Los Amo Hasta El Extremo. R. S
Los Amo Hasta El Extremo. R. S
Los Amo Hasta El Extremo. R. S
Antonio Pavía
«Porque os hago saber, hermanos,que el Evangelio anunciado por míno
es de orden humano, pues yo no lorecibí ni aprendí de hombre alguno,
sino por revelación de Jesucristo».
Gracias sean dadas a Dios,
El texto joánico que narra la acción de Jesús de lavar los pies a sus
discípulos (Jn 13,1-20), ha sido objeto de múltiples interpretaciones por
parte de no pocos exegetas de la Escritura. Dos de ellas son las que más se
han afianzado a lo largo del tiempo. La primera resalta la actitud de
humildad y rebajamiento de Jesús, actitud servicial que se señala como uno
de los signos distintivos de la comunidad cristiana. La segunda nos impulsa
más allá del gesto de Jesús de hacerse el último ante los suyos. Digamos
que explora el sentido catequético de la regeneración del hombre,
visibilizada en los pies lavados y limpios de sus discípulos.
Discutir o disertar acerca de la primacía de una interpretación sobre otra
nos situaría casi en el ámbito de lo ridículo. Supondría rebajar la insondable
riqueza de la palabra de Dios al campo de la competitividad. Además,
hemos de tener en cuenta que los distintos veneros catequéticos de un
mismo texto bíblico no son paralelos, sino que se entrelazan y se
complementan entre sí.
Dicho esto y dando, por lo tanto, la misma importancia a cada una de las
interpretaciones punteras, nos decantamos por sondear la segunda sin
prescindir en absoluto de la primera. Para ello partimos de la promesa que
Dios hizo llegar a su pueblo santo por medio de Ezequiel: «Os rociaré con
agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas
vuestras idolatrías os purificaré. Y os daré un corazón nuevo...» (Ez 36,25-
26).
El profeta hace mención a una purificación del hombre hecha por Dios
por medio del agua. Él limpiará su corazón de todas sus manchas y
corrupciones. Es una purificación que se lleva a cabo por la fuerza de la
Palabra que, como sabemos, se identifica frecuentemente con el agua en la
espiritualidad bíblica. Es más, Jeremías llamará a Dios Manantial de aguas
vivas (Jer 2,13).
Es el baño de esta agua purificadora el que provoca el cambio del
corazón del hombre, el que, con su fuerza, desestabiliza hasta derribar por
tierra todo ídolo consentido; esos que nuestras manos, enfermizamente
posesivas, han entronizado en nuestro corazón. Con ellos –que fueron
nuestros señores– bajo nuestros pies (Sal 110,1), podemos emprender el
camino de fe que nos hace llegar hasta la presencia de Dios, allí donde,
como dice el salmista, sólo pueden vivir los que tienen limpios manos y
corazón.
Este salmista se muestra bastante escéptico a la hora de juzgar si hay
alguien que pueda presentarse con esta limpieza requerida ante Dios. Sin
embargo, y con alegría desbordante, anuncia que sí, que hay alguien a quien
llama el Rey de la gloria –el Mesías– que flanqueará la puerta de los cielos.
Jesús, el Santo de Dios, como le llama Pedro (Jn 6,69), vencerá todo poder
y dominio del mal y subirá hasta Yavé (Sal 24,7). Se llegará hasta Él, mas
no solo, sino con la humanidad que Él mismo ha limpiado y que el salmista
reconoce como «la raza de los que buscan a Dios» (Sal 24,6).
Pablo testifica que Jesús alcanza para nosotros esta purificación
intachable ante Dios (Ef 1,3-5). El texto paulino celebra la victoria del
hombre, quien, por obra y gracia de su Señor y Maestro, Jesús, puede llegar
justificado ante la Presencia.
Es impresionante la sabiduría con la que Dios enriqueció a su pueblo y,
por medio de él, a toda la humanidad. A primera vista no parece muy lógico
que defienda la trascendencia de Yavé, y esto hasta el punto de poner
reparos incluso hasta para pronunciar su Nombre, cuando al mismo tiempo
encontramos profecías en las que se anuncia que el hombre llegará a
convivir de forma natural con Él. Hacemos constar esto para que tengamos
en cuenta cómo la revelación de Dios al hombre rompe toda lógica.
Con respecto a la naturalidad del estar del hombre no sólo ante sino
también con Dios, vamos a servirnos de dos textos. El primero ha
acontecido en Moisés, y ofrecido como profecía a todo buscador de Dios:
«Yavé hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su
amigo» (Éx 33,11). El segundo, que es profecía y promesa, anuncia la
gloria del hombre que ha culminado su búsqueda de Dios: «Tú que amas a
los antepasados, todos los santos están en tu mano. Y ellos, postrados a tus
pies, están colmados de tus palabras» (Dt 33,3).
Nos acercamos a la experiencia de Moisés. Es tan profundo y revelador
el proceso que adivinamos en el corazón, en el alma de este hombre, que
sentimos la necesidad de detenernos para saborear y, al mismo tiempo,
apropiarnos de toda la riqueza acumulada en su interior. Podemos hacerlo,
pues también es uno de nuestros padres en la fe. Alcanzó esta sabiduría de
la Palabra que, como dice la Escritura, es patrimonio de todos aquellos que
buscan a Dios (Si 24,30-34).
Moisés representa la amistad con Dios. Una amistad tal que penetra sus
secretos o, mejor dicho, Dios se abre a su amigo, se le da a conocer. En
Moisés se cumple la profecía del salmista: «El secreto de Dios es para los
que le aman» (Sal 25,14). Moisés es el amigo de Dios que anticipa el signo
esencial que distingue a los discípulos de Jesucristo, aquellos a quienes el
Señor da a conocer lo que Él mismo ha oído de su Padre. Es por ello que ya
no son siervos sino amigos (Jn 15,15).
En cuanto al segundo pasaje, el del Deuteronomio, la noticia que se
comunica a estos amigos supera toda expectativa humana. Nos dice que el
buscador de Dios flanquea el umbral de la muerte con un botín: el de la
Palabra guardada y cumplida en su corazón y en su alma. Todo hombre
tiene en su interior lo que podríamos llamar un recinto santo y sagrado,
inaccesible absolutamente a todo ser humano. Pertenece a Dios y sólo Él
tiene acceso. Dios habita en este recinto en la medida, como dice Jesús, en
que se guarda la Palabra: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi
Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).
En su recorrido hacia el recinto santo, la Palabra va limpiando el interior
del hombre. Como si fuera una espada, se ha abierto camino hasta su
corazón (Heb 4,12). Es así como el hombre, santo no por sus obras sino por
el botín que buscó con afán como su gran tesoro (Mt 13,44) y guardó
amorosamente, puede atravesar el umbral de la muerte con la seguridad de
no haber vivido en vano. Abrazado a su botín, colmado de la plenitud de la
Palabra, puede sentarse a los pies de Dios envuelto en su Presencia.
Jesucristo es la Palabra creadora de vida que se acerca al hombre. Él es
la Voz que se hizo rostro para Moisés (Éx 33,11) y se sigue haciendo para
cada persona que quiere encarnarla en su recinto santo. Jesús, el que limpia
los pies al hombre para poder caminar con rectitud, es decir, con verdad
hacia Dios, es la mano del Padre en cuya palma está tatuado nuestro
nombre, aunque, al igual que a Israel, nos pueda parecer, al menos a veces,
que somos extraños a su corazón, que se ha olvidado ya de nosotros (Is
49,14-16). «Dice Sion: Yavé me ha abandonado, me ha olvidado. ¿Acaso
olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus
entrañas?, pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido: mírame, en
las palmas de mis manos te tengo tatuada». Comprendemos mejor este texto
aclarando que, en los pueblos de Oriente, el prometido que iba a desposarse
llevaba escrito en la palma de su mano el nombre de su prometida como
signo de fidelidad.
Nuestra llamada al discipulado tiene su origen y su fuerza en el hecho de
que nuestro nombre ha sido pronunciado por el Emanuel (Jn 10,3-4). Jesús,
el buen Pastor, saca fuera a sus ovejas y las conduce en un nuevo éxodo
hacia su descanso: Dios. Una vez que el Hijo ha pronunciado nuestro
nombre, este queda escrito como memorial en sus manos atravesadas,
abiertas en la cruz. Su sangre es la tinta indeleble que hace que el tatuaje
sea imborrable; es la sangre que Pedro llama el precio de nuestra redención
(1Pe 1,8-19). Siguiendo al Apóstol, podríamos también, y con toda
propiedad, llamarla el precio de nuestro discipulado.
A estas alturas hacemos una apreciación. Para que haya una relación
normal de amor es necesario que aquellos que se aman, pongamos por
ejemplo, esposo y esposa, estén a la misma altura. No me refiero a categoría
social, sino altura en lo que respecta a riqueza humana. Pues bien, esto,
aunque analógicamente, sirve también para que sea posible la relación de
amor entre Dios y el hombre.
Dicho esto, ya hemos visto que, por medio de Jesucristo, Dios tiene
escrito en su mano, es decir, en Él, nuestro nombre. El desfase se da en el
sentido de que también nosotros deberíamos llevar escrito a Dios en
nuestras entrañas. Si no es así, puede haber una relación de compasión de
arriba hacia abajo que, siendo en sí excelente, no define, sin embargo, lo
que es el Amor. La aparente dificultad se desvanece, y abrimos
asombradísimos nuestros ojos ante una sorpresa que nos descoloca: Dios
mismo se escribe en nuestro interior al escribir su Palabra, tal y como nos
fue prometido por medio de Jeremías: «He aquí que vienen días en que yo
pactaré con la casa de Israel una nueva alianza; no como la alianza que
pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto...
esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel: pondré mi Palabra en
su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jer 31,31-33).
He aquí la Noticia de todas las noticias que cambia la historia del
hombre. La Palabra, el Evangelio, es el Emanuel escrito en nuestras
entrañas. Para ello tuvo que morir el Hijo de Dios. Al resucitar, abrió el
espíritu de sus discípulos para que entendiesen –pudiesen asimilar– las
Escrituras (Lc 24,45). Él, palabra del Padre, se escribió en el corazón de los
suyos. El hombre escrito, tatuado, grabado en Dios; y Dios escrito, tatuado
y grabado en el corazón del hombre, en ese recinto santo que estaba
cubierto con un velo como el del Templo. Al morir el Amado del Padre (Mt
3,17), se rasgó el velo del Templo y, a la vez, el velo que se interponía entre
el interior sagrado del hombre y la Palabra de vida en toda su riqueza y
fuerza.
El Evangelio nos presenta a una persona que comprendió que su mayor
riqueza consistía en tener a Dios grabado, escrito en su corazón. Estamos
hablando de María, la hermana de Marta, la que «a los pies del Señor
escuchaba su Palabra» (Lc 10,39). Así es como nos la presenta Lucas, a los
pies del Emanuel, lo que implica una adhesión obediencial a la Palabra de
vida que sale de su boca; a los pies de Jesús se colma hasta rebosar de su
Evangelio de la gracia.
Amorosamente, en actitud de discípulo, es decir, de quien no desperdicia
ninguna de las palabras que llegan a él de parte de Dios –como fue también
el caso de Samuel (1Sam 3,19)–, María, la discípula, selló con su amor la
elección de que había sido objeto por parte de Jesús. Esta mujer forma parte
de aquellos santos de los que nos hablaba el autor del libro del
Deuteronomio; los amigos de Dios que, postrados a sus pies, están
colmados de sus palabras.
La elección de María –elección en estado puro al discipulado–, vista tal y
como se nos presenta en el texto lucano, nos da pie para afirmar que para
Dios no hay personas excepcionalmente dotadas que le muevan a inclinar la
balanza de sus elecciones sobre ellas. Todos hemos sido creados con la
intrínseca tensión que nos impulsa hacia nuestra meta: llegar a ser en Dios.
Esto vale para todos, aunque haya quienes lo ignoren.
Para salvar la distancia, el abismo existente entre las aspiraciones
naturales de las que somos portadores y la sordidez de la realidad ineludible
de nuestros límites, Dios se hizo uno de nosotros. Se abrazó a nuestra
misma realidad con sus grandezas, mas también con sus frustraciones
inherentes que incluso le hicieron derramar abundantes lágrimas (Lc 19,41-
44). También se sometió a la tentación, su misma misión fue expuesta a la
doblez de la palabra del padre de la mentira.
Jesús, el Hijo, y también el Testigo fiel (Ap 1,5), se olvida de sí mismo
cuando es solicitado por el Tentador. Su amor y fidelidad, como si fuesen
dos brazos, se lanzan hacia el mar buscando los dos puertos naturales donde
puedan atracar: Dios y el hombre. En este su doble navegar le vemos ahora
lavando los pies a toda la humanidad representada en sus doce discípulos.
En su gesto y acción, Jesús está haciendo de eslabón inmaterial que no sólo
une al hombre con Dios, sino que incluso le levanta a la altura de su
divinidad, como dice san Gregorio de Nisa.
La transparencia a que da lugar el baño purificador que Jesús realiza en
el hombre hace visible a nuestros ojos la transparencia del espíritu de Dios.
Sólo a la luz de esta visión puede el hombre ser cautivado por Dios. Queda
así aprisionado por la infinitud de la Belleza, así, como suena, la Belleza
que enamora, apasiona y hace al alma recogerse sobre sí misma para, a su
vez, abrazarla y hacerla cautiva de sus anhelos.
Llegados a este punto, nadie necesita normas morales de ningún tipo.
Tampoco se necesita superar, uno tras otro, grados de perfección o etapas de
oración. Nada de eso necesita quien ya tiene alas. Los hombres y mujeres,
así lavados por su Señor y Maestro, las tienen y las ven crecer cada día en la
medida que crece su amor (Is 40,31). De cada uno de ellos –de sus almas–
se puede decir lo que nos legó el autor inspirado del Cantar de los Cantares,
cuya belleza no ha sido superada por ningún poeta y, además, con la
diferencia de que sus palabras se cumplen porque vienen de Dios: «¿Quién
es esta que sube del desierto apoyada en su Amado?» (Cant 8,5).
1. Éxodo de Jesús
al Padre
Juan introduce el pasaje del lavatorio de los pies de Jesús a sus discípulos
con una puntualización especialmente significativa. Señala enfáticamente
que el Señor Jesús, después de anunciarles que era consciente de que había
llegado su hora de pasar al Padre, los amó hasta el extremo. Sabemos lo que
quiere decir Juan. Entiende que, en Dios, extremo significa infinitud.
