Lo Mejor de Los Premios Nebula

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Los

premios NEBULA son los Oscar de la ciencia ficción. Desde su fundación en


1965, la Sociedad Norteamericana de Escritores de Ciencia Ficción (SFWA) otorga
estos famosos premios. Para realizar esta antología, Ben Bova, editor y autor de gran
prestigio, ha solicitado a los miembros de la SFWA que elijan los mejores relatos y
novelas que fueron premiados con el NEBULA en sus veinticinco primeros años de
historia, es decir, desde 1965 a 1990.
Ésta es, pues, la mejor y más completa antología de la ciencia ficción de los últimos
años. Una antología monumental e irrepetible en la que se dan cita dieciséis autores
indiscutibles —entre los que se encuentran Le Guin, Sturgeon, Silverberg, Ellison,
Zelazny, Varley, Leiber— en más de veinte relatos y novelas cortas.
LO MEJOR DE LOS PREMIOS NEBULA es la más monumental y prestigiosa
antología que, hoy en día, es posible en la ciencia ficción. Un libro imprescindible
tanto para los aficionados como para todos aquellos que deseen acercarse a conocer
las mejores obras del género literario más preparado para afrontar el siglo XXI.
«Todas las historias son excelentes. Fueron excepcionales en el año de su publicación
y siguen siéndolo. La lista de autores es la de una antología de ensueño».
Tom Whilmore en LOCUS

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AA. VV.

Lo mejor de los premios Nebula


Nova - 61

ePub r1.1
Titivillus 23.12.2019

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Título original: The Best of the Nebulas
AA. VV., 1989
Traducción: Paula Tizzano & Márgara Averbach & María Cristina Pinto

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Las puertas de su cara, las lámparas de su boca, The doors of his face, the lamps of
his mouth, Roger Zelazny, 1965
¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor TicTac, Repent, Harleguin! Said the
TickTockman, Harlan Ellison, 1965
El que da forma, He who shapes, Roger Zelazny, 1965
Por siempre y Gomorra, Aye, and Gomarrah, Samuel R. Delany, 1967
Pasajeros, Passengers, Robert Silverberg, 1968
He aquí al hombre, Behold the man, Michael Moorcock, 1966
Cuando las cosas cambiaron, When it changed, Joanna Russ, 1972
Voy a probar suerte, Gonna roll the bones, Fritz Leiber, 1967
El vuelo del dragón, Dragonrider, Anne McCaffrey, 1968
Amor es el plan, el plan es la muerte, Love is the plan, the plan is death, James
Tiptree Jr., 1968
El tiempo considerado como una hélice de piedras semipreciosas, Time considered
as a helix of semi-precious stones, Samuel R. Delany, 1969
Un muchacho y su perro, A boy and his dog, Harlan Ellison, 1969
El día anterior a la revolución, The day before the revolution, Ursula K. Le Guin,
1974
Escultura lenta, Slow sculpture, Theodore Sturgeon, 1970
Houston, Houston, ¿me recibe?, Houston, Houston, do you read?, James Tiptree
Jr., 1976
¡Coge ese zepelín!, Catch that zepelin!, Fritz Leiber, 1975
De Niebla, Hierba y Arena, Of Mist, and Grass, and Sand, Vonda N. McIntyre,
1973
La persistencia de la visión, The persistence of vision, John Varley, 1978
La gruta de los ciervos danzarines, The grotto of the dancing deer, Clifford D.
Simak, 1980
Los reyes de la arena, Sandkings, George R. R. Martin, 1979
Jeffty tiene cinco años, Jeffty is five, Harlan Ellison, 1977

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PRESENTACIÓN

Los premios NEBULA son los Oscar de la ciencia ficción. Se eligen anualmente
en el seno de la Science Fiction Writers of America (SWFA, Sociedad
Norteamericana de Escritores de Ciencia Ficción) y, como en los Oscar, son los
mismos escritores y profesionales de la ciencia ficción quienes seleccionan las
mejores novelas y relatos de cada año.
Otro de los premios famosos de la ciencia ficción americana, el HUGO, se elige
directamente por votación directa de los miembros de la convención mundial anual
de la ciencia ficción, lo que le confiere un carácter quizá más popular. Sin embargo,
el hecho de que la concesión del NEBULA se realice unos meses antes influye
evidentemente en los premios HUGO y también en la lista del premio LOCUS, otro
de los más relevantes en el género de la ciencia ficción. El NEBULA es, por ello, un
premio de gran influencia y reputación.
Además, el prestigio creciente de los NEBULA está ampliamente justificado por
el nivel y los intereses de quienes realizan la selección y la votación final: los mismos
escritores, aquellos que conocen claramente las dificultades propias de su oficio y
saben reconocer un trabajo bien hecho. Por todo ello, el NEBULA suele premiar
narraciones brillantes y sugerentes, incluso desde el punto de vista literario. Sin
ningún tipo de dudas, los relatos y novelas galardonados con el premio Nebula son
un insuperable ejemplo de lo mejor que, en cada año, ha producido la ciencia ficción
norteamericana.
La presente antología nació tras los primeros veinticinco años de existencia del
Premio Nebula. La idea del compilador fue obtener la selección de LO MEJOR DE
LOS PREMIOS NEBULA precisamente por votación de los miembros de la SFWA.
Esta vez se trataba de elegir los mejores relatos y novelas ya galardonados con el
premio entre 1965 y 1990. Evidentemente «lo mejor de lo mejor».
El editor de esta monumental e irrepetible antología es un hombre destacado en
el mundo de la ciencia ficción. Un mundo donde algunos editores han llegado a ser
tan famosos como los mismos autores. Así ocurrió, en su época, con el mítico John
W. Campbell y otros editores famosos han seguido sus pasos: Fred Pohl, Michael
Moorcock, Ben Bova o, más recientemente, Gardner Dozois.
Ben Bova es, todavía, poco conocido en España. Obtuvo gran prestigio como
editor de las revistas Analog (1971-1978), en la que tuvo que continuar el trabajo del
mítico John W. Campbell, y de Omni (1978-82). Por ello obtuvo cinco premios Hugo
a su trabajo como editor durante esta década en la que, además, descubrió a autores
importantes como Orson Scott Card, impulsó la escritura de LA GUERRA
INTERMINABLE (1975), de Joe Haldeman, y logró el retorno de Frederik Pohl a su
trabajo como autor.

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El mismo Bova narra la génesis de esta antología en su introducción y a ella les
remito. Sólo desearía exponer una queja inocente: en su petición a los miembros de
la SFWA, Ben, para mi pesar, no convocó a todos y, con un criterio un tanto
chovinista, olvidó a los que, como yo, no vivimos en Estados Unidos. Por esta vez me
quedé sin votar… Aunque no puedo dejar de estar de acuerdo con la selección que
han hecho mis compañeros de la SFWA. Tal como dice Tom Whitmore en LOCUS:
«Todas las historias son excelentes. Fueron excepcionales en el año de su publicación
y siguen siéndolo. La lista de autores es la de una antología de ensueño». Y es fácil
coincidir con ello.
Siempre podrá decirse que falta tal o cual relato (el libro es de gran volumen
pero, inevitablemente, limitado), pero, aun si no «están todos los que son», resulta
evidente que «son todos los que están». Lo repito: este libro representa la más
monumental y prestigiosa antología que, hoy en día, es posible en la ciencia ficción.
Gracias a la presentación de Ben Bova, esta introducción puede resultar ociosa a
menos que la utilice para volver a tratar de la importancia del cuento y de la
narración breve en la ciencia ficción. Estoy francamente convencido que nunca
estará de más insistir en el tema.
Ya sé que actualmente la narración corta «no está de moda», y que los autores y
gran parte del público se orientan hacia esas novelas de gran número de páginas e
incluso hacia las series a veces incluso interminables. Es una tendencia que no ha de
ser mala o perniciosa en sí misma, ya que depende tan sólo de la calidad alcanzada
por los autores en ese tipo de obras. Pero tal tendencia a la narración ya no larga,
sino larguísima, sí sería perniciosa si hiciera que los lectores de ciencia ficción
dejaran de interesarse por las narraciones cortas en donde se ha fraguado lo mejor
del género y, por poner unos ejemplos evidentes, obras tan emblemáticas como
FUNDACIÓN o DUNE.
Ediciones B ha tenido la valentía de aceptar mi sugerencia y publicar, casi al
mismo tiempo, dos macro-volúmenes de gran calidad pero de evidente riesgo
editorial: esta antología de LO MEJOR DE LOS PREMIOS NEBULA y la
recopilación de la narrativa corta de Orson Scott Card en el volumen MAPAS EN
UN ESPEJO. Se trata, respectivamente, de las mejores narraciones cortas
aparecidas en los últimos veinticinco años de la ciencia ficción y de la obra del autor
más característico de los ochenta, el primero que ha sido capaz de obtener tres
premios Hugo seguidos en claro reconocimiento a la popularidad y al interés de su
obra. (Diré, además, que la obra de Card se publica en una nueva colección
especial: Biblioteca Orson Scott Card, dedicada exclusivamente a este autor. El
hecho de que no se publique en NOVA CIENCIA FICCIÓN no significa que no
interese a los lectores habituales de la colección y, desde aquí, quiero recordar a
todos su existencia e interés).
En estos tiempos duros, con la ausencia de revistas como Nueva Dimensión, los
lectores españoles sólo pueden acercarse a la ciencia ficción en su formato de novela

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ya que, por una curiosa y misteriosa conspiración, de la que nadie es autor, se ha
establecido que la narración corta «no vende». Hay que combatir y corregir esa
apreciación.
Sin la narración corta, la ciencia ficción no sería lo que ha llegado a ser ya que,
no lo olvidemos, algunas de las mejores obras del género han tenido esa extensión
breve. La prueba más evidente de lo que digo se halla, sin ir más lejos, en esas dos
macro-antologías de que les hablo y, por tanto, en las páginas que siguen.
Prepárense a disfrutar con un viaje al mundo maravilloso de la imaginación
inteligente y plena de sugerencias. Me atreveré incluso a felicitarles por haber
adquirido éste tan voluminoso ejemplar y me atreveré también a pronosticar que le
guardarán un sitio de honor en su biblioteca. Estoy convencido de ello. Estas
narraciones y estos autores lo merecen.

MIQUEL BARCELÓ

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A los amigos ausentes,
pero especialmente a Judy-Lynn, Frank, Jack y Alfie.

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AGRADECIMIENTOS
Esta antología no podría haber salido a la luz sin la
colaboración generosa y desinteresada de George Zebrowski,
Jane Yolen, Joseph Woelfel, Peter Semenza, Scott R. Danielsen,
Gregory B. Newby, Thomas Whitehead, A. J. Austin y Barbara
Bova.

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PRÓLOGO

LOS NEBULA: ¿NUBES ENTRE LAS


ESTRELLAS?
Ben Bova

Lo mejor de los Nebula.


La crème de la crème.
Esta antología contiene, sin lugar a dudas, los mejores relatos de ciencia ficción
publicados entre 1965 y 1985, según lo han juzgado los miembros de la Sociedad
Norteamericana de Escritores de Ciencia Ficción (Science Fiction Writers of
America), organización de escritores profesionales de este género.
Si usted es estudiante o profesor de ciencia ficción, seguidor del género o profano
en él, laborioso escritor novel o bibliotecario especializado, esta antología le brindará
los mejores relatos de los escritores más prominentes que han adornado el género en
las tres décadas pasadas.
A partir de 1965, la SFWA ha concedido anualmente los premios Nebula a los
mejores relatos del año, según los votos de sus miembros. De esta forma, se considera
que el Nebula es el galardón más prestigioso y anhelado dentro de la ciencia ficción,
ya que lo otorgan los mismos escritores del género. Sólo se puede comparar con el
Hugo, que confieren los aficionados en la convención mundial de ciencia ficción que
se realiza cada año.
Sin embargo, hay quienes contemplan con ojos escépticos tales distinciones y los
procedimientos mediante los cuales se otorgan. La pregunta sería si esta analogía
contiene realmente lo mejor que la ciencia ficción ha producido durante veintiún
años…
En otras palabras, ¿qué representa realmente un Premio Nebula?
Para un astrónomo, una nebulosa (nebula, en inglés) es una nube de gas o de
polvo que se encuentra en el espacio abierto, entre las estrellas. Algunas brillan
intensamente, otras son oscuras y empañan las estrellas que se hallan por detrás. Y
aquí podría haber un paralelo. Los cínicos sostienen que los premios como el Nebula
jamás recaen en los mejores autores del año. En cambio, suelen concederse a relatos
que destellan con brillo ficticio, pero que poseen poca sustancia. Se quejan de que, a
menudo, los premios oscurecen obras superiores que no llegaron a obtener el trofeo.
Muchos escritores y críticos del género denuncian que los premios sólo son el
resultado de un juego interno de intereses políticos, influencias de personalidades
renombradas y alcahueterías; el producto de cábalas, campañas y camarillas. Sin
embargo, pocos de ellos se han negado a aceptar una condecoración cuando se
presentó en su camino.

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Uno de los objetivos que me propuse con esta antología fue examinar la situación
y determinar si los relatos ganadores de premios representan realmente las mejores
obras del género, así como sondear si los galardones se basan en auténticos méritos
literarios o en la fama personal de los escritores.

Método: cómo se realizó la votación

Para crear esta antología, solicité a los miembros de la SFWA que votaran las
mejores obras entre aquellas que habían ganado el Premio Nebula entre 1965 y 1985;
es decir, las que consideraban más sobresalientes entre las galardonadas.
En la tabla que sigue al prólogo encontraréis las obras que obtuvieron el Nebula
en esos veintiún años.
El método fue directo: envié por correo una lista de todos los ganadores del
Nebula a los 874 miembros estadounidenses y canadienses de la SFWA, y les pedí
que eligieran los relatos que consideraban mejores. (El número de miembros
extranjeros de la SFWA es demasiado reducido para tener efecto relevante en la
votación). La lista de obras se dividió en cuatro categorías —al igual que los premios
anuales—, según la extensión de los relatos: novela, novela corta, relato y relato
corto. Cada miembro de la SFWA tenía que elegir cinco obras de cada categoría y
ordenar sus cinco votos según su preferencia. En las categorías de novela y novela
corta había veintidós participantes, pues en ambas categorías se produjo un empate en
determinado año. Sólo hubo veinte candidatas en la categoría de relato, porque en
1970 el Premio Nebula se consideró desierto en ese grupo.
Casi de inmediato se produjo una controversia. Algunos escritores se opusieron a
la idea misma de una antología, alegando que escoger las mejores obras entre las
laureadas con el Nebula implicaba reconocer que había «peores» ganadoras. Así,
todos los relatos que no reunieran suficientes votos para figurar en esta antología se
considerarían obras de segunda categoría, y su «nebulosidad» recibiría un baldón
para siempre. Me fascinó observar que ninguno de los que objetaron me comunicó
sus quejas a mí, de ningún modo. Ni por correo, ni por teléfono, ni en una
confrontación personal, aun cuando nos encontramos en convenciones de ciencia
ficción más de una vez durante el tiempo en que se realizó la votación. Me enteré de
las objeciones por segundas personas y decidí ignorarlas.
Estuve de acuerdo con su razonamiento, mas no con la conclusión. Es cierto:
formar una antología con los «mejores Nebula» implica que los relatos descartados
gozan de menos estima entre los miembros de la SFWA que las obra seleccionadas.
Ninguna persona sensata podría sostener o creer que cada uno de los relatos laureados
con el Nebula es exactamente tan bueno o bello como los demás. Desde luego, habrá
algunos que gusten más. Si dentro de diez años realizáramos otra encuesta, veríamos
que las opiniones habrían cambiado.

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De modo que quisiera concretarlo: esta antología representa lo mejor de los
relatos galardonados con el Premio Nebula entre 1965 y 1985, en opinión de los
miembros de la SFWA, según lo votado durante el verano de 1987.
Lamento mucho si algunos autores se sienten menospreciados, o si determinados
lectores tienden a dejar de lado los relatos laureados con el Nebula que no figuren en
esta antología, pero no puedo hacer nada para evitarlo. Cualquier premio anual
representa los relatos que, en determinado año, se consideraron sobresalientes. Y esta
antología representa los relatos más meritorios entre todos los premiados durante un
lapso de veintiún años.

Resultado: cómo se contaron los votos

Para contar los votos y analizarlos, tuve la fortuna de valerme de los servicios de
Galileo Marketing Systems, de Albany, Nueva York. Debo agradecer la generosidad
del fundador y presidente de Galileo, doctor Joseph Woelfel, y de algunos de sus
miembros, entre ellos el vicepresidente Peter Semenza, Scott R. Danielsen y Gregory
B. Newby.
GMS es una institución pionera en la técnica de sondeos de opinión que se
conoce como «escalamiento multidimensional». Es un método complejo que permite
extraer información significativa de investigaciones y encuestas. Según un estudio
realizado por el doctor Woelfel, quien ocupa el cargo de profesor de Comunicaciones
en la Universidad del Estado de Nueva York, Albany, la técnica del Instituto Galileo
se ha utilizado en campañas políticas y publicitarias en toda la nación y en el
extranjero.
Los votos se contaron de forma directa. Analizarlos fue tarea más compleja.
De los 874 formularios enviados, regresaron 328 con respuestas. El muestreo fue,
por ende, ligeramente superior al 37 por ciento, es decir, dentro de los límites que en
estadística se consideran relevantes. En otras palabras, los votos considerados
representaban adecuadamente las actitudes de los miembros de la SFWA.
Las respuestas se contaron de tres modos distintos, y los resultados se compararon
entre sí.
Primero, la GMS contó los votos que cada relato recogió para el primer lugar en
su categoría, para el segundo lugar, y así sucesivamente.
Segundo, se contó el número total de votos que recibió cada obra, ya fuese para el
primer lugar o para el quinto.
Tercero, se asignó una puntuación a los votos: cinco puntos para el primer lugar,
cuatro para el segundo, y así hasta el quinto puesto, al que se atribuyó un solo punto.
Para elegir a los ganadores, se compararon las tres mediciones, con la esperanza
de que no hubiera grandes discrepancias entre una y otra. No las hubo. En cada

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categoría, la votación resultó lo suficientemente clara, fuera cual fuere el modo en
que se la examinara: por rango, por votos totales, o por puntuación.
No me formé prejuicios sobre la cantidad de obras que debían seleccionarse para
cada categoría. Dejé que los votos me lo dijeran. No planeé de antemano restringir la
antología a un número determinado de novelas, novelas cortas, relatos y relatos
cortos. El número de obras que escogiéramos dependería de la votación. En cada
grupo, los especialistas de la GMS y yo buscamos el lugar donde se producía una
brecha notoria entre los votos que recibía una obra y la siguiente. Buscamos un «alto
en la acción», como dicen los comentaristas deportivos.
Los votos revelaron que, entre las obras de 1965 y las de 1985, los escritores de la
SFWA habían elegido como mejores relatos diez novelas, seis novelas cortas, seis
relatos y nueve relatos cortos. En cada categoría, los votos de estas obras se
concentraron de tal modo que resultó imposible abreviar la lista, pero la diferencia de
votos que hubo entre el noveno y el décimo cuento, por ejemplo, fue lo bastante clara
para saber que allí debíamos trazar una línea divisoria.

Popularidad: el tributo a la fama

En la votación participaron obras de cincuenta y un autores, si bien casi la mitad


de ellos (veintiuno) figuraban representados por más de una obra. Ocho se
presentaban con tres o más títulos, encabezados por el prolífico Robert Silverberg,
quien ha recibido el Nebula en cinco ocasiones.
Sin lugar a dudas, el escritor más popular fue Harlan Ellison, cuyos tres relatos
recogieron un total de 414 votos. Ursula K. Le Guin obtuvo 326 votos para sus tres
obras, y Silverberg, 321 por sus cinco títulos.
El número más alto de votos por obra, 170, fue para Dune, de Frank Herbert, que
estaba representado por este único título. Ellison salió segundo, con un promedio de
138 votos por relato. Daniel Meyes obtuvo el tercer lugar, con 126 votos para su
única obra que participaba, la novela Flores para Algernon.
De los 328 formularios presentados, sólo 39 (el 12%) no votaron más que una vez
por ningún autor. 56 (el 16%) votaron por dos relatos de un mismo autor, y 59 (el
17%) votaron por tres o más obras de un mismo escritor. La mayoría (el 47%, es
decir, 157 votantes) optó por dos o más títulos de dos o más autores. Casi un tercio de
ellos votaron por dos o más obras de tres autores, y algunos escogieron dos o más
títulos de cinco escritores.
¿Estamos ante un caso de «voto al nombre»? ¿Acaso los votantes eligieron a los
nombres famosos, o escogieron los relatos porque sentían que cada obra era la mejor
entre las que se presentaban? En los párrafos siguientes me extenderé sobre este
tema.

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Criterio de los votantes: la verdad y sus consecuencias

Además de enunciar los relatos escogidos, se pedía a cada miembro de la SFWA


que escribiera unas líneas sobre el criterio que había utilizado en la selección de las
obras. Detrás de las dos páginas donde se mencionaba los relatos laureados con el
Nebula, el formulario incluía una tercera página con las siguientes tres preguntas, y el
espacio suficiente para responderlas sucintamente:
1. ¿Cuántas veces participó usted en la votación de los premios Nebula?
2. ¿Qué criterio empleó cuando seleccionó las obras que debían recibir el galardón?
3. ¿Posee distintos criterios cuando se trata de novelas, novelas cortas, relatos y
relatos cortos? En caso afirmativo, ¿cuáles son?
El equipo Galileo analizó las respuestas sometiéndolas a un programa informático
que consideraba la frecuencia con que aparecían los distintos términos en cada
formulario, tras lo cual comparó las frecuencias. Este análisis de frecuencias puede
revelar el «pensamiento grupal» de poblaciones muy numerosas. Es frecuente la
utilización de este tipo de análisis en las investigaciones políticas y publicitarias, y ha
demostrado ser idóneo para determinar las opiniones y las actitudes de la población
estudiada, aun cuando dichas actitudes y opiniones sean inconscientes, latentes y no
se manifiesten explícitamente.
Para mencionar un ejemplo de la forma en que actúa el análisis de frecuencias, en
las respuestas de la SFWA las palabras «ciencia» y «ficción» aparecen casi el mismo
número de veces, como cabría esperar en un estudio referido al género. Las palabras
que aparecieron con más frecuencia fueron «relato» y «relatos», lo cual tampoco
resulta sorprendente.
La primera pregunta del cuestionario no tenía gran trascendencia para determinar
los criterios de selección con que los miembros de la SFWA otorgaban el premio
Nebula.
Pero, al analizar las dos respuestas siguientes, se hallaron resultados algo
inesperados y considerablemente distintos del sentido al que apuntaban
explícitamente los votantes.
Las respuestas escritas con respecto al criterio de selección abundaban en
expresiones tales como «claridad literaria», «vigencia del tiempo» e «impacto en el
género». Daré algunos ejemplos, extraídos de los formularios:
«Traté de juzgar la calidad… En las categorías de relato y relato corto, tendí a
evaluar la calidad narrativa. En novela y novela corta, apunté a las ideas que contenía
el argumento, al carácter memorable de las obras…».
«Excelencia en la elaboración de los personajes, el estilo literario, el argumento y
la originalidad».
«Sí, creo que los criterios deben ser distintos [para obras de diferente extensión],
ya que el impacto que ejerce una obra se ve afectado por su longitud… En las formas

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más extensas del género hay más posibilidades de crear descripciones y personajes
logrados…».
«Mérito literario duradero. Un relato debe ser memorable y dejar en mí una
impresión que perdure…».
Pero cuando el equipo Galileo analizó las palabras empleadas en todas las
respuestas, surgió un cuadro diferente.
Los términos que aparecieron con más frecuencia fueron «bueno» y «lectura»:
exactamente el mismo número de veces. La conclusión es que los miembros de la
SFWA evalúan una «buena lectura» —valor como entretenimiento— más que
cualquier otro criterio a la hora de elegir los relatos galardonados.
También se mencionaron muchas veces los términos «argumento», «pensar» y
«calidad», casi con igual número de apariciones. El otro grupo más numeroso fue
«literario» y «personajes», que se mencionaron con dos tercios de la frecuencia con
que apareció la «originalidad del argumento». Con muchas menos menciones
aparecieron el «impacto emocional», la «calidad» y el «tema», que ocupó el último
lugar.
Según el análisis de frecuencias de las palabras usadas por los votantes de la
SFWA en sus propias respuestas, los criterios pomposos que enunciaron no fueron los
que prevalecieron en realidad a la hora de votar. Quizá creían emplear parámetros
pretenciosos y honestamente estaban convencidos de que ellos gobernaban su
elección, pero el análisis de frecuencias revela que sus criterios inconscientes de
evaluación fueron muy distintos de los que sostuvieron de forma explícita.
¿Hasta dónde puede fiarse uno de esta conclusión? Para zanjar el asunto habría
que extenderse en un análisis mucho más profundo que el que podríamos realizar, con
ayuda voluntaria. Pero la conclusión se vería corroborada por el hecho de que un alto
porcentaje de los sufragios pareció apoyarse en el «tributo a la fama» más que en una
consideración cuidadosa de cada relato por separado.

Calidad: indefinible y de suma importancia

Tal vez esté siendo demasiado severo con mis colegas de la SFWA. O tal vez los
escépticos estén en lo cierto, y los premios como el Nebula evalúan la popularidad de
un autor más que la calidad de sus obras.
¿Es importante esto? Creo que sí. Resulta fundamental que la gente comprenda
sus propias acciones y sus motivos. Después de todo, como escritores de ciencia
ficción, éstos son los factores con que trabajamos a diario. La diferencia entre lo que
creemos pensar y lo que pensamos realmente es la que separa al mito particular de la
realidad imparcial; es la diferencia entre el cielo y el infierno.
Cada campo de actividades posee su propio sistema de reconocimientos y
recompensas. Siempre hay más perdedores que galardonados, y entre los que pierden

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siempre hay quienes mascullan que los premios carecen de valor, que el sistema es
parcial y que la votación se manipula arbitrariamente.
Pero más importante es observar la calidad de las obras que produce el género,
más allá del sistema según el cual se otorgan los premios. ¿Se encuentra en ascenso o
en deterioro la calidad de las obras de ciencia ficción? Si comparamos los relatos
presentes en esta antología con otras selecciones «indiscutidas[1]», creo estar en
condiciones de afirmar con certeza que el campo de la ciencia ficción ha progresado
muchísimo.
Las novelas breves, cuentos largos y cuentos cortos que aquí se publican son
probadamente superiores, en calidad literaria, a casi todas las obras presentes en las
otras antologías. Las novelas seleccionadas que se mencionan son sólidas obras de
arte; varias de ellas han alcanzado cifras de ventas auténticamente notables y han
llegado a lectores que superan, por su magnitud, al público adepto a la ciencia ficción
«dura».
El género crece, no sólo en popularidad sino también en calidad. Todavía tendrán
que surgir nuestros Twain y nuestros Hemingway, pero los relatos que leeréis están a
la altura de la mejor narrativa de ficción que hoy se publica, y en algunos casos se
sitúan por encima.
Francamente, había esperado que se produjera una brecha generacional en la
votación, pero no fue así. En las páginas siguientes veréis relatos de algunos de los
maestros más antiguos de nuestro género, como Clifford D. Simak o Fritz Leiber, y
obras de escritores noveles, como John Varley o George R. R. Martin.
En algunas de las obras deposito un cierto orgullo personal, ya que
originariamente las publiqué siendo editor de las revistas Analog y Omni. Sin
embargo, me entristeció un poco ver que otros relatos que presenté al público no
reunieron los méritos suficientes para integrar esta antología.
Si bien nos fue imposible reimprimir las novelas escogidas como las mejores
entre las ganadoras del Nebula, tuvimos la fortuna de conseguir que todos, salvo uno
de los autores, escribieran breves ensayos donde describen algunos de los procesos
creativos y de los esfuerzos que implicó la redacción de cada novela.
En el caso de las novelas cortas, relatos y relatos cortos, cada obra se reimprime
en su totalidad, según la versión preferida por el autor. (Es triste admitir que, a
menudo, un relato suele ser mutilado durante el proceso de edición, sobre todo
cuando se publica en una revista).
Las novelas se enumeran cronológicamente, según el año en que recibieron el
premio Nebula. Las demás obras que integran la analogía se disponen, grosso modo,
en cierto orden cronológico, aunque alteré la secuencia aquí y allá para que el
resultado final resultase más equilibrado y atractivo. Ni las novelas ni los otros
relatos se ordenan por la cantidad de votos que recibieron.
Para retornar a nuestra pregunta original: ¿representan estas obras la cúspide de la
ciencia ficción desde 1965 a 1985? Creo que sí, en gran medida.

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Ahora tendréis el placer de determinarlo según vuestro propio criterio. En
cualquier caso, os aguardan muchas horas agradables.

OBRAS LAUREADAS CON EL PREMIO NEBULA ENTRE


1965 Y 1985

1965

Novela: Dune, de Frank Herbert.


Novela corta: El árbol de saliva, de Brian Aldiss, compartido con: El que da forma,
de Roger Zelazny.
Relato: Las puertas de su cara, las lámparas de su boca, de Roger Zelazny.
Relato corto: ¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor TicTac, de Harlan Ellison.

1966

Novela: Flores para Algernon, de Daniel Keyes, compartido con: Babel-17, de


Samuel R. Delany.
Novela corta: El último castillo, de Jack Vance.
Relato: Llámale Señor, de Gordon R. Dickson.
Relato corto: El lugar secreto, de Richard McKenna.

1967

Novela: La intersección Einstein, de Samuel R. Delany.


Novela corta: He aquí al hombre, de Michael Moorcock.
Relato: Voy a probar suerte, de Fritz Leiber.
Relato corto: Por siempre y Gomorra, de Samuel R. Delany.

1968

Novela: Rito de iniciación, de Alexei Panshin.


Novela corta: El vuelo del dragón, de Anne McCaffrey.
Relato: Madre del mundo, de Richard Wilson.
Relato corto: Los programadores, de Kate Wilhelm.

Página 18
1969

Novela: La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin.


Novela corta: Un muchacho y su perro, de Harlan Ellison.
Relato: El tiempo considerado como una hélice de piedras semipreciosas, de Samuel
R. Delany.
Relato corto: Pasajeros, de Robert Silverberg.

1970

Novela: Mundo anillo, de Larry Niven.


Novela corta: Aciago encuentro en Lankhmar, de Fritz Leiber.
Relato: Escultura lenta, de Theodore Sturgeon.
Relato corto: Desierto.

1971

Novela: Tiempo de cambios, de Robert Silverberg.


Novela corta: The Missing Man («El hombre que faltaba»), de Katherine McLean.
Relato: La reina del aire y la oscuridad, de Poul Anderson.
Relato corto: Buenas noticias del Vaticano, de Robert Silverberg.

1972

Novela: Los propios dioses, de Isaac Asimov.


Novela corta: Encuentro con Medusa, de Arthur C. Clarke.
Relato: El canto del chivo, de Poul Anderson.
Relato corto: Cuando las cosas cambiaron, de Joanna Russ.

1973

Novela: Cita con Rama, de Arthur C. Clarke.


Novela corta: La muerte del doctor Isla, de Gene Wolfe.
Relato: De Niebla, Hierba y Arena, de Vonda N. Mclntyre.
Relato corto: Amor es el plan, el plan es la muerte, de James Tiptree, Jr.

Página 19
1974

Novela: Los desposeídos, de Ursula K. Le Guin.


Novela corta: Nacido con los muertos, de Robert Silverberg.
Relato: Si las estrellas son dioses, de Gordon Eklund y Gregory Benford.
Relato corto: El día anterior a la revolución, de Ursula K. Le Guin.

1975

Novela: La guerra interminable, de Joe Haldeman.


Novela corta: El regreso del verdugo, de Roger Zelazny.
Relato: San Diego Lightfoot Sue, de Tom Reamy.
Relato corto: ¡Coge ese zepelín!, de Fritz Leiber.

1976

Novela: Homo plus, de Frederik Pohl.


Novela corta: Houston, Houston, ¿me recibe?, de James Tiptree, Jr.
Relato: El hombre del bicentenario, de Isaac Asimov.
Relato corto: A Crowd of Shadows («Multitud de sombras»), de Charles L. Grant.

1977

Novela: Pórtico, de Frederik Pohl.


Novela corta: Stardance («Danza de estrellas»), de Spider y Jeanne Robinson.
Relato: El eslabón más débil, de Raccoona Sheldon.
Relato corto: Jeffty tiene cinco años, de Harlan Ellison.

1978

Novela: Serpiente del sueño, de Vonda N. Mclntyre.


Novela corta: La persistencia de la visión, de John Varley.
Relato: A Glow of Candles, a Unicorn’s Eye («Un brillo de velas, el ojo del
unicornio»), de Charles L. Grant.
Relato corto: Piedra, de Edward Bryant.

Página 20
1979

Novela: Las fuentes del paraíso, de Arthur C. Clarke.


Novela corta: Enemigo mío, de Barry Longyear.
Relato: Los reyes de la arena, de George R. R. Martin.
Relato corto: Giants («Hormigas gigantes»), de Edward Bryant.

1980

Novela: Cronopaisaje, de Gregory Benford.


Novela corta: The Unicom Tapestry («El tapiz del unicornio»), de Suzy McKee
Chamas.
Relato: Los pollos feos, de Howard Waldrop.
Relato corto: La gruta de los ciervos danzarines, de Clifford D. Simak.

1981

Novela: The Claw of the Conciliator («Las garras del conciliador»), de Gene Wolfe.
Novela corta: The Saturn Game («El juego de Saturno»), de Poul Anderson.
Relato: La vivificación, de Michael Bishop.
Relato corto: The Bone Flute («La flauta de hueso»), de Lisa Tuttle (premio
rechazado).

1982

Novela: Sólo un enemigo: el tiempo, de Michael Bishop.


Novela corta: Another Orphan («Otro huérfano»), de John Kessel.
Relato: Servicio de vigilancia, de Connie Willis.
Relato corto: A Letter from the Clearys («Carta de los Clearys»), de Connie Willis.

1983

Novela: Marea estelar, de David Brin.


Novela corta: Lucha cruenta, de Greg Bear.
Relato: Música en la sangre, de Greg Bear.
Relato corto: El Pacificador, de Gardner Dozois.

Página 21
1984

Novela: Neuromante, de William Gibson.


Novela corta: Pulse Enter, de John Varley.
Relato: Hijo de sangre, de Octavia E. Butler.
Relato corto: Viaje aterrador por un mundo devastado, de Gardner Dozois.

1985

Novela: El juego de Ender, de Orson Scott Card.


Novela corta: Rumbo a Bizancio, de Robert Silverberg.
Relato: Retrato de sus hijos, de George R. R. Martin.
Relato corto: Entre tantas estrellas brillantes, de Nancy Kress.

1986

Novela: La voz de los muertos, de Orson Scott Card.


Novela corta: D & D, de Lucius Shepard.
Relato: La chica que cayó del cielo, de Kate Wilhelm.
Relato corto: Tangentes, de Greg Bear.

1987

Novela: La mujer que caía, de Pat Murphy.


Novela corta: El geómetra ciego, de Kim Stanley Robinson.
Relato: Rachel enamorada, de Pat Murphy.
Relato corto: Siempre tuya, Ana, de Kate Wilhelm.

Página 22
LO MEJOR DE LAS NOVELAS

Si bien es imposible reimprimir las novelas seleccionadas para Lo mejor de los


premios Nebula según los votos de la Sociedad Norteamericana de Escritores de
Ciencia Ficción, los autores de las novelas galardonadas han escrito amablemente los
siguientes comentarios sobre sus obras.
Las novelas seleccionadas, según el orden del año en que originariamente
recibieron el Nebula, son:
1965: Frank Herbert, Dune.
1966: Daniel Kayes, Flores para Algernon.
1969: Ursula K. Le Guin, La mano izquierda de la oscuridad.
1970: Larry Niven, Mundo anillo.
1973: Arthur C. Clarke, Cita con Rama.
1974: Ursula K. Le Guin, Los desposeídos.
1975: Joe Haldeman, La guerra interminable.
1977: Frederik Pohl, Pórtico.
1980: Gregory Benford, Cronopaisaje.
1985: Orson Scott Card, El juego de Ender.

Página 23
EL MISTERIO DE DUNE
Brian Herbert

Nota del editor: Frank Herbert, cuya novela clásica Dune obtuvo el primer premio Nebula, falleció en 1986.
Su hijo Brian, célebre novelista, nos ha brindado gentilmente su comentario sobre Dune.

Dune…
El murmullo de infinitas voces resopla en el viento nocturno, a través del desierto
remoto, desde el relieve escarpado y rocoso que la luna ilumina a lo lejos. El sonido
se acerca, crece…
Dune…
Ahora percibes un redoble sordo, un profundo palpitar que pareces percibir con
las plantas de los pies. No puedes moverte. El sonido se te filtra en los huesos, te
atraviesa la médula, te adormece el cerebro. Bajo la luz de la luna, ves algo inmenso
que asoma sobre la cresta de un monte arenoso: una forma que se retuerce y se
contorsiona.
El sonido crece en ritmo e intensidad y te quita el aliento.
¡Dune!
Una cacofonía de ruidos estalla a través de tu cuerpo, te inunda. Sientes que te
arrastra una gigantesca oruga atronadora, más grande que una nave espacial de Guild.
Desapareces, y Shaihulud te transporta hacia las honduras del desierto, hacia los
confines inefables de ese lugar que por siempre se conocerá como Dune.
¡Dios mío, no es una escena del relato! Pero me encontré pensando en ella con
toda vividez, recordando algo que mi padre, el creador de Dune, me dijera en una
ocasión. Según sus palabras, los libros que más le complacía escribir eran los que
terminaban bastante después de que el lector finalizaba la última página y cerraba las
tapas. Durante largo tiempo, creí que se refería sólo a cuestiones intelectuales, pues
sus obras eran manifiestamente cerebrales. Luego llegué a comprender uno de los
muchos mensajes ocultos en la serie de Dune: lo más importante yace en la
naturaleza inefable de las cosas.
Seguí pensando en Dune, en todos los libros sobre Dune, mucho después de haber
cerrado las tapas. Y no tanto en sus aspectos intelectuales, ya bastante intrigantes de
por sí: sentía algo, experimentaba sensaciones que no aparecían en las páginas.
¿Habría algo entre líneas… algo en el hemisferio derecho emocional de mi cerebro?
Se trataba de una cuerda que resonaba y que, como me decía la intuición,
compartía con otros seres humanos, no sólo con mi padre. Me frustraba percibir algo
tan simple en su quintaesencia, que mi mente, con toda su complejidad y tamices
socializados, no se avenía a escrutar.

Página 24
Estos sentimientos, y muchas de mis reflexiones sobre ellos, siguieron
remitiéndome al concepto de memoria racial o grupal que Frank Herbert expresó en
Dune, con el cual concuerdo. Supongo que, en cierto sentido, ocurre aquí como con
política o religión, en que los hijos tienden a seguir las creencias de sus padres.
Examiné esta idea particular desde un cierto número de ángulos, la descarté, la
investigué, y volví a recuperarla. Quisiera decir que mi rescate se debió enteramente a
los casos documentados que hallé, en que las personas experimentaban
acontecimientos del pasado y vidas concurrentes de otros hombres; quisiera decir que
ellos me permitieron formarme un juicio lógico racional. Pero sé que no es totalmente
así: la mente humana posee métodos peculiares para engañarse a sí misma y técnicas
para ocultar lo que no desea ver.
La mente humana es capaz de racionalizar casi cualquier cosa.
Si la conciencia universal y la transferencia de la memoria son realidades, mi
padre y yo nunca estuvimos tan separados por la edad, pues nuestras raíces comunes
se remontan a millones y miles de millones de años sobre este planeta y este
universo. Él basó su concepto de memoria grupal, fundamentalmente, en los escritos
y enseñanzas de Carl Gustav Jung; en el «inconsciente colectivo» de Jung: ese
conjunto supuestamente innato de «contenidos y modalidades de conducta» que
poseemos todos los seres humanos.
Durante los años que mi padre consagró a Dune, viví con él; comprendo en gran
medida lo que se refiere a la elaboración de la novela. Sin embargo, la creación de
esta magnífica obra sigue escapando a mi comprensión. Encuentro algo nuevo e
intrigante en ella casi todas las veces que recorro sus páginas. Mi padre fue un
hombre que supo hablarme a menudo de la importancia de los detalles y de la
densidad literaria. Fue un hombre que comprendió el inconsciente y que escribió sus
libros en capas verticales. Decía que el lector podía «entrar» en cualquier libro de
Dune por cualquiera de sus numerosas capas, y seguir ese estrato concreto a lo largo
de todo el texto. Así, en una lectura posterior, el «bibliófago» podía escoger un
itinerario totalmente distinto.
El nombre «Dune» es, en sí, un gran suspiro, una sugerencia de tierras remotas y
exóticas. Allí, las personas tienen ojos más azules que el azul y, en desafío a la
autoridad, usan una denominación prohibida para designar al planeta. Según los
edictos de los poderes político-militares que rigen ese lugar, el mundo desierto se ha
llamado primero Arrakis, y luego Rakis. Pero los pobladores del desierto, los fremen
que lo han habitado desde tiempo inmemorial, comprenden el espíritu de Dune y del
Hacedor, Shai-hulud. Los fremen son rebeldes, y el nombre que usan para llamar a su
mundo así lo sugiere. Ninguna fuerza exterior ni autoridad extraña puede obligarlos a
alterar su modo de ser. Este espíritu de rebelión, este desafío humano a la injusticia y
la opresión es lo que Frank Herbert capturó de forma tan magistral cuando creó su
mundo desierto y el Imperio que lo abarcaba.

Página 25
Dune no es un libro que pueda aprehenderse en una primera lectura, salvo quizás
en el caso de lectores muy dotados e instruidos. En la novela hay capas que se
extienden por debajo de la aventura y que se entrelazan diestramente con la acción
argumental. El estrato de la acción es el más obvio, el que casi todos los lectores
podrán seguir y recordar mejor. Mi padre solía decirme que era la capa esencial, pues
si un autor no estructuraba bien su libro y si olvidaba que su primer propósito era
entretener, no podría capturar la atención de sus lectores.
Frank Herbert era un enamorado del lenguaje y sobre todo del idioma inglés.
Dune es un tapiz espléndidamente rico en palabras, sonidos, imágenes. A veces,
escribía algunos pasajes primero en verso, y luego los pasaba a prosa. El ejemplo más
sorprendente de esta cuestión se refiere a un poema haiku de diecisiete sílabas que
escribió en inglés, y que, según dijo, expandió hasta convertir en toda la novela Dune.
Esto se torna algo más fácil de entender si se advierte que muchos haiku se refieren a
la naturaleza, y que la ecología es uno de los grandes tópicos de Dune.
Algunas personas —entre ellas, varios editores— no pudieron pasar de las
primeras cien páginas de Dune. El libro fue rechazado por más de doce editores,
antes de que, a mediados de los años sesenta, lo recogiera Chilton, una editorial
conocida en esa época por publicar manuales de reparación de automóviles. (Luego,
papá diría en broma que lo retitularían Cómo reparar su ornitóptero). Los otros
editores no supieron reconocer el maravilloso tempo interno de Dune. El libro
comienza lentamente, y su suave ritmo va ganando ímpetu y ritmo hasta culminar en
un clima grandioso.
Mi padre se nutrió de muchas culturas, religiones e idiomas. Los haiku japoneses,
por ejemplo, son una forma artística derivada del budismo zen. Así, la disciplina
prana-bindu de Bene Gesserit se apoya en las disciplinas zen. Hay grandes paralelos
entre la Hermandad de Bene Gesserit y el catolicismo. En Dune también aparece una
Biblia Católica Naranja, que sugiere una futura fusión del protestantismo con el
catolicismo. En las arenas de Arrakis hay truchas, y Leto, el Dios Emperador, luce un
manto de piel de trucha: desde luego, el pez fue un temprano símbolo cristiano. La
gente del desierto, los fremen, al principio se parecen sobremanera a los árabes, pero
después de posteriores estudios destaca su semejanza con rasgos judeocristianos,
particularmente en la imagen de un pueblo perseguido, obligado a ocultarse de las
autoridades. La vida y la leyenda de Muad’Dib se entroncan con el concepto del
impulso mesiánico y con la idea de un superhéroe político y religioso. Estos temas se
encuentran (entre otros sitios) en el islamismo, el cristianismo y el budismo. Mi padre
llegó a emplear tradiciones y datos de los pueblos que vivían en los desiertos de Gobi
y de Kalahari, y de los aborígenes de las llanuras desérticas de Australia.
Su desierto es un gran mar, con gusanos gigantes que bucean en las profundidades
de los dominios de Shai-hulud. Las cimas de las dunas son como las crestas de las
olas, y también allí se producen poderosas tempestades. En Dune, toda la vida emana
del Hacedor que mora en el mar-desierto; del mismo modo, se cree que toda la vida

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que existe sobre la Tierra provino de nuestros mares. Frank Herbert trazó
paralelismos, usó metáforas y extrapoló circunstancias actuales en sistemas que, a
primera vista, parecen enteramente extraños. Pero un examen más profundo revela
que no son tan distintos de los mundos que conocemos… y que los personajes de su
imaginación tampoco difieren tanto.
Los lectores se identifican con incontables rasgos de los libros sobre Dune, y no
siempre son conscientes de la atracción que ellos ejercen. Frank Herbert sembró un
jardín de elementos inconscientes y subliminales, que en gran medida el lector sólo
puede apreciar mediante un notable esfuerzo. Pero va mucho más allá: se interna en
la percepción y experimentación de objetos y acontecimientos en formas alternativas,
en formas espirituales.
Si Frank Herbert pudiese catalogarse en algún sentido religioso (¡lo cual
constituye un «sí» muy grande!), se acercaría al budismo zen. En ese mundo se sentía
más a gusto, y pisaba con más firmeza. No compartía los dogmas ni los rituales de
ninguna religión, si bien su profundo compromiso con la ética y con la supervivencia
de la humanidad se palpa en sus obras. Creía en la calidad de vida, y no sólo en
«subsistir arañando»; y sabía exponer sus convicciones al respecto con destreza y
sentido didáctico, mediante sus personajes. En ellos, a veces, Frank Herbert dialogaba
con Frank Herbert, exploraba distintos derroteros de sistemas ideológicos semejantes,
con frecuencia referidos a la política y a la religión. En otras ocasiones, hablaba
mediante personajes que representaban anatemas de sus puntos de vista. El estrato
religioso es una capa particularmente fascinante para rastrear a lo largo de los seis
volúmenes que componen la serie de Dune: sus personajes hablan o piensan, a
menudo, de la primacía del pensamiento inefable. En Dios Emperador de Dune, el
autor dice, en voz de Leto Atreides II: «El único pasado que perdura yace en ti,
inefable».
En general, los budistas tienden a ser tolerantes con las ideas religiosas de los
demás. Desde luego, hay excepciones, pero en general carecen del fervor misionario
y fanático de las religiones occidentales. Es interesante leer, en este sentido, el
propósito manifiesto de Frank Herbert al crear la CTE (Comisión de Traductores
Ecuménicos), tal como lo describe en uno de los apéndices de Dune: «Estamos aquí
para suprimir un arma fundamental de manos de las religiones contendientes: la
suposición de que poseen la revelación única».
Paradójicamente, cuando se trataba de política, se mostraba intolerante y
describía, con amplios círculos y gráficos, los juegos del poder. Esto se debía a su
estrecha vinculación con la política estadounidense, en especial durante los años
cincuenta, cuando trabajó en íntima colaboración con el Estado y con los líderes
políticos nacionales. Se ha dicho que la familiaridad alimenta el desprecio; en la serie
de Dune, atacó sin cuartel dos grandes frentes: la burocracia y los sistemas que
tendían a la creación de superhéroes. Sabía detectar a los burócratas disfrazados y sus
advertencias sobre los funcionarios atrincherados resuenan con sorprendente claridad.

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Al hablar de los héroes, observaba que, cuando cometían errores, éstos se
multiplicaban por el número de personas que los seguían ciegamente.
En Mesías de Dune, lo satirizó con pinceladas nítidas y crudas, en palabras de
Paul Muad’Dib: «¿Crees que no veo mi propio mito?… Insinué mis ritos en los actos
humanos más elementales. ¡La gente come en nombre de Muad’Dib! Ama en mi
nombre y nace en mi nombre. Cruza la calle en mi nombre. ¡No puede alzarse una
viga en la barraca más humilde del lejano Gangishree sin que se invoque la bendición
de Muad’Dib!».
Para Muad’Dib, el poder de su presencia y su papel mesiánico predeterminado
eran un beneficio pero, a la vez, una maldición. Sentía que cargaba un peso mayor
que el de Atlas, y el autor exploró esta perspectiva personal del héroe con sumo
cuidado. Frank Herbert era un estudioso de los mitos y sabía mostrar cómo éstos
afectaban psicológicamente al líder y a cuantos lo rodeaban. La profundidad del
análisis psicológico era el emblema de Frank Herbert.
Para comprender Dune es menester leer toda la serie; sólo así se vislumbra
adonde se dirigía el autor; adonde quería conducir a los personajes y mundos que
creó en el primer volumen. En Mesías de Dune, por ejemplo, invierte a Dune y
muestra los peligros que corre la gente cuando sigue a un mesías.
Era un iconoclasta por excelencia.
Frank Herbert era un hombre capaz de levantar rocas y hacer que las criaturas
humanas se escabulleran de sus escondrijos. Solía deshacer con entusiasmo lo que
denominaba «supuestos culturales y lingüísticos implícitamente aceptados», y, para
hacerlo, extrapolaba tradiciones y palabras de existencia concebible en el futuro.
Observaba que en nuestro lenguaje y en nuestra cultura se entroncaban fragmentos y
retazos del pasado más diverso, y no veía razón de que este patrón creativo no
pudiese continuar en el porvenir. Decía que, dentro de miles de años, en las palabras
y costumbres futuras anidarían segmentos del pasado —del hoy—, como detritus casi
olvidados.
Esto explica la diversidad de fragmentos religiosos que se encuentran en los
libros de Dune. También da cuenta del vocabulario extraordinariamente amplio que
usaba Frank Herbert: poseía un bagaje de términos de las tradiciones más variadas,
que esparcía a lo largo de sus páginas con generosidad, tal como el cocinero adereza
sus comidas para engalanar su sabor. Gozaba empleando palabras que no formaban
parte de la lengua cotidiana: le gustaba presentar desafíos a sus lectores.
Cuando surgía la necesidad, osaba incluso inventar sus propios términos, que
forjaba con la destreza de un consumado artífice de la lengua. Muchas de sus palabras
echan raíces en el árabe y en el hebreo, y en numerosos casos combinaba sílabas de
dos idiomas, dos culturas, o hasta dos religiones. Se refería, por ejemplo, a la
literatura «zensunni» y «zensufi», donde a «zen» se añaden los sufijos islámicos
«sunni» y «sufi». A veces programaba su ordenador para generar palabras al azar y

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escogía combinaciones de alfabetos previamente seleccionados. En otras ocasiones,
obtenía nombres de la guía telefónica; los Harkonnen, por citar un caso.
Las palabras y los nombres de Dune son eclécticos. Alia fue uno de los santos
musulmanes, y sus antepasados se remontan directamente a Mahoma. Atreides se
basa en la casa Atreus, de la historia griega. La palabra «sihaya» es de origen navajo;
«sietch», proviene del chakobsa, un idioma que se halló en el Cáucaso, «jihad»
significa «guerra santa» en lengua islámica, y en árabe posee la misma acepción que
para el pueblo de Dune. El emperador Padishah, que gobierna el universo de Dune, se
remonta a las tradiciones persa, turca y de la India oriental. Jamis es un antiguo
nombre inglés que mi padre descubrió mientras rastreaba viejos registros
genealógicos.
Personas capaces de resolver el crucigrama del New York Times directamente con
tinta han tenido que recurrir al diccionario y a otras referencias bibliográficas al leer
las obras de Frank Herbert.
Enseñó la importancia de la planificación a largo plazo, sobre todo en lo que
respecta al ambiente. Hablaba de adaptación, de poner fuerzas en movimiento para
cambiar la actitud de los hombres hacia su propio planeta. En Casa capitular: Dune,
último título de la serie, la reverenda madre Dortujla dice: «Nunca dañes tu propio
nido». Desde luego, eran palabras de Frank Herbert, que sentía que estábamos
haciendo precisamente eso con la Tierra. Sin embargo, no creía en un cambio brusco
del ecosistema, en especial si lo efectuaban personas sin los conocimientos técnicos
adecuados. De modo similar, no compartía las ideas de los ambientalistas radicales,
que se oponen a todo desarrollo industrial. Creía que la mejor adaptación del hombre
al planeta era un compromiso para que ni el hombre ni el ecosistema sufrieran
indebidamente.
Pero no os equivoquéis al respecto: Frank Herbert deseaba un cambio ambiental
de gran magnitud. En 1970, durante el Día de la Tierra, celebrado en Philadelphia,
dijo al auditorio: «Rehúso terminantemente verme en posición de tener que decir a
mis nietos: “Lo siento, ya no queda más mundo para vosotros. Lo usamos todo
nosotros”». Ese día, como en todas sus obras, el destinatario de sus palabras fue la
posteridad. Con respecto a su trabajo, dijo: «La única crítica válida con que cuenta
una expresión artística es el tiempo. ¿Resiste a su transcurso? Un autor nunca sabe
con certeza si será leído dentro de varios siglos».
Creo que Dune merece perdurar. Si ello no ocurriese, me temo que se perderían
los mensajes ecológicos, políticos y religiosos que mi padre se esforzó por
transmitir… y que, con ellos, también perecerían la Tierra y sus habitantes.

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COMENTARIO DEL EDITOR A FLORES
PARA ALGERNON

Flores para Algernon ocupa un lugar único en el universo de la ciencia ficción.


Comenzó siendo un cuento largo, que se publicó en The Magazine of Fantasy and
Science Fiction en 1959, mucho antes de que se creara la SFWA y de que se
comenzaran a otorgar los premios Nebula. La obra obtuvo el premio Hugo en la
Convención Mundial de Ciencia Ficción de 1960. Daniel Keyes extendió el relato en
forma de novela en 1966, y la obra consiguió fácilmente el premio Nebula de ese año
en la categoría más extensa. Dos años después Cliff Robertson produjo un
largometraje, Charly, basado en la novela. Años antes, Robertson había realizado una
obra para televisión basada en el relato. Robertson ganó el Oscar al mejor actor por
su interpretación de Charlie Gordon, y ésta fue la única ocasión en que se otorgó un
Oscar a la actuación por una película de ciencia ficción.
En cualquiera de sus formas, Flores para Algernon sigue el patrón clásico de la
tragedia griega al representar a un hombre elevado a alturas casi divinas para ser
aplastado y reducido a polvo nuevamente. Sin embargo, Keyes va más allá de los
límites de la tragedia griega, pues demuestra que al hombre le es posible aprender,
crecer y superarse incluso ante la derrota más sobrecogedora.
Este relato es prácticamente la única contribución que Daniel Keyes ha efectuado
al género de la ciencia ficción, fuera de su labor como editor de algunas revistas y de
unos pocos relatos publicados en las décadas de los años cincuenta y sesenta.
Con ello basta.

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SOBRE LA MANO IZQUIERDA DE LA
OSCURIDAD Y LOS DESPOSEÍDOS
Ursula K. Le Guin

Ben nos pidió que escribiéramos algo sobre las novelas enunciadas en esta
antología: cómo surgieron en nuestra mente, cómo respondieron a ellas los lectores y
críticos, y qué lugar ocupan en el cuerpo de nuestra obra.
Primero, entonces, sus orígenes.
La mano izquierda de la oscuridad, como sucede con toda novela en sus inicios,
comenzó siendo una imaginación, una especie de visión o imagen, de dos personas
que arrastraban una pesada carga a través de una vasta extensión de nieve. Así, desde
este punto de vista, el libro fue el proceso mediante el cual fui descubriendo quiénes
eran esas personas, por qué estaban allí, dónde quedaba ese sitio, y adonde se
dirigían. También qué sexo tenían, y en qué época actuaban.
Los desposeídos comenzó como un cuento corto. Cuando releí el primer borrador
me pareció tan espantoso que pensé en dedicarme a la construcción, la costura o a
jugar al golf: actividades que, sin duda, haría mejor que escribir. Sin embargo, en ese
relato había una persona que trataba de surgir. Un par de años después, cuando hube
leído todo el material sobre anarquismo que ese sujeto necesitaba, pude escribirle su
libro. (Me resulta interesante observar que cuando escribo libros con protagonistas
masculinos, por nobles y gentiles que sean, siempre tienen esa cualidad imperativa:
«¡Escribe esto, escríbeme!». En cambio, los personajes femeninos colaboran
conmigo. Cuanto más vieja y desobediente me vuelvo, mejor trabajo con mujeres).
Ahora: las reacciones ante las obras.
En la actualidad La mano izquierda de la oscuridad parece cosa del pasado, pero
en 1968 resultó singular en muchos aspectos y, por lo tanto, esperé el destino
acostumbrado de todo libro raro: una fría incomprensión. La respuesta poderosa,
rápida y positiva que generó el relato me sorprendió, y su calidez fue, para mí, una
fuente permanente de aliento para mis posteriores incursiones innovadoras.
Los desposeídos también contó con una buena acogida, pero, por ser una obra
más densa y argumental, no penetró rápidamente en el sentimiento del público y, en
ciertos sentidos, la sentí como un fracaso: mi pasión no había hallado eco. Hoy, diez
años después, siento un placer algo amargo, aunque real, cuando la gente me dice
cuánto ama a ese libro.
En cuanto a las respuestas de los críticos, quisiera señalar algo sobre la crítica de
ciencia ficción, a partir del juicio que ha recibido toda mi obra y estos dos relatos en
particular. Por mucho que la ciencia ficción sea una literatura de ideas, y por mucho
que yo sepa pensar, mi vigor como escritora no puede ser de naturaleza puramente
intelectual; ha de ser por igual o incluso esencialmente emocional y estética. La

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ciencia ficción es un género artístico. El intelecto, en la obra de los dos autores que
admiro, se encuentra al servicio de la labor que efectúa el escritor para sentir con
sinceridad y crear algo hermoso. Gran parte de las críticas de ciencia ficción se
limitan a lo intelectual e ideológico: se extienden sobre «las ideas de Le Guin», sobre
esto o aquello, pero dejan de lado lo que, a mi entender es tan esencial en los libros
como las relaciones entre los personajes: la forma, la estructura y el ritmo de la
narrativa; en definitiva el lenguaje… Las novelas se componen de palabras, y las
palabras son más que meros vehículos de ideas. Tenemos algunos críticos amantes de
la ficción, pero nos hacen falta más.
A medida que el movimiento feminista fue cobrando forma y energía, las críticas
procedentes de esta tendencia comenzaron a señalar las fallas de mi intento por lograr
una igualdad sexual en estas dos obras (mi uso de lo que yo entonces entendía por
pronombre genérico —masculino—; mi elaboración de Estraven según roles
típicamente masculinos y de Takver en actitudes convencionalmente femeninas,
etcétera). Estas críticas, casi siempre formuladas con verdadera pasión y esperanza,
jamás me resultaron negativas o aplastantes, y siempre me resultaron útiles y
constructivas. ¡Estoy muy agradecida por ellas! Al mismo tiempo, últimamente (es
decir, en enero de 1988), he comenzado a sentir que las críticas feministas sólo se
dedicaban a leer La mano izquierda de la oscuridad y Los desposeídos para
reconvenirme por ellos, mientras que sólo los misóginos leían mis libros posteriores,
es decir, los que creé a partir de las fuerzas que el movimiento femenino me dio para
escribir como mujer, con pocas concesiones —y ciertas subversiones— a los modelos
y las expectativas masculinas. Me gustaría que, de vez en cuando, ambos grupos se
dispusieran a canjear libros.
Por último, qué lugar ocupan estas obras en mi producción.
Hoy en día, La mano izquierda de la oscuridad es leído por personas que no
habían nacido cuando fue escrito. Lo que a ellos les resulta más difícil de considerar
que a mí es que yo no tenía muchos más años que ellos cuando escribí el relato.
Después de todo, los libros más viejos resultan ser los más jóvenes. Los desposeídos
es una «obra madura», como dicen, con una especie de extensión magistral típica de
la clásica utopía (desde entonces, he descubierto la anticlásica «Coyotopía»). Todo
esto tiende a hacer que la gente me atribuya dos metros cuarenta de estatura, ochenta
años, y que me considere como una especie de Madre mítica. Al parecer, el cuerpo de
una obra puede afectar al cuerpo de su autor. ¡Mirad qué magnífica idea para un libro
de ciencia ficción! Lo único que atino a hacer al respecto es (como Odo) volverme
cada vez más baja, vieja y lejana.

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MIRADA RETROSPECTIVA SOBRE MUNDO
ANILLO
Larry Niven

Hoy tal vez no sea obvio, pero escribir Mundo Anillo fue un acto de coraje.
Lo más entretenido fue diseñar el mundo de la obra. Lo difícil fue describirlo sin
perder a los lectores en el camino. Se trataba de un ambiente alejado de toda
experiencia habitual, pero quería plantear al lector problemas que debía resolver
durante la travesía. (Para mí no es posible un relato sin algún problema que resolver.
No se trata de una pretensión: soy un maestro compulsivo).
También estaba la cuestión de Teela Brown. En aquella época, los poderes
psíquicos eran moneda corriente: me tenían harto. Con Teela, quise demostrar el
poder psíquico supremo: el Control del Autor. No bien se vio claramente en qué
consiste el poder de Teela Brown, la retiré de la escena. Con todo, era mucho pedir a
un lector que continuara dejando en suspenso su incredulidad.
Me valí de la geometría de enseñanza secundaria: mapas con proyección
Mercator, y escala 1:1, desplegados a lo ancho (40) y a lo largo (24.000). Las
sombras de la noche subtienden el mismo ángulo en todas partes; desde muy cerca
del borde todo parece una convergencia de líneas rectas.
Quería que el lector estuviera prevenido y advertido contra el Mundo Anillo. Le di
la Flota de los Mundos de los titerotes como paso intermedio para que fuera dotando
su imaginación. Le mostré imágenes; le di comparaciones y analogías en escala. Allí
donde me fue posible, traté de mantener un solo punto de vista y pocos personajes, en
favor de la simplicidad. Dejé que el tamaño de la estructura y su naturaleza (la
«máscara de mundo») se presentara a los personajes como una sorpresa recurrente.
Hoy podría llenarse un anaquel de libros sobre «la Cosa Enorme» (para usar la
expresión de David Gerrold). Hace dieciocho años, Mundo Anillo fue un riesgo. Las
editoriales estarán de acuerdo. Mundo Anillo apareció en edición en rústica y no hubo
continuaciones. La primera versión en tapa dura apareció siete años después.

Todos quieren hablarme del Mundo Anillo.


Con los años, llovieron las cartas. El Mundo Anillo es inestable en el plano de
rotación. Dan Alderson y Ctein, trabajando de forma independiente, emplearon siete
años para determinar la inestabilidad exacta. La topografía es una forma artística, y
como tal, siempre es blanco de los críticos. Una clase de enseñanza media de Florida
asegura que el mantillo de tierra iría a parar a los océanos al cabo de unos tres mil
años. Los cuadrados de sombras podrían haber estado mejor diseñados. Las tensiones
sobre la estructura son las mismas que en la superestructura de un puente sin

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extremos. El suelo del Mundo Anillo necesitaría la fuerza de tensión del núcleo de un
átomo.
Éste es el juego. El objetivo del lector es sorprender al autor en un error. Y el de
éste es hacérselo imposible. Si uno no lo logra… al menos podrá jactarse de que su
ensueño valió estudios tan meticulosos.
Los artistas también se interesaron. He visto paisajes del Mundo Anillo, buenos y
malos, y encontré versiones de los titerotes de Pierson en cerámica, origami, plata,
pintura, estudios anatómicos, dibujos animados…
Los nuevos datos pusieron en marcha mi imaginación una vez más. Escribí una
segunda parte. Ahora, las cartas fueron menguando. Tal vez, por fin, conseguí dar con
el diseño correcto.
Pero ¿dónde están las cartas sobre el Anillo de Humo?
Con los años he construido otros ambientes ficticios: lugares extraños, poblados
de curiosos habitantes. Kobold fue construido por una inteligencia superior que se
valió de la gravedad como expresión artística. Jinx fue colonizado porque me cansé
de los esferoides achatados en los polos. Entre los estatorreactores de Bussard se
produce un combate aéreo que dura doce años. En Un mundo fuera del tiempo, la
Tierra gira en torno de Júpiter. En Mote Prime la civilización —y la guerra—
transcurren al menos durante un millón de años… pero nada que haya escrito antes o
después de Mundo Anillo generó semejante respuesta en los lectores.
El Anillo de Humo, quince años posterior a Mundo Anillo, se da como un
fenómeno natural, como un inmenso volumen de atmósfera respirable en caída libre.
Es lo bastante extraño para hacer que el Mundo Anillo parezca un Hoboken. ¿Dónde
están los lectores dispuestos a señalar los errores que cometí al diseñar el Anillo de
Humo? ¿Acaso no creen comprender el Anillo de Humo mejor que su propio autor?
Es algo raro en la comunidad de lectores de ciencia ficción.
El Mundo Anillo surge fácilmente ante los ojos de la imaginación. Otros mundos
de la ciencia ficción son demasiado familiares, o increíbles en exceso, o no están lo
bastante bien descritos para invitar al juego. Pero el Mundo Anillo es lo bastante
familiar y lo bastante extraño que debe ser para captar en sí la verdadera sensación
del asombro y el prodigio. Tal vez nunca más pueda volver a lograr nada semejante.

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SOBRE CITA CON RAMA
Arthur C. Clarke

Me complace saber que Cita con Rama ha sido elegida como una de las diez
mejores novelas laureadas con el Nebula. Parece ser, sin duda, uno de mis libros más
populares, si bien, en mi opinión, El fin de la infancia tiene muchos más méritos.
Desde luego, ninguno de ellos es tan bueno como 2061: Odisea tres, pero ése no
habéis tenido oportunidad de leerlo aún, ¿no es cierto?
Dicho sea de paso, la escena inicial ha pasado a ser hoy mucho más vigente que
en 1973, cuando escribí la obra. El concepto de un grave impacto contra un asteroide
en la actualidad se toma seriamente, como ocurre con la noción de Spacewatch
(Observación del espacio). En realidad, el diario de hoy publica el informe de un
científico ruso, donde se consigna que el asteroide 1983 TV podría chocar contra la
Tierra en 2115. De forma que la escena inicial de Rama podría suceder en la realidad
con cuarenta años de retraso.
Rama es muy peculiar, pues recuerdo exactamente lo que me determinó a
escribirla. Fue una ilustración de un asteroide ahuecado, que figuraba en el libro
Beyond Tomorrow («Más allá del mañana»), de Dandridge Cole, con dibujos de Roy
Scarfi (Amherst Press, 1965).
En su sorprendente libro The World, the Flesh and the Devil («El mundo, la carne
y el demonio») (reimpreso por la Universidad de Indiana en 1969), J. D. Bernal
también analiza los mundos artificiales huecos, y sus ideas fueron retomadas por
Stapledon, particularmente en El hacedor de estrellas. De modo que la idea en sí no
fue de mi invención, aunque dudo que los problemas prácticos hayan sido tratados en
forma tan minuciosa con anterioridad. Luego, claro está, Gerald O’Neill popularizó
estas nociones mucho más en su concepto de la «Alta Frontera».
Agregaría que, para mi consternación, cuando estaba escribiendo Rama, Larry
Niven publicó Mundo Anillo. Tuve la precaución de no leerlo hasta que concluí mi
novela. (Este fenómeno me ha sucedido varias veces. Las fuentes del paraíso
apareció muy poco antes que La telaraña entre los mundos, de Charles Sheffield, y
me abstuve de leer El corazón del cometa, de Benford y Brin, hasta que terminé
Odisea Tres: ambos empleamos el mismo escenario…).
Y ahora debo hacer una confesión embarazosa. Tras haber afirmado
categóricamente durante años que no tenía intención de escribir una continuación de
Rama, y que el último renglón era sólo una ocurrencia tardía, hoy me encuentro en
plena… Sí, lo habéis adivinado…

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SOBRE LA GUERRA INTERMINABLE
Joe Haldeman

Cuando comencé a escribir La guerra interminable, no sabía que acabaría siendo


una novela. Me limité a sentarme ante la máquina de escribir y a redactar la primera
línea. «Hoy vamos a mostraros ocho formas silenciosas de matar a un hombre».
Esa línea tiene mucho que ver con lo que el libro llegó a ser, con lo que
significaba. Se me ocurrió una noche de diciembre, en Fort Leonard Wood, Missouri,
cuando cien de nosotros, involuntarios reclutas, llevábamos varias horas avanzando
penosamente con la nieve hasta la cintura, en un absurdo entrenamiento para la
guerra en la selva.
A las dos de la madrugada creíamos haber terminado. La temperatura era
bajísima. Nos dieron una comida fría, que comimos de pie, a la intemperie, rodeados
de la oscuridad más absoluta. Luego nos metieron en una choza prefabricada sin
calefacción, donde un teniente que no había pasado las últimas horas sometido a una
tarea extenuante se subió a una tarima y pronunció esta frase dramática. Casi todos
nosotros estábamos dormidos como un tronco mucho antes de que llegara a describir
la octava forma silenciosa de matar.
De modo que la escribí con la máquina y seguí adelante. Al cabo de unas páginas,
se hizo evidente que el relato acabaría siendo una novela, de forma que redacté unas
notas para organizar el contenido y me puse manos a la obra. Sabía que, tarde o
temprano, terminaría escribiendo una novela de ciencia ficción sobre Vietnam, y en el
cuento corto titulado «Time Piece» (Momento) ya había vertido algunos de los
conceptos. Mi anterior novela sobre Vietnam —que no es de ciencia ficción—, War
Year («Año de guerra») había sido un éxito de crítica, mas ello no le impidió pasar
sin pena ni gloria. Tal vez esta otra novela me diese fama y fortuna…
El comienzo no fue prometedor. La novela parecía adquirir forma de episodios y
creí poder ganarme algunos dólares vendiendo cada capítulo a las revistas del género.
Envié el primero, «Héroe», a la publicación Analog. Me parecía una elección lógica,
por tratarse de un relato de tecnología especializada sobre una guerra futura. El
editor, John Campbell, me la devolvió con premura inusitada, junto con una carta de
varias páginas, donde detallaba las razones por las cuales no debía haber
desperdiciado mi tiempo escribiéndola. (La carta se extravió entre tantas mudanzas;
me encantaría volver a leerla. Creo que, según decía, la idea de un ejército educativo
no daría resultado; ¡tampoco le había gustado tanto sexo, y sostenía que no se trataba
de un relato de guerra, sino de una narración «antibélica»!).
También envié el capítulo «Héroe» junto con un bosquejo del argumento
completo, con esperanzas de obtener un contrato para publicar la novela. Los que
habían editado Año de guerra dijeron que no. Era demasiado extremista y le sobraba

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sexo. Las novelas sobre Vietnam no se vendían bien. De modo que se la envié a Terry
Carr, quien por entonces editaba la audaz colección de los Ace Specials. La aceptó,
¡oh, maravilla!, pero en ese momento lo despidieron y le indicaron que se llevara
consigo sus manuscritos. Contraté un agente y dejé que él se preocupara de venderla.
Mientras tanto, John Campbell había muerto. Su sucesor, Ben Bova, llamó y
solicitó dar un vistazo a «Héroe». Le gustó y lo publicó, y me dio valiosos consejos
sobre el resto del libro (y, con el tiempo, publicó todos los demás capítulos en forma
de novelas cortas y relatos).
Paralelamente, todos los editores importantes de ciencia ficción y unos cuantos de
los que jamás había oído hablar rechazaron la novela. Ben Bova intervino
nuevamente, en un cóctel de la SFWA en Nueva York, y me presentó a Tom Dunne,
quien era su editor en St. Martin’s Press. Éste accedió a examinar el mamotreto,
aunque en ese entonces no publicaban ciencia ficción para adultos. Con el tiempo,
decidió probar suerte. En ese momento descubrí que dieciocho editores lo habían
rechazado alegando, con ligeras variaciones, que «es un buen libro, pero nadie va a
comprar una novela sobre Vietnam».
Afortunadamente, se equivocaban. Ha sido, sin ninguna duda, mi libro con más
éxito; se ha reimpreso una y otra vez ininterrumpidamente y sigue vendiéndose bien.
La recepción que la crítica ofreció al libro fue interesante. La mayoría de los
críticos lo vio como una réplica a Tropas del espacio, de Robert Heinlein, aunque
nunca tuve esa intención. Mi único propósito había sido expresar mis sentimientos
sobre Vietnam en un contexto de ciencia ficción, y si bien Tropas del espacio ejerció
cierta influencia, también la tuvieron Bill, el héroe galáctico, los relatos de Gordon
R. Dickson, y un sinfín de libros de ciencia ficción y de otros géneros literarios.
(Valga decir que, en mi opinión, el libro de Heinlein constituyó un logro notable,
aunque obviamente difiero de su política. Lo he leído tres veces, y si pudiera saber
cómo logra que disfrute tanto leyendo y releyendo un ensayo tan polémico escrito en
forma de novela, probablemente le robaría la técnica y trataría de unirme a él en las
listas de libros más vendidos…).
El único problema que me ha planteado el éxito de La guerra interminable es que,
según parece, me ha catalogado para siempre como un «escritor de guerra». La
verdad es que, si bien soy autor de dos novelas de corte bélico, también he escrito
once libros acerca de otros temas. Mientras La guerra interminable siga
reimprimiéndose y las demás caigan fácilmente en el olvido, supongo que no tengo
derecho a quejarme…

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SOBRE PÓRTICO
Frederik Pohl

Años atrás me encontraba en una convención pequeña, nueva y


extraordinariamente mal organizada, en calidad de huésped de honor. Yo tenía poco
que ver con el programa, quizá porque era casi inexistente, de modo que me pasé casi
todo el tiempo en mi habitación, iniciando una nueva novela corta de ciencia ficción.
Resultó ser The Merchants of Venus, y entre otras cosas contenía material sobre una
raza de exploradores interestelares extinguida largo tiempo atrás, a la que denominé
«heechee». (No porque hubiera alguna razón para pensar que ése era su nombre, sino
porque era el ruido que emitían algunos artefactos que habían dejado como legado).
Una vez que la narración se publicó se me ocurrió que los heechee bien podrían
haber dejado otros objetos de interés. Por ejemplo, naves espaciales más veloces que
la luz… Me entretuve en varios intentos de escribir una obra de aventuras espaciales
basada en esta idea, pero me resultó muy aburrido. En ese momento, me llamó la
atención la idea de escribir sobre nuevos conceptos de la astrofísica, los agujeros
negros en particular. Había estado leyendo y escribiendo sobre los programas de
ordenadores de Joseph Metzenbaum en el MIT, que más o menos reproducían la
esencia de una sesión psicoanalítica. Todo esto tomó cohesión en mi mente y
comenzó a asumir la forma de una posible novela.
En esa misma época, compartí una cena con Ian Ballantine, mi principal editor y
amigo de toda la vida, quien escuchó las amarguras y desventuras por las que estaba
pasando. Dijo: «No puedo hacer nada para ayudarte, pero sí te daré un voto de
confianza. Mañana por la mañana te haré un contrato en blanco con el anticipo más
cuantioso que te hayan dado jamás. Cuando te apetezca, escríbeme la novela que te
gustaría hacer».
Obedecí y nació Pórtico.
Para entonces, hacía tiempo que Ian se había ido de la empresa que fundara, pero
Judy-Lynn del Rey ocupaba su lugar. Le gustó el libro, lo apoyó, se encargó de que
saliera con edición de tapa dura (aunque inicialmente sólo habíamos convenido una
rústica), y así fue como mi obra salió a la luz.
No estoy muy seguro de que Pórtico sea el mejor libro que haya escrito (muchas
veces lo pienso, pero en ocasiones creo que Los años de la ciudad o Chernobyl tienen
méritos superiores)… pero en él he depositado buena parte de mi orgullo personal (¿o
acaso se le llama vanidad?), de modo que me complace sobremanera ver que mis
pares lo han elegido entre las diez mejores novelas ganadoras del Nebula.

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SOBRE CRONOPAISAJE
Gregory Benford

Terminé el manuscrito de Cronopaisaje durante la primavera de 1979, seguro de


haber escrito una novela ocurrente, hecha para mi propio contento y destinada a tener
un público marginal. Después de todo, en ella simplemente me había extendido con
libertad y detalle sobre los científicos, sobre su modo de pensar, su forma de vivir, y
—lo más difícil de todo— sobre el sentimiento que genera dedicarse a la ciencia: la
sensación extraña e inefable de descubrir algo verdadero, curioso y nuevo.
No pensé que tales cuestiones interesaran a mucha gente. Desde luego, no esperé
que así fuera, ya que la novela se publicaría inevitablemente como una obra de
ciencia ficción y sólo encontrarían en ella ingredientes de su agrado los adeptos al
género.
A decir verdad, aún hoy me sigue sorprendiendo la popularidad del libro. Se han
publicado casi un millón de ejemplares y cuando apareció, en 1980, obtuvo un buen
puñado de galardones. Sin embargo, a mí me parece la más íntima de mis novelas
(con la posible excepción de Contra el infinito, que escribí poco después de
Cronopaisaje). En ella volqué quince años de experiencias y reflexiones.
Comenzó siendo un relato corto: «Oxford 15:02», que apareció publicado en If en
septiembre de 1970. Nunca he tenido el valor suficiente para releer este intento
imperfecto, referido a un laboratorio inglés donde se construye un aparato para
comunicarse a través del tiempo. Jamás lo consulté mientras redactaba la novela,
aunque las nociones ya se encontraban allí: el tiempo, e Inglaterra. Volví a probar
suerte con «Cambridge, 1:58», publicado en Epoch en 1975.
Aquí ya aparecían algunos de los principales personajes de la novela, y durante la
elaboración del relato, la ambientación inglesa surgió en mí con toda plenitud (en
realidad lo escribí al dictado: estaba construyendo una dependencia anexa a mi casa y
tenía muy poco tiempo). Sólo entonces pude concebir el argumento en su totalidad.
Tardé unos cuatro años más en escribirla, a menudo con ayuda de mi cuñada Hilary
Benford. Luego, David Hartwell me brindó su apoyo como editor de excepción.
El origen de todo fue un trabajo científico sobre los «taquiones» o partículas
capaces de viajar más deprisa que la luz, que escribí junto con William Newcomb y
David Book en 1970, The Tachyonie Antitelephone («El antiteléfono taquiónico»),
Physical Review D. 2, pág. 263. Esta idea y los problemas causales que implica me
intrigaron muchísimo por entonces, y aún hoy siguen haciéndolo.
Recuerdo que un día pensé: «¿Y si detectáramos taquiones?». No era una
pregunta totalmente descabellada, pues un experimento australiano con rayos
cósmicos realizado en 1972 informaba de una partícula altamente energética que se
desplazaba al doble de la velocidad de la luz. La observación no llegó a confirmarse,

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pero en aquella época mantuvo en vilo a la comunidad científica durante un tiempo.
¿Y si así fuera? Traté de concebir cómo procederían los físicos en su trabajo.
¿Construirían una máquina del tiempo? Ni hablar. Primero someterían a prueba las
ideas y las paradojas, paso a paso. Y mientras me abocaba a escribir, traté de no
perder esta cuestión de vista.
Pero cuando terminé el manuscrito, sentí que estaba ante una obra inmensa, llena
de intrincados problemas filosóficos y facetas de la mente científica. No era una
novela ágil, de esas que atrapan. Transcurría en esa árida tierra intermedia entre dos
culturas: el abismo que separa las persuasiones humanas de las científicas. Traté de
colorear el relato durante el año sabático que me dejaban mis clases en Cambridge.
También apelé a los recuerdos de mis años como estudiante de posgrado en La Jolla.
De hecho, mi gemelo y yo aparecemos como personajes de la novela en el preciso
instante en que iniciamos nuestra tarea como graduados. Asimismo, recurrí a gran
parte de mi propia biografía para crear a Gregory Markham, quien a veces vuelca en
el texto mis propias reflexiones.
En los años de trabajo, fui depositando en la novela diversos temas de forma
sucesiva, a modo de capas: sobrias y lacónicas imágenes. Como el uso variado de las
ondas en el tiempo, en los océanos, o en los asuntos humanos. Manipulé los capítulos
para crear un efecto de simetría. La acción transcurre entre 1962 y 1998, y la novela
se publicó en 1980; es decir, justo entre ambas fechas. Eso se debió a que sentí que ya
estábamos a mitad de camino entre esas tierras contrastantes de luz y sombra, pero
también a que quise crear un efecto determinado: en la novela, el presente actúa como
una lente que enfoca los acontecimientos en tiempos opuestos y modos distintos. Y,
como sucede con las lentes reales, la imagen aparece invertida con respecto al
original.
Pero me pregunto si a los lectores les importará realmente todo esto; después de
todo, son satisfacciones que el autor se prodiga a sí mismo. Recibí muchas cartas
sobre la novela; algunas solicitaban que escribiera otra obra semejante. Tal vez algún
día lo haga, aunque opino que ya lo hice con Artefacto, que gira en torno a la
arqueología y la física.
En Cronopaisaje descubrí con qué facilidad la novela realista construye su
mundo. Uno simplemente observa de cerca y comunica; gran parte del contexto
referido al mundo real hace el trabajo en lugar del autor a la hora de vencer la
incredulidad del lector. Pero pocas obras de ciencia ficción pueden valerse de este
recurso con tanto rigor, y menos aún poseen en sí los suficientes ingredientes
científicos para invocar el poder del profundo mundo científico.
Por fin, los personajes de Cronopaisaje parecen haberse quedado en mi memoria,
como esas personas que uno conoce en la universidad y que de vez en cuando se
pregunta cómo estarán o qué habrá sido de ellas. Mi inconsciente ya ha procurado
minuciosos relatos de lo que les ha acontecido con posterioridad a la novela. A decir
verdad, suprimí del manuscrito un final alternativo en el cual proseguía con sus vidas.

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De modo que, para mí, Cronopaisaje es una historia continua, cuya vida se sustenta
en el hecho de que la gente sigue acudiendo a ella y aportando su frescura al mundo
de sus páginas. Estoy agradecido por ello.

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NOTAS SOBRE EL JUEGO DE ENDER
Orson Scott Card

Cuando yo tenía dieciséis años, la novia de mi hermano, Laura Dene Low, me


prestó un ejemplar de Fundación, de Isaac Asimov. El libro me fascinó; renovó en mí
un interés por la ciencia ficción que se encontraba aletargado desde que terminara la
escuela elemental. Uno de los placeres de un buen relato estriba en que me vienen
ganas de contar alguna historia. Como en esa época yo creía que toda obra de ciencia
ficción comenzaba con una idea «futurista», me dispuse a intentar alguna invención
de mi cosecha.
Una mañana, mientras mi padre me llevaba en coche hasta el instituto, por la ruta
que une Orew con Provo en Utah —y que en realidad es el lecho seco de un antiguo
río—, hice mi primera incursión en el arte de extrapolar. ¿Y si realmente se produjera
una guerra en el espacio? ¿Cómo se haría para enseñar a la gente a pensar en tres
dimensiones?
Recordé un libro de Nordhoff y Hall sobre la Primera Guerra Mundial que había
leído en el último curso de la escuela primaria. Según los autores, uno de los
principales problemas que habían tenido los pilotos era aprender a pensar en más de
dos dimensiones: saber buscar el peligro por arriba o por debajo. Los que no lograban
desembarazarse de sus costumbres de tierra eran fácil presa de los pilotos que sabían
desempeñarse en el nuevo ambiente con destreza.
Pero aun en un combate aéreo, la gravedad ejerce una fuerte orientación hacia
arriba y hacia abajo, que no tendría cabida lejos del influjo gravitatorio de los
planetas. De modo que concebí lo que parece obvio cuando se ha considerado el
problema: un cubo aislado de espacio ingrávido, en el cual pudieran realizarse
combates ficticios con atmósfera, para que los accidentes no resultaran fatales. En mi
idea original, el recinto de batalla se rellenaba con una rejilla o cuadrícula
tridimensional, donde algunos de los cubos se tornaban opacos para obstruir la
visibilidad. Dispuse que los combates ficticios se libraran con láseres, que
inmovilizarían la parte de la armadura sensible sobre la cual se posasen.
La idea era buena. Pero entonces aprendí mi primera lección sobre el género: una
buena idea no basta para escribir un buen relato.
A los veintipico años recibí una carta de Ben Bova, editor de Analog, donde se
rechazaba mi narración. Ello me impulsó a trabajar sobre el recinto de batalla para
que de él saliera una historia. Lo que había leído Ben era The Tinker («El
hojalatero»), un cuento que dio origen a The worthing Chronicle («Las crónicas de
Worthing»); como nunca había leído revistas de ciencia ficción, no sabía que mi obra
era el último eslabón de una larga serie de relatos sobre poderes psíquicos. Tan larga,
que mi cuento carecía de toda capacidad para evocar asombro con respecto a las

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facultades mentales extraordinarias. Para colmo de males, mi ambiente abundaba en
árboles y tecnología medieval, lo cual le daba un clima propio del género fantástico,
pese a que, en general, la historia de Worthing era ciencia ficción, sin ninguna duda.
En resumen, la historia no era para Analog. Pero Ben tuvo la amabilidad de enviarme
una nota diciendo que le gustaba mi estilo y que por favor le enviara más trabajos.
Si Ben no hubiese escrito esa nota, probablemente no habría proseguido mi labor
en el género, al menos en ese momento. Hasta entonces, toda mi producción consistía
en obras de teatro, y mi vertiente más poderosa apuntaba en esa dirección. En esa
época dirigía una compañía teatral y no me cabía la menor duda de que el teatro sería
el centro de mi existencia. Estaba dispuesto a morirme de hambre unos cuantos años
en algún desván neoyorquino, o a pasarme los días de estudio en estudio presentando
guiones en Hollywood.
Seguramente habría mantenido un interés superficial por la ciencia ficción. Acaso
terminara mis relatos sobre Worthing e intentara entrar en el mercado con el menos
rentable de los proyectos: una colección de obras de un único autor.
Pero con el aliento de Ben, pensé que valía la pena intentarlo una vez más en el
género. Así regresé a la idea del recinto de batalla. Usé lo que me había enseñado el
teatro: que los héroes debían ser vulnerables y al mismo tiempo más grandiosos que
la vida. Decidí que los personajes que recibían instrucción en la sala de combate
debían ser niños, y que el protagonista sería un soldado-infante particularmente
dotado. Pero tampoco sabía que los niños-genio habían pasado a ser un lugar común
dentro de la ciencia ficción desde Slan; no había leído suficientes obras del género
para saberlo, aunque en un rincón de mi mente tenía presente a Ciudadano de la
galaxia, de Heinlein. Sin embargo, a quien más debía era a Príncipe y mendigo, de
Mark Twain, historia que a los ocho años me había deslumbrado. De adulto lo leí
nuevamente, con ojos menos ingenuos, y pude apreciar la prosa satírica de Twain,
pero a los ocho años para mí fue la historia de dos niños; uno que no debía ser rey,
pero que se veía obligado a nadar o morir ahogado; el otro, que nació para serlo y fue
instruido para cumplir bien su función, pero que se veía separado de su trono y
sometido a grandes peligros, obligado a demostrar su valía contra todos. Quien lea el
relato original de El juego de Ender encontrará ambos elementos plasmados en la
saga de Ender Wiggin.
Comencé a escribir el relato titulado «El juego de Ender» sobre la hierba, frente al
Salt Palace, en Salt Lake City, mientras una novia llevaba a los hijos de su jefe al
circo. La primera línea fue: «Recuerda, las puertas del enemigo están cerradas», y
casi todo mi primer borrador subsiste en la versión que se publicó del cuento. No creo
que la primera versión fuese perfecta; sólo que había desarrollado la costumbre de
escribir un borrador de las obras teatrales para luego incorporar los cambios en los
sucesivos ensayos, cuando escuchaba los textos en boca del actor. En realidad, nunca
sabía qué había escrito hasta que lo veía representado sobre el escenario; nunca sabía
cómo resultaría una escena hasta que podía evaluar las reacciones del auditorio.

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¿Revisión? Es lo que se suele hacer cuando, al conversar con el director, ambos
coinciden en que la obra tiene ciertos defectos. Así pues, lo que envié a Ben Bova fue
una versión «para ensayo» del guión de «El juego de Ender». Inconscientemente,
esperé que él actuara no como editor, sino como director. Esperé que me dijera dónde
estaba fallando para que pudiera corregirme. No comprendía que los editores
raramente tienen tiempo (o conocimientos) que les permitan algo más que decidir si
habrán de comprar un relato o no. Así pues, mi obra fue a parar a manos de Ben por
pura casualidad. No sabía nada de él; jamás había visto un solo ejemplar de Analog;
la conocía sólo porque era la única revista de ciencia ficción que aparecía de vez en
cuando en Writer’s Digest.
Pero fue tal mi fortuna que fui a dar con el único editor del género dotado del
tiempo y la capacidad necesarios para responder como yo esperaba: como un director
dispuesto a señalarme los problemas de mi guión.
Cuando recibió «El juego de Ender», me respondió diciéndome que si lo reducía
a la mitad, tal vez lo comprase. Para entonces, ya había aprendido que cuando un
director dice «reducirlo a la mitad» se refiere a que hay partes lentas que deben
aligerarse. La carta de Ben identificaba las batallas como lo que debía rehacer. Como
muchos escritores de ciencia ficción, me había enamorado de mis ideas y dedicado
demasiado tiempo a relatar el modo en que funcionaban. De modo que suprimí siete
páginas de las setenta que contenía el manuscrito original, entre ellas, las que
describían íntegramente dos combates; mi madre volvió a mecanografiar la obra (soy
buen dactilógrafo, pero ella es magnífica), y Ben respondió enviándome un cheque.
Aún con la ayuda de Ben, era demasiado dependiente; me llevó varios años
aprender a revisar las obras por mí mismo —mi propia versión a partir de bosquejos
infortunados— antes de enviar los relatos al editor. Creo que el acicate que me
permitió aprender la lección fue un «editor» de una revista profesional que me
escribió una hiriente carta de dos páginas para rechazar uno de mis cuentos. Allí
decía que el relato demostraba mi falta de talento y que obviamente, sólo un editor
infame podía haberme comprado otros trabajos. Entonces comprendí que Ben Bova
era un ejemplo, no un paradigma; la mayoría de los editores no se consideran
colaboradores del escritor, sino jueces. En ese momento, dejé de enviar relatos con
dificultades aún sin solución.
«El juego de Ender» recibió una buena acogida y en 1978 obtuvo el segundo
puesto en el premio Hugo; en el mismo año me mereció el premio John W. Campbell
al mejor escritor novel. La primera convención a la que asistí fue la IguanaCon,
cónclave mundial de la ciencia ficción que se realizó en Phoenix, Arizona. Sólo
entonces advertí que había personas para las cuales la ciencia ficción constituía el
centro de sus vidas. En la mía, nunca lo fue. Mi vida se basaba en el teatro: en el
escenario, en el aula, en la creación de piezas. La ciencia ficción, en mi obra, nunca
ocupó más de la mitad y fue sólo un género entre muchos.

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En 1982, «El juego de Ender» comenzaba a tornarse una sombra insidiosa para
mí. Estaba harto de que la gente me preguntara por qué no escribía otra vez algo tan
bueno como «El juego de Ender». Entre mis relatos, era el que figuraba en más
antologías, aun cuando, en mi opinión, era muy inferior a trabajos posteriores, como
«Sonata sin acompañamiento», «Quietus», o «Aplaude y canta». Había aprendido lo
bastante sobre prosa de ficción para saber que «El juego de Ender» en realidad era
una obra teatral: tenía diálogos y estaba poblada de motivaciones para un actor.
Además, como todas mis obras, había sido concebida para un «escenario espacial»:
abierto, con rampas y plataformas, sin paredes y con la más mínima sugerencia de
muebles y soportes. Sigo evitando las descripciones porque entiendo que son una
interrupción generalmente innecesaria en el desarrollo del relato, pero en «El juego
de Ender» la ausencia de descripciones era casi patológica. Sin lugar a dudas, el
punto fuerte pasaba por la «historia», pues si no, jamás habría tenido tanta acogida,
pero la «elaboración literaria» era muy pobre.
En 1982 firmé un contrato con la editorial Tor para escribir Speaker of Death (La
voz de la muerte), que más tarde pasó a ser Speaker for the Dead (La voz de los
muertos). Mi esposa Kristine y yo habíamos decidido ya que el héroe de esta nueva
novela debía ser Ender Wiggin, mucho tiempo después de su victoria en las guerras
contra los insectores. Pero para que el personaje se desenvolviera bien, necesitaba
volver a definir el significado de su triunfo en «El juego de Ender». Como resultado,
tuve que dedicar cincuenta páginas de prólogo en la obra para relatar qué había
sucedido inmediatamente después del final del relato anterior. Así, podría saltar miles
de años para comenzar la historia de portavoz de los muertos. La solución era
evidente: en lugar de escribir un prólogo para La voz de los muertos necesitaba
volver a redactar «El juego de Ender» en forma de novela. Y además, escribir esta
otra novela no sólo me permitiría dar un trasfondo apropiado para La voz… sino
corregir todas las deficiencias que percibía en el relato original. ¡Esta vez podría
hacerlo como yo quería!
Durante la convención que realizó la American Booksellers Association
(Asociación Norteamericana de libreros) en Dallas, en 1983, me acerqué a Tom
Doherty, titular de Tor, para conversar de mi idea. Accedió a publicar El juego de
Ender sobre la base de un contrato idéntico al de La voz de los muertos. Al principio,
sentí que escribir El juego de Ender sería un lastre. Era un sencillo relato y carecía de
la complejidad estructural de otras novelas como Esperanza del venado o Las
crónicas de Worthing. Deliberadamente, mantuve un nivel de lenguaje directo y
llano, a diferencia de la prosa más elegante que imperaba en las novelas citadas.
También me había cansado de oír que los niños de El juego de Ender hablaran como
carreteros; pulí el original y depuré su lenguaje. No se me ocurrió entonces, pero esta
última decisión determinó que El juego de Ender fuese aceptado como libro para
adolescentes en las bibliotecas escolares. Jamás había pensado en escribir un libro
para niños; sin embargo, me complace saber que algún crío lo tomará de los estantes

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tal como yo hice con Galactic Deleriet («Naufragio galáctico»), de André Norton, o
con Ciudadano de la galaxia, de Robert Heinlein. Es grato saber que alguien sentirá
hacia mis obras lo mismo que yo experimenté ante estas novelas.
Decidí emprender el trabajo comenzando desde el principio: convertí a Ender en
un personaje completo, más que un icono. Lo rodeé de gente interesante y recurrí a
mi propia infancia para dotarlo de hermanos que ejerciesen una influencia decisiva en
él durante toda su vida. En los años que habían transcurrido desde que escribiera el
relato original, el juego espacial electrónico que había inventado de la nada para
redactar la historia había pasado a ser mucho más posible, a la luz de los recientes
videojuegos; también yo había profundizado mi dominio de los ordenadores, lo cual
me permitió crear otras historias paralelas sobre redes y videojuegos de ordenador.
No llevaba muchas páginas escritas cuando comprendí que El juego de Ender sería
más que una rápida construcción de un trabajo anterior.
Como relato, la obra había sido un relato militar bastante llano, con un final que,
desde entonces, había pasado a ser un cliché: el videojuego que acaba siendo real.
Creo que su vigencia a lo largo de los años se debió al personaje de Ender: un niño —
símbolo máximo de la vulnerabilidad—, sometido a tensiones casi insoportables.
Ender obtiene su victoria absoluta precisamente cuando decide abandonar toda la
empresa. Luego, se transforma en una figura casi trágica, cuando su victoria lo
convierte en un ser obsoleto, en tanto que su entrenamiento infantil le impide abordar
cualquier otra forma de vida. El argumento central debía perdurar y adquirir más
énfasis.
Sólo luego, cuando tuve más espacio para trabajar, pude exhibir con detalle la
reacción de los demás niños ante la intensidad y el brillo de Ender y, mientras tanto,
pude convertir el relato en una historia acerca del poder. Me valí de cada enemigo
para mostrar los abusos del poder y utilicé a Ender para mostrar que aquél sólo puede
ser bien empleado por quien no lo desea. Valentine y Peter fueron los dos modelos
que enseñaron a Ender en qué consistía el poder: el de Peter es un poder coercitivo,
que se vale del terror para sojuzgar a los demás bajo la propia voluntad; el de
Valentine es un poder creativo, protector, nutricio. El argumento en torno al cual
giran, y en el que adquieren gran influencia en su mundo a pesar de ser unos niños,
me permitió demostrar que el poder comienza siendo una ilusión, un cuento, y que
sólo se cobra realidad cuando los demás creen en él. Si se hubiera sabido que los
niños eran precisamente criaturas, habrían fracasado; pero enmascarados detrás de la
red del ordenador, pudieron crear la ilusión del poder y convertirlo en una realidad.
También me fascinó el Juego de Fantasía, videojuego animado, de corte
terapéutico, que los cadetes de la Escuela de Combate debían jugar. Ender lo
empleaba para exorcizar sus propios demonios. Su miedo a convertirse en Peter y su
deseo de ser digno de Valentine. El Juego de Fantasía comenzaba a adquirir
connotaciones místicas en la medida en que parecía saber más de lo que los adultos
de la Escuela de Combate comprendían.

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De los que han leído la novela, muchos sintieron que el último capítulo, «El
portavoz de los muertos», era casi una reflexión posterior. En efecto, lo es, pues su
propósito era preparar al público para la novela posterior. Pero también es el punto
hacia el cual apunté a lo largo de todo El juego de Ender. Mientras que el principal
nudo argumental se resuelve cuando Ender obtiene la victoria contra los insectores, la
cúspide temática de la novela se alcanza sólo cuando Ender reconoce el Gigante
Dormido en el mundo de los insectores y experimenta en la vida real escenas del
juego. Allí descubre el verdadero valor moral de la guerra y de su victoria. Sin ese
último capítulo, El juego de Ender habría sido un relato bélico. Con él, sabía que
tenía entre mis manos el mejor trabajo de mi carrera.
No he dicho la mejor obra literaria: Esperanza del venado sigue siendo mi mejor
prosa. Tampoco es mi novela más compleja: ese lugar corresponde a Las crónicas de
Worthing. Ni fue el que me presentó más desafíos: El juego de Ender fue fácil de
escribir, mientras que La voz de los muertos casi me volvió loco. Digo que El juego
de Ender fue mi mejor trabajo porque logró, mejor que ningún otro, lo que para mí es
el objetivo supremo de todo narrador: contar una historia que los lectores puedan
creer, amar y atesorar en su memoria, con la menor interferencia posible por parte del
autor. Desde luego, no a todos produjo esta impresión, pero no creo que hubiese
podido escribir mejor esa novela para los lectores que constituyen su público natural.

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LAS PUERTAS DE SU CARA,
LAS LÁMPARAS DE SU BOCA
Roger Zelazny

Mejor relato, 1965

PREFACIO DEL AUTOR

Empecé a dedicarme profesionalmente a escribir ciencia ficción y fantasía en


1962, y mi primer relato publicado apareció en Amazing Stories (agosto de 1962):
fue Passion play («Juego de pasión»). Mi primera obra en recibir una crítica
favorable en el mundillo del género fue Una rosa para el Eclesiastés, que apareció en
Magazine of Fantasy & Science Fiction en 1963. En muchos aspectos, considero que
esta obra está relacionada con el relato que aparece en este volumen —Las puertas
de su cara, las lámparas de su boca—, en el sentido de que ambos se basan en la
concepción de Marte y Venus de Edgar Rice Borroughs, Leigh Brackett, C. L. Moore
y Ray Bradbury. Cuando las estaba escribiendo, era consciente de que el escenario
de mis relatos estaba sufriendo las consecuencias de los avances en el conocimiento
del sistema solar. Pero también comprendí que era la última oportunidad que jamás
se me presentaría para utilizar mi material con este estilo, deslizando estos relatos
antes de que la puerta de una era se cerrara. Me alegro de haber empezado a
escribir en un momento en que aún era posible una indulgencia sentimental.

* * *

Soy hombre-anzuelo. Nadie nace como anzuelo, excepto en una novela francesa en
la que todos lo son. (De hecho, creo que éste es el título: Todos somos anzuelos.
¡Puff!). Cómo llegué a serlo casi ni vale la pena contarlo y no tiene nada que ver con
los neo-ex, pero los días de la bestia merecen unas pocas palabras: ahí van.

Las Tierras Bajas de Venus se encuentran entre el pulgar y el dedo índice del
continente llamado Mano. Cuando se entra en el Callejón de la Nube, éste lanza un
boliche de color negro plateado hacia nosotros, sin previo aviso. Entonces saltamos
dentro de ese juego de diez bolos que oscila en el fuego y por el que vamos entrando
en descenso, aunque las correas nos salvan de hacer el ridículo. Después de eso
solemos reírnos entre dientes, pero lo primero que hacemos es saltar.

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Luego, analizamos la Mano para conjurar la ilusión y los dos dedos medios se
convierten en archipiélagos con decenas de anillos, mientras que los externos se
transforman en penínsulas de un gris verdoso: el Cabo de Hornos.
Respiramos oxígeno puro, quizá suspiramos, y comenzamos el largo vuelco de las
Tierras Bajas.
Aquí nos atrapan como a una mosca, en la zona de aterrizaje de Línea Vital —
llamada así por su cercanía al gran delta de la Bahía del Este—, situada entre la
primera península y «el pulgar». Por un momento parece que perderemos Línea Vital
y terminaremos como una sardina enlatada, pero después —y dejando de lado las
metáforas— bajamos al cemento chamuscado y le entregamos la guía telefónica llena
de autorizaciones al hombre gordo y bajo un casco gris. Los documentos demuestran
que no padecemos de misteriosas podredumbres internas y todo eso. Luego nos
regala una sonrisa grasienta y gris y nos hace ir hasta el autobús que nos transporta
hasta la Zona de Recepción. En la Z.R. nos pasamos tres días tratando de demostrar
que, en efecto, no tenemos podredumbres internas misteriosas.
Sin embargo, el aburrimiento es otra podredumbre. Cuando se terminan los tres
días, estamos realmente cansados y Línea Vital nos devuelve el cumplido como un
reflejo. Los especialistas han escrito numerosos volúmenes sobre los efectos del
alcohol en las atmósferas variantes, por eso mis comentarios se limitarán a señalar
que una buena juerga bien vale por lo menos una semana y a menudo garantiza toda
una vida de estudio.
Yo había sido un estudiante excepcionalmente prometedor (en rigor, un
universitario) durante dos años, hasta que el Brigth Water se cayó en nuestro techo de
mármol y escupió a la gente que llevaba, como dardos en la ciudad.
Pausa. El Almanaque Universal, referencia: Línea Vital: «… Ciudad portuaria en
la costa este de Mano. Los empleados del Comité de Investigación No-Terrestre
(CINT) comprenden alrededor de un 35% de la población de 100.000 habitantes
(censo 2010). Los otros residentes son, en su mayoría, personal a cargo de varias
empresas dedicadas a la investigación básica. Los biólogos marinos independientes,
los entusiastas pescadores acaudalados y los contratistas portuarios comprenden el
resto de la población».
Me volví hacia Mike Dabis, un contratista como yo, y le hice un comentario
acerca del deplorable estado de la investigación básica.
—No, si se conoce la cruda verdad.
Hizo una pausa con la copa en la mano, antes de seguir sorbiendo lentamente, y
calculó cómo captar mi interés y hacer que me comprometiera, antes de continuar.
—Carl —me dijo finalmente, con cara de jugador de póquer—. Están montando
el Diezmanzanas.
Podría haberlo golpeado. Podría haberle puesto ácido sulfúrico en el vaso.
Hubiera visto con regocijo cómo se le oscurecían y resquebrajaban los labios. Pero
sólo emití un gruñido poco comprometedor.

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—¿Quién es tan tonto para soltar cincuenta grandes al día? ¿El CINT?
Meneó la cabeza.
—Jean Luharich —me respondió—, la muchacha de lentes de contacto violetas
con cincuenta o sesenta dientes perfectos. Creo que en realidad tiene los ojos
marrones.
—¿No está vendiendo suficiente crema facial?
Se encogió de hombros.
—La publicidad mueve el mundo. Las empresas Luharich subieron sesenta
puntos cuando ella ganó el Trofeo del Sol. ¿Has jugado alguna vez al golf en
Mercurio?
Sí, pero fingí que no lo había oído y seguí presionando.
—¿Así que viene con un cheque en blanco y un anzuelo?
—Hoy es el Bright Water —asintió—. Ya debe de haber bajado. Muchísimas
cámaras. Ella quiere un Ikky, a cualquier precio.
—Hummm —murmuré—. ¿Cuánto vale?
—Un contrato de sesenta días, en Diezmanzanas. Cláusula de extensión
indefinida. Depósito de un millón y medio —recitó.
—Por lo visto lo sabes todo.
—Soy Contratista de Personal. El mes pasado se me acercaron los de Luharich.
Ayuda mucho beber en los lugares adecuados.
—O ser el dueño —añadí segundos después, con una sonrisa afectada.
Miré a lo lejos y sorbí mi amargo brebaje. Después de un momento, desgrané
distintas cosas y le pregunté a Mike qué le habían pedido, y me dispuse a oír su
discurso mensual de abstinencia.
—Me dijeron que tratara de localizarte —respondió—. ¿Cuándo fue la última vez
que navegaste?
—Hace un mes y medio. En el Corning.
—Poca cosa —replicó—. ¿Cuándo estuviste abajo, solo?
—Hace una temporadita.
—Hace más de un año, ¿no? ¿Esa vez que te cortó la hélice debajo del Dolphin?
Me volví hacia él.
—Estuve en el río la semana pasada, al norte, en Angleford, donde hay corrientes
muy fuertes. Todavía puedo arreglármelas.
—Sobrio —agregó.
—Estaría sobrio en un trabajo como éste —le aseguré.
Asintió dubitativo.
—Las tarifas gremiales que corresponden. Triple tiempo para circunstancias
extraordinarias —relató—. Ye al Hangar Dieciséis con tu equipo, el viernes por la
mañana, hora quinientas. Salimos el sábado al amanecer.
—¿Tú vienes también?
—Yo también.

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—Pero ¿cómo?
—Por dinero.
—Ikky de mierda.
—El bar no marcha del todo bien, y mi nena necesita otro abriguito de pieles.
—Te digo que…
—… Y yo quiero alejarme de ella y renovar mi contacto con lo básico: aire puro,
ejercicios y ganar pasta.
—Está bien, disculpa que me haya metido.
Le serví un trago y me concentré en el H2SO4, pero no se transformó. Finalmente
conseguí emborracharlo y salí a pasear en la noche, para reflexionar.
En los últimos cinco años habían hecho una docena de intentos para pescar el
Levianthus Leviosaurus Ichthyformo, más conocido como Ikky. La primera vez que
se encontraron con Ikky utilizaron técnicas para pescar ballenas. Los sistemas
resultaron ser inútiles o desastrosos, y entonces se inauguró un nuevo procedimiento.
Un rico deportista llamado Michael Jandt se gastó toda su fortuna en construir el
Diezmanzanas.
Después de un año en el Océano del Este, regresó para declararse en quiebra.
Carlton Davits, un playboy entusiasta de la pesca, compró entonces la inmensa
plataforma flotante y la hizo renacer. El día decimonoveno afrontó una huelga y
perdió ciento cincuenta billetes en aparejos no controlados, junto con un Levianthus
Ichthyformo. Doce días después, y utilizando líneas triples, enganchó, drogó y
comenzó a levantar una bestia enorme. Ésta se despertó, destruyó la torre de control,
mató a seis hombres e hizo un verdadero desastre en cinco manzanas del
Diezmanzanas. Carlton terminó con hemiplejia parcial y su propio juicio por quiebra.
Se esfumó del mundo portuario y el Diezmanzanas cambió de mano cuatro veces
más, con resultados no tan espectaculares aunque igualmente caros.
Al fin, la gran balsa, construida con un único propósito, fue comprada en un
remate por el CINT para «investigación marina». Lloyd’s aún rehúsa asegurarla y la
única investigación marina que se realiza proviene del alquiler ocasional a cincuenta
billetes por día… a gente ávida por contarle historias de peces a Leviatán. Yo fui
anzuelo en tres de los viajes y estuve tan cerca de Ikky que en dos ocasiones llegué a
contarle los colmillos. Quiero un colmillo para mostrárselo a mis nietos, por razones
privadas.
Me enfrenté a la zona de aterrizaje y tomé una decisión.
—Me quieres para dar color local, nena. Va a quedar muy lindo en la página
central. Pero que quede claro: si alguien te consigue un Ikky, ése voy a ser yo. Te lo
prometo.

La ladera occidental por encima de Línea Vital, que fue una línea de playas hace
algunas eras, se extiende unos sesenta kilómetros hacia el interior en algunos lugares.

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El ángulo de ascenso no es muy acusado, aunque llega a una altura de varios miles de
metros hasta encontrar la cadena de montañas que nos separa de las Tierras Altas. A
unos seis kilómetros tierra adentro y a unos ciento cincuenta de altura sobre Línea
Vital, se encuentran la mayoría de las pistas de aterrizaje de superficie y los hangares
privados. El Hangar Dieciséis alberga el Servicio de Taxis Carl, el servicio de
transporte en helicóptero, desde la costa a la nave. A mí no me gusta Carl, pero por
suerte no estaba por allí cuando salté del autobús y saludé a un mecánico. Dos de los
helicópteros tironeaban en el cemento, impacientes bajo las aureolas aspadas. El
helicóptero en el que Steve estaba trabajando soltó un fuerte eructo desde el
carburador y se estremeció espasmódicamente.
—¿Dolor de barriga? —pregunté.
—Sí, dolor por los gases y acidez.
Enroscó los tornillos prisioneros hasta que quedaron bien ajustados y se volvió
hacia mí.
—¿Vas a salir?
Asentí.
—Diezmanzanas. Cosméticos. Este tipo de cosas.
Parpadeó por las balizas y se frotó las pecas. La temperatura rondaba los veinte
grados, aunque los grandes focos sobre nuestras cabezas tenían un doble propósito.
—Luharich —murmuró—. Entonces eres tú. Hay unas personas que quieren
verte.
—¿Para qué?
—Cámaras. Micrófonos. Ese tipo de cosas.
—Mejor será que guarde mis equipos. ¿Cuál voy a pilotar?
Señaló el otro helicóptero con el destornillador.
—Ése. A propósito, te están filmando con un vídeo. Querían verte cuando
llegaras.
Se encaminó hacia el hangar; se dio media vuelta.
—Di «whisky». Después van a hacer los primeros planos.
Dije algo muy distinto a «whisky». Seguramente usaban teleobjetivo y pudieron
leerme los labios, pues nunca mostraron esa parte de la cinta.
Tiré mis trastos en la parte trasera, me subí a un asiento de pasajeros y encendí un
cigarrillo. Unos minutos después, Carl en persona salió de la oficina de Chapa
Quonset, con cara de frío. Se acercó y dio una palmada sobre uno de los costados del
helicóptero. Agitó el pulgar en dirección al hangar.
—¡Te quieren ahí dentro! —me llamó con las manos—. ¡Una entrevista!
—¡Ya terminó el espectáculo! —le respondí gritando—. ¡O eso, o que se vayan
buscando otro anzuelo!
Los ojos castaños se convirtieron en dos cabezas de clavo bajo las cejas rubias; y
la mirada fija, una púa. Después se sacudió y se retiró airadamente. Me pregunté

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cuánto le habían pagado para que se pusiera de cuclillas en el hangar y chupara el
jugo del generador.
Bastante. Supongo, conociendo a Carl. Nunca me gustó ese tipo, de todos modos.

De noche, Venus es un campo de aguas negras. En la costa, nunca puede saberse


dónde termina el mar y dónde empieza el cielo. Al amanecer es como si se vertiera
leche en un tintero. Primero parece leche cuajada, luego rayos blancos. Como una
botella que se resguarda de la luz por el coloide gris, y luego se ve cómo se aclara un
poco hasta que se vuelve blanca. De pronto, se hace de día. Luego se empieza a agitar
la mezcla.
Tuve que poner mi abrigo a salvo cuando cruzamos la bahía como un relámpago.
A nuestras espaldas, la línea del horizonte podía haber estado bajo el agua por el
modo en que se ondeaba y rizaba en olas pequeñas. Un helicóptero puede llevar
cuatro personas (cinco si uno no tiene en cuenta el peso), o tres pasajeros con el
aparejo que usa un hombre-anzuelo. Pero yo era el único pasajero, pues el piloto
formaba parte de la máquina. Estaba en plena actividad y no hacía ningún ruido
innecesario. Línea Vital daba un salto mortal y se evaporaba en el espejo retrovisor
casi al mismo tiempo que Diezmanzanas irrumpía en el horizonte.
Me incliné hacia delante. Sentía un aleteo en las entrañas. Conocía cada maldito
metro de la enorme balsa, pero los sentimientos que a veces damos por sentados
cambian cuando lo que los origina se pierde de vista. A decir verdad, había tenido mis
dudas; no sabía si iba a subir otra vez a esa carcasa. Pero ahora, sí estaba a punto de
creer en la predestinación. ¡Allí estaba!
Un barco con forma de campo de fútbol de diez manzanas. Funcionaba con
energía A. Plano como una torta, con excepción de las cuatro cabinas de plástico
centrales y de las «Roques» a proa y a popa, a babor y a estribor.
Las «Roques» eran torres con ese nombre porque se encontraban en posiciones
extremas y dos hombres cualesquiera pueden trabajar juntos para levantar pesos y
darle energía a los garflotes, que se encuentran en el centro. Los garflotes —mitad
garfios, mitad anclotes— pueden levantar pesos enormes casi hasta el nivel del mar;
el diseñador sólo tenía un propósito, lo que explica la mitad en forma de garfio. A
nivel del agua, el Deslizador tenía que elevarse de dos a dos metros y medio para que
los garfios estuvieran en posición de empujar hacia arriba, sin tirar.
El Deslizador es, en esencia, una habitación móvil: una gran caja capaz de
moverse en cualquiera de las ranuras cruzadas del Diezmanzanas y de «anclarse»
sobre un lado gracias a una poderosa fuerza electromagnética. Los montacargas
podían levantar un acorazado a la distancia necesaria, y en esas circunstancias toda la
balsa se escoraría pero el Deslizador no se movería, para darles una idea de la
resistencia del engarce.

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El Deslizador incluye un indicador de control, operado por sección, que es la
«bobina» más compleja que se ha diseñado. Extrayendo energía transmitida por el
generador, que se encuentra junto a la cabina central, se conecta por onda corta con la
oficina de sonar, donde los movimientos del cuadrado se registran y se repiten al
pescador, que está sentado delante del tablero de control.
El pescador podría trabajar con las líneas durante horas, incluso días enteros, sin
ver otra cosa que no sea metal y un esquema en la pantalla. Sólo cuando se apresa a la
bestia con los garfios y el zócalo del extensor, ubicado a cuatro metros por debajo de
la línea de flotación, se desliza y comienza a ayudar al montacargas, sólo entonces el
pescador puede ver a su presa, que se eleva ante él como un ángel caído. Entonces,
como Davits sabía, se ingresa en el mismísimo Infierno, y es necesario actuar. Él no
lo hizo así, y unos centenares de metros de tonelaje imposible de imaginar, apenas
anestesiado y herido, rompió los cables del montacargas, partió en dos los garflotes y
caminó por unos segundos sobre el Diezmanzanas.
Dimos una vuelta hasta que la bandera mecánica se dio cuenta de nuestra
presencia y nos hizo la señal para que descendiéramos. Tocamos la escotilla del
personal, yo eché mis aparejos y salté a cubierta.
—Suerte —me deseó el piloto mientras la puerta se estaba cerrando. Luego bailó
en el aire y la bandera hizo un ruido y se quedó en blanco.
Cargué mis cosas al hombro y bajé.
Cuando firmaba la entrada con Malvern, el capitán de facto, me enteré de que los
otros no llegarían antes de, por lo menos, ocho horas. Querían que estuviera solo en
Carl, así podrían tener una idea del metraje de las líneas cinematográficas del
siglo XX.
Abierto; franja de aterrizaje, oscuridad. Un mecánico pinchando un helicóptero
contrario. Toma completa de un autobús que se acerca lentamente. Desciende un
hombre-anzuelo con exceso de ropas; mira a su alrededor, cruza el campo
renqueando. Detalle: hace una mueca. Acercamiento a la boca. «¿Crees que es la
hora? ¿La hora en que realmente va a aterrizar?». Desconcierto, silencio, movimiento
de hombros. Se dobla algo… «Entiendo. Y ¿por qué cree que la señorita Luharich
tiene más posibilidades que los demás? ¿Es porque está mejor equipada? (Mueca).
¿Es porque ahora se sabe más de los hábitos del animal que cuando usted lo intentó?
¿O es por su deseo de ganar, de ser campeona? ¿Es por alguna de estas razones o por
todas juntas?». Respuesta: «Sí, por todas.» «… ¿Por eso firmaron con ella? Porque
los instintos dicen: “Esta vez, sí”». Respuesta: «Ella paga el porcentaje al gremio. Yo
solo no podría alquilar esa maldita cosa. Y yo quiero estar». Borrar. Doblar algo más.
Fundido mientras él se dirige hacia el helicóptero, etcétera.
—Whisky —dije, o algo así, y di una vuelta por el Diezmanzanas, solo.
Subí a cada Roque; examiné los controles y los ojos del vídeo submarino. Luego
hice subir el elevador principal.

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Malvern no se oponía a que yo pusiera las cosas a prueba de este modo. De
hecho, me animaba. Ya habíamos navegado juntos antes y hasta habíamos estado en
posiciones inversas hacía un tiempo. Por eso no me sorprendí cuando salí del
ascensor, entré en el Congelador Hopkins y vi que me estaba esperando. Durante los
diez minutos siguientes inspeccionamos la gran habitación en silencio, caminando
por las cámaras de bobinas de cobre que pronto serían árticas.
Finalmente, dio una palmada en la pared.
—Bueno, ¿lo lograremos?
Negué con la cabeza.
—Me gustaría, pero lo dudo. Me importa un rábano a quién le reconozcan la
hazaña, siempre y cuando yo tenga mi parte. Pero no va a ocurrir. Esa muchacha es
egomaníaca. Ella querrá manejar el Deslizador, y no puede hacerlo.
—¿La conoces?
—Sí…
—¿Cuándo la conociste?
—Hace cuatro o cinco años.
—Era una muchachita entonces. ¿Cómo sabes qué puede hacer ahora?
—Lo sé. Ahora debe de conocer cada punto y coma. Debe de estar al corriente de
toda la teoría. Pero ¿te acuerdas cuando, una vez, estábamos nosotros dos juntos en
estribor, en la Roque delantera, e Ikky hendió el agua como un delfín?
—¡Cómo podría olvidarlo!
—Y bueno…
—Quizá pueda hacerlo, Carl. Ha viajado en barcos antorcha, también ha vuelto a
casa en escafandra con aguas peligrosas. —Lanzó una mirada en dirección a la Mano,
invisible—. Y también ha cazado en las Tierras Altas. Quizás es tan salvaje que
puede guardar todo el horror en el bolsillo sin echarse atrás.
—… Para que John Hopkins pague la cuenta y les dé dinero a siete personajes por
el cadáver —agregó—. Eso es mucho dinero, hasta para Luharich.
Me agaché para pasar por una escotilla.
—Quizá tengas razón, pero ya era una bruja llena de dinero cuando la conocí.
—Y no era rubia —añadí vilmente.
Bostezó.
—Vamos a desayunar.
Así lo hicimos.

Cuando era joven, pensaba que nacer animal marino era la mejor elección que la
Naturaleza podía hacer por uno. Crecí en la costa del Pacífico y durante el verano
vivía en el Golfo o en el Mediterráneo. Pasé meses de mi vida vendiendo coral,
fotografiando fosas submarinas y jugando a perseguir a los delfines. Pesqué en todos
los lugares donde hubiera peces y les envidiaba que pudieran ir a lugares que me

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estaban vedados. Cuando crecí, quería peces más grandes, y no había nada vivo de
que tuviera noticia, excepto el Sequoia, que fuera más grande que Ikky. Esto es parte
de la historia.
Empujé un par de rollos fotográficos de más en la bolsa de papel y llené el termo
con café. Me disculpé, salí de la cocina y emprendí el camino hacia el camarote del
Deslizador. Estaba tal cual lo recordaba. Toqué unos cuantos interruptores y la onda
corta zumbó.
—¿Eres tú, Carl?
—Soy yo, Mike. Dame más fluido eléctrico, rata traicionera.
Se quedó pensando y luego sentí cómo vibraba el casco al conectarse los
generadores. Me serví la tercera taza de café y encontré un cigarrillo.
—¿Y por qué soy una rata traicionera ahora? —Su voz dijo otra vez.
—¿Sabías que había cámaras en el Hangar Dieciséis?
—Sí.
—Entonces eres una rata traicionera. Lo último que quiero es publicidad. «El que
ha fallado tantas veces antes de estar preparado para intentarlo, con hidalguía, una
vez más…». Ya me lo imagino.
—Te equivocas. El foco solamente ilumina a una persona, y ella es más guapa
que tú.
Mi siguiente comentario fue interrumpido porque toqué el botón del ascensor y
las orejas de elefante se agitaron sobre mi cabeza. Me levanté y me puse a nivel de la
cubierta. Retracté el riel lateral y avancé hacia la ranura. En medio del barco, me
detuve en una intersección, dejé caer el lateral y retracté el riel longitudinal.
Me deslicé a estribor, a mitad de camino entre las Roques, me detuve y continué
con el acoplador. No había derramado ni una gota de café.
—Muéstrame imágenes.
La pantalla se iluminó. La ajusté y conseguí esbozos del fondo.
—Está bien.
Toqué un interruptor de Estado Azul y él lo puso a la par. Se encendió la luz.
El montacargas se destrabó. Apunté al agua, extendí el brazo y disparé.
—Blanco —comentó.
—Estado Rojo. —Pulsé un interruptor.
—Estado Rojo.
El hombre-anzuelo avanzaría con esto, para que las púas de su anzuelo fueran
tentadoras.
No es exactamente el anzuelo de un pez. Los cables llevan tubos vacíos: los tubos
transportan suficiente droga para un ejército de toxicómanos; Ikky se lleva el anzuelo,
que se balancea delante de él por control remoto, y el pescador introduce las púas a
viva fuerza.
Las manos corrían por la consola, haciendo los ajustes necesarios. Controlé la
lectura del narcotanque. Vacío. Bueno, todavía no los habían llenado. Apreté el botón

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de Inyección con el pulgar.
—En la garganta —murmuró Mike.
Solté los cables. Jugué con la bestia imaginaria. La dejé correr, haciendo bailar el
montacargas para simular su recorrido.
El aire acondicionado estaba conectado y yo no tenía puesta la camisa, sin
embargo aún hacía muchísimo calor, lo que me indicó que ya había pasado la mañana
y era el mediodía. Casi no era consciente de las llegadas y salidas de los helicópteros.
Parte de la tripulación se sentó «a la sombra» de la puerta que había dejado abierta y
miraba la operación. De haber visto llegar a Jean, hubiera terminado la sesión y
hubiera bajado.
Me cortó la inspiración cuando cerró la puerta con tanta violencia que hizo
temblar la cerradura.
—¿Te molestaría decirme quién te ha dado permiso para levantar el Deslizador?
—preguntó.
—Nadie —le contesté—. Ahora lo bajo.
—Vamos. Échate a un lado.
Así lo hice y ocupó mi asiento. Llevaba pantalones holgados de color marrón y
una camisa muy ancha, se había peinado el cabello tirante hacia atrás, de un modo
muy práctico. Tenía las mejillas coloradas, pero no necesariamente por el calor. Se
lanzó al panel con una intensidad casi graciosa, que a mí me pareció inquietante.
—Estado Azul —dijo con irritación, y se rompió una uña violeta con la palanca.
Forcé un bostezo y me abotoné sin apuro la camisa. Echó una mirada de reojo
hacia donde yo estaba, controló los registros y tiró un anzuelo.
Seguí el plomo en la pantalla. Se volvió hacia mí por un instante.
—Estado Rojo —dijo llanamente.
Asentí en total acuerdo.
Hizo mover el montacarga hacia los costados para demostrarme que sabía
hacerlo. Yo no tenía la menor duda de que sabía, y ella no tenía la menor duda de que
yo no dudaba, pero luego…
—Por si no lo sabes —me dijo—, tú no vas a acercarte a esto. Te contrataron
como anzuelo, ¿recuerdas? ¡No como operador del Deslizador! ¡Eres hombre-
anzuelo! Tus deberes se limitan a nadar allí afuera y poner la mesa para nuestro
amigo, el monstruo. Es peligroso pero te pagan bastante por tu trabajo. ¿Alguna
pregunta?
Presionó con fuerza el botón de Inyección y yo carraspeé.
—No —sonreí—, pero estoy capacitado para operar esa cosa y si me necesitas,
estaré a tu disposición, a la tarifa gremial.
—Señor Davits —me dijo—. No quiero que un perdedor opere este panel.
Empezó a rebobinar el cable y al mismo tiempo soltó el engarce, de modo que
todo el Deslizador tembló cuando el gran yo-yo regresó a su lugar. Resbalamos hacia
atrás un par de metros. Ella levantó los laterales y salimos despedidos hacia atrás por

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la ranura. Desacelerando, transfirió los rieles y nos sacudimos estrepitosamente hasta
detenernos, luego nos desenganchamos en un ángulo recto. La tripulación se retiró
por la escotilla, mientras nosotros nos deslizamos hacia el ascensor.
—En el futuro, señor Davits, no entre en el Deslizador si no se lo ordenan.
—No se preocupe. Ni siquiera voy a entrar cuando me lo ordene —le contesté—.
Firmé como hombre-anzuelo. ¿Recuerda? Si quiere que entre aquí me lo tendrá que
pedir.
—Espere sentado —me contestó.
Estuve de acuerdo. Las puertas se cerraron por encima de nosotros. Dejamos el
tema y nos encaminamos en direcciones diferentes después de que el Deslizador se
detuvo en su anclaje. En realidad me dijo «hasta luego», lo que para mí demostraba
buenos modales y determinación, en respuesta a mi risita.

Más tarde esa misma noche, Mike y yo llenamos nuestras pipas en el camarote de
Malvern. El viento levantaba olas y un persistente golpeteo de lluvia y granizo hacían
que la cubierta pareciera un techo de zinc sobre nuestras cabezas.
—Horrible —sugirió Malvern.
Asentí. Después de tomar dos bourbon, la habitación se había hecho familiar, con
los muebles de caoba (que hacía mucho tiempo había traído de la Tierra por puro
capricho) y las paredes oscuras, el rostro aguerrido de Malvern y la expresión
perpetuamente desconcertada de Dabis, ubicado entre los grandes charcos de sombras
que se formaban detrás de las sillas y que se extendían por los rincones; todo esto
iluminado por una lámpara diminuta en la mesita y visto a través de un vaso marrón.
—Me alegro de estar aquí.
—¿Cómo es estar abajo en una noche como ésta?
Eché una bocanada de humo y pensé en la luz que corta el interior de un diamante
negro, que apenas se mueve. El dardo meteórico de un pez repentinamente iluminado,
el balanceo de helechos grotescos, como nebulosas —oscuras, después verdes,
después nada— nadaron por un momento en mi mente. Supongo que es como se
sentiría una nave espacial, si pudiera sentir, al cruzar distintos mundos… serena;
sobrenatural, preternaturalmente serena y apacible como un sueño.
—Se está a oscuras —le contesté—, pero el mar suele estar tranquilo a unas pocas
brazas.
—Faltan ocho horas y nos largamos —comentó Mike.
—Dentro de diez o doce días deberíamos estar allí —observó Malvern.
—¿Qué crees que está haciendo Ikky?
—Durmiendo en el fondo con la Señora Ikky, si es que tiene sentido común.
—No tiene. En el CINT he visto la extrapolación esquelética realizada a partir de
huesos que consiguieron.
—¿Los visteis vosotros?

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—… Con bastante carne, debe de tener más de cien metros de largo. ¿No es
cierto, Carl?
Asentí.
—… No tiene demasiado cráneo, por su volumen.
—Inteligencia suficiente para no acercarse a nuestra nave.
Nos reímos entre dientes, porque era como si realmente nada existiera fuera de
aquella habitación. El mundo exterior era una cubierta vacía, batida por la cellisca.
Nos recostamos hacia atrás e hicimos nubes.
—La jefa no ve con buenos ojos la pesca no autorizada con mosca.
—Por mí, la jefa puede atarse una soga al cuello y ahorcarse.
—¿Qué te dijo ahí dentro?
—Me dijo que mi lugar es el fondo, con la mierda de pescado.
—¿No vas a manejar el Deslizador?
—Yo pongo el cebo.
—Ya veremos.
—No pienso hacer nada más. Si alguien quiere que maneje el Deslizador, va a
tener que pedirlo con mucha educación.
—¿Piensas que va a tener que pedirlo?
—Y si lo pide, ¿vas a hacerlo?
—Una buena pregunta —resoplé—. Pero todavía no sé la respuesta.
Daría el cuarenta por ciento de mi dinero por la respuesta. Daría un par de años de
mi vida a cambio de saber la respuesta. Pero por lo visto no hay una serie de
compradores sobrenaturales, porque nadie lo sabe. Supongamos que cuando
salgamos, si la suerte nos acompaña, nos encontramos con un Ikky. Supongamos que
logramos ponerle el cebo y tirarle líneas. ¿Y entonces qué? Si lo acercamos a la nave,
¿lo levantará ella sola o lo echará todo a perder? ¿Y si es más decidida que Davits,
que solía cazar tiburones con pistolas de aire comprimido con dardos envenenados?
Supongamos que consigue colocarlo en la cubierta y Davits tiene que limitarse a
mirarlo todo como un segundón.
O peor aún, supongamos que lo llama a Davits y él se queda parado ahí, como un
segundón o como algo diferente… digamos, ¿cómo una encarnación llamado
Timorato?
Fue entonces cuando lo levanté por encima del horizonte de acero de dos metros
de alto y miré todo ese cuerpo, que se inclinaba más y más hasta que se cayó fuera de
mi alcance como una gran cordillera verde… Y esa cabeza. Pequeña para el cuerpo,
pero aun así, inmensa. Enorme, áspera, con ruletas abiertas que habían girado negras
y rojas mucho antes de que mis antepasados decidieran probar suerte en el Nuevo
Mundo. Y se balanceaba.
Habían conectado los narco-tanques nuevos. Necesitaba otra inyección, rápido.
Pero yo estaba paralizado.

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Había emitido un sonido como el que produciría Dios al tocar en un órgano
Hammond.
¡Y me miraba!
Ni siquiera sé si ver significa lo mismo con unos ojos como ésos. Lo dudo. Quizá
yo sólo era una mancha gris detrás de una roca negra, con el cielo plexi-reflectado,
hiriéndole las pupilas. Pero me clavaba los ojos. Quizá la serpiente realmente no
paraliza al conejo, quizás ocurre que los conejos son cobardes por naturaleza. Pero
comenzó a luchar y yo seguía sin poder moverme, fascinado.
Fascinado por todo ese poder, por esos ojos. Me encontraron allí un cuarto de
hora después, mal herido en la cabeza y los hombros, con el botón de Inyección aún
sin presionar.
Y ahora, sueño con esos ojos. Quiero enfrentarme con ellos otra vez, aunque me
lleve toda la vida.
Tengo que saber si hay algo dentro de mí que me diferencia de un conejo, de
placas marcadas con reflejos e instintos que siempre se dividen de la misma manera,
siempre que se hace la combinación adecuada.
Cuando bajé la mirada, me di cuenta de que me temblaba la mano. Levanté
rápidamente la vista y comprendí que nadie más lo había percibido.
Terminé la bebida y vacié la pipa. Era tarde y no se oía ningún trino de pájaro.

Me senté a cortar madera, con las piernas sobre el extremo de la popa; las astillas
caían en el surco de desagüe. Tres días fuera. Sin acción.
—¡Tú!
—¿Yo?
—Tú.
El cabello como el final del arcoíris, los ojos como ninguna otra cosa de la
naturaleza, dientes hermosos.
—Hola.
—Hay una regla de seguridad que prohíbe lo que estás haciendo, ¿sabes?
—Ya lo sé. He estado pensando en eso toda la mañana.
Una viruta delicada trepó a mi cuchillo y luego se cayó a nuestras espaldas. Se
posó en la espuma y se hundió. Miré cómo se reflejaba en la hoja de mi cuchillo y
disfruté secretamente la distorsión.
—¿Me estás poniendo un cebo? —me preguntó por fin.
Luego la oí reír y me volví, consciente de que lo había dicho con toda la
intención.
—¿Quién? ¿Yo?
—Podría tirarte desde aquí muy fácilmente.
—Yo volvería.
—¿Tú me tirarías… alguna noche oscura, quizá?

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—Todas las noches son oscuras, señorita Luharich. No, preferiría tallar algo en
madera y regalártelo.
Entonces se sentó a mi lado y no pude evitar mirarle los hoyuelos de las rodillas.
Llevaba pantalones blancos cortos y una especie de corpiño y así se le notaba el
bronceado de otro mundo que le sentaba de maravilla. Casi sentí una punzada de
remordimiento por haber planeado toda la escena, pero mi mano derecha seguía
obstruyendo la mirada hacia el animal de madera.
—Está bien. Voy a morder. ¿Qué tienes para mí?
—Un momento. Ya está casi terminando.
Con gesto solemne, le pasé el burro que había estado tallando. Me dio un poco de
pena y yo también me sentí un poco tonto, pero tenía que seguir adelante. Siempre lo
hago. Tenía la boca partida en un gesto de rebuzno y las orejas erguidas.
Ella ni sonrió ni frunció el ceño. Sólo estaba estudiándolo.
—Está muy bien hecho —dijo al fin—. Como la mayoría de las cosas que
haces… y muy apropiado, quizá.
—Dámelo —le pedí, extendiendo la palma.
Me lo devolvió y yo lo tiré al agua. No cayó sobre la espuma y se sacudió un rato
como un caballito de mar pigmeo.
—¿Por qué lo has hecho?
—Ha sido un mal chiste. Lo siento.
—Tal vez tienes razón. Tal vez esta vez se me fue un poco la mano.
Yo solté una carcajada.
—Entonces, ¿por qué no hacemos algo mejor, como otra carrera?
Meneó el final del arcoíris.
—No. Tiene que ser un Ikky.
—¿Por qué?
—¿Por qué te empeñaste en conseguir uno hasta tirar por la borda una fortuna?
—Son cosas de hombres —le contesté—. Un analista que daba sesiones de
terapia negra en un sótano una vez me dijo: «Señor Davits, usted necesita reforzar su
imagen masculina atrapando toda clase de pez que exista». Los peces son un símbolo
muy antiguo de virilidad, ¿sabes? Así que empecé a hacerlo. Y todavía me falta
uno… ¿Por qué quieres tú reforzar tu virilidad?
—Yo no quiero —me contestó—. No quiero reforzar nada, salvo las Empresas
Luharich. Mi especialista en estadísticas me dijo una vez: «Señorita Luharich, venda
toda la crema facial y el maquillaje en el Sistema y será una mujer feliz y también
rica». Y tenía razón. Yo soy la prueba de eso. Puedo verme como me veo y hacer
cualquier cosa, y vendo casi todo el lápiz de labios y el maquillaje que se usa en el
Sistema… pero tengo que ser capaz de hacer algo.
—De verdad pareces calculadora y eficiente —observé.
—No creo ser calculadora —dijo, y se levantó—. Vayamos a nadar.
—¿Puedo señalar que no tenemos muy buen tiempo?

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—Si quieres observar lo que es obvio, puedes hacerlo. Dijiste que podrías
regresar al barco, sin ayuda. ¿Has cambiado de opinión?
—No.
—Entonces consigue dos equipos con escafandra y te echo una carrera bajo el
Diezmanzanas. También te voy a ganar —agregó.
Me levanté y la miré desde arriba, porque por lo general eso me hace sentir
superior a las mujeres.
—Hija de Lir, ojos de Picasso —dije—. Aquí tienes tu carrera. Espérame en la
Roque delantera, a estribor, dentro de diez minutos.
—Diez minutos —ratificó.
Y fueron diez minutos. Desde la cabina central a la Roque bastaban dos minutos,
con la carga que llevaba. Tenía las sandalias muy calientes y me alegré de poder
cambiarlas por las aletas cuando llegué al rincón, que estaba comparativamente
fresco.
Nos deslizamos los arneses y ajustamos el equipo. Ella se había puesto un bonito
traje verde de una sola pieza que me hacía entornar los ojos y desviar la vista, y luego
volver a mirar.
Aseguré una escalera de sogas y la lancé por la borda. Luego di una palmada a la
pared de la Roque.
—¿Sí?
—¿Le hablas a la Roque de babor, en proa? —le dije.
—Está todo listo —contestó—. Hay escalas y cuerdas guías en todo ese costado.
—¿Seguro que quieres hacer esto? —me preguntó la muchacha bronceada, que
tiene su propio agente de publicidad, un tal Anderson.
Él se sentó junto a la Roque, en una silla cubierta, y sorbió su limonada con una
pajita.
—Podría ser peligroso —observó, con la boca hundida. (Tenía los dientes al lado,
en otro vaso).
—Así es —replicó ella, con una sonrisa—. Seguro que será peligroso, aunque no
lo parezca.
—Entonces, ¿por qué no me dejas que tome algunas fotos? Las tendríamos de
vuelta en Línea Vital en una hora. Estarían en Nueva York por la noche. Una buena
copia.
—No —dijo y se alejó de nosotros dos.
Se puso las manos en los ojos.
—Toma, sostenme éstos.
Le pasó una caja llena de su falta de vista, y cuando se volvió hacia mí tenía los
ojos del mismo marrón que yo recordaba.
—¿Listo?
—No —dije con tirantez—. Escúchame con atención, Jean. Si quieres jugar a este
juego, tendrás que conocer unas pocas reglas. En primer lugar —enumeré—, vamos a

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estar justo debajo del casco, por eso tenemos que empezar bien abajo y movernos
constantemente. Si chocamos con el fondo, podríamos romper un tanque de aire…
Empezó a protestar alegando que cualquier imbécil sabía eso y yo la interrumpí.
—En segundo lugar —proseguí—. No habrá mucha luz, así que nos
mantendremos juntos, y los dos llevaremos linternas.
Sus ojos húmedos echaban chispas.
—Te saqué de Govino sin…
Luego se interrumpió y se alejó. Levantó una lámpara.
—Está bien. Con linternas. Disculpa.
—… Y ten cuidado con las hélices impulsoras —terminé—. Habrá fuertes
corrientes por lo menos a cincuenta metros por debajo de ellas.
Se frotó los ojos otra vez y se ajustó la máscara.
—Está bien. Vamos.
Fuimos.
Ella iba delante, como yo había insistido. La capa superficial era placenteramente
cálida. A dos brazas el agua resultaba vigorizante; a cinco estaba estupenda y fría. A
ocho, soltamos la escalera flotante y nadamos enérgicamente. Diezmanzanas
aceleraba y nosotros corríamos en dirección opuesta, tatuando el casco de amarillo a
intervalos de diez segundos.
El casco permanecía en su lugar, pero nosotros corríamos como dos satélites
oscuros. Periódicamente, iluminaba sus aletas con mi linterna y rastreaba su hilera de
burbujas. Una ventaja de cinco metros estaba bien; le ganaría en la vuelta interna,
aunque todavía no podía dejarla atrás.
Por encima de nosotros, negro. Inmenso. Profundo. El Mindanao de Venus, donde
la eternidad podría hacer descansar a los muertos en ciudades de peces innombrados.
Volví la cabeza y toqué el casco con un tentáculo de luz; eso me indicó que habíamos
hecho una cuarta parte del recorrido.
Aumenté la velocidad para alcanzar su ritmo acelerado y acorté la distancia que
ella había establecido, de pronto, en un par de metros. Aceleró otra vez y yo también.
La localicé con el haz de luz de mi linterna.
Se volvió y se le iluminó la máscara. Nunca supe si había estado riéndose.
Probablemente. Levantó dos dedos haciendo la V de la victoria y luego se adelantó a
toda velocidad.
Debería haberme dado cuenta. Debería haberlo intuido. Esto no era más que una
carrera hacia ella, algo más que tenía que ganar. ¡Al diablo con los torpedos!
Entonces me impulsé con fuerza. Yo no me sacudo en el agua. O, si lo hago, no
importa, porque no lo noto. Otra vez comencé a zanjar la brecha.
Ella miró hacia atrás, aceleró, miró hacia atrás. Cada vez que miraba estaba más
cerca, hasta que reduje la distancia a los cinco metros originales.
Entonces encendió los cohetes.

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Eso era lo que me temía. Estábamos a mitad de camino y no debía haberlo hecho.
Era muy probable que los poderosos propulsores de aire comprimido la hicieran salir
volando hacia arriba, contra el casco, o arrancaran algo suelto, si dejaba que el cuerpo
se moviera. Se usan principalmente para liberarse de plantas marinas o para
contrarrestar fuertes corrientes. Yo había querido que se los pusiera como medida de
seguridad, por los enormes remolinos que aspiran y arrastran en la parte posterior.
Salió disparada como un meteorito y sentí un repentino hilo de transpiración que
salía para mezclarse con las aguas revueltas.
Nadé con fuerza, negándome a usar mis propias armas, y ella triplicó, cuadriplicó
el margen.
Los propulsores se detuvieron y ella aún seguía su curso. Muy bien, era un viejo
quisquilloso. Podría haberlo echado todo a perder al dirigirse hacia arriba.
Surqué el mar y comencé a ganar terreno, metro a metro. Ahora ya no podría
alcanzarla ni ganarle, pero llegaría a las cuerdas antes de que ella tocara la cubierta.
Luego, los imanes comenzaron a insistir y ella vaciló. Era una corriente muy intensa,
incluso a esta distancia. La llamada del picador de carne.
Una vez me había quedado atrapado, bajo el Dolphin, un barco pesquero de la
clase media. Sí, había estado bebiendo, pero también era un día brutal y lo habían
conectado prematuramente. Por suerte, también lo apagaron a tiempo, y un
abrochador de tendones lo dejó todo perfecto, excepto en el cuaderno de bitácora,
donde sólo se mencionaba que yo había estado bebiendo. No se decía nada de que
había ocurrido fuera de hora, cuando —se suponía— tenía derecho a hacer lo que me
diera la real gana.
Ella había reducido la velocidad a la mitad, pero todavía seguía cruzándose, hacia
babor, por el lado de la popa. Yo también empecé a sentirme arrastrado y tuve que
frenar. Había pasado la tubería principal, pero parecía estar lejos todavía. Resulta
difícil calcular las distancias bajo el agua; sin embargo, cada compás rojo marcaba el
tiempo y me confirmaba que tenía razón. Estaba fuera de peligro lejos de la tubería
central, pero la hélice de babor, a unos ochenta metros hacia dentro, ya no era sólo un
peligro, sino una certeza.
Había doblado y ahora se estaba alejando. Veinte metros nos separaban. Se había
detenido. Quince.
Lentamente, empezaba a moverse hacia atrás. Toqué mis cohetes y los apunté dos
metros por detrás de ella y unos veinte por detrás de las aspas.
¡En línea recta! ¡Gracias a Dios! Tomé la sonda, el vientre blando, el tubo de
plomo sobre los hombros, ¡A TODA MARCHA!, la máscara crujió, pero no se
rompió, ¡Y ARRIBA!
Nos asimos de una línea y pensé en el coñac.

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Ya en la cama, que se balanceaba sin cesar, escupí rítmicamente. Insomnio esta
noche y otra vez dolor en el hombro izquierdo, así que conformémonos: quizás
encuentren remedio para el reumatismo. Más estúpido imposible. Lo que dije.
Envuelto en mantas y temblando. Ella: «Carl, no puedo decirlo». Yo: «Digamos que
quedamos empatados con esa noche en Govino, señorita Luharich. ¿Eh?». Ella: nada.
Yo: «¿Quieres más coñac?». Ella: «Ponme otro». Yo: ruido de sorbos. Sólo había
durado tres meses. Sin pago de alimentos. Mucho dinero de ambas partes. No sé si
fueron felices o no. El Egeo oscuro como el vino. Buena pesca. Quizás él debería
haber pasado más tiempo en tierra. O quizás ella no debería haberlo hecho. Pero era
una buena nadadora. Lo arrastró todo el camino hacia Vido para limpiarle los
pulmones. Jóvenes. Los dos. Fuertes. Los dos. Ricos y malcriados a más no poder.
Ídem. Corfú debería haberlos acercado. Pero no. Creo que la crueldad mental fue una
trucha. Él deseaba ir a Canadá. Ella: «Por mí, puedes irte al diablo». Él: «¿Vendrás?».
Ella: «No». Pero fue, de todos modos. Muchos infiernos. Costó caro. Él perdió un
monstruo o dos. Ella heredó un par. Hay muchísimos relámpagos esta noche. Más
estúpido imposible. La cortesía es la muerte del alma. ¿Por quién?… Suena a un
maldito neo-ex… Pero te odio, Anderson, con tus vasos llenos de dientes y sus ojos
nuevos… No puedo hacer que esta pipa siga encendida; sigo chupando tabaco.
¡Escupo otra vez!
Siete días fuera y el telescopio mostró un Ikky.
Las campanas repicaron, los pies golpearon el suelo, y algún optimista puso el
termostato en el Hopkins. Malvern quería que yo me sentara fuera, pero me deslicé
en el arnés y esperé lo que pudiera suceder. El magullón parecía peor de lo que era.
Había hecho ejercicios todos los días y el hombro no se me había fortalecido.
Mil metros adelante y a treinta brazas de profundidad, avanzaba perforando un
túnel. No se veía nada en la superficie.
—¿Lo vamos a perseguir? —preguntó, nervioso, un hombre del equipo.
—No, hasta que ella quiera que gastemos el dinero en combustible —dije,
encogiéndome de hombros.
Pronto el telescopio lo mostró con claridad, y así continuó. Permanecimos en
estado de alerta y mantuvimos el curso.
No le había dicho más de una docena de palabras a mi jefa desde la última vez
que nos ahogamos juntos, así que decidí aumentar el número.
—Buenas tardes —la saludé—. ¿Qué hay de nuevo?
—Se dirige al nor-noroeste. Vamos a tener que dejarlo escapar. Unos días más y
podremos iniciar una persecución. Todavía no.
El cabello liso y brillante…
Asentí.
—Imposible saber adónde se dirigió.
—¿Cómo va tu hombro?
—Bien. ¿Y tú?

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Hija de Lir…
—Bien. A propósito, te van a dar una buena recompensa.
¡Ojos de perdición!
—No me digas… —le contesté.
Después, esa misma tarde, y en buena hora, se desató una tormenta. (Prefiero «se
desató» a «empezó a llover». Da una idea más precisa del comportamiento de las
tormentas tropicales en Venus y ahorra más palabras). ¿Recuerdan el tintero que
mencioné antes? Ahora lo tengo entre el pulgar y el índice y golpeo un lado con un
martillo. ¡Miren! Ni se rompe ni se vuelca la tinta…
Se secó; después se empapó todo. El cielo se cae como si lo hubiera golpeado el
martillo, millones de fracturas brillantes. Y se oye cómo caen los pedazos rotos.
—¿Todos abajo? —sugirieron los altavoces a la tripulación, que ya estaba en
pleno movimiento.
¿Dónde estaba yo? ¿Quién creen ustedes que hablaba por los altavoces?
Todo lo que estaba suelto fue a parar al agua, cuando el mar comenzó a moverse,
pero para entonces no había gente suelta. El Deslizador era lo primero que se ponía
por debajo de las cubiertas. Luego, los grandes ascensores bajaron las cabinas.
Yo me había echado a correr gritando hacia la Roque más cercana en cuanto
reconocí el resplandor previo al holocausto. Desde allí conecté los micrófonos y pasé
medio minuto preparando al grupo de rastreo.
Hubo algunas pérdidas, según me dijo Mike por la radio, pero nada importante.
Sin embargo, yo estaba desamparado por el resto del tiempo. Las Roques no
conducen a ningún lugar; están demasiado alejadas sobre el casco y no ofrecen
ninguna salida hacia abajo, pues allí se encuentran los soportes del extensor.
Por eso me quité los tanques que había usado durante las últimas horas, crucé las
aletas sobre la mesa y me recosté para observar el huracán. La parte de arriba era tan
negra como la de abajo y nosotros nos encontrábamos en el medio y, de algún modo,
iluminados por ese espacio plano y brillante. El agua no caía a baldazos encima de
nosotros: sólo se unía y caía como gotas.
Las Roques eran suficientemente seguras —habían soportado muchas embestidas
violentas como ésta—; es sólo que la posición que tienen les da un mayor arco de
elevación y descenso cuando el Diezmanzanas se mueve como la hamaca de una
abuelita muy nerviosa. Yo había usado los pernos de mi equipo para asegurar la silla:
la atornillé al suelo, y me revolqué varios años en el purgatorio por el alma de quien
había dejado un paquete de cigarrillos en el cajón de la mesa.
Observé cómo el agua hacía carpas y montañas y manos y árboles, hasta que
empecé a ver caras y gente. Entonces llamé a Mike.
—¿Qué estás haciendo allá abajo?
—Preguntándome qué estás haciendo tú allá arriba —respondí—. ¿Cómo se ve?
—Tú naciste en el Medio Oeste de Estados Unidos, ¿no es cierto?
—Sííí…

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—¿Hay tormentas fuertes por ahí?
—A veces.
—Trata de pensar en la peor que hayas visto. ¿Tienes una regla de cálculo a
mano?
—Aquí está.
—Entonces ponle un uno debajo, imagínate un cero o dos después, y multiplícalo
todo.
—No puedo imaginarme los ceros.
—Entonces retiene el multiplicando… es todo lo que puedes hacer.
—Pero ¿qué estás haciendo allí arriba?
—Me he atornillado a la silla. Ahora estoy viendo todas las cosas rodando por el
suelo.
Otra vez miré hacia arriba y a lo lejos. Distinguí una sombra más oscura en el
bosque.
—¿Estás rezando o maldiciendo?
—Ojalá lo supiera. Si esto fuera el Deslizador… ¡Si realmente fuera el
Deslizador!
—¿Está ahí afuera?
Asentí con un gesto; me olvidé de que no me podía ver.
Grande, según lo recordaba. Sólo había salido a la superficie por unos minutos,
para echar un vistazo. No hay poder en la Tierra que pueda compararse con aquel
que ha nacido para no sentir miedo a nadie. Arrojé el cigarrillo. Era el mismo de
antes. Parálisis y un grito abortado.
—¿Estás bien, Carl?
Él me había mirado otra vez. Al menos, eso parecía. Quizás esa bestia sin cerebro
había estado esperando medio milenio para arruinar la vida de un miembro de la
especie más desarrollada del mundo de los negocios.
—¿Estás bien?
… O quizá ya la había arruinado, mucho antes de este encuentro, y sólo se trataba
de un encuentro de bestias, la más fuerte desplazaba a la más débil, cuerpo a
psiquis…
—¡Carl, carajo! ¡Di algo!
Saltó otra vez, ahora más cerca. ¿Alguna vez han visto el embudo de un tornado?
Parece algo vivo, en movimiento, en medio de toda esa oscuridad. Nada tiene
derecho a ser tan grande, tan fuerte, y a moverse. Es una sensación muy
desagradable.
—Por favor, respóndeme.
Él se había ido y ya no regresó más ese día. Finalmente le hice un par de
comentarios chistosos a Mike, pero sostuve otro cigarrillo con la mano derecha.
Las siguientes setenta u ochenta mil olas rompieron con una similitud monótona.
Los cinco días en que se sucedieron también pasaron sin ninguna distinción. Sin

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embargo, por la mañana del decimotercer día fuera, nuestra suerte empezó a cambiar.
Los timbres hicieron añicos nuestro letargo empapado de café y salimos disparados
de la galería, sin oír lo que podría haber sido el chiste más ingenioso de Mike.
—¡A popa! —gritó alguien—. ¡Quinientos metros!
Me desnudé mientras corría a mis baúles y empecé a hacer las flexiones laterales.
Siempre tengo mis cosas al alcance de la mano.
Crucé la cubierta haciendo volteretas mientras me preparaba con un gusano
desinflado.
—¡Quinientos metros, veinte brazas! —retumbaron los altavoces.
Las grandes trampas resonaron arriba y el Deslizador creció hasta su máxima
altura, la gran dama en la consola. Matraqueó más allá de donde yo me encontraba y
se afianzó adelante. Su único brazo se elevó y estiró.
Me enfrenté con el Deslizador cuando los altavoces gritaron:
—¡Cuarenta y ocho, veinte!
—¡Estado Rojo!
Una explosión seca, como el corcho despedido de una botella de champán, y la
línea bien alta sobre el agua.
—¡Cuarenta y ocho, veinte! —repitió Malvern, estático—. ¡Hombre-anzuelo,
atención!
Ajusté la máscara y la bajé al costado con la mano. Luego caliente, luego frío,
luego fuera.
Verde, vasto, abajo. Rápido. Éste es el lugar en donde soy igual a un gusano
desinflado. Si algo importante hace que un hombre-anzuelo parezca más sabroso de
lo que lleva, entonces la ironía le da color a su título y al agua que lo rodea.
Vi los cables que seguían la corriente y los seguí hacia abajo. Verde a verde,
oscuro a negro. Los habían lanzado a gran distancia, a demasiada distancia. Nunca
antes había tenido que seguir un cable tan abajo. No quería encender la linterna.
Pero debía hacerlo.
¡Qué mal! Todavía me faltaba un buen trecho. Apreté los dientes y encerré mi
imaginación en una camisa de fuerza.
Finalmente, la línea llegó a su fin.
Enrosqué un brazo a su alrededor y desaté el gusano. Lo até, trabajando lo más
rápido que pude, y conecté los pequeños cables aislados, razón por la que no puede
lanzarse con la línea. Ikky podría romperlos, pero para entonces ya no importaría.
Mi anguila mecánica se acopló; separé los conectores y vi cómo crecía. Durante
esta operación, que sólo había durado un minuto y medio, me había arrastrado la
corriente. Estaba cerca —demasiado cerca— de donde nunca hubiese querido estar.
Aunque había sido reacio a encender la luz, de pronto tenía miedo de apagarla.
Era presa del pánico y me aferraba al cable con las dos manos. El gusano comenzó a
brillar en un tono rosado. Comenzó a retorcerse. Era dos veces más grande que yo y,

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sin duda alguna, doblemente atractivo para un comedor-de-gusanos-rosas. Me repetí
esto hasta creerlo, luego apagué la luz y comencé a subir.
Si me chocaba con algo enorme y recubierto de acero, mi corazón tenía órdenes
de dejar de latir de inmediato y liberarme… salir disparado como un dardo por el
Aqueronte, parloteando.
Sin parlotear, llegué al agua verde y volé de regreso al nido.
En cuanto me subieron a bordo, me puse la máscara como pañuelo al cuello,
resguardé los ojos de la luz y observé la superficie del agua, en busca de turbulencias.
—¿Dónde está? —Fue mi primera pregunta, como cabía esperar.
—En ninguna parte —dijo un hombre de la tripulación—. Lo perdimos tan pronto
como subiste. Ahora no lo podemos ver en el telescopio. Debe de haberse sumergido.
—Qué pena.
El gusano se quedó abajo, disfrutando de un baño. Como mi tarea había
terminado por el momento, me encaminé a calentarme un café con ron.
A mis espaldas, un susurro:
—¿Vas a poder reírte así después?
Respuesta en perspectiva:
—Depende lo que le haga gracia a él.
Riéndome entre dientes todavía, me dirigí a la cabina central con dos tazas llenas.
—¿Sigue el infierno y no se ve?
Mike asintió con un gesto. Sus grandes manos estaban temblando, y las mías,
cuando apoyé las tazas, estaban tan firmes como las de un cirujano.
Dio un salto cuando me quité los tanques y busqué un asiento.
—¡Que no se te caiga nada en el panel! ¿Quieres matarte y quemar esos fusibles
tan caros?
Me di por vencido y me situé para observar el ojo vacío de la pared. Bostecé
contento; el hombro parecía como nuevo.
Esa cajita por la que la gente habla quería decir algo, así que Mike levantó el
interruptor y le dijo que hablara:
—¿Carl está ahí, señor Dabis?
—Sí, señora.
—Entonces ponme con él.
Mike hizo un gesto y se movió.
—Dime —hablé al aparato.
—¿Estás bien?
—Sí, gracias. ¿Por qué lo pregunta?
—Fue un largo trecho. Yo… creo que tiré la línea demasiado lejos.
—Me alegro —le dije—. Así tardé más tiempo. Realmente gano mucho dinero
con esa cláusula de trabajo peligroso.
—Tendré más cuidado la próxima vez —se disculpó—. Creo que estaba
demasiado nerviosa. Perdona… —Algo le pasó a esa frase y ella la interrumpió allí;

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me dejó con un montón de respuestas que yo me había reservado.
Le quité el cigarrillo que Mike tenía arriba en la oreja y lo encendí con el que
estaba en el cenicero.
—Pero Carl, quería ser amable —me dijo, después de darse vuelta a controlar los
paneles.
—Ya sé —le dije—. Y yo no fui amable.
—Quiero decir que… es una muchacha muy bonita, agradable. Testaruda, sí. Pero
¿qué te ha hecho?
—¿Últimamente? —le pregunté.
Me miró y después bajó la vista hacia la taza.
—Sé que no es nada que me in… —comenzó.
—¿Leche o azúcar?

Ikky no volvió ese día, o esa noche. Captamos un poco de jazz de Línea Vital y
dejamos que las ratas vagabundearan mientras Jean hizo que le subieran la cena al
Deslizador. Luego hizo que le pusieran una litera ahí mismo. Yo pasé Deep Water
Blues por los altavoces cuando lo capté y esperé que ella me llamara y nos maldijera.
Pero no lo hizo, así que pensé que estaba durmiendo.
Luego hice que Mike jugara una partida de ajedrez que duró hasta el amanecer.
Limitaba la conversación a varios «jaques», a un «mate» y a un «¡mierda!». Como es
un mal perdedor, también saboteaba cualquier conversación posterior, lo cual me
convenía. Desayuné un filete con patatas fritas y me fui a la cama.
Diez horas después alguien me zarandeó y me erguí sobre un hombro, negándome
a abrir los ojos.
—¡Qué passssaaaa!
—Siento despertarlo —dijo uno de los más jóvenes de la tripulación—, pero la
señorita Luharich quiere que desconecte el gusano para que podamos avanzar.
Abrí un ojo con esfuerzo, sin haber decidido si tenía que alegrarme.
—Que lo levanten a un costado. Cualquiera puede desconectarlo.
—Está a un lado ahora, señor. Pero ella dice que está en su contrato y que
debemos hacer las cosas como corresponden.
—Qué considerada de su parte. Estoy seguro de que mi gremio aprecia mucho su
gesto.
—Ah, ella también me pidió que le dijera que se cambiara el traje, se peinara y se
afeitara, también. El señor Anderson va a filmar.
—Está bien. Corre: dile que ya voy y pregúntale si tiene un poco de laca de uñas
para prestarme.
Me ahorraré los detalles. Tardamos tres minutos en total, y yo actué como debía,
hasta pedí disculpas cuando me resbalé y choqué con los pantalones blancos de
Anderson, con el gusano mojado. Él sonrió y se los limpió; ella sonrió, aunque el

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Complectacolor Luharich no puede enmascarar completamente los círculos oscuros
debajo de los ojos; yo también sonreí y saludé con la mano a todos esos fanáticos del
videomundo… Recuerde, Mister Universo, que usted también puede parecer un
cazador de monstruos. Sólo tiene que usar crema facial Luharich.
Bajé y me preparé un bocadillo de atún con mayonesa.

Dos días como icebergs —sombríos, monótonos, a medio derretir, todo


congelado, sobre todo lo que no estaba a la vista, y sin duda una amenaza para la paz
mental— pasaron y fue bueno dejarlos pasar. Tuve alguna vieja sensación de
culpabilidad y algunos sueños perturbadores. Entonces, llamé a Línea Vital y controlé
mi cuenta bancaria.
—¿Vas de compras? —me preguntó Mike, que me había conseguido la
comunicación.
—Me marcho a casa —le contesté.
—¿Cómo?
—Después de ésta me salgo del negocio de la carnada, Mike. ¡Al diablo con
Ikky! ¡A la mierda con Venus y las Empresas Luharich! ¡Y a la mierda contigo!
Cejas levantadas.
—¿Cómo es eso?
—Esperé más de un año este trabajo. Ahora que estoy aquí, me he dado cuenta de
que todo esto apesta.
—Sabías cómo era cuando firmaste. No importa a qué te dediques; vendes crema
facial cuando trabajas para vendedores de cosméticos.
—Pero eso no es lo que me está molestando. Admito que el aspecto comercial me
irrita, pero el Diezmanzanas siempre fue un lugar para publicidad, desde la primera
vez que navegó.
—¿Y, entonces, qué?
—Son cuatro o cinco cosas, todas juntas. La principal es que ya no me interesa.
Antes me importaba más que cualquier otra cosa enganchar ese bicho, y ahora no. Me
fui a la bancarrota por algo que había empezado como una aventura y quería sangre
en retribución de lo que me había costado. Ahora me doy cuenta de que, quizá, lo
veía venir. Ikky me empieza a dar lástima.
—¿Y ahora no lo quieres?
—Lo aceptaré si viene pacíficamente, pero no me siento con ganas de exponerme
para lograr que se arrastre en el Hopkins.
—Y me parece que ésta es una de las tres o cuatro razones que dijiste tener.
—Por ejemplo.
Escudriñó el techo.
Yo refunfuñé.

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—Está bien, pero no te lo voy a decir, sólo para que no te vanaglories de haberlo
adivinado.
—Ella actúa de ese modo no sólo por Ikky —declaró con afectación.
—Es inútil, totalmente inútil. —Meneé la cabeza—. Por naturaleza los dos somos
cámaras de fisión. No puedes tener propulsores en cada extremo del cohete y querer
ir a alguna parte; lo del medio se hace añicos.
—Eso es lo que pasó. No es que me interese, por supuesto…
—Dilo otra vez y te saltaré los dientes.
—Algún día, buen hombre. —Miró hacia arriba—. En algún lugar…
—Vamos, vamos. Dilo.
—A ella no le importa ese maldito reptil; ella vino aquí para arrastrarte hasta
donde perteneces. Tú no eres el anzuelo en este viaje.
—Cinco años es demasiado tiempo.
—Debe de haber algo bajo esa capa de grasa que tienes que a la gente le gusta —
murmuró—. Quizás a los humanos nos recuerda a algún perro realmente
desagradable por el que sentimos lástima cuando éramos niños. De todos modos,
alguien quiere llevarte a casa y tenerte; también tiene que ver con los vagabundos que
no consiguen comida.
—Amigo —dije, con una sonrisa—, ¿sabes qué voy a hacer cuando llegue a
Línea Vital?
—Me lo imagino.
—Te equivocas. Me voy a Marte, y luego me marcho de regreso a casa, en
primera clase. Las cláusulas de bancarrota en Venus no pueden aplicarse en los
bancos fiduciarios de Marte, y yo todavía tengo reservado un fajo de billetes en el
que no entran ni las polillas ni la corrupción. Conseguiré una enorme y vieja mansión
en el Golfo y si tú llegaras a necesitar trabajo, podrás darte una vuelta y abrir unas
botellas para mí.
—Eres un asco de tío —comentó.
—Está bien —admití—, pero también lo hago por ella.
—Oí la historia de vosotros dos —me dijo—. Tú eres un haragán y un
sinvergüenza y ella es una puta. A eso lo llamamos compatibilidad hoy en día. Yo te
desafío, hombre-anzuelo, a que trates de mantener lo que pescas.
Me volví.
—Si alguna vez te interesa ese trabajo, búscame.
Cerré la puerta con mucho cuidado al retirarme y lo dejé sentado allí, esperando
el portazo.

El día de la bestia amaneció como cualquier otro. Dos días después de mi cobarde
huida de las aguas vacías, bajé para volver a poner cebo. Nada en el telescopio. Sólo
estaba preparando las cosas para el intento de rutina.

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Grité «buenos días» desde el exterior del Deslizador y recibí una respuesta desde
dentro, antes de irme. Había revalorado las palabras de Mike, sin sonido y sin furia, y
aunque no estaba de acuerdo con el sentimiento o el significado, había optado por
mostrarme cortés, de todos modos.
Así que, al fondo, abajo y hacia fuera. Seguí una línea decente a unos doscientos
noventa metros de distancia. Los cables serpenteantes a mi izquierda eran negros y
recorrí hacia abajo las ondulaciones desde el verde amarillento hasta entrar en la
oscuridad. La noche húmeda seguía silenciosa y me abrí camino como un cometa
bizco, con la cola brillando por delante.
Tomé la línea, suave y resbaladiza, y comencé a poner el cebo. Entonces un
mundo helado sopló a mi alrededor, de los pies a la cabeza. Era una corriente de aire,
como si alguien hubiera abierto una gran puerta debajo de mí. Tampoco estaba
deslizándome hacia abajo con tanta velocidad.
Eso significaba que algo podría estar moviéndose hacia arriba, algo lo bastante
grande para desplazar muchísima agua. Con todo, no pensé que fuera Ikky. Alguna
corriente extraña, pero no Ikky.
¡Ja!
Había terminado de ajustar la plomada y de quitar el primer interruptor cuando
una isla enorme, rugosa y negra se irguió a mis espaldas…
Yo era un conejo.
Olas de temor a la muerte pasaron hacia abajo. El estómago me explotó hacia
dentro. Me sentí mareado.
Sólo una cosa, una cosa sola. Me quedaba por hacer. Al final lo logré. Quité todos
los interruptores restantes.
Para entonces podía contar las articulaciones escamosas que le rodeaban los ojos.
El gusano creció, transformado en una fosforescencia rosada… ¡agusanada!
Luego, la lámpara. Tenía que matarlo y dejar únicamente el cebo delante de él.
Otro vistazo más, mientras conectaba los propulsores.
Estaba tan cerca que el gusano se le reflejaba en los dientes, en los ojos. Cuatro
metros y podía besarle la radiante quijada con los propulsores traseros al salir
disparado hacia arriba. Entonces no me di cuenta de si me seguía o se había detenido.
Comencé a desmayarme, esperando que me comiera.
Los propulsores se apagaron y yo pateé débilmente.
Demasiado rápido; sentí cómo empezaba a acalambrarme. Un rayo de luz, gritó el
conejo. Un segundo, para saber…
O terminar todo, contesté. No, conejo, no se corre delante de los cazadores.
Quédate a oscuras.
Finalmente, las aguas verdes, hasta volverse verdeamarillentas; luego, hacia
arriba.
Me volví con fuerza y me dirigí hacia el Diezmanzanas. Las olas de la explosión
a mis espaldas me empujaron a seguir avanzando. El mundo se cerraba y se oyó un

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grito a lo lejos.
—¡Está vivo!
Una sombra gigante y una onda expansiva. La línea tenía vida, también. Pródigos
Lugares de Pesca. Quizás hice algo mal…
En algún lugar, la Mano estaba apretada en un puño. ¿Qué es un cebo?

Algunos millones de años. Recuerdo haber empezado como un organismo


unicelular y que penosamente me convertí en anfibio, y luego en animal terrestre.
Desde algún lugar, en la cima de los árboles, oí una voz.
—Ahí viene.
Evolucioné hasta convertirme en un homo sapiens, luego, un paso más hasta
convertirme en resaca.
—No trates de levantarte todavía.
—¿Lo tenemos? —farfullé.
—Todavía pelea, pero está enganchado. Creímos que te había confundido con un
bocadito.
—Yo también.
—Respira esto y cállate.
Un embudo sobre el rostro. Bien. Alzad las copas y bebed.
—Estaba abajo de todo. Fuera del alcance del telescopio. No lo atrapamos hasta
que empezó a subir. Y entonces fue demasiado tarde.
Empecé a bostezar.
—Ahora te meteremos adentro.
Me las arreglé para desenfundar el cuchillo que llevaba en la pierna.
—Inténtalo y tendrás un pulgar menos.
—Necesitas descansar.
—Entonces tráeme un par de mantas más. Me quedo aquí.
Me recosté y cerré los ojos.
Alguien me estaba zarandeando. Frío y penumbra. Los focos arrojaban luz
amarilla sobre la cubierta. Yo estaba en una litera de aparejo provisional, ovillado
contra la cabina central. Envuelto en lana y, sin embargo, temblando.
—Han pasado once horas. Ahora no vas a ver nada.
Paladeé sangre.
—Bebe esto.
Agua. Tenía algo que decir pero no podía mover la boca.
—No me preguntes cómo me siento —articulé con voz ronca—. Sé qué viene
ahora, pero no me preguntes. ¿Está bien?
—Muy bien. ¿Quieres bajar ahora?
—No, sólo dame la chaqueta.
—Aquí la tienes.

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—¿Qué está haciendo?
—Nada. Está muy abajo; está drogado, pero se queda abajo.
—¿Cuánto ha pasado desde la última vez que lo visteis?
—Unas dos horas.
—¿YJean?
—Sigue sin querer que nadie entre al Deslizador. Escucha, Mike dice que vengas.
Está justo detrás de ti en la cabina.
Me senté y me volví. Mike me estaba mirando. Hizo un gesto. Yo le dirigí otro.
Di media vuelta hasta que los pies colgaron sobre el borde y respiré hondo varias
veces. Dolor de estómago. Me levanté y entré en la cabina.
—¿Qué tal? —me preguntó Mike.
Miré en el telescopio. Nada de Ikky. Demasiado abajo.
—¿Quieres?
—Sí, café.
—Estás descompuesto. Además, el café es lo único que se nos permite aquí.
—El café es un líquido amarronado que te quema el estómago. Hay algo en el
cajón de abajo.
—No hay copas. Tendrás que usar un vaso.
—Rufián.
Lo sirvió.
—Lo haces bien. ¿Has estado practicando para el trabajo de que te hablé?
—¿Qué trabajo?
—El que te ofrecí…
¡Una mancha en el telescopio!
—Arriba, señora, arriba —le gritó a la caja.
—Gracias, Mike. Aquí lo tengo —crepitó la voz.
—¡Jean!
—¡Cállate! ¡Está ocupada!
—¿Eres tú, Cari?
—Sííí… —grité—. Hablamos después.
Luego corté. ¿Por qué hice eso?
—¿Por qué has hecho eso?
No lo sabía.
—No sé.
¡Malditos ecos! Me levanté y salí a caminar.
Nada. Nada.
¿Algo?
El Diezmanzanas realmente se balanceaba. Él debió de girar cuando vio el casco;
debió de zambullirse otra vez. Agua blanca a mi izquierda, y estaba hirviendo. El
cable, un spaghetti interminable, rugía ferozmente y penetraba en las entrañas de la
profundidad. Me quedé de pie un rato, luego me giré y volví adentro.

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Dos horas mareado. Cuatro, y mejor.
—Le está haciendo efecto la droga.
—Sí.
—¿Qué pasa con la señorita Luharich?
—¿Qué quieres decir?
—Debe de estar medio muerta.
—Probablemente.
—¿Qué piensas hacer al respecto?
—Ella firmó un contrato para hacer esto. Sabía lo que podía llegar a ocurrir. Y ha
ocurrido.
—Creo que tú podrías ponerlo en la cubierta.
—Yo también lo creo.
—Ella también.
—Entonces, deja que me lo pida.
Ikky estaba nadando a la deriva, adormecido, a treinta brazas. Me di otro paseo y
por casualidad pasé por detrás del Deslizador. Ella no estaba mirando en aquel
momento.
—¡Carl, ven aquí!
Ojos de Picasso, eso es, y también una conspiración para hacerme deslizar…
—¿Es una orden?
—¡Sí!… ¡No! Por favor…
Entré corriendo y controlé el monitor. Se estaba levantando.
—¿Tiro o empujo?
Golpeé la tecla de «izar» y se acercó como un gatito.
—Decídete de una vez.
Se detuvo a diez brazas.
—¿Lo muevo?
—¡No!
Lo levantó… cinco brazas, cuatro…
Puso los extensores a dos y lo atraparon. Luego los garflotes. Gritos en el exterior
y un relámpago de calor de las bombillas. La tripulación vio a Ikky.
Comenzó a luchar. Ella mantuvo los cables bien tensos, levantó los garflotes…
Arriba.
Otros tres metros y los garflotes comenzaron a empujar. Gritos y ruido de pasos
apresurados.
Un tallo gigante al viento, el cuello, balanceándose. Las verdes colinas de los
hombros se irguieron.
—¡Qué grande es, Carl! —gritó Jean.
Y se irguió, se irguió, se irguió, molesto…
—¡Ahora!
Miró hacia abajo.

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Miró hacia abajo, como debe de haber mirado hacia abajo el dios más antiguo de
nuestros antepasados. Temor, vergüenza, y una risa burlona que me resonaba en la
cabeza. ¿En la cabeza de Jean, también?
—¡Ahora!
Jean levantó la vista hacia el terremoto naciente.
—¡No puedo!
Esta vez iba a ser de una simplicidad infame, ahora se había muerto el conejo. Me
acerqué.
Me detuve.
—Empújalo tú sola.
—No puedo. Hazlo tú. ¡Ponlo en la cubierta, Carl!
—No. Si lo hago, te preguntarás el resto de tu vida si habrías sido capaz.
Venderás tu alma al diablo por tratar de averiguarlo. Sé que lo harás, porque nos
parecemos, y a mí ya me ha pasado. ¡Descúbrelo ahora!
Me miró fijamente.
La tomé fuerte por los hombros.
—Podría ser yo ése de ahí afuera —le sugerí—. Soy una verde serpiente marina,
una bestia monstruosa y detestable, y estoy afuera para destruirte. No respondo a
nadie. Aprieta el Inyector.
Movió la mano hacia el botón y se echó atrás.
—¡Ahora!
Lo apretó.
Bajé su figura rígida al suelo y terminé las cosas con Ikky.
Pasaron por lo menos siete horas hasta que me desperté, por el rechinar uniforme
de las aspas del Diezmanzanas, que masticaban el agua.
—Tienes mala cara —comentó Mike.
—¿Cómo está Jean?
—Igual.
—¿Dónde está la bestia?
—Aquí.
—Bien —me giré—… No se me escapó esta vez.
Y así sucedió. Nadie nace siendo anzuelo. Por lo menos yo no lo creo; sin
embargo, los anillos de Saturno cantan un epitalamio para la dote del monstruo
marino.

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¡ARREPIÉNTETE, ARLEQUÍN!,
DIJO EL SEÑOR TICTAC
Harlan Ellison

Mejor relato corto, 1965

PREFACIO DEL AUTOR

Lo peor de todo es que uno nunca puede saber de antemano cuáles serán las
palabras que inscribirán en su lápida. Cuando me senté a escribir acerca del
Arlequín y el señor TicTac, en realidad estaba esbozando una apología por mi
carencia absoluta de sentido del tiempo. Tal vez parezca un comienzo trivial para un
relato que se ha reimpreso en cientos de ocasiones, que se ha llevado al teatro treinta
o cuarenta veces y que me valió mis primeros premios Nebula y Hugo; en fin, un
cuento que en la actualidad conocen de sobra…
Pero las cosas que más cerca residen de nuestra naturaleza a menudo
fundamentan la ficción de modo que no podemos explicar. (David Thomson ha dicho:
«Cuando más íntimamente conmovidos estamos, más nos abandona nuestro poder de
explicación»). Para una persona que suele llegar siempre tarde, o bien con dos días
de antelación, incluso en las ocasiones más importantes, y por ello ha sufrido el
oprobio de los que son puntuales, la impuntualidad se convierte en un factor de peso
en la vida que esa persona trata de dirigir con un mínimo de decoro social. En estos
aspectos aparentemente triviales de nuestra naturaleza hay mucha más pasión que en
los ociosos trucos de argumento o en la caracterización que alimenta los divertidos
caprichos que escribimos porque nos intrigan como posibilidad narrativa.
Este relato apareció en muchas antologías destinadas a la enseñanza secundaria
y, a lo largo de los años, un considerable número de estudiantes me ha dicho que
«¡Arrepiéntete, Arlequín!» les permitió vislumbrar por primera vez el significado de
la desobediencia civil y que les abrió las puertas a la responsabilidad social de una
forma considerable. Eso vale, de por sí, todos los galardones que se hayan acuñado.
Porque siempre se tiene la esperanza de que los relatos…

(Continúa en el siguiente relato de Ellison:


Un muchacho y su perro)

* * *

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Nunca falta quien pregunta: «¿De qué se trata?». Para los que siempre necesitan
preguntar, para aquéllos a quienes siempre hay que decir las cosas con todas las
letras, y que necesitan saber «dónde posan los pies», va esto:

La mayoría de los hombres sirve al estado, no como hombres


principalmente, sino como máquinas: con sus cuerpos. Son el ejército
en pie, las milicias, los celadores, los policías, las fuerzas de la ley.
En muchos casos, no hay ningún ejercicio libre del juicio, o del
sentido moral; estos hombres se ponen al mismo nivel que la madera,
la tierra y las piedras; acaso tal vez puedan fabricarse hombres de
madera que sirvan a los mismos fines. No inspiran más respeto que
un títere o que un trozo de tierra. Su valor es igual al de los perros o
los caballos.
Sin embargo, se les suele considerar buenos ciudadanos. Otros —
en su mayoría legisladores, políticos, juristas, ministros y
funcionarios— sirven al estado principalmente con su mente; y, dado
que muy rara vez hacen distinciones morales, son tan proclives a
servir al diablo, sin quererlo, como a Dios. Muy pocos, como los
héroes, los patriotas, los mártires, los reformistas en el sentido más
elevado, y los «hombres», sirven al estado también con sus
conciencias, y así, necesariamente, se le oponen casi constantemente;
por lo general, el estado suele tratarlos como a enemigos.

HENRY DAVID THOREAU,


Desobediencia civil

Allí está la raíz de todo. Ahora comencemos por el medio, y luego sepamos el
principio; el final se encargará de sí mismo.

Pero debido a que el mundo era precisamente así, precisamente como dejaron que
llegase a ser, durante meses sus actividades no atrajeron la atención de Los-que-
mantienen-la-maquinaria-funcionando-normalmente, de los que engrasaban con el
mejor lubricante los resortes y muelles de la cultura. Sólo cuando fue evidente que,
de algún modo, vaya a saberse cómo, se había convertido en una celebridad, en una
notoriedad, acaso en un héroe («sujeto a quien la Oficialidad inevitablemente
persigue») para «un segmento emocionalmente perturbado de la población», sólo
entonces fueron a ver al señor TicTac y a su maquinaria legal. Pero, por ser el mundo
como era y porque no tenían forma de predecir que él llegaría a existir —

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posiblemente un rebrote de alguna enfermedad erradicada largo tiempo atrás que
ahora volvía a surgir en un sistema donde la inmunidad había quedado en el olvido—,
posiblemente por eso se le había dejado adquirir demasiada realidad. Ya tenía forma y
sustancia.
Había adquirido una personalidad, algo que habían erradicado del sistema muchas
décadas atrás. Pero allí estaba, con su personalidad insoslayable y definida. En ciertos
círculos —de la clase media— se lo consideraba una vulgar ostentación. Un
anarquista de mal gusto. Una vergüenza. En otros, sólo había risillas: los estratos
donde el pensamiento se reducía a la forma y el ritual, a lo apropiado y conveniente.
Pero más abajo, ah, más abajo, donde la gente pedía santos y pecadores, pan y circo,
héroes y villanos, se lo consideraba un Bolívar, un Napoleón, un Robin Hood, un
Dick Bong (As de Ases), un Jesús, un Jomo Kenyatta.
Y arriba —donde cada temblor y vibración amenaza con arrancar a los ricos,
poderosos y nobles de sus mástiles—, se lo veía como a un peligro, como a un hereje,
un rebelde o una desgracia. Se lo conocía en el fondo, en el centro, pero las
reacciones importantes se producían mucho más arriba, y por debajo. En la cúspide y
en el extremo inferior.
De modo que buscaron la carpeta con su expediente, su tarjeta de tiempo y su
cardioplaca, y llevaron todo al despacho del señor TicTac.
El señor TicTac: muy por encima del metro ochenta, adusto, un hombre suave y
satisfecho cuando las cosas sucedían a su tiempo. El señor TicTac.
Aun en los cubículos de la jerarquía, donde el temor se generaba pero pocas veces
se sufría, lo llamaban el señor TicTac. Pero nadie se lo decía ante la máscara.
Uno no llama a un hombre con un mote aborrecido cuando, detrás de su máscara,
ese hombre es capaz de revocar los minutos, las horas, los días y las noches, los años
de su vida. En su presencia, había que llamarlo Maestro Custodio del Tiempo. Así era
más seguro.
—Aquí dice qué es —observó el señor TicTac con genuina suavidad—, pero no
quién es. Esta tarjeta de tiempo que tengo en la mano izquierda contiene un nombre,
pero es el nombre de lo que es, no de quién es. La cardioplaca que sostengo en la
derecha también contiene un nombre, pero sólo de lo que es, no de quién es. Para
poder efectuar la debida revocación, necesito saber quién es éste que es.
Y dijo a sus funcionarios, a los fisgones, a los delatores, a los soplones, a los
espías, a los mirones:
—¿Quién es este Arlequín?
Ya no hablaba con voz tan suave. Parecía el tictac de un reloj.
Sin embargo, nunca le habían oído decir un discurso tan largo de un tirón. Ni los
funcionarios, ni los fisgones, ni los delatores, ni los soplones, ni los espías. Los
mirones no, porque casi nunca andaban por ahí y no sabían nada. Pero incluso ellos
salieron disparados a averiguarlo.
¿Quién era el Arlequín?

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En lo alto, sobre el tercer nivel de la ciudad, se acurrucó sobre la plataforma
vibrante, de marco de aluminio, de la aeronave (¡Bah! ¡Aeronave, las cosas que hay
que oír! ¡Es un aeropatín que parece una coctelera! ¡Barato y mal acabado!), y
observó el minucioso diseño Mondrian de los edificios.
Cerca de allí, oyó el metronómico izquierda-derecha-izquierda del turno de las
14.47 que ingresaba en la planta de rulemanes Timkin, todos ataviados con zapatillas
de suela de goma. Precisamente un minuto después, oyó el derecha-izquierda-
derecha, algo más suave, del turno de las 5.00 que terminaba la jornada.
Una sonrisa traviesa surcó sus rasgos bronceados y por un instante se le vieron los
hoyuelos. Luego, mientras se rascaba la cabellera tupida y castaña, se encogió de
hombros bajo el disfraz de bufón, como si se preparara para lo que vendría. Empujó
el mando hacia delante y se inclinó hacia el viento cuando la aeronave perdió altura.
Casi rozó una acera, y con toda deliberación lo hizo descender un metro para arrugar
las borlas de las peripuestas damas, y tras meterse los pulgares en las inmensas
orejas, asomó la lengua, miró hacia arriba y se burló de ellas sin ningún rubor. Se
divirtió un poco. Una transeúnte perdió el equilibrio y cayó, lanzando paquetes a
diestra y siniestra; otra se mojó la ropa, una tercera se desmayó y cayó de lado: la
cinta peatonal se detuvo automáticamente cuando intervinieron los socorristas para
resucitarla. Se divirtió otro poco.
Luego giró sobre sí y se alejó montado en una ráfaga errante. ¡Hasta luego!
Rodeó la cornisa del Edificio de Estudios sobre la Traslación del Tiempo, y vio
que el turno de empleados partía para abordar la cinta peatonal. Con desplazamientos
experimentados y absoluta conservación del movimiento, se introducían de lado en la
banda lenta y (en una coreografía que recordaba una película de Busby Berkeley de la
antediluviana década del 1930) avanzaban a través de las cintas con paso de avestruz
hasta que quedaban alineados sobre la cinta expreso.
Una vez más, expectante, dejó asomar la sonrisa de duende. En el lado izquierdo,
al fondo, le faltaba una muela. Perdió altura, se abalanzó sobre ellos y barrió el aire
sobre sus cabezas. Luego, apretujándose dentro de la aeronave, soltó las hebillas que
aseguraban los extremos de los sacos de factura casera para que la carga no cayese
antes de tiempo. A medida que las hebillas fueron abriéndose, mientras la aeronave
pasaba sobre los obreros de la fábrica, ciento cincuenta mil dólares en pastillas de
goma cayeron formando una cascada sobre la cinta expreso.
¡Pastillas de goma! Miles de millones de caramelos púrpura, amarillos, verdes,
con sabor a uva, fresa y menta, redondas, suaves, azucaradas por fuera, tiernas y
carnosas por dentro, dulces y sabrosas. Saltando, sacudiéndose, rebotando,
tintineando, repiqueteando, cayeron sobre las cabezas, los hombros, los cascos y las
corazas de los obreros de la planta Timkin, ensordecedoras, saltarinas y resbaladizas
sobre las cintas peatonales y bajo los pies, colmando el cielo con todos los tonos de la

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felicidad, la infancia y las vacaciones, cayendo copiosamente como una lluvia
impenetrable, como una catarata sólida, como un torrente de color y dulzura que
derramaba el firmamento para irrumpir en un universo de cordura y orden
metronómico con la novedad medio lunática de lo inverosímil. ¡Pastillas de goma!
Los obreros del turno gritaron y rieron mientras los apedreaba el insólito granizo.
Rompieron filas mientras las golosinas lograban abrirse paso por entre el mecanismo
de las cintas. Se oyó un arañazo horripilante, como si millones de uñas rasparan un
millón de pizarras. Después, algo que pareció una tos y un escupitajo. De pronto, las
cintas se detuvieron y la gente salió disparada para aquí y para allá en un revuelo de
piernas y brazos, mientras todo el mundo reía a mandíbula batiente y se arrojaba
pastillitas de colorines a la boca. Era una fiesta, una dicha, una absoluta locura, un
regalo. Pero…
El turno se retrasó siete minutos.
La gente regresó al hogar siete minutos más tarde.
El programa maestro llevaba un desfase de siete minutos.
Durante siete minutos, las estimaciones de producción se retrasaron por culpa de
las cintas peatonales detenidas.
Él empujó la primera ficha de dominó de la hilera y, una tras otra, fueron cayendo
las demás, chic, chic, chic.
El Sistema se alteró por valor de siete minutos. Era una cuestión ínfima, apenas
digna de mención, pero en una sociedad en que la única fuerza motriz era el orden, la
unidad, la igualdad, la rapidez, la precisión de reloj, la atención al reloj, la veneración
a los dioses que regían el paso del tiempo, fue un desastre de consideración.
Así pues, le ordenaron que se presentara ante el señor TicTac. La noticia fue
transmitida por todos los canales de la red de comunicación. Se le ordenó que
estuviese allí a las 7.00 en punto. Ellos esperaron y esperaron, pero él sólo se
presentó a las diez y media, hora en que se limitó a cantar una tonada sobre la luna en
un sitio del que nadie había oído hablar, llamado Vermont, y volvió a desaparecer.
Pero lo habían estado esperando desde las siete, y eso causó auténticos estragos en su
programa. De modo que la pregunta siguió sin respuesta: ¿Quién era el Arlequín?
Pero lo que nadie preguntó (más importante aún que lo otro) fue: ¿cómo hemos
llegado a esta situación, en que un bufón irresponsable y jocoso, de jerga y jerigonza,
es capaz de perturbar toda nuestra vida económica y cultural con ciento cincuenta mil
dólares de pastillas de goma…?
¡Pastillas de goma, por el amor de Dios! ¡Pero si es una locura!
¿Dónde habrá conseguido el dinero para comprar ciento cincuenta mil dólares en
pastillas de goma? (Sabían que debía de haberle costado eso, pues un equipo de
Analistas de Situación abandonaron cualquier otra tarea y corrieron a las cintas
peatonales para recoger y contar los dulces, y para obtener evidencias, lo cual
perturbó su propio programa y puso patas arriba toda su sección al menos durante una
jornada de trabajo). ¡Pastillas de goma! ¿Pastillas de… goma? ¡Un segundo —

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segundo del que hubo que dar cuenta—! Hace cien años que no se fabrican pastillas
de goma. ¿Dónde las habrá conseguido?
Ésa es otra pregunta interesante. Aunque, con toda seguridad, la respuesta nunca
os satisfará por completo. Pero, al fin y al cabo, ¿cuántas respuestas lo logran?

Ya conocéis el medio. Aquí va el comienzo. Todo empezó así:


Un dietario. Día por día, uno por página. 9.00: abrir la correspondencia. 9.45: cita
con la comisión de planeamiento. 10.30: analizar con J.L. los diagramas de progreso
en la instalación. 11.45: orar para que llueva. 12.00: almuerzo. Etcétera, etcétera.
«Lo siento, señorita Grant, pero la hora para las entrevistas se fijó a las 14.30, y
ya son casi las cinco. Lamento que se haya retrasado, pero así son las reglas. Tendrá
que esperar hasta el próximo año para poder presentar la solicitud de ingreso en este
colegio». Etcétera, etcétera.
El tren local de las 10.10 tiene paradas en Cresthaven, Galesville, Tonawanda
Junction, Selby y Farnhurst, pero no en Indiana City, Lucasville y Colton, salvo los
domingos. El expreso de las 10.35 para en Galesville, Selby e Indiana City, salvo los
domingos y feriados, días en los cuales para en… Etcétera, etcétera.
«No pude esperarte, Fred. Tenía que estar en casa de Pierre Cartain a las 15.00, y
tú dijiste que nos encontraríamos bajo el reloj de la terminal a las 14.45. Como no
estabas allí, me fui. Siempre llegas tarde, Fred. Si hubieras estado a la hora
convenida, habríamos podido arreglar el asunto juntos, pero como no llegaste a
tiempo, pues… tuve que hacer el encargo sólo a mi nombre…». Etcétera, etcétera.
«Queridos Sr. y Sra. Atterley: Con referencia a la constante impuntualidad de su
hijo Gerold, nos vemos en la obligación de expulsarlo de la escuela a menos que
pueda instaurarse algún método más riguroso para asegurar que llegue a sus clases a
la hora debida. Dado que es un estudiante ejemplar y que sus notas son altas, su
constante alteración de los programas y horarios nos impide mantenerlo en un
sistema donde los demás niños parecen capaces de llegar a donde deben con
puntualidad, y etcétera, etcétera».
NO PODRÁ VOTAR SI NO SE PRESENTA A LAS 8.45.
«¡No me importa que el guión sea bueno! ¡Lo necesito el jueves!».
HORARIO DE SALIDA: 14.00.
«Ha llegado usted tarde. El empleo está ya ocupado. Lo siento».
SE HAN DESCONTADO DE SU SUELDO VEINTE MINUTOS DE TIEMPO
PERDIDO.
«¡Dios mío! ¡Qué tarde se ha hecho, tengo que salir pitando!».
Etcétera. Etcétera. Etcétera. Etcétera cétera cétera tera tera tic tac tic tac tic tac
hasta que llega el día en que el tiempo ya no está a nuestro servicio, sino que nosotros
comenzamos a servir al tiempo, a ser esclavos de los horarios, pastores del paso del

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sol por el firmamento, sujetos a una vida tejida en torno de restricciones porque el
sistema no funciona si no respetamos los programas como corresponde.
Hasta que llegar tarde pasa a ser más que un pequeño inconveniente. Se convierte
en un pecado. Luego, en un delito. Más tarde en un crimen que se castiga así:
«EL 15 DE JULIO DE 2389 A LAS O.OO’OO, el Departamento del Maestro
Custodio del Tiempo requerirá que todos los ciudadanos entreguen sus tarjetas de
tiempo y cardioplacas para su procesamiento. Según el Estatuto 555-7-SGH-999, que
reglamenta la revocación de tiempo per cápita, todas las cardioplacas se ajustarán a
cada titular, y…».
En realidad crearon un método para cercenar la extensión de vida de las personas.
Si uno se retrasaba diez minutos, perdía diez minutos de vida. Una hora de retraso
merecía idéntico lapso de revocación. Si alguien persistía en su impuntualidad, podía
encontrarse con que, un domingo a la noche, llegaba una notificación del Maestro
Custodio del Tiempo en la que se le informaba que su tiempo había concluido, y que
sería «desactivado» el lunes a las doce del mediodía, y que tuviera a bien dejar en
orden sus asuntos, caballero, dama o bisexual.
Así se mantenía en funcionamiento el Sistema: mediante ese sencillo trámite
científico (que se apoyaba en procesos tecnológicos celosamente guardados por el
Departamento del Maestro Custodio del Tiempo). Con ello bastaba. Después de todo,
era un procedimiento patriótico. Había que cumplir los horarios. ¡Después de todo,
estábamos en guerra!
Pero ¿acaso no se está siempre en guerra?

—¡Qué desagradable! —exclamó el Arlequín cuando la Bella Alice le mostró la


lámina de «Se Busca»—. Desagradable, y muy poco probable. Después de todo, no
estamos en la época del Lejano Oeste. ¿Una pancarta de «Se Busca»?
—No sé si te he dicho que hablas con demasiada inflexión —observó la Bella
Alice.
—Lo siento —respondió el Arlequín, humilde.
—No tienes por qué lamentarte. Te pasas el día diciendo «Lo siento». Ay, Everett,
cargas con una culpa tan impresionante… Es una verdadera pena…
—Lo siento —repitió, y luego frunció los labios. Los hoyuelos asomaron
fugazmente. No había querido decirlo—. Debo volver a salir. Tengo algo que hacer.
La Bella Alice descargó el cuenco de café sobre el mostrador.
—¡Por amor de Dios, Everett! ¿No puedes quedarte en casa una sola noche?
¿Siempre tienes que pasearte con ese espantoso traje de bufón, corriendo como un
extraviado y ofuscando a la gente?
—Tengo que… —Se detuvo y se acomodó el sombrero de payaso sobre la
cabellera castaña con un tintineo de cascabeles. Se levantó, enjuagó el cuenco de café
bajo el grifo rociador y lo puso un momento en el secador—. Tengo que irme.

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La mujer no respondió. El fax ronroneaba. Fue hasta él, extrajo una hoja, la leyó y
se la arrojó a través del mostrador.
—Se trata de ti. Como siempre. Eres ridículo.
La leyó deprisa. Decía que el señor TicTac trataba de localizarlo. No dejó que la
noticia lo preocupara. Saldría una vez más, para llegar tarde nuevamente. Al llegar a
la puerta buscó alguna línea de salida y se volvió hacia atrás con petulancia.
—¡Para que te enteres, tú también hablas con inflexión!
La Bella Alice alzó los ojos hacia el techo.
—Eres ridículo.
El Arlequín partió y quiso cerrar de un portazo, pero la puerta se cerró por sus
propios medios, suave y lentamente.
Se oyó un débil toc-toc. La Bella Alice se levantó con un exasperado suspiro y
abrió la puerta. No se había ido.
—Regresaré a las diez y media, ¿está bien?
Ella asomó su rostro desolado.
—¿Por qué me dices estas cosas? ¿Por qué? Sabes que llegarás tarde. ¡Lo sabes
mejor que yo! Siempre te retrasas; ¿qué necesidad tienes de decirme estas tonterías?
—Cerró la puerta.
Al otro lado, el Arlequín asintió. «Tiene razón. Siempre tiene razón. Llegaré
tarde. Siempre llego tarde. ¿Qué necesidad tengo de decirle estas tonterías?».
Se encogió de hombros y partió, para llegar tarde una vez más.

Disparó los cohetes lanzahumos y dibujó en el firmamento: «Exactamente a las


8.00 acudiré a la 1.a Convención Anual de la Asociación Médica Internacional.
Espero que podáis acompañarme».
Las palabras ardieron en el cielo, y, desde luego, las autoridades se presentaron
para esperarlo. Supusieron, naturalmente, que llegaría tarde. Llegó veinte minutos
temprano, mientras sujetaban las redes que debían atraparlo. Les habló por un altavoz
estruendoso que los sobresaltó y los sacó de quicio. Tanto, que sus propias redes
pegajosas se cerraron sobre ellos y los dejaron pendiendo por encima del anfiteatro,
entre pataleos y aullidos. El Arlequín empezó a reír y a reír, y se disculpó
profusamente. Los médicos, reunidos en cónclave solemne, estallaron en carcajadas,
y aceptaron las disculpas del Arlequín con exageradas inclinaciones de cabeza y
reverencias. Todos se divirtieron a más no poder y pensaron que el Arlequín era un
payaso de calzón y faralá. Todos, claro está, menos las autoridades, que habían sido
enviadas por orden del señor TicTac, y que quedaron colgando como carga a la estiba
sobre el suelo del anfiteatro, del modo más inapropiado.
(En otra parte de la misma ciudad donde el Arlequín efectuaba sus «actividades»,
sucedía algo totalmente ajeno a lo que aquí nos concierne, pero que, sin embargo,
ilustra el poder y la coerción del señor TicTac. Un hombre llamado Marshall

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Delahanty recibía su aviso de desactivación del departamento del señor TicTac. Su
esposa tomó la nota de manos del empleado de traje gris que había ido a entregarla,
con la tradicional «expresión de condolencia» estampada horrorosamente en el rostro.
La mujer supo de qué se trataba aun antes de abrirla. Era una esquela que, en esos
días, todos reconocían de inmediato. Contuvo el aliento y la sostuvo lejos de su
cuerpo como si se tratara de un portaobjetos impregnado de botulismo; oró porque no
fuese para ella. «Que sea para Marsh —pensó, con brutalidad y realismo—, o para
alguno de los niños, pero no para mí, Dios santo, por favor, que no sea para mí».
Entonces la abrió, y era para Marsh. La mujer sintió alivio y espanto al mismo
tiempo. La bala había dado al soldado de atrás.
—Marshall —gritó—. ¡Marshall! ¡Te desactivarán, Marshall! ¡Ay-Dios-mío,
Marshall, qué haremos-Marshall-qué-haremos-Dios-mío…!
Y esa noche, en su casa, sólo se oyó el ruido del papel hecho trizas, y el ruido del
miedo, y por las chimeneas sólo subió el olor a desesperación: no había nada,
absolutamente nada que pudieran hacer.
Pero Marshall Delahanty trató de escapar. Y al día siguiente, bien temprano,
cuando llegó el momento de la desactivación, estaba en lo más profundo del bosque
canadiense, a trescientos veinte kilómetros de allí. El departamento del señor TicTac
desactivó su cardioplaca, y Marshall Delahanty se hincó doblado en dos, mientras
corría. El corazón se le detuvo y la sangre se secó durante el trayecto al cerebro. Se
murió. Eso fue todo. Sobre el mapa que había en el departamento del Maestro
Custodio del Tiempo, se extinguió una lucecita, mientras la notificación entraba en
proceso para ser reproducida por facsímil. El nombre de Georgette Delahanty fue
sumado a las listas de los beneficiarios con el socorro asistencial hasta que pudiera
volver a casarse. Con esto termina la digresión, y todo lo que había que aclarar, pero
no os riáis, pues es lo que le sucedería al Arlequín si alguna vez el señor TicTac
descubría su nombre verdadero. No tiene nada de gracioso).

El nivel comercial de la ciudad brillaba, abigarrado con los colores que la gente
usaba los jueves para ir de compras: mujeres con túnicas amarillo canario, y hombres
con traje seudotirolés, de cuero y color jade, que les sentaban muy ajustados, salvo
por los pantalones bombachos.
Cuando el Arlequín apareció en la cúpula aún en construcción del nuevo Centro
de Compras Eficientes, con el altavoz sobre los labios sonrientes, todos los señalaron,
boquiabiertos. Pero él los amonestó:
—¿Por qué dejáis que os manden como a esclavos? ¿Por qué dejáis que os hagan
correr y apresurar como hormigas? ¡Tomaos vuestro tiempo! ¡Entreteneos por ahí un
rato! ¡Disfrutad del sol, de la brisa, dejad que la vida os conduzca a vuestro propio
ritmo! No seáis esclavos del tiempo, es una forma diabólica de morir: lentamente,
poco a poco. ¡Fuera el señor TicTac!

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¿Quién será ese lunático?, se preguntaron casi todos los clientes. ¿Quién será ese
loc… ay, Dios, debo darme mucha prisa, o llegaré tarde…
Los obreros que trabajaban en la cúpula del Centro Comercial recibieron un aviso
del Maestro Custodio del Tiempo. En él se les decía que el peligroso criminal
conocido como «Arlequín» se encontraba en lo alto de la torrecilla, y que debían
prestar su ayuda con suma urgencia para capturarlo. Los obreros se negaron:
perderían tiempo previsto para el programa de la construcción. Pero el señor TicTac
se las arregló para mover los hilos gubernamentales precisos: se les ordenó que
dejaran el trabajo y que atraparan a ese loco que había en la torre, a través de un
altavoz. Así pues, unos doce hombres robustos comenzaron a trepar por los
andamios, con las placas antigravedad, hacia el Arlequín.

Después del desorden desastroso (durante el cual no hubo víctimas graves,


gracias a la consideración del Arlequín por la seguridad personal), los obreros
trataron de organizarse y apresarlo, pero fue demasiado tarde. Se había esfumado.
Con todo, logró atraer a una multitud nada desdeñable, y el ciclo de compras previsto
se demoró durante horas y horas. Así, las demandas de compras del sistema se vieron
retrasadas y hubo que tomar medidas para acelerar el ciclo durante el resto de la
jornada. Pero como el primer ciclo se retrasó y luego se adelantó, se vendieron
demasiadas válvulas de flotador y no suficientes cojinetes, lo cual provocó un fallo en
las estimaciones, lo cual, a su vez, hizo necesario enviar cajas y más cajas de Smash-
O perecedero a tiendas que por lo general sólo necesitaban una cada tres o cuatro
horas. Los envíos se trastocaron, en los transbordos se confundieron los destinos, y,
por fin, hasta la industria de los aeropatines sufrió las consecuencias.

—No volváis hasta que no lo hayáis capturado —dijo el señor TicTac con voz
muy serena, muy sincera, extremadamente peligrosa. Usaron perros. Usaron sondas.
Usaron entrecruzamientos de cardioplacas. Usaron señuelos. Usaron el soborno.
Usaron la delación. Usaron la intimidación. Usaron tormentos. Usaron torturas.
Usaron servicios de bribones y de policías. Usaron pesquisas. Usaron celadas. Usaron
incentivos. Usaron huellas dactilares. Usaron el sistema Bertillon. Usaron astucias,
culpas y traiciones. Usaron a Raoul Mitgong, pero no les sirvió de gran cosa. Usaron
la ciencia aplicada. Usaron técnicas de criminología.
Y, qué demonios, al final lo atraparon.
Al fin de cuentas, su nombre era Everett C. Marm, y no era gran cosa: sólo un
hombre sin sentido del tiempo.

—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor TicTac.

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—¡Vete a la porra! —replicó el Arlequín, desdeñoso.
—Tus retrasos suman un total de sesenta y tres años, cinco meses, tres semanas,
dos días, doce horas, cuarenta y un minutos, cincuenta y nueve segundos punto cero
tres seis uno uno uno microsegundos. Has empleado todo lo que tenías, y más aún.
Voy a desactivarte.
—Vete a asustar a otro. Prefiero morir antes que vivir en un mundo opaco con un
hombre del saco como tú.
—Es mi trabajo.
—Te sale hasta por las orejas. Eres un tirano. No tienes derecho a mandar a las
personas como si fueran esclavos y a matarlas cuando llegan tarde.
—No puedes adaptarte. No encajas en el sistema.
—Suéltame, y verás cómo te encajo el puño contra los dientes.
—Eres un inconformista.
—Eso antes no era ningún delito…
—Pues ahora lo es. Vive en el mundo que te rodea.
—Lo odio. Es un mundo atroz.
—No todos comparten tu opinión. A casi todo el mundo le gusta el orden.
—A mí, no. Y a casi toda la gente que conozco, tampoco.
—No es cierto. ¿Cómo crees que te capturamos?
—No me interesa saberlo.
—Una chica llamada Bella Alice nos dijo dónde te encontrabas.
—Mentira.
—Es cierto. Tú la sacas de quicio. Quiere formar parte de la sociedad, quiere
sentirse satisfecha. Voy a desactivarte.
—Pues entonces hazlo, y déjate de discusiones.
—No voy a desactivarte.
—¡Eres un imbécil!
—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor TicTac.
—¡Vete a la porra!

Lo enviaron a Coventry. Y en Coventry lo programaron. Fue como lo que le


hacían a Winston Smith en Mil novecientos ochenta y cuatro, que era un libro del que
ellos nada sabían, sólo que las técnicas eran cosa muy antigua. Eso hicieron con
Everett C. Marm. Así, un día, mucho tiempo después, el Arlequín apareció en la red
de comunicación con aspecto de duende, hoyuelos y ojos brillantes. No parecía que le
hubieran lavado el cerebro. Dijo que había estado equivocado, que era algo bueno —
muy bueno— integrarse al sistema, ser puntual y no andar perdiendo tiempo por ahí.
Todos lo miraron en las pantallas públicas que cubrían toda una manzana, de esquina
a esquina, y se dijeron «ya ves, después de todo, no era ningún loco. Si así funciona
el sistema, pues que siga haciéndolo. De nada sirve luchar contra la burocracia

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municipal, o, en este caso, contra el señor TicTac». De modo que Everett C. Marm
fue destruido, lo cual fue una verdadera lástima, por lo que Thoreau dijo antes, pero
nadie puede hacer una tortilla sin romper los huevos, y en toda revolución mueren
unos cuantos que no lo merecen; así va la cosa; a veces sucede, y uno se conforma
sólo con poder imponer un pequeño cambio. O, para decirlo más explícitamente:

—Ejem, perdóneme, señor…, hum…, no sé cómo…, eh…, decírselo, pero ha


llegado tres minutos tarde. El horario se nos ha…, digamos…, desequilibrado.
Sonrió con aire avergonzado.
—¡Ridículo! —murmuró el señor TicTac por detrás de la máscara—. Haga
revisar su reloj.
Y se marchó a su oficina, de lo más mrmee, mrmee, mrmee…

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El QUE DA FORMA
Roger Zelazny

Mejor novela corta, 1965

PREFACIO DEL EDITOR

Con suma modestia, Roger Zelazny dice que su novela corta «fue el fruto de una
asignatura de psicología que no llegué a acabar y de varios años trabajando a media
jornada como ayudante de investigación en el laboratorio de mi departamento de
psicología, además de mucho más material. La escribí en 1964, y en ese momento
era la obra más larga que había hecho».
Lo que no menciona es la sutileza de sus caracterizaciones, la plétora de ideas
brillantes y la fascinación de viajar en un vehículo autodirigido, que se convertiría
en un motivo de muchos relatos futuristas de Zelazny. ¡«Mucho más material», desde
luego!

* * *
1
A pesar de lo hermoso que era, con la sangre y todo, Render se daba cuenta de que
estaba a punto de terminar.
Por lo tanto, lo mejor sería hacer que cada microsegundo valiera un minuto,
decidió, y tal vez habría que subir la temperatura… En algún lugar, en la periferia de
todo, la oscuridad había detenido su constricción.
Algo, como el crescendo de truenos subliminales, se detuvo en una nota
enloquecida. Esa nota era un destilado de vergüenza, dolor y miedo.
El Foro estaba sofocante.
César se agazapaba fuera del círculo frenético. Se cubría los ojos con un brazo,
pero no podía dejar de ver, no esta vez.
Los senadores no tenían cara y sus capas estaban cubiertas de sangre. Las voces
eran como gritos de pájaros. Con una locura inhumana, se lanzaron con sus dagas
sobre la figura caída.
Todos, claro está, menos Render[2].
El charco de sangre en el que se erguía seguía ensanchándose. Su brazo parecía
alzarse y caer con una regularidad mecánica y tal vez la que emitía esos gritos de
pájaro era su propia garganta, pero al mismo tiempo estaba fuera de la escena.
Porque él era Render, el Hacedor de Formas.

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Agachado, angustiado y envidioso, César hizo oír sus protestas.
—¡Lo mataste! ¡Tú mataste a Marco Antonio…, un tipo inocente, que no vale
nada!
Render se volvió hacia él y la daga que tenía en la mano era bastante grande y sin
sangre.
—Sí —dijo.
La hoja se movió de un lado a otro. César, fascinado por el acero afilado, se
mecía siguiendo el ritmo.
—¿Por qué? —exclamó—. ¿Por qué?
—Porque era un romano mucho más noble que tú —contestó Render.
—¡Mentira! ¡No es cierto!
Render se encogió de hombros y volvió a clavar la daga.
—¡No es cierto! —aulló César—. ¡No, no, no!
Render se volvió hacia él y sacudió la daga en el aire. Como un maniquí, César
volvió a imitar el péndulo de la hoja.
—¿No es cierto? —sonrió Render—. ¿Y quién eres tú para cuestionar un
asesinato como éste? ¡No eres nadie! ¡Estás fuera de lugar en la dignidad de este
momento! ¡Vete!
El hombre de cara rosada se levantó temblando, el cabello ralo, a medias
manchado de agua, un desarreglo de algodón. Se volvió y se alejó y, mientras
caminaba, iba mirando por encima del hombro.
Se había alejado del círculo de asesinos, pero la escena no disminuía de tamaño.
Seguía teniendo la misma claridad eléctrica. Lo hacía sentir todavía más lejos,
todavía más solo y separado de todo.
Render rodeó una esquina que antes no había advertido y se quedó de pie frente a
él, un mendigo ciego.
César se aferró a la capa de Render.
—¿Tienes algún mal presagio para mí hoy?
—¡Ten cuidado! —se burló Render.
—¡Sí! ¡Sí! —exclamó César—. «¡Ten cuidado!», eso está bien, muy bien.
¿Cuidado de qué?
—Los idus…
—¿Sí? Los idus…
—…, de octumber.
César soltó la toga.
—¿Qué estás diciendo? ¿Qué es octumber?
—Un mes.
—¡Mentira! No hay ningún mes octumber.
—Y ésa es la fecha que tiene que temer el noble César…, el momento que no
existe, la ocasión-que-nunca-aparecerá-en-el-calendario.
Render se desvaneció detrás de otra esquina brusca.

Página 91
—¡Espera! ¡Vuelve aquí!
Render rió, y el Foro rió con él. Los gritos de pájaros se transformaron en un coro
de risas inhumanas.
—¡Se está burlando de mí! —Lloró César.
El Foro era un horno y la traspiración formaba como una máscara brillante sobre
la frente estrecha de César, la nariz ganchuda, la mandíbula sin mentón.
—¡Yo también quiero que me asesinen! —sollozó—. ¡No es justo!
Y Render desgarró en pedazos el Foro y los senadores y el cadáver sonriente de
Marco Antonio y los metió en una bolsa oscura —con el movimiento imperceptible
de un solo dedo— y el último en entrar fue César.

Charles Render estaba sentado frente a los noventa botones blancos y los dos
botones rojos, sin mirar a ninguno en realidad. Movió el brazo derecho dentro de su
cabestrillo, lo movió silenciosamente, sobre la superficie de la consola, tocando
algunos de los botones, saltándose otros, moviéndose hacia delante, volviendo sobre
sus pasos para pulsar el siguiente en el orden de la Serie de Recuerdo.
Las sensaciones se desvanecieron, las emociones se redujeron a nada. El
Representante Erikson conoció el olvido total del útero.
Hubo un clic muy suave.
La mano de Render se había deslizado hacia el final de la última línea de botones
de control. Hacía falta un acto de intención consciente —voluntad, si se quiere— para
apretar el botón rojo.
Render liberó el brazo y levantó su corona de cables y circuitos
microminiaturizados, que recordaba una cabeza de Medusa. Se deslizó de costado
para levantarse del asiento del escritorio y correr la tapa. Caminó hasta la ventana y
sacó un cigarrillo.
Un minuto en el ro-útero, decidió. No más. Esta vez es crucial… Espero que no
nieve hasta más tarde…, esas nubes tienen mala cara.
Eran enrejados amarillos y suaves y torres altas, vidriadas, grises, todas soltando
humo hacia la noche bajo un cielo color pizarra; la ciudad era un grupo de islas
volcánicas cuadradas que brillaban bajo la luz del ocaso, gruñendo bien abajo, más
allá de la tierra; y ríos caudalosos, incesantes, ríos de tránsito que pasaban rugiendo.
Render se volvió y se acercó al gran huevo que yacía junto a su escritorio, suave y
brillante. El huevo emitía un reflejo que borraba lo que tenía de aguileño la nariz del
Hacedor, convertía sus ojos en bolas grises, transformaba su cabello en una línea de
horizonte manchada de luz, y su corbata rojiza en la lengua ancha de un demonio.
Render sonrió, se estiró sobre el escritorio. Apretó el segundo botón rojo.
Con un suspiro, el huevo perdió su opacidad cegadora. Una grieta horizontal
apareció en el punto medio. A través de la cáscara que ahora era transparente, Render
vio a Erikson que sonreía, se frotaba los ojos con fuerza, luchaba contra el regreso a

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la conciencia y a la cosa que esa conciencia contendría. La parte superior del huevo
se elevó en dirección vertical con respecto a la base y su paciente apareció, nudoso y
rosado, sobre la otra mitad. Cuando abrió los ojos, no miró a Render. Se levantó y
empezó a vestirse. Render usó ese tiempo para controlar el ro-útero.
Se estiró sobre el escritorio y apretó los botones: control de temperatura, toda la
serie; controlar, sonidos exóticos —levantó el auricular— controlar: campanas,
timbres, notas de violín y silbidos, gemidos y chillidos, ruidos de tránsito y el romper
de una ola; controlar: el circuito de retorno —con la voz del mismo paciente,
registrada antes en análisis—; controlar: el fondo de sonido, el difusor de humedad,
los bancos de olores; controlar: el agitador de cama y las luces de colores, los
estimuladores del gusto…

Render cerró el huevo y lo desconectó. Empujó la unidad dentro del armario y


cerró la puerta. Las cintas habían registrado una secuencia válida.
—Siéntese —ordenó a Erikson.
El hombre se sentó, tirándose del cuello de la camisa.
—Usted se acuerda de todo —dijo Render—. Así que no tiene sentido que yo se
lo resuma. No puede ocultarme nada. Yo estuve ahí.
Erikson asintió.
—El significado del episodio debería ser claro para usted.
Erikson asintió de nuevo y por fin logró articular una respuesta.
—Pero era, ¿válido? —preguntó—. Quiero decir, usted condujo el sueño y lo
controló constantemente. En realidad no lo soñé, no como sueño siempre. Su
habilidad para hacer que pasen las cosas le prepara el terreno para cualquier cosa que
quiera decirme después, ¿no es cierto?
Render meneó la cabeza lentamente, arrojó un poco de ceniza en el hemisferio sur
de su cenicero en forma de globo terráqueo y miró a Erikson a los ojos.
—Es verdad que yo suministré el formato y modifiqué las formas. Pero fue usted
quien las llenó de significado emocional, las elevó al estatus de símbolos, símbolos
que corresponden a su problema. Si el sueño no tiene ninguna analogía válida que lo
relacione con su problema, no habría provocado las reacciones que provocó. No se
habrían producido los esquemas de ansiedad que se registraron en las cintas.
»Hace muchos meses que usted se analiza —continuó— y todo lo que he
averiguado hasta el momento me convence de que su miedo a morir asesinado no
tiene ninguna base en los hechos.
Erikson lo miró, furioso.
—Entonces, ¿por qué mierda lo tengo?
—Porque a usted le gustaría mucho ser víctima de un asesinato —respondió
Render.
Erikson sonrió. Recuperaba lentamente la compostura.

Página 93
—Le aseguro, doctor, que nunca he pensado en el suicidio ni he tenido deseos de
morir.
Sacó un cigarro y le aplicó una llama de encendedor. Le temblaba la mano.
—Cuando usted vino a mí este verano —dijo Render—, me contó que tenía
miedo de que atentaran contra su vida. Sin embargo, no supo explicarme las razones
que podrían dar pie a semejante atentado…
—¡Mi posición! No se puede ser Representante durante tanto tiempo sin crearse
enemigos…
—Y yo digo —replicó Render— que me parece que usted se las ha arreglado para
lograrlo. Cuando me permitió discutirlo con sus detectives, me informaron que ellos
tampoco habían descubierto nada que indicara una base real para sus miedos. Nada.
—No investigaron lo suficiente…, ni en los lugares correctos. Si lo hubieran
hecho, tendríamos algún dato.
—Lamento decirle que no.
—¿Por qué?
—Porque, se lo repito, sus sentimientos no tienen base objetiva. Sea sincero
conmigo… ¿Tiene alguna información concreta sobre alguien que quiera matarlo?
—Recibo cartas con amenazas…
—Como todos los Representantes… y desde hace unos meses se investigan las
suyas y se sabe que son obra de vagabundos. ¿Puede ofrecerme una evidencia
concreta como base de su afirmación? ¿Una sola?
Erikson estudió la punta de su cigarrillo.
—Vine a verlo para pedir el consejo de un colega —dijo—, vine para que me
revolviera un poco la mente y encontrara algo, algo que darles a mis detectives como
base para su trabajo… Alguien a quien haya hecho daño, tal vez, un daño grave…, o
alguna ley perjudicial que haya manejado…
—Y yo no he encontrado nada —dijo Render—, nada, claro está, excepto la causa
de su disconformidad. Pero, por supuesto, usted tiene miedo de oírla y está tratando
de desviarme de mi propósito de decirle mi diagnóstico…
—¡Claro que no!
—Entonces, escuche. Puede comentarlo afuera si quiere, pero lo cierto es que
usted ha estado retorciéndose y dando vueltas por aquí durante meses para no aceptar
lo que le presenté ya en una docena de formas. Ahora voy a decírselo directamente.
Puede hacer lo que quiera con lo que va a oír.
—Perfecto.
—Primero —empezó Render—, a usted le gustaría muchísimo tener un enemigo,
o varios…
—¡Ridículo!
—…, porque es la única alternativa que existe a tener amigos…
—¡Tengo muchos amigos!

Página 94
—…, porque nadie quiere que lo ignoren, nadie quiere ser un objeto hacia el que
los demás no abrigan ningún sentimiento poderoso. El odio y el amor son las formas
últimas de la consideración humana. Si no se tiene uno, y no se es capaz de
alcanzarlo, se busca el otro. Usted lo deseaba tanto que logró convencerse a sí mismo
de que ya lo tenía. Pero ese tipo de convencimiento tiene siempre un precio
psicológico. Responder a una necesidad emocional genuina con un cuerpo de deseos
sustitutos no produce verdadera satisfacción, lo que produce es ansiedad,
disconformidad…, porque en estas cuestiones, la psique debería ser un sistema
abierto. Usted no ha buscado la consideración humana que quiere fuera de sí mismo.
Usted ha cerrado y ha fabricado lo que quería a partir de lo que había dentro de sí
mismo. Usted es un hombre que necesita relaciones intensas con otros seres humanos
y las necesita en grado sumo.
—¡Basura!
—Tómelo o déjelo —dijo Render—. Yo le sugiero que lo tome.
—Hace medio año que le pago para que me ayude a encontrar al que quiere
matarme. Y usted se sienta ahí tan tranquilo y me dice que yo lo he inventado todo
para satisfacer mi deseo de que me odien.
—Su deseo de que lo odien o lo amen. Sí, ésa es mi teoría.
—¡Absurdo! Conozco a tanta gente que tengo un grabador de bolsillo y una
cámara de solapa para poder acordarme de todos…
—Conocer a mucha gente no es el tipo de relación de la que le hablo… Dígame,
esa secuencia de sueño, ¿tuvo un significado profundo para usted?
Erikson guardó silencio durante varios segundos marcados por el gran reloj de
pared.
—Sí —aceptó finalmente—. Sí. Pero su interpretación me sigue pareciendo
absurda. Si le dijera que estoy de acuerdo con lo que dice para explorar su visión del
asunto… ¿qué me aconsejaría hacer para salir del aprieto?
Render se reclinó en la silla.
—Canalizar en otra cosa las energías que ha empleado en producir esto.
Relaciónese con gente. Y funde la relación en usted mismo, Joe Erikson, no en el
Representante Erikson. Haga algo que lo relacione con gente, algo no político, tal vez
competitivo en parte…, y haga amigos o enemigos verdaderos, a ser posible amigos.
Yo lo he alentado a hacerlo desde que vino a verme.
—Entonces, dígame otra cosa.
—Con mucho gusto.
—Suponiendo que tenga usted razón, ¿por qué nadie me aprecia ni me odia?, ¿por
qué no despierto ese tipo de sentimiento, ni ahora ni nunca? Tengo una posición de
responsabilidad en la legislatura. Me presentan gente nueva constantemente. ¿Por qué
soy una…, una cosa tan neutra?
Totalmente familiarizado con la carrera de Erikson a esa altura del análisis,
Render tuvo que prescindir de sus verdaderos sentimientos en el asunto, porque no

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tenían valor operacional. Hubiera querido citarle las observaciones de Dante sobre los
contemporizadores —esas almas que no pueden acceder al paraíso porque carecen de
virtudes y tampoco al infierno porque no tienen vicios— en pocas palabras, los que
cambian de dirección para correr con el viento de todas las épocas, los que no tienen
un sentido propio, los que no se preocupan por saber hacia qué puerto van porque
cualquier puerto les da lo mismo. Así era la larga y descolorida carrera de Erikson,
una carrera de lealtades siempre en migración, de vuelcos políticos permanentes.
Pero Render dijo:
—En estos días, cada vez hay más gente en esas mismas condiciones. Se debe
sobre todo a la creciente complejidad de la sociedad y a la despersonalización del
individuo dentro de una unidad sociométrica. El resultado de eso es que incluso el
acto de estar de acuerdo con otros se ha transformado en algo más forzado. Somos
tantos en estos días…
Erikson asintió y Render sonrió interiormente.
A veces el discurso agresivo y después la conferencia…
—Tengo la sensación de que tal vez tenga usted razón —concedió Erikson—. A
veces me siento realmente así, como usted dice…, una unidad, algo
despersonalizado…
Render echó un vistazo al reloj, de reojo.
—Lo que usted decida hacer a partir de ahora es cosa suya, por supuesto. Creo
que perdería su tiempo si sigue analizándose. Ahora los dos sabemos la causa de su
mal. No puedo tomarlo de la mano y enseñarle a vivir. Puedo supervisar…, pero no
pienso seguir investigándolo a fondo. Pida hora cuando sienta que necesita discutir
sus actividades y relacionarlas con mi diagnóstico.
—De acuerdo —asintió Erikson— y…, ¡a la mierda con ese sueño! Realmente
me atrapó. Usted los hace tan vividos como la vida misma…, más vividos… Es
probable que tarde mucho en olvidarlo.
—Espero que sí.
—De acuerdo, doctor. —Erikson se levantó y le tendió la mano—. Probablemente
vuelva dentro de dos semanas. Voy a darle una buena oportunidad a su socialización.
—Sonrió ante una palabra que en sesiones anteriores lo había hecho fruncir el ceño
—. Pensándolo bien, voy a empezar ahora mismo. ¿Puedo invitarlo a tomar un trago
en el bar de abajo?
Render apretó esa mano húmeda con lo que pareció una actuación tan cansada
como la de un actor en una obra de teatro con demasiado éxito. Se sintió casi triste
cuando dijo:
—Gracias, pero tengo una cita.
Lo ayudó con la chaqueta y después le dio el sombrero y lo despidió en la puerta.
—Bueno, buenas noches.
—Buenas noches.

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Cuando la puerta se cerró sin ruido detrás del paciente, Render volvió a cruzarse
el astracán negro mientras volvía a su fortaleza de caoba y arrojaba el cigarrillo
dentro del hemisferio sur. Se reclinó en la silla con las manos detrás de la cabeza y
los ojos cerrados.
—Claro que era más real que la vida misma —informó a nadie en particular—.
Yo le di forma.
Sonriendo, revivió la secuencia del sueño paso a paso. Hubiera querido que
algunos de sus profesores de otros tiempos hubieran podido verlo. Bien construido y
ejecutado con energía, y sobre todo preciso y apropiado para el caso. Pero, por
supuesto; él era Render, el Hacedor de Formas, uno de los doscientos analistas
especiales cuya constitución psíquica les permitía entrar en esquemas neuróticos sin
sacar de ellos otra cosa que una gratificación estética extraída de la mimesis de la
aberración: un Sombrerero Cuerdo[3].
Render revolvió un poco sus recuerdos. Él también se había analizado. Sí, lo
habían analizado y luego, aprobado. Era un hombre que se queda fuera, un hombre
ultraestable, con voluntad de hierro, lo bastante duro como para tejer la mirada de
basilisco de una fijación, caminar sin recibir heridas entre las quimeras de las
perversiones, obligar a la Madre Medusa a cerrar los ojos frente al caduceo de su arte.
Y el análisis no había sido difícil. Nueve años antes (parecía mucho más), había
sufrido una inyección voluntaria de Novocaína en el área más dolorosa del espíritu.
Después del accidente de coche, después de la muerte de Ruth y de Miranda, hija de
ambos, había empezado a sentirse apartado, distante. Tal vez no quería recuperar
ciertas empatías; tal vez su propio mundo se basaba ahora en una rigidez especial del
sentimiento. Y si eso era cierto, Render era lo bastante sabio con respecto a los
asuntos de la mente como para darse cuenta, y tal vez había decidido que ese tipo de
mundo tenía sus compensaciones.
Su hijo Peter tenía diez años. Iba a una buena escuela y le escribía una carta por
semana. Las cartas se estaban haciendo cada vez más complejas, y mostraban signos
de una precocidad que Render no podía menos que aprobar. Se llevaría al niño a
Europa con él ese verano.
Y en cuanto a Jill —Jill DeVille (¡qué nombre ridículo y suculento!, Render la
amaba por ese nombre)—, cada vez le resultaba más interesante. (Se preguntaba si
ésa no era una señal de haber llegado a la llamada «media edad»). Lo conmovían la
voz nasal y poco musical de Jill, su súbito interés por la arquitectura, su preocupación
por el lunar imposible de operar que tenía en la nariz, una nariz que sin eso, hubiera
estado muy bien diseñada. Realmente debía llamarla en seguida y buscar otro
restaurante. Pero por alguna razón, no se veía con ánimos.
Hacía varias semanas que no visitaba su club, La Perdiz y el Escalpelo, y sintió
un deseo súbito de comer sobre una mesa de roble, a solas, en el salón con dos

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ambientes y las tres chimeneas, bajo las luces artificiales y las cabezas de los jabalíes,
como en los anuncios de ginebra. Así que sacó su tarjeta perforada de miembro y la
metió en la ranura del teléfono del escritorio. Hubo dos llamadas detrás de la pantalla.
—Hola, La Perdiz y el Escalpelo —anunció la voz—. ¿En qué puedo servirlo?
—Charles Render —dijo él—. Quiero una mesa para dentro de media hora.
—¿Para cuántos?
—Solamente yo.
—Muy bien, señor. Media hora, entonces… ¿Render? ¿Erre, e, ene, de, e, erre?
—Exacto.
—Gracias.
Render cortó la comunicación y se levantó del escritorio. Afuera, el día se había
desvanecido.
Los monolitos y las torres emitían su propia luz. Una nevada suave, como azúcar,
se deslizaba entre las sombras y se transformaba en gotas al tocar el cristal de la
ventana.
Render se embutió en su abrigo, apagó las luces, cerró la oficina con llave. Había
una nota sobre el papel secante de la señora Hedges.
Ha llamado la señorita DeVille, decía.
Arrugó la nota y la arrojó dentro del conducto de basura. La llamaría al día
siguiente y le diría que había estado trabajando hasta tarde en la conferencia.
Apagó la última luz, se encasquetó el sombrero, pasó por la puerta exterior y la
cerró a sus espaldas. El ascensor lo llevó al sub-subsuelo donde estaba aparcado su
auto.

Hacía frío en el sub-sub y los pasos de Render parecían muy sonoros sobre el
cemento mientras caminaba entre los autos aparcados. Bajo el brillo de las luces
desnudas, su Hélice S-7 parecía un capullo gris y elegante del que hubieran podido
brotar alas turbulentas en cualquier momento. La doble fila de antenas que se agitaba
hacia delante sobre la loma del capó contribuía en gran medida a esa sensación.
Render abrió la puerta con el dedo pulgar.
Tocó el encendido y se oyó el ruido de una abeja solitaria que zumba para
despertar a una gran colmena. La puerta se cerró sin ruido cuando él levantó el
volante y lo colocó en su lugar. Luego, el auto giró subiendo la rampa en espiral y se
detuvo frente a la gran salida.
Mientras la puerta se levantaba hacia arriba, Render encendió la pantalla de
destino e hizo girar el control para buscar en el mapa. Izquierda a derecha, arriba a
abajo, sección por sección hasta que localizó la parte de la avenida Carnegie que
necesitaba. Fijó las coordenadas y bajó el volante. El auto cambió a modo monitor y
salió a la calle que subía a la autopista. Render encendió un cigarrillo.

