La Historia de ETA
La Historia de ETA
La Historia de ETA
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Antonio Elorza (coordinador)
José María Garmendia (Primera parte)
Gurutz Jáuregui (Segunda parte)
Florencio Domínguez (Tercera parte)
Patxo Unzueta (Epílogo)
La historia de ETA
ePub r1.0
Titivillus 17.12.17
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Título original: La historia de ETA
Antonio Elorza (coordinador), 2000
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Ni hilen naiz, / nire arima galduko da, / nire askazia galduko
da, / baina nire aitaren etxeak / iraunen du / zutik.
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Introducción
Vascos guerreros
Ecos de txalaparta
Pocas gentes tienen la suerte de asistir a la presentación en sociedad de un artefacto
forjado en la prehistoria. Hacía poco tiempo que alguien había descubierto el curioso
instrumento de percusión que tocaban dos mutilzarrak, literalmente «muchachos
viejos», esto es, solterones, en la soledad de su caserío de Guipúzcoa. Se llamaba
txalaparta y estaba destinada a sustituir al txistu, mucho más cercano a otros
instrumentos latinos, como seña de identidad musical del pueblo vasco. Del mismo
modo que, según cuenta Marfany, la sardana llegada de Madrid en una zarzuela del
maestro Bretón pasó a ser rápidamente la expresión de la sensibilidad musical y del
carácter nacional catalán, el «tac, tac-tac-tac, tac-tac-ta-tac-tac» de la txalaparta fue
aceptado como expresión de la singularidad de los vascos desde tiempo inmemorial.
Hoy es interpretada en las ceremonias nacionalistas, con especial devoción entre los
simpatizantes de HB, la mayoría de las veces por un joven en actitud casi religiosa,
ante la oportunidad que se le concede de demostrar con su tac-tac la eternidad de un
pueblo. Pero en la mencionada presentación, dentro del festival de jazz de San
Sebastián, el disc-jockey que hacía de maestro de ceremonias, un extraño al país
apellidado Palau, no entendió la emoción de los asistentes y trató de forma realmente
despectiva a los mutilzarrak, siempre silenciosos, hasta el punto de tildarles de
aborígenes o cosa similar al inquirir de qué animal era el cuerno que hacían sonar
antes de iniciar la percusión. Sin pestañear, el casero se puso a su lado y le colocó el
cuerno sobre la frente. El público estalló en una gran ovación. La txalaparta podía ser
cosa de ayer, pero la forma de expresión de la violencia frente al otro, en especial si
éste vulneraba las reglas de la comunidad, sí hundía sus raíces en el pasado.
Este episodio tuvo lugar hacia 1970, algún tiempo después de que el azar me
pusiese en contacto, siquiera epidérmico, con las formas de violencia que emergían
en la sociedad vasca. Fue a mediados de los sesenta, y los aspectos teóricos del
nacionalismo no constituían el punto fuerte del grupo de estudiantes vascos
constituido en la Universidad de Madrid. Tal vez por eso Gillen Azkoaga, estudiante
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zarauztarra de Ciencias Políticas y Económicas, debió proponer mi integración en sus
actividades, pensando que yo era un joven profesor vasquista y que debía saber algo
sobre pensamiento social o cuestiones nacionales. Pero si las ideas eran todavía
confusas, el sentimiento identitario era ya bien firme y se apoyaba en un no menos
firme rechazo de lo que era visto como la opresión política ejercida por España sobre
los vascos. Este aspecto, no obstante, resultaba de momento secundario en las
actividades del grupo que se celebraban en torno a un chalet de una colonia hoy
desaparecida junto a la calle Francos Rodríguez. Entre sus inquilinos no faltaba el
cura, un joven discreto y sensible, Martín Garin, mientras la voz cantante
correspondía a un estudiante vizcaíno de Ciencias Políticas, ya bastante maduro,
Txomin Ziluaga. Era él quien tomaba la iniciativa de los actos que periódicamente
reunían en el chalet a notables ya consagrados o en gestación de la cultura vasca,
empezando por el lingüista Koldo Mitxelena, o de las actuaciones en locales
universitarios de voces de la nueva canción vasca, como Mikel Laboa o Lourdes
Iriondo. El chalet era también el centro de celebración de seminarios sobre temas
teóricos relacionados con el País Vasco o con la cuestión nacional, si bien algunas de
las conferencias, como la que yo pronuncié con acogida francamente hostil sobre el
mito de la nación, tenían lugar en las aulas de instituciones religiosas dedicadas a la
enseñanza. A pequeña escala, el movimiento nacionalista demostraba así su
tradicional vocación organizativa, favorecida en aquellos momentos aurorales de ETA
por el hecho de que, al no existir una universidad vasca, resultaba natural la
sociabilidad entre los estudiantes procedentes de una misma región, y también porque
el ascenso vertiginoso de la militancia nacionalista entre los jóvenes vascos tardó en
ser percibido como un peligro desde el poder. Incluso cuando ya podían contarse los
primeros muertos, y sobre todo los detenidos y torturados, al terminar el estado de
excepción en 1969, los policías encargados de su vigilancia se acercaron al chalet la
noche anterior para decir: «¡Chicos, el estado de excepción se acaba mañana!».
Corrían los años 1965 y 1966. Todo estaba relativamente tranquilo. Las misas
oficiadas por un cura conciliar en el Colegio Mayor Landirás, en la Ciudad
Universitaria, facilitaban la reunión. A veces también una misa servía de cobertura
para una conmemoración patriótica, como el aniversario del bombardeo de Guernica
por la Legión Cóndor. Otro motivo de reunión eran los partidos del Athletic de
Bilbao, que entonces alcanzaba con cierta facilidad la final de la Copa. Intentábamos
entrar en el campo con pancartas donde se leía «Gora gu ta gutarrak!» (un viva a
nosotros, el sujeto colectivo al que estaba prohibido nombrar, y a los nuestros), casi
siempre sin éxito. Gritábamos a voz en cuello las glorias del portero atlético Iríbar
—«… como Iríbar no hay ninguno»— cada vez que por uno u otro motivo asomaba
en el público un aplauso a Franco. Y después del encuentro la fiesta continuaba en
torno a la Puerta del Sol, aprovechando el desconocimiento policial del euskera:
recuerdo a unas chicas haciéndole el corro a un policía armado, a un gris, mientras
cantaban con la música de un espiritual negro otra letra que terminaba con un rotundo
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«Gora Euskadi askatuta!». ¡Aleluya!
Era la nueva juventud vasca, la gaztedi berria a quien Michel Labeguerie
dedicaba sus canciones, nuestra seña de identidad ideológica. Labeguerie fue médico
de la localidad vasco-francesa de Cambó, elegido diputado a la Asamblea de París
con etiqueta democristiana, pero profundamente nacionalista. Las dos más celebradas
constituían otros tantos llamamientos a la movilización de los jóvenes vascos por su
patria humillada, sin por eso romper los vínculos con el nacionalismo tradicional. En
Gudari eskualdunaren kantua, el canto del gudari euskaldún, se trataba del lamento
por la libertad vasca perdida, de suerte que los vascos no podrían sentirse alegres
hasta que los hijos de la Madre Euzkadi saliesen definitivamente de la prisión, la
muerte y el destierro. Fue la estrofa más repetida por la propaganda de ETA:
«Lagunak hilak, gorputz lur pean, edo desterruan…». (Nuestros compañeros están
muertos o desterrados). En Gaztedi berria, «La nueva juventud», complementaria de
la anterior, se trataba ya del llamamiento directo a la acción, una vez conscientes de
que a un lado y a otro de la muga, de la frontera política entre España y Francia, se
alzaba la patria vasca: «Gu gira Euzkadiko gaztedi berria, Euzkadi bakarra da gure
aberria». Somos la nueva juventud de Euzkadi, nuestra única patria.
El argumento coincidía con el de una de las canciones más conocidas de Lourdes
Iriondo, en vestido y gesto algo así como la versión euskaldún de Joan Baez: Gaztedi
berri-zalea, «Juventud hambrienta de renovación». Según la letra, el País Vasco
cambiaba y con ello despierta la juventud vasca, que no quiere romper los puentes
con el pasado, pero busca nuevas vías, siempre con el objeto de conservar y afirmar
el alma y la lengua vascas frente a las «costumbres extrañas». Escritas las letras para
ser interpretadas bajo la dictadura, el objetivo político no podía ser tan explícito como
en los cantos de Labeguerie. La camisa de fuerza que atenazaba a la sociedad vasca
sólo podía ser rota con el grito que presidía los versos del poeta Gabriel Aresti,
interpretados por Mikel Laboa: «Apur dezagun katea,/ kanta dezagun batea».
Rompamos la cadena. Cantemos todos a una.
Un día tuvimos la sorpresa de que a uno de los miembros del grupo de
universitarios le fue prohibida la participación en las actividades. Creo que su
apellido era Zubillaga. Personalmente, me resultaba difícil de entender que a alguien
le fuera vetado el acceso a una misa o a una reunión cultural, así que decidí plantearle
el tema al líder visible de la sociedad vasquista. Txomin me lo explicó, no en el
chalet, sino en la habitación de un colegio mayor. La expulsión era una consecuencia
necesaria de la campaña para eliminar a los escisionistas de la organización. Porque
el núcleo de la sociedad no tenía carácter cultural alguno: era ETA, y el expulsado
pertenecía al grupo ETA Berri. Esto debió suceder a comienzos de 1967, coincidiendo
con la V Asamblea, y todavía la presencia de ETA era conocida hacia el exterior por
sus actos de propaganda. De ella formaban parte los Zutik! que recibía en mi
domicilio con el curioso remite de marquesa del Real Sagrario, o algo parecido. Me
enviaron también el libro de un viejo independentista de los años treinta que todavía
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conservo y que vale la pena por su título: De Euzkadi nación a España ficción. La
estampa de unos guardias civiles presidía la portada. Pero no hubo tiempo de probar
qué había de nuevo en la etapa del grupo situado ya abiertamente bajo control
político. Los acontecimientos se aceleraron tanto en Euskadi como en el resto de
España. A Txomin le detenían tanto en el Aberri Eguna como en el Primero de Mayo.
Luego cayó definitivamente, y tras ser torturado pasó varios años en prisión, de la
que salió sólo después de la muerte de Franco. Fue diputado abertzale y secretario
general de HASI, el partido medular de Herri Batasuna, abandonándolo en silencio
forzoso por disentir del atentado de ETA en Hipercor. Con casi cincuenta años, volvió
entonces a la Universidad Complutense para acabar la carrera e intentar ganarse la
vida. La relación volvió a estrecharse, pero sólo hablamos superficialmente de los
tiempos del chalet. Una vez obtenido el doctorado, la reinserción plena de Txomin en
la sociedad vasca supuso también el regreso ideológico a los orígenes, y hoy elogia
con pasión a los chicos de Jarrai, los mejores de cada pueblo y «orgullo de sus
amonas (abuelas)». Milita en Euskal Herritarrok.
De los otros pobladores y visitantes del chalet no volví a saber nada. Con una
fugaz excepción, que me permitió ver de cerca el rumbo que tomaban las cosas, y
también la continuidad de fondo con las ansias de movilización expresadas en
vísperas del 68. Muerto ya Franco, en la primavera de 1976, Gillen Azkoaga, que
pronto sería víctima de una rápida enfermedad, me localizó en San Sebastián,
proponiéndome asistir a un festival de música patriótica en Deba. El ambiente era
enfervorizado y alcanzó el máximo grado de entusiasmo cuando el dúo compuesto
por Pantxo eta Peio entonó Batasuna («Unidad»), el canto compuesto y escrito por
Telesforo Monzón, exministro del Gobierno vasco de 1936, que pronto pasaría a ser
el himno oficioso del nacionalismo radical.
En Batasuna no había ya lamento alguno por la libertad perdida, sino
llamamiento a que todos los abertzales, los patriotas vascos, tomasen las armas
unidos en el levantamiento contra el enemigo. «Goaz borrokora!», vamos a la
borroka, a la lucha, era la única consigna. Al otro lado, tras la victoria se
materializaría el sueño de una libertad fraterna entre vascos, recuperando las formas
de vida idílicas, propias de un mundo agrario, la danza y la cordial reunión de los
pastores cuyas ovejas nunca más serán devoradas por el «lobo negro», el «otso
beltza», el opresor español. El grito de guerra de 1936, el irrintzi, convocaba a todos
los abertzales para que en nombre de la patria Euskal Herria, encarnada ya en los
presos y los muertos, emprendieran la lucha definitiva contra el lobo negro. La
muerte de Franco no había cambiado nada. Su represión sanguinaria servía de
justificación para aprovechar la incipiente democracia como marco más favorable
para el desarrollo de una guerra nacional en cuyo curso la acción de la minoría
terrorista había de transformarse en movilización general de los patriotas.
A modo de balance, la relación superficial con un grupo ligado a la joven ETA,
pero marginal en el mapa de la organización —de hecho nunca se manifestó como tal
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nadie fuera de Txomin—, sólo con el tiempo fue arrojando luz sobre el contenido del
movimiento. En un primer momento, la crispación observable cada vez que surgía
algo relativo a España pudo ser atribuida al rechazo de la dictadura, que cercenaba
todas las dimensiones posibles de la expresión vasca, desde el uso y la enseñanza
públicas del euskera a las más tímidas manifestaciones de nacionalismo político (no
ya la ikurriña, sino el uso de la palabra Euskadi seguía proscrito). Con el paso del
tiempo, sin embargo, resultó claro que para aquellos jóvenes abertzales trasplantados
por un tiempo a la Corte lo vasco y lo español eran, en todos los órdenes, polos de
signo opuesto, y que al propio tiempo aquel que pusiera en duda dicha
incompatibilidad pasaba a recibir el peor insulto, el de español.
El aspecto más positivo de las actividades visibles consistía sin duda en el ansia
por recuperar la cultura proscrita, tanto en el plano científico (conferencia de Koldo
Mitxelena), como en el estético (proyección de la película Ama Lur) y en el mítico.
Estos dos últimos planos se fundían en la actitud reverencial ante la labor como
teórico del escultor Jorge Oteiza, cuyo libro Quousque tandem se había publicado en
1963 y sobre el que nos fue impartida una extensa conferencia cargada de elogios.
Oteiza lamentaba la decadencia inevitable de lo vasco, su deslizamiento hacia la
nada, metáfora útil para expresar la situación de la cultura vasca bajo el franquismo,
pero al mismo tiempo describía un alma vasca marcada por la excepcionalidad, con
un estilo fijado ya en el cromlech prehistórico. Y al mismo tiempo que desde el arte
quedaba dibujada la inmutable esencia vasca, recogida en las formas culturales de la
sociedad preindustrial, era formulada la acusación: «Un vasco puede perdonar
muchas cosas (todas), menos a otro vasco aquellas faltas que afectan a las cualidades
(en peligro) de nuestra personalidad tradicional». La agresividad no sólo se volvía
contra quienes desde fuera eran incapaces de entender esa alma vasca —rasgo que
percibí claramente en Oteiza gracias a una entrevista ocasional que propició Txomin
—, sino también contra los vascos que no sabían serlo. Doble confrontación cuyo
sentido político sólo entendí, al lado de otras muchas cosas, cuando en el verano de
1968 pude leer las obras completas de Sabino de Arana Goiri. Decididamente, el
nacionalismo vasco tenía poco que ver con el talante cordial, federativo, de
galleguistas como Castelao, cuyo Sempre en Galiza disfruté casi al mismo tiempo
que leía los escritos de Arana, por no hablar de la afirmación conciliadora de la
personalidad nacional en el catalanismo.
En las conversaciones del chalet podía ya apreciarse una carga excesiva de
maniqueísmo, de conciencia de pertenecer a un pueblo elegido y de angustia
patriótica inclinada hacia la violencia. De momento, eran palabras, pero los hechos
pronto llegaron, y entonces el recuerdo de las reflexiones a mi juicio desquiciadas y
esencialistas de Oteiza, el aquí Euskadi/allí España que regía todos los argumentos, el
belicismo y la xenofobia de Sabino Arana, se convirtieron en otros tantos cabos
sueltos que fueron anudándose uno tras otro, en una atmósfera cada vez más
irrespirable por la respuesta policial a las primeras muertes de ETA en 1968. Aún
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podía esperarse, desde el exterior, que ETA se destrozase a sí misma por el
enfrentamiento entre izquierdistas y nacionalistas. A fines de 1970, el juicio de
Burgos contra el grupo de etarras acusados de la muerte en Irún de un policía con
fama de torturador vino a alterar decisivamente la situación. Nadie podía dudar de
que un consejo militar con penas de muerte para los jóvenes activistas iba a
proporcionar a ETA una auténtica plataforma de lanzamiento político. Desde una
perspectiva democrática, y frente a la posibilidad muy real de un rosario de
ejecuciones, era preciso hacer todo lo posible para que el franquismo no saciase su
sed de venganza contra los supuestos ejecutores del policía Manzanas; pero en otro
sentido, resultaba evidente que esa solidaridad convertiría a ETA en el símbolo de la
represión sufrida por todos los vascos. Por un camino o por otro, era el triunfo de la
muerte.
A título personal, ese dilema fue asumido por mí como una doble desesperación,
de un lado por la barbarie y estupidez política de los verdugos y de otro por el
inmerecido premio político que habrían de recibir en el futuro las posibles víctimas.
Actitud de la cual, pensando en lo que vino después, no tengo que arrepentirme.
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un rotundo rechazo frente a la integración del País Vasco en España, y una
orientación consiguiente hacia el empleo de la violencia para la obtención de la
finalidad política perseguida, la independencia.
Llegados a este punto, cuentan también las condiciones en que tiene lugar el
cambio histórico. Para empezar, resulta fácil designar una unidad política, en este
caso Euskal Herria, el país de los que hablan vascuence, pero de inmediato salta a la
luz que las bases de semejante unidad son quebradizas, tanto en el plano cultural (el
euskera se ha perdido en gran parte del territorio desde tiempo atrás) como político,
ya que nunca existió una unidad política en ese espacio, fragmentado hasta el siglo
XVI entre Francia, Navarra y Castilla, y desde entonces entre Francia y España. En el
siglo XIX, el retroceso del euskera acompaña al empobrecimiento y a la pérdida de
población de las zonas agrarias, en tanto que la industrialización focalizada en
Vizcaya conlleva cambios demográficos (inmigración de trabajadores) y pérdida de la
cultura tradicional. Desaparece también entonces el régimen foral de las provincias
vascoespañolas, y parcialmente del reino de Navarra. Hacia 1851, Friedrich Engels
clasificaba a los vascos entre las Völkerruinen, ruinas de pueblos, como los corsos,
condenados a desaparecer por el progreso y que entre tanto únicamente servirían para
sostener causas reaccionarias. No es extraño que, como consecuencia, el
nacionalismo surja acompañado de un sentimiento agónico, visible en el «esto se va»
que anuncia su fundador, Sabino Arana, y décadas más tarde en la posición de
intelectuales y jóvenes nacionalistas bajo un franquismo que aplastaba los rasgos
culturales vascos, impidiendo asimismo toda forma de expresión política. El
vascuence en retroceso, perdida toda forma de autogobierno, sometido el País a unas
transformaciones económicas, culturales y demográficas que tienden a anular su
personalidad. «Gure lur honetan, nora, nora?», «En esta tierra nuestra, ¿adonde,
adonde?», se preguntaba el poeta Gabriel Aresti. Pero agonía es también lucha, una
dimensión que nunca está ausente de la actitud nacionalista en tiempo de crisis.
El pasado, la sociedad tradicional, será revivido por el nacionalismo
contemporáneo en forma de mito. Ahora bien, eso no significa que en una sociedad
como la vasca donde el substrato rural conserva tanto peso, los usos y los valores
propios del mundo preindustrial sean indiferentes a la hora de entender un fenómeno
de nuestro siglo como ETA. Es más, los estudios antropológicos sobre la violencia
terrorista a escala local, ejemplo el de Joseba Zulaika sobre ETA en la localidad
guipuzcoana de Itziar, muestran la necesidad de inquirir sobre los elementos que se
consolidan en el orden tradicional y que luego entran en juego. Serán otros tantos
recursos a disposición de los grupos inclinados a la violencia, desde el «joan
mendira», el irse al monte del carlismo, al establecimiento de los grupos de acción
etarras. Hay que recordarlo cuidando, eso sí, de no incluir todo, usos, valores, formas
de control social, rituales, en un mismo saco de la intemporalidad, presentándolos
como si fueran propiedades eternas de lo vasco que la historia nunca hubiese logrado
modificar.
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Desde esta perspectiva, nuestra propuesta consiste en enfocar el fenómeno del
reciente terrorismo político vasco, la comprensión de lo que es y representa ETA,
acudiendo al análisis de los movimientos sociales y políticos, teniendo en cuenta que
los rasgos ideológicos de las minorías activas que lo protagonizan se mueven en la
estela de violencia trazada por la definición nacionalista de Sabino Arana. A su vez,
este componente remite a la legitimación de la violencia a partir de un agregado de
construcciones míticas que traducen en términos positivos la sucesión de unas
guerras, las carlistas, que acompañan a la traumática transición de la sociedad del
Antiguo Régimen al liberalismo en tierras vascas. Del trauma de esta primera
transición surge la disponibilidad del campesinado vasco para la violencia bélica de
las partidas carlistas, así como del cruce de sus efectos con una segunda transición
muy conflictiva, la de la industrialización de Vizcaya, procede el nacionalismo,
también cargado de violencia, que formula en el fin de siglo Sabino Arana Goiri. Por
fin, de la tercera transición, de la oleada de industrialización y urbanización de la
posguerra, con el nuevo trauma ahora generado por la opresión franquista, emerge
ETA. Y en los tres productos históricos de estas crisis el orden agrario tradicional
desempeña un doble papel, en primer plano como mito legitimador, pero también
como realidad que proporciona los usos, los valores, los rituales, las formas de
control social, en que ha de asentarse la violencia.
Desde los escritores decimonónicos como Campión a investigadores jóvenes
como Julen Viejo, pasando por don Julio Caro Baroja, la sociedad rural vasca del
Antiguo Régimen se presenta como un agregado estable, autorregulado, con una alta
capacidad para dominar las tensiones internas y para proyectarlas hacia el exterior. Y
con dos ejes en torno a los cuales gira su funcionamiento: la casa y el medio local.
Caro Baroja destaca la significación del proverbio vascofrancés en que ambos
elementos aparecen como piedras angulares de la construcción social vasca: «Herrik
bere legue, etxek bere astura», que traducido viene a decir «cada país su propia ley,
cada casa su costumbre». Herria/país es aquí pueblo, comarca, localidad. El
protagonista real y simbólico de la vida social no es el individuo, ni siquiera la
familia elemental, a la que se conoce por el nombre de la casa en que vive. Es ésta
espacio en que se desenvuelven las relaciones primarias, la configuración elemental
del poder en torno a una herencia donde la decisión del padre interviene para designar
un heredero encargado de mantener el patrimonio que le es encomendado. «Según mi
impresión —escribe Caro Baroja—, la casa con sus habitantes y pertenencias es, ante
todo, una unidad de trabajo elemental y de esta noción, más o menos claramente
poseída, dependen otras muchas». La familia puede sufrir todo tipo de alteraciones, la
casa permanece y en ella la decisión capital corresponde al padre de familia. Se
convertirá así en el símbolo central de la existencia vasca: «Defenderé la casa de mi
padre», es al final del franquismo el compromiso expresado por Gabriel Aresti en
Harri eta herri, «Piedra y pueblo». La autoridad dual ejercida por el padre y por la
madre, «etxeko andrea», de acuerdo con una clara distribución de funciones, es
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encargada de contener las inevitables tensiones internas y de mantener una
estimación positiva hacia el exterior. La agregación de esas formas de control
primario genera un espacio autorregulado a escala local, con un alto grado de
permanencia en las formas de relación y control de los comportamientos, normas
implícitas, rituales muy formalizados que van desde el nacimiento y la fiesta hasta la
muerte, y sanciones para los infractores que incluyen acciones punitivas y, en el
límite, la exclusión de la comunidad.
El panorama que describe Joseba Zulaika para el pueblo guipuzcoano de Itziar en
los años ochenta responde punto por punto a esos antecedentes. Aquel que se ajusta al
sistema de valores dominante en ese momento, con el marchamo del compromiso
nacionalista, puede cometer toda clase de tropelías, e incluso en razón de ellas llegará
a ser considerado un héroe por sus paisanos (caso del etarra Martín); el que vulnera la
normativa implícita y aparece asociado a su oponente, el régimen de Madrid, con
base o sin ella acaba siendo excluido, y de forma concreta en la historia que nos
ocupa, caso de Carlos, acusado de chivato, objeto de la reprobación general que
culmina en un asesinato por ETA, probablemente ejecutado por algún antiguo
conocido del pueblo, entre el asentimiento de todos. La historia de Yoyes en Ordizia,
con el aislamiento y la reprobación que ejecutan puntualmente convecinos y
familiares, premisa de su asesinato, recuerda también la fuerza de esa cohesión
interna del mundo rural, hasta aceptar la aberración y el crimen.
Es lo que refiere el etarra entrevistado por Miren Alcedo en su Militar en ETA: el
verdadero miedo dentro de la banda no es a ser ejecutado, sino al desprecio de que
sería objeto alguien considerado un infractor, por lo demás premisa posible de la
misma ejecución: «Terror a la marginación y terror a la calumnia. La gente tiene más
miedo que le vuelvan a su pueblo y que en su pueblo la gente del poteo le diga “tú
eres un txakurra” y que escupa al suelo, que el propio riesgo a que te toque la china y
te peguen un tiro en la nuca en un callejón». «Algo habrá hecho», decían las gentes
cuando ETA cometía uno de sus asesinatos. Hasta el punto de que más de una vez,
tras un atentado mortal, los familiares salían para explicar que la víctima en nada
había faltado al código de comportamiento imperante en el pueblo, que el pobre no
era un chivato ni un antinacionalista.
Para que en la década de 1980 las cosas funcionasen de este modo tenían que
existir hondas raíces en el mundo rural vasco, anteriores sin duda a un nacionalismo
que como fuerza hegemónica es en muchos lugares del país un fenómeno reciente,
posterior a la guerra civil. La condición básica para este tipo de comportamientos es
un alto grado de cohesión social, un intenso sentimiento comunitario —de un carácter
parecido a la umma islámica—, con un régimen de control y de sanciones que
adquiere su máxima eficacia al aparecer como natural y espontáneo, sin que en su
desencadenamiento incida otro agente que la autoridad comúnmente aceptada, militar
por supuesto, en tiempos recientes la que corresponde a ETA, cuyo único competidor
a escala local es el nacionalismo democrático del PNV (o EA).
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La cohesión interna del ámbito local es, evidentemente, un rasgo que la sociedad
vasca del Antiguo Régimen comparte con otras sociedades tradicionales. Hay, sin
embargo, elementos complementarios que agudizan considerablemente sus aristas,
tanto hacia el exterior como frente a toda disidencia interna. Sin duda, el idioma da
solidez a las defensas frente a ese exterior. El «imposible vencido», como calificara al
euskera en el siglo XVIII el jesuita Larramendi, crea dos niveles de comunicación
social: el externo, el plano del derecho, del Estado y de la relación comercial con el
exterior, que tiene lugar en castellano o en francés; más la red de comunicación
interior, en la que está incorporado el párroco, y por consiguiente la religión, que
emplea uno de los dialectos del vascuence. La bipolaridad in group-out group tiende
a dejar fuera lo extraño, espacio donde se habla algo incomprensible para los
naturales y de donde proceden los actos del poder público, en tanto que el uso de la
lengua propia ampara las relaciones de poder societarias, así como los valores y los
símbolos del mundo rural.
De ese aislamiento surgirá una conciencia de superioridad. Sabedores de su
condición diferencial, guipuzcoanos y vizcaínos del Antiguo Régimen reivindican la
hidalguía universal, que pronto se traduce en una declaración de nobleza universal.
Existiría una nobleza concedida por los reyes y otra que se constituye a sí misma,
según las palabras de Larramendi, como «nobleza de la sangre y del linaje». Es una
nobleza «común y heredada», distinta de la «adquirida», y que determina que todos
los guipuzcoanos sean iguales unos a otros. Se trata de un caso de igualdad entre
iguales, lo que hace necesario que existan quienes no tienen acceso a semejante
igualdad en el privilegio. La definición de lo puro se apoya siempre en la existencia
de lo impuro. Cuando un hidalgo carranzano de la familia De la Peña se presentaba
en Madrid hacia 1770 con su probanza para ser reconocido del estado noble por su
condición de vizcaíno, añadía que era «de esmerada generación» y que su sangre no
estaba contaminada por la de judíos, moros, herejes, ni otras gentes de mala raza,
descendiendo nada menos que de los Reyes Magos. A mediados del siglo XVIII, un
apologista del fuero de Vizcaya, el letrado Fontecha y Salazar, recordaba el enlace
entre ambas proposiciones, la exhibición de nobleza y el rechazo de las razas
inferiores: «instaba el Señorío con el tesón antiguo de los pobladores, que siendo sus
naturales de tan notoria y calificada nobleza, recibirían notoria injuria si admitiesen a
morar entre ellos una gente inmunda, soez y de vilísima condición: por tal es reputada
entre todas las naciones la prosapia y descendencia de judíos y moros, que ni gozan
de nobleza, ni son capaces de tenerla».
Los estatutos de limpieza de sangre, dirigidos inicialmente en España a excluir a
los judeoconversos de determinadas instituciones, desde una cofradía a la Mesta,
desde un colegio mayor a una orden religiosa, son asumidos por la provincia de
Guipúzcoa y por el señorío de Vizcaya con carácter de generalidad a comienzos del
siglo XVI, dando así fundamento a una actitud racista cuyo celo intenta contrarrestar
más de una vez el Consejo de Castilla. Así, por auto del Consejo de 19 de julio de
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1561 se disponía que «no se ejecute lo dispuesto en las provisiones presentadas por el
condado de Vizcaya, para que en él no haya judío ni moro, y que los que hubiere
salgan; y se diga a los procuradores del dicho condado que están tratando de esto, se
vayan por no convenir ahora otra cosa». Un nuevo auto de 31 de agosto de 1565
reiteraba: «No se dé provisión en el Señorío de Vizcaya, para que los nuevamente
convertidos salgan de él». Impedir que se avecindasen judíos y moros, expulsarles
antes de seis meses so pena de graves sanciones, son propósitos racistas que se
reiteran una y otra vez entre los siglos XVI y XVIII. Tal es el precio de la ensalzada
nobleza universal, cuyo soporte es la pureza de sangre, tan viva aún en el
pensamiento de un Sabino Arana. Y el antecedente de lo que luego va a ocurrir, sin
que falten pruebas de ello. El 7 de julio de 1766, en la Junta de la Provincia de
Guipúzcoa, reunida en Fuenterrabía, «se acordó que todos los advenedizos
establecidos en Guipúzcoa hagan sus informaciones de limpieza de sangre y
cristiandad inmediatamente, y los que no se sujetaren a este medio se les eche luego
de Guipúzcoa». Al comentar el acuerdo muchos años después, el semanario del PNV
Gipuzkoarra, de 22 de junio de 1907, titula: «En tiempos mejores».
La coartada para la exclusión venía dada por la fidelidad a la religión cristiana, de
modo que Guipúzcoa y Vizcaya se convertían de este modo, no sólo en sedes de una
nobleza universal de sus pobladores, por la limpieza de sangre y ausencia de todo
contacto con unas minorías impuras a las que se expulsaba de la convivencia, sino en
un verdadero pueblo elegido, superior a quienes, aun siendo católicos, no tomaban
esa prevención frente a los que biológicamente amenazaban la verdadera religión. De
ahí también la desconfianza contra cualquier forastero que tratase de instalarse en el
País. El forastero podía ser un judío, un moro o un hereje disimulado, y como tal
había que adoptar frente a él todas las precauciones. Los textos de los fueros son muy
precisos al respecto. Estaban reunidos todos los elementos para fundamentar una
actitud xenófoba.
El sistema de privilegios de las provincias, normativizado en los códigos forales,
podía entonces presentarse como un derecho propio, y no otorgado. Así como la
nobleza universal era anterior a cualquier concesión nobiliaria, la provincia o el
señorío asentaban en ella los fueros, en tanto que leyes propias de su condición
excepcional, y no de privilegio real alguno. Por eso eran la expresión de una
independencia originaria que no se había desvanecido al incorporarse a Castilla —del
mismo modo que Navarra, por otra vía, conservaba la independencia en la unión
«eque-principal» que legaliza la invasión del rey Fernando—, y que resultaba
preservada tras dicha unión voluntaria. Tal unión representaba una cuadratura del
círculo: implicaba la sumisión a la soberanía real, sin que se borrase el derecho a la
independencia originaria. En el caso de Vizcaya, las Juntas en el roble de Guernica
añadían además a la escena un toque de sacralidad. Y, claro, para poder hablar de
unión voluntaria, igual que en el caso de la relación entre lo puro y lo impuro, había
que exhibir los ejemplos de que en caso de haberse intentado por la fuerza, dicha
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incorporación a Castilla hubiese fracasado. De ahí el valor ejemplar de la batalla de
Padura o Arrigorriaga, la de las mismas piedras teñidas de sangre roja, a la que se
alude una y otra vez entre los siglos XVI y XIX. El mito de la unión voluntaria
desemboca así en una primera legitimación de la violencia, en el marco de una
confrontación imaginaria entre Vizcaya y Castilla (o León, tanto da al efecto). «Con
esta batalla mostraron y asentaron los vizcaínos su primera y antiquísima libertad…».
Son palabras que pertenecen al relato, en 1604, de un personaje de la segunda
parte del Guzmán de Alfarache, el lacayo vizcaíno, símbolo de esa nobleza vasca que
alcanza a los más bajos oficios. El orgulloso lacayo expone puntillosamente ese
entramado ideológico sobre el cual reposa la excepcionalidad de Vizcaya, y el
comentario de su interlocutor refleja una clara preocupación: «que era mucha pasión
de nuestro lacayo por hacer a Vizcaya querer deshacer a España». No obstante, la
profecía tardó en cumplirse, aun cuando hasta el fin del Antiguo Régimen se
sucedieran los conflictos entre los regímenes forales y la Corona, con intensidad
creciente eso sí conforme discurre el siglo XVIII. Nadie en las provincias podía pensar
en oponerse frontalmente a la Corona y la dureza de los argumentos tenía por único
objeto apuntalar, hoy diríamos blindar, el privilegio que no se reconocía como tal.
No obstante, la red de proposiciones presentadas como otras tantas evidencias, era
de una solidez envidiable. Cohesión de los valores del mundo rural, cierre hacia el
exterior favorecido por el euskera, nobleza universal y rechazo del otro, fueros como
expresión de una independencia tan inexistente como inmarchitable, componían un
engranaje defensivo cuyo potencial conflictivo sólo había de revelarse cuando
incidiera con fuerza sobre el sistema una variable externa. Es lo que sucederá de
improviso al entrar España en guerra con la Convención francesa en 1793, y sobre
todo al conquistar los franceses Guipúzcoa al siguiente año. Al quedar huérfanos de
la protección real por la derrota militar, la Junta de Guetaria proclamó la
independencia de la provincia, bajo la tutela de la República francesa. Los jacobinos
no llegaron a entender tal actitud, procediendo a recluir a los junteros en la cárcel de
Bayona, y lo que de hecho tendrá lugar es una primera acción de resistencia de los
campesinos guipuzcoanos contra los descreídos portadores de la modernidad: en uno
de los combates, a los franceses que cantan la Marsellesa, se opondrán los lugareños
rezando el rosario. Pero sobre todo queda de manifiesto la fragilidad que de cara al
futuro evidenciaba esa relación entre régimen foral y soberanía española, que desde la
noción de independencia originaria, la misma que hoy manejan los nacionalistas,
conduce directamente a la legitimidad de una ruptura. No cabe considerar el episodio
como prenacionalista, pero sí como anuncio de que el fuero podía ser interpretado sin
demasiados problemas en clave de independencia.
Es el primer golpe contra la cohesión del orden rural, y no ha de faltar la
manifestación ideológica que, al cerrarse el siglo XVIII, con el Peru Abarca responde
al inicio de una coyuntura agraria adversa y a la primera incidencia de esa variable
externa que viene a quebrar una prolongada estabilidad, la guerra de la Convención.
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El escrito del párroco de Jemein, Juan Antonio Moguel, contrapone la verdadera
cultura del baserritarra, del hombre del caserío, Peru Abarca, a la inútil del
«barbero», habitante en el centro urbano. Es la expresión de un ideal autárquico
fundado sobre el caserío, desde la obtención de alimentos («eztogu etxetik urten
ezeren bila», lo tiene todo sin salir de casa) hasta el vestido (la hija hace las camisas
de lino). El elogio se extiende a otras formas de producción tradicionales, como la
ferrería, en la que trabajan «bizkaitar garbiak», vizcaínos puros, limpios de sangre. El
recuerdo de la guerra está próximo y se plasma en canciones donde los soldados
vascos de Baigorri, en la Navarra francesa, se lamentan de la falta de libertad, pero
para oír misa («mezaren entzuteko, libertade gabe»). Fue un mal año, «urte txar».