No son pocas las veces en que aparecen en el evangelio expresiones
como «no ha llegado mi hora», «todavía no había llegado su hora», u otras
semejantes con respecto a Jesús. Con el lavatorio de los pies, Jesús cruza el
umbral de su última y definitiva Pascua, su paso al Padre. Es la Pascua, la
Nueva Alianza sellada por él, como había profetizado Isaías: «Yo te formé y
te he destinado a ser alianza del pueblo» (Is 49,8b).
Su hora, su Pascua, su paso al Padre, es también la hora, la Pascua, el
paso al Padre de la nueva humanidad dada a luz en su costado abierto en la
cruz. Ese fue el momento de la exultación cósmica en que los cielos y la
tierra celebraron la victoria del crucificado sobre el mal en todas sus
dimensiones, incluida, por supuesto, la de la muerte. Vamos a sondear el
drama vivido por Jesús al asumir su estar a merced de esta hora que él
mismo llama «del poder de las tinieblas» (Lc 22,53).
Empezaremos analizando lo que nos dice Lucas en un pasaje en el que
Jesús habla de la pasión hacia la que se encamina: «He venido a arrojar un
fuego sobre la tierra y, ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un
bautismo tengo que ser bautizado y, ¡qué angustiado estoy hasta que se
cumpla!» (Lc 12,49-50).
Es el fuego del Espíritu Santo, el de la fe, aquel que es derramado en el
hombre por medio de su muerte y resurrección. Y es la angustia de su morir
pasando por el desprecio y el rechazo. Ve a lo lejos su muerte fuera de
Jerusalén, pues, siendo esta la ciudad santa de Dios, no podía contaminarse
albergando entre sus muros la ejecución de alguien tan impío y blasfemo
como él. Todo este cúmulo de rechazos comenzó ya con su encarnación.
Nació fuera de la ciudad, Belén, porque no había en ella casa que le
recibiera.
En esa noche de la Última cena Jesús acaricia su hora de pasar al Padre.
Es una mezcla de angustia, mas también de esperanza y de gozo; sabe que
es un pasar en el que va a dejar la puerta abierta a toda la humanidad, como
ya había profetizado el Espíritu Santo a Israel: «¡Abridme las puertas de
justicia, entraré por ellas, daré gracias a Yavé! He aquí la puerta de Yavé,
por ella entran los justos» (Sal 118,19-20).
Hora de pasar, hora de combate y turbación, como expresa el mismo
Jesús en el capítulo anterior, siempre en el contexto de la Pascua: «Ahora
mi alma está turbada. Y, ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora!»
(Jn 12,27). La súplica no ofrece duda alguna: ¡Líbrame de este sufrimiento,
de este tormento que me atenaza! Esto es lo que Jesús siente como hombre;
como tal se retrae ante el sufrimiento. Es algo instintivo, propio de la
naturaleza humana; su líbrame de esta hora es algo que surge de su instinto
de supervivencia. Todo sufrimiento, desprecio, humillación y, por supuesto,
la muerte violenta, va en contra de cualquier naturaleza. Y es bueno para
nosotros que veamos a Jesucristo, al Hijo de Dios, participar de la
naturaleza humana en toda su dimensión.
En este contexto, una de las bienaventuranzas proclama bienaventurados
a aquellos que lloran... (Mt 5,5). Dios tiene muy presente las lágrimas de los
hombres, sobre todo aquellas de los que viven con el corazón atravesado
por todo un cúmulo de dolores, injusticias, incomprensiones... Jesús, que es
hombre y, como tal, tiene sus sensibilidades, movido por el temor, llega a
exclamar: ¡Ahora mi alma está turbada! E incluso inicia una súplica:
¡Padre, líbrame de esta hora! Sus labios han llegado a expresar esta oración;
mas de pronto, la súplica se corta de raíz. Como reponiéndose, Jesús grita a
continuación: Pero, ¡si he llegado a esta hora para esto! Es que sin esta hora
no hay misión; es más, hasta la Encarnación es absurda. He venido, he sido
enviado para esta hora. He nacido, he predicado, he dado testimonio de ti
para el cumplimiento de esta hora. Padre, olvida lo que he dicho y
escúchame, escucha lo que dicen mis labios y mi corazón: «¡Padre, glorifica
tu Nombre, glorifica tu Nombre!».
En el mismo contexto pascual de la Última cena nos hacemos eco de otra
súplica de Jesús: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu
Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1). Súplica estremecedora en la que
percibimos al Hijo abriendo al Padre las cuitas de su alma. No es un grito,
es apenas un susurro... He llegado hasta esta hora porque he rechazado la
gloria de los hombres. No he querido ser un simple doctor de la Ley que
acaricia sus oídos haciéndoles oír lo que les gusta, descolocándoles así ante
la verdad. No, Padre, yo he venido a dar testimonio de ti. Por ello, nadie me
ha glorificado; aunque, por otra parte, nunca ha sido de mi interés, pues lo
que realmente me ha movido es que seas tú quien me glorifique.
Algo de esto ya lo había anunciado Jesús anteriormente. Recordemos,
por ejemplo: «Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería
válido. Otro –el Padre– es el que da testimonio de mí, y yo sé que su
testimonio es válido» (Jn 5,31-32).
En el cumplimiento de su misión, Jesús se apoya en el testimonio del
Padre cuya validez atraviesa el tiempo. Su no buscar el testimonio ni la
gloria de nadie no es una elección simplemente ascética, sino hecha desde
la sabiduría. Busca el testimonio y la gloria incorruptible. Testimonio y
gloria que se pasean desafiantes y burlones por encima de toda muerte. Sólo
el Padre tiene este testimonio y esta gloria en su mano.
Esto es lo que realmente es considerado válido para todo buscador
verdadero de Dios. Vivir una fe tal que esté pendiente del testimonio que
Dios dé sobre él haciendo caso omiso al de los hombres. Vivir una
confianza tal y con tal desprendimiento humano que busque que el que
hable bien de él sea Dios. A partir de esto, vamos a ver que Jesucristo, una
vez que, lleno de sabiduría, discierne entre el testimonio de los hombres y el
de Dios eligiendo este último, orienta toda su vida y misión en función de
Dios, su Padre, el que le ha enviado.
En manos del mal
Jesús nos sorprende al ver que acepta poner su vida, al menos
temporalmente, en manos del mal. Nos sorprende y extraña enormemente
esta decisión. Tanto que no nos atreveríamos a hablar de ello si no
tomáramos, una por una, las palabras que dirigió a Pedro, Santiago y Juan
al finalizar su oración en el huerto de los Olivos: «Mirad que el Hijo del
hombre va a ser entregado en manos de los pecadores» (Mc 14,41b).
Acabamos de escuchar algo inaudito. Jesús, el Santo de Dios (Jn 6,69),
se pone en manos del mal, como quien dice, a su disposición. Mal que está
personificado en unos hombres concretos: aquellos que le van a detener,
llevar a juicio y condenar a muerte de cruz. El Hijo Santo de Dios
voluntariamente se va a entregar en manos de pecadores, en manos de todo
lo que el pecado original ha hecho en el corazón del hombre.
Gesto este el de Jesús que, en su desarrollo final, provoca lo que
podríamos llamar el alumbramiento de la fe adulta, la que vence el mal con
las armas de Dios: su propio Hijo encarnado en cada uno de sus discípulos,
tal y como se desprende del testimonio de Pablo: «No vivo yo, sino que es
Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en
la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál
2,20).
Jesús, en un acto de libertad absoluta, aquella que se da cuando se ha
entregado todo el ser en manos del mal, pudo mirar al Padre y lanzar el
grito de victoria que, atravesando tiempo y espacio, ilumina la historia:
«¡En tus manos encomiendo mi espíritu!» (Lc 23,46).
El mal arrasó con todo menos con lo más sagrado que tiene el hombre:
su libertad, esa libertad que se reviste de genialidad. Es una especie de
dulce locura que reduce a cenizas toda sabiduría y pretensión humanas. Es
esa libertad que, en su audacia, atraviesa el Misterio de Dios haciéndolo
asequible a su espíritu. Dulce locura, dulce libertad la de Jesús. Ambas
trazaron las líneas maestras del hombre nuevo cuando, elevándose sobre
todo el mal que había asumido, proclamó triunfante: Padre, dejo las manos
del mal para ir a las tuyas.
¡Cuánta paz tiene el cristiano cuando deja que Dios le lleve por estas
libertades! Y no es que no vea el mal, más aún, este forma parte de su vida,
pues conoce en su carne la persecución del mundo anunciada por Jesús (Jn
15,18-20). La pregunta es: ¿cómo llega un discípulo a poder entregar su
espíritu en manos del Padre igual que Jesús? ¿Cómo puede el hombre
dejarse aprisionar por las manos de la impiedad?
Sólo hay una respuesta: elevando los ojos hasta encontrar los del Padre,
al igual que Jesús. Es entonces cuando el amor hasta el extremo del que nos
habla Juan toma carta de ciudadanía. No se está refiriendo el Evangelista a
un amor heroico, sino al amor en su más genuino sabor. Es el amor que
emana de la grandeza y sublimidad que nacen del contacto y comunión con
su Señor: el Maestro, el Señor Jesús, el Hijo del Padre. Enormemente
grande y sublime es el que ama así; y esto es posible porque así es amado.
Es el amor propio del Hijo de Dios, el que amó y ama así, hasta el extremo,
al hombre sin importarle su historia, su trayectoria ni su procedencia.
Pasamos ahora a analizar algunos textos bíblicos en los que veremos que
es Dios quien forma, desarrolla y hace crecer nuestro espíritu de tal forma
que su máxima aspiración no sea otra que la de llegar a ser recogido por sus
manos, las que le crearon.
Advirtamos que Zacarías, al anunciar la futura liberación de Israel con su
consiguiente renovación, da pie a su profecía puntualizando que el poder de
Yavé es tal que es capaz de desplegar los cielos, crear la tierra y formar el
espíritu del hombre en su interior (Zac 12,1).
Es en y por Jesucristo que todas las promesas de Dios alcanzan su
cumplimiento y plenitud. Es su Palabra la que desarrolla nuestro espíritu
haciéndolo no sólo apto, sino también hambriento de Él. Es en este contexto
de crecimiento y aptitud de nuestro espíritu que Jesús proclamó: «Mis
palabras son espíritu y son vida» (Jn 6,63).
Recordemos que, apenas dicho esto, las miles de personas que estaban
con él se alejaron escandalizadas. Sólo Dios, que es espíritu y vida, puede
dar tales atributos a su Palabra. ¿Cómo se atreve ese tal Jesús a equipararse
a Él? Reducida la enorme multitud al exiguo grupo de los Doce, el
desamparo fue total. Tentados a su vez a acompañar a la marea humana que
se alejaba más y más de Jesús, Pedro, lleno de la sabiduría de lo alto,
confesó: «¿Donde quién vamos a ir, Señor? ¡Tú tienes palabras de vida
eterna!».
Posiblemente fue años más tarde cuando Pedro comprendió el alcance de
lo que sus labios acababan de proclamar. Fue una confesión que reconocía
la divinidad del Señor Jesús al equiparar su palabra a la de Yavé, al declarar
las palabras de su Maestro como palabras de vida eterna, que son espíritu y
vida. Palabras que llevan al espíritu del hombre hasta la altura del espíritu
de Dios. Repito, tuvieron que pasar años de camino de fe para que Pedro
comprendiera que las palabras salidas de su boca las había puesto Dios
mismo.
Cada vez que escuchamos el Evangelio con el corazón hambriento y
ávido por guardarlo, las manos de Dios están formando nuestro espíritu.
Llega un momento en que este tiene voz propia para proclamar y suplicar:
¡Padre, protege mi espíritu, el que tú has formado y estás llevando a su
crecimiento! Protégelo de toda mentira, de toda vanidad, de toda gloria que
no venga de ti. Padre, cuida de mí, en tus manos encomiendo mi espíritu.
«Yo, Yavé, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé» (Is
42,6). Palabras de Isaías que expresan una profecía sobre el nacimiento del
Mesías. La carne le fue dada por la Virgen María; el Espíritu, descendido de
lo alto, configura su divinidad. Ambas naturalezas se conjugaron
admirablemente en Jesús de Nazaret. Todo para cumplir su misión, que el
mismo profeta explicita seguidamente: «Te he destinado a ser alianza del
pueblo y luz de las gentes». Jesús es el enviado del Padre para hacer
realidad la Alianza que nadie pudo cumplir a lo largo de toda la historia en
el pueblo de Israel. Este cumplimiento de la Alianza por parte del Hijo de
Dios alcanza a «los hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap
5,9).
El nuevo Moisés
Consciente del don que supone Jesucristo para todos los hombres y mujeres
de la tierra, Pablo predica incansablemente, diríamos hasta la extenuación,
para que todos sean alcanzados por Dios. Es enternecedor observar cómo en
su Carta a los gálatas se expresa como una madre al decir que siente dolores
de parto hasta ver a Jesucristo formado en ellos (Gál 4,19). Está tan
convencido del poder que tiene el Evangelio para hacer crecer el espíritu
del hombre que llegará hasta la osadía de proclamar que el hombre perfecto
–no el impecable, sino el que emprende seriamente un camino de fe–
alcanza la madurez de la plenitud de Jesucristo (Ef 4,13).
Por supuesto que esta afirmación podría parecernos desmesurada. Es
evidente que es fruto de su incomparable pasión por el Evangelio y por el
hombre, tan bellamente dignificado por Jesucristo. Todo esto nos da una
idea de por qué tantos desvelos y esfuerzos en predicarlo. Sabía muy bien y
por propia experiencia el valor que tenía para el hombre.
Todo cristiano es una obra de las manos de Dios. Su camino de fe pasa
por dejar que Dios forme su espíritu a fin de que esté preparado para su
hora, pues, al igual que Jesús, también él la tiene. Es una hora larga,
insoslayable, en la que el mal se yergue amenazante y destructor de su
experiencia de fe. Su osadía le lleva a vociferar de forma ensordecedora lo
que más puede abatir a un buscador: «¿Dónde está tu Dios?» (Sal 42,4). Al
igual que para Jesús, también para él es hora del poder y de las tinieblas (Lc
22,53).
Sin embargo, Dios, que nunca deja solos a estos hombres que han optado
por buscarle hasta poseerle, los ilumina igual que lo hizo con Job. Les hace
saber que el poder del mal, que a veces se torna intolerable, tiene carta de
ciudadanía en un espacio limitado por el mismo Dios. Así se lo hizo saber a
su amigo con la imagen del mar, figura bíblica de la destrucción: «¡Llegarás
hasta aquí, no más allá, aquí se romperá el orgullo de tus olas!» (Job 38,11).