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Colocó el asiento en el espacio central y dejó todas las ventanillas transparentes.
Resultaba agradable reclinarse y mirar los autos que iban hacia él como enjambres de
luciérnagas. Render se colocó el sombrero atrás, sobre la cabeza, y miró hacia arriba.
Recordaba una época en que había amado la nieve, una época en que le había
recordado las novelas de Thomas Mann y la música de los compositores
escandinavos. Pero ahora no podía disociarla del todo de un elemento más.
Visualizaba tan claramente los remolinos de frío blanco lechoso que giraban
alrededor de su viejo auto de volante manual, flotando hacia el interior chamuscado
para volver a blanquear lo que se había ennegrecido por completo; tan claramente…,
como si hubiera caminado hacia él a través del fondo de un lago color tiza, hacia esa
ruina, ese naufragio y él, el buzo, incapaz de abrir la boca para hablar porque tenía
miedo de ahogarse; y cada vez que miraba una nevada, sabía que en algún lugar se
blanqueaba una calavera. Pero nueve años habían lavado gran parte del dolor y
también sabía que la noche era hermosa.
Lo llevaron a toda velocidad sobre las calzadas anchas, anchas, a través de altos
puentes —las superficies resbaladizas y brillantes bajo las luces— lo tejieron a través
de frenéticos cruces en trébol y lo hundieron en un túnel cuyas paredes apenas
brillantes pasaban junto a él como un espejismo borroso. Finalmente, cambió las
ventanas a opaco y cerró los ojos.
No recordaba si se había dormido un momento o no, lo cual quería decir que
seguramente sí lo había hecho. Sintió que el auto aminoraba la velocidad, movió el
asiento hacia delante y cambió las ventanillas a transparentes de nuevo. Casi al
mismo tiempo, sonó el timbre de corte. Render levantó el volante y entró en el domo
de aparcamiento, bajó hasta la rampa y dejó el auto en la unidad. Le entregó el vale al
robot con cabeza de caja que se vengaba de la humanidad sacando una lengua de
cartón, a todos los que servía.

Como siempre, los ruidos eran tan sutiles y leves como la luz. El lugar parecía
absorber el sonido y convertirlo en tibieza, arrullar la lengua con aromas tan intensos
que podían degustarse, hipnotizar el oído con el vivido crujido de las tres chimeneas.
Render se alegró de ver que le habían guardado su mesa favorita en el rincón
derecho de la chimenea más pequeña. Se sabía el menú de memoria, pero lo estudió
minuciosamente mientras tomaba traguitos de un Manhattan y trataba de imaginar un
pedido que por lo menos igualara su apetito. Las sesiones como hacedor de formas lo
dejaban siempre con un hambre de lobo.
—¿Doctor Render…?
—¿Sí? —Render levantó la vista.
—Hay alguien que quiere hablar con usted. Shallot[4]. Colega —dijo el camarero.
—No conozco a ningún Shallot —dijo él—. ¿Está seguro de que no quiere hablar
con Bender[5]? Es un cirujano de Metro que a veces come aquí…

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—No, señor… Render. ¿Ve? —Le tendió una tarjeta de diez por quince en la que
habían escrito a máquina el nombre en letras mayúsculas—. Ha cenado aquí desde
hace dos semanas. Casi todos los días —explicó—. Y siempre nos pidió que si usted
aparecía, se lo notificáramos.
—¿Ah, sí? —musitó Render—. Me pregunto por qué no ha venido a verme a mi
consulta.
El camarero sonrió y esbozó un gesto vago.
—Bueno, dígale que venga —decidió él, y engulló el Manhattan de un trago—. Y
tráigame otro de éstos.
—Desgraciadamente, no ve —explicó el camarero—. Sería más fácil si usted…
—De acuerdo, de acuerdo, vamos. —Render se levantó y abandonó su mesa
favorita con un fuerte presentimiento de que no volvería a ella esa noche—. Adelante.
Caminaron hacia el otro ambiente entre los comensales. Una cara familiar lo
saludó desde una mesa contra la pared, y Render hizo un gesto con la cabeza hacia un
exalumno de seminario cuyo nombre era Jurgens o Jirkans o algo así.
Siguió adelante hacia el pequeño comedor donde solamente había dos mesas
ocupadas. No, tres. Había una en el rincón más lejano del bar, el lugar más lleno de
sombras, escondida en parte detrás de una antigua armadura. El camarero lo llevaba
en esa dirección.
Se detuvieron frente a esa mesa y Render miró hacia los anteojos oscuros que se
habían levantado un poco cuando ellos se acercaron. Shallot era una mujer, una mujer
de poco más de treinta años. El flequillo bajo, castaño, no tapaba del todo el punto de
plata que usaba en la frente como una marca de casta. Render respiró hondo y la
cabeza de la mujer giró bruscamente cuando la punta del cigarrillo le pasó cerca.
Parecía estar mirándolo directamente a los ojos. Era una sensación incómoda, aun
sabiendo que lo único que ella podía distinguir era lo que su célula fotoeléctrica
transmitía a la corteza visual a través de los implantes de alambre conectados con el
convertidor-oscilador. En otras palabras: el brillo del cigarrillo de Render.
—Doctora Shallot, es el doctor Render —estaba diciendo el camarero.
—Buenas noches —saludó Render.
—Buenas noches —dijo ella—. Me llamo Eileen y hace mucho que quiero
conocerlo, doctor. —A Render le pareció detectar un leve temblor en la voz de ella—.
¿Quiere acompañarme a cenar?
—Será un placer —aceptó él, y el camarero le acercó una silla.
Render se sentó, y notó que la mujer que lo había invitado ya tenía una copa entre
las manos. Le recordó al camarero su segundo Manhattan.
—¿Ya ha pedido? —le preguntó a ella.
—No.
—… Y dos menús… —empezó a decir él y después se mordió la lengua.
—Uno solo —sonrió ella.
—No traiga ninguno —corrigió Render y recitó el menú.

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Pidieron lo que querían.
—¿Siempre hace eso? —preguntó ella después.
—¿Qué?
—Aprenderse el menú de memoria.
—Solamente los de unos pocos lugares —dijo él—, para casos incómodos como
éste. ¿Para qué quería verm…, hablar conmigo?
—Usted es un terapeuta neuroparticipativo —afirmó ella—, un Hacedor de
Formas.
—¿Y usted es…?
—… Residente en psiquiatría en el Psi del Estado. Tengo un año más de
residencia por delante.
—Entonces conoció a Sam Riscomb.
—Sí, él me ayudó a conseguir la residencia. Fue mi consejero.
—Fue muy amigo mío. Estudiamos juntos en Menninger.
Ella asintió.
—Hablaba mucho de usted…, ésa es una de las razones por las que quería
conocerlo. Él me alentó a seguir adelante con mi plan, a pesar de mi defecto.

Render la miró. Llevaba un vestido verde oscuro que parecía ser de terciopelo.
Unos diez centímetros a la izquierda sobre el corpiño había un prendedor que tal vez
era de oro. En el centro del prendedor había una piedra roja que podría haber sido un
rubí, y alrededor de la piedra, la silueta tallada de una copa de oro. ¿O eran más bien
dos perfiles que se miraban uno al otro a través de la piedra? A Render el diseño le
pareció vagamente familiar, pero no logró ubicarlo en ese momento. La joya brillaba
en la luz difusa.
Render aceptó la bebida que le traía el camarero.
—Quiero ser terapeuta neuroparticipativa —le dijo ella.
Y si hubiera tenido visión, Render habría pensado que lo estaba mirando muy
fijamente para estudiar su reacción. Render no podía calcular qué deseaba ella en
realidad que él le dijera.
—Me parece que su elección es valiente —dijo él—, y respeto su ambición,
doctora. —Trató de poner una sonrisa en la voz—. No es una cuestión fácil, claro
está, y no todos los requerimientos son académicos.
—Lo sé. Pero soy ciega de nacimiento y para mí no ha sido fácil llegar hasta aquí.
—¿De nacimiento? —repitió él—. Pensé que habría perdido la vista hacía poco.
Entonces usted cursó sus estudios y pasó por la facultad de medicina, sin ver… Eso
es… impresionante.
—Gracias. Pero no. En realidad, no. Oí hablar de los neuroparticipativos…,
Bartelmetz y todos ellos…, cuando era niña y decidí que eso era lo que quería ser.
Desde entonces, mi vida está al servicio de este deseo.

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—¿Y qué hacía en los laboratorios? —preguntó él—. ¿Sin poder reconocer un
espécimen, mirar en el microscopio…? ¿Y las lecturas?
—Contraté a otros para que me leyeran las tareas. Lo grabé todo. La facultad
entendió que quería hacer psiquiatría y me permitieron arreglos especiales en los
laboratorios. Los ayudantes de laboratorio me guiaron en la disección de cadáveres, y
me lo describieron todo.
Puedo tocar las cosas…, y tengo una memoria como la que usted demostró con el
menú. —Ella sonrió—. «La calidad de los fenómenos de psicoparticipación
solamente puede ser medida por el mismo terapeuta, en ese momento fuera del
tiempo y el espacio como los conocemos normalmente, cuando está en medio de la
niebla construida a partir de la materia prima de los sueños de otro hombre. Ahí
reconoce esa arquitectura no euclidiana de la aberración y lleva a su paciente de la
mano a visitar el paisaje; si puede conducirlo de nuevo hacia la tierra normal,
entonces lo que juzgó estaba bien pensado, lo que hizo era válido».
—De Por qué decir NO a la psicometría en este lugar —reflexionó Render.
—…, del doctor Charles Render.
—Ya viene la cena —anunció Render, que levantó la bebida mientras el camarero
empujaba la cena de cocción rápida hacia ellos desde la cocina.
—Ésa es otra de las razones por las que quería conocerlo —siguió ella y levantó
el vaso hacia el sonido de los platos—. Quiero que usted me ayude a convertirme en
Hacedora de Formas.
Los ojos sombríos, vacíos como los de una estatua, lo buscaron de nuevo.
—La suya es una situación totalmente única —comentó él—. Nunca ha habido un
neuroparticipativo que fuera ciego por un defecto congénito…, y las razones son
obvias. Tendría que pensar todos los aspectos de la situación antes de darle un
consejo. Comamos ahora, estoy muerto de hambre.
—De acuerdo. Pero mi ceguera no significa que nunca haya visto.
Él no le preguntó lo que quería decir con eso, porque tenía unas buenas costillas
de cerdo frente a él y una botella de Chambertin junto al codo. Pero de todos modos,
cuando ella levantó la mano izquierda de la mesa, él hizo una pausa suficiente como
para reparar en que no usaba anillos.

—Me pregunto si todavía está nevando —comentó Render mientras tomaban el


café—. Estaba cayendo una buena cuando entré al domo.
—Espero que sí —dijo ella—, aunque la luz se difumina y no «veo» nada cuando
nieva. Me gusta sentir caer la nieve y que me sople en la cara.
—¿Cómo se las arregla para moverse?
—Mi perro, Sigmund; hoy le he dado la noche libre —sonrió—. Él me lleva a
todos lados. Es un perro pastor mutante.
—¿Ah, sí? —Render sintió curiosidad—. ¿Habla mucho?

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Ella asintió.
—La operación no tuvo tanto éxito en él como en otros. Tienen un vocabulario de
unas cuatrocientas palabras, pero creo que hablar le resulta doloroso. Es bastante
inteligente. Tiene que conocerlo alguna vez.
Render se puso a especular inmediatamente. Había hablado con esos animales en
las reuniones médicas y lo había sorprendido y asustado la combinación de habilidad
de razonamiento y devoción hacia sus dueños. Mucho juego con los cromosomas,
seguido por una delicada cirugía embrionaria para darle a un perro una capacidad
cerebral un poco mayor que la de un chimpancé. Luego varias operaciones colaterales
para producir habilidades vocales. La mayoría de esos experimentos terminaban en
un fracaso y los pocos cachorritos sobrevivientes por año, una docena más o menos,
se valoraban en cerca de cien mil dólares cada uno. Mientras encendía un cigarrillo y
sostenía la luz en el aire un instante, Render se dio cuenta de que la piedra en el
medallón de la doctora Shallot era un rubí auténtico. Empezó a sospechar que su
admisión en una facultad de medicina, además de las habilidades académicas que ella
pudiera tener, probablemente se había sostenido sobre una buena donación a la
universidad que había elegido. Pero eso tal vez no era justo, se dijo con severidad.
—Sí —dijo en voz alta—, podríamos hacer un estudio sobre la neurosis canina.
¿Sigmund se refiere a su padre como «ese hijo de un perro pastor hembra»?
—No conoció a su padre —respondió ella con seriedad—. Lo criaron lejos de
otros perros. Su actitud no es típica, no podría serlo. No creo que pueda usted
aprender psicología funcional del perro a partir de lo que le diga un mutante.
—Supongo que tiene usted razón. —Render cambió de tema—. ¿Más café?
—No, gracias.
De pronto, Render decidió que ya era hora de continuar la conversación.
—Así que quiere ser Hacedora…
—Sí.
—Lamento ser el hombre que destruya las ambiciones de otra persona —dijo él
—. Es como veneno, lo odio. A menos que esas ambiciones no tengan fundamento
real. Entonces sí puedo ser cruel, no tener piedad. Así que…, honesta, francamente,
con toda sinceridad, no veo cómo podría hacerse. Tal vez sea usted una excelente
psiquiatra, pero en mi opinión, hay una imposibilidad tanto física como mental de que
usted se transforme en neuroparticipativa. En cuanto a mis razones…
—Espere —lo interrumpió—. Aquí no, por favor. Sea amable. Estoy cansada de
este lugar lleno de humo…, vayamos a charlar a otro lado. Creo que puedo
convencerlo de que sí existe una forma.
—¿Por qué no? —Se encogió de hombros Render—. Tengo tiempo. Usted
decida. ¿Adónde?
—¿Hélice Ciega?
Él suprimió una risita involuntaria ante la expresión, pero ella rió con todas sus
fuerzas.

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—De acuerdo —asintió él—. Pero todavía tengo sed.
Pidió una botella de champán y firmó la cuenta a pesar de las protestas de ella. La
botella llegó en una canasta llena de colores con la conocida frase «Beba mientras
conduce» y entonces los dos se levantaron; ella era alta, pero él aún lo era más.

Hélice Ciega.
Un nombre único para multitud de prácticas centradas en el auto de conducción
automática. Correr por el país en las seguras manos de un chófer invisible, todas las
ventanas opacas, oscuro como la noche, alto como el cielo, los neumáticos tocando la
ruta abajo como cuatro sierras circulares fantasmas —y empezar en la línea de salida
y terminar en el mismo lugar y no saber nunca adónde va uno ni dónde estuvo—, así
es posible por un momento acunar algún sentimiento de individualidad en el más frío
de los calderos de cerebros, producir una conciencia momentánea del yo por virtud de
ese apartarse de todo excepto de la sensación de movimiento. Eso sucede porque el
movimiento en la oscuridad es la última abstracción de la vida misma, por lo menos
eso es lo que dijo uno de los Comediantes Vitales y todos los que estaban allí rieron.
En realidad, el fenómeno conocido como Hélice Ciega empezó a hacerse común
(como cabe esperar) entre ciertos miembros más jóvenes de la comunidad cuando las
autopistas monitoreadas los privaron de los medios para conducir sus automóviles en
alguna de las formas más individualistas que habían enfurecido a la Autoridad de
Control de Tránsito Nacional. Había que hacer algo.
Se hizo.
La primera reacción, desastrosa, involucró el simple acto de ingeniería de
desconectar la unidad de control por radio después de que uno entraba en una
autopista monitoreada. Eso significaba que el auto se desvanecía del alcance del
monitor y volvía a estar en manos de sus ocupantes. Celoso como una deidad, un
monitor no tolera cualquier cosa que niegue su omnisciencia programada. Echará
rayos y centellas sobre la Estación de Control de Autopista más cercana al punto de
contacto y enviará a sus serafines alados en busca de lo que se le ha escapado de la
vista.
Sin embargo, muchas veces, esto sucedía demasiado tarde, porque las calzadas
son muchas y están muy bien pavimentadas. Al principio resultaba fácil escapar a la
detección.
Pero había otros vehículos que se comportaban como si el rebelde no existiera. Su
presencia era inexplicable.
Golpeado, en una sección de la carretera con muchísimo tránsito, el ofensor sufre
una aniquilación instantánea si hay un cambio de velocidad general o alguna
variación en el esquema de tránsito que involucre un movimiento hacia la posición en
que se encuentra, y que teóricamente está libre. Esto, en los primeros días del control
por monitor, causaba un rápido choque en cadena. Más tarde, los diseños de los

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monitores se hicieron mucho más sofisticados y se instalaron cortes mecánicos que
redujeron la incidencia de choques subsiguientes a una acción como ésa. La cualidad
de las contusiones y heridas de los choques que sí sucedían, sin embargo, permaneció
invariable.
La siguiente reacción estuvo basada en algo que no se había advertido antes
porque era demasiado obvio. Los monitores llevaban a la gente al lugar al que la
gente quería ir solamente porque la gente les indicaba adonde ir. Una persona que
apretara una serie de coordenadas al azar, sin referencia a mapa alguno, obtendría
como resultado un auto detenido y un cartel de VUELVA A EXAMINAR SUS
COORDENADAS o saldría disparado en dirección desconocida. Esto último posee
un cierto atractivo romántico porque ofrece velocidad, escenas inesperadas tras las
ventanillas y las manos libres. Además, es perfectamente legal y se puede navegar
sobre dos continentes de esta forma siempre que uno tenga posibilidades de
abastecerse y la suficiente estamina en los glúteos.
Como sucede siempre en asuntos como ése, la práctica se difundió hacia arriba a
través de los distintos grupos de edad. Los maestros de escuela que solamente
conducían los domingos se convirtieron en personas poco respetadas a las que se
consideraba buenos puntos de referencia para vender autos usados. Así termina el
mundo, dijo el presentador.
Terminara o no, el automóvil diseñado para moverse sobre una autopista
monitoreada es una unidad eficiente de movilidad, completa con lavabo, armario,
compartimiento refrigerador y mesa para juegos. También tiene espacio para que dos
personas duerman con comodidad y cuatro un poco apiñados. En algunas ocasiones,
tres son multitud.

Render salió del domo y condujo hasta el pasillo de entrada a la autopista. Ahí
detuvo el auto.
—¿Quiere poner las coordenadas? —preguntó.
—Hágalo usted. Mis dedos saben demasiadas.
Render apretó botones al azar. El Hélice se movió hacia la autopista. Render le
pidió velocidad y el vehículo cambió hacia el carril de alta aceleración.
Las luces del Hélice cavaban agujeros en la oscuridad. La ciudad quedó atrás con
rapidez; era una gran hoguera humeante a los dos lados de la carretera, sacudida por
bruscas ráfagas de viento, escondida tras remolinos blancos, oscurecida por la caída
permanente de ceniza gris. Render sabía que su velocidad era solamente el sesenta
por ciento de lo que hubiera sido en una noche seca y clara.
No cambió las ventanas a opaco: se reclinó y miró a través de ellas. Eileen
«miraba» adelante hacia la penumbra. Ninguno de los dos dijo nada durante diez o
quince minutos.

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La ciudad se redujo hasta convertirse en sub-ciudad. Después de un rato,
aparecieron cortas secciones de carretera abierta.
—Dígame lo que ve afuera —pidió ella.
—¿Por qué no me preguntó cómo era su cena, o la armadura que había junto a la
cama?
—Porque degusté una y toqué la otra. Esto es diferente.
—Hay nieve fuera, nieve que cae. Si quitamos la nieve, no quedará más que el
negro.
—¿Qué más?
—Hay barro en la calzada. Cuando se empiece a congelar los autos empezarán a
avanzar a paso de tortuga a menos que viajemos más rápido que esta tormenta. El
barro parece una mermelada vieja, oscura, que empieza a llenarse de azúcar en la
parte superior.
—¿Algo más?
—Eso es todo, damita.
—¿Está nevando más o menos que cuando nos fuimos del club?
—Más, diría yo.
—¿Me serviría una copa? —le preguntó ella.
—Claro.
Los dos movieron los asientos hacia dentro y Render levantó la mesa. Buscó dos
vasos en el armario.
—A su salud —dijo, después de servir la bebida.
—A la suya.
Él se lo bebió todo de un trago. Ella tomó un sorbo. Él esperó el próximo
comentario. Sabía que dos no pueden jugar al mismo tiempo el juego socrático y
esperaba más preguntas antes de que ella dijera lo que quería decir.
Ella dijo:
—¿Qué es lo más hermoso que haya visto usted en su vida?
Sí, decidió él, había tenido razón.
Contestó sin dudar:
—El hundimiento de la Atlántida.
—Lo preguntaba en serio.
—Yo lo he dicho en serio.
—¿Le molestaría explicármelo?
—Yo hundí la Atlántida —dijo él—. Personalmente.
»Fue hace tres años. ¡Dios! ¡Eso sí que fue hermoso! Era todo torres de marfil y
minaretes dorados y balcones de plata. Había puentes de ópalo y pendones carmesí y
un río blanco como la leche que flotaba entre orillas color limón. Había capiteles de
jade y árboles tan antiguos como el mundo que tocaban los vientres de las nubes y
barcos en el gran puerto de mar de Xanadú, construidos con más delicadeza que
instrumentos musicales, todos meciéndose en la marea. Los doce príncipes del reino

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estaban reunidos en la corte, en el Coliseo de doce pilares del Zodíaco, escuchando a
un saxofonista griego que tocaba al atardecer.
»El griego, claro está, era un paciente… paranoico. La etiología de la cosa es
bastante complicada, pero eso fue lo que encontré en su cabeza. Le di rienda suelta
durante un rato y al final tuve que partir la Atlántida por la mitad y hundirla toda
entera. Ahora está tocando de nuevo y si le gusta a usted este tipo de sonido, sin duda
tiene que haberlo oído. Es muy bueno. Todavía lo veo de vez en cuando pero ya no es
el último descendiente del mayor juglar de la Atlántida. Solamente es un excelente
saxofonista de finales del siglo XX.
—Pero, a veces, veo el apocalipsis que arreglé dentro de su visión de grandeza y
experimento una sensación fugaz de esa belleza perdida…, porque por un momento,
sus sentimientos anormalmente intensos fueron míos y él sentía que su sueño era lo
más hermoso del mundo.
Volvió a llenar los vasos.
—Eso no fue exactamente lo que yo le preguntaba —objetó ella.
—Lo sé.
—Hablaba de algo real.
—Era más real que la realidad, se lo aseguro.
—No lo dudo…, pero…
—… Pero acabo de destruirle la base que estaba instalando para su siguiente
razonamiento. De acuerdo, discúlpeme. Se la voy a devolver. Aquí hay algo que
podría ser real:
»Nos movemos por el costado de un gran agujero de arena —dijo—. Dentro del
agujero se mueve la nieve, con suavidad. En la primavera, cuando se derrita, las
aguas correrán hacia la tierra o se evaporarán con el calor del sol. Entonces solamente
quedará la arena. En la arena nunca crece nada. Excepto algún cacto de vez en
cuando. No vive nada, excepto serpientes, algunos pájaros, insectos, cosas que se
entierran, y un par de coyotes vagabundos. Por la tarde, todos ellos buscan cobijo. En
cualquier lugar donde haya un poste de una cerca abandonada, una roca, una calavera
o un cacto que haga sombra, se puede ver cómo surge la vida desafiando a los
elementos. Pero los colores están más allá de cualquier cosa conocida y los elementos
son casi más hermosos que las cosas que destruyen.
—No hay ningún lugar así por aquí cerca —objetó ella.
—Si yo lo digo, hay un lugar así. ¿No le parece? Yo lo vi.
—Sí… tiene razón.
—Y no importa si es una pintura de una mujer que se llama O’Keefe o algo que
está del otro lado de la ventanilla, ¿verdad? ¿Si lo vi?
—Reconozco la verdad del diagnóstico —admitió ella—. ¿Quiere decírmelo?
—No, adelante.
Él volvió a llenar los pequeños vasos.
—El daño está en mis ojos —le dijo ella—. No en mi cabeza.

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Él encendió el cigarrillo.
—La neuroparticipación está basada en el hecho de que dos sistemas nerviosos
pueden compartir los mismos impulsos, las mismas fantasías…
—Fantasías controladas…
—Yo podría realizar una terapia y al mismo tiempo experimentar impresiones
visuales auténticas.
—No —dijo Render.
—¡Usted no sabe lo que es estar separada de toda un área de estímulos! Saber que
un idiota puede experimentar algo que usted no conocerá nunca…, y que no puede
apreciarlo porque, como usted, fue condenado desde su nacimiento en una corte de
casualidades biológicas, en un lugar donde no hay justicia…, solamente azar, ni más
ni menos que azar.
—El universo no inventó la justicia. La inventó el hombre. Por desgracia, el
hombre tiene que residir en el universo.
—No estoy pidiéndole al universo que me ayude… Se lo pido a usted.
—Lo siento —dijo Render.
—¿Por qué no quiere ayudarme?
—En este momento, está usted demostrando la razón principal que tengo para
negarme.
—¿Y esa razón…?
—La emoción. Esto significa demasiado para usted. Cuando el terapeuta está en
una fase de conexión profunda con el paciente, pierde el contacto con la mayor parte
de las sensaciones de su cuerpo en un proceso narcoeléctrico. Esto es necesario…,
porque su mente debe profundizar por completo en la tarea que está realizando.
También es necesario que sus emociones sufran una suspensión similar. Esto, por
supuesto, es imposible en grado absoluto: una persona siempre está sintiendo alguna
emoción de la intensidad que sea. Pero las emociones del terapeuta están sublimadas
en una sensación general de alegría, nerviosismo, o, como en mi caso, en un sueño
artístico. Con usted, sin embargo, el hecho de «ver» sería demasiado. Estaría en
constante peligro de perder el control del sueño.
—No estoy de acuerdo con usted.
—Claro que no. Pero sigue siendo cierto que usted trataría constantemente con
anormales. El poder de la neurosis es inimaginable para el noventa y nueve coma
etcétera de la población, porque nunca podemos juzgar adecuadamente la intensidad
de nuestra propia anormalidad…, y mucho menos la de los demás, a los que vemos
solamente desde fuera. Por eso ningún neuroparticipativo puede intentar tratar a un
psicótico completo. Sería como zambullirse en una tromba marina. Si el terapeuta
pierde el control de una sesión intensa, deja de ser El que da Forma y se convierte en
el Formado por otro. Las sinapsis responden como una reacción de fisión cuando los
impulsos nerviosos se aumentan artificialmente. El efecto de transferencia es casi
instantáneo.

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»Hace años esquié mucho. Era claustrofóbico. Tenía que correr y me llevó seis
meses dominarlo…, todo porque hubo un pequeño lapso en una fracción de segundo.
Tuve que derivar al paciente a otro terapeuta. Y ésa fue una repercusión menor, se lo
aseguro… Si usted se pusiera gaga en medio de una escena, niña, podría terminar en
un asilo por el resto de su vida.
Ella terminó la bebida y Render volvió a llenar el vaso. La noche pasaba por las
ventanillas a toda velocidad. Habían dejado la ciudad muy atrás y la carretera estaba
vacía y limpia. La oscuridad resultaba cada vez más cómoda entre los copos que
caían. El Hélice aumentó la velocidad.
—De acuerdo —admitió ella—, tal vez tiene razón. Pero aun así creo que puede
ayudarme.
—¿Cómo? —le preguntó él.
—Acostúmbreme a ver: que las imágenes pierdan novedad para mí para que las
emociones no sean tan violentas. Acépteme como paciente y quíteme mi ansiedad
ante el problema de la vista. Si lo hace, todo lo que me acaba de decir dejará de ser
cierto. Podré empezar el entrenamiento y prestar toda mi atención a la terapia. Podré
sublimar el placer de la vista en otra cosa.
Render se preguntaba si eso sería cierto.
Tal vez sí se podía hacer. Pero sería una tarea muy difícil.
Y tal vez podía llegar a formar parte de la historia de la terapia.
Nadie estaba realmente calificado para hacerlo, porque nadie lo había intentado
todavía.
Pero Eileen Shallot era una rareza —no, un elemento único— porque era posible
que fuera la única persona en el mundo que combinara el conocimiento técnico que
ella poseía con este tipo de problema.
Render vació el vaso, lo volvió a llenar, volvió a llenar el de ella.
Todavía estaba pensando en el problema cuando apareció una luz que decía
NUEVAS COORDENADAS en el tablero y el auto se detuvo. Render apagó la
alarma y se quedó allí sentado durante un largo rato, pensando.
No era frecuente que reconociera ante otros lo que sentía con respecto a su propia
habilidad profesional. Sus colegas lo consideraban modesto. Sin embargo,
extraoficialmente, se notaba que, a su entender, el día que empezara a practicar un
neuroparticipativo mejor que él, sería el día en que el homo sapiens con problemas
podría tratarse con algo muy pero muy cercano a lo que hacía un ángel.
Quedaban dos copas. Después él arrojó la botella vacía al depósito trasero.
—¿Sabe una cosa? —le dijo a ella finalmente.
—¿Qué?
—Puede que valga la pena intentarlo.
Luego Render se volvió y se inclinó para marcar las nuevas coordenadas, pero
ella llegó primero. Cuando él apretó los botones, el S-7 maniobró y entonces ella lo
besó. Por debajo de las gafas oscuras tenía las mejillas húmedas.

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2

El suicidio lo molestaba más de lo que era lógico, y la señora Lambert había


llamado el día anterior para cancelar la cita. Así que Render decidió pasar la mañana
pensando. Por eso entró a la oficina con un puro y el ceño fruncido.
—¿Ha visto…? —le preguntó la señora Hedges[6].
—Sí. —Él colocó la chaqueta sobre la mesa y se acercó al rincón más lejano de la
habitación. Cruzó hasta la ventana y miró hacia abajo—. Sí —repitió—. Estaba
conduciendo con las ventanillas transparentes. Todavía estaban limpiando cuando
pasé.
—¿Lo conocía?
—Ni siquiera sé su nombre todavía. ¿Cómo iba a conocerlo?
—Priss Tully acaba de llamarme… Es recepcionista de esa oficina de ingeniería
en el ochenta y seis. Dice que era James Irizarry, un publicista que tiene despacho
frente a ellos, mismo piso. Ochenta y seis es mucho para caer. Seguramente estaba
inconsciente cuando se golpeó, ¿eh? Saltó del edificio. Si abre la ventana y se inclina,
se ve…, a la izquierda de…
—Déjelo, Bennie… ¿Su amiga sabía por qué lo hizo?
—En realidad, no. Su secretaria llegó corriendo por el vestíbulo dando gritos.
Parece que entró en la oficina de él para mostrarle unos bocetos justo cuando él se
estaba subiendo a la cornisa. Había una nota en su escritorio: «He tenido todo lo que
quise», decía. «¿Para qué seguir esperando?». Curioso, ¿no? No quiero decir curioso
de curiosidad…
—Claro… ¿Sabe algo de sus asuntos personales?
—Casado. Un par de chicos. Buena reputación profesional. Mucho trabajo.
Sobrio como cualquiera… Podía pagarse una oficina en este edificio.
—¡Dios mío! —Render se volvió—. ¿Tiene un archivo de casos o qué?
—Ya sabe… —Ella encogió sus robustos hombros—. Tengo amigos en todas
partes en esta colmena. Prissy es mi cuñada o algo así…
—¿Quiere decir que si me tirara por esa ventana en este mismo momento, al cabo
de cinco minutos mi biografía estaría en boca de todos?
—Probablemente. —Ella torció sus gruesos labios en una sonrisa—. Sacando una
pareja o dos, tal vez. Pero no lo haga hoy, ¿quiere? Sería poco emocionante ahora y
no tendría la misma cobertura que si lo hiciera solo.
»De todos modos —agregó—, usted es un mezclador de mentes. Usted no lo
haría.
—Está apostando en contra de la estadística —observó él—. La profesión médica,
junto con la de los abogados, registra tres veces más suicidios que otras áreas de
trabajo.

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—¡Ey! —Ella parecía preocupada—. ¡Aléjese de mi ventana! Tendría que ir a
trabajar para el doctor Hanson, y es tan tonto…
Él se acercó al escritorio de su secretaria.
—Nunca sé cuándo tomarlo en serio —se quejó ella.
—Aprecio su preocupación —asintió él—. En serio. Para ser sincero, nunca me
han gustado las estadísticas… Debería haberme retirado del juego de la neurosis hace
cuatro años.
—Eso sí que sería un auténtico titular —musitó ella—. Todos esos periodistas
haciéndome preguntas sobre usted… Ey, ¿por qué lo hacen, eh?
—¿Quiénes?
—Todos los que lo hacen.
—¿Cómo voy a saberlo, Bennie? Soy solamente un humilde mezclador de
mentes. Si pudiera señalar una causa básica general y tal vez hasta imaginar una
forma de anticipar el hecho en sí, bueno, tal vez incluso sería mejor que un salto al
vacío para las noticias. Pero no lo sé. Porque no hay una sola razón simple… No lo
creo.
—Ah.
—Hace unos treinta y cinco años era la novena causa de muertes en Estados
Unidos. Hoy es la sexta para América. Creo que es la séptima en Europa.
—¿Y nadie sabrá nunca por qué saltó Irizarry?
Render retiró una silla y se sentó. Golpeó el puro y dejó caer la ceniza en el
brillante cenicerito de la señora Hedges. Rápidamente ella lo vació en el conducto de
la basura y tosió significativamente.
—Ah, siempre se puede intentar adivinar, imaginarlo —dijo él—, y los de mi
profesión lo hacemos irremediablemente. Primero hay que pensar en los rasgos de
personalidad que pueden predisponer a un hombre a períodos de depresión. Gente
que mantiene sus emociones bajo control rígido, gente que está consciente y a veces
compulsivamente preocupada por pequeñas cosas… —Arrojó otro montoncito de
cenizas en el cenicero y miró cómo ella estiraba la mano para volcarlo y después la
retiraba. Sonrió: una sonrisa malévola—. Dentro de poco tiempo —terminó—,
algunas de las características de la gente en profesiones que requieren funciones
individuales más que grupales…, la medicina, la ley, las artes…
Ella lo miró, pensativa.
—No se preocupe —dijo él, riéndose entre dientes—. Estoy contentísimo con mi
vida.
—Pero esta mañana parece un poco alicaído.
—Me llamó Pete. Se rompió el tobillo ayer en la clase de gimnasia. Deberían
supervisar esas cosas más de cerca. Estoy pensando en cambiarlo de escuela.
—Un chico no puede crecer sin algún accidente… Según las estadísticas…
—Las estadísticas no son lo mismo que la vida, Bennie. Todo el mundo tiene que
hacer la propia.

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—¿Estadísticas o vida?
—Las dos, supongo.
—Yo creo que si algo tiene que pasar, pasa.
—Yo, no. Yo creo que la voluntad humana, apoyada por una mente cuerda, puede
ejercitar algo de control sobre los hechos. Si no lo creyera, no me dedicaría a este
trabajo.
—El mundo es una máquina…, ya sabe…, causa, efecto… Las estadísticas
implican un probl…
—La mente humana no es una máquina y no estoy seguro de la causa y el efecto.
Nadie los conoce en realidad.
—Usted es licenciado en Química, creo recordar. Usted es un científico, doctor.
—Y también soy un desviacionista trosquista —sonrió él, estirándose—, y usted
fue profesora de ballet. —Se levantó y cogió la chaqueta.
—A propósito, llamó la señorita DeVille, dejó un mensaje. Dijo: «¿Qué te parece
St. Moritz?».
—Demasiado lujoso —decidió él en voz alta—. Mejor Davos.

Porque el suicidio lo molestaba más de lo que sería lógico, Render cerró la puerta
de su oficina, opacó las ventanas y encendió el fonógrafo. Solamente encendió la luz
del escritorio.
¿Cómo ha cambiado la calidad de la vida humana, escribió, desde los comienzos
de la revolución industrial?
Levantó el papel y releyó la frase. Era el tema que le habían pedido que analizara
ese sábado. Y como sucedía siempre en estos casos, no sabía qué decir, porque tenía
mucho que decir y muy poco tiempo para decirlo.
Se levantó y empezó a pasear por la oficina, que ahora resonaba con la Octava
sinfonía de Beethoven.
—El poder para hacer daño a otro —dijo, abriendo un micrófono y conectando la
grabadora— ha evolucionado en relación directa con el avance tecnológico.
Su público imaginario se quedó en silencio. Él sonrió.
—El potencial del hombre para fabricar un pandemónium se ha multiplicado con
la producción en masa; su capacidad para hacer daño a la psique a través de contactos
personales se ha expandido en relación directa y exacta con el perfeccionamiento de
los instrumentos de comunicación. Pero todas éstas son cuestiones de conocimiento
público y no es lo que quiero tratar esta noche. En lugar de eso, me gustaría
considerar lo que prefiero llamar autopsico-mímesis; los complejos de ansiedad
autogenerados que en un primer análisis, parecen bastante similares a los esquemas
clásicos pero que en realidad representan dispersiones radicales de la energía
psíquica. Son característicos de nuestros tiempos…
Hizo una pausa para apagar el puro y formular las siguientes frases.

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—Autopsico-mímesis —pensó en voz alta—, un complejo de imitación
autoperpetuado, casi un asunto relacionado con la necesidad de llamar la atención.
Un intérprete de jazz, por ejemplo, que actuaba como si estuviera drogado la mitad
del tiempo, aunque nunca hubiera usado estupefacientes adictivos y recordara sólo
muy vagamente a alguien que sí los usaba (porque los tranquilizantes y estimulantes
de hoy en día son bastante benignos). Como don Quijote, aspiraba a construir una
leyenda cuando su música sola debería haberle bastado como válvula de escape para
descargar sus tensiones.
»O mi huérfano de la guerra de Corea, que en la actualidad vive gracias a la Cruz
Roja y la UNICEF, unos padres adoptivos económicos que no conoció nunca.
Deseaba tanto una familia que se inventó una. ¿Y luego?…, odiaba a su padre
imaginario y amaba a su madre con pasión…, porque era un chico muy inteligente y
también quería los complejos tradicionales que son sólo a medias verdaderos. ¿Por
qué?
»Hoy en día todo el mundo es lo bastante sofisticado como para comprender los
esquemas de la perturbación psíquica que se han honrado científicamente a lo largo
del tiempo. Hoy en día, muchas de las razones de esas perturbaciones ya no existen,
no tan radicalmente como se puede decir que no existían las razones de los odios y
amores de mí ya adulto huérfano de guerra, pero con un efecto igualmente notorio.
Estamos viviendo en un pasado neurótico. Y yo pregunto de nuevo, ¿por qué? Porque
nuestro presente está obsesionado con la salud física, la seguridad y el bienestar.
Hemos acabado con el hambre, pero el huérfano de los bosques sigue prefiriendo
tomar un paquete de comida de manos de un ser humano que se preocupa por él que
una comida caliente y completa de una unidad automática instalada en medio de la
selva.
»El bienestar físico es ahora un derecho de todos los seres humanos, en exceso.
La reacción se manifiesta en el área de la salud mental. Gracias a la tecnología, las
razones que eran la base de muchos viejos problemas sociales han desaparecido y
junto con ellas desaparecieron muchas de las causas de las tensiones físicas. Pero
entre el negro de ayer y el blanco de mañana está el gran gris de hoy en día, lleno de
nostalgia y miedo al futuro, un gris que no puede expresarse puramente a nivel
material y que está representado por una búsqueda voluntaria de modos de ansiedad
históricos…
Sonó el teléfono. Render no lo oyó en medio de los acordes de la Octava.
—Tenemos miedo de lo desconocido —continuó— y el mañana es algo enorme y
desconocido. Mi área especializada de psiquiatría ni siquiera existía hace treinta años.
La ciencia es capaz de avanzar por sí misma con tanta rapidez que hay una inquietud
pública genuina…, hasta diría una «tensión», en cuanto al resultado lógico. La
mecanización total de cuanto existe sobre el mundo…
Pasó cerca del escritorio justo en el momento en que el teléfono sonaba de nuevo.
Apagó el micrófono que estaba usando para trabajar y bajó el volumen de la Octava.

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—¿Hola?
—St. Moritz —dijo ella.
—Davos —replicó él con firmeza.
—Charlie, eres de lo más exasperante.
—Querida Jill…, tú también.
—¿Lo discutimos esta noche?
—No hay nada que discutir.
—¿Pero vendrás a buscarme a las cinco?
Él dudó.
—Sí, a las cinco. ¿Por qué no se ve nada en la pantalla?
—Un nuevo peinado. Voy a sorprenderte otra vez.
Él suprimió una risita idiota y dijo:
—Una sorpresa agradable, espero. De acuerdo, hasta entonces —esperó el «hasta
luego» de ella y cortó la comunicación.
Puso las ventanas en transparente, apagó la luz del escritorio y miró al exterior.
Otra vez gris, y muchos copos de nieve…, vagando sin rumbo, sin viento, copos
que caían y después se perdían en el tumulto.
Cuando abrió la ventana y se inclinó hacia fuera vio también el lugar a la
izquierda donde Irizarry había dejado su última marca en el mundo.
Cerró la ventana y escuchó el resto de la sinfonía. Había pasado una semana
desde que había conducido por los caminos en Hélice Ciega con Eileen. Tenía una
cita con ella a la una.
Recordaba las puntas de los dedos de ella sobre su cara, como hojas, o cuerpos de
insectos, los dedos que le habían dicho a ella el aspecto del doctor Render, a la
antigua manera de los ciegos. El recuerdo no resultaba del todo agradable. Se
preguntó por qué.
Mucho más abajo, un pedazo de pavimento lavado se había puesto negro de
nuevo; bajo la capa fina, blanca, de nieve nueva parecía resbaladizo como un trozo de
cristal. El guardián de un edificio cercano se apresuró a esparcir sal por encima antes
de que alguien resbalara y se lastimara por pisarlo sin darse cuenta.

Sigmund era el mito de Fenris encarnado. Después de que Render le hubiera


ordenado a la señora Hedges que los dejara pasar, la puerta se había abierto despacio
y de pronto alguien la había empujado y un par de ojos amarillos lo había mirado
fijamente. Los ojos estaban plantados sobre una cabeza de perro extrañamente
deforme.
Sigmund no tenía una frente baja de perro, esas frentes que se elevan despacio
desde el hocico; tenía el cráneo alto, incómodo, que hacía que los ojos parecieran
todavía más hundidos de lo que eran. Render tembló al mirar el tamaño y el aspecto
de esa cabeza. Los mutantes que había visto eran cachorritos. Sigmund ya había

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terminado de crecer y su pelo gris negruzco tendía a erizarse. Parecía más grande que
los perros normales de raza.
Miró a Render de una forma que no tenía nada que ver con la forma en que miran
los perros e hizo un ruido en la garganta que se parecía demasiado a «hola, doctor»
como para ser mera casualidad.
Render hizo un gesto con la cabeza y se levantó.
—Hola, Sigmund —saludó—. Adelante.
El perro miró en todas direcciones y olisqueó el aire de la habitación, como si
estuviera decidiendo si debía confiar la seguridad de la que cuidaba a esa habitación
desconocida. Después volvió a mirar a Render, bajó la cabeza como para asentir y
empujó la puerta. Tal vez todo el encuentro había durado un segundo, un segundo
muy desconcertante.
Eileen siguió a su perro, cogiendo apenas las dos correas del arnés. El animal
caminó sin hacer ruido sobre la alfombra mullida, la cabeza baja, como si estuviera
siguiendo una pista. No apartó los ojos de Render.
—Así que éste es Sigmund… ¿Cómo estás, Eileen? —dijo Render.
—Bien… Sí, él quería venir. Y yo quería que lo conocieras…
Render la condujo hasta una silla y la ayudó a sentarse. Ella soltó la correa del
arnés del perro y la colocó en el suelo. Sigmund se sentó a un costado y siguió
mirando a Render con los ojos fijos y muy abiertos.
—¿Cómo andan las cosas en el Psi del Estado?
—Como siempre… ¿Puedo pedirle un cigarrillo, doctor? Me olvidé los míos.
Él le puso uno entre los dedos y acercó el fuego. Ella llevaba un traje azul oscuro
y gafas azules, brillantes. El punto plateado en la frente reflejaba el brillo del
encendedor de Render. Ella miraba ese punto en el espacio y lo siguió mirando
después de que Render hubo apartado la mano. El cabello largo hasta los hombros
parecía un poco más claro que la noche en que se habían conocido; hoy tenía el color
de una moneda de cobre recién acuñada.
Render se sentó en un rincón del escritorio y acercó el cenicero que parecía el
planeta Tierra con la punta del pie.
—Me dijiste que ser ciega no significaba que no hubieras visto nunca. En ese
momento no te pedí que me lo explicaras. Pero ahora me gustaría saberlo.
—Tuve una sesión de neuroparticipación con el doctor Riscomb —dijo ella—
antes de su accidente. Él quería acomodar mi mente a las impresiones visuales. Por
desgracia, no hubo una segunda sesión.
—Entiendo. ¿Qué hicisteis esa primera vez?
Ella cruzó los tobillos y Render se fijó en que tenía las piernas muy bonitas.
—Colores sobre todo. La experiencia me pareció impresionante.
—¿Hasta qué punto recuerdas los colores? ¿Cuánto hace de esto?
—Unos seis meses… Nunca los olvidaré. Incluso sueño en esquemas de colores
desde ese día.

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—¿Con cuánta frecuencia?
—Varias veces por semana.
—¿Qué tipo de asociaciones hace con ellos?
—Nada en especial. Me viene a la mente junto con otros estímulos. Al azar.
—¿Cómo?
—Bueno, por ejemplo, cuando me haces una pregunta, yo veo una especie de
esquema amarillento. Nuestro saludo fue algo plateado. Ahora que estás sentado ahí
escuchándome, y no dices nada, lo asocio con un azul profundo, casi violeta.
Sigmund levantó la vista hasta el escritorio y miró fijamente el panel del costado.
¿Oye la grabadora dentro del panel?, se preguntó Render. Y si lo oye, ¿sabe lo
que es y qué está haciendo?
Si el perro lo oía, se lo diría a Eileen. Ella sin duda estaba enterada de esa práctica
ahora muy extendida, pero tal vez le molestaría que él la considerara un caso más y
no parte de un proceso mecánico de adaptación. Si Render hubiera creído que eso
mejoraría las cosas (sonrió interiormente ante la idea), habría hablado con el perro
aparte.
Se encogió de hombros mentalmente.
—Entonces, voy a construir un mundo elemental de fantasía —dijo finalmente—,
y empezaremos hoy con algunas formas.
Ella sonrió y Render miró al mito que estaba acostado a su lado, la lengua, un
filete entero, colgando sobre una cerca de postes blancos.
¿Él también sonríe?
—Gracias —dijo ella.
Sigmund movió la cola.
—Muy bien —suspiró Render—, entonces voy a buscar el huevo y voy a
controlarlo. Mientras tanto —y apretó un botón no muy visible—, un poco de música
tal vez nos ayude a relajarnos.
Ella empezó a decir algo pero en ese momento una de las oberturas de Wagner
apagó sus palabras. Render tocó el botón de nuevo y hubo un momento de silencio
durante el cual dijo:
—Ey, ey, creí que venía Respighi.
Le llevó dos golpes localizar un pasaje de flautas romanas.
—Podría haberlo dejado —hizo notar ella—. Me gusta mucho Wagner.
—No, gracias —dijo él mientras abría el armario—, me haría tropezar con todos
los estereotipos.
El gran huevo salió hacia la oficina, sin un sonido, como una nube. Render oyó
un gruñido suave a su lado al acercarse al escritorio. Se volvió con rapidez.
Como la sombra de un pájaro, Sigmund se había levantado, había cruzado la
habitación y rodeaba la máquina, oliéndola, la cola tiesa, las orejas bajas, mostrando
los dientes.

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—Tranquilo, Sig —dijo Render—. Es una unidad T y R Neural Omnicanal. No
muerde ni nada de eso. Es solamente una máquina, como un auto, una tele o un
lavaplatos. Es lo que vamos a usar hoy para mostrarle a Eileen el aspecto de algunas
cosas.
—No me gusta —gruñó el perro.
—¿Por qué?
Sigmund no tenía ninguna respuesta, así que caminó hasta Eileen y le puso la
cabeza en la falda.
—No me gusta —repitió, mirándola.
—¿Por qué?
—No palabras —decidió el perro—. ¿Vamos a casa ahora?
—No —le contestó ella—. Acuéstate en el rincón y duerme un rato. Yo voy a
acostarme dentro de esa máquina y dormir… o algo así.
—No bien —dijo el perro, la cola baja.
—Ve —insistió ella—. Acuéstate y pórtate bien.
Sigmund obedeció, pero gimió cuando Render cambió las ventanas a opaco y
pulsó el botón que transformaba su escritorio en el asiento del operador.
Volvió a gemir cuando el huevo, conectado ahora a la corriente, se quebró por la
mitad y la parte superior se deslizó hacia atrás para revelar el interior.
Render se sentó en su sitio. El asiento se convirtió en un diván y se movió a
medias hasta colocarse por debajo de la consola. Él se sentó bien erguido y entonces
el asiento volvió a su lugar, se transformó en silla. Tocó una parte del escritorio y la
mitad del techo se desprendió del resto, tomó otra forma y bajó hasta quedar
colgando sobre su cabeza como una enorme campana. Él se levantó y se movió a un
lado del ro-útero. Respighi hablaba de pinos y cosas por el estilo y Render sacó un
micrófono de debajo del huevo y volvió a inclinarse sobre el escritorio. Se bloqueó
un oído con el hombro y apretó el micrófono sobre el otro mientras jugaba con los
botones de su mano libre. Grandes olas silenciaron el poema tonal; el tránsito más
brutal lo dominó; una gran campana lo atravesó con amplias ondas de fractura y el
control de retorno dijo: «Ahora que está usted sentado ahí y no dice nada, lo asocio
con un azul profundo, casi violeta…».
Render pasó a la máscara del rostro y monitoreó, uno, canela; dos, hojas mojadas;
tres, aroma de reptil…, y luego abajo, la sed, y los gustos de la miel y el vinagre y la
sal y luego arriba de nuevo a través de lilas y cemento húmedo, un leve perfume de
ozono anterior a una tormenta y todas las claves olfativas y gustativas básicas para la
mañana, la tarde y la noche en la ciudad.
El diván flotaba normalmente en su charco de mercurio, estabilizado
magnéticamente por las paredes del huevo. Render colocó las cintas.
El ro-útero estaba en perfectas condiciones.
—Listo. Todo está en orden.

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Ella estaba colocando las gafas sobre la ropa doblada encima de la mesa. Se había
desnudado mientras Render controlaba la unidad. Él se sintió perturbado por esa
cintura estrecha, los senos grandes, de puntas oscuras, las largas piernas. Estaba
demasiado bien formada para ser una mujer de su altura, decidió.
Sin embargo, mientras la miraba se dio cuenta de que la mayor molestia provenía,
por supuesto, del hecho de que ella era su paciente.
—Listo —dijo ella y él se le acercó.
La tomó del hombro y la guió hasta la máquina. Los dedos de ella exploraron el
interior. Mientras él la ayudaba a entrar, la miró a los ojos y vio que eran de color
verde mar, un verde mar vivido. Y eso también le molestó.
—¿Cómoda?
—Sí.
—De acuerdo, entonces, estamos listos. Voy a cerrar ahora. Dulces sueños.
La parte superior del huevo se movió hacia abajo. Se cerró, se puso opaca,
después brillante. Render miraba su propio reflejo distorsionado.
Dio la vuelta para sentarse en su escritorio.
Sigmund estaba de pie otra vez, bloqueándole el camino.
Render bajó la mano para palmearle la cabeza, pero el perro se apartó, disgustado.
—Llévame con ella —gruñó.
—Lamento decirte que no es posible, viejo —dijo Render—. Además, no vamos
a ninguna parte en realidad. Vamos a dormir un rato aquí, es todo.
El perro no pareció tranquilizarse.
—¿Por qué?
Render suspiró. Una discusión con un perro era casi lo más ridículo que podía
imaginar cuando estaba sobrio.
—Sig —dijo—, estoy tratando de ayudarla a que aprenda el aspecto de las cosas,
cómo se ven. No hay duda que tú haces un buen trabajo llevándola por todos lados en
este mundo donde no puede ver…, pero ahora ella necesita saber cómo es el mundo,
y yo se lo voy a mostrar.
—Entonces, ella, no, necesita, mí.
—Claro que sí. —Render se rió. En esa escena lo patético estaba tan unido a lo
absurdo que no pudo evitarlo—. No puedo devolverle la vista —explicó—. Voy a
transferirle abstracciones de la vista…, como si le prestara los ojos durante un rato,
¿entiendes?
—No —dijo el perro—. Dale los míos.
Render apagó la música.
La relación mutante-amo puede llenar seis volúmenes escritos en alemán,
decidió.
Señaló el rincón más alejado.
—Acuéstate ahí, como dijo Eileen. No tardaremos mucho y cuando termine,
saldréis de aquí como entrasteis…, tú irás delante. ¿De acuerdo?

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Sigmund no contestó, pero se volvió al rincón con la cola baja de nuevo.
Render se sentó y bajó la tapa: la versión del ro-útero modificada para el
operador. Estaba solo frente a los noventa botones blancos y los dos botones rojos. El
mundo terminaba en negrura al otro lado de la consola. Se abrió el cuello de la
camisa, se aflojó la corbata.
Sacó el casco del receptáculo y controló las conexiones. Se lo puso, bajó la media
máscara sobre la cara y dejó caer la sábana oscura al otro lado. Apoyó el brazo
derecho en el cabestrillo y con un sólo gesto eliminó la conciencia de su paciente.
Un Hacedor de Formas no presiona los botones blancos conscientemente. Desea
condiciones. Después reflejos musculares implantados con mucha profundidad
ejercen una presión casi imperceptible contra el cabestrillo sensible, que gira a la
posición correcta y alienta a un dedo extendido a moverse hacia delante. Se presiona
un botón. El cabestrillo sigue moviéndose.
Render sintió una cosquilla en la base del cráneo; olió hierba fresca recién
cortada.
De pronto se estaba moviendo hacia arriba por el gran pasillo gris entre los
mundos.
Después de lo que le pareció un tiempo muy largo, sintió que estaba de pie sobre
una tierra extraña. No veía nada, lo que le informaba que había llegado era solamente
un sentido de presencia. Era la oscuridad de las noches negras que él nunca había
conocido.
Deseó que la oscuridad se dispersara. No pasó nada.
Una parte de su mente se despertó de nuevo, una parte que no se había dado
cuenta de que estaba durmiendo. Recordó de quién era el mundo que estaba ahí
adelante.
Escuchó la presencia de ella. Oyó miedo y nervios de anticipación.
Deseó color. Primero, rojo…
Sintió una correspondencia. Después, un eco.
Todo se volvió rojo. Habitaba el centro de un rubí infinito.
Anaranjado. Amarillo…
Estaba atrapado en un pedazo de ámbar.
Verde ahora, y agregó las exhalaciones de un mar sofocante. Azul, y la frescura
de la noche.
Extendió la mente entonces y produjo todos los colores al mismo tiempo.
Acudieron en plumas grandes, giratorias.
En algún lugar, un sentimiento de asombro, miedo, respeto. No había ningún
rasgo de histeria, así que él siguió adelante con la Formación.
Logró crear un horizonte, y la negrura desapareció tras él. El cielo cobró un leve
tinte azul y él se aventuró con un rebaño de nubes oscuras. Encontraba resistencia a
sus esfuerzos de crear distancia y profundidad, así que reforzó la escena con un leve
batir de olas. Entonces llegó lentamente la transferencia de un concepto auditivo de

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distancia y él empujó las nubes a los costados. Rápidamente, dibujó una selva alta
para contrarrestar una onda de acrofobia.
El pánico desapareció.
Render centró su atención en los árboles altos —robles y pinos, sicamoros y
álamos blancos—. Los clavó como espadas, en grupos de verdes y castaños y
amarillos, desenrolló una manta espesa de hierba húmeda y matinal, dejó caer una
serie de grandes piedras grises y de troncos verdosos a intervalos irregulares, enredó
y entretejió las ramas arriba, que proyectaron una sombra uniforme sobre el valle.
El efecto fue sorprendente. Parecía como si todo el mundo estuviera sacudido por
un sollozo. Después, silencio.
A través de la quietud, Render sintió la presencia de Eileen. Había decidido que
era mejor trazar el fondo con rapidez, establecer un cuartel general tangible, preparar
un campo de operaciones. Después podía retroceder, reparar y arreglar el trauma en
las sesiones posteriores, pero lo primero que necesitaba, como mínimo, era un
comienzo.
Con un salto de sorpresa, se dio cuenta de que el silencio no era un retroceso.
Eileen se había hecho inmanente a los árboles y el césped, las piedras y los arbustos;
estaba personalizando las formas, relacionándolas con las sensaciones táctiles, los
sonidos, las temperaturas, los aromas.
Con una brisa suave, movió las ramas de los árboles. Justo detrás de las fronteras
de su visión, trabajó con los sonidos de un arroyo que circulaba rápidamente.
Hubo un sentimiento de alegría. Él lo compartió.
Eileen lo estaba soportando bien, pero que muy bien, así que Render decidió
ampliar el alcance del ejercicio. Dejó que su mente paseara entre los árboles y
experimentó una sensación momentánea de visión doble durante la cual percibió una
mano enorme que cabalgaba en un carruaje de aluminio hacia un círculo blanco.
Ahora estaba junto al arroyo y la buscaba, con cuidado.
Se dejó arrastrar en el agua. Todavía no había tomado una forma. Las ondas se
transformaron en una corriente cuando empujó el arroyo sobre aguas superficiales y
grandes rocas. Insistió y las aguas se articularon más.
—¿Dónde estás? —preguntó el arroyo.
¡Aquí! ¡Aquí!
¡Aquí!
…, ¡y aquí!, replicaron los árboles, los arbustos, las piedras, la hierba.
—Elige una cosa —dijo el arroyo mientras se ensanchaba, rodeaba una masa de
rocas y después doblaba hacia una ladera y una laguna azul.
No puedo, le respondió el viento.
—Tienes que hacerlo. —El arroyo se ensanchó y se derramó en la laguna, giró en
la superficie, después se tranquilizó y reflejó ramas y nubes negras—. ¡Ahora!
De acuerdo, repitió el eco del bosque, en seguida.
La niebla se levantó sobre el lago y giró hacia la orilla de la laguna.

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—Ahora —tintinearon las gotitas.
Aquí está, entonces…
Ella había elegido un pequeño sauce. Se agitaba en el viento, mojaba sus ramas
en el agua.
—Eileen Shallot —dijo él—. Mira el lago.
Las brisas cambiaron; el sauce se inclinó.

No le resultó difícil recordar esa cara, ese cuerpo, El árbol giró como si no tuviera
raíces. Eileen estaba de pie en medio de una explosión silenciosa de hojas; miraba
con los ojos abiertos, asustados, el espejo azul profundo de la mente de Render: el
lago.
Se cubrió la cara con las manos, pero no podía dejar de ver.
—Contémplate —dijo Render.
Ella bajó las manos y espió hacia abajo. Después miró en todas direcciones,
lentamente. Se estudió.
—Me parezco bastante bonita —dijo—. ¿Me siento así porque quieres que lo
sienta, o es verdad?
Miraba hacia todos lados mientras hablaba, intentando encontrar al Hacedor.
—Es verdad —dijo Render, desde todos lados.
—Gracias.
Hubo un remolino blanco y ella tenía puesto un vestido damasquino con cinturón.
La luz de la lejanía brilló casi imperceptiblemente. Un leve toque de rosado empezó a
pintarse en la base del banco de nubes más bajo.
—¿Qué está pasando allá? —preguntó ella, mirando en esa dirección.
—Voy a mostrarte un amanecer —dijo Render—; probablemente me quedará un
poco borroso, pero claro, es mi primer amanecer profesional en estas circunstancias.
—¿Dónde estás? —preguntó ella.
—En todas partes —replicó él.
—Por favor, toma una forma para que pueda verte.
—De acuerdo.
—Tu forma natural.
Él deseó estar junto a ella, en la orilla, y ahí estuvo.
Asustado por un reflejo metálico, miró hacia abajo. El mundo retrocedió un
instante, después se estabilizó de nuevo. Él rió y la risa se le congeló cuando se dio
cuenta de una cosa.
Llevaba puesta la armadura que había visto junto a la mesa en La Perdiz y el
Escalpelo la noche en que se conocieron.
Ella extendió la mano y la tocó.
—La armadura de la mesa —reconoció, pasando la punta de los dedos sobre las
placas y las uniones—. La asocié contigo esa noche.

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—… Y ahora me has metido dentro —comentó él—. Tienes una voluntad muy
fuerte.
La armadura se desvaneció y él tenía puesto el traje castaño grisáceo, una corbata
suelta y roja como la sangre y una expresión profesional.
—Contempla mi ser real —sonrió él, una sonrisa leve—. Ahora, el amanecer. Voy
a usar todos los colores. ¡Observa!
Se sentaron sobre el banco verde del parque que había aparecido detrás y Render
señaló en la dirección que había elegido como éste.
Lentamente, el sol desarrolló sus actitudes de la mañana. Por primera vez en ese
mundo, brilló como un dios y se reflejó en el lago y quebró las nubes y calentó la
tierra bajo la neblina que se levantaba de los troncos húmedos.
Mirando, mirando con toda su atención, mirando directamente a esa hoguera que
ascendía, Eileen se quedó quieta mucho rato, muda. Render sentía la fascinación en
ella.
Estaba mirando la fuente de toda luz y la fuente de luz se reflejaba en la moneda
brillante que había en su frente como una sola gota de sangre.
—Eso es el sol, y eso son las nubes —dijo Render. Dio una palmada y las nubes
cubrieron el sol y se desencadenó un suave rugido sobre las cabezas de los dos—, y
eso es un trueno —terminó.
Entonces cayó la lluvia, sacudió el lago y les golpeó la cara, sonó con notas
agudas sobre las hojas y después notas suaves, opacas cuando cayó desde las ramas,
más arriba, empapándoles la ropa y aplastándoles el cabello, corriéndoles sobre el
cuello y en los ojos, convirtiendo en barro las zonas de tierra castaña.
Un rayo quebró el cielo y un segundo después rugió el trueno.
—… Esto es una tormenta de verano —explicó él como en una conferencia—.
Mira cómo la lluvia afecta el follaje y cómo nos afecta a nosotros. Lo que has visto
en el cielo antes del trueno era un relámpago…
—Demasiado —suspiró ella—. Por favor, detenlo un segundo.
La lluvia desapareció instantáneamente y el sol abrió las nubes.
—Siento la imperiosa necesidad de fumarme un cigarrillo —dijo ella—, pero me
dejé los míos en otro mundo.
Apenas lo dijo, apareció uno encendido entre sus dedos.
—No creo que tenga demasiado gusto —dijo Render, extrañado.
La miró por un momento y después comentó:
—Yo no te di ese cigarrillo. Tú lo cogiste de mi mente.
El humo salía despacio elevándose hacia el cielo y desaparecía.
—…, y eso significa que, por segunda vez hoy, subestimé la fuerza de ese vacío
que hay en tu mente…, en el lugar en que debería estar la vista. Estás asimilando
estas nuevas impresiones con mucha rapidez. Incluso buscas otras nuevas. Ten
cuidado. Trata de dominar ese impulso.
—Es como un hambre —dijo ella.

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—Tal vez será mejor que terminemos ahora esta sesión.
Tenían la ropa seca otra vez. En algún lugar cantó un pájaro.
—¡No, espera! ¡Por favor! Tendré mucho cuidado. Quiero ver más.
—Siempre queda la próxima sesión —dijo Render—. Pero supongo que podemos
arreglar una cosa más. ¿Hay algo que tengas muchos deseos de ver?
—Sí. El invierno. La nieve.
—De acuerdo —sonrió el Hacedor—. Entonces, envuélvete en esta piel…

Después de que su paciente se marchara, la tarde pasó con rapidez. Render estaba
de buen humor. Se sentía vaciado y vuelto a llenar. Había pasado por el primer
encuentro sin daño alguno. Decidió que iba a tener éxito. Su satisfacción era más
poderosa que su miedo. Y con esta sensación de buen ánimo y alegría volvió a la
conferencia.
—¿Y qué es el poder para lastimar, para hacer daño? —dijo al micrófono.
—Vivirnos por el placer y por el dolor —se contestó a sí mismo—. Ambas
sensaciones pueden frustrar o alentar. Pero aunque el placer y el dolor tienen sus
raíces en la biología, están condicionados por la sociedad; por lo tanto son valores
que debemos obtener. A raíz de las masas enormes de humanidad, que cambian de
posición en el espacio todos los días en todas las ciudades del mundo, ha sido
necesario crear una serie de controles totalmente inhumanos sobre esos movimientos.
Todos los días esos controles se deslizan hacia nuevas áreas, conducen nuestros
autos, pilotan nuestros aviones, nos intervienen, diagnostican nuestras enfermedades,
y no pienso siquiera aventurar un juicio moral sobre esas intrusiones. Se han vuelto
necesarias. En un análisis último, tal vez hasta resulten saludables.
»Lo que sí quiero considerar es que muchas veces no somos conscientes de
nuestros propios valores. No podemos decir honestamente lo que significa algo para
nosotros hasta que lo aislamos de nuestra situación vital. Si un objeto de valor deja de
existir, se liberan las energías psíquicas que estaban unidas a él. Buscamos nuevos
objetos de valor en qué invertirlas, maná, si se puede decir así, o libido, si se prefiere.
Y ninguna de las cosas que se desvanecieron en las últimas tres, cuatro o cinco
décadas era, en sí misma, significativa, y nada nuevo que haya aparecido durante ese
tiempo es masivamente malévolo para la gente que ha reemplazado o la gente que de
alguna forma controla. Pero una sociedad está formada por muchas cosas, y cuando
esas cosas cambian demasiado rápidamente, el resultado es impredecible. Un estudio
intensivo de las enfermedades mentales es bastante revelador en cuanto a la
naturaleza de las presiones que existen en la sociedad que produce esas
enfermedades. Si los esquemas de ansiedad coinciden en grupos y clases especiales,
entonces se puede aprender algo sobre el descontento, la disconformidad de la
sociedad a través de esos grupos y clases. Carl Jung señalaba que cuando la búsqueda
de valores de conciencia se frustra repetidas veces, la conciencia se vuelca al

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inconsciente para seguir buscando, y si fracasa allá también, sigue hacia el hipotético
inconsciente colectivo. En los análisis de la posguerra practicados a exnazis, Jung
señaló que cuanto más buscaban sus pacientes algo que salvar de las ruinas de sus
vidas (habían vivido en un período de iconoclasia clásica y después habían visto sus
nuevos ideales pisoteados otra vez), cuanto más buscaban, tanto más atrás tenían que
llegar en el inconsciente colectivo de su pueblo. Sus mismos sueños seguían
esquemas que provenían de los mitos teutónicos.
»De una forma mucho menos dramática, eso mismo es lo que está sucediendo en
la actualidad. Hay períodos históricos en los que la tendencia grupal a dejar que la
mente se vuelque hacia dentro, hacia atrás, es mayor que en otros. Esto sucede porque
el poder para lastimar en nuestro tiempo, es el poder para ignorar, para frustrar…, y
ya no se trata de un poder que pertenezca solamente a los seres humanos…
Un timbre lo interrumpió. Apagó la grabadora y tomó el receptor de la caja del
teléfono.
—Charles Render al habla —dijo.
—Soy Paul Charter —balbuceó la caja—. El rector de Dilling.
—¿Sí?
La imagen se aclaró. Render vio un hombre con los ojos muy juntos bajo una
frente amplia. Esa frente estaba llena de arrugas; la boca torcida mientras hablaba.
—Bueno, quiero disculparme por lo que pasó. Fue un equipo defectuoso y…
—¿No puede proveer a sus alumnos de instalaciones en buen estado? Sus cuotas
son bien altas…
—Era un equipo nuevo. Fue un defecto de fábrica…
—¿No había nadie a cargo de la clase?
—Sí, pero…
—¿Y por qué no revisó el equipo? ¿Por qué no estaba ahí para impedir la caída?
—Estaba ahí, pero todo pasó demasiado rápido y no pudo hacer nada. En cuanto a
revisar el equipo, no es su trabajo. Lo lamento mucho. Realmente me gusta su
muchacho. Le puedo asegurar que no se repetirá.
—Claro que no. Porque mañana mismo iré a buscarlo para matricularlo en una
escuela que sepa lo que es una medida de precaución operativa.
Render cortó la conversación chasqueando los dedos.
Transcurrieron varios minutos. Se levantó y cruzó la habitación hacia la pequeña
caja fuerte, parcial pero no totalmente escondida detrás de un estante de libros en la
pared. Le llevó apenas un momento abrirla y sacar una caja de joyas con un collar
barato y una fotografía enmarcada de un hombre que se parecía a él, aunque era algo
más joven, y una mujer con el cabello negro, el mentón pequeño y dos niños detrás,
la pequeña con el bebé en brazos y una sonrisa falsa hacia la cámara. Render siempre
miraba la fotografía unos pocos minutos en esas ocasiones, jugaba con el collar y
después cerraba la caja y la dejaba allí durante varios meses.

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¡Tump! ¡Tump!, decía el bajo. Trug, trug, trug, los tambores.
Las gelatinas arrojaban rojos, verdes, azules y amarillos inconcebibles en medio
de los increíbles bailarines de metal.
¿HUMANOS?, preguntaba la marquesina.
¿ROBOTS? (inmediatamente debajo).
¡VENGA A VERLO CON SU PROPIOS OJOS! (al fondo, críptico).
Así que fueron.
Render y Jill estaban sentados a una mesa microscópica, apoyados contra la
pared, muy agradecidos de poder hacerlo. Por encima, se veían caricaturas al carbón
de personalidades bastante desconocidas (había tantas personalidades en las
subculturas de una ciudad con 14 millones de habitantes). Con la nariz un poco
arrugada en una mueca de placer, Jill miraba el punto central del espectáculo de esa
subcultura en particular y de vez en cuando alzaba los hombros hasta las orejas para
agregar énfasis a una risa silenciosa o un pequeño chillido porque los actores eran
demasiado humanos: la forma en que el robot de ébano pasaba los dedos sobre el
brazo del robot plateado cuando se separaban y giraban…
Render alternaba su atención entre Jill, los bailarines y una bebida de aspecto
malévolo que se parecía sobre todo a un pequeño balde de whisky salpicado de algas
(a través de las cuales podía aparecer un monstruo en cualquier momento y llevarse
un barco a su perdición).
—¡Charlie, creo que son personas, personas verdaderas!
Render dejó de mirar el cabello de ella y los aros que saltaban de un lado a otro.
En efecto, podía haber seres humanos dentro de esas armaduras. Si eran seres
humanos, la danza expresaba una habilidad extrema. Aunque no era ningún problema
fabricar aleaciones que fueran suficientemente livianas, debía de ser difícil para un
bailarín saltar con tanta libertad…, y durante tanto tiempo y con esa aparente
facilidad…, dentro de una armadura que lo cubría de pies a cabeza sin siquiera un
crac, un crujido.
Sin ruido.
Se deslizaban como dos gaviotas, la más grande, del color de la antracita pulida y
la otra, como un rayo de luna que cae a través de una ventana sobre un maniquí
envuelto en seda.
Ni siquiera producían ruido cuando se tocaban…, o si lo hacían, estaba totalmente
acallado por los ritmos de la banda.
¡Tump, tump! ¡Truc, truc!
Render tomó otro trago.
Lentamente, el baile se convirtió en una danza apache. Demasiado largo para
bailarines normales, decidió él. Debían de ser robots. Cuando volvió a mirar, el robot
negro arrojó a la plateada unos tres metros más allá y le dio la espalda.

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No se oyó el metal que golpeaba.
Me pregunto por cuánto saldrá una cosa como ésa.
—¡Charlie! ¡No han hecho ruido! ¿Cómo lo consiguen?
—¿Ah, sí? —preguntó Render.
Las gelatinas eran amarillas de nuevo, después rojas, después azules, después
verdes.
—Uno pensaría que eso perjudica los mecanismos, ¿verdad?
La robot blanca se arrastró de nuevo y el negro retorció la muñeca una y otra vez
con un cigarrillo encendido entre los dedos. Hubo una risita cuando se lo puso
mecánicamente en la cara sin labios, sin rostro. La robot plateada lo enfrentó. El otro
se volvió, dejó caer el cigarrillo, lo buscó en el suelo, sin ruido, después de pronto,
giró de nuevo hacia su compañera. ¿La arrojaría de nuevo? No…
Despacio, como los pájaros zancudos del Este, volvieron a empezar el
movimiento, despacio, con muchas vueltas…
Algo muy profundo en el interior de Render se divertía, pero estaba demasiado
lejos para preguntarse qué le parecía gracioso. Así que se puso a buscar al monstruo
que había en el fondo de su vaso.
Jill le aferraba el bíceps y le llamaba la atención para que volviera a mirar la pista.
Mientras la luz torturaba el espectro, el robot negro levantó a la plateada sobre su
cabeza, despacio, despacio, y empezó a girar con ella en esta posición…, con los
brazos extendidos, las piernas en tijera…, muy despacio primero. Después más
rápido.
De pronto giraban ya con una velocidad increíble y las luces rotaban más y más
rápido.
Render meneó la cabeza para aclarar sus sentidos.
Se movían tan rápido que tenían que caerse, fueran humanos o robots. Pero no se
caían. Eran un mandala. Eran una uniformidad gris, una forma gris. Render apartó la
vista.
Después disminuyeron la velocidad. Menos. Menos. Y se detuvieron.
La música cesó.
Oscuridad. El aplauso la llenó.
Cuando volvieron a encenderse las luces, los dos robots estaban allí, como dos
estatuas, mirando al público. Muy pero muy despacio, se inclinaron.
El aplauso aumentó.
Después, se volvieron y se marcharon.
Luego, sonó la música otra vez y se encendieron las luces. Se elevó un murmullo
de voces. Render se tragó el monstruo.
—¿Qué te ha parecido? —le preguntó ella.
Render puso cara seria y dijo:
—¿Soy un hombre que sueña que es un robot o un robot que sueña que es un
hombre? —Sonrió y después agregó—: No lo sé.

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Ella le golpeó el hombro con alegría y él se dio cuenta de que estaba borracha.
—No —protestó ella—. Por lo menos, no mucho. No tanto como tú.
—De todos modos, creo que deberías ver a un médico. A mí, por ejemplo. Ahora
mismo. Salgamos de aquí, vamos a dar una vuelta.
—Todavía no, Charlie. Quiero verlos de nuevo, ¿eh? Por favor.
—Si me tomo otra copa, creo que no voy a poder ver tan lejos.
—Entonces pide una taza de café.
—¡Ajj!
—Pues una cerveza.
—Prefiero no tomar nada.
Ahora había gente en la pista de baile, pero los pies de Render parecían de plomo.
Encendió un cigarrillo.
—¿Así que hoy has hablado con un animal?
—Sí. Hubo algo muy desconcertante en eso…
—¿Y era bonita?
—Era un perro, no una perra. Y te aseguro que era más feo que Picio.
—Tonto, me refiero a la dueña.
—Sabes que no discuto mis casos, Jill.
—Me contaste que era ciega y me contaste lo del perro. Lo único que quiero
saber es si es bonita.
—Bueno…, sí y no. —Render la palmeó un poco bajo la mesa e hizo un gesto
vago—. Bueno, ya sabes…
—Otro de éstos —le dijo ella al camarero que había aparecido de pronto como si
hubiera emergido de una laguna de oscuridad, y que ahora asintió y desapareció con
la misma rapidez.
—Ahí mueren mis buenas intenciones —suspiró Render—. Piensa si te gustaría
que te analizara un tonto borracho.
—Te pondrás sobrio en seguida, siempre lo haces. El juramento de Hipócrates y
todo eso…
Él emitió un ruido nasal y miró el reloj.
—Tengo que estar en Connecticut mañana. Voy a sacar a Pete de ese maldito
colegio…
Ella suspiró, cansada del tema.
—Creo que te preocupas demasiado por él. Cualquier chico puede dislocarse el
tobillo. Forma parte del crecimiento. Yo me rompí la muñeca a los siete años. Fue un
accidente. No es culpa de la escuela. Esas cosas pasan.
—No estoy de acuerdo, mierda —dijo Render, aceptando la copa oscura de la
bandeja oscura que le tendía el camarero—. Si no saben hacer un buen trabajo,
encontraré otros que lo hagan.
Ella se encogió de hombros.

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—Tú mandas. Yo digo lo que leo en los periódicos. ¿Y todavía quieres ir a Davos
aunque sabes que la clientela es mucho más selecta en St. Moritz?
—Vamos a esquiar, ¿recuerdas? Las pistas de Davos me gustan más.
—Parece que no doy una esta noche, ¿no es cierto?
Él le apretó la mano.
—Siempre aciertas conmigo, mi amor.
Y se tomaron las bebidas y fumaron los cigarrillos y se cogieron de la mano hasta
que la gente dejó la pista y volvió a las mesas microscópicas y las luces giraron una y
otra vez, tiñendo las nubes de humo del infierno hasta convertirlas en un amanecer y
después otra vez en infierno y el bajo hizo ¡tump!
¡Truc!
—Ah, Charlie. Ahí están otra vez.
El cielo estaba claro como un cristal. Las carreteras estaban libres. Ya no nevaba.
La respiración de Jill era la de alguien que duerme. El S-7 se arqueaba
atravesando los puentes de la ciudad. Si Render se quedaba sentado muy quieto podía
convencerse a sí mismo de que solamente su cuerpo estaba borracho, pero cada vez
que movía la cabeza, el universo empezaba a bailar a su alrededor. Y mientras lo
hacía se imaginó a sí mismo dentro de un sueño, como Hacedor de todo ello.
Por un instante, fue verdad. Hizo girar el gran reloj del cielo hacia atrás,
sonriendo mientras dormitaba. Otro instante y estaba despierto de nuevo y ya no
sonreía.
El universo se había vengado por su presunción. Por un solo momento de
reencuentro con esa sensación de apertura, de indefensión que él había amado hasta
la locura, sin poder defenderse, le había cobrado el precio de la visión en el fondo del
lago y él se había movido una vez más hacia el naufragio en el fondo del mundo —
como un nadador, tan incapaz de hablar como los nadadores— y había oído, desde
algún lugar muy por encima de la Tierra, y a través del filtro de las aguas que cubrían
la Tierra, el aullido del Lobo de Fenris cuando está a punto de devorar la luna; y
cuando lo oyó, supo que el sonido era tan parecido a las trompetas del Apocalipsis
como distinta de la luna era la dama que tenía a su lado. En todos los sentidos. Cada
fragmento, cada parte. Y tuvo miedo.

«Lo simple, lo directo, lo contundente. Eso es la catedral de Winchester —decía


el libro guía—. Con sus ejes de columnas que van del techo al suelo como grandes
troncos de árbol, logra un control brutal sobre sus espacios; los techos son planos;
cada vano, separado por esos ejes, es en sí mismo estabilidad y certidumbre. En
realidad, parece reflejar algo del espíritu de Guillermo el Conquistador. Su desdén

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hacia la mera elaboración y su dedicación apasionada al amor de otro mundo podrían
convertirla en un escenario apropiado para algún cuento de Mallory…
Observad los capitales festoneados —proseguía la guía—. En su primitiva forma
acanalada anticipan lo que fue después un motivo común…».
—¡Bah! —dijo Render, pero lo dijo en voz baja porque estaba en medio de un
grupo dentro de una iglesia.
—¡Shhh! —dijo Jill (Fotlock era su nombre verdadero) DeVille.
Pero Render estaba impresionado y también perturbado.
Odiar la afición de Jill, sin embargo, se había transformado en un reflejo para él,
hasta el punto de que hubiera preferido someterse a una tortura china antes que
reconocer que a veces disfrutaba de las caminatas a través de las arcadas y las
galerías, los pasajes y los túneles y que hasta le gustaba quedarse sin aliento trepando
las altas y torcidas escaleras de las torres.
Así que pasó los ojos por encima de todo, quemó todo cerrándolos, después
construyó el lugar de nuevo a partir de los rescoldos del recuerdo para poder repetirlo
más adelante y ofrecer la visión a una de sus pacientes que solamente podía ver de
esa manera. Ese edificio le había disgustado más que la mayoría de los edificios. Sí,
se lo llevaría a ella.
La cámara de su mente fotografió cuanto lo rodeaba mientras él caminaba con los
demás, el abrigo colgado del brazo, los dedos ansiosos por buscar un cigarrillo. Se
mantuvo ocupado tratando de no prestar atención a la guía, y dándose cuenta de que
ése era el nadir de todas las formas humanas de protesta. Mientras caminaba a través
de Winchester, pensó en sus dos últimas sesiones con Eileen Shallot. Recordó la
actitud adánica casi no deseada que había tenido mientras nombraba a los animales
que pasaban frente a ella, encabezados por supuesto por el animal que ella había
deseado ver con más ansias, un animal lleno de miedo por su propia incomodidad.
Render se había sentido bucólico después de revisar un viejo texto de botánica y
formar y nombrar las flores de los campos.
Por ahora no se habían acercado a las ciudades ni a las máquinas. Las emociones
de Eileen eran todavía demasiado poderosas frente a los objetos simples,
cuidadosamente presentados, como para arriesgarse a hundirla en una selva tan
caótica y complicada. Tendría que construir la ciudad poco a poco.
Algo pasó rápidamente, allá arriba, por encima de la catedral, con una especie de
explosión poderosa. Render cogió la mano de Jill durante un momento y sonrió
cuando ella lo miró. Sabiendo que estaba muy cerca de la belleza, Jill se preocupaba
mucho por alcanzarla. Pero hoy tenía el cabello recogido hacia atrás con simpleza y
los labios y los ojos pálidos y las orejas al aire, pequeñas y blancas y algo
puntiagudas.
—Observad los capiteles festoneados —susurró él—. En su primitiva forma
acanalada anticipan lo que fue después un motivo común.
—¡Bah! —bufó ella.

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—¡Shhh! —dijo una mujercita quemada por el sol, cuya cara parecía quebrarse y
volverse a unir cuando abría y cerraba los labios.
Después, cuando caminaban despacio, juntos, hacia el hotel, Render dijo:
—¿Suficiente de Winchester?
—Suficiente de Winchester.
—¿Contenta?
—Contenta.
—Bien, entonces podemos irnos esta tarde.
—De acuerdo.
—A Suiza…
Ella se detuvo y jugó con un botón de la chaqueta de él.
—¿No podríamos primero pasar un par de días en algún castillo antiguo? Después
de todo, sólo tendríamos que cruzar el Canal, y tú podrías probar todos los vinos
mientras yo…
—De acuerdo —accedió él.
Ella lo miró, un poco sorprendida.
—¿Qué? ¿No vas a discutir? —sonrió—. ¿Dónde está tu espíritu de
contradicción? ¿Cómo dejas que te arrastre de esta manera?
Lo tomó del brazo y caminaron mientras él decía:
—Ayer, mientras galopábamos por las ruinas de ese viejo castillo, oí un quejido
débil y después una voz que decía: «¡Por el amor de Dios, Montresor!». Pensé que
era mi espíritu de contradicción, porque estoy seguro de que era mi voz. Ya me he
dado por vencido der geist der stets vermeint. Pax vobiscum! Vayámonos a Francia.
Alors!
—Querido Render, serán solamente un par de días…
—Amen —dijo él—, aunque mis esquís ya estaban engrasados y ahora se están
secando de nuevo…
Así que eso hicieron y en la mañana del tercer día, cuando ella le habló de
castillos en España, él reflexionó en voz alta que los psicólogos beben y se enfadan,
pero es bien sabido que los psiquiatras beben, se enfadan y rompen cosas.
Interpretando eso como una amenaza velada hacia los Wedgwoods que había
comprado, ella estuvo de acuerdo en seguirlo a una pista de esquí.

¡Libre! Render casi lo gritaba.


Le latía el corazón en la cabeza. Cortó hacia la izquierda. El viento le golpeó la
cara, una lluvia de cristales de hielo, como balas de energía disparadas por él, que le
rozaban las mejillas.
Se estaba moviendo. Sí…, el mundo había terminado en Weissflujoch y Dorftali
lo conducía hacia abajo, lo apartaba de ese portal.

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Sus pies eran dos arroyos brillantes que corrían por las laderas curvadas; no se
congelarían jamás en su curso. Abajo, abajo. Flotaba. Alejándose de todas las
habitaciones del mundo. Alejándose de la terrible falta de intensidad, de los
bienestares cotidianos alimentados con la cuchara en la boca, del ritmo atroz de las
diversiones forzadas que atacaban a cuchillazos a la Hidra, el ocio; alejándose,
alejándose.
Y mientras volaba pista abajo experimentó el intenso deseo de mirar por encima
de su hombro, como para asegurarse de que el mundo que había dejado atrás y arriba
no se había corporizado en una sombra terrible para perseguirlo, para darle caza y
arrastrarlo de vuelta a un ataúd tibio y bien iluminado en el cielo, y dejarlo descansar
allí con una espina de aluminio clavada en su voluntad y una guirnalda de corriente
alterna suavizando su energía.
—Te odio —jadeó entre los dientes apretados y el viento llevó hacia atrás las
palabras; y entonces él rió porque siempre había analizado sus emociones, por reflejo;
y agregó—: Exit Orestes, loco, perseguido por las Erinias…
Al cabo de un rato, la ladera se niveló y él llegó al fondo de la pista y tuvo que
detenerse.
Se fumó un cigarrillo y volvió a la cumbre para poder bajar de nuevo por razones
no terapéuticas.
Esa noche se sentó frente al fuego en el gran vestíbulo a sentir cómo el calor le
iba inundando los músculos agotados. Jill le masajeaba los hombros mientras él
jugaba al test de Rorschach con las llamas. Encontró una copa en llamas que le
arrancaron de los ojos justo en el mismo instante en que se oía el sonido de su
nombre en algún lugar del vestíbulo de las Nueve Chimeneas.
—¡Charles Render! —anunció la voz (pero sonaba más bien algo así como
«Sharlz Runder») y la cabeza de Render giró instantáneamente en esa dirección, pero
sus ojos estaban demasiado inundados de los reflejos de las llamas como para poder
aislar la fuente de la llamada.
—¿Maurice? —balbuceó después de un momento—. ¿Bartelmetz?
—Sí —llegó la respuesta y entonces Render vio la cara grisácea y familiar,
colocada sin cuello, casi calva ya, sobre el suéter rojo y azul, un suéter viejo que
alguien había estirado sin misericordia sobre la redondez de tonel del hombre que
ahora se acercaba en dirección a ellos, evitando con habilidad los palos y los esquís
apoyados y a la gente que, como Jill y Render, había desdeñado la comodidad de las
sillas.
Render se puso de pie, se estiró, y le dio la mano cuando lo tuvo cerca.
—Estás más gordo —observó Render—. Eso no es saludable.
—No me hagas reír. Todo músculo. ¿Cómo te va, en qué andas? —Bartelmetz
miró a Jill y ella le sonrió desde abajo.
—Te presento a la señorita DeVille —dijo Render.
—Jill —dijo ella.

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Él se inclinó un poco y finalmente soltó la mano dolorida de Render.
—Es el profesor Maurice Bartelmetz, de Viena —terminó Render—, un discípulo
oscurecido de todas las formas del pesimismo dialéctico, y un pionero muy
distinguido de la neuroparticipación, aunque uno nunca lo creería al verlo. Tuve la
gran fortuna de ser su alumno durante un año.
Bartelmetz asintió y aceptó el cumplido. Miró la Shnappsflasche que Render sacó
de una bolsita de plástico y tomó la taza plegable que su exalumno le llenó hasta el
tope.
—Ah, todavía eres buen médico —suspiró—. Diagnosticaste el caso con sólo
verlo y prescribiste lo correcto. ¡Nozdrovia!
—Siete años en un trago —brindó Render, y volvió a llenar los vasos.
—Entonces nos lo tomaremos para hacer el tiempo más maleable.
Se sentaron en el suelo y el fuego rugió en la gran chimenea de ladrillos mientras
los grandes troncos se convertían en ramas, palitos, hojas, anillo por anillo, año tras
año.
Render volvió a alimentar el fuego.
—Leí tu último libro —dijo Bartelmetz finalmente, en tono leve—. Hace unos
cuatro años.
Sí, Render calculaba que ése era el momento en que había salido.
—¿Estás haciendo investigación?
Render movió un palo en el fuego, distraído.
—Sí —contestó—, una especie de investigación.
Miró a Jill, que estaba dormitando con la mejilla contra el brazo del gran sillón de
cuero donde había apoyado su bolsa de emergencia, los planos de la cara convertidos
en rojo y sombras en movimiento.
—Descubrí un sujeto realmente inusual y empecé con un trabajito que después
pienso presentar en algún congreso.
—¿Inusual? ¿En qué sentido?
—Ciega de nacimiento, en primer lugar.
—¿Estás usando el ONT y R?
—Sí. Ella quiere ser Formadora.
—Verfluchter! ¿Te das cuenta de las posibles repercusiones?
—Claro que sí.
—¿Oíste lo del pobre Pierre?
—No.
—Bien, eso quiere decir que las medidas que tomaron para ocultarlo fueron
eficientes. Pierre era un estudiante de filosofía en la universidad de París y estaba
haciendo una tesis sobre la evolución de la conciencia. El verano pasado decidió que
necesitaba explorar la mente del mono, para comparar una mente moins nausee con la
suya propia, supongo. De todos modos, consiguió acceso ilegal a un ONT y R, y a la
mente de nuestro primo peludo. Nunca se supo hasta dónde llegó en la exposición del

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animal al banco de estímulos, pero se supone que fueron los ítems que no son
inmediatamente transubjetivos entre hombre y mono, digamos los ruidos del tránsito
y so weiter, los que asustaron al animal. Pierre todavía vive en una cárcel de paredes
blandas y responde solamente como un mono asustado.
»Así que aunque no terminó su tesis —concluyó Bartelmetz— tal vez pueda
proporcionar material suficiente para la de algún otro.
Render meneó la cabeza.
—Qué historia —dijo con suavidad—, pero yo no tengo nada tan dramático entre
manos. El mío es un individuo extremadamente estable, en realidad es psiquiatra, y
alguien que ya ha pasado bastante tiempo analizándose de la manera tradicional.
Quiere entrar en la neuroparticipación…, pero hasta ahora, el miedo al trauma de la
vista se lo impedía. La he expuesto gradualmente a todo un espectro de fenómenos
visuales. Cuando termine, debería haberse acostumbrado totalmente a ver y entonces
podrá centrar toda su atención en la terapia y no dejarse cegar por la visión, para
decirlo así. Ya hemos tenido cuatro sesiones.
—¿Y?
—… Y funciona bien.
—¿Estás seguro?
—Sí, tan seguro como puede estar cualquiera en este asunto.
—Mmmm —dijo Bartelmetz—. Dime, ¿tiene una voluntad excesivamente fuerte?
Quiero decir, ¿tal vez un esquema obsesivo compulsivo hacia cualquier cosa que le
hayas mostrado hasta ahora?
—No.
—¿Alguna vez ha logrado controlar la fantasía?
—No.
—Mientes —declaró Bartelmetz con firmeza, sin insistir, simplemente.
Render buscó un cigarrillo. Después de encenderlo, sonrió.
—Padre, artífice —aceptó—, la edad no ha disminuido tu habilidad para percibir
las cosas. Tal vez yo pueda engañarme a mí mismo, pero nunca a ti. Sí, en realidad,
es difícil mantenerla bajo control. Es una persona difícil. No le basta ver. Quiere
hacer las Formas ella misma. Es bastante comprensible tanto para ella como para mí,
pero el miedo consciente y la aceptación emocional no parecen estar de acuerdo. Se
ha vuelto dominante en varias oportunidades, aunque siempre he podido recuperar el
control casi inmediatamente. Después de todo, yo soy el dueño del banco.
—Mmm —musitó Bartelmetz—. ¿Conoces un texto budista…, el Catecismo de
Shankara?
—Lamento decir que no.
—Entonces, te voy a dar una conferencia al respecto. El texto dice, obviamente
no por razones terapéuticas, que existen un ego verdadero y uno falso. El verdadero
es la parte inmortal del hombre, que seguirá existiendo hasta el nirvana, el alma, si
quieres llamarla así. Muy bien. Bueno, el falso ego, por otra parte, es la mente

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normal, unida a las ilusiones, la conciencia de ti y de mí y de todos los que
conocemos profesionalmente. ¿Bien? Bien. Ahora, este falso ego está formado por
unas cosas que se llaman skandhas. Incluye los sentimientos, las percepciones, las
aptitudes, la conciencia misma y hasta la forma física. Muy poco científico. Sí. Ahora
bien, las skandhas no son neurosis ni una de las mentiras vitales del señor Ibsen ni
alucinaciones…, no, aunque todas son erróneas porque para empezar, forman parte de
algo falso. Cada una de las cinco skandhas forma parte de la excentricidad que
llamamos identidad, y por encima vienen las neurosis y todos los otros líos que
aparecen después y que nos dan de comer. ¿De acuerdo? De acuerdo, tengo que darte
toda esta conferencia porque necesito un término dramático para lo que quiero decir,
y te aseguro que quiero decir algo dramático. Piensa en las skandhas como algo en el
fondo de la laguna; las neurosis, son ondas en la superficie del agua; el «ego
verdadero», si es que existe, está enterrado debajo de la arena en el fondo. Bien. Las
ondas llenan el…, el zwischenwelt…, entre el sujeto y el objeto. Las skandhas son
parte del sujeto, una parte básica, única, el material que compone su ser… Hasta aquí,
¿estás de acuerdo?
—Con muchas reservas.
—Bien. Ahora que ya he definido mi término, lo voy a usar. Tú estás
manipulando las skandhas, no estás jugando con simples neurosis. Estás tratando de
ajustar el concepto general que tiene esa mujer de sí misma y del mundo. Estás
usando el ONT y R para hacerlo. Es como jugar con un psicótico, o con un mono.
Todo parece andar bien pero…, en cualquier momento es posible que hagas algo, le
muestres una cosa o una forma de ver que rompa la conciencia de sí misma, rompa
una skandha, y puf…, será como horadar el fondo de la laguna. Habrá un remolino y
te tragará hacia…, ¿hacia dónde? No te quiero como paciente, jovencito, joven
artífice, así que te aconsejo que no sigas con este experimento. El ONT y R no debe
usarse de esa forma.
Render arrojó el cigarrillo al fuego con un solo movimiento de los dedos y contó
con ellos:
—Primero —dijo—, estás haciendo una montaña mística de un grano de arena.
Lo único que hago es ajustar su conciencia para aceptar un área adicional de
percepción. En su mayor parte, es simple trabajo de transferencia a partir de los otros
sentidos. Segundo, sus emociones fueron bastante intensas al principio porque es
cierto que este asunto involucra un trauma, pero ya hemos pasado esa etapa. Ahora
solamente es una novedad para ella. Pronto se convertirá en un lugar común. Tercero,
Eileen es psiquiatra; conoce estos asuntos y entiende perfectamente bien la naturaleza
delicada de lo que hacemos. Cuarto, su sentido de identidad y sus deseos son tan
firmes como el Peñón de Gibraltar. ¿Te das cuenta de la aplicación necesaria para que
una persona ciega llegue adonde ella ha llegado? Una voluntad de acero templado y
el control emocional de un asceta…

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—Y si algo así de fuerte se quiebra, en un momento de ansiedad sin tiempo —
sonrió Bartelmetz, con tristeza—, que las sombras de Sigmund Freud y Carl Jung
caminen a tu lado en el valle de la oscuridad.
»Y quinto —agregó, mirando a Render a los ojos—, quinto —repitió moviendo la
punta de un dedo—, ¿es bonita?
Render miró al fuego de nuevo.
—Muy inteligente —suspiró Bartelmetz—. No puedo saber si te ruborizaste por
el reflejo rojo de las llamas sobre tu cara. Pero temo que sí, lo cual significa que te
das cuenta de que tú mismo puedes ser la fuente del estímulo que la incita. Esta noche
voy a encender una vela frente al retrato de Adler y rezaré para que te dé la fuerza
necesaria para competir con éxito en tu duelo con tu paciente.
Render miró a Jill, que todavía dormía. Extendió la mano y le tocó el cabello para
volver a ponerlo en su lugar.
—Sin embargo —dijo Bartelmetz—, si sigues adelante y todo va bien, esperaré
con mucho interés la lectura de tu trabajo. ¿Te he comentado que entrené a varios
budistas y que nunca encontré un «ego verdadero»?
Los dos rieron.

Como yo pero no como yo, ése en la correa, oliendo a miedo, pequeño, gris y sin
vista. Rruuol y se ahogará en su collar. Tiene la cabeza vacía como el horno hasta que
Ella aprieta el botón para que haga la cena. Hacen charla y nunca entienden, pero son
como yo. Un día mataré a uno…, ¿por qué?… Dobla aquí.
—Tres pasos. Arriba. Puertas de vidrio. La manija a la derecha.
¿Por qué? Adelante, ascensor. Jardines abajo, abajo. Huele bien, ahí. Hierba,
polvo húmedo, árboles y aire limpio. Yo veo. Pero los pájaros son grabados. Yo lo
veo todo. Yo.
—Ascensor. Cuatro escalones.
Abajo. Sí. Quiero hacer ruidos altos en garganta. Siento tonto. Limpio, suave,
muchos de árboles. Dios… Ella gusta sentarse en banco masticando hojas oliendo
aire suave. No puede verlos como yo. Tal vez ahora, ¿algo? No.
No puede Malo Sigmund a mí en la hierba, árboles, aquí. Tiene que quedarse. El
mejor lugar…
—Cuidado escalones.
Adelante. Derecha, izquierda, derecha, izquierda, árboles y hierba ahora.
Sigmund ve. Caminando… Doctor con máquina le da ojos. Rrruuol y no se ahoga.
No olormiedo.
Cavar hoyo grande en tierra, enterrar ojos. Dios es ciego. Sigmund para ver. Sus
ojos ahora llenos y él tiene miedo de dientes. Le hará ver a Ella y la llevará arriba al
cielo para ver, lejos. Yo quedo aquí, deja Sigmund sin nadie para dar vista, solo.
Cavar un hoyo profundo en la tierra…

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Jill se despertó poco después de las diez de la mañana. No tenía que volver la
cabeza para saber que Render se había ido. Él nunca dormía hasta tarde. Jill se frotó
los ojos, se estiró, rodó de costado y se irguió sobre un codo. Miró el reloj con los
ojos entornados, el despertador sobre la mesita de noche y al mismo tiempo buscó un
cigarrillo y el encendedor.
Mientras aspiraba, se dio cuenta de que no había cenicero. Sin duda Render se lo
había llevado al vestidor porque no le gustaba que fumaran en la cama. Con un
suspiro que terminó en un estornudo, Jill se deslizó fuera de las sábanas y sacudió la
ceniza para que no se le cayera en el suelo.
Odiaba levantarse, pero cuando lo hacía, permitía que empezara el día y que se
pasara sin tardanza a la progresión ordenada de hechos.
—A la mierda con él —sonrió. Hubiera querido el desayuno en la cama, pero
ahora era demasiado tarde.
Mientras decidía qué iba a ponerse, vio un par de esquís extraños en el rincón.
Había un papel pegado en uno de ellos. Ella se acercó.
«¿Vienes?», preguntaba el garabato.
Ella meneó la cabeza en una negativa enfática y se sintió un poco triste. Había
subido a unos esquís solamente dos veces en su vida y les tenía miedo. Sentía que
hubiera sido su deber intentarlo de nuevo, después del recorrido por los castillos que
él había tolerado tan bien, como un buen compañero, pero no podía siquiera pensar
en el recuerdo de esa carrera increíble hacia abajo —que, en las dos ocasiones, había
terminado en un gran montón de nieve— sin esbozar una mueca de espanto y sentir
de nuevo el vértigo que la había dominado.
Así que se duchó, se vistió y bajó a desayunar.
Los nueve fuegos rugían ya cuando ella pasó por el gran vestíbulo y miró el
espectáculo. Había algunos esquiadores de cara rubicunda con las manos extendidas
frente al brillo de la chimenea central. Pero no mucha gente. Los estantes tenían
solamente algunos pocos pares de botas que goteaban, gorros brillantes colgados de
las perchas, esquís mojados de pie en su lugar cerca de la puerta. Más atrás, hacia el
centro del vestíbulo, había algunas personas sentadas en las sillas, leyendo
periódicos, fumando o charlando en voz baja. Ella no vio a nadie que conociera, así
que siguió caminando hacia el comedor.
Cuando pasaba por el mostrador de recepción, el viejo que trabajaba allí la llamó
por su nombre. Ella se le acercó sonriendo.
—Carta —explicó él, volviéndose hacia un estante—. Aquí está —anunció,
entregándole un papel—. Parece importante.
Le habían entregado una vez e insistido dos, notó ella. Era un sobre grande de
papel manila y la dirección del remitente era la de su abogado.
—Gracias.

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Se acercó hasta un sillón junto a la gran ventana que daba sobre un jardín nevado,
una pista de esquí y una huella distante y sinuosa poblada con puntitos negros que
llevaban sus esquís sobre los hombros. Ella entornó los ojos para poder ver contra el
brillo mientras rompía el sobre.
Sí, era definitivo. La nota de su abogado estaba acompañada por una copia de la
sentencia de divorcio. Hacía muy poco había decidido anular su relación legal con el
señor Forlock, cuyo nombre había dejado de usar hacía cinco años, cuando se
separaron. Ahora que tenía la sentencia entre las manos, no estaba segura de lo que
iba a hacer. Sería toda una sorpresa para el pobre Rendy, decidió. Tendría que
encontrar un momento razonablemente inocente para comunicarle la noticia. Sacó el
espejo de la cartera y ensayó una expresión de «¿Y bien?». Bueno, ya habría tiempo
para eso más tarde, musitó. Pero no demasiado tiempo, claro… Su cumpleaños
número treinta se alzaba como un nubarrón negro y enorme que oscurecía un abril
para el que no faltaban más que cuatro meses. Bueno… Se tocó los labios irónicos
con color, se empolvó un poco más el lunar y encerró la expresión dentro de la
polvera para usarla más adelante.

En el comedor se encontró con el doctor Bartelmetz, sentado frente a una enorme


pila de huevos revueltos, grandes cadenas de salchichas oscuras, varias montañas de
tostadas amarillas y una jarra de zumo de naranja a medio vaciar. Una cafetera
humeaba sobre la máquina de entibiar cerca de su codo. Él se inclinaba un poco hacia
delante al comer, usando el tenedor como si fuera el aspa de un molino.
—Buenos días —saludó ella.
Él levantó la vista.
—Señorita DeVille…, Jill… Buenos días. —Hizo un gesto hacia la silla vacía que
había junto a su mesa—. Siéntese conmigo, por favor.
Ella aceptó y cuando apareció el camarero, esbozó un gesto hacia la mesa y dijo:
—Lo mismo, por favor, pero un noventa por ciento menos.
Luego se volvió hacia Bartelmetz.
—¿Ha visto a Charles hoy?
—Ah, no —dijo él con las palmas hacia arriba—. Y hubiera querido seguir
nuestra discusión cuando la mente de él todavía estuviera en los primeros estadios de
la vigilia, algo más maleable. Por desgracia, quien duerme bien empieza el día en
algo así como el segundo acto.
—Lo que es yo —dijo ella— generalmente entro en la media parte y le pido a
alguien que me haga un resumen. Así que, ¿por qué no seguimos la discusión
nosotros? Yo siempre soy maleable y mis skandhas están en buen estado.
Los ojos de los dos se encontraron y él mordió un pedazo de tostada.
—Sí —dijo finalmente—, suponía eso. Bueno…, bien. ¿Qué sabe del trabajo de
Render?

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Ella se acomodó en la silla.
—Mmmm. Como él es un especialista especial de un área bastante especializada,
me resulta difícil juzgar las pocas cosas que dice sobre su trabajo. Me gustaría ver
dentro de la mente de otras personas algunas veces…, ver lo que piensan de mí, claro
está, pero no creo que pudiera quedarme allí mucho tiempo. No lo soportaría. Sobre
todo —se estremeció en broma—, la mente de alguien con…, con problemas. Creo
que me sentiría demasiado cerca, me daría lástima o me asustaría o algo. Y entonces,
por lo que sé, ¡puf!, se convertiría en mi problema y no en el de esa persona…
»Pero Charles no tiene problemas —continuó—, por lo menos, ninguno que yo
sepa, o no me habla de ellos. Aunque últimamente, no sé… Esa chica ciega y el perro
parlante parecen estar siempre con él.
—¿Perro parlante?
—Sí, tiene a uno de esos mutantes quirúrgicos como lazarillo.
—Qué interesante… ¿La ha visto alguna vez?
—No.
—Ajá —musitó él—. A veces, un terapeuta encuentra un paciente con problemas
tan parecidos a los suyos que las sesiones se vuelven muy mordaces —hizo notar—.
A mí me pasa siempre que trato a un colega psiquiatra. Tal vez Charles ve en esta
situación un paralelo con algo que lo está molestando personalmente. Yo no lo
analicé. No conozco las formas de su mente, aunque fue alumno mío durante mucho
tiempo. Siempre ha sido muy reservado, reticente en cierto modo. Sin embargo, a
veces puede ser muy autoritario… ¿Qué otras cosas ocupan su mente en estos días?
—Su hijo Peter es una preocupación permanente. Lo ha cambiado de escuela
cinco veces en cinco años.
En ese momento, el camarero le trajo el desayuno. Jill se colocó la servilleta y
acercó la silla a la mesa.
—… Y ha estado leyendo muchas historias de casos de suicidio y no para de
hablar sobre ese tema.
—¿Para qué?
Ella se encogió de hombros y empezó a comer.
—No me lo ha dicho. —Levantó la vista otra vez—. Quizás está escribiendo
algo…
Bartelmetz terminó los huevos y se sirvió más café.
—¿Tiene usted miedo de esa paciente? —preguntó.
—No… Sí —contestó ella—. Sí.
—¿Por qué?
—Tengo miedo de la magia de sentirse cerca —dijo ella, enrojeciendo un poco.
—La magia de sentirse cerca… Pueden caber muchas cosas bajo ese título.
—Muchas, sí —reconoció ella. Y después de un momento añadió—: Estamos
unidos en nuestra preocupación por el bienestar de Charles y de acuerdo en cuanto
cuál es su amenaza. Así pues, ¿puedo pedirle un favor?

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—Puede.
—Hable con él de nuevo —rogó ella—. Convénzalo para que deje el caso.
Él dobló la servilleta.
—Pienso hacerlo después de cenar —afirmó—, porque creo en el valor ritualista
de los intentos de rescate. Tienen que hacerse.

Querida Imagen Paterna:


Sí, la escuela me parece bien, mi tobillo también parece bien y mis
compañeros forman un grupo agradable. Congeniamos. No, no me
falta dinero, ni comida, ni tengo dificultades para adaptarme al nuevo
programa de estudios. ¿De acuerdo?
El edificio no pienso describirlo porque tú ya has visto esa cosa
macabra. No puedo describir el parque porque en este momento yace
bajo sábanas frías y blancas. ¡Brrr! Espero que tú estés disfrutando de
las artes invernales. Yo no comparto tu entusiasmo por lo opuesto al
verano, excepto dentro de marcos de pinturas o como emblema en los
envases de helado.
El tobillo inhibe mi movilidad y mi compañero de habitación se
ha ido a casa este fin de semana. Ambos sucesos son una bendición
(dijo Pangloss), porque ahora tendré la oportunidad de ponerme al día
con algunas lecturas. Lo haré en este mismo instante.
Pródigamente,

PETE

Render se agachó para acariciar la gran cabezota. La cabeza aceptó el gesto con
estoicismo, después se volvió para levantar la vista hacia el austríaco al que Render
había pedido fuego, como si dijera: «¿Tengo que tolerar esta indignidad?». El hombre
rió ante esa expresión, y cerró el encendedor grabado en el que Render distinguió una
v chiquita como inicial intermedia.
—Gracias —dijo; y al perro—: ¿Cómo te llamas?
—Bismark —gruñó el perro.
Render sonrió.
—Me recuerdas a otro de tu tipo —le dijo al perro—. Sigmund de nombre,
compañero y lazarillo de una amiga ciega en Estados Unidos.
—Mi Bismark es cazador —dijo el joven—. Ninguna presa se le escapa, ni los
ciervos ni los felinos.
Las orejas del perro se tensaron y miró hacia arriba con orgullo, los ojos
brillantes.
—Cazamos en África y en el suroeste de América, en América Central también.
Nunca pierde el rastro. Nunca se da por vencido. Es un animal bellísimo y sus dientes
están mejor afilados que los cuchillos Solingen.

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—Es usted afortunado al tener semejante compañero de caza.
—Yo cazo —gruñó el perro—, sigo… A veces, me dejan, matar…
—Por casualidad, ¿no sabe usted nada del llamado Sigmund, ni de la mujer a la
que guía…, la señorita Eileen Shallot? —preguntó Render.
El hombre meneó la cabeza.
—No, Bismark me vino de Massachusetts, pero nunca fui al Centro
personalmente. No conozco a otros poseedores de perros mutantes.
—Ya veo. Bueno, gracias por el fuego. Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—Bue, nas, tar, des…
Render subió tranquilo por la callejuela, con las manos en los bolsillos. Había
pedido disculpas y se había marchado sin decir adonde. Y lo había hecho porque no
tenía ningún destino en mente. El segundo intento de Bartelmetz, que había tratado de
impedirle seguir con el caso, lo había llevado casi al punto de decir cosas de las que
después se hubiera arrepentido. Era más fácil caminar que seguir hablando. Tuvo un
impulso súbito, entró en un pequeño negocio y compró un reloj de cuco que le había
llamado la atención. Se sintió seguro de que Bartelmetz aceptaría el regalo y le daría
el sentido que realmente tenía. Sonrió y siguió caminando. Y ¿qué era esa carta a Jill
que le había entregado el recepcionista después de un viaje especial a la mesa de los
dos a la hora de la cena?, se preguntó. La habían buscado dos veces para dársela y el
remitente era la dirección de un gabinete de abogados. Jill no la había abierto siquiera
pero había sonreído, le había dado mucha propina al viejo y se la había metido en la
cartera. Tendría que averiguar de qué se trataba con sutileza. Sentía tanta curiosidad
al respecto que seguramente ella se lo diría por lástima.
Los pilares congelados del cielo parecieron inclinarse y alejarse de pronto frente a
él cuando bajó un viento frío desde el norte. Render encogió los hombros y metió la
cabeza en el cuello todo lo que pudo. Aferró el reloj cuco y se apresuró a volver calle
abajo.

Esa noche, la serpiente que se muerde la cola saltó, el Lobo de Fenris trató de
molestar a la luna, el relojito dijo «cucú» y llegó el día siguiente como el último toro
de Manolete, sacudiendo la curva de los cuernos con la promesa aullada de arrollar
un río de leones y convertirlos en arena.
Render se prometió que suspendería la fondue sentimentaloide.

Más tarde, mucho más tarde, cuando saltaron por los cielos en una nave con
forma de barrilete, Render miró hacia abajo, a una Tierra oscurecida que soñaba sus
ciudades llenas de estrellas; miró hacia arriba, al cielo donde todos se reflejaban;
miró a su alrededor, a las pantallas que miraban a la gente que parpadeaba frente a

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ellas y a las máquinas expendedoras de café, té y otras bebidas, que enviaban sus
fluidos a explorar el interior de la gente que apretaba los botones porque las máquinas
se lo pedían; después miró adelante, a Jill, a quien los viejos edificios habían
obligado a caminar entre sus paredes, porque sabía que ella sentía que en ese
momento él debería haber estado mirándola, sintió que su asiento le pedía que
reclinara el respaldo, lo hizo, y se durmió.

La oficina de ella estaba llena de flores y a ella le gustaban los perfumes exóticos.
A veces, quemaba incienso.
Le gustaba hundirse en piscinas muy cálidas, caminar bajo una nevada, escuchar
demasiada música, tocada a veces en un volumen demasiado alto, tomar cinco o seis
variedades de licor (en general con olor a anís, y a veces con un toque de ajenjo),
todas las tardes. Tenía las manos suaves y manchadas de pecas leves. Los dedos
largos y afilados. No llevaba anillos.
Exploraba y volvía a explorar con los dedos las hinchazones de las flores en el
costado de la silla mientras hablaba a la grabadora.
—… Las quejas principales del paciente en el momento de su admisión eran
nerviosismo, insomnio, dolores de estómago y un período de depresión. El paciente
tiene un expediente con admisiones previas por períodos cortos. Estuvo en este
hospital en 1995 con una psicosis maníaco depresiva, y volvió el 3-2-96. Ingresó en
otro hospital el 20-9-97. El examen físico reveló un BP de 170/100. Estaba
normalmente desarrollado y bien alimentado cuando se lo examinó, el 11-12-98. En
esa fecha, el paciente se quejó de dolores crónicos en la espalda y se le detectaron
síntomas moderados de haber dejado el alcohol. Los exámenes físicos revelaron
también que no había patología, excepto en el hecho de que los reflejos del tendón
del paciente eran exagerados pero iguales. Estos síntomas obedecían al hecho de que
había dejado el alcohol. En el momento de la admisión, se demostró que no era
psicótico ni sufría alucinaciones ni se engañaba a sí mismo. Estaba bien orientado en
cuanto a lugar, tiempo y persona. Se evaluó su condición psicológica y se descubrió
que era algo grandilocuente y expansivo, y más que un poco hostil. Se lo consideró
un hombre potencialmente problemático. Considerando su experiencia previa como
cocinero, se le asignó trabajo en la cocina. Su condición general mostró una mejora
decisiva. Está menos tenso y coopera. Diagnóstico: reacción maníaco depresiva
(tensión externa precipitante desconocida). El grado de deterioro psiquiátrico es
medio. Se lo considera competente. Debe continuar terapia y hospitalización.
Entonces apagó la grabadora y rió. El sonido la asustó. La risa es un fenómeno
social y ella estaba sola. Volvió a escuchar lo que había grabado mientras mordía el

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borde de su pañuelo y oía las palabras que le devolvía el aire con suavidad. Después
de las primeras diez o doce dejó de oírlas.
Cuando la grabadora quedó en silencio, la apagó. Estaba sola. Estaba muy sola.
Estaba tan sola que la pequeña lagunita de luz que aparecía cuando miraba la ventana
le pareció de pronto lo más importante del mundo. Quería que fuera inmensa. Quería
que fuera un océano de luz. O quería ser pequeña ella, para que el efecto fuera él
mismo. Quería ahogarse en esa luz.
Habían pasado tres semanas, ayer…
Demasiado tiempo, decidió, debería haber esperado. ¡No! ¡Imposible! ¿Y si se va
como se fue Riscomb? ¡No! El no. No lo haría. Nada puede herirlo. Nunca. Él es
todo fuerza y armadura. Pero…, deberíamos haber esperado al mes que viene para
empezar. Tres semanas… Sin ver…, es eso. ¿Se están borrando los recuerdos? ¿Son
más débiles? ¿Cómo es un árbol? ¿O una nube? No me acuerdo… ¿Qué es el rojo?
¿Qué es el verde? ¡Dios! ¡Esto es histeria! ¡Miro y no puedo dejar de hacerlo!
¡Necesito una pastilla! ¡Una pastilla!
Empezaron a temblarle los hombros. Pero no tomó una pastilla; mordió el
pañuelo con más fuerza hasta que sus dientes afilados rompieron la tela.
—Cuidaos —recitó la plegaria personal—, cuidaos de los que tenemos hambre y
sed de justicia porque seremos satisfechos.
»Y cuidaos de los débiles —continuó— porque trataremos de heredar la Tierra.
»Y cuidaos…
Hubo un breve timbrazo en la caja del teléfono. Ella apoyó el pañuelo, adoptó una
expresión tranquila, estableció la conexión.
—¿Hola…?
—Eileen, ya he vuelto. ¿Cómo estás?
—Bien, muy bien en realidad. ¿Cómo te han ido las vacaciones?
—Ah, no me puedo quejar. Hace tiempo que lo veía venir. Supongo que me lo
merezco. Escucha, he traído cosas para mostrarte…, como la catedral de Winchester.
¿Quieres venir esta semana? Cualquier día, de noche.
Esta noche. No. Tengo demasiadas ganas. Si él se da cuenta, eso me retrasaría…
—¿Qué te parece mañana por la noche? —preguntó—. ¿O pasado mañana?
—Mañana está bien —dijo él—. ¿Nos vemos en P y E a las siete?
—Sí, eso sería muy agradable. ¿La misma mesa?
—¿Por qué no? Yo me encargaré de las reservas.
—De acuerdo. Hasta luego.
—Adiós.
La comunicación se cortó.
Entonces, de pronto, los colores volvieron a girar en su cabeza; y vio árboles —
robles y pinos, álamos y sicamoros— grandes, y verdes y castaños y del color del
hierro; y vio rebaños de nubes suaves, manchadas con puntitos de pintura de colores,

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nadando en un cielo pastel; y un sol ardiente y un pequeño sauce y un lago azul
profundo, casi violeta. Dobló el pañuelo roto y lo guardo.
Apretó un botón junto a su escritorio y la música llenó la oficina. Escribían.
Después apretó otro botón y volvió a pasar la cinta que había grabado. Escuchó las
dos cintas pero sólo a medias.

Pierre olió la comida con suspicacia. El que la traía dejó la bandeja y salió al
vestíbulo, luego cerró la puerta con llave. La gran ensalada esperaba en el suelo.
Pierre se acercó con cautela, aferró un poco de lechuga, se la tragó.
Tenía miedo.
Si el acero dejara de golpear y golpear y golpear contra el acero, en algún lugar
de esa noche oscura… Si el acero…

Sigmund se puso de pie, bostezó, se estiró. Las patas traseras se arrastraron un


momento en el suelo tras él, después prestó atención y se sacudió. Ella llegaría a casa
pronto. Movió la cola lentamente, miró el reloj, colgado allá arriba al nivel de los
ojos de los seres humanos con los numerales altos, verificó sus sentimientos y
después cruzó el apartamento hacia la tele. Se levantó en dos patas, apoyó una garra
sobre la mesa y usó la otra para encender el aparato.
Era casi la hora del informe metereológico y las carreteras estarían cubiertas de
hielo.

—He atravesado cementerios del tamaño de un condado completo —escribió


Render—, vastas selvas de piedra que se extienden más y más cada día.
»¿Por qué el hombre guarda sus muertos con tanto celo? ¿Es porque ésa es la
forma de inmortalización más monumentalmente democrática, la última afirmación
del poder para herir, es decir, la vida, y el deseo de que siga para siempre? Unamuno
sugirió que la razón era ésa. En ese caso, entonces el año pasado hubo mayor
porcentaje de población que buscó activamente la inmortalidad…
¡Truc, truc, truc!
—¿Crees que son personas reales? —No, son demasiado buenos.

La noche estaba llena de estrellas y como burbujas sobre el hielo. Render llevó el
S-7 al frío sub-subsuelo, buscó su plaza y aparcó.
Desde el cemento se alzaba un frío profundo que mordía la piel de los dos como
dientes de rata. Render la guió hasta el ascensor, el aliento de los dos flotaba ante
ellos, como nubes que se disolvían.

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—El aire está frío —hizo notar él.
Ella asintió, mordiéndose el labio.
Dentro del ascensor, Render suspiró, se aflojó la bufanda, encendió un cigarrillo.
—Dame uno, por favor —pidió ella al oler el tabaco.
Él se lo alcanzó.
Fueron subiendo lentamente y Render se inclinó contra la pared, echando por la
boca una mezcla de humo y humedad cristalizada.
—Conocí a otro perro mutante —recordó—, en Suiza. Grande como Sigmund.
Pero era cazador, y tan prusiano como se pueda pedir. —Sonrió.
—A Sigmund también le gusta cazar —observó ella—. Dos veces al año vamos a
los bosques del Norte y lo dejo suelto. Desaparece días enteros y siempre vuelve muy
contento. Nunca dice lo que ha hecho pero nunca tiene hambre al regresar. Cuando
me lo dieron, pensé que necesitaría descansar de la humanidad de vez en cuando,
para sentirse estable. Y creo que tenía razón.
El ascensor se detuvo, la puerta se abrió, caminaron por el vestíbulo. Render la
guiaba de nuevo.
Dentro de la oficina, fue hasta el termostato y el aire tibio atravesó la habitación,
suspirando. Colgó las chaquetas de los dos en la oficina interior y sacó el gran huevo
del nido de la pared. Lo conectó a un enchufe y se movió para convertir su escritorio
en un panel de control.
—¿Cuánto tiempo crees que tardará esto? —le preguntó ella, pasando los dedos
sobre las curvas suaves y frías del huevo—. Todo, quiero decir. La adaptación entera
de la vista.
Él no lo sabía.
—No tengo ni idea —dijo—. Ninguna, todavía. Hemos empezado bien, pero
todavía hay mucho trabajo que hacer. Creo que podré decirte algo más concreto
dentro de unos tres meses.
Ella asintió con anhelo, se movió hasta el escritorio, exploró los controles con los
dedos como diez plumas.
—Cuidado. No aprietes ninguno de esos controles.
—No. ¿Cuánto crees que tardaré en aprender a manejar uno de éstos?
—Tres meses para aprender. Seis, para adquirir la eficiencia suficiente como para
poder usarlo en alguien y otros seis bajo supervisión muy severa antes de que puedas
confiar en ti misma… Un año en total.
—Mmm. —Ella eligió una silla.
Render tocó las estaciones del año para llenarlas de vida, y las fases del día y la
noche, el olor del campo, la ciudad, los elementos que habían corrido desnudos por el
cielo y las docenas de claves danzantes que usaba para construir mundos. Rompió el
reloj del tiempo y degustó las siete o más edades del hombre.
—De acuerdo —dijo—. Todo listo.

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Llegó rápidamente y con un mínimo de sugestión por parte de Render. En un
momento había sólo un vacío gris. Después una niebla muerta y blanca. Después la
niebla se abrió, como si se hubiera levantado un viento rápido aunque él no oyó ni
sintió ningún viento.
Estaba de pie junto al sauce, junto a una orilla del lago y ella estaba medio
escondida entre las ramas y los copos de nieve. El sol caía hacia el horizonte
inclinado de la noche.
—Hemos vuelto —dijo ella, saliendo del árbol con hojas en los cabellos—.
Durante un tiempo tuve miedo de que no sucediera nunca. Pero lo veo todo otra vez y
ahora me acuerdo bien.
—Bien —dijo él—. Mírate. —Y ella miró el lago.
—No he cambiado —dijo ella—. No he cambiado.
—No.
—Pero tú sí —continuó ella, mirándolo—. Estás más alto y hay algo diferente…
—No —le contestó él.
—Estoy equivocada —rectificó ella con rapidez—. Todavía no entiendo todo lo
que veo. Pero voy a entenderlo, no te preocupes.
—Claro que sí.
—¿Qué vamos a hacer?
—Mira —la instruyó él.
A lo largo de una carretera plana, sin color, un río que ella acababa de notar al
otro lado de los árboles, se acercó el auto. Vino desde el cuadrante más lejano del
cielo, pasó sobre las montañas, rugiendo colinas abajo, trazando círculos a través de
las laderas y salpicándolas con los colores de su voz —el gris y el plateado de la
potencia sincronizada— y el lago tembló con esos sonidos y el auto se detuvo a
veinte metros, escondido entre los arbustos, y esperó. Era el S-7.
—Ven conmigo —indicó él, tomándola de la mano—. Vamos a dar una vuelta.
Caminaron entre los árboles y rodearon el último montoncito de arbustos. Ella
tocó el capullo elegante, las antenas, las ruedas, las ventanas, y los cristales se
hicieron transparentes cuando los tocó. Ella miró el interior del auto y asintió.
—Es tu Hélice.
—Sí. —Él le abrió la puerta—. Entra. Volveremos al club. Ya ha llegado el
momento. Los recuerdos están frescos en la mente, debería ser razonablemente
agradable, o neutral.
—Agradable —precisó ella, mientras entraba.
Él cerró la puerta, rodeó el auto y entró. Ella lo miró pulsar unas coordenadas
imaginarias. El auto saltó hacia delante y él mantuvo un arroyo firme de árboles
flotando a los costados. Sentía que la tensión aumentaba, así que decidió no cambiar
el paisaje. Ella se agitó en el asiento y estudió el interior del auto.
—Sí —dijo finalmente—. Percibo lo que son las cosas.

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Miró otra vez por la ventanilla. Observó los árboles que pasaban a toda velocidad.
Render levantó la vista y miró los esquemas de ansiedad que pasaban a toda
velocidad. Las ventanas se oscurecieron.
—Bien —dijo ella—, gracias. De pronto, era demasiado… Todo se movía
como…
—Claro —dijo Render mientras mantenía la sensación de desplazamiento hacia
delante—. Yo sabía que podía suceder. Pero te estás fortaleciendo.
Después de un momento.
—Relájate. Relájate ahora. —En algún lugar se pulsó un botón y ella se relajó y
los dos siguieron moviéndose y más, y más, y finalmente el auto empezó a detenerse
y Render dijo—: Ahora, solamente una mirada lenta por la ventana.
Ella miró.
Él usó todos los estímulos del banco que pudieran suscitar sensaciones de placer y
relajación y dejó caer la ciudad alrededor del auto y las ventanas se hicieron
transparentes y ella miró los perfiles de las torres y un mundo de departamentos
monolíticos y después vio tres cafeterías rápidas, un local de entretenimientos, una
farmacia, un centro médico de ladrillos amarillos con un caduceo de aluminio sobre
el gran arco de la entrada y un instituto de paredes vidriadas, sin alumnos, una
gasolinera de cincuenta mangueras, otra farmacia, y muchos otros autos, estacionados
o rugiendo junto a ellos, y gente, gente que entraba y salía de los umbrales y
caminaba frente a los edificios y entraba a los autos y salía de los autos; y era verano
y la luz de la tarde se filtraba sobre los colores de la ciudad y los colores de la ropa de
la gente que caminaba en las avenidas, descansaba en las aceras, cruzaba las terrazas,
se inclinaba sobre las balaustradas y los alféizares de las ventanas, salía del quiosco
de la esquina, entraba en otro quiosco, estaba de pie hablando; una mujer que paseaba
un perrito dobló una esquina; había cohetes recorriendo el cielo de un lado a otro.
El mundo se partió y Render recogió los pedazos.
Mantuvo una negrura absoluta, borró todas las sensaciones excepto la del
movimiento hacia delante.
Después de un rato hubo una luz muy suave y todavía estaban sentados en el
Hélice, las ventanas opacas de nuevo, y el aire que respiraban se convirtió en un
ungüento tranquilizador.
—Dios —suspiró ella—, el mundo está lleno. ¿Realmente he visto todo eso?
—No iba a hacerlo todo esta noche, pero tú quisiste que lo hiciera. Parecías
preparada.
—Sí —dijo ella y las ventanas se pusieron transparentes de nuevo. Ella desvió la
vista.
—Ya no está —advirtió él—. Solamente quería que le echaras una mirada.
Ella miró y el exterior estaba oscuro y estaban cruzando un puente muy alto. Se
movían despacio. No había tráfico. Por debajo estaban los Llanos, donde de tanto en
tanto estallaba una fundición como un pequeño volcán medio dormido que escupía

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una lluvia de chispas anaranjadas hacia el cielo; y había muchas estrellas: brillaban
sobre el agua susurrante que corría bajo el puente; marcaban con sus puntitos la
silueta del horizonte que acechaba lejano bajo la superficie. Los soportes inclinados
del puente seguían marchando con firmeza.
—Lo has hecho —dijo ella—, y yo te lo agradezco. —Después añadió—: ¿Quién
eres tú, en realidad?
(Seguramente era él quien había deseado que ella formulara la pregunta).
—Yo soy Render —rió él. Y siguieron andando a través de una ciudad oscura,
vacía, hasta que llegaron al club y entraron al gran domo de aparcamiento.
En el interior, Render examinó los sentimientos de ella, listo para borrar el mundo
en un instante. Pero le pareció que no tendría que hacerlo.
Abandonaron el coche, se movieron hacia delante. Pasaron al club, donde por
decisión de Render no habría más clientela esa noche. Los condujeron hasta la mesa a
los pies del bar en la pequeña habitación con la armadura y se sentaron y pidieron la
misma comida.
—No —dijo él, bajando los ojos—. Tiene que estar allá.
La armadura apareció de nuevo junto a la mesa y él llevaba otra vez el traje gris y
la corbata negra con la aguja plateada que parecía la rama de un árbol.
Rieron.
—No soy el tipo de persona que usaría un traje de lata, así que desearía que
dejaras de verme de ese modo.
—Lo siento —sonrió ella—. No sé cómo hice eso ni por qué.
—Yo sí y no acepto la nominación. Además, quiero advertírtelo de nuevo. Eres
consciente de que esto es una ilusión. Tuve que hacerlo de este modo para que
obtengas el beneficio completo del ejercicio. Para la mayoría de mis pacientes, en
cambio, mientras lo experimentan es una percepción real. Eso hace que una secuencia
simbólica o un contra-trauma pueden ser todavía más poderosos. En cambio, tú te das
cuenta de los parámetros del juego y lo quieras o no, eso te da un tipo de control
sobre el sueño que resulta distinto al que suelo enfrentarme. Por favor, ten cuidado.
—Lo siento. No quise hacerlo.
—Lo sé. Aquí vienen los platos que tomamos la otra noche.
—¡Aj! Me parece horrible. ¿Me comí todo eso?
—Sí —rió él—. Eso es un cuchillo; eso, un tenedor, y aquello una cuchara. Eso es
carne asada y aquello, puré de patatas; ésos son guisantes, mantequilla…
—¡Dios! No me encuentro bien…
—Ésas son las ensaladas, y aquéllas las salsas para las ensaladas.
Esto es trucha negra…, ¡mmmm! Aquello son patatas fritas. Esto es una botella
de vino. Mmm, a ver, sí, Romanée Conti, ya que no voy a pagarlo…, y una botella de
Yquem para la trucha… ¡Ey!
La habitación se tambaleaba.

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Render vació la mesa, hizo desaparecer el restaurante. Estaban otra vez en el
brillo. A través del tejido trasparente del mundo vio una mano que se movía a lo largo
del panel. Se apretaban botones. El mundo se llenó de sustancia otra vez. La mesa
vacía estaba junto al lago ahora y todavía era de noche y era verano, y el mantel era
muy blanco bajo la luz de la luna gigantesca que colgaba allá arriba.
—Eso sí que fue estúpido de mi parte —dijo Render—. Muy pero muy estúpido.
Debería haberlos presentado de uno en uno. La imagen real de los estímulos orales
básicos puede resultar muy desagradable para una persona que los ve por primera
vez. Me dejé llevar por mis actos de Hacedor de Formas y me olvidé del paciente, lo
cual es de un egocentrismo increíble. Te pido disculpas.
—Ya estoy bien. En serio. Estoy bien.
Él llamó una brisa fresca desde el lago.
—… Y ésa es la luna —agregó en voz tranquila y dócil.
Ella asintió y ahora tenía una pequeña luna en el centro de la frente. Brillaba
como la luna que tenían encima y el cabello largo y el vestido que llevaba también
eran de plata.
La botella de Romanée Conti todavía estaba en la mesa. Con dos vasos.
—¿De dónde ha salido eso?
Ella se encogió de hombros. Él se sirvió un vaso lleno.
—Tal vez el sabor deje que desear —advirtió.
—No, está bien. Aquí tienes. —Ella le pasó el vaso.
Él lo tomó y se dio cuenta de que tenía sabor…, un gusto afrutado, como el gusto
de las uvas aplastadas de las Islas de los Benditos, un charnu suave, musculoso y un
capiteux centrifugado de los humos de un campo de amapolas en llamas. Con
sorpresa, supo que su mano debía de estar atravesando la ruta de las percepciones,
haciendo una sinfonía de las claves sensuales de una transferencia y una
contratransferencia que lo habían dominado sin que se diera cuenta, ahí, junto a la
mesa.
—Sí que tiene sabor —dijo—. Ha llegado la hora de volver.
—¿Tan pronto? Todavía no he visto la catedral…
—Tan pronto.
Render deseó que el mundo se acabara y el mundo se acabó.
—Hace frío ahí afuera —dijo ella mientras se vestía— y está oscuro.
—Lo sé. Tomaremos una bebida mientras controlo la unidad. —De acuerdo.
Él miró las cintas y meneó la cabeza. Cruzó hasta el bar.
—No es exactamente Romanee Conti —observó mientras buscaba una botella.
—¿Y qué? No me importa.
A él tampoco, en ese momento. Así que controló la unidad, la guardó, se tomaron
la copa y él la ayudó a ponerse la chaqueta y se fueron.
Mientras bajaban por el ascensor hacia el sub-sub, él deseó que el mundo se
terminara otra vez, pero el mundo no lo obedeció.

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Papá:
Anduve cojeando de la escuela al taxi y del taxi a la nave espacial
para ir a la Exhibición Local de la Fuerza Aérea. Afuera, se llamaba.
(De acuerdo, exageré la cojera. Con eso conseguí que me prestaran
más atención). A mí me pareció que todo estaba preparado para
seducir a la juventud y convencerla de que se alistaran durante cinco
años. Pero funcionó. Quiero entrar. Quiero ir Allá Afuera. ¿Crees que
me aceptarán cuando sea mayor?, ¿eh? Quiero decir para ir Afuera…,
no para un miserable puesto de chupatintas. ¿Qué te parece?
Yo creo que sí.
Ahí estaba ese coronelcito desgraciado (perdona el lenguaje) que
vio a un niño que daba vueltas alrededor y apretaba la nariz contra los
cristales, y decidió hacerle la venta subliminal. ¡Perfecto! Me llevó a
empujones por la exposición y me mostró todos los testimonios de los
triunfos de la FA, desde la Base Lunar a Puerto de Marte. Me dio una
conferencia sobre las Grandes Tradiciones del Servicio y me llevó a
paso redoblado a una sala de proyección donde el Cuerpo se divertía
sanamente con las cintas, luchas cuerpo a cuerpo en Gravedad cero,
«donde todo es inteligencia y nada es músculo», y escultura con agua
teñida en el medio del aire y trabajos de desarmado en la piel de una
nave. ¡Ah, alegría!
Pero en serio, me gustaría estar ahí cuando lleguen a los Cinco
Exteriores, y Más Afuera. No por las mentiras grandilocuentes y las
heroicidades en los desembarques y todas esas indignidades, sino
porque creo que alguien sensato debe estar ahí para hacer
correctamente la crónica de todo eso. Ya sabes, observador de
frontera. Francis Parkman. Mary Austin[7] y todo eso. Así que decidí
que ahí es adonde quiero ir.
El muchacho de la FA con esa cosa como de pollo en los hombros
no fue paternalista, los dioses sean loados por eso. Nos quedamos de
pie en el balcón y miramos cómo partían las naves y me dijo que
siguiera adelante y estudiara mucho y tal vez un día viajaría en ellas.
No me molesté en decirle que no soy lo que se dice un deficiente
mental y que voy a aprobar el bachillerato antes de la edad
correspondiente, aunque fuera para alistarme en el Cuerpo. En ese
momento me limité a mirar el despegue de las naves y a decir:
«Dentro de diez años estaré mirando desde arriba, no desde aquí».
Entonces él me contó lo duro que había sido su entrenamiento, así que
no le pregunté cómo se empantanó en un puesto lateral de mierda
como el que tiene. Ahora que lo pienso, es una suerte que no lo

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hiciera. Se parecía más a uno de esos tipos que ponen en los anuncios
que a uno de los de la FA reales. Espero no parecerme nunca a un
anuncio.
Gracias por el dinero y los calcetines gruesos y los cuartetos de
cuerda de Mozart, que estoy empezando a escuchar ahora. Quiero
hacer una sugerencia respecto a ir a la Luna en lugar de a Europa el
verano que viene. ¿Tal vez…? ¿Posiblemente…? ¿Si las
circunstancias ayudan…? ¿Eh? ¿Si paso la prueba que estás
diseñando para mí…? De todos modos, por favor, piénsalo.
Tu hijo,

PETE

—Hola, Instituto Psiquiátrico Estatal.


—Quisiera concertar una cita para una prueba.
—Un momento, por favor. Le pongo con Administración. —Hola. ¿Sí?
—Quisiera pedir hora para una prueba.
—Un momento…, ¿qué tipo de prueba quiere hacerse?
—Quiero ver a la doctora Shallot, Eileen Shallot. Lo antes posible.
—Un momento. Tengo que consultar los turnos… ¿El martes que viene a las dos
de la tarde?
—Perfecto.
—¿Su nombre, por favor?
—DeVille. Jill DeVille.
—De acuerdo, señorita DeVille. A las dos. El martes.
—Gracias.

El hombre caminaba junto a la autopista. Los coches circulaban por la calzada.


Los coches que pasaban por el carril de alta aceleración parecían borrones en el aire.
Había poco tránsito.
Eran las diez y media de la mañana. Frío.
El hombre llevaba el cuello de piel levantado, las manos en los bolsillos y se
inclinaba contra el viento. Más allá de la cerca, la calzada estaba limpia y seca.
El sol de la mañana se hundía entre las nubes. En la luz sucia, el hombre veía el
árbol unas cuatro manzanas más adelante.
No cambió el ritmo de la marcha. No dejó de mirar el árbol ni un solo instante.
Las piedrecillas sonaban, partiéndose bajo sus zapatos.
Cuando llegó al árbol, se quitó la chaqueta y la dobló con cuidado.
La puso en el suelo y subió.

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Cuando se movió sobre la rama que se extendía por encima de la cerca, miró para
ver si no venían coches. Después aferró la rama con las dos manos, giró, colgó un
momento en el vacío y se dejó caer sobre la autopista.
De cien metros de ancho.
El hombre miró al oeste, vio que todavía no había tránsito y empezó a caminar
hacia la isla central. Sabía que nunca llegaría. A esa hora del día, los coches se
movían aproximadamente a doscientos cuarenta kilómetros por hora en el carril de
alta aceleración. Siguió caminando.
Pasó un coche por detrás. El hombre no volvió la vista. Si las ventanas estaban
opacas, como solía suceder, los ocupantes del vehículo no sabrían que él se había
cruzado en su camino. Lo oirían decir después y entonces examinarían la parte frontal
del vehículo buscando posibles señales del encontronazo.
Pasó un coche por delante. Tenía las ventanas transparentes. El hombre vio un
borrón de dos caras, las bocas abiertas en una O; después le arrancaron la imagen de
los ojos. Su rostro permaneció inexpresivo. No cambió el ritmo de los pasos sobre el
pavimento. Pasaron dos coches más, las ventanas opacas. Había cruzado tal vez
veinte metros de autopista. Veinticinco.
Algo en el viento, o bajo los pies, le dijo que se acercaba. No miró.
Algo en el costado de sus ojos le aseguró que venía. No cambió el ritmo de los
pasos.
Cecil Green tenía las ventanas transparentes porque le gustaba viajar así. Tenía la
mano izquierda dentro de la blusa de ella. La falda de la muchacha estaba arrugada
sobre sus piernas. La mano derecha de Cecil se apoyaba sobre la manija que ponía los
asientos en posición horizontal. De pronto, ella se apartó bruscamente con un ruido
extraño en la garganta.
La cabeza de Cecil giró bruscamente a la derecha.
Vio al hombre que caminaba.
Vio el perfil que nunca cambió de posición para mirarlo de frente. Vio que la
velocidad del hombre no variaba.
Después dejó de verlo.
Hubo una leve sacudida y el parabrisas empezó a limpiarse por sí mismo. Cecil
Green siguió adelante a toda velocidad.
Oscureció las ventanas.
—¿Cómo…? —Le preguntó cuando la tuvo en sus brazos de nuevo, llorando.
—El monitor no lo vio…
—No debe de haber tocado la cerca…
—Debía de estar loco…
—Pero podría haber elegido una forma más fácil.
Podría haber sido cualquier cara… ¿La mía?
Asustado, Cecil bajó los asientos.

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Charles Render estaba escribiendo el capítulo «Necrópolis» de El eslabón perdido
es el hombre, que iba a ser su primer libro en cuatro años. Desde el regreso, se había
reservado la tarde de los martes para trabajar en eso, y se aislaba en su oficina
llenando páginas con letra caótica.
«Hay muchas variedades de muerte, opuestas al hecho de morir…», estaba
escribiendo cuando sonó el intercomunicador. Un zumbido breve, luego uno largo,
luego breve de nuevo.
—¿Sí? —preguntó él, pulsando un botón.
—Tiene una visitante. —Hubo un pequeño intervalo de aire contenido antes de la
palabra «una».
Render deslizó un pequeño aerosol en su bolsillo lateral y se levantó para cruzar
la oficina.
Abrió la puerta y miró.
—Doctor… Ayuda…
Render dio tres pasos y después se dejó caer sobre una rodilla.
—¿Qué pasa?
—Venga. Ella… enferma —gruñó el otro.
—¿Enferma? ¿Cómo? ¿Qué pasa?
—No sé. Venga.
Render miró los ojos inhumanos.
—¿Qué clase de enfermedad? —insistió.
—No sé —repitió el perro—. No habla. Sentada. Yo…, siento. Enferma.
—¿Cómo has llegado?
—Conducir. Conozco. Co. Or. De. Nadas… Dejé coche. Afuera.
—La llamaré ahora mismo. —Render se volvió.
—No sirve. No contesta.
El perro tenía razón.
Render volvió a su oficina a buscar la chaqueta y el equipo médico de
emergencia.
Miró por la ventana y vio el lugar donde estaba aparcado el coche, justo junto a la
entrada del carril marginal, donde el monitor lo había dejado en control manual. Si
nadie tomaba el control, el auto quedaba automáticamente aparcado en punto muerto.
Los otros vehículos pasaban a su alrededor.
Tan simple que hasta un perro puede manejarlo, pensó Render. Mejor será que
baje antes de que venga una grúa. Probablemente el coche ya informó que está ahí
detenido. Pero tal vez no. Tal vez todavía tengamos unos minutos de gracia.
Miró el gran reloj.
—Bueno, Sig —llamó—. Vamos.

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Tomaron el ascensor hasta la planta baja, salieron por la entrada principal y se
apresuraron hacia el vehículo.
El motor todavía funcionaba.
Render abrió la puerta de los pasajeros y Sigmund saltó al interior. Render se
deslizó hasta el asiento del conductor, pero el perro ya estaba pulsando las
coordenadas primarias y las direcciones con la pata.
Parece que me equivoqué de asiento.
Encendió un cigarrillo mientras el coche se lanzaba hacia delante por un paso
subterráneo. Salió al otro lado, en el carril marginal opuesto, se quedó esperando un
momento y luego se unió al flujo de tránsito. El perro lo dirigió hasta colocarlo en el
carril de alta aceleración.
—Ah —dijo luego—. Ah.
Render hubiera querido palmearle la cabeza, pero lo miró, vio que tenía los
dientes descubiertos y decidió que no.
—¿Cuándo empezó a actuar raro?
—Volvió a casa de trabajo. No comió. No contesta cuando hablo. Sentada.
—¿Estuvo así antes alguna vez?
—No.
¿Qué pudo haberlo precipitado? Tal vez solamente tuvo un día malo. Después de
todo, es solamente un perro…, o algo así… No, él sabe. Y entonces, ¿qué?
—¿Cómo estaba ayer…, y cuando se fue de casa esta mañana?
—Como siempre.
Render trató de llamarla otra vez. No le contestaron.
—Usted. Hizo —acusó el perro.
—¿Qué quieres decir?
—Ojos. Ver. Máquina. Usted. Malo.
—No —dijo Render y su mano descansó sobre el aerosol paralizante que tenía en
el bolsillo.
—Sí —insistió el perro, que se volvió hacia él de nuevo—. ¿La va, a curar…?
—Claro —respondió Render.
Sigmund volvió a mirar hacia delante.
Render estaba físicamente excitado y mentalmente aturdido. Buscó el factor de
confusión. Había tenido esos sentimientos hacia el caso desde la primera sesión.
Había algo muy inquietante en Eileen Shallot: una combinación de alta inteligencia e
indefensión, de determinación y vulnerabilidad, de sensibilidad y amargura.
¿Encuentro eso especialmente atractivo?… No. Es solamente la
contratransferencia, mierda…
—Usted. Huele. Miedo —comentó el perro.
—Entonces di que tengo miedo —dijo Render—, y olvídate de ello.
El coche frenó, dio una serie de vueltas, aumentó de velocidad otra vez,
desaceleró de nuevo, volvió a acelerar. Finalmente, viajaban por una sección estrecha

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de carretera a través de un área semirresidencial de la ciudad. Doblaron por una calle
lateral, siguieron un kilómetro más o menos; el coche hizo un ruido bajo el tablero y
dobló en el aparcamiento de un edificio de apartamentos de ladrillos a la vista. El
ruido debía de haber sido el mecanismo a servo especial que tomaba el control donde
lo dejaba el monitor, porque el coche se arrastró a través del aparcamiento, se acercó
a su plaza, rodeada de paredes transparentes, después se detuvo. Render apagó el
motor.
Sigmund ya había abierto la puerta. Render lo siguió hacia el edificio y los dos
subieron hasta el piso quince en el ascensor. El perro corrió por el vestíbulo, delante,
apretó la nariz contra un círculo colocado bien abajo sobre la puerta y esperó.
Después de un momento, la puerta se abrió unos centímetros hacia dentro. Él la
empujó con el hombro y entró. Render lo siguió y cerró la puerta tras de sí.
El apartamento era grande, las paredes casi desnudas, las combinaciones de
colores tranquilizantes. Una gran biblioteca de cintas llenaba un rincón; un emisor
monstruoso y combinado descansaba junto a ella. Había una mesa ancha y baja frente
a la ventana y una cama baja junto a la pared de la derecha; una puerta de baño junto
a la cama; un arco a la izquierda, que daba probablemente a otras habitaciones. Eileen
estaba sentada en una silla muy mullida en el rincón más lejano, junto a la ventana.
Sigmund se quedó de pie junto a la silla.
Render cruzó la habitación y sacó un cigarrillo del paquete. Abrió el encendedor,
y mantuvo la llama encendida hasta que ella giró la cabeza en su dirección.
—¿Un cigarrillo? —preguntó.
—¿Charles?
—Sí.
—Sí, gracias. Gracias.
Eileen extendió una mano, aceptó el cigarrillo, se lo llevó a los labios.
—Gracias… ¿Qué estás haciendo aquí?
—Visita social. Pasaba por aquí cerca.
—No oí el timbre. Ni un golpe en la puerta.
—Estarías medio dormida. Sig me dejó entrar.
—Sí, seguramente dormí. —Ella se estiró—. ¿Qué hora es?
—Cerca de las cuatro y media.
—Entonces hace dos horas que estoy en casa… Seguramente estaba muy
cansada…
—¿Cómo te encuentras ahora?
—Bien —declaró ella—. ¿Quieres una taza de café?
—No me vendría mal.
—¿Carne?
—No, gracias.
—¿Bacardí en el café?
—Suena fantástico.

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—Entonces, discúlpame. En seguida vengo.
Se fue a través de la puerta que había junto al sofá y Render tuvo una imagen
breve de una cocina grande, brillante, automática.
—¿Bien? —le preguntó al perro.
Sigmund meneó la cabeza.
—No igual.
Render meneó la cabeza.
Dejó la chaqueta en el sofá, la dobló con cuidado sobre el equipo médico para
ocultarlo. Se sentó junto al paquete y pensó.
¿Le di un mordisco de visión demasiado grande para masticar? ¿Está sufriendo
efectos colaterales depresivos…, digamos, represiones de recuerdos, fatiga nerviosa?
¿Afecté de algún modo su síndrome de adaptación sensorial? ¿Y por qué voy tan
rápido de todos modos? En realidad no hay ninguna prisa. ¿Estoy tan ansioso por
escribirlo? ¿Es eso, mierda? ¿O lo hago porque ella quiere que lo haga? ¿Será tan
fuerte esta mujer, consciente o inconscientemente? ¿O es que soy tan vulnerable…,
en el fondo?
Ella lo llamó a la cocina para que llevara la bandeja. Él la puso sobre la mesa y se
sentó frente a ella.
—Buen café —dijo, aunque se quemó los labios con la taza.
—Una máquina inteligente —afirmó ella, poniéndose frente a la voz de él.
Sigmund se tendió sobre la alfombra cerca de la mesa, bajó la cabeza entre las
patas, suspiró y cerró los ojos.
—Estuve preguntándome —dijo Render— si esa última sesión tuvo efectos
colaterales…, experiencias sinestésicas aumentadas, o sueños que involucren formas,
o alucinaciones, o…
—Sí —dijo ella directamente—. Sueños.
—¿De qué tipo?
—La última sesión. La sueño una y otra vez.
—¿Del principio al fin?
—No, no hay orden en los hechos. Estamos dando una vuelta por la ciudad, o en
el puente, o sentados a la mesa, o caminando hacia el coche…, son imágenes sueltas,
así. Imágenes muy vividas.
—¿Qué clase de sentimientos acompañan esas… imágenes?
—No lo sé. Están todos mezclados.
—¿Qué sentimientos tienes ahora que los recuerdas?
—Los mismos, todos mezclados.
—¿Tienes miedo?
—Nnnno, creo que no.
—¿Quieres tomarte unas vacaciones de esto? ¿Crees que vamos demasiado
rápido?

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—No. En absoluto. Es…, es como aprender a nadar. Cuando uno aprende,
entonces nada y nada y nada hasta que se agota. Y después se queda ahí, jadeando y
recordando cómo se sentía, mientras los amigos aúllan y le gritan y lo felicitan por
haberse agotado tanto…, y es un hermoso sentimiento aunque uno tenga escalofríos y
le parezca que se le clavan agujas en los músculos. Por lo menos, así es como yo
hago las cosas. Me sentí así después de la primera sesión y después de ésta. Las
primeras veces siempre son especiales… Pero las agujas ya pasaron y ya no estoy
jadeando. Dios mío, no, ¡no quiero parar ahora! Me siento bien.
—¿Generalmente duermes la siesta?
Las diez uñas rojas de los dedos de ella se movieron sobre la mesa cuando se
estiró.
—… Cansada —sonrió, tragándose un bostezo—. La mitad del personal está de
vacaciones o de baja y yo he trabajado mucho toda la semana. Estaba lista para
caerme redonda cuando terminé. Me siento bien ahora que he descansado un poco.
Levantó la taza de café y tomó un buen trago.
—Ajá —dijo él—. Bien. Estaba un poco preocupado. Veo que no había razón
alguna para estarlo.
Ella rió.
—¿Preocupado? Ya leíste las notas del doctor Riscomb sobre mi análisis…, y el
intento con el ONT y R, ¿y crees que soy del tipo de las que causan preocupaciones?
¡Ja! Tengo una neurosis operacionalmente beneficiosa con respecto a mi adecuación
como ser humano. Esa neurosis enfoca mis energías, coordina mis esfuerzos hacia
logros mayores. Y aumenta mi sentido de identidad…
—Tienes una memoria realmente notable —comentó él—. Eso es casi una cita
textual.
—Claro que sí.
—Sigmund estaba preocupado por ti.
—¿Sig? ¿Por qué?
El perro se movió, inquieto, abrió un ojo.
—Sí —gruñó mirando a Render con rabia—. Él necesita, que, lo lleven, casa.
—¿Estuviste conduciendo el coche otra vez?
—Sí.
—¿A pesar de que te dije que no lo hicieras?
—Sí.
—¿Por qué?
—Tenía. Miedo. No me. Contestaba. Cuando hablaba.
—Estaba muy cansada, y si vuelves a llevarte el coche, voy a hacer que arreglen
la puerta para que no puedas entrar y salir cuando quieras.
—Disculpas.
—No me pasa nada.
—Ya, veo.

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—No lo vuelvas a hacer. Nunca.
—Disculpas. —Los ojos del perro no dejaban de mirar a Render. Eran como una
lente que quema.
Render desvió la mirada.
—No seas tan dura con el pobre —dijo—. Después de todo, pensó que estabas
enferma y fue a buscar a un médico. ¿Y si hubiera tenido razón? Deberías
agradecérselo en lugar de reñirlo.
Sigmund lo miró otro momento, sin relajarse, y cerró los ojos.
—Cuando se porta mal, hay que decírselo.
—Supongo que sí —convino él—. De todos modos, nadie salió lastimado. Ya que
estoy aquí, hablemos un poco. Estoy escribiendo algo y quisiera tu opinión.
—Encantada. ¿Me pondrás en alguna nota al pie?
—En dos o tres por lo menos. En tu opinión, ¿las razones generales subyacentes
que llevan al suicidio varían según el período o la cultura?
—Mi bien pensada opinión es que no, que no varían —respondió ella—. Las
frustraciones pueden llevar a depresiones o locuras; y si esas locuras y depresiones
son lo suficientemente graves, pueden conducir a la autodestrucción. Me preguntas
sobre motivaciones y yo creo que son más o menos las mismas a lo largo del tiempo.
Siento que ése es un aspecto de la condición humana que cruza fronteras temporales
y culturales, no creo que se pueda cambiar sin modificar la naturaleza humana básica.
—De acuerdo. Ahora, ¿qué hay del elemento de la incitación? —preguntó él—.
Incluso si aceptamos que el hombre es una constante, su medio sigue siendo variable.
Si comparamos su situación dentro de una cultura que lo sobreprotege con su
situación en un medio menos protegido, ¿te parece que se necesitarían menos o más
circunstancias para deprimirlo…, o estimularlo hasta la locura?
—Mmm. Como me incluyo en los que creen que es el caso el que debe dictar las
reglas, diría que depende del hombre de que se trate. Pero veo lo que quieres decir:
una predisposición generalizada a saltar por las ventanas sin otra razón que la pérdida
de un sombrero…, y una situación en que la ventana se abre sola para que uno caiga,
porque uno le pidió que se abriera…; sí, la revuelta de las masas aburridas. No me
gusta la idea. Espero que te equivoques.
—Yo también, pero también estaba pensando en los suicidios simbólicos…, los
desórdenes funcionales que se producen por razones bastante banales.
—¡Ajá! Tu conferencia del mes pasado: la autopsico-mímesis. Tengo la cinta.
Bien expresada, pero no estoy de acuerdo.
—Ni yo, ahora. Estoy reescribiendo toda la sección «Tánatos en la Tierra del
Cucú», la llamo. En realidad es el instinto hacia la muerte que se acerca a la
superficie.
—Si te traigo un escalpelo y un cadáver, ¿podrías cortar el instinto hacia la
muerte para que yo lo tocara?

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—No. —Él puso la sonrisa dentro de su voz—. Estaría gastado por completo en
un cadáver. Pero si me consigues un voluntario, él probará lo que digo por el solo
hecho de ofrecerse.
—Tu lógica es perfecta —sonrió ella—. Sirve más café, ¿quieres?
Render fue a la cocina, llenó las tazas, tomó un trago de agua, volvió a la sala.
Eileen no se había movido, tampoco Sigmund.
—¿Qué haces cuando no trabajas como Formador? —le preguntó ella.
—Las mismas cosas que la mayoría de la gente: comer, beber, hablar, visitar a
amigos y no tan amigos, visitar lugares, leer…
—¿Sueles perdonar?
—A veces, ¿por qué?
—Entonces, perdóname. Hoy he discutido con una mujer, DeVille se llamaba.
—¿Sobre qué?
—Tú…, y me acusó mucho, me dijo que habría sido mejor que mi madre no me
hubiera dado a luz. ¿Vas a casarte con ella?
—No, el casamiento es como la alquimia. Tuvo un buen propósito en su tiempo
pero no me parece que esté aquí para quedarse.
—Me alegro.
—¿Qué te dijo ella?
—Le di una tarjeta clínica de referencia que decía: «Diagnóstico: zorra.
Prescripción: Terapia con drogas y una mordaza bien apretada».
—Ah —dijo Render, interesado.
—La rompió en pedazos y me la tiró a la cara.
—Me pregunto por qué.
Ella se encogió de hombros, sonrió, hizo un dibujo con el dedo sobre el mantel.
—«Padres y mayores, me pregunto ¿qué es el infierno?» —suspiró Render,
citando.
—«Yo sostengo que es el sufrimiento de no ser capaz de amar» —terminó ella—.
¿Tenía razón Dostoievsky?
—Lo dudo. Yo lo pondría en terapia de grupo. Eso sí que sería el infierno para
él…, con toda esa gente que actúa como sus personajes y disfruta tanto con ello…
Render apoyó la taza, separó la silla de la mesa.
—Supongo que ahora tienes que irte.
—Debería —dijo Render.
—¿Y no puedo tentarte con una comida?
—No.
Ella se levantó.
—De acuerdo. Voy a buscar mi chaqueta.
—Podría volver solo y enviar el coche aquí con las coordenadas.
—¡No, por favor! Me asusta la idea de autos vacíos moviéndose por la ciudad.
Sentiría que está encantado durante dos semanas y media por lo menos.

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—Además —añadió ella, mientras pasaba a través del arco—, me prometiste la
catedral de Winchester.
—¿Quieres hacerlo hoy?
—Si logro convencerte…
Mientras Render lo decidía, Sigmund se incorporó. Se colocó directamente frente
a él y lo miró a los ojos. Abrió la boca y la cerró, varias veces, pero no salió ningún
sonido. Después se volvió y abandonó la habitación.
—No —se oyó la voz de Eileen—. Te quedarás aquí hasta que yo vuelva.
Render cogió la chaqueta y se la puso, después colocó el equipo médico en el
bolsillo más apartado y oculto.
Mientras caminaban juntos por el vestíbulo hacia la puerta, le pareció oír un
aullido leve y muy distante.

En ese lugar de todos los lugares, Render era el amo.


Estaba en su casa en esos mundos extraños, ajenos, sin tiempo, esos mundos
donde copulan las flores y las estrellas batallan en los cielos y caen al suelo,
sangrando, como otros tantos cálices destrozados y quebrados, y los mares se abren
para mostrar escaleras que descienden, y emergen brazos de las cavernas, sacudiendo
antorchas que flamean como rostros líquidos —una pesadilla de una noche de
invierno con el verano muy lejos, Render lo sabía porque él había visitado esos
mundos sobre una base profesional durante casi una década—. Con sólo doblar un
dedo, podía aislar a los brujos, llevarlos a juicio por traición contra el reino, sí, y
ejecutarlos y nombrar a sus sucesores.
Por suerte, este viaje era solamente una visita de cortesía…
Se movió hacia delante en medio del brillo, buscándola.
Sentía la presencia de ella a su alrededor, ella, que se despertaba.
Empujó a través de las ramas, se quedó de pie junto al lago. El lago estaba frío,
azul y sin fondo, con el reflejo del pequeño sauce que se había convertido en la
estación de llegada de Eileen.
—¡Eileen!
El sauce se inclinó hacia él, se inclinó hacia el otro lado.
—¡Eileen! ¡Acércate!
Cayeron las hojas, flotaron sobre el lago, perturbaron el espejo plácido,
distorsionaron los reflejos.
—¿Eileen?
Todas las hojas se pusieron amarillas de pronto, cayeron al agua. El árbol dejó de
sacudirse. Hubo un sonido extraño en el cielo que se oscurecía, como el murmullo de
las llantas de un coche en un día frío.
De pronto, una doble fila de lunas sobre el cielo.

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Render seleccionó una, se extendió y la apretó. Las otras se desvanecieron cuando
lo hizo y el mundo se llenó de luz. El murmullo desapareció del aire.
Render voló alrededor del lago para conseguir alivio subjetivo de la acción-
reacción y de su acto para contrarrestarla. Los pájaros cantaron en los árboles. El
viento llegó hasta él con suavidad. Sintió la presencia de ella con más fuerza.
—Aquí, Eileen, aquí estoy.
Entonces ella caminó a su lado, seda verde, cabello de bronce, ojos de esmeralda
manchada; una esmeralda en la frente. Caminó con sandalias verdes sobre las agujas
de pino, diciendo:
—¿Qué ha pasado?
—Tenías miedo.
—¿Por qué?
—Tal vez tienes miedo de la catedral. ¿Eres bruja? —sonrió él.
—Sí, pero es mi día de descanso.
Él rió, la cogió del brazo y rodearon una isla de follaje y ahí estaba la catedral,
reconstruida sobre una ladera cubierta de césped, empujando el aire hacia arriba y
sobre los árboles, trepando hasta la mitad del cielo. Notas de órgano salían por sus
poros y un rayo perdido de sol se reflejaba en un vitral.
—Aférrate bien al mundo —dijo él—. Aquí viene la visita con guía.
Se acercaron y entraron.
—… «Con sus ejes de columnas que van del techo al suelo como grandes troncos
de árbol, logra un control brutal sobre sus espacios» —dijo él—. Lo saqué de un
libro. Éste es el crucero norte…
—Mangas Verdes —observó ella—, el órgano está tocando Mangas Verdes.
—Sí. No me puedes culpar por eso… Observe los capiteles festoneados…
—Quiero acercarme a la música.
—De acuerdo. Por aquí, entonces.
Render sintió que algo andaba mal. No podía poner el dedo donde quería.
Todo retenía su solidez…
Algo pasó rápidamente sobre la catedral, muy arriba, con un estallido sónico.
Render sonrió, recordando; era como un lapsus, por un momento había confundido a
Eileen con Jill…, sí, eso era lo que había pasado…
Entonces, ¿por qué…?
Un estallido de blanco era el altar. Él nunca lo había visto antes, en ninguna parte.
Todas las paredes eran negras y frías. Las velas temblaban en los rincones y en los
altos nichos. El órgano hacía sonar acordes bajo manos invisibles.
Render sabía que algo andaba mal.
Se volvió hacia Eileen Shallot, cuyo sombrero era un cono verde que subía hacia
la oscuridad, arrastrando ondas de velos. Tenía la garganta en sombras pero…
—Ese collar…, ¿dónde?
—No lo sé —sonrió ella.

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La copa que tenía en la mano irradiaba una luz rosada. Era un reflejo de la
esmeralda que tocaba a Render como una corriente de aire frío.
—¿Quieres beber? —preguntó ella.
—Quédate quieta —le ordenó él.
Deseó que las paredes se derrumbaran. Nadaron en la sombra.
—¡Quédate quieta! —repitió con urgencia—. No hagas nada. Trata de no pensar.
»¡Abajo! —aulló. Y las paredes estallaron en todas direcciones y el techo voló
hacia la cima del mundo y ellos estaban de pie entre las ruinas, iluminados por una
sola vela.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó ella, con la copa todavía tendida hacia él.
—No pienses. No pienses en nada —le dijo él—. Relájate. Estás muy cansada.
Así como tiembla esa vela, así tiembla y quiere desvanecerse tu conciencia. Casi no
puedes mantenerte despierta. Casi no puedes estar de pie. Se te cierran los ojos. No
hay nada que ver de todos modos.
Él deseó que la vela se apagara. La vela siguió encendida.
—No estoy cansada. Por favor, bebe un poco.
Render oyó música de órgano a través de la noche. Una canción diferente, una
que él no reconoció al principio.
—Necesito que colabores.
—Como quieras.
—¡Mira! ¡La luna! —señaló él.
Ella miró arriba, y apareció la luna por detrás de una nube negra.
—… Y otra, y otra.
Lunas, como perlas en un collar, se encendieron en la oscuridad.
—La última será roja —anunció él.
Era roja.
Render se estiró con el dedo índice de la mano derecha, deslizó el brazo hacia el
costado de su campo de visión y trató de tocar la luna roja.
Le dolía el brazo, se quemaba. No podía moverlo.
—¡Despiértate! —gritó.
La luna roja se desvaneció. Y las blancas.
—Por favor, bebe un poco.
Él destruyó el vaso en la mano de ella. Cuando se volvió, ella todavía seguía
tendiéndoselo.
—¿Quieres?
Entonces él giró sobre sus talones y huyó en la noche.
Era como correr con la nieve hasta la cintura. Estaba mal. Estaba cometiendo un
error todavía peor que correr…, estaba minimizando su fuerza, maximizando la de
ella. Estaba disminuyendo sus energías, secándose.
Se quedó quieto en la oscuridad.
—El mundo se mueve a mi alrededor —dijo—. Yo soy el centro.

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—Por favor, bebe un poco —insistió ella y Render estaba sentado en el brillo
junto a la mesa de los dos, a orillas del lago. El lago era negro y la luna era de plata y
estaba muy alta, lejos de su alcance. Una sola vela temblaba sobre la mesa y el
cabello de ella era plateado bajo ese brillo, tan plateado como su vestido. Llevaba la
luna en la frente. Una botella de Romanée Conti se alzaba sobre el mantel blanco
junto a un vaso de vino de boca ancha. Estaba lleno, ese vaso, y había gotas rosadas
en los bordes. Él tenía mucha sed y ella era lo más hermoso que hubiera visto en su
vida y el collar que llevaba brillaba y la brisa soplaba fresca del lago y había algo…,
algo que él tendría que haber recordado…
Dio un paso hacia ella y su armadura sonó con un tañido alegre cuando se movió.
Hizo un gesto para coger el vaso y el brazo derecho se le paralizó de dolor y cayó de
lado otra vez.
—¡Estás herido!
Lentamente, él volvió la cabeza. La sangre fluía de la herida abierta en su brazo,
le corría por la muñeca y le caía entre los dedos. La armadura estaba rota, quebrada.
Hizo un esfuerzo por apartar la vista.
—Tómate esto, amor. Te curará.
Ella se levantó.
—Yo te sostendré el vaso.
Él la miró mientras ella le llevaba el líquido a los labios.
—¿Quién soy yo? —preguntó él.
Ella no le contestó pero algo lo hizo…, en medio de un ruido de agua allá, sobre
el lago.
Eres Render, El que da Forma…
—Sí, me acuerdo —dijo él y puso en su mente la única mentira que podía hacer
estallar la ilusión por completo. Obligó a su boca a decir—: Eileen Shallot, te odio.
El mundo tembló y nadó a su alrededor, se sacudió, como bajo un enorme
sollozo.
—¡Charles! —gritó ella y la negrura los envolvió a los dos.
—¡Despiértate! ¡Despiértate! —exclamó él y su brazo derecho se quemó y ardió
y sangró en la oscuridad.

Estaba de pie, a solas, en una llanura blanca. Una llanura silenciosa, una llanura
infinita. Se inclinaba allá, hacia las fronteras del mundo. Producía su propia luz y el
cielo no era un cielo, no había nada arriba. Nada. Él estaba solo. Su propia voz le
devolvía el eco desde el fin del mundo.
—… Te odio —decía la voz—…, te odio.
Él se dejó caer de rodillas. Era Render.
Quería llorar.

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Una luna roja apareció sobre la llanura, con una luz fantasmal que lo iluminaba
todo. Había una pared de montañas hacia la izquierda, otra a la derecha.
Él levantó el brazo derecho. Se ayudó con la mano izquierda. Se aferró la
muñeca, extendió el dedo índice. Buscaba la luna.
Entonces llegó ese aullido desde arriba, en las montañas, un gran aullido casi
humano, todo desafío, todo soledad y todo remordimiento. Él lo vio, caminando
sobre las montañas, la cola que barría la nieve desde los altos picos, el último lobo
cerval del Norte, Fenris, el hijo de Loki, aullando con rabia hacia los cielos.
Saltó al aire. Se comió la luna.
Aterrizó cerca de Render y los grandes ojos brillaron, amarillos. Lo cazaba sobre
patas silenciosas, sobre los campos fríos y blancos que yacían entre las montañas; y él
huía, subiendo colinas, bajando lomas, sobre grietas y acantilados, a través de los
valles, junto a estalactitas y pináculos, bajo los bordes de los glaciares, junto a lechos
de ríos congelados, siempre hacia abajo, hasta que el aliento caliente de la bestia lo
bañó y la boca llena de risa se abrió sobre él.
Entonces Render se volvió y sus pies se convirtieron en dos ríos brillantes que lo
llevaban lejos.
El mundo saltó hacia atrás. Él se deslizó sobre las laderas. Abajo. A toda
velocidad…
Lejos…
Miró por encima de su hombro.
A lo lejos, la sombra gris galopaba tras él.
Sintió que si esa sombra quería, podía acercarse. Tenía que moverse más rápido.
El mundo se sacudió a su alrededor. Empezó a nevar.
Él siguió corriendo a toda velocidad.
Adelante, un borrón, una silueta quebrada.
Atravesó los velos de nieve que parecían caer hacia arriba desde el suelo…, como
cadenas de burbujas.
Se acercó a la forma golpeada.
Como un nadador se acercó…, incapaz de abrir la boca para hablar, porque tenía
miedo de ahogarse…, de ahogarse y no saber, no saber nunca.
No podía controlar el movimiento hacia delante; el movimiento lo arrastraba
como una marea, hacia el naufragio. Se detuvo, por fin, frente a la forma.
Algunas cosas no cambian nunca. Hay cosas que han dejado de existir hace
mucho como objetos y siguen ahí, como ocasiones que nunca aparecerán en el
calendario, fuera de la secuencia de elementos llamada Tiempo.
Render estaba ahí de pie y no le importaba si Fenris saltaba sobre su espalda y le
engullía el cerebro. Se había cubierto los ojos con las manos, pero no podía dejar de
ver. No esta vez. No le importaba nada. La mayor parte de sí mismo estaba muerta a
sus pies.
Se oyó un aullido. Una sombra gris pasó junto a él.

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Los ojos maléficos y el hocico sanguinolento se enraizaron dentro del coche
destruido, buscando a través del acero, el cristal, revolviendo el interior…
—¡No! ¡Bestia! ¡Masticador de cadáveres! —exclamó él—. ¡Los muertos son
sagrados! ¡Mis muertos son sagrados!
Tenía un escalpelo en la mano y golpeó como un experto los tendones, los
músculos gruesos de los hombros llenos de esfuerzo, el vientre suave, las cuerdas de
las arterias.
Llorando, despedazó al monstruo, miembro por miembro, y el monstruo sangró y
sangró, ensuciando el coche y los restos que había en él con sus humores animales
infernales, y los humores gotearon y corrieron hasta que toda la llanura enrojeció y
tembló a su alrededor.

Render cayó atravesando la capota pulverizada y la capota era suave y seca. Lloró
sobre ella.
—No llores —dijo ella.
Él colgaba sobre sus hombros, la abrazaba con fuerza, ahí junto al lago negro bajo
la luna que era el Bosque del Borde. Una sola vela temblaba sobre la mesa. Ella le
llevó el vaso a los labios.
—Por favor, bebe.
—Sí, ¡dámelo!
Saboreó el vino que era todo suavidad, todo levedad. El vino lo quemó por
dentro. Él sintió que sus fuerzas regresaban.
—Soy…
… Render, El que da Forma…, salpicó el lago.
—¡No!
Él se volvió y corrió de nuevo, buscando el coche destruido. Tenía que volver,
tenía que regresar.
—No puedes…
—¡Puedo! —gritó él—. Puedo, si lo intento…
Las llamas amarillas se enroscaban en el aire espeso. Serpientes amarillas. Se le
enroscaban, brillantes, sobre los tobillos. Después, a través de la oscuridad, con dos
cabezas, enormes, amenazadoras, se acercaron a su Adversario.
Unas piedras pequeñas sonaron cuando las dos cabezas pasaban junto a Render.
Un intenso olor se le metió por la nariz y se le hundió en la cabeza.
—¡Hacedor! —Llegó el aullido de una de las cabezas.
—¡Has vuelto del reconocimiento! —llamó la otra.
Render las miró, recordando.
—No hubo reconocimiento, Thaumiel —dijo—. Te vencí a ti y te encadené
para…, Rothman, sí, fue Rothman…, el cabalista. —Trazó un pentagrama en el aire
—. Vuelve a Qliphoth. Yo te destierro.

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—Este lugar es Qliphoth.
—… Por Khamael, el ángel de la sangre, por los huéspedes de Serafín, en el
Nombre de Elohim Gebor, ¡te ordeno que te desvanezcas!
—No esta vez —rieron las dos cabezas.
La cosa avanzó.
Render retrocedió despacio, los pies atados por serpientes amarillas. Veía el
abismo que se abría tras él.
El mundo era un rompecabezas que se separaba. Él veía cómo se separaban las
piezas.
—¡Fuera, desaparece!
El gigante rugió su risa doble.
Render tropezó.
—¡Por aquí, amor!
Ella estaba de pie junto a una pequeña cueva, a la derecha.
Él meneó la cabeza y retrocedió hacia el abismo.
Thaumiel se le acercó.
Render se tambaleó sobre el borde.
—¡Charles! —aulló ella y el mundo se estremeció con un sollozo.
—Entonces, Vernichtung —le contestó él mientras caía—. Me uno a ti en la
oscuridad.
Todo terminó.

—Quiero ver al doctor Charles Render.


—Lo lamento, es imposible.
—Pero he venido en avión hasta aquí, solamente para darle las gracias. ¡Soy un
hombre nuevo! Él me cambió la vida.
—Lo lamento, señor Erikson. Cuando llamó esta mañana, ya le dije que era
imposible.
—Señor, soy el Representante Erikson, y Render me hizo un gran favor una vez.
—Entonces hágale usted uno a él ahora. Váyase a su casa.
—¡No puede hablarme así!
—Acabo de hacerlo. Por favor, váyase. Tal vez el año que viene…
—Pero unas pocas palabras…
—¡Ahórreselas!
—Lo…, lo siento…

A pesar de lo hermoso que era, rosado sobre la mañana…, el bol humeante del
mar, inclinado hacia abajo…, él sabía que debía terminar. Por lo tanto…

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Descendió la alta escalera de la torre y entró en el patio. Cruzó hacia la rosaleda y
miró la camilla colocada en el medio.
—Bueno días, milord —saludó.
—Buenos días a vos —dijo el caballero, mientras su sangre se mezclaba con la
tierra, las flores, la hierba, fluía desde su herida, brillaba sobre su armadura, le
goteaba por la punta de los dedos.
—¿No ha mejorado?
El caballero movió la cabeza.
—Me vacío. Espero.
—Vuestra espera ya termina.
—¿Qué queréis decir? —Él se sentó bruscamente.
—La nave. Se acerca al puerto.
El caballero se levantó. Reclinó la espalda contra el tronco de un árbol cubierto de
musgo. Miró al gran servidor barbado que seguía hablando, palabras duras con acento
bárbaro:
—Viene como un cisne oscuro con el viento…, así vuelve.
—¿Oscuro decís? ¿Oscuro?
—Las velas son negras, lord Tristán.
—¡Mentís!
—¿Queréis verlas? ¿Queréis ver por vos mismo? ¡Mirad entonces!
Hizo un gesto. La tierra tembló, la pared se tambaleó. El polvo se arremolinó y se
asentó en el suelo de nuevo. Desde donde estaban, veían la nave moviéndose hacia el
puerto sobre las alas de la noche.
—¡No! ¡Mentíais! ¡Mirad! ¡Son blancas!
La aurora danzaba sobre las aguas. Las sombras huían de las velas de la nave.
—¡No! ¡Insensato! ¡Negras! ¡Tienen que ser negras!
—¡Blancas! ¡Blancas! ¡Isolda! ¡Me fuiste fiel! ¡Has regresado!
Empezó a correr hacia el puerto.
—¡Volved! ¡Vuestra herida! Estáis enfermo… Alto…
Las velas eran blancas bajo el sol, que era un botón rojo que el servidor se inclinó
a tocar con rapidez. Cayó la noche.

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POR SIEMPRE Y GOMORRA
Samuel R. Delany

Mejor relato corto, 1967

PREFACIO DEL EDITOR

Samuel R. Delany es uno de los pocos escritores «serios» de ciencia ficción. Eso
significa dos cosas. Primero: es sumamente serio con respecto a su trabajo, lo cual
se advierte en la profundidad y en la textura de su prosa. Segundo: la comunidad
literaria lo toma con seriedad, distinción (o maldición) que prácticamente no ha
recibido ningún otro autor del género.
«Chip» Delany nació en el Harlem, en 1942. Tiene otra característica; es uno de
los pocos escritores negros de ciencia ficción. La primera obra que publicó en este
género fue la novela The Jewels of Aptor («Las joyas de Aptor») (1962). Pronto se
puso de manifiesto que había aparecido un talento descollante. Con las novelas
Babel-17 y La intersección de Einstein —ambas ganadoras del premio Nebula—,
Delany pronto se erigió a la cabeza de lo que entonces dio en llamarse la new wave.
Los jóvenes escritores que formaron esta corriente, durante la década de los 60,
aportaron vigor, color e intensas caracterizaciones al campo de la ciencia ficción.
Y estilo. Aunque Delany busca las bases del lenguaje y de la mitología en muchos
de sus relatos, quizá su mayor contribución a la ciencia ficción (hasta ahora) haya
sido su empleo del estilo narrativo como medio para lograr el efecto que desea
suscitar en el lector. «Por siempre y Gomorra» es un perfecto ejemplo de esto: el
relato comienza y termina, literalmente, en medio del aire. Pero entre ese comienzo y
ese final, se extiende una nueva forma de examinar el modo en que los seres humanos
pueden vivir, amar y desangrarse.

* * *

Y descendimos en París.
Donde nos lanzamos a toda carrera por la calle Médicis con Bo, Lou y Muse
dentro de la verja, y Kelly y yo afuera, haciendo muecas a través de los barrotes,
haciendo barullo, haciendo rugir los Jardines de Luxemburgo a las dos de la
madrugada. Después saltamos la verja y bajamos hasta la plaza frente a St. Sulpice,
donde Bo intentó meterme de cabeza en la fuente.
Momento en el cual Kelly se dio cuenta de lo que sucedía a nuestro alrededor,
cogió la tapa de un cubo de basura y corrió hacia los urinarios, estrellándola contra

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las paredes. Asomaron cinco tipos; ni siquiera los urinarios públicos más grandes
pueden albergar a más de cuatro.
Un joven muy rubio posó la mano sobre mi brazo y me sonrió.
—¿No crees, espaciano, que tu… gente debería irse?
Miré la mano que me había puesto sobre el uniforme azul.
—Est-ce que tu es un frelk?
Enarcó las cejas, y luego meneó la cabeza.
—Une frelk —corrigió—. No, no lo soy. Lo lamento por mí. Tienes aspecto de
haber sido un hombre alguna vez. Pero ahora… —Sonrió—. Ahora no tienes nada
que ofrecerme. La policía… —Señaló con la cabeza el lado opuesto de la calle,
donde advertí por primera vez la gendarmería—. Con nosotros no se meten. Pero
vosotros sois extranjeros…
Pero Muse ya estaba aullando:
—¡Eh, venid! ¡Larguémonos de aquí, deprisa! —Nos fuimos. Y volvimos a subir.
Para descender en Houston:
—¡Mierda! —maldijo Muse—. Control de Vuelo Gemini… ¿Aquí comenzó
todo? ¡Por favor, vayámonos ahora mismo!
De modo que tomamos un autobús hasta Pasadena, luego cogimos el monolínea
hasta Galveston, y nos disponíamos a seguir hasta el Golfo, cuando Lou encontró una
pareja en una camioneta…
—Encantados de llevaros, espacianos. La gente de ahí arriba sí que trabaja en sus
planetas y esas cosas, partiéndose el lomo para el gobierno…
… Que iba hacia el sur. Eran ellos dos y un niño, de modo que viajamos en la
parte de atrás durante cuatrocientos kilómetros de sol y de viento.
—¿Crees que son frelks? —preguntó Lou, propinándome un codazo—. Apuesto a
que lo son. Están aguardando a que les demos luz verde…
—Déjalo ya. Son un par de campesinos inocentes y agradables.
—Eso no impide que sean frelks…
—No te fías de nadie, ¿eh?
—No.
Y, por fin, otro autobús que nos llevó traqueteando hasta Brownsville y que cruzó
la frontera en Matamoros, donde bajamos con paso tambaleante. Aparecimos en una
tarde calcinada y polvorienta, llena de mejicanos, de pollos y de pescadores de
langostinos del golfo de Tejas —que eran los que peor olían—. Nosotros éramos los
que más gritábamos. Cuarenta y tres prostitutas —las conté— habían salido a recibir
a los pescadores, y para cuando rompimos dos ventanas de la estación de autobuses,
ya estaban todos riendo. Los pescadores de langostinos decían que no nos invitarían a
comer, pero que nos emborracharían si queríamos, pues ésa era la costumbre de los
que pescaban langostinos. Nosotros aullamos, rompimos otra ventana y entonces,
mientras yo descansaba de espaldas en los escalones de la oficina de telégrafos, una
mujer de labios oscuros se inclinó y posó sus manos sobre mis mejillas.

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—Eres muy guapo… —La espesa mata de pelo le cayó sobre el rostro—. Pero los
hombres están todos por ahí, para miraros. Están perdiendo su tiempo. Y, por
desgracia, su tiempo es nuestro dinero. Espaciano, ¿no crees que deberíais… largaros
de aquí?
La sujeté por la muñeca.
—¡Oiga! —susurré en español—. ¿Usted es una frelka?
—Frelko en español. —Sonrió y palmeó el broche en forma de sol que colgaba de
la hebilla de mi cinturón—. Lo siento, pero no tienes nada que pueda… servirme. Es
una lástima, porque parece como si hubieras sido una mujer alguna vez, ¿no? Y eso
que a mí también me gustan las mujeres…
Rodé y me alejé del porche.
—¿Qué es esto? ¡Me muero de aburrimiento! —gritaba Muse—. ¡Venga!
¡Vámonos de aquí!
Conseguimos llegar a Houston antes del amanecer. Y subimos.
Bajamos en Istanbul.
Esa mañana llovía en Istanbul.
En la cafetería, tomamos el té de unos vasos con forma de pera, mirando el
Bósforo. Las islas Príncipes se extendían ante la ciudad espinosa como montículos de
basura.
—¿Quién sabe orientarse en esta ciudad? —preguntó Kelly.
—¿No vamos a ir todos juntos? —exigió Muse—. Creía que íbamos a andar
todos juntos…
—En el despacho del sobrecargo me rechazaron un cheque —explicó Kelly—.
Estoy en bancarrota. Creo que el sobrecargo me tiene manía. —Se encogió de
hombros—. No me convence la idea, pero tendré que encontrar un frelk con dinero y
mostrarme amistoso… —Siguió tomando su té, y luego advirtió que se había creado
un pesado silencio—. ¡Eh, vamos! Si seguís mirándome así, os voy a romper hasta el
último hueso que tenéis en esos cuerpos cuidadosamente entrenados desde la
pubertad. ¡Y tú! —Refiriéndose a mí—. No me mires con esa cara de inocencia
personificada, como si nunca hubieras andado con un frelk…
La cosa comenzaba…
—No estoy haciéndome el inocente —repliqué, y me enfurecí en silencio.
Las ansias, esas viejas ansias…
Bo rió para romper el hielo.
—Oíd, la última vez que estuve en Istanbul, un año antes de unirme a vuestro
pelotón, recuerdo que salimos de la plaza Taksim por Istiqlal. Después de pasar todos
los cines baratos encontramos un callejón lleno de flores. Delante de nosotros iban
otros dos espacianos. Allí hay un mercado; un poco más abajo compraron pescado y
luego fueron hasta un patio con naranjas, caramelos, erizos de mar y coles. Pero sobre
todo hay flores. Bueno, decía que notamos algo extraño en estos espacianos. No tenía
que ver con los uniformes; eran perfectos. Los cortes de cabello también. Nos dimos

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cuenta cuando los oímos hablar. ¡Eran un hombre y una mujer, vestidos como
espacianos, tratando de cazar frelks! ¡Imaginaos, qué plan para los frelks!
—Sí —dijo Lou—. Ya lo había oído antes. En Río los hay a montones.
—Les dimos una buena paliza —concluyó Bo—. Los sorprendimos en una calle
lateral, y ¡cómo nos lo pasamos!
El vaso de té de Muse tintineó contra el mostrador.
—¿Desde Taksim hacia Istiqlal hasta llegar a las flores? ¿Por qué no dijiste que
allí había frelks, eh? —Si el rostro de Kelly hubiera dejado asomar una sonrisa, se
habrían arreglado las cosas. Pero Kelly no sonrió.
—Demonios —maldijo Lou—, nunca han tenido que decirme dónde buscar.
Salgo a la calle y los frelks me huelen venir. Los reconozco desde la otra punta de
Piccadilly. ¿En este sitio no dan otra cosa que no sea té? ¿Dónde podemos tomar una
copa?
Bo sonrió.
—Es un país musulmán, ¿recuerdas? Pero al final del Pasaje de las Flores hay un
montón de bares pequeños de puerta verde y mostrador de mármol, donde podrás
conseguir un litro de cerveza por quince centavos en liras. Allí también están esos
puestos que venden pescado frito y bocadillos de tripa de cerdo…
—¿Alguna vez habéis notado la forma en que los frelks se lo tragan? El alcohol,
digo, no la tripa de cerdo…
Y nos enfrascamos en una sarta de historias conciliadoras. Terminamos contando
una acerca de un frelk a quien un espaciano quiso desplumar y que le advirtió: «Hay
dos cosas que me atraen. La primera son los espacianos. La segunda una buena
pelea…».
Pero las historias sólo apaciguan las fricciones. No curan nada. Para entonces
hasta Muse sabía que pasaríamos el día cada uno por su lado.
La lluvia había cesado. Tomamos el transbordador hasta el Cuerno de Oro. Kelly
preguntó sin rodeos el camino a la plaza Taksim y a Istiqlal, y le indicaron un
dolmush, que resultó ser un taxi, sólo que va a un solo sitio y recoge muchísima gente
en el camino. Y es más barato.
Lou se encaminó hacia el puente de Ataturk para captar la vista de la Ciudad
Nueva. Bo decidió descubrir qué era en realidad el Dolma Boche; y cuando Muse se
enteró de que podía ir a Asia por quince centavos —una lira y cincuenta krush—,
bueno, decidió ir a Asia.
Atravesé la confusión de tránsito que se formaba a la entrada del puente y dejé
atrás los muros grises e inmundos de la Ciudad Vieja, bajo los alambres del trolebús.
Hay ocasiones en que los gritos y las imprecaciones no logran llenar el vacío. Hay
ocasiones en las que uno tiene que salir a pasear solo, de tanto que duele la soledad.
Caminé por muchas callejuelas con asnos empapados, camellos empapados y
mujeres cubiertas de velos; y descendí muchas avenidas con autobuses, papeleras y
hombres trajeados.

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Algunas personas miran a los espacianos con curiosidad; otras no los miran. Una
semana después de haber salido de la escuela de instrucción, a los dieciséis años, un
espaciano aprende a reconocer cierta forma en que algunas personas lo miran o dejan
de mirarlo. Yo iba andando por el parque cuando noté que me miraban. Ella notó que
yo me había dado cuenta y desvió la vista.
Caminé con paso incierto por el asfalto húmedo. Ella estaba de pie bajo el arco de
una pequeña mezquita vacía. Cuando pasé por delante, avanzó hacia el patio, entre
los cañones.
—Disculpe.
Me detuve.
—¿Sabe usted si éste es el templo de Santa Irene? —Su inglés tenía un acento
encantador—. Me he dejado la guía en casa.
—Lo siento, yo también soy turista.
—Ah. —Sonrió—. Soy griega. Pensé que podía ser turco, por el color oscuro de
su tez.
—Soy norteamericano, de ascendencia piel roja. —Incliné la cabeza. Ella me
devolvió el ademán.
—Ya veo. Acabo de comenzar la universidad aquí, en Istanbul. Su uniforme me
indica que usted es… —Y en la pausa, todas las dudas se desvanecieron— un
espaciano.
Me sentí incómodo.
—Ajá. —Metí las manos en los bolsillos, agité los pies dentro de las botas, me
pasé la lengua por el tercer molar izquierdo empezando por atrás, hice todo lo que
uno hace cuando se siente incómodo. «Me excitas tanto cuando te pones así», me dijo
un frelk en una ocasión.
—Sí, lo soy —dije con demasiada aspereza, y en voz muy alta. La joven se
sobresaltó un poco.
Así que ahora ella sabía que yo sabía que ella sabía que yo sabía, y me pregunté
cómo seguiríamos adelante con nuestra representación.
—Soy turca —dijo entonces—. No soy griega. No acabo de comenzar la
universidad. Me licencié en historia del arte aquí. ¿Por qué será que una tiene que
inventar estas pequeñas mentiras ante los desconocidos? ¿Será para resguardar el
ego? A veces pienso que mi ego es muy pequeño.
Era una estrategia posible.
—¿Vive muy lejos de aquí? —le pregunté—. ¿Y cuál es la tarifa actual en liras
turcas? —Y ésta era otra.
—No puedo pagarte. —Se envolvió el impermeable alrededor de las caderas. Era
muy hermosa—. Me gustaría… —Se encogió de hombros y sonrió—. Pero soy
una… pobre estudiante. No tengo dinero.
Si quieres dar media vuelta y marcharte, no te lo reprocharé. Pero me quedaré
triste.

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Decidí quedarme. Pensé que al cabo de un tiempo sugeriría algún precio, pero no
lo hizo.
Es otra estrategia.
Me estaba preguntando: «¿Para qué quieres el maldito dinero, de todas formas?»,
cuando una brisa salpicó agua de uno de los grandes cipreses de la plaza.
—Creo que todo esto es penoso. —Se enjugó unas gotas del rostro. Se le había
quebrado la voz; por un instante, miré demasiado de cerca los rastros de agua—. Me
parece una pena que hayan tenido que transformarte para hacer de ti un espaciano. De
otro modo, nosotros… Si los espacianos nunca hubieran existido, nosotros no
seríamos… lo que somos. ¿Antes fuiste hombre o mujer?
Otra llovizna. Yo estaba mirando el suelo y las gotas se me metieron dentro del
cuello.
—Hombre —repuse—. No tiene importancia.
—¿Cuántos años tienes? ¿Veintitrés? ¿Veinticuatro?
—Veintitrés —mentí. Es un reflejo. Tengo veinticinco, pero cuanto más joven te
creen, más te pagan. Aunque no me interesaba su maldito dinero…
—Entonces he calculado bien. —Asintió—. La mayoría de nosotros somos
expertos en espacianos. ¿Lo sabes? Supongo que no nos queda más remedio. —Me
miró con unos enormes ojos negros. Al final, parpadeó rápidamente—. Seguramente
fuiste un hombre apuesto. Pero ahora eres un espaciano; construyes unidades de
mantenimiento hídrico en Marte, programas ordenadores de minería en Ganímedes,
reparas torres repetidoras de comunicaciones en la Luna… La transformación… —
Nunca he oído a nadie que dijese «la transformación» con tanta fascinación y pena
como los frelks—. Creo que podrían haber encontrado otra solución. Podrían haber
descubierto alguna otra forma en lugar de neutralizaros, en lugar de convertiros en
criaturas que ni siquiera son andróginas; en cosas que…
Posé la mano sobre su hombro y se detuvo como si la hubiese golpeado. Se
volvió para ver si alguien se acercaba. Entonces, despacio, lentamente, acercó su
mano a la mía.
Aparté mi mano.
—¿En cosas que…?
—Podrían haber encontrado otra forma. —Escondió ambas manos en los
bolsillos.
—Sí. Hubieran podido. Más allá de la ionosfera, la radiación es demasiado
elevada para esas preciosas gónadas sobre todo si hay que trabajar en algo que te
obliga a permanecer allí más de veinticuatro horas al día, como en la Luna, en Marte,
en los satélites de Júpiter…
—Podrían haber inventado escudos protectores. Podrían haber investigado más la
adaptación biológica…
—Eran épocas de explosión demográfica —aduje—. No, en esos días andaban
buscando la menor excusa para disminuir la natalidad. Sobre todo la de niños

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deformes.
—Ah, sí. Todavía estamos luchando para librarnos de la reacción puritana a la
libertad sexual del siglo XX.
—Fue una buena solución. —Sonreí y me agarré la entrepierna—. Y estoy
contento. —Nunca he sabido por qué este gesto resulta mucho más obsceno cuando
lo hace un espaciano.
—Basta —espetó, apartándose.
—¿Qué te pasa?
—¡Basta! —repitió—. ¡No lo hagas! Eres un niño…
—Pero nos eligen entre niños cuyas respuestas sexuales se hallan
irremediablemente retardadas en la pubertad.
—¿Y vuestros infantiles y violentos sustitutos del amor? Supongo que ésa es una
de las cosas que os hacen atractivos… Sí, sé que eres un niño…
—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de los frelks?
Lo pensó un instante.
—Creo que son los retardados sexuales que han sido olvidados. Tal vez fuese la
solución correcta. ¿De verdad no lamentáis no tener sexo?
—Os tenemos a vosotros —dije.
—Sí. —Bajó la vista. Traté de escudriñar la expresión que me ocultaba. Era una
sonrisa—. Tenéis vuestra gloriosa vida en las alturas… y nos tenéis a nosotros. —
Volvió a levantar el rostro, ahora resplandeciente—. Dais vueltas en el cielo, el
mundo gira por debajo de vosotros, y saltáis de país en país, mientras nosotros… —
Giró la cabeza hacia la derecha, hacia la izquierda, y el cabello negro se le onduló y
estiró sobre el hombro del impermeable—. ¡Mientras nosotros llevamos una
existencia oscura y obsesiva, sujetos a la fuerza de la gravedad, venerándoos! —Me
devolvió la mirada—. ¡Qué perversos! ¿Eh? ¡Enamorados de un puñado de cuerpos
en caída libre! —De pronto, encogió los hombros—. No me gusta tener un «complejo
de desplazamiento sexual de caída libre».
—Eso siempre me ha sonado excesivo…
Apartó la vista.
—No me gusta ser una frelk. ¿Te parece mejor así?
—A mí tampoco me gustaría. Sé otra cosa.
—Uno no escoge sus perversiones. Vosotros no tenéis ninguna. Estáis libres de
todo este asunto. Por eso te amo, espaciano. Mi amor empieza con el miedo al amor.
¿No es hermoso? El pervertido sustituye algo inalcanzable para el amor «normal»: el
homosexual, un espejo; el fetichista, un zapato, un reloj o un cinturón. Los que tienen
«complejo de desplazamien…».
—Los frelks…
—Los frelks sustituyen el amor —me volvió a mirar fijamente— con carne
fláccida, colgante.
—Eso no me ofende.

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—Lo hubiese preferido.
—¿Por qué?
—No lo entenderías. No tienes deseos.
—Continúa.
—Te quiero porque tú no puedes quererme. Ahí radica el placer. Si alguien
llegara a manifestar una reacción sexual ante… nosotros, huiríamos aterrados. Me
pregunto cuántos hubo antes de que existieseis, aguardando vuestra creación. Somos
necrófilos. Estoy segura de que la profanación de tumbas ha disminuido desde que
vosotros aparecisteis. Pero no me entiendes… —Hizo una pausa—. Si me
comprendieras, yo no estaría pisoteando hojarasca, tratando de pensar dónde podría
conseguir sesenta liras. —Apoyó el pie sobre una raíz que había abierto el pavimento
—. Dicho sea de paso, ésa es la tarifa en Istanbul.
Hice mis cálculos.
—Las cosas son más baratas a medida que uno viaja hacia el este…
—¿Sabes? Eres distinto a los demás. Tú al menos quieres saber… —Dejó que se
le abriera el impermeable.
—Si te escupiera por cada vez que has dicho esto a un espaciano, te ahogarías.
—Vete a la Luna, carne fofa. —Cerró los ojos—. Vete a Marte. En Júpiter hay
satélites donde podrías servir de algo. Sube y desciende en cualquier otra ciudad.
—¿Dónde vives?
—¿Quieres venir conmigo?
—Dame algo —propuse—. Dame algo, lo que sea. No tiene que valer sesenta
liras. Dame algo que te guste, que signifique algo para ti.
—¡No!
—¿Por qué no?
—Porque…
—… No quieres ceder parte de ese ego. ¡Ningún frelk quiere hacerlo!
—¿No comprendes que no deseo comprarte?
—No tienes con qué.
—Eres un niño —dijo—. Te quiero.
Llegamos a la verja del parque. Ella se detuvo y permanecimos allí el tiempo
suficiente para que una brisa naciera y muriera sobre la hierba.
—Vivo… —ofreció vacilando, mientras señalaba con el dedo en el bolsillo del
abrigo—. Vivo ahí enfrente.
—Muy bien —accedí—. Vamos.

Una conducción de gas había estallado en una ocasión en aquella calle, me


explicó; se formó una lengua de fuego que llegó hasta la dársena, más que veloz, más
que caliente. Lograron sofocarla en pocos minutos, y no se derrumbó ningún edificio,
pero quedaron las fachadas renegridas.

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—Éste vendría a ser un barrio de artistas y estudiantes. —Cruzamos el
adoquinado—. Yuri Pasha, número catorce. Por si alguna vez regresas a Istanbul. —
Tenía la puerta cubierta de pintura negra desconchada; la entrada estaba atestada de
basura.
—Muchos artistas y profesionales son frelks —dije, tratando de resultar lo más
anodino posible.
—Muchos otros también lo son. —Entró y sostuvo la puerta—. Sólo que nosotros
no somos tan discretos…
En el vestíbulo había un retrato de Ataturk. Su habitación quedaba en el segundo
piso.
—Un momento, mientras busco la llave…
¡Paisajes de Marte! ¡Y de la Luna! En su caballete de pintora había una tela de
casi dos metros que mostraba un amanecer desde un cráter. En las paredes, clavadas
con chinchetas, había fotografías tomadas por el Observer y fotos de todos los
generales de mirada impávida del Cuerpo Espaciano Internacional.
En un rincón de su escritorio había un montón de esas fotonovelas de espacianos
que se consiguen en casi todos los quioscos del mundo. He oído decir muy
seriamente que se publicaban para estudiantes de segunda enseñanza amantes de la
aventura. Nunca había visto las danesas. La joven también tenía de ésas. Había un
estante lleno de libros de arte, y de textos de historia del arte. Sobre ellos, dos metros
de ediciones baratas de novelas del espacio: Vicio en la estación espacial N.º 12,
Cohete, Orbita salvaje, El rastro…
—¿Arrack? ¿Ouzo o Pernod? Puedes escoger. Pero es posible que todos salgan de
la misma botella. —Dispuso los vasos sobre el escritorio, y abrió un mueble que le
llegaba a la cintura que resultó ser una nevera. Apareció con una bandeja de
golosinas: pasteles de fruta, delicias turcas, carne asada…
—¿Qué es esto?
—Dolmadas. Hojas de parra rellenas de arroz y piñones.
—Dilo otra vez.
—Dolmadas. Viene de la misma palabra turca dolmush. Ambas significan
«relleno». —Puso la bandeja junto a los vasos—. Siéntate.
Me senté en el sofá cama. Bajo la colcha de brocado sentí la resistencia profunda
y fluida de un colchón de glicogel. Tienen la idea de que eso se aproxima a la
sensación de la caída libre.
—¿Cómodo? ¿Me disculpas un momento? Tengo unos amigos en la sala. Quiero
verles. —Guiñó un ojo—. Les gustan los espacianos.
—¿Vas a hacer una colecta para mí? —le pregunté—. ¿O los vas a formar en fila
detrás de la puerta mientras esperan su turno?
Contuvo el aliento.
—En realidad iba a sugerir ambas cosas. —De pronto meneó la cabeza—. ¡Ay,
qué es lo que quieres!

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—¿Qué me darás? Quiero algo —repuse—. Por eso vine. Me siento solo. Tal vez
quiero averiguar hasta dónde llega todo esto. Todavía no lo sé.
—Se llega hasta donde uno quiere. ¿Yo? Estudio, leo, pinto, hablo con mis
amigos… —Se acercó a la cama y se sentó en el suelo—. Voy al teatro, miró a los
espacianos que pasean por la calle, hasta que uno me devuelve la mirada. También yo
estoy sola. —Posó la cabeza sobre mis rodillas—. Quiero algo… —Había pasado un
minuto y ninguno de los dos se había movido—. Pero no eres tú quien puede
dármelo.
—No me pagarás, ¿eh? —repliqué—. No me pagarás, ¿verdad?
Negó con la cabeza sobre mis piernas. Al cabo de un rato dijo en un susurro, casi
sin voz:
—¿No crees que tendrías que… marcharte?
—Está bien —le dije, y me levanté.
Se sentó sobre el borde de su abrigo. Todavía no se lo había quitado.
Me dirigí a la puerta.
—Por cierto… —Cruzó las manos sobre el regazo—. En la Ciudad Nueva hay un
lugar donde podrás encontrar lo que buscas. Se llama el Pasaje de las Flores…
Me volví hacia ella, furioso.
—¿Ese reducto de frelks? Mira, ¡no necesito dinero! ¡Ya te dije que me daría por
satisfecho con cualquier cosa! No quiero…
Ella había vuelto a sacudir la cabeza, riendo en silencio. Apoyó la mejilla sobre el
lugar donde yo había estado sentado.
—Te empeñas en no querer comprenderme. Dijiste que te sentías solo. Es un
lugar de reunión para espacianos. Cuando te marches, iré a visitar a mis amigos y
hablaremos de… ah, sí, de ese apuesto espaciano que se nos ha escapado. Pensé que
podrías encontrar… a algún conocido.
Todo terminó con ira.
—Ah —comenté—. Se trata de un lugar de reunión para espacianos. Sí. Muy
bien, gracias.
Y me fui. Encontré el Pasaje de las Flores, y allí estaban Kelly, Loy, Bo y Muse.
Kelly había comprado cerveza y nos emborrachamos, comimos pescado frito, almejas
fritas y salchichas fritas. Kelly agitaba el dinero, pavoneándose.
—¡Tendríais que haberlo visto! ¡Tendríais que haber visto cómo puse a ese frelk!
¡Aquí pagan ochenta liras, y me dio ciento cincuenta! —Y bebimos más cerveza.
Después, volvimos a subir.

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PASAJEROS
Robert Silverberg

Mejor relato corto, 1969

PRÓLOGO DEL AUTOR

«Pasajeros» fue mi primer relato galardonado con el Nebula, casi veinte años
atrás, pero Damon Knight, inventor del Nebula, merece gran parte de los honores del
trofeo que obtuve, ya que me sometió a una sucesión enloquecedora de correcciones
(cinco, si mal no recuerdo) antes de acceder a publicar el relato en su antología
Orbit. Y, maldito sea, tenía toda la razón.
Vendí mi primera obra en 1954, creo, a una revista escocesa llamada Nebula —
¿sería una profecía?—. Desde entonces, he publicado unas cuarenta novelas y no sé
cuántos relatos, obtuve cinco premios Nebula y tres Hugo. Algunos de los más
célebres son Muero por dentro, El castillo de Lord Valentine, «Nacido con los
muertos», «Alas nocturnas» y Up the Line.
Nací en Nueva York, pero hace muchos años que vivo en California. Desde que
terminé la universidad, trabajo como escritor profesional —en realidad, desde los
últimos años de la secundaria ya me ganaba decentemente la vida escribiendo—. Mi
esposa, Karen Haber, también es escritora.

* * *

De mí ya sólo quedan fragmentos. Jirones de memoria que se han desprendido para


alejarse como glaciares a la deriva. Siempre sucede lo mismo, cuando un Pasajero
nos abandona. Nunca podemos estar seguros de todo lo que hicieron nuestros cuerpos
prestados. Sólo nos quedan los resabios que se resisten a irse, las huellas…
Como la arena que se adhiere a una botella lanzada a las aguas. Como los latidos
que pulsan en un miembro amputado.
Me levanto. Trato de recuperar la compostura. Tengo el cabello revuelto; me lo
peino. Y el rostro ajado, de no dormir. Tengo un sabor ácido en la boca. ¿Habrá
comido excrementos con mi boca este Pasajero? Suelen hacerlo. Hacen cualquier
cosa.
Es de mañana.
Una mañana gris e incierta. La contemplo un rato y luego, con un
estremecimiento, oscurezco la ventana y me quedo frente a la superficie gris e
incierta que el cristal adquiere por dentro. Mi habitación está desordenada. ¿Habré

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venido con alguna mujer? Hay colillas en los ceniceros. Busco huellas y encuentro
marcas de carmín. Sí, aquí ha estado una mujer.
Toco las sábanas. Aún se advierte la tibieza de un calor compartido. Las
almohadas han quedado desperdigadas. Pero la mujer se ha ido, al igual que el
Pasajero. Estoy solo.
¿Cuánto habrá durado esta vez?
Tomo el teléfono y llamo a la Central.
—¿Qué día es hoy?
Responde la suave voz femenina del ordenador:
—Viernes cuatro de diciembre de mil novecientos ochenta y siete.
—¿Qué hora?
—Las nueve cincuenta y uno, hora del Este.
—¿El pronóstico meteorológico?
—Se prevé una temperatura media de cinco a diez grados para el día de hoy.
Temperatura actual: ocho grados. Vientos del norte a treinta kilómetros por hora.
Leves probabilidades de lluvia.
—¿Qué recomienda en caso de resaca?
—¿Alimentos o medicamentos?
—Da lo mismo —respondo.
El ordenador lo medita un rato. Luego se decide por ambas cosas y activa mi
cocina. El grifo vierte zumo de tomate frío. Comienzan a freírse un par de huevos. De
la espita de los fármacos sale un líquido color púrpura. El Ordenador Central siempre
es así de eficiente. Me pregunto si alguna vez los Pasajeros tomarán posesión de él.
¿Qué emociones podría despertar en ellos? ¡Seguramente ha de ser mucho más
emocionante tomar prestados los millones de mentes de la Central que pasar un
tiempo en el alma defectuosa e inconexa de un lamentable ser humano!
Cuatro de diciembre había dicho la Central. Viernes. De modo que el Pasajero se
ha apoderado de mí durante tres noches.
Bebo el líquido rojizo y hurgo en mi memoria con cautela, como haría con una
llaga infectada.
Recuerdo la mañana del martes. Un mal día en el trabajo. Ninguno de los gráficos
salía como debía. El gerente de la sección estaba de mal humor: en cinco semanas,
los Pasajeros lo habían poseído tres veces; en consecuencia, su sector estaba hecho
una calamidad y él corría el riesgo de perder la bonificación de fin de año. No se
acostumbraba a sancionar a nadie por actos cometidos durante la permanencia de un
Pasajero, según el sistema, pero al parecer, el gerente de sección cree que lo tratarán
injustamente. Reina un mal ambiente. Revisamos los gráficos, verificamos los
programas y corroboramos las instrucciones diez veces. Y por fin salen los
pronósticos detallados de las variaciones de precios referidas a títulos públicos para el
período febrero-abril de 1988. Esa tarde debemos reunirnos para analizar los gráficos
y sus interpretaciones.

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No recuerdo la tarde del martes.
Debió de ser entonces cuando el Pasajero se apoderó de mí. Tal vez fue en el
trabajo; quizás en la sala con paneles de caoba, durante la conferencia. A mi
alrededor, rostros ruborizados de preocupación; toso, me sacudo, caigo del asiento.
Los demás menean la cabeza con pesar. Nadie se me acerca; nadie me detiene. Es
muy peligroso interferir con el portador de un Pasajero. Hay muchas probabilidades
de que aceche un segundo Pasajero en estado incorpóreo en busca de un cuerpo en
quien penetrar. Por eso se alejan de mí. Me marcho del edificio.
Y después de eso, ¿qué?
Sentado en mi habitación, esa lúgubre mañana del viernes, me como los huevos
revueltos y trato de reconstruir las tres noches perdidas.
Desde luego, es imposible. Durante el período de cautiverio, la mente consciente
funciona, pero casi todos los recuerdos suelen abandonar el cuerpo junto con el
Pasajero. Sólo queda un ligero resabio, una sucia película de memorias débiles y
espectrales. Después, nadie sigue siendo el mismo de antes y, aunque no pueden
recordarse los detalles de la experiencia, lo cierto es que ésta produce sutiles
modificaciones.
Trato de recordar.
¿Una chica? Sí: hay carmín en las colillas. Entonces allí hubo sexo. ¿Sería joven?
¿Vieja? ¿Rubia? ¿Morena? Todo es muy vago. ¿Cómo se portó mi cuerpo enajenado?
¿Fui un buen amante? Cuando estoy en posesión de mí mismo, trato de serlo. Me
mantengo en forma. A los treinta y ocho años, puedo resistir tres sets de tenis en una
tarde de verano sin desfallecer. Puedo complacer a una mujer como a ellas les gusta
que un hombre lo haga. No es mera jactancia, sino juicio objetivo. Cada uno tiene
talento para algo. Ése es el mío.
Pero me han dicho que los Pasajeros encuentran un perverso goce en despojarnos
de nuestros dones. Acaso mi visitante haya obtenido su cuota de placer
consiguiéndome una chica para obligarme a fracasar ante ella una y otra vez.
Esta idea me molesta.
La niebla de mi mente comienza a dispersarse. El medicamento prescrito por la
Central actúa rápidamente. Como, me afeito, me pongo de pie bajo el vibrador hasta
que me queda la piel limpia. Hago mi gimnasia. ¿Habrá ejercitado mi cuerpo ese
Pasajero el miércoles y el jueves por la mañana? Probablemente no. Debo tomar
medidas; me voy aproximando a la madurez, y el tono perdido no se recupera con
tanta facilidad.
Me toco la punta de los pies veinte veces, con las rodillas sin flexionar.
Sacudo las piernas al aire.
Me tiendo boca abajo y alzo el cuerpo con flexión de brazos.
Pese al mal trato recibido, el cuerpo responde. Es el primer momento brillante de
mi despertar: sentir ese cosquilleo interno que me habla de mi propio vigor.

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Lo que quiero luego es un poco de aire fresco. Me visto deprisa y me marcho. No
tengo obligación de informar en mi trabajo. Saben que desde el martes por la tarde
tengo encima a un Pasajero; no tienen por qué saber que se marchó el viernes, antes
del amanecer. Me tomaré el día libre. Pasearé por la ciudad, estiraré las piernas,
resarciré a mi cuerpo por el maltrato recibido.
Entro en el ascensor. Bajo los cincuenta pisos hasta la planta baja. Me interno en
el frío tenebroso de diciembre.
A mi alrededor se yerguen las torres de Nueva York.
En la calle circula un torrente de vehículos. Los conductores se aferran al volante
con prevención: uno nunca sabe cuándo pueden apoderarse de algún conductor
cercano. Cuando el Pasajero toma posesión, siempre se produce un instante en que se
pierde la coordinación. De esa forma, en nuestras calles y autopistas se pierden
muchas vidas. Pero nunca la de un Pasajero.
Vuelvo a vagabundear sin propósito. Cruzo la calle Catorce, rumbo al norte,
mientras percibo el suave y violento murmullo de los motores eléctricos. Veo a un
niño que se sacude en la calle y sé que lo están poseyendo. En la Cinco y la Veintidós
se aproxima un hombre de aspecto próspero y barrigón, con la corbata floja y el Wall
Street Journal metido en el bolsillo de la chaqueta. Se ríe a hurtadillas. Saca la
lengua. Poseído. Poseído. Me alejó de él. A paso veloz, llego hasta el túnel que desvía
el tránsito hacia Queens por debajo de la Treinta y cuatro, y me detengo un instante a
observar a dos adolescentes que se pelean en el borde de la senda peatonal. Una es
negra. El terror le ha puesto los ojos en blanco. La otra la acerca a la valla. Está
poseída. Pero el Pasajero no está pensando en un homicidio, sino en el mero placer.
La joven negra se zafa y cae hecha un guiñapo tembloroso. Luego se levanta y huye
corriendo. La otra se lleva a la boca un mechón de cabello lustroso, lo mordisquea y
parece despertar. Mira con ojos de azoramiento.
Esquivo la mirada. No se debe observar al prójimo víctima de un Pasajero cuando
despierta. Es la moral de los poseídos; en esta época aciaga hay muchos nuevos ritos
tribales.
Me apresuro.
¿Adónde voy con tanta premura? Ya he recorrido casi dos kilómetros. Parezco
avanzar hacia cierta meta, como si el Pasajero siguiera agazapado en mi mente,
impeliéndome. Sin embargo, sé que no es así. Por el momento, al menos, soy libre.
¿Puedo estar tan seguro?
El cogito ergo sum ya no se aplica. Seguimos pensando aun mientras nos poseen
y vivimos en una muda desesperación, incapaces de detener nuestro camino, por
fantasmal y destructivo que pueda ser. Estoy seguro de poder discernir entre el estado
de portar un Pasajero encima y el de ser libre. Pero tal vez no sea así. Tal vez me
posea un Pasajero especialmente perverso que no me haya abandonado por completo
y que, en cambio, se haya atrincherado en el cerebelo para dejarme con la ilusión de
la libertad y, al mismo tiempo, seguir manipulándome para cumplir sus designios.

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¿Alguna vez tendremos algo más que eso, una ilusión de libertad?
Pero hay algo perturbador en pensar que uno pueda seguir poseído sin tener
conciencia de ello. Estoy empapado de sudor, pero no sólo por la fatiga de la marcha.
Me detengo. Me detengo aquí. ¿Para qué caminar? Estás en la Cuarenta y dos, frente
a la biblioteca. Nada te obliga a seguir caminando. Detente, me digo. Descansa en los
peldaños de la biblioteca.
Me siento sobre la piedra fría y me digo que he tomado esa decisión por propio
arbitrio.
¿Tengo razón? He aquí el viejo problema —libertad contra determinación—
traducido a su forma más ruin. El determinismo ya no es una abstracción filosófica;
es un frío conjunto de tentáculos extraños que se deslizan por entre las suturas
craneanas. Los Pasajeros llegaron hace tres años. Desde entonces, me han poseído
cinco veces. Nuestro mundo ha cambiado bastante, pero nos hemos adaptado incluso
a esto. Nos hemos adaptado. Creamos nuevas normas; la vida continúa. Nuestros
gobiernos siguen con su trabajo, las legislaturas prosiguen con sus sesiones y la Bolsa
realiza sus transacciones como de costumbre. Creamos métodos para compensar el
caos impredecible. Es el único camino; ¿qué hacer, si no? ¿Aceptar la derrota?
Tenemos un enemigo contra el cual no podemos luchar; en el mejor de los casos, nos
cabe aprender a resistir. De modo que ofrecemos resistencia.
Los escalones de piedra están fríos. En diciembre, no son muchos los que vienen
a sentarse aquí.
Me digo que he caminado ese largo trecho por voluntad propia, que me detuve
por voluntad propia, y que ningún Pasajero se aloja en mi cerebro en este momento.
Quizá. Quizá. No puedo avenirme a creer que no soy libre.
¿Es posible que el Pasajero haya dejado algún comando remoto dentro de mi
cuerpo?, me pregunto. Algún comando que me haya hecho ir hasta aquí y detenerme
en este lugar. Sí, puede ser.
Miro a mi alrededor, a las otras personas que se han sentado en la escalinata.
Un anciano de mirada ausente, sentado sobre el periódico. Un niño de unos trece
años, que agita las aletas de la nariz. Una mujer rolliza. ¿Estarán todos poseídos? Hoy
me encuentro rodeado de Pasajeros, al parecer. Cuanto más observo a los enajenados,
más libre creo estar, por el momento. La última vez, gocé de tres meses en libertad
hasta que volvieron a invadirme. Dicen que algunos no conocen un día de paz. Tienen
cuerpos muy codiciados y la libertad se les da sólo a ratos, a veces un día; otras, una
semana, o unas horas. Nunca hemos podido determinar cuántos Pasajeros infestan
nuestro mundo. Tal vez millones. O sólo cinco. ¿Quién puede saberlo?
Del cielo ceniciento baja un copo de nieve serpenteando. Central había dicho que
las probabilidades de lluvias eran leves. ¿Se habrán apoderado de la Central,
también?
Veo a la chica.

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Está sentada en diagonal a mí; cinco escalones más arriba y a unos treinta metros
de distancia. La falda negra recogida sobre las rodillas muestra unas piernas esbeltas.
Es joven. Tiene una cabellera espesa, de un hermoso castaño rojizo. Y ojos claros. A
esta distancia, no puedo saber el color preciso. Lleva ropas sencillas; tiene menos de
treinta años. La chaqueta es verde oscuro y el carmín que se ha puesto en los labios
tiene un matiz púrpura. La boca es generosa; la nariz, elegante y de puente alto; lleva
las cejas cuidadosamente depiladas.
La conozco.
He pasado las tres últimas noches con ella en mi habitación. Es ella. Llegó a mí
poseída y, poseída, durmió conmigo. Estoy seguro. Se me abre el velo de los
recuerdos y veo su cuerpo desnudo sobre mi lecho.
¿Cómo es posible que me acuerde de esto?
Es demasiado intenso para ser una ilusión. Sin duda, es algo que se me ha
permitido recordar por razones que no alcanzo a comprender. Y recuerdo más: sus
tenues gemidos de placer. Sé que mi cuerpo no me jugó ninguna mala pasada esas
tres noches; sé que no la decepcioné.
Y hay más. Un recuerdo de música sinuosa, el aroma joven de su cabello, el
susurrar de los árboles invernales. Por alguna razón, la joven evoca en mí una época
de inocencia: esos años adolescentes en que las mujeres entrañan misterios. Años de
fiestas, de bailes, de calidez y de secretos.
Me siento atraído hacia ella.
Pero estas cosas tienen su ritual. Es de mal gusto acercarse a alguien que uno ha
conocido en estado de posesión. Esa relación no otorga ningún privilegio; un
desconocido sigue siéndolo, por mucho que hayan podido hacer o decirse durante el
tiempo involuntario que compartieron.
Sin embargo, me siento atraído hacia ella.
¿Por qué esta violación de los tabúes? ¿Por qué esta abierta transgresión a las
normas de conducta? Nunca antes he hecho nada semejante. Siempre he sido
escrupuloso.
A pesar de todo, me incorporo y camino por el peldaño sobre el que estaba
sentado hasta que quedo debajo de ella. Levanta la vista e instantáneamente, la joven
junta los tobillos e inclina las rodillas, como si supiera que su posición no es
decorosa. El gesto me indica que no está poseída. Mis ojos buscan los suyos; son de
un verde pálido. Es hermosa y busco en mi memoria más detalles de nuestra pasión.
Subo los escalones de uno en uno hasta quedar frente a ella.
—Hola —le digo.
Me observa con aire inexpresivo. No parece reconocerme. Tiene la mirada velada,
como suele ocurrir cuando se marcha un Pasajero. Tensa los labios y me escruta de
un modo distante.
—Hola —responde fríamente—. Me parece que no le conozco.

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—No. No me conoce. Pero tengo la impresión de que no desea estar sola en este
momento. Yo tampoco. —Trato de persuadirla, con los ojos, de que no albergo
intenciones deshonestas—. El aire está cargado de nieve. Podemos encontrar un sitio
más abrigado. Quisiera hablar con usted.
—¿Sobre qué?
—Vayamos a algún otro sitio y se lo diré. Soy Charles Roth.
—Helen Martin.
Se pone en pie. Todavía no se despoja de su fría neutralidad; se la ve suspicaz,
inquieta. Pero al menos se muestra dispuesta a acompañarme. Buena señal.
—¿Es muy temprano para invitarla a tomar algo? —pregunto.
—No sabría decirle. No sé bien qué hora es.
—Casi mediodía.
—Está bien. Bebamos algo —accede, y ambos sonreímos.
Vamos a un bar que hay al otro lado de la calle. Nos sentamos frente a frente, en
la penumbra, y paladeamos unos cócteles: daiquiri para ella, bloody mary para mí. Se
relaja un poco. Me pregunto qué quiero de ella. El placer de su compañía, sí. ¿De su
compañía en la cama? Pero ya he conocido ese placer, durante tres noches, aunque
ella lo ignore. Quiero algo más. Algo más. ¿Pero qué?
Tiene los ojos inyectados en sangre. Se ve que ha dormido poco en las tres
últimas noches.
—¿Le resultó muy desagradable? —le pregunto.
—¿Qué cosa?
—El Pasajero.
Por su rostro pasa una oleada de emociones.
—¿Cómo sabe que he tenido un Pasajero?
—Lo sé.
—Se supone que no debemos hablar de esto.
—Soy bastante liberal —contesto—. Mi Pasajero se marchó durante la noche. Lo
tuve encima desde el martes por la tarde.
—El mío se fue hace unas dos horas, creo. —Se ruboriza. Es osado hablar de
estos temas—. Se apoderó de mí el lunes por la noche. Ha sido la quinta vez.
—Para mí también.
Jugueteamos con los vasos. Crece una especie de comunicación recíproca, casi
sin necesidad de palabras. Nuestra experiencia reciente con los Pasajeros nos da algo
en común, aunque Helen todavía no advierte hasta qué punto fue una vivencia
íntimamente compartida.
Hablamos. Es escaparatista. Tiene un pequeño apartamento a unas calles de allí.
Vive sola. Me pregunta a qué me dedico.
—Analista de títulos públicos —respondo. Sonríe. Tiene unos dientes perfectos.
Pedimos algo más de beber. Ya tengo la certeza de que ella es la chica que estuvo en
mi habitación durante la estancia del Pasajero.

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En mí crece una semilla de esperanza. Qué feliz coincidencia la que nos volvió a
unir tan poco después de habernos separado sin tener conciencia. Qué feliz
coincidencia que esta vez haya quedado un ínfimo recuerdo en mi mente.
Hemos compartido algo, quién sabe qué ha sido. Para haber dejado una huella tan
vivida en mí, debe de haber sido algo bueno. Quiero relacionarme con ella de forma
consciente, siendo mi propio amo, y hacer que ese vínculo renovado se haga real. No
es correcto, pues estoy abusando de un privilegio que no me corresponde, sino por
virtud de la breve permanencia de un Pasajero en nuestros cuerpos. Sin embargo, la
necesito. La quiero.
También ella parece necesitar de mí, sin darse cuenta de quién soy. Pero el miedo
la coarta.
Temo asustarla y no intento mostrarle mis cartas antes de tiempo. Tal vez quiera
que la acompañe a su apartamento, o quizá no. Pero no se lo pregunto. Terminamos
los cócteles. Convenimos en encontrarnos otra vez al día siguiente, en la escalinata de
la biblioteca. Mi mano roza la suya fugazmente. Luego, se aleja.
Esa noche colmo tres veces el cenicero. Una y otra vez cavilo sobre la sensatez de
mis actos. ¿Por qué no la dejo sola? No tengo derecho a seguirla. En un sitio como el
que ha llegado a ser este mundo, lo mejor es mantener las distancias.
Con todo, cuando pienso en ella me asalta una punzada de recuerdos vagos. La
luz difusa de las oportunidades perdidas detrás de las escaleras, de una risa de
chiquilla en el pasillo del segundo piso, de besos robados, de té con pastas. Recuerdo
a la joven con una orquídea en el cabello, a la del vestido de lentejuelas, y a la del
rostro aniñado y los ojos de mujer. Hace mucho tiempo de todas esas cosas perdidas y
lejanas. Me digo que no debo perder a esta mujer. No debo permitir que me la
arrebaten.
Llega la mañana. Es un sábado silencioso. Regreso a la biblioteca, casi sin
esperanzas de verla, pero allí está, sobre la escalinata. Verla es como un respiro. Se la
ve alerta, preocupada; obviamente, ha estado pensando mucho y ha dormido poco.
Caminamos juntos por la Quinta Avenida. Va a mi lado, cerca, pero no me coge del
brazo. Avanza a pasos cortos, enérgicos, nerviosos.
Quiero sugerir que vayamos a su apartamento en lugar del bar. En estos días,
debemos aprovechar cada instante de libertad y avanzar sin preámbulos. Pero sé que
sería un error pensar en ello como una cuestión de táctica. Sería fatal hacer las cosas
con burdo apresuramiento; tal vez conseguiría una victoria vulgar, con una sórdida
derrota implícita. Pero, de todas formas, a juzgar por su estado de ánimo, no está muy
receptiva. La miro, pensando en música de cuerdas y en nuevas nevadas. Ella
contempla el cielo gris.
—Los siento observándome constantemente —dice—. Como buitres acechando,
esperando… Listos para abalanzarse.
—Pero hay una forma de burlarlos: podemos aferrarnos a cada instante de vida
mientras no nos miran.

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—Siempre nos miran…
—No —aseguro—. No pueden ser tantos. A veces están ocupados en otro asunto.
Y entonces, dos personas tienen la posibilidad de acercarse y compartir un momento
de calidez.
—Pero ¿de qué sirve?
—Eres demasiado pesimista, Helen. A veces nos ignoran durante meses enteros.
Tenemos una oportunidad. Existe una oportunidad.
Pero no logro franquear su coraza de miedo. La cercanía de los Pasajeros la
paraliza; no tiene ánimos para iniciar nada por temor a que nuestros torturadores se lo
quiten. Llegamos al edificio en el que vive y espero que se decida a invitarme. Por un
instante parece que va a ceder, pero es sólo un momento; me toma una mano entre las
suyas, sonríe, la sonrisa se deshace y se marcha, dejándome con la propuesta:
—Encontrémonos mañana en la biblioteca. Al mediodía.
Recorro a solas el largo trecho hasta mi casa.
Esa noche, me invade parte de su pesimismo. Parece inútil que tratemos de
rescatar nada. Más aún: me resulta perverso ir en busca de ella; vergonzoso ofrecerle
un amor vacilante cuando no soy libre. En este mundo, me digo, debemos
mantenernos distantes, para no herir a nadie cuando se apoderan de nosotros y nos
poseen.
No voy a verla al día siguiente.
Es mejor así, insisto. No tengo nada que hacer con ella. La imagino en la
biblioteca, preguntándose por qué tardo, poniéndose cada vez más nerviosa,
impaciente y, por fin, irritada. Se enfadará conmigo por haber roto el compromiso,
pero la ira se le pasará y me olvidará enseguida.
Llega el lunes. Voy al trabajo.
Naturalmente, nadie cuestiona mi ausencia. Es como si nunca hubiera faltado. Esa
mañana mi mercado es fuerte; el trabajo me presenta un gran desafío, y hasta
avanzada la mañana no pienso en Helen. Pero cuando lo hago, ya no puedo pensar en
otra cosa. Mi cobardía al dejarla esperando. Los pensamientos pueriles y oscuros del
sábado por la noche. ¿Por qué aceptar el destino tan pasivamente? ¿Por qué rendirse?
Quiero luchar, construir un refugio seguro pese a la adversidad. Siento la profunda
convicción de que es posible. Los Pasajeros tal vez nunca vuelvan a molestarnos a los
dos, después de todo. Y esa sonrisa que me regaló el sábado, frente a su edificio, ese
destello fugaz debió de haberme dicho que detrás de su coraza de miedo ella también
abrigaba esperanza. Estaba aguardando a que yo le indicara el camino. En cambio,
me quedé en casa.
A la hora del almuerzo voy hasta la biblioteca, convencido de que será en vano.
Pero está allí. Camina por los escalones; el viento recorta su figura esbelta. Me
acerco a ella.
No me habla. Por fin, saluda:
—Qué tal.

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—Siento lo de ayer.
—Te estuve esperando mucho rato.
Me encojo de hombros.
—Decidí que no serviría de nada venir. Luego cambié de idea.
Trata de mostrarse enfadada. Pero sé que está contenta de volver a verme. Si no,
¿por qué habría ido una vez más? No puede ocultar su íntima satisfacción. Ni yo.
Señalo el bar que hay en la acera de enfrente.
—¿Un daiquiri? —ofrezco—. ¿Como prenda de paz?
—De acuerdo.
Ese día el bar está atestado, pero conseguimos una mesa. En sus ojos hay un brillo
que me resulta nuevo. Siento que en su interior se desmorona una barrera.
—Ya no me tienes tanto miedo, Helen —comento.
—Nunca he tenido miedo de ti. Tengo miedo de lo que pueda pasar si nos
exponemos a los riesgos.
—No temas. No lo hagas.
—Trato de no sentir miedos. Pero a veces me parece que todo es inútil. Desde que
llegaron…
—Siempre nos queda la posibilidad de intentar proseguir con la vida.
—Tal vez.
—Tenemos que hacerlo. Sellemos un pacto, Helen. Basta de recelos. Basta ya de
preocuparnos por lo terrible que pudiera sucedernos. ¿De acuerdo?
Una pausa, y luego, su mano sobre la mía.
—Muy bien.
Terminamos de beber. Pago con mi Tarjeta Central de Créditos y salimos. Quiero
que me pida que no vayamos al trabajo esta tarde y que me invite a su apartamento.
Es inevitable que me lo proponga, y cuanto antes, mejor.
Caminamos una calle. No me ofrece la invitación. Intuyo la pugna que se agita en
su fuero interno y aguardo, para que la contienda se resuelva sin interferencia de mi
parte. Caminamos otra calle. Me ha tomado del brazo, pero sólo habla de su trabajo,
del tiempo. Es una conversación separada por la distancia de un brazo. Al llegar a la
esquina cambia de dirección, se aleja de su apartamento y regresa hacia el bar. Trato
de ser paciente con ella.
No tengo necesidad de apresurar las cosas, me digo. Su cuerpo no es ningún
secreto para mí. Hemos iniciado nuestra relación al revés: primero el contacto físico.
Ahora nos llevará tiempo recorrer el camino inverso para construir la parte más
difícil, que algunos llaman amor.
Pero, desde luego, ella no sabe que ya nos hemos conocido de ese modo. El
viento nos arroja remolinos de nieve en el rostro. En cierto modo, el aguijón del frío
azuza en mí el impulso a la sinceridad. Sé qué debo decirle. Debo renunciar a mi
ventaja injusta.
Se lo digo:

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—Cuando estuve poseído la semana pasada, Helen, estuve con una chica en mi
habitación.
—¿Por qué hablar de esas cosas ahora?
—Tengo que hacerlo, Helen. La chica eras tú.
Se detiene. Se vuelve hacia mí. La gente va y viene a nuestro alrededor, a toda
prisa. Se ha puesto muy pálida y en las mejillas le han asomado unas pecas rojas y
oscuras.
—No le veo la menor gracia, Charles.
—No lo he dicho en broma. Estuviste conmigo desde el martes por la noche hasta
el viernes por la mañana.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Lo sé. Lo sé. Lo recuerdo con toda claridad. No sé cómo, pero conservo la
memoria, Helen. Veo todo tu cuerpo…
—Basta ya, Charles.
—Fue hermoso estar juntos —le digo—. Debemos de haber complacido a
nuestros Pasajeros, de tan bien que lo hicimos. Cuando te vi… fue como si despertara
de un sueño y descubriera que el sueño era realidad, y que la chica que estaba allí…
—¡No!
—Vayamos a tu apartamento y comencemos otra vez.
—Estás comportándote de un modo deliberadamente grosero, y no sé por qué. No
tenías por qué estropear todo. Tal vez estuve contigo, tal vez no. Pero no tenías por
qué saberlo, y si lo sabías tendrías que haber cerrado la boca…
—Tienes un lunar de nacimiento del tamaño de un centavo, unos seis centímetros
por debajo del seno izquierdo.
Solloza y se abalanza contra mí, allí, en la calle. Sus largas uñas plateadas me
arañan las mejillas. Me golpea. La sujeto, pero sigue embistiéndome con las rodillas.
Nadie nos presta atención: los que pasan suponen que estamos poseídos y vuelven la
cabeza. Se ha puesto hecha una furia, pero la rodeo con ambos brazos, como
encerrándola en una cinta de acero. Sólo puede patalear y protestar, mientras yo
estrecho su cuerpo contra el mío. Se pone tensa, angustiada.
—Los derrotaremos, Helen —le digo con voz grave e imperiosa—.
Terminaremos con lo que han comenzado. No me ataques.
No tienes por qué atacarme. Sé muy bien que te incomoda el hecho de que yo te
recuerde, pero déjame estar a tu lado y te demostraré que estamos hechos el uno para
el otro…
—Suél… ta… me.
—Por favor, por favor. ¿Por qué ser enemigos? No quiero hacerte daño. Te
quiero, Helen. ¿Recuerdas que de jóvenes jugábamos a enamorarnos? Yo lo hacía;
también tú tienes que haberlo hecho… A los dieciséis, diecisiete años. Los
murmullos, las conspiraciones… Era un juego y lo sabíamos. Pero el juego ha

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terminado. Ahora no podemos jugar al amor y salir corriendo. Tenemos tan poco
tiempo, cada vez que estamos libres, que debemos confiar, abrirnos…
—No está bien.
—¿Por qué? El hecho de que las personas acostumbren a esquivarse cuando han
entablado relación estando en poder de los Pasajeros no significa que sea una
costumbre razonable ni que debamos seguirla. Helen… Helen…
Algo en mi voz conmueve su corazón. Ya no se resiste. Su cuerpo rígido se relaja.
Me mira con el rostro abotargado y húmedo de lágrimas, los ojos enrojecidos.
—Confía en mí —le digo—. ¡Confía en mí, Helen!
Vacila. Luego sonríe.

