Los Amo Hasta El Extremo. R. S

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Los amó hasta el extremo

Antonio Pavía
«Porque os hago saber, hermanos,que el Evangelio anunciado por míno
es de orden humano, pues yo no lorecibí ni aprendí de hombre alguno,
sino por revelación de Jesucristo».
Gracias sean dadas a Dios,

Padre de nuestro Señor Jesucristo,


único autor y creador de este libro,
y gracias también a la
Comunidad Bíblica
«María Madre de los Apóstoles»,
en cuyas entrañas Él depositó
con amor estas palabras.
Prólogo.
Algo más que un gesto...

El texto joánico que narra la acción de Jesús de lavar los pies a sus
discípulos (Jn 13,1-20), ha sido objeto de múltiples interpretaciones por
parte de no pocos exegetas de la Escritura. Dos de ellas son las que más se
han afianzado a lo largo del tiempo. La primera resalta la actitud de
humildad y rebajamiento de Jesús, actitud servicial que se señala como uno
de los signos distintivos de la comunidad cristiana. La segunda nos impulsa
más allá del gesto de Jesús de hacerse el último ante los suyos. Digamos
que explora el sentido catequético de la regeneración del hombre,
visibilizada en los pies lavados y limpios de sus discípulos.
Discutir o disertar acerca de la primacía de una interpretación sobre otra
nos situaría casi en el ámbito de lo ridículo. Supondría rebajar la insondable
riqueza de la palabra de Dios al campo de la competitividad. Además,
hemos de tener en cuenta que los distintos veneros catequéticos de un
mismo texto bíblico no son paralelos, sino que se entrelazan y se
complementan entre sí.
Dicho esto y dando, por lo tanto, la misma importancia a cada una de las
interpretaciones punteras, nos decantamos por sondear la segunda sin
prescindir en absoluto de la primera. Para ello partimos de la promesa que
Dios hizo llegar a su pueblo santo por medio de Ezequiel: «Os rociaré con
agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas
vuestras idolatrías os purificaré. Y os daré un corazón nuevo...» (Ez 36,25-
26).
El profeta hace mención a una purificación del hombre hecha por Dios
por medio del agua. Él limpiará su corazón de todas sus manchas y
corrupciones. Es una purificación que se lleva a cabo por la fuerza de la
Palabra que, como sabemos, se identifica frecuentemente con el agua en la
espiritualidad bíblica. Es más, Jeremías llamará a Dios Manantial de aguas
vivas (Jer 2,13).
Es el baño de esta agua purificadora el que provoca el cambio del
corazón del hombre, el que, con su fuerza, desestabiliza hasta derribar por
tierra todo ídolo consentido; esos que nuestras manos, enfermizamente
posesivas, han entronizado en nuestro corazón. Con ellos –que fueron
nuestros señores– bajo nuestros pies (Sal 110,1), podemos emprender el
camino de fe que nos hace llegar hasta la presencia de Dios, allí donde,
como dice el salmista, sólo pueden vivir los que tienen limpios manos y
corazón.
Este salmista se muestra bastante escéptico a la hora de juzgar si hay
alguien que pueda presentarse con esta limpieza requerida ante Dios. Sin
embargo, y con alegría desbordante, anuncia que sí, que hay alguien a quien
llama el Rey de la gloria –el Mesías– que flanqueará la puerta de los cielos.
Jesús, el Santo de Dios, como le llama Pedro (Jn 6,69), vencerá todo poder
y dominio del mal y subirá hasta Yavé (Sal 24,7). Se llegará hasta Él, mas
no solo, sino con la humanidad que Él mismo ha limpiado y que el salmista
reconoce como «la raza de los que buscan a Dios» (Sal 24,6).
Pablo testifica que Jesús alcanza para nosotros esta purificación
intachable ante Dios (Ef 1,3-5). El texto paulino celebra la victoria del
hombre, quien, por obra y gracia de su Señor y Maestro, Jesús, puede llegar
justificado ante la Presencia.
Es impresionante la sabiduría con la que Dios enriqueció a su pueblo y,
por medio de él, a toda la humanidad. A primera vista no parece muy lógico
que defienda la trascendencia de Yavé, y esto hasta el punto de poner
reparos incluso hasta para pronunciar su Nombre, cuando al mismo tiempo
encontramos profecías en las que se anuncia que el hombre llegará a
convivir de forma natural con Él. Hacemos constar esto para que tengamos
en cuenta cómo la revelación de Dios al hombre rompe toda lógica.
Con respecto a la naturalidad del estar del hombre no sólo ante sino
también con Dios, vamos a servirnos de dos textos. El primero ha
acontecido en Moisés, y ofrecido como profecía a todo buscador de Dios:
«Yavé hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su
amigo» (Éx 33,11). El segundo, que es profecía y promesa, anuncia la
gloria del hombre que ha culminado su búsqueda de Dios: «Tú que amas a
los antepasados, todos los santos están en tu mano. Y ellos, postrados a tus
pies, están colmados de tus palabras» (Dt 33,3).
Nos acercamos a la experiencia de Moisés. Es tan profundo y revelador
el proceso que adivinamos en el corazón, en el alma de este hombre, que
sentimos la necesidad de detenernos para saborear y, al mismo tiempo,
apropiarnos de toda la riqueza acumulada en su interior. Podemos hacerlo,
pues también es uno de nuestros padres en la fe. Alcanzó esta sabiduría de
la Palabra que, como dice la Escritura, es patrimonio de todos aquellos que
buscan a Dios (Si 24,30-34).
Moisés representa la amistad con Dios. Una amistad tal que penetra sus
secretos o, mejor dicho, Dios se abre a su amigo, se le da a conocer. En
Moisés se cumple la profecía del salmista: «El secreto de Dios es para los
que le aman» (Sal 25,14). Moisés es el amigo de Dios que anticipa el signo
esencial que distingue a los discípulos de Jesucristo, aquellos a quienes el
Señor da a conocer lo que Él mismo ha oído de su Padre. Es por ello que ya
no son siervos sino amigos (Jn 15,15).
En cuanto al segundo pasaje, el del Deuteronomio, la noticia que se
comunica a estos amigos supera toda expectativa humana. Nos dice que el
buscador de Dios flanquea el umbral de la muerte con un botín: el de la
Palabra guardada y cumplida en su corazón y en su alma. Todo hombre
tiene en su interior lo que podríamos llamar un recinto santo y sagrado,
inaccesible absolutamente a todo ser humano. Pertenece a Dios y sólo Él
tiene acceso. Dios habita en este recinto en la medida, como dice Jesús, en
que se guarda la Palabra: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi
Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).
En su recorrido hacia el recinto santo, la Palabra va limpiando el interior
del hombre. Como si fuera una espada, se ha abierto camino hasta su
corazón (Heb 4,12). Es así como el hombre, santo no por sus obras sino por
el botín que buscó con afán como su gran tesoro (Mt 13,44) y guardó
amorosamente, puede atravesar el umbral de la muerte con la seguridad de
no haber vivido en vano. Abrazado a su botín, colmado de la plenitud de la
Palabra, puede sentarse a los pies de Dios envuelto en su Presencia.
Jesucristo es la Palabra creadora de vida que se acerca al hombre. Él es
la Voz que se hizo rostro para Moisés (Éx 33,11) y se sigue haciendo para
cada persona que quiere encarnarla en su recinto santo. Jesús, el que limpia
los pies al hombre para poder caminar con rectitud, es decir, con verdad
hacia Dios, es la mano del Padre en cuya palma está tatuado nuestro
nombre, aunque, al igual que a Israel, nos pueda parecer, al menos a veces,
que somos extraños a su corazón, que se ha olvidado ya de nosotros (Is
49,14-16). «Dice Sion: Yavé me ha abandonado, me ha olvidado. ¿Acaso
olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus
entrañas?, pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido: mírame, en
las palmas de mis manos te tengo tatuada». Comprendemos mejor este texto
aclarando que, en los pueblos de Oriente, el prometido que iba a desposarse
llevaba escrito en la palma de su mano el nombre de su prometida como
signo de fidelidad.
Nuestra llamada al discipulado tiene su origen y su fuerza en el hecho de
que nuestro nombre ha sido pronunciado por el Emanuel (Jn 10,3-4). Jesús,
el buen Pastor, saca fuera a sus ovejas y las conduce en un nuevo éxodo
hacia su descanso: Dios. Una vez que el Hijo ha pronunciado nuestro
nombre, este queda escrito como memorial en sus manos atravesadas,
abiertas en la cruz. Su sangre es la tinta indeleble que hace que el tatuaje
sea imborrable; es la sangre que Pedro llama el precio de nuestra redención
(1Pe 1,8-19). Siguiendo al Apóstol, podríamos también, y con toda
propiedad, llamarla el precio de nuestro discipulado.
A estas alturas hacemos una apreciación. Para que haya una relación
normal de amor es necesario que aquellos que se aman, pongamos por
ejemplo, esposo y esposa, estén a la misma altura. No me refiero a categoría
social, sino altura en lo que respecta a riqueza humana. Pues bien, esto,
aunque analógicamente, sirve también para que sea posible la relación de
amor entre Dios y el hombre.
Dicho esto, ya hemos visto que, por medio de Jesucristo, Dios tiene
escrito en su mano, es decir, en Él, nuestro nombre. El desfase se da en el
sentido de que también nosotros deberíamos llevar escrito a Dios en
nuestras entrañas. Si no es así, puede haber una relación de compasión de
arriba hacia abajo que, siendo en sí excelente, no define, sin embargo, lo
que es el Amor. La aparente dificultad se desvanece, y abrimos
asombradísimos nuestros ojos ante una sorpresa que nos descoloca: Dios
mismo se escribe en nuestro interior al escribir su Palabra, tal y como nos
fue prometido por medio de Jeremías: «He aquí que vienen días en que yo
pactaré con la casa de Israel una nueva alianza; no como la alianza que
pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto...
esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel: pondré mi Palabra en
su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jer 31,31-33).
He aquí la Noticia de todas las noticias que cambia la historia del
hombre. La Palabra, el Evangelio, es el Emanuel escrito en nuestras
entrañas. Para ello tuvo que morir el Hijo de Dios. Al resucitar, abrió el
espíritu de sus discípulos para que entendiesen –pudiesen asimilar– las
Escrituras (Lc 24,45). Él, palabra del Padre, se escribió en el corazón de los
suyos. El hombre escrito, tatuado, grabado en Dios; y Dios escrito, tatuado
y grabado en el corazón del hombre, en ese recinto santo que estaba
cubierto con un velo como el del Templo. Al morir el Amado del Padre (Mt
3,17), se rasgó el velo del Templo y, a la vez, el velo que se interponía entre
el interior sagrado del hombre y la Palabra de vida en toda su riqueza y
fuerza.
El Evangelio nos presenta a una persona que comprendió que su mayor
riqueza consistía en tener a Dios grabado, escrito en su corazón. Estamos
hablando de María, la hermana de Marta, la que «a los pies del Señor
escuchaba su Palabra» (Lc 10,39). Así es como nos la presenta Lucas, a los
pies del Emanuel, lo que implica una adhesión obediencial a la Palabra de
vida que sale de su boca; a los pies de Jesús se colma hasta rebosar de su
Evangelio de la gracia.
Amorosamente, en actitud de discípulo, es decir, de quien no desperdicia
ninguna de las palabras que llegan a él de parte de Dios –como fue también
el caso de Samuel (1Sam 3,19)–, María, la discípula, selló con su amor la
elección de que había sido objeto por parte de Jesús. Esta mujer forma parte
de aquellos santos de los que nos hablaba el autor del libro del
Deuteronomio; los amigos de Dios que, postrados a sus pies, están
colmados de sus palabras.
La elección de María –elección en estado puro al discipulado–, vista tal y
como se nos presenta en el texto lucano, nos da pie para afirmar que para
Dios no hay personas excepcionalmente dotadas que le muevan a inclinar la
balanza de sus elecciones sobre ellas. Todos hemos sido creados con la
intrínseca tensión que nos impulsa hacia nuestra meta: llegar a ser en Dios.
Esto vale para todos, aunque haya quienes lo ignoren.
Para salvar la distancia, el abismo existente entre las aspiraciones
naturales de las que somos portadores y la sordidez de la realidad ineludible
de nuestros límites, Dios se hizo uno de nosotros. Se abrazó a nuestra
misma realidad con sus grandezas, mas también con sus frustraciones
inherentes que incluso le hicieron derramar abundantes lágrimas (Lc 19,41-
44). También se sometió a la tentación, su misma misión fue expuesta a la
doblez de la palabra del padre de la mentira.
Jesús, el Hijo, y también el Testigo fiel (Ap 1,5), se olvida de sí mismo
cuando es solicitado por el Tentador. Su amor y fidelidad, como si fuesen
dos brazos, se lanzan hacia el mar buscando los dos puertos naturales donde
puedan atracar: Dios y el hombre. En este su doble navegar le vemos ahora
lavando los pies a toda la humanidad representada en sus doce discípulos.
En su gesto y acción, Jesús está haciendo de eslabón inmaterial que no sólo
une al hombre con Dios, sino que incluso le levanta a la altura de su
divinidad, como dice san Gregorio de Nisa.
La transparencia a que da lugar el baño purificador que Jesús realiza en
el hombre hace visible a nuestros ojos la transparencia del espíritu de Dios.
Sólo a la luz de esta visión puede el hombre ser cautivado por Dios. Queda
así aprisionado por la infinitud de la Belleza, así, como suena, la Belleza
que enamora, apasiona y hace al alma recogerse sobre sí misma para, a su
vez, abrazarla y hacerla cautiva de sus anhelos.
Llegados a este punto, nadie necesita normas morales de ningún tipo.
Tampoco se necesita superar, uno tras otro, grados de perfección o etapas de
oración. Nada de eso necesita quien ya tiene alas. Los hombres y mujeres,
así lavados por su Señor y Maestro, las tienen y las ven crecer cada día en la
medida que crece su amor (Is 40,31). De cada uno de ellos –de sus almas–
se puede decir lo que nos legó el autor inspirado del Cantar de los Cantares,
cuya belleza no ha sido superada por ningún poeta y, además, con la
diferencia de que sus palabras se cumplen porque vienen de Dios: «¿Quién
es esta que sube del desierto apoyada en su Amado?» (Cant 8,5).
1. Éxodo de Jesús
al Padre

«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su


hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Juan introduce el pasaje del lavatorio de los pies de Jesús a sus discípulos
con una puntualización especialmente significativa. Señala enfáticamente
que el Señor Jesús, después de anunciarles que era consciente de que había
llegado su hora de pasar al Padre, los amó hasta el extremo. Sabemos lo que
quiere decir Juan. Entiende que, en Dios, extremo significa infinitud.
No son pocas las veces en que aparecen en el evangelio expresiones
como «no ha llegado mi hora», «todavía no había llegado su hora», u otras
semejantes con respecto a Jesús. Con el lavatorio de los pies, Jesús cruza el
umbral de su última y definitiva Pascua, su paso al Padre. Es la Pascua, la
Nueva Alianza sellada por él, como había profetizado Isaías: «Yo te formé y
te he destinado a ser alianza del pueblo» (Is 49,8b).
Su hora, su Pascua, su paso al Padre, es también la hora, la Pascua, el
paso al Padre de la nueva humanidad dada a luz en su costado abierto en la
cruz. Ese fue el momento de la exultación cósmica en que los cielos y la
tierra celebraron la victoria del crucificado sobre el mal en todas sus
dimensiones, incluida, por supuesto, la de la muerte. Vamos a sondear el
drama vivido por Jesús al asumir su estar a merced de esta hora que él
mismo llama «del poder de las tinieblas» (Lc 22,53).
Empezaremos analizando lo que nos dice Lucas en un pasaje en el que
Jesús habla de la pasión hacia la que se encamina: «He venido a arrojar un
fuego sobre la tierra y, ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un
bautismo tengo que ser bautizado y, ¡qué angustiado estoy hasta que se
cumpla!» (Lc 12,49-50).
Es el fuego del Espíritu Santo, el de la fe, aquel que es derramado en el
hombre por medio de su muerte y resurrección. Y es la angustia de su morir
pasando por el desprecio y el rechazo. Ve a lo lejos su muerte fuera de
Jerusalén, pues, siendo esta la ciudad santa de Dios, no podía contaminarse
albergando entre sus muros la ejecución de alguien tan impío y blasfemo
como él. Todo este cúmulo de rechazos comenzó ya con su encarnación.
Nació fuera de la ciudad, Belén, porque no había en ella casa que le
recibiera.
En esa noche de la Última cena Jesús acaricia su hora de pasar al Padre.
Es una mezcla de angustia, mas también de esperanza y de gozo; sabe que
es un pasar en el que va a dejar la puerta abierta a toda la humanidad, como
ya había profetizado el Espíritu Santo a Israel: «¡Abridme las puertas de
justicia, entraré por ellas, daré gracias a Yavé! He aquí la puerta de Yavé,
por ella entran los justos» (Sal 118,19-20).
Hora de pasar, hora de combate y turbación, como expresa el mismo
Jesús en el capítulo anterior, siempre en el contexto de la Pascua: «Ahora
mi alma está turbada. Y, ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora!»
(Jn 12,27). La súplica no ofrece duda alguna: ¡Líbrame de este sufrimiento,
de este tormento que me atenaza! Esto es lo que Jesús siente como hombre;
como tal se retrae ante el sufrimiento. Es algo instintivo, propio de la
naturaleza humana; su líbrame de esta hora es algo que surge de su instinto
de supervivencia. Todo sufrimiento, desprecio, humillación y, por supuesto,
la muerte violenta, va en contra de cualquier naturaleza. Y es bueno para
nosotros que veamos a Jesucristo, al Hijo de Dios, participar de la
naturaleza humana en toda su dimensión.
En este contexto, una de las bienaventuranzas proclama bienaventurados
a aquellos que lloran... (Mt 5,5). Dios tiene muy presente las lágrimas de los
hombres, sobre todo aquellas de los que viven con el corazón atravesado
por todo un cúmulo de dolores, injusticias, incomprensiones... Jesús, que es
hombre y, como tal, tiene sus sensibilidades, movido por el temor, llega a
exclamar: ¡Ahora mi alma está turbada! E incluso inicia una súplica:
¡Padre, líbrame de esta hora! Sus labios han llegado a expresar esta oración;
mas de pronto, la súplica se corta de raíz. Como reponiéndose, Jesús grita a
continuación: Pero, ¡si he llegado a esta hora para esto! Es que sin esta hora
no hay misión; es más, hasta la Encarnación es absurda. He venido, he sido
enviado para esta hora. He nacido, he predicado, he dado testimonio de ti
para el cumplimiento de esta hora. Padre, olvida lo que he dicho y
escúchame, escucha lo que dicen mis labios y mi corazón: «¡Padre, glorifica
tu Nombre, glorifica tu Nombre!».
En el mismo contexto pascual de la Última cena nos hacemos eco de otra
súplica de Jesús: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu
Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1). Súplica estremecedora en la que
percibimos al Hijo abriendo al Padre las cuitas de su alma. No es un grito,
es apenas un susurro... He llegado hasta esta hora porque he rechazado la
gloria de los hombres. No he querido ser un simple doctor de la Ley que
acaricia sus oídos haciéndoles oír lo que les gusta, descolocándoles así ante
la verdad. No, Padre, yo he venido a dar testimonio de ti. Por ello, nadie me
ha glorificado; aunque, por otra parte, nunca ha sido de mi interés, pues lo
que realmente me ha movido es que seas tú quien me glorifique.
Algo de esto ya lo había anunciado Jesús anteriormente. Recordemos,
por ejemplo: «Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería
válido. Otro –el Padre– es el que da testimonio de mí, y yo sé que su
testimonio es válido» (Jn 5,31-32).
En el cumplimiento de su misión, Jesús se apoya en el testimonio del
Padre cuya validez atraviesa el tiempo. Su no buscar el testimonio ni la
gloria de nadie no es una elección simplemente ascética, sino hecha desde
la sabiduría. Busca el testimonio y la gloria incorruptible. Testimonio y
gloria que se pasean desafiantes y burlones por encima de toda muerte. Sólo
el Padre tiene este testimonio y esta gloria en su mano.
Esto es lo que realmente es considerado válido para todo buscador
verdadero de Dios. Vivir una fe tal que esté pendiente del testimonio que
Dios dé sobre él haciendo caso omiso al de los hombres. Vivir una
confianza tal y con tal desprendimiento humano que busque que el que
hable bien de él sea Dios. A partir de esto, vamos a ver que Jesucristo, una
vez que, lleno de sabiduría, discierne entre el testimonio de los hombres y el
de Dios eligiendo este último, orienta toda su vida y misión en función de
Dios, su Padre, el que le ha enviado.
En manos del mal
Jesús nos sorprende al ver que acepta poner su vida, al menos
temporalmente, en manos del mal. Nos sorprende y extraña enormemente
esta decisión. Tanto que no nos atreveríamos a hablar de ello si no
tomáramos, una por una, las palabras que dirigió a Pedro, Santiago y Juan
al finalizar su oración en el huerto de los Olivos: «Mirad que el Hijo del
hombre va a ser entregado en manos de los pecadores» (Mc 14,41b).
Acabamos de escuchar algo inaudito. Jesús, el Santo de Dios (Jn 6,69),
se pone en manos del mal, como quien dice, a su disposición. Mal que está
personificado en unos hombres concretos: aquellos que le van a detener,
llevar a juicio y condenar a muerte de cruz. El Hijo Santo de Dios
voluntariamente se va a entregar en manos de pecadores, en manos de todo
lo que el pecado original ha hecho en el corazón del hombre.
Gesto este el de Jesús que, en su desarrollo final, provoca lo que
podríamos llamar el alumbramiento de la fe adulta, la que vence el mal con
las armas de Dios: su propio Hijo encarnado en cada uno de sus discípulos,
tal y como se desprende del testimonio de Pablo: «No vivo yo, sino que es
Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en
la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál
2,20).
Jesús, en un acto de libertad absoluta, aquella que se da cuando se ha
entregado todo el ser en manos del mal, pudo mirar al Padre y lanzar el
grito de victoria que, atravesando tiempo y espacio, ilumina la historia:
«¡En tus manos encomiendo mi espíritu!» (Lc 23,46).
El mal arrasó con todo menos con lo más sagrado que tiene el hombre:
su libertad, esa libertad que se reviste de genialidad. Es una especie de
dulce locura que reduce a cenizas toda sabiduría y pretensión humanas. Es
esa libertad que, en su audacia, atraviesa el Misterio de Dios haciéndolo
asequible a su espíritu. Dulce locura, dulce libertad la de Jesús. Ambas
trazaron las líneas maestras del hombre nuevo cuando, elevándose sobre
todo el mal que había asumido, proclamó triunfante: Padre, dejo las manos
del mal para ir a las tuyas.
¡Cuánta paz tiene el cristiano cuando deja que Dios le lleve por estas
libertades! Y no es que no vea el mal, más aún, este forma parte de su vida,
pues conoce en su carne la persecución del mundo anunciada por Jesús (Jn
15,18-20). La pregunta es: ¿cómo llega un discípulo a poder entregar su
espíritu en manos del Padre igual que Jesús? ¿Cómo puede el hombre
dejarse aprisionar por las manos de la impiedad?
Sólo hay una respuesta: elevando los ojos hasta encontrar los del Padre,
al igual que Jesús. Es entonces cuando el amor hasta el extremo del que nos
habla Juan toma carta de ciudadanía. No se está refiriendo el Evangelista a
un amor heroico, sino al amor en su más genuino sabor. Es el amor que
emana de la grandeza y sublimidad que nacen del contacto y comunión con
su Señor: el Maestro, el Señor Jesús, el Hijo del Padre. Enormemente
grande y sublime es el que ama así; y esto es posible porque así es amado.
Es el amor propio del Hijo de Dios, el que amó y ama así, hasta el extremo,
al hombre sin importarle su historia, su trayectoria ni su procedencia.
Pasamos ahora a analizar algunos textos bíblicos en los que veremos que
es Dios quien forma, desarrolla y hace crecer nuestro espíritu de tal forma
que su máxima aspiración no sea otra que la de llegar a ser recogido por sus
manos, las que le crearon.
Advirtamos que Zacarías, al anunciar la futura liberación de Israel con su
consiguiente renovación, da pie a su profecía puntualizando que el poder de
Yavé es tal que es capaz de desplegar los cielos, crear la tierra y formar el
espíritu del hombre en su interior (Zac 12,1).
Es en y por Jesucristo que todas las promesas de Dios alcanzan su
cumplimiento y plenitud. Es su Palabra la que desarrolla nuestro espíritu
haciéndolo no sólo apto, sino también hambriento de Él. Es en este contexto
de crecimiento y aptitud de nuestro espíritu que Jesús proclamó: «Mis
palabras son espíritu y son vida» (Jn 6,63).
Recordemos que, apenas dicho esto, las miles de personas que estaban
con él se alejaron escandalizadas. Sólo Dios, que es espíritu y vida, puede
dar tales atributos a su Palabra. ¿Cómo se atreve ese tal Jesús a equipararse
a Él? Reducida la enorme multitud al exiguo grupo de los Doce, el
desamparo fue total. Tentados a su vez a acompañar a la marea humana que
se alejaba más y más de Jesús, Pedro, lleno de la sabiduría de lo alto,
confesó: «¿Donde quién vamos a ir, Señor? ¡Tú tienes palabras de vida
eterna!».
Posiblemente fue años más tarde cuando Pedro comprendió el alcance de
lo que sus labios acababan de proclamar. Fue una confesión que reconocía
la divinidad del Señor Jesús al equiparar su palabra a la de Yavé, al declarar
las palabras de su Maestro como palabras de vida eterna, que son espíritu y
vida. Palabras que llevan al espíritu del hombre hasta la altura del espíritu
de Dios. Repito, tuvieron que pasar años de camino de fe para que Pedro
comprendiera que las palabras salidas de su boca las había puesto Dios
mismo.
Cada vez que escuchamos el Evangelio con el corazón hambriento y
ávido por guardarlo, las manos de Dios están formando nuestro espíritu.
Llega un momento en que este tiene voz propia para proclamar y suplicar:
¡Padre, protege mi espíritu, el que tú has formado y estás llevando a su
crecimiento! Protégelo de toda mentira, de toda vanidad, de toda gloria que
no venga de ti. Padre, cuida de mí, en tus manos encomiendo mi espíritu.
«Yo, Yavé, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé» (Is
42,6). Palabras de Isaías que expresan una profecía sobre el nacimiento del
Mesías. La carne le fue dada por la Virgen María; el Espíritu, descendido de
lo alto, configura su divinidad. Ambas naturalezas se conjugaron
admirablemente en Jesús de Nazaret. Todo para cumplir su misión, que el
mismo profeta explicita seguidamente: «Te he destinado a ser alianza del
pueblo y luz de las gentes». Jesús es el enviado del Padre para hacer
realidad la Alianza que nadie pudo cumplir a lo largo de toda la historia en
el pueblo de Israel. Este cumplimiento de la Alianza por parte del Hijo de
Dios alcanza a «los hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap
5,9).
El nuevo Moisés
Consciente del don que supone Jesucristo para todos los hombres y mujeres
de la tierra, Pablo predica incansablemente, diríamos hasta la extenuación,
para que todos sean alcanzados por Dios. Es enternecedor observar cómo en
su Carta a los gálatas se expresa como una madre al decir que siente dolores
de parto hasta ver a Jesucristo formado en ellos (Gál 4,19). Está tan
convencido del poder que tiene el Evangelio para hacer crecer el espíritu
del hombre que llegará hasta la osadía de proclamar que el hombre perfecto
–no el impecable, sino el que emprende seriamente un camino de fe–
alcanza la madurez de la plenitud de Jesucristo (Ef 4,13).
Por supuesto que esta afirmación podría parecernos desmesurada. Es
evidente que es fruto de su incomparable pasión por el Evangelio y por el
hombre, tan bellamente dignificado por Jesucristo. Todo esto nos da una
idea de por qué tantos desvelos y esfuerzos en predicarlo. Sabía muy bien y
por propia experiencia el valor que tenía para el hombre.
Todo cristiano es una obra de las manos de Dios. Su camino de fe pasa
por dejar que Dios forme su espíritu a fin de que esté preparado para su
hora, pues, al igual que Jesús, también él la tiene. Es una hora larga,
insoslayable, en la que el mal se yergue amenazante y destructor de su
experiencia de fe. Su osadía le lleva a vociferar de forma ensordecedora lo
que más puede abatir a un buscador: «¿Dónde está tu Dios?» (Sal 42,4). Al
igual que para Jesús, también para él es hora del poder y de las tinieblas (Lc
22,53).
Sin embargo, Dios, que nunca deja solos a estos hombres que han optado
por buscarle hasta poseerle, los ilumina igual que lo hizo con Job. Les hace
saber que el poder del mal, que a veces se torna intolerable, tiene carta de
ciudadanía en un espacio limitado por el mismo Dios. Así se lo hizo saber a
su amigo con la imagen del mar, figura bíblica de la destrucción: «¡Llegarás
hasta aquí, no más allá, aquí se romperá el orgullo de tus olas!» (Job 38,11).
Pasamos ahora a la puntualización que Juan hace respecto a la hora de
Jesús: su hora de pasar al Padre. El verbo «pasar» viene de «Pascua» que, a
su vez, significa «paso». Israel celebra el paso del mar Rojo como memorial
de su salvación. Este, que se interponía amenazante entre el ejército de
Egipto y su libertad, se abrió bajo la autoridad de Dios e Israel pudo
atravesarlo, emprendiendo así su camino, que culminó en la Tierra
Prometida. Israel se remite anualmente a este memorial de salvación y le da
un nombre: el Paso salvador de Yavé por ellos, su Pascua.
Jesucristo atraviesa victorioso las aguas de la muerte, del calvario, y
entra en el Padre. Recordemos cómo inicia Juan el pasaje del lavatorio de
los pies...: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este
mundo al Padre...». Con su entrada deja abierto el camino a todos los
hombres, es el camino de la fe que por su victoria y su gracia estamos
llamados a emprender.
Llegados a este punto, es conveniente que analicemos en profundidad la
relación entre Moisés, conductor de Israel, y la Tierra Prometida que no
llegó a alcanzar. La Escritura nos refiere que no llegó a entrar en ella porque
dudó de Dios, y pensamos sin más que todo se reduce a eso: Dios le castigó
por dudar.
Sabemos bien que, desde siempre, los textos de la Escritura nunca se han
interpretado aisladamente, sino que hay que enriquecerlos con sus
contextos, es decir, en su conjunto. Dicho esto, hemos de decir que todo el
Antiguo Testamento es como un cuerpo vivo que está en tensión de su
cumplimiento, el cual se verifica en el Nuevo Testamento. Siendo así,
hemos de ver la figura de Moisés y lo que hemos dado en llamar sus dudas
no a la luz de lo que entonces vieron los autores inspirados del libro del
Deuteronomio, sino en su cumplimiento y plenitud que es el Hijo de Dios.
Vamos, pues, a considerar el texto del «castigo» de Moisés a la luz de
Jesús, que es el nuevo Moisés: «Yavé habló a Moisés aquel mismo día y le
dijo: ... En el monte al que vas a subir morirás, e irás a reunirte con los
tuyos... Por haberme sido infiel en medio de los israelitas, en las aguas de
Meribá Cades, en el desierto de Sin, por no haber manifestado mi santidad
en medio de los israelitas, por eso, sólo de lejos verás la tierra, pero no
entrarás en ella» (Dt 32,48-52).
Sondeemos el texto partiendo de un primer punto: Moisés muere para
reunirse con los suyos, con los que ya murieron; mientras que Jesucristo,
plenitud de toda palabra revelada por Dios a Israel, morirá para reunirse con
el Suyo que es el Padre. No es, pues, tanto el pecado de Moisés lo que le
priva de la Tierra Prometida, pues si fuese así nadie se salvaría. En realidad
es una catequesis que, en última instancia, anuncia que la plenitud del paso,
es decir, el paso de la muerte del hombre a Dios, solamente la podía
inaugurar Jesucristo. Moisés se va a quedar, como todos los demás, con sus
antepasados. Además, Moisés es conocido en la Escritura como el amigo de
Dios con quien hablaba cara a cara (Éx 33,11 y Núm 12,7-8). Sin embargo,
tener la capacidad de manifestar la santidad de Dios, esto sólo podría ser
propio de su Hijo, el Emanuel.
Hemos de acoger la Escritura en todo su contexto. No es porque fue
infiel que Moisés no pudo manifestar la santidad de Dios. No porque fuera
infiel, sino por ser hombre, porque ninguno estaba capacitado para
manifestar su santidad. De ahí la necesidad de la Encarnación; sólo el
Emanuel tuvo en sus entrañas la capacidad de manifestar la gloria y
santidad de Dios. Jesús marca la diferencia entre un paso y otro. Entre el
paso de Moisés, cuyos ojos contemplaron la Tierra Prometida, y el paso al
Padre, del cual nos habla poéticamente el autor de la Carta a los hebreos.
Nos dice que los patriarcas y multitud de hombres y mujeres justos
saludaron de lejos la promesa de la Tierra Prometida, cuyo cumplimiento en
plenitud, como ya hemos visto, correspondería al Mesías. Se quedaron
como mirando en espera a que los cielos fueran abiertos. «En la fe murieron
todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas; viéndolas y
saludándolas desde lejos» (Heb 11,13).
Mi Padre os quiere
Jesús, Hijo y también Discípulo del Padre, es quien manifiesta e irradia la
santidad y la gloria de Dios. Él es el Cordero inocente que carga con
nuestras taras hasta anularlas por completo; por eso es manifestación de la
santidad de Dios y de su amor. Un amor santo, porque sólo un amor así
rescata al hombre en su totalidad. Es un rescate que eleva tanto al ser
humano que llega a situarlo cara a cara con su rescatador: Dios.
Es la elevación del hombre en su categoría de siervo hasta la altura de
amigo por obra y gracia del Señor Jesús: «No os llamo ya siervos, porque el
siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque
todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
Reparemos en la puntualización de Juan: «Ya» no os llamo siervos. Es
como si Jesús dijera: Todo hombre antes de mí ha tenido una relación con
Dios a nivel de siervo. Eso era así porque contemplaba la Palabra a través
de un velo, como dice el apóstol Pablo (2Cor 3,12-15). Desde el momento
en que el Padre me ha enviado donde vosotros, no existe velo alguno. La
palabra de mi Padre, Manantial de Aguas Vivas que hace posible mi misión,
fluye directamente en vuestro seno. Esto es posible porque lo que yo he
oído a mi Padre os lo doy a conocer. El paso de siervos a amigos supone la
ruptura del velo para encontraros con mi Padre, cara a cara, por medio de la
Palabra que yo os doy a conocer.
El autor de la Carta a los hebreos llama a Jesús el Sumo Sacerdote de la
Nueva Alianza, el que lleva a cabo la redención definitiva del hombre:
«Pero presentose Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros... Y
penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos
cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una
redención eterna» (Heb 9,11-12).
En Jesús se disipa toda duda de si Dios ama, se preocupa, se interesa, se
compadece del hombre. El amor del Señor Jesús a sus discípulos es el
espejo de la plenitud del amor de Dios al hombre; ese amor hasta el
extremo del que nos habla Juan.
Nos podríamos preguntar: ¿cómo es que sabiendo que sus discípulos se
iban a desentender de él en su Pasión, tuvo corazón para amarlos así?
Podemos aventurarnos a afirmar que, de la misma manera que veía sus
traiciones, veía también a lo lejos sus adhesiones y amores. Veía, por
ejemplo, a Pedro crucificado en Roma por amor, y también a Santiago y a
Tomás y a Andrés... y a todos. Veía sus corazones empapados de amor por
el Evangelio. Veía su pastoreo, su solicitud por las ovejas hasta dar la vida
por ellas.
El amor de Jesús lo es hasta el extremo porque nos ha dejado como
herencia su Testamento/Evangelio, nuestro pasar al Padre igual que él.
Oigamos lo que pide al Padre en el mismo contexto de la Última cena:
«Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también
conmigo» (Jn 17,24). Jesús abre su corazón al Padre. Parece como si su
naturaleza humana no pudiese contener tanto amor como el que siente por
sus discípulos. Continúa con sus confidencias: «Padre justo, el mundo no te
ha conocido, pero yo te he conocido y estos han conocido que tú me has
enviado».
Es tal la identificación de amor que existe entre él y los que han creído y
creerán en su Palabra, que llegará a afirmar que casi no necesita rogar al
Padre por ellos. El Padre mismo los quiere porque han creído en él, en su
Evangelio, y le han amado: «Aquel día pediréis en mi nombre y no os digo
que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque
me queréis a mí y creéis que salí de Dios» (Jn 16,26-27).
Las últimas palabras que Jesús dirige al Padre antes de encaminarse al
huerto de los Olivos son la antología por antonomasia del amor más
sublime que jamás haya existido por el otro, que, en este caso, eres tú y soy
yo: «Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn
17,26).
Todo amor es bello, sublime. Todo amor construye, incluso rehace lo que
pudo haber quedado en ruinas. La innombrable sublimidad del amor del
Hijo de Dios al hombre es todo eso y algo más: el algo exclusivo de Dios.
Es amor que construye al hombre, rehace lo que sólo eran ruinas al tiempo
que le diviniza. He ahí ese algo que es sólo de Dios. Es amor que nos hace
hijos en y por su propio Hijo Jesús. Nos amó hasta el extremo... nos hizo
hermanos: «Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien
es todo llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el
sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación. Pues tanto el santificador
como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no se
avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb 2,10-11).
Todo esto, por muy maravilloso que nos parezca, no sería más que
palabras inconsistentes si no hubiese testigos de ello. Los hay, y con sus
testimonios han hecho estremecer el universo entero.
Entre tantos testimonios, vamos a disfrutar de uno de san Ignacio de
Antioquía. Discípulo de las primeras generaciones que sufrió el martirio en
Roma en el año 106. Nos dicen los cronistas de la época que, dada su
avanzada edad –contaba entonces unos noventa años–, algunos cristianos
quisieron interceder ante las autoridades para que derogasen su condena a
muerte. Apenas se enteró Ignacio, escribió a estos sus bien intencionados
amigos con el fin de que desistieran de sus actitudes, de sus deseos. Muchas
fueron las razones que les expuso. Ninguna de ellas tenía el menor tinte de
fanatismo. Sus argumentos eran unos más bellos que otros. Me quedo con
aquel que creo más enriquecedor. Dejémosle hablar a él: «Os escribo en
vida pero deseando morir. Mi amor está crucificado, ya no queda en mí el
fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de un
agua viva que me habla y me dice: ¡Ven al Padre!».
Jesús, el Hijo de Dios, amó a Ignacio hasta el extremo. Triunfador de la
muerte, hizo que su Manantial de Aguas Vivas manara como fuente propia
del seno de su discípulo. Ignacio, discípulo por amor, oyó el canto de sus
entrañas. Es como si formara un arco de triunfo que le daba la bienvenida
en vistas a su ya próxima partida. Su coro interno recogió infinitud de notas
musicales y las situó, como aves en vuelo, en una sola partitura: ¡Vamos al
Padre!
Cuando, después de haber posado nuestros pies en todos los recodos y
esquinas habidos y por haber, no nos queda ya ninguna salida, nos basta
mirar hacia lo alto y descubrir que hay una puerta abierta por el Hijo de
Dios en su Éxodo hacia su y nuestro Padre.
2. La siembra de Satanás

«Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas


Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle...» (Jn 13,2).

A la luz de este pasaje, lo primero que nos llama la atención es que Jesús
afirma que es Satanás quien siembra en el corazón del hombre el odio hacia
Dios. No es un odio que podríamos llamar abierto, pues en tal caso
difícilmente podría alcanzar su objetivo. Es más bien encubierto, solapado,
algo así como justificado, pues sale a la luz el peligro de perder otros bienes
abrazados en el corazón y que no son Dios. Recordemos que la Escritura
proclama que Dios es el Bien en su totalidad, como lo oímos en la
confesión de fe del salmista: «Tú eres mi Señor, mi bien, nada hay fuera de
ti» (Sal 16,2).
Este odio indirecto llega incluso a justificar, como es el caso de Judas, la
entrega de Jesús a la autoridad del Sanedrín. Tengamos en cuenta que lo
hace sabiendo que los doctores de la Ley ya habían decidido su muerte. El
odio a Dios se manifiesta de muchas formas, tantas como justificaciones de
nuestras idolatrías ante Él. En definitiva, es un odio que se disfraza de culto
a la mentira interior. Mentira que arremete con todas sus fuerzas en contra
del Shemá: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma
y con todas tus fuerzas».
Sigamos a Lucas en su narración de los pasos dados por Judas de cara a
su traición: «Entonces Satanás entró en Judas... quien fue a tratar con los
sumos sacerdotes y los jefes de la guardia del modo de entregar a Jesús.
Ellos se alegraron y quedaron con él en darle dinero. Él aceptó y andaba
buscando una oportunidad para entregarle...» (Lc 22,3-6).
Un primer punto catequético sobresale en este texto. Cuando no tenemos
el corazón habitado por la Palabra, tal y como la Escritura repite con
inusitada frecuencia, el entregar a Jesús es cuestión de estar frente a la
ocasión oportuna. No es cuestión de maldades o de perversiones infames.
La cuestión es que esos bienes que el hombre ha convertido en idolatrías
irrenunciables están anclados en su corazón, ahí donde debería habitar la
Palabra, el mismo Dios (Jn 14,23). Cuando ya se ha dado esta realidad,
entregar a Jesús sólo es ya cuestión de tener la oportunidad concreta; se
presenta una encrucijada en su vida, y la balanza de los bienes
irrenunciables opaca por completo al mismo Dios. Y actúa así porque en el
fondo aparece la gran verdad... Dios es un estorbo para lo que su corazón
cree necesitar inapelablemente.
Hemos de ver esta realidad no con sentimentalismo, sino con la madurez
de llegar a saber que el corazón del hombre que no está habitado por Dios
es, actúa y decide así. No hay ni que rasgarse las vestiduras ni dejarnos
ahogar por los escrúpulos. Justamente porque somos así aconteció la
encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Dicho de otra forma,
justamente porque somos así, de barro, se ha manifestado el amor de Dios.
Se ha encarnado como única posibilidad de que el hombre llegue a guardar
en su corazón la Palabra que convierte, que salva.
Judas apalabra la entrega de Jesús en treinta monedas, el precio de un
esclavo. Sí, pagaron poco por él. Pensándolo bien, es lo normal; en realidad
se le entrega hasta por cualquier capricho insustancial. Nuestra insensatez
nos lleva a entregar al olvido a Dios por unos bienes que son de por sí
inconsistentes.
La fidelidad a Jesús y a su Evangelio es cuestión de sabiduría interior. A
la hora de tomar decisiones, el sabio parte de un principio fundamental: yo
soy un hombre, una mujer, para la eternidad. Este es el primer ámbito de
sabiduría que ha de albergar nuestro corazón. Paul Jeremie expresa
magistralmente la riqueza que brota del hombre que ha descubierto la
proyección eterna de su existencia: «Ser alcanzado por la Palabra, he ahí el
abrazo inmaterial y, por lo tanto, indesatable entre Dios y el hombre. La
misma palabra que estremece su alma hasta romperla le mantiene al mismo
tiempo consistente en Dios».
Judas personifica al hombre sin sabiduría, es decir, al necio. Analizando
la trayectoria de este tipo de personas, constatamos que la Escritura no
divide a los hombres en buenos y perversos, sino en sabios y necios. Como
acabamos de señalar, Judas personifica al necio, a aquel cuyos horizontes
empiezan y terminan en él mismo.
Pablo, en su primera Carta a los corintios, refiriéndose a la muerte del
Señor Jesús, achaca su condena a la falta de sabiduría de los que aprobaron
la ejecución: «Hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida,
destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra,
desconocida de todos los príncipes de este mundo, pues de haberla
conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria» (1Cor 2,7-8).
Si los sumos sacerdotes, doctores de la ley, Judas, e incluso el pueblo de
Israel al completo, que cambió la vida de Jesús por la de Barrabás, hubiesen
tenido algo de sabiduría interior, esa de la que nos habla Pablo, Jesús no
habría sido crucificado. Claro que también hemos de añadir que si el
hombre hubiese tenido esta sabiduría, no habría hecho falta la encarnación
de Dios. El Judas que traiciona, el necio, es la punta del iceberg de la
potencialidad homicida que tenemos con respecto a Dios cuando le vemos
como nuestro rival para realizarnos. Es esa potencialidad homicida a la que
Jesús se refiere cuando dice a los judíos: «Vosotros tratáis de matarme, a mí
que os dicho la verdad que oí de Dios... Vosotros sois de vuestro padre el
diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida
desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en
él» (Jn 8,40 y 44).
Nuestro Judas interior
Jesús podría haber nacido en cualquier país del mundo. Cualquiera de ellos
podría haber sido el pueblo santo de Dios. Sea cual fuese, habría llevado
igualmente a muerte a Jesús porque Satanás, el homicida, sabe inocular su
veneno en el hombre, nos miente acerca de Dios presentándonos su
caricatura. Según el tentador, Dios es aquel que ofrece su salvación a costa
de la felicidad del hombre. Caricatura que perdura, al menos en parte, en
todos aquellos que buscan justificarse delante de Dios por medio de la ley.
Es bueno saber esto para que no carguemos demasiado las tintas sobre
Judas y tampoco sobre Israel. Todos tenemos la desagradable experiencia
de haber entregado al Señor Jesús. Todos conocemos esas elecciones
vergonzantes nuestras en las que hemos dejado a Dios en la trastienda.
La actitud –traición– de Judas es, toda ella, una catequesis que viene en
nuestra ayuda. Bajo su luz sabemos quiénes y cómo somos. Hemos de
acoger esta catequesis medicinal con elegancia y grandeza de corazón y de
alma. La elegancia y grandeza de saber esperar de Dios su misericordia
excluyendo así toda autojustificación. Más adelante podremos ver que el
pecado de Judas, en su dimensión final, su suicidio, consistió en realidad en
pretender justificarse delante de Dios.
Todos llevamos algo de Judas dentro. Para aceptar esto es conveniente
que nos fijemos en la catequesis de Jesús acerca de los viñadores
homicidas, parábola que todos conocemos (Mt 21,33 y ss). En ella, Jesús
habla de un rey que arrendó la viña a unos labradores y se ausentó. Cuando
llegó el tiempo de recoger los frutos, envió a sus siervos una y otra vez a los
labradores, los cuales agarraron a unos, golpearon a otros y a los demás los
mataron. Hasta ahora Jesús está haciendo mención de los profetas enviados
por Yavé a su pueblo para recoger los frutos de conversión. Conocemos sus
historias personales: unos fueron desterrados, otros apaleados, e incluso
algunos asesinados. Continúa Jesús su parábola diciendo que el rey decidió
mandar a su propio hijo pensando que a este sí le respetarían.
Los labradores se confabularon al ver al hijo y tomaron una decisión:
este es el heredero, por lo tanto, vamos a matarle y así nos quedamos con la
herencia. La catequesis de esta parábola es como una espada que abre
nuestro corazón a la verdad. Esta consiste en que no aceptamos a Dios. Me
explico, le aceptamos siempre que Dios esté allí y tú aquí. Pero como se le
ocurra a Dios intentar poner orden dentro de ti, dentro del bazar de tu
corazón, es entonces cuando salen a la luz nuestras tendencias homicidas.
No son al pie de la letra igual que las de Judas, pero sí lo son en su espíritu:
nos desembarazamos de Él. Dicho de otra forma: Dios en su casa y yo en la
mía, o Dios con su Evangelio y yo con el «mío».
A raíz de esto, nos surge inevitable una pregunta: ¿Por qué el Hijo de
Dios anuncia unas catequesis tan fuertes? Tanto que, al igual que los
israelitas, tenemos la tentación de exclamar: «Es duro este lenguaje. ¿Quién
puede escucharlo?» (Jn 6,60). Tenemos que pedir a Dios que nos haga
entender de una vez y para siempre que el Evangelio que Él mismo ha
puesto en la boca de su Hijo (Jn 2,50) no tiene la finalidad de aplastarnos
sino de reconstruirnos. Es misericordia y medicina de Dios para darnos
vida: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn
10,10b).
La entrega de Jesús entra en una espiral progresiva que envuelve, como
ya hemos hecho notar, a todo Israel. Todos decidieron la muerte de Jesús.
La crucifixión del Hijo de Dios forma parte insoslayable de su Encarnación
y misión. Recordemos sus palabras a Nicodemo: «Tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
Tenemos que asimilar desde el asombro esta faceta inimaginablemente
bella de Dios. No envía a su Hijo a pedir cuentas, sino a salvar al hombre.
Demasiado cargados estamos como para que nadie venga a pedirnos
cuentas de nada. Donde hay carga, sólo son posibles dos salidas: sumisión o
rebeldía. Ninguna de ellas lleva al amor, y esto es lo que es Dios. Él mismo
encontrará una tercera salida, la única viable: envía a su Hijo a tomar sobre
sí nuestras cargas; así fue como Juan Bautista lo presentó ante Israel: «He
ahí el Cordero de Dios que carga con el pecado del mundo» (Jn 1,29b).
Es Cordero que carga y es también el Buen Pastor. Tiene estos dos títulos
porque es el único que, llevando una carga así –la de todos–, es también
capaz de mantener y mantenerse en el Amor. Por eso lo envió el Padre al
hombre, para que, liberados de nuestras cargas, adquiriésemos la capacidad
de amar.
Oigamos a Jesús: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las
mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre
y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,14-15). La doy voluntariamente. Esta
es mi comunión total con mi Padre; no me obliga, cumplo mi misión
voluntariamente, libremente, por amor: «Por eso me ama el Padre, porque
doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy
voluntariamente» (Jn 10,17-18a).
Si el Hijo de Dios carga con tus pecados, lo cual quiere decir que ha
pagado tus deudas, eso significa que tú no tienes que pagar nada. Esto es
algo que no nos entra fácilmente en una cabeza como la nuestra, tan
calculadora. No es fácil asimilar que Dios envíe un Cordero inocente, su
propio Hijo, para expiar nuestras culpas, nuestras deudas. La prueba de ello
es que nos creemos en la obligación de expiar nuestros pecados. No,
nosotros tenemos que amar. Si nos da por expiar, pagar nuestros pecados,
nunca llegaremos a amar. Es como si hicieras una tasación comercial: nunca
tendrás motivos para amar a Dios, pues considerarás que le has pagado lo
que le debías. Nadie tiene que expiar nada, porque Dios entregó a su Hijo
como expiación. Lo que a Dios le interesa del hombre es que pase al amor.
Jesús es entregado a las tinieblas, y podemos preguntarnos por qué. ¿Por
qué el Padre entrega a su Hijo, aun cuando este acepte voluntariamente, al
poder del mal? Lo hace para que, abrazándose Jesús a las tinieblas, las
asfixie y pueda nacer la luz igual que en la primera Creación (Gén 1,1-3).
Recordemos aquel pasaje en el que se nos cuenta que Jesús encontró a unos
hombres que querían que una mujer cogida en adulterio expiase sus pecados
según la ley, que decía que había que apedrearla. Jesús se dirigió a ellos y
les dijo: No arrojéis las piedras, porque si ella tiene que expiar, también
vosotros. El que esté sin necesidad de expiar, ¡que arroje la primera piedra!
Se retiraron todos (Jn 8,1 y ss).
A continuación Jesús proclamó: «Yo soy la luz del mundo; el que me
siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn
8,12). Con estas palabras quería arrojar luz en el corazón de estos hombres
dominados por las tinieblas. El que me siga no caminará en la oscuridad,
tendrá la luz de la vida para poder combatir y, a la vez, caminar en las
tinieblas porque yo, la luz, estoy con él. Esta buenísima noticia la profetizó
el salmista en estos términos: «Aunque camine por valle tenebroso, ningún
mal temeré, porque tú vas conmigo; tu vara y tu callado me sosiegan» (Sal
23,4).
¡No es nuestro problema!
En este contexto de expiar, el drama de Judas se hizo insoportable cuando,
una vez que entregó a Jesús, intentó justificarse, expiar su culpa. Lo hizo de
la peor forma posible, con la ley del Talión: Ojo por ojo, diente por diente,
sangre por sangre y vida por vida (Lev 24,19-20). De ahí sus gritos y
lamentos por toda Jerusalén: «¡Pequé entregando sangre inocente!». Ellos –
los sumos sacerdotes y ancianos– le dijeron: «¿A nosotros qué? Tú verás»
(Mt 27,3-5). Ante una respuesta así, Judas sólo vio una salida: si he
entregado sangre inocente, también la mía tiene que ser derramada.
La respuesta que los sumos sacerdotes y ancianos dieron a Judas fue, en
realidad, la espada afilada que le llevó a la autodestrucción. Ante su grito de
desesperación –¡he entregado sangre inocente!–, se limitaron a decirle: ¡tú
verás!, no es nuestro problema, eres tú el que ha pecado; tú eres quien tiene
que decidir lo que debe hacer. Judas se ahorcó justamente por eso, porque
nadie quiso cargar con su problema.
Arrojado entre la espada y la pared, quiso expiar su culpa ante Dios con
«su justicia». No sabía que la justicia de Dios era, ¡que Él mismo moriría
por él!, sin pedir nada a cambio. En cierto modo, Judas representa esa
religiosidad tan deficiente, tan coja que no se sostiene, de querer emular a
Dios pretendiendo ponernos a su altura. Como si hubiera que pagar a Dios
la tasa de peaje hacia el cielo.
Si Judas –que, como todo judío, conocía bien los salmos– los hubiese
rezado no sólo con su boca sino también con y desde su corazón, habría
visto la luz a su problema en lo que Dios mismo había ya revelado a Israel
por medio del salmista: «Yavé rescata el alma de sus siervos, nada habrán
de pagar los que en él se cobijan» (Sal 34,23). El problema de los siervos es
que rezan solamente con la boca, y por eso no se enteran de nada. Los
amigos rezan también con el corazón.
Si acaso, podríamos decir que sería posible expiar nuestras culpas en un
sentido parecido. Me explico: la expiación que agrada a Dios es aquella que
hace cambiar nuestros miedos en confianza filial; ella nos hace saber que la
palabra de Dios es buena para nosotros. No es una especie de prueba por la
cual se mide nuestra entrega a Dios. Un corazón así, confiado, descubre que
el Evangelio es bueno para él, que es buena la voluntad del Padre tanto
como lo fue para Jesús; lo fue hasta el punto de que la llamó su alimento. Es
la confianza que da lugar a la libertad de poder cantar gozosamente como
Francisco de Asís: «¡Señor, ayúdame a nunca buscar querer ser consolado
sino consolar; ser comprendido sino comprender; ser amado sino amar...!».
Este cambio, incluso vuelco, del corazón sería –repito, hablando en sentido
figurado– la expiación que agrada a Dios.
Volvemos ahora a la respuesta que dieron los sumos sacerdotes a Judas
cuando, desesperado, acudió a su encuentro: lo que has hecho no es nuestro
problema. ¡Allá tú, tú verás lo que tienes que hacer! No tenemos que ver
nada contigo ni tú con nosotros.
Ante el pecado y todos los errores del hombre, Jesús dice: Sí, es mi
problema. He ahí la diferencia. El Señor Jesús es la respuesta de Dios al
pecado y culpa del hombre. Fijémonos en una de las muchísimas súplicas
de los profetas ante el pecado de Israel: «Aunque nuestras culpas atesten
contra nosotros, Yavé, obra por amor de tu Nombre» (Jer 14,7). A Jeremías
no le entra en la cabeza que ante el pecado del hombre, Dios se cruce de
brazos diciéndole: ¡tú verás! Conoce íntimamente a Dios y, por lo tanto, lo
suficientemente bien como para saber que nunca dejará a Israel ni a nadie al
pie de los caballos a causa de sus pecados. Los doctores de la Ley sí lo
hicieron con Judas; y, al igual que ellos, lo hacen y lo siguen haciendo todos
los esclavos de la Ley.
Jeremías, testigo privilegiado de la misericordia de Dios, se sirve de su
experiencia para suplicarle humildemente: ¡No testifiques contra nosotros,
haz honor a tu Nombre porque eres perdón, eres misericordia, eres
compasión...! ¡Obra en consecuencia de lo que eres! Dios escuchó y obró en
consecuencia. Se hizo carne y cargó con toda culpa.
Este es el amor profundo de Dios hacia el hombre, hacia ti, seas quien
seas y lo que seas. Es un amor que llega a lo profundo de su corazón
diciéndole: sí, es mi problema. Hasta tal punto lo es que he enviado a mi
Hijo por ti, a causa de las carencias que tienes y que te impulsan a buscar la
vida allí donde no la hay. Mi Hijo hace causa común contigo y con tu culpa.
De ahí su invitación: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y
sobrecargados y yo os daré descanso» (Mt 11,28). Y también: «Al que
venga a mí no lo echaré fuera» (Jn 6,37).
Venid a mí, y no intentéis justificaros ni con razones ni con las obras de
la Ley; yo soy vuestra justificación; yo soy quien os reconcilia con Dios:
«Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando
en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la
palabra de la reconciliación» (2Cor 5,19). Dicho esto, afirmamos que el
discípulo del Señor Jesús no reconcilia a nadie con Dios, ya que este es un
don exclusivamente suyo. Sin embargo, sí está llamado a crear espacios de
reconciliación para el hombre. Todo discípulo del Señor Jesús es como un
pulmón que hace llegar a los demás la subyugante fragancia de Jesucristo,
como dice el apóstol Pablo (2Cor 2-14).
En este mismo contexto de pagar nuestras culpas, escuchemos cómo se
expresa Pablo en su Carta a los discípulos de Colosas: «Canceló –Jesús– la
nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus
cláusulas desfavorables, y la suprimió clavándola en la cruz» (Col 2,14).
A la lectura de este pasaje, nos llenamos de asombro al ver cómo cambió
Dios el corazón de Pablo. Antes de su encuentro con Jesucristo, no pasaba
un día que no sintiera la necesidad de pagar a Dios. Él mismo dice que llegó
a ser intachable en cuanto a la justicia de la ley (Flp 3,6). Al igual que
tantos otros que van por el mismo camino, era tal su ceguera que ni siquiera
sabía lo engañado que estaba; tanto que le parecía normal perseguir, hasta
conducirlos a la prisión, a los que él llamaba la secta de los cristianos. Y
esto sin medir las consecuencias de sus actos –como condenar a familias
enteras al hambre–, ya que aquellos que les proporcionaban el sustento
habían sido encarcelados. Le parecía normal. He ahí la aberración: pensar
que le pudiera parecer normal también a Dios. Esa era su intachabilidad o
pureza delante de Dios.
Viendo el cambio de Pablo, se hace evidente que para Dios no hay nada
imposible. Pablo, desprendiéndose de los supuestos méritos adquiridos,
descubre la libertad de ser amado gratuitamente. El Apóstol comenzó
verdaderamente a amar a Dios y al hombre cuando tomó conciencia de que
«su nota de cargo» había sido cancelada por el Señor Jesús. No necesitaba
ya el mayor y peor de los engaños: creerse intachable ante la Ley haciendo
de ella –con sus carencias– su moneda de salvación.
Del «tú verás» al «Yo veré»
Cada discípulo habla del amor recibido según su experiencia concreta. Si
hemos oído a Juan decirnos que Dios es amor, la experiencia amorosa de
Pablo con Jesús le lleva a escribir: «... Que Cristo habite por la fe en
vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis
comprender con todos los santos –discípulos– cuál es la anchura y la
longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede
a todo conocimiento...» (Ef 3,17-19).
Cada cual tiene su experiencia en este sentido, y de ella nace su pasión
incontenible por el Evangelio y por sus hermanos. Por eso se siente enviado
hacia ellos para hacerles partícipes de la Vida que él gratuitamente ha
recibido.
Jesucristo ha cancelado nuestra deuda. Él es el que pasa del «tú verás» al
«Yo veré, Yo pagaré por ti». Los hombres que han llegado a tocar a Dios
conocen esto perfectamente. Antes hemos hablado de Jeremías, le hemos
visto interpelando a Dios a favor de Israel. Recurrimos nuevamente a él. En
esta ocasión su súplica nos llega al alma. En él se conjugan su amor a Dios
con su osadía para interpelarle a fin de que no se desentienda de Israel, obra
de sus manos. Oigámosle: «¡Oh, esperanza de Israel, Yavé, Salvador suyo
en tiempo de angustia! ¿Por qué has de ser cual forastero en la tierra, o cual
viajero que se tumba para hacer noche? ¿Por qué has de ser como un
pasmado, como un valiente incapaz de ayudar?... ¡No te deshagas de
nosotros!» (Jer 14,8-9).
Jeremías, amigo de Dios donde los haya, aprovecha el espacio sagrado
de intimidad que Dios ha creado con él para, con palabras que nos parecen
un poco subidas de tono, arrancarle su favor para Israel. Repito, es una
súplica que nos puede parecer hasta improcedente, pero así son los amigos
de Dios, y nosotros no somos quiénes para hacer juicio alguno. Quizá lo
entenderemos mejor si entramos a fondo en lo que significa el mandamiento
de todos los mandamientos: amar a Dios y al prójimo como a ti mismo (Lc
10,27-28). El mismo Dios que ha depositado su amor en Jeremías le ha
capacitado para amar intensamente a su prójimo.
Siempre los grandes amigos de Dios han sido los mayores amigos y
benefactores de los hombres. Por eso no se retraen de gritar a Aquel que es
el amor de su alma: ¡No te deshagas de nosotros!, ¡no te desentiendas, no
nos digas: vosotros veréis! ¡No nos abandones ante las obras de nuestras
manos, pues ya despiden el olor de la muerte! He ahí la diferencia entre la
justicia de la Ley, que es también la de Judas, y la de Dios. La justicia de la
Ley te deja en la soledad más absoluta y traumática: «Tú verás cómo
pagas». Por el contrario, Jesús es comunión: Yo estoy contigo, Yo pago por
ti. Cargo con tus pecados, míralos, ahí están todos ellos clavados en la cruz.
Venid a mí los que no podéis más, no vayáis fuera a cumplir vuestra
justicia. Venid a mí, Yo soy vuestra justicia, Yo os justifico, Yo soy quien he
absorbido, como una esponja, vuestra maldición.
Los doctores de la Ley son incapaces de cargar con sus culpas, ¿cómo,
pues, iban a poder cargar con la de Judas? Se desentienden de él y entregan
a Jesús en manos de Pilato. Este no tarda en comprender que es inocente,
sabe que le han entregado por envidia o por los fanatismos que les
envuelven. Hace unos primeros intentos por salvar a Jesús. Sin embargo, los
que le han entregado hacen todo tipo de presiones sobre él hasta que,
viendo que nada adelantaba sino que más bien promovía un gran tumulto,
tomó agua y se lavó las manos delante de ellos. Les gritó: «Soy inocente de
la sangre de este justo. Vosotros veréis» (Mt 27,24).
Hemos pasado del «tú verás» que espetaron a Judas al «vosotros veréis»
lanzado sobre ellos por Pilato. El «tú verás» se vuelve contra ellos. Quizá
estas palabras de Pilato podrían haberles llevado a una reflexión acerca de
su forma de actuar. Sin embargo, están ya tan cegados que toman su
decisión: Cumplamos la Ley. «¡Ha blasfemado! (...). Es reo de muerte» (Mt
26,65-66).
Dios permite que Pilato les diga estas palabras para dejar constancia de
que les es devuelta la misma moneda con que dejaron a Judas al pie de los
caballos, en la soledad que le dejó sin esperanza. Para nuestra sorpresa –y,
¿por qué no?, también alegría esperanzadora– diremos que el Hijo de Dios
asumió también en su carne, es decir, cargó con el pecado de los sumos
sacerdotes, los que usaron la Ley como espada para sesgar toda esperanza
de Judas y para dibujar en sus mentes enfermas lo que llamaron la
blasfemia de Jesús, la que le condenó a muerte.
El «Yo veré» del Señor Jesús abarcó a Judas, sumos sacerdotes, doctores
de la Ley y todo el pueblo que, en última instancia, escogió y decidió la
vida de Barrabás en contra de la suya. En todo este Israel que se ha paseado
delante de nosotros en sus diversas categorías sociales está la humanidad
entera. Todo el pecado del mundo fue cargado por el Cordero inocente: el
Señor Jesús.
He querido dar un poco de luz a la figura de Judas porque, en cierta
manera, nos representa a todos; de la misma forma que, cuando empezamos
a ser discípulos, también Pedro y los demás apóstoles, con sus miedos,
debilidades, mas también con sus amores, nos representan. Más allá de una
u otra personificación, cada buscador de Dios ha de encontrar su signo de
identidad, lo que podríamos llamar su «chispa». Esa centella de fuego que
Dios creó de la nada y que ha posado en él. Al calor y la luz de la chispa
otorgada, el discípulo emprende su maravillosa y original epopeya del
discipulado.
3. El Hijo
sabe del Padre

«Sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había
salido de Dios y a Dios volvía...» (Jn 13,3).

