hospitalarios más resistentes —quizá Streptococcus, Pseudomonas
y Clostridium difficile—, además de los de la piel de la madre, del padre y del
personal sanitario. Estos microbios de la piel son los que forman la base de la
microbiota intestinal del bebé nacido por cesárea.
Después de un parto vaginal, la microbiota de la vagina de la madre y la
del intestino del bebé certifican su respectiva condición; en cambio, la del
bebé nacido por cesárea y la de su madre no pueden hacer lo mismo. En lugar
de las bacterias digestoras de la lactosa —Lactobacillus, Prevotella y
similares— que proporciona el parto vaginal, están las incondicionales de la
piel: Staphylococcus, Corynebacterium, Propionibacterium y demás. No son
bacterias digestoras de la lactosa, sino especies amantes de la seborrea y la
mucosa. Lo que debiera ser la semilla de un robledal se convierte en el inicio
de un pinar.
Las investigaciones van desvelando sistemáticamente cómo esta diferencia
en las microbiotas intestinales se traduce en cualquiera de las condiciones de
salud relacionadas con la cesárea. El mejor conocimiento de estos
mecanismos haría que esta relación microbiana pasara de ser una
preocupación seria a convertirse en una consecuencia segura. No obstante,
cualesquiera que sean esos mecanismos, la preocupación por el impacto de la
cesárea en el futuro desarrollo de la microbiota intestinal fue suficiente para
poner en acción a Rob Knight, científico del microbioma, cuando su mujer
dio a luz a su hija por cesárea de urgencia, en 2012. Después de haber
participado en varios estudios sobre el desarrollo de la microbiota intestinal
del bebé en la Universidad de Colorado en Boulder, Knight estaba ansioso
por intentar evitar cualquier consecuencia negativa de la imposibilidad de que
su hija naciera por parto vaginal. Dejó que el personal médico saliera de la
habitación, y a continuación transfirió microbiota vaginal de su esposa a su
hija.
Es posible que aquel acto subversivo no contara con mucho apoyo entre el
personal médico de la sala de partos, pero tiene un gran potencial. Rob
Knight y María Gloria Domínguez-Bello, profesora asociada del
Departamento de Medicina de la Universidad de Nueva York, dirigen hoy un
gran ensayo destinado a determinar si la transferencia de microbios de la
vagina de la madre a su bebé recién nacido puede paliar algunos de los
efectos a corto y largo plazo de la cesárea. La técnica experimental es muy
sencilla: una hora antes de que entre en el quirófano, se inserta un pequeño
trozo de gasa en la vagina de la madre. Justo antes de realizar el primer corte,
se retira la gasa y se coloca en un recipiente esterilizado. Pocos minutos
después, cuando el bebé ya ha salido, se le frota con esa gasa, primero la
boca, después la cara y luego todo el cuerpo.
Es una intervención simple, pero efectiva. Los resultados preliminares en
diecisiete niños nacidos en hospitales de Puerto Rico demuestran que los
inoculados tenían una microbiota intestinal mucho más parecida a la de la
vagina y el ano de la madre, en comparación con bebés también nacidos por
cesárea, pero a quienes no se les aplicó esa técnica. Aunque ese frote no
normalizaba por completo la microbiota de los bebés, el impacto era
significativo, con gran presencia de especies que normalmente se observan en
nacidos por parto vaginal.
Las consecuencias microbianas del nacimiento vaginal o por cesárea
plantean algunas preguntas interesantes cuya respuesta aún desconocemos.
¿Cuál es, por ejemplo, el efecto del parto en el agua en la primera inoculación
que recibe el bebé? ¿Y el del agua caliente, seguramente con restos de algún
producto de limpieza antibacteriano, en la microbiota intestinal y su
transferencia a la piel y la boca del bebé? ¿Y el del parto en que el bebé sale
aún con la capucha fetal, que le impide el contacto con los microbios
genitales de la madre? Y, desde el punto de vista microbiano, ¿los partos en
casa se desarrollan en las mismas condiciones de limpieza e higiene que los
del hospital?
En los países occidentales, incluso los partos vaginales están relativamente
libres de gérmenes En comparación con grandes zonas de África, Asia y
Sudamérica, donde el parto suele tener lugar en casa, en Europa,
Norteamérica y Australia el parto es un proceso altamente medicalizado y
esterilizado. Camas, manos y utensilios médicos se lavan con jabón
antibacteriano y alcohol antes de entrar en contacto con la parturienta o su
bebé. A casi la mitad de las mujeres estadounidenses se les pone un gotero
antibiótico para impedir que pasen al bebé bacterias dañinas como los
estreptococos del Grupo B. Y todos los bebés estadounidenses reciben al
nacer una dosis de antibióticos, por si la madre tuviera gonorrea, que, en
contados casos, podría provocar infección ocular. Ignaz Semmelweis se
alegraría de ver todas estas medidas y precauciones antisépticas, y es
indudable que muchos miles de madres y bebés están vivos gracias a esta
higiene. Pero es diferente de lo que el genoma y el microbioma humanos
esperan. Esta diferencia y sus consecuencias deberían guiar el siguiente paso
hacia la mejora de la atención médica de las mujeres y los bebés.
En última instancia, no es un problema del que solo las mujeres se deban
ocupar o sentirse culpables. Quienes han de cambiar no son las relativamente
pocas mujeres que por propia voluntad deciden dar a luz por cesárea, sino
toda la cultura de la medicalización del parto. Ya existen en todo el mundo
muchas iniciativas para reducir el índice de cesáreas. El foco está puesto de
forma particular en los peligros para la madre, así como en el uso de medios
escasos en intervenciones quirúrgicas innecesarias. A estas preocupaciones
conviene añadirles un mejor conocimiento de los riesgos (y de los beneficios)
que el alumbramiento por cesárea tiene para la salud del recién nacido, a
corto y largo plazo.
Pasados los pocos primeros segundos de vida (y los microbios que los
acompañan), la semilla de la microbiota del bebé tiene aún que recorrer
mucho camino hasta alcanzar la madurez. Lo que crezca a continuación
depende de cómo se atienda a esas semillas en los días, semanas y meses
venideros.

En 1983, la profesora Jannie Brand-Miller tuvo un hijo. Pocos días después,


se vio obligada a interesarse por el cólico del lactante. Su bebé lloraba sin que
nada le consolara, pese a que aparentemente estaba sano. Brand-Miller y su
esposo habían participado antes en estudios sobre la intolerancia a la lactosa:
la incapacidad de algunas personas de descomponer el azúcar de la leche, la
lactosa, utilizando la enzima lactasa. Se preguntaban si esta pudiera ser la
causa del cólico del lactante. La tesis del marido de Brand-Miller iba en este
camino. Decidió organizar un ensayo de administración de unas gotitas de
lactasa a bebés con cólico del lactante, contrastando los resultados con otros
bebés en los que se empleaba un placebo. Lamentablemente, no había
ninguna diferencia del tiempo que los bebés se pasaban llorando entre los que
tomaban lactasa y los que tomaban un placebo. Pero sí había diferencia en la
cantidad de hidrógeno del aliento entre los bebés con cólico y los sin cólico.
Esto les dio que pensar. El exceso de hidrógeno en el aliento indica que las
bacterias de los intestinos descomponen los alimentos. Pero las propias
enzimas del cuerpo son las que sobre todo deberían romper la lactosa, en dos
azúcares más pequeños: glucosa y galactosa. Si las bacterias estaban
produciendo hidrógeno, tenían que estar recibiendo una comida considerable,
lo cual apuntaba a la intervención de alguna otra molécula que no era
descompuesta en el intestino delgado. Brand-Miller conocía una serie de
compuestos llamados oligosacáridos que formaban una gran parte de la leche
materna. Pero se creía que estas moléculas no cumplían función alguna, ya
que el cuerpo humano no posee las enzimas necesarias para descomponerlas.
Ella y su marido tuvieron una corazonada. ¿Era posible que la función de los
oligosacáridos no fuera alimentar al bebé, sino a las bacterias intestinales?
Los oligosacáridos son hidratos de carbono compuestos de cadenas cortas
de azúcares simples (oligo significa «pocos»). La leche materna humana
contiene una gran diversidad de ellos, en torno a unos ciento treinta tipos
diferentes, una cantidad muy superior a la de la leche de cualquier otra
especie; la de la vaca, por ejemplo, solo tiene un puñado de variedades.
Cuando somos adultos, no comemos nada que contenga estas moléculas. Sin
embargo se producen en el tejido mamario de la mujer cuando está
embarazada y luego da el pecho al bebé. Esto da idea de su importancia: ¿por
qué producir algo si no cumple ninguna función?
Para verificar su teoría, Brand-Miller y su marido hicieron una prueba.
Midieron la cantidad de hidrógeno del aliento de bebés cuando se les daba
glucosa con agua, y cuando se les daba oligosacáridos purificados con agua.
El hidrógeno no aumentaba con la glucosa, lo cual era una señal de que esta
era absorbida en el intestino delgado y de que las bacterias intestinales no la
descomponían. Pero con los polisacáridos aumentaba el nivel de hidrógeno:
estos compuestos pasaban directamente por el intestino delgado y
alimentaban a la microbiota intestinal, no al bebé.
Hoy se sabe que los oligosacáridos son fundamentales para estimular que
en la incipiente microbiota intestinal del bebé prosperen las especies
adecuadas. En la microbiota de los bebés que se crían con la leche materna
dominan los lactobacilos y las bifidobacterias. A diferencia del cuerpo
humano, las bifidobacterias producen enzimas que pueden utilizar a los
oligosacáridos como única fuente de alimento. Como residuo, producen los
importantísimos ácidos grasos de cadena corta (SCFA) —butirato, acetato y
propionato— más un cuarto SCFA particularmente valioso para el bebé: el
lactato (conocido también como ácido láctico). Todos ellos alimentan a las
células del intestino grueso y desempeñan un papel esencial en el desarrollo
del sistema inmunitario del bebé. Dicho en pocas palabras, donde los adultos
necesitan la fibra de los vegetales, los bebés necesitan los oligosacáridos de la
leche de la madre.
Servir de fuente de alimentación para las bacterias no es la única función
de los polisacáridos que se encuentran en la leche materna. En los primeros
días y semanas de vida, la microbiota intestinal del bebé es a la vez simple
pero muy inestable. Las cepas bacterianas pasan por diversos altibajos, lo
cual hace que la comunidad pueda sufrir fácilmente cualquier desastre. La
entrada de una cepa patógena —el Streptococcus pneumoniae, por ejemplo—
puede producir estragos y diezmar las cepas beneficiosas. Los oligosacáridos
ofrecen un servicio de limpieza. Para que una bacteria patógena pueda
provocar algún daño, antes se tiene que adherir a la pared intestinal utilizando
puntos de adhesión especiales de la superficie bacteriana. Los oligosacáridos
encajan perfectamente en esos puntos, con lo que impiden que en ellos se
asienten especies dañinas. De los, más o menos, ciento treinta compuestos, se
sabe de muchos que son específicos para determinados patógenos, y se
colocan en los puntos de adhesión de estos, como la llave en la cerradura.
La composición de la leche materna se adapta a las crecientes necesidades
del bebé a medida que se va haciendo mayor. Justo después de nacer, la leche
inicial, llamada calostro, está repleta de células inmunitarias, anticuerpos y
cuatro cucharaditas de café colmadas de oligosacáridos por cada litro de
leche. Con el tiempo, a medida que la microbiota se estabiliza, el contenido
de polisacáridos de la sangre disminuye. A los cuatro meses, ha bajado hasta
menos de tres cucharaditas de café por litro, y en el primer cumpleaños del
bebé, hay menos de una.
Una vez más, podemos buscar información en el koala y en otros
marsupiales. Esta vez nos interesa la importancia del contenido de
oligosacáridos de la leche. La mayoría de los marsupiales tienen dos pezones,
que se encuentran dentro del marsupio. El bebé koala solo utiliza uno de ellos
durante su vida de lactante. Si nacen dos koalas de forma sucesiva, cada uno
tiene su propio pezón. Lo asombroso es que de cada uno mana la leche
adecuada para la edad de cada bebé. El recién nacido recibe leche rica en
oligosacáridos y baja en lactosa, mientras que el mayor recibe una menor
dosis de oligosacáridos, pero mucha más lactosa. Cuando el bebé sale del
marsupio, el contenido de oligosacáridos de su leche disminuye aún más.
Esta leche personalizada demuestra que los oligosacáridos no disminuyen
simplemente porque la madre no pueda mantener el nivel de su producción.
Al contrario, los marsupiales se han adaptado para dar a sus crías la leche
adecuada para sus cambiantes comunidades microbianas. La naturaleza ha
seleccionado una leche que beneficia a los microbios, porque los microbios
benefician a los mamíferos.
Los oligosacáridos no son el único elemento sorpresa de la lecha materna.
Hace muchos años que generosas madres lactantes donan leche a los bancos
de los hospitales. Son el sustento de bebés cuyas madres no los pueden
amamantar, en muchas ocasiones porque son bebés prematuros o que
padecen alguna enfermedad que les impide empezar a mamar, lo cual
provoca que a la madre se le corte la leche. Pero los bancos de leche tienen
un problema inacabable: la leche donada siempre está contaminada por
bacterias. Muchos de estos microbios proceden de la piel del pezón y del
pecho, pero, por mucho que se esterilice la piel de la donante antes de recoger
su leche, los microbios de esta nunca se eliminan.
Las técnicas cada vez más sofisticadas de recolección aséptica de la leche,
unidas a la tecnología de la secuenciación del ADN, han desvelado la razón
oculta de esta llamada contaminación. Las bacterias están en la leche. No
proceden de la boca del bebé ni del pezón de la madre. Han estado
empaquetadas en el propio tejido mamario. Pero ¿cómo han llegado a él?
Muchas no son las típicas bacterias de la piel que, desde su residencia
habitual en la piel del pecho, hayan pasado a los conductos lácteos. Al
contrario, son bacterias del ácido láctico, que normalmente se encuentran más
en la vagina y los intestinos; si se analizan las heces de la madre, se ve,
efectivamente, una coincidencia entre las cepas del intestino y las de la leche.
De un modo u otro, estos microbios han viajado desde el intestino grueso a
los pechos.
El análisis de sangre para localizar a los microbios migrantes muestra la
ruta que han seguido. Son polizones que viajan dentro de las células
inmunitarias llamadas células dendríticas. Estas participan decididamente en
el tráfico de bacterias. Asentadas en el denso sistema inmunitario que rodea
los intestinos, estas células son capaces de llegar con sus largos brazos (las
dendritas) hasta el intestino, para comprobar qué microbios se encuentran en
él. Normalmente, son las responsables de cercar a los patógenos y esperar la
llegada de otro equipo de células inmunitarias —las «células asesinas
naturales»— para que los destruyan. Lo extraordinario es que las células
dendríticas también pueden inmovilizar a las bacterias beneficiosas presentes
entre toda esa multitud cercada, y, a través de la sangre, transportarlas a las
mamas.
En un estudio con ratones se pudo ver también cómo funciona este sistema.
Solo el diez por ciento de las ratonas no embarazadas tenían bacterias en los
nódulos linfáticos; en cambio, las tenía un setenta por ciento de las que se
encontraban en una fase avanzada del embarazo. Después de dar a luz a las
crías, la cantidad de bacterias de los nódulos linfáticos disminuía
inmediatamente, pero el porcentaje de ratonas con bacterias en el tejido
mamario se disparaba hasta el ochenta por ciento. Tanto en ratones como en
humanos, parece que el sistema inmunitario no solo actúa para impedir el
paso de los bichos malos, sino también para que entren los buenos, y así se
puedan transmitir al bebé recién nacido. Es una estrategia genial: las bacterias
consiguen casa nueva con poca competencia que le dispute el espacio. Por su
parte, el bebé se hace con una provisión de útiles bacterias para
complementar las recibidas durante el parto.
Del mismo modo que, a medida que el bebé se va haciendo mayor, cambia
el contenido de oligosacáridos de la leche materna, también muta la mezcla
de microbios presentes en la leche. Las especies que el bebé necesita cuando
nace son diferentes de las que necesita al mes, dos meses o seis meses de
nacer. El calostro que se produce en los primeros pocos días posteriores al
parto contiene cientos de especies. Se han detectado en la leche de la madre
géneros como Lactobacillus, Streptococcus, Enterococcus y Staphylococcus,
en cantidades de hasta mil individuos por mililitro de leche. Esto significa
que el bebé podría consumir, solo de la leche de la madre, alrededor de
ochocientas mil bacterias diarias. Con el paso del tiempo, los microbios de la
leche se reducen y pasan a especies diferentes. Muchos tipos de microbios
que se encuentran en la boca del adulto están presentes en la leche que se
produce varios meses después de parto, tal vez con el fin de preparar al bebé
para los alimentos sólidos.
Curiosamente, cómo nazca el bebé afecta de forma importante a los
microbios que se encuentran en la leche de la madre. El contenido
microbiano del calostro de la madre que da a luz por cesárea es
asombrosamente distinto al de la madre que lo hace por parto vaginal. La
diferencia persiste durante al menos seis meses. Sin embargo, en el caso de
mujeres a las que se les practicó una cesárea de urgencia, se observa que
microbiota de la leche era mucho más parecida a la de madres que tuvieron
un parto vaginal. Hay algo en el proceso del parto que activa una alarma, que
advierte al sistema inmunitario de que ha llegado la hora de preparar al bebé
para estar fuera del cuerpo, alimentándose de la leche de los pechos, y no de
la placenta. Es probable que esa alarma sean las muchas y potentes hormonas
que se liberan durante el parto. Ellas determinan qué microbios pasan del
intestino a los pechos como preparación para el bebé que va a nacer. Así
pues, la cesárea genera una diferencia doblemente adversa: no altera solo la
inoculación microbiana que recibe el bebé al llegar al mundo, sino también
los microbios que le llegan en la leche de la madre.
Los oligosacáridos, las bacterias vivas y otros compuestos presentes en la
leche de la madre constituyen el alimento ideal tanto para el bebé como para
su microbiota. La leche de la madre estimula el asentamiento de microbios
beneficiosos y guía a la microbiota intestinal hacia una comunidad similar a
la del adulto. Impide la colonización por parte de especies dañinas y educa al
inexperto sistema inmunitario sobre aquello por lo que merece la pena
preocuparse, y acerca de lo que conviene no tocar y que permanezca.
¿Qué pasa, entonces, con el biberón (y con ello me refiero a las leches
infantiles preparadas)? ¿Cómo afecta la leche infantil preparada al desarrollo
de la microbiota del bebé? Las modas sobre la alimentación infantil son tan
caprichosas como las del largo de la falda. Ya antes de que el biberón fuera
una opción real para las madres, existía una alternativa a amamantar al hijo
propio. Las nodrizas eran algo habitual antes del siglo XX, con tendencias
dentro de cada clase social parecidas a las del uso del biberón durante el siglo
pasado. Hubo un tiempo en que no parecía propio de mujeres aristocráticas
alimentar a sus propios bebés, y otro, durante la Revolución industrial, en que
las mujeres trabajadoras recurrían a las amas de leche, al tiempo que la élite
social volvía a alimentar a sus propios bebés.
A finales del siglo XIX y principios del XX, las nodrizas se quedaron sin
trabajo debido a la creciente y práctica alternativa que era el biberón. Los
biberones de cristal eran fáciles de esterilizar, las tetillas de caucho se podían
lavar. Por su parte, las fórmulas de leche de vaca modificada hicieron que el
biberón pasara de ser una alternativa a una decisión personal. Los índices de
su uso subieron a toda velocidad. En 1913, el setenta por ciento de las
mujeres amamantaban a su hijo, una cifra que bajó al cincuenta por ciento en
1928 y a solo una de cuatro mujeres al final de la Segunda Guerra Mundial.
El punto más bajo de la lactancia materna llegó en 1972, con solo un
veintidós por ciento. Después de decenas de millones años de lactancia
materna, en solo cincuenta años esta tocó suelo, hasta llegar casi a
desaparecer.
Si los oligosacáridos y las bacterias vivas de la leche materna son los que
nutren las semillas de la microbiota intestinal del bebé, y la van cambiando a
medida que este se va haciendo mayor, ¿cuáles son las consecuencias
microbianas del biberón? La leche preparada, con más que menos frecuencia,
sigue siendo leche del «pecho», pero del pecho de la vaca, no de la mujer. A
pesar de las muchas intromisiones e intervenciones por parte de los humanos
en los últimos diez mil años, la leche de vaca ha evolucionado para ser el
alimento ideal de los terneros y sus microbios. Pero la microbiota intestinal
del ternero es radicalmente distinta de la del niño. Vive del forraje masticado
y vuelto a masticar, no de los remanentes de carne y vegetales predigeridos
en el intestino delgado. La leche de vaca sola no es muy deseable como
alimento del recién nacido: suele dejar al bebé con un déficit de vitaminas y
minerales que podrían provocar escorbuto, raquitismo y anemia. Las leches
infantiles modernas llevan muchos suplementos extra esenciales, pero
normalmente no contienen células ni anticuerpos inmunitarios, oligosacáridos
ni bacterias vivas.
La diferencia más evidente de las microbiotas de los bebés alimentados
con biberón es la diversidad de especies y cepas. Los bebés que no toman
leche materna tienen alrededor de un cincuenta por ciento de especies más en
sus intestinos. En particular, bebés alimentados exclusivamente con biberón
tenían muchísimas más especies de la familia Peptostreptococcaceae, a la
que pertenece el ruin patógeno Clostridium difficile. Si el C. diff. se impone,
puede provocar una diarrea intratable, que, con una aterradora frecuencia, es
fatal para el niño. Una quinta parte de los niños alimentados exclusivamente
con leche materna llevan C. diff.; en cambio, el bicho anida en casi el veinte
por ciento de los bebés alimentados directamente con leche infantil. Es
previsible que muchos de estos niños lo contraigan en la sala de partos. Y
cuanto más se prolonga la estancia en el hospital, más probable es que el bebé
contraiga este patógeno.
Parece que una gran diversidad de microbios es signo de buena salud en
los adultos, pero en el caso de los bebés ocurre todo lo contrario. Cultivar un
grupo muy selecto de especies en los primeros días de vida, con ayuda de las
bacterias del ácido láctico de la vagina y los oligosacáridos de la leche
materna, parece que es importante para proteger de infecciones al bebé, y
educar a su joven sistema inmunitario. También la combinación de leche
materna y preparada aumenta la indeseable diversidad de microbios, incluido
el C. diff. Produce una microbiota con una composición a medio camino entre
la del bebé alimentado exclusivamente con leche materna y la del alimentado
solo con leche preparada.
Pero ¿realmente importa que el bebé tenga un poco más de diversidad en el
vientre? ¿Estimular un grupo diferente de bacterias de verdad puede provocar
algún daño? Se insiste en que la leche materna es mejor, pero sin especificar
mucho qué significa esta para la salud del bebé. Decir que es mejor implica
que la leche preparada es buena, y que la materna tiene un extra. Pero los
datos revelan un marcado contraste entre la salud de los niños amamantados
y la de los alimentados con biberón.
Para empezar, los niños que toman biberón son más propensos a tener
infecciones. Comparados con los alimentados exclusivamente con la leche de
la madre, los bebés que solo toman leche preparada tienen el doble de
probabilidades de contraer infecciones de oído, cuatro más de tener que
acudir al hospital por alguna infección del tracto respiratorio, tres más de
padecer alguna infección gastrointestinal y dos y media más de contraer
enterocolitis necrosante, que provoca la muerte del tejido intestinal. También
son hasta dos veces más propensos a ser víctimas del síndrome de muerte
súbita del bebé. En Estados Unidos, la mortalidad de bebés (menores de un
año) es un treinta por ciento superior en los bebés que no fueron
amamantados, incluso teniendo en cuenta otros muchos factores, como fumar
durante el embarazo, la pobreza y la educación, y excluyendo a los bebés a
los que alguna enfermedad les impide ser amamantados. La mortalidad de
bebés ya es baja en los países desarrollados, de modo que el riesgo añadido
significa en torno a unas 2,1 muertes posneonatales por cada mil nacimientos
vivos entre los niños amamantados, y un 2,7 por mil en bebés alimentados
exclusivamente con biberón. No es muy preocupante para el bebé ni para los
padres. Si embargo, si pensamos en que en Estados Unidos hay unos cuatro
millones de nacimientos cada año, estamos hablando de la muerte innecesaria
de setecientos veinte niños.
Los bebés alimentados con leches preparadas también son dos veces más
proclives a desarrollar dermatitis atópica y asma. Corren mucho más riesgo
de padecer leucemia infantil, un cáncer del sistema inmunitario. Tienen más
probabilidades de sufrir diabetes tipo 1. Probablemente, las tienen también de
padecer apendicitis, tonsilitis, esclerosis múltiple y artritis reumatoide. Para
los padres, muchos de estos riesgos son pequeños, por lo que no deben
preocuparse demasiado. Pero, una vez más, como ocurre con el impacto de la
alimentación con leche preparada en la mortalidad de bebés, que se produzca
en los millones de niños que nacen cada año tiene la importancia suficiente
para que nos debamos preocupar.
Y, tal vez lo más importante, criar al bebé con leche preparada le hace más
propenso —tal vez hasta el doble— a tener sobrepeso. Cuando los científicos
quieren saber si un efecto tiene una auténtica causa (y no se está ante una
correlación de coincidencia) buscan la «dosis de dependencia». Si un factor
(por ejemplo, la cantidad de alcohol ingerida) realmente causa un efecto (por
ejemplo, una reacción más lenta), la lentitud de reacción debería ser acorde
con una cantidad superior de alcohol (una dosis extra), al menos hasta cierto
punto. Cuanto mayor es la dosis, más lenta es la reacción.
La misma relación se puede observar entre la lactancia materna y el riesgo
de obesidad. En un estudio se descubrió que, por cada mes de
amamantamiento, hasta los nueve meses, el riesgo de que el niño tenga
sobrepeso disminuye en torno a un cuatro por ciento. Dos meses de solo
leche materna, y el riesgo se reduce en un ocho por ciento; tres meses, y baja
un doce por ciento, etc. Después de nueve meses de lactancia materna, el
niño tiene un treinta por ciento menos de probabilidades de tener sobrepeso
que el niño que se haya alimentado con leches preparadas desde que nació.
Parece que la lactancia materna y sin ninguna leche preparada tiene un efecto
aún mayor, y disminuye el riesgo de sobrepeso del bebé en un seis por ciento
por cada mes. El impacto del biberón en la probabilidad de padecer sobrepeso
u obesidad no se limita al peso durante la infancia. Los niños mayores y los
adultos siguen siendo más proclives a tener sobrepeso como consecuencia de
la alimentación que recibieron de bebés. La obesidad suele ir acompañada de
diabetes de tipo 2, y los niños alimentados con biberón no son una excepción.
Criarse solo con leche preparada hace que el niño tenga un sesenta por ciento
más de probabilidades de desarrollar diabetes en la madurez. Como ocurre
con la cesárea, muchos de los riesgos de no alimentarse con la leche materna
guardan relación con las enfermedades del siglo XXI.
Para los hijos de la eclosión demográfica (los llamados baby boomers),
nacidos en un tiempo en que el biberón era la norma, estos hechos y tales
cifras pueden ser evidentes. A mediados de los años setenta, se puso de moda
otra vez la lactancia materna, particularmente entre las familias acomodadas
y con estudios. El resurgimiento de la lactancia materna a finales de aquella
década pudo ser consecuencia imprevista de las agresivas campañas
comerciales de los fabricantes de leches infantiles en los países desarrollados.
En algunos países, los niños alimentados con leches preparadas tienen hasta
un veinticinco por ciento más de probabilidades de morir, debido en gran
parte a que no es fácil esterilizar los biberones y a que el agua suele estar
contaminada por patógenos. Cuando las mujeres de Norteamérica y Europa
empezaron a acusar a los fabricantes de leche infantil, los índices de lactancia
materna se dispararon. En diez años, casi se triplicó la cantidad de mujeres
que daban el pecho a sus bebés.
Pero ni la generación X ni los milenials están exentos de los riesgos del
biberón. Aunque, en los países desarrollados, la lactancia materna ha seguido
aumentando en los últimos veinte años, y ha pasado de alrededor de un
sesenta y cinco por ciento hasta nada menos que el ochenta por ciento en los
últimos pocos años, las cifras siguen estando por debajo de las que se
recomiendan oficialmente. Este aumento de la lactancia materna no sirve de
mucho consuelo a entre el veinte y el veinticinco por ciento de bebés que no
toman ni una gota de leche materna, así como al veinticinco de los que se
pasan a la leche preparada en las primeras ocho semanas. Incluso entre los
bebés que se alimentan de la leche de la madre más allá de los primeros días
de vida, la mitad empieza a recibir algún suplemento de leche preparada
durante la primera semana de vida. En Estados Unidos, solo el trece por
ciento de las madres siguen las recomendaciones de la Organización Mundial
de la Salud de alimentar exclusivamente con su leche a sus hijos durante seis
meses, para después añadirle otros alimentos hasta los dos años, o más. En
Gran Bretaña, menos del uno por ciento de las madres alimentan a su bebé
exclusivamente con su leche cuando este cumple seis meses.
Dar de mamar, evidentemente, es difícil, sobre todo en los primeros días o
semanas. Algunas madres no tienen posibilidad de elegir, y no pueden optar
por dar de mamar a su bebé, debido quizás a alguna enfermedad del recién
nacido o a un auténtico problema de suficiencia de leche. En el caso de otras
madres, los problemas económicos y la falta de ayuda determinan la decisión.
Pero es posible que, como sociedad, hayamos perdido de vista qué es lo
«normal» en lo que a la alimentación del bebé se refiere. En las sociedades
tradicionales preindustrializadas, a los bebés se les da de mamar muchísimo
más tiempo que en Occidente. Es habitual destetarles a los dos, tres o cuatro
años, en muchos casos cuando llega otro bebé.
La sesgada idea occidental de que «el pecho es mejor» (lo cual implica que
la leche preparada es «buena») llega incluso al ámbito científico. En muchos
estudios se pregunta: «¿Cuáles son los beneficios de la lactancia materna?».
No se pregunta: «¿Cuáles son los riesgos del biberón?». Estadísticamente, las
dos preguntas son equivalentes: «¿En qué se diferencian la lactancia materna
y el biberón?». Pero, como señala Allison Stuebe, profesora de medicina
materno-fetal de la Facultad de Medicina de la Universidad de Carolina del
Norte, la primera pregunta implica que la lactancia materna es un extra para
el bebé, quizá como tomar un complejo multivitamínico además de una dieta
ya de por sí sana. La segunda pregunta implica que la leche preparada es un
peligro. Significa salirse del camino. La lactancia materna no es el «patrón
oro». Es un patrón: para la mujer que duda sobre cómo alimentar a su bebé,
esta distinción puede marcar la diferencia respecto a lo que decida.
Esta sutil diferencia de expresión afecta realmente a la interpretación que
la persona hace del debate sobre el pecho contra el biberón. En una encuesta
realizada en Estados Unidos en 2003, el setenta y cinco por ciento de los
encuestados no estaban de acuerdo con la afirmación: «La leche infantil
preparada es tan buena como la de la madre». Pero solo el uno de cada cuatro
estaba de acuerdo con la afirmación: «Alimentar al bebé con leche preparada
en lugar de materna aumenta la probabilidad de que enferme». Parece que
existe una desconexión entre lo que la gente sabe de los beneficios de la
lactancia materna, y lo que cree que son las consecuencias de sustituirla por
otro tipo de alimentación. En una campaña dirigida a mujeres inseguras sobre
la lactancia materna, aquellas a las que se les hablaba de los «beneficios de la
lactancia materna» se decidían menos a dar el pecho a su bebé que aquellas a
las que se les daba la misma información, pero presentada como el «riesgo de
no dar de mamar».
La mujer debería tener libertad para decidir cómo criar a su bebé. Pero
ninguna mujer debería tomar decisiones sin estar debidamente informada
sobre los efectos de cada decisión. Además de ayudar a las mujeres en su
esfuerzo por amamantar a sus hijos, así como ofrecer una información más
clara y adecuada a las mujeres y a quienes prestan servicios sanitarios,
mejorar la calidad de las leches infantiles también beneficiaría a los bebés.
Actualmente, pocas de estas leches contienen oligosacáridos o bacterias
vivas. El problema es que conseguir la mezcla perfecta de los ciento treinta
tipos diferentes, e incluir una comunidad sana de las cepas más beneficiosas,
de momento está fuera de nuestro alcance. Intentarlo antes de conocer sus
posibles consecuencias puede ser más perjudicial que provechoso.
Durante los tres primeros años de vida del bebé, su microbiota intestinal es
muy inestable. En su lucha por el territorio, las poblaciones de bacterias van y
vienen. Llegan nuevas cepas invasoras, y otras se retiran. Durante más o
menos el primer año, se produce una constante disminución de la abundancia
del género Bifidobacterium. Los mayores cambios se producen entre los
nueve y los dieciocho meses de vida, probablemente en sincronía con la
introducción de nuevas variedades de alimentos sólidos. En un experimento,
a partir de las primeras legumbres y verduras, la microbiota pasaba de estar
dominada por los filos actinobacteria y proteobacteria a estar compuesta de
firmicutes y bacteroidetes. Estos cambios drásticos son hitos en el desarrollo
del bebé.