En ese momento siento un frío en la nuca, como si trepanaran el hueso con una
aguja de acero. Me pongo tenso. Mis brazos caen laxos, a ambos lados del cuerpo, y
la suelto. Por un segundo pierdo contacto y cuando la niebla se dispersa, todo es
distinto.
—¿Charles? —La oigo—. ¿Charles?
Se lleva el puño a la boca. Me aparto, ignorándola, y regreso al bar. En una de las
mesas del frente hay un joven. Lleva el cabello oscuro reluciente de brillantina; tiene
la tez suave. Sus ojos me buscan.
Me siento. Pide unos cócteles. No hablamos.
Mi mano se posa sobre su muñeca y se queda allí. El camarero sirve las bebidas,
gruñe, pero no hace comentarios. Bebemos y dejamos sobre la mesa las copas vacías.
—Vamos —propone el joven.
Yo lo sigo afuera.

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HE AQUÍ EL HOMBRE
Michael Moorcock

Mejor novela corta, 1967

PREFACIO DEL EDITOR

Es extraño el modo en que estímulos semejantes producen resultados tan


distintos…
«Escribí He aquí al hombre —señala Michael Moorcock— porque me interesaban
los procesos sociales y psicológicos que convierten a un hombre en un mito, o en un
demagogo. No tengo trasfondo religioso ni me adhiero a ninguna línea religiosa o
antirreligiosa en especial».
Frank Herbert utilizó casi el mismo lenguaje para describir uno de los motivos
que lo condujeron a escribir Dune. Y si bien son dos producciones muy distintas,
ambas pueden atesorarse como verdaderas obras de arte.
Mike Moorcock es un oso gigante y peludo, que oculta un intelecto agudo y
sensible detrás de su apariencia exuberante y hasta borrascosa. Nació en 1939 y
comenzó a escribirá los nueve años. Su labor profesional se inició en 1955. Además
de ser un autor destacado, es vocalista, guitarrista y compositor de varios conjuntos
de rock. Según nos cuenta, hoy vive «un poco en Londres, un poco cerca de Oxford,
otro poco en Estados Unidos, y cada vez con más frecuencia en África del Norte».
Autor de unos setenta libros y de quince antologías, quizá sea más conocido por
sus relatos románticos sobre Jerry Cornelius y por sus novelas de género fantástico.

* * *
1
La máquina del tiempo era una esfera llena de un fluido lechoso en la cual flotaba el
viajero, enfundado en un traje de goma, y respiraba a través de una máscara fija a un
tubo que conducía a las paredes de la máquina. La esfera crepitó al aterrizar y el
fluido se derramó sobre la tierra, que lo absorbió como una esponja. Instintivamente,
Glogauer adoptó la posición fetal a medida que el líquido iba bajando de nivel y se
acurrucó contra el plástico flexible en el interior de la esfera. Los instrumentos,
crípticos y extraños, dormían, mudos e inmóviles. La esfera se desplazó y rodó,
mientras el último resto de líquido manaba de la inmensa fisura que se abría a un
costado.
Por un instante, los ojos de Glogauer se abrieron y se cerraron, y su boca se estiró
en una especie de bostezo. La lengua se estremeció y su gruñido se convirtió en un

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ulular.
Se oyó. Estoy hablando en lenguas, pensó. El idioma del inconsciente. Pero no
pudo discernir qué decía.
El cuerpo se le adormeció en un escalofrío. Su paso por el tiempo no había sido
fácil; ni siquiera había podido protegerlo por completo el baño de espeso fluido,
aunque sin duda le había salvado la vida. Tenía algunas costillas rotas.
Con dolor, estiró los brazos y las piernas y comenzó a reptar sobre el plástico
resbaladizo hacia la hendidura de la máquina. Vio un áspero sol, un cielo como
brillante acero. Se abrió paso por entre la rendija y cerró los ojos al sentir que los
calcinaba la dura contundencia del sol. Perdió el conocimiento.

Navidad, 1949. Tenía nueve años. Había nacido dos años después de que su padre
llegara a Inglaterra procedente de Austria.
Los demás niños chillaban y reían sobre la grava del patio. El juego había
comenzado con la debida seriedad, y Karl se sumó nerviosamente con el mismo
espíritu. Pero ahora lloraba.
—¡Dejadme bajar! ¡Por favor, Mervyn, basta ya!
Lo habían atado con los brazos abiertos contra la verja. Bajo su peso, el tejido de
alambre se combaba hacia delante y uno de los postes amenazaba con caer. Mervyn
Williams, el niño que había propuesto el juego, comenzó a sacudir el poste de tal
forma que Karl se vio mecido violentamente.
—¡Basta!
Vio que sus gritos sólo conseguían enfervorizarlos más, de modo que apretó los
dientes y calló.
Dejó caer la cabeza, fingiendo un desmayo; los cordones que habían usado como
correas le lastimaban las muñecas. Oyó que las voces se apagaban.
—¿Crees que se encuentra bien? —preguntó Molly Turner.
—Está bromeando… —replicó Williams, no muy seguro.
Sintió que lo desataban unos dedos torpes frente a los nudos. Deliberadamente se
bamboleó, cayó sobre las rodillas, clavándolas sobre la grava, y se desmoronó de cara
al suelo.
A lo lejos, pues su propio engaño casi lo había convencido, oyó sus voces
afligidas.
Williams lo zarandeó.
—Despierta, Karl. Deja de fingir…
Se quedó allí inmóvil y perdió el sentido del tiempo hasta que escuchó la voz del
señor Matson por encima del balbuceo de los demás.
—¿Qué demonios estabais haciendo, Williams?
—Nada, señor. Jugábamos a Jesús. Karl era Jesús. Lo atamos a la cerca. Fue idea
suya, señor. Era sólo un juego, señor…

Página 190
Karl tenía el cuerpo rígido, pero logró mantenerse en esa posición y respirar
superficialmente.
—No es un chico fuerte como tú, Williams. Tendrías que haberlo pensado antes…
—Lo siento, señor. Lo siento muchísimo. —Parecía que Williams lloraba.
Karl sintió que lo alzaban en brazos: sintió el triunfo…

Alguien lo transportaba. La cabeza y el costado le dolían tanto que lo asaltó un


mareo. No había tenido oportunidad de descubrir adonde lo había llevado
exactamente la máquina del tiempo, pero, al volver la cabeza vio que, por lo menos,
debía de estar en el Medio Oriente, a juzgar por el atuendo que llevaba el hombre de
la derecha.
Había tenido intención de aterrizar en el año 29 de esta era, caer cerca de Belén,
en la espesura que se extendía más allá de Jerusalén. ¿Lo estarían llevando a esa
ciudad?
Se encontraba tendido sobre unas parihuelas hechas de pellejos de animales; ello
indicaba que, en cualquier caso, al menos se hallaba en el pasado. Dos hombres
cargaban la parihuela sobre los hombros. Los demás caminaban a ambos lados.
Percibía el olor a sudor, a grasa animal y a almizcle, aunque a éste último no logró
identificarlo con certeza. Se dirigían hacia una hilera de colinas que se alzaban a lo
lejos.
La parihuela se inclinó y el dolor del abdomen le hizo contraer el rostro. Por
segunda vez, se desmayó.
Despertó fugazmente y oyó voces. Hablaban, a todas luces, algún dialecto del
arameo. Tal vez fuera de noche, pues el lugar aparecía en penumbras. Ya no se
movían. Estaba tendido sobre un montón de paja. Se sintió más aliviado. Durmió.

Por aquellos días apareció Juan el Bautista predicando en el


desierto de Judea, y diciendo: Arrepentíos, porque está cerca el reino
de los cielos. Éste es el anunciado por el profeta Isaías, al decir: Voz
del que grita en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad
sus veredas. Juan vestía de pelo de camello, con un ceñidor de cuero
a la cintura; y su alimento era langostas y miel silvestre. Acudía a él
Jerusalén y toda Judea y toda la región del Jordán; y eran bautizados
en el Jordán por él, confesando sus pecados.

(MATEO 3:1-6)

Lo estaban lavando. Sintió que el agua fría le corría por el cuerpo desnudo.
Habían conseguido quitarle el traje protector. Ahora tenía gruesos mantos de tela

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sobre las heridas, a la izquierda del abdomen, sujetas por correas de cuero.
Se sentía muy débil y tenía calor, pero el dolor remitía.
Estaba en un edificio —acaso una gruta, pues no había suficiente luz para decirlo
—, tendido sobre un fardo de heno anegado de agua. Por encima de él, dos hombres
continuaban vertiendo líquido con unas vasijas de arcilla. Eran hombres de rostro
severo, con barba hirsuta y ropajes de algodón.
Se preguntó si podría hilvanar una frase que lograran comprender. Su
conocimiento del arameo escrito era bueno, pero no estaba seguro de determinadas
pronunciaciones.
Carraspeó.
—¿Dónde… ser… este lugar?
Fruncieron el ceño, menearon la cabeza y posaron las vasijas sobre el suelo.
—Busco a un… nazareno… Jesús.
—Nazareno. Jesús. —Uno de los hombres repitió las palabras, pero no pareció
encontrarles ningún significado. Se encogió de hombros.
El otro, no obstante, sólo repitió la palabra «nazareno», lentamente, como si para
él en efecto tuviera algún sentido. Musitó algo al otro hombre y se dirigió a la entrada
del recinto.
Karl Glogauer continuó empeñado en decir algo que el hombre restante pudiese
comprender.
—¿Qué año… el emperador romano… sitió Roma?
Comprendió que había formulado una pregunta difícil. Sabía que Cristo había
sido crucificado en el decimoquinto año del reinado de Tiberio, y por eso formuló esa
pregunta. Trató de expresarla mejor.
—¿Cuántos años hace que… reina… Tiberio?
—¿Tiberio? —El hombre frunció el ceño.
El oído de Glogauer comenzaba a adaptarse al acento. Trató de imitarlo.
—Tiberio. El emperador de los romanos. ¿Cuántos años lleva en el reino?
—¿Cuántos? —El hombre meneó la cabeza—. No lo sé.
Al menos había logrado hacerse entender.
—¿Dónde estamos? —quiso saber.
—En el monte que se extiende más allá de Macareo —replicó el hombre—. ¿No
lo sabes?
Macareo quedaba al sudeste de Jerusalén, al otro lado del mar Muerto. No cabía
duda de que estaba en el pasado y de que se encontraba en algún momento del
reinado de Tiberio, pues el hombre había reconocido su nombre con facilidad.
Su compañero regresaba, acompañado de un hombretón de brazos musculosos e
hirsutos y torso gigantesco. Llevaba un báculo en la mano. Estaba ataviado con pieles
de animal y debía de medir más de un metro ochenta. Llevaba el cabello largo, negro
y rizado, y la barba oscura y tupida le pendía hasta la mitad del torso. Se movía como

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una bestia. Miró a Glogauer con ojos grandes, castaños e inquisidores, como movido
por una extraña reflexión.
Entonces habló con voz profunda, pero tan deprisa que Glogauer no consiguió
entenderlo. Esa vez fue él quien meneó la cabeza.
El hombretón se hincó de rodillas a su lado.
—¿Quién sois vos?
Glogauer se detuvo. No había previsto que lo encontrasen de ese modo. Su
intención había sido disfrazarse de mercader sirio, con la esperanza de que la
divergencia de acentos explicara su escasa familiaridad con el lenguaje. Decidió que
lo mejor sería ceñirse a esa historia y confiar en que todo saliera bien.
—Vengo del norte —declaró.
—¿No eres de Egipto? —preguntó el hombretón. Parecía haber supuesto que
Glogauer debía de ser de allí. En tal caso, lo mejor sería no contradecirlo.
—Me fui de Egipto hace dos años —dijo.
El hombre asintió, aparentemente satisfecho.
—Eres un mago de Egipto. Es lo que habíamos pensado. Te llamas Jesús y eres el
nazareno.
—Busco a Jesús, el nazareno —corrigió Glogauer.
—Entonces, ¿cómo te llamas? —El hombre pareció decepcionado.
Glogauer no podía decirles su verdadero nombre. Les resultaría demasiado
extraño. Un impulso lo llevó a darles el de su padre:
—Emmanuel.
El hombre asintió, satisfecho una vez más.
—Emmanuel.
Glogauer advirtió, perplejo, que la elección del nombre no había sido afortunada,
dadas las circunstancias, pues Emmanuel significaba en hebreo «Dios sea con
nosotros», lo cual sin duda adquiría una connotación mística para su interlocutor.
—¿Y cómo te llamas tú? —preguntó él a su vez.
El hombre se enderezó y miró a Glogauer sumido en sus pensamientos.
—¿Acaso no me conoces? ¿No has oído hablar de Juan, a quien llaman el
Bautista?
Glogauer trató de disimular su sorpresa, pero evidentemente Juan el Bautista
comprendió que su nombre le resultaba familiar. Asintió con la cabeza enmarañada.
—Veo que me conoces. Bien, mago, ahora debo decidir, ¿eh?
—¿Qué debes decidir?
—Si eres el amigo de las profecías o el falso, contra el que nos ha prevenido
Adonai. Los romanos son capaces de entregarme a las manos de mis enemigos, los
hijos de Herodes.
—¿Y eso por qué?
—Deberías saberlo, pues denuncio a los romanos que esclavizan Judea; denuncio
lo actos ilegítimos que comete Herodes y profetizo el tiempo en que todos los

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injustos serán destruidos, cuando el reino de Adonai será restaurado sobre la tierra tal
como auguraron los viejos profetas. Digo al pueblo: «Estad preparados para el día en
que debáis tomar la espada para cumplir con la voluntad de Adonai». Los injustos
saben que perecerán ese día, y por eso serían capaces de destruirme.
Pese a la intensidad de sus palabras, Juan había hablado en un tono pragmático.
En su rostro y en su apostura no había trazas de locura ni de fanatismo. Se asemejaba
a un vicario anglicano leyendo un sermón cuyo significado hubiese perdido toda
emoción.
Pero Karl Glogauer comprendió la esencia de sus palabras: estaba alzando al
pueblo para derrocar a los romanos y a su títere Heredes, y para establecer un
régimen más «justo». El hecho de atribuir el plan a «Adonai» (uno de los nombres
con que se mencionaba a Jehová, que significaba «El Señor») parecía, tal como
habían aventurado muchos eruditos del siglo XX, un medio de dar solidez al proyecto.
En un mundo donde la política y la religión se entrelazaban inextricablemente, había
que atribuir al plan un origen sobrenatural.
Sin duda, pensó Glogauer, era muy probable que Juan el Bautista creyese de
buena fe en la divina inspiración de su idea, pues los griegos, al otro lado del
Mediterráneo, aún no habían dejado de discurrir sobre los orígenes de la inspiración
para determinar si era producto de la mente humana o de los dioses. Por otra parte,
Glogauer tampoco se sorprendió mucho de que Juan lo considerara un mago egipcio;
las circunstancias de su aparición debían de haber sido harto milagrosas y a la vez
aceptables, sobre todo para una secta como los esenios, que practicaban la
mortificación y el ayuno, y que seguramente estaban acostumbrados a sufrir
espejismos en tierras tan tórridas. No había duda de que estaba entre los esenios,
pueblo neurótico cuyas abluciones rituales —el bautismo— y abstinencias, amén del
misticismo paranoico que los llevó a inventar lenguajes secretos, señalaban
inequívocamente su estado de perturbación mental. Todo esto se le ocurría a
Glogauer, el psiquiatra frustrado, pero Glogauer, el hombre, se debatía entre dos
extremos: por un lado el racionalismo y, por el otro, el deseo de dejarse ganar por el
misticismo.
—Debo meditar —anunció Juan, mientras se dirigía a la entrada de la cueva—.
Debo orar. Tú te quedarás aquí hasta que se me revele alguna orientación.
Se marchó de la gruta, caminando a grandes zancadas.
Glogauer desplomó su cuerpo sobre la paja mojada. Sin duda se hallaba en una
caverna de piedra caliza y la atmósfera era sorprendentemente húmeda. En el exterior
debía de hacer muchísimo calor. Sintió que lo invadía el sueño.

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Cinco años en el pasado. Casi dos mil en el futuro. Tendido en la cama caliente y
sudorosa con Mónica. Una vez más, el intento de hacer el amor normalmente se había
convertido en la ejecución de esas aberraciones menores que parecían satisfacerla
más que ninguna otra cosa.
El verdadero galanteo y la plenitud aún no habían llegado. Como de costumbre,
serían verbales. Y, como de costumbre, alcanzarían el clímax en la controversia
iracunda.
—Supongo que me dirás, una vez más, que no estás satisfecho. —Aceptó el
cigarrillo encendido que él le tendió en la oscuridad.
—Estoy bien —aseguró él.
Fumaron en silencio un rato.
—Qué ironía, ¿no crees?
Aguardó que ella le respondiera. Pero su respuesta se retrasaba.
—¿El qué? —preguntó por fin.
—Todo esto. Te pasas el día tratando de ayudar a que los neuróticos sexuales
vuelvan a la normalidad, pero por la noche te dedicas a hacer lo mismo que ellos.
—No tanto. Bien sabes que se trata de una cuestión de grado.
—Eres tú quien lo dice…
Él volvió la cabeza y contempló su rostro bajo la luz que vertían las estrellas por
la ventana. Era una pelirroja de rasgos demacrados, con la voz calma y
seductoramente profesional de la asistente social psiquiátrica. Una voz suave,
razonable, hipócrita. Sólo muy raramente, cuando perdía los estribos, su voz llegaba a
delatar su verdadero carácter. Sus rasgos jamás estaban en reposo, ni siquiera cuando
dormía. Los ojos siempre alerta, los movimientos calculados. Cada centímetro de su
ser se hallaba protegido por alguna defensa, y quizá por ello obtuviera tan poco placer
cuando hacía el amor normalmente.
—Eres incapaz de soltarte, ¿eh? —le dijo él.
—Cállate, Karl. Si lo que buscas es un engendro neurótico, fíjate en ti mismo.
Ambos eran psiquiatras aficionados: ella, una asistente social; él, apenas un
lector, un curioso, aunque tiempo atrás había cursado un año de la carrera, cuando su
objetivo era llegar a ser psiquiatra. Utilizaban el léxico psiquiátrico con libertad. Se
sentían más felices si podían dar un nombre a las cosas.
Él rodó para alejarse de su compañera y buscar el cenicero sobre la mesa de
noche. Al pasar, se vislumbró por un instante en el espejo del tocador. Era un librero
judío cetrino, taciturno, reconcentrado, con la cabeza llena de obsesiones irresueltas y
de imágenes, y el cuerpo rebosante de emociones. Siempre perdía en estas
discusiones con Mónica. Verbalmente, dominaba ella. A menudo, esta clase de
confrontaciones le resultaban más perversas que los momentos en que hacían el amor,
en que, al menos, por lo general su papel era masculino. En esencia —se daba cuenta
— era pasivo, indeciso, masoquista. Incluso su ira, que se manifestaba con
frecuencia, era impotente. Mónica era diez años mayor que él y diez más amarga.

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Desde luego, como persona poseía mucho más dinamismo que él, pero como
asistente social psiquiátrica le sobraban defectos. Hacía ostentación de sus méritos y
fingía ser cada vez más cínica pero, en el fondo, esperaba el día en que lograra éxitos
espectaculares con sus pacientes. En opinión de él, ambos se esforzaban demasiado.
Ése era el problema. Los sacerdotes, en el confesionario, trataban de procurar una
panacea; los psiquiatras intentaban curar, y casi siempre fracasaban. Pero al menos
trataban, pensó, y luego se preguntó si, después de todo, en ello habría alguna virtud.
—Ya me he fijado en mí mismo —dijo él.
¿Estaría dormida? Se volvió para mirarla. Tenía los ojos abiertos, posados en la
ventana.
—Ya me he observado —repitió—. Como lo hizo Jung. «¿Cómo puedo ayudar a
estas personas si yo soy un fugitivo y tal vez también sufra del morbus sacer de la
neurosis?». Es lo que Jung se preguntó…
—Ese viejo sensacionalista. Ese viejo racionalizador de su propio misticismo.
Con razón nunca terminaste la carrera…
—No habría sido un buen psiquiatra. Jung no tuvo nada que ver.
—Pues no me eches la culpa a mí…
—Tú misma me has dicho que te sucede lo mismo. Piensas que es inútil.
—Puede que lo haya dicho al cabo de una semana de trabajar como una negra.
Dame otro pitillo.
Abrió el paquete que tenía sobre la mesita de noche y se llevó dos cigarrillos a los
labios. Los encendió y le tendió uno.
Casi abstractamente, advirtió que la tensión aumentaba. Como siempre, la disputa
se refería a temas absurdos. Pero lo importante no era la pelea, sino la expresión de su
relación fundamental. Se preguntó si eso no carecería también de toda importancia…
—Mientes. —Entonces él se dio cuenta de que ya no podría parar, ahora que el
ritual había cobrado ímpetu.
—Digo la verdad empírica. No tengo ninguna compulsión a abandonar mi
trabajo. No deseo ser una fracasada…
—¿Una fracasada? Eres más melodramática que yo.
—Eres demasiado serio, Karl. Quieres huir de ti mismo…
Él sonrió desdeñoso.
—Si estuviese en tu lugar, dejaría la profesión, Mónica. No tienes más talento que
yo para la psiquiatría.
La mujer se encogió de hombros.
—¡Eres un mamón!
—No creas que hablo por celos. Nunca comprenderías el objeto de mi búsqueda.
Desgranó una risa artificial, quebradiza.
—Un hombre moderno en busca del alma, ¿eh? Un hombre moderno en busca de
un par de muletas, diría yo. Y tómalo como te plazca.
—Estamos destruyendo los mitos que hicieron girar el mundo…

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—Y ahora dirás: «¿Y con qué estamos reemplazándolos?». Eres lento e imbécil,
Karl. Nunca has sabido examinar nada racionalmente. Ni siquiera a ti mismo.
—Pero qué me cuentas. Eres tú quien dice que los mitos carecen de importancia.
—Lo importante es la realidad que los crea.
—Jung sabía que el mito también puede crear la realidad.
—Lo cual demuestra lo idiota y ridículo que era.
Estiró las piernas. Al hacerlo, sus pies rozaron los de Mónica y los apartó. Se
rascó la cabeza. Ella seguía fumando, pero ahora sonreía.
—Vamos —le dijo—. Hagamos lo que Cristo enseñó.
Él no respondió. Ella le tendió la colilla para que la posara en el cenicero. Miró el
reloj. Eran las dos de la madrugada.
—¿Por qué lo hacemos? —le preguntó él.
—Porque debemos. —Buscó con su mano la nuca de Karl y lo atrajo hacia su
pecho—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Nosotros, los protestantes, tarde o temprano tendremos que


enfrentamos con esta pregunta: «¿Hemos de entender la “emulación
de Cristo” como un mandato de copiar su vida y, si se me permite la
expresión, de imitar sus estigmas; o en un sentido más profundo,
como una exhortación a vivir nuestra propia vida con tanta
honestidad como él vivió la suya, con todas sus implicaciones?». No
es fácil llevar una existencia modelada según la vida de Cristo, pero
resulta sin duda mucho más difícil vivir nuestra propia vida con tanta
honestidad como él lo hizo. Todo aquel que lo hiciera […] sería
malinterpretado, despreciado, torturado y crucificado. […] La
neurosis es una disociación de la personalidad.

(JUNG, El hombre moderno en busca del alma)

Durante un mes, Juan el Bautista se marchó a otras tierras y Glogauer convivió


con los esenios. A medida que sus costillas fueron sanando, vio que le resultaba
sorprendentemente fácil adaptarse a su ritmo de vida. El poblado de los esenios
consistía en una mezcla de casas de una sola planta, construidas de caliza y de adobe,
y de cavernas naturales, que enmarcaban ambas paredes del estrecho valle. Los
esenios compartían la propiedad como bien común; esta secta en particular admitía el
matrimonio, aunque muchos llevaban vidas estrictamente monásticas. También eran
pacifistas y rehusaban poseer o fabricar armas. Sin embargo, la secta toleraba
abiertamente al belicoso Bautista. Tal vez el odio a los romanos fuese superior a sus
principios. Quizá no estuvieran seguros de las intenciones de Juan. Fuera cual fuese
la razón de su tolerancia, no cabía duda de que, virtualmente, Juan era su líder.

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La vida de los esenios consistía en una ablución ritual que se efectuaba tres veces
al día, en la oración y en el trabajo. Esto último no resultaba difícil; a veces, Glogauer
guiaba un arado tirado por otros dos miembros de la secta; otras cuidaba las cabras
que pastaban en las laderas. Era una vida pacífica y ordenada, e incluso sus aspectos
poco saludables eran hasta tal punto una cuestión de rutina que al cabo de un tiempo
dejó de reparar en ellos.
Cuando cuidaba las cabras, solía tenderse en lo alto de un carro a contemplar la
tierra virgen, que no era desierta sino que se hallaba cubierta de pastos secos donde
pacían cabras y ovejas. De tanto en tanto se recortaba algún arbusto achaparrado y
algún que otro árbol a la orilla del río que, sin duda, desembocaba en el mar Muerto.
Eran tierras de relieve irregular. Remedaban el aspecto de un lago borrascoso, helado,
pardo y amarillento. Detrás del mar Muerto se extendía Jerusalén. Obviamente,
Cristo aún no había entrado en la ciudad por última vez. Antes de que ello ocurriera,
Juan el Bautista debía morir.
Pese a su simplicidad, la vida de los esenios transcurría apacible. Le habían dado
un taparrabos de piel de cabra y un báculo y, salvo por el hecho de que lo observaban
día y noche, parecían haberlo aceptado como una especie de miembro laico de la
secta.
A veces, lo interrogaban de pasada sobre su carruaje —la máquina del tiempo que
pronto pensaban traer desde el desierto— y él les decía que lo había llevado desde
Egipto a Siria y de allí hasta sus tierras. Aceptaban el milagro con serenidad. Tal
como había supuesto, estaban acostumbrados a los milagros.
Los esenios habían conocido prodigios mayores que su máquina del tiempo.
Vieron hombres que caminaban sobre las aguas, y ángeles que descendían de los
cielos. Oyeron la voz de Dios y de sus arcángeles y las palabras tentadoras de Satán y
de sus esbirros. Y lo escribieron en rollos de pergamino. Se trataba de meras crónicas
de lo sobrenatural, así como otros rollos que consignaban su vida cotidiana y las
noticias que les traían los miembros itinerantes de su secta.
Vivían constantemente ante la presencia de Dios; se dirigían a Dios y él les
respondía cuando habían mortificado bastante la carne, cuando el ayuno había sido
suficiente y cuando se entregaban a la oración bajo el sol calcinante de Judea.
Karl Glogauer se dejó crecer el cabello y no se recortó más la barba. Mortificó la
carne y ayunó, y elevó sus plegarias bajo el sol, igual que ellos. Pero raramente oía a
Dios y sólo una vez creyó ver un arcángel con alas de fuego.
Pese a su disposición a experimentar las mismas alucinaciones que los esenios,
Glogauer no pudo evitar el desencanto. Sin embargo, lo sorprendía ver que se sentía
tan bien, si tenía en cuenta las austeridades que debía soportar. La compañía de esos
hombres y mujeres, indudablemente locos, lo hacía sentir cómodo. Acaso se debiera a
que su locura no era tan distinta de la suya; así, pues, al cabo de un tiempo dejó de
preguntarse por ello.

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Juan el Bautista regresó una tarde, a pie, tras surcar las colinas. Lo seguían
veintitantos de sus más allegados discípulos. Glogauer lo vio mientras se disponía a
pastorear las cabras rumbo a la cueva donde pasarían la noche. Esperó a que Juan se
le acercara.
El Bautista llevaba el rostro taciturno, pero al verlo su expresión se atemperó.
Sonrió y le tomó el brazo por encima del codo, a la usanza romana.
—Y bien, Emmanuel, eres nuestro amigo, tal como pensé. Enviado por Adonai
para que nos ayudes a cumplir con Su voluntad. Me bautizarás mañana para mostrar a
todo el mundo que Él está con nosotros.
Glogauer estaba cansado. Tras comer muy poco, había pasado casi todo el día
bajo el sol, apacentando los rebaños. Bostezó; le resultaba difícil responder. No
obstante, sentíase aliviado. Era evidente que Juan había estado en Jerusalén, tratando
de descubrir si los romanos lo habían enviado en calidad de espía. Pero ahora Juan
parecía más tranquilo, se fiaba de él.
Con todo, le preocupaba la fe que el Bautista depositaba en sus poderes.
—Juan —comenzó—, no soy ningún clarividente…
El rostro del Bautista se nubló por un instante; luego, rió torpemente.
—No digas nada. Esta noche, cena conmigo. Tengo miel silvestre y langostas.
Glogauer aún no había probado este alimento, del cual vivían los viajeros que no
llevaban provisiones y que por fuerza recurrían a lo que encontraban en el camino.
Para algunos, era todo un manjar.

Lo intentó luego, en la casa de Juan. Sólo había dos habitaciones en la vivienda.


Una para comer, la otra para dormir. La miel y las langostas le parecieron dulces,
pero le agradó variar de la consabida cebada y la carne de cabra.
Se sentó con las piernas cruzadas, frente a Juan el Bautista, quien comía con
satisfacción. Ya era de noche. Desde el exterior llegaban los murmullos graves, los
gemidos y los lamentos de los que oraban.
Glogauer hundió otra langosta en la escudilla de miel que había entre ambos.
—¿Piensas levantar al pueblo de Judea en rebelión contra los romanos?
Al Bautista pareció preocuparle la pregunta directa. Era la primera de esta índole
que le formulaba Glogauer.
—Si ésta es la voluntad de Adonai… —respondió, sin alzar la vista mientras se
inclinaba hacia el cuenco de miel.
—¿Los romanos lo saben?
—No lo sé, Emmanuel. Pero Herodes el incestuoso debe de haberles dicho, sin
duda, que denuncio a los impíos.
—Y los romanos no te arrestan…
—Pilato no se atrevería, pues la petición fue elevada al emperador Tiberio.
—¿La petición?

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—Sí, la que firmaron Herodes y los fariseos cuando Pilato el procurador puso
escudos votivos en el palacio de Jerusalén e intentó profanar el Templo. Tiberio
amonestó a Pilato y, desde entonces, el procurador es más cuidadoso en la forma de
tratarnos, aunque sigue odiando a los judíos como antes.
—Dime, Juan, ¿sabes cuántos años lleva Tiberio en el trono de Roma? —Hasta
ese momento, no había tenido oportunidad de repetir la pregunta.
—Catorce años.
Estaban en el año 28; faltaba menos de un año para que se produjera la
crucifixión, y su máquina del tiempo estaba hecha añicos.
Ahora bien; Juan el Bautista planeaba una rebelión armada contra la ocupación
romana pero, si se atenía a los Evangelios, pronto sería decapitado por Herodes. Por
cierto, en esa época no se había producido ninguna gran revuelta. Ni siquiera los que
sostenían que la irrupción de Jesús y de sus discípulos en Jerusalén y la invasión del
Templo eran producto de masas armadas habían hallado evidencias de que Juan
hubiese encabezado una revuelta similar.
Glogauer había llegado a apreciar al Bautista. Era un tenaz revolucionario que
venía urdiendo su rebelión contra los romanos desde hacía muchísimos años. El
tiempo le había permitido alistar suficientes seguidores para que el plan fuese un
éxito. Al verlo, Glogauer recordaba los valientes líderes de la resistencia durante la
Segunda Guerra Mundial. Ostentaba una perseverancia semejante y la misma
comprensión de la realidad de su misión. Sabía que sólo tendría una oportunidad de
despedazar las fuerzas atrincheradas en el país. Si la revuelta no se realizaba con
rapidez, Roma tendría tiempo de sobra para enviar más tropas a Jerusalén.
—¿Cuándo crees que Adonai piensa destruir a los impíos por intermedio de tus
oficios? —inquirió Glogauer con tacto.
Juan lo miró con ojos divertidos. Sonrió.
—La Pascua es un período en que el pueblo se halla inquieto y se muestra hostil
hacia los extranjeros —observó.
—¿Cuándo será la próxima Pascua?
—Faltan unos cuantos meses.
—¿Cómo puedo ayudarte?
—Eres mago…
—No puedo hacer milagros.
Juan se limpió la miel de la barba.
—No me pidas que lo crea, Emmanuel. La forma en que apareciste fue milagrosa.
Los esenios no sabían si eras un demonio o un mensajero de Adonai.
—No soy ninguna de las dos cosas.
—¿Por qué me confundes, Emmanuel? Sé que eres el mensajero de Adonai. Eres
la señal que esperaban los esenios. El tiempo se aproxima. El reino de los cielos
pronto se extenderá sobre la tierra. Ven conmigo. Di al pueblo que hablas con la voz
de Adonai, que haces milagros prodigiosos.

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—Tu poder declina, ¿no es cierto? —Glogauer lo miró fijamente—. ¿Necesitas
renovar las esperanzas de tus rebeldes?
—Hablas como un romano. Con la misma falta de sutileza.
Juan se levantó, irritado. Evidentemente, como los esenios con quienes vivía,
prefería la conversación menos directa. Glogauer creyó ver una razón lógica en ello,
pues Juan y sus hombres temían constantemente una traición. Hasta las crónicas
esenias estaban escritas en clave, de manera que una palabra o una frase de aspecto
inocente significaba otra cosa distinta.
—Lo siento, Juan. Pero dime si me equivoco —intentó Glogauer, suavemente.
—¿No eres un mago, a pesar de haber surgido de la nada en un carruaje como
ése? —El Bautista agitó las manos y se encogió de hombros—. ¡Mis hombres te
vieron! Vieron que esa cosa brillante aparecía en el aire, crepitaba y te expulsaba de
su interior. ¿No es magia eso? Las ropas que llevabas… ¿llamas a eso un atuendo
terrenal? Los talismanes que había en el carruaje… ¿no hablan acaso de una magia
poderosa? El profeta vaticinó que vendría un mago de Egipto llamado Emmanuel.
¡Está escrito en el libro de Micah! ¿Acaso no son ciertas todas estas cosas?
—La mayoría, sí. Pero hay explicaciones… —se interrumpió, incapaz de pensar
en una palabra más adecuada que «racional»—. Soy un hombre común, como tú. ¡No
tengo poder para hacer milagros! ¡Soy sólo un hombre!
Juan le lanzó una mirada furiosa.
—¿Quieres decir que te niegas a ayudarnos?
—Te estoy agradecido. A ti y a los esenios. Podría decirse que me habéis salvado
la vida. Si puedo retribuiros…
Juan asintió deliberadamente.
—Sí puedes, Emmanuel.
—¿Cómo?
—Sé el gran mago que necesito. Déjame presentarte ante todos los que se sientan
impacientes y ante los que puedan alejarse de la voluntad de Adonai. Déjame
contarles el modo en que llegaste. Luego podrás decir que todo ha sido voluntad de
Adonai y que deben prepararse para cumplirla.
Juan lo miró con ojos penetrantes.
—¿Lo harás, Emmanuel?
—Por ti, Juan. A cambio, tú enviarás a tus hombres para que traigan mi carruaje
hasta aquí lo antes posible. Quiero ver si es posible repararlo.
—De acuerdo.
Glogauer se sentía exultante. Comenzó a reír. El Bautista lo miró con cierto
azoramiento. Luego se sumó a su risa.
Glogauer siguió riendo. La historia no lo mencionaría, más él, junto a Juan
Bautista, prepararía el camino para el advenimiento de Cristo.
Cristo aún no había nacido. Tal vez Glogauer ya lo sabía, un año antes de la
crucifixión.

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Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y nosotros vimos
su gloria, gloria que tiene del Padre como Hijo unigénito, lleno de
gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita: Éste es aquel de
quien yo dije: El que viene después de mí, ha pasado delante de mí,
porque existía antes que yo.

(JUAN 1:14-15)

Incluso en el primer encuentro con Mónica se habían enzarzado en arduas


discusiones. El padre de Glogauer no había muerto aún, ni le había dejado el dinero
necesario para comprar la Librería de Ocultismo, situada en la calle Russell, frente al
Museo Británico. Se ganaba la vida dedicándose a toda clase de empleos temporales
y estaba muy deprimido. En aquella época creyó que Mónica sería una gran ayuda
para atravesar la oscuridad mental que lo envolvía. Ambos vivían cerca del Holland
Park, y solían ir a pasear por allí todos los domingos del verano de 1962. A los
veintidós años, ya estaba obsesionado por la extraña concepción de Jung del
misticismo cristiano. Mónica, que despreciaba a Jung, no tardó en denigrar sus ideas.
En realidad, nunca llegó a convencerlo, pero al cabo de un tiempo puede decirse que
logró confundirlo. Pasaron seis meses antes de que se acostaran juntos.
El calor era insoportable.
Estaban sentados a la sombra, en la cafetería, observando un partido de cricket
que se desarrollaba a lo lejos. Cerca de ellos, dos chicas y un muchacho tomaban
naranjada sobre la hierba, en vasos de plástico. Una de ellas tenía una guitarra sobre
el regazo. Posó el vaso sobre el suelo y empezó a interpretar una canción folk con voz
aguda y agradable. Glogauer trató de escuchar la letra. En sus días de estudiante le
había fascinado la música folk tradicional.
—El cristianismo ha muerto —decía Mónica, mientras se tomaba el té—. La
religión se muere, Dios fue asesinado en 1945.
—Aún podría haber una resurrección —adujo él.
—Confiemos en que no será así, La religión fue producto del miedo. El
conocimiento destruye el temor. Sin temor, la religión no puede subsistir.
—Crees que no hay miedos en esta época.
—No de la misma clase, Karl.
—¿Nunca te has puesto a pensar en la idea de Cristo? —le preguntó cambiando
de táctica—. ¿Qué significa para un cristiano…?
—La idea del tractor representa lo mismo para un marxista —objetó ella.
—Pero ¿qué fue primero, la idea o la realidad de Cristo?
Se encogió de hombros.
—La realidad, si de algo sirve. Jesús fue un judío agitador que instigó una
revuelta contra los romanos, y fue crucificado por lo que hizo. Eso es todo lo que
sabemos y todo lo que necesitamos saber.

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—Una gran religión no puede haber comenzado de forma tan sencilla.
—Cuando la gente necesita una gran religión, puede construirla a partir de los
orígenes más insospechados.
—Pues a eso me refiero, Mónica. —La acosó con gestos, y la joven se apartó
ligeramente—. La idea precedió a la realidad de Cristo.
—Ay, Karl. No sigas. La realidad de Jesús precedió a la idea de Cristo.
Pasó una pareja, que observó la discusión.
Mónica se dio cuenta y guardó silencio. Se puso en pie y Glogauer la siguió, pero
ella lo detuvo.
—Me voy a casa, Karl. Tú te quedas aquí. Te veré dentro de un par de días.
La vio alejarse por el amplio sendero en dirección a las puertas del parque.
Al día siguiente, cuando regresó a su casa del trabajo, encontró una carta de
Mónica. Debió de haberla escrito después de su cita para enviarla esa misma tarde.

Querido Karl:
La conversación no parece surtir un gran efecto en ti, como
sabrás. Es como si escucharas el tono de voz, el ritmo de las palabras,
sin siquiera oír lo que se trata de comunicar. Eres un poco como un
animal sensible que no puede comprender lo que se le dice, pero que
sabe si la persona que le habla está contenta o enfadada. Por eso te
escribo, para poder transmitirte lo que pienso. Cuando estamos juntos
respondes de un modo excesivamente emocional.
Cometes el error de considerar el cristianismo como algo que se
desarrolló a lo largo de unos pocos años, desde la muerte de Jesús
hasta la época en que se escribieron los Evangelios. Pero el
cristianismo no era algo nuevo. Sólo el nombre lo fue. El cristianismo
consistió sólo en un estadio en el contacto, la metamorfosis y la
fertilización recíproca entre la lógica occidental y el misticismo
oriental. Mira el modo en que cambió la religión a lo largo de los
siglos, mira cómo se interpretó a sí misma de diferentes formas para
poder responder a los tiempos cambiantes. El cristianismo sólo es una
nueva denominación de un conglomerado de viejos mitos y filosofías.
Los Evangelios sólo vuelven a narrar el mito del sol y barajan algunas
ideas de los griegos y de los romanos. ¡Ya en el siglo II los sabios
judíos demostraban la mezcolanza que había en el Antiguo
Testamento! Ellos señalaron las innegables similitudes que existían
entre diversos mitos del sol y el mito de Cristo. Los milagros no
sucedieron; se los inventaron más tarde, tomados de aquí y de allá.
¿Recuerdas a los viejos Victorianos, que afirmaban que Platón era
cristiano porque había anticipado el pensamiento cristiano? ¡El

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pensamiento cristiano! La cristiandad fue el vehículo de ideas que ya
circulaban siglos antes de Cristo. ¿Marco Aurelio fue cristiano?
Escribía siguiendo la tradición directa de la filosofía occidental. ¡Por
eso el cristianismo prendió en Europa y no en Oriente! Con tus
inclinaciones, tendrías que haber sido teólogo y no psiquiatra. Lo
mismo va para tu amigo Jung.
Trata de apartar de tu cabeza todas estas tonterías retorcidas; así
podrías ser mucho más competente en tu trabajo.
Con afecto,

MÓNICA

Estrujó la carta y la tiró por ahí. Esa noche, horas después, se sintió tentado a
releerla, pero se contuvo.

Juan estaba en el río, con el agua a la cintura. La mayoría de los esenios se había
congregado en las orillas para mirarlo. Glogauer buscó sus ojos.
—No puedo, Juan. No soy yo quien debe hacerlo.
El Bautista musitó:
—Es tu obligación.
Glogauer se estremeció al internarse en las aguas junto al Bautista. Sentía que la
mente le flotaba. Se detuvo, trémulo, incapaz de moverse.
Lino de sus pies resbaló sobre las rocas del río y Juan tuvo que extender una
mano para tomarlo del brazo y sujetarlo.
En el cielo despejado, el sol ocupaba el cénit y se abatía sobre sus cabezas
desnudas.
—¡Emmanuel! —gritó Juan de pronto—. ¡El espíritu de Adonai sea contigo!
A Glogauer le resultó difícil hablar. Sacudió la cabeza ligeramente. Le dolía y
apenas podía ver. Era la primera vez que lo atacaba una migraña desde que había
llegado allí. Quería vomitar. La voz de Juan le llegó muy lejana.
Se bamboleó en medio de las aguas.
Y mientras comenzaba a caer hacia el Bautista, la escena que lo rodeaba volvió a
desvanecerse. Sintió que Juan lo aferraba y se oyó decir con desesperación:
—¡Juan, bautízame!
Y luego sintió agua en la boca y en la garganta, y tuvo que toser. La voz de Juan
gritó algo y arrancó una respuesta en los hombres que había en ambas orillas. El
rugido que lo ensordecía aumentó y adquirió otra cualidad. Pataleó en el agua y sintió
que lo alzaban.

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Los esenios se mecían como si fueran un solo cuerpo, cada uno de los rostros
vuelto hacia el sol cegador.
Glogauer comenzó a vomitar en el agua. Se tambaleó. Las manos de Juan lo
aferraron por los brazos con fuerza y lo condujeron a la orilla.
De las bocas de los esenios provenía un murmullo rítmico y peculiar que
acompañaba el mecer de sus cuerpos subiendo hacia un lado, descendiendo hacia el
otro.
Glogauer se cubrió los oídos cuando Juan lo soltó. Seguían doblándolo las
náuseas, pero ya no tenía qué vomitar y el dolor resultaba peor aún.
Se marchó a paso vacilante, casi sin poder mantener el equilibrio. Echó a correr,
con las orejas todavía cubiertas; a correr, por el suelo rocoso; a correr, mientras el sol
latía en el cielo y su calor le percutía en la cabeza; a correr.

Pero Juan se lo impedía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por


ti, y ¿tú vienes a mí? Jesús le respondió: Déjate ahora; porque así nos
conviene cumplir toda justicia. Juan, entonces, le dejó. Bautizado
Jesús, salió del agua al punto, y he aquí que los cielos se le abrieron y
vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre
él; una voz de los cielos decía: Éste es mi Hijo, el amado, en quien me
complazco.

(MATEO 3:14-17)

En aquella época tenía quince años. Le iba bien en la escuela. Había leído en los
periódicos acerca de las pandillas de Teddy Boys que asolaban el sur de Londres,
pero las imágenes que vio de los jóvenes con ropas pseudoeduardinas le parecieron
bastante inofensivas e idiotas.
Había ido al cine, a Brixton Hill, y luego decidió regresar a su casa caminando,
pues un helado se llevó casi todo el dinero que tenía para el billete del autobús.
Salieron del cine casi junto con él. Apenas reparó en ellos cuando lo siguieron por la
colina.
De pronto, lo rodearon. Eran chicos de tez muy blanca y de rostro perverso. Casi
todos un año o dos mayores que él. Creyó reconocer a dos de ellos de algún lado.
Iban a la gran escuela del ayuntamiento; quedaba en la misma calle que la escuela de
gramática a la que él asistía. Jugaban al fútbol en el mismo campo.
—Hola —saludó débilmente.
—Hola, hijo —repuso el Teddy Boy de más edad. Estaba de pie, con una rodilla
inclinada, sonriéndole, con el inexcusable chicle—. ¿Adónde ibas?
—A casa.

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—A caaasa —repitió el más corpulento, imitando su acento—. ¿Y qué harás
cuando llegues?
—Me acostaré.
Karl trató de evitar la emboscada, pero no lo dejaron. Lo obligaron a retroceder
hasta la entrada de una tienda. Lejos, los coches pasaban por la calle principal. Había
buena luz: los faroles callejeros y los fluorescentes de las tiendas. Pasaron varias
personas, pero ninguna se detuvo. Karl comenzó a sentir pánico.
—¿No tienes deberes que hacer, hijo? —intervino otro, pelirrojo, con pecas y ojos
de un gris acerado.
—¿Quieres pelear con alguno de nosotros? —preguntó un tercero. Era uno de los
que conocía.
—No peleo. Dejadme ir.
—¿Tienes miedo, hijo? —preguntó el cabecilla, sonriente. Con deliberada
ostentación, hizo un globo con el chicle y volvió a meterlo en la boca para proseguir
mascando.
—No. ¿Por qué iba a querer pelear con vosotros?
—Ah. Te crees mejor que nosotros. ¿Se trata de eso, hijo?
—No. —Comenzaba a temblar. Las lágrimas amenazaban con asomarle en los
ojos—. Claro que no.
—Claro que no, hijo.
Intentó avanzar, pero lo empujaron de nuevo hacia el zaguán.
—Eres ese tipo con apellido alemán, ¿eh? —dijo el que conocía—. El del apellido
de gárgara…
—Glogauer. Dejadme ir.
—A tu mami no le gustará que llegues tarde, ¿verdad?
—Más parece un apellido judío que alemán…
—¿Eres judío, hijo?
—Tiene aspecto de serlo…
—¿Eres judío, hijo?
—¿Eres moishe, hijo?
—¿Eres judío, hijo?
—¡Basta ya! —gritó Karl. Los empujó. Uno de ellos le incrustó un puñetazo en el
estómago. Aulló de dolor. Otro le dio un empellón y lo hizo trastabillar.
La gente iba y venía deprisa por la calle. Al pasar miraban al grupo; un hombre se
detuvo, pero su esposa lo obligó a seguir.
—Son sólo unos chicos peleando… —argumentó.
—Bájale los pantalones —sugirió uno, con una carcajada—. Eso nos sacará de
dudas.
Karl se abrió paso con un empujón y esa vez no opusieron resistencia. Echó a
correr por la colina.
—Démosle ventaja —oyó que proponía otro.

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Siguió corriendo.
Entonces comenzaron a seguirlo, entre risas.
Pero todavía no lo habían alcanzado cuando tomó por la avenida donde vivía.
Llegó hasta la casa y se metió corriendo en el callejón oscuro que había a un costado.
Entró por la puerta trasera. Su madrastra estaba en la cocina.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
Era una mujer alta y delgada; nerviosa e histérica. Tenía el cabello negro
despeinado.
Pasó de largo hasta el comedor.
—¿Qué te pasa, Karl? —le gritó. Tenía la voz aguda.
—Nada —respondió.
No quería escándalos.

Cuando despertó hacía frío. El falso amanecer era grisáceo; sólo veía tierras
yermas por doquier. No recordaba gran cosa del día anterior, salvo que había corrido
una gran distancia.
El rocío le había humedecido el taparrabos. Se mojó los labios y restregó la
prenda por el rostro. Como sucedía siempre después de sus migrañas, se sentía débil
y completamente exhausto. Al verse el cuerpo desnudo, advirtió cuánto había
adelgazado. Era producto de la vida con los esenios, por supuesto.
Se preguntó por qué habría sentido tanto pánico cuando Juan le pidió que lo
bautizara. ¿Sería mera honestidad? ¿Algo en él que se resistía a engañar a los esenios
para que lo tomasen por profeta? No lo sabía.
Se envolvió la cadera con el taparrabos y lo ató con fuerza por encima del muslo
izquierdo. Supuso que lo mejor sería tratar de volver al asentamiento y disculparse
ante Juan, si aún le era posible.
La máquina del tiempo ya estaba allí. La habían transportado usando sólo cuerdas
de cuero.
Si pudiera encontrar un buen herrero o quizás un orfebre, tal vez le sería posible
repararla. Pero el viaje de regreso entrañaría graves peligros.
Se preguntó si debía regresar a la época de partida o intentar acercarse a un
tiempo más cercano a la crucifixión real. No había viajado al pasado para presenciar
la crucifixión, sino para captar el clima que había en Jerusalén durante la celebración
de la Pascua, cuando Jesús supuestamente se presentó en la ciudad. Mónica creía que
Jesús había asolado el lugar con una banda armada. Decía que todas las evidencias
apuntaban en esa dirección. Todas las evidencias de un tipo, sólo que él no se avenía
a darlas por ciertas. Estaba seguro de que debía de haber existido algo más. Si pudiera
conocer a Jesús. Por lo visto, Juan no sabía nada de él, aunque había mencionado una
profecía según la cual el Mesías sería nazareno. Había muchas profecías y gran parte
de ellas incurrían en contradicciones.

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Comenzó a caminar en dirección al asentamiento de los esenios. No podía haber
ido tan lejos. Pronto reconocería las colinas donde se ocultaban las cuevas.
El calor no tardó en aumentar y el suelo se volvió más seco. El aire temblaba ante
sus ojos. La sensación extenuante que lo despertó cobró intensidad. Tenía la boca
seca y las piernas se le doblaban. Lo atormentaba el hambre y no tenía nada para
comer. Tampoco veía señales del macizo donde moraban los esenios.
Tres kilómetros al sur se alzaba una loma. Decidió encaminarse hacia allí. Tal vez
en ese sitio le fuera posible orientarse o hubiera alguna aldea donde le diesen de
comer.
El suelo arenoso se convirtió en polvo volátil que lo envolvía cada vez que sus
pies lo levantaban. Algunas raíces primitivas se adherían a la tierra y a las rocas
protuberantes que tendían trampas a sus pies.
Cuando por fin comenzó a ascender la ladera, tenía el cuerpo ensangrentado y
herido.
El trayecto hasta la cima —que quedaba mucho más lejos de lo que había
supuesto— le resultó escabroso. Resbalaba en las rocas sueltas que se desperdigaban
por la ladera, caía sobre su propio rostro y se aferraba con las manos y los pies
llagados para no deslizarse hasta el pie nuevamente. Se agarraba a los líquenes y a las
matas que brotaban aquí y allá, y cuando podía, se abrazaba a las afiladas lenguas de
roca que asomaban del suelo. Descansaba a menudo. Tenía la mente y el cuerpo
adormecidos de dolor y de cansancio.
El sol lo hacía sudar. El polvo se pegaba a la humedad de su cuerpo semidesnudo
cubriéndolo de una costra arcillosa. Del taparrabos sólo quedaban jirones.
El mundo estéril giraba a su alrededor. El cielo se fundía con la tierra, roca
amarilla con nubes blancas. Nada permanecía quieto.
Llegó a la cima y se tendió, jadeante. Todo era irreal.
Oyó la voz de Mónica y creyó verla por un instante, con el rabillo del ojo.
No seas melodramático, Karl.
Se lo había dicho muchas veces. Y la que respondió fue su propia voz.
Nací fuera de mi época, Mónica. En esta era de razón no hay sitio para mí.
Acabará conmigo.
Replicó la voz de ella.
Culpa, miedo y tu propio masoquismo. Podrías ser un psiquiatra brillante, pero
escoges rendirte por completo ante tus propias neurosis.
—¡Cállate!
Rodó sobre la espalda. El sol se ensañó con su cuerpo magullado.
—¡Cállate!
Es el síndrome cristiano, Karl. Ahora sólo te falta convertirte al catolicismo. No
me sorprendería en absoluto. ¿Dónde ha quedado tu entereza intelectual?
—¡Cállate! Vete, Mónica.

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Tus pensamientos parecen moldeados por el miedo. No buscas el alma y ni
siquiera el sentido de la vida. Lo único que quieres es consuelo.
—¡Déjame solo, Mónica!
Se tapó los oídos con las manos sucias. Tenía el cabello y la barba cubiertos de
polvo. La sangre se le había secado sobre las heridas más pequeñas, que se abrían por
todo su cuerpo. En lo alto, el sol parecía latir al unísono con su corazón.
Vas cuesta abajo, Karl. ¿No lo ves? Cuesta abajo. Despierta de una vez. No eres
totalmente incapaz de pensar racionalmente…
—¡Ay, Mónica! ¿Quieres callarte ya?
Su voz sonó ronca y quebrada. Por encima de su cuerpo comenzaron a juntarse
unos pocos cuervos que volaban en círculo. Oyó que le respondían, con voz no muy
distinta de la suya.
Dios murió en 1945.
—No estamos en 1945 sino en el año 28. ¡Dios vive!
¿Cómo puedes molestarte en discurrir sobre una religión tan obviamente
sincrética como el cristianismo? Es una mezcla de judaísmo rabínico, ética estoica,
cultos esotéricos griegos, rituales orientales…
—¡No me importa!
En tu estado mental, claro que no.
—¡Necesito a Dios!
A eso se reduce todo, ¿has visto? Muy bien, Karl, recoge tus muletas. Sólo piensa
en lo que podrías haber sido si hubieras podido resolver estas cuestiones.
Glogauer incorporó su cuerpo maltratado y gritó, de pie, en la cima de la colina.
Los cuervos se asustaron. Aletearon como molinos en el aire y huyeron. El cielo
comenzaba a oscurecerse.

Después Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser


tentado por el diablo. Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta
noches, sintió hambre.

(MATEO 4:1-2)

4
El loco llegó a la aldea trastabillando. Sus pies revolvían el polvo y lo hacían
bailar, y los perros ladraban a su alrededor mientras él avanzaba mecánicamente, con
el rostro vuelto al sol, los brazos inertes a ambos lados del cuerpo, los labios en
movimiento…
Los pobladores oyeron algunas palabras en un lenguaje familiar, pero las
articulaba con tal convicción e intensidad que debía de ser Dios quien empleaba

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como portavoz a esa criatura desnuda y famélica.
Se preguntaron de dónde habría venido el loco.
El pueblecito blanco consistía en casas de una o dos plantas, hechas de piedra y
de ladrillos de arcilla, erigidas alrededor de un mercado en cuyo frente había una
sencilla y antigua sinagoga. Allí se sentaban a conversar los ancianos, vestidos con
oscuros ropajes. El pueblo era próspero y limpio; el comercio romano le insuflaba
vida. En las calles sólo vio un par de mendigos, y parecían bien alimentados. Los
senderos seguían la pendiente de la ladera sobre la cual descansaba la aldea. Eran
callejas serpenteantes, umbrías y serenas; callejas rurales. El aire olía a madera recién
cortada y se escuchaba el zumbido de las sierras, pues era un pueblo famoso por sus
diestros carpinteros.
Se erigía al borde de la planicie de Jezreel, cerca de la ruta que seguían los
mercaderes entre Damasco y Egipto. Nunca faltaban las carretas que partían del
pueblo, atiborradas con las tallas y piezas de la aldea. Se llamaba Nazareth.
El loco la había hallado preguntando a cada viajero que pasaba dónde se
encontraba. Había dejado atrás otros pueblos: Filadelfia, Gerasa, Pella y Scitópolis,
siguiendo las rutas romanas. Siempre hacía la misma pregunta en su acento
extranjero:
—¿Dónde está Nazareth?
Algunos le dieron comida durante el periplo. Otros le pidieron la bendición, y él
posó sus manos sobre ellos y les habló en su lengua extraña. Otros lo apedrearon y lo
expulsaron.
Cruzó el Jordán por el viaducto romano y continuó hacia el norte, con destino a
Nazareth.
No le resultó difícil encontrar el pueblo, pero sí lo fue obligarse a entrar en él.
Había perdido mucha sangre y durante el viaje apenas comió. Caminaba hasta que el
cuerpo se le desplomaba y entonces aguardaba para poder proseguir. O, como le
sucedía cada vez con más frecuencia, esperaba que alguien lo encontrara y le diera un
sorbo de vino agrio o una migaja de pan para revivirlo.
Una vez lo detuvieron unos legionarios romanos. Con brusca cortesía, le
preguntaron si tenía algún pariente con quien pudieran llevarlo. Se dirigieron a él en
lengua franca aramea y se sorprendieron cuando él replicó en un latín de extraño
acento, más puro que la lengua que ellos hablaban.
Le preguntaron si era un rabino o un sabio. Él negó ambas suposiciones.
El oficial de los legionarios le ofreció un poco de vino y de carne seca. Los
hombres integraban una patrulla que pasaba por allí cada mes. Eran robustos, de tez
curtida, áspera y bien afeitada. Llevaban faldones de cuero teñido, petos y sandalias,
además de yelmos de hierro en la cabeza. A la cintura, cortas espadas con
empuñaduras. No parecían tranquilos. El oficial hablaba con voz más suave que los
otros, pero por lo demás no se diferenciaba del resto, sólo que lucía una insignia de
metal y un largo manto. Le preguntó al loco cómo se llamaba.

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Por un momento, el loco se detuvo, abriendo y cerrando la boca, como si no
pudiera recordar su nombre.
—Karl —dijo por fin, dubitativo. Era más una sugerencia que una afirmación.
—Casi parece un nombre romano —comentó uno de los legionarios.
—¿Eres ciudadano? —preguntó el oficial.
Pero la mente del loco divagaba, evidentemente. Miró en otra dirección, hablando
solo.
De pronto, volvió a observarlos y les preguntó:
—¿Nazareth?
—Por allí. —El oficial señaló el camino que se internaba entre las colinas—.
¿Eres judío?
La pregunta pareció asustar al loco. Se incorporó de un salto y trató de abrirse
paso entre los soldados a fuerza de empellones. Lo dejaron ir, riendo. Era un loco
inofensivo.
Lo vieron correr por el sendero.
—Uno de sus profetas, quizá —aventuró el oficial, mientras se dirigía a su
caballo. El país estaba lleno de profetas. Cada hombre con quien uno se topaba
aseguraba que difundía el mensaje de Dios. No causaban demasiados problemas y la
religión los mantenía a resguardo de toda instigación rebelde. Les debemos nuestra
gratitud, pensó el oficial.
Sus hombres seguían riendo.
Comenzaron a marchar por la ruta, en dirección opuesta a la que había tomado el
loco.
El loco había llegado a Nazareth. Los pobladores lo miraron con curiosidad y con
algo más que sospecha cuando entró en el mercado trastabillando. Podría tratarse de
un profeta errabundo o de un poseso. A veces resultaba difícil distinguirlos. Los
rabinos se darían cuenta.
Cuando pasó por delante de los grupos de gente que había ante los puestos de los
mercaderes, las personas callaron hasta que se alejó. Las mujeres se cubrían el cuerpo
bien alimentado con los pesados mantos de lana y los hombres se enfundaban bien en
las túnicas de algodón para que él no los tocase. Normalmente, su instinto les habría
ordenado que lo alejasen del pueblo, pero había tal intensidad, tal vitalidad, tal
premura en su rostro, pese a su cuerpo escuálido, que se sintieron movidos a tratarlo
con cierto respeto y a mantener las distancias.
Cuando llegó al centro del mercado, se detuvo y miró en derredor. Parecía tardar
en percatarse de la gente. Parpadeó y se humedeció los labios.
Pasó una mujer y lo miró con recelo. Él le habló con suavidad, pronunciando las
palabras cuidadosamente.
—¿Esto es Nazareth?
—Sí —asintió y aceleró el paso.

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Un hombre venía cruzando la plaza. Llevaba un manto a franjas rojas y marrones
además de un casquete rojo sobre la cabellera negra y rizada. Tenía un rostro jovial y
rubicundo. El loco se interpuso en el camino del hombre y lo detuvo.
—Busco a un carpintero.
—Hay muchos carpinteros en Nazareth. El pueblo es famoso por sus artesanos de
la madera. Yo también lo soy. ¿En qué puedo ayudarlo? —le preguntó con voz
paternal y afable.
—¿Conoce a uno llamado José? Descendiente de David. Tiene una mujer de
nombre María y varios hijos. Uno se llama Jesús.
El hombre frunció el ceño y se rascó la nuca.
—Conozco a más de un José. Hay un pobre sujeto en la calle de más allá —
señaló—. Tiene una mujer llamada María. Intente allí. Pronto lo encontrará, si busca
a un hombre que nunca se ríe.
El loco miró hacia donde el hombre le indicaba. En cuanto descubrió la calle
pareció olvidar toda otra cosa y marchó en esa dirección a grandes zancadas.
En la calleja, el olor a madera era aún más intenso. Caminó con la viruta hasta los
tobillos. De cada casa salía el golpetear de los martillos y el rascar de las sierras.
Contra las paredes claras y sombreadas de las viviendas se apoyaban tablas de todas
las medidas, y había muy poco lugar para pasar. Muchos de los carpinteros habían
instalado sus bancos puertas afuera. Tallaban escudillas, manipulaban tornos
rudimentarios y daban a la madera todas las formas imaginables. Levantaron la vista
cuando el loco se internó en la calle y lo vieron acercarse a un anciano con delantal
de cuero que tallaba una figurilla ante su banco. Era un hombre de cabello cano y
parecía miope. Miró al loco con los ojos entornados.
—¿Qué quiere?
—Busco a un carpintero llamado José. Tiene una esposa. María.
El anciano gesticuló con la mano en que sostenía la figurilla.

La casa a la cual llegó el loco tenía muy pocas tablas contra las paredes. La
calidad de la madera parecía inferior a la que había visto en las demás viviendas. El
banco, cerca de la puerta, estaba torcido; el hombre que se inclinaba sobre él para
reparar una herramienta también parecía deforme. Se irguió cuando el loco posó una
mano sobre su hombro. La miseria le fruncía y marcaba el rostro. Tenía los ojos
cansados, la barba rala y prematuramente canosa. Tosió un poco, quizá sorprendido
por la interrupción.
—¿Eres José? —le preguntó el loco.
—No tengo dinero.
—No te pido nada. Sólo quiero hacerte unas preguntas.
—Soy José. ¿Qué quieres saber?
—¿Tienes un hijo?

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—Varios, y también hijas.
—¿Tu esposa se llama María? Eres descendiente de David…
El hombre sacudió una mano con impaciencia.
—Sí, para lo que me sirve…
—Deseo conocer a uno de tus hijos. A Jesús. ¿Puedes decirme dónde se
encuentra?
—¿Ese inútil? ¿Qué ha hecho ahora?
—¿Dónde está?
Los ojos de José lo escudriñaron con más interés.
—¿Eres un clarividente, por ventura? ¿Has venido a curar a mi hijo?
—Soy una especie de profeta. Puedo predecir el futuro.
José se incorporó con un suspiro.
—Puedes verlo. Ven.
Condujo al loco por la puerta, hacia el patio ruinoso de la casa. Estaba atestado de
tablones, muebles rotos y otros objetos, junto con bolsas de viruta putrefacta.
Entraron en la casa umbría. En la primera sala —evidentemente, la cocina—, una
mujer se inclinaba sobre una inmensa olla de arcilla. Era alta y muy entrada en
carnes. Su cabello largo y negro, suelto y grasiento, le caía sobre los ojos brillantes,
en los que aún ardía la sensualidad. Miró al mendigo de arriba abajo.
—No hay comida para pordioseros —gruñó—. Con él ya tenemos suficiente —
señaló con la cuchara de madera a una pequeña figura sentada en un rincón de
sombras. Al oírla hablar, la criatura se inquietó.
—Busca a nuestro Jesús —explicó José a la mujer—. Tal vez venga a aliviarnos
de nuestra carga.
La mujer miró al loco de soslayo y se encogió de hombros. Se pasó la gruesa
lengua por los labios rojos.
—¡Jesús!
La silueta que había en el rincón se incorporó.
—Ahí lo tiene —señaló la mujer con cierta satisfacción.
El loco frunció el ceño y sacudió la cabeza enseguida.
—No.
Era deforme. Tenía una giba pronunciada y el párpado izquierdo caído. En el
rostro, una expresión ausente e idiota. Babeaba. Al oír que repetían su nombre lanzó
una risilla tonta. Avanzó un paso.
—Jesús —barbotó. La palabra sonó espesa y confusa—. Jesús.
—Es lo único que sabe decir. —La mujer resopló con desdén—. Siempre ha sido
así.
—Así lo quiso Dios —sentenció José con amargura.
—¿Qué le sucede? —En la voz del loco había una nota patética y desesperada.
—Siempre ha sido así. —La mujer se volvió hacia el fogón—. Si lo quiere, puede
llevárselo. Es un tarado por dentro y por fuera. Ya lo llevaba dentro cuando mis

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padres me casaron con este don nadie.
—Desvergonzada… —José se detuvo al ver la furia con que lo miraba su mujer.
Se dirigió al loco—. ¿Para qué quería verlo?
—Deseaba conversar con él…
—No es ningún oráculo. Ni tiene el don de ver. Pensábamos que podía serlo.
Todavía queda gente en Nazareth que acude a él buscando curación o para que les
diga la buenaventura. Pero él sólo sabe reír y repetir su nombre sin cesar.
—¿Estáis seguros de que no hay… algo en él… algo que no hayáis tenido en
cuenta?
—¡Será posible! —graznó María, sardónica—. Necesitamos dinero
desesperadamente. Si tuviera algún don mágico, ya lo habríamos descubierto.
Jesús volvió a emitir su risa tonta y desapareció cojeando en la otra habitación.
—Es imposible —murmuró el loco. ¿Podría haber cambiado la historia? ¿Podría
estar en alguna otra dimensión del tiempo en la cual Cristo nunca existió?
José pareció advertir la mirada de sufrimiento en los ojos del loco.
—¿Qué sucede? ¿Qué ve? Usted dijo que adivinaba el futuro. Díganos cuál será
nuestra suerte.
—Ahora no —dijo el profeta, apartándose—. No ahora.
Corrió por la calle entre el aroma a roble cepillado, a cedro y a ciprés. Regresó al
mercado y se detuvo, mirando a su alrededor con ojos extraviados. Vio la sinagoga
directamente ante él. Se encaminó hacia allí.
El hombre con el que antes había dialogado seguía en el mercado comprando
cacerolas para obsequiar a su hija como dote de esponsales.
—Es pariente de José el carpintero —explicó al hombre que estaba a su lado—.
Un profeta, no me extrañaría.
El loco, el profeta, Karl Glogauer, el viajero del tiempo, el neurótico psiquiatra
frustrado, el inquisidor de sentidos, el masoquista, el hombre con vocación de muerte,
con delirio mesiánico y con anacronismo se internó en la sinagoga, jadeante. Había
visto al hombre que buscaba. Había visto a Jesús, el hijo de María y de José. Había
visto a un hombre en el cual reconoció, sin asomo de dudas, a un retrasado congénito.

—Todos los hombres tienen delirio mesiánico, Karl —le había dicho Mónica.
Los recuerdos ya no eran tan completos. Su sentido del tiempo y de la identidad
comenzaba a confundirse.
—Había docenas de mesías en Galilea por entonces. Ese Jesús debió de ser el que
encarnó el mito, y la filosofía fue una coincidencia histórica.
—Tuvo que haber algo más que eso, Mónica…
Cada martes, en el altillo de la Librería Ocultista, el grupo de análisis junguiano
se reunía con fines de análisis y terapia de grupo. Glogauer no había organizado las
reuniones, pero se sumó con avidez y ofreció su tienda como sede de reuniones.

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Representaba un gran alivio poder conversar con personas afines una vez a la
semana. Una de las razones por las cuales había adquirido la librería era la
posibilidad de conocer gente interesante como la que frecuentaba el grupo junguiano.
La obsesión por Jung los había unido, pero cada uno poseía, además, otra idea fija
particular. La señorita Rita Blenn dirigía los cursos sobre platillos volantes, aunque
no estaba claro si creía en ellos o no. Hugh Joyce opinaba que todos los arquetipos
junguianos derivaban de la raza primigenia de los atlantes, que había perecido
milenios atrás. Alan Cheddar, el más joven del grupo, se interesaba por el misticismo
indio, y Sandra Peterson, la organizadora, era una erudita en temas de hechicería. A
James Headington le interesaba el tiempo. Era el orgullo de la congregación: sir
James Headington, inventor en las épocas de la guerra, individuo de gran fortuna y
dueño de toda clase de condecoraciones por su contribución a la victoria de los
aliados. Se forjó la reputación de ser un hombre de gran inventiva durante la guerra,
pero, después, se convirtió en una molestia para el Departamento de Guerra. Lo
consideraban un loco que, para colmo, ventilaba sus desvaríos en público.
A menudo, sir James solía hablar a los demás miembros del grupo acerca de su
máquina del tiempo. Los otros le seguían la corriente. La mayoría tendía a exagerar
sus experiencias en relación con los distintos intereses que cultivaban.
Un martes por la noche, cuando todos se hubieron marchado, Headington confesó
a Glogauer que su máquina del tiempo estaba lista.
—Es increíble —exclamó Glogauer, sin asomo de duda.
—Eres la primera persona a quien se lo digo.
—¿Y por qué yo?
—No lo sé. Me caes bien. Tú y la librería.
—No se lo ha dicho al Gobierno…
Headington se echó a reír.
—¿Y por qué tendría que contárselo? No lo haré hasta que la haya sometido a
pruebas exhaustivas. Lo tienen bien merecido, por dejarme de lado.
—¿Aún no sabe si funciona?
—Estoy seguro de que sí. ¿Te gustaría verla?
—Una máquina del tiempo… —sonrió Glogauer, débilmente—.
—Ven y te la enseñaré.
—¿Por qué yo?
—Supuse que te interesaría. Sé que no haces migas con la ciencia ortodoxa.
Glogauer se compadeció de él.
—Ven a verla —insistió Headington.
Al día siguiente fue a Banbury. Ese mismo día partió de 1976 y llegó al año 28.

La sinagoga estaba fresca y silenciosa, y flotaba en ella un ligero aroma a


incienso. Los rabinos lo condujeron al patio. Ellos, al igual que el pueblo, no sabían

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qué hacer con él, pero estaban seguros de que no era un poseso. Tenían la costumbre
de dar refugio a los profetas errantes que, por entonces, poblaban Galilea, aunque éste
no era como los demás. Su rostro se veía inmóvil; el cuerpo, tenso, y por las mejillas
le rodaban lágrimas. Nunca antes habían visto tanto sufrimiento en los ojos de un
hombre.

—La ciencia puede decir cómo, pero nunca pregunta por qué —le dijo a Mónica
—. No puede responder.
—¿Y quién desea saberlo?
—Yo.
—Pues nunca lo descubrirás, ¿no crees?

—Siéntate, hijo mío —le indicó el rabino—. ¿Qué deseas preguntarnos?


—¿Dónde está Cristo? —inquirió—. ¿Dónde está Cristo?
No comprendieron el idioma.
—¿Es griego? —inquirió uno, pero otro meneó la cabeza. Kyrios: El Señor.
Adonai: El Señor.
¿Dónde estaba el Señor? Frunció el ceño y miró alrededor.
—Debo descansar —les dijo en su idioma.
—¿De dónde eres?
No supo qué responderles.
—¿De dónde eres? —repitió el rabino.
—Ha-Olam Hab-Bah… —murmuró por fin.
Se miraron unos a otros.
—Ha-Olam Hab-Bah —dijeron.
Ha-Olam Hab-Bah; Ha-Olam Haz-Zeh: La palabra que vendrá y la palabra que
es.
—¿Nos traes un mensaje? —dijo uno de los rabinos. Estaban acostumbrados a los
profetas, por supuesto, pero nunca habían visto a uno así—. ¿Un mensaje?
—No lo sé —contestó el profeta con aspereza—. Debo descansar. Tengo hambre.
—Ven. Te daremos alimento y un sitio donde dormir.
Apenas pudo probar un bocado de los ricos manjares y el lecho, de colchón
relleno, le resultó demasiado mullido. Nunca dormía en camas así.
Descansó mal, gritó en sueños. En el exterior de la sala, los rabinos escuchaban,
pero ninguno logró comprender bien lo que decía.

Karl Glogauer permaneció en la sinagoga durante varias semanas. Solía pasar la


mayor parte del tiempo en la biblioteca, escudriñando las escrituras en busca de

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alguna clave que le permitiera resolver su dilema. Las palabras de los Testamentos,
en muchos casos susceptibles de diversas interpretaciones, sólo lograron confundirlo
más. No había nada que comprender, nada que le dijera qué había fallado.
Los rabinos se mantenían distantes, casi siempre. Lo habían aceptado como un
hombre sagrado. Estaban orgullosos de tenerlo consigo en su sinagoga. Estaban
seguros de que era uno de los elegidos de Dios y aguardaban pacientemente a que les
hablase.
Pero el profeta decía poco, mascullaba para sus adentros, mitad en el idioma de
ellos y mitad en esa lengua incomprensible que empleaba a menudo, incluso cuando
se dirigía directamente a los rabinos.
En Nazareth, la gente no hablaba de otra cosa que de ese misterioso profeta de la
sinagoga, más los rabinos no podían responder a sus preguntas. Decían a los
pobladores que se ocuparan de sus asuntos, que había cosas que a ellos no les
correspondía saber. De ese modo, tan propio de los sacerdotes de siempre, eludían las
preguntas que no sabían responder y, a la vez, fingían poseer muchos más
conocimientos de los que en realidad tenían.
Entonces, un sabbath, el profeta apareció en el sector público de la sinagoga y
ocupó su lugar junto a los que habían concurrido al culto.
El hombre que leía el pergamino, a su izquierda, tartamudeó al ver al profeta por
el rabillo del ojo.
El profeta se sentó a escucharlo con expresión ausente.
El Gran Rabino lo miró con incertidumbre y luego indicó que se le pasase la
escritura. Inseguro, un niño depositó el pergamino entre las manos del profeta.
Éste contempló las palabras un largo rato y luego comenzó a leer. El profeta
habló, sin comprender al principio lo que leía. Era el libro de Isaías.

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió; me envió a


evangelizar a los pobres, a pregonar a los cautivos la libertad, a los
ciegos la recuperación de la vista, a libertar a los oprimidos, a
promulgar un año de gracia del Señor. Y enrollando el libro y
dándoselo al sirviente, se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga
estaban clavados en él.

(LUCAS 4:18-20)

5
Cuando abandonó Nazareth rumbo al lago de Galilea, lo siguieron. Iba vestido
con una túnica de hilo blanco que le habían dado, y aunque pensaban que él los
conducía, en realidad eran ellos quienes lo impelían por detrás.

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—Él es nuestro mesías —comentaban a cuantos preguntaban. Y ya corría la voz
de los milagros.
Cuando veía a los enfermos, se compadecía de ellos y trataba de hacer cuanto
estaba en su mano, pues era lo que esperaban de él. Para muchos no encontró
remedio, pero sí pudo ayudar a otros, que padecían desórdenes psicosomáticos.
Creían más en su poder que en la enfermedad, y por eso lograba curarlos.
Cuando llegaron a Cafarnaum, unos cincuenta venían siguiéndolo por las calles
de la ciudad. Ya se sabía que, en cierto modo, tenía relación con Juan el Bautista,
quien gozaba de gran prestigio en Galilea y a quien muchos fariseos ya habían
declarado verdadero profeta. Pero este hombre poseía un poder que, en muchos
sentidos, superaba el de Juan. No era tan buen orador como el Bautista, pero había
hecho milagros.
Cafarnaum era una ciudad dispersa que se extendía a orillas del cristalino lago de
Galilea. Entre sus caseríos se abrían grandes jardines ocupados por tiendas. En la
blanca escollera se mecían los botes pesqueros y las naves de los mercaderes que
recalaban en los pueblos linderos. Aunque por todas partes parecían descender verdes
laderas hacia las aguas, Cafarnaum estaba erigida sobre un terreno horizontal,
resguardada por las pendientes. Era una ciudad tranquila y, como tantas otras de
Galilea, gran parte de su población estaba integrada por gentiles. Por sus calles se
paseaban mercaderes griegos, romanos y egipcios, y muchos poseían viviendas
permanentes allí. La próspera clase media se componía de comerciantes, artesanos y
propietarios de navíos, así como de médicos, juristas y eruditos. Cafarnaum lindaba
con las provincias de Galilea, Traconitis y Siria y, aunque era un asentamiento
comparativamente menor, resultaba muy útil como centro de contacto para el
transporte y el comercio.
Y así irrumpió en Cafarnaum ese extraño profeta lunático, enfundado en su túnica
de hilo y seguido por una multitud heterogénea que se componía sobre todo de gente
pobre, aunque también parecía incluir a ciertos hombres eminentes. Corrió la voz de
que el hombre podía predecir el futuro. Ya había vaticinado que Juan sería arrestado
por Herodes Antipas y, poco después, éste hizo apresar al Bautista en Peraea. No
hacía predicciones con palabras vagas y de alcance impreciso, como los demás
profetas. Él hablaba de sucesos que ocurrirían en el futuro cercano y los decía con
todo detalle.
Nadie sabía su nombre. Era, simplemente, el profeta de Nazareth o el nazareno.
Algunos afirmaban que era pariente, acaso hijo, de un carpintero de Nazareth, pero
eso tal vez se debía a que las palabras con que se escribían «hijo de carpintero» y
«mago» eran casi iguales. Tal vez la confusión hubiese venido por ese lado. Hasta
circulaba el incipiente rumor de que se llamaba Jesús. El nombre había sido
mencionado un par de veces, pero cuando le preguntaban si éste era su nombre, él lo
negaba o bien, con ese aire abstraído, rehusaba responder directamente.

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Su oratoria no tenía el ardor de la de Juan. El hombre hablaba de un modo
extraño. Parecía estar vinculado con los esenios, al igual que Juan, pues predicaba en
contra de la acumulación de riquezas personales y se refería a la humanidad como
una hermandad, del mismo modo que esa secta.
Pero lo que les interesaba, mientras lo conducían a la elegante sinagoga de
Cafarnaum, eran los milagros. Antes que él, ningún profeta había curado a los
enfermos ni comprendido los problemas que la gente rara vez mencionaba. Más que
responder a las palabras que él decía, respondían a su comprensión solidaria.
Por primera vez en su vida, Karl Glogauer se olvidó de Karl Glogauer. Por
primera vez, se dedicaba a su vocación de psiquiatra.
Pero no se trataba de su vida. Estaba dando vida a un mito… una generación
antes de que ese mito naciera. Estaba completando algún tipo de circuito psíquico. No
estaba cambiando la historia, sino que sólo le proporcionaba más fundamento.
No soportaba la idea de que Cristo hubiese sido sólo un mito. Tenía el poder de
hacer que Jesús fuera una realidad física antes de la creación de un proceso de
mitogénesis.
Así, habló en las sinagogas acerca de un Dios más bondadoso que ningún otro del
que hubiesen oído hablar. Siempre que su memoria se lo permitía, les contaba
parábolas.
Poco a poco, la necesidad de justificar sus actos desapareció; su sentido de la
identidad fue difuminándose gradualmente y fue reemplazado con un sentido
diferente, que le permitía dar cada vez más fundamento al papel que había escogido.
Era un papel arquetípico, ideal para un discípulo de Jung. Era un papel que trascendía
la mera imitación y que debía cumplir hasta el último detalle. Karl Glogauer había
descubierto la realidad que tanto había buscado.

En la sinagoga había un hombre con el espíritu de un demonio


impuro, y gritó fuerte: ¡Ah! ¿Qué hay entre ti y nosotros, Jesús de
Nazareth? ¿Has venido a perdernos? Sé quién eres: el Santo de Dios.
Y lo increpó Jesús: cállate, y sal de él. Derribolo el demonio al
medio, y salió de él sin haberlo dañado. Y se llenaron todos de
estupor, y decían unos a otros: ¿Qué es esto, que manda con
autoridad y energía a los espíritus inmundos, y salen? Y su fama
corría por todos los lugares de la comarca.

(LUCAS 4:33-37)

—Alucinación masiva. Milagros, platillos volantes, fantasmas, todo es lo mismo


—le decía Mónica.
—Muy probablemente —admitió él—. Pero ¿por qué los ven?

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—Porque quieren verlos.
—¿Y por qué quieren verlos?
—Porque tienen miedo.
—¿Para ti todo se reduce a eso?
—¿Acaso no basta?
Cuando partió de Cafarnaum por primera vez, lo acompañaron muchas más
personas. Ya no era prudente permanecer en la ciudad, pues las muchedumbres que
acudían a verlo hacer milagros impedían el curso normal de los asuntos del lugar.
Les hablaba en los espacios que separaban las comarcas. Conversaba con
hombres inteligentes e instruidos que parecían tener algo en común con él. Algunos
de ellos eran dueños de flotas pesqueras: Simón, Jacobo y Juan. Otro era médico y
otro un funcionario civil que lo había oído hablar por primera vez en Cafarnaum.
—Tiene que haber doce —les dijo un día—. Tiene que haber un zodíaco.
No medía sus palabras. Muchas de sus ideas resultaban extrañas. Muchas de las
cosas de las que les hablaba les resultaban desconocidas. Algunos fariseos pensaron
que blasfemaba.
Un día, encontró a un hombre a quien reconoció como uno de los esenios de la
colonia que había cerca de Macaerus.
—Juan quiere hablar contigo —dijo el esenio.
—¿Aún vive Juan?
—Está confinado en Peraea. Creo que Herodes tiene demasiado miedo para
matarlo. Deja que Juan se pasee dentro de los muros y de los jardines del palacio y le
permite hablar con sus hombres, pero Juan teme que Herodes pierda pronto el miedo
y que lo mande lapidar o decapitar. Necesita tu ayuda.
—¿Y cómo puedo ayudarlo? Morirá. No tiene esperanzas.
El esenio observó intrigado los ojos extraviados del profeta.
—Pero, maestro, no hay nadie más a quien pueda recurrir…
—Hice todo lo que él me pidió que hiciera —replicó el profeta—. He sanado a
los enfermos y he predicado a los pobres.
—No sabía que él se lo hubiese pedido… Ahora necesita ayuda, maestro. Podríais
salvarle la vida.
El profeta apartó al esenio de la multitud.
—Eso no es posible.
—Pero si no, prosperarán los impíos y el Reino de los Cielos jamás será
restaurado.
—No se le puede salvar la vida…
—¿Es la voluntad de Dios?
—Si yo soy Dios, es la voluntad de Dios.
El esenio, desesperanzado, se volvió y comenzó a apartarse del gentío.
Juan el Bautista tendría que morir. Glogauer no deseaba cambiar la historia, sino
subrayarla.

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Siguió recorriendo con su séquito toda Galilea. Ya había escogido a sus doce
hombres instruidos, pero el resto de los que iban tras él seguía siendo, en su mayoría,
gente desposeída. A ellos les ofrecía su única esperanza de fortuna. Muchos se
contaban entre los que habían estado dispuestos a seguir a Juan contra los romanos,
sólo que Juan estaba en la cárcel. Tal vez ese hombre los condujese en la revolución,
para que pudieran saquear a los ricos de Jerusalén, Jericó y Cesarea. Cansados y
hambrientos, cegados los ojos por la ira del sol, seguían al hombre de la túnica
blanca. Necesitaban tener esperanzas y encontraron razones que fundamentasen su fe,
pues lo habían visto obrar grandes milagros.
Una vez les estaba predicando desde una barca, como era su costumbre, y al
regresar a la costa por un banco, los discípulos creyeron que andaba sobre las aguas.
Así recorrieron Galilea durante el otoño y de todos oyeron la noticia de que Juan
había sido decapitado. La desesperación por la muerte del Bautista pronto se trocó en
renovada esperanza en ese nuevo profeta que lo había conocido.
En Cesarea fueron expulsados de la ciudad por los guardias romanos, avezados a
los lunáticos que invadían el país con sus predicciones.
Y a medida que fue creciendo la fama del profeta, los fueron echando de otros
lugares. No sólo lo hicieron las autoridades romanas, sino también los judíos, que no
parecían dispuestos a tolerar a ese nuevo predicador tal como lo habían hecho con
Juan. El clima político ya no era él mismo.
Les resultaba difícil encontrar comida. Vivían de lo que encontraban y andaban
ávidos como animales famélicos.
Les enseñó a fingir que comían y a distraer la mente del hambre.
Karl Glogauer, brujo, psiquiatra, hipnotista, mesías.
A veces, vacilaba su convicción en el papel elegido, y quienes lo seguían se
preocupaban al ver sus contradicciones. A menudo lo llamaban con el nombre que
habían oído: Jesús el nazareno. Las más de las veces él no se lo impedía, pero en
otras ocasiones, montaba en cólera y profería un nombre extraño y peculiar.
—¡Karl Glogauer! ¡Karl Glogauer!
—He aquí que nos habla con la voz de Adonai —se maravillaban ellos.
—¡No me llaméis con ese nombre! —Solía gritarles entonces, y los seguidores se
afligían y lo dejaban solo hasta que su ira se aplacaba.
Cuando el tiempo cambió y llegó el invierno, regresaron a Cafarnaum, que se
había convertido en la ciudadela de quienes lo seguían.
En Cafarnaum aguardó a que el invierno transcurriera, mientras hacía profecías.
Muchas de ellas se refirieron a su propia persona, y a la suerte que correrían sus
seguidores.

Entonces ordenó a sus discípulos que a nadie dijese que él era el


Cristo. Desde entonces comenzó Jesús a indicar a sus discípulos que

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él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos,
pontífices y escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar.

(MATEO 16:20-21)

Estaban mirando la televisión en el apartamento de ella. Mónica comía una


manzana. Serían entre las seis y las siete. Era domingo y hacía calor. Mónica señaló
la pantalla con la manzana mordida.
—Mira qué estupidez —le dijo—. No me dirás sinceramente que esto significa
algo para ti…
Se trataba de un programa religioso acerca de una ópera pop en una iglesia de
Hampstead. La ópera narraba la historia de la crucifixión.
—Grupos pop en el púlpito —comentó—. Qué decadencia…
Él no respondió. Por algún motivo, aquel programa le resultaba obsceno. No
podía ponerse a discutir con ella.
—El cadáver de Dios ya comienza a descomponerse —se burló ella—. ¡Puaj!
¡Qué peste!
—Si no te gusta, cambia de programa —propuso él tranquilamente.
—¿Cómo se llama el grupo éste? ¿Los gusanos?
—Muy gracioso. De acuerdo, lo apagaré yo.
—No, quiero mirarlo. Me divierte.
—¡Apaga eso de una vez!
—¡Es una imitación de Cristo! —se burló—. ¡Una caricatura sangrienta!
Un cantante negro, que hacía de Cristo, desafinaba por encima de un
acompañamiento banal y repetía letras insulsas sobre la hermandad de los hombres.
—Si sus palabras sonaban así, no me extraña que lo crucificaran…
Él extendió la mano y apagó el televisor.
—Me estaba divirtiendo. —Protestó Mónica con desencanto fingido—. Era un
bellísimo canto del cisne.
Más tarde, ella comentó con un tono afectuoso que lo preocupó:
—¡Ah, querido vejestorio! Qué lástima. Podrías haber sido un John Wesley o un
Calvino, o alguien así. Pero en esta época no se puede ser mesías, al menos como tú
desearías: no habría quien te escuchara.

El profeta vivía en la casa de un hombre llamado Simón, aunque prefería llamarlo


Pedro. Simón se sentía agradecido hacia el profeta porque había curado a su mujer de
una dolencia que la aquejaba desde hacía mucho tiempo. Si bien había sido un
malestar misterioso, él la sanó casi sin esfuerzo.

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En ese entonces, había muchos extranjeros en Cafarnaum: muchos acudían a ver
al profeta. Simón le advirtió que algunos eran agentes conocidos de los romanos o de
los fariseos. Con todo, estos últimos no se habían mostrado hostiles hacia el profeta,
aunque no se fiaban de los milagros que supuestamente obraba. Si embargo, reinaba
una gran inquietud política y las tropas romanas de ocupación, desde Pilato hasta la
soldadesca, pasando por los oficiales, vivían en constante tensión, en espera de un
estallido pero incapaces de reconocer sus señales tangibles.
Pilato en persona esperaba que se produjesen graves incidentes. Ello demostraría
a Tiberio que el emperador había sido demasiado permisivo con los judíos en lo
referente al asunto de los escudos votivos. Pilato ganaría fama y aumentaría su poder
sobre los judíos. En ese momento se hallaba en malas relaciones con los tetrarcas de
las provincias, sobre todo con el voluble Herodes Antipas, quien antaño se había
mostrado como su único defensor. Además de la situación política, su realidad
doméstica se encontraba perturbada, pues su neurótica esposa volvía a padecer
pesadillas y le exigía más atención de la que él podía darle.
Tal vez, pensó, hubiera alguna posibilidad de provocar un incidente… Pero
tendría que cuidarse de que Tiberio jamás se enterase. Este nuevo profeta bien podría
ser el foco, aunque hasta ese momento no había atentado contra las leyes romanas ni
contra las judías. Ninguna ley prohibía que un hombre se presentase como mesías,
como él hacía según informaban algunos. Tampoco estaba incitando a la gente a que
se rebelara. Todo lo contrario.
Pilato miró por la ventana de la recámara y sus ojos contemplaron los minaretes y
las cúspides de Jerusalén. Sopesó la información que le habían procurado sus espías.
Poco después del festival que los romanos llamaban Saturnalia, el profeta y sus
seguidores volvieron a abandonar Cafarnaum e iniciaron un periplo por todo el país.
Ahora que los calores habían pasado, los milagros ya no menudeaban tanto, pero
sus profecías se esperaban con avidez. Les advirtió acerca de los errores que se
cometerían en el futuro y de todos los desmanes que se harían en su nombre.
Deambuló por Galilea y por Samaria, siguiendo las buenas rutas romanas, rumbo
a Jerusalén.
Se aproximaba la época de la Pascua.
En Jerusalén, los oficiales romanos analizaban la festividad que se acercaba.
Siempre era ocasión de gravísimos disturbios. Ya se habían producido motines
anteriormente durante la celebración de la Pascua y sin duda volvería a haberlos este
año también.
Pilato habló a los fariseos para requerir su cooperación. Los fariseos aseguraron
que harían cuanto estuviese en su mano, pero que no podrían impedir la conducta
desenfrenada del pueblo.
Pilato los despidió enojado.
Sus agentes le trajeron informes de todo el territorio. Algunos mencionaban al
profeta, pero afirmaban que era inofensivo.

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Para sus adentros, Pilato pensó que lo era de momento. Pero si llegaba a Jerusalén
durante la Pascua, tal vez no lo fuese tanto…

Dos semanas antes del Festín de la Pascua, el profeta llegó al pueblo de Betania,
cerca de Jerusalén. Algunos de sus seguidores de Galilea tenían amigos allí, y éstos
se hallaban más que deseosos de hospedar al hombre del que tanto habían oído hablar
por boca de los peregrinos que iban hacia Jerusalén y el Gran Templo.
Fueron a Betania precisamente porque el profeta comenzó a alarmarse ante el
número de sus seguidores.
—Son demasiados —dijo a Simón—. Demasiados, Pedro.
Glogauer tenía el rostro demacrado. Hablaba poco y los ojos se le hundían en las
profundas cuencas.
A veces miraba alrededor, confuso, como si no supiera dónde se encontraba.
A la casa de Betania llegaron noticias de que ciertos agentes romanos habían
estado investigando acerca de él. Pero el profeta no se inquietó. Por el contrario,
asintió pensativamente, como satisfecho.
Una vez, caminó campo a través con dos de sus seguidores para contemplar
Jerusalén. Bajo la luz crepuscular, los brillantes muros amarillos de la ciudad se
alzaban espléndidos. A lo lejos se distinguían las torres y los altos edificios, muchos
de ellos ornamentados con mosaicos rojos, azules y amarillos.
El profeta se volvió hacia Betania.
—¿Cuándo entraremos en Jerusalén? —quiso saber uno de los seguidores.
—Todavía no —respondió Glogauer. Tenía los hombros encorvados y se había
llevado las manos al pecho, como si lo sobrecogiese el frío.
Dos días antes de la festividad de la Pascua en Jerusalén, el profeta llevó a sus
hombres rumbo al Monte de los Olivos, hacia el suburbio de Jerusalén llamado
Bethfagia, erigido sobre una de las laderas.
—Traedme un asno —les dijo—. Un pollino. Debo cumplir la profecía.
—Entonces todos sabrán que eres el Mesías —objetó Andrés.
—Sí.
Glogauer suspiró. Volvió a sentir temor, pero no, esta vez no fue un miedo físico.
Era el pánico del actor que va a representar su final, su escena más dramática y que
duda de su capacidad.
Se secó el sudor que le perlaba la piel sobre el labio.
Bajo la lumbre mortecina, escudriñó a los hombres que lo rodeaban. Todavía no
sabía muy bien algunos de los nombres. Pero eso no le importaba, lo que contaba era
el número. Allí había diez; dos estaban buscando el asno.
Estaban sobre la pradera que cubría la pendiente del Monte de los Olivos,
mirando hacia Jerusalén y hacia el Gran Templo que se erigía allí abajo. Soplaba una
tenue brisa cálida.

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—¿Judas? —llamó Glogauer con tono inquisidor.
Había uno que se llamaba Judas.
—Sí, maestro —respondió. Era alto y apuesto, con cabello rojizo y ondulado,
ojos inteligentes de aspecto neurótico. Glogauer suponía que era epiléptico.
Miró pensativamente a Judas Iscariote.
—Luego necesitaré que me ayudes, cuando hayamos entrado en Jerusalén.
—¿Cómo, maestro?
—Deberás llevar un mensaje a los romanos.
—¿A los romanos? —Iscariote lo miró preocupado—. ¿Por qué?
—Debe ser a los romanos. No puede ser a los judíos, pues ellos usarían una estaca
o un hacha. Te diré más cuando llegue el momento.
El cielo había oscurecido y las estrellas coronaban el Monte de los Olivos. Hacía
frío. Glogauer se estremeció.

¡Oh, hija de Sión!, regocíjate en gran manera,


salta de júbilo, ¡oh, hija de Jerusalén!;
he aquí que a ti viene tu rey;
es justo y victorioso,
viene pobre, humilde y montado en un pollino.

(ZACARÍAS 9:9)

—¡Osha’na! ¡Osha’na! ¡Osha’na!


Mientras Glogauer cabalgaba a lomos de burro por la ciudad, sus seguidores
corrían por delante, arrojando al suelo hojas de palma.
Ahora se veía que el nuevo profeta cumplía las predicciones de los profetas
antiguos y muchos creían que los conduciría a la lucha contra los romanos. Era
incluso posible que en aquel preciso instante se estuviese encaminando hacia la casa
de Pilato para enfrentarse al procurador.
—¡Osba’na! ¡Osha’na!
Glogauer miró alrededor con aire distraído. El lomo del pollino, aunque
atemperado por los mantos de sus seguidores, le resultaba incómodo. Se mecía y
debía asirse de las crines del animal para no caer. Oía palabras, pero no lograba
descifrarlas.
—¡Osha’na! ¡Osha’na!
Al principio creyó que exclamaban «hosanna», pero luego comprendió que
gritaban, en arameo, «libéranos».
—¡Libéranos! ¡Libéranos!
Juan había planeado alzarse en armas contra los romanos durante esas Pascuas.
Muchos se habían preparado para participar en la rebelión.

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Creían que él ocuparía el lugar de Juan como adalid de los rebeldes.
—No —balbuceó a los rostros expectantes—. No, soy el Mesías. No puedo
liberaros. No puedo…
Pero no lo oyeron, tan intensos eran sus gritos.
Karl Glogauer entró en Cristo. Cristo entró en Jerusalén. La historia se
aproximaba a su culminación.
—¡Osha’na!
Pero eso no figuraba en la historia. Podía liberarlos.

En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará.


Los discípulos se miraban unos a otros, no sabiendo de quién
hablaba. Uno de ellos, el amado de Jesús, estaba a la mesa junto al
pecho de Jesús; Simón Pedro le dijo por señas: Pregúntale de quién
habla.
Éste, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién
es? Respondió Jesús: Aquél a quien yo dé el bocado que voy a mojar.
Y mojando un bocado lo tomó y se lo dio a Judas, hijo de Simón
Iscariote. Y en aquel instante, después de tomar el bocado, entró
Satanás en él. Entonces Jesús le dijo: Lo que has de hacer, hazlo
cuanto antes.

(JUAN 13:21-27)

Al salir del recinto, Judas Iscariote llevaba el ceño fruncido por la incertidumbre.
Salió a la calle y se abrió paso hasta el palacio del Gobernador. Sin duda, debía
cumplir su parte en el plan para engañar a los romanos y hacer que el pueblo se
erigiera en defensa de Jesús, pero pensaba que se trataba de un ardid bastante
arriesgado. La tensión se percibía entre los hombres fornidos, entre las mujeres, entre
los niños de las calles. Y esa vez patrullaban la ciudad muchos más soldados romanos
que de costumbre.
Pilato era un hombre robusto. Tenía una expresión libertina en el rostro, y los ojos
duros y esquivos. Miró desdeñosamente al judío.
—No pagamos a los delatores cuya información ha demostrado ser falsa —lo
previno.
—No busco dinero, señor —aseguró Judas, fingiendo el ademán servil que los
romanos parecían esperar de un judío—. Soy un leal súbdito del emperador.
—¿Y quién es ese rebelde de quien hablas?
—Jesús de Nazareth, señor. Hoy ha entrado en la ciudad.
—Lo sé. Lo vi. Pero tengo entendido que predica la paz y la obediencia a la ley.
—Para engañaros, señor.

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Pilato frunció el ceño. Era probable. Coincidía con la clase de ardid que había
aprendido a esperar de quienes hablaban con tanta mansedumbre.
—¿Tienes pruebas?
—Soy uno de sus tenientes, señor. Daré testimonio de su culpa.
Pilato frunció los gruesos labios. No podía permitirse ofender a los fariseos en ese
momento. Ya le habían causado demasiados problemas. Caifás, en especial, sería el
primero en aducir injusticia si apresaba al hombre.
—Sostiene que es el legítimo rey de los judíos, el descendiente de David —
insistió Judas, repitiendo lo que su maestro le había pedido que contase.
—¿Ah, sí? —Pilato miró pensativamente por la ventana.
—Y con respecto a los fariseos, señor…
—¿Qué pasa con ellos?
—Desconfían de él. Darían cualquier cosa por verlo muerto, pues Jesús habla en
contra de ellos.
Pilato asintió. Evaluó la información con ojos tenebrosos. Bien podría ser que los
fariseos odiasen a aquel loco, pero no tardarían en obtener rédito político de su
arresto.
—Los fariseos quieren que se lo detenga —continuó Judas—. La gente se
congrega para escuchar al profeta y hoy muchos se amotinaron en su nombre en el
Templo.
—¿Es cierto eso?
—Es cierto, señor. —En efecto. Unos seis hombres habían atacado a los
cambistas del Templo e intentaron robarles. Cuando los arrestaron, dijeron que habían
actuado en nombre del nazareno.
—No puedo proceder al arresto —objetó Pilato, divertido. La situación en
Jerusalén ya era peligrosa de por sí, pero si arrestaban a ese «rey», acaso precipitasen
una revuelta. Tiberio le echaría las culpas a él, no a los judíos. Había que sacar
ventaja a los fariseos: que lo arrestasen ellos.
—Aguarda aquí —ordenó a Judas—. Enviaré un mensaje a Caifás.

… Y llegan al huerto llamado Getsemaní, y dice a sus discípulos:


Quedaos aquí mientras voy a orar. Y toma consigo a Pedro y a
Santiago y a Juan, y comenzó a sentir temor y abatimiento, y les dice:
Triste hasta morir está mi alma; quedaos aquí y velad.

(MARCOS 14:32-34)

Glogauer vio la turba que se aproximaba. Por primera vez desde Nazareth, se
sentía físicamente débil y exhausto. Iban a matarlo. Debía morir: lo aceptaba. Pero

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temía el dolor que sufriría. Se sentó en el suelo, sobre la ladera de la colina, a
contemplar las antorchas que se acercaban.

—El ideal del martirio sólo existió en la mente de unos pocos ascetas —le había
dicho Mónica—. En los demás casos, es un morboso masoquismo, una forma fácil de
eludir responsabilidades cotidianas, un método de mantener bajo control a la gente
reprimida…
—No es tan simple…
—Lo es, Karl.

Ahora podía demostrárselo a Mónica. Sólo lamentaba que ella nunca llegaría a
saberlo. Había pensado en escribirlo todo y enviarlo en la máquina del tiempo con la
esperanza de que se recuperara su testimonio. Qué extraño. No era religioso en el
sentido habitual de la palabra, sino agnóstico. No había sido el convencimiento lo que
lo impulsó a defender la religión frente al cínico desprecio de Mónica, sino su falta de
convicción en el ideal sobre el que ella había construido su propia fe: la ciencia como
panacea de todos los problemas. No podía compartir su fe, pero no veía otra cosa que
no fuese la religión, aunque, por otro lado, tampoco podía avenirse a creer en el Dios
del cristianismo. Ese Dios, considerado como fuerza mística de los misterios
cristianos y de otras religiones, no era lo bastante personal para él. Su mente racional
le decía que Dios no podía existir en ninguna forma personal, aunque su inconsciente
le indicaba que la fe en la ciencia no bastaba.
—La ciencia se opone, básicamente, a la religión —le había dicho Mónica una
vez, con aspereza—. Por mucho que los jesuitas se reúnan a racionalizar sus
opiniones sobre la ciencia, la realidad subsiste: la religión no puede aceptar los
principios fundamentales de la ciencia y a ésta le es inherente atacar las bases
elementales de la religión. Lo único en que no hay diferencia y en que no es
necesario contender es el supuesto básico. Se puede partir de la base de que existe
un ser sobrenatural llamado Dios. Pero no bien se comienza a defender este
supuesto, ya se inicia la confrontación.
—Hablas de la religión organizada…
—Hablo de la religión como opuesta a la creencia. ¿Quién necesita el ritual
religioso, cuando existe el ritual mucho más elevado de la ciencia, que puede
reemplazarlo? La religión es un sustituto razonable del conocimiento, sólo que ya no
hacen falta sustitutos, Karl. La ciencia ofrece una base más sólida sobre la cual
formular sistemas éticos y de pensamiento. Ya no necesitamos la zanahoria del
paraíso ni el azote del infierno, ahora que la ciencia puede demostrar las
consecuencias de los actos y que los hombres podemos juzgar fácilmente por
nosotros mismos si nuestras acciones son correctas.

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—No puedo aceptar eso…
—Porque estás enfermo. También yo lo estoy, pero al menos vislumbro una
promesa de salud.
—Yo sólo puedo ver la amenaza de la muerte.
Tal como habían convenido, Judas lo besó en la mejilla. Rápidamente, las fuerzas
conjuntas de los soldados romanos y de los guardianes del Templo lo rodearon.
A los romanos les dijo:
—Soy el rey de los judíos.
Y a los servidores de los fariseos les dijo:
—Soy el mesías que ha venido a destruir a vuestros amos. Ahora había jugado
sus cartas y el último rito estaba a punto de comenzar.

Fue un juicio poco metódico, una mezcla arbitraria de derecho romano y judío
que no satisfizo a nadie por completo. Se alcanzó el objetivo después de varias
conferencias entre Poncio Pilato y Caifás, y de tres intentos de fusionar sus sistemas
legales distintos para que se ajustaran a las exigencias del caso en cuestión. Ambos
necesitaban un chivo expiatorio para sus propósitos particulares, y por ello finalmente
se llegó al resultado buscado. Por un lado, el lunático fue condenado por rebelión; por
el otro, el cargo fue herejía.
La característica del juicio fue que todos los testigos eran seguidores del acusado,
quienes al parecer estaban ansiosos por verlo convicto.
Los fariseos estuvieron de acuerdo en que, dado el caso, el método romano de
ejecución casaba mejor con la índole del crimen. Así, pues, se decidió crucificarlo.
No obstante, el hombre gozaba de cierto prestigio, de modo que sería menester
emplear algunos de los probados métodos romanos de humillación para convertirlo
en una figura patética y ridícula ante los ojos de los peregrinos. Pilato aseguró a los
fariseos que se ocuparía de ello, pero no sin antes hacerles firmar los documentos
donde mostraban su consentimiento.

Los soldados lo condujeron dentro del palacio, que es el pretorio;


llaman a toda la cohorte, le visten un manto de púrpura, le ponen una
corona tejida de espinas, y comenzaron a saludarle: Salve, rey de los
judíos. Y le golpeaban la cabeza con una caña, y le escupían, y
doblando la rodilla le hacían reverencias. Después de haberse
mofado de él, le despojaron del manto de púrpura y le vistieron sus
ropas.

(MARCOS 15:16-20)

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Tenía la mente nublada por el dolor y por el ritual de la humillación, por haberse
consagrado por completo al papel que debía cumplir.
Estaba demasiado débil para cargar la pesada cruz de madera, de modo que
caminó tras ella, mientras la arrastraba hacia el Gólgota un cirenaico a quien los
romanos habían reclutado para tal fin.
Y mientras tropezaba por las calles apiñadas y mudas, observado por quienes
habían creído que él los conduciría en la rebelión contra los opresores romanos, los
ojos se le llenaron de lágrimas y la vista se le nubló. En más de una ocasión se desvió
del camino y uno de los guardias romanos lo devolvió a la senda a empellones.
—Eres demasiado emocional, Karl. ¿Por qué no usas ese cerebro que tienes y te
controlas?
Recordó las palabras, pero le fue difícil decir quién las había pronunciado o quién
era Karl.
El sendero que remontaba la ladera hacia la cima era pedregoso y lo hizo
trastabillar. Recordó otra colina que había ascendido mucho tiempo atrás. Creyó que
eso había sucedido cuando él era un niño, aunque la memoria se fundió con otras
imágenes y le fue imposible estar seguro.
Respiraba con fatiga y gran dificultad. Apenas sentía el dolor de las espinas que
llevaba en la cabeza, mas todo su cuerpo parecía latir al unísono con su corazón. Era
como el redoble de un tambor.
Era por la tarde. Anochecía. Cayó de cara y se hirió con una roca afilada justo
cuando llegaba a la cima de la colina. Perdió el conocimiento.

Lo conducen al lugar del Gólgota, que significa sitio de la


calavera, y le daban vino mirrado, pero él no lo tomó.

(MARCOS 15:22-23)

Apartó el cáliz de un manotazo. El soldado se encogió de hombros y le cogió un


brazo. Otro soldado se acercó y le tomó el otro.
Al recuperar la conciencia, Glogauer empezó a temblar violentamente. Sintió el
intenso dolor a medida que las cuerdas le mordían la carne de las muñecas y los
tobillos. Se retorció.
Notó algo frío en la palma de la mano. Aunque sólo le cubría una pequeña
fracción de piel, le pareció muy pesado. Percibió un sonido que también coincidía
con el latir de su corazón. Volvió la cabeza para mirarse la mano.
Un soldado, martillo en mano, incrustaba un gran clavo de hierro en su carne. Él
yacía sobre la cruz, que aún estaba tendida en el suelo. Se preguntó por qué no le
dolía. Cuando el clavo topó con la resistencia del madero, el soldado alzó el martillo
más aún; dos veces erró al clavo y le aplastó los dedos.

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Glogauer miró hacia el otro lado y descubrió que el segundo soldado también
estaba clavando. Comprendió que debía de haber errado muchas más veces, pues
tenía los dedos convertidos en una pulpa sangrienta.
El primer soldado acabó de martillar y se concentró en los pies. Glogauer sintió
que el hierro se deslizaba por su carne y oyó que llegaba hasta el final.
Valiéndose de una polea, comenzaron a levantar la cruz hasta la posición vertical.
Glogauer vio que estaba solo. Ese día no crucificarían a ningún otro.
Distinguió con claridad la ciudad de Jerusalén, que se extendía por debajo. Aún
quedaba un último resplandor en el firmamento. Pronto sería noche cerrada. Había
una pequeña multitud observando. Una de las mujeres le recordó a Mónica. La llamo.
—¿Mónica?
Pero se le quebró la voz y la palabra fue apenas un suspiro. La mujer no levantó
la mirada.
Sintió que su cuerpo tironeaba de los clavos de los cuales pendía. Le pareció
percibir una punzada de dolor en la mano izquierda. Parecía sangrar profusamente.
Qué extraño, reflexionó, que fuese él quien estaba allí colgando. En un principio,
éste era el acontecimiento que había venido a presenciar. En realidad, había pocas
dudas: todo había salido a la perfección.
El dolor de la mano izquierda aumentó.
Miró hacia abajo, a los guardias romanos que jugaban a los dados al pie de la
cruz. Parecían absortos en el juego. Desde la distancia, no logró distinguir los tantos
que tiraban.
Suspiró. El movimiento del pecho pareció estirar más aún sus manos. El dolor
comenzó a ser atroz. Se le contrajo el rostro; intentó reclinarse contra la madera.
El dolor comenzó a extenderse por todo su cuerpo. Apretó los dientes. El
tormento era espeluznante. Contuvo el aliento y gritó. Se retorció.
Ya no había luz en el cielo. Oscuras nubes empañaban las estrellas y la luna.
Desde abajo le llegaron voces.
—Dejadme bajar… —clamó—. ¡Ah, dejadme bajar, por favor!
El dolor lo invadió. Se desplomó hacia delante, más nadie acudió a soltarlo.
Un poco más tarde alzó la cabeza. El movimiento hizo que retornara su agonía y
de nuevo tuvo que retorcerse contra la cruz.
—Dejadme bajar. Por favor… ¡Por favor, basta ya!
Todo su cuerpo, cada músculo, hueso y tendón padecían un sufrimiento casi
imposible de soportar.
Supo que no lograría vivir hasta el día siguiente, tal como había creído. No se
había dado cuenta de la magnitud del dolor.

Y a la hora de nona gritó Jesús con voz potente: Eloí, Eloí ¿lama
sabajthantí?, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me

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desamparaste?

(MARCOS 15:34)

Glogauer tosió. Fue un sonido seco, apenas audible. Los soldados que
descansaban bajo la cruz lo oyeron porque la noche era silenciosa.
—Es curioso —dijo uno—. Ayer lo veneraban. Hoy parecían querer que lo
matásemos, incluso sus discípulos más cercanos.
—No veo la hora de que nos marchemos de este país… —protestó el otro.

Oyó la voz de Mónica nuevamente.


—Lo que te ha llevado a esto, Karl, es la debilidad y el miedo. El martirio es
vanidad. ¿No te das cuenta?
Debilidad y temor.
Tosió una vez más y el dolor regresó, pero ya atenuado.
Cuando iba a morir, habló de nuevo; murmuró las palabras hasta el último aliento.
—Es mentira, es mentira, es mentira…
Más tarde, cuando los criados de los médicos hurtaron su cuerpo por creer que
poseía propiedades especiales, corrió la voz de que en realidad no había fallecido.
Pero el cadáver ya estaba pudriéndose en las recámaras de disección y no tardaría en
ser destruido.

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CUANDO LAS COSAS CAMBIARON
Joanna Russ

Mejor relato corto, 1972

PREFACIO DE LA AUTORA

Para mí, la mayor emoción de mi carrera como escritora fue ver publicado mi
primer relato en 1959[8] y, en orden decreciente de impacto, el premio Nebula de
1972 por «Cuando las cosas cambiaron», el Hugo en 1983 por «Almas» (parte de la
novela Gente extra [ordinaria]), la inclusión del relato que leeréis en la Antología
Norton de mujeres narradoras (1985), y la recopilación de mis cuentos cortos en dos
volúmenes. The Zanzibar Cat («El gato de Zanzíbar») (1983), y The Hidden Side of
the Moon («El lado oculto de la luna») (1988). En el camino hubo otras novelas,
otra colección de cuentos cortos (y largos), y dos volúmenes que no incluyen obras
de ficción: How to Supress Women’s Writing («Cómo erradicar la narrativa
femenina») (1983), y Magic Mommas, Trembling Sisters, Puritans and Perverts:
Feminist Essays («Madres mágicas, hermanas temblorosas, puritanas y perversas:
ensayos feministas») (1985).
Probablemente pasaré a la historia (si es que lo logro) por ser la autora del
siguiente relato (¡ésta es su decimoctava impresión!). Y, aunque sigo queriéndolo,
hay —como dije— otros libros y cuentos. Disfrutad, disfrutad.

* * *

Katy conduce como una loca; en algunos tramos superamos los ciento veinte
kilómetros por hora. Pero conduce bien, como una experta; la he visto desmontar
todo el coche y volverlo a montar en un solo día. Whileaway, mi tierra natal, se
dedicaba principalmente a la maquinaria agrícola; yo me negaba a lidiar con cambios
de cinco marchas a velocidades indecentes, ya que no me habían educado para eso,
pero la forma de conducir de Katy no me asustaba, ni siquiera esas veces en mitad de
la noche, por los caminos rurales desastrosos que sólo existen en nuestra zona. Lo
más curioso acerca de mi esposa es que nunca lleva armas. Llegó a ir por los bosques
que se extienden sobre el paralelo 48 sin una sola escopeta. En una ocasión, durante
días. Y eso sí me asusta.
Entre las dos, Katy y yo tenemos tres hijas, una de ella y dos mías. Yuriko, la
mayor de las mías, dormía en el asiento trasero, entregada a esos sueños de amor y de
guerra que se tienen a los doce años: una fuga al mar, una cacería en el norte,
personas extrañamente hermosas en lugares extrañamente hermosos, y todos esos

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disparates maravillosos que uno imagina a los doce años, cuando las glándulas
comienzan a funcionar. Pronto, uno de estos días, como todas, desaparecerá durante
semanas interminables, para regresar, sucia y altiva, después de haber cazado a punta
de cuchillo su primer puma, o haber matado de un disparo su primer oso, arrastrando
alguna bestezuela muerta, abominablemente peligrosa, a la que nunca perdonaré lo
que podría haber hecho a mi hija. Yuriko dice que la forma de conducir de Katy la
adormece.
Por ser alguien que ha librado tres duelos, soy demasiado miedosa, quizás en
extremo. Me estoy haciendo vieja. Se lo dije a mi mujer.
—Tienes treinta y cuatro años —replicó. Es lacónica hasta el silencio. Encendió
las luces del tablero; todavía faltaban tres kilómetros y el camino se ponía cada vez
peor. Nos habíamos internado en una zona inhóspita. Los árboles de matiz verde
eléctrico se arrojaban contra las luces del vehículo y parecían envolverlo. Busqué con
la mano el portaequipajes, sujeto a la puerta; cogí el rifle y me lo coloqué sobre el
regazo. Yuriko se inquietó en el asiento de atrás. Tenía mi estatura, pero los ojos y el
rostro de Katy. Ella dice que el motor del coche es tan silencioso que hasta se oye la
respiración del que va en el asiento de atrás. Yuki había estado sola en el automóvil
cuando llego el mensaje y se puso a decodificar los puntos y rayas con todo
entusiasmo (me parece ridículo instalar un transmisor de banda ancha cerca de un
motor de combustión interna, pero en Whileaway tenemos que arreglarnos con lo que
hay). Mi niña larguirucha y bullanguera se lanzó del auto gritando a más no poder, de
modo que, por supuesto, tuvo que acompañarnos. Nos hemos preparado
intelectualmente para esto desde que se fundó la Colonia, incluso desde que fue
abandonada, aunque esta vez es diferente. Se trata de algo espantoso.
—¡Hombres! —había anunciado Yuki, asomando el cuerpo por la portezuela del
coche—. ¡Han vuelto! ¡Son auténticos hombres de la Tierra!

Los conocimos en la cocina de la granja, cerca del sitio donde habían aterrizado;
las ventanas estaban abiertas, el aire de la noche era agradable. Cuando aparcamos
fuera, nos encontramos con todo tipo de vehículos: tractores de vapor, camiones, un
remolque de C.I., incluso una bicicleta. Lydia, la bióloga de la zona, dejó a un lado su
habitual parquedad norteña para tomar muestras de sangre y orina, y estaba sentada
en un rincón de la cocina, meneando la cabeza de estupor ante los resultados. Es
corpulenta, muy rubia, muy tímida, siempre ruborizada, para su consternación. Esta
vez se obligó a desempolvar los viejos manuales de idiomas; yo, cuando duermo, aún
recuerdo las viejas lenguas. Lydia no se siente cómoda con nosotras; somos del sur,
demasiado escandalosas para su gusto. En esa cocina conté veinte personas; estaban
todos los intelectos del Continente Septentrional. Creo que Phyllis Spet había venido
en planeador. Yuky era la única niña allí.
Entonces los vi a los cuatro.

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Eran más grandes que nosotras. Más grandes y más corpulentos. Dos eran más
altos que yo, y yo soy muy alta: un metro ochenta, descalza. Obviamente, pertenecen
a nuestra especie, pero son distintos, indescriptiblemente distintos. Así como mis ojos
no pudieron y todavía no pueden comprender las líneas de esos cuerpos extraños,
tampoco pude entonces tocarlos, aunque el que hablaba en ruso —¡qué voces tienen!
— quería «que nos diéramos la mano», una costumbre del pasado, según creo. Lo
único que puedo decir es que parecían simios con rostros humanos. Parecían tener
buenas intenciones, pero me encontré temblando de aversión desde el otro lado de la
cocina. Luego me reí en son de disculpa, y para dar un buen ejemplo (amistad
interestelar, me dije), acepté la mano que me tendía. Era una mano fuerte, fuerte. Son
pesados como caballos de tiro. Tienen voces pastosas y profundas. Yuriko consiguió
meterse entre los adultos y observaba a los hombres con la boca abierta.
Él volvió la cabeza —hacía seiscientos años que no decíamos «él»— y dijo, en
mal ruso:
—¿Ésa quién es?
—Mi hija —repuse, y añadí, con esa atención irracional que prestamos a los
buenos modos en situaciones de locura—: Mi hija, Yuriko Janetson. Usamos el
patronímico. Ustedes lo llamarían «matronímico».
Rió involuntariamente. Yuki exclamó:
—¡Creí que serían guapos! —Estaba sumamente decepcionada al ver la poca
atención que se le prestaba. Phyllis Helgason Spet, a quien mataré uno de estos días,
me lanzó desde el otro lado de la habitación una mirada fría y venenosa, como para
decir: «Cuidado con lo que dices. Sabes lo que puedo hacer». Es cierto que mi
posición formal no es muy elevada, pero la Señora Presidente se meterá en graves
problemas conmigo y con su propia comitiva si sigue considerando el espionaje
industrial como un sano y ameno entretenimiento. Guerras y rumores de guerras,
como se dice en uno de los libros de nuestros antepasados. Traduje las palabras de
Yuki al ruso rudimentario de aquel hombre, que en el pasado fue nuestra lingua
franca, y el hombre volvió a reír.
—¿Dónde está su pueblo? —preguntó en tono coloquial.
Volví a traducir y observé los rostros dispersos por el recinto; Lydia incómoda
(como de costumbre), Spet con los ojos entornados, maquinando algún ardid, y Katy
muy pálida.
—Esto es Whileaway —precisé.
Siguió con aire de no entender.
—Whileaway —dije—. ¿No recordáis? ¿No lleváis registros históricos? Hubo
una plaga en Whileaway.
Pareció moderadamente interesado. Las cabezas se volvieron hacia el fondo de la
habitación; alcancé a distinguir a la delegada del parlamento profesional local; por la
mañana, cada concejo, cada junta vecinal estaría deliberando en pleno.
—¿Una plaga? —dijo—. ¡Qué desgracia!

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—Sí —convine—. Una desgracia. Perdimos la mitad de nuestra población en una
generación.
Se mostró debidamente condolido.
—Whileaway tuvo suerte —continué—. Teníamos una gran dotación genética
inicial. Nos habían escogido por nuestra inteligencia, teníamos tecnología avanzada y
una numerosa población restante, en la cual cada adulto sabía cumplir las funciones
de dos o tres expertos a la vez. El suelo es fértil. El clima resulta sumamente
favorable. Ahora somos treinta millones. Las cosas comienzan a marchar solas en la
industria —¿lo comprende?—; dentro de setenta años tendremos más que una
auténtica ciudad, más que algunos centros industriales, profesionales de dedicación
exclusiva, operadores de radio y maquinistas de dedicación exclusiva… En setenta
años más nadie tendrá que pasar tres cuartas partes de su vida en una granja.
Traté de explicar lo difícil que era todo cuando una artista sólo puede ejercer su
arte en la vejez, y cuando hay tan pocas, tan pocas que pueden ser libres, como Katy
y como yo. Traté de ofrecer un perfil de nuestro gobierno y de las dos cámaras: la
geográfica y la de profesiones. Le conté que las juntas vecinales se ocupaban de los
asuntos que, por su complejidad, no podían ser resueltos individualmente, y que el
control demográfico todavía no era un asunto político, aunque con el tiempo lo sería.
Éste era un punto delicado de nuestra historia: disponer de tiempo. No había
necesidad de sacrificar la calidad de vida para abalanzarnos rápidamente en la
industrialización. Queríamos seguir nuestro propio ritmo. Tomarnos el tiempo
necesario.
—¿Dónde están todos? —dijo el monomaniaco.
Entonces comprendí que no se refería a la población, sino a los hombres. Estaba
dando a la palabra un significado que había desaparecido de Whileaway hacía
seiscientos años.
—Murieron —dije—. Hace treinta generaciones.
Fue como si le hubiéramos descargado un hachazo. Contuvo el aliento; intentó
levantarse de la silla en que se había sentado; se llevó la mano al pecho y nos miró a
todas con una extraña mezcla de respeto, asombro y ternura sentimental.
—Una gran tragedia —dijo luego, con tono serio y solemne.
Aguardé, sin comprenderle.
—Sí —añadió, conteniendo el aliento una vez más y con esa sonrisa extraña con
que un adulto dice a un niño que va a revelarle algo oculto, entre gritos de aliento y
algarabía—, toda una tragedia. Pero ya pasó.
Y otra vez volvió a mirarnos con la deferencia más insólita. Como si fuéramos
inválidas.
—Os habéis adaptado sorprendentemente —observó.
—¿A qué? —le pregunté. Se mostró incómodo. Imbécil. Por fin, siguió hablando:
—En el sitio de dónde vengo, las mujeres no se visten de modo tan simple…

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—¿Como tú? —pregunté—. ¿Como una novia? —Pues los hombres llevaban
atuendo plateado de pies a cabeza. Jamás había visto nada tan ridículo. Pareció que
iba a responder pero, tras pensarlo mejor, desistió y volvió a reírse. Con extraña
sonrisa exultante, como si fuéramos algo hermoso e infantil, y como si nos estuviera
haciendo un inmenso favor, inspiró profundamente y declaró:
—Bueno, aquí estamos.
Miré a Spet; Spet miró a Lydia; Lydia miró a Amalia, quien es la titular del
consejo local. Amalia miró a no sé quién. Tenía la garganta seca. No soporto la
cerveza del lugar, que las campesinas beben como si tuvieran el estómago recubierto
de iridio, pero acepté la que me ofrecía Amalia (la bicicleta que vimos al aparcar era
de ella) y me la tomé de un trago. Esto llevaría un largo rato. Entonces dije:
—Sí, aquí estáis. —Sonreí (como una tonta) y me pregunté seriamente si las
mentes de los hombres de la Tierra diferían tanto de las nuestras, pero me dije que no
podía ser, pues en tal caso la especie se habría extinguido haría muchos siglos. La red
de radio ya había difundido la noticia por todo el planeta, para entonces; había otra
intérprete de ruso, procedente de Varna. Decidía interrumpir cuando el hombre se
puso a mostrarnos una foto de su mujer, que parecía la sacerdotisa de algún culto
arcano. Quería interrogar a Yuki, así que la encerré en una sala trasera, pese a sus
protestas furibundas, y salí al patio de delante. Cuando me iba, Lydia les estaba
explicando la diferencia entre la partenogénesis (que, de tan sencilla, puede ser
realizada por cualquiera) y lo que nosotras hacemos, que consiste en la fusión de
óvulos. Por eso la hija de Katy se parece a mí. Lydia siguió explicando el Proceso
Ansky, y hablándoles de Katy Ansky, nuestra brillante especialista en ciencias
exactas y ta-tara-tatara-no sé cuántas veces-tatarabuela de mi Katharina.
Un transmisor en código Morse traqueteaba su cháchara en algún edificio lindero:
operadoras coqueteando y haciéndose bromas por la línea.
En el patio había un hombre. El otro alto. Lo observé unos minutos —cuando
quiero, sé moverme sin hacer el menor ruido— y cuando dejé que se percatara de mi
presencia, dejó de hablarle a la maquinita que llevaba colgando del cuello. Luego dijo
en excelente ruso y con toda calma:
—¿Sabíais que la igualdad sexual se ha establecido nuevamente sobre la Tierra?
—Usted es el que manda, ¿verdad? —le dije—. El otro es una fachada. —
Resultaba un gran alivio aclarar las cosas. Asintió afablemente.
—Como pueblo, no somos muy inteligentes —dijo—. En los últimos siglos se
produjo un gran deterioro genético. Radiaciones, drogas… Podríamos utilizar los
genes de Whileaway, Janet. —Los desconocidos no se llaman por el nombre de pila.
—Podéis conseguir células suficientes para ahogaros en ellas —objeté—.
Cultivad las vuestras por vosotros mismos.
Sonrió.
—No queremos hacerlo de ese modo. —Vi, por detrás de él, que Katy asomaba
en el rectángulo de luz que formaba el biombo de la puerta. Siguió hablando con tono

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grave y cortés, no burlándose de mí, sino con la seguridad del que siempre ha tenido
dinero y fuerzas para gastar, y que desconoce lo que es ocupar un segundo lugar. Y es
muy extraño, pues un día antes habría dicho que ésta era una descripción exacta de
mí misma.
—Me dirijo a ti, Janet, porque sospecho que nadie tiene tanta influencia popular
aquí. Sabes tan bien como yo que la cultura partenogenética posee toda clase de
defectos inherentes, y, si podemos evitarlo, no pensamos emplearos para nada de eso.
Discúlpame: no tendría que haber dicho «emplearos». Pero supongo que te darás
cuenta de que esta clase de sociedad es antinatural…
—La humanidad es antinatural —intervino Katy. Tenía mi rifle bajo el brazo
izquierdo. Su cabeza de cabellera suave no me llega a la clavícula, pero Katy es dura
como el acero; el hombre comenzó a moverse, nuevamente con esa deferencia
extraña y sonriente (que su compañero me había mostrado pero que él aún no) y Katy
aferró la escopeta entre las manos como si hubiera disparado durante toda su vida.
—Estoy de acuerdo —dijo el hombre—. La humanidad es antinatural. Lo sé muy
bien: tengo metal en las muelas y clavos en los huesos. —Se señaló el hombro—. Las
focas son animales de harén, como los hombres; los monos son promiscuos, como los
hombres; las palomas son monógamas, como los hombres célibes y homosexuales.
Creo que hay vacas homosexuales. Pero a Whileaway sigue faltándole algo. —Lanzó
una risilla seca. Le daré el beneficio de creer que se debió a sus nervios.
—Yo no echo nada de menos —dijo Katy— salvo que la vida no sea eterna…
—¿Vosotras sois…? —preguntó el hombre, haciendo un gesto con la cabeza
desde ella hacia mí.
—Esposas —dijo Katy—. Estamos casadas.
Otra vez la risilla seca.
—Un buen arreglo económico para trabajar y ocuparse de las niñas —observó—.
Y para dar un carácter aleatorio a la herencia, si vuestra reproducción está concebida
para seguir el mismo patrón. Pero, Katharina Michaelason, piense si no hay algo
mejor que asegurarle a sus hijas. Creo en los instintos, incluso en el hombre, y no
puedo creer que no sintáis lo que debéis echar de menos, tú, la maquinista (¿eso es,
verdad?) y tú, que supongo serás jefa de policía o algo así. Desde luego,
intelectualmente ya lo sabéis: aquí hay sólo media especie. El hombre debe volver a
Whileaway.
Katy guardó silencio.
—Yo diría, Katharina Michaelason —continuó el hombre con tono cortés— que
vosotras, más que nadie, os beneficiaríais con el cambio.
Pasó por delante del rifle de Katy hacia el cuadrado de luz que provenía de la
puerta. Creo que fue entonces cuando advirtió la cicatriz, que en verdad no se nota a
menos que la luz me dé de lado: es una fina línea que va desde la sien hasta el
mentón. Muy pocas han reparado en ella.
—¿Dónde te hiciste eso? —preguntó él.

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—En mi último duelo —le respondí con una sonrisa involuntaria.
Nos quedamos estudiándonos varios segundos (parecerá absurdo, pero es cierto)
hasta que él entró y cerró la puerta. Katy dijo con la voz a punto de quebrarse:
—Maldita imbécil, ¿no te das cuenta de que nos ha insultado?
Apuntó el rifle para dispararle a través del biombo. La alcancé antes de que
apretara el gatillo y desvié el rifle para que no diera en el blanco. El disparo abrió un
agujero a través del suelo del porche. Katy temblaba. No cesaba de mascullar:
—Por eso nunca quise tocar un arma; sabía que mataría a alguien. Sabía que
mataría a alguien.
El primer hombre —el que había hablado conmigo al principio— seguía
conversando en el interior de la casa sobre un gran movimiento para volver a
colonizar y descubrir todo lo que la Tierra había perdido. Hacía hincapié en las
ventajas que recibiría Whileaway: comercio, intercambio de ideas, educación. Dijo
también que la igualdad sexual había vuelto a establecerse sobre la Tierra.
Desde luego, Katy tenía razón: debimos haberlos matado allí mismo. Los
hombres vienen a Whileaway. Cuando una cultura posee las armas más poderosas y
la otra no tiene ninguna, es fácil predecir el resultado. De todas formas, tal vez los
hombres hubieran llegado igualmente con el tiempo. Me complace pensar que, dentro
de cien años, mis tataranietas podrían haberles ofrecido resistencia o mantenerlos a
raya; pero tampoco es seguro. Toda mi vida recordaré a esas cuatro personas que vi
por primera vez, fornidas como toros y que, por un instante fugaz, me hicieron sentir
pequeña. Katy asegura que es una reacción neurótica. Recuerdo todo lo que sucedió
esa noche; recuerdo la excitación de Yuki en el coche; recuerdo los sollozos de Katy
cuando regresamos a casa, como si se le partiera el corazón, recuerdo la forma en que
me hizo el amor, algo perentoria, como siempre, pero maravillosamente tierna y
reconfortante. Recuerdo haber paseado inquieta por la casa, cuando Katy se durmió
con un brazo desnudo sobre un retazo de luz que provenía de la sala. A fuerza de
manejar y de probar máquinas, los músculos de sus antebrazos eran como barras de
metal. A veces sueño con los brazos de Katy. Recuerdo haber ido hasta la guardería a
recoger a la hija de mi mujer. Dormí un rato con la tibieza sorprendente y
conmovedora de una criatura en el regazo, y finalmente regresé a la cocina, donde
hallé a Yuriko preparándose algo para comer. Mi hija engulle como un gran danés.
—Yuki —le dije—, ¿crees que podrías enamorarte de un hombre?
Lanzó un bufido desdeñoso:
—¿Con un orangután de tres metros? —exclamó, con el tacto que la caracteriza.
Pero los hombres llegarán a Whileaway. Últimamente me paso las noches en vela,
pensando en los hombres que vendrán a este planeta, pensando en mis dos hijas y en
Betta Katharinason, en lo que pasará con Katy, conmigo y con mi vida. Las crónicas
de nuestras antepasadas son un interminable grito de dolor; supongo que ahora
tendría que alegrarme, pero no pueden tirarse por la borda seis siglos, ni siquiera
treinta y cuatro años (como he descubierto últimamente). A veces me río de la

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pregunta que esos cuatro hombres quisieron formular infructuosamente toda la noche,
mirando nuestros pantalones de brin, nuestras camisas a cuadros y nuestros atuendos
de faena: «¿Cuál de vosotras cumple el papel de hombre?». ¡Como si tuviéramos que
repetir sus errores al pie de la letra! Dudo mucho que la igualdad sexual se haya
establecido nuevamente en la Tierra. No me gusta pensar que alguien pueda burlarse
de mí, o tratar a Katy como si fuera desvalida, o hacer sentir tonta o insignificante a
Yuki, o privar a mis otras hijas de toda su humanidad o convertirlas en extrañas. Y
temo que mis propios logros dejen de ser lo que eran —o lo que yo creía que eran—
para convertirse en curiosidades banales de la raza humana, en esas rarezas que una
lee de vez en cuando, que la mueven a risa por ser exóticas; extrañas, pero no
profundas; agradables, pero no útiles. No sé cómo expresar lo doloroso que todo esto
me resulta. Convendréis conmigo en que es ridículo dejarse llevar por estos temores,
sobre todo si una ha librado tres duelos y ha matado a sus tres contrincantes. Pero lo
que me aguarda ahora es un duelo tan inmenso que no creo tener agallas para hacerle
frente; como dice Fausto: Verweile doch, du bist so schoen! Que las cosas sigan así.
Que no cambien.
A veces, por las noches, recuerdo el nombre original de este planeta, que cambió
la primera generación de nuestras antecesoras. Para ellas, supongo, el nombre
verdadero sería un penoso recuerdo tras la muerte de los hombres. A mí me causa
gracia, una gracia algo tétrica, verlo todo trastocado. Esto también debe terminar.
Todo lo bueno se acaba.
Quítenme la vida, pero no me quiten el sentido de la vida.
For-A-While[9].

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VOY A PROBAR SUERTE
Fritz Leiber

Mejor relato, 1967

PREFACIO DEL AUTOR

La historia, del hombre del saco o del coco es la más antigua y la mejor del
mundo, pues se refiere al coraje, al miedo vencido por el conocimiento que se obtiene
al internarse en lo desconocido, a pesar de los riesgos reales o aparentes. Es el
descubrimiento de que la aterradora figura blanca sólo es un hombre con una
sábana encima, o quizás un hombre negro cubierto de ceniza blanca. Algunas tribus
primitivas, como los aborígenes australianos, ritualizaron la historia del coco en sus
ceremonias de iniciación a la virilidad. Hoy seguimos necesitándola. Para el hombre
norteamericano contemporáneo, como para Joe Slattermill, el coco supremo puede
acabar siendo la figura materna. La Madre o la Esposa dominante-dependiente, que
exagera sus derechos más allá de toda razón o límite. La ciencia, en sí, es una lucha
contra determinados cocos, como «El cáncer es incurable», «El sexo es sucio»,
«Ganarás el pan con el sudor de tu frente», «El ser humano no puede volar», «Las
estrellas están fuera de nuestro alcance», «El hombre no fue creado para hacer (o
saber) esto, aquello, o lo de más allá». Al menos eso sentía cuando escribí «Voy a
probar suerte».
Escogí como forma narrativa el relato heroico americano (o él me escogió a mí)
porque la era espacial encaja perfectamente con las increíbles hazañas de figuras
legendarias tales como Mike Fink, Pecos Pete, Tony Beaver, el hombre de acero John
Henry, y el dudoso viajero del cosmos Paul Bunyan: una cuarta parte genuino
producto de los bosques del norte, y tres cuartas partes invención del siglo XX. Puse
especial énfasis en crear un argumento narrativo contundente a partir de la
proposición elemental de la geometría sólida, según la cual entre dos puntos
cualesquiera de una esfera siempre existen dos rutas rectas o directas de círculo
máximo, aunque una mida sólo un par de kilómetros, y la otra, cuarenta mil. Poseer
un increíble don para tirar los dados no es sólo el sueño de un jugador; la aplicación
de la telequinesis al juego de dados ha sido tema de investigaciones experimentales
realizadas por equipos universitarios acerca de la percepción extrasensorial. Gocé
mucho recurriendo a la jerga de los dados por su poesía y salpicando el vuelo
espacial con la magia, que es otra forma de llamar a los poderes de la autohipnosis,
la oración, la sugestión y el conjunto de la mente subconsciente. Es un error creer
que la ciencia ficción es un género literario cerrado e inextricable; puede convertirse

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en un ingrediente de cualquier obra de ficción, del mismo modo en que, hoy, la
ciencia y la tecnología participan de forma inseparable en nuestra vida cotidiana.

* * *

De repente Joe Slattermill supo con toda certeza que tenía que irse pronto o bien
volarse la tapa de los sesos y derribar con la granada de su cráneo los remiendos y los
parches que mantenían en pie su decadente casa, que era como un castillo de
inmensos naipes de madera, cartón y papel de revestimiento, salvo por los enormes
hornos y chimeneas que había en la cocina, ante él.
Ésos sí que eran sólidos. De piedra. La chimenea le llegaba hasta el mentón, y era
el doble de ancha. Estaba llena de llamas furiosas, de una punta a la otra. Encima
estaban las puertas cuadradas de los hornos, alineados en fila. Su esposa amasaba y
horneaba para colaborar con la manutención del hogar. Por sobre los hornos estaba la
repisa, que iba de pared a pared. Era tan alta que ni su Madre ni míster Guts podían
alcanzarla, y la adornaba toda clase de objetos decorativos ancestrales, pero, sin
contar los de loza, porcelana o cristal, las décadas de calor los habían secado y
oscurecido tanto que parecían cráneos humanos reducidos o pelotas negras de golf.
En un extremo se apiñaban las botellas cuadradas de ginebra que bebía su esposa.
Sobre la repisa pendía un cromo, tan arriba y tan renegrido por la grasa y el hollín,
que no se distinguía si los remolinos y la gruesa forma de cigarro eran un ballenero
atravesando un huracán o una nave espacial surcando una tormenta de polvo
arrastrado por la luz.
Tan pronto Joe empezó a mover los dedos de los pies dentro de las botas, su
madre comprendió qué sucedería a continuación.
—Ya va a salir a haraganear —farfulló convencida—. Ahí se va, con los bolsillos
llenos de monedas de los gastos de casa, para tirarlas en algún pecado.
Y siguió mascando los largos trozos de carne que arrancaba distraídamente con la
mano derecha del esqueleto del pavo, bien cerca del calor abrasador. Mantenía libre
la mano izquierda para poder ahuyentar a míster Guts, que la miraba con esos ojos
amarillos, mientras la larga cola sarnosa se enroscaba alrededor de los escuálidos
flancos. La madre de Joe, ataviada con un vestido roñoso y tan grasiento como los
costados del pavo, parecía un saco pardusco aplastado. Sus dedos eran como ramas
sarmentosas.
La esposa de Joe lo supo en el mismo instante, si no antes, pues le lanzó una
sonrisa con los ojillos entornados por encima del hombro, desde el lugar que ocupaba
frente al horno central. Antes de que la mujer cerrara la portezuela, Joe vio que se
estaban cociendo dos hogazas largas, chatas y estrechas, junto a otra alta y redonda.
Su mujer era flaca como un costal de huesos y tenía aspecto enfermizo, con ese
delantal violeta. Sin mirar, extendió un brazo huesudo, como de un metro de largo,

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hasta la botella de ginebra más cercana. Se echó un trago y sonrió una vez más. Y sin
que dijera una sola palabra, Joe supo que le estaba diciendo:
—Saldrás a jugar, te emborracharás, te acostarás con una prostituta, regresarás a
casa, me pegarás e irás a la cárcel por ello.
Y recordó fugazmente la última vez que había estado en esa celda oscura y
mugrienta, cuando ella lo fue a visitar por la noche, y la luz de la luna le iluminó los
magullones verdes y amarillentos del cráneo, donde él la había golpeado. Le
murmuró unas palabras por la diminuta ventana y le pasó una botella de media pinta
por entre los barrotes.
Y Joe supo con certeza que esa vez sería mucho peor, pero a pesar de ello se
incorporó, se palmeó los bolsillos tintineantes de monedas y fue hasta la puerta
arrastrando los pies, mientras mascullaba:
—Voy a probar suerte, a estirar las piernas un rato y vuelvo —anunció, mientras
hacía girar los brazos desde el hombro como paletas de molino, más que nada para
que la cosa tomara tinte de broma.
Salió y sostuvo la puerta entreabierta unos diez centímetros durante varios
segundos. Cuando por fin la cerró, lo asaltó un intenso sentimiento de tristeza. Años
atrás, míster Guts solía seguirlo, para buscar peleas y amores en los tejados y las
cercas, pero ahora el viejo gato se contentaba con quedarse en casa a resoplar ante el
fuego, a hurtar trozos de pavo, a pelearse con la escoba, compartiendo la velada con
las dos mujeres encadenadas al hogar. Lo único que siguió a Joe hasta la puerta fue el
ruido que hacía su madre al masticar, su respiración jadeante, el tintineo de la botella
de ginebra que regresaba a la repisa y el crujir de los tablones del suelo bajo sus pies.
Entre la inmensidad de las estrellas escarchadas, la noche se mostraba patas
arriba. Algunos astros parecían moverse, como la estela calcinada de las naves
espaciales. Abajo, todo el pueblo de Ironmine daba la sensación de haber estallado, o
de haber apagado la luz para irse a dormir, dejando las calles y espacios expuestos a
brisas y espectros igualmente invisibles. Pero Joe seguía inmerso en el hemisferio del
seco olor almizcleño que prodigaba la madera carcomida por los gusanos. Mientras
sentía y oía el rumor de la hierba seca que le rozaba los tobillos, a Joe se le ocurrió
que algo, en lo más profundo de su ser, llevaba años planeando las cosas de tal modo
que él, la casa, su mujer, su madre y míster Guts acabaran de una vez por todas.
Parecía realmente un milagro que el calor no hubiera llegado a los lugares donde se
guardaban las cosas inflamables.
Encorvado de hombros, echó a andar, pero no hacia la carretera, sino por el
camino de tierra que pasaba por el Cementerio de los Cipreses, rumbo a Ciudad
Nocturna.
La brisa era suave, pero ese día corría inquieta y variable, como un gemir de
duendes atormentados. Más allá de la tapia del cementerio, sinuosa, blanca de cal y
tenebrosa bajo la lumbre de las estrellas, soplaba entre los árboles enclenques y
parecían frotarse las barbas de musgo negro. Joe sintió que los espectros corrían

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igualmente inquietos, sin saber, tal como le sucedía a la brisa, a quién sorprender,
tentados de tomarse la noche libre, mientras se mecían en melancólica y lujuriosa
compañía. Mientras tanto, entre los árboles titilaban débiles e irregulares las luces
verdes y rojas de los vampiros, como luciérnagas enfermas o como una flotilla
espacial víctima de alguna plaga. El sentimiento de profunda desolación se internó
más aún en Joe, se cebó en él, y lo impulsó a desviarse de su camino para acurrucarse
en alguna tumba propicia o bajo alguna lápida a medio derribar. Así, privaría a su
esposa y a los otros del final compartido. Pensó: «Voy a tirar los dados, a tirar los
dados y a dormir». Pero mientras se decidía, dejó atrás la verja abierta, la tapia
destartalada y todo el resto.
Al principio, Ciudad Nocturna le pareció tan desolada como el resto de Ironmine,
pero luego advirtió un débil resplandor, enfermizo como las luces de los vampiros
pero más febril, y con él, una música saltarina, que al comienzo le sonó diminuta,
como jazz para hormigas frenéticas. Caminó por la acera flexible, recordando con
nostalgia los días en que sus piernas eran como resortes, y en que se abalanzaba a
pelear como un lince, o como una araña de arena marciana. Dios, bacía años que no
se trenzaba en una pelea de verdad, o que no sentía la fuerza. Gradualmente, la
música liliputiense se tornó estridente como un concierto para osos pardos y
atronadora como una polca para elefantes, mientras el fulgor se convertía en un
tumulto de luces de gas, de antorchas, de tubos de mercurio azul cadavérico y de
reflectores de neón rosa fosforescente, que en conjunto se burlaban de las estrellas
que bordeaban las naves espaciales. Y a continuación, se encontró ante una falsa
fachada de tres pisos, que restallaba por doquier como un diabólico arco iris, cuya
cúspide celeste remedaba un fuego fatuo. En el centro de la fachada había una puerta
batiente, que por arriba y por abajo escupía una oleada de luz. Por encima del pórtico,
unas luces doradas de calcio caracoleaban con rizos y floreos «El Osario», mientras
más abajo, en rojo demoníaco, se leía, intermitente, «Salón de Juego».
¡Conque por fin había sido inaugurado el nuevo local del que tanto se había
hablado! Por primera vez en la noche, Joe Slattermill sintió un verdadero
estremecimiento de alegría y una levísima caricia de entusiasmo.
«Voy a hacer rodar las tabas», pensó.
Se sacudió el polvo de las verde azuladas ropas de trabajo con manotazos
descuidados e hizo tintinear las monedas en los bolsillos. Entonces, irguió los
hombros, curvó los labios en una sonrisa desdeñosa y empujó las puertas de batientes
como si descargara la mano sobre algún poderoso enemigo.
El interior de El Osario parecía ocupar la extensión de todo un pueblo y la barra
se extendía como las vías del tren. Las superficies luminosas de las mesas redondas
de póquer se alternaban con formas de reloj de arena, excitantes en su resplandor, por
las cuales se movían, como brujas de níveas piernas, las chicas encargadas del
cambio y las que entretenían a la clientela. Cerca de la plataforma de la orquesta,
danzarinas exóticas cimbreaban sus figuras de reloj de arena. Los jugadores se

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apiñaban y encogían como hongos, calvos de tanto sufrir por una carta o un dado, o
por el repiqueteo de una bola de marfil. Las Mujeres Escarlata parecían formar un
prado de amapolas.
Las voces murmuradas de los croupiers y el palmeteo de los naipes eran suaves
pero de un siniestro staccato, como el redoble y el susurro de la batería de jazz. Cada
átomo del atestado lugar se agitaba con cierto control. Hasta las motas de polvo
danzaban tensas bajo los conos de luz.
El entusiasmo de Joe iba en aumento y el hombre sintió que lo recorría un
mínimo hálito de confianza, como la brisa que anuncia el vendaval, pero que
amenaza con convertirse en tornado. Desaparecieron de su mente todos los
pensamientos sobre su casa, su mujer y su madre, mientras que míster Guts
permaneció como la imagen de un gato joven y alocado, que andaba holgazaneando
por la frontera de su conciencia. Los músculos de las piernas de Joe se contrajeron de
regocijo y, de un modo muy sutil, parecieron volverse más fuertes.
Escrutó el lugar con una mirada fría e inquisidora, y su mano se extendió, como si
no le perteneciera, para coger una copa de una bandeja que pasaba, ligeramente
inclinada. Por fin, sus ojos se posaron sobre lo que juzgó ser la Mesa de Dados
Principal. Ahí parecían jugar todos los Hongos Importantes, calvos como el resto
pero erguidos como setas venenosas. Entonces, a través de una brecha entre dos
cuerpos, Joe vio que al otro lado de la mesa había una figura aún más alta, pero
ataviada con una larga chaqueta negra con el cuello alzado y con un sombrero de ala
encajado hasta los ojos. Sólo se le veía un pequeño triángulo de faz blanca. Joe sintió
que lo invadía una sospecha teñida de esperanza y arremetió para hacerse lugar entre
los Hongos Importantes.
Al acercarse, mientras las camareras de piernas blancas y de corsés brillantes se
alejaban de él, sus sospechas recibieron una confirmación tras otra, lo cual alentó sus
esperanzas. En otro extremo de la mesa estaba el hombre más gordo que hubiera visto
jamás, con un largo cigarro, un chaleco plateado y un broche de oro para corbata que
decía, en gruesas letras de imprenta: «Señor Huesos». Un poco más lejos estaba la
chica más desnuda que había visto en su vida. Sin embargo, la bandeja le colgaba de
los hombros sin ropas y se le incrustaba en el abdomen, justo por debajo del busto, y
se veía atestada de montañitas de oro y de fichas negro azabache. La joven de los
dados, por otra parte, era más delgada y alta que su esposa, e incluso tenía los brazos
más largos. No parecía llevar mucha ropa encima salvo un par de guantes blancos
hasta el codo. No estaba mal, si a uno le gustaban las que son todo piel y huesos, con
tetitas como picaportes de porcelana blanca.
Al lado de cada jugador había una mesa redonda para las fichas. La que
correspondía al sitio libre estaba vacía. Joe chasqueó los dedos a la chica más cercana
y cambió todos sus dólares grasientos por igual número de fichas claras. Para que no
le fallara la suerte, le pellizcó el pezón izquierdo. Juguetonamente, la joven hizo
ademán de morderle los dedos.

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Sin apurarse pero sin perder tiempo, fue hasta la mesa vacía y depositó sus
escasas fichas, para ocupar el sitio libre. Notó que el segundo Hongo Importante a su
derecha tenía los dados. El corazón le dio un vuelco, pero no demostró su emoción.
Entonces, levantó la vista tranquilamente y miró a un lado y otro de la mesa.
La chaqueta era un pilar elegante y centelleante de satén negro con botones de
azabache. El cuello alzado era de fino terciopelo, negro como boca de lobo, como lo
era el sombrero gacho de ala caída. Como cinta llevaba un mechón de crin negra. Los
brazos de la chaqueta eran largas columnas de satén que terminaban en manos
esbeltas de dedos afilados. Cuando se movían, lo hacían con la velocidad de un rayo,
pero si no, mantenían la inmovilidad absoluta de una estatua.
Joe seguía sin poder verle mucho del rostro, aunque ahora alcanzaba a ver la parte
inferior de la frente, donde no había la más mínima gota de sudor. Las cejas eran
como trazos rectos de la misma crin negra; las mejillas, elegantes y aristocráticas, y la
nariz estrecha, aunque algo chata.
Pero la tez no era tan blanca como había juzgado al principio. En ella había un
leve tinte marfileño, como el que el tiempo da al mármol o como el de la saponita
venusina. Lo confirmó al mirarle las manos.
Detrás del hombre de negro había un grupo de clientes de la peor calaña que Joe
hubiese visto jamás. A primera vista se dio cuenta de que cada uno de los acicalados
y engominados matones tenía un revólver bajo la chaqueta florida y una navaja en el
bolsillo trasero, y que cada muchacha de ojillos perversos llevaba un estilete en la
liga y una pistola plateada con cachas de nácar bajo el vestido de seda, en el surco
que formaban los protuberantes senos.
Pero, al mismo tiempo, Joe sintió que formaban parte del decorado. El auténtico
peligro, el que nadie podía tocar y seguir con vida, era su patrón, el hombre de negro.
Si uno le apoyaba un dedo en la manga sin pedir permiso, por gentil y respetuoso que
fuera el movimiento, en una fracción de segundo saldría disparada una mano de
marfil para matarlo de un tiro o para apuñalarlo. O tal vez el simple contacto era letal,
como si su piel de marfil cargara cada prenda de su atuendo con alto voltaje y
amperaje. Joe examinó el rostro envuelto en sombras y se dijo que no valía la pena
intentarlo.
Porque lo más impresionante de todo eran los ojos. Todos los grandes jugadores
tienen ojos profundos, velados y hundidos. Pero esos ojos estaban tan hundidos que
no se podía estar realmente seguro de captar su brillo. Eran la inescrutabilidad
encarnada. Eran insondables. Eran como agujeros negros.
Pero todo esto no desilusionó a Joe, aunque sí lo aterrorizó considerablemente. Lo
llevó a una exultante alegría. Su primera sospecha se confirmó por completo y su
esperanza se abrió como una flor temprana.
Debía de ser uno esos jugadores realmente importantes que caían en Ironmine una
vez cada diez años, que llegaban de la Gran Ciudad en esas barcazas de río que
surcaban la oscuridad acuosa como lujosos cometas, lanzando largas estelas de

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chispas por las chimeneas altas como secoyas con follaje de hierro repujado. O como
naves espaciales plateadas y adornadas con las joyas flamígeras de sus infinitos
motores y con el fulgor de sus escotillas alineadas como asteroides luminosos.
Para el caso, tal vez fuera uno de esos jugadores realmente importantes que llegan
de otros planetas donde las noches son más febriles, y el juego es un delirio de
riesgos y de placer.
Sí, era la clase de hombre con el que Joe siempre había querido medirse. Sintió
que, imperceptible casi, el poder comenzaba a cosquillearle en los dedos.
Bajó la vista hacia la mesa de dados. Su ancho era casi el de la altura de un
hombre, y el doble de larga. Inusualmente profunda y forrada de fieltro negro, no
verde. Parecía el ataúd de un gigante. En su forma había algo familiar que no lograba
precisar. En el fondo —no en los lados ni en los extremos— titilaba una rara
iridiscencia, como si hubieran esparcido diamantes diminutos. Y cuando Joe bajó la
vista para mirar directamente hacia abajo, lo asaltó la idea irracional de que
atravesaba el mundo, y que los diamantes eran las estrellas que brillaban al otro lado,
pese a la luz del sol, tal como Joe podía ver las estrellas de día en el pozo de la mina
donde trabajaba. Parecía realmente que si un jugador, después de haberlo perdido
todo, se inclinaba demasiado sobre esa mesa, caería eternamente hacia el más
insondable abismo, ya fuera el Infierno o alguna galaxia negra.
A Joe se le arremolinaron los pensamientos y notó el cruel y frío apretón del
miedo en los testículos. A su lado, alguien farfullaba:
—Vamos, Big Dick…
Entonces, los dados —que mientras tanto habían pasado al Hongo Importante de
su derecha— se detuvieron en el centro de la mesa, nublando la visión de Joe. Pero
en ese instante otro hecho inusual atrajo su atención. Los dados de marfil eran
grandes y con vértices más redondeados que lo habitual. Los puntos, de color rojo
oscuro, centelleaban como rubíes auténticos, aunque estaban dispuestos de tal modo
que cada lado remedaba una calavera en miniatura. Por ejemplo, el siete que acababa
de salir —con el cual el Hongo Importante perdía su tanto, que era diez— consistía
en un dos, cuyos puntos se alineaban a la misma altura, como un par de ojos, y no en
diagonal como de costumbre, y en un cinco con los mismos ojos rojos más una nariz
central y dos puntos más abajo, juntos, que parecían dientes.
La chica de los dados extendió su largo brazo enguantado, que recordaba una
cobra albina, los recogió de la mesa y los llevó hasta el borde, frente al sitio que
ocupaba Joe. Éste inspiró en silencio, tomó una única ficha de la mesita redonda y se
dispuso a colocarla al lado de los dados, cuando comprendió que allí las cosas no se
hacían de ese modo. La dejó donde estaba, pero deseó haber podido examinarla
mejor; era extrañamente liviana, de color tostado claro, como el que adquiere la
crema cuando se le echan unas gotas de café. Sobre la superficie llevaba un emblema
grabado que alcanzó a palpar, mas no a ver. Pero el fugaz contacto no le bastó para

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descubrir cuál era el símbolo. Con todo, había sido una experiencia placentera que
despertó en sus dedos una oleada cosquilleante de poder.
Joe recorrió con una mirada indiferente los rostros que enmarcaban la mesa, sin
olvidarse del Gran Jugador que tenía enfrente. Lentamente, anunció:
—Apuesto un penique. —Por supuesto, se refería a una ficha clara, de un dólar.
Se oyó un murmullo de indignación entre los Hongos Importantes. El rostro de
luna del barrigón Señor Huesos se volvió púrpura, mientras se adelantaba a llamar a
sus matones.
El Gran Jugador levantó su brazo envuelto en satén negro y suspendió la mano
escultural con la palma hacia abajo. Entonces, el Señor Huesos se detuvo y los
murmullos cesaron al instante. Con voz murmurada, cortés y sin el menor dejo de
desdén, el hombre de negro dijo:
—Veamos cómo aceptan esta apuesta, señores.
Si a Joe le faltaba alguna confirmación de su sospecha, la encontró allí. Los
jugadores realmente importantes siempre eran perfectos caballeros, generosos con los
más pobres.
Con voz respetuosa, sólo ligeramente teñida de desaprobación, uno de los Hongos
Importantes le dijo a Joe:
—Veo esa apuesta.
Joe cogió los dados incrustados de rubíes.
Ahora bien, Joe Slattermill siempre había sido increíblemente diestro en tiros de
precisión, desde la primera vez que detuvo en seco el vuelo de dos huevos en un
plato, o desde que ganó todas las canicas de Ironmine, o desde que arrojó al aire
cinco cubos con letras para que quedaran en fila sobre la alfombra formando la
palabra «madre». En la mina, era capaz de desprender un fragmento de roca de la
mena de tal forma que cayera sobre el cráneo de una rata a quince metros de distancia
en la oscuridad. A veces se entretenía lanzando guijarros al hoyo del que habían caído
para que encajaran perfectamente, al menos durante un segundo. A veces, cuando
practicaba tiros rápidos, pudo volver a colocar siete u ocho fragmentos en el agujero
del que se habían desprendido, como si montara un rompecabezas. Si hubiera ido al
espacio, Joe sin duda habría podido pilotear seis Moonskimmers al mismo tiempo y
dibujar ochos a ciegas alrededor de los anillos de Saturno.
La única diferencia real entre lanzar rocas o cubos alfabéticos con precisión y
ganar a los dados consistía en que los últimos debían rebotar contra la pared opuesta
de la mesa de juego, lo cual, en opinión de Joe, sumaba un interés irresistible a la
prueba.
Sacudió los dados y sintió que el poder le hacía vibrar la palma y los dedos de la
mano como nunca antes.
Hizo un tiro suave y bajo, para que los dados se detuvieran exactamente delante
de la chica de los guantes blancos. Consiguió su siete natural, tal como había querido,
con un cuatro y un tres. Los lados eran igual que el cinco, sólo que ambos tenían un

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solo diente, y al tres le faltaba la nariz. Eran como calaveras de bebés. Había ganado
un penique, es decir, un dólar.
—Apuesto dos centavos —dijo Joe Slattermill.
Esta vez, para variar, tiró para sacar un once. El seis era como el cinco, pero con
tres dientes. Era la calavera más bonita de todas.
—Apuesto cinco centavos menos uno.
Dos Hongos Importantes cubrieron la apuesta con un desdén encubierto a medias.
Esta vez Joe tiró un tres y un as. Sacó cuatro puntos. El as, con su único punto a
un costado, seguía pareciendo una calavera, tal vez la de un cíclope liliputiense.
Se tomó su tiempo para culminar el tanto. En una ocasión, con aire ausente, tiró
tres dieces seguidos, «a la difícil». Quería observar a la chica mientras recogía los
dados. Cada vez que los tomaba, le pareció que sus dedos veloces como serpientes se
metían por debajo de los dados mientras estaban aún posados sobre el fieltro. Por fin,
se dijo que no podía tratarse de una ilusión. Aunque los dados no podían penetrar la
felpa, de algún modo sus dedos enguantados sí conseguían hacerlo, y en un segundo
atravesaban el paño negro y salpicado de diamantes como si no estuviese allí.
Inmediatamente, Joe volvió a tener la impresión de que la mesa era un agujero
que atravesaba la tierra. Eso significaría que los dados rodaban y se detenían sobre
una superficie plana y transparente, impenetrable sólo para ellos. O bien que sólo los
dedos de la chica podían penetrar el fieltro, lo cual convertía en una fantasía la visión
anterior, en que el jugador esquilmado se zambullía olímpicamente en el foso
mortífero, al lado del cual la mina más profunda parecía insignificante como un
simple agujerito.
Joe decidió que tenía que salir de dudas. A menos que le resultara absolutamente
inevitable, no quería arriesgarse a que lo perturbara el vértigo en el momento crucial
de la partida.
Hizo algunos tiros insignificantes y de vez en cuando se alentó, para no despertar
sospechas:
—¡Vamos, viejo Joe!
Por fin, trazó el plan. Cuando ganó el tanto de la manera más difícil, con dos
doses, hizo que los dados rebotaran contra la esquina opuesta para que se detuvieran
exactamente delante de él. Luego, después de una mínima pausa para que los demás
viesen el tiro, disparó la mano izquierda y la introdujo por debajo de los dados un
segundo antes que la chica, para recogerlos.
¡Demonios! A Joe nunca le había costado tanto en su vida disimular lo que su
cuerpo sentía. Ni siquiera cuando la avispa lo picó en el cuello justo cuando metía la
mano por primera vez bajo el vestido de su puritana y veleidosa futura esposa. En los
dedos y en el dorso de la mano experimentaba un dolor tan intenso como si la hubiera
metido dentro de una caldera en ebullición. Con razón la chica llevaba guantes.
Debían de ser de amianto. Y menos mal que no había usado la mano derecha, pensó,
mientras veía cómo se levantaban las ampollas.

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Recordó que en la escuela le habían enseñado lo que luego confirmó en la Mina
de las Veinte Millas: que la tierra, bajo la corteza, era terriblemente caliente. El hoyo
con forma de mesa de juego debía de irradiar ese calor, de forma tal que cualquier
jugador que se diera el Gran Chapuzón acabaría frito antes de haber caído unos
metros y llegaría a China convertido en cenizas.
Y por si no tuviera bastante con la mano llagada, los Hongos Importantes
susurraban otra vez. El señor Huesos se había ruborizado de nuevo mientras abría la
boca, del tamaño de un melón, dispuesto a llamar a sus matones.
Pero, una vez más, el Gran Jugador levantó la mano y salvó a Joe. La voz suave y
murmurante dijo:
—Dígaselo, Señor Huesos.
Éste le explicó, en un rugido iracundo:
—Ningún jugador puede recoger los dados que él o cualquier otro haya tirado.
Eso queda para la encargada. ¡Normas de la casa!
Joe respondió con un brevísimo gesto de asentimiento. Luego agregó fríamente:
—Apuesto diez centavos menos dos.
Cuando le aceptaron esta apuesta, todavía insignificante, arrojó los dados para
lograr el tanto y se entretuvo durante un rato, tirando apenas un cinco o un siete, hasta
que el palpitar de la mano izquierda le disminuyó y volvió a tener los nervios bien
templados. No experimentó la menor alteración en el poder de su mano derecha; por
el contrario, le parecía que vibraba con más fuerza que nunca.
En mitad del interludio, el Gran Jugador inclinó la cabeza respetuosamente hacia
Joe, impenetrables y sombríos los ojos, y se volvió para coger un largo cigarro negro
que le ofrecía la muchacha más bella y aparentemente más perversa. Cortesía en los
pequeños gestos, pensó Joe, otro distintivo del auténtico devoto de los juegos de azar.
No cabía duda que llevaba un séquito de temer, aunque al pasear la mirada por el
gentío notó en el fondo a un pillo que no encajaba con el resto: un tipo
descuidadamente elegante, con cabello desgreñado, ojos absortos y mejillas
manchadas por la tuberculosis de los poetas.
Y mientras miraba el humo que ascendía delante del sombrero gacho, se dijo que
las luces debían de haber disminuido de intensidad, o bien la tez del Gran Jugador era
más oscura de lo que había pensado al principio. O tal vez —qué ocurrencia— la piel
del Gran Jugador se oscurecía cada vez más a medida que transcurría la noche, como
si alguien fumara una pipa de magnesita a mil millas por hora. Pensó que era gracioso
imaginar eso, pero realmente en ese lugar había calor suficiente para que las cosas se
renegrieran, si bien de acuerdo con su experiencia dicho calor parecía concentrado
bajo la mesa.
Ninguno de los pensamientos de Joe acerca del Gran Jugador, fuesen de
familiaridad o de admiración, menguó en lo más mínimo su absoluta convicción en la
amenaza que ese hombre de negro representaba, y de que tocarlo equivaldría a la

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muerte. Si en la mente de Joe quedaba algún lugar para la duda, se desvaneció a raíz
del incidente que se produjo a continuación.
El Gran Jugador acababa de tomar entre sus brazos a la chica más bonita. Estaba
deslizando su mano aristocrática por la cadera con perfecta gentileza, cuando el
poeta, con los ojos brillantes de celos y de mal de amor, se abalanzó sobre él como un
gato montés, apuntando una larga daga afilada a su espalda de negro satén.
A Joe no se le ocurrió que la puñalada pudiese fallar. Pero el Gran Jugador, sin
quitar la mano del trasero aterciopelado, disparó la izquierda como un resorte de
acero. No pudo decir si le hundió una daga en el pecho, si lo detuvo con una llave de
judo o si le aplicó una de las mortales tomas marcianas. O tal vez sólo lo tocó; la
cuestión es que el tipo se quedó seco como si le hubieran descerrajado un tiro con
silenciador o un rayo invisible. Se desplomó en el suelo. A continuación acudieron un
par de negros a retirar el cuerpo, aunque nadie les prestó atención. Al parecer, eran
episodios muy frecuentes en El Osario.
Todo esto desconcentró a Joe considerablemente, y casi tiró el tanto ganador antes
de tiempo.
Pero para entonces, las oleadas de dolor habían dejado de recorrerle el brazo
izquierdo y sus nervios eran, una vez más, cuerdas metálicas bien templadas. Tres
tiros después arrojó un cinco, logró el tanto y se dispuso a limpiar la mesa.
Tiró nueve naturales consecutivos —siete sietes y dos onces—, y logró
multiplicar su primera y única ficha en una pirámide de más de cuatro mil dólares.
Hasta entonces, ninguno de los Hongos Importantes se había retirado, pero algunos
comenzaban a mirarlo con preocupación y un par de ellos incluso estaban sudando.
El Gran Jugador todavía no había cubierto ninguna de las apuestas de Joe, pero
seguía el juego con interés desde las honduras cavernosas de sus ojos.
Entonces, a Joe se le ocurrió un pensamiento diabólico. Sabía que esa noche nadie
podría derrotarlo, pero si no tiraba los dados hasta limpiar la mesa por completo,
nunca tendría ocasión de ver al Gran Jugador en acción, y eso era algo que lo
intrigaba profundamente. Además, pensó, debía retribuir cortesía por cortesía y
aprovechar la oportunidad de comportarse él también como un caballero.
—Retiro cuarenta y un dólares menos cinco centavos. Apuesto un penique —
anunció.
Esta vez no hubo murmullos y al Señor Huesos no se le nubló la cara de luna.
Pero Joe sintió que el Gran Jugador lo miraba con desencanto, o con tristeza, o con
ojos inquisidores, tal vez.
De inmediato, Joe perdió arrojando un par de seis y se solazó en ver los dos
mejores cráneos sonrientes, uno junto al otro. Los dados pasaron a manos del Hongo
Importante que tenía a la izquierda.
—Supo cuándo se acabaría su suerte… —Oyó que mascullaba otro Hongo
Importante con resentida admiración.

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El juego transcurrió con cierta velocidad alrededor de la mesa; nadie se calentó
demasiado ni las apuestas fueron más allá de lo habitual.
—Apuesto uno de cinco.
—Me juego diez.
—Ahí van veinte.
De vez en cuando, Joe entraba en alguna de las apuestas y en general ganaba más
de lo que perdía. Ahora tenía ya unos siete mil dólares, una buena suma, cuando los
dados llegaron a manos del Gran Jugador.
Los sostuvo en la palma de la mano, rígida como una estatua, un largo rato,
mientras miraba a los demás jugadores reflexivamente. En esa frente trigueña, por la
cual jamás corría el sudor, no asomó el menor gesto de preocupación.
—Apuesto dos de diez —murmuró.
Cuando lo cubrieron, cerró los dedos, sacudió ligeramente los dados —pareció un
repicar de grandes semillas en un calabacín a medio secar— y los lanzó hacia el
extremo opuesto de la mesa con aire indulgente.
Joe nunca había visto un tiro semejante en toda su vida. Los dados surcaron el
aire sin rodar, planos, chocaron con la arista exacta que formaban el fondo y la pared
de la mesa, y se detuvieron allí, inmóviles, mostrando un siete natural.
Fue su turno de sentirse decepcionado, pero por muy otras razones. Cuando él
tiraba solía calcular: «Lo lanzo tres para arriba y cinco hacia el norte, dos vueltas y
media en el aire, golpea en la esquina seis-cinco-tres, da tres cuartos de vuelta y un
giro de un cuarto a la derecha, golpea con el borde uno-dos, da una vuelta inversa de
un medio, un giro a la izquierda de tres cuartos, se posa sobre la cara del cinco, rueda
dos veces y sale un dos». Y eso para cada uno de los dados. Un tiro de lo más
corriente, sin rebotes de más.
En comparación, la técnica del Gran Jugador era ridícula, abismal y
espantosamente simple. Joe podría haberla repetido con toda tranquilidad, desde
luego. Era una variación elemental de su viejo pasatiempo: devolver los guijarros a
sus agujeros de origen. Pero a Joe jamás se le habría ocurrido hacer semejante truco
de niños sobre la mesa de juego. Haría que todo fuese demasiado sencillo y que
terminase por quitarle todo interés.
Otra razón por la cual Joe nunca había empleado el truco era su sospecha de que
nunca lograría salirse con la suya. Según todas las reglas que conocía, era un tiro de
lo más dudoso. Existía la posibilidad de que alguno de los dos dados no hubiese
llegado totalmente al borde de la mesa, o que se detuviera algo inclinado contra el
borde. Además, recordó que ambos dados debían rebotar contra el extremo opuesto,
aunque sólo fuera unos milímetros.
Sin embargo, hasta donde veían los ojos de lince de Joe, ambos dados yacían
perfectamente planos contra el borde de la mesa. Por otra parte, en la mesa todos
parecían haber dado el tiro por bueno. La chica de los dados los recogió de la mesa, y
los Hongos Importantes que habían cubierto la apuesta pagaron lo que correspondía.

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En lo referente al asunto del rebote, en fin, El Osario parecía tener su propia
interpretación de las reglas. Joe era partidario de no cuestionar las normas de la casa
salvo en caso de extrema necesidad: tanto su esposa como su madre le habían
enseñado largo tiempo atrás que de esta forma no se enfrentaría a tantos problemas.
Además, en esa apuesta él no había intervenido, así que no era su dinero.
En una voz que recordó el viento en el Cementerio de los Cipreses o en Marte, el
Gran Jugador anunció:
—Apuesto un siglo.
Era la apuesta más importante en lo que iba de noche: diez mil dólares. Por la
forma en que el Gran Jugador lo dijo, pareció mucho más que eso. En El Osario
pareció cernirse un manto de susurros. Los trompetistas de jazz pusieron las sordinas,
las voces de los croupiers se volvieron confidenciales, las cartas cayeron con menos
ruido, y hasta las bolas de la ruleta parecieron querer enmudecer al trastabillar por los
casilleros. La multitud se fue agolpando alrededor de la Mesa Principal. Los pillos y
las zorras del Gran Jugador formaron un doble semicírculo alrededor de él, para que,
a fuerza de codazos, no le faltara lugar.
Joe advirtió que la apuesta, de diez mil, superaba por treinta dólares toda la pila
que había acopiado. Tres o cuatro de los Hongos Importantes tuvieron que hacerse
señas antes de convenir en entrar.
El Gran Jugador consiguió otro siete natural con el mismo tiro plano y seco.
Apostó otros diez mil y lo hizo nuevamente.
Y otra vez.
Y otra vez.
Joe comenzaba a preocuparse y también a indignarse, por qué no. Le parecía
injusto que el Gran Jugador ganara apuestas tan altas con tiros tan mecánicos, tan
escandalosamente faltos de romanticismo. En realidad, ni siquiera se podían
considerar tiros, ya que los dados jamás llegaban a dar una sola vuelta, como debía
ser. Era lo que podía esperarse de un robot, de un robot programado con notorio
sentido del aburrimiento. Joe no había arriesgado uno sólo de sus dólares entrando en
las apuestas del Gran Jugador, desde luego, pero si las cosas seguían ese curso, no le
quedaría más remedio que hacerlo. Dos de los demás Hongos Importantes ya se
habían retirado de la mesa tras mucho sudar y confesando la derrota, y nadie se
atrevió a ocupar su puesto. Pronto se produciría una apuesta que los restantes Hongos
Importantes no lograrían cubrir entre ellos, y entonces tendría que arriesgar sus fichas
o bien retirarse. Pero eso era impensable, mientras el poder le brotara de los dedos
como una corriente de rayos.
Joe aguardó largo rato a que alguien protestara por los tiros del Gran Jugador,
pero nadie se atrevió. Comprendió que, a pesar de sus esfuerzos por mostrarse
imperturbable, el rostro se le iba ruborizando poco a poco.
El Gran Jugador levantó apenas la mano izquierda y detuvo a la chica de los
dados antes de que llegara a recogerlos. Sus ojos, como negras vertientes, se posaron

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sobre Joe, quien tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para sostener la mirada. Sin
embargo, no vislumbró ni el más mínimo brillo. En ese preciso y terrible instante, lo
asaltó el escalofrío de una sospecha atroz.
Con la mayor cortesía y amabilidad, el jugador de negro murmuró:
—Creo que el excelente jugador que tengo enfrente alberga ciertas dudas sobre la
validez de mi último tiro, aunque es tan caballero que no se permite expresarlas.
Lottie, la carta de prueba…
La chica de los dados, alta y blanca como el marfil, tomó una carta por debajo de
la mesa y la arrojó por los aires, a ras del fieltro, en dirección a Joe. Sus dientecillos
blancos destellaron con brillo ponzoñoso. Joe atrapó la carta antes de que cayera y la
examinó fugazmente. Era el naipe más delgado, rígido, plano y brillante que hubiese
visto jamás. Y, casualidad o no, se trataba del comodín. Se lo devolvió con lentitud y
la chica lo deslizó muy suavemente, para que cayera con su propio peso, por el borde
de la mesa, contra el cual descansaban los dados. Se apoyó sobre el pequeño canal
que las aristas redondeadas formaban contra la felpa negra. Lo movió con destreza y
demostró que no quedaba ningún espacio entre los dados y el borde de la mesa, en
ningún sitio.
—¿Satisfecho? —preguntó el Gran Jugador. Joe asintió, casi contra su voluntad.
El oponente inclinó la cabeza. La chica de los dados curvó los labios cortos y finos y
se incorporó, apuntando a Joe con sus pequeños senos blancos como picaportes de
porcelana.
Indiferente, casi con aire de hastío, el Gran Jugador retornó a su rutina de apostar
diez mil y tirar sietes naturales. Los Hongos Importantes fueron desertando de la
mesa, uno tras otro. Un tipejo con cara de Seta Venenosa se hizo traer más dinero por
un asistente que llegó jadeando, mas no le sirvió de provecho, pues sólo consiguió
perderlo. Mientras tanto, la pila de fichas negras y claras iba creciendo al lado del
Gran Jugador como un rascacielos.
Joe estaba cada vez más furioso y preocupado. Observaba como un halcón o
como un satélite espía cuando los dados se detenían contra el borde de la mesa, pero
nunca hallaba justificación para volver a pedir la carta. Tampoco se atrevía a
cuestionar las reglas de la casa a estas alturas. Lo enloquecía —lo torturaba— saber
que con sólo recuperar los dados podría acabar con aquel negro pilar de aristocracia
impertérrita. Se maldijo a la enésima potencia por ese impulso idiota, arrogante y
suicida que lo llevó a pasar los dados cuando los tenía en su poder.
Y, para colmo, el Gran Jugador había tomado la costumbre de mirar a Joe con
esos ojos como minas de carbón. Hizo tres tiros sin siquiera mirar los dados o tan
sólo el borde de la mesa. ¡Demonios, pero si era tan insoportable como la esposa o la
madre de Joe, que nunca dejaban de mirarlo fijamente!
Pero la mirada constante de esos ojos que no eran ojos comenzaba a infundir un
pánico espantoso en Joe. Y el terror sobrenatural se sumó a su certeza de que en el
Gran Jugador había algo letal. No podía dejar de preguntarse con quién se le había

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ocurrido ponerse a jugar esa noche… Y la curiosidad venía teñida de miedo; era una
inquietud tan mortífera como su deseo de recuperar los dados y ganar. Se le erizó el
cabello y se le puso la piel de gallina, pero el poder seguía palpitándole en la mano
como una locomotora a punto de partir o como un cohete con ganas de despegar.
Mientras tanto, el Gran Jugador mantenía su compostura: impecable en su traje de
satén negro, de elegante sombrero, suave, cortés, letal. En realidad, lo peor de la
paradoja en que Joe se hallaba era que, después de admirar la perfecta compostura del
Gran Jugador durante toda la noche, debía romper el hechizo de sus tiros mecánico y
tratar de descubrir algún punto débil.
La despiadada siega de Hongos Importantes continuó hasta que los lugares vacíos
fueron más que los otros. Pronto quedaron sólo tres. El Osario había quedado inmóvil
y silencioso como el Cementerio de los cipreses o como la Luna. La música de jazz
cesó, como cesaron las risas alegres, el rumor de las pisadas arrastradas, los chillidos
de las mujeres y el tintineo de copas y monedas. Todos parecían haberse reunido
alrededor de la Mesa Principal, en muda congregación.
Joe se vio asaltado por la inquietud, por la impotencia ante la injusticia, por el
desprecio a sí mismo, por la esperanza irracional, por la curiosidad, por el miedo.
Sobre todo por los dos últimos sentimientos.
La tez del Gran Jugador —lo poco que podía verse de ella— continuó
oscureciéndose. Por un instante insólito, Joe se encontró preguntándose si no estaría
jugando con un negro; quizá con un brujo vudú atiborrado de brujerías a quien
comenzaba a disolverse el maquillaje blanco.
Pronto se presentó una apuesta de diez mil que los Hongos Importantes que
quedaban no pudieron cubrir. Joe tuvo que elegir entre retirar diez de su pila
miserable o abandonar el juego. Y, al cabo de un instante de agonía, escogió lo
primero.
Y perdió.
Los dos Hongos Importantes se sumaron a la multitud de espectadores.
Los ojos negros como el abismo se clavaron en Joe. Y se oyó un murmullo:
—Apuesto todas sus fichas.
Joe sintió que lo inundaba el impulso de dar por terminada su participación y de
correr de regreso hacia su casa. Al menos los seis mil dólares dejarían estupefactas a
su madre y a su esposa…
Pero no hubiera podido soportar las risas de la muchedumbre, ni la idea de seguir
viviendo con la sensación de que había tenido una última oportunidad, aunque
insignificante, de batirse con el Gran Jugador, y que la había desperdiciado.
Entonces aceptó.
El Gran Jugador arrojó los dados. Joe se inclinó sobre la mesa —había olvidado
el vértigo— y siguió el tiro con ojos de lince o de telescopio espacial.
—¿Satisfecho?

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Joe sabía que debía asentir y retirarse con la frente tan alta como pudiera. La
caballerosidad lo exigía. Pero entonces se recordó que no era un caballero, sino un
minero roñoso, duro de tanto trabajar, con cierto talento para los tiros de precisión.
También supo que estaba rodeado de extraños y de enemigos, y que decir
cualquier otra cosa menos «sí» probablemente entrañase sus peligros. Pero luego se
preguntó qué derecho tenía a preocuparse por el peligro un fracasado como él,
miserable, mortal y confinado en su hogar.
Además, uno de los dados con mueca de rubí parecía estar ligerísimamente
desviado del otro.
Fue el esfuerzo más grande que Joe acometió en su vida. Pero tragó saliva y
consiguió balbucear:
—No. Lottie, la carta…
La chica de los dados se irguió, hermosa, y echó el torso hacia atrás, como si
pretendiera escupirle a los ojos. A Joe se le ocurrió que en el escupitajo habría veneno
de cobra. Pero el Gran Jugador alzó un dedo a la joven, a modo de admonición, y la
chica le arrojó el naipe, pero tan al ras y con tal perversidad que desapareció un
instante en el fieltro negro antes de remontarse sobre la mano de Joe.
Le dejó la mano caliente y pareció teñido de un cierto tono tostado, pero, por lo
demás, era el mismo naipe de antes. Joe tragó y lo devolvió por el aire, alto.
Lottie, mostrándole las dagas venenosas, dejó que la carta resbalara por la pared
de la mesa y, después de una mínima vacilación… se deslizó por detrás del dado del
que Joe había sospechado.
Hubo una reverencia y otro susurro:
—Tiene buena vista, señor. Sin duda, el dado no llegó a tocar el borde de la mesa.
Mis sinceras disculpas y… sus dados.
Al ver los dados sobre el borde negro, frente a él, sufrió un ataque de apoplejía.
Todos los sentimientos que lo asaltaban, incluso la curiosidad, crecieron hasta un
punto casi intolerable de intensidad.
—Apuesto todas mis fichas —dijo.
—Acepto —respondió el Gran Jugador.
Y entonces se apoderó de él un impulso irrefrenable y arrojó ambos dados
directamente hacia los ojos del Gran Jugador. Esos ojos opacos, ojos de medianoche.
Se hundieron en el cráneo del Gran Jugador y allí repiquetearon, como inmensas
semillas en una calabaza aún húmeda.
El adversario extendió una mano, con la palma hacia atrás, a ambos lados para
indicar que ninguno de sus hombres ni de sus chicas debía tomar represalias contra
Joe. Con una tos seca carraspeó los dos dados y los escupió al centro de la mesa,
donde uno quedó bien posado y el otro descansó sobre él, inclinado.
—Dado inclinado, señor —musitó afablemente, como si no se le hubiera infligido
la menor ofensa—. Vuelva a tirar.

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Joe sacudió los dados reflexivamente, como para sobreponerse de la conmoción.
Al cabo de un rato, comprendió que acababa de descubrir el verdadero nombre del
Gran Jugador. Así y todo, decidió que le daría una buena diversión por el dinero que
había invertido.
Cierto rincón de la mente de Joe se preguntó cómo lograría un esqueleto viviente
para mantenerse unido. ¿Tendría cartílagos y tendones; estarían los huesos atados con
alambres; lo harían con campos de fuerza; habría en cada pieza ósea un imán de
calcio que la unía al siguiente? Esto se relacionaba, de alguna forma, con la
generación de la mortífera electricidad del marfil.
En el silencio rotundo de El Osario, alguien carraspeó, una Mujer Escarlata se
revolvió histéricamente, una moneda cayó desde la bandeja de la chica más desnuda
con un tintineo dorado, para rodar melodiosamente hasta la puerta.
—Silencio —ordenó el Gran Jugador, y con un movimiento que, de tan veloz
nadie pudo seguir, disparó una mano desde el interior de la chaqueta y posó sobre el
borde de la mesa un revólver de plata, de cañón corto. El arma descansó envuelta en
su tenue brillo—. La primera criatura que diga una palabra mientras mi oponente tira,
se trate de la camarera más negra e insignificante o de usted, Señor Huesos, acabará
con un balazo en la cabeza.
Joe le obsequió con una breve reverencia. Le resultó gracioso. A continuación,
decidió iniciar la ronda con un siete natural logrado con un as y un seis. Tiró, y esa
vez el Gran Jugador, a juzgar por el movimiento de su cráneo, siguió de cerca el
curso de los dados con esos ojos vacíos.
Los dados se posaron sobre el fieltro, rodaron y se detuvieron. Sin dar crédito a
sus ojos, Joe advirtió que, por primera vez en su vida de tirador, había cometido una
equivocación. O bien en la mirada del Gran Jugador había un poder superior al de su
mano derecha. El seis salió bien, pero el as había dado un giro de más, que lo dejó
convertido en un seis.
—Final del juego… —anunció sepulcralmente el Señor Huesos.
El Gran Jugador levantó una esquelética mano color marrón.
—No necesariamente —murmuró. Sus cuencas vacías apuntaron a Joe como las
bocas de dos pistolas insidiosas.
—Joe Slattermill, aún posee algo de valor que podría apostar, si lo desea: su vida.
En ese momento, en todo El Osario estalló, incontrolable, una oleada de risillas,
de histérica agitación, de aullidos, carcajadas y gruñidos. El Señor Huesos resumió el
sentir de todos cuando prorrumpió por encima del griterío:
—¿Pero de qué puede servirle la vida de un desgraciado como Joe Slattermill? No
vale ni dos céntimos en moneda corriente.
El Gran Jugador posó una mano sobre el revólver que refulgía sobre la mesa y
todo el mundo guardó silencio.
—Yo la quiero —sentenció el Gran Jugador—. Joe Slattermill, por mi parte
apostaré todas mis ganancias de esta noche, y daría el mundo y cuanto hay en él con

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tal de que hubiera envite. Usted apostará su vida, y por lo tanto, su alma. El tiro es
suyo. ¿Qué me dice?
Joe Slattermill vaciló, pero entonces percibió todo el sentido trágico de la
situación. Lo pensó bien y se dio cuenta de que no podía renunciar a ser el
protagonista de un espectáculo como ése para volver con los bolsillos vacíos a su
hogar decrépito, a su esposa y a su madre, y al avejentado míster Guts. Tal vez, se
dijo con ánimo de alentarse, no hubiera tal poder en la mirada del Gran Jugador. A lo
mejor Joe había cometido su primer y último error. Por otra parte, se sentía más
proclive a coincidir con la apreciación del Señor Huesos que con la del Gran Jugador,
en lo que concernía al valor de su vida.
—Hecho —repuso Joe.
—Lottie, dale los dados.
Joe se concentró como nunca. El poder cosquilleaba, triunfal, en sus dedos. Tiró.
Los dados no llegaron a posarse sobre el fieltro. Bajaron formando un rizo,
subieron y surcaron la distancia en loca travesía hasta el extremo opuesto de la mesa.
Entonces, se dirigieron como diminutos meteoros rojizos hacia el rostro del Gran
Jugador. Allí, de pronto, se incrustaron en las órbitas negras y vacías, y en cada uno
titilaba la brasa solitaria de un as.
Ojos de serpiente.
El murmullo acompañó la mirada roja y burlona de esos ojosdados:
—Joe Slattermill, ha perdido.
Con el pulgar y el dedo mayor —el hueso mayor— de cada mano, el Gran
Jugador se extrajo los dados de las cuencas vacías y los depositó en la mano
enguantada de Lottie.
—Sí, ha perdido, Joe Slattermill —continuó tranquilamente—. Ahora puede
pegarse un tiro —tocó el revólver de plata— o degollarse —retiró un cuchillo de caza
con mango de oro y lo posó junto a la pistola—, puede envenenarse —a las dos armas
se les unió un frasquito negro con la calavera y los dos huesos cruzados— o la
señorita Flossie, aquí presente, puede ofrecerle su beso mortal…
Atrajo hacia sí a la chica más bella y la de aspecto más perverso. La chica se
acomodó los cabellos, alzó su corta falda violeta y devoró a Joe con una mirada ávida
y provocativa. Al retraer el labio superior —labio de carmín— le mostró sus largos
colmillos blancos.
—O, si no —agregó el Gran Jugador, mientras señalaba con la cabeza la mesa de
fondo negro—, le queda la Gran Zambullida…
Con voz monocorde, Joe respondió:
—Escogeré la Gran Zambullida.
Posó el pie derecho sobre la mesita de las fichas, ya vacía, y el izquierdo sobre el
borde de la mesa. Se inclinó hacia delante y… cobró impulso para abalanzarse como
un tigre a través del fieltro negro, directo hacia la garganta del Gran Jugador,

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mientras se solazaba pensando que, después de todo, el poeta no parecía haber sufrido
durante mucho tiempo.
Y al pasar por encima del centro exacto de la mesa captó una imagen instantánea
de lo que realmente yacía allí abajo, aunque su mente no tuvo tiempo de revelar la
fotografía: no pasó un segundo antes de que se encontrara frente al Gran Jugador.
La palma hierática y oscura le dio en la sien con un golpe de canto, veloz como el
rayo… y los dedos —o los huesos— se desparramaron como espuma ante el viento.
La mano izquierda de Joe se incrustó en el torso del Gran Jugador como si allí no
hubiese nada más que una chaqueta de satén negro. Mientras, la diestra se cerró sobre
el sombrero del cráneo y bajo su contacto la calavera se rompía en pedazos. Un
segundo después, Joe se encontró despatarrado en el suelo con un manojo de prendas
negras y unos cuantos fragmentos marrones.
En un abrir y cerrar de ojos se levantó y lanzó un manotazo a la suculenta pila de
fichas del Gran Jugador. El tiempo sólo le alcanzó para una palada con la izquierda.
Como no vio fichas doradas, plateadas ni negras se contentó con llevarse a los
bolsillos un puñado de las más claras y echó a correr.
Entonces, acometió contra él toda la clientela de El Osario. Vio brillar dientes,
cuchillos y manoplas de bronce. Lo patearon, lo mordieron, lo golpearon, lo
tironearon y lo pisotearon con espuelas. Sintió en la cabeza la descarga de una
trompeta bañada en oro, detrás de la cual venía un rostro negro, con ojos inyectados
en sangre. Alcanzó a vislumbrar la figura de la chica de los dados y quiso capturarla,
pero ella logró escapar. Alguien trató de hundirle un cigarro encendido en los ojos.
Lottie, que se encogía y revolvía como una boa, casi logró estrangularlo y deshacerlo
entre las tenazas de sus miembros. Flossie, rugiendo como una felina arpía, le lanzó
lo que a su olfato le pareció ser una especie de ácido, que había tomado de una
botella chata y de boca ancha. El Señor Huesos le disparó una salva de proyectiles del
revólver de plata. Lo acuchillaron, lo desgarraron, le dieron de golpes en la nuca, le
torcieron el pescuezo, lo mordieron, le incrustaron las rodillas, lo molieron a
puñetazos, lo asfixiaron con abrazos de oso, le azotaron el trasero y le trituraron los
dedos.
Pero, vaya a saber cómo, ninguno de los golpes ni de los puños tenía fuerza de
verdad. Era como si peleara contra fantasmas. Al final, resultó que toda la
concurrencia de El Osario apenas podía contra él. Sintió que una multitud de manos
lo alzaba y lo lanzaba a través de las puertas de vaivén. Aterrizó de culo sobre la
calzada. Pero ni siquiera eso le dolió mucho. Fue casi como un puntapié de aliento.
Respiró hondo y se palpó los huesos. No creyó haber sufrido graves lesiones. Se
puso en pie y miró a su alrededor. El Osario estaba mudo y oscuro como una
sepultura, o como el planeta Plutón, o como el resto de Ironmine. Y a medida que sus
ojos se fueron acostumbrando a la luz de las estrellas y al fulgor errante de alguna
nave espacial, distinguió una puerta de hierro, cerrada con candado, allí donde habían
estado las de vaivén.

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Se encontró mordisqueando algo crujiente que, quién sabe cómo, había ido a
parar a su mano derecha a lo largo de la gresca final. Era de lo más sabroso, como el
pan que su esposa amasaba para los mejores clientes. En ese instante, su cerebro
reveló la fotografía que había tomado al pasar por encima de la mesa de juego. Era un
delgado muro de llamas que se desplazaban de lado a través de la mesa; y, más allá
del fuego, los rostros de su esposa, de su madre y de míster Guts, que lo miraban muy
sorprendidos. Comprendió entonces que había estado masticando un trozo del cráneo
del Gran Jugador, y recordó la forma de las tres hogazas de pan que su esposa había
empezado a hornear cuando él se disponía a partir. Y comprendió la magia que ella
había usado para permitirle una pequeña escapada en que él se sintiera un poco más
hombre, y para que volviera luego a su hogar con los dedos quemados.
Escupió lo que tenía en la boca y arrojó el resto del cráneo a la acera opuesta…
Hurgó en el bolsillo trasero. Casi todas las fichas claras se habían aplastado en la
pelea, pero así y todo pudo encontrar una entera. Exploró la superficie con la yema de
los dedos. El símbolo que llevaba grabado era una cruz. Se llevó la ficha a los labios
y probó un bocado. El sabor era delicado, pero exquisito. Al comerla, se sintió
revivir. Se palmeó el bolsillo atiborrado. Al menos partiría bien provisto.
Entonces, giró y se encaminó hacia su hogar, pero por el camino más largo, por el
que daba la vuelta al mundo.

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EL VUELO DEL DRAGÓN
Anne McCaffrey

Mejor relato, 1967

PREFACIO DE LA AUTORA

Mi primera narración de ciencia ficción apareció en 1954, pero muy pronto fue
olvidada. No empecé a publicar con regularidad hasta el principio de los años
sesenta con «The Ship Who Sang» («El barco que cantaba»), con la cual me di a
conocer al público. Aún la considero una de mis obras más intensas, y se reimprime
con frecuencia. La primera obra en que aparece una referencia a los dragones la
publicó John Campbell en Analog en 1967. Se tituló «La búsqueda del dragón».
Para mi sorpresa, con este relato gané un Hugo. El vuelo del dragón apareció el año
siguiente y me valió el premio Nebula. Un millón de palabras después, no se me
permite detenerme, aunque de todos modos yo tampoco deseo hacerlo. Me gusta
Pern mucho más que a cualquier otra persona, porque es mi mundo… ¡Qué lo
disfruten ustedes!

El dedo señala
un Ojo enrojecido
Que los Nidos salgan
a quemar el Hilo

* * *

Todavía dudas, R’gul —observó F’lar, que parecía algo divertido por la perversidad
de ese jinete de un bronce, bastante mayor que él. R’gul, con los agradables rasgos de
su rostro fijos en una mueca de obstinación, no respondió a la provocación del Líder
del Nido. Hizo crujir los dientes como si de ese modo pudiera aplastar la autoridad de
F’lar sobre él.
—Hace más de cuatrocientos Giros que no hay Hilos sobre los cielos de Pera.
¡Los Hilos ya no existen!
—Es una posibilidad que no puede descartarse —aceptó F’lar con voz amistosa.
Pero no había tolerancia en sus ojos ambarinos. Ni la menor indicación de un cambio
de opinión en sus modales.
Se parecía más a F’lon, su padre, de lo que tenía derecho a parecerse ningún hijo,
decidió R’gul. Siempre tan seguro de sí mismo, siempre algo despectivo de lo que
hacían y opinaban los demás. Arrogante, eso era F’lar. Impertinente también, y

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demasiado condescendiente en su forma de manejar a la joven Jefa del Nido. R’gul la
había entrenado para ser una de las mejores Mujeres Dragón en muchos Giros. Antes
de que terminara su instrucción, ya sabía todas las Baladas Maestras y las Sagas a la
perfección. Y después, esa tontita se había sentido atraída por F’lar. No había sabido
apreciar los méritos de un hombre mayor, más experimentado. Sin duda alguna, se
sentía obligada hacia F’lar por haberla descubierto en la Búsqueda.
—En cambio —proseguía F’lar— ¿estás dispuesto a admitir que cuando el sol da
sobre la Roca del Dedo al amanecer, llega el solsticio de invierno?
—Cualquier estúpido sabe que para eso está la Roca del Dedo —gruñó R’gul.
—Entonces, ¿por qué no admites, viejo tonto, que la Roca del Ojo está colocada
sobre la Roca de la Estrella para encerrar a la Estrella Roja cuando va a hacer un
Paso? —estalló K’net.
R’gul enrojeció, casi se levantó de la silla, listo para enfrentarse al joven retoño y
hacerle pagar semejante insolencia.
—¡K’net! —La voz de F’lar se alzó llena de autoridad—. Se diría que te gusta
tanto volar en la patrulla de Igen que quieres hacerlo durante unas cuantas semanas
más.
K’net se sentó rápidamente, ruborizado ante la reprimenda y la amenaza.
—Tú sabes, R’gul, que una evidencia incontrovertible apoya mis conclusiones —
siguió F’lar con una voz engañosamente mansa—. «El Dedo señala un Ojo
enrojecido…».
—No me cites versos que te enseñé yo cuando eras un cachorro en este Nido —
exclamó R’gul con pasión.
—Entonces, ten fe en lo que enseñas —le ladró F’lar, los ojos ambarinos
peligrosamente encendidos.
R’gul, atónito ante tanta fuerza de carácter, se dejó caer de nuevo en la silla.
—No puedes negar, R’gul —continuó F’lar con calma—, que hace media hora el
sol se balanceó sobre la punta del Dedo al amanecer y la Estrella Roja quedó
encerrada en la Roca del Ojo.
Los otros jinetes de dragones, tanto de los de bronce como de los castaños,
murmuraron reconociendo la verdad de este fenómeno. También hubo una corriente
subterránea de resentimiento por la forma en que R’gul seguía oponiéndose a las
políticas de F’lar como nuevo Líder del Nido. Hasta el viejo S’lel, que antaño fuera el
gran apoyo de R’gul, empezaba a seguir a la mayoría.
—Hace cuatrocientos Giros que no vienen los Hilos. No hay Hilos —murmuró
R’gul.
—Entonces, mi compañero jinete —dijo F’lar con alegría—, todo lo que nos has
enseñado es falso. Los dragones, como los Señores de los Fuertes quieren creer, son
parásitos de la economía de Pern, anacronismos. Y nosotros también.
»Mi conciencia no me permitiría mantenerte aquí contra tu voluntad. Tienes mi
permiso para abandonar el Nido y residir donde tú quieras.

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Alguien se rió.
R’gul estaba tan aturdido por el ultimátum de F’lar que ni siquiera podía sentirse
ofendido ante esa ridícula amenaza. ¿Abandonar el Nido? ¿Estaba loco ese hombre?
¿Adónde podría ir? El Nido había sido su vida. Se había criado para él durante
generaciones. Todos sus antepasados hombres habían sido jinetes de dragones. No
todos habían cabalgado dragones bronce, eso era cierto, pero sí un porcentaje
decente. El progenitor de su propia madre había sido un Líder del Nido como él,
R’gul, hasta que Mnementh de F’lar había violado a la nueva reina.
Y los hombres dragón nunca abandonaban el Nido. Bueno, lo hacían si tenían la
negligencia suficiente como para perder sus dragones, como ese Lytol en el Fuerte
Ruath. ¿Y cómo podría marcharse del Nido él, R’gul, puesto que sí tenía un dragón?
¿Qué quería F’lar de él? ¿No le bastaba con haberse convertido en Líder del Nido
en lugar de R’gul? ¿No tenía suficiente con haber obligado con meras amenazas a los
Señores de Pern a desarticular el ejército que habían preparado para reprimir al Nido
y a sus jinetes?
¿Acaso F’lar tenía que dominar a todos los hombres dragón, en cuerpo y alma?
Lo miró de arriba a abajo, un largo momento, sin dar crédito a sus oídos.
—No creo que seamos parásitos —dijo F’lar, rompiendo el silencio con una voz
suave, persuasiva—. Ni anacrónicos. Ha habido Intervalos largos con anterioridad.
La Estrella Roja no siempre pasa lo bastante cerca como para dejar caer sus Hilos
sobre Pern. Por eso nuestros ingeniosos antepasados pensaron en poner la Roca del
Ojo y la Roca del Dedo en el lugar donde están: para confirmar el momento en que se
producirá un Paso. Y otra cosa… —Su expresión cobró gravedad—. Hubo un tiempo
en que la estirpe de los dragones casi desapareció por completo…, y Pern con ella,
por culpa de los escépticos como tú. —F’lar sonrió y se relajó con indolencia sobre
su silla—. Yo prefiero que no me recuerden como escéptico. ¿Cómo te recordarán a
ti, R’gul?
En la Sala del Consejo reinaba el nerviosismo. R’gul sintió que alguien respiraba
con fuerza y advirtió que era él mismo. Miró el rostro inflexible del joven líder y
comprendió que su amenaza no era sólo una afirmación vacía. O aceptaba
completamente la autoridad de F’lar, aunque eso le costara mucho, o tendría que
abandonar el Nido.
¿Adónde iría, a menos que se trasladara a uno de los otros Nidos, abandonados
durante cientos de Giros? Y…, los pensamientos de R’gul corrían enloquecidos, ¿no
era esa señal suficiente de que ya no habría más Hilos? ¿Cinco Nidos vacíos? No, por
el Huevo de Faranth, practicaría las artes del mismo F’lar y lo engañaría, esperaría el
momento adecuado. Cuando todo Pern se revolviera contra ese tonto arrogante, él,
R’gul, estaría allí para salvar algo de las ruinas.
—Un hombre dragón se queda en su Nido —declaró con toda la dignidad que
pudo conservar.

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—¿Y acepta las políticas de su Líder? —El tono de voz de F’lar hacía que su
frase fuera más una orden que una pregunta.
Para no cometer perjurio, R’gul asintió con la cabeza. F’lar siguió mirándolo y
R’gul se preguntó si el hombre le estaría leyendo los pensamientos como hacía su
dragón. Se las arregló para devolver la mirada con toda serenidad. Ya le llegaría su
turno, esperaría.
Aparentemente satisfecho con la capitulación, F’lar se levantó y distribuyó las
tareas de patrulla con firmeza.
—T’bor, tú te ocupas de la guardia del clima. Y ya que estás en ello, no te olvides
de las caravanas del diezmo. ¿El informe de la mañana?
—Sobre Telgar y Keroon. El clima es bueno al amanecer…, aunque demasiado
frío —dijo T’bor con una sonrisa astuta—. Las caravanas del diezmo transcurren por
caminos transitables y firmes, así que deberían llegar pronto. —Le brillaron los ojos
al pensar en la fiesta que seguiría a la llegada de las provisiones, pensamiento
compartido por todos a juzgar por las expresiones de los que se habían sentado a esa
mesa.
F’lar asintió.
—S’lan y D’nol, debéis seguir con la Búsqueda de muchachos prometedores.
Deberían ser jóvenes en lo posible, pero no rechacéis a nadie que os parezca capaz.
En la tradición del Nido también los muchachos ya crecidos pueden presentarse a la
Impresión. —F’lar sonrió con un solo lado de la boca—. No hay suficientes en las
Cavernas Inferiores. Nosotros también nos hemos retrasado en la Crianza. De todos
modos, los dragones llegan a la madurez antes que sus jinetes. Debemos tener más
hombres jóvenes para la Impresión antes de que Ramoth ponga sus huevos. Tomad
los fuertes del sur: Ista, Nerat, Fort y Vaina del Sur, donde todos maduran antes.
Podéis ir con la excusa de que visitáis los Fuertes para buscar provisiones. Y llevad la
piedra del fuego, haced algunos vuelos con llama en los lugares que no lo han visto
desde hace… años del dragón. Una bestia con fuego impresiona a los jóvenes y
despierta envidia.
F’lar miró deliberadamente a R’gul para ver la reacción del antiguo Líder del
Nido ante esa orden. R’gul se había opuesto siempre a la idea de salir fuera del Nido
a buscar más candidatos. En primer lugar, afirmaba que había dieciocho jóvenes en
las Cavernas Inferiores, algunos más jóvenes que otros, claro, pero R’gul no creía que
Ramoth pudiera aportar más de la docena que siempre había puesto Nemorth. En
segundo lugar, R’gul insistía en evitar cualquier acto que pudiera despertar la rabia de
los Señores.
Pero esta vez, no protestó abiertamente, así que F’lar siguió con lo suyo.
—K’net, vuelve a las minas. Quiero que se controle la posición de cada piedra del
fuego y que se contabilicen. R’gul, sigue cavando en los puntos de reconocimiento
con los jóvenes cachorros. Deben de estar muy seguros de sus referencias. Si los

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usamos como mensajeros y transportadores de provisiones, tal vez tengamos que
enviarlos con rapidez y sin tiempo para muchas explicaciones.
»F’nor, T’sum. —F’lar se volvió hacia sus jinetes de dragones castaños—. Hoy
seréis el escuadrón de limpieza. —Se dio tiempo para sonreír ante las caras de
desesperación de los dos muchachos—. Intentadlo en el Nido de Ista, limpiad la
Caverna de Puesta y los nidos que hagan falta para un ala doble. Y, F’nor, no dejes ni
un solo Registro sin controlar. Vale la pena conservarlos.
»Eso es todo, hombres dragón. Buen vuelo. —Y con eso, F’lar se levantó y salió
de la Sala del Consejo rumbo al nido de la reina.
Ramoth dormía aún, la piel brillante de salud, el color dorado cada vez más
cercano al bronce por su preñez. Cuando él pasó por su lado, la punta de la larga cola
de la reina se movió levemente.
Los dragones estaban inquietos en esos días, pensó F’lar, y sin embargo, cuando
le preguntaba a Mnementh, el bronce no podía explicarle por qué. Se despertaba,
volvía a dormirse. Eso era todo. F’lar no podía hacerle una pregunta que anticipara la
respuesta, porque eso le impediría creer en lo que quería oír. Tenía que conformarse
(y no lo hacía) con la vaga idea de que la inquietud era algún tipo de reacción
instintiva.
Lessa no estaba en el dormitorio, ni dándose el baño de siempre, todavía. F’lar
esbozó un gesto de rabia. Esa muchacha se iba a estropear la piel con tanto baño.
Había tenido que vivir cubierta de suciedad para protegerse, en sus días del Fuerte
Ruatha, pero ¿bañarse dos veces al día? F’lar empezaba a preguntarse si ése no era
otro insulto contra él, un insulto sutil de los de Lessa. F’lar suspiró. Esa muchacha.
¿Por qué nunca se acercaba a él por propia voluntad? ¿Nunca lograría tocar ese
núcleo interno que había en Lessa? Se mostraba más amable con el hermanastro de
F’lar, F’nor, y con K’net, el más joven de los jinetes de los bronces, que con él, F’lar,
con quien compartía el lecho.
Volvió a poner la cortina en su lugar, irritado. ¿Adónde habría ido hoy cuando,
por primera vez desde hacía semanas, él había logrado sacar a todas las alas del nido
para poder enseñarle a volar entre?
Ramoth pronto estaría demasiado pesada con sus huevos para semejante
actividad. Él se lo había prometido a la Jefa del Nido, y pensaba cumplir su palabra.
Lessa había estado usando el traje de montar como recordatorio flagrante. Por ciertas
frases que había dicho de pasada, él sabía que no esperaría mucho más la ayuda del
Líder. Y no le gustaba la idea de que lo intentara sola.
Cruzó el nido de la reina de nuevo y espió por el corredor que conducía a la Sala
de Registros. La había encontrado allí muchas veces, mirando las pieles
enmohecidas. Y ése era otro asunto que requería una consideración urgente. Esos
Registros se estaban deteriorando hasta volverse casi ilegibles. Qué curioso: los más
antiguos todavía se conservaban en buenas condiciones y se leían bien. Otra técnica
olvidada.

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¡Esa muchacha! F’lar se pasó una mano por el flequillo espeso en un gesto
habitual en él cuando estaba irritado o preocupado. El pasaje estaba oscuro, lo cual
significaba que ella no estaba abajo, en la Sala de Registros.
—Mnementh —llamó en silencio a su bronce, que tomaba el sol sobre la cornisa
de piedra junto al nido de la reina—. ¿Qué está haciendo esa muchacha?
Lessa, replicó el dragón, enfatizando el nombre de la Jefa del Nido con cortesía
directa, está hablando con Manora. Se ha vestido para volar, añadió después de una
pequeña pausa.
F’lar agradeció al dragón con ironía y caminó por el pasaje hacia la entrada. Casi
atropella a Lessa cuando dobló la última curva.
No me habías preguntado dónde estaba, se quejó Mnementh ante la furiosa
reprimenda de F’lar.
Lessa giró sobre sus talones por la fuerza del encontronazo. Levantó la vista hacia
él, con rabia, los labios apretados de disgusto, los ojos brillantes.
—¿Por qué no tuve la oportunidad de ver la Estrella Roja a través de la Roca del
Ojo? —le preguntó con voz dura, iracunda.
F’lar se apartó el cabello de la frente. Sólo le faltaba enfrentarse a Lessa de mal
humor para completar los problemas de esa mañana.
—Habría demasiados en el Pico incluso aunque tú no fueras —murmuró,
decidido a no dejar que ella lo irritara—. Y tú sí crees.
—Me hubiera gustado verla —le ladró ella y lo empujó hacia el nido—. Aunque
sólo fuera por mi rango como Jefa del Nido y Escriba.
Él la tomó del brazo y sintió que el cuerpo de ella se tensaba. Apretó los dientes,
deseando, como había hecho cien veces desde que Ramoth se elevó en su primer
vuelo nupcial, que Lessa no hubiera sido virgen también. A él no se le había ocurrido
controlar sus emociones incitadas por los dragones y la primera experiencia sexual de
Lessa había sido violenta. Lo había sorprendido que fuera la primera vez,
considerando que los años de adolescencia de ella habían transcurrido entre soldados
y guardias lascivos. Evidentemente, nadie se había molestado en penetrar la coraza de
harapos y la capa de suciedad que ella había mantenido a su alrededor con todo
cuidado, para protegerse. F’lar había sido considerado y amable desde entonces pero,
a menos que Ramoth y Mnementh estuvieran involucrados, habría podido llamarlo
violación con toda justicia.
Sin embargo, sabía que algún día, de algún modo, la persuadiría para que le
respondiera de todo corazón. Hasta cierto punto estaba orgulloso de sus habilidades y
tenía una posición que le permitía perseverar.
Ahora respiró hondo y le soltó el brazo, despacio.
—Me alegro de que lleves el traje de montar. Apenas se vayan las alas y se
despierte Ramoth, te enseñaré a volar entre.
A pesar de la poca luz que había en el pasaje, el brillo de entusiasmo en los ojos
de ella refulgió intensamente. Él la oyó respirar un poco agitada.

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—No podemos posponerlo mucho o Ramoth ya no estará en condiciones de volar
—siguió diciendo él con toda amabilidad.
—¿Lo dices en serio? —Lessa habló en voz baja y entrecortadamente, sin su
habitual tono ácido—. ¿Nos enseñarás a hacerlo hoy? Él hubiera querido ver ese
rostro extraño con más claridad.
Un par de veces había captado en él una expresión de amor y ternura. Hubiera
dado cualquier cosa por lograr que esa mirada se dirigiera a él. Sin embargo, admitió
para sí mismo con amargura, tenía que conformarse con el hecho de que esa mirada
fuera siempre para Ramoth y no para otro hombre.
—Sí, mi querida Jefa del Nido, hablo en serio. Hoy te enseñaré a volar entre.
Aunque sólo sea para que no lo intentes tú sola —agregó y se inclinó con una
reverencia florida.
La risita baja de ella le indicó que su disparo había dado en el blanco.
—Sin embargo —dijo él, indicándole que lo precediera en el camino al nido—,
ahora me gustaría comer algo. Nos hemos levantado antes de la hora de la cocina.
Habían entrado en el nido bien iluminado, así que esta vez F’lar no se perdió la
mirada aguda que ella le dirigió por encima del hombro. Era evidente que no
olvidaría con tanta facilidad que no se la hubiera incluido en el grupo de la Roca de la
Estrella esa mañana; desde luego, no le bastaría con el soborno del vuelo entre.
Qué distinta era esa habitación interna ahora que Lessa era Jefa de Nido, pensó
F’lar mientras ella buscaba el servicio para la comida. En la época de la incompetente
Jora como Jefa del Nido, los dormitorios habían estado llenos de porquería, aparejos
sin lavar, platos sucios. El estado del Nido y el número reducido de dragones eran
fruto de los errores de Jora tanto como de los de R’gul, porque ella había alentado
indirectamente la negligencia, la gula y la vagancia.
Si él, F’lar, hubiera sido apenas unos años mayor a la muerte de F’lon, su
padre…; Jora había sido desagradable, sí, pero cuando los dragones volaban para
aparearse, la condición de la pareja del jinete no contaba en absoluto.
Lessa tomó una bandeja con pan y queso y una jarra de estimulante klah de la
plataforma. Le sirvió con habilidad.
—¿Tú tampoco habías comido? —le preguntó él.
Ella meneó la cabeza y la trenza que había tejido con su cabello hermoso y negro
se sacudió sobre sus hombros. Ese peinado era demasiado severo para su cara
delgada, pero como si ésa hubiera sido la intención de Lessa, no escondía su
femineidad ni la extraña armonía de sus rasgos delicados. F’lar se maravilló otra vez
de que ese cuerpo leve contuviera tanta inteligencia, tantos recursos, tanta… astucia,
sí, ésa era la palabra, astucia. F’lar no cometía el error de tantos otros, que
subestimaban las habilidades de Lessa.
—Manora me llamó para que fuera testigo del nacimiento del hijo de Kylara.
F’lar mantuvo una expresión de amable interés. Sabía perfectamente bien que
Lessa sospechaba que ese bebé era suyo y podría haberlo sido, admitía en privado,

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pero lo dudaba. Kylara había sido una de las diez candidatas de la misma Búsqueda
que hacía tres años había descubierto a Lessa. Como otros que sobrevivieron a la
Impresión, Kylara había descubierto que ciertos aspectos de la vida en el Nido se
adecuaban perfectamente a su temperamento. Había pasado del nido de un jinete al
de otro. Incluso había seducido a F’lar, y no del todo contra la voluntad de éste, por
cierto. Ahora que era Líder del Nido, F’lar había descubierto que era más prudente
ignorar los esfuerzos de su amante que continuar la relación. T’bor había tomado a
Kylara entre sus manos, y sin duda había estado bien satisfecho hasta que la retiró a
las Cavernas Inferiores, cuando su embarazo ya no se pudo disimular.
Además de tener las tendencias amorosas de un dragón verde, Kylara era rápida y
ambiciosa. Podría llegar a ser una Jefa de Nido muy enérgica y F’lar le había
encargado a Manora y Lessa la tarea de introducir la idea en la cabeza de la
muchacha. Como Jefa del Nido…, de otro Nido…, sus intensas necesidades estarían
al servicio de Pern. No había aprendido las severas lecciones de autodominio y
paciencia que Lessa había obtenido en su adolescencia y no tenía la misma mente
tortuosa. Por suerte, temía a Lessa y F’lar sospechaba que Lessa fomentaba este
sentimiento, sutilmente. En el caso de Kylara, F’lar prefería no hacer objeción alguna
frente a esta interferencia.
—Un hermoso bebé —estaba diciendo Lessa.
F’lar tomó un sorbo de klah. No dejaría que Lessa lo obligara a admitir ninguna
responsabilidad, ni hablar.
Después de una larga pausa, Lessa agregó:
—Lo llamó T’kil.
F’lar suprimió una sonrisa frente al fracaso de Lessa por hacerlo hablar.
—Discreto.
—¿Por qué lo dices?
—Sí —replicó F’lar sin darle importancia—. T’lar podría resultar ambiguo si ella
tomara la mitad de su nombre como es costumbre. T’kil, en cambio, indica tanto al
padre como a la madre.
—Mientras esperábamos que terminara el Consejo —dijo Lessa después de un
carraspeo—, Manora y yo controlamos la caverna de suministros. Las caravanas de
diezmo, que los Señores nos envían con tanta gracia… —La voz de Lessa estaba
llena de ironía— deberían llegar la próxima semana. Pronto habrá pan para comer —
agregó, arrugando la nariz frente a la pasta gris que estaba tratando de mezclar con
queso.
—Un cambio agradable —aceptó F’lar.
Ella se detuvo.
—¿La Estrella Roja realizó su travesura a tiempo?
Él asintió.
—¿Y las dudas de R’gul han desaparecido frente a esa luz roja y resplandeciente?

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—En absoluto —sonrió F’lar, ignorando el sarcasmo—. En absoluto. Pero no
creo que se atreva a expresar ninguna crítica en voz alta.
Ella tragó rápido para poder hablar.
—Harías bien en cortar de cuajo cualquier crítica —observó con brusquedad
haciendo un gesto con el cuchillo como si estuviera clavándolo en el pecho de un
hombre—. Nunca aceptará tu autoridad de buen grado.
—Necesitamos a todos los jinetes de dragones de bronce que podamos conseguir.
Sólo tenemos siete, ya lo sabes —le recordó—. R’gul es un buen líder de ala. Ya se
tranquilizará cuando caigan los Hilos. Necesita pruebas para alejar sus dudas.
—¿Y la Estrella Roja en la Roca del Ojo no es prueba suficiente? —Los ojos
expresivos de Lessa estaban muy abiertos.
F’lar opinaba lo mismo que Lessa: en privado pensaba que hubiera sido mejor
acabar con la oposición permanente de R’gul. Pero no podía sacrificar a un líder de
ala. Necesitaba desesperadamente todos los dragones y todos los jinetes que pudieran
acompañarlo.
—No confío en él —agregó ella, la voz oscura. Tomó el trago caliente, los ojos
grises más graves sobre el borde de la jarra. Como si no confiara tampoco en F’lar,
musitó el Líder.
Y no confiaba en F’lar, no más allá de cierto punto. Se lo había dicho con claridad
y honestamente, F’lar no podía culparla. Por lo menos, reconocía que todos los pasos
que daba el Líder del Nido eran en pos de una única meta: la seguridad y
conservación de la estirpe de los dragones y los hombres dragón y, en consecuencia,
la seguridad y conservación de Pern. Para alcanzar esta meta, necesitaba toda la
colaboración de Lessa. Cuando se discutían asuntos del Nido o sabiduría de dragones,
ella olvidaba la antipatía que él le suscitaba. En los consejos y reuniones, lo apoyaba
con todo el corazón, pero él encontraba siempre un doble sentido en sus comentarios
y veía una mirada especulativa, llena de sospechas, en esos ojos astutos. Y no
necesitaba solamente su tolerancia: también quería su simpatía.
—Dime —le pidió ella después de un largo silencio—, ¿el sol tocó la Roca del
Dedo antes de que la Estrella Roja quedara encerrada en la Roca del Ojo o después?
—En realidad…, no estoy seguro…, no la vi…, dura apenas unos segundos…,
pero se supone que las dos cosas son simultáneas.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
—¿En quién perdiste esos segundos? ¿En R’gul? —Estaba furiosa; sus ojos llenos
de rabia miraban a todos lados menos a él.
—Soy el Líder del Nido —le informó él cortante. Lessa no estaba siendo
razonable.
Antes de inclinarse a terminar su comida, le dedicó una mirada dura, larga.
Comió frugalmente, rápido y con cuidado. Comparada con Jora, no comía en un día
ni para alimentar a un niño enfermo. Pero claro, era absurdo comparar a Jora con
Lessa.

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F’lar terminó su desayuno y apiló las jarras en la bandeja con gesto distraído.
Lessa se levantó en silencio y sacó los platos.
—En cuanto el Nido quede libre, saldremos —anunció él.
—Eso es lo que dices tú. —Ella hizo un gesto con la cabeza hacia la reina
dormida, al otro lado del arco abierto—. Todavía tenemos que esperar a Ramoth.
—¿No se está despertando? Hace una hora que mueve la cola.
—Siempre lo hace a esta hora.
F’lar se reclinó sobre la mesa, cejijunto, mientras miraba pensativo la punta doble
y dorada de la cola de la reina, que se movía espasmódicamente de lado a lado.
—Mnementh también. Y siempre al amanecer y por la mañana temprano. Como
si de alguna forma asociaran esa hora del día con los problemas…
—¿O porque a esa hora sale la Estrella Roja? —interrumpió Lessa.
Una diferencia sutil en el tono de la voz hizo que F’lar levantara la vista para
mirarla. No era rabia por haberse perdido el fenómeno de esa mañana. Lessa tenía los
ojos fijos en la nada: su cara, suave al principio, se había llenado de arrugas, en el
ceño fruncido y ansioso, y pequeñas líneas se dibujaban entre las cejas arqueadas,
bien definidas.
—El amanecer…, la hora en que llegan todos los avisos, todas las advertencias —
murmuró.
—¿Qué tipo de advertencias? —le preguntó él, alentándola suavemente.
—Esa mañana…, unos días…, unos días antes de que tú y Fax bajarais al Fuerte
Ruath. Algo me despertó… una sensación como una presión muy fuerte… la
sensación de algún peligro terrible e inminente. —Se quedó en silencio—. La Estrella
Roja se estaba levantando en el horizonte. —Abrió y cerró los dedos de la mano
izquierda. Tembló convulsivamente. Después, volvió a buscarlo con la mirada—. Tú
y Fax vinisteis desde el noreste, desde Crom —dijo con la voz acerada, ignorando el
hecho, pensó F’lar, de que la Estrella Roja también viene desde el norte del este
verdadero.
—Sí, es cierto. —Él le sonrió. Recordaba perfectamente bien esa mañana—.
Aunque —agregó, haciendo un gesto que abarcara toda la gran caverna para enfatizar
lo que iba a decir— prefiero creer que te serví bien ese día… ¿Lo recuerdas como
algo desagradable?
La mirada que ella le dedicó era fría e inescrutable.
—El peligro se disfraza bajo miles de formas.
—Estoy de acuerdo —convino él con amabilidad, decidido a no responder a su
provocación—. ¿No has tenido ningún otro despertar violento de este tipo? —
preguntó para seguir la conversación.
La quietud total de la habitación lo obligó a prestar atención a Lessa de nuevo.
Tenía el rostro absolutamente pálido.
—El día en que Fax invadió el fuerte Ruath. —La voz de Lessa era un murmullo
apenas articulado. Mantenía los ojos muy abiertos y fijos en un punto, las manos

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aferradas al borde de la mesa. Guardó silencio durante tanto tiempo que F’lar se
preocupó. Ésa era una reacción inesperadamente violenta para una pregunta casual.
—Cuéntame —le sugirió con suavidad.
Ella habló en un tono impersonal, sin emoción, como si estuviera recitando una
Balada Tradicional o algo que le había ocurrido a otra persona.
—Era una niña. Once años apenas. Me desperté al amanecer… —La voz se le
perdió en el aire. Tenía la mirada perdida, como si contemplara una escena que había
sucedido hacía ya mucho tiempo.
F’lar se sintió dominado por el incontenible impulso de consolarla. En el
momento en que lo invadía esa compasión poco común en él, se dio cuenta —tenía
que darse cuenta— de que nunca había pensado que Lessa, nada menos que Lessa,
pudiera sentirse sacudida por un terror tan ambiguo como ése.
Mnementh informó con dureza que Lessa estaba obviamente muy perturbada. Lo
suficiente como para que su angustia mental estuviera despertando a Ramoth de su
sueño. Luego, en tono menos acusador, el dragón anunció a F’lar que R’gul había
partido con sus alumnos jinetes y dragones. Sin embargo, el dragón del maestro,
Hath, estaba bastante desorientado debido al estado de ánimo de R’gul. ¿Era
imprescindible que F’lar molestara a todos en el Nido…?
—Ah, cállate —le replicó F’lar entre dientes.
—¿Por qué? —le preguntó Lessa en voz normal.
—No te lo decía a ti, mi querida Jefa del Nido —le aseguró él, sonriéndole con
placer como si el extraño interludio no hubiera sucedido—. Parece que a Mnementh
le gusta darme consejos últimamente.
—A tal jinete, tal dragón —replicó ella con sorna.
Ramoth bostezó, un bostezo majestuoso. Lessa se incorporó inmediatamente y
corrió junto a su dragón, la figura leve, diminuta, junto a la cabeza de un metro
ochenta de la reina.
Una expresión tierna, de adoración, inundó la cara de Lessa cuando miró los ojos
opalescentes y brillantes de Ramoth. F’lar apretó los dientes. Por el Huevo, sentía
envidia del afecto de una jinete por su dragón.
Mentalmente percibió el equivalente de la risa de su dragón Mnementh.
—Tiene hambre —le informó Lessa a F’lar con un eco de su amor por Ramoth
flotando todavía en la línea suave de la boca, en la dulzura de los ojos grises.
—Siempre tiene hambre —observó él y las siguió fuera del nido.
Mnementh flotó cortés un poco más allá de la cornisa de piedra hasta que Lessa y
Ramoth se elevaron en vuelo y se deslizaron en el aire hacia el Bajo del Nido, sobre
el lago de baño, lleno de brumas, hacia el terreno de caza al otro lado del gran óvalo
que formaba el suelo del Nido Benden. Las paredes altas, escarpadas, estaban
salpicadas por las bocas negras de entradas a nidos individuales, desiertos a esta hora
del día. En otros momentos se veía a los dragones dormitando junto a los nidos al sol
invernal.