Pero una vez pasado, es restaurada la existencia circular del labrador, fiel a su Dios y
a su trabajo, señor en su familia, incluso para escoger el heredero de la casa, y dotado
de una peculiar sabiduría cuya esencia consiste en seguir las enseñanzas del pasado.
«Euskaldunak bagara benetan, bizi behar dogu geure asabak erakatsi deuskuezan
ekanduakaz», lo propio del vasco es vivir como lo hicieron sus antepasados. Es un
mundo perfecto en su cierre sobre sí mismo, que lógicamente proyecta un tajante
rechazo sobre el exterior: «Arrotz herri, otso herri», país extraño, país de lobos.
La independencia imaginaria
Es fama que fue Juan Antonio Moguel quien encontró en el archivo de una casa noble
de Marquina un manuscrito del «Canto de Lelo», pronto publicado por el alemán
Guillermo de Humboldt. Se trata de un poema apócrifo, que relata una supuesta
victoria de los vascos, guiados por su señor Lekobide, nada menos que sobre los
romanos invasores. El desenlace no es glorioso, ya que el enfrentamiento se cierra
con un pacto de sumisión «porque somos muy pocos y ellos son muchos más». Pero
antes aparece un planteamiento destinado a alcanzar fortuna por reiteración a lo largo
del siglo XIX, la innata belicosidad del vasco cuando el de fuera le ataca: «Erromako
arrotzak / alegiñ eta / Bizkayak daroa / zantzoa». El extranjero romano quiere
subyugar a Vizcaya y ésta responde con el zantzoa, el grito de guerra. Enlazando con
el dicho recogido en Peru Abarca, si el país extraño es de por sí país de lobos, a su
intromisión ha de responderse con la violencia. Pero para que el tópico cobre toda su
fuerza ideológica, tendrá que sobrevenir la prolongada crisis del mundo agrario y lo
que está a ella estrechamente ligado, las guerras carlistas.
Según la visión clásica que nos proporcionara E. Fernández de Pinedo, la
coyuntura depresiva de la economía vasca, en la primera mitad del siglo XIX, hizo que
las tensiones latentes en el mundo agrario se agudizaran hasta convertirlo en
protagonista de la movilización antiliberal apoyando por las armas a los sucesivos
pretendientes absolutistas. La caída de los precios agrícolas, la desamortización de las
propiedades concejiles y el traslado de las aduanas a la costa habrían creado un frente
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del malestar, integrado por campesinos y notables rurales, con apoyo de parte del
clero, que entra en acción cuando el infante don Carlos alza su bandera antiliberal. La
cuestión foral no entra inicialmente para nada en el movimiento, si bien luego ha de
convertirse en tema crucial de su resolución en 1839, y ulterior legitimación
ideológica: resultará mucho más presentable la falsa imagen de un Zumalacárregui
alzándose en defensa de la Constitución vasca que como partidario de un pretendiente
cerril cuya vinculación previa a intereses vascos había sido nula. «Mis abuelos se
levantaron por los fueros», aducirá en nuestros días un líder del nacionalismo vasco,
ennobleciendo de este modo una guerra campesina en la que una religión opuesta a la
modernidad y el absolutismo constituían los banderines de enganche para la masa
popular. La introducción del tema foral correspondía en todo caso a los notables de la
insurrección, como la Junta de Vizcaya que en 1834 propone a los vizcaínos:
«Juremos ante el signo / del lábaro guerrero / morir por nuestro fuero / por Carlos y la
fe».
Las dos sublevaciones carlistas, en la década de 1830 y en la de 1870, fueron
lógicamente otras tantas escuelas de violencia para el campesinado vasco. En la
segunda, se hará célebre la figura sanguinaria del cura Santa Cruz al frente de su
partida, pero ya en la primera la ferocidad asoma desde el inicio de los combates.
Tomemos, por ejemplo, la descripción que hace Pirala de la victoria sobre los
liberales de las tropas mandadas por Zumalacárregui, al día siguiente de vencer en
Alegría, causando cientos de muertos a los derrotados: «Embriagados con la sangre
de la víspera, se mostraron sedientos de ella, más y más sañudos cada vez. Tanto fue
su coraje y tan espantosa la carnicería, que tuvo que correr Zumalacárregui por entre
las primeras filas diciéndoles: “Muchachos, basta, basta; dad cuartel a los rendidos”».
Las escenas de brutalidad se repiten una y otra vez, sobre el telón de fondo del apoyo
popular a la causa —«sus soldados eran casi todos voluntarios y el país les
protegía»— en una guerra donde los carlistas luchaban casi desde su propia casa,
yendo a «mudarse de camisa» y encontrando apoyo de ser heridos en cualquier
caserío, «seguros de estar tan bien cuidados como en su propio hogar». Para el
mundo rural vasco y navarro, los liberales eran decididamente los de fuera.
Por su naturaleza ideológica, el carlismo descansaba sobre una visión maniquea
de las relaciones sociales, perfectamente ajustada a la contraposición entre lo puro y
lo impuro, de suerte que todo aquel que estuviera contaminado de liberalismo era
adscrito a otra especie biológico-doctrinal, con la consiguiente carga de
demonización. Los liberales serán llamados beltzak, negros, acuñándose más tarde
otra calificación peyorativa más compleja, azurbeltzak, huesos negros, o lo que es lo
mismo, que llevan el liberalismo, lo perverso, en los huesos. El esquema se mantiene
todavía hoy al calificar en Zarautz a los vascos contrarios al terror: tienen «la sangre
rojigualda». Son el polo negativo frente a la limpieza de sangre de los auténticos
vascos. (Jatorra, la denominación del vasco castizo, puro, como debe ser, hasta
nuestro siglo, evoca esa sangre no contaminada, el comportamiento acorde con el
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linaje, jatorri). Este sentido de pertenencia a un mundo extraño se completa en la
última carlistada con la denominación de «cipayo» para el vasco que lucha por la
causa liberal. Tomado de la guerra anglo-india, el vocablo, recuperado no hace
mucho con la misma intención por el nacionalismo radical, subraya el extrañamiento
justificado por la traición a la causa propia. El tratamiento que corresponde dar a tales
elementos extraños, por las ideas y la raza, queda reflejado en el texto del conocido
canto programático del carlismo, el «Eta tiro», pronto asumido por el primer
nacionalismo vasco: «Eta tiro, eta tiro, eta tiro, eta tiro beltzari; eta tiro, eta tiro, eta
tiro, belarrimotzari». A tiros, a tiros, con los beltzak (liberales); a tiros, a tiros con los
belarrimochas. «Belarrimochas» era la calificación racista de fines del siglo XIX que
contaba con mayor solera. «Belarrimochas», orejas cortas, habían sido llamados los
agotes, minoría discriminada en las dos vertientes pirenaicas desde la Edad Media, y
ahora pasaba a designar a las gentes ajenas al país. El texto es suficientemente
explícito como para que haga falta extenderse en el comentario: las concepciones
racistas del Antiguo Régimen revelaban todo su potencial para introducirse en los
planteamientos dualistas, propios de una traumática transición a la modernidad,
legitimando de este modo la acción violenta.
Desde muy pronto, las guerras carlistas encontraron un respaldo implícito en el
terreno literario, dando forma a la imagen de un pueblo vasco esencialmente
guerrero, capaz de expulsar a todo enemigo que intentara adentrarse en su territorio.
El precursor es aquí el mitómano vascofrancés Joseph Augustin Chaho, quien antes
de inventar la leyenda de Aitor crea en 1835 la del Zumalacárregui luchador por la
causa nacional y por la independencia vasca. Los vascos son, para Chaho, el pueblo
solar, libre por antonomasia, sin duda superior a esos castellanos que son simples
«agotes degenerados». Sus Palabras de un vizcaíno a los liberales de la Reina
Cristina constituyen una advertencia de la inexorable derrota que les espera al
intentar oponerse a tales guerreros invencibles: «Han derramado su sangre en defensa
de la libertad de España contra los celto-galos, contra Cartago y los romanos. Han
sido el terror de los visigodos por espacio de tres siglos. Han restaurado la España,
echado a los moros, que la habían conquistado de los bárbaros en año y medio».
La exaltación del vasco en pie de guerra por causas nobles anticipa las
descripciones del fundador del nacionalismo, Sabino Arana, en Bizkaya por su
independencia. Siempre celosos de su libertad como pueblo, los vascos derrotaron en
toda ocasión a los insensatos que se atrevieron a ensayar su conquista. Tras la
siempre evocada batalla de Arrigorriaga, eligieron señor a Jaun Zuria, en su calidad
de «hombres libres» que «hablaban el euskario». Y en el futuro habrán de recuperar
esa libertad bajo el árbol de Guernica, «regado con vuestra sangre».
Cuando vuelva la paz, los rasgos efectivos de las contiendas irán difuminándose,
cediendo paso a imágenes positivas, merced a la fusión de la naturaleza guerrera de
los vascos con una plácida existencia habitual como labriegos virtuosos. Pero siempre
la primera sirve de base a la segunda. Por supuesto, nadie habla de los conflictos que
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acaban de suceder, sino de unos antecedentes remotos a los que resulta posible
modelar a gusto del escritor, según qué clase de consecuencias intente extraer de su
relato. Por lo general, se trata de consolidar mediante ese componente belicista el
mito de una vida agraria feliz, ajena a las convulsiones del mundo moderno. Es lo que
recoge la canción emblemática del también vascofrancés Elissamburu, Nere etxea,
«Mi casa»: mira el hermoso caserío sobre la montaña, con el perrillo que juega, allí
vivo yo en paz. Claro que vista de cerca, la realidad del mundo agrario en crisis era
algo bien diferente del paisaje revestido de valores morales que describía el antiguo
oficial del ejército de Napoleón III. No era cosa que preocupase demasiado a quienes
se entregaban conscientemente a elaborar un mito que sirviera de justificación a un
nuevo alzamiento carlista.
A falta de historia patria, buenas son las leyendas, explica Juan Vicente de
Araquistain al presentar en 1866 sus Leyendas vasco-cántabras. Con cada una de
éstas, intentará inculcar a sus lectores «o un principio de moral eterna, o el culto santo
del hogar paterno, o el apasionado amor de sus montañas», por otro nombre «el amor
a la patria». En el límite, la literatura crea mitos que sustituyen con ventaja a la
historia. «Con razón se dice, pues —concluye—, que la nación más completa de
tradiciones, cantos y leyendas populares, sería la que tuviera la historia más
acabada». La historia formará eruditos, añade respondiendo a las críticas del
historiador Nicolás de Soraluce, pero sólo tradiciones y cantos «tienen fuerza para
inflamar la imaginación de los pueblos». Los dos elementos que Araquistain emplea
en su fábrica de leyendas nos son ya conocidos: el vasco libre trabaja feliz como
agricultor y defiende esa existencia con las armas. La descripción del personaje
mereció ser reproducida un cuarto de siglo más tarde por Sabino Arana Goiri: «Allí
vive sin siervos ni señores / con sus hijos “arrando” en la alta sierra,/ como vivieron
antes sus mayores / fatigando sus armas, o su tierra; / que hidalgos a la par que
labradores / al oír la “vasca-tibia” en son de guerra, / trocaban su “chartés” por la
coraza… / la antigua “laya” por la férrea maza».
Para ilustrar esa estampa, Araquistain nos cuenta el desarrollo de la batalla de
Beotibar, enfrentamiento victorioso en que los guipuzcoanos rechazan a los invasores
franceses y navarros. Como siempre en este tipo de relatos, los vascos pecan de
imprevisión ante la amenaza exterior: «y es que aquellos orgullosos montañeses no
podían concebir en su loca arrogancia que pudiera el Extranjero atreverse a profanar
sus tierras». Pero en nuevo Roncesvalles, al adentrarse los invasores por el
desfiladero son recibidos por el asalto de «los alegres euskaldunes» empujados por
sus propios gritos de guerras, se supone que por el sansúa. Todo acabó en una terrible
matanza. Y Guipúzcoa fue salvada. Es el mismo esquema que volveremos a encontrar
en la narración de las cuatro batallas que componen el libro-programa de Sabino
Arana, Bizkaya por su independencia.
Con la segunda guerra carlista y la inmediata pérdida de los fueros, no dejó de
crecer el gigante de cartón a que hacía referencia Soraluce. Los antecedentes
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literarios del período de entreguerras proporcionaban el entramado en que era posible
insertar el elogio de los tenaces y tradicionalistas guerreros vascos para preparar los
ánimos de cara a una nueva confrontación. Es la tarea que acomete el neocatólico
Francisco Navarro Villoslada al escribir Amaya, o los vascos en el siglo VIII, a fines
de la década de 1870. El título, nombre de la heroína, encierra el programa ideológico
del libro: amaya significa «fin», y el fin es el principio. La acción se sitúa en torno al
año 711, cuando los moros, asistidos por unos cuantos traidores y por los tenebrosos
judíos, provocan con su invasión la pérdida de España. Después de muchas
peripecias, ahí se alzarán los vascos, bajo el emblema de su cruz que encarna la doble
defensa, de su independencia y del cristianismo, asumidos por el linaje de Aitor que
personifica su nieta Amaya. Las primeras palabras del libro son ya un anuncio
inequívoco de lo que vendrá después, con todos los tópicos incorporados en una
narración edificante: «Los aborígenes del Pirineo occidental, donde anidan todavía
con su primitivo idioma y costumbres, como el ruiseñor en el soto con sus trinos y
amor a la soledad, no han sido nunca ni conquistadores ni verdaderamente
conquistados. Afables y sencillos, aunque celosos de su independencia, no podían
carecer de esa virtud característica de las tribus patriarcales…».
Tal y como corresponde al discurso de los vencidos, el relato presenta tintes
agónicos, reforzados por el episodio sangriento de Teodosio de Goñi, un parricidio
involuntario, pero es sobre todo un ejemplo, tendente a mostrar los valores
imperecederos de un pueblo dispuesto siempre a la guerra para defenderlos. El fin ha
de ser conocido para que exista el principio de un desarrollo histórico bajo el doble
signo de la Providencia cristiana y del legado de Aitor. En «la Vasconia
independiente y libre» eran «días de íntimo y profundo gozo, de fiesta y de
esperanzas; fin de tiempos desdichados como todos los que se prolongan mucho, y
principio de una época venturosa, como todo comienzo de nuevas eras». El mito
servía de cortina de humo frente a los desastres de la pasada guerra y como aliciente
para emprender una nueva Reconquista. Fue sobre el contenido político de ésta en lo
que discreparon Navarro Villoslada y sus lectores nacionalistas que, desde Arturo
Campión a Carlos Garaikoetxea, encontraron en el novelón esa llama capaz de
inflamar la pasión política. En palabras de un lector fuerista de 1880 Amaya era «el
libro de la Patria».
En los años que siguen al fin de la última carlistada, el esquema se repite una y
otra vez, con iguales o parecidos ingredientes: el escenario de una guerra de
destrucción se transforma en recinto de virtudes patriarcales propias de un mundo
agrario y cristiano que con las armas responde a todos aquellos que intentan violar su
condición de pueblo elegido y que, una vez desaparecidos sus fueros, llora con
desesperación esa pérdida a la que pronto seguirá la de su propia vida histórica si
también se pierde el euskera. La acción político-cultural de la Asociación Euskara de
Navarra a partir de 1878, los lamentos coetáneos del poeta Arrese y Beitia por la
muerte del euskera y su evocación de los «bizkaitar zarrak», los antiguos vizcaínos,
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en lucha contra los romanos, o las Leyendas de Euskaria que publica en 1882 un
Vicente de Arana, emparentado con el fundador, repiten una y otra vez los mismos
tópicos, que acabarán siendo asumidos como verdades históricas, según deseaba
Araquistain. «La imaginación de Arana —explica en 1883 un comentarista del libro
—, semejante a un rayo de luz, ha ejercido la magia de sus evocaciones en todos los
ámbitos de la vida euskara; ha teñido las escenas del presente con los suaves colores
de una fantasía tierna (…). Ya es el caserío posado en la montaña como una paloma
en la pradera; ya el castillo feudal alzando sus almenadas torres al cielo como una
afirmación de orgullo, de fuerza, de intrepidez; ya la ancha arena del torneo, donde se
lidia por la posesión de la virtud y de la hermosura; ya el sangriento combate por la
independencia de la patria…». El principal publicista del grupo de «euskaros»
navarros, Arturo Campión, completa el cuadro en la poesía donde describe la victoria
de los vascones sobre el ejército de Carlomagno en Orreaga/Roncesvalles:
«Erbesteric ez da Euscal-errian, eta menditarren deadar ta pozezco irrintziac eltzen
dirac eruberataño». (Ya no hay extranjeros en Vasconia, y hasta el cielo sube el
irrintzi de los montañeses). Lo de siempre.
La deriva hacia el tema de la independencia alcanza incluso a aquellos escritores
estrechamente vinculados a la causa del Pretendiente, como ese Arístides de Artiñano
que en 1885 publica El señorío de Bizcaya, histórico y foral, trece años después de
haber justificado el levantamiento de 1872. Todos los valores positivos confluyen en
ese mundo agrario de los vizcaínos, con los fueros como bastión de su «fiera
independencia» y de su «libertad nativa». Sólo la preferencia por la solución señorial,
inevitable en el carlismo, separa a Artiñano del planteamiento sabiniano: «Después
de ver cómo el Señorío mantiene, a través de los siglos, su independencia, conserva
intacta su fe religiosa y llena su misión de pueblo noble y leal, necesitamos conocer
por qué en estas montañas se respira la modesta felicidad que distingue al pueblo
bizcaíno…». Etcétera, etcétera.
Tal es el ambiente que rodea a una generación de vascos que ha vivido la guerra
carlista en su niñez y que ahora siente la propia identidad protegida únicamente por
símbolos a los que es preciso sacralizar. El poema al roble de Guernica que en 1888
redacta el joven Miguel de Unamuno, «Agur, arbola bedeinkatube!», ¡salve, Árbol
bendito! resume esa actitud ampliamente compartida. El saludo al árbol protector y a
la «villa santa de los vascos» va asociado al lamento por la supresión de los fueros,
descritos ya como hará Sabino Arana en su calidad de «viejas leyes», legalidad que
regulaba un venturoso orden tradicional. Y al anuncio de su recuperación: «Nos
arrebataron las Viejas Leyes, siendo como eran nuestra vida, pero si guardamos
nuestra alma euskaldún, de aquí surgirán de nuevo los Fueros, surgirá el sol de la
Justicia en una primavera perdurable».
No era muy diferente el diagnóstico que hacía de la situación otro joven vizcaíno,
Sabino de Arana Goiri, casi coetáneo de Unamuno. Pero desde sus primeros escritos
el tratamiento era otro, ya que el capital objetivo de conservar el alma euskaldún no
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era sólo cuestión de voluntad en una sociedad que, a juicio de Sabino, se encontraba
bajo la amenaza de una inevitable degradación por el contacto cotidiano con un
pueblo degenerado, el español, causante además de su subordinación política. Los
fueros, entendidos como antiguas leyes que expresaban la independencia efectiva de
Vizcaya, tenían un valor instrumental de salvaguardia de los valores raciales. Habían
sido suprimidos, no en 1876, sino en 1839, cuando se afirmó la supremacía de la
Constitución española. El concepto de raza estaba en Sabino directamente asociado a
las ideas vigentes en el Antiguo Régimen acerca de la limpieza de sangre, pero ahora
se revestían de los tópicos procedentes del nuevo racismo cuyo prestigio se extendía
en mancha de aceite por Europa, y que él conoció muy probablemente durante sus
años de estudiante fracasado en Barcelona.
Para Sabino Arana, lo puro era lo vasco, tradicional y cristiano; lo impuro
procedía en este caso de España, la tierra de los belarrimochas y azurbeltzas, o, como
se decía en la Bilbao finisecular, de los maketos. No era ya además la defensa estática
de las medidas adoptadas en el Antiguo Régimen para expulsar a los posibles
conversos y a otras gentes de mala raza. Bilbao y su entorno minero e industrial se
habían transformado desde 1876 en un espacio de modernización sumamente
conflictiva, con la llegada de trabajadores inmigrantes, la erosión de los usos
tradicionales y rápidos cambios en las relaciones de poder. La predicación de los
euskaros en Navarra tuvo mucho de inútil protesta por la desaparición paulatina del
componente vasco de una sociedad todavía preindustrial; en Vizcaya esa protesta
encontraba un destinatario en los grupos autóctonos enfrentados a un cambio social y
económico del que sólo percibían la conflictividad y la formación de un nuevo poder
capitalista vinculado a la minería y a la siderurgia. Viejo y nuevo racismo, más
reunión de todos los tópicos fueristas, sacralización incluida, serán los componentes
de la síntesis doctrinal en que consiste el primer nacionalismo vasco.
Violencia en el proceso de cambio económico, demográfico y cultural; violencia
en la respuesta. Sabino Arana no necesitaba ir muy lejos para encontrar los materiales
de su construcción ideológica. El gigante de cartón le ofrecía todo un repertorio de
comportamientos heroicos, de los que únicamente era preciso extraer la consecuencia
política. Así nace uno de los libros-programa más sorprendentes en la historia del
pensamiento político del siglo XIX: Bizkaya por su independencia, cuya primera
redacción aparece en 1890, en una revista, y que es objeto de publicación
independiente dos años más tarde. Para asombro del lector, no estamos ante una
sucesión de argumentos políticos, sino ante los apolillados relatos de cuatro batallas,
comenzando por la inevitable de Padura/Arrigorriaga, donde los vizcaínos habrían
rechazado a los invasores castellanos, conservando de este modo su independencia
originaria.
Un escrito anterior, el poema Kantauritarrak —que le sitúa en la estela del
vascocantabrismo de Araquistáin—, presenta ya lo esencial y lo inevitable: los
cántabros contemplan cómo los guerreros romanos llegan con el ánimo de
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conquistarles. Pretenden esclavizar «nuestra» libertad, arrasar las costumbres, alterar
la religión. Así que toca morir con gloria proclamando la guerra al extranjero. La idea
del mártir por la patria sagrada emerge ya en el primer Sabino: la felicidad será dada
al que muera en la cruz (él utiliza el término lauburu, la esvástica o cruz vasca,
reforzando el doble carácter, nacional y sacro del martirio). Para exclamar
finalmente: «Jaungoikuagan Lagizarra!… Guda sansua!)». Lancemos el grito de
guerra. Dios y leyes viejas. Los mitos que en los precursores sirvieran para apuntalar
el fuerismo o la causa carlista se han convertido ahora en dueños de la escena. No son
algo que está en el pasado y que permite contemplar el futuro con esperanza.
Constituyen el ejemplo de la única pauta de comportamiento admisible en un
«cántabro»: asumir la causa sagrada de la patria y estar dispuesto a morir
inmediatamente por ella. Además, la invocación del grito de guerra envuelve un
necesario anacronismo. Dios y leyes viejas no podía ser una consigna destinada a la
lucha contra los romanos, sino contra los nuevos invasores de Vizcaya, a quienes
todavía no conviene nombrar.
Las cuatro batallas de Bizkaya por su independencia —pues el sabinianismo es
vizcaíno antes de aplicarse a todo el País Vasco y a Navarra: Euzkadi— son otras
tantas ilustraciones de esa actitud fundamental que resulta preciso inculcar a los
vizcaínos de hoy. No hay perspectiva histórica. La tradición ofrece un repertorio de
hechos y comportamientos en que el protagonista es siempre el mismo, la nación, en
el pasado defendida, y en el presente entregada por los malos vizcaínos a la
dominación española. Así, al comentar la victoria de los vizcaínos en Otxandiano, a
costa nada menos que de Pedro el Cruel: «Llegó la hora decisiva. O los españoles
vuelven a su tierra derrotados y duramente escarmentados; o Bizkaya cae bajo el
poder del rey de España. Pero… son bizkainos del siglo XIV los que se encuentran
apostados en Otxandiano; son bizkainos que, si bien algo degenerado su espíritu
político, comprenden perfectamente aquella dura alternativa, y que en su corazón
nacionalista la contestan todos y cada uno: o libro a mi patria Bizkaya de la opresión
española, o no vuelvo a abrazar a mis padres y a mi esposa ni a recibir las caricias de
mis hijos, y dejo mi cuerpo en estas montañas para cebo de los buitres de Gorbea y
Anboto».
El hidalgo de Abando, como su antecesor manchego, había asumido como
fundamento de su existencia las nuevas novelas de caballería y estaba decidido a que
todos los vizcaínos lo hicieran. Sólo que en este caso el sueño tenía poco de entrega
generosa y mucho de odio xenófobo contra ese enemigo español cuya destrucción por
las armas invocaba. Y además, tanto la traslación de las desgracias carlistas al mito
nacional como el enfrentamiento a la nueva realidad de la Vizcaya industrial
configuraban un arsenal de ideas para cuya oferta no faltaron los posibles clientes en
una sociedad sometida a un acelerado proceso de cambio. Al analizar las raíces del
antimaketismo en 1898, Unamuno hacía notar que «las raíces del movimiento son de
carácter económico, radicando en el desarrollo industrial de la razón minera».
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Mientras los naturales de otras provincias suponían entre el 5 y el 15 por ciento de la
población total, en otras zonas del país, en Bilbao, según el censo de 1887, eran casi
el 40 por ciento, y en la zona minera de la margen izquierda, entre el 50 y el 65 por
ciento. Un informe del Instituto de Reformas Sociales sobre la cuenca minera en
1904 arrojaba un 70 por ciento de trabajadores procedentes de la submeseta norte, en
tanto que los vascos «están en exigua minoría» y ocupan puestos privilegiados. «El
desdén al maqueto no es en el fondo más que el desprecio al pobre», estimaba
Unamuno en 1901. La exaltación del mito identitario constituye siempre una buena
coartada para legitimar el ejercicio de la discriminación contra «los otros».
De fuera vendrá… es el título de una obra teatral escrita por Sabino Arana, en
este caso descalificando a los castellanos que por medio del matrimonio aspiran a
alcanzar posiciones ventajosas en la escala social vizcaína, en tanto que «la hez del
proletariado maketo» pone en grave riesgo el orden económico y moral. Ante todo,
Arana es un racista que conjuga las posiciones del racismo del Antiguo Régimen,
asentado en la pureza de sangre, y del nuevo racismo que justifica la exclusión de
pueblos y de hombres juzgados como inferiores. Aquí puede residir una de las
razones de la audiencia alcanzada por sus propuestas: ofrecían una sanción de
apariencia histórica y religiosa a posiciones y actitudes que de otra forma cualquiera
juzgaría como inhumanas. Y que desde hoy cabe pura y simplemente estimar como
prenazis. Es lo que pone de relieve el suelto publicado como «Cosas del día» en
Bizkaitarra, el 30 de junio de 1895: «Si algún español que estuviese, por ejemplo,
ahogándose en la ría, pidiese socorro, contéstale: “Nik eztakit erderaz”», no hablo
erdera o castellano. Vizcaíno, luego vasco, y maketo o español son polos siempre
enfrentados: «Oídle hablar a un bizkaíno, y escucharéis la más eufónica, moral y
culta de las lenguas; oídle a un español y si sólo le oís rebuznar podéis estar
satisfechos, pues el asno no profiere voces indecentes ni blasfemias». El español es
un pueblo degenerado cuyo simple contacto envilece al vasco, es «nuestro parásito
nacional». Su símbolo es el chulo de la navaja, el individuo cobarde, blasfemo y
rastrero. España es Maketania, fuente de todas las desgracias para Vizcaya, luego
para Euzkadi. «Entre el cúmulo de terribles desgracias que afligen hoy a nuestra
amada patria —resume—, ninguna tan terrible y aflictiva, juzgada en sí misma cada
una de ellas, como el roce de sus hijos con los de la nación española». Hay que
desterrar todo afecto hacia lo español, hacer del idioma el bastión que impida las
relaciones entre vascos y españoles, combatir a los vascos españolistas o
«maketófilos», con lo cual la línea de hostilidades no se establece entre vascos y no
vascos, sino entre auténticos vascos, patriotas, y quienes pertenecen a España o
defienden cualquier tipo de amistad con ella. Fue y es una distinción muy útil en la
historia del nacionalismo, porque la exclusión de los españolistas evita todo debate
surgido de la pluralidad de opiniones en el colectivo autóctono: quien no comulgue
con el credo nacionalista es un traidor a su patria. Según propone Sabino en una de
sus poesías titulada Ken!, fuera maketos y maketófilos, echemos a los azurbeltzas y a
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todos sus amigos. El odio a lo español se convierte en la seña de identidad del buen
vasco.
Todo ello revestido de una capa de religiosidad integrista. Este componente
ideológico refuerza los mecanismos de exclusión del otro, que es presentado como
agente de degeneración moral y descristianización de Vizcaya. La bandera vizcaína
pensada y diseñada por los hermanos Arana pone por encima de todo la cruz blanca,
lo cual significa subordinación a Jaungoikua, a Dios, pero según una perspectiva de
tradición religiosa, incompatible con todo laicismo. El lema adoptado por Sabino es
GETEJ: todo para la patria y la patria para Dios. El deber de cristianos es el primer
fundamento de la profesión de fe nacionalista, ya que «la invasión de cierta gente
extraña», procedente del pueblo de la blasfemia, corrompe moral y religiosamente a
Vizcaya. De ahí la particular cruzada que en nombre del puro y limpio baile suelto
vasco emprenderán Sabino y sus seguidores contra el «agarrao», convertido en «el
baile español» por excelencia y definido como «el liviano, asqueroso y cínico abrazo
de los dos sexos». Tolerar el efecto de degeneración que induce la presencia maketa
no es sólo pecar contra la patria, sino pecar contra Dios. La desvasquización
consiguiente conduce a la pérdida del alma cristiana del pueblo vasco. El deber
patriótico es, pues, un deber religioso, y la sacralización afecta consecuentemente
tanto al comportamiento del traidor como al de quien entrega su vida por la patria,
convirtiéndose en mártir. Pero Sabino Arana sabe que en su tiempo hay una
desproporción evidente de fuerzas y la cruzada militar del nacionalismo estaba
condenada al fracaso. De ahí que esa sacralización del objetivo político se acomode a
un modelo organizativo que no es otro que la Compañía de Jesús, a la que define
nada menos que como infalible. Es «la invencible Guardia Real del Salvador de los
hombres». La acción disciplinada e implacable de los «gudaris de Jesús» contra
quienes no aceptan su creencia, a los que engloba siempre bajo la calificación de «el
enemigo», da la pauta para conjugar el absolutismo de los principios integristas con
el pragmatismo en los medios a adoptar.
Quedaba así configurada una religión de la violencia política, cuyo propósito
fundamental consistía en formar una comunidad de creyentes, acorazados frente al
exterior por la intransigencia y la disciplina. Su deber consistía en actuar desde el
interior de la sociedad vasca, creando las condiciones para erradicar la opresión y la
presencia de Maketania en Euzkadi. Como suele ocurrir en las construcciones
ideológicas de los nacionalismos reaccionarios, el sabiniano propone a sus seguidores
un esquema bipolar con oposiciones muy nítidas entre los principios del bien y del
mal. La distinción fundamental se establece entre Euzkadi y España, lo vasco y lo
español. Es algo tan simple como la profesión de fe, el shahada en el Islam: de
acuerdo con la lógica ignaciana, una vez que se ha hecho esa elección fundamental,
todo lo demás se deduce de ella y no cabe momento alguno de discusión o de duda
ideológica, pues ya la autoridad en el partido, como en la orden, piensa por todos.
Aquí Euzkadi, allí España, y en el futuro aquí Euzkadi, fuera España. En torno a este
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eje giran los argumentos que lo refuerzan (la evocación pseudohistórica de la pasada
independencia vasca, y sobre todo de la disposición de los verdaderos vascos a
defenderla), que lo ilustran (ejemplos de la opresión española en todos los órdenes de
la vida, y de sus perniciosos efectos) y los que enlazan con la búsqueda de medios
para hacer avanzar la causa, aspecto en que muy pronto tiene lugar una preferencia
por la acción social, ya que los afiliados no participan de la vida política del partido,
y sí de su sociabilidad como miembros de los batzokis o centros nacionalistas.
Siempre desde una perspectiva de confrontación, primer paso de la acción de
exterminio del extraño: «Agrupémonos todos bajo una misma bandera, fundemos
sociedades puramente vascongadas, escribamos periódicos vascongados», que todo
lleve el sello indeleble de lo vasco y de eliminación de «lo exótico».
La evolución españolista que apunta para su partido el último Sabino (muere en
1903) puede parecer un indicio de moderación, pero sólo lo es de pragmatismo,
reconociendo las dificultades insalvables que esperaban a un naciente grupo
separatista. Para dejar claro cuál era entonces su pensamiento, escribe en 1902 el
drama Libe, otro relato de cartón piedra con la inevitable batalla entre invasores
castellanos y vascos triunfantes, más la debilidad de la heroína que se enamora del
enemigo para expiar después ese pecado muriendo por la patria. «Nuestra sangre
siempre pura; no demos nuestras hijas a los extranjeros», es la consigna. Todo
envuelto en el también inevitable canto al caserío, a los corderillos y a los prados
verdes, marco de la virtud aldeana que se convierte en movilización guerrera al sentir
la amenaza exterior. Un supuesto canto explica al programa que no ha cambiado nada
desde 1890: «Bizkaya lucha por su independencia. Siempre fue libre. El extranjero
podrá entrar en nuestra tierra, pero saldrá escarmentado. Los que no salgan reposarán
en zanjas que nosotros les abriremos para morada suya». Una vez reconciliada con el
sentimiento patriótico, Libe entrega su mensaje a los vizcaínos del nuevo siglo:
«Luchad, luchad, luchad sin descanso».
Era un mensaje de exaltación guerrera, aspecto crucial que nunca ha de faltar en
el futuro nacionalismo sabiniano. Por razones obvias, el impacto de tales enseñanzas
sobre los primeros nacionalistas no encuentra el eco que se merece en la prensa. Pero
contamos con el relato retrospectivo de uno de los principales discípulos de Sabino,
el ya moderado Luis de Eleizalde, a partir del cual podemos formarnos una idea
acerca de la mentalidad resultante, fruto a medias del llamamiento del Fundador y del
recuerdo todavía cercano de las contiendas carlistas: «Nuestros veinte años eran ya
nacionalistas, de un nacionalismo ingenuo y sentimental que nos hace sonreír —pero
no nos sonroja— al cabo de estos otros veinte. Sin duda perduraba en nosotros
vivamente alguna reliquia de la impresión recibida en la niñez de los relatos
escuchados a viejos guerrilleros del País, a jefes de partidas que durante varios años
habían andado a tiro limpio con los guiris en los montes de Guipúzcoa y de Navarra.
(…) Soñábamos entonces —que nos arroje la primera piedra quien jamás haya
soñado— con la vida agitada, azarosa, jocunda y épica del “partidario” que, carabina
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en bandolera, salta y trisca por los peñascos con la agilidad de un gamo, burla
ingeniosamente la vigilancia del enemigo (…) castiga a los traidores, perdona a los
vencidos y deja consignadas sus páginas en el folclore y vive eternamente en la
poesía popular, como Marko Kraliewitx en las pesmas serbias. Éste era el atrayente
anverso de la medalla, de cuyo reverso no nos ocupábamos por entonces». En una
palabra, el joven nacionalista de principios de siglo era, en el plano imaginario, un
guerrillero carlista que enarbolaba la bandera de Euzkadi.
En la primera novela nacionalista, Don Fausto, obra del vasco-cubano Francisco
de Ulacia, de 1906, el protagonista refleja análogas aspiraciones, eco fiel de la
enseñanza de Sabino: «Créeme, José María, que si hubiese en Vizcaya cien hombres
como yo, fanáticos por nuestra doctrina, la manifestación armada sería un hecho».
El huevo de la serpiente
Aparentemente, en las tres décadas largas que discurren entre la muerte de Sabino
Arana y el comienzo de la guerra civil, van limándose las aristas más agresivas del
nacionalismo. Al fijar como finalidad política la reintegración foral, el regreso a la
situación anterior a 1839, cabían tanto la lectura independentista como la que va
convirtiendo a la autonomía en objetivo real de la actuación del PNV. Éste se adapta a
la vida legal, participa en elecciones, y acaba por dictaminar que antes de llegar a una
solución política definitiva hace falta restaurar el «alma vasca», dañada por un largo
período de desvasquización.
De momento, los fieles al gran rechazo de Sabino son minoría, pero sus tomas de
posición distan de ser irrelevantes. Es el caso de Santiago de Meabe, director un
tiempo del semanario del partido, Aberri, que adopta el pseudónimo «Geyme», esto
es, «Gora Euzkadi y muera España». Meabe profetiza con satisfacción un futuro de
represión española y enfrentamientos cada vez más graves, hasta que se produjera el
alzamiento definitivo por la independencia. Sería preciso pasar por tres etapas, la de
«prisión preventiva», la de «presidio mayor», y por fin la marcada por el fusilamiento
de los patriotas. Cuanto antes, mejor: «Yo anhelo que llegue pronto esta tercera etapa
—confiesa Meabe—. El día en que un vasco nacionalista caiga al grito de “Gora
Euzkadi!” y de “¡Muera España!”, tras el estampido de los fusiles disparados por
gente criminal mecánicamente movida, se habrán roto las cadenas de nuestra Patria.