Entre los dieciocho meses y los tres años, la microbiota intestinal se va


pareciendo cada vez más a la del adulto, con mayor estabilidad y diversidad a
medida que van pasando los meses. Hacia los tres años, las primeras
diferencias de la microbiota debidas a si el bebé ha mamado de la madre o se
ha alimentado de leches preparadas se diluyen con la llegada de nuevas cepas
contraídas de otras personas o lugares. Las bacterias del ácido láctico, tan
abundantes en su momento, van disminuyendo a medida que la microbiota se
adapta a los nuevos alimentos y circunstancias.
Con el paso de los meses y los años, los microbios de los intestinos del
niño se parecen menos a la microbiota vaginal, y cada vez más a la
microbiota intestinal de la madre. De tal palo, tal astilla. La razón es, en
parte, que madre e hijo, o hijos, viven en la misma casa, comen lo mismo y
están rodeados de los mismos microbios. Pero también se debe a los genes
que comparten. Un hecho destacable es que tu genoma ejerce cierto control
sobre qué especies vayas a albergar. Los genes que intervienen en la
programación del sistema inmunitario también influyen en las especies
bacterianas a las que se permite vivir en el cuerpo. Madre e hijo comparten
más o menos la mitad de los genes, por lo que el segundo puede sacar
provecho de tener el adecuado conjunto de microbios. Al fin y al cabo, en los
primeros minutos de vida, el sistema inmunitario del bebé ha de enfrentarse a
una invasión masiva de bacterias, con algunas de las cuales nunca se volverá
a encontrar. El hecho de que el niño pueda sobrevivir incluso a lo que se
podría considerar una colosal infección indica que ha sido advertido genética
e inmunológicamente. Tener cierto conocimiento programado sobre quién es
amigo y quién es enemigo probablemente ayuda mucho al bebé a afrontar la
arremetida de bacterias vaginales de su madre al irrumpir de cabeza en el
mundo bacteriano.

La belleza del microbioma reside en su capacidad de adaptación, en un grado


imposible para el genoma humano. A medida que te vas haciendo mayor, con
el ir y venir de hormonas, al probar nuevos alimentos, al visitar sitios nuevos,
tus microbios aprovechan lo mejor que pueden tu situación. ¿Una mala
alimentación? Sin problemas: tus microbios te ayudarán a sintetizar las
vitaminas que te faltan. ¿Una barbacoa de carne? No te preocupes: tus
microbios desintoxicarán los trozos chamuscados. ¿Cambio hormonal? No
pasa nada: tus microbios se adaptarán.
La cantidad de vitaminas y minerales que el cuerpo necesita en la madurez
es distinta de la que necesitaba de joven. El bebé, por ejemplo, precisa mucho
ácido fólico, pero no puede comer los alimentos que lo contienen. Sin
embargo, su microbioma está lleno de genes que sintetizan ácido fólico de la
leche materna. El adulto no necesita tanto ácido fólico y normalmente obtiene
suficiente de lo que come, de modo que, en vez de sintetizar esta vitamina,
sus microbios contienen genes que la descomponen.
Con la vitamina B12 ocurre todo lo contrario. La necesitas más cuanto
mayor eres. A medida que envejeces, tu microbioma aumenta la cantidad de
genes que sintetizan la vitamina B12 de los alimentos. Los microbios no lo
hacen por educación, sino que necesitan estas vitaminas o sus precursores.
Otros muchos genes que intervienen en la síntesis o descomposición de las
moléculas de los alimentos también cambian con la edad, para sacar el
máximo provecho de la dieta y afrontar los cambios que experimenta el
cuerpo.
Las personas con las que convives también pueden influir mucho en los
microbios que lleves. Del mismo modo que, al salir de una casa, dejas rastro
de tu presencia —huellas dactilares, pisadas, ADN de las células de la piel y
el pelo—, también dejas detrás tu rúbrica microbiana. En un estudio sobre las
personas y los microbios residentes en siete hogares estadounidenses, se
observó que era fácil determinar a qué casa pertenecía cada familia, solo con
la comparación de los microbios de las manos, los pies y la nariz de los
habitantes de la casa con los microbios de los suelos, las superficies y los
pomos de las puertas. No era extraño que las microbiotas del suelo de las
cocinas y dormitorios coincidieran con las de los pies de la familia, y las
comunidades de las superficies de la cocina y los pomos, con las de sus
manos.
Durante el estudio, tres familias se mudaron de casa. Al cabo de unos días,
sus bacterias habían colonizado las nuevas casas, sustituyendo las de los
anteriores inquilinos. Realmente, la aportación de los miembros de la familia
a la microbiota de la casa era tan dinámica que bastaba con que pasaran dos
días fuera para que su rastro microbiano se desdibujara. Es posible que el
constante declive de la sombra microbiana de una persona se pueda utilizar
para trazar una línea temporal de sucesos suficientemente fiables como para
emplearlos en investigaciones forenses. La tecnología del ADN cambió por
completo la investigación criminal, pero tu microbioma es aún más distintivo
que tu genoma: imagina los secretos que puede desvelar.
Los miembros de la misma familia suelen tener microbiotas muy similares,
y los padres suelen compartir con sus hijos exactamente las mismas cepas de
bacterias. En cambio, vivir con amigos o incluso con extraños puede derivar
en que compartas con ellos algo más que la leche. Una de las casas incluidas
en ese estudio no era de una familia, sino de tres personas sin ninguna
relación genética. El hecho de convivir en un mismo espacio bastaba para
generar una mezcla de microbiotas. Las tres personas tenían muchos
microbios en común, especialmente en las manos. Dos de ellas mantenían
una relación, y compartían más microbios entre ellas que con el tercer
inquilino de la casa.
En el caso de la mujer, el aumento y la disminución de hormonas que
experimenta todos los meses tienen un fortísimo impacto en la composición
microbiana del cuerpo. En muchas mujeres, el ciclo menstrual va ligado a
bruscos cambios de las especies microbianas que viven en la vagina, con las
poblaciones que se expanden y se contraen en perfecta sincronía con cada
periodo. En otras, sin embargo, los cambios de la microbiota intestinal
parecen ser completamente aleatorios, sin ninguna relación manifiesta con el
momento del mes. Otras incluso tienen comunidades casi constantes a las que
parece que la menstruación o la ovulación no afectan lo más mínimo. Es
interesante el hecho de que, en las mujeres cuyas comunidades suben y bajan,
la actividad de las cepas y especies presentes a menudo sigue siendo la
misma. Puede desaparecer de repente una cepa dominante productora de
ácido láctico de Lactobacillus, pero puede sustituirla otra productora de ácido
láctico, tal vez una cepa amiga de Streptococcus. De manera que, aunque
cambien las especies, no se deja de realizar el trabajo.
Decía antes que la microbiota vaginal de la mujer embarazada cambia de
composición. Lo mismo ocurre con su microbiota intestinal. Durante el
embarazo, la mujer aumenta entre diez y quince kilos. Son, más o menos, tres
kilos del bebé, más otros tres y medio de la placenta, el líquido amniótico y la
sangre de más. El resto es grasa. En los últimos tres meses de embazo, los
marcadores metabólicos de la mujer se parecen mucho a los de alguien que
padezca las consecuencias de la obesidad. Tanto la obesidad como el
embarazo pueden ir acompañados de exceso de grasa corporal, colesterol
alto, niveles superiores de glucosa en sangre, resistencia a la insulina y
marcadores de inflamación.
Sin embargo, si en la obesidad todos ellos son indicadores de mala salud,
en el embarazo significan algo distinto. En el embarazo, los cambios que se
producen en el metabolismo de la mujer —su capacidad de procesar y
almacenar la energía— son fundamentales. La capa extra de tejido adiposo
que genera la mujer embarazada, aunque esta en realidad no necesite «comer
por dos», probablemente es una red de seguridad para el feto en desarrollo,
que asegura que su madre tiene suficiente energía para aguantar su
crecimiento. También significa que la mujer dispone de energía suficiente
para producir leche cuando nazca el bebé.
Después de averiguar lo que ocurre con las diferentes microbiotas de las
personas obesas y delgadas, Ruth Ley, de la Universidad Cornell, quiso saber
si los cambios microbianos que están detrás de la obesidad eran también
responsables de los cambios metabólicos que se producen durante el
embarazo. Ella y su equipo estudiaron los microbios intestinales de noventa y
una mujeres a medida que iba avanzando la gestación. A los tres meses, las
microbiotas de las mujeres eran profundamente distintas de las de los
primeros días de embarazo. Se habían hecho mucho menos diversas, con un
aumento muy considerable de dos grupos: proteobacteria y actinobacteria;
unos cambios que recuerdan a los que observan en la inflamación en roedores
y humanos.
Como decía en el capítulo 2, el trasplante de la microbiota de personas
obesas a ratones libres de gérmenes hace que estos aumenten rápidamente la
grasa corporal, en comparación con lo que ocurre si se les trasplanta la
microbiota de personas delgadas. Estos trasplantes son una forma pulcra de
demostrar que los microbios son responsables del aumento de peso, no solo
una consecuencia de este. Ruth Ley empleó el mismo enfoque con las
microbiotas de mujeres embarazadas de tres meses. ¿Eran la causa o la
consecuencia de los cambios metabólicos similares a los de la obesidad que
se producen en el embarazo? Los ratones a los que se trasplantó microbios de
embarazadas de tres meses aumentaban más de peso, tenían niveles
superiores de glucosa en sangre y estaban más inflamados que los ratones a
los que se trasplantó una microbiota del primer mes de embarazo. Estos
cambios podrían contribuir a reunir y diversificar los recursos para el
desarrollo del bebé.
Cuando nace el bebé, la microbiota intestinal de la mujer tarda cierto
tiempo en volver a la normalidad, pero vuelve. De momento, no se sabe
exactamente cuánto tiempo siguen merodeando los microbios del embarazo,
ni qué es lo que hace que cambien de nuevo, pero es interesante pensar que
en ello pudiera tener algo que ver la lactancia materna (y quizá las hormonas
del parto). Se conocen muy bien los efectos de la lactancia en el «cambio del
peso del bebé», y, por lo que parece, uno de ellos es que se agotan las calorías
almacenadas durante el embarazo. Se desconoce aún si la lactancia también
revierte los cambios microbianos similares a los de la obesidad, pero sí
sabemos que reduce el riesgo de que, más adelante, la mujer enferme de
diabetes tipo 2, tenga el colesterol más alto, mayor presión arterial o sufra
algún infarto.
La dieta, las hormonas y las mudanzas afectan a la microbiota intestinal,
pero esta se mantiene bastante estable durante toda la madurez. En cambio, la
vejez trae consigo cambios no solo en el estado general de salud, sino
también en las comunidades microbianas del cuerpo. A medida que las
células del cuerpo empiezan a dar señales de su edad colectiva, también lo
hacen sus pasajeros microbianos. Individualmente, claro, poquísimas células
humanas duran toda la vida, y la mayoría de las microbianas solo lo hacen
unas horas o días. Pero, como superorganismo, la colonia humana, a medida
que envejece, comienza a funcionar con menor eficacia y trastabilla con
mayor frecuencia. En gran medida, el responsable es el sistema inmunitario,
que lleva décadas haciendo acopio de anticuerpos. Con la edad, el sistema
inmunitario de las personas se va acalorando progresivamente. El constante
zumbido de los mensajeros químicos favorables a la inflamación, que van
corriendo por el cuerpo del anciano, recuerda a la inflamación crónica de bajo
nivel que se observa en las enfermedades del siglo XXI. Con el nombre de
«inflajecimiento», esta característica médica de la edad avanzada va
estrechamente ligada a la salud.
No es extraño que también vaya ligada a la composición de la microbiota
intestinal. Las personas mayores con un alto grado de inflamación y peor
salud tienen una comunidad intestinal menos diversa, con menor cantidad de
especies de las que se sabe que tranquilizan al sistema inmunitario, y mayor
de las que lo exasperan. Aún no está claro si la edad conlleva la inflamación
y si esta provoca cambios en la microbiota, o si los cambios que se producen
con la edad en la microbiota son los que activan la inflamación. Pero, en la
vejez, la dieta desempeña un papel esencial en la configuración de la
comunidad microbiana, por lo que es probable que la microbiota sea una
importante fuerza en el proceso de envejecimiento. Es aún muy pronto, pero
a algunos científicos ya les apasiona la posibilidad de que, alterando la
microbiota intestinal de las personas mayores, se pueda conseguir que estas
sigan más años en buen estado de salud, o incluso prolongar la esperanza de
vida humana.
Desde el primero hasta el último aliento, estamos acompañados de nuestra
colonia de microbios. A medida que el cuerpo crece y cambia, nuestro
microbioma se adapta y se constituye en una prolongación de nuestro propio
genoma, que se puede ajustar en pocas horas para satisfacer mejor nuestras
necesidades, y las suyas propias. Si toda va bien, los microbios de la madre
son el mejor regalo de nacimiento que pudiera desear el niño. Cuando
aprendemos a andar, a hablar y a cuidarnos, llevamos con nosotros, casi
literalmente, las decisiones de nuestros padres. De adultos, tenemos que
asumir la responsabilidad de cuidar de todas las células de nuestro cuerpo,
tanto de las humanas como de las microbianas. Como madre, la mujer pasa a
su bebé no solo sus propios genes, sino los genes de cientos de bacterias. La
lotería genética de la vida tiene un componente de azar, pero también otro de
decisión propia. Cuanto más profundicemos en el conocimiento de la
importancia y las consecuencias del parto natural, así como de una lactancia
materna exclusiva y prolongada, más podremos darnos y dar a nuestros hijos
la mejor oportunidad de disfrutar de una vida sana y feliz.
8