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Mientras saltaba sobre el cuello de bronce de Mnementh, F’lar deseó que la
camada de Ramoth fuera espectacular, para borrar la ignominia de la miserable
docena que había dado Nemorth en cada una de sus últimas puestas.
Después del notorio vuelo nupcial de Ramoth con su Mnementh, no tenía muchas
dudas de que todo iría mucho mejor. El dragón de bronce hizo un eco a la seguridad
de su jinete y los dos miraron a la reina con ojos posesivos cuando ella curvó sus alas
hacia el suelo. Era dos veces más grande que Mnementh. Sus alas eran el doble de
anchas que las de él, que era el más gigantesco de los siete machos de bronce. F’lar
confiaba en Ramoth para volver a poblar los cinco Nidos vacíos, así como esperaba
que él y Lessa repoblaran el orgullo y la fe de los jinetes y de todo Pern. Deseaba que
le quedara suficiente tiempo para hacer lo necesario. La Estrella Roja había quedado
encerrada en la Roca del Ojo. Los Hilos caerían muy pronto. En algún lugar, en uno
de los Registros de los otros Nidos, debía de estar la información necesaria para saber
cuándo exactamente.
Mnementh aterrizó. F’lar saltó desde el cuello curvado, de pie junto a Lessa. Los
tres miraron mientras Ramoth, con un gamo en cada garra delantera, se elevaba hasta
una cornisa de piedra para comer.
—¿Siempre tendrá tanto apetito? —preguntó Lessa con desmayo afectuoso.
De pequeña, Ramoth había tenido que comer para crecer. Cuando llegó a la
madurez, empezó a comer para sus cachorros, claro, y siempre se aplicaba a la tarea
con total dedicación.
F’lar rió entre dientes y se acuclilló, a la manera de los cazadores. Levantó
pedacitos de pizarra y los pasó sobre el suelo seco y llano, contando las nubecitas de
polvo que se formaban como un muchacho.
—Ya llegará el tiempo en que no quiera comer todo lo que ve —le aseguró a
Lessa—. Pero es joven y…
—…, y necesitaba reponer fuerzas —lo interrumpió ella. Su voz era una buena
imitación de los tonos pedantes de R’gul.
F’lar levantó la vista hacia ella, entornando los ojos para protegerlos del sol y el
viento.
—Es una bestia bien alimentada, sobre todo comparada con Nemorth. —Hizo un
gesto de desprecio—. En realidad, no hay comparación posible. Ah, mira esto —
ordenó con firmeza.
Tocó la arena suave frente a él y Lessa vio que sus gestos aparentemente sin
sentido habían tenido un propósito. Con una astilla de piedra, F’lar dibujó un dragón
en unos pocos trazos rápidos.
—Para volar un dragón entre, el dragón tiene que saber adónde debe dirigirse. Y
tú también. —Sonrió ante la mirada furiosa y asombrada de comprensión en la cara
de Lessa—. Ah, pero hay ciertas consecuencias de un salto mal pensado. Los puntos
de referencia mal visualizados hacen que el jinete y el dragón queden atrapados entre.
—La voz del Líder cobró gravedad en un tono de advertencia siniestra. La cara de

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Lessa se relajó. Ya no mostraba resentimiento—. Bien, hay ciertos puntos de
referencia o reconocimiento que se enseñan arbitrariamente a todos los aprendices.
Ése —dijo y señaló primero su dibujo y después la verdadera Roca de la Estrella con
su Dedo y su Roca del Ojo, compañeros sobre el Pico Benden— es el primer punto
de reconocimiento que aprende un nuevo jinete. Cuando empecemos a volar, llegarás
a una altitud que te dejará justo por encima de la Roca de la Estrella, lo bastante cerca
como para ver el agujero en la Roca del Ojo. Fija ese agujero en el ojo de tu
memoria, con cuidado, y pásaselo a Ramoth. Eso te conducirá a casa. Siempre.
—Comprendo. Pero ¿cómo aprendo puntos de reconocimiento de sitios en los que
nunca he estado?
Él le sonrió.
—Ya los tienes practicados. Primero a través de mí, tu instructor —y señaló la
astilla de piedra en su mano— y después porque irás allá, después de haber pedido a
tu dragón que consiga la visualización de la mente de su propio instructor. —Señaló a
Mnementh.
El dragón de bronce bajó la cabeza inmensa en forma de yunque hasta que uno de
sus ojos enfocó directamente a su jinete y la Jefa del Nido. Emitió un ruido de placer
desde el fondo de la garganta.
Lessa se rió frente al ojo brillante y con afecto inesperado le palmeó la suave
nariz.
F’lar carraspeo, sorprendido. Se había dado cuenta de que Mnementh demostraba
un afecto inusual hacia la Jefa del Nido, pero no tenía idea de que Lessa también
quisiera al bronce. Era un sentimiento perverso, pero lo cierto era que la idea lo
irritaba.
—Sin embargo —prosiguió y su voz le sonó antinatural—, llevamos a los jóvenes
jinetes de un lado a otro a través de todo Pern para que tengan impresiones directas
de los puntos de referencia de todos los Fuertes. A medida que un jinete se va
ejercitando en la tarea de elegir puntos de referencia, aprende a conseguir referencias
de boca de otros jinetes. Recuerda, para volar entre, hay solamente una cosa
indispensable: una imagen clara del lugar al que deseas ir. Y un dragón. —Le sonrió
—. También se debe preparar siempre la llegada por encima del punto de referencia,
en el aire libre.
Lessa frunció el ceño.
—Es mejor llegar en el aire libre. —F’lar balanceó la mano por encima de su
cabeza—. Mucho mejor que bajo tierra. —Golpeó con la mano abierta sobre el suelo.
Una nube de polvo se elevó como una advertencia.
—Pero el día en que llegaron los Señores del Fuerte, las alas despegaron dentro
del Bajo mismo —le recordó Lessa.
F’lar rió entre dientes ante este ataque.
—Es cierto, pero sólo lo hacen los jinetes más experimentados. Una vez
encontramos un dragón y un jinete emparedados en la piedra sólida. Eran… eran muy

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jóvenes. —Se le nublaron los ojos.
—Comprendo —asintió ella con gravedad—. Es el quinto —agregó, señalando a
Ramoth, que llevaba su última presa hacia la cornisa ensangrentada.
—Te aseguro que hoy necesitará toda esa energía para su trabajo —hizo notar
F’lar. Se incorporó y se sacudió las rodillas con los guantes de montar—. Ve a ver de
qué humor está.
Lessa lo hizo en silencio. ¿Suficiente? Esbozó una mueca al ver con qué
indignación rechazaba Ramoth semejante idea.
La reina bajó rápidamente a buscar un gran gallo y se elevó en un remolino de
plumas blancas, castañas y grises.
—No está tan hambrienta como te hace pensar, criatura tramposa —se rió F’lar y
vio que Lessa había llegado a la misma conclusión. Tenía los ojos brillantes de
irritación.
—Cuando termines con ese pájaro, Ramoth, aprendamos a volar entre, ¿de
acuerdo? —dijo Lessa en voz alta para que F’lar la escuchara—, antes de que nuestro
amado Líder del Nido cambie de idea.
Ramoth levantó la vista de su presa, volvió la cabeza hacia los dos jinetes en la
cornisa. Le brillaron los ojos. Inclinó la cabeza otra vez hacia la comida, pero Lessa
sabía que obedecería.
Hacía frío arriba. Lessa se alegraba de llevar puesto el forro de piel de su traje de
montar y agradecía la tibieza del gran cuello dorado que montaba. Decidió no pensar
en el frío absoluto del entre que había experimentado solamente una vez. Echó una
mirada a la derecha, donde flotaba Mnementh con su brillo de bronce, y atrapó el
pensamiento divertido del dragón.
F’lar me dice que le diga a Ramoth que te diga a ti que fijes el punto de referencia
de la Roca de la Estrella en tu mente para poder volver a casa. Después volaremos
hasta el lago —continuó Mnementh, en tono amistoso—. Tú volverás desde él entre a
este precioso lugar. ¿Entiendes?
Lessa descubrió que estaba sonriendo como una tonta ante la idea y asintió
vigorosamente. ¡El tiempo que se ahorraba porque ella podía hablar directamente con
los dragones! Ramoth emitió un ruido grave. Lessa la palmeó para darle seguridad.
—¿Tienes la imagen en tu mente, querida? —le preguntó y Ramoth volvió a
gruñir, menos irritada porque estaba sintiendo el entusiasmo de Lessa.
Mnementh acarició el aire frío con sus alas, castaño verdosas bajo la luz del sol, y
se curvó hacia abajo con gracia, directo hacia el lago de la meseta bajo el Nido
Benden. La línea de su vuelo lo llevó muy abajo sobre el borde del Nido. Desde
donde estaba Lessa, parecía un curso de colisión. Ramoth lo siguió de cerca. Lessa
contuvo el aliento al ver las grandes piedras agudas justo bajo las alas de su dragón.
Era emocionante. Lessa se agachó, doblemente estimulada por la alegría que le
devolvía la mente de Ramoth.

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Mnementh se detuvo sobre la orilla más alejada del lago y ahí también llegó a
posarse Ramoth.
Mnementh envió a Lessa la orden para que almacenara la imagen del lugar al que
deseaba ir en su mente y dirigiera a Ramoth hacia allí.
Lessa obedeció. Instantáneamente, el frío penetrante, terrorífico del negro entre le
caló los huesos y las envolvió a las dos. Antes de que ella o Ramoth sintieran otra
cosa que ese toque hiriente de frío y negrura impenetrable, ya estaban sobre la roca
de la Estrella.
Lessa dejó escapar un grito de triunfo.
Es extremadamente simple, Ramoth parecía desilusionada.
Mnementh volvió a aparecer a un lado, levemente más abajo.
Debéis volver por la misma ruta hacia el Lago, ordenó y antes de que hubiera
terminado el pensamiento, Ramoth despegó.
Mnementh estaba encima de las dos sobre el lago, humeando con su rabia y la de
F’lar.
No visualizasteis antes de transferir. No penséis que un primer viaje con éxito os
hace perfectas. No tenéis ni idea de los peligros que entraña el entre. Nunca, pero
nunca, dejéis de tener una imagen del punto de llegada.
Lessa miró abajo, a F’lar. Incluso allá, a dos alas de distancia, percibía el enfado
en su rostro, casi sentía la furia que surgía de esos ojos abiertos. Y entrelazado en la
rabia, un miedo terrible por la seguridad de ella, que era una reprimenda mucho más
efectiva que la furia. ¿La seguridad de Lessa, se preguntó ella con amargura, o la de
Ramoth?
Seguidme, estaba diciendo Mnementh en un tono más tranquilo, y practicad en
vuestras mentes los dos puntos de referencia que ya habéis aprendido. Saltaremos de
uno a otro aprendiendo otros puntos gradualmente, siempre dentro de Benden.
Así lo hicieron. Volaron hasta el Fuerte Benden, protegido por las laderas de las
colinas sobre el valle Benden, con el Pico del Nido como un punto lejano contra el
cielo. Lessa trató de fijar en su mente una buena impresión de los puntos de cada
vuelo.
Era tan emocionante como había esperado, le dijo a Ramoth. Ramoth contestó. Sí,
sin duda era preferible a los métodos más tediosos que debían usar otros, pero no le
parecía tan divertido saltar entre desde el Nido de Benden al Fuerte Benden y luego
de nuevo al Nido. Era aburrido.
Se habían encontrado con Mnementh sobre la Roca de la Estrella otra vez. El
dragón bronce envió un mensaje a Lessa y le dijo que ésa era una lección inicial muy
satisfactoria. Practicarían algunos saltos lejanos al día siguiente.
Al día siguiente, pensó Lessa con amargura, habría alguna emergencia o el Líder
del Nido, siempre tan atareado, decidiría que esa primera sesión era todo lo que había
prometido y ahí terminaría la cosa.

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Había un salto entre que podía hacer desde cualquier lugar en Pern sin
equivocarse.
Visualizó Ruatha para Ramoth, tal como aparecía desde las alturas sobre el
Fuerte, para satisfacer los requerimientos. Para ser escrupulosamente clara, Lessa
proyectó la forma de los precipicios donde se escondía el fuego. Antes de que Fax
invadiera el lugar y ella tuviera que manipular su declive, Ruatha había sido un valle
hermoso y próspero. Le pidió a Ramoth que saltara entre.
El frío fue intenso y pareció durar el tiempo de varios latidos. Justo cuando Lessa
empezaba a pensar que tal vez se habían perdido en el entre, estallaron en el aire
sobre el Fuerte. La alegría inundó los sentidos de Lessa. ¡Ahí iba algo para F’lar y sus
precauciones excesivas! ¡Con Ramoth, ella podía saltar adonde fuera! Porque ahí
estaba la forma de las alturas de Ruatha, con sus entrañas llenas de fuego. Era la hora
justo antes del amanecer: el Paso del Pecho entre Crom y Ruatha, conos negros
contra el cielo gris iluminado por los relámpagos. Al pasar, Lessa advirtió la ausencia
de la Estrella Roja, que ahora brillaba en el cielo de la aurora. Y al pasar, percibió una
diferencia en el aire. Frío, sí, pero no viento…, el aire tenía la frescura húmeda de
principios de primavera.
Asustada, miró hacia abajo, preguntándose si tal vez, a pesar de su seguridad,
habría cometido algún error. Pero no, ése era el Fuerte Ruatha. La Torre, el Patio
interior, la avenida ancha que conducía hacia los depósitos, todo estaba en el lugar
que le correspondía. Las columnas de humo de las chimeneas indicaban que la gente
se preparaba ya para un día de trabajo.
Ramoth sintió la inseguridad de Lessa y empezó a presionar para que le diera
explicaciones.
Es Ruatha, replicó Lessa, obstinada. No hay ningún lugar como éste. Vuela en
círculo alrededor de los altos. Ves, ahí están los precipicios que te indiqué…
Lessa jadeó y el frío que sentía en el estómago le congeló los músculos.
Debajo de ella, entre la bruma que se levantaba lentamente con la luz anterior a la
aurora, vio las siluetas de muchos hombres sobre el pecho de la colina detrás de
Ruatha, hombres que se movían en silencio, con el sigilo de los criminales.
Ordenó a Ramoth que se quedara quieta en el aire para no atraer la atención hacia
arriba. La reina sentía curiosidad, pero la obedeció.
¿Quién podría estar atacando Ruatha? Parecía increíble. Lytol, después de todo,
era un antiguo hombre dragón y había repelido con salvajismo un ataque anterior.
¿Podía haber sentimientos de agresión entre los Fuertes ahora que F’lar era el Líder
del Nido? ¿Y qué Señor de un Fuerte sería lo bastante estúpido como para entablar
una guerra territorial en invierno?
No, invierno no. El aire era definitivamente primaveral.
Los hombres siguieron avanzando sobre los acantilados hacia el borde de las
montañas. De pronto. Lessa vio que bajaban escaleras de soga sobre la cara del
acantilado hacia las ventanas abiertas del Fuerte Interno.

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Se aferró con fuerza al cuello de Ramoth, segura de lo que veía.
El de ahí abajo era el invasor Fax, muerto casi tres Giros atrás…, Fax y sus
hombres en el comienzo del ataque a Ruatha hacía ya trece Giros.
Sí, ahí estaba el guardián de la Torre, la cara como una mancha blanca vuelta
hacia el acantilado mismo, vigilando. Lo habían sobornado para que no diese la voz
de alarma esa mañana.
Pero ¿y el grifo de guardia, entrenado para dar la alarma ante cualquier intrusión?
¿Por qué no estaba haciendo sonar su advertencia? ¿Por qué ese silencio?
Porque, le informó Ramoth a su amazona con lógica tranquila, siente tu presencia
tanto como la mía, y si nosotras estamos aquí, ¿cómo podría estar en peligro el
Fuerte?
¡No, no!, gimió Lessa. ¿Y ahora qué puedo hacer? ¿Cómo puedo despertarlos?
¿Dónde está la niña que era yo? Estaba dormida, y cuando me desperté, lo recuerdo,
corrí fuera de mi habitación. Estaba aterrorizada. Corrí escaleras abajo y casi me caí,
sabía que debía llegar hasta el grifo de guardia… Sabía…
Lessa se aferró al cuello de Ramoth para sostenerse. Los actos y misterios del
pasado cobraron de pronto una claridad devastadora.
Ella misma se había advertido del ataque, y había sido su presencia sobre el
dragón dorado lo que había impedido que el grifo diera la alarma. Porque mientras
miraba, atónita y muda de sorpresa, vio la pequeña figura envuelta en ropas grises
que sólo podía ser ella misma, de niña, salir corriendo desde la puerta de la Sala del
Fuerte, bajar las escaleras de piedra fría hacia el Patio y desaparecer en la cuadra
maloliente del grifo de guardia. La oyó gritar desde lejos y sintió lástima.
Justo en el momento en que Lessa niña llegaba a ese santuario dudoso, los
invasores de Fax entraron por la ventana abierta y empezaron a matar a su familia
dormida.
—¡Vamos, volvamos a la Estrella Roja! —exclamó Lessa. En sus ojos abiertos y
fijos llevaba la imagen de las rocas guía como si se aferrara a un madero y como si
estuviera tratando de salvar su cordura tanto como de dar dirección al salto de
Ramoth.
El frío intenso ejerció un efecto restaurador. Luego llegaron ahí, sobre el Nido
pacífico, ventoso y callado como si nunca hubieran visitado Ruatha en ese viaje de
paradoja.
F’lar y Mnementh no estaban a la vista.
Ramoth no parecía afectada por la experiencia. Solamente había ido donde le
habían ordenado y no entendía demasiado la reacción de Lessa. Sugirió a su amazona
que probablemente Mnementh las había seguido a Ruatha, de forma que si Lessa le
daba las referencias correctas, la llevaría allá. La actitud sensata del dragón era
reconfortante.
Lessa dibujó cuidadosamente no el recuerdo infantil de una Ruatha idílica y
desvanecida mucho tiempo atrás, sino sus recuerdos más recientes del Fuerte, gris,

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apagado en el amanecer, con la Estrella Roja latiendo en el horizonte.
Y ahí estaban de nuevo, flotando sobre el valle, el Fuerte debajo, a la derecha. La
hierba crecía sin que nadie la cultivara sobre las alturas, inundando las rocas del
fuego y las paredes de ladrillo. La escena mostraba el deterioro que ella había
provocado en sus esfuerzos por impedir que Fax pensara en ganar algo conquistando
de nuevo el Fuerte Ruath.
Pero, mientras seguía mirando con atención, vagamente perturbada, vio que una
figura salía de las cocinas, vio que el grifo de guardia se arrastraba desde su cuadra y
seguía a la figura cubierta con harapos hasta el Patio, acercándosele tanto como se lo
permitía su cadena. Ésta tampoco era la Ruatha del presente y el ahora, ¡no! La mente
de Lessa reflexionó, desorientada. Esta vez había vuelto a visitarse a sí misma hacía
tres Giros, contemplaba de nuevo cómo la esclava sucia planeaba su venganza sobre
Fax.
Sintió el frío absoluto del entre cuando Ramoth las devolvió al presente y emergió
de nuevo sobre la Roca de la Estrella. Lessa estaba temblando, los ojos febriles
clavados sobre la imagen reconfortante del Bajo del Nido. Esperaba no haber vuelto
hacia atrás en el tiempo otra vez. Mnementh emergió de pronto en el aire un poco
más abajo y por atrás de Ramoth. Lessa lo saludó con un grito de alivio.
¡De vuelta al nido! No se podía negar la furia, blanca, desenfrenada en el tono de
Mnementh. Lessa estaba demasiado histérica como para responder de ninguna otra
forma que no fuera la obediencia inmediata. Ramoth se deslizó lentamente hasta la
cornisa y la dejó libre enseguida para que Mnementh pudiera aterrizar.
La rabia en la cara de F’lar cuando saltó del cuello de Mnementh y avanzó hacia
ella obligó a Lessa a recuperarse. No hizo ningún movimiento para evadirlo. Él la
tomó de los hombros y la sacudió con fuerza.
—¿Cómo te atreves a arriesgarte a ti misma y a Ramoth? ¿Por qué siempre tienes
que desafiarme? ¿Te das cuenta de lo que sucedería en todo Pern si perdiéramos a
Ramoth? ¿Adónde fuiste? —Escupía su rabia, puntuando cada pregunta que le salía
de los labios con una sacudida que movía la cabeza de Lessa de arriba a abajo.
—Ruatha —se las arregló para contestar Lessa, tratando de mantenerse erguida.
Estiró las manos para tomar los brazos de F’lar pero él la sacudió de nuevo.
—¿Ruatha? ¡No! ¡Fuimos allá y no estabas! ¿Adónde fuiste?
—¡Ruatha! —repitió Lessa con más fuerza, aferrándose a F’lar mientras él seguía
sacudiéndola. Lessa perdía el equilibrio, sentía que no podía organizar sus
pensamientos en medio de tanta violencia.
Estuvo en Ruatha, declaró Mnementh con firmeza.
Dos veces, agregó Ramoth.
Las palabras más tranquilas de los dragones penetraron la furia de F’lar, y dejó de
sacudir a Lessa. Ella colgaba floja, con las manos aferradas a los brazos del líder, sin
fuerza, los ojos cerrados, la cara grisácea. Él la levantó y entró rápidamente en el nido
de la reina. Los dragones lo siguieron. F’lar la colocó sobre el jergón y la envolvió en

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la colcha de pieles. Después llamó al equipo de servicio para que el cocinero de
guardia enviara un poco de klah.
—De acuerdo, ¿qué pasó? —preguntó.
Él logró ver algo de sus ojos hechizados, perseguidos a pesar de que ella no lo
miraba. Lessa parpadeaba constantemente, como si quisiera borrar lo que acababa de
ver.
Finalmente, logró controlarse de alguna forma y articuló en voz baja, cansada.
—Sí, fui a Ruatha. Pero…, volví a la Ruatha del pasado.
—¿Volviste al pasado? —repitió F’lar sin entender. Por el momento no pudo
captar el significado de esas palabras.
Claro que sí, intervino Mnementh y pasó a la mente de F’lar las dos escenas que
había recogido en la mente de Ramoth.
Sacudido por la importancia de esas imágenes, F’lar descubrió que se estaba
dejando caer lentamente sobre la cama.
—¿Te fuiste entre tiempos?
Ella asintió lentamente. El terror empezaba a abandonar sus ojos.
—Entre tiempos —murmuró F’lar—. Me pregunto…
Su mente revisó enloquecida las posibilidades. Tal vez eso inclinaría las balanzas
de la supervivencia a favor del Nido. No se le ocurría exactamente cómo se podría
usar esta habilidad extraordinaria, pero tenía que haber alguna ventaja en ella.
El montacargas de servicio gruñó cerca de él y F’lar tomó la jarra de la
plataforma y sirvió dos vasos.
A Lessa le temblaban tanto las manos que no podía llevarse la jarra a los labios.
F’lar le ayudó a beber, preguntándose si el viaje entre tiempos causaría siempre esta
especie de aturdimiento. Si era ineludible, ese tipo de viaje no representaría ninguna
ventaja. Sin embargo, si Lessa se había asustado lo suficiente, tal vez a partir de
ahora lo pensaría dos veces antes de desobedecer las órdenes del Líder, y eso sería
bueno para él.
Fuera del nido, Mnementh se burló de esa idea. F’lar lo ignoró.
Lessa temblaba violentamente ahora. F’lar la rodeó con un brazo y acercó más la
colcha de piel a ese cuerpo esbelto. Mantuvo la jarra cerca de los labios temblorosos
de la Jefa del Nido y la obligó a beber. Sintió cómo disminuían los temblores. Ella
respiró hondo, largo, despacio, entre un sollozo y otro, absolutamente decidida a
controlarse. Cuando él la sintió tensarse bajo su brazo, la soltó. Se preguntó si Lessa
había tenido alguna vez alguien en quien apoyarse. Desde luego, no después de que
Fax invadiera el Fuerte de su familia. Y entonces tenía solamente once años, una niña
apenas. ¿Acaso el odio y el deseo de venganza eran los únicos sentimientos que había
alentado esa niña?
Ella bajó la jarra y la acunó entre las manos con cuidado, como si tuviera una
importancia indefinible para ella.
—Ahora, cuéntame —le ordenó él con voz tranquila.

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Lessa respiró hondo y empezó a hablar, las manos apretadas con fuerza alrededor
de la jarra. El remolino que se agitaba en el interior de su mente no había disminuido.
Solamente estaba bajo control por el momento.
—Ramoth y yo nos cansamos de esos ejercicios de cachorros —admitió con
inocencia.
Con amargura, F’lar se dio cuenta de que a pesar de que la aventura seguramente
había enseñado a Lessa a ser más prudente, no la había asustado hasta el punto de
convertirla en una mujer dócil. Dudaba de que hubiera algo que pudiera lograr tal
cosa.
—Le di la imagen a Ramoth para que pudiéramos volar entre. —Lessa no lo
miraba, pero su perfil se destacaba contra la oscuridad de la piel de la colcha—. La
Ruatha que yo conocía tan bien… y accidentalmente me envié a mí misma de vuelta
a la hora en que Fax invadió el Fuerte.
F’lar empezó a comprender mejor la reacción de Lessa.
—Y… —la alentó en una voz cuidadosamente neutral.
—Y me vi a mí misma… —Se le quebró la voz. Con un esfuerzo, continuó su
relato—. Había visualizado para Ramoth las formas de los acantilados y el ángulo del
fuerte tal como aparece desde los acantilados hacia el Patio Interior. Ahí fue donde
emergimos. Era el amanecer —levantó el mentón en una sacudida nerviosa— y la
Estrella Roja no estaba en el horizonte. —Una mirada rápida, defensiva, como si
esperara que él le discutiera este detalle—. Vi a unos hombres que se arrastraban
sobre los acantilados, bajando escalas de sogas hacia las ventanas superiores del
Fuerte. Vi al guardia de la Torre. Estaba mirando. Solamente miraba. —Apretó los
dientes ante la traición y sus ojos brillaron con malevolencia—. Y me vi a mí misma
salir corriendo del Fuerte hacia la cuadra del grifo de guardia. ¿Sabes por qué el grifo
no dio la alarma? —Bajó la voz hasta convertirla en un suspiro amargo.
—¿Por qué?
—Porque había un dragón en el cielo, y yo, Lessa de Ruatha, estaba sobre ese
dragón. —Separó la jarra de su cuerpo con furia como si deseara apartar aquel
conocimiento amargo—. El grifo no dio la alarma porque yo estaba ahí y él pensó
que, con uno de los de la Sangre sobre un dragón en el cielo, la intrusión tenía que ser
legítima. Así que yo —el cuerpo de Lessa se tensó, rígido, y apretó las manos con
tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—, yo, yo fui la causa de que
asesinaran a mi familia. ¡No Fax! Si hoy no hubiera sido tan tonta, no habría estado
allí con Ramoth y el grifo habría…
Su voz se había elevado hasta convertirse en un alarido agudo de recriminación
histérica. Él la golpeó con fuerza en las mejillas, luego la tomó con colcha y todo
para sacudirla de nuevo.
La mirada de asombro en esa cara y la tragedia que había en los enormes ojos lo
asustaron. Olvidó su indignación por el intento de Lessa. La independencia de la
mente y el espíritu de aquella mujer lo atraían tanto como su belleza oscura y extraña.

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Tal vez sus modales desobedientes y rebeldes resultaban irritantes, pero también
formaban parte de su integridad y no se podía prescindir de ellos. La voluntad
indomable de Lessa había recibido una impresión terrible ese día y había que
restaurar su confianza en sí misma lo antes posible.
—Todo lo contrario, Lessa —le dijo con severidad—, Fax hubiera matado a tu
familia de todos modos. Lo había planeado con todo cuidado. Hasta atacó de mañana,
cuando el guardia que podía sobornar estaba allá arriba, en la torre. Recuerda también
que todo sucedió durante el amanecer, y el grifo es un animal nocturno. La luz del sol
lo ciega y sabe que no tiene responsabilidades cuando se levanta el día. Tu presencia,
aunque parezca muy acusadora, no fue el factor decisivo. De ninguna manera. Lo que
sí hiciste, y te llamo la atención sobre eso porque es muy importante, es salvarte a ti
misma, avisando a Lessa niña. ¿Comprendes?
—Podría haber gritado —murmuró ella, pero sus ojos ya no mostraban aquella
mirada frenética y había un rastro de color normal sobre esos labios fríos.
—Si quieres derrumbarte en un ataque de culpabilidad, hazlo —dijo él, desabrido
a propósito.
Ramoth interrumpió con la idea de que si las dos habían estado allá antes de que
los hombres de Fax hubieran atacado, ya había pasado de todos modos, así que
¿cómo podían cambiarlo? El acto era inevitable tanto en aquel día como ahora.
Porque sin ese acto, ¿cómo habría vivido Lessa para llegar al Nido y hacer la
Impresión con Ramoth en la ruptura de los huevos?
Mnementh transmitió el mensaje de Ramoth escrupulosamente, incluso imitó los
rasgos egocéntricos de Ramoth al expresarse. F’lar observó a Lessa detenidamente.
Quería ver el efecto que le causaba la interrupción de su dragón.
—Típico de Ramoth. Siempre tiene que decir la última palabra —protestó ella
con un resto de su humor extraño de siempre.
F’lar sintió que empezaban a relajársele los músculos del cuello y los hombros.
Ella estaría bien, decidió, pero tal vez sería prudente hacerla hablar ahora mismo para
después poner la experiencia en perspectiva.
—¿Dijiste que fuiste allá dos veces? —Se reclinó sobre el jergón para mirarla de
cerca—. ¿Cuándo fue la segunda?
—¿No lo adivinas? —le preguntó ella con ironía.
—No —mintió él.
—¿Cuándo pudo ser, sino cuando me desperté sintiendo que la Estrella Roja era
una amenaza para mí?… Tres días antes de que tú y Fax vinierais desde el noreste.
—Se diría que fuiste tu propia premonición dos veces —comentó él con
sequedad.
Ella asintió.
—¿Recuerdas algún otro presentimiento…, o más bien alguna advertencia
reforzada?
Ella tembló, pero le contestó con algo más de su viejo espíritu.

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—No, pero si hubiera tenido alguno, tendrías que ir tú. Yo no quiero.
F’lar sonrió, malicioso.
—Sin embargo me gustaría saber cómo pudo pasar —añadió ella.
—Nunca lo he visto mencionado en ninguna parte —respondió él con inocencia
—. Claro está que si lo has hecho…, y no hay duda de que lo hiciste —le aseguró
inmediatamente al ver el comienzo de una protesta indignada en sus ojos—,
obviamente es posible. Dijiste que pensaste en Ruatha, pero que pensaste en ella
como era ese día en particular. Evidentemente, era un día memorable. Pensaste en la
primavera, antes del amanecer, sin la Estrella Roja…, sí, recuerdo que lo mencionaste
como un detalle, así que es evidente que hay que recordar referencias peculiares de
un día significativo para poder volar entre tiempos hacia el pasado.
Ella asintió, pensativa.
—Usaste el mismo método la segunda vez, y llegaste a la Ruatha de hace tres
Giros. Otra vez era primavera.
F’lar se frotó las palmas, después bajó las manos a las rodillas con un golpe
enfático y se levantó.
—Enseguida vuelvo —dijo y salió caminando a grandes zancadas de la
habitación sin hacer caso del principio de advertencia de Lessa.
Ramoth se estaba enrollando para descansar en su nido cuando F’lar pasó junto a
ella. Notó que el color de la reina seguía siendo el indicado, a pesar del gasto de
energías que había hecho en los ejercicios de la mañana. Ella levantó la vista y lo
miró con un ojo multifacetado cubierto ya con la capa protectora interior.
Mnementh esperaba a su jinete en la cornisa y en cuanto F’lar saltó sobre su
cuello, despegó, trazó un círculo hacia arriba y se colocó sobre la Roca de la Estrella.
Quieres ver si puedes imitar el truco de Lessa, dijo, en absoluto preocupado por el
experimento que iba a hacer.
F’lar le acarició el cuello curvado y robusto con afecto. ¿Entiendes lo que
hicieron Ramoth y Lessa?
Tan bien como cualquiera, replicó Mnementh con algo que se parecía a un
encogimiento de hombros. ¿Y cuándo tienes en mente?
Antes de ese momento, F’lar no tenía ni idea. Ahora sus pensamientos lo llevaron
directamente hacia atrás, al verano en que el bronce de R’gul, Hath, se había alzado
en vuelo para aparearse con la grotesca Nemorth y R’gul se había transformado en
Líder del Nido para sustituir a F’lon, el padre de F’lar, que acababa de morir.
Solamente el frío de entre les dijo que habían completado la transferencia.
Seguían flotando sobre la Roca de la Estrella. F’lar se preguntó si habrían perdido
algo esencial en el entre. Después se dio cuenta de que el sol estaba en otro cuadrante
del cielo y de que en el aire flotaba la calidez y dulzura del verano. El Nido allá abajo
estaba vacío. No había dragones tomando el sol sobre las cornisas, ni mujeres
ocupadas con las tareas del Bajo. Los sentidos de F’lar se llenaron de ruidos: risas,

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carcajadas, alaridos, gritos y un crujido suave y persuasivo que dominaba el
estruendo general.
Después, desde las barracas de los cachorros en las Cavernas Inferiores,
emergieron dos figuras, un joven dragón bronce y un muchacho. El brazo del chico
yacía flojo sobre el cuello de la bestia. La impresión que daba esa imagen a los
observadores de arriba era de completo abatimiento. Jinete y dragón bronce se
detuvieron cerca del lago y el muchacho contempló las aguas azules, sin ondas, y
después miró hacia arriba, hacia el nido de la reina.
F’lar se reconoció a sí mismo y una compasión inmensa por ese yo más joven
inundó sus sentidos. ¡Ojalá pudiera asegurar a ese muchacho tan destrozado por la
pena, tan lleno de resentimiento, que un día sería Líder del Nido!
De pronto, sacudido por sus propios pensamientos, ordenó a Mnementh que se
transfiriera de nuevo. El frío absoluto del entre fue como una bofetada en el rostro, y
desapareció inmediatamente cuando los dos salieron del entre hacia el frío del
invierno normal.
Lentamente, Mnementh voló hacia abajo, hacia el nido de la reina, tan serio como
Fiar ante lo que habían visto.

Elevaos alto en vuestra gloria


bronce y oro,
juntos, abajo, haced la fuerza del Fuerte
en vuestros rostros.

Cuenta tres meses y más,


y cinco semanas de fuego,
un día de gloria y en un mes,
¿quién seguirá en el juego?

Un hilo de plata
en el cielo…
El calor todo lo apura,
y vuelan todos los tiempos.

—No sé por qué insististe en que F’nor desenterrara todas esas ridículas cosas del
Nido de Ista —exclamó Lessa, exasperada—. No son más que notas triviales sobre
cuántas medidas de trigo se usaban para cocinar el pan de todos los días.
F’lar levantó la vista, de los registros que estaba estudiando. Suspiró, se reclinó
en la silla con un bostezo y se estiró para acomodarse.

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—Y yo que pensaba —dijo Lessa con una expresión traviesa en la cara flaca,
vivida— que esos Registros venerables contenían la suma total de todos los
conocimientos de la estirpe de los dragones y de la humanidad. O eso fue lo que me
enseñaron a creer —agregó, para provocarlo.
Fiar rió entre dientes.
—Contiene la suma total de los conocimientos, pero hay que saber desenterrarlos.
Lessa arrugó la nariz.
—Uf. Desde luego, huelen como si tuvieran todo eso dentro…, y la única cosa
decente que nos quedara por hacer con ellos fuera enterrarlos de nuevo.
—Ése es otro tema que quiero averiguar: la técnica antigua de conservación que
evitaba el deterioro de las pieles.
—De todos modos, es una estupidez usar pieles para los registros. Debería haber
algo mejor. Querido Líder del Nido, te informo que estamos demasiado apegados a
las pieles.
Mientras F’lar dejaba escapar una carcajada, ello lo miró, impaciente. De pronto
se levantó, encendida por otro de sus humores variables.
—Bueno, no vas a encontrar lo de las pieles. No encontrarás lo que buscas.
Porque yo sé lo que estás buscando en realidad, y no está en los registros.
—Explícate.
—Ya es hora de que dejemos de ocultarnos a nosotros mismos un hecho brutal.
—¿Sí?
—Nuestro sentimiento mutuo de que la Estrella Roja representa una amenaza y
de que los Hilos van a caer. Decidimos eso nosotros solos por puro orgullo, y después
volvimos entre tiempos a momentos especialmente cruciales de nuestras vidas y
reforzamos esa idea en nosotros mismos. Por ejemplo, tu viaje coincidió con el
momento en que decidiste que estabas destinado a ser Líder del Nido —espetó en
tono burlón—. ¿No te parece que tal vez nuestro ultraconservador R’gul tiene razón?
—Siguió ella con sorna—. ¿Que no ha habido Hilos en cuatrocientos Giros porque no
hay más Hilos? ¿Y que si tenemos tan pocos dragones es porque los dragones sienten
de algún modo que ya no son esenciales para Pern? ¿Que son anacronismos como
nosotros, parásitos?
F’lar no supo cuánto tiempo se quedó allí sentado, mirando esa cara llena de
amargura, ni cuánto tardó en conseguir respuestas para todas esas preguntas
sarcásticas.
—Todo es posible, Jefa del Nido —se oyó a sí mismo—. Incluyendo el hecho
muy poco probable de que una niña de once años, paralizada de miedo, hubiera
podido planear la venganza sobre el asesino de su familia… y contra todas las leyes
de la posibilidad, llevarla a cabo con éxito.
Ella dio un paso involuntario hacia delante, golpeada por aquel ataque. Escuchó
con atención.

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—Prefiero creer —siguió él, inexorable— que hay algo más en la vida que criar
dragones y dedicarse a los juegos primaverales. A mí eso no me basta. Y he logrado
que otros miren más allá de su propio interés y de su comodidad. Les ofrecí un
propósito, una disciplina. Todos se benefician con eso, los que pertenecemos a la
estirpe de los dragones y los habitantes de los Fuertes, todos.
—Yo no estoy buscando seguridad en estos Registros, sino hechos, hechos
sólidos.
—Puedo probar que hubo Hilos, Jefa del Nido. Puedo probar que hubo Intervalos
durante los cuales los Nidos sufrieron un declive. Puedo probar que si ves la Estrella
Roja encerrada en la Roca del Ojo en el momento del solsticio de invierno, la Estrella
pasará lo bastante cerca de Pern como para arrojar Hilos. Y como puedo probar estos
hechos, creo que Pern está en peligro. Yo soy el que cree en eso…, no el jovencito de
hace quince Giros, yo, F’lar, jinete de un bronce, Líder del Nido, yo lo creo.
Vio que los ojos de Lessa reflejaban sombrías dudas, pero sintió que sus
argumentos empezaban a proporcionarle un poco de seguridad.
—Una vez te sentiste obligada a creer en mí —siguió con voz más tranquila—,
cuando te sugerí que tal vez podrías llegar a ser Jefa del Nido. Me creíste y… —Hizo
un gesto a su alrededor, como para apoyar lo que estaba diciendo.
Ella le sonrió, una sonrisa débil, sin humor.
—Eso fue porque yo no había decidido qué hacer con mi vida después de que Fax
yaciera muerto a mis pies. Claro que ser la compañera de Nido de Ramoth es
maravilloso, pero —frunció el ceño levemente— ahora no me basta, ya no. Por eso
quise aprender a volar y…
—… Por eso empezó esta discusión —terminó F’lar con una sonrisa sardónica.
Se reclinó sobre la mesa con urgencia.
—Confía en mí, Lessa, hasta que tengas razones para no confiar. Respeto tus
dudas. No hay nada malo en dudar. A veces produce una fe más grande. Pero cree en
mí hasta la primavera. Si los Hilos no han caído para entonces… —Se encogió de
hombros en un gesto fatalista.
Ella lo miró durante un largo rato y después inclinó la cabeza lentamente en un
gesto de asentimiento.
Él trató de suprimir el alivio que sintió ante esa decisión. En realidad, tal como
había descubierto Fax, Lessa era un adversario decidido y sabía defender sus puntos
de vista con mucha astucia. Además de todo eso, como Jefa del Nido, era esencial
para los planes de F’lar.
—Ahora volvamos a la contemplación de lo trivial. Estos registros me dicen, por
ejemplo, el tiempo, el lugar y la duración de los ataques de los Hilos —sonrió él,
tratando de darle seguridad—. Y necesito esos datos para organizar mis tiempos.
—¿Tiempos? Pero si dijiste que no sabías la hora.
—No sé el día ni el instante preciso en que los Hilos llegarán a Pern. En primer
lugar, el clima está tan frío para esta época del año que los Hilos se hacen

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quebradizos, se queman y se convierten en polvo. Y cuando son polvo, no hacen
daño. Sin embargo, cuando el aire es cálido resultan mortales. —Las manos se le
convirtieron en puños, uno sobre el otro—. La Estrella Roja es mi mano derecha, la
izquierda es Pern. La Estrella Roja gira muy rápido y en dirección opuesta a nosotros.
También fluctúa de una manera errática.
—¿Cómo lo sabes?
—El diagrama en las paredes del Salón de Puesta del Nido Fort. Ya sabes que ése
fue el primer Nido.
Lessa le dirigió una sonrisa ácida.
—Lo sé.
—Así, cuando la Estrella hace un Paso, los Hilos se forman y giran hacia abajo,
hacia nosotros, en ataques que duran seis horas y vienen, más o menos, cada catorce
horas.
—¿Los ataques duran seis horas?
Él asintió con gravedad.
—Cuando la Estrella Roja está en el punto más cercano con respecto a Pern.
Ahora empieza a aproximarse.
Ella frunció el ceño.
F’lar buscó entre los pliegos de cuero sobre la mesa y un objeto cayó al suelo de
piedra con un sonido metálico.
Lessa se inclinó para recogerlo, curiosa, y examinó la lámina delgada.
—¿Qué es esto? —Pasó un dedo como si explorara el diseño irregular que había
en uno de los lados.
—No lo sé. F’nor lo trajo del Nido Fort. Estaba clavado en uno de esos muebles
donde habían guardado los Registros. Me lo trajo, pensando que tal vez fuera
importante. Dijo que había un plato muy parecido debajo del diagrama de la Estrella
Roja sobre la pared de la Sala de Puesta.
»La primera parte es muy fácil de descifrar: “El padre del padre de mi madre, que
partió para todo el tiempo entre, dijo que ésta era la clave del misterio y que se le
había ocurrido cuando garabateaba. Dijo que él dijo: ¿ARRHENIUS? ¡EUREKA!
MYCORRHIZA…”».
—Pues yo diría que esa última parte es incomprensible —se burló Lessa—. Ni
siquiera está en pernés…, esas últimas tres palabras, pura habladuría.
—Ya lo estudié, Lessa —replicó F’lar, mirándola de nuevo y dando ligeros toques
para afirmar lo que decía—. La única forma de partir para todo el tiempo entre es
morir, ¿verdad? La gente no vuela y desaparece por propia voluntad, eso es evidente.
Así que es una visión de muerte, registrada por un nieto que cumplía con su deber y
que no sabía escribir muy bien. ¡Garabatear como pasado de agonizar! —Sonrió con
indulgencia—. Y en cuanto al resto, después de esa parte sin sentido, como la
mayoría de las visiones de muerte, «explica» lo que todo el mundo sabe. Sigue
leyendo.

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—«Lagartijas que arrojan llamas para limpiar las esporas. Q.E.D.?».
—Eso tampoco nos dice nada. Obviamente, se trata de una forma primitiva de
expresar regocijo por ser un hombre dragón, pero ni siquiera sabe la palabra correcta
para Hilos. —F’lar se encogió de hombros. Un gesto expresivo.
Lessa pasó un dedo sobre el registro para ver si el mensaje estaba grabado con
tinta. El metal era lo bastante brillante como para servir de espejo, siempre que se
pudieran limpiar los dibujos. Pero los dibujos seguían ahí, precisos, suaves.
—Primitivos o no, tenían una forma de registrar sus visiones que era más
permanente incluso que los cueros bien conservados —murmuró.
—Habladurías bien preservadas —dijo F’lar y se volvió hacia los cueros donde
buscaba datos comprensibles.
—¿Una balada mal archivada? —se preguntó Lessa y después rechazó la idea—.
El diseño no es muy bonito.
F’lar le mostró un mapa donde unas bandas horizontales se superponían sobre una
proyección de la masa continental de Pern.
—Aquí tienes —dijo—, esto representa las ondas de ataque, y esto —y sacó el
segundo mapa, con bandas verticales— muestra zonas de tiempo. Así se puede ver
que en un intervalo de catorce horas solamente quedan afectadas ciertas zonas de
Pern en cada ataque. Una buena razón para espaciar los Nidos.
—Seis Nidos llenos —murmuró ella—, cerca de tres mil dragones.
—Estoy al corriente de las estadísticas —replicó él con una voz carente de
expresión—. Significaba que ningún Nido estaba sobrecargado durante los momentos
más críticos de los ataques, no que se necesitaran tres mil bestias. Sin embargo, con
estas tablas de tiempo podemos arreglarnos hasta que haya madurado la primera
camada de Ramoth.
Ella volvió un ojo cínico hacia F’lar.
—Tienes mucha fe en la capacidad de una sola reina.
Él hizo un gesto como para ignorar esta observación.
—Tengo más fe en las sorprendentes repeticiones que se observan en estos
Registros, aunque tú no lo creas. Las cosas se repiten.
—¡Ja!
—No me refiero a la cantidad de trigo para el pan diario, Lessa —replicó él, en
voz un poco más alta—. Me refiero a cosas como el momento en que tal o cual ala
salió a patrullar, el tiempo que duró el servicio, cuántos jinetes resultaron heridos. Las
capacidades de crianza de las reinas en los cincuenta Giros que dura un Paso, y los
Intervalos entre los Pasos. Sí, todo eso está aquí. Por lo que he estudiado en estos
registros —dijo y golpeó con énfasis sobre la primera pila de cueros malolientes y
polvorientos—, Nemorth debería haberse apareado dos veces por Giro en los últimos
diez. Si hubiera criado sus doce cachorros por camada a este ritmo, tendríamos
doscientos cuarenta más… No me interrumpas. Pero tuvimos a Jora como Jefa del
Nido y caímos en desgracia frente al resto del planeta durante un Intervalo de

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cuatrocientos Giros. Bueno, Ramoth pondrá mucho más que una mera docena y un
huevo de reina, recuerda bien lo que te digo. Se elevará para aparearse con frecuencia
y pondrá generosamente. Para cuando la Estrella Roja se acerque mucho y los
ataques sean más frecuentes, estaremos listos.
Ella lo miró con los ojos abiertos e incrédulos.
—¿Con Ramoth solamente?
—Con Ramoth y con las reinas que tenga. Recuerda, hay Registros de que
Faranth ponía sesenta huevos por camada, incluyendo varios huevos de reina.
Lessa solamente logró menear la cabeza lentamente, asombrada.
—Un hilo de plata / en el cielo… El calor todo lo apura / y vuelan todos los
tiempos —citó F’lar.
—Le faltan semanas para poner, los huevos aún tienen que abrirse y…
—¿Has estado en la Sala de Puesta últimamente? Ponte las botas. Si llevas las
sandalias, te quemarás.
Ella hizo un ruido gutural sin darle importancia al hecho. Él volvió a sentarse,
divertido ante la incredulidad de la Jefa del Nido.
—Y después hay que hacer la Impresión y esperar a que los jinetes… —Siguió
ella.
—¿Por qué crees que insistí en que buscaran muchachos mayores? Los dragones
maduran mucho antes que sus jinetes.
—Entonces, el sistema tiene errores.
Él entornó los ojos levemente y sacudió un dedo hacia ella.
—La tradición de los dragones empezó como una guía, pero siempre llega un
tiempo en que los hombres se vuelven demasiado tradicionalistas, demasiado…,
¿cómo lo expresaste?, apegados a los cueros. Sí, es tradicional usar a los muchachos
criados en el nido porque siempre fue conveniente. Y porque la sensibilidad hacia los
dragones se refuerza cuando tanto la madre como el padre se criaron en el nido. Eso
no significa que los que se criaron en el nido sean los mejores. Tú, por ejemplo…
—Hay sangre del Nido en la línea de Ruatha —objetó ella con orgullo.
—De acuerdo. Piensa en el joven Naton; él se crió entre artesanos en Nabol y sin
embargo, F’nor me dice que puede hacer que Canth lo comprenda.
—Ah, eso no me parece difícil —interrumpió ella.
—¿Qué quieres decir? —saltó F’lar.
Los interrumpió un gemido penetrante, agudo. F’lar escuchó con atención un
momento y después se encogió de hombros, sonriendo.
—Alguna verde ha logrado que alguien la persiguiera otra vez.
—Y ése es otro punto que esos sabios Registros tuyos no mencionan nunca. ¿Por
qué solamente los dragones dorados se reproducen?
F’lar no pudo suprimir una risita lasciva.
—Bueno, en primer lugar, la piedra de fuego inhibe la reproducción. Si nunca
masticaran piedra, las verdes también podrían poner pero de todos modos no

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producirían más que bestias pequeñas y necesitamos a los grandes. Y otra cosa —su
risita rodó mientras continuaba, en medio de su sonrisa maliciosa—, si las verdes se
reprodujeran, considerando la frecuencia de su deseo sexual y la cantidad que
tenemos, estaríamos hasta las orejas de dragones en sólo dos semanas.
El gemido se repitió y después un zumbido grave, repetido y aumentado como si
lo produjeran las mismas piedras del Nido.
F’lar, con la cara mudada de la sorpresa a la alegría más intensa, salió corriendo
por el corredor.
—¿Qué pasa? —preguntó Lessa, levantándose las faldas para correr tras él—.
¿Qué significa eso?
El zumbido, que resonaba en todas partes, se había vuelto ensordecedor bajo el
eco del nido de la reina. Lessa registró el hecho de que Ramoth no estaba. Oyó las
botas de F’lar resonando en el pasaje hacia la cornisa, un agudo golpeteo que
sobresalía por encima del zumbido que lo ensordecía todo. El gemido era tan agudo
ahora que parecía inaudible, pero de todos modos ponía los nervios de punta.
Perturbada, asustada, Lessa siguió a F’lar hacia el exterior.
Para cuando llegaron a la cornisa, el Bajo era un remolino de dragones volando,
dragones que trataban de llegar a la ancha entrada de la Sala de Puesta. El pueblo de
los dragones, los jinetes, las mujeres, los niños, todos gritando de excitación,
atravesaban el Bajo hacia la entrada baja de la Sala.
Lessa logró ver a F’lar corriendo a través de la entrada y aulló para exigirle que la
esperara. Él no la oyó en el tumulto.
Rabiosa porque todavía tenía que bajar las largas escaleras y después debía volver
a subirlas cuando llegara a los terrenos de caza que se encontraban del otro lado del
Bajo, Lessa se dio cuenta de que ella, la Jefa del Nido, llegaría última.
¿Por qué había sido tan misteriosa Ramoth con respecto a su puesta? ¿No se
sentía lo bastante compenetrada con su compañera de nido como para desear que
estuviera con ella?
Un dragón sabe lo que tiene que hacer, le informó Ramoth con calma.
Podrías habérmelo dicho, protestó Lessa, muy ofendida.
¡Esa niña dragón del diablo había estado haciéndolo mientras F’lar hablaba de
tres mil bestias y grandes camadas!
Y el recuerdo de otra de las frases de F’lar —sobre el estado de la Sala de Puesta
— no hizo mucho por mejorar el humor de Lessa. Apenas entró en la caverna, sintió
el calor bajo las suelas de sus sandalias. Todo el mundo estaba agachado en un
círculo informal del otro lado de la caverna. Y todos se balanceaban de un lado a otro.
Como Lessa era bastante bajita, eso solamente disminuía las posibilidades de que
pudiera ver lo que había hecho Ramoth.
—¡Dejadme pasar! —exigió con autoridad, golpeando las espaldas de dos jinetes
altos.

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Le abrieron paso a regañadientes y ella avanzó sin mirar hacia ningún lado.
Estaba furiosa, confundida, herida y sabía que debía de parecer ridícula, porque la
arena caliente la hacía caminar con un paso curioso y torcido.
Se detuvo, atónita, con los ojos muy abiertos, frente a la masa de huevos, y olvidó
las trivialidades como el hecho de que le ardían los pies.
Ramoth estaba enroscada sobre los huevos y parecía extremadamente satisfecha
de sí misma. Se movía de un lado a otro, cerrando y abriendo un ala protectora sobre
sus hijos, de forma que se hacía difícil contarlos.
No seas tonta, nadie te los va a robar; deja de moverte así, le aconsejó Lessa
mientras trataba de sacar la cuenta.
Ramoth plegó las alas, obediente. Para aliviar su ansiedad maternal, puso la
cabeza sobre el círculo de huevos brillantes de todos los colores y miró a su alrededor
en la caverna, sacando la lengua bífida en son de amenaza.
Un suspiro inmenso, como una ráfaga de viento, atravesó la caverna. Porque allí,
ahora que Ramoth había plegado las alas, brillaba un huevo de oro puro como un
rayo amarillo entre los otros.
Un huevo de reina.
—¡Un huevo de reina! —El grito subió simultáneo a cien gargantas. La Sala de
Puesta se llenó de vítores, aullidos, alaridos y ruidos de alegría infinita.
Alguien aferró a Lessa y la hizo girar a su alrededor en un exceso de sentimiento.
Un beso aterrizó cerca de su boca. Apenas pudo tocar el suelo cuando alguien más la
abrazó —le pareció que era Manora— y después le palmearon la espalda y la pasaron
de mano en mano para felicitarla hasta que le pareció que giraba en una especie de
baile en medio de sus esfuerzos para esquivar a los celebrantes y aliviar la
incomodidad creciente de sus pies.
Finalmente se liberó de la entusiasmada concurrencia y corrió a través de la Sala
hacia Ramoth. Se detuvo bruscamente frente a los huevos. Parecían estar latiendo.
Las cáscaras se veían fláccidas. Habría jurado que eran duras el día en que había
hecho la Impresión con Ramoth. Quería tocar un huevo para asegurarse, pero no se
atrevía.
Adelante, la invitó Ramoth, condescendiente. Y le tocó el hombro despacio con la
lengua.
El huevo era blando al tacto y Lessa apartó la mano con rapidez. Tenía miedo de
romperlo.
El calor endurecerá las cáscaras, aseguró Ramoth.
—Ramoth, estoy muy orgullosa de ti —suspiró Lessa, mirando con adoración los
grandes ojos que brillaban en un arco iris de satisfacción—. Eres la más maravillosa
de todas las reinas. Creo que volverás a llenar de dragones los otros Nidos. No me
cabe la menor duda.
Ramoth inclinó la cabeza en un ademán majestuoso y después empezó a
balancearse de un lado a otro para cubrir sus huevos y protegerlos. De pronto empezó

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a sisear, levantó la cabeza y agitó el aire con las alas, para volver a acomodarse sobre
la arena, donde puso un huevo más.
El pueblo de los dragones, incómodo sobre las arenas calientes, empezaba a
abandonar la Sala, ahora que ya habían expresado su tributo a la llegada del huevo
dorado. Una reina se tomaba varios días para completar la puesta, así que no tenía
sentido esperar. Ya había siete huevos junto al dorado y si ya había siete, era un buen
augurio para el total. Se hacían apuestas todavía cuando Ramoth produjo su noveno
huevo.
—Yo lo había dicho, un huevo de reina, por la madre de todos —dijo la voz de
F’lar en el oído de Lessa—. Y te apuesto aquí y ahora que hay por lo menos diez
bronces.
Ella lo miró. En ese momento experimentaba una armonía absoluta con el Líder
del Nido. Era consciente del cariño con que Mnementh, agachado con orgullo sobre
una cornisa, contemplaba a su compañera. Impulsivamente, puso su mano sobre el
brazo de F’lar.
—F’lar, te creo.
—¿Sólo ahora? —bromeó F’lar, burlándose de ella; pero tenía una sonrisa amplia
al decirlo, los ojos llenos de orgullo.

Vigila, hombre dragón; aprende algo nuevo


en cada nuevo Giro.
Lo más viejo tal vez sea lo más frío.
Siente lo correcto; busca lo verdadero.

Si las órdenes de F’lar en los meses siguientes provocaron discusiones sin fin en
el pueblo de los dragones, a Lessa le parecieron solamente el resultado lógico de la
discusión que siguió a la puesta de los cuarenta y un huevos de Ramoth.
F’lar dejó de lado la tradición y pisoteó más de uno de los lemas conservadores de
R’gul.
Lessa lo apoyó decididamente en parte por el desagrado perverso que le
suscitaban las doctrinas anticuadas contra las que había luchado durante el liderazgo
de R’gul, y en parte por respeto a la inteligencia de F’lar. Tal vez no habría respetado
su promesa anterior de que le creería hasta la primavera si no hubiera visto cómo se
cumplían sus predicciones una tras otra. Esas predicciones no estaban basadas en
premoniciones —no confiaba en las premoniciones desde su experiencia entre
tiempos— sino en hechos registrados.
Apenas se endurecieron los huevos y Ramoth separó el de la reina a un lado para
atenderlo con mayor esmero, F’lar trajo a los jinetes futuros a la Sala de Puesta.
Tradicionalmente los candidatos veían los huevos por primera vez el día de la
Impresión. Además de romper esa ley, F’lar había infringido otras: muy pocos de los

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sesenta y tantos jinetes habían nacido en nidos y la mayoría de ellos rondaban ya los
veinte años. Ordenó que los candidatos se acostumbraran a los huevos, los tocaran,
los acariciaran, y aprendieran a sentirse cómodos con la idea de que de esos huevos
saldrían jóvenes dragones, deseosos de que los Impresionaran. F’lar pensaba que esta
práctica disminuiría la bajas durante la Impresión, momento en que los muchachos
estaban demasiado asustados como para atinar a apartarse del camino de los
dragoncitos.
F’lar también consiguió que Lessa persuadiera a Ramoth para que dejara que
Kylara se acercase al precioso huevo dorado. Kylara aceptó rápidamente destetar a su
hijo y se pasó horas junto al huevo, con Lessa como tutora. A pesar de que Kylara
expresaba cierto cariño por T’bor, mostraba una clara preferencia por la compañía de
F’lar. Por lo tanto, Lessa se dedicó en cuerpo y alma a ayudar a F’lar a llevar a cabo
sus planes con respecto a Kylara, porque eso significaba que Kylara se marcharía con
la nueva reina al Nido Fort.
La elección de jinetes en los Fuertes tenía un propósito más para F’lar. Un poco
antes de la verdadera Impresión y eclosión de los Huevos, Lytol, el Guardián del
Fuerte Ruath envió un mensaje.
—Este hombre debe de disfrutar cuando envía malas noticias —observó Lessa
cuando F’lar le pasó el cuero del mensaje.
—Está amargado —aceptó F’nor, que lo había traído—. Es una pena que alguien
tan joven esté condenado a semejante pesimismo.
Lessa frunció el ceño mirando al jinete de castaño. Todavía le molestaba que
mencionaran al hijo de Gemma, ahora Señor del Fuerte de sus antepasados… Sin
embargo, como ella había causado sin querer la muerte de la madre de Lytol y no
podía ser Jefa del Nido y Señora del Fuerte al mismo tiempo, era justo que Jaxom de
Gemma fuera Señor en Ruatha.
—Sin embargo, yo agradezco sus advertencias —dijo F’lar—. Sospechaba que
Meron causaría problemas otra vez.
—Sus ojos que cambian de objetivo constantemente, como los de Fax —hizo
notar Lessa.
—No sé los ojos que tiene, pero es peligroso —contestó F’lar—. Y no puedo
tenerlo ahí todo el tiempo, esparciendo rumores de que estamos eligiendo
deliberadamente hombres de la Sangre para debilitar las Líneas de Familia.
—De todos modos, hay más hijos de artesanos que hijos de los Fuertes —señaló
F’nor.
—No me gusta que vaya diciendo por ahí que los Hilos todavía no han aparecido
ni aparecerán nunca —se lamentó Lessa con amargura.
F’lar se encogió de hombros.
—Aparecerán a su debido tiempo. Por suerte sigue haciendo frío. Cuando llegue
el calor y no aparezca ningún Hilo, empezaré a preocuparme. —Sonrió a Lessa en un
recordatorio íntimo de su promesa.

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F’nor carraspeó y desvió la mirada.
—Pero —continuó el Líder del Nido con severidad y rapidez— sí puedo hacer
algo con respecto a la otra acusación.
Así que cuando quedó claro que los huevos estaban a punto de eclosionar, pasó
por alto otra larga tradición y envió jinetes a buscar a los padres de los jóvenes
candidatos en los Fuertes y talleres de Artesanos.
La gran Caverna de la Puesta parecía estar casi llena cuando la gente de los
Fuertes y los talleres se sentó a observar desde las gradas por encima del Suelo
caliente. Esta vez, observó Lessa, no había ningún aura de miedo. Los jóvenes
candidatos estaban nerviosos, sí, pero no asustados ante esos huevos que temblaban y
se sacudían. Cuando los dragoncitos salieron tropezando sin coordinación —a Lessa
le pareció que miraban deliberadamente las caras ansiosas que los rodeaban como si
estuvieran preimpresionados—, los jóvenes se apartaron a un lado o avanzaron a
medida que los dragoncitos hacían su elección. Las Impresiones se hicieron con
rapidez y sin altercados. Demasiado pronto, pensó Lessa, la procesión triunfante y
errática de dragones tambaleantes y nuevos jinetes y amazonas orgullosos se dirigió a
la salida de la Sala de Puesta y luego, hacia las barracas.
La joven reina salió de su cascarón y se movió sin dudarlo hacia Kylara, que
permanecía de pie con toda confianza sobre la arena caliente. Las bestias que
observaban emitieron su zumbido de aprobación.
—Ha terminado demasiado pronto —dijo Lessa a F’lar esa misma noche con voz
desilusionada.
Él se rió, indulgente. Se estaba permitiendo una rara noche de descanso ahora que
se había dado otro paso según lo previsto. La gente de los Fuertes se había marchado
a casa, atónita, deslumbrada e impresionada por el Nido y el Líder del Nido.
—Eso es porque esta vez estabas mirando desde fuera —señaló él, apartándose un
mechón de cabello de la cara para tener una mejor visión del perfil de Lessa. Volvió a
reír—. Habrás notado que Naton…
—N’ton —lo corrigió ella.
—De acuerdo…, N’ton Impresionó a un bronce.
—Tal como tú vaticinaste —replicó ella con algo de aspereza.
—Y Kylara es la Jefa del Nido de Pridith.
Lessa no hizo ningún comentario al respecto y se esforzó al máximo por ignorar
la risa de F’lar.
—Me pregunto qué bronce la volará a ella —murmuró él con suavidad.
—Me gustaría que fuera Orth, el de T’bor —dijo Lessa, conteniéndose.
Él le contestó de la única forma en que podía hacerlo un hombre sabio.

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Polvo partido, polvo negro,
gira en el aire helado.
Vienes de la Estrella Roja
polvo perdido, polvo del espacio.

Lessa se despertó repentinamente: le dolía la cabeza, le ardían los ojos, tenía la


boca seca. Tuvo la sensación inmediata de que una terrible pesadilla acababa de
escapársele del recuerdo. Se apartó el cabello de la cara y se sorprendió al ver que
estaba muy sudada.
—¿F’lar? —llamó con voz incierta. Evidentemente él se había levantado
temprano—. F’lar —repitió con más fuerza.
Ya viene, le informó Mnementh. Lessa sintió que el dragón acababa de aterrizar
en la cornisa. Tocó a Ramoth y descubrió que la reina también había sufrido
pesadillas, sueños sin forma. El dragón se despertó un momento y después volvió a
caer en un sueño profundo.
Perturbada por estos temores vagos, Lessa se incorporó y se vistió, sin bañarse
por primera vez desde su llegada al Nido.
Pidió el desayuno y después se trenzó el cabello con dedos hábiles mientras
esperaba.
Justo en el momento en que entraba F’lar, apareció la bandeja sobre la
plataforma. Él seguía mirando a Ramoth por encima del hombro.
—¿Qué diablos le pasa?
—Tiene ecos de mi pesadilla. Me desperté bañada en sudor frío.
—Estabas durmiendo tan tranquila cuando yo asigné las patrullas. Al ritmo que
están creciendo esos dragones, ya son capaces de vuelos limitados. Lo único que
hacen es comer y dormir, y eso es…
—… Lo que hace crecer a un dragón —terminó Lessa por él y bebió pensativa su
klah caliente—. Vas a ser muy cuidadoso con los ejercicios, ¿verdad?
—¿Quieres decir para impedir un vuelo entre tiempos accidental? Claro que sí —
le aseguró él—. No quiero que haya jinetes y amazonas aburridas que empiecen a
aparecer y desaparecer por todos lados. —La miró con severidad.
—Bueno, no tengo la culpa de que nadie me enseñara a volar cuando llegó mi
hora. Esperé demasiado —replicó ella en el tono dulce que usaba siempre que era
especialmente maliciosa—. Si me hubieran hecho practicar desde el día de la
Impresión hasta el de mi primer vuelo, nunca hubiera descubierto ese truco.
—Cierto —asintió él con solemnidad.
—Supongo que te das cuenta, F’lar, de que si yo lo descubrí, puede haber otro
que lo haga. Quizás haya alguien que lo sepa ya.
F’lar bebió e hizo una mueca cuando el klah le ardió en la lengua.
—No sé cómo averiguarlo con discreción. Sería una tontería pensar que somos
los primeros. Después de todo, es una habilidad inherente a los dragones, o no habrías

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podido hacerlo.
Ella frunció el ceño, aspiró hondo y después soltó el aire, encogiéndose de
hombros.
—Adelante —la alentó él.
—Bueno, ¿no te parece posible que nuestra convicción sobre la inminencia de la
caída de los Hilos provenga de que uno de nosotros volvió desde el momento en que
los Hilos cayeron? Quiero decir…
—Mi querida niña, los dos hemos analizado cada pensamiento, cada acción…,
incluso el sueño que te molestó esta mañana, aunque estoy seguro de que fue por el
vino que tomaste. Creo que ya no podríamos reconocer un buen presentimiento
aunque viniera de frente y nos diera una bofetada en la cara.
—No puedo evitar el pensamiento de que esta habilidad de volar entre tiempos
tiene un valor crucial —dijo ella con énfasis.
—Ése, mi querida Jefa del Nido, es un presentimiento verdadero.
—¿Pero por qué?
—No por qué —la corrigió él, críptico—. Cuando. —Una idea se movía, vaga, en
el fondo de su mente. Trató de ponerla en un lugar desde donde pudiera sacarla a la
luz. Mnementh anunció que F’nor estaba entrando al nido.
—¿Qué te pasa? —le preguntó F’lar a su hermanastro, porque F’nor tosía y
escupía, con el rostro ruborizado en medio de los ataques de estornudos.
—Polvo… —tosió el muchacho, sacudiéndose las mangas y el pecho con sus
guantes de montar—. Mucho polvo, pero no Hilos —dijo, describiendo un arco
grande con un brazo mientras movía los brazos para sugerir lo que había visto. Se
sacudió los pantalones de cuero de grifo y esbozó un gesto de desagrado cuando vio
salir un poco de polvo negro.
F’lar sintió que se le tensaban todos los músculos del cuerpo al mirar el polvo que
flotaba un poco por encima del suelo.
—¿De dónde sacaste todo ese polvo? —preguntó.
F’nor lo miró un poco sorprendido.
—Patrulla climática en Tillek. Todo el norte sufre tormentas de polvo
últimamente. Pero yo he venido para… —Se detuvo, alarmado porque F’lar lo
miraba sin moverse—. ¿Qué importa el polvo? —preguntó con la voz intrigada y
llena de preocupación.
F’lar dio media vuelta sobre sus talones y corrió por las escaleras hacia la Sala de
Registros. Lessa lo seguía de cerca y F’nor un poco más atrás.
—¿Tillek, has dicho? —Le ladró F’lar. Estaba despejando la mesa para apoyar los
cuatro mapas que había guardado—. ¿Cuánto hace que empezaron estas tormentas?
¿Por qué no me informaste de ello?
—¿Informarte sobre tormentas de polvo? Lo que querías saber era si había masas
de aire caliente.
—¿Cuánto hace que empezaron las tormentas? —La voz de F’lar se quebraba.

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—Casi una semana.
—Necesito el día exacto.
—Hace seis días notamos la primera tormenta en el alto Tillek. Después en Bitra,
alto Telgar, Crom y las Montañas —informó F’nor, preocupado.
Miró a Lessa buscando apoyo pero vio que ella también tenía los ojos fijos en los
cuatro extraños mapas. Trató de comprender por qué se superponían las bandas
horizontales y verticales sobre la masa de tierra de Pern, pero no encontró razón
alguna.
F’lar hacía anotaciones de toda velocidad, empujando un mapa y luego otro para
consultarlos.
—Demasiado involucrado para pensar con claridad, para ver, para comprenderlo
—le ladró a F’nor, arrojando la pluma con la que estaba escribiendo.
—Dijiste masas de aire caliente, te lo aseguro —se oyó balbucear F’nor con
humildad. Sabía que de algún modo le había fallado a su Líder del Nido.
F’lar meneó la cabeza, impaciente.
—No es culpa tuya, F’nor, sino mía. Debería haber preguntado. Sabía que era una
suerte que el tiempo se mantuviera tan frío. —Puso las dos manos sobre los hombros
de F’nor y lo miró directamente a los ojos—. Los Hilos cayeron —anunció con
gravedad—. Cayeron en el aire frío, se congelaron en pedacitos y flotaron en el
viento —imitó los gestos de F’nor cuando trataba de describir el polvo— como polvo
negro.
—Polvo partido/polvo negro —citó Lessa—. En «La balada del vuelo de Moreta»
todo el coro habla del polvo negro.
—No necesito que me recuerdes a Moreta en este momento —gruñó F’lar,
inclinado sobre los mapas—. Ella podía hablar con todos los dragones de los Nidos.
—¡Pero si yo también puedo hacer eso! —protestó Lessa.
Lentamente, como si no diera crédito a sus oídos, F’lar se volvió hacia Lessa.
—¿Qué has dicho?
—Pues que puedo hablar con cualquier dragón del Nido.
F’lar la miraba con los ojos muy abiertos, atónito, y de pronto se dejó caer sobre
la mesa.
—¿Cuánto tiempo hace? —Se las arregló para articular—. ¿Desde cuándo tienes
esa habilidad particular?
Algo en el tono del Líder del Nido, en su forma de dirigirse a ella, hizo que Lessa
se ruborizara y tartamudeara como una cachorra que ha cometido un grave error.
—Sie…, siempre he podido. Empezando con el grifo de Ruatha. —Esbozó un
gesto indeciso hacia el oeste, la dirección en la que estaba su Fuerte—. Y hablé con
Mnementh en Ruatha. Y cuando…, cuando llegué aquí, podía… —Le falló la voz al
ver la mirada acusadora en los ojos fríos y duros de F’lar. Acusadora y peor todavía:
despectiva.
—Pensé que me ayudarías, que creías en mí.

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—Lo siento, F’lar, nunca se me ocurrió que pudiera servirle a nadie.
F’lar estalló: se puso en pie con los ojos brillantes de ira.
—Maldita sea, lo único que no podía resolver era cómo dirigir las alas y mantener
el contacto con el Nido durante un ataque, cómo conseguir refuerzos o piedra de
fuego a tiempo. Y tú… tú permaneciste sentada aquí todo el rato, despreciándome y
escondiéndote…
—Yo no te desprecio —le gritó ella—. Ya te he dicho que lo siento. Lo lamento.
Pero tú tienes esa odiosa costumbre de no confiar tus problemas a nadie. ¿Cómo iba
yo a saber que tú no hacías lo mismo? Tú eres F’lar, el Líder del Nido, puedes hacer
cualquier cosa. Pero eres igual que R’gul porque nunca me dices ni la mitad de las
cosas que debería saber…
F’lar la sacudió hasta que la voz furiosa de ella murió en la mitad de la frase.
—Ya basta. No podemos perder el tiempo con estas discusiones infantiles. —
Después abrió los ojos de par en par, su mandíbula colgó fláccida—. ¿Perder el
tiempo? ¡Sí, sí, ya lo tengo!
—¿Volar entre tiempos? —jadeó Lessa.
—¡Entre tiempos!
F’nor los miraba, totalmente confundido.
—¿De qué estáis hablando vosotros dos?
—Los Hilos empezaron a caer al amanecer en Nerat —dijo F’lar con los ojos
brillantes y la expresión decidida.
F’nor sintió que se le congelaba el estómago de miedo. ¡Al amanecer en Nerat!
Pero entonces las selvas pluviales estarían destruidas. Sintió que la adrenalina le
recorría el cuerpo al pensar en el peligro.
—Bien, vamos a volver allá, entre tiempos, y estaremos ahí cuando caigan los
Hilos, hace dos horas. F’nor, los dragones no sólo pueden ir al lugar adonde los
dirigimos. También van al momento cuando.
—¿Al momento cuando? —repitió F’nor, anonadado—. Eso puede ser muy
peligroso.
—Sí, pero hoy salvará a Nerat. Ahora, Lessa —y F’lar la sacudió de nuevo, un
empujón de orgullo y afecto—, ordena a todos los dragones que salgan, los viejos, los
jóvenes, todos los que puedan volar. Diles que se carguen con bolsas de piedra de
fuego. No sé si puedes hablar a través del tiempo…
—Mi sueño de esta mañana…
—Tal vez. Pero ahora despierta al Nido. —Se volvió en redondo para dirigirse a
F’nor—. Si los Hilos cayeron (y es evidente que lo hicieron) en Nerat al amanecer,
ahora deben de estar cayendo en Ista y Keroon si tenemos en cuenta el esquema de
tiempos. Lleva dos alas a Keroon. Despierta a los de abajo. Diles que enciendan los
fuegos de los pozos. Lleva a algunos cachorros contigo y envíalos a Ingen e Ista. Esos
Fuertes no están tan en peligro como Keroon. Te mandaré refuerzos en cuanto pueda.
Y…, mantén a Canth en contacto con Lessa.

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F’lar palmeó a su hermanastro en el hombro y lo envió a su misión. El jinete de
castaño estaba demasiado acostumbrado a las órdenes como para cuestionarlas.
—Mnementh dice que R’gul es el oficial de guardia y R’gul quiere saber… —
empezó Lessa.
—Vamos, nena —dijo F’lar, con los ojos brillantes de entusiasmo. Tomó los
mapas y la empujó por las escaleras.
Llegaron al Nido justo cuando entraba R’gul seguido de T’sun. R’gul murmuraba
algo sobre esa llamada intempestiva a todo el Nido.
—Hath me dijo que viniera —se quejó—. ¿Te parece bonito que mi propio
dragón…?
—R’gul, T’sum, a vuestras alas. Armadlas con toda la piedra de fuego que podáis
cargar y agrupaos sobre la Roca de la Estrella. Me reuniré con vosotros dentro de
unos minutos. Nos vamos a Nerat, a este amanecer.
—¿Nerat? Soy oficial de guardia, no patrullero…
—No se trata de una patrulla —lo interrumpió F’lar.
—Pero, señor —intervino T’sum con los ojos muy abiertos—, el amanecer en
Nerat fue hace dos horas, lo mismo que aquí.
—Y ahí es cuando vamos, jinete de castaño. Los dragones pueden ir entre dos
lugares en el tiempo tanto como en el espacio. Los descubrimos hace poco. Esta
madrugada han caído Hilos en Nerat. Vamos a volver, entre tiempos, para destruirlos
en el cielo.
F’lar no prestó ninguna atención a R’gul, que le exigía una explicación. T’sum
cogió las bolsas de piedra de fuego y corrió de vuelta hacia la cornisa y hacia su
Munth, que lo esperaba.
—Vamos, tonto —le dijo Lessa a R’gul, irritada—. Los Hilos están aquí. Te
equivocaste. ¡Ahora, sé un hombre dragón!
Ramoth, despierta ya por las alarmas, empujó a R’gul con la cabeza, que tenía el
tamaño de un hombre, y el ex Líder del Nido salió de su parálisis momentánea. Sin
decir ni una sola palabra, siguió a T’sum por el pasaje hacia la cornisa.
F’lar se había puesto la pesada túnica de cuero de grifo y las botas de montar.
—Lessa, asegúrate de que todos los Fuertes reciben tu mensaje. Este ataque se
detendrá dentro de cuatro horas, así que hacia el oeste sólo podrá llegar hasta Ista.
Pero quiero que todos los Fuertes estén al corriente.
Ella asintió, los ojos alerta sobre él para no perder ni una sola palabra.
—Por suerte, la Estrella acaba de empezar su Paso, así que no tendremos que
preocuparnos por otro ataque hasta dentro de unos días. A la vuelta ya calcularé
cuándo será el próximo.
»Ahora, que Manora organice a las mujeres. Necesitamos mucho ungüento. Los
dragones van a recibir heridas y eso duele. Y sobre todo, si algo sale mal, tendrás que
esperar que haya un bronce de por lo menos un año para que vuele a Ramoth…

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—Nadie que no sea Mnementh va a volar a Ramoth —exclamó ella con los ojos
fieros y brillantes.
F’lar la abrazó con fuerza y le rozó la boca como si así pudiera llevarse con él
toda la dulzura y la fortaleza de ella. Luego la soltó tan súbitamente que Lessa se
tambaleó y tuvo que apoyarse en la cabeza de Ramoth. Se aferró un momento a su
dragón, para equilibrarse pero también porque necesitaba consuelo.
Eso, si Mnementh puede atraparme, corrigió Ramoth, casquivana.

Gira y vuela,
o sangra y tiembla.
Vuela entre,
azul y verde.
Arriba, abajo,
bronce, castaño.
Hombres dragón, alzad el vuelo
cuando hay Hilos en el cielo.

Mientras corría por el pasaje con las bolsas de fuego golpeándole los muslos,
F’lar se sintió agradecido de pronto por las tediosas patrullas sobre cada uno de los
Fuertes y valles de Pern. Veía Nerat claramente con los ojos de la imaginación. Veía
las flores de muchos pétalos de las enredaderas, el rasgo distintivo de las selvas
pluviales a esta época del año. Los pimpollos estarían brillantes bajo los primeros
rayos del sol, como ojos de dragones entre las plantas altas, de hojas anchas.
Mnementh, los ojos ardiendo de excitación, esperaba flotando sobre la cornisa.
F’lar saltó sobre el cuello broncíneo.
El Nido hervía de alas de todos los colores, de ruidos, gritos y órdenes
contradictorias. La atmósfera estaba llena de electricidad, pero F’lar no veía pánico
en esa confusión ordenada. Los cuerpos de los dragones y los humanos surgían de las
aberturas sobre las paredes del Bajo. Las mujeres se deslizaban por el suelo de una
Caverna Inferior a otra. Los niños que jugaban cerca del lago habían partido a buscar
leña para un fuego. F’lar miró el Pico y aprobó la formación de las alas, reunidas en
orden de vuelo. Mientras observaba, se formó otra ala. Reconoció al castaño Canth
con F’nor sobre su cuello, justo en el momento en que toda el ala se desvanecía en el
aire.
Ordenó a Mnementh que subiera. El viento estaba frío y se olía un rastro de
humedad. ¿Una nevada tardía? Ése sí que era un buen momento para una nevada
tardía.
El ala de R’gul y la del T’bor volaban a su izquierda. La de T’sum y D’nol a la
derecha. Comprobó que todos los dragones estaban cargados de bolsas. Después dio a
Mnementh la visualización de la selva pluvial de Nerat al principio de primavera,

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justo antes de la aurora, con las flores brillantes y el mar batiendo contra las rocas del
Gran Bajo…
Sintió el frío hiriente del entre y una punzada de duda. ¿Era temerario de su parte
enviarlos a todos a una posible muerte entre tiempos en su esfuerzo por llegar a Nerat
antes que los Hilos?
Después estuvieron todos allí, en la luz crepuscular que promete el día. Los olores
fértiles y vitales de la selva pluvial se elevaban hacia ellos. El aire estaba tibio y eso
lo asustó. F’lar levantó la vista hacia el norte. Latiendo su amenaza, brillaba la
Estrella Roja.
Los hombres se habían dado cuenta de lo que había pasado y elevaron sus voces
asombrados. Mnementh advirtió a F’lar que los dragones estaban sorprendidos por el
alboroto que armaban sus jinetes.
—Escuchadme, jinetes de dragones —llamó F’lar, la voz distorsionada y ronca en
un esfuerzo por hacerla potente para que todos lo oyeran. Esperó a que los hombres
se le acercaran lo más posible. Pidió a Mnementh que pasara la información a todos
los dragones. Después explicó lo que habían hecho y por qué. Nadie habló, pero hubo
miradas nerviosas de ala en ala.
F’lar ordenó con firmeza que los jinetes se desplegaran en una formación
escalonada manteniendo una distancia de cinco alas hacia arriba y abajo.
Salió el sol.
Los Hilos caían inclinados a través del mar, como una niebla cada vez más
espesa, silenciosos, bellos, traicioneros. Esas esporas que atravesaban el espacio eran
de un color gris plateado y giraban a partir de óvalos congelados y duros formando
filamentos que penetraban la atmósfera tibia de Pern. Impulsados por algo que era
mucho menos que una mente, habían partido de su planeta desierto hacia Pern, una
lluvia horrible que buscaba materia orgánica para alimentarse y crecer. Un Hilo que
cayera sobre tierra fértil se hundiría profundamente y se propagaría a miles en la
tierra tibia, transformándola en un desierto de polvo negro. El continente sur ya se
había secado. Los auténticos parásitos de Pern eran los Hilos.
Un rugido en las gargantas de ochenta hombres y dragones rompió el aire de la
madrugada sobre las alturas verdes de Nerat. Como si los Hilos pudieran oír ese
desafío, pensó F’lar.
Como un solo animal poderoso, los dragones giraron la cabeza hacia sus jinetes
buscando la piedra de fuego. Grandes mandíbulas masticaron los terrones. Los
fragmentos desaparecieron en las gargantas y las bestias pidieron más piedra. Dentro
de los dragones los ácidos abrasaron lo que recibían y prepararon las fosfinas
venenosas. Cuando los dragones lanzaran el gas, se encendería en grandes llamaradas
que quemarían los Hilos en el cielo. Y los quemarían en tierra.
Cuando empezaron a caer los Hilos sobre las orillas de Nerat, el instinto de los
dragones se encargó de todo.

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La admiración que siempre había sentido F’lar por su compañero bronce alcanzó
nuevas cotas en las siguientes horas. Golpeando el aire con poderosos aletazos,
Mnementh se lanzó con su aliento flamígero al encuentro de la amenaza que caía del
cielo. Los gases, agitados por el viento, ahogaron a F’lar hasta que se le ocurrió
agacharse bien cerca del cuello del bronce. El dragón gritó cuando un Hilo le tocó la
punta de un ala. Instantáneamente F’lar y él se hundieron en el entre, frío, tranquilo,
negro. El Hilo, congelado, cayó a un costado. En menos de un parpadeo, estaban de
vuelta a la realidad de los Hilos.
F’lar miró alrededor y vio a dragones que entraban y salían del entre, rodeados de
llamas, lanzándose en picado, ascendiendo a las alturas. A medida que el ataque
continuaba y cruzaban Nerat lentamente, F’lar empezó a entender el sentido de los
movimientos instintivos de ataque y evasión de los dragones. Y los de los Hilos.
Porque al contrario de lo que había creído comprender en su estudio de los Registros,
los Hilos caían con cierto método. No como una lluvia, en láminas firmes y sin
fisuras, sino como ráfagas de nieve, aquí, arriba, allá, de pronto a un costado. Nunca
con fluidez, a pesar de la continuidad que parecía darles su nombre.
El jinete veía un pedazo de Hilo por encima. Envuelto en llamas, el dragón que
montaba se elevaba en el aire. El jinete tenía la alegría intensa de ver cómo el Hilo se
quemaba de punta a punta. A veces, caía uno entre dos jinetes. Uno de los dragones
hacía una seña para avisar que él se encargaría y se lanzaba hacia abajo lanzando
llamas, quemando el aire a su paso.
Lentamente, pasaron siguiendo los Hilos sobre las selvas pluviales, tan verdes,
tan densas, tan tentadoras. F’lar se negaba a pensar lo que un solo Hilo hundido en la
tierra podía hacerle a esa tierra fértil. Un Hilo, solamente uno, podía apagar todos los
ojos marfileños de las flores luminosas de las enredaderas.
Un dragón aulló en alguna parte a su izquierda. Antes de que pudiera identificar a
la bestia, la vio desaparecer en el entre. Oyó otros gritos de dolor, de hombres y de
dragones. Trató de ignorarlos y se concentró, como hacían los dragones, en el aquí y
el ahora. ¿Recordaría Mnementh esos gritos terribles? F’lar deseaba poder olvidarlos.
De pronto, él, F’lar, jinete de un dragón de bronce, se sintió superfluo. El que
combatía era el dragón. El jinete alentaba a su animal, lo consolaba cuando le ardían
los Hilos sobre la piel, pero dependía de su instinto y su velocidad.
El fuego caliente rozó las mejillas de F’lar y se hundió como ácido en sus
hombros…, un grito de agonía y sorpresa brotó de sus labios. Mnementh lo llevó al
piadoso entre y el dolor disminuyó. Asqueado, F’lar se sacudió las heridas todavía
ardientes. De nuevo en el aire húmedo de Nerat, el dolor pareció disminuir.
Mnementh ronroneó para consolarlo y se lanzaron en picado, escupiendo fuego, tras
un pedazo de Hilo.
Asustado y consciente del peligro, F’lar se apresuró a examinarse el hombro
herido para asegurarse de que no quedara nada del Hilo.

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Bajé muy rápido, le aseguró Mnementh y se alejó un poco de un conjunto de
Hilos peligrosos que caían muy cerca. Un dragón castaño los seguía para convertirlos
en cenizas.
F’lar no supo si unos minutos o unas horas después bajó la cabeza de pronto y
vio, sorprendido, el mar iluminado por el sol. Los Hilos caían sin hacer daño sobre
las aguas saladas. Nerat había quedado al este, a la derecha, y la costa pedregosa se
curvaba hacia el oeste.
F’lar sintió que tenía todos los músculos agotados. En la excitación enloquecida
de la batalla, había olvidado las quemaduras de los hombros y las mejillas. Ahora él y
Mnementh se deslizaban lentamente y de pronto todo el cuerpo empezó a dolerle.
Llevó a su dragón, hacia arriba y cuando le pareció que la altura era suficiente,
flotaron juntos en el aire. No veía ningún Hilo cayendo tierra adentro. Más abajo, los
dragones volaban buscando señales de algún hoyo en la tierra, algún árbol quemado o
una planta con indicios de alteraciones.
—Volvamos al Nido —ordenó F’lar a Mnementh con un suspiro profundo.
Oyó que el bronce repetía la orden mientras lo llevaba entre. Estaba tan cansado
que ni siquiera visualizó dónde —mucho menos cuándo—, y confió en Mnementh y
en su instinto para llevarlo de nuevo a casa a través del tiempo y el espacio.

Honrad a quienes los dragones aman


en idea, favor, palabra y temple.
Que el horror que los dragones retan,
sin dragones, destruye mundos y tierras.

Lessa observó desde la cornisa hacia la roca de la Estrella en el Pico de Benden


hasta que las cuatro alas desaparecieron de su vista.
Respiró hondo para acallar un poco sus temores y corrió escaleras abajo hacia el
fondo del Nido de Benden. Advirtió que alguien estaba encendiendo un fuego junto
al lago y que Manora ya estaba organizando a las mujeres con voz clara pero serena.
El viejo C’gan tenía a todos los cachorros en fila. Lessa vio los ojos llenos de
envidia de los jinetes más inexpertos en las ventanas de las barracas. Ya tendrían
tiempo para montar un dragón con fuego. Por lo que había dicho F’lar, habría que
organizar turnos.
Tembló al subir hacia los cachorros, pero se las arregló para sonreírles. Les dio
las órdenes pertinentes y los envió a avisar a los Fuertes, controlando a todos los
dragones, uno por uno, para ver si las referencias que les habían dado eran las
correctas. Los Fuertes pronto se sacudirían como un hervidero.
Canth le dijo que había Hilos en Keroon, que caían sobre toda la zona desde la
bahía de Nerat. Le dijo que F’nor no creía que dos alas bastaran para proteger las
colinas.

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Lessa se detuvo en la mitad de un paso, tratando de calcular cuántas alas habían
salido ya.
El ala de K’net todavía está aquí, le informó Ramoth. En el Pico.
Lessa levantó la vista y vio que el bronce Piyanth abría las alas en respuesta. Ella
le dijo que fuera entre a Keroon, cerca de la bahía de Nerat. El ala entera se elevó en
el aire y desapareció.
Lessa se volvió con un suspiro para decirle algo a Manora cuando una ráfaga de
viento y un olor horrible la sorprendieron. El aire sobre el Nido se llenó de dragones.
Estuvo a punto de preguntar a Piyanth por qué no había ido a Keroon cuando se dio
cuenta de que había muchas más bestias de las que podía tener el ala de K’net.
Pero si acabáis de iros, exclamó al reconocer el bulto inconfundible del bronce
Mnementh.
Para nosotros fue hace dos horas, respondió Mnementh con tal cansancio en la
voz que Lessa cerró los ojos, compadecida.
Algunos dragones se deslizaban con rapidez hacia sus nidos. Por la forma extraña
y torpe en que lo hacían era evidente que estaban heridos.
Como una sola persona, las mujeres tomaron los potes con ungüento y paños
limpios y esperaron a los heridos. Colocaron ungüento sobre las marcas de las
quemaduras en los sitios en que las alas parecían una puntilla negra y roja.
Todos los jinetes atendieron primero a sus bestias sin prestar atención a la
gravedad de sus propias heridas.
Lessa mantenía un ojo en Mnementh, segura de que F’lar no lo habría mantenido
volando de ese modo si hubiera estado herido. Después se entretuvo ayudando a
T’sum con el ala derecha de Munth, cruelmente horadada y, de pronto, se dio cuenta
de que el cielo sobre la roca de la Estrella estaba vacío.
Se obligó a terminar con Munth antes de ir a buscar al bronce y a su jinete.
Cuando los localizó por fin, encontró a Kylara esparciendo ungüento sobre las
mejillas y los hombros de F’lar. Avanzaba con decisión hacia los dos cuando le llegó
la llamada urgente de Canth. Vio que la cabeza de Mnementh se levantaba hacia ella
también. El bronce también había captado el pensamiento del dragón castaño.
—F’lar, Canth dice que necesitan ayuda —exclamó Lessa. No vio que Kylara se
alejaba en medio de la multitud.
F’lar no estaba mal herido. Se lo repitió a sí misma varias veces para
tranquilizarse. Kylara había tratado ya las quemaduras, que parecían superficiales.
Alguien le había buscado otro cuero para reemplazar los harapos del que habían
horadado los Hilos. F’lar frunció el ceño e inmediatamente esbozó una mueca porque
el gesto le había lastimado la mejilla quemada. Tragó el klah con rapidez.
Mnementh, ¿cuántas bajas en los jinetes de lucha? Ah, no importa, hazlos subir
con una carga nueva de piedra.
—¿Estás bien? —le preguntó Lessa, deteniéndolo con una mano sobre el brazo
fuerte y duro. No podía irse así, sin decir nada, ¿o sí?

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Él sonrió, cansado, le apretó la jarra vacía entre las manos y se las acarició de
pasada. Después saltó al cuello de Mnementh. Alguien le entregó unas bolsas llenas
de piedras.
Dragones azules, verdes, castaños y bronce se elevaron desde el Bajo del Nido en
vuelo rápido y ordenado. Algo más de sesenta dragones flotaron un momento sobre el
Nido donde tan pocos minutos antes se habían alineado ochenta.
Muy pocos dragones. Muy pocos jinetes. ¿Cuánto tiempo podrían soportar bajas
como ésas?
Canth dijo a Lessa que F’nor necesitaba más piedra de fuego.
Ella miró a su alrededor, ansiosa. Ninguno de los cachorros había vuelto todavía
de sus rondas de mensajeros. Un dragón se quejaba de dolor y ella se volvió para
atenderlo, pero solamente era la joven Pridith que tropezaba atravesando el Nido
hacia los terrenos donde se le daba de comer, empujando con la cabeza a Kylara en
un juego infantil mientras las dos caminaban juntas. Los únicos dragones que
quedaban estaban heridos o…, de pronto, vio a C’gan, que salía de las barracas de los
cachorros.
—C’gan, ¿crees que tú y Tagath podríais llevarle más piedra de fuego a F’nor en
Keroon?
—Claro —le aseguró el viejo jinete y levantó el pecho, orgulloso. Le brillaban los
ojos. Ella no había pensado enviarlo a ninguna parte, pero él había vivido toda su
vida entrenándose para esa emergencia. No debía privarlo del papel que se merecía en
este trance.
Sonrió con aprobación al ver que Canth estaba deseoso de partir y los dos
apilaron bolsas repletas y pesadas sobre el cuello de Tagath. El viejo dragón azul
bailaba y piafaba como si hubiera recuperado la juventud y las fuerzas. Ella les dio
las referencias que Canth había visualizado.
Y los miró hasta que los dos desaparecieron sobre la roca de la Estrella.
No es justo. Ellos siempre disfrutan de todo, se quejó Ramoth, furiosa. Lessa la
vio de pronto: estaba tomando el sol sobre la cornisa del Nido, abriendo las enormes
alas doradas.
—Si masticas la piedra de fuego, te conviertes en una tonta verde —le dijo Lessa
con severidad. Pero se sentía divertida por la protesta de la reina.
Visitó a los heridos. La verde B’fol, bella y delicada, gemía y movía la cabeza de
un lado a otro. No podía doblar un ala en la que se veía el cartílago desnudo. Estaría
fuera de combate durante semanas, pero era la más mal herida de los dragones. Lessa
dejó de mirarla apenas vio el horror en los ojos preocupados de la verde.
Al hacer sus rondas, se dio cuenta de que había más hombres que dragones
heridos. Dos jinetes del ala de R’gul habían sufrido daños graves en la cabeza. Otro
tal vez perdería completamente un ojo. Manora lo había dormido con semilla del
sueño. Había otro con el brazo quemado casi hasta el hueso. Y aunque la mayoría de

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las heridas eran leves, las bajas desesperaron a Lessa. ¿Cuántos más quedarían fuera
de combate en Keroon?
De ciento setenta y dos dragones, ya había quince fuera, aunque por suerte
algunos de ellos sólo por un par de días.
Una idea sacudió de pronto a Lessa. Si N’ton realmente había montado a Canth,
tal vez podría salir en la próxima campaña sobre el dragón de algún herido, ya que
había más hombres que dragones fuera de combate. F’lar olvidaba las tradiciones
cuando quería. Aquí había otra que se podía romper… si los dragones aceptaban.
Suponiendo que N’ton no fuera el único jinete capaz de subir a otra bestia,
¿cuánto se podía lograr con esa variación? F’lar había dicho que las incursiones no
serían tan frecuentes al principio, cuando la Estrella Roja estuviera empezando su
ciclo de cincuenta Giros sobre Pern. ¿Pero hasta dónde podía llegar la frecuencia de
los ataques? Él lo sabía, sin duda alguna, pero ahora no estaba allí.
Bueno, había tenido razón esa mañana sobre la aparición de los Hilos en Nerat,
así que su estudio exhaustivo de esos Registros había dado sus frutos.
No, eso no era exacto en realidad. F’lar se había olvidado de pedirle a sus
hombres que prestaran atención al polvo negro tanto como al cambio de clima. Lessa
estaba dispuesta a perdonarle el error porque después él lo había solventado,
ordenando el viaje entre tiempos a Nerat. Pero tenía la costumbre irritante de adivinar
las cosas correctamente. Lessa se corrigió de nuevo. No, Fiar no adivinaba.
Estudiaba. Planificaba. Pensaba y después usaba su sentido común. Como cuando
había calculado cuándo y dónde caerían los Hilos de acuerdo a los datos de esos
Registros malolientes. Lessa empezó a confiar en el futuro de todos.
Y si podía obligar a los jinetes a basarse en el instinto seguro de sus dragones en
la batalla, las bajas serían mucho menores.
Un alarido quebró el aire y en ese momento emergió de la nada un dragón azul
sobre la roca de la Estrella.
—¡Ramoth! —aulló Lessa en una reacción instintiva, sin saber del todo por qué.
La reina estaba en el aire antes de que se hubiera apagado el eco de esa orden. Porque
era obvio que ese azul tenía problemas, graves problemas. Estaba tratando de frenar,
pero una de sus alas no le obedecía. Su jinete se había deslizado hacia delante sobre
el gran hombro y se aferraba con una sola mano al cuello del dragón, en una posición
precaria.
Lessa miraba sin poder hacer nada, con las manos sobre la boca. No había ni un
solo sonido en el Nido excepto el de las enormes alas de Ramoth. La reina se elevó
con rapidez contra el azul y lo apoyó por el lado del ala herida.
Los que miraban contuvieron el aliento al ver resbalar al jinete, que cayó… para
aterrizar sobre los amplios hombros de Ramoth.
El azul caía como una piedra. Ramoth se apoyó en el suelo con suavidad y se
arrodilló para que las mujeres del nido le quitaran su carga humana.
Era C’gan.

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Lessa sintió que se le revolvía el estómago al ver la ruina en que se había
convertido la cara del viejo jinete después de la lucha contra los Hilos. Se dejó caer a
su lado y reposó la cabeza del guerrero sobre su falda. La gente miraba desde lejos en
un círculo silencioso y lleno de respeto.
Manora, con la cara serena como siempre, tenía lágrimas en los ojos. Se arrodilló
y apoyó la mano sobre el corazón del viejo jinete. La preocupación le llenaba los
ojos. Miró a Lessa. Lentamente, meneó la cabeza. Después, apretó los labios en una
línea fina y empezó a aplicar el ungüento para mitigar el dolor.
—Demasiado viejo, sin dientes para arrojar fuego. Demasiado lento para saltar al
entre —murmuró C’gan, volviendo la cabeza de un lado a otro—. Demasiado viejo.
Pero «Hombres dragón, alzad el vuelo/cuando hay Hilos en el cielo…». —Se le
quebró la voz y cerró los ojos.
Lessa y Manora se miraron, angustiadas. Una nota terrible, aguda, atronadora
rompió el silencio. Tagath saltó hacia arriba en un esfuerzo tremendo. Los ojos de
C’gan se abrieron lentamente, ciegos. Lessa, sin respirar, miró al dragón azul,
tratando de negar lo inevitable, mientras Tagath desaparecía en el aire.
Un gemido bajo se difundió por todo el nido, como el grito desgarrado, solitario
del viento. Los dragones rendían su tributo.
—¿Se… ha ido? —preguntó Lessa, aunque ya lo sabía.
Manora asintió lentamente con las lágrimas corriéndole por las mejillas mientras
se agachaba para cerrarle los ojos a C’gan.
Lessa se incorporó lentamente, dirigiendo un gesto a algunas mujeres para que se
llevaran el cuerpo del jinete muerto. Se frotó las manos ensangrentadas sobre la falda
sin prestar demasiada atención mientras trataba de concentrarse en lo que debía hacer
después.
Pero su mente volvía a lo que acababa de presenciar. Un jinete había muerto. Su
dragón también. Los Hilos habían acabado ya con un par. ¿Cuántos más morirían en
ese Giro cruel? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir el Nido? Aun después de que
maduraran los cuarenta cachorros de Ramoth, y los que concibieran después, ella y
sus hijas reinas, ¿cuánto podría sobrevivir el Nido?
Lessa se apartó de todos para tranquilizarse y aliviar un poco su angustia. Vio que
Ramoth giraba y se deslizaba para aterrizar sobre el Pico. Un día, muy pronto,
¿tendría que ver esas alas doradas manchadas de rojo y negro con las marcas de los
Hilos? ¿Desaparecería Ramoth?
No, Ramoth no. No mientras Lessa viviera.
F’lar le había dicho hacía ya mucho que debía aprender a pensar en algo más que
los reducidos horizontes del Fuerte Ruatha y la venganza personal. Como siempre,
había tenido razón. Como Jefa del Nido bajo el tutelaje de F’lar había aprendido
también que vivir era mucho más que criar dragones y luchar en los Juegos de
Primavera. Vivir era pelear para conseguir que sucediera algo imposible… o morir
sabiendo que se había intentado todo.

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Lessa se dio cuenta de que acababa de aceptar totalmente su papel. Como Jefa del
Nido, como compañera, para ayudar a F’lar a formar hombres y cambiar hechos que
seguirían importando durante muchos Giros…, para salvar a Pern de los Hilos.
Enderezó los hombros y levantó el mentón.
El viejo C’gan tenía razón.

¡Hombres dragón, alzad el vuelo


cuando hay Hilos en el cielo!
Que el horror que los dragones retan
sin dragones, destruye mundos y tierras.

Como había predicho F’lar, el ataque terminó a mediodía y los dragones y jinetes
agotados entraron en el Pico precedidos por la voz aguda de Ramoth.
Cuando se aseguró de que F’lar no había recibido más heridas, de que las de
F’nor eran superficiales y de que Manora tenía a Kylara ocupada en las cocinas,
Lessa se dedicó a organizar el cuidado de los heridos y el consuelo de los
preocupados.
Cuando cayó la noche, una paz inquieta se apoderó del Nido, la paz de mentes y
cuerpos demasiado cansados y doloridos para hablar. Lessa sentía que sus propias
palabras se burlaban de ella mientras confeccionaba la lista de hombres y bestias
heridas. Veintiocho parejas hombres dragón estarían fuera del combate para la
próxima batalla contra los Hilos. C’gan era la única baja fatal, pero había habido más
dragones gravemente heridos en Keroon y siete hombres mal parados que deberían
guardar reposo durante meses.
Lessa cruzó el Bajo hacia su nido. No quería hacerlo, pero debía dar las malas
noticias a F’lar.
Esperaba encontrarlo en el dormitorio, pero estaba vacío. Ramoth descansaba ya
cuando Lessa pasó a su lado hacia la Sala de Consejo, también vacía. Extrañada y un
poco alarmada, casi corrió por los escalones hacia la Sala de Registros y allí encontró
a F’lar, pálido, con la cabeza inclinada sobre pieles con olor a viejo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella, enojada—. Deberías estar
durmiendo.
—Lo mismo te digo —replicó él arrastrando las vocales, divertido.
—Yo estaba ayudando a Manora a instalar a los heridos…
—Cada uno en lo suyo. —Pero se reclinó hacia atrás en la mesa, se frotó el cuello
y rotó el hombro lastimado para tratar de relajar los músculos—. No podía dormir —
admitió—, y se me ocurrió que sería mejor ver qué respuestas puedo encontrar en los
Registros.
—¿Más respuestas? ¿A qué? —exclamó Lessa, casi indignada. Como si los
Registros contestaran las preguntas alguna vez. Obviamente las terribles

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responsabilidades de la defensa de Pern contra los Hilos empezaban a pesarle al Líder
del Nido. Después de todo, había pasado por el esfuerzo y el horror de la primera
batalla, por no mencionar la presión del viaje entre tiempos para llegar a Nerat antes
que los Hilos.
F’lar sonrió e indicó con un gesto que se sentara junto a él en el banco, cerca de la
pared.
—Necesito la respuesta a la pregunta cada vez más acuciante de cómo podemos
aumentar la fuerza de un Nido para que haga el trabajo de seis.
Lessa se debatió contra la sensación de pánico que la invadió, una onda fría desde
las entrañas.
—Ah, tus tablas de tiempo se ocuparán de eso —replicó con galantería—. Podrás
conservar a estos dragones hasta que los nuevos cuarenta se te unan.
F’lar levantó una ceja burlona.
—Seamos sinceros con nosotros mismos, Lessa.
—Pero ha habido Intervalos Largos antes —argumentó ella— y así como otros
sobrevivieron en el pasado, nosotros podremos hacerlo de nuevo.
—Pero antes siempre hubo seis Nidos. Y veinte Giros antes de que la Estrella
empezara su Paso, las reinas producían camadas enormes. Todas las reinas, no
solamente una fiel y dorada Ramoth. Ah, ¡cómo maldigo a Jora! —Se levantó
violentamente y empezó a caminar de un lado a otro, apartándose de la cara el
mechón de cabello que le caía sobre la frente.
Lessa estaba desgarrada por la lucha entre el deseo de consolarlo y el miedo
paralizante, asfixiante que sentía en la boca del estómago y que le entorpecía los
pensamientos.
—No tenías tantas dudas a…
Él giró sobre sus talones para mirarla.
—No hasta que me vi frente a los Hilos y conté el número de heridos. Eso inclina
la balanza contra nosotros. Incluso si podemos montar a otros jinetes en los dragones
sanos, nos resultará difícil organizar una fuerza continua y eficiente en el aire y
mantener al mismo tiempo una guardia decente. —Vio la mirada intrigada de Lessa
—. Y ahora hay que recorrer Nerat a pie. Sería una estupidez pensar que destruimos
todos los Hilos en el aire.
—Que lo hagan los de los Fuertes. No pueden meterse en sus patios internos y
dejar que nosotros nos encarguemos de todo. Si no hubieran sido tan miserables y
estúpidos…
Él interrumpió la queja con un gesto abrupto.
—Cumplirán con su parte, te lo aseguro —le prometió—. Voy a reunir un
Consejo general mañana. Quiero que venga la gente de los Fuertes y los Artesanos.
Pero no se trata sólo de marcar el sitio en que cayeron los Hilos. ¿Cómo se destruye
un Hilo que ha profundizado en la tierra, debajo de la superficie? El aliento de un

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dragón es excelente para el aire y la superficie, pero no sirve a dos metros de
profundidad.
—Ah, no había pensado en ese problema. Pero están los agujeros de fuego…
—Solamente en las alturas y cerca de los lugares habitados por seres humanos, no
en las colinas de Keroon o en las selvas pluviales y verdes de Nerat…
Era cierto. Y preocupante. Lessa rió, nerviosa, tensa.
—Es una tontería de mi parte haber pensado que nuestros dragones bastarían para
que Pern resolviera el problema de los Hilos. Pero… —Se encogió de hombros,
expresiva.
—Hay otros métodos —dijo F’lar—, o los había. Tienen que haber existido. He
leído muchas menciones de que los Fuertes organizaban grupos de tierra y de que
estaban armados con fuego. No hablan del tipo de fuego, porque era tan conocido que
no hacía falta explicarlo. —Levantó las manos al cielo en un gesto de desesperación y
se volvió a dejar caer sobre el banco—. Ni siquiera quinientos dragones habrían
podido quemar todos los Hilos que cayeron hoy. Pero nuestros antepasados se las
arreglaron para mantener Pern libre de Hilos.
—Pern sí, pero ¿y el Continente Sur? ¿O acaso estaban demasiado ocupados con
lo de Pern?
—Nadie se preocupó por el Continente Sur en miles de Giros —dijo F’lar,
despectivo.
—Está en los mapas —le recordó Lessa.
Él hizo un gesto de desprecio y asco hacia los Registros ordenados en pilas poco
comunicativas sobre la larga mesa.
—La respuesta tiene que estar ahí. En alguna parte.
Había un matiz de desesperación en su voz, una señal de que se consideraba
culpable por no haber descubierto los hechos que lo eludían.
—La mitad de eso no era legible ni para los que lo escribieron —dijo Lessa con
seriedad—, además de que han sido tus ideas las que nos han ayudado hasta ahora.
Tú compilaste los mapas de tiempos y encontraste lo que había de valioso en ellos.
—Me estoy volviendo demasiado apegado a los cueros de nuevo, ¿eh? —le
preguntó él, con una sonrisa sarcástica en un lado de su boca.
—Sin duda —le aseguró ella con más confianza de la que sentía—. Los dos
sabemos que los Registros tienen omisiones flagrantes.
—Bien dicho, Lessa. Así que olvidemos esos preceptos anticuados y malos
consejeros y pensemos por nosotros mismos. Primero, necesitamos más dragones.
Segundo, los necesitamos ahora. Tercero, precisamos algo tan eficiente como un
dragón para destruir los Hilos que se meten bajo tierra.
—Cuarto, necesitamos dormir o no podremos pensar en nada —agregó ella con
un toque de su aspereza habitual.
F’lar se rió abiertamente y la abrazó.
—Cuando te empeñas en algo… —bromeó mientras la acariciaba.

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Ella lo empujó en vano, tratando de escaparse. Para ser un hombre agotado,
herido, estaba demasiado lleno de impulsos amorosos. Ah, Kylara. La presunción de
esa mujer, curándole las heridas.
—Mi responsabilidad como Jefa del Nido incluye cuidarte a ti, el Líder del Nido.
—Pero te pasaste horas con los jinetes de azules y a mí me dejaste en las dulces
manos de Kylara.
—No me pareció que tuvieras ninguna objeción.
F’lar echó la cabeza hacia atrás y rió.
—¿Quieres que abra el Nido Fort y la envíe allí? —bromeó.
—La verdad es que preferiría que Kylara estuviera no sólo a kilómetros de aquí,
sino también a muchos Giros, te lo aseguro —le espetó Lessa, irritada.
La mandíbula de F’lar cambió la expresión de su cara. Se le abrieron más los
ojos. Saltó sobre sus pies casi gritando.
—¡Acabas de decirlo!
—¿Decir qué?
—¡A muchos Giros! Claro, claro. Enviaremos a Kylara hacia atrás, entre tiempos,
con su reina y los nuevos dragones. —F’lar caminaba de un lado a otro por la
habitación mientras Lessa trataba de seguir su razonamiento—. No, mejor enviar por
lo menos a uno de los viejos bronces. Y a F’nor también… Preferiría que F’nor se
encargara de todo… Discretamente, claro…
—¿Enviar a Kylara hacia atrás…, adonde? ¿A qué momento del pasado? —lo
interrumpió Lessa.
—Buena pregunta. —F’lar abrió los ubicuos mapas—. Muy buena pregunta.
¿Adónde podemos enviarlos por aquí sin causar anomalías por estar presentes en uno
de los otros Nidos? Las alturas son remotas. No, ya encontramos restos de fuegos allí,
todavía tibios, y nadie sabe quién los hizo ni por qué. Y si ya los hubiéramos enviado
atrás, hubieran estado listos para lo de hoy, y no lo estaban. Así que no pueden haber
estado en dos lugares al mismo tiempo… —Meneó la cabeza, aturdido por la
paradoja.
Los ojos de Lessa estaban fijos en el perfil negro del Continente Sur, ese
continente del que nadie se había preocupado.
—Envíalos allí —sugirió con voz dulce.
—Ahí no hay nada.
—Entonces llevemos lo que haga falta. Tiene que haber agua, los Hilos no
absorben el agua. Llevaremos todo lo demás, paja para las camas, grano…
F’lar frunció el ceño, concentrado, los ojos brillantes de ideas, olvidadas ya la
depresión y la sensación de derrota de hacía unos minutos.
—Los Hilos no estaban allí hace diez Giros. Y antes, durante cerca de
cuatrocientos. Diez Giros le darán tiempo a Pridith para madurar y tener varias
camadas de dragones. Tal vez más reinas.
Después frunció el ceño y meneó la cabeza en son de duda.

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—No, ahí no hay ningún Nido. No hay una Sala de Puesta, no…
—¿Cómo lo sabemos? —lo interrumpió Lessa con voz dura, demasiado
entusiasmada con el proyecto como para abandonarlo sin más—. Los Registros no
mencionan el Continente Sur, es cierto, pero omiten muchas otras cosas. ¿Cómo
sabemos que no ha reverdecido después de cuatrocientos Giros desde la última caída
de los Hilos? Sabemos que los Hilos no duran mucho a menos que haya materia
orgánica para alimentarse. Cuando lo han devorado todo, se secan.
F’lar la contempló con admiración.
—¿Por qué no se le ha ocurrido a nadie?
—Demasiado apegados a los cueros. —Lessa movía el dedo como riñéndolo—.
Además, no había necesidad alguna de pensarlo.
—La necesidad…, ¿o son los celos?, rompe más de un huevo bien duro. —Había
una sonrisa de malicia en la cara de F’lar y Lessa giró cuando él quiso atraparla.
—Por el bien del Nido —replicó ella.
—Además, te enviaré mañana con F’nor a investigar. Me parece justo porque ha
sido idea tuya.
Lessa se quedó quieta.
—¿Tú no vendrás?
—Sé que puedo dejar este proyecto en tus muy capaces e interesadas manos. —
Rió y la apretó contra su lado sano, sonriéndole con los ojos brillantes—. Tengo que
seguir mi papel de severo Líder del Nido y conseguir que los Señores de los Fuertes
no se encierren en sus Puertas Interiores. Y espero —levantó la cabeza con el ceño
fruncido durante un instante—, espero que uno de los Artesanos conozca la solución
al tercer problema: destruir los Hilos hundidos en la tierra.
—Pero…
—Ramoth podrá tranquilizarse durante el viaje. —Apretó el cuerpo frágil de la
muchacha contra el suyo y puso toda su atención en esa cara delicada, extraña—.
Lessa, tú eres mi cuarto problema. —Se inclinó para besarla.
En ese momento, se oyeron pasos apresurados por el corredor. F’lar esbozó una
mueca irritada y la dejó ir.
—¿A esta hora? —murmuró, listo para echar al intruso inmediatamente—.
¿Quién es?
—¿F’lar? —Era la voz de F’nor, ansiosa, ronca.
La mirada en la cara de F’lar dijo a Lessa que ni siquiera su hermanastro se
salvaría de una reprimenda y eso la alegró sin razón.
Pero en cuanto F’nor entró en la habitación, tanto la Jefa del Nido como el Líder
se quedaron mirándolo en silencio. Había algo que no andaba del todo bien en el
jinete de castaño, y cuando el hombre empezó a decir su mensaje incoherente la
diferencia se registró de pronto en la mente de Lessa. ¡Ese hombre estaba tostado por
el sol! ¡No tenía vendajes ni la más mínima señal de la marca de un Hilo sobre su
mejilla, esa marca que ella misma había atendido esa mañana!

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—¡F’lar, no funciona bien! ¡No se puede vivir en dos épocas al mismo tiempo! —
decía F’nor con gesto perturbado. Se tambaleó contra la pared, aferrándose a la roca
para mantenerse en pie. Tenía ojeras profundas, ojeras que eran visibles a pesar del
color tostado de la piel—. No sé cuánto más podremos resistir de esta forma. Todos
estamos afectados. Algunos más que otros…
—No entiendo.
—Tus dragones están bien —le aseguró F’nor con una risa amarga—. A ellos no
les molesta. Siguen tan cuerdos como antes. Pero los jinetes, toda la gente del
Nido…, somos sombras, vivos a medias, como hombres sin dragones, una parte de
nosotros ha desaparecido para siempre. Excepto Kylara. —Su cara se contrajo en una
mueca de intenso desagrado—. Lo único que quiere hacer es volver y mirarse a sí
misma. El ego de esa mujer nos destruirá a todos. Tengo miedo.
De pronto, pareció dejar de enfocar con los ojos y se tambaleó con fuerza. Se le
abrieron los ojos de nuevo y abrió la boca.
—No puedo quedarme. Ya estoy aquí en realidad. Y estoy demasiado cerca. Eso
hace que todo empeore. Pero tenía que advertirte, F’lar. Nos quedaremos todo lo que
podamos, pero no será mucho más…, así que no será suficiente, pero lo intentamos.
¡Lo intentamos!
Antes de que F’lar pudiera moverse, el jinete de castaño giró y salió corriendo
medio agachado de la habitación.
—¡Pero si todavía no se ha ido! —jadeó Lessa—. ¡Si todavía no se ha ido!
F’lar seguía mirando en la dirección en la que había desaparecido su hermanastro,
las cejas contraídas por la ansiedad que sentía.
—¿Qué puede haber pasado? —le preguntó Lessa—. Ni siquiera se lo dijimos a
F’nor. Apenas si hemos empezado a considerar la idea. —Se llevó la mano al cuello
—. Y la marca del Hilo…, yo se la curé hoy mismo…, y ya no está. No está. Así que
hace mucho que se fue. —Se dejó caer sobre el banco.
—Pero ha vuelto. Por lo tanto se había ido —hizo notar F’lar lentamente en un
tono de voz reflexivo—. Y ahora sabemos que la aventura no resultó todo un éxito y
lo sabemos antes de haberla lanzado. Y sabiéndolo, lo enviamos de todos modos unos
diez Giros hacia atrás para lograr lo que sea que vayamos a lograr con esto. —F’lar
hizo una pausa, pensativo—. Por lo tanto, no tenemos más alternativa que seguir
adelante con el experimento.
—¿Pero qué ha salido mal?
—Creo que lo sé y no hay forma de arreglarlo. —F’lar se sentó junto a ella,
mirándola fijamente—. Lessa, tú estabas muy perturbada cuando volviste de volar
entre a Ruatha la primera vez. Y ahora creo que era más que la impresión de haber
visto a los hombres de Fax invadiendo tu Fuerte o la de pensar que tal vez tú eras
responsable por el desastre. Creo que tiene que ver con estar en dos sitios al mismo
tiempo. —Dudó de nuevo, tratando de entender ese concepto nuevo e inmenso a
medida que lo iba enunciando.

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Lessa lo miró con tal respeto que él descubrió que se estaba riendo, avergonzado.
—En cualquier circunstancia es terriblemente perturbador pensar en volver y
verse a sí mismo, más joven —continuó.
—Eso debe de haber sido lo que quiso decir cuando habló de Kylara —jadeó
Lessa—, eso de que ella quería volver y verse a sí misma…, de niña. Ah, esa estúpida
mujeruca… —Lessa estaba furiosa por la forma en que Kylara se obsesionaba
consigo misma—. Criatura egoísta y tonta. Lo echará todo a perder.
—Todavía no —le recordó F’lar—. Mira, aunque F’nor nos haya advertido de
que la situación en su tiempo se está haciendo desesperada, no nos dijo cuánto había
logrado. Sin embargo, notaste que su herida se había borrado completamente, por lo
tanto deben de haber transcurrido algunos Giros. Si Pridith puso una sola camada
buena, si los cuarenta de Ramoth maduran lo suficiente como para pelear dentro de
tres días, ya habremos logrado algo. Por lo tanto, Jefa del Nido —dijo y vio cómo ella
se enderezaba al oír su título en los labios del Líder—, debemos olvidar el regreso de
F’nor. Mañana, cuando vueles al Continente Sur, no hagas ninguna alusión a él.
¿Entiendes?
Lessa asintió con seriedad y después suspiró.
—No sé si estoy contenta o desilusionada de saber antes de la exploración que
evidentemente el Continente Sur puede albergar un Nido —dijo con cansancio—. Era
alentador tener que preguntarse si resultaría.
—De todos modos —dijo F’lar—, encontramos ya una parte de las respuestas a
los problemas uno y dos.
—Bueno, será mejor que contestemos al número cuatro ahora mismo —sugirió
Lessa—. Sin discutir.

Minero, herrero, músico, tejedor,


curtidor, granjero, pastor, señor,
venid, volad como el viento, prestad atención
al mensaje urgente del hombre dragón.

Los dos se las arreglaron para no hacer referencia alguna al regreso prematuro de
la noche anterior cuando hablaron con F’nor a la mañana siguiente. F’lar le pidió al
castaño Canth que enviara a su jinete al nido de la Reina en cuanto se despertara y se
alegró de ver llegar a F’nor casi inmediatamente. Si el hermanastro del Líder advirtió
la mirada curiosa e intensa que dirigió Lessa a su rostro herido, no lo dijo. En
realidad, cuando F’lar le describió a grandes rasgos la aventura increíble de ir a
reconocer el Continente Sur para ver si ofrecía la posibilidad de empezar allí un
nuevo Nido diez Giros antes en el tiempo, F’nor se olvidó completamente de sus
heridas.

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—Me gustaría mucho ir si envías a T’bor con Kylara. No quiero esperar que
N’ton y su bronce crezcan lo suficiente para ella. T’bor y ella son como… —No
terminó la frase pero dirigió una mirada a Lessa—. Bueno, son lo más cercano a una
pareja que se puede pedir. No me molesta que me importunen, pero hay límites a lo
que cualquier hombre está dispuesto a hacer por lealtad a la especie de los dragones.
F’lar apenas se las arregló para dominar una sonrisa. La reticencia de F’nor le
parecía divertida. Kylara trataba de conquistar a todos y cada uno de los jinetes y
como F’nor no le había respondido, estaba decidida a seguir intentándolo y triunfar.
—Espero que dos bronces sean suficientes. Pridith también puede tener opiniones
propias cuando llegue el momento de aparearse.
—¡No se puede transformar un castaño en un bronce! —exclamó F’nor con tal
desesperación que F’lar ya no pudo seguir dominándose y se rió—. ¡Ah, vamos! —Y
eso detuvo la risa de Lessa—. Vosotros sois igualmente desastrosos como pareja —
ladró F’nor, levantándose—. Si debemos ir al sur, Jefa del Nido, será mejor que nos
marchemos ahora. Sobre todo si queremos darle a este loco risueño la oportunidad de
recuperar el control antes de que desciendan los solemnes señores. Voy a pedirle
provisiones a Manora. ¿Lessa? ¿Vienes o no?
Lessa, apretándose la boca para no seguir riendo, cogió su capa de vuelo y lo
siguió. Por lo menos la aventura empezaba bien.
Con la jarra de klah y la taza en la mano, F’lar llegó a la Sala del Consejo
mientras trataba de decidirse sobre si debía anunciar la aventura del Continente Sur a
los Señores y Artesanos. La habilidad de los dragones para volar entre tiempos
además de entre lugares todavía no se había hecho pública. Los Señores tal vez no se
habían dado cuenta de que eso era lo que había permitido a los jinetes llegar antes
que los Hilos a Nerat. Si F’lat hubiera podido estar seguro de que el proyecto serviría
de algo…, bueno, eso hubiera insuflado un poco de optimismo a la reunión.
Pero no…, que los Señores se conformaran con los mapas y las ondas de tiempos
y ataques de los Hilos como premio.
Los visitantes no tardaron mucho en reunirse. No tuvieron demasiado éxito en su
intento por ocultar el miedo y la impresión que los embargaba ahora que los Hilos
habían vuelto a caer desde la Estrella Roja, amenazando toda la vida en Pern. Iba a
ser una sesión muy difícil, decidió F’lar, amargado. Experimentó un deseo súbito, que
suprimió con rapidez. Deseaba haberse marchado con Lessa y F’nor al Continente
Sur. Pero en lugar de eso, se inclinó sobre los mapas con fingida concentración.
Pronto, solamente faltaron dos, Meron de Nabol (al que F’lar hubiera querido no
incluir en la invitación porque era un hombre que siempre causaba problemas), y
Lytol de Ruatha. F’lar había enviado a buscar a Lytol al final porque no quería que
Lessa se encontrara con él. La Jefa del Nido todavía era muy sensible —y según
opinión de F’lar, su actitud era insensata— al recuerdo de haber tenido que renunciar
a sus derechos sobre Ruatha en favor del hijo de lady Gemma. Lytol, como Guardián
de Ruatha, tenía un lugar en esa reunión. Además, era un ex-hombre dragón. Su

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vuelta al Nido era ya lo bastante traumática para él sin que Lessa lo empeorara con su
resentimiento. Con la excepción del joven Larad de Telgar, Lytol era el mejor aliado
del Nido.
En ese momento entró S’lel seguido de Meron. El hombre del Fuerte estaba
furioso por la llamada, se evidenciaba en su forma de caminar, en sus ojos, en su
postura altanera. Pero era evidente que se sentía tan lleno de curiosidad como de
enojo. Solamente saludó con un gesto a Larad entre los Señores y se sentó a su lado
en una silla que Larad había dejado vacía. Su forma de sentarse ponía de manifiesto
que ese lugar quedaba media habitación demasiado cerca de F’lar para su gusto.
El Líder del Nido respondió al saludo de S’lel e indicó al jinete de bronce que se
sentara. Había pensado muy bien la forma en que se distribuirían en el Salón del
Consejo y había intercalado cuidadosamente a Artesanos y Señores con jinetes de
bronces y castaños. Ahora quedaba muy poco lugar para moverse en esa caverna de
proporciones generosas y por lo tanto, tampoco había lugar para sacar las dagas si los
ánimos se caldeaban demasiado.
Un silencio dominó la habitación de pronto. F’lar levantó la vista y vio al ex-
hombre dragón, el cuerpo brillante, enorme, de pie sobre el umbral del Consejo. El
Guardián levantó la mano en un saludo respetuoso al Líder del Nido. F’lar le
devolvió el gesto y advirtió que el tic de la mejilla izquierda de Lytol temblaba casi
constantemente.
Los ojos de Lytol, oscuros de dolor e inquietud interna, recorrieron la habitación.
Dirigió un gesto a los miembros de su antigua ala, a Larad y Zurg, jefes de sus
artesanos tejedores. Con la pierna tiesa, caminó hasta el asiento que le quedaba,
murmurando un saludo a T’sum, a su izquierda.
F’lar se levantó.
—Aprecio que hayáis venido, buenos Señores y Artesanos. Los Hilos están
cayendo de nuevo. El primer ataque se detuvo en el cielo. Señor Vincet —el
preocupado Guardián de Nerat levantó la vista, alarmado—, hemos enviado una
patrulla a la selva pluvial para hacer vuelos de rastreo y buscar los agujeros que
hayan quedado.
Vincet tragó saliva, nervioso, la cara pálida al pensar en lo que podían hacerle los
Hilos a su tierra verde y fértil.
—Necesitaremos a vuestros mejores hombres de la jungla para…
—¿Mis hombres? Pero acabáis de decir que el ataque se detuvo en el cielo…
—No tiene sentido arriesgarse y darles una oportunidad a los Hilos —replicó
F’lar, con lo que quería dar a entender que la patrulla era solamente una precaución
en lugar de la necesidad que él pensaba.
Vincet tragó saliva de nuevo y miró a su alrededor para ver si alguien sentía lo
mismo que él y lo acompañaba en sus preocupaciones. Nadie. Todo el mundo estaría
muy pronto en su posición.

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—Hay una patrulla en Keroon e Igen. —F’lar miró primero al Señor Corman,
después al Señor Banger, quien asintió con seriedad—. Dejadme deciros, para que os
sintáis algo más seguros, que no habrá más ataques hasta dentro de tres días y cuatro
horas. —F’lar apoyó la mano en el mapa correspondiente—. Los Hilos empezarán a
caer más o menos en Telgar, se deslizarán hacia el oeste sobre la parte sur de Crom,
que es montañosa, y atravesarán Ruatha y el extremo sur de Nabol.
—¿Cómo podéis estar seguro de eso?
F’lar reconoció la voz despectiva de Meron de Nabol.
—Los Hilos no caen al azar, Señor Meron —replicó F’lar—. Caen según un
esquema definido y predecible. Los ataques duran exactamente seis horas. Los
intervalos entre un ataque y otro se irán reduciendo gradualmente en los próximos
Giros a medida que la Estrella Roja se acerque a Pern. Después, durante por lo menos
cuarenta Giros completos, mientras la Estrella Roja gire a nuestro alrededor, los
ataques vendrán cada catorce horas.
—Eso es lo que vos decís —se burló Meron, y se levantó un leve murmullo de
aprobación a sus palabras.
—Eso dicen las Baladas Maestras —interrumpió Larad con firmeza.
Meron miró al señor de Telgar y continuó hablando.
—Recuerdo otra de vuestras predicciones según la cual los Hilos empezarían a
caer inmediatamente después del Solsticio.
—Y eso fue lo que pasó —lo interrumpió F’lar—. Cayeron. Como polvo negro en
los Fuertes del Norte. Por la forma en que sucedieron las cosas, debemos agradecer a
nuestra buena estrella el haber tenido Giros Fríos largos y severos.
—¿Polvo? —preguntó Nessel de Crom—. ¿Ese polvo era de los Hilos? —El
hombre era uno de los parientes de Fax y estaba bajo la influencia de Meron. Era más
viejo que él y había aprendido lecciones observando las conquistas sangrientas de sus
parientes. No tenía la inteligencia suficiente para mejorar el original—. Mi Fuerte
todavía está inundado de ese polvo. ¿Es peligroso?
F’lar meneó la cabeza.
—¿Cuánto hace que cae el polvo negro en vuestro Fuerte? ¿Semanas? ¿Ha
causado daño hasta ahora?
Nessel frunció el ceño.
—Estoy interesado en vuestros mapas, Líder del Nido —intervino Larad de
Telgar con suavidad—. ¿Nos pueden dar una idea exacta de la frecuencia con que
podemos esperar que caigan los Hilos en nuestros Fuertes?
—Sí. También podéis estar seguros de que los hombres dragón llegarán
inmediatamente antes del momento de la invasión —siguió F’lar—. Sin embargo, hay
ciertas medidas adicionales que debéis tomar vosotros mismos. Por eso he convocado
este Consejo.
—Un momento —gruñó Corman de Keroon—. Quiero una copia de esos
extraños mapas vuestros. Quiero saber lo que significan esas bandas y líneas

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onduladas. Quiero…
—Naturalmente, habrá una copia para cada uno. Espero poder pedirle al Maestro
Cantor Robinton —F’lar hizo un gesto respetuoso con la cabeza hacia el Artesano—
que supervise la reproducción y se asegure de que todos entienden el cuadro.
Robinton, un hombre alto, flaco, con la cara saturnina y arrugada, hizo una
reverencia. Una sonrisa leve le curvó los labios anchos cuando vio las miradas
esperanzadas de los Señores de los Fuertes. Su arte, como el de los hombres dragón,
había sido objeto de burlas durante mucho tiempo, y esta nueva situación le resultaba
divertida. Las circunstancias en las que se encontraba la escéptica Pern eran
demasiado irónicas para no agradar a su sentido innato de justicia. Pero ahora se
contentó con una reverencia y una frase bastante mansa.
—En verdad, todos tendrán que obedecer al señor. —Su voz era profunda, sus
palabras enunciadas sin tono provinciano.
F’lar, a punto de hablar de nuevo, levantó la vista bruscamente hacia Robinton
cuando comprendió el doble sentido de la frase. Larad también miró al Maestro
Cantor y carraspeó con rudeza.
—Todos tendrán sus mapas —asintió, adelantándose a Meron, que había abierto
la boca como para hablar—. Los hombres dragón vendrán cuando caigan los Hilos.
¿De qué medidas suplementarias habláis? ¿Y por qué son necesarias?
Todos los ojos volvieron a fijarse en F’lar.
—Sólo tenemos un Nido. Siempre hubo seis Nidos en Pern.
—Pero se dice que Ramoth puso cuarenta huevos —declaró alguien en el fondo
de la habitación—. ¿Por qué hicisteis otra Búsqueda de jóvenes?
—Cuarenta y un dragones todavía inmaduros —dijo F’lar. En privado aún
esperaba que la aventura del sur terminara bien. Había miedo verdadero en la voz del
hombre que había formulado la pregunta—. Crecen bien y rápido. Por ahora,
mientras los Hilos no golpeen con mucha frecuencia (la Estrella Roja apenas está
empezando su Paso) nuestro Nido bastará…, si podemos contar con vuestra
colaboración en tierra. La tradición dice que —y asintió con tacto hacia Robinton,
depositario de las interpretaciones de la Tradición— vosotros, los que vivís en los
Fuertes, sois responsables solamente por vosotros mismos y por el lugar donde vivís,
que por supuesto está bien protegido por los pozos de fuego y la piedra. Pero estamos
en primavera y nuestras montañas están llenas de vegetación. La tierra cultivada
florece llena de capullos y brotes. Eso hace que el área de tierra vulnerable a los Hilos
sea muy extensa, y en este momento, un solo Nido no puede patrullar un área tan
grande sin disminuir peligrosamente la vitalidad de nuestros jinetes y dragones.
Esa franca admisión provocó un murmullo de inquietud y miedo en toda la
habitación.
—Ramoth se levantará muy pronto en otro vuelo nupcial —continuó F’lar en voz
absolutamente normal—. Cierto es que en el pasado las reinas empezaban a producir
camadas grandes muchos Giros antes del solsticio crítico, y dentro de esas camadas

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había más reinas. Por desgracia, Jora estaba vieja y enferma y Nemorth era intratable.
El problema… —Pero alguien lo interrumpió.
—¡Vuestros hombres dragón, con esos aires de importancia, nos van a destruir a
todos!
—Solamente podéis culparos a vosotros mismos —retumbó la voz de Robinton
por encima de los gritos que siguieron a la primera exclamación—. Admitidlo, todos
y cada uno de vosotros… Habéis prestado menos atención y rendido menos honores
al Nido que a vuestro grifo principal, y los que le brindáis a él no son muy grandes
por cierto. Pero ahora han llegado los ladrones y aulláis porque el pobre reptil está
casi muerto por la forma en que lo habéis descuidado. ¿Vais a pegarle ahora, cuando
antes lo encerrasteis en la cuadra por tratar de advertiros? ¿Cuándo antes trató de
hacer que os prepararais para la lucha y no lo escuchasteis? El problema pesa sobre
vuestra conciencia, no sobre la del Líder del Nido ni sus hombres dragón, que han
cumplido con su deber honestamente durante cientos de Giros, manteniendo viva la
estirpe y la tradición de los dragones…, contra vuestras protestas. ¿Cuántos de
vosotros —preguntó y su tono era burlón— habéis sido generosos en pensamiento y
acto hacia la estirpe del dragón? Desde que me convertí en maestro de mi oficio,
¿cuántas veces me han contado mis hombres que los habían apaleado por cantar la
vieja canción como debían? Es pura justicia, buenos Señores y Artesanos, que tengáis
que hundiros en vuestros Fuertes de piedra y retorceros mientras vuestras cosechas
sufren la muerte de los Hilos.
Se levantó.
—«No van a caer más Hilos. Es un cuento del maestro cantor para pasar el rato»
—gimió en una imitación clara de Nessel—. «Estos hombres dragón se aprovechan
de nuestros herederos y nuestras cosechas». —Ahora su voz tomó un tono insinuante,
reprimido, que solamente podía parecerse al de Meron—. Ya veis, la verdad es tan
amarga como los miedos de un joven valiente y tan difícil como masticar piedras. Por
el honor que les habéis hecho, los hombres dragón deberían dejaros morir en el fuego
de los Hilos.
—Bitra, Lemos y yo —intervino Raid, el robusto Señor de Benden, en voz bien
alta y con el mentón levantado en actitud beligerante— siempre cumplimos con
nuestro deber para con el Nido.
Robinton giró en redondo, con los ojos brillantes, mientras miraba al que había
hablado de arriba abajo.
—Sí, es cierto. De todos los Grandes Fuertes, sólo vosotros tres habéis sido
leales. Pero en cuanto a los demás —y su voz se elevó, indignada—, como portavoz
de mi oficio, sé, hasta el último detalle, lo que opináis de la estirpe del dragón. Oí
cómo se elevaba el primer rumor de vuestra intención de atacar el Nido. —Rió con
voz ronca y señaló con el dedo a Vincet—. ¿Dónde estaríais hoy, buen Señor Vincet,
si el Nido no os hubiera enviado de vuelta, esperando que vuestras mujeres os fueran
enviadas detrás? Todos vosotros —y el dedo acusador marcó a cada uno de los

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Señores implicados en el atentado fallido— cabalgasteis contra el Nido porque
«¡no… habrá… más… dragones…!».
Puso los brazos en jarras y miró a la reunión con ojos furiosos. F’lar tenía ganas
de aplaudir. Era fácil darse cuenta de la razón por la que ese hombre era Maestro
Cantor y agradeció a su suerte el hecho de que alguien de su talla fuera aliado del
Nido.
—¿Y ahora, en este momento crítico, tenéis la desfachatez increíble de protestar
contra cualquier medida que sugiera el Nido? —La voz suave de Robinton rezumaba
desprecio y sorpresa—. ¡Escuchad lo que el Líder del Nido tenga que decir y no lo
molestéis con vuestras estúpidas críticas! —Barbotó esas palabras como un padre que
regaña a un chiquillo—. ¿Estabais, según creo —y cambió al más dulce y amable de
los tonos conversacionales mientras se volvía hacia F’lar—, pidiendo nuestra
cooperación, buen F’lar? ¿En qué pueden serviros nuestras habilidades?
F’lar se aclaró la garganta con rapidez.
—Voy a pedir a los Fuertes que patrullen sus propios campos y bosques, durante
los ataques si es posible, definitivamente después de que los Hilos hayan pasado.
Todos los Hilos que aterricen deberán ser encontrados y marcados, y después habrá
que destruirlos. Cuanto antes los localicemos, tanto más fácil será librarnos de ellos.
—No hay tiempo para cavar pozos de fuego en todas las tierras…, perderíamos la
mitad del espacio de sembrado disponible —exclamó Nessel.
—Hubo otras formas de hacerlo en los viejos tiempos. Pensé que tal vez nuestro
Maestro Herrero las conocería. —F’lar hizo un gesto amable hacia Fandarel, todo un
arquetipo de su profesión.
El Maestro Herrero era con mucho el hombre más alto en la Sala del Consejo. Sus
hombros y brazos musculosos y macizos se apoyaban sobre los que se habían sentado
a su lado, aunque él hacía esfuerzos por no molestar a nadie. Se levantó, un hombre
gigantesco, como el tronco de un árbol enorme, con dos pulgares como cuernos de
una bestia sobre el cinturón ancho que le cruzaba la parte media del cuerpo, sin
cintura. Su voz, nada dulce después de Giros de gritar por encima de fraguas
rugientes y martillos ensordecedores, era la voz de un barítono leve, sin educación,
sobre todo después del discurso soberbio de Robinton.
—Hubo máquinas, eso lo sé —dijo en tonos calculadores, pensativo—. Mi padre
me las describió como una curiosidad del Oficio. Tal vez haya algún plano o esquema
en el Fuerte. Tal vez no. Esas cosas no se mantienen mucho tiempo en los cueros. —
Echó una mirada oblicua hacia el Maestro Curtidor.
—Lo que tiene que preocuparnos ahora es conservar nuestros propios cueros —
dijo F’lar para distraer la atención e impedir cualquier disensión entre hombres de
distintos oficios.
Fandarel gruñó desde el fondo de la garganta en una forma que hizo que F’lar no
estuviera seguro de si lo que estaba oyendo era la risa de ese hombre o una expresión
gutural de asentimiento.

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—Pensaré en el asunto. Y lo mismo harán mis hombres —le aseguró el Maestro
al Líder del Nido—. Quemar Hilos en el suelo sin perjudicar al suelo no debe de ser
fácil. Hay líquidos para quemar y destruir, eso es cierto. Nosotros usamos un ácido
para hacer diseños en las dagas y los metales ornamentales. Lo llamamos agentrés.
También está el agua pesada negra que aparece en la superficie de las lagunas de Igen
y Boíl. Quema con fuerza y durante mucho tiempo. Y si, como vos decís, el Giro Frío
hace que los Hilos se conviertan en polvo negro, tal vez con hielo de las tierras más
frías del norte podamos congelar y romper los Hilos hundidos en la tierra. Pero el
problema es llevar todo eso hasta los Hilos, porque ellos no van a ser tan amables
como para caer donde nosotros queramos… —Levantó la cara con una sonrisa.
F’lar lo miró con los ojos muy abiertos, sorprendido. ¿Se daba cuenta ese hombre
de lo cómico de sus palabras? No, hablaba con preocupación sincera. En ese
momento carraspeó y sus dedos encallecidos hicieron ruidos audibles a lo largo de su
cabello grueso y su cabeza endurecida por el calor.
—Menudo problema. Menudo problema —musitó, sin intimidarse—. Le dedicaré
toda mi atención. —Se sentó y el enorme banco crujió bajo su peso.
El Maestro Granjero levantó la mano tentativamente.
—Cuando me convertí en Maestro de mi oficio, recuerdo que leí una referencia a
los gusanos de arena de Igen. Una vez se criaron como protección…
—Nunca oí que Igen produjera nada útil excepto calor y arena —se burló alguien.
—Necesitamos todas las sugerencias posibles —dijo F’lar con severidad, tratando
de identificar al bromista—. Por favor, buscad la referencia, Maestro. ¡Señor Bangen
de Igen, quiero algunos de vuestros gusanos!
Banger, igualmente sorprendido ante la idea de que su árido dominio pudiera
esconder algún recurso de provecho, asintió con vigor.
—Hasta que descubramos formas más eficientes de acabar con los Hilos, todos
los que viven en los Fuertes deberán organizarse en grupos de exploración durante los
ataques, para ver dónde caen los Hilos que sobrevivan al fuego de los dragones y
marcarlos, a fin de colocar luego piedra de fuego en el agujero y quemarlos. No
quiero que nadie se lastime pero tenéis que saber que los Hilos se esconden en esos
agujeros con toda rapidez y que no podemos permitir que ninguno se reproduzca.
Vosotros —y señaló a los Señores de los Fuertes— tenéis más que perder que otros.
No os cuidéis solamente de vuestros territorios, porque un agujero en la frontera de
un hombre puede crecer hasta el Fuerte del vecino. Movilizad a todos los hombres,
mujeres y niños de cada una de las granjas y casas de artesanos. Y hacedlo ahora
mismo.
La Sala del Consejo estaba inundada de temor, tensión y reflexión. De pronto,
Zurg, el Maestro Tejedor, se levantó para hablar.
—Mi Oficio también tiene algo que ofrecer, lo cual no es de extrañar, porque
nosotros tratamos con hilos desde que empezamos a trabajar…, de acuerdo con
métodos muy antiguos. —La voz de Zurg era leve y seca, y los ojos del Maestro,

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dentro de sus guaridas rodeadas de líneas que surcaban la piel gastada y dura,
pasaban de una cara a la otra por la Sala—. En el Fuerte de Ruath, una vez, vi sobre
una pared… no sé dónde estará ese tapiz ahora… —Miró con astucia a Meron de
Nabol y después a Bargen de las Alturas, herederos del título de Fax—. Era tan
antiguo como el hombre y los dragones, y mostraba, entre otras cosas, un hombre a
pie, llevando sobre la espalda una máquina extraña. Tenía en la mano un objeto largo
como una espada, pero redondo, con una boca de la que surgían llamaradas
(magníficamente tejidas en tinturas anaranjadas y rojas, tinturas que hemos perdido)
y esa boca estaba dirigida hacia el suelo. Por encima, por supuesto, había dragones en
una formación cerrada, sobre todo bronces…, y me veo obligado a decir de nuevo
que también perdimos esa tintura color bronce, tan real. Sí, recuerdo el trabajo tanto
por lo que nos falta como por su tema.
—¿Un aparato para arrojar llamas? —rugió el Herrero—. Un lanzador de llamas
—repitió con inflexión grave—. Un lanzallamas —murmuró pensativo, las cejas
espesas fruncidas en un gesto titánico—. ¿Qué tipo de lanzallamas? Necesito
pensarlo. —Bajó la cabeza y no volvió a hablar. Estaba tan sumido en sus
pensamientos que dejó de interesarse en el resto de la discusión.
—Sí, buen Zurg, hay muchos trucos de muchos oficios que se perdieron en los
últimos Giros —comentó F’lar, sardónico—. Si queremos seguir con vida, tendremos
que recuperar este conocimiento… y rápido. Por el momento, me gustaría recuperar
el tapiz del que habla el Maestro Zurg.
F’lar miró fijamente a los Señores que habían peleado por los siete Fuertes de Fax
después de su muerte.
—Con ese tapiz, tal vez consigamos salvar muchos territorios. Sugiero que se
busque en Ruatha. Y que aparezca allí o en los talleres de Zurg o de Fandarel. El
lugar que sea más conveniente.
Hubo algunos movimientos de pies, pero nadie dijo que lo tenía.
—Después, tal vez se lo devolvamos al hijo de Fax, que ahora es el Señor de
Ruatha —agregó F’lar, divertido por semejante justicia magnánima.
Lytol emitió un ruido suave con la nariz y miró a su alrededor en la habitación.
F’lar supuso que se divertía también y que sentía cierta pena por el huérfano Jaxom,
criado por un guardián muy honesto pero siempre triste.
—Si puedo añadir algo, Señor Líder del Nido —interrumpió Robinton—. Tal vez
todos podamos beneficiarnos si examinamos afondo nuestros Registros, tal como
prueba la utilidad de vuestros mapas. —Sonrió de pronto, una sonrisa inesperada, casi
vergonzosa—. Yo mismo tengo parte de culpa en esto porque mis Cantores dejaron
de lado baladas poco populares y se dedicaron a las Baladas Maestras y las Sagas,
que eran más largas…, por falta de auditorio y de interés en preservar nuestros
cueros.
F’lar ahogó una risita con una tos. Robinton era un genio.
—Tengo que ver ese tapiz de Ruatha —estalló Fandarel, de pronto.

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—Estoy seguro de que estará en vuestras manos muy pronto —le aseguró F’lar
con más confianza de la que se atrevía a sentir—. Mis Señores, tenemos mucho
trabajo. Ahora que comprendéis a lo que nos enfrentamos, dejo en vuestras manos la
mejor forma de organizar a vuestra gente como líderes de vuestros Fuertes.
Artesanos, poned vuestras mentes en nuestros problemas de ahora. Revisad todos los
Registros que aparezcan para ver si encontráis algo que sea de utilidad. Señores
Telgar, Crom, Ruatha y Nabol, estaré con vosotros dentro de tres días. Nerat, Keroon
e Igen, estoy a vuestra disposición para ayudaros a destruir cualquier Hilo que se
haya hundido en vuestras tierras. Ahora que tenemos a mano al Maestro Minero,
decidle lo que necesitáis. ¿Cómo está vuestro Oficio en estos días?
—Contento de tener tanto trabajo, Líder del Nido —se enorgulleció el Maestro
Minero.
Justo en ese momento, F’lar vio a F’nor flotando entre las sombras del vestíbulo,
tratando de llamarle la atención. El jinete de castaño estaba sonriente y feliz y era
evidente su impaciencia por darle noticias.
F’lar se preguntó cómo podían haber vuelto tan rápido desde el Continente Sur y
después se dio cuenta de que, como la vez anterior, F’nor no estaba tostado por el sol.
Hizo un gesto con la cabeza indicándole que fuera hacia los dormitorios y esperara.
—Señores y Artesanos, tendréis a un jinete cachorro a vuestra disposición para
mensajes y transporte. Buenos días.
Caminó con rapidez por el pasillo hacia el nido de la reina y abrió las cortinas que
lo separaban de la habitación justo en el momento en que F’nor se servía una copa de
vino.
—¡Lo conseguimos! —exclamó F’nor cuando entró el Líder del Nido—. Aunque
nunca sabré cómo lograste saber que debías enviar treinta y dos candidatos. Pensé
que estabas insultando a nuestra noble Pridith. Pero eso fue lo que puso en cuatro
días: treinta y dos huevos. Estuve a punto de venir a avisarte cuando puso el primero.
F’lar le contestó con felicitaciones sinceras, aliviado al ver que una aventura que
parecía destinada al fracaso por lo menos daba sus frutos al comienzo. Ahora lo único
que tenía que averiguar era cuánto tiempo más se había quedado F’nor en el Sur hasta
su visita desesperada de la noche anterior. Porque no había ninguna línea de tensión
ni preocupación en la sonrisa de la bronceada cara de F’nor.
—¿Un huevo de reina? —preguntó F’lar, dejándose llevar por sus esperanzas.
Con treinta y dos en el primer experimento, tal vez podrían enviar una reina de vuelta
y empezar de nuevo.
La cara de F’nor se desinfló.
—No, y yo estaba convencido de que habría uno. Pero hay catorce bronces.
Pridith lo hizo mejor que Ramoth en cuanto a eso.
—Claro que sí. ¿Cómo va el Nido en general?
F’nor frunció el ceño, meneando la cabeza como en lucha contra una sensación
interior de sorpresa.

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—Kylara…, bueno, es un problema. Siempre está metida en líos. T’bor está
agobiado con ella y tan irritado que todo el mundo lo evita. —F’nor se iluminó un
poquito—. El joven N’ton se está convirtiendo en un buen líder de ala, y su bronce tal
vez le gane a Orth, el de T’bor, cuando Pridith se eleve de nuevo para aparearse. No
es que desee que Kylara le caiga encima a N’ton… ni a nadie.
—¿Entonces no tienes problemas con los suministros?
F’nor se rió.
—Si no me hubieras dicho tan claramente que no debemos comunicarnos con
vosotros, podríamos traeros fruta y verdura muy superiores a cualquier cosa del norte.
¡Comemos como siempre deberían comer los hombres dragón! Debemos considerar
la idea de traer algo aquí, F’lar. Entonces ya no tendrías que preocuparte por las
caravanas de los diezmos…
—Todo a su debido tiempo. Ahora vuelve. Ya sabes que no debes quedarte
mucho.
F’nor esbozó una mueca.
—Ah, no está tan mal. De todos modos, no estoy aquí ahora, no en este tiempo.
—Cierto —aceptó F’lar—, pero por favor ten cuidado y no vengas cuando
todavía estés aquí…
—¿Eh? Ah, sí, tienes razón. Me olvido de que el tiempo transcurre muy despacio
para nosotros y en cambio vuela para vosotros. Bueno, no volveré hasta que Pridith
ponga su segunda camada.
Con un adiós lleno de alegría, F’nor salió a grandes zancadas del nido. F’lar lo
miró volver hacia la Sala del Consejo, pensativo. Treinta y dos dragones nuevos,
catorce de ellos bronce, no era poco y parecía hacer que el peligro valiera la pena. ¿O
tal vez el peligro aumentaría más adelante?
Alguien carraspeó deliberadamente. F’lar levantó la vista y vio a Robinton de pie
en el umbral que daba hacia la Sala del Consejo.
—Antes de copiar e instruir a otros sobre esos mapas, Líder del Nido, debo
comprenderlos yo mismo. Me tomé la libertad de quedarme un poco más que los
demás.
—Sois un buen campeón de mi causa, Maestro Cantor.
—Tenéis una causa noble, Líder del Nido. —Los ojos de Robinton brillaron con
malicia—. Siempre estoy rogando al Huevo que me dé la oportunidad de hablar a un
auditorio tan noble.
—¿No os apetece una copa de vino?
—Las uvas de Benden son la envidia de Pern.
—Si se tiene paladar para tan delicioso banquete…
—Los que saben, lo cultivan bien.
F’lar se preguntó cuándo dejaría ese hombre de jugar con las palabras. Tenía otras
ocupaciones, aparte de ponerse a estudiar los mapas.

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—Tengo una balada que, a falta de explicación, había dejado de lado cuando me
convertí en Maestro de mi taller —dijo Robinton después de saborear el vino con
delicia—. Es una canción bastante difícil, tanto por la melodía como por las palabras.
Como Maestro Cantor, uno desarrolla una cierta sensibilidad para captar lo que el
público puede recibir bien y lo que va a rechazar… Hay que hacerlo, claro, por fuerza
—y frunció el ceño al recordar—. Descubrí que esta balada inquietaba tanto al
intérprete como al público y la retiré del repertorio. Pero ahora, como pasa con ese
tapiz, necesitamos redescubrirla.
Después la muerte de C’gan, su laúd había quedado colgado en la Sala del
Consejo hasta que se eligiera un nuevo Cantor del Nido. El Maestro Cantor lo levantó
con sumo respeto, acariciando levemente las cuerdas para ver si estaba afinado y
levantando las cejas al oír el tono delicado del instrumento.
Tocó un acorde. Disonante. F’lar se preguntó si el instrumento estaba desafinado
o si el intérprete había tocado la cuerda equivocada. Pero Robinton repitió ese acorde
extraño, y después lo moduló a un tono menor que resultaba más inquietante todavía.
—Os dije que era una canción nada fácil. Me pregunto si sabréis las respuestas a
las preguntas que formula. Últimamente he pensado mucho en este enigma.
Después, bruscamente, pasó del habla a la canción.

Partieron lejos, adelante,


los ecos ruedan solos, sin nadie.
Vacíos, abiertos, sin vida, polvorientos,
los del dragón, ¿adónde huyeron?

¿Adónde volaron juntos los dragones


dejando los Nidos a vientos y soles?
¿Dejando a las bestias libres, sin rienda?
Lejos, ¿quién sabe dónde? ¿Quién los encuentra?

¿Volaron a un nuevo Nido


donde otros temen la crueldad del Hilo?
¿Hay otro mundo más allá?
¿Por qué, por qué tanta soledad?

La queja del último acorde se repitió en el aire.


—Por supuesto, ya sabréis que esta canción se registró por primera vez hace unos
cuatrocientos Giros —dijo Robinton como si no le diera importancia, acunando el
instrumento con las dos manos—. La Estrella Roja acababa de pasar y ya no había
ataques. La gente tenía muchas razones para quedarse atónita por la pérdida súbita de
la población de cinco Nidos. Ah, me imagino que en ese momento tenían muchas
explicaciones pero ninguna está registrada. —Robinton hizo una pausa significativa.
—Yo tampoco encontré ninguna —replicó F’lar—. En realidad, pedí que me

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trajeran todos los registros de todos los Nidos aquí, para ver si podía compilar mejor
las tablas de ataques. Y esos Registros terminan sin más. —F’lar hizo un gesto tajante
con la mano—. Ni una palabra que explique la súbita falta de comunicación entre un
Nido y otro. Los Registros de Benden continúan, pero solamente hablan de Benden.
Hay una entrada que menciona una desaparición en masa, el comienzo de la patrulla
por todo Pern, no sólo de Benden. Nada más.
—Extraño —convino Robinton—. Tal vez cuando pasó el peligro de la Estrella
Roja, los dragones y sus jinetes volaron entre para que los Fuertes no se agotaran
alimentándolos. Pero me cuesta creerlo. Nuestros Registros del oficio mencionan que
las cosechas eran malas y que se produjeron varias catástrofes naturales… además de
los Hilos. Puede que el pueblo del dragón fuera galante, sí, el más galante de todos,
pero ¿suicidio en masa? No puedo aceptar esa explicación, no, no es posible, sobre
todo para los hombres dragón.
—Muchas gracias —dijo F’lar con ironía.
—No hay de qué —replicó Robinton con un gesto amable de la cabeza.
F’lar dejó escapar una risita apreciativa.
—Veo que hemos estado demasiado apegados al Nido, tanto como a los cueros.
Robinton levantó la copa y la miró con pesar hasta que F’lar se la llenó de nuevo.
—Bueno, vuestro aislamiento sirvió a un propósito, y habéis manejado la revuelta
de los Señores con gran habilidad. Casi me muero de risa, literalmente —hizo notar
Robinton, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Robarles las mujeres a la luz del aliento de
un dragón! —Volvió a reír y, de pronto, se puso serio y miró a F’lar directamente a
los ojos—. Como estoy acostumbrado a oír lo que los hombres prefieren silenciar,
sospecho que hay muchas cosas que omitisteis en ese Consejo. Podéis estar seguro de
mi discreción tanto como de mi apoyo y el de mi oficio, que no es inútil, os lo juro.
En pocas palabras, ¿cómo podemos ayudaros los músicos? —Tocó un aire marcial—.
¿Conmovemos a los hombres con las baladas que hablan de glorias y éxitos pasados?
—La canción, bajo sus dedos hábiles, cambió repentinamente hacia otro ritmo firme
y decidido—. ¿Fortalecemos su voluntad, su mente, su cuerpo para los tiempos
difíciles?
—Si todos vuestros músicos pudieran conmover a los hombres como vos, no
tendría preocupaciones que no se pudieran resolver fácilmente con otros quinientos
dragones para sumar a los que tengo.
—Ah, entonces, a pesar de vuestras palabras valientes y mapas marcados, la
situación es —un quejido disonante en el laúd para enfatizar las últimas palabras—
más desesperada de lo que habéis dado a entender.
—Tal vez.
—Los lanzallamas que recordaba el viejo Zurg y que Fandarel tiene que
reconstruir, ¿inclinarían la balanza a nuestro favor?
F’lar miró a ese hombre inteligente y tomó una decisión.

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—Hasta los gusanos de arena de Igen pueden ayudar, pero a medida que el
mundo gire y la Estrella Roja se acerque, los intervalos entre los ataques serán cada
vez más cortos y solamente tenemos setenta y dos dragones nuevos para agregar a los
que teníamos ayer. De los de ayer, uno murió y hay varios que no podrán volver a
volar en varias semanas.
—¿Setenta y dos? —Robinton lo miró, atónito—. Ramoth puso cuarenta y
todavía son demasiado jóvenes para comer piedra de fuego.
F’lar describió la expedición de Lessa y F’nor. Relató la reaparición y advertencia
de F’nor, y su informe sobre el éxito relativo del experimento con el nacimiento de
los treinta y dos dragones de Pridith en su primera camada. Robinton lo detuvo.
—¿Cómo puede haber regresado F’nor si vos todavía no habéis sabido nada de la
expedición de Lessa y él para averiguar si hay un lugar apropiado para la crianza en
el Continente Sur?
—Los dragones pueden ir entre tiempos del mismo modo que entre espacios
distintos. Van con la misma facilidad a un cuándo que a un dónde.
Los ojos de Robinton se agrandaron al oír esas noticias impresionantes.
—Así fue cómo logramos detener el ataque de Nerat ayer por la mañana.
Saltamos hacia atrás dos horas entre tiempos para atacar a los Hilos cuando cayeran.
—¿Realmente podéis saltar hacia atrás? ¿Hasta dónde?
—No lo sé. Cuando yo le estaba enseñando a saltar con Ramoth, Lessa volvió sin
querer al Fuerte Ruatha. Volvió al amanecer en que invadieron los hombres de Fax
desde las alturas, hace trece Giros. Cuando volvió al presente, traté de saltar entre
tiempos unos diez Giros. Para los dragones es fácil hacerlo, pero parece que el jinete
siente un gran cansancio por el enorme esfuerzo. Ayer, cuando volvimos desde Nerat
y tuvimos que ir a Keroon, sentí como si me hubieran golpeado y dejado a secar todo
un verano en las Llanuras de Igen. —F’lar meneó la cabeza—. Evidentemente,
tuvimos éxito al enviar a Kylara, Pridith y los otros unos diez Giros atrás entre
porque F’nor me informó de que estuvo allá varios Giros. Sin embargo, los hombres
y mujeres empiezan a resentirse del esfuerzo. Sin embargo, unos setenta y dos
dragones maduros serán de gran ayuda.
—Enviad un jinete al futuro para averiguar si es suficiente —sugirió Robinton—.
Os ahorraríais unos días de preocupación.
—No sé cómo llegar a un cuándo que todavía no ha sucedido. Hay que transmitir
puntos de referencia al dragón. ¿Cómo referirlo a tiempos que no conocemos?
—Tenéis imaginación. Proyectadla.
—¿Y tal vez perder un dragón cuando nos faltan tantos? No. Debo continuar…,
porque obviamente seguí adelante, a juzgar por los regresos de F’nor…, sí debo
seguir como decidí al principio. Lo que me recuerda que tengo que dar órdenes para
que empiecen a prepararse. Después revisaré los mapas de tiempo con vos.
Solamente después de la comida del mediodía, que tomaron juntos, Robinton se
sintió seguro de comprender los esquemas y se fue a preparar el trabajo de las copias.

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A través de un ancho mar, solitario, sin huellas,
sin alas de dragón en muchos días,
volaron dorado y castaño, en primavera,
a una tierra lejana a buscar vida.

Cuando Ramoth y Canth llevaron a Lessa y F’nor a la Roca de la Estrella, vieron


a los primeros Señores y Artesanos que llegaban al Consejo.
Para volver al Continente Sur diez Giros atrás, Lessa y F’nor habían decidido que
era más fácil transferirse primero entre tiempos al Nido de hacía diez Giros, que
F’nor recordaba bien. Después irían entre espacios a un punto sobre el mar cerca de
la costa del abandonado Continente Sur, que era lo más cercano a él que habían
encontrado en los Registros.
F’nor puso en la mente de Canth un día que recordaba hacía diez Giros y Ramoth
copió las referencias. El terrible frío del entre dejó sin aliento a Lessa. Después, vio
con profundo alivio la actividad normal de un nido, antes de que los dragones los
llevaran entre lugares sobre el mar encrespado.
Más allá, casi púrpura en un día frío y nublado, acechaba el Continente Sur. Lessa
sintió que una nueva ansiedad reemplazaba en ella la incertidumbre del
desplazamiento temporal. Ramoth voló adelante con grandes movimientos de las
alas, hacia la costa lejana. Canth trató de mantenerse a su lado por galantería.
Solamente es un castaño, le recordó Lessa a la reina de oro.
Si quiere volar conmigo, replicó Ramoth con frialdad, que ponga algo de esfuerzo
en esas alas.
Lessa sonrió, pensando en privado que Ramoth debía de estar enojada todavía
porque no le habían permitido luchar con sus compañeros. Todos los machos pasarían
una época difícil con ella por un tiempo.
Vieron la primera bandada de grifos y se dieron cuenta de que tenía que haber
vegetación en el Continente. Los grifos necesitan plantas verdes para vivir, aunque en
realidad no necesitan mucho más que eso, excepto algunos gusanos, si es posible.
Lessa indicó a Canth que le pasara preguntas a su jinete.
Si el Continente Sur quedó desierto después del ataque de los Hilos, ¿cómo
empezó la nueva vida? ¿De dónde vinieron los grifos?
¿Has notado alguna vez cómo se abren algunas semillas y flotan después en el
viento? ¿Te has fijado en que los grifos vuelan al sur después del solsticio de otoño?
Sí, pero…
¿Qué sucede?
¡Pero la tierra estaba inundada de Hilos!
En menos de cuatrocientos Giros, hasta las cimas quemadas de las colinas de
nuestro Continente empiezan a reverdecer en primavera, replicó F’nor a través de
Canth, así que es fácil comprender que el Continente Sur haya revivido de nuevo.

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Incluso al paso que imprimía Ramoth a la marcha, tardaron bastante tiempo en
llegar a la orilla de enormes montañas pedregosas en la luz opaca. Lessa gruñó
interiormente pero apuró a Ramoth hacia arriba para ver el panorama. Desde allí la
tierra parecía gris y desolada.
De pronto, el sol salió desde detrás de una nube y el gris se disolvió en verdes y
castaños densos, colores de vida, los verdes brillantes del crecimiento pujante de los
trópicos, los castaños de enredaderas y árboles vigorosos. El grito de triunfo de Lessa
se repitió en el eco de los hurras de F’nor y las voces broncíneas de los dragones. Los
grifos, asustados por ese sonido desacostumbrado, se elevaron, chillando, alarmados.
Más allá de la orilla, la tierra se elevaba y se alejaba doblándose en selvas y
praderas llenas de hierba, semejantes a la parte media de Boll. Aunque buscaron toda
la mañana, no encontraron ningún risco hospitalario donde fundar un nuevo Nido. Tal
vez ése era uno de los factores que explicaban el fracaso de la aventura del Sur, pensó
Lessa.
Descorazonados, aterrizaron sobre una meseta junto a un pequeño lago. El clima
era tibio, pero no opresivo, y mientras jinete y amazona comían su alimento del
mediodía, los dos dragones se hundieron en el agua para refrescarse.
Lessa estaba inquieta y no le apetecía comer pan y carne. Notó que F’nor se
sentía igual y miraba constantemente a su alrededor hacia el lago y el borde de la
selva.
—¿Qué estamos vigilando? Los grifos no cambian y ningún otro animal se
acercaría a un dragón. Estamos diez Giros antes de la Estrella Roja, así que no puede
haber Hilos.
F’nor se encogió de hombros, con una sonrisa tonta mientras volvía a guardar el
pan en la alforja de la comida.
—El lugar está vacío, supongo —intentó explicar, mirando otra vez en redondo.
Vio una fruta colgando de una enredadera de flor de luna—. Eso parece familiar y
apetitoso, quiero algo que no parezca polvo en la boca.
Trepó por la planta y arrancó la fruta color naranja.
—Huele bien, parece madura, tiene la consistencia de algo maduro —anunció y
abrió la fruta con gesto desafiante. Sonrió y alcanzó el primer pedazo a Lessa
mientras sacaba otro para sí mismo. Lo levantó en el aire con audacia—. ¡Comamos
y muramos juntos!
Ella no pudo contener la risa y le hizo la venia. Los dos mordieron al mismo
tiempo. Un jugo dulce se les escapó por la comisura de la boca y Lessa se lamió los
labios con rapidez para capturar la última gota del delicioso líquido.
—Si muero, muero contento —exclamó F’nor, mientras recolectaba más fruta.
Los dos se sintieron mejor de pronto y pudieron discutir la situación con mayor
tranquilidad.
—Creo —sugirió F’nor— que lo que nos molesta es la falta de cavernas y
acantilados y la intensa quietud de este lugar, saber que no hay hombres ni bestias

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cerca.
Lessa asintió.
—Ramoth, Canth, ¿os molestaría no tener un Nido?
No siempre hemos vivido en cuevas, replicó Ramoth, en tono de profunda paz
mientras rodeaba el lago. Las ondas que formaba llegaban hasta donde estaban
sentados Lessa y F’nor sobre un tronco caído. El sol aquí es tibio y agradable, el agua
refrescante. Me gustaría venir aquí, pero no soy yo la que debe venir.
—Está furiosa —le murmuró Lessa a F’nor—. Deja que Pridith disfrute de esto
—le dijo con suavidad a la reina dorada—. ¡Tú ya tienes todo el Nido!
Ramoth se hundió en el agua y salpicó a su alrededor como réplica furiosa.
Canth admitió que no le importaba carecer de Nido. La tierra seca sería más tibia
que la piedra para dormir una vez que excavaran un buen hoyo. No, no le importaba
que no hubiera cuevas siempre que hubiera suficiente comida.
—Tendremos que traer reses —musitó F’nor—. Las suficientes para empezar un
buen rebaño. Los grifos son grandes. Bien mirado, creo que esta meseta no tiene
salidas. No necesitaríamos cuidarlos. Mejor será que lo investigue. Si es así, este
lugar con el lago y sitio suficiente para levantar Fuertes me parece conveniente, sólo
habrá que levantarse y buscar el desayuno en un árbol.
—Sería mejor elegir a los que no hayan crecido en los Fuertes —agregó Lessa—.
No se sentirán tan mal sin alturas que cuidar. —Rió con fuerza—. Estoy más apegada
a las costumbres de lo que suponía. Todos estos espacios abiertos, sin nadie, sin
ruidos… parece… indecente. —Tembló un poco, mirando la gran meseta que se abría
al otro lado del lago.
—Lleno de frutas, hermoso —la corrigió F’nor, saltando para tomar más de
aquellas esferas naranjas y suculentas—. Son una delicia. No recuerdo haber comido
nada tan dulce y jugoso en Nerat, y eso que es la misma variedad.
—Muy superior a lo que recibimos en el Nido. Supongo que Nerat sirve primero
a los suyos y después al Nido.
Los dos se aprovisionaron con tranquilidad.
Más adelante, averiguaron que la meseta estaba aislada y que era lo bastante
amplia como para dar alimento a un rebaño entero de bestias para los dragones.
Terminaba en un acantilado abrupto con la altura de varios dragones en uno de los
lados, y más abajo, la selva. Del otro, el mar y sus acantilados. Los bosques
proveerían la materia prima para las casas de la gente del Nido. Ramoth y Canth
estuvieron de acuerdo en que los dragones podrían estar cómodos bajo el follaje
espeso de la jungla. Y como, desde el punto de vista del clima, aquella parte del
mundo era semejante a Nerat, no habría ni calores agobiantes ni demasiado frío.
Pero aunque Lessa tenía ganas de volver, F’nor parecía desear quedarse.
—Podemos ir entre en tiempo y espacio de vuelta —insistió Lessa— y volver al
Nido al atardecer. Los Señores ya se habrán ido para entonces.

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F’nor estuvo de acuerdo y Lessa se preparó para el viaje entre. Se preguntó por
qué razón el entre cuándo le molestaba más que el dónde, ya que era evidente que no
tenía efecto alguno en los dragones. Ramoth, que sentía la depresión de Lessa, emitió
un ruidito cariñoso para alentarla. La larga, larga y negra suspensión del frío
completo del entre dónde y cuándo terminó de pronto con el sol por encima del Nido.
Un poco asustada, Lessa vio bultos y bolsas extendidos frente a las Cavernas
Inferiores mientras algunos jinetes supervisaban la carga de sus bestias.
—¿Qué está pasando? —exclamó F’nor.
—Ah, es F’lar, que estaba seguro del éxito de nuestra misión —le aseguró ella,
sin darle importancia.
Mnementh, que vigilaba toda la operación desde la cornisa del nido de la reina,
envió un saludo a los viajeros junto con la información de que F’lar deseaba verlos en
el nido en cuanto volvieran.
Encontraron a F’lar inclinado sobre uno de los cueros más antiguos y menos
legibles de los Registros que había traído de la Sala del Consejo.
—¿Qué tal? —preguntó, sonriendo una bienvenida a los dos.
—Verde, lleno de vida, aceptable —declaró Lessa, mirándolo a los ojos con
atención. F’lar sabía más que cuando lo había dejado. Bueno, esperaba que tuviera
mucho cuidado con lo que decía delante de F’nor, que no era tonto y para quien ese
conocimiento anticipado podía resultar peligroso.
—Eso es lo que esperaba que dijerais —siguió el Líder del Nido—. Vamos,
contadme en detalle lo que visteis. Quiero llenar los vacíos que hay en el mapa.
Lessa dejó que F’nor diera los detalles y F’lar lo escuchó con mucha atención
mientras lo anotaba todo.
—Decidí alertar a los jinetes y empezar a empaquetar provisiones por si era
viable el proyecto —le dijo cuando F’nor terminó su relato—. Recuerda, solamente
tenemos tres días en este tiempo, tres días para que volváis diez Giros. Nosotros aquí,
no tenemos tiempo que perder. Así que para vosotros pasarán diez años, pero para
nosotros tres días solamente. Lessa, me parece muy buena idea eso de elegir a los que
crecieron en las granjas. Tenemos suerte de que la última Búsqueda de candidatos
para los dragones de Pridith haya encontrado a la mayoría en talleres y granjas. Ahí
no hay problemas. Y la mayoría de los treinta y dos están ya en la adolescencia.
—¿Treinta y dos? —exclamó F’nor—. Deberíamos tener cincuenta. Los dragones
deben poder elegir, aunque tengamos a los candidatos antes de que vengan los
huevos.
F’lar se encogió de hombros para restarle importancia.
—Envía por más. Recuerda que tú sí tendrás tiempo —se rió como si primero
hubiera pensado añadir algo y después hubiera cambiado de parecer.
F’nor no tuvo tiempo de discutir con el Líder porque F’lar lo interrumpió y se
lanzó de nuevo a sus rápidas instrucciones.

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F’nor debía llevar a sus jinetes de ala para ayudar a entrenar a los nuevos
dragones y jinetes. También se llevarían los cuarenta dragones que habían salido de la
primera camada de Ramoth. Kylara con su reina Pridith, T’bor y su bronce Piyanth.
El joven bronce de N’ton tal vez también estaría listo para volar y aparearse al mismo
tiempo que Pridith y eso daría por lo menos dos bronces a la joven reina.
—¿Qué habría sucedido si el Continente Sur hubiese estado desierto? —preguntó
F’nor, todavía asombrado por la seguridad de F’lar—. ¿Qué hubiéramos hecho
entonces?
—Os hubiéramos mandado hacia atrás a las Grandes Montañas —replicó F’lar
demasiado rápido, pero siguió adelante enseguida—. Enviaría a otros bronces, F’nor,
pero los necesito a todos para buscar agujeros de Hilos en Keroon y Nerat. Ya
encontraron varios en Nerat. Vincet está casi al borde de un ataque de pánico, según
me han dicho.
Lessa hizo un comentario breve y directo sobre ese Señor.
—¿Y qué pasó esta mañana? —preguntó F’nor, que se había acordado de pronto.
—Eso no importa ahora. Tienes que empezar la transferencia esta misma noche,
F’nor.
Lessa miró al Líder del Nido de arriba a abajo y decidió que tendría que averiguar
lo que había pasado.
—Dibuja alguna de las referencias, Lessa, ¿quieres? —le pidió F’lar.
Había un ruego en sus ojos cuando le acercó un cuero limpio y una pluma. Era
evidente que no quería preguntas que pudieran alarmar a F’nor. Ella suspiró y levantó
la pluma.
Dibujó con rapidez, F’nor añadió uno o dos detalles, y pronto tuvieron listo un
mapa razonable de la meseta que habían elegido. Después, de pronto, a Lessa le
pareció que ya no podía enfocar la mirada. Se sentía extraña, la cabeza liviana.
—¿Lessa? —F’lar se inclinó hacia ella.
—Todo… todo se mueve en círculos —balbuceó ella y se dejó caer hacia atrás
entre los brazos de su compañero.
F’lar levantó el cuerpo frágil entre sus brazos e intercambió una mirada alarmada
con su hermanastro.
—Voy a llamar a Manora —sugirió F’nor.
—¿Cómo te sientes tú? —le preguntó el Líder del Nido.
—Sólo cansado —le aseguró F’nor mientras gritaba a los de la cocina que fueran
a buscar a Manora y trajeran klah caliente. ¿Por qué los problemas empezaban con
tanta rapidez en Lessa?
—El salto en el tiempo hace que uno se sienta levemente… —F’nor hizo una
pausa, buscando la palabra exacta—. No del todo…, no del todo entero. Tú peleaste
entre tiempos ayer en Nerat…
—Combatí —le recordó F’lar— pero ni tú ni Lessa habéis luchado hoy contra
nada. Debe de haber alguna presión mental inherente al viaje entre tiempos. Mira,

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F’nor, preferiría que no volvieras después de haber fundado el Nido del sur. Más bien
considéralo una orden. Haré que Ramoth inhiba a los dragones. De esa forma, ningún
jinete podrá volver aunque quiera. Hay algún factor que tal vez sea más peligroso de
lo que sabemos. No corramos riesgos innecesarios.
—De acuerdo.
—Otro detalle más, F’nor. Ten mucho cuidado con los tiempos que elijas para
volver. Yo no saltaría cerca de ningún momento en que tú mismo hayas estado aquí.
No puedo ni imaginarme lo que pasaría si te encontraras contigo mismo en el pasillo.
No puedo perderte.
Con una demostración de afecto poco frecuente, F’lar apretó el hombro de su
hermano.
—Recuerda, F’nor. Yo estuve aquí toda la mañana y tú no volviste del primer
viaje hasta media tarde. Y recuerda, también, que nosotros tenemos solamente tres
días. Tú tienes diez Giros.
F’nor se fue. Se cruzó con Manora en el vestíbulo.
La mujer no encontró nada anormal en Lessa, al menos aparentemente, y al final
decidieron que debía de ser simple fatiga. El esfuerzo del día anterior, en el que Lessa
había tenido que pasar mensajes de un dragón a otro, seguido por la perturbación que
le había causado viajar entre tiempos.
Cuando F’lar fue a desearle un buen viaje al sur a los que partían, Lessa dormía
tranquila; estaba algo pálida, pero respiraba pausadamente.
F’lar hizo que Mnementh transmitiera a Ramoth la prohibición que la reina debía
comunicar a todos los dragones asignados a la aventura. Ramoth obedeció, pero
agregó en un aparte al bronce Mnementh, comentario que Mnementh pasó a F’lar,
que todo el mundo tenía aventuras mientras ella, la reina del Nido, estaba confinada
en el mismo sitio aburrido de siempre.
En cuanto los dragones cargados desaparecieron uno por uno en el cielo sobre la
roca de la Estrella, apareció el joven jinete asignado al Fuerte de Nerat como
mensajero, deslizándose hacia abajo con el rostro pálido de miedo.
—Líder del Nido, hemos encontrado muchos otros agujeros y no podemos
quemarlos sólo con fuego. El señor Vincet os pide que vayáis.
F’lar podía imaginarse la razón de ese pedido.
—Come algo antes de volver, muchacho. Ya iré.
Mientras pasaba por el pasillo hacia el dormitorio, oyó que Ramoth gruñía. La
reina había decidido dormir un rato.
Lessa también descansaba, una mano doblada bajo la mejilla, el cabello negro
sobre el borde de la cama. Le pareció frágil, una niña apenas, y de pronto muy
preciosa para él. F’lar sonrió. Por lo visto, Lessa estaba celosa de las atenciones de
Kylara. Ah, eso lo halagaba. Lessa nunca sabría por él que Kylara, a pesar de su
belleza innata y su naturaleza sensual, no lo atraería como la delicada e impredecible
Lessa. Incluso la obstinación de la Jefa del Nido, su humor intratable, su astucia y su

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inteligencia ácida, le agregaban sal a la relación. Con una ternura que nunca hubiera
podido mostrarle cuando los dos estaban despiertos, F’lar se inclinó y la besó en los
labios. Ella se movió y sonrió, suspirando un poco en el sueño.
F’lar la dejó de mala gana. Al pasar junto a la reina, se detuvo y Ramoth levantó
su cabeza enorme, en forma de yunque. Sus ojos multifacetados brillaron con extraña
luz al mirar al Líder del Nido.
—Mnementh, por favor, pídele a Ramoth que se ponga en contacto con el dragón
del taller de artesanos de Fandarel. Me gustaría que el Maestro tierrero viniera
conmigo a Nerat. Quiero ver cómo actúa su agente sobre los Hilos.
Ramoth asintió cuando el otro dragón le transmitió el mensaje.
Ya está hecho. El dragón verde vendrá en cuanto pueda, le informó
inmediatamente Mnementh a su jinete. Esto de hablar es más fácil cuando Lessa está
despierta, gruñó.
F’lar estaba totalmente de acuerdo. La habilidad de Lessa para la comunicación
con los dragones había representado una gran ventaja el día anterior y dependerían de
ella cada vez más.
Tal vez sería mejor que intentara hablar a través del tiempo con F’nor de vez en
cuando…, pero no, F’nor ya había vuelto.
F’lar caminó con rapidez hacia la Sala del Consejo. Todavía esperaba encontrar
en algún lugar ilegible de los Registros la clave que necesitaba con tanta
desesperación. Tenía que haber una salida a ese momento de estancamiento. Si no era
la aventura del Sur, entonces otra cosa. ¡Pero tenía que haber algo!

Fandarel demostró que era un hombre con voluntad de acero. Miró con calma la
maraña de Hilos que crecía a ojos vista, entrelazándose y tocándose con movimientos
obscenos.
—Cientos y cientos en este agujero solo —se lamentaba el Señor Vincet de Nerat
con la voz perturbada, histérica. Sacudió las manos a su alrededor señalando la
plantación de árboles jóvenes en la que se había descubierto el agujero—. Estas
plantas se queman mientras vosotros discutís. ¡Haced algo! ¿Cuántos árboles jóvenes
morirán sólo en este campo? ¿Cuántos Hilos escaparon del fuego de los dragones
ayer? ¿Dónde está el dragón que podrá quemarlos? ¿Por qué os quedáis ahí sin hacer
nada?
F’lar y Fandarel no prestaron atención alguna a las palabras furiosas de ese
hombre, fascinados y asqueados con su primera visión del estado terrestre del antiguo
enemigo. A pesar de las acusaciones aterrorizadas de Vincet, ése era el único agujero
en la colina. A F’lar no le gustaba la idea de ponerse a calcular cuántos más podrían
haberse escapado entre las llamas de los dragones mientras caían hacia el suelo fértil
y tibio de Nerat. Si hubieran tenido tiempo para colocar guardias que marcaran el
lugar donde caían los Hilos sobrevivientes… Bueno, al menos no cometerían el

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mismo error en Telgar, Crom y Ruatha al cabo de tres días. Pero con eso no bastaba.
No, no era suficiente.
Fandarel hizo un gesto y los dos artesanos que lo acompañaban se le acercaron.
Llevaban un extraño aparato: un gran cilindro de metal con una rama y un pitón
ancho. Al otro lado del cilindro había otro caño corto y más allá un cilindro corto con
otro pistón. Un artesano movía el pistón a toda velocidad mientras el segundo, que
casi no podía mantener las manos firmes, apuntaba el extremo hacia el agujero del
Hilo. De pronto, el que bombeaba hizo una señal y el primer hombre soltó una
pequeña manivela en el pitón y levantó el aparato sobre el agujero, alejándolo lo más
posible de su cuerpo. Cuando las gotas de líquido cayeron sobre el Hilo, el agujero se
llenó de humo hirviente. Muy pronto, lo único que quedaba de esos hilillos blancos y
llenos de movimiento era una masa humeante de hebras quemadas. Fandarel se quedó
mirando esa tumba durante largo rato, mucho después de haber hecho un gesto para
que se alejaran los artesanos. Finalmente, gruñó y buscó un palo para remover los
restos. No quedaba ni un solo Hilo vivo.
—Hum —gruñó de nuevo con satisfacción evidentemente—. Pero no veo factible
ir por ahí cavando en cada agujero que encontremos. Necesito otro.
Con el Señor Vincet detrás como una plañidera de manos desesperadas, partieron
con los hombres del bosque hasta el otro agujero en la selva pluvial, cerca del mar.
Los Hilos habían entrado en la tierra por el costado de un gran árbol que ya se estaba
cayendo.
Fandarel, con el palo en la mano, abrió un pequeño agujero junto al del Hilo e
indicó a sus artesanos que se adelantaron. El que bombeaba hizo fuerza de su lado
mientras el otro ajustaba el caño antes de insertarlo en el agujero. Fandarel les dirigió
una señal para que empezaran y contó despacio antes de indicarles que se detuvieran.
El humo salió a presión del pequeño agujero.
Después de un lapso respetable, Fandarel ordenó a los hombres que cavaran y les
recordó que debían cuidarse de no tocar el líquido del agentrés. Cuando descubrieron
el hoyo, el ácido había hecho su trabajo y sólo quedaba una masa quemada de hebras.
Fandarel sonrió, pero esta vez se rascó la cabeza, decepcionado.
—De todos modos es demasiado laborioso. Resulta más fácil tomarlos en la
superficie —gruñó el Maestro Herrero.
—Lo mejor es atraparlos en el aire —interrumpió el Señor Vincet—. ¿Y qué le va
a hacer esa porquería a mis huertos? ¿Eh?
Fandarel se volvió en redondo, como si acabara de reparar en el desesperado
Señor de Nerat.
—El agentrés diluido es lo que usáis para fertilizar vuestras plantas en primavera,
buen hombre. Es cierto, este campo quedó quemado y así quedará por algunos años,
pero no está lleno de Hilos. Sería mucho mejor si pudiéramos rociarlos con ácido en
el aire. Entonces flotaría abajo y se disiparía totalmente, sería absolutamente inocuo y
además serviría de fertilizante. —Se detuvo y se rascó la cabeza, pensativo—.

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Vuestros jóvenes dragones podrían llevar un poco en las alas… Mmmm. Una
posibilidad, pero este aparato es demasiado voluminoso todavía. —Dio la espalda al
sorprendido Señor del Fuerte y le preguntó a F’lar si habían devuelto el tapiz—.
Todavía no comprendo lo del tubo lanzallamas. Este mecanismo es una modificación
de los que se utilizan en las huertas.
—Todavía estoy esperando —replicó F’lar refiriéndose al tapiz—, pero ese ácido
vuestro me parece muy efectivo. Ha matado los Hilos.
—Los gusanos de arena también son efectivos, pero no eficientes —gruñó
Fandarel, insatisfecho. Dirigió un gesto a sus ayudantes y salió caminando hacia los
dragones bajo la luz difusa.
Robinton los esperaba cuando volvieron al Nido. Su expresión exterior, tranquila
y serena, apenas ocultaba su agitación interna. Sin embargo se interesó con
amabilidad por las pruebas de Fandarel. El Maestro Herrero gruñó y se encogió de
hombros.
—Tengo a todos mis artesanos trabajando en ello.
—El Maestro Herrero es demasiado modesto —intervino F’lar como para aclarar
las cosas—. Han inventado un aparato muy ingenioso que arroja agentrés dentro de
los agujeros de los Hilos y los convierte en una pulpa negra quemada.
—No es eficiente. Me convence más la idea de los lanzallamas —dijo el herrero
con los ojos brillantes en medio de una cara sin expresión—. Un lanzador de llamas
—repitió, con la mirada perdida. Meneó la cabeza pesada con un crujido audible de
los huesos del cuello—. Me voy —dijo y con una inclinación de cabeza al Líder del
Nido, los dejó solos.
—Me gusta la dedicación de ese hombre a una idea —observó Robinton. A pesar
de que el comportamiento del herrero lo divertía, había en sus palabras una fuerte
corriente de respeto hacia ese hombre—. Tengo que poner a mis aprendices en la
tarea de escribir una Saga sobre el Maestro Herrero. Entiendo —dijo, volviéndose
hacia F’lar— que la aventura del sur ya ha empezado.
F’lar asintió sin alegría.
—¿Vuestras dudas aumentan?
—Esto del viaje entre tiempos se cobra su precio —admitió el Líder, mirando
nervioso hacia el dormitorio.
—¿La Jefa del Nido está enferma?
—Duerme, pero el viaje la ha afectado. Necesitamos otra solución, una menos
peligrosa —F’lar golpeó un puño contra una palma.
—No tengo una respuesta para eso —dijo Robinton y después añadió con
brevedad—: Sin embargo, he encontrado algo que, a mi entender, forma parte del
mismo rompecabezas. He dado con una anotación. Hace cuatrocientos Giros, el
Maestro Cantor de esa época fue llamado al Nido Fort no mucho después de que la
Estrella Roja se retirara del cielo de la tarde en Pern.
—¿Una anotación? ¿Y qué dice?

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—Os recuerdo que los ataques de los Hilos acababan de terminar y el Maestro
Cantor tuvo que ir una tarde al Nido Fort. Una llamada muy extraña. Sin embargo —
y Robinton enfatizó la distinción señalando con su dedo largo y lleno de callos a F’lar
—, no se hace ninguna otra mención de esa visita. Tendría que haber algo, porque
esas visitas siempre se realizan con algún propósito. Las entrevistas siempre se
registran pero esta vez no se da explicación alguna. El Registro vuelve a empezar
varias semanas después y el Maestro Cantor escribe como si nunca hubiera dejado su
taller. Unos diez meses más tarde se agregó la Canción de las Preguntas a las Baladas
Maestras obligatorias.
—¿Pensáis que esas dos cuestiones están relacionadas con el abandono de los
cinco Nidos?
—Sí, pero no sabría deciros por qué. Solamente siento que los hechos, la visita,
las desapariciones, la Canción de las Preguntas están todos conectados.
F’lar sirvió dos vasos de vino.
—Lo volví a examinar todo y encontré algunas indicaciones. —Se encogió de
hombros—. Todo debió de ser normal hasta el momento en que desaparecieron. Hay
Registros de caravanas de diezmos, almacenamiento de provisiones, la lista de
dragones heridos y hombres que vuelven a las patrullas normales. Y después, los
Registros terminan de pronto, en pleno Frío, y solamente queda el Nido de Benden
ocupado.
—¿Y por qué ese único Nido de los seis que había? —preguntó Robinton—. La
isla Ista hubiera sido mejor elección si había que dejar solamente uno. Benden,
situado tan al norte, no es un buen lugar para pasar cuatrocientos Giros.
—Benden es alto y está aislado. ¿Una enfermedad que golpeó a los otros no llegó
aquí?
—¿Y ninguna explicación sobre esa enfermedad? No pudieron morir todos al
mismo tiempo, dragones, jinetes, habitantes del nido, y no dejar ni un solo esqueleto
secándose al sol…
—Entonces, preguntémonos por qué llamaron al Maestro Cantor. ¿Le dijeron que
compusiera una Balada Maestra relacionada con la desaparición?
—Bueno —bufó Robinton—. Evidentemente, no estaba pensada para alegrarnos
la vida, no con esa música…, si es que se la puede llamar música y yo no la llamaría
así. Tampoco contesta ninguna pregunta, sólo las plantea.
—¿Para que nosotros las contestemos? —sugirió F’lar con suavidad.
—Sí. —A Robinton le brillaban los ojos—. Para que nosotros las contestemos, sí,
porque es difícil olvidar esa canción. Lo cual significa que se compuso para ser
recordada. Esas preguntas son importantes, F’lar.
—¿Qué preguntas son importantes? —preguntó Lessa, que había entrado sin que
la oyeran.
Los dos hombres se levantaron. F’lar, con un gesto poco frecuente en él, le
alcanzó una silla y le sirvió vino.

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—No voy a romperme en pedazos —protestó ella con voz irritada, casi enojada
por el exceso de cortesía. Después le sonrió para quitar hierro a sus palabras—. He
dormido y ahora me encuentro mucho mejor. ¿Qué los estaba poniendo tan tensos?
F’lar le describió rápidamente lo que habían estado discutiendo él y el Maestro
Cantor. Cuando mencionó la Canción de las Preguntas, Lessa tembló de arriba abajo.
—Tampoco yo consigo olvidarla. Y siempre me dijeron —e hizo un gesto de
desagrado al recordar las horribles lecciones con R’gul— que eso significa que es
importante. Pero ¿por qué? Solamente formula preguntas. —Después parpadeó, con
los ojos muy abiertos de asombro—. «Partieron lejos, ¡adelante!» —exclamó,
poniéndose de pie—. ¡Eso! Los cinco Nidos partieron adelante. Pero ¿a qué
momento?
F’lar se volvió hacia ella, mudo de asombro.
—¡Vinieron adelante hasta nuestro tiempo! Cinco Nidos llenos de dragones —
repitió ella con la voz mudada.
—No, es imposible —la contradijo F’lar.
—¿Por qué? —preguntó Robinton, ansioso—. ¿No resuelve eso el problema que
nos acucia? ¿La necesidad de dragones maduros para la lucha? ¿No explica la razón
por la que se fueron de pronto, sin dejar más rastro que la Canción de las Preguntas?
F’lar se apartó el mechón de cabellos de los ojos.
—Explicaría que se fueron —admitió— y nada más, porque no podían dejar
ninguna clave sobre el lugar adonde fueron o eso lo echaría todo a perder. Yo
tampoco podía decirle a F’nor que sabía que la aventura del Sur tendría problemas.
Pero ¿cómo llegaron aquí…, si es aquí cuando vinieron? Y ése es el verdadero
problema: ¿cómo puedes darle referencias a un dragón sobre un cuando que todavía
no ha ocurrido?
—Alguien tiene que volver a darles las referencias correctas —replicó Lessa con
voz tranquila.
—Estás loca, Lessa —le gritó F’lar, con el rostro lleno de alarma—. Ya sabes lo
que te pasó hoy. ¿Cómo puedes pensar en volver a un cuando que ni siquiera puedes
imaginar? ¿A un cuando de hace cuatrocientos Giros? Volver diez te dejó desmayada
y débil.
—¿No valdría la pena? —le preguntó ella con una mirada grave—. ¿Te parece
que Pern no lo merece?
F’lar la tomó de los hombros y la sacudió con los ojos enloquecidos de miedo.
—Ni siquiera Pern valdría la pena si te perdiera. O a Ramoth. Lessa, Lessa, no te
atrevas a desobedecerme en esto. —Bajo la voz a un murmullo intenso, helado,
sacudiéndola con furia.
—Eh…, tiene que haber una solución aunque en este momento se nos escape,
Jefa del Nido —interrumpió Robinton con habilidad—. ¿Quién sabe qué pasará
mañana? Desde luego, no es algo que podamos hacer sin haber considerado antes
todos los aspectos.

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Lessa no se sacudió la mano de F’lar apoyada con fuerza en su hombro mientras
miraba al Maestro Cantor.
—Ramoth no tiene miedo de intentarlo —dijo Lessa, la boca fría en una línea de
determinación.
F’lar echó una mirada de furia al dragón dorado que miraba a los humanos con el
cuello doblado hasta casi tocar el hombro junto a la gran ala.
—Ramoth es joven —ladró F’lar y después captó el pensamiento ácido de
Mnementh al mismo tiempo que Lessa.
Lessa echó la cabeza atrás y su risa de plata despertó ecos en la bóveda de la gran
cámara.
—Yo también necesito una broma en este momento —señaló Robinton.
—Mnementh le dijo a F’lar que él no era joven y que tampoco tenía miedo de
intentarlo. Que era solamente un paso muy largo —explicó Lessa, secándose las
lágrimas de los ojos.
F’lar miró hacia el corredor con amargura. Al final de ese pasaje, Mnementh
esperaba, acostado en su cornisa de siempre.
Viene un dragón cargado, advirtió el bronce a los del Nido. Es Lytol, detrás del
joven B’rant sobre el castaño Fanth.
—¿Ahora trae sus propias malas noticias? —preguntó Lessa con amargura.
—Ya es bastante duro para Lytol cabalgar en el dragón de otro y venir aquí, Lessa
de Ruatha. No aumentes su tormento con tus chiquilladas —dijo F’lar con dureza.
Lessa bajó los ojos, furiosa porque F’lar la había reprendido delante de Robinton.
Lytol entró a trompicones en el nido de la reina. Tenía un rollo grande de tela
entre las manos. El joven B’rant, que sostenía con fuerza el otro extremo del rollo,
sudaba con el esfuerzo. Lytol se inclinó respetuosamente frente a Ramoth y dirigió un
gesto al joven jinete del castaño para que lo ayudara a desenrollar lo que había traído.
A medida que se abría el enorme tapiz, F’lar entendió la razón por la que el Maestro
Tejedor Zurg se acordaba de él. Los colores, aunque saltaba a la vista que eran muy
antiguos, seguían vibrantes y llenos de vida. El tema era todavía más interesante.
—Mnementh, que alguien vaya a buscar a Fandarel. Éste es el modelo que
necesita para sus lanzallamas —dijo F’lar.
—Ese tapiz es de Ruatha —exclamó Lessa, indignada—. Lo recuerdo de cuando
era niña. Colgaba en el Salón Principal y era la más preciada de las posesiones de mi
Línea de Sangre. ¿Dónde estaba? —Le brillaban los ojos.
—Señora, ahora está donde debía estar —replicó Lytol con seriedad, sin mirarla
—. Es una obra maestra —continuó, tocando la pesada tela con dedos llenos de
respeto—. Esos colores, el tejido… Si no me he olvidado de cómo juzgar un trabajo
como éste, un hombre puso toda su vida en preparar el telar, y se necesitó todo el arte
de un tejedor para completarlo.
F’lar caminó alrededor del inmenso tapiz, mientras pensaba cuánto le hubiera
gustado colgarlo para ver la escena heroica en perspectiva. Una formación de tres

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alas de dragones en vuelo dominaba la parte superior. Arrojaban fuego mientras se
lanzaban sobre manojos de Hilos en el cielo brillante. Un cielo que tenía ese azul
perfecto que sólo es posible en otoño, decidió F’lar, un azul que no se da nunca en
verano. Sobre las laderas bajas de las montañas, el follaje de las hojas amarilleaba
con el frío de las noches. Las rocas pizarra sugerían la región de Ruatha. ¿Era por eso
que el tapiz había estado colgado en la Sala de Ruatha? Más abajo, los hombres
habían dejado la protección del Fuerte y subían al acantilado. Estaban cargados con
los curiosos cilindros de los que había hablado Zurg. Los tubos que había en sus
manos soltaban largas llamaradas en lenguas brillantes, dirigidas a los Hilos que se
retorcían tratando de hundirse en la tierra.
Lessa soltó una exclamación ahogada y caminó sobre el tapiz mirando el perfil
del Fuerte, la puerta maciza entreabierta, los detalles de los adornos de bronce que se
destacaban en un trabajo que debió de costar tiempo y dedicación infinitos.
—Me parece que es el diseño de las puertas del Fuerte Ruatha —hizo notar F’lar.
—Sí y no —dijo Lessa, intrigada.
Lytol la miró con los ojos brillantes y después examinó la puerta tejida.
—Cierto. No es la puerta pero lo es. Y yo pasé por ella hace apenas una hora. —
Miró el dibujo a sus pies.
—Bueno, aquí está el diseño que quiere estudiar Fandarel —dijo F’lar con alivio
mientras miraba los lanzallamas.
No se atrevía a preguntarse si a partir de ese dibujo, el herrero podría producir un
modelo que les sirviera de ayuda al cabo de tres días. Pero si Fandarel no podía
hacerlo, ningún otro hombre lo haría.
El Maestro Herrero expresó su alegría al ver el tapiz. Se acostó sobre la tela con
la nariz contra el dibujo y estudió los detalles. Gruñó, gimió y murmuró para sí, y
después se sentó con las piernas cruzadas a mirar desde arriba y dibujar.
—Se hizo. Puede hacerse. Debe hacerse —se lo oyó rumiar.
Lessa pidió klah, pan y carne cuando supo por el joven B’rant que ni él ni Lyton
habían comido nada todavía. Sirvió a todos los hombres con modales tranquilos y
bienhumorados. F’lar se sintió mejor por Lytol.
Lessa logró incluso obligar a Fandarel a alimentarse, una figura diminuta junto al
coloso, pidiéndole que se apartara del tapiz y tomara algo antes de volver a sus
murmullos, gruñidos y dibujos.
Finalmente Fandarel decidió que ya tenía bastantes esquemas y bosquejos y
desapareció rumbo a su taller sobre las alas de un dragón.
—No tiene sentido preguntarle cuándo piensa volver. Está demasiado sumido en
sus propios pensamientos para oírnos —observó F’lar, divertido.
—Si no te importa, yo también me voy —dijo Lessa, sonriendo con gracia a los
cuatro que todavía quedaban en la mesa—. Buen Guardián Lytol, el joven B’rant
debería irse también. Se cae de sueño.

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—Claro que no, Jefa del Nido —le aseguró B’rant con rapidez, abriendo los ojos
para demostrar una vitalidad que no tenía.
Lessa se rió y se alejó hacia la cámara dormitorio. F’lar la miró, pensativo.
—Desconfío de la Jefa del Nido cuando habla con tanta docilidad —dijo
lentamente.
—Bueno, todos debemos irnos ya —sugirió Robinton, levantándose.
—Ramoth es joven, pero no tan tonta —murmuró F’lar cuando los otros se
fueron.
Ramoth dormía sin notar el escrutinio del Líder. F’lar buscó el consuelo de
Mnementh, pero el dragón no le contestó. El gran bronce dormitaba sobre la cornisa.

Negro, más negro, negrísimo,


y frío, más frío que el alba congelada.
¿Dónde está el entre cuando la Vida aguarda,
a las frágiles alas del dragón tomada?

—Solamente quiero ver el tapiz colgado de nuevo de las paredes de Ruatha —


insistió Lessa a F’lar al día siguiente—. Quiero que esté en el lugar a donde
pertenece.
Habían ido juntos a ver a los heridos y ya habían discutido una vez porque F’lar
había enviado a N’ton con el grupo del sur. Lessa quería que el joven intentara subir
al dragón de otro. F’lar había preferido que aprendiera a liderar un ala propia en el
sur, pues le faltaban muchos Giros para madurar. Le había recordado a Lessa los
viajes de vuelta de F’nor y las dificultades que ella misma había experimentado ya en
los viajes en el tiempo, con la esperanza de que eso la descorazonara de su idea de
volver cuatrocientos Giros hacia atrás.
Ella lo había escuchado, pensativa, pero no había respondido.
Por lo tanto, cuando Fandarel envió decir a F’lar que deseaba mostrarle un nuevo
mecanismo, el Líder del Nido se sintió razonablemente autorizado a permitir que
Lessa disfrutara del triunfo de volver a Ruatha con el tapiz robado. Ella ordenó que
prepararan la tela y subió con ella al cuello de Ramoth.
F’lar vio cómo Ramoth se elevaba con grandes golpes de sus anchas alas hasta la
Roca de la Estrella antes de desaparecer en el entre hacia Ruatha. Justo en ese
momento apareció R’gul en la cornisa. Venía a avisarle de que estaba llegando una
gran caravana con piedras de fuego por el Túnel. Ocupado con esos detalles, F’lar no
pudo acercarse hasta media mañana al nuevo lanzallamas de Fandarel, todavía
inconcluso. A esa hora el fuego todavía no salía con fuerza suficiente por el tubo.
F’lar estuvo de vuelta en el Nido cuando ya casi anochecía.
R’gul le anunció con amargura que F’nor lo había estado buscando. Dos veces, en
realidad.

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—¿Dos veces?
—Dos veces, como digo. No quiso dejarme un mensaje. —Era evidente que
R’gul se sentía insultado por la negativa de F’nor.
A la hora de la comida nocturna, Lessa todavía no había regresado y F’lar envió
un mensajero a Ruatha para preguntar si la Jefa había llegado allí con el tapiz. Lessa
había incordiado a todo el Fuerte durante la mañana, había indicado y mirado y
vuelto a empezar hasta que pareció conformarse con el lugar donde habían colocado
el tapiz. Después se había sentado frente a él varias horas y lo había mirado
fijamente, caminando frente a la tela de vez en cuando.
Ella y Ramoth se habían elevado sobre la Gran Torre y habían desaparecido.
Lytol, como todos en Ruatha, pensaba que habían vuelto al Nido Benden.
—Mnementh —aulló F’lar cuando el mensajero desapareció—, Mnementh,
¿dónde están?
La respuesta de Mnementh tardó mucho tiempo en llegar.
No las oigo, dijo finalmente con la voz mental suave y tan llena de preocupación
como puede ser la voz de un dragón.
F’lar se aferró a la mesa con las dos manos, mirando el nido vacío de la reina.
Conocía, en la angustia privada de su mente, el lugar a donde había intentado ir
Lessa.

Frío como la muerte, de muerte henchido,


quédate y muere aquí, sin guía, sin camino.
Valiente, tú que intentaste, éste es tu sitio,
así fue dos veces decidido.

Allá abajo estaba la Gran Torre de Ruatha. Lessa hizo que Ramoth se moviera un
poco a la izquierda, ignorando los ácidos comentarios de la reina porque sabía que el
dragón también estaba nervioso.
Muy bien, querida, ése es el ángulo exacto en que aparece la puerta del Fuerte en
el tapiz. Pero cuando diseñaron ese tapiz, nadie había tallado los dinteles ni rematado
la puerta. Y no había Torre, ni Patio Interior, ni portones. Acarició la piel
sorprendentemente suave del cuello curvado, riendo para ocultar su nerviosismo y su
miedo ante lo que estaba a punto de intentar.
Se dijo a sí misma que había buenas razones para hacerlo. La frase del comienzo
de la Balada, «Partieron lejos, adelante», era claramente una referencia al vuelo entre
tiempos. Y el tapiz le había dado las indicaciones necesarias para el salto entre
cuandos. Ah, le estaba tan agradecida al Maestro Tejedor que había plasmado esa
puerta. Tendría que felicitarlo por lo bien que lo había hecho. Esperaba poder hacerlo.
No más de esas ideas. Claro que podría. ¿Acaso no habían desaparecido los Nidos?

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Ella sabía que se habían ido hacia el futuro, sabía cómo volver a ellos para ser su
guía, así que era ella, obviamente, la que debía regresar.
Era muy simple: solamente ella y Ramoth podían hacerlo. Porque ya lo habían
hecho.
Lessa rió de nuevo, nerviosa, y respiró hondo varias veces, temblando.
—De acuerdo, cariño dorado —murmuró—. Ya tienes la referencia. Sabes
adonde quiero ir. Llévame entre, Ramoth, entre cuatrocientos Giros atrás.
El frío fue intenso, más penetrante de lo que ella había imaginado. Y sin embargo
no era un frío físico. Era la conciencia de la ausencia de todo. Ni luz. Ni sonido. Ni
tacto. Caían más y más en esa nada y mientras caían Lessa conoció el pánico total, un
pánico que amenazaba con llevarse su razón para siempre. Sabía que estaba sentada
sobre el cuello de Ramoth, pero no podía sentir a la gran bestia entre sus muslos, bajo
sus manos. Trató de gritar sin darse cuenta y abrió la boca a…, nada…, ni un sonido
en sus oídos. Ni siquiera podía sentir las manos que se había llevado a las mejillas.
Estoy aquí, oyó que decía Ramoth en su mente. Estamos juntas, y esa seguridad
fue lo único que le impidió caer en la locura de ese cono terrorífico inundado de una
nada intemporal, infinita.

Alguien tuvo la cordura suficiente como para llamar a Robinton. El Maestro


Cantor encontró a F’lar sentado a la mesa, con el rostro de una palidez mortal, los
ojos fijos en el nido vacío. La voz calma del artesano sustrajo a F’lar de su ataque de
parálisis. Robinton hizo un gesto para que todos los demás se marcharan.
—Se ha ido. Ha tratado de volver cuatrocientos Giros —dijo F’lar con la voz
dura, tensa.
El Maestro Cantor se hundió en la silla frente al Líder del Nido.
—Llevó el tapiz a Ruatha —siguió F’lar con la misma voz ahogada—. Yo le
conté lo de los regresos de F’nor. Le dije lo peligroso que era. Ella no discutió mucho
y sé que volar entre tiempos la asustaba, si es que algo podía asustar a Lessa. —
Golpeó la mesa con un puño impotente—. Tendría que haber sospechado algo.
Cuando Lessa cree que tiene razón, no analiza, no piensa. ¡Actúa!
—Pero no es tonta —le recordó Robinton lentamente—. Ni siquiera ella querría
saltar entre tiempos sin un punto de referencia. ¿O sí?
—«Partieron muy lejos, adelante»… ésa es la única clave que tenemos…
—No, esperad un momento —lo detuvo Robinton y después hizo chasquear los
dedos—. Anoche, cuando caminó sobre el tapiz, se interesó mucho en la puerta del
Fuerte. Demasiado. Recordad. Lo discutió con Lytol.
F’lar estaba de pie ahora, casi corría ya por el pasaje.
—Vamos, hombre, tenemos que ir a Ruatha.
Lytol encendió todas las antorchas del Fuerte para que F’lar y Robinton
examinaran el tapiz con claridad.

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—Se pasó toda la tarde mirándolo —dijo el Guardián, meneando la cabeza—.
¿Estáis seguros de que intentó ese salto increíble?
—Debe de haberlo hecho. Mnementh no puede oírla. Ni a ella ni a Ramoth. En
cambio, sí recibe un eco de Canth hace varios Giros en el Continente Sur. —F’lar
caminaba de un lado a otro frente al tapiz—. ¿Qué tiene esa puerta, Lytol? Pensad…
—Se parece a la de ahora. Pero no hay dinteles tallados, ni Patio externo, ni
Torre…
—Ahí está. Ah, por el Huevo, ¡qué simple resulta! Zurg dijo que el tapiz es
antiguo. Lessa debe de haber decidido que tiene cuatrocientos Giros y lo usó como
punto de referencia para volver entre tiempos.
—Ah, entonces está allá, a salvo —exclamó Robinton, suspirando de alivio y
dejándose caer en una silla.
—Ah, no, Cantor. No es tan fácil como suponéis —murmuró F’lar y Robinton
miró su cara llena de horror mientras la desesperación subía también al rostro de
Lytol.
—¿Qué pasa?
—No hay nada entre —dijo F’lar con voz muerta—. Ir entre lugares lleva más o
menos el tiempo que uno puede tardar en toser tres veces. Pero volar entre
cuatrocientos Giros… —La voz se le quebró.

El que quiere,
puede.
El que intenta,
hace.
El que ama,
vive.

Había voces que primero parecían rugidos en los oídos de Lessa, que se retorcían
de dolor. Después, de pronto, empezaron a sonar leves, casi por debajo del umbral de
la percepción. Jadeó cuando la sensación de asco, de levedad intensa le revolvió la
cabeza y la cama que sentía debajo de ella giró y giró. Se aferró a los costados del
lecho mientras el dolor le sacudía la cabeza desde algún lado, directamente en la
mitad del cerebro. Aulló en parte por el dolor y en parte por la sensación terrorífica
de girar y caer sin nada a que aferrarse.
Pero una necesidad asfixiante hizo que siguiera tratando de comunicar el mensaje
que había venido a entregar. A veces sentía a Ramoth, que trataba de rescatarla de esa
oscuridad vasta y penetrante. Entonces intentaba aferrarse a la mente de la reina y
esperaba que Ramoth pudiera sustraerla de la tortura de esa nada. Exhausta, se dejaba
caer, abajo, abajo, y entonces lo que la rescataba del desmayo era su imperiosa
necesidad de comunicarse.

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Finalmente notó una mano suave, dulce sobre el brazo; un líquido tibio y sabroso
en la boca. Lo saboreó y el líquido se le deslizó por la garganta ardiente. Un ataque
de tos la dejó débil, jadeando. Después, intentó abrir los ojos. Las imágenes que había
frente a ella estaban firmes. Nada giraba.
—¿Quién… eres? —Se las arregló para gruñir…
—Ah, mi querida Lessa…
—¿Yo soy Lessa? —preguntó, confusa.
—Eso nos dice vuestra Ramoth… Soy Mardra, Jefa del Nido Fort.
—Ah, ¡qué furioso se pondrá F’lar! —gimió Lessa como si su memoria volviera a
ella de pronto, en una corriente que no podía detener—. Me va a sacudir y sacudir y
sacudir. Siempre me sacude cuando lo desobedezco. Pero yo tenía razón. Tenía razón.
¿Mardra? Ah, esa horrible nada… —Sintió que se deslizaba de nuevo hacia el sueño,
incapaz de resistir la urgente necesidad de descanso. Pero ahora la cama le parecía
cómoda y ya no se movía debajo de su cuerpo.
La habitación, iluminada apenas por algunas antorchas de pared, era igual a su
habitación en el Nido Benden, pero sutilmente distinta. Lessa se quedó quieta,
tratando de detectar la diferencia. Ah, aquí las paredes del nido eran suaves. La
habitación era más grande también, el techo más alto y curvo. Los muebles, ahora
que sus ojos se habían acostumbrado a la luz y podía distinguir los detalles, estaban
tallados con mayor esmero. Lessa se movió, inquieta.
—Ah, te has despertado de nuevo, dama misteriosa —dijo un hombre. La luz que
venía de detrás de la cortina inundó la habitación desde el nido exterior. Lessa sintió
más que vio la presencia de otras personas en la habitación que quedaba al otro lado.
Una mujer pasó bajo el brazo del hombre y se movió con rapidez hacia el costado
de la cama.
—Te recuerdo —dijo Lessa, sorprendida—. Eres Mardra.
—Sí, soy Mardra. Y él es T’ton, Líder del Nido Fort.
T’ton estaba avivando la antorcha de la pared, mientras miraba por encima del
hombro para ver si a Lessa le molestaba el brillo.
—¡Ramoth! —exclamó Lessa, sentada de pronto en la cama, consciente por
primera vez de que no era la mente de Ramoth la que estaba ahí afuera, en el nido
exterior, tocando la suya con cautela.
—Ah, ésa —rió Mardra con desesperación divertida—. Quiere acaparar todo el
Nido y hasta mi Loranth tuvo que llamar a las otras reinas para dominarla.
—Se queda sobre las Rocas de la Estrella como si le pertenecieran y llama
constantemente —dijo T’ton con menos cariño. Levantó una ceja—. Vaya, ahora se
ha detenido.
—Podéis venir, ¿verdad? —estalló Lessa de pronto.
—¿Ir? ¿Ir adónde, querida? —le preguntó Mardra, confusa—. Has estado
repitiendo todo el tiempo eso de «venir» y de que llegan los Hilos y la Estrella Roja

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encerrada en la Roca del Ojo y… querida, ¿no sabes que la Estrella Roja pasó hace ya
dos meses?
—No, acaba de empezar. Por eso he vuelto entre tiempos…
—¿Has vuelto? ¿Entre tiempos? —exclamó T’ton, acercándose a la cama y
mirando a Lessa con los ojos muy abiertos.
—¿Podría tomar un poco de klah? Sé que no me estoy expresando bien y no estoy
del todo despierta todavía. Pero no estoy loca ni deliro; todo esto es bastante
complejo de explicar.
—Eso parece —hizo notar T’ton con mansedumbre engañosa. Pero pidió klah y
acercó una silla al costado de la cama para escucharla más cómodo.
—Claro que no está loca —la tranquilizó Mardra, echando una mirada furiosa al
Líder del Nido—. De lo contrario no habría venido en una reina.
T’ton tuvo que aceptar la sensatez de estas palabras. Lessa esperó que llegara el
klah y cuando llegó, lo tomó despacio, agradecida por ese calor estimulante.
Después respiró hondo y empezó a hablar. Les habló del Largo Intervalo entre los
Pasos peligrosos de la Estrella Roja; les contó cómo el único Nido que quedaba había
caído en desgracia y cómo todos lo despreciaban; les contó la forma en que Jora
había deteriorado a su reina, Nemorth, y después perdido el control sobre ella, les
explicó que cuando la Estrella Roja se acercó de nuevo, no hubo un aumento en el
tamaño de las camadas de dragones. Les contó que ella había Impresionado a Ramoth
y se había convertido en la Jefa del Nido Benden. Que F’lar había triunfado de
palabra sobre los Señores de los Fuertes el día que siguió al primer vuelo nupcial de
Ramoth y había llegado al poder en Pern y el Nido. Que había intentado prepararlo
todo para los Hilos, porque sabía que se estaban acercando de nuevo. Contó a un
público que ahora tenía en vilo sus primeros intentos para volar a Ramoth y la forma
en que sin darse cuenta había vuelto entre tiempos al día en que Fax había invadido el
Fuerte Ruatha.
—¿Invadió… el Fuerte de mi familia? —exclamó Mardra, atónita.
—Ruatha ha dado a los Nidos muchas Jefas de Nido famosas —dijo Lessa con
una sonrisa astuta y T’ton lanzó una carcajada.
—No cabe duda de que es de Ruatha —aseguró Mardra, mirándola.
Les contó la situación a que se enfrentaban ahora los hombres del dragón, tan
pocos para resistir los ataques de los Hilos. Les habló de la Canción de las Preguntas
y del gran tapiz.
—¿Un tapiz? —exclamó Mardra, y se llevó las manos a la cara, alarmada—.
¡Descríbelo!
Y cuando Lessa lo hizo, vio en los ojos de los dos que por fin la creían.
—Mi padre acaba de encargar un tapiz con esta escena. Me lo dijo el otro día,
porque la última batalla contra los Hilos fue sobre Ruatha. —Incrédula todavía,
Mardra se volvió hacia T’ton, que ya no parecía divertido—. Debe de ser cierto. En
otro caso, ¿cómo sabría lo del tapiz?

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—También podrías preguntárselo a tu reina dragón, y a la mía —sugirió Lessa.
—No dudamos de ti ahora, querida —dijo Mardra con sinceridad—, pero es un
salto increíble.
—No creo que pudiera intentarlo de nuevo —dijo Lessa—, ahora que sé lo que se
experimenta.
—Sin embargo, este problema subsiste, porque si a todos les pasa lo mismo que a
ti, el salto entre tiempos no proporcionará muchos jinetes en condiciones a F’lar —
hizo notar T’ton.
—Entonces, ¿vais a venir? ¿Vendréis?
—Hay una buena posibilidad de que vayamos —afirmó T’ton con seriedad, y su
cara se quebró en una sonrisa extraña—. Has dicho que dejamos los Nidos, que los
abandonamos y que no dejamos ninguna explicación. Nos fuimos a algún lado…, a
algún tiempo, quiero decir, porque de momento seguimos aquí ahora…
Se quedaron en silencio porque una misma alternativa cruzó las mentes
simultáneamente. Los Nidos estaban vacantes pero Lessa no tenía forma de probar
que los cinco Nidos habían reaparecido en su tiempo.
—Tiene que haber una forma de hacerlo. Tiene que existir —exclamó Lessa,
perturbada—. Y no hay tiempo que perder. No nos queda tiempo.
T’ton se rió.
—En este lado de la historia hay mucho tiempo, querida.
La obligaron a descansar, más preocupados que ella por el hecho de que había
estado enferma varias semanas, aullando en el delirio que se estaba cayendo y que no
veía, no oía, no tocaba nada. Ramoth también, le dijeron, había sufrido el efecto de
esa nada terrible, ese tiempo demasiado largo en el entre, y había emergido sobre
Ruatha siendo una sombra de su anterior corpulencia.
Cuando Lessa se sintió lo bastante recuperada, T’ton convocó un Consejo de
Líderes del Nido. Curiosamente, no hubo oposición ante la idea de la partida, siempre
que se pudiera resolver el problema de emerger enteros y tranquilos del viaje en el
tiempo y encontrar puntos de referencia en el camino. Lessa no tardó mucho en
comprender la razón por la que los jinetes estaban tan dispuestos a intentar el viaje.
La mayoría de ellos había nacido durante la invasión de los Hilos. Acababan de
enfrentarse a cuatro meses de patrullas sin peligro y estaban aburridos por la
monotonía. Los Juegos de Entrenamiento en primavera eran pálidos sustitutos de las
batallas reales en las que habían combatido. Los Fuertes, que hacía poco agradecían
devotamente la intervención de los Nidos, empezaban a demostrar indiferencia. Los
Líderes del Nido se daban cuenta de que los incidentes se multiplicarían cada vez
más a medida que se disipara el miedo a los Hilos. La baja de la moral era tan
insidiosa como una enfermedad y se estaba dando en los Fuertes y en los Nidos al
mismo tiempo. Para esos hombres hechos a la batalla, la alternativa que ofrecía el
ruego de Lessa era mejor que una declinación lenta en la seguridad de su propia
época.

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De Benden asistió solamente el Líder del Nido. Benden era el único Nido que
había llegado a los tiempos de Lessa, así que debía permanecer ignorante e intacto
hasta ese momento. Y la presencia de Lessa tampoco podía aparecer en los Registros,
porque su aventura no se conocía en tiempos de F’lar.
Ella insistió en que convocaran al Maestro Cantor porque en los Registros decía
que lo habían llamado, pero cuando él le pidió que le recitara la Canción de las
Preguntas, ella sonrió y se negó.
—Vos la escribiréis, vos o vuestro sucesor cuando encontréis los Nidos
abandonados —le dijo—. Pero debe ser vuestra, no una canción que hayáis copiado
de mí.
—Escribir una canción que cuatrocientos Giros después proporcionará la clave
del problema es una tarea difícil cuando se sabe que sucederá así.
—Solamente aseguraos —le advirtió ella— de que sea una canción Maestra. No
debe caer en el olvido porque plantea preguntas que nosotros tendremos que
hacernos.
Él sonrió y Lessa comprendió que ya le había dado una pista.
Las discusiones —cómo llegar tan lejos a salvo, sin perturbaciones mentales— se
hicieron cada vez más agitadas. Se aportaron muchas sugerencias, la mayoría de las
veces poco prácticas, sobre cómo encontrar puntos de referencia en el camino. Nadie
en los cinco Nidos había estado en el futuro y Lessa, en su único salto gigantesco
hacia atrás, no se había detenido a registrar marcas intermedias.
—Dijiste que un salto hacia atrás de diez Giros no causó problemas, ¿verdad? —
le preguntó T’ton a Lessa cuando todos los Líderes de Nidos y el Maestro Cantor se
reunieron a discutir el estancamiento en que se encontraban.
—Ninguno. Se tarda más o menos el doble que en un salto entre lugares.
—Lo que te perjudicó fue el salto de cuatrocientos Giros. Mmmm. Tal vez veinte
o veinticinco Giros también serían seguros.
Esa sugerencia tuvo eco hasta que el cauteloso Líder de Ista, D’ram, dijo:
—No quiero ser jinete de Fuerte, pero hay una posibilidad que no hemos
mencionado. ¿Cómo sabemos que realmente llegaremos a los tiempos de Lessa?
Saltar entre es un asunto difícil. Muchas veces perdemos jinetes. Y Lessa por poco no
llega viva.
—Buen punto, D’ram —aceptó T’ton—, pero siento que hay muchas pruebas de
que vamos, bueno iremos…, fuimos delante. Las pistas, en primer lugar, eran para
Lessa. El hecho mismo de que cinco Nidos hubieran desaparecido la llevó a buscar
nuestra ayuda.
—De acuerdo, de acuerdo —interrumpió D’ram acalorado—, pero lo que quiero
decir es que no podemos estar seguros de que llegamos allá, sólo de que fuimos desde
aquí. Cuando ella partió, todavía no había sucedido. ¿Sabemos que realmente se
puede hacer?

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T’ton no fue el único que buscó una respuesta a eso en su cabeza. De pronto,
golpeó la mesa con las palmas.
—Por el Huevo, es morir despacio sin hacer nada o morir rápido intentándolo. Si
pienso en la vida sedentaria que debemos llevar los hombres del dragón después del
Paso de la Estrella Roja hasta que nos vayamos entre cuando viejos, confieso que casi
lamento ver cómo la Estrella se esfuma en el horizonte del cielo de la noche. Yo digo:
tomemos el disco con las manos y sacudámoslo hasta que desaparezca. Somos
hombres del drágon, ¿verdad? Nos entrenan para pelear contra los Hilos, ¿cierto?
¡Vayamos de caza…, cuatrocientos Giros adelante!
La cara tensa de Lessa se relajó. Había reconocido la validez de la alternativa que
planteaba D’ram y un miedo terrible había entrado en su corazón. Arriesgarse a sí
misma era su propia elección, su responsabilidad, pero arriesgar a esos cientos de
hombres y dragones, a la gente del Nido que los acompañaría…
Las palabras sonoras de T’ton acabaron de una vez por todas con cualquier tipo
de dudas.
—Yo creo —la voz exultante del Maestro Cantor cortó la voz de todos los que
gritaban su acuerdo— que ya tengo vuestros puntos de referencia. —Una sonrisa de
sorpresa maravillada le iluminó la cara—. No importa si son veinte Giros o veinte
mil, ¡siempre tendréis una guía! Y T’ton acaba de encontrarla cuando ha dicho: «Ver
cómo la Estrella Roja se esfuma en el horizonte».
Más tarde, mientras trazaban la órbita de la Estrella Roja, descubrieron lo fácil
que era la solución al problema y rieron al pensar que el antiguo enemigo de siempre
se había convertido en un guía involuntario.
Por encima del Nido Fort, como en todos los otros Nidos, había grandes piedras.
Estaban colocadas de forma que en determinados momentos del año marcaban el
acercamiento y el retroceso de la Estrella Roja en su errática órbita de doscientos
Giros alrededor del sol. Consultando los Registros que, entre otras informaciones,
incluían los vagabundeos de la Estrella Roja, no resultó difícil planear saltos entre de
unos veinticinco giros para cada Nido. Se había decidido que los Nidos saltarían entre
sobre su propia base, porque estaban seguros de que se producirían accidentes si casi
ochocientos dragones cargados lo intentaban en un solo lugar.
Pero después de que se tomara la decisión, Lessa empezó a sentir que cada
minuto que pasaba lejos de su época se alargaba como un año. Hacía un mes que no
veía a F’lar y lo echaba de menos más de lo que hubiera creído posible. Además,
tenía miedo de que Ramoth se apareara con un dragón que no fuera Mnementh. Había
dragones de bronce y jinetes de bronce dispuestos a hacerle ese servicio pero Lessa
no estaba interesada en ellos.
T’ton y Mardra la ocuparon en los muchos detalles de organización del éxodo
para que no quedaran pistas del viaje en los Nidos, nada, excepto el tapiz y la
Canción de las Preguntas.

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Con un alivio casi cercano a las lágrimas, Lessa llevó a Ramoth hacia arriba en el
cielo de la noche para ocupar su lugar junto a T’ton y Mardra por encima de la Roca
de la Estrella del Nido Fort. En los otros cinco Nidos grandes alas se alzaban en
formación, listas para partir.
Cuando todos los Líderes del Nido informaron a Lessa de que estaban listos, con
la mente fija en los puntos de referencia determinados por los viajes de la Estrella
Roja, fue la viajera del futuro la que dio la orden de saltar entre.

La noche más negra también termina en alba,


el sol disipa el miedo del que sueña:
¿cuándo habrá consuelo para el dolor negro de mi alma
que espera en el Nido ya sin luz, sin huellas?

Habían hecho once saltos entre. Los bronces de los Líderes de Nidos hablaban
con Lessa mientras descansaban un momento entre dos saltos. De los más de
ochocientos viajeros, solamente cuatro se habían quedado atrás, y eran dragones
viejos. Los cinco Nidos decidieron hacer una pausa para una comida rápida y un poco
de klah caliente antes del salto final, de sólo doce Giros.
—Es más fácil saltar veinticinco Giros que doce —comentó T’ton mientras
Mardra servía el klah. Levantó la vista hacia la Estrella Roja, esa guía titilante y
segura—. En doce giros la posición no cambia tanto. Confío en ti, Lessa, para que
nos des referencias adicionales.
—Quiero volver a Ruatha antes de que F’lar descubra que me fui. —Lessa tembló
mientras miraba la Estrella Roja y bebía un sorbo de klah—. La he visto así
solamente una vez…, no, dos…, en Ruatha. —Miró fijamente a T’ton y se le cerró la
garganta al recordar esa mañana: el momento en que había decidido que la Estrella
Roja era una amenaza para ella, tres días antes de que Fax y F’lar reaparecieran en el
Fuerte Ruatha. Fax había muerto con la daga de F’lar clavada en el pecho y ella se
había marchado al Nido Benden. De pronto se sintió débil, mareada, sin equilibrio.
No se había sentido así cuando se detuvieron en los otros saltos.
—¿Te encuentras bien, Lessa? —preguntó Mardra, preocupada—. Se te ve pálida
y estás temblando. —Le pasó un brazo alrededor del cuerpo, mirando preocupada a
su compañero.
—Hace doce Giros yo estaba en Ruatha —murmuró Lessa, aferrando la mano de
Mardra para sostenerse—. Estuve dos veces ahí. Marchémonos enseguida. Sois
demasiadas personas esta mañana. Tengo que volver a mi tiempo. Tengo que volver
con F’lar. Estará muy enfadado.
La nota de histeria en la voz de Lessa alarmó a Mardra. T’ton, asustado, impartió
las órdenes necesarias para que extinguieran los fuegos, montaran los dragones y se
prepararan para el último salto hacia delante.

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Con la mente en un caos, Lessa dio referencias a los dragones de los demás
Líderes: Ruatha en la luz de la tarde, la Gran Torre, el Patio Interno, la tierra en
primavera…

Un punto rojo en un cielo frío y negro


una gota de sangre los guía en el vuelo.
Vete ya, vete ya, vete, adelante,
una Estrella Roja llama a los que parten.

Entre Lytol y Robinton obligaron a F’lar a comer, emborrachándolo


deliberadamente. En el fondo de su mente, F’lar sabía que tendría que seguir
adelante, pero el esfuerzo era inmenso ahora que no tenía ánimo ni razones para
continuar. No lo consolaba saber que todavía tenían a Pridith y a Kylara para
conservar la estirpe de los dragones, y no enviaba a nadie a buscar a F’nor, incapaz de
enfrentarse a la realidad: incapaz de aceptar que al enviar a buscar a Pridith y Kylara,
estaba admitiendo que ni Lessa ni Ramoth volverían al Nido.
Lessa, Lessa, llamaba su mente. En un momento la maldecía por su coraje
absurdo, su falta de criterio, y al siguiente la adoraba por haber intentado algo tan
increíble.
—Creo, F’lar, que os conviene dormir más que seguir tomando vino. —La voz de
Robinton llegó hasta él a través de la nube de preocupaciones.
—¿Qué habéis dicho?
—Venid. Os llevaré a Benden. En este momento, no podréis convencerme de
alejarme de vos. Habéis envejecido años en unas pocas horas.
—¿Y no os parece lógico? —le gritó F’lar, levantándose. Su rabia incontrolable
se volvía hacia el único blanco que tenía a la mano, el Maestro Robinton.
Los ojos de Robinton estaban llenos de compasión. Buscó el brazo de F’lar y se
lo apretó con fuerza.
—Hombre, ni siquiera el Maestro Cantor tiene palabras para expresar el dolor que
siente por vos y la forma en que os honra. Pero debéis dormir. Tenéis que sobrevivir
mañana, y pasado mañana debéis pelear. Los hombres del dragón necesitan un
líder… —Se le perdió la voz—. Mañana debéis enviar a buscar a F’nor…, y a
Pridith.
F’lar giró sobre sus talones sin moverse del lugar y se alejó caminando hacia la
puerta de la gran cámara de Ramoth.

Ah, Lengua, di nuestras alegrías en el son,


canta las promesas y esperanzas del dragón.

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Frente a ellos se alzaba, amenazadora, la Gran Torre de Ruatha; las altas paredes
del Patio Exterior se veían claramente bajo la agonizante luz vespertina.
La alarma sonó en el aire, apenas audible sobre los truenos que dividían la tierra
mientras aparecían cientos de dragones, volando en formación de combate, ala tras
ala, sobre todo el valle.
Una aguja de luz manchó las piedras del Patio cuando se abrió la puerta del
Fuerte.
Lessa ordenó a Ramoth que bajara cerca de la Torre, desmontó y corrió
rápidamente hacia los hombres que se habían reunido en las puertas. Descubrió la
figura robusta de Lytol, iluminada por una luz que alguien sostenía sobre su cabeza.
Sintió tanto alivio al verlo que se olvidó de su antagonismo.
—Os equivocasteis en el cálculo del último salto. Dos días, Lessa —exclamó él
en cuanto se acercaron lo suficiente como para que ella lo oyera sobre el ruido de los
dragones que aterrizaban.
—¿Equivocarme? ¿Cómo? —jadeó ella.
T’ton y Mardra se les acercaron.
—No hay motivo de preocupación —les aseguró Lytol, tomando las manos de
Lessa entre las suyas y apretándolas con fuerza, los ojos brillantes. Le sonreía,
realmente le estaba sonriendo—. Os habéis pasado. Volved al entre, volved a la
Ruatha de hace dos días. Eso es todo. —La sonrisa se le ensanchó al ver la confusión
que había en Lessa—. Todo va bien —repitió, palmeándole las manos—. Tomad la
misma hora, el Gran Patio, todo exactamente igual, pero visualizad a F’lar, a
Robinton y a mí aquí, sobre estas piedras. Poned a Mnementh sobre la Gran Torre y a
un dragón azul en el fuste. Ahora marchaos.
¿Mnementhf?, preguntó Ramoth a Lessa, deseosa de ver a su compañero de Nido.
La reina bajó la gran cabeza y sus ojos inmensos brillaron con chispas de fuego.
—No entiendo —se quejó Lessa. Mardra le pasó un brazo sobre el hombro para
consolarla.
—Pero yo sí, yo sí…, confiad en mí —le rogó Lytol, palmeándole el hombro con
incomodidad y mirando a T’ton para que lo apoyara—. Es como dijo F’nor. No
puedes estar en varios sitios al mismo tiempo sin sentirlo y cuando te detuviste aquí
hace doce Giros, Lessa se derrumbó.
—¿Ya lo sabes? —exclamó T’ton.
—Claro que sí. Volved dos días. Yo sé que habéis vuelto. Entonces me
sorprenderé, claro, pero ahora, esta noche, sé que todos reaparecisteis dos días antes.
Vamos, id. No discutáis. F’lar estaba medio loco de preocupación por vos.
—Estará furioso —exclamó Lessa como una niñita.
—¡Lessa! —T’ton la tomó de la mano y la llevó de nuevo hasta Ramoth, que se
agachó para dejar subir a su amazona.
T’ton se encargó de todo. Hizo que su Fidranth pasara la orden de volver y las
referencias de Lytol, agregando, a través de Ramoth, la descripción de los hombres

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que había nombrado Lytol y la de Mnementh.
El frío del entre devolvió el sentido a Lessa aunque su error había sacudido su
confianza. Pero ahí estaba Ruatha otra vez. Los dragones se acomodaron en una
formación impresionante y alegre y ahí, contra la luz que salía del Fuerte, estaba
Lytol, Robinton y también F’lar.
La voz de Mnementh dio la bienvenida en bronce y Ramoth no pudo dejar a
Lessa tan rápido como deseaba para ir a reunirse con su compañero.
Lessa se quedó donde la había dejado Ramoth, incapaz de moverse. Tenía
conciencia de la presencia de Mardra y T’ton a su lado. Pero en realidad, solamente
veía a F’lar, que corría atravesando el Patio hacia ella. Sin embargo, no podía
moverse.
Él la abrazó y la estrechó con tanta fuerza contra su cuerpo que ella no pudo
dudar de la alegría que le causaba su regreso.
—Lessa, Lessa —cantaba la voz de él, quebrada, en los oídos de la Jefa del Nido.
Le apretó la cara contra la suya, dejándola casi sin aliento. Sin la distancia de
siempre. La besó, la abrazó, la sostuvo y después volvió a besarla con urgencia.
Después, de pronto, la apoyó en el suelo y la tomó de los hombros—. Lessa, si
vuelves a… —advirtió, enfatizando cada palabra con un movimiento de los dedos.
Después se detuvo, consciente del círculo de sonrientes desconocidos que los
rodeaban.
—Ya os advertí que estaría furioso —decía Lessa, con la cara inundada de
lágrimas—. Pero los traje a todos, F’lar…, a todos menos al Nido Benden. Por eso los
Nidos estaban abandonados. Yo fui a buscarlos.
F’lar miró a su alrededor, miró más allá de los líderes las masas de dragones que
se posaban en el valle, sobre las alturas, en todas partes. Había dragones azules,
verdes, bronces, castaños y toda un ala de reinas doradas.
—¿Has traído los Nidos? —preguntó, como un tonto, atónito.
—Sí, ella es Mardra, y T’ton, del Nido Fort, y D’ram, y…
Él la detuvo con una pequeña sacudida y la apretó contra sí para contemplar a los
recién llegados y saludarlos.
—Estoy más agradecido de lo que pueda expresar —dijo y se le quebró la voz.
T’ton se adelantó con la mano extendida y F’lar la tomó y la apretó con fuerza.
—Os traemos mil ochocientos dragones, diecisiete reinas y todo lo que
necesitamos para fundar los Nidos de nuevo.
—Y lanzallamas —interrumpió Lessa, excitada.
—Pero…, venir…, intentarlo… —murmuró F’lar, admirado, atónito todavía.
T’ton y D’ram y los otros rieron.
—Vuestra Lessa nos mostró el camino…
—Somos hombres del dragón —siguió T’ton, con solemnidad—, como tú, F’lar
de Benden. Nos dijeron que aquí había Hilos contra los cuales luchar y ése es el
trabajo de los hombres del dragón…, en cualquier tiempo.