Después de situarnos en el cuadro escénico de la Última cena de Jesús con


sus discípulos, en la que Jesús recalca que había llegado su hora de pasar al
Padre, y habiendo descrito el rol de Judas, Juan prosigue su relato con todo
lujo de detalles, cada uno de ellos con su contenido catequético, viniendo a
ser el núcleo de este libro el lavatorio de los pies de los discípulos.
Antes de levantarse Jesús de la mesa para llevar a cabo este servicio,
que, como tal, corresponde sólo a los siervos, Juan adelanta una premisa
sumamente esclarecedora, y es que Jesús sabía que el Padre había puesto
todo en sus manos, que había salido de Él y a Él volvía. Expresada la
premisa continúa su relato: «Jesús se levanta de la mesa, se despoja de sus
vestidos y, tomando una toalla, se la ciñe a la cintura».
Analicemos detalladamente la reflexión del Evangelista. En la
espiritualidad bíblica las manos significan la fuerza; en este caso está
hablando de la fuerza de Dios. Recordemos, por ejemplo, que, por mandato
de Yavé, fue la mano de Moisés extendida sobre el mar Rojo la que dividió
en dos sus aguas para que Israel pudiese caminar hacia su liberación (Éx
14,15...).
En el mismo orden de cosas, escrutamos el pasaje del profeta Habacuc:
«Viene Dios de Temán, el Santo, del monte Parán. Su majestad cubre los
cielos, de su gloria está llena la tierra. Su fulgor es como la luz. De su mano
saltan rayos, allí se oculta su poder» (Hab 3,3-4). Como hemos podido
observar, el Profeta se sirve de un lenguaje casi apocalíptico para ensalzar
las manos de Yavé, en las que se refleja su fuerza. Son como los silos que
guardan el trigo: Dios guarda su poder en ellas.
Todo ello en el contexto del conocimiento que Jesús tiene del Padre y
que a Juan le interesa recalcar, al decir que Jesús sabía perfectamente que el
Padre había puesto todo en sus manos. El saber de Jesús tiene su fuente en
su propio interior, allí donde él guarda la palabra recibida del Padre. No es
un conocer por una parte y guardar por otra. Hablando metafóricamente,
podríamos decir que conocer y guardar son dos entrañas inseparables en las
que se desarrolla la experiencia de Dios como Padre. Esto es muy
importante, porque la fe que se gesta en Jesucristo como hombre es el
espejo de nuestra fe.
La inseparabilidad entre conocer y guardar viene atestiguada
frecuentemente a lo largo de la Escritura. Nos remitiremos al testimonio
más autorizado, que no deja lugar a dudas; me refiero al testimonio del
mismo Hijo de Dios. Él establece la diferencia cualitativa entre su
conocimiento del Padre y el que dicen tener los judíos. Más que diferencia
es un salto cualitativo, y a él se refiere Jesús cuando dice que él conoce al
Padre y guarda su Palabra: «... Es mi Padre quien me glorifica, de quien
vosotros decís: Él es nuestro Dios, y sin embargo no le conocéis... Yo le
conozco, y guardo su Palabra» (Jn 8,54-55).
La palabra del Padre guardada, protegida, preservada ante la sabiduría
del mundo cuya prepotencia asfixia nuestras interioridades... permite a Dios
hacer su obra de salvación en el hombre. Juan escribe a las primeras
comunidades engendradas por la predicación de los apóstoles, señalando
con inusitado vigor esta dimensión fundamental de la fe. Conocemos el
amor de Dios en su plenitud dentro de nosotros en la medida en que
guardamos su Palabra. Más aún, por el hecho de guardarla alcanzamos la
plenitud del conocimiento de Dios, aquel que consiste en estar y vivir en Él:
«Quien dice: “Yo le conozco” y no guarda sus mandamientos es un
mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra,
ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto
conocemos que estamos en él» (1Jn 2,4-5).
El Apóstol nos habla de un conocimiento mutuo que teje el amor
indisoluble entre Dios y el hombre. Acerca de esto, tenemos un ejemplo
bellísimo en el evangelio y es la llamada de Jesús a Natanael al grupo de los
Doce. Conocemos a este apóstol popularmente con el nombre de
Bartolomé. Su vocación nos viene narrada por Juan (Jn 1,45 y ss).
En este pasaje vemos que Felipe es el eslabón providencial del encuentro
entre Jesús y Natanael. Lo primero que este oye en boca del Maestro es:
«He ahí un israelita de verdad, en quien no hay falsedad». Ante estas
palabras, Natanael, como podemos imaginar, quedó tan profundamente
sorprendido que le preguntó: «¿De qué me conoces?». Jesús responde a esa
pregunta, pero su respuesta le deja no ya sorprendido, sino estupefacto:
«Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te
vi». Nuestro hombre desarrolla todo un proceso interior que le hace pasar
del asombro a la confesión: «Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey
de Israel».
Entramos a fondo en este diálogo, que a primera vista parece no tener
mucho que ver con lo que estamos exponiendo. Jesús dice a Natanael que
es un israelita de verdad... es decir, un hombre que busca verdaderamente a
Dios. Testifica tan bellamente haciéndole saber que antes de que Felipe
fuera a su encuentro, él ya lo había visto debajo de la higuera.
Natanael entendió perfectamente lo que Jesús le acababa de decir, hasta
el punto de provocar su confesión de fe. Ahora intentaremos entenderlo
también nosotros. Cuando Jesús le dice que le vio debajo de la higuera, le
está dando a entender que lo reconoce como buscador de Dios, pues la
higuera simboliza en Israel la Palabra. Para Jesús, Natanael es un israelita
en quien no hay falsedad, porque su búsqueda de Dios no está marcada sólo
por el ritmo de la sinagoga; sino que, más allá de ella, es tanto su interés por
conocer a Dios que saca su tiempo para buscarlo en la Palabra. Así es como
algunos padres de la Iglesia interpretan este pasaje. Concluyendo, cuando
Natanael le buscaba en la Palabra –debajo de la higuera–, Jesús le estaba ya
viendo –conociendo–.
La Sabiduría que vence al mundo
Jesús es el único Maestro (Mt 23,8). Sólo él ha entretejido en una unidad
inseparable la relación entre conocer y guardar para «saber acerca de Dios».
Justamente porque sabe de Dios, puede ponerse en sus manos. Al mismo
tiempo, como dice Juan, sabe que el Padre ha puesto todo, diríamos que se
ha puesto él mismo, en las suyas. Estamos ante una bellísima e inigualable
historia de comunión y amor: el Padre y el Hijo entregados uno al otro; y en
el centro de esta entrega emerge gigantesca la obra divina por excelencia: la
salvación del hombre.
Es un saber, un conocimiento que posibilita al Hijo caminar por su valle
de tinieblas hasta llegar al cumplimiento de su misión. Esto es fundamental
para todo discípulo. Así como no hay discípulo sin misión concreta, no hay
término de esta sin este mutuo conocimiento entre el que llama y el
llamado. Dios que confía una misión en manos del discípulo, y este que
sabe, al igual que Jesús, que sólo es posible culminarla desde la sabiduría.
Al igual que Jesús, el discípulo hará su oración, a veces gemido, con las
palabras del salmista: «En tus manos está mi destino, líbrame... Mi suerte
está en tus manos... Las penas y las tristezas las miras tú para tomarlas en
tus manos». Se trata de la sabiduría de saberse en manos de Dios.
Por supuesto que todos quisiéramos ver con claridad y sin asomo de
dudas qué es lo que Dios quiere de nosotros. Para ello es fundamental que
nos miremos en Jesucristo. Ya hemos visto que sabe que viene del Padre y,
le pase lo que le pase, sea cual sea la historia que le haya preparado, tiene la
certeza de que vuelve a Él. Es una certeza que nace de la fe y de la
confianza. Todo lo ha puesto el Padre en sus manos; también la salvación
del hombre, también la tuya, la nuestra.
La historia de amor de Jesús y el Padre descoloca nuestros esquemas
acerca de la fe y la fidelidad. Escuchemos, por ejemplo, este texto
entresacado de las catequesis de la Última cena: «Ya no hablaré muchas
cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene
ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro
según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,30-31).
Jesús se somete sin resistirse al poder del Príncipe del mal que es
Satanás. Se deja hacer así, se entrega en manos del mal, para que todos
sepamos que ama al Padre; un amor que se manifiesta abrazándose a todas
y cada una de sus palabras, incluida la de no resistirse al mal.
Ha de saber el mundo que amo al Padre, nos dice. Ha de saber que
confío en Él, que todo lo que yo soy, y mi vida y mi misión, están en sus
manos. Hemos dicho antes que Jesús es el único Maestro, y muchas son las
dimensiones de este magisterio suyo. En este contexto, decimos que lo es
porque sólo él nos puede enseñar a vivir en las manos de Dios. Señalaba
antes que esto rompe nuestros esquemas, porque lo normal del hombre es
rezar a Dios y confiar en sí mismo, en sus propias manos.
Oigamos a este respecto la denuncia del profeta Miqueas: «Sucederá
aquel día, dice Yavé, que yo extirparé de en medio de ti tus caballos...
Extirparé de tus manos la hechicería, y no habrá para ti más adivinos;
extirparé tus estatuas y tus estelas de en medio de ti, y ya no podrás
postrarte más ante las obras de tus manos» (Miq 5,9-12).
¿Cuáles son esas obras de nuestras manos que nos doblegan ante nuestra
propia idolatría? Cada cual conoce las suyas. Las tienen los ricos y también
los pobres; cada quien tiene sus pequeños altares. La denuncia del profeta
se convierte en promesa de Dios: un día arrancará de nuestras manos toda
idolatría que arroja y estrella al hombre inmisericordemente contra el muro
de sus impotencias.
Jesús se entrega, como hemos visto, voluntariamente en manos de
pecadores para desatarlas de sus delirios de grandeza. Son manos que se
aferran con fuerza a todos aquellos ídolos que, uno tras otro, el hombre ha
ido levantando como base y apoyo de su existencia. El drama es que el
tiempo convierte a estos ídolos y sus puntos de apoyo en paredes
escurridizas incapaces de frenar el precipitarse al vacío y al abismo sobre el
que han asentado su existencia. Cuanto más irreligioso se cree el hombre,
más altares fabrica con sus manos.
Ha de saber el mundo que amo al Padre, que amo al hombre y que el
Padre también le ama. Por eso y para eso guardo y cumplo lo que me ha
ordenado: su Palabra. Ha de saber el hombre que el amor es más hacer que
decir. Es en y por el Señor Jesús que llegamos a saber que también nosotros
hemos salido de Dios y a Él volvemos.
Este grandioso y extraordinario éxodo... –hacia Dios vamos– que nos
mantiene en nuestro caminar es saber, al igual que Jesucristo, que unos
brazos, un regazo, un seno nos recibe en el omega de nuestros pasos: Dios,
que es Padre de Jesús y nuestro.
El saber de Jesús con respecto a su misión, su éxodo y su glorificación
por el Padre se teje pacientemente entre luces y sombras. No hay sabiduría
de Dios sin vadear, una tras otra, esas noches interminables en las que
parece que los ojos se pierden en el vacío. A fuerza de escrutar alguna luz
en las tinieblas, los ojos adivinan, al principio en la lejanía y después
gracias a la perseverancia, el resplandor del rostro de Dios. No hay cara a
cara con el Absoluto más real y auténtico que aquel que se da en la
experiencia de la noche. Como furtivos enamorados se encuentran los dos
espíritus: el del Creador y el del creado.
Los profetas anunciaron de las más variadas formas estas noches del
Mesías que se levantan como pilares de toda experiencia consumada de la
fe. Oigamos, por ejemplo, a Isaías: «Yo me decía: por poco me he fatigado,
en vano e inútilmente mi vigor he gastado. ¿De veras que Yavé se ocupa de
mi causa, y mi Dios de mi trabajo?» (Is 49,4).
Isaías pone esta queja en la boca del Mesías. ¡Tanto fatigarme, y al final
no ha servido para nada! Es la crisis en toda su crueldad. Es esa situación de
la que habla Jesús a los apóstoles en el huerto de los Olivos: «El espíritu
está pronto pero la carne es débil» (Mt 26,41). Jesús vive en su propia carne
la peor de las tentaciones. Su espíritu está unido al Padre pero, lo tangible,
los hechos constatables, como son la oposición y el rechazo de su propio
pueblo, emergen insultantes haciendo mella en él.
Hemos nacido de lo alto
Todo discípulo que, como tal, ha recibido una misión, ha de aceptar la fatiga
como algo connatural a ella. Mas cuando los acontecimientos gritan
ensordecedores que la misión es inútil, que no tiene sentido, es cuando la
pregunta de si vale la pena tanta fatiga atraviesa como una espada el alma.
Aun así, a esa altura la tentación es llevadera. Lo que acrecienta realmente
la intensidad de la angustia hasta lo insoportable es cuando una voz interna
pugna por hacerse oír hasta conseguirlo. Es cuando el interrogante anterior
se convierte en la peor de las dudas. La hemos oído antes en Isaías: ¿De
veras que Dios se ocupa de mi causa y de mi trabajo?
Ante esta tentación no hay resistencia humana. Podemos imaginar el
estado anímico de Jesús, hasta qué punto le arrebataba toda esperanza, que
llegó incluso a llorar por Jerusalén: «Al acercarse y ver la ciudad, lloró por
ella, diciendo: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero
ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus
enemigos te rodearán de empalizadas...» (Lc 19,41-43). Como para todo
judío, también para Jesús Jerusalén es la ciudad de sus amores. Su lamento
hace estremecer incluso hasta las piedras del Templo del Dios vivo. Quizá
sus lágrimas gritaban la ausencia de Dios que vive todo buscador, y que
Isaías nos ha legado por inspiración del Espíritu Santo en textos como los
que hemos visto anteriormente.
Como ya he dicho, estamos ante el límite de la resistencia del alma. Es el
momento de pasar de lo constatable empíricamente –el rechazo del pueblo
santo de Dios a la verdad– a lo que es verificable sólo desde el alma, cuyas
certezas vienen avaladas por el hecho de ser poseedora del sello del Eterno.
Esta es la realidad que Jesús veía y oía cuando estaba con su Padre: «Yo
hablo lo que he visto junto a mi Padre» (Jn 8,38). Sólo desde Dios le es
posible al alma resistir. Al igual que su Maestro, sus discípulos, todos ellos
a lo largo de la historia, han gritado, gritan y gritarán de mil formas
diferentes: ¡En vano me he fatigado...! ¿Se ocupa o no Dios de mi trabajo, o
todo lo que estoy viviendo no es más que una quimera o iluminación
neurótica?
Escuchemos lo que dice el apóstol Pedro en la primera carta a los
cristianos de Roma que están sufriendo en su carne la tribulación: «Habéis
purificado vuestras almas, obedeciendo a la verdad, para amaros los unos a
los otros sinceramente como hermanos... Habéis sido reengendrados de un
germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios
viva y permanente» (1Pe 1,22-23). Es a partir de este nacer de lo alto (Jn
3,3) que entramos en comunión con la historia personal de Jesucristo.
Al igual que él –por supuesto, en sentido análogo– hemos salido de
Dios; y, al igual que él, emprendemos un éxodo de extremada
magnificencia. Es un caminar en el desierto de la vida abriendo sendas para
nuestros hermanos, encendiendo luces en la maraña de lo incomprensible.
El discípulo sufre penalidades que le pueden llevar a pensar que la
resistencia de su alma se va a resquebrajar; mas no es solamente de la
ausencia de Dios de lo que tenemos que hablar en su éxodo. También es
testigo de presencias de lo alto, las cuales arrebatan su espíritu hasta tal
punto que une su voz a la del salmista para confesar: «Señor, vale más un
día en tus atrios que mil en mi casa» (Sal 84,11).
Oigamos lo que nos dice Juan acerca de los que han nacido/salido de
Dios: «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen
permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios» (1Jn 3,9).
Hemos de entender el no pecar del que nos habla Juan en el sentido bíblico.
Significa fundamentalmente perseverar, aun en la debilidad de nuestro
barro, en el camino de la voluntad de Dios. Cuando somos hijos de Dios
seguimos siendo barro. No existe, pues, una impecabilidad mágica; es el
perseverar tal y como lo hemos oído al mismo Señor Jesús: «Firmes las
manos en el arado sin volver la vista atrás», aunque a nosotros nos parezca
que no haya ningún campo para arar.
En cuanto a nuestro ser de barro, recordemos que Dios «sólo sabe»
trabajar en el barro que cabe en sus manos: aquel que está desprovisto de
engreimiento. Es el barro de los pequeños, de aquellos que, con su corazón
empapado del espíritu del salmista, susurran confiados: «Señor, mi corazón
no es ambicioso ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan
mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos
de su madre...» (Sal 131).
Es así pues como, desde la sabiduría de la Escritura, se entiende la
impecabilidad de la que nos habla Juan. Se entiende bajo la luz de la
perseverancia en la misión confiada por Dios. Es también perseverancia en
la escucha y pasión por su Palabra hasta abrazarnos confiados –no
resignados– a la voluntad de Dios. Es un abrazarse con la confianza de
quien encuentra en Él su fuerza, su paz y su alegría.
Este nacer de Dios a causa del poder creador de su Palabra va
acompañado de una invitación que encontramos repetidamente a lo largo
del evangelio: «¡Sígueme!». La primera relación que acompaña a esta
invitación del Hijo de Dios es la de un caminar hacia el misterio de la cruz:
«Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: Si alguno
quiere venir el pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc
8,34).
Aquí hemos de hacer una aclaración que nos parece de primera
necesidad. Hemos unido y relacionado tan fuertemente la invitación al
seguimiento de Jesús con la aceptación de la cruz, que se nos ha escapado,
o hemos perdido de vista, el último y más amplio significado de su:
¡sígueme! Vamos a asomarnos expectantes al diálogo que mantuvo Jesús
con Pedro después de su Resurrección.
Acaban de comer justamente los peces que Jesús mismo les ha
proporcionado. Se acerca a él, nos imaginamos que le coge amistosamente
del brazo y le pregunta tres veces: «Pedro, ¿me amas?». Conocemos la
respuesta del Apóstol. Fue tan vehemente como entrañablemente
afirmativa: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo». Entonces Jesús,
mirándole a los ojos, ahí donde el cariño adquiere inmensidades
inabarcables, le dijo: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven tú
mismo te ceñías e ibas donde querías... Con esto le estaba indicando la clase
de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: Sígueme» (Jn
21,18-19).
Todos los «Sígueme» que oye el discípulo de parte de Jesucristo
confluyen en este último que le dijo a Pedro, y que es la plenitud de todos
los que le han precedido. Hay un «Sígueme» en la primera llamada, al cual
se suceden varios más cuando las rodillas se han doblado, cuando el peso
del infortunio y la tristeza le han postrado en el camino; también cuando,
oyendo cantos de sirena, ha tomado caminos diferentes. En cada una de
estas encrucijadas vitales Dios le ha mostrado su amor y confianza
repitiendo su «Sígueme». Todos ellos están en función del último, del que
acaba de oír Pedro; es la plenitud y el cumplimiento de todos los demás.
Todos son inseparables; si falta uno, faltan todos.
Decimos que este que oyó Pedro a las orillas del mar de Tiberíades es la
plenitud de todos los demás porque, en ese momento concreto en que Jesús
se lo está diciendo, ya ha resucitado, ya no carga con ninguna cruz. Ya no
cargará con ninguna cruz. ¿Dónde, pues, lleva este «Sígueme»? Lleva
donde va a ir Jesús: al Padre. Jesús resucitado va, vuelve al Padre, tal y
como lo había dicho a lo largo de la Última cena, es decir, antes de su
Pasión: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el
mundo y voy al Padre» (Jn 16,28).
Memoriales y certezas
He ahí el último paso, el culmen de todas las invitaciones de Jesús a cada
discípulo, pues, como sabemos, Pedro los representa a todos ellos.
«¡Sígueme!» es la última puerta que da acceso al Padre, «los vencedores
entrarán por ella» (Sal 118,20). Los vencedores, es decir, aquellos que, tras
mil desmayos, caídas y otros tantos desánimos, se dejaron sostener por su
Señor manteniendo así la perseverancia a la que antes nos hemos referido.
Es un ir, gloriosos y resucitados, «a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y
a vuestro Dios» (Jn 20,17).
A la luz de estas reflexiones en las que hemos analizado la vuelta al
Padre de Jesús y su cautivar a sus discípulos, volvemos al preámbulo con el
que Juan introduce el gesto de Jesús de lavar los pies a sus discípulos, y que
ha sido el núcleo de este capítulo. Recordémosle: sabiendo Jesús que el
Padre había puesto todo en sus manos, sabiendo también que de Él había
salido y que a Él volvía.
Volver a estas palabras de Juan es de capital importancia porque este
«saber» de Jesús llena su fe de lo que podríamos llamar un sentido
razonable. Jesús no obedece al Padre, no hace su voluntad así, sin más,
porque está mandado y punto, sino porque, como estamos diciendo, de una
y otra forma, sabe de Él.
Esa especie de fe, que algunos les ha dado por llamar ciega y que más o
menos se reduce a decir resignadamente: ¡lo que Dios quiera!, resulta que
no es precisamente la que quiere Dios. La fe, la confianza incondicional en
Él, no puede en absoluto estar fundamentada en un voluntarismo, bien
movido por el miedo o bien por un sentido de perfección, que no viene de
Dios sino de las profundidades del orgullo del hombre.
La experiencia nos ha hecho ver una y mil veces que las decisiones y
opciones tomadas desde este tipo de voluntarismo o no terminan de llevarse
a cabo, o pueden llegar a atentar a la salud psíquica de la persona. Lo
normal es que aquellos que emprenden esta senda terminen encontrando
recovecos en los que se acomodan más o menos discretamente; sin embargo
no por ello dejan de importunar a todo el mundo con sus proclamas
perfeccionistas. No se trata tanto de juzgar a nadie sino de poner de relieve
que Jesús hace la voluntad del Padre porque –vuelvo a repetir– sabía de Él.
Su saber era su fortaleza, la fuente inagotable de su amor, de su fidelidad,
de su entrega. Podríamos decir incluso que su saber de Él era su estar en Él
(Jn 14,11).
En cuanto a nosotros, los que hemos recibido la inapreciable llamada a
ser discípulos suyos, creo que es el momento de hablar de nuestra fe, de
nuestra adhesión a Él. A la luz de la relación de nuestro Señor Jesús con el
Padre, de la que ya tanto hemos hablado, podemos decir que también para
nosotros la fe es el saber del alma. Sólo desde este saber podemos acariciar
y abrazarnos a las intuiciones del espíritu que acompañan nuestro camino
de fe. Intuiciones que van dando paso a certezas, todas ellas mensajeras y
anunciadoras de la inconmensurable buena noticia, la que nos mantiene en
la perseverancia: ¡Dios no defrauda!
Podemos decir que son innumerables los pasajes bíblicos, tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento, en los que hombres y mujeres de fe
concretos confiesan y testifican que no fueron defraudados cuando pusieron
su confianza, su vida, en manos de Dios. Sin embargo, es cierto que lo que
ha pasado a otros no es suficiente para motivar decisiones y opciones de fe.
Por supuesto que la experiencia de los demás nos puede servir de estímulo,
pero no nos exime de hacer la nuestra para llegar a tener escritos en nuestra
alma memoriales históricos del Dios cercano. Dios cercano y actuante, el
que ha hecho y actuado en ti. Estos memoriales se constituyen en tus
certezas y son también la sabiduría de tu alma.
Desde su alma, Jesús sabía que era, como dice el autor de la Carta a los
hebreos, «... heredero de todo lo creado..., resplandor de la gloria del Padre
e impronta de su sustancia» (Heb 1,2-3). No es un saber que le viene sin
más, como si fuera tocado con una varita mágica; es el saber que despunta y
crece con la adhesión. La sabiduría toma cuerpo en Jesús por el hecho de
que sus ojos y sus oídos están pendientes del Padre. Él mismo declara que
hace lo que ve hacer al Padre (Jn 5,19), que habla lo que Él le enseña (Jn
8,28). Jesús es la sabiduría de Dios (1Cor 1,30) por la adhesión de su oído a
su Palabra.
No puede existir, hablando en términos de fe, adhesión sin sabiduría ni
viceversa. Es el saber del alma que se abre y da lugar a tomar decisiones
evangélicas con la sabiduría y certeza de que Dios cumple su palabra por
«el honor de su Nombre», como tantas veces se nos dice como una coletilla
a lo largo de las Escrituras.
Sólo desde una sabiduría así, con la que se alcanza la altura de garantía,
puede el discípulo aceptar confiadamente palabras de Jesús como: «Quien
pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,36). O también:
«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien»... (Lc 6,27).
Me remito a estos pocos ejemplos para que nos demos cuenta de que
todo voluntarismo perfeccionista es impotente ante ellos y, en general, ante
todo el Evangelio. Sólo son asumibles desde el gozo de tener un corazón
nuevo, desde esa sabiduría del alma que proporciona la certeza de creer que
Dios, que es amor, que ama a los discípulos de su Hijo con amores no
escritos por indescriptibles, está con él.
Nos abrimos ahora a la inestimable riqueza que encierra el preámbulo de
Juan. «Sabiendo Jesús que era el Señor y el Maestro...» (Jn 13,13), tomó la
condición de siervo, el último de todos. Se levanta en medio de la cena, se
despoja de la túnica y se ciñe la toalla a la cintura para servir. Esto es lo que
veremos en el próximo capítulo.
4. El último lugar

«Se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la


ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los
discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido» (Jn 13,4-5).