Pasamos ahora a la puntualización que Juan hace respecto a la hora de
Jesús: su hora de pasar al Padre. El verbo «pasar» viene de «Pascua» que, a
su vez, significa «paso». Israel celebra el paso del mar Rojo como memorial
de su salvación. Este, que se interponía amenazante entre el ejército de
Egipto y su libertad, se abrió bajo la autoridad de Dios e Israel pudo
atravesarlo, emprendiendo así su camino, que culminó en la Tierra
Prometida. Israel se remite anualmente a este memorial de salvación y le da
un nombre: el Paso salvador de Yavé por ellos, su Pascua.
Jesucristo atraviesa victorioso las aguas de la muerte, del calvario, y
entra en el Padre. Recordemos cómo inicia Juan el pasaje del lavatorio de
los pies...: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este
mundo al Padre...». Con su entrada deja abierto el camino a todos los
hombres, es el camino de la fe que por su victoria y su gracia estamos
llamados a emprender.
Llegados a este punto, es conveniente que analicemos en profundidad la
relación entre Moisés, conductor de Israel, y la Tierra Prometida que no
llegó a alcanzar. La Escritura nos refiere que no llegó a entrar en ella porque
dudó de Dios, y pensamos sin más que todo se reduce a eso: Dios le castigó
por dudar.
Sabemos bien que, desde siempre, los textos de la Escritura nunca se han
interpretado aisladamente, sino que hay que enriquecerlos con sus
contextos, es decir, en su conjunto. Dicho esto, hemos de decir que todo el
Antiguo Testamento es como un cuerpo vivo que está en tensión de su
cumplimiento, el cual se verifica en el Nuevo Testamento. Siendo así,
hemos de ver la figura de Moisés y lo que hemos dado en llamar sus dudas
no a la luz de lo que entonces vieron los autores inspirados del libro del
Deuteronomio, sino en su cumplimiento y plenitud que es el Hijo de Dios.
Vamos, pues, a considerar el texto del «castigo» de Moisés a la luz de
Jesús, que es el nuevo Moisés: «Yavé habló a Moisés aquel mismo día y le
dijo: ... En el monte al que vas a subir morirás, e irás a reunirte con los
tuyos... Por haberme sido infiel en medio de los israelitas, en las aguas de
Meribá Cades, en el desierto de Sin, por no haber manifestado mi santidad
en medio de los israelitas, por eso, sólo de lejos verás la tierra, pero no
entrarás en ella» (Dt 32,48-52).
Sondeemos el texto partiendo de un primer punto: Moisés muere para
reunirse con los suyos, con los que ya murieron; mientras que Jesucristo,
plenitud de toda palabra revelada por Dios a Israel, morirá para reunirse con
el Suyo que es el Padre. No es, pues, tanto el pecado de Moisés lo que le
priva de la Tierra Prometida, pues si fuese así nadie se salvaría. En realidad
es una catequesis que, en última instancia, anuncia que la plenitud del paso,
es decir, el paso de la muerte del hombre a Dios, solamente la podía
inaugurar Jesucristo. Moisés se va a quedar, como todos los demás, con sus
antepasados. Además, Moisés es conocido en la Escritura como el amigo de
Dios con quien hablaba cara a cara (Éx 33,11 y Núm 12,7-8). Sin embargo,
tener la capacidad de manifestar la santidad de Dios, esto sólo podría ser
propio de su Hijo, el Emanuel.
Hemos de acoger la Escritura en todo su contexto. No es porque fue
infiel que Moisés no pudo manifestar la santidad de Dios. No porque fuera
infiel, sino por ser hombre, porque ninguno estaba capacitado para
manifestar su santidad. De ahí la necesidad de la Encarnación; sólo el
Emanuel tuvo en sus entrañas la capacidad de manifestar la gloria y
santidad de Dios. Jesús marca la diferencia entre un paso y otro. Entre el
paso de Moisés, cuyos ojos contemplaron la Tierra Prometida, y el paso al
Padre, del cual nos habla poéticamente el autor de la Carta a los hebreos.
Nos dice que los patriarcas y multitud de hombres y mujeres justos
saludaron de lejos la promesa de la Tierra Prometida, cuyo cumplimiento en
plenitud, como ya hemos visto, correspondería al Mesías. Se quedaron
como mirando en espera a que los cielos fueran abiertos. «En la fe murieron
todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas; viéndolas y
saludándolas desde lejos» (Heb 11,13).
Mi Padre os quiere
Jesús, Hijo y también Discípulo del Padre, es quien manifiesta e irradia la
santidad y la gloria de Dios. Él es el Cordero inocente que carga con
nuestras taras hasta anularlas por completo; por eso es manifestación de la
santidad de Dios y de su amor. Un amor santo, porque sólo un amor así
rescata al hombre en su totalidad. Es un rescate que eleva tanto al ser
humano que llega a situarlo cara a cara con su rescatador: Dios.
Es la elevación del hombre en su categoría de siervo hasta la altura de
amigo por obra y gracia del Señor Jesús: «No os llamo ya siervos, porque el
siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque
todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
Reparemos en la puntualización de Juan: «Ya» no os llamo siervos. Es
como si Jesús dijera: Todo hombre antes de mí ha tenido una relación con
Dios a nivel de siervo. Eso era así porque contemplaba la Palabra a través
de un velo, como dice el apóstol Pablo (2Cor 3,12-15). Desde el momento
en que el Padre me ha enviado donde vosotros, no existe velo alguno. La
palabra de mi Padre, Manantial de Aguas Vivas que hace posible mi misión,
fluye directamente en vuestro seno. Esto es posible porque lo que yo he
oído a mi Padre os lo doy a conocer. El paso de siervos a amigos supone la
ruptura del velo para encontraros con mi Padre, cara a cara, por medio de la
Palabra que yo os doy a conocer.
El autor de la Carta a los hebreos llama a Jesús el Sumo Sacerdote de la
Nueva Alianza, el que lleva a cabo la redención definitiva del hombre:
«Pero presentose Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros... Y
penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos
cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una
redención eterna» (Heb 9,11-12).
En Jesús se disipa toda duda de si Dios ama, se preocupa, se interesa, se
compadece del hombre. El amor del Señor Jesús a sus discípulos es el
espejo de la plenitud del amor de Dios al hombre; ese amor hasta el
extremo del que nos habla Juan.
Nos podríamos preguntar: ¿cómo es que sabiendo que sus discípulos se
iban a desentender de él en su Pasión, tuvo corazón para amarlos así?
Podemos aventurarnos a afirmar que, de la misma manera que veía sus
traiciones, veía también a lo lejos sus adhesiones y amores. Veía, por
ejemplo, a Pedro crucificado en Roma por amor, y también a Santiago y a
Tomás y a Andrés... y a todos. Veía sus corazones empapados de amor por
el Evangelio. Veía su pastoreo, su solicitud por las ovejas hasta dar la vida
por ellas.
El amor de Jesús lo es hasta el extremo porque nos ha dejado como
herencia su Testamento/Evangelio, nuestro pasar al Padre igual que él.
Oigamos lo que pide al Padre en el mismo contexto de la Última cena:
«Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también
conmigo» (Jn 17,24). Jesús abre su corazón al Padre. Parece como si su
naturaleza humana no pudiese contener tanto amor como el que siente por
sus discípulos. Continúa con sus confidencias: «Padre justo, el mundo no te
ha conocido, pero yo te he conocido y estos han conocido que tú me has
enviado».
Es tal la identificación de amor que existe entre él y los que han creído y
creerán en su Palabra, que llegará a afirmar que casi no necesita rogar al
Padre por ellos. El Padre mismo los quiere porque han creído en él, en su
Evangelio, y le han amado: «Aquel día pediréis en mi nombre y no os digo
que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque
me queréis a mí y creéis que salí de Dios» (Jn 16,26-27).
Las últimas palabras que Jesús dirige al Padre antes de encaminarse al
huerto de los Olivos son la antología por antonomasia del amor más
sublime que jamás haya existido por el otro, que, en este caso, eres tú y soy
yo: «Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn
17,26).
Todo amor es bello, sublime. Todo amor construye, incluso rehace lo que
pudo haber quedado en ruinas. La innombrable sublimidad del amor del
Hijo de Dios al hombre es todo eso y algo más: el algo exclusivo de Dios.
Es amor que construye al hombre, rehace lo que sólo eran ruinas al tiempo
que le diviniza. He ahí ese algo que es sólo de Dios. Es amor que nos hace
hijos en y por su propio Hijo Jesús. Nos amó hasta el extremo... nos hizo
hermanos: «Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien
es todo llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el
sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación. Pues tanto el santificador
como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no se
avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,10-11).
Todo esto, por muy maravilloso que nos parezca, no sería más que
palabras inconsistentes si no hubiese testigos de ello. Los hay, y con sus
testimonios han hecho estremecer el universo entero.
Entre tantos testimonios, vamos a disfrutar de uno de san Ignacio de
Antioquía. Discípulo de las primeras generaciones que sufrió el martirio en
Roma en el año 106. Nos dicen los cronistas de la época que, dada su
avanzada edad –contaba entonces unos noventa años–, algunos cristianos
quisieron interceder ante las autoridades para que derogasen su condena a
muerte. Apenas se enteró Ignacio, escribió a estos sus bien intencionados
amigos con el fin de que desistieran de sus actitudes, de sus deseos. Muchas
fueron las razones que les expuso. Ninguna de ellas tenía el menor tinte de
fanatismo. Sus argumentos eran unos más bellos que otros. Me quedo con
aquel que creo más enriquecedor. Dejémosle hablar a él: «Os escribo en
vida pero deseando morir. Mi amor está crucificado, ya no queda en mí el
fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de un
agua viva que me habla y me dice: ¡Ven al Padre!».
Jesús, el Hijo de Dios, amó a Ignacio hasta el extremo. Triunfador de la
muerte, hizo que su Manantial de Aguas Vivas manara como fuente propia
del seno de su discípulo. Ignacio, discípulo por amor, oyó el canto de sus
entrañas. Es como si formara un arco de triunfo que le daba la bienvenida
en vistas a su ya próxima partida. Su coro interno recogió infinitud de notas
musicales y las situó, como aves en vuelo, en una sola partitura: ¡Vamos al
Padre!
Cuando, después de haber posado nuestros pies en todos los recodos y
esquinas habidos y por haber, no nos queda ya ninguna salida, nos basta
mirar hacia lo alto y descubrir que hay una puerta abierta por el Hijo de
Dios en su Éxodo hacia su y nuestro Padre.
2. La siembra de Satanás
A la luz de este pasaje, lo primero que nos llama la atención es que Jesús
afirma que es Satanás quien siembra en el corazón del hombre el odio hacia
Dios. No es un odio que podríamos llamar abierto, pues en tal caso
difícilmente podría alcanzar su objetivo. Es más bien encubierto, solapado,
algo así como justificado, pues sale a la luz el peligro de perder otros bienes
abrazados en el corazón y que no son Dios. Recordemos que la Escritura
proclama que Dios es el Bien en su totalidad, como lo oímos en la
confesión de fe del salmista: «Tú eres mi Señor, mi bien, nada hay fuera de
ti» (Sal 16,2).
Este odio indirecto llega incluso a justificar, como es el caso de Judas, la
entrega de Jesús a la autoridad del Sanedrín. Tengamos en cuenta que lo
hace sabiendo que los doctores de la Ley ya habían decidido su muerte. El
odio a Dios se manifiesta de muchas formas, tantas como justificaciones de
nuestras idolatrías ante Él. En definitiva, es un odio que se disfraza de culto
a la mentira interior. Mentira que arremete con todas sus fuerzas en contra
del Shemá: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma
y con todas tus fuerzas».
Sigamos a Lucas en su narración de los pasos dados por Judas de cara a
su traición: «Entonces Satanás entró en Judas... quien fue a tratar con los
sumos sacerdotes y los jefes de la guardia del modo de entregar a Jesús.
Ellos se alegraron y quedaron con él en darle dinero. Él aceptó y andaba
buscando una oportunidad para entregarle...» (Lc 22,3-6).
Un primer punto catequético sobresale en este texto. Cuando no tenemos
el corazón habitado por la Palabra, tal y como la Escritura repite con
inusitada frecuencia, el entregar a Jesús es cuestión de estar frente a la
ocasión oportuna. No es cuestión de maldades o de perversiones infames.
La cuestión es que esos bienes que el hombre ha convertido en idolatrías
irrenunciables están anclados en su corazón, ahí donde debería habitar la
Palabra, el mismo Dios (Jn 14,23). Cuando ya se ha dado esta realidad,
entregar a Jesús sólo es ya cuestión de tener la oportunidad concreta; se
presenta una encrucijada en su vida, y la balanza de los bienes
irrenunciables opaca por completo al mismo Dios. Y actúa así porque en el
fondo aparece la gran verdad... Dios es un estorbo para lo que su corazón
cree necesitar inapelablemente.
Hemos de ver esta realidad no con sentimentalismo, sino con la madurez
de llegar a saber que el corazón del hombre que no está habitado por Dios
es, actúa y decide así. No hay ni que rasgarse las vestiduras ni dejarnos
ahogar por los escrúpulos. Justamente porque somos así aconteció la
encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Dicho de otra forma,
justamente porque somos así, de barro, se ha manifestado el amor de Dios.
Se ha encarnado como única posibilidad de que el hombre llegue a guardar
en su corazón la Palabra que convierte, que salva.
Judas apalabra la entrega de Jesús en treinta monedas, el precio de un
esclavo. Sí, pagaron poco por él. Pensándolo bien, es lo normal; en realidad
se le entrega hasta por cualquier capricho insustancial. Nuestra insensatez
nos lleva a entregar al olvido a Dios por unos bienes que son de por sí
inconsistentes.
La fidelidad a Jesús y a su Evangelio es cuestión de sabiduría interior. A
la hora de tomar decisiones, el sabio parte de un principio fundamental: yo
soy un hombre, una mujer, para la eternidad. Este es el primer ámbito de
sabiduría que ha de albergar nuestro corazón. Paul Jeremie expresa
magistralmente la riqueza que brota del hombre que ha descubierto la
proyección eterna de su existencia: «Ser alcanzado por la Palabra, he ahí el
abrazo inmaterial y, por lo tanto, indesatable entre Dios y el hombre. La
misma palabra que estremece su alma hasta romperla le mantiene al mismo
tiempo consistente en Dios».
Judas personifica al hombre sin sabiduría, es decir, al necio. Analizando
la trayectoria de este tipo de personas, constatamos que la Escritura no
divide a los hombres en buenos y perversos, sino en sabios y necios. Como
acabamos de señalar, Judas personifica al necio, a aquel cuyos horizontes
empiezan y terminan en él mismo.
