5 Antropologia Tomas Melendo
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Como la libertad señala y caracteriza a la persona en cuanto tal, lo más personal resulta más libre,
y lo menos personal, menos libre. Y, así, a la hora de satisfacer las necesidades de comida y
bebida, el hombre puede ejercer cierta libertad, que lo discrimina ya de los animales inferiores.
1. No sólo tiene posibilidad de elegir entre los variados tipos de alimento, sino que, además, y en
última instancia, es capaz de sustraerse a la solicitación del apetito, y abstenerse de probar bocado
o de ingerir líquido alguno, aun cuando el hambre o la sed sean acuciantes.
2. Pero esta libertad, relacionada con el instinto de conservación individual, es relativamente
escasa, pues tiene unos límites muy claros:
2.1. El hombre no puede decidir dejar de sustentarse más allá de un determinado lapso de tiempo,
so pena de que la dieta acabe por afectar gravemente a su salud o, incluso, le acarree la muerte.
2.2. Luego, en lo que atañe a la nutrición, el ser humano participa escasamente de la libertad de su
propio espíritu, quedando en parte aherrojado por las leyes que determinan el dinamismo de lo
estrictamente biológico.
Lo cual, como acabo de señalar, es un índice de que la tendencia a comer y beber afecta menos a
la persona en cuanto tal, en cuanto persona, y resulta menos impregnada de personeidad —menos
personal— que el ejercicio de su sexualidad… que, por eso, se acerca más a las condiciones
estrictamente personales.
Entre los seres humanos, la sexualidad participa en muy notable medida de la condición
personal: está personalizada
Libertad de la sexualidad
Y, en efecto, la sexualidad humana es mucho más libre que el resto de las tendencias que se dan
en el hombre.
1. Por naturaleza, éste tiene la capacidad de ejercerla con relativa independencia de sus impulsos,
sin que ello —a pesar de cuanto se haya dicho en contra— provoque la más mínima perturbación
de su equilibrio vital y psíquico.
2. El ser humano puede conservar enteramente la plenitud de su salud y su vida, aún cuando se
abstenga de llevar a cabo la unión sexual en ésta o aquella circunstancia o, incluso, de manera
absoluta: por sí misma, la renuncia completa al uso de la genitalidad no constituye la más mínima
traba para su desarrollo físico y psíquico.
Utilizando adrede términos de origen freudiano, para que sus afirmaciones resulten más netas,
sostiene un experimentado psiquiatra, con muchos años de vuelo en la Europa Central: La
observación libre de prejuicios del comportamiento humano ha hecho posible que la psicología
más reciente reconozca que la represión del instinto es tan humana y natural como la satisfacción
del mismo, y que la una y la otra son causa de salud o enfermedad, de serenidad o de inquietud,
de placer o de disgusto, según la relación que mantienen con la entera escala de valores
específicamente humanos. Respecto al llamado “instinto” sexual, tiene el “amor” un papel decisivo:
la continencia “por amor” produce calma y libertad de espíritu, lo mismo que la relación sexual
llevada a cabo también “por amor”. La disposición íntima de la persona, que plasma y colorea el
mundo entero, se traduce en las relaciones interpersonales y, especialmente, en el modo de ser y
de existir-con-el-Otro-del amor.
Conclusión: por estar más estrechamente asociada al dinamismo espiritual del individuo humano,
por participar más estrictamente de ese tipo de alma, la sexualidad se reviste con las prerrogativas
propias de semejante espíritu, entre las que destaca —como acabamos de ver— la libertad.
Curso Superior de Educación de la Afectividad y de la Sexualidad
También en este caso se advierte una mayor interiorización de la tendencia sexual respecto a los
instintos inferiores. Porque, prosigue Guitton, … cuando queremos alimentarnos no distinguimos
entre tal o cual perdiz, tal o cual trucha. El paladar más delicado distingue la cosecha y acaso el
plantío, pero no el viñedo ni el racimo. La individualidad de la materia se nos escapa, y nos
contentamos con el pan y el vino como el lobo se contenta con la oveja. Y lo mismo ocurriría con la
generación si el hombre no fuera espíritu y libertad antes de ser carne.
Como lo es, por el contrario, la sexualidad puede ser personalizada. Y ello va unido a la libertad
que la configura intrínsecamente, en virtud de su incardinación en un ser espiritual y que podría
condensarse en estas afirmaciones:
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1. Puesto que nuestro comportamiento no responde a un instinto, sino a una tendencia —por lo
tanto, controlable—, no estamos obligados a ejercer nuestra genitalidad ni a entregar la sexualidad
a ningún individuo determinado.
2. Podemos libremente escoger el término personal, intransferible, de ese ejercicio y de ese don.
3. Está en nuestras manos personalizar la sexualidad.
Libertad y singularidad «sexuales», al servicio del amor
Y, como consecuencia de tal personalización, el sexo es capaz de participar activa, profunda y
abundantemente en el dinamismo constitutivo del amor.