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Que toquen las flautas, que suene el tambor,
que vuelen las arpas, que parta el dragón,
Liberad la llama y quemad el pasto
hasta que la Estrella termine su Paso.

A pesar de que los cinco Nidos se establecieron alrededor de Ruatha, F’nor tuvo
que traer del sur a su Nido. Todo el grupo había llegado al límite de la tolerancia de la
vida en dos tiempos y se alegraron de volver al cuartel que habían dejado hacía dos
días y también diez Giros.
R’gul, que no había sabido nada de la zambullida de Lessa en el tiempo, recibió a
F’lar y a su Jefa del Nido con la noticia de la aparición de F’nor con setenta y dos
nuevos dragones y la novedad de que probablemente ninguno de los jinetes estaría en
condiciones de combatir.
—Nunca he visto hombres más agotados —se quejaba R’gul—, no entiendo qué
puede haberles pasado con el sol y mucha comida y ninguna responsabilidad…
F’lar y Lessa se miraron.
—Bueno, el Nido del Sur debería mantenerse, R’gul.
—Soy un hombre del dragón, un guerrero, no una mujer —gruñó el viejo jinete
—. Estoy seguro de que harían falta muchos viajes en el tiempo para convertirme en
eso.
—Ah, volverán a ser ellos mismos en muy poco tiempo —dijo Lessa y para
sorpresa y desagrado de R’gul, rió entre dientes.
—Más vale que lo hagan —ladró el jinete, furioso— si queremos limpiar los
cielos de Hilos.
—Ahora ya no hay problema con eso —le aseguró F’lar con tranquilidad.
—¿No hay problema? ¿Con ciento cuarenta y cuatro dragones?
—Doscientos dieciséis —lo corrigió Lessa con firmeza.
R’gul la ignoró y dijo:
—Y ese Maestro Herrero, ¿ya inventó un lanzallamas que funcione?
—Claro que sí —le aseguró F’lar, sonriendo de oreja a oreja.
Los cinco Nidos también habían traído equipo. Fandarel les arrancó los modelos
de las alforjas y los dragones y sin duda todos los herreros y talleres de Pern podrían
duplicar el diseño para el amanecer. T’ton le había dicho a F’lar que en su tiempo,
cada Fuerte tenía lanzallamas para todos los hombres que se quedaban en el suelo. En
el curso del Largo Intervalo, los lanzallamas debían de haberse fundido y se perdió la
memoria de ellos hasta que se los consideró elementos inservibles e incomprensibles.
D’ram, en cambio, se interesó muchísimo en el aparato que había fabricado Fandarel
para arrojar agentrés y lo consideró mejor que un lanzallamas, porque también
actuaba como fertilizante.
—Bueno —admitió R’gul con amargura—, dos o tres lanzallamas servirán de
ayuda pasado mañana.

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—Encontramos algo que ayudará mucho más —le hizo notar Lessa y después se
excusó y se alejó corriendo hacia los dormitorios.
Los sonidos que salieron de detrás de las cortinas podían ser risas o sollozos y
R’gul hizo un gesto despectivo hacia las dos cosas. Esa muchacha era demasiado
joven para ser Jefa del Nido en un momento como éste. No tenía estabilidad.
—¿Se da cuenta de la situación en que estamos, a pesar de los dragones de F’nor?
Es decir, si pueden volar para dentro de dos días… —preguntó R’gul con rabia—. No
deberías dejarle abandonar el Nido.
F’lar lo ignoró y empezó a servirse una taza de vino.
—Una vez me dijiste que creíais que los cinco Nidos abandonados apoyaban
vuestra teoría de que ya no habría más Hilos.
R’gul carraspeó pensando que las disculpas —si es que tenía que darlas— no
servirían de mucho contra los Hilos.
—Había algo de mérito en esa teoría —continuó F’lar, mientras le servía una
copa—. Pero no como la interpretaste. Los cinco Nidos estaban vacíos porque…,
vinieron aquí.
R’gul, con la copa a medio camino de sus labios, miró a F’lar fijamente. Ese
hombre también era demasiado joven para cumplir con sus responsabilidades. Sin
embargo, parecía seguro de lo que estaba diciendo.
—Lo creas o no, R’gul, y en un día lo creerás, te lo aseguro, los cinco Nidos ya
no están vacíos. Están aquí, en el lugar que ocupaban antes, y en este tiempo. Y se
unirán a nosotros, mil ochocientos más, pasado mañana en Telgar, con lanzallamas y
mucha experiencia en el combate.
R’gul miró a ese pobre hombre por un largo momento. Luego bajó la taza con
cuidado y se fue del Nido. Se negaba a que se burlaran de él. Tendría que planear
cómo tomar el poder. Tendría que hacerlo si el Nido pensaba luchar contra los Hilos
al día siguiente.
Por la mañana, cuando vio los grandes dragones de bronce llevando a los Líderes
del Nido y a sus líderes de ala a la reunión previa a la batalla, R’gul se metió en un
rincón y se emborrachó cuidadosamente.
Lessa dio los buenos días a sus amigos y después, sonriendo, dejó el Nido. Tenía
que alimentar a Ramoth, dijo. F’lar la miró, pensativo, y después fue a dar la
bienvenida a Robinton y Fandarel, que habían pedido estar presentes en la reunión.
Ninguno de los dos Artesanos dijo gran cosa, pero no se perdieron ni una sola palabra
de lo que decían los demás. La gran cabeza de Fandarel giraba de orador a orador y
sus ojos hundidos parpadeaban de vez en cuando. Robinton se sentó con una sonrisa
divertida en los labios, absolutamente encantado con aquellos visitantes ancestrales.
F’lar quería dejar su titularidad como Líder de Benden por su falta de experiencia,
pero lo convencieron rápidamente de que renunciara a la idea.
—Lo hiciste muy bien en Nerat y Keroon. Excelente —dijo T’ton.

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—¿Consideráis buena una batalla en la que dejé a veintiocho hombres o dragones
fuera de combate?
—¿Para una primera batalla con todos los dragones y los jinetes verdes como la
hierba? ¿Estás de broma? No, hombre, llegasteis a tiempo a Nerat —y T’ton sonrió,
malicioso—, que es lo que debe hacer un hombre del dragón. No, estuvo bien volado,
digo yo. Bien volado. —Los otro cuatro Líderes murmuraron su acuerdo—. Vuestro
Nido tiene poca fuerza, eso sí, así que os prestaremos jinetes de ala hasta que lo
pongas en condiciones otra vez. ¡Ah, a las reinas les gustan estos tiempos! —Y su
sonrisa se amplió para indicar que a los jinetes de bronces también les gustaban.
F’lar le devolvió la sonrisa, pensando que Ramoth estaba casi lista para otro vuelo
nupcial y que esta vez, Lessa…, ah, esa muchacha estaba tan dócil…, sería mejor que
la vigilara bien.
—Ah —continuó T’on—, hemos dejado todos los lanzallamas en el taller de
Fandarel para que los hombres de tierra tengan armas mañana.
—Sí, os lo agradezco —dijo Fandarel—. Fabricaremos más aparatos de ésos lo
más rápido que podamos y os devolveremos los vuestros.
—No os olvidéis de adaptar el agentrés para arrojarlo desde el aire —interrumpió
Dram.
—De acuerdo. —T’ton dirigió una mirada a los otros jinetes—. Todos los Nidos
se reunirán en pleno tres horas antes sobre Telgar para seguir los ataques de los Hilos
a través de Crom. A propósito, F’lar, esos mapas que me mostró Robinton son
soberbios. Nosotros no los teníamos.
—¿Y cómo sabíais cuándo empezaría el ataque?
T’ton se encogió de hombros.
—Llegaban con tanta regularidad desde los tiempos en que yo era un niño que
uno sabía cuándo iban a caer de nuevo. Pero así es mucho mejor.
—Más eficiente —dijo Fandarel y asintió.
—Después de mañana, cuando todos los Nidos aparezcan en Telgar, podremos
pedir suministros para los cinco Nidos —sonrió T’ton—. Como en los viejos
tiempos: arrancándoles algo a los Fuertes. —Se frotó las manos, contento—. Como
en los viejos tiempos.
—Queda el Nido del Sur —sugirió F’nor—. Nos fuimos hace seis Giros en este
tiempo y dejamos el ganado. Tienen que haberse multiplicado y ese lugar está lleno
de fruta y grano.
—Me gustaría que la aventura del Sur continuara —observó F’lar, dirigiendo un
gesto a F’nor.
—Sí, y que Kylara se quede allí, por favor —agregó F’nor con urgencia, con los
ojos brillantes de entusiasmo.
Discutieron el envío de algunos suministros para ayudar a los Nidos recién
ocupados y después levantaron la sesión.

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—Es algo desagradable —dijo T’ton, mientras compartía el vino con Robinton—
descubrir que el Nido que uno acaba de dejar hace dos días se ha convertido en una
cáscara polvorienta. —Rió—. Las mujeres de las Cavernas Inferiores estaban un poco
molestas.
—Nosotros limpiamos esas cocinas —replicó F’nor, indignado. Una buena noche
de descanso había hecho mucho para recuperarlo de su fatiga.
T’ton carraspeó.
—Según Mardra, ningún hombre sabe limpiar nada.
—¿Crees que vas a volar mañana, F’nor? —le preguntó F’lar, solícito. Veía
claramente la tensión en la cara de su hermanastro a pesar de la mejoría de la mañana.
Sin embargo, esos Giros agotadores habían sido necesarios y no se habían convertido
en algo fútil ni siquiera ahora, comparados con la llegada de los mil ochocientos
dragones del pasado. Cuando F’lar había ordenado a F’nor volver diez Giros en el
tiempo, todavía no había aparecido la Canción de las Preguntas ni se había sabido
nada de tapiz.
—No me perdería esa pelea ni siquiera si me hubiera quedado sin dragón —
declaró F’nor, convencido.
—Lo que me recuerda —intervino F’lar— que necesitaremos a Lessa en Telgar,
mañana. Puede hablar con cualquier dragón, ya lo sabéis —explicó como pidiendo
disculpas a T’ton y D’ram.
—Ah, lo sabemos —le aseguró T’ton—, y a Mardra no le importa. —Vio la
expresión de profunda extrañeza en el rostro de F’lar, y agregó—: Como Líder del
Nido más antigua, Mardra es la jefa del ala de reinas, por supuesto.
F’lar lo miró todavía más confundido.
—¿El ala de reinas?
—Por supuesto —T’ton y D’ram se miraron sin entender la sorpresa de F’lar—.
No impedís que vuestras reinas peleen, ¿verdad?
—¿Las reinas? T’ton, en Benden hemos tenido solamente una reina dragón por
vez durante tantas generaciones que algunos consideran que la leyenda de las reinas
en las batallas es una herejía.
T’ton lo miraba, atónito.
—Hasta este momento no me había dado cuenta de lo reducido de vuestras
fuerzas. —El entusiasmo lo llenó de nuevo—. De todos modos, las reinas son muy
útiles con los lanzallamas. Ven Hilos que los otros jinetes se pierden. Vuelan bajo,
más abajo que las alas principales. Por eso D’ram está tan interesado en el agentrés.
No quema el cabello de los hombres de tierra, por así decirlo, y es mucho más útil
sobre campos de cultivo.
—¿Queréis decir que permitís que vuestras reinas vuelen… contra los Hilos? —
F’lar ignoró el hecho de que F’nor sonreía y T’ton también.
—¿Permitir? —aulló D’ram—. No podemos mantenerlas en tierra. ¿No recuerdas
las Baladas?

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—¿El vuelo de Moreta?
—Exactamente.
F’nor rió ante la expresión perpleja de F’lar, que se apartaba un mechón rebelde
de la cara. Después, el Líder de Benden sonrió.
—Gracias. Eso me da una idea.
Despidió a sus compañeros, que levantaron el vuelo en sus dragones. Saludó con
la mano a Fandarel y Robinton, más contento de lo que hubiera creído poder estar el
día anterior a la segunda batalla. Después preguntó a Mnementh dónde estaba Lessa.
Bañándose, replicó el bronce.
F’lar echó una mirada al nido vacío de la reina.
Ah, Ramoth está en el Pico, como siempre. Mnementh parecía ofendido.
F’lar oyó que el ruido del agua en el baño se detenía, así que pidió un poco de
klah. Iba a disfrutar de esto.
—¿Fue bien la reunión? —le preguntó Lessa con dulzura mientras salía del baño
con una tela alrededor del cuerpo delgado.
—Excelente. Supongo, Lessa, que te darás cuenta de que vamos a necesitarte en
Telgar.
Ella lo miró con mucha atención antes de sonreír de nuevo.
—Soy la única Jefa del Nido que habla con todos los dragones —dijo con
picardía.
—En efecto —admitió F’lar—. Y ya no eres la única amazona de reina en
Benden…
—¡Te odio! —Le ladró Lessa y no pudo evitar que él la apretara contra su cuerpo.
—¿Incluso si te digo que Fandarel tiene un lanzallamas para ti y que te unirás al
ala de las reinas?
Ella dejó de resistirse en sus brazos y lo miró, desconcertada ante el hecho
evidente de que F’lar se había dado cuenta de lo que ella pensaba hacer.
—¿Y qué pondré a Kylara como Jefa del Nido en el sur… en este tiempo? Como
Líder del Nido necesito tranquilidad entre una batalla y otra…
La tela cayó al suelo y el cuerpo desnudo de Lessa respondió a los besos de F’lar
como si lo sacudieran los deseos ardientes de un dragón.

Azul y verde, oro y bronce,


desde el fondo del Nido en grandes alas,
se elevan en Pern hombres y dragones,
arriba, volando volando juntos; después, nada.

Formados sobre el Pico del Nido de Benden unas tres horas antes del amanecer,
doscientos dieciséis dragones esperaron en silencio mientras F’lar pasaba revista
montado en Mnementh.

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Más abajo, en el fondo del Nido, se había reunido la gente y algunos de los
heridos de la primera batalla. Todos, claro está, excepto Lessa y Ramoth. Ellas se
habían marchado al Nido Fort, donde se reunía el ala de las reinas. F’lar no podía
evitar una punzada de inquietud cuando pensaba que ella y Ramoth también
participarían en la contienda. Un prejuicio de los días en que Pern tenía una sola
reina. Si Lessa podía saltar cuatrocientos Giros entre tiempos y guiar la vuelta de
cinco Nidos, también podría cuidar de sí misma y de su dragón contra los Hilos.
El Líder del Nido controló que cada uno de los hombres tuviera su carga de
bolsas llenas de piedras de fuego y que todos mostraran buen color, sobre todo los del
Nido del Sur. Los dragones estaban listos, no cabía duda, pero las caras de los
hombres todavía evidenciaban rastros de la tensión que habían soportado. Pero ya se
recuperaban y los Hilos caerían pronto en los cielos de Telgar.
Dio la orden de volar entre. Aparecieron sobre el Fuerte Telgar y no fueron los
primeros. Al oeste, al norte, y sí, al este también, llegaban alas y el horizonte se llenó
de grandes V, la forma de cientos de alas de dragones. Oyó de lejos el sonido de las
alarmas de la Torre de Telgar que saludaban esa formación de fuerza inesperada.
—¿Dónde está? —le preguntó F’lar a Mnementh—. La necesitaremos para
transmitir las órdenes…
Ya viene, lo interrumpió Mnementh.
Justo sobre el Fuerte acababa de aparecer otra ala. Incluso desde lejos, F’lar veía
la diferencia: el oro de los dragones brillaba bajo la luz del sol.
Un murmullo de aprobación recorrió las filas de dragones y a pesar de su
preocupación, F’lar sonrió con indulgencia al cielo lleno de soles.
Y en ese momento, las alas este se elevaron hacia el cielo. Los dragones intuían la
llegada de su ancestral enemigo.
Mnementh levantó la cabeza y emitió el viejo grito de guerra. Luego volvió la
cabeza como muchos otros, esperando la piedra de fuego de manos de su jinete.
Cientos de grandes mandíbulas masticaron la piedra, la engulleron y dejaron que los
ácidos digestivos la transformaran en gases productores de llamas que se inflamaban
al contacto con el oxígeno.
¡Hilos! F’lar los veía con claridad contra el cielo primaveral. El corazón se le
aceleró, pero no debido al miedo. Lo que sentía era una alegría salvaje. Mnementh le
pidió más piedra y luego se elevó con grandes aletazos en el aire, preparándose para
subir con fuerza cuando se lo ordenaran.
El Ala que ya había entrado en acción arrojaba bocanadas de llamas rojas y
anaranjadas en el pálido azul del cielo. Los dragones entraban y salían del entre,
arrojaban llamas y se lanzaban en picado.
Las grandes reinas doradas volaron como rayos, bien abajo, para atrapar lo que
podía perderse.
Después, F’lar ordenó subir a los suyos para encontrarse con los Hilos a medio
camino. Mnementh se lanzó hacia arriba y F’lar levantó el puño hacia el Ojo Rojo de

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la Estrella.
—Un día —gritó—, no nos sentaremos aquí como tontos a esperar que caigas. Un
día caeremos sobre ti, en el lugar en que tejes tus Hilos, y te quemaremos en tu propio
terreno.
Por el Huevo, se dijo, si podemos viajar cuatrocientos Giros hacia atrás y cruzar
el mar y la tierra en un abrir y cerrar de ojos, ¿qué puede significar para nosotros el
viaje entre un mundo y otro? Otro tipo de salto. Nada más.
Sonrió para sí mismo. Sería mejor no mencionar esa idea en presencia de Lessa.
Hilos arriba, le advirtió Mnementh.
Y mientras el dragón de bronce se lanzaba adelante, la boca en llamas, F’lar
apretó las rodillas sobre su cuello fuerte. Madre de todos, sí, estaba feliz porque
ahora, de todos los tiempos concebibles, él, F’lar, jinete del bronce Mnementh, era un
hombre del dragón en Pern.

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AMOR ES EL PLAN,
EL PLAN ES LA MUERTE
James Tiptree, Jr.

Mejor relato corto, 1973

PREFACIO DEL EDITOR

James Tiptree, Jr. fue uno de los seudónimos usados por la fallecida Alice
B. Sheldon. Nació en Chicago, en 1915. Obtuvo un doctorado en psicología en 1967,
después de «sacrificar unos diez mil ratones de laboratorio», para citar sus
palabras. Durante muchos años trabajó para el Departamento de Defensa, en el
sector de Inteligencia. Puso fin a su vida en 1987.
Los primeros relatos de ciencia ficción escritos por «Tiptree» aparecieron en
1968, y hasta 1977 su verdadero nombre —y su sexo— permanecieron en el
anonimato para los lectores que habían alabado sus trabajos desde el comienzo.
También escribió con el seudónimo de Raccoona Sheldon.
Podría considerarse una especie de tributo a su capacidad narrativa el hecho de
que se creyese en la identidad masculina de «Tiptree», aun cuando muchos de sus
relatos se refieren a la condición de las mujeres en la sociedad. En «Amor es el plan,
el plan es la muerte», sin embargo, la autora consigue retratar con apabullante
poder de convicción una forma de vida alienígena.

* * *

Recuerdo…
¿Me escuchas, mi pequeña rojilla? Sostenme con ternura. Hace más frío…
Recuerdo…
—Soy inmenso, negro y lleno de esperanzas. Recorro las montañas con mis seis
patas bajo la nueva tibieza… ¡Canta el cambiador, canta el penitente! ¿Cambiarán
los cambios eternamente? Veo que todas mis tonadillas ya tienen letra… ¡Otro
cambio!
Con expectación, me lanzó hacia delante, siguiendo el mínimo cosquilleo que
titila en el aire. Los bosques se han reducido otra vez. Entonces me veo: ¡soy yo! ¡Yo,
Moggadeet! El frío invernal me ha hecho crecer. Me sorprendo de mí mismo; ¡mirad
al pequeño Moggadeet!
Emoción, aventuras que palpitan desde el lado del mundo iluminado por el sol.
¡Allí voy!

Página 360
… El sol también vuelve a cambiar. ¡El sol camina por la noche! ¡El Sol regresa
al Verano y su luz se entibia! Tibio soy yo, Moggadeet. A olvidar el mal tiempo del
invierno.
La memoria me asalta.
El Viejo.
Me detengo, trepo a un árbol. ¡Cómo deseaba interrogar al Viejo! Pero no había
tiempo. El frío. El árbol echa a rodar cuesta abajo y veo cómo se caen unos
trepagordos. No tengo hambre.
El Viejo me previno contra el frío, pero no le creí. Sigo andando,
lamentándome… El Viejo te lo dijo, el frío se apoderará de ti. ¡Frío helado! ¡Frío
asesino! En el frío te asesiné.
Pero ahora todo es distinto, pues ha comenzado el calor. Soy Moggadeet otra vez.
Me dirijo a una colina y veo a mi hermano Frim.
Al principio no lo conozco. ¡Qué negro y grande!, pienso. Pero veo que con el
calor también podemos hablar…
Me abalanzo hacia él, entre los árboles caídos. El negrazo está agazapado sobre
un barranco, mirando hacia abajo. El lomo negro tiene ondas brillantes como…
como… ¡Pero si es Frim! ¡Frim, el que tanto buscaba, Frim, el fugitivo! ¡Cuánto ha
crecido! ¡Frim el gigante! Cómo cambia el cambiador…
—¡Frim!
No me oye. Sus ojos protráctiles están bajo los árboles. Y la cola, erecta, parece
temblarle un modo extraño. ¿Qué estará cazando?
—¡Frim! Soy yo, Moggadeet…
Pero lo único que hace es sacudir las patas. Veo que asoma los espolones. ¡Qué
imbécil, Frim! Me recuerdo lo tímido que es, y trato de moverme con cautela.
Cuando me acerco, la sorpresa es mayor. ¡Yo soy aún más grande que él! ¡Cuántos
cambios! Por encima de su hombro, avisto el collado.
Un lugar tórrido, verde y amarillo. Un claro pequeño e iluminado por el sol.
Inclino los ojos para ver qué persigue Frim y entonces el mundo estalla ante el
estampido de mil asombros.
Te veo a ti.
Te vi.
Siempre te veré. Danzando en el fuego verde, mi estrellita roja… ¡Tan brillante!
¡Tan pequeña y perfecta, tan intensa! Ah, sí; ¡te conocí en ese primer instante, mi
fresa, mi cosita escarlata! ¡Roja! Una criatura diminuta y roja, más pequeña que el
menor de mis ojos. ¡Y qué valiente!
El Viejo lo dijo; el rojo es el color del amor.
Te veo matar de un golpe una langosta que te dobla en tamaño, y mis ojos se
salen de las órbitas cuando saltas sobre ella y te vas rodando, chillando ¡Lililíi!
¡Lililíi! con furia infantil. Ay, mi formidable cazadora, no sabes que alguien está
contemplando fijamente tu tierno pelaje de amor. Mmmm, sí. Rojo tenue, salpicado

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con pinceladas rosadas. Se me abren las mandíbulas; el mundo se enciende y vuelve a
girar.
Entonces Frim, el pobre tonto, advierte que estoy a sus espaldas y se levanta.
¡Pero qué pasa con Frim! ¡Se le hinchan los sacos de la garganta, que adquieren
un color negro púrpura! ¡Las placas se le abomban como si fuera un Cúmulo Madre!
¡Los espolones le brillan y cascabelean! ¡Y la cola le truena!
—¡Es mía! —aúlla, pero apenas logro comprenderlo. ¡Salta sobre mi cuerpo!
—¡Detente, Frim! —grito, y retrocedo desconcertado… Hace calor. ¿Cómo es
posible que Frim se muestre tan salvaje y agresivo?
—¡Hermano Frim! —le hablo suavemente, para aplacarlo. Pero algo no marcha
bien. ¡Yo también aúllo! Sí, hace calor, y yo sólo quiero calmarlo; me invade el amor,
más la furia asesina me atraviesa. ¡También yo me hincho, cascabeleo, trueno! ¡Soy
invencible! ¡A matar, a sofocar…!
Ah, qué vergüenza.
Cuando vuelvo en mí, de Frim ya no queda nada. Hay pedazos de él por doquier,
estoy envuelto en Frim. ¡Pero no lo he comido! ¡No! ¿Debo alegrarme de ello?
¿Desafié el Plan? Tengo la garganta cerrada, mas no porque se tratase de Frim sino
por ti, querida. ¡Por ti! ¿Dónde estás? ¡El claro ha quedado vacío! Oh, temor de los
temores, te he asustado y has huido. Me olvido de Frim. Me olvido de todo menos de
ti, corazón mío, mi rojilla encantadora.
Aplasto árboles, volteo rocas, desgarro la hondonada. ¡Ah!, ¿dónde te escondes?
De pronto me asalta un nuevo temor: ¿no te habré lastimado en mi loca carrera? Me
obligo a serenarme. Comienzo a rastrear en círculos alrededor de los árboles,
silencioso como una nube, extendiendo mis ojos y mis oídos en cada claro de la
espesura. Un nuevo canturreo puebla mi voz. Ooooo, Oooo, Rum-lulilú, gruño. Estoy
cazando. Cazándote a ti.
Vislumbro una inmensa negrura a lo lejos y de pronto me encuentro de pie, en
toda mi altura, rugiendo. ¡A atacar a ese negro! ¿Será otro hermano? Me dispongo a
despedazarlo, pero el extraño comienza a desvanecerse. Vuelvo a rugir. No, es el
nuevo poder negro el que ruge en mi interior. Pero en lo más profundo, yo,
Moggadeet, observo, despavorido. ¿Atacar a ese negro con tanto calor? No hay
seguridad alguna. ¿Acaso nos hemos convertido en trepagordos? Pero al mismo
tiempo me siento… ¡ah, me siento bien! ¡Qué dulce es el plan! Me entrego a la
misión de buscarte, mientras mi voz canturrea Ooo-luuu, luli rum lulilú…
¡Y tú respondiste! ¡Tú!
Tan pequeñita, oculta bajo una hoja… Chillabas tu lililí, gorjeabas, palpitabas,
medio burlona y ya imperiosa. Ah, cómo giré y busqué bajo mis pies, aterrado ante la
idea de poder aplastar tu lililí. Yo, Moggadeet, meciéndome, ansiándote, gimiendo.
Y tú te asomaste.
Cuando veo tus diminutas garras erguidas se me deshacen las entrañas y me
inunda una marejada de tierna jalea. ¡Qué ternura! Ternura y valentía, como las de

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una Madre. ¿Acaso no siente así una madre? En mis fauces se derrama un zumo que
no es de hambre; me asfixia el miedo a asustarte o a destrozar tu pequeñez. Me muero
por tomarte y amasarte, por devorarte de un bocado, por mordisquearte mil veces.
Ah, el poder de lo rojo… ¡el Viejo me lo advirtió! Ahora siento que comienzan a
henchirse y a empujar hacia la cabeza mis manos especiales, las tiernas manos que
siempre llevo ocultas. ¿Qué? ¿Qué?
Mis manos secretas empiezan a amasar y frotar la sustancia que chorrea de mis
fauces.
Ah, mi rojilla, eso te excita, ¿verdad?
Sí, sí, siento —qué tortura—… siento tu cándida excitación. Aún hoy, tu cuerpo
recuerda nuestra alborada de amor, nuestros primeros momentos de Moggadeet-Lilí.
Antes de que te conociera. Antes de que me conocieras. Nuestro contacto amoroso
comenzó entonces, corazón mío, en ese instante en que Moggadeet se quedó
mirándote como un monstruo a punto de estallar. Vi lo tierna que eras, tan
indefensa…
Sí, incluso mientras te observaba maravillado, mientras mis manos secretas tejían
e hilaban tu suerte, incluso entonces evoqué, con cierta lástima, el año anterior,
cuando yo era niño y vi entre mis hermanos otras criaturas rojas y diminutas, antes de
que mi Madre las expulsara. Pero sólo era un pequeño tonto, no comprendía. Pensaba
que Madre había hecho muy bien en echar a esos seres extraños y ridículos, todos de
rojo. ¡Ah, Moggadeet, qué estúpido!
Pero cuando te vi, mi llamarada, lo comprendí todo. Ese día, tan sola, te había
expulsado tu Madre. Nunca antes habías conocido el espanto de una noche a la
intemperie; ni podías sospechar que un monstruo como Frim te perseguiría. ¡Ay, mi
nidito rojo, mi niña! Nunca te abandonaría, lo juré. ¿Acaso no he cumplido con mi
palabra? ¡Yo, Moggadeet, sería tu Madre!
¡Grande es el Plan, pero yo lo era más aún!
Todo lo que aprendí después de un año de cacería —a deslizarme como el aire, a
saltar, a asir con la mayor delicadeza— todo tuvo su razón de ser en ti. Para no
estropear la más mínima parte de tu cuerpo espléndido. ¡Ay, sí! Te capturé en toda tu
diminuta perfección, a pesar de que pataleaste, escupiste y luchaste como una chispa
furiosa de sol. Y entonces…
Y entonces…
Comencé a… ¡Ah, terror, placer y vergüenza! ¿Cómo expresar tan maravilloso
secreto? El Plan se apoderó de mí así como una Madre guía a su hijo, y con mis
manos secretas empecé a…
¡Comencé a atarte!
¡Ah, sí! ¡Sí! Mis manos especiales que hasta ahora no habían tenido utilidad, ya
con vida, sueltas e hinchadas, comenzaron a atarte, sin dejar de amasar el zumo
espeso que manaba de mis mandíbulas. Pasaron por debajo, por encima y alrededor
de tu cuerpo, y cada instante me perforaba de placer y de temor. Envolví tus

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miembrecillos adorables, me introduje en tus orificios más íntimos y delicados
mientras te acariciaba, te cubría y te ataba hasta que quedaste convertida en una joya
brillante. ¡Mía!
Pero tú respondiste. Ahora lo sé. ¡Lo sabemos! Ah, sí, en tu lucha feroz,
tímidamente me ayudaste, y siempre, al final, cada hebra quedó dulcemente colocada
en el lugar preciso… ¡Para envolverte, para atarte, adorable Lililú! ¡Cómo se
movieron nuestros cuerpos en ese primer canto tejedor! Lo siento aún hoy, y me
derrite la excitación. Cómo extendí la seda a tu alrededor, para atar cada uno de tus
miembros, para dejarte absolutamente indefensa. ¡Y cómo me miraste sin miedo, a
mí, a tu captor espeluznante! ¡Nunca sentiste temor, ni yo lo siento ahora! ¿No resulta
extraña, mi adorada, esa dulzura que fluye por nuestro cuerpo cuando nos entregamos
al Plan? ¡Grande es el Plan! Uno le teme, uno lucha contra él, más se aferra a su
dulzura.
Y con dulzura se inició nuestro tiempo de amor, cuando me convertí en tu nueva
y verdadera Madre, la que nunca te rechazaría. ¡Cómo te alimenté, cómo te acaricié,
te atendí y te mimé! ¡Qué responsabilidad es ser Madre! Ansiosamente te abrigué
entre mis brazos secretos, salvajemente alejé a todos los intrusos, y hasta a las
inofensivas criaturas de la hierba, por miedo a que pudieran aplastarte o herirte.
Y cómo velé por tu cuerpo indefenso y pequeño durante las largas noches de
calor… Con sumo cuidado liberé cada miembrecillo, lo flexioné y lo estiré, limpié
hasta el último rincón de tu cuerpo escarlata con mi lengua gigante y mordisqueé tus
garras en miniatura con mis dientes terribles, me deleité en tu infantil susurro y fingí
devorarte mientras chillabas de felicidad:
—¡Lililí! ¡Amor, lililí!
Pero la dicha más grande fue cuando…
¡Hablamos!
¡Hablamos, juntos, los dos! Nos unimos, compartimos, nos volcamos el uno en el
otro. ¡Amor, cómo vacilamos y tartamudeamos al principio, tú en tu extraña lengua
materna y yo en la mía! ¡Cómo fundimos nuestro canto, primero sin palabras y luego
con ellas, hasta que aprendimos a ver con los ojos del otro, a oír, a paladear, a sentir
el mundo del otro! Hasta que yo fui Lililú y tú Moggadeet, hasta que, por fin, nos
fundimos en un ser nuevo. Moggadeet-Lilí; Lililú-Mogga; ¡Lili-Mogga-luli-deet!
¡Ay, amor!, ¿seremos los primeros? ¿Hubo otros que se amaran con todo su ser?
¡Qué triste pensar que otros amantes, antes que nosotros, no dejaron huellas de su
paso! ¡Recuérdanos! ¿Te acordarás, mi adorada, aunque Moggadeet lo estropee todo
y aunque el frío aumente? Ojalá pudiera oírte hablar una vez más, mi rojilla, mi
inocente. Tú recuerdas; tu cuerpo me lo dice aun hoy. Sostenme con suavidad,
todavía. ¡Oye a tu Moggadeet!
Me contaste cómo era ser la tierna y diminuta Lililú. Me hablaste de tu Madre, de
tus sueños, de tus miedos y de tus alegrías infantiles. Y yo te conté los míos y todo lo
que aprendí en el mundo desde el día en que mi Madre…

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¡Óyeme, mi corazón! El tiempo se nos escapa…
El último día de mi infancia, mi Madre nos llamó a todos a su alrededor.
—¡Hijos! ¡Hi…jj…jos!
¿Por qué se le quebró así la voz?
Mis hermanos se acercaron lentamente, con temor, desde el verdor estival. Pero
yo, el pequeño Moggadeet, trepé ansiosamente por el gran arco de su cuerpo en busca
del dorado pelaje de mi Madre. Llegué a su tibia cavidad, donde refulgían sus ojos de
Madre, la cavidad que nos protegió tanto durante toda nuestra vida así como yo hoy
te abrigo a ti, mi florecilla del amanecer.
Deseo tocarla, oírla hablar y canturrear una vez más para nosotros. Su pelaje de
madre me inquieta: está raído y opaco. Con timidez me estrecho contra una de sus
inmensas glándulas alimenticias. Sabe a seco, aunque en lo profundo de su ojo de
madre se enciende una chispa.
—Madre —susurro—, soy yo, Moggadeet…
—¡HIJOSSS! —Su voz retumba por el armazón de su cuerpo. Mis hermanos
mayores se acurrucan entre sus piernas y buscan la luz del sol con el rabillo del ojo.
Qué graciosos son: mitad negros mitad dorados.
—¡Tengo miedo! —murmura mi hermano Frim, cerca de mí. Como yo, Frim aún
conserva su dorado pelaje infantil. Madre ha vuelto a hablar, pero su voz retumba
tanto que apenas la entiendo.
—¡INVIERRRNO! ¡INVIERNO, DIGO! ¡DESPUÉS DEL CALOR VIENE EL
FRÍO INVIERNO! EL FRÍO INVIERNO ANTES DE QUE EL CALOR VUELVA
OTRA VEZ…
Frim gime más fuerte y le lanzo un manotazo. ¿Qué sucede? ¿Por qué la dulce
voz de Madre suena tan hosca y extraña? Siempre nos había acunado con ternura,
mientras nos arrimábamos a su tibio pelaje de madre para succionar los deliciosos
jugos y nos mecía con su interminable canto de andar… ¡lii, muli muli, ii muli muli!
… y la tierra pasaba rodando, abajo, a lo lejos. ¡Ah, sí! Y cómo conteníamos la
respiración y chillábamos cuando comenzaba a entonar su poderoso canto de
guerra… ¡Tann, tann, dir, dir hataan! ¡HATUNNNN! NOS sosteníamos fuerte,
inquietos, mientras duraba el momento culminante, y ella se abalanzaba sobre la
presa, hasta que se oía el triturar, el masticar, el regurgitar de su cuerpo. Entonces,
sabíamos que sus glándulas alimentarias pronto estarían rebosantes para nosotros.
De pronto veo algo negro que se aleja. ¡Huye un hermano mayor! La voz
estruendosa se quiebra. Su inmenso cuerpo se tensa y sus placas se estrellan. ¡Madre
ruge!
¡Y, abajo, gritos y correteos! Me estrecho contra su pelaje, pero ella salta y soy
sacudido de un lado a otro.
—¡FUERA! ¡MARCHAOS! —aúlla. Sus terribles miembros cazadores se
desploman hacia abajo, se aplastan, mientras ella ruge sin palabras, se estremece, se
sacude. Cuando oso mirar, veo que todos los demás se han ido. ¡Todos excepto uno!

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Bajo las garras de Madre hay un cuerpo. Es mi hermano Sesso, ¡sí! Pero Madre lo
está despedazando, lo está devorando. La observo horrorizado; ¡Sesso, el que tanto
quería, del que tan orgullosa estaba! Sollozo, hundo la cabeza en su pelaje. ¡Pero su
piel maravillosa se cae entre mis dedos, su dorada piel de madre se deshace! Me
aferró desesperadamente, tratando de no oír las dentelladas y el regurgitar de su
garganta. El mundo se acaba. Todo es terrible, terrible.
Sin embargo, mi brasita, incluso entonces casi creí comprender. ¡Grande es el
Plan!
En ese momento, Madre deja de comer y empieza a moverse. El suelo rocoso se
sacude, a sus pies. Su andar ya no es suave, sino que me sacude, y hasta su canturreo
me resulta extraño.
¡Adelante, adelante! ¡Sola, siempre sola!
El tronar cesa. Silencio. Madre descansa.
—¡Madre! —murmuro—. Soy yo, Moggadeet. ¡Estoy aquí!
Las placas de su estómago se contraen y un regüeldo tiembla en sus entrañas.
—Vete —gruñe—. Vete. Es demasiado tarde. Ya no soy tu madre.
—No quiero alejarme de ti. ¿Por qué debo irme? ¡Madre! —sollozo—. ¡Háblame!
Emito mi murmullo infantil:
—¡Deet! ¡Deet! Tikki-takka, ¡deet!
Y espero que ella me responda con su profundo canto:
—¡Brum! ¡Brrummm! ¡Brumalú brum!
Pero sólo veo que uno de sus inmensos ojos de madre se enciende, y que su boca
emite un sonido chirriante:
—Demasiado tarde… Ya no soy… Dije el invierno; hablé. Vete antes del
invierno…
—Cuéntame cómo es el exterior, madre… —le suplico.
Otro gruñido casi me hace saltar del sitio donde me había encaramado. Pero,
cuando vuelve a hablar, su voz es más suave.
—¿Que te cuente? —rezonga—. Eres un hijo extraño. Te interesa hablar, como a
tu Padre.
—¿Qué es eso, Madre? ¿Qué es un Padre?
Vuelve a eructar.
—Siempre hablaba. Los inviernos se suceden, decía. Ah, sí. Cuéntales que los
inviernos llegan. Y eso hice. Tarde. Invierno, os dije. ¡Frío! —Su voz truena—. ¡Ya
no soy tu madre! ¡Demasiado tarde! —Y en el exterior, oigo el entrechocar de su
caparazón.
—¡Madre! ¡Háblame!
—¡Vete! ¡Vete ya!
Sus placas abdominales se estrellan a mi alrededor. Salto para aferrarme a otro
mechón de pelo, pero se deshace entre mis garras. Aullando, me salvo aferrándome a
una de sus grandes patas, rígida como la roca.

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—¡VETE! —ruge.
¡Sus ojos de madre se secan, como muertos! Presa del pánico, logro bajar
trastabillando mientras, a mi alrededor, todo resuena y vibra. ¡Madre está conteniendo
una tormenta de furia!
Salto a tierra y corro a ocultarme en una grieta. Me retuerzo y me escabullo bajo
los aullidos terroríficos y el chocar de garras que suena por encima de mi cabeza. Me
oculto entre las rocas, huyendo de las mandíbulas cazadoras de mi Madre.
¡Ay, mi tierna rojilla! Nunca has conocido una noche así. ¡Qué horas tan atroces,
escapando de ese monstruo en que se había convertido mi Madre adorada!
La vi una vez más, sí. Cuando llegó el alba, trepé a una cornisa y atisbé por entre
la niebla. Hacía calor, y la bruma era tibia. Sabía qué aspecto tenían las Madres.
Habíamos vislumbrado sus formas inmensas y oscuras y las cornamentas antes de
que nuestra Madre nos ordenara escondernos bajo su cuerpo. Y entonces, sí, se oía el
desafío de una Madre, que estremecía la tierra, y el extraño rugido de otras Madres al
responder. Nos aferrábamos con fuerza y sentíamos la oleada de furia asesina que la
invadía, contundente, ensordecedora, mientras atacaba y golpeaba. Una vez, mientras
nuestra Madre comía, alcancé a ver en el suelo, abajo, una extraña cría que aullaba
entre los restos.
Pero esa vez fue a mi Madre a quien vi acechando bajo la bruma: un corpachón
tan gris, hinchado y lleno de cuernos que sólo se le veían los ojos predadores por
encima del caparazón, ojos desorbitados, extraviados, en busca de cualquier cosa que
se moviera. Se abrió paso por entre las montañas mientras tronaba una canción nueva
y áspera.
—¡Frío! ¡Frío! ¡Hielo y soledad! ¡Frío y final!
Nunca más volví a verla.
Cuando el sol subió en el firmamento, vi que la piel dorada comenzaba a caer
para dejar ver un negro manto brillante. Sin que yo me diese cuenta, mis miembros
cazadores saltaron en un santiamén y arrojaron a mis fauces una langosta recién
capturada.
¿Ves, mi fresa, cuánto más grande y más fuerte que tú era cuando mi Madre nos
echó? También ése es el Plan. ¡Tú aún no habías nacido! Tuve que vivir mientras el
calor se tornaba invierno y debí resistir el frío hasta el nuevo calor, antes de que tú me
esperaras. Tuve que crecer y aprender. ¡Aprender, mi Lililú! Eso es importante. Sólo
nosotros, los negros, tenemos una temporada para aprender. El Viejo lo dijo.
¡Al principio fueron pequeñas lecciones! Cómo beber de una superficie plana sin
atragantarme, cómo capturar esas criaturas voladoras y brillantes que muerden, cómo
observar las nubes de tormenta y el movimiento del sol. Y las noches, y las alimañas
suaves que se mueven sobre los árboles. Y los arbustos que no dejan de encogerse y
empequeñecerse. Sólo que en realidad era yo, Moggadeet, quien crecía. ¡Ah, sí! ¡Y el
día en que logré derribar a un trepagordo desde su enredadera!

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Pero todas éstas fueron lecciones fáciles. Me guiaba el Plan, desde mi cuerpo. Me
guía incluso ahora, Lililú, y me daría paz y alegría si cediera a él. ¡Pero no lo haré!
¡Recordaré hasta el final, y hablaré hasta el último instante!
Contaré los grandes hallazgos. Cuando vi —aunque estaba muy atareado
comiendo y comiendo, cada vez más—, cuando vi que todas las cosas cambiaban sin
cesar. ¡Cuántos cambios! Los brotes de los arbustos se convertían en fresas, los
trepagordos cambiaban de color, y hasta el sol se transformaba, junto con las colinas.
Y vi que todas las cosas estaban acompañadas de otras de su clase, y que sólo yo,
Moggadeet, estaba solo. ¡Ay, tan solo!
Me marché por los valles, con mi nuevo pelaje negro y brillante, entonando mi
nueva canción:
—¡Tur-tarra! ¡Tarra-tan!
Una vez alcancé a ver a mi hermano Frim y lo llamé, pero echó a correr como el
viento. ¡Solo! Y cuando fui al valle siguiente, encontré los árboles destrozados. A lo
lejos, corría otro ser como yo, negro, sólo que muchísimo más grande. ¡Gigante! Casi
tanto como mi Madre, terso y lustroso. Lo quise llamar, pero se irguió sobre sus
patas, me vio y lanzó un rugido tan espantoso que también yo salí disparado como el
viento rumbo a las montañas. Solo.
Y así aprendí, mi querida rojilla, que estaba solo, aunque mi corazón rebosaba
amor. Y deambulé, cada vez más hambriento y más lleno de interrogantes. Vi las
Sendas, pero en ese momento no significaron nada para mí. Aunque supe lo
importante: el frío.
Tú lo sabes, mi rojilla. En los días cálidos soy yo, yo, Moggadeet, el que siempre
crece y aprende. Cuando hace calor, hablamos, pensamos, ¡amamos! Trazamos
nuestro propio Plan. ¡Ya lo creo que sí! ¿No es cierto, amor?
Pero durante el frío, en las noches —pues las noches cada vez eran más heladas—
yo era… ¿qué? No era Moggadeet, el que pensaba. No era yo. Sólo Algo-que-vive,
que actúa sin pensar. Moggadeet el indefenso. Cuando hace frío sólo existe el Plan.
Yo casi lo pensé.
Y entonces, un día el frío de la noche se prolongó, y el sol quedó oculto tras la
bruma. Y me encontré dirigiéndome a las Sendas.
Las Sendas también forman parte del Plan, mi rojilla.
Las Sendas son de invierno. Todos los negros debemos ir allí. Cuando el frío se
vuelve más intenso, el Plan nos impele a subir, y así comenzamos a marchar hacia las
Sendas, sobre los riscos, hacia el lado negro y frío de las montañas. Más allá de los
bosques donde los árboles se espacian y se convierten en madera petrificada.
Así fue cómo el Plan me llamó y yo obedecí, sin darme cuenta. A veces me
detenía bajo un lugar soleado, comía y trataba de pensar, pero cuando se levantaban
las nieblas frías volvía a caminar y reanudaba mi ascenso. Comencé a ver que había
otros como yo, que bordeaban la montaña sin descanso. No rugían ni retrocedían al

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verme, ni yo lo hacía al verlos. Solos, trepábamos hacia las Cavernas, sin pensar,
ciegos. Y eso habría hecho yo.
Pero entonces sucedió lo más importante.
¡Ah, no, mi Lililú! ¡Lo más importante eres tú, y siempre lo serás, mi preciosa
chiquitina, mi amada escarlata! No te enfades, cariño mío. Sostenme con suavidad.
Debo contar nuestro gran descubrimiento. Oye a tu Moggadeet, oye y recuerda…
Bajo el último calor del sol lo encontré. Encontré al Viejo. ¡Qué espectáculo tan
lamentable! Estaba hecho jirones, herido y casi pútrido. Me quedé mirándolo,
paralizado por el miedo. De pronto, inclinó la cabeza con gran esfuerzo y exhaló un
gruñido.
—¿Joven…cito? —Abrió un ojo en aquel rostro pestilente, en que se había
posado una mosca—. Aguarda, joven…
Entonces lo comprendí. ¡Con amor…!
¡No, no, mi rojilla! Escúchame… Escucha bien a tu Moggadeet. El Viejo y yo
conversamos, compartimos las vivencias de joven a viejo. Es algo que nunca
sucede…
—No quedan viejos… —graznó—. Nunca hablamos… los negros. Nunca. No es
parte del… Plan. Sólo yo… Aguarda…
—¿El Plan? —pregunté, casi adivinándolo—. ¿Qué es el Plan?
—Es belleza —susurra—. Belleza en el aire, cuando hace calor. Yo lo seguí…
pero otro negro me vio, y luchamos. Me herí, pero así y todo me hizo seguir hasta
que caí, exhausto y medio muerto. ¡Sobreviví, y el Plan me soltó! Entonces me
agazapé aquí, a esperar, a compartir… Pero…
Sacude la cabeza. Deprisa, capturo un insecto en el aire y se lo meto entre las
mandíbulas desgarradas.
—¡Viejo! Dime qué es el Plan.
Engulle con dolor y sostiene mi mirada con su único ojo.
—Está en nosotros —responde con voz pastosa y más clara—. Está en nosotros,
se mueve en todas las cosas necesarias para la vida. Tú lo has visto: cuando la cría se
vuelve negra o roja, la aparta de sí. ¿No fue de ese modo?
—Sí, pero…
—¡Ése es el Plan! Siempre el Plan. El dorado es el color del cuidado maternal,
pero el negro es el color de la furia. ¡A atacar lo negro! Lo negro equivale a matar. Ni
siquiera una Madre ante su hijo puede desafiar el Plan. Óyeme, joven…
—Estoy escuchando. Ya lo he visto —respondo—. Pero ¿qué es lo rojo?
—¿Lo rojo? —chilla—. Rojo es el color del amor.
—¡No! —replica el estúpido Moggadeet—. Yo conozco el amor, y es dorado.
El ojo del Viejo se aparta de mí.
—El amor —suspira—… Cuando la belleza se te aparezca en el aire, ya verás.
Enmudece. Temo que haya muerto. ¿Qué puedo hacer? Permanecemos en
silencio, juntos, bajo los últimos rayos tibios del sol brumoso. Confusamente, sobre

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las laderas, veo a otros negros como yo, que avanzan, monótonos, hacia sus Sendas
entre la madera petrificada y la bruma helada.
—¡Viejo! ¿Hacia dónde nos dirigimos?
—Vais hacia las Cavernas del Invierno. Ése es el Plan.
—El invierno, sí. El frío. Madre nos lo advirtió. Y después del frío invierno viene
el calor, lo recuerdo. El invierno pasará, ¿verdad? ¿Por qué dijo que los inviernos
crecían? Dímelo, Viejo. ¿Qué es un Padre?
—¿Un Pa-dre? Nunca había oído esa palabra. Pero, no, espera… —Vuelve hacia
mí su cabeza lacerada— «¿Los inviernos crecen?». ¿Eso dijo tu madre? ¡Ah, frío y
soledad! —gruñe—. Te ha dado un gran conocimiento. Tan grande que me da miedo
pensar en él.
Hace girar su único ojo en una mirada siniestra. Pavorosa.
—Mira a tu alrededor, joven. Estas maderas petrificadas son las cáscaras de los
árboles que crecen en los valles tibios. ¿Por qué están aquí? El frío los ha matado. Ya
no queda ningún árbol con vida en este sitio. ¡Piensa, jovencito!
Miro y… ¡es cierto! Es un bosque tibio convertido en piedra muerta.
—Una vez, aquí hizo calor. Una vez, esto fue como los valles, pero el frío se ha
vuelto cada vez peor. Los inviernos crecen. ¿No lo ves? Y el calor cada vez es menos
y más débil.
—¡Pero si el calor es vida! ¡El calor soy yo, Moggadeet!
—Sí. Cuando hace calor pensamos y aprendemos. Durante el frío somos ciegos.
Mientras aguardaba aquí, pensaba si alguna vez hubo una época en que esto fuese
cálido. ¿Habremos venido aquí los negros a conversar y a compartir nuestras
vivencias? Ah, jovencito, qué pensamiento tan temible… ¿Acaso se acorta nuestro
tiempo de aprender? ¿Cómo terminará todo? ¿Se prolongarán los inviernos hasta que
ya no podamos aprender nada más y sólo nos quede acatar el Plan a ciegas, como los
tontos trepagordos, que cantan pero no saben hablar?
Sus palabras me inundaron de temor helado. ¡Qué conocimiento atroz! Me
inflama la ira.
—¡No! ¡No nos sucederá! Debemos… debemos retener el calor.
—¿Retener el calor? —Se vuelve con dolor para contemplarme—. Retener el
calor… Un pensamiento sorprendente. Sí. Pero ¿cómo? Pronto hará demasiado frío
para pensar, incluso aquí.
—El calor volverá —insisto—. Tenemos que descubrir un modo de conservarlo,
tú y yo.
Sacude la cabeza.
—No… Cuando vuelva el calor yo ya me habré ido. Y tú estarás demasiado
ocupado para pensar, jovencito.
—¡Te ayudaré! ¡Te llevaré hasta las Cavernas!
—En las Cavernas —musita casi sin aliento—, en cada caverna hay dos negros
como tú. Uno vive, y aguarda inconsciente a que transcurra el invierno. Y mientras

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espera, come. Se come al otro, y así logra subsistir. Tal es el Plan. Y así tú me
devorarás, jovencito.
—¡No! —grito horrorizado—. ¡Jamás te haré daño!
—Cuando llegue el frío, ya lo verás —murmura—. ¡Grande es el Plan!
—¡No! Te equivocas si eso piensas —aúllo.
Mis placas escamosas comienzan a inflarse. Entre la bruma, escucho su estertor.
Recuerdo haber arrastrado algo pesado y negro hasta mi Caverna.
Frío helado, frío asesino… En el frío te asesiné.
No opuso resistencia, Lililú.
Grande es el Plan. Lo aceptó todo, acaso sintió una extraña alegría, como yo la
siento hoy. En el Plan hay gozo. Pero ¿y si el Plan se equivoca? Los inviernos crecen.
¿Tendrán también su Plan los trepagordos?
Ah, qué pensamiento tan difícil. Cómo lo hemos intentado, mi dicha, mi rojilla…
Te lo expliqué una y otra vez, durante los largos días de calor. Te dije que el invierno
llegaría, y que nos haría cambiar si no conseguíamos retener la tibieza. ¡Y tú lo
comprendiste! Lo compartiste. Tú me comprendes, mi flama preciosa. Aunque no
sabes hablar, siento tu amor generoso. Suavemente…
Ah, sí, hicimos nuestros preparativos, nuestro propio Plan. Incluso durante el
calor más intenso construimos nuestro Plan contra el frío. ¿Lo habrán hecho otros
amantes? Cómo busqué, llevándote conmigo, mi capullo de cereza, cómo crucé
montañas y macizos, siguiendo el sol, hasta que encontramos este valle tibio del lado
donde llegan los cálidos rayos. Seguramente el frío será más débil aquí, pensé.
No llegarán hasta nosotros las nieblas frías, los vientos gélidos que congelaron mi
ser más íntimo y me arrastraron hacia las Sendas, rumbo a las muertas Cavernas del
Invierno.
¡Esta vez desafiaré el Plan!
Esta vez te tengo a ti.
—¡No me lleves allí, mi Moggadeet! —suplicaste, temerosa de lo desconocido—.
¡No me lleves al frío!
—¡Jamás, mi Lililú! Nunca, lo juro. ¿Acaso no soy tu Madre, linda rojilla?
—¡Pero cambiarás! El frío te hará olvidar. ¿No es ése el Plan?
—Yo escaparé de él, Lili. ¿No ves que te estás volviendo cada vez más grande,
más pesada y más hermosa, mi fresa de fuego? Pronto ya no me resultará tan sencillo
cargarte, y no podré llevarte hasta las Sendas frías ni aunque quisiera. ¡Jamás te
abandonaré!
—¡Pero eres tan grande, Moggadeet! Cuando llegue el cambio, te olvidarás y me
arrastrarás al frío.
—¡Nunca! Tu Moggadeet tiene un Plan mejor. Cuando comiencen las brumas, te
llevaré al rincón más lejano y tibio de esta cueva, y allí tejeré un muro para que nunca
puedas salir. Y jamás me iré de tu lado. Ni siquiera el Plan podrá apartar a Moggadeet
de Lililú.

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—Pero tendrás que ir a cazar comida, y entonces el frío se apoderará de ti. Me
olvidarás y seguirás el amor helado del invierno; me abandonarás hasta que muera.
¡Tal vez ése sea el Plan!
—Ah, no, mi preciosa, mi rojilla… ¡No te aflijas, no llores! Escucha el Plan de tu
Moggadeet: desde hoy, cazaré el doble y llenaré esta cueva hasta el techo, mi rubor,
mi capullo. La colmaré de comida para poder quedarme contigo todo el invierno.
Y eso hice, ¿no es cierto, mi Lili? Qué tonto, Moggadeet… Cacé a rabiar, y traje
langostas, lombrices, trepagordos e insectos. ¡Qué tonto! Se pudrieron, claro que sí,
por culpa del calor, y se pusieron verdes y se cubrieron de moho. Pero así y todo eran
sabrosos, ¿eh? Tuvimos que comerlos; nos llenamos como pichones, y ¡cómo
creciste!
¡Ay, mi joya escarlata, qué hermosa te fuiste poniendo! Engordaste hasta
desbordar, espléndida y lustrosa. Pero, mi chispa roja, seguiste siendo esa pequeña
adorable. Cada noche, después de alimentarte, abría la seda y te acariciaba la cabeza,
los ojos, las orejillas tiernas. Temblaba de excitación cuando llegaba el momento
delicioso de soltar tu primer miembro escarlata para acariciarlo, ejercitarlo y
oprimirlo contra el saco palpitante que llevo en la garganta. A veces soltaba dos, por
el mero placer de ver cómo te movías. Y cada noche tardaba más tiempo, y cada
mañana debía fabricar más seda para volver a atarte. ¡Qué orgulloso estaba, mi Lili,
Lililú!
Fue entonces cuando se me ocurrió el gran pensamiento.
Mientras tejía con toda mi ternura para envolverte en tu capullo brillante, mi
cerecita, pensé: «¿Por qué no envolver trepagordos vivos?». Capturarlos y someterlos
a cautiverio con vida, para que la carne se mantenga dulce y nos duren todo el
invierno.
Fue un gran pensamiento, Lililú. Eso hice, y dio resultado. En un pequeño túnel
guardé trepagordos en abundancia, y muchos otros animales, mientras el sol
retornaba al invierno y las sombras se hacían cada vez más largas. Guardé
trepagordos e insectos, y toda clase de criaturas deliciosas. Pero también —¡qué listo,
Moggadeet!— infinidad de hojas, corteza y hierbas para que pudiesen alimentarse.
¡Habíamos escapado al Plan, sin duda!
—¡Hemos roto el Plan, mi Lili-roja! Los trepagordos comen las hojas y la
corteza, los insectos chupan la savia de la madera, las alimañas mastican hierba y
nosotros nos los comeremos a todos.
—Ay, Moggadeet, ¡qué valiente eres! ¿De verdad crees que podremos huir del
Plan? Tengo miedo. Dame un insecto, que tengo mucho frío.
—Pero, mi chiquilla, si ya te has comido quince —reí—. ¡Qué gorda te estás
poniendo! Déjame mirarte otra vez. Sí, deja que tu Moggadeet te acaricie mientras
comes. ¡Ay, qué adorable eres!
Y, por supuesto… recuerda cómo comenzó luego nuestro amor más profundo.
Pues una noche, cuando el aire trajo el primer presagio del frío, te descubrí y vi que

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habías cambiado.
¿Debo decirlo? Vi tu pelaje secreto. Tu pelaje de Madre.
Siempre te había limpiado allí, con ternura, pero sin que me costara contenerme.
Esa noche, cuando aparté las hebras de seda con mis inmensas tenazas cazadoras,
¡que adorable sorpresa aguardaba a mis ojos! Ya no eras rosada, sino roja, con un rojo
todo fuego y ardor. ¡Completamente roja! Un escarlata intenso, como el amanecer
más apasionado, moteado de chispas de oro. Tu cuerpo parecía cubierto de rocío,
henchido, arremolinado… ¡ay!… parecía ordenarme que te descubriera por completo.
Tus ojos tiernos se fundieron con los míos, y en nuestro abrazo sentí el dulce almizcle
de tu hálito y la caricia de tus miembros tibios y pesados.
Salvajemente desgarré las últimas hebras, cegado por la dicha, mientras tú
lentamente estirabas tu pelaje rojo y deslumbrante frente a mi vista. Entonces
comprendí —comprendimos— que nuestro amor anterior había sido sólo el principio.
Mis miembros cazadores cayeron a ambos lados de mi cuerpo y se me hincharon las
manos especiales, las manos tejedoras, llenas de una nueva vida, casi dolorosa. No
podía hablar; los sacos de mi garganta se colmaban, se colmaban… Mis manos
amatorias se alzaron por sí solas, en un contacto extático y opresivo, mientras mis
ojos se inclinaban cada vez más hacia tu rojo glorioso…
Entonces, de pronto, desperté. Despertó Moggadeet, y retrocedió alarmado.
—¡Lili! ¿Qué nos está sucediendo?
—¡Ah, Moggadeet! ¡Te amo, no te alejes de mí!
—¿Qué es esto, Lililú? ¿Será el Plan?
—¡No me importa! Moggadeet, ¿no me amas?
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo de hacerte daño! Eres demasiado frágil. Soy tu
Madre…
—No, Moggadeet. Mira; soy casi tan grande como tú. No temas.
Me aparté —¡qué difícil me resultó!—, y traté de ver las cosas con calma.
—Es cierto, mi rojilla. Has crecido. Pero tus miembros son tan nuevos, tan
tiernos. ¡Ah, no puedo mirarte!
Desvié la mirada y comencé a tejer una pantalla de seda, para cubrir tu rojo pelaje
enloquecedor.
—Debemos aguardar, Lililú. Debemos seguir como antes. No sé qué significaba
esta premura imperiosa. Temo que nos traiga calamidad.
—Sí, Moggadeet. Esperaremos.
Y esperamos. Sí. Cada noche nos resultaba más difícil. Tratamos de estar como
antes, de ser felices. Lili-Moggadeet. Cada noche acariciaba tus miembros brillantes
que parecían ofrecérseme; los cubría y los desvelaba, pero las ansias cada vez eran
más ardientes y poderosas. ¡Ah, desnudarte por completo! ¡Volver a contemplar todo
tu cuerpo!
Sí, mi querida. Es intolerable… Recuerda conmigo los últimos días de nuestro
simple amor.

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Cada vez hacía más frío. Por las mañanas, cuando iba a recoger los trepagordos,
veías una película blanca en su piel que antes no estaba. Los insectos dejaron de
moverse. El sol era cada día más pálido, más distante. Las nieblas heladas se
cernieron sobre nosotros, al acecho. Pronto no me atreví a abandonar la caverna.
Permanecía todo el tiempo frente a tu pared de seda, canturreando como una Madre:
«brumalú, mulimuli, Lililú, Liliamor». ¡Qué fuerte fuiste, Moggadeet!
—Aguardaremos, chispita. ¡No cederemos ante el Plan! ¿No somos más felices
que los demás, aquí, con nuestro amor, en nuestra tibia caverna?
—Sí, Moggadeet.
—Soy yo. Soy fuerte. Construiré mi propio Plan. No quiero mirarte hasta… hasta
que llegue el calor, hasta que vuelva el Sol.
—Sí, Moggadeet. ¿Moggadeet? Tengo los miembros entumecidos.
—Ah, mi bella. Espera. ¿Ves? Ya estoy abriendo la seda con mucho cuidado. No
miraré. No…
—¿Moggadeet? ¿No me amas?
—¡Lililú! Ah, mi gloria. Tengo miedo. Temo…
—¡Mira, Moggadeet! ¡Mira cómo he crecido, qué fuerte soy!
—Oh, rojilla… Pero… Mis manos, ¿qué están haciéndote?
Con mis manos especiales estaba comprimiendo los zumos calientes de los sacos
que llevaba en la garganta y abriendo tiernamente tu dulce pelaje de Madre. Y
entonces deposité mi don en tus zonas secretas. Mientras lo hacía, nuestras miradas
se fundieron y nuestros miembros se entrelazaron.
—Mi querida, ¿te hago daño?
—Oh, no, Moggadeet. ¡No!
Ah, mi adorada. Fueron los últimos días de nuestro amor.
Afuera, el mundo se tornó más frío. Los trepagordos dejaron de comer, los
insectos se quedaron inmóviles y comenzaron a pudrirse. Pero seguimos conservando
el calor en el interior de nuestra cueva, y continué alimentándote con lo último que
nos quedaba. Cada noche nuestro ritual de amor se tornó más rico, más libre. Siempre
me obligaba a cubrir aunque fuese una mínima parte de tu dulce cuerpo, pero cada
amanecer me costaba más reemplazar los lazos de seda para cubrirte los miembros.
—¡Moggadeet! ¿Por qué no me atas? Tengo miedo.
—Un momento, Lili. Un momento. Debo acariciarte una vez más.
—¡Tengo miedo, Moggadeet! Detente ya, y átame.
—Pero ¿por qué, mi chiquilla? ¿Por qué ocultarte? ¿No será esto alguna parte
insensata del Plan?
—No lo sé. Me siento muy extraña, Moggadeet. Estoy… cambiando.
—A cada momento tu gloria es mayor, mi Lili, mi vida. ¡Déjame mirarte! ¡No
está bien que te oculte así!
—No, Moggadeet. ¡No!

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Pero no te presté atención, ¿verdad que no? Ah, imbécil Moggadeet, que creyó
ser tu Madre. ¡Grande es el Plan!
No escuché, y no te até. ¡No! Destrocé las fuertes hebras de seda. Loco de amor,
las desgarré, corriendo de un miembro a otro, hasta que todo tu cuerpo glorioso
quedó expuesto ante mis ojos. Por fin, te vi íntegra.
Ah, Lililú, la más grandiosa de las Madres.
No era yo tu Madre, sino tú la mía.
Allí estabas, brillante y desnuda, con tu caparazón nuevecito, y tus miembros
cazadores más gruesos que mi cabeza. ¡Qué había creado! ¡Una Supermadre, una
Madre como nunca se había visto!
Te contemplé, estupefacto de dicha.
Entonces, extendiste tu inmenso miembro captor y me aferraste.
Grande es el Plan. Cuando tus mandíbulas se cerraron sobre mí, sólo pude sentir
felicidad.
Como la siento ahora.
Así terminamos, mi Lililú, mi rojilla, pues las crías ya comienzan a asomar por tu
pelaje de Madre, y tu Moggadeet ya no puede hablar más. Casi me has devorado por
completo. El frío crece, crece, y tus ojos de Madre brillan y se agrandan cada vez
más. Pronto estarás sola con nuestros hijos, y el calor volverá.
¿Te acordarás, mi corazón? ¿Te acordarás y se lo dirás?
Cuéntales del frío, Lililú. Cuéntales de nuestro amor.
Cuéntales que… los inviernos crecen.

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EL TIEMPO CONSIDERADO COMO UNA
HÉLICE DE PIEDRAS SEMIPRECIOSAS
Samuel R. Delany

Mejor relato, 1969

PREFACIO DEL EDITOR

Ya habéis conocido a «Chip» Delany en «Por siempre y Gomorra». Además de su


habilidad como narrador, Delany es uno de los críticos más perspicaces del género.
Su colección titulada The Jewel—Hinged Jaw («La cháchara vestida de joyas»),
esclarece la diferencia entre una reseña de libros y una verdadera crítica literaria,
auténtica rareza en el género de la ciencia ficción.
Una de las «facetas» de la ficción que escribe Delany (para tomar prestado el
léxico de este relato) es que intenta plasmar en el papel exactamente lo que el lector
necesita ver, pero no más. Como algunos de los más célebres literatos en lengua
inglesa, lo que omite es tan importante como lo que consigna en las páginas. Esta
prosa nos hace pensar en esos bocetos orientales que sugieren una forma, una
escena, y dejan que el observador complete en su mente la imagen. Para lograr esto
en la narrativa hay que tener talento y capacidad. Pero para conseguirlo en la
ciencia ficción, donde no se aplican las descripciones convencionales, hay que tener
talento, capacidad y osadía.
Delany posee estos atributos. Y más aún.

* * *

Traza una ordenada y una abscisa en el siglo. Ahora corta un cuadrante. El tercero,
por favor. Nací en cincuenta. Ahora estamos en setenta y cinco.
A los dieciséis me dejaron marcharme del orfelinato. Mientras andaba por las
colinas de East Vermont, arrastrando el nombre que me endilgaron (Harold Clancy
Everet, y eso que era apenas un niño… ¿Cuántos apodos he tenido desde entonces?
Pero no te aflijas, siempre reconocerás mi rastro), tomé una decisión:
Yo y Pa Michaels, quien a regañadientes me había dado empleo por solicitud del
Documento de aspecto oficial que el orfelinato te da cuando te suelta, estábamos
trabajando en su vaquería, léase trece mil trescientas setenta y dos Guernseys
moteadas, dormidas en sus ataúdes inoxidables, alimentadas y drogadas con el
líquido rosado que fluía por venas de plástico transparente (es un fluido pegajoso que
se pega a las manos), ejercitadas con pulsadores eléctricos que les hacían temblar los

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músculos mientras seguían medio dormidas, y mientras le leche goteaba en las
cisternas inoxidables. En fin. Mi Decisión (una tarde en que estaba en los campos,
como el Hombre de la Azada, exhausto después de tres horas de arduo trabajo físico,
contemplando la maquinaria del universo a través de la bruma de la fatiga): «Con
toda esa Tierra, Marte y los Satélites Exteriores llenos de gente y todo eso, tiene que
haber algo más». Decidí conseguirlo.
De modo que robé un par de tarjetas de crédito de Pa, uno de sus helicópteros y
una botella del aguardiente que el viejo loco destilaba con sus propias manos, y me
marché. ¿Alguna vez has intentado aterrizar un helicóptero robado sobre la azotea del
edificio PanAm, y borracho? Después de la cárcel, del reformatorio y de unos cuantos
golpes se aprecian bastantes cosas. Pero recuerda esto, amado mío: hace menos de
diez años cumplí tres horas de trabajo honrado en una vaquería. Nadie volvió a
llamarme jamás Harold Clancy Everet.

Hank Culafroy Eckles (pelirrojo, rostro impreciso y un metro ochenta y cinco de


estatura) sale de la sala de equipajes del espaciopuerto, llevando en su pequeño
maletín un montón de cosas que no le pertenecen.
A su lado, el Hombre de Negocios dice:
—Vosotros, los jóvenes de hoy día, me sacáis de quicio. Yo le aconsejaría que
volviera a Bellona. El hecho de que haya roto con esa rubita de la que me ha hablado
no es motivo para que salte de un planeta a otro, ni para que ande así, tan
melancólico, ¡ni mucho menos para que haya renunciado a su empleo!
Hank se detiene y sonríe débilmente.
—Bueno…
—Claro, admito que tengáis vuestras necesidades, que quizá los mayores no
sepamos comprender, pero debéis mostrar más responsabilidad hacia… —Advierte
que Hank se ha detenido frente a una puerta donde se lee «CABALLEROS»—. Ah,
bueno. En fin… —Sonríe con vehemencia—. Ha sido un placer conocerte, Hank.
Siempre es agradable conocer a alguien con quien vale la pena conversar en estos
malditos transbordos. Que te vaya bien.
Diez minutos más tarde, por la misma puerta, sale Harmony C. Eventide, un
metro ochenta (uno de los falsos tacones se había partido, conque me deshice de ellos
bajo una pila de toallas de papel), cabello castaño (ni mi peluquero lo sabe con
certeza), ay, tan moderno y tan pulcro, vestido con ese mal gusto que, ay, resulta tan
elegante; la clase de persona con la cual ningún Hombre de Negocios entablaría una
conversación.
Tomé el helicóptero de rigor desde el espaciopuerto hasta el edificio PanAm (sí.
Lo digo en serio. Borracho), me bajé en la Gran Estación Central y caminé por la
Cuarenta y dos hacia la Octava Avenida, con muchas cosas que no me pertenecían en
un pequeño maletín.

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El atardecer está tallado de luz.
Crucé el pavimento de plastiplex de la Gran Vía Blanca (opino que con toda esa
luz blanca bajo la barbilla la gente resulta de lo más extraña) y rodeé la muchedumbre
que subía por los ascensores desde el subterráneo, desde el sub-subterráneo y desde el
sub-sub-subterráneo (a los dieciocho, una semana después de haber salido de la
cárcel, ya andaba por ahí, metiendo la mano en los bolsillos de la gente, pero con toda
delicadeza, ah, sí para que nunca supieran que los habían desplumado), me abrí paso
a fuerza de codazos por entre una multitud de colegialas todo sonrisas y chicles, y
reflejos en el pelo, de lo más incómodas con esas blusas de plástico transparente que
acaban de ser autorizadas otra vez (he oído decir que la obscenidad de los pechos ha
cobrado y perdido vigencia alternativamente desde el siglo XVII); las miré con
aprobación y rieron un poco más. Pensé: «Dios mío, cuando yo tenía su edad estaba
en una vaquería de mierda», y preferí no seguir pensando.
La banda continua de noticias luminosas que bordeaba la estructura triangular del
edificio Communications, Inc. explicaba en inglés elemental que la senadora Regina
Abolafia se disponía a iniciar su investigación sobre el Crimen Organizado en la
ciudad. Hay días en que me alegro tanto de ser desorganizado que no sé cómo
explicarlo.
Cerca de la Novena Avenida me metí con mi maletín en un bar largo y atestado.
Hacía dos años que no visitaba Nueva York, pero en mi último viaje había visto allí a
un hombre que tenía gran talento para desembarazarse lucrativamente de lo que no
me pertenecía, deprisa y sin grandes riesgos. No sabía cuáles serían mis posibilidades
de volver a encontrarlo. Me abrí paso entre un montón de tipos que bebían cerveza.
Aquí y allá había unas cuantas viejas bien custodiadas, con el último grito de la moda
del mes pasado. A través del ruido flotaban largas volutas de humo. No me gustan
esos sitios. Los que eran más jóvenes que yo parecían drogadictos o retrasados. Los
que eran más viejos esperaban que llegasen más chicos jóvenes. Logré acercarme al
mostrador y quise llamar la atención de uno de los hombrecillos de chaqueta blanca.
La ausencia de ruido a mi espalda me hizo volver la cabeza.
La mujer llevaba un velo de gasa sujeto en el cuello y en las muñecas con
inmensos broches de bronce (ay, tan elegantemente, rozando el mal gusto); llevaba el
brazo izquierdo desnudo, y el derecho cubierto con chiffon color borgoña. Al parecer,
le iba mucho mejor que a mí. Pero semejante ostentación de dominio del negocio
estaba absolutamente fuera de lugar en semejante antro. La gente se esforzaba por no
reparar en ella.
Se señaló la muñeca. La uña pintada de color sangre mostraba un fragmento color
ambarino engastado en su pulsera.
—¿Sabe qué es esto, señor Eldrich? —preguntó; al mismo tiempo se le aclaró el
velo que le cubría el rostro; los ojos tenían el color del hielo; las cejas eran negras.
Tres pensamientos: (Uno). Se viste a la moda, pues al regresar de Bellona había
leído en Delta un artículo sobre las telas evanescentes, cuyo matiz y opacidad podían

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controlarse mediante unas ingeniosas gemas que se llevaban en las muñecas. (Dos).
Durante mi último paso por allí, varios años más joven y con el nombre de Harry
Calamine Eldrich, no había hecho nada demasiado ilegal (aunque uno pierde la
cuenta de ese tipo de cosas); con todo, no creía que me pudieran enchironar por nada
que hubiera hecho en los treinta días que utilicé ese nombre. (Tres). La piedra que
estaba señalando…
—… ¿Jaspe? —pregunté.
Aguardó a que yo dijese más; aguardé a que me diera más razones para dejarle
saber que yo sabía lo que estaba esperando (cuando estuve preso, Henry James era mi
escritor predilecto. De veras).
—Jaspe —confirmó.
—Jaspe… —Restituí la ambigüedad que ella había intentado desvanecer con
tanto afán.
—… Jaspe. —Pero ya estaba vacilando, con la sospecha de que yo sospechaba
que su seguridad era ficticia.
—Muy bien. Jaspe. —Pero su rostro me dijo que había visto en el mío una
expresión que le reveló, por fin, que yo sabía que ella sabía que yo sabía.
—¿Con quién me ha confundido, señora?
Ese mes, la Palabra era Jaspe.
Jaspe es el código/contraseña/advertencia que los Cantores de las Ciudades
(quienes el mes pasado cantaron «Ópalo» desde sus divinas heridas; en Marte había
escuchado la Palabra, y la utilicé tres veces, junto con sus imitaciones engañosas,
para tomar posesión de lo que no me pertenecía por legítimo derecho; y aun entonces
pensé en los Cantores y en sus heridas) lanzan a correr de boca en boca por toda la
fraternidad desmembrada y picara con la cual me vi relacionado (en mis muchos
disfraces) a lo largo de estos nueve años. Cada treinta días la Palabra se cambia, y en
pocas horas la conoce hasta el último hermano de los seis mundos y satélites. Por lo
general, te la gruñe algún cretino ensangrentado que cae en tus brazos desde un
zaguán oscuro, o alguien te la murmura mientras cruzas una calleja en penumbras, o
algún roñoso te la da garabateada en un papel que te estampa en la palma de la mano,
mientras se escabulle en la muchedumbre a toda prisa. Ese mes era Jaspe.
Aquí van algunas traducciones posibles:
¡Socorro!
o bien
¡Necesito ayuda!
o bien
¡Puedo ayudarte!
O bien
¡Te están vigilando!
o bien
Nadie te está mirando, de modo que ¡huye!

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Punto final: Cuando la Palabra se emplea correctamente, uno nunca tiene que
pensar dos veces qué quiere decir en una situación determinada. Aclaración: nunca te
fíes de quien la usa incorrectamente.
Aguardé a que la mujer terminara de esperar.
Abrió una cartera delante de mi vista.
«Maudline Hinkle, Jefa del Departamento de Servicios Especiales» —leyó sin
mirar lo que decía bajo la credencial plateada.
—Lo hace usted muy bien, Maud —dije. Luego fruncí el ceño—. ¿Hinkle?
—Soy yo.
—Sé que no va a creerme, Maud. Usted parece una mujer que no tiene paciencia
con sus propios errores. Pero yo me llamo Eventide, no Eldrich. Harmony C.
Eventide. ¿Y no es de lo más afortunado que la Palabra cambie esta noche? Tal como
la transmiten, la Palabra no es ningún secreto para la policía. Pero he conocido
agentes que no estaban enterados ni siquiera una semana después de que la hubieran
cambiado.
—Muy bien, Harmony. Quiero conversar con usted.
Enarqué una ceja.
Me devolvió el gesto y dijo:
—Mire, si quiere que lo llame Henrietta, para mí da igual. Pero escuche.
—¿De qué quiere hablar?
—De delitos, señor…
—… Eventide. Como yo la llamaré Maud, será mejor que usted me llame
Harmony. Es mi auténtico nombre.
Maud sonrió. No era una mujer joven; tal vez tuviera un par de años más que el
Hombre de Negocios. Pero sabía maquillarse mejor que él.
—Probablemente yo sepa más sobre el crimen que usted —comenzó—. En
realidad, no me sorprendería si usted jamás hubiese oído hablar de mi sección en el
Departamento de Policía. ¿Qué significa para usted Servicios Especiales?
—Tiene razón. No he oído hablar de esa sección.
—Digamos que usted se ha pasado los siete últimos años eludiendo hábilmente el
Servicio Regular.
—Ay, Maud, de veras…
—Servicios Especiales actúa con las personas cuya capacidad de causar
problemas acusa un ascenso… lo bastante marcado para que se nos enciendan las
luces.
—No debo de haber hecho nada tan espantoso como para…
—Nosotros no examinamos sus actos. Un ordenador se ocupa de ello. Lo que
nosotros hacemos es controlar la primera derivada de la representación gráfica que
lleva su número. Su curva asciende de forma manifiesta.
—Ni siquiera concedéis la dignidad de un nombre…

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—Somos el departamento más eficiente de la Organización Policial. Si lo desea,
tómelo como una fanfarronada. O como un dato.
—Bueno, bueno… —dije—. ¿Le apetece tomar algo? —El hombrecillo de
chaqueta blanca nos dejó dos copas, miró intrigado el atuendo de Maud y se fue a
hacer alguna cosa.
—Gracias.
Bajó la mitad de la copa como alguien menos delicada de lo que daba a entender
el brazalete.
—Seguir a la mayoría de los criminales no resulta rentable. Considere a los
grandes truhanes: Farnesworth, el Halcón, Blavatskia. Considere, por otro lado, a los
raterillos, a los delincuentes de poca monta, a los salteadores o a los aspirantes a
mafiosos. Tanto en la cúspide como en los escalones más bajos, los ingresos se tornan
estables. No perturban realmente el equilibrio social. Servicios Regulares se ocupa de
ambas categorías. Creen que realizan un buen trabajo. Nosotros no queremos ponerlo
en duda, pero digamos que un raterillo comienza a ejecutar crímenes de mayor
magnitud; que un mafioso insignificante se plantea el objetivo de llegar a ser un pez
gordo; en esos casos se generan problemas de repercusiones socialmente indeseables.
Allí es donde interviene Servicios Especiales. Tenemos un par de técnicas que actúan
con sorprendente efectividad.
—Y usted me contará en qué consisten, ¿verdad?
—Funcionan mejor de ese modo —explicó—. Una de ellas es el almacenamiento
de información holográfica. ¿Sabe qué sucede cuando se corta por la mitad una placa
holográfica?
—La imagen tridimensional se… ¿corta en dos?
Meneó la cabeza.
—Se obtiene la imagen íntegra, sólo que algo distorsionada y ligeramente
desenfocada.
—Vaya, vaya. No lo sabía.
—Y si vuelve a cortarla por la mitad, sigue íntegra, aunque algo más difusa. La
imagen se obtiene entera, irreconocible pero completa, aunque uno tenga un
centímetro cuadrado del holograma original.
Emití unos «ajas» alentadores.
—Cada fragmento de emulsión fotográfica que hay sobre una placa holográfica, a
diferencia de lo que sucede con las fotografías, proporciona información sobre toda la
escena holografiada. Por analogía, el almacenamiento de información holográfica
significa, sencillamente, que cada fragmento de información que tenemos —sobre
usted, digamos— se relaciona con toda su trayectoria, con su situación general, con
todo el conjunto de tensiones que existen entre usted y su ambiente. Los hechos
específicos sobre crímenes o delitos determinados se los dejamos a Servicios
Regulares. No bien reunimos la cantidad necesaria de datos de la clase que nos

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interesa, nuestro método resulta mucho más efectivo para rastrear —y hasta para
predecir— en qué anda o en qué podría llegar a andar…
—Fascinante —comenté—. Uno de los síndromes paranoides más sorprendentes
contra los que he tenido que enfrentarme. Quiero decir, uno inicia una conversación
con alguien en un bar. O podría ser en algún hospital. He estado ante extraños que…
—En su pasado —me interrumpió con voz desprovista de emoción— veo vacas y
helicópteros. En su futuro no tan distante, veo helicópteros y halcones.
—¿Ah, sí? Y dígame, Gran Pitonisa de Occidente, ¿cómo diablos…? —Entonces
empecé a comprenderlo todo: supuestamente, nadie sabía una palabra del asunto con
Pa Michaels salvo tú y yo. Ni siquiera los del Servicio Regular, que me sacaron del
aparato ése en la azotea del PanAm, en estado de enajenación, lograron hacerme
cantar. Cuando vi que me esperaban, me comí las tarjetas de crédito, y en cuanto a los
números de identificación del helicóptero, ya habían borrado todo lo que pudiera
haber tenido un número de orden encima. No lo hice yo, sino alguien mucho más
competente: mi buen amo Michaels se había jactado ante mí, en mi primera noche
solitaria y ebria en la granja, de haber comprado el helicóptero a un reductor de New
Hampshire.
—Pero ¿por qué me dice todo esto? —Es increíble ver las frases hechas en que
uno incurre cuando lo carcome la ansiedad.
Sonrió y la sonrisa se le difuminó detrás del velo.
—La información sólo es relevante cuando se comparte —dijo una voz que era la
de ella, desde el sitio donde debía de estar su rostro.
—Oiga, mire, yo…
—Tal vez dentro de poco tiempo se vea en posesión de una suma interesante. Si
he calculado bien, estaré en un helicóptero con los mejores «polis» de la ciudad,
esperando para arrestarlo en cuanto ponga usted las manos en la masa. Ahí tiene una
información interesante… —Dio un paso atrás. Alguien pasó entre nosotros.
—Dígame, Maud…
—Puede hacer lo que quiera con ella.
El bar estaba atestado; moverse deprisa significaba hacerse muchos enemigos.
Fue como si no lo hubiera sabido, pues la perdí, y me hice muchos enemigos. Había
unos sujetos de lo más extraño: con el cabello engominado en punta. Tres de ellos se
habían tatuado dragones sobre los hombros fornidos; otro tenía un parche en el ojo;
otro me quiso arañar la mejilla con unas uñas negras y afiladas (en caso de que no
hayas captado la situación, en dos minutos se puede armar un «todos-contra-todos».
Yo no capté la situación, precisamente…); las mujeres empezaron a chillar. Golpeé y
escondí la mano, y entonces el tenor de la refriega cambió. Alguien cantó «¡Jaspe!»,
como se supone hay que cantarlo. Eso significaba que venían en camino los del
Servicio Regular (los que había estado eludiendo durante los últimos siete años). La
multitud salió a la calle. Pasé por entre dos roñosos que estaban haciéndose lo que
correspondía, pero logré sortear la muchedumbre sin más heridas que las que podían

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atribuirse a una mala afeitada. La pelea se dividió en varios grupos. Me fui de uno y
me sumé a otro que, como supe un momento después, era sólo un corrillo alrededor
de un tipo que, por lo visto, se había metido en graves problemas.
Alguien estaba conteniendo al grupo.
Otro estaba dando la vuelta al tipo.
Encogido sobre un charco de sangre, estaba ése a quien no veía desde hacía dos
años y que sabía deshacerse tan bien de lo que no me pertenecía…
Tratando de no golpear a la gente con el maletín, me escabullí entre la multitud.
Cuando vi al primer policía, puse todo mi empeño en parecer alguien que acababa de
detenerse para ver qué puñetas ocurría allí.
Dio resultado.
Doblé por la Novena Avenida y en tres pasos me lancé a una huida veloz pero
nada ostensible, cuando…
—¡Eh! ¡Espera! ¡No te muevas!
Reconocí la voz (después de dos años, y pese a lo imprevisto de la situación, pude
reconocerla), pero seguí corriendo.
—¡Espera! ¡Soy yo, Halcón!
Y me detuve.
En lo que va de la historia, todavía no has oído su nombre. Maud mencionó a «el
Halcón», un hampón multimillonario que tiene su base de operaciones en un lugar de
Marte al que nunca he ido (aunque las garras de sus ilegalidades se hunden en cada
rincón del sistema). Es decir, una persona totalmente distinta.
Retrocedí tres pasos.
Se oyó una risita infantil.
—Ay, hombre. Tienes todo el aspecto de haber hecho algo que no debías.
—¿Halcón? —pregunté a la sombra.
Todavía tenía la edad en que dos años de ausencia significaban tres centímetros
más de estatura.
—¿Aún sigues rondando por aquí? —le pregunté.
—A veces.
Era un chico sorprendente.
—Oye, Halcón. Debo desaparecer de aquí. —Miré la muchedumbre, a mis
espaldas.
—Hazlo. —Bajó a la calzada—. ¿Puedo ir contigo?
Qué gracioso.
—Sí. —Me da mucha risa que me pregunte esas cosas—. Vamos.

Media calle después, bajo la luz de la acera, vi que seguía teniendo el cabello
rubio como pino recién cepillado. Podría haber sido un roñoso: llevaba una chaqueta
vaquera negra, muy sucia, sin camisa debajo; y un par de tejanos negros muy usados

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—uno se da cuenta del uso por el matiz del negro—. Iba descalzo; la única forma de
saber en una calle oscura si alguien anda descalzo por Nueva York desde hace mucho
tiempo es saberlo desde antes. Cuando llegamos a la esquina me sonrió bajo la luz de
la calle y se acomodó la chaqueta sobre las cicatrices y cardenales que le marcaban el
torso y el abdomen. Tenía los ojos muy verdes. ¿Lo reconoces? Si por algún error de
información a lo largo de los mundos y satélites no sabes quién es, te diré que a mi
lado, por la orilla del Hudson, venía caminando Halcón el Cantor.
—Oye, ¿cuánto hace que llegaste?
—Unas horas —respondí.
—¿Qué llevas ahí?
—¿De verdad te interesa?
Metió las manos en los bolsillos e inclinó la cabeza a un lado.
—Claro.
Dejé escapar un sonido como los que hace un adulto exasperado por un niño.
—Muy bien. —Habíamos andado unos cien metros a lo largo del río; no había
nadie cerca—. Siéntate. Pasó una pierna por encima de la viga que enmarcaba la calle
del lado del agua y quedó con un pie mugriento meciéndose sobre el Hudson, negro y
brillante. Me senté frente a él y deslicé el pulgar sobre el borde del maletín.
Halcón encorvó los hombros y se inclinó.
—Oye… —Al interrogarme, sus ojos lanzaron destellos verdes—. ¿Puedo hurgar
un poco?
Me encogí de hombros.
—Adelante.
Revolvió entre las cosas con unos dedos que eran todo nudillos y uñas roídas.
Tomó dos objetos, los volvió a su lugar, y recogió otros tres.
—¡Oye! —murmuró—. ¿Cuánto valen éstos?
—Unas diez veces más de lo que espero conseguir que me paguen. Debo
deshacerme de esta mercancía lo antes posible.
Miró por debajo de los pies.
—Siempre te queda la posibilidad de lanzarlos al río…
—¡Vaya, hombre! Estaba buscando a un tipo que solía rondar por ese bar. Era
muy eficiente. —A lo lejos, sobre el Hudson, una estela de agua asomaba partiendo la
espuma. Sobre la dársena, había unos diez helicópteros aparcados; sin duda los
transportarían al Campo de Patrulla, cerca de Verrazano. Sin embargo, de vez en
cuando paseaba la vista entre el niño y los helicópteros, paranoico después de haber
oído a Maud. Pero el niño asentía, atento en la oscuridad.
—Al hombre del que te hablaba parece que le hicieron un tajito esta noche…
Halcón guardó la punta de los dedos en los bolsillos y cambió de posición.
—Lo cual me deja en mal lugar. No creo que me lo hubiera comprado todo, pero
al menos me hubiese puesto en contacto con otros que tal vez estuvieran interesados.

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—Esta noche, dentro de un rato, tengo que ir a una fiesta… —Se detuvo para
mordisquearse lo que quedaba de la uña del meñique— … donde podrías vender
estas cosas. Alexis Spinnel organizó una fiesta para Regina Abolafia en el Tower
Top.
—¿En el Tower Top…? —Hacía mucho tiempo que no me mostraba con Halcón.
A las diez, en medio de un jaleo infernal. A las doce, en el Tower Top…
—Voy porque Edna Silem estará allí.
Edna Silem es la Cantora más vieja de Nueva York.
Esa misma tarde, había visto el nombre de la senadora Abolafia en los carteles
luminosos. Y recordé que en alguna parte de esas revistas interminables que uno
hojea cuando vuelve de Marte, había leído el nombre de Alexis Spinnel citado en
relación con un montón de dinero.
—Me gustaría ver otra vez a Edna —dije impremeditadamente—. Pero no creo
que se acuerde de mí. —Poco después de conocer a Halcón descubrí que la gente
como Spinnel y los de su clase social se entretienen con un jueguecito: el ganador es
quien logra reunir a la mayor cantidad de Cantores de la Ciudad bajo un mismo
techo. En Nueva York hay cinco Cantores (empata en segundo puesto con Lux de
Iapetus). Tokio va a la cabeza, con siete—. ¿Estarán los Cantores en la fiesta?
—Lo más probable es que seamos cuatro… si voy.
Al banquete inaugural del alcalde van cuatro.
Enarqué la ceja apropiada.
—Debo recoger la Palabra de boca de Edna. Cambia esta noche.
—Muy bien —asentí—. No sé qué andas tramando, pero entro en el juego. —
Cerré el maletín.

Regresamos hacia Times Square. Cuando llegamos a la Octava Avenida y a la


primera acera de plastiplex, Halcón se detuvo.
—Espera un momento —dijo. Se abotonó la chaqueta hasta el cuello—. Listo.
Caminar por las calles de Nueva York junto a un Cantor probablemente sea el
mejor camuflaje para alguien de mi profesión (hace dos años dediqué mucho tiempo
a considerar si sería algo prudente para un hombre de mi profesión). Piensa en la
última vez que viste a tu estrella favorita de tri-di doblar por la esquina de la
Cincuenta y siete. Ahora sé sincero. ¿Podrías reconocer realmente al tipo con
chaqueta de tweed que iba medio metro detrás de él?
La mitad de la gente que cruzamos en Times Square reconoció a Halcón. Con su
juventud, su atuendo fúnebre, sus pies negros y su cabello rubio ceniza, era el más
pintoresco de los Cantores. Sonrisas; ojos entornados; muy pocos llegaban a señalarlo
o a detenerse para mirarlo.
—Exactamente, entre los invitados, ¿quién podrá quitarme esto de las manos?

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—Bueno, Alexis se jacta de ser una especie de aventurero. A lo mejor estas cosas
son de su agrado. Y él puede pagarte más de lo que obtendrías regateando en la
calle…
—¿Le dirás que son robadas?
—Probablemente eso haga que el asunto le resulte mucho más intrigante. Es de lo
más ruin.
—Si tú lo dices, amigo…
Fuimos por el sub-subterráneo. El tipo de la taquilla tomó la moneda que le daba
Halcón, y luego levantó la vista. Balbuceó tres o cuatro palabras que resultaron
ininteligibles debajo de la sonrisa, y nos indicó que pasáramos.
—Oh, gracias —dijo Halcón con ingenua sorpresa, como si fuera la primera y
feliz ocasión en que le ocurría algo semejante. (Hace dos años me había dicho con
tino: «En cuanto demuestre estar esperándolo, dejará de suceder». Todavía seguía
impresionándome la forma en que tomaba su fama. Cuando conocí a Edna Silem y se
lo dije, respondió tan ingenua como él: «Pero si para eso nos eligen…»).
Viajamos en el asiento largo del brillante vehículo; Halcón puso una mano a cada
lado de su cuerpo y cruzó los pies. A unos metros de nosotros, un grupo de jovencitas
de blusa brillante, chicle y risilla tonta lo señalaron y trataron de que no las viera.
Halcón no las miró, y yo traté de que no me observaran prestándoles atención.
En las ventanillas pasaron unas figuras oscuras, a toda velocidad.
Lo que había bajo el suelo gris vibró con un murmullo.
Una sacudida.
Nos inclinamos una vez y asomamos en la superficie.
Afuera, la ciudad le puso mil lentejuelas y se las quitó detrás de los árboles de Ft.
Tryon. De pronto, en las ventanillas que había frente a nosotros aparecieron unas
escamas brillantes. Detrás, pasaban las vigas. Salimos a la plataforma bajo una lluvia
tenue. El cartel decía «Estación de las Doce Torres».
La llovizna cesó en cuanto llegamos a la calle. Las hojas que coronaban los muros
salpicaban de agua los ladrillos.
—Si hubiera sabido que iría acompañado, le habría dicho a Alex que me enviara
un coche para buscarnos. Le dije que a lo mejor no iría.
—¿Estás seguro de que no hay problemas en que me aparezca?
—¿Acaso no viniste conmigo antes ya?
—Sí, no es la primera vez que vengo aquí —respondí—. Pero así y todo, ¿crees
conveniente que…?
Me miró fastidiado. En fin: a Spinnel le encantaría contar con la presencia de
Halcón, aunque llevara consigo una pandilla de auténticos «roñosos»; los Cantores
son famosos por ese tipo de actitudes. Con un ladrón más o menos presentable,
Spinnel podría darse por satisfecho. A nuestro lado, la roca desaparecía a medida que
nos internábamos en la ciudad. Detrás de la verja, a la izquierda, los jardines

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conducían a la primera de las torres. Los doce edificios de apartamentos, inmensos y
lujosos, parecían amenazar las nubes más bajas.
—Halcón el Cantor —se anunció Halcón el Cantor en el interfono que había
sobre la cerca. Clang, tic-tic-tic, clang. Por el sendero, llegamos hasta las puertas y
más puertas de cristal.
En ese momento salía del edificio un grupo de hombres y mujeres con trajes de
etiqueta. Nos vieron a tres puertas de distancia. Me los imaginé preguntándose
quiénes serían esos mal vivientes que —vaya a saber cómo— se habían colado en el
vestíbulo. (Por un instante me pareció que una de ellas era Maud. Por el velo de tela
evanescente que llevaba, hasta que la mujer se volvió; bajo el velo, tenía la tez oscura
como café torrefacto). Uno de los hombres lo reconoció, y dijo algo a los otros.
Cuando pasaron a nuestro lado, sonreían. Halcón no les prestó más atención que a las
chicas del subterráneo. Pero cuando los dejamos atrás, me dijo.
—Uno de esos tipos te estaba mirando.
—Sí. Ya lo vi.
—¿Sabes por qué?
—Estaba tratando de recordar dónde nos habíamos visto antes.
—¿Ya os habíais visto?
Asentí.
—En el mismo lugar donde nosotros nos conocimos, sólo que mucho antes,
cuando acababa de salir de la cárcel. Te dije que ya había estado aquí antes…
—Ah…
Las tres cuartas partes del vestíbulo estaban tapizadas de alfombra azul. El resto
del lugar consistía en una piscina, en la cual se erigía una hilera de espalderas de tres
metros y medio de altura, coronadas de braseros en llamas. El vestíbulo tenía tres
pisos de alto, con techo abovedado, y estaba cubierto de espejillos.
Unas volutas de humo serpenteaban hacia la suntuosa reja. Los reflejos
fragmentados se descomponían y volvían a formar imágenes sobre las paredes.
La puerta del ascensor nos envolvió con sus pétalos de aluminio. Mientras setenta
y cinco pisos desaparecían por debajo, nos invadía esa inequívoca sensación de no
estar moviéndonos en absoluto.
Aparecimos en el arquitectónico jardín de la terraza. Un hombre muy rubio y muy
bronceado, vestido con un mono color melocotón, bajo el cual asomaba un jersey de
cuello vuelto, descendió por las rocas (artificiales) que había entre los helechos
(auténticos) que bordeaban el arroyuelo (agua natural, corriente artificial).
—¡Hola, hola! —Pausa—. Me alegro de que hayas decidido venir, después de
todo. —Pausa—. Ya temía que no llegarías. Las pausas eran para dar lugar a que
Halcón me presentase. Mi atuendo era tal, que Spinnel no tenía modo de saber si yo
era algún premio Nobel con quién Halcón había estado cenando, o un bribón de
moral y modales aún peores que los míos.
—¿Deseas darme la chaqueta? —ofreció Alexis.

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Lo cual delataba que no conocía a Halcón tan bien como quería que pensase la
gente. Pero tuvo el tino suficiente para advertir que su ofrecimiento había estado de
más, apenas vio la sucesión de expresiones nada felices que recorrieron el rostro del
niño.
Sonrió y me saludó con un gesto de asentimiento —¿qué otra cosa podía hacer?—
y caminamos hacia el lugar de reunión.
Edna Silem estaba sentada en un almohadón hinchable, transparente. Inclinada
hacia delante y con la copa entre ambas manos, discutía de política con las personas
que tenía delante, sentadas sobre el césped. Fue a la primera persona a quien reconocí
(cabellos de plata bruñida; voz de chatarra de bronce). Las manos arrugadas sobre la
copa, temblorosas por la intensidad de sus aseveraciones, asomaban de los puños del
traje masculino, enjoyadas de plata y de piedras preciosas. Mientras mis ojos volvían
a Halcón, vi una media docena de personas cuyos nombres y rostros vendían revistas
y música, atraían a la gente a los teatros, ya sabes, la sección de crítica de
espectáculos del Delta y hasta vi a ese matemático de Princeton del cual leí hace unos
meses; el que formuló la explicación del quásar/quark…
Había una mujer a quien mis ojos se empeñaban en retornar. A la tercera mirada
la reconocí: era la candidata más promisoria a la presidencia por parte de los nuevos
fascistas, la senadora Abolafia. Tenía los brazos cruzados y escuchaba atentamente la
discusión, que ahora se había centrado en Edna y en un joven de aspecto sumamente
sociable, de ojos saltones, quizá por la reciente adquisición de lentes de contacto.
—Pero ¿no cree, señora Silem, que…
—Cuando formula predicciones así, debe recordar que…
—Señora Silem, he visto estadísticas según las cuales…
—Debe recordar… —La voz de la mujer se tensó y se tornó más grave, hasta que
el silencio entre las palabras fue tan rico como rala y metálica era la voz—… debe
comprender que si todo, todo se conociera, las estimaciones estadísticas serían
innecesarias. La ciencia de la probabilidad otorga expresión matemática a nuestra
ignorancia, no a nuestros conocimientos. —Pensé que era una interesante acotación al
sermón de Maud, cuando Edna alzó la vista y exclamó—: ¡Pero si es el Halcón!
Todos se volvieron.
—¡Cuánto me alegro de verte! ¡Lewis, Ann! —llamó. Había otros dos Cantores
en el lugar (él, de cabello oscuro; ella, rubia; ambos esbeltos como un árbol. Sus
rostros hacían pensar en un estanque en el bosque, que no recibiera tributo ni tuviera
desagüe, claro y de aguas muy quietas. Eran marido y mujer; los habían elegido
Cantores a ambos un día antes de su boda, siete años atrás).
—¡No nos ha abandonado, después de todo! —Edna se puso en pie, extendió los
brazos por encima de la gente que había sentada, y lanzó su vozarrón como si fuera
una bola de billar—. Halcón, aquí hay gente discutiendo conmigo que no sabe ni la
mitad de lo que sabes tú sobre el tema. Ven a sentarte a mi lado, vamos…
—Señora Silem, yo no quería… —subió una voz desde el suelo.

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Entonces, sus brazos se desplazaron unos seis grados; abrió los dedos, los ojos y
la boca.
—¡Tú!
Yo.
—¡Querido, el último al que hubiera esperado encontrar aquí! Si han pasado dos
años ya, ¿verdad?
Bendita Edna; el sitio donde ella, Halcón y yo habíamos pasado una larga noche
de cervezas se parecía más al bar del escándalo que al Tower Top.
—¿Dónde te habías metido?
—Estuve en Marte casi todo el tiempo —admití—. A decir verdad, acabo de
regresar hace sólo unas horas. —Es muy gracioso poder decir ese tipo de cosas en un
sitio como ése…
—Halcón, los dos… (lo cual significaba o bien que había olvidado mi nombre, o
bien que me recordaba lo suficiente para saber que no debía abusar de él) venid aquí
y ayudadme a beber el buen licor de Alexis. —Traté de no sonreír mientras nos
acercábamos. Si se acordaba de algo, debía de saber a qué me dedicaba, y la situación
le estaría resultando tan cómica como a mí.
El rostro de Alexis se aflojó de alivio: ahora comprendía que yo era alguien,
aunque no sabía exactamente quién.
Cuando pasamos ante Lewis y Ann, Halcón les lanzó a ambos Cantores una de
sus sonrisas luminosas. Ellos le devolvieron sonrisas veladas. Lewis asintió. Ann
alargó la mano para tocarle el brazo, pero detuvo el movimiento a medio concluir.
Los invitados notaron el intercambio.
Después de descubrir qué queríamos, Alex se puso a preparar unos generosos
vasos con hielo triturado. El caballero de los ojos saltones se levantó para volver a
llenar su copa.
—Pero, señora Silem, en ese caso ¿qué puede oponerse válidamente a estos
abusos políticos, en su opinión?
Regina Abolafia llevaba un traje de seda blanca. Las uñas, los labios y el cabello
eran de un mismo color. Sobre el pecho lucía un broche de cobre repujado. Siempre
me ha fascinado ver qué hace la gente acostumbrada a ocupar el centro cuando se
encuentra desplazada a la periferia. Sacudía el vaso mientras escuchaba.
—Yo me opongo a ellos —dijo Edna—. Halcón se les opone. Lewis y Ann se les
oponen. En definitiva, sólo nos tenéis a nosotros. —Y su voz había adquirido esa nota
de autoridad que sólo los Cantores pueden adoptar.
Entonces, la risa de Halcón se enredó en la trama de la conversación.
Nos volvimos.
Se había sentado con las piernas cruzadas cerca de la valla.
—Mirad… —murmuró.
La gente lo siguió con la mirada. Estaba observando a Lewis y a Ann. Ella, alta y
rubia; él, moreno y más alto aún, estaban de pie, inmóviles, algo inquietos, con los

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ojos cerrados (Lewis había entreabierto los labios).
—Oh —musitó alguien que tendría que haber callado—, van a…
Yo observé a Halcón, pues nunca había tenido oportunidad de ver a un Cantor
durante la actuación de otro. Juntó las plantas de los pies, se cubrió los dedos con las
manos y se inclinó hacia delante; las venas trazaban ríos azules sobre su cuello. Se le
había desabrochado el primer botón de la chaqueta. Sobre la clavícula se le veían los
extremos de dos cicatrices. Tal vez nadie reparó en ellas salvo yo.
Vi que Edna apoyaba el vaso con aire de orgullo dichoso y expectante. Alex, que
estaba accionando el autobar para obtener más hielo picado (es curioso, pero la
automatización se ha convertido en la forma en que las clases altas hacen alarde del
excedente de trabajo), levantó la vista, comprendió lo que iba a suceder y detuvo el
aparato. El autobar refunfuñó y se sumió en el silencio. Sopló una brisa (no podría
decir si natural o artificial); los árboles exhalaron un último suspiro.
Y entonces Lewis y Ann cantaron, de uno en uno, luego en dúo, y luego
nuevamente por separado.

Los Cantores son personas que observan las cosas y luego cuentan a la gente lo
que han visto. Lo que los convierte en Cantores es un don de hacer que la gente los
escuche. Es la explicación más magnífica y exageradamente simple que puedo
ofrecer. A los ochenta y seis años, El Posado, de Río de Janeiro, vio derrumbarse un
edificio de apartamentos, corrió hasta la Avenida del Sol, y comenzó a improvisar,
con métrica y rima (no es tan difícil en portugués, que abunda en palabras sonoras),
mientras las lágrimas le corrían por sus mejillas polvorientas, y su voz reverberaba
contra las palmeras en la calle soleada. Cientos de personas se detuvieron a
escucharlo; y luego cien más, y cien más aún. Ellos contaron a otros cientos lo que
habían oído. Tres horas más tarde, centenares de ciudadanos se apiñaban en el lugar
del desastre con mantas, alimentos, dinero, palas y —lo cual fue más increíble— con
el deseo y la capacidad de organizarse y de trabajar unidos. Ningún informe de tri-di
sobre una catástrofe había generado una reacción semejante. Históricamente, se
considera que El Posado fue el primer Cantor. La segunda fue Miriamne, en la ciudad
techada de Lux, quien durante treinta años caminó por la calle de metal cantando loas
a los anillos de Saturno. Los colonos no pueden contemplarlos sin protección, pues
los anillos emiten rayos ultravioleta. Pero Miriamne, con sus extrañas cataratas, cada
amanecer iba hasta el límite de la ciudad, observaba y regresaba a entonar lo que
había visto. Todo esto no tendría ninguna importancia si no fuera porque los días en
que no cantaba —por enfermedad, o una vez que fue de visita a otra ciudad adonde se
había extendido su fama— la Bolsa de Lux bajaba, y el número de crímenes violentos
aumentaba. Nadie sabía explicarlo. Lo único que atinaron a hacer fue elegirla
Cantora. ¿Cómo se formó la institución de los Cantores, que surgió en casi todos los
centros urbanos del sistema? Algunos aventuran que fue una reacción espontánea a

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los medios de comunicación que sofocan nuestra vida. Si bien la tri-di, la radio y los
noticiarios propagan información por todos los mundos, también difunden una
sensación de distanciamiento, de enajenación con respecto a la experiencia personal
de los hechos. (¿Cuántas personas siguen yendo a los espectáculos deportivos o a las
manifestaciones políticas con el auricular de la radio metido en la oreja, para
enterarse de lo mismo que están viendo?). Los primeros Cantores fueron proclamados
por el pueblo que los conocía. Luego hubo un período en que cualquiera que lo
quisiese podía proclamarse Cantor, y la gente le respondía, o bien lo condenaba a un
ridículo olvido. Para cuando me abandonaron en el umbral de alguien que no quiso
recogerme, la mayoría de las ciudades habían establecido un número más o menos
oficial de Cantores. Cuando hoy se produce una vacante, los Cantores restantes
escogen quién habrá de ocuparlo. Se requiere tener talento poético y teatral, así como
cierto carisma que se genera como producto de las tensiones entre la personalidad y
la red publicitaria en que un Cantor se ve envuelto de inmediato. Antes de ser elegido
Cantor, Halcón había adquirido una prodigiosa reputación merced a un libro de
poemas que había escrito a los quince años. Recorría las universidades pronunciando
conferencias, pero su reputación todavía no era tan impresionante, de modo que se
sorprendió de que yo hubiese oído hablar de él, esa noche que nos conocimos en el
Central Park (acababa de pasar unos amenos treinta días como invitado de la ciudad,
y resulta sorprendente las cosas que uno puede encontrar en la biblioteca de las
catacumbas). Hacía unas semanas que había cumplido dieciséis años. Al cabo de
cuatro días se daría a conocer su condición de Cantor, si bien a él ya se lo habían
comunicado. Nos sentamos a la orilla del lago hasta el amanecer, mientras él
sopesaba la responsabilidad inminente, meditaba sobre ella y padecía por su causa.
Dos años después —por seis años de ventaja— sigue siendo el más joven de los
Cantores de los seis mundos. No es necesario haber sido poeta para recibir el título de
Cantor, aunque por lo general la mayoría lo son, cuando no actores. Pero si se hace
un escrutinio por todo el sistema aparecen un estibador, dos profesores universitarios,
una heredera de la fortuna Silitax («Péguelo con Silitax»), y al menos dos personas de
antecedentes tan dudosos que la Maquinaria Publicitaria (nada más y nada menos),
siempre ávida de escándalos, accedió a no divulgarlos. Pero, al margen de sus
orígenes, estos mitos vivientes, extravagantes y diversos, cantaban sobre el amor, la
muerte, el cambio de las estaciones, las clases sociales, los gobiernos y la guardia de
palacio. Cantaban ante muchedumbres, ante grupos pequeños, ante un obrero que
volvía a su casa desde el puerto, en esquinas nostálgicas, en vagones de tren, en los
elegantes jardines de las Doce Torres, ante los selectos invitados de Alex Spinnel.
Desde que se creó la institución, está prohibido reproducir «canciones» de los
Cantores por medios mecánicos (inclusive publicar las letras), y yo respeto la ley,
claro que sí, como sólo puede hacerlo alguien de mi profesión. Así pues, ofrezco esta
explicación en lugar de transcribir la canción de Lewis y Ann.

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Terminaron, abrieron los ojos y miraron con expresión que pudo haber sido de
confusión, o de desprecio.
Halcón estaba inclinado hacia delante, con el rostro desbordante de extática
admiración. Edna sonreía cortésmente. Yo tenía esa clase de sonrisa que asoma
cuando uno se siente sumamente conmovido y satisfecho. Lewis y Ann habían
cantado de forma sublime.
Alex volvió a respirar, paseó la mirada para ver en qué estado nos encontrábamos
todos y oprimió el botón del autobar, que comenzó a ronronear y a picar hielo. No
hubo aplausos, pero se generó una oleada de sonidos de aprobación; la gente asentía,
comentaba, murmuraba. Regina Abolafia se acercó a Lewis para decirle algo. Traté
de escuchar, pero Alex me encajó un vaso en el codo.
—Ay, lo siento…
Pasé el maletín a la otra mano y tomé el vaso, con una sonrisa. Cuando la
senadora Abolafia se alejó de los dos Cantores, éstos se tomaron de las manos y se
miraron algo avergonzados. Volvieron a sentarse.
Los invitados conversaban en pequeños grupos por los jardines y bosquecillos.
Por encima, a través de la luna, se plegaban y deshacían unas nubes del color del
antílope.
Durante unos instantes me quedé solo, en un círculo de árboles, escuchando la
música: por los audio-generadores pasaban un canon de De Lassus, en dos
movimientos. Recordé un artículo que había leído en una de las revistas literarias de
gran difusión, donde se decía que nos habían impuesto cinco siglos de música con
métrica moderna. Durante las dos semanas siguientes, sería un entretenimiento
aceptable. Los árboles enmarcaban un estanque de roca, sin agua. Bajo la superficie
plástica, unas luces abstractas se entrelazaban para crear un efecto psicodélico.
—Perdone…
Me volví. Alexis, ya sin vaso ni copas, no sabía qué hacer con las manos. Estaba
nervioso.
—… Pero su joven amigo me ha dicho que tiene algo que podría interesarme.
Comencé a levantar el maletín, pero la mano de Alex descendió desde su oreja
(ya se había pasado por su cinturón, su cabello y su cuello) para detenerme. Nuevo
rico.
—Está bien. Aún no necesito verlos. En realidad, preferiría no hacerlo. Tengo
algo que proponerle. Desde luego, estaría interesado en la mercancía si realmente es
como Halcón me la describió. Pero aquí tengo un invitado a quien podría interesarle
más.
Me pareció bastante extraño.
—Sé que resulta extraño —admitió Alexis—, pero pensé que a usted podía
convenirle sencillamente por las cifras que hay en juego. Yo soy un coleccionista

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excéntrico, que le ofrecería un precio acorde con el uso que le daría a esas piezas:
objetos excéntricos de conversación. Dada la naturaleza de la compra, tendría que
limitar notablemente el número de personas con las cuales podría conversar…
Asentí.
—Sin embargo, mi invitado podría darles un uso mucho más amplio…
—¿Podría decirme quién es el invitado en cuestión?
—Por fin pregunté a Halcón quién era usted, y él me dio a entender que estaba
cometiendo una grave indiscreción social. Yo sería igualmente indiscreto si le
revelara a usted el nombre de mi invitado. —Sonrió—. Pero la indiscreción es un
elemento indispensable del combustible que mantiene en marcha el mecanismo
social, señor Harvey Cadwaliter-Erickson… —Sonrió con aire de complicidad.
Jamás había sido Harvey Cadwaliter-Erickson, pero Halcón era un joven
ingenioso. Luego pensé en algo más: los magnates del tungsteno, los Cadwaliter-
Erickson de Tythis, en Tritón. Además de ser ingenioso, Halcón era tan inteligente
como afirmaban los diarios y revistas.
—Supongo que su segunda indiscreción me permitirá saber quién es ese
misterioso invitado…
—Y bien… —Alex dijo con la sonrisa de un gato engordado a fuerza de canarios
—, Halcón estuvo de acuerdo conmigo en que el Halcón podría estar interesado en lo
que usted trae allí (señaló), y en efecto lo está.
Fruncí el ceño. Luego pasó por mi mente una serie de pensamientos rápidos y
breves que expondré en su debido momento.
—¿El Halcón?
Alex asintió.
En realidad, no creo que hubiera estado frunciendo el ceño.
—¿Haría el favor de enviar aquí a nuestro joven amigo común?
—Como quiera. —Alex se inclinó y partió. Un minuto después, Halcón apareció
sobre las rocas y por entre los árboles, sonriente. Se detuvo al ver que yo no sonreía.
—Mmmm… —Comencé.
Inclinó la cabeza a un lado.
Me rasqué el mentón con un nudillo.
—Halcón… —dije—, ¿conoces una sección policial llamada Servicios
Especiales?
—He oído hablar de ellos.
—Hete aquí que de pronto me están dedicando una gran atención.
—Caramba… —exclamó con sincera sorpresa—. Se dice que son muy
eficientes…
—Mmmm —repetí.
—Oye —anunció Halcón—, ¿qué piensas de esto? Mi sosias está aquí esta noche.
Quién lo hubiera dicho…
—Alex no se pierde tajada… ¿Tienes idea de por qué ha venido?

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—Probablemente quiera hacer algún trato con Abolafia. Su investigación
comenzará mañana.
—Ah. —Volví a pensar en esas cosas que se me habían ocurrido antes—.
¿Conoces a una tal Maud Hinkle?
Su mirada de asombro dijo que no con la debida persuasión.
—Según dice, ocupa uno de los escalafones superiores de la arcana organización
que te he mencionado.
—¿Ah, sí?
—Esta misma tarde, hace unas horas, finalizó nuestra conversación con una
pequeña homilía sobre halcones y helicópteros. Tomé nuestro encuentro posterior
como una mera coincidencia. Pero ahora descubro que a lo largo de la noche se
confirman sus predicciones en plural. —Meneé la cabeza—. Halcón, de pronto me
encuentro catapultado a un mundo paranoico donde las paredes no sólo tienen oídos,
sino probablemente ojos, y largos dedos con garras. Todos los que me rodean —sí,
incluso tú— podrían ser espías. Sospecho que cada alcantarilla y cada ventana de un
segundo piso oculta binoculares, fusiles, o algo peor. Lo que no puedo descubrir es el
modo en que estas fuerzas insidiosas, ubicuas y omnipresentes te inducen a tentarme
para que participe en este intrincado y diabólico…
—¡Uf! ¡Venga ya! —Se apartó el cabello del rostro—. Yo no te he tentado…
—Tal vez no conscientemente, pero Servicios Especiales tiene Almacenamiento
de Información Holográfica, y sus métodos son insidiosos y crueles…
—¡He dicho que ya basta! —Y otra vez pasó por su rostro esa serie de
expresiones fugaces y nada felices—. Conque pensaste que… —Entonces se dio
cuenta de lo asustado que estaba yo—. Mira, el Halcón no es ningún carterista de
poca monta. Vive en un mundo tan paranoide como lo es el tuyo ahora, sólo que para
él lo es siempre. Si está aquí, puedes tener la certeza de que ha traído a tantos de sus
hombres —ojos, oídos y dedos— como esa Maud Hickenlooper.
—Hinkle.
—De todas formas, funciona en ambos sentidos. Ningún Cantor se prestará a…
Oye, ¿de verdad crees que yo podría…?
Y aunque sabía que todas esas expresiones de pena eran como costras ante el
dolor, le dije:
—Sí.
—Una vez hiciste algo por mí, y yo…
—Te hice unas cuantas cicatrices más. Es todo.
Las costras cayeron.
—Halcón —le dije—, déjame ver.
Respiró hondo. Comenzó a desabrocharse los botones de bronce. Las solapas de
la chaqueta se abrieron. Las luces psicodélicas le colorearon el torso de tonos pastel.
Sentí que el rostro se me arrugaba. No quería apartar la vista. En cambio, inspiré
con fuerza, como siseando, lo cual fue igualmente desafortunado.

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Alzó la mirada.
—Hay muchas más que la última vez que me viste, ¿verdad?
—Acabarás por matarte, Halcón.
Se encogió de hombros.
—Ni siquiera puedo decir cuáles son las que yo puse ahí…
Comenzó a señalarlas.
—Oye, vamos… —le dije con excesiva aspereza. Y durante unos segundos
interminables, se fue poniendo cada vez más y más incómodo, hasta que llevó la
mano al botón inferior—. Eh —le dije, tratando de que la desesperación no me
inundara la voz—, ¿por qué lo haces? —Y terminé por excluir toda emoción. No hay
nada más desesperante que una voz vacía.
Se encogió de hombros, vio que no era eso lo que yo esperaba y por un instante la
ira relampagueó en sus ojos verdes. Tampoco quería eso. Conque dijo:
—Mira… Tocas a una persona suavemente, con ternura, tal vez hasta con amor.
Y, bien, cierta información sube hasta el cerebro, donde algo la interpreta como
placer. Quizá sea que mi cerebro interpreta las informaciones al revés…
Meneé la cabeza.
—Eres Cantor. Se supone que los Cantores deben ser excéntricos, de acuerdo,
pero…
Ahora empezó él a menear la cabeza. Luego la furia se abrió. Vi que una
expresión se movía de todos los puntos que habían comunicado el dolor al resto de
sus rasgos para desaparecer, sin siquiera llegar a concretarse en palabras. Una vez
más, se miró las heridas que trazaban una red sobre su cuerpo enjuto.
—Abróchate eso, venga. Siento lo que dije.
En mitad de los ojales, la mano se detuvo.
—¿De verdad crees que te delataría?
—Abrocha eso…
Lo hizo.
—Ah… ¿Sabes? Es medianoche —exclamó luego.
—¿Y?
—Edna me ha dado la Palabra.
—¿Cuál es?
—Ágata.
Asentí.
Terminó de cerrarse el cuello.
—¿En qué estás pensando?
—En vacas.
—¿Vacas? —preguntó Halcón—. ¿Qué tienen que ver?
—¿Alguna vez has estado en una granja?
Sacudió la cabeza.

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—Para conseguir la mayor cantidad de leche, se mantienen las vacas
prácticamente en animación suspendida. Se las alimenta por vía intravenosa, a través
de un gran tanque que bombea y recoge nutrientes, cuyos conductos se van afinando
cada vez más hasta que se introducen en esos semicadáveres de alto rendimiento.
—He visto fotos.
—Así sucede también con las personas.
—¿Y con las vacas?
—Me has transmitido la Palabra. Ahora comienza a recorrer los conductos, a
ramificarse; yo se la diré a otros, que a su vez la pasarán a terceros, hasta que mañana
a la medianoche…
—Iré a buscar al…
—¿Halcón?
Se volvió.
—¿Qué?
—Dices que no crees que yo sea víctima de ninguna celada por parte de las
misteriosas fuerzas que saben más que nosotros. De acuerdo, es tu opinión. Pero en
cuanto me libre de la mercancía que llevo encima, desapareceré sin que me vean, de
la forma más espectacular que hayas visto jamás.
En la frente se le formaron dos arruguitas.
—¿Estás seguro de que no la vi antes ya?
—Bueno, a decir verdad, creo que sí —sonreí.
—¡Ah! —exclamó Halcón, y dejó escapar un sonido que pareció risa pero fue una
exhalación—. Voy a buscar al Halcón.
Se internó entre los árboles.

Alcé la vista y miré los rombos que la luna dibujaba sobre las hojas.
Bajé la mirada y observé mi maletín.
Por las rocas, rodeando el largo césped, apareció el Halcón. Llevaba un traje gris
de etiqueta y un pañuelo de seda gris al cuello. Por encima del rostro escabroso,
llevaba el cráneo totalmente afeitado.
—¿Señor Cadwaliter-Erickson? —Me ofreció la mano.
Se la estreché: huesos pequeños y duros, cubiertos por piel fláccida.
—¿Cómo debo llamarlo?
—Arty.
—¿Arty el Halcón? —Traté de no causar la impresión de que iba a registrarlo.
Sonrió.
—Arty el Halcón. Sí; me puse ese nombre cuando era aún más joven que nuestro
amigo. Alex dice que usted tiene… digamos… algunas cosas que no son exactamente
suyas. Que no le pertenecen.
Asentí.

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—Muéstremelas.
—Le habrán dicho que…
Desestimó el final de mi frase.
—Vamos, déjeme ver. —Extendió la mano, sonriendo como un empleado de
banca.
Deslicé el pulgar por el cierre de presión. La tapa se abrió. Tsk…
—Dígame —él seguía con la cabeza gacha para ver lo que llevaba en el maletín
—, ¿qué puede hacerse con Servicios Especiales? Por lo visto me están siguiendo el
rastro.
Alzó la cabeza. Su sorpresa se convirtió lentamente en una mirada socarrona.
—¡Vaya, señor Cadwaliter-Erickson! —Me dio su receta con toda franqueza—.
Mantenga sus ingresos estables. Siempre estables. Es una de las cosas que puede
hacer.
—Si me compra estos objetos por lo que valen, me resultará un poco difícil seguir
su consejo.
—Diría que sí. Podría darle menos dinero…
La tapa del maletín volvió a hacer tsk…
—… O, si nos olvidamos de esto último, podría tratar de usar la cabeza y
engañarlos…
—Usted tiene que haberlos burlado en un momento u otro. Tal vez ahora sus
ingresos sean estables, pero tiene que haber partido de una situación muy distinta.
Arty el Halcón asintió del modo más descaradamente furtivo.
—Adivino que se ha topado con Maud. Bien, supongo que corresponde
felicitarlo. Y darle el pésame. Siempre me gusta hacer lo que corresponde.
—Usted parece saber cómo cuidar de sí mismo. Me refiero a que no está allí
mezclado con el resto de los invitados.
—Esta noche, se están celebrando dos fiestas en este mismo lugar —dijo Arty—.
¿Adónde cree usted que se va Alex cada cinco minutos?
Fruncí el ceño.
—Esas luces que hay bajo las rocas —señaló hacia mis pies— forman un
mandala de tonos psicodélicos que adorna el otro techo. —Lanzó una risilla—. Alex
se escabulle por debajo de las piedras, donde hay un pabellón de un lujo asiático…
—… ¿Y una lista separada de invitados en la puerta?
—Regina está en ambas listas. Igual que yo. Igual que el chico, que Lewis y
Ann…
—¿Se supone que yo debo saber todo esto?
—Bueno, usted vino acompañando a una persona que está en ambas listas. Pensé
que… —Se detuvo.
Estaba metiendo la pata. En fin. Un artista dado a la improvisación aprende
rápido que el factor clave de verosimilitud cuando se imita a alguien de nivel social
superior es la confianza en el derecho inalienable a meter la pata.

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—Le diré una cosa —propuse—. ¿Qué le parece si le cambio esto —alcé el
maletín— por cierta información…?
—¿Quiere saber cómo eludir a los sabuesos de Maud? —Meneó la cabeza—.
Aunque me fuese posible, sería muy tonto de mi parte decírselo. Además, a usted
siempre le cabe la posibilidad de recurrir a la fortuna de su familia. —Se golpeó el
torso con el pulgar—. Créame, amigo. Arty el Halcón no tuvo esa escapatoria. No
tuve nada que se le pareciera. —Metió las manos en los bolsillos—. Veamos qué
tiene ahí.
Volví a abrir la maleta.
El Halcón observó un rato. Al cabo de unos instantes levantó un par de objetos,
les dio la vuelta, los volvió a guardar en el maletín y se metió las manos en los
bolsillos.
—Le daré sesenta mil por ellos, en letras de crédito aprobadas.
—¿Y qué hay sobre la información que le pedí?
—No le diré nada. —Sonrió—. A usted no le diría ni la hora…
Hay muy pocos ladrones de éxito en este mundo. En los otros cinco, muchos
menos. El deseo de robar es un impulso hacia lo absurdo y hacia lo vulgar. (Lo que
hace falta es talento poético y teatral, y un cierto carisma inverso…). Pero es un
deseo, como el deseo de orden, de poder, de amor…
—De acuerdo —asentí.
Arriba, por encima, escuché un ligero murmullo.
Arty me miró con afecto. Llevó la mano al interior de la chaqueta y extrajo un
puñado de letras de crédito, esas planchas de borde escarlata que valían diez mil
dólares por unidad. Tomó una. Dos. Tres. Cuatro.
—¿Puede ingresarlas sin riesgos…?
—¿Por qué cree que Maud anda detrás de mí?
Cinco. Seis.
—De acuerdo —dije.
—¿Qué le parece si se deshace del maletín? —propuso Arty.
—Pídale a Alex una bolsa de papel. Si quiere, puedo enviárselos a…
—Póngalos aquí.
El ronroneo se acercaba.
Sostuve el maletín abierto. Arty metió ambas manos. Se guardó las cosas en los
bolsillos de la chaqueta y de los pantalones. La tela gris quedó deformada por el peso.
Miró a izquierda y derecha.
—Gracias —dijo—. Gracias. —Luego, se volvió y descendió la pendiente a toda
prisa, con los bolsillos llenos de cosas que no le pertenecían.
Alcé la vista y busqué entre las hojas la fuente del ruido, pero no pude ver nada.
Me agaché y posé el maletín abierto sobre el suelo. Solté el compartimiento
oculto donde guardaba las cosas que sí me pertenecían y hurgué entre lo que allí
había.

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Alex estaba ofreciendo otro whisky escocés al de los ojos saltones mientras el
caballero decía:
—¿Alguien ha visto a la señora Silem? ¿Qué es ese ruido que se oye desde lo
alto…?
En ese momento, una mujer, corpulenta, envuelta en un velo de tela evanescente,
apareció entre las rocas, gritando.
Las manos crispadas le cubrían el rostro.
Alex derramó un chorro de soda sobre la manga del caballero, quien exclamó:
—¡Oh, Dios mío! ¿Quién es?
—¡No! —aullaba la mujer, mientras sacudía los dedos arrugados, relucientes de
sortijas—. ¡No, no! ¡Socorro!
—¿No la reconocéis? —Era Halcón, que susurraba confidente en los oídos de
alguien—. Es Henrietta, condesa de Effingham.
Alex, al oírlo, se apresuró a socorrerla. Pero la condesa se escabulló entre dos
cactos y desapareció en el follaje. Todos los invitados la siguieron. Estaban revisando
bajo las matas, cuando un caballero de calva incipiente, de esmoquin negro, pajarita y
faja tosió y dijo con voz muy preocupada:
—Mil perdones, señor Spinnel…
Alex giró intempestivamente.
—Señor Spinnel, mi madre…
—¿Quién es usted? —La interrupción lo había irritado profundamente.
El caballero se irguió cuan alto era para anunciarse:
—Soy el honorable Clement Effingham. —Los pantalones le temblaron, como si
se hubiera dispuesto a entrechocar los tacones. Pero las articulaciones no le
respondieron. El gesto se le derritió en el rostro—. Ejem… yo… mi madre, señor
Spinnel. Estábamos abajo, en la otra mitad de su fiesta, cuando se mostró muy
contrariada. Vino corriendo hacia aquí, ¡ay, aunque le dije que no lo hiciera! Sabía
que usted se disgustaría. ¡Pero debe ayudarme! —Entonces, levantó la vista.
Los demás lo imitaron.
El helicóptero oscureció la luna, meciéndose bajo sus dos parasoles de bruma.
—Oh, por favor… —exclamó el honorable Clement—. ¡Usted búsquela por allí!
Tal vez haya regresado abajo. Tengo que encontrarla —insistió, mirando rápidamente
hacia ambos lados. Se fue corriendo en una dirección, mientras todos los demás
hacían lo mismo por otros sitios.
De pronto, un estallido hizo síncopa con el rumor de fondo, que ya era un rugido
ensordecedor, mientras fragmentos de plástico del techo transparente caían sobre las
ramas y se estrellaban contra las rocas…

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Me metí en el ascensor. Ya casi había abierto el cierre de mi maletín cuando
Halcón se introdujo entre las puertas de aluminio que se cerraban. El ojo eléctrico
volvió a abrirlas. Estampé el puño en el botón que decía «cerrar puertas».
El muchacho se tambaleó, dio con los hombros en dos paredes, recuperó el
aliento y el equilibrio.
—¡Oye, de ese helicóptero está saliendo la policía!
—Especialmente enviada por Maud Hinkle, sin duda. —Me quité de la sien el
otro mechón de cabellos blancos. Lo guardé en el maletín, sobre los guantes de
plastiderm (dedos arrugados, gruesas venas azules, largas uñas de color coral) con
que había creado las manos de Henrietta, y los pliegues de chiffon de su sari.
Al detenerse el ascensor sentimos un vacío en el estómago. Todavía tenía a medio
honorable Clement en el rostro cuando la puerta se abrió.
Gris y gris, con una expresión absolutamente desencajada, el Halcón se abalanzó
al interior. Detrás de él se veía gente que bailaba en un ornamentado salón cargado de
magnificencia oriental (con un mandala de luces psicodélicas en el techo). Arty me
ganó de mano con el «cerrar puertas». Luego me miró de la forma más extraña.
Me limité a suspirar y seguí despellejándome a Clem del rostro.
—¿La policía está ahí arriba? —repitió el Halcón.
—Arty —dije, mientras me desabrochaba los pantalones—, eso parece. —El
ascensor adquirió velocidad—. Parece usted tan alterado como Alex. —Me quité la
chaqueta del esmoquin, volví las mangas. Proseguí con la pechera blanca almidonada
y con la pajarita negra. Lo guardé todo en el maletín, junto con mis otras pecheras.
Sacudí el esmoquin reversible y me puse lo que había pasado a ser la chaqueta gris de
punto de espina de Howard Calvin Evingston. Howard (como Hank) es pelirrojo,
pero no tiene tantos rizos.
El Halcón enarcó las cejas cuando me arranqué la calva de Clement y sacudí mi
cabellera.
—Veo que ya no lleva en los bolsillos todo ese bulto…
—Ah, las cosas están en buenas manos —dijo con aspereza—. No hay
problema…
—Arty —le dije, modulando la voz para crear el timbre candoroso y fiable de un
barítono—, debe de haber sido mi desmesurada arrogancia lo que me hizo creer que
los del Servicio Regular estaban aquí sólo por mí.
El Halcón lanzó un gruñido desdeñoso.
—Desde luego no se apenarían de cogerme a mí también.
Desde su rincón, Halcón preguntó:
—¿Tienes guardaespaldas aquí, Arty?
—¿Y qué más da?
—Hay una forma de escapar de aquí —me susurró Halcón. La chaqueta se le
había desabrochado hasta la mitad del torso lleno de cicatrices—. Que Arty te saque
consigo.

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—Una brillante idea —concluí—. ¿Quiere un par de miles por el servicio?
La idea no le causó ninguna gracia.
—No quiero nada de usted. —Se volvió hacia Halcón—. Necesito algo de ti,
jovencito, no de él. Escucha, no estaba preparado para un encuentro con Maud. Si
quieres que saque de aquí a tu amigo, tienes que hacerme un favor.
El chico pareció confuso.
Creí ver un gesto de petulancia en el rostro de Arty, pero la expresión se trocó en
preocupación.
—Tienes que inventar alguna forma de llenar de gente el vestíbulo de arriba, y
rápido.
Iba a preguntar por qué, pero desistí, pues no sabía hasta dónde llegaban los
dispositivos de seguridad de Arty. Iba a preguntar cómo, pero otra vez sentimos el
vacío en el estómago y las puertas se abrieron.
—Si no logras hacerlo —el Halcón gruñó a Halcón—, ninguno de nosotros saldrá
de aquí. ¡Ninguno!
No tenía ni idea de lo que podía ocurrírsele a Halcón, pero cuando me disponía a
seguirlo rumbo al vestíbulo, me aferró del brazo y masculló:
—¡Usted, idiota, quédese aquí!
Retrocedí. Arty estaba apretando el botón que decía «abrir puertas».
Halcón corrió hacia el estanque y se zambulló adentro.
Llegó hasta los trípodes de tres metros y medio que sostenían los braseros, y
comenzó a trepar.
—¡Se hará daño! —murmuró el Halcón.
—Vaya —dije, pero no creo que captara mi sarcasmo. Halcón estaba toqueteando
unas perillas bajo el gran platillo de fuego. Entonces, algo se aflojó e hizo ¡clang!,
mientras el líquido del brasero se derramaba sobre el agua. Una lengua de fuego
corrió por el estanque, rugiendo y crepitando como el averno.
Halcón se arrojó desde lo alto; una flecha negra de cabeza dorada.
Me mordí la mejilla por dentro cuando se dispararon las alarmas. Cuatro personas
vestidas de uniforme venían corriendo por la alfombra azul. Otro grupo de
uniformados se acercó desde el extremo opuesto al ver las llamas, y una mujer
rompió a gritar. Solté el aliento; se me ocurrió que las alfombras, los techos y las
paredes serían a prueba de incendios. Sin embargo, me costó desembarazarme de la
imagen infernal.
Halcón emergió en la superficie del estanque, en el último lugar adonde el
combustible todavía no había llegado. Rodó sobre la alfombra, cubriéndose el rostro
con las manos. Rodó y rodó. Finalmente se puso en pie.
Otro ascensor soltó una carga de pasajeros que abrieron la boca y contuvieron el
aliento. Un grupo de empleados del edificio aparecía por las puertas con equipos de
emergencia para incendios. La alarma seguía sonando.

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Halcón se volvió hacia las pocas personas que había en el vestíbulo. El agua
formaba charcos sobre la alfombra, alrededor de sus pantalones empapados y
relucientes de agua. Las llamas habían encendido las gotas de combustible que había
en sus cabellos y sobre su rostro, creando chispas de cobre y de sangre.
Descargó los puños contra los muslos húmedos, tomó aire profundamente y, por
encima de las sirenas, los murmullos y el griterío, cantó.
Dos personas volvieron a ocultarse en dos ascensores. Seis más salieron por las
puertas. Medio minuto después, ambos ascensores regresaban con más de diez
personas cada uno. Advertí que el mensaje debía de estar recorriendo el edificio
entero: «En el vestíbulo hay un Cantor cantando…».
El recinto quedo atestado. Las llamas rugían. Los bomberos se afanaban por
sofocar el fuego y Halcón, frente al estanque ardiente, con los pies descalzos sobre la
alfombra azul, cantó. Cantó acerca de un bar en las afueras de Times Square, lleno de
ladrones, de drogadictos, de camorristas, de borrachos, de mujeres demasiado viejas
para ofrecer lo que todavía se animaban a mostrar, de roñosos, donde esa misma
noche, horas atrás, se había armado una revuelta, y donde un hombre de edad había
sido mortalmente herido en la confusión.
Arty me tiró de la manga.
—¿Qué…?
—Venga… —susurró.
La puerta del ascensor se cerró detrás de nosotros.
Nos abrimos paso por entre los espectadores atentos, nos detuvimos a ver y a
escuchar. Realmente, no podría hacer justicia a la actuación de Halcón. Durante gran
parte de la procesión estuve preguntándome qué clase de seguridad habría traído el
Halcón consigo.
Detrás de una pareja en albornoz que miraba con los párpados entornados por el
calor, me dije que se trataba de algo muy simple: Arty se proponía, sencillamente,
alejarse oculto entre una multitud. Por eso pidió a Halcón que le proporcionase una.
Para llegar hasta la puerta teníamos que pasar a través de un cordón policial del
Servicio Regular, que en mi opinión no tenían nada que ver con lo que pudiera estar
sucediendo en la terraza; simplemente se habían acercado a ver el incendio y se
quedaron a escuchar la Canción. Cuando Arty palmeó a uno en el hombro
—«Permiso, por favor»— para poder pasar, el policía lo miró, volvió a prestar
atención a lo que había estado mirando antes, y entonces, a lo Mack Sennet, tuvo una
reacción tardía al reconocerlo. Pero otro policía vio la escena, tomó al primero del
brazo e hizo un rápido gesto de negativa enfática. Ambos hombres se volvieron,
deliberadamente, para seguir escuchando al Cantor. Mientras en mi pecho se
aquietaba el cataclismo, concluí que el sistema de agentes y contra-agentes de
seguridad del Halcón que tramaba y actuaba por todo el vestíbulo en llamas debía de
ser tan sutil e intrincado que intentar comprenderlo era condenarse a la paranoia más
absoluta.

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Arty abrió la última puerta.
Dejé atrás el aire acondicionado e irrumpí en la noche.
Descendimos velozmente por la rampa.
—Oiga, Arty…
—Usted vaya hacia ese lado. —Señaló la calle—. Yo voy en otra dirección.
—¿Y cuál es mi lado?
—La estación sub-sub-subterráneo de las Doce Torres. Mire, le ha sacado del lío.
Créame, de momento estará a salvo. Ahora lárguese y tome un tren hacia algún sitio
interesante. Adiós. Desaparezca. —Entonces, Arty el Halcón se metió los puños en
los bolsillos y remontó la calle a paso ligero.
Yo fui cuesta abajo, pegado a la pared, esperando que alguien me lanzara un
dardo desde un coche en marcha, o que me disparara con un rayo mortífero desde un
seto de arbustos.
Llegué al subterráneo.
Todavía no había pasado nada.
Ágata cedió su lugar a Malaquita.
Luego fue Turmalina.
Berilo (durante ese mes cumplí los veintiséis).
Pórfiro.
Zafiro (ese mes tomé los diez mil que aún me faltaba «quemar» y los invertí en El
Glaciar, un palacio perfectamente legal donde se vendían helados que había en Tritón
—la primera y única heladería de Tritón—, y que arrojó unos dividendos
espectaculares. A cada inversor se le reembolsó el ochocientos por ciento, y no
bromeo. Dos semanas después había perdido la mitad de las ganancias en otra serie
de ilegalidades escandalosas, lo cual me produjo una gran depresión, pero El Glaciar
siguió rindiendo frutos. Entonces se anunció la nueva Palabra).
Cinabrio.
Turquesa.
Ojo de Tigre.
Por fin, Héctor Calhoun Eisenhower decidió asentarse e invertir tres meses en
aprender a ser un miembro respetable del submundo de la clase media alta. Eso, de
por sí, daría para toda una novela. Altas finanzas; leyes corporativas; cómo contratar
ayuda… ¡Vaya! Pero las complejidades de la vida siempre me han intrigado. Pude
salir airoso. La regla básica sigue siendo la misma: observar cuidadosamente, imitar
eficazmente.
Granate.
Topacio (murmuré esa palabra en la azotea de la Estación de Energía Transatelital
y con ello hice que mis mercenarios cometieran dos homicidios. ¿Y sabes una cosa?
No se me movió ni un pelo).
Taafita.

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Nos acercábamos al final de Taafita. Había regresado a Tritón por motivos
puramente comerciales. Era una plácida mañana luminosa; los negocios marchaban
bien. Decidí tomarme la tarde libre e ir a los Torrentes de paseo, a ver el panorama.
—… Doscientos treinta metros de altura —anunció el guía. Todos los turistas se
asomaron por encima de la baranda y contemplaron a través del pasillo plástico los
riscos de metano congelado que se erguían ante la mirada verde y fría de Neptuno.
—Damas y caballeros, unos metros por debajo del andén podrán recibir sus
primeras imágenes del Manantial de Este Mundo, donde hace un millón de años,
aproximadamente, una misteriosa fuerza que la ciencia aún no ha podido explicar
provocó la licuefacción de cuarenta kilómetros cuadrados de metano congelado por el
breve período de unas horas. En ese lapso, se produjo un remolino que duplicó en
profundidad al Gran Cañón de la Tierra, cuando la temperatura descendió una vez
más a…
La gente avanzaba ya a lo largo del pasillo cuando la vi sonreír. Ese día, yo
llevaba el cabello negro y tupido, y la tez trigueña.
Pero supongo que me sentía más confiado que de costumbre, de modo que me
mantuve cerca de ella. Incluso pensé en aproximarme. Entonces, ella dio por tierra
con el asunto; se volvió hacia mí inesperadamente y me dijo en el tono más
impasible:
—¡Caramba! ¡Pero si es Hamlet Caliban Enobarbus!
Mis viejos reflejos me acomodaron la expresión del rostro para combinar el ceño
fruncido de la confusión con la sonrisa propia de la indulgencia. «Perdóneme, pero
creo que me está confundiendo con…». Claro que no llegué a decirlo.
—¡Maud! —exclamé—. ¿Has venido aquí para decirme que ha llegado mi hora?
Iba vestida en varios matices de azul y en el hombro llevaba un inmenso broche
del mismo color. Obviamente, no era una piedra auténtica. Sin embargo, al mirar a
los demás turistas, comprendí que ella resultaba menos conspicua que yo.
—No —respondió—. En realidad, estoy de vacaciones. Como tú.
—¿En serio? —Nos habíamos rezagado con respecto al grupo—. Estás de broma.
—Aunque Servicios Especiales de la Tierra coopera con Servicios Especiales de
otros mundos, no tiene jurisdicción oficial en Tritón. Y como tú llegaste aquí con
dinero, y la mayoría de tus ganancias declaradas provienen de El Glaciar, Servicios
Especiales de Tritón aún no está interesado en ti, aunque Servicios Regulares tal vez
se alegraría mucho de cazarte. —Sonrió—. Nunca he estado en El Glaciar. Sería
bonito poder decir que me invitó uno de sus dueños. Podríamos ir a tomar algo, ¿qué
te parece?
Los límites ondulados del Manantial de Este Mundo se desvanecieron en su
grandeza opalina. Los turistas observaban, atentos. La guía continuaba ofreciendo
datos sobre índices de refracción y ángulos de pendiente.
—Veo que no te fías de mí… —reflexionó Maud.
Mi expresión estuvo de acuerdo.

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—¿Alguna vez has estado implicado en narcóticos? —preguntó inesperadamente.
Fruncí el ceño.
—No, hablo en serio. Quiero ver si puedo explicar algo… cierta información que
podría simplificarnos muchísimo la vida a ambos…
—Indirectamente —respondí—. Estoy seguro de que tendrás toda la información
en sus archivos.
—Yo estuve relacionada con narcóticos mucho más que indirectamente, y durante
varios años —confesó Maud—. Antes de ingresar en Servicios Especiales, estaba en
la División de Narcóticos de las filas regulares. Durante veinticuatro horas al día
debíamos tratar con drogadictos y traficantes. Para atrapar a los peces gordos
teníamos que entablar amistad con los chicos. Para atrapar a los peces gigantes,
debíamos acercarnos a los grandes. Vivíamos según sus mismos horarios,
hablábamos su misma jerga, y durante meses, en ocasiones, nos alojábamos en los
mismos edificios y en las mismas calles. —Se apartó de la baranda para dejar pasar a
un jovencito—. Mientras estuve en el escuadrón de narco, dos veces me tuvieron que
internar para hacerme una cura de desintoxicación. Y la saqué mucho más barata que
la mayoría.
—¿A qué viene todo esto?
—A lo siguiente: tú y yo estamos transitando por los mismos círculos
actualmente, aunque sólo sea por las profesiones que hemos escogido. Te
sorprenderías de saber cuántas personas conocemos en común. No te alarmes si un
día nos encontramos en Bellona, cruzando la Plaza del Soberano, y dos semanas
después coincidimos almorzando en el mismo restaurante de Lux, en Iapetus. Aunque
los círculos en que nos movemos abarcan varios mundos, son los mismos, y no tan
grandes.
—Vamos. —No creo que me mostrara muy alegre—. Déjame invitarte a un
helado. —Desandamos el camino por el pasillo.
—¿Sabes? —continuó Maud—. Si logras eludir a Servicios Especiales aquí y en
la Tierra el tiempo suficiente, a la larga llegarás a tener un gran caudal de ingresos
que crecerá de forma estable. Tal vez tardará unos años, pero no es imposible. No hay
razón para que seamos enemigos personales. Algún día, tal vez alcances el nivel en
que Servicios Especiales ya no tendrá interés en atraparte. Claro, seguiríamos
encontrándonos y cruzándonos de vez en cuando. Gran parte de nuestra información
procede de las personas que están arriba. Y, como verás, nosotros, a la vez, estamos
en posición de ayudarte…
—Has estado creando hologramas de nuevo…
Se encogió de hombros. Bajo el pálido planeta, su rostro se veía innegablemente
fantasmal. Cuando llegamos a las luces artificiales de la ciudad, dijo:
—Hace poco me encontré con dos amigos tuyos: Lewis y Ann.
—¿Los Cantores?
Asintió.

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—Ah, en realidad, no los conozco muy bien.
—Ellos sí parecen saber mucho acerca de ti. Tal vez sea por intermedio de ese
otro Cantor, Halcón.
—Ah —dije otra vez—. ¿Cómo se encuentra?
—Hace dos meses leí que se estaba recuperando. Pero desde entonces no he
sabido nada más.
—Yo tampoco sé más que eso —comenté.
—La única vez lo que vi —dijo Maud— fue cuando lo saqué.
Arty y yo nos habíamos fugado del vestíbulo antes de que Halcón concluyera. Al
día siguiente, por los noticiarios, supe que cuando su Canción terminó, se quitó la
chaqueta y los pantalones, y volvió a internarse en el estanque.
Entonces los bomberos parecieron despertar de pronto; la gente echó a correr y a
gritar. Lo pudieron rescatar; el setenta por ciento de su cuerpo estaba cubierto con
quemaduras de segundo y tercer grados. Yo había hecho todo lo posible por no pensar
en ello.
—¿Tú lo rescataste?
—Sí. Estaba en el helicóptero que aterrizó en la azotea —dijo Maud—. Pensé que
se sentiría muy impresionado al verme…
—Ah —exclamé—. ¿Cómo lo sacaste?
—Cuando os escapabais, la gente de seguridad de Arty consiguió detener los
ascensores por sobre el piso setenta y cinco, de forma que no pudimos llegar al
vestíbulo antes de que huyerais. Fue entonces cuando Halcón trató de…
—Pero tú lo salvaste, ¿no es así?
—Hacía doce años que los bomberos de la vecindad no se enfrentaban a un
incendio. No creo que supieran encender los equipos siquiera. Hice que mis hombres
rociaran de espuma química el estanque, y luego me zambullí y lo rescaté.
—Ah —repetí. Hacía once meses que me venía esforzando, casi con éxito. Ni
siquiera había estado allí cuando sucedió. No era asunto mío. Maud decía:
—Pensamos que él nos podría dar alguna pista sobre ti, pero cuando lo dejé sobre
el suelo había perdido el conocimiento por completo. Era una masa de heridas
abiertas y sangrantes…
—Tendría que haber supuesto que Servicios Especiales también se vale de los
Cantores —observé—. Todos lo hacen. Hoy cambia la palabra, ¿verdad? ¿Lewis y
Ann no te dijeron cuál sería la nueva?
—Los vi ayer, y la Palabra no cambiará hasta dentro de ocho horas. Además, a mí
no me lo hubieran dicho, de todas formas. —Me miró y frunció el ceño—. De verdad.
—Vamos a tomar un refresco —propuse—. Mantendremos una charla
intrascendente y nos escucharemos atentamente mientras fingimos indiferencia; tú
tratarás de conseguir datos que te permitan atraparme con más facilidad; yo escucharé
todo lo que tú digas para ver si así me resulta más fácil seguir eludiéndote.
—Ajá… —asintió.

Página 406
—Pero, de todas formas, ¿por qué me abordaste en aquel bar? Ojos de hielo:
—Ya te lo he dicho; sencillamente frecuentamos los mismos círculos. Es muy
probable que coincidamos en un mismo bar una misma noche.
—Supongo que ésa es una de las cosas que no lograré entender, ¿eh?
Su sonrisa fue lo debidamente ambigua. No insistí.

Fue una tarde muy aburrida. No podría repetir una sola de las incoherencias que
nos dijimos, frente a las copas de helado coronadas de licor. Ambos pusimos tanta
energía en fingir que nos divertíamos, que dudo de que pudiéramos conseguir datos
de interés (si es que se dijo algo de interés…).
Se marchó. Me quedé pensando en el fénix chamuscado.
El administrador de El Glaciar me llamó a la cocina para preguntarme acerca de
un embarque de leche de contrabando (El Glaciar fabrica sus propios helados) que yo
había podido conseguir durante mi último viaje a la Tierra (es sorprendente el escaso
progreso que se ha hecho en la industria láctea en los últimos diez años; me
decepcionó ver con cuánta facilidad se dejaba embaucar ese viejo pelmazo de
Vermont); bajo las luces blancas y los inmensos tanques batidores de plástico,
formuló ciertos comentarios sobre el Heladero Contrabandista del Espacio, mientras
yo trataba de poner las cosas en su lugar. No tuvo una feliz ocurrencia.
Para cuando llegó la gran afluencia de clientes, la música comenzó a sonar, las
paredes de cristal volvieron a emitir reflejos, y conseguimos convencer al espectáculo
en vivo (una nueva adquisición de esa semana) que saliera a actuar de todas formas
(en el embarque se le había perdido un baúl con disfraces, o tal vez se lo habían
robado, pero no pensaba sugerírselo siquiera), vi con mis propios ojos a una chiquilla
muy sucia, obviamente bajo los efectos de la droga, que trataba de meterle la mano en
el bolsillo a un cliente por detrás de la silla. (La cogí por la muñeca, la obligué a que
soltara su botín, la conduje hasta la puerta con toda discreción, y el cliente no llegó a
enterarse de nada). Mientras tanto, los artistas habían decidido que estaba bien, qué
mierda, y estaban representando su número «al natural», y todos se lo estaban
pasando estupendamente, y yo me sentía peor que mal.
Salí, me senté sobre la ancha escalinata y gruñí cuando los que subían me
obligaron a apartarme para dejarles paso. Cuando iba por el septuagésimo quinto
gruñido, la persona depositaria de mi mal humor se detuvo y me espetó:
—¡Sabía que lo encontraría, si buscaba bien! Quiero decir, si miraba…
Observé la mano que se había posado sobre mi hombro, seguí el trayecto del
brazo hasta el suéter negro del cuello vuelto, que remataba en una cabeza fláccida,
calva y sonriente.
—¡Arty! —exclamé—. ¿Qué demonios…? —Pero seguía palmeándome y riendo
con gemütlichkeit impenetrable.

Página 407
—No me creerá el tiempo que tardé en conseguir una foto de usted, amigo. Tuve
que sobornar a uno del Departamento de Servicios Especiales de Tritón. Es que usted
cambia tan deprisa… ¡Gran artilugio el suyo, ya lo creo que sí! —El Halcón se sentó
a mi lado y dejó caer la mano sobre mi rodilla—. ¡Hermoso lugar, éste! Me gusta
mucho. —Huesos menudos y venas gruesas—. Pero no lo bastante para que me
decida a hacerle una oferta por él aún. Está aprendiendo rápido, ¿eh? Veo que ha
sabido aprender muy rápido. Me enorgullecerá poder decir que fui yo quien le dio su
primer gran botín. —Retiró la mano y comenzó a retorcérsela—. Si quiere ingresar en
el círculo de los grandes, debe tener al menos un pie bien plantado en el lado derecho
de la ley. La idea es llegar a ser indispensable para la buena gente; conseguirlo es
como tener las llaves de todas las cajas de seguridad del sistema. Pero no estoy
diciéndole nada que usted no sepa ya…
—Arty… —pregunté—, ¿considera conveniente que nos vean juntos aquí…?
El Halcón sostuvo la mano sobre el regazo y la sacudió con desdén.
—Nadie podrá tomar una foto de nosotros juntos. Mis hombres tienen rodeado
este sitio. Nunca salgo en público sin mi guardia personal. Oí decir que usted ha
estado interesándose en el negocio de la seguridad —lo cual era cierto—. Buena idea.
Muy buena. Me gusta la forma en que maneja usted las cosas.
—Gracias, Arty. Hoy tengo mucho calor. Salí para tomar un poco de aire…
Arty volvió a menear la mano.
—No se preocupe. No lo fastidiaré. Tiene razón. No es bueno que nos vean. Sólo
pasaba y quería saludarlo. Saludarlo. —Se levantó—. Eso es todo. —Comenzó a
descender la escalinata.
—¿Arty?
Dio medio vuelta.
—Pronto volverá. Entonces, querrá comprar mi participación de El Glaciar,
cuando me haya convertido en un pez demasiado gordo. Y yo no querré vendérsela,
pues me creeré lo bastante grande para enfrentarme a usted. De modo que a partir de
ese momento seremos enemigos durante un tiempo. Usted intentará acabar conmigo.
Y yo con usted.
Y en su rostro asomó, primero, el entrecejo de la confusión; luego, la sonrisa
indulgente.
—Veo que le ha cobrado afecto a la idea de la información holográfica. Muy bien.
Bien. Es la única forma de eludir a Maud. Cerciorarse de que toda la información se
relacione con la totalidad de la situación general. Es la única forma de eludirme a mí,
también. —Sonrió, comenzó a dar la vuelta, pero se le ocurrió algo más—. Si logra
mantenerme a raya el tiempo suficiente y seguir creciendo, y si mantiene su sistema
de seguridad en óptimas condiciones con el tiempo, llegaremos a un punto en el cual
a ambos nos será provechoso volver a trabajar juntos. Si logra subsistir, volveremos a
ser amigos. Algún día. Esté atento y espere.
—Gracias por decírmelo.

Página 408
El Halcón miró el reloj.
—Bueno, adiós. —Pensé que por fin se iría. Pero volvió a alzar la vista—. ¿Ya se
ha enterado de la nueva Palabra?
—Ah, sí… —dije—. Cambia esta noche. ¿Cuál es?
El Halcón esperó a que se alejaran las personas que descendían por la escalera.
Miró rápidamente a su alrededor, se inclinó hacia mí, escondiendo la boca entre
las manos para que nadie lo oyese, y masculló.
—Pirita. —Guiño un ojo—. Me la pasó una mujer que la escuchó directamente de
Colette (una de los tres Cantores de Tritón). Luego se dio la vuelta, bajó lo peldaños
saltando y se abrió paso entre el gentío que paseaba por la cinta.

Me quedé allí un rato, cavilando sobre el año transcurrido, hasta que tuve que
ponerme de pie y echar a andar. Cuando estoy deprimido, lo único que consigo al
pasear es incrementar el ritmo de mi paranoia. Para cuando regresé, había
desentrañado un sistema de captura merced al engaño que era una verdadera joya: el
Halcón ya había comenzado a tejer algún complot de seguridad con respecto a mí; el
plan consistía en que me sorprendieran en algún callejón oscuro, donde yo exclamaba
«¡Pirita!» con el fin de obtener ayuda, sólo que Pirita no era la Palabra en absoluto,
sino que servía para que yo me delatara ante el hombre de guantes oscuros armado
con el gas/la granada/la pistola.
En la esquina había una cafetería. Bajo la lámpara rota del escaparate vi un grupo
de roñosos apiñados sobre las basuras en el bordillo de la acera (ataviados «a la
Tritón»: con cadenas en la cintura, la mejilla tatuada y botas de tacones altos, cuando
podían permitirse comprarlas). Deambulando por entre los fragmentos de la lámpara
destrozada, estaba la drogadicta que, horas atrás, había despedido de El Glaciar.
Sentí el impulso de acercarme a ella.
—¡Oye!
Me miró por detrás del cabello revuelto, como heno pisoteado, los ojos todo
pupilas.
—¿Sabes ya la nueva Palabra?
Se restregó la nariz, que ya estaba enrojecida a fuerza de tanto rascarse.
—Pirita —me dijo—. La están pasando desde hace una hora.
—¿Quién te la transmitió?
Se quedó pensando.
—Me lo dijo un tipo; por lo visto la oyó de boca de otro, que llegó esta noche de
Nueva York, que a su vez la recogió de un Cantor llamado Halcón.
Los tres roñosos que había cerca se cuidaban muy bien de no mirarme. Los que
estaban más allá se permitieron echarme un vistazo.
—Ah —comenté—. Ah. Gracias.

Página 409
El método de la Navaja de Occam, junto con cierta información fidedigna sobre
el modo en que actúan los mecanismos de seguridad, sirve para extirpar gran parte de
la paranoia. Pirita. Cuando se llega a cierto nivel en mi actividad profesional, la
paranoia se convierte en una enfermedad de trabajo. Al menos estaba seguro de que
Arty (y Maud) debían de sufrirla igual que yo.
Las luces de la marquesina de El Glacial estaban apagadas. Entonces recordé lo
que había dejado adentro y subí corriendo las escaleras.
La puerta estaba cerrada con llave. Golpeé el cristal un par de veces, pero ya no
quedaba nadie. Y lo peor de todo era que podía verlo sobre el mostrador del
guardarropa, bajo la lamparilla naranja. Probablemente el administrador lo había
dejado allí, pensando que yo regresaría antes de que todos se fueran. Al día siguiente
al mediodía, Ho Chi Eng tenía que recoger su reserva para la suite Marigold de la
línea interplanetaria Cisne de Platino, que partía a la una y media rumbo a Bellona. Y
allí, detrás de las puertas de cristal de la heladería, aguardaba el peluquín de rigor, así
como los pliegues epicánticos que estirarían los ojos de azabache del señor Eng.
Pensé en romper el escaparate. Pero una solución más práctica sería pedir al
conserje del hotel que se despertara a las nueve y regresar a la misma hora que
empieza a trabajar el empleado de la limpieza. Di la vuelta y comencé a bajar la
escalinata. Entonces me asaltó un pensamiento y me entristeció profundamente.
Tanto, que tuve que parpadear y sonreír por reflejo.
Acaso diera lo mismo dejarlo donde estaba hasta la mañana siguiente, pues, de
todas formas, allí no había nada que no me perteneciese.

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UN MUCHACHO Y SU PERRO
Harlan Ellison

Mejor novela corta, 1969

CONTINÚA EL PREFACIO DEL AUTOR

… Subsistan mucho tiempo después de que el papel se haya deshecho, y porque


uno siempre espera que la Posteridad se muestre amable con él y que lo invista de
inmortalidad, concediéndole vida eterna a sus creaciones —aunque todos los que
medimos nuestras vidas por los títulos que hemos colocado en los estantes lo
negaríamos en público, obligados por nuestra falsa modestia—.
En el fondo, todos envidiamos a Dickens y a Shakespeare. No sólo porque a ellos
se les ocurrió primero todo aquello que a nosotros nos habría gustado hurtarles para
nuestras obras, sino porque lo hicieron tan bien que se ganaron un billete hacia el
futuro.
Así, dado que es algo tan impredecible, nunca sabemos qué relatos nos
sobrevivirán y nos darán un nuevo billete… cuando el de mortales pierda su validez.
Tomemos Un muchacho y su perro, por ejemplo.
Lo escribí por dos razones. Una, aparentemente frívola; la otra,
intencionadamente seria. En cuanto a la primera, de verdad, con toda franqueza y
sinceridad, escribí la novela corta para mi perro, Ahbhu. El figura en la historia, y el
modo en que me referí a él se explica en un breve párrafo de un relato posterior: «El
pájaro de la muerte». En esta novela corta, que me valió mi segundo Nebula, que ha
sido llevada al cine con acierto, que dio pie a un excelente álbum de cómics y que
forma parte de mi libro Sangre es un vagabundo (que todavía no he podido terminar,
pero que pronto… pronto…), en esta novela, digo, veréis que deliberadamente invertí
los papeles de la bestia y el hombre. En este relato, las personas se comportan como
animales. El perro revela las más nobles tradiciones de la humanidad en sus mejores
momentos. Probablemente también veréis que el desagradable tono misógino de la
película no se encuentra presente en el relato original.
Es una novela con trampa, porque —en lo que respecta a la segunda razón para
escribirla— en 1969 intentaba decir al mundo y a los lectores que debíamos ser
mucho más amables con nuestro prójimo y que…

(Continúa en la pág. 811, siguiente


relato del autor: Jeffty tiene cinco
años).

Página 411
* * *
1
Había salido con Sangre, mi perro. Esa semana había decidido fastidiarme: se
empeñaba en llamarme Albert. Le parecía muy gracioso: Payson Terhune. Ja, ja.
Le cacé un par de ratas de agua, de las grandes, verdes y ocres, y el manicurado
perro de aguas de vaya a saber quién, con la correa puesta, perdido fuera de uno de
los túneles.
Había comido muy bien, pero estaba quisquilloso.
—Vamos, hijo de puta —le exigí—, encuéntrame un buen culito.
Sangre contuvo una risilla, grave y cascada, en su gaznate perruno.
—Cuando te pones cachondo eres terrible…
Tal vez lo bastante para endiñarle una patada, en el agujero del culo, a ese
desertor de una manada de perros salvajes.
—¡Venga, busca! No estoy de ánimo pa’esperar.
—¡Qué vergüenza, Albert! ¡Después de todo lo que te he enseñado! No se dice
«pa’esperar», sino «para esperar».
Se dio cuenta de que había llegado al límite de mi paciencia. De pronto, comenzó
a rastrear. Se sentó sobre los restos desmoronados del bordillo, parpadeó y cerró los
ojos, y su cuerpo lanudo se tensó. Al cabo de un rato, se apoyó sobre las patas
delanteras, las refregó hacia delante hasta quedar tendido con la panza contra el suelo
y la cabeza desgreñada sobre las patas estiradas. La tensión desapareció y comenzó a
estremecerse, casi como suele hacer cuando se dispone a rascarse una pulga. Así
siguió durante casi un cuarto de hora. Finalmente, rodó a un lado y se tendió de
espaldas, con la panza mirando al cielo nocturno, las patas delanteras encogidas como
las de una mantis, las traseras extendidas y abiertas.
—Lo siento —se disculpó—. No hay nada.
Podría haberme enfurecido y emprenderla a patadas contra él. Pero sabía que lo
había intentado. No me alegraba, tenía muchas ganas de echar un polvo, pero ¿cómo?
—Muy bien —le dije, resignado—. Olvídalo.
Se rascó el costillar y se incorporó rápidamente.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó.
—No hay mucho que podamos hacer, ¿verdad? —Intentaba ser más bien
sarcástico. Se sentó otra vez, a mis pies, con insolente humildad.
Me recliné contra el extremo fundido de un farol callejero, y volví a pensar en
chicas. Qué dolor.
—Podríamos ir a un espectáculo —propuse. Sangre observó la calle, hacia los
estanques de sombras que acechaban en los cráteres poblados de malezas, y no

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respondió. El cachorro esperaba que lo dijera para responder vale, vámonos. Le
gustaba el cine tanto como a mí.
—Muy bien. Vayamos.
Se irguió sobre las patas y me siguió, con la lengua fuera, jadeando de dicha.
Venga, ríete, tocapelotas. ¡No habrá palomitas para ti!

Nuestra Banda era un grupo de vagabundos que nunca había podido ganarse la
vida con el mero saqueo, de modo que sus integrantes optaron por la comodidad y
encontraron una forma astuta de conseguirla. Eran tipos aficionados al cine; así pues,
se instalaron en el terreno donde estaba el Teatro Metropole. Nadie intentó
arrebatarles el territorio, porque todos querían ir al cine, y mientras Nuestra Banda
tuviera acceso a las películas y se ocupara de pasarlas, estarían brindando un servicio,
incluso a solos como Sangre y como yo. Especialmente a solos como nosotros.
Me hicieron dejar la Cuarenta y cinco y la Browning del veintidós largo en la
puerta. Junto a la taquilla había un recoveco. Primero compré las entradas; la mía me
costó una lata de picadillo de carne Oscar Mayer y la de Sangre una de sardinas.
Luego, los guardias de Nuestra Banda, armas en mano, me hicieron señas de que
fuera hasta el recoveco y que dejara las mías. Vi que una tubería del techo tenía un
escape. El encargado era un tipo con grandes verrugas por toda la cara y los labios.
Le dije que pusiera mis armas donde no se mojaran, pero no me hizo caso.
—Escúchame, hijo de puta: pon mis cosas en otro sitio… Se oxidan enseguida…
Si se me oxida alguna, te juro que te moleré los huesos.
Comenzó a mirarme con ínfulas. Lanzó una mirada a los guardias armados. Sabía
que si me echaban a patadas perdería el precio de la entrada, aunque no hubiese
pasado. Pero los tipos no querían problemas; tal vez anduviesen desganados. Le
indicaron con la cabeza que pasara y que hiciera lo que yo decía. El cabrón puso la
Browning en el otro extremo del armario y yo guardé la 45 por debajo de ella.
Sangre y yo entramos en el teatro.
—Quiero palomitas.
—Ni hablar.
—Vamos, Albert. Cómprame palomitas.
—No tengo un céntimo. Puedes arreglártelas sin palomitas.
—Eres un mierda.
Me encogí de hombros: al diablo con él.
Entramos. Estaba atestado. Me alegré de que los guardias sólo se hubiesen
interesado por las armas de fuego. Me sentía seguro con la navaja y el cuchillo, bien
enfundados detrás de la nuca. Sangre encontró dos asientos juntos y nos metimos en
la fila de butacas, pisando pies. Alguien soltó un taco, pero no hice caso. Un
doberman gruñó. A Sangre se le erizaron los pelos, pero tampoco hizo caso. Siempre

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hay alguno con ganas de tocar los huevos, incluso en territorio neutral como el
Metropolitan.
(Una vez me contaron un jaleo que se armó en el viejo Granada de Loew, en la
zona sur. Al final, quedaron unos doce vagabundos muertos, con perro y todo, el
teatro se incendió, y en el juego se perdieron un par de buenas películas de Cagney.
Después de eso, los vagos pactaron el acuerdo de que los cines serían respetados
como santuarios. Ahora las cosas andaban mejor, pero siempre había un descolgado
con ganas de joder la marrana).
Ponían tres películas. La más antigua era Trato infame (Raw Deal), con Dennis
O’Keefe, Claire Trevor, Raymond Burr y Marsha Hunt. Era de 1948, o sea que tenía
como ochenta y seis años; sólo Dios sabe cómo mierda se conservaba entera la cinta.
A cada momento se salía de las espigas y tenían que detener la película para
rebobinarla. Pero era buena, trataba de un tipo, un solitario, cuya banda lo traiciona, y
que busca venganza. Había bandas, matones, luchas y puñetazos por todas partes.
Buena de verdad.
La segunda película había sido filmada en la época de la Tercera Guerra, en el 92,
veintisiete años antes de que yo naciera. Se llamaba Olor a chino (Smill of a Chink).
Salía mucha sangre y algún que otro puñetazo. En una escena maravillosa, una banda
de galgos guerrilleros, equipados con lazadores de napalm, achicharraban una aldea
china. Sangre estaba como unas Pascuas, a pesar de que ya la habíamos visto. Se
había inventado no sé qué historia de que los perros ésos eran sus antepasados, y él
sabía que yo sabía que todo era un cuento.
—¿Quieres niño asado, héroe? —le susurré. Entendió la indirecta, pero se
contentó con revolverse en la silla. No dijo esta boca es mía, y siguió mirando tan
campante a los perros que se abrían paso por la aldea. Para mí, era un plomo.
Esperaba la película principal.
Por fin, llegó. Era una joya, una porno rodada a fines de 1970. Se llamaba
Grandes rajas de cuero negro (Big Black Leather Splits). No tenía desperdicio, desde
el principio. Había dos rubias con corsé de cuero negro y botas atadas hasta la
entrepierna. Tenían látigos y máscaras. Agarraban a un tipo flacucho y lo echaban al
suelo sin más vueltas. Una se le sentaba en la cara mientras la otra lo follaba por
abajo. Después de eso, las cosas se ponían interesantes.
Estaba rodeado de solos que se la meneaban. Ya iba a toquetearme un poco
cuando Sangre se inclinó hacia mí, muy sigiloso, como suele hacer cuando ha dado
con algo insólitamente oloroso.
—Aquí dentro hay una chica.
—Estás loco.
—Te digo que la huelo. Está ahí, hombre.
Miré alrededor procurando no llamar la atención. Casi todos los asientos del
teatro estaban ocupados por solos o por sus perros. Si una mujer se hubiera metido

Página 414
allí, se habría producido una catástrofe. La habrían hecho pedazos antes de que uno
solo hubiese podido metérsela.
—¿Dónde? —pregunté en voz baja. A mi alrededor, todos jadeaban y gemían,
mientras las rubias se quitaban la máscara y una de ellas le metía al flacucho un gran
ariete de madera que llevaba atado a las caderas con unas correas.
—Espera un minuto —dijo Sangre.
Estaba concentrado de verdad. Tenía el cuerpo tenso como un alambre. Los ojos
cerrados, el hocico tembloroso. Le dejé hacer su trabajo.
Era posible. Cabía la posibilidad. Sabía que en los poblados subterráneos las
películas eran basura como la que filmaban en 1930 o 1940, todo decente y familiar,
donde hasta las parejas casadas dormían en camas gemelas. Myrna Loy, George
Brent, y todo eso. Sabía que, muy de vez en cuando, alguna niñata de clase media
subía para ver cómo era una película porno. Había oído decir eso, pero nunca había
aparecido en un cine en que estuviera yo.
Y las posibilidades de que ocurriera en el Metropol, concretamente, eran muy
escasas. A ese cine acudían muchos tipos raros. Que quede claro: yo no tengo ningún
prejuicio contra los tipos que follan entre ellos… Cojones, si hasta puedo
comprenderlo: ya no se encuentran chicas por ningún sitio. Pero no me gusta
engancharme con tíos. Se te agarran como una garrapata, o si no, les da el ataque de
celos y hay que andar pidiéndoles un favor. Creen que bajándose los calzoncillos lo
arreglan todo. Es tan malo como tener una chica arrastrándose detrás de ti todo el día.
Además, en las bandas grandes se armaron muchos jaleos y corrió mucha sangre por
asuntos así. Por eso nunca voy por ese camino. Bueno, no diré que nunca, pero, en
fin, nunca durante mucho tiempo.
De modo que, con todos los pervertidos que había en el Metropol, no creía que
una chica quisiera arriesgarse. Vaya a saber quién la reventaría primero: si un marica
o un calentón.
Y si estaba realmente allí, ¿por qué no la olfateaba ninguno de los otros perros?
—Tercera fila delante de nosotros —anunció Sangre—. Asiento de pasillo.
Vestida de hombre. Sola.
—¿Cómo es posible que tú la huelas y que los demás perros no se den cuenta?
—Olvidas quién soy, Albert.
—No lo olvido. Sólo que no lo creo.
Pero en realidad, muy en el fondo, supongo que lo creía. Cuando uno ha sido tan
bestia como yo, y aprende tantas cosas de su perro, acaba por creer en todo lo que
éste le dice. No se discute con el maestro.
Y menos cuando ha sido él quien te ha enseñado a leer, a escribir, a sumar, restar,
y todo lo que antes se aprendía para ser alguien inteligente (ahora eso ya no significa
gran cosa, pero es bueno saberlo, supongo).
(Saber leer es algo inútil. Resulta provechoso cuando, a veces, se encuentra
comida enlatada, en algún supermercado bombardeado; es más fácil escoger cuando

Página 415
las fotos se han borrado de las etiquetas. Un par de veces, saber leer me salvó de
elegir remolacha enlatada. Qué mierda, ¡odio la remolacha!).
Supongo que le creí cuando dijo que podía oler a una chica antes que cualquier
otro perro. Me lo había contado un millón de veces. Era su rollo favorito. Historia, la
llamaba. ¡Ja, tan idiota no soy! Sé muy bien qué era la historia. Era todo lo que pasó
antes de ahora.
Pero me gustaba que Sangre me contara la historia, en lugar de leerme esos
mamotretos que me traía a cada momento. Y como esa historia en particular se refería
a él, me la repitió más de cien veces, hasta que terminé por sabérmela de corrido. No
de «correr», eso es otra cosa. De corrido quiere decir de memoria. Significa que me la
sabía palabra por palabra.
Y cuando todo lo que uno sabe se lo debe a su perro, que se lo enseñó, termina
por creerle cualquier cosa, y más si la repite hasta el cansancio. Claro que nunca
pienso decírselo al idiota ése.

Lo que me había contado es lo siguiente:


Hace sesenta y cinco años, en Los Angeles, antes incluso de que terminara la
Tercera Guerra, había un hombre llamado Buesing que vivía en la localidad de
Cerritos. Criaba perros guardianes, vigilantes y de ataque. Doberman, daneses,
schnauzer y akitas japoneses. Tenía una hembra de pastor alemán, de cuatro años,
llamada Ginger. Trabajaba para la división de narcóticos de la policía de Los
Ángeles. Podía localizar marihuana, por muy bien escondida que estuviera. Una vez
la sometieron a una prueba: en un almacén de recambios para automóvil pusieron
veinticinco mil cajas. En cinco de ellas habían escondido marihuana, envuelta en
celofán, luego en papel de aluminio y luego en grueso papel de manila, y por último
guardada en tres cajas de cartón bien cerradas. En siete minutos, Ginger encontró los
cinco paquetes. Mientras Ginger trabajaba, a ciento cincuenta kilómetros de allí, en
Santa Bárbara, un grupo de cetólogos había extraído y reforzado médula espinal de
delfín para inyectarla en perros y babuinos chacma. Luego, aplicaron cirugía e
injertos. El primer producto válido de este experimento con cetáceos fue un macho de
dos años, de raza puli, llamado Ahbhu, quien comunicó telepáticamente impresiones
sensoriales. Mediante cruces y experimentos constantes se obtuvo el primer grupo de
perros guerrilleros, justo a tiempo para la Tercera Guerra. Telépatas de corta
distancia, fáciles de entrenar, capaces de rastrear gasolina, tropas, gas venenoso o
radiación cuando se conectaban con sus conductores humanos, se convirtieron en los
comandos de choque de un nuevo estilo de guerra. Y los rasgos selectivos se
afianzaron con la descendencia. Así, surgieron doberman, sabuesos, akitas, pulis y
schnauzers cada vez más telépatas.

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Ginger y Ahbhu fueron antepasados de Sangre.
Me lo dijo miles de veces. Así me lo contó, con las mismas palabras, hasta el
aburrimiento, tal como se lo habían contado a él. Nunca le había creído hasta ese
momento.
Tal vez aquel cabroncete fuese especial…
Vigilé al solo que había acurrucado, a tres filas de distancia, en el asiento del
pasillo. No descubrí nada especial, qué mierda. El tipo se había embutido el gorro
hasta las cejas y tenía el cuello de la chaqueta levantado.
—¿Estás seguro?
—Más seguro, imposible. Es una chica.
—Pues si lo es, se está haciendo una paja como si fuera un chico…
Sangre lanzó una risilla.
—Sorpresa… —comentó, sarcásticamente.
Él solo misterioso siguió sentado cuando volvieron a pasar Trato infame. Si era
una chica, tenía sentido. Casi todos los solos y los miembros de las pandillas se iban
después de la película porno. El teatro no se llenaba mucho más, y mientras, la calle
se iba vaciando, de forma que quien fuera podría regresar al sitio de donde había
venido. Seguí en mi asiento y volví a ver Trato infame. Sangre se durmió.
Cuando el tipo misterioso se levantó, le di tiempo para que recuperara sus armas,
en caso de que las hubiera dejado antes de entrar, y me fui. Levanté la enorme orejota
de Sangre y le dije:
—Manos a la obra.
Recogí las pistolas y salí a la calle. Vacía.
—Bueno, sabueso. ¿Hacia dónde se ha ido?
—Hacia la derecha.
Nos pusimos en marcha. Cargué la Browning que tenía en la bandolera. No vi a
nadie que se moviera entre los escombros bombardeados de los edificios. Ese sector
de la ciudad era una ruina; estaba fatal. Pero como Nuestra Banda administraba el
Metropol, no tenía que hacer ninguna otra reparación para ganarse la vida. Qué
irónico. Los Dragones tenían que mantener en funcionamiento toda una planta de
energía para obtener tributo de otras bandas, los Pandilla de Ted debían ocuparse de
la represa, los Bastinados trabajaban de peones en las plantaciones de marihuana, los
Negros Barbados perdían unos veinte miembros al año limpiando las fosas de
radiación de toda la ciudad. Y Nuestra Banda sólo tenía que encargarse de aquel cine.
No sé quién sería el cabecilla, ni cuántos años haría que comenzó a reclutar solos
dedicados al pillaje, pero había que reconocerlo: era muy listo. Sabía a qué clase de
servicios dedicarse.
—Ha girado por aquí —afirmó Sangre.
Lo seguí, mientras trotaba hacia el borde de la ciudad, en dirección a la radiación
azul verdosa que aún parpadeaba sobre las colinas. Entonces me di cuenta de que

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tenía razón. Era una chica: lo único que había por allí era bandadas de gritones y
entradas de acceso a los túneles subterráneos.
Sólo de pensarlo se me endurecieron las nalgas. Podría echar un polvo. Ya había
pasado un mes desde que Sangre oliera a aquella chica-solo en el sótano del Market
Basket. Qué cerda. Me pegó ladillas. Pero, en fin, era una mujer. Cuando la até, la
tendí en el suelo, y le aticé un par de veces, no estuvo tan mal. Y a ella también le
gustó, aunque me escupió y me dijo que me mataría en cuanto se soltase. La dejé
atada, por si las moscas. Cuando volví a mirar, la otra semana, ya no estaba.
—Atento… —dijo Sangre, mientras sorteaba un cráter casi invisible contra las
sombras que nos rodeaban. Algo se estremeció dentro del cráter.
Mientras atravesaba esa tierra de nadie, comprendí por qué tan pocos solos, o
miembros de pandillas, eran machos de verdad. La Guerra había liquidado a la
mayoría de las mujeres. Siempre ocurría así cuando había guerra… al menos eso
decía Sangre. Las criaturas que nacían muy pocas veces eran machos o hembras y
había que tirarlas contra una pared en cuanto salían de la madre.
Las pocas mujeres que no se habían refugiado en los pueblos subterráneos junto
con los de la clase media eran perras duras y solitarias, como la de Market Basket,
ásperas y bruscas; nunca se sabía si no te cortarían la polla con una hoja de afeitar
una vez que te tenían dentro. Con los años, cada vez se me hacía más difícil encontrar
un buen culito por ahí.
Pero, muy de tarde en tarde, alguna chica se cansaba de ser propiedad de alguna
banda, o algún grupo emprendía un asalto y se apoderaban de alguna mujer de abajo
desprevenida, o —como aquella vez, sí— a una niñata de clase media se le
calentaban las bragas por saber cómo eran las películas del asunto y la vida arriba.
Podría echar un polvo. Ah, mierda, ¡qué ganas tenía!

Allí sólo habían quedado restos ruinosos de edificios bombardeados. Una calle
entera se veía totalmente aplastada, como si una prensa de acero hubiera caído de los
cielos para estamparse contra la tierra y dejar hecho polvo todo lo que hubiera debajo.
Me di cuenta de que la chica estaba asustada y nerviosa. Avanzaba erráticamente y de
vez en cuando miraba por encima del hombro y a los lados. Sabía que estaba en
territorio peligroso. No sospechaba cuánto…
Al final de una calle desolada, había un único edificio en pie, como si por esas
casualidades de la vida las bombas lo hubiesen pasado por alto. Se metió dentro y un
minuto después distinguí una luz oscilante. ¿Sería una linterna? Tal vez.
Sangre y yo cruzamos la calzada y llegamos a la penumbra que rodeaba el
edificio. Era lo que quedaba de un AJC.

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Eso quería decir «Asociación de Jóvenes Cristianos». Sangre me había enseñado
a leerlo.
¿Pero qué mierda era una asociación de jóvenes cristianos? A veces, saber leer
ocasiona más preguntas que si fueses ignorante.
No quería que saliera: allí dentro me la podría tirar tan bien como en cualquier
otro sitio. Dije a Sangre que montara guardia ante los escalones que conducían al
esqueleto, y di la vuelta. Desde luego, todas las puertas, y ventanas habían quedado
destruidas por las bombas. No sería muy difícil entrar. Me encaramé al alféizar de
una ventana y me dejé caer por el otro lado. Estaba todo oscuro. No se oía ruidos:
sólo ella, que se movía por el otro sector del viejo edificio. No sabía si iba armada,
pero no pensaba correr riesgos. Preparé la Browning y desenfundé la 45 automática.
No necesité revisar el mecanismo: siempre había un proyectil en la recámara.
Comencé a avanzar cuidadosamente por la sala. Era una especie de vestuario. El
suelo estaba cubierto de escombros y cristales rotos, y había toda una fila de armarios
metálicos desconchados. Años atrás, la onda expansiva de alguna explosión debía de
haberlos alcanzado. Yo llevaba zapatillas de goma y no hacía el menor ruido al
avanzar.
La puerta pendía de un gozne. La atravesé, por el triángulo invertido. Entré en el
sector de natación. La gran piscina estaba vacía y en el fondo hueco se veían las
baldosas que la cubrían. Olía a rayos. Con razón: contra una pared había varios tipos
muertos, o lo que quedaba de ellos. Algún empleado de limpieza —qué desgraciado
— se había tomado el trabajo de apilarlos, pero no de enterrarlos. Me puse la bufanda
sobre la nariz y la boca, y seguí andando.
Salí del sector de la piscina por el lado opuesto, a través de un pequeño pasillo
con bombillas rotas en el techo. No me resultaba difícil ver: la luz de la luna
atravesaba las ventanas vacías y un gran agujero que había en el techo. Entonces la oí
claramente: debía de estar al otro lado de la puerta en que terminaba el pasillo. Me
apretujé contra la pared y me acerqué lentamente a la puerta. Estaba entreabierta,
pero me impedía el paso un cúmulo de escombros que habían caído de la pared.
Seguro que haría ruido al intentar abrirla. Debía esperar el momento adecuado.
Apoyado contra la pared, me dispuse a ver qué hacía en ese sitio. Era un gimnasio
muy grande; del techo pendían cuerdas para trepar. Sobre la grupa de un potro de
madera había posado una linterna cuadrada. Había barras paralelas, y una barra
horizontal de dos metros y medio de altura. El acero estaba todo oxidado. También
había anillas, un trampolín y una gran barra de equilibrio. A un lado había espalderas
y bancos de equilibrio, con escaleras horizontales y oblicuas y un par de cajas de
salto apiladas. Me dije que debía recordar aquel lugar. Sería mucho mejor hacer
ejercicio allí que en el miserable gimnasio que me había improvisado en el viejo
cementerio de coches. Si un tipo quiere andar solo, tiene que mantenerse en forma.
Se había quitado el disfraz. Allí estaba, desnuda y temblando. Sí, hacía mucho
frío. Vi que se le ponía la piel de gallina. Mediría un metro sesenta o setenta, tenía

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buenas tetas y las piernas delgadas. Se estaba cepillando el cabello, que le colgaba
por la espalda. La luz de la linterna no dejaba ver bien si era pelirroja o castaña, pero
no era rubia, lo cual me parecía perfecto, pues me gustan las pelirrojas. Sí, tenía unas
bonitas tetas. No se le veía bien la cara: el cabello le caía sedoso y suave, y le
recortaba el perfil.
Había tirado al suelo el pantalón, y sobre el potro de madera aguardaba la ropa
que se pondría luego. Llevaba unos zapatitos de tacón muy gracioso.
No podía moverme. De pronto, me di cuenta de que no podía moverme. Era
bonita, bonita de verdad. Hay que ver cómo me calentaba estar allí de pie, mirando
cómo echaba la cintura hacia delante y la cadera hacia atrás, o cómo se le movían los
pechos cuando levantaba los brazos para cepillarse la cabellera. Hay que ver la
calentura que me daba de sólo ver a una chica así. Era una mujer de las buenas. Me
gustaba muchísimo.
Jamás me había detenido a mirar a una chica como ésa. Todas las que había visto
eran los sacos de basura que Sangre me olía, y había que tomarlas y terminar rápido.
O las guarras de las películas porno. Pero ninguna había sido así, tan suave y tierna, a
pesar de las piernas tan delgadas. Podía haberme quedado toda la noche mirándola.
Dejó el cepillo a un lado y cogió unas bragas de la pila de ropa. Se las puso
contorneando el cuerpo. Luego, cogió el sostén y se lo abrochó. Nunca había sabido
cómo hacían para ponérselo. Se lo sujetó alrededor de la cintura, con la parte de atrás
para delante. Lo abrochó. Lo deslizó a su alrededor hasta que las copas quedaron
delante. Entonces, lo fue subiendo hasta la altura del torso, e introdujo los pechos,
primero uno y luego otro. Y, por fin, pasó los tirantes por los hombros. Buscó el
vestido, mientras yo apartaba las tablas y escombros y aferraba el picaporte,
dispuesto a dar un tirón.
Se había puesto el vestido por la cabeza y tenía las manos metidas dentro de la
prenda. Por un instante, pareció quedar atrapada dentro de él. Tiré de la puerta y se
oyó un estruendo. Las tablas y los escombros salieron volando. Me abrí paso, salté y
me abalancé sobre ella antes de que tuviese tiempo de librarse del vestido.
Comenzó a chillar y le arranqué el vestido. La tela se desgarró con un ruido. Para
ella, todo sucedió antes de que se diera cuenta de nada.
Estaba asustada. Muy asustada. Tenía ojos grandes; no supe bien de qué color,
pues la luz era muy débil. Tenía los rasgos delicados y hermosos, boca ancha, bonita
nariz, y pómulos como los míos: altos y prominentes. Y en la mejilla derecha, un
hoyuelo. Me miró, aterrorizada.
Y entonces, qué cosa más extraña, me pareció que tenía que decirle algo. No sé
qué. Algo. Me ponía incómodo verla asustada, pero qué coño podía hacer yo, si al fin
y al cabo iba a violarla. No podía decirle que no se preocupara. Después de todo, ella
había subido. Pero, a pesar de eso, quería decirle «mira, no te asustes, sólo quiero
follarte». (Eso nunca me había pasado. Nunca había tenido ganas de decirle nada a
ninguna chica; sólo tirármela y a otra cosa).

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Pero el instante pasó. Le puse una pierna por detrás de las suyas para hacerle una
zancadilla y se desplomó. Le apunté con la 45 y abrió la boca como si dijera una
pequeña «o».
—Ahora voy a ir hasta allá a buscar una de esas colchonetas de ejercicio, para
que sea mejor. Más cómodo, ¿sabes? Si te mueves de aquí, te arranco una pierna de
un tiro. Y después te follo igualmente, sólo que tendrás una pierna menos.
Esperé a que me indicase que comprendía la situación. Por fin, asintió muy
lentamente. Entonces seguí apuntándola con la automática y fui hasta la pila de
colchonetas polvorientas. Cogí una.
La arrastré hacia ella y la volví para que el lado más limpio quedara arriba. Con el
cañón de la pistola la fui empujando hacia allí. Se sentó sobre la colchoneta y me
miró, con las manos atrás y las rodillas encogidas.
Me bajé la bragueta y empecé a quitarme los pantalones. Entonces, vi que me
miraba de lo más divertida. Dejé los pantalones.
—¿Qué miras, eh?
Estaba furioso. No sabía por qué, pero lo estaba.
—¿Cómo te llamas? —preguntó. Tenía la voz muy suave y como de seda. Como
si tuviera la garganta forrada de una tela muy suave.
Seguía mirándome, esperando que le respondiera.
—Vic —le dije. Se quedó esperando más.
—¿Vic, qué?
Al principio no supe bien a qué se refería. Después lo entendí.
—Vic. Sólo Vic. Nada más.
—Pero ¿cómo se llamaban tu padre y tu madre?
Entonces me eché a reír y seguí bajándome los pantalones.
—Chica, eres una puta estúpida… —dije, y me reí otro poco. Pareció herida. Eso
me puso furioso otra vez.
—¡Y deja de mirarme así, o te rompo todos los dientes!
Juntó las manos sobre el regazo.
Los pantalones se quedaron alrededor de los tobillos. Con las zapatillas puestas,
no salían. Tuve que hacer equilibrio sobre un pie para descalzarme el otro. Era difícil
seguir apuntándole con la 45 y al mismo tiempo sacarme la zapatilla. Pero lo hice.
Yo estaba de pie, desnudo de cintura para abajo. Ella se había sentado algo más
erguida, con las piernas cruzadas, y las manos sobre el regazo.
—Quítate esa cosa… —le ordené.
Por un instante no se movió y creí que iba a causarme problemas. Pero luego se
llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sostén. Después se inclinó a un lado y
se bajó las bragas.
De pronto, pareció perder el miedo. Me miró muy fijamente y vi que tenía los
ojos azules. Y ahora viene lo más raro de todo…

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No pude hacerlo. O sea, no exactamente. En fin, yo quería tirármela, claro, pero
era tan suave y tan bella, y no dejaba de mirarme, y aunque ningún solo me creerá,
me encontré hablando con ella, todavía de pie, como un idiota, con una sola zapatilla
y los pantalones arrugados en los tobillos.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
—Quilla June Holmes.
—Qué nombre tan raro…
—Mi madre dice que no es tan raro, allá en Oklahoma.
—¿Tu familia vino de allí?
Asintió.
—Antes de la Tercera Guerra vivían en ese lugar…
—Deben de ser dos vejestorios, ¿eh?
—Son viejos, pero están bien. Supongo.
Estábamos los dos allí, charlando. Me di cuenta de que tenía frío, porque
temblaba.
—Bueno —le dije, preparándome para tenderme a su lado—, será mejor que
terminemos con…
¡Hostia! ¡A la mierda con Sangre! En ese preciso momento, tuvo que aparecer
como un loco, resbalando a través de los escombros y una nube de polvo, patinando
sobre el culo hasta llegar junto a nosotros.
—¿Y ahora qué? —le pregunté irritado.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó la chica.
—Con él. Con Sangre.
—¿Con el perro?
Sangre la miró un instante y luego la ignoró.
Comenzó a decir algo, pero ella lo detuvo.
—Entonces es cierto lo que dicen. Podéis hablar con los animales…
—¿Vas a estar escuchándola toda la noche, o quieres que te explique por qué he
venido?
—Muy bien. ¿Por qué has venido?
—Estás en un buen lío, Albert.
—Venga, al grano. ¿Qué pasa?
Sangre volvió la cabeza hacia la puerta principal de la AJC.
—Una banda. Han rodeado el edificio. Serán unos quince o veinte. Tal vez más.
—¿Y cómo mierda han sabido que estábamos aquí?
Sangre pareció herido en su amor propio. Dejó caer la cabeza.
—¿Qué?
—Algún otro perro debió de olerla en el teatro.
—Lo que nos faltaba.
—¿Y ahora qué?
—Habrá que hacerles frente. Eso. ¿Se te ocurre alguna sugerencia?

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—Sólo una.
Esperé. Me sonrió.
—Súbete los pantalones.

La chica, Quilla June, quedó a salvo. Le monté una especie de refugio con
colchonetas de gimnasia. Unas doce, más o menos. Ninguna bala perdida la heriría y,
si no se ponían a buscarla, tampoco la encontrarían. Trepé por una de las cuerdas que
pendían de las vigas y me encaramé allí, con la Browning y unos cuantos peines.
Hubiese dado cualquier cosa por tener una automática. O una Thompson. Revisé la
45, comprobé que estuviera cargada, con una bala en cámara, y dejé sobre la viga
unos cuantos proyectiles más. Desde allí podía disparar fácilmente a cualquier punto
del gimnasio.
Sangre se había tendido en la oscuridad, cerca de la puerta. Sugirió que, primero,
tratara de liquidar un par de perros de los que traía la banda, si podía. Eso le
permitiría actuar con más libertad.
Pero, la verdad, era lo que menos me preocupaba.
Me habría gustado esconderme en otra habitación: una que sólo tenía una puerta.
Pero no tenía modo de saber si aquellos tipos ya estaban en el edificio, de modo que
me dispuse a aprovechar al máximo lo que tenía.
Todo estaba en silencio. Ni siquiera se oía a Quilla June. Tuve que malgastar unos
valiosos minutos en convencerla de que estaría mejor escondida y sin armar ruido y
de que estaría mejor conmigo que con veinte de ellos.
—Si quieres volver a ver a tus papas… —Le advertí. Después de eso ya no me
causó más problemas y pude envolverla entre las colchonetas.
Silencio.
Entonces oí dos cosas al mismo tiempo. Desde la piscina, escuché pasos sobre los
escombros. Muy suaves. Y desde la puerta principal, a un lado, oí un tintineo de
metal contra madera. Al parecer iban a intentar un ataque conjunto. Muy bien, estaba
preparado.
Silencio, otra vez.
Apunté la Browning a la puerta de la piscina. La había dejado abierta al entrar.
Imaginaba que el tipo estaría a unos cinco metros. Si bajaba la mira unos cuarenta y
cinco centímetros, le daría en el pecho. Había aprendido hacía mucho tiempo que no
se debe apuntar a la cabeza, sino a las partes más anchas del cuerpo: el pecho y el
vientre. Al tronco.
De pronto, fuera, oí el ladrido de un perro. Cerca de la puerta principal algo se
desprendió de las sombras y entró en el gimnasio. Directamente delante de Sangre.
No moví la Browning.

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El tipo de la puerta principal se deslizó un paso a lo largo de la pared, en
dirección contraria a la de Sangre. Luego llevó el brazo hacia atrás y arrojó algo —
una piedra, un fragmento de metal, algo— a través del recinto para llamar la atención.
No moví la Browning.
Cuando el objeto que arrojó golpeó contra el suelo, dos tipos entraron de un salto
a través de la puerta de la piscina, uno desde cada lado, con los rifles listos para
disparar. Antes de que pudieran comenzar, yo ya había descargado el primer tiro,
vuelto a apuntar, y disparado el segundo. Los dos cayeron, bien muertos, con un
agujero en el corazón. Se quedaron los dos tendidos, sin moverse.
El de la puerta giró para atacar, pero Sangre se le echó encima, desde la
penumbra. ¡Zac!
Saltó sobre el cañón del rifle que sostenía el tipo, y le clavó los colmillos en la
garganta. El tipo lanzó un grito y Sangre cayó con un pedazo de carne entre los
dientes. El tipo hacía unos ruidos de lo más espantosos. Cayó sobre una rodilla. Le
metí una bala en la cabeza y cayó de bruces.
Otra vez el silencio.
No había estado nada mal, pero que nada mal. Tres bajas, y ni siquiera sabían
nuestras posiciones. Sangre había vuelto a su guarida, junto la entrada. No dijo
palabra, pero sabía lo que debía de estar pensando: tal vez habíamos eliminado tres de
diecisiete, o tres de veinte, o de veintidós. No había modo de saberlo: podríamos
pasar una semana allí y seguiríamos sin saber si habíamos acabado con todos, con
algunos, o con ninguno. Podían marcharse para volver con refuerzos, y a mí podían
acabárseme las balas. Estábamos sin comida, y esa chica, Quilla June, podía echarse a
llorar y desviar mi atención, y además, cuando se hiciera de día habría luz…, y ellos
estarían esperando a que tuviéramos hambre e hiciésemos alguna tontería, o a que se
nos terminasen las balas. Caerían sobre nosotros y nos destrozarían.
Por la puerta principal apareció un tipo a toda pastilla. Dio un salto, cayó sobre
los hombros, rodó, se levantó y salió corriendo en una dirección distinta. Pasó por
tres esquinas diferentes antes de que pudiera rastrearlo con la Browning. Por fin,
quedó justo debajo de mí. Ni siquiera tuve que malgastar una bala del 22. Tomé la 45
sin hacer ruido y le volé la cabeza. La bala penetró limpiamente y salió llevándose
casi todo el cuero cabelludo. El tipo cayó sin decir ni pío.
—¡Sangre! ¡El rifle!
Asomó de las sombras, aferró el arma entre los dientes y la arrastró hasta la pila
de colchonetas, en el rincón opuesto. Vi que aparecía un brazo, tomaba el arma y la
metía dentro. Bueno, al menos allí estaría a salvo hasta que lo necesitara. Qué
valiente era el muy cabrón: volvió hasta el tipo y comenzó a arrancarle la bandolera.
Tardó bastante; podían haberle disparado desde la puerta, o desde fuera, por alguna
de las ventanas, pero lo consiguió. Qué valiente era el mamón: cuando todo acabase,
debía acordarme de comprarle algo bueno de comer. Sonreí, allí en lo alto: si

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realmente conseguíamos escapar, no tendría que preocuparme por buscarle algo
apetitoso. Lo tendría desperdigado por todo el suelo del gimnasio.
Mientras Sangre arrastraba la bandolera a las sombras, dos de ellos probaron
suerte con sus perros. Entraron a través de una ventana que había a ras de suelo, uno
después del otro. Se echaron al suelo, rodaron y marcharon en direcciones opuestas,
mientras los perros —un akita más feo que la peste y grande como una casa, y un
doberman color mierda— se abalanzaban por la puerta principal y se abrían en dos
direcciones distintas. Tomé la 45 y me cargué al akita de un disparo. Cayó
pataleando. El doberman saltó sobre Sangre.
Pero al disparar había delatado mi posición. Uno de los atacantes me apuntó
desde la cadera y a mi alrededor, contra las vigas, rebotaron unos cuantos proyectiles
30-06 de punta blanda. Dejé la automática, y empezó a resbalar por la viga mientras
yo buscaba la Browning. Me incliné para cogerla antes de que cayera, y eso me salvó
la vida. Cuando quise agarrarla, se me resbaló y dio contra el suelo del gimnasio con
un estruendo; el tipo disparó hacia el lugar donde había estado antes. Pero yo me
encontraba acostado sobre la viga, con un brazo colgando, y el estruendo lo
sorprendió. Volvió a disparar al ruido, y en ese instante escuché otro disparo, de
Winchester. El otro atacante, el que había podido ocultarse en la oscuridad, cayó
hacia delante con un agujero en el pecho. Esa tal Quilla June le había dado, desde su
escondrijo de colchonetas.
Ni siquiera tuve tiempo de pensar qué mierda estaba pasando. Sangre rodaba
junto con el doberman, y hacían un ruido espantoso. El tipo de la 30-06 lanzó otro
disparo y alcanzó el cañón de la Browning, que se deslizó sobre la viga y cayó al
suelo. Me quedé allí, totalmente desarmado, mientras el hijo de puta me esperaba en
la oscuridad.
Se oyó otro disparo de Winchester y el atacante disparó contra las colchonetas. La
chica se escondió y comprendí que ya no podía contar con ella para nada más. De
todas formas no la necesité: en ese segundo, mientras el atacante tenía la atención
puesta en ella, tomé la cuerda y me deslicé desde la viga, aullando como un poseso.
Me descolgué mientras la soga me quemaba las palmas de las manos. Me mecí en la
cuerda, y comencé a columpiarme en tres direcciones distintas, retorciéndome como
una culebra mientras el cabrón seguía disparando, tratando de seguir mi trayectoria.
Pero a fuerza de dar vueltas, pude apartarme de su línea de fuego. Cuando se quedó
sin balas, me impulsé con todas las fuerzas que me quedaban hacia su refugio de
sombras, y me solté. Caí de culo justo delante de él. Se apartó de la pared, pero me
eché encima de él y le enterré los dedos en los ojos. El tipo chillaba, los perros
chillaban, la chica chillaba. Comencé a golpearle al cabeza contra el suelo hasta que
dejó de moverse, tomé la 30-06 vacía y le aticé en la cabeza hasta que me di cuenta
de que ya no me traería más problemas.
Entonces encontré la 45 y disparé contra el doberman.
Sangre se incorporó y se sacudió la pelambre. Estaba bastante herido.

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—Gracias —masculló, y se alejó para lamerse las heridas en la oscuridad.
Fui a buscar a esa tal Quilla June. Lloraba por todos los tipos que habíamos
matado. Sobre todo, por el que había matado ella. Como no paraba de berrear, le
arreé una buena bofetada y le dije que me había salvado la vida, si eso le servía de
consuelo.
Sangre se acercó, arrastrando el culo.
—¿Cómo vamos a salir de ésta, Albert?
—Déjame pensar.
Pensé, y vi que no había esperanzas. Por muchos que liquidáramos, siempre
habría más. Ahora era una cuestión de machos. Estaba en juego su honor.
—¿Qué te parece un incendio? —sugirió Sangre.
—¿Huir entre las llamas? —Meneé la cabeza—. Deben de tener todo este lugar
rodeado. No sirve.
—¿Y si no huimos? ¿Y si esperamos a que se incendie todo?
Lo miré. Valiente… y listo como el demonio.

Juntamos toda la madera, las colchonetas, las escalerillas, los potros, los bancos y
todo lo que pudiese arder y lo amontonamos contra una mampara de madera que
había en un extremo del gimnasio. Quilla June encontró una lata de petróleo en un
almacén, y prendimos fuego a aquel maldito montón. Luego, seguimos a Sangre hasta
el lugar que había encontrado para nosotros: la sala de calderas, debajo del edificio.
Nos metimos en la caldera vacía, cerramos la compuerta y dejamos una abertura de
ventilación para el aire. Llevamos con nosotros una colchoneta, todas las balas que
pudimos hallar y las armas cortas que habían sido de los atacantes.
—¿Ves algo? —pregunté a Sangre.
—Un poco. No mucho. Estoy leyendo la mente de un tipo: el edificio arde que es
un encanto.
—¿Podrás decirnos cuándo han muerto?
—A lo mejor. Si mueren.
Me puse cómodo. Quilla June temblaba por todo lo que había sucedido.
—Tómatelo con calma —le dije—. Mañana, el lugar se habrá derrumbado.
Revolverán los escombros y encontrarán un montón de cadáveres. Quizá no se
molesten mucho en buscar el cuerpo de una chica. Todo se habrá resuelto… si no
morimos asfixiados.
Sonrió un poco y trató de parecer valiente. Se portaba bien, la chica. Cerró los
ojos, se tendió sobre la colchoneta y trató de dormir. Yo estaba hecho polvo. Los
párpados se me cerraron a mí también.
—¿Podrás arreglártelas solo? —pregunté a Sangre.

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—Creo que sí. Será mejor que duermas.
Asentí, con los ojos cerrados, y me tendí de costado. En dos segundos, caí como
un tronco.
Cuando desperté, vi que la chica, esa Quilla June, se me había acurrucado bajo el
sobaco. Dormía profundamente, y me había rodeado la cintura con uno de sus brazos.
Apenas podía respirar: parecía un infierno. Coño, era un infierno. Extendí una mano
y la pared de la caldera estaba tan caliente que no podía tocarla. Sangre se había
subido a la colchoneta, con nosotros. La protección del colchón nos había salvado de
morir asados. Dormía, con la cabeza entre las patas. La chica también. Desnuda.
Le toqué uno de los pechos. Estaba tibio. Se estremeció y se acurrucó más cerca
de mí. Sentí que se me ponía dura.
Conseguí sacarme los pantalones y me acosté sobre ella. Cuando sintió que le
abría las piernas, despertó sobresaltada, pero era demasiado tarde.
—No… basta… qué haces… no se te ocurra…
Pero estaba medio dormida, y débil. Además, no creo que tuviera muchas ganas
de resistirse, de todos modos.
Cuando la penetré lanzó un grito, por supuesto, pero después se portó bien. La
colchoneta quedó manchada de sangre. Mientras, Sangre siguió durmiendo.
Fue distinto, en serio. Por lo general, cuando Sangre me conseguía alguna
hembra, todo era cuestión de agarrarla, golpearla, tirármela y salir zumbando antes de
que pasara algo malo. Pero cuando acabé con esta chica, ella separó el cuerpo de la
colchoneta y me abrazó con tanta fuerza, que creí que me rompería las costillas. Y
después bajó despacito, despacito, como cuando hago flexión de brazos en el
gimnasio que me monté, allá en la chatarrería. Tenía los ojos cerrados, y una
expresión de lo más tranquila. Y feliz. Se notaba.
Lo hicimos muchas veces. Después de un rato, fue idea de ella, pero no me negué.
Luego, nos echamos juntos y empezamos a charlar.
Me preguntó cómo nos llevábamos con Sangre. Le conté la historia de los perros
telépatas, que habían perdido la capacidad de cazar su propia comida, y tuvieron que
buscar la ayuda de pandilleros y solos. Y le conté que algunos perros como Sangre
podían encontrar chicas para solos como yo. No dijo nada acerca de eso.
Le pregunté cómo era vivir allá abajo, en los pueblos subterráneos.
—Es agradable. Todo está muy tranquilo. Siempre. La gente es muy amable. Es
un pueblecito…
—¿En cuál vivías tú?
—En Topeka. Está muy cerca de aquí.
—Sí, ya lo sé. El túnel de acceso queda a menos de un kilómetro. Una vez fui
hasta allí para echar un vistazo.
—¿Nunca has estado en un pueblo subterráneo?
—No. De todas formas, tampoco tengo ganas de ir.
—¿Por qué? Es muy bonito. Te gustaría.

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—Vete a la mierda.
—Eso ha sido una grosería.
—Soy grosero.
—No siempre.
Estaba empezando a enfadarme.
—Mira, so idiota, ¿qué coño te pasa? Te cogí, te pegué, te he violado media
docena de veces. ¿Qué ves de bueno en mí? ¿Qué mierda te pasa? ¿No sabes darte
cuenta de cuándo uno es un…?
Me sonrió.
—No me importa. Me gustó hacerlo. ¿Quieres que lo hagamos otra vez?
No podía creerlo. Me aparté de ella.
—¿Qué coño te pasa? ¿No sabes que podría hacerte daño de verdad? ¿No sabes
que en los pueblos subterráneos les dicen a las chicas: «No subas. Te podría atrapar
un tipo de ésos, sucio, peludo, baboso»? ¿No lo sabes?
Me posó la mano sobre el muslo y comenzó a acariciarme con la punta de los
dedos. Otra vez se me puso dura.
—Mis padres nunca me dijeron eso sobre los solos.
Me abrazó y me besó, y no pude evitar volver a hacerlo.
Vaya, estuvimos así durante horas. En eso, Sangre se volvió y me dijo:
—No pienso seguir fingiendo que duermo. Tengo hambre y estoy herido.
La aparté de mí —en esta ocasión, era ella quien estaba encima—, y lo examiné.
El doberman le había arrancado un buen pedazo de la oreja derecha y tenía un corte
que le llegaba al morro. En uno de los costados, se veía, además, un manchón de
sangre seca. Estaba que daba pena.
—¡Santo Dios, hombre! ¡Estás hecho una porquería!
—Joder, Albert, tú tampoco eres un jardín de rosas, exactamente… —replicó.
Aparté la mano.
—¿Podemos salir de aquí? —le pregunté.
Miró alrededor y meneó la cabeza.
—Desde aquí no puedo leer nada. Tal vez haya una pila de escombros sobre la
caldera. Tendría que salir a explorar.
Lo discutimos un rato y por fin decidimos que si el edificio se había derrumbado
y enfriado un poco, los tipos aquellos ya habrían buscado entre las cenizas. El hecho
de que no hubiesen querido abrir la caldera podía indicar que quizás habían muerto.
O que el edificio seguía ardiendo aún. En cuyo caso estarían allí, esperando para
poder revolver los escombros.
—¿Crees que estás en condiciones para salir?
—Supongo que no me queda más remedio —comentó, con desdén—. Si de ti
dependiera nuestra salvación, ¿qué sería de nosotros? Tú sólo piensas en follar.
Me di cuenta de que teníamos un problema. Quilla June no le caía bien. Pasé por
encima de él y quise abrir la portezuela. Nada. Apoyé la espalda contra la puerta e

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hice palanca con las piernas. Empujé lentamente, pero con firmeza.
Lo que hubiese caído contra la puerta, resistió un minuto. Luego, comenzó a
ceder hasta que, por fin, se abrió con un estruendo. Sostuve la portezuela y asomé la
cabeza. Los pisos superiores habían caído sobre el sótano, pero para cuando se
desplomaron, ya eran sólo cenizas y escombros de poco peso. Todo era humo. A
través de él, percibí la luz del día.
Salí por la abertura y me quemé las manos cuando toqué el borde exterior de la
portilla. Sangre me siguió. Comenzó a abrirse paso entre los restos. Vi que la caldera
estaba casi totalmente cubierta por los escombros que habían caído desde lo alto.
Había muchas posibilidades de que la pandilla hubiese echado una mirada por encima
y que, tras suponernos asados, se hubiera ido. Pero, de todas formas, quería que
Sangre hiciera un reconocimiento. Se alejó. Lo llamé, y vino.
—¿Qué pasa?
Lo miré desde arriba.
—Yo te diré qué sucede: te estás portando como un cretino.
—Vete a cagar.
—¡Maldito perro! ¿Qué coño te pasa?
—Es ella. Esa cerda que tienes ahí.
—¿Y a qué viene eso? No es la primera vez que me tiro a una…
—Sí. Pero ninguna se te colgó durante tanto tiempo. Te lo advierto, Albert: esta
chica te traerá problemas.
—¡No seas imbécil!
No contestó. Me miró con rabia y se alejó cojeando. Volví a la caldera y cerré la
compuerta. La chica quería volver a hacerlo, pero le dije que no tenía ganas: Sangre
me había enfriado. Estaba de mal humor. No sabía a cuál de los dos mandar primero a
la mierda.
Pero ¡qué guapa era!
Hizo una especie de puchero, y se recostó, envolviéndose con los brazos.
—Cuéntame más sobre los pueblos subterráneos —le pedí.
Al principio no quiso decirme gran cosa. Fingía estar ofendida. Pero luego se fue
soltando y comenzó a hablar con más libertad. Me enteré de muchas cosas.
Imaginaba que quizás algún día me serían útiles.
En lo que quedaba de Estados Unidos y Canadá había unos doscientos pueblos
subterráneos. Los habían construido en antiguas minas, lechos de vertientes, o fosos
muy profundos. Algunos, en el oeste, se hallaban en cuevas naturales. Estaban a unos
cuatro u ocho kilómetros de profundidad. Eran como inmensos cajones. Y los que
habían emprendido la tarea eran carcas de la peor clase: baptistas del sur,
fundamentalistas, defensores de la ley y el orden; verdaderos ejemplares de la clase
media, incapaces de gozar de los peligros de la vida. Regresaron a una clase de
existencia que había pasado al olvido ciento cincuenta años atrás. Contrataron a los
últimos científicos que quedaban para que hicieran el trabajo y descubrieran el cómo

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y el por qué; y luego los habían echado. No querían el menor progreso, la menor
disensión, nada que produjera cambios; de eso estaban hartos. Para ellos la mejor
época de la historia había transcurrido antes de la Primera Guerra: imaginaban que si
lograban detener el tiempo allí, podrían vivir tranquilamente y subsistir. ¡Qué mierda!
Yo me volvería loco en una de esas cuevas.
Quilla June sonrió y se acurrucó otra vez a mi lado, pero no la rechacé. Comenzó
a tocarme de nuevo, ahí abajo, dale que te pego.
—¿Vic?
—¿Mmmm?
—¿Alguna vez has estado enamorado?
—¿Qué?
—Si te has enamorado. ¿Alguna vez has estado enamorado de una chica?
—Coño, te aseguro que no.
—¿Sabes qué es el amor?
—Claro. Imagino que sí.
—Pero si nunca te has enamorado…
—No seas imbécil. Nunca me han metido una bala en la cabeza, pero sé que no
me gustaría.
—Apuesto a que no tienes ni idea de lo que es el amor.
—Bueno, si significa vivir en una cueva subterránea, no me interesa saberlo.
Después de eso, no hablamos mucho. Me echó al suelo y volvimos a hacerlo.
Cuando terminamos, escuché que Sangre rascaba la caldera. Abrí la compuerta y se
quedó mirándome.
—Todo despejado.
—¿Seguro?
—Sí, sí. Seguro. Ponte los pantalones —dijo con una nota de desdén en la voz—,
y ven conmigo. Tenemos que hablar.
Lo miré y me di cuenta de que no bromeaba. Me puse los pantalones y las
zapatillas y salí de la caldera.
Se apartó del lugar al trote, por encima de unas vigas renegridas, y asomó en el
gimnasio. Había un foso profundo. Parecía la raíz podrida de una muela.
—¿Qué mosca te ha picado? —le pregunté.
Subió a una pila de escombros hasta quedar a la misma altura que yo.
—Me estás jodiendo, Vic.
Supe que hablaba en serio: no me había llamado Albert, sino Vic.
—¿Por qué?
—Ayer noche podríamos habernos largado de aquí y dejársela a ellos. Eso habría
sido lo más inteligente de nuestra parte…
—Quería tirármela.
—Sí, ya lo sé. De eso estoy hablando. Hoy es hoy, no ayer por la noche. Ya te la
has follado cincuenta veces. ¿Por qué no nos vamos?

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—Quiero un poco más…
Entonces, se enfadó.
—¿Ah, sí? Pues escúchame, amigo… Yo también quiero un par de cosas. Quiero
algo de comer, y quiero que se me vaya este dolor que tengo en el costado, y quiero
irme de aquí. Tal vez no se den por vencidos tan fácilmente.
—Tranquilo. Podemos hacer todo eso. La chica puede venir con nosotros…
—Conque ésas tenemos. Donde viajan dos, viajan tres, ¿eh?
Ya me estaba hartando.
—Oye. Empiezas a parecer un perro faldero…
—Y tú pareces un puto de ésos que van en pareja.
Di un paso atrás para partirle el hocico de una patada. No se movió. Me contuve.
Jamás había golpeado a Sangre. No pensaba comenzar en ese momento.
—Lo siento —dijo en voz baja.
—Está bien.
Pero no nos miramos.
—Oye, Vic. Tienes una responsabilidad para conmigo…
—No tienes que recordármelo.
—Bueno. Tal vez sí. Quizá deba refrescarte la memoria. Como la vez que aquel
tipo apareció gritando en la calle, quemado por la radiación, y se aferró a ti.
Me estremecí. El hijo de puta estaba verde. Verde como un sapo. Tenía la piel
llagada como un hongo. Se me revolvió el estómago sólo pensarlo.
—Y yo me lancé sobre él, ¿recuerdas?
Asentí. Sí, perro, claro que sí.
—Y podría haber muerto quemado, y despedirme del mundo para siempre, pero
no me importó, ¿verdad? —Volví a asentir. Me estaba cagando: no me gustaba que
me hicieran sentir culpable. Sangre y yo éramos uña y carne, él lo sabía—. Pero lo
hice, ¿verdad? —Recordé los gritos que había lanzado la criatura verde. Dios mío,
era un montón de pestañas y fangos que le chorreaban.
—Está bien. No me astigues.
—Se dice «no me fastidies».
—¡Lo que sea, coño! —grité—. Basta ya con esa mierda, o se termina el jodido
acuerdo y a otra cosa.
Sangre resopló.
—¡Bueno, tal vez eso tendríamos que hacer, zopenco imbécil!
—¿Qué es «zopenco», cabrón? Ja, no ha de ser nada bueno. Sí, debe de ser algún
insulto… ¡Cuida la boca, hijo de puta, o te romperé el culo de un puntapié!
Nos sentamos y estuvimos quince minutos sin hablarnos. Ninguno de los dos
sabía qué hacer.
Por fin, decidí ceder un poco. Le hablé despacio, y lentamente. Estaba harto de él,
pero le dije que seguiría a su lado, como siempre. Me amenazó, me dijo que más me
valía, porque había un par de solos en la ciudad que se sentirían encantados de tener

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una nariz tan aguda como la suya. Le dije que no me gustaban las amenazas y que se
fijara dónde ponía la pata, o se la rompería. Se enfadó y se alejó. Le dije que se fuera
a la mierda, y volví a la caldera para desahogarme otra vez con esa tal Quilla June.
Pero cuando metí la cabeza, me estaba esperando con una de las pistolas de los
asaltantes. Me golpeó con todas sus fuerzas sobre el ojo derecho; caí por la
compuerta y después no supe nada más.

—Te dije que era una cabrona. —Me miró mientras humedecía la herida con el
desinfectante de mi equipo de bolsillo y la empapaba en antiséptico. Cuando fruncí el
rostro de dolor, se rió con sorna.
Lo guardé todo, y revisé la caldera para juntar todas las municiones posibles y
abandonar la Browning a cambio de la 30-06, más pesada. Luego, encontré algo que
se le había caído de las ropas.
Era una pequeña placa de metal, de ocho centímetros de longitud y cuatro de
altura. Tenía una larga serie de números y unos agujeros que parecían hechos al azar.
—¿Qué es esto? —pregunté a Sangre.
La miró y la olisqueó.
—Debe de ser alguna tarjeta de identificación, o algo así. Quizás es lo que
emplean para salir de los túneles…
Eso me decidió.
Me la guardé en un bolsillo y eché a andar. Hacia la boca de acceso.
—¿Dónde demonios vas? —me aulló Sangre—. ¡Regresa! ¡Te matarán!
»¡Tengo hambre, hostia! ¡Estoy herido! ¡Albert, eres un hijo de puta! ¡Vuelve
aquí!
Seguí caminando. Encontraría a esa zorra y le partiría la cabeza. Aunque tuviera
que descender a los pueblos subterráneos para dar con ella.
Me llevó una hora llegar hasta la boca de acceso que conducía a Topeka. Me
pareció que Sangre me seguía, pero bastante rezagado. No le hice caso. Yo estaba
como loco.
De pronto, apareció: era una columna alta y recta, de brillante metal negro.
Tendría unos seis metros de diámetro, y terminaba en una superficie completamente
lisa. Se hundía recta en el suelo. Era una tapa. Fui hacia ella, en línea recta, y hurgué
en los bolsillos en busca de la tarjeta metálica. Sentí que algo me tiraba de la pierna
izquierda.
—¡Escucha, idiota, no puedes bajar allí!
Lo aparté de una patada, pero volvió a la carga.
—¡Escúchame!
Me volví y lo miré.

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Sangre se sentó. A su alrededor se levantó una nube de polvo.
—Albert…
—Me llamo Vic, so borde…
—Vale, vale. Ya basta de tonterías, Vic. —Atenuó el tono de voz—. Oye, Vic…
—Trataba de hacerse oír. En realidad, yo estaba que ardía, pero vi que se empeñaba
en hacerme razonar, de modo que me encogí de hombros y me acuclillé a su lado.
—Escucha, hombre, esa chica te ha sorbido el seso. Sabes muy bien que no
puedes bajar hasta allí. Está todo ordenado y establecido. Todos se conocen, odian a
los solos. Ya han sufrido ataques de suficientes pandilleros, que bajaron a robar sus
casas, y a violar a sus mujeres. Han creado defensas. Te matarán, Vic.
—¿Y a ti qué mierda te importa? Siempre estás diciendo que estarías mucho
mejor sin mí.
Eso le afectó.
—Vic, hace tres años que estamos juntos. Hemos pasado buenos ratos y
momentos difíciles, pero éste puede ser el peor. Tengo miedo, hombre. Supón que no
regresas. Tengo hambre, necesitaré encontrar a alguien que cuide de mí… y sabes que
casi todos los solos andan en pandillas. Seré un perro de mala muerte. Ya no soy tan
joven. Y estoy mal herido.
Tenía razón, lo que decía era sensato. Pero yo sólo podía pensar en aquella Quilla
June, que me había jodido. De pronto se me apareció gimiendo cuando la penetraba,
imaginé sus pechos pequeños y suaves… Sacudí la cabeza. Tenía que vengarme.
—Tengo que hacerlo, Sangre. Debo hacerlo.
Suspiró profundamente y meneó la cabeza. Sabía que sería inútil.
—Ni siquiera te das cuenta de lo que te está haciendo. Dejar allí esa tarjeta de
metal… Es demasiado fácil… Casi como si hubiera querido que la siguieras.
Me levanté.
—Trataré de volver cuanto antes. ¿Me esperarás?
Durante un largo rato, no respondió. Aguardé. Por fin, dijo:
—Esperaré un poco, sí. Tal vez esté aquí, tal vez no.
Comprendí. Di la vuelta y eché a andar hacia la columna de metal negro. Por fin,
encontré una ranura e introduje la placa. Se oyó un suave ronroneo, y luego una parte
del pilar se abrió. Ni siquiera me había dado cuenta de que en el metal había fisuras.
Se formó un círculo, y avancé un paso. Me volví y allí estaba Sangre, mirándome.
Nos despedimos con la mirada, mientras la columna seguía vibrando.
—Hasta luego, Vic.
—Cuídate, Sangre.
—Vuelve pronto.
—Haré lo que pueda.
—Está bien. Adiós.
Giré y avancé hacia el interior. La puerta de acceso se cerró detrás de mí.

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7

Tendría que haberlo supuesto. Tendría que haber sospechado. Es cierto: de vez en
cuando subía alguna chica para ver cómo era la superficie, y qué ocurría en las
ciudades. Sí. A veces pasaba. Y se lo creí cuando me lo dijo, acurrucada contra mi
cuerpo en esa caldera. La creí cuando me dijo que quería saber cómo era eso de
hacerlo con un hombre. Que todas las películas que pasaban en Topeka eran aburridas
y sosas; que sus compañeras de colegio le habían hablado de las películas porno, y
que una de ellas tenía un libro de historietas de ocho páginas que ella leyó con los
ojos desorbitados… Claro.
La creí. Era lógico. Cuando dejó olvidada la placa de metal, tendría que haber
sospechado. Era demasiado evidente. Sangre intentó decírmelo. ¿Fui un imbécil? ¡Sí!
En cuanto el portal de acceso se cerró detrás de mí, el murmullo se hizo más
intenso, y de las paredes brotó una luz fría. En la pared, mejor dicho, pues era un
compartimiento circular donde sólo había dos lados: dentro y fuera. La pared emitía
la luz formando pulsos, y el murmullo se hizo más fuerte. El suelo sobre el que me
encontraba comenzó a abrirse, como había hecho la puerta exterior. Yo parecía esos
ratones de las historietas, que están lo más tranquilos mientras no miran para abajo.
De pronto, caí. La compuerta se cerró por sobre mi cabeza y me encontré
descendiendo por un túnel, a velocidad lenta pero constante, sin detenerme. Por fin
supe lo que era un túnel de descenso.
Bajé y bajé. Cada tanto veía algo así como NIV 10, o ANTICONT 55, o TUBO
DE ALIMEN… o BOMBA SEG6 sobre la pared, pero sin poder determinar dónde
terminaba cada sección. Todo esto, sin dejar de caer.
Por fin, llegué al fondo. Sobre la pared se leía CIUDAD DE TOPEKA. POBL.,
22.860. Caí sin ofrecer resistencia, pese a que intenté atenuar el impacto flexionando
las rodillas.
Volví a usar la placa de metal, y la abertura —esta vez mucho mayor— se abrió
como un diafragma. Mis ojos captaron la primera visión de un pueblo subterráneo.
Se extendía por delante de mí, unos treinta kilómetros, hasta formar un horizonte
metálico pálido y brillante, donde la pared que había a mis espaldas se curvaba,
formaba una cúpula envolvente y retornaba hasta donde yo me encontraba. Estaba en
el fondo de un inmenso tubo de metal que se estrechaba en un techo, a doscientos
metros de altura, y de treinta kilómetros de diámetro. En el fondo de aquella lata,
alguien había construido un pueblo que parecía una de esas fotos de los libros que
solía leer en la superficie. Había visto un pueblo así en una ilustración. Todo igual:
casitas limpias, callecitas que serpenteaban, el césped bien cuidado, un centro
comercial, y todo lo que podía llegar a tener un lugar como Topeka.
Salvo sol, salvo pájaros, salvo nubes, lluvia, nieve, frío, viento. Salvo hormigas,
tierras, montañas, océanos, vastos sembradíos, estrellas. Salvo luna, bosques,
animales en libertad…

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Libertad.
Vivían enlatados. Como pescados. Enlatados.
Sentí un nudo en la garganta. Quería salir. ¡Salir! Comencé a temblar. Tenía las
manos frías y la frente perlada de sudor. Había sido una locura bajar. Debía alejarme
de allí. ¡Salir!
Giré para volver al túnel, pero entonces me agarró.
¡Esa cabrona de Quilla June! ¡Debí haberlo sospechado!

Era una cosa baja y verde, como una caja, y en lugar de brazos tenía cables con
guantes en los extremos. Avanzaba rodando.
Me aferró. Me alzó sobre su extremo superior, plano y cuadrado, y me sostuvo
con los guantes esos para que no pudiera moverme.
Sólo atiné a patearle un gran ojo de cristal que tenía delante pero no sirvió de
nada, porque no logré romperlo.
La cosa tendría apenas un metro veinte de altura, de modo que mis zapatillas casi
llegaban al suelo, pero no lo bastante como para permitirme huir. Comenzó a
internarse en Topeka, llevándome con ella.
Había gente por todas partes. Algunos estaban en los jardines delanteros, sentados
en sus mecedoras, otros recortaban el césped, aguardaban en la gasolinera,
introducían monedas en las máquinas de chicle, pintaban líneas blancas sobre la
calzada, vendían periódicos en alguna esquina, escuchaban una orquesta típica en la
glorieta de algún parque, jugaban a la rayuela o al escondite, limpiaban un coche de
bomberos, leían sentados en un banco, lavaban ventanales, podaban arbustos,
saludaban a las damas con el sombrero, recogían botellas de leche en cestas de
alambre, cuidaban caballos, arrojaban una rama al perro para que la fuese a buscar,
nadaban en la piscina comunal, escribían los precios de las verduras sobre una
pizarra, paseaban de la mano con alguna chica, y me miraban pasar sobre aquella
jodida máquina.
Recordé las palabras de Sangre, antes de que entrara en el túnel: «Está todo
ordenado y establecido. Todos se conocen; odian a los solos. Ya han sufrido ataques
de suficientes pandilleros, que bajaron a robar sus casas y a violar a sus mujeres. Han
creado defensas. Te matarán, Vic».
Gracias, perro.
Y adiós.

La caja verde atravesó el sector comercial y dobló hacia un establecimiento que


anunciaba: OFICINA PARA LA EFICIENCIA COMERCIAL. Entró rodando a través

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de la puerta principal, donde unos seis hombres que parecían momias me esperaban.
También había un par de mujeres. La caja verde se detuvo.
Uno de ellos se acercó y me quitó la placa metálica. La miró, se volvió y se la
entregó al más viejo de los viejos: un tipo arrugado, con pantalones anchos, visera
verde y gomas que le sostenían las mangas de la camisa a rayas.
—De Quilla June, Lew —le dijo. Lew cogió la placa y la guardó en el cajón
superior izquierdo de un escritorio con tapa corredera.
—Mejor quítale las armas, Aaron —dijo el fósil. Y el que se había llevado la
placa me desarmó.
—Suéltalo, Aaron —dijo Lew.
Aaron rodeó la caja verde. Se oyó un ruido metálico. Los guantes y sus cables se
escondieron en el cuerpo de la caja, y yo caí al suelo. Tenía los brazos adormecidos
allí donde la cosa me había sujetado. Me los froté y los miré a todos con expresión
ceñuda.
—Veamos, jovencito… —comenzó Lew.
—¡Tócame las pelotas, gilipollas!
Las mujeres palidecieron. Los hombres se pusieron muy serios.
—Te advertí que no daría resultado —dijo otro viejo a Lew.
—Mal asunto… —comentó uno de los más jóvenes.
Lew se inclinó hacia delante desde su silla de respaldo alto, y me apuntó con un
dedo sarmentoso.
—Será mejor que te portes bien, jovencito.
—Espero que todos tus hijos nazcan retrasados mentales.
—Acabemos con esto, Lew —propuso otro.
—Descarado… —espetó una de las mujeres.
Lew me miró. Su boca era una desagradable línea negra. Sabía que el muy hijo de
puta no tendría un solo diente que no estuviese podrido y carcomido. Me escrutó con
sus ojillos perversos. Dios, qué feo era. Parecía un sapo dispuesto a lamer una mosca
de la pared con la lengua. Se disponía a decirme algo que no me gustaría.
—Aaron, tal vez sería mejor que volvieses a ponerlo en manos del centinela. —El
viejo se acercó al artefacto.
—Eh, un momento. Dejémoslo así —dije, levantando la mano.
Aaron se detuvo, miró a Lew, y éste asintió. Otra vez, Lew volvió a inclinarse
hacia delante y a apuntarme con sus garras de pájaro.
—¿Te portarás bien, hijo?
—Digamos que sí.
—Será mejor que estés seguro, caramba.
—Estoy seguro, caramba. Y también estoy seguro, joder.
—Oye, cuida tu vocabulario.
No respondí. Viejo asqueroso.