Como ya comentamos en el capítulo anterior, Jesús anuncia que es y será


siempre el Señor. Aun así adopta la condición de siervo y se dispone a
asumir el último lugar ante sus discípulos; postrado a sus pies, hace el
oficio que corresponde a los siervos: se los lava.
Nos colocamos como espectadores en la escena, e intentaremos, con la
ayuda del Espíritu Santo, descifrar catequéticamente cada uno de los gestos
de Jesús: ceñirse la toalla, despojarse de la túnica, lavar los pies, etc. Ya
hemos explicado en el Prólogo del libro que los comentaristas bíblicos nos
ofrecen dos interpretaciones preponderantes acerca de este gesto de Jesús.
Hemos visto que unos inciden en señalar que quiso dar a conocer el
distintivo fundamental de la comunidad cristiana, aquella convocada por él
y en su nombre: la actitud de servicio de todos y cada uno de sus miembros.
Otros insisten en el carácter purificador del lavatorio de los pies. Lo
realmente importante es que ambas interpretaciones se complementan y
enriquecen. Trataremos más a fondo el sello purificador del gesto de Jesús,
sin darle por ello preeminencia sobre su actitud de servicio. Es más,
veremos que ambas interpretaciones se entrelazan.
Situados en la Última cena, empezaremos por aclarar que esta se realiza
en el contexto de la Pascua judía. En ella hay un momento en que los
comensales se lavan las manos. Para eso, el más pequeño de los asistentes,
o un siervo si es que lo había, pasaba entre ellos con un lebrillo haciendo
ese servicio. El Hijo de Dios no espera que nadie se anticipe a escoger la
condición de siervo para prestar este cometido. Sabe que ser el último de
ellos es su lugar, que sólo desde sus escombros será posible levantar a la
humanidad caída.
Dicho esto, contemplaremos cada detalle o movimiento del lavatorio, tal
y como Juan, con el asombro y la ternura de quien ha sido amado hasta el
extremo, nos lo va narrando. Jesús se despoja de su manto y se viste su
uniforme, el de los siervos que lavan los pies: se ciñe la toalla a la cintura.
Conforme les iba lavando los pies, se los iba secando con la toalla.
Veamos este gesto de Jesús a la luz de las instrucciones que Yavé da a
Israel en lo que se refiere a la celebración de la Pascua. Es el paso de Dios.
Oigámosle: «Así lo habéis de comer: ceñidas vuestras cinturas, calzados
vuestros pies, y el bastón en vuestra mano; lo comeréis deprisa –el
cordero–. Es Pascua de Yavé» (Éx 12,11).
He ahí la instrucción. Dios va a pasar con ellos, Dios va a hacer Pascua
con ellos para liberarlos. Mas –un dato importantísimo–, ¡tienen que estar
preparados para caminar, para pasar con agilidad con Él! Para ello, para que
sus pasos no sean torpes, una primera condición: han de ir ceñidos los
vestidos a la cintura. Así podrán caminar sin ningún tipo de estorbo.
Es la Pascua de Israel, el comienzo de su éxodo. Volvemos a la Última
cena: es la Pascua de Jesús, su éxodo al Padre..., un éxodo que arrastra a
todo un pueblo, esta vez de dimensiones universales, la humanidad entera.
Jesús, para que nada entorpezca su y nuestro paso al Padre, asume la
condición de siervo, se ciñe la toalla a la cintura evocando la salida de
Israel. Ceñido el Señor Jesús, lava los pies a sus discípulos y luego se los
seca. El significado catequético de lo que está haciendo el Hijo de Dios es
de una intensidad estremecedora; con la misma toalla que Jesús se ciñe para
emprender la última etapa de su éxodo, seca los pies de los suyos atándolos
así a su caminar.
En la Escritura, la palabra «ceñir» significa también «apretar», «atar», e
incluso, en términos paulinos, alcanza el tinte de «encadenar». La riqueza
de lo que está haciendo el Hijo de Dios con el hombre supera lo
inconcebible. El Hijo está atado/ceñido a la voluntad del Padre a la vez que
a la salvación del hombre, a su condición de debilidad. Esta se manifiesta
incluso en su relación con Dios: de ahí el grito de alerta de los profetas,
como este de Jeremías que denuncia al pueblo santo porque reza a Dios con
su boca cuando en realidad está de espaldas a su Palabra (Jer 7,21-24).
Si el hombre es débil en su ser pecador, más débil, como diría san
Agustín, más débil es Dios en su amor por él. Por eso, porque lo ama en la
profundidad ilimitada de sus entrañas, únicas e insondables en riqueza,
envía a su Hijo para levantarlo de lo más profundo. Para eso ha de ponerse
debajo de él: para poder cargarlo. Sólo el que se pone «debajo de» puede
levantar al hundido. No le importa hacerse siervo si esto conlleva que el
seno del Padre esté abierto para «sus señores...», sus discípulos, y para todo
hombre. Atado, en comunión con ellos, les enseñará (Mt 23,8) a ir hacia su
Padre común.
Al lado de Jesús, que se hace siervo, podemos leer este pasaje de
Marcos: «Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntaba: ¿De qué
discutíais por el camino? Ellos callaron, pues por el camino había discutido
entre sí quién era el mayor» (Mc 9,33-34).
El deseo de ser el mayor dentro de nuestros círculos no es una simple
tendencia, sino algo que imponemos, que nos nace de dentro. Jesús asiste a
esta discusión y les dice: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de
todos y el servidor de todos». Sabe que estas palabras suyas no son muy
comprensibles así, a la primera. En realidad nadie las comprende. Por eso
continúa desde el Padre prestándonos su servicio. Es el Maestro el que nos
explica la Palabra, continuando lo que hizo primeramente con los suyos
después de la Resurrección: «... Entonces abrió sus inteligencias para que
comprendieran las Escrituras» (Lc 24,45).
Ceñidos vuestros lomos
Es el único Maestro porque sólo él convierte la palabra escrita en manantial
de Aguas vivas que sanean el interior del hombre (Mc 7,21-23). Se ciñe, se
ata a la debilidad que todo discípulo padece ante una misión que le
sobrepasa absolutamente. Es Maestro y es Señor; por eso tiene poder para
enviarlos por todo el mundo y anunciar el Evangelio. Sabiendo de sus
miedos y sus impotencias, les da una garantía: «¡Yo estoy con vosotros
hasta el fin de los siglos! No temáis» (Mt 28,20).
A cada discípulo le dice, le susurra al oído: ¿Encuentras las puertas
cerradas a la predicación del Evangelio? ¡No temas, yo estoy contigo! Estoy
ceñido a ti, tu causa es la mía. ¿Te abates ante el desánimo y la
persecución? ¡Levántate, Yo soy tu fuerza! ¡Ánimo!, no te dejaré ni te
abandonaré. Estoy contigo, estoy ceñido a ti, nada de lo que haces me es
extraño; además, tu misión es prolongación de la mía; te he llamado no para
que hagas de animal de carga, sino porque te amo.
En este contexto no podemos pasar por alto la exhortación que Jesús,
como Maestro y Señor que envía, dirige a sus discípulos, y que
encontramos en el evangelio de Lucas. Exhortación que solamente es
comprensible desde la perspectiva de la gracia. Oigámosla: «Estén ceñidos
vuestros lomos y vuestras lámparas encendidas...» (Lc 12,35). No
interrumpáis vuestro éxodo, irradiad vuestra luz. Yo soy la luz que lleváis
en vuestras lámparas. «Lámpara es tu palabra para mis pasos» (Sal
119,105). ¡Iluminad al mundo entero, a todo hombre! Estáis en marcha
hacia el Padre, sed ágiles en vuestros pasos; y en vuestro caminar, encended
miles y miles de corazones. Continuamos el pasaje de Lucas: «Y sed como
hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto
llegue y llame, al instante le abran».
El discípulo tiene que saber vivir la paciencia de Dios. A veces le puede
dar la impresión de que está perdiendo el tiempo, lo que le podría llevar a la
conclusión de estar perdiendo neciamente su vida. Ha de tener la sabiduría
de aceptar que el campo que siembra no es propiedad suya. Vivir la
paciencia de Dios es aceptar que la misión encomendada se actualiza una y
otra vez..., sin interrupción: «Salió un sembrador a sembrar...» (Lc 8,5).
Bienaventurado todo aquel que acepta ser siervo así, con este estilo: «Salió
un sembrador a sembrar». He ahí la imagen fidedigna del discípulo que
tiene ceñidos los lomos, y también las lámparas encendidas. Es a estos a los
que Jesús se dirige con estas palabras: «Bienaventurados los siervos, que el
Señor al venir encuentre despiertos: yo os aseguro que se ceñirá, los hará
ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, los servirá» (Lc 12,37).
Fijémonos con detenimiento en algo que nos llama muchísimo la
atención. Dice Jesús que, si realmente los ve así, con esta disposición, él
mismo se ceñirá y les hará sentarse a la mesa; y que, de uno en uno, los
servirá. Personaliza. El grupo queda remitido al abstracto, existe la persona.
Se acerca a ella y se pone a su disposición. Esto es lo que hace Jesucristo
con cada discípulo a lo largo de su historia desde su elección: «... Las
ovejas escuchan su voz, y a cada una de ellas las llama por su nombre» (Jn
10,3).
Podríamos preguntarnos ahora: sentados a la mesa, ¿qué es lo que nos
sirve el Señor? Está hablando de un alimento, y está anunciando que, igual
que un día como siervo lavó los pies de los discípulos sin dejar de ser el
Señor, ahora, como Señor de toda la Creación, nos servirá aquel alimento
que nadie conoce.
Recordemos a este respecto el diálogo que sostuvo Jesús con sus
discípulos después de su encuentro con la mujer de Samaría (Jn 4,31 y ss).
«Se le acercaron los discípulos y le dijeron: Maestro, come. A lo que él
respondió: Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis. Mi
alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su
obra».
Nadie está en condiciones de hacer la voluntad de Dios. Con nuestros
esfuerzos podemos llegar a ser más o menos buenos, mas no es suficiente.
Llegar a hacer la voluntad de Dios supone un salto que Pablo llama la
nueva creación en Cristo (2Cor 5,17). De hecho, nuestra bondad natural
crea un tejido de resistencia, al que el tiempo le hace rotos cada vez
mayores. Hacer la voluntad del Padre supone ser alimentados del pan de su
propia divinidad. Estamos hablando de la sabiduría, aquella que convence a
tu corazón de que su voluntad, en sí, no es una prueba para medir tu
generosidad, sino que en sí es buena. Lo es no sólo en la perspectiva de la
otra vida, sino también en esta, es decir, hoy y ahora. Fijémonos en que
Jesús declara que ese su alimento que sus discípulos todavía no conocen es
el que le capacita para llevar a cabo su obra, su misión.
En los evangelios se nos dice que Jesús pasaba noches enteras orando.
No es necesario ser muy entendido en la Escritura para adivinar cuál podría
ser el núcleo de su oración, su diálogo con el Padre. Dios ya había enseñado
a orar a su pueblo, sobre todo por medio de los salmos. En ellos
contemplaba Jesús su propia vida, como quien dice, ya escrita. Bajo esta
luz, comprendemos que estos eran la fuente principal de su alimento. No
había acontecimiento en su misión –incluida su persecución, humillaciones,
desprecios, y hasta su muerte y Resurrección– que no estuviese ya
profetizado en los salmos. Los salmos eran su oración porque en ellos
estaba reflejada la voluntad del Padre y, juntamente con ella, el Padre le
daba su pan. Así es como Jesús lo hizo saber a Satanás en su respuesta a la
primera tentación: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra
que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4).
De hecho, encontramos pasajes de los salmos que realmente se cumplen
al pie de la letra en su Pasión. Podemos citar algunos: «Se reparten entre sí
mis vestiduras y se sortean mi túnica» (Sal 22,19); o «En tus manos
encomiendo mi espíritu» (Sal 31,6). También: «En mi sed me han abrevado
con vinagre» (Sal 69,22), etc.
De esta forma, Jesús leía e interpretaba desde la fe su historia. Lo
importante no es que le gustase o no, sino su convicción de que estaba
profetizada; sabía que el Espíritu Santo había inspirado a estos hombres
orantes del pueblo de Israel. El hecho de que más allá de la pluma de los
hombres viera la boca de su Padre hacía que la Palabra fuera su alimento.
Por supuesto que conoció el desánimo y hasta el desfallecimiento ante su
realidad. De ahí la calidad de su oración. Era toda ella un ruego, una
súplica, a fin de que lo que había sido escrito en unos pergaminos por unos
hombres concretos que eran los profetas lo escribiese también el Padre en
su corazón. Sólo así, desde la Palabra grabada en su interior, alcanzaría la
fuerza y la luz para hacer su voluntad. Esta es la oración/comida de Jesús.
Esta y no otra es la oración en espíritu y verdad que realmente alimenta (Jn
4,24).
Un nudo que hace volar al alma
Recogemos de nuevo la promesa de Jesús a sus discípulos: «Os aseguro que
se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá». Es
una promesa que se cumple a lo largo de la vida de cada discípulo. Se
cumple en el pan que nos da cada día en el nombre del Padre. Este es el
alimento que nos hace ágiles para cumplir los deseos de Dios. La oración
no tiene la finalidad de cambiar la voluntad de Dios, sino de hacernos
sabios de cara a ella. Dicen los padres de la Iglesia, como san Hilario, que
la obra por excelencia de Jesucristo es la de abrirnos al conocimiento de
Dios, de nuestro Padre.
Veamos, a la luz de un pasaje del profeta Oseas, qué entiende el hombre
superficial por conversión y vuelta a Dios, y cómo lo entiende Dios mismo:
«Venid, volvamos a Yavé, pues Él ha desgarrado y Él nos curará, Él ha
herido y Él nos vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día
nos hará resurgir y en su presencia viviremos. Conozcamos, corramos al
conocimiento de Yavé» (Os 6,1-3).
He ahí lo que dice Israel: ¡Volvamos a Dios, queremos conocerlo! Visto
así, nos parece que ha llegado a una madurez extraordinaria en sus
relaciones con Dios: ¡Vamos, no perdamos tiempo, tenemos que conocerlo!
Dios responde con una claridad contundente que no deja lugar para el
engaño: «¿Qué he de hacer contigo, Efraín? ¿Qué he de hacer contigo,
Judá? ¡Vuestro amor es como nube mañanera, como rocío matinal, que
pasa!» (Os 6,4). Respuesta que no deja lugar a dudas. La piedad de Israel es
parecida a aquella nuestra que hace válido el refrán acuñado por la
experiencia: «Sólo nos acordamos de santa Bárbara cuando truena».
Respuesta que nos recuerda lo que Jesús dijo a los fariseos parafraseando al
profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está
lejos de mí» (Mc 7,6).
Termina Dios su corrección dejando, como siempre, la puerta abierta a la
esperanza, al cambio del corazón, allí donde el amor y el conocimiento
plantan su tienda: «Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de
Dios, más que holocausto» (Os 6,6).
Justamente, con la buena e incomparable noticia de que ya es posible el
conocimiento de Dios sin velos, es como termina el prólogo del evangelio
de san Juan. Leámoslo: «A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que
está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18).
Jesucristo culminó su éxodo y volvió al Padre. Él es quien nos ha
revelado y nos revela continuamente las profundidades de su Misterio. La
revelación/conocimiento de la Palabra arroja luz iluminando el rostro de
Dios, y nos pone en comunión con Él. Es todo un camino en el que, ceñidos
los lomos y con nuestras lámparas encendidas, vamos poco a poco tocando
al Intangible, habitando en el Trascendente y viendo al Invisible.
Todo discípulo que está ceñido a Dios está también ceñido al hombre.
Dicho de otra forma, cuanto más próximo está a Dios, más cercano está a
todos y cada uno de sus hermanos, no hay herida que le sea extraña.
Digamos que el discipulado es como un fruto que, al abrirse, despliega el
perfume del único mandamiento: el amor a Dios y al prójimo.
El apóstol Pablo expresa su vinculación a la misión confiada por el
Señor Jesús en términos que nos recuerdan lo que estamos desarrollando
acerca de la palabra «ceñir» tal y como la estamos aplicando a Jesús y a sus
discípulos. Pablo lo hace saber en un sentido realmente sorprendente, que es
el de sentirse prisionero a causa del Evangelio, entre cadenas por el
testimonio de Jesús y, más aún, atado/encadenado en el espíritu; todo ello
como si fuera un himno que proclama que ha confiado definitivamente su
libertad y voluntad en las manos de Dios.
Podríamos poner a esta experiencia un título: «Pablo, encadenado en el
espíritu por amor». Más que amor, tendremos que hablar más bien de
pasión. No se trata de devolver, como quien dice con calculadora en mano,
amor por amor. Es más, muchísimo más que una ridícula cuestión de
contabilidad. Pablo ama apasionadamente, lleva atravesado en todo su ser,
por dentro y por fuera, por el anverso y el reverso, en su cuerpo y en su
alma, un fuego devorador; aquel que ardía imponente y temible en el Sinaí
(Éx 19,16-18).
Si Pablo ha sido alcanzado por este fuego, es porque este se ha hecho
Emanuel. Por supuesto que se abrazó a él con esa divina locura de aquellos
que han encontrado a Dios. Alcanzado por sus llamas, se ató, se ciñó con
ellas su propio espíritu, hambriento, como todos, de amores eternos. Fue tal
la herida ígnea que se anudó amorosamente a su espíritu, que no le dejó otra
salida que la de abrazarse locamente a aquel que dio forma a su alma, el
Señor Jesús.
Encadenado, conoce la suave brisa de la libertad. La inmensamente
dilatada libertad de no atarse ni depender de nadie sino del Autor de la vida
(He 3,15), Jesucristo. Él fue el único que pudo dar consistencia y hacer
realidad los deseos más profundos del hombre, esos que el tentador
pretende hacernos creer que no son más que quimeras. Pablo entendió que
en Jesucristo encontraban cauce el deseo fundamental de todo ser humano:
amar y ser amado sin medida alguna. Un amar y ser amado que no está
sujeto ni recortado por el tiempo ni por el cansancio, que ni siquiera está
expuesto al deterioro de la rutina y el capricho. Ya en los primeros albores
de esta bellísima experiencia, Pablo comprendió que valía la pena ceñirse,
atarse, encadenarse al Dios de los dioses.
Muchos son los ejemplos acontecidos a lo largo de la vida del Apóstol
que podríamos citar para avalar lo que estamos diciendo. Me decanto por
uno que nos viene transmitido en los Hechos de los apóstoles con motivo de
su despedida de la cristiandad de Éfeso: «... Mirad que ahora yo,
encadenado en el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me
sucederá; sólo sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me
esperan prisiones y tribulaciones. Pero yo no considero mi vida digna de
estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he
recibido del Señor Jesús...» (He 20,22-24).
Belleza, transparencia, certezas inamovibles se reflejan en este
testimonio. Sabe lo que quiere y lo que hace. Una fortaleza y una
convicción tan incomparables sólo pueden emanar de un hombre
irremediablemente apasionado. Y Pablo lo era, o, mejor dicho, el Hijo de
Dios lo apasionó. El Pablo colérico y prepotente ha sido vencido por el
amor del Señor Jesús. Es un ser vencido que rebosa gratitud; es por eso que
no quiere en absoluto separarse de Él. Es un estar atado que implica estar en
comunión con su voluntad y con su Evangelio. Todo eso hace que no viva
sino para la misión que le ha sido confiada: ir al encuentro de todos y cada
uno de los hombres, porque todos y cada uno tienen el mismo precio: la
sangre del Señor Jesús, el Cordero inocente, como dice también Pedro (1Pe
1,18-19).
Junto a Dios y al hombre
Por todo este cúmulo de experiencias que, por una parte, le sobrepasan y,
por otra, se han almacenado como huéspedes perennes en todos y cada uno
de los poros invisibles de su alma, no se avergüenza en proclamar, como
hemos podido ver, que está ceñido, encadenado en el espíritu. No sabe lo
que será de él el día de mañana, le basta con saber a quién está ceñido, «con
quién está».
Sólo así es posible alcanzar la prístina libertad para poder afirmar
orgullosamente que no tiene su vida en propia estima, ya que está tasada,
estimada, por el Señor Jesús, en quien ha puesto su confianza (2Tim 1,12).
Sabe que ha puesto su vida en las manos creadoras de su Señor, creadoras
porque de ellas emana la Vida eterna. Entrega su vida no para perderla, sino
para recuperarla en eternidades, con la misma autoridad y libertad que su
Señor: «Tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo» (Jn 10,18).
Pablo se ciñe a Jesucristo por amor, y por amor se ciñe también a los
hombres. Le consta que Aquel que es el Señor le ha llamado a ser servidor
de los hombres por medio del anuncio del Evangelio. Siervo del Señor y de
sus hermanos, he ahí las líneas fundamentales de su pastoreo: «No nos
predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a
nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2Cor 4,5).
Su solicitud por los hombres, sin distinción, no responde a una táctica
pedagógica a fin de ganar prosélitos. Es una solicitud que surge impetuosa
desde la fuerza del Evangelio que su Señor le ha confiado. Así es como lo
vive, y así lo apreciamos a lo largo de esta exhortación que dirige a sus
ovejas de Corinto: «... Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios
en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de gloria;
mas nosotros, despreciados... Hemos venido a ser, hasta ahora, como la
basura del mundo y el desecho de todos» (1Cor 4,10-13).
Recojamos ahora las palabras proféticas que Jesús resucitado pronuncia
a Pedro a orillas del lago de Tiberíades. Recordemos la triple pregunta que
le hizo: ¿Me amas? A cada respuesta del Apóstol, sucede una ratificación,
por parte de Jesús, de su ministerio: ¡Apacienta mis ovejas! La relación
entre el ministerio recibido y la actitud de servicio exigida por Jesús a sus
discípulos emana de la misma etimología de la palabra «ministro», que
significa «servidor».
Así pues, una vez que el Señor Jesús confirma a Pedro en su misión de
servicio al mundo, le da lo que podríamos llamar las líneas maestras que
configuran la esencia de la llamada, líneas en las que vemos que los
discípulos y discípulas del Señor Jesús, en un salto cualitativo que los sitúa
«junto a» Dios, reciben de Él el servicio de la evangelización que los sitúa
«junto a» los hombres. Estas líneas maestras se encuadran en las palabras
que el Señor dirige a Pedro: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras
joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a
viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no
quieras» (Jn 21,18).
El texto es clarísimo. Pedro se ha ceñido siempre como ha querido en su
caminar con él. Ahora, para que el seguimiento sea según la verdad, tendrá
que dejarse ceñir por otro: Aquel que le guiará hasta la verdad completa, el
Espíritu Santo. Cf Jn 16,13. En definitiva, las líneas maestras del
discipulado son las mismas que las de la fe, que consisten en dejarse llevar
por Otro: Dios. He aquí el escollo que se nos presenta inabordable en el
camino de la fe: el Otro. Este Otro que a veces ni siquiera estamos seguros
de que exista. Si bien a veces lo sientes cercano, e incluso más parte de ti
que tu propio yo, también es cierto que otras veces, y no pocas, lo podemos
definir como el gran Ausente. Son días enteros e interminables en que te da
la impresión de que tu caminar no es sino un dar vueltas sobre ti mismo.
Quisieras entonces desandar el camino, mas no puedes. Basta que el Otro te
haya tocado una sola vez para hacer insoportable la tentación de abandonar.
Otro te llevará, resuena en el interior del caminante; y es un resonar que
en ocasiones le saca de sus casillas, porque en su relación con Dios, la
sartén por el mango la tiene Él. Es decir, que, por una parte, no te puedes
volver atrás; y, por la otra, te tienes que dejar llevar. Algo de esto nos dejó
como legado espiritual san Juan de la Cruz: «Para ir adonde no sabes has de
ir por donde no sabes».
El mismo Jesús fue llevado por su fe, su amor al Padre y a los hombres,
por un camino que cada día tenía que ver y comprender. Cada día
necesitaba el pan de su Padre para permanecer fiel. De ahí la oración que
nos enseñó: Danos hoy nuestro pan de cada día. Cada día era un nuevo
ceñirse en su éxodo hacia el Padre.
Otro te ceñirá, otro te llevará, dice Jesús a Pedro; el mismo que me ciñó
y me llevó a mí. Mas, ¡alégrate, Pedro!, alegraos todos, los que habéis
recibido y recibiréis con gozo la llamada al discipulado. Alegraos en lo más
profundo de vuestro ser porque este Otro que te ciñe y te lleva no juega ni
jugará nunca con vosotros. Es más, a este Otro es a quien yo me refería al
decir que habría de dar testimonio de mí, de mi misión y de que soy su
Hijo: «Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido.
Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido el testimonio que
da de mí» (Jn 5,31-32).
Nos imaginamos a Jesús susurrando a Pedro espíritu y vida con sus
palabras (Jn 6,63), allí, a las orillas del mar: aunque caigas en el más cruel
de los olvidos, el Otro se acuerda de ti, hace parte de tu corazón, alma y
memoriales. Nunca se olvidará de que pusiste tu vida al servicio del
Evangelio, del hombre. Ten ánimo, amigo mío. Él nunca se olvidará de ti
como no se olvidó de mí. Vino a visitarme al sepulcro. Me levantó de la
muerte y me constituyó Señor y autor de la Vida eterna.
5. El amor
incomprensible de Dios

«Llega a Simón Pedro; este le dice: Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?
Jesús le respondió: Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, lo
comprenderás más tarde. Le dice Pedro: No me lavarás los pies jamás»
(Jn 13,6-8a).

Ya nos hemos extendido ampliamente acerca de las dos interpretaciones


que predominan en el acto de Jesús de lavar los pies a sus discípulos. No es
cuestión de volver sobre ello a no ser que el contexto nos lo pida, como
podemos apreciar en esta primera reacción de Pedro ante Jesús, a quien
tiene a sus pies. No puede aceptar que Aquel a quien ha confesado
repetidamente como su Señor tome la opción por el último lugar y lo asuma
en su carne; de ahí su grito de protesta y rechazo: ¡No me lavarás jamás los
pies!
La reacción de Pedro es realmente comprensible. Es más, nos extraña, y
mucho, que los demás no hayan dicho absolutamente nada; tenía que ser
Pedro. Algunos podrán decir que su reacción corresponde a su carácter
primario y vehemente, que le impide quedarse cruzado de brazos ante lo
que sus ojos están viendo. Más allá de estas consideraciones, hemos de
afirmar que esta protesta da lugar a una bellísima catequesis por parte de su
Señor y Maestro. Digamos entonces que Dios se sirve de Pedro con el fin
de plasmar para la eternidad uno de los perfiles más genuinos de lo que es
el discipulado. Perfil que veremos a lo largo de la respuesta de Jesús.
Repasemos ampliamente el diálogo entre los dos. No me lavarás jamás
los pies. ¿Cómo es que tú vas a rebajarte a hacerme este servicio? Se
supone que tú eres el Maestro y Señor, y nosotros somos tus discípulos.
Alguno, pues, del grupo tendrá que hacer este cometido, pero no tú. La
respuesta del Maestro y Señor ya la conocemos: Lo que yo estoy haciendo
no eres capaz todavía de entenderlo; pero te adelanto algo, lo estoy
haciendo por amor.
¿Qué ha venido a hacer Jesús al mundo? ¿Cuál es la razón por la que
Dios le envió como Emanuel? La respuesta es clara. Vino a hacer la obra
del Padre, y esta no es otra que la nueva creación del hombre. Veamos un
poco por encima algo de lo que ya sabemos, cómo, a nivel de la Creación
en general, no podemos prescindir de las distintas etapas evolutivas. A lo
largo de todo este proceso hubo una intervención especial de Dios por la
que hizo acto de presencia el hombre en el mundo. Este paso-intervención
de Dios es llamado el eslabón perdido. Es un paso cualitativo porque
supone un salto trascendental y, en cuanto tal, es cualitativamente diferente
al resto de las anteriores etapas evolutivas.
Los científicos se esfuerzan denodadamente para dar con este eslabón
vital que configura al ser humano. Por supuesto que es necesario que la
ciencia profundice desde sus más variadas fuentes en la naturaleza y esencia
de este eslabón. Nosotros haremos el análisis catequético partiendo del
enriquecimiento mutuo que existe entre fe y ciencia, entre fe y razón.
Una aproximación a la iluminación de este tema en sí es observar que lo
que marca substancialmente la diferencia entre un animal y una persona es
la palabra humana, nuestra capacidad para comunicarnos verbalmente.
Comunicación que indica raciocinio, inteligencia, y que lleva consigo la
capacidad para desarrollar el mundo en sus inmensas posibilidades de
progreso. Recordemos lo que dijo Yavé a Adán y Eva: «Llenad la tierra y
sometedla».
Así pues, a nivel empírico y también catequético –ahí es donde fe y
razón coinciden–, aconteció la palabra en el hombre, y ella es la que marca
la diferencia entre los seres humanos y el resto de la Creación.
Seguimos avanzando desde la fe, la que nace de la revelación de Dios, y
vemos lo que supone la Encarnación. Jesús, el Dios con nosotros, es el
eslabón que permite al hombre alcanzar su última evolución: la nueva
creación, aquella que los santos padres de la Iglesia llaman su divinización.
La encarnación de Dios supone el salto del hombre a la divinidad. Por la
Palabra somos reengendrados como hijos de Dios.
Son muchísimos los textos de los santos padres de la Iglesia, y también
de los místicos, que nos dicen, de una u otra forma, que Dios se hizo
hombre para que el hombre se hiciese Dios. Estos no llegaron a tal
descubrimiento sirviéndose de su propio entendimiento, sino desde la Luz
de la Palabra. Entre tantos testimonios, nos limitamos a exponer este de san
Andrés de Creta: «Cristo es el fin de la Ley: él nos hace pasar de la
esclavitud de esta Ley a la libertad del espíritu... Este es el compendio de
todos los beneficios que Cristo nos ha hecho; esta es la revelación del
designio amoroso de Dios: su anonadamiento, su Encarnación y la
consiguiente divinización del hombre».
Todo esto nos es muy útil para comprender la respuesta de Jesús a Pedro,
el porqué se rebajó ante todos: lo que estoy haciendo contigo, que es la obra
de mi Padre, tu nueva creación, no lo entiendes ahora. No te preocupes, lo
entenderás más tarde.
La fe lleva consigo un conocimiento progresivo del misterio de Dios,
conocimiento al que Pablo da un nombre: sabiduría e inteligencia espiritual
(Col 1,9). Recordemos que estos términos –sabiduría e inteligencia
espiritual– en la boca autorizada de Pablo rompen cualquier relación de la
fe como penetración del misterio de Dios, con el vasto campo del
esoterismo, de los fenómenos paranormales y también de lo mágico.
La sabiduría e inteligencia espiritual paulinas, las que nos abren al
conocimiento del misterio de Dios, van haciendo comprensible a nuestra
razón, y de forma progresiva, la obra que Dios hace con nosotros. Iluminan
lo que podríamos llamar esas piezas del rompecabezas de nuestra vida y
que a veces consideramos rechazables. Piezas que, a la luz de Dios, encajan
perfectamente en su proyecto creador y que vamos haciendo nuestro. Todos
los que seguimos el camino del discipulado tenemos en cuenta la promesa
de Jesús a Pedro y que sostiene nuestro caminar: lo que no entiendes ahora
lo entenderás más tarde.
Dejar hacer a Dios
Jesús, enviado por el Padre, no se acerca al hombre para decirle: vamos a
ver qué hago contigo. No. Viene en nombre del Padre para hacer su obra. Es
más, insiste en declarar que no actúa por cuenta propia, sino por la de su
Padre: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que
Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre
me ha enseñado, eso es lo que hablo» (Jn 8,28).
El Hijo de Dios sabe muy bien que lo que está haciendo lo hace en
nombre del Padre, no por su cuenta. Fijémonos cómo Juan, en el texto que
acabamos de ver, pone en perfecta concordancia los verbos «hacer» y
«hablar». No «hago» nada por mi cuenta, lo que mi Padre me ha enseñado,
eso es lo que «hablo». Desde el punto de vista simplemente gramatical, se
supone que Jesucristo tendría que haber dicho: No hago nada por mi cuenta,
lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hago. Sin embargo, dice: Eso
es lo que hablo. Hacer y hablar. Esa es la palabra de Dios. Es Palabra y es
Acción.
Bajo esta bellísima luz, podríamos traducir el primer versículo del
prólogo del evangelio de san Juan así: «En el principio existía la Acción, y
la Acción estaba en Dios y la Acción era Dios» (Jn 1,1). Dios es el que
habla y el que hace. «Lo digo y lo hago», dijo Yavé a Ezequiel ante la
incredulidad del profeta, que no sabía cómo se las iba a arreglar Yavé para
convertir el campo de huesos, que era Israel en el destierro, en un pueblo
vivo que volviera gozoso a la Tierra Prometida (Ez 37,1-14).
Me he detenido en la inseparabilidad de los verbos «hacer» y «hablar»
en Dios, para entender el alcance de lo que Pedro dice a Jesús con su
negativa: ¡No me lavarás los pies, no harás en mí! Se está situando en la
antítesis de la fe. Esta es fundamentalmente «hágase», como dijo María al
ángel. Pedro, con su «no harás» hace presente al hombre que rechaza a
Dios, que no le deja hacer en él.
En la medida en que Dios te habla, te va haciendo, te va gestando según
su propia naturaleza. Te vincula de forma natural a su divinidad. De ahí la
absoluta e irrenunciable prioridad de vivir la espiritualidad de la Palabra,
del Evangelio. Sólo la espiritualidad del Evangelio, sin filtro de ningún tipo,
nos pone a la altura de su autor: Dios. Él hace en ti en la medida en que le
dejas en ti hablar.
La mayor y más terrible carencia que puede tener un hombre que ha sido
llamado al discipulado es la de no tener atada en su alma la pasión,
llamaríamos insobornable, por el Evangelio. Pobres estos hombres que,
desapasionados de la Palabra de la Vida, se quedaron sin alas para alcanzar
su altura. En realidad terminaron por conformarse con su propia y escasa
sabiduría.
La pasión por el Evangelio crece como un fuego fuera de control en la
medida en que la Palabra dentro de ti está viva. Al decir fuera de control,
estoy definiendo algo esencial en lo que respecta a la fe y al discipulado, al
seguimiento. Me explico. En todo lo que hacemos desde «abajo», nuestro
instinto de supervivencia nos impele a mantener un control que, aun así, no
evita las pequeñas locuras que todos hemos hecho o hacemos. Sea como
sea, recuperamos la cordura y volvemos a controlar nuestros ritmos vitales.
En la fe no es exactamente así. Todo control al Evangelio es fruto del
miedo, el que nace de la sospecha de que no es fiable; con el resultado de
que si no es fiable la palabra de Dios, tampoco lo es el Dios de la Palabra.
La fe en el Evangelio supone dejar el control a Dios, que es sorpresa,
libertad y asombro. Es también guiño furtivo y pasión del alma. Todo esto
es el Evangelio para todo aquel que, en su «imprudencia», permite que Dios
prenda en su vida el fuego de su Palabra, controlada por Aquel que lo sabe
todo, el que se reveló a Jeremías como «sabedor y testigo» (Jer 29,23b).
Sabedor y testigo a tu favor de lo que su fuego hace en ti.
El hacer de Jesús a sus discípulos en el hecho concreto de lavarles los
pies tiene que ver con su capacidad de seguimiento. Dicho con otras
palabras, les está preparando para el discipulado en su más profunda y
transparente genuinidad.
Jesús está saneando los pies de los apóstoles como signo profético del
seguimiento que deberán hacer después de quedar bloqueados y paralizados
ante el escándalo de la cruz. Es un lavatorio que hemos de situarlo, o más
bien vincularlo, a la fuerza y sabiduría que los apóstoles recibirán con el
envío del Espíritu Santo y que les permitirá hacer su camino de fe.
Pies sanos y camino de fe van juntos en la Escritura, así como van
también juntos pies torcidos y desviación del camino. Los pies limpios y
sanos son aquellos que han sido lavados por medio de la Palabra (Jn 15,3).
Jesús, que es la palabra del Padre, lo puede hacer y lo hace. Ante la propia
culpa, no es cuestión de bañarse con lejía o salitre como dice Jeremías (Jer
2,22). Los pies purificados por Jesús y el camino de seguimiento hacen un
maridaje perfecto, provocan la complacencia en la Palabra. Ya el salmista se
había hecho eco de esta bellísima experiencia del justo, el caminante que
busca y sigue con verdad a Dios: «La boca del justo susurra sabiduría, su
lengua habla rectitud; la palabra de su Dios está en su corazón, sus pasos no
vacilan» (Sal 37,30-31).
Pies lavados por el Señor Jesús, esos son los pies enderezados hacia la
verdad; son los pies bellos, hermosos, propios de los enviados a anunciar la
buena noticia de la salvación. Así nos lo dice el profeta Isaías: «¡Qué
hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz,
que trae buenas noticias, que anuncia la salvación, y que dice a Sión: Ya
reina tu Dios!» (Is 52,7). ¡Qué hermosos los pies de todos aquellos a
quienes Dios envía al mundo, los portadores del Evangelio! Hermosos,
sublimes por excelencia son los del Anunciador, los del Hijo de Dios.
Israel canta la belleza sin par del Mesías en sus salmos, auténticos
himnos litúrgicos, como, por ejemplo, el Salmo 45. Su hermosura viene
atestiguada porque «la gracia está derramada en sus labios» (Sal 45,3). La
esposa del Cantar de los Cantares dirá a este respecto que uno de los
encantos que tiene su Amado es que «sus labios destilan mirra fluida» (Cant
5,13b). Y así es como lo confiesan, muy a su pesar, los asistentes a la
primera predicación hecha por Jesús en Nazaret: «Todos daban testimonio
de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su
boca» (Lc 4,22). Digo que hubieron de reconocerlo muy a su pesar ya que,
aun ante la evidencia, pesó más la cerrazón de su corazón.
Hermoso el Mesías, hermosos los pies del mensajero que anuncia la
buena noticia de la salvación. Hermosos también ellos y los pies de los que
son enviados por el mundo por el Hijo de Dios. Ellos son el signo de la
hermosura de la nueva creación. He ahí al hombre nuevo lavado por Jesús,
encendiendo con sus luces el corazón del mundo. Lavado por Jesucristo,
por su sangre, como escribe Juan en el Apocalipsis en una de sus liturgias
celestes, auténticos cantos del cosmos enaltecido por Jesucristo: «Estos que
están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han
venido?... Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus
vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero» (Ap 7,13-14).
Nuestros rasgos divinos
Hechura suya somos, como dice Pablo (Ef 2,10). Somos descendencia de
Jesucristo, el Primogénito de innumerables hermanos. Él lava estos nuestros
pies que se han herido y deformado por la piedra de tropiezo con la que
reiterativamente nos hemos golpeado en todo camino que no es el de Dios.
Así golpeados, hemos quedado impotentes ante la seducción de Satanás,
indefensos ante el mal que nos propone. Escuchemos lo que dijo Yavé al
Tentador después de engañar con la seducción de sus palabras y argumentos
a Adán y Eva: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su
linaje: él te pisará la cabeza mientras tú acechas su calcañar» (Gén 3,15).
Estas palabras de Dios dirigidas al mal –personificado alegóricamente por
la serpiente– son llamadas por los santos padres de la Iglesia el
Protoevangelio, el primer Evangelio de la salvación.
La buena noticia de la promesa del Mesías que aplastará con sus pies la
cabeza del mal es que su victoria es también la nuestra. Jesús es, en primera
instancia, el linaje de esta mujer que llevará a cabo su danza majestuosa
sobre la muerte. Sabemos que Satanás tentó a Jesús una y otra vez a lo largo
de su vida y misión. Sin embargo, nunca consiguió herir su calcañar, sus
pies. Su amor único e inigualable le mantuvo atado a la voluntad del Padre.
En realidad, Satanás fue aplastado por los pies que quería herir.
En una segunda instancia, la descendencia de esta mujer de la que nos
habla el libro del Génesis son los hijos de la Iglesia, hechura de Jesucristo y
moldeados por sus manos. En esta nuestra gestación como discípulos,
tenemos conciencia, y repetidamente, de lo que es ser heridos en nuestro
calcañar, golpeados hasta dejarnos abatidos a lo largo de nuestro caminar.
Calcañar herido, tropiezo en el camino, escándalo y desfallecimiento, y
también una victoria sobre otra, todo esto forma parte de nuestro camino de
fe.
Al lavar los pies de los suyos, Jesús preserva sus calcañares de las
heridas de muerte a las que están expuestos. Se está adelantando al mal que
les va a sobrevenir. Así es como actúa. Saben que están expuestos a todo
tipo de persecución y seducción, que van a ser zarandeados
irremisiblemente. Con su gesto, está profetizándoles su victoria ante el
escándalo que va a prender, como una caries destructora, en sus huesos: su
muerte en la cruz, que les llevará a pensar que él no ha pasado de ser un
buen hombre, «un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y
de todo el pueblo» (Lc 24,19b). Eso y nada más. Nada de Hijo del Dios
vivo.
Al lavar estos pies, tiene ante sus ojos las heridas de todo hombre.
Inclinándose hacia ellas, las lava y las cura, como podemos ver
simbólicamente en la parábola –catequesis– del buen samaritano. «Bajaba
un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que,
después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto» (Lc
10,29ss).
Sabemos que tanto el sacerdote como el levita que pasaban por allí
hicieron visible su impotencia para curarle; se apartaron del malherido y
dieron un rodeo. Sin embargo, el samaritano se llegó junto a él;
compadeciéndose, vendó sus heridas después de lavarlas con aceite y vino.
Jesús es el samaritano de la parábola. Así le llamó su propio pueblo (Jn
8,48). Es indudable que su adhesión a la Ley tenía como punto culmen su
amor al Padre y al hombre. Si él es el samaritano compasivo, todos nosotros
somos estos caminantes hacia Jericó. Orígenes, comentando esta palabra,
dice que el camino hacia Jericó es el que hacemos hacia los ídolos. Para
este caminar, no necesitamos mapa ni brújula; tenemos el trayecto dibujado
en nuestro interior. No necesitamos preguntar a nadie por dónde se va; es
más, vamos todos juntos en tropel.
En este deambular hacia ninguna parte, resulta que ni la Ley ni el culto
nos pueden ayudar. A esta penosa realidad se está refiriendo Jesús cuando
relata que tanto el sacerdote como el levita, que vieron al herido, dieron un
rodeo. No está hablando mal de ellos, está puntualizando que el culto
representado en el sacerdote, y la Ley representada por el levita son
ineficaces ante el hombre herido y golpeado por el mal.
Pongamos un ejemplo acerca de esto. Hacer senderismo es un ejercicio
idóneo y saludable para cualquier persona al menos relativamente sana. Sin
embargo, proponérselo a uno que acaba de sufrir un accidente de coche
dejándole malherido es una auténtica barbaridad. Habrá primero que
curarle, que haga un período de rehabilitación, y después se le podrá
proponer la práctica del senderismo.
Esto es lo que hace Jesucristo, el Buen Samaritano, con todo hombre
herido. No le da unas normas para curarse. Se hace cargo de él, vive en su
carne su caída hasta el punto de hacer propias sus llagas. «Alivió su dolor y
sus llagas, lavándolas con aceite y vino. Después vendó sus heridas».
El aceite en la Escritura está relacionado con la unción y la elección.
Jesucristo es el Ungido de Dios. De hecho, la palabra «Cristo» significa
«Ungido». Es el enviado del Padre que unge a todo hombre herido.
Jesucristo es también el elegido del Padre enviado por Él con poder para
elegir. Ambas cosas, ungir y elegir, es lo que hace con este hombre, víctima
del mal, caído al pie del camino en su marcha hacia Jericó. Lavó sus heridas
con vino, que simboliza la efusión del Espíritu Santo. Es el Espíritu que
invade al hombre, haciéndole partícipe de los dones de Dios. Enriquecido
con la dimensión divina, puede conocer a Dios, orar, es decir, estar a gusto
con Él, amarle y ser revestido de su fuerza para vencer el mal.
Sólo el enviado de Dios –Jesús– podía y puede rehabilitar así al ser
humano. Su Evangelio es la brisa suave que reanimó el espíritu abatido de
Elías cuando estaba a punto de desistir de su misión profética (1Re 19,12 y
ss). Es Jesucristo con su Evangelio quien empapa de vida los poros
hambrientos del alma macilenta. Experimenta así el hombre una calidad de
vida hasta entonces desconocida.
A fin de cuentas, toda desviación que hacemos en nuestro caminar no es
sino la salida en falso que damos a las frustraciones del alma. Frustraciones
que se hacen valer autoritariamente por el hecho de no haber desarrollado –
me refiero al alma– las infinitas potencialidades propias de su naturaleza.
Una y otra vez hemos de decir que, cuando nos desdoblamos en la
búsqueda de nuestro impulso vital que es Dios, tarde o temprano las heridas
aparecen. Tan sólo la mano que dio a luz a nuestra alma posee la fuerza
necesaria para desarrollarla hacia su culminación. En definitiva, sólo esta
mano, que conoce los más íntimos recovecos del alma, puede llevarla hacia
la plenitud de su naturaleza. Por supuesto que cuando hablamos de mano
nos estamos refiriendo a Dios. Sólo Él es lo suficientemente paciente con
nuestras heridas como para detenerse y, si es necesario, detener el tiempo
para curarlas.
Dobló sus rodillas
Jesús es, como hemos dicho, el Samaritano, el extraño a sus hermanos, a su
pueblo, como ya fue anunciado proféticamente (Sal 69,9). Él lava los pies
de todos los hombres, recogiendo el término «lavar» en su más amplio
significado. Es un lavar que implica purificación y justificación. Estamos
hablando de una auténtica reconstrucción del ser humano.
Sólo él, el Cordero, que asumió voluntariamente cargar con los pecados
de todos los hombres, podía hacerlo. Su gesto, evidentemente de
abajamiento y servicio, se abre a la dimensión divina de otorgar el don de la
fe, entendida esta como un mantenerse en la fidelidad a Dios. Sólo unos
pies así reconstruidos y fortalecidos pueden afirmarse y mantenerse ante las
embestidas del mal que han de enfrentar, tal y como Jesús profetizó: «Si el
mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si
fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo,
porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo»
(Jn 15,18-19).
Jesús envía a sus discípulos no para condenar al mundo sino para
iluminarlo. No hay mayor iluminación que mantenerse en pie, desafiantes y
misericordiosos a la par, frente al mal con entrañas condolientes con el
cansado, caído y abatido. Sólo con unas entrañas así, la cercanía al hombre
no es interpretada como un insulto. Es este mantenerse en pie apoyados en
su Palabra lo que visibiliza ante el mundo su participación en la victoria que
su Señor obtuvo frente al mal. Victoria que Juan proclama gozoso a los
destinatarios –hoy lo somos todos– de su primera Carta: «Todo el que ha
nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el
mundo es nuestra fe» (1Jn 5,4).
Mantenerse en la Palabra, afirmarse sobre la Roca, he ahí la nota
distintiva que el mismo Jesucristo señala como signos identificadores de sus
discípulos. Es un mantenerse que les da derecho a ser llamados hijos de la
libertad: «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis
discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,31).
Dios se hace hombre. El Fuerte se arrodilla ante el débil, le lava los pies.
Su humildad nos descoloca por completo, pues aún no hemos salido del
asombro de su anonadamiento, cuando comprendemos atónitos que lo que
está haciendo el Señor Jesús es cimentar nuestra debilidad sobre sí mismo
que es el Fuerte. Sólo así podemos acoger sin asustarnos ni abatirnos las
líneas maestras que trazan el perfil del discipulado, mejor dicho, la línea
maestra, que no es otra que la de la fidelidad al Evangelio.
Él es quien afianza sus pies sobre la Roca, tantas veces anunciado y
profetizado por los hombres orantes de Israel, como podemos ver, por
ejemplo, en este bellísimo pasaje: «En Dios puse toda mi esperanza, Él se
inclinó hacia mí y escuchó mi clamor. Me sacó de la fosa fatal, del fango
cenagoso; asentó mis pies sobre la roca y consolidó mis pasos» (Sal 40,1-
3).
Desgranamos catequéticamente este pasaje y podemos ver que, aparte de
cumplirse en Jesucristo también lo hace en sus discípulos; pero, antes de
que se cumpliera en ellos, retrocedamos hacia su debilidad. Recordemos
que todos ellos confesaron su amor y adhesión incondicional al Hijo de
Dios: «Le dice Pedro: Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré. Y
lo mismo dijeron también todos los discípulos» (Mt 26,35).
Todos confesaron, y también todos quedaron desarmados de sus amores
y fidelidades prometidos ante el espectro del mal y de la muerte. No es que
fueran hipócritas, no lo fue ninguno de ellos; simplemente, como acabo de
decir, el poder del mal en estado puro dio al traste con sus promesas y
sentimientos. Se quedaron como desnudos, inertes, desvalidos; todo les
sobrepasó cuando se dieron cuenta de que estaban atrapados en la fosa fatal
de la que nos hablaba el salmista. La fosa del sinsentido, de la fragilidad, de
la incoherencia; esa fosa en la que no haces pie, en la que nada te sostiene
ni te da firmeza.
Resulta que –entonces no lo comprendieron– su Maestro y Señor se
había dejado crucificar e introducir en la fosa de la muerte para
desenmascarar su falso poder. Lo hizo saliendo victorioso de ella. Con su
triunfo en la mano fue al encuentro de los suyos, se puso en medio de ellos
elevando a la categoría de verdad los memoriales de su fe. El pequeño, el
último, el esclavo, resulta que es el grande, el Santo de Israel anunciado por
los profetas (Is 12,5-6).
Los apóstoles no salen en sí de gozo, necesitan tiempo para asimilar lo
que ven y oyen sus ojos y oídos. El Maestro no sólo les ha perdonado, sino
que también les ha fortalecido, incluso enviado con su Evangelio, con su
Palabra de salvación, hacia toda la humanidad.
Nos podemos imaginar los pies vacilantes de Pedro en la noche de la
pasión dando tumbos de esquina en esquina, de rincón en rincón, sin
fuerzas para poder confesar a su Señor. Nos lo imaginamos ahora en el día
de Pentecostés con sus pies firmes sobre la roca de su Señor, testificando
ante todo el pueblo lo que antes le atemorizaba ante una criada (He 2,14-
36). Esta es la obra del Señor, su original maravilla. Convertir la debilidad
en fortaleza, hacer resonar en el corazón del caído el canto jubiloso del
salmista: «Dios que me ciñe de fuerza, y hace mi camino irreprochable, que
hace mis pies como de ciervas, y en las alturas me sostiene en pie...
Ensanchas mis pasos ante mí, no se tuercen mis tobillos...» (Sal 18,33-37).
Son textos que iluminan la dimensión de la fe. Son cantos de un alma
adherida, apoyada en su Señor. Sólo así, apoyados en Él, se puede hablar de
«un amor con el corazón entero y con toda el alma» (Dt 13,4). Con el
corazón y el alma así, amantes, es como el discípulo se mantiene en la
prueba.
De pie encontramos a Esteban dando testimonio del Señor Jesús ante el
Sanedrín. De pie saborea ya su victoria al contemplar la gloria de Dios
Padre y de su Señor y Maestro. Gloria de la que se sabe partícipe (He
7,55...). Hubo un momento en que ya no pudo sostenerse más. Una lluvia de
piedras abre heridas en todo su cuerpo de arriba abajo. Saciada la ira de sus
verdugos, sólo entonces dobló sus rodillas al tiempo que proclamaba la
mayor y más atronadora de sus victorias: «Señor, no les tengas en cuenta
este pecado. Y diciendo esto, se durmió» (He 7,60). Dobló sus rodillas,
igual que hizo Jesús la noche en que lavó los pies a sus discípulos. Esteban,
a los pies de los que creían que le arrebataban la vida, también se los lavó
con el agua viva de su perdón. Fue tan efectivo que, como dice san Agustín,
«si Estaban no hubiese orado, la Iglesia no habría tenido a Pablo». Como
sabemos, Pablo también estuvo presente en el martirio de Esteban (He
22,20).
6. Tener parte en Dios