LA RESTAURACIÓN MICROBIANA

La tarde del 29 de noviembre de 2006, Peggy Kan Hai, una abogada de


treinta y cinco años, iba conduciendo bajo la lluvia para reunirse con un
cliente en la isla de Maui, en Hawái, cuando se le vino encima un
motociclista que circulaba a doscientos cincuenta kilómetros por hora.
Atrapada en el amasijo de hierro en que se había convertido su coche,
sangrando por la cabeza y la boca, iba perdiendo y recuperando la conciencia.
El joven que la había embestido falleció en el acto entre la chatarra de la
moto.
En 2011, después de cinco años de operaciones para curar las heridas de la
cabeza y las piernas, el pie izquierdo de Peggy se necrosó. La extensión de la
septicemia ponía en peligro su vida, por lo que Peggy no tuvo más remedio
que entrar de nuevo en el quirófano para que le amputaran parcialmente el pie
y le juntaran los huesos del tobillo. Tres días después de la operación, Peggy
cayó gravemente enferma, con náuseas y diarrea. La enfermera estaba
asustada, y al día siguiente llamó al cirujano. Este aseguró a Peggy que se
trataba de una simple reacción a la medicación que le habían dado
(analgésicos, antibióticos y calmantes). Esa misma tarde la mandó a casa con
una medicación nueva.
Pocas semanas después, Peggy, aunque le seguía doliendo el pie, dejó de
tomar la medicación, con la esperanza de que las cosas mejoraran. No fue así.
El día siguiente fue el primero de dos meses de hasta treinta deposiciones de
diarrea diarias. Peggy bajó el veinte por ciento de peso corporal, perdió el
pelo, era un manojo de nervios y tenía visión borrosa. El médico insistía en
que eran los síntomas normales del síndrome de abstinencia de los opiáceos;
luego decidió que se trataba del síndrome de intestino irritable o de un reflujo
ácido. Peggy se negó a tomar antidiarreicos, porque estaba segura de que
enmascarar la causa de su enfermedad no haría sino agravarla.
Transcurridos unos meses, mandaron a Peggy al gastroenterólogo del
hospital donde la habían operado del pie. Después de practicarle una
colonoscopia, los médicos encontraron una explicación a la grave diarrea de
Peggy. Tenía Clostridium difficile, o C. diff.
Es la bacteria particularmente ruin de la que hablaba en el capítulo 4, y
puede provocar una terrible infección que puede ser mortal. Campa a sus
anchas en los hospitales y en los intestinos sanos de los humanos. Posee un
par de trucos con los que mantenerse a salvo por igual de otros microbios y
del personal de limpieza del hospital. Para empezar, en las últimas décadas,
se ha desarrollado una nueva cepa más resistente y peligrosa que las
versiones anteriores. Es muy probable que esta cepa mutada haya aparecido
como respuesta a la permanente batalla entre la bacteria y los antibióticos que
lanzamos contra ella y sus parientes. De momento, vemos que va ganando la
C. diff.
El otro truco lo comparte con hasta un tercio de las bacterias que viven en
el intestino, además de muchos patógenos: puede formar esporas. Como el
asustado armadillo que se enrolla con fuerza para blindarse con su concha
acorazada, la C. diff. se empaca en una gruesa capa protectora para sobrevivir
cuando las cosas se ponen feas. Los productos de limpieza antibacterianos,
los ácidos del estómago, los antibióticos y las temperaturas extremas resbalan
sobre esas esporas, de modo que estas pueden subsistir hasta que el peligro
haya pasado.
La situación de Peggy era típica. Le habían administrado antibióticos
mientras la operaban del pie, y después había estado ingresada varios días en
el hospital: todo un baluarte para la C. diff. Los antibióticos, además de evitar
que se le infectaran las heridas, le habían alterado la microbiota intestinal, y
habían hecho a esta vulnerable a la invasión de C. diff. Como si fuera una
mala hierba, se había adueñado del paisaje intestinal de Peggy antes de que la
capa protectora de microbios beneficiosos pudiera restablecer sus colonias. El
gastroenterólogo recetó a Peggy un tratamiento tras otro de antibióticos en
varias dosis elevadas para acabar con la infección de C. diff., pero esta se
resistía. Peggy se encontraba cada vez peor.
Iba perdiendo vista y oído, y adelgazó hasta extremos peligrosos. Ella y su
marido se dieron cuenta de que debían emprender alguna acción contundente
para restaurar los microbios del intestino y desalojar a la C. diff.
El dilema de Peggy Kan Hai no es exclusivo de quienes padecen la C. diff.
Para muchas otras personas que sufren enfermedades del aparato digestivo, y
otros estados debidos a un ecosistema microbiano dañado, la cuestión de
cómo enmendar el daño y reinstaurar una colonia sana de amigos
microbianos es decisiva. No hay duda de que alimentarse bien y evitar
antibióticos innecesarios es fundamental para mantener una microbiota sana,
pero ¿qué ocurre si la colonia ya ha sido diezmada? ¿Y si las especies han
partido hace ya tiempo y los oportunistas han ocupado su sitio? ¿Y si el
sistema inmunitario no sabe distinguir entre enemigos y aliados? Ocuparse de
las ruinas de una comunidad microbiana que en otros tiempos fue próspera
puede hacer poco más que rociar con un poco de agua las ramas ya parduzcas
de esa planta que tenemos en casa. A veces, la única opción es empezar de
nuevo: preparar la tierra y sembrar semillas nuevas.