Los vascos nobles que saben sentir sobre su rostro la sangre fecunda del héroe,
despertado por el grito redentor del mártir, besarán su frente y levantarán sus puños
en señal de patriótica venganza. Entonces habrá llegado la hora de la Libertad». El
escenario no está ya vuelto hacia un pasado de justas medievales o de guerras
carlistas. Apunta a un enfrentamiento a muerte entre vascos y españoles, con los
segundos dispuestos a borrar todo rasgo propio de la raza vasca, ahogándola en
sangre, y los vascos preparándose a su vez a sufrir el martirio con tal de lograr la
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redención de Euzkadi. En el texto de Meabe, «O anarquismo nacionalista o ¡viva
España!», de 1910, aparece por vez primera el recurso al terrorismo, expresión del
«odio fiero e insaciable», «la destrucción y la muerte» que han de presidir la
actuación de los patriotas contra «esa colilla europea» que es España. Aconseja no
obstante esconder esa política de terror bajo el manto de una fingida legalidad. El
pronóstico resulta en todo caso inequívoco: «El porvenir se presenta como gigantesca
antorcha encendida. Gora JEL!». (JEL, Dios y leyes viejas, el lema sabiniano por
excelencia).
Solitario en la expresión de su radicalismo, condenado además a buscar refugio
en publicaciones nacionalistas americanas, el planteamiento de Santiago de Meabe
supone en apariencia un callejón sin salida en la trayectoria nacionalista. Refleja algo
real, sin embargo, la radicalización de los jóvenes abertzales que en los comienzos de
siglo dan gritos contra los belarrimochas, por Euzkadi y contra España, lo cual les
lleva más de una vez a prisión. Comenzando por la biografía política del propio
Sabino Arana, la cárcel fue desde muy pronto el lugar simbólico de la represión
contra los más vehementes nacionalistas, que de este modo se acercaban a la
condición de mártires por la patria. El verdadero patriota, había escrito Sabino Arana
en 1897, «como patriota vivirá y morirá, viviendo su vida de sacrificios y
ofreciéndose a la muerte si las circunstancias a los sacrificios y a la muerte le
conducen».
Los años dorados de la Primera Guerra Mundial vinieron paradójicamente a crear
las condiciones para que la ortodoxia sabiniana, con su correlato de violencia,
reapareciese en la historia de la ahora denominada Comunión Nacionalista. Los
grandes beneficios derivados de la neutralidad en el conflicto favorecieron al sector
burgués y aliadófilo del partido, encabezado por el naviero Ramón de la Sota, así
como la aproximación al regionalismo catalán, en un marco de avances electorales.
La meta de la autonomía pasaba a primer plano. Pero en la guerra también se registró
el estallido del inconformismo nacionalista en Irlanda, con el enfrentamiento abierto
que culminó en la Pascua Sangrienta de Dublín, en 1916, y en las ejecuciones de
patriotas. Era un ejemplo que había de impresionar a los jóvenes nacionalistas,
disconformes con una evolución política que según todas las trazas acabaría en el
regionalismo. Con la actuación de los sinn-feiners reaparecía la noción de que la
independencia nacional sólo podría alcanzarse mediante la lucha armada, y que por
otra parte, en el caso vasco, la enseñanza de Sabino Arana convertía a la
independencia en objetivo irrenunciable.
Entre 1916 y 1921, la polémica interna entre jóvenes nacionalistas y dirección del
partido va convirtiéndose en escisión. La bandera que se alza, desde el órgano de la
Juventud Vasca, es la de «la pureza doctrinal», el regreso a los principios de Sabino,
según los cuales no cabía aspirar a otra cosa que a la total independencia de los
territorios vascos sometidos a Francia y a España. En cuanto al contenido de la nueva
militancia a la irlandesa, quedaba reflejado en el seudónimo de Elias Gallastegui,
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principal animador del resurgido PNV sabiniano: Gudari, guerrero o soldado. De
momento, la fidelidad al patrón irlandés consistirá en imitar su activismo, así como su
vocación de cubrir los distintos campos de la vida social, empezando por la
organización de la mujer. No había perspectivas de sublevación nacionalista en la
España de 1920, si bien la línea trazada por Gudari insiste siempre en tomar posición
respecto de cuanto ocurre en el catalanismo, desde el canto recriminatorio de Els
segadors que dedica a Francesc Cambó en 1916, cuando visita Bilbao, al intento de
enlace con el catalanismo independentista, y de paso con el galleguismo, que da lugar
a la fugaz Triple Alianza de 1923. La búsqueda de campos para la movilización le
lleva a asumir la posición de los trabajadores nacionalistas y a denunciar el carácter
antinacional del gran capitalismo vizcaíno, al que designa como «el capitalismo
vasco rojo-amarillo». Pero es en el marco de esta apertura social donde recupera su
sitio la violencia sabiniana, dirigida ahora contra los trabajadores maketos que militan
en el sindicalismo socialista. Sabinianos y trabajadores solidarios recuperaban el
racismo, con tonos muy agrios, para afrontar el conflicto social en un período de
crisis.
Más allá de su significación concreta en la historia de las organizaciones
nacionalistas, el movimiento aberriano no se limitaba a reivindicar el núcleo
doctrinal de Sabino en cuanto al independentismo, la intransigencia moral, la
exaltación de la militancia y el martirio, o el sesgo racista. La influencia del modelo
irlandés permitía dar nuevos contenidos a la propaganda y a la organización,
esbozando ya la imagen del movimiento nacionalista, tal y como por lo demás
previera el fundador, a modo de un capullo que se abre y despliega sus pétalos en
todas las direcciones, desde la incorporación de la mujer patriota al teatro nacional. El
rechazo del españolismo y la orientación populista convergen en las dimensiones de
crítica del capitalismo ajeno a los intereses nacionales y en la defensa del obrerismo
autóctono. Un entramado völkisch muy complejo y polisémico cobra forma,
configurándose como primer antecedente del modelo de articulación entre ideología y
pluralismo orgánico propio en fechas más recientes de la constelación que rodea a
ETA. También despunta la lucha armada, con el objeto de derrocar la Dictadura de
Primo de Rivera, pero es sólo un episodio ingenuo y pintoresco que por fortuna no
alcanzó a cuajar: se trataría de que trescientos hombres fingiesen desplazarse a
Lourdes para una peregrinación y que al regreso, una vez armados, cayeran sobre
Bilbao. En fin, la adhesión a la causa irlandesa y el rechazo del colonialismo español
en Marruecos suscitan otra orientación novedosa, adelanto también del futuro,
favorable a las causas de independencia nacional cuya justicia se identifica a la vasca.
La lucha por la emancipación nacional es, en consecuencia, asimilada a la lucha de
clases y Euzkadi tendría su sitio lógicamente entre las naciones esclavizadas por el
imperialismo.
En 1930 las dos ramas del nacionalismo vasco se reunifican, bajo las siglas
comunes PNV, y ello hace posible temporalmente que todo el partido, pronto
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enfrentado a la Segunda República española, se impregne del radicalismo y de la
vocación organizativa propia de los aberrianos, con el hermano del fundador, Luis
Arana Goiri y el propio Gallastegui en el EBB, vértice de la dirección partidaria. En
el quinquenio republicano, las organizaciones de inspiración nacionalista se
desarrollan en todos los aspectos de la vida social: campesinos, enfermeras,
estudiantes, niños. El nacionalismo adquiere una gran capacidad de movilización
social, visible en el éxito del primer Aberri Eguna, Día de la Patria vasca, en 1932,
impulsado por Gallastegui, y que tiene lugar en el emblemático Domingo de
Resurrección: muerta la patria bajo la opresión española, se disponía a renacer
luchando por la independencia. Los 65 000 manifestantes inauguraban la que será vía
maestra en el futuro del nacionalismo radical: la imagen de masas como sustitutivo
del voto, encarnando la aspiración del Pueblo Vasco por la independencia.
No eran sólo palabras. Inicialmente el PNV se aproxima a los partidos
monárquicos que conspiran contra la República, con la cuestión religiosa como lazo
de unión frente al laicismo democrático. La organización de excursionistas
montañeros o mendigoxales, agrupación muy radical dirigida por el propio Gudari, se
convierte en el esbozo de una fuerza paramilitar. Con anterioridad a 1923, año en que
nace la Federación Vizcaína de Mendigoxales, ligada al PNV sabiniano, su presidente
había ya definido al excursionismo como crisol de los valores morales amenazados
por el exotismo español, ya que el que recorre los montes vascos escapa así a la
tentación de los bailes pecaminosos: «El nacionalismo, que creó el tipo ideal del
mendigoxale, está obligado a favorecer esta afición en defensa de la raza, por propia
dignidad, por la nobleza de los sentimientos que ella inspira y sobre todo por
conseguir su independencia, su separación de algo que destroza nuestra nacionalidad
con más eficacia que los cañones: las costumbres importadas y entre ellas la
perniciosa del inmoral baile “agarrao”». Ahora, frente a la República, llegaba la hora
de asumir una mentalidad militar. «Te lo voy a decir en secreto, mendigoxale —cita J.
M. Lorenzo del semanario Jagi-Jagi en septiembre de 1932—, tú no eres un
deportista. Óyelo bien: tú eres un soldado de la Patria (…). Sí, eres un soldado…
Soldado de un Estado que no existe, pero cuya futura existencia depende en gran
parte de ti».
El movimiento independentista radical que va formándose en torno a Gudari y sus
mendigoxales dentro del PNV reunificado será conocido por el nombre de su
semanario Jagi-Jagi, cuyo primer número ve la luz el 17 de septiembre de 1932, con
un objetivo muy claro: ser el portavoz «de esa Euzkadi ideal que queremos edificar
sobre la Euzkadi esclava». «Yagui-yagui», como resulta leído, es un título que
sugiere de inmediato movilización, alzarse, «arriba, arriba» en castellano, consigna
para montañeros vascos tanto en el plano físico como doctrinal, si bien
probablemente procede del primer verso de una antigua canción de corsarios de San
Juan de Luz, «Jeiki, jeiki», en vascuence laburdino. El lenguaje militante y agresivo
del semanario hará que, en los primeros meses de vida de la publicación, su pulso con
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las autoridades sea constante, con un rosario de denuncias y suspensiones. «Los
nacionalistas deben corresponder a esa guerra sorda contra nuestra patria con una
guerra franca», resume.
La confrontación alcanza su máxima intensidad en los primeros meses de 1933.
Hasta noviembre incluido, José Luis Granja da las cifras de 117 procesos instruidos
contra nacionalistas, 436 nacionalistas encarcelados, 116 detenidos y 514 multados.
Los activistas del nacionalismo son detenidos con frecuencia creciente: nada menos
que 80, reseña este historiador, por pintadas en las carreteras —del tipo «Euzkadi es
la patria de los vascos» o «Exigimos la independencia»—, cuando a fines de abril se
anuncia la visita del presidente de la República, Alcalá Zamora, acompañado del
ministro socialista casi bilbaíno Indalecio Prieto. Se inicia así una secuencia que más
tarde se hará clásica. A los encarcelamientos de los nacionalistas, presentados por sus
correligionarios como mártires de la patria, sigue la acción de protesta de los presos
en la forma gandhiana de huelga de hambre, de modo que el acto de represión es
vuelto contra sus promotores, como denuncia de la opresión sufrida por todo el
pueblo. Entra en juego de inmediato la movilización, a cargo de la organización de
masas menos vulnerable a la represión, las mujeres de Emakume Abertzale Batza,
que en manifestación aguantan el choque con la fuerza pública, definida ya como
«fuerza de ocupación», mientras el conflicto representa haber ganado «una trinchera
más». Sigue entonces la huelga general convocada en protesta de todo lo anterior por
Solidaridad de Obreros Vascos.
Estamos por vez primera ante la espiral ascendente de acción-represión-acción.
También el regreso del racismo no declarado, con el dibujo donde el trabajador
solidario, de noble estampa emboinada, agarra por el cuello al pistolerillo maketo de
la UGT. La muerte culmina el ciclo: el 14 de mayo, un tiroteo desde o contra el
batzoki de Usánsolo (Vizcaya) ocasiona dos muertos. Los socialistas hablan respecto
del PNV de nacional-fascismo. Los escritores nacionalistas ensalzan el valor del
sacrificio como piedra angular sobre la cual ha de construirse la independencia patria.
«Todo nacionalismo verdadero precisa de aceptar la persecución», puede leerse en
Jagi-Jagi. El martirio por la patria no es sino «una heroica vocación». Incluso resulta
pertinente hacerlo inevitable mediante la desobediencia civil frente al Estado español.
«Provocada la desobediencia civil —recoge el semanario, el 7 de enero de 1933—,
vendrá el momento de practicar el sacrificio; vendrá la persecución más intensa por
parte del poder gobernante; los encarcelamientos serán continuos; las cárceles se
llenarán de patriotas amantes de la libertad de su patria…». Estamos dentro de la
línea trazada por «Geyme» en los albores del siglo, juzgando que la creciente
represión habría de convertirse en fundamento de la lucha definitiva por la liberación.
Pero ya en 1932 queda roto el enlace con la derecha antirrepublicana y a partir de
entonces despunta tímidamente la posibilidad de alcanzar la autonomía merced a un
Estatuto concedido por la República. Algo que cobra forma en noviembre de 1933,
pero que ya antes representa claramente la posición mayoritaria del PNV. «Gudari» y
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los suyos resultan progresivamente arrinconados en la Federación de mendigoxales,
sin conseguir resucitar el bloque sabiniano en torno a la Juventud Vasca de 1920-
1921. Quedan fuera de la disciplina nacionalista, como grupo minoritario, y
Gallastegui acaba entregando el carnet del partido en diciembre de 1934. Esta derrota
política coincide, no obstante, con una mayor precisión ideológica, en sentido
obrerista y populista, ensalzando a Solidaridad y condenando los intentos de
paternalismo burgués sobre los trabajadores nacionalistas desde la cima del partido.
Ante la división orgánica de los patriotas, surge la propuesta de un Frente Nacional
vasco, seña de identidad desde entonces en el nacionalismo radical. El racismo es
matizado con el reconocimiento de que la futura sociedad vasca estará compuesta en
su mayoría por «mestizos» y que resulta necesario ganarles para el patriotismo. Esa
orientación moderada se compensa de sobra con la adhesión al sabinianismo por lo
que toca a la voluntad de independencia. Alcanzar este objetivo se convierte en el
único objeto de la política nacionalista: «Euzkadi, en relación con España, o sea
dentro hoy del Estado español, no tiene más problema capital que el de su
independencia, el de la restitución pura y simple de nuestra soberanía política». (Jagi-
Jagi, 18-1-1936). Da lo mismo que gobiernen derechas que izquierdas, lo importante
es rechazar al mismo tiempo a españoles y españolistas, por lo cual ningún sentido
tiene que diputados vascos ocupen escaños en el Parlamento español. Incluso cuando
insiste en el frente nacional, el 25 de enero de 1936, Jagi-Jagi propone «elegir
diputados nacionalistas que renuncien públicamente a sentarse en el Parlamento
español, por no reconocerle el derecho a legislar en Euzkadi». Lo que cuenta es «la
lucha de pueblo a pueblo», y por eso tanto el viejo Luis Arana Goiri como Gudari
opinarán que el nacionalismo nada tiene que hacer en una guerra entre españoles,
para el caso la que se inicia en julio de 1936.
El período de conflictividad 1931-33 había proporcionado además otro nuevo
elemento: el enlace entre lucha política y reivindicación nacionalista basada en el
idioma. No fue un episodio muy glorioso, porque la figura elegida como emblema de
las injusticias que por la discriminación lingüística recaen sobre el pueblo vasco, era
un euskaldún de apellido Idiákez que en 1932 había asesinado a un republicano en
Guetaria, y según testimonios nacionalistas posteriores era efectivamente culpable.
Pero la propaganda nacionalista en 1933 hizo de él un símbolo del pueblo oprimido,
condenado por no entender bien el jurado compuesto de euskaldunes la lengua del
ocupante español. Finalmente fue absuelto, pero entre tanto se convirtió en una
bandera de los sufrimientos vascos, hasta el punto de que fue propuesto por los de
Jagi-Jagi para que encabezase la candidatura nacionalista por Guipúzcoa. El preso
pasaba a ser el símbolo privilegiado de la opresión sufrida, y como tal había de ser
enviado al Parlamento español. Un antecedente más.
En suma, iban encajando las piezas del puzzle, con los dos colores dominantes del
independentismo y del recurso a la violencia. El principio de la indiferencia ante el
marco político español y la estrategia de oportunidad política se combinaban en la
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definición de los planteamientos que constituyen el núcleo del nacionalismo radical
versión Jagi-Jagi, el grupo precursor de ETA. Los patriotas vascos no tenían por qué
preocuparse de lo que ocurriera en España, democracia, monarquía o dictadura, pues
todas eran formas de opresión, pero la democracia ofrecía el mayor peligro, el de una
captación hacia falsas vías como el autonomismo, y de paso creaba un marco más
amplio donde ejercer acciones de mayor dureza. A más democracia en el Estado
español, más intensos movilización y desenmascaramiento. Las elecciones juegan un
papel secundario, y en todo caso el auténtico nacionalista no debe participar en las
que llevan al Parlamento de Madrid. La lucha se desenvuelve en otro terreno. En el
orgánico, intentando desplegar el máximo abanico de organizaciones sectoriales
susceptible de impulsar a la sociedad civil, impregnándola de valores patrióticos, y en
el de la acción, donde los militantes nacionalistas pondrán a prueba la paciencia del
Estado, buscando el sacrificio y el martirio, emblemas decisivos para que el pueblo se
convenza de la necesidad —política, moral, religiosa— de la confrontación decisiva
por la independencia.
Paralelamente, esa apelación al pueblo se impregna de contenidos populistas y
obreristas, referidos a los trabajadores autóctonos, cuyo sindicato opta también por la
independencia, reforzando de paso la orientación reivindicativa frente al doble
conformismo de unos capitalistas proclives a la manipulación de los obreros y al
acuerdo con el poder español. La denuncia del estatutismo ha de hacerse, en fin, en
todos los frentes, ofreciendo como compensación la propuesta de un frente nacional,
el cual, lógicamente habría de tener como meta la independencia.
En Jagi-Jagi se encontraba el germen de un movimiento político dispuesto a
traducir los ideales sabinianos en una acción violenta contra la República, pero su
desarrollo se vio cortado de cuajo por el predominio del autonomismo en la actuación
política del PNV y en la expectativa de las masas nacionalistas. Su condición
marginal se acentuó incluso con la nueva coyuntura surgida del levantamiento militar
en España, pero esto es en realidad lo que había de preservar sus posibilidades de
cara al futuro, ya que después de la victoria de Franco la expectativa autonomista
resultó brutalmente eliminada. A la violencia de Franco, esto es, a la violencia
española contra Euzkadi, tendría que responder la violencia vasca, y a la acción
militar española, la lucha armada vasca. Ésta fue la lección principal que tomaron del
Jagi-Jagi los jóvenes nacionalistas de los años cincuenta, amén del repertorio de
actitudes ante los símbolos y de formas de acción a que podrán recurrir en apoyo de
la misma posición política de base.
En la década de 1920, o quizás antes, una canción donostiarra evocaba
ingenuamente las ventajas de la paz frente a una guerra colonial española que se
llevaba lejos a los jóvenes. «Zertara joaten dira kintuak kaiera,/ ur gaziya besterik ez
da parajea?;/ obe luteke joan San Bishente atzera,/ kixkurrakin erretako sardiñak
jatera». ¿Para qué van los quintos al puerto, si allí sólo hay agua salada? Mejor
estarían comiendo sardinas detrás de la iglesia de San Vicente. Ahora en 1936-1937,
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con la misma música, en el «Eusko gudariak…» los quintos pasivos se trocaban en
soldados vascos, gudaris convocados a luchar, en pos de la ikurriña, ante la llamada
del irrintzi, para liberar a Euskadi. El escenario de las guerras de liberación nacional
ya no era de cartón piedra, y merced a la acción de unos generales antirrepublicanos,
cobraba forma una nueva lucha que había de prolongarse mucho más allá de la
derrota del Ejército vasco en junio de 1937. Lo advertía un mes antes el fundador de
las milicias vascas, Cándido Saseta, desde las páginas del semanario Gudari: «Todas
las sugerencias que no procedan de nuestra independencia —de nuestro derecho a la
libertad— han de ser rechazadas por todos los vascos. Si vencemos —y venceremos a
no dudar— seremos libres».
Contra la ocupación
La fórmula de Gurutz Jáuregui proporciona la clave para entender la historia
posterior: Sabino Arana había descrito erróneamente a Euskadi como un país
ocupado por España, pero Franco hizo efectiva esa ocupación. Todas las
exageraciones en que había incurrido el nacionalismo radical durante la República,
menospreciando el papel de la democracia y describiendo una situación inexistente de
represión pavorosa, se hicieron efectivas a partir de la guerra civil. La represión no
fue cuantitativamente tan intensa como en otras zonas de España, pues en definitiva
los nacionalistas eran gentes de orden, y para el nuevo régimen se trataba de extirpar
el virus «separatista», no de exterminar a grupos sociales enteros de acuerdo con la
operación quirúrgica que Franco anunciara para la izquierda española en noviembre
de 1935. Pero no por eso faltaron los fusilamientos, las penas de cárcel, las
depuraciones, la humillación en particular de las mujeres y los destierros, así como
una prolongada persecución del euskera en la esfera pública, por no hablar de los
símbolos nacionalistas, incluidos el makilla o bastón y la chaqueta de tipo kaiku. El
propio nombre de Euzkadi o Euskadi quedó proscrito. Era un ensayo de erradicación
de todo símbolo nacional que se había iniciado con éxito durante la guerra con el
bombardeo de la Legión Cóndor que arrasó Guernica, la villa santa de los vizcaínos.
No había razones para que los muchos nacionalistas supervivientes en las
provincias y en Navarra se sintieran atraídos por una dictadura empeñada en borrar
para siempre su identidad. Por otra parte, el brillante papel desempeñado por las
fuerzas carlistas en el Ejército de Franco no tuvo la menor recompensa política, y el
carlismo fue diluyéndose con el tiempo, sumando con las nuevas generaciones su
propia frustración a la del nacionalismo. Los leales al régimen eran conocidos en
pueblos como Azkoitia por los demás, algún carlista incluido, bajo la etiqueta de «los
moros leales».
En cuanto al PNV, decidió no jugar baza alguna con las fuerzas que le quedaban
en el interior, con el consiguiente efecto de ausencia de desgaste, pero también de
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frustración, confiando erróneamente en que la victoria de los aliados en 1945 se
traduciría en la desaparición del franquismo. Así que las cosas iban, dentro de lo
posible, bien y mal al mismo tiempo. Mal porque la dictadura se consolidaba y los
vascos, igual que les ocurría a los demás españoles disidentes, contemplaban con
desesperación el paso del tiempo; bien porque la ideología lograba ser transmitida, y
ya sin la competencia del carlismo. El PNV nunca había centrado su labor en la
esfera política, y sí en la sociabilidad, de modo que la supresión de las organizaciones
no impedía que la familia, la cuadrilla y en parte la Iglesia, actuasen sin demasiados
problemas transmitiendo los valores, las aspiraciones y los mitos anteriores a 1936,
reforzados incluso por la prohibición de que eran objeto.
El retroceso del euskera, la nueva oleada inmigratoria de los años cincuenta —los
«coreanos»— contribuían al renacimiento de un agonismo sabiniano. Además, el
peligro de que esta inquietud fuera canalizada por las vías de la democracia
antifascista resultaba alejado por el hecho de que la comunidad nacionalista mantenía
el cierre hacia el exterior, a lo que contribuyó la peculiar posición del PNV. Lejos de
reconocer que la guerra de 1936-37 había sido secundariamente una especie de
contienda civil entre vascos, con los carlistas agrediendo a los nacionalistas y a la
República, los medios del PNV intensificaron la vieja propaganda favorable a las
guerras carlistas en cuanto antecedentes de su propia posición política, tendiendo de
paso a ver en la República un régimen que primero no comprendió las aspiraciones
vascas y luego dejó de prestar ayuda suficiente durante los once meses de resistencia.
Una curiosa memoria, o desmemoria selectiva, mediante la cual Zumalacárregui o el
cura Santa Cruz, los antecedentes de las Brigadas Navarras que entraron en Bilbao,
mantenían sus hornacinas en el santoral prenacionalista. Espartero seguía siendo, y lo
será hasta los tiempos de Arzalluz, el malo de la película. Los carlistas podían de este
modo ser recuperados y los demócratas españoles considerados una relación poco
deseable, a pesar de la alianza política anudada entre PNV y PSOE desde 1936. La
experiencia de la guerra se constituirá en referente fundamental, pero como invasión
de Euskadi por España, dejando al margen la cuestión del carlismo, la incorporación
de tantos vascos y navarros a la causa de Franco.
Nada tiene de extraño que el ideario Jagi-Jagi, con sus raíces sabinianas,
recuperase sin dificultades su papel como vivero de ideas del nacionalismo radical. El
franquismo venía a probar el carácter opresor del dominio de España sobre los
vascos, los españoles mostraban su verdadera faz como siervos de tiranos y opresores
de otros pueblos, los medios legales resultaban inútiles y había que recurrir al
sentimiento patriótico para producir por los medios que fuesen una oposición
nacionalista cuyo punto de llegada fuera, una vez más y más que nunca, la lucha
definitiva por la independencia. Sólo que para relanzar esa lucha había que actualizar
bastantes cosas. La guerra mundial había invalidado los planteamientos racistas y
tampoco había nadie en Europa occidental que admitiese la licitud de una lucha por la
independencia dentro de los Estados existentes. Y menos una lucha armada como la
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que exigía el antecedente Jagi-Jagi y sabiniano. El propio Sabino aparecía a estas
alturas como una figura claramente anacrónica. ¿Qué hacer entonces?
Según explicará más adelante con todo detenimiento Gurutz Jáuregui, es aquí
donde entra en juego, poco después de nacer ETA, la obra de un filólogo bilbaíno de
origen alemán, Federico Krutwig, quien en 1963 publica en Buenos Aires su libro
Vasconia bajo el pseudónimo vasquizado de Fernando Sarrailh de Ihartza. No es que
los futuros etarras bebiesen literalmente los contenidos del libro, ni que se tomaran en
serio las delirantes consideraciones acerca de la extensión de una Vasconia que
comprendía según sus mapas repintados desde Burdigala (Burdeos) hasta los
suburbios de Zaragoza y de Soria. Pero como en el caso de la obra de Marx, lo que
cuenta es la renovación del enfoque, haciendo presentable lo impresentable, e
introduciendo un cambio de fachada decisivo en lo que él llamaba el «aranismo»
(sabinianismo hasta 1936). Ese cambio consiste en abandonar el caparazón inservible
de la raza, trazando sin embargo una divisoria igualmente rígida en torno al idioma,
visto desde una perspectiva etnicista como el alma de los pueblos. De ahí no nace,
empero, una mayor tolerancia: donde antes estaba el belarrimocha, está ahora el
euskeldunmocha, el que no sabe euskera o no aspira a aprenderlo. La sanción es la
misma que Sabino aplica a los maketófilos, en su calidad de traidores más indignos a
la patria: el lehendakari Leizaola debiera ser fusilado por la espalda, ya que no
enseñó el euskera a sus hijos. «No hay duda de que un vasco castellanizante —
escribe Krutwig—, por muchos apellidos vascos que lleve y por mucha conciencia
independentista que posea, si no domina el euskara y no lo emplea corrientemente, es
menos vasco que un euskaldún que se sirva de esta lengua, por más que no tenga ni
un solo apellido vasco».
En Vasconia, la recusación brutal del otro se mantiene; así que adaptando el
concepto elaborado por Mona Ozouf para designar la transferencia de sacralidad
desde la monarquía del Antiguo Régimen al nuevo orden de la Revolución francesa,
cabría en este caso hablar de una transferencia de discriminación. El fondo racista
permanece, bajo la máscara. La meta no cambia: aquí Vasconia, fuera España y
Francia. Y las consecuencias se ponen a la altura de los tiempos, salvando de paso esa
molesta situación creada por la inmutabilidad de las fronteras europeas. El caso vasco
es asimilado por Krutwig a las luchas de liberación nacional en lo que pronto ha de
llamarse el Tercer Mundo, por sufrir una opresión colonial que ejercen Francia y
España. Desde un punto de vista objetivo, la apreciación es disparatada, pero sirve
para proponer sin más problemas la aplicación a Vasconia de los esquemas
revolucionarios de un Mao o del FLN argelino, en el cual posiblemente se apoya para
recomendar que policías y militares españoles sean degollados, en el marco de una
acción implacable de «terrorismo selectivo» (sic).
El proyecto es claro, sólo la lucha armada llevará a la independencia, y
únicamente cabe pactar con el enemigo las modalidades que rodearán la obtención de
tal fin: «Antes o después, el pueblo oprimido que tenga la firme voluntad de alcanzar
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los derechos naturales de su persona tendrá que valerse de la fuerza de las armas, es
decir, del empleo de la violencia para que su derecho natural sea reconocido. Es una
argumentación falsa la de los políticos que pretenden hacer ver que las negociaciones
pueden traer la independencia nacional. Las negociaciones están bien cuando las
armas hablan, están bien para que callen cuanto antes. Nadie más que un pueblo
sometido, que tiene que empezar a reconstruir su propia alma nacional, tendrá interés
en que las armas callen, en que se llegue a un estatus en que el antiguo opresor
reconozca la soberanía nacional de su antigua presa». Las líneas maestras de lo que
ha de ser la estrategia de ETA por espacio de cuatro décadas quedaban perfiladas
definitivamente. La lucha armada nacionalista se justificaba desde una concepción de
la guerra, de contenido terrorista, que muchos vascos habían de vivir situándose
voluntariamente en el plano imaginario, no ya como herederos de las luchas carlistas,
sino como partícipes de un movimiento revolucionario de liberación nacional, mucho
más gratificante en el ambiente juvenil de los años sesenta. Lo esencial permanecía:
el nacionalismo sabiniano, aparentemente difuminado, matriz de una religión política
de la violencia antiespañola.
No nos corresponde aquí describir la aparición en escena de ETA, a partir de
1959, ni reconstruir su ideología. De ello se ocuparán los demás autores de este libro.
Bastará con proponer el análisis de ETA desde el punto de vista de la formación de
una minoría activa, que muy pronto es consciente de que su papel fundamental
consiste en suscitar un movimiento político de mayor amplitud que permita alcanzar
el objetivo de la emancipación política vasca. De ahí que sus atentados tengan, de
forma muy clara a partir del asesinato del policía Melitón Manzanas, en Irún, el 2 de
agosto de 1968, un doble carácter: se trata, por un lado, de poner en marcha la lucha
armada contra el Estado opresor, en su forma de dictadura franquista, y por otro de
practicar lo que los anarquistas llamaban «la propaganda por el hecho», es decir, de
mostrar mediante el acto terrorista al conjunto de la sociedad tanto la fuerza del
movimiento de liberación como la vía a seguir para alcanzarla.
No faltaban los recursos disponibles para poner en marcha la lucha terrorista en la
década de 1960. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el terrorismo había
sido uno de los componentes imprescindibles de las grandes luchas de liberación
nacional, desde el Irgún israelí hasta el FLN argelino. Las técnicas y los medios, con
el comercio clandestino de armamento, se encontraban en un mercado abierto del que
se aprovecharán los practicantes de la lucha armada, si bien todo indica que en los
primeros años había una extrema penuria de armas. En el plano ideológico, fue
también el cenit del prestigio revolucionario de ese tipo de luchas, con las leyendas
de Mao y del Che, la mitificación del FLN argelino, la guerra antiimperialista de
Vietnam. ¿Por qué no ensayar la reproducción en Euskadi de esas sendas gloriosas?
El camino no fue fácil, porque esa deriva lo era también hacia el socialismo y el
marxismo, lo cual encajaba mal con una mentalidad de fondo conservador de
nacionalistas tradicionales, aunque éstos aceptaran el activismo. En todo caso, con la
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V Asamblea, a principios de 1967, ETA encontró el punto de mira ideológico que a
través de muchos vaivenes posteriores había de mantener: el doble objetivo de la
liberación nacional y social de Euskadi por medio de la lucha armada.
La incidencia positiva de tales variables externas actuaba sobre el fondo de
recursos del propio movimiento nacionalista. El primero, la conservación de una base
social fiel a la ideología vencida en 1937, y que de un modo u otro, con más o menos
reservas, hizo posible la transmisión por vía familiar del testigo patriótico. Además,
el enlace simbólico era inmediato y de gran intensidad: había que vengar la doble
derrota, de la madre Euskadi y del padre físico a manos de una dictadura española,
empeñada en mostrar toda su negatividad con la persecución de la lengua y de los
símbolos nacionales. La supervivencia nacionalista, con el respaldo de la mentalidad
religiosa, y la inactividad del nacionalismo tradicional, explican que el sentido de
«acción» (ekin, ekintza) sea clave para explicar la actitud de los jóvenes, desde la
primera disidencia frente al PNV a la puesta en marcha de la lucha armada. Con el
desarrollo de ésta, y también de una represión espectacular en sus modos públicos y
en el recurso a la tortura, ETA irá ganando otra baza importante, la de la solidaridad
del tejido social vasco, activando los resortes de la cohesión interna que ya
conocemos desde el Antiguo Régimen, tanto en el sentido de la solidaridad —los
etarras al ser detenidos gritan su condición para que la gente les ayude a escapar, los
vecinos dan refugio, etc.—, como en la asunción posterior de la causa de ETA como
causa propia, poniendo así en marcha los mecanismos de control y punitivos sobre el
otro que también conocemos del período preindustrial de la historia vasca.
Además, con la dictadura y sus métodos cobra operatividad el modelo
simplificado y agresivo de nacionalismo sabiniano, codificado antes de 1936 por los
de Jagi-Jagi. Euskadi frente a España, ningún punto intermedio autonomista que no
sea liberación total de la patria, compromiso religioso del militante dispuesto a
convertirse en mártir, recurso al patrón irlandés, populismo y obrerismo. La
coyuntura económica de los sesenta, con su fuerte crecimiento económico y el
incremento en flecha de la conflictividad social, favorece esta dimensión obrerista de
la primera ETA, incluso alianzas ocasionales con el PCE y el trabajo en Comisiones
Obreras. El racismo clásico desaparece, pero transformado en una discriminación no
menos tajante frente al que no asume las reivindicaciones nacionales vascas. Incluso
en los jóvenes de procedencia nacionalista —EGI, Juventud Vasca— sigue
imperando un fondo visceralmente anticomunista, so pretexto de que lo esencial es la
vertiente militar de lucha contra España. Pero el balance no será nulo: la rendija
abierta a la clase obrera por los Jagi-Jagi, vuelta a utilizar en los sesenta, se convierte
en un camino de captación cuyas dimensiones se irán ensanchando en el futuro. El
fondo seguía siendo sabiniano, pero la fachada era otra, y de hecho la mayoría de los
militantes o simpatizantes de ETA rechazarán airadamente la adscripción a lo que era
de hecho el núcleo de su ideología.
Sin embargo, la oscilación del péndulo entre izquierdismo y nacionalismo no sólo
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permitió ensanchar el horizonte ideológico de la primera ETA. Fue también el origen
de tensiones internas recurrentes que se tradujeron en sucesivas escisiones y que al
final de la década, con los éxitos logrados en 1968-1969 por la represión policial,
amenazaron incluso la supervivencia del movimiento. Tuvo que ser de nuevo una
variable externa lo que salvó la situación. El juicio militar contra los dirigentes
etarras acusados de la muerte de Manzanas culminó en el consejo de guerra de
Burgos cuya secuela inmediata estuvo a punto de ser un rosario de ejecuciones. Éstas
no llegaron, y sí en cambio se produjo una enorme oleada de solidaridad española e
internacional frente al imperio de la muerte que pretendía restaurar el franquismo. La
escena final, con los militares perdiendo los nervios y enarbolando sus sables,
mientras los condenados entonaban el «Eusko gudariak…» fue decisiva para el
prestigio de ETA. Encarnaba simbólicamente al pueblo vasco y al único adversario
que se atrevía a desafiar abiertamente a la tiranía militar, española por más señas. Era
el prólogo del nuevo salto de prestigio que se deriva en diciembre de 1973 del
asesinato de Carrero Blanco. «Voló, voló, Carrero voló», celebrarían más tarde los
jóvenes vascos en una canción que reproducía simbólicamente la voladura del
automóvil, lanzando todo tipo de objetos al aire. Era ETA la que hería de muerte a la
Dictadura, y ello hizo que algunos comunistas especialmente apegados al activismo
decidieran, como Alfonso Sastre en un plano y su compañera Eva Forest en otro,
apoyar las ekintzas, si bien el resultado no tuvo nada de glorioso. Fue la matanza de
la calle del Correo, que en 1974 recordó a muchos que bajo el aparente antifascismo
lo que había era una decidida voluntad de actuar a cualquier precio, incluso el del
horror.
La larga agonía del franquismo resultó decisiva para la consolidación de ETA,
aun cuando los enfrentamientos internos y las rupturas fueran más fuertes que nunca.