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—Hijo, para nosotros eres como una especie de experimento. Intentamos que uno
de vosotros bajara por otros medios. Enviamos a algunos de los nuestros para
capturarlo, pero nunca regresaron. Supusimos que lo mejor sería atraerte con un cebo.
Me reí con sorna. Aquella Quilla June. ¡Ya me encargaría de ella!
Una de las mujeres, algo más joven que la del pico de loro, se acercó y me miró a
los ojos.
—Lew, nunca lograrás domesticar a este sujeto. Es un sucio asesino. Mira esos
ojos.
—¿Te gustaría que te metiera el cañón de un rifle por el culo, zorra? —La mujer
dio un respingo. Lew se enfadó de nuevo—. Lo siento —me apresuré a decir—. No
me gusta que me insulten. Soy un macho, ¿comprende?
Se calmó y riñó a la mujer:
—Mez, déjalo en paz. Estoy tratando de imponer un poco de cordura. Sólo
estropearás las cosas.
Mez regresó a sentarse con los demás. ¡Qué repugnantes eran los tipos ésos!
—Como decía, jovencito, eres un experimento. Llevamos casi treinta años aquí
en Topeka. Es un sitio agradable. Tranquilo, ordenado, con buena gente. Nos
ayudamos, respetamos a nuestros mayores, no hay crímenes. En fin, un buen lugar
para vivir. Estamos creciendo y prosperando.
Esperé.
—Pero, bueno, nos encontramos con que algunos de nuestros pobladores no
pueden tener más hijos, y las mujeres que logran concebir dan a luz niñas.
Necesitamos algunos hombres. Un tipo especial de hombres.
Me eché a reír. Era demasiado bueno para ser verdad: me querían como semental.
¡Ay, qué risa me daba!
—¡Grosero! —me riñó una de las mujeres.
—Esto ya nos resulta bastante difícil, hijo, no nos lo pongas peor. —Lew parecía
incómodo.
Sangre y yo nos pasábamos la vida tratando de encontrar un culo, y aquí abajo me
querían para preñar al mujerío del lugar. Me senté en el suelo y reí hasta que se me
saltaron las lágrimas.
Por fin me levanté y dije:
—Muy bien, de acuerdo. Pero, si acepto, será con un par de condiciones.
Lew me miró de cerca.
—Quiero a esa Quilla June. Primero me la follaré a no poder más, y luego le
pegaré un buen golpe en la cabeza, como ella me hizo a mí.
Parlamentaron un rato. Por fin, se separaron, y Lew respondió:
—Aquí no toleraremos ningún tipo de violencia. Pero supongo que Quilla June
puede ser la primera. Por alguna tendrás que comenzar. La chica es capaz, ¿verdad,
Ira?

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Un hombre flaco y de piel amarillenta asintió. No parecía muy contento. Supuse
que sería el viejo de Quilla.
—Bueno, venga, manos a la obra. Ponedlas en fila. —Comencé a bajarme la
bragueta.
Las mujeres chillaron, los hombres me sujetaron. Me trasladaron a una residencia
donde me dieron una habitación. Dijeron que primero tenía que familiarizarme un
poco con el lugar antes de ponerme a trabajar, pues el asunto era, en fin, un poco
delicadillo. Tenían que convencer a los demás pobladores de su plan. Supongo que si
yo daba resultado, pensaban traer un par de sementales más de la superficie y
soltarlos por Topeka.
Así que pasé algún tiempo allí, conociendo a la gente, viendo cómo vivían.
Era bonito. En serio.
Se sentaban en las mecedoras en los porches, segaban el césped, charlaban en las
gasolineras, metían monedas en las máquinas de chicle, trazaban líneas blancas sobre
la calzada, vendían periódicos en las esquinas, escuchaban alguna orquesta típica en
la glorieta del parque, jugaban a la rayuela y al escondite, limpiaban los coches de
bomberos, se sentaban a leer en los bancos, lavaban los ventanales y podaban los
arbustos, saludaban a las damas con el sombrero, recogían botellas de leche en cestas
de alambre, cuidaban a los caballos y arrojaban ramas a los perros para que las fuesen
a buscar, nadaban en la piscina comunal, escribían el precio de las verduras sobre una
pizarra, paseaban de la mano con las chicas más feas que había visto en mi vida… y
me hinchaban las pelotas.
Al cabo de una semana, estaba hasta las narices.
Sentía que la lata se cerraba sobre mí.
Sentía el peso de la tierra sobre mi cuerpo.
Comían basura artificial: judías artificiales, carne de mentira, pollos de goma,
maíz falso, pan de cartón. Todo sabía a polvo.
¿Si eran educados? Por Dios, me daban ganas de vomitar al ver los modos
hipócritas y falsos que llamaban «educación». Hola, señor Fulano; hola, señora
Mengano. ¿Cómo está usted? ¿Cómo se encuentra la pequeña Janie? ¿Y los
negocios? ¿Vendrá a la reunión de la sociedad de fomento este jueves? Empecé a
volverme loco en mi habitación.
La manera dulce, limpia, inmaculada y encantadora en que vivían bastaba para
acabar con un hombre. Con razón no se les ponía tiesa, y en lugar de tener huevos los
hijos les salían con raja.
Al principio me miraban como si estuviera a punto de explotar y fuera a
mancharles de mierda las cercas blanquísimas. Al cabo de un tiempo se
acostumbraron a verme. Lew me llevó a la zona comercial y me compró un pantalón
de jardinero, y una camisa que cualquier solo como yo habría detectado a dos
kilómetros de distancia. Esa tal Mez, la vieja zorra que me había llamado asesino,

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comenzó a perseguirme. Por fin, dijo que quería cortarme el cabello, para darme un
aspecto más civilizado. Pero yo me daba perfecta cuenta de lo que quería. Qué puta.
—¿Qué te pasa, tía? —La pinché—. ¿Es que tu maromo ya no te hace caso?
Se llevó el puño a la boca; me reí como un descosido.
—Córtale a él los huevos, tía. Mi pelo se queda como está. —Se volvió y salió
corriendo. Ni que le hubiesen puesto un motor en el culo.
Y así fueron las cosas durante un tiempo. Yo iba por ahí; ellos venían y me daban
de comer, y mantenían a todas las chicas jóvenes lejos de mi alcance hasta que el
pueblo estuviera al corriente de lo que pensaban hacer.
Me costaba pensar. Me sentía acorralado, con claustrofobia; iba y me sentaba bajo
el porche a oscuras, en la sala de estar. Luego aquello pasó. Estaba mosqueado;
después, de mala leche; más callado; y, por fin, indiferente. Mudo.
Entonces, comencé a pensar en el modo de escapar de allí. Un día recordé el perro
de aguas que había cazado para Sangre, en una ocasión. Tenía que haber venido de un
pueblo subterráneo. Pero no podía haber salido por el túnel. De modo que habría
otras formas de salir.
Me dejaban andar a mi aire por todo el pueblo, mientras conservara los buenos
modos y no intentara nada raro. Y la famosa caja verde siempre andaba cerca de mí.
Así pues, un día encontré la salida. No fue nada espectacular: como tenía que
estar en algún sitio, al final di con ella.
Después, averigüé dónde habían escondido mis armas. Cuando lo supe, decidí
que estaba preparado. O casi.

Una semana después de que descubriese la salida, Aaron y Lew vinieron a


buscarme. Me sentía bastante animado para entonces. Estaba sentado en el porche
trasero de la pensión, fumando una pipa de mazorca, sin camisa, tomando sol. Sólo
que no había sol. Qué ridículo.
Dieron vuelta alrededor de la casa.
—Buenos días, Vic —me saludó Lew. Se apoyaba en un bastón, el muy mamón.
Aaron me sonrió con todos los dientes. Como haría uno con el inmenso semental que
se la metería a sus mejores terneras. La expresión de Ira hubiese servido para
encender la chimenea: echaba chispas.
—Bueno, qué tal, Lew. Buenos días, Ira. Hola, Aaron.
Lew pareció satisfecho con mi acogida.
¡Ah, jodidos hijos de puta! ¡Esperad y veréis!
—¿Estás listo para conocer a tu primera dama?
—Mejor, imposible —respondí, y me levanté.
—¿Se te ha apagado la pipa? —observó Aaron.

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Me quité la mazorca de la boca. Ni siquiera la había encendido.
—Ah, es una auténtica maravilla —sonreí.
Me acompañaron hasta la calle Marigold. Nos detuvimos ante una casita con
contraventanas amarillas y una cerca blanca.
—Es la casa de Ira. Quilla June es su hija —dijo Lew.
—Vaya, vaya, mira tú qué cosas…
A Ira se le tensó la mandíbula.
Entramos.
Quilla June estaba sentada en la sala, con su madre, una versión algo más
envejecida, flaca como una sardina.
—Señora Holmes… —saludé, y me incliné con una ligera reverencia. La mujer
sonrió, sin abandonar la tensión.
Quilla June estaba sentada con los pies juntos y las manos sobre el regazo.
Llevaba una cinta en el pelo. Una cinta azul.
A juego con sus ojos.
Algo se me estrujó en la garganta.
—Quilla June… —le dije.
Alzó la vista.
—Buenos días, Vic.
Entonces todos parecieron mirarse muy nerviosos. Por fin, Ira comenzó a farfullar
que fuésemos al dormitorio y que acabásemos de una vez con toda aquella porquería,
para que pudieran ir a la iglesia y rezar, y para que el Buen Señor no descargara su ira
sobre todos ellos, lanzándoles un rayo en el culo, o alguna mierda por el estilo.
De modo que extendí la mano y Quilla June la cogió sin mirarme. Fuimos hacia
la parte trasera de la sala y entramos en una pequeña habitación. Bajó la cabeza.
—No se lo dijiste, ¿eh?
Meneó la cabeza.
De pronto, ya no quise matarla, sino abrazarla con todas mis fuerzas. Y eso hice.
Se puso a llorar contra mi pecho y a golpearme la espalda con sus puñitos. Me miró a
los ojos y soltó de golpe:
—Oh, Vic, lo siento. Lo siento mucho… No quería hacerlo, pero no tenía más
remedio. Me enviaron para eso. Tenía mucho miedo. Te quiero. Ahora que estás aquí,
ya no me parece algo tan sucio. No es como dice mi padre, ¿verdad?
La abracé, la besé, y le dije que no se preocupara. Luego le pregunté si querría
escapar conmigo, y me dijo que sí, que sí, sí, que le gustaría muchísimo, en serio.
Entonces opiné que, para poder huir, tal vez tuviésemos que hacer daño a su padre, y
cuando busqué sus ojos encontré en ellos una expresión que conocía muy bien.
A pesar de toda su piedad filial, Quilla June Holmes no sentía ningún afecto por
su devoto y penitente papaíto.
Le pregunté si tenía algo pesado: un candelabro, o un tronco, y dijo que no. Me
puse a buscar por la habitación, y encontré un par de calcetines del viejo en un cajón.

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Desenrosqué las enormes borlas de bronce de la cabecera del lecho y las metí en un
calcetín. Sopesé el resultado. Vaya. Estupendo.
Me miró con unos ojos como platos.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Quieres salir de aquí?
Asintió.
—Entonces, quédate a un lado de la puerta. No, espera un momento. Tengo una
idea mejor. Acuéstate en la cama.
Se echó.
—Muy bien —asentí—. Ahora súbete la falda, quítate las bragas y ábrete de
piernas. —Me miró con su más pura expresión de horror—. Si quieres venir
conmigo, tienes que hacerlo —advertí.
Lo hizo. Le doblé las rodillas y le abrí bien los muslos. Me escondí junto a la
puerta y murmuré:
—Llama a tu padre. Sólo a él.
Vaciló un largo instante, y luego gritó, con una voz que no necesitó fingir:
—¡Papá! ¡Papá! ¡Ven aquí, por favor! —Y luego cerró los ojos con todas sus
fuerzas.
Ira Holmes entró por la puerta, clavó la mirada sobre su secreto objeto de deseo y
abrió la boca. Cerré la puerta de una patada y lo golpeé con todas mis fuerzas. Su
cabeza estalló, salpicó las sábanas, y cayó muy despacio.
La chica abrió los ojos cuando oyó el golpe. La sangre le manchó las piernas. Se
inclinó sobre la cama y vomitó en el suelo. Sabía que no podría contar con ella para
conseguir que Aaron entrase en la habitación, de modo que abrí la puerta, asomé la
cabeza con aire preocupado, y pregunté:
—Aaron, ¿podría venir un momento, por favor?
Miró a Lew, quien discurría con la señora Holmes sobre lo que podía estar
sucediendo en el dormitorio, y al ver que el hombre asentía, vino hacia la habitación.
Miró el felpudo de Quilla June, la sangre en la pared y en las sábanas, miró a Ira
sobre el suelo, y abrió la boca para gritar, en el preciso instante en que yo me
disponía a derribarlo. Para acabar con él, tuve que darle dos golpes más. Lo aparté de
una patada en el pecho. Quilla June seguía vomitando.
La cogí por el brazo y la hice bajar de la cama. Al menos no gritaba, pero olía que
daba asco.
Trató de resistirse, pero no la solté y abrí la puerta del dormitorio. Cuando asomó,
Lew se levantó, apoyado en el bastón. De una patada lo lancé por los aires y el viejo
se derrumbó como un saco de patatas. La señora Holmes nos miraba, preguntándose
dónde estaría su marido.
—Está allí —le dije, mientras me dirigía hacia la puerta principal—. El Buen
Señor le tocó la cabeza.

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Salimos a la calle. Quilla June me seguía, apestando y sollozando y
lamentándose. Probablemente también se estaba preguntando dónde habría dejado las
bragas.
Habían guardado mis armas en un armario de la Oficina para la Eficiencia
Comercial. Nos desviamos hasta la pensión, donde tenía una barra de hierro que
había cogido de la gasolinera escondida bajo el porche trasero. Tomamos un atajo por
el granero, atravesamos el sector comercial, y salimos a la Oficina. Un empleado
intentó detenerme, pero le partí la cabeza con la herramienta. Hice saltar la cerradura
del armario, en el despacho de Lew, y tomé la 30-06, la 45, las municiones, mi
cuchillo y el equipo. Cargué las armas. Quilla June ya había recuperado la serenidad.
—¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos? Ay, papá, papá, papá…
—Oye, Quilla June. No me vengas ahora con papá esto ni con papá lo otro.
Dijiste que querías venir conmigo. Muy bien. Me largo. Arriba, nena. Si quieres
acompañarme, será mejor que me sigas.
Tenía tanto miedo que no opuso resistencia.
Salí por la puerta principal y vi que la caja verde venía como una flecha. Había
sacado los cables, pero en lugar de acabar en guantes terminaban en ganchos.
Me dejé caer sobre una rodilla, apoyé la culata de la 30-06 en el hombro, apunté,
y disparé al ojo que tenía en la frente. Un solo disparo: ¡bang!
Hice blanco en el ojo y el artefacto explotó lanzando una lluvia de chispas. La
caja verde se estrelló contra el escaparate de la tienda de enfrente, chillando,
rechinando y soltando llamas y chisporroteos. Qué bonito.
Me volví para aferrar a Quilla June, pero ya no estaba. Miré hacia la calle y vi que
se acercaba una turba de vigilantes. Lew caminaba apoyado en el bastón como un
extraño saltamontes.
En ese momento comenzaron los tiros. ¡Qué estruendo! Eran de la 45 que había
dado a Quilla June. Levanté la vista y la vi sobre el porche, en el segundo piso, con la
automática apoyada en una baranda, como si fuera una profesional, apuntando a la
multitud y descerrajando disparos como Wild Bill Elliot en una película republicana
de los años 40.
¡Pero qué imbécil! Perdiendo tiempo en eso, cuando teníamos que huir…
Encontré la escalera que iba hasta arriba, subí los peldaños de tres en tres. Se reía,
la muy tonta. Cuando alcanzaba a uno de los tipos, asomaba la punta de la lengua por
la comisura de la boca y los ojos le brillaban. Y después, caía el tipo.
Le gustaba. De verdad.
Cuando llegué hasta ella, estaba disparándole a su madre. Le di un golpe en la
nuca y erró el tiro. La vieja dio un saltito que pareció un paso de baile, y siguió
corriendo hacia nosotros. Quilla June volvió la cabeza hacia mí, como un látigo. En
sus ojos había una mirada asesina.
—Me has hecho fallar. —La voz me puso la piel de gallina.
Le quité la 45. Qué imbécil. Desperdiciar municiones de esta manera.

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La arrastré por detrás, rodeé el edificio, encontré un cobertizo, me agaché y la
atraje hacia mí. Al principio pareció asustada, pero le dije:
—Una chica que puede dispararle a su madre ancianita como tú no debe
preocuparse por una revolcada tan insignificante… —Pasó al otro lado de la cerca y
se agachó—. No te preocupes, no te mojarás las bragas: no las llevas puestas…
Rió como un pájaro y saltó. La aferré. Cerramos la puerta del cobertizo y
miramos si la multitud nos seguía de cerca. Pero no había nadie.
Cogí a Quilla June por el brazo y partimos hacia el extremo sur de Topeka. Era la
salida más cercana que había descubierto después de tanto dar vueltas. Llegamos en
quince minutos, jadeando, débiles como un par de gatitos.
Allí estaba.
Un inmenso conducto de ventilación.
Abrí la compuerta con la barra y nos metimos dentro. Había una escalera. Tenía
que haberla: era evidente. Para mantenerlo limpio, para hacer reparaciones. Tenía que
haber una escalera. Iniciamos el ascenso.
Tardamos mucho rato.
Quilla June no dejaba de preguntarme, desde abajo, cada vez que el cansancio le
impedía seguir subiendo:
—Vic, ¿me quieres?
Y yo le decía que sí. En parte porque lo sentía, en parte porque la ayudaba a
seguir subiendo.

10

Aparecimos a un kilómetro y medio del túnel de acceso. De un disparo volé las


tapas de los filtros y las compuertas, y salimos. Allí abajo tendrían que haber sido
más listos: no se juega con James Cagney.
Nunca tuvieron la menor oportunidad.
Quilla June estaba agotada. No se lo reprochaba. Pero no pensaba pasar la noche
a la intemperie: había cosas con las que no deseaba encontrarme, ni siquiera a la luz
del día. Pronto oscurecería.
Caminamos hasta el túnel de acceso.
Sangre me estaba esperando.
Parecía débil, pero me había esperado.
Me arrodillé y le levanté la cabeza. Abrió los ojos, y en voz muy baja me dijo:
—Hola.
Le sonreí. Dios mío, cómo me alegraba de verlo.
—He vuelto, amigo.
Trató de incorporarse, pero no pudo. Las heridas tenían muy mal aspecto.
—¿Has comido? —le pregunté.

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—No. Ayer atrapé una lagartija. O quizás anteayer. Tengo hambre, Vic.
Entonces apareció Quilla June, y Sangre la vio. Cerró los ojos.
—Será mejor que nos demos prisa, Vic —dijo—. Por favor. Podrían aparecer por
la boca de acceso en cualquier momento…
Traté de levantar a Sangre, pero era un peso muerto.
—Oye, Sangre. Iré a la ciudad y conseguiré algo de comida. Volveré pronto.
Espérame aquí.
—No vayas, Vic —me detuvo—. Cuando te marchaste hice una visita de
reconocimiento a la ciudad. Descubrieron que no nos asamos en el gimnasio. No sé
cómo. Tal vez los perros olieron el rastro que dejamos. He estado vigilando y sé que
no han intentado perseguirnos. No los culpo. No sabes lo que es pasar aquí las
noches, hombre. No sabes…
Se estremeció.
—Tranquilo, Sangre…
—Pero en la ciudad nos tienen marcados, Vic. No podemos volver allí.
Tendremos que arreglárnosla en algún otro sitio.
Eso cambiaba las cosas. No podíamos volver, y con Sangre en este estado,
tampoco podíamos seguir adelante. Y sabía que no podría hacer nada sin él, como
buen solo que era. No teníamos qué comer. Debía alimentarlo y curarle las heridas
enseguida. Tenía que hacer algo. Algo positivo, y rápido.
—Vic… —rezongaba Quilla June con voz chillona—, ¡vamos! Se las arreglará.
Démonos prisa.
La miré. El sol se ponía. Sangre temblaba entre mis brazos.
Quilla June hizo un puchero.
—Si me quieres tienes que darte prisa.
Sin él, no podría sobrevivir allí solo. Lo sabía muy bien. Si la quería… En la
caldera me había preguntado si sabía lo que era el amor…

Era una pequeña hoguera. Tan pequeña que ninguna pandilla la descubriría desde
las afueras de la ciudad. Sin humo. Cuando Sangre terminó de comer, lo llevé hasta el
conducto de ventilación, a un kilómetro y medio de allí, y pasamos la noche dentro,
sobre una estrecha cornisa. Lo tuve abrazado toda la noche. Durmió bien. Por la
mañana, le curé las heridas. Sanaría: era fuerte.
Volvió a comer. Había quedado mucho de la noche anterior. Yo no comí. No tenía
hambre.
Esa mañana empezamos a cruzar la tierra devastada por los bombardeos.
Encontraríamos otra ciudad, y comenzaríamos de nuevo.
Teníamos que ir despacio porque Sangre aún cojeaba. Pasaría mucho tiempo
hasta que dejara de oír la voz de ella en mi mente, llamándome. Preguntándome, una
y otra vez: «¿Sabes lo que es el amor?».

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Claro que lo sé.
Un muchacho ama a su perro.

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EL DÍA ANTERIOR A LA REVOLUCIÓN
Ursula K. Le Guin

Mejor relato corto, 1974

PREFACIO DEL EDITOR

«El día anterior a la revolución» no sólo es un relato corto ganador del premio
Nebula, sino el «antecedente» de la novela Los desposeídos, de la misma autora, que
obtuvo el Nebula precisamente en ese año. Pero este relato transcurre unos
doscientos años antes que la novela.
Ursula Le Guin proviene de una familia con una sólida preparación académica:
es hija de un antropólogo y de una escritora, y esposa de un historiador. Como
feminista, probablemente rechace esta definición pasiva. No le gusta que la
clasifiquen por su genealogía ni por su estado civil; aunque esto le ocurre a casi todo
el mundo.
Si bien publicó poesía y ciencia ficción en la década de los sesenta, su novela La
mano izquierda de la oscuridad (1969) la consagró como una importante figura en el
género. Como veréis en este cuento, a lo largo de su producción, Ursula Le Guin
hace gala de una infrecuente comprensión sobre el modo en que la sociedad
configura las aspiraciones y la percepción del individuo, y sobre el modo en que los
individuos luchan por conservar su identidad bajo el yugo que la sociedad les
impone.

* * *

El altavoz resonaba, estridente como un camión de botellas vacías sobre una calle
empedrada; las personas que habían asistido a la reunión se apiñaban como
adoquines, mientras la voz atronadora retumbaba por encima de la muchedumbre.
Taviri estaba en el extremo opuesto del recinto, en alguna parte. Tenía que llegar
hasta él. Se retorció y se abrió paso entre la gente compacta y de ropas oscuras. No
oía las palabras ni veía los rostros: para ella sólo existía el rugido ensordecedor y los
cuerpos apiñados. No conseguía divisar a Taviri; era demasiado baja. En su camino se
interpuso un torso panzón vestido de negro. Debía llegar hasta Taviri. Sudando,
descargó los puños con ferocidad, pero fue como empujar una pared: el hombre no se
movió ni un centímetro. Los pulmones ciclópeos emitieron, por encima de su cabeza,
un bramido portentoso, un aullido. Se agachó. Luego comprendió que el grito no era
por ella. Los demás gritaban. El locutor había dicho algo, algo acerca de impuestos, o
sobre sombras. Estremecida, se unió al griterío —«¡Sí, sí!»— y siguió empujando.

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Por fin alcanzó sin mayor dificultad el vasto Campo de Instrucción Militar, en
Parheo. En lo alto, el cielo crepuscular se extendía, profundo e incoloro; a su
alrededor, se mecían esos altos juncos de cabezas secas, blancas y colmadas de
florecillas. Nunca había averiguado cómo se llamaban. Las flores la saludaron desde
lo alto, sobre el columpio del viento que siempre barría la planicie a esa hora. Corrió
entre los tallos, que se apartaron a un lado para volver a erguirse, mudos y gráciles.
Taviri estaba de pie entre los altos juncos, con su mejor traje, el de color gris oscuro,
que, con su áspera elegancia, lo hacía parecer profesor o actor de teatro. No parecía
feliz, pero reía y le decía algo. El sonido de su voz la hizo gritar. Tendió la mano para
coger la de él, pero sin llegar a detenerse. No podía parar.
—¡Ay, Taviri! —dijo—. ¡Está allí!
Y mientras seguía andando, percibía el aroma cargado, dulzón y extravagante de
las flores blancas. En el suelo había zarzas, malezas, baches, hoyos. Tuvo miedo de
caerse… se detuvo.

El sol le dio de lleno en los ojos, despiadado, con el resplandor cegador de la


mañana. La noche anterior se había olvidado de cerrar las persianas. Le dio la espalda
al sol, pero tendida del lado derecho no se sintió cómoda. No serviría de nada. Ya era
de día. Suspiró dos veces, se sentó, bajó las piernas por el borde de la cama y se
acurrucó, envuelta en el camisón, mirándose los pies.
Comprimidos por una vida de zapatos baratos, tenía los dedos moldeados con
aristas donde uno se tocaba con otro, y con callos en la parte superior. Las uñas
descoloridas eran informes. Los abultados huesos de los tobillos estaban surcados de
finas arrugas secas. El valle donde terminaban los dedos y comenzaba el empeine
había conservado la delicadeza, pero la piel, del color del barro, aparecía cruzada de
venas sarmentosas. Feísimas. Lamentables, deprimentes. Vulgares. Miserables. Probó
con todas las palabras y todas le parecieron adecuadas, como horrendos sombrerillos.
Horrendos: sí, ésa también les iba bien. ¡Pues qué bien, eso de contemplarse y verse
horrorosa! Pero, en fin, ¿cuándo no se había sentido horrorosa, cada vez que se había
sentado a mirarse de ese modo? ¡No muy a menudo! Un cuerpo apropiado no es un
objeto, un instrumento, una pertenencia para que alguien admire. ¡Es sólo uno, uno
mismo! Uno comienza a preocuparse sólo cuando deja de ser uno para ser de uno,
para ser algo que se tiene: ¿Estará bien conservado? ¿Me servirá? ¿Me durará?
—¿A quién le importa? —dijo Laia con rebeldía, y se levantó.
Al incorporarse con tanto ímpetu le sobrevino un mareo. Tuvo que buscar la
mesita de noche con la mano, para no caerse. Eso le recordó el sueño, en que buscaba
la mano de Taviri.
¿Qué le estaba diciendo? No lograba recordarlo. No sabía si había llegado a
tocarle la mano siquiera. Frunció el ceño, tratando de doblegar la memoria. Después
de tanto tiempo de no soñar con Taviri, y ahora no recordaba lo que le había dicho…

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Pero se había ido. Se había ido. Permaneció un rato de pie, arrebujada en su
camisón, aferrada a la mesa de noche. ¿Cuánto hacía que no pensaba en él —que no
soñaba con él—, que ni siquiera pensaba en él como «Taviri»? ¿Cuánto hacía que no
pronunciaba su nombre?
Asieo decía… Cuando Asieo y yo estuvimos en la cárcel, en el Norte… Antes de
conocer a Asieo. La teoría de Asieo sobre la reciprocidad… Ah, sí, claro que hablaba
de él. Demasiado, sin duda. Lo recordaba, lo traía al presente. Pero como «Asieo»,
con su apellido, como hombre público. El hombre íntimo se había difuminado,
irrevocablemente. Ahora ya quedaban muy pocos que lo hubieran conocido. Todos
habían compartido la cárcel. Por ese entonces la gente se reía de eso: todos los
amigos estaban en la cárcel. Pero ya no estaban ni siquiera allí. Acabaron en los
cementerios de la prisión. O en las fosas comunes.
—Ay, ay, mi amor… —se lamentó Laia en voz alta, y se hundió en la cama una
vez más, pues ya no pudo seguir de pie bajo el peso de los recuerdos: las primeras
semanas en el Fuerte, en la celda, esas primeras semanas de los nueve años
transcurridos en el Fuerte de Drio, en la celda, esas primeras semanas después de
enterarse de que Asieo había muerto en combate, en la Plaza Capitol, y que lo habían
enterrado con los Cuatro Mil en los fosos de cal detrás del Portal de Oring. En la
celda. Sus manos regresaron a la vieja posición de siempre, sobre el regazo: el puño
izquierdo cerrado y envuelto por la derecha, mientras el pulgar diestro iba y venía,
restregando el nudillo del índice izquierdo. Horas, días, noches. Había pensado en
todos ellos, en cada uno de los cuatro mil. Había imaginado en qué posición estarían,
cuánto tardaría la cal en corromper la carne, cómo se tocarían los huesos, en la
oscuridad ardiente. ¿Quién lo estaría tocando, ahora? ¿Cómo yacerían los dedos
gráciles de sus manos? Horas, años.
—Taviri, ¡no te he olvidado! —murmuró, y la insensatez del hecho la devolvió a
la luz de la mañana y a la cama desordenada. Por supuesto que no lo había olvidado.
Esas cosas se daban por sentadas entre marido y mujer. Allí estaban sus pies planos,
viejos y feos, otra vez sobre el suelo, como siempre. No había ido a ninguna parte. Se
levantó con un gruñido de esfuerzo y de reprobación, y fue hasta el armario a buscar
la bata.
Los jóvenes se paseaban por las salas de la Casa con ostentoso descaro, pero ella
era demasiado vieja para eso. No quería estropear el desayuno a ningún joven
obligándole a mirarla. Además, ellos habían crecido según los principios que
predicaban la libertad de vestimenta, de sexo y de todo lo demás, y en cambio ella no.
Ella sólo lo inventó; no es lo mismo.
Como cuando hablaba de Asieo y decía «mi marido». Los demás fruncían el
ceño. La palabra que debía usar, como buena odoniana, desde luego, era
«compañero». Pero ¿por qué demonios tenía que ser una buena odoniana?
Recorrió la sala rumbo a los baños. Mairo estaba allí, lavándose el cabello en un
lavabo. Laia estudió su larga cabellera brillante y húmeda con admiración. Salía de la

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casa tan rara vez que no recordaba la última ocasión en que había visto una respetable
calva afeitada, pero la imagen de una abundante y frondosa cabellera aún le
procuraba un vivido placer. Cuántas veces la habían humillado, gritándole
«Melenuda, melenuda», mientras los policías o los gorilas la arrastraban de los
cabellos. Cuántas veces, en cada nueva prisión, algún soldado burlón le había rapado
el pelo al cero… Pero luego el tiempo lo hacía crecer otra vez, desde las puntas de
cepillo hasta que asomaban los rizos y la melena. En los viejos tiempos… Por amor
de Dios, ¿acaso sólo sabía pensar en los viejos tiempos?
Después de vestirse y de hacer la cama, bajó hasta la sala común. Tomó un buen
desayuno, aunque desde el maldito ataque no había vuelto a recuperar su buen
apetito. Se tomó dos tazas de infusión, pero no logró terminar con la pieza de fruta
que se había servido. ¡Cómo le gustaba la fruta, de niña! ¡Tanto, que hasta había
llegado a robar con tal de comerla! En el Fuerte… pero ¡ah, Dios!, basta ya con eso…
Sonrió y respondió a los saludos, a las amables preguntas de los demás comensales y
al gran Aevi, que atendía el mostrador esa mañana. Él la había tentado con el
melocotón.
—¡Mira esto! Lo guardaba para ti…
¿Cómo podía rechazarlo? De todas formas, siempre le había encantado la fruta,
de la que nunca se cansaba. Una vez, a los seis o siete años, hurtó una pieza del carro
de un vendedor, en la calle del Río. Pero era difícil comer cuando todos hablaban con
tanta animación. Habían llegado noticias de Thu; noticias de verdad. Al principio se
sintió tentada a desestimarlas: no se fiaba de los entusiasmos. Pero luego vio el
artículo en el periódico, leyó entre líneas, y pensó, con una especie de certeza honda
y fría: «Vaya, entonces era cierto: ha llegado. Y sucede en Thu, no aquí. Thu estallará
antes que el país; la Revolución se impondrá primero allí». Como si eso importara…
Las naciones dejarán de existir. Sin embargo, sí, algo importaba, pues se sentía un
poco triste y decepcionada. Para ser sincera, tenía envidia. Qué estupidez. No se
sumó a la charla; enseguida se incorporó y se marchó rumbo a su dormitorio, apenada
por sí misma. No podía compartir su entusiasmo. Estaba al margen de todo eso. Sí, al
margen. Mientras subía los peldaños trabajosamente, se justificó pensando: «No es
fácil aceptar que una está al margen, cuando se ha estado en el centro de los
acontecimientos durante más de cincuenta años». Ah, Dios, basta de lamentaciones.
Dejó atrás las escaleras y la autocompasión, y entró en su habitación. Era un sitio
agradable, y se sintió feliz de estar a solas. Era un gran alivio. Aunque no fuera lo
más justo. En el ático, algunos chicos compartían entre cinco un dormitorio no mayor
que el suyo. Nunca había lugar suficiente en la Casa Odoniana para alojar a todos los
que deseaban hospedarse allí. Disponía de una habitación tan grande sólo porque era
una anciana que había sufrido un ataque. Y tal vez porque fuera Odo. ¿Habría
conseguido ese dormitorio si, en lugar de ser Odo, hubiese sido una simple anciana
víctima de un ataque? Muy probablemente sí. Después de todo, ¿quién demonios
querría compartir la habitación con una vieja achacosa? Pero tampoco estaba segura.

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El favoritismo, el elitismo y el culto a los líderes cundían en todas partes. De todas
formas, tampoco había tenido esperanzas de verlos extirpados durante su vida, en una
generación. Sólo el Tiempo ejecuta los grandes cambios. Mientras tanto, era una
habitación amplia y soleada, agradable, apropiada para esa anciana achacosa que
había iniciado una revolución de alcance mundial.
Al cabo de una hora llegaría su secretario y la ayudaría a despachar el trabajo del
día. Arrastró los pies hasta el escritorio: era un mueble hermoso e imponente, que el
Sindicato de Ebanistas de Nio le había obsequiado sólo porque alguien le oyó decir
que el único mueble que realmente le hubiera gustado tener era un escritorio con
cajones y suficiente lugar donde escribir… Maldición, el tablero estaba prácticamente
cubierto de papeles con notas pegadas, casi todas con la letra pequeña y clara de Noi:
Urgente — Provincias del Norte — ¿Consultar con R.T.?
Desde la muerte de Asieo, su letra nunca había vuelto a ser la misma. Era extraño,
bien mirado. Después de todo, en los cinco años que siguieron a su muerte ella había
escrito toda la Analogía. Y esas cartas, que el guardia alto con los ojos de color de
aguamarina —¿cómo se llamaba?; no importaba— había podido sacar del Fuerte
durante dos años, porque ella se lo pidió. Ahora las llamaban Cartas de la cárcel, y
había unas diez ediciones diferentes. Lo había escrito todo en el Fuerte de Drio, en la
celda, después de la muerte de Asieo: esas cartas, que, como todos le decían, tenían
tanta «fuerza espiritual» (lo cual debía de significar que cuando las escribió se mintió
en sus propias narices para conservar la entereza), y la Analogía, que, sin duda, era la
obra intelectual más sólida que ella hubiese emprendido jamás. En fin, había que
hacer algo, y en el Fuerte le permitían tener papel y lápiz… Sin embargo, todo lo
había escrito con esos garabatos apresurados que nunca pudo sentir suyos, que nada
tenían que ver con los trazos redondos y bien trazados de los manuscritos de
Sociedad sin gobierno, que ya tenían cuarenta y cinco años. Taviri no sólo se había
llevado consigo a la tumba los deseos de su cuerpo y de su corazón, sino también su
letra clara y ordenada.
Pero le había dejado la revolución.
La gente le había dicho, después, que había sido muy valiente al seguir
escribiendo y trabajando en la cárcel, después de una derrota tan terrible para el
Movimiento, después de la muerte del compañero… Imbéciles. ¿Qué otra cosa podía
haber hecho? Valentía, coraje… ¿Qué era el valor? Nunca lo llegó a descubrir. No
tener miedo, decían algunos. Tener miedo, pero seguir adelante pese a todo, decían
otros. ¿Pero qué podía hacerse, sino seguir? ¿Acaso había alternativa?
Morir era sólo ir en otra dirección.
Si uno quería volver a casa tenía que seguir y seguir. A eso se refería cuando
escribió: «El verdadero viaje consiste en regresar», pero nunca fue más que una
intuición y, a estas alturas, estaba más lejos que nunca de poder racionalizarla. Se
inclinó con excesiva energía y el quejido de sus huesos le despertó un quejido.
Comenzó a hurgar en el cajón inferior del escritorio. Su mano dio con una carpeta

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atemperada por el tiempo y la sacó; la reconoció al tacto, antes de que la vista se lo
confirmara: era el manuscrito de Organización sindical durante la transición
revolucionaria. Él había estampado el título en la cubierta y, por debajo, escribió su
nombre: Taviri Odo Asieo, IX 741. Tenía una letra elegante y fluida; cada trazo era
nítido y bien formado. Pero había preferido utilizar un dictógrafo. Todo el manuscrito
había sido impreso por el dictógrafo, de buena calidad, que podía corregir las
vacilaciones y determinadas expresiones. Allí no se veía que él pronunciaba la «o»
desde el fondo de la garganta, como los de la costa del norte. Allí no había nada de él
que no fuese su pensamiento. No tenía nada suyo, salvo el nombre escrito en la
cubierta, de su puño y letra. Ella no había querido conservar sus cartas: guardar cartas
era una actitud sentimental. Además, ella nunca guardaba nada. No se le ocurría una
sola cosa que hubiese conservado pasados unos años. Salvo su cuerpo devastado,
claro, que ya la tenía harta…
Otra vez la consabida dicotomía: «ella» y «el cuerpo». Los años y la enfermedad
la habían transformado en una dualista, escapista; la mente insistía: «no soy yo, yo no
soy esto». Pero sí lo era. Tal vez los místicos pudiesen desvincular la mente del
cuerpo. Con cierto anhelo les había envidiado la posibilidad, más que albergar
esperanzas en poder emularlos. Nunca se había dado al escapismo. Allí, cuerpo y
alma, había querido buscar su emancipación.
Primero, la autocompasión; luego, el orgullo. Allí estaba, por amor de Dios, con
el nombre de Asieo en la mano. ¿Por qué? ¿Acaso no sabía su nombre si no iba a
buscarlo? ¿Qué estaba sucediéndole? Se llevó la carpeta a los labios y besó la
escritura con intensidad, sin vacilar. La devolvió al cajón de abajo, lo cerró y se
irguió en la silla. Sintió un cosquilleo en la mano derecha; se rascó y sacudió la mano
en el aire, fastidiada. Nunca se recuperó por completo del ataque. Ni su pierna
derecha, ni su ojo derecho, ni la comisura derecha de la boca. Eran partes torpes,
perezosas, con frecuentes cosquilleos. La hacían sentir como un robot en
cortocircuito.
El tiempo pasaba; Noi estaba a punto de llegar. ¿Qué había estado haciendo desde
el desayuno?
Se levantó tan rápido que se tambaleó. Tuvo que apoyarse en el respaldo de la
silla para no caer. Recorrió el pasillo hasta el baño y se miró en el inmenso espejo.
Tenía el moño gris flojo y caído. No se lo había recogido bien antes de desayunar.
Forcejeó un rato con el peinado. Le costaba mantener los brazos en lo alto, sin ayuda.
Amai entró corriendo, para orinar. Se detuvo y le dijo:
—¡Yo lo haré!
En un santiamén le peinó un moño firme y esmerado, con sus dedos fuertes,
bellos y bien torneados, mientras sonreía en silencio. Amai tenía veinte años: menos
de un tercio de la edad de Laia. Sus padres habían sido miembros del Movimiento.
Uno murió durante la insurrección del 60, y el otro seguía combatiendo, en las
provincias del sur. Amai se había criado en casas odonianas; era hija de la

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Revolución, legítima hija de la anarquía. Y era una criatura tan serena, libre y
hermosa, que uno lloraba de sólo pensar: «Para esto trabajamos, en esto pensamos,
aquí está, aquí la tenéis, está viva y es nuestro hermoso y adorable futuro».
El ojo derecho de Laia Osaieo Odo derramó unas lágrimas diminutas mientras, de
pie entre los lavabos y los retretes, dejaba que la peinase la hija que no había dado a
luz. Pero el ojo izquierdo, el ojo sano, no lloró ni se enteró de lo que estaba haciendo
el derecho.
Dio las gracias a Amai y volvió a su habitación. Al mirarse en el espejo, se dio
cuenta de que tenía una mancha en el cuello del vestido. Jugo de melocotón,
probablemente. Pero qué vieja tan torpe. No quería que Noi entrase y la viese con un
manchón en el cuello.
Mientras se deslizaba la blusa limpia por la cabeza, pensó: «¿Qué tiene Noi de
especial?».
Se ajustó la abotonadura del cuello con la mano izquierda, lentamente.
Noi tenía unos treinta años: era un hombre ágil y musculoso, de voz suave y ojos
alertas y oscuros. Eso tenía de especial. Era así de simple: un estupendo atractivo
sexual. Nunca se había sentido atraída por ningún hombre rubio, ni fuerte, ni por esos
tipos altos y fornidos. Ni siquiera cuando tenía catorce años y se enamoraba del
primer tonto que pasaba. Para ella, la receta era «moreno, menudo e impetuoso».
Como Taviri, por supuesto. El joven en cuestión no se parecía a Taviri en inteligencia
ni en el porte siquiera, pero allí estaba la evidencia: no quería que él la viese con el
cuello manchado ni con el cabello desordenado.
Ese cabello cano y fino.
Noi entró casi sin detenerse al cruzar la puerta abierta. ¡Dios, había dejado la
puerta abierta mientras se cambiaba la camisa! Lo miró y se vio a sí misma. Era una
vieja.
Una puede cepillarse el cabello y cambiarse la camisa, o puede dejarse la blusa de
la semana pasada y la trenza de la noche anterior, o puede ponerse brocados de oro y
esparcir polvo de diamantes sobre la calva afeitada. Pero nada de eso cambiará las
cosas; a lo sumo, la vieja estará más o menos grotesca.
Una conserva la pulcritud por mera decencia, por mera higiene, por consideración
hacia los demás.
Luego hasta eso se pierde, y una anda por ahí toda sucia, sin ningún pudor.
—Buenos días —saludó el joven, con su voz tan cordial.
—Hola, Noi.
No, por Dios, no se trataba de mera decencia. Al cuerno la decencia. ¿Acaso
debía fingir que no tenía sexo sólo porque había muerto el hombre a quien amaba y a
quien no le habría importado su edad? ¿Debía reprimir la verdad, como una maldita y
autoritaria puritana? Si hasta hacía seis meses, antes del ataque, había hecho que los
hombres la miraran y que lo hicieran con placer. Ya no podía procurar placer, pero al
menos podía complacerse a sí misma.

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Cuando tenía seis años, y Gadeo, el amigo de su padre, iba a su casa a charlar de
política con él después de cenar, solía ponerse la gargantilla de color dorado que su
madre había encontrado en un montón de cosas viejas y recogido para ella. Era tan
corta que siempre quedaba oculta bajo el cuello del vestido y nadie la veía. Le
gustaba así. Ella sabía que la llevaba puesta.
Se sentaba en el umbral y los escuchaba, y sabía que se había puesto bonita para
Gadeo. Era moreno, y sus dientes blancos brillaban. A veces le decía: «¡Hermosa
Laia! ¡Ahí está mi preciosa Laia!». ¡Hacía sesenta y seis años…!
—¿Qué? Estoy atontada. He pasado una noche de perros. —Era cierto. Había
dormido aún menos que de costumbre.
—Preguntaba si habías leído los periódicos esta mañana. Asintió.
—¿Estás contenta con lo de Soinehe?
Soinehe era la provincia de Thu que había declarado la secesión del gobierno
thuino la noche anterior.
Él parecía alegre. Sus dientes blancos brillaron en su rostro alerta y moreno.
Preciosa Laia.
—Sí. Pero también tengo mis recelos…
—Lo sé. Pero esta vez va en serio. Es el comienzo del fin para el gobierno de
Thu. Ni siquiera han tratado de enviar tropas a Soinehe, ¿sabes? Lo único que
conseguirían es instigar a los soldados a rebelarse antes, y lo saben.
Opinaba lo mismo. También ella había sentido esa certeza. Pero no podía
compartir su regocijo. Al cabo de una vida de subsistir a fuerza de esperanza porque
no había más que eso, se pierde el gusto por la victoria. El verdadero sentimiento de
triunfo debe estar precedido por la desesperación. Y como había aprendido a no
desesperar hacía mucho tiempo, el triunfo ya le resultaba imposible. Había aprendido
a seguir adelante.
—¿Escribiremos las cartas hoy?
—Sí, de acuerdo. ¿Qué cartas?
—Al pueblo del Norte —dijo sin impacientarse.
—¿Del Norte?
—Parheo, Oaidun.
Había nacido en Parheo, esa ciudad inmunda junto a un río inmundo. Llegó a la
capital a los veintidós años, cuando estaba preparada para instaurar la Revolución.
Aunque en esos tiempos, antes de que ella y otros se dedicasen a reflexionar sobre
aquel aspecto, había sido una revolución infantil, precipitada. Huelgas por mejoras
salariales, por la emancipación de las mujeres. Votos y salarios. Poder y dinero. ¡Por
el amor de Dios! En fin, después de cincuenta años, después de todo, se aprenden
unas cuantas cosas.
Pero, a la sazón, también debe olvidarse todo.
—Empecemos por Oaidun —dijo, mientras se sentaba en el sillón. Noi había
ocupado su lugar detrás de la mesa, dispuesto a escribir. Leía fragmentos de las cartas

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que debía responder. Ella trataba de prestarle atención, y hasta tal punto lo consiguió,
que logró dictarle una carta entera y el encabezamiento de otra—. Recordad que, en
esta etapa, vuestra hermandad es vulnerable a la amenaza de… no, a los peligros
de… —Vaciló, hasta que Noi ofreció una sugerencia:
—Los peligros del culto a los líderes…
—Muy bien. Y que nada se corrompe tan pronto por el deseo de poder como el
altruismo. No. Y que nada corrompe al altruismo… tampoco. Ay, Dios, tú sabes bien
lo que quiero decir, Noi, exprésalo a tu manera. Ellos también lo saben; es lo mismo
de siempre. ¿Por qué no leerán mis libros?
—La comunicación… —dijo Noi apaciblemente, citando uno de los principales
lemas odonianos.
—De acuerdo, pero estoy harta de recibir comunicaciones. Si tú escribes las
cartas, yo las firmaré, pero esta mañana no pienso dedicarme a ello. —Él la miró con
cierta preocupación. Ella añadió, irritada—: ¡Estoy ocupada en otros asuntos!

Cuando Noi se fue, se sentó al escritorio y fingió revolver documentos. En


realidad, sus propias palabras la habían atemorizado y sorprendido. No tenía nada
más que hacer. Nunca había tenido nada más que hacer. Ése era su trabajo: el trabajo
de toda su vida. Ya no podía emprender viajes para pronunciar discursos ni asistir a
manifestaciones en las calles, pero podía escribir, y ésa era su labor. De todas formas,
si tenía alguna otra cosa que hacer, Noi tendría que haberlo sabido. Él anotaba sus
compromisos, y con todo tacto le recordaba sus citas, como la visita que aquella
misma tarde le harían los estudiantes extranjeros.
Ah, maldición. Le gustaban los jóvenes, y siempre se podía aprender algo nuevo
de un extranjero, pero estaba cansada de nuevos rostros, cansada de tener que
exhibirse. Ella aprendía de los demás, pero ellos no se llevaban nada a cambio; todo
lo que podía enseñarles lo habían aprendido hacía mucho tiempo, de sus libros, del
Movimiento. Venían a verla, como si fuese la Gran Torre de Rodarred, o el Cañón del
Tulaevea. Era un fenómeno; un monumento. La adoraban con respetuoso estupor. Y
ella los amonestaba:
—¡Pensad por vosotros mismos!
»¡Eso no es anarquismo, sino mero oscurantismo!
»No creeréis que la libertad y la disciplina son incompatibles, ¿verdad?
Y ellos aceptaban sus regañinas mansamente, como niños, agradecidos, como si
fuera una especie de Madre Todopoderosa, ídolo de la Gran Matriz Protectora. ¡Ella!
¡Ella, que había hablado en los astilleros de Seissero, y que había maldecido al primer
ministro Inoilte en la cara frente a una multitud de siete mil personas, diciéndole que
se habría hecho cortar los huevos y los habría recubierto de bronce para venderlos
como recuerdo si hubiese visto alguna ganancia en ello! ¡Ella, que había insultado y
dado de patadas a la policía, que había escupido al clero, que había orinado en

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público sobre la gran placa de bronce de la Plaza Capitol, donde decía «AQUÍ SE
FUNDÓ LA NACIÓN SOBERANA DE A-10. ETCÉTERA, ETCÉTERA» para
mostrar su más impúdico desdén…! Y ahora era la abuelita de todos, la entrañable
ancianita, el dulce monumento viviente, a quien todos venían a venerar. El incendio
ha sido sofocado, chicos, ya podéis acercaros sin temor.
—No, señor —dijo Laia en voz alta—. Ni por ésas. —No se avergonzaba de
hablar sola, pues siempre lo había hecho. «El auditorio invisible de Laia», solía decir
Taviri, mientras ella se paseaba por la habitación, murmurando—. Que no vengan,
que no pienso recibirlos —dijo a sus interlocutores inexistentes. Acababa de decidir
qué era lo que tanto le urgía: tenía que salir. Ir a la calle.
Era una falta de consideración decepcionar a esos estudiantes extranjeros. Era una
conducta extravagante, propia de la senilidad. No era odoniano. A la mierda con eso.
¿De qué servía haber trabajado toda una vida por la libertad, si al llegar a su edad no
podía gozar de ella? Saldría a pasear.
«¿Qué es un anarquista? Aquel que, al elegir, acepta la responsabilidad de la
elección».
Mientras descendía la escalinata, entre quejidos, decidió quedarse para recibir a
los estudiantes extranjeros. Pero luego saldría.
Eran muy jóvenes, muy serios, encantadores y desgarbados. Tenían la mirada de
asombro de los ciervos; las jovencitas, con pantalones blancos, los chicos con faldas
largas, arcaicas y guerreras. Venían del hemisferio occidental, de Benbili y del reino
de Mand. Le hablaron de sus esperanzas.
—En Mand estamos tan lejos de la Revolución, que tal vez estemos muy cerca…
—dijo una de las chicas, sonriente y sagaz—. ¡El Círculo de la Vida! —Y unió los
dedos gráciles y trigueños en círculo.
Amai y Aevi les ofrecieron vino blanco y pan moreno, como mandaba la
hospitalidad de la casa. Pero los visitantes, modestamente, se levantaron para
marcharse al cabo de apenas una media hora.
—No, no —los detuvo Laia—. Quedaos aquí y conversad con Aevi y Amai.
Sucede que se me duermen las piernas si permanezco mucho tiempo sentada. Tengo
que cambiar de posición. Me alegro mucho de haber estado con vosotros, hermanos y
hermanas. Volveréis a verme pronto, ¿verdad?
Les entregó su corazón, y ellos le dieron el suyo, y repartió docenas de besos,
cautivada por las mejillas jóvenes y tersas, por los ojos afectuosos y por el aroma de
sus cabellos, antes de irse arrastrando los pies. Era cierto, estaba un poco cansada,
pero subir a echar una siesta habría sabido a derrota. Se había prometido que saldría y
eso pensaba hacer. No andaba sola por la calle desde… —¿Desde cuándo?—. ¡Desde
el invierno!, antes de sufrir el ataque. Con razón se estaba poniendo enferma. Había
sido una especie de cadena perpetua. Siempre se había sentido viva y a sus anchas en
las calles, fuera.

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Franqueó en silencio la puerta lateral de la Casa rumbo a la calle, y dejó atrás la
huerta. La estrecha franja de suelo yermo y urbano había sido espléndidamente
labrada, y ya comenzaban a brotar hermosas hileras de habichuelas y de ceea. Pero
Laia no tenía buen ojo para el cultivo. Desde luego, era evidente que las comunidades
anarquistas, aun en épocas de transición, debían aspirar al autoabastecimiento; pero la
forma de tratar el terreno y las semillas no era asunto suyo. Para eso había agrónomos
y campesinos. Su lucha estaba en las calles, en las ruidosas y malolientes calles de
asfalto donde había crecido y transcurrido toda su existencia, menos los quince años
que pasó entre rejas.
Levantó la vista y contempló con afecto la fachada de la Casa. El hecho de que la
hubieran construido para ser un banco proporcionaba una especial satisfacción a sus
ocupantes. Guardaban los sacos de cereales en bóvedas a prueba de explosivos y
dejaban fermentar los pequeños toneles de sidra en las cajas de seguridad. Sobre las
columnas ostentosas que daban a la calle, se seguía leyendo en letras grabadas Banco
Nacional de Inversores y Productores Agrícolas. El Movimiento no era precisamente
lo que se dice creativo a la hora de poner nombres. No tenían bandera. Los lemas
iban y venían según la necesidad del momento. Siempre podían recurrir al Círculo de
la Vida para garabatearlo en las paredes y el pavimento, donde a la Autoridad no le
quedaba más remedio que verlo. Pero en lo que a nombres se refería, eran
indiferentes. Aceptaban o ignoraban los motes con que los llamaban, temerosos de
que los encasillaran, pero no de ser absurdos. Por ello, esa casa tan célebre, la
segunda en antigüedad entre todos los hogares cooperativos, no tenía más nombre
que «el Banco».
Daba a una avenida ancha y tranquila, pero a tan sólo unos metros comenzaba el
Temeba, un mercado abierto, antiguamente famoso por la venta clandestina de drogas
psicógenas y teratogénicas, y donde ahora se comerciaba con hortalizas, ropas usadas
y ofrecía espectáculos de ínfima categoría. Su perversa vitalidad había desaparecido,
no sin dejar una estela de alcohólicos semiparalíticos, adictos, lisiados, mercachifles,
prostitutas de mala muerte, antros de vicio y de juego, adivinas, tatuadores y
pensiones baratas. Laia se dirigió al Temeba así como el agua busca su nivel.
Nunca había despreciado ni temido la ciudad. Ése era su reino. Si la Revolución
se imponía, no habría barrios como ése. Pero habría miseria. Siempre seguiría
habiendo miseria, derroche, crueldad. Nunca había pretendido transformar la
condición humana, ni ser la Madre que aparta la tragedia de sus hijos para que no se
hagan daño. Es lo que menos deseaba. Mientras los hombres tuvieran la libertad de
elegir, si preferían beber porquerías y vivir en las cloacas, era asunto de ellos.
Cualquier cosa, con tal de que no fuera asunto de negocios, ni fuente de lucro o de
poder para otros. Lo supo antes de aprender ninguna otra cosa; antes de escribir el
primer panfleto, antes de irse de Parheo, antes de saber qué significaba «capital»,
antes de ir más allá de la calle del Río, donde solía jugar a canicas con las rodillas
despellejadas sobre la calle, junto a otros críos de seis años. Sabía muy bien que ella,

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los demás niños, sus padres y los padres de ellos, los borrachos y las mujerzuelas y
todos los que vivían en la calle del Río formaban la base, el fondo, los cimientos de
algo. Que eran la realidad, el origen.
Pero ¿acaso dejará que la civilización se hunda en el fango?, exclamaría luego la
gente decente. Durante años quiso explicarles que cuando lo único que se tenía era
barro, si uno era Dios, trataba de convertirlo en seres humanos, y si uno era ser
humano, trataba de hacer casas con él, donde pudieran vivir los hombres. Pero ni uno
solo entre los que creían ser más que barro la comprendió.
Agua en busca de su nivel, barro con barro, Laia recorría la calle inmunda y
ruidosa, y la detestable debilidad de su vejez se sintió a sus anchas. Las prostitutas
somnolientas, con el cabello revuelto bajo el armazón de aerosoles y de tintes, la
tuerta que pregonaba a gritos las hortalizas en venta, la mendiga retardada que
aplastaba moscas entre las palmas de las manos… ésas eran las mujeres de su país. Se
le parecían, tristes, desagradables, mediocres, lastimosas, horrorosas. Eran sus
hermanas, su pueblo.
No se encontraba muy bien. Hacía mucho tiempo que no caminaba tanto —cuatro
o cinco calles— sin ayuda de nadie, en medio del ruido, del gentío, del calor
maloliente del verano. Había pensado en ir al Parque Koly, ese triángulo de hierba
raída que se extendía al final del Temeba, y sentarse allí junto con los demás
ancianos, para ver cómo era ser vieja y sentarse en ese lugar. Pero quedaba
demasiado lejos. Si no emprendía el regreso en ese momento, podría sobrevenirle un
mareo, y tenía miedo de caerse. De caerse y tener que quedarse tendida en el suelo,
viendo cómo la gente miraba desde arriba a una vieja enclenque. Dio media vuelta y
echó a andar hacia la Casa, con el ceño fruncido de disgusto y de cansancio. Sintió
que el rostro se le había enrojecido, y que las palpitaciones le inundaban los oídos. Le
pareció demasiado; en cualquier momento tropezaría. Buscó un umbral en la sombra
y se dirigió hasta allí, para sentarse con cautela, entre suspiros.
Cerca del lugar había un vendedor de frutas, sentado en silencio detrás de su
mercancía polvorienta y descolorida. La gente pasaba. Nadie le compraba nada.
Nadie la miró. Odo, ¿quién era Odo? Una célebre revolucionaria, autora de
Comunidad, de la Analogía, y de tantos otros libros. ¿Y ella, quién era ella? Una
anciana de cabellos grises y rostro enrojecido, sentada en un umbral mugriento de un
mísero barrio, hablando sola.
¿Sería cierto? ¿Eso era ella? Desde luego, eso era lo que veía la gente que pasaba
por delante de ella. Pero ¿eso era ella, además de ser la famosa revolucionaria,
etcétera, etcétera? No. Entonces, ¿qué era?
La que amaba a Taviri.
Sí. En efecto. Pero no bastaba. Eso ya formaba parte del pasado; hacía mucho
tiempo que Taviri había muerto.
«¿Quién soy?», musitó Laia a su auditorio invisible, que supo la respuesta y se la
dijo al unísono. Ella era la niña de rodillas despellejadas, sentada en un umbral, que

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miraba el ambiente sucio y dorado de la calle del Río en el sopor del verano; la de
seis años, la de dieciséis años, feroz, indómita, inflamada de sueños, inalcanzable y
jamás tocada. Era ella misma. Sin duda, había sido la incansable pensadora y
trabajadora, pero un coágulo en una vena la despojó de esa mujer. Sin duda había sido
la amante, la nadadora entre las corrientes de la vida, pero Taviri, al morir, también se
llevó consigo a esa mujer. En realidad, sólo quedaban los cimientos. Había vuelto a
su casa; nunca se había ido de casa.
«El verdadero viaje es el regreso».
Tierra, barro y un umbral de las afueras. Y más allá, al final de la calle, un campo
de altos juncos secos que se mecían al viento al sentir que la noche se aproximaba.
—¡Laia! ¿Qué haces aquí? ¿Te encuentras bien?
Era una de las habitantes de la Casa. Una mujer agradable, aunque algo fanática y
demasiado charlatana. Laia la conocía desde hacía años, pero no recordó su nombre.
Se dejó acompañar hasta la Casa por la mujer, que no dejó de hablar ni un instante
durante todo el trayecto. Laia se sentó en una silla, en la inmensa sala común (que
una vez ocuparan empleados dedicados a contar dinero tras los mostradores
brillantes, custodiados por guardias armados). Todavía no se sentía capaz de subir las
escaleras, aunque tenía muchas ganas de estar a solas. La mujer seguía hablándole,
mientras se acercaban más personas presas de gran agitación. Al parecer, estaban
organizando una manifestación. Los acontecimientos de Thu se desarrollaban tan
deprisa, que los ánimos de la Casa se habían enardecido, y todos sentían que debía
hacerse algo. Al cabo de dos días, no, al día siguiente, habría una gran marcha desde
el Pueblo Viejo hasta la Plaza de la Capital… la vieja ruta.
—Otra «Insurrección del Noveno Mes» —exclamó un joven, sonriente y
exultante, mientras miraba a Laia. Para él todo eso era historia: aún no había nacido
cuando sucedió la «Insurrección del Noveno Mes». Ahora quería ser artífice de su
propia historia. El recinto estaba atestado. Al día siguiente, se celebraría una reunión
general, a las ocho.
—Tienes que hablar, Laia…
—¿Mañana? Ah, mañana no estaré aquí —replicó con brusquedad. El que le
había hecho la pregunta sonrió, y otro se le sumó, pero Amai le dirigió una mirada
extrañada. Siguieron hablando y gritando. La Revolución. ¿Qué demonios le había
hecho decir semejante cosa? Vaya ocurrencia para soltar en vísperas de la
Revolución, aun cuando fuese cierta.
Esperó un rato, logró levantarse y, a pesar de su torpeza, consiguió escabullirse
entre la gente distraída con sus planes y su entusiasmo. Cruzó el salón hasta las
escaleras y comenzó a subir los peldaños, de uno en uno.
—Huelga general… —decían en el salón una voz, dos voces, diez voces, a sus
espaldas.
—Huelga general… —musitó Laia, mientras se detenía un instante en el rellano.
Arriba, en su dormitorio, ¿qué le esperaba? La huelga particular. Le pareció gracioso.

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Emprendió el ascenso del segundo tramo de escalones, uno por uno, con un solo pie,
como los niños. Estaba mareada, pero ya no tenía miedo de caerse. Allí delante, las
blancas flores secas asentían y murmuraban en los campos crepusculares. Setenta y
dos años, y nunca había tenido tiempo de averiguar cómo se llamaban.

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ESCULTURA LENTA
Theodore Sturgeon

Mejor relato, 1970

PREFACIO DEL EDITOR

Una de las verdades más lamentables es que cuando un género artístico se


desarrolla hasta el punto de gozar de amplia estima y difusión, sus principales
creadores se acercan al final de sus vidas. Theodore Sturgeon fue uno de los grandes
autores que, mediante su obra, fueron configurando la ciencia ficción. Durante
cincuenta años de prolífica labor literaria, sus relatos se encargaron de recordar a
cuantos cultivamos el género que escribíamos y leíamos acerca de seres humanos, y
que lo único que separa a la humanidad del resto del universo es su capacidad de
amar.
Ted Sturgeon escribió acerca del amor humano. No sólo sobre el enamoramiento
sexual entre el hombre y la mujer, sino sobre todos los aspectos del amor, como
ilustra claramente este cuento.
Dicho sea de paso, también debemos a él, la «Ley de Sturgeon», que señala: «El
noventa por ciento de la ciencia ficción es basura. Pero, bien mirado, el noventa por
ciento de cualquier cosa es basura». Era una persona tan amable que siempre lo
decía con una sonrisa. Nadie se ofendía. Todos creemos figurar en ese buen diez por
ciento.
Ted, sin duda alguna, forma parte de él.

* * *

Él no sabía bien quién era cuando ella lo conoció. En realidad, casi nadie lo sabía.
Estaba en el huerto alto, haciendo algo bajo un peral. La tierra olía a viento y a los
últimos días del verano. A bronce; olía a bronce.
Levantó la vista y vio a una jovencita maciza, de veintitantos años. No había
temor en su rostro, y los ojos tenían el mismo matiz que su cabello, lo cual era
extraordinario, pues éste era de color dorado rojizo. Miró al hombre de tez curtida, de
cuarenta años, miró el electroscopio de hojas de oro que llevaba en la mano, y sintió
que estaba de más.
—Oh… —exclamó, aparentemente del modo correcto.
Pues él asintió una vez, y le indicó:
—Sostenga esto… —Así, ya no fue posible pensar en ninguna intrusión.

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Se arrodilló a su lado, tomó el instrumento y lo sostuvo exactamente donde él le
puso las manos. Se apartó unos pasos y golpeó un diapasón contra la rótula.
—¿Qué ve?
Tenía buena voz, una de esas voces que llaman la atención y obligan a escuchar.
La joven miró las delicadas hojas de oro que había en la cámara de cristal del
electroscopio.
—Se están separando…
Volvió a golpear el diapasón, y las hojas se apartaron unas de otras.
—¿Mucho?
—Cuando sonó el diapasón, unos cuarenta y cinco grados.
—Bien… No creo que lleguemos mucho más allá. —Extrajo un saco de tiza en
polvo del bolsillo de la chaqueta, y dejó caer un puñado sobre el suelo—. Ahora me
alejaré. Usted quédese aquí y dígame cuánto se separan las láminas.
Rodeó el peral en zigzag, golpeando el diapasón mientras ella le iba cantando
números: diez grados, treinta, cinco, veinte, nada. Cuando las láminas de oro se
separaban al máximo —cuarenta grados o más— él dejaba caer polvo de tiza.
Cuando terminó, el árbol quedó rodeado por un óvalo irregular de puntos blancos.
Cogió un bloc y dibujó un diagrama del árbol y de los puntos. Entonces guardó el
cuaderno y le cogió el electroscopio de las manos.
—¿Está buscando algo? —le preguntó el hombre.
—No —respondió—. Bueno, sí.
Él sonrió. El gesto no duró mucho, pero, en un rostro como el suyo, ella lo
encontró sorprendente.
—No es precisamente lo que en un tribunal se llama una respuesta categórica.
La joven dirigió la mirada a las colinas, que bajo la última luz parecían adquirir
un tinte metálico. No había gran cosa que ver: rocas, malezas que había dejado el
verano, algún que otro árbol, el huerto… Para llegar hasta allí había que recorrer una
distancia considerable.
—Es que la pregunta no era nada fácil —se justificó. Trató de sonreír, pero
rompió a llorar.
Sintió haberlo hecho, y se lo dijo.
—¿Por qué? —le preguntó él.
Ésa sería la primera vez que experimentaría su característico «allí va la próxima
pregunta». Era algo perturbador. Siempre lo sería, algunas veces menos, otras,
muchísimo más.
—Bueno, una no debe permitirse estallidos emocionales en público…
—Usted lo hace. A esa «una» de la que habla no tengo el gusto de conocerla.
—Mmm… Yo tampoco, ahora que lo dice…
—Entonces, sea sincera. De nada sirve andarse con rodeos, ni decirse «va a
pensar tal cosa de mí», ni nada de eso. Yo pensaré lo que quiera, de todas formas. Si
no, baje la pendiente y no diga nada más. —Como ella no dio señales de moverse,

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añadió—: Intente decir la verdad, entonces. Si es algo importante, será sencillo. Y si
es sencillo, será fácil de decirlo.
—¡Voy a morirme! —exclamó.
—Yo también.
—Tengo un bulto en el pecho.
—Vayamos hasta la casa y lo sanaré.
Sin decir una palabra más, le dio la espalda y comenzó a atravesar el huerto. Ella
permaneció un instante inmóvil, viéndolo alejarse, perpleja hasta el estupor,
indignada y llena de locas esperanzas, e incluso con ganas de reír de asombro.
Entonces —¿en qué momento lo decidí?— se encontró corriendo detrás de él.
Lo alcanzó allí donde el huerto llegaba a la cima de la huerta.
—¿Es usted médico?
No parecía haberse dado cuenta de que la joven había esperado y luego lo había
seguido a la carrera.
—No —respondió, sin dejar de caminar. No dio señales de haber visto que la
joven se detenía a mordisquearse el labio inferior, y que volvía a correr para
alcanzarlo.
—Debo de estar loca —dijo, tomando por un sendero florido junto a él.
Lo dijo para sus adentros. Él debió de adivinarlo, pues no respondió. El jardín
palpitaba de crisantemos desafiantes; en un estanque, vio aletear un par de pececillos
—plateados, no dorados—, los más grandes que hubiese visto en su vida. Luego, la
casa.
Primero, un sector del jardín y las columnatas de la terraza. Luego, los muros de
roca (era demasiado imponente para llamarla «piedra»), que parecían parte de la
montaña. Se hallaba sobre la ladera, pero también formaba parte de ella. Los techos
corrían paralelos a la línea del cielo, por el frente y por los lados, el alero se recortaba
contra un risco que sobresalía. La puerta, sujeta con vigas y tachonada, mostraba dos
arqueros tallados. La encontraron abierta (aunque adentro no había nadie). Se cerró
silenciosamente, fue como si se produjera una sólida exclusión de lo que había fuera,
más que un ruido de cerrojos o pestillos.
Apoyó la espalda contra la puerta y lo vio cruzar lo que le pareció el ala principal
de la casa, o al menos de ese sector. Era como un pequeño palacio, en cuyo centro se
erigía un atrio pentagonal, de paredes vidriadas, que en lo alto se abría al cielo. En él
había un árbol —un ciprés o un enebro— retorcido, sarmentoso, con la apariencia
esculpida, modelada como un bonsai.
—¿Va a entrar? —le preguntó el hombre, mientras mantenía abierta una puerta,
detrás del atrio.
—Los bonsai no suelen medir veinte metros de alto…
—Éste sí.
Avanzó por un costado, mirándolo.
—¿Cuánto hace que lo tiene?

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Por el tono con que él le había hablado, comprendió que estaba inmensamente
satisfecho. Era una torpeza preguntar al dueño de un bonsai qué edad tenía el árbol.
Habría sido como pedir que le dijera si era fruto de su trabajo, o si lo había comprado
para continuar con la creación de otro; en tal caso, lo habría tentado a atribuirse la
concepción y el trabajo meticuloso de otra persona. Además, es de mala educación
dar a entender a alguien que se le está evaluando. Por todo ello, «¿cuánto hace que lo
tiene?» era una pregunta respetuosa, tolerante y sumamente cortés.
—La mitad de mi vida.
Contempló el árbol. A veces, se encuentran árboles algo olvidados, algo
descuidados —aunque no del todo—, plantados en latas oxidadas, en jardinerías no
muy prósperas, sin vender, acaso por su forma extraña, por tener ramas muertas, o
por haber crecido con excesiva lentitud, en parte o en todo. Ésos son los que
adquieren troncos interesantes; su persistencia ante el infortunio es tal que florecen
ante la menor excusa para seguir viviendo. Éste era mucho más viejo que la mitad de
la vida del hombre, o acaso de toda su existencia. Al observarlo, la aterrorizó el
repentino pensamiento de que un incendio, una familia de ratones, alguna termita de
gusano subterráneo pudiese acabar con semejante belleza. Algo que careciera de todo
sentimiento de rectitud, de justicia o de… respeto.
Miró el árbol y al hombre.
—¿Viene?
—Sí —dijo, y lo siguió a su laboratorio.
—Siéntese ahí y relájese. Tal vez tardemos un poco.
«Ahí» era una inmensa silla tapizada de cuero, junto a la biblioteca. Los libros
trataban de todos los temas posibles: obras de referencia sobre medicina e ingeniería,
física nuclear, química, biología, psiquiatría. También sobre tenis, gimnasia, ajedrez,
el juego oriental llamado go, y golf. Y además teatro, técnica narrativa, Uso del inglés
moderno, La lengua estadounidense y su suplemento, el Diccionario de rima de
Wood y Walker, y un sinfín de otros diccionarios y enciclopedias. Y un estante lleno
de biografías.
—Tiene una biblioteca muy completa.
Le respondió con notable parquedad. Era evidente que en ese momento prefería
no hablar; parecía ocupado.
Sólo dijo:
—Así es. Tal vez algún día la pueda ver… —Y ahí concluyó, dejándole a ella la
tarea de descubrir qué puñetas le habría querido decir con ello.
A lo mejor sólo había querido decir que los libros que había frente a la silla eran
material de consulta para su trabajo, y que su auténtica biblioteca estaba en otra parte,
pensó ella. Lo miró con cierto respeto temeroso.
Se quedó observándolo. Le gustaba el modo en que se movía: con rapidez, con
decisión. Sabía bien lo que hacía. Reconoció algunos de los instrumentos que usaba:
un alambique de cristal, un equipo de exploración, una centrifugadora. Había dos

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neveras, una de las cuales no funcionaba, pues el inmenso indicador que había en la
puerta estaba detenido en 21°. Pensó que una nevera moderna era perfectamente
adaptable a las necesidades de un ambiente controlado, aunque fuese cálido.
Pero en todo eso —y lo que no lograba identificar— eran meros muebles. Lo más
interesante era el hombre, ese hombre que la mantenía en vilo hasta tal punto que ni
siquiera una vez, en todo el tiempo que estuvo sentada allí, sintió deseos de curiosear
por la biblioteca.
Por fin, terminó una larga secuencia que estaba haciendo en una mesa de trabajo,
tocó unos interruptores, cogió un taburete alto y se acercó a ella. Se sentó en el
taburete, apoyó los tacones en el travesaño y posó las manos, largas y de piel morena,
sobre las rodillas.
—Tiene miedo…
Más que preguntarlo, lo afirmó.
—Supongo que sí.
—No se quede, si no quiere…
—Considerando la alternativa… —comenzó con valentía, pero el matiz de coraje
se le escabulló—. No tiene mucha importancia.
—Muy sensato —asintió, casi entusiasmado—. Recuerdo que, cuando era niño,
hubo una alerta de incendio en el edificio donde vivía. Salir fue una odisea. Mi
hermano de diez años se encontró en la calle con un reloj despertador en la mano. Era
muy viejo y no funcionaba, pero de todo lo que había en la casa que pudiese serle de
utilidad, a él sólo se le ocurrió coger el reloj. Nunca supo decir por qué.
—¿Usted lo sabe?
—No sé por qué eligió eso en concreto. Pero intuyo la razón de por qué hizo algo
abiertamente irracional. Como verá, el pánico es un estado muy peculiar. Como el
miedo y la huida, o la furia y el ataque, es una reacción bastante primitiva ante el
peligro extremo. Es una de las manifestaciones del instinto de supervivencia. Lo que
lo hace tan especial es su carácter irracional. Pero ¿por qué habría de ser un
mecanismo de subsistencia el abandono de la razón?
Ella lo consideró seriamente. En aquel hombre había algo que la obligaba a
pensar con seriedad.
—No se me ocurre —dijo, por fin—. Salvo que sea porque, en ciertas situaciones,
la razón no sirve de nada.
—Muy bien —asintió, otra vez con esa aura de radiante aprobación que la hacía
sentir espléndida—. Ha acertado. Si está en peligro y prueba a emplear la razón, y la
razón no funciona… la dejará a un lado. No puede decirse que sea torpe abandonar lo
que no da resultado, ¿verdad? De modo que entonces sobreviene el pánico. Uno
comienza a ejecutar actos al azar. La mayoría de ellos —casi todos— serán inútiles.
Algunos hasta resultarán peligrosos. Pero eso no importa, pues uno ya está en peligro.
El factor de supervivencia interviene cuando uno está en una situación extrema y sabe
que una oportunidad entre un millón es mejor que ninguna. Aquí está usted, sentada,

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muerta de miedo y con la posibilidad de salir corriendo. Algo le dice que huya, pero
usted no lo hará.
La joven asintió.
—Usted se descubrió un bulto —prosiguió el hombre—. Fue al médico, éste le
hizo unos análisis y le comunicó la mala noticia. Tal vez consultó con otro doctor,
quien confirmó el diagnóstico. Hizo sus averiguaciones y descubrió lo que vendría a
continuación: biopsia, cirugía, una recuperación dudosa, el proceso largo y agónico
de convertirse en lo que llaman una paciente terminal. Entonces se le produjo un
cortocircuito. Hizo algunas cosas que preferirá no revelar. Viajó a alguna parte, a
algún lado, y apareció en mi huerto sin ninguna razón aparente. —Abrió las nobles
manos y luego las devolvió a aquella especie de letargo—. Pánico. La razón por la
cual un niño en pijama sale en plena noche con un despertador estropeado en la
mano. Y por la cual existen los curanderos.
Algo lanzó un pitido sobre la mesa. El hombre le dirigió una sonrisa fugaz y
regresó a su trabajo, mientras le decía por encima del hombro:
—A propósito, no soy curandero. Para ser un curandero, primero tendría que
creerme médico, y no es el caso.
Lo vio conectar y desconectar interruptores, agitar cosas, medir y calcular. Una
diminuta orquesta de instrumentos resonaba a su alrededor, mientras él dirigía,
toqueteando, murmurando, conectando. Quiso reír, llorar y gritar. No hizo nada de
eso, por miedo a no poder parar nunca más.
Cuando él regresó, el conflicto ya no la azotaba con tanta ferocidad; en cambio,
ejercía tensiones contradictorias e intensas. El resultado era una inmovilidad terrible.
Cuando vio el instrumento que él llevaba en la mano, sólo atinó a abrir los ojos. Por
poco olvidó respirar.
—Sí, es una jeringa —dijo, casi tomándole el pelo—. Una aguja larga, punzante y
reluciente. No me diga que es una de esas personas que se dejan intimidar por una
simple aguja… —Tironeó del largo cable que salía de la envoltura negra que recubría
la hipodérmica para que no estuviera tirante y apartó el taburete.
—¿Quiere algo para los nervios?
Ella tuvo miedo de hablar. La membrana que contenía su cordura era muy tenue,
y estaba muy tensa.
—Preferiría que no —prosiguió él— porque este medicamento ya es bastante
fuerte de por sí. Pero si lo necesita…
La chica logró menear la cabeza y sintió una vez más esa oleada de aprobación
que provenía de él. Había mil preguntas que había pensado, que necesitaba hacerle.
¿Qué había en la jeringa? ¿Cuántos tratamientos tendría que hacerse? ¿Cómo serían?
¿Cuánto tiempo tendría que quedarse allí, y dónde estaría? Y más que ninguna otra
cosa —¡ay!— ¿viviría, viviría?

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A él sólo pareció preocuparle la respuesta a una de ellas.
—En su mayor parte está hecha a base de un isótopo de potasio. Si le dijera todo
lo que sé sobre esto, y cómo lo descubrí, tardaría… digamos… más tiempo del que
disponemos. Pero la idea general es más o menos la siguiente: en teoría, cada átomo
se encuentra eléctricamente equilibrado, dejando al margen las excepciones de rigor.
Del mismo modo, todas las cargas eléctricas de una molécula están equilibradas.
Tantas positivas, tantas negativas; igual a cero. Reparé en el hecho de que el
equilibrio de las cargas en una célula enferma no era igual a cero. En absoluto. Es
como si se estuviera produciendo una tormenta eléctrica submicroscópica en el plano
molecular, con rayos y relámpagos que cambian las polaridades, que interfieren con
la comunicación, como la electricidad estática. De eso se trata, en definitiva —dijo,
haciendo gestos con la jeringa en la mano—. Cuando algo interfiere con las
comunicaciones, especialmente con el mecanismo del ARN que dice «Lea esta
instrucción, actúe en consecuencia, y deténgase cuando haya terminado», cuando ese
mensaje se perturba, las órdenes se ejecutan de cualquier modo. Se generan células
desequilibradas, que hacen casi lo que deberían, que lo hacen casi bien… Pero son
células enfermas, y los mensajes que transmiten son erróneos.
»Muy bien. El hecho de que estas tormentas eléctricas sean causadas por un virus,
por agentes químicos, por radiaciones, por traumas físicos o incluso por el estrés —y
no creo que el estrés sólo baste para provocarlas— es un factor secundario. Lo
importante es corregir la situación, para que las tormentas no se desencadenen. De
este modo, las células tienen capacidad suficiente, de por sí, para reparar y sanar el
foco enfermo. Los sistemas biológicos no son como pelotas de ping-pong con cargas
estáticas, esperando que la carga se vaya, o que se descargue en un cable a tierra.
Tienen una especie de resistencia (yo la llamaría capacidad de perdonar) que les
permite seguir funcionando bien con un poco más de carga, o con un poco menos.
Digamos que hay cierto cúmulo de células enfermas, y digamos que ello provoca un
aumento de cien unidades en las cargas positivas. Las células que se encuentran
inmediatamente a su alrededor se ven afectadas, pero no las capas siguientes.
»Si pudieran drenar la carga sobrante… digamos que podrían curar las células
afectadas. ¿Comprende a qué me refiero? Serían capaces de corregir por sí solas este
desequilibrio, o transmitir el mensaje a otras más, que vendrían en su ayuda. En
resumen, si introdujera en su cuerpo un medio capaz de hacer fluir y distribuir la
concentración de estas cargas desequilibradas, los procesos orgánicos habituales
quedarían en libertad para poder actuar y reparar el daño celular. Y eso haremos.
Sostuvo el objeto con la jeringa entre las piernas y tomó una caja de plástico del
bolsillo lateral de su bata; la abrió y extrajo un algodón empapado en alcohol.
Mientras seguía hablándole alegremente, le cogió el brazo entumecido de terror y
frotó el pliegue interior del codo.
—No estoy diciendo que las cargas nucleares del átomo sean lo mismo que la
electricidad estática. Pertenecen a dos órdenes totalmente distintos. Pero la analogía

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es válida. Podría usar otra: equiparar las cargas de la célula enferma a la acumulación
de grasa. Y este aparato que tengo aquí sería el detergente capaz de disolverla y
dispersarla hasta tal punto que ya no pudiera localizarse. Pero me inclino más por la
analogía de la electricidad estática por un curioso fenómeno colateral: los organismos
inyectados con este cuerpo acumulan muchísima carga estática. Es un fenómeno
derivado, y por razones que sólo me es posible teorizar en estos momentos, parece
estar relacionado con el espectro auditivo. Con diapasones y cosas por el estilo. Con
eso estaba jugueteando cuando usted llegó. El árbol del huerto está impregnado de
esta sustancia. Antes padecía un crecimiento celular descontrolado. Ahora ya no.
Le dirigió una de sus sonrisas repentinas y sorprendentes, que dejó desvanecer
mientras sostenía hacia arriba la punta de la aguja y oprimía el émbolo para ver
asomar el líquido. Con la otra mano le frotó el bíceps izquierdo con suavidad y
firmeza. Posó la aguja sobre la piel y la deslizó en la vena con tal destreza que ella
contuvo el aliento, no por el dolor, sino todo lo contrario. Atentamente, el hombre
observó el émbolo que salía por detrás del estuche negro a medida que tiraba de él
una mínima fracción de segundo. El fluido incoloro que había en la jeringa se tiñó
con unas gotas de rojo.
Entonces, procedió a empujar el émbolo hacia dentro.
—Por favor, no se mueva. Lo siento, pero tardaremos un rato. Tengo que
inyectarle bastante líquido. Lo cual vendrá bien, ¿sabe?, porque más allá de los
efectos colaterales, es coherente —dijo, volviendo al mismo tono con que le había
hablado del espectro auditivo—. Los sistemas biológicos sanos desarrollan un
poderoso campo electrostático, mientras que los enfermos lo tienen muy débil, o
carecen de él. Con un instrumento tan simple y primitivo como ese pequeño
electroscopio podemos averiguar si alguna parte del organismo posee colonias de
células enfermas y, en tal caso, dónde están y qué gravedad entraña el caso.
Con notable destreza, movió la posición en que sostenía la jeringa sin que la
punta de la aguja se deslizase y sin variar la presión sobre el émbolo. Comenzaba a
resultar molesto, como cuando aparece un cardenal después de un golpe.
—Y si se está preguntando por qué este mosquito tiene un casco negro alrededor,
con un cable (aunque apuesto a que no es así, y a que sabe tan bien como yo que lo
digo para mantener su mente distraída), si se está preguntando eso, se lo diré. Es sólo
una bobina con una corriente alterna de alta frecuencia. El campo alterno se encarga
de que el fluido sea neutro desde el inicio, tanto magnética como electrostáticamente.
Observe, siga el paso de la corriente…
Retiró la aguja suavemente y sin previo aviso, le dobló el codo y atrapó en el
repliegue una torunda de algodón.
—Nadie me había dicho eso durante ningún tratamiento.
—¿Qué cosa?
—Que le siguiera la corriente… —bromeó ella.
Nuevamente recibió la oleada de aprobación, esta vez con palabras:

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—Me agrada su estilo. ¿Cómo se encuentra?
Buscó alguna frase adecuada.
—Como la dueña de una impresionante histeria dormida, que ruega que nadie la
despierte.
El hombre rió.
—Dentro de un rato se sentirá tan rara que no tendrá tiempo de pensar en su
histeria.
Se levantó y devolvió la jeringa a la mesa, mientras enrollaba el cable.
Desconectó la corriente alterna y regresó con un gran recipiente circular de cristal y
un cuadrado de madera terciada. Invirtió el recipiente sobre el suelo, cerca de ella, y
posó la madera sobre la amplia base.
—Recuerdo algo parecido —comentó ella—. Cuando estaba en… en el
bachillerato. Generaba relámpagos artificiales con un… a ver… era un cinturón
interminable que corría sobre unas poleas; sobre él subían unos cables y encima de
todo había una gran esfera de cobre…
—Un generador Van de Graaf.
—Eso. Con él hacían cualquier cosa. Pero lo que más recuerdo es haberme
colocado sobre una madera, encima de un recipiente así. Me cargaron con el
generador. No sentí gran cosa, salvo que el cabello se me erizó. Todos se echaron a
reír. Parecía uno de esos muñecos grotescos. Me dijeron que me habían puesto
cuarenta mil voltios…
—Perfecto. Me alegro de que lo recuerde. Esto será un poco distinto… por una
diferencia de otros cuarenta mil voltios…
—¡Eh!
—No se asuste. Mientras esté aislada, y mientras no haya cerca objetos con masa
o con masa relativa —como yo, por ejemplo— no se producirán fuegos artificiales.
—¿Va a usar un generador como aquél?
—Como aquél no. Y ya lo hice. El generador es usted.
—¿Que yo soy…? ¿Qué? —Alzó la cabeza sobre el respaldo mullido. Se produjo
un chisporroteo y percibió un ligero olor a ozono.
—Ya lo creo que lo es. Más de lo que suponía. Y más deprisa. Póngase de pie.
Se levantó lentamente. Terminó la maniobra con rapidez. Cuando su cuerpo se
separó de la silla, por una fracción de segundo quedó sentada en una maraña de hilos
eléctricos blanco-azulados. Los hilos la impulsaron, de pie, un metro y medio hacia
delante, o tal vez lo hizo su propio movimiento. Fue tal su estupor que casi cayó al
suelo.
—Manténgase de pie —le espetó. La joven se recuperó y tomó aliento. El hombre
retrocedió un paso—. Súbase a la madera. Rápido.
Obedeció y al avanzar dejó un par de huellas de fuego. Se encaramó sobre la
tabla. El cabello comenzó a erizársele.
—¿Qué me está pasando? —preguntó.

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—Ahora yo voy a seguirle la corriente a usted —respondió jovialmente, pero a
esas alturas la joven no advirtió que el hombre le devolvía su propia agudeza.
Volvió a gritar.
—¿Qué me está pasando?
—Quédese tranquila… —le dijo en son de consuelo.
Regresó a la mesa y conectó un generador de tono. Gruñó grave, en la frecuencia
de uno a trescientos ciclos. Aumentó el volumen y accionó el control del tono. Se
elevó con un aullido, y simultáneamente el cabello dorado rojizo de la joven se
estremeció. Cada pelo parecía luchar frenéticamente por separarse de los demás.
Elevó la frecuencia unos diez mil ciclos, y lo volvió a bajar a once. El sonido,
inaudible, parecía un tambor. En los tonos extremos, el cabello caía, pero en los mil
cien ciclos adquiría el aspecto de un monigote, tal como ella había descrito. La joven
lo sintió.
El hombre descendió el control a un nivel más o menos tolerable y cogió el
electroscopio. Se acercó a ella, sonriente.
—Usted se ha convertido en un electroscopio, ¿sabe? Y en un generador Van der
Graaf viviente. Y en un monigote.
—Déjeme bajar —fue todo lo que atinó a decir.
—Todavía no. Por favor, aguante un poco más. La diferencia de cargas entre
usted y todo lo que la rodea es tan alta que si se acerca a cualquier objeto hará
descarga en él. No le hará daño, pues no es corriente normal, pero sufrirá alguna
quemadura y una crisis nerviosa. —Extendió el electroscopio. A pesar de su
perturbación y de la distancia que la separaba, la joven sintió que las hojas se
apartaban claramente. El hombre caminó a su alrededor, observando las láminas con
atención, mientras desplazaba el instrumento hacia delante, hacia atrás y hacia los
lados. Una vez fue hasta el generador y disminuyó el tono un poco más.
—Está emitiendo un campo tan intenso que no recojo las variaciones —explicó y
regresó a su lado, esta vez más cerca.
—No puedo… mucho más. No puedo más… —murmuró ella.
Él no la oyó, o no le prestó atención. Acercó el electroscopio a su abdomen y lo
movió en sentido vertical y horizontal.
—Vaya… Aquí estás —anunció alegremente, acercando el instrumento a su
pecho derecho.
—¿Qué?
—El cáncer. En la mama derecha, abajo, y alrededor de la axila. —Silbó—. Y de
la peor clase. Maligno como el demonio.
Ella sintió un vahído y se desplomó hacia delante. La invadió una negrura
nauseabunda, que retrocedió explosivamente, en un resplandor agónico de blanco y
azul, para abatirse luego sobre ella con la contundencia de una montaña.

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Un lugar donde las paredes se unen con el techo. Otra pared, otro techo.
Nunca antes lo había visto. No importa. No te preocupes.
Dormir.

Un lugar donde las paredes se unen con el techo. Algo se interpone en el camino.
El rostro de él, cerca, cansado, demacrado. No importa. No te preocupes.
Dormir.

Un lugar donde las paredes se unen con el techo. La luz del crepúsculo entró por
abajo. Más arriba, unos crisantemos color té con leche en una cornucopia de cristal
verde dorado. Algo vuelve a interponerse: su rostro.
—¿Me oye?
Sí, pero no respondo. No puedo moverme. No puedo hablar.
Dormir…

En una sala, hay una pared, una mesa, un hombre que camina… una ventana de
noche, y crisantemos que parecerían vivos, sólo que están muriéndose, tronchados…
¿o no se dan cuenta?
¿No se dan cuenta?
—¿Cómo está?
Siento algo imperioso, imperioso…
—Sed.
Algo frío y ácido que hace doler la articulación de la mandíbula. Zumo de
pomelo. Me apoyo en su brazo mientras él sostiene el vaso en la otra mano.
Ay, no. Eso no…
—Gracias. Muchas…
Trato de sentarme… La sábana… ¡Mi ropa!
—Lo siento —dijo él, leyéndole la mente—. Algunas cosas que ocurren no
condicen con las medias y los vestidos cortos… Ya está todo lavado, seco y listo para
que se lo ponga… cuando se encuentre bien. Allí.
Sobre la silla, el vestido de lanilla marrón, las medias y los zapatos.
Es respetuoso, se mantiene a distancia, apoya el vaso sobre un jarro aislado, en
la mesita de noche.
—¿Qué cosas?
—Vomitó. Necesitó el orinal —dijo sin darle importancia.
Ella se protegió con las sábanas, que pueden ocultar el cuerpo, mas —¡ay!— no
la vergüenza.
—Ay, lo siento… Debo de haberle…

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Él sacude la cabeza y se aleja de mi visión.
—Entró en un estado de conmoción. Le costó mucho salir…
Vaciló. Era la primera vez que ella lo veía dudar. Por un instante, ella también
interpretó sus pensamientos.
¿Debo decirle lo que estoy pensando?
Claro que debía. Y eso hizo.
—Usted no quería salir de la conmoción.
—No recuerdo nada.
—El peral, el electroscopio, la inyección, la respuesta electrostática.
—No —dijo ella, sin saber. Luego fue recordándolo todo—. ¡No!
—¡No!
—Espere… —se apresuró a decirle. Entonces lo sintió a su lado, sobre la cama,
tomándole las mejillas con las manos, con fuerza—. No vuelva a desmayarse. Está en
condiciones de resistir. Puede resistir porque ya está bien, ¿lo comprende? Está bien.
—Usted me dijo que tenía cáncer.
Lo declaró en tono acusador y mohíno.
Él se rió de ella. Se rió mucho.
—Fue usted quien me dijo que estaba enferma…
—Ah, pero no lo sabía con certeza.
—Con razón… Eso lo explica todo —asintió, como si le quitaran un peso de
encima—. En lo que le hice no había nada que justificara tres días de conmoción
como los que ha sufrido. La causa tenía que estar en usted.
—¡Tres días!
Se limitó a asentir y prosiguió con lo que estaba diciendo.
—De vez en cuando me pongo demasiado petulante —confesó—. Eso me ocurre
porque casi siempre tengo razón. Di por sentado más de lo debido, ¿no cree? Supuse
que había ido a un médico, y que le habían hecho una biopsia. Me equivoqué,
¿verdad?
—Me dio miedo —reconoció ella. Lo miró—. Mi madre murió de cáncer, y
también mi tía. Y mi hermana tuvo que hacerse una mastectomía de raíz. Y cuando
usted…
—Cuando yo le dije lo que usted ya sabía pero nunca había querido escuchar…
no pudo resistirlo. Sufrió un cortocircuito. Y no tuvo nada que ver con los setenta mil
voltios y pico de electricidad estática que llevaba encima. Logré sujetarla… —Le
mostró los brazos hasta que ella lo miró y vio las horribles quemaduras rojas sobre
los antebrazos y los fuertes bíceps, que se perdían bajo las mangas cortas de la camisa
—. Unas nueve décimas partes me sacudieron también a mí. Pero al menos no se le
partió la cabeza ni nada por el estilo.
—Gracias —dijo ella, con tono reflexivo, y se echó a llorar—. ¿Qué haré ahora?
—¿Qué hará? Regresar a su casa, allí donde esté. Reanudar su vida, con todo lo
que ello pueda significar.

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—Pero usted dijo…
—¿Cuándo se meterá en la cabeza que lo que hice no fue un diagnóstico?
—Pero entonces… ¿lo ha curado?
—Lo que he querido decirle es que usted misma se está curando en este
momento. Ya se lo expliqué todo. Lo recuerda, ¿verdad?
—No del todo, pero… sí. —Con sigilo (aunque no el suficiente pues él la vio) se
tocó el bulto bajo las sábanas—. Aún lo tengo.
—Si le descargara un bate en la cabeza —dijo con simplicidad algo exagerada—
se le formaría un bulto en el cráneo. Lo tendría hoy, mañana y pasado mañana.
Después disminuiría. Al cabo de una semana seguiría sintiéndolo, aunque estuviera
curada. Con esto es lo mismo.
Por fin, dejó que la evidencia la invadiera en toda su intensidad.
—Una cura para el cáncer en una única dosis…
—Ay, Dios —exclamó él con aspereza—. Ya veo que me tocará escuchar otra vez
el mismo sermón de siempre. Ni hablar.
—¿Qué sermón? —preguntó ella, sorprendida.
—El de mi deber para con la humanidad. Viene en dos fases y muchas
variaciones. La fase uno se relaciona con mi deber para con la humanidad y no suelo
escucharlo muy a menudo. La fase dos deja a un lado de la manera más escandalosa
la reticencia de la humanidad a aceptar cosas buenas a menos que provengan de
fuentes respetables y fiables. La fase uno advierte esta realidad, mas encuentra las
formas más ingeniosas de ignorarla.
—No pretendía… —comenzó ella, pero no pudo seguir.
—Las variaciones —la interrumpió— suelen venir aderezadas con la luz de la
revelación, con o sin religión o misticismo. O se presentan en un severo molde ético-
filosófico e intentan obligarme a rendirme apelando a la culpa, parcial o totalmente
mezclada con la compasión.
—Pero yo sólo…
—Usted se privó del ejemplo más cabal de lo que acabo de decir. Si mis
suposiciones hubieran sido correctas, si hubiera ido a su simpático médico de barrio y
él hubiera diagnosticado cáncer, si la hubiera derivado a un especialista y éste hubiera
hecho lo mismo remitiéndola a algún colega para consulta y, si presa del pánico,
usted hubiera caído en mis manos, si luego de ser curada usted hubiera regresado a
esos diversos médicos para informarles de un milagro, ¿sabe qué le habrían dicho?
Que se trataba de un caso de remisión espontánea. Y no sólo los médicos —siguió
con súbita pasión, que la hizo encogerse en la cama—; cada uno se adjudicaría el
mérito. Su nutricionista habría dicho que había sido el efecto benéfico del germen de
trigo, de las galletas macrobióticas de arroz o cualquier otra cosa; su confesor se
habría postrado de rodillas para alzar los ojos al cielo; su genetista habría mencionado
alguna teoría singular sobre los saltos generacionales, y le habría asegurado que sus

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abuelos probablemente también tuvieron remisiones espontáneas y que nunca se
enteraron.
—¡Por favor! —exclamó ella, pero él la interrumpió vociferando.
—¿Sabe quién soy? Soy ingeniero dos veces: eléctrico y mecánico. También
tengo estudios de Derecho. Si usted fuera lo bastante estúpida para contarle a alguien
lo que ha sucedido aquí (lo cual espero no suceda, pero si pasa sé cómo protegerme)
podría ir a la cárcel por ejercer ilegalmente la Medicina. Tal vez me detendrían por
asalto y agresión, ya que le clavé una aguja, y hasta por secuestro, si pudiera
demostrar que la traje hasta aquí desde el laboratorio. Nadie diría una palabra acerca
de que la he curado de un cáncer. No sabe quién soy, ¿verdad?
—No. Ni siquiera sé su nombre…
—Ni pienso decírselo. Yo tampoco sé su nombre.
—Ah… Me llamo…
—¡No me lo diga! ¡No me lo diga! No quiero saberlo. Lo que me interesaba era
su tumor, y me ocupé de él. Quiero que tanto él como usted se larguen de aquí en
cuanto les sea posible. ¿Me ha entendido?
—Déjeme vestirme y me marcharé ahora mismo —replicó ella con sequedad.
—¿Sin dar sermones?
—Sin dar sermones. —Al instante su rabia se convirtió en dolor, y añadió—: Iba
a decirle que le estaba muy agradecida. ¿Eso le habría parecido bien, señor?
Y también la furia de él sufrió un cambio, pues se acercó a la cama, se acuclilló
hasta que los dos rostros quedaron a la misma altura, y le dijo con suavidad:
—Me habría parecido bien, aunque… su agradecimiento no será verdadero hasta
dentro de diez días, cuando le entreguen los resultados donde diga «remisión
espontánea», y tal vez hasta dentro de seis meses, un año, dos o cinco, cuando los
análisis sigan dando negativos.
Detrás de sus palabras le pareció advertir tanta tristeza, que se encontró
tomándolo de la mano con que se sostenía del borde de la cama. El hombre no
retrocedió, pero tampoco pareció recibir el contacto con agrado.
—¿Por qué no puedo sentirme agradecida en este momento?
—Eso sería un acto de fe —replicó amargamente—, y eso ya no sucede, si es que
alguna vez llegó a producirse. —Se incorporó y fue hacia la puerta—. Por favor, no
se marche esta noche. Está oscuro y no conoce el camino. La veré por la mañana.
Cuando regresó, al día siguiente, la puerta estaba abierta. La cama deshecha; las
sábanas, pulcramente dobladas sobre la silla, junto con las fundas de las almohadas y
las toallas que había usado. La joven había desaparecido.
Fue hasta el jardín interior a contemplar su bonsai.
El sol de las primeras horas escarchaba de oro el follaje horizontal que coronaba
el añoso árbol, y recortaba en nítido contraste sus ramas sarmentosas, creando
pinceladas de rústico castaño gris sobre terciopelo. Sólo puede comprender
plenamente esta relación el compañero de un bonsai (hay dueños de bonsai, pero

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constituyen una categoría inferior). El árbol posee una naturaleza arbórea exclusiva e
individual, pues es un ser vivo, y los seres vivos cambian. Existen formas definidas
en las que a un árbol le gusta cambiar. Un hombre ve el árbol, y en su mente elabora
ciertas extensiones y extrapolaciones de lo que ve, para disponerse a hacer que
sucedan. El árbol, a su vez, hará sólo lo que un árbol sabe hacer: ofrecer resistencia
de muerte a todo intento de que haga lo imposible, o de que se haga en menos tiempo
del necesario. Por lo tanto, la formación de un bonsai siempre es un compromiso y
una cooperación. El hombre no puede crear un bonsai, así como no puede crear un
árbol. Hacen falta dos, que deben comprenderse mutuamente. Este proceso lleva
mucho tiempo. Hay que memorizar el bonsai hasta la última rama, hasta el ángulo de
cada rendija y de cada púa. Despierto, por las noches, o haciendo un alto a mil
kilómetros de distancia, uno recuerda esta o aquella línea o forma, y va trazando sus
planes. Con alambre, agua y luz, inclinando el recipiente, plantando hierbas que
capturen la humedad o extendiendo una gruesa capa que oscurezca las raíces, uno va
explicando al árbol lo que desea. Y si la explicación ha sido lo bastante clara, y si la
comprensión es suficiente, el árbol responderá y obedecerá… casi por completo.
Siempre impondrá su propia variación, individual por demás e impregnada de
respeto por sí mismo. Muy bien, haré lo que quieres, pero lo haré a mi manera. Y el
árbol siempre estará dispuesto a presentar explicaciones lógicas y coherentes de sus
variaciones. La mayoría de las veces (casi sonriendo) hará saber al hombre que sus
explicaciones habrían sido innecesarias si éste hubiese sabido comprenderlo mejor.
Es la escultura más lenta del mundo y, a veces, no se sabe bien si el esculpido es
el árbol o el hombre.
Se quedó unos diez minutos, observando la corriente de oro sobre las ramas
superiores. Luego se dirigió a un armario de madera tallada, lo abrió, y extrajo un
corte de lienzo barato. Abrió uno de los cristales laterales del atrio y extendió el
lienzo sobre las raíces y la tierra, a un lado del tronco, de forma tal que el resto del
suelo quedara expuesto al viento y al agua. Tal vez al cabo de un tiempo —uno o dos
meses— cierto retoño en la rama más alta se percatara de la señal, y el flujo irregular
de la humedad a lo largo del terreno lo persuadiera de abandonar la dirección hacia
arriba y de seguir su curso horizontal. Pero quizá no, y en tal caso necesitaría el
lenguaje más brusco de los alambres y las cuerdas. Pero, a su vez, acaso el árbol
tuviese algo que decir sobre lo propicio de la dirección vertical, y sus argumentos
fueran lo bastante convincentes para persuadir al hombre. Era un diálogo paciente,
significativo y pleno de recompensas.
—Buenos días.
—¡Ah, puñetas! —espetó él—. Me hizo morder la lengua. Pensaba que ya se
había ido.
—Pues sí. —Se acuclilló en la penumbra, con la espalda contra la pared interior,
frente al atrio—. Pero luego cambié de idea, porque deseaba estar un rato con el
árbol.

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—¿Y luego qué?
—He pensado mucho.
—¿En qué?
—En usted.
—Ah, ¿no me diga?
—Escuche —le dijo con firmeza—, no iré a que ningún médico me confirme el
resultado. No quería irme hasta decírselo, y hasta asegurarme de que me creyera.
—Venga. Entremos a comer algo.
Como una tonta, se encontró riendo.
—No puedo. Se me han dormido las piernas.
Sin vacilar, la cogió en brazos y caminó con ella alrededor del atrio.
Ella le rodeó los hombros con un brazo, y con los rostros muy juntos le preguntó:
—¿Me cree?
Él siguió rodeando el atrio hasta que llegaron al armario de madera. Allí se
detuvo y la miró a los ojos.
—La creo. No sé por qué ha tomado esta decisión, pero estoy dispuesto a creerla.
La dejó sobre el mueble y se apartó.
—Es el acto de fe que mencionó ayer —declaró con seriedad—. Pensé que debía
escucharlo, una vez en su vida, para no volver a repetir las cosas que dijo. —
Golpeteó los tacones contra el suelo de baldosas—. ¡Ay! —Sonrió con dolor—.
Siento como si me clavaran agujas.
—Debe de haber estado pensando bastante…
—Pues sí. ¿Quiere seguir escuchando?
—Claro.
—Usted es un hombre atemorizado e iracundo.
Pareció complacido.
—¡Hábleme de eso!
—No —dijo ella en voz baja—. Me lo dirá usted. No hablo en broma. ¿Por qué
toda esa ira?
—No siento ira…
—¿Por qué tanta ira?
—Le digo que no. Aunque usted me está encaminando en esa dirección —añadió
de buen humor.
—¿Por qué?
La miró y a ella le pareció que el tiempo no terminaba nunca.
—¿De verdad lo quiere saber?
La joven asintió.
De pronto, sacudió una mano a su alrededor.
—¿De dónde cree que ha salido todo esto: la casa, las tierras, los equipos?
Ella aguardó.

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—De un sistema de escape —dijo, con esa voz más grave que ella comenzaba a
conocer—. Una forma de conducir los gases de escape de los motores de combustión
interna para que adquieran rotación. Los sólidos sin quemar quedan incrustados en las
paredes de un silenciador, en un revestimiento de fibra de vidrio que se desmonta en
una sola pieza y que se puede sustituir por otro limpio cada tres mil kilómetros. El
resto del escape es encendido por su propia bujía, y lo que se quema, se quema. El
calor se utiliza para precalentar el combustible. El resto se vuelve a hacer rotar a
través de un cartucho que dura ocho mil kilómetros. Lo que se obtiene al final es,
según los parámetros actuales, un producto bastante limpio. Y debido al
precalentamiento, el motor rinde un kilometraje mucho mayor.
—De modo que ganó muchísimo dinero…
—Gané muchísimo dinero —admitió—. Pero mi invento no se emplea para
reducir la contaminación ambiental. Obtuve el dinero porque una empresa automotriz
me lo compró para esconderlo en un sótano. No les gusta, pues instalarlo en los
automóviles nuevos saldría caro. A los amigos que tienen en las compañías
petrolíferas tampoco les gusta, porque permite obtener altos rendimientos de
combustibles crudos. En fin… En ese entonces no imaginé lo que podía pasar, y hoy
no volvería a cometer el mismo error. Pero tiene usted razón: soy iracundo. Conocí la
ira siendo joven, cuando estaba en un barco de combate y nos mandaron a lavar un
escotillón con una pastilla de jabón y lona. Fui a tierra, compré detergente, y resultó
mejor, más rápido y más económico, conque fui a ver a mi superior con el hallazgo, y
a cambio recibí un puñetazo en los dientes por pretender conocer su trabajo mejor
que él. En ese momento el tipo estaba borracho, pero lo peor vino cuando los duros
de la tripulación la tomaron conmigo por ser «hombre de la compañía». En un barco,
eso es un insulto. No comprendía por qué razón la gente se oponía a hacer mejor las
cosas.
»Toda mi vida he tenido que luchar contra eso. Es algo que tengo en la cabeza y
que no desaparecerá. Tiene que ver con mi forma de preguntar ¿por qué las cosas son
así y asá? ¿Por qué no pueden ser de esta otra forma, en cambio? Siempre hay otra
pregunta que plantear sobre cualquier cosa o situación. No hay que darse por vencido,
sobre todo cuando nos gusta una respuesta, porque siempre habrá otra detrás de ella.
¡Pero vivimos en un mundo donde nadie quiere hacer la pregunta siguiente!
»Me han pagado todo lo que no alcanzaré a gastar en mi vida por algo que nadie
usará, y si estoy furioso es por mi culpa, en serio, lo admito, por no dejar de hacer
preguntas y de hallar respuestas. En este laboratorio hay por lo menos seis inventos
de poder descomunal que nadie verá jamás, y otros cincuenta más en mi cabeza. Pero
¿qué puede hacerse en un mundo donde la gente prefiere morir en un desierto, aunque
se le demuestre que puede convertirse en un vergel; donde los hombres se matan
invirtiendo millones para desarrollar un nuevo motor de gasolina cuando se ha
demostrado hasta el cansancio que los combustibles fósiles acabarán matándonos a
todos? Sí, estoy furioso. ¿Acaso no tengo motivos?

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La joven dejó que el eco de su voz reverberara por el jardín y escapara por la
abertura que coronaba el atrio. Esperó un rato más, antes de hacerle recordar que
estaba allí con ella, y no frente a sí mismo y a su furia. Cuando él lo advirtió, dejó
asomar una sonrisa avergonzada.
Entonces, ella le dijo:
—Tal vez usted se adelante a las preguntas, en lugar de hacerlas en el momento
adecuado. Creo que la gente que vive citando viejos proverbios lo que hace es no
pensar, pero hay uno que sí vale la pena: «Cuando una pregunta se formula
correctamente, también se enuncia su respuesta». —Guardó silencio para ver si
realmente le estaba prestando atención. Vio que sí, y continuó—. Se lo explicaré de
otro modo. Si pone la mano sobre una estufa al rojo y se pregunta: «¿Cómo puedo
evitar que se me queme la mano?», la respuesta es muy clara, ¿no cree? Si el mundo
se obstina en rechazar lo que usted tiene para ofrecer… habrá alguna forma de
plantear la pregunta que encierre la respuesta.
—La respuesta es simple —espetó con sequedad—. La gente es idiota.
—Ésa no es la respuesta, y usted lo sabe.
—¿Y cuál es?
—Ah, no puedo decírselo. Lo único que sé es que la forma en que usted hace las
cosas, al menos en lo que respecta a la gente, es más importante que lo que hace. Si
quiere resultados… Usted sabe muy bien cómo conseguir lo que quiere con ese árbol,
¿verdad?
—¡Vaya!
—Las personas también son seres vivos, que crecen. No sé ni la centésima parte
de lo que usted sabe acerca de bonsais, pero creo comprender una cosa: cuando se
desea comenzar uno, no se escogen los árboles fuertes, erguidos y sanos. Los bonsais
más hermosos se hacen con los árboles endebles y deformes. Si lo que quiere es dar
forma a la humanidad, debería tenerlo presente.

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HOUSTON, HOUSTON,
¿ME RECIBE?
James Tiptree, Jr.

Mejor novela corta, 1976

PREFACIO DEL EDITOR

El cuento corto de James Tiptree, Jr., titulado «El amor es el plan, el plan es la
muerte» aparece también en esta antología. En sus palabras preliminares supimos
que Tiptree era, en realidad, el seudónimo de Alice B. Sheldon.
Es absolutamente adecuado y justo que dos obras de una autora tan sobresaliente
honren esta colección. Pero lamento que no figure otro de sus relatos, «El eslabón
más débil» (The Screwfly solution), que escribió con el seudónimo de Raccoona
Sheldon, y que ganó el Nebula al mejor relato en 1977. En mi opinión, es uno de los
cuentos de ciencia ficción más vigorosos e inolvidables que he leído.
Pero tengo un solo voto.

* * *

Lorimer pasea la mirada por el inmenso recinto atestado, tratando de percibir las
voces, tratando, también, de ignorar la garra en sus entrañas que le anuncia la
inminencia de un recuerdo angustioso. Pero es en vano: revive otra vez ese momento
lejano. Él, que corre a ciegas —¿o es que lo han empujado?— hacia ese lavabo de la
Escuela Superior Evanston, con la bragueta abierta, el miembro en la mano. Todavía
le parece ver la cremallera gris de los vaqueros alrededor del glande rosado y
expuesto. Los murmullos. La sensación nauseabunda de ver que se vuelven los
rostros equivocados, las figuras inesperadas. La primera risa tonta y estrepitosa. Eran
chicas. Estaba en el lavabo de las chicas.
Aparta el rostro con pesar, después de tantos años, para evitar la mirada de las
mujeres. La cabina se arquea por encima de su cabeza y lo rodea de objetos extraños:
las molduras del gabinete, la sombra vaga de las gemelas, el trabajo en cuero de
Andy, la maldita enredadera kudzu que se enrosca por todas partes, los pollos. Qué
acogedor… Está atrapado. Irremediablemente atrapado de por vida en todo lo que
más odia. Desestructuración. Banalidades personales, intimidades intrascendentes.
Exigencias que nunca podrá cumplir. Ginny: Nunca hablas conmigo… Ginny, amor,
piensa involuntariamente. Pero el dolor no llega.

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Sobre él estalla la carcajada de Bud Geirr. Bud está bromeando con algunas de
ellas, oculto tras un tabique. Pero Dave está a la vista. En el lado opuesto del recinto,
el mayor Norman Davis inclina su perfil barbado sobre una mujer morena y menuda
que Lorimer no logra enfocar. No obstante, la cabeza de Dave resulta curiosamente
pequeña y recortada; en realidad, todo el lugar parece extraño. En el «techo» se oye
un cacareo: un gallo en su cesta.
En ese momento, Lorimer tiene la certeza de que lo han drogado.
Curiosamente, la idea no lo irrita. Se inclina, o mejor dicho, se tiende hacia atrás
con las piernas cruzadas, en el ambiente de gravedad cero, y deja que su mirada se
pose sobre el rostro de la mujer con la que ha estado hablando. Connie. Constantia
Morelos. Una mujer alta, con cara de luna y un holgado pijama verde. En realidad,
nunca le preocupó hablar con las mujeres. Qué ironía.
—Supongo que es posible que en cierto sentido no estemos aquí —dice en voz
alta.
No suena muy claro, mas ella asiente, interesada. Observa mis reacciones, se dice
Lorimer. Las mujeres son envenenadoras por naturaleza. ¿Lo habrá dicho en voz alta?
Su expresión no cambia. La visión adquiere una agradable lucidez local. La tez de
Connie le resulta tersa y de aspecto sano. De un tono aceitunado, después de dos años
en el espacio. Era granjera, recuerda él. Poros dilatados, pero sin ese aspecto reseco
que asocia con las mujeres de su edad.
—Probablemente nunca has usado maquillaje —le dice. Ella se asombra—. Polvo
facial. Maquillaje compacto. Ninguna de vosotras parece usarlo.
—¡Ah! —Sonríe y se le ve un cliente partido—. Ah, sí. Creo que Andy tiene…
—¿Andy?
—Para las obras de teatro. Obras históricas. Andy sabe mucho de eso.
—Claro. Obras históricas.
El cerebro de Lorimer parece expandirse, adquirir levedad. Entiende claramente,
y los millones de partes y fragmentos encajan dentro de un patrón. Patrones mortales,
advierte. Pero la droga lo protege, en cierto modo. Como una anfetamina, pero sin
presión. ¿Será algo que emplean en sus relaciones sociales? No. Los están
observando.
—Conejillas espaciales. Todavía no lo creo —ríe Bud, burlón. Posee una voz
expresiva y franca, que agrada a la gente. A Lorimer sigue gustándole, después de dos
años.
—Oíd, chicas. Tenéis niños, allá, ¿qué opina vuestra gente de que estéis volando
por el cielo con el viejo Andy, eh?
Bud aparece en su campo visual, con un brazo alrededor del hombro de una de las
gemelas. La que se llama Judy Paris, se dice Lorimer. Con las gemelas nunca se sabe
con seguridad. Camina pasivamente a un costado del corpachón de Bud. Es una chica
sencilla, de senos prominentes, con un vaporoso pijama amarillo. El cabello negro le

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flota, algo crespo. Se acerca a ellos la cabeza pelirroja de Andy. Parece tener unos
dieciséis años, lleva en la mano una gran bola espacial.
—El viejo Andy… —Bud menea la cabeza, y la sonrisa le asoma bajo el bigote
poblado y oscuro—. Cuando yo tenía tu edad, la gente no dejaba que las mujeres
anduvieran volando conmigo.
Los labios de Connie se arquean ligeramente. En la mente de Lorimer, los
fragmentos van encajando. Yo sé, piensa. ¿Sabes que sé? Su cabeza es vasta y
cristalina, muy hermosa, en serio. Es más fácil pensar. Mujeres… En su mente no hay
formas compactas y generalizadas; sólo unos pocos rostros que hablan en una matriz
de irrelevancia elusiva. Humanos, claro. Necesidad biológica. Sólo que… ¿muy
difusa? ¿Sin sentido? Su hermana Amy, soprano con trémolo: «Claro que las mujeres
podríamos contribuir tanto como los hombres, si nos trataseis de igual a igual. ¡Ya lo
veréis!». Y luego, va y se casa con ese idiota por segunda vez. En fin, ahora será él
quien ya lo verá.
—Enredaderas kudzú —dice en voz alta. Connie sonríe. Todos sonríen mucho…
—¿Qué opinas de esto? —farfulla Bud alegremente—. ¿Alguna vez pensaste que
veríamos chicas en gravedad cero, Dave? ¡De película! ¡Yuju…! —Desde el otro lado
del recinto, la cabeza barbada de Dave se vuelve hacia él, sin sonreír.
—Y el viejo Andy las tenía a todas para él solo. Vas a quedarte enano, chico. —Y
le descarga un manotazo en el brazo. Andy se sujeta al tabique. Bud no puede estar
borracho, piensa Lorimer; sólo tomó sidra de frutas… Pero por lo general no habla
como un tejano de película. Debe de ser la droga.
—Oye, no quería ofenderte —dice Bud al chico con toda seriedad—. En serio.
Perdona a este hermano carente de pirvi… de privilegios. Estas chicas son buena
gente, ¿lo sabéis? —dice a la joven—. Podríais estar guapísimas si os arreglarais un
poco. Mirad, puedo enseñaros. El viejo Buddy es un experto en estas cosas. Espero
que no os importe que os lo diga. En realidad, ahora ya estáis guapísimas.
Encoge los hombros, extiende un brazo y estrecha también a Andy. El abrazo los
eleva hacia arriba. Judy ríe excitada. Casi parece bonita.
—Bebamos un poco más de este buen brebaje. —Bud los impulsa hacia el estante
con las bebidas, que, para la ocasión, han decorado con guirnaldas de margaritas y
hojas verdes.
—¡Feliz Año Nuevo! ¡Felicidades para todos!
Rostros que se vuelven, y más sonrisas. Sonrisas auténticas, piensa Lorimer, tal
vez les gusten las celebraciones, de verdad. Siente que tiene un tiempo infinito para
examinar cada acontecimiento, mientras las consecuencias posibles se suceden en
facetas de cristal. Soy una cámara de eco. Es agradable ser el observador. Pero los
demás también observan. Aquí se ha iniciado algo. ¿Se dan cuenta? Todos tan
vulnerables; nosotros tres y ellos cinco, en esta nave frágil. No lo saben. En su mente
acecha un temor desconectado de toda acción.

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—Lo hemos hecho, por Dios —ríe Bud—. Tengo que concedéroslo, chicas. Os
felicito. No tendríamos que estar aquí. ¿Sabéis qué? Tal vez, después de todo, decida
seguir en el servicio. ¿Crees que tendrán un sitio para el viejo Bud en el programa
espacial, pequeña?
—Ya basta, Bud —dice Dave tranquilamente desde la pared opuesta—. No quiero
que utilices el nombre del Creador de ese modo. —Su barba hirsuta de color castaño
le da una severidad patriarcal. Dave tiene cuarenta y seis años; es diez mayor que
Bud y Lorimer. Veterano de seis misiones terminadas con éxito.
—Ah, mis disculpas, mayor Dave, amigo. —Bud ríe mirando a la chica con aire
de complicidad—. Es nuestro oficial comandante. Un tipo estupendo. ¡Eh, doc! —
llama—. ¿Cómo andas? ¿Has brindado?
—Salud —se oye decir Lorimer.
El complejo estrato de sus sentimientos sobre Bud se eleva como un monstruo
mitológico bajo la luna de su mente. Es como una cosa muda, sumergida, que posee
con respecto a ellos, a todos los Buds, los Daves, los mesomorfos indomables,
alegres, capaces, disciplinados y duros de mollera con los que ha compartido la vida.
Mesoectos, se corrige; los astronautas no son atletas sin cerebro. Él les gusta; ya se ha
cuidado bien de ello. Les ha gustado lo suficiente para que lo incluyeran en el
Sunbird y lo nombraran científico oficial de la primera misión circunsolar. Ese Doc
Lorimer es un tipo listo; figurará en la tripulación. No es como esos investigadores
idiotas; no es ningún gilipollas. Cumple bien con su trabajo, con su cuerpo menudo y
sus observaciones impasibles. Y con tantos años de bolos, de baloncesto, de tenis, de
esquí (que le dejó un tobillo roto), de fútbol americano (que le partió la clavícula)…
Mirad a ese doctor, qué tipo duro. Los tipos de arriba le palmeaban la espalda, lo
aceptaban. Era su científico favorito.
El único problema reside en que él ya no es ningún científico. Le sacó el jugo a su
trabajo de posgrado sobre el plasma. Fue un golpe de suerte. Hace muchos años que
dejó las matemáticas, y no piensa volver. Tiene demasiados intereses, y ha pasado
demasiado tiempo explicando cuestiones básicas. Soy un medio piloto, piensa. Si
fuese treinta centímetros más alto y pesara cuarenta kilos más, sería uno de ellos. Uno
de ellos. Un alfa. Probablemente sientan la bilis beta por debajo de la piel. ¿Acaso las
bromas en el Sunbird no se habían vuelto un poco más pesadas durante el último año?
Un año de jugar al gin con Dave. De ajustar la maldita bicicleta de ejercicios a un
ritmo que él no podía seguir. Pero no lo hacían a propósito. Formamos un equipo.
Lo asalta el recuerdo de los vaqueros abiertos, el final doloroso, los rostros
sonrientes esperándolo fuera, cuando salió tropezando. Los aullidos, la pierna del
pantalón toda mojada. Rió con ellos, fingió tomárselo con calma. Ya veréis,
mamones, ya os lo demostraré. No soy ninguna chica.
La voz de Bud resuena y canturrea:
—¡Y Feliz Año Nuevo para todos, les deseamos desde aquí! —Imita la voz
pastosa de la NASA—. Oíd, ¿por qué no les enviamos una señal? Saludos para todos

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los terrícolas… digo para los lunícolas. Un feliz año no-sé-cuántos para todos. —
Resuella cómicamente—. Papá Noel existe, Houston, nunca habéis visto nada igual.
Houston, dondequiera que esté, ¿me recibe?
En el silencio, Lorimer ve que el rostro de Dave se convierte en el del mayor
Norman Davis, al frente de la tripulación.
Y sin advertencia alguna regresa al pasado, al año anterior, en el módulo de
mando del Sunbird, averiado y abollado, tras asomar por detrás del Sol. Es el efecto
de la droga, piensa, a medida que la memoria lo envuelve en derredor, tan real. Basta.
Trata de aferrarse a la realidad, a la sensación de problemas que percibe bajo la
superficie.
Pero no puede. Está allí, recostado en la litera triple, detrás de Dave y de Lorimer,
como siempre, eludiendo su lugar de oficial en el medio, viendo, a su lado, los
reflejos contra la negrura en la escotilla inútil. La capa externa ha sido endurecida;
alcanza a distinguir una mancha brillante que debe de ser Spica, y que flota a través
de la imagen de la cabeza de Dave, de tal modo que su vendaje parece una corona
infantil.
—Houston, Houston, aquí el Sunbird —repite Dave—. Sunbird llamando a
Houston. ¿Houston, me recibe? Cambio, Houston.
Comienzan a contar los minutos. Les dan siete: ciento veinte millones de
kilómetros. Un amplio margen.
—El problema son los beneficios tan altos —dijo Bud alegremente. Lo dice casi
todos los días.
—Imposible. —La voz de Dave es paciente, también como de costumbre—. La
señal se emite. Pero aún hay demasiada interferencia del sol, ¿no es cierto, Doc?
—La radiación residual de las llamas está en línea con nosotros —asiente
Lorimer—. Puede que les haya costado mucho rastrearnos. —Por milésima vez
registra la gratificación mínima y ridícula que le produce el hecho de que le
consulten.
—Mierda, estamos más allá de Mercurio. —Bud menea la cabeza—. ¿Cómo
vamos a enterarnos de quién ha ganado la Liga?
También suele decir eso. Forma parte de un ritual, allí, en la noche eterna.
Lorimer observa el fulgor de Spica que se desplaza por el reflejo del rostro rizado de
Bud. Tiene los bigotes ralos y despeinados, como si fuera un Fu-Manchú rubio. En el
rincón de popa de la escotilla se ve un resplandor en franjas. Serán los restos de los
acumuladores de energía de las compuertas, achicharrados por la explosión solar que
los embistió un mes atrás y que los fundió contra las capas exteriores de la ventana.
Eso fue cuando Dave se partió la cabeza en el panel sexológico. Lorimer estaba
enfrascado en sus experimentos sobre ondas gravitatorias cuando ocurrió la
explosión. Aún no se fía de las lecturas. Por suerte la corriente de partículas dejó un
sector de la ventana frontal; aún tienen unos treinta grados de visión nítida por

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delante. Allí se ve la red brillante de las Pléyades, que se diluye en una mancha de
luz.
Doce minutos… Trece… El altavoz crepita y suspira, vacío. Catorce. Nada.
—Sunbird a Houston. Sunbird a Houston. Cambio, Houston. Sunbird fuera. —
Dave devuelve el micrófono al soporte—. Démosle veinticuatro más.
Aguardan, como en un ritual. Al día siguiente, Packard responderá. Tal vez.
—Sería bueno volver a la Tierra —comenta Bud.
—No vamos a gastar más combustible, por si acaso —le recuerda Dave—. Me fío
de las cifras de Doc.
No se trata de mis cifras, sino de los hechos elementales de la mecánica celeste,
piensa Lorimer. En octubre hay un solo lugar donde puede estar la Tierra. Nunca lo
dice, y menos a un hombre que puede encontrar soluciones al viaje entre dos cuerpos
intuitivamente cuando sabe dónde se encuentran los cuerpos. Bud es un buen piloto y
aún mejor ingeniero. Dave es el mejor que hay. No se enorgullece de serlo.
—Que el Señor nos ayude, Doc, si se lo permitimos.
—Va a ser bastante jodido, si el radar se ha atascado —dice Bud, perezosamente.
Todos lo piensan por centésima vez. Será más que difícil. Dave lo logrará. Por eso
está ahorrando combustible.
Los minutos pasan.
—Eso es —dice Dave, y una voz colma la cabina, y nos deja atónitos.
—¿Judy? —Es una voz aguda y clara. Una voz de mujer.
—Judy, cómo me alegro de haber tomado contacto con vosotros. ¿Qué estáis
haciendo en esta frecuencia?
Bud exhala el aliento con lentitud. Transcurre un segundo interminable hasta que
Dave coge el micrófono.
—Sunbird. Te recibo. Somos la misión Sunbird llamando a Houston. Eh…
Sunbird Uno llamando al Comando de Control Houston. Identifícate, ¿quién eres?
¿Puedes repetir nuestra señal? Cambio.
—Algún salto —dice Bud—. Un radioaficionado increíble…
—¿Tienes problemas, Judy? —pregunta la voz de mujer—. No te oigo. Tu voz
suena fatal. Espera un momento.
—¿Ésta es la Misión Espacial Sunbird Uno de Estados Unidos? —repite Dave—.
Misión Sunbird llamando al Centro Espacial de Houston. Estás interfiriendo nuestro
canal. Identifícate, repito, identifícate y di si puedes repetir nuestra señal a Houston.
Cambio.
—Mal, Judy, inténtalo una vez más —pide la chica.
De pronto, Lorimer se acerca al Lurp, el experimento Acumulador de Densidad
de Partículas de Largo Rango. Activa su motor de eje. El eje rechina y se sacude; por
suerte, durante la explosión se retrajo pero no llegó a fundirse. Coloca el pulso de la
sonda al máximo y comienza a realizar el barrido manualmente.

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—Estás interceptando tráfico oficial de la misión espacial de Estados Unidos al
Control de Houston —anuncia Dave con energía—. Si no puedes retransmitir a
Houston, sal del aire. Estás violando una disposición federal. Responde: ¿puedes
repetir la señal al Centro Espacial de Houston? Cambio.
—Se sigue oyendo muy mal —dice la chica—. ¿Qué es Houston? ¿Quién habla?
Sabes que no tenemos mucho tiempo. —Su voz suena dulce, pero nasal.
—Dios mío, está cerca —comenta Bud—. Está cerca…
—Retenla —dice Dave, y se dirige al radarescopio improvisado de Lorimer.
—Allí. —Lorimer señala un pequeño pico estable en el extremo de la huella de
lectura, en la dispersión transcoronal. Bud se asoma, también.
—¡Un duende!
—Allí hay alguien…
—¿Hola, hola? Ya os tenemos —exclama la chica—. ¿Por qué estáis tan lejos?
¿Sufrís una avería, os atrapó la explosión?
—Reténlos —advierte Dave—. ¿Cuál es la situación, Doc?
—Más de trescientos mil kilómetros, cálculo estimado. Posiblemente se estén
alejando de nosotros, y giren alrededor del sol. ¿Podrían ser cosmonautas, alguna
misión soviética?
—A lo mejor han salido para ganarnos la mano y se han perdido.
—¿Con una chica? —objeta Bud.
—Ya lo han hecho. ¿Estás grabando, Bud?
—Sí. —Sonríe—. Desde luego, ésa no parecía una chica rusa. ¿Quién demonios
es Judy?
Dave lo piensa un instante y conecta el micrófono.
—Habla el mayor Norman Davis, a cargo de la nave espacial Sunbird Uno, de
Estados Unidos. Os hemos detectado en el radar. Solicitamos identificación. Repito.
¿Quiénes sois? Cambio.
—Judy, déjate de bromas —se queja la voz—. Sólo falta un minuto para que te
perdamos. ¿No te das cuenta de que estamos preocupados por vosotros?
—Sunbird a nave no identificada. No habla Judy. Repito: no habla Judy. ¿Quién
es usted? Cambio.
—¿Qué…? —dice la chica, pero alguien la interrumpe—. Espera, Ann.
El altavoz crepita. Y luego aparece otra voz de mujer:
—Habla Lorna Bethume, de Escondita. ¿Qué sucede aquí?
—Soy el mayor Davis, a cargo de la misión Sunbird, de Estados Unidos, de
regreso a la Tierra. No reconocemos ninguna nave de nombre Escondita. ¿Podríais
identificaros? Cambio.
—Acabo de hacerlo. —Parece mayor, aunque la voz también suena nasal—. No
hay ninguna nave llamada Sunbird ni estáis yendo rumbo a la Tierra. Si se trata de
una broma de Andy, no nos hace gracia.

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—No se trata de ninguna broma, señora —explota Dave—. Ésta es la misión
circunsolar norteamericana, y somos astronautas estadounidenses. No vemos con
agrado vuestra interferencia. Fuera.
La mujer comienza a hablar, pero queda ahogada por un chisporroteo estático.
Dos voces se cruzan fugazmente. A Lorimer le parece oír las palabras «programa
Sunbird» y algo más. Bud manipula el silenciador y la interferencia se reduce a un
zumbido.
—Eh… ¿Mayor Davis? —La voz se oye más débil—. ¿Ha dicho usted que van
rumbo a la Tierra?
Dave frunce el ceño ante el micrófono y responde con brusquedad:
—Afirmativo.
—Bien. No entendemos vuestra órbita. Creo que estáis siguiendo unas
características de navegación muy inusuales; nuestras lecturas indican que, si
continuáis en el rumbo actual, no llegaréis a ninguna parte. Perderemos la señal en un
par de minutos. Ah, ¿podríais decirnos dónde veis la Tierra en este momento? No
importan las coordenadas; sólo indicad la constelación.
Dave vacila y luego alza el micrófono.
—Doc…
Lorimer dice a las voces:
—La posición aparente de la Tierra es en Piscis. Aproximadamente a tres grados
de P. Gamma.
—No —responde la mujer—. ¿No veis que está en Virgo? ¿No veis nada?
Lorimer se fija en el punto brillante de la escotilla.
—Hemos sufrido ciertos daños…
—Mantén el contacto… —ordena Dave.
—… En una ventana, durante una perturbación que encontramos en el perihelio.
Naturalmente, conocemos la posición relativa de la Tierra en esta fecha, diecinueve
de octubre…
—¿Octubre? Estamos en marzo. Es quince de marzo. Debéis… —La voz se
pierde en un chillido.
—Frente de E-M —dice Bud, mientras sintoniza. Todos se inclinan ante el
altavoz desde ángulos distintos. Lorimer está cabeza abajo. Se oye un estallido de
ruido espacial. La nave desconocida está demasiado cerca del horizonte coronal.
—… Detrás de vosotros… —Oyen. Más aullidos—. Banda… tratad. … nave… si
podéis, vuestra señal… —Y no oyen nada más.
Lorimer se aparta y observa el fulgor a través de la ventana. Tiene que ser Spica.
Pero está elongada, como si detrás hubiese un segundo punto. Imposible. En su
interior, cierta inquietud intenta brotar, mientras las voces de las mujeres resuenan en
su cabeza.
—Repite la grabación —ordena Dave—. En Houston querrán oír esto…

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Vuelven a escuchar a la chica que llama a Judy, a la mujer que afirma llamarse
Lorna Bethume. Bud levanta un dedo.
—Aquí se oye una voz masculina. —Lorimer se esfuerza por percibir las palabras
que le ha parecido oír. La cinta termina.
—Espera que Packard tenga esto… —Dave se restriega los brazos—. ¿Recordáis
cómo atrajeron a Howie? Le dijeron que venían a rescatarlo.
—Parece que nos quieren en su frecuencia —sonríe Bud—. Deben de creer que
estamos realmente lejos. Oíd, parece que esta otra cápsula va a aparecer. Aquí se está
formando un cúmulo…
—Si aparece —interviene Dave—, da la voz de alerta, Bud. Las baterías lo harán.
Lorimer observa el resplandor de Spica, o de Spica y algo más, y se pregunta si
alguna vez comprenderá la aceptación casual de algún truco o estratagema allí, en esa
soledad indescriptible. En fin, si esos desconocidos salen del mismo molde, podría
ser. En voz alta, dice:
—Escondita es un nombre más bien raro para una misión soviética. Creo que
significa «oculta» en español…
—Hum… —dice Bud—. Ah, ya sé de qué conozco ese acento: es australiano. En
Hickam teníamos unas chicas australianas. ¡Australia! ¿Crees que están enviando
alguna clase de señal combinada?
Dave menea la cabeza.
—No tienen instrumentos ni condiciones para eso…
—Nos hemos topado con un fenómeno bastante extraño, Dave —interviene
Lorimer, con aire pensativo—. Empiezo a desear que pudiésemos comprobarlo visual
mente.
—¿Te equivocaste?
—No. La Tierra está donde había calculado, si es octubre. Virgo está donde
aparecería en marzo.
—Entonces es eso —sonríe Dave, saliendo de su litera—. ¿Has estado durmiendo
cinco meses, Rip van Winkle? Podríamos echar una partidita antes de comenzar a
trabajar.
—Me gustaría saber qué aspecto tienen esas chicas —dice Bud, y apaga el
transreceptor—. ¿Puedo ayudarla con su traje espacial, señorita? Oiga, señorita, tire
de allí, pspsps. ¿Me estás oyendo, Doc?
—Sí. —Lorimer saca sus cartas de navegación. Los demás van a proa por el túnel
hasta la pequeña sala de día, y no hacen más comentarios sobre la presencia de la
extraña nave o de las naves que hay en el exterior. Lorimer está más perturbado de lo
que quisiera. Todo se debe a aquella maldita frase.
El aburrido período de ejercicios llega y se va. Hora de almorzar. Dan a las
viandas un calor mínimo para conservar energía. Pollo a la King otra vez. Bud pone
ketchup en el suyo y rompe el silencio habitual con una graciosa anécdota acerca de
una chica australiana. Se esfuerza en censurar su lenguaje para adecuarse al código

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tácito de expresión que impera en el Sunbird. Después de la comida, Dave regresa al
módulo de comando. Bud y Lorimer continúan con su tarea habitual de revisar los
trajes y los equipos para que se haga una evaluación de daños fuera de la cápsula en
cuanto disminuya el nivel de radiación.
Están a punto de irse cuando Dave los llama. Lorimer aparece por el túnel y oye
una voz de mujer:
—… Un viaje malogrado. ¿Qué dijo Lorna? ¡Gloria, cambio!
Conecta el Lurp y comienza el sondeo. Esta vez, sin resultado.
—O bien están en línea, detrás de nosotros, o se encuentran en el cuadrante del
sol —informa, por fin—. No puedo aislarlos.
El altavoz deja oír otro débil hilo de sonido.
—Ése podría ser su control de tierra —estima Dave—. ¿Cómo está el horizonte,
Doc?
—Cinco horas; noroeste Siberia, Japón, Australia.
—Te dije que los altos beneficios están jodiéndolo todo. —Bud da energía al
motor de su antena—. Tranquilo, tranquilo… El marco está torcido, nada más…
—No lo hagas chasquear —ordena Dave, pero sabe que Bud no lo hará.
El chillido se desvanece y retorna el pulso.
—Eh, podemos usarlo, en serio —dice Bud—. Podemos calibrarlo para
recibirlos…
Una dura voz de soprano interviene, de pronto:
—… Deben de estar fuera de nuestra órbita. Intentadlo otra vez alrededor de Beta
Aries.
—Otra muchachita. Se ha arreglado —dice Bud, alegremente—. Creo que
nuestros problemas se han terminado. El cacharro ha dado una torsión de ciento
cuarenta y nueve grados. ¡Yuujuu!
Vuelve la primera chica:
—¡Los vemos, Margo! Pero es pequeñísimo… ¿Cómo pueden vivir ahí? Tal vez
sean extraterrestres diminutos. Cambio.
—Ésa es Judy… —bromea Bud—. Dave, esto es cosa de locos: todos hablan en
inglés. Debe de ser alguna misión de las Naciones Unidas.
Dave se masajea los codos y cierra los puños; piensa. Esperan. Lorimer se queda
meditando sobre los ciento cuarenta y nueve grados desde Gamma Piscium.
Al cabo de trece minutos, se oye la voz desde la Tierra:
—Judy, llama al resto, ¿quieres? Vamos a transmitiros la conversación para que
todos podáis escuchar. Dos minutos. Ah, mientras esperamos, Zebra quiere decirle a
Connie que el bebé está bien. Y tenemos una nueva vaca…
—Es un mensaje cifrado —apunta Dave.
Se oye la grabación. Los tres hombres escuchan una vez más a Dave que llama a
Houston entre una lluvia de ruido solar. La transmisión se despeja rápidamente y se

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interrumpe cuando la mujer dice que otra nave, el Gloria, está detrás de ellos, más
cerca del sol.
—Hemos estado repasando algunos textos de historia —resume la voz de la
Tierra—. Hubo un mayor Norman Davis en el primer vuelo Sunbird. Mayor era un
rango militar. ¿Los habéis oído decir «Doc»? Había un doctor científico a bordo,
Orren Lorimer. El tercer integrante era un capitán —ése es otro rango—, Bernhard
Geirr. Eran ellos tres, todos hombres, por supuesto. Creemos que tenían un motor a
reacción primitivo y no demasiado combustible. La cuestión es que la primera misión
Sunbird se perdió en el espacio. Nunca salieron de detrás del sol. Esto sucedió en la
misma época en que se produjeron las grandes explosiones. Jan piensa que deben de
haber pasado cerca de alguna; ya los habéis oído decir que sufrían una avería…
Dave gruñe. Lorimer lucha contra la inquietud que le quema las entrañas como
una chispa.
—O bien son quienes aseguran, o bien se trata de fantasmas. O acaso son
extraterrestres que fingen ser personas. Jan dice que tal vez la perturbación de esas
explosiones colosales alteró su dimensión local del tiempo. ¿Qué veis desde ahí? ¿Se
ven luces?
Dimensión del tiempo… nunca regresaron… La mente de Lorimer se cierra sobre
la realidad de las dos cabezas barbadas e inmóviles y se niega a admitir las palabras
que le ha parecido escuchar: Antes del año dos mil… El lenguaje, piensa. Tendría que
haber cambiado. Se tranquiliza.
Una profunda voz de barítono interviene:
—¿Margo?
En el Sunbird, los ojos se alertan.
—… Como ésa grande, que hubo hace cincuenta años. Tuvimos suerte de estar
allí cuando estalló. —La voz del hombre también tiene acento australiano—. Lo más
interesante fue que confirmamos la turbulencia de la gravedad. Es periódica, pero no
ondulatoria. Es violenta. Nos vapuleó un poco. El espacio se halla sometido a una
tensión enorme allí. Pensamos que parece correcta la teoría de France según la cual
nuestro sistema está pasando a través de un cúmulo de microagujeros negros.
—France —musita Bud. Dave lo mira con aire pensativo.
—Resulta difícil imaginar que algo pueda haber sido desplazado en el tiempo,
pero está aquí, quienesquiera que fuesen. Se encuentran a ochocientos kas de
nosotros y se dirigen a Aldebarán. Como dijo Lorna, si quieren llegar a la Tierra están
en problemas, a menos que tengan muchísimos ges de reserva. ¿Crees que
deberíamos intentar hablar con ellos? Cambio. Ah, os felicito por la vaca. Cambio
otra vez.
—Agujeros negros… —silba Bud por lo bajo—. Eso va por ti, Doc. ¿Estamos en
algún agujero negro?
—No creo, de lo contrario no estaríamos aquí. —Si lo estamos, agregó Lorimer
para sus adentros. Un cúmulo de microagujeros negros… ¿Qué sucede cuando

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fragmentos de materia totalmente colapsada se aproximan entre sí o chocan, digamos,
en la fotosfera de una estrella? ¿Perturbación del tiempo? Basta ya. En voz alta,
responde—: A lo mejor quieren decirnos algo, Dave.
Dave guarda silencio. Los minutos pasan.
Por fin regresa la voz de la Tierra, diciendo que tratarán de establecer contacto
con los desconocidos en su frecuencia original. Bud mira a Dave y sintoniza el
selector.
—Llamando a Sunbird… —dice la chica lentamente, con voz nasal—. Central
Luna llamando al mayor Norman Davis, de Sunbird Uno. Hemos interceptado vuestra
conversación con nuestra nave Escondita. Nos intriga muchísimo saber quiénes sois y
cómo habéis llegado aquí. Si realmente sois Sunbird Uno creo que debéis de haber
saltado en el tiempo cuando pasasteis por la corona solar. —Pronuncia relajadamente:
«tiampo».
»Nuestra nave Gloria está cerca de vosotros, os ven en su radar. Creemos que
debéis de tener un grave problema de curso, pues le dijisteis a Lorna que ibais a la
Tierra y que creíais estar en octubre, con la Tierra en Piscis. No es octubre, sino
marzo, quince de marzo. Repito la fecha terrestre («tarrestre», dice): quince de
marzo, veinte horas. Podréis ver la Tierra muy cerca de Spica, en Virgo. Dijisteis que
teníais una ventana averiada. ¿Por qué no la arregláis? Creemos que tendréis que
hacer una gran corrección de rumbo. ¿Disponéis de suficiente combustible? ¿Tenéis
ordenador? ¿Y cómo andáis de agua, aire y alimentos? ¿Podemos ayudaros? Estamos
escuchando en esta frecuencia. Luna a Sunbird Uno, adelante.
En el Sunbird, nadie se mueve. Lorimer lucha contra una erupción interna. Nunca
regresaron. Saltaron en el tiempo. En el silencio que se alarga, comienza a
inflamársele el quiste de recuerdos que ha aprendido a suprimir.
—¿No vais a responder?
—No seáis imbéciles —replica Dave.
—Dave. Ciento cuarenta y nueve grados es la diferencia entre Gamma Piscium y
Spica. La transmisión procede de donde dicen que está la Tierra.
—Te equivocaste…
—No. Tiene que ser marzo.
Dave parpadea como si una mosca lo molestara.
Al cabo de un cuarto de hora, la voz de la Luna vuelve a repetir todo el discurso,
y termina diciendo:
—Por favor, adelante.
—No es una cinta grabada. —Bud desenvuelve un chicle y agrega el plástico al
cuidadoso fardo que hay detrás de los conductores del giroscopio. A Lorimer se le
pone la piel de gallina, mientras contempla el resplandor difuso de Spica. ¿Spica más
la Tierra? La incredulidad se apodera de él y lo mece con la dolorosa imagen de un
sinfín de rostros y de voces, con el chisporroteo de tocino frito, el crujir de la silla de
ruedas de su padre, la textura de la tiza sobre una pizarra iluminada por el sol, las

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piernas desnudas de Ginny sobre el sofá floreado, el recuerdo de Jenny y de Penny,
que corren peligrosamente cerca de la cortadora de césped. Las niñas serán más altas;
Jenny, casi tanto como su madre. Su padre vive con Amy en Denver, resuelto a seguir
vivo hasta que su hijo regrese. Cuando regrese… Tiene que ser una locura. Dave
tiene razón. Es un truco, un truco insensato. El lenguaje…
Un cuarto de hora más. La voz inexpresiva y seria vuelve a repetir el mensaje,
con más énfasis. Dave ha fruncido el ceño, como si escuchara un inmundo programa
deportivo. Lorimer tiene la idea de que va a desconectar y a proponer una partidita de
gin; desea que lo haga. La voz anuncia que cambiará de frecuencia.
Bud vuelve a sintonizar, mascando con toda calma. Esta vez, la voz tartamudea en
un par de frases. Parece cansada.
Otra espera. Otra hora. La mente de Lorimer se aferra sólo al punto brillante de
Spica, que lo socava. Bud canturrea un compás de Cintas Amarillas y vuelve a
enmudecer.
—Dave —dice Lorimer, por fin—. Nuestra antena está apuntando directamente
hacia Spica. No me importa que pienses que me equivoqué. Si la Tierra está allí,
tenemos que cambiar pronto de rumbo. Mira, ya ves que puede tratarse de una doble
fuente de luz. Tenemos que comprobarlo.
Dave no responde. Bud guarda silencio, pero sus ojos se dirigen a la escotilla, al
tablero de instrumentos, a la escotilla una vez más. En una esquina del tablero hay
una fotografía de su mujer, Patty, una pelirroja alta y sonriente. Lorimer suele tener
fantasías con ella. Tiene una vocecita suave, y es tan alta… Algunos hombres bajos
se buscan mujeres altas; a Lorimer le resulta algo indigno. Ginny es tres centímetros
más baja que él. Sus hijas serán más altas. Y Ginny insistió en quedar embarazada
antes de que él se marchara, a pesar de que él no tendría permiso. Tal vez, tal vez un
varón, un hijo… Basta. Piensa en cualquier otra cosa. Bud… ¿Amará a Patty? ¿Quién
lo sabe? Él sí que ama a Ginny. A ciento diez millones de kilómetros.
—¿Judy? —llama Central Luna, o quienquiera que fuese—. No responden.
¿Quieres intentarlo tú? Pero oye, hemos estado pensando… Si esta gente realmente
viene del pasado, les será muy traumático aceptarlo. Tal vez empiezan a darse cuenta
de que nunca más volverán a ver su mundo. Myda dice que estos hombres dejaban
hijos y mujeres; en tal caso, los echarán de menos terriblemente. Para nosotros es
todo un descubrimiento fascinante, pero para ellos será una desgracia. La conmoción
podría ser tal, que les impidiera responder. Podrían tener miedo. Tal vez piensen que
somos extraterrestres o alucinaciones. ¿Te das cuenta?
Cinco segundos después, la chica dice:
—Da, Margo, también nosotros lo pensamos. Cambio. ¿Sunbird? ¿Mayor Davis,
del Sunbird, está usted ahí? Habla Judy París, de la nave Gloria; estamos a sólo un
millón de kas de vosotros. Os vemos por nuestra pantalla. —Parece joven y
entusiasmada—. Central Luna ha intentado ponerse en contacto con vosotros.
Pensamos que estáis en problemas y queremos ayudaros. Por favor, no tengáis miedo.

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Somos personas como vosotros. Si os dirigíais a la Tierra, tendréis que corregir el
rumbo. ¿Os sucede algo? ¿Podemos ayudaros? Si la radio no funciona, ¿podríais
lanzar algún tipo de señal? ¿Conocéis el viejo código morse? Pronto quedaréis fuera
de nuestra pantalla, y estamos muy preocupados por vosotros. Por favor,
respondednos de algún modo, si podéis. ¡Sunbird, adelante!
Dave sigue sentado, impasible. Bud lo mira, dirige los ojos a la escotilla,
contempla el altavoz inexpresivamente, con el rostro grave. Lorimer ha dejado atrás
la sorpresa; sólo quiere responder a las voces. Podría lanzar una señal con la sonda
bengala. Pero ¿cómo, si los dos se le oponen?
La voz de la chica lo intenta de nuevo, decidida. Por fin, dice:
—Margo, no dan señales. ¿Habrán muerto? Tal vez sean extraterrestres.
¿No lo somos acaso?, piensa Lorimer. Central Luna vuelve a la carga. Esta vez, es
una voz mayor, distinta.
—Judy, soy Myda. Se me ha ocurrido otra cosa. Estas personas tenían un código
de autoridad muy rígido. ¿Recuerdas la historia? Todo lo hacían por órdenes. Habrás
notado que el mayor Davis repitió varias veces que estaba a cargo de la misión. Eso
se llamaba estructura de dominación-sumisión. Uno daba las órdenes y los demás
hacían lo que se les decía. No sabemos bien por qué. Tal vez era por miedo. En este
caso, si el que manda tiene miedo o ha caído en un estado de conmoción, tal vez los
demás no puedan responder sin su consentimiento.
Por Dios…, piensa Lorimer. Por todos los santos del cielo… Era la expresión con
que su padre se refería a lo inexpresable. Dave y Bud seguían impasibles.
—Qué extraño… —dice a voz de Judy—. ¿Pero no se dan cuenta de que siguen
el rumbo equivocado? ¿Es verdad que el dominante puede hacer que los demás
vuelen hacia los confines del sistema solar? ¿En serio?
Ya ha ocurrido, piensa Lorimer. Ya ha ocurrido. Tengo que detener esto. Tengo
que actuar ahora, antes de que nos pierdan. Ante sus ojos se ciernen imágenes
desesperadas de sí mismo, desafiando a Dave y a Bud. Primero, intentar la
persuasión.
Cuando se dispone a abrir la boca, ve que Bud se agita un poco y, con
inmensurable gratitud, oye que dice:
—Dave, ¿y si echamos un vistazo general? No nos hará ningún daño…
Dave mueve la cabeza un grado o dos.
—O quizá podría salir a ver, como aconsejó la chica… —propone Bud, con voz
mansa.
Tras un largo minuto, Dave responde, inexpresivamente:
—Muy bien… Cambio de actitud… —Mueve el brazo hacia arriba como si le
pesara, y metódicamente comienza a registrar los valores del vector que pondrá a
Spica en línea con su ventana funcional.
¿Por qué no pude hacerlo yo?, se pregunta Lorimer por milésima vez, tras repasar
la familiar secuencia de comprobación. No responde y por milésima vez queda

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eclipsado por la excelencia de ellos, de los alfas, de los auténticos. Es ese lazo que lo
sujeta a ellos. Recuerda el respeto que sintió por primera vez, en el equipo de bolos
de la escuela, ante los gigantes alfas.
—Todo listo, Dave, suponiendo que nada se haya averiado…
Dave acciona el seguro de ignición y conecta el ordenador en tiempo real. El
casco se estremece. En la cabina, todo se desplaza lateralmente mientras el punto
brillante de Spica se mece en dirección opuesta y aparece en la ventana del frente.
Cuando la estrella irrumpe en el cristal transparente, Lorimer ve claramente a su
compañera. La doble luz se afirma allí. Buen trabajo. Tiende el telescopio a Bud.
—La de la izquierda…
Bud mira.
—Allí está. Tiene razón. ¡Dave, mira esto!
Pone el telescopio en manos de Dave. Lentamente, el mayor lo sostiene y
observa. Lorimer lo oye respirar. De pronto, Dave toma el micrófono.
—¡Houston! —grita con aspereza—. Sunbird a Houston. ¡Sunbird llamando a
Houston! ¡Houston, adelante!
En el silencio, se oye el altavoz:
—Han encendido los motores… Espera, están llamando… —Y luego, corta la
comunicación.
En la cabina del Sunbird, nadie habla. Lorimer mira, por delante, las dos estrellas
gemelas, mientras las realidades imposibles giran a su alrededor, acompañando los
segundos que se congelan. El rostro reflejado de Bud mira hacia abajo, ya sin sonreír.
La barba de Dave se mueve en silencio; reza, advierte Lorimer. De la tripulación, es
el único profundamente religioso. En las comidas de los domingos, pronuncia una
breve oración de gracias. Lorimer siente una conmovedora lástima por Dave; vive
demasiado pendiente de su familia, de sus cuatro hijos varones. Piensa siempre en su
educación, los lleva a pescar, a cazar, a acampar. Y Doris, su esposa, siempre tan
activa y tan dulce, los acompaña en sus viajes, cocina y se dedica a hacer tareas para
la comunidad. Aquella vez en que Ginny cayó enferma, ella llevó a Penny y a Jenny a
la escuela. Son buena gente. Todo esto tiene que ser un error, piensa. En cualquier
momento escucharán la voz de Packard; ahora la antena está bien sintonizada. Seis
minutos… Todo esto pasará. Antes del año dos mil… Basta. El lenguaje tendría que
haber cambiado. Piensa en Doris… Tiene un brillo especial, de mujer que alimenta a
cinco hombres. Las mujeres con hijos varones son distintas. Pero Ginny, su querida
mujer, su esposa, sus hijas —¿serán abuelas, ya?—… ¿Serán un puñado de polvo?
Deja de pensar en eso. Dave sigue rezando. ¿Quién sabe qué estará pasando por esas
cabezas? El grito de Dave… Doce minutos. Todo tiene que salir bien. El segundero
se ha atascado. No, funciona. Todo esto es cosa de locos. Es un sueño. Más de
trece… Catorce… El altavoz crepita y silba, vacío. Quince. Un sueño. ¿O es cierto
que esas mujeres están allí, esperando que reaccionemos? Dieciséis.

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A los veinte minutos, la mano de Dave se mueve y se detiene. Los segundos
transcurren y el espacio crepita. Pasan treinta minutos.
—Llamando al mayor Davis, del Sunbird. —Es la voz de la mujer mayor—.
Habla Central Luna. En este momento somos la instalación de comunicaciones y
servicios para vuelos espaciales. Lamentamos tener que deciros que la central de
Houston ya no existe. Houston fue abandonada cuando la base de transbordadores se
trasladó a Arenas Blancas, hace dos siglos.
Una luz fría y polvorienta envuelve el cerebro de Lorimer y lo aísla. Permanecerá
así un largo rato.
La mujer vuelve a explicarlo todo. Ofrece ayuda, pregunta si hay heridos. Un
hermoso y digno discurso. Dave sigue sentado, inmóvil, contemplando la Tierra. Bud
le pone el micrófono en la mano.
—Habla, Dave.
Dave mira el micrófono, toma aliento y oprime el botón de transmisión.
—Sunbird a Control Luna —dice con cierta normalidad. Lorimer piensa que era
«Central Luna» y no «Control»—. Os recibimos. Eh… negativo con respecto a
auxilio vital. No tenemos problemas. Recibimos la sugerencia de cambio de rumbo, y
procederemos a nueva programación. Se agradece la oferta de asistencia informática.
Sugerimos que transmitáis datos de posición para que podamos situarnos. Eh…
economizaremos transmisión hasta que veamos en qué estado se encuentran los
acumuladores. Cambio.
Y así comenzó todo.
La mente de Lorimer se remonta nuevamente al Gloria, casi un año, o trescientos
años después. Observa y es observado. Sigue sintiéndose liviano, contento; el miedo
subterráneo no avanza. Pero hay mucho silencio. Se diría que ha pasado mucho
tiempo sin oír voces. ¿O es verdad que ha transcurrido mucho tiempo? Tal vez la
droga ha actuado sobre su percepción temporal, y sólo han transcurrido un par de
minutos.
—He estado recordando… —dice a la mujer llamada Connie, para que hable.
Ella asiente.
—Tienes mucho que recordar. Oh, lo siento, no debí decir eso. —Sus ojos lo
miran con simpatía.
—No importa. —Todo es como un sueño: su mundo perdido y el que comienza a
ver con crudeza—. Para vosotros debemos de parecer bestias de lo más extrañas.
—Estamos intentando comprender. La historia es así; uno aprende los
acontecimientos, pero no se imagina cómo sería la gente ni su vida. Esperamos que
nos lo digáis.
La droga, piensa Lorimer. Eso están experimentando. Decirles… ¿cómo podría?
¿Podría un dinosaurio contar cómo era su vida? Por su mente pasa una secuencia,
donde predominan escenas del aparcamiento norte de Operaciones y el teléfono

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amarillo que Ginny tiene en la cocina, con la hiedra espantosa… Mujeres y
enredaderas…
Lo distrae una carcajada. Proviene de la cámara que llaman «gimnasio». Bud y
los demás deben de estar jugando a la pelota, allí. Qué buena idea, en serio, piensa,
divertido. Usar la fuerza muscular y hacer ejercicios moderados. Por eso todos están
tan delgados. El gimnasio es una venerada jaula rodante; cuando uno trepa o pedalea
por las paredes, gira y pone en marcha un tren de engranajes que, entre otras cosas,
hace rotar el tambor para dormir. Un Woolagong. Bud y Dave suelen entrenarse
juntos, y trepan por el gimnasio rotativo como dos enormes simios blancos. Lorimer
prefiere el ritmo más tranquilo de las mujeres. El velociclo estaba ajustado a un ritmo
que le resultaba muy cómodo. Por lo general se entrena como Connie, que no habla
mucho, y con una de las Judys, más charlatana.
Pero en ese momento nadie habla. Con cierta inquietud, mira en torno de la gran
cabina cilíndrica y ve a Dave y a Lady Blue ante la ventana trasera. Detrás de ellos
está Judy Dakar, muda, por una vez. Deben de estar contemplando la Tierra; desde
hace varias semanas, es un bello disco en expansión. La barba de Dave se mueve:
está rezando de nuevo. Ha adquirido esta costumbre, sin ánimo de ostentación pero
con tanta sinceridad, que Lorimer, ateo desde siempre, no puede sino sentir cierta
empatía.
Las Judys han preguntado a Dave qué murmura, desde luego. Cuando Dave
comprendió que no tenían ningún concepto equivalente a la oración y que nunca
habían visto una Biblia cristiana, se sumió en un profundo silencio.
—Conque habéis perdido toda fe… —concluyó, por fin.
—Tenemos fe… —protestó Judy Paris.
—¿Puedo preguntar en qué?
—Pues en nosotras mismas, claro.
—Jovencita, si fueras mi hija, te daría una buena zurra —dijo Dave, en serio. No
volvieron a tocar el tema.
Pero qué bien se repuso, piensa Lorimer, después de la primera conmoción atroz.
El hombre necesita un dios personal, un modelo paterno. Dave obtiene su energía de
allí, y nosotros nos apoyamos en él. Tal vez los líderes tengan que creer. Dave era un
hombre grande: siempre alegre, inquebrantable, siempre trazando alternativas con
toda paciencia, tomando decisiones ante las inevitables discrepancias con las lecturas
de posición de un modo en que Lorimer sería incapaz. Un auténtico hijo de puta…
La memoria lo asalta de nuevo. Una vez más está en el Sunbird, con los ojos
hinchados, oyendo el parloteo de las mujeres y las tibias respuestas de Dave. Dios,
qué manera de hablar. Pero sus programas informáticos sirven. Lorimer también sufre
a causa de un subterfugio de Dave, que se niega a transmitir su impulsión exacta y las
reservas de combustible que poseen. Se guarda un margen, y hace que Lorimer lo
registre en el ordenador.

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De todas formas, los márgenes no sirven de nada. Pronto es evidente que tienen
graves problemas. La Tierra pasará muy lejos de ellos en su próxima órbita y no
tendrán la aceleración suficiente para alcanzarla antes de que se aleje de su camino.
Pueden intentar una maniobra de merma y lograr una velocidad tal que la Tierra los
alcance en un segundo paso, pero eso llevaría un año más, y entonces ya estarían sin
reservas vitales. Lorimer se plantea la sombría pregunta: ¿y si tienen reservas
suficientes para que un único hombre lo intente? Pero aparta el interrogante, pues
esas decisiones quedan en manos de Dave.
Existe una última posibilidad: Venus se acercará a su trayectoria al cabo de tres
meses. Tal vez puedan ganar velocidad si derivan hacia allí.
Mientras tanto, la Tierra se aparta de ellos a paso firme, al igual que el Gloria,
que se dirige al Sol. La reciben cuando sale de la interferencia solar y vuelven a
perderla. Ya conocen a su tripulación: el hombre es Andy Kay, la mujer mayor es
Lady Blue Parks; por lo visto están al mando de la navegación. Hay una tal Connie
Morelos y dos gemelas, Judy Paris y Judy Dakar, quienes se ocupan de las
comunicaciones. Las voces de la Luna también son femeninas: Margo y Azella. Los
hombres las oyen charlar con el Escondita, que se encamina hacia el lado distal del
Sol. Dave insiste en registrar y grabar todo lo que entre. Los hombres las oyen charlar
con el Escondita, que se encamina hacia el lado distal del sol. Dave insiste en
registrar y grabar todo lo que entre. En general, se trata de repeticiones de sus
diálogos con Luna y con el Gloria, mezclados con cierta variedad de mensajes de
carácter personal. A medida que se multiplican las referencias a vacas, pollos y otras
clases de ganado, Dave va abandonando, a regañadientes, su suposición inicial de que
son mensajes cifrados. Bud cuenta un total de cinco voces masculinas.
—Fabuloso —dice—. Cuando nos fuimos, había pocos pilotos femeninos en el
espacio. Significa que ahora éste es seguro, ahora que las chicas han pasado al frente.
Que se rompan el culo ellas. Cuando aterricemos, las estrellas ya no estudiarán al
viejo Buddy, ni hablar. Para mí, una linda playa, un montón de bistecs, cerveza y
todas esas cosas que hacen grata la vida. Oíd, somos la historia viviente, podríamos
cobrar derecho de admisión.
El rostro de Dave adopta la expresión con la cual da a entender que se ha entrado
en un tema problemático. Pese a la impaciencia de Lorimer, Dave desalienta
cualquier especulación acerca de lo que les aguardará en la Tierra en el futuro. Limita
sus transmisiones estrictamente al problema que tiene entre manos; cuando Lorimer
intenta mencionar siquiera el enigma del lenguaje invariable, Dave se limita a decir
con firmeza:
—Más tarde.
Lorimer está que arde: es inconcebible que haya avanzado trescientos años en el
tiempo y que no pueda aprender nada.
De la conversación de las mujeres infieren unos pocos datos: después de la suya,
hubo nueve misiones Sunbird que se saldaron con éxito, y otra que fracasó. Y saben

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que el Gloria y su nave hermana realizan una expedición largamente planeada
alrededor de los dos planetas interiores.
—Siempre vamos de dos en dos —explica Judy—. Pero esos planetas no sirven
de nada. De todas formas, ha valido la pena verlos.
—Por el amor de Dios, Dave, pregúntales cuántos planetas han visitado —suplica
Lorimer.
—Más tarde…
Pero en el quinto descanso para comer, Luna se ofrece, de pronto.
—La Tierra está confeccionando una reseña histórica para vosotros, Sunbird —
dice la voz de Margo—. No queremos que gastéis energía preguntando, de modo que
pensamos enviaros algunos datos ya. —Ríe—. Es mucho más difícil de lo que
pensamos, pues aquí nadie se dedica a la historia.
Lorimer asiente. Ha estado pensando en qué podría decir él a un hombre de 1690
que quisiera saber lo que sucedió con Cromwell (¿era de esa época Cromwell?) y que
nunca hubiese oído hablar de la electricidad, de los átomos o de Estados Unidos.
—Veamos. Probablemente lo más importante sea que no tenemos tantos
habitantes como en vuestra época. Tal vez seamos algo más de dos millones. Poco
tiempo después de vuestra partida, se produjo una epidemia mundial que no mató
gente, pero que redujo la población. Me refiero a que no se produjeron nacimientos
en la mayor parte del globo. Esterilidad… El país menos afectado fue Australia.
Bud levanta un dedo.
—En Canadá del Norte tampoco fue tan terrible. Así, los supervivientes se
reunieron en la región sur de Estados Unidos, donde pudieron cultivar y donde se
encontraban las mejores fábricas y medios de comunicación. El resto del mundo está
vacío, aunque a veces viajamos allí. Hum… Tenemos cinco actividades principales…
¿industria, decíais vosotros? Alimentos, es decir, pesca y agricultura.
Comunicaciones, transporte y espacio. A esto último nos dedicamos nosotros. Cada
actividad tiene sus fábricas relacionadas. Vivimos de un modo mucho más sencillo
que vosotros, creo. Siempre tenemos en cuenta vuestros hallazgos, os estamos muy
agradecidos. Os interesará saber que utilizamos los zepelines como vosotros hicisteis.
Tenemos seis grandes. Y nuestra quinta actividad son los niños. Los bebés. ¿Os sirve
de algo? Estoy valiéndome de un manual infantil que tengo en mis manos.
Durante la transmisión, los hombres se quedan petrificados. Lorimer sostiene una
bolsa de alimento. Bud comienza a mascar nuevamente y bromea.
—¿Dos millones de habitantes, y tienen instalaciones espaciales? —Tose—. Es
increíble.
Dave contempla el altavoz con aire reflexivo.
—Nos están ocultando mucha información.
—Tengo que preguntárselo —dice Bud—. ¿De acuerdo?
Dave asiente.
—Con cuidado…

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—Gracias por la información, Luna —interviene Bud—. De veras, os lo
agradecemos. Pero no nos podemos imaginar cómo mantenéis un programa especial
con apenas dos millones de habitantes. ¿No nos podríais decir algo más sobre el
asunto?
Durante la pausa, Lorimer comienza a barajar las cifras imprecisas. De ocho mil
millones a dos millones… Europa, Asia, África, Suramérica, Estados Unidos… Todo
arrasado… No se produjeron nacimientos. Esterilidad mundial, pero ¿cuál fue la
causa? La Peste Negra, las hambrunas de Asia habían diezmado a la población. Pero
esto parecía muchísimo peor. No, en realidad era lo mismo, pues iba más allá de la
comprensión. Un mundo vacío sembrado de restos y de basura.
—¿Sunbird? —dice Margo—. Da, tendría que haber supuesto que os interesaríais
por el espacio. Bien, en realidad sólo tenemos cuatro naves espaciales y un edificio.
Ya conocéis las dos que hay aquí y, además, están el Indira y el Pech, que en este
momento recorren Marte. Tal vez la cúpula marciana ya existiera en vuestra época.
Sin duda, ya teníais los satélites, ¿verdad? Y la vieja cúpula lunar, desde luego. Ya lo
recuerdo, fue durante la epidemia. Trataron de poblar colonias allí, de procrear, pero
la epidemia también se extendió a la Luna. Lucharon muchísimo. Realmente, os
debemos mucho, a los hombres, me refiero. La historia lo registra todo: cómo
elaborasteis un programa de subsistencia mínima. Entrenasteis a todos y evitasteis
que zozobrara a causa de los desesperados. Fue un logro glorioso. Hum… aquí ha
quedado registrado el nombre de uno de vosotros. Lorimer. Nos encanta mantenerlo
en funcionamiento y en buen estado; nos fascina navegar. El hombre es un
vagabundo… Ése es uno de vuestros lemas.
—¿Oís lo mismo que yo? —pregunta Bud, parpadeando cómicamente.
Dave sigue contemplando el altavoz.
—Ni una palabra acerca de su gobierno —dice, con lentitud—. Ni una palabra
sobre las condiciones económicas. Estamos hablando con una manada de monos…
—¿Se lo pregunto?
—Espera un momento… Roger, pregúntales el nombre de su jefe de Estado y del
titular del programa espacial. Y… no, nada más.
—¿El presidente? —Margo repite la pregunta de Bud—. ¿Os referís a reyes o
reinas? Un momento, aquí está Myda. Ha estado preguntando a la Tierra acerca de
vosotros.
La mujer mayor, que han oído de vez en cuando, interviene:
—¿Sunbird? Da, nos damos cuenta de que vuestros gobiernos tenían una
actividad muy compleja. Con tan pocos habitantes, no tenemos necesidad de una
estructura formal de esa clase. Periódicamente se reúnen los representantes de las
distintas actividades y mantenemos una buena comunicación; todos estamos al
corriente. La gente que realiza cada actividad se halla a cargo mientras duran sus
tareas allí. Es rotatorio, ¿comprendéis? Por lo general, en turnos de cinco años.
Margo, para que tengáis un ejemplo, estuvo en los zepelines, y yo participé en varias

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fábricas y granjas. Por supuesto, en la… educación. Todos pasamos por eso. Creo que
aquí reside una importante diferencia con vosotros. Y, desde luego, todos trabajamos.
Ahora calculo que las cosas se han estabilizado. Cambiamos con más lentitud.
¿Responde eso a la pregunta? Claro que siempre podéis consultar con el registro,
donde se realiza un seguimiento de cada persona. Pero lo que no podemos es…
hum… presentaros a nuestro líder, si a eso os referíais. —Se ríe con franqueza—. Es
uno de nuestros viejos chistes. —Continúa, seria—. Nos alegramos de comprobar que
nos podemos entender tan bien. Una de nuestras prioridades fue impedir que el
idioma se deteriorara. Sería trágico perder contacto con el pasado.
Dave toma el micrófono.
—Gracias, Luna. Nos habéis suministrado importantes temas de reflexión.
Sunbird fuera.
—¿Cuánto de todo eso será verdad, Doc? —Bud se frota la cabeza rizada—.
Parece como si quisieran vendernos un argumento de ciencia ficción.
—El verdadero relato vendrá después —estima Dave—. Nuestro trabajo es llegar
hasta allí.
—A juzgar por lo que veo, no será fácil.
Pero cuando concluye la deliberación, las cosas parecen peores. No pueden sacar
provecho de ninguna trayectoria hacia Venus. Lorimer revisa todos los cálculos, pero
es en vano.
—No veo ninguna solución, Dave —dice, por fin—. Los parámetros son
demasiado reducidos. Creo que estamos en un lío.
Dave se masajea los nudillos. Luego, asiente.
—Roger. Dispararemos la secuencia óptima en dirección a la Tierra.
—Diles que nos saluden cuando nos vean pasar —sugiere Bud.
En silencio, contemplan la perspectiva de una muerte lenta en el espacio al cabo
de dieciocho meses. Lorimer se pregunta si podrá formular la otra pregunta, la
terrible. Sabe de sobra lo que le contestará Dave. ¿Qué decidirá él, Lorimer, qué
tendrá el valor de hacer?
—¿Sunbird? —Se oye la voz del Gloria—. Escuchad. Hemos estado pensando.
Si empleáis todo vuestro combustible, podríais acercaros lo bastante a nuestra órbita
para que podamos aproximarnos derivando y recogeros. De ese modo, estaríais
utilizando gravedad solar. Tenemos amplia disponibilidad de maniobra, pero mucha
menos aceleración que vosotros. Contáis con trajes espaciales y alguna clase de
propulsores, ¿verdad? Lo que deseo, preguntar es si podríais volar un par de
kilómetros por el espacio abierto…
Los tres se miran. Lorimer se dice que no ha sido el único en pensarlo…
—Es una buena idea, Gloria —responde Dave—. Veamos qué opina Luna.
—¿Para qué? Es asunto nuestro —interviene Judy—. No causaríamos daño a la
nave. Sólo dejaríamos de echar otro vistazo a Venus, y eso no le importará a nadie.

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Tenemos agua y comida en abundancia; y aunque el aire se enrarezca un poco, lo
resistiremos.
—Eh, las chicas tienen razón —interviene Bud. Aguardan.
Se oye la voz de Luna.
—Hemos estado pensando en eso también, Judy. No sabemos bien si comprenden
los riesgos. Eh… Sunbird, disculpad. Judy, si consigues recogerlos, tendrás que pasar
casi un año con tres individuos de sexo masculino de una cultura muy diferente.
Myda dice que deberíais recordar la historia y que es un riesgo, por mucho que diga
Connie. Sunbird, lamento tener que ser tan descortés. Cambio.
Bud sonríe de oreja a oreja, como los demás.
—Somos cavernícolas —bromea—. Qué revuelo en el gallinero…
—Margo, son seres humanos —protesta la voz de Judy—. No se trata sólo de
Connie. El resto también está de acuerdo. Si da resultado, claro está. No podemos
dejarlos ir sin intentarlo.
—También nosotros opinamos lo mismo, por supuesto —replica Luna—. Pero
hay otro problema. Podrían ser portadores de enfermedades. Sunbird, sé que habéis
estado aislados durante los últimos catorce meses, pero Murti dice que, en vuestra
época, la gente era inmune a organismos que hoy ya no existen. Tal vez alguno de
nosotros, por otra parte, podría contagiaros. Podríais enfermar mortalmente y perder
la nave.
—Ya lo hemos pensado, Margo —dice Judy, impaciente—. Mira, para establecer
contacto con ellos, alguien tiene que hacer la prueba. En ese sentido, nosotros somos
ideales. Cuando regresemos, ya lo sabréis. Y aunque nos pusiéramos enfermas,
siempre tendríamos tiempo suficiente para poner el Gloria en una órbita estable
donde luego pudiérais recuperarlo.
Aguardan.
—Oíd. ¿Y qué hay de esa famosa epidemia? —Se arregla el cabello con
afectación—. No creo que quiera hacer carrera en la Liga de Liberación Homosexual.
—¿Prefieres quedarte aquí afuera? —pregunta Dave.
—Qué locura —se oye una voz diferente, de Luna—. Sunbird, soy Murti,
especialista en sanidad. Creo que lo que más tememos es el complejo meningitis-
gripe, cuyos virus mutan con gran facilidad. ¿El doctor Lorimer tiene alguna
sugerencia?
—Recibido. Lo pondré al micrófono —contesta Dave—. Pero con respecto a lo
primero, señora, quiero informarle de que, cuando despegamos, la incidencia de
violaciones entre los cuadros espaciales estadounidenses era de cero punto cero.
Garantizo la conducta de mi tripulación siempre y cuando vosotros respondáis de la
vuestra. Aquí os pongo en contacto con el doctor Lorimer.
Pero Lorimer, desde luego, no puede decirles nada de utilidad. Analizan las
vacunas de la polio que se han inoculado a los hombres, que, afortunadamente, se

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obtenían a partir de virus muertos, y de diversas enfermedades infantiles que todavía
parecen seguir dando vueltas. No menciona la epidemia.
—Luna, lo intentaremos —declara Judy—. No podríamos afrontar este cargo de
conciencia. Ahora veamos el rumbo calculado antes de que se alejen más.
A partir de ese instante, en el Sunbird ya no hay más descanso; se dedican a
calcular y programar los ordenadores con el abanico de trayectorias de intersección
posibles. Aprenden que la aceleración del Gloria es de bajo impulso, pero que pueden
realizar operaciones durante un tiempo prolongado. El Sunbird tendrá que realizar la
mayor parte del trayecto por su cuenta hasta el encuentro, si ellos logran cancelar la
velocidad exterior.
La tensión se hace sentir una vez durante los preparativos, en que Luna llama al
Gloria para advertir a Connie que se cerciore de que la tripulación femenina vista
siempre atuendos amplios y largos, si los hombres acceden a bordo.
—Nada de trajes ceñidos, Connie, se ajustan demasiado al cuerpo. —Es la mujer
mayor, Myda. Bud se ríe—. Será mejor que uséis pijamas holgados. Y cuando los
hombres se desnuden, Andy será el único que podrá ayudarlos. Las demás debéis
manteneros alejadas.
Lo mismo digo para todas las funciones corporales y para el momento de dormir.
Esto es muy importante, Connie. Tendrás que cuidar este detalle hasta que regreséis.
Hay muchos tabús y muy complicados. Voy a mandar una lista de instrucciones a
través del blíper. ¿El transreceptor funciona?
—Da. Lo usamos para el trabajo de France sobre los agujeros negros.
—Bien. Dile a Judy que espere. Y ahora, Connie, escucha con atención. Di a
Andy que por favor lea todo muy bien. Repito, debe leer cada palabra. ¿Me has oído?
—Sí —responde Connie—. Entiendo, Myda. Lo hará…
—Creo que acabamos de perdernos el gol, amigos —se lamenta Bud—. La vieja
mamá Myda se ha llevado la pelota.
Hasta Dave se ríe. Pero luego, cuando el altavoz deja oír un chillido mientras dura
la transmisión del texto completo, vuelve a fruncir el ceño.
—Ahí va toda la información valiosa…
Ajustan los últimos detalles. El programa revisado arranca y Luna lo confirma.
—Tenemos una avería, Dave —informa Lorimer—. Es grave, pero al menos hay
dos opciones. Siempre que los propulsores principales funcionen perfectamente.
—Saldremos a inspeccionar al espacio exterior.
Les resulta extenuante. Encuentran una distorsión en el gabinete del deflector que
hay en los motores de las compuertas y pasan cuatro horas interminables tratando de
repararlo. Es la tercera vez que Lorimer sale al espacio abierto, pero está tan cansado
que ni lo nota.
—Hemos hecho todo lo posible —jadea Dave, por fin—. Tendremos que
compensarlo en el aspecto psíquico.

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—Puedes hacerlo, Dave —le asegura Bud—. Oíd. Tengo que cambiar las radios
de los trajes. Recordádmelo.
En el aspecto psíquico… Lorimer aflora en su ser real, arrellanado en la inmensa
cabina del Gloria frente al rostro viviente de Connie. Deben de haber transcurrido
horas. ¿Cuánto tiempo habrá estado soñando?
—Unos dos minutos —sonríe Connie.
—Estaba pensando en la primera vez que te vi.
—Ah, sí. Jamás lo olvidaré.
Ni él… Deja que la escena se desarrolle de nuevo en su mente. Las horas
interminables después de la primera gran impulsión, que lanzó al Sunbird como en un
bostezo. Tuvieron que tomar pastillas para el mareo. La voz emocionada de Judy que
lee la aproximación: «Estupendo, Sunbird, cuatrocientos mil… Casi trescientos…
Vais a pasar los cien…». El increíble Dave lo ha logrado.
La sonda de Lorimer no sirve en el derrape; cuando se estabilizan lo suficiente y
se produce la explosión final, ven el extraño indicador luminoso y desaparecen en la
huella para converger, con suerte, en un teórico punto de casi intersección.
—Aquí nos lo jugamos todo.
El impulso final convierte el derrape en un derrumbe vertiginoso; detrás del
cristal, el campo de estrellas pasa a velocidad increíble. Las pastillas ya no sirven de
nada y el olor a combustible los hace vomitar antes de que logren bombear el último
resto de combustible y detener la caída.
—Listo, Gloria. Venid a por nosotros. Enciende las luces, Bud. Pongámonos los
trajes.
Luchando contra las náuseas, se dedican a la rutinaria tarea en la cabina sucia. De
pronto, suena la voz cantarina de Judy:
—¡Os vemos, Sunbird! Vemos vuestra luz. ¿No nos veis?
—No hemos tenido tiempo —responde Dave. Pero Bud, a medio vestir, se acerca
a la ventana—. Amigos, eh, mirad eso.
Lorimer mira, le parece distinguir un débil destello entre las estrellas que giran y
se inclina para vomitar.
—Padre, te damos las gracias… —dice Dave, serenamente—. Muy bien, en
marcha, Doc. Los petates…
El esfuerzo de recuperarse, más la dificultad de retirar de la nave que gira las
unidades de propulsión y un par de bultos, les hacen olvidar todo lo demás. Lorimer
sólo encuentra tiempo para mirar cuando han formado una cadena humana,
estabilizada por el reactor manual de Dave.
El sol brilla a la izquierda. Unos metros más abajo, el Sunbird gira, vacío,
absurdamente pequeño. Por delante, infinitamente lejos, hay un punto demasiado
borroso y amarillo para ser una estrella. Se acerca a la deriva: es el Gloria, que se
aproxima tangencial.

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—¿Podéis comenzar, Sunbird? —dice Judy detrás del casco—. No queremos
agotar nuestras reservas. Estimamos unos cincuenta kas por hora. Saldremos en línea.
—Entendido. Dame tu turbina, Doc.
—Adiós, Sunbird —se despide Bud—. Adelante a toda marcha, Dave.
A Lorimer lo tranquiliza, de un modo pueril, dejarse remolcar a través del abismo
por aquellos dos hombretones. Tiene total confianza en Dave. No contempla la
posibilidad de que se equivoquen, de que deriven, extraviados. ¿Dave lo despreciará?,
se pregunta Lorimer. Ese silencio cerrado, ¿será una especie de desprecio hacia él,
que sólo sabe manipular símbolos y que carece de dominio sobre la materia?… Se
concentra en dominar su estómago.
Es un viaje largo y oscuro. El Sunbird se encoge hasta convertirse en una luz que
titila y lentamente acelera en su rumbo espiral que, por fin, lo estrellará en el sol, y
con sus valiosos registros, tres siglos obsoletos. Con el atado de cartas y de fotos que
Lorimer se guardó dos veces en el bolsillo del traje y que dos veces quitó. De vez en
cuando le parece vislumbrar al Gloria que, de ser un manchón, se convierte en una
incomprensible maraña de medialunas iluminadas.
—Caray… es grande… —exclama Bud—. Con razón no pueden acelerar. Parece
un parque de atracciones volante. Se partiría…
—Es una nave espacial. ¿Tienes todo bien sujeto, Doc?
De pronto, la voz de Judy colma sus cascos.
—¡Ya veo vuestras luces! ¿No me veis? ¿Os queda suficiente combustible para el
frenado?
—Afirmativo a las dos preguntas, Gloria —dice Dave.
En ese momento, Lorimer es ligeramente inclinado hacia delante y ve (y verá
eternamente) la nave extraña recortada contra la bóveda estelar y, sobre su lado
oscuro, los diminutos puntos de luz, las mujeres en las estrellas, que les están
esperando. Tres… no, cuatro. Uno de los trajes luminosos está a cierta distancia,
moviéndose. Si va sujeto a una trailla, debe de tener más de un kilómetro de largo.
—¡Hola! Soy Judy Dakar. —La voz se aproxima—. ¡Mi madre! ¡Qué grandes
sois! ¿Cómo andáis de aire?
—No hay problemas.
En realidad, el aire está viciado y cargado de vapor; demasiada adrenalina. Dave
vuelve a utilizar los propulsores y, de pronto, la chica crece y se les acerca. Es una
araña plateada sobre un hilo. Su traje, flexible y articulado, es brillante como un
espejo. El depósito es muy pequeño. Maravillas del futuro, capítulo uno, piensa
Lorimer.
—¡Lo habéis logrado, lo habéis logrado! ¡Por aquí, frenad!
—Tendríamos que pronunciar algunas palabras históricas —sugiere Bud—. Si
ella nos lo permite…
—Hola, Judy —saluda Dave, con serenidad—. Gracias por haber venido.

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—¡Contacto! —les explota en los oídos—. ¡Remólcanos, Andy! Frenad, frenad.
El escape está por allí.
Y tiran de ellos con fuerza, para desviarlos en un gran arco hacia la nave. Dave
agota las reservas de su propulsor. La línea traza un rizo.
—No la sacudas —grita Judy—. Ay, lo siento. —Se aferra a ellos como un gibón.
Lorimer le ve los ojos, la boca inquieta. Increíble—. Fíjate, está muy floja.
—Enséñame, cariño —se oye la voz de barítono de Andy. Lorimer gira y lo ve
lejos, al final de una pesada cuerda, tirando de ellos. Bud se ofrece a ayudar, pero lo
rechazan.
—Por favor, no haga nada —le ordena una voz matriarcal. Es evidente que Andy
tiene experiencia. Se acercan rotando lentamente, como si fueran peces espaciales.
Lorimer descubre que ya no se ve el destello del Sunbird. Luego ve que el Gloria se
ha convertido en un cúmulo desordenado de bulbos y de púas alrededor de un gran
cilindro central. Distingue una serie de podios y de equipos diversos sobre la
estructura. No como en la ciencia ficción.
Andy amarra la cuerda para formar un rollo flotante. A su lado, hay otra figura.
Ambos son de corta estatura, piensa Lorimer al acercarse.
—Tomad el cable —les dice Andy. Se produce un momento de ajetreo, mientras
arrastran el peso inercial.
—Bienvenidos al Gloria, mayor Dave, capitán Geirr y doctor Lorimer. Soy Lady
Blue Parks. Supongo que querréis entrar cuanto antes. Si os sentís en condiciones de
trepar, hacedlo, que nosotros nos ocuparemos de llevar los bultos luego.
—Muchas gracias, señora.
Comienzan el ascenso formando una cadena de manos a lo largo del cable
principal. Es fácil asirse a él pues tiene una textura rugosa. Judy recoge el rollo y los
mira de reojo, sonriente. Frente a la compuerta de aire, abierta, aguarda una figura
más alta.
—Hola, soy Connie. Creo que podemos entrar de dos en dos. ¿Viene usted
conmigo, mayor Davis?
Es como cuando hay emergencias en un avión, piensa Lorimer, mientras Dave la
sigue. Uno recibe órdenes de chicas menudas y sobrenaturalmente amables.
—Mmm, un prostíbulo espacial… —Bud lo codea—. ¿Qué te parece? —Tiene el
rostro cubierto de sudor. Lorimer le dice que siga él, pues su depósito de carga es más
liviano.
Bud entra con Andy. La mujer llamada Lady Blue aguarda junto a Lorimer,
mientras Judy trepa al casco y asegura el cargamento. No parece llevar suelas
magnéticas; tal vez ya no usen metales ferrosos en el espacio… Cuando Judy
comienza a enrollar el cable principal en un simple malacate de mano, Lady Blue lo
mira con ojos críticos.
—Solía construirlos… —dice a Lorimer. Él alcanza a ver sus rasgos contraídos y
sus ojos brillantes. Le da la impresión de que tiene algo de sangre negra.

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—Tendría que ir a limpiar la antena de proa —interviene Judy.
—Más tarde —responde Lady Blue. Ambas sonríen a Lorimer. Se abre la
compuerta y entran él y la dama mayor. Cuando se abren las clavijas de su traje, entra
una corriente de aire. A Lorimer se le cae el uniforme.
—¿Lo puedo ayudar? —La mujer se ha levantado el visor del casco. Tiene una
voz rica y vivaz. Con ansiedad, Lorimer sostiene en los torpes guantes los pasadores
y deja que la mujer le retire el casco. Su primer aliento lo sorprende; ha de pasar un
instante hasta que consigue identificar el gas como aire fresco. Entonces se abre la
compuerta y se ve una luz verdosa. La mujer les indica por señas que pasen. Se
interna en un corto túnel. Oye voces que proceden de la esquina que tiene por delante.
Su mano se topa con un asidero y se detiene. El corazón le tiembla en el pecho.
Sabe que, cuando doble esa esquina, estará muerto. Pasará a formar parte de la
nada, habrá sido eliminado para siempre, junto con el Sunbird. Estará
irrevocablemente en el futuro. Un hombre del pasado, un viajero del tiempo, en el
futuro…
Se obliga a seguir adelante.
El futuro es un vasto cilindro brillante, y su superficie interior está colmada de
objetos imposibles de identificar y de frondas de verde. Ante él, flota una curiosa
escena: Bud y Dave, sin los cascos, parecen inmensos en sus trajes abultados. Unos
metros más atrás, hay dos figuras suspendidas, con la cabeza descubierta y ataviadas
con trajes plateados. Además, ve una chica de cabello oscuro enfundada en un amplio
pijama verde.
Sólo contemplan a los dos hombres, con ojos y bocas abiertas, e idénticas
expresiones de asombro y de placer. El rostro que supuestamente pertenece a Andy
sonríe, boquiabierto como un niño en el zoológico. Es un chico sorprendentemente
joven, advierte Lorimer, pese a su voz de bajo; rubio, de pómulos bajos, sólidamente
musculoso. Lorimer se da cuenta de que apenas soporta la visión de la mujer de
atuendo rosado; no sabe si es increíblemente hermosa o apenas vulgar. La mujer más
alta, de traje, tiene un rostro común y resplandeciente.
Desde arriba se oye un sonido extraordinario que, por fin, reconoce como un
cacareo. Lady Blue pasa por su lado.
—Muy bien, Andy, Connie, dejad de mirar con esa cara y ayudadles a quitarse los
trajes. Judy, en Luna están tan ansiosos como nosotros de oír las novedades.
La escena cobra vida. Después, Lorimer recuerda ojos, más que nada. Ojos
brillantes y curiosos que le tironean de las botas, que sonríen de arriba abajo al ver
sus petates. Y, siempre, esa risa liviana y a flor de labios. Andy se queda sólo con
ellos para ayudarlos a despojarse de la ropa. Parpadea ante los adminículos que
Lorimer todavía siente incómodos. Parece desenvuelto y ligero, con su traje medio
abierto. Lorimer se quita las últimas prendas y piensa: «Un niño… Un niño y cuatro
mujeres girando en torno al sol, transportando esta inmensa nave rumbo a Marte».

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¿Tendrían que sentirse humillados? Sólo siente gratitud. Acepta una bata corta y un
recipiente con té que alguien (¿Connie?) le ofrece.
Judy, de traje, se acerca con sus cosas. Los hombres siguen a Andy por otro
pasillo. Bud y Dave se estiran las cortas batas. Andy se detiene ante una portezuela.
—Este invernadero es para vosotros. Es vuestra sala de baño. Tres es mucho, pero
hay mucho sol.
En el interior, una selva brillante, pródiga de follaje, de minúsculas gotas de
rocío, de hojas rumorosas. Algo chirría… una langosta.
—Tirad de esa manija. —Andy señala un asiento sobre una gran tubería—. El
pistón apisona los desperdicios y la grava para que se conviertan en abono y se
integren al suelo. Ese algarrobo que veis ahí aprovecha grandes cantidades de
nitrógeno y libera oxígeno. Obtenemos este último y nos deshacemos del dióxido de
carbono. Es un auténtico woolagong.
Observa críticamente a Bud, que somete a prueba el dispositivo.
—¿Qué es un woolagong? —pregunta Lorimer, aturdido.
—Ah… Ella fue una de nuestras inventoras. Algunas de sus creaciones son muy
peculiares. Cuando estamos ante algo con cables y que funciona, lo llamamos
woolagong. —Sonríe—. Los pollos se comen las semillas, y las langostas, ¿veis?, las
langostas y las iguanas se comen las hojas. Cuando entramos en el lado oscuro, las
retiramos para cosechar. Con toda esta luz, supongo que podríamos tener una cabra,
¿no os parece? En vuestra nave no teníais criaturas vivas, ¿verdad?
—Ni una iguana —responde Lorimer.
—Nos prometieron un pony Shetland para Navidad —dice Bud, mientras
remueve la grava.
Andy se une a la risa, perplejo.
Lorimer siente que la cabeza no le responde; no sólo es cansancio, un año en el
Sunbird le ha atrofiado la capacidad de adaptarse a las situaciones nuevas. Con
torpeza, utiliza el woolagong y luego vuelve con los demás a la cabina de mando del
Gloria, donde Dave envía un cuidadoso y breve discurso a Luna y recibe una
respuesta amable.
—Tenemos que terminar de modificar el rumbo —dice Lady Blue. La impresión
de Lorimer es correcta: se trata de una mujer menuda, de mediana edad y sangre
negra mestiza. Advierte que Connie también tiene un aire exótico. Los demás son de
tipo europeo.
—Os prepararé algo de comer —sonríe Connie cálidamente—. Luego es probable
que tengáis sueño. Os dejaremos las literas a vosotros. —Dice «liiteras». Todos
tienen el mismo acento.
Se marchan de la sala de control, y Lorimer nota en los ojos de Dave la mirada
ensimismada. Debe de estar sintiendo la realidad de ser un pasajero en una nave
extraña, y no el capitán que decide el rumbo.

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Es la última observación coherente de Lorimer. Luego, el sabor de una comida
rara y sabrosa. Después, lo conducen hacia proa, a través de lo que ya conoce como
gimnasio, hasta el sector del tambor para dormir. Hay seis ojos de buey irisados;
penetra por la portezuela que le indican y se encuentra ante un colchón acogedor. En
la pared hay anaqueles y un escritorio empotrado.
—Para las excreciones. —El brazo de Connie atraviesa la abertura y señala unas
bolsas—. Si hay algún problema, asomad la cabeza y llamad. Hay agua.
Lorimer se desliza hasta el colchón. Está tan exhausto que no puede responder
siquiera. Su trayecto concluye ante un dispositivo curiosamente pesado. Luego, su
asombro. El tambor comienza a girar lentamente y en silencio. Se hunde en el
colchón con placer, se siente más «pesado» a cada minuto que pasa. Un décimo de g,
tal vez más, piensa, y sigue acelerando. Y cae en el sueño más reparador de que ha
disfrutado en este último año interminable.
Antes de llegar el día siguiente comprende que Connie y dos más han estado
practicando en los travesaños del gimnasio, haciéndolo girar hora tras hora sin pausa
ni esfuerzo, mientras charlaban.
Cómo hablan, piensa otra vez, mientras retorna flotando al tiempo presente. En la
memoria, irritantes, burbujean las voces de Ginny, Penny y Jenny, en el teléfono de la
cocina, y antes la de su madre, la de su hermana Amy. Interminables. ¿De qué
tendrán siempre que hablar y hablar y hablar?
—Pues ya ves, de todo… —dice la voz auténtica de Connie, a su lado es natural
querer compartir cosas…
—Natural… —Como las hormigas, piensa. Cada vez que se cruzan, enlazan las
antenas. ¿Adónde fuiste, qué hiciste? Bla, bla, bla. ¿Cómo te encuentras? Ah, pues así
y asá, bla, bla, bla. La coordinación absoluta de la colmena. Las mujeres no se
respetan a sí mismas. Dicen cualquier cosa, no tienen sentido de la estrategia que hay
en las palabras, ni de los oscuros peligros del habla. No saben contenerse.
—Hormigas, colmenas… —ríe Connie, y se le ve el diente partido—. Te
parecemos insectos, ¿eh? ¿Y todo porque somos mujeres?
—¿Estaba hablando en voz alta? Disculpa. —Se desembaraza de sus sueños.
—No, no te disculpes. Es muy triste oírte hablar de tu hermana, de tus hijas y de
tu… de tu mujer. Debisteis de ser gente maravillosa. Sois muy valientes.
Pero él sólo ha pensado en Ginny y en el resto por un segundo. ¿Qué ha estado
balbuceando? ¿Será la droga?
—¿Qué nos estáis haciendo? —Exige, casi irritado, urgido por una repentina
alarma.
—No te preocupes, todo está en orden, ya verás. —Posa una de sus manos sobre
la de él. Es una caricia tímida y tibia—. Todos lo usamos cuando queremos explorar
algo. Por lo general es una experiencia placentera. Se trata de un compuesto de
levoronamina, un desinhibidor que no entumece como el alcohol. Como verás, no
tardaremos en llegar. Tenemos la responsabilidad de comprenderos, pero estáis

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demasiado cerrados… —Sus ojos se funden en los de él—. No te sentirás mal,
¿verdad? Tenemos el antídoto…
—No… —Su alarma ya se ha desvanecido. La explicación le resulta razonable—.
No estamos cerrados —dice, o lo intenta—. Hablamos… —Busca la palabra que
transmita el juicio y la prudencia de un adulto. ¿Objetividad, será?—. Hablamos
cuando tenemos algo que decir. —Inexplicablemente, piensa en un coordinador de
misión llamado Forrest, conocido por sus chistes verdes—. Si no, todo se vendría
abajo —le explica—. Saldríais del sistema… —No es lo que quiere decir, pero lo
deja pasar…
Las voces de Dave y de Bud resuenan desde extremos opuestos de la cabina, y
despiertan en él el presagio del mal. No nos conocen, piensa. Tendrían que acabar con
eso, estar alertas. Pero se siente demasiado tranquilo; quiere pensar en su nueva
comprensión, en el esquema de todo lo que por fin comienza a captar.
—Me siento lúcido —alcanza a decir—. Quiero pensar.
La joven se muestra satisfecha.
—Llamamos a eso el «efecto ataraxia». Es fantástico cuando llega esa
sensación…
Ataraxia, calma filosófica. Sí. Pero en lo más profundo hay monstruos, piensa o
dice. El lado oscuro. El lado oscuro de Orren Lorimer, un ser sanguíneo, oscuro y
complejo, al acecho. Son tan vulnerables… No saben que podemos apoderarnos de
ellas. Las imágenes se le aparecen: Judy, abierta de piernas sobre los travesados, sin
su pijama rosa, vulnerable y a su merced. Una secuencia fugaz de ellos tres
adueñándose de la nave, las mujeres maniatadas, impotentes, chillando, víctimas de
violaciones y abusos. El equipo… Consigue la estación satélite, toma una cápsula y
vuelve a la Tierra. Rehenes. Hazles cualquier cosa, no tienen defensa… ¿Bud ha
dicho eso realmente? Pero Bud no sabe, recuerda Lorimer. Dave sabe que están
ocultando algo, pero piensa que es socialismo o pecado. Cuando se enteren…
¿Cómo lo ha descubierto? Sólo escuchando, en verdad, todos estos meses.
Escucha las charlas mucho más que los demás. «Confraternizan», lo llama Dave… Al
principio todos escuchaban, por supuesto. Escuchaban y miraban y reaccionaban
irremediablemente ante los cuerpos femeninos, las redondeces tiernas bajo las ropas
delgadas e incitantes, las bocas y ojos magnéticos, el olor, el tacto eléctrico.
Observando cómo se tocan entre ellas, cómo tocaban a Andy, riendo y
desapareciendo calladamente en cuchetas compartidas. «¿Qué ocurre? ¿Yo no puedo?
Mi necesidad, mi necesidad…».
El poder de ellas, el rencor tenaz… Bud murmuraba y gruñía significativamente
pese a las advertencias de Dave. Y siguió fastidiando a Andy hasta que Dave prohibió
todo tipo de preguntas. Pero el mismo Dave estaba notoriamente tenso y leía
muchísimo su Biblia. Lorimer descubrió que su cuerpo las husmeaba como un
sabueso hambriento, ansiando que los cubículos fueran como parecían ser: sin trabas.

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Comprendieron que las instrucciones de Myda debieron ser muy estrictas. La
atmósfera ha sido implacablemente aséptica, la discreción impenetrable. Andy ignoró
cortésmente todos los sondeos. Ninguna palabra o acto les ha revelado qué ocurre, si
es que ocurre algo, en efecto. Lorimer no pudo evitar acordarse del fin de semana que
pasó en el campamento de scouts de Jenny. Un largo entrenamiento los rescató al fin,
y se resignaron a completar la misión a bordo de un super Sunbird, extrañamente
atendidos por un pelotón de varias girl scouts y un boy scout.
En otros sentidos la recepción no pudo ser más amable. Les han dado el curso de
la nave y un cuarto de recreación en un depósito limpio. Visitan la sala de control a su
antojo. Lady Blue y Andy les proporcionan datos y manuales, y les muestran cada
circuito y artefacto del Gloria, dentro y fuera. Central Luna ha despachado una serie
de textos científicos y los datos sobre sus satélites y las naves más pequeñas que
circulan regularmente entre las colonias de Marte y la Luna.
Dave y Bud se han zambullido en una orgía de tecnicismos. El Gloria, como
sospechaban, es impulsado por una planta de fisión que consume una serie de
minerales lunares. La propulsión iónica es apenas más avanzada que en los modelos
experimentales de su propia época. Hasta el momento, parece que las maravillas del
futuro consisten principalmente en modificaciones ingeniosas.
—Es primitivo —le dice Bud—. Lo que han hecho es sacrificar elementos para
que sea simple y fácil de mantener. Créelo, pueden impulsar el combustible a mano.
¡Y los repuestos, hermanos! Tienen redundancia redundante.
Pero el interés técnico de Lorimer se disipa pronto. Lo que realmente quiere es
estar un tiempo a solas. Hace un vago intento de investigar las novedades de su
especialidad, aparentemente escasas, y descubre que no puede concentrarse. Qué
demonios, se dice. Hace trescientos años que dejé de ser un físico. Es un alivio estar
fuera de la celda del Sunbird. Ha recobrado el hábito de flotar solitario por los
pasadizos de la nave, y de emplear el excelente telescopio de 400 milímetros, y de
fijarse en la extraña vida de la tripulación.
Cuando descubre que a Lady Blue le gusta el ajedrez, se aviene a una rutina de
dos partidas por semana. La personalidad de ella le intriga. Es reservada y tiene una
aureola de autoridad. Pero corrige inmediatamente a Bud cuando él la llama
«capitana».
—Aquí nadie manda sobre vuestros sentidos. Soy sólo la mayor.
Y Bud retoma el «señora».
Ella juega de manera sólida, atenta a las posiciones, algo más errática que un
hombre pero con trampas elegantes de vez en cuando. Lorimer descubre con asombro
que existe una sola apertura nueva, un interesante gambito de dama llamado Dagmar.
¿En tres siglos una sola apertura nueva? Lo menciona a los otros cuando vuelven a
ayudar a Andy y Judy Paris a cargar un conversor.
—No han progresado mucho en ningún sentido —dice Dave—. Casi todos los
aparatos nuevos datan de la epidemia, Andy… No lo tomes a mal. Parece como si el

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programa se hubiera estancado. Hace ochenta años que planean este proyecto Titán.
—Llegaremos —sonríe Andy.
—Vamos, Dave —dice Bud—. Judy y yo os comprometemos para la próxima
cena con pollo. Todavía estamos a tiempo de formar un equipo de bridge aquí.
¡Diantre, si puedo oler ese pollo! Los que pierden comen la iguana.
La comida es tan buena… Lorimer se sorprende de vagabundear por la cocina y
ayudar a quienquiera que esté cocinando. Prueba las diversas semillas y raíces
mientras las oye hablar. Hasta le gusta la iguana. Empieza a engordar, como todos.
Dave ordena turnos dobles de ejercicios.
—¿Quieres llevarnos corriendo a casa, Dave? —refunfuña Bud.
Pero Lorimer disfruta cuando pedalea o corre a lo largo de los peldaños mientras
las mujeres charlan y escuchan cintas grabadas. Música familiar: identifica una
extraña gama, de Haendel, Brahms y Sibelius a Strauss y baladas e intrincadas formas
ligeras de jazz-rock. Sin letras. Pero abundantes textos informativos indudablemente
seleccionados para él.
En la historia sintética que le han prometido descubre más acerca de la epidemia.
Parece haber sido un cuasivirus volátil escapado de laboratorios militares
francoárabes, posiblemente potenciado por la contaminación ambiental.
—Al parecer, sólo dañó las células reproductoras —les dice a Dave y a Bud—. La
mortandad efectiva fue mínima, pero la esterilidad, casi universal. Se cree que
produjo una sustitución molecular en el código genético de los gametos; parece que
los hombres fueron los más afectados. Mencionan una mengua posterior de
nacimientos de varones, lo cual sugiere que el afectado fue el cromosoma Y. Eso
sería selectivamente letal para los fetos masculinos.
—¿Sigue siendo peligroso, Doc? —pregunta Dave—. ¿Qué nos pasará al llegar a
casa?
—Lo ignoran. La tasa de nacimientos es normal ahora, alrededor de un dos por
ciento, y en incremento. Pero la población actual puede ser resistente. Nunca lograron
una vacuna.
—Hay una sola manera de confirmarlo —dice gravemente Bud—. Me ofrezco
como voluntario.
Dave le dirige una mirada reprobatoria. Es increíble cómo sigue al mando, piensa
Lorimer. Nada de sumisión, por todos los santos. Un equipo.
La historia también menciona los disturbios y combates que devastaron el mundo
cuando la humanidad descubrió que estaba estéril. Ciudades bombardeadas e
incendiadas, matanzas, pánico, violaciones y secuestros de mujeres en masa, ejércitos
merodeadores de hombres biológicamente desesperados, cultos sangrientos. Los
chiflados. Pero todo está contado con tanta concisión, hace tanto tiempo… Listas de
nombres respetables. «Siempre debemos agradecer a los valientes que defendieron
los laboratorios médicos de Denver…». Y luego el drama de reunir las reservas de
helio para los dirigibles.

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En tres siglos todo es polvo, piensa. ¿Qué sé yo de la detestable guerra de los
Treinta Años, tres siglos anterior a mí? La lucha devastó Europa durante dos
generaciones. Ni siquiera conozco los nombres. La descripción de la estructura
política y económica es aún más sintética. Parece que casi no tuvieran gobierno,
como dijo Myda.
—Es una forma laxa de sistema de crédito social mantenida por consenso. Una
especie de período permanente de fronteras —le explica a Dave—. Progresan sin
prisa. Desde luego, no necesitan ejército ni aeronáutica. Ni siquiera estoy seguro de
que usen una moneda o reconozcan la propiedad privada de la tierra. Reparé en una
referencia favorable a las primeras comunas chinas —añade al ver cómo Dave aprieta
los labios—. Pero no están sujetos a una comunidad. Viajan. Cuando pregunté a Lady
Blue sobre el sistema policial y legal me dijo que esperara hasta hablar con
historiadores auténticos. El Registro parece ser sólo eso, no un organismo policial.
—Aquí hay gato encerrado, Lorimer —dice sobriamente Dave—. Sé cauteloso.
No nos revelarán la verdad.
—¿Habéis notado que nunca hablan de sus maridos? —ríe Bud—. Pregunté a un
par de ellas qué hacían sus maridos y juro que tuvieron que pensarlo. Y todas tienen
hijos. Creedme, allá todos se divierten en grande, aunque el buen Andy actúe como si
no supiera para qué la tiene.
—No quiero que nadie fisgonee en sus vidas personales y familiares mientras
estemos en esta nave, Geirr. Nadie. Es una orden.
—Quizá no tienen familias. ¿Habéis oído hablar alguna vez de matrimonio?
Cualquier chica no haría más que pensar en eso. Acuérdate de mis palabras, aquí ha
habido más de un cambio.
—Las costumbres sociales tienen que haber cambiado hasta cierto punto —dice
Lorimer—. Ante todo, es obvio que son más las mujeres que trabajan fuera del hogar.
Pero tienen lazos familiares. Por ejemplo, Lady Blue tiene una hermana en una
fábrica de aluminio y otra en sanidad. La madre de Andy está en Marte y la hermana
trabaja en el Registro. Connie tiene un hermano o hermanos en la flota pesquera cerca
de Biloxi, y su hermana vendrá a reemplazarla aquí en el viaje siguiente; ahora se
dedicará a los fermentos.
—Ésa es la cima del témpano.
—Dudo que el resto del témpano sea muy siniestro, Dave.
Pero en cierto punto esa laxitud empieza a molestar también a Lorimer. Faltan
tantas cosas… Matrimonio, amoríos, problemas con los niños, riñas por celos,
jerarquías, posesiones, estrecheces económicas, enfermedades, hasta funerales. Todas
las fruslerías cotidianas que obsesionaban a Ginny y sus amigas parecen suprimidas
de la charla de estas mujeres. Suprimidas… ¿Será posible que Dave tenga razón, que
les estén ocultando deliberadamente un aspecto importante, significativo?
—Todavía me sorprende que la lengua no haya cambiado más —le dice un día a
Connie mientras trajinan en el gimnasio.

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—Oh, cuidamos mucho ese aspecto. —Ella trepa para acercársele, sin usar las
manos—. Sería una pérdida espantosa si no pudiéramos entender los libros. A todos
los niños se los educa con las mismas cintas originales, ¿ves? Oh, hay palabras que se
ponen de moda un tiempo, pero nuestras comunicadoras tienen que aprender los
viejos textos de memoria. Eso nos mantiene unidas.
Judy Paris gruñe desde el pediciclo.
—Vosotros, queridos niños, nunca conoceréis la opresión que hemos sufrido —
declama a modo de parodia.
—Judy habla demasiado —dice Connie.
—Todas lo hacemos, es un hecho.
Ambas ríen.
—¿Así que todavía leéis lo que se consideraba nuestros grandes libros, nuestras
narraciones y poemas? —pregunta Lorimer—. ¿A quién leéis? ¿H. G. Wells?
¿Shakespeare? ¿A Dickens, Balzac, Kipling, Brian?
Es un tanteo; Brian era un best seller que le gustaba a Ginny. ¿Cuándo había leído
él por última vez a Shakespeare o los otros?
—Oh, las novelas históricas —dice Judy—. Es interesante, supongo. Grises. No
son muy realistas. Sin duda lo eran para vosotros —añade generosamente.
Y se ponen a discutir si las gallinas que están incubando reciben demasiada luz,
mientras Lorimer se pregunta cómo pudieron desaparecer de la realidad de un mundo
lo que él supone fueron las verdades eternas de la naturaleza humana. El amor, el
conflicto, el heroísmo, la tragedia… ¿Todo eso es poco realista? Bueno, las
dotaciones de vuelo nunca leen demasiado. Sin embargo, las mujeres leen más…
Algo ha cambiado, puede palparlo. Algo tan básico como para afectar a la naturaleza
humana. Un desarrollo físico, tal vez. ¿Una mutación? ¿Qué será lo que realmente
hay bajo esas ropas flotantes?
Son las Judys quienes le revelan una parte.
Está haciendo ejercicios, a solas con las dos. Escucha cómo cuchichean sobre un
personaje legendario llamado Dagmar.
—¿La Dagmar que inventó la apertura de ajedrez? —pregunta.
—Sí. Hace de todo, cuando es buena es magnífica.
—¿Es que era mala a veces?
Una de ellas ríe.
—El problema Dagmar, se podría decir. Tiene una tendencia a organizarlo todo.
Está bien cuando funciona, pero a veces se le escapa de las manos; ella piensa que es
reina o algo así. Después hay que rectificar sus errores.
Todo en presente… Pero Lady Blue le ha contado que el gambito Dagmar tiene
más de un siglo.
«Longevidad», piensa. Por Dios, eso es lo que ocultan. Digamos que han
duplicado o triplicado la duración de la vida; eso, por cierto, alteraría la psicología
humana y afectaría la visión de todas las cosas. ¿Madurez demorada, tal vez?

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Estábamos trabajando en el rejuvenecimiento por células endocrinas cuando me fui.
¿Qué edad tienen estas muchachas, por ejemplo?
Cuando va a formular una pregunta, Judy Dakar dice:
—Yo estaba en el instituto cuando se descontroló. Pero es buena, después la
quise.
Lorimer piensa que alude a un sanatorio, luego comprende que se refiere a una
maternidad comunal.
—¿Es la misma Dagmar? —pregunta—. Debe de ser muy vieja…
—Oh, no. Su hermana.
—¿Una hermana con cien años de diferencia?
—Quiero decir su hija. Su…, su nieta.
Y se pone a pedalear aceleradamente.
—Judys —dice la gemela a sus espaldas.
Otra hermana. Parece que todas tienen un número extraordinario de hermanas,
reflexiona Lorimer. Oye que Judy Paris le dice a su melliza:
—Creo que recuerdo a Dagmar en el instituto. Empezó a hacer uniformes para
todas. Variedad de colores y números.
—Imposible, no habías nacido —replica Judy Dakar.
Se hace un silencio.
Lorimer se vuelve para mirarlas. Dos rostros alegres y ruborizados le ojean
cautelosos, cabecean del mismo modo para apartarse el pelo de la cara. Idénticas…
Pero la Dakar, que está en el pediciclo, ¿no es un poco más madura, no tiene la cara
más curtida?
—Creí que érais gemelas.
—Ah, las Judys hablan demasiado —dicen a coro, y sonríen culposamente.
—No sois hermanas —les dice él—. Sois lo que llamábamos clones.
Otro silencio.
—Bueno, sí —dijo Judy Dakar—. Nosotras lo llamamos hermanas. ¡Oh, madre!
Se suponía que no debíamos decírtelo. Myda dijo que te afectaría muchísimo. Era
ilegal en tus tiempos, ¿verdad?
—Sí. Considerábamos inmoral y antiético experimentar con la vida humana.
Pero, personalmente, no me afecta.
—Oh, perfecto, magnífico —dicen a coro—. Creemos que tú eres diferente —
exclama Judy Paris—. Eres más hu… Eres más parecido a nosotras. Por favor, no se
lo digas a los otros. Oh, no lo harás, ¿verdad? Por favor…
—Es un accidente que estemos dos de nosotras aquí —dice Judy Dakar—. Myda
nos advirtió. ¿No puedes esperar un poco?
Dos pares de ojos oscuros e idénticos le suplican.
—Muy bien —dice él con lentitud—. No les diré nada a mis amigos por el
momento. Pero si mantengo el secreto tenéis que responder algunas preguntas. Por
ejemplo, ¿cuántas personas son creadas de esa manera artificial?

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Empieza a notar que sí le afecta en lo personal. Dave tiene razón, demonios.
Están ocultando cosas. ¿Se trata de «un mundo feliz» poblado por esclavos
subhumanos y gobernado por cerebros maestros? Obreros sin estómago o sin sexo,
zombies descerebrados, cabezas humanas conectadas a máquinas, experimentos
monstruosos se le cruzan por la mente. De nuevo ha sido un ingenuo. Estas mujeres
de aspecto normal podrían estar enfilando hacia un mundo aborrecible.
—¿Cuántas?
—Hay solamente once mil de nosotras —dice Judy Dakar.
Las dos Judys se miran, y así le confirman algo con toda transparencia. No están
educadas para el engaño, piensa Lorimer. ¿Es bueno eso? Y lo distrae una
exclamación de Judy París:
—Lo que no entendemos es por qué lo considerabais malo.
Lorimer trata de explicarles, de hacerles entender el horror de la manipulación de
la identidad humana, de la creación de vida anormal. La amenaza de la
individualidad, el poder temible que se pondría en manos de un dictador.
—¿Dictador? —repite una de ellas, sin entender.
Él las mira a la cara y sólo puede decir:
—Hacer cosas a la gente sin su consentimiento. Creo que es triste.
—Pero eso es justamente lo que pensamos de vosotros —exclama la Judy más
joven—. ¿Cómo sabéis quiénes sois, o quién es nadie? Totalmente solos, sin
hermanas con las que compartir nada. No sabéis lo que podéis hacer ni lo que podría
ser interesante emprender. ¡Pobres criaturas solitarias…! Caray, obligados a andar
dando tumbos y morir, ¡todo para nada!
Le tiembla la voz. Lorimer, estupefacto, nota que ambas tienen los ojos turbios.
—Mejor pongamos esto en m-movimiento —dice la otra Judy.
Retoman el ritmo y Lorimer logra sonsacarles la verdad por fragmentos. No son
embriones de probeta, le dicen indignadas. Madres, como en cualquier especie.
Madres jóvenes de la mejor clase. Un núcleo celular somático es insertado en un
óvulo femenino sin núcleo y reimplantado en el vientre. Ambas dieron a luz dos
«hermanas» en la adolescencia y las criaron antes de irse. Los institutos siempre
tienen muchas madres.
Se ríen de su concepto de longevidad. Hasta ahora no han alcanzado más que
unas normas de vida saludable.
—Llegaríamos a los noventa sin problemas —le aseguran—. Judy Aguila llegó a
los ciento ocho, es nuestro récord. Pero al final chocheaba bastante.
El clonaje en sí mismo es viejo, data de la epidemia. Fue parte de los primeros
esfuerzos por salvar la raza cuando se interrumpieron los nacimientos, y han
continuado desde entonces.
—Es tan perfecto… Cada cual tiene un libro, es realmente una biblioteca —le
dicen—. Todos los mensajes son registrados. El libro de Judy Shapiro: eso somos

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nosotras. Dakar y París son nuestros nombres personales, ahora están de moda las
ciudades.
Ríen a la vez que tratan de no hablar al mismo tiempo sobre cómo cada Judy
añade a su memoria individual sus aventuras y problemas y hallazgos al genotipo que
todas comparten.
—Si cometes un error es útil para las otras. Desde luego, tratas de no cometerlo…
O al menos, de no cometer uno nuevo.
—Algunas de las viejas no son tan realistas —interviene su alter ego—. Las
cosas eran harto diferentes, quizás. Hemos hecho síntesis de las partes que nos gustan
más. Y de cosas prácticas. Por ejemplo, las Judys tienen que cuidarse del cáncer de
piel.
—Pero tenemos que leerlo todo de nuevo cada diez años —dice la Judy llamada
Dakar—. Es inspirador. Con el tiempo entiendes a algunas que antes no entendías.
Divertido, Lorimer trata de imaginar cómo sería oír las voces de trescientos años
de Orren Lorimers. Lorimers matemáticos o fontaneros o artistas o vagabundos o
quizá criminales. Y muchísimos dobles vivientes. Lorimers viejos y Lorimers niños.
Y las mujeres e hijos de otros Lorimers. ¿Le parecería divertido o exasperante? No lo
sabe.
—¿Habéis escrito ya vuestras memorias?
—Oh, somos demasiado jóvenes. Sólo notas, por si hubiera algún accidente.
—¿Estaremos nosotros en las notas?
—¡Imagínate! —Ríen alegremente, después se calman—. ¿De veras no dirás
nada? —pregunta Judy París—. Tenemos que decirle a Lady Blue lo que hemos
hecho. Uuf. Pero ¿de veras no les contarás nada a tus amigos?
No les había contado nada, piensa ahora, al regresar a su yo viviente. Connie, a su
lado, bebe sidra de un bulbo. Y descubre que él también tiene una bebida en la mano.
Pero no ha contado nada.
—Las Judys son charlatanas.
Connie menea la cabeza, sonriente. Lorimer comprende que debe de haber dicho
todo en voz alta.
—No importa —le dice—. Lo habría descubierto pronto de todos modos. Había
demasiadas claves… Las Woolagongs inventan, las Mydas se preocupan, las Jans son
los cerebros, los Billy Dees trabajan duro. Recogí seis historias diferentes sobre
plantas hidroeléctricas construidas o remodeladas o dirigidas por una tal Lala Sing.
Todo vuestro modo de vida. Esto me interesa más de lo que corresponde a un físico
respetable —dice con amargura—. Sois… todas clones, ¿verdad? Cada una de
vosotras. ¿Qué hacen las Connies?
—Sabes mucho, de veras. —Ella lo mira como una madre cuyo hijo acaba de
hacer algo perturbador y brillante—. ¡Oh, bueno! Las Connies labramos como locas,
cultivamos cosas. Casi todos nuestros nombres son de plantas. A propósito, yo soy
Verónica. Y por supuesto, los institutos son nuestra debilidad. La manía de la crianza.

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Tendemos a interesarnos por todos los más débiles o pequeños. —Fija los ojos
cálidos en Lorimer, que se retrae involuntariamente—. Pero podemos controlarlo. —
Ríe de buena gana—. No todas somos así. Hubo también Connies ingenieras, y
tenemos dos jóvenes hermanas enamoradas de la metalurgia. Es fascinante lo que
puede lograr el genotipo si te esfuerzas. La Constantia Morelos original fue química,
pesaba cuarenta kilos y en su vida pisó una granja. —Connie se mira los brazos
musculosos—. La mataron los chiflados, peleó con armas. Es tan difícil de
comprender… Y tuve una hermana Timothy que fabricó dinamita y cavó dos canales,
y ni siquiera era una Andy.
—Una Andy —dice él, como un eco.
—Oh, cielos.
—También me lo imaginaba. Tratamientos tempranos con andrógenos.
Ella asiente, titubeando.
—Sí. Necesitamos fuerza muscular para ciertas tareas. Unas pocas. Las Kays son
muy fuertes, de todos modos. ¡Uh! —De pronto se estira la espalda, se retuerce como
si tuviera un calambre—. Oh, me alegra que lo sepas. Ha sido una tensión muy fuerte.
Ni siquiera podíamos cantar.
—¿Por qué no?
—Myda estaba segura de que cometeríamos errores, con todas las palabras que
teníamos que cambiar. Cantamos mucho.
Tararea suavemente un par de tonadas.
—¿Qué clase de canciones cantáis?
—Oh, de todas clases. Canciones de aventuras, de trabajo, de cuna, de viajes,
canciones tristes, canciones serias, canciones en broma… De todo.
—¿Y canciones de amor? —aventura Lorimer—. ¿Todavía… eh, aman?
—Desde luego, ¿cómo podría no amar la gente? —Pero lo mira con aire
dubitativo—. Las historias de amor de vuestra época son… no sé, tan raras; tristes,
crueles, no parece amor… Oh, sí. Tenemos canciones de amor que son famosas.
Algunas son un poco tristes, también. Como las de Tamil y Alcmene O, predestinadas
a atraerse. Las Connies también están un poco predestinadas. —Sonríe
embarazosamente—. Nos encanta estar con Ingrid Anders. Es más bien unilateral.
Espero que haya una Ingrid en mi próxima misión. Es tan atractiva… Es como un
pequeño diamante.
Las conjeturas le estallan alrededor, chisporrotean preguntas. Pero Lorimer quiere
contemplar ese otro diseño más oscuro que las trasciende.
—Once mil genotipos, dos millones de personas: eso arroja un promedio de
doscientas de cada una de vosotras en la actualidad. —Ella asiente—. Supongo que
habrá variaciones. ¿Hay más de algunas?
—Sí, algunos tipos no son tan viables. Pero no hemos perdido ninguno desde los
primeros tiempos. Se trató de preservar todos los genes posibles, hay gentes de todas
las razas y muchas de subrazas menores. Por ejemplo, yo soy el tipo caribe. Desde

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luego que nunca lograremos saber lo que se ha perdido. Pero once mil es mucho,
realmente. Todas tratamos de conocernos unas a otras, es tarea de una vida.
Un escalofrío penetra la ataraxia de Lorimer. Once mil, punto. Ésa es la verdadera
población de la Tierra ahora. Piensa en doscientas mujeres altas de tez olivácea con
nombres de plantas, excitadas por doscientas menudas y brillantes Ingrids; doscientas
Judys charlatanas, doscientas ceñudas Lady Blues, doscientas Margos y Mydas y el
resto. Se estremece. Los herederos, los felices portaféretros de la raza humana.
—Así termina la evolución —dice, sombrío.
—No, ¿por qué? Simplemente, va más despacio. Todo lo hacemos con más
lentitud que vosotros, creo. Nos gusta experimentar las cosas plenamente. Tenemos
tiempo. —Se estira de nuevo, sonriente—. Tenemos todo el tiempo del mundo.
—Pero no tenéis nuevos genotipos. Es el fin.
—Oh, ahora sí. El siglo pasado descubrieron la forma de combinar núcleos
haploides. Podemos hacer que una célula-huevo despojada funcione como polen —
dice con orgullo—. Es decir, esperma. Es engorroso, a veces no sale muy bien. Pero
ahora estamos descubriendo que ambas X son viables. Tenemos más de cien tipos
nuevos en camino. Claro que es duro para ellas, sin hermanas. Las donantes tratan de
ayudar.
Más de cien, piensa él. Bueno. Quizá… Pero ¿qué significa que «ambas X son
viables»? Debe de aludir a la epidemia. Pero él había pensado que afectaba
primordialmente a los hombres. Su mente se pone a trabajar con afán en este nuevo
enigma, e ignora un sonido que desde alguna parte trata de penetrar en su calma.
—Fue un gen o genes del cromosoma X el que resultó afectado —conjetura en
voz alta—. No el Y. El rasgo letal tenía que ser recesivo, ¿verdad? Así que no habría
nacimientos durante un tiempo, hasta que ciertos hombres se recobraran o estuvieran
aislados el tiempo suficiente para producir gametos con cromosomas X intactos. Pero
aunque las mujeres llevan su reserva de óvulos femeninos, nunca podrían regenerarse
por vía de la reproducción. Cuando copulaban con los varones recobrados sólo
podían dar a luz hijas mujeres, pues las mujeres llevan dos X y el gen defectuoso de
la madre sería compensando por un X normal del padre. Pero el varón es XY, recibe
sólo el cromosoma defectuoso de la madre. Así se manifiesta el defecto letal, el feto
masculino moría… Un planeta de muchachas y de hombres en extinción. Los pocos
tipos viables perecieron.
—Entiendes de veras —dice ella, admirada.
El sonido se vuelve insistente. Él rehusa oírlo, esto es significativo.
—De modo que estaremos perfectamente bien en la Tierra. Ningún problema.
Teóricamente podemos casarnos de nuevo y tener familias, al menos hijas…
—Sí —dice ella—. Teóricamente.
El sonido le traspasa de pronto las defensas, se transforma en la estentórea voz de
Bud Geirr entonando una canción. Ahora suena borracho como una cuba. Parece que
proviene del huerto principal, el que usan para cultivar y no para purificar el

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ambiente. Lorimer siente que el espanto renace, se cierne sobre él. Dave debería
vigilarlo. Pero parece que también él ha desaparecido.
Y entonces recuerda que vio a Dave con Lady Blue, que iban a Control.
—Oh, el sol arde brillante sobre la bonita Ala Ro-o-o-ja —canturrea Bud.
Lorimer decide apenado que hay que hacer algo. Se mueve. Es un esfuerzo.
—No te preocupes —dice Connie—. Andy está con ellos.
—No sabéis, no sabéis lo que habéis empezado.
Se dirige con esfuerzo al pasaje que da al huerto.
—… Cuando yacía durmie-eendo, un vaquero se fue acerca-aando…
Risotada general en el pasadizo. Lorimer se abre paso en el resplandor verde. Más
allá de la cerca radial de legumbres ve a Bud, que se acerca a Judy Paris con
exagerado sigilo. Andy flota cerca de las jaulas de las iguanas, riendo.
Bud aferra un tobillo de Judy y la detiene con gesto histriónico, haciendo flamear
el pijama amarillo. Ella ríe cabeza abajo, sin hacer nada para zafarse.
—Esto no me gusta —susurra Lorimer.
—Por favor, no interfieras.
Connie le ha tomado del brazo y ambos están anclados al anaquel de
herramientas. La alarma de Lorimer parece haberse dispersado. Observará, dejará que
vuelva la serenidad. Los otros no han reparado en ellos.
—Oh, había una vez una mucama india —canta Bud, más moderado— que nunca
tenía miedo de que algún vaquero se la metiera, ejem, ejem. —Ríe y tose ostentoso
—. Eh, Andy, oigo que te llaman.
—¿Qué? —dice Judy—. Yo no oigo nada.
—Te llaman, muchacho. Por allá.
—¿Quién? —pregunta Andy, y presta atención.
—Por allá, en nombre de Cristo. —Suelta a Judy y se acerca a Andy
impulsándose con el pie—. Oye, eres un gran chico. ¿No ves que Judy y yo tenemos
que conversar algo en privado? —Hace girar suavemente a Andy y lo empuja hacia la
cerca—. Es víspera de Año Nuevo, tonto.
Andy se aleja pasivamente atravesando la cerca de enredaderas, saluda con la
mano a Lorimer y Connie. Bud regresa con Judy.
—Feliz Año Nuevo, gatita —sonríe.
—Feliz Año Nuevo. ¿Hacíais algo especial en Año Nuevo? —pregunta ella con
curiosidad.
—Qué hacíamos en Año Nuevo… En víspera de Año Nuevo sí que hacíamos
algo —ríe Bud, y la toma de los hombros—. No quieres que te muestre algunas de
nuestras primitivas costumbres terráqueas, ¿eh?
Ella asiente, los ojos abiertos.
—Bueno, primero nos deseábamos felicidades, así. —La atrae hacia él y le besa
ligeramente la mejilla—. Cristo, qué hembra imbécil —dice con otro tono de voz—.