En 1908, Elie Metchnikoff publicó un libro con un título que reflejaba un


positivismo impropio de este biólogo ruso. Había intentado suicidarse dos
veces: una tomando una sobredosis de opio; la segunda, infectándose a
conciencia de fiebre recurrente, con la intención de convertirse en mártir de la
ciencia. Pero su tercer libro, The Prolongation of Life: Optimistic Studies, no
hablaba de cómo acelerar la muerte, sino de cómo retrasarla. Tal vez
pretendiera con él levantarse el ánimo en su vejez, ante el encuentro final
(esta vez inevitable) con su propia mortalidad. Metchnikoff, que, el mismo
año en que se publicó su libro, obtuvo el Premio Nobel por su trabajo sobre el
sistema inmunitario, compartía con su antiguo predecesor Hipócrates la idea
de que la muerte reside en los intestinos. Desde su perspectiva relativamente
moderna y fundamentada, Metchnikoff sospechaba que la verdadera sede de
la senilidad eran los microbios recién descubiertos de los intestinos.
Desde la cumbre metodológica de la ciencia del siglo XXI, la lectura del
tratado de Metchnikoff es una experiencia alarmante y, en algunos
momentos, amena. Su hipótesis es interesante, pero aporta muy pocas
pruebas; además, incluye algunos apuntes sobre falsas correlaciones, como la
idea de que los murciélagos carecen de intestino grueso, tienen muy pocos
microbios y, sin embargo, viven mucho más que otros pequeños mamíferos.
El científico ruso conjetura sobre que la presencia de microbios, y el intestino
grueso que los alberga, son la causa de la muerte temprana de los mamíferos
de mayor densidad de población. ¿Qué función cumple, pues, el intestino
grueso?, se preguntaba. «Para responder a la pregunta, he formulado la teoría
de que, en los mamíferos, el intestino grueso ha aumentado para posibilitar
que estos animales recorran largas distancias sin necesidad de detenerse para
defecar. El órgano, pues, actuaría simplemente de depósito de residuos».
Metchnikoff no era el único que contemplaba la idea de que los microbios
del intestino afectaban negativamente a la salud. Entre médicos y científicos
corría otra importante hipótesis nueva sobre la causa de multitud de
enfermedades, tanto físicas como mentales. Llamada «autointoxicación», la
idea principal era que el colon, en palabras de un médico francés, era
«receptáculo y laboratorio de sustancias venenosas». Se pensaba que las
bacterias del intestino simplemente hacían que se pudrieran los restos de
comida; con ello producían toxinas que provocaban no solo diarrea y
estreñimiento, sino fatiga, depresión y conductas neuróticas. En los casos de
manías o de melancolía grave, se recomendaba la extirpación quirúrgica del
colon: una operación conocida como «cortocircuito». A pesar de la aterradora
tasa de mortalidad y el importantísimo efecto en la calidad de vida, los
médicos de la época pensaban que esa contundente intervención merecía la
pena.
No soy yo quién para criticar el grado de respeto al método científico de un
premio Nobel, pero las incursiones de Metchnikoff en la microbiología
intestinal, al menos en su libro, apenas cumplen los estándares de
repetibilidad, comparación con un control o interés por la causalidad. Su
mayoría de edad científica coincidió con un periodo de la historia en que,
entre los científicos médicos, imperaba el entusiasmo por las líneas de
investigación abiertas por la teoría de los gérmenes de Louis Pasteur. Se
multiplicaban las hipótesis. La nueva cohorte de microbiólogos médicos
dedicaba poco tiempo o escasos esfuerzos mentales al estudio del paciente, la
experimentación o la construcción de pruebas, antes de correr alegres y
moviendo el rabo a olisquear las nuevas ideas.
No obstante, a principios del siglo XX, los medios de comunicación, el
público y muchos charlatanes se subieron al carro de la autointoxicación.
Además de la extirpación del colon, surgieron otros dos tratamientos contra
las bacterias malas. Uno era la irrigación del colon, que en la actualidad
cuenta aún con el favor de los llamados spa médicos, pero no goza de buena
consideración entre la comunidad médica. El otro era tomar a diario una dosis
de bacterias buenas, lo que hoy llamamos alimentos probióticos.
Las cavilaciones de Metchnikoff sobre la prolongación de la vida humana
tenían su origen en un rumor que había oído en boca de un estudiante
búlgaro. Se decía que entre los campesinos búlgaros abundaban los
centenarios, y que el secreto de su larga vida era beber todos los días leche
agria: yogur. Evidentemente, el sabor agrio de la leche fermentada se debía al
ácido láctico que se producía cuando las bacterias que Metchnikoff llamaba
«bacilo búlgaro» fermentaban la lactosa de la leche. Hoy, esta cepa de
bacteria está clasificada como Lactobacillus delbrueckii, subespecie
bulgaricus, pero es frecuente referirse a ella como Lactobacillus bulgaricus.
Metchnikoff pensaba que estas bacterias del ácido láctico desinfectaban los
intestinos y mataban a los microbios dañinos que conducían a la senilidad y
la muerte.
Pronto se pudo disponer en las tiendas de pastillas y bebidas que contenían
Lactobacillus bulgaricus y otra cepa: Lactobacillus acidophilus. Las revistas
médicas y los periódicos estaban repletos de anuncios sobre sus increíbles
resultados. Una de las marcas anunciaba: «Los resultados son asombrosos.
No solo elimina la depresión física y mental, sino que inunda de vitalidad
todo el sistema». La autointoxicación pronto contó con la amplia aceptación
de los médicos y del público en general. Así, en las primeras décadas del
siglo XX, despegó la industria de los probióticos.
Pero no duró mucho. La teoría de la intoxicación era un castillo de naipes
sobre el que se cimentaba una industria de los probióticos excesivamente
pesada en su parte superior. Cada una de las capas de hipótesis
interrelacionadas que formaban su estructura tenían cierta razón de ser, pero
con solamente unos indicios de pruebas que les sirvieran de base. Como
ocurrió con los prometedores estudios sobre la función de los microbios
patógenos en el origen de graves enfermedades mentales, tuvieron que ser de
nuevo Freud y sus seguidores quienes dinamitaran esa particular estructura.
Lo curioso es que fuera reemplazada por un castillo de naipes aún más
nocivo, en forma de psicoanálisis y complejo de Edipo.
Un actor clave del desplome de la teoría de la autointoxicación fue un
médico californiano llamado Walter Álvarez. Con pocas pruebas más de las
que avalaban las ideas de Metchnikoff, Álvarez se entregó sin reservas al
psicoanálisis. Tildaba de psicópata a cualquiera que hablara de
autointoxicación, y, después de una consulta inicial, le despachaba. En lugar
de adoptar una perspectiva médica, solía elaborar sus diagnósticos a partir del
carácter y el aspecto de sus pacientes. Para Álvarez, las mujeres que padecían
migrañas, por ejemplo, eran las de cuerpo femenino, pequeño, esbelto y de
pechos bien formados. Aconsejaba a sus compañeros de profesión que
observaran a estas mujeres y analizaran sus síntomas en consecuencia. Los
médicos de la época ya no consideraban que dolencias gastrointestinales
elementales —como el estreñimiento— fueran consecuencia de microbios
nocivos, sino fruto de una hipocondría crónica unida a fijaciones ano-
eróticas.
Es evidente que, en su día, la ciencia de la intoxicación carecía de rigor.
Sin embargo, los limpiadores de colon y los yogures de dudoso origen
microbiano eran un buen negocio para los charlatanes. No fue hasta 2003
cuando un valiente grupo de científicos abrió de nuevo el debate sobre el
valor de los probióticos para las dolencias mentales. Pero para entonces ya
disponían de la tecnología de la secuenciación del ADN, un sistema de
revisión científica por expertos, y un clima de investigación despejado de las
nubes de culpabilidad del pensamiento freudiano.
Así pues, los probióticos, pese a que consiguieron mantener su presencia
en los estantes de los supermercados, en forma de alimentos o de pastillas, no
entraron de nuevo en la conciencia científica hasta hace muy poco. La
industria probiótica vuelve a estar en auge, con una serie de marcas
habituales en todas las casas. Los fabricantes de yogures emplean inteligentes
técnicas de mercadotecnia, que, sin prometerlo de forma explícita, auguran
que te vas a sentir mejor, más listo y más hábil, menos abotargado, más
despierto, contento y sano, si todas las mañanas te tomas uno o dos vasos de
alguna bebida enriquecida con Lactobacillus. Las marcas compiten con las
cepas que contienen sus productos, y sus supuestos beneficios. En las
solicitudes de patente se alega el derecho a producir y comercializar la
particular mezcla de genes y cepas que dan a cada variedad de probiótico sus
poderes específicos. Lactobacillus rhamnosus más Propionibacterium, por
ejemplo, para combatir la E. coli 0157. O Lactobacillus combinado con
«dialkylisosorbide» para acabar con el acné. ¿Y qué tal un combinado
vaginal de nueve especies de Lactobacillus y dos de Bifidobacterium para
controlar el pH de la vagina? ¿Y una variante genética muy específica de
Lactobacillus paracasei para evitarles alergias a las embarazadas y sus
bebés?
Todo esto está muy bien, pero, por muchas patentes que se soliciten, en la
mayoría de los países, las leyes sanitarias no permiten que los productos que
contienen bacterias anuncien que son beneficiosos para la salud. Es revelador
que los que en su día fueron alimentos fermentados y suplementos dietéticos,
hoy se parezcan mucho a los medicamentos, gracias a las investigaciones
científicas sobre los beneficios que para la salud tienen las bacterias que
contienen. Evidentemente, si la especie Lactobacillus de verdad puede evitar
las infecciones por E. coli, curar el acné o evitar alergias, los fabricantes de
yogur querrán que sus clientes lo sepan. Pero los fármacos auténticos tienen
que superar una costosa batería de análisis clínicos antes de salir al mercado.
Teóricamente al menos, las empresas farmacéuticas han de acreditar que sus
medicamentos son efectivos y seguros. Es evidente que el yogur es seguro,
pero ¿es efectivo? ¿Es verdad que los probióticos pueden mejorar nuestra
salud y hacer que seamos más felices?
Desde un punto de vista técnico, la respuesta es un sí rotundo, pero la
razón es su propia definición, que, según la Organización Mundial de la
Salud, es la de «microorganismos vivos que, administrados en las debidas
cantidades, reportan beneficios para la salud de quien los alberga». Preguntar
si los probióticos realmente funcionan es una tautología. Por lo tanto, la
verdadera pregunta es qué bacterias, y cuántas, pueden impedir, tratar o curar
enfermedades.
Quisiera convencerte con historias de curas milagrosas gracias a poco más
que un yogur o una colonia de bacterias amigas liofilizadas. Me gustaría
decirte que el Lactobacillus inventedus acabará con la alergia al polen de tu
hijo, y que el Bifidobacterium fantasium te ayudará a adelgazar. Pero,
evidentemente, las cosas no son así de sencillas.
Llevas en el intestino cien billones de microbios. 100.000.000.000.000.
Una cantidad equivalente más o menos a multiplicar por mil quinientos los
habitantes del planeta, todos apretujados en tu vientre. Entre estos cien
billones de microbios, hay tal vez dos mil especies diferentes. Unas diez
veces más especies que países hay en el mundo. Y dentro de estas dos mil
especies, incontables cepas distintas, todas con un arsenal de diferentes
habilidades genéticas. Sí, la mayoría son «amigas» desde tu punto de vista,
pero entre ellas no siempre son así de buenas vecinas. Las poblaciones
compiten por el espacio y expulsan a los adversarios más débiles. Las
especies libran una guerra química para defender su territorio y asesinan a
quienes osan invadirlo. Los individuos batallan por los alimentos y
desarrollan colas que los impulsen a territorios más fértiles.
Ahora imagina que decides añadir un tarrito de yogur a estas tierras
baldías. Imagínate la pequeña banda de turistas, nadando entre la leche y el
azúcar de su vehículo ayogurtado. Tal vez unos diez mil millones, buscando
dónde asentarse. Podrán parecer muchísimos, pero son cuatro ceros menos
que la cantidad que albergas en casa. Un ejército al que, en tal campo de
batalla, casi no merece la pena prestar atención. Como las tortugas bebé que
se adentran en el inmenso océano por primera vez, es probable que muchos
sucumban con el primer estallido de libertad al salir de su diminuto recipiente
de plástico. Para quienes llegan al intestino —algo de lo que realmente son
capaces—, el reto es abrir tienda y ganarse bien la vida, nada fácil en una
vecindad ya superpoblada y no particularmente acogedora.
No solo son muchísimos menos, sino que el total de la suma de las
habilidades de todos esos aguerridos turistas es muy bajo. Todos pertenecen a
la misma cepa de bacteria, con los mismos genes y, por consiguiente, los
mismos medios. Comparados con las dos mil especies (o más) que viven en
tus intestinos, y los dos millones de genes que llevan consigo (o más), los
turistas, probióticos o no, pueden esconder muy pocas cartas en la manga. Al
final, evidentemente, la relevancia que sus particulares habilidades puedan
tener para la salud de su anfitrión (nosotros) importa tanto como cualquier
otro obstáculo con que se puedan encontrar para reportar el beneficio que su
condición de probióticos implica.
Pero, antes de que alguien me demande, déjame que te cuente lo que
pueden ofrecer esos turistas que sí consiguen merodear lo suficiente y en
bastante cantidad para producir algún efecto. En este sentido, no te estoy
hablando solo de yogures, sino de otros productos más parecidos a los
medicamentos, como pastillas, barritas, polvos y líquidos que contienen
bacterias vivas, a veces más de una especie.
Empecemos por la expectativa más elemental que puedas tener sobre un
probiótico: que compense el efecto secundario más desagradable de los
antibióticos. La consecuencia no deseada de intentar eliminar un bicho con
antibióticos suele ser la aniquilación masiva de los ejércitos de la microbiota.
Para muchas personas —en torno al treinta por ciento de los pacientes—, el
resultado de esa merma microbiana es la diarrea. Se llama «diarrea asociada a
antibióticos»; normalmente, cesa cuando termina el tratamiento con
antibióticos, a menos que se tenga la mala suerte de contraer algo como la C.
diff., como le ocurrió a Peggy Kan Hai después de la intervención quirúrgica
del pie. Si la causa de la diarrea no es más que la pérdida de bacterias buenas,
la sustitución inmediata de estas con más bacterias buenas debería cortar
inmediatamente la diarrea, o, al menos, mejorar los síntomas.
Y así ocurre. No es fe ciega creer en los resultados de sesenta y tres
ensayos clínicos bien diseñados, con la participación de casi doce mil
voluntarios y en los que se descubrió que los probióticos reducían
significativamente la probabilidad de desarrollar diarrea asociada con los
antibióticos. De las treinta de cada cien personas que normalmente
contraerían diarrea, solo la contraen diecisiete si también toman algún
biótico. No es tan fácil determinar qué bacteria y qué dosis sean las más
efectivas. Es muy probable que determinados antibióticos provoquen más
diarrea. Y saber cuáles son podría servir para diseñar un tratamiento
probiótico paralelo para evitar ese efecto secundario. Es un uso de los
probióticos que merece la pena; considerando que, en cualquier momento,
alrededor de ocho millones de estadounidenses toman antibióticos, es
probable que más de dos millones de ellos sufran diarrea, y casi un millón
podrían librarse de tal dolencia con solo disponer del adecuado probiótico
que la previniera.
Los probióticos también arriman el hombro en el caso de bebés de muy
poco peso. A veces, cuando el bebé nace demasiado pronto, sus intestinos
empiezan a morir. La administración de probióticos preventivos a estos bebés
prematuros reduce en un sesenta por ciento el riesgo de muerte. En los bebés
y niños con diarrea infecciosa, los probióticos —en especial una cepa
conocida como Lactobacillus rhamnosus GG— acorta la enfermedad.
Pero ¿qué ocurre con enfermedades más complejas, con condiciones que
ya han arraigado? Para dolencias mentales y autoinmunes ya plenamente en
curso, como la diabetes tipo 1, la esclerosis múltiple y el autismo, el
problema de los probióticos seguramente es que son demasiado pequeños y
llegan demasiado tarde. Las células del páncreas que liberan insulina ya han
dejado su actividad, las células nerviosas ya han sido desprovistas de sus
vainas, y a las células del cerebro en desarrollo se les ha interrumpido el
crecimiento. En el caso de las alergias, aunque no se destruye ninguna célula,
el sistema inmunitario ya está fuera de control. Devolverlo a su correcto
funcionamiento puede ser tan difícil como despertar las células del páncreas o
revestir los nervios.
En estudios reales, bien diseñados y revisados por expertos, se ha
observado que probióticos de diversas marcas, especies y cepas,
efectivamente, pueden hacer que la persona se sienta mejor y más contenta,
mejorarle el ánimo, aliviarle la dermatitis atópica y la alergia al polen,
reducirle los síntomas del síndrome de intestino irritable, evitar la diabetes en
el embarazo, curar alergias y hasta favorecer la pérdida de peso. Muchas de
estas dolencias no tienen cura, al menos no con solo unas semanas o meses de
tratamiento con probióticos; no obstante, reportan algunos beneficios. Pero
para ver algún efecto real de los probióticos, prevenir es ciertamente mejor
que curar.
Consideremos, por ejemplo, este experimento con ratones. Hay una raza
que al llegar a la madurez, y debido a una rareza genética, va a desarrollar el
equivalente en ratón a la diabetes tipo 1. Pero si, todos los días a partir de los
cuatro meses, a estos ratones se les da VSL#3 (un probiótico compuesto de
cuatrocientos cincuenta mil millones de bacterias de ocho cepas diferentes),
esa «fatalidad» genética desaparece. El ochenta y un por ciento de los ratones
a los que se administraba un placebo desarrollaban diabetes a las treinta y dos
semanas de edad; en cambio, de los tratados con VSL#3 solo la desarrollaba
el veintiún por ciento. Una sola dosis diaria de bacterias vivas protegía a tres
cuartas partes de ellos contra una autoinmunidad casi inevitable.
Si el tratamiento con VSL#3 empezaba un poco más tarde, a las diez
semanas de vida, se veía claramente que es mejor tarde que nunca. A las
treinta y dos semanas, alrededor de tres de cada cuatro los ratones tratados
con placebo eran diabéticos, pero solo el cincuenta y cinco por ciento de los
tratados con probióticos había desarrollado el trastorno. Los resultados no son
tan impresionantes como los del tratamiento a las cuatro semanas de vida,
pero la reducción de casos de diabetes sigue siendo importante.
Los cientos de miles de millones de bacterias que contiene el VSL#3, que
alega que tiene más individuos y especies que cualquier otro producto
probiótico del mercado, de algún modo alteran el proceso de la diabetes en
estos ratones genéticamente susceptibles. Normalmente, el sistema
inmunitario sentiría antipatía por las células del páncreas productoras de
insulina; sin embargo, parece que esas bacterias hacen que no ocurra así. Por
lo que se ve, el sistema inmunitario de los ratones tratados con VSL#3 reúne
un equipo de glóbulos blancos de la sangre para que se dirijan al páncreas,
del que bombean un mensajero antiinflamatorio químico que impide la
destrucción de las células pancreáticas. Es algo que da que pensar: ¿es
posible que un tratamiento bien pautado con probióticos detuviera también
estas enfermedades antes de que empezaran a cursar en los humanos? Hay en
marcha un ensayo clínico para verificar exactamente esta idea, pero falta aún
cierto tiempo para conocer los resultados.
De todo lo visto, se deduce que los probióticos han de producir en el
funcionamiento del sistema inmunitario algún tipo de efecto beneficioso para
la salud. Volviendo al origen subyacente de las enfermedades del siglo XXI,
los probióticos, para que se les pueda reconocer algún valor, han de propiciar
la eliminación de la plaga de inflamación que sufren nuestros cuerpos.
¿Recuerdas las células T reguladoras (Treg) del capítulo 4? Eran las generales
de brigada del sistema inmunitario, que tranquilizaban a las células soldado
ávidas de sangre cuando no había nada que atacar. En última instancia, estas
generales están controladas por la microbiota, que recluta más, y mejores,
Treg para impedir que el sistema inmunitario lance un ataque contra ellas. Los
probióticos imitan este efecto, estimulando las Treg para que eliminen a los
miembros rebeldes de las filas del sistema inmunitario. Una vez más, VSL#3
produce un efecto beneficioso en los ratones y reduce la permeabilidad
intestinal que parece ser a la vez la causa y el efecto de la inflamación.
Al hablar de probióticos, hay que considerar tres cosas importantes.
Primera, qué especies y qué cepas contiene un determinado producto. En
muchos casos, no se detallan, o, si se cultivan y secuencian, no coinciden con
el verdadero contenido. Probablemente, cuantas más especies contengan,
mejor, aunque sabemos muy poco sobre el impacto de las diferentes cepas en
el cuerpo. Segundo, cuántas bacterias individuales, o «unidades formadoras
de colonias» (UFC), contiene el producto. Este punto nos devuelve a la
competencia a la que se enfrentan estos turistas a su paso por el intestino.
Tercera, cómo están empaquetadas las bacterias; los probióticos se fabrican
en todos los formatos: polvos, pastillas, barras, yogures, bebidas y hasta
cremas para la piel y jabones. Algunos están mezclados con otros
suplementos (por ejemplo, alguna multivitamina). Se desconoce por
completo qué hacen con las bacterias estos preparados. Muchos probióticos
en forma de yogur van acompañados de una generosa dosis de azúcar, que
puede incluso desequilibrar la balanza en favor de efectos negativos para la
salud, y no de los positivos.
Probablemente, el primero de estos puntos (las especies y las cepas) es el
más polémico. Muchas de las cepas que suelen comercializarse como
probióticos llevan el legado de Metchnikoff. Las del género Lactobacillus,
con todo el valor que tienen para la elaboración del yogur, no son tan
numerosas en la microbiota intestinal de la persona adulta. Es verdad que
prosperan en los intestinos de los bebés nacidos por parto vaginal y
alimentados con la leche materna, pero, una vez que cumplen su cometido, su
abundancia colectiva cae hasta menos del uno por ciento del total de la
comunidad bacteriana intestinal. La razón principal de que los lactobacilos
fueran los primeros protagonistas de la industria de los probióticos es que se
pueden cultivar. A diferencia de la mayoría de los componentes de la
microbiota intestinal, los lactobacilos son capaces de sobrevivir en el
oxígeno, por lo que es relativamente fácil cultivarlos en la placa de Petri o,
desde luego, en un tanque de leche caliente. Esto significa que su
representación en los primeros estudios de la flora humana era exagerada. Si
los probióticos hubieran despegado en el mundo feliz de la secuenciación del
ADN y el cultivo anaerobio (sin oxígeno), es muy improbable que
hubiésemos seleccionado a los lactobacilos como el grupo más adecuado para
fortificar nuestras diversas colonias.
Los probióticos tienen su sitio, pero ¿qué ocurre en una situación como la
de Peggy Kan Hai? Con una pérdida de peso imparable y sin más opciones
antibióticas, Peggy estaba desesperada. No podía evitar pensar en el peligro
del «megacolon tóxico»: era posible, efectivamente, que le estallara el colon,
liberando su contenido por todo el torso. Si ocurría esto, la probabilidad de
que muriera era aterradoramente alta. En el último año, en Estados Unidos,
unas treinta mil personas habían muerto por infección de la C. diff. (muchas
más, por ejemplo, que las fallecidas por sida), y Peggy no quería ser una más
de ellas.
Existía un tratamiento posible. Peggy había oído decir a una amiga, cuya
hermana trabajaba de enfermera en un hospital, que a algunos pacientes de
diarrea intratable se les administraba una terapia nueva, solo disponible en un
puñado de hospitales de todo el mundo. Al parecer, mejoraban. Y ella estaba
dispuesta a probar cualquier cosa. Después de unas cuantas llamadas
telefónicas a uno de esos hospitales, Peggy estaba reservando vuelos entre
Hawái y California para someterse al tratamiento. La acompañó su marido,
pero no solo para darle apoyo moral. Él fue quien donó a Peggy lo que con
tanta urgencia necesitaba: un conjunto nuevo de microbios intestinales. El
hecho de que hubiera que buscarlos en las heces no detuvo a ninguno de los
dos; sencillamente, no había más remedio.
Conocida como «trasplante de microbiota intestinal», la bacterioterapia (o,
como a mí me gusta llamarla, la transpoosion)* es exactamente lo que
significa: se toman heces de una persona y se colocan en el intestino de otra.
Parece una asquerosidad, pero no somos la primera especie a la que se le ha
ocurrido. Otros animales, desde los lagartos a los elefantes, se permiten la
coprofagia de vez en cuando. Para algunos, como los conejos y los roedores,
comer sus propias heces es una parte esencial de la dieta, porque les permite
dar una segunda pasada a los nutrientes encerrados en el interior de las
células vegetales una vez que los microbios intestinales las han abierto.
Tampoco es una aportación trivial a la ingesta calórica. Si a las ratas se les
impide que coman sus propias heces, solo crecen hasta tres cuartas partes de
su tamaño normal.
Sin embargo, en otras especies, la coprofagia es relativamente inusual. Los
zoólogos la suelen calificar de «comportamiento anormal». Se ha observado,
por ejemplo, que la matriarca de la manada de elefantes produce unos
excrementos líquidos, destinados, al parecer, a que los miembros más jóvenes
de la manada se los puedan servir con la trompa. También los chimpancés
reparten sus heces para comérselas. Según la eminente zoóloga británica Jane
Goodall (cuyos minuciosos estudios sobre los chimpancés del Parque
Nacional de Gombe Stream de Tanzania revolucionaron los conocimientos
sobre la conducta del chimpancé), algunos chimpancés salvajes se hacen
coprófagos cuando tienen diarrea. El exceso de frutos nuevos en la selva
puede provocar un brote de diarrea cuando la microbiota del chimpancé
intenta adaptarse a la nueva fuente de alimentación. Uno de los individuos
estudiados por Goodall, una hembra llamada Pallas, llevaba diez años con
una diarrea crónica, con continuos brotes que aparecían y remitían. Siempre
que aparecían, Pallas se hacía coprófaga. Desde nuestra perspectiva recién
descubierta, tienta especular sobre la posibilidad de que Pallas utilizara heces
de chimpancés sanos para restaurar su propio equilibrio microbiano. Es
posible que los chimpancés que se permiten el capricho de algún fruto nuevo
sean coprófagos porque de este modo pueden adquirir microbios de otros
miembros del grupo que hubieran superado unos pocos ciclos más de frutos
que ellos, y tuvieran los debidos bichos que lo corroboraran.
Es un comportamiento raro en animales salvajes, pero los de los
zoológicos son particularmente aficionados a la coprofagia, para gran disfrute
de los niños, y desespero de los guardas del zoo. Es una costumbre que se
suele relacionar con el aburrimiento, al igual que otras típicas de los animales
en cautividad, como mecerse, caminar de un lado a otro y el acicalamiento
obsesivo. El psiquiatra habituado a tratar a pacientes de autismo, síndrome de
Tourette y trastorno obsesivocompulsivo podría observar ciertas similitudes
conductuales entre sus pacientes y los animales cautivos. Una de ellas podría
ser la obsesión por las heces —tanto la de comérselas como la de
embadurnarse con ellas— que muestran los niños con autismo grave y
algunos pacientes esquizofrénicos y con TOC. La interpretación freudiana de
la conducta coprófaga repetitiva tanto de los animales como de los pacientes
podría ser el extrañamiento parental o la frustración psicosexual. Pero la
explicación fisiológica da un poco más de protagonismo a los microbios:
¿qué mejor forma de corregir una microbiota aberrante y causante de una
conducta repetitiva que consumir las heces de otro individuo que goce de
mejor salud? Así pues, la coprofagia no sería una conducta anormal, sino
adaptativa: la del animal enfermo que intenta corregir su disbiosis.
En los experimentos, el consumo de hojas fibrosas por parte de los
chimpancés reduce, efectivamente, su conducta coprófaga. En realidad, no se
comen las hojas, sino que las aplastan con la lengua y las chupan. Es una
suposición, pero ¿podría ser que succionen de ellas la capa bacteriana que se
alimenta de la digestión de estas hojas? De esta forma, pueden sembrar su
propia microbiota de bacterias, o de genes bacterianos, que los ayuden a
digerir la comida. Sería algo muy parecido a lo que hacen los japoneses de
los que hablaba en el capítulo 6, cuya microbiota contiene genes de bacterias
que viven de las algas que se utilizan en el sushi. Con los microbios
beneficiosos de las hojas a cuestas, tal vez la coprofagia es menos importante
para los chimpancés cautivos: les basta con tomar la comida que les sirven.