La organización se recuperaba, a lomos de su prestigio, y también lo hacían las
ekintzas sangrientas —aunque los asesinatos no alcancen cifras significativas hasta
1974-75 y la represión pareciera imponerse cuantitativamente. Los secuestros,
terminados más de una vez con la muerte de la víctima, comenzaron a cobrar
importancia. Pero sobre todo fue la imagen de un País Vasco ocupado por unas
fuerzas del orden torturadoras lo que había de pasar al futuro. Los fusilamientos de
septiembre de 1975 cerraron simbólicamente esa imagen que venía a justificar la
intensificación de la lucha armada.
… herria zurekin!
La transición democrática no supuso el fin de ETA, sino la supervivencia, y a escala
ampliada, de las acciones terroristas. Si en 1975 hubo dieciséis personas asesinadas
por ETA, en 1978 llegaron a ser setenta y cuatro y en 1980, noventa y tres. En su
mayoría, militares y policías, pues el planteamiento de la organización continuista
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ETA militar —pues el otro sector, ETA político-militar, inició una reconversión
política— descansaba sobre el supuesto de que la democracia española no era tal,
primero porque sobrevivía la dominación de España sobre Euskadi, y segundo porque
la transición era sólo aparente, manteniéndose como eje del sistema los «poderes
fácticos» —ejército, policía— del franquismo y contra ellos había que actuar
preferentemente hasta forzar su voluntad. Hay que decir que por espacio de más de
una década, esta interpretación encontró una base en la persistencia de las violaciones
de los derechos humanos por parte de las llamadas fuerzas del orden, especialmente
respecto de los terroristas vascos. Incluso tras iniciar desde las mismas un terrorismo
anti-ETA, con un llamado Batallón Vasco-español, la llegada al gobierno del PSOE a
fines de 1982 fue seguida de la puesta en marcha de una trama de terrorismo de
Estado, en que se implicaron altos cargos del Ministerio del Interior, policías
corruptos y simples matarifes a sueldo, sin olvidar para el caso Lasa y Zabala
verosímilmente también mandos importantes de la lucha antiterrorista en la Guardia
Civil. Los veintisiete muertos logrados entre 1983 y 1988 por los GAL, que así se
llamó la banda en cuestión, constituyeron un espléndido apoyo a las argumentaciones
de ETA y sus simpatizantes acerca de la inexistencia en España de un Estado de
derecho. Por supuesto, cuando éste se puso en marcha para encontrar y castigar a los
culpables de los GAL, la apreciación anterior no se modificó lo más mínimo.
La continuidad de ETA tuvo lugar bajo el signo de la militarización. El debate
ideológico cedió paso a la máquina de matar. Shabad y Llera subrayan los cambios
sociológicos. Hubo más inmigrantes, que además cometieron las ekintzas más
sanguinarias. El eje se desplazó de los estudiantes y clases acomodadas a la expresión
del malestar en la crisis económica. Y de Bilbao y su área hacia Guipúzcoa, de las
capitales al medio rural.
En la década de 1980, ETA consiguió por fin una articulación satisfactoria de sus
diversas estructuras. En el terreno de la acción terrorista, hasta bien entrada la década
el santuario francés permitía situar la infraestructura económica, logística y de
dirección, sin demasiados problemas. El desmantelamiento de la casa Sokoa, en
Hendaya, con su gran lauburu en la fachada para que nadie se equivocase en caso de
visita, no llega hasta 1986. «Localícenos en los medios vascos de San Juan de Luz»,
se decía más o menos en cartas destinadas a obtener el pago del llamado «impuesto
revolucionario». Éste y los secuestros proporcionaban los fondos para el costoso
mantenimiento de comandos y adquisición de armamento. En el plano político-social,
la conocida capacidad del nacionalismo para las movilizaciones sectoriales se
aplicará aquí con especial intensidad a campos específicos, como serán los presos
(Gestoras pro Amnistía, Senideak) o los jóvenes activistas (Jarrai). El sindicato LAB
fundía las ideas pro-ETA con la actuación reivindicativa, aproximándose cada vez
más al hermano mayor próximo al PNV, ELA. Las instituciones de todo tipo, con
especial énfasis en lo cultural, garantizarán la presencia del nacionalismo radical en
una sociedad vasca que ve en las herriko tabernas, tabernas del pueblo, unas felices
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sucesoras de los batzokis. El tejido social se impregna de radicalismo abertzale, que
obedece a las consignas políticas de la coalición Herri Batasuna, fiel seguidora de las
indicaciones de ETA.
En fin, el enlace queda garantizado por la Koordinadora Abertzale Socialista
(KAS), que pasará a primer plano tras la caída de la cúpula de Bidart. El enjambre de
organizaciones seguidoras de ETA será conocido como MLNV, Movimiento de
Liberación Nacional Vasco.
Si hay disidentes, han de escurrirse como puedan y en silencio pactado (caso de la
minicrisis que sigue al atentado de Hipercor): en la primera transición, el asesinato —
con posterior desaparición del cadáver— del polimili renovador Pertur, enseñó a
todos el precio que pagaría quien se atreviera a formular abiertamente las propias
ideas. Más tarde, el asesinato de Yoyes demostraría que nada, ni la propia
supervivencia en silencio, podría realizar un militante sin el permiso de ETA. Fueron
muertes ejemplares que cortaron de cuajo todo intento de disidencia o de huida
voluntaria. Como compensación, las movilizaciones, casi siempre por la reafirmación
de los objetivos (independencia, euskera) o por los presos, favorecen el
estrechamiento de los vínculos de cohesión entre los militantes y simpatizantes.
Cobra forma, en consecuencia, una «constelación ETA», con un sistema de
planetas y satélites en torno al centro solar, fuente de símbolos y de decisiones, que es
la banda. Una nueva versión del «pueblo en marcha» que ya diseñó el PNV en los
años treinta. La microsociedad del radicalismo abertzale se expresa en las
movilizaciones y en las fiestas, siempre teñidas del aire macabro que proporciona el
reinado de la muerte impuesto por ETA. Protestas por presos y muertos en
enfrentamientos con la policía, mártires de la patria, que justifican el recurso a la
violencia callejera en cada celebración. La ekintza sangrienta de ETA nunca se
lamenta: está justificada de por sí, sea cual fuere el grado de barbarie, y llegado el
caso se exhiben las propias víctimas como justificación. Si ETA comete un secuestro,
los presos terroristas se convierten para la propaganda en secuestrados por España.
Lo esencial es mantener la impresión de una guerra imaginaria en la que la voluntad
inquebrantable de los vascos hará ceder a los opresores. Como en las leyendas
románticas, y para que el enlace no sea sólo implícito, los rituales de HB incluyen
siempre la evocación del armónico país vasco tradicional, con sus niños disfrazados
de caseritos e hilanderas, los deportes rurales, el aurresku y la txalaparta, amén de la
evocación de la gloria patria que venga al caso, como puede ser en Navarra la batalla
de Noain que en 1521 consagró la pertenencia a Castilla, o la de Roncesvalles,
mientras se alza el pendón del arrano beltza, el águila negra. De poder asistir al
espectáculo, Sabino lloraría de emoción ante la fidelidad a sus planteamientos. Como
ha sugerido recientemente Félix de Azúa, son los mitos de un idílico país rural que se
transforman en un ritual de apología de la muerte, una auténtica metamorfosis de lo
siniestro.
En ese engranaje, la comunicación social juega un papel destacado, y en ella la
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centralidad correspondió sin duda al diario Egin. Amén de su posible papel en la
transmisión de consignas o en la elaboración de informaciones para la ejecución de
las ekintzas, el diario emitía día a día con suma coherencia el mensaje doctrinal de
una ideología völkisch, de apariencia progresista, con unos ejes inequívocos.
Respecto de la política vasca, demostración de la incompatibilidad en todos los
campos de un desarrollo libre de Euskal Herria con las acciones de España y el
gobierno español. Denuncia de actos de represión. Crítica a los nacionalistas
moderados y llamamiento al PNV para que abandone las relaciones con los partidos
españoles y sea un auténtico partido patriota. En fin, presentación de los actos de
ETA, de cualquier naturaleza que sea, como encaminados a la paz, buscando la
resolución «democrática» del «contencioso» con España; simétricamente, denuncia
de la intransigencia del «enemigo», lo que a su vez explica los actos de violencia
supuestamente espontánea realizados por «el pueblo». Respecto de la política
internacional, que no cuesta, adhesión a las causas del Tercer Mundo, denuncia del
imperialismo capitalista y, de ser posible, elogio y exposición de las tácticas de
grupos que actúan mediante la lucha armada. La que desarrollan los patriotas vascos
encuentra así una doble justificación, en la opresión española y en lo que dictan los
mandatos de la justicia a escala internacional.
No hay que olvidar, empero, las vertientes de captación de clientela social y de
vinculación con los elementos tradicionales de la ideología. En lo primero, Egin
estuvo siempre muy atento a las formas de cultura juvenil, presentando como ideal
vasco algo muy diferente del soñado baserritarra del PNV: un joven ansioso de
contracultura y revolución que encuentra su lugar en la borroka. Los temas obreros
son asimismo objeto de atención, habida cuenta de la presencia de LAB y a favor de
la orientación burguesa del resto de la prensa vasca. En los primeros años, la vertiente
prosoviética fue ocasionalmente acusada, en especial al calor de las buenas relaciones
entre HB y el PC prosoviético, creado desde la embajada de la URSS por Ignacio
Gallego, pero tras la caída del muro prevalecen más los aspectos críticos que la
referencia a utopías constructivas, con la excepción de Cuba.
Revolución y ruptura cultural por un lado, pero también tradicionalismo.
Información exhaustiva y obsesiva de deportes, con patriotismo vasco por doquier, y
como telón de fondo regreso, pelotaris y traineras mediante, al fondo agrario, rural,
donde se revela la esencia de lo vasco. Las biografías de los etarras describen siempre
chicos de pueblo, aunque sean de ciudad, simpáticos, jatorras, ejemplo de las
virtudes exigidas en el mundo rural tradicional. De ahí también la fusión de la fiesta,
momento supremo de expresión de los impulsos que llevan a los vascos a permanecer
fieles a sus costumbres, derrochando alegría y felicidad, mientras en la vertiente de
borroka atienden al deber patriótico. Hemos cumplido el regreso a los orígenes.
En Egin culmina, en fin, toda una estrategia del discurso, tendente como es lógico
a encubrir el horror de la lucha armada, y llegado el caso a satanizar al más pacífico
de los «enemigos». El control de las designaciones, y la consiguiente inversión
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deliberada de los significados, presiden invariablemente editoriales y noticias de
acuerdo con un código inmutable. Como en el caso del «lazo azul»: pacifismo es
hipocresía y complicidad con la opresión, legitimación de la violencia de las fuerzas
de ocupación españolas; en tanto que terror es democracia. Es una orientación que
alcanza su máximo desarrollo en los años noventa y que remite a los procedimientos
del famoso «Arbeit macht frei» que presidía Auschwitz. A fin de cuentas, se trata de
sostener un imaginario tan armónico como cargado de violencia, y ello sólo puede
lograrse rompiendo los puentes con el conocimiento de lo real.
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pero «de calidad» (lo que culminó en el infame asesinato de Francisco Tomás y
Valiente, en febrero de 1996), amenazas contra los medios de comunicación hostiles
y, por fin, búsqueda de una compensación a la debilidad del terror, imponiendo al
modo nacionalsocialista el reinado de la violencia propia sobre el espacio público
vasco. Como resultado, el potencial de la juventud proetarra para perturbar la vida
cotidiana, articulado desde 1990 en los «grupos Y», fue utilizado más allá de la
«guerra festiva», gracias a la cual, las fiestas de cada pueblo se convertían durante el
verano en campos de batalla ocasionales y en espacios de afirmación de la simbología
nacionalista. Ahora la kale borroka, la lucha de calles, servirá al doble efecto de
mostrar mediante actos recurrentes de vandalismo la imposibilidad de una vida
normal en los pueblos y de poner de relieve la vulnerabilidad de aquellos vecinos
conocidos por la adscripción a organizaciones españolistas. Los atentados se hicieron
selectivos, siempre con ese objeto de mostrar al «enemigo», en este caso el Estado
español, que más valía rendirse a la evidencia y ceder a lo que en 1995 se llamó por
ETA «la alternativa democrática», es decir, una autodeterminación controlada desde
los abertzales, con elementos simbólicos tales como la previa «salida de las fuerzas
de ocupación», que indicaban el resultado inexorable de la consulta. Para subrayar el
carácter democrático de su política, ETA intentó asesinar al candidato de la oposición,
José María Aznar, coincidiendo con la publicación de su propuesta. La escalada en el
crimen político selectivo fue acompañada de secuestros de industriales para recabar
fondos e inducir al pago del impuesto revolucionario.
El inconveniente de esta estrategia fue que suscitó una amplia movilización social
en Euskadi contra las extorsiones y los asesinatos. El «lazo azul» y las
manifestaciones silenciosas demostraron que los pacifistas estaban dispuestos a
disputarle a los partidarios de ETA el uso del espacio público. Era algo que no podían
tolerar y su réplica fueron las contramanifestaciones con consignas pro-ETA y a favor
de la supuesta liberación de Euskal Herria que había de producir la alternativa
democrática. Y las agresiones y amenazas. Con la kale borroka, el movimiento
nacionalista pro-ETA se lanzó por una senda de intimidación y violencia urbana
programada que le emparentó inevitablemente con el antecedente del nazismo.
Siempre con los recursos de captación e inversión de significados, como al elaborar
el lema de que «los asesinos llevan lazo azul». El PNV adoptó una elusiva posición
de equidistancia, contra la violencia, pero viendo con disgusto que alguien no
nacionalista intentara disputarle la calle a los patriotas. Y con el pretexto de celebrar
el centenario del partido, Arzalluz hizo renovar a los militantes el juramento del
fundador, haciendo constar en su texto que los vascos de ambos lados del Pirineo,
unidos supuestamente por su voluntad y por la historia, no aceptaban otra soberanía
que la propia. El «soberanismo» del PNV, todavía reservado, convergía en espacio y
objetivos con la independencia de Euskal Herria reivindicada desde ETA y HB.
Tras la victoria electoral del PP, éste se convirtió en el objetivo prioritario. La
historia es conocida, hasta el asesinato de Miguel Ángel Blanco y las grandes
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movilizaciones anti-ETA que siguieron. Por vez primera, HB corrió un riesgo real de
aislamiento en la propia sociedad vasca. No obstante, pronto encontró sorprendentes
apoyos indirectos en intelectuales (Miguel Herrero de Miñón, Manuel Vázquez
Montalbán), que pasaban por alto los buenos resultados que iba dando en Francia el
aislamiento del Frente Nacional de Le Pen y desautorizaban con unas u otras palabras
el «espíritu de Ermua». El PNV e IU se montaron rápidamente en el carro, el PP hizo
también lo suyo al intentar la capitalización partidista del movimiento unitario, y éste
perdió fuerza. Pero la presión policial y judicial sobre ETA y HB se incrementó hasta
el punto de descabezar a HB, con su Mesa Nacional en la cárcel, y privar al
movimiento de su pieza clave de comunicación, Egin. Era imprescindible tomar una
nueva txanpa y escapar del remolino en que la izquierda abertzale estaba a punto de
quedar sumida.
Una variable externa favoreció el nuevo viraje: la negociación del Ulster pareció
resolver un conflicto cuyos datos y cuya resolución no se parecían en nada al vasco.
Pero contaban dos cosas, aislables de todo el resto: negociación política con los
terroristas para la paz, reconocimiento a largo plazo de la autodeterminación para
Irlanda del Norte. Lo suficiente para unir posiciones entre PNV y ETA, y descalificar
de paso la actitud del Gobierno español. Era un banderín de enganche unitario fácil y
convincente. Solamente faltaba que el PNV, acompañado de EA, diese el paso
decisivo, reconduciendo su soberanismo hacia el objetivo de la unificación e
independencia de Euskal Herria como objetivo político de todos los abertzales. El
frente nacional estaba creado y por el pacto secreto de agosto de 1998 los
nacionalistas demócratas se comprometían a utilizar su control de recursos políticos
legales para servir al objetivo común. El brazo político de ETA, rebautizado para la
ocasión como Euskal Herritarrok, nueva etiqueta para el producto de siempre,
subrayaría el carácter legal y democrático de sus actuaciones, respaldando a PNV y
EA de modo que éstos no tuviesen que recurrir a los partidos españolistas. Y por si
acaso, el terrorismo de baja intensidad mantendría su presión para que todos supieran
quién era el amo de la situación en Euskadi. ETA podía hacer la espectacular entrega
de calidad que representaba la tregua indefinida, viendo de hecho reconocido su
liderazgo real, aunque encubierto, en el complejo de organizaciones abertzales.
La txanpa llevaba en este caso directamente a la orilla, pues ETA no contaba ya
solamente con un peón muy eficaz en HB o EH, con todos sus instrumentos de
actuación legal dentro de la sociedad y de la política vascas, sino con el propio
Gobierno vasco y los dos partidos democráticos PNV y EA como agentes encargados
de promover, con el respaldo de EH, la superación de las ataduras constitucionales y
estatutarias para desde el «marco de decisión» vasco ir a donde siempre se había
propuesto. Sólo el carácter muy minoritario del nacionalismo en el País Vasco francés
y el menos acusadamente minoritario, pero sin perspectivas de mejora sustancial, en
Navarra, ennegrecían el panorama. Para soslayar pronto el inconveniente de que el
País Vasco urbano era poco proclive a la aventura, una Asamblea de Municipios,
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inspirada en el mito de la «democracia vasca» del Antiguo Régimen, haría parecer
abrumadora la mayoría de los independentistas. Sólo que en ese camino feliz, los
resultados electorales no acompañaron a las expectativas, ni de ETA, ni del PNV. El
juego de «ilusión» e intimidación arrojó una corta mayoría nacionalista, tanto en
octubre de 1998 como en junio de 1999. La estrategia quedaba bloqueada y si el
tiempo seguía pasando con la tregua, la paz sería irreversible sin que el frente
nacional hubiera alcanzado sus objetivos.
Desde esta perspectiva, recompuesta en lo posible la organización tras el
descanso logrado, ETA debía romper la tregua, y así lo hizo. Aunque no pudiera
confesarlo, también el PNV requería escapar a un callejón sin salida, donde en cada
nueva consulta perdía votos y veía acercarse a EH. El rosario de comunicados de
ETA entre septiembre de 1998 y noviembre de 1999 no deja lugar a la duda. Como el
último recuerda claramente al PNV, no es cuestión de paz, no se trataba de «un
proceso de paz sin contenido», sino de «construcción nacional», esto es, de
independencia. Los presos ocupan un lugar secundario y lo que plantea ETA al
Gobierno español para una eventual negociación es pura y simplemente un ultimátum
de rendición. El Gobierno tendría que aceptar el procedimiento, la fórmula y la
gestión que «Euskal Herria», es decir, ellos, adoptasen para conocer «la voluntad que
libremente expresará», liberar de antemano a los terroristas presos y sacar a las
«fuerzas extranjeras españolas del País». En suma, podía negociarse el horario de
trenes para la salida de los ocupantes extranjeros. De otro modo, ni siquiera
reanudaría los contactos. No aceptar semejante ultimátum es lo que se ha venido
conociendo como «inmovilismo». El PNV no se pronunció sobre la declaración de su
aliado y siguió volcando sus críticas contra Madrid.
A partir del 3 de diciembre de 1999, y en particular tras el atentado mortal del 21
de enero, ETA puede compensar su posible debilidad potencial para las acciones
terroristas con esa indudable ventaja política, surgida exclusivamente del
alineamiento del PNV, fiel a la alianza de Lizarra a pesar del regreso de la muerte.
Habrá evidentemente fricciones, pero de momento queda diseñada una división del
trabajo, mediante la cual los partidos del frente nacional siguen esgrimiendo el
objetivo de «paz», léase soberanía vasca, como si ETA no actuase, pero contando con
la indudable presión que supone su presencia activa; ETA actuará lo necesario para
insistir en la simple idea de que nunca va a permitir un desarrollo pacífico de la vida
política vasca en régimen de autonomía, y la kale borroka en sus distintas variantes
mantendrá la intimidación. Cuenta también el cansancio de los demócratas, tanto
vascos como españoles en su conjunto, prefiriendo muchos ignorar que una
negociación entablada en los términos actuales es una rendición de la democracia,
pues el resultado final se encuentra preestablecido por los componentes del frente
abertzale y debe ser para ellos la única salida de dicha negociación. Los vascos
guerreros, los auténticos vascos, impondrán si les dejan su ley a los ciudadanos
vascos. No en vano el último documento de Euskal Herritarrok, en su proyecto de
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«democracia vasca», plantea la justificación histórica del supuesto deseo unánime de
los vascos por la independencia con una secuencia de acontecimientos que culmina
en Guernica 1937, pero que arranca ni más ni menos que de Roncesvalles/Orreaga, la
victoria de los vascones contra Carlomagno. El mito nacido de las guerras románticas
se convertirá entonces en realidad política.
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Primera Parte
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Capítulo I
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español… creemos haber comprendido. Y, a diferencia de nuestros mayores, estamos
decididos a cambiar de rumbo».
Había que tirar por la calle de en medio. Euskadi era un país ocupado desde el
final de la primera carlistada, según Sabino Arana, y ahora ya no había margen para
la duda: el coronel Eymar, la Guardia Civil, los «grises», significaban la evidencia de
la ocupación. Entraba en escena una nueva generación nacionalista dispuesta a darlo
todo y a romper con todo, tras constatar el fracaso de sus mayores después de muchos
años de «politiqueo». Aquellos jóvenes redescubrieron, en clave sabiniana, la historia
del País Vasco, se sintieron atraídos por la experiencia irlandesa —algo que venía de
lejos en el nacionalismo vasco— y acabaron seducidos por fenómenos como el Irgun
israelí. Al fin y al cabo, una pequeña minoría podía lograr cosas impensables si
actuaba con decisión y valentía.
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que sirve de título de este epígrafe, pero el contenido del telegrama enviado por la
más alta autoridad del PNV al presidente Truman el 22 de septiembre de 1950 da fe
de la intensidad de los sentimientos nacionalistas hacia el amigo de allende los mares:
«Así como hace años (…) la palabra y los actos del gran presidente Roosevelt
constituían, después de Dios, nuestra suprema luz y esperanza, hoy también las
palabras y los actos de usted, su ilustre sucesor, constituyen la esperanza más firme
de cuantos luchamos por la libertad y la dignidad humana, contra sus opresores, sean
los fascistas de Franco o los comunistas de Stalin».
Quizá no había sido para menos. En abril de 1945, Aguirre llegó a París «en un
avión puesto a su disposición por los americanos», según relata Jesús Solaun, uno de
los más activos dirigentes nacionalistas del interior, asumiendo el papel de presidente
de un país ocupado por una potencia fascista extranjera tras la correspondiente
agresión militar. Eran tiempos de euforia, «nuestra victoria será la de los aliados»,
como acertadamente señala Gregorio Morán en su obra Los españoles que dejaron de
serlo. En París, el lehendakari se reunió con el staff dirigente de su partido de cara a
fijar una estrategia común, unificando diversas iniciativas en marcha y decidiendo
otras nuevas. Siguiendo con Solaun, «Aguirre venía con un plan muy concreto y
organizado en relación con los americanos». Se trataba, en definitiva, de reordenar
los pilares de lo que desde el nacionalismo se ha venido en llamar «resistencia» y
que, como tal, con ese concepto, fue transmitido a las siguientes generaciones, con el
resultado traumático que conocemos.
Estamos a primeros de los años cuarenta, una época difícil pero ilusionante a
partes iguales. Difícil porque el PNV estaba desperdigado por el mundo, entre
cárceles, exilio, o peripecias diversas como la del propio Aguirre, que logró escapar
del encierro de Dunkerque para llegar a ¡Berlín! y, tras más de un año, acabar en Río
de Janeiro. Ilusionante porque parecía clara la victoria final aliada tras Stalingrado.
Se pensaba también que la entrada de España en la guerra era inevitable, al menos en
los años 1940 y 1941, pero, en cualquier caso, lo que sí estaba claro es que,
normalmente, las guerras alteran las fronteras: «muchos pequeños pueblos salieron de
la última guerra con su libertad. Ahora también será así», como escribía Aguirre a
Ziaurriz, el presidente de su partido. Había, pues, que estar preparado para cualquier
contingencia, y ello se tradujo en dos tipos de iniciativas: máxima colaboración con
los aliados, primero, y con EEUU, después, y la creación de un embrión de aparato de
Estado en el interior. La colaboración con los aliados no se hizo, obviamente, en el
terreno militar —hubiera resultado ridículo, aunque para el imaginario nacionalista
quede la intervención de un batallón vasco en un combate en los últimos días de la
guerra en territorio francés—, sino en el de la información. El conocido como «sector
servicios» —es decir, los aparatos de información del PNV— entró muy pronto en
funcionamiento, como nos lo demuestra la caída de la red Álava tras la toma de París.
Según el sumario incoado, la red funcionaba en colaboración con el Ejército francés,
pero su pronta desarticulación —que costó la vida a su máximo responsable, Luis de
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Álava— no supuso mayor obstáculo para la posterior organización de numerosas
estructuras de información en los lugares mas insólitos del planeta, como Filipinas.
El protagonista político de la operación fue Aguirre en persona tras su
desembarco en Brasil. Desde allí se trasladó a Nueva York, aceptó la proposición de
impartir algunas clases en la Universidad de Columbia y, en especial, decidió jugarlo
todo a la carta americana, poniéndose a disposición de su Departamento de Estado.
Así, por ejemplo, realizó un espectacular viaje por América Latina, «organizado y
respaldado por EEUU» —según el citado Solaun—, en el que, además de ser recibido
por los respectivos jefes de Estado, impartió diversas conferencias con el común lema
del «panamericanismo». Sin embargo, lo fundamental del viaje se tradujo, al parecer,
en otra dirección, más prosaica: poner a disposición de los norteamericanos la tupida
red de centros vascos desperdigados por el continente.
Sólo así puede entenderse el porqué de las estrechas relaciones establecidas entre
Aguirre —presidente de un Gobierno derrotado militarmente, y/o representante de un
minúsculo pueblo enclavado en la vieja Europa— y EEUU. En América Latina
residían miles de vascos desde tiempo atrás, como producto de la emigración —
además de los nacionalistas exiliados tras la guerra— y se encontraban perfectamente
situados en las respectivas sociedades. Los centros vascos actuaban como núcleo de
organización, o, al menos, de encuentro. Aguirre se encargó de situarlos en la órbita
de los intereses del Departamento de Estado de EEUU. Era un bocado apetecible para
más de uno. Como declara el ya citado Solaun, «en 1942 se nos presentaron dos
emisarios nazis con el fin de convencernos del interés que por nuestra causa sentían
los alemanes (…) uno de los ofrecimientos que nos presentaron fue el de la
colaboración de los vascos instalados en América a cambio de etéreas promesas de
autonomía vasca. En realidad (…) los vascos de América estaban cumpliendo, y de
manera organizada, el papel exactamente contrario».
Según Antonio Irala —brazo derecho de Aguirre ante el Departamento de Estado,
para el que acabará trabajando tras lograr la nacionalidad estadounidense— en
testimonio verbal al autor de estas líneas, EEUU no tuvo necesidad de enviar agentes
«autóctonos» —OSS primero y CIA después— a la zona hasta bien entrada la década
de los sesenta. En definitiva, los llamados «vasco-americanos» jugaron un papel
importante como instrumento de la política exterior americana, tanto durante la
guerra contra las potencias de Eje, como después.
Quizás fue ésta la estructura de «servicios» más importante, pero tampoco cabe
despreciar a las que actuaban en el interior del País Vasco, en España y en Europa.
Cabe decir que el conjunto de la organización del PNV se volcó en la tarea de trabajar
para los aliados hasta 1945, cuando Aguirre impuso, en la ya citada reunión de París,
una única vía: los informes irán dirigidos exclusivamente al Departamento de Estado
americano. Como en todas las historias de espionaje, los datos no abundan, pero basta
contemplar los comprobados para saber de la complicidad de EEUU con los
nacionalistas encarcelados. Por ejemplo, Jesús Insausti, Uzturre —un hombre que
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llegaría a ser presidente del PNV décadas después— fue detenido en 1947,
condenado a muerte, trasladado a trabajos forzosos en el Canal de Isabel II y ayudado
a escapar tras uno de sus «estrambóticos paseos» —las palabras son suyas— por un
joven vasco, nacionalizado americano, que conducía un descapotable amarillo.
El embrión de ese aparato de Estado del que se ha hablado antes tuvo su epicentro
en la organización denominada Euzko-Naia («Deseo Vasco»). Era una estructura
paramilitar que reunía a lo más fiable y entregado del Ejército nacionalista en la
guerra civil, algo insólito si no se contemplan dos circunstancias previas. Una, la
rendición de Santoña, que permitió que el grueso de los gudaris nacionalistas, presos
por supuesto, mantuvieran un cierto nivel de organización en las cárceles o campos
de trabajo forzado. Y, dos, la represión franquista fue comparativamente más suave
para con los católicos nacionalistas vascos; claro que hubo fusilamientos y condenas
a muerte, pero Santoña tuvo poco que ver con Badajoz, por ejemplo. Decretos de
revisión de penas, intervención del Vaticano… para 1943 no había ningún preso
nacionalista condenado por motivos de guerra. El último en salir fue Juan
Ajuriaguerra, el artífice del pacto de Santoña; se presentó en esta ciudad cuando aún
la controlaban los italianos y tras el desastre fue condenado a muerte por los
franquistas que llegaron poco después. Conmutada la pena, se paseó por toda la
geografía carcelaria española hasta ser puesto en libertad en la prisión de Las Palmas.
Previamente se había negado a redimir condena trabajando en el Valle de los Caídos.
Un hombre de carácter, con el que habrían de verse las caras los jóvenes que
pretendían «refundar» el nacionalismo en los años cincuenta.
El caso es que, una vez todos en libertad, el PNV decidió reorganizar los restos de
su ejército —Euzko Gudarostea— para lo que hiciera falta. El objetivo era —Solaun
de nuevo— «controlar a los gudaris, de tal manera que en cualquier momento se
pudiera reorganizar el Ejército vasco». En 1943 era ya bastante improbable la entrada
de España en la guerra, lo que hubiera situado a Euzko-Naia, de facto, como fuerza
aliada, pero tampoco se sabía nada acerca del cómo de su desenlace. La cuestión era
estar preparado para el esperado derrumbamiento del franquismo y contar con
instrumentos de poder para garantizar la hegemonía nacionalista, independientemente
del estatus jurídico en el que se situara el País Vasco. Era el embrión de un Estado, y
no algo concebido para una acción militar o de guerrillas, salvo en la hipótesis de la
participación española en la Segunda Guerra Mundial. Por eso, y tal como se
desarrollaron las cosas, Euzko-Naia nunca entró en acción; en su currículum queda la
exhibición realizada con motivo de la visita del diputado laborista británico Noel-
Baker durante el verano de 1946, cuando los gudaris uniformados, desafiando a la
policía franquista, cubrieron su paso por algunas de las carreteras vascas.
En la misma dirección se creó una unidad de élite para garantizar el orden
público. Lo cuenta su organizador, Primitivo Abad: «Estando en Bayona se presentó
Ajuriaguerra con Solaun (…) para decirme que me tenía que hacer cargo de un grupo
de 114 hombres que nos íbamos a preparar militarmente en comandos con el Ejército
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norteamericano, con vistas a volver a Euzkadi Sur y organizar la policía vasca».
Efectivamente, este grupo fue entrenado por oficiales americanos —además de un
coronel inglés— durante tres meses en los alrededores de París.
Servicios de información, embriones de ejército y policía… el PNV lo tenía todo
preparado para cualquier circunstancia favorable. En el vértice de todas las
operaciones, Aguirre se hallaba situado en unas condiciones inmejorables para la
acción diplomática: asistió a la Conferencia de San Francisco, plena de fervor
antifascista, tuvo un papel decisivo —como afirman todos los investigadores— en la
reorganización del Gobierno republicano en el exilio, hizo lo propio con el suyo…
Estamos en 1945 y, si antes se había jugado con todo tipo de bazas, ahora quedaba
sólo una: el restablecimiento de la República española a través de la intervención
aliada. «Si yo hago caso a lo que me dijo Batista cuando le visité en Cuba hubiera
declarado la independencia de Euzkadi. (…) Serán Washington, Londres y Moscú los
que tendrán que dar el pase», escribe Aguirre a uno de sus consejeros. No tenía teclas
que tocar en Moscú, apenas en Londres —por voluntad propia—, pero pensaba que
las americanas eran suyas, que estaban en sus manos. Al fin y al cabo, fue el propio
Departamento de Estado quien sugirió a Aguirre la idea de que tomara la iniciativa de
formar un gobierno republicano ¡en España!
En una situación privilegiada, en la cima de su poder, el lehendakari no se
apercibió de que si el futuro del País Vasco dependía del restablecimiento de la
democracia en España, estaba más solo que la una. No exactamente, para ser
precisos, porque al lado estaban los comunistas, unos malos compañeros de viaje —
malos, por ahora; luego no habrá ni viaje—. La oposición española era un páramo,
por muy reorganizado que estuviera el Gobierno en el exilio.
Luego vino lo que vino, la «Nota tripartita» —firmada por los gobiernos francés,
inglés y norteamericano— por ejemplo. Sucesivas condenas internacionales del
régimen franquista, pero ninguna medida eficaz. Había que esperar y sacudir las
conciencias. La espera suponía portarse bien y olvidar cualquier tentación armada, no
fuera a ser que se confluyera objetivamente con el movimiento guerrillero dirigido
por el PCE. Esto supuso la desactivación de Euzko-Naia y la disolución del Batallón
Vasco y de aquella unidad policial entrenada cerca de París. Para sacudir las
conciencias se convocó una huelga general en mayo de 1947.
La huelga fue un éxito para Aguirre y un desastre para los que participaron en
ella, para los trabajadores. El Gobierno vasco en el exilio asumió la responsabilidad
política de la movilización, formalmente convocada por las centrales sindicales en la
clandestinidad; se trataba de demostrar a Occidente la legitimidad de aquel Gobierno,
que seguía contando con la confianza de su pueblo, a pesar de las consecuencias que
implicaba apoyar una huelga en las condiciones impuestas por el franquismo. En este
sentido, el lehendakari se cubrió de razones. Los trabajadores, por su parte,
secundaron la convocatoria con entusiasmo: la huelga era para los días 1 y 2 y acabó
el 12. El régimen respondió con su consabida brutalidad, despidiendo a todos los
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huelguistas y obligándoles a pedir su readmisión en el Gobierno Civil tras perder sus
derechos de antigüedad, todo ello sin perjuicio de detenciones, encarcelamientos, etc.
La huelga se materializó por el optimismo generalizado que todavía se mantenía tras
la victoria aliada, pero también por las penosas condiciones de vida de la clase
obrera, el hambre de la época. El optimismo se truncó pronto en desesperanza y la
represión hizo que los trabajadores desistieran de movilizarse en espera de tiempos
mejores. El precio había sido demasiado alto, a cambio de nada.
El PNV entró en la boca del túnel poco después, con el inicio de la guerra fría. Se
encontró atado de pies y manos, es decir, sin capacidad de maniobra. Por un lado, a
partir de 1945 era evidente que el futuro del País Vasco dependía de la solución que
se diera al «caso español» y, por otro, esa solución estaba en manos de EEUU. Dicho
de otra manera, los nacionalistas vascos se encontraron de repente desempeñando un
papel subsidiario de las estrategias políticas de la oposición española y, al mismo
tiempo, se vieron obligados a jugar su única baza, la americana, hasta sus últimas
consecuencias.
No vamos a entrar en la descripción de los avatares de la oposición española; sólo
insistir en su debilidad, plasmada en el triste devenir del Gobierno republicano en el
exilio o en el desenlace de la llamada «alternativa monárquica», aún más triste. Si
como sugería la «Nota tripartita», no se tenía «la intención de intervenir en los
asuntos internos de España», con la esperanza «de que los españoles patrióticos y de
mentalidad liberal de más relieve puedan pronto encontrar los medios para lograr la
retirada pacífica del general Franco», la única salida parecía ser la preconizada por
Indalecio Prieto desde tiempo atrás: el pacto con las fuerzas monárquicas.
El PNV se vio obligado a tragarse el sapo, eso sí, participando en todas las
conspiraciones. Ajuriaguerra se entrevistó con el general Aranda, el de Oviedo; fiel a
su estilo y en una sala de banderas, acabó espetándole que «no se puede traicionar
dos veces». Aguirre, en sus declaraciones públicas, se encargó de hacer encaje de
bolillos, recordando la legitimidad de su Gobierno y del estatuto de 1936, pero
felicitando al mismo tiempo la iniciativa que podía fraguarse. El problema fue que el
llamado Pacto de San Juan de Luz entre socialistas y monárquicos quedó en nada.