«Jesús le respondió: Si no te lavo los pies, no tienes parte conmigo. Le


dice Simón Pedro: Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la
cabeza. Jesús le dice: El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del
todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos. Sabía quién le iba
a entregar, y por eso dijo: no estáis limpios todos» (Jn 13,8b-11).

A la protesta de Pedro, sobre la que nos hemos extendido ampliamente,


sucede la rápida y también enérgica respuesta de Jesús: Déjate lavar por mí
porque es la única forma de que puedas tener parte conmigo.
Tener parte con él: he ahí la razón que esgrime para convencerle, he ahí
el paso de lo que es una actitud de servicio y humildad a una acción
salvífica. Por supuesto que se complementan, de la misma forma que hay
una secuencia entre actitud y acto o acción. La obra salvífica de Jesús,
como ya hemos visto, está contenida en la enorme riqueza bíblico-
catequética que tiene el término «lavar» o «limpiar». Estamos hablando de
una acción de Jesús orientada también a enderezar los pies de los discípulos
para que puedan estar firmes en su éxodo hacia el Padre, el camino de fe
que él ha venido a establecer con sus propios pasos.
El Adán que todos somos no sabe caminar en la verdad. Estamos
hablando del caminar del discípulo, el llamado a ser luz del mundo y apoyo
de los desvalidos. Para llegar a ser luz y apoyo del débil, Dios tiene que
lavar, enderezar sus pies a fin de poder caminar rectamente. Sólo con los
pies así lavados y enderezados por Él podremos recorrer la senda con
rectitud. Sirviéndonos de una metáfora, diríamos que sólo así podríamos
decir que nuestros pies son buscadores de la verdad.
No estamos defendiendo que haya una primacía del discipulado sobre la
bondad natural, común a todos los hombres y que tanto bien hace al mundo.
Para empezar, acerca de primacías, el único que sabe es Dios. Estamos
hablando más bien del devenir de un hombre/mujer a causa de una
intervención de Dios que da lugar al discipulado. El gesto de Jesús con sus
discípulos en la Última cena contiene los dos aspectos. Él, que los llamó,
actúa en ellos purificándolos.
El discipulado evangélico implica comunión de destino con el Maestro.
De ahí la advertencia de Jesús a Pedro: Si no te lavo los pies, no tendrás
parte conmigo, con mi gloria. Parte y partícipe, como bien sabemos, son
términos que se corresponden.
Tener parte con Jesús supone tener parte en todo lo que él es. Pedro sabe
muy bien, porque se lo ha oído, de dónde viene Jesús y dónde culmina su
éxodo: en el Padre. Por eso queda estremecido ante lo que acaba de oír.
Sabe que si no se deja lavar los pies, no puede participar de su
personalísimo camino al Padre. Este es el momento en que podemos
distinguir entre el camino de Jesús y el de las indudablemente buenas
personas que eran los fariseos. Abundaban en oraciones, limosnas, ayunos,
obras de misericordia, etc., mas hay un punto fundamental que marca la
diferencia radical entre su camino de fe y el de Jesús. El punto consiste en
que él busca la gloria del Padre en todo lo que hace. En cambio ellos «todas
sus obras las hacen para ser vistos por los hombres» (Mt 23,5).
Justamente por ese cáncer inoculado en «tantas buenas obras», Jesús
necesita hacer un signo visible que refleje la absoluta necesidad de la
limpieza de corazón; y esto es lo que hace con los suyos en esta Última
cena. Jesucristo, el único que verdaderamente ha buscado la gloria que
viene de Dios (Jn 7,17-18), tiene autoridad para lavar los pies de los
hombres a fin de enderezarlos en la senda de la rectitud y la verdad.
Buscar la gloria de Dios es fundamentalmente una cuestión de sabiduría
y discernimiento, y para entender esto nos miramos en el espejo de Jesús. Él
busca la gloria de Dios, del Padre. Es lo suficientemente inteligente como
para saber que yendo tras la gloria que se desvanece en las fauces del
tiempo y de los volubles vaivenes de los hombres es como desvivirse tras
una moneda cuya cara lleva la imagen del ridículo, y la cruz la del absurdo.
Por supuesto que todos buscamos y tenemos la obligación de amar la
gloria. La cuestión es si aquel o aquellos que podríamos considerar o llamar
proveedores de los honores por los que me desvivo van a tener su «puesto
de venta» siempre abierto y disponible. Queremos decir si no llegará un
momento en que estos vendedores de adulaciones estarán siempre en su
sitio o trasladarán su campo de acción hacia otras personas. Por eso, repito
que buscar la gloria de Dios nace de la sabiduría. Hay que ser lo
suficientemente sabios para escoger entre quién y quién está tu ambicioso
corazón; si ambicionas lo que muere o lo que permanece; o si queremos lo
que no es o lo que es. Sólo Dios es.
Jesucristo lo entendió desde el principio, y con una luminosidad
indeficiente nos lo hizo saber. «Yo no busco mi propia gloria» (Jn 8,50). He
aquí su clarividencia. No necesito buscar honores personales, mi Padre, a
cuya misión me he entregado, los busca por y para mí.
Todo lo que hace Jesús con sus discípulos está en la dirección de
prepararnos y capacitarnos para buscar con sabiduría –la misma de él– a
Aquel cuya palabra no cambia ni muere. Aquel que tiene entre sus manos la
corona de gloria incorruptible que a ti te pertenece (1Pe 5,4). Te pertenece a
ti y a todos aquellos que se dejaron enderezar los pies y el corazón; ambos
van a la par en la espiritualidad bíblica. Así reconstruidos, asentaron
firmemente su vida en el Evangelio de su Señor.
Una herencia muy especial
El llegar a ser partícipes de la gloria de Dios viene anunciado
proféticamente en el Antiguo Testamento, por ejemplo en el Salmo 16. Es
un himno que canta la llegada de Israel a la Tierra Prometida. La
conquistaron y dividieron el territorio en grandes lotes entre las distintas
tribus: Judá, Rubén, Simeón, etc. Cuando llegó el turno a la de Leví, resulta
que no le dieron parte en el reparto porque su parte, su herencia, es Dios
mismo.
El autor del salmo, miembro de la tribu afortunada, no cabe en sí de
gozo. No tiene la menor duda de que le ha tocado la mejor parte; de ahí que,
con el corazón exultante, entone su canto que, si es bellísimo para el que lo
escucha, nos podemos imaginar cómo resonaría en la sensibilidad del alma
del que lo compuso. Oigamos a este hombre orante cuya altura mística se
nos antoja como una auténtica acusación a tantas metas y aspiraciones
raquíticas que con frecuencia se enquistan en nosotros: «Dios mío, tú eres la
parte de mi herencia y mi copa. Tú aseguras mi suerte. La cuerda –la que
limitaba los distintos lotes de cada tribu– me asigna un recinto de delicias.
Mi heredad es preciosa para mí».
Como acabo de decir, la alegría exultante de nuestro buen amigo y
amigo de Dios podría hasta dolernos, pues provoca una sana envidia. Y
digo podría dolernos y podríamos envidiarlo si este hombre fuese un caso
excepcional y casi irrepetible, algo que está lejos de las aspiraciones de los
comunes mortales como somos nosotros. En realidad, he aquí el motivo de
nuestra alegría y esperanza, este israelita está revelándonos algo cuya
riqueza es insondable. Para empezar, hemos de decir que esta palabra se
cumple en plenitud en el Hijo de Dios, cuyo lote, herencia y gloria es el
Padre mismo. Podemos retroceder en el tiempo, entrar en su alma orante y,
como quien dice, espiar sus diálogos con el Padre. Le oiríamos orar así:
Padre mío, tú eres mi heredad y mi gloria; tú la alegría de mi corazón; mi
causa está en tus manos, de ti me viene toda paz y todo gozo...
Jesús sabe que su parte es Dios. Y sabe también que ha sido enviado por
Él para hacer partícipes a los hombres de esta su parte. Es por eso que pone
a Pedro entre la espada y la pared: «Si no te lavo, no podrás tener parte
conmigo».
Así pues, Dios Padre es el lote, la heredad y la copa de Jesús. Respecto a
la copa, diremos que bíblicamente tiene también relación con la vida y el
amor en abundancia. Es la copa que era levantada como signo de comunión
entre los comensales en los banquetes. Es la copa descrita por el salmista,
que rebosa abundancia y bendiciones para todo aquel que ha hecho de Yavé
su Pastor, el Único. Nada le falta a aquel que se deja pastorear por Él:
«Yavé es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me
apacienta... Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges
con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa» (Sal 23).
Aunque parezca un juego de palabras, hemos de afirmar que Jesús, al
elegirnos, hace nuestra su propia elección, es decir, nos hace partícipes del
Padre, de Él que fue su lote, su heredad y su copa. Repito, al elegirnos,
tenemos nuestra parte de su elección. Al igual que el salmista, pero con la
plenitud de su cumplimiento en nuestro Maestro y Señor, podemos decir:
Dios mío, ¡qué grande es tu amor para conmigo! Mi corazón se impulsa
hacia ti. Tú eres mi herencia, la copa de abundancia que rebosa en mí.
¿Cómo te podré pagar lo que has hecho por mí? No tengo otra forma sino la
de testimoniar que tú eres el amor que salva; anunciaré tu misericordia y
lealtad al mundo entero. Haré visible con mi vida, la misma que proclama
que nada me falta porque todo lo tengo en ti, la copa de salvación y
abundancia que has puesto en mis manos (Sal 116,12-13).
Jesús, el enviado, él es la copa de nuestra abundancia: «He venido para
que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10b). Él es la abundancia
del perdón y del rescate que están junto al Padre: «Si tomas en cuenta las
culpas, ¿quién, Señor, resistirá? Mas el perdón se halla junto a ti... Porque
con Yavé está el amor, junto a Él la abundancia de rescate; Él rescatará a
Israel de todas sus culpas» (Sal 130,3-8). En la misma línea de la
abundancia, escuchamos en el evangelio de san Juan que el Padre, por
medio de su Hijo, nos da a todos el Espíritu Santo «sin medida» (Jn 3,34).
Sin medida también es la abundancia de vida y de gracia que recibimos por
Jesús (Jn 1,17).
Tener parte con Jesucristo significa hacer la experiencia de dejarnos
lavar los pies, es decir, dejarnos justificar por él poniendo en sus manos lo
que vino a buscar en las estanterías medio ocultas de nuestras
interioridades: nuestras cargas y nuestras culpas. Tener parte en él es la
plenitud de las ansias de vida que tiene todo hombre. Solamente de su mano
aprenderemos a confiar lo suficientemente en él como para escoger para
nuestra vida la parte buena, la que escogió María, la hermana de Marta (Lc
10,38-42). Ella, al escoger la parte buena, se apropió del lote, la heredad y
la copa de quien le anunciaba y era la Palabra: Jesús.
Digamos que necesitamos aprender a escoger esta buena parte porque, en
el escaparate o muestrario que aparece a nuestra vista, hay otros lotes con
sus correspondientes heredades y copas. Escogemos con sabiduría cuando
nos dejamos guiar por el Maestro.
El Salmo 17, que es justamente el que viene a continuación del que nos
está sirviendo de referencia, y en el que hemos descubierto la alegría
incontenible de Leví por la herencia y lote que le ha tocado, nos habla de
otro hombre que ha orientado su vida en lo que podríamos llamar el
usufructo de otro lote y heredad.
El salmo en sí expone el clamor de un hombre recto, quien, ante la
persecución de que es objeto, invoca a Dios, se cobija en Él. Le suplica que
sea su protección y refugio: «Yo te llamo, porque tú, oh Dios, me
respondes, tiende hacia mí tu oído, escucha mis palabras, haz gala de tus
gracias, tú que salvas a todos aquellos que buscan a tu diestra refugio contra
los que me atacan. Guárdame como la niña de tus ojos, escóndeme a la
sombra de tus alas...» (Sal 17,6-8).
Más adelante y a lo largo de su clamor, describe al impío que está
poniendo en peligro su vida. En su descripción, señala un dato característico
quizá con la intención de hacer constar cuál es la fuente y raíz de la
impiedad y la inquina del impío contra él. En realidad se trata de un pobre
hombre, tan pobre que su lote, el que ha escogido, no es más que el de esta
vida (Sal 17,14). Por el contrario, continúa el salmista su diálogo amoroso
con Dios, sabe que la plenitud de su lote –que es Él– le recibirá al despertar
de la muerte. Será un despertar en el que se saciará de su rostro (Sal 17,15).
A tu lado, mi Dios
Jesucristo nos pertenece, así nos fue dado por el Padre: para ser nuestra
pertenencia. Lava nuestros pies para hacernos capaces de emprender su
seguimiento, el que, como sabemos, culmina en el Padre. Él nos saciará de
la gloria de su rostro. Recibidos por él al dejar esta vida, comprenderemos y
sabremos de Dios y su Misterio porque le veremos tal y como es, como nos
dice Juan: «Sabemos que cuando se manifieste –Dios– seremos semejantes
a Él porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,3).
Este seguimiento que, como hemos visto en el lenguaje bíblico, implica
posesión de su gloria, ya viene anunciado en las profecías de Dios a Israel,
como, por ejemplo, la que encontramos en el Salmo 73. Hagamos una
pequeña síntesis de este cántico para entender mejor el grito de júbilo de su
autor al comprender que va a heredar la gloria de Dios: «Pero a mí, que
estoy siempre contigo, me has tomado de la mano derecha; me guiarás con
tu palabra y tras la gloria me llevarás» (Sal 73,23-24). Empieza el salmista
poniendo en escena a los impíos, a quienes describe en toda su triste
realidad: «El orgullo es su collar, la violencia el vestido que los cubre; de
las carnes les rezuma la maldad, el corazón les rebosa de artimañas...».
Ante unos hombres así, y, más aún, si forman parte de su entorno vital en
cualquiera de sus dimensiones –laboral, vecinal, etc.–, todo ser humano
podría tener sus motivos para estar intranquilo, sobre todo en el contexto
histórico del salmista. Sin embargo sobrepasa sus más que legítimos
temores. Démosle la palabra para que nos dé su testimonio en primera
persona: sean cuales sean los peligros a los que estoy expuesto y que se
ciernen sobre mí, lo que es más real aún es que estoy contigo, y tú, mi Dios,
conmigo. Me has cogido de la mano, ella es la que vence mis miedos y me
conduce en tu seguimiento para llegar a participar de ti, de tu gloria detrás
de la cual me estás llevando.
Podemos continuar con el testimonio y experiencia de otros salmistas
como el autor del Salmo 34, quien, abriéndonos su corazón, viene a
decirnos: ¡Qué bueno es para mi alma conocerte!, ¡qué ganas tengo de ti,
porque ya te he saboreado, ya he gustado de ti! (Sal 34,9). En realidad, lo
que necesita nuestra sociedad no es tanto hombres que sepan de Dios,
cuanto hombres que sepan a Él. Necesita hombres y mujeres que saboreen
tanto a Dios que provoquen hambre de su búsqueda.
Dios envía a sus profetas a su pueblo poniendo en sus labios no sólo
denuncias a causa de su iniquidad, sino también palabras y promesas de
consolación y de reconstrucción. Escuchemos, por ejemplo, esta
inenarrablemente hermosa profecía de Zacarías: «Aquel día habrá una
fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para
lavar el pecado y la impureza» (Zac 13,1).
El día al que se está refiriendo el Profeta es el hoy salvador de Dios que
Jesús hace resaltar con majestad en su primera intervención en la sinagoga:
«Esta Escritura, que acabáis de escuchar, se cumple hoy» (Lc 4,21). El
Señor Jesús es el hoy permanente de Dios para salvar. El Mesías, como ya
anunció Zacarías, es el que nos lavará a todos de todo pecado e impureza.
Ya no nos quedamos paralizados e impotentes como cuando Israel
escuchaba a sus profetas: «Lavaos, limpiaos» (Is 1,16). ¿Cómo podemos
limpiarnos por dentro si nuestro culto a la ley apenas nos lava por fuera?,
pensarían estos buenos hombres.
Es lógico el argumento de los israelitas. Más lógico aún lo que Dios
decide hacer. Una vez más, por medio de sus profetas, levanta el ánimo de
los verdaderos buscadores de Dios con un anuncio altamente gratificante:
Yo os enviaré al Mesías, él os limpiará. Él es el hoy de la salvación para el
hombre. Jesús, postrado ante los suyos, hace visible a toda la humanidad
que es el enviado del Padre para limpiar profundamente nuestro corazón, de
forma que un día pueda alcanzar y ver a Dios tal y como se nos promete en
el Evangelio: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán
a Dios» (Mt 5,8).
Dejamos que Jesucristo nos siga sorprendiendo, puntualizando que se
hizo esclavo de sus discípulos cuando sabía de antemano que todos ellos le
iban a abandonar: «Mirad que llega la hora en que os dispersaréis cada uno
por vuestro lado y me dejaréis solo» (Jn 16,32). Nos sorprendemos más aún
recogiendo el diálogo, entrañablemente íntimo, que tiene con el Padre esa
misma noche, y en el que el amor y cuidado por sus discípulos ocupa un
lugar de especial relevancia (Jn 17).
Todos estos gestos de Jesús definen lo que es el amor de Dios, ese amor
que Juan define «hasta el extremo» (Jn 13,1). No digo esto para provocar
sentimentalismos que podrían ser hasta estériles, sino para que pongamos
los pies en la verdad. Y la verdad es el hecho de que Dios se rebaja ante el
hombre, ante su debilidad, aquella de la cual rebosan todas nuestras
negaciones. Dios se rebaja no como el cobarde que puede llegar a rebajarse
por una táctica calculada, sino por ese amor incomprensible que, por
ejemplo, volvía loco a Pablo y que, cuando intentaba comprenderlo, darle
un poco de racionalidad, sólo acertaba a susurrar con palabras
entrecortadas: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20).
En consonancia con todo lo que estamos diciendo, nos acercamos a las
palabras que Jesús pronuncia en el contexto de la catequesis de la vid y los
sarmientos: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he
anunciado» (Jn 15,3). La limpieza a la que se refiere es la poda de todo
aquello que en el sarmiento se ha secado, y que si no se hace en el tiempo
conveniente, llega a convertirse en una especie de nido en el que toman
carta de ciudadanía los parásitos, hasta que llega un momento en que se
multiplican tanto que terminan por ahogar la vid. Adiós frutos. La
proliferación de los parásitos ha dado al traste con ellos.
A esta acción de podar la vid, Jesús le asigna el término de «limpiar». Es
su Palabra la que limpia. Es como si nos dijera: he ahí la Palabra
purificadora, el Evangelio, el hisopo por el cual clamaba David para ser
lavado por dentro: «Rocíame con el hisopo, y seré limpio, lávame, y
quedaré más blanco que la nieve... Crea en mí, oh Dios, un corazón puro,
renueva dentro de mí un espíritu firme» (Sal 51,9-12).
Es el Evangelio la Palabra purificadora que alcanza el corazón
circuncidándolo, como tantas veces suplicaban los profetas (Jer 4,4). Es el
Evangelio el que hace posible que una piedra se convierta en un corazón
nuevo, en un hijo de Abrahán, de la fe (Mt 3,9).
Al igual que María, la hermana de Marta, el discípulo ha escogido la
parte buena. Así la llama el mismo Jesús: la parte buena (Lc 10,42). Con
esto indica que tener parte en la Palabra que el Padre ha puesto en su boca
implica tener parte en su divinidad. Cuando Jesús dice a Marta que su
hermana ha elegido la parte buena, está proclamando que ha optado por
compartir su divinidad, aquella de la que están revestidos sus discípulos por
el hecho de haberse abrazado al Evangelio.
Esta divinización del hombre, que a más de uno, o de muchos, podría
parecerle más que atrevido, en realidad no es otra cosa sino el llenarse y
saciarse de Dios. Para llegar a esta conclusión no es necesario pasarse toda
una vida investigando códices o manuscritos antiquísimos, de biblioteca en
biblioteca. Es suficiente con ir a la Fuente de las fuentes, la revelación de
Dios al mundo, las Santas Escrituras.
Os saciaréis de mis bienes
Ya en el Antiguo Testamento, aunque veladamente, apunta Dios a esta
plenitud poniendo en los hombres y mujeres orantes de su pueblo santo la
innata necesidad de llenarse de Él. Podemos entreverlo sondeando el amor
que estas personas manifiestan por la sabiduría que nace de lo alto, deseo
que, vuelvo a repetir, Dios mismo sembró en sus almas. En definitiva, creó
a las almas sedientas de Él.
Podríamos citar, por poner un ejemplo, al autor del Salmo 19. Este
hombre, místico entre los muchos del pueblo santo, nos lega la conclusión y
la certeza a la que ha llegado, y que consiste en que la palabra de Dios es
más apetecible que el oro. No es simplemente un objeto de estudio ni una
tesis que tenga que dibujarse en su propia memoria, sino el Alimento de los
alimentos, todo un banquete que hay que saborear a gusto, sin prisas, con
deleite. Es tan apetecible que lo compara como la miel al paladar. Encierra
tanta riqueza la palabra de Dios que la considera el más valioso de los
tesoros.
Por todo esto, continúa el salmista, la Escritura destila la dulzura y
riqueza de Dios. No es de extrañar, pues, que lo más importante que puede
hacer en su vida es «empaparse de las palabras que salen de la boca de
Dios, ellas son su verdadera ganancia».
Siguiendo en la misma dirección, ¿qué podremos decir de la sabiduría
que el Espíritu Santo pone en el corazón de Jeremías, a fin de darnos a
conocer los bienes imperecederos que Dios otorgará a su pueblo cuando le
haga salir de Babilonia y vuelva a reconducirlo a la tierra de la que fue
despojado? «Porque ha rescatado Yavé a Jacob, y le ha redimido de la mano
de otro más fuerte... Entonces se alegrará la doncella en el baile, los mozos
y los viejos juntos, y cambiaré su duelo en regocijo, y les consolaré y
alegraré de su tristeza; empaparé el alma de los sacerdotes de grasa, y mi
pueblo se saciará de mis bienes» (Jer 31,11-14).
Esta promesa está, como vemos, llena del esplendor de Dios. Empaparé
el alma de los sacerdotes de grasa. Término que implica por analogía lo
mejor, lo más excelente, la esencia, si así nos es permitido hablar, de Dios.
Él empapará a los sacerdotes de sí mismo, de su Palabra. Recordemos
cuando vimos el Salmo 16, que Dios es su lote, su heredad y su copa.
Empapados ellos, todo el pueblo queda empapado de Dios, «todos se
saciarán de mis bienes».
Todos aquellos que alguna vez les fue dado saborear los bienes de Dios
han adquirido un paladar extremadamente exigente; de ahí que le busquen
con un deseo cuya intensidad parece como si les fuera a resquebrajar el
alma. De ahí el clamor que se eleva desde sus entrañas: «Que nos saciemos,
Señor, de los bienes de tu Casa» (Sal 65,5). Es este un clamor que nace de
la cercanía, a cuyo lado hemos de poner este otro que brota lastimero, casi
desesperado, ante su ausencia: «Oh Dios, tú eres mi Dios, yo te busco, mi
alma tiene sed de ti, en pos de ti languidece mi carne, como tierra reseca,
agotada y sin agua» (Sal 63,2). Grito sobrecogedor el de este hombre que
necesita apretarse contra Dios para empaparse de Él.
Ponemos ahora en escena a Rut, la moabita, imagen de la humanidad
entera que un día llegará a ser el pueblo santo de Dios. Le dice a Noemí,
imagen del Israel de las promesas divinas: «Donde tú vayas, yo iré, donde
habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios» (Rut
1,16). Esta mujer representa el paso de la gran masa de los gentiles al
pueblo de las elecciones de Dios. En ella, todos estamos llamados a tener
parte con Dios.
Quiero lavarte los pies, insiste persuasivamente Jesús a Pedro, tengo que
lavártelos porque yo quiero que tengas parte conmigo. Sé que ahora no lo
entiendes, mas no te preocupes, lo entenderás más tarde. Resulta que todo
lo mío es tuyo, de la misma forma que todo lo del Padre es mío (Jn 17,10).
Todo lo mío es tuyo, nos parece oír a Jesús hablando con Pedro, incluso la
gloria que he recibido de mi Padre; y esto para que la comunión de todo
hombre con Él sea completa: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, para
que sean uno como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí... y que los
has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17,22-23).
Por supuesto que Pedro no lo entendía entonces, como tampoco lo
entendió el hijo mayor de la parábola de la misericordia: «Hijo, tú siempre
estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). El problema de este hijo
no consistió en no entenderlo entonces, sino en dar carpetazo a una
posterior comprensión. Este hijo representa a todos aquellos que cierran las
puertas a la fiesta permanente que Dios ha creado para todos.
El camino de fe nos pone con frecuencia en encrucijadas en las que nos
quedamos confusos y bloqueados; no nos queda otro apoyo que la promesa
de Jesús a Pedro: «Lo entenderás más tarde». Pedro tuvo que escoger entre
dos opciones: seguir su criterio afirmándose sobre sí mismo, o aceptar las
palabras del Maestro, aquellas que le posibilitaban tener parte en él. Ante
esta tesitura, la vehemencia de la respuesta de Pedro es tan sublime como
enternecedora: ¡Si es así, lávame no sólo los pies, también las manos, la
cabeza..., todo!
Tener parte con Jesús es participar de su divinidad; también de su
misión, su ser luz del mundo. «Vosotros sois la luz del mundo. No puede
ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte... Brille así vuestra luz
delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a
vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,14-16). El discípulo es luz del
mundo no por sí mismo, sino porque participa de la luz de su Señor, aquel a
quien las primeras comunidades cristianas aclamaban en sus himnos
litúrgicos como la «luz radiante del rostro del Padre». En su luz vemos,
participamos de la luz, como cantaban proféticamente los hijos de Israel en
sus liturgias (Sal 36,10).
Los discípulos tienen parte con Jesús, participan de él para que todos
vean la gloria de Dios en ellos y se salven, tal y como anteriormente hemos
leído. Esta bellísima realidad ya había sido preanunciada con la categoría de
promesa por el Espíritu Santo a Israel: «¡Que se vea tu obra con tus siervos,
y tu esplendor sobre sus hijos!» (Sal 90,16).
7. Maestro y Señor

«Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les
dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis
“el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el
Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros
los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también
vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,12-15).