Dar una microbiota nueva a ratones de laboratorio libres de gérmenes es
fácil: basta con ponerlos junto con ratones que ya la tengan. Pocos días de
coprofagia después, todos los ratones tienen microbios similares. Tanto es así
que poner a convivir incluso a dos grupos de ratones que posean toda una
serie de microbios puede provocar cambios en las especies microbianas que
albergan. En otro inteligente experimento dirigido en 2013 por Jeffrey
Gordon, de la Universidad de Washington en San Luis, los investigadores
tomaron dos grupos de ratones libres de gérmenes. A uno de ellos les
inocularon microbiotas intestinales de personas obesas. La peculiaridad del
experimento era que todas esas personas obesas tenían un hermano gemelo, y
todos los gemelos estaban delgados. Los ratones del segundo grupo
recibieron microbiotas intestinales de estos gemelos delgados. Como era de
esperar, los ratones con microbiotas obesas acumulaban más grasa corporal
que los de microbiotas delgadas. Cinco días después de las inoculaciones, se
juntaron los dos grupos de ratones: se colocó un ratón con la microbiota de
un gemelo obeso con otro con la microbiota del correspondiente gemelo
delgado. Los ratones obesos ganaban bastante menos peso si convivían con
sus «gemelos» que si no estaban expuestos a esos microbios «delgados». El
análisis de las microbiotas de los dos ratones reveló que la microbiota del
ratón obeso había cambiado hacia la del ratón delgado, mientras que la del
ratón delgado había permanecido estable.
Si fuéramos chimpancés, nos podríamos permitir el capricho de un poco de
heces para conservar la línea y tener buena salud. Pero, por suerte, para
beneficiarnos de la sana microbiota de otro ser humano, la coprofagia es
completamente innecesaria. Pero esto no quiere decir que nuestra alternativa
más clínica —el trasplante fecal— sea muy apetitosa. En su forma más tosca,
consiste en mezclar excrementos de un donante sano con una solución salina,
meterlo todo en la licuadora de la cocina, e introducirlo de abajo arriba, por
decirlo de algún modo, en el intestino grueso del paciente a través de un tubo
largo de plástico con una cámara en el extremo (un colonoscopio). En
algunos casos, el trasplante se hace de arriba abajo con una sonda
nasogástrica que entra por la nariz, pasa por la garganta y llega al estómago.
Uno de los pioneros del uso moderno de los trasplantes fecales, el doctor
Alexander Khoruts, recuerda sus primeras experiencias en preparar
suspensiones fecales: «Hice los diez primeros trasplantes a la vieja usanza,
con una licuadora, en el Departamento de Endoscopia. Durante esa
experiencia, me percaté enseguida de las dificultades prácticas de realizar
trasplantes fecales en el ajetreado enclave de un hospital. El poder del fuerte
olor del material fecal humano que se desprende al pulsar el botón de la
licuadora es asombroso: puede dejar vacías las salas de espera». Y no solo
eso: lo más probable es que fabricar un aerosol con heces humanas, por muy
libres de patógenos que estén, no sea particularmente seguro para el médico
que prepare la suspensión. Hasta el más bienintencionado de los bichos puede
ser dañino si llega a donde no debe; lo que es sano en el intestino puede no
serlo en los pulmones.
Imaginar todo esto es muy asqueroso, ¿no? Si aún sigues leyendo, déjame
que intente paliarlo. Tengo dos formas posibles de hablar del factor asco de
los trasplantes fecales. Una es tratarlo muy por encima, con eufemismos,
confiando en que no le prestes mucha atención. La otra es afrontar la propia
repugnancia. Efectivamente, parece asqueroso. Pero no son más que
microbios, vegetales muertos y agua. La mayor parte son bacterias: en torno
al setenta por ciento o más. El color marrón se debe al pigmento de los
glóbulos rojos rotos. Y, sí, huele muy mal. Pero esos olores solo son gases,
principalmente sulfuro de hidrógeno y otros que contienen sulfuro, que tus
microbios intestinales fabrican al descomponer los restos de lo que comes.
El asco es un sentimiento protector. Se ha desarrollado porque nos
mantiene alejados de cosas que nos hacen daño. El vómito, la materia
putrefacta, los enjambres de insectos, el cuerpo de personas que no
conocemos ni queremos, todo lo baboso, pegajoso o que se atasca en los
desagües. Y las heces. Nos repugnan especialmente las de los carnívoros —
¿qué te daría más asco, tocar la caca de un perro o la de una vaca?— y las de
nuestros iguales humanos. En todo el mundo, todos reaccionamos igual ante
algo que nos asquea: echamos la cabeza hacia atrás, se nos aplanan las aletas
de la nariz y fruncimos el entrecejo. Nos llevamos las manos al pecho y nos
damos la vuelta. Si es algo realmente repugnante, enseguida vomitamos. Esta
reacción de asco codificada evolutivamente nos ayuda a no entrar en contacto
con patógenos que nos pudieran enfermar. Podrían estar en el vómito, en la
materia en descomposición, en los objetos babosos o en los pegajosos.
Podrían estar en las heces.
De modo que es perfectamente natural no querer pensar en la caca, y
mucho menos en que nos introduzcan en el cuerpo la de otra persona. En su
lugar, piensa un momento en que te hacen una trasfusión de sangre. Es muy
probable que esta idea no te repugne tanto. Bolsas de sangre, recogida
cuidadosamente de donantes sanos y a los que se han practicado análisis para
descartar que padezcan alguna enfermedad que pudiera anidar en las células o
en el plasma. Etiquetadas con el grupo sanguíneo y la fecha de recogida,
colgando y salvando vidas. Es una imagen clínica, estéril y casi futurista.
Sin embargo, la sangre, como las heces, puede llevar patógenos, como el
VIH y la hepatitis. La sangre, como las heces, se pudre si se deja expuesta a
las bacterias del aire. Y las heces, como la sangre, pueden salvar vidas.
Imagínate una suspensión de microbiota fecal tal como realmente es: un
líquido con propiedades beneficiosas para la salud. El doctor Alexander
Khoruts cuenta la historia de una estudiante de Medicina que fue a donar
heces para utilizarlas en pacientes de C. diff. Cuando se lo contó a sus
amigos, muchos de ellos también estudiantes de Medicina, en lugar de
elogiarla por su altruismo y desinterés, y tal vez unirse a su iniciativa, como
hubieran hecho si su amiga hubiera donado sangre, se rieron de ella y se
burlaron de sus esfuerzos.
Los médicos del siglo XXI, conscientes de la ciencia emergente de la
microbiota, no fueron los primeros en descubrir las propiedades que las heces
tienen para salvar vidas. Un médico chino tradicional del siglo IV, conocido
por el nombre de Ge Hong, escribió en su Handbook of Emergency Medicine
que, en los casos de intoxicación por alimentos en mal estado o de diarrea
grave, una cura milagrosa era beber un preparado a base de heces de una
persona sana. Del mismo tratamiento se habla mil doscientos años después,
en un manual médico chino, esta vez denominado «sopa amarilla». Es
evidente que, metafóricamente hablando, hacer que el trasplante fecal sea
apetitoso para el paciente era tan difícil entonces como lo es hoy.
Pero, claro, no es tan difícil convencer de probar con un trasplante de heces
a alguien que se ha pasado los tres últimos meses en el cuarto de baño y ha
perdido una quinta parte de lo que pesaba. En el caso de Peggy Kan Hai,
había desaparecido cualquier factor asco que pudiera tener respecto al
trasplante de heces antes de caer enferma. En la clínica de California, donde
se recuperaba unas horas después de habérsele realizado la colonoscopia y la
administración de la suspensión de microbios fecales filtrados de su marido,
Peggy ya se encontraba mejor. Por primera vez desde hacía varios meses, no
sentía necesidad de ir al cuarto de baño. Pocos días después, la diarrea había
desaparecido. Al cabo de dos semanas, le empezó a crecer de nuevo el pelo,
comenzó a remitir el acné de su cara de cuarenta años y el peso se normalizó.
El tratamiento de las infecciones por C. diff. recurrentes con antibióticos
tiene un índice de curación del treinta por ciento. Todos los años se infectan
más de un millón de personas, y cientos de miles mueren. En cambio, el
tratamiento de la C. diff. con un único trasplante fecal tiene un índice de
curación de más del ochenta por ciento. Para quienes recaen después del
primer trasplante, como le ocurrió a Peggy, el índice de curación es del
noventa y cinco por ciento con un segundo trasplante. Cuesta pensar en
cualquier otra enfermedad potencialmente mortal que se pueda tratar con un
solo procedimiento no quirúrgico, sin necesidad de fármacos, por solo unos
cientos de dólares y que tenga tan elevado índice de éxito.
Para el gastroenterólogo y profesor Tom Borody, los trasplantes fecales se
han convertido en la base de los tratamientos que ofrece en el Centro para
Enfermedades Digestivas de Sídney, Australia. En 1988, Borody tuvo una
paciente, Josie, que había contraído un bicho estando de vacaciones en las
islas Fiyi. Desde entonces padecía diarrea, calambres, estreñimiento e
hinchazón. Lo que debiera haber sido un tratamiento rutinario con
antibióticos se fue agravando hasta el punto de que Josie tenía ideas suicidas.
A Borody le preocupaban los problemas de su paciente, y se le iban acabando
las opciones de devolverla a su estado de salud previo a las vacaciones en las
Fiyi. Después de buscar y rebuscar en la literatura médica, se encontró con
los casos de tres hombres y una mujer que, en 1958, habían desarrollado
diarrea grave y dolor abdominal después de ser tratados con antibióticos, un
cuadro parecido al de Josie. Tres de ellos estuvieron en cuidados intensivos,
al borde de la muerte, y las estadísticas no auguraban nada bueno: en aquella
época, la mortalidad en casos como esos era del setenta y cinco por ciento. El
médico, un tal Ben Eiseman, había empleado en esos enfermos un trasplante
fecal. Al cabo de unas horas o de pocos días de recibir el enema fecal, los
cuatro pudieron levantarse y salir del hospital, libres por completo de la
diarrea que llevaba meses atormentándolos.
Borody, entusiasmado ante la posibilidad de curar a su paciente, le habló
de la idea. Peggy Kan Hai estaba dispuesta a probar cualquier cosa. Borody le
administró el tratamiento en dos días. Pocos días después, Josie había
mejorado de forma espectacular, tanto que ya pudo volver al trabajo. Entre
tanto, Borody no osaba contar a nadie lo que había hecho para ayudar a su
paciente, tal era la oposición de la época a aquella idea. Sin embargo, a partir
de entonces, él y su equipo empezaron a utilizar los trasplantes fecales para
tratar cualquier estado que en su opinión se pudiera beneficiar de una
restauración microbiana. Durante el año siguiente, realizaron cincuenta y
cinco trasplantes fecales para tratar diversas dolencias, desde la diarrea y el
estreñimiento a la enfermedad inflamatoria intestinal. En veintiséis pacientes
no se observó ninguna mejoría, pero a nueve se les aliviaron los síntomas, y
veinte se recuperaron por completo.
En los años siguientes, Borody y su equipo averiguaron qué estados
respondían al trasplante fecal y cuáles no. Han realizado más de cinco mil
trasplantes, en la mayoría de los casos por síndrome de intestino irritable con
mucha diarrea e infecciones por C. diff. Con un porcentaje de curaciones de
alrededor del ochenta por ciento en la clínica de Borody, el trasplante fecal
es, con mucha diferencia, la terapia más efectiva para este tipo de SII. El
estreñimiento es difícil de tratar, con un índice de curación de más o menos el
treinta por ciento. Y puede requerir bastantes días de repetidos trasplantes.
Pese a los éxitos y a las solicitudes de los pacientes, Borody y otros médicos
que practican trasplantes fecales son acusados de ser unos charlatanes,
incluso por otros médicos de prestigio. Las heces no son un fármaco que se
pueda fabricar para su venta, de ahí que los trasplantes no estén sometidos a
las leyes y las normas que rigen para otros medicamentos. Los ensayos
clínicos no son estrictamente necesarios, razón por la cual muchos médicos
dudan de que los trasplantes fecales sean realmente eficaces.
Pero Peggy Kan Hai y otros pacientes con problemas similares han
mostrado su plena aceptación de la idea. Como dice Peter Whorwell, profesor
de medicina y gastroenterología de la Universidad de Mánchester: «Mis
pacientes de SII se ríen del asco». En la práctica, los reticentes suelen ser los
médicos, quizás por el inherente factor asco o por que consideran que el
trasplante fecal es una falsa terapia. En Estados Unidos, los responsables de
la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) han intentado
incluso detener el uso de los trasplantes fecales en los centros clínicos.
Durante dos meses de la primavera de 2013, la FDA prohibió el tratamiento,
salvo a un puñado de facultativos. De repente, los médicos que habían tratado
con éxito a pacientes de C. diff. y otras dolencias del aparato digestivo se
vieron en la necesidad de tener que pedir una nueva licencia. Los
responsables de la FDA estaban preocupados por la seguridad del
procedimiento, porque nunca se han hecho ensayos clínicos de él. Sin
embargo, la protesta de los gastroenterólogos hizo que la prohibición se
levantara con la misma rapidez con que se había impuesto. Hoy en día, los
trasplantes fecales cuentan con una autorización provisional, pero solo para
tratar la C. diff.
Imagina que te encuentras en la situación de necesitar un trasplante, o que
realmente lo quieres, para mejorar tu salud. Necesitas un donante y,
evidentemente, deseas las mejores heces posibles. Quizá no quieras las de tu
pareja, por la relación que pueda tener con el inodoro. Tal vez tus parientes
más cercanos padecen alguna enfermedad del siglo XXI, que los excluye
como donantes. Además de enviar un correo colectivo a tus amigos para
preguntarles sobre su estado de salud, o pedir en Facebook que si alguien
considera que el comportamiento de sus intestinos está por encima de la
media se ponga en contacto contigo, ¿qué puedes hacer para conseguir la
caca?
Esta es la situación en la que se encontraba un amigo de Mark Smith,
alumno de doctorado del MIT, en 2011. Después de dieciocho meses de una
infección recurrente por C. diff., se encontraba muy mal. Como estudiante a
punto de ejercer ya la medicina, sabía desde el principio que el trasplante
fecal era una posibilidad si la infección no remitía con los antibióticos. Y,
después de que fracasaran tres tandas sucesivas, estaba decidido a dar el
siguiente paso. El problema era que no encontraba a ningún médico dispuesto
a realizarle el trasplante. No era el propio procedimiento lo que los detenía,
sino lo difícil y caro que era encontrar un donante adecuado y preparar la
disolución fecal. A Mark Smith, cuya tesis doctoral versaba sobre los
microbios presentes en el agua y en el cuerpo humano, ese retraso le parecía
inaceptable.
Smith pensaba que el médico de urgencias cuyo paciente necesitaba una
trasfusión de sangre no tenía que apresurarse a buscar donantes dispuestos,
recogerles la sangre, analizar su compatibilidad y la posible existencia de
patógenos, y envasarla de forma que se pudiera pasar al cliente. Todo lo que
tenía que hacer era llamar enseguida por teléfono al banco de sangre, hacer el
pedido y seguir atendiendo al paciente. ¿Por qué tenía que ser diferente para
los médicos cuyos pacientes necesitaban una trasfusión fecal?
Mientras el amigo de Smith terminaba la séptima e infructífera tanda de
antibióticos, y acababa por hacerse su propio trasplante fecal en casa
utilizando las heces sin seleccionar de su compañero de habitación, Smith se
asociaba con un estudiante de máster de administración de empresas del MIT,
James Burgess. Juntos, y con el apoyo del director de tesis de Smith, el
profesor Eric Alm, fundaron OpenBiome, un banco de heces sin ánimo de
lucro. OpenBiome busca donantes, los criba, prepara infusiones fecales y
envía las muestras, de modo que el paciente solo ha de buscar un médico con
colonoscopio dispuesto a realizar el trasplante, y doscientos cincuenta dólares
para cubrir los gastos de la propia muestra de heces. Actualmente, ciento
ochenta hospitales de treinta y tres estados utilizan los servicios de
OpenBiome, lo cual significa que el ochenta por ciento de los
estadounidenses están a cuatro horas de coche de unas heces congeladas y
seguras, en caso de que las necesiten. Gracias al trabajo de OpenBiome, unas
dos mil personas con C. diff. ya han recibido el correspondiente tratamiento.
El proceso de criba al que se han de someter los voluntarios que quieran
donar heces a OpenBiome (por cuarenta dólares la muestra y la agradable
sensación de poder salvar dos o tres vidas con cada donación) no tiene nada
de particular: no haber tomado antibióticos ni haber viajado al extranjero
recientemente, no tener ningún problema de salud relacionado con la
microbiota, no padecer ningún síndrome metabólico ni trastorno depresivo
importante, y no tener microbios como el VIH o el E. coli 0157. Sin
embargo, no es fácil encontrar a alguien con todas estas características. En
OpenBiome, para encontrar un solo donante idóneo, han de entrevistar y
analizar nada menos que a cincuenta candidatos. En comparación, más del
noventa por ciento de quienes se prestan a donar sangre son aceptados.
Aunque el Centro para Enfermedades Digestivas es una clínica de
gastroenterología, Borody ha sido testigo de varias notables recuperaciones
de enfermedades ajenas al aparato digestivo. No es extraño que algunos de
sus pacientes con estreñimiento y diarrea padezcan también enfermedades del
siglo XXI. Uno de ellos, Bill, que llevaba muchos años enfermo de esclerosis
múltiple (EM), no podía andar. Fue a la clínica de Borody a que le realizaran
un trasplante fecal con el único objetivo de que le aliviara el estreñimiento
crónico. Sin embargo, al cabo de varios días de disoluciones fecales, Bill
empezó a notar cambios. Con el paso del tiempo, recuperó la salud y pudo
andar de nuevo. Hoy, se diría que nunca tuvo EM.
Bill no fue el único paciente autoinmune de Borody en recuperar la salud
después de recibir un trasplante fecal. Otros dos pacientes de esclerosis
múltiple, una mujer joven en las primeras fases de artritis reumatoide, un
enfermo de párkinson y uno de púrpura trombocitopénica idiopática (una
enfermedad en la que el sistema inmunitario destruye las plaquetas de la
sangre) se recuperaron después de recibir un trasplante fecal. Queda por ver
si estas recuperaciones aparentemente milagrosas se deben a los propios
trasplantes… o si son remisiones espontáneas.
Las heces no son medicamentos. Todo lo que requieren es una licuadora de
cocina, una solución salina y un tamiz, de modo que, con un poco de ayuda
de YouTube, cualquiera se puede realizar su propio trasplante. Son muchos
miles los que lo hacen. No es de extrañar que entre quienes lo prueban estén
los padres de niños autistas. El propio doctor Borody ha visto mejorar a niños
autistas después de administrarles trasplantes fecales y microbios fecales
mediante una bebida debidamente aromatizada. La intención de Borody era
aliviar los síntomas gastrointestinales, no los psiquiátricos. No obstante, dice
que varios de los niños mejoraron después de seguir el tratamiento. El caso
más gratificante fue el de un niño de pocos años con un vocabulario de poco
más de veinte palabras, que pasaron a unas ochocientas a las pocas semanas
de concluir la terapia microbiana. De momento, todo esto es anecdótico.
Hasta hoy, no se ha realizado un solo ensayo clínico para comprobar los
efectos del trasplante fecal en pacientes autistas, aunque hay algunos
programados. Pero la falta de pruebas no va a frenar a los padres: para
muchos de ellos, merece la pena probarlo todo.
Para estados como el autismo y la diabetes tipo 1, los trasplantes fecales,
como los probióticos, pueden ser demasiado poco y llegar demasiado tarde.
Si el daño ya está hecho y ya se han cerrado las ventanas evolutivas, todo lo
que puede hacer la recuperación de una microbiota sana es impedir que el
mal avance. En otras situaciones, con síntomas que empeoren
progresivamente, es posible que se pueda retrasar el reloj.
¿Recuerdas el experimento del capítulo 2, en el que se trasplantaba la
microbiota intestinal de una persona obesa a un ratón libre de gérmenes? Dos
semanas después, y sin comer más de lo habitual, el ratón había engordado.
Pues bien, ¿qué ocurre si el experimento se realiza al revés? ¿Qué pasa si se
coloca la microbiota intestinal de una persona delgada a una persona obesa?
Por una vez, no te voy a decir qué les pasa a los ratones. Pero te puedo decir
lo que ocurre si pones estos microbios «delgados» en humanos obesos,
porque esto es exactamente lo que hizo un equipo en el que participaban los
científicos holandeses Anne Vrieze y Max Nieuwdorp, del Centro Médico
Académico de Ámsterdam.
El objetivo no era ver si las personas obesas perdían peso: lo que los
investigadores querían averiguar era el efecto inmediato de las microbiotas
delgadas. ¿El hecho de recibir la colonia microbiana de una persona delgada
mejoraría el metabolismo de la persona obesa? En el capítulo 2 hablaba de la
existencia de dos grupos distintos de personas obesas: las que gozan de buena
salud y las que no. Las segundas (que, con mucha diferencia, son la mayoría)
no solo son obesas, sino que están enfermas. Tienen los síntomas del cuadro
clínico más importante desde el punto de vista económico de los que
probablemente hayas oído hablar: el síndrome metabólico. Es un síndrome
compuesto de toda una serie de condiciones peligrosas: no solo obesidad,
sino diabetes tipo 2, hipertensión y colesterol alto. El tratamiento de quienes
padecen el síndrome metabólico cuesta decenas de miles de millones de
dólares al año. Es una enfermedad que, en los países desarrollados, está
detrás de la mayoría de los fallecimientos. La cardiopatía, el cáncer
relacionado con la obesidad y el derrame cerebral encabezan la lista de causas
de las muertes relacionadas con el síndrome metabólico.
Un aspecto del síndrome metabólico —la diabetes tipo 2— es un
magnífico indicador de la salud de la persona. A diferencia del diabético de la
variante tipo 1, a quien la autoinmunidad le destruye las células productoras
de insulina, el diabético tipo 2 normalmente sigue produciendo insulina. El
problema es que sus células no responden a ella. La insulina es una hormona
que dice a las células del cuerpo que almacenen como grasa la glucosa (el
azúcar) de la sangre, cuando no se necesita como energía de forma inmediata.
La glucosa que entra con la comida va acompañada de una liberación de
insulina para evitar que los niveles de glucosa en sangre sean peligrosamente
elevados. Pero si el nivel de insulina en sangre siempre es alto, el cuerpo
empieza a ignorar la orden de almacenar la glucosa. Es la resistencia a la
insulina, y es peligroso. Entre el treinta y el cuarenta por ciento de las
personas con sobrepeso y obesas tiene diabetes tipo 2. El noventa por ciento
de ellas acaba por morir de alguna cardiopatía.
En las personas sanas, con sobrepeso o no, el nivel de azúcar alcanza su
máximo después de comer. Sube la concentración de glucosa en sangre, se
libera insulina, y la glucosa en sangre cae de nuevo. Esta rápida reacción
significa que las células son «sensibles» a la insulina: cumplen la orden de
almacenar la glucosa para su uso posterior. En las personas con resistencia a
la insulina, el nivel de azúcar no alcanza su máximo. El nivel aumenta, pero
baja muy despacio. Hallar la forma de invertir la resistencia a la insulina
podría evitar las muertes relacionadas con el síndrome metabólico.
La administración de microbios de personas obesas a ratones hacía que
estos aumentaran de peso, por lo que Vrieze y Nieuwdorp se preguntaron si
el trasplante fecal a personas obesas utilizando heces de personas delgadas
podría mejorar sus síntomas asociados a la obesidad. Iniciaron un ensayo
clínico al que llamaron FATLOSE, acrónimo inglés de Administración Fecal
para Perder la resistencia a la insulina. La pregunta concreta era si el
trasplante fecal de una microbiota «delgada» podría hacer más sensibles a la
insulina a sus receptores, y con qué rapidez almacenarían la glucosa sus
células. Trataron a nueve varones obesos con una disolución compuesta de
heces de donantes delgados. A otros nueve varones los trataron con una
disolución de sus propias heces, como grupo de control. Seis semanas
después de los trasplantes fecales, quienes habían recibido las microbiotas
«delgadas» se habían hecho, efectivamente, más sensibles a la insulina. Sus
células almacenaban la glucosa a una velocidad casi dos veces superior a la
de antes, llegando casi a igualar la sensibilidad a la insulina de los donantes
delgados sanos. Los varones obesos a quienes se había trasplantado sus
propias heces almacenaban después la glucosa exactamente a la misma
velocidad que antes: su sensibilidad a la insulina seguía siendo tan débil
como siempre.
Es asombroso pensar que el simple hecho de tener una comunidad
diferente de microbios viviendo en nuestros intestinos pueda determinar la
diferencia entre gozar de buena salud o padecer alguna enfermedad que tiene
un ochenta por ciento de probabilidades de provocar la muerte por
cardiopatía. La diversidad de las microbiotas de los varones con su recién
adquirida sensibilidad a la insulina aumentó de una media de ciento setenta y
ocho especies a una de doscientos treinta y cuatro. Entre estas especies de
más había grupos de bacterias que producen butirato, el ácido de cadena
corta. Se cree que el butirato interviene de forma importante en la prevención
de la obesidad. Las células del intestino grueso funcionan con butirato, con lo
que se evita que el intestino se permeabilice, tensando para ello las cadenas
que sujetan a las células, y revistiendo a estas con una capa más gruesa de
mucosidad.
Vrieze y Nieuwdorp, evidentemente, quieren saber si el trasplante fecal de
microbios delgados también puede provocar pérdida de peso en personas
obesas. No hay duda de que lo provoca en los ratones: la administración de
microbios delgados a un ratón obeso hace que se pierda un treinta por ciento
de la grasa corporal. Está en marcha un segundo ensayo —FATLOSE-2—
para ver si el procedimiento funciona también en las personas. Los resultados
podrían cambiar radicalmente el tratamiento de la obesidad y el síndrome
metabólico, con el consiguiente ahorro de dinero y con una mejora en la
calidad de vida.
Si la restauración de una microbiota intestinal sana puede revertir los
elementos del síndrome metabólico, incluida la diabetes tipo 2, ¿son
realmente necesarios los trasplantes fecales? ¿Tendrían los mismos efectos
los probióticos? Dos ensayos perfectamente diseñados de la especie
Lactobacillus han dado resultados esperanzadores, con una mejora tanto de la
sensibilidad a la insulina como del peso corporal. Pero, en última instancia,
cualquiera que sea la especie y cualesquiera que sean los resultados, los
probióticos son un bálsamo. Un alivio. Pasan por nosotros, pero no se quedan
mucho tiempo. Para obtener beneficios, no hay que dejar de tomarlos. Y
aunque se tomen a diario, limitarse a añadir probióticos es como enviar a la
guerra a un soldado sin estar debidamente pertrechado.
Para que el efecto sea duradero hay que propiciar un entorno en que los
microbios beneficiosos puedan prosperar, día tras día, sin necesidad de
ninguna intervención externa para completar su cantidad. Y con ello llegamos
a los prebióticos. Estos no son bacterias vivas, sino alimentos para las
bacterias, diseñados para mejorar poblaciones enteras de las cepas más sanas.
Con nombres como fructooligosacáridos, inulina y galactooligosacáridos,
suenan sospechosamente como los aditivos químicos que se relacionan en la
diminuta etiqueta de información nutricional de comidas preparadas que no
destacan precisamente por ser sanas. Pero, aunque son sustancias químicas,
como cualquier otro alimento —desde las zanahorias (β-caroteno, ácido
glutámico y hemicelulosa, por ejemplo) hasta la ternera (dimetilpirazina, 3-
didroxi-2butanone y muchos más)— no son de origen sintético. Se
encuentran en los alimentos vegetales (en la fibra no digerible que, de
cualquier modo, deberíamos comer). Pero, evidentemente, los prebióticos se
pueden encontrar como suplementos alimenticios (¿por qué comer vegetales
si puedes espolvorear la hamburguesa con un poco de prebiótico?).
Los beneficios de los prebióticos, sean aislados o en su delicioso embalaje
original (particularmente las cebollas, el ajo, los puerros, los espárragos y los
plátanos, por citar algunos), pueden ser de mucho mayor alcance que los de
los probióticos. Se ha observado que son eficaces para estimular la
recuperación de la intoxicación alimentaria, para el tratamiento de la
dermatitis atópica, y posiblemente para prevenir el cáncer de colon, pero los
estudios se encuentran aún en fase inicial. Lo apasionante es la posibilidad de
que los prebióticos sirvan también para tratar el síndrome metabólico. Como
decía en el capítulo 6, se sabe que estimulan las bifidobacterias y la
Akkermansia muciniphila, que ayuda a tensar el intestino permeable,
aumentar la sensibilidad a la insulina y estimular la pérdida de peso.