Además, para el PNV, la nada estaba casi garantizada de antemano porque Prieto no
parecía estar muy dispuesto a defender la causa de la autonomía ante sus hipotéticos
aliados. Según investigaciones de Harmut Heine, la dirección jelkide estaba dispuesta
a olvidarse del Gobierno vasco, conformándose con una especie de diputación
general en la monarquía de don Juan. El sapo posibilista fue muy mal digerido por
algunas personalidades como el exministro Irujo, pero también expandió el runrún
del «politiqueo» entre la base social nacionalista.
Con semejante panorama en relación a la oposición española, la colaboración con
EEUU se convirtió, no ya en una baza política, sino en un chaleco salvavidas. Como
ha escrito Gregorio Morán en su Los españoles…, las delegaciones del Gobierno
vasco sirvieron «de importantes centros de información para el Departamento de
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Estado USA», desde El Cairo a Manila o desde Budapest a Praga, ya comenzada la
guerra fría. El correlato de esta intensa relación fue el anticomunismo, que como una
espesa capa de aceite, impregnó el conjunto de la base social nacionalista.
Tampoco era de extrañar, teniendo en cuenta su ideología católica y conservadora
y el entusiasmo con el que acogieron los socialistas la marea anticomunista. La
víctima resultó ser la unidad antifascista articulada en 1936, en plena guerra civil, y
ratificada en el Pacto de Bayona de 1945. El único representante del PCE fue
expulsado del Gobierno vasco en 1948 —al igual que en Italia, Francia…—, una
medida escasamente relevante desde el punto de vista de la eficacia opositora, dada la
debilidad de los comunistas vascos, pero muy significativa en cuanto a definir las
posiciones en lo sucesivo.
El anticomunismo militante, dirigido al mundo occidental en forma de credencial
respetable, y al interior como eje ideológico, se convirtió en un elemento central del
discurso nacionalista. El propio Aguirre, un hombre bastante reacio a entrar en esa
dinámica, escribió con ocasión del inicio de la guerra de Corea, que «la civilización
de Occidente, que es la de la libertad, se siente amenazada por el certero y bien
estudiado ataque del totalitarismo soviético». Para lo que nos interesa, la cuestión
tuvo una trascendencia no desdeñable, no porque en ETA anidara la más mínima
tentación prosoviética, sino por la virulenta reacción que provocaron en el PNV las
tendencias marxistas de ETA, que ésas sí las hubo.
Probablemente no tenga nada que ver, pero estas posiciones vinieron
acompañadas, cronológicamente, por una especie de regreso a la vieja ortodoxia
sabiniana a través del órgano oficial del partido, Alderdi. Por ejemplo, la guerra civil
es presentada como una invasión española: «la Nación vasca, la más vieja de Europa
(…) es la única nación de la Europa occidental que no ha quedado liberada de la
ocupación militar extranjera». El editorial acaba afirmando que «podremos preferir,
dentro de la ocupación extranjera, una situación a otra, en cuanto nos facilite o no
nuestra acción, nuestra lucha y nuestra empresa nacional vasca, pero nuestro objetivo
es siempre el mismo, constante y fijo». Lo mismo va a poder leerse enseguida, en
decenas de artículos de Zutik!, portavoz de ETA. No faltan ejemplos en la misma
dirección, como el texto de un tal «Belandia», titulado «Efectos de la invasión
coreana» —la segunda oleada de inmigrantes que llegaron al País Vasco en busca de
trabajo—, donde dice, entre otras cosas, que «se montan todos los días nuevas
industrias a beneficio de los coreanos, que vienen en masa a ofrecer su mano de obra.
Luego, hay que albergar a esos coreanos, a quienes no importa vivir en barracones
inmundos, pero que, por decencia pública, hay que darles viviendas decorosas».
Hay matices en estas posiciones, digamos, «oficiales». Luego nos referiremos a
las mismas. Ahora, dejando a un lado el análisis ideológico —que ya tiene su espacio
en esta obra— volvamos a retomar el curso de la acción política.
De esa máxima colaboración con EEUU que hemos comentado, el PNV esperaba
una contrapartida: que mantuvieran en el ostracismo al régimen franquista, algo cada
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vez más complicado según se consolidaba la guerra fría y a la vista de la incapacidad
de la oposición española para articular una alternativa mínimamente factible. Los
dirigentes nacionalistas eran plenamente conscientes de la dificultad de la tarea, como
puede verse en su correspondencia particular, pero tenían a su favor la desastrosa
situación económica española, al borde del colapso en aquellos años de autarquía y
hambre. Había, pues, que mover los hilos para evitar no sólo el reconocimiento
internacional del franquismo, sino la concesión de posibles créditos de la banca
americana que podrían suponer su lancha salvavidas.
El PNV se lanzó de lleno. Intentó incluso actuar como contrapoder, gestionando
créditos norteamericanos a la empresa privada. «Si sabemos llevar las cosas de tal
forma que las empresas privadas de nuestro país obtengan créditos, y que en caso de
oposición de Suances surja en ellos la protesta y la irritación, habremos ganado una
batalla de gran importancia», escribía Aguirre a un dirigente del interior. Más allá de
este tipo de quimeras, cuando la posibilidad de un acercamiento de EEUU a Franco
empezó a verse como una realidad, el PNV quemó su último cartucho: convocar una
huelga general.
En peores condiciones que en 1947, el objetivo venía a ser el mismo, es decir,
demostrar ante el mundo la debilidad del franquismo, que Occidente no podía
apoyarse en semejante régimen para defender sus intereses contra la Unión Soviética.
En peores condiciones, efectivamente: se evitó cualquier contenido político a la
convocatoria —la carestía de la vida fue el lema de la huelga— realizada el lunes 23
de abril de 1951, huyendo como de la peste de la fecha simbólica del 1 de mayo, que
podría tener connotaciones contraproducentes.
La huelga volvió a ser un éxito en cuanto a participación. En la correspondencia
interna nacionalista pueden leerse valoraciones como éstas: «los comunistas se han
llevado un disgusto tremendo. No han intervenido para nada. (…) La huelga ha sido
un gran triunfo antifranquista y anticomunista. Y en este sentido van los informes a
las cancillerías y concretamente a la de Washington». El problema es que volvía a
repetirse la situación de 1947: los convocantes de la movilización y los participantes
en la misma seguían estando solos, salvo el referente de la llamada «huelga de
tranvías» de Barcelona. El plan inicial era otro: «insisto ahora en la necesidad de
llegar rapidísimamente a la coordinación de esfuerzos. Desgraciadamente las cosas de
Cataluña (…) nos hacen ver que no acaban de entenderse los distintos grupos. (…)
En Madrid no vemos tampoco que avancen las cosas como quisiéramos. Creo que es
misión nuestra el empujar estos propósitos, y creo que debéis desplazaros
inmediatamente interviniendo con prudencia, pero señalando con energía la
necesidad de que marchen, sobre todo Madrid y Barcelona, como Euzkadi ha
marchado. Y de allí extendiendo las cosas a otras regiones».
Nadie se movió y lo que vino después es de sobra conocido. La crisis que
provocó en el PNV el cambio de pareja del galán norteamericano, largamente
cortejado, fue brutal y afectó a toda una generación que había perdido la guerra y
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fracasado en la posguerra. Ni siquiera el Congreso Mundial Vasco, celebrado en París
en 1956, sirvió para poco más que de recordatorio, para mostrar el orgullo herido y,
significativamente, hacer públicas ciertas diferencias políticas de fondo.
Hay de todo en la crisis de esta década triste, pero conviene detenerse brevemente
en alguna cuestión que va a tener relación directa con el despertar de las nuevas
generaciones.
No todo fue proamericanismo, anticomunismo y regreso a la ortodoxia sabiniana,
porque hay matices, como se ha señalado anteriormente. De entre ellos es obligado
señalar dos nombres propios, los de Jesús Galíndez y Javier Landáburu. La figura del
primero es conocida sobre todo por su trágica desaparición en aguas del Atlántico, en
un hecho comúnmente atribuido al dictador Trujillo. El segundo fue uno de los
fundadores de los Nuevos Equipos Internacionales, el antecedente de la Democracia
Cristiana europea. Ambos eran personalidades influyentes en el mundo nacionalista y
sus escritos —dominados por el interés hacia la cuestión social y una cierta visión
cosmopolita del nacionalismo— dejaron una importante huella en los jóvenes que
llegaban a la lucha política.
Sólo podemos citar algunos párrafos al respecto. «Ser vasco —escribe Galíndez
— no supone superioridad alguna sobre los demás pueblos», o «el patriotismo no
puede confundirse con el mantenimiento de una clase privilegiada, por patriotas que
sean algunos de sus componentes». Landáburu escribió un libro —La causa del
pueblo vasco— que tuvo una influencia no desdeñable entre los jóvenes: a ellos iba
dirigido el primer capítulo. Entresacamos esta cita: «muchos de esos patronos vascos
que han sido o son patriotas en lo profundo de su conciencia, han adquirido desde la
guerra civil una segunda naturaleza con la que están en conflicto íntimo (…)
abominan del régimen franquista (…) pero están congraciados con el propio régimen
que ha favorecido la audacia estraperlista, la habilidad del más astuto, al mismo
tiempo que, por ley penal, les evita las huelgas de los obreros (…) el drama de estos
burgueses patriotas es que desean una Euskadi en libertad, pero sin huelgas, sin
emociones, sin quebraderos de cabeza, con un orden social como el de ahora, que
recuerda la paz de los cementerios y con tal de que sean el competidor o el trabajador
quienes tengan que hacer de difunto».
Y, ya para terminar, la crisis política derivada de la «defección americana»
conllevó una grave crisis organizativa. En el epicentro de la misma se hallaban Juan
Ajuriaguerra, por un lado, y el llamado «sector servicios», por otro. Aspe —nombre
de guerra de Ajuriaguerra, el organizador de la huelga de 1951— definió la situación
como un enfrentamiento «con cierto sector del Partido que, fruto tal vez de la
desmoralización, mostraba a mi modo de ver cierta tendencia a la desmovilización».
En la misma entrevista, concedida a Eugenio Ibarzábal (en el libro 50 años de
nacionalismo vasco), el dirigente nacionalista dice que el cambio de la política
americana respecto a Franco «hizo que se alterara sustancialmente nuestra actitud
hacia ellos, lo que traería como consecuencia, tras diversos enfrentamientos, el fin de
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sus relaciones con la resistencia vasca en el interior».
En realidad, las cosas fueron algo más complejas. En el terreno político, los
dirigentes del «sector servicios» se hallaban dispuestos a seguir girando la tuerca del
anticomunismo, buscando, nada más y nada menos, la victoria definitiva de EEUU
sobre la URSS. El citado Ibarzábal, un autor nacionalista, describe perfectamente la
situación: «Para dichos sectores, a pesar del cambio de actitud de EEUU —dato
evidente para todos—, si se persistía en calificar de imprescindible la ayuda exterior
para derrocar a Franco, la única posibilidad residía en que los americanos se
impusieran definitivamente a la Unión Soviética. Sólo de esa manera dejaría Franco
de serles de utilidad y sólo así se vería obligado el Departamento de Estado a cumplir
sus antiguas promesas» («Así nació ETA», Muga, número 1). En cambio,
Ajuriaguerra, al parecer, ya había tragado los suficientes sapos como para estar
dispuesto a continuar en esa dinámica, máxime cuando él, el hombre de la
organización, no controlaba el trabajo de la gente de «servicios».
La batalla fue sorda y aún está por esclarecerse. Aspe intentó recuperar el control
de los servicios dirigidos desde París por Pepe Michelena y éstos le tendieron una
trampa, interviniendo su correspondencia y acusándole de traición. Según Gregorio
Morán, en la obra ya citada, Ajuriaguerra tuvo que escuchar esta palabra maldita en
boca de un diplomático americano, agente de la CIA, un tal Klott. A la vista de la,
para él, posición tibia de su partido, lo abandonó todo, incluido el PNV, y marchó a
trabajar a una fábrica de Lyon en febrero de 1952. Era un hombre de carácter, como
queda dicho, y ni siquiera las visitas de Aguirre o Landáburu consiguieron hacerle
cambiar de postura. Según su propia versión, sí lo hizo un accidente laboral: volvió al
interior en octubre de 1953.
Una vez en su terreno, se dedicó a reorganizar el partido al margen del sector
servicios. Muy pronto se encontró con un grupo de jóvenes estudiantes denominado
EKIN que, al menos en Guipúzcoa, se hallaba en contacto directo con los agentes del
servicio de información del PNV, aunque quizás no lo supieran. Va a comenzar una
nueva etapa en la historia del nacionalismo.
Volver a empezar
Casi como Sabino Arana, cuando escribió aquello de «Euzkadi es la Patria de los
vascos». Una frase clave, la más admirada en ETA en sus primeros años: «La
conciencia nacional, atosigada de tanto historicismo “común” (español y francés) se
asfixiaba, pero la sonrisa que este desolador panorama había provocado en la vieja
historia oficial —versiones española y francesa— se petrificó en estúpido rictus.
Sucedía que en el horizonte de Euskadi se erguía la otra Historia, rescatada por la fe
de un hombre: Sabino de Arana y Goiri. Al conjuro de una frase decisiva y llena de
consecuencias, los labios de este hombre pronunciaron: “Euskadi es la Patria de los
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vascos”».
Volver a empezar, desde el principio, y el principio ha sido siempre el mismo, qué
es Euskadi y qué somos los vascos. Hoy también se plantean las mismas preguntas,
como una de las posibles funciones de la Asamblea de Municipios Vascos. En
aquellos años, Jorge Oteiza, el genial artista vasco, pensaba algo parecido: «Pero
ahora debemos preguntarnos qué somos para saber qué es lo que en nosotros decae.
Somos un pueblo en derrota, en lenta decadencia (…) hace tiempo que nuestro motor
espiritual se ha parado (…) no podemos seguir detenidos en este bache histórico en el
que ha llovido ya tanto…». Es una cita del libro Quousque tandem, que tuvo una
cierta influencia en el mundo de ETA, menos, desde luego, que Vasconia de Krutwig.
Oteiza y Krutwig, dos representantes del renacimiento vasco de los años sesenta,
tenían poco que ver entre sí, pero fueron determinantes en la definición del nuevo
nacionalismo representado por ETA en aquellos años.
Pero volvamos al túnel de los cincuenta. Absolutamente por libre, sin conexión
orgánica alguna, un grupo de jóvenes nacionalistas decidieron compaginar sus
estudios académicos con otros ya no tan académicos, al menos en aquella época. De
las primeras tertulias —a partir de 1952— pasaron a organizarse bajo la
denominación de EKIN; sus nombres son ya conocidos: en Vizcaya, Julen
Madariaga, Irigoyen, Manu Aguirre, José María Benito del Valle y Gainzarain; en
San Sebastián Txillardegi, Larramendi y Albizu. Su actividad consistía en estudiar
partiendo de cero, es decir, redescubrir el nacionalismo.
Eran pocos, pero con una determinación indiscutible. Txillardegi, por ejemplo, no
sólo aprendió euskera sino que se convirtió en un más que digno escritor en esta
lengua. Estudiaron de todo, desde filosofía hasta historia, pasando por derecho,
economía, etc., eso sí, con un denominador común en las fuentes: autores católicos —
en general— y nacionalistas para la historia del País Vasco. Así fueron publicados
más de una veintena de «cuadernos de formación» abarcando temas variados, con un
contenido ideológico del que se habla en otra parte de este libro.
La determinación de este primer núcleo de estudiosos tuvo una relación directa
con su religiosidad. Krutwig, un hombre de todas maneras bastante proclive a los
excesos verbales, los definía como «supercatólicos, guardando los primeros viernes
de mes de una manera no ya española, sino andaluza, mirando el reloj para
comprobar si habían dado las doce y así comer al fin carne». Pero esta religiosidad
pudo estar también en el origen del mesianismo que siempre ha caracterizado a ETA.
Citando al filósofo católico Maritain, en un artículo significativamente titulado
«Proféticas minorías de choque» (Zutik!, número 9) puede leerse que «en las
sociedades modernas suelen surgir minorías que se preocupan profundamente del
bien de la sociedad política en que viven. Su existencia y actividad implican
automáticamente un fermento dinámico o energía que estimula y pone en movimiento
a la masa».
Las masas no estaban precisamente en condiciones de ponerse en movimiento en
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esta década deprimente, pero ahí continuaba el activo organizado del nacionalismo,
aun cuando tampoco estaba en situación de tirar cohetes. Había que empezar por
algún lado, por lo que la confluencia entre el grupo EKIN y las juventudes del PNV
—Euzko Gaztedi— se hizo inevitable.
Fue un encuentro inevitable, porque no había diferencias ideológicas o sociales
entre ambos, pero breve y con tintes surrealistas por la absoluta ignorancia de los de
EKIN acerca de lo que se cocía en el PNV —como acertadamente escribe Morán,
«tantean a manotazos sobre los cadáveres de una guerra que no vivieron»— y por los
recelos y suspicacias que se generan en toda casa paterna ante la aparición de un hijo
que discute la manera de hacer las cosas.
Ajuriaguerra estaba en lo suyo, es decir, reorganizar el PNV en el interior y
«hacer país», algo que, por ejemplo, podía representarse en el incipiente movimiento
cooperativo de Mondragón, del que surgirían Caja Laboral, Fagor, etc. Los de EKIN
también querían hacer país, pero en una dirección no tan prosaica, no tan a largo
plazo, aun cuando, en los años cincuenta, estos jóvenes fueran más conocidos por sus
manías clandestinas y la afición por el estudio. De ahí los apelativos de «siniestros» e
«intelectuales» con que eran obsequiados desde las filas de los mayores. Desde el
comienzo, no fue precisamente propicio el clima que rodeó las relaciones entre EKIN
y las juventudes del PNV.
Este tema es ya suficientemente conocido y, visto desde hoy, carece, además, de
importancia. Resumiendo en pocas líneas, los «intelectuales» de EKIN accedieron a
impartir charlas de formación a los, proclives al folclore, miembros de EGI; de ahí
llegó la fusión entre ambos grupos, un recorrido fugaz por los problemas que
surgieron casi de inmediato y que desembocaron en la ruptura. Insistimos en su
escasa relevancia —para entonces— pero conviene detenerse en un par de cuestiones
que sí resultan significativas a posteriori.
La primera se refiere a las personas, algo nada despreciable en términos históricos
tratándose, en este caso, de Ajuriaguerra. Muerto Aguirre en 1960, su poder fue
indiscutible hasta su propio fallecimiento, en tiempos de la transición española. Ya
queda dicho que recuperó el control de la organización nacionalista del interior a
partir de 1953, con la piel muy sensible todavía por lo sucedido un par de años atrás.
Enseguida se encontró con los de EKIN y sus ansias renovadoras, con la ponencia
presentada por J. M. Aguirre y Benito del Valle en el Congreso Mundial Vasco de
1956 acerca de la situación de la juventud, con las estrechas relaciones que se
establecen entre ellos —y otros, como Txillardegi— y los prohombres nacionalistas
en el exilio —Aguirre, Landáburu, Irujo…—, con la unificación entre EKIN y EGI…
Muchas cosas en poco tiempo y algunas fuera de su control.
Mayor motivo de alarma fue para él el conocimiento de las relaciones de algunos
miembros de EKIN con el sector «servicios» o, directamente, con el consulado de
EEUU en Bilbao. José Murúa, un destacado miembro de tales servicios vasco-
americanos ocupaba un no menos destacado papel en el tándem EKIN-EGI; Julen
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Madariaga mantenía contactos con un tal Danielson, vicecónsul americano en la
capital vizcaína. Es obvio que EKIN, como tal, se hallaba al margen de este embrollo,
pero Ajuriaguerra decidió que volvía a tener el enemigo en casa.
No sirvieron de nada las posiciones flexibles de los dirigentes del exilio o los
esfuerzos de algunos miembros de EKIN para evitar la ruptura. En el interior
mandaba el interior, es decir, Ajuriaguerra. Insistamos en que la secuencia concreta
de la misma es casi una anécdota; no lo fue la actitud de Aspe, que llegó incluso a
hablar de cunetas con motivo de la expulsión de Benito del Valle. Como escribe G.
Morán, se acabó fijando toda una estrategia política, en vigor durante décadas: «a
esos de EKIN primero aplastarlos y luego irlos asimilando de uno en uno».
La ruptura tuvo así unas fuertes connotaciones de tipo personal en el interior, algo
que no puede olvidarse al analizar el posterior desarrollo de ETA. Además, el exilio,
su papel político, fue difuminándose con el paso de los años. Muerto Aguirre,
desaparecía su principal referencia. Su sucesor, Leizaola, —un hombre de
Ajuriaguerra, al parecer— bastante tuvo con mantener a duras penas la legitimidad de
su Gobierno, máxime cuando Krutwig, en su Vasconia, escribía aquello de que
merecía ser fusilado de rodillas y por la espalda por, se supone, haber cometido el
delito de no enseñar euskera a sus hijos. Tras la derrota, en la clandestinidad y con
semejante clima, llegaba una década conflictiva para la familia nacionalista.
La segunda cuestión a considerar es más compleja y puede dar lugar a equívocos
o, según convenga, interpretaciones interesadas. Nos referimos a las primeras
tentativas de usar la violencia, no tanto desde EKIN, sino desde sectores de EGI.
Vamos a limitarnos a la historia política o, más exactamente, a resumir los hechos
conocidos y ya expuestos por diversos autores, algunos nacionalistas, dado que,
además, no faltan en esta obra otros análisis realizados desde diferentes perspectivas.
Sin remontarnos a otras épocas históricas, una podríamos llamar «pulsión violenta»
es perceptible en las filas nacionalistas desde, al menos, el final de Segunda Guerra
Mundial; ya se ha hablado suficientemente de los aparatos creados en aquellos años,
nunca diseñados para una práctica armada, pero que sí dejaron una mística
«resistente» en ese imaginario colectivo. En la década de los cincuenta y tras el
fracaso definitivo, las nuevas generaciones retomaron la idea, esta vez dispuestas a
llevarla a la práctica por su cuenta.
Paradójicamente, y aunque el principal reproche que los de EKIN dirigían al PNV
era su inactividad —«replegarse en las palabras»—, fueron la juventudes adscriptas
orgánicamente a este partido quienes optaron primero por el activismo en esta
coyuntura de rifirrafe entre ambas ramas juveniles nacionalistas. Así, se colocaron
ikurriñas en diversas localidades y en días significativos se realizaron pintadas en
monumentos conmemorativos de la Victoria…, y se intentó avanzar en la creación de
algún grupo guerrillero.
Los datos existentes y el sentido común vienen a indicar que el PNV acabó
controlando esta iniciativa, aun cuando, según el citado Ibarzábal, se viera obligado
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«en alguna ocasión a admitir algunos intentos, aunque, todo hay que decirlo, sin fe
ninguna en sus posibles resultados». En cualquier caso, los protagonistas conocidos
de esta historia no eran de segunda fila: Iker Gallastegui, hijo del dirigente del grupo
radical Jagi-Jagi, nada marginal en tiempos de la República y de la guerra civil por
su influjo político e ideológico en el conjunto del mundo nacionalista; Mikel Isasi,
años después consejero del Gobierno vasco en el exilio; Borja Escauriaza, sobrino de
José María de Areilza, entonces embajador en París; Peru Ajuria, Patxi Amézaga… y
José Antonio Echebarrieta, presumiblemente el líder del grupo. Su hermano pequeño,
Txabi, fue más conocido por su trágica muerte a manos de la Guardia Civil, pero la
figura del mayor —que tampoco tuvo una vida muy larga ni placentera— planeó
decisivamente sobre ETA en los años siguientes.
Desde las filas de EGI, José Antonio Echebarrieta se convirtió en un decidido
defensor de la lucha armada a finales de los cincuenta tras analizar la crisis del
nacionalismo y tomar contacto, en París, con las teorías tercermundistas. Él era más
bien un intelectual, como lo demostró en el proceso de Burgos, pero a su lado estaba
Gallastegui, un joven que, por vía paterna, mantenía contactos con el IRA; allá
fueron, a Irlanda, a aprender de qué iba la lucha guerrillera, además del citado, Isasi,
Amézaga y Escauriaza. Estuvieron dos meses y a la vuelta, Amézaga fue detenido
por la policía. En la cárcel iba a coincidir con antiguos compañeros de EGI, ya en
ETA, hechos presos por intentar descarrilar un tren. Echebarrieta, por su parte, se
encargaba entretanto de buscar financiación para la nueva estrategia, proveerse de
armas y establecer contactos políticos allá donde le fuera posible.
Para lo que nos interesa, el fruto más significativo de su actividad fue el acuerdo
logrado con representantes de la incipiente ETA para crear un «Comité de Acción
Directa» fundamentado en el independentismo y la lucha armada. Estamos a finales
de 1961. Lo que pretendía Echebarrieta, probablemente, era reeditar la vieja política
radical del grupo Jagi-Jagi, esta vez con las armas en la mano. El tándem EGI-ETA
podría ser el catalizador de un Frente Nacional destinado a acabar con el colonialismo
y la ocupación españoles en Euskadi.
Nada de esto alcanzó efecto práctico alguno. El PNV no estaba dispuesto a
ninguna aventura, por lo que acabó imponiendo el orden en sus filas, por muy
jóvenes que fueran. Ya habrá ocasión de seguir la trayectoria de José Antonio
Echebarrieta. Pero la semilla estaba echada, no sólo por la incorporación de Txabi, el
hermano pequeño, a las filas del nuevo nacionalismo, sino porque esa semilla acabó
germinando años más tarde, en los setenta, como veremos más adelante.
Hemos dicho que el PNV no quería más aventuras, pero había otros, no muchos
por ahora, que sí estaban dispuestos a lo que hiciera falta, a «cambiar de rumbo».
Volvamos, pues, a la gente de EKIN.
El 20 de mayo de 1958 y en casa de Retolaza —alter ego de Ajuriaguerra, llegó a
ser consejero de Interior en el primer Gobierno vasco de la democracia y, en
consecuencia, organizador de la Ertzaintza— se consumó la ruptura definitiva entre
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EKIN y el PNV. Julen Madariaga y Manu Aguirre se entrevistaron con Ajuriaguerra
y su postura intransigente. Mejor no comentar el resultado. De nada sirvieron las
manos tendidas del lehendakari Aguirre y de los dirigentes del exilio; tampoco la
flexibilidad de los representantes de EKIN, que ni tenían previsto ni les apetecía
romper con el padre de familia. La prueba es que tardaron más de un año en dar el
paso definitivo, el de fundar ETA.
Fue Txillardegi quien propuso el nombre, desechando el inicial ATA —Aberri ta
Askatasuna, «Patria y Libertad»— porque en su traducción española significa «pato».
Euskadi ta Askatasuna vendría a suponer, según su creador, una «Euskadi
independiente, por medio de un Estado vasco, y Askatasuna, el hombre libre dentro
de Euskadi».
Tras el acto fundacional de aquel día de San Ignacio, la nueva organización se
lanzó de lleno al activismo, dentro de sus limitadas posibilidades. Colocación de
ikurriñas, pintadas de «Gora Euskadi» y «ETA» —algo, por cierto, difícilmente
identificable para los euskeroparlantes, porque significa la conjunción «y» en
castellano; la prensa franquista deshizo pronto el equívoco, con un artículo de El
Español titulado «ETA. Organización terrorista vasca»— se sucedieron, además, en
abierta competencia con sus excompañeros de EGI. La respuesta de la policía no se
hizo esperar en forma de detenciones, discriminadas o no, de unos o de otros o de los
que parecían serlo. El 26 de marzo de 1960, por ejemplo —no es un ejemplo, sino el
inicio de una trágica dinámica—, la Guardia Civil ametralló un coche donde suponía
que viajaba Madariaga. Un industrial, apellidado Batarrita, resultó muerto y su
compañero Ballesteros quedó paralítico.
Estos primeros meses de vida de ETA acabaron siendo determinantes para su
posterior evolución: activismo y represión policial pusieron encima de la mesa la
opción terrorista, término que, por cierto, no avergonzaba entonces para nada a los
primeros dirigentes. Jon Nikolas, uno de ellos y magnífico conocedor de esta época,
lo cuenta así en la colección Documentos Y: «En este escaso tiempo una evolución
muy significativa se produce entre las dos organizaciones, ya que el activismo que ha
hecho estallar a EGI por saturación excesiva, hace recobrar la posición política
moderada al PNV abandonando definitivamente el Consejo de la Resistencia (…)
replegándose en las palabras; mientras que la independencia orgánica de ETA
paralelamente le llevará a tomar el relevo en la lucha antifascista, potenciando la
nueva Resistencia con una fuerza alimentada por los jóvenes. (…) Surge la necesidad
de cerrar más la organización y se replantea una estructura más selectiva, siguiendo el
modelo del Irgun israelí, que fuera capaz de volar el Gobierno Civil, símbolo de la
opresión, como los propios sionistas volaron el ala derecha del Hotel Rey David de
Jerusalem. (…) Dos miniasambleas se celebran de manera simultánea en Vizcaya y
Guipúzcoa (…). Tanto en Bilbao como en Zumárraga se rechaza el proyecto de la
dirección, denunciando el carácter aventurerista de la propuesta y exigiendo, por el
contrario, una estrategia de apoyo en el pueblo (…) ETA debe dejar de ser una marca
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de jabón desconocida y contar con raíces bien profundas en todos los sectores de
Euskadi».
La cita quizá haya sido larga pero resulta muy ilustrativa de la situación. Por un
lado, el atractivo de la lucha armada, presente en las nuevas generaciones, sin
excepción. «Saquemos la cabeza de la arena y miremos a nuestro alrededor —
escribía Echebarrieta— y pregunto ¿creen sinceramente que existiría hoy una Irlanda
libre y digna si los irlandeses hubieran usado de los boletines y las misas a San
Patricio?». Desde ETA, más de lo mismo: «El Irgun sólo eran veinte y en su fase
álgida cuarenta contra todo un ejército británico bien armado y disciplinado». Y por
otro lado el pueblo, engancharse con el mismo y no emprender aventuras difíciles de
ser asimiladas por la comunidad nacionalista, que ETA confunde con el pueblo.
Pasarán años hasta que se decida que ya no hay problemas: «Como tantos otros
peones del capitalismo español, Melitón Manzanas estaba condenado a muerte desde
hace mucho tiempo (…) el mismo pueblo que conocía bien su actitud, le había
sentenciado a muerte. El pasado 2 de agosto (1968) ETA ejecutó esta sentencia del
pueblo».
A primeros de los sesenta, el voluntarismo se enfrentaba a la realidad, una
realidad definida —al margen de los exiguos efectivos propios— por la nula
predisposición de la base social nacionalista a emprender vías violentas. Así que se
desechó la propuesta de volar el Gobierno Civil de Bilbao y la primera acción
aprobada se realizó con tantas precauciones que nadie resultó dañado. Fue el 18 de
julio de 1961: voluntarios franquistas viajaban a San Sebastián para conmemorar el
Alzamiento; se intentó descarrilar el tren, sin más consecuencias que una espectacular
oleada represiva que produjo decenas de detenidos y exiliados, entre ellos, bastantes
de los dirigentes de ETA.
Después de esto, la nueva organización, con prácticamente todos sus efectivos en
la cárcel o en el exilio, se paró a reflexionar y preparar su primer congreso, es decir,
la I Asamblea. Ya se dice en otra parte que no hay nada nuevo bajo el sol en el
terreno ideológico, dominado por el nacionalismo tradicional. Tampoco puede
hablarse de mayores novedades en cuanto a la práctica política, donde prima el
activismo, compartido también por EGI. Pero sí hay dos elementos que explican el
hecho de que ETA no quede varado en boxes, como decíamos al principio de este
capítulo. Su ruptura con los mayores —resignados a esperar, sin argumentos,
desnudos políticamente— ha sido traumática, sobre todo en el terreno de lo personal.
Y se ha ensayado la vía violenta, con todas las limitaciones que se quiera, pero se ha
ensayado. El militarismo aún está lejos de convertirse en la única seña de identidad
de esta primera ETA, incluso hay corrientes «gandhianas» de peso, como veremos a
continuación, pero, podríamos decir, la suerte estaba echada.
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Capítulo II
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preocupa, qué espera. Así podrá actuar y sus actuaciones se acomodarán a los deseos
del pueblo. (…) El mayor banco de pruebas para un resistente son sus propios
conciudadanos. Mientras él vive para los demás, éstos viven para sí mismos (…)
mientras él arriesga su vida por el bien común, éstos viven sin arriesgar ni siquiera un
poco de su bienestar».
Junto a esta mística, de origen claramente religioso, estaba la determinación de
empezar a actuar, no se sabía cuándo, pero sí cómo. Uno de los máximos dirigentes
de ETA de esta época, José Luis Zalbide, escribió desde la cárcel, bajo el seudónimo
de K. de Zumbeltz, un folleto que no cayó en saco roto en la ETA de los setenta.
Entre otras cosas decía que «en octubre de 1963, la represión acabó de un golpe con
todos los medios materiales y humanos que formaban ETA. Algún militante logró
escapar y algunos otros sin ninguna experiencia se agruparon en torno a la delegación
de Biarritz. Entonces, en un momento en que los medios de que disponía ETA habían
quedado reducidos a una multicopista y poco más, se lanzó el folleto “La guerra
revolucionaria”, lo cual no sólo mostraba un optimismo que hizo sonreír a muchos,
sino sobre todo una firme voluntad de alcanzar las metas revolucionarias, por
inaccesibles que pudieran parecer. (…) El abismo que se abría entre los fines
deseados y los medios inexistentes se salvaba de un salto. (…) En 1964 los primeros
militantes liberados no tenían qué comer, pero en cambio ya tenían algunas armas.
Claro que no tenían munición ni tampoco hubieran sabido muy bien qué hacer con
ellas; pero en todo caso la mirada no se apartaba del camino que se abría por
delante».
En la etapa que abarca este capítulo, ETA fue un puzzle dominado por el debate
ideológico, tema del que se ocupa mi colega y vecino, en estas páginas, Gurutz
Jáuregui. Pero también hay otras cuestiones importantes a considerar desde la
llamada historia política —y no la contemplamos desde compartimentos estancos—
que conviene analizar. Al menos una: cómo un pequeño grupo de nacionalistas va a
situarse en condiciones de acabar siendo el símbolo de la opresión vasca bajo el
franquismo tras un período de debate y de crisis interna.
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pautas de conducta y autodefensa que las normas de seguridad pretendían crear en el
activista. Eran tiempos en que a la policía se la consideraba torpe, relajada y
corrompida, como un cuerpo de funcionarios en el que para ser admitido bastaba con
la afiliación falangista». Félix Arrieta, el autor de la quema de la bandera, fue uno de
los primeros en conocer los nuevos métodos policiales y al propio coronel Eymar en
las dependencias de la Dirección General de Seguridad de Madrid.
El resultado de la represión fue el desmantelamiento de la escasa organización
que había, además de una cierta desbandada —según reconocen los protagonistas de
la época— de militantes, atemorizados por la actuación de la policía. También su
correlato, si es que hacía falta: una mayor radicalización de lo que quedaba. Y,
además, algo que tampoco estaba previsto, esto es, la consolidación en el exterior —
País Vasco francés— de un núcleo de militantes en contacto permanente y dedicación
plena —a la fuerza; aún no se había aprobado la figura del liberado— a las tareas de
impulsar las estructuras de la nueva organización y debatir estrategias políticas. Los
apoyos eran escasos, aquellos que provenían del movimiento nacionalista vasco-
francés EMBATA, y el dinero también, lo poco que llegaba de la solidaridad de
vascos exiliados en México o Venezuela, pero sí lo suficiente para ir tirando.
En este contexto se preparó la I Asamblea de ETA, a partir de los primeros
exiliados y refugiados en Bayona o Biarritz. Buscaban la solidaridad del Gobierno
vasco, con escaso éxito, y al final lograron un refugio, el proporcionado por la abadía
de benedictinos de Belloc, lugar donde acabaría de celebrarse la reunión. Asistieron
tres militantes guipuzcoanos exiliados y uno procedente del interior, dos vizcaínos
huidos y otro del interior que a su vez contaba con dos militantes encuadrados como
base de trabajo. No había más, entre otras cosas porque solamente tres miembros de
ETA detenidos en las redadas anteriores y puestos en libertad provisional se
reincorporaron a la organización.
Ya en esta primera reunión surgieron, al parecer, discrepancias significativas en el
terreno ideológico, pero fueron resueltas por la vía de aprobar lo que ya se había
elaborado previamente. Así, los llamados «Principios de ETA», el documento oficial
de la I Asamblea, vienen a sintetizar los contenidos de los escritos de los tiempos de
EKIN. No hubo decisiones de mayor calado; las tareas consideradas como urgentes
fueron las propaganda y la definición del «ideario de ETA», crear una auténtica
organización en el interior y comenzar a editar desde Bayona el órgano oficial Zutik!
—«¡En pie!»—. Fue su seña de identidad durante años: «gran parte de la historia
política de la organización —escribe Zalbide— es inseparable de los esfuerzos por
publicar Zutik! en el exterior o en el interior, a imprenta o a multicopista, en
trastiendas, desvanes y cuevas. Durante años puede afirmarse que existía ETA en la
medida en que aparecía Zutik! Y los conflictos internos y las escisiones giraron en
torno al control que se ejerciera sobre esta, a la vez, humilde y definitiva
publicación».