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Notas que has estado lejos mucho tiempo cuando cualquier cosa te viene bien. Ah,
qué tetas magníficas…
Le mete la mano en la blusa.
Lorimer comprende que el hombre está desprevenido. No sabe que está drogado,
piensa en voz alta. Debo de haber hecho lo mismo. Oh, Dios… Se refugia tras sus
lentes de cristal, un espectador a la sombra protectora de la eternidad.
—Y después nos besuqueábamos un poco. —La voz es de nuevo amable; Bud
estrecha a la muchacha, le acaricia la espalda—. Un buen trasero —comenta para sí,
y le apoya los labios en la boca; ella no se resiste.
Lorimer observa cómo Bud la abraza con más fuerza, le manosea las nalgas,
hurga bajo las ropas. Protegido tras sus lentes, siente que también él se excita. Judy
agita los brazos azarosamente.
Bud se separa para respirar, una mano en la cremallera.
—Deja de mirarme —rezonga—. Una palabra más y descubrirás para qué tienes
esa bocaza. Oh, muchacho, un mástil. Como acero… Perra, es tu día de suerte. —
Ahora le desnuda los senos, senos grandes… Los acaricia—. Dos condenados años
en el culo de la nada —murmura—, ven aquí, ¿quieres? No puedo aguantar, míralo…
Bonitas tetitas… —Y vuelve a besarla de prisa y le sonríe—. ¿Bien? —pregunta con
su voz tierna, y le hunde la boca en los pezones a la vez que busca los muslos con la
mano.
Ella se estremece y suelta un murmullo sofocado.
Las arterias de Lorimer martillean de placer y espanto.
—Creo que hay que parar esto —se obliga a decir con falsedad, con la esperanza
de no tener que decir más.
A través de la tensión pulsátil oye un susurro de Connie, algo así como «No te
preocupes, Judy es muy atlética». El terror lo apuñala, ellas no saben. Pero no puede
evitarlo.
—Coño, ¿estás congelada? —gruñe Bud—. Eres tonta…
La cara de Judy asoma fugazmente por entre el pelo flotante, y una parte remota
de la mente de Lorimer advierte que se le nota divertida e incómoda. Su ser sigue
atento el espectáculo de Bud, experto en el control del cuerpo de ella en medio del
aire, que le baja los pantalones amarillos. Oh, Dios, el oscuro vello púbico, los
muslos blancos y gruesos. Una mujer perfectamente normal, ninguna mutación. Oh,
Dios… Pero de pronto una sombra móvil se interpone: es Andy, otra vez. Flota
encima de ellos con algo en la mano.
—¿Estás a punto, Jude? —pregunta el muchacho.
Bud enrojece de furia.
—¡Lárgate, idiota!
—Oh, no molestaré.
—Cielo santo. —Bud se lanza hacia arriba y aferra el brazo de Andy mientras
sostiene a Judy con las piernas—. Esto es cosa de hombres, muchacho. ¿Tengo que

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explicarte todo? —Mueve el brazo—. ¡Fuera!
Con un movimiento rápido atrae a Andy y le abofetea la cara, después lo arroja
contra la enredadera.
Bud ladra una risotada, se inclina sobre Judy. Lorimer puede verle el pene erecto
que asoma por la bragueta. Quiere advertirle, ponerle al tanto del peligro, pero sólo
puede dejarse llevar por el placer caliente que lo desborda, derrite el caparazón de
cristal. Vamos, más. Ve con avidez cómo Bud le besuquea de nuevo los pechos y
luego le hace girar bruscamente el cuerpo. Aferra ambas muñecas en un puño y le
engancha las piernas con las suyas, las nalgas desnudas de la muchacha se destacan
como lunas enormes.
—C-c-u-u-lo —gruñe Bud—. Ya verás, putita…
Atrae las caderas hacia él.
Judy grita, empieza una fútil lucha. El caparazón de Lorimer hierve y estalla. En
medio del torbellino los fantasmas de afuera tratan de penetrar. Y algo se está
moviendo, un fantasma real. Consternado, ve que es Andy otra vez, que flota hacia
los cuerpos unidos empuñando una cosa zumbante. Oh, no… Una cámara. Qué
idiotas.
—¡Lárgate! —Trata de decirle al muchacho.
Pero Bud vuelve la cabeza, lo ha visto.
—Pequeño aguafiestas. —Estira el brazo y aferra la camisa de Andy mientras
mantiene asida a Judy con las piernas—. Ya me hartaste.
Descarga un puñetazo en la boca de Andy, la cámara se aleja girando. Pero esta
vez Bud no lo suelta, sigue golpeando al muchacho y todos ruedan en el aire,
enmarañados.
—¡Basta! —Se oye gritar a Lorimer, que se zambulle a través de la cerca—.
¡Bud, detente! Estás golpeando a una mujer.
La cara feroz se vuelve hacia él, los ojos entornados.
—Piérdete de vista, Doc. Consíguete tu propia chica.
—Andy es mujer, Bud. Estás golpeando a una muchacha. No es un hombre.
—¿Eh? —Bud examina la cara ensangrentada de Andy, le sacude la pechera de la
camisa—. ¿Dónde están las tetas?
—No las tiene, pero es mujer. Su verdadero nombre es Kay. Todas son mujeres.
Suéltala, Bud.
Bud mira fijo al andrógino, las piernas todavía apretando a Judy, el pene que
tantea el aire. Andy levanta las manos en forma vagamente combativa.
—¿Una lesbiana? —dice lentamente Bud—. ¿Una maldita marimacho? Esto
tengo que verlo.
Gesticula al azar y manotea por sorpresa la entrepierna de Andy.
—¡No tiene testículos! —ruge—. ¡No tiene testículos! —Se revuelca en el aire
con convulsiones de risa, suelta a Andy y libera a Judy—. ¡Ah, no! —Se interrumpe
para aferrar a Judy del cabello y sigue con sus chillidos—: ¡Una marimacho! —Se

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empuña la verga endurecida y la menea ante Andy—. Sufre, marimacho. —Luego
levanta la cabeza de Judy, que ha observado todo sin resistencia—. Mírala bien,
muchacha. ¿Ves lo que te ha traído el buen Bud? Esto es todo lo que quieres,
confiésalo. ¿Cuánto hace que no ves un hombre de veras, cara de piedra?
Una risa maniática burbujea en las vísceras de Lorimer, la comicidad supera el
miedo.
—Nunca ha visto un hombre en su vida, ni ella ni las demás. Imbécil, ¿todavía no
te das cuenta? No hay más hombres. Murieron todos hace trescientos años.
La risa de Bud muere lentamente, mientras él se vuelve hacia Lorimer.
—¿Qué has dicho, Doc?
—Los hombres desaparecieron. La epidemia los extinguió. En la Tierra sólo
quedan mujeres.
—¿Quieres decir que allá hay dos millones de mujeres y ningún hombre? —Se le
afloja la mandíbula—. ¿Sólo marimachos como Andy…? Espera un minuto. ¿De
dónde sacan los niños?
—Los generan artificialmente. Son todas muchachas.
—Dios… —La mano de Bud aferra el pene fláccido, lo cosquillea distraídamente
y le devuelve la rigidez—. Dos millones de hembras calientes allá abajo, esperando al
buen Buddy. Dios, el último hombre en la Tierra. Tú no cuentas, Doc. Y el buen Dave
está lleno de ideas raras.
Empieza a masturbarse y aún mantiene a Judy aferrada del cabello. El
movimiento los hace retroceder un poco. Lorimer ve que Andy —Kay— ha
encendido de nuevo la cámara. Hay una gran mancha de sangre con forma de estrella
en la cara aniñada, probablemente del labio cortado.
Él mismo se siente apresado en el aire espeso. Vaciado, falto de lucidez.
—Dos millones de hembras —repite Bud—. Nadie en casa, sólo muchachas por
todas partes. Puedo hacer lo que se me antoje, en cualquier momento. Basta de
tonterías. —Se masturba más rápido—. Cubrirán kilómetros a la redonda para
suplicarme…, forcejeando entre ellas. Todas para mí, el rey Buddy… Desayunaré
fresas y mujeres. Tetas calientes con mantequilla, hombre. Diantres, tendré un par de
muchachitas que estén todo el día lamiéndome crema batida en la verga… ¡Eh,
organizaré concursos! Buddy ahora tendrá sólo lo mejor. No a ti, vaquillona. —
Sacude la cabeza de Judy—. Hembritas jóvenes, agujeritos estrechos. Las yeguas
viejas se calentarán mientras las miro.
Frunce ligeramente el ceño y se acaricia.
En un rincón clínico de la mente de Lorimer se aloja la suposición de que la droga
está demorando la eyaculación, y piensa que la concentración de Bud en sí mismo
debería darle alivio. Pero en cambio, incomprensiblemente, le aterra.
—Seré un rey, un dios —murmura Bud—. Me harán estatuas, mi verga de un
kilómetro de altura, por todas partes… Las pelotas sagradas de Su Majestad. Las
adorarán… Buddy Geirr, la última verga de la Tierra… Hombre, si el viejo George

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pudiera verlo… Cuando los chicos se enteren, se morirán de envidia, ¡ihuuuu! —
Frunce aún más el ceño—. No puede ser que todos hayan desaparecido. —Los ojos
extraviados encuentran a Lorimer—. Eh, Doc. En alguna parte ha de quedar algún
hombre, ¿verdad? Dos, o tres, al menos.
—No. —Lorimer sacude la cabeza con esfuerzo—. Están todos muertos, todos.
—Mierda. —Bud se vuelve para mirarlos—. Tiene que quedar alguno, dime que
sí. —Tironea de la cabeza de Judy—. Dilo, borrega.
—No, es verdad —dice ella.
—No hay hombres —repite Andy/Kay.
—Me estáis mintiendo —gruñe Bud, y se acaricia más de prisa, sacude la pelvis
—. Tiene que haber algún hombre, claro que los hay… Se ocultan en las colinas, eso
es. La caza, la vida salvaje… Buenos salvajes, lo sabía.
—¿Por qué tiene que haber hombres? —le pregunta Judy mientras la sacuden a
un lado y otro.
—¿Por qué, hembra estúpida? —No la mira, se excita furioso—. Porque de lo
contrario nada cuenta, imbécil. Ése es el porqué… Hay algunos hombres, unos
buenos vaqueros… Bud es un viejo vaquero…
—¿Ahora expulsará esperma? —susurra Connie.
—Es muy probable —dice Lorimer, o intenta decirlo.
El espectáculo es de un interés meramente clínico, piensa. Nada que temer. Una
de las manos de Judy sostiene algo: una pequeña bolsa de plástico. Se lleva la otra
mano al cabello pero Bud la sacude, debe de ser doloroso.
—Ahhh, ahh —jadea Bud, lastimero—, asíííí, así… —De pronto se acerca la
cabeza de Judy a la entrepierna; Lorimer observa la expresión perpleja de la
muchacha—. Tienes una boca, perra. ¡Usala! ¡Tómala, coño! ¡Tómala, ah…!
Una pequeña ostra sale despedida flojamente. El brazo de Judy la persigue con la
bolsa mientras ruedan en el aire.
—¡Geirr!
Desconcertado por el bramido, Lorimer se vuelve y ve a Dave —el mayor
Norman Davis— que observa desde la entrada. Tiene los brazos extendidos para
contener a Lady Blue y la otra Judy.
—¡Geirr! Dije que no se cometerían indignidades en esta nave, y lo dije en serio.
¡Aléjese de esa mujer!
Bud mueve las piernas vagamente, como si no hubiera oído, mientras Judy nada
entre ellas para embolsar las últimas gotas.
—Usted, ¿qué demonios hace?
En el silencio, Lorimer se oye decir:
—Parece que toma una muestra de esperma…
—¿Lorimer? ¿No te queda una pizca de cordura en esa mente pervertida?
Conduce a Geirr a su cuarto.
Bud se yergue lentamente, rueda.

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—Ah, el reverendo Leroy —dice, sin expresión.
—Estás ebrio, Geirr. Ve a tu cuarto.
—Tengo noticias para ti, Dave —le dice Bud con la misma voz chata—. Apuesto
a que no sabes que somos los últimos hombres de la Tierra. Dos millones de hembras
nos esperan.
—Lo sé —dice Dave, furioso—. Eres un borracho perdido. Lorimer, llévate a este
hombre de aquí.
Pero Lorimer no siente la pulsación de ningún nervio. La voz furiosa de Dave ha
conjurado el terror, ha creado una extraña parálisis esperanzada que los envuelve a
todos.
—Ya no tengo que aguantarte más —dice Bud con movimientos de cabeza,
murmurando no, no, no, mientras se acerca a Lorimer—. Nada más importa. Todos
han muerto. ¿Para qué, amigos? —Arruga la frente—. El viejo Dave, él es hombre.
Le dejaré algunas. Las más frígidas… Pobre viejo Doc, eres un bicho raro pero es
mejor que nada, también te dejaré algunas… Tendremos lugares, rebaños enteros, ya
lo verás… Eh, podemos correr carreras, tiene que haber un millón de coches allá.
Podemos ir de cacería. Y luego encontraríamos a los salvajes.
Andy, o Kay, flota hacia él. Se seca la sangre.
—¡Ah, no, no te acerques! —gruñe Bud, y se lanza hacia ella.
Cuando estira el brazo Judy le golpea los tríceps.
Bud suelta un aullido entrecortado, agita las extremidades, y luego flota sin
fuerzas, la cara repentinamente serena. Lorimer ve que respira. Está soltando su
propio aliento, observando cómo extienden su enorme cuerpo con cuidado. Judy
recoge los pantalones de la enredadera y lo remolcan a través de la cerca. Ella lleva la
cámara y la bolsa con la muestra.
—Pongo esto en el congelador, ¿verdad? —le dice a Connie cuando pasan.
Lorimer tiene que desviar los ojos.
Connie asiente.
—Kay, ¿cómo está tu cara?
—¡Lo sentí! —responde con entusiasmo Andy/Kay, y frunce los labios—. Sentí
la furia física, quise golpearlo. ¡Iuhuuuuu!
—Meted a ese hombre en mi habitación —ordena Dave cuando pasan.
Se ha movido hacia la luz, por encima de los plantíos de lechuga. Lady Blue y
Judy Dakar están de nuevo junto a la pared y observan. Lorimer recuerda lo que
quería preguntar.
—Dave, ¿lo sabes, de veras? ¿Has descubierto que son todas mujeres?
Dave lo escruta, pensativo. Erguido, flota con el sol en la barba y el pelo castaños.
Rasgos viriles auténticos. Lorimer recuerda a su propio padre, una figura pálida y
menuda como él mismo. Se siente mejor.
—Siempre supe que trataban de engañarnos, Lorimer. Ahora que esta mujer ha
admitido los hechos entiendo toda la magnitud de la tragedia. —Es su profunda voz

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dominical. Las mujeres le miran con interés—. Son criaturas perdidas. Han olvidado
a Aquel que las creara. Durante generaciones han vivido en las tinieblas.
—Sin embargo, parece que se las arreglan bastante bien —se oye decir Lorimer,
aunque le suena bastante idiota.
—Las mujeres son incapaces de gobernar nada, Lorimer. Deberías saberlo. Mira
lo que han hecho aquí, es patético. Ni el menor progreso. Pobres almas. —Dave
suspira con gravedad—. No es culpa de ellas, lo reconozco. Nadie las ha guiado en
trescientos años. Como un pollo con la cabeza cortada.
Lorimer reconoce su propio pensamiento: una masa protoplasmática de dos
millones de células, sin estructura, charlatana y trivial.
—«La cabeza de la mujer es el hombre» —dice Dave con vehemencia—.
Corintios 1, 11, 3. Ninguna disciplina. —Tiende el brazo y levanta un crucifijo
mientras boga hacia la cerca vegetal—. Burlas. Abominaciones. —Toca las plantas y
se vuelve, enmarcado por la fronda verde—. Lorimer, hemos sido enviados aquí. El
plan de Dios es éste, yo fui enviado aquí. No tú, tú eres tan inútil como ellas. Mi
segundo nombre es Paul —añade en tono coloquial. El sol relumbra en la cruz; en la
cara altiva, un semblante fuerte, puro, apostólico. Pese a ciertas reservas intelectuales,
Lorimer siente despertar un nervio olvidado—. Oh, Padre, dame fuerzas —ruega
Dave con serenidad, los ojos cerrados—. Nos has rescatado del vacío para traer Tu
Luz a este mundo sufriente. Conduciré a Tus hijas errantes fuera de las tinieblas. Seré
un padre severo pero misericordioso con ellas, en Tu nombre. Ayúdame a enseñar a
Tus hijas Tu ley sagrada e infúndeles el temor a Tu justa ira: «Que las mujeres
aprendan en el silencio y la sumisión», Timoteo 2, 7. Engendrarán varones que las
gobernarán y glorificarán Tu nombre.
Él podría lograrlo, piensa Lorimer. Un hombre como éste podría poner la vida en
marcha de nuevo. Tal vez hay algún misterio, un plan. Yo ya me daba por vencido.
No tengo agallas… Oye que las mujeres cuchichean.
—Esta cinta está terminando. —Es Judy Dakar—. ¿No es suficiente? Sólo está
repitiendo.
—Espera —murmura Lady Blue.
—«Y engendró un niño que gobernará las naciones con vara de hierro»,
Apocalipsis 12, 5 —dice Dave, más alto; ahora tiene los ojos abiertos, fijos en la cruz
—. Pues de tal manera amó Dios al mundo que envió a su hijo unigénito.
Lady Blue asiente. Judy se acerca a Dave. Lorimer entiende, y la protesta le
tiembla en la garganta. No pueden hacerle eso a Dave, tratarlo como a un animal,
santo cielo… ¡Es un hombre!
—¡Dave! ¡Aléjate, no dejes que se te acerque! —grita.
—¿Puedo mirar, mayor? Es hermoso, ¿qué es? —dice Judy, acercándose con la
mano tendida hacia el crucifijo.
—¡Tiene una hipodérmica, cuidado!
Pero Dave ya ha girado sobre sí mismo.

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—¡No seas sacrílega, mujer!
Le arroja la cruz como un arma, tan amenazadoramente que ella se retrae en el
aire y muestra la aguja que le destella en la mano.
—¡Serpiente! —Dave le patea el hombro y se impulsa hacia arriba—. Blasfema.
Bueno, a partir de ahora impondremos un poco de orden aquí —barbota en su voz
ordinaria—. Hacia esa pared, todos.
Atónito, Lorimer ve que Dave tiene en la otra mano un arma, una pistola pequeña
y gris que debe de haber traído desde Houston. La esperanza y la ataraxia
desaparecen, es devuelto a la decadente realidad.
—Mayor Dave —está diciendo Lady Blue.
Ella y las demás se le acercan, directo hacia el arma. ¿Sabrán qué es?
—¡Alto! —les grita Lorimer—. Obedecedle, por Dios. Es un arma balística,
puede mataros. Dispara cápsulas de metal.
Empieza a acercarse a Dave a lo largo de las enredaderas.
—Atrás. —Dave gesticula con la pistola—. Tomo el mando de esta nave en
nombre de los Estados Unidos de América, con Dios por testigo.
—Dave, guarda esa pistola. No querrás dispararle a la gente…
Dave lo ve y lo encañona.
—Te lo advierto, Lorimer. Métete aquí con ellas. Al menos Geirr es un hombre,
cuando está sobrio. —Se vuelve a las mujeres que todavía revolotean perplejas
alrededor y comprende—. Muy bien. Primera lección: observen esto.
Apunta cuidadosamente a las jaulas de las iguanas y dispara. Hay una detonación
sibilante. Un lagarto estalla en sangre, los gritos cunden. Un gorjeo estridente y
mecánico sofoca todos los ruidos.
—¡Una filtración!
Dos cuerpos se lanzan hacia el extremo opuesto, todos se mueven. En la
confusión, Lorimer ve que Dave regresa serenamente a la salida, el arma empuñada.
Él cruza el anaquel de las herramientas con frenesí para cerrarle el paso. Un cilindro
de aerosol se suelta cuando lo aferra, y lo deja pataleando en el aire. El gorjeo de la
alarma muere.
—Se quedarán aquí hasta que yo decida enviar por ustedes —anuncia Dave.
Ha llegado a la salida, está empujando la maciza compuerta. Sellará el sector,
comprende Lorimer.
—¡No, Dave! Escucha, nos matarás a todos. —Las alarmas internas de Lorimer lo
estremecen, ahora sabe para qué ha sido todo ese juego endemoniado y está muerto
de miedo—. ¡Dave, escúchame!
—¡Silencio!
El arma gira hacia él. La puerta se mueve, pero Lorimer logra asentar un pie.
—¡Cuidado! ¡Es una bomba! —Con todas sus fuerzas arroja el cilindro a la
cabeza de Dave y se lanza detrás—. ¡Apártate!

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Y flota impotente en movimientos lentos, oye un nuevo estampido del arma, y
aullidos de voces. Dave debe de haber fallado; acertar en esas condiciones no es tan
fácil… Y luego se está arqueando hacia abajo, aferrado a una cabellera. Un golpe
recio le da en el vientre, una patada de Dave, pero él logra pasarle el brazo por debajo
de la barba, mientras el hombre arremete como un toro y lo zarandea.
—¡El arma! —grita.
Gente que lo atropella, golpes. Justo cuando la mano se le afloja y suelta a Dave,
otra mano le serpea al lado y aferra el hombro de Dave, y entonces ambos se estrellan
contra la compuerta en un nudo. El cuerpo de Dave repentinamente está tieso.
Lorimer se suelta, ve la cara retorcida de Dave, que se vuelve lentamente hacia él.
—Judas…
Los ojos se le cierran. Todo ha terminado.
Lorimer mira alrededor. Lady Blue empuña el arma, está mirando el cañón.
—Baja eso —jadea él, agitado.
Ella sigue examinándola.
—¡Eh, gracias!
Andy/Kay le sonríe torciendo la cara, frotándose la mandíbula. Todas sonríen, le
hablan cálidamente, se palpan los cuerpos, las ropas rasgadas. Judy Dakar tiene una
magulladura en el ojo, Connie sostiene por la cola una iguana destrozada.
Al lado, Dave flota. Su respiración es convulsiva, la cara ciega apunta al Sol.
«Judas…». Lorimer siente que el último escudo se le resquebraja dentro, y la
desolación lo inunda. «En la cubierta yace mi capitán».
Andy-que-no-es-hombre se acerca y cierra con destreza la chaqueta de Dave, la
aferra y lo remolca hacia fuera. Judy Dakar los detiene un instante para ceñir la
cadena del crucifijo en la mano de Dave. Alguien ríe casi cordialmente cuando pasan
al lado.
Por un instante, Lorimer está de vuelta en aquella sala de baño de Evanston. Pero
han desaparecido… Todas las muchachitas gorjeantes, desaparecidas para siempre
con los muchachotes que esperaban fuera para burlarse de él. Bud tiene razón, piensa.
Nada más importa. La pena y la furia le martillean. Ahora sabe qué era lo que temía:
no la vulnerabilidad de ellas, sino la suya.
—Eran buenos hombres —dice amargamente—. No son malos. No sabéis lo que
significa la maldad. La culpa fue vuestra, por incitarlos. Los habéis obligado a hacer
locuras. ¿Fue interesante? ¿Aprendisteis mucho? —Le tiembla la voz—. Todos
tenemos fantasías agresivas. A ellos nunca los habían vencido. Nunca. Hasta que los
drogasteis.
Lo miran en silencio.
—Pero nadie las cumple —dice al fin Connie—. Las fantasías, quiero decir.
—Eran buenos hombres —repite Lorimer, elegiaco; sabe que está hablando por
todos; por el Padre de Dave, por la virilidad de Bud, por sí mismo, por Cro-Magnon,
quizá también por los dinosaurios—. Yo soy un hombre. Sí, por Dios, estoy furioso.

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Tengo derecho. Os hemos dado todo esto, lo hemos construido todo. Os hemos
legado vuestra preciosa civilización y vuestros conocimientos y comodidades y
medicinas y sueños. Todo. Os hemos protegido, nos deslomamos para defenderos a
vosotras y a vuestros hijos. Ha sido difícil; una pelea, una pelea durísima. Somos
violentos. Teníamos que serlo, ¿no entendéis? ¿No podéis entenderlo, en nombre de
Cristo?
Otro silencio.
—Lo estamos intentando —suspira Lady Blue—. Lo estamos intentando, doctor
Lorimer. Por supuesto que disfrutamos de esos inventos y apreciamos el papel de
ustedes en la evolución. Pero debe entender el problema. En mi opinión, el principal
peligro del que había que proteger a la gente eran otros machos de la especie,
¿verdad? Acabamos de presenciar una demostración extraordinaria. Ustedes han
revivido la historia ante nuestros ojos. —Los ojos pardos y rugosos le sonríen; una
matrona menuda, color té, que empuña un artefacto obsoleto—. Pero la pelea terminó
hace tiempo. Terminó con los hombres, supongo. No podemos dejar personas así,
sueltas en la Tierra. Simplemente no contamos con medios para gente con semejantes
problemas emocionales.
—Además, creo que no seríais muy felices —añade con honestidad Judy Dakar.
—Podríamos utilizarlos para el clonaje —dice Connie—. Sé de gente que se
ofrecía como voluntaria para la maternidad. Las jóvenes servirían. Podríamos
intentarlo.
—Ya hemos pasado por todo eso. —Judy París bebe del depósito de agua; se
limpia y escupe en los almácigos, mira a Lorimer con preocupación—. Ahora
tendríamos que encargarnos de esa filtración, mañana podremos hablar. Y mañana, y
mañana. —Le sonríe, mientras se frota la entrepierna, distraída—. Estoy segura de
que mucha gente querrá conoceros.
—Dejadnos en una isla —dice fatigosamente Lorimer—. En tres islas.
Esa expresión, conoce esa expresión de preocupada compasión; la madre y la
hermana habían puesto la misma cara aquella vez que apareció el gatito en el patio,
enfermo. Lo habían consolado y alimentado, y después lo llevaron tiernamente al
veterinario para que lo gaseara.
Una aguda y compleja añoranza de las mujeres que conoció se adueña de él.
Mujeres para las que los hombres no eran irrelevantes. Ginny… Dios santo. Su
hermana Amy. Pobre Amy, era buena con él cuando eran niños. La boca se le tuerce.
—Vuestro problema es el siguiente —dice—; si vais a correr el riesgo de
concedernos igualdad de derechos, ¿qué podremos dar nosotros, a cambio?
—Precisamente —responde Lady Blue.
Todas le sonríen aliviadas, sin comprender que él no siente alivio.
—Creo que tomaré ahora ese antídoto —dice Lorimer.
Connie se le acerca flotando. Es una mujer corpulenta, cordial, absolutamente
extraña.

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—Pensé que querrías el tuyo en un bulbo —sonríe amablemente.
—Gracias. —Lorimer toma el bulbo pequeño y rosado—. Sólo una pregunta —
dice vuelto hacia Lady Blue, que examina los agujeros de bala—, ¿cómo os
denomináis? ¿Mundo de mujeres? ¿Liberación? ¿Amazonia?
—Bueno, simplemente nos llamamos seres humanos. —Los ojos centellean
ausentes, y vuelven a las marcas de bala—. Humanidad, género humano. La raza
humana.
Se encoge de hombros.
El líquido sabe fresco al bajar, algo como la paz o la libertad, piensa Lorimer. O
la muerte.

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¡COGE ESE ZEPELÍN!
Fritz Leiber

Mejor relato corto, 1975

PREFACIO DEL EDITOR

Fritz Leiber, a quien ya hemos conocido en «Voy a probar suerte», nació en 1910.
Fue actor, e hijo de un célebre intérprete teatral y cinematográfico especializado en
Shakespeare, que se hizo famoso con su mismo nombre. Durante cuatro décadas, fue
uno de los más descollantes autores en el género de la ficción especulativa. Sus
novelas, como ¡Hágase la oscuridad!, Esposa hechicera, Las espadas de Lankhmar, y
Un fantasma recorre Texas, van desde la ciencia ficción hasta el horror sobrenatural,
desde la fantasía heroica hasta la ciencia ficción, nuevamente. Ha ganado el Premio
Hugo por sus novelas en seis oportunidades, y el Nebula en tres ocasiones.
Tuve la mala fortuna de rechazar «¡Coge ese zepelín!» cuando era editor de la
revista Analog. Pese a mi admiración por las obras de Fritz Leiber, sentí que la
historia tenía demasiados elementos de fantasía para los lectores amantes del género
«duro» que compraban Analog. Sin embargo, me sentí muy feliz cuando el cuento
ganó los bien merecidos Nebula y Hugo… después de aparecer en otra revista.

* * *

Este año, durante un viaje que realicé a Nueva York para visitar a mi hijo, quien
trabaja como historiador social en una destacada universidad de esa ciudad, viví una
experiencia sumamente inquietante.
En los momentos de oscuridad, que a mi edad no suelen faltarme, esa vivencia
sigue haciéndome dudar de esas fronteras absolutas del Tiempo y del Espacio, que
constituyen nuestra única protección contra el Caos. Llego a temer que mi mente —
no, que toda mi existencia como individuo— pueda, en cualquier momento y sin
previa advertencia, ser capturada por una ráfaga de viento cósmico y lanzada a un
punto totalmente distinto de este universo de infinitas posibilidades. O, peor aún, a
otro universo completamente distinto, donde mi mente y mi individualidad ya no sean
las mismas.
Pero en otros momentos, que siguen siendo la mayoría, creo que mi experiencia
inquietante fue sólo uno de esos ensueños diurnos especialmente vividos, a los cuales
la gente de mi edad suele ser tan propensa. Ensueños que, por lo general, se refieren
al pasado, y en particular a un pasado en el que, en cierto punto crucial, uno hace una
elección totalmente distinta y más valerosa que la que hizo en su momento, o en el

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que es el mundo entero quien toma la decisión, lo cual genera un futuro
absolutamente distinto. A algunos ancianos suelen asaltarlos esos futuros hipotéticos,
esplendorosos y brillantes.
De acuerdo con esta interpretación, debo admitir que toda mi experiencia
inquietante se estructuró de un modo muy similar al de un sueño. Comenzó con el
sorprendente parpadeo de un mundo ajeno a mí. Se prolongó en un período más
largo, en el cual acepté por completo ese mundo cambiado, me deleité con él y deseé
poder seguir gozando de su esplendor eternamente, pese a ciertos estremecimientos
fugaces de inquietud. Y concluyó entre el horror y la pesadilla, en lo que evito pensar
o reflexionar, a menos que me vea obligado a hacerlo.
En oposición a esta idea onírica, hay ocasiones en las que estoy completamente
convencido de que lo que me sucedió en Manhattan, en un célebre edificio de la
ciudad, no fue ningún sueño, sino algo absolutamente real y que sin dudas conocí otra
dimensión del Tiempo.
Por fin, debo señalar que mi relato será necesariamente descrito en retrospectiva;
tengo plena conciencia de las diversas transiciones que hube de efectuar y sé muy
bien que, quiéralo o no, estaré haciendo comentarios y deducciones que en ese
momento no se me ocurrieron…
No; cuando me sucedió —y ahora que lo escribo estoy convencido de que sucedió
realmente—, cada instante se produjo a continuación del anterior, del modo más
natural posible. En su momento no cuestioné nada.
Y con respecto a por qué me sucedió, o a qué mecanismos se desencadenaron, en
fin, estoy convencido de que todos los hombres poseen instantes breves e
infrecuentes de extrema sensibilidad —o vulnerabilidad, más bien— en que su mente
y todo su ser pueden ser transportados por los vientos del cambio a cualquier otro
lugar y, luego, por obra de lo que llamo «Ley de Conservación de la Realidad»,
retornar al momento de partida.

Iba caminando por Broadway, cerca de la calle Treinta y cuatro. Era un día fresco
y soleado, a pesar de la contaminación. Un día que inspiraba. De pronto, comencé a
andar con más energía que de costumbre, plantando los pies por delante con cierta
ligera semejanza al «paso de ganso». Erguí los hombros y respiré hondo, ignorando
los vahos que irritaban mi olfato. A mi lado, el tránsito rugía y rezongaba, y por
momentos remedaba el ra-ta-ta-ta de una ametralladora, mientras los transeúntes iban
y venían con esa urgencia desesperada que parecen sentir las ratas, característica de
todas las grandes ciudades norteamericanas, pero que alcanza sus máximas cotas en
Nueva York. Alegremente ignoré eso también, e incluso sonreí al observar a un
vagabundo astroso y a una dama de la alta sociedad, de cabello gris y abrigo de piel,
que cruzaban la calle entre el tránsito febril con esa destreza imperturbable que sólo
se ve en las grandes metrópolis estadounidenses.

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En ese momento, advertí una sombra ancha y oscura que surcaba la calle por
delante de mí. No podía tratarse de una nube, pues no se movía. Alcé la cabeza
repentinamente y miré hacia lo alto como el tonto más rematado, como un perfecto
Hans-Kopfin-die-Luft («Hans-cabeza-en-el-aire», personaje alemán de comedia).
Mi mirada ascendió los vertiginosos 102 pisos del edificio más alto del mundo, el
Empire State y, curiosamente, se vio acompañada por la visión de un simio gigante y
de largos colmillos que emprendía el mismo ascenso con una deliciosa jovencita en
las garras. Desde luego, estaba rememorando esa encantadora película fantástica
llamada King Kong o, como dicen en Suecia, Kong King.
Y luego mi mirada subió aún más, por encima de la sólida torre de sesenta y siete
metros de altura, en cuya cima estaba amarrada la inmensa forma plateada,
sobrecogedoramente hermosa, que proyectaba la sombra.
Y esto es muy importante: en ningún momento me sentí sorprendido en lo más
mínimo por lo que vi. Supe de inmediato que se trataba de la proa del zepelín alemán
Ostwald, que debe su nombre al gran pionero germano en física, química y
electroquímica. La nave era la reina de la inmensa flotilla de lujosos zepelines para
transporte de pasajeros y de carga ligera que zarpaban de Berlín, Baden-Baden y
Bremer. En esa incomparable Armada de Paz, cada nave titánica recibía el nombre de
un científico alemán de renombre mundial: el Mach; el Nemst; el Humboldt; el Fritz
Haber; el Antoine Henri Becquerel, de nombre francés; el Edison, en honor a Estados
Unidos; el T. Sklodowska Edison, en honor a Polonia, ¡y hasta el Einstein, de nombre
judío! Esa gran flota humanitaria en la cual ocupaba un cargo no poco importante
como asesor internacional de ventas y Fachmann, quiero decir, experto. Mi pecho se
hinchó de legítimo orgullo ante este edel —digo, noble— exponente de dem
Vaterland.
También capté al instante y sin sorpresas que la longitud del Ostwald superaba la
mitad de los 441 metros que medía el Empire State con su torre superior, lo bastante
ancha para dar cabida a un ascensor. Y mi corazón volvió a henchirse al pensar que la
Zeppelinturm (torre para dirigibles) de Berlín era apenas unos metros más baja. Me
dije que Alemania no necesitaba ostentar meros récords numéricos: sus apabullantes
logros científicos y técnicos hablaban al mundo por sí solos.
Todo esto se desarrolló en poco más que un segundo, sin que yo interrumpiera mi
vigoroso paso. Al descender la vista, canturreé en voz baja Deutschland, Deutschland
iiber Alies.
Estaba en un Broadway sumamente distinto, aunque en ese momento me resultó
tan natural como la presencia serena del Ostwald, de ese enorme elipsoide suspendido
en los cielos por la acción del helio. Por las calles se deslizaban innumerables
camiones, autobuses y automóviles eléctricos de color plateado, mucho más
silenciosa y suavemente y casi con la misma velocidad con que minutos antes lo
hicieran los ruidosos, hediondos y bruscos vehículos de gasolina, aunque en aquel
momento había perdido toda memoria de ellos. Unas dos calles más adelante, un

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coche eléctrico y refulgente se internó fácilmente en el ancho arco plateado de la
estación de recarga eléctrica, mientras otros pasaban bajo el arco para retornar a la
marea casi irreal de vehículos.
El aire que inhalé con placer era fresco y limpio, sin asomos de gases ni de humo.
Los peatones que había a mi alrededor, algo menos numerosos que antes,
caminaban deprisa, pero con una dignidad y cortesía antes ausentes. Los numerosos
negros que había entre la multitud iban casi tan bien vestidos y con la misma
confianza serena que los caucásicos.
La única nota ligeramente discordante procedía de un hombre alto, pálido,
bastante enjuto, vestido de negro y con rasgos inequívocamente hebreos. Su atuendo
sombrío, aunque bien conservado, le caía sin gracia, y llevaba los hombros
encorvados. Tuve la impresión de que me había estado mirando fijamente, aun
cuando apartó los ojos de inmediato en cuanto busqué su mirada. Por alguna razón
recordé lo que mi hijo me había dicho sobre la Universidad de la Ciudad de Nueva
York, a la que en broma también llamaban Universidad Católica Neo-Yiddish, con lo
cual coincidían las siglas. No pude sino reírme entre dientes de su ingenio, aunque
me alegra decir que fue una risa bien humorada, más que una sonrisa maliciosa.
Alemania, en su conocida tolerancia y nobleza de sentimientos, ha superado
completamente el antiguo y desagradable antisemitismo —después de todo, debemos
admitir en honor a la verdad que acaso un tercio de nuestros grandes hombres hayan
sido judíos o de ascendencia hebrea, Haber y Einstein entre ellos—, pese a ciertos
recuerdos oscuros y, sí, perversos que acechan en la mente inconsciente de los
mayores, como yo, y que de vez en cuando afloran a la conciencia como submarinos
decididos a la matanza.
Mi ánimo complaciente y feliz se serenó de inmediato, y con un gesto elegante y
casi marcial me peiné con la uña del pulgar el breve bigote negro que me adorna el
labio superior, y automáticamente devolví a su lugar el tupé de cabello negro
(confieso que lo tiño) que tiende a caérseme sobre la frente.
Lancé otra mirada al Ostwald, lo cual me recordó las delicias de esa prodigiosa
nave de lujo: sus motores que ronroneaban con suavidad y que daban energía a los
propulsores —motores eléctricos, naturalmente, alimentados por los grupos de
baterías livianas TSE, y tan seguros como su carga de helio—; el Gran Pasillo, que
atravesaba la cubierta de pasajeros en toda su longitud, desde el Observatorio de Proa
hasta la Sala de Juegos de popa, toda vidriada, que por las noches se convertía en el
Gran Salón de Baile; las demás habitaciones incomparables que dan al pasillo: la
Gesellschafisraum des Kapitáns (Antesala del Capitán), revestida de madera oscura,
con ese olor a tabaco, tan viril; la Damentische (el sector reservado para damas) el
Salón Comedor Presidencial, con mantelería de lino y servicio de aluminio bañado en
plata; la Sala de Descanso para Damas, profusamente adornada con flores frescas, el
bar Schwarzwald; el Casino, con ruleta, bacarrá, punto y banca, blackjack, sus mesas
para bridge, dominó y sesenta y seis, y su sector de ajedrez, presidido por

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Nimzowitch, el campeón mundial deliciosamente excéntrico que os ganará a ciegas,
pero siempre con su habitual gentileza, en simultáneas o en partidas individuales,
encantadoramente breves e imprevisibles, por sólo dos piezas de oro por persona y
por juego (una para el extravagante Nimzy y la otra para la DLG), y los camarotes de
lujo supremo, con carísimos revestimientos de caoba; los pelotones de camareros
atentos, menudos y delgados como yóqueis, cuando no francamente enanos,
escogidos especialmente para ahorrar peso, y el ascensor de titanio que se eleva por
entre los innumerables sacos de helio hasta el Observatorio Zenith, de dos niveles, la
cubierta protegida de los vientos pero sin techo para dejar entrar las nubes volubles,
la bruma misteriosa, el fulgor de las estrellas y los rayos del buen sol; todo el cielo al
completo, en fin. Ah, ¿en qué otro lugar de la tierra o del mar se podría acceder a
semejante exquisitez?
Evoqué con todo detalle el camarote individual que siempre ocupaba cuando
viajaba en el Ostwald, meine Stammkabine. Recordé el Gran Pasillo atestado de
prósperos pasajeros en trajes de gala, los apuestos oficiales, los camareros, invisibles
pero siempre serviciales, el esplendor de las pecheras inmaculadas, la tersura de los
hombros desnudos, el centelleo silencioso de las joyas, la melodía de las
conversaciones, como cuartetos de cuerdas, y la cadencia de las risas murmuradas
que recorría la nave.
Con la mayor precisión hice un estudiado «Links, marschieren!» («¡Izquierda,
ar!») y franqueé los inmensos portales del Empire State. Atravesé su altísimo
vestíbulo y me detuve ante la hilera de ascensores silenciosos, de puertas plateadas.
Mientras avanzaba, advertí la fecha y la hora, con letras de plata: 6 de mayo de 1937,
13.07. ¡Excelente! Como el Ostwald no zarpaba hasta las tres de la tarde, tendría
suficiente tiempo para pasar un almuerzo ameno y de conversar con mi hijo, si no se
olvidaba de nuestra cita. Pero eso era imposible, ya que es el hijo más considerado y
metódico que existe en el mundo. Una auténtica mentalidad alemana, aunque sea el
padre quien lo diga.
Me dirigí a la hilera de ascensores expresos, y disfruté el trayecto entre los grupos
de personas encumbradas que recorrían el vestíbulo sin apretujarse; me detuve ante la
puerta que decía «A la sala de embarque del dirigible» y, en letra más pequeña, «Zum
Zeppelin».
La ascensorista era una atractiva jovencita japonesa, con falda de color gris
metálico. En el pecho izquierdo de su chaqueta plateada llevaba bordada la insignia
de la Unión Aeronáutica Alemana: la doble águila y el dirigible de la DLG. Advertí
con silenciosa aprobación que parecía dominar a la perfección tanto el alemán como
el inglés, y que era imparcialmente cortés con los pasajeros, con ese estilo sonriente
pero desprovisto de emoción que caracteriza a los nipones. Es muy similar a la
precisión expresiva de los alemanes, aunque no tiene la cálida pasión que subyace en
nuestro discurso. ¡Me alegro de que nuestras dos federaciones, desde puntos opuestos
del globo, hayan creado lazos comerciales y humanos tan poderosos!

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Los demás individuos que viajaban conmigo en el ascensor, en su mayoría
norteamericanos y alemanes, eran de la mejor clase, muy bien vestidos, sólo que en el
instante en que las puertas se cerraban entró el lúgubre judío vestido de negro.
Parecía confuso, quizá por sus ropas desgarbadas. Me sorprendí, pero puse especial
cuidado en mostrarme amable con él; incliné la cabeza y esbocé una sonrisa breve
pero amistosa, mientras le dirigía una mirada de simpatía. Los judíos tienen tanto
derecho como cualquier otro pueblo del planeta a disfrutar del mejor medio de
transporte, si tienen suficiente dinero, cosa que ocurre en la mayoría de los casos.
Durante nuestro trayecto ascendente, que se realizó sin interrupción y con la
mayor suavidad, me llevé la mano al bolsillo superior izquierdo de la chaqueta para
cerciorarme de que tenía los papeles y el billete —¡primera clase en el Ostwald!—.
Pero me sentí mucho más tranquilo y secretamente feliz al pensar en los documentos
que llevaba en el bolsillo interior, celosamente resguardados por la cremallera: los
acuerdos preliminares firmados que lanzarían a Estados Unidos a la fabricación de
zepelines para transporte de pasajeros. La Alemania moderna siempre es generosa a
la hora de compartir sus grandes descubrimientos técnicos con las naciones hermanas
responsables, con la suprema confianza de que el genio de sus científicos e ingenieros
seguirá manteniéndola muy por delante de los demás países; después de todo, el
genio de dos norteamericanos, padre e hijo, hizo contribuciones indirectas pero
vitales al desarrollo de la segura aeronave (y no olvidemos el papel que cumplió la
polaca madre de uno y esposa del otro).
Esos documentos habían sido la causa principal y oficial de mi viaje a Nueva
York, aunque pude añadirle el placer de concretar la visita largamente postergada a
mi hijo, el historiador social, y a su encantadora esposa.
Estas felices reflexiones se vieron interrumpidas por la serena detención del
ascensor en su punto de llegada, en el piso cien. Realizamos sin ningún esfuerzo la
travesía que al viejo King Kong, perdido por el amor, le costó tanta extenuación. Las
puertas plateadas se abrieron de par en par. Los demás pasajeros se detuvieron un
instante, embargados por la confusión y tal vez por cierta inquietud ante el asombroso
viaje que les esperaba. Yo, como buen viajero experimentado, fui el primero en salir,
no sin antes obsequiar con una sonrisa de aprobación a la vivaz pero distante
empleada japonesa de los escalafones inferiores de la empresa. Tras una fugaz mirada
hacia la grandiosa e impecable ventana que daba a las puertas y que mostraba una
vista incomparable de Manhattan desde una altura de 375 metros menos dos pisos,
giré enérgicamente, no a la derecha, rumbo a las Puertas de Embarque y al ascensor
de la torre, sino a la izquierda, en dirección al soberbio restaurante alemán
Krahennest (El nido del grajo).
Pasé entre las estatuillas de bronce de Thomas Edison y de Marie Sklodowska
Edison, de un metro de altura, que flanqueaban el trayecto por la derecha, y las del
conde Von Zeppelin y de Thomas Sklodowska Edison, que lo hacían en la pared de la
izquierda. Así, entré en el selecto recinto del mejor restaurante alemán fuera de la

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madre patria. Me detuve mientras mis ojos recorrían el salón y sus acogedores
paneles de madera oscura, ricamente ornamentados con espléndidas representaciones
de la Selva Negra y de sus grotescos moradores sobrenaturales —kobolds, elfos,
gnomos, dríadas (deliciosamente sensuales) y demás criaturas—. Me interesaban,
pues soy lo que en Estados Unidos llaman un «pintor de domingos», aunque mi único
tema suelen ser los zepelines recortados contra el cielo azul y las nubes algodonosas
y etéreas.
El Oberkellner se me acercó enseguida, con la carta bajo el codo izquierdo y su
habitual saludo:
—Mein Herr! ¡Me alegro de volver a verlo! Tengo una mesa perfecta para un
comensal, con vistas al Hudson.
Pero para entonces ya estaba levantándose una figura juvenil desde una mesa
dispuesta contra la pared de atrás. La voz familiar resonó en mis oídos:
—Hier, Papa!
—Nein, Herr Ober —dije sonriendo al maitre, mientras seguía caminando—,
heute hab’ich Gesellscbaft, mein Sohn.
Con aire confiado, me abrí paso entre las mesas ocupadas por comensales blancos
y negros, todos elegantemente vestidos.
Mi hijo me estrechó la mano con vehemente afecto familiar, aunque nos
habíamos visto por última vez esa misma mañana. Insistió en que aceptara el ancho
asiento mullido de cuero negro situado contra la pared, lo cual me permitiría una
plácida vista de todo el restaurante. Él ocupó la silla de enfrente.
—Porque durante este almuerzo sólo quiero mirarte a ti, papá —me aseguró con
viril ternura—. Y al menos nos queda una hora y media para pasar juntos. Ya he
comprobado que tu equipaje estuviera en orden y supongo que a estas horas ya se
encontrará a bordo del Ostwald.
—¡Qué hijo tan previsor!
—Y ahora, papá, ¿qué te apetece? —continuó, una vez que nos acomodamos—.
Veo que el plato especial del día es Sauerbraten mit Spatzel con col agridulce. Pero
también hay Paprikahuhn con…
—Dejemos que el pollo alardee de su paprika en solitario esplendor rojizo, por
hoy —lo interrumpí—. Prefiero el Sauerbraten.
El anciano camarero ya se acercaba con la carta de vinos, por orden de mi Herr
Ober. Me disponía a darle instrucciones, cuando mi hijo se arrogó la tarea con una
autoridad y solicitud que me llenó de dicha. Recorrió la carta de vinos rápida pero
minuciosamente.
—El Zinfandel del 33 —pidió con decisión, aunque no sin antes buscar mi mirada
para ver si estaba de acuerdo con su elección. Sonreí y le transmití mi asentimiento.
—¿Y qué te parece ein Tropfchen Schnapps para comenzar? —sugirió.
—¿Un licor? ¡Sí! —repliqué—. Pero que no sea una gotita. Que lo traigan doble.
No todos los días tengo la oportunidad de almorzar con este distinguido erudito que

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tengo por hijo.
—Pero papá… —protestó, bajando la vista y casi enrojeciendo. Y luego, ordenó
con firmeza al camarero de cabello blanco y espalda inclinada—: También Schanpps.
Doppel. —El anciano asintió en son de aprobación y se alejó sin demora.
Nos miramos con afecto durante unos segundos felices. Entonces, dije:
—Ahora cuéntame más acerca de tus éxitos como historiador social en este
intercambio académico que te ha traído al Nuevo Mundo. Sé que hemos conversado
de esto varias veces, pero nunca con la debida profundidad, y siempre en presencia de
tus amigos, o al menos de tu adorable esposa. Quisiera oír un relato más distendido,
de hombre a hombre, sobre tu gran obra. Dicho sea de paso, ¿encuentras adecuado a
tus necesidades el material de estudios, los libros, und so weiter (etcétera) de las
universidades municipales de Nueva York, después de haber disfrutado de los tesoros
de la Universidad de Baden-Baden y de las otras casas de estudios superiores de la
Federación Alemana?
—En ciertos aspectos, les encuentro carencias —admitió—. Pero para mis
propósitos han demostrado ser totalmente satisfactorias. —Entonces, una vez más
bajó la vista y estuvo a punto de ruborizarse—. Pero, papá, ensalzas demasiado mi
escasa dedicación. —Bajó la voz—. No tienen comparación con la victoria que en
sólo quince días has logrado en las relaciones industriales internacionales…
—Todo sea por el bien de la DLG —dije, restándome importancia, aunque una
vez más llevé la mano al pecho para palpar los importantísimos papeles que llevaba
bien guardados en el bolsillo interior de la chaqueta—. Pero ahora, ¡basta de
cumplidos! —continué con vivacidad—. ¡Háblame de esa «escasa dedicación», como
modestamente la llamas!
Me miró de frente.
—Y bien, papá —comenzó sin vanagloriarse—, toda mi labor durante estos dos
últimos años se ha visto marcada cada vez más por el descubrimiento de los frágiles
cimientos sobre los que reposa el buen orden mundial de que disfrutamos en la
actualidad. Si ciertos acontecimientos históricos, sean insignificantes o cimeros,
hubieran sido diferentes tan sólo en el transcurso del último siglo (si se hubiera
seguido un camino distinto del que se ha adoptado en realidad), todo el mundo actual
estaría sumido en la guerra y en horrores peores de lo que imaginamos siquiera. Es
una visión escalofriante, pero adquiere proporciones cada vez mayores en toda mi
obra, y en cada uno de mis trabajos.
Me sentí capturado por una oleada de inspiración. En ese momento llegó el
camarero con el licor, en pequeñas copas de cristal tallado. Entrelacé la interrupción
en la trama de mi espíritu inspirado.
—Bebamos, entonces, por lo que llamas «tu visión escalofriante» —invité—.
Prosit!
La tibieza incisiva del Schanpps excelente despertó aún más mi inspiración.

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—Creo comprender exactamente a lo que te refieres… —dije a mi hijo. Posé la
copa a medio vaciar y señalé algo por encima de su hombro.
Volvió la cabeza y después de mirar mi índice, que intencionadamente vacilaba de
un lado a otro, comprendió que no estaba apuntando a la entrada del Krdhennest sino
a las cuatro estatuillas de bronce que enmarcaban el portal.
—Por ejemplo —comencé—, si Thomas Edison no se hubiera casado con Marie
Sklodowska, y sobre todo si no hubieran concebido a ese hijo «supergenio», sus
conocimientos sobre electricidad, sobre el radio y otras sustancias radiactivas nunca
se habrían unido. Jamás se habría desarrollado la fabulosa batería T. S. Edison, que
hoy mueve la mayor parte del tráfico aéreo y terrestre. Esos vehículos eléctricos
pioneros que lanzó el Saturday Evening Post de Philadelphia sólo habrían sido un
carísimo fracaso. Y nunca se habría producido industrialmente el helio necesario para
complementar los escasos yacimientos subterráneos de la Tierra.
Los ojos de mi hijo brillaron con la chispa de la erudición más pura.
—Papá —dijo con avidez—. ¡Eres un genio! Has dado precisamente en lo que
acaso sea el más importante de los acontecimientos culminantes a los que me refería.
En este momento me encuentro concluyendo las investigaciones necesarias para
redactar un trabajo sobre el tema. ¿Sabes, papá, que mediante el estudio de
documentos parisienses pude determinar con certeza que en 1894 se produjo una
estrecha relación personal entre Marie Sklodowska y su colega Pierre Curie,
investigador sobre el radio, y que ella habría podido ser Madame Curie (o Madame
Becquerel, para el caso, pues también él trabajaba en el proyecto) si el brillante y
genial Edison no hubiera llegado oportunamente a París en diciembre de 1894 para
tomarla en sus brazos y llevarla al Nuevo Mundo, en busca de horizontes más
amplios?
»Y piensa, papá —prosiguió, con ojos encendidos—, qué podría haber sucedido
si no se hubiese inventado la batería de su hijo, el hallazgo técnico más difícil en la
historia milenaria de la industria, sembrado de aparentes imposibilidades científicas.
En tal caso, tal vez Henry Ford hubiera fabricado automóviles impulsados por vapor,
o por explosión de gas natural, o incluso por gasolina líquida vaporizada, en lugar de
producir en masa los coches eléctricos que tanto han beneficiado a la humanidad en
todo el mundo. Es decir, que en vez de fabricar nuestros coches sin humo, habría
construido vehículos que despedirían toda clase de gases tóxicos en perjuicio del
ambiente.
¡Coches impulsados por la perniciosa combustión de gasolina líquida vaporizada!
El pensamiento casi me hizo estremecer. En verdad, era una idea fantasiosa, aunque
debía admitir que estaba dentro del límite de lo posible.
En ese momento advertí la presencia del judío tenebroso, vestido de negro,
sentado a dos mesas de distancia. Me pregunté por qué milagro habría conseguido
introducirse en el exclusivo Kráhennest. Qué extraño que no me hubiese dado cuenta
del instante en que entró. Probablemente lo hubiera hecho después que yo, mientras

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mi hijo acaparaba toda mi atención. Su aparición arrojó una sombra oscura aunque
fugaz sobre mi ánimo bienhumorado. «Que se despache con un buen plato de comida
alemana y con un poco de fino vino teutón —pensé generosamente—. Eso le llenará
la panza vacía y hasta le pondrá una bella sonrisa germana en esas mejillas hundidas
de pobre aspecto yiddish». Me peiné el bigotillo con la uña del pulgar y aparté de la
frente el obstinado mechón de cabello.
Mientras tanto, mi hijo decía:
—Y por otra parte, si no se hubiera desarrollado el transporte eléctrico, y si
durante la última década las relaciones entre Estados Unidos y Alemania no hubieran
sido tan fluidas, nunca podríamos haber extraído de Texas la provisión de helio
natural que nuestros zepelines necesitaron desesperadamente durante el breve pero
esencial período que transcurrió hasta que pudimos iniciar industrialmente la
producción de helio artificial. Mis investigadores en Washington revelaron que en las
fuerzas armadas norteamericanas hubo un fuerte movimiento tendente a prohibir la
venta de helio a cualquier otra nación, y especialmente a Alemania. Sólo la poderosa
influencia de Edison, de Ford y de otros norteamericanos clave, que se hizo sentir en
el momento oportuno, impidió que se cometiese semejante estupidez. Pero si ello
hubiera sucedido, Alemania se habría visto obligada a utilizar hidrógeno industrial en
lugar de helio para la flotación de sus dirigibles de pasajeros. Ésa fue otra cúspide
crucial.
—¿Un zepelín suspendido por hidrógeno? ¡Ridículo! Una aeronave así habría
sido una bomba flotante, lista para estallar ante la menor chispa… —protesté.
—No es tan ridículo, papá —me contradijo serenamente, mientras meneaba la
cabeza—. Discúlpame por invadir tu terreno, pero algunos hallazgos industriales
poseen un imperativo ineludible: cuando no existe un curso de acción seguro,
invariablemente se adoptará otro peligroso. Debes admitir, papá, que el desarrollo de
las aeronaves comerciales fue, en sus etapas iniciales, una empresa sumamente
arriesgada. Durante la década de los 20, se produjeron los horrendos accidentes de los
dirigibles norteamericanos Roma y Shenandoah, que se partieron en dos, del Macón,
del británico R-38, que también estalló en los aires, del R-101, del francés Dixmude,
que desapareció en el Mediterráneo, del Italia de Mussolini, que se estrelló mientras
intentaba llegar al Polo Norte, y del ruso Maxim Gorki, derribado por un avión. Un
total de nueve accidentes que causó no menos de 340 víctimas entre la tripulación. Si
a eso hubiera seguido la explosión de dos o de tres zepelines de hidrógeno, la
industria mundial bien podría haber abandonado para siempre el objetivo de crear
aeronaves de pasajeros y optado, en cambio, por desarrollar grandes naves de
propulsión, más pesadas que el aire.
¿Aeroplanos monstruosos, que podrían caer en cualquier momento por fallos de
motor, compitiendo con los buenos zepelines, tan seguros? Imposible, al menos en
primera instancia. Meneé la cabeza, pero no con tanta convicción como hubiese
querido. La sugerencia de mi hijo era realmente válida.

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Además, conocía los datos al dedillo y dominaba el tema a la perfección; también
debía concedérselo. Los nueve terribles accidentes aéreos habían ocurrido, en efecto,
como bien sabía, y podían haber inclinado la balanza en favor de los aeroplanos de
larga distancia para transporte de tropas y de pasajeros, de no haber sido por el helio,
la batería de T.S. Edison y el genio alemán.
Afortunadamente, pude apartar de mi mente estas inquietantes especulaciones y
sumirme en la admiración por el saber multifacético de mi hijo. ¡El joven era una
maravilla! Salía al padre y, sí, incluso lo superaba.
—Y ahora, Dolfy —prosiguió usando mi apodo, pues sabía que no me molestaba
—, ¿podría pasar a un tópico totalmente distinto? ¿O, digamos, a un ejemplo muy
diferente de mi hipótesis sobre las cimas históricas?
Asentí en silencio. Tenía la boca llena de deliciosa Sauerbraten y esas adorables
albondiguillas alemanas, mientras mi olfato se deleitaba con el aroma peculiar de la
col agridulce. La conversación con mi hijo me había cautivado hasta tal punto que no
reparé en que nos habían servido el almuerzo. Tragué, bebí un sorbo de buen
Zinfandel tinto y dije:
—Continúa, por favor.
—Está relacionado con las consecuencias de la Guerra Civil Norteamericana,
papá —respondió, para mi sorpresa—. ¿Sabías que en la década siguiente al cruento
conflicto hubo un riesgo real de que toda la causa de los derechos y las libertades de
los negros —por la cual se libró la guerra— quedase aplastada por completo? ¿De
que la noble labor de Abraham Lincoln, Thaddeus Stevens, Charles Sumner, el
Comité de los Ciudadanos Libres y de la Liga de la Unión acabasen en la nada? ¿Y
de que incluso el Ku Klux Klan tuviera amplias facultades en lugar de ser
severamente reprimido? Sí, papá, mis constantes investigaciones me han convencido
de que estas consecuencias podrían haber sucedido muy fácilmente, y determinar una
nueva esclavización de los negros, con la postergación de la guerra para un futuro
indefinido, o bien causar un estancamiento de la Reconstrucción por muchas décadas,
al menos, con los previsibles efectos perniciosos en la formación de la personalidad
norteamericana, de tal suerte que su profunda buena fe en la libertad se hubiese
convertido en hipocresía, sin temor a exagerar. He publicado un trabajo de cierta
extensión sobre el tema en el Boletín de Estudios sobre la Guerra Civil.
Asentí sombríamente. Gran parte de este nuevo tema era térra incógnita para mí,
pero conocía lo suficiente sobre la historia estadounidense para comprender que sus
hipótesis eran certeras. Más que nunca, me sentí impresionado por su erudición
multifacética. Indudablemente, era un seguidor de la gran tradición académica
alemana, un profundo pensador, amplio y exhaustivo. ¡Cómo me enorgullecía de él!
No por primera vez, pero sí con más sinceridad que nunca antes, agradecí a Dios y a
las leyes de la naturaleza el haberme mudado con mi familia desde Braunau, Austria,
donde nací en 1889, hasta Baden-Baden, donde mi hijo pudo crecer en el ambiente de
su grandiosa y nueva universidad, en el límite de la Selva Negra y a sólo 150

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kilómetros de la fábrica de dirigibles del conde Zeppelin en Württemberg,
Friedrichshafen, sobre el lago Constanza.
Alcé mi copa de Kirscbwasser a modo de brindis mudo y solemne —ya habíamos
llegado a ese momento de nuestro almuerzo— y bebí un sorbo del potente e intenso
licor de cerezas.
Se inclinó hacia mí y dijo:
—Y también debería decirte, Dolf, que mi gran libro, de corte popular y a la vez
erudito, mi Meisterwerk, que titularé Si las cosas hubieran salido mal, o quizá Si las
cosas hubieran cambiado a peor, tratará exclusivamente sobre mi teoría de las cimas
históricas, aunque profusamente ilustrado con decenas de ejemplos. Es un concepto
sumamente especulativo, pero firmemente arraigado en los hechos. —Se miró el reloj
de pulsera y murmuró—: Sí, todavía nos queda tiempo. —Prosiguió con expresión
seria y voz clara, pero más baja—. Ahora te contaré una cúspide más, la más
cuestionable pero la más crucial de todas. —Se detuvo—. Te advierto, querido Dolf,
que esta cúspide podrá causarte pesar…
—Lo dudo —sonreí con indulgencia—. De todas formas, continúa.
—Muy bien. En noviembre de 1918, cuando los ingleses quebraron la línea de
Hindenburg y el debilitado ejército alemán se encontraba atrapado a lo largo del
Rhin, justo antes de que los aliados, a las órdenes del mariscal Foch, lanzaran el
devastador ataque final que abriría una herida sangrienta en el territorio hasta
Berlín…
Comprendí su advertencia de inmediato. Los recuerdos se agitaron en mi mente
como las súbitas llamaradas cegadoras del campo de batalla, con su tronar
ensordecedor. La compañía que yo comandaba había sido una de las que más
desesperadamente resistió y luchó heroicamente hasta el último minuto, tal como mi
hijo mencionaba. Entonces, Foch descargó ese terrible golpe final, y tuvimos que
replegarnos más y más ante el número aplastante de nuestros adversarios, armados de
innumerables tanques, vehículos y artillería. Y lo peor eran las inmensas escuadras
aéreas de Haviland, Handley-Page y otros bombarderos, escoltadas por flotillas que
zumbaban como insectos, de Spads y de otros aviones de combate, que despedazaban
nuestros últimos Fokkers y Pfalzes, y que sembraban en Alemania una destrucción
mucho peor que la que habían causado nuestros zepelines en Inglaterra.
Emprendimos la retirada una y otra vez, alineándonos y agrupándonos
interminablemente a través de la arrasada campiña alemana, diezmados innumerables
veces pero aún desafiantes, hasta que el final fue inexorable, entre las ruinas de
Berlín, y los más osados debimos admitir que habíamos sido derrotados, y que sólo
nos cabía rendirnos incondicionalmente.
Los recuerdos vividos y penosos acudieron a mi mente casi al instante.
Oí que mi hijo proseguía:
—En ese momento culminante de noviembre del 18, Dolf, existió una gran
posibilidad (que he determinado sin el menor margen de duda) de que se ofreciera y

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firmara un armisticio inmediato, y de que la guerra acabara sin definiciones. El
presidente Wilson vacilaba, los franceses estaban exhaustos y todo lo demás que ya
sabes.
»Y si eso hubiera sucedido en realidad, y ahora escúchame atentamente, Dolf, el
modo en que Alemania hubiese ingresado en la década de los 20 habría sido muy
distinto. No se habría sentido aniquilada, e inevitablemente se habría producido en
secreto un recrudecimiento del militarismo pangermano. El humanismo científico
alemán no habría conquistado su victoria absoluta sobre la Alemania de los… ¡sí!…
de los hunos.
»Y con respecto a los aliados, privados por sí mismos del triunfo total que tenían
a su alcance, a la larga habrían tratado a Alemania mucho menos generosamente de lo
que hicieron después de saciar su sed de venganza en ese último ataque a Berlín. La
Liga de las Naciones no habría llegado a ser el poderoso instrumento para la paz
mundial que es hoy; bien podría haber sido repudiada por Estados Unidos y
secretamente detestada por Alemania. Y las viejas heridas no habrían cicatrizado,
precisamente por no haber sido lo bastante profundas.
»Eso es todo. Espero que no te haya dolido mucho, Dolf.
Dejé escapar un profundo suspiro. Luego mi ceño fruncido dejó paso a una frente
serena. Dije, con toda deliberación:
—En absoluto, hijo, aunque, desde luego, has puesto el dedo en la llaga. No
obstante, siento en lo más hondo de mi ser que tu interpretación es completamente
válida. En realidad, los rumores de un armisticio corrían como un reguero de pólvora
a través de nuestras tropas en ese otoño negro de 1918. Y sé demasiado bien que si se
hubiera concretado, los oficiales como yo habríamos creído que los soldados
alemanes nunca hubieran sido derrotados de verdad, y que la desventaja residía sólo
en la traición de sus jefes y en los rojos incendiarios. Y habríamos comenzado a
conspirar interminablemente para que la guerra se reanudase en circunstancias muy
propicias. Hijo mío, bebamos por tus cimas sorprendentes.
Nuestras finas copas tintinearon con delicadeza y desaparecieron las últimas gotas
del Kirschwasser, fuerte y ligeramente amargo. Unté con mantequilla una delgada
rebanada de pumpernickel y la mordisqueé. Era una buena costumbre concluir una
comida con pan. De pronto, sentí una satisfacción incontenible. Era un momento de
oro, que habría querido perpetuar eternamente, mientras escuchaba las sabias
palabras de mi hijo y me henchía de orgullo por él. Sí, se trataba de una pausa dorada
en la terrible premura que imponía el tiempo: la conversación edificante, la comida y
el vino incomparables, el ambiente envolvente y agradable…
En ese momento me avine a mirar a mi judío discordante, que comía a dos mesas
de distancia. Por alguna extraña razón me observaba con odio descarado, aunque
instantáneamente bajó la mirada…
Pero ni siquiera ese acontecimiento extraño y perturbador logró alterar mi humor
de inefable serenidad, que intenté prolongar diciendo:

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—Hijo mío, éste ha sido el almuerzo más emocionante y singular de que he
disfrutado en toda mi vida. Tus cimas notables me han abierto un mundo fabuloso en
el cual, sin embargo, me es muy fácil creer. Un mundo horrendamente fascinante, de
sibilantes zepelines de hidrógeno, de incontables y hediondos vehículos de gasolina
que, fabricados por Ford, sustituyen a los coches eléctricos, de negros
estadounidenses sometidos, de madame Becquerel o Curie; un mundo sin la batería
de T.S. Edison y sin el mismo T.S. Edison; un mundo en el cual los científicos
alemanes no son los adalides tolerantes, humanitarios y generosos del pensamiento
mundial, sino parias siniestros; un mundo en el cual un anciano Edison sin
compañera elucubra interminablemente sobre una poderosa batería que nunca llega a
consumar; un mundo en el cual Woodrow Wilson no insiste en que se admita a
Alemania de inmediato en la Liga de las Naciones; un mundo de odios infectos que
conducen a una Segunda Guerra Mundial, mucho más atroz. Ah, un mundo
completamente increíble, pero en el cual me has hecho creer por un instante, hasta el
punto de temer que el tiempo cambie su curso, que nos veamos sumidos en esa
pesadilla y que nuestro mundo real se convierta en un sueño…
De pronto consulté mi reloj.
Al mismo tiempo, mi hijo posó los ojos sobre su muñeca izquierda.
—Dolf —dijo, levantándose con agitación—, espero que mi estúpida charla no te
haya hecho perder ese…
Yo también me había puesto en pie.
—No, no, hijo mío —me oí decir con voz alborotada—, pero es cierto que me
queda poco tiempo para poder subir al Ostwald. Auf Wiedersehen, mein Sohn, auf
Wiedersehen!
Y con esas palabras me marché deprisa; en realidad, casi corriendo o, mejor
dicho, atravesando el aire como un fantasma, mientras dejaba que mi hijo pagara la
cuenta. El recinto parecía temblar junto con mi agitación febril, encenderse y
apagarse como una bombilla eléctrica cuyo delgado filamento de tungsteno estuviese
a punto de extinguirse para siempre…
En mi mente, una voz decía con tono sereno pero transido de muerte:
«Las luces de Europa se apagan. No creo que puedan volver a encenderse durante
mi generación…».
De pronto, lo único importante en el mundo pasó a ser, para mí, llegar a tiempo al
Ostwald, embarcar antes de que zarpara. Eso y sólo eso me aseguraría que estaba en
mi mundo intachable.
Tocaría y sentiría el Ostwald; ya no sólo estaría hablando sobre él.
Mientras corría por entre las cuatro estatuillas de bronce, éstas parecieron
encogerse y deformarse, y sus rostros se convirtieron en grotescas máscaras ajadas,
como si se tratara de duendes malignos que me escrutaban con un conocimiento
brillante y horrendo en los ojos…

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A mis espaldas, vislumbré una figura alta, negra, de rostro pálido, escuálidamente
enjuta, que se acercaba a mí…
El pasillo, extrañamente breve, que se extendía por delante ya no tenía salida: la
Puerta de Embarque había desaparecido…
Instantáneamente abrí la estrecha puerta que daba a las escaleras y me lancé a
subirlas a la carrera, como si fuera joven otra vez, y no un hombre de cuarenta y ocho
años.
Cuando me encontraba en el tercer rellano atiné a mirar por encima de mi hombro
y… un tramo por detrás, a grandes zancadas, venía mi judío tenebroso.
Abrí de un empellón la puerta del piso 102. Allí, a sólo un par de metros, estaba
la puerta plateada que buscaba, sobre la cual brillaban las palabras «Zum Zeppelin».
Por fin saltaría al Ostwald y a mi realidad.
Pero el cartel comenzó a parpadear, como el Krahennest, mientras sobre la puerta
pegaban un letrero de cartón blanco donde se leía: «Fuera de servicio».
Me abalancé a la puerta y la arañé. Me froté los ojos varias veces para aclarar la
visión. Cuando por fin los abrí, el letrero de cartón ya no estaba.
Pero la puerta plateada también había desaparecido y, con ella, también las
palabras. Me encontraba rascando el revestimiento de argamasa.
Alguien me tocó el hombro. Giré bruscamente.
—Discúlpeme, señor, pero parece perturbado —decía mi judío solícitamente—.
¿Puedo hacer algo por usted?
Meneé la cabeza, pero no sé si con el fin de negar, de rechazarlo o de aclararme la
mente.
—Busco el Ostwald —dije con un hilo de voz, mientras comprendía que me
había fatigado al trepar las escaleras—. El zepelín —expliqué, al ver su confusión.
Tal vez me equivoque, pero me pareció que en lo más profundo de sus ojos se
encendía un destello de secreto regocijo, aunque su expresión general permaneció
imperturbable.
—Ah, el zepelín —dijo con una voz que, de tan solícita, ya me resultó
empalagosa—. Usted debe de estar refiriéndose al Hindenburg…
—«¿Al Hindenburg?», me pregunté. No había ningún zepelín que se llamara de
ese modo. ¿O sí? ¿Podría ser que me hubiese equivocado en un hecho tan simple y,
diríase, tan trivial? Mi mente se había nublado en el último minuto.
Desesperadamente, traté de cerciorarme de que era yo, en verdad, y de que estaba en
mi mundo real. Moví los labios y musité:
—Bin Adolf Hitler, Zeppelin Fachmann…
—Pero, en todo caso, el Hindenburg no zarpa de aquí —seguía explicándome el
judío—, aunque me parece haber oído alguna vez que se proyectaba instalar un
puerto de dirigibles en la azotea del Empire State. Tal vez usted leyó la noticia en
algún periódico y supuso que…

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Su rostro cambió de expresión, o hizo que lo pareciera. La solicitud edulcorada de
su voz se tornó insoportable en el momento en que dijo:
—Claro que, aparentemente, usted no debe de haberse enterado de las trágicas
noticias de hoy. Ay, espero que no estuviera buscando el Hindenburg para recibir a
algún familiar o amigo. Pues verá, señor, hace apenas unas horas, cuando se acercaba
para aterrizar en Lakehurst, Nueva Jersey, el Hindenburg se incendió y estalló en sólo
cuestión de segundos. Al menos treinta o cuarenta pasajeros murieron presas de las
llamas. Ay, señor, trate de mantener la calma…
—Pero el Hindenburg… digo, el Ostwald, no pudo haber estallado —protesté—.
Es un zepelín de helio…
Meneó la cabeza.
—Desde luego que no. No soy científico, pero sé que el Hindenburg iba lleno de
hidrógeno. Un típico ejemplo de la insensata postura alemana de no saber ponderar
los riesgos. Al menos nunca vendimos helio a los nazis, gracias a Dios…
Lo miré atónito, mientras sacudía el rostro en mi afán por negar lo que estaba
oyendo.
Entonces, me devolvió la mirada, con un nuevo pensamiento en mente.
—Discúlpeme una vez más —dijo—, pero lo oí decir algo acerca de Adolf Hitler.
Supongo que tendrá conciencia del parecido que posee con ese execrable dictador. Si
yo fuera usted, señor, me afeitaría ese bigote.
Sentí una oleada de furia al oír su injustificable comentario, con confusas
connotaciones, pero dicho con un inconfundible tono de insulto.
Y luego, todo mi entorno enrojeció y parpadeó, y sentí una violenta torsión en lo
más íntimo de mi ser, como si experimentase un tránsito interminable entre un
universo y otro paralelo. De pronto me convertí en un hombre que seguía llamándose
Adolf Hitler, igual que el dictador nazi y casi de su misma edad; un
germanoamericano nacido en Chicago, que nunca estuvo en Alemania ni hablaba ese
idioma, y cuyos amigos se burlaban de él por su casual parecido con otro Hitler,
aunque él se obstinara en decir:
—¡No! No me cambiaré el nombre. ¡Que ese Führer cretino que hay al otro lado
del Atlántico cambie el suyo! ¿Sabíais que el Winston Churchill británico le escribió
al Winston Churchill norteamericano, autor de La crisis y de otras novelas, y le
sugirió que se cambiara el nombre para evitar confusiones, ya que el inglés también
había escrito algunas obras? El norteamericano le contestó que era una buena idea,
pero como él era tres años mayor, merecía más respeto, de forma que debería ser el
británico quien se buscara otro nombre. Es exactamente lo que siento acerca de ese
Hitler hijo de mala madre…
El judío me miraba con sorna. Comencé a decirle que se largara, cuando me
encontré perdido en otra extraña transición desgarradora. La primera había sido de un
universo a otro paralelo. La segunda también se refería al tiempo: envejecí catorce o
quince años en un instante infinito, mientras pasaba de 1937 (en que tenía cuarenta y

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ocho años y había nacido en 1889) a 1973 (en que tenía sesenta y tres, y había nacido
en 1910). Mi nombre volvió a ser el que realmente me pertenecía (aunque, ¿cuál era
cuál?) y ya no me parecía en nada a Adolf Hitler, el dictador nazi (¿o el experto en
dirigibles?). Tenía un hijo casado que trabajaba como historiador social en una
universidad municipal de Nueva York y que era autor de muchas teorías brillantes,
pero ninguna referida a las cimas históricas.
Y el judío —me refiero a ese hombre alto y delgado, de traje negro y rasgos
posiblemente semitas— había desaparecido. Miré a mi alrededor con suma
insistencia, pero no encontré a nadie.
Me llevé la mano al bolsillo exterior de la chaqueta y luego, temblorosamente, al
de dentro. No tenía cremallera ni documentos importantísimos. Sólo un par de sobres
sucios con notas garabateadas con lápiz.
No sé cómo salí del Empire State. Supongo que en ascensor. Lo único que
conserva mi memoria acerca de ese momento es la imagen persistente de King Kong
descendiendo de la torre como un ridículo y lastimoso osito gigante.
Recuerdo haber caminado en una especie de trance, durante lo que pareció una
eternidad, a través de un Manhattan inmundo, que olía a monóxido de carbono y a
desechos cancerígenos. De vez en cuando despertaba (por lo general cuando cruzaba
las calles, cuyos vehículos no se deslizaban, sino que rugían), para volver a sumirme
en trance. Y había enormes perrazos.
Cuando por fin recuperé la conciencia por completo, iba bajando por la calle
Hudson, a media luz, al norte del Greenwich Village. Mis ojos se posaron sobre la
azotea distante, gris y vulgar, de un edificio. Supuse que debía de ser el World Trade
Center, de 400 metros de altura.
Y de pronto, la imagen se vio obstruida por el rostro sonriente de mi hijo, el
profesor.
—¡Justin! —exclamé.
—¡Fritz! —dijo—. Ya empezábamos a preocuparnos. ¿Dónde te habías metido?
Claro que no es asunto mío. Si tenías una cita con una chica, no tienes por qué
decírmelo…
—Gracias —sonreí—. Confieso que me siento cansado, y que tengo un poco de
frío. Pero no fue nada de eso. Quise dar una vuelta por la vieja ciudad y tardé más de
lo que pensaba. Manhattan ha cambiado mucho en el tiempo que llevo viviendo en la
Costa Oeste, pero no demasiado.
—Está haciendo frío —comentó—. Entremos en ese edificio de fachada negra
que hay por ahí. Es el Caballo Blanco. Dylan Thomas solía venir a beber aquí. Dicen
que escribió un poema sobre una de las paredes, pero que luego pintaron por encima.
Pero todavía conserva serrín original…
—De acuerdo —accedí—. Pero para mí pídeme un café, no cerveza. Si no sirven
café, una cola.
Sin ninguna duda, no soy aficionado a los «Prosit!».

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DE NIEBLA, HIERBA Y ARENA
Vonda Mclntyre

Mejor relato, 1973

PREFACIO DEL EDITOR

Conocí a Vonda Mclntyre en una convención de ciencia ficción, cuando editaba


la revista Analog. Ella acababa de licenciarse en la Universidad de Washington, y
quería escribir ciencia ficción. Con gran seriedad, me preguntó si, en mi opinión, la
ciencia ficción «dura» debía basarse en las ciencias físicas. ¿No podría haber
buenos relatos basados en la biología, por ejemplo? La alenté a que lo intentara. El
resultado no sólo fue el cuento que vais a leer, sino también su novela Serpiente del
sueño, que obtuvo el Nebula y el Hugo en 1978.
Tal vez sea más célebre por haber escrito las versiones en novela de las diferentes
películas de La guerra de las galaxias, si bien en su producción figuran más de seis
novelas, una colección de cuentos y varias antologías, además de diversas obras
breves. También es autora de artículos y conferencias sobre ingeniería genética,
sobre los movimientos feministas, y sobre las peticiones de los físicos.

* * *

El chiquillo tenía miedo. Suavemente, Serpiente le tocó la frente febril. Detrás de


ella, tres adultos la observaban de cerca, temerosos de mostrar su preocupación con
gestos más elocuentes que las arrugas en torno de los ojos. Temían a Serpiente tanto
como temían la muerte de su único hijo. En la penumbra de la tienda, la luz vacilante
de las lámparas no ofrecía mucho consuelo.
La mirada del niño era tan oscura, que las pupilas no eran visibles; tan apagada,
que la misma Serpiente temía por su vida. Le acarició el cabello. Era largo y muy
claro; el color contrastaba con su tez oscura, seca e irregular en la vasta zona que
rodeaba el cuero cabelludo. Si Serpiente hubiera estado con ellos meses atrás, habría
sabido que el niño estaba enfermando.
—Traedme mi caja, por favor —pidió Serpiente.
Los padres del niño se sorprendieron ante la suavidad de su voz. Quizás habían
esperado el chillido rasposo de un grajo, o el siseo de una serpiente reluciente. Era la
primera vez que Serpiente hablaba ante ellos. Cuando los tres se acercaron a
observarla desde lejos y comentaron a media voz su juventud y su ocupación, ella se
limitó a observarlos. Los escuchó y luego asintió, cuando finalmente acudieron a
pedirle ayuda. Quizá supusieron que era muda.

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El hombre más joven, de cabello rubio, levantó el maletín de cuero. Mantuvo el
estuche lejos de su cuerpo y se inclinó para extendérselo, respirando agitadamente y
cerrando las aletas de la nariz para no sentir el tenue olor almizcleño que traía el aire
seco del desierto. Serpiente estaba acostumbrada al tipo de desasosiego que mostraba
el joven; ya lo había visto a menudo.
Cuando Serpiente tendió la mano, el joven dio un salto hacia atrás y dejó caer el
maletín. Serpiente se abalanzó y logró cogerlo al vuelo, para posarlo con suavidad en
el suelo de fieltro. Lo miró con reproche. Los otros dos se acercaron y lo tocaron para
calmarlo.
—Es que una vez fue mordido… —dijo la bella mujer de cabellos negros—, y
estuvo a punto de morir. —Su tono no era de disculpa, sino de justificación.
—Lo siento —dijo el hombre más joven—. Es que…
Señaló en dirección a Serpiente. Estaba temblando y era evidente que intentaba
controlar sus reacciones de miedo. Serpiente bajó la vista hacia su hombro, donde
sentía inconscientemente un peso y un movimiento ligeros. La pequeña serpiente,
delgada como el dedo de un niño, se enrolló alrededor de su cuello para dejar asomar
la reducida cabeza bajo los negros y cortos rizos de Serpiente. Sondeó el aire con el
tridente de su lengua, en un gesto tranquilo, arriba y abajo, adentro y afuera, para
paladear el gusto de los aromas.
—Ah, es Hierba… —dijo Serpiente—. No hace daño…
Si hubiese sido más grande, podría haber inspirado temor; era verde pálido, pero
alrededor de la boca tenía unas escamas rojas, como si acabara de darse un festín a la
manera de los mamíferos: desgarrando a dentelladas. En realidad, era mucho más
limpia.
El niño gimió. Parecía contener los ruidos de dolor, como si le hubieran advertido
que Serpiente se ofendería con su llanto. La joven lamentó que esas gentes se
privaran de un sistema tan sencillo para aliviar el miedo. Se apartó de los adultos,
lamentando el terror que les provocaba, aunque negándose a perder tiempo en
convencerlos de que sus reacciones eran injustificadas.
—Tranquilo —le dijo al pequeño—. Hierba es mansa, seca y blanda. Si la dejo
para que cuide de ti, ni siquiera la muerte podría acercarse a tu lecho. —Hierba se
dejó caer en la palma sucia y estrecha de su mano. Serpiente la acercó hacia el niño
—. Despacito…
El pequeño acercó su manita y acarició las escamas brillantes con la punta de un
dedo. Serpiente percibió el esfuerzo que le exigía incluso aquel movimiento tan
simple, pero vio que el niño casi sonreía.
—¿Cómo te llamas?
Miró rápidamente hacia sus padres, hasta que, por fin, asintieron.
—Stavin —respondió a media voz. No tenía aliento ni fuerzas para hablar.
—Yo soy Serpiente, Stavin, y dentro de un rato, por la mañana, tendré que hacerte
daño. Sentirás un dolor rápido, y el cuerpo te dolerá durante varios días, pero después

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te pondrás mucho mejor.
El niño la miró con aire solemne. Serpiente vio que lo comprendía y que tenía
miedo, pero menos que si ella le hubiese mentido. El dolor debía de haber aumentado
mucho a medida que la enfermedad había ido haciéndose más patente, pero por lo
visto los demás se habían limitado a tranquilizarlo, con la esperanza de que el mal
desaparecería o de que lo mataría rápidamente.
Serpiente posó a Hierba sobre la almohada del niño y acercó su maletín. Abrió la
cerradura. Los adultos seguían atemorizados; no tenían tiempo ni motivos para
concederle su confianza. La mujer de la pareja tenía edad suficiente para no soñar con
tener otro hijo; por la preocupación de sus ojos, Serpiente advirtió que quería mucho
a ese pequeño. Así debía de ser, para recurrir a Serpiente en esta región.
Era de noche; refrescaba. Perezosa, Arena asomó del maletín, moviendo la
cabeza, agitando la lengua, oliendo, saboreando, detectando el calor de los cuerpos.
—¿Ésa lo va a…?
El hombre mayor tenía voz grave y juiciosa, pero transida de miedo. Arena
percibió el miedo. Se replegó en posición de ataque y sacudió ligeramente el
cascabel. Serpiente le habló, movió la mano y extendió el brazo. El crótalo se relajó y
se enroscó alrededor de su muñeca esbelta para formar brazaletes negros y color
canela.
—No —respondió Serpiente—. Tu hijo está demasiado enfermo para que Arena
pueda ayudarlo. Sé que esto es duro, pero tratad de mantener la calma. Para vosotros
es algo espantoso, pero yo no puedo hacer nada más.
Para conseguir que Niebla saliera tuvo que molestarla. Serpiente sacudió la bolsa
y finalmente pinchó dos veces al animal. Sintió la vibración de las escamas que se
desplazaban y, de pronto, la cobra albina se agitó en la tienda. Se movía deprisa, pero
parecía no tener fin. Se irguió y se echó hacia atrás. Exhaló el aliento como un
silbido. Alzó la cabeza, a un metro del suelo. Ensanchó el capuchón. Detrás, los
adultos contuvieron el aliento, como heridos por el espectacular arabesco que el
animal llevaba dibujado en la piel. Serpiente ignoró a las personas y le habló a la
enorme cobra, centrando su atención en cada palabra:
—¡Ah, criatura furiosa! ¡Abajo! Es hora de que te ganes la cena. Habla a este
niño, y tócalo. Se llama Stavin.
Lentamente, Niebla relajó el cuello y dejó que Serpiente la tocara. La joven la
aferró con firmeza por detrás de la cabeza y la sostuvo de forma tal que mirase a
Stavin. Los ojos plateados de la cobra adquirieron el tinte amarillento de la lumbre.
—Stavin —dijo Serpiente—, ahora Niebla quiere conocerte. Te prometo que esta
vez te tocará sin hacerte daño.
Con todo, Stavin tembló cuando Niebla se posó sobre su pecho enjuto. Serpiente
no soltó la cabeza del animal, pero dejó que su cuerpo se deslizara sobre el del niño.
La cobra cuadruplicaba a Stavin en altura. Sobre el abdomen hinchado del niño, se
onduló formando tiesos rizos blancos, extendiéndose, empujando la cabeza hacia el

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rostro del pequeño, tensándose contra las manos de Serpiente. Niebla ofreció a la
mirada paralizada de Stavin sus ojos sin párpados. Serpiente la dejó acercarse un
poco más.
Niebla disparó la lengua para percibir el sabor del niño.
El hombre más joven dejó escapar un suspiro entrecortado de terror. Stavin se
sobresaltó al oírlo y Niebla se apartó, abrió la boca y mostró los colmillos, mientras el
aliento siseante escapaba de su garganta. Serpiente se sentó sobre los talones y liberó
sus propios suspiros. A veces, en otros lugares, la gente podía quedarse mientras ella
trabajaba.
—Debéis retiraros —dijo en voz baja—. Es peligroso asustar a Niebla.
—No volveré a…
—Lo siento. Debéis esperar afuera.
Quizás el joven y la mujer hubieran formulado sus objeciones inútiles y sus
preguntas sin respuesta, pero el hombre los hizo volverse, les cogió las manos y los
condujo al exterior.
—Necesito un animal pequeño —dijo Serpiente mientras él levantaba la cortina
de la tienda—. Tiene que estar vivo y tener pelaje…
—Algo encontraremos —respondió. Los tres asomaron a la noche centelleante.
Serpiente alcanzó a oír sus pasos sobre la arena.
Sostuvo a Niebla en su regazo y la tranquilizó. La cobra se enroscó alrededor de
la estrecha muñeca de Serpiente, buscando su calor. El hombre ponía a la cobra más
nerviosa que de costumbre; Niebla estaba hambrienta, como Serpiente. Atravesando
el desierto de arenas negras encontraron agua suficiente, pero las trampas de
Serpiente no resultaron eficaces. Era verano, hacía calor, y muchos de los animales
peludos que Arena y Niebla preferían se hallaban ocultos en su letargo estival.
Cuando las serpientes carecían del alimento habitual, Serpiente también ayunaba.
Con pesar, vio que Stavin estaba más asustado.
—Siento haber tenido que despedir a tus padres. Pronto regresarán.
Al niño le brillaron los ojos, pero supo contener las lágrimas.
—Me dijeron que hiciera lo que tú me pidieras.
—Si pudieras, te diría que lloraras —aventuró Serpiente—. No es una cosa tan
terrible.
Pero Stavin no pareció comprender, y ella no insistió; sabía que esa gente
enseñaba a sus hijos a resistir la adversidad negándose al llanto, al dolor, a la risa…
Se cerraban a la congoja y se permitían pocos motivos de dicha, pero sobrevivían.
Niebla se había calmado. Serpiente la desenrolló de su muñeca y la colocó sobre
el jergón, cerca del niño. Cuando la cobra comenzó a moverse, Serpiente le guió la
cabeza, y sintió la tensión de los músculos que se retorcían.
—Te tocará con la lengua —explicó a Stavin—. A lo mejor te hace cosquillas,
pero no te dolerá. Ella huele con la lengua, como tú lo haces con la nariz.
—¿Con la lengua?

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Serpiente asintió, sonriendo, y Niebla disparó su tridente para acariciar la mejilla
de Stavin. El niño no se apartó; por un instante, su curiosidad le hizo olvidar el dolor.
Permaneció absolutamente inmóvil, mientras la lengua larga de Niebla se paseaba
contra las mejillas, contra los ojos, contra la boca.
—Está sintiendo el sabor de la enfermedad —explicó Serpiente.
Niebla dejó de luchar contra las manos que la aferraban y apartó la cabeza. La
joven se acuclilló y soltó la cobra, que ascendió enroscándose por su brazo hasta
quedar posada sobre los hombros.
—Duerme, Stavin —dijo Serpiente—. Trata de confiar en mí, y no tengas miedo
de lo que sucederá por la mañana.
Stavin la miró durante unos instantes, escrutando los ojos claros de Serpiente en
busca de la verdad.
—¿Hierba se quedará conmigo?
Le sorprendió la pregunta. O mejor dicho, la aceptación que implicaba. Le apartó
el cabello de la frente y le obsequió con una sonrisa que, bajo la superficie, era de
lágrimas.
—Claro que sí. —Cogió a Hierba—. Tú vigilarás a este niño y lo protegerás.
La serpiente se quedó inmóvil en su mano, y sus ojos le devolvieron un destello
azabache. La posó suavemente sobre la almohada de Stavin.
—Ahora duerme.
Stavin cerró los ojos y la vida pareció escurrírsele del cuerpo. El cambio fue tan
acusado que Serpiente tendió una mano para tocarlo, pero entonces vio que respiraba,
lenta y no muy profundamente. Lo envolvió con una manta y se levantó. El brusco
cambio de posición la mareó. Niebla se tensó sobre sus hombros.
Serpiente sintió que los ojos le picaban y su visión adquirió la nitidez típica de la
fiebre. El sonido que imaginaba oír se abalanzaba sobre ella. Mantuvo a raya el
hambre y el agotamiento, se inclinó lentamente y cogió el maletín de cuero. Niebla le
tocó la mejilla con la punta de la lengua.
Apartó la cortina de la tienda y vio con alivio que aún era de noche. Soportaba el
calor, pero el brillo cegador del sol la envolvía hasta calcinarla. Debía de haber luna
llena, aunque las nubes lo oscurecían todo, difuminando la luz de tal forma que el
firmamento aparecía gris de horizonte a horizonte. Más allá de las tiendas, grupos de
sombras sin forma asomaban de la tierra. Allí, cerca del desierto, había agua en
cantidad suficiente para que crecieran matojos y arbustos, refugio y sostén de
innumerables criaturas. La arena negra, que bajo la luz del sol cegaba y parecía
chispear, de noche era un manto de fino hollín. Serpiente salió de la tienda y en
cuanto posó los pies sobre el suelo, la ilusión de suavidad desapareció. Sus botas
volvieron a desmenuzar los duros terrones secos.
La familia de Stavin esperaba; se habían sentado todos muy juntos, entre las
tiendas oscuras que se apiñaban sobre un retazo de arena cuya vegetación habían
arrancado y quemado. La miraron en silencio, con la esperanza en los ojos, y el rostro

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desprovisto de toda expresión. Con ellos había otra mujer, algo más joven que la
madre de Stavin. Como los demás, llevaba una larga túnica suelta, pero además tenía
el único adorno que Serpiente había visto entre aquella gente: un anillo de guía le
pendía del cuello, sujeto por un cordón de cuero. El parecido entre ella y el pariente
mayor de Stavin saltaba a la vista: rostro de líneas marcadas, pómulos altos, cabello
cano, el de él, y matizado de gris tras haber sido negro intenso, el de ella; los ojos,
castaño oscuro: los que mejor resistían la luz del sol. A sus pies, sobre el suelo, un
pequeño animal negro se sacudía de vez en cuando contra una red. A veces lanzaba
un débil chillido.
—Stavin duerme —anunció—. No lo molestéis, pero si se despierta, id a verlo.
La madre de Stavin y el más joven se levantaron y entraron en la tienda. El
hombre mayor se detuvo ante ella.
—¿Podrás ayudarle?
—Espero que sí. El tumor ha crecido mucho, pero parece sólido. —Su voz le
resultó hueca, distante, casi como si mintiera—. Niebla estará preparada por la
mañana. —Sentía la necesidad de tranquilizarlo, pero no se le ocurría nada.
—Mi hermana deseaba hablar contigo —dijo, y las dejó solas, sin presentación,
sin darse importancia anunciando que la mujer era la jefa del grupo.
Serpiente miró hacia atrás, y vio caer la cortina de la tienda. Sentía su propio
cansancio más que nunca y, por primera vez, el peso de Niebla sobre los hombros le
resultó enorme.
—¿Te encuentras bien?
Serpiente se volvió. La mujer avanzaba hacia ella con una elegancia natural
apenas entorpecida por el avanzado estado de embarazo.
Serpiente tuvo que alzar los ojos para enfrentar su mirada. Unas finas líneas
enmarcaban los ojos, como si, a veces, riera en secreto. Le sonrió con preocupación.
—Pareces muy cansada. ¿Pido que te preparen una cama?
—Ahora no —contestó Serpiente—. Todavía no. Ya dormiré luego.
La jefa escrutó su rostro y Serpiente sintió que la responsabilidad las unía.
—Creo que te comprendo. ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Necesitas ayuda con los
preparativos?
A Serpiente le pareció que las preguntas le pesaban como complicadísimos
problemas. Las examinó, las estudió, las analizó en su mente exhausta, hasta que, por
fin, captó el significado.
—Mi pony necesita comida y agua…
—Ya están cuidando de él.
—Y necesito que alguien me ayude con Niebla. Alguien fuerte. Pero lo principal
es que no tenga miedo.
La mujer asintió.
—Yo te ayudaría… —dijo, y volvió a esbozar una sonrisa—. Pero últimamente
ando algo torpe. Buscaré a alguien.

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—Gracias.
Otra vez sombría, la mujer inclinó la cabeza y se dirigió lentamente hacia un
pequeño grupo de tiendas. Serpiente la vio partir, admirando su gracia. Comparada
con ella se sintió pequeña, joven y desgarbada.
Arena comenzó a desenroscarse de su muñeca. Al sentir el roce de sus escamas
contra la piel, Serpiente se apresuró a cogerla, antes de que cayese al suelo. Arena
irguió la mitad superior del cuerpo. Dejó asomar la lengua en dirección al animalito,
percibiendo el calor de su cuerpo y oliendo su miedo.
—Sé que tienes hambre —dijo Serpiente—, pero esa criatura no es para ti.
La devolvió al maletín, tomó a Niebla de sus hombros, y dejó que se enroscara en
su oscuro compartimiento.
El animalito chilló y volvió a retorcerse cuando la sombra difusa de Serpiente
pasó por encima de él. La joven se inclinó y lo cogió. La rápida sucesión de gritos
aterrorizados disminuyó y se fue aquietando hasta cesar por completo, a medida que
lo fue acariciando. Por fin, el animal quedó inmóvil, respirando con fuerza, exhausto,
contemplándola con sus ojos amarillos. Tenía largas patas traseras y orejas anchas,
puntiagudas. El hocico se le fruncía con el olor de las serpientes. Las cuerdas de la
red le marcaban rombos sobre el pelaje oscuro y suave.
—Lamento quitarte la vida —le dijo—. Pero ya no tendrás miedo, ni te haré daño.
Cerró la mano suavemente a su alrededor y, acariciándolo, le cogió la espina
dorsal, a la altura del cuello. Tiró una vez, con rapidez. El animal pareció debatirse,
brevemente, pero ya estaba muerto. En una convulsión, sus patas se contrajeron
contra el cuerpo, los dedos encogidos y temblorosos. Incluso muerta, la criatura
parecía mirarla. Serpiente sacó el cuerpo de la red.
Cogió un pequeño frasco del bolso que llevaba en el cinto, abrió las mandíbulas
del animal, y dejó caer en la boca del animal una sola gota del líquido turbio que
había en el frasco. Sin perder tiempo, abrió nuevamente el maletín y llamó a Niebla.
La cobra asomó con lentitud, deslizándose por el borde, el cuello sin hinchar, hasta
dar sobre la arena áspera. Sus escamas lechosas capturaron la pálida luz. Olió el
animal, se le acercó ondulante y lo tocó con la lengua. Por un instante, Serpiente
temió que rechazara la carne muerta, pero el cuerpo todavía conservaba el calor y
seguía moviéndose por reflejo. Además, la serpiente tenía mucha hambre.
—Un bocado para ti —le dijo Serpiente a la cobra; era un hábito de la soledad—.
Para que calmes tu apetito.
Niebla olió el animal, retrocedió, y hundió los colmillos fijos, cortos, en el
cuerpecillo. De dos dentelladas vació su vesícula de veneno. Lo soltó, se afirmó
mejor, y comenzó a deglutirlo entre las mandíbulas. Apenas se le distendería la
garganta. Luego, Niebla se tendió inmóvil a digerir su frugal comida. Serpiente se
sentó a su lado y la sostuvo, esperando.
Escuchó pasos sobre la gruesa arena.
—Me envían para que te ayude.

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Era un hombre joven, pese a las hebras de plata que mostraba la cabellera negra.
Más alto que Serpiente, no carecía de atractivo. Tenía los ojos oscuros y los rasgos
bien marcados de su rostro parecían más duros aún, pues llevaba el cabello peinado
hacia atrás y recogido en la nuca. Su expresión no le dijo nada.
—¿Tienes miedo?
—Haré lo que me digas.
Aunque la túnica ocultaba su figura, las manos largas y finas hablaban de cierta
fortaleza.
—Entonces, sostenle el cuerpo y no permitas que te coja por sorpresa. —Niebla
comenzaba a retorcerse, por el efecto de las drogas que Serpiente había introducido
en el animal. La cobra miraba con ojos vacíos.
—Si muerde…
—¡Sostenla, rápido!
El joven trató de asirla, pero era demasiado tarde. Niebla se retorció y lo azotó en
la cara con la cola, como si fuera un látigo. El joven tropezó y retrocedió, tanto por la
sorpresa como por el dolor. Serpiente mantenía firme la mano por detrás de las fauces
de Niebla, e intentaba aferrarle el resto del cuerpo. Pese a no ser constrictora, Niebla
era serena, fuerte y veloz. Lanzó el aliento en un silbido furioso. Podría haber
mordido cualquier cosa a su alcance. Serpiente, luchando contra ella, logró oprimirle
las glándulas del veneno y drenar las últimas gotas, que por un instante pendieron de
los colmillos de Niebla y reflejaron la luz como joyas; la fuerza de sus convulsiones
las arrojó a la oscuridad. Serpiente seguía peleando con la cobra, ayudada por la
arena, en la cual Niebla no podía apoyarse. Serpiente sintió al joven a sus espaldas,
que aferraba el cuerpo y la cola de la serpiente. El ataque finalizó bruscamente y
ambos quedaron con el cuerpo laxo de Niebla entre las manos.
—Lo siento…
—Sostenla —dijo Serpiente—. Tenemos la noche por delante.

Durante la segunda convulsión de Niebla, el joven la aferró con firmeza y fue de


auténtica utilidad. Después, Serpiente le respondió la pregunta inconclusa.
—Si estuviera produciendo veneno y te mordiese, probablemente morirías.
Incluso ahora, su mordedura te pondría enfermo. Pero a menos que cometas alguna
torpeza, si alcanza a morder seré yo quien reciba los colmillos.
—Muerta o agonizante, serás de escasa ayuda para mi primo…
—No has comprendido. Niebla no puede matarme.
Tendió el brazo para que él viera las cicatrices blancas de las mordeduras y de los
coletazos. El joven las contempló, la miró a los ojos un largo rato y desvió la mirada.
El punto brillante entre las nubes, del cual irradiaba la luz, se desplazó hacia el
oeste en el firmamento. Sostenían a la cobra como si fuese un niño. Serpiente estuvo

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a punto de quedarse dormida, pero Niebla movió la cabeza, en un torpe intento de
liberarse, y la joven despertó repentinamente.
—No debo dormirme —explicó al hombre—. Háblame. ¿Cómo te llamas?
Como Stavin, el joven vaciló. Parecía tener miedo, de ella o de alguna otra cosa.
—Nosotros consideramos que no es prudente decir el nombre a un desconocido
—explicó.
—Si me consideráis una bruja, no debisteis haber pedido mi ayuda. No sé nada de
magia, ni creo tenerla.
—No se trata de una superstición —se justificó él—. No es lo que estás pensando.
No tenemos miedo de que nos embrujen.
—No puedo aprender las costumbres de todos los pueblos que hay en esta tierra,
así que sigo las mías. Mi costumbre es dirigirme por el nombre a las personas con
quienes trabajo. —Serpiente lo escrutó, tratando de descifrar su expresión en la
penumbra.
—Nuestras familias conocen nuestros nombres, e intercambiamos el nombre con
nuestra pareja.
Serpiente reflexionó sobre esta costumbre y le pareció poco adecuada para ella.
—¿Y nadie más? ¿Nunca?
—Bueno… también un amigo podría saber nuestro nombre…
—Ah —exclamó Serpiente—. Ahora lo entiendo. Yo sigo siendo una
desconocida, tal vez una enemiga…
—Un amigo podría conocer mi nombre —continuó el joven—. No quería
ofenderte, pero veo que me has comprendido mal. Un conocido no es un amigo. Para
nosotros, la amistad posee un valor muy elevado.
—En estas tierras, hay que ser capaz de decir rápidamente si alguien puede
llamarse «amigo».
—Es muy raro que entablemos amistad. La amistad comporta un gran
compromiso.
—Tal como lo dices, parece algo temible…
Él lo pensó.
—Tal vez temamos que se traicione la amistad. Es algo muy doloroso.
—¿Alguien te ha traicionado alguna vez?
La miró con dureza, como si hubiera excedido los límites de la corrección.
—No —respondió con voz pétrea como su rostro—. Ningún amigo. No tengo
nadie a quien pueda llamar «amigo».
Su reacción sorprendió a Serpiente.
—Es una lástima… —comentó, y se sumió en el silencio, tratando de captar los
profundos matices que tanto podían separar a las personas, comparando su soledad
forzosa con la que ellos habían tomado por elección—. Llámame Serpiente —dijo
por fin—, si es que te atreves a pronunciarlo. Decir mi nombre no te compromete a
nada.

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El joven pareció a punto de hablar; quizá pensó nuevamente que la había
ofendido, tal vez sentía que debía defender más sus costumbres. Pero Niebla
comenzó a retorcerse entre sus manos y tuvieron que sostenerla para impedir que la
serpiente se hiciera daño. La cobra era delgada para su longitud, pero fuerte, y las
convulsiones que experimentó entonces fueron más intensas que ninguna otra de las
anteriores. Se sacudió entre las manos de Serpiente y estuvo a punto de escapar. Trató
de hinchar el cuello, pero Serpiente la aferraba con fuerza. Abrió la boca y silbó, pero
de sus colmillos no asomó ni una gota de veneno.
Enrolló la cola alrededor de la muñeca del joven, quien trató de liberarse de su
presión tironeando de su cuerpo.
—No es una constrictora —le dijo—. No te hará daño. Déjala…
Pero ya era tarde. De pronto, Niebla se distendió y el joven perdió el equilibrio.
Niebla comenzó a sacudir el cuerpo como un látigo, trazando dibujos sobre la arena.
Serpiente luchó sola con el animal, mientras el joven trataba de volver a asirlo, pero
la serpiente se enroscó alrededor de ella y comenzó a impulsarse contra su cuerpo, en
un intento de liberarse. Serpiente bajó las manos a ras de la arena y Niebla se irguió
sobre ella, con la boca abierta, furiosa, sibilante… El joven se agachó y la cogió por
debajo del cuello. Niebla le lanzó un mordisco, pero Serpiente logró sujetarla. Juntos
recobraron el control sobre la cobra. Serpiente siguió luchando, pero de pronto Niebla
quedó inerte y casi rígida entre ellos. Los dos sudaban; el joven había perdido todo
color bajo la tez bronceada, y hasta Serpiente temblaba.
—Todavía tenemos un rato largo para descansar —suspiró Serpiente.
Lo miró y vio una línea oscura allí donde Niebla le había dado el coletazo. Tendió
la mano y la tocó.
—Tendrás un cardenal, pero no te quedará cicatriz —lo tranquilizó.
—Si fuera cierto que las serpientes hieren con la cola, tú estarías sujetando los
colmillos y el aguijón, y yo te sería de poca utilidad.
—Hoy necesito que alguien me mantenga despierta, tanto si me ayuda con Niebla
como si no. —La contienda con la serpiente la había cargado de adrenalina, pero,
pasado el efecto, el hambre y la extenuación regresaban con más intensidad aún.
—Serpiente…
—¿Sí?
El joven sonrió precipitadamente, algo incómodo.
—Estaba viendo cómo se pronunciaba…
—Me parece muy bien.
—¿Cuánto tiempo tardaste en cruzar el desierto?
—No mucho. O demasiado. Seis días.
—¿De qué vivías?
—Hay agua. Viajamos de noche, salvo ayer, que no pude encontrar sombra.
—¿Tú llevabas toda la comida?
Se encogió de hombros.

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—Llevé un poco… —Y deseó que cambiara de tema.
—¿Qué hay al otro lado?
—Montañas. Ríos. Algunos asentamientos, mercaderes, el sitio donde crecí y
donde recibí mi instrucción. Y, más allá, otro desierto, y una montaña con una ciudad
dentro.
—Me gustaría ver una ciudad. Algún día.
—Siempre se puede cruzar el desierto…
Él no dijo nada, pero Serpiente adivinó sus pensamientos: recordaba con
demasiada claridad la reciente partida de su pueblo natal.
Las siguientes convulsiones se produjeron mucho antes de lo que Serpiente había
supuesto. Por la gravedad que alcanzaron, se formó una idea del estadio en que se
encontraba el mal de Stavin, y deseó que ya fuese por la mañana. Si debía perderlo,
que fuese pronto, para poder llorarlo y disponerse a olvidar de una vez. La cobra se
habría golpeado hasta morir contra la arena endurecida si Serpiente y el joven no la
hubiesen estado sosteniendo. De pronto quedó totalmente tensa, con la boca cerrada y
la lengua bífida a medio asomar, inerte.
Dejó de respirar.
—Sostenla —dijo Serpiente—. Sujétale la cabeza. Rápido, cógela. Si se suelta,
corre. ¡Cógela! No te atacará ahora. Sólo podría darte un coletazo por accidente.
El joven vaciló un instante apenas y luego aferró a Niebla por detrás de la cabeza.
Serpiente echó a correr, resbalando en la arena, desde el círculo de tiendas hasta un
lugar donde crecían los arbustos. Arrancó unas ramas secas y espinosas que le
desgarraron las manos cubiertas de cicatrices. Por el rabillo del ojo advirtió una
maraña de cerastes, tan horrendas que parecían deformes, anidadas bajo la vegetación
reseca. La amenazaron con silbidos y siseos, pero la joven las ignoró. Encontró un
junco estrecho y hueco, y lo separó para llevárselo. Los arañazos de las zarzas le
hacían sangrar profusamente las manos.
De rodillas, junto a la cabeza de Niebla, abrió las fauces de la serpiente e
introdujo la caña hasta la garganta, a través del paso de aire que se abría bajo la
lengua del animal. Se inclinó más, cogió el tubo con la boca y sopló en los pulmones
de la cobra.
Y vio las manos del joven, que sostenían la cobra tal como ella le había pedido;
notó su respiración, primero contenida de azoramiento, y luego entrecortada; sintió el
olor empalagoso del fluido que manaba de los colmillos de Niebla; sintió la arena que
le arañaba los codos; sintió sus mareos —de cansancio, pensó—, que contuvo por
necesidad y fuerza de voluntad.
Serpiente sopló suavemente, y luego una vez más. Aguardó y prosiguió hasta que
Niebla adoptó el ritmo y siguió sin necesidad de ayuda.
La joven se sentó en cuclillas.
—Creo que se recuperará. Al menos eso espero.

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Se enjugó la frente con el dorso de la mano. El contacto le encendió una oleada de
dolor. Dejó caer la mano y la agonía subió reptando por sus huesos a través de los
hombros y del pecho, hasta envolverle el corazón. Sintió que estaba a punto de perder
el equilibrio. Cayó, trató de sostenerse, pero fue muy lenta; se debatió contra las
náuseas y el vértigo y casi logró vencerlos, hasta que la tierra pareció dejar de darle
sostén y se halló perdida entre el dolor y la oscuridad, sin tener de dónde asirse.
Sintió arena bajo la mejilla y las palmas de las manos; se había arañado, pero el
grano era fino.
—Serpiente, ¿puedo soltarla?
Pensó que la pregunta era para alguna otra persona, y a la vez se dijo que no había
quien pudiera responderla, que no había otra con su nombre. Sintió unas manos
suaves sobre su cuerpo y quiso responderles, pero se sentía demasiado exhausta.
Necesitaba dormir más, de modo que las apartó. Pero le sostuvieron la cabeza y
acercaron un pellejo seco a sus labios, y dejaron correr agua fresca por su garganta.
Tosió, se atragantó y escupió agua.
Se incorporó sobre un codo. Cuando recuperó la visión, advirtió que estaba
temblando. Se sentía como la primera vez que la había mordido una serpiente, antes
de desarrollar por completo su inmunidad. El joven estaba arrodillado a su lado, con
un odre de agua en la mano. Detrás de él, Niebla reptaba hacia la oscuridad. Serpiente
olvidó el dolor que la atravesaba.
—¡Niebla! —Descargó la mano contra la dura arena.
El joven se sobresaltó y, atemorizado, volvió el cuerpo; la cobra se irguió, con la
cabeza a la misma altura que los ojos de Serpiente, el cuello hinchado, meciéndose,
furiosa, observando y dispuesta a lanzar el ataque. Su cuerpo formaba una línea
blanca y vacilante contra el fondo negro de la noche. Serpiente se obligó a levantarse,
y sintió como si estuviera luchando con un cuerpo ajeno. Estuvo a punto de caer, pero
logró mantener el control.
—No debes ir de cacería ahora —le dijo—. Tienes un trabajo que cumplir.
Extendió la mano hacia la derecha como señuelo, para atraer a Niebla por si se
decidía a morder. La mano le pesaba de dolor. Serpiente no temía a la mordedura,
sino a que se perdiera el contenido de las bolsas de veneno.
—Ven aquí —la llamó—. Ven aquí, y tranquilízate. —Vio que le salía sangre
entre los dedos, y su temor por Stavin se redobló—. ¿Acaso me has mordido,
criatura?
Pero el dolor era distinto; el veneno la adormecería, y el nuevo suero sólo
picaba…
—No —respondió el joven, detrás de ella.
Niebla atacó. Los reflejos de su prolongada instrucción actuaron por sí solos. La
mano derecha de Serpiente se alejó instantáneamente, mientras la izquierda capturaba
a Niebla cuando volvía a acercar la cabeza. La cobra se retorció un momento y luego
se calmó.

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—Bestia embustera —le dijo Serpiente—. Vergüenza tendría que darte…
Se volvió y dejó que la serpiente trepara por su brazo hasta los hombros, donde se
tendió, como formando un manto invisible, mientras el rabo le caía como la cola de
un traje.
—¿No me ha mordido?
—No —respondió el joven. Su voz contenida estaba impregnada de respeto—.
Estarías muriéndote, retorciéndote de dolor, con el brazo hinchado y amoratado.
Cuando volviste… —Le señaló la mano—. Habrá sido alguna serpiente de los
arbustos…
Serpiente recordó el nido de víboras que había bajo las ramas, y se limpió la
sangre que le cubría la mano. Entre los arañazos de las zarzas alcanzó a distinguir los
dos orificios de una mordedura. La herida estaba ligeramente tumefacta.
—Tendré que limpiarla —explicó—. Me avergüenzo de haberme dejado morder
así.
El dolor le recorría el brazo en oleadas suaves; ya no le quemaba. Miró al joven,
miró a su alrededor, y vio que el paisaje cambiaba y se movía mientras sus ojos
exhaustos trataban de formar una imagen comprensible de la luna que se ponía y del
falso amanecer.
—Aguantaste bien a Niebla, sin miedo —dijo al joven—. Muchas gracias.
El joven bajó la vista, casi con deferencia. Se levantó y se le acercó. Serpiente
posó la mano sobre el cuello de Niebla para que no se asustara.
—Me sentiría honrado si me llamaras Arevin.
—Será un placer.
Serpiente se arrodilló y sostuvo los blancos anillos serpenteantes mientras Niebla
regresaba lentamente a su compartimiento. Al amanecer, al cabo de poco tiempo,
cuando Niebla se hubiera aquietado, podrían ir con Stavin.
La punta de la cola de Niebla se perdió de vista. Serpiente cerró el maletín y quiso
incorporarse, pero no pudo. Todavía no se había repuesto de los efectos del nuevo
veneno. La carne que rodeaba la herida estaba roja y tierna, pero la hemorragia no
avanzaría más. Se quedó donde estaba, encogida, mirándose la mano, mientras su
mente se acercaba lentamente a lo que le era necesario, esta vez para sí misma.
—Déjame ayudarte, por favor.
El joven le tocó el hombro, y la ayudó a levantarse.
—Lo siento —dijo ella—. Tengo tanta necesidad de descansar…
—Déjame lavarte la mano —ofreció Arevin—. Luego podrás dormir. Sólo dime
cuándo debo despertarte.
—Todavía no puedo dormir. —Se recobró, se enderezó, y se apartó los cortos
rizos húmedos de la frente—. Ya estoy bien. ¿Tienes un poco de agua?
Arevin se aflojó el manto. Debajo, llevaba un taparrabos y un cinturón de cuero
que sostenía varios frascos y estuches. Su cuerpo era esbelto y bien formado, de
largas piernas torneadas. El color de su piel era ligeramente más claro que la tez

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bronceada por el sol. Extrajo el botellón con el agua y quiso coger la mano de
Serpiente.
—No, Arevin. Si el veneno llegara a filtrarse en cualquier rasguño que tuvieras, te
infectaría.
La joven se sentó y vertió el agua tibia sobre la mano. El líquido llegó al suelo
teñido de rosa, y desapareció sin dejar una sola huella de su paso. La herida sangró un
poco más, pero ya sólo dolía. El veneno casi estaba desactivado.
—No comprendo cómo estás ilesa —se asombró Arevin—. Mi hermana menor
fue mordida por una serpiente de los arbustos. —No consiguió hablar tan
despreocupadamente como hubiese deseado—. No pudimos hacer nada por ella. Ni
siquiera calmarle los dolores.
Serpiente le devolvió la botella y se restregó los orificios de la mordedura con un
ungüento que extrajo de un estuche de su cinturón.
—Forma parte de nuestra preparación —explicó—. Trabajamos con muchas
especies de serpientes, de modo que debemos inmunizarnos a la mayor cantidad
posible de ellas. —Se encogió de hombros—. El proceso es aburrido y algo doloroso.
—Cerró el puño; el ungüento se adhirió y pudo mantener el brazo firme. Se inclinó
hacia Arevin y le tocó nuevamente la mejilla lacerada—. Sí… —Extendió una
delgada capa de ungüento sobre su piel—. Esto te ayudará a curar.
—Si no puedes dormir —le dijo Arevin—, ¿al menos podrías descansar?
—Sí. Un rato sí.
Serpiente se sentó cerca de Arevin, y se apoyó en él. Vieron cómo el sol teñía las
nubes de oro, de fuego y de ámbar. El simple contacto físico con otro ser humano
procuró placer a Serpiente, aunque no le satisfizo. En otro momento, en otro lugar,
podría haber hecho algo más, pero no allí, ni en aquellas circunstancias.
Cuando la mancha brillante del sol terminó de asomar sobre el horizonte,
Serpiente se levantó e hizo que Niebla saliera del maletín. La cobra asomó
lentamente, sin fuerzas, y trepó hasta los hombros de la joven. Serpiente cogió el
maletín y caminó junto a Arevin hasta el pequeño conjunto de tiendas.
Los parientes de Stavin esperaban a Serpiente junto a la entrada de la tienda.
Formaban un grupo silencioso, tenso, a la defensiva. Por un instante, Serpiente creyó
que le pedirían que se marchase. Luego, con una brasa de miedo y de tristeza en la
boca, les preguntó si Stavin había muerto. Le dijeron que no con la cabeza y la
dejaron pasar.
Stavin estaba como lo había dejado, y aún dormía. Los adultos la siguieron con la
mirada. Percibió el olor a miedo. Niebla disparó la lengua; el peligro la ponía
nerviosa.
—Sé que preferiríais quedaros —les dijo—. Sé que me ayudaríais, si pudieseis,
pero ahora sólo yo puedo hacer algo. Por favor, volved afuera.
Se miraron, y miraron a Arevin. Por un instante, la joven creyó que se negarían.
Serpiente quiso hundirse en el silencio y dormir.

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—Vamos, primos —dijo Arevin—. Estamos en sus manos.
Abrió la cortina y les indicó que salieran. Serpiente le dio las gracias con una
sonrisa, y él casi le respondió con otra. La joven se volvió hacia Stavin, y se arrodilló
a su lado.
—Stavin…
Le tocó la frente; ardía. Notó que la mano le temblaba más que antes. El leve
contacto bastó para despertar al niño.
—Ya es la hora… —le dijo.
Stavin parpadeó, como si emergiera de un sueño infantil. Vio a Serpiente y la
reconoció lentamente. No parecía asustado. Eso la alegró; pero otra cosa que no
lograba precisar la inquietaba.
—¿Dolerá?
—¿Ahora te duele?
Vaciló, apartó la vista, y volvió a mirarla.
—Sí.
—Tal vez te duela un poco más. Espero que no. ¿Estás listo?
—¿Puede quedarse Hierba?
—Claro que sí.
Y entonces comprendió dónde estaba el problema.
—Ahora mismo vuelvo.
Su voz había cambiado tanto, había adquirido tanta dureza, que, muy a su pesar,
el niño se asustó. Salió de la tienda, caminando lentamente, en calma, para serenarse.
Fuera, los rostros de los parientes le dijeron lo que tanto temía.
—¿Dónde está Hierba?
Arevin, de espaldas, se sobresaltó al oír su tono de voz. El hombre de cabello
rubio emitió un gemido de aflicción, y bajó la vista, incapaz de mirarla.
—Tuvimos miedo de que mordiera al niño… —alegó el mayor.
—Yo pensé que lo mordería. Fui yo. Se le subió a la cara, le vi los colmillos… —
La madre de Stavin posó las manos sobre los hombros del más joven, que dejó de
hablar.
—¿Dónde está? —preguntó Serpiente. Quiso gritar, pero se contuvo.
Le trajeron una pequeña caja abierta. Serpiente la cogió y miró en su interior.
Hierba yacía casi partida en dos. Las entrañas brotaban de su cuerpo. Mientras la
observaba, temblorosa, el animal se retorció una vez y dejó asomar la lengua
fugazmente. Serpiente también dejó escapar un sonido desde lo más hondo de su
garganta, que de tan grave no llegó a ser grito. Deseó que los movimientos de Hierba
fuesen sólo un reflejo, pero, de todas formas, la tomó en sus manos con toda la
suavidad de que fue capaz. Se inclinó y posó los labios sobre las suaves escamas
verdes que nacían por detrás de su cabeza. La mordió con fuerza y deprisa, en la base
del cráneo. Y sintió en la boca el sabor frío y salobre de su sangre. Si no había muerto
hasta entonces, ella la había matado instantáneamente.

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Miró a los parientes y a Arevin. Habían palidecido; pero no sintió nada por sus
miedos ni por su pesar compartido.
—Una criatura tan pequeña… —les acusó—. Una criatura tan pequeña, que sólo
podía proporcionar placer y sueños… —Los observó un instante más, y se encaminó
hacia la tienda.
—Espera… —Oyó que el hombre mayor se le acercaba por detrás. Le tocó el
hombro, pero ella apartó la mano con un gesto—. Te daremos lo que quieras, pero
deja en paz al niño.
Serpiente giró sobre los talones, furiosa.
—¿Crees que sería capaz de matar a Stavin por vuestra estupidez?
El hombre intentó detenerla. Serpiente apretó con fuerza el hombro en el
estómago del individuo y se internó en la tienda. Ya dentro, descargó un puntapié
sobre el maletín. Repentinamente despierta e irritada, Arena salió del habitáculo y se
enroscó sobre sí misma. Alguien quiso entrar, pero Arena silbó y sacudió el cascabel
con una violencia que Serpiente nunca había visto en ella. Ni siquiera se molestó en
ver lo que ocurría. Hundió la cabeza y se secó las lágrimas con la manga para que
Stavin no las viera. Se acuclilló a su lado.
—¿Qué pasa?
El pequeño había oído las voces y los pasos fuera de la tienda.
—Nada, Stavin. ¿Sabías que vinimos a través del desierto?
—No —respondió maravillado.
—Hacía mucho calor, y no teníamos nada que comer. Hierba está cazando en este
momento. Tenía mucha hambre. ¿La perdonarás y me dejarás comenzar? Yo me
quedaré contigo todo el tiempo.
El niño parecía agotado y desilusionado, pero no tenía fuerzas para discutir.
—Bueno. —Su voz le hizo recordar el susurro de la arena cuando se filtra entre
los dedos.
Serpiente cogió a Niebla de sus hombros y retiró la manta que cubría el
cuerpecito de Stavin. El tumor asomaba bajo la cavidad torácica, deformándole el
vientre, oprimiéndole los órganos vitales, arrebatándole el alimento que necesitaba
para crecer, envenenándolo con sus desechos. Sosteniendo la cabeza de Niebla,
Serpiente dejó que ondulara sobre el pequeño, que lo tocara y captara su sabor. Tuvo
que contener a la cobra para que no atacara, pues la excitación la había agitado. Cada
vez que Arena sacudía el cascabel, las vibraciones hacían retroceder a Niebla.
Serpiente la acarició, la consoló, y las respuestas aprendidas durante el largo
entrenamiento comenzaron a imponerse sobre los instintos naturales. Niebla se
detuvo cuando la lengua rozó la piel que cubría el tumor, y Serpiente la soltó.
El animal retrocedió y atacó; mordió como lo hacen las cobras, hundiendo los
colmillos cortos una vez, soltando la presa y volviendo a lanzar otra dentellada de
inmediato para aferraría mejor y masticar a la víctima. Stavin lanzó un grito, pero no
ofreció resistencia a las manos de Serpiente, que lo sujetaban.

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Niebla vació el contenido de sus bolsas del veneno en el niño, y lo soltó. Se
irguió, miró a su alrededor, desinfló el capuchón y se deslizó sobre las mantas
directamente hacia su sombrío habitáculo.
—Ya hemos terminado, Stavin.
—¿Ahora me moriré?
—No —respondió Serpiente—. Ahora no. Espero que tardes muchos años. —
Sacó un frasco de polvos de su cinturón—. Abre la boca.
El niño obedeció, y ella le espolvoreó la lengua.
—Esto te ayudará a soportar el dolor.
Tendió un lienzo sobre los orificios de las mordeduras, sin limpiar la sangre.
Se apartó de él.
—¿Serpiente? ¿Te marcharás?
—No me iré sin despedirme de ti. Te lo prometo.
El niño se recostó, cerró los ojos y dejó que la droga se apoderara de él.
Arena yacía enroscada sobre la estera oscura. Serpiente palmeó el suelo para
llamarla. El animal se acercó y dejó que lo pusieran nuevamente en el maletín.
Serpiente lo cerró y lo levantó, pero siguió pareciéndole vacío. Oyó ruidos fuera de la
tienda. Los parientes de Stavin y otros que habían acudido a ayudar abrieron la
cortina y se metieron en la tienda, armados de bastones.
Serpiente dejó en el suelo su maletín.
—Ya he terminado.
Entraron. Arevin los acompañaba; era el único que no llevaba garrotes.
—Serpiente…
Habló con dolor, con lástima, confuso; Serpiente no pudo descifrar sus
sentimientos. El joven miró hacia atrás. La madre de Stavin se hallaba a sus espaldas.
La tomó por los hombros.
—El niño habría muerto sin ella. Pase lo que pase a partir de ahora, él habría
muerto.
La mujer apartó el rostro.
—Podría haber vivido. El mal tal vez hubiera desaparecido. Tendríamos que
haber… —No pudo seguir hablando; estaba al borde del llanto.
Serpiente notó que la gente la rodeaba. Arevin dio un paso hacia ella y se detuvo;
esperaba que ella se defendiese.
—¿No podéis llorar? —les dijo—. ¿Ninguno de vosotros puede llorar por mí y
por mi desesperación, o por vosotros mismos y vuestras culpas, o por el dolor de las
demás criaturas? —Dejó que las lágrimas corrieran por sus mejillas.
No la comprendieron; su llanto los ofendía. Se apartaron, aún temerosos de ella,
pero sin separarse entre sí. Serpiente ya no necesitaba fingir serenidad, como ante el
niño.
—Estáis locos —les dijo con voz hosca y quebradiza—. Stavin…
Por la entrada asomó un haz de luz.

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—Dejadme pasar.
Las personas que había delante de Serpiente se apartaron para dejar paso a su
cabecilla. Se detuvo ante la joven, ignorando el maletín que sus pies casi tocaron.
—¿Stavin vivirá? —Su voz resonó serena, tranquila, amable.
—No lo sé con certeza, pero creo que sí —respondió Serpiente.
—Dejadnos.
Los hombres comprendieron las palabras de Serpiente antes que las de su jefa;
miraron alrededor, bajaron las armas y por fin, uno tras otro, salieron de la tienda.
Arevin permaneció con ellas. Serpiente sintió que la abandonaba la fortaleza que le
había dado la situación de peligro. Las rodillas se le doblaron. Se inclinó sobre el
maletín, con el rostro entre las manos. La mujer se acuclilló delante de ella, antes de
que Serpiente pudiera advertirlo o impedírselo.
—Gracias —le dijo—. Muchas gracias. Lo siento tanto…
Rodeó a Serpiente con sus brazos y la estrechó contra su cuerpo. Arevin también
se arrodilló junto a ellas, y abrazó a la joven. Serpiente volvió a temblar y lloró
mientras la abrazaban.

Luego durmió, agotada, sola en la tienda junto a Stavin, sosteniendo la mano del
pequeño. Los aldeanos habían cazado presas para Arena y para Niebla. Le dieron
comida y provisiones, y suficiente agua para que pudiera bañarse, aunque ello
menguó bastante sus propias reservas.
Cuando despertó, Arevin dormía cerca de ella; se había abierto el manto por el
calor y una lengua de sudor le recorría el pecho y el vientre. La gravedad de su
expresión desaparecía mientras dormía; en cambio, parecía cansado y vulnerable.
Serpiente estuvo a punto de despertarlo, pero se detuvo, meneó la cabeza y se dirigió
a Stavin.
Palpó el tumor y descubrió que había comenzado a disolverse, a encogerse, a
morir, bajo los efectos del veneno de Niebla. Una mínima dicha atravesó la congoja
de Serpiente. Apartó el cabello rubio del rostro del pequeño.
—No volvería a mentirte, pequeño —le dijo en susurros—, pero debo marcharme
pronto. No puedo quedarme aquí.
Quería seguir durmiendo otros tres días, para terminar de eliminar los efectos del
veneno que le habían inoculado las serpientes de los arbustos, pero decidió hacerlo en
otro lugar.
—¿Stavin?
El niño despertó a medias, lentamente.
—Ya no me duele… —le dijo.
—Me alegro.
—Gracias.

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—Adiós, Stavin. Luego, cuando despiertes del todo, ¿recordarás que me despedí
de ti?
—Adiós —alcanzó a decirle antes de retornar al sueño—. Adiós, Serpiente.
Adiós, Hierba.
Cerró los ojos.
Serpiente cogió el maletín, de pie, y bajó la vista para mirar a Arevin. El joven
dormía profundamente. Se alejó de la tienda, medio aliviada y medio afligida.
El ocaso se acercaba con sus sombras largas y confusas. El campamento se
hallaba en calma; hacía calor. Encontró su pony atigrado provisto de agua y alimento.
A un costado de la silla había odres de agua fresca, y sobre la cruz, mantos para andar
por el desierto, aunque había manifestado que no deseaba ninguna paga. El pony
atigrado la saludó con un relincho. Le rascó las orejas a rayas, le calzó la silla de
montar y le sujetó las riendas. Lo condujo hacia el este, de donde había venido.
—Serpiente…
La joven tomó aliento y se volvió hacia Arevin. Él estaba frente al sol. El
resplandor le oscurecía la piel y le teñía el manto de escarlata. El cabello ondulado,
suelto sobre los hombros, parecía suavizarle la expresión del rostro.
—¿Ya tienes que irte?
—Sí.
—Esperaba que no te fueras antes de… Esperaba que te quedaras un tiempo…
—Podría haberme quedado, si las cosas fueran distintas.
—Tenían miedo…
—Les dije que Hierba no hacía daño, pero vieron sus colmillos y se olvidaron de
que sólo podía dar sosiego y sueños en la agonía.
—Pero ¿no puedes perdonarlos?
—No puedo enfrentarme a su culpa. Lo que hicieron fue culpa mía, Arevin. No
los comprendí hasta que fue demasiado tarde.
—Tú misma lo dijiste: no puedes conocer todas las costumbres ni todos los
temores…
—He quedado tullida. Sin Hierba, si no puedo curar a una persona, no puedo
ayudar en nada. Debo ir a mi hogar y enfrentarme a mis maestros. Espero que
perdonen mi estupidez. Es muy raro que concedan el nombre que llevo; pero a mí me
lo dieron… Tendrán una gran decepción.
—Déjame ir contigo…
Ella lo deseaba; vaciló, y se maldijo por esa debilidad.
—Podrían quitarme a Niebla y a Arena, y expulsarme de allí. En tal caso, también
te desterrarían a ti. Quédate, Arevin.
—No me importaría.
—Sí. Al cabo de un tiempo, terminaríamos odiándonos. Yo no te conozco, ni tú
me conoces a mí. Necesitamos calma, tranquilidad y tiempo para comprendernos
bien.

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Arevin se acercó a ella y la abrazó. Se estrecharon un instante. Cuando él alzó el
rostro, tenía las mejillas bañadas en lágrimas.
—Vuelve, por favor —le pidió—. Vuelve, pase lo que pase…
—Lo intentaré —prometió Serpiente—. Espérame la primavera próxima, cuando
cesen los vientos. Si no he venido dentro de dos primaveras, olvídame. Si sigo con
vida, te olvidaré, esté donde esté.
—Te buscaré… —dijo Arevin, y no prometió más.
Serpiente tomó las riendas de su pony e inició la marcha a través del desierto.

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LA PERSISTENCIA DE LA VISIÓN
John Varley

Mejor novela corta, 1978

PREFACIO DEL EDITOR

Shakespeare dijo: «Algunos hombres nacen grandes, otros adquieren grandeza, y


a otros se la endilgan». John Varley nació grande, al menos en lo que respecta a su
calidad como escritor. Irrumpió en el mundo de la ciencia ficción a finales de los
años setenta, y sus novelas, como Y algunos eran clones le valieron de inmediato un
lugar entre las principales figuras del género.
Uno de los trucos más tempranos y espectaculares de Varley fue hacer que sus
personajes cambiaran de sexo con la misma facilidad con que nosotros nos
cambiamos de ropa. La «clonación», las operaciones de cambio de sexo y otros
prodigios biomédicos pasaron a ser el emblema de sus relatos.
En La persistencia de la visión, encontramos una obra de tono mucho más sereno
y calmo, que se refiere a la facultad de ver… en muchos sentidos. Como la música de
jazz, que puede ser tranquila o impetuosa, Varley exhibe un auténtico dominio de la
ficción reflexiva, de ésa que mueve el pensamiento y que perdura mucho más que los
cohetes y la pirotecnia flamígera.

* * *

Era el año de la cuarta no-depresión. Yo me había unido recientemente a las filas de


los parados. El presidente me había dicho que no debía tener miedo a nada, salvo al
miedo mismo. Le tomé la palabra, por primera vez, y empecé a preparar la mochila
para ir a California.
No era el único. La economía mundial había estado retorciéndose como una
serpiente sobre una plancha caliente durante los últimos veinte años, desde principios
de los setenta. Estábamos en un ciclo de éxitos y fracasos estruendosos que parecía
no tener fin, y que había aniquilado la sensación de seguridad que la nación había
conseguido con tanto esfuerzo en los años dorados posteriores a los treinta. La gente
se había acostumbrado al hecho de que podía ser rica un año y apuntarse al paro el
siguiente. Yo estuve en la cola de los parados en el 81, y de nuevo en el 88. Esta vez
decidí utilizar mi libertad para ver mundo. Tenía pensado embarcarme de polizón a
Japón. Tenía cuarenta y cinco años y ésta podía ser mi última oportunidad de ser
irresponsable.

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Esto ocurrió a finales del verano de ese año. Al levantar el pulgar en la
interestatal, me resultaba fácil olvidar que había disturbios por la falta de comida en
Chicago. Por las noches dormía en mi saco, contemplaba las estrellas y escuchaba los
grillos.
Tuve que hacer andando la mayor parte del camino desde Chicago hasta Des
Moines. Después de unos días de horribles ampollas, me salieron callos en los pies.
Eran pocos los conductores que se detenían, en parte porque había mucha
competencia de los otros que viajaban a dedo y, en parte, por la época en que nos
tocaba vivir. La gente del lugar no tenía ninguna intención de recoger a los de la
ciudad, quienes —se decía— eran en su mayoría una banda de asesinos en potencia,
enloquecidos por el hambre. En una ocasión me dieron una buena paliza y me
aconsejaron que nunca más volviera a Sheffield, Illinois.
Sin embargo, poco a poco fui aprendiendo a vivir en la carretera. Empecé con una
pequeña reserva de latas de conserva, que me había dado el servicio social, y cuando
se me terminó descubrí que en muchas de las granjas que se alzaban junto al camino
me darían comida a cambio de una jornada de trabajo.
A veces ese trabajo era muy pesado, a veces era simplemente simbólico, pues la
gente tenía la firme convicción de que no debían dar nada a cambio de nada. Unas
pocas comidas eran gratis, en la mesa familiar, con los nietos sentados alrededor
mientras el abuelito o la abuelita les contaban cuentos muchas veces repetidos de
cómo había sido la Gran Depresión del 29, cuando la gente no tenía miedo de ayudar
a su prójimo por haber caído en desgracia. Descubrí que, cuanto más vieja era la
persona, más probabilidades había de que te escuchara y comprendiera. Éste es uno
de los trucos que se aprende. Y casi todas las personas mayores daban cosas gratis,
sólo tenía que sentarme a escucharlos. Me convertí en un experto en esto.
Al oeste de Des Moines, me empezaron a recoger con más frecuencia, luego el
viaje volvió a empeorar, a medida que me acercaba a los campos de refugiados que
rodeaban la Franja China. Hacía tan sólo cinco años del desastre, ¿recuerdan?,
cuando el reactor nuclear de Omaha estalló y una masa caliente de uranio y plutonio
comenzó a hacer estragos en la Tierra, se dirigió hacia China y esparció una franja de
radiactividad de seiscientos kilómetros con el viento. La mayor parte de Kansas City,
en Missouri, seguía viviendo en barrios miserables, de barracones de hojalata y
madera contrachapada, hasta que la ciudad se haga habitable otra vez.
Los refugiados formaban un grupo trágico. La solidaridad inicial que la gente
muestra después de un gran desastre se había esfumado largo tiempo atrás y se había
convertido en la letargia y la desilusión de la gente desplazada. Muchos de ellos
entrarían al hospital y no saldrían de él por el resto de sus vidas. Para empeorar las
cosas, la gente del lugar los odiaba, les temían y no querían ningún contacto con
ellos. Eran los parias modernos, impuros. La gente evitaba el contacto con sus hijos.
Todos los campamentos tenían sólo un número que los identificaba, pero la población
local los llamaba Ciudades Geiger.

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Tomé un largo desvío hasta Little Rock para evitar el cruce de la Franja, aunque
ahora era segura, siempre y cuando no me detuviera. La Guardia Nacional me había
dado un distintivo de paria —un dosímetro— y caminé sin rumbo de una Ciudad
Geiger a otra. La gente era lastimosamente amable cuando veían que yo daba el
primer paso, y siempre dormí bajo techo. La comida era gratis en los comedores de la
comunidad.
Una vez en Little Rock, descubrí que la aversión a recoger desconocidos —que
podían estar contaminados con la «enfermedad de la radiación»— disminuía, y crucé
rápidamente Arkansas, Oklahoma y Tejas. Trabajé un poco aquí y allá, pero la mayor
parte de las etapas eran largas. Todo lo que vi de Tejas fue a través de la ventanilla de
un coche.
Estaba un poco cansado de todo esto cuando llegué a Nuevo Méjico. Decidí
caminar un poco más. Para entonces me interesaba menos California que el viaje
mismo.
Dejé las carreteras y me metí en pleno campo, donde no había cercas que me
detuvieran. Descubrí que ni siquiera en Nuevo Méjico era fácil alejarse de los signos
de la civilización.
Allá por los sesenta, Taos era el centro de los experimentos culturales de vida
alternativa. En esa época se crearon muchas comunidades y cooperativas en las
colinas circundantes. Muchas de ellas se disolvieron al cabo de unos cuantos meses o
años, pero unas cuantas sobrevivieron. En los últimos años, parecía que cualquier
grupo con una nueva teoría acerca de la vida y ganas de probar suerte se encaminaba
hacia esa región de Nuevo Méjico. Así, la zona estaba sembrada de molinos
destartalados, paneles de energía solar, cúpulas geodésicas, matrimonios colectivos,
nudistas, filósofos, teóricos, mesías, ermitaños, y más locos comunes de los que debía
haber.
Taos era fabuloso. Podía pasar por una de las comunidades y quedarme un día o
una semana, comer arroz orgánico con judías y beber leche de cabra. Cuando me
cansaba de una, caminaba unas pocas horas en cualquier dirección y me encontraba
con otra. En ésta me podían ofrecer una noche de oraciones y cantos, o tal vez una
orgía ritual. Algunos grupos tenían establos inmaculados con ordeñadoras
automáticas para grandes cantidades de vacas. Otras ni siquiera tenían letrinas: la
gente simplemente se acuclillaba en cualquier sitio. En algunas los miembros se
vestían como monjes o cuáqueros de la primitiva Pensilvania. En otras iban
desnudos, se afeitaban todo el cuerpo y se pintaban de color violeta. Había grupos
sólo de hombres, o sólo de mujeres. En la mayoría de las primeras comunidades me
pedían que me quedara; en las segundas, las reacciones variaban desde ofrecerme una
cama por una noche y buena conversación hasta el recibimiento a punta de fusil en
las alambradas.
Traté de no hacer ningún juicio. Esta gente estaba haciendo algo importante,
todos sin excepción. Estaban intentando distintas vías para no tener que vivir en

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Chicago. Eso me maravillaba. Yo había pensado que Chicago era inevitable, como la
diarrea.
Esto no significa que todos tuvieran éxito. Algunos hacían que Chicago pareciera
Shangri-La. Había un grupo que por lo visto creía que volver a la naturaleza consistía
en dormir en una pocilga y comer comida que ni un buitre osaría tocar. Era evidente
que algunos estaban irremediablemente sentenciados. Iban a dejar un grupo de chozas
vacías y el recuerdo del cólera.
De modo que el lugar no era ningún paraíso, ni mucho menos. Pero había algunos
éxitos. Un par de grupos había estado en el lugar desde el 63 o el 64, y ya iban por la
tercera generación. Me decepcionaba descubrir que la mayoría era de los que menos
se habían apartado de las normas de conducta establecidas, aunque algunas de las
diferencias podían llegar a resultar sorprendentes. Supongo que los experimentos más
radicales son los que tienen menos probabilidades de dar frutos.
Me quedé todo el invierno. Nadie se sorprendía de verme otra vez. Por lo visto,
mucha gente venía a Taos a hacer compras. Yo rara vez me quedaba en un lugar más
de tres semanas, y siempre colaboraba en las tareas. Hacía amigos y aprendía oficios
que me serían de utilidad si decidía alejarme de la carretera. Jugueteaba con la idea
de quedarme a vivir en uno para siempre. Como no conseguía decidirme, me dijeron
que no había ningún problema. Podía ir a California y regresar. Parecían seguros de
que eso era lo que haría.
Así que, cuando llegó la primavera, me dirigí al este por las colinas. Me alejé de
las carreteras y dormí al aire libre. Muchas noches solía quedarme en otras comunas,
hasta que comenzaron a hacerse menos frecuentes y después desaparecieron por
completo. El campo no era tan bonito como antes.
Luego, tres días después de caminar despreocupado desde la última comuna,
llegué ante una pared.
En 1964 hubo una epidemia de sarampión alemán o rubéola en los Estados
Unidos. La rubéola es una de las enfermedades infecciosas más benignas. El único
caso en que acarrea un problema es cuando la contrae una mujer en los primeros
cuatro meses de gestación. Entonces pasa al feto, que por lo general desarrolla
complicaciones. Estas complicaciones incluyen sordera, ceguera y lesiones
cerebrales.
En 1964, en los viejos tiempos, antes de que el aborto estuviera al alcance de
todos, no se podía hacer nada para remediarlo. Muchas mujeres embarazadas
contrajeron rubéola y llegaron a término. En un solo año nacieron cinco mil niños
sordos y ciegos. La incidencia anual media de niños sordos y ciegos en Estados
Unidos era de ciento cuarenta.
En 1970 estos cinco mil Helen Kellers en potencia tenían seis años de edad. Muy
pronto se hizo patente que había escasez de Anne Sullivans. Antes, los niños sordos y
ciegos podían recurrir a un número limitado de instituciones especializadas.

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Esto era un problema. No todo el mundo está capacitado para ocuparse de un niño
sordo y ciego. No podemos decirles que se callen cuando llora; tampoco podemos
razonar con ellos, ni decirles que los llantos nos están volviendo locos. Algunos
padres sufrieron verdaderas crisis nerviosas cuando trataron de convivir con sus hijos.
La mayor parte de estos cinco mil niños sufrían un retraso mental severo y
resultaba casi imposible comunicarse con ellos, aun en el caso de que alguien lo
intentara. La mayoría terminó alojada en el centenar de asilos e instituciones
anónimas para niños «especiales». Los metían en las camas, los limpiaban una vez al
día, unas pocas enfermeras sobrecargadas de trabajo, y en general les permitían gozar
de plena libertad: les permitían consumirse libremente en sus propios universos
oscuros, tranquilos y privados. ¿Quién puede decir que eso era malo? Ninguno de
ellos se quejó.
A muchos niños cuyos cerebros no estaban dañados se los encerraba con los
retrasados, porque no eran capaces de comunicar que estaban allí, detrás de sus ojos
ciegos. No pasaban la batería de pruebas táctiles, y no eran conscientes de que sus
vidas pendían de que pudieran encajar las piezas redondas en los agujeros redondos,
al compás de un reloj que no podían ver ni oír. Como resultado de esto, pasaban el
resto de sus vidas en la cama, y ninguno de ellos se quejó tampoco. Para protestar,
hay que ser consciente de la posibilidad de algo mejor. El tener un lenguaje también
ayuda.
Se descubrió que varios centenares de niños tenían un cociente intelectual que
entraba dentro de la normalidad. Se contaban historias de estos niños cuando llegaban
a la pubertad y se reveló que no había suficiente gente preparada para educarlos. Se
invirtió dinero; se entrenaron maestros. Los gastos de educación iban a continuar por
algún tiempo, hasta que los niños crecieran, y luego las cosas volverían a la
normalidad y todos se felicitarían por haber resuelto con éxito semejante problema.
De hecho, todo funcionó bastante bien. Hay maneras de comunicarse y enseñar a
estos niños. Suponen paciencia, amor y dedicación, y los maestros ponían todo esto
en su tarea. Todos los graduados de estas escuelas especiales salían sabiendo hablar
con las manos. Algunos podían hablar. Unos pocos aprendían a escribir. Muchos de
ellos dejaban las instituciones para vivir con sus padres o familiares, y si esto no era
posible, recibían consejos y ayuda para integrarse en la sociedad. Las opciones eran
limitadas, pero la gente puede vivir una existencia satisfactoria incluso con los más
serios impedimentos. No todos, pero sí la mayoría de los graduados estaban tan
felices con su suerte como cabía esperar. Algunos alcanzaron la paz casi bendita de su
modelo de vida Hellen Keller. Otros se volvieron amargados y reservados. A unos
pocos hubo que internarlos en asilos, donde fue imposible distinguirlos de los otros
del grupo que habían pasado los últimos veinte años en esos lugares. Sin embargo,
para la mayoría, las cosas funcionaban bien.
No obstante, entre los integrantes de este grupo había, como en todo grupo,
algunos inadaptados. Tendían a encontrarse entre los más inteligentes, el diez por

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ciento que tenía los cocientes intelectuales más altos. Aunque no era una regla fija.
Algunos habían obtenido puntuaciones nada sorprendentes en los test y, de todas
formas, estaban dominados por el ansia de hacer algo, de cambiar las cosas, de
perturbar la armonía. En un grupo de cinco mil, no cabía duda de que habría unos
pocos genios, unos pocos artistas, unos pocos soñadores, agitadores, individualistas,
líderes y creadores: unos pocos maniáticos gloriosos.
Había un miembro del grupo que podría haber sido presidente, de no haber nacido
mujer, ciega y sorda. Era inteligente, pero no un genio. Era soñadora, una fuerza
creativa, innovadora. Era ella quien soñaba con la libertad. Pero no le gustaba
construir castillos en el aire. Una vez soñados, tenía que hacerlos realidad.

El muro estaba hecho de piedras cuidadosamente encajadas y tenía un metro y


medio de alto. Estaba totalmente fuera de lugar en aquel terreno de Nuevo Méjico,
aunque estaba construido con piedras del lugar. No se construye este tipo de pared en
un lugar como aquél. Se usa alambre de espino si es necesario cercar algo, aunque
mucha gente todavía no utilizaba nada en absoluto. En cierto modo, parecía algo
trasplantado de Nueva Inglaterra.
Era tan ancha que me pareció más sensato no tratar de saltarla. Había cruzado
muchas cercas de alambre en mis viajes y nunca me había pasado nada, aunque sí
había tenido problemas con algunos rancheros. La mayoría me decía que me fuera,
aunque no se enfadaban demasiado. Este caso era distinto. Empecé a caminar
alrededor. Por la configuración del terreno no podía calcular hasta dónde se extendía;
pero tenía tiempo.
En lo alto de la siguiente prominencia vi que no tenía que ir muy lejos. La pared
formaba un ángulo recto justo delante. Miré por encima de ella y distinguí algunos
edificios. La mayoría de ellos eran cúpulas, las ubicuas estructuras que solían
levantar todas las comunidades por ser fáciles de construir y muy durables. Había
ovejas detrás de la pared, y unas pocas vacas. Pastaban en un césped tan verde que
me dieron ganas de saltar la pared y revolcarme en él. La pared encerraba un
rectángulo de verdor. Fuera, donde yo me encontraba, sólo crecían matojos y salvia.
Esta gente tenía acceso al agua de riego de Río Grande.
Doblé la esquina y volví a caminar por el lado oeste del muro.
Vi a un hombre a caballo, casi al mismo tiempo en que él me descubría a mí. Él
estaba hacia el sur, también fuera de la pared; dio media vuelta y cabalgó en mi
dirección.
Era un hombre de tez oscura y rasgos marcados; llevaba ropa de trabajo, botas y
un sombrero gris hecho jirones. Quizás era navajo. No sé mucho acerca de indios,
pero me habían dicho que vivían por allí.
—Hola —lo saludé cuando se detuvo. Me miraba de arriba abajo—. ¿Estoy en tu
tierra?

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—Territorio tribal —dijo—. Sí… de la tribu.
—No he visto ninguna señal.
Se encogió de hombros.
—Está bien, amigo. No pareces un ladrón de ganado —me sonrió. Tenía dientes
grandes y manchados de tabaco—. ¿Vas a acampar aquí fuera esta noche?
—Sí. ¿Hasta dónde llega él, esto, el territorio tribal? ¿Podré salir de él antes de
esta noche?
Meneó la cabeza seriamente.
—No. Ni vas a estar fuera mañana. Está bien. Haz una fogata, pero con cuidado,
¿eh? —Me sonrió otra vez y comenzó a alejarse.
—¡Ey!, ¿qué es este lugar? —Hice un gesto hacia la pared y él frenó el caballo y
dio media vuelta otra vez. Levantó un montón de polvo.
—¿Por qué lo preguntas? —Parecía un poco suspicaz.
—No sé… Sólo por curiosidad. No es parecido a nada de lo que conozco. Esta
pared…
Frunció el ceño.
—Maldita pared. —Luego se encogió de hombros. Pensé que eso era todo lo que
iba a decir. Después continuó—: Esta gente, nosotros la cuidamos, ¿entiendes? Quizá
no estamos de acuerdo con lo que hacen. Pero para ellos es difícil, ¿sabes?
Me miró como esperando algo. Nunca he sabido hablar con estos tipos lacónicos
del Oeste. Siempre he pensado que yo hacía oraciones demasiado largas. Ellos usan
gruñidos abreviados y se encogen de hombros y omiten palabras, y yo siempre me he
sentido como un hombre de ciudad cuando hablaba con ellos.
—¿Aceptan huéspedes? —pregunté—. Se me ha ocurrido que podría pasar la
noche aquí.
Otra vez se encogió de hombros, pero esta vez era un gesto completamente
diferente.
—Puede ser. Son todos ciegos y sordos, ¿sabes?
Ésa fue toda la conversación que pude mantener ese día. Hizo un chasquido con
los dientes y se alejó al galope.
Seguí bajando por el camino que rodeaba el muro, hasta llegar a un camino de
tierra que serpenteaba el borde del arroyo y atravesaba el muro. Había un portón de
madera, pero estaba abierto. Me pregunté para qué se habían tomado tanto trabajo
con el muro, si luego dejaban el portón abierto. Luego noté un círculo de raíles de vía
estrecha que salía del portón y se cerraban sobre sí mismos. Había un pequeño desvío
que avanzaba unos pocos metros por el lado externo de la pared.
Permanecí allí unos minutos. No sé qué me hizo tomar una decisión. Supongo que
estaba un poco cansado de dormir al aire libre, y estaba ansioso por tomar una
comida casera. El sol se estaba acercando al horizonte. Hacia el oeste el paisaje
seguía siendo él mismo. Si la carretera hubiera estado a la vista, me hubiera

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encaminado en esa dirección y hubiera hecho dedo. Pero tomé el otro camino y
atravesé el portón.
Caminé por entre las vías. Había un cerco de madera a cada lado del camino,
hecho con tablas horizontales, como un corral. Las ovejas pastaban a un lado. Había
un perro ovejero, shetland, que levantó las orejas y me siguió con los ojos cuando
pasé, pero que no se me acercó cuando silbé.
Faltaban unos ochocientos metros para llegar al grupo de edificios enfrente de mí.
Había cuatro o cinco cúpulas construidas con algún material transparente, como
invernaderos, y varios edificios cuadrados convencionales. Había dos molinos que
giraban perezosamente con la brisa. Había baterías solares para calentar agua. Eran
construcciones planas de madera y cristal, colocadas a cierta distancia del suelo para
que puedan seguir la dirección del sol. Ahora estaban casi verticales; interceptaban
los rayos oblicuos del atardecer. Había unos pocos árboles en lo que podía ser un
huerto.
Aproximadamente a mitad de camino pasé bajo un puente de madera. Formaba un
arco sobre el camino y servía como acceso de los pastos del este a los pastos del
oeste. ¿Qué hay de malo en un simple portón?, me pregunté.
Luego vi algo que avanzaba por el camino en dirección a mí. Viajaba por las vías
y era muy silencioso. Me detuve y esperé.
Era una especie de vagoneta minera convertida, del tipo de las que extraen las
cargas de carbón del fondo de los pozos. Funcionaba por baterías, y se había acercado
bastante a mí cuando oí el ruido. Un hombre pequeño lo conducía. Arrastraba un
coche y cantaba a pleno pulmón sin el menor sentido del tono.
Se acercaba cada vez más, a unos diez kilómetros por hora, con una mano
extendida como si estuviera indicando que iba a girar a la izquierda. De pronto,
cuando estaba casi sobre mí, me di cuenta de lo que ocurría. No se detendría. Estaba
contando los postes del cerco con la mano. Trepé por la cerca justo a tiempo. No
había más de quince centímetros de distancia entre el tren y la cerca, a ambos lados.
La palma de la mano me tocó la pierna en el momento en que yo me aplastaba contra
la cerca y se detuvo bruscamente.
Saltó del vagón y me agarró, y yo pensé que me había metido en problemas. Pero
parecía preocupado, no furioso, y me palpó de pies a cabeza, tratando de saber si
estaba herido. Yo estaba desconcertado. No por el examen, sino porque me había
comportado como un idiota. El indio había dicho que eran todos ciegos y sordos, pero
debo confesar que no le había creído del todo.
Pareció muy aliviado cuando logré hacerle entender que no me había hecho daño.
Con gestos elocuentes me hizo saber que no debía permanecer en el camino. Me
indicó que trepara la cerca y continuara caminando por el campo. Lo repitió varias
veces para asegurarse de que yo lo había captado y luego se aferró a mí mientras yo
trepaba, para convencerse de que salía del camino. Se asomó por el cerco y me tomó
de los hombros, sonriéndome. Señaló el camino y meneó la cabeza, luego señaló los

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edificios y asintió. Me tocó la cabeza y sonrió cuando asentí. Regresó al vagón, se
encaramó en él y lo puso en funcionamiento, asintiendo todo el tiempo y
señalándome en la dirección donde deseaba que yo fuera. Luego desapareció.
Dudé acerca de qué hacer. La mayor parte de mí me decía que diera media vuelta,
me alejara del muro por la hierba y volviera a las colinas. Era muy probable que
aquella gente no me quisiera por allí. Dudaba si iba a poder comunicarme con ellos, y
hasta podía llegar a disgustarles mi presencia. Por otro lado, estaba fascinado, ¿quién
no? Quería saber cómo sé las arreglaban. Seguía sin poder creer que absolutamente
todos fueran ciegos y sordos. Parecía imposible.
El perro ovejero me olfateaba los pantalones. Bajé la vista y retrocedió, luego se
acercó delicadamente mientras yo le tendía la mano. Olfateó y luego me lamió. Le di
palmadas en la cabeza y regresó corriendo a sus ovejas.
Me volví hacia los edificios.

La primera cuestión era el dinero.


Ningún estudiante sabía mucho de eso por experiencia propia, pero la biblioteca
estaba llena de libros en braille. Comenzaron a leer.
Una de las primeras cosas que resultó evidente fue que, cada vez que surgía el
tema del dinero, los abogados no tardaban mucho en llegar. Los estudiantes escribían
cartas. A partir de las respuestas, seleccionaban un abogado y lo contrataban.
En ese momento estaban en una escuela de Pensilvania. Los estudiantes
originales de las escuelas especiales, que habían sido quinientos, se habían reducido a
setenta, ya que muchos dejaban la escuela para vivir con familiares o encontraban
otras soluciones para sus problemas particulares. De estos setenta, algunos tenían
algún sitio donde ir, pero no deseaban vivir en ellos; otros tenían muy pocas
alternativas. Sus padres eran sordos o no deseaban vivir con ellos. De modo que a
esos setenta de todo el país los habían reunido en esta escuela, mientras pensaban qué
harían con ellos. Las autoridades tenían sus planes, pero los estudiantes les ganaron la
partida.
A cada uno de ellos le correspondía una pensión anual garantizada desde 1980.
Pero como estaban a cargo del gobierno, ninguno había recibido nada. Enviaron a su
abogado a los tribunales. Éste volvió con una resolución de que no podían cobrar.
Apelaron, y ganaron el juicio. Les pagaron el dinero retroactivamente y con intereses,
y resultó ser una suma interesante. Le dieron las gracias al abogado y contrataron a
un agente inmobiliario. Mientras tanto, seguía estudiando.
Estudiaron acerca de las comunidades de Nuevo Méjico y dieron instrucciones a
su agente para que les buscara algo allí. El hombre firmó un contrato de alquiler a
perpetuidad de un terreno que pertenecía al pueblo navajo. Estudiaron la tierra y se
dieron cuenta de que necesitarían muchísima agua para que llegase a ser todo lo
productiva que ellos deseaban.

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Se dividieron en grupos para investigar qué necesitarían para llegar a ser
autosuficientes.
Podían obtener el agua conectándose a los canales que la conducían de las
reservas de Río Grande hasta las tierras recuperadas del sur. Contaban con dinero del
gobierno federal para el proyecto gracias a un plan laberíntico que incluía el
Departamento de Salud, Educación y Bienestar Social, al de Agricultura, y la Oficina
de Asuntos Indios. Terminaron pagando poco dinero por el acueducto.
La tierra era árida. Necesitarían los fertilizantes que se utilizan cuando se crían
ovejas sin recurrir a las técnicas de pradera abierta. El coste de estos fertilizantes
podía subvencionarlo el Programa de Nuevos Asentamientos Rurales. Después de
eso, plantarían tréboles para enriquecer el suelo con todos los nitratos que quisieran.
Disponían de técnicas para crear una granja ecológica, sin tener que preocuparse
por fertilizantes o pesticidas. Todo podía reciclarse. Básicamente, se trata de poner
sol y agua en un extremo y de obtener lana, pescado, verduras, manzanas, miel y
huevos en el otro. Lo único que se usaba era la tierra, e incluso ésta se regeneraba al
reciclar los productos de desecho en el mismo suelo. No les interesaban los negocios
agrícolas con grandes cosechadoras mecánicas ni las siembras con aviones. Ni
siquiera querían obtener beneficios. Sólo querían ser autosuficientes.
Los detalles se multiplicaron. Su líder, quien había tenido la idea original y la
fuerza suficiente para ponerla en práctica frente a los inmensos obstáculos, era una
dinamo llamada Janet Reilly. Como no sabía nada de las técnicas que los generales y
ejecutivos emplean para alcanzar grandes objetivos, las inventó y adaptó a las
necesidades y limitaciones peculiares de su grupo. Creó grupos especiales para
buscar soluciones en cada aspecto del proyecto: leyes, ciencias, planeamiento social,
diseño, compras, logística, construcción. En todo momento, ella era la única persona
que sabía todo lo que estaba ocurriendo. Lo tenía todo en la cabeza, sin notas de
ningún tipo.
Fue en el campo de planificación social donde se mostró como una visionaria, y
no sólo como una soberbia organizadora. Su idea no era construir un lugar donde
llevar una vida que fuera una imitación ciega y sorda de sus semejantes no afectados
por esas desgracias. Deseaba un comienzo absolutamente nuevo, un modo de vida
que fuera por y para los sordociegos, un modo de vida que no aceptara ninguna
convención por el mero hecho de que así se había actuado siempre. Analizó cada una
de las instituciones humanas, desde el matrimonio hasta las más indecentes, para ver
cómo se relacionaban con sus necesidades y las necesidades de sus amigos. Era
consciente de lo peligroso que podía ser su enfoque, pero nada la detenía. El Equipo
de Estudios Sociales analizó toda clase de grupos que alguna vez hubieran tratado de
establecerse por su cuenta, y le entregó los informes que mostraban cómo y por qué
habían fracasado o tenido éxito. Ella filtró toda esta información a través de su propia
experiencia, para ver cómo funcionaría para su grupo tan especial, con sus propios
objetivos y necesidades.

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Los detalles eran interminables. Contrataron a una arquitecta para que plasmara
las ideas en planos hechos en braille. Poco a poco, los planes fueron evolucionando.
Gastaron más dinero. Comenzó la construcción, que fue supervisada por su
arquitecta, quien a esta altura estaba tan fascinada por el proyecto que donó sus
honorarios. Fue un logro importante, pues necesitaban a alguien en quien pudieran
confiar. Sólo así podían lograr su propósito a tanta distancia.
Cuando estuvo todo listo para la mudanza, tuvieron problemas burocráticos. Los
habían previsto, pero de todas formas representó un retraso. Los servicios sociales
tenían dudas sobre la sensatez del proyecto. Cuando se hizo evidente que no había
argumentos que lo detuvieran, se activaron los engranajes que derivaron en una orden
restrictiva, emitida para su propio bien, y que les impedía dejar la escuela. Para
entonces todos ellos habían cumplido ya veintiún años, pero se los juzgaba
mentalmente incompetentes para ocuparse de sus propios asuntos. Apelaron.
Por suerte, aún tenían a su abogado. También él se había sumado a esta insensata
idea y se presentó para la gran batalla. Consiguió hacer promulgar una resolución con
respecto a los derechos de las personas confinadas a una institución, que luego fue
frenada por la Corte Suprema, y que finalmente iba a tener grandes repercusiones en
los hospitales estatales y regionales. Cuando se dieron cuenta del problema que se
estaban creando con los miles de pacientes de todo el país que se encontraban en
instituciones inadecuadas, los servicios sociales se batieron en retirada.
Para entonces era la primavera de 1986, un año después de la fecha meta. Parte de
los fertilizantes ya se habían perdido por falta del trébol que prevenía la erosión. Ya
era tarde para comenzar la cosecha, y se estaban quedando sin dinero. Sin embargo,
se trasladaron a Nuevo Méjico y empezaron la agobiante tarea de ponerlo todo en
marcha. Eran cincuenta y cinco, con nueve niños de edades comprendidas entre tres
meses y seis años.

No sé qué esperaba. Recuerdo que todo me sorprendía, ya fuera porque era muy
normal o porque me parecía muy diferente. Ninguna de mis idiotas conjeturas sobre
cómo podría ser el lugar resultaron acertadas. Por supuesto, no conocía la historia del
lugar; la supe más tarde, recogiendo fragmentos aquí y allá.
Me sorprendió ver luces en algunos de los edificios. Lo primero que había
supuesto es que no las necesitaban. Esto es un ejemplo de algo tan natural, que me
sorprendió.
Con respecto a las diferencias, lo primero que me llamó la atención fue la cerca
alrededor de las vías. Sentía un interés especial porque había estado a punto de tener
un accidente allí. Me esforcé en comprender, como era natural hacerlo, si pretendía
quedarme aunque sólo fuera una noche.
Las cercas de madera que encerraban las vías a lo largo de su camino hacia el
portón continuaban hasta el granero, donde las vías formaban otro círculo sobre sí

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mismas, como lo hacían en el exterior del muro. Toda la línea estaba protegida por la
cerca. El único acceso era una plataforma de carga cerca del granero, y el portón que
daba al exterior. Tenía sentido. La única manera en que un sordociego podía conducir
un vehículo como ése era estando seguro de que no había nadie en el camino. Esta
gente jamás caminaría sobre las vías; no había forma de avisarles de que se acercaba
un tren.
Había gente moviéndose a mi alrededor en el crepúsculo, mientras yo avanzaba
hacia el grupo de edificios. No se dieron cuenta de mi presencia, como ya había
previsto. Se movían rápidamente; algunos hasta corrían. Yo me quedé quieto, con los
ojos bien abiertos para que nadie chocara conmigo. Tuve que esforzarme para
entender cómo evitaban los tropiezos antes de atreverme a seguir adelante.
Me agaché y examiné el suelo. Oscurecía, pero de inmediato descubrí que había
aceras de cemento que cruzaban la zona. Cada una de las calzadas estaban grabadas
con un diseño diferente que formaba dibujos hechos antes de que el material se
secara: líneas, ondulaciones, depresiones, pedazos rugosos y suaves. Pronto me di
cuenta de que la gente que iba más aprisa se movía sólo en una de las pistas; y todos
estaban descalzos. Me levanté. No era necesario saber cómo funcionaba. Bastaba
saber qué era y mantenerme alejado.
La gente no era nada especial. Algunos no iban vestidos, pero yo ya me había
acostumbrado. Los había de todas las formas y tamaños, aunque todos parecían tener
la misma edad, excepto los niños. De no ser porque no se detenían a conversar o a
saludarse cuando se cruzaban, jamás hubiera sabido que eran ciegos. Los vi llegar a
las intersecciones de las aceras —no pude saber cómo detectaban que llegaban allí,
aunque se me ocurrieron algunas alternativas— y disminuir la velocidad de marcha
cuando cruzaban. Era un sistema maravilloso.
Comencé a pensar en abordar a alguien. Yo, un intruso, había estado allí casi
media hora. Creo que tenía una idea equivocada de la vulnerabilidad de estas
personas; me sentía como un ladrón.
Caminé junto a una mujer durante un rato. Avanzaba muy decidida, con la vista
hacia delante, o por lo menos así parecía. Ella percibió algo, quizá mis pasos.
Disminuyó un poco el ritmo y yo le toqué el hombro; no sabía qué otra cosa hacer. Se
detuvo al instante y se volvió hacia mí. Tenía los ojos abiertos pero vacíos. Las
manos me tocaban todo el cuerpo, me palpaban la cabeza, el pecho, las manos; los
dedos me recorrían la ropa. No me cabía la menor duda de que sabía que yo era un
extraño, quizá por mi primera palmada en el hombro. Sin embargo, me sonrió
cálidamente y me abrazó. Tenías las manos delicadas y cálidas. Lo que resultaba
curioso, porque eran manos encallecidas por el trabajo pesado. Sin embargo, se
notaba que eran sensibles.
Ella me hizo comprender —apuntando a un edificio, haciendo gestos de comer
con una cuchara imaginaria y tocando un número de su reloj pulsera— que servirían

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la cena al cabo de una hora, y que yo estaba invitado. Asentí y sonreí bajo el control
de sus manos; me besó en la mejilla y se retiró enseguida.
Bueno. No me había ido tan mal. Estaba preocupado por mi capacidad de
comunicación. Más tarde descubrí que ella había captado más cosas de mí de las que
yo podía imaginar.
No tenía ninguna prisa en dirigirme al comedor o lo que fuera.
Di un paseo en la oscuridad creciente y observé su obra. Vi al pequeño perro que
conducía las ovejas al corral por la noche. Las guiaba como un experto a través del
portón abierto, sin ningún tipo de instrucciones, y uno de los residentes lo cerró con
llave. El hombre se inclinó y le rascó la cabeza al perro, y recibió un lametón en la
mano. Una vez cumplidas sus tareas nocturnas, el perro se me acercó corriendo y me
olfateó la pierna izquierda. Anduvo detrás de mí el resto de la noche.
Todos parecían tan ocupados que me sorprendió ver a una mujer sentada en una
cerca, sin hacer nada. Me acerqué a ella.
Cuando estuve a su lado, me di cuenta de que era más joven de lo que había
supuesto. Tenía trece años, según supe después. Iba desnuda. La toqué en el hombro
y saltó del cerco y siguió la misma rutina que la otra mujer anterior, sin ningún tipo
de reservas. Me tomó de la mano y sentí cómo sus dedos se movían con rapidez en
mi palma. No podía entender qué decían, pero sabía de qué se trataba. Me encogí de
hombros y ensayé otros gestos para indicarle que yo no hablaba el lenguaje de las
manos. Ella asintió y siguió palpándome el rostro con las manos.
Me preguntó si me iba a quedar a cenar. Le aseguré que sí. Me preguntó si era de
alguna universidad. Si ustedes creen que eso se pregunta fácilmente sólo con
movimientos corporales, inténtenlo ustedes mismos. Pero había tanta gracia y
movilidad en sus movimientos, que no tuve problemas en entenderla. Era hermoso
observarla. Era diálogo y ballet al mismo tiempo.
Le dije que no era de ninguna universidad, y me embarqué en el intento de
explicarle un poco qué hacía yo allí y cómo había entrado. Me escuchó con sus
manos, rascándose gráficamente la cabeza cuando no era lo bastante elocuente en mis
explicaciones. Durante todo ese tiempo la sonrisa de su rostro se hacía cada vez más
amplia, y se reía en silencio de mis payasadas. Todo esto mientras permanecía muy
cerca de mí, tocándome. Al final se puso las manos en las caderas.
—Supongo que necesitas práctica —me dijo—. Pero si no te importa, ¿podríamos
hablar oralmente ahora? Me estás agotando.
Di un salto como si me hubiera picado una avispa. Esos toqueteos, que podía
dejar pasar en una jovencita sordociega, me parecieron fuera de lugar. Retrocedí un
poco, pero volvió a tenderme las manos. Parecía desconcertada, luego leyó el
problema con las manos.
—Lo siento —se disculpó—. Pensaste que era sorda y ciega. Si me hubiera dado
cuenta, te lo hubiera dicho desde un principio.
—Creí que todos lo eran.

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—Sólo los padres. Yo soy uno de los hijos. Todos nosotros podemos oír y ver
bien. No te pongas nervioso. Si no soportas que te toquen, lo pasarás mal aquí.
Relájate; no voy a hacerte daño.
Siguió moviendo las manos sobre mí, sobre todo en el rostro.
Yo no lo entendía al principio, pero no parecía nada sexual. En realidad me
equivocaba, pero no resultaba evidente.
—Tendré que enseñarte las reglas —me dijo.
Se encaminó hacia las cúpulas. Me cogió de la mano y caminó cerca de mí. Su
otra mano seguía moviéndose hacia mi rostro cada vez que yo hablaba.
—Número uno: mantente alejado de los caminos de cemento. Por allí es por
donde…
—Sí, ya me he dado cuenta.
—¿Ah, sí? ¿Cuánto hace que estás aquí? —Sus manos buscaron mi rostro con
renovado interés. Estaba bastante oscuro.
—Hace menos de una hora. Casi me atropella el tren.
Se rió y luego se disculpó y me dijo que suponía que a mí no me resultaba
gracioso.
Le dije que sí me parecía gracioso ahora, aunque no me había hecho reír en su
momento. Ella dijo que había una señal de advertencia en el portón, pero que había
tenido la mala suerte de llegar cuando el portón estaba abierto —se abría por control
remoto cuando se acercaba un tren—, por eso no lo había visto.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, mientras nos acercábamos a las suaves luces
amarillas del comedor.
Su mano se movió pensativamente en la mía, luego se detuvo.
—Bueno, no sé. Tengo un nombre; quiero decir, varios. Pero son en el lenguaje
corporal. Yo soy… Rosada. Creo que se puede traducir como Rosada.
El nombre tenía una historia. Ella había sido la primera en nacer del grupo de
estudiantes de la escuela. Ellos sabían que al nacer los bebés son rosados, por eso la
llamaron así. La sentían rosada al tacto. Cuando entramos al comedor, descubrí que
su nombre era visualmente inexacto. Uno de sus progenitores era negro. Era de tez
oscura, pero tenía ojos azules y cabello ondulado más claro que la piel. Tenía la nariz
ancha pero los labios delgados.
No me preguntó mi nombre, así que no se lo dije. Nadie me preguntó el nombre,
en palabras, durante todo el tiempo que estuve allí. Me daban nombres en el lenguaje
corporal, y cuando los niños me llamaban me gritaban: «Ey, tú». El lenguaje hablado
no era su fuerte.
El comedor se encontraba en un edificio rectangular hecho de ladrillos. Se
conectaba con una de las grandes cúpulas. Apenas estaba iluminado. Luego supe que
las luces eran sólo por mí. Los niños no las necesitaban para nada, salvo para leer.
Tomé la mano de Rosada, feliz de tener una guía. Mantuve los ojos y los oídos bien
abiertos.

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—Aquí no se usan las formalidades —dijo Rosada. Su voz sonaba
perturbadoramente intensa en el gran salón. Nadie más hablaba; sólo se oían los
sonidos de las respiraciones y los movimientos. Varios niños alzaron la vista—. No
voy a presentarte por ahora. Considérate parte de la familia. Luego querrán tocarte, y
tú podrás hablarles. Puedes quitarte la ropa aquí, en la puerta.
No tuve ningún problema en hacerlo. Todos los demás estaban desnudos, y a estas
alturas me resultaba fácil adaptarme a las costumbres del lugar. Uno se descalza en
Japón, y se desnuda en Taos. ¿Dónde está la diferencia?
Bueno, a decir verdad, hay cierta diferencia. Es todo ese toqueteo que le sigue.
Todos se tocaban, tan naturalmente como quien mira al otro. Todos me tocaron la
cara, primero, luego prosiguieron y con total inocencia me tocaron todo lo demás.
Como de costumbre, no era exactamente lo que parecía ser. De hecho no era en
absoluto inocente, y éste no era el tratamiento habitual que se otorgaban los unos a
los otros. Se tocaban mutuamente los genitales muchísimo más de lo que tocaban los
míos. Conmigo se retraían para que no me asustara. Eran muy educados con los
extraños.
Había una mesa larga y baja y todos estaban sentados en el suelo, alrededor.
Rosada me condujo hacia allí.
—¿Ves las zonas despejadas en el suelo? Mantente alejado de ellas. No dejes
nada encima. Por ahí es por donde camina la gente. No se te ocurra mover nada. Los
muebles, quiero decir. Eso tiene que decidirse en asambleas plenarias para que todos
sepamos dónde está cada cosa. Las cosas pequeñas también. Si levantas algo, déjalo
donde lo encontraste.
—Entiendo.
La gente estaba trayendo ensaladeras y fuentes de comida de la cocina adjunta.
Lo pusieron todo en la mesa y los comensales empezaron a palparlos. Comían con los
dedos, sin platos, y lo hacían lenta y voluptuosamente. Olían las cosas durante un
largo rato antes de masticarlas. Comer era algo sensual para esta gente.
Eran excelentes cocineros. Nunca en mi vida, ni antes ni después, comí tan bien
como en Keller. (Éste es el nombre que le puse, en palabras, aunque el nombre que
ellos le daban en el lenguaje corporal era muy parecido. Cuando yo lo llamaba Keller,
todos sabían a qué me refería). Utilizaban productos frescos, de calidad, algo que es
muy difícil de conseguir en las ciudades, y cocinaban con arte e imaginación. No se
parecía a ninguna cocina nacional que yo hubiera probado. Improvisaban y casi
nunca cocinaban el mismo plato dos veces.
Me senté entre Rosada y el hombre que había estado a punto de atropellarme un
rato antes. Me atiborré sin ninguna vergüenza. Aquello estaba tan lejos de la correosa
carne y del arroz orgánico acartonado que solía comer, que no pude resistirme.
Saboreé la comida, sin prisa, pero aun así terminé mucho antes que los demás. Los
observé, echado hacia atrás en la silla, y me pregunté si me sentaría mal tanta comida.
(Gracias a Dios, no fue así). Se servían solos y servían a sus compañeros; a veces se

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levantaban y caminaban alrededor de la mesa para ofrecer un bocado especial a un
amigo que estaba al otro lado. Así muchos de ellos me ofrecieron comida, y estaba ya
a punto de estallar cuando aprendí una frase muy rudimentaria en el lenguaje corporal
y logré explicarles que estaba lleno a rebosar. Aprendí de Rosada que una manera
más cortés de rechazar la comida era ofrecer algo a su vez.
Al final no tenía otra cosa que hacer que ofrecerle comida a Rosada y mirar a los
demás. Comencé a ser más observador. Pensé que comían aislados, pero pronto
advertí la amena conversación que fluía en la mesa. Las manos estaban ocupadas; se
movían tan rápido que casi no las seguía. Deletreaban en las palmas, hombros,
piernas, brazos y vientres de los demás, en cualquier parte del cuerpo. Miré con
sorpresa cómo una hilera de carcajadas se desencadenaba como las fichas de dominó
de un extremo al otro de la mesa, a medida que alguna ocurrencia pasaba de uno a
otro. Era verdaderamente rápido. Al mirar con atención, se percibían los
pensamientos en movimiento; llegaban a una persona y pasaban a otra mientras en
sentido inverso viajaba la respuesta y a su vez pasaba a otros, y otras respuestas se
originaban en la hilera de personas e iban rebotando de un lado a otro. Formaban
olas, como las del mar.
Era sucio. Lo acepto. Cuando uno come con los dedos y habla con las manos
termina pringado de comida. Pero a nadie le importaba. A mí tampoco. Estaba
demasiado imbuido en mi sensación de estar al margen. Rosada me hablaba, pero yo
sabía que estaba en otro lugar; estaba descubriendo qué era ser sordo. Esta gente era
amable y parecía que yo les caía bien, pero no había nada que hacer: no podíamos
comunicarnos.
Después salimos fuera todos juntos, salvo el equipo de la limpieza, y nos
limpiamos bajo un conjunto de duchas de donde salía un agua muy fría. Le dije a
Rosada que quería ayudar con los platos, pero me dijo que sólo traería problemas. No
podría hacer nada en Keller hasta que aprendiera exactamente cómo hacían ellos las
cosas. Al parecer Rosada ya daba por sentado que me quedaría el tiempo suficiente
para aprender.
Volvimos al edificio para secarnos; ellos lo hacían con su habitual calidez de
cachorritos, jugando y regalándose caricias de toallas; y luego entramos en la cúpula.
El interior era cálido, cálido y oscuro. La luz entraba por el pasillo que conducía
al comedor, pero no era tan intensa como para apagar las estrellas que se veían por el
enrejado de paneles triangulares, por encima de nuestras cabezas. Era casi como estar
fuera, al aire libre.
Rosada señaló rápidamente la etiqueta que debía respetar con respecto a las
posiciones en la cúpula. No era nada complicado, aunque yo seguía manteniéndome
rígido para no tropezar con alguien al meterme en una senda de circulación.
Otra vez me dominaron las malas interpretaciones. No había ruidos, sino el suave
murmullo de la carne rozando la carne; entonces pensé que me encontraba en medio
de una orgía. Yo había estado en algunas antes, en otras comunidades, y parecían

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bastante similares a ésta. Rápidamente me di cuenta de que estaba equivocado, y sólo
después descubrí que tenía razón. En cierto sentido.
Lo que dio por tierra con mis evaluaciones fue el simple hecho de que la
conversación grupal entre esta gente tenía que parecer necesariamente una orgía.
Después hice una observación mucho más sutil: con cien cuerpos desnudos que se
deslizan, se frotan, se besan, se acarician, todo esto al mismo tiempo, ¿qué sentido
tiene establecer una diferencia? No había ninguna diferencia.
Tengo que explicar que sólo uso la palabra «orgía» para comunicar una idea
general de mucha gente en estrecho contacto. No me gusta la palabra; tiene
demasiadas connotaciones. Pero yo le daba esas connotaciones en ese momento, de
manera que me aliviaba saber que no era una orgía. Por mi experiencia las
consideraba aburridas e impersonales, y yo esperaba algo mejor de esta gente.
Muchos se abrieron camino entre la multitud para venir hacia mí y reunirse
conmigo. Nunca lo hacían más de uno a la vez; eran conscientes de lo que ocurría y
esperaban su turno para hablarme. Por supuesto, yo no sabía nada de todo esto
entonces. Rosada se sentó a mi lado para traducir los pensamientos más complejos.
Con el tiempo usé menos sus palabras, y fui captando el espíritu de la vista y de la
comprensión táctiles. Nadie sentía que me conocía de verdad hasta que no había
tocado cada parte de mi cuerpo, de modo que sus manos estaban constantemente
sobre mí. Yo hacía lo mismo con cierta timidez.
Con tanto toqueteo, muy pronto tuve una erección, lo que me hizo sentir un poco
incómodo. Me estaba reprendiendo por no poder refrenar mis respuestas sexuales, por
no poder funcionar en el mismo plano intelectual en que creía que ellos se
encontraban, cuando descubrí con cierta confusión que la pareja que se hallaba junto
a mí estaba haciendo el amor. En realidad, lo habían estado haciendo durante los
últimos diez minutos y parecía algo tan natural dentro de todo lo que estaba
ocurriendo que lo había observado sin observarlo.
En cuanto me di cuenta de eso, comencé a preguntarme si realmente era así.
¿Estaban haciendo el amor? Era muy lento y la luz no era buena. Pero ella tenía las
piernas levantadas, y él estaba sobre ella: de eso estoy seguro. Era absurdo, pero tenía
que cerciorarme. Tenía que saber en qué diablos me había metido. ¿Cómo podía
responder socialmente si no conocía la situación?
Me había vuelto muy sensible al comportamiento social después de pasar meses
en varias comunidades. Me había hecho adepto a las oraciones antes de cenar en una
de ellas, a cantar Hare Krishna en otra, y a ser un nudista feliz en otra. Decimos: «A
donde fueres, haz lo que vieres», y si no podemos adaptarnos, no deberíamos hacer
visitas. Yo me arrodillaría en La Meca, eructaría después de las comidas, brindaría
por cualquier cosa que me propusieran, comería arroz orgánico y felicitaría al
cocinero: pero para hacerlo bien hay que conocer las costumbres. Yo creía que las
conocía, pero había cambiado de parecer tres veces en los últimos tres minutos.

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Claro que estaban haciendo el amor, en el sentido de que él la estaba penetrando.
También estaban profundamente compenetrados. Las cuatro manos aleteaban como
mariposas por todos lados, cargadas con significados que yo no podía ver o sentir.
Pero también los estaban tocando y ellos estaban tocando a mucha gente a su
alrededor. Estaban hablando con toda esa gente, aunque el mensaje sólo fuese una
palmada en la frente o en el brazo.
Rosada se dio cuenta de lo que me llamaba la atención. Estaba como enroscada a
mi alrededor, sin hacer nada que yo pudiera considerar provocativo. En realidad, no
podía saberlo. Parecía tan inocente… y sin embargo no lo era.
—Son… y… —me dijo.
Los puntos suspensivos indican las series de movimientos manuales en mi palma.
Nunca aprendí un sonido o una palabra que indicara un nombre, excepto Rosada, y
no puedo reproducir los nombres en lenguaje corporal. Rosada se acercó, tocó a la
mujer con el pie e hizo unas cosas complicadas con los dedos. La mujer sonrió y
sujetó el pie de Rosada, y sus dedos se movieron.
—… Quisiera hablar contigo después —me dijo Rosada—. Cuando termine de
hablar con… La conociste antes ¿recuerdas? Dice que le gustan tus manos.
Ya sé que esto les parecerá increíble. A mí me pareció bastante increíble entonces.
Comprendí que la palabra que ella usaba para decir «hablar» y la que yo usaba
estaban a miles de kilómetros de distancia. Para ella, hablar suponía un complejo
intercambio que incluía todas las partes del cuerpo. Ella podía leer palabras o
emociones en cada contracción de mis músculos. El sonido, para ella, era sólo una
ínfima parte de la comunicación, algo que utilizaba para hablar con los del exterior.
Rosada hablaba con todo su ser.
Yo no entendía ni la mitad de lo que sucedía, pero sí lo suficiente para cambiar
por completo la idea que tenía acerca de ellos. Hablaban con el cuerpo. No era sólo
con las manos, como había creído. Cualquier parte del cuerpo en contacto con
cualquier otra parte era comunicación, algunas veces muy básica y sencilla —
pensemos en la bombilla de McLuhan como el medio básico de información—, quizá
no decían más que «estoy aquí». Pero hablar es hablar, y si la conversación llegaba a
un punto en que era necesario hablar con el otro con los genitales, también seguía
siendo comunicación. Lo que yo quería saber era: ¿qué estaban diciéndose? Sabía,
aun en aquel instante fugaz de conciencia, que había mucho más que no podía
entender. Claro, pensarán. Ustedes saben que se habla con el cuerpo cuando se hace
el amor. Ésta no es una idea totalmente nueva. Por supuesto que no, pero piensen en
lo maravillosa que es esa comunicación incluso para quien no está básicamente
orientado a la comunidad táctil. ¿Pueden desarrollar esta idea o están condenados a
ser gusanos que piensan en puestas del sol?
Mientras me ocurría todo esto, había una mujer que estaba tomando conocimiento
de mi cuerpo. Tenía las manos sobre mí, en mis muslos, cuando sentí que eyaculaba.
Fue una gran sorpresa para mí, pero para nadie más. Durante varios minutos había

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estado diciendo a todo el mundo a mi alrededor —mediante signos que ellos podían
captar con las manos— que aquello iba a ocurrir. De pronto, hubo manos en todo mi
cuerpo. Apenas podía entender los tiernos pensamientos que deletreaban en mi piel.
De todos modos, capté el mensaje, aunque no las palabras. Me sentí terriblemente
incómodo por un instante, luego ese pensamiento dejó paso a una rápida aceptación.
Fue muy intenso. Por un largo rato no pude recuperar el aliento.
La mujer que lo había causado me tocó los labios con los dedos. Los movía lenta,
pero significativamente: de eso estaba seguro. Luego se mezcló otra vez con el grupo.
—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Rosada.
Ella me sonrió.
—Lo sabes, por supuesto. Si tan sólo dejaras de verbalizar… En esencia
significaba: «Me alegro por ti». Que también se traduce por: «Me alegro por mí». Y
«mí», en este sentido, significa todos nosotros. El organismo.
Comprendí que debía quedarme y aprender a hablar.

La comunidad tuvo sus altibajos. Los habían esperado, pero no sabían qué forma
podían adoptar.
El invierno les mató muchos árboles frutales. Los reemplazaron con especies
híbridas. Perdieron más fertilizantes y suelo durante las tormentas de invierno, porque
el trébol no había tenido tiempo de arraigar. El plan de actividades había fracasado
por las acciones legales, y en realidad les llevó más de un año asentarse.
Todos los peces murieron. Usaron los cuerpos como fertilizantes y estudiaron qué
podía haber fallado. Utilizaban una ecología de tres estadios, como la que iniciaron
los Nuevos Alquimistas en los años setenta. Consistía en tres estanques protegidos
por cúpulas: uno contenía peces, otro conchas trituradas con bacterias en una parte y
algas en la otra, y el tercero estaba llena de adelfas. El agua con los desechos de
pescados del primer estanque pasaba por las conchas y las bacterias, que eliminaba
las toxinas y convertía el amoníaco en fertilizante para las algas. El agua de las algas
era bombeada a su vez como alimento al estanque de peces, y el agua enriquecida se
usaba para fertilizar las plantas de invernadero en todas las cúpulas.
Analizaron el agua y los abonos y descubrieron que algunos productos químicos
se desprendían de las impurezas de las conchas y se concentraban en la cadena
alimentaria. Después de una cuidadosa limpieza, volvieron a empezar; y todo salió
bien. Pero acababan de perder la primera cosecha.
No llegaron a pasar hambre. Tampoco sufrieron frío: había suficiente luz solar
todo el año para alimentar las bombas y el ciclo alimentario, y para calentar las
viviendas. Habían construido los edificios semienterrados, teniendo en cuenta los
sistemas de calefacción y refrigeración de las corrientes convectoras. Pero tuvieron
que gastar parte del capital. El primer año tuvieron pérdidas.

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Uno de los edificios se incendió durante el primer invierno. Dos hombres y una
niña murieron porque un sistema automático contra incendios funcionó mal. Esto
produjo un gran pesar. Habían creído que las cosas funcionarían como les habían
prometido. Ninguno de ellos sabía demasiado de la publicidad de las casas
comerciales, de la diferencia entre estimación y realidad. Descubrieron que varias de
sus instalaciones no coincidían con las especificaciones, e instituyeron un plan de
controles periódicos de todas las cosas. Aprendieron a desmontar y arreglar cualquier
componente de la granja. Si algo era demasiado complejo para ellos, lo arrancaban e
instalaban algo más sencillo.
Desde el punto de vista social, sus progresos fueron mucho más alentadores. Janet
había decidido sagazmente que sólo habría dos objetivos importantes e inmediatos en
el ámbito de sus relaciones. El primero era que ella se negaba a ser presidente,
rectora, jefa o comandante supremo. Desde el comienzo se había dado cuenta de que
se necesitaba una líder para concretar los planes, comprar la tierra y darle un sentido
al vago deseo de optar por una alternativa. Pero una vez en la tierra prometida, ella
abdicaba. Desde ese momento, funcionarían como un comunismo democrático. Si
este sistema fracasaba, adoptarían un nuevo enfoque. Cualquier cosa, menos una
dictadura con ella a la cabeza. No quería tener nada que ver con eso.
El segundo principio consistía en no aceptar nada. Nunca había existido una
comunidad autosuficiente de sordociegos. No tenían que satisfacer ninguna
expectativa; no necesitaban vivir como lo hacían quienes tenían vista. Estaban solos.
No había nadie que les prohibiera hacer algo, sólo porque no debía hacerse.
No tenían una idea muy clara de su sociedad, como tampoco la tenían de ningún
otro tipo de sociedad. Los habían forzado a adoptar un molde que no se correspondía
con sus necesidades, pero más allá de eso no sabían nada. Tratarían de buscar el
comportamiento que fuera sensato, la conducta moral adecuada para los sordociegos.
Comprendían cuáles eran los principios básicos de la moral: que nada es moral para
siempre, y que cualquier cosa es moral bajo las circunstancias adecuadas. Todo es
cuestión de contexto social. Ellos empezaban haciendo tabla rasa, sin ningún modelo
que imitar.
Pero al finalizar el segundo año, ya tenían su propio contexto. Lo modificaban
continuamente, pero el patrón básico ya estaba establecido. Se conocían a sí mismos
y sabían qué eran, como nunca habían podido saberlo en la escuela. Se definieron a sí
mismos en sus propios términos.

Pasé mi primer día en Keller en la escuela. Era el paso obvio y necesario. Tenía
que aprender el lenguaje de las manos.
Rosada se mostró amable y muy paciente. Aprendí el alfabeto básico y lo
practiqué mucho. Por la tarde no quiso hablar conmigo y me forzó a comunicarme

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con las manos. Ella sólo me hablaba cuando no había más remedio, y finalmente ni
siquiera entonces. A partir del tercer día, apenas pronuncié palabra.
Esto no quiere decir que fuera fluido al comunicarme. En absoluto. Al terminar el
primer día, ya sabía el alfabeto y con mucho esfuerzo podía hacerme entender. Me
costaba comprender cuando me deletreaban palabras en la palma de la mano. Durante
bastante tiempo tuve que mirar la palma para ver qué me decían. Pero como ocurre
con todo idioma, al final se piensa en él. Hablo francés con fluidez y recuerdo mi
asombro cuando por fin dejé de traducir los pensamientos antes de expresarlos en
palabras. Eso lo logré en Keller en unas dos semanas.
Me acuerdo de una de las últimas cosas que le pregunté a Rosada oralmente. Era
algo que me preocupaba.
—Rosada, ¿me aceptan aquí?
—Hace tres días que estás aquí. ¿Te sientes rechazado?
—No, no es eso. Creo que sólo necesito saber cuál es la política con respecto a
los del exterior. ¿Durante cuánto tiempo seré bienvenido?
Ella frunció el ceño. Era obvio que era una pregunta nueva para ella.
—Bueno, en la práctica será hasta que la mayoría decida que te vayas. Pero esto
no ha ocurrido nunca. Nadie se ha quedado mucho más que unos pocos días. Nunca
hemos tenido que desarrollar una política acerca de qué hacer, por ejemplo, si alguien
que puede ver y oír decide unirse al grupo: nadie ha querido hacerlo hasta el
momento, pero supongo que cabe en lo posible. Mi opinión es que ellos no lo
aceptarían. Son muy independientes y celosos de su libertad, aunque quizá no lo
hayas notado. No creo que pudieras llegar a ser como ellos. Pero mientras sigas
considerándote un invitado, probablemente podrías quedarte unos veinte años.
—Has dicho «ellos». ¿No te incluyes en el grupo?
Por primera vez la noté un poco incómoda. Me hubiera gustado saber leer mejor
el lenguaje corporal en ese momento. Creo que las manos me hubieran podido decir
muchísimas cosas acerca de sus pensamientos.
—Por supuesto —dijo—. Los niños forman parte del grupo. Nos gusta. Te
aseguro que no quisiera estar en ningún otro lugar, por lo que conozco del exterior.
—No te culpo. —Había más cosas que me hubiera gustado preguntar, pero no
sabía lo suficiente para hacer las preguntas adecuadas—. ¿Pero nunca ha sido un
problema ser vidente, cuando ninguno de tus padres puede ver? ¿No se sienten
resentidos contigo, de alguna manera?
Esta vez se rió.
—Claro que no. En absoluto. Son demasiado independientes para sentirse
resentidos. Tú lo has visto. No nos necesitan para nada; lo pueden hacer todo solos.
Nosotros formamos parte de la familia. Hacemos exactamente lo mismo que ellos. Y
te aseguro que no nos importa. La vista, quiero decir. Oír, tampoco. Sólo tienes que
mirar a tu alrededor. ¿Tengo algún tipo de ventaja porque veo por donde camino?
Tenía que admitir que no. Pero de todas formas, me estaba ocultando algo.

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—Yo sé qué te preocupa, acerca de quedarte aquí.
Volvía a mi pregunta original: había estado divagando.
—¿Cómo?
—No te sientes parte de la vida diaria. No estás haciendo tu parte en las tareas
cotidianas. Eres muy consciente de ello y desearías participar. Se nota.
Me había leído muy bien, como de costumbre, y tuve que admitirlo.
—Y no podrás hacer tu parte hasta que no aprendas a hablar con todos. Así que
volvamos a las lecciones. Todavía tienes los dedos muy torpes.

Había muchísimo trabajo que hacer. Lo primero era aprender a tomármelo con
calma. Ellos eran trabajadores lentos y metódicos. Cometían pocos errores y no les
importaba si el trabajo les llevaba todo un día, con tal de que estuviera bien hecho.
Cuando trabajaba solo, no tenía que preocuparme por esto: barría, recogía manzanas,
limpiaba los jardines. Pero cuando hacía un trabajo en grupo, tenía que adaptarme a
un ritmo completamente distinto. La vista le permite a uno hacer muchas partes de la
tarea al instante, con unos pocos y simples vistazos. Un ciego hará cada parte de la
tarea por etapas, si el trabajo es complicado. Todo tiene que verificarse con el tacto.
Sin embargo, en un banco de trabajo podían ser más rápidos que yo. Llegaban a
hacerme sentir que trabajaba con los dedos de los pies, en vez de con los de las
manos.
Nunca sugerí que podía hacer algo más rápido que ellos gracias a mi vista o a mi
oído. Sin duda, me hubieran dicho que no me metiera en lo que no me importaba.
Aceptar la ayuda de un vidente era el primer paso hacia la dependencia y, después de
todo, ellos tendrían que quedarse allí, con el mismo trabajo por hacer, cuando yo me
fuera.
Esto me hizo pensar otra vez más en los niños. Empecé a estar seguro de que
había un resentimiento oculto, quizás inconsciente, entre los padres y los hijos. Era
evidente que sentían muchísimo amor los unos por los otros, pero ¿cómo podían los
niños dejar de resentirse por el rechazo de sus capacidades? Éste era, al menos, mi
razonamiento.
Me adapté rápidamente a la rutina. No me trataban ni mejor ni peor que a los
demás, lo cual me alegraba. Aunque nunca formaría parte del grupo, aun cuando lo
llegara a desear, no había ningún signo que me indicara que no era un miembro como
cualquier otro. Así trataban a los invitados: como si fuesen un miembro de la familia.
La vida transcurría mucho más satisfactoria que en la ciudad. Aquella paz
bucólica no era privativa de Keller; sin embargo, la gente de allí la disfrutaba a manos
llenas. La tierra bajo los pies descalzos es algo que nunca se puede sentir en un
parque de la ciudad.
La vida cotidiana era ajetreada y satisfactoria. Había que dar de comer a los
pollos y a los cerdos; había que cuidar a las ovejas, pescar peces y ordeñar a las

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vacas. Todo el mundo trabajaba: los hombres, las mujeres y los niños. Todo encajaba
sin ningún esfuerzo aparente. Parecía como si todos supieran qué debían hacer en el
momento preciso. Podemos imaginarnos una máquina bien engrasada, pero nunca me
gustó esa metáfora, sobre todo para aquella gente. Yo me los imaginaba como un
organismo. Todo grupo social lo es, pero éste funcionaba a la perfección. La mayoría
de las otras comunidades que había visitado padecían flagrantes errores. Las cosas no
se hacían porque todos estaban demasiado borrachos, o porque no querían que los
molestasen, o simplemente porque no se daban cuenta de que era necesario hacerlo.
Este tipo de ignorancia termina en tifus, en la erosión del suelo, en la gente
muriéndose de frío y en invasiones de asistentes sociales que se llevan a los niños.
Había visto cómo ocurría.
Aquí no. Ellos tenían una buena imagen del mundo tal como es, no las ingenuas y
equivocadas interpretaciones de que son víctimas muchos utopistas. Hacían lo
necesario.
Nunca podría detallar todas las tuercas y tornillos (otra vez esa metáfora
mecánica) gracias a los cuales funcionaba el conjunto. Los estanques con su ciclo de
peces era algo tan complicado, que me desconcertaba. Maté una araña en uno de los
invernaderos, y luego descubrí que la habían puesto allí para que comiera una especie
determinada de depredadores vegetales. Lo mismo ocurría con las ranas. Había
insectos en el agua, que mataban a otros insectos; llegué a un punto en que no me
atrevía a aplastar un mosquito si no pedía permiso antes.
Con el correr de los días, me contaron parte de la historia del lugar. Se habían
cometido errores, aunque sorprendentemente pocos. Uno de ellos se había cometido
en el tema de la defensa. Al principio no habían tomado ninguna precaución, ya que
nada sabían de la brutalidad y la violencia gratuita que llega hasta los lugares más
alejados. Las armas eran la elección lógica y preferida en cualquier lugar, pero
estaban más allá de sus capacidades.
Un día apareció una furgoneta cargada de hombres que habían bebido demasiado.
Habían oído hablar del lugar en la ciudad. Se quedaron dos días: cortaron las líneas
telefónicas y violaron a la mayoría de las mujeres.
Después de la invasión se discutieron todas las posibilidades y escogieron la
orgánica. Compraron cinco perros pastores alemanes. No esas bestias psicóticas que
se venden bajo la etiqueta de «perros de ataque», sino esos animales especialmente
entrenados por una empresa, que les había recomendado la policía de Alburquerque.
Estaban entrenados como perros guía y policía. Eran absolutamente inofensivos hasta
que un desconocido se mostraba agresivo; en esos casos estaban entrenados no para
desarmar, sino para saltar a la garganta.
Funcionó, como muchas de sus soluciones. La segunda invasión dio como
resultado dos muertos y tres personas gravemente heridas, todos del otro grupo.
Como apoyo complementario, y en caso de un ataque combinado, contrataron a un

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exoficial de la marina para que les enseñara los principios del combate cuerpo a
cuerpo. Ya no eran señoritas inocentes y confiadas.
Había tres soberbias comidas al día. También había tiempo libre para el ocio. No
todo era trabajo. Tenían tiempo para salir a pasear con un amigo y sentarse en el
césped, bajo un árbol, por lo general hacia el atardecer, antes de la cena. Había
tiempo para que alguien dejara de trabajar unos minutos y compartiera algún tesoro
especial. Recuerdo que una mujer a la que llamaré Alta-con-ojos-verdes me llevó a
un lugar resguardado y fresco debajo del granero, donde crecían setas. Nos
arrastramos serpenteando, hasta que nuestros rostros casi quedaron enterrados,
recogimos unas cuantas y las olimos. Me enseñó a oler. Unas semanas antes hubiera
pensado que habíamos echado a perder su belleza, pero después de todo, sólo era
visual. Ya estaba empezando a prescindir de ese sentido, que es tan lejano a la esencia
de las cosas. Me mostró que aún había belleza en su tacto y en su olor, después de
que aparentemente las hubiéramos destruido. Luego corrimos a la cocina con lo
mejor de la cosecha en el delantal. Esa noche tuvieron un gusto exquisito.
Y había un hombre —al que llamaré Calvito— que me trajo una madera que él y
una de las mujeres habían cepillado en la carpintería. Sentí su suavidad y lo olí y
estuve de acuerdo con él en que era muy buena.
Y después de la comida nocturna, la Unión.

Durante mi tercer día allí tuve un indicio de mi estatus en el grupo. Fue la primera
prueba auténtica de lo que yo significaba para ellos. Nada especial, me temo. Yo
quería considerarlos mis amigos y creo que me molestaba un poco pensar que
cualquiera que se diera una vuelta por aquí recibiría el mismo trato que yo. Era
infantil e injusto con ellos, pero no me di cuenta de mi resentimiento hasta más tarde.
Había estado acarreando agua en un balde hasta un campo en el que habían
plantado un árbol. Había una manguera para ese fin, pero la estaban utilizando en el
otro lado de la aldea. A este árbol no llegaba el agua del riego automático, y se estaba
secando. Yo le llevé agua hasta que se encontró otra solución.
Hacía mucho calor; era casi mediodía. Estaba sacando agua de una toma cerca de
la fragua. Puse el balde en el suelo cerca de mí y metí la cabeza bajo el chorro.
Llevaba puesta una camisa de algodón, abierta en el pecho. El agua que caía entre el
cabello y empapaba la camisa era refrescante. La dejé correr unos segundos.
Oí un ruido a mis espaldas y me golpeé la cabeza con el grifo cuando traté de
erguirme demasiado aprisa. Me di la vuelta y vi a una mujer tendida en el suelo, con
el rostro en el polvo. Estaba volviéndose lentamente, y sujetándose una rodilla. Me di
cuenta, con un sentimiento de culpa, de que había tropezado con el cubo que yo había
dejado por descuido en la pista de cemento de alta velocidad. Imagínense: alguien
avanza sin preocuparse por un camino que cree libre de todo obstáculo y, de pronto,
se encuentra sentado en el suelo. Su sistema sólo funcionaba con mucha confianza

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por parte de todos ellos, y ésta debía ser total: todo el mundo tenía que ser
responsable en todo momento. Yo estaba incluido en esa confianza y la había
defraudado. Me sentí mal.
La mujer tenía un corte en la rodilla izquierda y sangraba mucho. Se tocaba con
las manos, sentada en el suelo, y comenzó a aullar. Era extraño, doloroso. Le
brotaban lágrimas de los ojos y luego golpeó los puños contra el suelo, gritando:
«¡Aaaaaayy, aaaayyy, aaayyy!» con cada golpe. Estaba furiosa, y tenía todo el
derecho a estarlo.
Encontró el cubo en el momento en que me acercaba a ella, vacilante. Se aferró a
mi mano y siguió subiendo hasta mi rostro. Tanteó mi cara, llorando todo el tiempo,
luego se limpió la nariz y se levantó. Se encaminó hacia uno de los edificios. Cojeaba
un poco.
Yo me dejé caer: me sentía fatal. No sabía qué hacer.
Uno de los hombres vino a buscarme. Era Hombre Grande. Lo llamé así porque
era la persona más alta de Keller. No era ninguna especie de policía, según descubrí
después; sólo era la primera persona con quien se encontró la mujer herida. Me cogió
la mano y me palpó la cara. Vi cómo le brotaban las lágrimas cuando percibió mis
emociones. Me pidió que entrara con él.
Se convocó una reunión de emergencia, una especie de jurado. Estaba compuesto
por todos los que estaban disponibles en aquel momento, incluso unos pocos niños.
Había diez o doce. Todos parecían tristes. Allí estaba la mujer a la que había herido;
tres o cuatro personas la consolaban. La llamaré Cicatriz, por la marca prominente en
la parte superior del brazo.
Ninguno dejaba de decirme —con las manos, se entiende— cuánto lo sentían por
mí. Me palmeaban y acariciaban, tratando de hacerme sentir menos miserable.
Rosada entró corriendo. La habían llamado para que actuara como intérprete, en
caso necesario. Como éste era un juicio formal, necesitaban asegurarse de que yo
entendía todo lo que estaba ocurriendo. Rosada se acercó a Cicatriz y lloró con ella
un poco, luego se acercó a mí y me abrazó con fuerza; me decía con las manos cuánto
sentía que esto hubiera ocurrido. Ya me veía haciendo las maletas. Lo único que
faltaba era que me expulsaran formalmente.
Luego todos nos sentamos juntos en el suelo. Estábamos tan cerca que nos
tocábamos. Se abrió la sesión.
Casi todo se dijo en lenguaje táctil, aunque Rosada pronunciaba unas pocas
palabras, aquí y allá. Yo casi nunca sabía quién decía qué, pero eso era lo adecuado.
Era el grupo que hablaba como una sola persona. No me comunicaban ninguna
opinión hasta que no se llegaba al consenso.
—Te acusamos de haber violado las reglas —dijo el grupo— y de haber sido la
causa de un daño a (la que yo llamo Cicatriz). ¿Estás en desacuerdo? ¿Existe algún
hecho que debamos saber?
—No —les respondí—. Soy responsable. Fue una negligencia mía.

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—Entendemos. Comprendemos tu remordimiento, que es evidente para todos
nosotros. Pero la negligencia es una violación. ¿Lo entiendes? Y por esta ofensa
estás…
Marcaron una serie de señales en lenguaje táctil abreviado.
—¿Qué quiere decir? —le pregunté a Rosada.
—Eh… ¿Compareces ante nosotros? ¿Eres sometido a juicio? —Se encogió de
hombros, pues ninguna de las dos interpretaciones le satisfacía.
—Sí, entiendo.
—Los hechos no han sido puestos en duda, se admite que eres culpable.
—«Responsable», me susurró Rosada en el oído—. Retírate unos instantes mientras
llegamos a una decisión.
Me levanté y permanecí cerca de la pared; no quería mirarlos mientras el debate
iba y venía entre las manos unidas. Sentía una bola de fuego que me quemaba la
garganta. Luego se me pidió que volviera al círculo.
—La pena por tu ofensa está estipulada por la costumbre. De no haber sido así,
hubiésemos preferido obrar de otra manera. Ahora de ti depende la elección: o
aceptas el castigo establecido y borras la ofensa, o rehúsas nuestra jurisdicción y
abandonas este lugar. ¿Qué eliges?
Hice que Rosada me lo repitiera, porque era muy importante que entendiera qué
se me ofrecía. Cuando me aseguré de haberlo captado, acepté el castigo sin ninguna
vacilación. Estaba muy agradecido de que me hubieran dado la posibilidad de elegir.
—Muy bien. Has elegido que te tratemos como lo haríamos con uno de los
nuestros que hubiese cometido la misma falta. Acércate.
Todos se acercaron más. No me dijeron qué me iba a ocurrir. Me empujaron
suavemente hacia delante desde todas las direcciones.
Cicatriz estaba sentada con las piernas cruzadas más o menos en el centro del
grupo. Estaba llorando otra vez, y yo también, creo. Me resulta difícil recordarlo.
Terminé boca abajo sobre sus rodillas. Me dio una zurra.
Nunca se me ha ocurrido pensar que aquello fuera improbable o extraño. Surgió
naturalmente de la situación. Todos me sostenían y me acariciaban, deletreando
palabras de aliento en mis palmas, piernas, cuello y mejillas. Absolutamente todos
estábamos llorando. Era una situación difícil, que todo el grupo debí a afrontar un
ido. Otros más llegaron y se unieron a nosotros. Comprendí que el castigo provenía
de cada uno de ellos, aunque sólo la persona ofendida, Cicatriz, era quien me estaba
pegando. Ésa era una de las formas en que la había herido, aparte de haberle hecho
daño en la rodilla. Yo la había enfrentado a la obligación de castigarme, y por eso
sollozaba con tanta vehemencia, no por el dolor de la herida, sino por el dolor de
saber que debía pegarme.
Después Rosada me dijo que Cicatriz había sido la más firme defensora de que se
me diera la oportunidad de quedarme. Algunos deseaban que me expulsaran sin más,
pero ella me hizo el honor de pensar que yo merecía que tanto ella como yo

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pasáramos por aquella prueba. Si no pueden entender esto, es porque no han captado
el sentimiento de comunidad que yo compartía con aquella gente.
Siguió un tiempo largo. Era muy doloroso, pero no cruel. Tampoco era
básicamente humillante. Aunque había algo de eso, por supuesto. Fundamentalmente
era una lección práctica del modo más directo. Cada uno de ellos había tenido que
pasar por lo mismo durante los primeros meses, pero no en los últimos tiempos. Les
aseguro que se aprende.
Después pensé mucho en todo esto. Traté de pensar qué otra cosa podrían
haberme hecho. Dar una paliza a un adulto es realmente insólito, aunque me di cuenta
de eso mucho tiempo después de que ocurriera. Cuando estaba sucediendo me
pareció tan natural que en aquellos momentos ni siquiera pensé en lo insólito de la
situación.
Hacían algo similar con los niños, pero el castigo no era tan largo ni doloroso. La
responsabilidad no era tanta para los más pequeños. Los adultos estaban dispuestos a
tolerar un arañazo o una herida más grave en la rodilla mientras los niños aprendían.
Pero cuando se alcanzaba lo que ellos consideraban la edad adulta —cuando la
mayoría de los adultos creía que era el momento o cuando uno mismo se creía
preparado para asumir el privilegio— entonces sí que la paliza era realmente fuerte.
Tenían un castigo todavía más duro, que reservaban para las ofensas repetidas o
premeditadas. Todavía no habían tenido que recurrir a él. Consistía en aislar a la
persona del resto de la comunidad. Nadie lo tocaría durante un período determinado.
Cuando me lo contaron, me pareció una pena realmente severa. No necesitaba que me
la explicaran.
No sé cómo decirlo, pero me dieron la paliza con tanto amor que no me sentí
humillado. Esto me duele tanto como te duele a ti. Lo hago por tu propio bien. Te
quiero, por eso te pego. Me hicieron entender todos estos viejos clichés mediante sus
acciones.
Cuando terminó, todos lloramos juntos. Pero pronto volvió la alegría. Abracé a
Cicatriz y los dos nos dijimos cuánto sentíamos lo que había ocurrido. Nos hablamos
—hicimos el amor, si lo prefieren— y yo le besé la rodilla y la ayudé a vestirse.
Pasamos el resto del día juntos, aliviando nuestro dolor.

A medida que ganaba fluidez en el lenguaje táctil, «la venda se me caía de los
ojos». Día a día descubría un nuevo matiz de significado que se me había escapado
antes; era como pelar una cebolla y encontrar una capa nueva debajo de la anterior.
Cada vez pensaba que había llegado al centro, y sólo descubría que había otra capa
que antes no había sospechado.
Había creído que aprender el lenguaje táctil era la clave para comunicarme con
ellos. Me equivoqué. El lenguaje táctil era un lenguaje para niños. Durante mucho
tiempo fui como un niño que apenas balbucea. Imaginen mi sorpresa cuando, después

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de haber aprendido las palabras, descubrí que existía una sintaxis, conjunciones,
partes de la oración, sustantivos, verbos, tiempos verbales, concordancia y hasta el
modo subjuntivo. Estaba chapoteando en un charco dejado por la marea a orillas del
océano Pacífico.
Por lenguaje táctil entiendo el Alfabeto Manual Internacional. Cualquiera puede
aprenderlo en unas pocas horas o en unos días. Pero cuando hablamos con otro
oralmente, ¿deletreamos cada palabra? ¿Leemos letra a letra? No. Captamos las
palabras como entidades; oímos grupos de sonidos y vemos grupos de letras como
una Gestalt con significado propio.
Todos en Keller sentían un interés muy absorbente por el lenguaje. Cada uno de
ellos conocía distintos idiomas —idiomas hablados— y podían leerlos y deletrearlos
con fluidez.
Ya desde niños habían comprendido que el lenguaje táctil era una manera que
tenían los sordociegos de hablar con los de afuera. Entre la familia resultaba
demasiado engorroso. Era como el código Morse: útil cuando uno está limitado a
sistemas de transmisión binarios, aunque no sea el sistema más idóneo en cualquier
circunstancia. Sus sistemas de comunicación se acercaban mucho más a nuestro tipo
de comunicación escrita y oral, e incluso —¿me atreveré a decirlo?— eran mejores.
Esto lo descubrí poco a poco, viendo primero que, aunque podía deletrear
rápidamente con las manos, me llevaba muchísimo más tiempo decir algo que a
cualquiera de ellos. Esto no podía explicarse por diferencia de habilidad. Así que les
pedí que me enseñaran el lenguaje abreviado. Me sumergí en él, esta vez con la ayuda
de todos, no sólo de Rosada.
Fue difícil. Ellos podían decir cualquier palabra en cualquier idioma con no más
de dos posiciones manuales móviles. Me di cuenta de que era un trabajo de años, no
de días. Uno aprende el alfabeto y tiene todos los instrumentos necesarios para
deletrear cualquier palabra que existe. Ésta es la gran ventaja de que el lenguaje oral
y escrito estén basados en el mismo conjunto de símbolos. El lenguaje abreviado no
tenía nada que ver con esto. No compartía la linealidad del lenguaje táctil, no era una
codificación para el inglés o para cualquier otro idioma, no compartía construcciones
o vocabulario con ninguna otra lengua. Había sido ideado en su totalidad por los
residentes de Keller a partir de sus necesidades. Tenía que aprender y memorizar cada
palabra, por separado de su equivalente en lenguaje táctil.
Durante meses me senté en las Uniones después de cenar y dije frases como «Yo
amar Cicatriz mucho mucho bueno» mientras que las olas de conversación iban y
venían y daban vueltas a mi alrededor, rozándome apenas. Pero insistí, y los niños
tuvieron una paciencia infinita conmigo. Fui mejorando gradualmente. A partir de
aquí, el resto de las conversaciones que relataré se mantuvieron o en lenguaje
abreviado o en táctil, limitados en varios niveles por mi falta de fluidez. Desde el día
del castigo no hablé ni me hablaron en lenguaje oral.

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Rosada me estaba dando una lección de lenguaje corporal. Sí, estábamos
haciendo el amor. Yo había tardado unas semanas en darme cuenta de que ella era un
ser sexual; sus caricias, que yo insistía en considerar inocentes —según había
definido la inocencia en su momento— eran y a la vez no eran inocentes. Para ella
era absolutamente normal el hecho de que tocarme el pene con las manos pudiera
derivar en otro tipo de conversación. Aunque aún se encontraba en plena pubertad,
todos la consideraban una adulta y yo esperaba que lo fuera. Era mi
condicionamiento cultural lo que me había cegado a lo que ella me decía.
Así que hablamos mucho. Con ella comprendí las palabras y la música del cuerpo
mejor que con cualquier otra mujer. Cantaba una canción desinhibida con los labios y
las caderas, libre de toda culpa, abierta y renovada de descubrimientos con cada nota
que tocaba.
—No me has hablado mucho de ti —me dijo—. ¿Qué hacías ahí fuera?
No quiero dar la impresión de que me hablaba con oraciones, como yo lo
presento. Estábamos conversando con el cuerpo, transpirando y oliéndonos
mutuamente. El mensaje provenía de las manos, los pies, la boca.
Sólo llegué a hacer la señal del pronombre, la primera persona singular, y me
detuve.
¿Cómo podía contarle de mi vida anterior, en Chicago? ¿Debería hablarle de mi
temprano deseo de ser escritor, y de cómo fracasé? ¿Y por qué ocurrió? ¿Falta de
talento, o falta de empuje? Le podía hablar de mi profesión, que una vez que uno
aprendía el oficio se reducía a un inútil y absurdo manoseo de papeles, salvo para
engrosar el Producto Nacional Bruto. Podía hablarle de la inestabilidad económica
que me había llevado a Keller cuando nada más podía sacarme de ese viaje fácil por
la vida. O de la soledad que sentía por tener cuarenta y siete años y que no me
hubieran amado o no haber encontrado nunca alguien a quien valiera la pena amar.
De ser una persona permanentemente desplazada en una sociedad de acero
inoxidable. Las aventuras pasajeras, juergas con mucho alcohol, de nueve a cinco, la
Chicago Transit Authority, cines sórdidos, partidos de fútbol por televisión, pastillas
para dormir, la torre John Hancock, donde las ventanas no pueden abrirse para que
nadie respire la contaminación o salte al exterior. Ése era yo, ¿no?
—Entiendo —me dijo Rosada.
—Viajo mucho —le dije, y de pronto me di cuenta de que era verdad.
—Entiendo —repitió.
Era un signo diferente para la misma respuesta. El contexto era todo. Me había
oído y entendido las dos partes de mí: sabía que una se refería a cómo había sido y la
otra a cómo deseaba ser.
Yacía sobre mí, con una mano posada suavemente sobre mi rostro para captar la
rápida interacción de emociones, mientras yo pensaba en mi vida por primera vez

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desde hacía años. Y se rió y me mordisqueó juguetonamente la oreja cuando mi
rostro le dijo que por primera vez hasta que alcanzaba mi memoria me sentía feliz.
No se puede mentir en el lenguaje corporal, al igual que las glándulas sudoríparas no
pueden mentir a un polígrafo.
Noté que la habitación estaba inusualmente vacía. Haciendo preguntas a tientas,
supe que sólo estaban allí los niños.
—¿Dónde están todos? —pregunté.
—Todos están afuera, *** —me respondió. Fue así: tres palmadas fuertes en el
pecho con los dedos abiertos. Junto con el signo de forma verbal y gerundio,
significaba que todos estaban afuera ***ndo. Como comprenderán, eso no me decía
gran cosa.
Lo que sí me decía algo era el lenguaje del cuerpo mientras lo decía. La leía
mucho mejor que antes. Estaba enfadada y triste. Su cuerpo decía algo así como:
«¿Por qué no puedo unirme a ellos? ¿Por qué yo no puedo (oler-gustar-tocar-oír-ver-)
sentir como ellos?». Eso es exactamente lo que dijo. De nuevo, no confié en mis
conocimientos como para aceptar esa interpretación. Estaba tratando de forzar mis
ideas con respecto a todo lo que experimentaba en ese lugar. Seguía pensando que
tanto ella como los demás niños de algún modo sentían resentimiento hacia sus
padres, porque yo creía que así debía ser. Tenían que sentirse superiores, en cierto
modo, y también tenían que sentirse menospreciados.

Encontré a los adultos, después de una breve búsqueda por la zona, en los campos
del norte. A todos los padres y a ninguno de los hijos. Estaban de pie en grupo,
aparentemente sin formar una figura determinada. No era un círculo, aunque la forma
era casi redondeada. Si había alguna organización, era en el hecho de que todos
mantenían casi la misma distancia con relación a los demás.
Los pastores alemanes y el ovejero estaban allí fuera, sentados en la fría hierba,
frente a los demás. Tenían las orejas erguidas, pero no se movían.
Comencé a acercarme a la gente. Me detuve cuando me di cuenta de la
concentración. Se tocaban, pero las manos estaban inmóviles. Ver a toda esa gente
que siempre estaba en movimiento, de pie y en silencio, me resultó desconcertante.
Los observé por lo menos una hora. Me senté con los perros y les rasqué detrás de
las orejas. Empezaron con esos lametones propios de los perros cuando nos aprecian,
aunque toda la atención estaba centrada en el grupo.
Gradualmente me fui dando cuenta de que el grupo se movía. Era algo muy lento,
sólo un paso aquí y otro allá, durante mucho rato. Se expandía de tal manera que la
distancia entre cualquiera de los miembros del grupo era la misma. Como el universo
en expansión, en el que todas las galaxias se alejan de todas las demás. Ahora tenían
los brazos extendidos; sólo se tocaban con la punta de los dedos, como una retícula
de cristal.

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Al final, ya no se tocaban en absoluto. Vi que los dedos se esforzaban por cubrir
distancias que estaban más allá de su alcance. Y aun así, se expandían de modo
uniforme. Uno de los perros comenzó a lloriquear un poco. Sentí que se me erizaba el
vello de la nuca. Hace frío aquí afuera, pensé.
Cerré los ojos, repentinamente somnoliento.
Los abrí, con espanto. Luego me obligué a cerrarlos. Los grillos cantaban a mi
alrededor.
Había algo en la oscuridad detrás de mis globos oculares. Sentía que si conseguía
girar los ojos lo vería fácilmente, pero se me escapaba como la vista periférica
cuando se leen los titulares. No había nada más difícil de atrapar, mucho menos de
describir, que esto. Me seguía dando vueltas, mientras los perros lloriqueaban cada
vez más, pero no lograba captar qué era. La mejor analogía que se me ocurre es la
sensación de sol que podría sentir un ciego en un día nublado.
Abrí los ojos otra vez.
Rosada estaba a mi lado, de pie. Tenía los ojos apretadamente cerrados, y se
tapaba las orejas con las manos. La boca estaba abierta y se movía en silencio. Detrás
de ella se encontraban algunos de los niños mayores. Todos hacían lo mismo.
Algo cambió en la noche. La gente del grupo estaba a unos treinta centímetros de
distancia uno de otro, y de pronto se deshizo el esquema. Todos vacilaron un instante
y luego rieron con ese ruido fantasmagórico e irresistible con que los sordos expresan
su alegría. Se sentaron en el césped y se sujetaron el vientre, rodando por el suelo y
riéndose a carcajadas.
Rosada también se estaba riendo. Y yo también, para mi sorpresa. Me reí tanto
que me dolía la cara y los costados, como recordaba haberme reído las veces en que
había fumado marihuana.
Y eso era estar ***ndo.

Me doy cuenta de que sólo he ofrecido una visión superficial de Keller. Y hay
algunas cosas de las que debería hablar, si no quiero dejar una idea errónea.
De la ropa, por ejemplo. Casi todos llevaban algo encima, casi todas las veces.
Rosada era la única que parecía oponerse a usar ropa. Nunca llevaba nada encima.
Nadie usaba una prenda que pudiera describir como un par de pantalones. La ropa
era suelta: túnicas, camisas, vestidos, chales y cosas por el estilo. Muchísimos
hombres usaban ropas que podrían calificarse como femeninas. Sencillamente, eran
más cómodas.
La mayor parte de la ropa estaba hecha jirones. Por lo general eran de seda o
terciopelo o cualquier tejido suave al tacto. El atuendo típico de Keller consistía en
una túnica de seda japonesa, con dragones bordados a mano, con muchos agujeros,
descosidos y manchas de té y tomate por todas partes, con la que chapoteaban entre

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los cerdos con un balde de desperdicios. La lavaban al terminar el día y no se
preocupaban si los colores desteñían.
Me parece que tampoco he mencionado la homosexualidad. Pueden atribuir a mi
condicionamiento anterior el hecho de que mis dos primeras relaciones en Keller, las
más profundas, fuesen con mujeres: Rosada y Cicatriz. No he dicho nada del asunto,
sencillamente porque no sé cómo explicarlo. Yo hablaba con hombres y mujeres en
los mismos términos, por igual. Sorprendentemente, no tenía ningún problema en
mostrarme afectuoso con los hombres.
No puedo decir que los habitantes de Keller sean bisexuales, aunque clínicamente
lo eran. Era algo mucho más profundo que eso. Ni siquiera podían pensar en un
concepto tan ponzoñoso como el tabú de la homosexualidad. Fue una de las primeras
cosas que aprendieron. Si hacemos la distinción entre homosexualidad y
heterosexualidad, nos privamos de comunicarnos —de comunicarnos plenamente—
con la otra mitad del género humano. Ellos eran pansexuales; no podían separar el
sexo del resto de sus vidas. Ni siquiera tenían una palabra en lenguaje abreviado que
se pudiera traducir directamente como la palabra «sexo» en inglés. Tenían una
infinidad de palabras variadas para masculino y femenino, y palabras para distintas
clases y grados de experiencias físicas, que serían imposibles de expresar en inglés,
aunque todas esas palabras también incluían otras partes del mundo de la experiencia:
ninguna de ellas encasillaba lo que nosotros llamamos «sexo» en su propio y discreto
compartimiento.
Hay otra pregunta que no he contestado. Y necesita una respuesta, porque yo
mismo me la hice el primer día en que llegué. Está relacionada, en primer lugar, con
la necesidad de la comunidad. ¿Tenía que ser realmente así? ¿Habrían estado mejor si
hubieran adaptado nuestra forma de vida?
No todo era paz idílica. Ya he hablado de la invasión y las violaciones. Podría
volver a suceder, sobre todo si las bandas vagabundas que operan en las ciudades
empiezan a vagar en serio. Un grupo de motociclistas que se diera una vuelta por el
lugar podría arrasarlo en una sola noche.
También había continuas trabas legales. Aproximadamente una vez al año los
asistentes sociales bajaban a Keller y trataban de llevarse a los niños. Los acusaban
de todos los delitos imaginables, desde abusos a menores hasta contribuir a la
delincuencia. Hasta entonces estas acusaciones no habían dado resultado, aunque
podrían tener éxito algún día.
Y, después de todo, existen en el mercado sofisticados aparatos que hacen que un
sordociego vea y oiga un poco. Algunos de estos mecanismos podrían haberlos
ayudado.
Una vez conocí a una mujer sordociega que vivía en Berkeley. Voto por Keller.
En cuanto a esas máquinas…
En la biblioteca de Keller hay una máquina para ver. Utiliza una cámara de
televisión y un ordenador, que hacen vibrar una serie de alfileres metálicos colocados

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muy juntos. Al usarla, se siente la figura móvil de aquello a lo que apunta la cámara.
Es pequeña y liviana y fue fabricada para recibir los estímulos en la espalda. Cuesta
unos treinta y cinco mil dólares.
La encontré en un rincón de la biblioteca. Le pasé un dedo por encima y dejé una
línea brillante al quitar la espesa capa de polvo que se había acumulado.

Otra gente llegó y se marchó, yo me quedé.


Keller no recibía tantos visitantes como otros lugares donde había estado. Estaba
muy aislado.
Un hombre apareció un mediodía, dio una vuelta y desapareció sin decir una
palabra.
Dos muchachas, dos fugitivas de California de dieciséis años, aparecieron una
noche. Se desnudaron para cenar y estuvieron a punto de desmayarse cuando se
dieron cuenta de que yo podía ver. Rosada las asustó. Esas pobres chicas tendrían que
vivir mucho antes de llegar al nivel de sofisticación de Rosada. Pero aun así, Rosada
se hubiera sentido incómoda en California. Se fueron al día siguiente, no muy seguras
de haber asistido a una orgía. Todo ese toqueteo para no llegar a nada les resultó muy
extraño.
Había una pareja de Santa Fe, muy simpática, que actuaba como intermediaria
entre Keller y su abogado. Tenían un hijo de nueve años que conversaba
interminablemente en lenguaje táctil con los demás niños. Venían cada dos semanas y
se quedaban unos pocos días; se achicharraban al sol y participaban de la Unión todas
las noches. Hablaban un lenguaje abreviado vacilante y tuvieron la cortesía de no
hablarme con palabras.
Algunos de los indios venían de vez en cuando. El comportamiento que
mostraban era casi agresivamente chauvinista. Se quedaban vestidos todo el tiempo
con sus tejanos y sus botas, aunque era evidente que respetaban a aquella gente, a
pesar de que les parecían extraños. Hacían negocios con la comunidad. Los navajos
acarreaban los productos que todos los días se dejaban en el portón; los vendían y se
quedaban con un porcentaje. Se sentaban y conferenciaban en lenguaje de símbolos
trazados en las manos. Rosada decía que eran escrupulosamente honestos en sus
tratos.
Y una vez por semana, todos los padres salían al campo y ***ban.

Cada vez mejoraba más en el lenguaje abreviado y en el corporal. Hacía cinco


meses que había emprendido mi camino y el invierno estaba a la puerta. Todavía no
me había enfrentado con mis deseos, realmente no había pensado qué quería hacer el
resto de mi vida. Supongo que el hábito de vivir sin rumbo estaba demasiado

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enraizado. Aquí estaba, y por naturaleza no podía decidir si quería enfrentarme con el
problema de si quería quedarme mucho mucho tiempo.
Luego sentí un impulso.
Durante mucho tiempo pensé que estaba relacionado con la situación económica
externa. En Keller tenían conciencia del mundo exterior. Sabían que era peligroso
aislarse y no tener en cuenta los problemas que bien podrían considerarse
irrelevantes, por eso se suscribieron al New York Times escrito en braille y la mayoría
de ellos lo leía. Tenían un aparato de televisión que conectaban una vez al mes. Los
niños miraban la televisión y traducían las noticias a sus padres.
Así que estaba enterado de que la no-depresión se estaba convirtiendo lentamente
en una espiral inflacionaria normal. Se estaban creando nuevos puestos de trabajo, el
dinero fluía otra vez. Cuando, poco tiempo después, me hallé de nuevo en el exterior,
pensé que ése era el motivo.
La verdadera razón era más compleja. Tenía que ver con pelar una capa de
cebolla y descubrir que había otra capa debajo.
Había aprendido el lenguaje de las manos en unas pocas y fáciles lecciones.
Luego había conocido el lenguaje manual abreviado y el lenguaje corporal, y me
había dado cuenta de que me resultaría mucho más difícil aprenderlos. Después de
cinco meses de inmersión total, que es la única manera de aprender un idioma, había
alcanzado el nivel equivalente a un niño de cinco o seis años que habla en lenguaje
abreviado. Sabía que podía llegar a dominarlo, con tiempo suficiente. El lenguaje
corporal era otro asunto. No se podía medir el avance tan fácilmente como con el
lenguaje corporal. Era un lenguaje variable y muy personal, que evolucionaba según
la persona, el tiempo y el humor. Pero lo estaba aprendiendo.
Luego descubrí el Toque. Ésta es la mejor forma de definirlo con una sola
palabra. Lo que ellos llaman lenguaje de cuatro estadios variaba día a día, como
trataré de explicar.
Lo descubrí cuando trataba de localizar a Janet Reilly. Ya conocía entonces la
historia de Keller y ella figuraba en un lugar muy prominente en todos los casos.
Conocía a todo el mundo en Keller, y no la podía encontrar en ningún lado. Conocía a
todos por nombres como Cicatriz, y La-sin-un-diente y El-de-pelo-rizado. Eran los
nombres en lenguaje abreviado que yo mismo les había puesto; y todos los aceptaban
sin preguntas. Dentro de la comunidad habían desterrado los nombres que tenían en
el exterior. Para ellos no significaban nada; no les decían nada ni describían nada.
Al comienzo pensé que era mi dominio imperfecto del lenguaje abreviado el que
me impedía plantear con claridad la pregunta correcta acerca de Janet Reilly. Luego
comprendí que me lo ocultaban deliberadamente. Entendí por qué y estuve de
acuerdo, y nunca más pensé en eso. El nombre Janet Reilly describía lo que ella había
sido en el exterior, y una de sus primeras condiciones para seguir adelante había sido
que no era nada especial allí adentro. Se fusionó en el grupo y desapareció. No quería
que la descubrieran. Me pareció bien.