En última instancia, un trasplante fecal no se diferencia mucho de un


probiótico: en ambos casos, la idea es colocar microbios beneficiosos en el
intestino. Uno va por arriba y el otro por abajo; uno suele cultivarse en el
laboratorio; el otro, en el medio ideal del intestino de otra persona. La
convergencia de ambas ideas es solo cuestión de tiempo. Con una cápsula
bien diseñada que libere su contenido en el sitio exacto del intestino, la
misma comunidad de microbios fecales de que está compuesta la solución
utilizada en el trasplante fecal se puede meter en una cápsula que se trague
con un poco de agua. Su superioridad sobre un probiótico compuesto de
restos de la historia de la ciencia —los lactobacilos— sería inmensa, sin
ninguno de los inconvenientes, gastos ni vergüenza asociados al trasplante
fecal mediante un colonoscopio.
El profesor Borody, metido siempre en ideas revolucionarias y con un
toque de humor escatológico para levantar el ánimo, está trabajando en la
producción de esta cápsula en colaboración con Alexander Khoruts. Borody
la llama la Crapsule. En el entorno legal australiano (relativamente relajado),
pudo utilizar la Crapsule para curar por primera a un paciente australiano de
C. diff. Fue en diciembre de 2014. Estas píldoras contienen la misma solución
no adulterada que Borody utiliza en los trasplantes, pero se administran por
vía oral.
Sin embargo, la doctora Emma Allen-Vercoe, científica del microbioma,
en medio de la estricta legislación de Canadá, trabaja sobre unas heces
sintéticas específicamente calibradas. Con la misma tecnología que ella y su
equipo usan en sus estudios sobre el autismo (la cámara de cultivo sin
oxígeno a la que llaman Robogut), ella y la doctora Elaine Petrof, especialista
en enfermedades infecciosas, de la Universidad Queen’s de Kingston,
Ontario, han elaborado un cóctel de microbios conocidos, para utilizarlo en
lugar de heces puras en los trasplantes fecales. La receta de esa mezcla se ha
ido perfeccionando a lo largo de cuarenta y un años, en el intestino de una
mujer de excelente salud. Dar con alguien de tan robusta salud costó casi el
mismo tiempo.
Todos los años, Allen-Vercoe imparte un curso de introducción a la
microbiología a unos trescientos alumnos de grado en la Universidad de
Guelph. Y todos los años les hace la misma pregunta: ¿alguno de vosotros
nunca ha tomado antibióticos? Nadie levanta la mano. Al igual que Mark
Smith, el fundador de OpenBiome, Allen-Vercoe quería encontrar, entre una
población joven, sana y deportista de estudiantes universitarios, a alguien
cuyos microbios no hubieran estado sometidos al posible daño colateral de
algún antibiótico. Al final, dio con una mujer que se había criado en la India
rural, donde era mucho más difícil conseguir antibióticos. De niña, nunca los
tomó; de mayor, solo una vez recibió una única dosis, cuando le pusieron
unos puntos en la rodilla. Estaba sana y en buena forma, sin ninguna
dolencia, y tomaba una dieta orgánica y equilibrada. Allen-Vercoe por fin
había encontrado a la donante definitiva de heces.
Allen-Vercoe y Petrof utilizaron las heces de su superdonante para cultivar
una exclusiva combinación de microbios. Seleccionaron treinta y tres cepas
bacterianas de las que no se conocía ningún peligro, eran relativamente
fáciles de cultivar y, si era necesario, se podían eliminar con antibióticos.
Petrof tenía dos enfermas que llevaban varios meses con una infección
recurrente por C. diff. y habían seguido un tratamiento a base de antibióticos.
En vez de practicarles el tradicional trasplante fecal, el plan era sembrar
heces sintéticas en los intestinos de las pacientes, un proceso al que se llamó
«RePOOPulate».* Al cabo de unas horas de RePOOPulation, la diarrea había
cesado en ambas mujeres. Las dos pudieron regresar a casa. Con el temprano
éxito de su tratamiento, Allen-Vercoe y Petrof han dado el salto desde el
trasplante de microbiota fecal a algo muchísimo más moderno: la terapéutica
del ecosistema microbiano.
Mientras Allen-Vercoe, Petrof y Borody perfeccionan sus productos y
salvan los necesarios obstáculos legales, los trasplantes fecales tradicionales
seguirán siendo el patrón oro del tratamiento de las infecciones por C. diff.
Pero, evidentemente, el futuro del trasplante fecal está en la personalización.
Está muy bien utilizar heces de donantes cribados y analizados, pero ¿por qué
no dar un paso más? Piensa en el proceso de elegir a un donante de esperma.
La mujer puede ver vídeos en que a los posibles padres biológicos se les
pregunta por su vida y sus ideas. Puede leer el currículo de sus estudios y su
historia laboral. Dispone de datos sobre la altura, el peso y el historial médico
y la longevidad de sus antepasados (los posibles abuelos y bisabuelos).
Básicamente, al escoger a un donante de esperma, lo que la mujer analiza es
la procedencia de los diminutos lotes de genes. Elige estos genes para
juntarlos con los suyos (para complementarlos). Genes para la buena salud y
genes para la felicidad.
Lo mismo ocurre con el donante de heces. Es verdad que los genes te
llegan envueltos con papel microbiano, y no como un enjambre de células
humanas especializadas, pero, de todos modos, lo que recibes son genes.
Unos genes que inciden en la altura, el peso y hasta la longevidad. Genes que
se mezclan con los tuyos propios y que los complementan. Genes para la
buena salud y genes para la felicidad.
Es inevitable que, a medida que la práctica de los trasplantes fecales se
vaya haciendo más común, los consumidores exijamos más a los donantes. A
estos ya se les filtra para descartar enfermedades relacionadas con la
microbiota, incluidos algunos problemas de salud mental. Sin embargo, no se
eligen uno a uno ni el receptor puede escoger entre ellos. Aun sin llegar al
nivel de los genes, es fácil imaginar los beneficios de cierta preferencia. Por
ejemplo, ¿qué tal un donante vegetariano para un receptor también
vegetariano? Cabe suponer que una microbiota ajustada a la dieta del receptor
añadiría un elemento positivo al traspaso. Es posible que un donante más
delgado fuera un elemento extra para un receptor con sobrepeso que quiera
sentirse mejor. Y tal vez se podrían emparejar los rasgos de personalidad
(¿hay alguien con microbios extrovertidos?). Y hasta se podrían mejorar esos
rasgos: ¿qué tal el aspecto un tanto más inteligente y los mejores modales que
pueden transmitir los excrementos de una persona optimista? Incluso, tal vez,
todo aderezado con un toque de Toxoplasma.
De momento, todo son fantasías, pero recuerdan a los debates sobre el
«bebé de diseño» de los años noventa. Cuando hayamos aclarado el
intríngulis de los genes microbianos y cómo interactúan exactamente entre
ellos, es posible que los detalles sobre lo que administremos a los receptores
cobren mucha más importancia. De momento, estamos trabajando en la idea
de que si una comunidad microbiana intestinal es suficientemente buena para
una persona, lo es también para otra. No obstante, al ir escarbando en las
fuerzas que configuran cada una de nuestras particulares colonias (nuestra
genética, lo que comemos, nuestro pasado, las interacciones personales, los
viajes, etc.), no hay duda de que seremos más selectivos al escoger los
microbios.
Se ha de intentar restaurar una microbiota sana. Pero, claro, la pregunta
ineludible es: ¿qué es una microbiota sana? Como bien han visto Alexander
Khoruts, Emma Allen-Vercoe y Mark Smith y su equipo de OpenBiome,
cuesta mucho encontrar a un estadounidense que goce de suficiente buena
salud para considerarle un buen donante de heces. Más del noventa por ciento
de los bienintencionados voluntarios no cumplen los criterios de la criba. Si
tenemos en cuenta que estas personas son voluntarias porque piensan que
gozan de buena salud, el auténtico porcentaje de occidentales que tengan una
microbiota que merezca la pena trasplantar probablemente empieza por cero.
Así pues, ¿qué tienen que ver las microbiotas occidentales dañadas por
antibióticos, plagadas de grasa y azúcar y falta de fibra, con las microbiotas
no adulteradas de las personas con un estilo de vida preindustrial?
No cabe extrañarse de que sean bastante diferentes. Un equipo
internacional de investigadores dirigidos por el gran seductor del
microbioma, Jeffrey Gordon, de la Universidad de Washington en San Louis,
Misuri, recogió heces de más de doscientas personas procedentes de dos
culturas preindustriales, rurales y tradicionales. El primer grupo procedía de
pueblos amerindios del Amazonas de Venezuela, donde el maíz y la yuca
forman la base de una dieta alta en fibra y baja en grasa y proteínas. Los
componentes del segundo grupo, con una dieta similar basada sobre todo en
el maíz y las verduras, procedían de cuatro comunidades rurales de Malaui, el
país del sureste de África. El equipo de Gordon secuenció el ADN de cada
una de las personas y comparó los grupos microbianos encontrados con los
de más de trescientas personas residentes en Estados Unidos.
La comparación de las microbiotas de los tres grupos según el grado de
semejanza entre ellas establece una clara diferencia entre las muestras de
Estados Unidos y las de las poblaciones no estadounidenses. Pero las
microbiotas de los amerindios y los malauíes se solapaban, con escasas
diferencias (relativamente) entre sus respectivos microbios. Estos dos grupos
de personas viven a más de diez mil kilómetros el uno del otro; sin embargo,
sus microbiomas se parecen más entre sí de lo que cualquiera de las dos se
asemeja a la de los residentes en Estados Unidos. Las microbiotas de los
estadounidenses no solo se diferencian por su composición, sino que son
menos diversas. Los amerindios tenían una media de más de mil seiscientas
cepas distintas de microbios; los malauíes, hasta mil cuatrocientas. En
cambio, los estadounidenses tenían menos de mil doscientas.
En este sentido, es difícil no dar por sentado que lo anormal son las
microbiotas de los estadounidenses. Si se observan los grupos bacterianos
que difieren y el trabajo que realizan, se puede juzgar mejor si la microbiota
occidental está dañada o si simplemente es distinta. Los investigadores
descubrieron que los niveles de noventa y dos especies eran un indicio
especialmente claro de si la microbiota procedía de un intestino
estadounidenses o de uno no estadounidense. Treinta y tres de ellas
pertenecían a un solo género: Prevotella. Tal vez lo recuerdes: es el género
tan común en los intestinos de los niños de Burkina Faso de los que hablaba
en el capítulo 6. La razón de que los niños tuvieran ese grupo de bacterias era
su tipo de alimentación: las células vegetales fibrosas de los cereales, las
legumbres y las verduras que comían les convertían en miembros de la
Prevotella, la especie dominante de sus intestinos. Resultaba evidente que las
muestras que contenían estas veintitrés especies de Prevotella pertenecían a
microbiotas no estadounidenses.
Los investigadores también se fijaron en cuáles eran las enzimas que más
se distinguían entre las muestras estadounidenses y las no estadounidenses.
Las enzimas son las abejas obreras del mundo molecular: cada una realiza un
determinado trabajo; por ejemplo, romper las proteínas o sintetizar las
vitaminas. Efectivamente, cincuenta y dos de las enzimas producidas por los
microbios intestinales de las muestras estadounidenses y no estadounidenses
eran distintas en cada población. Un problema fácil: un grupo de estas
enzimas distintas era el que interviene en la síntesis de las vitaminas de una
dieta pobre en vitaminas: ¿cuál crees que era el que más tenía, el
estadounidenses o el no estadounidenses? Lo primero que pensé fue que la
muestra estadounidense necesitaría menos enzimas de estas, ya que en
Occidente se pueden obtener sin problemas alimentos repletos de vitaminas y
nutritivos. Pues bien, estaba completamente equivocada. Los microbiomas
estadounidenses contenían más genes que codifican las enzimas
sintetizadoras de vitaminas. También habían producido más enzimas para
descomponer los fármacos, el metal pesado mercurio y las sales biliares
producidas por el consumo de alimentos con mucha grasa.
Básicamente, las diferencias entre los microbiomas estadounidenses y no
estadounidenses reflejaban las que existen entre los mamíferos carnívoros y
los herbívoros. Los microbios intestinales estadounidenses eran especialistas
en descomponer las proteínas, los azúcares y sus sustitutos; en cambio, los
amerindios y malauíes eran los adecuados para romper los almidones de los
vegetales. Una realidad que tal vez dé que pensar a quienes consideren la
paleodieta.
La restauración microbiana es un campo nuevo e incierto de la medicina.
Cualquiera que sea el potencial de los probióticos, los prebióticos, los
trasplantes fecales y la terapéutica del ecosistema microbiano, el antiguo
proverbio sigue vigente: más vale prevenir que curar. Nuestra especie lleva
décadas de pérdida constante de la diversidad microbiana que nos hace
humanos. De no ser por las sociedades de diversas partes del mundo a las que
no han llegado la comida rápida ni los antibióticos, nunca habríamos sabido
cómo se «supone» que debe ser la microbiota intestinal humana. Hoy,
quienes ya reflejamos la pérdida de la biodiversidad del planeta Tierra somos
quienes hemos de enmendar el entuerto, para bien de nuestros hijos y
nuestros nietos.
CONCLUSIÓN

LA SALUD EN EL SIGLO XXI

En 1917, el rey Jorge V de Inglaterra envió telegramas a siete hombres y


diecisiete mujeres para felicitarles por su centenario. Inició así una tradición
que hoy, más con tarjetas de felicitación que con telegramas, sigue la bisnieta
del rey Jorge. Pero actualmente la Casa Real está muy ocupada, porque la
reina Isabel II ha de firmar todos los días más tarjetas de felicitación a
personas centenarias de las que su bisabuelo firmaba en un año. Estas
personas eran bebés cuando el rey Jorge mandó sus primeros mensajes de
congratulación, pero, durante la extensa vida de estos ancianos de hoy, la
cantidad de personas que en el Reino Unido cumplen su centésimo
aniversario todos los años ha pasado de cifras de dos dígitos a unas diez mil.
En el siglo XX, nuestra especie encontró los medios de controlar al
adversario más antiguo y temible. Con las vacunas, la práctica de la higiene
médica, el saneamiento del agua y los antibióticos, multiplicamos por dos
nuestra esperanza media de vida de treinta y un años, tan mísera. Donde más
generalizadas están estas cuatro innovaciones, en el mundo desarrollado,
nuestra esperanza de vida media está cerca de los ochenta años. Gran parte
del cambio que nos aseguró posponer hasta ese punto la muerte se concentró
en un periodo de unos cincuenta años, desde la última década de siglo XIX
hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
Hoy, en el siglo XXI, iniciamos un nuevo capítulo de la salud de nuestra
especie. Vivir muchos años, como tan habitual es entre quienes habitamos en
el mundo occidental, no es el único marcador de salud. Incluso quienes llegan
a los ochenta años o los superan lo hacen limitados a la calidad de vida que
su salud mental y física les permite. Para los niños atrapados en el tormento
del autismo; para los millones de niños que sufren dermatitis atópica, alergias
al polen o alimentarias y asma; para los adolescentes a quienes les comunican
que deberán inyectarse insulina toda la vida; para los adultos jóvenes que se
enfrentan a la ruina de su sistema nervioso; y para los muchos millones que
tienen sobrepeso, y para los que padecen depresión y ansiedad, su calidad de
vida es más pobre de lo que debería ser.
Por fortuna, quienes vivimos en el mundo desarrollado ya no tenemos que
preocuparnos por la viruela, la poliomielitis ni el sarampión. Un hecho que,
por sí mismo, significa una gran salto hacia delante. Pero las enfermedades
del siglo XXI que padecemos en su lugar no son una alternativa ineludible,
como implicaba la hipótesis original de la higiene. Nuestro objetivo de una
vida más larga ha pasado a ser el de una mejor calidad de vida para los años
que vivamos. La clase médica dirigente y el público en general debemos
apartar de la mente el dogma de la hipótesis de la higiene, y su principio
básico de que las infecciones nos protegen de las alergias y otros trastornos
inflamatorios. Lo que nos falta no son infecciones, sino los «viejos amigos».
Hoy sabemos que el apéndice, del que en su día se daba por supuesto que era
un vestigio inútil de nuestro pasado evolutivo, en realidad es un refugio
microbiano, que educa al sistema inmunitario del cuerpo. La apendicitis, lejos
de ser una circunstancia inevitable de la vida, al menos para algunos de
nosotros, es una consecuencia de la pérdida de una rica comunidad
microbiana: de los viejos amigos que nos deberían proteger de los patógenos
invasores. Reconsiderar estas antiguas amistades, las más antiguas que
conoce nuestro cuerpo, está a nuestro alcance.
En el capítulo 1, aplicaba el sistema del epidemiólogo para descifrar la
causa de las enfermedades del siglo XXI, y me preguntaba dónde se producen,
a quiénes afectan y por qué aparecen. Las respuestas reflejaban cambios en
nuestro modo de vida, fruto de la riqueza y de la ingenuidad del mundo
desarrollado, donde utilizamos los antibióticos como remedio para todo,
desde el más benigno de los resfriados hasta la peor de las infecciones
potencialmente mortales. Donde la industria ganadera recurre a esos mismos
fármacos para estimular el crecimiento de los animales, y para poder
amontonar cantidades ingentes de individuos genéticamente similares en
espacios pequeños sin que por ello enfermen. Donde nuestra dieta contiene
los niveles más bajos de fibra que los humanos jamás hemos comido. Donde
tantos hijos nuestros no nacen, sino que son extraídos de nuestro cuerpo
mediante intervención quirúrgica. Y donde la milenaria leche materna ha sido
abandonada en favor de las leches preparadas.
Estos cambios tuvieron su epicentro en los años cuarenta del siglo pasado,
cuando ya se podía disponer de los antibióticos, cuando al finalizar la
Segunda Guerra Mundial se transformó la dieta, y cuando se produjo el auge
de la cesárea y el biberón. Lo que hasta hoy ha permanecido invisible son los
efectos de estos cambios a nivel microscópico. Miles de generaciones de
coevolución y cooperación con nuestros socios simbióticos acabaron sin
darnos cuenta el día en que declaramos la guerra a los microbios.
Las enfermedades del siglo XXI nos afectan a todos, recién nacidos y
ancianos, hombres y mujeres, de todas las razas. Las mujeres se llevan la
peor parte de muchas de ellas, en particular de las enfermedades autoinmunes
(por alguna razón que nunca ha estado clara). Un experimento demuestra que
incluso esta diferencia entre ambos sexos está relacionada con la microbiota.
En una raza de ratones genéticamente propensa a contraer la diabetes tipo 1,
conocidos como ratones diabéticos no obesos (DNO), las hembras son dos
veces más proclives que los machos a desarrollar la enfermedad. Este sesgo
sexual seguramente tiene algo que ver con el impacto de las hormonas en el
sistema inmunitario; la castración, por ejemplo, hace que los ratones machos
sean mucho más vulnerables. Pero con ratones DNO libres de gérmenes, la
diferencia sexual desaparece. Parece que la microbiota controla de algún
modo el riesgo de desarrollar la enfermedad. La transferencia de microbiota
de ratones a ratonas protege a estas de la diabetes, debido, al parecer, a que
les sube los niveles de testosterona. Pero estas diferencias específicas del
sexo solo son evidentes después de la pubertad, lo cual explica por qué la
diabetes tipo 1 no tiene ningún sesgo sexual en los humanos, porque se suele
desarrollar antes de la pubertad. En el caso de otras enfermedades
autoinmunes, como la esclerosis múltiple y la artritis reumatoide, el sesgo
hembra-macho disminuye cuanto más tarde aparece en la vida.
A partir de dónde, quién y cuándo, me preguntaba por qué y cómo las
enfermedades del siglo XXI habían crecido como setas. Dicho en pocas
palabras: hemos dañado nuestras microbiotas. Ocurre, sencillamente, que el
desequilibrio de las comunidades microbianas, sobre todo las intestinales,
causa inflamación, y esta provoca enfermedades crónicas. Teníamos la
esperanza de que el genoma humano demostraría ser una mina de
información sobre las causas de la mala salud, pero la búsqueda entre
nuestros genes ha revelado menos condiciones genéticamente controladas de
las que habíamos previsto. En su lugar, los «estudios de asociación del
genoma completo» (GWAS en inglés) han descubierto genes que afectan solo
a nuestra predisposición para sufrir determinadas enfermedades. Estas
variantes genéticas no son necesariamente errores, sino una variación natural
que, en circunstancias normales, no tiene por qué provocar problemas de
salud. Sin embargo, ante un determinado entorno, las diferencias genéticas
pueden hacer que unas personas sean más propensas que otras a desarrollar
una determinada enfermedad. Es significativo que muchas de las variantes
genéticas que se ha descubierto que van asociadas a las enfermedades del
siglo XXI son de genes relacionados con la permeabilidad del revestimiento
intestinal y la regulación del sistema inmunitario.
En 1900, las tres principales causas de muerte en el mundo desarrollado,
que debían de afectar a un tercio de las personas, eran la neumonía, la
tuberculosis y la diarrea infecciosa. La vida media era de unos cuarenta años.
En 2005, las tres causas principales de muerte, que afectaban a la mitad de las
personas, eran el infarto de miocardio, el cáncer y el derrame cerebral. La
vida media era de unos setenta y ocho años. Nos gusta pensar que se trata de
enfermedades de la vejez, consecuencia inevitable de vivir más años. Pero las
personas que viven en zonas no occidentalizadas del mundo, incluso quienes
han soportado enfermedades infecciosas, accidentes y violencia, y han
llegado indemnes a la vejez, no suelen morir de estas tres amplias clases de
enfermedad. Hoy nos damos cuenta de que el corazón no se endurece, las
células no se multiplican de forma descontrolada y los vasos sanguíneos no
estallan por el solo hecho de ser viejos. La idea emergente entre los
científicos médicos es que estas no son enfermedades de la vejez por sí
misma, sino de la inflamación. Si algún efecto tiene la edad avanzada, es que
los agravios que hemos cometido contra nuestros cuerpos han tenido tiempo
suficiente para generar una inflamación que nos ha llevado al borde de la
catástrofe. Así las cosas, es posible que, después de décadas sin alimentar la
inflamación, alcancemos una magnífica vejez.
Del mismo modo que la descodificación del genoma humano marcó el
inicio de una nueva era en la biología, el reconocimiento de la microbiota
como un órgano oculto ha iniciado una nueva era en la medicina: las
enfermedades del siglo XXI han planteado nuevos retos a los pacientes que
llegan a una provecta edad, y los médicos quieren conseguir curaciones, y las
compañías farmacéuticas diseñan nuevos fármacos de consumo crónico. Las
terapias convencionales han llegado a un punto muerto en muchas de las
condiciones que hoy nos afligen. Nos sometemos a tratamientos permanentes,
en lugar de procurar una curación extensiva: antihistamínicos para las
alergias, insulina para la diabetes, estatinas para las cardiopatías y
antidepresivos para los trastornos mentales. La cura de estas dolencias
crónicas se nos escapa, porque hasta hace muy poco no hemos sabido
determinar cuál es su causa. Hoy, con el reconocimiento de que la microbiota
no se limita a contemplar cómo funciona nuestro cuerpo, sino que es uno de
sus elementos activos, tenemos una nueva oportunidad de atacar las
enfermedades del siglo XXI en su punto de origen.