A pesar de los escasos efectivos, los «Principios» fueron difundidos con un
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considerable éxito. Según Francisco Letamendía, en su Historia del nacionalismo
vasco y de ETA, se distribuyeron treinta mil ejemplares escritos en euskera y
traducidos al castellano, francés e inglés, muchos de ellos en mano, en el Paseo de la
Concha de San Sebastián, por ejemplo. Es obvio que el impacto, en aquellos años de
oscurantismo franquista, fue importante, sobre todo «en las conciencias
conservadoras del nacionalismo, surgiendo reacciones de denuncia para el nuevo
grupo y sus dirigentes, con acusaciones de comunistas, animadas y sostenidas en
todos los ambientes abertzales por la propia militancia anticomunista del PNV».
Quizás el autor de estas palabras, Jon Nikolas, se anticipe demasiado, pero éste va a
ser el clima de la década de los sesenta: el hijo mayor se iba de casa y había que
neutralizarlo a través del anticomunismo, seña de identidad de la familia.
De lo que no hablaban los «Principios» era sobre la violencia; la única mención
que se acercaba al tema consistía en dos líneas ininteligibles: «la condenación del
militarismo y, por ende, la supresión de la organización militar existente en Euskadi».
La cuestión saltó enseguida a las páginas de Zutik!, en forma de supuesto debate.
Digo supuesto porque, sin despreciar la importancia del órgano oficial, lo reflejado en
el mismo no se correspondió con la realidad en demasiadas ocasiones; el control de la
organización no estaba en la redacción de Zutik!, sino en otras instancias, en los que
«hacen» y no en los que escriben. En todo caso, un esforzado militante «gandhiano»
publicó un artículo defendiendo alternativas pacifistas dado que «la Dictadura de
Franco se basa en la fuerza: atacarla con medios violentos es llevar la lucha a su
terreno». Julen Madariaga, responsable de la llamada rama sexta —la militar— desde
antes de la I Asamblea, zanjó rápidamente la polémica virtual: «Euskadi, es decir,
nosotros, nos hallamos en estado de guerra con el ocupante extranjero».
Tras la I Asamblea, el trabajo político de esta especie de miniorganización se
limitó a lo allí aprobado, es decir, labores de propaganda y captación de nuevos
miembros. Más allá de alguna pintada, el esfuerzo se concentró en el reparto de los
«Principios» y de los ejemplares de Zutik! editados en Bayona; también alguna
acción más osada, como la colocación de una cinta magnetofónica en la radio
parroquial de Tolosa que permitió a los oyentes conocer extractos de los «Principios»
antes del rezo del rosario. En cuanto a las tareas de encuadramiento, las cosas
tampoco fueron demasiado bien. Alguna que otra captación en Vizcaya y Guipúzcoa
y nada que hacer en Álava y Navarra. En la primera se repartía propaganda en
círculos reducidos, aprovechando las redes de las organizaciones apostólicas. En
Navarra se optó por la técnica del camuflaje, editándose una revista con el título de
Iratxe que era distribuida en portales de Pamplona, Estella y Olite por militantes
desplazados ad hoc. Un par de años después, Zutik! anunciaba a bombo y platillo la
integración del llamado grupo Iratxe en ETA.
Fue casi algo obligado en esta década que los influjos determinantes vinieran de
fuera. En el terreno intelectual se llamaban Krutwig, Oteiza o Frantz Fanon. En el de
la práctica política cotidiana fueron las huelgas obreras, las que resurgieron con una
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fuerza inusitada a partir de 1962.
El movimiento obrero tuvo desde el principio una incidencia enorme entre
aquellos jóvenes a los que el mundo de los trabajadores —muchos de ellos
inmigrantes— les era completamente extraño. El tema se analiza en otro lugar; aquí
baste señalar que el interés que suscitaron las luchas sociales abrió las puertas del
marxismo para muchos militantes de ETA que pronto comenzaron a frecuentar malas
compañías. Así, y ya en el período comprendido entre las dos primeras Asambleas,
Txillardegi —alguien que a la larga se mantendrá inmune a este tipo de influencias
—, en nombre de ETA, y Martín Santos y José Ramón Recalde en el de ESBA —
rama vasca del Frente de Liberación Popular— mantuvieron una serie de contactos
de cara a organizar unas llamadas «células fantasmas que aparecerían y
desaparecerían tras una acción concreta». También se establecieron relaciones entre
presos de ETA y del PSOE en Carabanchel. Nada de ello acabó cuajando, pero eran
los primeros nubarrones que anunciaban la tormenta.
La represión que siguió a las huelgas de 1962 en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa
—estado de excepción incluido— se centró sobre todo en los comunistas y en los
«felipes», como serían conocidos muy pronto los militantes del FLP vasco en
ambientes nacionalistas. Esta vez no afectó a ETA, por razones obvias. Su apertura
hacia la izquierda estuvo a punto de causar algún disgusto cuando algunos refugiados
acogieron a un tal Leunda, militante «felipe», en Bayona; estaba siendo seguido de
cerca por dos policías que se hacían pasar por militantes represaliados en la huelga
asturiana. El incidente generó las primeras desconfianzas entre las dos formaciones,
casi virginales, y la adopción de estrictas medidas de seguridad por parte de ETA.
En cualquier caso, parece que ya son visibles dos tendencias en el seno de la
misma, según apunta Letamendía, quien llega a afirmar que la II Asamblea se celebró
en la localidad francesa de Hossegor —en Las Landas— tras ser convocada en otro
lugar para dificultar la asistencia de los representantes «izquierdistas» en beneficio de
los «guevaristas». Tampoco hubo novedades de fondo en esta reunión, celebrada en
marzo de 1963, pero sí de imagen, una imagen proyectada hacia sí mismos.
Asistieron dos mujeres «superando la vieja concepción de emakumes que cosen la
ikurriña que los militantes pondrán esa noche», algunos delegados del interior ya
llevaban pistola y, aunque todavía se limitara al terreno organizativo, entraron de
lleno los aires argelinos. ETA se organizó en los llamados herrialdes, que no tenían
nada que ver con los territorios históricos, al modo de las wilayas argelinas. De todas
maneras, su objetivo era despistar a la policía y lograr una mayor capacidad
operativa, aunque el tema de la lucha armada volvió a quedar adormecido en el limbo
de los justos, o a la espera de tiempos mejores.
Hubo también un par de cuestiones significativas. Una proveniente de los viejos
tiempos, como la propuesta del delegado procedente de París en el sentido de buscar
financiación de «la CIA americana a través de los antiguos miembros de Servicios».
Según Jon Nikolas, de quien proviene la cita, la oferta fue rechazada radicalmente. La
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segunda anunciaba el futuro: se creó por primera vez un frente obrero, con el objetivo
de organizar células de militantes en las fábricas, con prioridad en la margen
izquierda de la ría de Bilbao, epicentro de las huelgas. En palabras de Gregorio
Morán, «en dos años ETA cruzó el camino que iba desde recomendar como lectura
formativa El sistema sindical de monseñor Pildain y las Lecciones de filosofía moral
de Yurre, a alentar a sus militantes en la lucha de clases».
Pero el acontecimiento más celebrado a continuación fue el Aberri Eguna de
Itxasu, organizado por el grupo ENBATA. En esta localidad vasco-francesa se
congregaron unas mil personas, cifra respetable para la época, y allí se produjeron
dos hechos dignos de mención. Uno, la puesta de largo del citado movimiento
nacionalista, que publicó un manifiesto, afirmando, entre otras cosas, que «la nación
vasca está actualmente separada en dos, bajo la dependencia de los estados francés y
español. La lengua vasca está en vías de extinción. La economía de las tres provincias
del Norte está en regresión, privando de esta manera al país de su población y de su
juventud». Y el otro, fue descubierto el coronel Dapena, miembro del servicio de
información del Ejército español. Se le ocupó su cámara fotográfica, su listado de
matrículas de coches, sonaron algunas bofetadas… Nada del otro mundo, vistas las
cosas desde hoy, pero su valor simbólico en aquellos años fue más que notable.
La decisión de crear el frente obrero tuvo consecuencias inmediatas. Estamos en
el rebufo de las huelgas de 1962, ante la solicitud de readmisión de los despedidos y
las primeras acciones públicas de CCOO, creadas en la coyuntura citada. ETA no
tuvo mayores dudas y puso su aparato de propaganda al servicio de la causa de los
represaliados. En un clima de «cierta euforia» según Zalbide se lanzaron a la calle
once mil octavillas en octubre de 1963. La respuesta policial desmanteló por
completo el recién creado frente obrero en Vizcaya. La euforia, de todas maneras, no
desapareció: «Las caídas de una organización clandestina son como los jalones
principales de su historia. La organización queda desarticulada. Pero caída tras caída,
desarticulación tras desarticulación, la organización entra en la historia y se convierte
en indestructible por el mismo hecho de ser tantas veces destruida».
En este clima y de nuevo bajo la iniciativa de los militantes del exterior —cuyo
número va creciendo en proporción directa a las intervenciones policiales— se
realizó la III Asamblea entre abril y mayo de 1964. Lo fundamental de la reunión giró
en torno a una ponencia acerca de la lucha armada, publicada después bajo el título
La insurrección en Euskadi y que se comenta en otro lugar de estas páginas. En los
terrenos organizativo y político, ETA se radicalizó de forma definitiva. Se crearon las
figuras del liberado y los llamados hirurkos, células de tres militantes absolutamente
compartimentadas; con respecto a las relaciones con otras fuerzas vascas —
nacionalistas—, el acta de la reunión, no oficial al parecer, afirma lo siguiente, tan
escueta como contundentemente:
«PNV: Se aprueba unánimemente que la labor del PNV es contraria a los
intereses de la Liberación Nacional. Se aprueba, por tanto, ir a su destrucción.
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Tácticas diversas.
ENBATA: Se aprueba endurecer a ENBATA por medio de cursillos y otros
procedimientos.
ELA: Se aprueba reforzar los lazos de amistad con esta organización».
Efectivamente, el clima en el seno de la familia nacionalista se volvió
extremadamente bronco. De nada sirvieron las gestiones de Txillardegi con
representantes del PNV en el sur de Francia. Ajuriaguerra no había variado ni un
ápice su posición y prohibió los contactos. Las acusaciones fueron subiendo de tono,
como afirman estas citas recogidas por Gurutz Jáuregui: «el PNV no puede recibir a
los de ETA, ni en conversación, por razones de dignidad: a) son unos calumniadores;
b) son unos mentirosos; c) emplean procedimientos repugnantes. En resumen, son
unos sinvergüenzas». Más grave aún: ETA es «una organización comunista,
subvencionada por el comunismo y que realiza pactos con el Partido Comunista».
Retornaba el anticomunismo, el viejo fantasma de la guerra fría y al que era tan
sensible la base social nacionalista. Obviamente, nada estaba más lejos de la realidad
que las acusaciones vertidas por el PNV; las críticas de ETA al PCE y al PSOE fueron
radicales desde el principio, y más aún en lo referente a las organizaciones vascas de
esos partidos. De los comunistas se dice que son imperialistas, argumentando el caso
de la URSS, y «como cualquier españolista, antivascos». Los socialistas no quedaban
mejor parados: «es un partido de una minoría extranjera importada en Euskadi para
desnacionalizar a ese pueblo esclavizado por España». Las relaciones entre ambos
mundos eran inexistentes, al margen de alguna tertulia de café entre intelectuales. La
única razón que explica la virulencia de los ataques del PNV podría ser el interés y la
conexión entre ETA y el incipiente movimiento obrero, además de la publicación de
Vasconia de Krutwig.
ETA se defendió como pudo, pero se vio obligada a salir a la palestra, adoptando
el papel de víctima «que hasta el momento había guardado silencio prudente en aras
del honor y paz familiares», como se afirma en el Zutik! número 19. Ahí, en un
artículo titulado «A todos los vascos de buena fe», se pasa revista a la historia del
PNV, donde sólo los gudaris de 1936 quedan libres de polvo y paja. Eso sí, el texto
termina con un llamamiento a todas las fuerzas nacionalistas para celebrar una
reunión con objeto de «limar directamente nuestras diferencias». No alcanzó eco
alguno. No sabría muy bien cómo decirlo, si es el padre quien expulsa de casa al
díscolo hijo mayor o si es este último quien se va. Encuentros y desencuentros, ésta
es la historia del nacionalismo vasco en los años sesenta.
El nuevo nacionalismo
El 22 de febrero de 1964 el semanario franquista El Español no tuvo mejor idea que
dedicar varias páginas a «Los delirios del separatismo», como afirmaba su titular,
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junto al de «ETA, organización terrorista vasca». El autor del texto comenzaba
diciendo que «seguramente al lector medio español las siglas de ETA no le dirán nada
expresivo». Fue en lo único que acertó, pues el resto era, ahora sí, puro delirio, como
cuando, en la misma entradilla, definía a la organización como «el núcleo activista
extremo del Partido Nacionalista Vasco». Por lo demás, el artículo se centraba
fundamentalmente en comentar el recién publicado Vasconia, catalogándolo como la
Biblia de ETA.
El PNV entró al trapo de inmediato con un comunicado del Gipuzku Buru Batzar
y un editorial de Alderdi, el boletín oficial, titulado «Aclarando confusiones».
Efectivamente, en un mensaje dirigido a su propio mundo, ambos textos trataron de
dejar claro que sus relaciones con ETA eran nulas y que «Krutwig era un plastikolari
—podría ser traducido como “aficionado a las bombas”— literario, cuyos adjetivos y
falsedades recuerdan el lenguaje y el estilo de la propaganda de los mejores tiempos
de Hitler y Stalin». ETA, por su parte, se tomó el asunto como lo que era realmente,
un chollo, hasta el punto de que su delegación en Venezuela envió un cable al director
de El Español agradeciendo los servicios prestados y solicitando más propaganda
gratuita en números sucesivos.
Lo cierto es que en este año de 1964 la joven organización sentó las bases de su
despegue definitivo, acompañada por unas circunstancias exteriores también
favorables. La sociedad vasca comenzó a salir del letargo de los tristes años
cincuenta; las huelgas previas ya lo habían dejado claro, pero en otros ámbitos
también las cosas empezaron a moverse, como lo demuestra el renacimiento cultural
en lengua vasca. El Aberri Eguna de ese año se celebró en el interior, en Guernica,
por primera vez desde el final de la guerra civil, con asistencia numerosa. Miles de
trabajadores se manifestaron en Bilbao el 1 de mayo. Se supone que sería por la
apertura franquista, pero, y por primera y última vez, no se registraron incidentes.
ETA por su parte empezaba a sonar, por un lado gracias a El Español y por otro a su
actividad propagandística.
Comenzó también lo que algunos han denominado «el microterrorismo» de
aquella época. Denuncias de presuntos «chivatos» con la consiguiente exigencia de
marginación y boicot a sus negocios, algún apaleamiento de cierto maestro falangista
o peticiones de ayuda económica a gente adinerada y perteneciente al mundo
nacionalista. Esto último tenía poco que ver con el posterior «impuesto
revolucionario»; más bien se trataba de buscarle las cosquillas a la propia familia,
como se escribía en el número 17 de Zutik! en relación con una tal Concha Goiri, que
se habría negado a aportar dinero alguno por considerar que los de ETA eran unos
«izquierdistas» y estaban creando la lucha de clases en Euskadi, además de
considerar que Franco, en la cuestión social, estaba a la cabeza de Europa aunque
resultara condenable por el «asunto vasco».
La respuesta policial a estas acciones —y no olvidemos la propaganda, las
pintadas, etc.— fue para ETA más rentable que las mismas. Sólo por tocar el txistu,
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cualquier ciudadano se situaba en condiciones de ser multado o de comprobar cómo
le era denegado el preceptivo certificado de buena conducta para obtener, por
ejemplo, el carnet de conducir. Algo de esto debió de intuir José Luis Zalbide, un
estudiante de Ingeniería, hecho preso en las caídas anteriores a la III Asamblea y que,
tras su salida de la cárcel, regresó a la militancia activa.
Suyas fueron las dos aportaciones decisivas de esta etapa y que dan sentido a eso
que hemos denominado «nuevo nacionalismo». Por un lado, la «Carta a los
intelectuales» —fueron dos, más bien—, un documento de estimable altura
intelectual que analiza Gurutz Jáuregui. Por otro, las «Bases teóricas de la guerra
revolucionaria», un texto que tiró a la papelera la inservible Insurrección en Euskadi
y situó en una óptica bastante realista la puesta en práctica de la estrategia violenta en
aquellas circunstancias. Insistamos, quizás fue la propia policía la principal fuente de
inspiración de Zalbide a la hora de redactar su ponencia, aprobada en la IV
Asamblea.
El concepto de «guerra revolucionaria» fue definido como «el proceso político-
militar que tiene por meta la autodeterminación del pueblo vasco, haciendo evidente
la calidad ocupante del sistema actual, y que con este fin usa del mecanismo acción-
represión repetido en espiral ascendente». Más allá de esta frase rimbombante, la
filosofía de la espiral fue descrita con claridad por su autor: «Supongamos una
situación en la que una minoría organizada asesta golpes materiales y psicológicos a
la organización del Estado haciendo que éste se vea obligado a responder y reprimir
violentamente la agresión. Supongamos que la minoría organizada consigue eludir la
represión y hacer que ésta caiga sobre las masas populares. Finalmente, supongamos
que dicha minoría consigue que en lugar de pánico surja la rebeldía en la población
de tal forma que ésta ayude y ampare a la minoría en contra del Estado, con lo que el
ciclo acción-represión está en condiciones de repetirse, cada vez con mayor
intensidad».
Fue demasiado suponer, como veremos en el capítulo próximo, pero no cabe duda
de lo acertado de muchas de las predicciones de Zalbide, teniendo en cuenta la
cerrilidad represiva del franquismo.
En cualquier caso, las dos aportaciones que giraron en torno a su persona abrieron
una nueva etapa, ya iniciada de todas maneras en la III Asamblea. Es la de la
«moneda de las dos caras», el intento de compaginar liberación nacional y liberación
social, ese binomio independencia-socialismo que se sigue repitiendo hoy en día. En
el terreno doctrinal ya lo decía la «Carta a los intelectuales»: «para ETA no existe
posibilidad práctica de conseguir la liberación nacional de Euskadi si no luchamos
por la socialización de la economía vasca y no podremos derrocar al capitalismo si
nuestra lucha no se dirige al mismo tiempo a conseguir la Autodeterminación
nacional del pueblo vasco (…) los problemas “nacional” y “social” son abstracciones
de la misma realidad creada en el desarrollo del capitalismo en nuestra Patria. Y si
una es la realidad, parece lógico que una sea también la lucha emprendida para
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modificarla». En cuanto a la práctica política, sería determinante el uso de la
violencia cuando las condiciones organizativas lo hicieran factible, tras la escisión de
la V Asamblea.
La consolidación ideológica de este «nuevo nacionalismo» tuvo su correlato en el
orden organizativo, con un origen fortuito, al parecer, pero extremadamente
significativo del clima en el que vivía el mundo nacionalista. Según la única versión
existente, la de ETA, el asunto comenzó con la denuncia efectuada a la policía
francesa por Ramón de la Sota, acusando a Madariaga e Irigarai de coacción y
extorsión de fondos; al parecer, Sota se había ofrecido voluntariamente como
colaborador económico de ETA e incluso quería que sus dos hijos formaran parte de
la organización. De pronto, habría cambiado de opinión. Lo cierto es que, en octubre
de 1964, la policía francesa se presentó en las oficinas de una empresa de import-
export, llamada Ikar y situada en Biarritz a nombre de Irigarai; allí descubrió algún
arma, propaganda y documentación robada.
Las consecuencias del incidente fueron dobles. Más leña al fuego a las tensas
relaciones entre ETA y PNV —«recordaremos que el Sr. Sota, según declaración
hecha a la policía, se declara miembro del PNV (…) desenmascarar traidores en
nuestra propia casa es la cosa más desagradable para un patriota», dice el número 26
de Zutik!— y el alejamiento de la vieja guardia de ETA del País Vasco francés por las
medidas adoptadas por las autoridades, por primera vez en la historia. Así,
Madariaga, Irigarai, Benito del Valle y Txillardegi abandonaban Francia, siguiendo
diversos destinos.
En la mayoría de los partidos u organizaciones políticas y sindicales, los relevos
en el poder suelen ser, en general, traumáticos. En ETA jamás, salvo casos aislados, y
la razón es bien sencilla: para eso estaba la policía. Al menos entonces, cualquier
miembro de ETA tenía asumido que su paso por las estructuras organizativas,
incluidas las de dirección, era algo efímero; dos años era la media deseada. La cárcel
o el exilio se sentían como algo prácticamente inevitable, máxime cuando uno estaba
«quemado», es decir, fichado por la policía. Si además intervienen las autoridades
francesas, el alejamiento significa la pérdida de control, del poder en la organización,
siempre volcada hacia el interior.
Madariaga e Irigarai marchan a Argelia, Benito del Valle a Venezuela y
Txillardegi a Bruselas. Sólo este último contará algo en los meses sucesivos gracias
al control de la delegación belga sobre el resto de las delegaciones extranjeras, a
pesar de que, según Patxo (José Luis) Unzueta, en su artículo «La V Asamblea de
ETA» en la revista Saioak, afirme que era Argel la sede oficial de las delegaciones.
Desaparecía la vieja guardia, la generación de los fundadores, y el poder pasó de
nuevo al interior, pero a otras manos. Básicamente a las de Zalbide, acompañado en
la nueva singladura, entre otros, por Patxi Iturrioz, José María Escubi y los hermanos
Echebarrieta. Probablemente el cóctel más brillante y explosivo de la historia de
ETA.
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Para mantener viva la tradición de las asambleas anuales o para consolidar el
poder recién adquirido, el nuevo equipo convocó en el interior —detalle harto
significativo de los nuevos tiempos— la IV Asamblea en agosto de 1965. La reunión
comenzó en la Casa de Ejercicios de los jesuitas en Loyola —Azpeitia— pero fue
suspendida precipitadamente ante la noticia de que los delegados del exterior habían
sido sorprendidos en la frontera por una patrulla de la Guardia Civil (fueron detenidos
por dos agentes de este cuerpo pero lograron escapar camino de Vera del Bidasoa).
Los liberados del interior permanecieron «enchopinados» —escondidos— durante un
mes y la reunión se reanudó, esta vez no en la confortable pero espartana Casa de
Ejercicios Espirituales, sino en una cabaña de ovejas de las campas de Urbía, muy
cerca de otro referente religioso, el Santuario de Aránzazu —éste regentado por la
orden franciscana—, la virgen patrona de Guipúzcoa, al igual que San Ignacio.
La IV Asamblea oficializó la moneda de las dos caras, es decir, aprobó la
ponencia «Bases teóricas de la guerra revolucionaria» y la segunda «Carta a los
intelectuales». Además de lo ya señalado anteriormente, de la ponencia cabe destacar
la reestructuración de ETA en secciones (militar, activista, de información y oficina
política). En la «Carta», reelaborada a partir de la primera durante el mes de
«enchopanamiento», se registraba también alguna novedad, como la diferenciación
entre autodeterminación —propio del derecho natural— e independencia, a decidir
por la población. Además quedó algo para las generaciones venideras, aquello de
cuanto peor, mejor: «podemos afirmar que la dictadura del general Franco está siendo
para nuestro pueblo infinitamente más positiva que una República democrático-
burguesa, que hubiera ahogado nuestras aspiraciones sin crear unas tensiones como
las que ahora disponemos para lanzar al pueblo a la lucha». El párrafo era entonces
coherente con la teoría de la espiral, pero luego fue interpretado de modo distinto.
Sin lugar a dudas, la IV Asamblea, una reunión de la que se ha escrito poco —
hasta las actas se han extraviado—, fue una de las importantes de la historia de ETA.
No pasó nada en especial, es decir, no hubo escisiones ni siquiera broncas que hayan
trascendido, pero allí se modificaron los «Principios» de 1962 y se aprobó la opción
socialista como el futuro de la sociedad vasca liberada de la opresión nacional. Dicho
de otra manera, la reunión permitió, oficialmente, la apertura a las corrientes
marxistas, revolucionarias, de liberación colonial, etc., un vendaval que en los años
sesenta parecía poder barrerlo todo. En ETA, una organización con puertas y ventanas
abiertas, pero que venía de donde venía, el vendaval se convirtió en un tornado. Nada
de lo que pasó en las dos posteriores asambleas es explicable sin entender lo que se
aprobó en las campas de Urbía.
Los planes previstos se vieron truncados muy pronto por la detención de Zalbide;
en realidad, fueron aplicados dos años después, tras la escisión de la V Asamblea. Por
ahora, charlas y cursillos a los nuevos militantes eran la actividad principal. Las
charlas versaban sobre lo divino y lo humano: las experiencias argelinas, el
neocapitalismo, la historia del País Vasco, la sociedad de consumo, la
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«descolonización de la mujer», como escribía Patxi Iturrioz en el Zutik! número 29…
Los cursillos, dirigidos a militantes más concienciados, tenían carácter militar, si es
que puede hablarse en estos términos si casi no había armas. Como escribe Gregorio
Morán, refiriéndose a Izco de la Iglesia —condenado a muerte en el proceso de
Burgos—, «viajaba con un Colt 45 cargado con balas de diferente calibre,
introducidas en el tambor gracias a la lima y el martillo». Pero creaban ambiente, un
estado de ánimo que cristalizará más adelante.
Zalbide escribió desde la cárcel que en estos cursillos se vivía un clima de
«insurrección revolucionaria, pero cuando el militante salía de nuevo a la calle oía
decir que ETA son esos que pintan las paredes». Quizás por esto o, más bien, porque
la organización no tenía un duro, se decidió perpetrar un atraco, el primero de la
historia, y de paso, ver qué pasaba con la teoría de la espiral acción-represión-acción.
Probablemente, jamás en la historia se haya anunciado un atraco antes de ser
cometido. Lo hizo el Zutik! 32, a través de un «Comunicado al pueblo vasco»
firmado por el Ejecutivo de ETA que, en su párrafo preliminar, decía lo siguiente:
«En razón del aumento de necesidades inherentes a la presente etapa, se comenzará a
efectuar, en determinadas circunstancias, e independientemente de la ayuda popular,
la requisa de medios necesarios a la lucha revolucionaria. Estas medidas serán
tomadas con extraordinaria prudencia y en ningún caso se lesionarán los bienes
materiales de una persona que necesite de ellos para vivir con dignidad». No nos
resistimos a reproducir lo sustancial de la argumentación posterior porque, vistas las
cosas desde hoy, resulta insólita:
«Nunca hemos contado con otros ingresos que los que nuestros compatriotas nos
han proporcionado individual y voluntariamente. (…) Nuestra organización se
encuentra precisamente en el estado de transición entre no hacer más que propaganda,
a hacerse un verdadero movimiento revolucionario. El pueblo sabe que lo que
pretendemos constituye una empresa gigantesca —casi una utopía— y que los
medios deben de estar a la altura de la misma. Por eso se ve tan poco la actividad de
ETA (…) y por eso ha tomado nuestro Ejecutivo la decisión publicada arriba.
Quisiera ahora resaltar la afirmación de que estas medidas a que nos empuja la lógica
revolucionaria no serán tomadas en contra del pueblo. (…) Esperamos que nuestro
pueblo sabrá comprender las causas de esta decisión, tan apartada ciertamente de las
medidas políticas tradicionales, pero inevitable si queremos ser consecuentes en
nuestro ideal de liberación total de la nación vasca».
Las precauciones fueron tantas que incluso se recabó la opinión de algún
sacerdote. Por fin, el 24 de septiembre, un comando de ETA asaltó en Bergara a un
cobrador, desarmado, del Banco de San Sebastián, para arrebatarle la bolsa con el
dinero. Al parecer se equivocaron y se llevaron otra inservible, llena de letras de
cambio. Uno de los atracadores era Zalbide.
La teoría del «cojonímetro» —de «cojones»— o los hombres orquesta. Zalbide ha
sido uno de los teóricos más brillantes de la historia de ETA y se ha pasado media
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vida en la cárcel por participar en una requisa, como se decía entonces. Txabi
Echebarrieta tenía afición por la poesía, le gustaban Ortega y Unamuno y era de un
talante extremadamente conciliador, «el diplomático» le llamaban. Fue quien mató al
primer guardia civil y resultó ser también el primer muerto de ETA. Sin llegar a los
extremos posteriores, cuando leer un libro de ensayo resultaba sospechoso, parecería
que la prueba de fuego del activismo era indispensable para hacerse reconocer como
dirigente de la organización; uno podía escribir ponencias o artículos de Zutik!, pero
donde de verdad se cortaba el bacalao era demostrando valentía y arrojo en las
acciones. Ahí estaba la autoridad.
Tras el atraco frustrado, Zalbide, que tampoco debía de ser muy buen conductor,
cayó con su coche en un socavón de la carretera de Durango y fue detenido varios
días más tarde. Para más inri le dieron trato de preso común, por lo que inició una
huelga de hambre reclamando su condición de preso político. La cosa es que quedó
fuera de circulación. Sin él, la moneda ya no caía de canto, sino que se desplazaba
hacia uno de sus lados, el de Patxi Iturrioz y su evolución izquierdista.
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porque «los cabras» se automarginaron de la organización y, hasta 1968, cuando sus
principales militantes fueron detenidos, se mantuvieron fieles a la guerrilla rural,
aunque sólo en plan de entrenamiento.
En el exterior, otro foco de disidencia, la figura más sobresaliente era la de
Txillardegi que, además, no estaba en Argelia, como Madariaga, sino en Bruselas. De
esta época es su obra Hizkuntza eta pentsakera («Lengua y pensamiento»), donde
defendía que el idioma no pertenece al terreno de la superestructura, sino que
condiciona el pensamiento de forma determinante. No hace falta explayarse en su
reacción cuando comprobó que los Zutik! editados por la Oficina Política de Iturrioz
se redactaban cada vez más en castellano.
En Bruselas también estaba Krutwig. El autor de Vasconia ingresó en la
organización en estas fechas, aportando, como tarjeta de visita, los folletos «La
cuestión vasca» y «El nacionalismo revolucionario», ambos fundamentados en el
maoísmo. Entre la capital belga y París, Krutwig conectó con lo que sería después la
dirección de ETA: José María Escubi, Bilbao Barrena y Bareño, por un lado, y un
grupo de exseminaristas guipuzcoanos —todos procedentes de un mismo curso del
Seminario Diocesano de San Sebastián— entre los que sobresalían José María
Aguirre, Txato, Mikel Azurmendi y José María Matxain. Su labor fue básicamente la
de impartir ciencia en forma de cursillos o conferencias, donde también participaba,
por poner un ejemplo, el teórico trotskista Ernest Mandel.
Para su definición del «nacionalismo revolucionario», Krutwig se valió de todo
tipo de autores marxistas —Lenin, Mao y el vietnamita Truong Chinh, sobre todo—,
pero lo que quedó en la mente de sus contertulios fueron tres ideas: nacionalismo,
revolución —es decir, radicalismo, nada de tonterías reformistas— y guerrillas. Más
que suficiente para acometer con garantías de éxito la batalla que se avecinaba en el
interior.
Y en el interior mandaba Iturrioz. Los hermanos Echebarrieta se habían situado
en una posición, sino de apoyo, sí de contemporización con la Oficina Política. El
mayor, José Antonio —ya enfermo, pero con la mente en perfectas condiciones— se
ocupaba sobre todo de elaborar una historia del nacionalismo vasco partiendo de
Sabino Arana. Txabi era un brillante estudiante de Económicas en la facultad de
Sarriko, más dado a actividades intelectuales que a otra cosa. Quizás ese carácter
abierto de ETA del que hemos hablado se refleje perfectamente en ambos hermanos,
que mantenían estrechas relaciones con Jorge Oteiza, pero que asistían también, de
forma regular, a una tertulia con gentes como Agustín Ibarrola, Dionisio Blanco,
Antonio Pericás —todos del PCE— y Luciano Rincón —exdirigente «felipe»—, por
citar a los más representativos, más que denostados en el mundo nacionalista. En
cualquier caso, dejaron hacer, políticamente hablando, a los nuevos dirigentes de la
organización, cuyo epicentro se situaba, además, en la entonces lejana San Sebastián.
Hemos hablado mucho de Patxi Iturrioz, para personalizar un tanto (no era ningún
novato: había ingresado en ETA en 1959 y ya conocía la experiencia de la cárcel),
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pero junto a él se encontraban una serie de jóvenes estudiantes con un nivel cultural
elevado, como Álvarez Dorronsoro, Eugenio del Río, Iñaki Zubiaur, Uresberoeta o
Bordonabe. Estos dos últimos llegaban a ETA procedentes de ESBA, lo que dio pie a
que la acusación de infiltración españolista realizada en la V Asamblea acabara
siendo indiscutible. El nuevo equipo, al mando de la Oficina Política, sin mayores
problemas con el Comité Ejecutivo y con los bilbaínos en plan diletante, impusieron
una nueva línea política.
El cambio fue visible en varias direcciones. En primer lugar, la teoría de la espiral
quedó en el baúl de los recuerdos; ni se planteó llevar a cabo alguna acción armada
tras la detención de Zalbide —tampoco había mayores posibilidades con el díscolo
grupo de El Cabra—, y lo único que se intentó fue la movilización popular, con un
resultado poco esperanzador: según F. Letamendía, cincuenta personas acudieron a la
primera manifestación convocada y ciento cincuenta a la segunda. Pero es más, las
referencias al uso de la violencia desaparecieron de Zutik!, salvo una brevísima en el
número 38. ETA se había configurado como una organización «armada más del deseo
de armarse que de armas reales» como dice Patxo Unzueta en el citado artículo de
Saioak, pero de ahí a olvidarse del tema iba un abismo que pronto salvarán Escubi y
compañía.
El trabajo militante se orientó fundamentalmente hacia el interior de las masas,
hacia los trabajadores, en un intento de superar el anterior alejamiento en relación al
movimiento obrero. La nueva política no fue seguida obviamente por la totalidad de
los militantes —tampoco muchos eran obreros—, pero sí produjo algún resultado en
Guipúzcoa. Durante el verano de 1966 se creó en Zumárraga la primera Comisión
Obrera Provincial de CCOO con participación de varios militantes de ETA, que
consiguieron lograr de la asamblea el reconocimiento del derecho de
autodeterminación para el pueblo vasco.
El Aberri Eguna de 1966 fue convocado por ETA en Irún-Hendaya, y decimos por
ETA porque, en principio, nadie estaba en desacuerdo, ni siquiera Txillardegi. La
primera vez que se abordó el tema, en el Zutik! 39, se decía que «nuestra Patria está
no sólo ocupada sino además dividida. Unos vascos nos enfrentamos con la Guardia
Civil, otros con la Gendarmería. (…) Pero los vascos del Norte y los vascos del Sur
no buscamos dos revoluciones distintas, sino una sola y total revolución vasca». Era
normal que todo el mundo asumiera este mensaje inequívocamente nacionalista. Pero
hubo dos problemas; uno, que el PNV convocó esa festividad en Vitoria y, otro, que
el sentido del llamamiento de la Oficina Política de ETA cambió de la noche a la
mañana.
Había dos convocatorias para el Aberri Eguna, por primera vez en la historia del
nacionalismo, lo que suponía pasar de los enfrentamientos verbales a algo más serio,
a confrontar los efectivos de cada cual. Esto en un principio. Pero cuando ETA
convocó definitivamente la concentración en Irún-Hendaya, lo hizo con un lema
extremadamente grave para el PNV: «Patriotismo obrero frente a nacionalismo
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burgués», con una argumentación que no tiene desperdicio: «En el momento de
redactar estas líneas podemos afirmar que la elección de Vitoria ha sido el resultado
de las componendas llevadas a cabo por la burguesía vasca, el capital monopolista
español y la socialdemocracia hispana, que no contenta con traicionar a las clases
obreras de su país, trata de comerciar ahora con las del nuestro».
La inmensa mayoría de los ciudadanos movilizables para el Aberri Eguna —una
odisea en aquella época franquista— acudió a Vitoria, sin que se sintiera cómplice de
la burguesía vasca, del capital monopolista español y, menos, de la socialdemocracia
hispana. La concentración de Irún-Hendaya tuvo un carácter militante. La Guardia
Civil se empleó sin contemplaciones; dos jóvenes —Mertxe Eguren y Xabier Amiano
— resultaron heridos de bala.
La gota que colmó el vaso y provocó la rebelión definitiva fue la posición
adoptada con respecto a las elecciones sindicales de 1966. Como se sabe, el PCE y el
FLP propugnaban la participación, ante la consigna abstencionista del resto de las
fuerzas políticas y sindicales, salvo, claro está, CCOO que, por cierto, obtuvieron el
mayor éxito de su historia. Pues bien, la Oficina Política, en nombre de ETA, se
mostró favorable a la participación.
La evolución ideológica que sustentaba esta nueva política se analiza en otro
lugar de estas páginas. Limitémonos pues a señalar que, en cualquier caso, las
posiciones de los miembros de la Oficina Política eran tan herederas de la «Carta a
los intelectuales» como la de los nacionalistas revolucionarios o la de Txillardegi y
los suyos. El problema era que la famosa moneda no podía caer de canto, a no ser que
la organización basara su actividad en la lucha armada, la única que ha dado
continuidad a la unidad del aparato.
La cosa es que el grupo de Iturrioz estaba llevando a ETA hacia el marxismo
internacionalista. Por primera vez surgían las dos vías que han coexistido en ETA
para luego bifurcarse: aquella que ha pretendido crear un partido obrero, marxista,
socialista o como se llame —según las épocas— y la que siempre ha pretendido el
sorpasso, sustituir la influencia del PNV por la propia. Basta contemplar la última
versión de este proceso con las trayectorias seguidas por Euskadiko Ezkerra y Herri
Batasuna.
El conjunto de la comunidad nacionalista no tardó en reaccionar, lanzando una
furiosa campaña con una acusación explícita y contundente: la de españolismo. Mal
estaba que los de ETA se marcharan de casa y anduvieran por ahí refundando el
nacionalismo y preconizando o intentando experiencias armadas; pero esto era
demasiado, se estaban yendo a la casa de enfrente. Había surgido un cuerpo extraño y
había que extirparlo sin contemplaciones. De ahí puede comprenderse con facilidad
la entusiasta colaboración prestada a la campaña antiespañolista por grupos como
ELA —la fracción berri para ser exactos— o sectores no muy progresistas
precisamente del nacionalismo en una lucha interna de ETA que, en principio, ni les
iba ni les venía.
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En el seno de la organización, sus distintos sectores se aliaron en contra de la
Oficina Política, partiendo también de una reacción un tanto espontánea de parte de la
base que se había negado a repartir los últimos Zutik! y quemado el dedicado a las
elecciones sindicales. Txillardegi llevaba meses denunciando lo que para él era una
«desviación norteña»; los nacionalistas revolucionarios, por su parte, tomaron una
decisión más drástica y eficaz: volver al interior y hacerse con el control de ETA. Así,
Txato Aguirre, Mikel Azurmendi… y los conocidos como «los tres mosqueteros»
(Escubi, Bilbao Barrena y Bareño) cruzaron clandestinamente la frontera en verano
de 1966.
La batalla en el interior de ETA no era nada sencilla por el control que el equipo
de Iturrioz ejercía sobre la militancia, muy compartimentada por razones obvias.
Había llegado la hora de José María Escubi Larraz, un estudiante de Medicina, con
experiencia de detención y cárcel, nacido en Leiza (un pequeño pueblo navarro, cuna
también del famoso levantador de piedras Iñaki Perurena). No era un brillante
intelectual, como Zalbide o Echebarrieta (tampoco tenía un pelo de tonto), pero era
valiente, quizás también habilidoso y, sobre todo, tuvo siempre el santo de cara. No
fue apresado, y sigue vivo, tras sus tres años de estancia ilegal en el interior, siendo el
dirigente indiscutido de ETA y el más buscado por la policía, con más de una
escaramuza a tiro limpio. Fue el protagonista de la siguiente fase, la del próximo
capítulo.
Ya en el interior, «los tres mosqueteros» conectaron de inmediato con los
hermanos Echebarrieta y poco a poco, célula a célula, se fueron haciendo con el
control de la organización. Una vez asegurada la mayoría, convocaron la V
Asamblea, que se inició la noche del 7 de diciembre de 1966 en la casa cural del
pueblecito guipuzcoano de Gaztelu. Asistieron cuarenta y cinco delegados. (Lucas
Dorronsoro, hermano de dos de los procesados en Burgos y cura de la localidad,
pidió el ingreso en ETA en esta Asamblea y acudió, ya como delegado, a su segunda
parte). Previamente, el Comité Ejecutivo había expulsado a Patxi Iturrioz y disuelto
la Oficina Política.
Conviene un inciso, porque se ha especulado demasiado acerca del clima violento
que rodeó la reunión, antes y después de su celebración. Es cierto que hubo excesos
verbales, como la de un grupo de militantes de San Sebastián que presentaron un
esbozo de la táctica a seguir en la Asamblea —tal y como lo define Patxo Unzueta en
el artículo citado— como «alternativa ante la aparente imposibilidad de eliminar
físicamente a los responsables de la traición, lo que sería a nuestro entender el único
camino correcto de eliminación». Sin llegar a estos extremos de eliminación física, la
violencia verbal fue nota característica de la campaña antiespañolista, pero la V
Asamblea se desarrolló sin incidentes, aunque, como muestra de la tensión, baste
decir que Izco de la Iglesia, el jefe de seguridad, retiró previamente a todos los
asistentes no sólo las pistolas, sino cualquier objeto punzante.
Iturrioz no pudo asistir a la Asamblea, por haber sido expulsado; tampoco
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asistieron Txillardegi y Madariaga, al parecer porque no se atrevieron a cruzar la
frontera. Sólo había un representante de la «vieja guardia», Xabier Imaz, actuando
como portavoz de la misma. Poca cosa ante el empuje de Escubi y Echebarrieta. A
pesar de las trampas tendidas por estos últimos —cambios de citas, etc.—, trece
militantes de la corriente fiel a la Oficina Política lograron llegar a Gaztelu.
Comenzada la reunión, plantearon como cuestión de orden previa que la misma no
podía constituirse sin la presencia de Iturrioz. Perdida la votación correspondiente, se
vieron obligados a permanecer en una habitación contigua hasta poco antes de que se
clausurara la Asamblea. Se adujeron motivos de seguridad.
El resto fue un paseo. Txabi Echebarrieta leyó el llamado «Informe Txatarra» —
se titulaba «Análisis y crítica del españolismo social-chovinista»— elaborado por su
hermano José Antonio y basado en el Qué hacer de Lenin. En él se acusaba de
«utópico, ucrónico, anacional, reformista, antiorganizativo y pacifista» al reciente
planteamiento de la Oficina Política. Más allá de la palabrería y del Qué hacer, del
que los delegados no tenían noticia, de lo que se habló fue de españolismo, glosado
por algunos de los asistentes tras las casi dos horas de intervención de Txabi.
Veintinueve delegados votaron a favor del informe y de la consiguiente expulsión de
los españolistas, dos se abstuvieron y un voto resultó nulo.
Al parecer, la mayoría de los reunidos no pensaba que aquello iba a acabar en una
escisión, y menos Txabi Echebarrieta, el presidente de la Asamblea a sus recién
cumplidos veintidós años, un joven prudente y sensato, según sus amigos. Pero los
que en la reunión eran denominados como los «disidentes», mostraron desde la
primera votación adversa una actitud muy clara, denunciando los «métodos fascistas»
—son sus palabras— de sus adversarios. Una vez finalizada la Asamblea, la
disidencia devino en escisión, porque los expulsados siguieron llamándose ETA
(berri, «nueva») durante algún tiempo. Ni que decir tiene que abandonaron la lucha
armada y que su evolución les llevó hacia el marxismo-leninismo versión maoísta,
adoptando las siglas de Movimiento Comunista de Euskadi, una fuerza no marginal
en la Euskadi de los setenta.
En términos formales, ya había vencedores y vencidos, pero los primeros tenían
ante sí un par de problemas. Parafraseando el conocido dicho de un dirigente de la
extinta UCD, habían ganado, pero no sabían muy bien quién, si los etnolingüistas o
culturalistas de Txillardegi, o los nacionalistas revolucionarios capitaneados por
Escubi y Echebarrieta que, teorías aparte, pensaban en el Che Guevara como modelo,
esto es, en la lucha armada. Esto se dilucidó en la segunda parte de la Asamblea,
porque el otro problema era más urgente: ganar definitivamente la partida a los
«españolistas» en el mundo nacionalista donde se desenvolvían todos.
De hecho, la primera medida que se adoptó en la Asamblea fue «realizar una
fuerte campaña de prestigio y reafirmación organizativa en base a contactos con
distintos medios vasquistas». Así qué toda la plana mayor de ETA recorrió el País
Vasco conectando con artistas —partiendo de Oteiza—, grupos de danzas, de
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montañeros, células obreras influenciadas por la dinámica impulsada por la antigua
Oficina Política… en fin, con todo lo que se movía. Obviamente, esto tenía que ser
realizado desde el interior y no desde Bruselas, por lo que los nacionalistas
revolucionarios no tuvieron mayores problemas en matar dos pájaros de un tiro. Ellos
sí estaban en la brecha.
Curiosamente —en realidad no es tan curioso— lo más crudo de la cruzada
antiespañolista se desarrolló en locales eclesiásticos. Empecemos por situar las cosas
en su sitio porque la importancia de los centros religiosos en aquella época era
incuestionable para cualquier grupo de oposición antifranquista: más de una vez se
celebraron reuniones de CCOO en iglesias o sacristías; la bolsa de resistencia de la
famosa huelga de Bandas la llevaban curas de la parroquia de Basauri, por poner
algún ejemplo. ETA no fue una excepción, sino más bien la regla, sabiendo, además,
de la profesión de fe de la mayoría de sus militantes. Ya hemos visto que no hay
asamblea que no se realice en un convento, iglesia o monasterio. Pero además de esta,
digamos, ayuda logística prestada a casi todos, los locales parroquiales fueron el
escenario de las llamadas «escuelas sociales», donde se impartían conferencias de
todo tipo, desde historia del País Vasco hasta nociones de marxismo. Funcionaban en
régimen semiabierto, con «gente de confianza», y supusieron un salto cualitativo en
la lucha clandestina, por cuanto suponía pasar de la octavilla a una explicación más o
menos pública de posiciones políticas y multiplicar las posibilidades de
reclutamiento. Esta vía fue iniciada por organizaciones como las JOC —o Herri
Gaztedi, su paralelo en el País Vasco— pero fue explotada al máximo por la corriente
fiel a la Oficina Política. Escubi y los suyos, la nueva dirección de ETA, no tuvo más
remedio que acudir a este escenario desfavorable para plantear la batalla y reclutar
nuevos simpatizantes. Teniendo en cuenta el apoyo del mundo nacionalista y de la
mayoría de los sacerdotes que «estaban detrás» de estas escuelas sociales, resulta
fácil imaginar que los resultados fueron más que favorables.
Una vez eliminada definitivamente la «traición españolista», quedó el camino
libre para convocar la segunda parte de la V Asamblea, celebrada durante la Semana
Santa de 1967 en la Casa de Ejercicios regentada por los jesuitas en Guetaria. La
correlación de fuerzas quedó aclarada desde el primer momento, cuando la inmensa
mayoría de los cuarenta delegados asistentes eligieron a Txabi Echebarrieta como
presidente, en detrimento de Imaz, el de la vieja guardia. Las posiciones de los
llamados «nacionalistas revolucionarios» se impusieron sin ninguna dificultad.
Sin embargo, la V Asamblea no introdujo sustanciales novedades ideológicas en
el seno de ETA, como puede apreciarse en la «Ideología oficial» aprobada en la
segunda parte. Causó furor durante una época el concepto de «Pueblo Trabajador
Vasco», una transacción entre los nacionalistas revolucionarios y la corriente de
Txillardegi, que no causó más que dolores de cabeza e incomprensibles
disquisiciones. En realidad, no fue Krutwig sino Zalbide el intelectual vencedor de la
V Asamblea, porque en Guetaria no se hizo más que regresar a las resoluciones de la
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IV por partida doble. Por un lado, la definición del nacionalismo revolucionario
aprobada en la V es una mala copia de la «Carta a los intelectuales»: «La liberación
nacional del pueblo vasco es la liberación integral del pueblo y del hombre vasco; es
la negación total de una realidad actual, opresiva. Esta negación total sólo puede ser
realizada por el pueblo trabajador vasco a través de su situación de clase explotada.
Por eso, la lucha nacional del pueblo vasco es una afirmación socialista
(nacionalismo revolucionario)».
Para este viaje a la moneda de las dos caras no hacían falta tantas reuniones;
tampoco fueron convocadas para esto, sino para extirpar el grano españolista. Pero,
siguiendo con la herencia de la IV, ahora sí que Zalbide iba a poder contemplar, desde
la cárcel, cómo se ponía en funcionamiento su teoría de la espiral. Ya lo veremos a
continuación, pero lo que reinaba en el ambiente de la segunda parte de la V
Asamblea era la urgencia de comenzar a activar el mecanismo de una vez por todas.
Se volvía, en definitiva, al binomio liberación nacional-liberación social como
objetivos a alcanzar a través de la lucha armada, esto es, a la IV Asamblea. Pero los
años no habían pasado en balde, como reconocería Txillardegi mucho después:
«Fuimos reemplazados por otra generación lo que, con el tiempo, le ocurre a todo el
mundo». La organización que salió de la V Asamblea al mando de los Escubi,
Echebarrieta, etc., estaba ya dispuesta a poner toda la carne en el asador. Ello,
añadido a la incorporación del marxismo como fuente de inspiración de ETA, puede
explicar el «mutis por el foro» de buena parte de la vieja guardia poco después de
aquella Semana Santa de 1967. Txillardegi, Benito del Valle, Imaz y Aguirre, cuatro
de los fundadores, decidieron abandonar «su» organización alegando que «ha dejado
de ser un movimiento de tendencias diversas para convertirse progresivamente en un
partido de tendencia claramente marxista-leninista». Como escribe Gregorio Morán,
fue la única salida de gentleman de toda la historia de ETA.
Txillardegi y sus compañeros se constituyeron en un grupo de presión dentro del
mundo nacionalista a través, sobre todo, de la revista Branka. Su función política
consistió, en adelante, en convertirse en celoso guardián de la unidad de la familia,
dentro de su pluralidad, pero en estado de alerta ante cualquier nueva «desviación
españolista». De ahí su permanente propuesta de constituir un Frente Nacional, es
decir, un frente nacionalista dirigido contra España. Algún otro miembro de los
fundadores, como Madariaga, permaneció en las filas de la organización, al igual que
Krutwig. Ambos, desde no se sabe dónde, permanecieron también en estado de alerta
por si el grano españolista volvía a reproducirse.
De todas maneras, esta ETA que salió de la V Asamblea tenía el campo libre en
su interior, pero había sembrado de piedras el camino. La campaña antiespañolista
que tuvo que desatar para derrotar al grupo de Patxi Iturrioz despertó viejos
demonios, nunca olvidados en el seno del nacionalismo; esos vientos se volvieron en
su contra, en forma de tempestad, pocos años después. A su vez, se vio obligada a
echar mano de un marxismo sui generis para combatir la apertura hacia la izquierda
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de la Oficina Política, incubando así una especie de virus que acabó afectando a
buena parte de los futuros dirigentes de la organización. Los nuevos tiempos, y las
nuevas generaciones, caminaban también en una dirección laica. Pronto quedaron
vacíos los seminarios y algunos curas empezaron a casarse, pero también fue muy
significativo que sólo asistieran cinco delegados a la misa celebrada por Lucas
Dorronsoro el día de Jueves Santo de 1967, en plena V Asamblea. Hoy se habla del
origen de las distintas culturas políticas a la hora de explicar las diferencias —y las
coincidencias— entre el PNV y HB; es posible que ese origen se sitúe ahí, que
entonces, como dice Unzueta, se estuviera cerrando una etapa, en la que la referencia
había sido el PNV, y abriendo otra, «caracterizada por la aspiración expresa de
alumbrar un nuevo nacionalismo alternativo política y organizativamente, aunque no
ideológicamente, al encarnado por los seguidores del inventor del término
“Euzkadi”».
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Capítulo III
Pasión, muerte
y resurrección de ETA
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comenzaron a registrarse acciones armadas por parte de grupos que decían ampararse
en el marxismo. Todo ello formará parte de la pequeña historia de ETA en esta etapa,
y decimos pequeña porque afectó solamente a sus dirigentes.
Cuando Zalbide elaboró la teoría de la espiral, en los años de la llamada
«liberalización», no podía imaginar que su puesta en práctica iba a coincidir con el
inicio de la represión indiscriminada y masiva como única respuesta por parte del
régimen franquista. Desde la huelga de Bandas, desde la primavera de 1967, el País
Vasco estuvo sometido a un casi permanente estado de excepción. El Estado se valía
de las FOP como único argumento contra todo lo demás, y ese todo lo demás no era
nada despreciable: los obreros, que no tenían miedo a declararse en huelga, la Iglesia,
en pie de guerra —pocos años después, hasta la jerarquía—, las actividades
vasquistas en auge inesperado, y la provocación de ETA, con sus acciones armadas.
No se trataba de un clima prerrevolucionario, ni mucho menos; la rebeldía afectaba a
núcleos específicos de la sociedad, pero fue más que suficiente para que el
franquismo arremetiera contra ella en su conjunto.
Los nacionalistas revolucionarios dirigidos por el tándem Escubi-Echebarrieta,
libres ya de cualquier tipo de contestación interna, se lanzaron de lleno a la acción, y
nunca mejor dicho. Había que actuar, donde fuera y como fuera.
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en tres direcciones, no muy compatibles entre sí y menos con los supuestos teóricos
aprobados. Una, lanzó una campaña de unidad nacionalista, presumiblemente para
contrarrestar a la corriente de Txillardegi y, de paso, dejar claro que se está donde se
estaba. Dos, ingresó en CCOO, medida claramente orientada a dar la batalla a ETA
Berri en su propio terreno y, también de paso, obviar el hecho vergonzoso para
cualquier organización revolucionaria de haber quedado al margen de la huelga
emblemática de aquellos años, la de Bandas. Y tres, iniciar por fin la lucha armada.
Muchas cosas al mismo tiempo, por lo que vayamos por partes.
Según se reconoce en el número 47 de Zutik!, la idea de lanzar una campaña en
favor del Frente Nacional fue sugerida por miembros de Jagi-Jagi, el antecedente
directo de ETA en el terreno doctrinal. Siguiendo el hilo de la historia, el objetivo
consistiría en arrastrar al PNV hacia una política de unidad nacionalista y romper su
alianza con los socialistas y republicanos, es decir, dinamitar el Gobierno vasco en el
exilio y olvidarse de la vieja legitimidad republicana, la del Estatuto de 1936. ETA
hizo suya la idea, no tanto porque creía en su viabilidad, sino porque era una
excelente plataforma de lanzamiento tras la crisis de la V Asamblea. Entre otras
cosas, permitía tender un puente seguro hacia EGI, las juventudes del PNV.
La campaña se articuló en torno al lema BAI, Batasuna, Askatasuna, Indarra
(«Unidad», «Libertad» y «Fuerza»):
«BATASUNA: unidad de todos los abertzales para conseguir el objetivo de todos
los abertzales: la libertad de Euskadi.
ASKATASUNA: libertad de todos los grupos y organizaciones abertzales para
desarrollar su trabajo en común, sin abandonar sus propios programas y teorías sobre
el futuro de nuestro pueblo.
INDARRA: fuerza inmensa que conseguirá el pueblo vasco presentando un Frente
Unido contra las fuerzas de represión y ocupación».
El argumento principal que acompañó el lanzamiento de la campaña fue el de la
reafirmación nacionalista: «dentro de ETA ha cabido todo el que se ha sentido
abertzale. Hemos tenido y seguimos teniendo en ETA abertzales no socialistas. (…)
En la historia de ETA sólo ha habido expulsiones por una causa: españolismo». La
materialización práctica consistió en la convocatoria para una concentración en las
campas de Urbía (allí se había celebrado la IV Asamblea), adonde asistían
habitualmente, el primer domingo de octubre, cientos de montañeros a una fiesta
vasquista. Tocó el día 1 de octubre de 1967, aniversario de la «Exaltación del
Caudillo a la Jefatura del Estado». La Guardia Civil cortó los accesos a la campa,
detuvo a todos los que pudo —entre ellos algunos cuadros de la organización— y la
concentración quedó inscrita en los anales de la resistencia de los vascos contra la
dictadura. Pero ETA logró su principal objetivo, abrir una brecha en EGI, como
veremos después. El proclamado, el objetivo de lograr un Frente Nacional, quedó en
nada: el PNV no reaccionó hasta dos años después, y su respuesta fue negativa.
Ajuriaguerra seguía mandando.
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Simultáneamente, como hemos dicho, la organización decidió estar presente en
las movilizaciones obreras, desde dentro y, para ello, solicitó su ingreso en CCOO, en
una clara apertura hacia la izquierda. Lo lógico, si se hubiera mantenido la coherencia
del Frente Nacional, hubiera sido la opción de ELA-STV, pero esta alternativa ni se
planteó. Fue el propio Txabi Echebarrieta quien llevó el peso de las negociaciones
con la dirección de Comisiones, en concreto con el comunista José Unanue, entonces
trabajador de Altos Hornos de Vizcaya. ETA no aportaba militantes obreros, por sus
propias características de organización armada —era imposible que alguno de ellos se
pusiera al frente de una asamblea o iniciara una «culebra»—, pero sí puso buena parte
de su infraestructura de propaganda en manos de CCOO y participó regularmente en
la redacción de los boletines que editaba.
Esta decisión, materializada en el verano de 1967, tenía su origen en la necesidad
de contrarrestar a ETA Berri, como he dicho, y abrirse paso en un sector combativo,
el de los trabajadores. Sus efectos fueron devastadores para la organización.
En principio, lo que solía llamarse «intervención en el movimiento obrero» seguía
las pautas marcadas por la teoría acción-represión. El esquema sería el siguiente: los
trabajadores de una empresa reclaman un aumento salarial y la dirección se niega, por
lo que acuden al sindicato vertical que, por supuesto, se sitúa al lado del capital;
agitación y huelga por parte de los obreros y despidos, y amenazas de la patronal;
solidaridad de otras empresas vecinas, paros y manifestaciones en la calle, lo que saca
el conflicto de su marco primitivo; represión —palos en las calles, detenciones, cárcel
— por parte de las Fuerzas de Orden Público. Es el momento clave del proceso,
cuando la labor de los instigadores de la huelga ha dejado de ser suficiente y pasa a
segundo plano; entran en acción los grupos especializados del Frente Militar: susto a
cierto jefe de empresa significativo, secuestro del empresario, quema de coches
policiales… Más represión policial, con juicios militares y estados de excepción.
Resultado: politización generalizada de algo que había comenzado por la petición de
un simple aumento salarial.
En muchos casos ocurrió así, pero en la década siguiente, en las postrimerías del
franquismo e inicios de la transición, en ciertas zonas como Tolosa o el Goiherri
guipuzcoano. ETA lo intentó, colocando catorce bombas en edificios oficiales durante
la Semana Santa de 1969, cuando las huelgas de aquella primavera se encontraban en
recesión. Trataba de mostrar a los trabajadores que no estaban solos, que detrás de
ellos se encontraba una fuerza militar dispuesta a defender sus intereses. El problema
fue que los presuntos interesados no se dieron por enterados.
Por diversas razones que no podemos analizar aquí, la estrategia de CCOO entró
en crisis hacia el año 1968, y en su lugar cobraron protagonismo los llamados
Comités de Empresa impulsados por la UGT. Sin conocer el origen de la iniciativa,
ETA la apoyó sin reservas, como pudo comprobarse durante el movimiento
huelguístico a principios de 1969. La lucha comenzó en Altos Hornos de Vizcaya, se
extendió como una marea por toda la ría y alcanzó importantes empresas de
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Guipúzcoa. Evidentemente, las huelgas fueron decididas por los propios trabajadores,
y para ello era necesario luchar en el interior de las fábricas, cosa que corría a cargo
de las fuerzas específicamente obreras; ETA no era una de ellas, pero puso su aparato
de propaganda al servicio del movimiento, desarrollando una intensa labor en su
extensión no igualada por ninguna otra organización.
Esta especie de euforia obrerista acabó generando un serio cortocircuito, tanto
práctico como teórico. Muchos militantes y más de un dirigente acabaron
tomándoselo en serio y, en consecuencia, fueron evolucionando hacia posiciones
claramente de izquierda, olvidándose, por ejemplo, del Frente Nacional. Otros, y en
particular un sector significativo del Frente Militar, veían esta actividad como algo
exótico, no necesariamente negativo, pero sí lejano a la esencia de la organización.
En el plano teórico, la confusión fue aún más evidente, porque el esquema de los
frentes se vino abajo, como no podía ser de otra manera.
Al Frente Obrero se le adjudicó la responsabilidad de garantizar la hegemonía
obrera en el Frente Nacional Vasco y, en consecuencia, el carácter socialista de la
revolución. Esto, obviamente, se alejaba de las concepciones jagi-jagistas del Frente
Nacional, defendidas también por Branka. Se hizo popular entonces un debate sobre
la casa; primero vamos a hacerla, decían unos, y luego ya veremos de qué color la
pintamos; es imposible hacer una casa sin saber previamente cómo la queremos,
respondían los otros. En el seno de la organización, el debate y las dudas fueron más
allá, hasta alcanzar la metafísica: ¿qué era ETA?, ¿era el Frente Obrero o el embrión
del Frente Nacional? Preguntas que, además se plantearán en el marco traumático
producido por las grandes caídas de 1969.
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etc. El periódico El Correo Español fue también objeto de dos atentados, en Bolueta
y Éibar. Por cierto, en el segundo de ellos el comando que había colocado la bomba
se quedó mirando en un bar y vio que se encendían de repente las luces de la oficina.
Era la mujer de la limpieza. Subieron corriendo a desactivar el explosivo, pero le
estalló a uno en la mano, quedando herido de gravedad. Insólito, vistas las cosas
desde hoy.
La campaña produjo enseguida los resultados apetecidos en el orden político:
demostrar a la sociedad que ETA iba en serio, que estaba en condiciones de cumplir
con su doctrina y emerger como el único grupo antifranquista —ETA era más que eso
— que practicaba la lucha armada. Así comenzó el trasvase emocional de importantes
sectores del pueblo vasco hacia esos militantes etarras que se jugaban la vida en
aquellas circunstancias de terror franquista y que alcanzó su punto culminante en las
movilizaciones que acompañaron el proceso de Burgos. El incipiente culto a la
violencia, al parecer, no quedó circunscrito a las filas de ETA, sino que afectó al
conjunto del nacionalismo. Según Gregorio Morán, el propio PNV, en contra de la
opinión de Ajuriaguerra, se sintió atraído por la fórmula y organizó algún cursillo de
formación militar en «el otro lado», dirigido por Emaldi, un antiguo miembro del
«sector servicios» que residía en Venezuela y había pasado por la escuela de
instrucción norteamericana de Panamá.
La única acción conocida fue la colocación de explosivos en mayo de 1968 en la
etapa Vitoria-Pamplona de la Vuelta Ciclista a España. La carrera quedó suspendida
por un día. En la actualidad no discurre por carreteras de la Comunidad Autónoma
Vasca. En su día, el hecho fue atribuido al grupo de El Cabra, lo cual puede ser
exacto, porque Zumalde y los suyos ya se habían situado en la órbita del PNV. En
cualquier caso, todo ello se reduciría a una mera anécdota si no fuera porque el culto
a la violencia se fue abriendo camino en las filas de EGI. Dos de sus militantes,
apellidados Artajo y Azurmendi, murieron en 1969 cuando manejaban artefactos
explosivos. Es un tema clave, del que hablaremos al analizar la nueva ETA de los
setenta, al final de este trabajo.
Además de resultados políticos, el comienzo de la lucha armada significó un salto
cualitativo en la organización, en sus militantes. Las palabras se convertían en hechos
tras varios años, desde aquellos de «la insurrección en Euskadi», de predicar la
violencia sin ponerla en práctica. Los liberados comenzaron a llevar pistolas de
manera habitual como medio de defensa personal —o como autoafirmación, la mítica
pipa—, lo que abría la posibilidad de un enfrentamiento armado directo e inesperado.
No pasó nada, pero Sabin Arana, detenido en febrero de 1968, iba armado. Escubi ya
sabía de escaramuzas a tiros con la policía.
En este clima, ETA pensó en avanzar una nueva vuelta en la espiral. El 2 de junio
de este año, el Biltzar Ttipia tomó la decisión de atentar contra la vida de los jefes de
la Brigada Político-Social de Bilbao y San Sebastián. Al parecer, Txabi Echebarrieta
era el responsable de la operación guipuzcoana, la dirigida contra Melitón Manzanas.
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De nuevo el hombre orquesta que negocia el ingreso de su organización en CCOO y
dirige el primer atentado mortal tras pasar a la clandestinidad.
En esto debía de andar Txabi cuando un par de agentes de la Guardia Civil de
Tráfico dio el alto al 850 coupé que conducía, al parecer por exceso de velocidad.
Sacó la pistola y disparó contra el guardia civil José Pardines, que quedó muerto,
tendido al borde la carretera. Txabi y su compañero, Iñaki Sarasketa, llegaron a
Tolosa, cambiaron de coche pero fueron interceptados muy cerca, en el cruce de
Benta Haundi, de nuevo por la Guardia Civil. Esta vez cambiaron las tornas.
Echebarrieta fue muerto a tiros allí mismo, pero Sarasketa logró huir hasta la iglesia
de Régil. Allí fue detenido, junto con el párroco. Era el 7 de junio de 1968, y ese día
cambió la historia del País Vasco para siempre.
Txabi Echebarrieta tenía interiorizada la idea de la muerte, la suya o la de
cualquier otro compañero, según revelan sus escritos personales o aquel profético
«para nadie es un secreto que difícilmente saldremos de este año sin ningún muerto»
del manifiesto del Aberri Eguna. Pero la organización no. La noticia de su muerte
cayó como un mazazo entre los militantes, que quedaron anonadados; a Escubi se le
respetaba, pero a Txabi, además, se le quería, por su peculiar personalidad, abierta y
simpática. La dirección de ETA barajó diversas respuestas, alguna de ellas
descabellada, como lanzar un coche bomba contra el cuartel de la Guardia Civil de La
Salve, en Bilbao. Al final se decidió continuar con los planes previstos, pero ya de
otra manera, porque la muerte se había hecho presente, la propia y la ajena. Ese
sentimiento de rabia que traslucía el panfleto «El primer mártir de la revolución»:
«para nosotros Txabi Echebarrieta vale mucho más que todos los guardias civiles de
Alonso Vega, él incluido. Ellos nos lo han robado y pagarán por ello».
Nos lo han robado. El escultor Jorge Oteiza andaba por aquellas fechas
terminando sus famosos catorce apóstoles en la fachada de la iglesia de Aránzazu.
Añadió una escultura de la Piedad, pero sin su hijo yaciente. Fue el homenaje a su
amigo muerto. Ese mismo sentimiento de robo se extendió por buena parte de la
sociedad vasca, incluyendo los trabajadores no nacionalistas. Txabi pasó a ser
patrimonio del pueblo y la oleada de solidaridad se expresó básicamente en forma de
asistencia masiva a multitud de funerales que se celebraron en todos los rincones del
País Vasco, sorteando las dificultades oficiales y la represión policial. El clero vasco,
ya también muy radicalizado, puso toda la carne en el asador para celebrar las
prohibidas ceremonias, a pesar de las multas gubernativas de que fueron objeto.
Al mismo tiempo, Iñaki Sarasketa estaba siendo juzgado en consejo de guerra,
una semana después de haber sido detenido. Fue condenado a cincuenta y ocho años
de cárcel, pero al capitán general de la VI Región debió de parecerle poco, por lo que,
alegando defectos de forma, provocó otro juicio, en el que resultó condenado a
muerte. En las manifestaciones de protesta que se sucedieron empezó a cuajar la
conciencia antirrepresiva en la sociedad vasca, algo básico para entender lo que
vendría después. En cualquier caso, la pena de muerte fue conmutada.
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Como ya se ha dicho, ETA seguía con sus planes. El atentado contra Junquera, el
jefe de la Brigada Social en Bilbao, fracasó. Pero ese mismo día, el 2 de agosto de
1968, a las tres de la tarde, un militante anónimo —su nombre es el secreto mejor
guardado de ETA— esperaba a Melitón Manzanas en el portal de su casa de Irún.
Siete balas acabaron con su vida. Se había cruzado el Rubicón, porque, a fin de
cuentas, la muerte de Pardines podía ser interpretada como producto de un
enfrentamiento no deseado. El atentado contra Manzanas demostraba que ETA estaba
dispuesta a disparar con frialdad. Aquel verano de 1968 lo cambió todo.
Como es de suponer, las reacciones que produjo el atentado fueron de todo tipo.
Entre los militantes de ETA la alegría fue generalizada, obviamente; muchos de ellos
habían pasado por las manos de Manzanas, literalmente. Pero también hubo esa
sensación de escalofrío que provoca la espera de tiempos difíciles, ese qué va a pasar
ahora. En el mundo nacionalista, la noticia fue acogida con estupefacción, porque
nadie se lo esperaba. La opinión dominante en el PNV era de rechazo, aludiendo al
tradicional carácter pacífico de los vascos; en sectores de EGI, en cambio, la vía
armada empezó a tener un atractivo insuperable. La izquierda tradicional mantuvo
políticamente su posición contraria a las acciones armadas, aunque muchos de sus
militantes pensaran aquello de un torturador menos. La reacción más fulminante llegó
desde el régimen, como era de esperar.
Quedó decretado el estado de excepción, primero en Guipúzcoa y luego en toda
España. Harían falta decenas de páginas para describir el alcance de la represión;
baste señalar que según estudios solventes al respecto, hubo 1953 detenidos sin juicio
en 1969. La represión fue, en efecto, indiscriminada —al margen de los numerosos
errores, en los controles de carretera, por ejemplo, se detenía a «todo lo que se
movía», pero ya hemos señalado que no puede hablarse de una sociedad en su
conjunto en abierta rebelión—, lo que corroboraba la teoría de la espiral.
De todas maneras, la actividad armada se apaciguó, dejando paso a esa música de
fondo conformada por los múltiples incidentes en pueblos y barrios: enfrentamientos
con los alcaldes, manifestaciones en solidaridad con algún detenido, represión de
fiestas vascas, boicots diversos… Se generalizó un sentimiento de duelo, provocado
por la muerte de Txabi, en importantes sectores populares; fue el «Ez kanta, ez
dantza, herria lutoz dago ta» («no cantes ni bailes, el pueblo está de luto») que hizo
suspender numerosas fiestas tradicionales, mientras los jóvenes se inscribían
masivamente en grupos de montañeros, permanente semillero de nuevos militantes
etarras. También, la lucha antirrepresiva tomó cuerpo como nueva seña de identidad
del nacionalismo en su conjunto y de buena parte de la oposición antifranquista bajo
la consigna de la amnistía.
ETA tenía mucho que ver con todo esto, pero tampoco puede decirse que lo
hubiera organizado, más bien, se encontró con esta situación. La ralentización del
activismo se debió, quizá, a que después del atentado contra Manzanas había que
tomarse un respiro. Algo de esto decía Escubi en su «Rapport M», un documento
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dirigido a los cuadros de ETA: «La política más acertada parece ser interrumpir la
escalada de acciones y recoger sus frutos». La organización acabó teorizando a
primeros de 1969 la relación entre la lucha armada y las movilizaciones populares,
llamadas entonces acciones de masas, aduciendo que cuando éstas van
generalizándose, «cualquier acción al margen de la clase trabajadora y en la que ella
no intervenga de manera activa, hace el juego al sistema que tendría la oportunidad
de emplear toda su demagogia contra nosotros y despistaría a buena parte de la clase
trabajadora». Más de un militante del Frente Militar empezó a ver las orejas al lobo:
cuando se mercadea con la lucha armada se acaba en el españolismo. Zalbide, desde
la cárcel, fue más contundente: «Rechazar cualquier acción en la que la clase
trabajadora no intervenga de manera activa es exigir una insurrección popular como
condición previa para que ETA emprenda cualquier acción directa contra el opresor.
Pero tomando esta actitud, más que vanguardia de las clases populares vascas, ETA
sería su retaguardia (…) cuando las masas aún combaten con piedras, la minoría
organizada combate ya por medio de las armas». Empezaba a estar servida la batalla
de la VI Asamblea.
Las catorce bombas colocadas durante la Semana Santa de 1969 demostraban que
ETA no estaba en contra de la lucha, pero en un sentido radicalmente distinto. Era el
Frente Obrero quien impulsó la iniciativa, para demostrar a los huelguistas de
semanas anteriores que no estaban solos, como ya ha quedado señalado. Si todo esto
de las huelgas era ya algo exótico, colocar bombas en su apoyo inducía a la sospecha.
Cuando el Gobierno levantó el estado de excepción el 25 de marzo de 1969, ETA
mantenía aún sus estructuras prácticamente intactas, aunque la policía había ya
practicado detenciones importantes, como la de Sabin Arana y José María
Dorronsoro durante 1968 y algunas más a primeros del año siguiente. Al parecer sin
permiso de la dirección, Izco de la Iglesia y Gregorio López Irasuegui fueron a la
cárcel de Pamplona a liberar a la mujer de este último, Arantza Arruti. La acción
acabó con el pulmón de Izco atravesado por una bala, Irasuegui detenido y Arruti sin
recibir el regalo de Reyes que esperaba (era el 6 de enero de 1969). En marzo fueron
detenidos también otros cuadros importantes, como Jokin Gorostidi, Larena, Antxón
Carrera e Itziar Aizpurua. A pesar de todo, ETA mantenía el control sobre sí misma.
Pero la espiral se rompió, porque la policía acabó atando los cabos suficientes.
Páginas atrás hemos hablado de que era mucho suponer que los distintos pasos
contemplados en la teoría de la acción-represión-acción se sucedieran uno tras de
otro. ETA cumplió con la parte que le tocaba, grosso modo; el franquismo lo hizo, y a
lo bestia, pero aquel «supongamos que la minoría organizada consigue eludir la
represión» no funcionó.
La minoría organizada, es decir, ETA, quedó desmantelada. Cundió la alarma de
que la policía lo sabía todo, lo cual era rigurosamente cierto en algún caso, como el
de un militante significativo que afirmaba al autor de estas líneas, tras abandonar la
cárcel nueve años después: «golpes y palizas aparte, a mí la verdad es que no
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tuvieron necesidad de torturarme, porque la policía sabía más que yo. Incluso me
recordaron citas y cosas que se me habían olvidado». La única forma más o menos
segura de eludir la detención era esconderse en el monte y no acudir a ninguna de las
supuestas casas de refugio.
Las caídas comenzaron el 9 de abril de 1969 en Bilbao, en un piso de Artecalle,
en pleno Casco Viejo. Mario Onaindía, Víctor Arana, Mikel Echebarría y Josu
Abrisqueta volvían a su «piso franco» tras pasar unos días en Mogrovejo (Cantabria).
La policía les estaba esperando. El único que consiguió escapar (Mikel Echebarría,
herido en un hombro) protagonizó una espectacular odisea. Cogió un taxi en la calle,
pero su conductor se apercibió muy pronto de que su cliente sangraba. Detuvo el
vehículo y le mandó bajar, con el argumento de que iba a llamar a la Guardia Civil.
La respuesta fueron cuatro balazos y Fermín Monasterio, el taxista, se convirtió en el
siguiente muerto de la historia de ETA. Echebarría consiguió llegar a Orozco,
perseguido por la policía; allí fue atendido hasta que consiguió cruzar la frontera,
donde tampoco terminaron sus problemas porque la Interpol tenía orden de busca y
captura por delito común. El PCE, que ya mantenía relaciones con algunos dirigentes
exiliados de ETA, logró sacarlo de Europa y enviarlo a Cuba.
La Guardia Civil acudió después a Mogrovejo, y al igual que en Artecalle, a tiro
limpio. Allí fueron detenidos Eduardo Uriarte, Jone Dorronsoro, Enrique Guesalaga y
el sacerdote Jon Echave. Estamos citando los nombres de buena parte de los juzgados
en Burgos, pero, insistamos, en aquella primavera, en otros lugares y en momentos y
circunstancias diversas, más de cuatrocientas personas presuntamente vinculadas con
ETA pasaron por las rebosantes comisarías. Gregorio Morán, en el ya citado Los
españoles…, escribe un párrafo brillante al respecto: «Con ese laconismo militar, que
alguien llegó a llamar estilo, se resumía la actividad policial del año 1969 en Euskadi.
Bajas propias, ninguna; del enemigo, cinco —Urteaga, Artajo, Fernández, Murueta y
Azurmendi—. Heridos de bala propios, ninguno; del enemigo, seis —Izco,
Echebarría, Arana, Guesalaga, Rodríguez y Orbeta—. Detenidos, 1953. Exiliados
forzosos, 300. Años de cárcel decretados por el Tribunal de Orden Público, 223, a
repartir entre 93. Cuantía de multas impuestas, siete millones y medio. 1969 fue un
año policial cargado de felicitaciones y medallas. Parecía un ejercicio de tiro al
blanco. Tú disparabas y caía alguien. El 16 de mayo el policía Fernando Montorco
acribilló a balazos al sacristán del pueblo de Urabain, Segundo Urteaga.
Evidentemente no era sospechoso; había hecho la guerra con Franco y estaba ligado
al Movimiento desde su creación, pero el policía se excitó particularmente por la
insistencia de Urteaga al tocar las campanas de la iglesia. Murió allí mismo. Pasó a la
categoría de enemigo».
Sin embargo, la policía no pudo detener a Escubi, el más buscado con diferencia
desde hacía tiempo. Su mujer, María Asunción Goenaga, dio a luz en 1968 en una
casa particular, mientras la policía controlaba todos los hospitales. Poco antes de las
caídas de 1969, la familia logró cruzar la frontera.
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Se esfumó la fe ciega que se había profesado en la teoría acción-represión. Rota la
espiral y con la organización deshecha, sólo cabía agrupar los restos que quedaban y
pensar en lo que había sucedido. Es decir, volver al debate, a los papeles. Algunas
cosas se hicieron, como veremos, pero ETA siguió existiendo en los próximos dos
años casi a pesar de sí misma, en virtud de acontecimientos directamente ligados a
sus siglas, como las movilizaciones en contra de la ejecución de la pena de muerte de
Andoni Arrizabalaga, la fuga, en diciembre, de diez militantes de la cárcel vizcaína
de Basauri y, por supuesto, el proceso de Burgos.
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una lucha de liberación nacional, el instrumento fundamental es el Frente. Pero su
nacimiento, desarrollo y consolidación está directamente relacionado con el
nacimiento… de su vanguardia, el Partido Obrero. (…) Hasta ahora, ETA era el
Frente… y a la vez, decía ser la vanguardia del Frente. (…) Hoy hay que ir a la
sustitución de ETA por el Frente, con lo que ETA se iría a la vez “especializando”
(digamos) como partido de la clase obrera vasca». Notemos que, por ejemplo, ha sido
sustituido el concepto de «pueblo trabajador vasco» por el de «clase obrera». Pero es
que hay más novedades, como el tratamiento del tema crucial de los inmigrados o,
más serio todavía, el de España: «Nosotros solos no podemos enterrar el fascismo.
Por otra parte, el afirmar que “como somos vascos y no españoles nos da igual que
haya en Madrid un gobierno u otro” es otra verdad abstracta o falsedad política,
porque es evidente que no nos puede resultar indiferente cuál sea la naturaleza del
poder que nos oprime y debemos participar con los demás pueblos peninsulares en la
destrucción del fascismo. En tiempos no demasiado lejanos hemos dicho cosas como
“antes una Euskadi fascista que una Euskadi española”, que no es sino ponerle
txapela a la sentencia de Calvo Sotelo cuando decía preferir una España roja a una
España rota».
Las declaraciones izquierdistas de los procesados en Burgos, a lo largo del juicio,
no serían entendibles sin estas cartas de Unzueta. Pero, a su vez, el «nacionalismo
revolucionario» de Krutwig se fue a la papelera, junto con buena parte de la ortodoxia
aprobada en las asambleas anteriores. Para los de Jagi-Jagi, alma mater de la idea del
Frente Nacional, esto no era más que vulgar españolismo.
En cualquier caso, la campaña profrente se celebró, concretada en una
convocatoria en Gernika para el 26 de abril de 1970, aniversario del conocido
bombardeo. En la propaganda se retomaron parte de las ideas de 1967, como la de la
unidad de todos los vascos contra el opresor, la larga lucha de liberación del pueblo
vasco, etc., máxime cuando se pretendía un homenaje simultáneo a Echebarrieta y a
los militantes de EGI Artajo y Azurmendi en el aniversario de la muerte del primero
de ellos. Ese día, el 7 de junio, no pasó nada; a Gernika no se sabe cuánta gente fue,
porque la Guardia Civil cerró los accesos. Muchos de los que consiguieron entrar
fueron detenidos, entre ellos algunos militantes del PCE, un detalle que no pasó
inadvertido para nadie.
Paralelamente, como en los tiempos de Escubi, la nueva dirección lanzó una
campaña activista, pero ya sin relación alguna con la espiral. Para empezar, la
organización se hallaba de nuevo con las arcas vacías, por lo que había que volver a
los atracos. Por otro lado, los milis dirigidos por Etxabe andaban ya funcionando por
su cuenta (en abril de este año —1970— realizaron dos atracos, en Elizondo y en
Zarautz, obteniendo en este último un botín nada despreciable para la época: cinco
millones de pesetas). Así pues, matando dos pájaros de un tiro —proveerse de fondos
y demostrar a los milis que no eran necesarios—, se realizaron en julio tres acciones
armadas: dos atracos y el asalto a la Delegación de la Vivienda en Bilbao.
ETA considera que el nacionalismo vasco se halla inmerso en una actividad estéril, en
avanzado estado de descomposición, e incapaz de dar la más mínima respuesta a los
problemas del país. Por ello, una de sus pretensiones fundamentales consiste en
otorgar un nuevo sentido al nacionalismo vasco. El regeneracionismo de ETA hunde
sus raíces en Sabino Arana, a quien consideran como el gran maestro y el gran
renovador del nacionalismo y la patria vasca. Uno de sus objetivos fundamentales lo
constituye, por ello, la vuelta a las esencias del nacionalismo histórico, representadas
por el pensamiento y las enseñanzas de Sabino Arana.
Siguiendo las pautas marcadas por el fundador, ETA otorga a ese
El reto que se le presenta a ETA, nada más finalizada su I Asamblea, gira en torno a
tres grandes cuestiones: 1) la búsqueda de una teoría capaz de fundamentar de forma
sólida la reivindicación nacional del pueblo vasco; 2) la adecuación del nacionalismo
vasco a las nuevas realidades socioeconómicas del país; 3) la puesta en marcha de
una estrategia política de liberación nacional. La respuesta a estas tres cuestiones va a
venir de la mano de Federico Krutwig a través de su libro Vasconia. Estudio
dialéctico de una nacionalidad, publicado en 1963.
La V Asamblea. El estallido
de las diversas concepciones
ideológicas (1965-1968)
El año 1964 constituye una fecha clave en la dinámica histórica del pueblo vasco, y
ello por tres motivos. En primer lugar, en este año se inicia un importante
renacimiento lingüístico, literario y cultural de la lengua vasca. En segundo lugar, se
produce el definitivo resurgimiento del nacionalismo de masas, tras el largo período
de silencio y atonía de casi tres décadas. Por último, este año representa para ETA su
despegue organizativo, lo cual le permitirá incidir en las masas por primera vez de
forma directa. El nacionalismo constituye de nuevo un valor en alza, y con él ETA,
como su principal animadora. A partir de esa fecha todas las fuerzas políticas,
sindicales y sociales de oposición al franquismo se van a ver obligadas a tener muy
presente el fenómeno ETA a la hora de fijar su estrategia y sus planes de actuación.
El primer ataque frontal a la nueva línea marcada por Francisco Iturrioz y su equipo
va a provenir precisamente de la mano de Txillardegi, quien, entre los meses de
noviembre de 1965 y julio de 1966, va a remitir una serie de cartas o informes
políticos, a la dirección de ETA. En los mismos lleva a cabo una denuncia en toda
regla de la línea ideológica y política impuesta por la Oficina Política. El objeto de la
crítica es doble. En su opinión, la nueva línea de ETA es españolista y comunista.
Al tiempo que escribe esta serie de informes, Txillardegi toma contacto con
El Comité Ejecutivo de ETA, que en estos momentos aparece ya controlado por las
líneas tercermundista y etnolingüista, ordena la expulsión de los cuatro principales
responsables de la Oficina Política, entre ellos Francisco Iturrioz, así como la
convocatoria para la celebración, en diciembre de 1966, de la V Asamblea. Nada más
comenzar la Asamblea una parte de los asistentes a la misma manifiesta su decisión
de abandonarla.
En un largo informe titulado «Análisis y crítica del españolismo social-
chovinista», se formulan contra los cuatro expulsados una serie de acusaciones que
pueden resumirse en los siguientes puntos: A) Practicar un doble revisionismo
españolista y legalista, en total oposición a la auténtica línea revolucionaria de ETA.
B) Apoyar un sistema ideológico idealista desconectado de la realidad. C) Constituir
una tendencia no vasquista, introducida solapadamente en ETA, y haber ocultado
para ello su naturaleza socialista españolista. D) Constituir un nuevo brote de social-
oportunistas y estar, por lo tanto, en total oposición a la ideología revolucionaria de
ETA.
Tras la lectura de este informe se ratifica por parte de la Asamblea la expulsión de
los cuatro miembros de la Oficina Política. Posteriormente la Asamblea continúa sus
deliberaciones y aprueba la elaboración de una ponencia titulada «Posiciones
ideológicas aprobadas por la V Asamblea», determinándose que, a partir de ese
momento, sólo serán considerados militantes de ETA aquellos que aceptan las
conclusiones elaboradas en esa Asamblea, y en la citada ponencia. Con ello termina
la celebración de la primera parte de la V Asamblea, dedicada íntegramente a la
expulsión de los miembros de la Oficina Política.
Los cuatro expulsados, junto con los militantes disidentes, deciden constituirse
como nuevo grupo, con el nombre de ETA Berri («ETA Nueva»), y asimismo deciden
continuar con la publicación de Zutik! De este modo, a partir de esta fecha van a
aparecer dos Zutik!, el correspondiente a ETA Berri y el correspondiente a la ETA
oficial.
Por su parte, ETA va a lanzar una importante campaña popular contra ETA Berri,
acusándole de españolista y de liquidacionista —es decir, de liquidadora de la
Consolidación y crecimiento
de ETA (1969-1975)
La VI Asamblea
Entre finales de 1968 y abril de 1969 la policía va a desmantelar de forma
prácticamente total el entramado organizativo de ETA surgido de la V Asamblea. Las
detenciones o el exilio, en su caso, de los principales dirigentes de la organización
van a provocar, a lo largo de 1969 y comienzos de 1970, una situación de absoluta
confusión en el seno de ETA. Las caídas han sido muy importantes y queda
prácticamente paralizada su actividad política.
El enfrentamiento de ETA
con la democracia
El periodo que transcurre entre 1977 y 1979 constituye para ETA una etapa crítica en
la que se configuran sus características organizativas y estratégicas, que se
mantendrán, con escasos cambios, durante los veinte años siguientes.
En esa etapa, que para la sociedad española representa la consolidación del
sistema democrático —celebración de elecciones libres, aprobación de la
Constitución y, en el caso vasco, del Estatuto de Autonomía—, ETA establece las
bases sobre las que de enfrentarse al franquismo va a pasar a oponerse a la
democracia.
ETA militar —la única rama de la organización que subsiste hoy— consigue en
1977 superar en número de efectivos y violencia a la fracción político-militar,
afectada por una crisis a causa de la escisión de los comandos Bereziak (especiales).
En ese mismo año se configura también el núcleo dirigente de ETA.
Es en este trienio, además, cuando ETA adopta estrategias de organización interna
que permanecerán inalteradas durante las dos décadas siguientes. Al amparo teórico
del centralismo democrático, introducido en la organización en 1973, se establece una
rígida jerarquía que culmina en una cúpula todopoderosa que se renueva por
cooptación, a la que las bases del grupo están totalmente supeditadas en nombre de la
clandestinidad, lo que conduce a una rápida desaparición de los mecanismos que en
otra época habían hecho posible una cierta participación de la militancia en la toma
de decisiones o en las discusiones.
Como consecuencia, desaparece la reflexión política e ideológica colectiva y se
produce la primacía del activismo militar. El abandono de la reflexión ideológica se
manifiesta en el nulo adoctrinamiento político de la militancia, a la que sólo se
instruye en el manejo de armas y explosivos, en la inexistencia de debate sobre
principios políticos y en el progresivo empobrecimiento del discurso teórico.
En esta misma etapa se perfilan los instrumentos que van a permitir a ETA el
Reclutamiento masivo
En un desconocido caserío del País Vasco francés el 3 de diciembre de 1977 se
presenta particularmente agitado. En coche, desde primeras horas de la mañana han
ido llegando grupos de jóvenes procedentes de Biarritz, Bayona y Hendaya. Después
de acompañarlos al interior de la casa, el conductor del automóvil en el que han
hecho el viaje se marcha, para regresar al cabo de unas horas con un nuevo grupo.
Así hasta sumar un total de treinta personas. Proceden de diversas localidades del
País Vasco y de Navarra. Unos acuden desde Tolosa, Ordizia, Rentería o Pasajes,
otros de Pamplona o Etxarri Aranaz, también hay algunos vizcaínos de Berango,
Getxo, Gernika y el Duranguesado.
Pasarán los quince días siguientes encerrados en un caserío del País Vasco francés
—encuadrados en tres grupos de diez, encapuchados la mayor parte del tiempo—,
durante los cuales asistirán a un cursillo en un aula dividida por cortinas. Enrique
Gómez Álvarez, Korta, el instructor, puede verlos a todos y todos lo ven a él, pero las
capuchas impiden que los «alumnos» puedan reconocerse entre sí. Al resto de los
asistentes sólo pueden escucharlos, al otro lado de las cortinas.
Durante dos semanas toman notas sobre la elaboración de artefactos explosivos,
montan y desmontan armas o reciben instrucciones sobre medidas de seguridad en la
clandestinidad. Transcurrido ese tiempo, se trasladan en pequeños grupos a un búnker
costero en San Juan de Luz, donde, bajo la supervisión de Isidro Garalde, Mamarru,
realizan prácticas de tiro e incluso de colocación de explosivos.
Un miembro de ETA afirmaba en 1980 que la formación en el uso de explosivos
era completa y estaba bien organizada; la práctica con armas de fuego, en cambio,
dejaba bastante que desear, lo que evidentemente constituía una debilidad a la hora de
actuar.
El último día, los alumnos, la mayoría de ellos procedentes de los Bereziak,
reciben la visita de José Miguel Beñarán, Argala, acompañado de Dolores González
Catarain, Yoyes. Argala, el único que habla, les da una charla política. Tiempo atrás,
la formación ideológica hubiera llevado varios días y habría exigido la lectura de
diversos documentos. Otras tandas de nuevos activistas no tienen tanta suerte como la
del 3 de diciembre: «el instructor político» no aparece.
La concentración termina con una entrevista de cada uno de los jóvenes con
Txomin Iturbe, al que entregan el cuaderno donde han tomado sus apuntes. En esta
reunión conocen el nombre del comando en el que se integrarán, y reciben las últimas
El comando Argala
Es esta capacidad de encuadrar nuevos militantes y poner en marcha grupos armados
lo que hace posible que ETA desarrolle en ese periodo una intensa actividad, que se
traduce en un atentado cada dos días y un asesinato cada cinco. De los grupos
organizados en este periodo destaca uno sobre todos los demás, por su singularidad,
por los muchos años que permaneció activo y por la relevancia de sus atentados. Se
trata del que, unos meses después de nacer, fue bautizado como comando Argala, en
honor al asesinado ideólogo de ETA.
La singularidad de este grupo residía en que estaba compuesto únicamente por
ciudadanos franceses y era el brazo ejecutor de la cúpula de ETA a causa de la
dependencia directa de los jefes de esta organización: Txomin, Txikierdi, Azkoiti y
Pakito, sucesivamente.
El comando Argala, creado por Txomin Iturbe en 1978, actuó durante casi doce
años sin que sus miembros fueran identificados hasta su desarticulación en marzo de
1990. Las características especiales del grupo —derivadas de la nacionalidad de sus
integrantes y de su relativa independencia orgánica de los aparatos de ETA— le
permitieron pasar desapercibido ante los servicios policiales. Sus atentados eran
atribuidos a los comandos conocidos de ETA.
Además del número de años que estuvo activo, hay que destacar la importancia
de sus acciones. En este tiempo cometió 38 asesinatos, en Madrid y Zaragoza,
fundamentalmente. Sus acciones tenían una significación política muy superior a las
de los otros comandos de ETA. Siguiendo instrucciones de Txomin, el grupo asesinó
al magistrado Mateu Cánovas y a los generales Constantino Ortín y Gómez Ortigüela,
e intentó hacer lo mismo con el también general Esquivias Franco.
El acceso del PSOE al poder, en octubre de 1982, fue saludado por este comando
con el asesinato del jefe de la División Acorazada Brunete, el general Lago Román.
El general Quintana Lacacci, uno de los hombres clave en el fracaso del golpe de
Estado del 23-F, fue la siguiente víctima mortal del grupo. Para responder al asesinato
de Santiago Brouard, la dirección de ETA envió el comando a Madrid, y en menos de
veinticuatro horas atentó contra el general Rosón, hermano del exministro del
Interior, que resultó gravemente herido. Al «comando francés» se le encargó la
La espiral de la violencia
El recrudecimiento, en realidad, se había iniciado hacía tiempo, a finales de 1977, y
de ello dan buena fe el número de muertos como consecuencia de los atentados de
ETAm. De las doce personas asesinadas en 1977 —seis de ellas en los últimos tres
meses del año—, se había pasado a sesenta y dos al año siguiente y a sesenta y nueve
en el año del referéndum estatutario, sin considerar las ocasionadas por otras
organizaciones (los polimilis se hicieron responsables de ocho muertes en el bienio
1978-79 y los Comandos Autónomos de otros ocho asesinatos). En esos dos años, se
había producido el doble de víctimas mortales que en los dieciocho años
transcurridos desde que en 1960 ETA matara por primera vez.
La violencia impregna la vida diaria en el País Vasco y Navarra al terminar la
Un periodo de estancamiento
ETA afronta la década de los ochenta con el rechazo de la población vasca a sus
planteamientos contra el Estatuto en Euskadi, pese a lo cual no renuncia a sus
intentos de impedir el asentamiento de las nuevas instituciones, manteniendo su
presión desestabilizadora, como ya hemos visto. La fortaleza organizativa y, en
consecuencia, su capacidad para cometer atentados, le sirve para ocultar su fracaso
político.
Ante la puesta en marcha de las nuevas instituciones derivadas del Estatuto de
Autonomía, ETA responde con una doble maniobra política: por un lado, realiza un
último intento de arrastrar al PNV hacia sus posiciones en torno a la Alternativa KAS
y, por otro, promueve el desarrollo de instituciones alternativas pensadas para ejercer
como contrapoderes frente a las derivadas del Estatuto.
Aunque la relación con el PNV había empezado a deteriorarse en 1978 a raíz de
la convocatoria por parte de este partido de una manifestación «contra la violencia»,
fueron las posturas encontradas de ETA y PNV ante el Estatuto las que terminaron
por provocar la ruptura entre ambas organizaciones. A principios de 1980, ETA
desairó a los dirigentes del PNV. Tras haber hecho que pidieran por escrito la
celebración de una reunión, les exigió la adhesión pública a la Alternativa KAS como
paso previo, lo que frustró el encuentro. A pesar de ello, en octubre, los dirigentes de
ETA Txomin, Josu Ternera y Antxon se reunieron con los peneuvistas Xabier
Arzalluz y Gorka Aguirre, a los que trataron de convencer, sin éxito, para que se
situaran «en la trinchera» de ETA. El PNV había apostado por el Estatuto y no estaba
dispuesto a renunciar a él cuando apenas empezaba a ponerse en marcha.
ETA calcula que si «la lucha armada se mantiene y crece la lucha de masas y la
organización de toda la izquierda abertzale, podemos evitar el tranquilo gobernar del
PNV», el partido mayoritario en las primeras elecciones autonómicas celebradas en
1980.
Tanto ETA como su entorno político optan por una estrategia que se basa en la
negación de las vías institucionales abiertas por la Constitución y el Estatuto de
Gernika —lo que se traducirá en su ausencia de las cámaras legislativas derivadas de
A pesar de que ETA había diseñado en 1978 una nueva estrategia que debía
conducirle, al menos en teoría, a algún tipo de negociación con el Gobierno español,
la organización terrorista no empieza a considerar creíble que pueda darse un proceso
de ese tipo hasta la mitad de los años ochenta. ETA entendía la negociación no como
una forma de resolver conflictos, sino como un medio para imponer sus exigencias, y
entendía que esta imposición no podría hacerse realidad en tanto el Gobierno no se
sintiera derrotado o acosado en modo grave.
En coherencia con un planteamiento de este tipo, se abstuvo de desarrollar
cualquier reflexión para ampliar el esquema negociador de febrero de 1978. Si de lo
que se trataba era de sentarse en una mesa con el Gobierno para que éste firmara la
Alternativa KAS no había necesidad de darle vueltas al asunto. Esta actitud quedó de
manifiesto en 1984, cuando el Gobierno francés emplazó a ETA para que entablara
una negociación con el Ejecutivo español, advirtiéndole de que en caso de no atender
este requerimiento París se emplearía a fondo con todos sus medios, judiciales y
policiales, contra la organización terrorista.
ETA no valoró adecuadamente la trascendencia que encerraba el emplazamiento
transmitido por el embajador francés en Madrid, Pierre Guidoni, a los dirigentes de
HB Santiago Brouard y Jokin Gorostidi, y se permitió una respuesta soberbia
pidiendo al Gobierno de París que acudiera a negociar con el Comité de Refugiados
la suerte de los activistas etarras en Francia y solicitando a los «poderes fácticos del
Estado [español, se supone] la asunción de la Alternativa táctica-estratégica de
KAS». La consecuencia fue la extradición de tres etarras y la deportación de otros
cuatro en septiembre de 1984 ya comentada.
Si los miembros de ETA hicieran una revisión mínimamente crítica de su propia
historia, deberían exigir responsabilidades a los dirigentes del grupo, encabezados en
aquel momento por Josu Ternera e Iturbe Abásolo —Antxon había sido detenido y
deportado unos meses antes—, que cometieron tamaño error político, error que está
en la raíz de los cientos de detenciones practicadas en los años siguientes.
Un destacado miembro de ETA, Alfonso Etxegarai, antiguo integrante del
El año de Revilla
El 25 de febrero de 1988, un comando formado por miembros de ETA y un grupo
chileno escindido del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) secuestraba al
empresario Emiliano Revilla en las inmediaciones de su domicilio en Madrid. El
industrial fue trasladado de inmediato a un escondite subterráneo ubicado en una casa
de la calle Belisana, comprada a nombre de los padres de uno de los jefes del grupo
chileno. En ese lugar, el empresario iba a permanecer durante ocho meses, lo que
convertiría su secuestro en el más largo hasta ese momento.
El secuestro de Revilla bloqueó los contactos que se venían desarrollando en
Argel y se convirtió en el acontecimiento del año. La acción terrorista fue
interpretada como un pulso al Ejecutivo de Madrid y, quizás por ello, por vez primera
el Gobierno decidió intervenir a fondo para impedir que ETA obtuviera un rescate
que se presumía cuantioso. Si en otras ocasiones los servicios policiales se habían
conformado con vigilar a distancia, a fin de no dificultar la liberación del secuestrado,
ahora estaban dispuestos a esforzarse al máximo para evitar el pago del rescate.
La presión policial, unida a que para ETA la prolongación del secuestro constituía
un hecho propagandístico de primera magnitud, contribuyó a que el cautiverio del
industrial se prolongara meses y meses. Aunque el comando Madrid había sido
desarticulado en enero de 1987, la captura de Revilla ponía de manifiesto que el
grupo se encontraba de nuevo operativo y en condiciones de burlar a la policía.
La policía logró interceptar un pago de 725 millones en Hendaya y otro de 100 en
París, deteniendo a los activistas que habían acudido a cobrar el rescate en ambos
casos, pero no pudo evitar que, finalmente, la organización terrorista obtuviera una
La herencia de la crisis
de Bidart
Operación Azkoiti
El tercer factor de incertidumbre gira en torno a José Luis Arrieta Zubimendi, Azkoiti,
que había sido responsable de finanzas de ETA hasta su detención en 1986. Arrieta,
vinculado a los abogados Esnaola y Fando, fue el protagonista de lo que se llamó
El camino de la tregua
La búsqueda de un modelo de pacificación ha sido una constante en el seno del
nacionalismo a partir de la crisis de Bidart. Primero fue el caso salvadoreño, en el que
ETA, mientras estudiaba el proceso de negociaciones entre la guerrilla y el Gobierno
y sus virtualidades para Euskadi, ayudaba a una de las facciones insurgentes a ocultar
su arsenal en Nicaragua para evitar que fuera decomisado por los observadores
internacionales, tal como estipulaban los acuerdos de paz. Después fue el «modelo
noruego» aplicado al conflicto palestino-israelí el que atrajo el interés del
nacionalismo vasco. Dirigentes del PNV se desplazaron a Israel para conocer de
primera mano el proceso de paz, mientras, paradójicamente, altos funcionarios
israelíes se trasladaron al País Vasco en 1994 y en 1996 para estudiar el modelo
policial que se había aplicado en Euskadi y ver si había ideas aprovechables para el
caso palestino.
Fue finalmente el modelo irlandés el que cautivó a unos y otros, especialmente
porque el punto de partida era el establecimiento de un acuerdo previo entre los
nacionalistas, algo que sintonizaba con algunas posturas que habían sido expuestas
tiempo atrás tanto en el seno de la izquierda abertzale como del PNV. Ya vimos que
en HB era Íñigo Iruin quien propugnaba en 1992 la posibilidad de alcanzar un
acuerdo con PNV y EA para establecer una posición negociadora común ante Madrid,
que debía ser acompañada de una tregua de ETA. Esta alternativa, cuya filosofía ya
había sido rotundamente rechazada por ETA en la circular interna de diciembre de
1991, fue aparcada también por los dirigentes de HB. En el seno del PNV era su
dirigente Juan María Ollora quien impulsaba un acercamiento al mundo radical.
Los primeros pasos prácticos los dieron los sindicatos nacionalistas ELA y LAB,
que a partir de 1995 empezaron a coordinar estrategias políticas basadas en la idea de
que el Estatuto de Autonomía había quedado ya desfasado. Su camino común era
considerado por sectores del PNV y de la izquierda abertzale como un modelo a
Regreso a casa.
(Ayer y hoy)
El 21 de enero del año 2000, ETA asesinaba en Madrid al teniente coronel Pedro
Antonio Blanco. Ponía fin así a la tregua iniciada en septiembre de 1998 y que había
dado lugar al más dilatado periodo sin atentados mortales desde 1971. La ausencia de
funerales hizo posible que durante esos quince meses se anudasen fuertes lazos
ideológicos y políticos entre el nacionalismo tradicional y el radical articulado en
torno a ETA. El acercamiento se produjo sobre la base de una identificación
compartida con los rasgos esenciales de la ideología nacionalista primitiva; mejor
dicho, de la interpretación de esa ideología por la generación fundacional de ETA: el
antiespañolismo sumario y la proclamación de la actualidad del objetivo
independentista; de esa identificación se deduce una estrategia de frente nacional y
ruptura de toda alianza con partidos no nacionalistas. El acuerdo se fraguó en paralelo
al compromiso de decretar un alto el fuego por parte de ETA. Sin embargo, tras el
atentado, y contra lo que habían anunciado los dirigentes del PNV y EA, la ruptura de
la tregua no fue seguida por la de relaciones entre ambos nacionalismos. De esta
manera, los lazos ideológicos se vieron reforzados por vínculos mucho más
siniestros, y más difíciles de romper.
Así, tras un largo rodeo que le había llevado a las inmediaciones del izquierdismo
marxista, ETA regresaba al punto de partida: al nacionalismo etnicista y excluyente
del integrista Sabino Arana: a la simpleza étnica. Volvía a la casa del padre, con la
intención de desalojar al PNV y quedarse con la casa y con la causa. Que lo consiga
está por ver, pero la reunificación de la comunidad nacionalista en torno a un
programa antiautonomista convierte al nacionalismo democrático en su rehén. Al
precio de una sociedad envilecida por el miedo y cada vez más desvertebrada, ése es
el principal logro de ETA tras cuarenta años de existencia.
I. Ayer
El 15 de noviembre de 1998, dos meses después del inicio de la tregua, fallecía en
Bilbao Federico Krutwig Sagredo. Tenía setenta y siete años, y hacía treinta y cinco
que había publicado, bajo pseudónimo, Vasconia, su obra más conocida. Aunque
pocos leyeron el libro entonces, es ya un lugar común dar por hecho que tuvo una
gran influencia en la decantación de ETA hacia una estrategia violenta. En una nota
necrológica aparecida en el diario El País el 17 de noviembre de 1998, el académico
Henrique Knör resumía el contenido de Vasconia como un intento de «enlazar el
viejo y el nuevo nacionalismo».
Viejos y nuevos nacionalistas, miembros de la generación de los años treinta y de
la de los sesenta, se habían juntado pocos meses antes, el 14 de julio de 1998, en la
parroquia de Nuestra Señora del Pilar, de Bilbao, para despedir a Trifón Echebarría
Ibarra, Etarte, fallecido la víspera, a los ochenta y siete años. Entre los asistentes se
encontraba el escritor bilbaíno Jon Juaristi, autor de un breve artículo necrológico que
aparecería el día 15 y en el que recordaba el papel de Etarte en la transmisión
generacional del nacionalismo. Echebarría, escribía Juaristi, «fue el portavoz de la
inquietud social del sector del nacionalismo más sensible a las reivindicaciones del
movimiento obrero» y, en cuanto tal, «su influencia fue decisiva en la generación de
la ETA antifranquista».
En El bucle melancólico, Juaristi había citado ya a Trifón Echebarría como uno
de los engarces personales entre el sector independentista del nacionalismo de los
años treinta, agrupado en torno al semanario Jagi-Jagi, y algunos miembros de la
segunda generación de ETA. La de los hermanos Echebarrieta: José Antonio, el
II. Y
El Echebarrieta casi adolescente que convive con el viejo independentista y su
primogénito en el domicilio familiar de San Juan de Luz tenía, según le recuerda Iker
Gallastegui en una semblanza incluida en el libro de su amigo ahora editado, una
curiosidad «insaciable por el más mínimo detalle y buscaba datos e información en
todos los libros y papeles que mi aita tenía en casa y que luego contrastaba y discutía
conmigo y con aita».
Sobre lo que pensaba a comienzos de los años sesenta Eli Gallastegui existe un
documento de gran interés incluido por J. M. Lorenzo Espinosa en su recopilación de
artículos de Gudari. Se trata de una carta al historiador nacionalista Martín de Ugalde
que se supone redactada hacia 1963. En ella, Gallastegui resume los motivos de su
distanciamiento definitivo del PNV oficial en los años treinta, y en particular de su
oposición a la reunificación a comienzos de esa década entre los independentistas de
Aberri y los autonomistas de Comunión. Gudari habría sido partidario de una
articulación en un frente de ambas tendencias antes que de su integración en un solo
partido. La fusión sin superar las divergencias le pareció «artificial» y a la larga
nefasta ya que dio paso al estatutismo, planteamiento «corrosivo» que debilitó «las
convicciones sobre el problema nacional y en no pocos la mística del nacionalismo».
Si las divergencias no salieron entonces a relucir fue «por la euforia de aquellos días
de tan brillante resurgir del nacionalismo y tan llenos de halagadoras promesas».
El libro de Echebarrieta es en buena medida un intento de reivindicación de la
memoria de los aberrianos consecuentes, con los que se identifica y a los que propone
como modelo para su generación. Los patriotas de los sesenta deben recuperar la
III. Hoy
El 28 de noviembre de 1999 ETA anunciaba que daba por concluido el alto el fuego
iniciado catorce meses antes. En su declaración, responsabilizaba a PNV y EA de ese
desenlace por su tibieza en el impulso del «proceso» [de construcción nacional], en
general, y por su negativa a secundar la propuesta de convocatoria unilateral de
elecciones constituyentes en el conjunto de Euskal Herria, en particular. En apoyo de
su decisión, ETA desvelaba un documento que recogía el compromiso contraído en
agosto de 1998, dos meses antes del inicio de la tregua, por el que PNV y EA
aceptaban dar los pasos necesarios para «crear una institución con una estructura
única y soberana» que comprenda a las actuales comunidades de Euskadi y Navarra y
el País vasco-francés, y se obligaban a «romper con los partidos (PP y PSOE) que
tienen como objetivo la construcción de España y la destrucción de Euskal Herria».
El lenguaje es en este caso un reflejo fiel de la mentalidad que preside el
planteamiento. Identificar ese supuesto objetivo de «construcción de España» —algo
que existe hace siglos— con el de «destrucción de Euskal Herria» es una simpleza
propia de lectores de tebeos. La misma idea, con otras palabras, figura en la ponencia
política aprobada en la Asamblea de Herri Batasuna de febrero de 2000. En su
epígrafe 39 se habla de que «ambos Estados [el francés y el español] han actuado
conjuntamente durante largos años con un solo objetivo: la desaparición y
asimilación de Euskal Herria». Más adelante se asegura (epígrafe 64) que el actual
marco jurídico-político —el definido por la Constitución y el Estatuto de Gernika—
«tiene como objetivo la desaparición de este pueblo».
La expresión «construcción nacional de Euskal Herria» es una metáfora de
significado variable e impreciso pero que ha tenido un sorprendente éxito desde los
prolegómenos del acuerdo de Lizarra. En uno de los comunicados de ETA durante la
tregua, difundido en febrero de 1999, se afirma que «hay que dibujar Euskal Herria y
mostrarla (…), hacernos con el concepto dinámico del solar en el que se construirá
Euskal Herria (…) de modo que, en su totalidad, entre poco a poco desde los ojos
hasta el corazón de los ciudadanos vascos y de los de fuera». La casa, el solar, la
GARMENDIA, José María, Historia de ETA, 2 vols., Haranburu editor, San Sebastián,
1979 y 1980.
DOMÍNGUEZ, Florencio, ETA: estrategia organizativa y actuaciones 1978-1992,
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Otras lecturas
ALCEDO, Miren, Militar en ETA, Haranburu, San Sebastián, s. a. 1996.
AULESTIA, Kepa, Días de viento sur. La violencia en Euskadi, Antártida-Empuries,
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