Pablo, en su primera Carta a los corintios, refiriéndose a la muerte del
Señor Jesús, achaca su condena a la falta de sabiduría de los que aprobaron
la ejecución: «Hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida,
destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra,
desconocida de todos los príncipes de este mundo, pues de haberla
conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria» (1Cor 2,7-8).
Si los sumos sacerdotes, doctores de la ley, Judas, e incluso el pueblo de
Israel al completo, que cambió la vida de Jesús por la de Barrabás, hubiesen
tenido algo de sabiduría interior, esa de la que nos habla Pablo, Jesús no
habría sido crucificado. Claro que también hemos de añadir que si el
hombre hubiese tenido esta sabiduría, no habría hecho falta la encarnación
de Dios. El Judas que traiciona, el necio, es la punta del iceberg de la
potencialidad homicida que tenemos con respecto a Dios cuando le vemos
como nuestro rival para realizarnos. Es esa potencialidad homicida a la que
Jesús se refiere cuando dice a los judíos: «Vosotros tratáis de matarme, a mí
que os dicho la verdad que oí de Dios... Vosotros sois de vuestro padre el
diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida
desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en
él» (Jn 8,40 y 44).
Nuestro Judas interior
Jesús podría haber nacido en cualquier país del mundo. Cualquiera de ellos
podría haber sido el pueblo santo de Dios. Sea cual fuese, habría llevado
igualmente a muerte a Jesús porque Satanás, el homicida, sabe inocular su
veneno en el hombre, nos miente acerca de Dios presentándonos su
caricatura. Según el tentador, Dios es aquel que ofrece su salvación a costa
de la felicidad del hombre. Caricatura que perdura, al menos en parte, en
todos aquellos que buscan justificarse delante de Dios por medio de la ley.
Es bueno saber esto para que no carguemos demasiado las tintas sobre
Judas y tampoco sobre Israel. Todos tenemos la desagradable experiencia
de haber entregado al Señor Jesús. Todos conocemos esas elecciones
vergonzantes nuestras en las que hemos dejado a Dios en la trastienda.
La actitud –traición– de Judas es, toda ella, una catequesis que viene en
nuestra ayuda. Bajo su luz sabemos quiénes y cómo somos. Hemos de
acoger esta catequesis medicinal con elegancia y grandeza de corazón y de
alma. La elegancia y grandeza de saber esperar de Dios su misericordia
excluyendo así toda autojustificación. Más adelante podremos ver que el
pecado de Judas, en su dimensión final, su suicidio, consistió en realidad en
pretender justificarse delante de Dios.
Todos llevamos algo de Judas dentro. Para aceptar esto es conveniente
que nos fijemos en la catequesis de Jesús acerca de los viñadores
homicidas, parábola que todos conocemos (Mt 21,33 y ss). En ella, Jesús
habla de un rey que arrendó la viña a unos labradores y se ausentó. Cuando
llegó el tiempo de recoger los frutos, envió a sus siervos una y otra vez a los
labradores, los cuales agarraron a unos, golpearon a otros y a los demás los
mataron. Hasta ahora Jesús está haciendo mención de los profetas enviados
por Yavé a su pueblo para recoger los frutos de conversión. Conocemos sus
historias personales: unos fueron desterrados, otros apaleados, e incluso
algunos asesinados. Continúa Jesús su parábola diciendo que el rey decidió
mandar a su propio hijo pensando que a este sí le respetarían.
Los labradores se confabularon al ver al hijo y tomaron una decisión:
este es el heredero, por lo tanto, vamos a matarle y así nos quedamos con la
herencia. La catequesis de esta parábola es como una espada que abre
nuestro corazón a la verdad. Esta consiste en que no aceptamos a Dios. Me
explico, le aceptamos siempre que Dios esté allí y tú aquí. Pero como se le
ocurra a Dios intentar poner orden dentro de ti, dentro del bazar de tu
corazón, es entonces cuando salen a la luz nuestras tendencias homicidas.
No son al pie de la letra igual que las de Judas, pero sí lo son en su espíritu:
nos desembarazamos de Él. Dicho de otra forma: Dios en su casa y yo en la
mía, o Dios con su Evangelio y yo con el «mío».
A raíz de esto, nos surge inevitable una pregunta: ¿Por qué el Hijo de
Dios anuncia unas catequesis tan fuertes? Tanto que, al igual que los
israelitas, tenemos la tentación de exclamar: «Es duro este lenguaje. ¿Quién
puede escucharlo?» (Jn 6,60). Tenemos que pedir a Dios que nos haga
entender de una vez y para siempre que el Evangelio que Él mismo ha
puesto en la boca de su Hijo (Jn 2,50) no tiene la finalidad de aplastarnos
sino de reconstruirnos. Es misericordia y medicina de Dios para darnos
vida: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn
10,10b).
La entrega de Jesús entra en una espiral progresiva que envuelve, como
ya hemos hecho notar, a todo Israel. Todos decidieron la muerte de Jesús.
La crucifixión del Hijo de Dios forma parte insoslayable de su Encarnación
y misión. Recordemos sus palabras a Nicodemo: «Tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
Tenemos que asimilar desde el asombro esta faceta inimaginablemente
bella de Dios. No envía a su Hijo a pedir cuentas, sino a salvar al hombre.
Demasiado cargados estamos como para que nadie venga a pedirnos
cuentas de nada. Donde hay carga, sólo son posibles dos salidas: sumisión o
rebeldía. Ninguna de ellas lleva al amor, y esto es lo que es Dios. Él mismo
encontrará una tercera salida, la única viable: envía a su Hijo a tomar sobre
sí nuestras cargas; así fue como Juan Bautista lo presentó ante Israel: «He
ahí el Cordero de Dios que carga con el pecado del mundo» (Jn 1,29b).
Es Cordero que carga y es también el Buen Pastor. Tiene estos dos títulos
porque es el único que, llevando una carga así –la de todos–, es también
capaz de mantener y mantenerse en el Amor. Por eso lo envió el Padre al
hombre, para que, liberados de nuestras cargas, adquiriésemos la capacidad
de amar.
Oigamos a Jesús: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las
mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre
y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,14-15). La doy voluntariamente. Esta
es mi comunión total con mi Padre; no me obliga, cumplo mi misión
voluntariamente, libremente, por amor: «Por eso me ama el Padre, porque
doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy
voluntariamente» (Jn 10,17-18a).
Si el Hijo de Dios carga con tus pecados, lo cual quiere decir que ha
pagado tus deudas, eso significa que tú no tienes que pagar nada. Esto es
algo que no nos entra fácilmente en una cabeza como la nuestra, tan
calculadora. No es fácil asimilar que Dios envíe un Cordero inocente, su
propio Hijo, para expiar nuestras culpas, nuestras deudas. La prueba de ello
es que nos creemos en la obligación de expiar nuestros pecados. No,
nosotros tenemos que amar. Si nos da por expiar, pagar nuestros pecados,
nunca llegaremos a amar. Es como si hicieras una tasación comercial: nunca
tendrás motivos para amar a Dios, pues considerarás que le has pagado lo
que le debías. Nadie tiene que expiar nada, porque Dios entregó a su Hijo
como expiación. Lo que a Dios le interesa del hombre es que pase al amor.
Jesús es entregado a las tinieblas, y podemos preguntarnos por qué. ¿Por
qué el Padre entrega a su Hijo, aun cuando este acepte voluntariamente, al
poder del mal? Lo hace para que, abrazándose Jesús a las tinieblas, las
asfixie y pueda nacer la luz igual que en la primera Creación (Gén 1,1-3).
Recordemos aquel pasaje en el que se nos cuenta que Jesús encontró a unos
hombres que querían que una mujer cogida en adulterio expiase sus pecados
según la ley, que decía que había que apedrearla. Jesús se dirigió a ellos y
les dijo: No arrojéis las piedras, porque si ella tiene que expiar, también
vosotros. El que esté sin necesidad de expiar, ¡que arroje la primera piedra!
Se retiraron todos (Jn 8,1 y ss).
A continuación Jesús proclamó: «Yo soy la luz del mundo; el que me
siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn
8,12). Con estas palabras quería arrojar luz en el corazón de estos hombres
dominados por las tinieblas. El que me siga no caminará en la oscuridad,
tendrá la luz de la vida para poder combatir y, a la vez, caminar en las
tinieblas porque yo, la luz, estoy con él. Esta buenísima noticia la profetizó
el salmista en estos términos: «Aunque camine por valle tenebroso, ningún
mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu callado me sosiegan» (Sal
23,4).
¡No es nuestro problema!
En este contexto de expiar, el drama de Judas se hizo insoportable cuando,
una vez que entregó a Jesús, intentó justificarse, expiar su culpa. Lo hizo de
la peor forma posible, con la ley del Talión: Ojo por ojo, diente por diente,
sangre por sangre y vida por vida (Lev 24,19-20). De ahí sus gritos y
lamentos por toda Jerusalén: «¡Pequé entregando sangre inocente!». Ellos –
los sumos sacerdotes y ancianos– le dijeron: «¿A nosotros qué? Tú verás»
(Mt 27,3-5). Ante una respuesta así, Judas sólo vio una salida: si he
entregado sangre inocente, también la mía tiene que ser derramada.
La respuesta que los sumos sacerdotes y ancianos dieron a Judas fue, en
realidad, la espada afilada que le llevó a la autodestrucción. Ante su grito de
desesperación –¡he entregado sangre inocente!–, se limitaron a decirle: ¡tú
verás!, no es nuestro problema, eres tú el que ha pecado; tú eres quien tiene
que decidir lo que debe hacer. Judas se ahorcó justamente por eso, porque
nadie quiso cargar con su problema.
Arrojado entre la espada y la pared, quiso expiar su culpa ante Dios con
«su justicia». No sabía que la justicia de Dios era, ¡que Él mismo moriría
por él!, sin pedir nada a cambio. En cierto modo, Judas representa esa
religiosidad tan deficiente, tan coja que no se sostiene, de querer emular a
Dios pretendiendo ponernos a su altura. Como si hubiera que pagar a Dios
la tasa de peaje hacia el cielo.
Si Judas –que, como todo judío, conocía bien los salmos– los hubiese
rezado no sólo con su boca sino también con y desde su corazón, habría
visto la luz a su problema en lo que Dios mismo había ya revelado a Israel
por medio del salmista: «Yavé rescata el alma de sus siervos, nada habrán
de pagar los que en él se cobijan» (Sal 34,23). El problema de los siervos es
que rezan solamente con la boca, y por eso no se enteran de nada. Los
amigos rezan también con el corazón.
Si acaso, podríamos decir que sería posible expiar nuestras culpas en un
sentido parecido. Me explico: la expiación que agrada a Dios es aquella que
hace cambiar nuestros miedos en confianza filial; ella nos hace saber que la
palabra de Dios es buena para nosotros. No es una especie de prueba por la
cual se mide nuestra entrega a Dios. Un corazón así, confiado, descubre que
el Evangelio es bueno para él, que es buena la voluntad del Padre tanto
como lo fue para Jesús; lo fue hasta el punto de que la llamó su alimento. Es
la confianza que da lugar a la libertad de poder cantar gozosamente como
Francisco de Asís: «¡Señor, ayúdame a nunca buscar querer ser consolado
sino consolar; ser comprendido sino comprender; ser amado sino amar...!».
Este cambio, incluso vuelco, del corazón sería –repito, hablando en sentido
figurado– la expiación que agrada a Dios.
Volvemos ahora a la respuesta que dieron los sumos sacerdotes a Judas
cuando, desesperado, acudió a su encuentro: lo que has hecho no es nuestro
problema. ¡Allá tú, tú verás lo que tienes que hacer! No tenemos que ver
nada contigo ni tú con nosotros.
Ante el pecado y todos los errores del hombre, Jesús dice: Sí, es mi
problema. He ahí la diferencia. El Señor Jesús es la respuesta de Dios al
pecado y culpa del hombre. Fijémonos en una de las muchísimas súplicas
de los profetas ante el pecado de Israel: «Aunque nuestras culpas atesten
contra nosotros, Yavé, obra por amor de tu Nombre» (Jer 14,7). A Jeremías
no le entra en la cabeza que ante el pecado del hombre, Dios se cruce de
brazos diciéndole: ¡tú verás! Conoce íntimamente a Dios y, por lo tanto, lo
suficientemente bien como para saber que nunca dejará a Israel ni a nadie al
pie de los caballos a causa de sus pecados. Los doctores de la Ley sí lo
hicieron con Judas; y, al igual que ellos, lo hacen y lo siguen haciendo todos
los esclavos de la Ley.
Jeremías, testigo privilegiado de la misericordia de Dios, se sirve de su
experiencia para suplicarle humildemente: ¡No testifiques contra nosotros,
haz honor a tu Nombre porque eres perdón, eres misericordia, eres
compasión...! ¡Obra en consecuencia de lo que eres! Dios escuchó y obró en
consecuencia. Se hizo carne y cargó con toda culpa.
Este es el amor profundo de Dios hacia el hombre, hacia ti, seas quien
seas y lo que seas. Es un amor que llega a lo profundo de su corazón
diciéndole: sí, es mi problema. Hasta tal punto lo es que he enviado a mi
Hijo por ti, a causa de las carencias que tienes y que te impulsan a buscar la
vida allí donde no la hay. Mi Hijo hace causa común contigo y con tu culpa.
De ahí su invitación: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y
sobrecargados y yo os daré descanso» (Mt 11,28). Y también: «Al que
venga a mí no lo echaré fuera» (Jn 6,37).
Venid a mí, y no intentéis justificaros ni con razones ni con las obras de
la Ley; yo soy vuestra justificación; yo soy quien os reconcilia con Dios:
«Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando
en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la
palabra de la reconciliación» (2Cor 5,19). Dicho esto, afirmamos que el
discípulo del Señor Jesús no reconcilia a nadie con Dios, ya que este es un
don exclusivamente suyo. Sin embargo, sí está llamado a crear espacios de
reconciliación para el hombre. Todo discípulo del Señor Jesús es como un
pulmón que hace llegar a los demás la subyugante fragancia de Jesucristo,
como dice el apóstol Pablo (2Cor 2-14).
En este mismo contexto de pagar nuestras culpas, escuchemos cómo se
expresa Pablo en su Carta a los discípulos de Colosas: «Canceló –Jesús– la
nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus
cláusulas desfavorables, y la suprimió clavándola en la cruz» (Col 2,14).