Así pues, ¿qué deberíamos hacer? La relación con nuestros microbios corre
peligro por tres motivos: el uso de antibióticos, la falta de fibra de nuestra
dieta y los cambios en la forma de sembrar y alimentar las microbiotas de
nuestros bebés. Podemos cambiar los tres, como individuos y como sociedad.

LOS CAMBIOS SOCIALES

El principio básico de la ética médica es: «Ante todo, no hacer daño». Todo
tratamiento conlleva el riesgo de efectos secundarios, y el médico debe
sopesar los peligros y los beneficios de la medicación. Hasta hoy, se ha
considerado que las consecuencias no intencionadas del uso de los
antibióticos son mínimas e intrascendentes. Al reconocer la importancia de la
microbiota para la salud humana, debemos aceptar que seguir un tratamiento
con antibióticos a veces puede ser más perjudicial que provechoso. Aun en
los casos en que consiguen combatir una infección, los antibióticos pueden
causar daños que convendría evitar. Ya tenemos una razón importante para
reducir el consumo de antibióticos: el problema de la resistencia. A pesar de
los riesgos que conlleva tanto social como individualmente, no parece que
sea motivo de preocupación suficiente para que médicos y pacientes hagan el
esfuerzo necesario para reducir su uso. Pero si sumamos las profundas
consecuencias personales del daño colateral a la microbiota, tal vez podamos
empezar a tratar los antibióticos como tratamos la quimioterapia para el
cáncer: una serie de medicamentos con graves consecuencias para la salud de
las células, solo aceptables si los beneficios son más que los costes.
La sociedad puede dar importantes pasos prácticos para reducir tanto la
dependencia de los antibióticos como su impacto cuando no hay otra
alternativa. Sabemos que los médicos recetan estos fármacos de forma
excesiva, incluso a pacientes cuya enfermedad es más probable que sea vírica
que bacteriana. El problema es que el médico normalmente no puede decir si
la dolencia del paciente se debe a un virus o a una bacteria. En las
circunstancias actuales, averiguar qué patógeno tiene la culpa de una
determinada infección implica enviar al laboratorio muestras para que se
analicen y se cultiven, y esperar unos días hasta disponer de los resultados.
Para muchos pacientes y muchas infecciones, no es un sistema lo bastante
rápido. Por tanto, el primer paso para reducir el uso innecesario de
antibióticos sería desarrollar biomarcadores rápidos que puedan determinar el
origen de una infección en pocos minutos u horas a partir de las muestras, por
ejemplo, de heces, orina, sangre o incluso el aliento.
Actualmente, se considera que la actuación de amplio espectro de la
mayoría de los antibióticos es una ventaja. El médico no necesita saber
siquiera qué especie bacteriana es la responsable de una infección para
tratarla: un fármaco de amplio espectro seguramente resultará efectivo. Sin
embargo, en un mundo ideal, podríamos identificar con rapidez la bacteria
que se esconde en una infección, para después tratarla con un antibiótico en
particular. Con la identificación de las moléculas específicas de cada
patógeno, elaboraríamos antibióticos destinados a destruir esas moléculas, y
solo ellas, sin tocar la microbiota beneficiosa, que, de otro modo, sufriría
daños colaterales. La justificación de los gastos extra de desarrollar tales
fármacos (uno para cada patógeno) estaría en pasar de pagar más adelante las
consecuencias de los daños colaterales a contar desde el principio con los
gastos de un remedio con menos riesgos para las infecciones.
El reconocimiento de la importancia de la microbiota no termina en la
reducción del uso de los antibióticos. Podríamos utilizar los microbios
beneficiosos como aliados en la lucha contra los patógenos. Al resistir la
colonización por parte de patógenos como los Staph. aureus, C. diff y
Salmonella, nuestra microbiota residente nos hace un gran favor. El
fortalecimiento de sus defensas mediante probióticos mejorados, adecuados y
diseñados para un determinado fin nos podría ayudar a combatir la infección
o a reducir la inflamación.
El siguiente paso de la medicina personalizada es entender y manipular la
microbiota de la persona para mejorar los resultados de los fármacos. Por
ejemplo, la digoxina, que se usa como agente antiarrítmico en la insuficiencia
cardiaca y otras cardiopatías, necesita un enfoque personal. En estos
momentos, el médico ha de adivinar la dosis de digoxina que le conviene al
paciente. Durante semanas o meses, la va ajustando según la reacción de cada
paciente, intentando equilibrar costes y beneficios. La distinta reacción de un
paciente no se debe a diferencias genéticas, sino a la composición de su
microbiota intestinal. Los pacientes que albergan una única cepa de una
especie de bacteria llamada Eggerthella lenta reaccionan mal a la digoxina,
porque este microbio intestinal común inactiva el fármaco y lo hace ineficaz.
Si el cardiólogo supiera qué pacientes llevan E. lenta, podría recomendarles
que aumentaran la ingesta de proteínas, ya que el aminoácido arginina impide
que la bacteria desactive la digoxina.
Las reacciones humanas a los fármacos distan mucho de ser previsibles.
No se puede prever cuál vaya a ser la reacción teniendo solo en cuenta los
genes y el entorno. Los 4,4 millones de genes extras de la microbiota, en
parte heredados y en parte adquiridos, desempeñan un importante papel en la
reacción de cada persona a los medicamentos. Los microbios pueden activar,
desactivar y también intoxicar los medicamentos. En 1993, la capacidad del
microbioma de interferir en los medicamentos les salió muy cara a dieciocho
pacientes japoneses, que habían desarrollado herpes zóster derivado del
cáncer. La microbiota intestinal normal de los pacientes había transformado
el herpes en un compuesto que hacía que la medicación contra el cáncer fuera
letalmente tóxica. Cuando se aprobó el medicamento contra el herpes zóster
se conocían los peligros de esa interacción, y en el prospecto se advertía del
riesgo de tomarlo junto con fármacos destinados a combatir el cáncer. Por
desgracia, en aquella época, en Japón era habitual que los médicos no
informaran debidamente a sus pacientes de cáncer, y que les recetaran
fármacos sin explicarles todos sus pros y sus contras.
Es fácil imaginar que podríamos empezar a secuenciar los microbios de los
pacientes, no solo para hacerles un mejor diagnóstico, sino para asegurar que
reciben la medicación más adecuada y con la dosis debida. Manipular la
microbiota añadiéndole o quitándole determinadas especies podría ayudar a
reducir los efectos secundarios, mejorar los resultados y garantizar la
seguridad. A medida que va bajando el precio de secuenciar el ADN, la idea
de que podríamos controlar el microbioma para evaluar los riesgos para la
salud y determinar los beneficios va cobrando visos de realidad.
Nuestro consumo excesivo de antibióticos se extiende a la ganadería
extensiva. En su excelente libro The Great Food Gamble, el presentador de la
BBC John Humphrys cuenta su visita a una granja de Gran Bretaña. El
granjero le mostraba con orgullo los robustos animales que criaba utilizando
los mejores fármacos que podía ofrecer la medicina veterinaria. Humphrys
reparó en una vaca delgada, sola en una esquina. «¿Le ocurre algo?»,
preguntó al granjero. «No, nada —replicó este—. Es para las hamburguesas
que tenemos en el congelador. A las señoras no les gusta que los niños se
coman todos estos dichosos medicamentos».
En la Unión Europea, los ganaderos ya no pueden utilizar antibióticos para
estimular el crecimiento de sus animales, pero es inevitable que, en su lugar,
los utilicen simplemente como «tratamiento». Sin embargo, en Estados
Unidos, la prohibición de los antibióticos como estimulantes del crecimiento
aún dista mucho más de ser una realidad, a pesar de que la Administración de
Alimentos y Medicamentos ha anunciado su intención de limitar su uso. Los
antibióticos no solo afectan a los productos animales, porque el estiércol que
estos producen se puede utilizar legalmente como abono, incluso en cultivos
de verduras orgánicas. En última instancia, la ganadería sin antibióticos (ni
pesticidas, hormonas y otros medicamentos de cuestionable perfil de
seguridad para las personas) será más cara, pero ¿cómo preferimos pagar: en
caja, o un día sí y otro no en forma de mala salud, costes médicos extras y
mayores impuestos para mantener a flote los servicios de salud?

Al hablar de la dieta es imposible rehuir la polémica. ¿Qué es mejor, la


mantequilla o el aceite? ¿Los frutos secos son buenos o malos? Si queremos
adelgazar, ¿debemos tomar menos hidratos de carbono y grasas? Ni los
propios especialistas se ponen de acuerdo sobre las respuestas a estas
preguntas, pero sería muy difícil encontrar alguno que piense que no nos
conviene tomar más fibra.
En Gran Bretaña, en 2003 se puso en marcha la campaña Cinco al Día,
destinada a que la gente tome al menos cinco raciones de fruta y verdura al
día. La campaña ha arraigado tanto que los británicos bromean y dicen que la
mermelada y los caramelos con sabor a fruta son «una de mis cinco raciones
al día». En este mismo sentido, en Australia el mensaje es «A por 2&5», es
decir, dos raciones de fruta y cinco de verdura. Parece que, efectivamente,
estos mensajes han surtido efecto en los hábitos alimentarios de la gente, pero
el problema es que se insiste en las vitaminas y minerales, no en la fibra. Los
fabricantes de alimentos han tomado al vuelo la oportunidad de conseguir que
se conozcan sus productos, alimentos tan diversos como el puré de tomate y
el zumo de fruta han obtenido el sello que certifica que se les puede incluir en
el cómputo. La fruta, a menudo en forma de zumo o batido, recibe mayor
atención que las verduras, y se ignoran por completo otros vegetales como los
cereales, las legumbres y los frutos secos. Por lo visto, no se habla de la fibra
todo lo que su importancia aconseja. ¿Un mensaje mejor? Come más
vegetales.
Tal vez la mayor dificultad a la que nos enfrentamos como sociedad, en lo
que respecta a la alimentación, sea nuestro ritmo de vida. La falta de tiempo
suele ser la culpable de la falta de fibra. En la mayor parte del mundo
desarrollado, el almuerzo típico es engullir un sándwich sin prácticamente
dejar de trabajar, en el mejor de los casos con un poco de ensalada o verduras
asadas. Ningún festín de fibra. También la cena, si se dispone de poco
tiempo, suele consistir en alguna comida preparada, pasada con prisas por el
microondas, una comida no reconocida precisamente por su alto contenido de
verduras. Incluso la fruta que tomamos está empaquetada, para mayor
comodidad y rapidez (en zumo, batido o embotellada), sin que haya
necesidad de pelarla, cortarla ni de evitar que se ensucie en la mochila de la
escuela. Parte del problema es la falta de instalaciones en el lugar de trabajo
donde poder cocinar y comer (las verduras no saben ni la mitad de bien si
están frías). Disponer de un microondas ya sería un gran avance para que el
personal tomara alimentos de contenido vegetal. Para una cultura tan centrada
en la alimentación como la nuestra, nos esforzamos muy poco en comer
como corresponde.

Y, por último, los bebés. Durante el siglo pasado, avanzamos mucho en la


atención prenatal y la reducción de la mortalidad infantil, en especial de los
bebés nacidos prematuramente. Y, después de décadas de dominio de la leche
preparada sobre la de la madre, hemos recorrido, en el mundo desarrollado al
menos, un largo camino hacia la reinstauración de la lactancia materna como
alimento normal de los bebés. Pero en otros sentidos vamos retrocediendo.
Tenemos enorme confianza en la ciencia y la medicina, y damos un enorme
valor a la libertad de decisión. La consecuencia es que en muchas ciudades la
cesárea es más común que el parto vaginal. Debemos tener mucho cuidado
con esta intervención: se han estudiado relativamente poco los problemas de
salud que pueda suponer para la madre y el hijo, sobre todo en circunstancias
de «buena salud», como en el embarazo y el parto.
Comadronas y ginecólogos deben conocer las consecuencias microbianas
de la cesárea y la alimentación con leche preparada. Y las madres se merecen
saberlas. Las técnicas que empleamos al traer al bebé al mundo se basan en lo
que sabemos que es lo mejor tanto para la madre como para el bebé. Pero este
saber sigue evolucionando. La conclusión es que la cesárea no es tan segura
como creíamos: la comunidad bacteriana alterada que recibe el bebé puede
afectar a su salud en los días, meses o años siguientes.
La consecuencia es que hemos convertido a toda una generación de niños
en conejillos de Indias de un experimento gigantesco. ¿Qué ocurre al extraer
quirúrgicamente al bebé, muchas veces días o semanas antes de que esté
preparado para salir, en vez de dejar que sea él quien marque los tiempos de
su aparición, a través del propiamente llamado «canal del parto»? Microbios
aparte, ¿qué ocurre si privamos al bebé de las hormonas que se liberan
durante el parto, o de la presión que siente al ser empujado hacia el mundo?
¿Qué le ocurre al cuerpo de la madre al pasar de estar embarazada a no
estarlo, por obra y gracia del bisturí del cirujano, y no después de horas de
preparación química y física? No hemos hecho sino empezar a averiguar las
respuestas a estas preguntas. Como sociedad, debemos reservar la cesárea
para las madres y los bebés que realmente la necesiten, y, cuando no sea
necesaria, dejar que la naturaleza siga su curso.
La generación anterior de niños también fueron conejillos de Indias de otro
experimento: ¿qué ocurre al alimentar al bebé con leche de la madre de un
ternero y no con la de la propia? El experimento persiste en más o menos una
cuarta parte de los bebés que hoy nacen en el mundo desarrollado. Hay,
evidentemente, un pequeño número de mujeres (se calcula que menos del
cinco por ciento) que no pueden producir la leche necesaria para satisfacer las
necesidades de su bebé. Hay otras que tienen auténticos problemas para que
lactancia materna les vaya bien a ellas y a sus hijos. Es vital ofrecerles la
ayuda que necesiten, con alternativas de buena calidad a la leche materna a
través del pecho, con la extracción de la leche, con la donación de leche
infantil o con leches preparadas. Aplicar nuestros progresivos conocimientos
sobre los oligosacáridos de la leche humana y los microbios de la lactancia
materna al desarrollo de mejores leches infantiles preparadas sería una
importante aportación tanto para la madre que no puede dar de mamar a su
hijo como para la que decide no hacerlo.
Si comadronas, ginecólogos y trabajadores de la salud de la comunidad
están al día sobre los conocimientos más recientes acerca de la lactancia
materna, pueden ofrecer el mejor consejo y apoyo a los padres que
consideran las opciones posibles y sopesan las exigencias que la vida les
impone, a ellos y a sus bebés.

LOS CAMBIOS INDIVIDUALES

En el mundo desarrollado, tenemos la suerte de que nuestra salud dependa en


gran medida de las decisiones que tomamos. Los microbios que albergas, a
diferencia de los genes de que te dotaron tus padres o de las infecciones a las
que te expone el entorno, pasan a ser propiedad tuya, una propiedad que has
de configurar, cultivar y cuidar. De adulto, lo que comes y las medicinas que
tomas determinan los microbios que tienes. Trátalos bien y te devolverán el
favor. Si tienes pensado tener hijos, su microbiota depende de ti, en especial
si vas a ser la madre.
Creo en la libertad de elección. La decisión es signo de libertad, a la vez
que la propicia. Está en la base de cualquier sociedad civilizada. Y da
capacidad a la persona para mejorar su propia vida. Pero las decisiones que se
toman sin estar debidamente informados carecen de sentido. Las
investigaciones científicas que se han realizado, aproximadamente, en los
últimos quince años sobre la microbiota han revelado una capa más de
complejidad y control del cuerpo humano. Nos dan una nueva visión de cómo
nuestro cuerpo (como superorganismo) está programado para funcionar. Con
esta información, las decisiones que tomes son de tu responsabilidad. Todo lo
que te aconsejaría es que seas plenamente consciente de ellas.

Te propongo que seas consciente de tu dieta.


Muchos de mis ajetreados amigos médicos me dicen que una de las
grandes frustraciones del trabajo cotidiano es la dificultad de ayudar a los
pacientes que no se ayudan a sí mismos. Lo que los médicos desearían recetar
es una vida activa y también una dieta sana: baja en grasas, azúcar y sal, y
rica en fibra. Algunos pacientes no quieren ni oírlo; prefieren resolver sus
problemas con medicinas. Pero la alimentación es la medicina.
Los humanos hemos evolucionado para ser omnívoros. Nuestro cuerpo
espera muchos vegetales y poca carne. Muchos comemos mucha carne y
pocos vegetales, así como toda una serie de alimentos que apenas parecen de
procedencia animal o vegetal. Si quieres tomar más fibra comiendo más
vegetales, vale la pena que lo hagas despacio y de forma sistemática, para que
tu microbiota tenga tiempo para adaptarse. Una avalancha de fibra en un
intestino poblado de microbios más acostumbrados a una dieta a base de
grasas, proteínas y carbohidratos simples puede producir algunos efectos no
deseados. Recuerda que las verduras y las legumbres (guisantes, judías y
demás) suelen contener más fibra y menos azúcar que la fruta, y que los
batidos y los zumos pueden reducir el contenido de fibra y aumentar el
acceso a calorías que pueden ser digeridas por las enzimas humanas y
absorbidas en el intestino delgado. Si ya padeces algún trastorno
gastrointestinal, antes de cambiar la dieta, consúltalo con el médico.
Comer productos vegetales que propician un sano equilibrio microbiano es
la base de una buena salud. Toma la decisión consciente de COMER MÁS
VEGETALES.

Te propongo que decidas conscientemente sobre el uso que vayas a hacer de


los antibióticos.
Te lo digo con toda claridad: los antibióticos son fármacos que salvan
vidas; en muchas situaciones, son más los beneficios que reportan que los
peligros que entrañan. Sí, debemos tener en cuenta nuestra microbiota al
decidir cuándo tomar antibióticos, pero sin estos no nos podríamos permitir el
lujo de preocuparnos por nuestros microbios beneficiosos. La cuestión no es
que los antibióticos sean «malos» (son un arma decisiva de nuestro arsenal
para combatir las bacterias patógenas), sino que no debemos matar arañas
con bombas de racimo.
Los médicos no son los únicos que han de asumir la responsabilidad del
excesivo consumo de antibióticos. Es habitual que el médico de atención
primaria ya haya visto hasta una veintena de pacientes antes del descanso
para el almuerzo. Con menos de diez minutos para escuchar una determinada
historia, hacer el diagnóstico, aconsejar al paciente y recetarle el debido
medicamento, suele ocurrir que, ante un enfermo insistente y preocupado, él
médico le da lo que quiere para poder atender al siguiente, que tiene idéntico
derecho a los diez minutos de atención. Decide conscientemente si tú quieres
ser ese enfermo avasallador.
Puedes hacer varias cosas que te ayuden a decidir si necesitas antibióticos.
En primer lugar, piensa si puedes esperar uno o dos días, para ver si los
síntomas mejoran. Por favor, observa que te digo piensa: utiliza el sentido
común. Segundo, si el médico te propone algún antibiótico, considera la
posibilidad de hacerle las siguientes preguntas:

1. ¿Está usted más o menos seguro de que mi infección es bacteriana, no


vírica?
2. ¿Es probable que con el antibiótico mejore de forma significativa, o que
me vaya a recuperar mucho antes?
3. ¿Cuáles son los riesgos de no tomar el antibiótico y dejar que sea el
sistema inmunitario el que se encargue de combatir la infección?

Muchas veces no hay una respuesta clara sobre lo que más nos conviene ante
la disyuntiva de tomar antibióticos o no. Sabemos que nos pueden ayudar o
perjudicar. Corresponde al paciente informado, después de consultarlo con el
también informado médico, considerar si los beneficios son más que los
costes. Asegúrate de que tanto tú como el médico pertenecéis a este grupo.
Por último, si el tratamiento de tu enfermedad puede ayudar a tu
microbiota con una dieta sana, considera seguirlo. Siempre será una buena
base para mejorar tu salud. Ten en cuenta que esta es una ciencia inexacta. La
composición de tu microbiota no puede (de momento, al menos) revelar la
enfermedad que puedas padecer.
Decidas tomar antibióticos o no, hazlo de forma consciente.

Te propongo que decidas conscientemente dar a luz a tu bebé por parto


vaginal y ser tú quien lo alimentes.
Hoy en día, se nos da tanta información y tantos consejos sobre el
embarazo y la maternidad que a veces parece como si lo que el instinto nos
dice sobre el proceso no tuviera importancia. La buena noticia es que los
nuevos conocimientos sobre la microbiota nos sirven de base segura para
tomar esas decisiones que afectan a nuestros hijos; si todo va bien, cíñete a lo
natural. Si no va todo bien, ahí están la cesárea y las leches preparadas.

Lo mejor que todos podemos hacer es estar preparados y alerta. Decide


conscientemente sobre el parto, elaborando un plan que incluya sembrar en tu
bebé la simiente de una microbiota sana. La forma más efectiva de hacerlo es
con el parto vaginal. Si te decides por la cesárea, o si es inevitable, considera
la posibilidad de emplear las técnicas de María Gloria Domínguez-Bello.
Comunica tu plan a tu pareja, el médico y la comadrona.
Decide conscientemente cómo vas a alimentar a tu bebé y recuerda que la
lactancia materna nutre los plantones de la microbiota que recibe al nacer. Si
quieres darle de mamar, infórmate de antemano, procúrate ayuda y decide
con determinación (puedes encontrar muchos consejos en Internet, por
ejemplo, en la web de la Organización Mundial de la Salud, en la que,
además de dar información y consejos, se hacen recomendaciones sobre la
duración óptima de la lactancia para la salud y la felicidad del bebé). No te
des por vencida si no funciona: hay muchas formas de nutrir la microbiota de
tu hijo.
Hay más buenas noticias sobre la cría del bebé. En lo que a «gérmenes» se
refiere, podemos estar tranquilos. La mayoría de los microbios con que se
encuentra el bebé en su vida diaria son inofensivos. De hecho, contribuyen a
la diversidad de la microbiota y ayudan a educar el sistema inmunitario. Es
probable que los espráis y las toallitas sean más nocivos que beneficiosos.
Decidas lo que decidas, hazlo a conciencia.

En el año 2000, algunos de los miembros más inteligentes de nuestra especie


leyeron el código del ADN responsable de la formación de otros cuatro
humanos nuevos cada segundo de cada día. Fue un momento decisivo de la
especie. Para mí tuvo un interés particular al iniciar el camino que me llevaría
a ser bióloga. Años después, al contemplar, en el Wellcome Collection de
Londres, los volúmenes impresos de As, Tés, Ces y Ges que componen
nuestro genoma, sentí un escalofrío ante aquel logro de importancia capital.
Me hechizó que aquellos ciento veinte tomos contuvieran el alma de la
humanidad y que hubiéramos puesto en papel su esencia, una realidad que
intensificó la fascinación que sentía por la profesión que había elegido.
Cuesta imaginar que el descifrado del microbioma, incluso expuesto de
forma tan icónica, pudiera tener el mismo impacto que la descodificación del
genoma. Pero nuestro progresivo descubrimiento, a lo largo de los diez o
veinte últimos años, de que los microbios del cuerpo humano forman parte de
nosotros, y que sus genes son parte de nuestro metagenoma, podría tener una
relevancia aún mayor para la vida de las personas. La microbiota es un
órgano —el órgano olvidado, el órgano invisible— del cuerpo humano, un
órgano que contribuye a nuestra salud y nuestra felicidad como lo puede
hacer cualquier otro. Pero, a diferencia de otros órganos, este nuevo no es
inmutable. Nuestros genes humanos son inalterables, pero nuestros genes
microbianos cambian. Tanto las especies que albergamos como los genes que
contienen son propiedad nuestra; están bajo nuestro control. No podemos
escoger nuestros genes, pero sí nuestros microbios.
El conocimiento de nuestra relación íntima con nuestra microbiota deja
nuestro cuerpo y nuestro estilo de vida en un nuevo contexto. Es una
conexión ineludible con nuestro pasado evolutivo, una conexión de nuestra
vida, dominada por la tecnología, bastante ajena a la naturaleza y de
proporciones agigantadas, con sus raíces. Desde que Darwin escribió El
origen de las especies, hemos debatido sobre el papel que la naturaleza y la
crianza desempeñan en lo que somos. ¿El hombre alto lo es porque lo era su
padre, o porque se crio con una alimentación sana? ¿Esa niña es inteligente
porque lo es su madre, o porque tuvo muy buenos profesores? ¿Esa mujer
tiene cáncer de mama por sus genes, o porque tomó hormonas sintéticas? Es
una falsa dicotomía, claro está. En la mayoría de los rasgos y de las
enfermedades intervienen tanto la naturaleza como la crianza. Si algo nos ha
enseñado el Proyecto Genoma Humano, es que los genes (la naturaleza) nos
pueden predisponer para una gran multitud de dolencias, pero que las
desarrollemos o no en función de nuestro estilo de vida, de nuestra dieta y de
todo aquello a lo que estemos expuestos. En resumen, nuestro entorno: la
crianza.
Ahora tenemos un tercer actor, que ocupa la incómoda posición que media
entre la naturaleza y la crianza. En sentido estricto, el microbioma es una
fuerza medioambiental que actúa sobre las características definitivas que
tengamos, pero es genético y es hereditario. No se transmite por el esperma,
los huevos ni los genes humanos, pero una buena parte del microbioma pasa
de padres y madres (en especial, de madres) a hijos. Muchos padres albergan
la esperanza de pasar a sus hijos lo mejor de sí mismos. Películas como
Gattaca imaginan un futuro donde este deseo no se deja al azar. La mayoría
de los padres también quieren dar a sus hijos el entorno más sano y feliz
posible. Con el microbioma, por su influencia genética pero con la
posibilidad de controlarlo, los padres pueden hacer ambas cosas.
Pese a todo el despliegue publicitario, el genoma humano no cumplió las
expectativas de que fuera un sello personal indeleble y una filosofía de vida.
«Lo llevamos en el ADN», decimos, al hablar de nuestra humanidad y
nuestra idiosincrasia. Sin embargo, en realidad, sabemos que el ADN da
pocas instrucciones a nuestra vida cotidiana. En cambio, también somos el
otro noventa por ciento: esos otros 100 billones de células y nuestros otros
4,4 millones de genes. Evolucionamos con ellos, y no podemos vivir sin
ellos. Por primera vez, la teoría de la evolución de Darwin y nuestro otro
noventa por ciento nos muestran cómo debemos vivir.
Acoger a nuestros microbios, que nos han acompañado durante millones de
años, es el primer paso para valorar quiénes somos realmente y, en última
instancia, para ser cien por cien humanos.
EPÍLOGO

100% HUMANOS

En el invierno de 2010, cuando atravesaba un estado de dolores casi


continuos e intentaba mantenerme despierta más de diez horas al día, estaba
dispuesta a hacer cualquier cosa para recuperarme. La posibilidad de que los
antibióticos —en cápsulas de plástico colocadas en el hueso vaciado del dedo
pulgar, o en otras llenas de polvo que se disolvían en el estómago— me
curaran las infecciones que me estaban arruinando la vida era un sueño en el
que no me atrevía a confiar. Siempre agradeceré que esos fuertes fármacos
me devolvieran la salud, y la vida en toda su plenitud.
También me dieron algo más: la conciencia de los cien billones de amigos
que comparten mi cuerpo. El descubrimiento de lo que aportan a mi salud y a
mi felicidad me ha dado una perspectiva completamente nueva sobre mi
propia vida y acerca de la vida en sentido biológico: la existencia y la
coexistencia de los seres vivos. En la raíz de mis estudios para este libro
había un empeño personal. Quería saber si, al dañar a mi comunidad de
microbios, sin darme cuenta había dañado mi salud. Más aún, quería saber si
podía reconstruir una microbiota que pudiera ayudarme a mejorar mi estado
de salud.
La belleza de la microbiota es que, en mayor o menor medida, la podemos
controlar, cosa que no ocurre con nuestros genes. Cuando empecé mis
investigaciones para este libro, envié una muestra de mis microbios
intestinales a un programa de ciencia ciudadana llamado Proyecto Intestinal
Americano, con base en el laboratorio del profesor Rob Knight, de la
Universidad de Colorado, en Boulder. Con la secuenciación de segmentos de
mi ADN bacteriano, pudieron decirme qué especies albergaba en mis
intestinos. Me alegró saber que, después de muchas series de antibióticos, me
quedaban al menos algunos microbios, pero me preocupaba que
predominaran dos filos (los bacteroides y los firmicutes) a costa de otros. Al
parecer, la diversidad era algo deseable. Muestras de personas de la selva
amazónica y del Malaui rural, ajenas a los antibióticos y a la insana dieta
occidental, contenían una diversidad mucho mayor que las de personas
occidentales. Me preguntaba si podría sacar algún provecho de unos cuantos
bichos más, y si una buena alimentación me ayudaría a conseguirlos.
Entre los grupos detectados en mi muestra, me asombró observar que tenía
un porcentaje inusualmente alto de un género llamado Suterella. Durante mi
enfermedad había empezado a tener tics cuando estaba cansada: me daban
tirones los músculos de la cara y del cuello, y no lo podía evitar. Me
molestaba y estaba un poco preocupada. Me enteré de que las bacterias del
género Suterella también abundan en exceso en las personas con autismo,
muchas de las cuales también tienen tics como los míos. ¿Podría ser que las
Suterella fueran las responsables de mis tics?, me pregunté. De momento, es
imposible saberlo con seguridad, porque aún no se ha investigado mucho al
respecto, pero desde luego es un tema más que digno de atención.
Evidentemente, conviene recordar que se trata de un campo de la ciencia que
se encuentra aún en la infancia. Hará falta cierto tiempo para determinar el
papel que cada gen, especie y comunidad microbianos desempeñan en
nuestra salud y nuestra felicidad. Todavía no disponemos de conocimientos
para diagnosticar problemas de salud a partir del microbioma.
Antes de saber de la microbiota —de mi microbiota— no me fijaba mucho
en lo que comía. No compartía la idea de que «somos lo que comemos», ni
me creía mucho eso de que los alimentos pudieran afectar a mi salud y a mi
felicidad a corto plazo. Seguía una dieta relativamente sana, sin recurrir casi
nunca a la comida rápida ni permitirme ningún capricho de mucho azúcar,
pero tampoco me interesaban las verduras, de las que solo tomaba un poco
todos los días. En definitiva, vivía en la feliz inconsciencia de un exiguo
contenido de fibra en mis comidas diarias. Siempre he estado delgada, cosa
que interpretaba como señal de que seguía una dieta sana. Hoy, sin embargo,
la idea que tengo de la alimentación es completamente distinta. No pienso
solo en la nutrición de mis células humanas, sino en qué obtienen mis células
microbianas de esos alimentos. ¿Qué grupos de microbios se beneficiarán de
lo que como? ¿En qué lo van a convertir? ¿Cómo afectarán estas moléculas a
mi permeabilidad intestinal? ¿Qué consecuencias tendrá ello en mi estado de
salud? ¿He tomado suficientes alimentos para los microbios como para
permitirme comer algo por puro placer?
No he tenido que cambiar mucho para adaptarme a mi microbiota: más o
menos, sigo comiendo lo mismo, pero con mayor contenido de fibra. Mi
desayuno, por ejemplo ha pasado de un bol de cereales empaquetados,
conservados, con mucho azúcar y muy poca fibra, a un bol de copos de avena
mezclados con frutos secos, semillas, bayas frescas, yogur natural no
azucarado y leche. Es más gustoso y barato, y todo un banquete para mis
amables microbios. Sigo tomando algo frito los fines de semana, pero me
aseguro de que lo compenso con judías y setas. El arroz blanco ha pasado a
arroz integral. De vez en cuando, sustituyo la pasta por lentejas. También
alguna que otra vez cambio las tostadas de pan blanco por otras de pan de
centeno con nueces. Y a lo que como a mediodía, le añado un tazón de
guisantes pasados por el microondas o de espinacas al vapor. Según mis
cálculos, he pasado de quince a sesenta gramos de fibra, y lo conseguí con
mucha facilidad. Solo el desayuno solía tener dos gramos de fibra, y ahora
contiene dieciséis (es lo primero que tomo en todo el día). Lo curioso es que
los cereales empaquetados que solía tomar se atrevieran a anunciar su alto
contenido de fibra en la parte delantera de la caja.
Así pues, ¿qué efectos producían estos cambios dietéticos en mi
microbiota? Mandé a analizar una segunda muestra una vez que estaba en
marcha mi dieta más amable con los microbios. Tal vez no sea muy
científico, pero sin duda es muy gratificante que mis esfuerzos se reflejen en
ellos. En la parte alta de la lista de cambios había una eclosión de nada menos
que nuestras amigas las Akkermansia, de cuya relación con la delgadez
hablábamos en el capítulo 2. Mi segunda muestra contenía sesenta veces más
cantidad de esta especie de la que tenía antes de embarcarme en la dieta
basada en la fibra. Me las imagino perfectamente, convenciendo a mi
revestimiento intestinal para que produzca una hermosa y gruesa capa de
mucosidad, y protegiendo mi cuerpo de la invasión de moléculas de
lipopolisacáridos que incordian al sistema inmunitario y alteran la regulación
de la energía.
También el equipo de Faecalibacterium y Bifidobacterium productor de
butirato era muchísimo más numeroso después del cambio de dieta. Me gusta
representármelos ayudando a las células de mi revestimiento intestinal a
permanecer estrechamente unidas, así como sosegando a mi sistema
inmunitario. Hasta aquí, todo satisfactorio, pero ¿y su impacto en la salud?
Parece que las cosas van mejorando: me canso menos y han disminuido los
sarpullidos, al menos de momento. El tiempo dirá si es fruto de la suerte, el
efecto placebo o verdadera consecuencia de tomar más fibra, pero no es algo
que vaya a dejar. Los cambios que ha experimentado mi microbiota después
de pasarme a una dieta alta en fibra no son permanentes, por supuesto; para
conservar los microbios que se alimentan de esos cambios, debo mantener el
contenido de fibra de lo que como en unos niveles altos y necesarios.
En mi caso, comer en beneficio de la microbiota tiene una importancia que
trasciende mi propia salud. Cuando pienso en tener hijos, me sorprende que
tenga más razones que nunca para cuidar de mis células, las humanas y las
microbianas. Suponiendo que el consumo de antibióticos cambiara a peor mi
microbiota, me conviene, antes de pasarla a mis futuros hijos, cambiarla de
nuevo para devolverla cuanto pueda a su estado de antes de los antibióticos.
Si comer más vegetales me ayuda a conseguirlo, es una decisión que tomo
conscientemente.
Hasta hace muy poco, no tenía convicciones muy firmes sobre el parto y la
cría de los bebés. Si acaso, confiaba en que la medicina moderna se ocuparía
de mí y de mi bebé con la mejor atención. Y sigo confiando en ello, pero solo
si las cosas se complican. Si no, si todo va bien, prefiero lo natural. Tanto
para el proceso del parto que los mamíferos llevamos siguiendo millones de
años como para la leche que ha evolucionado para ser la perfecta para criar a
un ser humano. Aún me quedan decisiones que tomar y equilibrios que
establecer, pero voy a añadir lo que ahora sé del valor de la microbiota a los
otros factores que inciden en esas decisiones. Actualmente, para mí es
prioritario transmitir una microbiota que no esté compuesta de los microbios
de la piel de mi vientre y de las manos del ginecólogo y la comadrona. Si no
tengo más remedio que dar a luz por cesárea, mi intención es imitar a la
naturaleza y frotar a mi bebé con los microbios vaginales, tal como aconseja
María Gloria Domínguez-Bello. En cuanto a la lactancia, me siento preparada
para dotarme (y dotar a mi marido) de todo el saber, la fuerza y la ayuda
posibles para superar los difíciles días de dolor, agotamiento e inexperiencia
con un nuevo bebé. Y espero poder amamantarle según las recomendaciones
de la Organización Mundial de la Salud: seis meses de solo leche materna, y
después, junto con otro tipo de alimentación, seguir con ella hasta los dos
años e incluso más. Es mi objetivo. Y es mi decisión consciente.
Por último, los antibióticos. Estos extraordinarios fármacos me cambiaron
por completo, de un pasado de enfermedad infecciosa a un presente de mal
del siglo XXI. Me devolvieron la calidad de vida que temía que nunca iba a
recuperar, pero, de paso, me llevaron a un territorio desconocido. La lección
no es que los antibióticos sean malos. La lección es que son preciosos,
imperfectos y tienen su coste. Desde la última dosis de mi tratamiento, he
tenido la suerte de no tener que tomarlos de nuevo. Si volviera a necesitarlos,
o si los necesitaran mis hijos (si realmente fueran necesarios), no dudaría lo
más mínimo. Los tomaría junto con probióticos, confiando en que así
reduciría el riesgo de los efectos secundarios y de daños colaterales. No
obstante, si tuviera la opción de esperar a ver si mi sistema inmunitario
pudiera ocuparse él solo de la infección, esta sería mi decisión, de la que sería
plenamente consciente.
En cuanto a mí y a mis microbios, poco a poco estamos reconstruyendo
nuestra relación. Sin antibióticos, mi vida sería muy diferente. Pero ahora que
vuelvo a encontrarme bien, sé una cosa: mis microbios son lo primero. Al fin
y al cabo, yo soy solo un diez por ciento humana.
BIBLIOGRAFÍA

La literatura científica sobre el papel que la microbiota desempeña en la salud


humana aumenta a un ritmo exponencial. Es un campo nuevo, que,
realmente, inició su vuelo hace solo unos diez años. Además de muchas
conversaciones directas, por teléfono y correo electrónico con algunos de los
más eminentes científicos de la ciencia de la microbiota, gran parte de los
estudios e investigaciones en que se asienta este libro procede de fuentes
primarias: estudios revisados por expertos publicados en revistas
profesionales. La información que este volumen contiene está sacada de
muchos cientos de artículos, más de los que aquí puedo relacionar. Solo
incluyo un puñado de referencias de los estudios más importantes e
interesantes sobre lo que expongo en 10% humanos, así como algunas
propuestas de lecturas generales sobre este nuevo campo de la ciencia.

INTRODUCCIÓN. EL OTRO 90%

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4. EL MICROBIO EGOÍSTA

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EPÍLOGO. 100% HUMANOS

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bacterium Eggerthella lenta», Science, 341, 2013, págs. 295-298.
AGRADECIMIENTOS

Creo que la ciencia es la mejor fuente de grandes y nuevas historias que el


mundo puede ofrecer. El reconocimiento del papel que nuestros cien billones
de microbios desempeñan en la salud y en la felicidad, así como el daño que
de forma inconsciente les provocamos, es una de estas historias. Cientos de
científicos se han ocupado, y se siguen ocupando, de los giros inesperados de
la trama. Con ellos tengo una deuda de gratitud por ofrecernos ese relato tan
rico y fascinante. He hecho cuanto he sabido para exponer fielmente sus
descubrimientos, ideas y reflexiones. Los errores que pueda haber en este
libro son exclusivamente míos.
Dos científicos que han hecho notables aportaciones a la ciencia de la
microbiota me han ayudado también en mis investigaciones con sus
aportaciones. Patrice Cani y Alessio Fasano han hablado de su trabajo, han
leído el mío y han respondido a mis preguntas con detalle y entusiasmo. Doy
las gracias en especial a Derrick MacFabe, Emma Allen-Vercoe, Ted Dinan,
Ruth Ley, María Gloria Domínguez-Bello, Nikhil Dhurandhar, Garry Egger,
Alison Stuebe. Daniel McDonald y Tony Walters, por la enorme ayuda que
me prestaron y la gran cantidad de tiempo que me dedicaron (ellos que van
tan escasos de él). Gracias también a Gita Kasthala, David Margolis, Stuart
Levy, Jennie Brand-Miller, Tom Borody, Peter Turnbaugh, Rachel Carmody,
Fredrik Backed, Paul O’Toole, Lita Proctor, Mark Smith, Lee Rowen, Agnes
Wold, Erin Bolte, Eugene Rosenberg, Franz Bairlein, Jasmina Aganovic,
Jeremy Nicholson, Alexander Khoruts, María Carmen Collado, Richard
Atkinson, Richard Sandler, Sam Turvey, Sydney Finegold, William Parker,
Curtis Huttenhower y Petra Louis, que leyeron el borrador, respondieron
preguntas y se entusiasmaron con 10% humanos. Gracias, además, a los
muchos científicos de investigación a cuyo trabajo me refiero sin mencionar
explícitamente su nombre. Muchísimas gracias a Ellen Bolte, por las muchas
horas de conversación y por compartir su historia y la de Andy: Ellen, me has
sido de gran estímulo. Y muchísimas gracias a Peggy Kan Hai por
permitirme compartir su historia y ser una fuerza tan positiva.
Estoy enormemente agradecida al magnífico equipo de HarperCollins de
ambos lados del Atlántico. Arabella Pike y Terry Karten asumieron con
entusiasmo y comprendieron que 10% humanos era un libro sobre la
humanidad, no (solo) sobre los microbios: gracias. Gracias también a Jo
Walker, Kate Tolley, Katherine Patrick, Matt Clacher, Joe Zigmond,
Katherine Beitner, Steve Cox y Jill Verrillo. Muchísimas gracias a mi agente
Patrick Wash, cuyo ánimo hizo posible que no cejara en mi empeño, y al
equipo de Conville & Walsh, en particular a Jake Smith-Bosanquet,
Alexandra McNicoll, Emma Finn, Carrie Plitt y Henna Silvennoinen, cuyos
correos a menudo me sirvieron para organizarme. Gracias a los creadores de
Scrivener por, de algún modo, permitirme intervenir en el crecimiento de mi
propio libro.
Gracias al grupo Amphil Writers, en particular a Rachel J. Lewis, Emma
Riddell y Phillip Whiteley, por sacarme de casa al menos una vez al mes. A
mis amigos, gracias por no tomarse mi ausencia como algo personal, y por no
dejar de preocuprase por mí. Y gracias al profesor Watson y a la señorita
Adenine por su estímulo intelectual. Gracias a mis padres, que han estado a
mi lado en todos mis problemas de salud y que nunca dudaron de mí; en
particular, a mi madre, por escuchar los interminables repasos y revisiones.
Gracias en especial a mi mejor amigo y hermano mayor, Matthew Maltby, el
maestro cuentacuentos, por todo el tiempo que me ha dedicado y por seguir
diciéndome la verdad, a pesar de mi reacción ante ella. Por último, gracias a
Ben, por su fe inquebrantable en mí y por gestionar con tanta elegancia el
paso de aquello que tiene que ver con los murciélagos, por la mañana, a
aquello que tiene que ver con los microbios, por la noche.
* Palabra inventada que suena casi igual que «transfusión», pero cuya sílaba intermedia poo que
sustituye a «fu» significa «caca» en inglés. (N. del t.)
* Véase la nota de la página 318. (N. del t.)
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