Es decir: podemos amar también con el sexo, comunicarnos o entregarnos gracias a él, elevándolo
infinitamente por encima del ejercicio que del mismo hacen los animales irracionales.
Debido a su pertenencia a un ser espiritual, la sexualidad humana es capaz de transformarse,
formalmente, en don, en culminación de la entrega propia del amor.
En relación con este extremo, conviene no olvidar lo que ya vimos: que amar era corroborar en el
ser a la persona querida, con todas las consecuencias que esa confirmación lleva consigo; y que
consistía también, desde una perspectiva casi coincidente con la anterior, en elegir el término de
nuestros anhelos, ratificarlo en su estricta individualidad irrepetible… y entregarse a él de por vida.
Víctor Frankl lo recuerda con palabras claras, que constituyen cierto eco de cuanto estudiamos al
hablar del amor.
El amor no tiene nada que ver con un compañero anónimo de relaciones instintivas; por ejemplo, un
compañero que se puede cambiar a menudo por otra persona que tenga propiedades idénticas. En el caso del
individuo elegido instintivamente no se busca a la persona, sino un tipo […]. El compañero en una relación
puramente instintiva (también el compañero en una relación social) es más o menos anónimo. En cambio, al
compañero en una relación de amor verdadero se le trata como una persona, se le considera como un tú. Por
tanto, podríamos decir que amar significa poder decirle “tú” a alguien; pero no solo esto, sino poder decirle
también “sí”: esto es, no solo aprehenderlo en toda su esencia, en su individualidad y unicidad, tal como
hemos dicho anteriormente, sino aceptarlo en todo lo que vale. Así pues, no consiste en ver solo el “ser-así-y-
no-de-otro modo” de una persona, sino en ver al mismo tiempo su 'poder-ser', esto es, ver no solo lo que
realmente es, sino también lo que puede ser o lo que deberá ser. En otras palabras, citando una hermosa
frase de Dostoievski: “Amar significa ver a la otra persona tal como la ha pensado Dios”.
Cuestión de orden
Por eso «querer el bien para otro» lleva consigo, en este caso, articular los tres ingredientes recién
enunciados de manera que, aunque no siempre con plena conciencia, el más noble y altruista —el
amor voluntario— se constituya en motor y guía del afán de complementación y del placer derivado
de la cópula.
Y el peligro que impediría la personalización existencial radica, precisamente, en que esa
necesaria jerarquía puede desintegrarse, de modo que el placer se transforme en único móvil de la
vida conyugal o sexual, o que, trascendiendo levemente esa perspectiva, en el trato matrimonial se
busque en exclusiva el propio contento o incluso la propia perfección como persona.
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En ninguno de estos dos casos podrá decirse que «se quiere el bien para otro».
¿Cuándo, por el contrario, puede establecerse fundadamente esa afirmación? Antes de avanzar
una respuesta, querría hacer una observación casi innecesaria: los dos integrantes del uso del
matrimonio que el amor ha de supeditar a sí, personalizándolos, en modo alguno deben ser
calificados como ilegítimos ni, en consecuencia, han de quedar excluidos de la vida conyugal.
Cada cual es bueno —en el sentido más cabal de este término— en su propio orden. El deseo de
la propia plenitud es bueno, además de inevitable; el placer derivado del coito es bueno, además
de natural.
Pero ambos, para personalizarse, han de ser reducidos a la categoría de corolario: esto es,
subordinados al amor personal, a la búsqueda lúcida y voluntaria del bien del otro en cuanto otro.
Por otra parte, los bienes más altos no deben someterse a los de menor calibre y entidad.
Síntesis
En consecuencia, una vida sexual ejercida bajo los auspicios del amor, una vida sexual
enriquecida por el don, por la entrega, una vida sexual jerarquizada y ordenada, desde los puntos
de vista ontológico, antropológico y ético, establece la siguiente gradación, un tanto
esquematizada, por razones de pura didáctica:
1. En primer término, se debe buscar el bien del cónyuge en cuanto persona y en cuanto cónyuge:
que sea, que sea bueno, como esposo, como padre y educador, etcétera; y, para lograr tal fin, hay
que ponerse totalmente a su disposición, a su servicio: en el alma y en el cuerpo.
2. A continuación, se puede procurar el propio bien personal, sin anteponerlo nunca al de la
persona con quien se está unido en matrimonio; más aún, según acabo de sugerir, hay que tener
de nuevo en cuenta que lo que perfecciona al hombre como persona, lo que hace de él un ser
plenamente humano, es la búsqueda del bien ajeno y la entrega amorosa que esa solicitud lleva
consigo.
3. En tercer lugar, cabe establecer como meta el proporcionar el placer de la unión al propio
cónyuge: semejante deleite es antropológica y éticamente bueno, y puede y debe ser procurado,
siempre que no se anteponga o, menos todavía, elimine la consecución de bienes más altos, como
podrían ser el auténtico amor o la fecundidad conyugal, los hijos.
4. Por fin, en última instancia, y supeditado a los otros tres bienes, resulta legítimo andar en pos
del propio placer; instalado en el lugar que le corresponde —el que señala una correcta
antropología de la vida sexual— es también algo bueno y deseable.
(Aunque, como es obvio, esta especie de complicada jerarquía no se plantee explícitamente en
cada relación, que es mucho más natural y espontánea, sino que constituya la disposición habitual
del buen amor entre los esposos… que se unen íntimamente, sin tener que pensar más, cuando el
conjunto de las circunstancias los conduce a ello.
Por otra parte, tampoco estimo necesario detenerme a explicar que la especie de fragmentación de
elementos que he llevado a cabo es el resultado de una abstracción o separación de hechos que
en la realidad se interpenetran mutuamente y en los que se pone en juego, como me gusta repetir,
toda la biografía, que, en este caso, es individual y de los cónyuges.)
Recojo un par de citas al respecto:
… “subjetivamente”, los estados psíquicos que acompañan este comportamiento se sitúan […] en
muchos otros momentos y situaciones psíquicas de la vida afectiva y emotiva de la persona y de la
pareja. Mirándolo bien, la “psicología”, es decir, la vida interior que en el individuo subyace en la
relación sexual, va siempre más allá del tiempo y del espacio del momento dado, llevando consigo
el “pasado” y el “futuro”, ampliándose a toda la relación entre las dos personas y, en ese instante,
al “modo” en que el individuo está viviendo esa especial relación, que quedará después grabada en
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él. Además, por mucho que se quiera describir esta realidad en términos generales, en cada pareja
y “en su presente histórico” será siempre distinta y única.
En la pareja enamorada, es evidente que el placer, por todo lo que el sexo brinda en la relación de
amor, es mucho más amplio que el placer meramente físico que les puede ofrecer el acto sexual
en sí. Cuando la sexualidad se expresa, en el momento oportuno, buscando “también” el placer de
la relación sexual y, al mismo tiempo, adaptándose a la intencionalidad del amor, es decir, en una
relación profunda y activa, de comunicación del ser de la persona con el de la persona amada,
aquella desarrolla entonces toda su fuerza positiva.
Y es el orden que acabo de esbozar el que permite existencialmente, en la vida vivida, elevar la
sexualidad a la noble categoría de expresión y ejercicio del amor, del don personal genuino; a esa
condición cuya conquista ha sido esencialmente posibilitada por la incardinación del sexo en un ser
dotado de espíritu.
Un apéndice fundamental
Y todo ello, puesto al servicio del engrandecimiento personal humano de cada uno de los
cónyuges, que es la manifestación más clara del amor.
Según sostiene Alberoni, confirmando ideas que he expuesto en otros lugares:
Para que haya amor, es preciso que el amante haga germinar posibilidades latentes o contenidas
de nuestro ser.
Y, también: Todo enamorado se esfuerza por poner en evidencia aquello que considera lo mejor de
sí mismo. Y hace de todo para adecuarse, para estar a la altura de esta imagen ideal. En síntesis,
se esfuerza por ser lo que quisiera ser. De ello brota un formidable empuje hacia el mejoramiento
de sí mismo.
En lo que ahora nos atañe, y como antes apunté, a través del trato mutuo —también del íntimo— la
mujer descubre y hace crecer ulteriormente su feminidad, de manera análoga a como el varón va
percibiendo e incrementando su masculinidad, que son la forma propia en que una y otro pueden
desplegar su condición personal, siempre masculina o femenina: pues la persona-humana sin más
—ni mujer ni varón— constituye una abstracción inexistente.
Según estudié en otro lugar:
1. La mujer acaba de desvelar y desarrolla su personeidad feme-nina en contacto y relación con el
varón en cuanto tal.
2. De manera análoga, el varón pone al descubierto la riqueza de su masculinidad y es capaz de
engrandecerla gracias a la presencia de las mujeres y, de forma muy particular, de aquella con
quien especialmente se relaciona.
3. En ese juego de complementariedad irremplazable:
3.1. Van saliendo a la luz y tomando forma todas las prerroga-tivas y atributos de lo humano,
suscitados cada uno de ellos preferentemente por la mujer o por el varón…
3.2. Para hacerlo conocer al otro cónyuge y ayudar a que lo encarne a su manera…
3.3. Con el fin de llevar a su relativa plenitud la perfección de «lo humano», que, como sabemos,
surge y se implementa solo en la complementariedad sinérgica de lo femenino y lo masculino: es
dual, según suele decirse.
Curso Superior de Educación de la Afectividad y de la Sexualidad
Bibliografía
SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
TORELLÓ, Juan Bautista, Psicología abierta, Rialp, Madrid, 1972.
CAFFARRA, Carlo, Ética general de la sexualidad, EIUNSA, Barcelona, 1995.
GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968.
FRANKL, Víctor, La psicoterapia al alcance de todos, Herder, Barcelona, 1983.
BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006.
VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987.
ALBERONI, Francesco, Te amo, Gedisa, Barcelona, 1997.