A la lectura de este pasaje, nos llenamos de asombro al ver cómo cambió
Dios el corazón de Pablo. Antes de su encuentro con Jesucristo, no pasaba
un día que no sintiera la necesidad de pagar a Dios. Él mismo dice que llegó
a ser intachable en cuanto a la justicia de la ley (Flp 3,6). Al igual que
tantos otros que van por el mismo camino, era tal su ceguera que ni siquiera
sabía lo engañado que estaba; tanto que le parecía normal perseguir, hasta
conducirlos a la prisión, a los que él llamaba la secta de los cristianos. Y
esto sin medir las consecuencias de sus actos –como condenar a familias
enteras al hambre–, ya que aquellos que les proporcionaban el sustento
habían sido encarcelados. Le parecía normal. He ahí la aberración: pensar
que le pudiera parecer normal también a Dios. Esa era su intachabilidad o
pureza delante de Dios.
Viendo el cambio de Pablo, se hace evidente que para Dios no hay nada
imposible. Pablo, desprendiéndose de los supuestos méritos adquiridos,
descubre la libertad de ser amado gratuitamente. El Apóstol comenzó
verdaderamente a amar a Dios y al hombre cuando tomó conciencia de que
«su nota de cargo» había sido cancelada por el Señor Jesús. No necesitaba
ya el mayor y peor de los engaños: creerse intachable ante la Ley haciendo
de ella –con sus carencias– su moneda de salvación.
Del «tú verás» al «Yo veré»
Cada discípulo habla del amor recibido según su experiencia concreta. Si
hemos oído a Juan decirnos que Dios es amor, la experiencia amorosa de
Pablo con Jesús le lleva a escribir: «... Que Cristo habite por la fe en
vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis
comprender con todos los santos –discípulos– cuál es la anchura y la
longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede
a todo conocimiento...» (Ef 3,17-19).
Cada cual tiene su experiencia en este sentido, y de ella nace su pasión
incontenible por el Evangelio y por sus hermanos. Por eso se siente enviado
hacia ellos para hacerles partícipes de la Vida que él gratuitamente ha
recibido.
Jesucristo ha cancelado nuestra deuda. Él es el que pasa del «tú verás» al
«Yo veré, Yo pagaré por ti». Los hombres que han llegado a tocar a Dios
conocen esto perfectamente. Antes hemos hablado de Jeremías, le hemos
visto interpelando a Dios a favor de Israel. Recurrimos nuevamente a él. En
esta ocasión su súplica nos llega al alma. En él se conjugan su amor a Dios
con su osadía para interpelarle a fin de que no se desentienda de Israel, obra
de sus manos. Oigámosle: «¡Oh, esperanza de Israel, Yavé, Salvador suyo
en tiempo de angustia! ¿Por qué has de ser cual forastero en la tierra, o cual
viajero que se tumba para hacer noche? ¿Por qué has de ser como un
pasmado, como un valiente incapaz de ayudar?... ¡No te deshagas de
nosotros!» (Jer 14,8-9).
Jeremías, amigo de Dios donde los haya, aprovecha el espacio sagrado
de intimidad que Dios ha creado con él para, con palabras que nos parecen
un poco subidas de tono, arrancarle su favor para Israel. Repito, es una
súplica que nos puede parecer hasta improcedente, pero así son los amigos
de Dios, y nosotros no somos quiénes para hacer juicio alguno. Quizá lo
entenderemos mejor si entramos a fondo en lo que significa el mandamiento
de todos los mandamientos: amar a Dios y al prójimo como a ti mismo (Lc
10,27-28). El mismo Dios que ha depositado su amor en Jeremías le ha
capacitado para amar intensamente a su prójimo.
Siempre los grandes amigos de Dios han sido los mayores amigos y
benefactores de los hombres. Por eso no se retraen de gritar a Aquel que es
el amor de su alma: ¡No te deshagas de nosotros!, ¡no te desentiendas, no
nos digas: vosotros veréis! ¡No nos abandones ante las obras de nuestras
manos, pues ya despiden el olor de la muerte! He ahí la diferencia entre la
justicia de la Ley, que es también la de Judas, y la de Dios. La justicia de la
Ley te deja en la soledad más absoluta y traumática: «Tú verás cómo
pagas». Por el contrario, Jesús es comunión: Yo estoy contigo, Yo pago por
ti. Cargo con tus pecados, míralos, ahí están todos ellos clavados en la cruz.
Venid a mí los que no podéis más, no vayáis fuera a cumplir vuestra
justicia. Venid a mí, Yo soy vuestra justicia, Yo os justifico, Yo soy quien he
absorbido, como una esponja, vuestra maldición.
Los doctores de la Ley son incapaces de cargar con sus culpas, ¿cómo,
pues, iban a poder cargar con la de Judas? Se desentienden de él y entregan
a Jesús en manos de Pilato. Este no tarda en comprender que es inocente,
sabe que le han entregado por envidia o por los fanatismos que les
envuelven. Hace unos primeros intentos por salvar a Jesús. Sin embargo, los
que le han entregado hacen todo tipo de presiones sobre él hasta que,
viendo que nada adelantaba sino que más bien promovía un gran tumulto,
tomó agua y se lavó las manos delante de ellos. Les gritó: «Soy inocente de
la sangre de este justo. Vosotros veréis» (Mt 27,24).
Hemos pasado del «tú verás» que espetaron a Judas al «vosotros veréis»
lanzado sobre ellos por Pilato. El «tú verás» se vuelve contra ellos. Quizá
estas palabras de Pilato podrían haberles llevado a una reflexión acerca de
su forma de actuar. Sin embargo, están ya tan cegados que toman su
decisión: Cumplamos la Ley. «¡Ha blasfemado! (...). Es reo de muerte» (Mt
26,65-66).
Dios permite que Pilato les diga estas palabras para dejar constancia de
que les es devuelta la misma moneda con que dejaron a Judas al pie de los
caballos, en la soledad que le dejó sin esperanza. Para nuestra sorpresa –y,
¿por qué no?, también alegría esperanzadora– diremos que el Hijo de Dios
asumió también en su carne, es decir, cargó con el pecado de los sumos
sacerdotes, los que usaron la Ley como espada para sesgar toda esperanza
de Judas y para dibujar en sus mentes enfermas lo que llamaron la
blasfemia de Jesús, la que le condenó a muerte.
El «Yo veré» del Señor Jesús abarcó a Judas, sumos sacerdotes, doctores
de la Ley y todo el pueblo que, en última instancia, escogió y decidió la
vida de Barrabás en contra de la suya. En todo este Israel que se ha paseado
delante de nosotros en sus diversas categorías sociales está la humanidad
entera. Todo el pecado del mundo fue cargado por el Cordero inocente: el
Señor Jesús.
He querido dar un poco de luz a la figura de Judas porque, en cierta
manera, nos representa a todos; de la misma forma que, cuando empezamos
a ser discípulos, también Pedro y los demás apóstoles, con sus miedos,
debilidades, mas también con sus amores, nos representan. Más allá de una
u otra personificación, cada buscador de Dios ha de encontrar su signo de
identidad, lo que podríamos llamar su «chispa». Esa centella de fuego que
Dios creó de la nada y que ha posado en él. Al calor y la luz de la chispa
otorgada, el discípulo emprende su maravillosa y original epopeya del
discipulado.
3. El Hijo
sabe del Padre
«Sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había
salido de Dios y a Dios volvía...» (Jn 13,3).
«Llega a Simón Pedro; este le dice: Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?
Jesús le respondió: Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, lo
comprenderás más tarde. Le dice Pedro: No me lavarás los pies jamás»
(Jn 13,6-8a).
«Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les
dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis
“el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el
Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros
los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también
vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,12-15).
Con estas palabras, Jesús presenta a los suyos el camino que lleva al
Padre, haciéndoles ver con inexcusable claridad que les está proponiendo
este camino no de forma teórica, sino haciéndolo visible a sus ojos por
medio de sus propios pasos. Su realización lleva consigo su
bienaventuranza, es decir, que en él encontrarán y poseerán lo que desea y
anhela su alma inmortal.
Como ya hemos advertido, y por otra parte todos sabemos, el camino del
seguimiento a Jesucristo lleva consigo sus altibajos, sus estancamientos y
caídas; todo lo cual podríamos decir que no importa gran cosa mientras
sigamos en el camino. Siempre y cuando nos mantengamos en él, Dios no
necesita interpelarnos como lo hizo a Adán: «¿Dónde estás?» (Gén 3,9).
Cuando Dios tiene que preguntar a alguien «¿dónde estás?», es porque se ha
ocultado ante sus pasos, al igual que se ocultaron nuestros primeros padres
(Gén 3,8).
Jesucristo nos interpreta el esconderse de Adán y Eva ante Dios en estos
términos: «Todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que
no sean censuradas sus obras» (Jn 3,20). El pecado que realmente hace
estragos en el hombre consiste en que «vino la luz al mundo, y los hombres
amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3,19). Es un pecado que hiere
profundamente al ser humano porque no es un hecho ocasional sino
permanente, digamos situacional.
Cuando un buscador de Dios peca ocasionalmente es consciente de que
ha caído. Sus pasos son, a pesar de la caída, según la verdad. Siendo así, el
caer no comporta desviación en su caminar, su opción por el discipulado
queda intacta. Jesús conoce perfectamente nuestra debilidad y, aun así, nos
dice: si seguís este camino, seréis bienaventurados porque estáis haciendo,
aun a trompicones, la voluntad de mi Padre sobre vosotros.
El conocimiento que da Jesús a sus discípulos de este éxodo hacia el
Padre, y que también es el suyo, es, por encima de todo, una experiencia del
corazón y del alma. Jesucristo hace ver este camino, de corazón a corazón,
del suyo al tuyo, de su Espíritu a tu espíritu. Hace visible su y nuestro
camino por medio de la proclamación, de la predicación del Evangelio. Es
una senda que se hace luminosa y diáfana en la medida en que se llega a
hacer del Evangelio el espacio vital en que un hombre llega a contemplar a
Dios.
El Evangelio es la bodega de la que nos habla la esposa del Cantar de los
Cantares, allí donde las intimidades del alma con Dios se asoman al mirador
de la eternidad: «Me ha llevado a la bodega, y el pendón que enarbola sobre
mí es Amor. Confortadme con pasteles de pasas, reanimadme con
manzanas, que estoy enferma de amor» (Cant 2,4-5). Todo esto es el
Evangelio cuando nos es dado entrar en su interior con miradas
contemplativas.
El drama del hombre que vive en la mentira del alma y del corazón, la de
aquel que dice estar con Dios cuando en realidad «lo utiliza» para
acrecentar la vanidad de su alma (Sal 24,4), consiste en que vive una
relación con Él existente sólo en su imaginación. Su pretendida fe
solamente puede ser enmarcada en una novela de ciencia-ficción. De este
hombre no se podrá decir nunca lo que la Escritura declara acerca de Jesús
al llamarlo «el Testigo Fiel» (Ap 1,5). En el mismo libro se le llama «Fiel y
Veraz» porque por amor al hombre, y para poder ofrecerle el paso de la
mentira a la verdad que había oído de Dios, consintió en ser despedazado
por los hijos de la mentira: «Tratáis de matarme, a mí que os he dicho la
verdad que oí de Dios» (Jn 8,40).
El paso de ser hijos del padre de la mentira (Jn 8,44) a hijos del Padre de
la Verdad (1Jn 5,20), se pudo hacer sólo cuando el Hijo Santo se abrazó con
su muerte a la Mentira hasta asfixiarla. Resucitado, nos hizo hijos de la
Verdad, así se lo pidió a su Padre en la antesala de su Pasión y muerte:
«Santifícalos en la verdad: Tu Palabra es la verdad» (Jn 17,17).
Este, el Verdadero, el Santo de Dios, como le llamó Pedro (Jn 6,69), es el
que está enseñando a sus discípulos un camino bastante diferente al que sus
corazones habían dibujado cuando aceptaron su llamada. Es el Maestro y el
Señor que desplaza de nuestro espíritu la mentira, esa que había hecho un
maridaje apetecible con el seguimiento aceptado.
Jesús los ama así, como son. Sabe que el demonio, al que podríamos
llamar de las componendas con Dios, se enseñorea en ellos. Por eso los
ama, porque los ve más como víctimas del mentiroso que como culpables.
En realidad es así como nos ve a todos, y a todos nos excusó en su último
esfuerzo agónico: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc
23,34).
Abrámonos estremecidos a la oración de intercesión que hace el Hijo al
Padre por los suyos, los de todos los tiempos, antes de encaminar sus pasos
al huerto de los Olivos: «Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por
los que tú me has dado, porque son tuyos... Padre santo, cuida en tu nombre
a los que me has dado... Yo les he dado tu Palabra, y el mundo les ha
odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo» (Jn 17,9-
14).
¡Padre mío, cuídalos!
La súplica de Dios al Padre por los suyos no puede ser más sublime y
enternecedora. Nos parece oír el quiebro de su voz cuando le dice al Padre:
les he dado tu Palabra. Sólo ella les puede sostener en la fe. Ella ha sido mi
alimento, la que ha creado en mí la fidelidad. ¡Padre, cuídalos! Mira que a
su manera me han amado, cada uno tal y como es. Han perseverado
conmigo en mis pruebas hasta donde les ha sido posible. Ahora, Padre, yo
voy a ti, y su corazón huérfano va a gritar: «¡Basta!, no podemos más».
¡Padre, no les dejes caer, mantenlos unidos hasta que, vencedor de la
muerte, vaya a su encuentro!
Padre, sostenlos con tu amor, ellos son el signo visible de la penuria,
tristezas y angustias que acompañarán a mis testigos a lo largo y ancho de la
historia. Ellos son como tu ungüento perfumado; sin ellos, la vida de los
hombres se vería privada de la sal de tu sabiduría. Ellos, con sus lámparas,
sanean la existencia humana del absurdo que el tentador pone en manos de
la humanidad como única herencia. Padre Santo, sé tú para ellos su fuerza y
su roca; no dejes de susurrar en su alma, tan expuesta a la tentación: «Yo
soy tu salvación» (Sal 35,3).
En un determinado momento, dice al Padre: «Por ellos me santifico a mí
mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad». Es entonces
cuando está llevando a su plenitud su consagración, su pertenencia al Padre.
Parece como si con una mano estuviese adherido al corazón del Padre y con
la otra estuviese sosteniendo el corazón de todos y cada uno de los
hombres, de ahí su súplica: «Santifícalos en la verdad».
Santifícalos en la verdad. He aquí un extracto de la bellísima súplica de
Jesús. Se está refiriendo a aquellos ante quienes acaba de postrarse
lavándoles los pies. Han tenido la verdad delante de sus ojos y no han
entendido nada. Por eso ruega por ellos. La única verdad que existe en ese
momento para los suyos es que han sido incapaces de comprender que todo
aquel que escoge el último lugar se está preservando de aspirar a toda gloria
que nace y muere con el hombre.
Así, inmunes a este infausto y trágico engaño, a esa gloria que es hija del
padre de la mentira y que tiene el poder destructor de crear diferencias,
divisiones, conflictos, guerras y hambrunas, estarán lo suficientemente
abiertos para poder dirigir sus pasos hacia la luz y la verdad.
Liberados de estas taras, de su hambre y sed de gloria humana, estos
hombres llegan a ser insultantemente libres. No necesitan exhibirse ante
nadie con sus obras. Su exquisita y riquísima sensibilidad se retrae de forma
natural ante todo aquello que huela a méritos con sus correspondientes
aplausos. Vuelan muy por encima de todo reconocimiento morboso, saben
que esas «glorias» son incompatibles con la fe que ha llenado de luz y color
su existencia. Son hombres y mujeres que se fían de su Señor y Maestro,
quien les ha prevenido de la falacia farisaica de los pedestales: «¿Cómo
podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la
gloria que viene del único Dios?» (Jn 5,44).
Estos hombres y mujeres, a los que la elección del último lugar ha vuelto
inmunes a toda gloria maldita, conocen y reflejan la serena belleza. La que
arropa el alma y la eleva junto con la propia corporeidad a su más alta
dimensión. Su aroma es un abrazo que alcanza a los caídos, a los
sobrecargados, a los cansados; también a los pesimistas y escépticos con
respecto a la condición humana. Todos reciben el mismo mensaje: Grande
es el hombre, y Dios lo hace mayor aún.
Se podría decir que el cuenco de la mano de estas personas es mayor que
todo el universo, por la ingente cantidad de alegría y esperanza que cabe en
ellas y que no dejan de repartir. Son portadores de la serena belleza de
quienes se saben amados con un amor sin horizontes ni cauces angostos o
encogidos. Cada uno de estos discípulos es como un río que discurre
mansamente hacia el mar infinito; se adentra en él sin dejar el río que fue.
Jesús, sólo él podía hacerlo, abre al hombre un nuevo modo de vivir, una
existencia absolutamente original. Su altura y grandeza son inabarcables.
Sin embargo, hay una paradoja en este camino. Resulta que los pasos hacia
tanta plenitud son inversos a los pasos de todos los hombres hacia sus fines.
Los discípulos empiezan desde abajo. Así es como han aprendido del
Maestro, el que escogió el dudoso honor de ser el último del grupo. Llegado
el momento, los santificó a todos.
Nos lo imaginamos tomando en sus manos los pies de los que acaban de
prometerle adhesión y fidelidad hasta la muerte. Nos podemos hacer una
idea de lo que pasaría por su mente ante estas promesas: ¡Pobres amigos
míos! Aún no saben que para mantener la fidelidad que proclaman sus
labios han de recibir la fuerza de lo alto. Delicadamente va secando y
acariciando todos esos pies, los mismos que van a dirigirse presurosos en
dirección opuesta adonde él va a ser llevado.
En su amor hasta el extremo, va imprimiendo proféticamente sus huellas
en esos pies inestables y huidizos. Ya llegará el día en que estos hombres
podrán testificar que están vivos hasta el punto de que puedan encaminar a
sus ovejas hacia el amor con que ellos han sido amados hasta el extremo.
Un día estos, ahora pobres hombres cobardes y huidizos, amarán con todo
su ser; primero, a aquel que los envía, su Señor; y después, a las ovejas que
pone en sus manos. Esta es la verdad santificadora que Jesús pide en esta
noche santa para los suyos de todos los tiempos. Emerge entonces la verdad
como algo natural del hombre santificado por el Santo de Dios. Es su
Palabra la que imprime la huella de la verdad en ellos; y también su
vocación primera y última: ser en Dios.
La Palabra nos adhiere a Dios, nos pone en comunión con Él; es la
adhesión que lleva a su plenitud lo que podríamos llamar el credo de Israel,
y también el fundamento del nuestro: el Shemá. «Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5).
Desde esta piedra angular, sobre la que se fundamenta la praxis de la fe,
podríamos actualizar el credo de Israel a la luz del Hijo de Dios, diciendo
que discípulo suyo es aquel que entra en comunión y adhesión con Dios con
todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente y con todas sus
fuerzas. También que es alguien que ama con todo su corazón, con toda su
alma, con todas sus fuerzas, es decir, hasta el extremo, la herencia, el
testamento que le ha legado su Señor y Maestro: su Evangelio, que no es
tanto un libro sino, como dicen los padres de la Iglesia, es él mismo.
Mi debilidad en tus manos
Todos aquellos que oyen y acogen la llamada del Señor Jesús al discipulado
han de partir de una misma línea: saber de su debilidad, y saber también de
los mil recovecos que la Mentira –Satanás– guarda en su manga para
descafeinar y adulterar el seguimiento. Una debilidad que puede adueñarse
de tal forma del llamado a ser discípulo que comporta el riesgo de que este
termine por aceptar vivir una especie de escepticismo, algo que, por
supuesto, solamente se puede acoger desde la necedad y la inconsciencia.
Basta mirar a la historia y, por qué no, ciertas épocas de nuestra propia vida
para que caigamos en la cuenta de que esta caída en el escepticismo no es
una simple posibilidad muy lejana.
Aun así, el discípulo que realmente ama, o que al menos desea en lo más
profundo de su ser amar incondicionalmente a su Señor, enfrenta este
peligro, que en realidad es un reto con una carta vencedora, si es que
realmente se sirve de ella: la de abrazarse con toda su debilidad al
Evangelio hasta que pueda decir al igual que Pablo: «No que lo tenga ya
conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si
consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús»
(Flp 3,12).
Acepta el riesgo de ponerse en manos del Evangelio, entendido este
como las manos moldeadoras de Dios. Confía su vida en sus manos no
tanto para entregarla –que también– sino, más aún, porque aspira a más, y
por eso, porque intuye que no va a ser defraudada su esperanza, confía todo
lo que es y pueda llegar a ser en manos del Alfarero. Conforme da pasos en
el discipulado, lo que empezó siendo una intuición confiada se convierte en
hechos: estos son los memoriales que transforman la intuición en certezas.
Poner tu vida en manos del Alfarero significa –felizmente– poner
también en la picota tus ambiciones ocultas, tus pedestales imaginarios y,
por supuesto, todo el cúmulo de tus vanidades inconfesables. Esta nuestra
realidad enfermiza tan cruelmente posesiva no se cura con el acta de un
documento, tampoco con una lista de propósitos. Solamente es curable
cuando la descargamos en Aquel, el Cordero, que fue enviado por el Padre
para hacerse cargo de ella: «Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice:
He ahí el Cordero de Dios, que carga con el pecado del mundo» (Jn 1,29).
Todo aquel que acoge la llamada de Jesús y entra por las puertas del
discipulado no sólo acepta, sino que también cobija en su seno el gozo
liberador que este supone. Estamos hablando de un apropiarse de la fuerza
del Hijo de Dios para lograr un cambio de mentalidad, de corazón e
igualmente de ambiciones. Mejor dicho, se cambian todas ellas por una
sola: la de estar –por pura gracia– y vivir de y con Él.
Alguien podría pensar que eso de estar y vivir con Dios pertenece a los
altos vuelos de los grandes místicos y, por lo tanto, fuera del alcance de los
que vivimos en el ajetreo normal de la sociedad. Pues no. Antes de que
aquellos que consideramos místicos excepcionales nos hablaran de vivir la
unión mística con Dios, nos lo dicen como experiencia propia autores del
Antiguo y Nuevo Testamento, y como referido a personas normales y
corrientes, que no se diferencian en nada de los que, codo a codo, con ellos
construyen la sociedad. Oigamos, por ejemplo, lo que dice Pablo a los
cristianos de Corinto: «El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con
Él» (1Cor 6,17).
Tengamos en cuenta, para nuestro asombro, que Pablo dirige estas
palabras a unos hombres y mujeres bastante rudos o poco formados, tal y
como él mismo nos lo hace entrever en esta misma carta: «¡Mirad,
hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la
carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza...» (1Cor 1,26). He
aquí la obra absolutamente inmensurable que hace Jesucristo con toda
persona, sea quien fuere, que tiene la audacia de creer en su Evangelio.
Él es el Maestro y Señor que nos deja unas huellas concretas, un camino
y unos gestos inconfundibles. Es el Maestro que se hace el último entre los
suyos, que abre una senda nueva sin glorias humanas; y no por
masoquismo, sino por sabiduría. Busca la gloria que solamente le puede dar
su Padre, como así efectivamente aconteció: «... Se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y
le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre...» (Flp 2,8-9).
A la luz de su Maestro, el discípulo se abraza a la ambición de «llegarse
a Dios». Sabe que terminará llegándose a Él no por el esfuerzo de ascesis
antiantropológicas, sino aceptando ser espoleado y moldeado por el
Evangelio. Así es como un hombre y una mujer llegan a Dios.
Una bellísima ambición, subsidiaria de la anterior –la de estar con y en
Dios–, es la de que sea Él quien te reconozca, quien dé testimonio de ti; de
la misma forma que reconoció y dio testimonio de Aquel a quien todos
negaron y menospreciaron por el hecho de haber escogido el último lugar:
su propio Hijo. Esta fue y es la ambición de las vírgenes/almas sabias de las
que Jesús nos habla en su Evangelio (Mt 25,1 y ss). Ellas proclaman, desde
un silencio que apaga el ruido de todas las demás ambiciones juntas, su
ambición de ser parte de Dios. Así lo confirman sus lámparas encendidas.
Ellas son parte de la Luz del mundo, del propio Hijo de Dios (Jn 8,12).
Es la ambición de la vida eterna suplicada al Padre por Jesús para todos
aquellos que hacen parte de él: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu
Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has
dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has
dado» (Jn 17,1-2). Es la ambición de la herencia perpetua, la que permanece
para siempre porque no está expuesta a la codicia de los hombres ni a la
corrupción de la polilla o herrumbre: «Haceos bolsas que no se deterioran,
un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla;
porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc
12,33-34).
Esta herencia no se le da al discípulo después de su muerte, ya se va
haciendo carne dentro de él en la medida en que va conociendo a Dios. Así
se lo dice explícitamente su Señor y Maestro: «Esta es la vida eterna: que te
conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo»
(Jn 17,3).
Ante la sublimidad y riqueza de todo lo que Jesús está diciendo a estos
que ama hasta el extremo, y como despertándoles para que no crean que
están en un sueño, les exhorta: «Sabiendo esto, dichosos seréis si lo
cumplís». Ya sabemos que la palabra «cumplir» no tiene en la espiritualidad
bíblica el mismo significado y connotación moral que tiene en nuestra
cultura occidental. Para Israel, en este caso concreto de cumplir la palabra
del Maestro, significa e implica acogerla, guardarla hasta hacerla propia,
abrazarla como protegiéndola ante toda tentación. En definitiva, el que la
escucha ha de ser la buena tierra que se abraza con todas sus fuerzas y
recursos a la semilla hasta dar fruto. Ese es el cumplimiento de la Palabra.
De ahí la puntualización que hace Jesús: «Sabiendo esto...».
Fijémonos que Jesús está remarcando la razón de ser de aquellos a
quienes llama bienaventurados. Lo son porque –empezando por su madre–
han guardado la Palabra hasta que esta, de forma natural, ha dado su fruto.
Bienaventurada, pues, su madre porque creyó, esperó, guardó, protegió esa
Palabra, hasta que la vida de Dios se hizo en su seno. Estos pasos de María
son los que definen el discipulado. Así lo recalca Jesús: dichosos vosotros si
guardáis lo que veis y oís, y lo lleváis a cumplimiento, es decir, a la plenitud
de su fruto.
El Maestro salta de gozo
En los evangelios hay un hecho en el que Jesús adelanta la bienaventuranza
que revestirá el alma y la existencia de aquellos que han de poner sus bocas
a disposición de Dios, con el fin de que su Evangelio de la gracia sea
anunciado a los hombres. Recordemos el envío de los setenta y dos
discípulos. Su hoja de ruta es la misma que él recibió del Padre cuando fue
enviado: «Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No
llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias...» (Lc 10,3-4).
No voy a hablar de los pormenores del envío sino de la vuelta:
«Regresaron los setenta y dos alegres, diciendo: Señor, hasta los demonios
se nos someten en tu nombre» (Lc 10,17). Parece como que le están
diciendo: hemos visto con nuestros propios ojos, hemos sido testigos del
poder de tu Palabra. ¡Cómo se iluminaban las tinieblas de aquellos a
quienes los demonios tenían sometidos! Entonces Jesús les dijo: «Yo veía a
Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18). Está adelantando lo que
nos dirá más adelante Juan en el libro del Apocalipsis, y que es fruto de su
victoria sobre la muerte: su Resurrección. «Ahora ya ha llegado la
salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo,
porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los
acusaba día y noche delante de nuestro Dios» (Ap 12,10). Satán, que
significa «acusador», ya no puede acusar al hombre. Jesús le ha vencido y
ha depositado esta su fuerza victoriosa en la Palabra, en su Evangelio.
La cuestión es que estos discípulos habían «imprudentemente»
obedecido al Señor. Salieron a los pueblos y ciudades que Él les había
indicado en las condiciones por Él puntualizadas: sin bolsa ni alforjas... La
obediencia fue su estructura y su sustento, fiados en Aquel que les dijo: «El
obrero merece su sustento» (Mt 10,10).
Ante una obediencia así, tan sublimemente infantil, Jesús saltó de gozo.
Parecía como si sus ojos vieran ya la nueva humanidad. Y como
agarrándose a los brazos de su Padre, exclamó: «Yo te bendigo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a los pequeños...» (Lc 10,21).
El Evangelio siempre y de todas formas debe sobreponerse a toda
estructura, y más cuando esta nace de una sociedad biempensante y
prudente. La historia, tanto la del pasado como la del presente, nos dice que
ahí donde las estructuras se sobreponen al Evangelio, hasta tal punto queda
este desnaturalizado que queda también desnaturalizado y empobrecido el
hombre. En este acomodamiento a la «sensatez» social, el que pierde real e
irremisiblemente es el hombre, destinatario del envío.
Jesucristo saltó de gozo ante los suyos. Vio a estos hombres, quizá de
pocas luces y, por supuesto, no muy académicamente formados y con mil
trifulcas entre ellos... Vio, exultante de alegría, que su corazón estaba
disponible para obedecer lo que sensatamente no era obedecible: salir sin
bastón, sin sandalias, sin bolsa, sin alforjas..., sólo con el poder de su
Palabra.
Después de su explosión de gozo, paseó sus ojos por cada uno de ellos y
les bendijo con estas palabras: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que
veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que
vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo
oyeron» (Lc 10,23-24).
Bienaventurados vuestros ojos, pues se os ha dado contemplar y hacer
vuestras las verdaderas maravillas de Dios. Las maravillas de su Palabra,
aquellas maravillas por las que suspiraba el salmista: «Abre mis ojos para
que contemple las maravillas de tu Palabra» (Sal 119,18). El salmista,
indudablemente un íntimo de Dios, suplicaba por ver sus maravillas. A los
discípulos del Señor les fue concedido en plenitud, por eso los llama
bienaventurados.
Continuamos la catequesis que Jesús está dando a los suyos, sentados
alrededor de la mesa. Son enseñanzas que penetran en lo más profundo del
corazón de estos hombres que, si bien es cierto que aman al Señor, también
lo es que no están aún preparados para dar la vida ni por Él ni por nadie.
Les dice: «El siervo no es más que su señor ni el enviado más que el que le
envía».
No son más que el Hijo de Dios. Esto lo tienen claro en la mente, pero en
el corazón los únicos importantes son ellos, incluso más importantes que él.
Esta es la situación en la que están en este momento los discípulos en la
Última cena. De hecho, ninguno de ellos se movió de su sitio cuando el
Maestro ocupó el último lugar y se dispuso a lavarles los pies.
Al igual que ellos, también nosotros solemos considerarnos más
importantes que él, al menos en lo más profundo de nuestro corazón, allí
donde aún no nos conocemos. Así es hasta el día en que nuestra ambición
coincida con la suya: amar al Padre y, con la misma pasión, amar la misión
por Él confiada (Jn 14,30-31). Entonces Dios será el único importante en
nuestra vida, en nuestra mente y, sobre todo, en nuestro corazón.
Bajo esta luz, recordemos una vez más que Jesús envía a sus discípulos
exactamente igual a como el Padre le ha enviado a él, «como ovejas en
medio de lobos» (Mt 10,16). Les añade que serán entregados en los
tribunales, azotados y llevados ante los gobernadores, etc., justamente
porque no están por encima de su Maestro (Mt 10,17-25).
Mas no termina aquí su catequesis sobre el envío. Si él tuvo la cercanía y
el aliento del Padre, también ellos la tendrán. Es más, les dice que son
inmensamente valiosos y preciosos a sus ojos (Mt 10,29-31). Él será su
protección y su refugio a lo largo de su misión. A propósito, nos viene bien
traer a estas páginas el comentario que hace san Juan Crisóstomo acerca de
los discípulos como corderos en medio de lobos: «Si tú eres cordero en
medio de lobos y te defiendes a ti mismo, buscando tus defensas, el Buen
Pastor no te va a defender. Tú mismo le estás excluyendo de tu defensa».
9. Sabréis que Yo Soy
Con estas palabras Jesús encierra el ciclo catequético del lavatorio de los
pies a sus discípulos. Lavatorio que es todo un servicio colmado de palabras
de vida, como hemos podido apreciar a lo largo de todo este libro.
En verdad, en verdad os digo. Así es como Jesús empieza su
exhortación. Es esta una expresión lingüística que pone en alerta a todos los
oyentes, en este caso los discípulos, con el fin de que presten una especial
atención, pues lo que se va a proclamar reviste una gran importancia.
Efectivamente, el anuncio que sigue a continuación es de una relevancia
fundamental: «Quien acoge al que yo envíe, me acoge a mí. Y quien me
acoge a mí, acoge al Padre, que es quien me ha enviado».
Es el anuncio profético, cuyo cumplimiento es ya inminente, de la
misión y razón de ser de su Iglesia. Ella es enviada para anunciar palabras
de salvación, de vida, a la humanidad entera. Tengamos en cuenta que el
Evangelio se abre con un envío: el del Hijo por parte del Padre, y se cierra
con otro envío: el de la Iglesia al mundo entero por parte del Hijo.
En la Palabra está la vida, escuchamos en el Evangelio (Jn 1,4). Una vez
resucitado, el Señor Jesús hace efectivo el envío de sus discípulos (Mt
28,19-20). Al enviar a los suyos, pone en sus manos la vida que alimenta y
reanima el espíritu del hombre. Don que ya les había concedido de forma
análoga cuando puso en sus manos los panes y los peces para que los fueran
repartiendo a toda una multitud (Mt 14,19).
No era la primera vez que Jesús hablaba en estos términos a sus
discípulos. Ya anteriormente, cuando los envió por los pueblos de Palestina,
les había dicho: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a
vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al
que me ha enviado» (Lc 10,16).
El sentido y el contenido salvífico de estas palabras no ofrecen lugar a
duda. Acoger a Jesucristo es acoger al Padre, es decir, llegar a ser sus hijos
(Jn 1,12). Al mismo tiempo, hay que tener en cuenta la segunda parte de la
cita evangélica: rechazar al Hijo lleva consigo el rechazo al Padre.
A la luz de estas palabras, se desprende con claridad que la acogida o no
de Jesucristo está en consonancia con la aceptación o rechazo de aquellos
que él envía con su Palabra para proclamar la vida y la salvación. Jesús
envía a sus discípulos para repartir a manos llenas la Vida que existe
contenida en su Evangelio.
No somos enviados para dar al hombre simplemente la sabiduría
humana, sino la de Dios; pues, como dice Pablo, «el hombre naturalmente
no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede
conocer porque sólo espiritualmente pueden ser discernidas» (1Cor 2,14).
Entramos a fondo en las palabras del Maestro abriéndolas con la ayuda
del Espíritu Santo, como se abren las semillas en lo profundo de la tierra.
Partimos acariciando en nuestras manos el verbo acoger, tal y como lo
encontramos al final de la explicación que Jesús nos ofrece en la parábola
del sembrador: «Los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la
Palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento» (Mc
4,20).
He aquí la secuencia que se entresaca de esta parábola: primero es la
escucha de la Palabra. A ello le sigue una actitud interior de acogida. Hecha
esta, no hay que tener más prisa que Dios, pues ya eres la buena tierra que
guarda su riqueza, sus semillas, que, a su tiempo, darán su fruto.
Por su parte, Mateo, en la misma parábola, hace la siguiente apreciación:
«El que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la
comprende: este sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro
treinta» (Mt 13,23).
Fijémonos en qué sentido dice Jesús eso de que el discípulo es aquel que
«oye la Palabra y la comprende». «Comprender» forma parte de todo ese
abanico de verbos derivados de «prender», el cual, a su vez, nos recuerda el
verbo «atar». Bajo esta luz, podemos decir que comprender tiene mucho
que ver con el hecho de guardar la Palabra con ahínco, anudarla en lo más
profundo de tu ser con lazos de amor y pertenencia, de la misma forma que
lo profundo de la tierra se aprieta contra la semilla.
Comprender la Palabra implica una relación con Jesús que es toda una
adhesión de amor, y que reviste carácter de incondicionalidad. Hablamos de
un amor total, aquel que la Escritura define como propio de un corazón
limpio y que está en consonancia con la boca. La comprensión o no de la
Palabra no tiene que ver con una mente más o menos lúcida, sino con la
mirada inteligente del corazón.
Entre prender y desprender
Podemos iluminar lo que estamos diciendo con un hecho concreto vivido
por los mismos apóstoles. Cuando Jesús les anuncia por segunda vez su
Pasión, muerte y Resurrección (Mc 9,33), nos dice Marcos que no
comprendieron sus palabras. Nos parece un comentario un tanto extraño, ya
que poco antes sucede un acontecimiento con Pedro; aquel en el que el
Apóstol quiso disuadir a Jesús de su misión. Recordemos la respuesta que le
dio Jesús y que no pudo ser más categórica: «Pero él, volviéndose y
mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: ¡Quítate de mi
vista, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres» (Mc 8,33).
Una cosa al menos podían y debían haber entendido los apóstoles: que
sus pensamientos y los del Hijo de Dios estaban distanciados como el cielo
de la tierra, algo que los discípulos ya sabían por el profeta Isaías (Is 55,8-
9).
Aun así, cada vez que los pensamientos de Dios intentaban, por medio
de las palabras de su Hijo, hacerse un hueco en el corazón de los Doce,
encontraban un auténtico muro de oposición. Son las piedras y las zarzas
que impiden que la semilla dé fruto en la tierra (Mc 4,16-19).
Lo que estoy queriendo expresar es que estos hombres saben y
comprenden muy bien lo que Jesucristo les está diciendo. Además, han oído
multitud de veces en los profetas los sufrimientos y la Pasión que habrían
de acompañar a la misión del Mesías, textos proféticos tantas veces leídos
en la sinagoga. La cuestión es que han llegado a un punto en el seguimiento
a Jesús en que la propia vida, o al menos su fama y su honor, están en
juego; de ahí la salida fácil y menos digna: queremos seguir contigo... pero
no comprendemos.
Es evidente que la Palabra molesta a las idolatrías del corazón. De ahí la
tentación continua de lavarnos las manos diciendo que estos o aquellos
textos evangélicos no los entendemos o, peor aún, que no van con nosotros.
En realidad el problema es uno, sólo uno: «Amas enormemente a Jesús»,
pero atarte, anudarte a su Evangelio, eso es otro cantar. La evidencia se
impone. No se entiende el Evangelio cada vez que atenta contra nuestra
vida. A fin de cuentas, el «no comprender» que escuchamos en Mateo en la
parábola del sembrador se identifica con el hecho de que la palabra de Jesús
–y por lo tanto, también él– no es lo suficientemente de fiar como para
disponer de tu vida.
Por su parte, Lucas pone estas palabras en boca de Jesús: «Lo que en
buena tierra, son los que, después de haber oído, conservan la Palabra con
corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia» (Lc 8,15).
Fijémonos bien en esta cita. Lucas habla de oír y conservar la Palabra y,
a continuación, añade la cualificación del corazón: bueno y recto. Es decir,
oír y conservar con un corazón que busca verdaderamente obedecer a Dios;
esto es lo que el Señor Jesús entiende por corazón bueno y recto. En estos,
la Palabra da fruto con perseverancia con el tiempo de Dios; o, como dice el
salmista, da fruto en su sazón (Sal 1,3).
Persevera hasta que la Palabra da su fruto todo aquel que la guarda,
protege y defiende frente a otras palabras emitidas por el Tentador. Estas
tienen la finalidad de disuadirte de lo que has oído y guardado de parte de
Dios. Palabras del Tentador son, por ejemplo, las que pronunció Pedro para
disuadir a Jesús de su misión, y que ya hemos comentado.
Pasemos ahora a desgranar con inmenso gozo la buena noticia que Jesús
proclama a los suyos: «El que me acoge a mí, acoge también a Aquel que
me ha enviado, a mi Padre». Acoger a Jesús en nuestro ser significa tener
como huésped en la tienda de nuestro espíritu al Hijo de Dios, al
Resucitado, al que ha vencido a la muerte, tu muerte. Vencedor de todas las
tinieblas, es luz dentro de ti. El Hijo de Dios, en tu interior, no está inactivo
como una estatua. Dentro de ti trabaja y actúa siempre, pues esto es lo
propio de Dios. «Mi Padre actúa siempre, y yo también actúo» (Jn 5,17).
El Señor Jesús, palabra del Padre, es Emanuel en ti. Provoca tu
conversión hasta llegar a hacerte hijo de Dios (Jn 1,12). Dentro de ti, es
también tu testigo interior; el que, cuando piensas que todo está puesto al
revés, te dice: no temas, yo estoy contigo. La belleza de la fe, y también su
inmensa grandeza, es tener contigo un testigo interior que testifique ante ti y
ante el Padre que estás haciendo el camino verdadero. Este testigo interior
es también el que te mantiene en la fidelidad y la perseverancia.
Esto es de capital importancia. Es más, me atrevo a decir que es
imposible una adhesión a Dios sin este testigo íntimo que está contigo, que
te sostiene, que te habla, que te lleva a amar y a comprender la Palabra, a
apasionarte locamente por ella. Acerca de quienes se adhieren así a la
Palabra, podemos afirmar que nadie sabe más de amores que aquel que hace
del Evangelio la gran pasión de su vida.
Sólo con la sabiduría que fluye del testigo interior es posible apasionarse
por la Palabra. Sin esta sabiduría, la Palabra se convierte solamente en un
objeto de estudio que, en cuanto tal, no tiene gran atractivo. Es como si
tenemos ante nuestros ojos un plato exquisito y nos contentamos con poseer
la receta de cómo ha sido elaborado.
El contrapunto del verbo «prender» sería «desprender». El Señor Jesús,
nuestro Maestro interior, es aquel que prende dentro de ti tu adhesión a Dios
con tal fuerza que nada ni nadie puede conseguir que su Evangelio se
desprenda de tu alma. La fuerza para perseverar la tienes no tanto en tu
mente cuanto en el Hijo de Dios que tú has acogido al acoger su Palabra. Él
es quien da testimonio de ti delante del Padre.
El testigo de quien estamos hablando está anunciado en el Antiguo
Testamento con una fuerza tan intensa como atrayente. Veamos, por
ejemplo, la experiencia de Jeremías. Su primera reacción ante la llamada de
Dios fue de temor y temblor. Fue tal la conciencia de su incapacidad que
exclamó: «¡Dios mío! Mira que no sé expresarme, que no soy más que un
muchacho» (Jer 1,6).
La excusa de nuestro amigo es más que justa y válida. Justa y válida a
los ojos de todo el mundo, menos para Dios que le ha llamado. Este coge
las razones de peso manifestadas por Jeremías para declinar la llamada, y
las hace pedazos diciéndole: «Mira que he puesto mis palabras en tu boca»
(Jer 1,9). No sabemos si Jeremías las tenía todas consigo; lo que sí sabemos
es que termina por aceptar la invitación de Dios.
Sin embargo, son tantas las dificultades que encuentra, tanta la oposición
y persecución que ha de sufrir por parte de su propio pueblo, que llega un
momento en que ya no puede más, y eleva su protesta, diríamos casi airada,
a Dios: «Me has seducido, Yavé, y me dejé seducir» (Jer 20,7a).
Da la impresión de que el profeta se siente engañado. De ahí su protesta.
