Elogio de La Ociosidad y Otros Ensayos - Bertrand Russell

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El

pensamiento de Bertrand Russell abarca casi enteramente el siglo XX y se


nutre en gran parte de los acontecimientos de los que fue testigo. El filósofo
inglés gozó de tiempo en su larga vida (98 años) para estudiar y escribir
acerca de una gran variedad de temas: matemática, lógica, ética, religión,
historia... En su producción destacan sus escritos divulgativos, dirigidos al
gran público. Los artículos suelen versar sobre asuntos de actualidad,
escritos con sencillez, rigor y valentía, siempre bajo el prisma de su gran
sabiduría y sentido común. Ganador del Premio Nobel de Literatura de 1950,
fue definido como «un campeón de la humanidad y de la libertad de
pensamiento».
En Elogio de la ociosidad, así como en Por qué no soy cristiano, Russell
recurre a algunas notas de ironía e ingenio para exponer unas ideas de una
profundidad y solidez sorprendentes. Los temas que expone son variados
pero subyace en ellos una idea rectora. Algunos de los artículos resultan hoy
premonitorios y resultan extremadamente vigentes en el examen de las
sociedades actuales.

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Bertrand Russell

Elogio de la ociosidad
y otros ensayos

ePUB v1.0
Doña Jacinta y LeoLuegoExisto 01.01.12

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Título original: In praise of idleness
Bertrand Russell, 1932.
Primera versión en español, 1935.

Editor original: Doña Jacinta y LeoLuegoExisto (v1.0)


Corrección de erratas: Doña Jacinta y LeoLuegoExisto
ePub base v2.0

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Elogio de la ociosidad

(Escrito en 1932)

Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es
la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me
dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el
momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis
opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en
el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y
que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo
completamente distinto de lo que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la
historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de
la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se
levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero
hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la
ociosidad es más difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero
que, después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana
de Jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es
así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos en favor de
la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya
dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo
diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta
lleva a quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este
argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para
tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un
hombre suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un
hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El
verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a
meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que
no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean
diferentes casos.
Una de las cosas que con más frecuencia se hace con los ahorros es prestarlos a
algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor
parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o
en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se
halla en la misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El
resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento de las fuerzas

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armadas del estado al que presta sus economías. Resulta evidente que sería mejor que
gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego.
Pero —se me dirá— el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se
invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen
algo útil, se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la
mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de trabajo
humano, que hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado,
se consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen
paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en un
negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero
—digamos— en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán —cabe esperarlo—, al
tiempo en que se beneficien todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el
carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta —digamos—
en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios,
habrá desviado un considerable volumen de trabajo por caminos en los que no dará
placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su inversión, se
le considerará víctima de una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre
derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona
alocada y frívola.
Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en
las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el
camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de
aquél.
Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la
disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra
materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es
desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La
segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los
que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben
darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos
clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se
requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino
el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la
propaganda.
En Europa, aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de hombres, más
respetada que cualquiera de las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la
propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que otros paguen por el
privilegio de que se les consienta existir y trabajar. Estos terratenientes son gentes
ociosas, y por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad

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solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su deseo de
cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del trabajo. Lo último
que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre
podía, por lo general, producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible
para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos
tan duramente como él, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la
edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se
dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y
los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; los guerreros y los
sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose tanto como en otros tiempos, con el
resultado de que muchos de los trabajadores morían de hambre.
Este sistema perduró en Rusia hasta 1917[1] y todavía perdura en Oriente; en
Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las
guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase de los industriales
ganó poder. En Norteamérica, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur,
donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró tanto y que terminó tan
recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y
las opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de la
conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no está
adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio,
dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco
numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La
moral del trabajo es la moral de los esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad
de esclavitud.
Es evidente que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido
decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que subsistían los guerreros y
los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido más. Al principio,
era la fuerza lo que los obligaba a producir y entregar el excedente. Gradualmente,
sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a aceptar una ética según la
cual era su deber trabajar intensamente, aunque parte de su trabajo fuera a sostener a
otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión requerida se fue
reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron. En nuestros días, el noventa y
nueve por ciento de los asalariados británicos, se sentirían realmente impresionados si
se les dijera que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador. El
deber, en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores del poder,
para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio
interés. Por supuesto, los poseedores del poder también han hecho lo propio aun ante
sí mismos, y se las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más

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grandes intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses propietarios
de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una
contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema
económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas
pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el
trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es
bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin
menoscabo para la civilización.
La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo
requerida para asegurar lo imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evidente
durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos
los hombres y todas las mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los
hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las
oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones
productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico entre los asalariados
no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después. La
significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían
aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto,
desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de
pan que todavía no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la
organización científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas
en un considerable bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo
del mundo entero. Si la organización científica, que se había concebido para liberar
hombres que lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la
guerra, y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En
lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se
vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó morir de hambre por
falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir
salarios proporcionados a lo que ha producido, sino proporcionados a su virtud,
demostrada por su laboriosidad.
Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente
distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido
desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado,
cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando —
digamos— ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita.
Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos
veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese
número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse
alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la

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fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo
demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador.
Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos
quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de
alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como
en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la
otra mitad sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el
inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente
de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?
La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido
escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada
normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma
jornada algunas veces, y, por lo general, trabajaban doce horas al día. Cuando los
entrometidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron
que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era
niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto,
fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases
altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: «¿Para qué quieren las
fiestas los pobres? Deberían trabajar». Hoy, las gentes son menos francas, pero el
sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.
Consideremos por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo.
Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del
producto del trabajo humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es,
en conjunto, desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que
produce. Por supuesto, puede prestar algún servicio en lugar de producir artículos de
consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a
cambio de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha de
ser admitido; pero solamente en esta medida.
No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte de la
URSS, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos
aquellos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el
hecho de que se consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el
hecho de que se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de
hambre.
Si el asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no
habría paro —dando por supuesta cierta muy moderada cantidad de organización
sensata. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no
sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen
trabajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados; estos hombres, naturalmente,

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se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del
inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo
que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede
tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún
trabajo en absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una sociedad
aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres;
ello, sin embargo, no la pone en situación más acorde con el sentido común.
El sabio empleo del tiempo libre —hemos de admitirlo— es un producto de la
civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda
su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero, sin una cantidad considerable
de tiempo libre, un hombre se verá privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no
hay razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación;
solamente un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en
trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.
En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy
diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han
cambiado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, y especialmente de
aquellas que dirigen la propaganda educativa respecto del tema de la dignidad del
trabajo, es casi exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo
han predicado siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad, sobriedad,
buena voluntad para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas, inclusive
sumisión a la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad todavía
representa la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora
un nuevo nombre: materialismo dialéctico.
La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la
victoria de las feministas en algunos otros países. Durante siglos, los hombres han
admitido la superior santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres de su
inferioridad afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al final, las
feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de entre ellas creían
todo lo que los hombres les habían dicho acerca de lo apetecible de la virtud, pero no
lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder político. Una cosa similar ha
ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo manual. Durante siglos, los ricos y
sus mercenarios han escrito el elogio del trabajo honrado, han alabado la vida
sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que
vayan al cielo los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los
trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la
materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres
que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas
enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio, con

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el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie. Se hace lo que,
en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero no con los antiguos
propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas
especiales. El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de
toda enseñanza ética.
En la actualidad, posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de
recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy
escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro es necesario, y cabe
suponer que reportará una gran recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el
punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar largas horas?
En Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No aspiramos a
justicia económica; de modo que una gran proporción del producto total va a parar a
manos de una pequeña minoría de la población, muchos de cuyos componentes no
trabajan en absoluto. Por ausencia de todo control centralizado de la producción,
fabricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mantenemos ocioso un alto
porcentaje de la población trabajadora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo
haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos métodos demuestran ser
inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un cierto número de personas a
fabricar explosivos de alta potencia y a otro número determinado a hacerlos estallar,
como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con una
combinación de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con dificultad,
para mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar una gran cantidad
de duro trabajo manual.
En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la
producción, el problema tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional
sería, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades primarias y las
comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente,
dejando que una votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más
ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso,
es difícil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que haya mucho
tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamente
nuevos proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse a
la productividad futura. Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan
propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas
septentrionales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo largo del mar de
Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer el bienestar proletario por toda
una generación, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los
campos helados y entre las tormentas de nieve del océano Ártico. Esto, si sucede, será
el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí mismo, más

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que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera
necesario.
El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es
necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la
vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a
Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos
causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los
ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo
buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del
mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes
que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene
gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera
la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: «Me agrada el trabajo
físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las
tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede
transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que
tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la
mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento». Nunca he oído
decir estas cosas a los trabajadores.
Consideran el trabajo como debe ser considerado, como un medio necesario para
ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en
sus horas de ocio.
Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no
sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro.
En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra
civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una
capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el
culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna
razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo, critican
continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito.
Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y
porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividades deseables
son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. El
carnicero que os provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores
de elogio, ganando dinero; pero cuando vosotros digerís el alimento que ellos os han
suministrado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para
obtener energías para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene que, ganar
dinero es bueno mientras que gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que son dos
aspectos de la misma transacción, esto es absurdo; del mismo modo que podríamos

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sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las cerraduras son malos.
Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes, debe
derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo, en
nuestra sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo
radica en el consumo de lo que él produce.
Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la
producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad
en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la industria.
Pensamos demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo. Como
consecuencia de ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a la
felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.
Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento
decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras
frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un
hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la
vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como creyera
conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie el que la
educación va a más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad y se
proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre para usar con
inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase de cosas que
pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas han muerto, excepto en
remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara
deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones
urbanas han llevado a la mayoria a ser pasivos: ver películas, observar partidos de
fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Esto resulta del hecho de que sus
energías activas se consuman solamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre,
volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.
En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase
trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia
social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a
inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían
grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo
lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los
libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los
oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la
humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.
El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo,
extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de
esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente

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inteligente. Esta clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse
decenas de millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente
que la caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone
que las universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase
ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un
gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en
definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un
ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los
hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser
tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público
en general. Otra desventaja es que en las universidades los estudios están
organizados, y es probable que el hombre al que se le ocurre alguna línea de
investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, por tanto,
si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de la civilización en
un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados
para atender a propósitos no utilitarios.
En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda
persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin
morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los
escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de
sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica
que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la
oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo
profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración,
serán capaces de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele
hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los
médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los
maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas
que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el
intervalo.
Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados,
cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso,
pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su
tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que
al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo
profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales
tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad
de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos. Pero no solamente
en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las

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mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más
bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con
suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y
en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de
todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la
consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los
métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad
para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la
inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que
hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir
siendo necios para siempre.

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Conocimiento «inútil»
Francis Bacon, hombre que llegó a ser eminente traicionando a sus amigos, afirmaba,
sin duda como una de las maduras lecciones de la experiencia, que «el conocimiento
es poder». Pero esto no es cierto respecto de todo conocimiento. Sir Thomas Browne
quería saber qué canción cantaban las sirenas, pero si lo hubiera averiguado, ello no
le hubiese bastado para ascender de magistrado a gobernador de su condado. La clase
de conocimiento a que Bacon se refería es la que nosotros llamamos científica. Al
subrayar la importancia de la ciencia, continuaba tardíamente la tradición de los
árabes y de la Alta Edad Media, según la cual el conocimiento consistía
principalmente en la astrología, la alquimia y la farmacología, todas ellas ramas de la
ciencia. Era un sabio quien, tras dominar estos estudios, había adquirido poderes
mágicos. A principios del siglo XI, y por la única razón de que leía libros, todo el
mundo creía que el papa Silvestre II era un mago en tratos con el demonio. Próspero,
que en los tiempos de Shakespeare era una mera fantasía, representaba lo que durante
siglos había sido la concepción generalmente aceptada de un sabio, al menos por lo
que se refiere a sus poderes de hechicería. Bacon creía —acertadamente, según ahora
sabemos— que la ciencia podía proporcionar una varita mágica más poderosa que
cualquier otra en que hubieran soñado los nigromantes de épocas anteriores.
El Renacimiento, que estaba en su apogeo en Inglaterra en tiempos de Bacon,
implicaba una rebelión contra el concepto utilitarista del conocimiento. Los griegos
habían adquirido gran familiaridad con Homero, como nosotros con las canciones de
los cafés cantantes, porque les gustaba, y ello sin darse cuenta de que estaban
comprometidos en la búsqueda del conocimiento. Pero los hombres del siglo XVI no
podían empezar a entenderlo sin asimilar primero una considerable cantidad de
erudición lingüística. Admiraban a los griegos y no querían verse excluidos de sus
placeres; por ello los imitaban, tanto leyendo los clásicos como de otras formas
menos confesables. El saber, durante el Renacimiento, era parte de la joie de vivre,
tanto como beber o hacer el amor. Y esto es cierto no solamente en la literatura, sino
también en otros estudios más ásperos. Todo el mundo conoce la historia del primer
contacto de Hobbes con Euclides: al abrir el libro, casualmente, en el teorema de
Pitágoras, exclamó: «¡Por Dios! ¡Esto es imposible!», y comenzó a leer las
demostraciones en sentido inverso hasta que, llegado que hubo a los axiomas, quedó
convencido. Nadie puede dudar de que éste fue para él un momento voluptuoso, no
mancillado por la idea de la utilidad de la geometría en la medición de terrenos.
Cierto es que el Renacimiento dio con una utilidad práctica para las lenguas
antiguas en relación con la teología. Uno de los primeros resultados de la nueva
pasión por el latín clásico fue el descrédito de las decretales amañadas y de la
donación de Constantino. Las inexactitudes descubiertas en la Vulgata y en la versión

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de los Setenta hicieron del griego y del hebreo una parte imprescindible del equipo de
controversia de los teólogos protestantes. Las máximas republicanas de Grecia y
Roma fueron invocadas para justificar la resistencia de los puritanos a los Estuardo y
de los Jesuitas a los monarcas que habían negado obediencia al papa. Pero todo esto
fue un efecto, más bien que una causa, del resurgimiento del saber clásico, que en
Italia había sido plenamente cultivado durante casi un siglo antes de Lutero. El móvil
principal del Renacimiento fue el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y
libertad en el arte y en la especulación, que habían estado perdidas mientras la
ignorancia y la superstición mantuvieron los ojos del espíritu entre anteojeras.
Se descubrió que los griegos habían dedicado parte de su atención a temas no
puramente literarios o artísticos, como la filosofía, la geometría y la astronomía.
Estos estudios, por tanto, se consideraron respetables, pero otras ciencias quedaron
más abiertas a la crítica. La medicina, es cierto, se hallaba dignificada por los
nombres de Hipócrates y Galeno, pero en el período intermedio había quedado casi
estrictamente limitada a los árabes y a los judíos, e inextricablemente entremezclada
con la magia. De aquí la dudosa reputación de hombres como Paracelso. La química
todavía tenía peor reputación, y comenzó a alcanzar con dificultades alguna
respetabilidad en el siglo XVIII.
Y de esta forma vino a resultar que el conocimiento del griego y del latín, con
unas nociones superficiales de geometría y quizá de astronomía, fuera considerado
como el equipo intelectual de un caballero. Los griegos desdeñaban las aplicaciones
prácticas de la geometría, y solamente en su decadencia hallaron utilidad a la
astronomía, a guisa de astrología. En los siglos XVI y XVII, principalmente, se
estudiaron las matemáticas con desinterés helénico, y se tendió a ignorar las ciencias
que habían sido degradadas por su conexión con la magia. Un cambio gradual hacia
una concepción más amplia y práctica del conocimiento, que había ido produciéndose
a lo largo de todo el XVIII, experimentó de pronto una aceleración al final de aquel
período a causa de la Revolución francesa y del desarrollo del maquinismo: la
primera dio un golpe a la cultura señorial, mientras el segundo ofrecía un nuevo y
asombroso campo de acción para el ejercicio de las técnicas no señoriales. Durante
los últimos ciento cincuenta años, los hombres se han venido cuestionando, cada vez
más vigorosamente, el valor del conocimiento, y han llegado a creer, cada vez con
más firmeza, que el único conocimiento que merece la pena adquirir es aquel que
resulta aplicable en algún aspecto a la vida económica de la comunidad.
En países como Francia e Inglaterra, que tienen un sistema educacional
tradicional, el aspecto utilitario del conocimiento ha prevalecido sólo parcialmente.
Hay todavía, por ejemplo, en las universidades profesores de chino que leen los
clásicos chinos, pero que no conocen las obras de Sun Yat-sén, que crearon la China
moderna. Hay todavía personas que conocen la historia antigua en tanto fue relatada

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por autores de estilo depurado, es decir, hasta Alejandro en Grecia y Nerón en Roma,
pero que se niegan a conocer la mucho más importante historia posterior en razón de
la inferioridad literaria de los historiadores que la escribieron. Aun en Francia e
Inglaterra, sin embargo, la vieja tradición está desapareciendo, y en países más
actualizados, como Rusia y los Estados Unidos, se ha extinguido totalmente. En los
Estados Unidos, por ejemplo, las comisiones de educación señalan que mil quinientas
palabras son todas las que la mayor parte de la gente utiliza en la correspondencia
comercial, y proponen, en consecuencia, que todas las demás se eviten en el
programa escolar. El inglés básico, una invención británica, va todavía más allá y
reduce el vocabulario necesario a ochocientas palabras. La concepción del lenguaje
como algo capaz de valor estético está muriendo, y se está llegando a pensar que el
único propósito de las palabras es proporcionar información práctica. En Rusia, la
persecución de finalidades prácticas es todavía más intensa que en Norteamérica:
todo lo que se enseña en las instituciones de educación tiende a servir a algún
propósito evidente de carácter educacional o gubernamental. La única escapada la
permite la teología: alguien tiene que estudiar las Sagradas Escrituras en el original
alemán, y unos cuantos profesores tienen que aprender filosofía para defender el
materialismo dialéctico contra la crítica de los metafísicos burgueses. Pero cuando la
ortodoxia se establezca más firmemente, aun esta estrecha rendija se cerrará.
El saber está comenzando a ser considerado en todas partes, no como un bien en
si mismo, sino como un medio.
No crear una visión amplia y humana de la vida en general, sino tan sólo como un
ingrediente de la preparación, esto es parte de la mayor integración de la sociedad,
aportada por la técnica científica y las necesidades militares. Hay más
interdependencia económica y política que en el pasado y, por tanto, hay una mayor
presión social, que obliga al hombre a vivir de una manera que sus convecinos
estimen útil. Los establecimientos docentes, excepto los destinados a los muy ricos o
(en Inglaterra) los que la antigüedad ha hecho invulnerables, no pueden gastar su
dinero como quieren, sino que han de satisfacer los propósitos útiles del estado al que
sirven, proporcionando preparación práctica e inculcando lealtad. Esto es parte
sustancial del mismo movimiento que ha conducido al servicio militar obligatorio, a
los exploradores, a la organización de partidos políticos y a la difusión de la pasión
política por la prensa. Todos somos más conscientes de nuestros conciudadanos de lo
que solíamos, estamos más deseosos, si somos virtuosos, de hacerles bien y, en todo
caso, de obligarles a que nos hagan bien. No nos gusta pensar que alguien esté
disfrutando de la vida pertinente, por muy refinada que pueda ser la calidad de su
disfrute. Sentimos que todo el mundo debería estar haciendo algo para ayudar a la
gran causa (cualquiera que ésta sea), tanto más por cuanto tantos malvados están
trabajando en contra de ella y tienen que ser detenidos. No gozamos de descanso

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mental, por lo tanto, para adquirir ningún conocimiento, excepto los que puedan
ayudarnos en la lucha por lo que quiera que sea que juzguemos importante.
Hay mucho que decir en cuanto al estrecho criterio utilitarista de la educación. No
hay tiempo de aprenderlo todo antes de empezar a crearse un medio de vida, y no hay
duda de que el conocimiento «útil» es muy útil. Él ha hecho el mundo moderno. Sin
él no tendríamos máquinas, ni automóviles, ni ferrocarriles, ni aeroplanos; debemos
añadir que no tendríamos publicidad ni propaganda modernas. El conocimiento
moderno ha dado lugar a un inmenso mejoramiento en el promedio de salud y, al
mismo tiempo, ha revelado cómo exterminar grandes ciudades con gases venenosos.
Todo lo que distingue nuestro mundo al compararlo con el de otros tiempos, tiene su
origen en el conocimiento «útil». Ninguna comunidad se ha saciado todavía de él, y
es indudable que la educación debe continuar promoviéndolo.
También tenemos que admitir que buena parte de la tradicional educación cultural
era estúpida. Los jóvenes consumían muchos años aprendiendo gramática latina y
griega, sin llegar a ser, finalmente, capaces de leer un autor griego o latino, ni a sentir
siquiera el deseo de hacerlo (excepto en un pequeño porcentaje de los casos). Las
lenguas modernas y la historia son preferibles, desde cualquier punto de vista, al latín
y al griego. No solamente son más útiles, sino que proporcionan mucha más cultura
en mucho menos tiempo. Para un italiano del siglo XV, dado que prácticamente todo
lo que merecía la pena leer estaba escrito, si no en su propia lengua, en griego o en
latín, estos idiomas eran indispensables llaves de la cultura. Pero desde aquellos
tiempos se han desarrollado grandes literaturas en diversas lenguas modernas, y el
proceso de la civilización ha sido tan rápido, que el conocimiento de la antigüedad se
ha hecho mucho menos útil para la comprensión de nuestros problemas que el
conocimiento de las naciones modernas y su historia comparativamente reciente. El
punto de vista tradicional del maestro de escuela, admirable en los tiempos del
resurgir cultural, se fue haciendo cada vez más totalmente estrecho, ya que ignoraba
lo que el mundo ha hecho desde el siglo XV. Y no sólo la historia y las lenguas
modernas, sino también la ciencia, cuando se enseña apropiadamente, contribuye a la
cultura. Es posible, por tanto, sostener que la educación debe tener otras finalidades
que la utilidad inmediata, sin defender el plan de estudios tradicional. Utilidad y
cultura, cuando ambas se conciben con amplitud de miras, resultan menos
incompatibles de lo que parecen a los fanáticos abogados de una y otra.
Aparte, no obstante, de los casos en que la cultura y la utilidad inmediata pueden
combinarse, hay utilidad mediata, de varias clases distintas, en la posesión de
conocimiento que no contribuye a la eficiencia técnica. Creo que algunos de los
peores rasgos del mundo moderno podrían mejorarse con un mayor estímulo a tal
conocimiento y una menos despiadada persecución de la mera competencia
profesional.

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Cuando la actividad consciente se concentra por entero en algún propósito
definido, el resultado final, para la mayoría de la gente, es el desequilibrio,
acompañado de alguna forma de alteración nerviosa. Los hombres que dirigían la
política alemana durante la guerra cometieron equivocaciones en lo que se refiere,
por ejemplo, a la campaña submarina, que llevó a los americanos al lado de los
aliados, y que cualquier persona que hubiera tratado el tema con la mente despejada
hubiera estimado imprudente, pero que ellos no pudieron juzgar cuerdamente a causa
de la concentración mental y la falta de descanso. El mismo tipo de situación se ve
dondequiera que grupos de hombres, emprenden tareas que imponen un prolongado
esfuerzo sobre los impulsos espontáneos. Los imperialistas japoneses, los comunistas
rusos, los nazis alemanes, todos viven en una especie de tenso fanatismo que procede
del vivir demasiado exclusivamente en el mundo mental de determinadas tareas que
deben realizarse. Cuando las tareas son tan importantes y tan realizables como
suponen los fanáticos, el resultado puede ser magnífico; pero en la mayor parte de los
casos la estrechez de miras ha determinado el olvido de alguna poderosa fuerza
neutralizante o ha hecho que todas aquellas fuerzas semejen la obra del diablo, que ha
de cumplirse por el castigo y el terror. Los hombres, como los niños, tienen necesidad
de jugar, es decir, de períodos de actividad sin más propósito que el goce inmediato.
Pero si el juego sirve su propósito, ha de ser posible hallar placer e interés en asuntos
no relacionados con el trabajo.
Las diversiones de los habitantes de las ciudades modernas tienden a ser cada vez
más pasivas y colectivas, y a reducirse a la contemplación inactiva de las habilidosas
actividades de otros. Sin duda, tales diversiones son mejores que ninguna, pero no
son tan buenas como podrían serlo las de una población que tuviese, debido a la
educación, un más amplio campo de intereses intelectuales conectados con el trabajo.
Una mejor organización económica, que permitiera a la humanidad beneficiarse de la
productividad de las máquinas, conduciría a un muy grande aumento del tiempo libre,
y el mucho tiempo libre tiende a ser tedioso excepto para aquellos que tienen
considerables intereses y actividades inteligentes. Para que una población ociosa sea
feliz, tiene que ser población educada, y educada con miras al placer intelectual, así
como a la utilidad directa del conocimiento técnico.
El elemento cultural en la adquisición de conocimientos, cuando es asimilado con
éxito, conforma el carácter de los pensamientos y los deseos de un hombre, haciendo
que se relacionen, al menos en parte, con grandes objetivos impersonales y no sólo
con asuntos de importancia inmediata para él. Se ha aceptado demasiado a la ligera
que, cuando un hombre ha adquirido determinadas capacidades por medio del
conocimiento, las usará en forma socialmente beneficiosa. La concepción
estrechamente utilitarista de la educación ignora la necesidad de disciplinar los
propósitos de un hombre tanto como su práctica técnica. En la naturaleza humana no

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educada hay un considerable elemento de crueldad, que se muestra de muchas
formas, importantes o insignificantes. Los niños en la escuela tienden a ser crueles
con un nuevo niño, o con cualquiera cuyas ropas no sean totalmente convencionales.
Muchas mujeres (y no pocos hombres) provocan todo el sufrimiento que pueden por
medio de la murmuración maliciosa. Los españoles disfrutan con las corridas de
toros; los ingleses disfrutan cazando. Los mismos crueles impulsos adquieren formas
más serias en la caza de judíos en Alemania y de kulaks en Rusia. Todo imperialismo
ofrece campo para tales impulsos, y en la guerra son santificados como la más
elevada forma del deber público.
De modo que se debe admitir que gente con un alto nivel de educación es a veces
cruel; y creo que no puede haber duda de que esa gente es cruel mucho menos
frecuentemente que aquella cuya mente se ha dejado en barbecho. El bravucón del
colegio rara vez es un muchacho cuyo aprovechamiento en los estudios está por sobre
el promedio. Cuando tiene lugar un linchamiento, los cabecillas son casi
invariablemente hombres muy ignorantes. Esto no es así porque el cultivo de la
mente produzca sentimientos humanitarios positivos, aunque puede hacerlo; es más
bien porque proporciona otros intereses que el mal trato a los vecinos, y otras fuentes
de respeto a la propia personalidad que la afirmación de dominio. Las dos cosas más
universalmente deseadas son el poder y la admiración. Los hombres ignorantes,
generalmente, no pueden conseguir ninguna de las dos sino por medios brutales que
llevan aparejada la adquisición de superioridad física. La cultura proporciona al
hombre formas de poder menos dañinas y medios más dignos para hacerse admirar.
Galileo hizo más que cualquier monarca para cambiar el mundo, y su poder excedió
inconmensurablemente el de sus perseguidores. No tuvo, por tanto, necesidad de
aspirar a ser, a su vez, perseguidor.
Quizá la ventaja más importante del conocimiento «inútil» es que favorece un
estado mental contemplativo. Hay en el mundo demasiada facilidad, no sólo para la
acción sin la adecuada reflexión previa, sino también para cualquier clase de acción
en ocasiones en que la sabiduría aconsejaría la inacción. La gente muestra sus
tendencias en esta cuestión de varias curiosas maneras. Mefistófeles dice al joven
estudiante que la teoría es gris pero el árbol de la vida es verde, y todo el mundo cita
esto como si fuera la opinión de Goethe, en lugar de lo que éste suponía que era
probable que dijera el diablo a un estudiante. Hamlet es tenido por una terrible
advertencia contra el pensamiento sin acción, pero nadie tiene a Otelo como una
advertencia contra la acción sin pensamiento. Los profesores como Bergson, por una
especie de culto de moda al hombre práctico, condenan la filosofía y dicen que la
vida, en su manifestación más elevada, debería parecerse a una carga de caballería.
Por mi parte, estimo que la acción es mejor cuando surge de una profunda
comprensión del universo y del destino humano, y no de cualquier impulso

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salvajemente apasionado de romántica pero desproporcionada afirmación del yo. El
hábito de encontrar más placer en el pensamiento que en la acción es una salvaguarda
contra el desatino y el excesivo amor al poder, un medio para conservar la serenidad
en el infortunio y la paz de espíritu en las contrariedades. Es probable que, tarde o
temprano, una vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa;
sólo las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante hacen
soportables los más trágicos aspectos de la vida.
Una disposición mental contemplativa tiene ventajas que van de lo más trivial a lo
más profundo. Para empezar están las aflicciones de menor envergadura, tales como
las pulgas, los trenes que no llegan o los socios discutidores. Al parecer, tales
molestias apenas merecen la pena de unas reflexiones sobre las excelencias del
heroísmo o la transitoriedad de los males humanos, y, sin embargo, la irritación que
producen destruye el buen ánimo y la alegría de vivir de mucha gente. En tales
ocasiones, puede hallarse mucho consuelo en esos arrinconados fragmentos de
erudición que tienen alguna conexión, real o imaginaria, con el conflicto del
momento; y aun cuando no tengan ninguna, sirven para borrar el presente de los
propios pensamientos. Al ser asaltados por gente lívida de rabia, es agradable
recordar el capítulo del Tratado de las pasiones de Descartes titulado «Por qué son
más de temer los que se ponen pálidos de furia que aquellos que se congestionan».
Cuando uno se impacienta por la dificultad existente para asegurar la cooperación
internacional, la ansiedad disminuye si a uno se le ocurre pensar en el santificado rey
Luis IX antes de embarcar para las cruzadas, aliándose con el Viejo de la Montaña,
que aparece en Las mil y una noches como la oscura fuente de la mitad de la maldad
del mundo. Cuando la rapacidad de los capitalistas se hace opresiva, podemos
consolarnos en un instante con el recuerdo de que Bruto, ese modelo de virtud
republicana, prestaba dinero a una ciudad al cuarenta por ciento y alquilaba un
ejército privado para sitiarla cuando dejaba de pagarle los intereses.
El conocimiento de hechos curiosos no sólo hace menos desagradables las cosas
desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables. Yo encuentro
mejor sabor a los albaricoques desde que supe que fueron cultivados inicialmente en
China, en la primera época de la dinastía Han; que los rehenes chinos en poder del
gran rey Kaniska los introdujeron en la India, de donde se extendieron a Persia,
llegando al Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra
«albaricoque» se deriva de la misma fuente latina que la palabra «precoz», porque el
albaricoque madura tempranamente, y que la partícula inicial «al» fue añadida por
equivocación, a causa de una falsa etimología. Todo esto hace que el fruto tenga un
sabor mucho más dulce.
Hace cerca de cien años, un grupo de filántropos bienintencionados fundaron
sociedades «para la difusión del conocimiento útil», con el resultado de que las

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gentes han dejado de apreciar el delicioso sabor del conocimiento «inútil».
Al abrir al azar la Anatomía de la melancolía de Burton, un día en que me
amenazaba tal estado de ánimo, supe que existe una «sustancia melancólica», pero
que, mientras algunos piensan que puede ser engendrada por los cuatro humores,
«Galeno sostiene que solamente puede ser engendrada por tres, excluyendo la flema o
pituita, y su aserción cierta es firmemente sostenida por Valerio y Menardo, al igual
que Furcio, Montalto, Montano... ¿Cómo —dicen— puede lo blanco llegar a ser
negro?». A pesar de tan incontestable argumento, Hércules de Sajonia y Cardan,
Guianerio y Laurencio son (así nos lo dice Burton) de opinión contraria. Confortada
por estas reflexiones históricas, mi melancolía, fuera producida por tres o por cuatro
humores, se disipó. Como cura para una preocupación excesiva, pocas medidas más
efectivas puedo imaginar que un curso sobre tales controversias antiguas.
Pero en tanto que los placeres triviales de la cultura tienen su lugar en el alivio de
los problemas triviales de la vida práctica, los méritos más importantes de la
contemplación están relacionados con los males mayores de la vida: la muerte, el
dolor y la crueldad y la ciega marcha de las naciones hacia el desastre innecesario.
Para aquellos a quienes ya no proporciona consuelo la religión dogmática, existe la
necesidad de algún sucedáneo, si no la vida se les hace polvorienta y áspera y llena de
agresividad fútil. Actualmente el mundo está lleno de grupos de iracundos y
egocéntricos, incapaces de considerar la vida humana como un todo, y dispuestos a
destruir la civilización antes que retroceder una pulgada. Para esta estrechez ninguna
dosis de instrucción técnica proporcionará un antídoto. El antídoto, en tanto sea
cuestión de la psicología individual, ha de hallarse en la historia, en la biología, en la
astronomía, en todos aquellos estudios que, sin aniquilar el respeto a la propia
personalidad, capacitan al individuo para verse en su verdadera perspectiva. Lo que
se necesita no es este o aquel trozo específico de información, sino un conocimiento
tal que inspire una concepción de los fines de la vida humana en su conjunto: arte e
historia, contacto con las vidas de los individuos heroicos y cierta comprensión de la
extrañamente accidental y efímera posición del hombre en el cosmos, todo esto
tocado por un sentimiento de orgullo por lo que es distintivamente humano: el poder
de ver y de conocer, de sentir magnánimamente y de pensar y comprender. La
sabiduría brota más fácilmente de las grandes percepciones combinadas con la
emoción impersonal.
La vida, siempre llena de dolor, es más dolorosa en nuestro tiempo que en las dos
centurias precedentes. El intento de escapar al sufrimiento conduce al hombre a la
trivialidad, al engaño a sí mismo, a la invención de grandes mitos colectivos. Pero
esos alivios momentáneos no hacen a la larga sino incrementar las fuentes de
sufrimiento. Tanto la desgracia privada como la pública sólo pueden ser dominadas
en un proceso en que la voluntad y la inteligencia se interactúen: el papel de la

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voluntad consiste en negarse a eludir el mal o a aceptar una solución irreal, mientras
que el papel de la inteligencia consiste en comprenderlo, hallar un remedio, si es
remediable, y, si no, hacerlo soportable viéndolo en sus relaciones, aceptándolo como
inevitable y recordando lo que queda fuera de él en otras regiones, en otras edades, y
en los abismos del espacio interestelar.

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Arquitectura y problemas sociales
La arquitectura, desde los tiempos más remotos, ha tenido dos propósitos: por una
parte, el puramente utilitario de proporcionar calor y refugio; por otra, la finalidad
política de inculcar una idea a la humanidad por medio del esplendor de su expresión
en piedra. El primer propósito bastaba, por lo que se refiere a la morada de los
pobres; pero los templos de los dioses y los palacios de los reyes fueron pensados
para inspirar temor a los poderes celestiales y a sus favoritos en la tierra. En unos
pocos casos no se glorificaba a monarcas individuales, sino a comunidades: la
Acrópolis de Atenas y el Capitolio de Roma ponían de manifiesto la majestad
imperial de aquellas orgullosas ciudades para edificación de súbditos y aliados. El
mérito estético era considerado deseable en los edificios públicos y, más tarde, en los
palacios de plutócratas y emperadores, pero no se tenía en cuenta en las chozas de los
campesinos ni en las desvencijadas viviendas del proletariado urbano.
En el mundo medieval, a pesar de la mayor complejidad de la estructura social, el
propósito artístico en arquitectura estaba igualmente restringido; en realidad, más
todavía, ya que los castillos de los grandes se proyectaban con miras a la fortaleza
militar, y si tenían alguna belleza era por accidente. No fue el feudalismo, sino la
Iglesia y el comercio, lo que produjo la mejor arquitectura de la Edad Media. Las
catedrales exhibían la gloria de Dios y de sus obispos. Los comerciantes en lana de
Inglaterra y los Países Bajos, que tuvieron a su servicio a los reyes de Inglaterra y a
los duques de Borgoña, expresaban su orgullo en las espléndidas lonjas y
edificaciones municipales de Flandes y, con menor magnificencia, en muchos
mercados ingleses. Pero fue Italia, el lugar de nacimiento de la plutocracia moderna,
la que llevó la arquitectura comercial a la perfección. Venecia, la novia del mar, la
ciudad que desviaba cruzadas y que atemorizaba a los monarcas unidos de la
cristiandad, creó un nuevo tipo de majestuosa belleza en los palacios del dux y los de
los príncipes mercaderes. Contrariamente a los rústicos barones del norte, los
magnates urbanos de Venecia y Génova no necesitaban soledad ni defensa, sino que
vivían unos junto a otros, y creaban ciudades en las que todo lo visible para el
extranjero no muy curioso era espléndido y estéticamente satisfactorio. En Venecia,
especialmente, era fácil ocultar la miseria: los tugurios se hallaban ocultos y alejados,
en callejones interiores, donde nunca los veían los ocupantes de las góndolas. Jamás,
desde entonces, ha alcanzado la plutocracia un éxito tan completo y perfecto.
En la Edad Media, la Iglesia no solamente construyó catedrales, sino también
edificios de otra clase, más apropiados a nuestras necesidades modernas: abadías,
monasterios, conventos y colegios. Estaban basados en una forma restringida de
comunismo, y proyectados para una vida social pacífica. En esos edificios, todo lo
individual era espartano y simple, y todo lo comunal, espléndido y espacioso. La

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humildad del simple monje quedaba satisfecha con una celda tosca y desnuda; el
orgullo de la orden se exhibía en la gran magnificencia de naves, capillas y
refectorios. En Inglaterra, de los monasterios y las abadías sobreviven principalmente
ruinas para agradar a los turistas; pero los colegios, en Oxford y en Cambridge,
todavía son parte de la vida nacional y conservan la belleza del comunalismo
medieval.
Con la expansión del Renacimiento hacia el norte, los toscos barones de Francia e
Inglaterra se dieron a trabajar para adquirir el refinamiento de los italianos ricos. Al
tiempo que los Médicis casaban a sus hijas con reyes, los pintores, los poetas y los
arquitectos al norte de los Alpes copiaban los modelos florentinos y los aristócratas
reemplazaban sus castillos por mansiones campestres que, con su indefensión contra
el asalto, señalaban la nueva seguridad de una nobleza cortesana y civilizada. Pero
esta seguridad fue destruida por la Revolución francesa, y desde entonces los estilos
arquitectónicos tradicionales han perdido su vitalidad. Persisten donde las viejas
formas de poder persisten, como es el caso de las adiciones de Napoleón al Louvre;
pero estas adiciones tienen una florida vulgaridad, que muestra su inseguridad. Parece
tratar de olvidar la constante advertencia de su madre en mal francés: Pourvou que
cela dure....
Hay dos formas típicas de arquitectura en el siglo XIX, debidas, respectivamente,
a la producción maquinista y al individualismo democrático: de un lado, la fábrica,
con sus chimeneas; del otro, las hileras de minúsculas viviendas para las familias de
la clase obrera. Mientras la fábrica representa la organización económica determinada
por el industrialismo, las pequeñas casitas representan el aislamiento social a que
aspira una población individualista. Donde el alto valor del suelo hace deseable la
construcción de grandes edificios, éstos tienen una unidad meramente arquitectónica,
no social; son bloques de oficinas, casas de apartamentos u hoteles cuyos ocupantes
no forman una comunidad, como los monjes en un monasterio, sino que tratan, en
todo lo posible, de permanecer ignorantes de la existencia de los demás. En
Inglaterra, dondequiera que el valor del terreno no es demasiado elevado, el principio
de una casa para cada familia se reafirma. A medida que se entra por ferrocarril a
Londres o a cualquier gran ciudad del norte, se pasa por calles sin fin, formadas por
tales pequeñas viviendas, donde cada casa es un centro de vida individual, y la vida
comunitaria es representada por la oficina, la fábrica o la mina, según la localidad. La
vida social fuera de la familia, en tanto que la arquitectura pueda asegurar tal
resultado, es exclusivamente económica, y todas las necesidades sociales no
económicas han de ser satisfechas dentro de la familia o verse frustradas. Si han de
juzgarse los ideales sociales de una época por la calidad estética de su arquitectura,
los cien últimos años representan el punto más bajo alcanzado hasta ahora por la
humanidad.

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La fábrica y las hileras de pequeñas casas que la rodean ilustran una curiosa
inconsistencia de la vida moderna. En tanto que las condiciones de la producción la
fueron convirtiendo en una cuestión de grupos cada vez más numerosos, nuestra
actitud, en general, en todo lo que se considera ajeno a la esfera de lo político o de lo
económico, ha tendido a hacerse cada vez más individualista. Esto es cierto no
solamente en materias de arte o cultura, donde el culto a la expresión del yo ha
conducido a una anárquica rebeldía contra toda clase de tradiciones o convenciones,
sino también —quizá como una reacción contra la superpoblación— en la vida diaria
del hombre corriente y más aún de la mujer corriente. En la fábrica hay forzosamente
vida social, lo que ha dado lugar a los sindicatos; pero en el hogar, cada familia desea
aislamiento. «Vivo para mí misma», dicen las mujeres; y a sus maridos les gusta
pensar en ellas sentadas en el hogar esperando el regreso del jefe de la casa. Estos
sentimientos hacen que las esposas soporten, y aun prefieran, las pequeñas casas
separadas, las pequeñas cocinas separadas, la monotonía de las labores domésticas
separadas y, mientras no están en el colegio, el cuidado separado de los niños. El
trabajo es duro, la vida monótona y la mujer casi una prisionera en su propia casa; a
pesar de todo, y aunque agota sus nervios, ella prefiere esto a una forma de vida más
comunitaria, porque el aislamiento le procura la estimación de sí misma.
La preferencia por este tipo de arquitectura está en relación con la condición
social de la mujer. A pesar del feminismo y del voto, la situación de las esposas, por
lo menos en las clases trabajadoras, no ha cambiado. La esposa depende todavía de
los ingresos del marido y no recibe salario aunque trabaje intensamente. Siendo
profesionalmente un ama de casa, le gusta tener una casa que llevar. El deseo de
hallar campo para la iniciativa personal, común a la mayor parte de los seres
humanos, no se satisface para ella sino en el hogar. Al marido, por su parte, le gusta
que su mujer trabaje para él y dependa económicamente de él; por añadidura, su
mujer y su casa satisfacen más su instinto de propiedad que cualquier tipo diferente
de arquitectura. En cuanto a la posesividad conyugal, tanto al marido como a la
esposa, aun cuando alguna vez sientan deseos de una vida más social, les alegra el
que el otro tenga tan pocas ocasiones de encontrarse con miembros posiblemente
peligrosos del sexo opuesto. Y así, aunque sus vidas se empequeñezcan y la de la
mujer resulte innecesariamente penosa, ninguno de los dos desea una organización
diferente de su existencia social.
Todo esto cambiaría si la regla, y no la excepción, fuese que las mujeres casadas
se ganaran la vida trabajando fuera del hogar. En las clases profesionales hay ya
bastantes esposas que ganan dinero con su trabajo independiente como para producir,
en las grandes ciudades, cierto acercamiento a lo que sus circunstancias hacen
deseable. Lo que tales mujeres necesitan es un apartamento con los servicios
resueltos o una cocina comunitaria que las exima de la tarea de preparar comidas, y

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una guardería que se haga cargo de los niños durante sus horas de oficina.
Convencionalmente, se supone que una mujer casada lamenta la necesidad de trabajar
fuera de casa, y si al final de la jornada, tiene que realizar las labores de cualquier
esposa que no tenga otra ocupación, es probable que recaiga sobre ella un
considerable exceso de trabajo. Pero con un tipo de arquitectura apropiado, las
mujeres podrían verse libres de la mayor parte del trabajo en la casa y en el cuidado
de los niños, con ventaja para ellas, para sus maridos y para sus niños, y en este caso
la sustitución de los tradicionales deberes de la esposa y de la madre por el trabajo
profesional sería una ventaja evidente. Todo marido de una esposa a la antigua se
convencería de esto si, durante una semana, intentase llevar a cabo las tareas de su
mujer.
El trabajo de la esposa de un asalariado nunca se ha modernizado, porque no se
paga; pero, en realidad, es en gran parte innecesario, y el grueso de la restante
actividad podría repartiese entre diferentes especialistas. Pero para hacer esto, la
primera reforma que se requiere es una reforma arquitectónica. El problema consiste
en asegurar las mismas ventajas comunales que garantizaban los monasterios
medievales, pero sin celibato; es decir, deberán preverse las necesidades de los niños.
Consideremos primero las desventajas innecesarias del sistema actual, en el que
cada hogar de clase obrera es autárquico, tanto en la forma de una casa separada
como en la de habitaciones en un bloque de viviendas.
Los mayores males recaen sobre los niños. Antes de la edad escolar, les falta sol y
aire; su dieta es la que puede proporcionarles una madre pobre, ignorante, atareada e
incapaz de confeccionar una clase de comida para los adultos y otra para los
pequeños; éstos están molestando constantemente a su madre mientras guisa y hace
su trabajo, de lo que resulta que la ponen nerviosa y reciben un trato áspero, tal vez
alternado con caricias; nunca tienen libertad, ni espacio, ni un ambiente en el que sus
actividades naturales sean inocuas. Esta combinación de circunstancias tiende a
hacerlos raquíticos, neuróticos y sumisos.
Los males son también muy considerables para la madre. Tiene que combinar los
deberes de una niñera, los de una cocinera y los de una sirvienta, funciones para
ninguna de las cuales ha sido preparada; casi inevitablemente las realiza todas mal;
siempre está cansada y encuentra en sus hijos un motivo de fastidio en lugar de una
fuente de felicidad; su marido descansa cuando termina su trabajo, pero ella no
descansa nunca; al final, casi inevitablemente, se vuelve irritable, mezquina y
envidiosa.
Para el hombre son menores las desventajas, ya que permanece menos tiempo en
casa. Pero cuando llega al hogar no está en disposición de disfrutar con los reniegos
de la esposa o la «mala» conducta de los niños; probablemente acuse a su mujer,
cuando debiera culpar a la arquitectura, con desagradables consecuencias, que varían

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según el grado de su brutalidad.
No digo, por supuesto, que todo esto sea universal; pero digo, sí, que cuando no
es así, tiene que haber una excepcional cantidad de autodisciplina, de sabiduría y de
vigor físico en la madre. Y es obvio que un sistema que requiere de los seres
humanos cualidades excepcionales, solamente en casos excepcionales alcanzará buen
éxito. La existencia de raros ejemplos en los que tales males no aparecen, no prueba
nada en contra de la maldad de tal sistema.
Para acabar con todos estos inconvenientes simultáneamente, basta con introducir
un elemento comunitario en la arquitectura. Las casitas separadas y los bloques de
viviendas, cada una con su cocina, deberían ser derribados. En su lugar debería haber
altos edificios en torno a un cuadrilátero central, con el lado sur más bajo, para que
penetrara la luz del sol. Una cocina común, un espacioso salón comedor y otro salón
para las distracciones, las reuniones y el cine. En el cuadrilátero central debería haber
una guardería, construida de forma tal que los niños no pudieran hacer daño
fácilmente, ni a sí mismos, ni a objetos frágiles: no debería haber escalones, ni
chimeneas abiertas, ni estufas calientes al alcance de sus manos; los platos, copas y
fuentes habrían de ser de material irrompible y, en general, debería evitarse en todo lo
posible la presencia de aquellas cosas que obligan a decir «no» a los niños. Durante el
buen tiempo, la guardería podría funcionar al aire libre; durante el mal tiempo,
excepto en el peor, en habitaciones abiertas al aire por un lado. Todas las comidas de
los niños deberían tener lugar en la guardería que podría, en forma considerablemente
económica, proporcionarles una dieta más completa que la que sus madres pueden
darles. Desde el momento del destete hasta el de la escolarización, deberían pasar
todo el tiempo, desde el desayuno hasta su última comida, en la guardería, donde
habrían de tener oportunidad de distraerse, y el mínimo de vigilancia compatible con
su seguridad.
Las ventajas para los niños serían enormes. Su salud se beneficiaría con el aire, el
sol, el espacio y los buenos alimentos; su carácter se beneficiaría con la libertad y el
alejamiento del clima de constante y malhumorada prohibición en que pasan sus
primeros años la mayor parte de los asalariados.[A] La libertad de movimientos, que
solamente se puede permitir sin peligro a un niño rodeado por un ambiente
especialmente dispuesto, podría concederse casi sin restricción en la guardería, con el
resultado de que el espíritu de aventura y la capacidad muscular se desarrollarían en
ellos naturalmente, como se desarrollan en otros animales jóvenes. La constante
prohibición de movimientos a los niños pequeños es una fuente de descontento y de
timidez en su vida posterior, pero es inevitable en tanto vivan en un medio adulto; la
guardería, por tanto, sería tan beneficiosa para su carácter como para su salud.
Para las mujeres, las ventajas serían igualmente grandes. Tan pronto como sus
hijos fuesen destetados, podrían entregarlos, durante todo el día, a mujeres

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especialmente preparadas para el cuidado de niños pequeños. No tendrían que
preocuparse por comprar comida, guisarla y fregar. Podrían salir a trabajar por las
mañanas y regresar por la tarde, como sus maridos; como sus maridos, podrían tener
horas de trabajo y horas de ocio, en lugar de estar siempre ocupadas. Podrían ver a
sus hijos por la mañana y por la tarde, durante el tiempo suficiente para el cultivo de
los afectos, pero no para alterar sus nervios. Las mujeres que pasan todo el día con
sus hijos, rara vez disponen de las reservas de energía necesarias para jugar con ellos;
en general, los padres juegan con sus hijos mucho más que las madres. Aun el adulto
más afectuoso tiene que encontrar cargantes a los niños si no encuentra un momento
para descansar de sus clamorosas demandas de atención. Pero al final de una jornada
que se ha pasado lejos de ellos, tanto la madre como los niños se sentirían más
cariñosos de lo que es posible cuando han estado todo el día encerrados juntos. Los
niños, físicamente cansados pero mentalmente en paz, gozarían de las atenciones
personales de la madre después de la imparcialidad de las mujeres de la guardería.
Sobreviviría lo bueno de la vida en familia, sin factores irritantes y destructores del
cariño.
Tanto el hombre como la mujer evitarían el confinamiento en pequeñas
habitaciones y la sordidez, asistiendo a grandes salas públicas, que podrían ser tan
espléndidas arquitectónicamente como los paraninfos de las, universidades. La
belleza y el espacio no tienen por qué continuar siendo prerrogativa de los ricos. Se
pondría fin a la irritación que ocasiona el hacinamiento, y que tan a menudo hace
imposible la vida de familia.
Y todo esto sería la consecuencia de una reforma arquitectónica.
Robert Owen, hace más de cien años, fue grandemente ridiculizado por sus
«paralelogramos cooperativos», que eran un intento de asegurar a los asalariados las
ventajas de la vida en comunidad. Aunque la propuesta haya sido prematura en
aquellos tiempos de agobiante pobreza, en muchos aspectos se acerca a lo que hoy
resulta practicable y deseable. Él mismo llegó a establecer, en New Lanark, una
guardería sobre principios muy sabios. Pero las especiales condiciones de New
Lanark lo condujeron erróneamente a considerar sus «paralelogramos» como
unidades productoras, no simplemente como lugares de residencia. El industrialismo
tendió, desde el principio, a cargar excesivamente el acento sobre la producción y
demasiado poco sobre el consumo y la vida diaria; ello ha sido el resultado de la
prioridad otorgada a los beneficios, que se asocian únicamente con la producción. La
consecuencia es que la fábrica se ha hecho científica y ha llevado hasta el final la
división del trabajo, mientras que el hogar ha permanecido acientífico y todavía
acumula las más diversas labores sobre las espaldas de la sobrecargada madre. Es un
resultado lógico del predominio del beneficio como meta, el que los más azarosos,
desorganizados y por completo insatisfactorios aspectos de la actividad humana sean

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aquellos de los que no se espera ningún beneficio pecuniario.
Debe admitirse, sin embargo, que los más poderosos obstáculos a una reforma
arquitectónica como la que he venido proponiendo se hallarán en la psicología de los
mismos asalariados. Aunque puedan pelearse en él, la gente quiere el aislamiento del
«hogar», y encuentra en él la satisfacción de su orgullo y de su sentido de la
propiedad. Una vida comunitaria en el celibato, como la de los monasterios, no
suscita el mismo problema; son el matrimonio y la familia los que introducen el
instinto de lo íntimo. No creo que el cocinar en privado, más allá de lo que
ocasionalmente pueda hacerse en un hornillo de gas, sea realmente necesario para
satisfacer este instinto; creo que un apartamento privado con muebles propios sería
suficiente para personas acostumbradas a él. Pero siempre es difícil cambiar hábitos
íntimos. El deseo de independencia de las mujeres, sin embargo, puede conducir
gradualmente a que se ganen la vida fuera del hogar cada vez en mayor número, y
esto, a su vez, puede llevar a que un sistema como el que he venido considerando les
resulte apetecible. Al presente, el feminismo está todavía en un estadio temprano de
su desarrollo entre las mujeres de la clase trabajadora, pero es probable que se
incrementare, a menos que haya una reacción fascista. Quizá a su tiempo este motivo
llegue a determinar la preferencia de las mujeres por la preparación comunitaria de
alimentos y la guardería. No será de los hombres que surja un deseo de cambio. Los
asalariados, aun cuando sean socialistas o comunistas, rara vez ven la necesidad de un
cambio en la situación de sus mujeres.
Mientras el paro sea un mal grave y mientras la falta de comprensión de los
problemas económicos sea casi universal, se condenará, naturalmente, el empleo de
mujeres casadas como probable causa de que queden sin trabajo aquellos cuyos
puestos garantizan las esposas que permanecen en su casa. Por esta razón, el
problema de las mujeres casadas está estrechamente relacionado con el problema del
paro, que probablemente sea insoluble sin un considerable avance en el camino al
socialismo. En cualquier caso, no obstante, la construcción de «paralelogramos
cooperativos» como los que he defendido, solamente será practicable en gran escala
como parte de un gran movimiento socialista, ya que el beneficio como única
finalidad nunca les dará lugar. La salud y el carácter de los niños, y los nervios de las
esposas, deben continuar, por tanto sufriendo mientras el deseo de beneficio regule
las actividades económicas. Algunas cosas pueden alcanzarse en la búsqueda de este
objetivo, y otras no pueden alcanzarse; entre las que no se pueden alcanzar está el
bienestar de las mujeres y los niños de la clase asalariada y —lo que puede parecer
todavía más utópico— la belleza de los suburbios. Pero aunque demos la fealdad de
los suburbios por supuesta, como los vientos de marzo y las nieblas de noviembre, no
es, en realidad, igualmente inevitable. Si fuesen construidos por los municipios en
lugar de serlo por empresas privadas, con calles planificadas y casas como salones de

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residencias, no hay razón para que no resulten un placer para los ojos. La fealdad,
como la inquietud y la pobreza, es parte del precio que pagamos por ser esclavos de
la meta del beneficio privado.

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El Midas moderno

(Escrito en 1932)

La historia del rey Midas y del Toque de Oro es familiar a todos aquellos que se
educaron con los Tanglewood Tales de Hawthorne. Aquel digno monarca,
anormalmente aficionado al oro, obtuvo de un dios el privilegio de trocar en oro
cuanto tocaran sus manos. Al principio se sintió encantado, pero cuando comprobó
que la comida que deseaba tomar se convertía en sólido metal antes de que pudiera
tragarla, comenzó a sentirse inquieto; y cuando su hija quedó petrificada por un beso
de él, se sintió horrorizado y pidió al dios que lo librara de su don. Desde aquel
momento supo que el oro no es la única cosa de valor.
Esto es un simple cuento, pero para el mundo resulta muy difícil aprenderse la
moraleja. Cuando los españoles, en el siglo XVI, se hicieron con el oro del Perú,
consideraron deseable conservarlo en sus propias manos y pusieron toda clase de
obstáculos para la exportación de los metales preciosos. La consecuencia fue que el
oro dio lugar a la elevación de precios en todos los dominios españoles, sin que por
ello España fuese más rica que antes en verdaderos bienes. Podría satisfacer el
orgullo de un hombre el saber que tiene dos veces más dinero que antes; pero si con
cada doblón sólo comprase la mitad de lo que solía comprar, la ventaja sería
puramente metafísica y no le permitiría tener más alimentos y bebidas, ni una casa
mejor, ni ninguna otra ventaja tangible. Los ingleses y los holandeses, menos
poderosos que los españoles, se vieron obligados a contentarse con lo que hoy es el
Este de los Estados Unidos, una región despreciada porque no tenía oro. Pero, como
fuente de riqueza, esta región ha demostrado ser inconmensurablemente más
productiva que las zonas auríferas del Nuevo Mundo, que todas las naciones
envidiaban en los tiempos de Isabel.
Aunque, como asunto histórico, éste ha llegado a ser un lugar común, su
aplicación a los problemas actuales parece estar más allá de la capacidad mental de
los gobiernos. Los temas económicos siempre han sido considerados de un modo
enrevesado, y esto es más cierto ahora que en cualquier época anterior. Lo que
ocurrió al terminar la guerra, en este terreno, es tan absurdo que cuesta creer que los
gobiernos estuviesen formados por hombres adultos que no vivían en manicomios.
Querían castigar a Alemania, y el modo de hacerlo, sancionado por la experiencia,
era imponer una indemnización. De modo que impusieron una indemnización. Hasta
aquí todo fue bien. Pero la suma que quisieron que Alemania pagara superaba con
mucho el valor de todo el oro de Alemania, y aun el de todo el mundo. Era, por tanto,
matemáticamente imposible para los alemanes pagar, excepto en mercancías: los

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alemanes debían pagar en productos o no pagar en absoluto.
En este punto, los gobiernos recordaron de pronto que tenían la costumbre de
medir la prosperidad de una nación por el excedente de sus exportaciones sobre sus
importaciones. Cuando un país exporta más de lo que importa, se dice que tiene una
balanza comercial favorable; en el caso contrario, se dice que su balanza es
desfavorable. Pero al imponer a Alemania una indemnización mayor de la que podía
pagar en oro, habían decretado que, en el comercio con los aliados, Alemania iba a
tener una balanza favorable y los aliados una balanza desfavorable. Para su horror
descubrieron que, sin proponérselo, habían estado haciendo a Alemania lo que
consideraban un beneficio, al estimular su comercio de exportación. A este
argumento general fueron añadidos otros más específicos. Alemania no produce nada
que no puedan producir los aliados, y la amenaza de la competencia alemana se sintió
en todas partes. Los ingleses no querían carbón alemán cuando su propia industria
extractiva del carbón estaba en crisis. Los franceses no querían manufacturas de
hierro y acero alemanas cuando se habían propuesto incrementar la propia producción
de hierro y acero con la ayuda de los recién adquiridos yacimientos loreneses. Y así
sucesivamente. Los aliados, por tanto, a la vez que seguían decididos a castigar a
Alemania haciéndola pagar, estaban igualmente decididos a no consentir que pagara
en ninguna forma particular.
Para esta loca situación hallóse un loco remedio. Se decidió prestar a Alemania
todo lo que Alemania tenía que pagar. Los aliados dijeron, en efecto: «No podemos
dispensaros la indemnización, porque ella es un justo castigo a vuestra maldad; por
otra parte, no podemos dejar que nos paguéis, porque ello arruinaría nuestras
industrias; entonces, os prestaremos el dinero y vosotros nos pagaréis lo que os
prestemos. De este modo, la cuestión de principio quedará salvada sin daño para
nosotros. En cuanto al daño que hemos de haceros, esperamos que solamente quede
pospuesto».
Pero esta solución, evidentemente, sólo podía ser temporal. Los suscriptores de
los préstamos a Alemania querían sus intereses, y se planteaba con respecto al pago
de los intereses el mismo dilema que se había planteado en relación con el pago de la
indemnización. Los alemanes no podían pagar los intereses en oro, y las naciones
aliadas no querían que se les pagase en productos. De modo que se hizo necesario
prestarles el dinero con que pagar los intereses. Es obvio que, más tarde o más
temprano, la gente llegaría a cansarse de este juego. Cuando la gente se cansa de
prestar a una nación sin obtener nada a cambio, se dice que el crédito de tal país ya no
es bueno. Cuando esto sucede, la gente comienza a exigir que se le pague realmente
lo que se le debe. Pero, como hemos visto, esto era imposible para los alemanes. De
aquí que se produjeran numerosas quiebras, primero en Alemania, después entre
aquellos a quienes los alemanes en quiebra debían dinero, más tarde entre aquellos a

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quienes estos últimos debían dinero, y así sucesivamente. Resultado: depresión
universal, miseria, hambre, ruina y toda la cadena de desastres que el mundo ha
estado sufriendo.
No quiero insinuar que la indemnización de los alemanes haya sido la única causa
de nuestras calamidades. Las deudas de los aliados a Norteamérica contribuyeron, así
como también, en grado menor, todas las deudas, públicas o privadas, en las que el
deudor y el acreedor estaban separados por un alto muro arancelario, que hiciera
difícil el pago en productos. La indemnización alemana, si bien de ningún modo es el
origen exclusivo de las dificultades, es, sin embargo, uno de los más claros ejemplos
de la confusión de ideas que ha hecho tan difícil remediar el estropicio.
La confusión de ideas que ha dado lugar a nuestras desgracias es la confusión
entre el punto de vista del consumidor y el del productor, o, más exactamente, del
productor en un sistema de competencia. Cuando fueron impuestas las
indemnizaciones, los aliados se consideraron consumidores; creyeron que sería
agradable tener a los alemanes para que trabajaran por ellos como esclavos
temporales, y poder consumir, sin trabajar, lo que prudujeran aquéllos. Entonces,
después de concluido el tratado de Versalles, recordaron súbitamente que ellos
también eran productores y que el influjo de los productos alemanes que habían
estado pidiendo arruinaría sus industrias. Quedaron tan perplejos que comenzaron a
rascarse la cabeza, pero ello no sirvió de nada, aunque lo hicieron en una reunión y la
calificaron de Conferencia Internacional. El hecho simple es que las clases
gobernantes del mundo son demasiado ignorantes y estúpidas para resolver un
problema así, y demasiado engreídas para pedir consejo a quienes podrían ayudarlas.
Para simplificar nuestro problema, supongamos que una de las naciones aliadas
estuviese formada por un solo individuo, un Robinson Crusoe que viviera en una isla
desierta. Los alemanes estarían obligados, según el tratado de Versalles, a ofrecerle
todos los artículos de primera necesidad a cambio de nada. Pero si él actuara como
actuaron las potencias, diría: «No; no me traigáis carbón, que ello arruinaría mi
industria de leñador; no me traigáis pan, que ello arruinaría mi agricultura y mi
ingenioso aunque primitivo aparato de moler; no me traigáis ropas, porque tengo una
naciente industria de confección de vestidos con pieles de animales. No me importa
que me traigáis oro, porque ello no puede hacerme daño; lo pondré en una cueva y no
volveré a hacer uso de él. Pero de ningún modo estoy dispuesto a aceptar el pago en
especies que puedan servirme de algo». Si nuestro imaginario Robinson Crusoe dijera
esto, pensaríamos que la soledad ha alterado sus facultades mentales. Sin embargo,
esto es exactamente lo que las naciones rectoras han dicho a los alemanes. Cuando
una nación, en lugar de un individuo, es atacada de locura, se piensa de ella que está
exhibiendo una notable sabiduría industrial.
La única diferencia notable entre Robinson Crusoe y una nación entera es que

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Robinson Crusoe organiza su tiempo cuerdamente y la nación no lo hace. Si un
individuo consigue sus ropas sin dar nada a cambio, no pierde su tiempo
confeccionándolas. Pero las naciones creen que deben producir todo lo que necesitan,
excepto cuando hay algún obstáculo natural, como el clima. Si las naciones tuvieran
sentido común, acordarían, por tratado internacional, qué cosas habría de producir
cada nación, y dejarían de hacer más esfuerzos de los que hacen los individuos para
producirlo todo. Ningún individuo intenta hacerse sus propias ropas, sus propios
zapatos, su propia comida, su propia casa, etc.; sabe perfectamente que, si lo hiciera,
tendría que contentarse con un muy bajo nivel de bienestar. Pero las naciones todavía
no han comprendido el principio de la división del trabajo. Si lo comprendieran,
podían haber permitido que Alemania pagase en ciertas clases de bienes, que ellas
hubieran dejado de producir por su parte. Los hombres que hubiesen quedado sin
trabajo podrían haber aprendido otro oficio a costa del estado. Pero esto hubiese
requerido organizar la producción, lo cual es contrario a la ortodoxia empresarial.
Las supersticiones acerca del oro están curiosamente arraigadas, no solamente en
quienes se benefician de ellas, sino aun en aquellos a quienes traen desgracia. En el
otoño de 1931, cuando los franceses obligaron a los ingleses a abandonar el patrón
oro, creyeron estar causándoles un mal, y los ingleses, en su mayor parte,
coincidieron con ellos. Una especie de vergüenza, un sentimiento como de
humillación nacional pasó por Inglaterra. Sin embargo, los mejores economistas
habían estado insistiendo en el abandono del patrón oro, y la experiencia subsiguiente
ha demostrado que tenían razón. Tan ignorantes son los hombres en el manejo
práctico de las finanzas, que el gobierno británico tuvo que ser compelido por la
fuerza a hacer lo que más convenía a los intereses ingleses, y sólo la hostilidad de los
franceses llevó a Francia a otorgar este involuntario beneficio a los ingleses.
De todas las ocupaciones que se suponen útiles, casi la más absurda es la minería
de oro. El oro se extrae de la tierra en Sudáfrica y es transportado, con infinitas
precauciones contra robos y accidentes, a Londres, París o Nueva York, donde
nuevamente es colocado bajo tierra en las cámaras acorazadas de los bancos. Podría
haber continuado bajo tierra en Sudáfrica. Posiblemente, las reservas bancarias hayan
tenido alguna utilidad mientras se sostuvo que, llegada la ocasión, podrían utilizarse,
pero tan pronto como se adoptó la política de no permitir que nunca descendieran por
debajo de cierto mínimo, pasaron a representar lo mismo que si no existieran. Si yo
digo que guardaré cien libras para un día lluvioso, tal vez sea sabio. Pero si digo que,
por muy pobre que llegue a ser, nunca gastaré las cien libras, éstas dejan de ser una
parte efectiva de mi fortuna, y daría lo mismo que las hubiese regalado. Ésta es,
precisamente, la situación de las reservas bancarias si no han de consumirse en
ninguna circunstancia. Por supuesto, no es más que una reliquia de la barbarie el que
determinada parte del crédito nacional haya de basarse todavía en verdadero oro. En

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las transacciones privadas dentro de un país, el oro ha desaparecido. Antes de la
guerra aún se empleaba en pequeñas cantidades, pero los que han crecido después de
la guerra difícilmente conozcan el aspecto de una moneda de oro. Sin embargo,
todavía se supone que, por cierto misterioso artificio, la estabilidad financiera de
todos depende de un montón de oro en el banco central del país. Durante la guerra,
cuando los submarinos hacían peligroso el transporte de oro, la ficción se llevó más
lejos. Del oro que se extraía en Sudáfrica, una parte se consideraba en los Estados
Unidos, otra parte en Inglaterra y otra en Francia, etc.; pero, de hecho, todo se
quedaba en Sudáfrica. ¿Por qué no llevar la ficción un paso más allá y considerar que
el oro ha sido extraído, dejándolo tranquilamente en la tierra?
La ventaja del oro, en teoría, es que proporciona una salvaguardia contra la
deshonestidad de los gobiernos. Esto estaría muy bien si hubiese alguna forma de
obligar a los gobiernos a observar el patrón oro durante una crisis; pero, de hecho, lo
abandonan cada vez que les viene en gana. Todos los países europeos que tomaron
parte en la última guerra depreciaron sus monedas, y al hacerlo cancelaron una parte
de sus deudas. Alemania y Austria cancelaron la totalidad de su deuda interna con la
inflación. Francia redujo el franco a un quinto de su primitivo valor, cancelando con
ello cuatro quintas partes de todas las deudas del gobierno reconocidas en francos. La
libra esterlina solamente vale unas tres cuartas partes de su primitivo valor en oro.
Los rusos dijeron francamente que no pagarían sus deudas, pero ello se juzgó inicuo:
la cancelación respetable requiere una cierta etiqueta.
El hecho es que los gobiernos, como otras gentes, pagan sus deudas si les interesa
hacerlo, pero no de otro modo. Una garantía puramente legal, tal como el patrón oro,
es inútil en tiempos de crisis, e inútil en otros períodos. Un individuo encuentra
conveniente ser honesto en tanto quiera poder pedir nuevos préstamos y obtenerlos;
pero, cuando ha agotado su crédito, le puede resultar más ventajoso escaparse. Un
gobierno está, respecto de sus súbditos, en una posición distinta de aquella en que se
halla respecto de otros países. Sus súbditos están a su merced, y, por tanto, no tiene
motivos para ser honesto con ellos, a menos que desee volver a pedirles prestado.
Cuando, como ocurrió en Alemania después de la guerra, ya no hay más esperanzas
de préstamo interno, el permitir que la moneda se devalúe, enjugando así toda la
deuda interna, compensa a un país. Pero la deuda exterior es harina de otro costal.
Los rusos, cuando cancelaron sus deudas con otros países, tuvieron que enfrentarse a
una guerra contra el mundo civilizado, combinada con una feroz propaganda hostil.
Son pocas las naciones en condiciones de enfrentar cosas de este tipo y, por lo tanto,
la mayoría de países es prudente en lo tocante a la deuda externa. Es esto, y no el
patrón oro, lo que determina con cuánta seguridad se puede prestar dinero a los
gobiernos. La seguridad es escasa, pero no puede ser mayor hasta que exista un
gobierno internacional.

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No se suele comprender hasta qué punto las transacciones económicas dependen
de las fuerzas armadas. La propiedad de riquezas se adquiere, en parte, por medio de
la habilidad en los negocios; pero tal habilidad sólo es posible en el marco de una
gran capacidad militar o naval. Fue por el empleo de la fuerza armada que los
holandeses tomaron Nueva York a los indios, los ingleses a los holandeses y los
norteamericanos a los ingleses. Cuando se encontró petróleo en los Estados Unidos,
pertenecía a los ciudadanos norteamericanos; pero cuando se encuentra en algún país
menos poderoso, la propiedad del petróleo pasa, de grado o por la fuerza, a los
ciudadanos de una u otra de las grandes potencias. El proceso mediante el cual se
efectúa este tránsito, por lo general, queda disimulado, pero en el fondo acecha la
amenaza de guerra, y es esta amenaza latente la que fuerza las negociaciones.
Lo que decimos del petróleo es igualmente aplicable a la moneda y a las deudas.
Cuando interesa a un gobierno envilecer su moneda o cancelar sus deudas, lo hace.
Algunas naciones, es cierto, hacen gran alboroto en torno de la importancia moral de
pagar las deudas, pero son naciones acreedoras. Y el que las naciones deudoras las
escuchen se debe a su fuerza, y no a una convicción ética. Por tanto, hay un solo
camino para asegurar una moneda estable, y es tener, de hecho, si no de derecho, un
gobierno mundial único, en posesión de las únicas fuerzas armadas efectivas. Un
gobierno así tendría interés en una moneda estable, y podría decretar un poder
adquisitivo constante en relación con el promedio de las mercancías. Ésta es la única
estabilidad verdadera, y el oro no la posee. En tiempos de crisis, las naciones
soberanas no se comprometen ni siquiera con el oro. El argumento de que el oro
asegura una moneda estable es, por tanto, falaz desde cualquier punto de vista.
Personas que se tenían a sí mismas por tercamente realistas, me han comunicado,
en repetidas ocasiones, que el hombre, en los negocios, normalmente desea hacerse
rico. La observación me ha convencido de que quienes me dieron tal seguridad, lejos
de ser realistas, eran idealistas sentimentales, totalmente ciegos para los hechos más
evidentes del mundo en que viven. Si los hombres de negocios realmente desearan
hacerse ricos con más ardor del que ponen en mantener pobres a los demás, el mundo
pronto se convertiría en un paraíso. Las finanzas y la moneda nos proporcionan un
ejemplo admirable. Es obvio que en el interés general del conjunto de la comunidad
empresarial está el tener una moneda estable y seguridad en el crédito.
Evidentemente, el garantizar en la realidad estas dos supremas aspiraciones requiere
que haya un solo banco central en el mundo y solamente una moneda, que debe ser
un papel moneda, controlado de modo de conservar los precios medios todo lo
constantes que sea posible. Tal moneda no necesita el respaldo de una reserva de oro,
sino el crédito del gobierno mundial, cuyo organismo financiero es el único banco
central. Todo esto es tan ostensible que cualquier niño puede verlo. Sin embargo, los
hombres de negocios no abogan por nada parecido. ¿Por qué? Por nacionalismo, es

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decir, porque están más ansiosos por mantener pobres a los extranjeros que por
hacerse ricos ellos mismos.
Otra razón es la psicología del productor. Parece ser un tópico que el dinero
solamente es útil porque puede cambiarse por mercancías, y, sin embargo, hay pocas
personas para las que esto sea cierto, tanto emocional como racionalmente. En casi
todas las transacciones, el vendedor queda más satisfecho que el comprador. Si
compráis un par de zapatos todo el aparato de la venta se descarga sobre vosotros, y
el vendedor de los zapatos se siente como si hubiese obtenido una pequeña victoria.
Vosotros, por otra parte, no os decís: «¡Qué gusto verme libre de esos mugrientos y
repugnantes pedazos de papel, que no podía comerme ni emplear como vestido, y
tener, en cambio, este magnífico par de zapatos nuevos!». Consideramos nuestras
compras sin importancia en comparación con nuestras ventas. Las únicas excepciones
son los casos en que las existencias son limitadas. El hombre que compra un cuadro
de un antiguo maestro queda más satisfecho que el hombre que lo vende; pero no
cabe duda de que, cuando el antiguo maestro estaba vivo, se sentía más satisfecho al
vender sus cuadros que sus protectores al comprárselos. La causa psicológica última
de nuestra preferencia por el vender sobre el comprar es que preferimos el poder al
placer. Esta característica no es universal: hay manirrotos que prefieren una vida corta
y feliz. Pero sí es la característica de los individuos prósperos y enérgicos que dan el
tono en una época de competencia. Cuando la mayor parte de la riqueza era heredada,
la psicología del productor era menos dominante que hoy. Y es la psicología del
productor lo que determina que los hombres estén más ansiosos por vender que por
comprar, y que los gobiernos se den al risible intento de crear un mundo en el que
todas las naciones vendan y ninguna nación compre.
La psicología del productor se complica por una circunstancia que distingue las
relaciones económicas de la mayor parte de las otras. Si producís y vendéis algún
artículo, hay dos clases de personas especialmente importantes para vosotros:
vuestros competidores y vuestros clientes. Vuestros competidores os perjudican y
vuestros clientes os benefician. Vuestros competidores son, evidente y
comparativamente, pocos, en tanto que vuestros clientes están diseminados y, en gran
parte, os son desconocidos. Tendéis, por tanto, a ser más conscientes de vuestros
competidores que de vuestros clientes. Tal vez no sea éste el caso dentro de vuestro
propio grupo, pero es casi seguro que será el caso en lo tocante a un grupo extranjero,
de modo que venimos a atribuir a los grupos extranjeros intereses económicos
contrarios a los nuestros.
La fe en las tarifas proteccionistas nace de ello. Consideramos a las naciones
extranjeras más como competidoras en la producción que como posibles clientes, de
modo que los hombres están dispuestos a perder los mercados extranjeros con tal de
evitarse la competencia extranjera. Hubo una vez en un pueblecito un carnicero que

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se enfurecía con los demás carniceros que le quitaban la clientela. Para arruinarlos,
convirtió a todo el pueblo al vegetarianismo, y se sorprendió al ver que, como
consecuencia, también él se arruinaba. La locura de este hombre parece increíble, y,
sin embargo, no es mayor que la de las potencias. Todas han observado que el
comercio exterior enriquece a otras naciones, y todas han establecido aranceles para
destruir el comercio exterior. Todas se han asombrado al descubrir que resultaban tan
perjudicadas como sus competidoras. Ninguna ha recordado que el comercio es
recíproco y que una nación extranjera que vende a la propia nación, también le
compra, directa o indirectamente. La razón por la que no lo han recordado es que el
odio a las otras naciones las ha incapacitado para pensar con claridad en materias de
comercio exterior.
En Gran Bretaña, el conflicto entre ricos y pobres, que ha sido la base de la
división en partidos desde que terminó la guerra, ha incapacitado a la mayor parte de
los industriales para comprender cuestiones monetarias. Puesto que las finanzas
representan la riqueza, hay una tendencia en los ricos a seguir la dirección de los
banqueros y financieros. Pero, en realidad, los intereses de los banqueros son
opuestos a los intereses de los industriales: la deflación convenía a los banqueros,
pero paralizaba la industria británica. No dudo que, si los asalariados no hubiesen
tenido voto, la política británica desde la guerra hubiera consistido en una lucha
encarnizada entre los financieros y los industriales. Tal y como estaban las cosas, sin
embargo, los financieros y los industriales se pusieron de acuerdo contra los
trabajadores, los industriales apoyaron a los financieros y el país fue llevado al borde
de la ruina. Se salvó solamente por el hecho de que los financieros fueran derrotados
por los franceses.
En todo el mundo, no solamente en Gran Bretaña, los intereses de las finanzas, en
los años recientes, han sido opuestos a los intereses públicos en general. No es
probable que este estado de cosas cambie por sí solo. No es probable que una
comunidad moderna prospere si sus asuntos financieros son conducidos teniendo en
cuenta únicamente los intereses de los financieros, sin considerar los efectos sobre el
resto de la población. Cuando éste es el caso, no es prudente dejar que los financieros
persigan desenfrenadamente su beneficio privado. Con el mismo criterio, podríamos
explotar un museo en beneficio del conservador, dejándolo en libertad de vender el
contenido tantas veces como le ofrecieran un buen precio. Hay algunas actividades en
las cuales la búsqueda del beneficio privado conduce, en conjunto, a la promoción del
interés general, y otras en las que no ocurre así. Como quiera que estuviesen en el
pasado, las finanzas están ahora, definitivamente, en este último caso. El resultado es
una creciente necesidad de interferencia gubernamental en las finanzas. Sería
necesario considerar las finanzas y la industria como formando un conjunto y tratar
de alcanzar el mayor beneficio posible para tal conjunto, y no separadamente para las

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finanzas. Las finanzas son más poderosas que la industria cuando ambas son
independientes, pero los intereses de la industria se aproximan más a los de la
comunidad que los intereses de las finanzas. Ésta es la razón por la que el mundo ha
llegado a tal extremo: el excesivo poder de las finanzas.
Dondequiera que los menos han adquirido poder sobre los más, se han apoyado
en alguna superstición que ha dominado a los más. Los antiguos sacerdotes egipcios
descubrieron la forma de predecir los eclipses, que todavía eran considerados con
terror por el populacho; del tal modo, fueron capaces de arrancarle donativos y
poderes que no hubieran podido obtener de otra manera. Se suponía que los reyes
eran seres divinos, y se tuvo a Cromwell por sacrílego cuando cortó la cabeza de
Carlos l. En nuestros días, los financieros dependen de la supersticiosa reverencia
hacia el oro. El ciudadano ordinario se queda mudo de espanto cuando le hablan de
reservas en oro, emisión de billetes, inflación, deflación, reflación y todo el resto de
la jerga. Siente que cualquiera que pueda hablar con sospechosa facilidad de tales
materias debe de ser muy sabio, y no se atreve a preguntar qué dice. No comprende lo
poco que representa verdaderamente el oro en las modernas transacciones, aunque
quedaría sin saber qué decir si hubiera de explicar cuáles son sus funciones. Siente
vagamente que es probable que su país sea más seguro cuando guarda gran cantidad
de oro, y así se alegra cuando las reservas aumentan y se entristece cuando
disminuyen.
Esta situación de incomprensivo respeto por parte del público en general es
exactamente lo que necesita el financiero para que la democracia no le ate las manos.
Tiene, por supuesto, muchas otras ventajas en sus relaciones con la opinión. Siendo
inmensamente rico, puede fundar universidades y asegurarse de que la parte más
influyente de la opinión académica le esté sometida. A la cabeza de la plutocracia, es
el jefe natural de todos aquellos cuyo pensamiento político esté dominado por el
miedo al comunismo. Poseedor del poder económico, puede distribuir la prosperidad
o la ruina a naciones enteras, según se le antoje. Pero dudo que alguna de esas armas
resulte eficaz sin ayuda de la superstición. Es un hecho notable que, a pesar de la
importancia de la economía para cualquier hombre, mujer o niño, la materia casi
nunca se enseña en las escuelas, y aún en las universidades la estudia solamente una
minoría. Además, esta minoría no aprende estas cuestiones como las aprendería si no
hubiese intereses políticos en juego. Hay unas pocas instituciones en que se enseña
sin finalidad plutocrática, pero son muy pocas; en general, el tema se enseña siempre
para mayor gloria del statu quo económico. Todo esto, imagino, está relacionado con
el hecho de que la superstición y el misterio son eficaces para los que detentan el
poder financiero.
En las finanzas, como en la guerra, se da el hecho de que casi todos aquellos que
tienen capacidad técnica, tienen también propensiones contrarias a los intereses de la

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comunidad. Cuando tienen lugar conferencias de desarme, los expertos navales y
militares son el obstáculo principal para su buen éxito. No es que tales hombres sean
deshonestos, sino que sus preocupaciones habituales les impiden ver cuestiones
relativas a armamentos en su perspectiva justa. Exactamente lo mismo ocurre con las
finanzas. Casi nadie sabe nada acerca de ellas, excepto quienes se dedican a obtener
dinero del actual sistema, y que, naturalmente, no pueden adoptar puntos de vista
completamente imparciales. Sería necesario, para resolver esta situación, que las
democracias del mundo tomaran conciencia de la importancia de las finanzas y
buscaran la manera de simplificar sus principios para que fueran ampliamente
comprendidos. Hay que admitir que ello no es fácil, pero no creo que sea imposible.
Uno de los impedimentos para el éxito de la democracia en nuestra época es la
complejidad del mundo moderno, que hace cada vez más difícil para el hombre y la
mujer ordinarios formarse una opinión inteligente sobre cuestiones políticas, y aun
decidir quién es la persona cuyo juicio experto merece el mayor respeto. El remedio
de este mal está en mejorar la educación y en dar con modos de explicar la estructura
de la sociedad más fáciles de entender que los empleados actualmente. Todo creyente
en la democracia efectiva debe estar a favor de esta reforma. Pero quizá no queden
creyentes en la democracia, como no sea en Siam y en las regiones más remotas de
Mongolia.

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La ascendencia del fascismo
Cuando comparamos nuestra época con la de Jorge I, por ejemplo, adquirimos
conciencia de un cambio profundo en el tono intelectual, que ha sido seguido de un
cambio correspondiente en el tono de la política. En cierto sentido, la actitud de hace
doscientos años podía llamarse racional, y lo que resulta más característico de
nuestro tiempo podría llamarse antirracional. Pero quiero emplear estas palabras sin
que se infiera la aceptación completa de una actitud ni el rechazo absoluto de otra.
Además, es importante recordar que los acontecimientos políticos toman su color
muy frecuentemente de las teorizaciones de tiempos anteriores: suele haber un
intervalo considerable entre la promulgación de una teoría y su repercusión práctica.
La política inglesa en 1860 estaba dominada por las ideas expresadas en 1776 por
Adam Smith; la política alemana de hoy es la realización de las teorías establecidas
por Fichte en 1807; la política rusa desde 1917 ha dado cuerpo a las doctrinas del
Manifiesto Comunista, que data de 1848. Para comprender la época presente, por
tanto, es necesario retroceder hasta un tiempo considerablemente anterior.
Una doctrina política ampliamente difundida tiene, por regla general, dos clases
de causas muy diferentes. De un lado, hay antecedentes intelectuales: hombres que
tienen teorías avanzadas elaboradas, por desarrollo o por reacción, a partir de teorías
previas. De otro lado, hay circunstancias políticas y económicas que predisponen a la
gente a aceptar opiniones que contribuyen a ciertos estados de ánimo. Estas
circunstancias por sí solas no dan una explicación completa cuando, como sucede
muy a menudo, no se tienen en cuenta los antecedentes intelectuales. En el caso
particular que nos ocupa, diversos sectores de opinión del mundo de posguerra han
tenido determinados motivos de descontento que les han hecho simpatizar con una
cierta filosofía general creada en una fecha muy anterior. Me propongo considerar
primero esta filosofía y tocar después las razones de su actual popularidad.
La rebelión contra la razón comenzó como una rebelión contra el razonamiento.
En la primera mitad del siglo XVIII, mientras Newton imperaba en la mente de los
hombres, estaba extendida la idea de que el camino al conocimiento consistía en el
descubrimiento de leyes generales simples, de las que pudieran sacarse conclusiones
por razonamiento deductivo. Mucha gente olvidó que la ley de la gravitación de
Newton era producto de un siglo de cuidadosa observación, y supuso que las leyes
generales podían ser descubiertas a la luz de la naturaleza. Había religión natural, ley
natural, moral natural, y así sucesivamente. Se presumía que estos temas consistían
en ingerencias demostrativas elaboradas a partir de axiomas evidentes, al estilo de
Euclides. La consecuencia política de este punto de vista fue la doctrina de los
derechos del hombre, según se predicó durante las revoluciones americana y francesa.
Pero en el mismo momento en que la construcción del Templo de la Razón

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parecía estar a punto de terminarse, fue colocada una bomba que, al fin, hizo volar
hasta el cielo todo el edificio. El hombre que colocó la bomba fue David Hume. Su
Tratado de la naturaleza humana, publicado en 1739, lleva por subtítulo «Intento de
introducir el método experimental de razonamiento en los temas morales». Ello
expresa por entero su intención, pero sólo la mitad de sus logros. Su intención era
sustituir la observación y la inducción por la deducción a partir de axiomas
nominalmente evidentes. Por su naturaleza intelectual, fue un racionalista completo,
aunque más de la variedad baconiana que de la aristotélica. Pero su combinación, casi
sin par, de agudeza y honestidad intelectual lo condujo a ciertas conclusiones
devastadoras: la de que la inducción es un hábito sin justificación lógica y la de que
la fe en la causalidad es poco más que superstición. Se seguía de ello que la ciencia,
así como la teología, habían de ser relegadas al limbo de las esperanzas ilusorias y de
las convicciones irracionales.
En Hume, el racionalismo y el escepticismo convivían pacíficamente. El
escepticismo era solamente para el estudio y había de ser olvidado en los asuntos de
la vida práctica. Además, la vida práctica había de ser gobernada, en lo posible, por
los mismos métodos científicos que su escepticismo impugnaba. Tal compromiso
sólo era posible para un individuo que era, a partes iguales, filósofo y hombre de
mundo; hay también un aroma de aristocrático conservadurismo en la reserva de una
incredulidad esotérica para los iniciados. El mundo, en general, se negó a aceptar en
su integridad las doctrinas de Hume. Sus sucesores rechazaban su escepticismo,
mientras que sus adversarios alemanes ponían el acento sobre él, como inevitable
consecuencia de una postura meramente científica y racional. Así, debido a sus
enseñanzas, la filosofía inglesa se hizo superficial, mientras la filosofía alemana se
hacía antirracional —en ambos casos por temor a un agnosticismo intolerable. El
pensamiento europeo jamás recobró su entusiasmo anterior; entre los sucesores de
Hume, sin excepción, cordura ha significado superficialidad, y profundidad ha
significado cierto grado de locura. En las discusiones más recientes acerca de la
filosofía más adecuada a la física cuántica, siguen su curso los viejos debates
provocados por Hume.
La filosofía que ha sido distintiva de Alemania comienza con Kant, y comienza
como reacción contra Hume. Kant estaba decidido a creer en la causalidad, en Dios,
en la inmortalidad, en la ley moral, y así sucesivamente; pero comprendió que la
filosofía de Hume hacía todo esto muy difícil. Inventó, por tanto, una distinción entre
razón pura y razón práctica. La razón pura correspondía a lo que se podía probar, que
no era mucho; la razón práctica se ocupaba de lo necesario para la virtud, que era una
buena cosa. Desde luego, resulta obvio que la razón pura era simplemente la razón,
mientras que la razón práctica era el prejuicio. Así, Kant reintrodujo en la filosofía el
recurso a algo reconocido como exterior a la esfera de la racionalidad teórica, que se

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había proscrito de las escuelas desde el auge del escolasticismo.
Aún más importante que Kant, desde nuestro punto de vista, fue su sucesor
inmediato, Fichte, quien, al pasar de la filosofía a la política, inauguró el movimiento
que dio origen a lo que hoy es el nacionalsocialismo. Pero antes de hablar de él, hay
algo más que decir acerca del concepto de razón.
En vista del fracaso en la búsqueda de una respuesta a Hume, ya no es posible
considerar la razón como algo absoluto, todas cuyas desviaciones deban ser
condenadas en el terreno teórico. Sin embargo, hay una diferencia evidente, e
importante, entre la disposición mental de los radicales filosóficos, digamos, y la de
gentes tales como los fanáticos mahometanos primitivos. Si llamamos racional a la
primera tendencia e irracional a la segunda, está claro que en los tiempos recientes ha
habido un incremento de la irracionalidad.
Creo que lo que en la práctica entendemos por razón puede ser definido por tres
características. En primer lugar, confía más en la persuasión que en la fuerza; en
segundo lugar, trata de persuadir por medio de argumentos en cuya completa validez
cree el hombre que los emplea; y en tercer lugar, en la formación de opiniones, utiliza
la observación y la inducción en todo lo posible, y la intuición lo menos posible. La
primera de tales características excluye la Inquisición; la segunda excluye métodos
tales como los empleados en la propaganda británica de guerra, que Hitler elogia
fundándose en que la propaganda «debe reducir su nivel intelectual en proporción a
las dimensiones de la masa a la que tiene que atrapar»; la tercera prohibe el uso de
grandes afirmaciones, tales como la del presidente Andrew Jackson a propósito del
Mississippi: «El Dios del universo trazó este gran valle para que perteneciera a una
sola nación», lo cual era evidente para él y para sus oyentes, pero nada fácil de
demostrar a quien lo hubiese puesto en duda.
La confianza en la razón, tal y como la hemos definido, supone una cierta
comunidad de intereses y de perspectiva entre uno y su auditorio. Es cierto que la
señora Bond la puso a prueba con sus patos al gritar: «Venid a que os mate, pues
habéis de ser guisados, y mis clientes han de hartarse»; pero, en general, el recurso a
la razón se tiene por ineficaz con aquellos a quienes tratamos de devorar. Los que
creen en la alimentación carnívora no tratan de encontrar argumentos que puedan
parecer válidos al cordero, y Nietzsche no trata de persuadir a las masas, a las que
califica de conjunto de «contrahechos y remendados». Ni trata Marx de obtener el
apoyo de los capitalistas. Como demuestran estos ejemplos, el recurso a la razón es
más fácil cuando el poder está incuestionablemente limitado a una oligarquía. En la
Inglaterra del siglo XVIII solamente las opiniones de los aristócratas y las de sus
amigos eran importantes y siempre podían ser expuestas en forma racional a otros
aristócratas. A medida que la parroquia política se hace más grande y más
heterogénea, el recurso a la razón se hace más difícil, ya que existen pocos supuestos

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universalmente aceptados a partir de los cuales pueda buscarse acuerdo. Cuando no
se encuentran tales supuestos, los hombres tienden a confiar en sus propias
intuiciones; y puesto que las intuiciones de los distintos grupos difieren, la confianza
en ellas conduce a la lucha y al poder políticos.
Las rebeliones contra la razón, en este sentido, son un fenómeno recurrente en la
historia. El budismo primitivo fue racional; sus formas posteriores, y el hinduismo,
que lo reemplazó en la India, no lo fueron. En la antigua Grecia, los órficos estaban
en rebelión contra la racionalidad homérica. De Sócrates a Marco Aurelio, los
hombres prominentes del mundo antiguo fueron, en lo fundamental, racionales;
después de Marco Aurelio, aun los conservadores neoplatónicos estuvieron llenos de
supersticiones. Excepto en el mundo mahometano, los derechos de la razón
estuvieron suspendidos hasta el siglo XI; después, con el escolasticismo el
Renacimiento y la ciencia, fueron ganando terreno. Tuvo lugar una reacción con
Rousseau y Wesley, pero fue contenida por los triunfos de la ciencia y la técnica del
siglo XIX. La fe en la razón alcanzó su punto más alto en la década de 1860 a 1870;
desde entonces ha disminuido gradualmente y continúa disminuyendo. Racionalismo
y antirracionalismo han existido desde el comienzo de la civilización griega; y, cada
vez que pareció probable que una de las dos posturas llegara a ser completamente
dominante, se produjo, por reacción, un resurgimiento de la opuesta.
La rebelión moderna contra la razón difiere en un importante aspecto de la
mayoría de las que la precedieron. Desde los órficos en adelante, el objetivo habitual,
en el pasado, era la salvación —un complejo concepto que abarca bondad y felicidad
y que se alcanza, por regla general, por medio de alguna extrema renuncia. Los
irracionalistas de nuestro tiempo no persiguen la salvación, sino el poder. Y así
desarrollan una ética opuesta a la del cristianismo y el budismo; y a causa de su afán
de poder, necesariamente, se mezclan en la política. Su genealogía, entre los
escritores, es Fichte, Carlyle, Mazzini, Nietzsche, con defensores como Treitschke,
Rudyard Kipling, Houston Chamberlain y Bergson. Opuestos a este movimiento
podemos considerar a los benthamitas y a los socialistas como dos alas de un mismo
partido; tanto los unos como los otros son cosmopolitas, son democráticos, condenan
el interés económico privado. Las diferencias inter se sólo afectan a los medios, no a
los fines, en tanto que el nuevo movimiento, que culmina (hasta ahora) en Hitler,
difiere de uno y de otro en cuanto a los fines, y difiere aun de la tradición toda de la
civilización cristiana.
La finalidad que deben perseguir los hombres de estado, según la conciben casi
todos los irracionalistas a partir de los cuales se ha desarrollado el fascismo, fue
claramente establecida por Nietzsche. En oposición consciente al cristianismo, así
como al utilitarismo, Nietzsche rechaza las doctrinas de Bentham en lo tocante a la
felicidad y al mayor número. «La humanidad —dice— es mucho más un medio que

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un fin... La humanidad no es más que el material experimental.» La finalidad que
propone es la grandeza de individuos excepcionales: «El objeto es alcanzar esa
enorme energía de grandeza que puede modelar al hombre del futuro por medio de la
disciplina y también por medio de la aniquilación de millones de contrahechos y
remendados, los cuales pueden, sin embargo, librarse de la perdición, a la vista del
sufrimiento creado de este modo, nada semejante al cual se ha visto jamás».
Debemos observar que esta concepción de los fines no puede ser considerada en sí
misma como contraria a la razón, ya que las cuestiones relacionadas con los fines no
pueden ser objeto de argumentación racional. Puede desagradarnos —a mí me
desagrada—, pero no podemos probar nada en contra de ella, como nada puede
probar Nietzsche en su favor. Hay, sin embargo, una conexión natural con la
irracionalidad, ya que la razón requiere imparcialidad, en tanto que el culto al
superhombre siempre tiene como premisa menor la afirmación: «Yo soy un
superhombre».
Los fundadores de la escuela de pensamiento de la cual surgió el fascismo tienen
todos ciertas características comunes. Buscan el bien en la voluntad, más que en el
sentimiento o en el conocimiento; valoran más el poder que la felicidad; prefieren la
fuerza al argumento, la guerra a la paz, la aristocracia a la democracia, la propaganda
a la imparcialidad científica. Abogan por una forma de austeridad espartana, como
opuesta a la cristiana; es decir, consideran la austeridad como un medio para obtener
dominio sobre los demás, no como una autodisciplina que ayuda a alcanzar la virtud
y, sólo en el otro mundo, la felicidad. Los últimos de entre ellos están imbuidos de
darwinismo vulgar y consideran la lucha por la vida como el origen de especies
superiores; pero se trata más de una lucha entre razas que de una lucha entre
individuos, como la que defendían los apóstoles de la libre competencia. Placer y
conocimiento, concebidos como fines, se les antojan demasiado pasivos. Sustituyen
el placer por la gloria, y el conocimiento por la afirmación pragmática de que lo que
ellos desean es la verdad. En Fichte, Carlyle y Mazzini, estas doctrinas están todavía
envueltas en un manto de hipocresía moral convencional; en Nietzsche, avanzan por
primera vez desnudas y sin vergüenza.
Fichte ha recibido menos reconocimiento del que le corresponde en la iniciación
de este gran movimiento. Comenzó como metafísico abstracto, pero ya entonces
mostró cierta arbitraria y egocéntrica disposición. Toda su filosofía parte de la
proposición «Yo soy Yo», respecto de lo cual dice: «El ego se postula a sí mismo y es
como consecuencia de este mero postularse a sí mismo; es al mismo tiempo el agente
y el resultado de la acción, lo activo y lo que es producido por la actividad; Yo soy
expresa un hecho (Thathandlung). El ego es porque se ha postulado a sí mismo».
El ego, de acuerdo con esta teoría, existe por voluntad de existir. Poco después
vemos que el no-ego también existe porque el ego así lo quiere; pero un no-ego así

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generado nunca llega a ser verdaderamente externo al ego que decide postularlo. Luis
XIV dijo: L'état c'est moi; Fichte dijo: «El universo soy yo». Como hizo notar Heine
al cotejar a Kant con Robespierre, «en comparación con nosotros los alemanes,
vosotros los franceses sois sumisos y moderados».
Fichte, es cierto, explica al cabo de un rato que cuando dice Yo quiere decir Dios;
pero el lector ya no recobra por entero la tranquilidad.
Cuando, como resultado de la batalla de Jena, Fichte tuvo que huir de Berlín,
empezó a pensar que había venido postulando demasiado vigorosamente el no-ego en
forma de Napoleón. A su regreso, en 1807, pronunció sus famosos Discursos a la
nación alemana, en los que, por primera vez, se expuso íntegramente el credo del
nacionalismo. Estos discursos se inician con la explicación de que el alemán es
superior a todos los demás pueblos modernos, porque solamente él tiene una lengua
pura. (Los rusos, los turcos, los chinos, por no mencionar a los esquimales y a los
hotentotes, también tienen lenguas puras, pero no fueron mencionados en los libros
de historia de Fichte.) La pureza de la lengua alemana hace que solamente los
alemanes sean capaces de profundidad; concluye que «tener carácter y ser alemán
indudablemente es lo mismo». Pero si el carácter alemán ha de ser preservado de las
corruptoras influencias extranjeras, y si la nación alemana ha de ser capaz de actuar
como un todo, tiene que haber una nueva clase de educación, que ha de «moldear a
los alemanes en un cuerpo colectivo». La nueva educación, dice, «debe consistir
esencialmente en esto: en destruir completamente el libre albedrío». Añade que la
voluntad «es la verdadera raíz del hombre».
No debe haber comercio exterior más allá de lo absolutamente inevitable. Debe
haber servicio militar universal: todo el mundo ha de ser obligado a luchar, no por el
bienestar material, no por la libertad, no en defensa de la constitución, sino bajo el
impulso de «la llama devoradora del más alto patriotismo, que envuelve a la nación
como la vestidura de lo eterno, por la cual los nobles de espíritu se sacrifican
gozosos, y los innobles, que solamente existen por los demás, deben sacrificarse
igualmente».
Esta doctrina, la de que el hombre noble es el propósito de la humanidad y de que
el innoble no tiene derechos propios, es la esencia del moderno ataque a la
democracia. El cristianismo enseñó que todo ser humano tiene un alma inmortal, y
que, a este respecto, todos los hombres son iguales; los derechos del hombre fueron
tan sólo un desarrollo de la doctrina cristiana. El utilitarismo, en tanto que no
concedía derechos absolutos al individuo, daba el mismo valor a la felicidad de un
hombre que a la felicidad de otro; y así, conducía a la democracia del mismo modo
que la doctrina de los derechos naturales. Pero Fichte, como una especie de Calvino
político, tomó a ciertos hombres por elegidos y rechazó a todos los demás como a
seres sin importancia.

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La dificultad, por supuesto, está en saber quiénes son los elegidos. En un mundo
en el que la doctrina de Fichte fuese aceptada universalmente, todo hombre se
consideraría noble y se uniría a algún partido de gentes lo bastante similares a él
como para dar la impresión de compartir algo de su nobleza. Estas gentes podrían ser
su propia nación, como en el caso de Fichte, o su propia clase, como en el de un
comunista proletario, o su propia familia, como en el de Napoleón. No existe criterio
objetivo de nobleza con excepción del éxito en la guerra; consecuentemente, la guerra
es el resultado necesario de este credo.
La visión de la vida de Carlyle se origina, en lo fundamental, en la de Fichte, el
individuo que más fuertemente influyó en sus opiniones. Pero Carlyle añadió algo
que ha sido característico de la escuela desde entonces: una especie de socialismo y
una preocupación por el proletariado que, en realidad, no es sino rechazo del
industrialismo y del nouveau riche. Carlyle lo hizo tan bien que engañó incluso a
Engels, quien, en su obra sobre la clase obrera inglesa en 1844, lo menciona muy
elogiosamente. En vista de esto, poco ha de extrañarnos el que muchas gentes fuesen
atraídas por la fachada socialista del nacionalsocialismo.
Carlyle, en efecto, todavía encuentra incautos. Su «Culto a los héroes» parece
algo muy elevado; no necesitamos, dice, parlamentos electos, sino «héroes-reyes y
todo un mundo no antiheroico». Para comprender esto, debemos estudiar su
traducción en hechos. Carlyle, en Past and Present, presenta como modelo al abate
Sansón, del siglo XII; pero quienquiera que no acepte a este personaje bajo palabra, y
que, en cambio, lea la Chronicle of Jocelin of Brakelonde, hallará que el abate era un
rufián sin escrúpulos, en el que se combinaban los vicios de un terrateniente tiránico
con los de un abogado embrollón. Los demás héroes de Carlyle son, por lo menos,
igualmente discutibles. Las matanzas de Cromwell en Irlanda le sugieren el
comentario: «Pero en tiempos de Oliverio, como digo, todavía se creía en los juicios
de Dios; en los tiempos de Oliverio todavía no existía esa jerga insensata de “abolir
las Penas Capitales”, de Juan Jacobo Filantropía, ni la universal agua de rosas en este
mundo todavía tan lleno de pecado... Solamente en las decadentes generaciones
posteriores... puede tal indiscriminado amasijo de Bien y de Mal, en una melaza
universal... tener lugar sobre nuestro planeta». De muchos de sus restantes héroes,
tales como Federico el Grande, el doctor Francia y el gobernador Eyre, todo lo que
necesitamos decir es que su característica común fue la sed de sangre.
Los que todavía piensen que Carlyle fue en algún sentido más o menos liberal,
deben leer su capítulo sobre la democracia en Past and Present. En su mayor parte
está dedicado al elogio de Guillermo el Conquistador y a la descripción de la amable
existencia que disfrutaban los siervos de su tiempo. Después hay una definición de la
libertad: «La verdadera libertad del hombre, diríamos, consiste en descubrir, o en ser
obligado a descubrir, el camino recto, y en seguirlo» (pág. 263). Pasa luego a declarar

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que la democracia «representa la desesperanza de encontar héroes que os gobiernen,
y la resignada conformidad con la falta de ellos». El capítulo termina estableciendo,
en elocuente lenguaje profético, que cuando la democracia haya finalizado su curso,
el problema que quedará es «el de dar con el gobierno de vuestros Verdaderos
Superiores». ¿Hay en todo esto una sola palabra que no suscribiera Hitler?
Mazzini fue un hombre más moderado que Carlyle, del que disentía en cuanto se
refiere al culto de los héroes. No el gran hombre individual, sino la nación, fue el
objeto de su culto; y, mientras situaba a Italia en el lugar más prominente, concedía
un papel a cada nación europea, excepto Irlanda. Creía, sin embargo, como Carlyle,
que el deber había de anteponerse a la felicidad, incluso a la felicidad colectiva.
Pensaba que Dios había revelado a cada conciencia humana lo que es justo, y que
todo lo que hacía falta era que todo el mundo obedeciese la ley moral como la sintiera
en su corazón. No comprendió jamás que personas distintas pueden diferir
esencialmente en cuanto a lo que la ley moral ordena, ni que, en realidad, lo que
estaba pidiendo era que los demás actuaran de acuerdo con la revelación de él. Puso
la moral por sobre la democracia, diciendo: «El simple voto de una mayoría no
constituye soberanía si contradice de un modo evidente los preceptos morales
supremos... La voluntad del pueblo es sagrada cuando interpreta y aplica la ley moral;
nula e impotente, cuando se disocia de la ley y sólo representa el capricho». Ésta es
también la opinión de Mussolini.
Sólo un elemento importante se ha añadido desde entonces a las doctrinas de esta
escuela, a saber: la fe seudodarwiniana en la «raza». (Fichte hacía de la superioridad
alemana una cuestión de lengua, no de herencia biológica.) Nietzsche, que, a
diferencia de sus seguidores, no es nacionalista ni antisemita, aplica la doctrina
únicamente entre diferentes individuos: quiere que se impida la reproducción del
desadaptado y confía en producir, con los métodos de cruza de los criadores de
perros, una raza de superhombres que tenga todo el poder y en cuyo solo beneficio
exista el resto de la humanidad. Pero escritores posteriores de similar visión han
tratado de demostrar que toda excelencia corresponde a su propia raza. Los
profesores irlandeses escriben libros para probar que Homero fue irlandés; los
antropólogos franceses presentan evidencia arqueológica de que los celtas y no los
teutones fueron la fuente de la civilización en la Europa septentrional; Houston
Chamberlain expone por extenso que Dante fue alemán y que Cristo no fue judío. El
acento puesto en la raza ha sido universal entre los angloindios, que infectaron a la
Inglaterra imperialista por medio de Rudyard Kipling. Sin embargo, el elemento
antisemita nunca ha sido importante en Inglaterra, aunque un inglés, Houston
Chamberlain, fue principal responsable de que se le diera una falsa base histórica en
Alemania, donde ha persistido desde la Edad Media.
En relación con la raza, si la política no interviniera, bastaría con decir que no se

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conoce nada políticamente importante. Puede tomarse como probable que existan
diferencias mentales genéticas entre razas; pero lo cierto es que todavía no sabemos
cuáles puedan ser tales diferencias. En el hombre adulto, los efectos del medio
ambiente enmascaran los de la herencia. Además, las diferencias raciales entre los
diversos europeos son menos definidas que las existentes entre los blancos, los
amarillos y los negros; no hay características físicas bien definidas que permitan
diferenciar con certeza a los miembros de las distintas naciones europeas modernas,
puesto que todas son producto de la mezcla de linajes diversos. Cuando se trata de la
superioridad mental, todas las naciones civilizadas pueden expresar una pretensión
plausible, lo que prueba que las pretensiones de todos son igualmente vanas. Es
posible que los judíos sean inferiores a los alemanes, pero es igualmente posible que
los alemanes sean inferiores a los judíos. Toda la tarea de introducir en tal cuestión la
jerga seudo-darwiniana es totalmente acientífica. Sea lo que fuere lo que lleguemos a
conocer desde ahora en adelante, hasta el momento presente no tenemos ningún
terreno firme en que fundamentar el deseo de hacer prevalecer una raza en detrimento
de otra.
Todo el movimiento, desde Fichte en adelante, es un método para reforzar la
autoestima y el afán de poder por medio de creencias que nada tienen en su favor con
excepción del ser halagadoras. Fichte necesitaba una doctrina que le hiciera sentirse
superior a Napoleón; Carlyle y Nietzsche buscaron en el mundo de la imaginación
algo que les compensase de los males que padecieron; el imperialismo británico de la
época de Rudyard Kipling fue debido a la vergüenza de haber perdido la supremacía
industrial; y la locura hitleriana de nuestro tiempo es un manto de mitos con el que el
ego germánico quiere abrigarse de las ráfagas heladas de Versalles. Ningún hombre
piensa cuerdamente cuando su autoestima ha sufrido una herida mortal, y los que
humillan deliberadamente a una nación sólo deben agradecerse a sí mismos el que se
convierta en una nación de locos.
Esto me lleva a las razones por las que se llegó a la amplia aceptación de la
irracional y aun antirracional doctrina que hemos estado considerando. En casi todas
las épocas, toda clase de profetas predican toda clase de doctrinas, pero las que llegan
a ser populares han de tener un especial atractivo para el estado de ánimo propio de
las circunstancias del período. Las doctrinas características de los modernos
irracionalistas son ahora, como hemos visto: acento puesto sobre la voluntad, en
oposición al pensamiento y al sentimiento; glorificación del poder; creencia en el
intuitivo «postular» proposiciones, en oposición a la prueba inductiva y a la
observación. Esta disposición mental es la natural reacción de aquellos que tienen la
costumbre de manejar mecanismos modernos, como aeroplanos, y también la de
aquellos que tienen menos poder que antes, pero son incapaces de hallar un terreno
racional en el que restaurar su primitiva preponderancia. El industrialismo y la

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guerra, a la vez que crearon el hábito de la fuerza mecánica, causaron un profundo
cambio en el poder político y económico, y dejaron, en consecuencia, a grandes
grupos predispuestos a la autoafirmación pragmática. De aquí el desarrollo del
fascismo.
Comparando el mundo de 1920 con el de 1820, vemos que ha habido un gran
aumento del poder de: grandes industriales, asalariados, mujeres, herejes y judíos.
(Por herejes entiendo aquellos cuya religión no es la del gobierno de su país.)
Correlativamente, ha habido una disminución del poder de: monarcas, aristocracias,
eclesiásticos, clases medias bajas y varones, en oposición a las mujeres. Los grandes
industriales, si bien más fuertes que en ningún otro período anterior, se sintieron
inseguros a causa de la amenaza del socialismo y, más particularmente, por miedo a
Moscú. Los intereses belicistas —generales, almirantes, aviadores, fabricantes de
armamento— se hallaban en el mismo caso: fuertes por el momento, pero
amenazados por la horda pestilente de bolcheviques y pacifistas. Los grupos sociales
ya vencidos —los reyes y nobles, los pequeños comerciantes, los hombres que por
temperamento se oponían a la tolerancia religiosa, y los que añoraban los días de la
dominación masculina sobre las mujeres— parecían estar definitivamente hundidos y
acabados; los acontecimientos económicos y culturales, se pensaba, no habían dejado
lugar para ellos en el mundo moderno. Naturalmente, estaban descontentos y,
colectivamente, eran numerosos. La filosofía nietzscheana estaba psicológicamente
adaptada a sus necesidades mentales, y, muy inteligentemente, los industriales y
militaristas se valieron de ella para aglutinar a los grupos vencidos en un partido que
sirviera de base a una reacción medieval en todos los terrenos, excepto en la industria
y la guerra. En relación con la industria y la guerra, había de darse todo lo que fuera
moderno en el campo de la técnica, pero no en el reparto de poder ni en los esfuerzos
por la paz que hacían a los socialistas peligrosos para los magnates existentes.
Así, los elementos irracionales de la filosofía nazi se deben, políticamente
hablando, a la necesidad de ganar el apoyo de sectores que ya no tenían raison d’être,
mientras que los elementos comparativamente sanos se deben a los industrialistas y
militaristas. Los primeros elementos son «irracionales» porque es escasamente
posible que el pequeño comerciante, por ejemplo, pueda ver realizadas sus
esperanzas, y las creencias fantásticas son su único refugio contra la desesperación;
per contra, las esperanzas de los industrialistas y militaristas pueden ser realizadas
por medio del fascismo, pero difícilmente de cualquier otro modo. El hecho de que
sus esperanzas sólo puedan cumplirse con la ruina de la civilización no los hace
irracionales, sino únicamente satánicos. Estos hombres constituyen, intelectualmente,
el mejor elemento y, moralmente, el peor; el resto, deslumbrado por la visión de la
gloria, del heroísmo y del autosacrificio, se ha quedado ciego para sus verdaderos
intereses, y en una ráfaga de emoción ha consentido en ser utilizado para propósitos

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que no son los suyos propios. Ésta es la psicopatología del nazismo.
Hay otra razón por la que el moderno culto de lo irracional, en Alemania o en
cualquier otra parte, es incompatible con cualquier forma tradicional de cristianismo.
Inspirado por el judaísmo, el cristianismo adoptó la noción de verdad, con la virtud
correlativa de la fe. La noción y la virtud sobrevivieron en la «duda sincera», del
mismo modo en que se mantuvieron todas las virtudes cristianas entre los
librepensadores victorianos. Pero, gradualmente, la influencia del escepticismo y de
la propaganda hizo que el descubrimiento de la verdad pareciera imposible, afirmar la
falsedad aparentaba ser algo muy provechoso. La probidad intelectual fue así
destruida. Hitler, explicando el programa nazi, dice:
«El estado nacional considerará la ciencia como un medio para incrementar el
orgullo nacional. No sólo la historia del mundo, sino también la historia de la
civilización, deben ser enseñadas desde este punto de vista. El inventor ha de
aparecer como un gran hombre, no solamente como inventor, sino, aún más, como un
conciudadano. La admiración por cualquier gran hazaña debe combinarse con el
orgullo de que el afortunado que la realice sea miembro de nuestra nación. Debemos
elegir a los más grandes entre la masa de grandes nombres de la historia de Alemania
y mostrarlos a la juventud de una manera tan impresionante que se conviertan en los
pilares de un inquebrantable sentimiento nacionalista.»
El concepto de ciencia como búsqueda de la verdad ha desaparecido tan
completamente del pensamiento de Hitler, que ni siquiera lo discute. Como sabemos,
se ha llegado a considerar nociva la teoría de la relatividad por haber sido concebida
por un judío. La Inquisición rechazó la doctrina de Galileo por considerarla falsa;
pero Hitler acepta o rechaza doctrinas por motivos políticos, sin traer a colación la
idea de verdad o falsedad. El pobre William James, que ideó esta concepción,
quedaría horrorizado si viese el empleo que de ella se hace; pero una vez que se
abandona el concepto de verdad objetiva, está claro que la pregunta «¿en qué
creeré?» ha de quedar contestada, como escribí en 1907, por «el recurso a la fuerza y
la puesta a punto de los grandes batallones», no por métodos teológicos ni científicos.
Los estados cuya política se basa en la rebelión contra la razón han de verse, por
tanto, en conflicto no solamente con el conocimiento científico, sino también con las
iglesias, dondequiera que sobreviva un cristianismo verdadero.
Un elemento importante en el origen de la rebelión contra la razón es que muchos
hombres capaces y enérgicos no hallan salida para su afán de poder, y en
consecuencia se hacen subversivos. Los pequeños estados, antiguamente, daban
poder político a mayor número de hombres, y los pequeños negocios daban poder
económico a mayor número de hombres. Considerad la enorme población que
duerme en los suburbios y trabaja en las grandes ciudades. Entrando a Londres por
ferrocarril, se atraviesan extensas zonas ocupadas por pequeñas villas, habitadas por

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familias que no sienten ninguna solidaridad con la clase obrera; el hombre de la
familia no toma parte en los asuntos locales, puesto que se encuentra ausente durante
todo el día, sometido a las órdenes de sus patronos; la única salida para su iniciativa
es el cultivo del jardín durante el fin de semana. Políticamente, se siente envidioso de
todo lo que se hace por la clase trabajadora; pero, aunque se siente pobre, su
servilismo le impide adoptar los métodos del socialismo y del tradeunionismo. El
suburbio en que vive puede ser tan populoso como muchas famosas ciudades de la
antigüedad, pero su vida colectiva languidece, y él no tiene tiempo para interesarse
por ella. Para un hombre tal, si tiene bastante espíritu para sentirse descontento, un
movimiento fascista puede parecerle una liberación.
La decadencia de la razón en política es un producto de dos factores: por una
parte, hay clases y tipos de individuos para los que el mundo, tal como es, no ofrece
perspectivas, pero que no ven esperanzas en el socialismo porque no son asalariados;
por otra parte, hay hombres inteligentes y poderosos cuyos intereses se oponen a los
de la comunidad en general, y que, por tanto, pueden conservar mejor su influencia
promoviendo varios géneros de histeria. El anticomunismo, el miedo a los
armamentos extranjeros y el odio a la competencia exterior son los fantasmas más
importantes. No quiero decir que ningún hombre racional pueda tener estos
sentimientos; digo que se los emplea para impedir la consideración inteligente de
asuntos prácticos. Las dos cosas que más necesita el mundo son el socialismo y la
paz, pero ambos son contrarios a los intereses de los hombres más poderosos de
nuestro tiempo. No es difícil dar los pasos conducentes a hacer aparecer las dos cosas
como contrarias a los intereses de grandes sectores de la población, y el modo más
fácil de hacerlo es generando histeria en las masas. Cuanto mayor es el peligro de
socialismo y paz, tanto más los gobiernos corrompen la vida mental de sus súbditos;
y cuanto mayores son las dificultades económicas del presente, tanto más
predispuestos están los que las padecen a dejarse seducir, abandonando la sobriedad
intelectual en favor de algún engañoso fuego fatuo.
La fiebre del nacionalismo, que ha venido elevándose desde 1848, es una forma
del culto a lo irracional. La idea de una verdad universal ha sido abandonada: hay
verdad inglesa, verdad francesa, verdad alemana, verdad montenegrina y verdad del
principado de Mónaco. Igualmente, hay una verdad para el asalariado y una verdad
para el capitalista. Entre esas «verdades» diferentes, si se desespera de la persuasión
racional, la única alternativa posible es la guerra y la rivalidad en la locura
propagandística. Hasta que los profundos conflictos entre naciones y clases que
infectan nuestro mundo hayan sido resueltos, difícilmente podamos esperar que la
humanidad retorne al hábito mental racional. La dificultad radica en que, mientras
prevalezca lo irracional, sólo por casualidad podrá alcanzarse una solución de
nuestras calamidades; porque así como la razón, por ser impersonal, hace posible la

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cooperación universal, lo irracional, al representar las pasiones privadas, hace
inevitable la pelea. Es por esto que el racionalismo, en tanto búsqueda de un nivel de
verdad universal e impersonal, es de importancia suprema para el bienestar de la
especie humana, no solamente en las épocas en que prevalece fácilmente, sino
también, y aún más, en los tiempos menos afortunados en los que es despreciado y
rechazado como el vano sueño de hombres carentes de la virilidad necesaria para
matar cuando no pueden ponerse de acuerdo.

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Scila y Caribdis, o comunismo y fascismo
En nuestros días, muchos dicen que el comunismo y el fascismo son las únicas
alternativas prácticas en política, y que quienquiera que no apoya al uno, apoya, de
hecho, al otro. Yo me siento opuesto a ambos, y no puedo aceptar una de las dos
alternativas con más facilidad de la que, de haber vivido en el siglo XVI, hubiese
encontrado en ser protestante o católico. Voy a exponer, tan brevemente como pueda,
mis objeciones, primero al comunismo, después al fascismo, y más tarde a lo que
tienen en común.
Cuando hablo de un comunista pienso en una persona que acepta las doctrinas de
la Tercera Internacional. En cierto sentido, los primeros cristianos fueron comunistas,
y también lo fueron algunas sectas medievales; pero tal sentido está hoy anticuado.
Voy a exponer mis razones para no ser comunista punto por punto:
1º No puedo aceptar la filosofía de Marx, y menos aún la de Materialismo y
empiriocriticismo, de Lenin. No soy materialista, aunque me haya alejado del
idealismo mucho más que algunos materialistas. No creo que haya ninguna necesidad
dialéctica en el cambio histórico; esta noción fue tomada por Marx de Hegel, sin su
única base lógica, a saber: la primacía de la idea. Marx creía que el próximo estadio
del desarrollo humano debe ser en cierto sentido un progreso; yo no veo razón para
esta creencia.
2º No puedo aceptar la teoría del valor de Marx ni tampoco, en su forma, la teoría
de la plusvalía. La teoría de que el valor de cambio de un producto es proporcional al
trabajo requerido en su producción, tomada por Marx de Ricardo, se demuestra falsa
por la teoría de la renta del propio Ricardo, y hace ya tiempo que ha sido abandonada
por todos los economistas no marxistas. La teoría de la plusvalía descansa sobre la
teoría de la población de Malthus, que Marx rechaza en otro lugar. La economía de
Marx no forma un todo lógicamente coherente, sino que está construida con la
aceptación y el rechazo alternados de doctrinas más antiguas, según acomoda a su
conveniencia al formular el proceso contra los capitalistas.
3º Es peligroso tener a cualquier hombre por infalible; la consecuencia es,
necesariamente, una excesiva simplificación. La tradición de la inspiración verbal de
la Biblia ha hecho a los hombres demasiado predispuestos a buscar un libro sagrado.
Pero esta adoración a la autoridad es contraria al espíritu científico.
4º El comunismo no es democrático. Lo que llama «dictadura del proletariado»
es, en realidad, la dictadura de una pequeña minoría, que se convierte en una clase
gobernante oligárquica. La historia toda demuestra que el gobierno siempre es
manejado en interés de la clase gobernante, excepto en la medida en que ésta pueda
verse influida por el temor a perder el poder. Ésta es la enseñanza, no solamente de la
historia, sino de Marx. La clase gobernante en un estado comunista tiene todavía más

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poder que la clase capitalista en un estado «democrático». En tanto conserve la
lealtad de las fuerzas armadas, puede usar del poder en conseguir para sí ventajas tan
perjudiciales como las de los capitalistas. Suponer que ha de actuar siempre para el
bien general es mero idealismo estúpido, contrario a la psicología política marxista.
5º El comunismo restringe la libertad, particularmente la libertad intelectual, más
que cualquier otro sistema, salvo el fascismo. La completa unificación de los poderes
económico y político da lugar a un terrorífico mecanismo de opresión, en el que no
hay escapatoria para excepciones. Bajo tal sistema, el progreso pronto se hace
imposible, ya que está en la naturaleza de los burócratas oponerse a todo cambio, a
menos que incremente su propio poder. Toda innovación seria sólo resulta posible por
algún accidente que permita sobrevivir a personas impopulares. Kepler vivió de la
astrología. Darwin, de los bienes heredados. Marx, de la «explotación» por Engels
del proletariado de Manchester. Tales oportunidades de sobrevivir a pesar de la
impopularidad serían imposibles bajo el comunismo.
6º Hay en Marx, y en el pensamiento comunista corriente, una indebida
glorificación del trabajador manual en tanto opuesto al trabajador intelectual. Como
resultado, se ha logrado el antagonismo de muchos trabajadores intelectuales que, de
otro modo, podrían haber visto la necesidad del socialismo y sin cuya ayuda
difícilmente sea posible la organización de un estado socialista. Los marxistas llevan
la división de clases, en la práctica mucho más que en teoría, a un nivel demasiado
bajo en la escala social.
7º La prédica de la lucha de clases hace probable que ésta estalle en un momento
en que las fuerzas en oposición están más o menos equilibradas, o aun cuando la
hegemonía esté del lado de los capitalistas. Si las fuerzas capitalistas predominan, el
resultado es una época de reacción. Si las fuerzas de los dos lados son
aproximadamente iguales, el resultado, dados los modernos métodos de guerra,
probablemente sea la destrucción de la civilización, que llevaría aparejada la
desaparición tanto del capitalismo como del comunismo. Yo creo que, donde hay
democracia, los socialistas debieran confiar en la persuasión y emplear la fuerza
solamente para repeler un uso ilegal de la fuerza por sus oponentes. Por este método
sería posible a los socialistas adquirir una preponderancia tan grande que
determinaría que la guerra final fuese breve y no lo bastante grave como para destruir
la civilización.
8º Hay tanto odio en Marx y en el comunismo, que difícilmente podemos esperar
que los comunistas, victoriosos, establezcan un régimen que no depare oportunidades
para la malevolencia. En consecuencia, los argumentos en favor de la opresión
seguramente habrán de parecer a los vencedores más fuertes de lo que son,
especialmente si la victoria es resultado de una enconada y dudosa guerra. Después
de una guerra tal, no es probable que el partido victorioso se encuentre de humor para

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una sana reconstrucción. Los marxistas tienden a olvidar con demasiada frecuencia
que la guerra tiene su propia psicología, que resulta del miedo, y que es
independiente de la causa original de la contienda.
El punto de vista de que la única elección prácticamente posible ha de hacerse
entre el comunismo y el fascismo me parece definitivamente equivocado por lo que
se refiere a los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, y probablemente también a Italia
y Alemania. Inglaterra tuvo un período de fascismo bajo Cromwell, y Francia bajo
Napoleón; pero en ninguno de los dos casos fue aquél una barrera para la democracia
que siguió. Las naciones políticamente inmaduras no son las mejores guías para el
futuro político.
Mis objeciones al fascismo son más simples que mis objeciones al comunismo, y,
en cierto sentido, más fundamentales. El propósito del comunismo es un propósito
con el cual, en conjunto, estoy de acuerdo; mi desacuerdo se refiere a los medios más
que a los fines. Pero en el caso del fascismo me disgustan los fines tanto como los
medios.
El fascismo es un movimiento complejo; sus formas alemana e italiana difieren
ampliamente, y en otros países, si se extiende, puede adoptar otras formas todavía.
Tiene, sin embargo, ciertos elementos esenciales, sin los cuales dejaría de ser
fascismo. Es antidemocrático, es nacionalista, es capitalista, y busca ganar a aquellos
sectores de la clase media que sufren a consecuencia de la evolución moderna y
esperan sufrir aún más si se establece el socialismo o el comunismo. El comunismo
también es antidemocrático, pero sólo durante algún tiempo, al menos en cuanto sus
fundamentos teóricos puedan ser aceptados como determinantes de su política real;
por añadidura, su objetivo es servir los intereses de los asalariados, que son mayoría
en los países adelantados, y que el comunismo se propone aumentar en número hasta
que constituyan la población completa. El fascismo es antidemocrático en un sentido
más fundamental. No acepta la mayor felicidad del mayor número como principio
justo de gobierno, sino que elige ciertos individuos, ciertas naciones, ciertas clases,
como «los mejores» y como únicos merecedores de consideración. Los demás están
para que se les obligue por la fuerza a servir los intereses de los elegidos.
Mientras el fascismo está empeñado en la lucha para hacerse con el poder, tiene
que acudir a un considerable sector de la población. Tanto en Alemania como en
Italia surgió del socialismo, rechazando todo aquello que el programa ortodoxo tenía
de antinacionalista. Tomó del socialismo la idea de planificación económica y de
incremento del poder del estado; pero la planificación, en lugar de hacerse en
beneficio de todo el mundo, se haría en interés de las clases altas y medias de un solo
país. Y trata de asegurar tales intereses, no tanto mediante el aumento de la eficiencia,
como mediante el aumento de la opresión, tanto de los asalariados como de los
sectores antipopulares de la misma clase media. En relación con las clases que

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quedan fuera del horizonte de su benevolencia, puede, en el mejor de los casos,
alcanzar la clase de éxito que puede hallarse en una prisión bien dirigida; algo más
que eso, ni siquiera se lo propone.
La objeción radical al fascismo es su selección de una porción del género humano
como única importante. Los poseedores del poder han hecho, sin duda, tal selección
en la práctica desde que el gobernar fue instituido; pero el cristianismo, en teoría,
siempre ha reconocido a cada alma humana como un fin en sí misma, y no como un
simple medio para la gloria de otros. La fuerza de la democracia moderna tiene su
origen en los ideales morales del cristianismo y ha hecho mucho para apartar a los
gobiernos de la preocupación exclusiva por los intereses de los ricos y los poderosos.
El fascismo es, a este respecto, un retorno a lo que de peor tenía el antiguo
paganismo.
Si el fascismo pudiese triunfar, no haría nada por remediar los males del
capitalismo; por el contrario, los haría peores. Los trabajos manuales habrían de
realizarse por trabajadores forzados mantenidos al nivel de la mera subsistencia; los
hombres que llevaran a cabo tales trabajos no tendrían derechos políticos, ni libertad
de residencia, ni elección de lugar de trabajo, y probablemente ni siquiera una
permanente vida de familia; serían, de hecho, esclavos. Todo esto puede verse ya en
sus inicios en el sistema alemán de tratar la cuestión del paro; ciertamente, es el
resultado inevitable del capitalismo falto de la fiscalización de la democracia, y las
condiciones similares del trabajo forzado en Rusia sugieren que es el resultado
inevitable de cualquier dictadura. En el pasado, el absolutismo ha sido acompañado
siempre por alguna forma de esclavitud o servidumbre.
Todo esto ocurriría si el fascismo hubiese de triunfar, pero difícilmente pueda
triunfar y estabilizarse, porque no puede resolver el problema del nacionalismo
económico. La fuerza más poderosa del lado de los nazis ha sido la industria pesada,
especialmente la del acero y la de productos químicos. La industria pesada,
organizada nacionalmente, es, hoy, el mayor inductor de la guerra. Si todo país
civilizado tuviese un gobierno al servicio de los intereses de la industria pesada —
como ya es el caso en una medida considerable—, la guerra, antes de mucho, sería
inevitable. Cada nueva victoria del fascismo aproxima la guerra; y la guerra, cuando
viene, tiene muchas probabilidades de barrer con el fascismo junto con la mayor parte
de las cosas existentes en el momento de su estallido.
El fascismo no es una serie ordenada de opiniones como el laissez-faire, o el
socialismo, o el comunismo; es, esencialmente, una protesta emocional, en parte de
los miembros de la clase media (como los pequeños comerciantes) que sufren las
consecuencias del moderno desarrollo económico, en parte de los anárquicos
magnates industriales, cuyo amor al poder se ha convertido en megalomanía. Es
irracional en el sentido de que no puede conseguir lo que sus defensores desean; no

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hay filosofía del fascismo, sino solamente un psicoanálisis. Si triunfara, el resultado
sería una extendida miseria; pero su incapacidad para hallar una solución al problema
de la guerra hace imposible su éxito, más allá de un breve momento.
No creo que Inglaterra y Estados Unidos estén dispuestas a adoptar el fascismo,
porque la tradición de gobierno representativo es demasiado fuerte en ambos países
para permitir tal evolución. El ciudadano ordinario tiene el sentimiento de que los
asuntos públicos le conciernen, y no querría perder el derecho a expresar sus
opiniones políticas. Las elecciones generales y las elecciones presidenciales son
acontecimientos deportivos, como el Derby, y la vida parecería más insípida sin ellos.
Con respecto a Francia, es imposible sentir idéntica confianza. Pero yo me
sorprendería si Francia adoptara el fascismo, excepto quizá temporalmente, durante
una guerra.
Hay algunas objeciones —y son las más concluyentes, a mi entender— que
convienen igualmente al comunismo y al fascismo. Los dos son intentos de una
minoría para moldear un pueblo por la violencia de acuerdo con una pauta
preconcebida. Ambos consideran al pueblo del modo en que un hombre considera los
materiales con que intenta construir una máquina: los materiales son sometidos a
grandes alteraciones, pero según los propósitos del hombre en cuestión, no según ley
alguna de desarrollo a ellos inherente. Cuando se trata de seres vivos, y sobre todo en
el caso de seres humanos, el crecimiento espontáneo tiende a producir ciertos
resultados, en tanto que otros pueden producirse tan sólo por medio de cierta
compulsión y esfuerzo. Los embriólogos pueden producir animales de dos cabezas, o
con una nariz donde habría de haber un pie; pero tales monstruosidades no
encuentran la vida muy agradable. Del mismo modo, los fascistas y los comunistas,
con una imagen en su mente de la sociedad en conjunto, deforman a los individuos
hasta que se ajusten a un modelo; a aquellos que no pueden ser deformados
adecuadamente, se les mata o se les encierra en campos de concentración. No creo
que tal actitud, que ignora totalmente los impulsos espontáneos del individuo, sea
justificable éticamente, ni que llegue a ser, a la larga, políticamente fructuosa. Es
posible recortar arbustos dándoles forma de pavo real, y por medio de una violencia
semejante puede infligirse una deformación semejante a los seres humanos. Pero el
arbusto pemanece pasivo, en tanto que el hombre, sea lo que fuere lo que el dictador
desee, permanece activo, si no en una esfera, en otra. El arbusto no puede transmitir
la lección que el jardinero ha estado explicando acerca del empleo de la podadera,
pero el ser humano deformado siempre puede encontrar seres humanos más humildes
contra los cuales esgrimir tijeras más pequeñas. Los inevitables efectos de un moldeo
artificial sobre el individuo son la crueldad o la indiferencia, quizá las dos cosas
alternativamente. Y de un pueblo con estas características, nada bueno cabe esperar.
El efecto moral sobre el dictador es otro asunto al que ni el comunismo ni el

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fascismo prestan la necesaria atención. Si el dictador es, para empezar, un hombre
con escasa simpatía humana, será, desde el principio, indebidamente despiadado, y en
la persecución de sus fines impersonales no se detendrá ante ninguna crueldad. Si,
inicialmente, padece, por simpatía, con los sufrimientos que la teoría le obliga a
infligir, o bien tendrá que dejar paso a un sucesor de materia más rígida, o tendrá que
sofocar sus sentimientos humanitarios, en cuyo caso es probable que llegue a ser aún
más sádico que el hombre que no ha pasado por tal conflicto interior. En cualquiera
de los dos casos, el gobierno estará en manos de hombres implacables, en los que el
afán de poder podrá ser disfrazado de anhelo de un determinado tipo de sociedad.
Pero, por la inevitable lógica del despotismo, aquello que de bueno haya podido
haber en los propósitos originales de la dictadura, desaparecerá gradualmente de la
vista, y la preservación del poder del dictador emergerá cada vez más como el
escueto propósito de la máquina del estado.
La preocupación por las máquinas ha producido lo que podríamos llamar la
falacia del manipulador, que consiste en tratar a los individuos y a las sociedades
como si fueran inanimados y como si los manipuladores fuesen seres divinos. Los
seres humanos cambian según el tratamiento a que se les somete, y los mismos
operadores cambian como resultado del efecto que las operaciones tienen sobre ellos.
La dinámica social es, pues, una ciencia muy difícil, acerca de la cual se sabe mucho
menos de lo que sería necesario para garantizar una dictadura. En el manipulador
típico está atrofiado todo sentimiento respecto del desarrollo natural de su paciente; el
resultado no es, como él espera, una adaptación pasiva al lugar preconcebido en el
esquema, sino un desarrollo enfermizo y deformado, conducente a otro esquema
grotesco y macabro. El argumento psicológico último en pro de la democracia y de la
paciencia es que es esencial un elemento de libre desarrollo, de «haz-como-quieras» y
de indisciplinado y natural vivir, si los hombres no han de convertirse en monstruos
deformes. En todo caso, creyendo, como yo creo, que las dictaduras comunistas y
fascistas son igualmente indeseables, deploro la tendencia a considerarlas como
únicas alternativas y a tratar la democracia como algo obsoleto. Si los hombres las
tienen por únicas alternativas, se convertirán en lo que corresponda; si los hombres
piensan de otro modo, no será así.

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La coyuntura del socialismo
La inmensa mayoría de los socialistas de nuestros días son discípulos de Carlos
Marx, con quien comparten la idea de que la única fuerza política capaz de instaurar
el socialismo es la indignación que siente el proletariado desposeído contra los
propietarios de los medios de producción. Por una reacción inevitable, aquellos que
no son proletarios han decidido, con comparativamente pocas excepciones, que el
socialismo es algo a lo que hay que resistirse; y cuando oyen a los que se proclaman a
sí mismos sus enemigos predicar la guerra de clases, se sienten naturalmente
inclinados a empezar ellos la guerra mientras todavía tienen el poder. El fascismo es
una réplica al comunismo, y una réplica formidable. En tanto el socialismo se predica
en términos marxistas, provoca tan poderoso antagonismo que su éxito en los países
occidentales desarrollados se hace cada día más improbable. Por supuesto que, en
cualquier caso, hubiese provocado la oposición de los ricos; pero tal oposición
hubiese sido menos feroz y menos extendida.
Por mi parte, aun cuando soy un socialista tan convencido como el más ardoroso
marxista, no considero el socialismo como un evangelio de la venganza proletaria, ni
aun, primordialmente, como un medio para asegurar la justicia económica. Lo
considero, en principio, como un ajuste a la producción mecanizada exigido por
consideraciones de sentido común y calculado para incrementar la felicidad no sólo
de los proletarios, sino de todos, excepto una exigua minoría de la raza humana. El
que ello no pueda realizarse ahora sin un violento cataclismo, ha de atribuirse, en
gran parte, a la violencia de sus defensores. Pero todavía tengo cierta esperanza de
que una defensa más prudente ablande a la oposición y haga posible una transición
menos catastrófica.
Empecemos por una definición del socialismo. La definición debe comprender
dos partes: la económica y la política. La parte económica consiste en la propiedad
estatal del poder económico fundamental, que abarca, como mínimo, la tierra y los
minerales, el capital, la banca, el crédito y el comercio exterior. La parte política
requiere que el poder político fundamental sea democrático. El mismo Marx, y
prácticamente todos los socialistas antes de 1918, hubieran estado de acuerdo, sin
discutirlo, con esta parte de la definición; pero desde que los bolcheviques
disolvieron la asamblea constituyente rusa se ha desarrollado una doctrina diferente,
según la cual, cuando un gobierno socialista ha llegado al poder por medio de una
revolución, solamente sus más ardientes defensores han de tener el poder político.
Hemos de admitir, desde luego, que tras una guerra civil no siempre es posible
conceder el derecho al voto a los vencidos inmediatamente; pero, en tanto sea éste el
caso, no es posible establecer inmediatamente el socialismo. Un gobierno socialista
que ha puesto en práctica la parte económica del socialismo no habrá completado su

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tarea hasta que haya conseguido suficiente apoyo popular para que resulte posible un
gobierno democrático. La necesidad de democracia es evidente si tomamos un caso
extremo: un déspota oriental puede decretar que todos los recursos naturales de su
territorio han de ser suyos; pero no está, al hacer esto, estableciendo un régimen
socialista; ni puede aceptarse como modelo a imitar el régimen de Leopoldo II en el
Congo. A menos que exista fiscalización popular, no hay razón para esperar que el
estado conduzca sus empresas económicas con miras a algo distinto de su propio
enriquecimiento, y, en consecuencia, la explotación simplemente tomará otra forma.
La democracia, por tanto, debe ser aceptada como una parte de la definición del
régimen socialista.
Con respecto a la parte económica de la definición, se hace necesaria cierta
elucidación más amplia, ya que existen formas de empresa privada que algunos
considerarían compatibles con el socialismo y otros no. ¿Deberíamos permitir a un
colonizador que edificase por sí mismo una choza en un trozo de terreno alquilado al
estado? Sí; pero de ello no se sigue que debiéramos permitir a todo individuo que
construya rascacielos en Nueva York. De modo semejante, un hombre puede prestar
un chelín a un amigo; pero un financiero no puede prestar diez millones a una
compañía o a un gobierno extranjero. La cuestión es de grado, y es fácil de ajustar, ya
que en las grandes transacciones son necesarias varias formalidades legales, pero no
en las pequeñas. Cuando tales formalidades son indispensables, procuran al estado
oportunidad de ejercer un control. Para tomar otro ejemplo: las joyas no son capital,
en el sentido económico, ya que no son un medio de producción; pero, tal y como son
las cosas, un hombre que posee diamantes puede venderlos y comprar acciones. Bajo
el régimen socialista podrá continuar poseyendo diamantes, pero no podrá venderlos
para comprar acciones, puesto que no habrá acciones que comprar. No será necesario
prohibir legalmente la riqueza privada, sino solamente la inversión privada, con el
resultado de que, al no recibir nadie intereses, la riqueza privada se disolverá
gradualmente, excepto en lo que se refiere a una cantidad razonable de posesiones
personales. El poder económico sobre otros seres humanos no debe pertenecer a
individuos, pero la propiedad privada que no confiere poder económico puede
sobrevivir.
Las ventajas que pueden esperarse del establecimiento del socialismo, suponiendo
que esto sea posible sin una devastadora guerra revolucionaria, son de muy distintos
tipos, y en modo alguno se limitan a las clases asalariadas. Estoy muy lejos de confiar
en que todas o alguna de tales ventajas resulten de la victoria de un partido socialista
tras un largo y difícil conflicto de clases, que exacerbaría los ánimos, daría
protagonismo a un tipo militarista cruel, aniquilaría por la muerte, el exilio o la
prisión los talentos de muchos expertos de valía y daría al gobierno victorioso una
mentalidad de cuartel. Todos los méritos que voy a reivindicar para el socialismo

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presuponen que éste haya triunfado por la persuasión y que toda la fuerza que pueda
resultar necesaria sirva solamente para neutralizar pequeñas bandas de descontentos.
Estoy convencido de que si la propaganda socialista se llevara a efecto con menos
odio y acritud, haciendo un llamamiento, no a la envidia, sino a la evidente necesidad
de organización económica, la tarea de persuasión se facilitaría enormemente y la
necesidad de fuerza disminuiría en proporción. Desapruebo el recurso a la fuerza,
excepto en defensa de lo que, por medio de la persuasión, haya llegado a establecerse
legalmente, porque: a) se puede fracasar, b) la lucha ha de ser desastrosamente
destructiva, y c) es posible que los vencedores, tras una lucha obstinada, hayan
olvidado sus propósitos originales e instituyan algo completamente distinto,
probablemente una tiranía militar.
Doy por supuesta, en consecuencia, como condición para un socialismo
venturoso, la persuasión pacífica de una mayoría para la aceptación de sus doctrinas.
Voy a exponer nueve argumentos en favor del socialismo, ninguno de ellos nuevo,
y no todos de la misma importancia. La lista podría alargarse indefinidamente, pero
creo que estos nueve son suficientes para mostrar que el socialismo no es el evangelio
de una sola clase:

1. LA QUIEBRA DEL BENEFICIO COMO MOTIVAClON

El beneficio, como categoría económica aislada, sólo se hace claro en cierto


estadio del desarrollo industrial. Su germen, sin embargo, puede verse en las
relaciones de Robinson Crusoe con su criado Viernes. Supongamos que, en el otoño,
Robinson Crusoe, por medio de su rifle, ha adquirido el control de toda la provisión
de alimentos de su isla. Se hallará entonces en situación de obligar a Viernes a
trabajar en la preparación de la cosecha del año siguiente, en el entendimiento de que
Viernes se mantendrá con vida mientras todo el excedente vaya a su patrono. Lo que
Robinson Crusoe recibe de acuerdo con este contrato puede ser considerado como
interés sobre su capital, constituido éste por sus escasas herramientas y el alimento
almacenado que posee. Pero el beneficio, tal y como se produce en condiciones más
civilizadas, implica la circunstancia más avanzada del intercambio. Un fabricante de
algodón, por ejemplo, no hace algodón para él y para su familia solamente; el
algodón no es lo único que necesita, y tiene que vender el grueso de su producción
para satisfacer sus restantes necesidades. Pero antes de poder fabricar algodón tiene
que comprar otras cosas: algodón en bruto, maquinaria, mano de obra y energía. Su
beneficio consiste en la diferencia entre lo que paga por todas esas cosas y lo que
recibe por el producto terminado. Pero si dirige su fábrica por sí mismo, hemos de
deducir lo que habría de representar el salario de un director contratado para hacer el
mismo trabajo; es decir, el beneficio del fabricante consiste en sus ganancias totales,
menos el sueldo del hipotético director. En las grandes empresas, donde los

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accionistas no se ocupan de la dirección, lo que reciben es el beneficio de la empresa.
Los que tienen dinero para invertir son impulsados por la expectativa del beneficio,
que es, por tanto, el móvil determinante por el que nuevas empresas han de ponerse
en funcionamiento y las antiguas han de expansionarse. Suponen los defensores de
nuestro sistema actual, que la expectativa de beneficio conducirá, en general, a que se
produzcan los artículos que verdaderamente se necesitan y en la cantidad que se
necesitan. En alguna medida, esto ha sido cierto en el pasado, pero ya no lo es.
Ello es el resultado del carácter complejo de la producción moderna. Si yo soy un
anticuado remendón de aldea y los vecinos me traen sus zapatos para que se los
arregle, sé que el producto de mi trabajo será requerido; pero si soy un fabricante de
zapatos en gran escala, que utiliza maquinaria costosa, tengo que conjeturar cuántos
pares de zapatos seré capaz de vender, y es fácil que mi conjetura sea errada. Otro
fabricante puede disponer de mejor maquinaria y estar en condiciones de vender
zapatos más baratos; o mis antiguos clientes pueden haber empobrecido y haber
aprendido a hacer durar más sus viejos zapatos; o puede cambiar la moda, y la gente
puede pedir una clase de zapatos que mis máquinas son incapaces de fabricar. Si
ocurre alguna de estas cosas, no solamente dejaré de obtener beneficios, sino que mis
máquinas permanecerán inactivas y mis empleados quedarán sin trabajo. El trabajo
empleado en la construcción de mis máquinas fracasó en la producción de artículos
útiles, y fue tan absolutamente baldío como si hubiera consistido en arrojar arena al
mar. Los hombres que quedan sin trabajo dejan de crear cosas que sirvan a las
necesidades humanas, y la comunidad se empobrece en la medida de lo que se gaste
para salvarlos de morir de hambre. Los hombres al pasar a depender de los subsidios
de paro en lugar de depender de sus salarios, gastan mucho menos que antes y, en
consecuencia, generan paro entre los que fabricaban los productos que ellos
compraban. Y así, el mal cálculo original acerca del número de zapatos que se podía
vender con beneficio produce círculos cada vez más amplios de paro, con la
consiguiente disminución de la demanda. En cuanto a mí, estoy atado a mi costosa
maquinaria, que probablemente haya absorbido todo mi capital y mi crédito; ello me
impide cambiar de pronto la fabricación de zapatos por alguna otra industria más
próspera.
O tomemos otro negocio más lucrativo: la construcción de barcos. Durante la
guerra, y hasta algún tiempo después, había una inmensa demanda de barcos. Como
nadie sabía cuánto podía durar la guerra ni cuánto éxito podrían tener los submarinos,
se hicieron preparativos enormemente elaborados para construir un número de barcos
sin precedentes. En 1920, las pérdidas de guerra habían sido compensadas, y la
necesidad de barcos, a causa de la disminución del comercio marítimo, se había
hecho súbitamente mucho menor. Casi todas las instalaciones de astilleros quedaron
inútiles y la gran mayoría de los hombres empleados quedaron sin trabajo. No se

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puede decir que merecieran esta desgracia, puesto que el gobierno les había instado
frenéticamente a que construyeran barcos tan de prisa como pudieran. Pero bajo
nuestro sistema de empresa privada, el gobierno no reconoció responsabilidad alguna
para con aquellos que se habían sumido en la indigencia. E inevitablemente, la
miseria se extendió. Había menos demanda de acero, y, en consecuencia, las
industrias del hierro y del acero también sufrieron. Hubo menos demanda de carne
australiana y argentina, porque los obreros en paro hubieron de contentarse con una
dieta frugal. Como resultado, hubo menos demanda para las manufacturas que
Australia y Argentina tomaban a cambio de su carne. Y así sucesivamente hasta el
infinito.
Pero hay una razón aún más importante para el fracaso del beneficio como móvil
en los tiempos actuales, y es el fracaso de la escasez. Suele ocurrir que artículos de
ciertas clases puedan producirse en enormes cantidades más baratos que en escala
más modesta. En este caso, podría ser que el sistema de producción más económico
consistiera en tener una sola fábrica en todo el mundo para cada una de estas clases
de productos. Pero como a este estado de cosas se ha ido llegando gradualmente, hay,
de hecho, muchas fábricas. Cada una sabe que si fuera la única en el mundo, podría
suministrar a todos y conseguir un gran beneficio; pero, en la realidad, existen
competidores, ninguno trabaja a plena capacidad y, por consiguiente, ninguno obtiene
un beneficio seguro. Esto conduce al imperialismo económico, puesto que la única
posibilidad de beneficio radica en el control exclusivo de algún inmenso mercado.
Entre tanto, los competidores más débiles se hunden, y cuanto más importante es
cada uno de ellos, mayor es la dislocación que se produce cuando alguno quiebra. La
competencia conduce a una producción tan excesiva, que no se puede vender con
beneficio; pero la reducción de la oferta es excesivamente lenta, ya que donde hay
maquinaria muy costosa puede resultar menos desastroso producir durante años con
pérdidas que no producir en absoluto.
Todas estas confusiones y dislocaciones resultan de permitir que la moderna
industria a gran escala esté dirigida al beneficio privado como principal finalidad.
En un régimen capitalista, el costo que determina el que un producto sea o no
fabricado por determinada firma es el costo para tal firma, no para la comunidad.
Ilustremos la diferencia con un ejemplo imaginario. Supongamos que alguien —
digamos Henry Ford— encuentra el modo de fabricar automóviles tan baratos que
ningún otro pueda competir, con el resultado de que todas las demás firmas dedicadas
a la fabricación de automóviles quiebren. Para calcular el costo para la comunidad de
uno de los nuevos coches baratos, habríamos de añadir a lo que el señor Ford tiene
que pagar, la parte proporcional del costo de todas las instalaciones, ahora inútiles,
pertenecientes a las demás firmas y del costo de la preparación y educación de los
trabajadores y directores antes empleados por otras firmas, pero que ahora están en

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paro. (Algunos encontrarían trabajo con Henry Ford, pero probablemente no todos,
puesto que el nuevo proceso es más barato y requiere, por tanto, menos mano de
obra.) Muy bien puede haber también otros gastos para la comunidad —litigios
laborales, huelgas, motines, policía suplementaria, procesos y encarcelamientos.
Cuando todas estas partidas se toman en cuenta, puede resultar que el costo de los
nuevos automóviles para la comunidad sea, para empezar, considerablemente mayor
que el de los antiguos. Ahora bien: es el costo para la comunidad lo que determina
qué es lo socialmente ventajoso, en tanto que es el costo para el fabricante individual
lo que determina, en nuestro sistema, lo que verdaderamente ocurre.
Más adelante explicaré cómo el socialismo trataría este problema.

2. LA POSIBILIDAD DE OCIO[2]

Debido a la productividad de las máquinas, se necesita ahora mucho menos


trabajo que antes para mantener un tolerable nivel de bienestar para la raza humana.
Algunos escritores ahorrativos sostienen que una hora de trabajo al día bastaría, pero
quizá esta estimación no tenga en cuenta en la medida necesaria al Asia. Voy a
suponer, con el objeto de estar completamente seguro, que cuatro horas de trabajo
diario por parte de todos los adultos serían suficientes para producir tanto bienestar
material como una persona razonable podría desear.
Actualmente, sin embargo, debido a la intervención del beneficio como móvil, el
ocio no puede distribuirse equitativamente: unos trabajan demasiado, mientras otros
se hallan en paro. Ello ocurre de la siguiente manera: el valor del asalariado para el
patrono depende de la cantidad de trabajo que hace, la cual, en cuanto las horas no
excedan de siete u ocho, supone el patrono, es proporcional a la duración de la
jornada de trabajo. El asalariado, por su parte, prefiere un día de trabajo más bien
largo con un buen salario que una jornada corta con jornales más bajos. De aquí se
sigue que conviene a las dos partes una jornada larga, aunque los que, como
consecuencia de ella, se hallan en paro mueran de hambre o hayan de ser atendidos
por las instituciones públicas a costa del erario público.
Puesto que la raza humana no alcanza, en nuestros días, un razonable nivel de
bienestar material, un promedio de menos de cuatro horas de trabajo al día
inteligentemente dirigido sería suficiente para producir lo que hoy se produce en
artículos de primera necesidad y comodidades primarias. Esto quiere decir que si el
promedio de la jornada de trabajo para los que tienen trabajo es de ocho horas, más
de la mitad de los trabajadores estarían parados si no fuese por ciertas formas de
ineficiencia y de producción innecesaria. Para hablar primero de la ineficiencia: ya
hemos visto el derroche a que da lugar la competencia, pero hemos de añadir a ello
todo lo que se gasta en publicidad y todo el trabajo especializado que se consume en
el comercio. El nacionalismo implica otra clase de derroche: los fabricantes

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norteamericanos de automóviles, por ejemplo, creen necesario, a causa de los
aranceles, establecer fábricas en los principales países europeos, siendo así que habría
un evidente ahorro de trabajo si pudieran producir todos sus automóviles en una
enorme planta en los Estados Unidos. Luego está el dispendio que suponen los
armamentos y el entrenamiento militar, que abarca a toda la población masculina
dondequiera que exista el servicio militar obligatorio. Gracias a estas y a otras formas
de despilfarro, unidas a los lujos de los ricos, más de la mitad de la población tiene
todavía empleo. Pero en tanto dure nuestro actual sistema, no se puede dar un solo
paso hacia la eliminación de gastos superfluos sin hacer aún peor la ya apurada
situación de los asalariados.

3. INSEGURIDAD ECONÓMICA

En el actual estado del mundo, no solamente hay muchas personas sin empleo,
sino que la mayoría de las que lo tienen se ven perseguidas por un perfectamente
razonable temor de perderlo en cualquier momento. Los asalariados viven en el
constante peligro del paro: saben que la firma donde trabajan puede quebrar o verse
en la necesidad de reducir sus plantillas; los hombres de negocios, incluso aquellos
que tienen fama de ser muy ricos, saben que la pérdida de todo su dinero no es en
absoluto improbable.
Los profesionales han de luchar duramente. Tras hacer grandes sacrificios para la
educación de sus hijos e hijas, se encuentran con que no existen las salidas que solía
haber para aquellos que poseían la preparación adquirida por sus hijos. Si son
abogados, descubren que las gentes ya no pueden permitirse el lujo de pleitear,
aunque grandes injusticias queden sin remediar; si son médicos, se dan cuenta de que
sus otrora lucrativos pacientes hipocondríacos ya no pueden costearse la enfermedad,
mientras que muchos verdaderos pacientes han de privarse del tratamiento médico
más necesario. Encontramos hombres y mujeres con títulos universitarios trabajando
tras los mostradores de las tiendas, lo cual puede salvarlos del paro, pero sólo a costa
de aquellos que antes hubiesen tenido ese empleo. En todas las clases, desde la más
baja hasta casi la más alta, el miedo económico gobierna los pensamientos del
hombre durante el día y sus sueños durante la noche, determinando que su trabajo
agote sus nervios y que no descanse en su tiempo libre. Este terror omnipresente es,
creo, la causa principal del clima de locura que se ha extendido por grandes zonas del
mundo civilizado.
El afán de riqueza se debe, en muchos casos, al deseo de seguridad. Los hombres
ahorran dinero y lo invierten con la esperanza de tener algo con que vivir cuando
estén viejos y enfermos, y de poder evitar que sus hijos se hundan en la escala social.
En tiempos pasados, esta esperanza era racional, puesto que había cosas tales como
inversiones seguras. Pero ahora la seguridad se ha hecho inalcanzable: las más

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grandes empresas fracasan, los estados quiebran y todo lo que queda corre el riesgo
de ser barrido en la próxima guerra. El resultado, excepto para aquellos que continúan
viviendo en el limbo, es un estado de desgraciada temeridad que hace muy difícil una
cuerda consideración de los posibles remedios.
La seguridad económica haría más por el aumento de la felicidad de las
comunidades civilizadas que cualquier otro cambio que pueda imaginarse, excepto el
evitar la guerra. El trabajo —en la medida en que pueda ser socialmente necesario—
debería ser legalmente obligatorio para todos los adultos sanos, pero los ingresos
correspondientes deberían depender tan sólo de su deseo de trabajar, y no cesar
cuando, por cualquier razón, sus servicios resultasen temporalmente innecesarios. Un
médico, por ejemplo, debería recibir un salario hasta su muerte, aunque no
esperáramos de él que trabajara pasada cierta edad. Debería estar seguro de que sus
hijos tuviesen una buena educación. Si la salud de la comunidad mejorara tanto que
los servicios médicos directos de todos los titulados dejasen de ser necesarios,
algunos de ellos deberían ser empleados en la investigación médica o sanitaria, o en
la promoción de una dieta más adecuada. No creo pueda dudarse que la gran mayoría
de los médicos serían más felices con tal sistema que con el presente aun cuando
aquél supusiera una disminución en la recompensa de los pocos que alcanzan un éxito
eminente.
El deseo de riquezas excepcionales no es, de ningún modo, un estímulo necesario
para el trabajo. Actualmente, la mayor parte de los hombres trabajan, no para hacerse
ricos, sino para no morir de hambre. Un cartero no espera ser más rico que otro
cartero, ni un soldado ni un marinero esperan amasar una fortuna sirviendo a su país.
Hay unos cuantos hombres, es cierto —y suelen ser hombres de excepcional energía
y personalidad— para los que la consecución de un gran éxito financiero es el móvil
dominante. Algunos hacen mucho bien, otros hacen mucho daño; algunos hacen o
adoptan una invención útil, otros manipulan la bolsa o corrompen a los políticos. Pero
principalmente lo que desean es el éxito, del cual el dinero es el símbolo. Si el éxito
solamente pudiera obtenerse por otros medios, tales como los honores o los puestos
administrativos importantes, hallarían en ello un incentivo suficiente y verían más
necesario el trabajo útil para la comunidad. El deseo de riqueza en sí mismo, como
opuesto al deseo de éxito, no es un móvil socialmente más útil que el deseo de comer
o beber en exceso. Un sistema social no es, por tanto, peor porque no dé salida a este
deseo. Por otra parte, un sistema que aboliera la inseguridad acabaría con la mayor
parte de la histeria de la vida moderna.

4. LOS RICOS SIN TRABAJO

Los males del paro entre los asalariados son reconocidos por todo el mundo. Los
sufrimientos de los afectados, la pérdida de su trabajo para la comunidad y el efecto

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desmoralizador del fracaso prolongado en la búsqueda de empleo son temas tan
familiares, que resulta innecesario extenderse sobre ellos.
Los ricos sin trabajo constituyen un mal de distinta especie. El mundo está lleno
de personas ociosas, principalmente mujeres, que tienen poca educación, mucho
dinero y, consecuentemente, mucha confianza en sí mismas. En razón de su riqueza,
están en situación de requerir mucho trabajo destinado a su comodidad. Aunque rara
vez poseen una verdadera cultura, son los principales protectores del arte, que sólo es
probable que les agrade si es malo. Su inutilidad los conduce a un sentimentalismo
ilusorio, que les lleva a rechazar la sinceridad vigorosa y a ejercer una deplorable
influencia sobre la cultura. Especialmente en los Estados Unidos, donde los hombres
que ganan dinero están, en su mayor parte, demasiado ocupados para gastarlo en sí
mismos, la cultura está en gran medida dominada por las mujeres, cuyo único blasón
se deriva del hecho de que sus maridos dominan el arte de hacerse ricos. Hay quienes
sostienen que el capitalismo es más favorable para el arte de lo que podría serlo el
socialismo, pero creo que, al hacerlo, recuerdan las aristocracias del pasado y olvidan
las plutocracias del presente.
La existencia de ricos ociosos tiene otro resultado desgraciado. Aunque en las
industrias más importantes la tendencia moderna se dirige más hacia la constitución
de unas pocas grandes empresas que a la de muchas pequeñas, todavía hay muchas
excepciones a esta regla. Consideremos, por ejemplo, el número de pequeñas tiendas
innecesarias en Londres. Allí donde las mujeres ricas hacen sus compras hay por
todas partes innumerables sombrererías, generalmente establecidas por condesas
rusas, cada una de las cuales pretende ser un punto más exquisita que cualquiera de
las otras. Sus clientes pasan de una a otra, consumiendo horas en una compra que
debería ser cuestión de minutos. El trabajo de los que sirven en las tiendas y el tiempo
de los que compran en ellas se desperdicia de igual manera. A lo cual hay que agregar
el mal que supone el que un número de personas se ganen la vida en una actividad
estrechamente relacionada con la futilidad. El poder adquisitivo de los muy ricos
determina el que tengan una gran cantidad de parásitos, los que, por muy alejados que
estén por sí de la riqueza, temen, sin embargo, quedarse sin sustento si no hay ricos
ociosos que compren su mercancía. Toda esta gente sufre moral, intelectual y
artísticamente a causa de su dependencia del indefendible poder de los necios.

5. EDUCACIÓN

La educación superior está limitada, en nuestros tiempos, principalmente, si no de


un modo completo, a los hijos de la gente pudiente. Ocurre algunas veces, es cierto,
que los muchachos o muchachas de las clases trabajadoras llegan a la universidad por
medio de becas; pero, por regla general, tienen que trabajar tan duramente en el
proceso, que quedan agotados y no satisfacen las primeras expectativas. Como

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resultado de nuestro sistema tiene lugar un gran despilfarro de preparaciones; un
muchacho o una muchacha nacidos de padres obreros pueden tener una capacidad de
primer orden en matemáticas, o en música, o en ciencias, pero es muy improbable
que tengan oportunidad de ejercitar sus talentos. Además, la educación, al menos en
Inglaterra, todavía está infectada de arriba abajo por la presunción; en las escuelas
privadas y elementales, a los alumnos se les imbuye de conciencia de clase en cada
uno de los momentos de su vida escolar. Y como la educación está controlada en lo
principal por el estado, éste tiene que defender el statu quo, y, por tanto, embotar en
lo posible las facultades críticas de los jóvenes y preservarles de los «pensamientos
peligrosos». Todo esto, hemos de admitirlo, es inevitable en cualquier régimen
inseguro, y es peor en Rusia que en Inglaterra o en los Estados Unidos. Pero,
mientras que un régimen socialista podría, en su momento, llegar a ser lo bastante
seguro como para no temer a la crítica, hoy ya es difícil que ello pueda ocurrirle a un
régimen capitalista, a menos que se establezca un estado de esclavos en el cual los
trabajadores no reciban educación alguna. No cabe esperar, por tanto, que los actuales
defectos del sistema educativo puedan ser remediados hasta que el sistema
económico haya sido transformado.

6. LA EMANCIPACIÓN DE LA MUJER Y EL BIENESTAR DE LOS NIÑOS

A pesar de todo lo que se ha hecho en tiempos recientes para mejorar la situación


de la mujer, la gran mayoría de las esposas siguen dependiendo económicamente de
sus maridos. Esta dependencia es peor, en varios aspectos, que la del asalariado
respecto de su patrono. Un empleado puede abandonar su empleo, pero para una
esposa esto es difícil; es más: por mucho que tenga que trabajar en sus labores de
casa, no puede pedir retribución en dinero. En tanto persista tal estado de cosas, no
puede decirse que las mujeres estén en situación siquiera aproximada a la igualdad
económica con los hombres. Sin embargo, es difícil ver cómo puede resolverse el
asunto sin el establecimiento del socialismo. Es necesario que el gasto de los hijos sea
soportado por el estado antes que por el marido, y que las mujeres casadas, excepto
durante la lactancia y el último período del embarazo, se ganen la vida trabajando
fuera de casa. Esto requiere ciertas reformas arquitectónicas (consideradas en un
ensayo anterior del presente libro) y el establecimiento de escuelas-guardería para los
niños muy pequeños. Para los niños, como para las madres, esto sería muy
beneficioso, ya que los niños requieren unas condiciones de espacio, de luz y de dieta
imposibles en la casa de un asalariado, pero que les pueden ser proporcionadas con
poco gasto en las escuelas-guardería.
Una reforma de esta clase en la situación de las mujeres y en la crianza de los
niños puede ser posible sin socialismo completo, y aun ha sido llevada a cabo aquí y
allá en pequeña escala y de modo incompleto. Pero no puede lograrse adecuada y

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completamente si no como parte de una transformación económica general de la
sociedad.

7. ARTE

Del progreso que cabe esperar en arquitectura al introducirse el socialismo ya he


hablado. La pintura, antiguamente, acompañaba y adornaba las arquitecturas
espaciosas, y puede volver a hacerlo cuando la escuálida vida privada engendrada por
nuestro miedo competitivo hacia el vecino haya sido reemplazada por un deseo
común de belleza. El moderno arte del cine tiene inmensas posibilidades, que no
podrán desarrollarse mientras el móvil de los productores sea comercial; de hecho,
muchos son de la opinión de que la URSS se ha acercado más a la realización de tales
posibilidades. Cuánto sufre la literatura a causa del interés comercial, lo sabe
cualquier escritor; casi todo escrito vigoroso ofende a algún grupo y, por tanto, reduce
las ventas. Es difícil para un escritor no medir su propio mérito por sus derechos, y
cuando obras malas producen grandes recompensas pecuniarias, se requiere una
firmeza de carácter inusitada para trabajar bien y permanecer pobre.
Ha de admitirse que el socialismo podría hacer las cosas todavía peor. Desde el
momento en que la edición sea un monopolio del estado, será fácil para el estado
ejercer una censura poco liberal. Mientras haya oposición violenta al nuevo régimen,
ello será casi inevitable. Pero cuando el período de transición pase, se puede confiar
en que los libros que el estado no quiera aceptar por sus méritos podrán ser
publicados si el autor cree que merece la pena sufragar el gasto trabajando durante
más tiempo. Puesto que las horas de labor serán pocas, no resultará excesivamente
penoso; pero ello bastará para desalentar a los autores que no estén seriamente
convencidos de que sus libros contienen algo de valor. Es importante que sea posible
publicar un libro, pero que no resultara muy fácil. Actualmente sobran libros en
cantidad, así como escasean en calidad.

8. SERVICIOS PÚBLICOS IMPRODUCTIVOS

Desde la aparición de gobiernos civilizados se ha reconocido que hay algunas


cosas que deben hacerse, pero que no pueden dejarse a la azarosa influencia del
beneficio como motivación. La más importante ha sido la guerra; ni siquiera los más
convencidos de la ineficiencia de la empresa del estado sugieren que la defensa
nacional se arriende a contratistas privados. Pero hay otras muchas cosas de las que
las autoridades públicas han juzgado necesario tomar a su cargo, tales como la
construcción de carreteras, puertos, faros, parques urbanos, etc. Un sector importante
de la actividad socializada, que se ha desarrollado durante los últimos cien años, es la
salud pública. Al principio, los partidarios fanáticos del laisser-faire se oponían, pero

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los argumentos prácticos fueron abrumadores. De habernos adherido a la teoría de la
empresa privada, toda clase de nuevos sistemas de hacer fortuna hubiese sido posible.
Un hombre afectado por la peste podría haber recurrido a un agente de publicidad
para enviar circulares a las compañías de ferrocarriles, a los teatros, etc., en las que se
comunicara la intención del enfermo de morir en sus locales, a menos que se pagase
una fuerte suma a su viuda. Pero se decidió que ni la cuarentena ni el aislamiento
quedaran librados a la voluntad, ya que el beneficio era general y la pérdida
individual.
El número y la complejidad crecientes de los servicios públicos ha sido uno de los
rasgos característicos del siglo pasado. El más importante de tales servicios es la
educación. Antes de que el estado la impusiera universalmente, había varios motivos
para que existiesen escuelas y universidades. Había fundaciones piadosas que databan
de la Edad Media, y fundaciones seculares, tales como el Colegio de Francia, hechas
por monarcas renacentistas esclarecidos; y había escuelas de caridad para los pobres
intelectualmente dotados. Ninguna de estas instituciones tenía por finalidad el
beneficio. Había, sin embargo, escuelas que sí perseguían ese objetivo; son ejemplos
de ello Dotheboys Hall y Salem House. Todavía existen escuelas concebidas
comercialmente, y aunque la existencia de las autoridades educativas impide copiar el
modelo de Dotheboys Hall, tienden a poner el acento sobre la elegancia más que
sobre un elevado nivel de logros docentes. En general, el móvil del beneficio ha
tenido poca influencia en la educación; y esta poca influencia ha sido mala.
Aun cuando las autoridades públicas no lleven a cabo por sí mismas los trabajos,
creen necesario controlarlos. La iluminación de las calles puede ser hecha por una
compañía privada, pero ha de hacerse, sea o no remuneradora. Las casas pueden ser
construidas por empresas privadas, pero la construcción es regulada por reglamentos.
En esta cuestión, se suele reconocer que sería de desear una regulación mucho más
estricta. La planificación urbana unitaria, tal como la proyectada por Sir Christopher
Wren para Londres después del gran incendio, podría terminar con el horror y la
miseria de los barrios marginales y de los suburbios y hacer las ciudades modernas
bellas, sanas y agradables. Este ejemplo ilustra otro de los argumentos contra la
empresa privada en nuestro muy cambiante mundo. Las zonas que podrían
considerarse como unidades son demasiado grandes aun para los mayores plutócratas.
Londres, por ejemplo, debería considerarse como un conjunto, puesto que un alto
porcentaje de sus habitantes duermen en una parte y trabajan en otra. Algunas
importantes cuestiones, tales como el canal de San Lorenzo, implican vastos intereses
localizados en diferentes lugares de dos países; en tales casos, ni siquiera basta un
solo gobierno para cubrir un área suficiente. Las personas, las mercancías y la energía
se pueden transportar mucho más fácilmente que en el pasado, con el resultado de
que las localidades pequeñas tienen menos autarquía que cuando el caballo era el

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medio de locomoción más rápido. Las centrales eléctricas están adquiriendo tal
importancia que, si se dejaran en manos privadas, se haría posible una nueva clase de
tiranía, comparable a la del barón medieval en su castillo. Es obvio que una
comunidad que depende de una central eléctrica no puede tener una seguridad
económica mínima si la central es libre de explotar al completo sus ventajas
monopolísticas. El transporte de mercancías determina todavía el que se dependa del
ferrocarril; el de las personas ha vuelto a depender parcialmente de la carretera. Los
trenes y los automóviles han hecho de la separación entre pueblos algo obsoleto, y los
aeroplanos tienen el mismo efecto sobre las fronteras nacionales. De esta forma, el
progreso técnico hace cada vez más necesario el control público de zonas cada vez
más extensas.

9. GUERRA

Llego ahora al último y más sólido argumento en pro del socialismo; es decir, a la
necesidad de evitar la guerra. No voy a perder tiempo hablando de la probabilidad de
la guerra ni de su perniciosidad, ya que cabe darlas por supuestas. Voy a limitarme a
dos cuestiones: 1º ¿Hasta qué punto está ligado, en nuestros días, el peligro de guerra
con el capitalismo? 2º ¿Hasta qué punto haría desaparecer el peligro la instauración
del socialismo?
La guerra es una antigua institución, a la que originalmente no dio el ser el
capitalismo, aunque sus causas fueron siempre principalmente económicas. En el
pasado tenía dos causas fundamentales: las ambiciones personales de los monarcas y
el expansivo espíritu emprendedor de tribus o naciones vigorosas. Conflictos tales
como la guerra de los Siete Años presentan los dos aspectos: en Europa fue dinástico,
mientras que en América y en India fue un conflicto entre naciones. Las conquistas
de los romanos se debieron, en gran parte, a motivos pecuniarios directamente
personales por parte de los generales y sus legionarios. Pueblos de pastores, como los
árabes, los hunos y los mogoles, se han lanzado repetidamente a una carrera de
conquistas a causa de la insuficiencia de sus primitivas zonas de pastos. Y en todos
los tiempos, excepto cuando un monarca podía imponer su voluntad (como en el
Imperio chino y en el Bajo Imperio romano), la guerra se vio favorecida por el hecho
de que los machos vigorosos, seguros de su victoria, gustaban de ella, mientras que
sus hembras los admiraban por sus hazañas. Aunque la guerra se ha alejado
muchísimo de sus primitivos orígenes, estos antiguos motivos sobreviven y deben ser
recordados por los que quieren que la guerra desaparezca. Solamente el socialismo
internacional puede proporcionar una salvaguarda completa contra la guerra, pero el
socialismo nacional en todos los países civilizados más importantes podría, como
trataré de demostrar, hacer disminuir enormemente sus probabilidades.
Mientras que los temerarios impulsos hacia la guerra existen todavía en una parte

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de la población de los países civilizados, los motivos que determinan el deseo de paz
son mucho más sólidos que en tiempo alguno durante los últimos siglos. La gente
sabe por amarga experiencia que la última guerra no trajo prosperidad ni siquiera para
los vencedores. Se da cuenta de que es probable que la próxima guerra produzca una
cantidad de bajas en la población civil con la que nada ha habido de magnitud
comparable en tiempo alguno, ni de parecida intensidad desde la guerra de los Treinta
Años, y de que no es en manera alguna probable que quede limitada a una de las
partes. Teme que las ciudades importantes sean destruidas y que todo un continente
se pierda para la civilización. Los ingleses, en particular, tienen conciencia de que
han perdido su inmemorial inmunidad contra la invasión. Estas consideraciones han
producido en Gran Bretaña un apasionado deseo de paz, y en la mayor parte de los
restantes países un sentimiento de la misma índole, aunque quizá menos intenso.
¿Por qué, a pesar de todo esto, existe un inminente peligro de guerra? La causa
inmediata, por supuesto, es el rigor del tratado de Versalles, con el consiguiente
desarrollo del nacionalismo alemán militante. Pero probablemente una nueva guerra
sólo diera lugar a un tratado aún más severo que el de 1919, conducente a una
reacción aún más virulenta por parte de los vencidos. Una paz permanente no puede
surgir de este infinito vaivén, sino únicamente de la eliminación de las causas de
enemistad entre las naciones. Hoy, estas causas han de buscarse, principalmente, en
los intereses económicos de ciertos grupos, y, por tanto, sólo pueden ser abolidos por
una reconstrucción económica fundamental.
Tomemos la industria del hierro y del acero como el ejemplo más importante de
la forma en que las fuerzas económicas promueven la guerra. El hecho esencial es
que, con la técnica moderna, el costo de producción por tonelada es menor si se
produce una gran cantidad que si el rendimiento es más pequeño. En consecuencia,
hay beneficio si el mercado es lo bastante grande, pero no de otro modo. La industria
norteamericana del acero, al tener un mercado interno que excede, con mucho, a
todos los demás, ha tenido hasta ahora escasa necesidad de preocuparse por política
más allá de interferir, cuando resultó imprescindible, los proyectos de desarme naval.
Pero las industrias del acero alemana, francesa e inglesa tienen todas un mercado
menor que el exigido por sus necesidades técnicas. Podrían, por supuesto, asegurarse
ciertas ventajas, pero también para esto hay objeciones económicas. Una gran parte
de la demanda de acero está relacionada con los preparativos de guerra, y, por lo
tanto, la industria del acero, en conjunto, se beneficia con el nacionalismo y con el
incremento del material bélico nacional. Por añadidura, tanto el Comité des Forges
como el trust alemán del acero confían en machacar a sus rivales en lugar de tener
que repartirse los beneficios con ellos; y como los gastos de guerra recaerán
principalmente sobre otros, estiman posible considerar el resultado financieramente
ventajoso. Probablemente estén equivocados, pero el errar es algo natural en los

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hombres audaces y engreídos, intoxicados por el poder. El hecho de que el mineral
lorenés, vitalmente importante, esté en territorio que antes fue alemán, pero que ahora
es francés, aumenta la hostilidad de los dos grupos y sirve como constante
recordación de lo que puede lograrse mediante la guerra. Y, naturalmente, los
alemanes son los más agresivos, puesto que los franceses ya gozan de los despojos de
la última guerra.
Por supuesto, sería imposible para la industria del acero, y para otras grandes
industrias que tienen intereses similares, poner a las grandes naciones al servicio de
sus propósitos si no existieran en la población impulsos con los que pudieran contar.
En Francia e Inglaterra pueden recurrir al miedo; en Alemania, al resentimiento
contra la injusticia; y tales motivos son perfectamente válidos, de una parte y de otra.
Pero si se pudiera tomar el asunto en consideración con tranquilidad, resultaría obvio
para las dos partes que un acuerdo equitativo haría más felices a todos. No hay
ninguna buena razón por la cual los alemanes deban continuar sufriendo una
injusticia, ni habría excusa razonable, si la injusticia desapareciera, para que se
condujeran de modo de inspirar temor a sus vecinos. Pero siempre que se hace un
esfuerzo para ser razonable y tomar las cosas con tranquilidad interviene la
propaganda en forma de llamamientos al patriotismo y a la defensa del honor
nacional. El mundo está en la situación de un borracho que desea reformarse, pero
está rodeado de amigos amables que le ofrecen bebida y, en consecuencia, vuelve a
caer perpetuamente en su vicio. En este caso, los amigos amables son hombres que
obtienen dinero de su desdichada propensión, y el primer paso para su reforma debe
consistir en deshacerse de ellos. Es solamente en este sentido que el capitalismo
moderno puede ser considerado como promotor de la guerra; no es la única causa,
pero proporciona un estímulo esencial a las otras causas. Si dejara de existir, la
ausencia de este estímulo no tardaría en hacer ver a los hombres lo absurdo de la
guerra ni en inducirles a buscar acuerdos equitativos que hicieran improbable su
futuro acaecimiento.
La solución completa y definitiva del problema planteado por la industria del
acero y otras con intereses similares sólo puede encontrarse en el socialismo
internacional; es decir, en el manejo de aquéllas por una autoridad representativa de
todos los gobiernos afectados. Pero es probable que la nacionalización en cada uno de
los principales países industriales baste para hacer desaparecer el apremiante peligro
de guerra. Porque si la dirección de la industria del acero estuviese en manos del
gobierno, y el gobierno fuese democrático, su producción no estaría orientada al
provecho de ningún particular, sino al provecho de la nación. En el balance de las
finanzas públicas, los beneficios conseguidos por la industria del acero a expensas de
otros sectores de la comunidad serían compensados por pérdidas en algún otro
campo, y como ningún ingreso individual fluctuaría con las ganancias o pérdidas de

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una industria aislada, nadie tendría motivos para promover los intereses del acero a
costa de la comunidad. La producción de acero incrementada a causa de un
incremento en los armamentos, aparecería como una pérdida, puesto que haría
disminuir la provisión de artículos de consumo a distribuir entre la población. De este
modo, los intereses públicos y los privados estarían en armonía y desaparecerían los
motivos para propaganda engañosa.
Queda algo por decir acerca de la forma en que el socialismo remediaría otros
males que hemos estado considerando.
En lugar de la búsqueda de beneficios como móvil conductor en la industria,
habrá una planificación gubernamental. Si es cierto que el gobierno puede calcular
erróneamente, ello es menos probable que en el caso de un individuo particular,
porque aquél podrá tener un más completo conocimiento de causa. Cuando el precio
del caucho era elevado, todo el que pudo plantó árboles de caucho, con el resultado
de que, al cabo de unos pocos años, el precio cayó desastrosamente, y se vio la
necesidad de establecer un acuerdo que restringiera la producción de caucho. Una
autoridad central que posee todas las estadísticas puede impedir errores de esta clase.
No obstante, causas imprevistas, como son los nuevos inventos, pueden falsear hasta
los más cuidadosos cálculos. En tales casos, la comunidad en su conjunto se beneficia
haciendo la transición a nuevos procesos de un modo gradual. Con respecto a los que
en cualquier momento se quedan sin trabajo, será posible, bajo el socialismo, adoptar
medidas que hoy resultan imposibles a causa del temor al paro y al mutuo recelo
entre patronos y obreros. Cuando una industria decae y otra se desarrolla, los
hombres más jóvenes pueden ser trasladados y preparados técnicamente para trabajar
en la que progresa. La mayor parte del paro puede evitarse reduciendo las horas de
trabajo. Cuando no se encuentre trabajo para un hombre, éste recibirá, sin embargo,
su salario completo, ya que se le pagará su voluntad de trabajar. En la medida en que
el trabajo haya de imponerse, se impondrá por la ley penal, y no mediante sanciones
económicas.
Quedará en manos de los que hagan la planificación, y por tanto, en definitiva,
sujeto al voto popular, el dar con un equilibrio entre comodidades y tiempo libre. Si
todos trabajan cuatro horas diarias, habrá menos comodidades que si trabajan cinco.
Cabe esperar que los progresos técnicos serán utilizados, en parte, para procurar más
comodidad, y, en parte, para proporcionar más ocio.
La inseguridad económica ya no existirá (excepto en la medida en que persista el
peligro de guerra), ya que todo el mundo recibirá un salario, a menos que sea un
criminal, y el gasto de los niños será soportado por el estado. Las mujeres no
dependerán de los maridos, ni se permitirá que los niños sufran gravemente a causa
de los defectos de sus padres. No habrá dependencia económica entre unos individuos
y otros, sino entre todos los individuos y el estado.

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Mientras el socialismo exista en unos países civilizados pero no en otros,
perdurará una posibilidad de guerra y no serán realizables todas las ventajas del
sistema. Pero creo que se puede suponer con seguridad que todos los países que
adopten el socialismo dejarán de ser agresivamente militaristas y se limitarán
realmente a prevenir la agresión de los otros. Es probable que, cuando el socialismo
se universalice en el mundo civilizado, los motivos que llevan a las guerras en gran
escala ya no tengan fuerza suficiente para superar las muy obvias razones que existen
para preferir la paz.
El socialismo, repito, no es una doctrina solamente para el proletariado. Al evitar
la inseguridad económica, se estima que ha de incrementar la felicidad de todos,
excepto la de un grupo de personas de las más ricas; y si, como yo creo firmemente,
puede evitar las guerras de importancia, incrementará inconmensurablemente el
bienestar de todo el mundo, porque la convicción de ciertos magnates de la industria
de poder beneficiarse con otra guerra mundial, a pesar del argumento económico que
puede hacer verosímil su punto de vista, no es sino una loca ilusión de megalómanos.
¿Es el caso, realmente, como sostienen los comunistas, que el socialismo, un
sistema tan universalmente beneficioso y tan fácil de comprender; un sistema
recomendado, además, por la quiebra evidente del actual régimen económico y por el
peligro acuciante de un desastre universal producido por la guerra; es el caso,
realmente, que este sistema no pueda ser presentado de un modo persuasivo sino a los
proletarios y a un puñado de intelectuales, y que solamente pueda ser impuesto por
medio de una guerra de clases, sangrienta, destructivo y de dudosos resultados? Por
mi parte, me resulta imposible creerlo. El socialismo, en algunos aspectos, marcha en
contra de antiguos hábitos y levanta, por tanto, una impulsiva oposición que sólo
puede ser vencida de un modo gradual. En la mente de sus oponentes, ha quedado
asociado al ateísmo y al reino del terror. Con la religión, el socialismo no tiene nada
que ver. Es una doctrina económica, y un socialista puede ser cristiano o
mahometano, budista o adorador de Brahma, sin inconsistencia lógica alguna. En
cuanto al reino del terror, ha habido muchos reinos del terror en tiempos recientes,
principalmente del lado de la reacción, y donde el socialismo llegue como rebelión
contra alguno de ellos, es de temer que herede parte de la fiereza del régimen que lo
antecedió. Pero en los países donde todavía se permite cierto grado de libertad de
pensamiento y de palabra, creo que la causa del socialismo puede ser presentada, con
una combinación de entusiasmo y paciencia, de modo de persuadir a mucho más de la
mitad de la población. Si, cuando llegue la oportunidad, la minoría recurre a la fuerza
ilegalmente, la mayoría habrá de emplear la fuerza, por supuesto, para neutralizar a
los rebeldes. Pero si el trabajo previo de persuasión se ha llevado a cabo
adecuadamente, la rebelión tendría que ser tan evidentemente desesperada, que ni
siquiera los más reaccionarios la intentarían, o, si lo hicieran, serían vencidos tan fácil

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y rápidamente, que no habría ocasión para que se instalara un reinado del terror.
Cuando la persuasión resulta posible y la mayoría aún no ha sido convencida, el
recurso a la fuerza está fuera de lugar; cuando una mayoría ha sido persuadida, la
cuestión puede dejarse a la función ordinaria del gobierno democrático, a menos que
las personas fuera de la ley estimen oportuno provocar una insurrección. Impedir tal
insurrección sería una medida semejante a la que cualquier gobierno puede adoptar, y
los socialistas no tienen más motivo para recurrir a la fuerza que los que puedan tener
otros partidos constitucionales en los países democráticos. Y si los socialistas han de
tener alguna vez fuerzas bajo su mando, será solamente por persuasión previa que
habrán podido adquirirlas.
Se acostumbra argüir en ciertos círculos que, si bien quizá en un tiempo el
socialismo pudo haberse afirmado por los medios ordinarios de la propaganda
política, el desarrollo del fascismo ha hecho imposible tal cosa. Por lo que se refiere a
los países que tienen gobiernos fascistas, esto es cierto, desde luego, puesto que no es
posible oposición constitucional alguna. Pero en Francia, en Gran Bretaña y en los
Estados Unidos las cosas son de otro modo. En Francia y en Gran Bretaña hay
poderosos partidos socialistas; en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, los
comunistas son numéricamente desdeñables, y no hay síntomas de que estén ganando
terreno. Han alcanzado exactamente para proporcionar a los reaccionarios una excusa
para tomar medidas represivas suaves, pero éstas no han sido lo bastante terroríficas
para impedir el resurgimiento del partido laborista o el avance del radicalismo en los
Estados Unidos. Está lejos de ser improbable que los socialistas sean pronto mayoría
en Gran Bretaña. Entonces, sin duda, encontrarán dificultades para llevar a efecto su
política, y los más tímidos pueden tratar de hacer de tales dificultades una excusa
para posponer las cosas; equivocadamente, porque mientras la persuasión es
inevitablemente gradual, la transición final al socialismo debe ser rápida y súbita.
Hasta ahora, sin embargo, no hay fundamento para suponer que los métodos
constitucionales vayan a fracasar, y mucho menos para suponer que cualesquiera
otros tengan más probabilidades de éxito. Por el contrario, cada llamamiento a la
violencia inconstitucional favorece el desarrollo del fascismo. Cualesquiera que sean
las flaquezas de la democracia, solamente por medio de ella y con la ayuda de la fe
popular en él, podrá el socialismo tener alguna esperanza de triunfo en Gran Bretaña
o en los Estados Unidos. Quienquiera que debilite el respeto a los gobiernos
democráticos, está incrementando, intencionada o involunariamente, las
probabilidades del fascismo, y no las del socialismo o el comunismo.

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Civilización occidental
No es en modo alguno fácil ver la propia civilización en una perspectiva justa. Hay
tres medios evidentes para alcanzar este fin: el viaje, la historia y la antropología, y lo
que habré de decir es sugerido por cada uno de ellos; pero ninguno de los tres es
ayuda tan grande para la objetividad como parecen ser. El viajero ve solamente lo que
le interesa; por ejemplo, Marco Polo jamás reparó en los pequeños pies de las
mujeres chinas. El historiador ordena los sucesos con arreglo a esquemas derivados
de sus propias preocupaciones: la decadencia de Roma ha sido atribuida, en ocasiones
diversas, al imperialismo, al cristianismo, a la malaria, al divorcio y a la inmigración
—siendo estas dos últimas causas las favoritas en los Estados Unidos entre los
clérigos y los políticos, respectivamente. El antropólogo selecciona e interpreta
hechos de acuerdo con los prejuicios que prevalecen en su tiempo. ¿Qué sabemos de
los salvajes, nosotros, que nos quedamos en casa? Los rousseaunianos dicen que son
nobles, los imperialistas dicen que son crueles; los antropólogos de mentalidad
eclesiástica dicen que son unos virtuosos padres de familia, mientras que los
defensores de la ley del divorcio dicen que practican el amor libre; Sir James Fraser
dice que siempre están matando a su dios, mientras otros dicen que siempre están
ocupados en ritos de iniciación. En una palabra: el salvaje es un chico servicial que
hace todo lo necesario por las teorías de los antropólogos. Pero, a pesar de estas
desventajas, el viaje, la historia y la antropología son los mejores medios, y debemos
sacarles todo el partido posible.
Ante todo, ¿qué es civilización? Su primer carácter esencial, diría yo, es la
previsión. Es ésta, ciertamente, la fundamental diferencia entre el hombre y las
bestias, y entre el adulto y el niño. Pero la previsión, por ser una cuestión de grado,
nos permite distinguir a las naciones o las épocas más o menos civilizadas, de
acuerdo con la cantidad de ella que demuestran. Y la previsión es susceptible de ser
medida casi con precisión. No diré que la capacidad media de previsión de una
comunidad sea inversamente proporcional a la tasa de interés, aunque ésta sea una
opinión defendible. Pero podemos decir que el grado de previsión implícita en cada
acto se mide por tres factores: el dolor presente, el placer futuro y la extensión del
intervalo entre ellos. Es decir, la previsión se obtiene dividiendo el dolor actual por el
placer futuro y multiplicando después por el lapso comprendido entre ambos. Existe
una diferencia entre la previsión colectiva y la individual. En una comunidad
aristocrática o plutocrática, un hombre puede soportar el dolor actual mientras otro
disfruta el futuro placer. Esto hace más fácil la previsión colectiva. Todos los trabajos
característicos del industrialismo presentan un alto grado de previsión colectiva en
este sentido: los que construyen ferrocarriles, o puertos, o barcos, hacen algo cuyos
beneficios no se recogen hasta años más tarde.

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Es cierto que en el mundo moderno nadie demuestra tanta previsión como los
antiguos egipcios demostraban al embalsamar a sus muertos, lo que hacían con miras
a su resurrección al cabo de unos diez mil años. Esto me recuerda otro elemento
esencial a la civilización, que es el conocimiento. La previsión basada en la
superstición no puede ser tenida por completamente civilizada, aunque puede aportar
hábitos mentales esenciales para el desarrollo de la verdadera civilización. Por
ejemplo, la costumbre puritana de posponer el placer para la otra vida facilitó, sin
duda, la acumulación de capital requerida por el industrialismo. Podemos, pues,
definir la civilización como el modo de vida que resulta de la combinación de
conocimiento y previsión.
La civilización, en este sentido, comienza con la agricultura y la domesticación de
rumiantes. Hubo, hasta tiempos bastante recientes, una acusada separación entre
pueblos agrícolas y pueblos pastores. Leemos en el Génesis, 46, 31-34, cómo los
israelitas tuvieron que establecerse en la tierra de Gosen, más que en el mismo
Egipto, porque los egipcios se oponían a la ocupación de los pastores: «José dijo a
sus hermanos y a la familia de su padre: “Voy a subir a avisar a Faraón y a decirle:
‘Han venido a mí mis hermanos y la casa de mi padre que estaban en Canaán. Son
pastores de ovejas, pues siempre fueron ganaderos, y han traído ovejas, vacadas y
todo lo suyo’. Así, cuando os llame Faraón y os diga: ‘¿Cuál es vuestro oficio?’, le
decís: ‘Ganaderos hemos sido tus siervos desde la mocedad hasta ahora, lo mismo
que nuestros padres’. De esta suerte os quedaréis en el país de Gosen. Porque los
egipcios detestan a todos los pastores de ovejas”». En los viajes de M. Huc hallamos
una actitud similar de los chinos hacia los pastores mogoles. En conjunto, el tipo
agricultor ha representado siempre la más avanzada civilización, y ha tenido más que
ver con la religión. Pero los rebaños y los ganados de los patriarcas tuvieron una
considerable influencia en la religión judía y, en consecuencia, sobre el cristianismo.
La historia de Caín y Abel es un instrumento de propaganda dirigida a hacer ver que
los pastores son más virtuosos que los labradores. Sin embargo, la civilización ha
descansado principalmente sobre la agricultura hasta tiempos recientísimos.
Hasta ahora, no hemos considerado nada que distinga la civilización occidental de
la de otras regiones, tales como la India, China, Japón y Méjico. De hecho, antes de
que la ciencia comenzara a desarrollarse, la diferencia entre ellas fue mucho menor
de lo que ha sido después. La ciencia y el industrialismo son actualmente las señales
distintivas de la civilización occidental; pero antes quiero considerar lo que fue
nuestra civilización antes de la revolución industrial.
Si nos remontamos a los orígenes de la civilización occidental, vemos que los
elementos que heredó de Egipto y Babilonia son, en lo principal, característicos de
todas las civilizaciones, y no especialmente distintivos de Occidente. El carácter
distintivo occidental comienza con los griegos, que descubrieron el hábito de razonar

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deductivamente y la ciencia de la geometría. Sus méritos restantes no fueron
distintivos o se perdieron en las Edades Oscuras. En arte y literatura habrán podido
ser insuperables, pero no se distinguieron muy profundamente de otras varias
naciones antiguas. En la ciencia experimental produjeron algunos hombres,
especialmente Arquímedes, que anticiparon los métodos modernos; pero tales figuras
no lograron establecer una escuela o tradición. