Moral Familiar
Moral Familiar
Moral Familiar
La moral de la familia trata desde la convivencia más común, profunda e íntima de la existencia
humana. Dentro de ella se produce una gama de relaciones y comprende algunos ámbitos: al
trato mutuo entre los esposos y de éstos con los hijos; a la relación de los hijos con los padres y
de los hermanos entre sí; a los vínculos que cohesionan a los restantes miembros de la familia,
tales como los abuelos y parientes, en general, así como a la intercomunicación de aquellas
personas que están llamadas a integrarse en la familia, cual es el caso de los novios, etc.
Este complejo y rico mundo de vínculos personales es tan íntimo, que alcanza el núcleo de la
persona misma. Por consiguiente, es claro que este valioso contorno humano que envuelve a la
familia ha de ser objeto de atención relevante por parte de la ciencia moral.
En riguroso paralelo con la importancia de la familia, se sitúan las dificultades, todas ellas
proporcionadas a la trascendencia personal y social de esta institución. Los problemas y
conflictos que dan lugar, surgen precisamente de su riqueza: en concreto, de la diversidad misma
de miembros que la constituyen, de la pluralidad de derechos y deberes que origina, de la
intimidad de cuestiones que en ella se ventilan, así como de los problemas que suscita su puesto
en el conjunto de la vida social. Estas complejas situaciones dan lugar a no pocos conflictos
morales, por lo que se requiere que su solución también se ajuste a unos principios determinados
de eticidad.
A estas exigencias éticas que acompañan a la convivencia familiar es preciso sumar las
cuestiones doctrinales que en ella se ventilan, para algunas de las cuales aún no se dispone de
una respuesta adecuada. Ya san Agustín ponía de relieve estas dificultades: “No ignoro que la
cuestión del matrimonio es muy oscura y muy complicada. No me atrevo a afirmar que haya
explicado todas sus implicaciones en esta obra o en otras, ni que siquiera pueda hacerlo, si se me
urge”1.
La relación entre la teología y las ciencias del hombre, puesto que la familia interesa tanto al
saber profano como a la ciencia teológica. En efecto, el matrimonio es la más natural de las
instituciones, pues toma origen en el ser mismo del hombre y de la mujer. Tanto de las ciencias
humanas como de los datos revelados, el teólogo de todos los tiempos ha reflexionado sobre el
ser del matrimonio, así como acerca de las exigencias morales que comporta.
Pero la reflexión teológica debe incorporar los resultados válidos de esas otras ciencias. De aquí
que la moral familiar ha de estar en dialogo con los distintos saberes. Especialmente se han de
tener en cuenta los hallazgos de las ciencias auxiliares, en especial de la psicología y la
antropología filosófica. También ha de prestar atención a la sensibilidad cultural de cada
generación en torno a estos temas, tal como se manifiestan, por ejemplo, en la literatura y en el
arte. Asimismo, ética teológica ha de tener a la vista la normativa jurídica que regula la familia
en los diversos países y Estados.
1
SAN AGUSTIN, De conj adult I, 1, c.25, PL 40, 469.
En el ámbito de la teología2, la institución matrimonial es objeto de Ética teológica, como
también de la Teología dogmática, que destaca el carácter sacramental del matrimonio, así como
de la naturaleza de la gracia que acompaña este sacramento. También es un capítulo destacado
del Derecho canónico, que da lugar al estudio de la naturaleza jurídica, los efectos jurídicos que
emanan de esta institución, así como de las condiciones que lo anulan. Por su parte la Teología
pastoral cada vez más se detiene en el estudio sobre la familia y el matrimonio. La teología
ascética con bastante cercanía a la teología moral trata también de la familia.
En lo que respecta a la metodología 3 hay que tener presente que confluyen lo que se entiende
como “ciencias del hombre” y lo específicamente teológico. Es necesario tener presente que en
el matrimonio están presentes la “naturaleza” especifica del hombre y de la mujer y el “querer de
Dios”. Y, dado que en el matrimonio convergen la “naturaleza” y el “sacramento”, la biología y
la gracia, el “estado” y la “vocación”, es preciso usar simultáneamente el saber racional y la
ciencia de la fe.
Este método obedece a la estructura propia del matrimonio considerado como institución natural,
la más natural de las instituciones, y como sacramento. Al mismo tiempo, este método, válido en
sí, resulta en la presente cultura de una especial eficacia dado que en la sociedad actual existe
una pluralidad de modos de entender el matrimonio, por lo que la Iglesia si quiere hacerse
inteligible, ha de partir, ciertamente, del modelo que representa la Revelación 4, con el valor del
matrimonio como institución natural.
ii. El modelo “moral de virtudes”, que pone énfasis en los tratados sobre la caridad, la justicia, la
fidelidad, la castidad. Como es sabido, esta sistematización fue elegida por Tomás de Aquino y
es seguida por los comentaristas a la Suma Teológica.
iii. El modelo del “seguimiento de Cristo”, que tiene poco desarrollo y se centra en iluminar
desde la fe el matrimonio y la familia cristiana. En efecto, la existencia histórica de Jesús de
Nazaret en el ámbito de una familia es una fuente inagotable de enseñanza moral. El modelo de
Jesucristo, que desarrolla su existencia terrena como hijo de la familia de Nazaret, es ejemplo
perenne de lo que ha de ser la familia cristiana.
2
En resumen, la familia y el matrimonio son objeto de estudio de diversas “ciencias del hombre” y tocan, al menos, cinco fronteras del saber
teológico: la dogmática, la pastoral, el Derecho canónico, la Ascética y la Teología moral. Ésta última hace su estudio siempre bajo la
consideración moral que evocan los diversos temas y situaciones.
3
La Gaudium et spes señala: “Los problemas se declaran con un punto de vista pastoral y se exponen de tal manera que no católicos y aun los no
cristianos pueden acoger, o al menos entender, la doctrina que se propone a los católicos. El orden de exposición parte generalmente de los
elementos llamados naturales, que luego se iluminan y se coronan por la doctrina sobre el sacramento y la vida específicamente cristiana”.
ActSyn, IV/I, 533.
4
En vista de la pluralidad de concepciones acerca del matrimonio que se da en la sociedad actual, la Ética teológica trata de perseguir estos dos
objetivos: salvar lo específico del matrimonio como sacramento para los católicos y proponer a los no creyentes el valor perenne del matrimonio
cristiano.
La familia de Nazaret con su ejemplo sigue siento el “lugar teológico” irrenunciable para la
consideración teológica del matrimonio cristiano5. Por ello, es importante que la doctrina sobre la
familia tenga como fuente los preceptos de la Revelación, las virtudes que han de practicarse en
la comunidad familiar y sobre todo el ejemplo de Jesús, que “vivió” y “enseñó” la existencia
humana en el seno de una familia.
La siguiente propuesta de estudio tiene relación con el Plan de Dios respecto al delicado tema de
la sexualidad humana. Partimos de lo que la moral plantea a partir de las virtudes cristianas cuya
meta es el amor, del que nacen o parten la comunión y la responsabilidad. A continuación, nos
detendremos a analizar elementos de la antropología que orientan y sustentan un conocimiento
de la sexualidad en función de los fines del matrimonio y la familia.
La moral matrimonial desde el Magisterio de la Iglesia tiene una riqueza enorme y está para dar
respuesta a las distintas concepciones e ideologías que hoy plantean modelos diversos y
contrarios a una sana antropología, este será el tema del quinto tema. En el capítulo número seis
daremos lugar a las ofensas a la dignidad del matrimonio cristiano. Si la base de la familia es el
matrimonio la humanidad podrá tener la consciencia de un futuro con esperanza. En el último
capítulo de este estudio se dirá algunos elementos más de la virtud de la castidad y la virginidad
como forma de vida que fecunda la vida de este mundo. Lograr encontrar una relación entre vida,
castidad, virginidad y santidad es lo que se querrá lograr.
Después de este recorrido se espera tener más elementos en causa para la formación de los
criterios eclesiales6 que forman parte de lo que se conoce como “acompañamiento”,
“discernimiento” e “integrar” que señala el Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitiae,
espacio para nuestro apostolado en favor de quienes han recibido el llamado a vivir la vocación
del matrimonio, icono de la presencia de Dios en medio de esta sociedad desacralizada,
descristianizada y en profunda crisis de fe.
5
Cf. FRANCISCO, Exhortación Postsinodal “Amoris Laetitiae”, n. 30.
6
Cf. FRANCISCO, Exhortación Postsinodal Amoris Laetitie, de manera especial el capítulo VIII, donde el Pontífice se detiene a poner las
“coordenadas” de un verdadero apostolado en favor de la familia y el matrimonio.
CAPÍTULO 1. EL PLAN DE DIOS RESPECTO A LA SEXUALIDAD HUMANA
El Magisterio de la Iglesia recoge muy hermosamente el llamado que Dios hace al ser humano a
vivir la vocación que contempla las virtudes esenciales para que su Plan también se lleve a cabo
en la sexualidad humana. “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza 7: llamándolo a la
existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor8 y vive en sí mismo
un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola
continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y
consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión 9. El amor es por
tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano”10.
“Creó, pues, Dios al ser humano a imagen y semejanza suya, a imagen de Dios los creó, macho y
hembra los creó” (Gen 1, 27). Al crear Dios al varón y a la mujer a su imagen inscribe en la
humanidad de cada uno de ellos la vocación del amor y de la comunión y, consiguientemente, la
capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión, cuyo fruto debe ser una nueva vida
humana: “Y los bendijo Dios, y les dijo: sean fecundos y multiplíquense, llenen la tierra y
sométanla” (Gen 1, 28)11.
Cada uno de los dos sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera distinta, imagen del
poder y de la ternura de Dios. La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una
manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador: “El hombre deja a su
padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gen 2, 24)12.
7
Cf. Gen 1, 26.
8
Cf. 1 Jn 4, 8.
9
Cfr. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 12.
10
JUAN PABLO II, Exhortación Postsinodal Familiaris Consortio n. 11.
11
Cf. Catecismo de Iglesia Católica n. 2331.
12
Idib, n. 2335.
13
Comentado este pasaje, la Biblia de Navarra señala: Dios sigue buscando el bien del hombre que ha creado. El hagiógrafo lo expresa, de forma
antropomórfica, presentando a Dios como a un alfarero que se da cuenta de que su obra ha de ser perfeccionada. Todavía no está incluida la
creación del ser humano: le falta poder vivir en profunda y completa unión con otro ser humano. En los animales, creados también por Dios, el
hombre no encuentra compañía apropiada, de su mismo rango, por lo que Dios crea a la mujer del mismo cuerpo del hombre. Entonces sí que
existe la posibilidad de comunicación personal para el ser humano. La creación de la mujer refleja, por tanto, la culminación del amor de Dios
hacia el ser humano tal como lo creó.
Pues yo les digo: ‘Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su
corazón’” (Mt 5, 27-28). El hombre no debe separar lo que Dios ha unido14.
1.1. El amor
El amor es la cumbre y la cima de la vocación humana al ser y al ser-así 15. Esta profunda
convicción que brota de la genuina experiencia de lo humano, no ha sido contradicha por la
revelación16. También cuando es vista a través de la fe, la humana peripecia se descubre
enraizada esencialmente en el amor y dirigida al amor que, ahora sí, se percibe en el mundo
inabarcable de la trascendencia.
“En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un
espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca
también el cuerpo humano y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual. La Revelación
cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona
humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia,
son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su «ser imagen de Dios»”17.
No es fácil hablar del amor. Ya Cicerón afirmaba que “amar es tener la dilección de aquel que
amas, sin buscar en ello ninguna utilidad, la cual, sin embargo, brota de la misma amistad cuando
menos tú la persigues”18.
Pero cuando se habla del amor la primera tentación es de sublimarlo hasta las nubes. Y eso
resulta peligroso. Porque, al no aspirar a poder conseguirlo, se puede renunciar a construirlo. El
desencanto ante un amor demasiado difícil, demasiado lejano, puede evocar en la evasión. La
verdad es que el amor es exigente. Presentar el amor como un sentimiento coronado de laureles
heroicos es también una tentación para la persona que ha de vivirlo en la cotidianidad del trabajo
y del hogar. El amor, como la libertad, cristaliza en cosas pequeñas, imperceptibles casi. La otra
tentación es trivializar las cosas del amor, como si este fuera un sentimiento sin importancia,
como algo muy fácil.
Superadas esas tentaciones, la actitud más auténtica ante el amor habría de ser el asombro. A las
personas de hoy nos falta la capacidad nos falta la capacidad para la respetuosa admiración de
ese milagro que es siempre el amor. Porque el amor, como todos los milagros que cada día
acontecen ante nosotros, constituye la revelación más honda, la más fascinadora y la más simple,
por tanto, del sentido de la vida. Y ese sentido sólo puede ser percibido por unos ojos capaces de
abrirse en gratitud ante el misterio.
14
Catecismo de Iglesia Católica n. 2336.
15
MANZANEDO, M. F., “Propiedades y efectos del amor”: Studium 25 (Madrid 1985) 7-18.
16
Véase el número monográfico de Lateranum 51/1 (1985).
17
JUAN PABLO II, Exhortación Postsinodal Familiaris Consortio, n. 11.
18
CICERÓN, De amicitia 27.
1.2. La comunión
La comunión con el tú, único e irrepetible, incluye, por tanto, algunas condiciones
imprescindibles como: libertad, gratuidad, respeto, cuidado. Y disponibilidad para la unión de los
diversos. La descripción de los pasos y escalones en ese acercamiento al verdadero encuentro
interpersonal que es el amor nos sugiere ya, al menos, tres conclusiones importantes que habrá
que mantener respecto al misterio del amor que la virtud de la castidad trata de tutelar. El amor
es siempre un camino:
Un camino que está presente también, y con igual densidad y semejantes exigencias, en la
opción celibataria.
Esta visión novedosa y empírica tiene ya su inicio desde los escritos antiguos. Ricardo de San
Víctor, señala que el amor (la caridad) se vincula a la felicidad, pero también al encuentro de dos
personas que se autocomprenden y actúan como tales. El amor hace vivir a las personas en
comunión: las lleva a estar juntas, trabajar juntas, sentirse juntas, padecer juntas (sym-patheia), a
ser penetradas por una respiración común y cósmica (sym-phonia). Como consecuencia de ello,
las personas que aman y se saben amadas descubren la armonía y complementariedad entre el yo
y el tú, el yo y la sociedad, el yo y el universo.
Los contrastes y las armonias entre la voluntad del varón y de la mujer se manifiestan sobre todo
en el ámbito familiar; un hombre de voluntad que impone su autoridad puede, con sus exesos,
provocar una conducta de defensa, pero no suscita disgusto; la mujer protege contra el querer del
varón que actúa con demasiada intransigencia. En cuanto al amor, la mujer trata de agradar,
mientras que el hombre se esfuerza por se dominado.
Sonet en su libro Scorpire l’amore (descubrir el amor) presenta en forma esquemática y gráfica
las diferencias entre la manera de amar del uno y de la otra:
El varón: La mujer:
Da importancia a dimensión carnal Da relieve a la dimensión afectiva
Son importantes las acciones Son importantes las palabras
Él manifiesta un amor excitante Ella, un amor subterráneo y progresivo
El amor de él es adorante El amor de ella es estático
El amor de él es conquistador Ella quiere ser protegida19.
19
Cf. SONET, Denis. Scoprire l’amore, SEI, Turín, 1990, pp. 14-21.
La superación del machismo y el freno que se pone hoy a un extralimitado feminismo conducen
a la búsqueda de un justo equilibrio: las diferencias entre varón y mujer no deber mirarse desde
el ángulo de la desigualdad, de la rivalidad, sino desde la perspectiva de la reciprocidad y
complementariedad de los sexos. F. Podimattan, un teólogo católico hindú, ha sugerido algunas
implicaciones prácticas:
El célebre poeta Víctor Hugo intentó hacer la conciliación entre los atributos del hombre y de la
mujer con una bella página:
El hombre es la más elevada de las criaturas; la mujer el más sublime de los ideales. Dios hizo
para el hombre un trono, para la mujer un altar; el trono exalta, el altar santifica.
El hombre es genio, la mujer es ángel; el genio es inconmensurable, el ángel es indefinible.
La aspiración del hombre es la suprema gloria, la de la mujer la virtud extrema; la gloria hace lo
grande, la virtud hace lo divino.
El hombre tiene la supremacía, la mujer la preferencia; la supremacía significa la fuerza, la
preferencia representa el derecho.
El hombre es fuerte por la razón, la mujer es invencible por las lágrimas; la razón convence, las
lágrimas conmueven.
El hombre es capaz de todos los heroísmos, la mujer de todos los martirios.
El hombre es código, la mujer es evangelio; el código corrige, el evangelio perfecciona.
El hombre es un templo, la mujer es sagrario; ante el templo nos descubrimos, ante el sagrario
nos arrodillamos.
El hombre piensa, la mujer sueña; pensar es tener en el cráneo una larva, soñar es tener en la
frente una aureola.
El hombre tiene un fanal, la conciencia; la mujer una estrella, la esperanza; el fanal guía, la
esperanza salva.
En fin, el hombre está colocado donde termina la tierra y la mujer donde comienza el cielo 21.
1.3. La responsabilidad
Una muestra de esta valoración reciente por parte del Magisterio pontificio es la afirmación de
Juan Pablo II en su carta encíclica Veritatis splendor. “En realidad sólo con la referencia a la
persona en su totalidad unificada, es decir, ‘alma que se expresa en el cuerpo informado por un
espíritu inmortal’, se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo” (VS
50).
20
Cf. PODIMATTAN, Felix, Sexuality today, IJA Publications, Bangalore, 1991, pp. 133-152.
21
BOTERO, Silvio. Dinamicas grupales de reflexión, San Pablo, Bogotá, 1999, p. 125.
Se hace necesario establecer en torno a la familia, a la escuela, a la sociedad, una gama de
valores comunes acerca de la sexualidad para lograr una cierta convergencia hacia una propuesta
básica de la educación sexual; sobre todo hoy, cuando los criterios son a veces tan divergentes
por razón de una determinada filosofía o concepción de la sexualidad, de la vida, de la existencia
del hombre y de su misión en el mundo presente.
No es tarea fácil porque dentro de una sociedad pluralista, como la actual, pueden presentarse
diversas opciones; de hecho, Galli presenta tres posibles posiciones: una primera es la
neutralidad que consiste en la “abstención de los profesores de tratar todos los temas que afectan
a la conciencia de los alumnos, en este caso, la sexualidad”. Se plantea entonces la alternativa:
informar o formar (con el sentido de educar). A este propósito, afirma Galli: “La actitud mental
de neutralidad es lo más antieducativo que existe, pone a adultos y menores en una situación
insostenible, interrumpiendo el intercambio leal de valores”22.
La tercera posición opta por el pluralismo ideológico en que se pasa del pluralismo conflictivo al
pluralismo dialógico. “Pese a las discrepancias, intolerancias y contradicciones, cuando los
profesores están animados por el deseo vivo de servir a los alumnos, no es difícil encontrar
amplios espacios para un feliz entendimiento educativo entre personas que se adhieren a las
diferentes antropologías”23.
Hacer que el sujeto descubra gradualmente su identidad sexual (de varón o de mujer) y
asuma con gozo su propia individualidad sexuada.
Educar la conciencia acerca de los aspectos psicológicos y ético-religiosos para que el sujeto
tenga un cuadro de referencia para valorar hoy la sexualidad en el contexto social.
22
GALLI, Norberto, Educación sexual y cambio cultural, Herder, Barcelona, 1984, p. 291.
23
Íbid., p. 294.
Orientar al educando hacia la plenitud de sus aptitudes masculinas y femeninas,
proporcionándole la información necesaria para el desarrollo de sus virtualidades y la
superación de los estereotipos que se han difundido tradicionalmente.
Estimular al joven para que adquiera el sentido de responsabilidad y, así, la decisión personal
sea reflexiva y ponderada, evitando cualquier imposición o adoctrinamiento indebido.
Que la escuela se esfuerce en educar en forma abierta, respetando la libertad que corresponde
a cada alumno.
Que los jóvenes comprendan que el amor se manifiesta como oblación que asume y
transfigura la dimensión erótica; que entiendan que el compañero jamás puede ser
instrumento de placer, sino un ser que lo enriquece con su oblatividad.
La condición de la mujer debe quedar por encima de los prejuicios que la han denigrado; la
mujer es una persona que, como el hombre, posee los mismos derechos-deberes y está
comprometida al igual que el varón en el desarrollo de la sociedad.
Se debe añadir una orientación más todavía: que varón y mujer comprendan que la alteridad
sexual, la atracción recíproca, son en vista a la comunión interpersonal que se realiza a través de
la amistad heterosexual, en la vida de pareja y también en la vida celibataria (no por egoísmo)
sino para el servicio de la comunidad24.
24
Cf. GALLI, Norberto. Educación sexual y cambio cultural, o. c., 295-296.
CAPÍTULO 2. COMPRENSIÓN ANTROPOLÓGICA DE LA SEXUALIDAD
El ser humano es mucho más que un ser sexuado y su sexualidad no es más que un elemento de
la estructura total de la persona, a la que lo sexual está ordenado. En este sentido encaja bien la
afirmación de que la sexualidad está ordenada a la persona y no ésta ordenada a la sexualidad. Y
Aunque la dimensión sexual es algo que corresponde a la corporeidad, sin embargo, penetra a
todo el individuo, particulariza su carácter personal y ordena la vida comunitaria. Igualmente, la
sexualidad aparece en todos los comportamientos y diversifica la manera de ser, de pensar, de
sentir y de amar. Es así como existe una manera propia de ser varón y de ser mujer.
La sexualidad humana no debe ser confundida con la genitalidad ni reducida a una finalidad
procreadora. Reducir esta dimensión únicamente a actos genitales es desconocer el significado
más profundo de la corporeidad y hacer que el cuerpo se convierta en un elemento productor de
satisfacciones materiales y no en un lugar de encuentro gozoso y fecundo con el otro.
Por eso, afirmar que la comunicación de unos con otros es posible por el cuerpo, no quiere decir
que el espíritu nada tenga que ver con esa relación, es decir, con la dimensión social del
individuo. La sexualidad, que es una dimensión inseparable del cuerpo, requiere ser tenida en
cuenta en la condición de estar al frente al otro en una relación interpersonal.
25
Cf. BOTERO, Silvio, Hacia una antropología teológica de la sexualidad. En búsqueda de una nueva comprensión, San Pablo, Bogotá, 2012, pp.
41-60.
La totalidad humana se manifiesta como una realidad completamente distinta de cualquier otro
fenómeno viviente. Los miembros del cuerpo humano no se pueden mirar solamente desde el
punto de vista anatómico o fisiológico, por lo cual cualquier expresión corporal se ilumina
cuando se hace lenguaje que se quiere comunicar. El ojo de un ser humano no sólo sirve para ver
ni la mano sirve únicamente para tocar: más allá de uno y lo otro está la ternura de una mirada o
el calor de un amistoso apretón de manos.
La corporeidad aparece bajo las características de varón y de mujer. Cada uno tiene su estilo
peculiar y su manera de relacionarse; el espíritu se encarna en un cuerpo que, necesariamente,
tiene que ser masculino o femenino. Dado que la sexualidad le pertenece al ser de la persona, no
hay razón para considerar esta dimensión como algo indigno del ser humano. La diferenciación
sexual corresponde al plan de Dios, por cuanto penetra toda la persona corporal y
espiritualmente.
Cuando el amor auténtico acerca con plenitud, la ofrenda del cuerpo se hace símbolo y palabra
de un diálogo íntimo. Así, la sexualidad manifiesta una dimensión unitiva. Si la persona se
expresa, habla y se manifiesta a través de gestos, el sexo también participa de ese lenguaje
comunicativo. Solamente cuando la actividad sexual está penetrada por el amor auténtico deja de
ser una función biológica, para integrarse en una atmósfera humana sin la cual no es posible
comprender su verdadero simbolismo.
La sexualidad es una fuerza que requiere ser integrada desde el vínculo personal. Por esto debe
ser vivida desde el dominio interior de la persona, de tal manera que se convierta en fuerza
constructiva del “yo”, de la integración personal y de la relación interpersonal. Esta dimensión
juega, además, un papel importante en el desarrollo de la personalidad, por cuanto está ordenada
al sentido total de la existencia humana, a través del dinamismo interpersonal.
26
Cf. Ex 19, 10; Gn 35, 2.
realizando funciones de particular significado27. El sumo sacerdote recibió la investidura para
vestir los ornamentos propios del culto28, mientras que el pueblo extiende sus vestidos al paso del
rey29, como señal de acogida y de júbilo.
Vestido y desnudez aparecen como símbolos de realidades espirituales: Adán y Eva, por el
pecado, experimentaron la falta de armonía y tuvieron conciencia de su desnudez (cf. Gn 3, 7).
Dios los viste con túnicas de piel (cf. Gn 3, 21), vestido que afirma la dignidad del hombre,
aunque caído, y la posibilidad de revestirse de la gloria perdida. A menudo la historia de la
Alianza aparece simbolizada por el vestido que significa la gloria prometida y perdida.
El pueblo de Dios es infiel como esposa que se prostituye desnuda (cf. Ez 16, 15-18). El fiel está
llamado a despojarse del hombre viejo con sus obras, y a revestirse del hombre nuevo (cf. Col 3,
9-10; Ef 4, 24). Todos los bienaventurados llevarán vestiduras blancas lavadas en la sangre del
Cordero (cf. Ap 7, 14; 22, 14).
El vestido cumple, especialmente, estas funciones: protege la salud corporal, ayuda a adaptarse a
las variaciones de los climas y temperaturas. Está al servicio del pudor. Cumple una finalidad
estética: el cuidado y el buen gusto en el vestir son como el espejo de la personalidad. La virtud
de la elegancia exige que se evite tanto la extravagancia y la vanidad en el ornato, como el
descuido y el desorden en el modo de vestir.
El vestido tiene una función social. A menudo sirve para caracterizar funciones o situaciones
sociales o representativas. Así, por ejemplo, el sacerdote en el ejercicio de las celebraciones
litúrgicas se reviste de ornamentos suntuosos o artísticamente decorados, no por jactancia o
vanidad, sino para significar la grandeza y el esplendor de lo que está realizando, mientras que
los penitentes visten sencillamente para simbolizar abajamiento y mortificarse, como
manifestación de sobriedad y de templanza30.
Según el maniqueísmo, el cuerpo y la materia son creados por el reino de las tinieblas, por tanto,
también la dimensión sexual. Esta visión tiene sus raíces en el estoicismo, que llevó a un punto
de vista unilateral de la sexualidad, según el cual la procreación es considerada como su fin
exclusivo. El maniqueísmo también tiene sus raíces en el dualismo helénico, con su posición
despreciativa de la materia, y en el gnosticismo, que considera la materia como habitáculo del
mal. Los gnósticos y las tendencias maniqueas tuvieron su prolongación en los cátaros de la
Edad Media, que sostenían la coexistencia de dos principios fundamentales: el bien y el mal, al
tiempo que afirmaban que Dios creó a los ángeles y a los espíritus puros y que Satanás creó los
seres materiales.
27
Cf. 1R 22, 30; Hch 12, 21.
28
Cf. Lv 21, 10.
29
Cf. 2R 9, 13; Mt 21, 8
30
Cf. ANCILLI, Ermanno. Diccionario de espiritualidad, “Vestido”, Herder, 1983.
En el Renacimiento, el maniqueísmo tuvo su prolongación en “los alumbrados” o “místicos”,
para quienes el único método ascético es la contemplación intelectual de la esencia divina y el
total abandono del alma en esa intelección con lo cual se lograba, según afirmaban, tal estado de
santidad que ponían a sus miembros fuera de toda responsabilidad, por actuar bajo la directa
inspiración de Dios, lo cual dio origen a toda clase de abusos, perversiones y errores. Éstos se
llamaban a sí mismos “alumbrados” o “perfectos”.
El estoicismo tuvo una gran influencia, igual que el epicureísmo, ya que logró extenderse hasta
los pensadores romanos. El sabio estoico rechaza el hedonismo. En contra de los fugaces
placeres, se afianza en la virtud, que todo lo puede, que se satisface a sí misma; es autosuficiente.
El verdadero sabio, según el estoicismo, encuentra en la virtud un escudo contra los embates del
mundo exterior y los apremios de la sensibilidad.
El concepto de autarquía (autosuficiencia) es esencial en la ética estoica. Otra noción importante,
relacionada con la autonomía es la denominada, por los estoicos, apatía o carencia de afecciones.
Según ellos, para ser feliz hay que tener apatía, librarse de todas las pasiones y apetitos, pues
solamente así se llegará a ser realmente sabio, liberándose de las pasiones y mostrando
indiferencia o imperturbabilidad ante los placeres, los honores, las riquezas, los halagos. El sabio
es, entonces, un ser imperturbable y, por tanto, independiente y libre.
Verdadero ser humano es aquel que sale al encuentro de la muerte para librarse del cuerpo,
considerado como una realidad que aísla y separa, principio de individuación y de distinción,
más que de pertenencia a una familia común y de lazos recíprocos. Este cuerpo no funda la
comunidad, como en el pensamiento bíblico, sino que, por el contrario, determina la existencia
individual y, por ende, el individualismo31.
31
Cf. FISCHL, Johann. Manual de historia de la filosofía. Herder, Barcelona, 1995, pp. 90ss.
El platonismo condena el amor carnal como un pecado contra el espíritu. El abrazo carnal
entraña una degradación de la forma en sustancia y de la idea en sensación. El eros es invisible,
no una presencia; es la oscuridad que rodea la psique y la arrastra en una caída sin fin. Para
Platón, la sexualidad y la relación carnal, en cierto modo alejan de la divinidad. La alegría del
amor estaba en el amor mismo, mientras que para Aristóteles amar tiene el sentido de servir.
Una posición opuesta al maniqueísmo es el hedonismo, que ha hecho del placer su fin último y lo
ha constituido en regla y norma de la moralidad: considera moralmente bueno y lícito lo que
produzca satisfacción. No se trata de algo nuevo, pues en tiempos remotos pensadores paganos
consideraron el placer como el sentido propio de la sexualidad. También aparecieron corrientes
hedonistas entre algunos discípulos de Sócrates, contra las que tuvo que enfrentarse el
cristianismo primitivo. Esas corrientes, que en el transcurso de la historia tuvieron diversas
manifestaciones, han reaparecido en el tiempo actual con una fuerza sorprendente.
El hedonismo actual exalta el placer sexual como fuente de bienestar y de alegría, a la vez que
considera como un éxito el aniquilamiento de todo obstáculo que impida el logro de cualquier
satisfacción placentera; proclama, además, el derecho de utilizar el cuerpo sin limitación alguna.
El hedonismo representa una total ruptura con la mentalidad anterior respecto de la sexualidad
humana, que llega a un extremo radicalismo. Si antes se despreciaba lo corpóreo-sexual como
indigno del ser humano y se fomentaba un espiritualismo desencarnado, ahora se ha caído casi
que en una visión puramente biológica, materialista, con olvido de la dimensión espiritual.
Para una recta visión respecto de la sexualidad humana es necesario tener en cuenta,
conjuntamente, el sexo como obra de Dios, las consecuencias del pecado original y la obra de la
redención. Cualquier visión que se tome aisladamente haciendo a un lado u olvidando las demás,
conduce a una valoración errónea de la dimensión sexual. El cristiano debe tener en cuenta que
la persona, varón o mujer, mucho más que un ser sexuado, es imagen de Dios y que, por razón
del pecado original, en el campo sexual como en los demás aspectos de la vida humana, está ante
una lucha de la cual sólo podrá salir victorioso mediante el recurso a una oración constante, a un
santo respeto por el orden de la sabiduría divina y a una lucha incansable contra el mal. Para
alcanzar esa victoria no le bastará el respeto ante el misterio de la creación ni el optimismo que
inspira el hecho de la redención, como tampoco acudir a la desconfianza o a la fuga32.
En el pueblo de Israel la fertilidad aparece como una bendición de Dios, como un valor
fundamental: “No habrá en tu tierra mujer que aborte ni que sea estéril; y yo colmaré el número
de tus días” (Ex 23, 26). En este contexto, la esterilidad es considerada como un castigo, una
vergüenza, una maldición o un oprobio: “Su rival la zaheria para irritarla, porque Yahvé había
cerrado su seno” (1S 1, 6). El matrimonio aparece como símbolo de la Alianza; la prostitución y
el adulterio, como figuras de la infidelidad a la Alianza 33 por parte del pueblo de Israel (cf. Jr 3,
20).
Toda la persona, hasta en su estructura corporal, ha sido transformada por la presencia salvadora
de Cristo, por razón del bautismo. Por tanto, el cuerpo no es para la fornicación: “Pero el cuerpo
no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1 Co 6, 13). Pues la
donación del cuerpo supone la ofrenda de la persona total, lo que no se realiza en la unión con
una meretriz: “¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿había de tomar yo los
32
Cf. HÄRING, Bernhard. La ley de Cristo. Tomo III, Barcelona, capítulo 1, 2.
33
En la revelación neotestamentaria aparece el simbolismo nupcial aplicado a la Alianza de Cristo con la Iglesia: “Gran misterio es éste, lo digo
respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32).
miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? ¡De ningún modo! ¿O no saben que
quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella?” (1 Co 6, 15-16).
Los órganos genitales, tanto los del hombre como los de la mujer, están constituidos para que al
unirse corporalmente se puedan acoplar células procreadoras para la generación de una nueva
vida humana. Por esto, descartar de la actividad sexual la procreación, por voluntad humana, es
desintegrar su valor y su significado unitivo y procreador, los cuales son inseparables. Hay que
mirar la procreación humana desde un ángulo distinto a la de los animales, por razón del
designio amoroso de Dios de crear al ser humano a su imagen y semejanza, con un destino
trascendente.
Resulta importante tener siempre en cuenta que la procreación humana no es un puro fenómeno
reproductivo que termina con el alumbramiento, sino que supone un largo período de tiempo y
unas condiciones espirituales, psicológicas y ambientales que condicionan la evolución posterior
del nuevo ser. Como persona, el hijo debe ser mucho más fruto del amor que de la biología
paterna y materna.
Son muchas las heridas que se dan en el proceso de su desenvolvimiento por falta de acogida, de
cariño, de protección, de seguridad. Amor y procreación se exigen y se complementan cuando la
genitalidad se efectúa dentro de una relación personal. Entre las personas y los animales existe la
gran diferencia en el ejercicio de la sexualidad, dado que en el ser humano ésta debe regirse por
la razón, en tanto que en el animal se orienta por el instinto.
La unión sexual no es la única forma de unión personal. Más aún, cuando la unión sexual no está
penetrada por el amor de Dios impide la auténtica unidad personal. Considerada en su totalidad
humana, no es meramente biológica y psicológica, la unión sexual puede y debe ser expresión de
auténtico amor, lo mismo que contribuir a la conservación y a la afirmación de ese amor. Sin
embargo, conviene tener en cuenta que esa unión podrá ser totalmente humana si corresponde al
plan del Creador.
Es tarea de la persona establecer un orden razonable en sus actuaciones sexuales. A diferencia
del animal, cuya actividad sexual está regida por las leyes de la naturaleza, manifestadas en el
instinto, en la persona es tarea que le corresponde a la razón, por tanto, a la responsabilidad
personal. Esto indica que el ser humano no se debe entregar al impulso del instinto, sino que está
llamado a someter su actuación sexual a un recto orden de la razón.
Ni siquiera en el cristiano, por razón de serlo, los movimientos sexuales se integran por sí
mismos en una recta disposición general de vida, sino que es su tarea integrarlos en ese orden
mediante su cuidado y esfuerzo. No obra rectamente quien no quiere reconocer o asumir su
responsabilidad y da rienda suelta a los impulsos del instinto. Es equivocado y perjudicial el
intento de querer resolver la situación no queriendo saber nada de la sexualidad, considerándola
como algo negativo o tratando de desterrarla de la conciencia. Muchas veces esa responsabilidad,
desterrada de la conciencia o reprimida, irrumpe en forma de neurosis o de perversión sexual,
causando estragos.
Hay quienes afirman que es imposible un dominio sobre el instinto sexual, por lo cual hacen
aparecer la actuación sexual como una necesidad fisiológica irresistible. De acuerdo con ello,
contrariar esa necesidad sería perjudicial para la salud corporal y mental. Para quienes realizan
tal afirmación, la continencia sexual impediría la solución natural de tensiones, conduciendo a
perturbaciones que pueden originar neurosis. Sin embargo, contra tales teorías está el hecho
atestiguado por la historia de tantas personas continentes a base de dominio de sí mismas y, al
mismo tiempo, sanas física y psíquicamente.
Médicos y psicólogos honrados afirman, por razón de la experiencia, que la persona continente
conserva más sus energías físicas, mentales y espirituales. Es convicción de muchos, aun
paganos, que por el libre albedrío el ser humano tiene suficiente capacidad para orientar
debidamente su sexualidad. La solución está en un recto ordenamiento de la persona, en el cual
la educación en la disciplina de sí mismo desempeña un papel muy importante.
Hablar de disciplina del cuerpo no quiere decir que la dimensión corporal sea la única que haya
que disciplinar, sino que es toda la persona la que entra en un orden disciplinar educativo, pues
ni siquiera la educación física afecta sólo al cuerpo. Tratándose de una disciplina, en sentido
moral, es necesario tener en cuenta el valor de la ascética, dado que el mero ejercicio no
disciplina moralmente.
La moral cristiana ha valorado siempre la ascesis prudente y ordenada como medio para dominar
la sexualidad, en un doble sentido: en el encauzamiento de la dimensión sexual, que debe ser
tratada con respeto y dignidad, y en el dominio sobre las fuerzas del instinto, que debe estar
sometido a la razón, para que la persona no resulte dominada por lo instintivo, teniendo en
cuenta que en el ejercicio ordenado y responsable de la sexualidad se puede encontrar una fuente
de agrado más pleno y humano que el ocasionado por la simple satisfacción del instinto.
Ascesis quiere decir compromiso personal, consciente y libre, con el cúmulo de fatigas,
mortificaciones, penitencias, oración, trabajo, renuncia, sacrificios, que comporta un camino de
perfección, el cual toda persona está llamada a seguir. La ascética cristiana se resume en el
misterio de la cruz: morir con Cristo para resucitar con Él. A quien, sinceramente quiera ser
señor de su sexualidad, disciplinar su cuerpo y, con él su sexualidad, no le queda otro camino
que el de un esfuerzo ordenado, sin ser sofocante, mediante una ascesis asumida no por razón de
sí misma, sino como medio de conquista de las virtudes y liberación de los males: disciplina de
la mente, del corazón, de la imaginación.
La educación sexual positiva, recta, es base fundamental para cultivar la imaginación al servicio
de la libertad y la creatividad constructiva. La imaginación sexual será buena si ayuda al
crecimiento, si contribuye a una sexualidad madura y saludable. No obstante, se hace insana si se
refugia en la evasión y conduce a un culto idolátrico del sexo.
34
Cf. FERNÁNDEZ, Aurelio, Compendio de teología moral, Palabra, 1995, I. Impresión, pp. 382-383.
35
HÄRING, Bernhard, Libertad y fidelidad en Cristo, Tomo II, Herder, Barcelona, 1985, capítulo 10, 1.
Para comprender mejor nuestra realidad como imagen de Dios es necesario descubrir la unidad
de la persona y darse cuenta de que el cuerpo humano es comunicación, al igual que señalar que
la significación y la finalidad de la sexualidad se ponen de manifiesto en el cuerpo. Además, es
importante recalcar que a quienes buscan primero la significación de la sexualidad, que es
comunión en amor verdadero, se les manifiesta la auténtica finalidad de la misma sexualidad de
forma verdaderamente humana. El lenguaje humano alcanza su máxima expresión cuando una
persona le habla a otra claramente en una manifestación de alianza de amor. Presentar la
sexualidad en términos de su función procreadora es reducirla, pero todavía peor es el
comportamiento del sensualismo que le niega su significación de unión y de procreación36.
Cuando el amor auténtico acerca en plenitud, la ofrenda del cuerpo se hace símbolo y palabra de
un diálogo íntimo. Así, la sexualidad manifiesta una dimensión unitiva. Solamente cuando la
actividad sexual está penetrada por el amor auténtico deja de ser, simplemente, una función
biológica para integrarse en una atmósfera humana, sin la cual no es posible comprender su
verdadero su verdadero simbolismo. La integración depende de la calidad del dialogo sexual, que
incluye la totalidad de la vida y no solamente el acto sexual considerado de manera aislada.
La simple satisfacción se puede lograr mediante cualquier tipo de afectividad genital, pero el
placer humano y totalizante exige un contexto de amor y de compromiso. Quizá esto explique el
hastío de quienes, después de múltiples libertades de tipo sexual, lo único que les queda es el
sentimiento de frustración. Simplemente, se han acercado a la experiencia sexual en búsqueda de
un desahogo, de un escape, de una forma de entretenimiento, una gratificación o una especie de
droga o estimulante.
El placer, de suyo, es limitado y pasajero, por lo cual lo que parecía suficiente para hacer feliz a
alguien tiene como resultado un desengaño posterior. Cuando han desaparecido todas las
resonancias sentimentales, la experiencia sexual se reduce a una petición mecánica sin sentido.
Así, el placer queda desvinculado de lo único que podría darle consistencia y sentido humano; en
lugar de ser un motivo de encuentro, se convierte en factor destructivo. En cambio, cuando se
hace de la sexualidad una forma de encuentro y de comunión, el amor que está a la base de ese
encuentro se transforma en vida fecunda y se vive en intimidad conyugal.
36
Ibib, capítulo 10ª, 1.
El placer sexual, como algo peculiar, solamente representa un valor parcial de la persona, dentro
de una totalidad y multiplicidad de valores. Cuando el ser humano absolutiza este valor parcial y
se deja llevar sin freno por la búsqueda del placer, falla moralmente.
La moral no puede ser reducida a una simple conformidad con las tendencias biológicas, ni a
esquemas culturales prejuiciados, ni a simples leyes restrictivas, ni basarse en la costumbre, la
tradición o la moral. Necesita un análisis más crítico y profundo del ser y vivir del hombre real y
concreto. Todo intento hacia una visión más integral del hombre y de la historia, aun con todas
las deficiencias predecibles, será un paso adelante”37.
Se ha entendido por sexualidad la condición de los seres sexuados, particularmente del ser
humano. En antropología es una dimensión del individuo, distinguido como varón y mujer.
También ha sido entendida como una serie de comportamientos relacionados con el instinto
sexual y con las actuaciones de carácter sexual.
Santo Tomás de Aquino distingue tres clases de amor, conforme a las tres categorías de seres que
él considera: amor natural, por las cosas dotadas solamente de existencia; amor sensitivo, por los
seres dotados de un conocimiento sensitivo y amor intelectivo, por las criaturas racionales39.
Según el mismo autor, los elementos constitutivos del acto amoroso son: la concupiscencia y la
benevolencia40.
El amor concupiscente busca la propia satisfacción, tiende al otro en cuanto le puede aportar
algo, en cuanto pueda complacerlo, por lo cual es un amor interesado. El amor benevolente, en
cambio, busca el bien del prójimo, no se vuelve hacia sí mismo, sino al otro, por ser quien es; de
ahí que su característica sea la donación 41. Adicionalmente, se complace en la felicidad del otro
y, por eso, lo busca.
La amistad es una forma de amor recíproco entre dos personas. Establecer este tipo de relación
significa no solamente dar y recibir afecto, sino también abrir el espíritu y los bienes de una
persona a otra, en una actitud de comunión y de participación. En la Palabra divina encontramos
grandes modelos de amistad, tales como la que existió entre David y Jonatán (cf. 1S 18, 1; 19, 1-
7; 20, 1-42).
38
SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA , Orientaciones educativas sobre el amor humano, nn. 5-6.
39
Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, II-II, q. 26, a. 1.
40
Ibid, q, 27, a. 2.
41
El amor cristiano a Dios se debe entender como la adecuada respuesta al amor del Padre, recibido en Cristo. “Nosotros amamos, porque Él nos
amó primero” (1Jn 4, 19). A Dios se le ama por sí mismo y al prójimo por Él.
En el libro del Sirácida aparece el elogio de la amistad y su valor espiritual y humano: “El amigo
fiel es un apoyo seguro, quien lo encuentra, ha encontrado un tesoro. El amigo fiel no tiene
precio, su valor es incalculable. El amigo fiel es un elixir de vida, los que temen al Señor lo
encontrarán. El que teme al Señor orienta bien su amistad, porque, según sea él, así será su
amigo” (Si 6, 14-17).
Jesús reunió a sus primeros seguidores en una comunidad de afecto. A sus discípulos los llamó
amigos: “Les digo a ustedes, amigos míos: no teman a los que matan el cuerpo, y después de esto
no pueden hacer nada más” (Lc 12, 4). “Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo os mando.
No los llamo ya siervos porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los he llamado
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se lo he dado a conocer” (Jn 15, 14-15). El mismo
Jesús sostuvo amistad con Lázaro de Betania, por lo cual lo llamó amigo: “Nuestro amigo Lázaro
duerme; pero voy a despertarlo” (Jn 11, 11). Cuando les dice a sus discípulos: “Ámense los unos
a los otros como yo los he