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Pero a medida que trataba de hacer la pregunta, me di cuenta de que ninguno de
los miembros de la comunidad tenía un nombre concreto. Es decir, Rosada, por
ejemplo, no tenía menos de ciento quince nombres, uno para cada miembro de la
comunidad. Cada uno era un nombre contextual que contaba la historia de la relación
de Rosada con esa persona concreta. Aceptaban los nombres sencillos que yo les
daba, basados en descripciones físicas, como los nombres que un niño le daría a la
gente. Los niños no habían aprendido todavía a trasponer las capas externas y usar
nombres que hablaran de sí mismos, de sus vidas y de sus relaciones con los demás.
Y lo que complicaba aún más las cosas: los nombres evolucionaban día a día.
Éste fue mi primer reconocimiento del Toque, y me asustó. Era una cuestión de
permutaciones. Bastaba con mirar el problema a grandes rasgos para darse cuenta de
que no había menos de trece mil nombres en uso, que no quedarían fijos para poder
memorizarlos. Si Rosada me hablaba de Calvito, por ejemplo, utilizaba el nombre
Toque que tenía para él, modificado por el hecho de que me estaría hablando a mí y
no al Hombre-bajo-y-regordete.
Entonces las profundidades de lo que no había captado se abrieron ante mí y de
pronto perdí el aliento por el temor a las alturas.
El Toque era lo que ellos hablaban entre sí. Era una mezcla increíble de los otros
tres modos que había aprendido, y su esencia estribaba en no permanecer igual jamás.
Podía escucharlos hablándome en lenguaje abreviado, la verdadera base del Toque, y
ser consciente de las corrientes del Toque, que fluían apenas bajo la superficie.
Era un idioma de inventar idiomas. Cada uno hablaba su propio dialecto porque
cada uno hablaba con un instrumento diferente: un cuerpo y un conjunto de
experiencias de vida diferentes. Todo lo modificaba. Era imposible que no cambiara.
Ellos se sentaban en la Unión e inventaban un cuerpo entero de respuestas Toque
en una noche: idiomáticas, personales y totalmente desnudas en su honestidad. Y las
usaban sólo como cimientos para el lenguaje de la próxima noche.
Yo no sabía si quería estar tan desnudo. Me había mirado a mí mismo
últimamente y lo que encontré no me había gustado. Me destrozaba pensar que cada
uno de ellos sabía más acerca de mí que yo mismo, pues mi cuerpo les había revelado
lo que mi atemorizada mente no había querido mostrar. Estaba desnudo bajo los focos
del Carnegie Hall, y todas las pesadillas de estar sin pantalones que siempre había
tenido me perseguían. De pronto, el hecho de que todos me amaran a pesar de mis
imperfecciones no me bastaba. Tenía ganas de esconderme en un armario oscuro con
todas mis pústulas y dejar que supuraran.
Podría haber superado este temor. Rosada trataba de ayudarme. Me dijo que sólo
sufriría por poco tiempo, que enseguida me adaptaría a vivir la vida con mis más
oscuras emociones escritas a fuego en mitad de la frente. Dijo que el Toque no era tan
difícil como parecía en principio. Una vez aprendidos el lenguaje abreviado y el
corporal, el Toque fluiría con naturalidad como la savia del árbol. Sería algo
inevitable, algo que me ocurriría sin mucho esfuerzo.

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Estuve a punto de creerla. Pero se traicionó. No, no, no. No fue eso, sino que
todas esas cosas relacionadas con *** me convencieron de que si llegaba hasta allí
sólo me estrellaría la cabeza contra el siguiente peldaño de la escalera.

Ahora tenía una definición un poco mejor. No podía traducirla con facilidad a mi
idioma, y hasta el propio intento sólo conseguiría transmitir el vago concepto que
tenía.
—Es el modo de tocar sin tocar —me decía Rosada, y se volvía loca al tratar de
hacerme comprender su propio concepto imperfecto de lo que era, dificultado por mi
ignorancia. Su cuerpo negaba la veracidad de la definición en lenguaje abreviado, y al
mismo tiempo admitía que ni ella misma sabía en realidad de qué se trataba.
—Es el don por el cual uno puede salir por sí solo del silencio y la oscuridad
eternos y transformarse en algo distinto. —Y una vez más su cuerpo lo negó. Golpeó
el suelo, exasperada—. Es el atributo de estar siempre en el silencio y en la
oscuridad, tocando a los demás. Todo lo que sé es que la vista y el oído lo impiden u
oscurecen. Puedo hacerlo lo más silencioso y oscuro que puedo y ser consciente de
los contornos, pero la orientación visual de la mente aún persiste. Esa puerta está
cerrada para mí, y para todos los niños.
El verbo «tocar» en la primera parte de su discurso era una amalgama del Toque,
que llegaba a los recuerdos que ella tenía de mí y de lo que yo le había contado de mi
vida. Implicaba y rememoraba el olor y la sensación de los hongos partidos en la
tierra suave bajo el granero con Alta-con-ojos-verdes, quien me enseñó a percibir la
esencia de un objeto. También hacía referencias a nuestro lenguaje corporal cuando
penetraba la húmeda oscuridad de su cuerpo, y a su fluida descripción de cómo se
sentía al recibirme. Todo esto en una sola palabra.
Pensé mucho en esta cuestión durante un tiempo. ¿De qué servía sufrir la
desnudez del Toque si sólo se podía llegar a una frustrada ceguera como la de
Rosada? ¿Qué seguía apartándome del único lugar de mi vida en donde había sido
completamente feliz?
Una cosa era el convencimiento, que tardé en tener, y que puedo resumir en:
«¿Qué diablos estoy haciendo yo aquí?». La pregunta que debería haber contestado
era: «¿Qué diablos haría si me fuera?».
Yo fui el primer visitante, el único en siete años que se quedó más de unos pocos
días. Esto me hacía pensar. No era lo bastante fuerte, ni tenía suficiente confianza en
la opinión de mí mismo, y por eso pensaba que el defecto estaba en mí, y no en los
demás. Me había conformado con mucha facilidad y estaba muy satisfecho con los
defectos que los demás habían visto en mí.
No tenía que haber defectos en la gente de Keller, ni en su sistema. No; los quería
y respetaba demasiado para pensar de otro modo. Lo que ellos habían conseguido era
lo que más se parecía en este mundo imperfecto a una forma de vida sana y racional,

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sin guerras y sin un mínimo de política. Al fin y al cabo, esos dos viejos dinosaurios
son los únicos modos en que los humanos han aprendido a ser animales sociales. Sí,
creo que la guerra es un modo de vida con el prójimo mediante la imposición de la
propia voluntad en términos tan inconfundibles que a nuestro semejante sólo le queda
arrastrarse a nuestros pies, morir o saltarnos la tapa de los sesos. Y si esto es una
solución a algo, preferiría vivir sin soluciones. La política no es mucho mejor. Sólo
vale la pena porque a veces consigue sustituir los puños por las palabras.
Sin lugar a dudas, Keller era un organismo. Era una forma nueva de relacionarse,
y parecía funcionar. No estoy proponiéndolo como solución a los problemas
mundiales. Es posible que sólo funcione para un grupo con un interés común tan
poderoso y extraño como la sordera y la ceguera. No puedo imaginarme otro grupo
con necesidades tan interdependientes.
Las células del organismo cooperaban maravillosamente. El organismo era fuerte,
floreciente, y poseía todos los atributos que siempre había oído utilizar para definir la
vida, excepto la capacidad de reproducción. Éste podía ser su defecto fatal, si tenía
alguno. De hecho, yo veía crecer las semillas de algo en los niños.
El punto fuerte del organismo era la comunicación. No cabía la menor duda. Sin
los mecanismos complicados e imposibles de falsificar que habían creado para
comunicarse en Keller, se hubieran devorado a sí mismos por la mezquindad, los
celos, el deseo de posesión, y otra docena de defectos humanos «innatos».
La Unión nocturna era la base del organismo. En ella, desde después de cenar
hasta la hora de dormir, todos hablaban en un lenguaje que era incapaz de falsedades.
Si se estaba incubando un problema, se ponía de manifiesto y se solucionaba casi
automáticamente. ¿Celos? ¿Resentimientos? ¿Estabas ocultando algún mal
sentimiento? No se podía ocultar en la Unión, y pronto todos estaban apiñados
alrededor de ti, extirpando la enfermedad a base de amor. Actuaba como los glóbulos
blancos que se apiñan alrededor de la célula enferma, no para destruirla, sino para
sanarla. Aparentemente no había problema sin solución, si se atacaba a tiempo y, con
el Toque, el prójimo lo sabía antes que uno mismo y se ponía a trabajar con ahínco
para corregir el mal, cicatrizar la herida, para hacernos sentir mejor y poder reírnos
del problema. Se reían muchísimo en las Uniones.
Por un momento sentí que me estaba volviendo posesivo con Rosada. Sabía que
había sido un poco así al principio. Rosada era una amiga muy especial: ella me había
ayudado desde el comienzo y durante varios días fue la única con quien podía hablar.
Eran sus manos las que me habían enseñado el lenguaje táctil. Sé que sentí impulsos
de territorialidad la primera vez que se recostó en mis rodillas, mientras otro hombre
le hacía el amor. Pero si se necesitaba alguna prueba de que los habitantes de Keller
eran expertos en descifrar, ésta bastaba. Resonó como un reloj despertador en
Rosada, el hombre, y todos cuantos se encontraban a mi alrededor. Me consolaron,
me calmaron, y me dijeron en todos los idiomas posibles que estaba bien, que no
tenía que avergonzarme. Luego, el hombre en cuestión empezó a amarme a mí. No

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Rosada, sino el hombre. Un antropólogo que observara el episodio encontraría
material de sobra para hacer una tesis. ¿Han visto los documentales del
comportamiento social de los mandriles? Los perros también lo hacen. Muchos
mamíferos machos también. Cuando los machos entablan batallas por la supremacía,
el más débil puede aplacar la agresión sometiéndose, poniendo el rabo entre las patas
y rindiéndose. Nunca me sentí tan indefenso como cuando el hombre renunció al
objeto de nuestra puja de voluntades —Rosada— y me dirigió la atención. ¿Qué
podía hacer yo? Sólo pude echarme a reír, y él se rió y de pronto todos estábamos
riéndonos, y ése fue el fin de la territorialidad.
Así es en esencia cómo resolvían la mayoría de los problemas de «naturaleza
humana» en Keller. Como una especie de arte marcial oriental: se cede, se deja que el
impulso del atacante le haga perder el equilibrio con la fuerza de su propia
agresividad. Se hace lo mismo hasta que el atacante se da cuenta de que el golpe
inicial no valía la pena, que es bastante tonto asestarlo cuando nadie ofrece
resistencia. Muy pronto dejará de ser Tarzán de la Selva y se convertirá en Charles
Chaplin. Y se reirá.
Así que no tenía a Rosada y su adorable cuerpo, y comprendí que nunca sería
absolutamente mía y la podría encerrar en mi cueva y defenderla con un hueso roído
en la mano. Si hubiera seguido con esa mentalidad, ella me hubiera encontrado casi
tan atractivo como una sanguijuela del Amazonas, y ése hubiera sido un gran
incentivo capaz de confundir a los conductistas y superarlos.
Por eso volví a pensar en esa gente que los había visitado y se había ido. ¿Qué
vieron ellos que yo no había visto?
Bueno, había algo evidente. Yo no formaba parte del organismo, por muy amable
que el organismo fuera conmigo. Tampoco tenía esperanzas de pertenecer a él.
Rosada me lo había dicho la primera semana. Ella misma lo sentía, aunque en menor
grado. Ella no podía ***, aunque eso no la iba a alejar de Keller. Muchas veces me lo
había dicho en lenguaje abreviado y me lo había confirmado en lenguaje corporal. Si
me iba, sería sin ella.
Traté de hacerme a un lado y mirarlo desde fuera, y me sentí casi miserable. ¿Qué
estaba tratando de hacer, de todos modos? ¿Realmente mi objetivo en la vida era
unirme a una comunidad de sordociegos? Me sentía tan deprimido en ese momento
que hasta llegué a pensar que de hecho era algo denigrante, aunque todas las
evidencias me demostraban lo contrario. Debería estar afuera, en el mundo real,
donde vive la gente de verdad y no estos inválidos estrafalarios.
Me alejé rápidamente de este pensamiento. No estaba totalmente fuera de mí, sólo
al borde de la locura. Eran los mejores amigos que había tenido, quizá los únicos.
Que estuviera tan confundido como para pensar esto de ellos era lo que más me
preocupaba. Quizás es lo que, en última instancia, me empujó a tomar la decisión.
Veía un futuro con más desilusiones y esperanzas no realizadas. A menos que

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estuviera dispuesto a cerrar los ojos y taparme los oídos, siempre quedaría al margen.
Yo sería el sordociego. Yo sería el inválido. Y no quería ser un inválido.

Ellos comprendieron que había decidido irme antes de que yo mismo lo supiera.
Mis últimos días se convirtieron en un largo adiós, una despedida cariñosa en cada
palabra con que me tocaban. Yo no me sentía realmente triste, y ellos tampoco. Era
hermoso, como todo lo que hacían. Me decían adiós con la combinación justa de
nostalgia y la-vida-debe-continuar y espero-tocarte-otra-vez.
Cierta idea del Toque me arañaba los bordes de la mente. No era tan difícil, tal
como Rosada me había asegurado. En un par de años lo hubiera dominado.
Pero ya me había decidido. Volvía al surco de la vida que había seguido durante
tanto tiempo. ¿Por qué será que cuando decido qué debo hacer tengo miedo de volver
a analizar la decisión? Quizá porque la decisión original me costó tanto que no quiero
volver a sufrir otra vez.
Me fui por la noche y en silencio, en busca de la autopista y de California. Ellos
estaban fuera, en el campo, otra vez formando un círculo. Las yemas de los dedos
estaban más separadas que nunca. Los niños y los perros rondaban por las cercanías,
como mendigos en un banquete. Resultaba difícil saber quiénes parecían más
hambrientos y desorientados.

Las experiencias que viví en Keller me dejaron una marca indeleble. Ya no podía
vivir como lo había hecho antes. Por un tiempo pensé que no podría seguir viviendo,
pero me equivocaba. Estaba demasiado acostumbrado a vivir como para tomar la
gran decisión de terminar con todo. Esperaría. La vida me había ofrecido una
experiencia placentera; quizá me ofrecería algo más.
Me hice escritor. Descubrí que ahora tenía mayor capacidad que antes para
comunicarme. O quizás era la primera vez que la tenía. De todos modos, mis obras
eran coherentes y se vendían. Escribía y deseaba escribir, y no tenía miedo de sentir
hambre. Tomaba las cosas como venían.
Resistí la no-depresión del 97, cuando el desempleo llegó al veinte por ciento, y
una vez más el gobierno no lo tuvo en cuenta y lo consideró un fenómeno pasajero.
Con el tiempo pasó, aunque la tasa de parados quedó un poco por encima de la vez
anterior, y de la vez anterior a ésa. Se había creado otro millón de personas inútiles
sin nada mejor que hacer que vagar por las calles para buscar pelea, accidentes de
tránsito, ataques cardíacos, asesinatos, tiroteos, incendios premeditados, bombas y
disturbios: el infinito teatro callejero con toda su inventiva. No había motivos de
aburrimiento.
No me hice rico, pero normalmente vivía con comodidad. Y esto es una
enfermedad social, cuyos síntomas son la capacidad para pasar por alto el hecho de

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que la sociedad está desarrollando pústulas supurantes y se está dejando comer el
cerebro por gusanos radiactivos. Yo tenía un bonito apartamento en el condado de
Marin, lejos de las torretas erizadas de ametralladoras. Tenía un coche, en una época
en que empezaban a ser un auténtico lujo.
Había llegado a la conclusión de que mi vida no estaba destinada a ser lo que yo
había deseado que fuera. Todos hacemos algún tipo de concesiones, razonaba, y si
uno tiene expectativas demasiado grandes, está condenado a desilusionarse. Por
supuesto, se me ocurrió que deseaba algo muchísimo más osado para mí, pero no
sabía qué hacer al respecto.
Seguía adelante con una mezcla de cinismo y optimismo que me parecía la mejor
combinación. Al menos hacía que mi motor siguiera funcionando.
Hasta viajé a Japón, como había deseado al principio.
No encontré a nadie con quien compartir la vida. Para eso sólo tenía a Rosada, a
Rosada y a toda su familia, y estábamos separados por un abismo que no me atrevía a
cruzar. Ni siquiera me atrevía a pensar demasiado en ella. Hubiera sido muy peligroso
para mi equilibrio. Vivía con eso, y me decía a mí mismo que así era yo. Un solitario.
Los años avanzaron como un tractor de oruga en Dachau, hasta el penúltimo día
del milenio.
San Francisco estaba organizando una gran fiesta para celebrar el año 2000. A
nadie le importaba un bledo que la ciudad se estuviera desmoronando lentamente, que
la civilización se desintegrara y se sumergiera en la histeria. ¡Hagamos una fiesta!
Me detuve en el Dique Golden Gate el último día del año 1999. El sol se ponía en
el Pacífico, en Japón, que había resultado ser más de lo mismo pero elevado al cubo
con neosamurais. Detrás de mí, los primeros estallidos de los fuegos artificiales de
una celebración de holocausto disfrazada de festividad competían con el resplandor
de los edificios en llamas, mientras los desheredados celebraban la ocasión en su
propio estilo. La ciudad se estremecía bajo el peso de la miseria, ansiosa de deslizarse
por las líneas de fractura de alguna Falla de San Andrés. Las bombas atómicas en
órbita centelleaban en mi mente, allí arriba, en algún lugar, listas para plantar hongos
cuando hubiéramos agotado todas las demás posibilidades.
Pensé en Rosada.
Me descubrí viajando a toda velocidad por el desierto de Nevada, sudando,
aferrado al volante. Estaba llorando desconsoladamente, pero en silencio, como había
aprendido en Keller.
¿Puede uno volver?

El coche de ciudad saltaba sobre los baches de la polvorienta carretera. El


vehículo se estaba cayendo a pedazos. No estaba construido para este tipo de viajes.
El cielo empezaba a aclarar en el este. Era el amanecer de un nuevo milenio. Apreté a
fondo el acelerador y el coche se encabritó salvajemente. No me importaba. No iba a

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conducir de regreso por esa carretera, nunca más. De una forma u otra, iba allí para
quedarme.
Llegué al muro y respiré con alivio. Los últimos cien kilómetros habían sido una
pesadilla: me preguntaba si lo había soñado. Toqué la fría realidad del muro y me
calmé. Una fina capa de nieve lo cubría todo, gris en el temprano amanecer.
Los vi desde lejos. A todos, allí fuera, en el campo, donde los había dejado. No,
me equivocaba. Sólo estaban los niños. ¿Por qué me habían parecido tantos al
principio?
Rosada estaba ahí. La reconocí de inmediato, aunque nunca la había visto con
ropas de invierno. Estaba más alta, y más llena. Tendría unos diecinueve años. Había
un niño pequeño que jugaba con la nieve, a sus pies, y acunaba un bebé en los brazos.
Me acerqué a ella y le hablé en la mano.
Se volvió, el rostro radiante de bienvenida, los ojos fijos y brillantes como nunca
los había visto. Las manos revolotearon sobre mí y los ojos no se movieron.
—Te toco, te doy la bienvenida —me decían sus manos—. ¡Cuánto hubiera
querido que hubieras estado aquí hace unos minutos! ¿Por qué te fuiste, querido?
¿Por qué has estado lejos tanto tiempo?
Sus ojos eran dos piedras en su cabeza. Estaba ciega. Estaba sorda.
Todos los niños lo estaban. No, el niño de Rosada que estaba sentado a mis pies
me miraba con una sonrisa.
—¿Dónde están todos? —pregunté, cuando recuperé el aliento—. ¿Cicatriz?
¿Calvito? ¿Ojos-verdes? ¿Y qué ha ocurrido? ¿Qué te ha pasado a ti?
Estaba al borde del infarto o de un ataque de nervios o algo así. Mi realidad corría
peligro de disolverse.
—Se han ido —me dijo.
La palabra se me escapó, pero por el contexto la uní al María Celeste, y a
Roanoke, Virginia. Era compleja, la forma en que usaba la frase «se han ido». Era
como algo que había dicho antes: inalcanzable, una fuente de frustración como la que
me había hecho huir de Keller. Pero ahora sus palabras me decían de algo que todavía
no era de ella, pero que sí comprendía. No había ningún rastro de tristeza.
—¿Se han ido?
—Sí. No sé adónde. Son felices. Ellos ***ron. Fue glorioso. Sólo pudimos rozar
una parte de eso.
Sentí que el corazón me martilleaba al ritmo del último tren que se aleja de una
estación. Sentía que los pies resonaban en las traviesas mientras el tren se desvanecía
en la niebla. ¿Dónde estaban los Brigadoon de ayer? Aún no había oído ningún
cuento de hadas en el que se pueda volver a la tierra encantada. Uno se despierta y
encuentra que ya pasó la oportunidad. La desperdiciamos. ¡Idiota! Sólo se tiene una
oportunidad, así es la moraleja ¿no es cierto?
Las manos de Rosada se reían en mi cara.

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—Sostén esta-parte-de-mí-que-habla-de-boca-a-pezón —dijo, y me tendió a su
hija—. Voy a hacerte un regalo.
Se acercó y me tocó ligeramente los oídos con sus dedos fríos. El sonido del
viento se detuvo y, cuando separó las manos, el sonido no volvió nunca más. Me tocó
los ojos, tapó toda la luz, y ya no vi más.
Ahora vivimos en un silencio y una oscuridad maravillosos.

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LA CUEVA DE LOS CIERVOS SALTARINES
Clifford D. Simak

Mejor relato corto, 1980

PREFACIO DEL AUTOR

Mi primer cuento corto, «El mundo del sol rojo», se publicó en Wonder Stories en
1931. «La gruta de los ciervos danzarines» apareció en 1980, en Analog Science
Fiction / Science Fact, casi cincuenta años después. El hecho de que haya podido
interesar durante medio siglo a un grupo de lectores exigentes es motivo de un
profundo orgullo personal. «La gruta…» forma parte de un reducido número de
relatos que gozan de mi especial estima, y si bien espero poder escribir algunos más
en el futuro, me gratifica ver que mis lectores coinciden con mi propio juicio, hasta el
punto de haberlos galardonado con un Nebula.

* * *
1
Luis estaba tocando la flauta cuando Boyd emprendió el ascenso por el escabroso
camino que conducía a la caverna. No había necesidad de volver a visitar la cueva: ya
habían terminado todo el trabajo de cartografía, medición, fotografía y recopilación
de datos. No sólo habían encontrado pinturas, aunque éstas constituían el grueso de la
excavación. También habían hallado huesos chamuscados de animales y restos de
carbón que señalaban el fogón donde los habían quemado; la pequeña provisión de
arcillas naturales de las cuales se habían obtenido los pigmentos empleados por los
pintores (una reserva de valiosos elementos, quizás ocultos por un artista que, por
razones sobre las que sólo se podía especular, se vio impedido de usarlos); la mano
humana atrofiada, cercenada por la muñeca —¿por qué la habrían rebanado y
abandonado allí una vez cortada, para que la encontraran otros hombres treinta mil
años después?—; la lámpara construida con un terrón de arenisca, ahuecado para
insertar una mecha de musgo rodeada por grasa animal, que sirviera para dar luz a
quienes pintaban… Todos ésos y muchos otros objetos, pensó Boyd con satisfacción;
Gavarnie había resultado ser, posiblemente por los complejos métodos científicos de
investigación que habían podido llevar, la cueva de pinturas rupestres más importante
que se hubiese explorado jamás. Quizá no tan espectacular como Lascaux, en ciertos
sentidos, pero mucho más fructífera en cuanto a los datos obtenidos.
No había necesidad de volver a visitar la caverna otra vez.
Sin embargo, existía una razón: la insistente sensación de que había pasado algo

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por alto, de que había olvidado algo en el ajetreo y la concentración de las demás
tareas. En su momento, no le había preocupado mucho, pero luego, cuando volvió a
pensarlo, cada vez se encontró más inclinado a creer que podía tener su importancia.
Probablemente todo el asunto fuese producto de su imaginación, se dijo. Cuando
volviera a recorrerla (claro, si podía volver a encontrarla, y si su intuición no era
producto de las preocupaciones retrospectivas), tal vez comprobaría que no era nada,
que sólo se trataba de una impresión fastidiosa.
Conque allí estaba de nuevo, trepando por la senda escarpada, con el martillo de
geólogo bamboleándose en el cinturón, la gran linterna en la mano y el oído atento a
la flauta de Luis, quien se había encaramado en un pequeño promontorio, bajo la
boca de la caverna, una posición de la que se había adueñado durante todo el tiempo
que duró la excavación. Luis había acampado allí, en una tienda, bajo todas las
condiciones climáticas posibles; había cocinado en un hornillo de acampada, y se
había autoproclamado perro guardián, alerta frente a los posibles intrusos, aunque no
tuvimos muchos, salvo algún turista ocasional que había oído hablar del proyecto y se
había desviado varios kilómetros de su ruta para echar un vistazo. Los aldeanos del
valle que había más abajo no causaron problemas: no podrían haber reparado menos
en lo que sucedía sobre la ladera.
Luis no era ningún desconocido para Boyd; diez años atrás se había presentado en
el proyecto del escudo rocoso, a ochenta kilómetros de allí, y se había quedado
durante dos temporadas de excavación. El escudo rocoso no resultó tan productivo
como Boyd había pensado al principio, si bien había arrojado nueva luz sobre la
cultura azilia, el último de los grandes grupos prehistóricos de Europa Occidental.
Luis fue contratado como peón, pero demostró ser un alumno despierto, y a medida
que avanzó el trabajo se le fue otorgando mayor responsabilidad. Cuando hacía una
semana que estaban trabajando en Gavarnie, apareció otra vez.
—Me he enterado de que estabais por aquí —les dijo entonces—. ¿Tenéis algún
trabajo para mí?
Boyd lo vio al tomar una curva abrupta que describía la senda; estaba sentado con
las piernas cruzadas, frente a la tienda sometida a las inclemencias del tiempo,
sosteniendo su rudimentaria flauta entre los labios, soplando…
Eso hacía, ni más ni menos. La música que brotaba del instrumento era primitiva
y elemental. Apenas podía llamarse música, si bien Boyd admitía que sus
conocimientos musicales no eran gran cosa. Cuatro notas (¿serían cuatro notas?),
aventuró. Era un hueso hueco, con una ranura alargada a modo de boquilla, y dos
orificios.
Un día le preguntó a Luis acerca de la flauta. «Nunca había visto nada igual», fue
su comentario. Y Luis le respondió: «No son muy frecuentes. Las hay en aldeas
remotas, aquí y allá ocultas en las montañas».
Boyd se apartó de la senda y echó a caminar por el promontorio de hierba espesa.
Se sentó junto a Luis, y éste posó la flauta sobre el regazo.

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—Creía que te habías ido —dijo Luis—. Los demás se marcharon hace un par de
días.
—He vuelto para echar un último vistazo —comentó Boyd.
—¿Te resistes a irte?
—Sí. Supongo que sí.
Por debajo, el valle se extendía en ocres y castaños otoñales; el riachuelo era una
cinta de plata bajo el resplandor del sol, y los tejados rojos de la aldea formaban una
nota de color a la orilla del río.
—Es un sitio agradable —reflexionó Boyd—. A veces me sorprendo tratando de
imaginar cómo sería todo en la época en que se hicieron las pinturas. Quizá no muy
distinto de lo que es hoy. Las montañas seguirían imperturbables. Tal vez el valle no
hubiese tenido sembradíos, pero sí pasturas naturales. Algún que otro árbol, pero no
muchos. Buena caza; la vegetación mantendría a los animales herbívoros. Hasta
intenté imaginar dónde habrían erigido los asentamientos las poblaciones primitivas.
Supongo que donde hoy está el pueblecito…
Se volvió para mirar a Luis. El hombre seguía sentado sobre la hierba, con la
flauta en el regazo. Sonreía en silencio, como para sí mismo. Llevaba una pequeña
boina negra en la cabeza, sin ladear. El rostro bronceado, redondo y suave, terminaba
en una cabellera morena, de mechones cortos. La camisa azul se abría en el cuello.
Era un hombre joven, fuerte, sin una sola arruga en la piel.
—Te gusta tu trabajo… —sentenció Luis.
—Me consagro a él. Como tú —respondió Boyd.
—No es mi trabajo.
—En cualquier caso, sabes hacerlo bien. ¿Te gustaría venir conmigo? Voy a
realizar una última inspección.
—Tengo que hacer un recado en el pueblo.
—Suponía que te habrías ido —comentó Boyd—. Me he sorprendido al oír tu
flauta.
—Me iré pronto —dijo Luis—. Dentro de un par de días. No tengo razón para
quedarme, pero, como a ti, me gusta el lugar. No tengo adónde ir. Nadie me necesita.
No se perderá nada si me quedo unos días más.
—Como te parezca —continuó Boyd—. El sitio es tuyo. Dentro de un tiempo, el
gobierno establecerá un interinato, pero ya sabes lo lentas que son estas cosas.
—Entonces, tal vez no vuelva a verlo —concluyó Luis.
—Me he tomado un par de días para ir en coche hasta Roncesvalles —dijo Boyd
—. Es el sitio donde los gascones derrotaron la retaguardia de Carlomagno en 778.
—He oído hablar del lugar… —recordó Luis.
—Siempre he querido conocerlo, pero nunca encontraba el momento. La capilla
de Carlomagno está en ruinas, pero me han dicho que en la capilla del pueblo se
siguen oficiando misas por los guerreros caídos. Al regresar del viaje, no pude resistir
el impulso de volver a visitar la caverna.

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—Me alegro —confió Luis—. ¿Puedo ser impertinente?
—Tú nunca eres impertinente —respondió Boyd.
—Antes de que te marches, ¿podríamos comer juntos una vez más? Esta noche,
tal vez, prepararé una tortilla.
Boyd vaciló. Sopesó la idea de cenar con Luis. Luego dijo.
—Será un placer, Luis. Traeré una botella de buen vino.

Boyd se inclinó para examinar la roca más de cerca, sosteniendo la linterna en el


centro de la pared de piedra. No había sido cosa de su imaginación; estaba en lo
cierto. Allí, en ese punto concreto, la roca no era sólida. Se encontraba fragmentada
en varios pedazos, aunque las piezas quedaban disimuladas en el resto de la pared. La
grieta sólo podía detectarse por casualidad. De no haber estado mirándola
directamente, buscándola al barrer el muro con la luz, jamás habría dado con ella. Era
extraño, pensó, que nadie la hubiera descubierto durante el tiempo que estuvieron
trabajando allí. No habían dejado gran cosa por descubrir.
Contuvo el aliento, y se sintió algo tonto al hacerlo; después de todo, tal vez no
sería nada importante. Acaso fisuras superficiales hechas por la escarcha, aunque
sabía que no podía tratarse de eso. Sería muy raro encontrar grietas de escarcha en un
lugar como aquél.
Tomó el martillo de su cinturón, sostuvo en una mano la linterna, tanteó la
superficie y presionó la punta del martillo en una de las grietas. El filo entró con
facilidad. Siguió hurgando y la fisura se enganchó. Con un poco más de presión,
logró que el fragmento de roca se aflojara. Dejó a un lado el martillo y la linterna,
cogió la laja y la retiró de la pared. Por debajo de ella había otras dos lajas que
salieron tan fácilmente como la primera. Encontró otras, y también las quitó de su
sitio. Arrodillado sobre el suelo de la caverna, dirigió la luz hacia el orificio que
acababa de descubrir.
Era lo bastante grande para dejar paso a un hombre que entrase reptando, pero no
se atrevía a decidirse ante la perspectiva. Estaba solo, y hacerlo tendría sus riesgos. Si
le sucedía algo, si se quedaba atascado, si un fragmento de roca se desplazaba y lo
dejaba trabado o caía sobre él, no habría quien lo rescatase. O tal vez el rescate no
llegase a tiempo para salvarlo. Luis regresaría al campamento y lo esperaría, pero lo
más probable sería que, al no verlo aparecer, Luis lo tomase como una reacción ante
su impertinencia o como una falta de consideración por parte de un norteamericano.
Nunca se le ocurriría que Boyd hubiese quedado atrapado en la cueva.
De todas formas, era su última oportunidad. Al día siguiente tendría que regresar
a París para tomar su avión. Y el asunto lo tenía en ascuas; no era algo que pudiera
ignorar tan fácilmente. La fisura debía de tener cierto significado; de lo contrario,

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¿por qué la habrían ocultado con tanto esmero? ¿Quién habría obstruido la entrada?,
se preguntó. Sin duda, nadie en épocas recientes, pues cualquiera que hubiese hallado
la entrada de la cueva habría descubierto las pinturas casi de inmediato y difundido la
voz. De modo que la entrada a la fisura tuvo que ser obstruida por alguien que
ignoraba el mérito de las pinturas, alguien que las considerara habituales.
Por fin se decidió: no podía pasarlo por alto. Tendría que aventurarse. Aseguró el
martillo en el cinturón, cogió la lámpara y comenzó a reptar.
El túnel seguía un trayecto recto y llano por unos treinta metros. El lugar apenas
bastaba para mover el cuerpo, pero, aparte de eso, no halló mayores dificultades.
Entonces, sin previo aviso, el túnel concluyó. Boyd se tendió en la roca, dirigió el haz
de luz por encima de su cabeza y observó consternado la suave pared de roca que
descendía para ocluir el paso.
No tenía sentido. ¿Para qué iba alguien a tomarse la molestia de ocultar un
pasadizo que no conducía a ningún sitio? Tal vez durante el trayecto había pasado
algo por alto, pero volvió a pensarlo y descartó la idea. Había avanzado lentamente,
sin desviar el haz de luz un solo centímetro del trayecto. De haber existido algo fuera
de lo normal, tendría que haberse dado cuenta.
Luego lo asaltó un pensamiento. Lentamente, con cierto esfuerzo, comenzó a
volverse hasta que quedó boca arriba, con la espalda posada sobre la roca. Dirigió la
luz hacia arriba, y obtuvo la respuesta. En el techo del pasadizo se abría un agujero.
Con cautela, cambió de posición y se sentó. Tendió la mano y encontró orificios
para encajar los dedos. Se afirmó en ellos, sobre la roca, y se irguió. Recorrió el sitio
con la luz y vio que el hueco no daba a otro pasadizo, sino a una cavidad abovedada,
pequeña, de unos dos metros de diámetro. Las paredes y el techo de la cavidad eran
suaves, como si en algún momento del distante pasado geológico allí hubiese existido
una burbuja de roca plástica, que durante los movimientos tectónicos ascendentes
hubiese reventado, dejando un hueco de roca sólida y tersa.
Paseó el haz de luz alrededor y abrió la boca, pasmado de asombro. Por la vasta
pared de piedra saltaban coloridos animales. Los bisontes daban cabriolas. Los
caballos galopaban como si formaran una coreografía. Los mamuts bailoteaban en
volteretas. Y en todo el perímetro, a poca distancia del suelo, una procesión de
ciervos danzantes, erguidos sobre las patas traseras, unía las de delante, saltando y
meciendo las astas graciosamente.
—¡Santo Dios! —exclamó Boyd.
Era una película de Disney de la Edad de Piedra.
Si se trataba de la Edad de Piedra… ¿Podría ser que algún chistoso se hubiera
internado hasta allí en épocas recientes para pintar los animales en esa gruta? Lo
pensó bien y descartó la idea. Por lo que él sabía, nadie en el valle ni en la región
había tenido conocimiento de la caverna hasta que un pastor la descubrió, un día en
que una oveja se metió allí mientras merodeaba. La entrada era pequeña, y por lo
visto durante siglos había quedado oculta por una espesa capa de matojos y arbustos.

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La ejecución de las pinturas también tenía un toque prehistórico. La perspectiva
desempeñaba un papel casi inexistente. Las obras tenían ese curioso aspecto plano
que distingue la mayoría del arte prehistórico. No había fondo: ni línea del horizonte,
ni árboles, ni hierba, flores, nubes o imagen de cielo. Sin embargo, se recordó,
cualquiera que tuviese conocimientos sobre pinturas rupestres podría haber tenido
conciencia de estos factores para reproducirlos.
De todas formas, pese al aire bufonesco de los animales pintados, las figuras
transmitían la sensación del arte primitivo. ¿Qué hombre cavernícola, se preguntó
Boyd, qué clase de ser prehistórico habría pintado bisontes saltimbanquis y mamuts
dando cabriolas? Aunque la característica no podía aplicarse a todo el arte rupestre,
todas las pinturas de esa caverna concreta poseían una profunda seriedad, eran
conservadoras en la representación de la forma y acusaban un intento honesto y
evidente por parte del artista de plasmar los animales tal como los veía. No había
frivolidad, ni siquiera en la estampa de esas palmas de manos embadurnadas de
pintura. Los hombres que trabajaron en ese lugar no habían sido corrompidos por el
simbolismo que en épocas posteriores aparentemente había invadido el ciclo pictórico
de la prehistoria.
Así las cosas, ¿quién habría sido ese payaso que se introdujo solo en la gruta
oculta para pintar animales tan cómicos? No cabía duda de que era un pintor
consumado. Las técnicas y la ejecución del artista parecían intachables.
Boyd trepó por el hueco y se posó sobre la cornisa de medio metro que bordeaba
el orificio, pues no había lugar donde estar de pie. Comprendió que gran parte de las
pinturas debieron de haberse hecho de espaldas, en posición supina, de modo que el
artista tuvo que alzar las manos para llegar al techo abovedado.
Paseó el haz de la linterna por la cornisa. Cuando iba por la mitad, detuvo la luz y
la hizo retroceder hasta enfocar algo que había sobre la piedra, algo que,
indudablemente, había dejado el artista cuando concluyó su obra, antes de marcharse.
Boyd se inclinó hacia delante y entornó los ojos para elucidar de qué se trataba.
Parecía el omóplato de un cérvido; al lado del hueso distinguió una roca.
Con cautela, fue deslizándose por la cornisa hacia el objeto. No se había
equivocado: era el omóplato de un ciervo. Sobre su superficie plana había una
sustancia grumosa. ¿Pintura?, se preguntó. ¿Sería esa mezcla de grasa animal y de
arcillas minerales que los artistas prehistóricos empleaban a modo de pintura? Acercó
la luz y sus dudas se disiparon. Era pintura esparcida sobre la superficie del hueso
que había hecho las veces de paleta. Parte de la pintura formaba grumos más gruesos,
lista para usar, aunque se veía que nunca había llegado a utilizarse. Era pintura seca,
momificada, con una especie de huellas. Se inclinó más aún, hasta que el rostro
quedó a unos pocos centímetros de la pintura, y aproximó la linterna. Vio que las
depresiones eran huellas digitales; algunas de ellas, bastante profundas. Eran la firma
de aquel hombre de la antigüedad, muerto hacía siglos, que había trabajado allí,
acuclillado como Boyd, con los hombros apretujados contra la roca curva. Extendió

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la mano para tocar la paleta, luego cambió de idea. Sí, su intención de tocar al autor
de las pinturas era un gesto simbólico, pero sólo eso; un propósito coartado por los
muchos siglos transcurridos.
Movió la luz para ver la piedra que había cerca del hueso. Era una lámpara:
arenisca ahuecada, el orificio para contener la grasa y la torunda de musgo que servía
de mecha. La grasa y el pabilo habían desaparecido mucho tiempo atrás, pero todavía
se veía una delgada película de tizne alrededor del hueco que alguna vez los contuvo.
Después de terminar su labor, el artista había dejado allí sus instrumentos, e
incluso la lámpara, acaso con la llama aún vacilante, con los últimos restos de
grasa… La había dejado allí para volver por el pasadizo, reptando en la oscuridad.
Quizá no necesitaba la luz. Podía avanzar por el túnel orientado por el tacto y por la
costumbre. Debía de haber recorrido el trayecto muchas veces, pues la obra de esas
paredes era fruto de largos e incontables días.
Así pues, era probable que se hubiera marchado a tientas por el orificio y, después
de ocultar la entrada con los fragmentos de roca, se hubiera alejado por la pendiente
rumbo al valle. Allí, los rebaños que pastaban debieron de haber alzado la cabeza
para mirarlo apenas, antes de volver a lo suyo.
¿Pero cuándo? Probablemente después de que se pintaron las demás paredes de la
cueva, aventuró Boyd; acaso después que las pinturas de la caverna hubiesen perdido
buena parte de su trascendencia original. Un hombre solitario que regresó a su
escondrijo para pintar sus animales secretos. ¿Lo habría hecho como burla a la
importancia mágica y pomposa de las pinturas que había en la caverna? ¿O como
protesta ante el rígido formalismo de las obras originales? ¿O sencillamente, como
expresión de gozo burbujeante, de exuberancia vital, o como jubilosa rebelión contra
la simpleza y la rutina de la magia que envolvía la caza? ¿Había sido un rebelde, un
rebelde prehistórico, un rebelde intelectual?, pensó. ¿O tal vez sólo un hombre de
concepciones ligeramente distintas de las que imperaban en su época?
Pero ése era el otro hombre, el del pasado. ¿Qué sucedería con él? Ahora que
había encontrado la gruta, ¿qué haría? ¿Cuál sería el mejor modo de controlar la
situación? Desde luego, no podía volver la espalda y marcharse, como el artista, que
se fue dejando atrás lámpara y paleta. Se trataba de un descubrimiento importante. No
cabía la menor duda de eso. Estaba ante un enfoque nuevo e insospechado de la
mente prehistórica, ante una faceta del pensamiento primitivo que nunca se había
concebido.
Dejar todo como estaba; cerrar la abertura y hacer dos llamadas —una a
Washington y otra a París—; deshacer las maletas y disponerse a proseguir el trabajo
durante un par de semanas más. Hacer que vuelvan los fotógrafos y los demás
miembros de la expedición. Sí, lo tomaría como un trabajo más. Eso haría, se dijo.
Algo brilló bajo la luz; algo que había detrás de la lámpara, casi oculto por la
piedra. Algo blanco y diminuto.
Aún encogido, Boyd se inclinó para observarlo.

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Era un trozo de hueso, tal vez de la pata de algún animal herbívoro. Extendió la
mano y lo recogió. Vio lo que era y se quedó inmóvil, agazapado, sin saber qué
pensar de todo el asunto.
Era una flauta, un flautín idéntico al que Luis llevaba en el bolsillo de su
chaqueta, al que llevaba desde el primer día que se habían conocido, años atrás. Allí
estaban la ranura de la boquilla y los dos agujeros redondos. En el lejano pasado,
cuando se hicieron las pinturas, el artista estuvo allí mismo, acuclillado, bajo la
lumbre parpadeante de la lámpara, tocando mansamente para sí mismo las tonadas
simples que Luis interpretaba cada noche, concluida la tarea de la jornada.
—Por todos los cielos… —murmuró Boyd, casi a modo de plegaria—, ¡no puede
ser!
Inmóvil, petrificado, encogido. Los pensamientos se ensañaban con su mente
mientras él luchaba por dispersarlos. Pero era en vano. En cuanto lograba apartarlos
unos segundos, regresaban a la carga para apabullarlo con su contundencia.
Por fin, sombrío, emergió del trance en que lo había sumido el hallazgo. Actuó
sin vacilar, obligándose a hacer lo que consideraba su obligación.
Se quitó la cazadora y, con sumo cuidado, envolvió en la tela la paleta de hueso y
la flauta. Dejó la lámpara. Descendió por el hueco y reptó a lo largo del túnel,
protegiendo celosamente su carga. Ya en la caverna, volvió a encajar las lajas de
piedra para que ocultaran la entrada a la gruta. Rascó unos puñados de tierra del suelo
y los restregó por la superficie rocosa para disimular las grietas. La abertura sólo sería
visible al ojo más perspicaz.
Luis no estaba en el campamento que había montado sobre la cornisa, bajo la
boca de la caverna. Aún no había vuelto de sus recados en el pueblo.
Cuando Boyd llegó al hotel, hizo la llamada a Washington. Decidió postergar la
comunicación con París.

Las últimas hojas de octubre volaban en el viento otoñal. Un sol débil, que las
nubes lentas no lograban eclipsar, derramaba su luz sobre Washington.
John Roberts le aguardaba en el banco de la plaza. Se saludaron con un gesto, sin
hablarse. Boyd se sentó junto a su amigo.
—Corriste un gran riesgo —advirtió Roberts—. ¿Qué hubiera sucedido si la gente
de la Aduana…?
—No era para tanto… —repuso Boyd—. Conocía a ese tipo, en París. Hace años
que pasa objetos de contrabando a Estados Unidos. Lo hace bien, y me debía un
favor. ¿Qué has averiguado?
—Tal vez más de lo que te gustaría oír…
—Venga.

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—Las huellas dactilares coinciden —reveló Roberts.
—¿Conseguiste una lectura de las impresiones que había en la pintura?
—Con toda claridad y nitidez.
—¿A través del FBI?
—Sí, del FBI. No fue fácil, pero tengo un par de amigos allí.
—¿Y la antigüedad?
—No hay problema. Lo peor del asunto fue convencer a mi amigo de que esto era
secreto absoluto. No está muy convencido de que lo sea.
—¿Mantendrá la boca cerrada?
—Creo que sí. Nadie le creería sin pruebas. Parecería un cuento de hadas.
—Dime, pues.
—Veintidós mil años de antigüedad. Con un margen de error de trescientos años,
más o menos.
—Y las huellas coinciden. Las de la botella y las de…
—Ya te lo he dicho. Ahora tú me dirás cómo diablos un hombre que vivió hace
veintidós mil años puede dejar sus impresiones digitales sobre una botella de vino
que data del año pasado…
—Es una larga historia —respondió Boyd—. No sé si debo hablar del asunto.
Ante todo, ¿dónde tienes el hueso?
—Escondido —respondió Roberts—. A buen recaudo. Cuando quieras, te
devolveré el hueso y la botella.
Boyd se encogió de hombros.
—Todavía no. Tal vez dentro de un tiempo. Tal vez nunca.
—¿Nunca?
—Mira, John. Tengo que pensarlo bien.
—Qué follón… —reflexionó Roberts—. Nadie lo querrá tener. Nadie se atrevería
a tenerlo. Los del Smithsonian no lo tocarían ni con una varilla de tres metros. No se
lo pregunté. Ni siquiera están al corriente del asunto. Pero sé que no lo querrían. Hay
ciertos problemas con respecto a sacar objetos arqueológicos de un país de forma
ilegal…
—Así es —confirmó Boyd.
—Y ahora tú no lo quieres…
—No he dicho eso. Sólo preferiría que durante un tiempo dejaras las dos cosas
donde están. ¿Es un sitio seguro?
—Es seguro. Pero ahora…
—Ya te he dicho que se trata de una larga historia. Trataré de resumir. Este
hombre, el vasco, se me presentó hace unos diez años, cuando estábamos con el
proyecto del escudo rocoso.
Roberts asintió.
—Lo recuerdo.

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—Quería un trabajo, y yo se lo ofrecí. Aprendió rápido, y dominó las técnicas
enseguida. Se convirtió en una persona de fiar. Suele ocurrir con los lugareños.
Parecen tener cierta sensibilidad con sus propias antigüedades. Cuando esta vez
comenzamos las tareas en la caverna, volvió a aparecer. Me alegré de verlo. En
realidad, los dos nos llevamos bastante bien. En la última noche que pasé allí, en el
campamento, cocinó una tortilla estupenda. De huevos, tomate, pimientos verdes,
cebolla, salchicha y jamón casero. Yo llevé una botella de vino.
—¿Esa botella?
—Sí, la misma.
—Continúa…
—Tocaba una flauta. Un flautín de hueso, bastante rudimentario. No permite
grandes filigranas musicales…
—Había una flauta…
—Pero no ésa. Era otra flauta. De la misma clase, aunque no la misma que tiene
este hombre en cuestión. Pero son dos flautines idénticos. Uno en el bolsillo de un
hombre vivo, y el otro junto a un hueso prehistórico. Este hombre del que te hablo
tenía ciertas peculiaridades. Nada que saltara a la vista. Cosas… A veces me quedaba
pensando en algo que había notado, y a lo mejor un tiempo después observaba otra
cosa, sólo que para entonces ya me había olvidado del primer incidente, y no
relacionaba los dos episodios. Casi siempre lo que más me llamaba la atención era
que sabía demasiado. Pequeñas cosas que un hombre como él en principio no debía
saber. Incluso datos que nadie más conocía. De vez en cuando se le escapaban
comentarios, tal vez sin darse cuenta. Y los ojos… Eso no me llamó la atención hasta
más tarde, cuando encontré la segunda flauta y empecé a recordar todo lo demás.
Pero te estaba hablando de los ojos. Si le ves el aspecto, parece un hombre joven, un
hombre de esos que no tienen edad. Pero sus ojos son los de un anciano…
—Tom, ¿has dicho que era vasco?
—Sí.
—¿No se dice que los vascos tal vez descienden del Hombre de Cro-Magnon?
—Hay una teoría que así lo sostiene. Ya lo he pensado.
—¿Y este hombre del que hablas, no podría ser un Cro-Magnon?
—Comienzo a creer que sí.
—Pero, piénsalo: ¡veintidós mil años!…
—Lo sé —asintió Boyd.

Boyd oyó la flauta cuando llegó al comienzo de la senda que desembocaba en la


caverna. El viento desgarraba las notas. Contra el firmamento, alto y azul, se
recortaba la silueta de los Pirineos.

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Boyd inició el ascenso, aferrando bajo el brazo la botella de vino. Por debajo, se
extendían los tejados rojos de la aldea y el castaño marchito del otoño que vestía el
valle. La flauta seguía sonando; su melodía se remontaba y se mecía, mientras el
viento jugueteaba con ella.
Luis estaba sentado con las piernas cruzadas frente a la tienda raída. Cuando vio a
Boyd, posó la flauta sobre el regazo y aguardó, inmóvil.
Boyd se sentó junto a él y le tendió la botella. Luis la cogió y se dispuso a
descorcharla.
—Oí que habías vuelto —dijo—. ¿Cómo te fue en tu viaje?
—Bien —respondió Boyd.
—De modo que ahora lo sabes…
Boyd asintió.
—Creo que tú querías que lo supiera. ¿Pero por qué?
—Los años se vuelven largos —explicó Luis—. Es una pesada carga. Uno se
siente solo. Muy solo…
—Tú no estás solo.
—Sí. Se está solo cuando nadie te conoce. Ahora, tú eres el primero que
realmente sabes de mí…
—Pero durará poco. Dentro de unos años te encontrarás en la misma situación:
nadie te conocerá.
—Esto alivia mi suerte por un tiempo. Cuando tú ya no estés, yo podré seguir
tirando. Y… una cosa…
—Sí, Luis. ¿De qué se trata?
—Dijiste que cuando ya no esté, nadie más me conocería. ¿Eso significa…?
—Si lo que quieres es saber si haré correr la voz… no. No lo haré. A menos que
tú me lo pidas. He pensado qué podría suceder contigo si el mundo lo supiera.
—Tengo mis defensas. No se puede vivir tanto como yo si no se poseen ciertas
defensas.
—¿De qué clase?
—Defensas. Eso es todo.
—Disculpa. No quería inmiscuirme. Hay otra cosa más. Si querías que lo supiera,
corriste tus riesgos. Si algo hubiera salido mal, si no hubiera encontrado la gruta…
—Al principio creía que la gruta no sería necesaria. Pensé que lo adivinarías por
ti mismo.
—Intuía que algo no encajaba. Pero esto es tan insospechado que no habría dado
crédito a mis propias conclusiones, aunque lo hubiera descubierto yo solo. Tú sabes
que es increíble, Luis. Y si no hubiera encontrado la gruta… La descubrí por pura
casualidad, ¿sabes?
—Si no la hubieras encontrado, habría sabido esperar. En otra época, en otro año,
tal vez hubiera aparecido algún otro. O habría ideado alguna otra forma de
delatarme…

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—Podrías habérmelo dicho.
—¿Así, sin más? ¿En frío?
—Sí. Desde luego, al principio no te habría creído…
—¿No lo entiendes? No podría habértelo dicho. El disimulo ya forma parte de mi
naturaleza. Es una de las defensas de las que te he hablado. Sencillamente, no me
hubiese atrevido a contártelo. Ni a ti ni a nadie.
—¿Por qué a mí? ¿Por qué has esperado todos estos años hasta conocerme a mí?
—Yo no he esperado, Boyd. Hubo otros, en distintas épocas. Pero con ninguno de
ellos dio resultado. Tenía que encontrar a alguien que tuviera la fortaleza de
enfrentarse con la idea. No a alguien que saliera corriendo a grito pelado. Sabía que
tú no echarías a correr como un loco.
—Tardé un tiempo en aceptarlo —dijo Boyd—. Ahora me he hecho a la idea.
Acepto la realidad, pero con ciertas dificultades. Dime, Luis, ¿tienes alguna
explicación? ¿Cómo es posible que seas tan distinto de nosotros?
—No tengo la menor idea. No sabría qué responder. En una época creía que había
otros como yo, y salí a buscarlos. Pero no encontré a ninguno, de forma que dejé de
buscar.
El corcho saltó. Pasó la botella de vino a Boyd.
—Tú primero —dijo, resueltamente.
Boyd empinó la botella y bebió. La pasó a Luis. Lo observó mientras paladeaba el
vino. Se preguntó cómo podía estar sentado allí, conversando con toda parsimonia
con un hombre que había vivido y conservado la juventud durante veintidós mil años.
Una vez más, se resistió a aceptar el hecho, pero allí estaba. El hueso, los restos de
materia orgánica que persistían en el pigmento, habían permitido calcular la
antigüedad en veintidós mil años. Sin la menor sombra de duda, las huellas de la
pintura coincidían con las de la botella. En Washington formuló una pregunta, con la
esperanza de descubrir evidencia de fraude. ¿Era posible que el pigmento antiguo,
que la pintura empleada por el artista prehistórico hubiese sido reconstituida para
imprimir las huellas digitales y que luego fuese devuelta a la gruta?, preguntó. Le
respondieron que era imposible. Toda reconstitución del pigmento, de ser factible, se
habría revelado en el análisis. Sin embargo, no habían encontrado nada de eso. El
pigmento databa de veintidós mil años atrás. Era un hecho demostrado.
—Muy bien, Cro-Magnon —dijo Boyd—, dime cómo lo lograste. ¿Cómo es
posible subsistir tanto como lo has hecho tú? Desde luego, no envejeces. Tal vez tu
cuerpo sea inmune a la enfermedad. Pero no a la violencia o a los accidentes. Has
vivido en un mundo agresivo. ¿Cómo conseguiste eludir los accidentes y la violencia
durante doscientos siglos?
—Al principio hubo momentos en que estuve a punto de sucumbir —confesó
Luis—. Durante largo tiempo, no tuve conciencia de lo que era. Claro, vivía más
tiempo y me mantenía más joven que los demás. Sin embargo, sólo comencé a
sospecharlo cuando vi que todos los que había conocido en la primera etapa de mi

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vida llevaban largo tiempo muertos. Entonces comprendí que era distinto del resto.
Por esa misma época, también los demás comenzaron a reparar en que yo era
diferente. Me miraron con suspicacia. Algunos desconfiaron de mí. Otros me
consideraron una especie de espíritu maléfico. Por fin, tuve que marcharme de la
tribu. Me convertí en un nómada solitario. Entonces me dediqué a aprender los
principios de la supervivencia.
—¿Y cuáles son?
—Pasar inadvertido. No sobresalir. No llamar la atención sobre la propia persona.
Cultivar una actitud cobarde. No mostrar valentía. No correr riesgos. Dejar que los
demás se encarguen del trabajo sucio. No ofrecerse nunca voluntario. Huir, correr,
ocultarse. Forjarse una gruesa coraza. No preocuparse por lo que otros puedan pensar
de uno. Reprimir el altruismo y la conciencia social. Desechar la lealtad a la tribu, al
pueblo o al país. No ser patriota. Vivir para uno mismo y de uno mismo. Ser
observador, no participante. Acercarse a las cosas desde fuera. Al final uno llega a ser
tan egocéntrico que termina por creerse libre de toda culpa y de todo reproche. Uno
acaba por pensar que vive del único modo lógico para un hombre. Hace poco fuiste a
Roncesvalles, ¿verdad?
—Sí. Te conté que había ido y tú dijiste que habías oído hablar del lugar.
—Que había oído hablar… Demonios, estuve allí el día en que sucedió. Fue el 15
de agosto de 778. Como observador, no como participante. Fui un cobarde canalla
que prefirió no unirse a la «noble banda de gascones» que luchó contra Carlomagno.
Gascones, demonios… Ése es el gracioso nombre que les dieron. Pero eran vascos.
Ni más ni menos. Los hombres más ruines que hayan pasado por este mundo. Hay
vascos nobles, pero ésos no lo eran. No pertenecían a la clase de guerreros capaces de
batirse cara a cara contra los francos. Se escondieron en el desfiladero y, cuando
vieron pasar a los caballeros, los acribillaron a pedradas. Pero lo que les interesaba no
eran los caballeros, sino los carruajes. No pretendían librar una guerra, ni vengar
actos injustos. Sólo querían saquear, aunque de poco les sirvió.
—¿Por qué lo dices?
—Fue así —recordó Luis—. Sabían que el resto del ejército franco volvería al ver
que la retaguardia se retrasaba. Pero no tenían valor para esperarlos. Despojaron a los
caballeros muertos de sus espuelas de oro, de sus armaduras y de sus ricos atuendos.
Les quitaron los sacos con monedas, cargaron todo en los carros y se largaron de allí.
Unos kilómetros más allá, en lo profundo de las montañas, abrieron un foso y se
escondieron dentro de un hondo cañón donde creyeron estar a resguardo. Si los
llegaban a sorprender, de todas formas, el refugio haría las veces de fortaleza. Un
kilómetro más abajo del sitio donde acamparon, el cañón se estrechaba y formaba una
ruta sinuosa. En ese punto había caído una gran cantidad de rocas sueltas, formando
una barricada que podría haber sido defendida por unos pocos hombres contra
cualquier atacante. Para entonces, yo ya estaba muy lejos. Olí algo raro. Sabía que
algo terrible iba a suceder. Es otro aspecto de la supervivencia: uno acaba por

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desarrollar ciertos sentidos. Yo huelo el peligro con bastante anticipación. Luego me
enteré de lo que ocurrió.
Levantó la botella, tomó otro trago y se la tendió a Boyd.
—No me dejes sobre ascuas —dijo Boyd—. Cuéntame qué sucedió.
—Esa noche estalló una tormenta —prosiguió Luis—. Una de esas tormentas
eléctricas de verano, repentinas y brutales. Esta vez hubo aguaceros. Mis valientes
gascones murieron hasta el último hombre. Éste es el precio de la osadía.
Boyd bebió un sorbo y bajó la botella. Se la llevó al pecho y la acunó entre los
brazos.
—Tú lo sabes, pero eres el único —le dijo—. Quizá nadie se preguntó jamás qué
ocurrió con los gascones que pusieron en jaque a Carlomagno. Debes de saber otras
cosas. Por todos los cielos, hombre, tú has vivido la historia. No siempre habrás
estado en este lugar…
—No. A veces me largaba a otras tierras. Tenía alma de caminante. Había mucho
por ver, y a mí me convenía moverme… No podía quedarme en un mismo sitio
demasiado tiempo, pues se hubiesen dado cuenta de que yo no envejecía.
—Has conocido la Peste Negra —dijo Boyd—. Has visto a las legiones romanas.
Has sido testigo viviente de Atila. Has presenciado las Cruzadas. Has recorrido las
calles de la antigua Atenas.
—De Atenas, no —interrumpió Luis—. Nunca me gustó esa ciudad. Sí estuve un
tiempo en Esparta. Ah, Esparta… eso sí valía la pena.
—Eres un hombre instruido. ¿Dónde estudiaste?
—En París, durante un tiempo, en el siglo XIV. Luego, en Oxford. Después, en
otros lugares. Con distintos nombres. No trates de seguirme el rastro en las escuelas a
las que asistí.
—Podrías escribir un libro —propuso Boyd—. Batirías todas las ventas. Serías
millonario. Con un solo libro, amasarías una auténtica fortuna…
—No puedo permitirme ser millonario. Los millonarios llaman la atención, y eso
no me conviene. No soy codicioso; nunca lo he sido. Al nómada siempre le aguarda
algún tesoro. Tengo mis reservas aquí y allá. Me las arreglo bien.
Luis tenía razón, se dijo Boyd. No podía ser millonario. No podía escribir un
libro. Tampoco ser famoso, llamar la atención sobre sí de modo alguno. Siempre
tendría que mantenerse en el anonimato, inadvertido.
Los principios de la supervivencia. Eso había dicho. Y la prudencia formaba parte
de ellos, aunque no lo era todo. Había mencionado el arte de intuir el peligro, y la
capacidad de tener presentimientos. También tendría que poseer sabiduría, astucia
callejera, ese cinismo que proporcionan los años, destreza, aptitud para juzgar el
carácter y las reacciones humanas, conocimientos sobre el uso del poder de toda
índole: económico, político, religioso…
¿Sería humano este hombre, o a lo largo de veintidós mil años se habría
convertido en algo más?, caviló. ¿Habría dado ese paso clave que lo convertiría en

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algo más que un hombre? ¿Sería ese individuo que se sitúa más allá de la especie
humana?
—Una cosa más —le dijo Boyd—. ¿Por qué esas pinturas de Disney?
—Ésas las pinté un tiempo después que las demás —respondió Luis—. Yo pinté
algunas de las imágenes que hay en la caverna. El oso pescador es mío. Conocía la
gruta. La encontré y no dije nada. No tenía ninguna razón para mantenerla en secreto,
sólo que para mí fue algo a lo que aferrarme para sentirme más importante. Una
tontería; quería poder decirme: «Sé algo que tú ignoras». Años después volví a la
gruta para pintar. El arte rupestre me parecía fúnebre, demasiado serio, mágico pero
tonto… Me dije que la pintura debía ser diversión; por eso regresé, cuando la tribu ya
no estaba aquí, y pinté por el mero placer de hacerlo. ¿A ti qué te parece, Boyd?
—Es de lo mejorcito que he visto, caray…
—Temía que no encontrases la gruta, pero no podía ayudarte. Sabía que habías
visto las grietas en la pared. Te vi un día cuando estabas mirándolas. Confié en que lo
recordases. Y conté con que vieras las huellas digitales y con qué encontraras la
flauta. Desde luego, era cuestión de casualidad. Cuando dejé la pintura con las
huellas y la flauta, no tenía ningún propósito. Por supuesto, la clave estaría en el
flautín, y en ese sentido suponía que al menos tenía que despertar tu curiosidad. Pero
no tenía ninguna certeza. Cuando cenamos esa noche en el campamento, no dijiste
nada acerca de la gruta, y tuve miedo de que se te hubiera pasado por alto. Pero
cuando vi que te marchabas con la botella, a escondidas, comprendí que todo había
salido bien. Y ahora la gran pregunta: ¿dejarás que el mundo conozca las pinturas de
la gruta?
—No lo sé. Tengo que pensarlo. ¿Tú qué opinas?
—Hum… Preferiría que no lo hicieras.
—De acuerdo —convino Boyd—. Al menos por ahora, no lo haré. ¿Hay algo que
pueda hacer por ti? ¿Deseas algo?
—Has hecho lo más valioso —sonrió Luis—. Saber quién soy, qué soy. No sé por
qué esto es tan importante para mí, pero así son las cosas. Supongo que será una
cuestión de identidad. Cuando tú mueras, y espero que sea dentro de muchos años,
todo será como al principio y no habrá nadie que me conozca. Pero la certeza de que
hubo alguien que supo de mí, y que me comprendió, lo cual es mucho más
importante, me sostendrá durante siglos. Un momento… Tengo algo para ti.
Se levantó y se dirigió a la tienda. Regresó con una hoja de papel y se la ofreció a
Boyd. Era un mapa topográfico.
—Puse una cruz para señalar el lugar —explicó Luis.
—¿Qué lugar?
—El sitio donde encontrarás el tesoro de Carlomagno, en Roncesvalles. La
inundación arrastró las carretas y el tesoro aguas abajo, por el cañón. La curva del
cañón y la barricada de piedras de las que te he hablado tienen que haberles impedido
el paso. Lo encontrarás allí, probablemente bajo una profunda capa de rocas.

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Boyd levantó la vista del mapa con aire inquisidor.
—Vale la pena ir por él —insistió Luis—. También te permitirá confirmar la
validez de mi relato.
—Te creo —lo detuvo Boyd—. No necesito pruebas.
—Está bien… No me habría ofendido —aseguró Luis—. En fin, ya es hora de
marcharme.
—¡De marcharte! Tenemos tanto de qué hablar…
—Más adelante, quizá. Nos encontraremos de vez en cuando. Yo me encargaré de
que así sea. Ahora, debo partir.
Inició el descenso por el camino, mientras Boyd lo observaba desde el suelo.
Al cabo de unos pasos, Luis se detuvo y se volvió a medias, en dirección a Boyd.
—Es que para mí siempre es hora de marcharme —explicó a modo de
justificación.
Boyd se levantó y lo vio avanzar por la senda rumbo al pueblecito. Sintió la
profunda soledad que emanaba de aquella figura. Era el hombre más solitario del
mundo.

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LOS REYES DE LA ARENA
George R. R. Martin

Mejor relato, 1979

PREFACIO DEL EDITOR

Estuve a punto de rechazar el primer relato que recibí de George R. R. Martin


porque pensé que me estaba tomando el pelo. Se trataba de un artículo de
divulgación sobre programas de ajedrez por ordenador, que se titulaba «The
Computer Was a Fish» («El ordenador era un pez»). George lo envió a Analog poco
después de que yo me convirtiera en editor de esta revista. Los nombres de los
célebres jugadores de ajedrez a los que George aludía me parecieron versiones
deliberadamente distorsionadas de los personajes que aparecen en un relato clásico
de Fritz Leiber acerca del juego de ajedrez por ordenador: «The Sixty-four Square
Madhouse» («El manicomio con sesenta y cuatro escaques»). Afortunadamente, tuve
el sentido común de comprobar mis suposiciones y descubrí que Fritz había
cambiado los nombres de algunos destacados maestros de ajedrez, mientras que el
neófito George R. R. Martin se refería a ellos por sus verdaderos nombres.
A partir de este comienzo casi desastroso, George ascendió vertiginosamente en
el campo de la ciencia ficción. Es famoso por su estilo sensible y romántico, aunque
en este relato, «Los reyes de la arena», mezcla elementos de la ciencia ficción y del
terror más sangriento con una efectividad que se quedará grabada a fuego en la
memoria del lector.
Entre los diversos galardones que ha recibido figuran dos Nebulas y tres Hugos.
En la actualidad trabaja como asesor literario ejecutivo y guionista de la famosa
serie de televisión La Bella y la Bestia.

* * *

Simon Kress vivía solo en una destartalada mansión situada sobre las áridas y
rocosas colinas a cincuenta kilómetros de la ciudad. Por eso, cuando lo llamaron para
aquel trabajo inesperado, no tuvo ningún vecino a quien endiñarle convenientemente
el cuidado de sus mascotas. El gavilán carroñero no representaba ningún problema:
pasaba la noche en el campanario deshabitado y estaba acostumbrado a buscarse la
comida. En cuanto al shambler, Kress se limitó a echarlo de casa para que se las
arreglara por sí mismo; el pequeño monstruo ya encontraría babosas, pajarillos u
otros animalejos que echarse al buche. El acuario, lleno de genuinas pirañas
procedentes de la Tierra, ya era otro cantar. Finalmente Kress decidió tirarles un

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pedazo de carne en la pecera. Las pirañas siempre podían devorarse las unas a las
otras cuando él se retrasaba más de lo previsto. En una ocasión lo habían hecho. Le
resultó de lo más divertido.
Por desgracia, esta vez se retrasó muchísimo más de lo previsto. Cuando por fin
regresó, todos los peces habían muerto. Lo mismo le había ocurrido al gavilán
carroñero: el shambler había trepado al campanario y se lo había comido. Simon
Kress estaba indignado.
Al día siguiente se dirigió en su deslizador a Asgard, un viaje de unos doscientos
kilómetros. Asgard era la mayor ciudad de Baldur y se enorgullecía de poseer el más
importante astropuerto. A Kress le gustaba impresionar a sus amistades con animales
raros, divertidos y caros; Asgard era el lugar indicado para encontrarlos.
Sin embargo, en esta ocasión no tuvo mucha suerte. Xenoanimales había cerrado
al público, t’Etherane el Vendemascotas trató de endosarle otro gavilán carroñero y
Aguas Extrañas no ofrecía nada más exótico que pirañas, tiburones luminosos y
calamares araña. Kress ya había tenido todo eso; ahora andaba buscando algo nuevo.
Ya anochecía cuando se encontró andando por Rainbow Boulevard, buscando
algún comercio que le resultara nuevo. Cerca del astropuerto, la calle estaba
flanqueada por el mercado de los importadores. Las grandes corporaciones tenían
enormes escaparates donde extraños y carísimos artefactos alienígenas reposaban
sobre mullidos almohadones situados sobre un fondo de tela oscura, lo cual convertía
el interior de los comercios en algo sumamente misterioso. Entre las tiendas se
encontraban los bazares de baratijas; lugares estrechos y sucios atestados de toda
clase de chucherías. Kress probó suerte en ambas clases de comercios, con resultados
igualmente decepcionantes.
Por fin dio con una tienda diferente.
Estaba muy cerca del astropuerto. Kress nunca había estado allí con anterioridad.
La tienda ocupaba un pequeño edificio de una sola planta que no llamaba la atención,
situado entre un bar de euforia y un templo-prostíbulo de la Hermandad Secreta. En
aquella zona, el Rainbow Boulevard tenía ya un ambiente estrafalario. La tienda en sí
misma resultaba llamativa. Impresionante.
Los escaparates estaban velados por la niebla; ahora de un rojo pálido, luego de
un gris humoso, después con una tonalidad brillante y dorada. La niebla se
arremolinaba, giraba y brillaba débilmente en el interior del local. Kress vislumbró
algunos objetos en el escaparate —máquinas, obras de arte y otras cosas que no supo
identificar—, pero no logró discernir claramente ninguno de ellos. La niebla fluía
sinuosamente entre las mercancías, mostrando fugaces imágenes de objetos aquí y
allá, para luego ocultarlas todas de nuevo. Resultaba intrigante.
Mientras estaba mirando el escaparate, la niebla empezó a formar letras. Una por
una. Kress se quedó allí y las fue leyendo.

WO Y SHADE, IMPORTACIONES.

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MAQUINARIA - ARTE - FORMAS DE VIDA - ETC.

Las letras se detuvieron. A través de la niebla Kress vislumbró un movimiento.


Eso lo decidió; eso y la expresión «formas de vida» que aparecía en el anuncio. Se
quitó la capa de paseo y entró en la tienda.
Una vez dentro, Kress se sintió desorientado. El interior parecía enorme, mucho
mayor de lo que hubiera supuesto por la modesta fachada. El local estaba en
penumbra y silencioso. El techo imitaba un cielo estrellado, con sus nebulosas en
espiral y todo, muy oscuro y realista, muy logrado. Los mostradores brillaban
débilmente para exhibir mejor las mercancías que había en su interior. Los pasillos
estaban alfombrados con una densa niebla a ras de suelo. En algunos lugares le
llegaba casi a las rodillas y se arremolinaba a sus pies a medida que avanzaba.
—¿En qué puedo servirle?
Se diría que la mujer había surgido de la niebla. Alta, delgada y pálida; llevaba un
mono gris y una gorrita que se le ajustaba a la cabeza.
—¿Usted quién es, Wo o Shade? —preguntó Kress—. ¿O es sólo una
dependienta?
—Jala Wo, para servirle —respondió ella—. Shade no atiende a la clientela, y no
tenemos ningún dependiente.
—Su establecimiento es francamente grande —comentó Kress—. Es extraño que
nunca haya oído hablar de ustedes.
—Acabamos de inaugurar esta tienda en Baldur —explicó la mujer—. Sin
embargo, tenemos sucursales en varios planetas. ¿Qué le interesa? ¿Obras de arte, tal
vez? Tiene usted todo el aspecto de ser un coleccionista. Podemos ofrecerle algunas
esculturas de cristal de Nor T’alush preciosas.
—No —respondió Kress—. Ya tengo todas las esculturas de cristal que quiero.
Estoy buscando una mascota.
—¿Una forma de vida?
—Sí.
—Alienígena.
—Por supuesto.
—Ahora mismo disponemos de un mímico procedente del Mundo de Celia. Un
pequeño simio inteligente. No sólo puede aprender a hablar, sino que al final imitará
su voz, entonación, gestos e incluso expresiones faciales.
—Muy mono —observó Kress—. Pero también muy vulgar. No le veo ninguna
utilidad a todas esas habilidades, Wo. Quiero algo exótico, poco frecuente y que no
sea tan mono. Me molestan los animales graciosos. De momento tengo un shambler
que importé de Cotho a muy buen precio. De vez en cuando lo alimento con una
camada de gatitos que nadie quiere. Ésta es mi idea de un animal «mono». No sé si
me comprende.
Wo sonrió enigmáticamente.

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—¿Alguna vez ha tenido un animal que le adorara? —le preguntó la mujer.
Kress le ofreció una mueca sarcástica.
—Ya veo. No estoy pidiendo adoración, Wo. Sólo distracción.
—No, no me comprende usted —precisó Wo, todavía con su extraña sonrisa—.
Quiero decir auténtica y literal veneración.
—No acabo de entenderla. ¿De qué está hablando?
—Me parece que tengo precisamente lo que usted anda buscando. Sígame.
Condujo a Kress entre los radiantes mostradores y por un largo pasillo cubierto de
niebla, bajo la luz de las falsas estrellas. Atravesaron un muro de neblina para entrar
en otra sección de la tienda y se detuvieron delante de un enorme tanque de plástico.
Un acuario, supuso Kress.
Wo le indicó por señas que se acercara. Él se aproximó y descubrió que se había
equivocado: era un terrario. En su interior se extendía un desierto en miniatura, un
cuadrado de unos dos metros de lado. Arena pálida que cobraba un matiz escarlata
bajo una macilenta luz roja. Rocas: basalto, cuarzo y granito. En cada esquina del
tanque se erguía un castillo.
Kress parpadeó, se asomó por encima del tanque y se corrigió a sí mismo; en
realidad sólo tres castillos seguían en pie. El cuarto se había derrumbado y ahora no
era más que una ruina retorcida. Los otros tres eran toscos, pero estaban intactos,
construidos con piedras y arena. Por sus almenas y a través de los pórticos
redondeados, pequeñas criaturas trepaban y se afanaban arriba y abajo. Kress apretó
la cara contra el plástico.
—¿Insectos? —preguntó.
—No —respondió Wo—. Una forma de vida mucho más compleja y también más
inteligente. Son bastante más listos que su shambler. Se les conoce como reyes de la
arena.
—Insectos —repitió Kress, apartándose del tanque—. No me importa lo
complejos que sean. —Frunció el ceño—. Por favor, no trate de embaucarme con
todas esas zarandajas de la inteligencia. Esos seres son demasiado pequeños para
tener algo más que un cerebro rudimentario.
—Comparten un cerebro de colmena —precisó Wo—. Un cerebro de castillo,
para ser más exactos. En realidad, en este tanque sólo hay tres organismos. El cuarto
ha muerto. Ya ha visto cómo se les ha derrumbado el castillo.
Kress volvió a observar el tanque.
—Cerebros de colmena, ¿eh? Interesante. —De nuevo frunció el ceño—. De
todas formas, sólo es un descomunal hormiguero. Había esperado algo mejor.
—Entablan guerras.
—¿Guerras? ¡Vaya! —Kress volvió a mirar.
—Mire, observe los colores —le indicó Wo.
La mujer señaló las criaturas que pululaban en el castillo más cercano. Uno estaba
arañando el plástico del tanque. Kress lo examinó. Aún le parecía un insecto. Era

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apenas mayor que una uña, con seis extremidades y seis ojos distribuidos a lo largo
del cuerpo. Unas crueles mandíbulas se abrían y cerraban perceptiblemente, mientras
dos largas y sutiles antenas se agitaban al unísono en el aire. Antenas, mandíbulas,
ojos y extremidades eran de un negro intenso, pero el color dominante era el naranja
tostado de su coraza.
—Es un insecto —insistió Kress.
—No lo es —repitió Wo sin alterarse—. Al crecer, los reyes de la arena mudan el
blindaje del exoesqueleto. Si es que llegan a crecer. En un tanque de estas
dimensiones no llegarán a hacerlo. —Cogió a Kress por el codo y lo condujo
alrededor del tanque hasta el siguiente castillo—. Mire los colores de éstos.
Él obedeció. Eran diferentes. En este caso los reyes de la arena tenían una coraza
de un rojo brillante, mientras que las antenas, mandíbulas, ojos y extremidades eran
amarillos. Kress observó a través del tanque. Los habitantes del tercer castillo que
seguía en pie eran blancos con los miembros rojos.
—Ajá —murmuró él.
—Como le he dicho, están en guerra —prosiguió Wo—. Acuerdan treguas y
alianzas. El cuarto castillo que había en el tanque quedó destruido por una alianza.
Cada vez había más móviles negros, de forma que los otros unieron sus fuerzas y los
destruyeron.
Kress no acababa de convencerse.
—Divertido, sin duda. Pero los insectos también entablan guerras.
—Los insectos no veneran a nadie —objetó Wo.
—¿Qué?
Wo sonrió y señaló el castillo. Kress lo observó fijamente. En la pared de la torre
más alta había un rostro esculpido. Lo reconoció. Era el rostro de Jala Wo.
—¿Cómo…?
—Proyecté un holograma de mi cara al interior del tanque y lo dejé actuar durante
unos días. El rostro de dios, ¿comprende? Los alimento, siempre estoy cerca de ellos.
Los reyes de la arena tienen un sentido psíquico rudimentario. Telepatía por
proximidad. Me perciben y usan mi rostro para decorar los castillos como una forma
de adoración. Lo han hecho en todos los castillos, ¿ve?
En efecto, era cierto.
En el castillo, la cara de Wo aparecía serena y tranquila, muy realista. Kress
admiró la destreza con que estaba esculpida.
—¿Cómo lo hacen?
—Las patas delanteras les sirven de brazos. Incluso tienen una especie de dedos,
tres pequeños zarcillos flexibles. Además, cooperan con efectividad, tanto en la
construcción como en la guerra. Recuerde que todos los móviles de un mismo color
comparten una sola mente.
—¿Qué más puede contarme?
Wo sonrió.

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—El estómago está en el castillo. Yo la llamo «estómago». Verá, es casi un juego
de palabras. Esa cosa es al mismo tiempo una madre y un estómago. Es hembra,
grande como su puño, está siempre inmóvil. En realidad, «reyes de la arena» es un
nombre inapropiado. Los móviles son campesinos y guerreros, la auténtica soberana
es la reina. Pero esta analogía tampoco es del todo apropiada. Considerado como un
todo, cada castillo es una sola criatura hermafrodita.
—¿De qué se alimentan?
—Los móviles ingieren una papilla de comida predigerida que van a buscar al
interior del castillo. La obtienen del estómago después de que éste la haya elaborado
durante varios días. Sus sistemas digestivos no pueden asimilar nada más, de forma
que si el estómago muere, ellos también. El estómago… el estómago come cualquier
cosa que pille. En este sentido no resultan caros. Cualquier sobra de comida servirá
perfectamente.
—¿Comen seres vivos? —preguntó Kress.
Wo se encogió de hombros.
—Cada estómago come móviles de los otros castillos, sí.
—Estoy intrigado —admitió él—. Si no fueran tan pequeños…
—Los suyos podrían ser más grandes. Estos reyes de la arena son pequeños
porque el tanque es reducido. Al parecer, limitan su crecimiento según el espacio
disponible. Si los traslada a un terrario más grande, empezarán a crecer de nuevo.
—Ya veo. El acuario de las pirañas es doble de grande que ese tanque, y ahora
está vacío. Podría limpiarlo y llenarlo con arena.
—Wo y Shade se encargaría de la instalación, si usted lo desea.
—Por supuesto —añadió Kress— quiero cuatro castillos intactos.
—No hay ningún problema.
Empezaron a discutir el precio.

Tres días más tarde Jala Wo llegó a la propiedad de Kress con los reyes de la
arena dormidos y una cuadrilla de trabajadores que se ocuparían de la instalación.
Los ayudantes de Wo eran alienígenas de un tipo que Kress no conocía: bípedos
achaparrados y corpulentos, con cuatro brazos y saltones ojos multifacetados. Tenían
una piel gruesa y coriácea, que se retorcía en forma de cuernos, espinas,
protuberancias y extrañas deformidades por todo su cuerpo. Sin embargo, eran muy
fuertes y se revelaron como trabajadores competentes. Wo les impartía órdenes en un
idioma musical que Kress no había oído nunca. Terminaron en un día. Colocaron el
acuario de las pirañas en el centro del espacioso salón, lo rodearon de sofás para que
la gente pudiera sentarse a admirar el espectáculo, lo limpiaron y lo llenaron hasta los
dos tercios de su capacidad con arena y rocas. Luego instalaron un sistema de
iluminación especial para proporcionar al habitáculo la luz roja que preferían los
reyes de la arena y para proyectar hologramas en el interior del tanque. Encima

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extendieron una resistente cobertura de plástico, que contenía un mecanismo de
alimentación.
—De esta forma podrá dar comida a los reyes de la arena sin necesidad de quitar
el plástico —explicó Wo—. Debe tomar las máximas precauciones para evitar que los
móviles se escapen.
La capa de plástico también tenía un sistema de control climático.
—Debe mantener el ambiente seco, pero no en exceso —apuntó Wo.
Finalmente, uno de los trabajadores alienígenas se introdujo en el tanque y excavó
un profundo foso en cada una de las esquinas. Uno de sus compañeros le pasó los
estómagos anestesiados, después de cogerlos de uno en uno de sus recipientes de
congelación criónica. No tenían nada de particular. Kress decidió que sólo parecían
un montón de carne cruda multicolor y medio podrida. Con una boca.
El alienígena los enterró en las esquinas del tanque. Luego sellaron el recipiente.
—El calor despertará a los estómagos —dijo Wo—. En menos de una semana los
móviles empezarán a eclosionar y saldrán a la superficie. Asegúrese de darles
suficiente comida. Necesitarán mucha energía hasta que se hayan establecido. Estimo
que dentro de tres semanas ya habrán construido los castillos.
—¿Y mi cara? ¿Cuándo esculpirán mi cara?
—Proyécteles el holograma dentro de un mes, aproximadamente —lo instruyó—.
Y sea paciente. Recuerde, ante cualquier duda que le surja, no vacile en llamar. Wo y
Shade están a su servicio.
La mujer hizo una reverencia y se fue.
Kress volvió junto al tanque y encendió un cigarrillo de marihuana. El desierto
estaba silencioso y vacío. Tamborileó con impaciencia sobre el plástico y frunció el
ceño.

Al cuarto día, Kress vislumbró un asomo de movimiento bajo la arena, unos


sutiles deslizamientos subterráneos.
Al quinto día, vio el primer móvil: un solitario ser de color blanco.
Al sexto día, llegó a contar una docena, blancos, rojos y negros. Los anaranjados
iban con retraso. Kress les introdujo un cuenco de restos pasados. Los móviles lo
advirtieron enseguida, corrieron hacia el recipiente y empezaron a llevarse pedazos
de comida a sus respectivos rincones. No se pelearon. Kress estaba un poco
decepcionado, pero decidió dejarlos a su aire.
Los anaranjados aparecieron al octavo día. Por entonces, los otros reyes de la
arena habían empezado a transportar piedrecillas y a construir sus toscas
fortificaciones. Aún no guerreaban. De momento sólo tenían la mitad del tamaño de
los que había visto en la tienda de Wo y Shade, pero Kress supuso que ya crecerían.
Los castillos empezaron a surgir durante la segunda semana. Batallones
organizados de móviles arrastraban pesados cantos de piedra arenisca y granito a sus

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rincones, donde otros móviles empujaban arena con sus mandíbulas y zarzillos. Kress
se había comprado unos escudriñadores para observar mejor los trabajos por todo el
tanque. Iba de una pared de plástico a la otra, observándolos constantemente.
Resultaba fascinante. Los castillos eran quizá demasiado sencillos para su gusto, pero
se le ocurrió una idea para solucionar aquel inconveniente. Al día siguiente introdujo
algunas obsidianas y cuentas de cristal coloreado con la comida. Al cabo de unas
horas, los móviles las habían incorporado a las paredes de los castillos.
Los negros fueron los primeros en acabar su fortificación, seguidos de los blancos
y los rojos. Los anaranjados iban los últimos, como de costumbre. Kress se llevaba la
comida al salón y comía sentado en el sofá, para poder vigilarlos. Esperaba que la
primera guerra estallara en cualquier momento.
Estaba decepcionado. Los días iban transcurriendo, los castillos eran cada vez
más grandes y altos, y Kress sólo abandonaba el tanque para satisfacer sus
necesidades biológicas y para atender alguna llamada de negocios. Sin embargo, los
reyes de la arena no luchaban. Ya se estaba impacientando.
Finalmente decidió no alimentarlos más.
Dos días después de que los restos de comida dejaran de descender del cielo de su
desierto, cuatro móviles negros atacaron a un anaranjado y se lo llevaron al estómago.
Primero lo mutilaron: le arrancaron las mandíbulas, las antenas y las extremidades;
luego se lo llevaron por la sombría puerta principal de su diminuto castillo. Nunca
volvió a salir. Al cabo de una hora, más de cuarenta móviles anaranjados atravesaron
la arena y atacaron el rincón de los negros. Rápidamente fueron superados en número
por los móviles negros, que salieron a toda prisa de las profundidades de su castillo.
El combate terminó con la total aniquilación de los atacantes. Los muertos y heridos
acabaron en las fauces del estómago negro.
Encantado, Kress se felicitó por su genial idea.
Cuando al día siguiente introdujo comida en el tanque, se desencadenó una
cruenta batalla a tres bandas por apoderarse de ella. Los blancos fueron los
vencedores absolutos.
Después de eso, las guerras se sucedieron una tras otra.
Casi un mes después de que Jala Wo le entregara los reyes de la arena, Kress
conectó el proyector de hologramas y su rostro se materializó dentro del tanque. El
aparato iba girando lentamente, de forma que la mirada de Kress incidiera por igual
sobre los cuatro castillos. Kress consideró que el holograma guardaba un buen
parecido con él: mostraba su sonrisa traviesa, la ancha boca, las mejillas redondas.
Los ojos azules brillaban, el cabello canoso estaba cuidadosamente recogido en las
sienes en un elegante peinado, las cejas eran delgadas y sofisticadas.
Muy pronto, los reyes de la arena empezaron a trabajar. Kress los alimentaba en
abundancia mientras su imagen sonreía a los móviles desde el cielo del desierto. Por
un tiempo, las guerras se interrumpieron. Toda la actividad estaba directamente
encaminada a la adoración.

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Su rostro emergía en los muros de los castillos.
Al principio, las cuatro esculturas le parecieron iguales, pero a medida que el
trabajo progresaba y Kress fue estudiando las reproducciones, empezó a detectar
sutiles diferencias de técnica y ejecución. Los rojos se revelaron como los más
creativos, ya que usaron pequeñas escamas de pizarra para representar las canas. El
ídolo de los blancos le pareció joven y malicioso, mientras que la cara labrada por los
negros —a pesar de ser casi exacta a la anterior, línea por línea— se le antojó sabia y
bondadosa. Como siempre, los reyes de la arena anaranjados iban los últimos. Las
guerras no les habían beneficiado en absoluto, y su castillo parecía triste comparado
con los otros. La imagen que habían tallado era hierática y tosca, y parecían
dispuestos a dejarla tal como estaba. Cuando dejaron de trabajar en la escultura,
Kress se ofendió, pero no pudo hacer nada al respecto.
Cuando todos los reyes de la arena finalizaron la cara de Kress, apagó el
holograma y decidió que ya era hora de celebrar una fiesta. Quería impresionar a sus
amistades. Se le ocurrió que incluso podía organizarles una guerra. Canturreando
felizmente empezó a confeccionar la lista de invitados.
La fiesta fue todo un éxito.
Kress invitó a treinta personas: unos cuantos amigos íntimos que compartían sus
aficiones, unas pocas examantes y un grupo de rivales en la sociedad y en los
negocios que no podían arriesgarse a ignorar sus reuniones. Sabía que los reyes de la
arena desconcertarían e incluso ofenderían a algunos de sus invitados. Contaba con
ello. Simon Kress consideraba que sus fiestas eran un fracaso si al menos un invitado
no se marchaba echando pestes.
Impulsivamente, añadió el nombre de Jala Wo a la lista. «Traiga a Shade si lo
desea», añadió cuando dictó la invitación.
El hecho de que Wo aceptara le sorprendió un poco.
«Lamentablemente, Shade no podrá venir —respondió Wo—. No suele frecuentar
las reuniones sociales. En lo que a mí respecta, espero tener la ocasión de ver cómo
progresan sus reyes de la arena».
Kress les ofreció todo un banquete. Cuando al final las conversaciones
languidecieron y cuando muchos de los invitados empezaron a hacer tonterías bajo
los influjos del alcohol y los porros, el anfitrión los sorprendió al retirar él mismo los
restos de comida y depositarlos en un gran recipiente.
—Eh, venid todos —los llamó—. Quiero presentaros a mis nuevas mascotas.
Con el recipiente en la mano, los condujo al salón.
Los reyes de la arena habían correspondido a sus más fervorosas expectativas.
Les había hecho pasar hambre durante dos días y ahora estaban en pleno combate.
Mientras los invitados rodeaban el tanque, observando con los escudriñadores que
Kress les había proporcionado oportunamente, los reyes de la arena libraban una
batalla por las sobras. Cuando finalizó la reyerta contó como mínimo sesenta móviles

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muertos. Los rojos y los blancos, que recientemente habían establecido una alianza,
se hicieron con la mayor parte de la comida.
—Kress, eres repugnante —le espetó Cath m’Lane. Dos años atrás había vivido
con él durante una corta temporada, hasta que Kress se hartó de su estúpido
sentimentalismo—. ¡Qué tonta he sido al volver a tu casa! Pensé que tal vez habrías
cambiado y que desearías disculparte. —Cath nunca había olvidado la ocasión en que
el shambler se había comido un perrito monísimo que ella había encontrado—. No
vuelvas a invitarme nunca más, Simon.
Cath se fue resueltamente, acompañada de su amante del momento y un coro de
estentóreas carcajadas.
Los demás invitados tenían muchas preguntas que formularle.
¿Dónde había conseguido los reyes de la arena?, querían saber.
—En Wo y Shade, Importadores —respondió Kress, con un educado gesto hacia
Jala Wo, que había permanecido silenciosa y apartada durante casi toda la velada.
¿Por qué decoraban los castillos con el rostro de Kress?
—Porque yo soy la fuente de todas las cosas buenas que reciben. Estoy seguro de
que lo comprendes.
Aquello suscitó un coro de risitas sofocadas.
¿Volverían a luchar?
—Por supuesto, pero no esta noche. No os preocupéis, habrá más fiestas.
Jad Rakkis, que era un xenólogo aficionado, empezó a hablar de otros insectos
sociales y de las guerras que entablaban.
—Estos reyes de la arena resultan divertidos, pero no son nada extraordinario. Ya
te daré información sobre las hormigas soldado de la Tierra, por ejemplo.
—Los reyes de la arena no son insectos —intervino Jala Wo con sequedad, pero
Jad ya se había ido, y nadie prestó la menor atención a estas palabras. Kress le sonrió
y se encogió de hombros.
Malada Blade sugirió que hicieran apuestas la siguiente vez que se reunieran para
observar una guerra. Todo el mundo estuvo de acuerdo. Después de eso surgió una
discusión acerca de las reglas y las apuestas. Duró casi una hora. Finalmente los
invitados empezaron a despedirse. Jala Wo fue la última en marcharse.
—Vaya, parece que mis reyes de la arena han sido un éxito —comentó Kress
cuando se quedaron a solas.
—Han crecido deprisa —dijo Wo—. Ya son casi más grandes que los míos.
—Sí —convino Kress—. Excepto los anaranjados.
—Ya lo he notado —observó Wo—. Parece haber menos que de los demás, y su
castillo no está tan elaborado.
—Bueno, alguno tiene que perder —dijo Kress—. Los anaranjados fueron los
últimos en salir y establecerse. Han tenido que pagar las consecuencias.
—¿Cómo dice? —se extrañó Wo—. ¿Está seguro de que les da comida
suficiente?

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Kress se encogió de hombros.
—De vez en cuando los mantengo a dieta. Eso estimula su espíritu combativo.
La mujer frunció el ceño.
—No hay ninguna necesidad de hacerles pasar hambre, ya lucharán a su debido
tiempo y por sus propias razones. Forma parte de su naturaleza; de esta forma
presenciará usted conflictos de una deliciosa sutileza y complejidad. La guerra
constante suscitada por el hambre es torpe y degradante.
Kress la miró de mal talante.
—Está usted en mi casa, Wo, y aquí soy yo quien decide lo que es degradante. Al
principio los alimenté como usted me dijo, pero no empezaron ninguna batalla.
—Tendría que haber sido más paciente.
—No —replicó Kress—. A fin de cuentas, soy su amo y su dios. ¿Por qué debería
esperar sus impulsos naturales? No combatían con la frecuencia que yo deseaba, de
modo que solventé el problema.
—Comprendo —dijo Wo—. Comentaré la cuestión con Shade.
—Nada de todo esto les concierne a usted o a él —barbotó Kress.
—En ese caso, sólo me queda desearle buenas noches —suspiró Wo, resignada.
Pero cuando ya se ponía el abrigo, dispuesta a marcharse, se dirigió a él con una
última mirada de reprobación—. Mire las esculturas de su cara, Simon Kress —le
advirtió—. Vigile los rostros.
Desconcertado, volvió junto al tanque y examinó las caras después de que ella se
marchara. Las esculturas estaban allí, como de costumbre. Sin embargo… Kress
cogió el escudriñador y las observó con más detalle. Incluso así le resultó difícil de
distinguir. Sin embargo, le pareció que la expresión de las esculturas había cambiado
ligeramente, que en su sonrisa había una expresión retorcida y maliciosa. Pero era un
cambio insignificante, ni siquiera estaba seguro de que hubiese cambiado en absoluto.
Finalmente, Kress lo atribuyó a la sugestión y decidió no invitar a Jala Wo a ninguna
otra de sus reuniones.

Durante los siguientes meses, Kress y una docena de amigos íntimos se reunieron
cada semana para lo que solían llamar los «juegos de guerra». Cuando menguó su
fascinación inicial por los reyes de la arena, Kress pasó menos tiempo junto al tanque
y se dedicó más a sus negocios y a la vida en sociedad, aunque todavía le gustaba
recibir a las amistades para contemplar las contiendas. Estimulaban la agresividad de
los combatientes manteniéndolos constantemente al límite del hambre. Este sistema
tuvo grandes efectos sobre los reyes de la arena anaranjados, cuyo número disminuyó
de forma tan alarmante que Kress empezó a preguntarse si su estómago no habría
muerto. A pesar de todo, los otros medraban.
Algunas veces, cuando no podía conciliar el sueño por la noche, Kress se tomaba
una botella de vino en la penumbra del salón, iluminado tan sólo por el resplandor

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rojo de su desierto en miniatura. Podía permanecer durante horas allí solo, bebiendo y
mirando. Por lo general siempre se estaba librando una reyerta, y cuando no
combatían Kress los azuzaba fácilmente mediante el sencillo recurso de echarles algo
de comida.
Pronto los amigos de Kress empezaron a apostar acerca de las batallas semanales,
tal como había sugerido Malada Blade. Kress ganó considerables sumas de dinero
apostando por los blancos, que se habían convertido en la colonia más numerosa y
poderosa del tanque, con el castillo más grande. Una semana deslizó la cobertura de
la esquina del tanque y echó la comida a los blancos, en lugar de dejarla en el centro
del campo de batalla como solía. De esta forma, los otros se vieron obligados a atacar
la fortaleza de los blancos para conseguir comida. Lo intentaron, pero los blancos
eran muy hábiles en la defensa. Jad Rakkis tuvo que pagarle cien estándares a Kress.
A decir verdad, Rakkis perdía mucho dinero con los reyes de la arena cada
semana. Pretendía saberlo todo acerca de su vida y costumbres, y aseguraba que los
había estudiado a partir de la primera fiesta, pero no tenía mucha suerte en las
apuestas. Kress sospechaba que las pretensiones de Jad eran simples fanfarronadas.
Había intentado estudiar un poco a los reyes de la arena en un momento de ociosa
curiosidad, y había ido a la biblioteca para averiguar de qué mundo provenían sus
mascotas. Pero no había ningún listado de planetas. Pensó ir a ver a Wo un día para
preguntárselo, pero como estaba ocupado en otros asuntos al final se olvidó del tema.
Por fin, después de un mes en el que perdió más de cien estándares, Jad Rakkis se
presentó a los juegos de guerra con una pequeña caja de plástico bajo el brazo. En el
interior había un ser con forma de araña cubierta de un fino pelaje dorado.
—Una araña de la arena —anunció Rakkis—. Viene de Cathaday. La he
conseguido esta misma tarde en t’Etherane el Vendemascotas. Por lo general les
extirpan la bolsa del veneno, pero este espécimen la conserva. ¿Te atreves, Simon?
Quiero recuperar mi dinero. Apuesto mil estándares: la araña de la arena contra los
reyes de la arena.
Kress examinó la araña dentro de la cárcel de plástico. Sus reyes de la arena
habían crecido —ahora eran el doble de grandes que los de Wo, tal como ella había
predicho— pero aún eran diminutos comparados con aquel ser. La araña tenía
veneno, mientras que los móviles no. Sin embargo, ahora había muchísimos reyes de
la arena, sin contar el hecho de que últimamente las batallas ya se estaban haciendo
aburridas.
—De acuerdo —dijo Kress—. Jad, estás cometiendo una estupidez. Los reyes de
la arena acabarán con esta fea criatura tuya en un abrir y cerrar de ojos.
—Si aquí hay un estúpido, eres tú Simon —respondió Rakkis con una sonrisa—.
La araña de la arena cathadayana se alimenta en las madrigueras de otros bichos. Ya
verás cómo se mete en los castillos y devora a los estómagos.
Kress frunció el ceño entre las risas de sus amigos. No había contado con eso.
—Vamos a comprobarlo —espetó, airado. Fue a añadir hielo a su bebida.

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La araña era demasiado grande para introducirla en el cajetín de la comida. Dos
de los invitados ayudaron a Rakkis a deslizar cuidadosamente la cobertura de plástico
del tanque hacia un lado, y Malada Blade le pasó la caja de la araña. Rakkis sacó a su
mascota. El animal aterrizó suavemente sobre una pequeña duna delante del castillo
rojo y por un momento pareció confusa: movía la boca y agitaba las patas en un gesto
amenazador.
—Venga —la animó Rakkis.
Todos estaban alrededor del tanque. Simon Kress encontró los escudriñadores y
lo fue pasando. Si tenía que perder mil estándares, por lo menos quería tener una
buena perspectiva del momento.
Los reyes de la arena habían visto al invasor. En todo el castillo, la actividad
había cesado. Los pequeños móviles rojos estaban petrificados, estudiando la
situación.
La araña empezó a avanzar hacia la prometedora oscuridad de la puerta. En la
torre más alta, el impasible semblante de Simon Kress lo observaba todo.
De pronto se desencadenó un frenesí de actividad. Los móviles rojos que estaban
más cerca se organizaron en dos grupos y arremetieron contra la araña a través de la
arena. Más soldados emergieron del interior del castillo y formaron tres líneas para
evitar que la araña se acercara a la cámara donde vivía el estómago. Los exploradores
se retiraban de las dunas para aprestarse a la lucha.
Empezó la batalla.
Los reyes de la arena atacantes saltaron sobre la araña. Con las mandíbulas
empezaron a golpearle sonoramente las patas y el abdomen. Los rojos treparon por
las extremidades doradas del invasor para hacerlo retroceder. Uno de ellos encontró
un ojo y empezó a desgarrarlo con sus delgados zarzillos amarillos. Kress señaló
aquella acción con una sonrisa.
Pero eran demasiado pequeños y carecían de veneno, y por su parte la araña no
cejó. Con las patas tiraba a los reyes de la arena a uno y otro lado. Sus fauces
chorreantes encontraron otros soldados, que acabaron mutilados y rígidos. Alrededor
de una docena de combatientes rojos yacían muertos. La araña de la arena prosiguió
adelante. Las líneas se cerraron alrededor de ella, incluso llegaron a cubrirla en un
combate desesperado. Kress observó que un grupo de reyes de la arena había
mordido una de las patas de la araña. Varios defensores saltaron desde lo alto de las
torres para aterrizar sobre la confusión de cuerpos que se debatía sobre la arena.
Perdida entre los reyes de la arena, la araña se introdujo a trompicones en la
oscuridad y desapareció.
Jad Rakkis soltó un hondo suspiro. Estaba pálido.
—Fantástico —comentó alguien. Malada Blade sofocó una risita nerviosa.
—Mira —señaló Idi Noreddian, tirando del brazo de Kress.
Habían estado todos tan absortos en la batalla del castillo, que ninguno de ellos
había reparado en la actividad que se desarrollaba en otros lugares del tanque. Pero

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ahora el castillo había vuelto a la normalidad, la arena aparecía cubierta de móviles
rojos muertos, y de repente lo vieron.
Tres ejércitos se alzaban ante el castillo rojo. Permanecían inmóviles, en perfecta
formación, una hilera tras otra de reyes de la arena anaranjados, blancos y negros.
Esperaban a ver qué salía de las profundidades del castillo.
Simon Kress sonrió.
—Un cordón sanitario —observó—. Y por favor, echa una mirada a los otros
castillos, Jad.
Rakkis lo hizo y soltó un taco. Unos grupos de móviles estaban tapiando las
puertas con arena y piedras. Si la araña lograba sobrevivir a la contienda, tendría
graves dificultades para entrar en los otros castillos.
—Tendría que haber traído cuatro arañas —rezongó Jad Rakkis—. De todas
formas, he ganado. Ahora mi araña está ahí dentro, comiéndose al estómago.
Kress no contestó. Se limitó a esperar. Algo se movía en las sombras.
De repente, todos los móviles rojos empezaron a salir por la puerta. Tomaron sus
posiciones en lo alto del castillo y empezaron a reparar los desperfectos que había
causado la araña. Los otros ejércitos se disolvieron e iniciaron la retirada hacia sus
respectivos rincones.
—Jad —dijo Simon Kress—. Me parece que estás un poco equivocado respecto a
quién se ha comido a quién.

A la semana siguiente, Rakkis llevó cuatro delgadas serpientes plateadas. Los


reyes de la arena acabaron con ellas sin grandes dificultades.
Luego llevó un enorme pájaro negro, que se comió a más de treinta móviles
blancos y casi destruyó su castillo a base de golpes y tropezones a ciegas. Sin
embargo, al final se le cansaron las alas y los reyes de la arena lo atacaron con
violencia allí donde se posara.
Después de eso llegó con una caja llena de insectos, unos escarabajos acorazados
que guardaban cierto parecido con los reyes de la arena. Pero eran estúpidos,
demasiado estúpidos. Una fuerza aliada de móviles negros y anaranjados rompió la
formación de los invasores, los dividió y acabó masacrándolos.
Rakkis empezó a dar pagarés a Kress.
Fue más o menos en esa época cuando Kress volvió a encontrarse con Cath
m’Lane, una noche en que él fue a cenar a Asgard, a su restaurante favorito. Kress se
detuvo un momento delante de la mesa de ella y le habló brevemente acerca de los
juegos de guerra para invitarla a que participara en las reuniones. Ella se ruborizó,
luego recuperó el control de sí misma y le respondió con frialdad.
—Alguien tiene que detenerte, Simon, y me parece que voy a ser yo —le advirtió.
Kress se encogió de hombros y se dedicó a disfrutar de una sabrosa comida, de
forma que no pensó más en la amenaza de m’Lane.

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Más o menos una semana después, una mujer baja y robusta se presentó a su
puerta y le mostró un brazalete de policía.
—Hemos recibido quejas —le dijo—. ¿Tiene usted un tanque lleno de insectos
peligrosos, Kress?
—No son insectos —respondió él, furioso—. Entre, se los mostraré.
Después de echar un vistazo a los reyes de la arena, la mujer sacudió la cabeza.
—Mala cosa. ¿Qué sabe usted de estas criaturas? ¿Sabe de qué mundo proceden?
¿Han recibido la aprobación del Departamento de Ecología? ¿Ha tramitado usted una
licencia para tenerlos? Se nos ha informado de que son carnívoros, posiblemente
peligrosos. ¿Dónde los consiguió?
—En Wo y Shade.
—Nunca había oído hablar de ellos —observó la policía—. Seguramente los
introdujeron de contrabando, en el supuesto de que nuestros ecologistas no les
concedieran el permiso de importación. No, Kress, no puede tenerlos. Voy a confiscar
este tanque y procederemos a su destrucción. Y ya puede ir preparándose para pagar
unas cuantas multas.
Kress le ofreció cien estándares a cambio de que se olvidara de todo aquel asunto.
Ella los rechazó con un ruidito de fastidio.
—Ahora tendré que añadir un intento de soborno a los cargos ya existentes contra
usted.
Sin embargo, la cantidad de doscientos estándares logró ablandarla.
—Ya sabe que no será nada fácil —le dijo la mujer—. Habrá que alterar
formularios, borrar grabaciones… Además, obtener una licencia de los ecologistas
llevará bastante tiempo. Por no mencionar al denunciante. ¿Qué ocurrirá si vuelve a
llamar?
—No se preocupe —dijo Kress—. De eso ya me ocupo yo.
Estuvo un rato considerando el asunto. Esa misma noche hizo algunas llamadas.
En primer lugar se puso en contacto con t’Etherane el Vendemascotas.
—Quisiera comprar un perro —dijo Kress—. Un cachorro.
El rubicundo comerciante lo miró boquiabierto.
—¿Un cachorro? Eso sí que es nuevo en ti, Simon. ¿Por qué no te das una vuelta
por aquí? Podemos ofrecerte una gran variedad.
—Quiero un tipo muy concreto de cachorro —alegó Kress—. Toma nota. Te
describiré exactamente lo que ando buscando.
Luego llamó a Idi Noreddian.
—Idi, ¿podrías traer tu equipo de holo esta noche? Voy a grabar una batalla de los
reyes de la arena. He pensado regalársela a uno de mis amigos.

La noche después de haber hecho la grabación, Simon Kress trasnochó hasta muy
tarde. Absorbió un nuevo drama en el sensorio, comió alguna cosa, se fumó un par de

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porros y descorchó una botella de vino. Muy satisfecho de sí mismo, se dirigió al
salón con un vaso en la mano.
Las luces estaban apagadas. El resplandor rojo del terrario daba un tinte caluroso
y enfebrecido a las sombras. Se adelantó para observar sus dominios. Quería saber
cómo iban las reparaciones del castillo de los negros. El perrito lo había dejado hecho
una pena.
Las obras avanzaban a buena marcha. Pero mientras Kress examinaba los trabajos
a través de los escudriñadores, tuvo la oportunidad de ver más de cerca la escultura
de su rostro. Quedó sobrecogido.
Se apartó un poco, parpadeó, tomó otro sorbo de vino y volvió a mirar.
La escultura de las paredes todavía representaba su rostro, pero parecía tener
algún error, estaba retorcida. Las mejillas aparecían hinchadas, porcinas; la sonrisa
era tortuosa y lasciva. Parecía terriblemente malévolo.
Inquieto, rodeó el tanque para examinar los otros castillos. Todos tenían alguna
diferencia, pero en definitiva expresaban lo mismo.
Aunque los anaranjados habían prescindido de los detalles, el resultado aún
parecía monstruoso, tosco: una boca brutal y unos ojos indiferentes.
Los rojos le habían colocado una sonrisa espasmódica, satánica. La boca resultaba
extraña, las comisuras esbozaban un gesto sumamente desagradable.
Los blancos, sus favoritos, habían tallado la imagen de un dios cruel e idiotizado.
Simon Kress arrojó la botella de vino a través de la habitación en un arrebato de
ira.
—¡Cómo os atrevéis! —exclamó casi sin aliento—. Ahora estaréis sin comer toda
una semana, malditos… —chilló con voz estridente—. Ya os enseñaré yo.
Se le ocurrió una idea. Salió a grandes zancadas de la habitación, para regresar un
momento después con una antigua espada en la mano. Tenía un metro de largo y aún
conservaba su filo. Kress sonrió, se subió encima del terrario y deslizó la cobertura de
plástico lo suficiente para cumplir su propósito, de forma que dejó abierta una
esquina del desierto. Se dejó caer sobre la arena y empuñó la espada contra el castillo
que se alzaba delante de él. Hurgó de un lado a otro, derribó torres, murallas y
paredes. La arena y las piedras se derrumbaron, de forma que los móviles quedaron
enterrados bajo los escombros. Con un golpe de muñeca barrió los rasgos de la
insolente e insultante caricatura que los reyes de la arena habían hecho de él. Luego
apoyó la punta de la espada sobre la oscura abertura que conducía a la cámara del
estómago y empujó con todas sus fuerzas. Percibió un suave ruido y encontró cierta
resistencia. Todos los móviles se agitaron y cayeron paralizados. Satisfecho, Kress
salió del tanque.
Permaneció observando durante un rato, preguntándose si habría matado al
estómago. La punta de la espada estaba húmeda. Pero finalmente los reyes de la arena
empezaron a levantarse de nuevo. Muy débilmente, con lentitud, pero se movían.

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Ya se disponía a devolver la cobertura plástica a su lugar para iniciar el ataque al
segundo castillo cuando notó una mordedura en la mano.
Kress gritó y dejó caer la espada para arrancarse al rey de la arena de la presa que
había hecho en su carne. El pequeño ser cayó sobre la alfombra; Kress lo aplastó con
el talón y siguió pisoteándolo hasta que no le cupo ninguna duda de que había
muerto. El animal había crujido bajo su zapato. Después de aquel suceso, temblando,
Kress se apresuró a sellar el tanque de nuevo, se dio una ducha y se examinó la herida
con sumo cuidado. Decidió hervir la ropa.
Más tarde, después de varios vasos de vino fresco, volvió al salón. Estaba un
poco avergonzado por el modo en que lo habían aterrorizado los reyes de la arena.
Decidió que nunca más volvería a abrir el tanque. En adelante, la cobertura
permanecería en su sitio permanentemente. Sin embargo, aún tenía que castigar a los
otros.
Kress decidió lubricar sus engranajes mentales con otros vasos de vino. Cuando
se lo hubo terminado, tuvo una inspiración. Se acercó al tanque sonriendo y efectuó
unos pequeños ajustes en los controles de humedad.
Ya estaba conciliando el sueño, todavía con el vaso de vino en la mano, cuando
los castillos empezaron a deshacerse bajo la lluvia.

Kress se despertó cuando oyó que alguien aporreaba frenéticamente la puerta.


Se levantó, confuso, con un terrible dolor de cabeza. Las resacas de vino siempre
son las peores, pensó. Avanzó tambaleándose hasta el recibidor. Cath m’Lane
esperaba fuera.
—Tú, monstruo repugnante —espetó ella, con el rostro abotargado, hinchado y
surcado por las lágrimas—. Me he pasado la noche llorando, cerdo. Pero esto se ha
acabado, Simon, se ha acabado.
—No grites tanto —protestó Kress, sujetándose la cabeza—. Tengo resaca.
Ella soltó un juramento y a empellones se abrió camino al interior de la casa. El
shambler se acercó para averiguar a qué se debía todo aquel alboroto. La mujer
abofeteó a Simon y entró con paso airado en el salón. Kress iba pisándole los talones
sin poder hacer nada.
—Cuidado, ¿qué vas a…? Oye, no puedes… —Se interrumpió, súbitamente
horrorizado. Aquella loca llevaba una almádena en la mano izquierda—. ¡No! —
exclamó.
Ella se encaminó directamente al tanque de los reyes de la arena.
—Te encantan estos bichitos, ¿verdad, Simon? En tal caso, no creo que te moleste
vivir con ellos.
—¡¡¡Cath!!! —aulló Kress.
Aferrando la almádena con ambas manos, la balanceó tan fuerte como pudo
contra la pared del tanque. El estrépito del impacto la hizo gritar y Kress emitió un

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sordo lamento de desesperación. Sin embargo, el plástico resistió el embate.
Ella volvió a la carga. En esta ocasión se oyó un crujido y apareció una red de
finas grietas.
Kress se lanzó contra la chica mientras ésta iniciaba una tercera arremetida.
Cayeron rodando al suelo. Ella perdió el martillo e intentó estrangular a su
adversario, pero Kress se zafó y le mordió un brazo hasta que hizo brotar la sangre.
Ambos se levantaron tambaleantes, jadeando.
—Tendrías que verte, Simon —dijo ella en tono acusador—. Tienes la boca
manchada de sangre. Te pareces a una de tus mascotas. ¿Te gusta el sabor?
—Vete —le ordenó. Vio la espada en el lugar donde había caído la noche anterior
y la empuñó—. Vete —repitió, subrayando las palabras con movimientos de la
espada—. No vuelvas a acercarte al tanque.
Ella se rió.
—No te atreverás.
Se volvió para coger el martillo.
Kress profirió un aullido y arremetió contra ella. Antes de que se diera cuenta de
lo que estaba ocurriendo, la hoja de acero se había clavado en el abdomen de Cath
m’Lane. Ella le dirigió una mirada interrogante y resbaló contra la espada. Kress se
derrumbó gimiendo.
—No era mi intención… Sólo quería…
Ella estaba inmóvil, sangrante, agonizante, pero por algún motivo no llegó a caer.
—Eres un monstruo —alcanzó a balbucear, aunque tenía la boca llena de sangre.
Hizo girar la espada de una forma que parecía imposible y con sus últimas fuerzas
golpeó el tanque. La debilitada pared estalló, y Cath m’Lane quedó sepultada bajo
una avalancha de plástico, arena y barro.
Kress emitió unos ruiditos histéricos y se derrumbó sobre el sofá.
Los reyes de la arena surgían entre toda aquella basura y se desparramaban por el
suelo del salón. Se arrastraban sobre el cadáver de Cath m’Lane. Unos pocos se
aventuraron con prudencia sobre la alfombra. Muchos más los siguieron.
Él permaneció observando mientras los móviles se distribuían en una columna,
una formación hirviente. Transportaban algo, algo viscoso y deforme, un montón de
carne cruda del tamaño de una cabeza humana. Empezaron a llevársela del tanque.
Aquello palpitaba.
En ese momento Kress perdió el control de sí mismo y echó a correr.

Era ya avanzada la tarde cuando encontró el valor suficiente para regresar.


Había corrido hacia su deslizador y viajado hasta la ciudad más próxima, a unos
cincuenta kilómetros, casi mareado de terror. Pero una vez estuvo lejos y a salvo,
después de haber encontrado un pequeño restaurante, tomado varias tazas de café y

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dos tabletas de antirresaca, e ingerido un completo desayuno, fue recuperando poco a
poco la calma.
Había sido una mañana horrorosa, pero seguir insistiendo en este punto no iba a
solucionar nada. Pidió más café y estudió la situación con frialdad y distanciamiento
racional.
Había matado a Cath m’Lane. ¿Podía dar parte de ello, alegando que se había
tratado de un accidente? Difícilmente. La había traspasado con la espada, y además le
había dicho a la agente de policía que él mismo se encargaría de la denunciante.
Tendría que eliminar las pruebas y confiar en que Cath no le hubiera dicho a nadie
adonde se dirigía esa mañana. Eso ya sonaba mejor. Cath tenía que haber recibido su
regalo a última hora de la tarde. Le había dicho que se había pasado la noche
llorando, y cuando llegó a casa de Kress por la mañana estaba sola. Muy bien, tenía
un cadáver y un deslizador para deshacerse de él.
Quedaban los reyes de la arena. Podían causarle más de un problema. Sin duda,
en aquel momento ya habrían escapado todos. Temblaba al imaginar a aquellos seres
circulando por la casa, revolviendo su cama y sus trajes, infestando su comida. Se
estremeció y se sobrepuso al asco. No sería tan difícil acabar con ellos, se recordó a sí
mismo. No tenía que ocuparse de todos los móviles, sino sólo de los estómagos. Se
veía capaz de hacerlo. Por lo que había visto, ahora eran bastante grandes. Los
encontraría y acabaría con ellos.
Simon Kress fue de compras antes de regresar a su casa. Compró un equipo de
protectores dérmicos para cubrirse de pies a cabeza, varios sacos de veneno
granulado para alimañas y un fumigador de un pesticida muy fuerte e ilegal. También
se compró un dispositivo magnicierre de remolque. Cuando aterrizó, emprendió el
trabajo metódicamente. En primer lugar, enganchó el deslizador de Cath a su
vehículo con el magnicierre. Al registrarlo, tuvo el primer golpe de suerte. El chip
cristalino con el holograma de los reyes de la arena que Idi Noreddian había grabado
estaba en el asiento delantero. Este punto le había preocupado.
Cuando los deslizadores estuvieron listos, se embutió en la cobertura dérmica y
entró en la casa a buscar el cadáver de Cath.
No estaba allí.
Rebuscó en la arena ya seca, pero no cabía la menor duda: el cuerpo había
desaparecido. ¿Podía haberse alejado arrastrándose? No lo creía, pero decidió echar
un vistazo. Después de una somera búsqueda por la casa no encontró el menor rastro
de Cath ni de los reyes de la arena. No tenía tiempo de continuar investigando, pues
el incriminador deslizador estaba delante de la puerta principal de su casa. Decidió
volver a intentarlo más tarde.
A unos setenta kilómetros de la propiedad de Kress había una cadena de volcanes
activos. Viajó hasta allí, con el deslizador de Cath de remolque. Cuando sobrevolaba
el brillante cono del volcán más alto, desactivó el magnicierre y contempló cómo
desaparecía el vehículo entre la lava. Cuando regresó a su casa ya anochecía, de

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forma que pudo permitirse un respiro. Por un momento consideró la posibilidad de
trasladarse a la ciudad y pasar la noche allí. Descartó la idea. Aún no estaba a salvo.
Esparció el veneno por el exterior de la casa. Esto no despertaría las sospechas de
nadie. Aquel lugar siempre había tenido problemas con las alimañas. Cuando hubo
terminado, cogió el fumigador de pesticida y regresó al interior de la vivienda.
Kress recorrió todas las habitaciones de la casa y fue encendiendo las luces a
medida que avanzaba, de forma que al final quedó rodeado por un gran resplandor de
luz artificial. Se detuvo a limpiar el salón; allí utilizó una pala para meter todos los
fragmentos de cristal y la arena en el interior del tanque roto. Los reyes de la arena se
habían ido, tal como él temía. Los castillos estaban medio deshechos, desmoronados,
reducidos a escombros por el azote de agua con que Kress los había castigado, y lo
que quedaba en pie se iba derrumbando a medida que se secaba.
Se encogió de hombros y continuó buscando, con el fumigador de pesticida atado
con una correa sobre los hombros.
En la bodega más profunda encontró el cadáver de Cath m’Lane. Yacía
desmadejado al pie de un tramo de escaleras, con los miembros retorcidos como si se
hubiera caído. El cuerpo estaba cubierto por un enjambre de móviles blancos que
pululaban sobre él y Kress observó que el cadáver se movía sobre el sucio suelo lleno
de trastos.
Se rió e intensificó la iluminación al máximo. En la esquina más alejada
distinguió un achaparrado castillo de tierra y un agujero oscuro entre dos anaqueles.
Kress descubrió un tosco bosquejo de su propio rostro en una de las paredes de la
bodega.
El cadáver se desplazó de nuevo unos centímetros en dirección al castillo. Kress
tuvo una repentina visión del estómago blanco aguardando, hambriento. Tal vez sería
capaz de engullir uno de los pies de Cath, pero no más. Era absurdo. Se echó a reír de
nuevo y empezó a bajar a la bodega, con un dedo fijo en el disparador del fumigador.
Los reyes de la arena —cientos de ellos moviéndose al unísono— abandonaron el
cadáver y formaron líneas de combate, hasta formar toda una extensión blanca entre
él y el estómago.
De pronto Kress tuvo otra inspiración. Sonrió y bajó la mano con la que pensaba
disparar.
—Nadie tragaba a Cath —dijo, encantado ante su propio ingenio—. Mucho
menos unos tipos de vuestro tamaño. Venga, voy a echaros una mano. Después de
todo, para eso están los dioses, ¿no?
Regresó arriba y volvió poco después con una cuchilla de carnicero. Los reyes de
la arena esperaron pacientemente y se quedaron observando mientras Kress
descuartizaba a Cath m’Lane en pedazos que pudieran digerir cómodamente.
Esa noche Kress durmió con los protectores dérmicos puestos y el pesticida a
mano, pero no llegó a necesitarlos. Los móviles blancos, saciados, permanecieron en
la bodega, y Kress no halló el menor rastro de los otros.

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Por la mañana terminó de limpiar el salón. El único indicio que quedó del
enfrentamiento fue el tanque roto.
Tomó una comida ligera y reemprendió la búsqueda de los reyes de la arena que
aún no había localizado. A plena luz del día no resultó tan difícil. Los negros se
habían establecido en el jardín y construyeron un sólido castillo a base de cuarzo y
obsidiana. Encontró a los rojos en el fondo de la piscina, que no se utilizaba desde
hacía años y con el paso del tiempo se había llenado parcialmente de arena arrastrada
por el viento. Vio móviles de ambos colores por los alrededores; muchos de ellos
llevaban bolitas de veneno hacia su estómago. Kress decidió que no necesitaría el
pesticida. No tenía sentido arriesgarse a tener una pelea cuando podía limitarse a
dejar que el veneno surtiera efecto. Ambos estómagos probablemente ya estarían
muertos por la tarde.
Sólo le faltaba localizar a los reyes de la arena anaranjados. Kress recorrió su
propiedad varias veces, en espirales cada vez más anchas, pero no halló la menor
pista. Cuando empezó a sudar bajo su protector dérmico —era un día seco y caluroso
— decidió que podía prescindir de esta medida preventiva. Si los anaranjados habían
salido al jardín, probablemente habrían comido veneno, como los rojos y los negros.
Con considerable satisfacción, aplastó a varios reyes de la arena bajo el zapato en
su camino de regreso al edificio. Una vez dentro se quitó los protectores dérmicos, se
preparó una deliciosa comida y por fin pudo relajarse. Ya lo tenía todo bajo control.
Dos de los estómagos pronto estarían muertos, tenía localizado al tercero y acabaría
con él en cuanto hubiera servido a sus propósitos; por otra parte, no le cabía la menor
duda de que acabaría encontrando al cuarto. Respecto a Cath, no quedaba el menor
rastro de su visita.
El parpadeo de la videopantalla lo sacó de sus reflexiones. Era Jad Rakkis, que lo
llamaba para fanfarronear acerca de unos gusanos caníbales que pensaba llevar a los
juegos de guerra de aquella noche.
Kress ya no se acordaba de la cita, pero enseguida se sobrepuso.
—Oh, Jad, te ruego que me perdones, me había olvidado de decírtelo. Verás,
como ya empezaba a aburrirme de todo eso, me deshice de los reyes de la arena. ¡Qué
feos eran! Lo siento, pero esta noche no habrá ninguna fiesta.
Rakkis estaba indignado.
—Vaya, ¿y ahora qué hago yo con mis gusanos?
—Mira, mételos en una cesta de frutas y envíaselos a tu amada —sugirió Kress, y
cortó la comunicación.
Rápidamente empezó a llamar a los demás. Sólo le faltaría que alguien llegara de
visita, con los reyes de la arena correteando vivos por toda la propiedad.
Mientras llamaba Idi Noreddian, Kress cayó en la cuenta de que había cometido
un molesto descuido. La pantalla empezó a aclararse, lo cual indicaba que alguien
había contestado a la llamada. Kress cortó la comunicación.

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Idi llegó una hora más tarde de lo previsto. Le sorprendió ver que se había
suspendido la fiesta, pero la perspectiva de pasar una velada a solas con Kress
compensó su anterior decepción. Le encantó oír la narración de cómo había
reaccionado Cath al ver el holo que Kress e Idi habían grabado juntos. Mientras se lo
contaba, Kress intentó averiguar si ella había comentado con alguien aquella broma.
Cuando se aseguró de que no lo había hecho, sonrió satisfecho y volvió a llenar los
vasos de vino.
—Voy a buscar otra botella —dijo él—. Acompáñame a la bodega y ayúdame a
escoger una buena cosecha. Siempre has tenido el paladar más refinado que yo.
Ella accedió de buen grado, pero se detuvo bruscamente en lo alto de las escaleras
cuando Kress abrió la puerta y le indicó que pasara ella delante.
—¿Dónde están las luces? —preguntó—. Y ese olor…, ¿qué es ese olor tan
extraño, Simon?
Cuando él la empujó, Idi pareció momentáneamente sorprendida. Al caer por las
escaleras profirió un grito. Kress cerró la puerta; luego, con un martillo de aire
comprimido que había dejado allí a tal propósito, clavó unas tablas para atrancarla.
Cuando hubo terminado oyó los gemidos de Idi.
—Me he hecho daño —se lamentó—. Simon, ¿qué significa todo esto?
De repente empezó a chillar, poco después los gritos se transformaron en
auténticos aullidos.
Se oyeron durante horas. Kress recurrió a su sensorio y sintonizó una comedia
para aislarse.
Cuando no le cupo la menor duda de que estaba muerta, Kress remolcó el
deslizador de Idi a los volcanes y se deshizo de él. Desde luego, el magnicierre había
sido una buena inversión.
A la mañana siguiente, cuando Kress fue a comprobar la bodega, oyó unos ruidos
muy extraños, como si alguien estuviera arañando. Durante un incómodo rato
permaneció atento, preguntándose si Idi Noreddian podía haber sobrevivido y si
estaría intentando escapar. Le pareció muy poco probable; tenían que ser los reyes de
la arena. Evidentemente, a Kress no le gustó en absoluto lo que esto implicaba.
Decidió dejar la puerta atrancada, al menos de momento, y salió al jardín con una
pala mecánica para enterrar a los estómagos negro y rojo bajo sus propios castillos.
Los encontró vivitos y coleando.
El castillo de los negros relucía de cristal volcánico y los reyes de la arena se
afanaban por toda su superficie, engrandeciéndolo y mejorándolo. La torre más alta le
llegaba por la cintura y en lo alto habían esculpido una horrorosa caricatura de su
cara. Cuando se aproximó, los negros interrumpieron su quehacer y formaron dos
falanges amenazadoras. Kress echó un vistazo a sus espaldas y vio que otros móviles
le cortaban el camino hacia la casa. Sobresaltado, dejó caer la pala y echó a correr
para salir de aquella trampa, aplastando a varios móviles bajo sus botas al escapar.

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El castillo rojo sobresalía de las paredes de la piscina. El estómago estaba lejos de
su alcance, en un foso, rodeado de arena, cemento y almenas. Los rojos ocupaban
todo el espacio circundante a la piscina. Kress vio que se llevaban una alimaña y un
enorme lagarto hacia el castillo. Se alejó de la piscina, horrorizado, y oyó un crujido.
Al mirarse descubrió que tres móviles estaban trepando por su pierna. Se los sacudió
y los pateó hasta que estuvieron muertos, pero varios más se acercaban ya
rápidamente. Eran más grandes de lo que recordaba. Algunos tenían el tamaño de su
pulgar.
Echó a correr. Cuando llegó a la seguridad de la casa, el corazón le palpitaba
desbocado y le faltaba el aire. La puerta se cerró a sus espaldas y Kress se apresuró a
echar la llave. Se suponía que el edificio era a prueba de mascotas. Allí dentro estaría
a salvo.
Se calmó los nervios con una copa. Vaya, el veneno no ha surtido efecto, pensó.
Tenía que haberlo supuesto. Wo le había advertido que el estómago podía digerir
cualquier cosa. Hubiese sido más prudente usar el pesticida. Se tomó otra copa, se
puso los protectores dérmicos y se sujetó el fumigador a la espalda. Abrió la puerta.
En el exterior, los reyes de la arena estaban esperando.
Dos ejércitos se enfrentaban a él, aliados contra la amenaza común. Más de los
que Kress hubiese imaginado. Al parecer, aquellos malditos estómagos habían
procreado como alimañas. Estaban por todas partes, formando todo un mar
embravecido.
Kress levantó la manguera y accionó el disparador. Una neblina blanca cubrió la
hilera más cercana de reyes de la arena. Dirigió el chorro a un lado y otro.
Allí donde caía la neblina, los reyes de la arena se retorcían violentamente y
morían entre repentinos espasmos. Kress sonrió. Aquello sería una masacre. Roció el
pesticida en un arco ancho por delante de él y avanzó confiado sobre una capa de
cuerpos rojos y negros. Los ejércitos retrocedieron. Kress siguió adelante, intentado
cortarles el camino de regreso hacia sus estómagos.
De repente interrumpieron la retirada. Un millar de reyes de la arena aparecieron
delante de él.
Kress había estado esperando un contraataque. Se mantuvo firme, dirigiendo al
frente su espada hecha de niebla en firmes arcos. Los reyes de la arena se acercaron a
él y murieron. Sin embargo, unos pocos lograron pasar; Kress no podía rociar a todas
partes al mismo tiempo. Notó que unos cuantos empezaban a treparle por las piernas
y que sus mandíbulas intentaban morder en vano la cobertura plástica reforzada del
protector dérmico. Hizo caso omiso y continuó rociando.
Enseguida notó unos pequeños impactos en la cabeza y los hombros.
Kress se estremeció, se volvió rápidamente y estudió la escena. La parte delantera
de su casa estaba infestada de reyes de la arena. Miles de móviles rojos y negros. Se
lanzaban al aire para caer sobre él como una lluvia. Aterrizaban por todas partes. Uno

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fue a parar sobre su visera y durante un terrible instante, antes de que lograra
sacudírselo, Kress vio aquellas mandíbulas intentando llegar hasta sus ojos.
Agitó la manguera del fumigador y roció el aire, roció la casa y continuó rociando
hasta que los reyes de la arena que saltaban por los aires estuvieron bien muertos. La
niebla caía a su alrededor y le hacía toser. Así pues, tosió y continuó rociando.
Cuando la parte delantera de la casa quedó totalmente despejada, Kress pudo prestar
atención a lo que estaba sucediendo en el suelo.
Lo tenían rodeado, prácticamente lo cubrían; docenas de móviles trepaban por su
cuerpo y muchísimos más se apresuraban para unírseles. Dirigió el pesticida contra
ellos, pero la manguera dejó de funcionar. Kress oyó un débil silbido y a sus espaldas
una niebla mortal cayó en una inmensa nube que lo cubrió, lo sofocó, le abrasó los
ojos y le enturbió la vista. Tanteó a su alrededor buscando la manguera y la mano le
quedó cubierta de reyes de la arena agonizantes. La manguera estaba partida: la
habían mordido hasta que lograron seccionarla. Estaba envuelto en una densa niebla
de pesticida, no veía nada. Tropezó y rompió a gritar, luego echó a correr hacia la
casa, sacudiéndose los reyes de la arena de encima a medida que avanzaba.
Una vez dentro, echó el cerrojo y se tiró sobre la alfombra. No paró de rodar y
arrastrarse por el suelo hasta que estuvo completamente seguro de que había
aplastado a todos los móviles. El fumigador estaba vacío y emitía un débil silbido.
Kress se quitó los protectores dérmicos y se dio una ducha. La lluvia de pesticida le
había dejado la piel irritada y enrojecida, pero el agua mitigaba el ardor.
Se vistió con las ropas más fuertes que encontró: unos gruesos pantalones de
trabajo y otras prendas de cuero en las que se embutió después de haberlas sacudido
nerviosamente.
—Mierda —masculló—. Mierda.
Tenía la garganta seca. Después de haber registrado el recibidor para cerciorarse
de que estaba libre de peligro, por fin se permitió un breve respiro y decidió tomarse
un trago.
—Mierda —repitió.
La mano le temblaba y al servirse la copa derramó un poco de líquido sobre la
alfombra.
El alcohol lo tranquilizó, pero no logró suprimir el miedo. Se tomó una segunda
copa y se acercó a la ventana con aire furtivo. Los reyes de la arena se apiñaban
contra el grueso plástico transparente. Se encogió de hombros y se dirigió a la
consola de comunicación. Tenía que pedir ayuda, pensó con rabia. Podía llamar a las
autoridades, y la policía acudiría con lanzallamas y…
Simon Kress se detuvo y emitió un quejido. No podía recurrir a la policía. Tendría
que advertirles acerca de los reyes de la arena blancos que había en la bodega y
entonces encontrarían los cadáveres. Era posible que el estómago hubiese acabado ya
con Cath m’Lane, pero no cabía esperar que hubiese eliminado también a Idi

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Noreddian. Hubiese debido descuartizarla. Además, quedarían los esqueletos. No,
sólo llamaría a la policía como último recurso.
Se sentó delante de la consola con el ceño fruncido. Su equipo de comunicaciones
ocupaba toda una pared; desde allí podía llamar a cualquier persona que estuviera en
Baldur. Disponía de una gran suma de dinero y también contaba con su ingenio;
siempre se había sentido orgulloso de su ingenio. De algún modo lograría salir de
aquel aprieto.
Por un instante consideró la posibilidad de llamar a Wo, pero pronto descartó la
idea. Wo sabía demasiado y le haría muchas preguntas; además, no confiaba en ella.
No, necesitaba a alguien que hiciera todo lo que él le pidiera sin formular preguntas
indiscretas.
Poco a poco fue desarrugando el ceño y el rostro se le iluminó con una sonrisa.
Kress estaba bien relacionado. Marcó un número al que no había llamado desde hacía
mucho tiempo.
En la videopantalla apareció un rostro de mujer: el cabello blanco, la expresión
suave, con una gran nariz aguileña. Su voz sonaba enérgica y eficiente.
—Hola, Simon —dijo—. ¿Cómo van los negocios?
—Bien, Lissandra —respondió Kress—. Tengo un trabajo para ti.
—¿Hay que eliminar a alguien? Desde la última vez he subido los precios, Simon.
Después de todo, han pasado diez años.
—Te pagaré bien —aseguró Simon—. Ya sabes que siempre he sido generoso.
Quiero que acabes con una plaga.
Ella le sonrió con los labios apretados.
—No es necesario que uses eufemismos, Simon. La llamada está protegida.
—No, te lo digo en serio. Tengo un grave problema con unos insectos. Insectos
peligrosos. Ocúpate de ellos por mí. Sin preguntas. ¿Has comprendido?
—Comprendido.
—Bien. Necesitarás… dos o tres ayudantes. Poneos protectores dérmicos
resistentes al calor y traed lanzallamas, láseres o algo por el estilo. Venid a mi
propiedad. Enseguida veréis en qué consiste el problema. Bichos, miles de bichos. En
el jardín y en la piscina vieja encontraréis unos castillos. Destruidlos, matad todo lo
que veáis dentro. Después llama a la puerta y ya te diré lo que debes hacer a
continuación. ¿Podrás venir pronto?
—Saldremos en menos de una hora.

Lissandra fue fiel a su palabra. Llegó en un deslizador negro con tres operarios.
Kress los miraba desde una ventana, en la seguridad del segundo piso. Todos iban
cubiertos de pies a cabeza con protectores dérmicos, de forma que no se les veía el
rostro. Dos de los operarios iban armados con lanzallamas, el tercero llevaba un

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cañón láser y explosivos. Lissandra no llevaba nada; Kress la reconoció por la forma
en que impartía órdenes.
Lo primero que hicieron fue sobrevolar a poca altura la propiedad para examinar
la situación. Los reyes de la arena habían enloquecido. Móviles escarlatas y
azabaches corrían por todas partes, frenéticos. Desde su privilegiado puesto de
observación, Kress alcanzaba a ver el castillo emplazado en el jardín. Era tan alto
como un hombre. Las murallas estaban atestadas de defensores negros y un constante
flujo de móviles penetraba en sus profundidades.
El deslizador de Lissandra aterrizó cerca de Kress; los operarios saltaron al suelo
y prepararon las armas. No parecían humanos en absoluto.
El ejército de los negros se había ordenado para el combate entre los operarios y
el castillo. Los rojos… De repente Kress se dio cuenta de que no se veía a los rojos
por ninguna parte. Parpadeó. ¿Dónde se habrían metido?
Lissandra señaló a los móviles negros y gritó unas órdenes, y sus dos empleados
se desplegaron y empezaron a atacar a los reyes de la arena. Las armas emitieron una
especie de carraspeo apagado y luego empezaron a rugir, escupiendo largas lenguas
de fuego azules y escarlatas. Los reyes de la arena quedaron renegridos y
achicharrados, muertos. Los operarios empezaron a dirigir el fuego adelante y atrás,
en movimientos eficientes y compenetrados. Avanzaron con prudencia, estudiando
bien sus pasos.
El ejército negro ardió y se desintegró; los móviles huyeron sin coordinación
alguna en cientos de direcciones, algunos hacia el castillo, otros hacia el enemigo.
Ninguno logró llegar hasta los operarios que manejaban los lanzallamas. Los
empleados de Lissandra eran auténticos profesionales.
De repente uno de ellos tropezó.
Al menos eso pareció. Kress observó con más atención y vio que el suelo se había
abierto bajo el operario. Túneles, pensó con un estremecimiento de miedo; túneles,
fosos, trampas. El hombre que había tropezado quedó hundido en la arena hasta la
cintura y de repente el suelo a su alrededor pareció entrar en erupción. El empleado
quedó cubierto de reyes de la arena rojos. Dejó caer el lanzallamas y empezó a
arañarse con furia. Sus aullidos ponían los pelos de punta.
Su compañero dudó, luego se balanceó y abrió fuego. Una lengua ígnea engulló al
hombre y a los reyes de la arena. Los chillidos cesaron súbitamente. Satisfecho, el
segundo operario regresó junto al castillo, avanzó otro paso y luego retrocedió como
si su zapato hubiera abierto un agujero en el suelo y se hubiera hundido hasta el
tobillo. Intentó liberarse y batirse en retirada, y los reyes de la arena que lo rodeaban
le dejaron el camino libre. Sin embargo, perdió el equilibrio, trastabilló y cayó; los
reyes de la arena estaban por todas partes, toda una masa hirviente que lo cubrió
mientras se retorcía y arrastraba por el suelo. El lanzallamas estaba allí, olvidado e
inútil.
Kress aporreó con furia la ventana para llamarles la atención.

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—¡El castillo! ¡Destruid el castillo!
Lissandra, que había vuelto con el deslizador, lo oyó e hizo un ademán. El tercer
empleado apuntó con el cañón láser y disparó. El rayo vibró a través de los jardines y
cercenó la parte superior de la fortificación. Rápidamente, el hombre inclinó el cañón
hacia abajo para tajar los parapetos de arena y piedras. Las torres cayeron. La imagen
de Kress saltó hecha pedazos. El láser abrió un amplio y profundo agujero en el
suelo. El castillo se desmoronó y quedó convertido en un simple montón de arena. A
pesar de ello, los móviles negros continuaron con vida. El estómago estaba enterrado
a demasiada profundidad; ni siquiera lo habían tocado.
Lissandra impartió otra orden. El operario dejó el láser a un lado, cogió un
explosivo y lo lanzó adelante. Saltó por encima del humeante cuerpo del primer
empleado, cayó en tierra firme dentro del jardín de Kress y lanzó la bomba. El
explosivo aterrizó justo sobre las ruinas del castillo negro. El resplandor de la
explosión abrasó las retinas de Kress y se levantó una oleada de arena, rocas y
móviles. Siguió una lluvia de móviles y sus restos.
Kress observó que los reyes de la arena negros yacían muertos, paralizados.
—¡La piscina! —aulló por la ventana—. ¡Destruid el castillo de la piscina!
Lissandra captó rápidamente la idea. El suelo estaba sembrado de móviles negros
muertos, pero los rojos empezaron a retroceder rápidamente y se reagruparon. El
operario pareció dudar, hasta que se agachó y cogió otro explosivo. Avanzó un paso,
pero Lissandra lo llamó y el hombre echó a correr en su dirección.
A partir de entonces, todo fue muy sencillo. El operario subió al deslizador y
Lissandra emprendió el vuelo. Kress se precipitó a la ventana de otra habitación para
no perder detalle. El aparato descendió justo sobre la piscina y el operario lanzó sus
bombas sobre el castillo rojo desde la seguridad del vehículo. Después de la cuarta
pasada, el castillo quedó irreconocible, y los reyes de la arena permanecieron
inmóviles.
Lissandra procedió con cautela. Hizo que el operario bombardeara los castillos
varias veces más. Después usaron el cañón láser para barrer metódicamente las
ruinas, hasta que estuvieron seguros de que ni un solo ser vivo podía seguir incólume
bajo aquellos pequeños guijarros.
Finalmente llamaron a la puerta de Kress, quien esbozó una sonrisa de maniático
cuando los dejó pasar.
—Encantador —dijo—. Encantador.
Lissandra se quitó la máscara del protector dérmico.
—Esto te saldrá caro, Simon. Dos operarios han caído, por no hablar del peligro
que he corrido yo misma.
—No te preocupes —barbotó Kress—. Te pagaré bien, Lissandra. En cuanto
terminéis el trabajo te daré todo lo que me pidas.
—¿Qué más queda por hacer?

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—Tenéis que despejar la bodega. Hay otro castillo ahí abajo. Ah, tendréis que
hacerlo sin explosivos; no quiero que mi casa acabe convertida en ruinas.
Lissandra dirigió un gesto al operario.
—Ye afuera y coge el lanzallamas de Rajk. Debe de seguir intacto.
El hombre volvió armado, preparado, silencioso. Kress lo condujo a la bodega.
La pesada puerta seguía sellada con clavos, tal como Kress la había dejado. Sin
embargo, se combaba ligeramente hacia el exterior, como si una enorme presión la
empujara. Este hecho inquietó a Kress, tanto como el silencio reinante. Permaneció
alejado de la puerta mientras el ayudante de Lissandra arrancaba clavos y tablas.
—¿Será eso seguro, ahí dentro? —se oyó murmurar Kress, mientras señalaba el
lanzallamas—. Tampoco me gustaría que se produjese un incendio.
—Tengo el láser —respondió Lissandra—. Lo usaremos para acabar con ellos.
Con un poco de suerte no necesitaremos el lanzallamas, pero quiero tenerlo cerca por
si acaso. Hay cosas peores que el fuego, Simon.
Kress asintió en silencio.
Por fin arrancaron la última tabla que sellaba la puerta de la bodega. Todavía no
se había producido sonido alguno en el interior. Lissandra dio una orden y el operario
retrocedió para situarse detrás de la mujer y apuntar el lanzallamas al centro de la
puerta. Lissandra se puso de nuevo la máscara, apuntó con el láser, avanzó y abrió la
puerta.
Ningún movimiento, ningún sonido. La bodega estaba completamente a oscuras.
—¿Hay alguna luz? —preguntó Lissandra.
—El interruptor está junto a la puerta —contestó Kress—. A la derecha. Ten
cuidado con la escalera, es un poco empinada.
Lissandra cruzó el umbral, se cambió el láser de mano y tanteó buscando el
interruptor.
—Ya lo he encontrado —dijo Lissandra—, pero me parece que…
Un instante después empezó a gritar y cayó hacia atrás. Un enorme móvil blanco
se había aferrado a la muñeca de la mujer. En el punto del protector dérmico donde
había sufrido la mordedura, la sangre empezó a brotar. El móvil era tan grande como
la mano de Lissandra.
La mujer danzó grotescamente por la habitación y empezó a golpear con la mano
la pared más cercana, una y otra vez. El rey de la arena acabó cayendo y produjo un
ruido sordo. Lissandra gimoteó y se arrodilló.
—Creo que me he roto los dedos —dijo en voz baja.
La sangre seguía fluyendo. Lissandra había dejado caer el láser cerca de la puerta
de la bodega.
—Pues yo no pienso bajar ahí abajo —advirtió el operario, inflexible.
Lissandra lo miró.
—No. Ponte en la puerta y quémalo todo, hasta que quede reducido a cenizas.
¿Entendido?

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El empleado asintió.
—Mi casa —se lamentó Kress. Se le revolvió el estómago. ¡Pero qué grande era
el móvil blanco! ¿Cuántos más habría allí abajo?—. No, dejadlo. He cambiado de
idea. Dejadlo.
Lissandra estaba desconcertada. Levantó la mano herida. La tenía cubierta de
sangre y de un líquido espeso de color verde oscuro.
—Tu amiguito ha logrado atravesar el guante de un mordisco, y ya has visto lo
que me ha costado quitármelo de encima. Me importa un bledo tu casa, Simon. No sé
qué es, pero eso que tienes ahí abajo debe morir.
Simon ni siquiera la escuchaba. Le pareció distinguir movimientos en las
sombras, al otro lado de la puerta. Temió que un ejército de móviles blancos surgiera
en tropel. Soldados tan enormes como el bicho que había atacado a Lissandra. Se
imaginó levantado por un centenar de brazos diminutos y arrastrado en la oscuridad
hasta el lugar donde esperaba el voraz estómago.
—Dejadlo —repitió.
Los otros dos no le hicieron el menor caso.
Kress pegó un salto y con el hombro empujó al operario, que ya estaba a punto de
disparar. El hombre gruñó, perdió el equilibrio y cayó a la oscuridad. Después se
produjeron otros ruidos: sonidos suaves, chapoteos, crujidos…
Kress dio media vuelta para enfrentarse con Lissandra. Estaba empapado en un
sudor frío, pero una excitación malsana se apoderó de él. Era un impulso casi sexual.
Los ojos impávidos de Lissandra lo miraron desde detrás de la mascarilla del
protector dérmico.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó al tiempo que Kress recogía el láser que ella
había dejado caer—. ¡Simon!
—Estoy firmando la paz —susurró Kress. Soltó una risita—. Ellos no harán daño
a su dios, al menos mientras su dios se muestre bueno y generoso. Yo fui cruel. Les
hice pasar hambre. Ahora debo reconsiderar mi actitud, compréndelo.
—Estás loco —masculló Lissandra.
Éstas fueron las últimas palabras que llegó a pronunciar. Con el láser, Kress abrió
un enorme agujero en el pecho de la mujer, tan grande que a través del hueco le
hubiese pasado el brazo. Arrastró el cadáver por el suelo y lo tiró escaleras abajo. Los
ruidos aumentaron: roces breves, arañazos, ecos espesos y líquidos. Kress volvió a
asegurar la puerta con clavos.
Cuando se alejó del lugar se sintió dominado por un intenso sentimiento de
satisfacción que ocultaba su miedo como una espesa capa de almíbar. Sospechó que
aquella sensación no era suya.

Kress planeó abandonar su mansión, viajar a la ciudad y allí alquilar una


habitación por una noche, o quizá mejor por un año. En lugar de eso empezó a beber,

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aunque no estaba muy seguro de por qué lo hacía. Bebió sin parar durante varias
horas seguidas y, de pronto, lo vomitó todo sobre la alfombra del salón. Finalmente
consiguió conciliar el sueño. Cuando despertó, toda la casa estaba a oscuras.
Se encogió en el sofá. Oyó algunos ruidos. Algo se movía junto a las paredes. Lo
rodeaban. Tenía el oído muy sensible. Imaginaba que cualquier pequeño crujido se
debía al avance de un rey de la arena. Cerró los ojos y esperó sentir el terrible
contacto de aquellas criaturas; no quería moverse por si se tropezaba con alguna de
ellas.
Kress sollozó y luego guardó silencio.
El tiempo fue transcurriendo, pero no ocurrió nada.
Kress abrió nuevamente los ojos. Poco a poco, las sombras empezaron a
debilitarse y a disolverse. La luz de la luna se filtraba por los altos ventanales. Los
ojos de Kress se acostumbraron a la oscuridad.
El salón estaba vacío. No había nada, absolutamente nada. Sólo sus temores de
borracho.
Simon Kress se dio ánimos, se levantó y encendió la luz.
Nada. La habitación estaba desierta.
Aguzó el oído. Nada. Ni el menor ruido. Nada en las paredes. Todo había sido
una jugarreta de su imaginación, de sus propios temores.
Los recuerdos de Lissandra y de lo sucedido en la bodega acudieron a él
espontáneamente. La vergüenza y la rabia se apoderaron de él. ¿Por qué había hecho
todas aquellas atrocidades? Él podía haber ayudado a Lissandra a quemarlo todo, a
matar al estómago. ¿Por qué…? Él sabía el motivo. El estómago era el culpable, le
había metido el miedo en el cuerpo. Wo había dicho que aquella criatura tenía
poderes psíquicos, incluso los de menor tamaño. Y ahora había crecido tanto, era tan
grande… Se había dado un festín con Cath e Idi, y para colmo ya tenía otros dos
cadáveres, de forma que seguiría creciendo. A estas alturas ya debía de gustarle el
sabor de la carne humana.
Se echó a temblar, pero logró dominarse de nuevo. El estómago no le haría
ningún daño: él era su dios. Los móviles blancos siempre habían sido sus preferidos.
Recordó que había atacado al estómago blanco con la espada, antes de la visita de
Cath. Aquella maldita mujer…
No podía quedarse con los brazos cruzados. El estómago pronto volvería a tener
hambre; teniendo en cuenta su gran tamaño, se le despertaría un apetito voraz. ¿Qué
haría entonces? Debía ponerse a salvo, buscar un refugio en la ciudad mientras el
estómago seguía en la bodega. Allí abajo sólo había yeso y tierra, y los móviles
podrían excavar y abrir túneles. Cuando consiguieran salir a la luz… Kress no quería
ni pensar en aquella perspectiva.
Se dirigió a su habitación e hizo el equipaje. Cogió tres maletas. Sólo se llevaría
una muda de ropa, nada más. El resto del espacio que le quedaba lo llenó con sus

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pertenencias de valor: joyas, obras de arte y otros objetos que deseaba conservar. No
esperaba volver nunca más a su casa.
El shambler lo siguió por la escalera, observándolo con sus ojillos malévolos.
Estaba muy delgado. Kress cayó en la cuenta de que llevaba muchísimo tiempo sin
alimentarlo. Por lo general el shambler sabía cuidar de sí mismo, pero era evidente
que en los últimos tiempos los restos de comida habían escaseado en aquella casa.
Cuando el animal trató de agarrarse a su pierna, Kress gruñó y le asestó una patada.
El shambler se escabulló, dolorido y ofendido.
Sosteniendo las maletas con torpeza, Kress salió del edificio y cerró la puerta.
Por un momento permaneció junto a la mansión, sintiendo en el pecho los latidos
del corazón. Sólo debía recorrer unos metros para llegar al deslizador, pero tuvo
miedo. La luz de la luna era brillante y el terreno que se extendía ante su casa
mostraba el resultado del sangriento combate. Los cuerpos de los dos empleados de
Lissandra yacían en el lugar donde habían caído, uno retorcido y calcinado, el otro
sepultado bajo una masa de reyes de la arena. Los móviles, rojos y negros, lo
rodeaban por todas partes. Kress tuvo que obligarse a recordar que aquellos bichos
estaban muertos. Casi le dio la impresión de que, simplemente, le estaban esperando,
tal como habían hecho tantas veces con anterioridad.
Qué tontería, se dijo Kress. Más temores propios de un borracho. Había visto
estallar los castillos. Aquellos móviles estaban muertos, y el estómago blanco seguía
prisionero en la bodega. Respiró hondo varias veces y avanzó entre los reyes de la
arena, que crujieron bajo sus botas. Los aplastó contra la arena con rabia. Los
animales no se movieron.
Kress sonrió y atravesó lentamente el campo de batalla, escuchando los ruidos, el
sonido de la seguridad: crunch, cree, chaf.
Dejó las maletas en el suelo y abrió la puerta del deslizador. Algo se movió entre
las sombras. Una silueta oscura en el asiento, tan larga como su brazo. Las
mandíbulas de la criatura se cerraron con un chasquido suave. Los seis ojillos
dispuestos alrededor del cuerpo miraron a Kress.
Simon se orinó en los pantalones y retrocedió con lentitud.
Hubo más movimientos dentro del deslizador. Kress se había dejado la puerta
abierta. El rey de la arena salió del vehículo y se acercó a él cautelosamente. Otros lo
siguieron. Se habían escondido debajo de los asientos, en la tapicería. Ahora
abandonaban su refugio. Formaron un círculo cerrado en torno al deslizador.
Kress se humedeció los labios, dio media vuelta y caminó con rapidez hacia el
deslizador de Lissandra.
Se detuvo a medio camino. También había seres moviéndose en el interior de
aquel vehículo. Bichos enormes, con forma de gusano, apenas discernibles a la luz de
la luna.
Kress gimió y regresó al edificio. Cerca de la puerta, levantó la mirada.

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Contó una docena de formas alargadas y blanquecinas que se arrastraban por las
paredes de la casa. Cuatro de ellas estaban juntas cerca del campanario, donde en el
pasado había anidado el gavilán carroñero. Estaban esculpiendo una imagen, una cara
que le resultaba sumamente conocida.
Simon pegó un chillido y entró corriendo en la casa.

Una dosis suficiente de bebida le proporcionó el cómodo olvido que buscaba,


pero finalmente despertó. Pese a todo, despertó. Tenía un espantoso dolor de cabeza.
Necesitaba una ducha y tenía hambre. ¡Qué hambre! Nunca había sentido tal vacío en
el estómago.
Pero Kress sabía que no era su estómago el que protestaba.
Un móvil blanco lo observaba desde lo alto del armario de su dormitorio,
moviendo lánguidamente las antenas. Era tan grande como el que había descubierto
en su deslizador la noche anterior. Se esforzó por no amedrentarse.
—Ya… ya verás, te daré de comer —le dijo al rey de la arena—. Te daré de
comer.
Kress tenía la boca seca, tan seca como el papel de lija. Se humedeció los labios y
salió huyendo de la habitación.
La casa estaba plagada de móviles. Kress tuvo que avanzar con sumo cuidado.
Todos los bichos parecían enfrascados en sus propios asuntos. Estaban modificando
la mansión, escondiéndose o apareciendo por los muros, tallando extrañas imágenes.
En dos ocasiones, Kress vio sus propios rasgos contemplándolo desde los lugares
más inverosímiles. Los rostros estaban contraídos, alterados, lívidos de terror.
Salió afuera para recoger los cadáveres que estaban pudriéndose en el jardín,
confiando en aplacar así la voracidad del estómago blanco, pero los dos cuerpos
habían desaparecido. Kress recordó la facilidad de los reyes de la arena para
transportar objetos que superaban con mucho su peso.
Se horrorizó al pensar que el estómago aún estaba hambriento después de haber
engullido semejante cantidad de comida.
Cuando entró de nuevo en la casa, una columna de móviles avanzaba por la
escalera. Todos llevaban un pedazo del shambler de Kress. La cabeza del animal
pareció mirar acusadoramente a su amo mientras proseguía su camino.
Kress vació la nevera, la despensa, todo, y amontonó toda la comida que encontró
en la casa en el centro de la cocina. Un grupo de móviles blancos aguardaron para
llevárselo todo. Prescindieron de los alimentos congelados, que dejaron en el centro
de un gran charco a la espera de que se calentaran; sin embargo, se llevaron todo lo
demás.
Una vez desaparecida toda la comida, Kress notó que las punzadas del hambre se
calmaban un poco, pese a que no había tomado nada en absoluto. Sin embargo, sabía

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que aquel respiro duraría muy poco. El estómago no tardaría mucho en tener hambre
otra vez. Kress tenía que buscar más comida.
Se le ocurrió una idea. Se dirigió al comunicador.
—Malada —empezó a decir sin darle más importancia cuando la primera de sus
amistades respondió su llamada—. Doy una pequeña fiesta esta noche. Ya sé que te
aviso con muy poco tiempo, pero espero que puedas venir. Aquí estaremos todos.
Luego llamó a Jad Rakkis, y después a los demás. Cuando terminó de hacer las
llamadas, había conseguido que nueve de ellos aceptaran su invitación. Kress
esperaba que con eso fuera suficiente.

Kress recibió a sus invitados fuera de la casa, pues los móviles habían limpiado el
lugar con sorprendente rapidez y el lugar tenía casi el mismo aspecto que antes de la
batalla. Acompañó a sus amigos hasta la puerta y les invitó a entrar, pero él se quedó
fuera.
Después de que cuatro de ellos entraran en la mansión, Kress hizo acopio de
valor. Cerró la puerta tras el último invitado, sin hacer caso de las exclamaciones de
asombro que pronto se convirtieron en una aguda protesta, y corrió hacia el
deslizador del hombre que acababa de llegar. Se metió dentro, puso el pulgar en la
placa de contacto y soltó un taco. El aparato estaba programado para elevarse sólo en
respuesta a las huellas dactilares de su propietario, como cabía esperar.
Jad Rakkis fue el siguiente en llegar. Kress corrió hacia el deslizador del nuevo
visitante mientras aterrizaba y aferró a su amigo cuando Rakkis ya se disponía a bajar
del vehículo.
—Vuelve adentro, deprisa —dijo Kress al tiempo que empujaba a Rakkis—.
Llévame a la ciudad. Venga, rápido. Vámonos de aquí, Jad.
Rakkis se limitó a observarlo y no movió ni un músculo.
—¿Pero qué está pasando aquí, Simon? No entiendo nada. ¿Y tu fiesta?
Para entonces ya era demasiado tarde, porque toda la arena que los rodeaba
empezó a agitarse. Una serie de ojos rojizos los miraban fijamente mientras las
mandíbulas chasqueaban. Rakkis contuvo una exclamación y trató de volver al
deslizador, pero unas mandíbulas se aferraron a su tobillo y al instante quedó
arrodillado en el suelo. La arena pareció hervir de actividad subterránea. Rakkis se
agitó y lanzó terribles alaridos mientras los móviles lo arrastraban. Kress apenas
soportó la escena.
Después de este episodio, no intentó escapar de nuevo. Cuando todo hubo
terminado, se bebió todo lo que le quedaba en el mueble bar y se emborrachó como
un cosaco. Sería la última ocasión en que podría permitirse semejante lujo, porque las
únicas bebidas alcohólicas que le quedaban en la casa estaban en la bodega.
Kress no comió nada en todo el día, pero cayó dormido con una sensación de
saciedad, después de haber vencido aquel hambre espantosa. Sus últimos

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pensamientos antes de que las pesadillas se apoderaran de él estuvieron relacionados
con el problema de a quién invitaría al día siguiente.

La mañana era calurosa y seca. Kress abrió los ojos para ver de nuevo al rey de la
arena blanco sobre el armario. Volvió a cerrarlos rápidamente, esperando que la
pesadilla lo abandonara. No fue así. No pudo conciliar el sueño otra vez y pronto se
encontró observando fijamente a la criatura.
La estudió con detenimiento durante cinco minutos antes de captar algo extraño:
el rey de la arena no se movía.
Desde luego, los móviles podían permanecer inexplicablemente quietos. Kress los
había visto aguardar al acecho en muchas ocasiones. Pero siempre se movían un
poco: las mandíbulas oscilaban, las patas se encogían, las largas y delicadas antenas
se agitaban y vibraban. En cambio, el móvil que había sobre el armario permanecía
completamente paralizado.
Kress se levantó conteniendo la respiración, sin atreverse a albergar esperanzas.
¿Estaría muerto? ¿Era posible que algo lo hubiera matado? Cruzó la habitación.
El móvil tenía los ojos negros y vidriosos. Parecía como abotargado, como si su
interior fuera blando y se estuviera descomponiendo y un gas empujara hacia el
exterior las escamas de la armadura blanca.
Kress alargó una mano temblorosa y tocó al bicho.
Lo notó cálido, incluso caliente, y la temperatura seguía aumentando. El rey de la
arena siguió inmóvil.
Simon apartó la mano y, al hacerlo, un fragmento del exoesqueleto blanco se
separó del cuerpo. La carne era del mismo color, pero parecía más blanda, hinchada y
calenturienta. Además, parecía como si palpitara.
Kress retrocedió y corrió hacia la puerta.
En el descansillo otros tres móviles yacían en el mismo estado que el del
dormitorio.
Bajó corriendo las escaleras, saltando por encima de los reyes de la arena.
Ninguno de ellos se movió. La casa estaba sembrada de móviles, todos ellos muertos,
agonizantes, comatosos o cualquier cosa por el estilo. En definitiva, que no podían
moverse.
Encontró cuatro móviles más dentro de su deslizador. Los cogió de uno en uno y
los arrojó tan lejos como pudo. Asquerosos bichos. Subió al aparato, se sentó sobre la
maltrecha tapicería y pulsó el contacto. No ocurrió nada.
Lo intentó de nuevo, y aún otra vez más. Nada. No era posible; se trataba de su
propio deslizador, tenía que funcionar. No comprendía por qué no despegaba.
Finalmente salió del aparato y lo inspeccionó, temiéndose lo peor. Encontró el
problema. Los reyes de la arena habían arrancado la unidad gravitatoria. Estaba
atrapado. Aún estaba atrapado.

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Con aire sombrío, Kress regresó a la casa. Se dirigió a su estudio y encontró la
antigua hacha que colgaba cerca de la espada que había utilizado con Cath m’Lane.
Se puso manos a la obra. Los reyes de la arena no se movían ni siquiera mientras los
despedazaba, aunque salpicaban bajo el filo y sus cuerpos casi estallaban. El aspecto
de las entrañas era horroroso: extraños órganos medio formados, una sustancia
espesa, viscosa y rojiza que recordaba la sangre humana, y un fluido amarillento.
Kress destruyó veinte reyes antes de darse cuenta de lo inútil de sus esfuerzos.
Había tantos… Aunque dedicara todo el día y toda la noche, no lograría aniquilarlos.
Tenía que bajar a la bodega y usar el hacha con el estómago.
Resuelto a ello, se encaminó a la puerta de la bodega, y allí se detuvo.
Ya no era una puerta. Las paredes habían sido carcomidas, de modo que el hueco
era el doble de grande que antes, y además con una forma redondeada. Una cavidad,
nada más que eso. Ni el menor rastro de la puerta que él había sellado con clavos.
Un olor hediondo, asfixiante, fétido, parecía brotar del interior.
Las paredes estaban húmedas, rezumaban sangre y aparecían cubiertas de unos
hongos blancuzcos.
Y lo peor de todo, aquella cueva respiraba.
Kress se quedó paralizado y percibió el cálido aliento que iba inundándole al
ritmo de la horrorosa respiración. Trató de no ahogarse, y en cuanto el aliento cambió
de dirección, salió huyendo.
De nuevo en salón, destruyó tres móviles más y se derrumbó. ¿Qué estaba
pasando? No entendía nada.
Entonces recordó a la única persona que podría ayudarlo. Kress regresó junto al
comunicador, pisando el cuerpo de otro rey de la arena en su apresuramiento, y rogó
con sumo fervor que el aparato siguiera funcionando.
Cuando Jala Wo respondió, Kress se lo explicó todo.
Ella le dejó hablar sin interrumpirlo, inexpresiva excepto por una ligera
contracción en su pálido y demacrado rostro. Cuando Kress terminó, Wo se limitó a
decir:
—Debería abandonarle a su suerte.
Kress empezó a lloriquear.
—No puede hacer eso. Ayúdeme. Le pagaré…
—Debería —repitió Wo—, pero no lo haré.
—Gracias, muchísimas…
—Calle y escúcheme —ordeno Wo—. Lo que le pasa es consecuencia de sus
propias obras. Si hubiese cuidado bien a los reyes de la arena, se habrían comportado
como elegantes guerreros rituales. Usted los ha convertido en algo distinto, al
someterlos al hambre y la tortura. Usted era su dios y ellos son su obra. Ese estómago
de su bodega está enfermo, sigue padeciendo las consecuencias de la herida que usted
mismo le infligió. Probablemente esa criatura ha enloquecido. Su comportamiento
es… anormal.

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»Debe usted escapar de ahí sin perder tiempo. Los móviles no están muertos,
Kress, sino en período de latencia. Ya le expliqué que el exoesqueleto se desprende
cuando los móviles crecen. De hecho, lo normal es que lo pierdan mucho antes.
Nunca había oído hablar de reyes de la arena que crecieran tanto como los suyos
mientras seguían en la etapa de insectos. Diría que ésa es otra consecuencia de haber
mutilado al estómago blanco. Pero ahora eso no importa.
»Lo importante es la metamorfosis que están sufriendo sus reyes de la arena. Ya
habrá podido comprobar que el estómago va adquiriendo más inteligencia a medida
que aumenta de tamaño. Sus facultades psíquicas se refuerzan y su mente se vuelve
más compleja, más ambiciosa. Los móviles acorazados le resultan útiles mientras es
pequeño, pero ahora necesita mejores servidores, organismos más perfeccionados.
¿Lo comprende? Los móviles van a transformarse en una nueva casta de reyes de la
arena. No sé exactamente cómo serán. Cada estómago conforma un tipo distinto para
satisfacer sus necesidades y deseos. Pero sí sé que serán bípedos, con cuatro brazos y
pulgares oponibles. Serán capaces de construir y manejar maquinaria compleja. Los
reyes de la arena no serán conscientes, pero le aseguro que el estómago sí lo será.
Kress se quedó con la boca abierta ante la imagen de Wo en la pantalla.
—Sus operarios —se esforzó en decir—. Los que vinieron para… para instalar el
tanque…
—Shade —asintió con una sonrisa.
—Shade es un rey de la arena —repitió Kress, confuso—. Y usted me vendió un
tanque de… niños. ¡Qué horror!
—No diga tonterías —protestó Wo—. En la primera etapa, los reyes de la arena
podrían compararse más al esperma que a los niños. Las guerras templan y controlan
su naturaleza. Sólo uno de cada cien alcanza la segunda fase. Sólo uno de cada mil
alcanza la tercera y definitiva, y toma la forma de Shade. Los reyes de la arena
adultos no se muestran sentimentales con los pequeños estómagos. Son tan
numerosos que los móviles llegan a convertirse en una auténtica plaga. —Wo suspiró
—. Estamos perdiendo el tiempo con tanta charla. Muy pronto el rey de la arena
blanco despertará a la conciencia. Ahora ya no le necesita a usted, además recuerde
que le odia y que se despertará con un apetito voraz. La transformación resulta
agotadora. El estómago debe consumir grandes cantidades de comida antes y después
de la metamorfosis, de modo que debe usted salir de ahí, ¿me ha entendido?
—Es imposible —se lamentó Simon Kress—. Mi deslizador está inservible, y no
consigo poner en marcha ninguno de los otros. ¿No podría venir a buscarme?
—Sí. Shade y yo saldremos ahora mismo, pero de Asgard hasta su casa hay más
de doscientos kilómetros y necesitamos un equipo especial para ocuparnos del
estómago enfermo que usted ha creado. No puede esperarnos ahí. Tiene usted dos
piernas: camine. Diríjase hacia el este, con la máxima exactitud y rapidez que le sea
posible. Le encontraremos fácilmente desde el aire, y de paso se pondrá a salvo. ¿Ha
comprendido?

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—Sí, sí, desde luego.
Cortó la comunicación y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Había recorrido la
mitad de la distancia cuando oyó un ruido; en parte crujido y en arte estallido.
Uno de los reyes de la arena se había resquebrajado. Desplegó cuatro delgados
brazos rosados y amarillentos, que empezaron a apartar la piel muerta.
Kress echó a correr.
No había tenido en cuenta el calor.
Las montañas eran secas y escarpadas. Kress se alejó de la casa lo más
rápidamente posible. Corrió hasta que le dolieron las costillas y empezó a jadear.
Después se limitó a caminar, para volver a correr en cuanto se recuperó un poco.
Estuvo corriendo y caminando, corriendo y caminando durante casi una hora, bajo los
implacables rayos del sol. Sudaba a mares y deseó haberse llevado un poco de agua.
Levantó la mirada al cielo esperando distinguir a Wo y Shade.
Kress no estaba hecho para soportar aquellos trances. Hacía demasiado calor, el
ambiente era demasiado seco, y para colmo él no estaba en forma. Sin embargo,
siguió adelante, animado por el pensamiento de cómo había respirado el estómago,
por la idea de que a aquellas alturas los repugnantes seres ya debían de haber
invadido su casa. Confió en que Wo y Shade supieran cómo tratar a los reyes de la
arena.
Kress tenía sus propios planes para Wo y Shade. Decidió que todo aquello había
sucedido por culpa de aquel par, y ahora tendrían que pagar por ello. Lissandra había
muerto, pero Simon conocía a otros de su misma profesión. Se vengaría. Lo prometió
al menos cien veces mientras sudaba y avanzaba penosamente hacia el este. Al
menos, esperaba que fuera el este. No tenía mucha facilidad para orientarse, y dudaba
de la dirección que había tomado tras el momento de pánico inicial. De todas formas,
después se había esforzado por dirigirse hacia el este, tal como le había indicado Wo.
Después de correr durante varias horas sin observar la menor señal de sus
rescatadores, Kress empezó a convencerse de que se había equivocado al escapar.
Cuando transcurrieron varias horas más, empezó a tener miedo. ¿Y si Wo y Shade
no lograban dar con él? Moriría allí mismo. No había tomado alimento alguno desde
hacía dos días, se sentía débil y asustado, tenía la garganta reseca por la falta de agua.
No podía seguir adelante. El sol se ocultaba ya y pronto se encontraría
completamente perdido en la oscuridad. ¿Qué había pasado? ¿Acaso los reyes de la
arena habían devorado a Wo y Shade? El miedo lo sobrecogió una vez más, dominó
todo su cuerpo, agravado por una sed insoportable y un hambre atroz. Pero Kress
siguió caminando. Tropezó al querer correr y se cayó en un par de ocasiones. La
segunda vez se hirió una mano en una roca y empezó a sangrar. Kress se chupó la
sangre sin dejar de andar y se preocupó por la posibilidad de una infección.
El sol se hallaba sobre el horizonte, detrás de Kress. Estaba refrescando, lo cual
fue un alivio. Decidió aprovechar hasta el último rayo de luz y buscar luego un lugar

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para pasar la noche. Seguramente se había alejado lo suficiente de los reyes de la
arena como para estar a salvo, y Wo y Shade lo encontrarían a la mañana siguiente.
Al llegar a lo alto de una cuesta, distinguió la silueta de un edificio delante de él.
La casa era grande, aunque no tanto como su mansión. Significaba un refugio,
seguridad. Comida y bebida; tenía que alimentarse. Ya paladeaba el sabor de la
comida. Estaba famélico. Bajó corriendo la colina en dirección a la casa, agitando los
brazos y gritando a los habitantes de la vivienda. La luz era escasa, pero aún
distinguió a seis niños que jugaban aprovechando el resplandor del ocaso.
—¡Eh, vosotros! —gritó—. ¡Ayudadme! ¡Ayudadme!
Los niños se acercaron corriendo hacia él.
—No —dijo—. ¡Oh, no! ¡No! ¡No!
Dio media vuelta, resbaló en la arena, recuperó el equilibrio e intentó escapar
corriendo. Lo atraparon sin dificultad alguna. Eran unos pequeños seres horribles, de
ojos saltones y piel color naranja oscuro. Se debatió, pero no le sirvió de nada.
Aunque eran pequeños, aquellos seres tenían cuatro brazos, y Simon sólo dos.
Lo llevaron a la casa. Era un edificio de aspecto triste, construido con arena que
se desmoronaba. Sin embargo, la puerta de entrada era amplia y oscura, y además
respiraba. Eso le pareció pavoroso, pero si Simon Kress empezó a gritar no fue por
eso. Si gritó fue al ver a los otros, los niñitos anaranjados que salieron arrastrándose
del castillo y lo miraron impasibles mientras pasaba por su lado.
Todos tenían su cara.

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JEFFTY TIENE CINCO AÑOS
Harlan Ellison

Mejor relato corto, 1977

CONCLUYE EL PREFACIO DEL AUTOR

… El gran filósofo George Santayana no se equivocó cuando escribió en 1905:


«Los que no saben recordar el pasado están condenados a repetirlo». Pero no todas
mis obras son «tramposas» (aunque me causa no pocos desvelos tener que cargar
con el fardo de esa etiqueta, que por lo general me cuelgan personas que sólo han
leído un par de mis relatos entre una producción de casi dos mil cuentos).
Tomemos, por ejemplo, «Jeffty tiene cinco años». Es un cuento lleno de amor,
dolor, recuerdos y la responsabilidad de ser un verdadero amigo. Digo «recuerdos»
más que «nostalgia» porque sé lo fácil que resulta evocar con añoranza el pasado,
que nunca podrá volver porque lo impiden las exigencias del presente; y también sé
lo peligroso que resulta entregarse a este tipo de nostalgia. Hace que la gente odie el
tiempo en que le ha tocado vivir y le impide disfrutar de los momentos de alegría.
Pero si se consigue contemplar con cierta perspectiva, si se logra recordar lo
hermoso que era ir a uno de esos cines enormes y palaciegos a la primera sesión de
los sábados por la tarde, con un paquete de galletas y dos chicles en el bolsillo…
mientras se paladea el placer de introducir una copia de Casablanca en el vídeo,
cada vez que se siente el deseo de ver a Bogart despidiéndose de Ingrid Bergman
entre la niebla del viejo aeropuerto Burbank… se ha llegado al equilibrio. Y ni el
pasado ni el futuro podrán sorprenderlo demasiado. Es como si se tuviera una
protección contra las heridas.
Ése es el mensaje de «Jeffty»: las heridas.
Ah, y por favor, leed las dos últimas páginas del cuento con atención. Muchas
personas no llegan a captar lo que sucede ahí. Supongo que será porque no reparan
en las luces que parpadean y se desvanecen, en el ruido de la electricidad estática ni
en algunas otras claves que doy para que la tragedia no resulte folletinesca.
Si recordáis los relatos que me valieron mis premios Nebula —que guardo en mi
corazón con afecto—, me estaréis recordando también a mí. Y eso me encanta.

* * *

Cuando yo tenía cinco años, había un niño con quien solía jugar: Jeffty. Su
verdadero nombre era Jeff Kinzer, aunque todos los que jugaban con él le llamaban
Jeffty. Los dos teníamos cinco años, y nos lo pasábamos muy bien juntos.

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Cuando yo tenía cinco años, la barra Clark era tan gruesa como el mango de un
Louisville Slugger, y tenía casi doce centímetros de largo. Para recubrirla usaban
chocolate de verdad, y cuando uno la mordía en el centro crujía que era un contento.
El papel del envoltorio emanaba un olor fresco y delicioso cuando uno rompía un
extremo para sostener la barra y no mancharse los dedos con chocolate derretido.
Hoy, la barra Clark es delgada como una tarjeta de crédito, y en lugar de chocolate
puro usan una bazofia artificial que sabe a diablos. Es blanda y pastosa, cuesta quince
o veinte centavos y no una decente y honesta moneda de cinco como antes. La
envuelven de forma tal que parece grande como en los viejos tiempos, sólo que ya no
lo es. Es finita, fea y sabe mal; no vale un chavo, por no hablar del precio que piden
por ella.
Cuando yo tenía esa edad, cinco años, me enviaron a la casa de mi tía Patricia, en
Buffalo, Nueva York, durante dos años. Mi padre estaba pasando por «una mala
época», y la tía Patricia era maravillosa. Se había casado con un comisionista de
bolsa. Cuidaron de mí durante dos años. Cuando cumplí los siete, regresé a mi casa y
fui a buscar a Jeffty para que jugásemos juntos.
Yo tenía siete. Jeffty seguía teniendo cinco. No noté nada raro. Ni siquiera me di
cuenta: sólo tenía siete años.
A los siete años, solía tenderme boca abajo frente a nuestra radio Atwater-Kent
para escuchar extasiado los programas. Había sujetado el cable de masa al radiador;
me acostaba con los libros para pintar y las Crayolas (cuando en la caja grande sólo
venían dieciséis colores) a escuchar la cadena Roja de la NBC; Jack Benny en el
Programa de la Jell-0, Amos y Andy, Edgar Bergen y Charlie McCarthy en el
Programa de Chase y Sanhorn, La familia de un hombre, La primera noche. También
la cadena Azul de la NBC: Los ases, el Programa Jergens, con Walter Winchell,
Información, por favor, La época del valle de la muerte; y luego lo mejor de todo, la
cadena Mutual, con El avispón verde, El llanero solitario, La sombra y Silencio, por
favor. Hoy, pongo la radio del coche y recorro el dial de punta a punta, y lo único que
oigo son orquestas de cien cuerdas, amas de casa aburridas y camioneros insulsos que
dialogan sobre sus intrincadas vidas sexuales con locutores presuntuosos, música
country o western que es una lata o rock tan estridente que te ensordece.
Cuando cumplí los diez años, mi abuelo murió de viejo, y yo era un «niño
problemático». Me enviaron a la escuela militar, para que me «enderezaran».
Volví a los catorce. Jeffty seguía teniendo cinco años.
A los catorce años, yo iba al cine los domingos por la tarde; la primera sesión
costaba diez centavos, y a las palomitas les ponían mantequilla de verdad. Siempre
tenía la certeza de poder ver una película del oeste como Látigo LaRue, o a Wild Bill
Elliot como Red Ryder, y Bobby Blake como Pequeño Castor, o a Roy Rogers, o a
Johnny Mack Brown, o una de terror, como La casa de los horrores, Rondo Hatton
como el Estrangulador, o el Hombre Lobo, La momia, o Me casé con una bruja, con
Frederic March y Verónica Lake; y, además, un episodio de alguna buena serie, como

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La sombra, con Victor Jory, o Dick Tracy, o Flash Gordon; y tres dibujos animados;
y las Charlas de Viajero de James Fitzpatrick; el Noticiario Movietone y algún
número en vivo. Si me quedaba hasta la noche, algún bingo y bocadillos gratis. Hoy,
cuando voy al cine veo a Clint Eastwood abriéndole la cabeza a la gente como si
fuera un melón maduro.
A los dieciocho, ingresé en la universidad. Jeffty seguía teniendo cinco años.
Durante las vacaciones regresaba para trabajar en la joyería de mi tío Joe. Jeffty no
había cambiado. Para entonces, ya me había dado cuenta de que algo extraño le
pasaba. Algo raro. Jeffty seguía teniendo cinco años, y ni un día más.
A los veintidós, regresé para ganarme la vida. Abrí una tienda en el pueblo: la
primera concesionaria Sony. De vez en cuando veía a Jeffty. Tenía cinco años.
En muchos sentidos, las cosas han mejorado: la gente ya no muere debido a las
viejas enfermedades. Los coches corren más deprisa, y se llega más rápido a los
sitios, por mejores carreteras. Las camisas son más sedosas y tersas. Hoy hay buenos
libros en ediciones de bolsillo, aunque cuestan casi tanto como los de tapa dura de
antes. Cuando ando corto de fondos en el banco puedo vivir de mis tarjetas de crédito
hasta que la situación se aclara. Pero sigo pensando que hemos perdido muchas cosas
buenas. ¿Sabéis que ya no se puede comprar linóleo? Sólo hay pavimentos de vinilo.
El hule ya no existe; nunca más volveremos a sentir ese olor dulce y especial que
flotaba en la cocina de nuestra abuela. Los muebles ya no se fabrican para que duren
treinta años o más, pues hicieron una encuesta y descubrieron que a las jóvenes amas
de casa les gusta deshacerse de los muebles y cambiar el color del laminado plástico
cada siete años. Los discos ya no son como antes: no vienen gruesos y sólidos, sino
delgados; se doblan… A mí no me parece nada bueno. En los restaurantes ya no
sirven jarritas con crema, sino ese jarabe artificial que viene en sobrecitos de plástico,
y que nunca da al café el color deseado. Basta con una patada —con zapatillas de
deporte— para hacer una abolladura en el parachoques de un coche. Por dondequiera
que vaya, todos los pueblos le parecerán iguales, llenos de Burger Kings,
McDonald’s, 7-Elevens y TacoBells, con los mismos moteles y los mismos centros
comerciales. Las cosas habrán mejorado, pero ¿por qué sigo recordando el pasado?
Cuando digo que Jeffty seguía teniendo cinco años, no me refiero a que fuese
retardado. No creo que se tratase de eso. Para sus cinco años, era listo como un
demonio, un crío muy vivaz, inteligente, despierto y gracioso.
Pero medía noventa centímetros de altura, algo menudo para su edad, y su
complexión era correcta; no tenía la cabeza grande, ni la mandíbula deforme, ni nada
de eso. Era un niño precioso y normal de cinco años, sólo que tenía la misma edad
que yo: veintidós.
Hablaba con la voz aguda y chillona, de soprano, que tienen los niños a los cinco
años; caminaba dando saltitos y meciéndose como cualquier pequeño de esa edad, y
charlaba de los asuntos típicos que preocupan a los críos de cinco años: historietas,
formas de jugar a los soldaditos, una técnica para usar imperdibles con el fin de

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sujetar un cartón duro a la horquilla delantera de la bicicleta, para que sonara como
una moto cuando giraban los rayos, o pasarse el día preguntando por qué esto y
aquello, hasta dónde llega el cielo, a qué edad se es mayor, por qué la hierba es verde
y qué forma tiene un elefante. A los veintidós, seguía teniendo cinco años.

Los padres de Jeffty eran una pareja triste. Como seguía siendo amigo de Jeffty y
lo dejaba acompañarme en la tienda, o a veces lo llevaba a la feria de diversiones, al
minigolf o al cine, al final acababa haciéndoles compañía. No es que me cayeran muy
bien: me deprimían muchísimo. Pero, en fin, supongo que no podía esperarse gran
cosa de aquellos pobres tipos. Tenían una criatura extraña en su casa, un hijo que en
veintidós años sólo había crecido cinco, quien les prodigaba el tesoro de un eterno
estado de niñez, pero que, al mismo tiempo, les negaba la dicha de verlo convertido
en un adulto normal.
Los cinco años son una edad maravillosa en el niño. O pueden serlo, si el pequeño
se ve relativamente libre de la bestialidad monstruosa en que incurren algunos niños.
En esa edad, los ojos están bien abiertos, y las estructuras aún no se han endurecido;
en esa época la vida aún no te ha convencido a golpes de que todo es inmutable e
irremediable; a los cinco años, las manos nunca se dan por satisfechas, la mente
nunca aprende lo suficiente, el mundo es infinito, misterioso e inacabable. Es un
momento especial, antes de que se apoderen de la mente quijotesca, insaciable e
inquisidora del joven soñador para encerrarla en las aulas atroces de las escuelas.
Antes de que tomen esas manitas temblorosas que todo lo quieren aferrar, tocar y
descubrir, para obligarlas a reposar inmóviles sobre los pupitres. Antes de que la
gente comience a decirles «compórtate como un niño mayor», «no te hagas el
pequeñín», «tan mayor y tan tonto». Es un momento en que el niño que se comporta
como tal sigue siendo gracioso, y mimado por todos. Una época de placer, de
maravilla, de inocencia.
Y Jeffty había quedado inmerso en esa edad: cinco años.
Pero, para sus padres, era una pesadilla interminable de la que nadie podía
despertarlos o librarlos: ni asistentes sociales, ni sacerdotes, ni psicólogos infantiles,
ni maestros, amigos, hechiceros ni psiquiatras. Nadie. Durante diecisiete años, su
aflicción había pasado de chochez paterna a preocupación; de preocupación a
inquietud; de inquietud a temor; de temor a confusión; de confusión a ira; de ira a
disgusto; de disgusto a odio encubierto; y, por fin, del despreció más profundo y la
repulsión a una aceptación deprimente y estólida.
John Kinzer era capataz en la fábrica de herramientas Balder, donde trabajaba
desde hacía treinta años. Para todos menos para él, su vida era espectacularmente
común. No se destacaba por nada… salvo por ser padre de un hijo que, a los
veintidós, seguía teniendo cinco años.

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John Kinzer era un hombre menudo, manso, sin aristas; de ojos claros que nunca
parecían posarse sobre los míos más allá de unos segundos. Durante las
conversaciones, constantemente se agitaba en el sillón, y parecía ver cosas en las
esquinas superiores de la sala. Cosas que nadie más percibía… o no quería percibir.
Supongo que el mejor adjetivo para él sería «acosado». Su vida se había convertido
en un… en fin, «acosado» le sentaba a la perfección.
Leona Kinzer trataba de sobreponerse con valentía. Cada vez que iba a visitarlos,
fuese cual fuese la hora, trataba de atiborrarme con algo de comer. Y cuando Jeffty
estaba en casa, siempre lo andaba persiguiendo para que comiese:
—Cariño, ¿no te apetecería una naranja? ¿Una naranja dulce y rica? ¿O mejor una
mandarina? Tengo mandarinas. Podría pelarte una…
Pero, sin duda, había tal temor en ella, tal miedo a su propio hijo, que sus
ofrecimientos de comida siempre encerraban una nota ligeramente siniestra.
Leona Kinzer había sido una mujer alta, aunque los años la habían encorvado.
Siempre parecía estar buscando alguna parte del empapelado o algún nicho en el cual
poder ocultarse, en el cual adoptar la coloración floreada del papel y esconderse para
siempre ante los inmensos ojos castaños de su hijo, y contener la respiración,
invisible, para que él pasara cien veces al día delante de ella sin darse cuenta de que
estaba allí. Invariablemente llevaba un delantal atado a la cintura, y las manos
enrojecidas de tanto lavar. Como si a fuerza de mantener inmaculado el ambiente
pudiese expiar su pecado imaginario: haber dado a luz a aquella extraña criatura.
Ninguno de ellos miraba mucho la televisión. La casa solía estar silenciosa como
una tumba: no se oía siquiera el murmullo sibilante del agua por las cañerías, ni el
crujido de las vigas de madera, ni el ronroneo de la nevera. Espantosamente
silenciosa, como si el tiempo mismo hubiera dado un rodeo alrededor de la casa.
Y en cuanto a Jeffty, el pequeño era inofensivo. Vivía en esa atmósfera de tibio
temor y desprecio opaco; si lo advertía, nunca lo daba a entender. Jugaba como todos
los niños y parecía feliz. Pero seguramente se daba cuenta, como se sabe todo a los
cinco años, de que algo extraño había en él.
Extraño. No, no se trataba de eso. En todo caso, era demasiado humano, pero
fuera de fase, fuera de tono con el mundo que lo rodeaba. Parecía resonar en una
vibración distinta de la de sus padres. Los demás niños tampoco jugaban con él. A
medida que crecían y lo dejaban atrás, primero les resultaba infantil, luego aburrido,
y finalmente, cuando se afinaba su sentido del tiempo y advertían que los años no
pasaban igual para él, empezaban a tenerle miedo. Hasta los más pequeños, los de su
edad, que vagaban por el vecindario, acababan por apartarse de él como los perros
huyen de los coches veloces.
Así pues, yo era su único amigo. Un amigo del pasado. Cinco años, veintidós. El
pequeño me gustaba, más de lo que yo mismo reconocía. No sabía exactamente por
qué, pero me gustaba sin reservas.

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Pero como compartíamos nuestro tiempo, me encontré con que —ah, la cortesía
— también pasaba horas junto a John y Leona Kinzer. A veces cenaba con ellos, otras
veces eran los sábados por la tarde, o un par de horas cuando llevaba a Jeffty a su
casa después del cine. Me estaban agradecidos, de un modo servil y abyecto: mi
presencia les evitaba el incómodo deber de salir y pasear con él, o de fingir ante el
mundo que eran los afectuosos padres de un niño normal, feliz y gracioso. Y su
gratitud los llevaba a acogerme en su casa como a un huésped. Qué horroroso
resultaba cada instante de su depresión…
Aquellos pobres desgraciados me inspiraban lástima, pero los despreciaba por su
incapacidad de amar a Jeffty, quien, sin duda, suscitaba tanto amor.
Por supuesto, jamás rehusaba su compañía, incluso durante esas veladas que, de
tan incómodas, resultaban increíbles.
No sentábamos en la sala de estar, en penumbras. Siempre oscuro o a media luz,
como si quisieran mantener la casa en sombras para ocultar lo que la luz pudiese
revelar al mundo a través de los brillantes ojos de las ventanas. Nos sentábamos y nos
mirábamos en silencio. Nunca sabían qué decirme.
—¿Cómo van las cosas en la fábrica? —le preguntaba a John Kinzer.
Él se encogía de hombros. Ni la conversación ni la vida parecían sentarle con
gracia o facilidad.
—Bien. Todo bien —acababa diciendo.
Y otra vez guardábamos silencio.
—¿Quieres un trozo de pastel de café? —Ofrecía Leona—. Lo hice esta mañana.
O pastel de manzanas verdes. O leche con galletas caseras. O bizcocho de azúcar
moreno…
—No, gracias, señora Kinzer. Jeffty y yo nos tomamos unas hamburguesas con
queso antes de volver.
Y, una vez más, el silencio.
Entonces, cuando la incomodidad y la quietud se hacían insoportables incluso
para ellos (y quién sabe cuánto tiempo imperaba el silencio cuando estaban solos, con
eso cerniéndose entre los dos, de lo que nunca hablaban), entonces, Leona Kinzer
decía:
—Creo que se ha dormido.
John Kinzer agregaba:
—No oigo la radio…
Y así seguía la visita, hasta que lograba esgrimir algún pretexto para escapar. Sí,
así era todas las veces; así fue siempre, menos una sola vez.

—Ya no sé qué hacer —se lamentó Leona. Comenzó a llorar—. Nada cambia. No
hay un solo día de paz…

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Su esposo logró apartarse de la vieja silla y se acercó a ella. Se inclinó y trató de
consolarla, pero a juzgar por el modo torpe en que acarició sus cabellos grises, en él
ya no quedaba ninguna capacidad de mostrar compasión.
—Shhh, Leona, vamos. Ya está bien. Shh…
Pero la mujer continuó llorando. Sus manos arañaban suavemente las fundas que
cubrían los brazos del sillón.
—A veces llego a desear que hubiera nacido muerto —confesó entonces.
John alzó la vista y escrutó los rincones de la sala. ¿Buscaba esas sombras sin
nombre que siempre parecían estar vigilándolo? ¿O llamaría a Dios en esos rincones?
—No piensas eso realmente… —sentenció, suave, patéticamente.
La tensión de su cuerpo y el temblor de su voz la urgían a arrepentirse antes de
que Dios advirtiera aquel deseo espantoso. Pero ella lo decía de todo corazón. De
todo corazón.
Esa noche logré escabullirme enseguida. No querían testigos de su vergüenza. Me
alegré de marcharme.
Durante una semana me mantuve alejado. De ellos, de Jeffty, de su calle, incluso
de aquella zona del pueblo.
Debía preocuparme de mis propios asuntos: la tienda, los clientes, las reuniones
con proveedores, las partidas de póquer con los amigos, las mujeres, preciosas, que
invitaba a cenar a restaurantes bien iluminados, mis padres… Poner lubricante al
coche para que no se enfriara el motor, quejarme a la lavandería porque ponían
demasiado almidón a los puños y cuellos, ir al gimnasio, pagar los impuestos, vigilar
a Jan o a David (lo mismo daba) para que no metieran la mano en la caja
registradora… Me ocupaba de mis propios asuntos.
Pero ni siquiera lo ocurrido esa tarde pudo mantenerme lejos de Jeffty. Me vino a
ver a la tienda y me pidió que lo llevase al rodeo. Nos llevábamos de maravilla, hasta
donde era posible la convivencia entre un hombre de veintidós años con sus propios
intereses… y un niño de cinco. No me preguntaba qué nos unía; siempre suponía que
eran los años, y el afecto hacia un niño que podría haber sido mi hermano pequeño.
(Sólo que recordaba las horas de juego compartidas, cuando los dos teníamos la
misma edad; yo recordaba esa época, mientras que Jeffty seguía siendo él mismo).
Así, un sábado por la tarde, fui a buscarlo para llevarlo al cine a ver un programa
doble, y sólo esa tarde comencé a advertir cosas que debería haber notado mucho
tiempo antes.

Llegué caminando a la casa de los Kinzer. Esperaba que Jeffty estuviese sentado
sobre los escalones del porche, o en la mecedora, esperándome. Pero no lo vi por
ninguna parte.
Era impensable entrar a ese silencio y esa negrura, cuando afuera había tanto sol.
Me detuve unos instantes ante la casa. Formé un altavoz con las manos y grité:

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—¡Jeffty! ¡Vamos, sal de una vez! ¡Vamos a llegar tarde!
Su voz se oyó, débil, como si proviniese de debajo de la tierra.
—Aquí estoy, Donny.
Lo escuché, pero no lo vi. Era Jeffty, de eso no cabía duda: yo era Donald
H. Horton, presidente y único propietario del Horton TV & Sound Center, de modo
que sólo Jeffty me llamaba Donny. Nunca me había llamado de otro modo.
(En realidad, no es cierto. Soy único propietario de la tienda en lo que respecta al
público. La sociedad con mi tía Patricia es sólo para saldar el préstamo que me hizo
para redondear el dinero que heredé a los veintiún años, y que mi abuelo me legó a
los diez. No era un préstamo muy cuantioso: apenas dieciocho mil dólares, pero le
pedí que fuera mi socia secreta en consideración a los años que me había cuidado de
niño).
—¿Dónde estás, Jeffty?
—Bajo el porche, en mi escondite secreto.
Rodeé uno de los lados del porche, me incliné y retiré la rejilla de mimbre. Allí
abajo, sobre la tierra apisonada, Jeffty se había construido un escondite secreto. Había
puesto tebeos en cestos, una mesita, cojines… Estaba iluminado por gruesas velas, y
allí solíamos escondernos cuando ambos teníamos cinco años.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
Me interné en la cueva y cubrí la abertura con la rejilla. Bajo el porche se estaba
fresco, y la tierra olía bien. Las velas emanaban un aroma familiar y agradable.
Cualquier niño se sentiría a sus anchas en un escondite así: no hay criatura que no
haya pasado sus momentos más felices, productivos y deliciosamente misteriosos en
un lugar como ése.
—Jugaba —respondió. Sostenía algo redondo y dorado en la palma de su manita.
—¿Te has olvidado de que habíamos quedado en ir al cine?
—No. Te estaba esperando aquí.
—¿Y tus papás? ¿Están en casa?
—Mamá sí.
Comprendí por qué me esperaba bajo el porche. No insistí más.
—¿Qué tienes ahí?
—El Emblema Secreto del Capitán Medianoche —dijo, y me lo mostró sobre su
palma abierta.
Estuve un largo rato mirándolo, sin comprender de qué se trataba. Entonces
advertí el milagro que Jeffty sostenía en la manita. Un milagro que, sencillamente, no
podía ser cierto.
—Jeffty… —Comencé, con la voz estrangulada de asombro—. ¿De dónde has
sacado eso?
—Llegó hoy por correo. La había encargado.
—Te habrá costado una fortuna.

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—No tanto. Diez centavos, y dos tabletas de cera de las que vienen dentro de los
frascos de Ovaltina.
—¿Podría verlo? —Me temblaba la voz, y también la mano que extendí para
recibirlo. Me lo dio, y sostuve el prodigio en la palma abierta. Era una maravilla.
No sé si lo recordaréis. Pasaban Capitán Medianoche por la cadena nacional en
1940. Era un programa patrocinado por Ovaltina. Y cada año lanzaban un Emblema
Secreto del Escuadrón Descifrador. Al final de cada programa, todos los días, daban
una clave para la emisión de la tarde siguiente, que sólo podían descifrar los niños
que poseyeran el emblema oficial. Dejaron de hacer esos emblemas maravillosos en
1949. Recuerdo el que yo tenía en el 45: era muy bonito. En el centro del dial con los
códigos tenía una lupa. Capitán Medianoche dejó de emitirse en 1950, y aunque creo
que a mediados de esa década se hizo una serie de televisión de poca monta, y aunque
en 1955 y 1956 lanzaron a la circulación unos Emblemas Descifradores, los
verdaderos dejaron de hacerse en 1949.
En mi mano sostenía un Emblema del Capitán Medianoche, flamante, de lustroso
metal dorado, sin una sola mancha de orín ni melladura alguna, a diferencia de los
que se consiguen de vez en cuando en las tiendas de anticuarios, a precios
exorbitantes. Era un Descifrador nuevo; Jeffty decía que lo había recibido por correo
a cambio de diez centavos (¡diez centavos!) y dos etiquetas de Ovaltina… ¡y tenía la
fecha de ese año!
Pero Capitán Medianoche ya no existía. En la radio no pasaban nada que se le
pareciese. Había escuchado un par de malas imitaciones de la radio de antaño que
solían lanzar al aire las emisoras actuales, pero los relatos eran aburridos, los efectos
sonoros parecían ridículos, y todo el conjunto resultaba anticuado, anacrónico, mal
hecho. Sin embargo, en mi mano había un Descifrador nuevo.
—Jeffty, ¿qué es esto?
—¿El qué? Es mi nuevo Emblema Secreto del Capitán Medianoche. Me servirá
para saber qué va a pasar luego.
—¿Luego cuándo?
—En el programa.
—¿Qué programa?
Me miró como si estuviera haciéndome el idiota.
—¡En Capitán Medianoche! ¡Donny!
Sentía que algo se nublaba en mí.
No podía ver las cosas con claridad. Lo tenía ante mis propios ojos, pero no sabía
qué estaba sucediendo.
—¿Te refieres a las reposiciones de los antiguos episodios? ¿A eso te refieres,
Jeffty?
—¿Qué reposiciones? —preguntó. No sabía de qué le hablaba.
Nos miramos, allí, bajo el porche. Y entonces le pregunté, muy despacio, casi
como si temiera la respuesta:

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—Jeffty, ¿cómo escuchas Capitán Medianoche?
—En la radio. En mi radio. Todos los días, a las cinco y media.
Informativos. Música aburrida. Música y noticias. Eso pasaban por la radio todos
los días a las cinco y media. Nada de Capitán Medianoche. Hacía veinte años que no
emitían el Escuadrón Secreto.
—¿Podríamos escucharlo hoy? —le pregunté.
—¡Pero Donny! —me dijo. Sabía que había cometido alguna torpeza por el tono
en que me respondió, mas no lograba saber cuál. De pronto lo comprendí: era sábado.
Capitán Medianoche se emitía de lunes a viernes. Ni sábados ni domingos.
—¿Vamos al cine?
Tuvo que repetírmelo dos veces. Yo tenía la cabeza en otro sitio. No había sacado
ninguna conclusión aún. Ninguna suposición alocada o apresurada. Sólo trataba de
desentrañar el enigma, para concluir por fin (como habríais hecho vosotros, como
habría hecho cualquiera antes que aceptar la verdad, la verdad imposible y
maravillosa) que había pasado por alto alguna explicación simple que lo respondía
todo. Algo normal y corriente, como el paso del tiempo que nos roba todas las viejas
buenas cosas a cambio de plástico, chucherías y oropel. Todo en nombre del
Progreso.
—¿Vamos al cine, Donny?
—Ya lo creo que sí, amigo —asentí.
Le sonreí. Le tendí el Emblema Secreto, y se lo guardó en el bolsillo lateral del
pantalón. Salimos del escondrijo bajo el porche, y fuimos al cine. Y ninguno de los
dos dijo nada acerca del Capitán Medianoche durante el resto del día. Sin embargo,
no hubo pausa de diez minutos durante el resto del día en que yo no pensara en ello.

La semana siguiente tuvimos inventario. No vi a Jeffty hasta el jueves por la


tarde. Confieso que dejé la tienda en manos de Jan y David, y que les dije que tenía
algunos asuntos pendientes. Me fui temprano, a las cuatro. Llegué a la casa de los
Kinzer a las cinco menos cuarto. Leona abrió la puerta; parecía agotada y distante.
—¿Está Jeffty?
Dijo que estaba arriba, en su cuarto…
… Oyendo la radio.
Subí los escalones de dos en dos.
Perfecto. Por fin había dado el salto imposible e ilógico. Si se hubiera tratado de
cualquier otra persona, fuese niño o adulto, habría tratado de esgrimir respuestas más
coherentes. Pero era Jeffty: otra forma distinta en que se expresaba la vida. Lo que él
experimentase acaso no se correspondía con el orden cotidiano de los
acontecimientos.
Y, lo admito, quería escuchar lo que oí.
Incluso con la puerta cerrada, reconocí el programa:

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—¡Allí va, Tennessee! ¡Atrápalo!
Se oyó la pesada descarga de un rifle y el quejumbroso zumbido del proyectil que
rebotaba. Luego, la misma voz aulló triunfal:
—¡Le hemos dado! ¡Hombre muerto!
Estaba escuchando la Compañía de Radiodifusión Americana, 790 kilociclos, en
la cual emitían Tennessee Jed, uno de mis programas favoritos en la década de los
cuarenta. Era una serie del Oeste que no oía desde hacía veinte años, porque hacía
veinte años que había dejado de existir.
Me senté en el descansillo de las escaleras a escuchar el programa. No era una
reposición, pues en el argumento se hacían ocasionales referencias a adelantos
culturales y tecnológicos actuales, y se oían palabras que no eran corrientes en los
años cuarenta: Tanzania, aerosol, oleoducto…
No podía ignorar la evidencia: Jeffty estaba escuchando un nuevo programa de
Tennessee Jed.
Bajé las escaleras deprisa y salí por la puerta principal hasta mi coche. Leona
debía de estar en la cocina. Encendí el contacto y sintonicé la radio en el 790 del dial.
La estación ABC. Música de rock.
Me senté unos minutos y recorrí lentamente el dial desde un extremo a otro.
Música, noticias, debates. En ningún lado daban Tennessee Jed. Y era una Blaupunkt:
la mejor radio que podía conseguirse. Captaba hasta la última emisora periférica.
¡Simplemente, no lo estaban transmitiendo!
Después de unos instantes, apagué la radio y el contacto del coche, y regresé
lentamente hasta el dormitorio de Jeffty. Me senté en el escalón más alto y escuché
todo el programa. Fue maravilloso.
Excitante, imaginativo, dotado de lo mejor que recordaba acerca del teatro por la
radio. Pero era moderno. No se trataba de una antigüedad vuelta a transmitir para
saciar la nostalgia de un auditorio decrépito. Era un programa nuevo, con las voces de
antaño, pero aún jóvenes y brillantes. Hasta los anuncios hacían mención a productos
actuales, pero no resultaban insultantes ni estridentes como los que transmitían por
radio en esos días.
Y cuando Tennessee Jed terminó, a las cinco en punto, oí que Jeffty recorría el
dial hasta que se oyó la conocida voz del locutor Glenn Riggs, que proclamaba:
—… ¡Presentamos a Hop Harrigan! ¡El as del espacio norteamericano!
Se oyó un aeroplano en vuelo. ¡No se trataba de un jet, sino de un avión a
propulsión! No era el sonido con el que crecían los niños de la actualidad, sino el
tronar con que me crié yo, el auténtico ruido de un aeroplano, el estertor profundo y
cascado de los aviones en que volaban G-8 y sus Ases del Combate, el Capitán
Medianoche, o Hop Harrigan. Y luego, oí que Hop decía:
—CX-4 llamando a torre de control. CX-4 llamando a torre de control. ¡Cambio!
Y, tras una pausa;
—¡De acuerdo, aquí Hop Harrigan…! ¡Espero instrucciones!

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Y Jeffty tenía el mismo problema que todos los niños en la década de los
cuarenta: en distintas emisoras de radio pasaban programas competidores, a la misma
hora, de máxima audiencia. Después de rendir homenaje a Hop Harrigan y a Tank
Tinker, Jeffty hizo girar el dial y regresó a ABC, donde escuché el tañido de un gong
y la insensata cacofonía de una cháchara en chino. El locutor anunció:
—¡Terrrrry… y los piratas!
Allí sentado, en aquel escalón, me enfrasqué en Terry, en Connie, en Flip Corkin
y, Dios me guarde, en Agnes Moorehead como La Dama Dragón. Todos ellos en una
nueva aventura que transcurría en la China comunista (que, por supuesto, no existía
en la versión de 1937 de Milton Caniff, en que convivían piratas de río, Chiang
Kai-shek, lores guerreros, y el ingenuo imperialismo de la diplomacia
norteamericana).
Allí sentado, escuché el programa entero. Y luego, me quedé un rato más para oír
a Superman y partes de Jack Armstrong, El niño americano y el Capitán
Medianoche. John Kinzer regresó a su casa, y ni él ni Leona subieron para averiguar
qué estaba haciendo yo o dónde podía haberse metido Jeffty. Yo seguí sentado y
descubrí que había comenzado a llorar y que no podía detenerme. Lloré y lloré, hasta
que Jeffty me oyó, abrió la puerta y me vio. Se asomó y me observó con infantil
confusión, y entonces escuché que la emisora conectaba la Mutual, y que pasaban la
música de Tom Mix: «When it’s Round-up Time in Texas and the Bloom Is on the
Sage».
Jeffty posó la mano sobre mi hombro y me sonrió abiertamente.
—¡Hola, Donny! ¿Por qué no pasas y oyes la radio conmigo?
Hume negaba la existencia de un espacio absoluto, en que cada cosa tiene su
lugar; Borges niega la existencia de un tiempo único, en el que todos los
acontecimientos se relacionan.
Jeffty recibía programas de radio de un lugar que, según la lógica, no podía
existir, en el orden natural del universo y el espacio-tiempo concebidos por Einstein.
Pero no era lo único que recibía. Le llegaban por correo cupones para obtener
premios que ya nadie fabricaba. Leía tebeos que habían pasado a mejor vida hacía
tres décadas. Veía películas con actores que habían muerto hacía veinte años. Era la
terminal receptora de interminables dichas y gozos del pasado que el mundo había
perdido en el camino. En su vuelo suicida hacia Nuevos Horizontes, el mundo había
asolado la cripta de los tesoros donde guardaba la felicidad más sencilla, había
vertido cemento sobre las plazas, había abandonado a sus últimos duendes, y todo
ello era milagroso, imposiblemente rescatado en el presente gracias a Jeffty. En él, las
tradiciones se mantenían actuales, vivas y contemporáneas. Jeffty era el Aladino
espontáneo cuya naturaleza formaba la lámpara mágica de su realidad.
Y él me dejó irrumpir en ese mundo.
Porque se fió de mí.

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Merendábamos Copos de Trigo Inflado Quaker y Ovaltina tibia, y la bebíamos en
las jarras gratis que venían con las Annie la Huerfanita de ese año. Íbamos al cine, y
mientras todos veían una comedia con Goldie Hawn y Ryan O’Neill, nosotros
disfrutábamos de Humphrey Bogart en el papel del ladrón profesional Parker, en una
brillante adaptación de Slayground, la novela de Donald Westlake, dirigida por John
Houston. La segunda película era la versión de Leiningen contra las hormigas,
producida por Val Lewton, con Spencer Tracy, Carole Lombard y Laird Cregar.
Dos veces al mes íbamos al quiosco y comprábamos los suculentos últimos
números de La sombra, Doc Savage, e Historias sorprendentes. Jeffty y yo nos
sentábamos juntos, y yo le leía las historietas. Lo que más le gustaba era la nueva
novela breve de Henry Kuttner, Los sueños de Aquiles, y la nueva serie de cuentos
cortos de Stanley G. Weinbaum, que transcurría en el universo de partículas
subatómicas llamado Redurna. En septiembre gozamos de la primera entrega de La
isla de los negros, una nueva novela de Robert E. Howard Conan publicada en
Relatos imposibles. Y en agosto, nos desencantó ligeramente la cuarta novela breve
de Edgar Rice Burroughs sobre Júpiter —Corsarios de Júpiter—, cuyo personaje era
John Cárter de Barsoom. Pero el editor del Semanario de Fantasía Argos prometía
que habría dos relatos más en la serie, y fue una revelación tan inesperada para
nosotros que bastó para atenuar la desilusión que nos causó la calidad inferior de la
última entrega.
Leíamos juntos las historietas, y Jeffty y yo habíamos decidido —cada uno por su
cuenta, antes de comentar el asunto— que nuestros personajes favoritos eran el
Hombre Muñeco, el Niño del Aire, y El Pilón. También nos encantaban las tiras de
George Carlton en Jingle Jangle Cómics, sobre todo el Príncipe Cara-de-Pastel de
los cuentos del Viejo Pretzelburgo, que nos hacían desternillar de risa, aunque a veces
tenía que explicar a Jeffty algunos de los chistes más complejos: era demasiado
pequeño para captar la sutil ironía.
¿Cómo explicarlo? No puedo. En la universidad estudié física de sobra para
aventurar algunas hipótesis, pero lo más probable es que me equivoque. A veces las
leyes de conservación de la energía son burladas. Los científicos dicen que estas
leyes son de «infracción débil». Quizá Jeffty fuese un catalizador que acentuaba la
infracción débil de las leyes conservadoras cuya existencia sólo ahora
comprendemos. Traté de leer algunos artículos sobre el tema: descomposición de los
muones de la clase «prohibida»; descomposición gamma que no incluye el neutrino
muón entre sus productos, pero no encontré nada que me diera ninguna pista, ni
siquiera entre los últimos artículos del Instituto Suizo de Investigación Nuclear, en las
afueras de Zurich. Me resigné a aceptar vagamente la filosofía según la cual el
verdadero nombre de la ciencia es magia.
Renuncié a las explicaciones, en favor de momentos maravillosos.
Los más felices de mi vida.

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Tenía el mundo «de verdad», el de mi tienda, mis amigos y mi familia. El mundo
de las pérdidas y las ganancias, de los impuestos, de las tardes con jovencitas que
conversaban sobre las Naciones Unidas, o sobre sus paseos de compras, o sobre la
subida del precio del café, o de los hornos microondas. Y tenía el mundo de Jeffty,
que sólo existía cuando yo estaba con él. Sólo podía experimentar las cosas del
pasado que él conocía, como si fuesen nuevas, cuando estaba en su compañía. Y la
membrana entre los dos mundos se hacía cada vez más tenue, más luminosa y
transparente. Tenía lo mejor de los dos mundos. Y de algún modo sabía que no podía
llevar nada de uno hacia otro.
Olvidarlo, aunque sólo fuese por un instante, traicionar a Jeffty al olvidarlo, puso
fin a todo.
Disfrutaba tanto, que me volví imprudente y dejé de considerar lo frágil que era la
relación entre el mundo de Jeffty y el mío. Hay una razón por la cual el presente
envidia la existencia del pasado. Nunca lo he comprendido del todo. En ningún libro
de leyendas, donde la subsistencia se muestra en batallas descritas con toda su
crudeza, se ve el reconocimiento de la ferocidad con que el presente termina por
imponerse sobre el pasado. En ninguna fábula se observa la afirmación detallada del
modo en que el presente aguarda el Lo-que-fue, espera que se convierta en el Ahora-
este-momento para poder despedazarlo con sus mandíbulas despiadadas.
¿Quién podría saber semejante cosa, a cualquier edad? ¿Quién podría comprender
algo así, a mi edad?
Quisiera justificarme, pero no puedo. Fue culpa mía.

Era otra tarde de sábado.


—¿Qué dan hoy? —le pregunté en el coche, mientras nos dirigíamos al pueblo.
Alzó la vista desde el asiento del acompañante y me dirigió una de sus mejores
sonrisas.
—Ken Maynard en El látigo justiciero, y El hombre abatido. —Siguió sonriendo,
como si realmente me hubiera hecho tragar alguna broma. Lo miré, incrédulo.
—¡Pero qué dices! —exclamé exultante—. ¿El hombre abatido, de Bester? —
Asintió, feliz de verme feliz. Sabía que era uno de mis libros favoritos—. ¡Pero eso es
estupendo!
—¡Estupendo! —convino.
—¿Quiénes trabajan?
—Franchot Tone, Evelyn Keyes, Lionel Barrymore y Elisha Cook, Jr. —Sabía
más que yo sobre actores de cine. Recordaba los nombres de todos los que
intervenían en cada película. Hasta en las escenas multitudinarias.
—¿Y qué dibujos animados? —pregunté.
—Dan tres: uno de la Pequeña Lulú, uno del Pato Donald, y otro de Bugs Bunny.
Y un Especial de Pete Smith, junto con otra de Los Monos Locos de Lew Lehr.

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—¡Caray! —exclamé. Sonreía de oreja a oreja. Entonces, bajé la vista y vi que en
el asiento había un paquete con albaranes de compra. Me había olvidado de dejarlos
en la tienda.
—Pararé un momento en la tienda. Tengo que dejar una cosa. Sólo tardaré un
minuto.
—Está bien —asintió Jeffty—. Pero no llegaremos tarde, ¿verdad?
—Prometido.

Cuando aparqué detrás de la tienda, decidió acompañarme para ir caminando


hasta el cine. No es un pueblo grande. Sólo hay dos salas. El Utopia y el Lyric. Ese
día teníamos que ir al Utopia, que quedaba a tres calles de la tienda.
Entré en el comercio con el paquete de formularios, y me encontré con un
auténtico caos. David y Jan estaban atendiendo a dos clientes cada uno, y había tres
más que esperaban por allí. Jan se volvió para mirarme, y su rostro fue una máscara
horrorosa y suplicante. David corría desde el almacén hasta la tienda, y lo único que
atinó a murmurar cuando pasó por mi lado fue «ayúdame», antes de desaparecer.
—Jeffty —le dije, agachándome—. Oye, espérame un momento. Jan y David
tienen problemas. Hay mucha gente. No llegaremos tarde, te lo prometo. Sólo déjame
atender a un par de clientes.
Pareció nervioso, pero dijo que sí con la cabeza.
Señalé una silla, y añadí:
—Siéntate un rato. Enseguida estaré contigo.
Fue a la silla y obedeció dócilmente, aunque sabía qué estaba sucediendo. Y se
sentó.
Comencé a atender a gente que quería comprar televisores en color. Era la
primera remesa importante de aparatos que recibíamos: los televisores en color
comenzaban a venderse a precio razonable sólo entonces, y Sony hacía su primera
promoción; y para mí eran tiempos de vacas gordas. Podría pagar el préstamo y salir
adelante por primera vez desde que inaugurara la tienda. Los negocios son negocios.
Y en mi mundo, los buenos negocios son lo más importante.
Jeffty se sentó a mirar la pared. Dejadme hablaros de la pared.
Desde el suelo hasta unos sesenta centímetros del techo, habíamos colocado un
diseño de montantes y estantes. Los televisores estaban artísticamente dispuestos
contra la pared. Había treinta y tres aparatos, todos funcionando al mismo tiempo. En
color, en blanco y negro, grandes y pequeños, todos transmitiendo a la vez.
Jeffty se sentó a mirar treinta y tres televisores, un sábado por la tarde. Si
contamos las emisoras educativas de UHF, captamos un total de trece canales. En uno
daban golf; en el segundo, béisbol; en el tercero retransmitían un campeonato de
bolos; en el cuarto, un programa religioso; en el quinto ofrecían un espectáculo de
baile para adolescentes; en el sexto, pasaban una vieja comedia; en el séptimo, una

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serie de policías; en el octavo daban un reportaje donde se veía a un hombre que
pescaba eternamente con lanzamiento de mosca; en el noveno había un programa de
noticias; en el décimo, una carrera automovilística; en el decimoprimero, un hombre
que escribía logaritmos sobre una pizarra; en el decimosegundo, una mujer con traje
de gimnasia haciendo ejercicios, y en el decimotercero, unos dibujos animados mal
doblados al español. Todos menos seis de los programas se repetían en tres aparatos.
Esa tarde de sábado, Jeffty se sentó a ver una pared de televisores, mientras yo vendía
a cuatro manos, para pagarle a mi tía Patricia y mantenerme a tono con mi mundo.
Negocios son negocios.
Tendría que haber pensado en ello. Tendría que haber comprendido la forma en
que el presente destroza el pasado. Pero yo estaba ocupado en otras cuestiones,
vendiendo a diestro y siniestro. Cuando media hora después lancé una mirada a
Jeffty, parecía otro niño.
Sudaba a mares, con esa fiebre terrible que a uno le viene cuando contrae una
gripe. Tenía el rostro pálido y abotargado, como una oruga, y sus manitas se
aferraban a los brazos de la silla con tal fuerza que los nudillos se le destacaban en
relieve. Salí disparado hacia él, tras excusarme con la pareja de mediana edad que
examinaba el nuevo modelo Mediterráneo, de 21 pulgadas.
—Jeffty!
Me miró, pero no me reconoció. Estaba absolutamente aterrorizado. Lo aparté de
la silla y me dirigí a la puerta principal con él, pero los clientes que había dejado
esperando me gritaron:
—¡Oiga! ¿Va a venderme esto o no?
Los miré y miré a Jeffty. El niño parecía un muerto viviente. Iba donde le decía.
Arrastraba los pies, y sus piernas parecían de goma. El presente estaba devorando al
pasado. Oí un gemido de dolor.
Tomé un puñado de billetes de mis bolsillos y los apreté en el puño de Jeffty.
—Cariño… Óyeme… Sal de aquí ahora mismo. —No podía enfocar la vista
claramente—. Jeffty —le dije con toda la firmeza de que fui capaz—, ¡escúchame! —
El cliente y su esposa venían hacia nosotros—. Mira, verás lo que haremos: tú
márchate ahora. Vete al Utopia y compra las entradas. Yo iré enseguida.
La pareja me atosigaba. Empujé a Jeffty por la puerta y lo vi salir en la dirección
equivocada. Luego se detuvo, como si recobrara el sentido, se volvió, pasó por la
tienda y fue en dirección al Utopia.
—Sí, señor —les dije, irguiéndome y mirándolos de frente—, sí, señora, es un
aparato magnífico, con características incomparables. Si me acompañan por aquí…
Oí un ruido atroz, como si algo se desgarrara, pero no supe distinguir de qué
aparato o de qué canal provenía.

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Más tarde me enteré de casi todo, por la chica que vendía las entradas y por varios
conocidos que vinieron a contarme lo sucedido. Cuando llegué al Utopia, veinte
minutos después, Jeffty había quedado hecho pulpa. Lo habían llevado a la oficina
del encargado.
—¿Ha visto usted a un niño de unos cinco años, de ojos castaños, grandes, y
cabello liso castaño? Estaba esperándome…
—Ah, tiene que ser el niño al que esos chicos han pegado.
—¡¿Qué?! ¿Dónde está?
—Lo han llevado a la oficina del encargado. Nadie sabía quién era, ni cómo
encontrar a sus padres…
Junto al sofá había una jovencita, con uniforme de acomodadora, de rodillas,
secándole la cara con un pañuelo de papel.
Le cogí el pañuelo y le ordené que se retirara de la oficina. Me miró con aire
ofendido, y masculló una grosería, pero acabó marchándose. Me senté en el extremo
del sofá, y traté de limpiar la sangre de los magullones sin abrir las heridas allí donde
ya había coagulado. Tenía los dos ojos hinchados y cerrados. La boca le colgaba, con
mal aspecto. Llevaba el cabello pegoteado de sangre seca.
Se había puesto en la cola, detrás de dos adolescentes. Comenzaron a vender las
entradas a las doce y media, y el espectáculo empezaría a la una. Las puertas sólo se
abrieron a la una menos cuarto. Él esperó pacientemente. Los chicos que aguardaban
delante de él tenían una radio portátil, y escuchaban un partido de béisbol. Jeffty
quiso escuchar un programa, a saber cuál. Quizá la Gran Estación Central, Hagamos
la cuenta, La tierra perdida… A saber.
Les preguntó si podían prestarle la radio un momento para oír el programa, y
como en ese momento había una tanda de anuncios, los chicos se la dejaron,
probablemente con alguna idea de perversa cortesía que luego les permitiese ofender
y humillar al pequeño. Él cambió de emisora y ya no pudieron conseguir que se
volviese a oír el partido de béisbol. Quedó atascada en el pasado, en una emisora
cuyo programa sólo existía para Jeffty. Le pegaron de mala manera mientras todos
miraban.
Y luego escaparon.
Yo lo había dejado solo, indefenso, a merced del presente, sin ninguna arma con
qué defenderse. Lo traicioné por un aparato de televisión modelo Mediterráneo, de 21
pulgadas, y ahora Jeffty tenía el rostro deshecho. Gimió algo inaudible y sollozó
suavemente.
—Shhh, tranquilo, pequeño. Soy Donny. Estoy aquí. Todo está bien. Te llevaré a
casa. Todo saldrá bien.
Tendría que haberlo llevado al hospital en ese mismo instante. No sé por qué no
lo hice. Tendría que haberlo hecho. Tendría que haber hecho eso, en ese mismo
instante.

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Cuando entré con él, John y Leona Kinzer se quedaron mirándome. No se
movieron para cogerlo en brazos. Una de sus manos colgaba a un lado. Apenas estaba
consciente. Me contemplaron, en la semipenumbra de esa tarde de sábado del
presente. Los miré.
—Un par de chicos le han pegado en el cine.
Lo levanté unos centímetros en mis brazos y se lo tendí. Nos miraron, a mí y a
Jeffty, sin moverse, sin asomo de expresión en sus ojos.
—¡Dios mío! —grité—. ¡Le han pegado! ¡Es vuestro hijo! ¿Ni siquiera queréis
tocarlo? ¿Qué clase de personas sois?
Entonces, Leona avanzó hacia mí muy lentamente. Se detuvo delante de nosotros
con un estoicismo plomizo en el rostro que me hizo estremecer. Decía: «He estado en
este sitio antes, muchas veces, y no soporto estar en él nuevamente, pero aquí me
tienes».
De modo que se lo di. Dios me ayude, se lo di.
Y ella lo llevó arriba para lavarle la sangre y el dolor.
John Kinzer y yo esperamos en nuestros asientos separados, en la oscura sala de
su casa, mirándonos. No teníamos nada que decirnos.
Pasé a su lado y me desplomé sobre una silla. Temblaba.
Oí que, arriba, corría el agua.
Después de lo que pareció un largo rato, Leona bajó las escaleras, secándose las
manos en el delantal. Se sentó en el sofá y al cabo de un rato John fue a sentarse a su
lado. Oí que, arriba, sonaba una música de rock.
—¿Te apetece un trozo de pastel? —ofreció Leona.
No respondí. Mis sentidos estaban en la música. De rock. Que venía de la radio.
Junto al sofá había una lámpara de mesa que proyectaba una luz macilenta sobre la
sala en penumbra. ¿Música de rock, del presente, en una radio que sonaba arriba?
Comencé a decir algo, y luego comprendí que… ¡Ay, no, Dios mío!
Salté de la silla en el preciso instante en que un espantoso estallido sofocaba la
música; la lámpara de la mesa parpadeó, vaciló, y la luz se hizo más tenue. Grité
algo, no sé qué, y corrí hacia las escaleras.
Los padres de Jeffty permanecieron inmóviles. Siguieron sentados allí, con las
manos sobre el regazo, en ese lugar donde ya llevaban tantos años.
Caí dos veces al subir las escaleras.

No hay casi ningún programa de televisión que me interese. Compré una vieja
radio Philco con forma de capilla, en una tienda de artículos usados, y sustituí todas
las piezas fundidas por lámparas originales, aún en funcionamiento, que me costó
mucho conseguir. No usé transistores ni circuitos impresos: no habrían servido. He

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pasado horas sentado ante esa radio, recorriendo el dial de punta apunta, con la mayor
lentitud que podáis imaginar. A veces tan despacio que la aguja parecía no moverse.
Pero no logro encontrar Capitán Medianoche, ni La tierra perdida, ni La sombra,
o Silencio, por favor.
De modo que ella lo quiso, aunque sólo fuera un poco, después de todos esos
años. No puedo odiarlos: sólo quisieron volver a vivir en el presente. No es un pecado
tan grave.
Es un buen mundo, bien mirado. Es mucho mejor que antes, en varios aspectos.
La gente ya no se muere debido a las viejas enfermedades. Ahora muere a raíz de
otras nuevas, pero así es el Progreso, ¿no es cierto?
¿No es cierto?
Decídmelo.
Por favor, que alguien me lo diga.

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Índice de contenido

Lo mejor de los premios Nebula

Presentación, Miquel Barceló

Prólogo, Ben Bova

Lo mejor de las novelas, Ben Bova

El misterio de Dune, Brian Herbert

Comentario del editor a Flores para Algernon, Ben Bova

Sobre La mano izquierda de la oscuridad y Los desposeidos, Ursula K. Le Guin

Mirada retrospectiva sobre Mundo anillo, Larry Niven

Sobre Cita con Rama, Arthur C. Clarke

Sobre La guerra interminable, Joe Haldeman

Sobre Pórtico, Frederik Pohl

Sobre Cronopaisaje, Gregory Benford

Notas sobre El juego de Ender, Orson Scott Card

Las puertas de su cara, las lámparas de su boca, Roger Zelazny

¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor TicTac, Harlan Ellison

El que da forma, Roger Zelazny

Por siempre y Gomorra, Samuel R. Delany

Pasajeros, Robert Silverberg

He aquí el hombre, Michael Moorcock

Cuando las cosas cambiaron, Joanna Russ

Voy a probar suerte, Fritz Leiber

El vuelo del dragón, Anne McCaffrey

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Amor es el plan, el plan es la muerte, James Tiptree, Jr.

El tiempo considerado como una hélice de piedras semipreciosas, Samuel R. Delany

Un muchacho y su perro, Harlan Ellison

El día anterior a la revolución, Ursula K. Le Guin

Escultura lenta, Theodore Sturgeon

Houston, Houston, ¿me recibe?, James Tiptree, Jr.

¡Coge ese zepelín!, Fritz Leiber

De niebla, hierba y arena, Vonda Mclntyre

La persistencia de la visión, John Varley

La gruta de los ciervos saltarines, Clifford D. Simak

Los reyes de la arena, George R. R. Martin

Jeffty tiene cinco años, Harlan Ellison

Sobre el autor

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BEN BOVA (8 de noviembre de 1932, Filadelfia, Estados Unidos de América). Poco
conocido todavía en España, obtuvo gran prestigio como editor de las revistas Analog
(1971-1978), en la que tuvo que continuar el trabajo del mítico John W. Campbell, y
de Omni (1978-1982). Obtuvo cinco premios Hugo a su trabajo como editor durante
este período en el que, además, descubrió a autores importantes como Orson Scott
Card, impulsó la escritura de LA GUERRA INTERMINABLE (1973) de Joe Haldeman
y logró el retorno de Frederik Pohl a su trabajo como autor. Bova redactó también un
libro de gran interés sobre el difícil arte de escribir ciencia ficción: Notes to a Science
fiction writer («Notas a un escritor de ciencia ficción», 1981) y ha continuado
hablando de la profesión del escritor y de los problemas del libro en su novela
Cyberbooks («Ciberlibros», 1989).
Su propia obra literaria es poco conocida en España. Hace años se publicó ORION
(1984, Planeta), una de sus obras de cariz aventurero de la que ya existe una
continuación en The vengance of Orion («La venganza de Orion», 1987).
Una de sus obras más famosas es la saga iniciada en Kinsman (1979) sobre un héroe
astronauta. En la misma serie puede encuadrarse Millenium («Milenio», 1976) que se
ha unido con la anterior en The Kinsman saga («La saga de Kinsman», 1987) con una
nueva redacción. Hay una cierta continuación en Colony («Colonia», 1978; cuya
cronología interna se ha revisado en la edición de 1988), donde se presentan las
colonias en órbita como un primer paso para la colonización del sistema solar, y en
When the Sky Burned («Cuando el cielo ardió», 1973), revisada en 1982 con el título
Test of Fire («Prueba de fuego»). La primera es la más celebrada por el público lector,

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pero la crítica prefiere Millenium, ambientada a finales de siglo con el peligro de un
inminente apocalipsis nuclear.
Su ideología se hace patente en obras como Voyagers («Viajeros», 1981) una historia
del primer contacto con un navío extraterrestre y Privateers («Corsarios», 1985) en la
que un millonario desarrolla un programa espacial privado que debe tomar la forma
de una actividad corsaria ya que los Estados Unidos se han autoexcluido de la carrera
espacial y los soviéticos están adquiriendo la hegemonía económica gracias a sus
bases lunares. Bova es un gran defensor de que Estados Unidos reanude con empuje
su participación en la exploración espacial. A ello apunta con Mars (Marte, 1992) una
de sus novelas más recientes.
La obra de Bova une el interés por la tecnología y los temas políticos del momento a
una narración amena y propia del más estereotipado bestseller.

Datos actualizados a partir de «CIENCIA FICCIÓN: GUÍA DE


LECTURA» de Miquel Barceló, NOVA ciencia ficción, número 28,
Ediciones B, Barcelona (1990).

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Notas

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[1] Cuando digo «indiscutidas» me refiero a antologías tales como A Treasury of

Great Science Fiction (Tesoros de la ciencia ficción) (1959), Visiones peligrosas, de


Harlan Ellison (1967), y los volúmenes de Science Fiction Hall of Fame (Cúspide de
la ciencia ficción) publicados por la SFWA durante los años 70. <<

Página 685
[2] Render es una palabra de múltiples sentidos en inglés. En primer lugar se la puede

interpretar como derivada del verbo rend, que significa arrebatar, arrancar, quitar con
esfuerzo, cosa que tendría mucha relación con el personaje. Pero puede también ser el
verbo render. ayudar, pronunciar (por ejemplo un veredicto), representar, interpretar.
Es evidente que el nombre del personaje no está elegido al azar. (N. de la T.) <<

Página 686
[3] Sombrerero Cuerdo (Sane Hatter) es una adaptación a partir de Sombrerero Loco

(Mad Hatter), de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. (N. de la T.)
<<

Página 687
[4] Shallot es una palabra expresiva en inglés. Así como está escrita en el original

significa cebolla verde, pero tiene un parecido fonológico muy sugestivo con la
palabra shallow, poco profundo, superficial, que se puede relacionar inmediatamente
con un pasaje posterior en que se afirma que la doctora Shallot es más baja que
Render y con el final del libro. (N. de la T.) <<

Página 688
[5] Otro nombre sugestivo, Bender, del verbo bend, el que dobla, el que cambia, el

que modifica. (N. de la T.) <<

Página 689
[6] Otro nombre sugestivo. Hedge es borde, frontera. (N. de la T.) <<

Página 690
[7] Parkman y Austin son autores de crónicas y diarios de los tiempos de la conquista

del Oeste estadounidense, famosos como fuentes históricas de sus tiempos. (N. de
la T.) <<

Página 691
[8] «Y la decadencia de las costumbres», Magazine of Fantasy and Science Fiction,

septiembre de 1959. <<

Página 692
[9] For-a-while = «Por un rato». Variación de «Whileaway», que podría traducirse

como «dejar pasar el tiempo». (N. de la T.) <<

Página 693

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