Jesús se proclama a sí mismo Maestro y Señor, y a continuación les dice:


No es suficiente que reconozcáis con vuestra boca estos títulos que acabáis
de oír de mí. De hecho, habrá quienes me llamen: ¡Señor, Señor!, y no por
eso dejarán de ser «agentes de iniquidad» (Mt 7,21-22). Si me llamáis en
verdad Maestro y Señor, habéis de llevar esta vuestra confesión de fe hacia
vuestro corazón. Así comprenderéis que también vosotros debéis lavaros
los pies los unos a los otros; este será uno de los distintivos fundamentales
de aquellos a quienes yo reconoceré como discípulos míos.
Dicho esto, pasamos ahora a intentar abarcar el sentido de la exhortación
que Jesús les dirige a continuación: «Os he dado ejemplo para que vosotros
hagáis lo mismo los unos a los otros». Les está abriendo los ojos y oídos
ante la fuerza de su Palabra, les está manifestando el nuevo camino
prometido por Dios a su pueblo por medio de los profetas: la nueva y
definitiva alianza entre Dios y los hombres sellada con su sangre.
Cuando les dice os he dado ejemplo, no lo hemos de recibir simplemente
en su sentido moralizante. Jesús apunta muchísimo más alto, está
mostrando a sus discípulos de todos los tiempos el camino que lleva al
Padre, el mismo que él está recorriendo movido y sostenido por la fuerza y
la sabiduría divina. Es, pues, un ejemplo en el sentido de saber hacer el
camino de Dios y su voluntad desde él mismo.
Cuando vinculamos el dar ejemplo con el esfuerzo más que obligado por
cumplir la ley, llegamos a un punto en el que, como dice Pablo, hacemos
inútil, estéril, la gracia de Jesucristo (Gál 2,21). Punto en el que nos
hacemos prácticamente impermeables a la fuerza y sabiduría de Dios,
absolutamente necesarias para la fe con sus consiguientes fidelidades.
En realidad, lo único que consigue la ley es hacer de espejo que refleja el
desorden y caos que llevamos dentro, sin mover un solo dedo en nuestra
ayuda. El Evangelio de la gracia es el dedo de Dios que pone orden,
armonía en todo lo que somos, también en nuestras interioridades. Más aún,
llega, con la maestría propia solamente de Él, a dibujar su propio rostro en
el alma que se deja hacer. Atreverse a enfrentar el reto de dejarse juzgar por
el Evangelio es atreverse a conceder a Dios la libertad para ejercer como
autor de nuestra nueva creación. Supone un atreverse a vivir.
Creer entonces en esta Palabra de la gracia es dejarla trabajar con su
fuerza. Al contrario de la palabra humana, la palabra de Dios es operante y,
como tal, hace su obra en el creyente, como dice Pablo: «De ahí que
también por nuestra parte no cesemos de dar gracias a Dios porque, al
recibir la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra
de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece
operante en vosotros, los creyentes» (1Tes 2,13). Repito con Pablo que la
Palabra actúa así con los creyentes, en los que se aferran a ella como por
instinto de conservación.
Permanece operante, acabamos de oír. Quiere decir que Dios Palabra se
hace inmanente y activa en quien la acoge. No está como oropel de un
currículo. Está al lado de, junto al que la acoge, operando siempre,
permanentemente. Su obra en el hombre será en la medida de su adhesión a
ella. Esto es lo que quería decir Pablo al puntualizar que «permanece
operante en vosotros los creyentes».
Analizamos cómo es, en qué disposición está el corazón de estas
personas que escuchan las exhortaciones de Jesús, concretamente esta en la
que acaba de presentar unas credenciales que no terminan de entender: Soy
el último entre vosotros; me he puesto debajo de todos, incluso debajo de
Judas, a quien también lavo los pies.
Recordemos cuando la madre de Juan y de Santiago pide a Jesús que sus
hijos sean los primeros de entre los Doce, que los siente uno a su derecha y
otro a su izquierda. El enfado e irritación del resto del grupo fue mayúsculo.
Aparte del mal gusto de la petición de esta mujer, en ella subyacía lo más
hiriente, y es que les había ganado la mano, ya que era obvio que todos y
cada uno de ellos querían ser los primeros; todos y cada uno se
consideraban capacitados y con méritos para serlo.
Ante esta situación que, por supuesto, no le extrañó en absoluto a Jesús
ya que conocía muy bien las veleidades y quimeras del corazón de cada
uno, les dijo: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro
servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo;
de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino
a servir» (Mt 20,26-28).
Con su servicio, Jesucristo está anunciando algo grandioso,
enormemente sublime, que sus apóstoles, como dijo a Pedro, no
entendieron en aquel momento. Les está anunciando su descenso hasta lo
más profundo y su elevación hasta lo más alto como Señor (Flp 2,6-11).
Evidentemente que entonces no entendieron nada, mas sí a partir de la
Resurrección. Lo entendieron y lo testificaron ante todo Jerusalén:
«Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis gracia para un
asesino, y matasteis al Jefe que lleva a la Vida. Pero Dios le resucitó de
entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello» (He 3,14-15).
Quien pierde, gana
Al descender a la muerte y ascender a la vida, Jesús abre el nuevo y
verdadero camino hacia Dios, tan nuevo que dice a los suyos:
¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? ¿Comprendéis y aceptáis que
para ir hacia Dios hay que situarse en una línea de partida que está en el
último lugar?
A propósito de este descenso y abatimiento, tan antinatural para nuestra
razón, podemos afirmar que a un hombre se le puede despojar de todo y
que, aun así, si las yemas de sus dedos continúan aferradas al Misterio,
sigue siendo un hombre y además en continuo crecimiento. Por el contrario,
nos aventuramos a plantear un interrogante: ¿qué queda de un hombre
cuyos dedos han sido siempre furtivos ante el Misterio, fuente perenne de
calor y de vida? El «os he dado ejemplo» proclamado por Jesús hemos de
enmarcarlo en el ámbito infinito de la Sabiduría de Dios.
Si una persona que dice buscar a Dios no tiene conciencia clara de que es
tomando actitud de siervo como se va a encontrar con Él, por mucho que se
esfuerce nunca lo conocerá en espíritu y en verdad. Sus esfuerzos serán
vanos. No ve su posibilidad de ser siervo como don de Dios sino como
esfuerzo suyo, todo su afán le cansa, le desgasta hasta el desánimo. Es un
esfuerzo apuntalado en la arena que termina por desmoronarse y caer (Mt
7,26-27).
Por el contrario, el esfuerzo que nace de la sabiduría de Dios, de su
Palabra, permanece firme aun en las más crueles adversidades (Mt 7,24-25).
Como ya he dicho, se trata en definitiva de sabiduría interior, de acariciar
ese saber que nos ilumina acerca de ese último lugar con la certeza de que
allí te espera Dios. Él es infinitamente mayor que todo lo que tú puedas
conseguir luchando por ser el primero.
Muchos son los que quieren encontrarse con Dios; quizá no tantos los
que comprenden y aceptan que este encuentro sólo se da cuando se
desciende del pedestal que todos tenemos. Ello supone todo un trabajo del
Espíritu Santo, del Evangelio dentro de ti.
En este proceso, lo primero es buscar la Sabiduría que viene de lo alto y
adherirnos a ella. Esto da como fruto la fe adulta. Supone un saber desde el
corazón del Señor Jesús y sus palabras, como por ejemplo: «El que pierda
su vida por mí y por el Evangelio la encontrará». Es un texto en que Jesús
viene a decir: El que comprenda y se adhiera a mí, que ocupe el último
lugar y llegará a ser el primero conmigo. Todo hombre y mujer que ha
aceptado el Evangelio sin pretender ser más inteligente que el Hijo de Dios
llegará a ser el primero con él.
La gran tentación que Satanás clava como si fuera una espada en el
hombre, atravesándole hasta el ensañamiento, consiste en meter miedo en
su corazón. Es el miedo de dar y no recuperar. Al decir miedo de dar, me
refiero a esos ídolos guardados allí en nuestras interioridades y que
consideramos irrenunciables, intocables hasta por Dios. No los nombro
porque cada uno sabe cuáles son los suyos. Sí digo y reitero que todos
tenemos los nuestros. Y cuando digo que son irrenunciables e intocables
hasta por Dios, pretendo declarar que en esas alturas, nuestra fe y nuestra
confianza en Él es todavía muy infantil.
Sólo cuando vamos conociendo a Dios, cuando ya no somos extraños el
uno al Otro y conocemos la riqueza de su Presencia y Providencia, vamos
entendiendo que aquello que era tan irrenunciable se convierte en algo tan
superfluo que casi se va despegando él solo de nuestra alma. Es esta una
experiencia humano-divina que marca definitivamente la fe de una persona,
su relación con Dios.
Es realmente maravillosa la experiencia del discípulo de ver pasear ante
sus ojos el ataúd en el que yacen sus famosos irrenunciables. Es hasta
excitante ver a los portadores llevando esta caja de la muerte hacia el
cementerio. Lo ve y se da cuenta de que está más vivo que nunca porque se
ha liberado de los miedos que le impedían dar credibilidad y fiabilidad al
evangelio de Jesús. Estos miedos van camino del sepulcro mientras que él
está vivo. Ahora sí, ahora está realmente vivo.
En el libro del Apocalipsis se nos nombra a una multitud de hombres y
mujeres que han creído tanto con su alma en el Evangelio que han podido
dar su vida por él. Todos ellos vencieron sus miedos, aquellos con los que
Satanás intentó doblegarles. Al vencer el miedo, vencieron también el
tiempo –el presente, el pasado y el futuro–; por vencer, hasta vencieron su
propia debilidad. No fue una victoria del heroísmo, sino de la fe en la
Palabra que recibieron y acogieron. Vencieron gracias a la sangre del
Cordero. Oigamos: «Ellos lo vencieron gracias a la sangre del Cordero y a
la palabra del testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la
muerte» (Ap 12,11).
Hacia el último lugar propuesto por Jesús vamos dejándonos llevar por
él. Llegar a este último lugar no significa darle un valor objetivo. Llegamos
a él porque es el espacio de encuentro con Dios. En este tan original
caminar en el que damos con Aquel a quien buscamos, lo primero que
señalamos es que el Evangelio no es en absoluto una máquina que fabrique
unidades idénticas. Cada persona es diferente, y el Evangelio la va
moldeando según lo que es y lo que está llamado a ser. Estos son unos
principios básicos que hemos de entender; el resto va a quedar entre el
Señor, tu Maestro, y tú.
Descubrirás entonces por qué Jesús insiste tanto en decir «a nadie
llaméis maestro». Harás tu propia experiencia de que es él quien sembrará
en tu espíritu esa Palabra suya que será tu luz, dará vida a tu experiencia de
fe y te empujará a tu misión en el mundo. Todo esto lo vivirás con tal
intensidad que será el amor de tu alma y de todo tu ser; como dice el mismo
Jesús, te darás cuenta de que estás vivo: «En verdad, en verdad os digo:
llega la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la
oigan vivirán» (Jn 5,25).
Enseñados por Emanuel
Todo esto, el Dios que enseña como único Maestro, ya había sido anunciado
por los profetas: «Esperará Yavé para haceros gracia, y así se levantará para
compadeceros, porque Dios de equidad es Yavé: ¡dichosos los que en Él
esperan!... No será ya ocultado el que te enseña; con tus ojos verás al que te
enseña, y con tus oídos oirás detrás de ti estas palabras: Ese es el camino, id
por él» (Is 30,18-21).
Esta profecía se derrama como agua de primavera sobre Israel en un
momento muy delicado de su historia; está en el destierro, casi podríamos
decir en la inmovilidad. Diríamos que, para él, el destierro es algo parecido
a la tierra del olvido de Dios. Sin embargo, Dios vuelve a mirar a su pueblo
con una promesa: yo te enseñaré, me voy a manifestar a ti, te mostraré el
camino hacia mí. Una vez más Dios se manifiesta con sus entrañas de
misericordia, ama demasiado a su pueblo como para dejarle en la
esterilidad; le habla por medio de los profetas para levantarle el ánimo: me
manifestaré a ti, seré Emanuel en medio de ti, te enseñaré a caminar. Y lo
hace, cumple su promesa enviando a su Hijo con una bellísima
proclamación: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Yo, el único Maestro
(Mt 23,8), os enseñaré el único camino verdadero de fe, os enseñaré lo que
está por encima de sacrificios y holocaustos, os enseñaré a confiar en Dios.
Sin duda que esta otra promesa que nos deja Jeremías rivaliza en belleza
y esperanza con la anterior: «... Será mi pueblo y yo seré su Dios; y les daré
otro corazón y otro camino, de suerte que me teman todos los días para bien
de ellos y de sus hijos después de ellos» (Jer 32,38-39).
Un nuevo corazón y un nuevo camino para temer al Señor. Es un temor
que, como ya sabemos, no tiene el sentido que le damos en nuestra cultura
occidental. Es el temor que nace de la misma instrucción de Dios como dice
el salmista: «Venid, hijos, oídme, voy a enseñaros el temor de Yavé» (Sal
34,12). Es un temor que está relacionado con la Sabiduría y que, en última
instancia, significa un saber estar delante de Dios. De hecho, podemos
recoger también lo que nos dirá otro salmista: «Bienaventurados los que
temen a Dios y siguen sus caminos» (Sal 128,1).
Dios hace de su Hijo la Palabra alentadora que levanta el alma al
abatido, como profetizó Isaías (Is 50,4). Palabra, corazón y camino, todo
esto es don de Dios al hombre que le busca. Palabra, corazón y camino
acompañaron y sustentaron a Israel en su andadura por el desierto hasta la
Tierra Prometida.
Fue un caminar marcado por la desconfianza por parte de Israel y la
misericordia por parte de Dios. La desconfianza llevó al pueblo a
desobedecer, de ahí que estuviera cuarenta años errante, hasta que Dios tuvo
compasión y le abrió la entrada a la Tierra Prometida. Aun así, su corazón,
confuso e inclinado siempre a la duda, les llevó una y otra vez a
desobedecer hasta que dieron con sus huesos en el destierro.
La noticia sorprendente, y que nos descoloca totalmente, es que a la
tenaz desconfianza de este pueblo Dios responde confiando en él. ¿Cómo es
posible esto? ¿Cómo se puede confiar en lo que no es más que huida y
doblez? Para Dios no hay nada imposible. Si dice que confía en el hombre,
aunque todo juegue y se levante en su contra, Él sabe por qué. El porqué lo
encontramos en la historia. Él mismo se hizo hombre. En su Hijo, Dios
tiene no sólo en quién, sino también en quiénes confiar. Aun con todos los
retrocesos habidos y por haber, estos son todos aquellos y aquellas que, a lo
largo de la historia, han llegado a ser discípulos de su Hijo.
Volviendo a la historia de fe del pueblo santo, vemos que Dios suscita
profetas que exhortarán a los hijos de Israel a confiar en Él. El pueblo santo
conoció diríamos que oleadas, etapas de confianza en Dios; sin embargo, el
tiempo los hizo sucumbir ante los caprichos de su corazón. A pesar de esto,
los textos de los profetas exhortando al pueblo a mantener la confianza
están ahí como memoriales que les hablan de la misericordia de Dios.
Podríamos pensar que estas exhortaciones proféticas caían una y otra vez
en saco roto, ya que la obstinación de Israel por querer valerse por sí
mismo, sin Dios, se hacía presente casi intermitentemente. No obstante,
todas estas exhortaciones habrían de cumplirse. Se cumplieron en Jesús, el
del corazón totalmente confiando en la sabiduría y amor del Padre.
Confiando plenamente en él y en todos los proyectos que tiene sobre su
vida y misión.
No está de más acercarnos a algunos de estos textos proféticos,
auténticos diseños de la vida del Emanuel: «Dios guiará a Israel con alegría
a la luz de su gloria, con la misericordia y la justicia que vienen de Él» (Bar
5,9). Desmenucemos brevísimamente el texto. El profeta habla de la luz de
la gloria de Dios que es su propio Hijo; mas también lo es su Evangelio.
Basta recordar que Pablo llama a la predicación de Jesús «el Evangelio de
la gloria de Dios» (1Tim 1,11).
Para aceptar a Jesús como Camino, hemos de aceptar primero algo que
los fariseos rehusaron admitir: que no sabían caminar. Extraña esta postura
de los fariseos, que muy bien puede ser también la nuestra, cuando el
mismo Dios había anunciado con tanta fuerza y claridad la distancia
inmensa que había entre sus caminos y los de su pueblo: «Porque no son
mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis
caminos...» (Is 55,8). Dios, el mismo que dice que nuestros pasos no son los
suyos, dice también: ¡Ahí tenéis a mi Hijo, él es mi Camino! (Jn 14,6).
¡Hacedle caso, prestadle atención, escuchadle para poder caminar! (Lc
9,35).
Que la exhortación de Jesús –«os he dado ejemplo para que vosotros
hagáis lo mismo»– tiene escasas connotaciones moralizantes lo podemos
deducir del hecho de que, de la misma forma que reconocemos a Jesús
como Sacerdote y Víctima, como Pastor y Cordero, también lo
reconocemos como Modelo y Modelador. No es, pues, tanto un modelo a
imitar cuanto Alguien que nos modela en nombre del Padre. La fe entonces
radica, lo decimos una vez más, en tener la suficiente confianza en Él como
para ponernos en sus manos.
Oigamos lo que dice el profeta Isaías hablando de la arcilla y del
alfarero: «¡Ay de quien litiga con el que la ha modelado, la vasija entre las
vasijas de barro! ¿Dice la arcilla al que la modela: “¿Qué haces tú?”, y “¿Tu
obra no está hecha con destreza?”?» (Is 45,9).
La intención catequética del profeta es evidente: Dios es el Alfarero y el
hombre la arcilla. Si Dios dijera a la arcilla: Mírame, que yo soy tu modelo,
hazte como yo quiero, no tendría sentido alguno. La sabiduría de la arcilla
consistirá en dejarse hacer por el Alfarero; confía en él sabiendo que tiene
en su mente hacer una obra maravillosa. El profeta identifica la arcilla con
el hombre que no deja de protestar: ¿Qué haces conmigo? ¡No sabes hacer
tu oficio!
Oigamos la respuesta de Dios a la impertinencia de la arcilla: «Así dice
Yavé, el Santo de Israel y su modelador: “¿Vais a pedirme señales acerca de
mis hijos y a darme órdenes acerca de la obra de mis manos?”» (Is 45,11).
Como vemos, el profeta pone en escena a Dios y, lo que nos sorprende
muchísimo, a su lado su Modelador. Al lado de Dios, junto a Él. En el
mismo lugar, ubica Salomón a la Sabiduría creadora de Dios: «Dios de los
Padres, Señor de la misericordia, que hiciste el universo con tu palabra, y
con tu Sabiduría formaste al hombre... Dame la Sabiduría, que se sienta
junto a tu trono, y no me excluyas del número de tus hijos» (Sab 9,1-4).
Tallados según el Evangelio
Una de las experiencias más profundas que hace Israel en el destierro es la
purificación de su fe. Dado que en Babilonia está privado de su tierra y de
su Templo santo, Dios le enseña a madurar en la fe inspirándole lo que
podríamos llamar «las escuelas de la Palabra», que posteriormente
recibirían el nombre de sinagogas.
Los acontecimientos del pueblo santo de Dios, incluidos también los más
desfavorables, como por ejemplo su destierro, nos muestran una forma de
ser de Dios que es fundamental, no accesoria. Son, reitero, fundamentales
para nuestro crecimiento. Dios está siempre velando por su obra, celoso de
ella para que cumpla su objetivo. Dios vela, pues, por su obra –Israel–, y
aun diríamos con más solicitud en el destierro. Envía a sus profetas a esta
multitud abatida en tierra extraña para fortalecer sus rodillas vacilantes y
elevar sus almas abatidas hacia lo alto. Les envía con un mensaje
esperanzador: Yo sé cuándo es el momento, no os preocupéis, yo conduzco
la historia. Estoy pendiente de vosotros y de todos los pueblos de la tierra.
Vuestra luz va a llegar a todos ellos.
Suscita, como he dicho, a los profetas para levantar sus ánimos. Les
inspira las escuelas de la fe, estas escuelas de la Palabra tan maravillosas.
Estos profetas son como el pañuelo de Dios que enjugan las lágrimas de
estos hombres que han llegado a pensar que se ha olvidado de ellos. Nunca
como en el destierro conoció Israel la ternura y cercanía de Dios. Leamos
un solo ejemplo: «... Porque yo, Yavé, tu Dios, te tengo asido por la diestra.
Soy yo quien te digo: No temas, yo te ayudo. No temas, gusano de Jacob –
en alusión a su debilidad–, pueblo de Israel: yo te ayudo, dice Dios, tu
redentor es el Santo de Israel» (Is 41,13-15).
Isaías no habla desde sí mismo sino desde la sabiduría y las entrañas de
Dios. Se siente impulsado a despertar a Israel del sopor en el que está
envuelto, de ahí su clamor: ¡Prestadme atención! ¡Dios no se ha olvidado de
vosotros, seguís siendo la niña de sus ojos! ¡Sois de su nobleza, habéis sido
tallados, moldeados según la fe que otorgó a Abrahán, levantad vuestras
cabezas! No os dejará ni abandonará porque sois de su linaje.
Profeta del Dios vivo es todo aquel que denuncia, anuncia y también
levanta. Nos parece oír todavía la voz de Isaías haciéndose un hueco entre
las adormideras que drogan al pueblo santo: No creáis que Dios es
mezquino con vosotros, vuestra historia no termina en Babilonia. ¿Cómo va
a ser así si sois la grandeza de Yavé? Hoy nos diría lo siguiente: mirad el
Evangelio que os ha regalado el Señor Jesús, porque él es la nueva roca
donde sus discípulos sois tallados.
Hemos actualizado las palabras que Dios puso en la boca de Isaías como
si él mismo nos estuviera hablando para dar el paso definitivo, es decir, su
cumplimiento en Jesucristo. Así como le llamamos el nuevo Moisés, vamos
a llamarle ahora el nuevo Isaías, que nos dice: «¡Mirad, reparad en la roca
donde estáis siendo tallados!». Fijad bien vuestros ojos porque la roca de
Yavé soy yo. Yo soy vuestro Modelo y también vuestro Modelador.
El evangelio de Jesús es la presencia y, a la vez, la obra de Dios dentro
del que lo acoge. Es presencia y es inmanencia, pues esto es lo que significa
en la terminología joánica el verbo «permanecer». Cuando nos traslada el
deseo de Jesús de que sus palabras permanezcan en sus discípulos (Jn 15,7),
está apuntando a la inmanencia de Dios en el hombre. Es una inmanencia
activa, es decir, operante, «que hace, moldea el discipulado en todo aquel
que acoge, guarda y retiene el Evangelio con un corazón bueno y recto», tal
y como dice Jesús en la parábola del sembrador (Lc 8,15).
El problema fundamental de Israel en su relación con Dios –al igual que
el de todo el mundo– fue el de olvidarse de los memoriales de su historia,
de dejar en los odres del olvido las maravillas que Dios realizó en su favor.
Maravillas que establecieron la diferencia abismal entre su Dios y los dioses
de los demás pueblos. Veamos con qué sabiduría plasmó el salmista esta
diferencia tan radical: «Los ídolos de las naciones son plata y oro, obra de
manos de hombre. Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven; tienen
oídos y no oyen, no tienen aliento en sus bocas» (Sal 135,15-17).
Esta diferencia es la que marca la espiritualidad del pueblo santo. Sabe
que puede invocar a Dios y decirle: ¡Míranos!, pues tiene la certeza de que
sus ojos, llenos de misericordia, están siempre pendientes de él, que se
vuelcan a su favor: «¡Exulte yo y en tu amor me regocije! Tú que has visto
mi miseria, y has conocido las angustias de mi alma, no me has entregado
en manos del enemigo...» (Sal 31,8-9).
Lo mismo, y en infinidad de textos bíblicos, podemos decir de sus oídos,
de su boca, de su aliento, etc. Al mismo tiempo, como ya hemos visto,
saben que los dioses hechos por manos de hombres son radicalmente
impotentes. Esta es la experiencia de Israel y, repito, única entre todos los
pueblos de la tierra. Experiencia que alcanza su plenitud con la Nueva
Alianza, llevada a cabo por el Señor Jesús.
Tallados, pues, por el Evangelio hasta alcanzar la medida de nuestro
Señor Jesucristo, cada cual según el carisma recibido de parte de Dios, tal y
como dice Pablo a los discípulos de Éfeso: «Él mismo “dio” a unos el ser
apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y
maestros... hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del
conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la
madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4,11-13).
Quizá pensemos que Pablo exageró en sus apreciaciones comparativas.
Podríamos decir que sí, pero pienso que tenía en mente el proyecto de Dios
Padre con respecto a nosotros: ser hijos en y por su Hijo. Bajo esta luz,
entendemos la «exageración» del Apóstol.
Continuamos de la mano de Pablo para que nos explique qué y cómo
entendió él eso del último lugar propuesto por el Maestro. Su explicación
no puede ser más clara, explícita y convincente: «Porque pienso que a
nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como
condenados a muerte... Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros,
sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de
gloria; mas nosotros, despreciados...» (1Cor 4,9-10).
Como vemos, entiende la llamada de Jesucristo como un servicio a los
hombres; mas al mismo tiempo le vemos disfrutar en lo más profundo de su
ser al reconocer la grandeza y sublimidad de la llamada recibida. Se sabe
pecador, débil, vehemente a veces hasta rayar la cólera; y por eso se siente
desarmado ante Dios por haber sido llamado a ser «administrador de sus
Misterios» (1Cor 4,1). Es una llamada en la que su debilidad hace un
maridaje perfecto con la Fuerza de quien se fijó en él: «... Con sumo gusto
seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la
fuerza de Cristo» (2Cor 12,9).
8. Bienaventurados
los que aprenden de mí

«En verdad, en verdad os digo:no es más el siervo que su amo, ni el


enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo
cumplís» (Jn 13,16-17).