Parece que le dice a Dios: Me dijiste: vete, yo te envío, no tengas miedo,
que yo estoy contigo... Me dejé seducir y aquí me tienes, soy el hombre más
arrinconado y despreciado de Israel. Todo el mundo se burla de mí. Soy una
escoria para todos..., en mala hora me dejé seducir por ti.
Muy probablemente ninguno de nosotros hemos hablado así con Dios
porque nunca hemos estado cerca de Él. Cuando uno está cerca, puede
hablarle así, como Jeremías. Es posible que esto nos escandalice, pero no
confundamos respeto con miedo servil. Dios deja a su amigo desahogarse
con Él: «He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban...; tanto que me
dije a mí mismo: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre»
(Jer 20,7b-9a).
Parece que la decisión del profeta es irrevocable: no volveré a predicar ni
a profetizar más. Cada vez que lo hago, me echan contra la pared; cada vez
que doy testimonio de ti, me llenan de agravios, la copa de mis angustias y
aflicciones rebosa.
Jeremías protesta, y Dios, que le ama con la locura con que una madre
ama a su hijo más tierno, le deja lamentarse, pues sabe muy bien lo que ha
sembrado en su corazón. Esta es la carta maestra de Dios. De hecho, una
vez que se ha despachado a gusto, al profeta no le queda más remedio que
admitir lo siguiente: «Pero había en mi corazón algo así como fuego
ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no
podía» (Jer 20,9b).
Por supuesto que podía desprenderse de ese fuego que Dios había
prendido en él. Sin embargo tiene la absoluta certeza de que si arranca de sí
este fuego, en realidad atenta contra las raíces de su propia vida. Quizá sea
este el pecado contra el Espíritu Santo del que nos habla Jesús (Mt 12,32).
Di a mi alma: ¡Yo Soy!
Al igual que Jeremías, todo discípulo encuentra en su seguimiento al Señor
Jesús encrucijadas tan al límite que le llevan a decir: ¡no puedo más! Esto
no sé dónde va ni dónde me lleva; más aún, ni siquiera sé qué sentido tiene
hoy en día creer. He ahí la mecha humeante ya en su mínima expresión.
Parece que se va a apagar sola, de inacción en cualquier momento. Sin
embargo, no se sabe cómo vuelve a avivarse convirtiéndose en una hoguera.
Es el fuego interior del que es testigo Jeremías. Para él era la figura del
Mesías. Para el discípulo es el Mesías mismo, Cristo Jesús.
Como hemos visto, Jeremías fue golpeado por la tentación de apagarlo
con el fin de no complicarse la vida. La verdad es que no hay vida más bella
y más intensamente vivida que aquella que es complicada por Dios.
Sabiendo esto, y el profeta bien que lo sabía, ¿cómo iba a apagar ese fuego
que ya era su fuego?
Creemos conveniente hacer constar cómo termina la singular protesta de
Jeremías: «Pero Yavé está conmigo, cual campeón poderoso. Y así mis
perseguidores tropezarán impotentes; se avergonzarán mucho de su
imprudencia... Cantad a Yavé, alabad a Yavé, porque ha salvado la vida de
un pobrecillo de manos de malhechores» (Jer 20,11-13).
Precioso el testimonio que nos da Jeremías de su testigo interior, del
fuego de Dios que, como ya hemos dicho, es imagen y figura del Mesías.
Preciosa también, y diríamos hasta el delirio, la experiencia del salmista que
conoce la persecución y grita a Dios: «Ataca, Yavé, a los que me atacan,
combate a quienes me combaten; embraza el escudo y el pavés, levántate en
mi socorro... Di a mi alma: Yo soy tu salvación» (Sal 35,1-3). Este hombre
orante está, como quien dice, forzando a Dios a que se manifieste dentro de
él. Está gritando por un testigo interior que le diga, que le confirme una y
otra vez: ¡no tengas miedo a nada ni a nadie, porque yo soy tu salvación!
Yo soy tu camino, yo soy tu verdad, yo soy tu vida, tu Buen Pastor, tu
pan vivo. Así, uno tras otro, podríamos recordar todos los «Yo Soy» de
Jesús. Todos ellos son distintas vertientes de lo que Dios susurra, como
hemos visto en el salmista, en el alma de sus testigos: ¡No temas, Yo soy tu
salvación, Yo soy tu victoria!
Experiencias de este tipo se repiten a lo largo de toda la Escritura.
Podríamos hacernos una idea de la fiesta que vivió el alma de aquel otro
salmista que proclamó alborozado: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a
quién temeré?» (Sal 27,1).
Damos paso dentro de este orden a un último testigo: el de Tobías.
Encontramos a este fiel israelita en el destierro juntamente con todo el
pueblo de Dios. Carecen de templo y de culto. El abatimiento es total. Es
entonces cuando Dios suscita la fe de Tobías, quien se levanta y anima al
pueblo entero diciéndole: ¡Dios nos va a rescatar! Su fuerza hará acontecer
una nueva liberación. Da testimonio de Dios, del Dios de sus padres, el de
las promesas siempre cumplidas, proclamando: «Yo le confieso en el país
del destierro, y publico su fuerza y su grandeza a gentes pecadoras» (Tob
13,6b).
Este israelita es la imagen del creyente que permanece fiel en medio de
la adversidad, el que se mantiene firme allí donde no hay nada que invite a
la esperanza, allí donde es tan frustrante la realidad que se está viviendo que
todo invita a pensar que creer en Dios y adherirse a Él no tiene razón de ser,
ya que ha sido Él mismo quien se ha convertido en «el gran ausente».
Tobías es el hombre de fe cuyos ojos se extienden compasivos hacia su
pueblo, sumido en la desesperanza y en la increencia. Él es la persona
escogida por Dios para reavivar la esperanza en las promesas recibidas por
todo su pueblo desde su nacimiento. Promesas que sostuvieron a los
israelitas a lo largo del desierto dando lugar a una bellísima y tiernísima
relación de Dios con Israel; relación que el libro del Deuteronomio declara
como la de un padre con sus hijos (Dt 1,31).
Tobías es llamado a levantar la fe, la adhesión del pueblo santo con Dios.
Su confesión es todo un himno de alabanza en el que vemos cómo exhorta a
Jerusalén –la niña de los ojos de todo Israel– en estos términos: «Confiesa
al Señor cumplidamente y alaba al Rey de los siglos para que de nuevo
levante en ti con regocijo su tienda, y llene en ti de gozo a todos los
cautivos y muestre en ti su amor a todo miserable por todos los siglos de los
siglos» (Tob 13,10).
Como podemos ver, de la boca de Tobías fluye un himno litúrgico de
indescriptible belleza en el que, al tiempo que invita a Jerusalén a
levantarse, suplica a Dios que actúe sobre su pueblo volviendo a hacer de
Jerusalén la ciudad santa. Por tres veces proclama Tobías la expresión «en
ti», tal y como hemos podido observar. Levante en ti, llene en ti y muestre
en ti. He ahí tres súplicas que quieren ser como una grabación indeleble en
el alma de Jerusalén. Tres súplicas que son el testigo interior del amor
indestructible de Dios por su pueblo.
¿En qué contexto dice Jesucristo: Vosotros sois la luz del mundo y la sal
de la tierra? En el contexto, siempre actual, de que existe el mal y el
Príncipe de la mentira. Príncipe solícito que invita persuasivamente a
inclinar nuestro corazón más hacia las tinieblas que hacia la luz (Jn 3,19).
En este contexto que, vuelvo a decir, es siempre el mismo, lo que Jesús está
diciendo a sus discípulos al poner su luz en ellos, es que proclamen que
Dios ama a la humanidad, a los cautivos, a los miserables. Que la Iglesia es
y ha de ser siempre el refugio de los hombres que nunca han sabido amar.
Él, el Maestro, nos enseñará para que seamos hombres y mujeres de amores
y acogidas; hombres y mujeres cuyos brazos sean tan fuertes y extensos que
puedan acoger y abrazar a todos aquellos hermanos suyos, hijos de la
adversidad, que tienen el corazón y el espíritu sobrecargado y abatido.
Estos hombres y mujeres serán testigos de la luz en la medida en que
tengan su testigo interior. Él tiene que levantar en ellos el nuevo templo del
amor a los cautivos, a los esclavos, a los dependientes de la droga, a los
sujetos a la mentira, etc.
Pablo y su testigo interior
Una vez más abordamos al apóstol Pablo con una mirada profunda, para
hacernos eco del testigo interior que le movió en todo su periplo
evangelizador. Nos dirigimos con él a Corinto para ver, con nuestros
propios ojos, las dificultades tremendas, las terribles oposiciones de todo
tipo, auténticas barricadas que se interponían a su predicación y su
testimonio de Jesús.
La situación llegó a ser tan inasumible, fundamentalmente a causa de los
judíos que le escuchaban, que se vio en la necesidad de tomar una
dolorosísima decisión: «Como ellos –los judíos– se opusiesen y profiriesen
blasfemias, sacudió sus vestidos y les dijo: Vuestra sangre recaiga sobre
vuestra cabeza; yo soy inocente y desde ahora me dirigiré a los gentiles»
(He 18,6).
He hablado de decisión dolorosísima y no exagero. Los alborotadores y
oponentes a su predicación son judíos; Pablo también. Su decisión es como
una acometida contra su propia sangre. Nos imaginamos al Apóstol
dividido en su cuerpo y en su alma día y noche, hasta que su testigo interior
vio que ya era el momento oportuno y se acercó a él. Su voz inmaterial
resonó con fuerza por todas y cada una de las heridas de su alma: «No
tengas miedo, sigue hablando y no calles; porque yo estoy contigo y nadie
te pondrá la mano encima para hacerte mal, pues yo tengo un pueblo
numeroso en esta ciudad» (He 18,9-10).
Inmediatamente se puso fin al festín de los demonios. Creían ser los
dueños y señores del corazón y la mente de Pablo al mover los hilos del mal
contra él. Cuando resonó la voz implacable de su declarante interno, todo el
mal levantado por los demonios cayó estrepitosamente.
La voz interior del testigo no resuena cuando el Evangelio está sólo en la
mente. Se hace oír, resuena, cuando habita, pone su morada, en el corazón.
Es más, el mismo Jesucristo dice que el signo inequívoco por el que se
siente amado por alguien en espíritu y en verdad consiste en que este guarda
su Palabra, su Evangelio, en el interior: «Si alguno me ama, guardará mi
Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a Él, y haremos morada en Él»
(Jn 14,23).
Es en el corazón/espíritu donde habita que la Voz resuena con toda su
fuerza. El discípulo es alguien que ha aprendido a leer a Dios desde el alma,
allí donde mejor se escucha, allí donde se aprecia el poder convertidor de la
Palabra. El discípulo es alguien que ha hecho del Evangelio su único
crédito, su único aval. Es tal la fiabilidad que la palabra de Dios tiene sobre
él, que no necesita influencias ni favores para proclamarla. Estructuras, las
indispensables, y con el cuidado extremo de que no opaquen la esencia de
la predicación. Para que nos entendamos, hay que dar la oportunidad al
Evangelio para que pueda brillar por sí mismo, que esa es su función y
misión: «La Palabra es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo» (Jn 1,9). Tanto más brilla y luce el Evangelio cuanto
más forma parte del corazón y la boca del anunciador. Sólo así el corazón
del hombre es capaz de leer a Dios, su Misterio.
Es así cómo el discípulo es para el mundo luz en sus sombras, y sal en su
insipidez. Insipidez en su sentido más amplio, el que indica la carencia de
sabor, viveza, chispa, estética del alma, etc. Porque ama al mundo, ya
redimido por el Hijo, Dios levanta en él templos –recordemos el himno de
Tobías– que sean manifestación y proclamación de su gloria y de su amor a
todos los hombres sin excepción. Templos cuyas ventanas son ojos
compasivos que alcanzan a todos los hombres. Templos con regazos
encendidos para acoger y dar calor; con manos para acariciar, lavar y curar
heridas. Templos que siembren por los caminos su sabiduría, aquella que
eleva al hombre por encima de sus miserias.
Es cierto que todos tenemos nuestras miserias. Es más cierto aún que no
tenemos por qué ser deudores de ellas. Tampoco resolvemos nada
encubriéndolas o ignorándolas. Es apropiándonos de la sabiduría de Dios
que nos elevamos sobre ellas, quedando estas como ruinas y cenizas bajo
nuestros pies, como dice el salmista (Sal 110,1).
El discípulo es el templo desde donde la sabiduría de Dios resuena hasta
los confines de la tierra. Son los ríos de la predicación del Evangelio, como
nos dicen los santos padres de la Iglesia. Ellos son las acequias que antaño
alegraban y daban vida a la ciudad santa de Dios (Sal 46,5). Hoy llenan de
gozo la tierra entera, llenan al mundo de vida, pues, como dice la Escritura,
los sabios según Dios son la salvación del mundo (Sab 6,24).
Estos sabios son aquellos que primero encontraron el maná escondido
del que nos habla el libro del Apocalipsis (Ap 2,17), se apropiaron de él y
hacen partícipes a los demás de los bienes en él contenidos. Por último –y
aquí es donde se reconocen que son sabios según Dios– enseñan a sus
hermanos a buscar hasta llegar a encontrar este maná oculto en la Palabra.
Es un contemplar el espíritu de las Escrituras, como diría Orígenes. En
definitiva, el que encuentra este maná alcanza la categoría de amigo de
Dios, aquel que llega a estar cara a cara con él como Moisés: «... No así con
mi siervo Moisés: él es de toda confianza en mi casa; boca a boca hablo con
él, abiertamente y no en enigmas, y contempla la imagen de Yavé» (Núm
12,7-8).
Pablo habla a los corintios del resplandor del evangelio de Jesucristo,
que es imagen de Dios (2Cor 4,4). Es por eso que –seguimos con Pablo– los
discípulos con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria
del Señor (2Cor 3,18).
Nos servimos del texto paulino para cerrar con broche de oro el gesto de
Jesús de lavar los pies a los suyos que, en realidad, nos representan a todos.
Inclinado, encorvado ante cada uno de ellos, los lavó, haciendo
resplandecer en su seno la imagen divina que, aun sin saberlo, llevaban
dentro. Estos hombres rudos, miedosos e, incluso, desconfiados, llegaron a
ser los espejos del Rostro de Dios ante sus hermanos: todos los hombres y
mujeres del mundo.
«Predicar el Evangelio
no es para mí ningún motivo de gloria,
es más bien un deber que me incumbe.
Y, ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!»
(1Cor 9,16).
Índice
Cabal y leal
El crédito de la Palabra
Te hablaré al corazón
10. «El que me acoge a mí...»
Entre prender y desprender
Di a mi alma: ¡Yo Soy!
Pablo y su testigo interior