Con estas palabras, Jesús presenta a los suyos el camino que lleva al
Padre, haciéndoles ver con inexcusable claridad que les está proponiendo
este camino no de forma teórica, sino haciéndolo visible a sus ojos por
medio de sus propios pasos. Su realización lleva consigo su
bienaventuranza, es decir, que en él encontrarán y poseerán lo que desea y
anhela su alma inmortal.
Como ya hemos advertido, y por otra parte todos sabemos, el camino del
seguimiento a Jesucristo lleva consigo sus altibajos, sus estancamientos y
caídas; todo lo cual podríamos decir que no importa gran cosa mientras
sigamos en el camino. Siempre y cuando nos mantengamos en él, Dios no
necesita interpelarnos como lo hizo a Adán: «¿Dónde estás?» (Gén 3,9).
Cuando Dios tiene que preguntar a alguien «¿dónde estás?», es porque se ha
ocultado ante sus pasos, al igual que se ocultaron nuestros primeros padres
(Gén 3,8).
Jesucristo nos interpreta el esconderse de Adán y Eva ante Dios en estos
términos: «Todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que
no sean censuradas sus obras» (Jn 3,20). El pecado que realmente hace
estragos en el hombre consiste en que «vino la luz al mundo, y los hombres
amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3,19). Es un pecado que hiere
profundamente al ser humano porque no es un hecho ocasional sino
permanente, digamos situacional.
Cuando un buscador de Dios peca ocasionalmente es consciente de que
ha caído. Sus pasos son, a pesar de la caída, según la verdad. Siendo así, el
caer no comporta desviación en su caminar, su opción por el discipulado
queda intacta. Jesús conoce perfectamente nuestra debilidad y, aun así, nos
dice: si seguís este camino, seréis bienaventurados porque estáis haciendo,
aun a trompicones, la voluntad de mi Padre sobre vosotros.
El conocimiento que da Jesús a sus discípulos de este éxodo hacia el
Padre, y que también es el suyo, es, por encima de todo, una experiencia del
corazón y del alma. Jesucristo hace ver este camino, de corazón a corazón,
del suyo al tuyo, de su Espíritu a tu espíritu. Hace visible su y nuestro
camino por medio de la proclamación, de la predicación del Evangelio. Es
una senda que se hace luminosa y diáfana en la medida en que se llega a
hacer del Evangelio el espacio vital en que un hombre llega a contemplar a
Dios.
El Evangelio es la bodega de la que nos habla la esposa del Cantar de los
Cantares, allí donde las intimidades del alma con Dios se asoman al mirador
de la eternidad: «Me ha llevado a la bodega, y el pendón que enarbola sobre
mí es Amor. Confortadme con pasteles de pasas, reanimadme con
manzanas, que estoy enferma de amor» (Cant 2,4-5). Todo esto es el
Evangelio cuando nos es dado entrar en su interior con miradas
contemplativas.
El drama del hombre que vive en la mentira del alma y del corazón, la de
aquel que dice estar con Dios cuando en realidad «lo utiliza» para
acrecentar la vanidad de su alma (Sal 24,4), consiste en que vive una
relación con Él existente sólo en su imaginación. Su pretendida fe
solamente puede ser enmarcada en una novela de ciencia-ficción. De este
hombre no se podrá decir nunca lo que la Escritura declara acerca de Jesús
al llamarlo «el Testigo Fiel» (Ap 1,5). En el mismo libro se le llama «Fiel y
Veraz» porque por amor al hombre, y para poder ofrecerle el paso de la
mentira a la verdad que había oído de Dios, consintió en ser despedazado
por los hijos de la mentira: «Tratáis de matarme, a mí que os he dicho la
verdad que oí de Dios» (Jn 8,40).
El paso de ser hijos del padre de la mentira (Jn 8,44) a hijos del Padre de
la Verdad (1Jn 5,20), se pudo hacer sólo cuando el Hijo Santo se abrazó con
su muerte a la Mentira hasta asfixiarla. Resucitado, nos hizo hijos de la
Verdad, así se lo pidió a su Padre en la antesala de su Pasión y muerte:
«Santifícalos en la verdad: Tu Palabra es la verdad» (Jn 17,17).
Este, el Verdadero, el Santo de Dios, como le llamó Pedro (Jn 6,69), es el
que está enseñando a sus discípulos un camino bastante diferente al que sus
corazones habían dibujado cuando aceptaron su llamada. Es el Maestro y el
Señor que desplaza de nuestro espíritu la mentira, esa que había hecho un
maridaje apetecible con el seguimiento aceptado.
Jesús los ama así, como son. Sabe que el demonio, al que podríamos
llamar de las componendas con Dios, se enseñorea en ellos. Por eso los
ama, porque los ve más como víctimas del mentiroso que como culpables.
En realidad es así como nos ve a todos, y a todos nos excusó en su último
esfuerzo agónico: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc
23,34).
Abrámonos estremecidos a la oración de intercesión que hace el Hijo al
Padre por los suyos, los de todos los tiempos, antes de encaminar sus pasos
al huerto de los Olivos: «Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por
los que tú me has dado, porque son tuyos... Padre santo, cuida en tu nombre
a los que me has dado... Yo les he dado tu Palabra, y el mundo les ha
odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo» (Jn 17,9-
14).
¡Padre mío, cuídalos!
La súplica de Dios al Padre por los suyos no puede ser más sublime y
enternecedora. Nos parece oír el quiebro de su voz cuando le dice al Padre:
les he dado tu Palabra. Sólo ella les puede sostener en la fe. Ella ha sido mi
alimento, la que ha creado en mí la fidelidad. ¡Padre, cuídalos! Mira que a
su manera me han amado, cada uno tal y como es. Han perseverado
conmigo en mis pruebas hasta donde les ha sido posible. Ahora, Padre, yo
voy a ti, y su corazón huérfano va a gritar: «¡Basta!, no podemos más».
¡Padre, no les dejes caer, mantenlos unidos hasta que, vencedor de la
muerte, vaya a su encuentro!
Padre, sostenlos con tu amor, ellos son el signo visible de la penuria,
tristezas y angustias que acompañarán a mis testigos a lo largo y ancho de la
historia. Ellos son como tu ungüento perfumado; sin ellos, la vida de los
hombres se vería privada de la sal de tu sabiduría. Ellos, con sus lámparas,
sanean la existencia humana del absurdo que el tentador pone en manos de
la humanidad como única herencia. Padre Santo, sé tú para ellos su fuerza y
su roca; no dejes de susurrar en su alma, tan expuesta a la tentación: «Yo
soy tu salvación» (Sal 35,3).
En un determinado momento, dice al Padre: «Por ellos me santifico a mí
mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad». Es entonces
cuando está llevando a su plenitud su consagración, su pertenencia al Padre.
Parece como si con una mano estuviese adherido al corazón del Padre y con
la otra estuviese sosteniendo el corazón de todos y cada uno de los
hombres, de ahí su súplica: «Santifícalos en la verdad».
Santifícalos en la verdad. He aquí un extracto de la bellísima súplica de
Jesús. Se está refiriendo a aquellos ante quienes acaba de postrarse
lavándoles los pies. Han tenido la verdad delante de sus ojos y no han
entendido nada. Por eso ruega por ellos. La única verdad que existe en ese
momento para los suyos es que han sido incapaces de comprender que todo
aquel que escoge el último lugar se está preservando de aspirar a toda gloria
que nace y muere con el hombre.
Así, inmunes a este infausto y trágico engaño, a esa gloria que es hija del
padre de la mentira y que tiene el poder destructor de crear diferencias,
divisiones, conflictos, guerras y hambrunas, estarán lo suficientemente
abiertos para poder dirigir sus pasos hacia la luz y la verdad.
Liberados de estas taras, de su hambre y sed de gloria humana, estos
hombres llegan a ser insultantemente libres. No necesitan exhibirse ante
nadie con sus obras. Su exquisita y riquísima sensibilidad se retrae de forma
natural ante todo aquello que huela a méritos con sus correspondientes
aplausos. Vuelan muy por encima de todo reconocimiento morboso, saben
que esas «glorias» son incompatibles con la fe que ha llenado de luz y color
su existencia. Son hombres y mujeres que se fían de su Señor y Maestro,
quien les ha prevenido de la falacia farisaica de los pedestales: «¿Cómo
podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la
gloria que viene del único Dios?» (Jn 5,44).
Estos hombres y mujeres, a los que la elección del último lugar ha vuelto
inmunes a toda gloria maldita, conocen y reflejan la serena belleza. La que
arropa el alma y la eleva junto con la propia corporeidad a su más alta
dimensión. Su aroma es un abrazo que alcanza a los caídos, a los
sobrecargados, a los cansados; también a los pesimistas y escépticos con
respecto a la condición humana. Todos reciben el mismo mensaje: Grande
es el hombre, y Dios lo hace mayor aún.
Se podría decir que el cuenco de la mano de estas personas es mayor que
todo el universo, por la ingente cantidad de alegría y esperanza que cabe en
ellas y que no dejan de repartir. Son portadores de la serena belleza de
quienes se saben amados con un amor sin horizontes ni cauces angostos o
encogidos. Cada uno de estos discípulos es como un río que discurre
mansamente hacia el mar infinito; se adentra en él sin dejar el río que fue.
Jesús, sólo él podía hacerlo, abre al hombre un nuevo modo de vivir, una
existencia absolutamente original. Su altura y grandeza son inabarcables.
Sin embargo, hay una paradoja en este camino. Resulta que los pasos hacia
tanta plenitud son inversos a los pasos de todos los hombres hacia sus fines.
Los discípulos empiezan desde abajo. Así es como han aprendido del
Maestro, el que escogió el dudoso honor de ser el último del grupo. Llegado
el momento, los santificó a todos.
Nos lo imaginamos tomando en sus manos los pies de los que acaban de
prometerle adhesión y fidelidad hasta la muerte. Nos podemos hacer una
idea de lo que pasaría por su mente ante estas promesas: ¡Pobres amigos
míos! Aún no saben que para mantener la fidelidad que proclaman sus
labios han de recibir la fuerza de lo alto. Delicadamente va secando y
acariciando todos esos pies, los mismos que van a dirigirse presurosos en
dirección opuesta adonde él va a ser llevado.
En su amor hasta el extremo, va imprimiendo proféticamente sus huellas
en esos pies inestables y huidizos. Ya llegará el día en que estos hombres
podrán testificar que están vivos hasta el punto de que puedan encaminar a
sus ovejas hacia el amor con que ellos han sido amados hasta el extremo.
Un día estos, ahora pobres hombres cobardes y huidizos, amarán con todo
su ser; primero, a aquel que los envía, su Señor; y después, a las ovejas que
pone en sus manos. Esta es la verdad santificadora que Jesús pide en esta
noche santa para los suyos de todos los tiempos. Emerge entonces la verdad
como algo natural del hombre santificado por el Santo de Dios. Es su
Palabra la que imprime la huella de la verdad en ellos; y también su
vocación primera y última: ser en Dios.
La Palabra nos adhiere a Dios, nos pone en comunión con Él; es la
adhesión que lleva a su plenitud lo que podríamos llamar el credo de Israel,
y también el fundamento del nuestro: el Shemá. «Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5).
Desde esta piedra angular, sobre la que se fundamenta la praxis de la fe,
podríamos actualizar el credo de Israel a la luz del Hijo de Dios, diciendo
que discípulo suyo es aquel que entra en comunión y adhesión con Dios con
todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente y con todas sus
fuerzas. También que es alguien que ama con todo su corazón, con toda su
alma, con todas sus fuerzas, es decir, hasta el extremo, la herencia, el
testamento que le ha legado su Señor y Maestro: su Evangelio, que no es
tanto un libro sino, como dicen los padres de la Iglesia, es él mismo.
Mi debilidad en tus manos
Todos aquellos que oyen y acogen la llamada del Señor Jesús al discipulado
han de partir de una misma línea: saber de su debilidad, y saber también de
los mil recovecos que la Mentira –Satanás– guarda en su manga para
descafeinar y adulterar el seguimiento. Una debilidad que puede adueñarse
de tal forma del llamado a ser discípulo que comporta el riesgo de que este
termine por aceptar vivir una especie de escepticismo, algo que, por
supuesto, solamente se puede acoger desde la necedad y la inconsciencia.
Basta mirar a la historia y, por qué no, ciertas épocas de nuestra propia vida
para que caigamos en la cuenta de que esta caída en el escepticismo no es
una simple posibilidad muy lejana.
Aun así, el discípulo que realmente ama, o que al menos desea en lo más
profundo de su ser amar incondicionalmente a su Señor, enfrenta este
peligro, que en realidad es un reto con una carta vencedora, si es que
realmente se sirve de ella: la de abrazarse con toda su debilidad al
Evangelio hasta que pueda decir al igual que Pablo: «No que lo tenga ya
conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si
consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús»
(Flp 3,12).
Acepta el riesgo de ponerse en manos del Evangelio, entendido este
como las manos moldeadoras de Dios. Confía su vida en sus manos no
tanto para entregarla –que también– sino, más aún, porque aspira a más, y
por eso, porque intuye que no va a ser defraudada su esperanza, confía todo
lo que es y pueda llegar a ser en manos del Alfarero. Conforme da pasos en
el discipulado, lo que empezó siendo una intuición confiada se convierte en
hechos: estos son los memoriales que transforman la intuición en certezas.
Poner tu vida en manos del Alfarero significa –felizmente– poner
también en la picota tus ambiciones ocultas, tus pedestales imaginarios y,
por supuesto, todo el cúmulo de tus vanidades inconfesables. Esta nuestra
realidad enfermiza tan cruelmente posesiva no se cura con el acta de un
documento, tampoco con una lista de propósitos. Solamente es curable
cuando la descargamos en Aquel, el Cordero, que fue enviado por el Padre
para hacerse cargo de ella: «Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice:
He ahí el Cordero de Dios, que carga con el pecado del mundo» (Jn 1,29).
Todo aquel que acoge la llamada de Jesús y entra por las puertas del
discipulado no sólo acepta, sino que también cobija en su seno el gozo
liberador que este supone. Estamos hablando de un apropiarse de la fuerza
del Hijo de Dios para lograr un cambio de mentalidad, de corazón e
igualmente de ambiciones. Mejor dicho, se cambian todas ellas por una
sola: la de estar –por pura gracia– y vivir de y con Él.
Alguien podría pensar que eso de estar y vivir con Dios pertenece a los
altos vuelos de los grandes místicos y, por lo tanto, fuera del alcance de los
que vivimos en el ajetreo normal de la sociedad. Pues no. Antes de que
aquellos que consideramos místicos excepcionales nos hablaran de vivir la
unión mística con Dios, nos lo dicen como experiencia propia autores del
Antiguo y Nuevo Testamento, y como referido a personas normales y
corrientes, que no se diferencian en nada de los que, codo a codo, con ellos
construyen la sociedad. Oigamos, por ejemplo, lo que dice Pablo a los
cristianos de Corinto: «El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con
Él» (1Cor 6,17).
Tengamos en cuenta, para nuestro asombro, que Pablo dirige estas
palabras a unos hombres y mujeres bastante rudos o poco formados, tal y
como él mismo nos lo hace entrever en esta misma carta: «¡Mirad,
hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la
carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza...» (1Cor 1,26). He
aquí la obra absolutamente inmensurable que hace Jesucristo con toda
persona, sea quien fuere, que tiene la audacia de creer en su Evangelio.
Él es el Maestro y Señor que nos deja unas huellas concretas, un camino
y unos gestos inconfundibles. Es el Maestro que se hace el último entre los
suyos, que abre una senda nueva sin glorias humanas; y no por
masoquismo, sino por sabiduría. Busca la gloria que solamente le puede dar
su Padre, como así efectivamente aconteció: «... Se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y
le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre...» (Flp 2,8-9).
A la luz de su Maestro, el discípulo se abraza a la ambición de «llegarse
a Dios». Sabe que terminará llegándose a Él no por el esfuerzo de ascesis
antiantropológicas, sino aceptando ser espoleado y moldeado por el
Evangelio. Así es como un hombre y una mujer llegan a Dios.
Una bellísima ambición, subsidiaria de la anterior –la de estar con y en
Dios–, es la de que sea Él quien te reconozca, quien dé testimonio de ti; de
la misma forma que reconoció y dio testimonio de Aquel a quien todos
negaron y menospreciaron por el hecho de haber escogido el último lugar:
su propio Hijo. Esta fue y es la ambición de las vírgenes/almas sabias de las
que Jesús nos habla en su Evangelio (Mt 25,1 y ss). Ellas proclaman, desde
un silencio que apaga el ruido de todas las demás ambiciones juntas, su
ambición de ser parte de Dios. Así lo confirman sus lámparas encendidas.
Ellas son parte de la Luz del mundo, del propio Hijo de Dios (Jn 8,12).
Es la ambición de la vida eterna suplicada al Padre por Jesús para todos
aquellos que hacen parte de él: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu
Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has
dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has
dado» (Jn 17,1-2). Es la ambición de la herencia perpetua, la que permanece
para siempre porque no está expuesta a la codicia de los hombres ni a la
corrupción de la polilla o herrumbre: «Haceos bolsas que no se deterioran,
un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla;
porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc
12,33-34).
Esta herencia no se le da al discípulo después de su muerte, ya se va
haciendo carne dentro de él en la medida en que va conociendo a Dios. Así
se lo dice explícitamente su Señor y Maestro: «Esta es la vida eterna: que te
conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo»
(Jn 17,3).
Ante la sublimidad y riqueza de todo lo que Jesús está diciendo a estos
que ama hasta el extremo, y como despertándoles para que no crean que
están en un sueño, les exhorta: «Sabiendo esto, dichosos seréis si lo
cumplís». Ya sabemos que la palabra «cumplir» no tiene en la espiritualidad
bíblica el mismo significado y connotación moral que tiene en nuestra
cultura occidental. Para Israel, en este caso concreto de cumplir la palabra
del Maestro, significa e implica acogerla, guardarla hasta hacerla propia,
abrazarla como protegiéndola ante toda tentación. En definitiva, el que la
escucha ha de ser la buena tierra que se abraza con todas sus fuerzas y
recursos a la semilla hasta dar fruto. Ese es el cumplimiento de la Palabra.
De ahí la puntualización que hace Jesús: «Sabiendo esto...».
Fijémonos que Jesús está remarcando la razón de ser de aquellos a
quienes llama bienaventurados. Lo son porque –empezando por su madre–
han guardado la Palabra hasta que esta, de forma natural, ha dado su fruto.
Bienaventurada, pues, su madre porque creyó, esperó, guardó, protegió esa
Palabra, hasta que la vida de Dios se hizo en su seno. Estos pasos de María
son los que definen el discipulado. Así lo recalca Jesús: dichosos vosotros si
guardáis lo que veis y oís, y lo lleváis a cumplimiento, es decir, a la plenitud
de su fruto.
El Maestro salta de gozo
En los evangelios hay un hecho en el que Jesús adelanta la bienaventuranza
que revestirá el alma y la existencia de aquellos que han de poner sus bocas
a disposición de Dios, con el fin de que su Evangelio de la gracia sea
anunciado a los hombres. Recordemos el envío de los setenta y dos
discípulos. Su hoja de ruta es la misma que él recibió del Padre cuando fue
enviado: «Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No
llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias...» (Lc 10,3-4).
No voy a hablar de los pormenores del envío sino de la vuelta:
«Regresaron los setenta y dos alegres, diciendo: Señor, hasta los demonios
se nos someten en tu nombre» (Lc 10,17). Parece como que le están
diciendo: hemos visto con nuestros propios ojos, hemos sido testigos del
poder de tu Palabra. ¡Cómo se iluminaban las tinieblas de aquellos a
quienes los demonios tenían sometidos! Entonces Jesús les dijo: «Yo veía a
Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18). Está adelantando lo que
nos dirá más adelante Juan en el libro del Apocalipsis, y que es fruto de su
victoria sobre la muerte: su Resurrección. «Ahora ya ha llegado la
salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo,
porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los
acusaba día y noche delante de nuestro Dios» (Ap 12,10). Satán, que
significa «acusador», ya no puede acusar al hombre. Jesús le ha vencido y
ha depositado esta su fuerza victoriosa en la Palabra, en su Evangelio.
La cuestión es que estos discípulos habían «imprudentemente»
obedecido al Señor. Salieron a los pueblos y ciudades que Él les había
indicado en las condiciones por Él puntualizadas: sin bolsa ni alforjas... La
obediencia fue su estructura y su sustento, fiados en Aquel que les dijo: «El
obrero merece su sustento» (Mt 10,10).
Ante una obediencia así, tan sublimemente infantil, Jesús saltó de gozo.
Parecía como si sus ojos vieran ya la nueva humanidad. Y como
agarrándose a los brazos de su Padre, exclamó: «Yo te bendigo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a los pequeños...» (Lc 10,21).
El Evangelio siempre y de todas formas debe sobreponerse a toda
estructura, y más cuando esta nace de una sociedad biempensante y
prudente. La historia, tanto la del pasado como la del presente, nos dice que
ahí donde las estructuras se sobreponen al Evangelio, hasta tal punto queda
este desnaturalizado que queda también desnaturalizado y empobrecido el
hombre. En este acomodamiento a la «sensatez» social, el que pierde real e
irremisiblemente es el hombre, destinatario del envío.
Jesucristo saltó de gozo ante los suyos. Vio a estos hombres, quizá de
pocas luces y, por supuesto, no muy académicamente formados y con mil
trifulcas entre ellos... Vio, exultante de alegría, que su corazón estaba
disponible para obedecer lo que sensatamente no era obedecible: salir sin
bastón, sin sandalias, sin bolsa, sin alforjas..., sólo con el poder de su
Palabra.
Después de su explosión de gozo, paseó sus ojos por cada uno de ellos y
les bendijo con estas palabras: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que
veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que
vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo
oyeron» (Lc 10,23-24).
Bienaventurados vuestros ojos, pues se os ha dado contemplar y hacer
vuestras las verdaderas maravillas de Dios. Las maravillas de su Palabra,
aquellas maravillas por las que suspiraba el salmista: «Abre mis ojos para
que contemple las maravillas de tu Palabra» (Sal 119,18). El salmista,
indudablemente un íntimo de Dios, suplicaba por ver sus maravillas. A los
discípulos del Señor les fue concedido en plenitud, por eso los llama
bienaventurados.
Continuamos la catequesis que Jesús está dando a los suyos, sentados
alrededor de la mesa. Son enseñanzas que penetran en lo más profundo del
corazón de estos hombres que, si bien es cierto que aman al Señor, también
lo es que no están aún preparados para dar la vida ni por Él ni por nadie.
Les dice: «El siervo no es más que su señor ni el enviado más que el que le
envía».
No son más que el Hijo de Dios. Esto lo tienen claro en la mente, pero en
el corazón los únicos importantes son ellos, incluso más importantes que él.
Esta es la situación en la que están en este momento los discípulos en la
Última cena. De hecho, ninguno de ellos se movió de su sitio cuando el
Maestro ocupó el último lugar y se dispuso a lavarles los pies.
Al igual que ellos, también nosotros solemos considerarnos más
importantes que él, al menos en lo más profundo de nuestro corazón, allí
donde aún no nos conocemos. Así es hasta el día en que nuestra ambición
coincida con la suya: amar al Padre y, con la misma pasión, amar la misión
por Él confiada (Jn 14,30-31). Entonces Dios será el único importante en
nuestra vida, en nuestra mente y, sobre todo, en nuestro corazón.
Bajo esta luz, recordemos una vez más que Jesús envía a sus discípulos
exactamente igual a como el Padre le ha enviado a él, «como ovejas en
medio de lobos» (Mt 10,16). Les añade que serán entregados en los
tribunales, azotados y llevados ante los gobernadores, etc., justamente
porque no están por encima de su Maestro (Mt 10,17-25).
Mas no termina aquí su catequesis sobre el envío. Si él tuvo la cercanía y
el aliento del Padre, también ellos la tendrán. Es más, les dice que son
inmensamente valiosos y preciosos a sus ojos (Mt 10,29-31). Él será su
protección y su refugio a lo largo de su misión. A propósito, nos viene bien
traer a estas páginas el comentario que hace san Juan Crisóstomo acerca de
los discípulos como corderos en medio de lobos: «Si tú eres cordero en
medio de lobos y te defiendes a ti mismo, buscando tus defensas, el Buen
Pastor no te va a defender. Tú mismo le estás excluyendo de tu defensa».
9. Sabréis que Yo Soy

«No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero


tiene que cumplirse la Escritura: El que come mi pan ha alzado contra mí
su talón. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando
suceda, creáis que Yo Soy» (Jn 13,18b-19).

Ya vimos al principio cómo Juan, antes de pasar al lavatorio de los pies,


anuncia que Satanás ya había puesto en el corazón de Judas su palabra de
muerte: la decisión de entregar a Jesús. A estas alturas, Jesús habla
abiertamente de la traición que, por cierto, había sido ya profetizada (Sal
41,10).
Lo realmente importante no es el cumplimiento de la profecía en sí, sino
el alcance que esta tiene en términos salvíficos. Jesús explicita con toda
claridad que cuando esta traición se consuma con su muerte, es cuando el
Padre le manifestará ante todos como su Hijo, el que comparte con Él su
Nombre: Yo Soy (Jn 8,28).
Israel tiene la experiencia a lo largo de su historia de que el Dios que está
con ellos no tiene nada que ver con los dioses de las naciones vecinas;
dioses asimilados como fruto de las necesidades fundamentales del hombre,
como son la protección y refugio ante el mal, los desastres naturales,
enfermedades, etc., en general frente todo aquello que les sobrepasa.
Los israelitas tienen una experiencia frontalmente distinta. Saben que
ellos son el pueblo santo escogido por Dios, que se ha manifestado ante
ellos con el Nombre que está por encima de todo nombre: Yo Soy. Nombre
que en su historia significa Yo soy el que Soy, Soy el que os saca de Egipto,
el que os mantiene vivos en el desierto, el que conquista para vosotros la
Tierra Prometida. El mismo nombre en sí indica su inaccesibilidad, Yo Soy
por mí mismo. Todo lo que veis ha sido hecho por mí.
Esta es la experiencia que distingue a Israel de todos los demás pueblos
de la tierra. Es una vivencia existencial, pues el Yo Soy de Dios incide en su
propia historia, como hemos visto antes. Más aún, siendo como es su
nombre inaccesible, Israel asiste asombrado a una cercanía de Dios que
sobrepasa su mente. El Trascendente está con ellos; es más, casi podríamos
decir que hace parte del propio pueblo.
A lo largo de toda su historia, incluso en etapas de su mayor decadencia
religiosa, y apurando más aún, cuando da con sus huesos en Babilonia,
Israel sigue teniendo presente que Yavé es el Dios de la Creación, el que
tiene el Nombre del que los demás dioses carecen. Sigue siendo el Yo Soy,
el que existe por sí mismo.
Jesucristo, como hemos podido ver, se manifiesta ante los suyos con las
mismas prerrogativas que el Dios de Israel: Yo Soy. Él es la Palabra
creadora, salvadora, hecha carne. Jesucristo, como Hijo, acepta la traición
de Judas como signo de que, por amor al Padre y a todos los hombres, se
ofrece a cargar con la maldad de toda la humanidad, también con su rechazo
a la verdad.
No deja de ser un misterio estremecedor el hecho de que seamos, por una
parte, tan dados a servir y dar culto a dioses inventados y, sin embargo,
dados también a marcar distancias ante el Dios verdadero que se presenta
ante nosotros. Cuando no podemos marcar distancias porque se acerca
demasiado, le matamos, hecho que se traduce en prescindir de Él. Somos
tentados a actuar así porque el dios que anida en nuestra mente no se
corresponde con «Dios». La salvación proyectada en nuestra cabeza, lo que
Dios ha de hacer por nosotros, no se corresponde en absoluto con lo que Él,
el Verdadero, quiere hacer por nosotros.
Todo ser humano ha tenido, tiene y tendrá problemas que le afectan
directamente, algunos de ellos le llevan incluso a situaciones límite. No
digamos ya aquel que hemos de encarar ineludiblemente, que es nuestra cita
con la muerte. La altura de cada hombre viene dada por su forma de
afrontar estas encrucijadas de su vida y, sobre todo, esta última.
Ante sus encrucijadas, puede tantear las paredes del Misterio desde su
indigencia, apoyado en la intuición que serpentea en su interior y que es eco
fidedigno de la Palabra/Rostro de Dios; o bien puede servirse de los más
variados placebos que nos ofrece la sociedad para paliar sus carencias y
que, como todos sabemos, son pan para hoy y hambre para mañana.
Los ídolos, a los que hemos dado el nombre de placebos, corren siempre
un pesado y opaco telón sobre la verdad. Sólo Dios te dice y te coloca en
ella; y lo hace para llevar a plenitud y término el soplo creador que insufló
sobre ti cuando te hizo venir a la vida.
Dicho esto, asistimos con no poca perplejidad al hecho de que Jesús
asume en su carne la mentira existencial del hombre. La llamo existencial
porque es el demonio quien nos convence de que sin ella no podemos vivir.
Él fue quien mintió a nuestros padres y les convenció de que la
desobediencia a Dios le haría alcanzar una sabiduría tal que podría
prescindir de su tutela (Gén 3,6).
El Hijo de Dios asume la mentira existencial del hombre al no resistirse a
la traición de Judas. Es el no resistirse al mal que había proclamado en el
sermón de la Montaña (Mt 5,39). Una forma de actuar así sólo es posible
desde la fe inconmovible en su Padre, el que todo lo ha hecho bien (Gén
1,31). Movido por esta confianza y sabiduría, revestido de esta
clarividencia, se abraza a la traición sopesada por su amigo y discípulo. Con
su gesto, arrebata su gloria al Príncipe de este mundo, aquella que él
arrebató con mentira a nuestros padres. Con su gesto, Jesús, al no resistirse
al mal, en realidad le venció.
Fijémonos en que, apenas salió Judas del cenáculo para consumar su
traición, Jesús dijo: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios
ha sido glorificado en él» (Jn 13,31). De la glorificación del Hijo emana la
glorificación de sus discípulos, tal y como él mismo se lo pidió al Padre (Jn
17,22). Con la entrega libre, sin ninguna resistencia, de su vida en manos
del Príncipe del mal, dio cumplimiento a lo que ya había anunciado: «Entrar
en la casa del fuerte, atarle y despojarle de su botín» (Mc 3,27). Al
abrazarse de bruces al mal, rompió las cadenas con las que el tentador tenía
atado al hombre. Las quebró, como ya había sido profetizado (Sal 116,16).
Esta fue la victoria asombrosa del Cordero inocente.
Cabal y leal
Con su actitud, Jesús abre el camino que nos lleva a la fe firme, adulta.
Entra voluntariamente en un cuadro escénico que aparentemente no ofrece
ninguna puerta de salida; sin embargo, entra. Lo hace porque sabe que Dios
es leal, cabal con su Palabra. Tengamos en cuenta que Jesús, como hombre,
podría dudar; no obstante, confió. Y en esto consiste la fe adulta que nos
está presentando: confiar en la Palabra que presuntamente hemos acogido
en nuestro corazón. Jesús confía acogiéndose a las profecías que
anunciaban su Resurrección, como por ejemplo: «... Por eso se me alegra el
corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me
entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fuel conocer la corrupción» (Sal
16,9).
Jesús se deja envolver en la traición de Judas, en la del Sanedrín y en la
de todo el pueblo con una sola garantía: Mi Padre es leal, cabal, y su
Palabra también lo es. A fin de cuentas, nuestra fe sólo puede tener la
misma razón de ser y fundamento que la suya.
Cabal y leal es el Padre con su Palabra. Cabal y leal es también el Hijo.
Lo es, y por eso cumplirá su promesa de acompañar de la mano a todos y
cada uno de sus discípulos, a los que ha marcado con el don del anuncio
evangélico: «Id, y haced discípulos a todas las gentes... Y he aquí que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20).
Esta es la fe hecha vida que agrada realmente a Dios: saber esperar
confiadamente en su Palabra fidedigna y señorial que nos levanta hacia Él.
Imaginémonos a Jesús resucitado dialogando con el Padre: ¡Realmente eres
cabal en todas y cada una de tus palabras! Te has hecho valedor de ellas, las
has cumplido, no has permitido que me hundiera en la fosa de las
humillaciones y la muerte; no has permitido que el mal pudiese conmigo.
Conocer esta cabalidad y lealtad de Dios con respecto a su Palabra da
lugar a lo que, en su más alta expresión, llamamos la vida enlazada con la
fe. Es más, me atrevo incluso a decir que quien no entra en esta dimensión
de confianza con Dios nunca será –en esta vida– feliz con Él; y no lo podrá
ser porque sucede que en realidad nunca lo va a conocer. El amor que
realmente mueve montañas es aquel que nace de la experiencia de que Dios
ha llevado a cumplimiento sus palabras, sus promesas contigo. Ha sido
serio, no te ha engañado, ha sido, en definitiva, «Alguien de palabra».
Hemos hecho notar que la fe de Jesús en su Padre no se ha fraguado a
base de corazonadas y, menos aún, a golpe de voluntarismos. Su espíritu y
su corazón se fueron abriendo progresivamente a las profecías, y también
promesas, que delineaban su misión, incluida su Resurrección, que, como
hemos dicho, Dios había hecho constar por medio de sus profetas.
Este crecimiento progresivo de Jesús en sabiduría y en gracia, en
definitiva, en la fe, nos viene dado a conocer por Lucas con motivo de su
encuentro con los doctores de la Ley en el Templo cuando tenía doce años.
El Evangelista cierra dicho encuentro en estos términos: «Jesús progresaba
en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres». (Lc 2,52).
Como prototipo de tantos textos veterotestamentarios que anuncian la
pasión, muerte y resurrección del Mesías, a los cuales ya hemos hecho
alguna referencia, nos vamos a detener ahora con calma en uno que me
parece muy representativo y que encontramos en el libro de la Sabiduría.:
«Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de
obrar... Se ufana de tener a Dios por padre. Veamos si sus palabras son
verdaderas... Condenémosle a una muerte afrentosa, pues, según él, Dios le
visitará» (Sab 2,12-20).
Jesús no conoce, ni tampoco le interesa conocer, las componendas que
hace la mentira con aquellos que le condenan. Él es el justo a quien hace
referencia el texto. Es justo porque su camino es recto, su relación con Dios
es según la verdad, la autenticidad y la coherencia. Su alabanza a Dios es
armoniosa, como indican los salmos. Es armoniosa porque su voz, la
palabra que sale de sus labios, está en perfecta sintonía con los acordes de
su corazón. Boca y corazón cantan, rezan y aman al unísono a Dios. Es por
eso que le vemos rechazar toda componenda, en la que los labios que se
dirigen a Dios van por una parte y el corazón por otra (Mt 15,8).
Ahora bien, este justo que así camina hacia Dios resulta que va con el
paso cambiado con respecto al del pueblo. De ahí que le acusen de que sus
caminos sean extraños (Sab 2,15). Siempre que una persona rechaza toda
relación con Dios –por más que sea sociológicamente correcto–, se mete en
caminos que van a ninguna parte. Eso es lo que tantos hombres y mujeres
en Israel de aparente fe dijeron de Jesús, porque les cambiaba el paso de lo
que ellos llamaban su relación con Dios. Son los pasos rechazados a los que
Pedro llama huellas dejadas para sus discípulos en su caminar hacia el
Padre (1Pe 2,21).
La palabra «visitar» tiene en la Escritura varios contextos. En este del
libro de la Sabiduría es un visitar para salvar, en la misma línea que
encontramos en el canto de Zacarías: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1,68-69). Esta es la
salvación que proclama alborozado este anciano con su hijo –Juan
Bautista– en sus brazos. En el culmen de su gozo, revela que el Mesías, a
quien su hijo va a anunciar, es fruto de las entrañas misericordiosas de
Yavé. Entrañas maternales que se abren hacia el hombre provocando la
Encarnación: la visita que nace de lo alto (Lc 1,78).
El crédito de la Palabra
Ningún profeta verdadero supeditó su misión al deseo del pueblo. La vida
de estos hombres fue siempre a contracorriente de lo que su sociedad podría
considerar como de sentido común. A fin de cuentas, mucho sentido común
tenía lo que la serpiente susurró al oído de Adán y Eva. Todos estos
hombres y mujeres de fe de Israel, que caminaron con el paso cambiado con
respecto al del pueblo, dejaron sus huellas mesiánicas, huellas que fueron
testigo de su fidelidad a Dios y viceversa.
Como ya hemos visto anteriormente en el texto citado del libro de la
Sabiduría, estas actitudes proféticas son las que determinan la muerte del
justo. Jesús acepta su misión no porque sea un héroe, y ni siquiera para
darnos ejemplo de sufrimiento, sino para hacernos entender que Dios visita
con su salvación a todos los hombres como le visitó a él resucitándole.
Este justo del libro de la Sabiduría no es otro que el Señor Jesús.
Entregado por Judas, cree en la visita de su Padre. Fue condenado por el
Sanedrín, y continuó creyendo. Pilato le condenó, sus discípulos le
abandonaron, el pueblo entero absolvió a Barrabás en detrimento suyo..., y
no por eso dejó de creer en la visita salvadora de su Padre.
Sabe que antes de esta acción victoriosa de su Padre sobre la muerte han
de cumplirse las profecías sobre él; como por ejemplo estas tan cargadas de
burla e ironía: «Veamos si sus palabras son verdaderas, examinemos lo que
pasará en su tránsito. Pues si el justo es hijo de Dios, Él le asistirá y le
librará de las manos de sus enemigos» (Sab 2,17-18). Palabras que se
hicieron cruelmente reales en las burlas que escuchó por parte de aquellos
que estaban al pie de la cruz: «Ha puesto su confianza en Dios; que le salve
ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: Soy Hijo de Dios» (Mt
27,43).
Jesucristo veía, desde la cruz, cumplidas, una tras otra, todas las
profecías acerca de él. Sabía, con esa certeza que tienen los corazones que
solamente saben amar, que también habría de cumplirse la última, la de su
liberación del sepulcro. Todos los asistentes al espectáculo cantaban su
triunfo; todos asentían con sus gestos y palabras que el gran embaucador
había por fin muerto como lo que era, un impostor y un iluminado. Sólo el
que está recibiendo las saetas del desprecio más ignominioso cree en la
visita de Dios, su Padre.
Al resucitar el Padre al Hijo, le está haciendo algo más que justicia; en
realidad está también haciendo justicia al hombre, siempre engañado por
aquel que le miente y le mata: Satanás. Al resucitar al que han sepultado,
ambos, Padre e Hijo, están proclamando a toda la humanidad que su
Palabra es fiable, que nos podemos fiar de Dios. Él es leal, es cabal con la
palabra dada. El que se fía de ella, no se verá nunca defraudado.
Ambos, Padre e Hijo, están colmando de gloria las Escrituras. Su
cumplimiento es la medida de la fiabilidad de Dios. Su cabalidad es la única
razón, por supuesto, más que suficiente, para fiarnos de Él. Abrazados a la
Palabra, podremos, juntamente con el salmista y exultando de gozo igual
que él, proclamar el leitmotiv de nuestra fe: «Es bueno dar gracias a Yavé, y
salmodiar a tu nombre, Altísimo, publicar tu amor por la mañana, y por las
noches tu lealtad, al son del arpa de diez cuerdas y la lira...» (Sal 92,2-4).
Esta es la gran belleza de Dios; su lealtad contigo ha hecho que tú te fíes de
Él como se fió su Hijo.
Esta es el alfa y la omega de nuestra fe. No es cuestión de voluntarismos
ni desmayos; es todo un aprendizaje. No se fía uno de Dios así como así. Se
empieza con pasos muy cortos y siempre temblorosos, y con pocas cosas
tuyas en juego. El caminar torpe se va haciendo cada vez más firme y más
ligero. Siempre, repito, siempre buscando las garantías en cada riesgo que
afrontamos; y la garantía es Aquel que nos abrió el camino a la fe adulta:
Jesús, «el que inicia y completa nuestra fe» (Heb 12,2).
Él es el autor de la fe. Y no cualquier fe, sino esta, la que hizo eclosión
desde el crucificado, el cual gritó: Padre, eres fiable; en tus manos, pues,
encomiendo mi espíritu. He puesto voluntariamente mi vida en manos del
mal, de los pecadores. Su poder ha llegado a su término. Sólo han
conseguido colocar sobre mi cuerpo la vitola de la muerte, no han podido ni
podrán hacer nada más. Padre, voy a ti, «en tus manos encomiendo mi
espíritu» (Lc 23,46).
En esta misma línea, vamos a fijarnos en una figura que encontramos en
el Antiguo Testamento y que refleja con particular luminosidad el descenso
del Hijo de Dios al más profundo pozo de los sufrimientos. Me refiero a
José –hijo de Jacob–, cuyo nombre significa el siervo sufriente.
José, como sabemos, tuvo una serie de sueños que no fueron en absoluto
del gusto de sus hermanos, por lo que se creó una situación bastante tirante,
lo que hizo que, llegada la ocasión, fuese vendido por ellos a unos
mercaderes, quienes le condujeron a Egipto. Allí sufre una serie de
injusticias y calumnias, por las cuales es condenado a dar con sus huesos en
las mazmorras del faraón (Gén 39,20).
Es fácil reconocer el paralelismo entre José, arrojado en la prisión, y
Jesús, sepultado en el abismo. Seguramente José pudo maldecirse por haber
dado crédito a aquellos sueños que tuvo en su juventud y por habérselos
contado a sus hermanos. Por haber sido tan crédulo y confiado está ahora
donde está. Sin embargo, como continúa el texto bíblico, «Yavé asistió a
José y le cubrió con su misericordia, haciendo que se ganase el favor del
carcelero» (Gén 39,21).
Ya sabemos cómo continúa la historia; cómo, gracias al don que Dios le
había dado de interpretar sueños, se ganó el favor del faraón, quien quedó
tan agradecido que le puso al frente del gobierno de Egipto (Gén 41,37-41).
Lo que realmente es importante en este paralelismo es la lectura
catequética que hace Israel de José o, mejor dicho, de su fe. El Salmo 105,
que es todo él un canto triunfal que proclama la maravillosa historia de
salvación que Dios ha hecho con su pueblo, hace mención de él en estos
términos: «Llamó al hambre sobre aquel país –Canaán–, agotó todo
sustento de pan; delante de ellos envió a un hombre, José, vendido como
esclavo. Vejaron sus pies con grilletes, por su cuello pasaron las cadenas,
hasta que se cumplió su predicción, y le acreditó la palabra de Yavé. El
faraón mandó soltarle...» (Sal 105,16-20).
Fijémonos con extremado detenimiento en un rasgo fundamental de este
texto: «La palabra de Yavé le acreditó». Lo que José había soñado –que
sería el primero entre sus hermanos–, se cumplió contra todo pronóstico. No
hay duda de que, una y otra vez, la Palabra pone en ridículo o en evidencia
todos nuestros imposibles, así como nuestros miedos.
Esta Palabra en la que José había creído atravesó la mazmorra donde se
estaba agotando su existencia. Le levantó al frente de todo Egipto y le dio la
primacía entre todos sus hermanos, tal y como le había sido revelado en
sueños. La Palabra acreditó a José, es decir, dio testimonio a favor de él,
como acreditó y dio testimonio de todos los patriarcas y profetas del pueblo
santo. Al llegar a su plenitud, acreditó y dio testimonio del Señor Jesús,
aquel que habían arrojado al abismo del último lugar, al crucificado, al
ajusticiado por blasfemo, al endemoniado e impostor.
La Palabra se asomó al sepulcro y le hizo Señor de los cielos y la tierra
(Ef 1,10). La fe de Jesús, porque en cuanto hombre hay que hablar de su fe,
se constituye en la victoria sobre nuestra natural incredulidad. Podríamos
decir que es natural para el hombre creer en Dios, esto está al alcance de
todos los hombres. Ahora bien, creer en su Palabra, en el Evangelio, es lo
que realmente nos envuelve en su Amor, nos levanta y nos lleva a la
plenitud como seres humanos; para eso hemos de ser llevados por
Jesucristo: él es el Maestro de nuestra fe.
Te hablaré al corazón
El Señor Jesús murió y resucitó para «crear esta fe». Aunque parezca una
redundancia, la fe que nace del Resucitado supone una obediencia a la
Palabra sin otro crédito que la misma Palabra. Jesús proclama el
advenimiento de esta fe adulta cuando, después de anunciar la traición de su
amigo –Judas– declara: «Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para
que, cuando suceda, creáis que Yo Soy» (Jn 13,19).
Recojamos con asombro y amor lo que acabamos de escuchar de nuestro
Señor y Maestro, y que es la piedra angular de la fe de todas las
generaciones de discípulos. Nos imaginamos a estos hombres temblorosos
que tiene Jesús alrededor de la mesa. Nos imaginamos a Jesús
exhortándoles: Apretad contra vuestro corazón lo que os estoy diciendo;
atad estas mis palabras a vuestra alma, ellas darán crédito de que Yo Soy.
También serán vuestro crédito de que sois hijos de Dios.
Guardad, retened mis palabras, les dice Jesús como parafraseando al
profeta Baruc (Bar 4,1-4). Ellas serán el aval de que no soy un iluminado.
Son palabras que han salido de mi boca para ser hechas en vuestro espíritu,
ellas crean vuestra fe. Cuando no tengáis ningún motivo, ninguna razón
para creer en mí, cuando la mentira enseñoree su dominio sobre la verdad y
las tinieblas opriman a la luz, cuando seáis llevados al límite de vuestra
tristeza y desesperación, entonces clamad, si queréis, amargamente contra
todo y contra todos; pero no descosáis de vuestro espíritu las palabras que
estoy grabando en él, porque vendré a visitaros y vuestra tristeza se
convertirá en alegría (Jn 16,22). La alegría que os alcanzará no os la podrá
arrebatar nadie, pues no reside en el hecho de que me volváis a ver, sino
porque, al verme, ¡os convenceréis de que Yo Soy! Guardad, pues, las
palabras que os estoy diciendo.
Son palabras que nos recuerdan el Shemá, proclamado por Dios al
pueblo de Israel cuando tomó posesión de la Tierra Prometida: «Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas» (Dt 6,4 y ss).
Bien sabe Dios que ni Israel ni nadie podrá amarle con todo el corazón,
con toda el alma y con todas sus fuerzas. Sin embargo, les abre la puerta por
la que pueden entrever que un día sí será posible. La puerta entreabierta nos
viene ofrecida por lo que dice a continuación: «Queden en tu corazón estas
palabras que yo te digo hoy». Claro que Israel se podría preguntar cómo es
posible retener estas palabras santas en unos corazones tan retorcidos, como
así los considera el profeta Jeremías (Jer 17,9).
No nos toca a nosotros dar respuesta a esta pregunta. De tocarle a
alguien, le tendría que tocar a Dios, que tampoco lo hace. Al contrario, aun
conociendo las veleidades e inconsistencias del corazón del hombre, no
tiene reparo en decir: ¡Queden en tu corazón mis palabras, guárdalas! Nos
parece, no obstante, oír lo que tenía en mente: Un día me acercaré yo
mismo a ti y te hablaré al oído palabras que puedan llegar a tu corazón
cansado (Os 2,16).
Ese día llegó. Aconteció con la Encarnación. Jesús es el hoy de la
salvación de Dios para el hombre. Ese hoy sin fin profetizado por el
salmista: «Si hoy escucháis mi voz, no endurezcáis vuestro corazón» (Sal
95,7b-8). El Emanuel es el hoy ininterrumpido de la salvación del que nos
habla Pablo (2Cor 6,2).
Es cierto que, justamente por nuestras inseguridades, estamos
continuamente proyectándonos en el mañana. Sin embargo, Dios es hoy, es
siempre hoy porque no está sujeto a la categoría del tiempo ni del espacio.
Los apóstoles, esos pobres hombres que no entendían nada de lo que estaba
pasando, aun así acogieron el hoy de Dios para ellos en la persona de Jesús.
Es cierto que todos le abandonaron (Mt 26,56), mas también lo es que nadie
se levantó de la mesa y dio el portazo. Es el saber esperar en la oscuridad e
incluso en la incredulidad.
No hay mayor dolor y aflicción que el de ser golpeado
inmisericordemente por la incredulidad y el escepticismo cuando has
amado. Los apóstoles se enfrentan a este drama de dimensiones
demoníacas. Han amado a Jesús con un corazón retorcido, pequeño hasta la
mezquindad, pero le han amado. Le han amado incondicionalmente en lo
que podríamos llamar su ínfima medida. Jesús conoce sus límites y valora
la escasez de la medida con que le han podido amar. Lo valora tanto que,
justamente después de la celebrar la Eucaristía, les dice: «Vosotros sois los
que habéis perseverado conmigo en mis pruebas...» (Lc 22,28).
Sabe perfectamente que el próximo paso que ha de dar, el del misterio de
la cruz, no va por ahora con ellos. Es más, sabe que este paso lo tiene que
dar solo, tal y como le está profetizado (Is 63,5). Todo esto lo sabe el Hijo
de Dios. Y también sabe que, gracias a este paso, su Padre le podrá mostrar
al mundo como Maestro y Señor. Por eso insiste: escuchadme bien, abrid
bien vuestros oídos a lo que os estoy diciendo, porque sólo cuando suceda,
vuestro espíritu podrá ser abierto al Misterio de que Yo Soy.
Os estoy adelantando, continúa el Maestro, la sucesión de los
acontecimientos para que entendáis lo que es amar hasta el extremo. Yo soy
el Amor que doy la vida por mis amigos (Jn 15,13). Mi dar la vida por
vosotros no tiene punto final en el sepulcro. Resucitado, os daré a conocer a
mi Padre y vuestro Padre (Jn 20,17), pues en esto consiste la vida eterna, en
que le conozcáis a Él, el único Dios verdadero (Jn 17,3).
Seréis testigos de que me dejo entregar, y esto os va a escandalizar. No
os preocupéis, yo os haré pasar del escándalo a la verdad. Comprenderéis
que vuestra vida eterna ha emanado de esta entrega que ahora os descoloca
y desestabiliza. Comprenderéis todo esto y le daréis un nombre: Amor en la
dimensión de Dios. Guardad mis palabras, ellas son semillas que
germinarán y darán como fruto la Sabiduría de lo alto. Gracias a ellas, todas
las generaciones de discípulos sabrán que «ya no les llamo siervos sino
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se lo he dado a conocer» (cf:
Jn 15,15).
10. «El que me acoge
a mí...»

«En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe, me acoge a


mí. Y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado» (Jn 13,20).

Con estas palabras Jesús encierra el ciclo catequético del lavatorio de los
pies a sus discípulos. Lavatorio que es todo un servicio colmado de palabras
de vida, como hemos podido apreciar a lo largo de todo este libro.
En verdad, en verdad os digo. Así es como Jesús empieza su
exhortación. Es esta una expresión lingüística que pone en alerta a todos los
oyentes, en este caso los discípulos, con el fin de que presten una especial
atención, pues lo que se va a proclamar reviste una gran importancia.
Efectivamente, el anuncio que sigue a continuación es de una relevancia
fundamental: «Quien acoge al que yo envíe, me acoge a mí. Y quien me
acoge a mí, acoge al Padre, que es quien me ha enviado».
Es el anuncio profético, cuyo cumplimiento es ya inminente, de la
misión y razón de ser de su Iglesia. Ella es enviada para anunciar palabras
de salvación, de vida, a la humanidad entera. Tengamos en cuenta que el
Evangelio se abre con un envío: el del Hijo por parte del Padre, y se cierra
con otro envío: el de la Iglesia al mundo entero por parte del Hijo.
En la Palabra está la vida, escuchamos en el Evangelio (Jn 1,4). Una vez
resucitado, el Señor Jesús hace efectivo el envío de sus discípulos (Mt
28,19-20). Al enviar a los suyos, pone en sus manos la vida que alimenta y
reanima el espíritu del hombre. Don que ya les había concedido de forma
análoga cuando puso en sus manos los panes y los peces para que los fueran
repartiendo a toda una multitud (Mt 14,19).
No era la primera vez que Jesús hablaba en estos términos a sus
discípulos. Ya anteriormente, cuando los envió por los pueblos de Palestina,
les había dicho: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a
vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al
que me ha enviado» (Lc 10,16).
El sentido y el contenido salvífico de estas palabras no ofrecen lugar a
duda. Acoger a Jesucristo es acoger al Padre, es decir, llegar a ser sus hijos
(Jn 1,12). Al mismo tiempo, hay que tener en cuenta la segunda parte de la
cita evangélica: rechazar al Hijo lleva consigo el rechazo al Padre.
A la luz de estas palabras, se desprende con claridad que la acogida o no
de Jesucristo está en consonancia con la aceptación o rechazo de aquellos
que él envía con su Palabra para proclamar la vida y la salvación. Jesús
envía a sus discípulos para repartir a manos llenas la Vida que existe
contenida en su Evangelio.
No somos enviados para dar al hombre simplemente la sabiduría
humana, sino la de Dios; pues, como dice Pablo, «el hombre naturalmente
no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede
conocer porque sólo espiritualmente pueden ser discernidas» (1Cor 2,14).
Entramos a fondo en las palabras del Maestro abriéndolas con la ayuda
del Espíritu Santo, como se abren las semillas en lo profundo de la tierra.
Partimos acariciando en nuestras manos el verbo acoger, tal y como lo
encontramos al final de la explicación que Jesús nos ofrece en la parábola
del sembrador: «Los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la
Palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento» (Mc
4,20).
He aquí la secuencia que se entresaca de esta parábola: primero es la
escucha de la Palabra. A ello le sigue una actitud interior de acogida. Hecha
esta, no hay que tener más prisa que Dios, pues ya eres la buena tierra que
guarda su riqueza, sus semillas, que, a su tiempo, darán su fruto.
Por su parte, Mateo, en la misma parábola, hace la siguiente apreciación:
«El que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la
comprende: este sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro
treinta» (Mt 13,23).
Fijémonos en qué sentido dice Jesús eso de que el discípulo es aquel que
«oye la Palabra y la comprende». «Comprender» forma parte de todo ese
abanico de verbos derivados de «prender», el cual, a su vez, nos recuerda el
verbo «atar». Bajo esta luz, podemos decir que comprender tiene mucho
que ver con el hecho de guardar la Palabra con ahínco, anudarla en lo más
profundo de tu ser con lazos de amor y pertenencia, de la misma forma que
lo profundo de la tierra se aprieta contra la semilla.
Comprender la Palabra implica una relación con Jesús que es toda una
adhesión de amor, y que reviste carácter de incondicionalidad. Hablamos de
un amor total, aquel que la Escritura define como propio de un corazón
limpio y que está en consonancia con la boca. La comprensión o no de la
Palabra no tiene que ver con una mente más o menos lúcida, sino con la
mirada inteligente del corazón.
Entre prender y desprender
Podemos iluminar lo que estamos diciendo con un hecho concreto vivido
por los mismos apóstoles. Cuando Jesús les anuncia por segunda vez su
Pasión, muerte y Resurrección (Mc 9,33), nos dice Marcos que no
comprendieron sus palabras. Nos parece un comentario un tanto extraño, ya
que poco antes sucede un acontecimiento con Pedro; aquel en el que el
Apóstol quiso disuadir a Jesús de su misión. Recordemos la respuesta que le
dio Jesús y que no pudo ser más categórica: «Pero él, volviéndose y
mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: ¡Quítate de mi
vista, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres» (Mc 8,33).
Una cosa al menos podían y debían haber entendido los apóstoles: que
sus pensamientos y los del Hijo de Dios estaban distanciados como el cielo
de la tierra, algo que los discípulos ya sabían por el profeta Isaías (Is 55,8-
9).
Aun así, cada vez que los pensamientos de Dios intentaban, por medio
de las palabras de su Hijo, hacerse un hueco en el corazón de los Doce,
encontraban un auténtico muro de oposición. Son las piedras y las zarzas
que impiden que la semilla dé fruto en la tierra (Mc 4,16-19).
Lo que estoy queriendo expresar es que estos hombres saben y
comprenden muy bien lo que Jesucristo les está diciendo. Además, han oído
multitud de veces en los profetas los sufrimientos y la Pasión que habrían
de acompañar a la misión del Mesías, textos proféticos tantas veces leídos
en la sinagoga. La cuestión es que han llegado a un punto en el seguimiento
a Jesús en que la propia vida, o al menos su fama y su honor, están en
juego; de ahí la salida fácil y menos digna: queremos seguir contigo... pero
no comprendemos.
Es evidente que la Palabra molesta a las idolatrías del corazón. De ahí la
tentación continua de lavarnos las manos diciendo que estos o aquellos
textos evangélicos no los entendemos o, peor aún, que no van con nosotros.
En realidad el problema es uno, sólo uno: «Amas enormemente a Jesús»,
pero atarte, anudarte a su Evangelio, eso es otro cantar. La evidencia se
impone. No se entiende el Evangelio cada vez que atenta contra nuestra
vida. A fin de cuentas, el «no comprender» que escuchamos en Mateo en la
parábola del sembrador se identifica con el hecho de que la palabra de Jesús
–y por lo tanto, también él– no es lo suficientemente de fiar como para
disponer de tu vida.
Por su parte, Lucas pone estas palabras en boca de Jesús: «Lo que en
buena tierra, son los que, después de haber oído, conservan la Palabra con
corazón bueno y recto, y dan fruto con perseverancia» (Lc 8,15).
Fijémonos bien en esta cita. Lucas habla de oír y conservar la Palabra y,
a continuación, añade la cualificación del corazón: bueno y recto. Es decir,
oír y conservar con un corazón que busca verdaderamente obedecer a Dios;
esto es lo que el Señor Jesús entiende por corazón bueno y recto. En estos,
la Palabra da fruto con perseverancia con el tiempo de Dios; o, como dice el
salmista, da fruto en su sazón (Sal 1,3).
Persevera hasta que la Palabra da su fruto todo aquel que la guarda,
protege y defiende frente a otras palabras emitidas por el Tentador. Estas
tienen la finalidad de disuadirte de lo que has oído y guardado de parte de
Dios. Palabras del Tentador son, por ejemplo, las que pronunció Pedro para
disuadir a Jesús de su misión, y que ya hemos comentado.
Pasemos ahora a desgranar con inmenso gozo la buena noticia que Jesús
proclama a los suyos: «El que me acoge a mí, acoge también a Aquel que
me ha enviado, a mi Padre». Acoger a Jesús en nuestro ser significa tener
como huésped en la tienda de nuestro espíritu al Hijo de Dios, al
Resucitado, al que ha vencido a la muerte, tu muerte. Vencedor de todas las
tinieblas, es luz dentro de ti. El Hijo de Dios, en tu interior, no está inactivo
como una estatua. Dentro de ti trabaja y actúa siempre, pues esto es lo
propio de Dios. «Mi Padre actúa siempre, y yo también actúo» (Jn 5,17).
El Señor Jesús, palabra del Padre, es Emanuel en ti. Provoca tu
conversión hasta llegar a hacerte hijo de Dios (Jn 1,12). Dentro de ti, es
también tu testigo interior; el que, cuando piensas que todo está puesto al
revés, te dice: no temas, yo estoy contigo. La belleza de la fe, y también su
inmensa grandeza, es tener contigo un testigo interior que testifique ante ti y
ante el Padre que estás haciendo el camino verdadero. Este testigo interior
es también el que te mantiene en la fidelidad y la perseverancia.
Esto es de capital importancia. Es más, me atrevo a decir que es
imposible una adhesión a Dios sin este testigo íntimo que está contigo, que
te sostiene, que te habla, que te lleva a amar y a comprender la Palabra, a
apasionarte locamente por ella. Acerca de quienes se adhieren así a la
Palabra, podemos afirmar que nadie sabe más de amores que aquel que hace
del Evangelio la gran pasión de su vida.
Sólo con la sabiduría que fluye del testigo interior es posible apasionarse
por la Palabra. Sin esta sabiduría, la Palabra se convierte solamente en un
objeto de estudio que, en cuanto tal, no tiene gran atractivo. Es como si
tenemos ante nuestros ojos un plato exquisito y nos contentamos con poseer
la receta de cómo ha sido elaborado.
El contrapunto del verbo «prender» sería «desprender». El Señor Jesús,
nuestro Maestro interior, es aquel que prende dentro de ti tu adhesión a Dios
con tal fuerza que nada ni nadie puede conseguir que su Evangelio se
desprenda de tu alma. La fuerza para perseverar la tienes no tanto en tu
mente cuanto en el Hijo de Dios que tú has acogido al acoger su Palabra. Él
es quien da testimonio de ti delante del Padre.
El testigo de quien estamos hablando está anunciado en el Antiguo
Testamento con una fuerza tan intensa como atrayente. Veamos, por
ejemplo, la experiencia de Jeremías. Su primera reacción ante la llamada de
Dios fue de temor y temblor. Fue tal la conciencia de su incapacidad que
exclamó: «¡Dios mío! Mira que no sé expresarme, que no soy más que un
muchacho» (Jer 1,6).
La excusa de nuestro amigo es más que justa y válida. Justa y válida a
los ojos de todo el mundo, menos para Dios que le ha llamado. Este coge
las razones de peso manifestadas por Jeremías para declinar la llamada, y
las hace pedazos diciéndole: «Mira que he puesto mis palabras en tu boca»
(Jer 1,9). No sabemos si Jeremías las tenía todas consigo; lo que sí sabemos
es que termina por aceptar la invitación de Dios.
Sin embargo, son tantas las dificultades que encuentra, tanta la oposición
y persecución que ha de sufrir por parte de su propio pueblo, que llega un
momento en que ya no puede más, y eleva su protesta, diríamos casi airada,
a Dios: «Me has seducido, Yavé, y me dejé seducir» (Jer 20,7a).
Da la impresión de que el profeta se siente engañado. De ahí su protesta.
Parece que le dice a Dios: Me dijiste: vete, yo te envío, no tengas miedo,
que yo estoy contigo... Me dejé seducir y aquí me tienes, soy el hombre más
arrinconado y despreciado de Israel. Todo el mundo se burla de mí. Soy una
escoria para todos..., en mala hora me dejé seducir por ti.
Muy probablemente ninguno de nosotros hemos hablado así con Dios
porque nunca hemos estado cerca de Él. Cuando uno está cerca, puede
hablarle así, como Jeremías. Es posible que esto nos escandalice, pero no
confundamos respeto con miedo servil. Dios deja a su amigo desahogarse
con Él: «He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban...; tanto que me
dije a mí mismo: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre»
(Jer 20,7b-9a).
Parece que la decisión del profeta es irrevocable: no volveré a predicar ni
a profetizar más. Cada vez que lo hago, me echan contra la pared; cada vez
que doy testimonio de ti, me llenan de agravios, la copa de mis angustias y
aflicciones rebosa.
Jeremías protesta, y Dios, que le ama con la locura con que una madre
ama a su hijo más tierno, le deja lamentarse, pues sabe muy bien lo que ha
sembrado en su corazón. Esta es la carta maestra de Dios. De hecho, una
vez que se ha despachado a gusto, al profeta no le queda más remedio que
admitir lo siguiente: «Pero había en mi corazón algo así como fuego
ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no
podía» (Jer 20,9b).
Por supuesto que podía desprenderse de ese fuego que Dios había
prendido en él. Sin embargo tiene la absoluta certeza de que si arranca de sí
este fuego, en realidad atenta contra las raíces de su propia vida. Quizá sea
este el pecado contra el Espíritu Santo del que nos habla Jesús (Mt 12,32).
Di a mi alma: ¡Yo Soy!
Al igual que Jeremías, todo discípulo encuentra en su seguimiento al Señor
Jesús encrucijadas tan al límite que le llevan a decir: ¡no puedo más! Esto
no sé dónde va ni dónde me lleva; más aún, ni siquiera sé qué sentido tiene
hoy en día creer. He ahí la mecha humeante ya en su mínima expresión.
Parece que se va a apagar sola, de inacción en cualquier momento. Sin
embargo, no se sabe cómo vuelve a avivarse convirtiéndose en una hoguera.
Es el fuego interior del que es testigo Jeremías. Para él era la figura del
Mesías. Para el discípulo es el Mesías mismo, Cristo Jesús.
Como hemos visto, Jeremías fue golpeado por la tentación de apagarlo
con el fin de no complicarse la vida. La verdad es que no hay vida más bella
y más intensamente vivida que aquella que es complicada por Dios.
Sabiendo esto, y el profeta bien que lo sabía, ¿cómo iba a apagar ese fuego
que ya era su fuego?
Creemos conveniente hacer constar cómo termina la singular protesta de
Jeremías: «Pero Yavé está conmigo, cual campeón poderoso. Y así mis
perseguidores tropezarán impotentes; se avergonzarán mucho de su
imprudencia... Cantad a Yavé, alabad a Yavé, porque ha salvado la vida de
un pobrecillo de manos de malhechores» (Jer 20,11-13).
Precioso el testimonio que nos da Jeremías de su testigo interior, del
fuego de Dios que, como ya hemos dicho, es imagen y figura del Mesías.
Preciosa también, y diríamos hasta el delirio, la experiencia del salmista que
conoce la persecución y grita a Dios: «Ataca, Yavé, a los que me atacan,
combate a quienes me combaten; embraza el escudo y el pavés, levántate en
mi socorro... Di a mi alma: Yo soy tu salvación» (Sal 35,1-3). Este hombre
orante está, como quien dice, forzando a Dios a que se manifieste dentro de
él. Está gritando por un testigo interior que le diga, que le confirme una y
otra vez: ¡no tengas miedo a nada ni a nadie, porque yo soy tu salvación!
Yo soy tu camino, yo soy tu verdad, yo soy tu vida, tu Buen Pastor, tu
pan vivo. Así, uno tras otro, podríamos recordar todos los «Yo Soy» de
Jesús. Todos ellos son distintas vertientes de lo que Dios susurra, como
hemos visto en el salmista, en el alma de sus testigos: ¡No temas, Yo soy tu
salvación, Yo soy tu victoria!
Experiencias de este tipo se repiten a lo largo de toda la Escritura.
Podríamos hacernos una idea de la fiesta que vivió el alma de aquel otro
salmista que proclamó alborozado: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a
quién temeré?» (Sal 27,1).
Damos paso dentro de este orden a un último testigo: el de Tobías.
Encontramos a este fiel israelita en el destierro juntamente con todo el
pueblo de Dios. Carecen de templo y de culto. El abatimiento es total. Es
entonces cuando Dios suscita la fe de Tobías, quien se levanta y anima al
pueblo entero diciéndole: ¡Dios nos va a rescatar! Su fuerza hará acontecer
una nueva liberación. Da testimonio de Dios, del Dios de sus padres, el de
las promesas siempre cumplidas, proclamando: «Yo le confieso en el país
del destierro, y publico su fuerza y su grandeza a gentes pecadoras» (Tob
13,6b).
Este israelita es la imagen del creyente que permanece fiel en medio de
la adversidad, el que se mantiene firme allí donde no hay nada que invite a
la esperanza, allí donde es tan frustrante la realidad que se está viviendo que
todo invita a pensar que creer en Dios y adherirse a Él no tiene razón de ser,
ya que ha sido Él mismo quien se ha convertido en «el gran ausente».
Tobías es el hombre de fe cuyos ojos se extienden compasivos hacia su
pueblo, sumido en la desesperanza y en la increencia. Él es la persona
escogida por Dios para reavivar la esperanza en las promesas recibidas por
todo su pueblo desde su nacimiento. Promesas que sostuvieron a los
israelitas a lo largo del desierto dando lugar a una bellísima y tiernísima
relación de Dios con Israel; relación que el libro del Deuteronomio declara
como la de un padre con sus hijos (Dt 1,31).
Tobías es llamado a levantar la fe, la adhesión del pueblo santo con Dios.
Su confesión es todo un himno de alabanza en el que vemos cómo exhorta a
Jerusalén –la niña de los ojos de todo Israel– en estos términos: «Confiesa
al Señor cumplidamente y alaba al Rey de los siglos para que de nuevo
levante en ti con regocijo su tienda, y llene en ti de gozo a todos los
cautivos y muestre en ti su amor a todo miserable por todos los siglos de los
siglos» (Tob 13,10).
Como podemos ver, de la boca de Tobías fluye un himno litúrgico de
indescriptible belleza en el que, al tiempo que invita a Jerusalén a
levantarse, suplica a Dios que actúe sobre su pueblo volviendo a hacer de
Jerusalén la ciudad santa. Por tres veces proclama Tobías la expresión «en
ti», tal y como hemos podido observar. Levante en ti, llene en ti y muestre
en ti. He ahí tres súplicas que quieren ser como una grabación indeleble en
el alma de Jerusalén. Tres súplicas que son el testigo interior del amor
indestructible de Dios por su pueblo.
¿En qué contexto dice Jesucristo: Vosotros sois la luz del mundo y la sal
de la tierra? En el contexto, siempre actual, de que existe el mal y el
Príncipe de la mentira. Príncipe solícito que invita persuasivamente a
inclinar nuestro corazón más hacia las tinieblas que hacia la luz (Jn 3,19).
En este contexto que, vuelvo a decir, es siempre el mismo, lo que Jesús está
diciendo a sus discípulos al poner su luz en ellos, es que proclamen que
Dios ama a la humanidad, a los cautivos, a los miserables. Que la Iglesia es
y ha de ser siempre el refugio de los hombres que nunca han sabido amar.
Él, el Maestro, nos enseñará para que seamos hombres y mujeres de amores
y acogidas; hombres y mujeres cuyos brazos sean tan fuertes y extensos que
puedan acoger y abrazar a todos aquellos hermanos suyos, hijos de la
adversidad, que tienen el corazón y el espíritu sobrecargado y abatido.
Estos hombres y mujeres serán testigos de la luz en la medida en que
tengan su testigo interior. Él tiene que levantar en ellos el nuevo templo del
amor a los cautivos, a los esclavos, a los dependientes de la droga, a los
sujetos a la mentira, etc.
Pablo y su testigo interior
Una vez más abordamos al apóstol Pablo con una mirada profunda, para
hacernos eco del testigo interior que le movió en todo su periplo
evangelizador. Nos dirigimos con él a Corinto para ver, con nuestros
propios ojos, las dificultades tremendas, las terribles oposiciones de todo
tipo, auténticas barricadas que se interponían a su predicación y su
testimonio de Jesús.
La situación llegó a ser tan inasumible, fundamentalmente a causa de los
judíos que le escuchaban, que se vio en la necesidad de tomar una
dolorosísima decisión: «Como ellos –los judíos– se opusiesen y profiriesen
blasfemias, sacudió sus vestidos y les dijo: Vuestra sangre recaiga sobre
vuestra cabeza; yo soy inocente y desde ahora me dirigiré a los gentiles»
(He 18,6).
He hablado de decisión dolorosísima y no exagero. Los alborotadores y
oponentes a su predicación son judíos; Pablo también. Su decisión es como
una acometida contra su propia sangre. Nos imaginamos al Apóstol
dividido en su cuerpo y en su alma día y noche, hasta que su testigo interior
vio que ya era el momento oportuno y se acercó a él. Su voz inmaterial
resonó con fuerza por todas y cada una de las heridas de su alma: «No
tengas miedo, sigue hablando y no calles; porque yo estoy contigo y nadie
te pondrá la mano encima para hacerte mal, pues yo tengo un pueblo
numeroso en esta ciudad» (He 18,9-10).
Inmediatamente se puso fin al festín de los demonios. Creían ser los
dueños y señores del corazón y la mente de Pablo al mover los hilos del mal
contra él. Cuando resonó la voz implacable de su declarante interno, todo el
mal levantado por los demonios cayó estrepitosamente.
La voz interior del testigo no resuena cuando el Evangelio está sólo en la
mente. Se hace oír, resuena, cuando habita, pone su morada, en el corazón.
Es más, el mismo Jesucristo dice que el signo inequívoco por el que se
siente amado por alguien en espíritu y en verdad consiste en que este guarda
su Palabra, su Evangelio, en el interior: «Si alguno me ama, guardará mi
Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a Él, y haremos morada en Él»
(Jn 14,23).
Es en el corazón/espíritu donde habita que la Voz resuena con toda su
fuerza. El discípulo es alguien que ha aprendido a leer a Dios desde el alma,
allí donde mejor se escucha, allí donde se aprecia el poder convertidor de la
Palabra. El discípulo es alguien que ha hecho del Evangelio su único
crédito, su único aval. Es tal la fiabilidad que la palabra de Dios tiene sobre
él, que no necesita influencias ni favores para proclamarla. Estructuras, las
indispensables, y con el cuidado extremo de que no opaquen la esencia de
la predicación. Para que nos entendamos, hay que dar la oportunidad al
Evangelio para que pueda brillar por sí mismo, que esa es su función y
misión: «La Palabra es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo» (Jn 1,9). Tanto más brilla y luce el Evangelio cuanto
más forma parte del corazón y la boca del anunciador. Sólo así el corazón
del hombre es capaz de leer a Dios, su Misterio.
Es así cómo el discípulo es para el mundo luz en sus sombras, y sal en su
insipidez. Insipidez en su sentido más amplio, el que indica la carencia de
sabor, viveza, chispa, estética del alma, etc. Porque ama al mundo, ya
redimido por el Hijo, Dios levanta en él templos –recordemos el himno de
Tobías– que sean manifestación y proclamación de su gloria y de su amor a
todos los hombres sin excepción. Templos cuyas ventanas son ojos
compasivos que alcanzan a todos los hombres. Templos con regazos
encendidos para acoger y dar calor; con manos para acariciar, lavar y curar
heridas. Templos que siembren por los caminos su sabiduría, aquella que
eleva al hombre por encima de sus miserias.
Es cierto que todos tenemos nuestras miserias. Es más cierto aún que no
tenemos por qué ser deudores de ellas. Tampoco resolvemos nada
encubriéndolas o ignorándolas. Es apropiándonos de la sabiduría de Dios
que nos elevamos sobre ellas, quedando estas como ruinas y cenizas bajo
nuestros pies, como dice el salmista (Sal 110,1).
El discípulo es el templo desde donde la sabiduría de Dios resuena hasta
los confines de la tierra. Son los ríos de la predicación del Evangelio, como
nos dicen los santos padres de la Iglesia. Ellos son las acequias que antaño
alegraban y daban vida a la ciudad santa de Dios (Sal 46,5). Hoy llenan de
gozo la tierra entera, llenan al mundo de vida, pues, como dice la Escritura,
los sabios según Dios son la salvación del mundo (Sab 6,24).
Estos sabios son aquellos que primero encontraron el maná escondido
del que nos habla el libro del Apocalipsis (Ap 2,17), se apropiaron de él y
hacen partícipes a los demás de los bienes en él contenidos. Por último –y
aquí es donde se reconocen que son sabios según Dios– enseñan a sus
hermanos a buscar hasta llegar a encontrar este maná oculto en la Palabra.
Es un contemplar el espíritu de las Escrituras, como diría Orígenes. En
definitiva, el que encuentra este maná alcanza la categoría de amigo de
Dios, aquel que llega a estar cara a cara con él como Moisés: «... No así con
mi siervo Moisés: él es de toda confianza en mi casa; boca a boca hablo con
él, abiertamente y no en enigmas, y contempla la imagen de Yavé» (Núm
12,7-8).
Pablo habla a los corintios del resplandor del evangelio de Jesucristo,
que es imagen de Dios (2Cor 4,4). Es por eso que –seguimos con Pablo– los
discípulos con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria
del Señor (2Cor 3,18).
Nos servimos del texto paulino para cerrar con broche de oro el gesto de
Jesús de lavar los pies a los suyos que, en realidad, nos representan a todos.
Inclinado, encorvado ante cada uno de ellos, los lavó, haciendo
resplandecer en su seno la imagen divina que, aun sin saberlo, llevaban
dentro. Estos hombres rudos, miedosos e, incluso, desconfiados, llegaron a
ser los espejos del Rostro de Dios ante sus hermanos: todos los hombres y
mujeres del mundo.

«Predicar el Evangelio
no es para mí ningún motivo de gloria,
es más bien un deber que me incumbe.
Y, ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!»
(1Cor 9,16).
Índice

LOS AMÓ HASTA EL EXTREMO

Prólogo. Algo más que un gesto...

1. Éxodo de Jesús al Padre

En manos del mal


El nuevo Moisés
Mi Padre os quiere
2. La siembra de Satanás

Nuestro Judas interior


¡No es nuestro problema!
Del «tú verás» al «Yo veré»
3. El Hijo sabe del Padre

La Sabiduría que vence al mundo


Hemos nacido de lo alto
Memoriales y certezas
4. El último lugar

Ceñidos vuestros lomos


Un nudo que hace volar al alma
Junto a Dios y al hombre
5. El amor incomprensible de Dios

Dejar hacer a Dios


Nuestros rasgos divinos
Dobló sus rodillas
6. Tener parte en Dios

Una herencia muy especial


A tu lado, mi Dios
Os saciaréis de mis bienes
7. Maestro y Señor

Quien pierde, gana


Enseñados por Emanuel
Tallados según el Evangelio
8. Bienaventurados los que aprenden de mí

¡Padre mío, cuídalos!


Mi debilidad en tus manos
El Maestro salta de gozo
9. Sabréis que Yo Soy

Cabal y leal
El crédito de la Palabra
Te hablaré al corazón
10. «El que me acoge a mí...»
Entre prender y desprender
Di a mi alma: ¡Yo Soy!
Pablo y su testigo interior

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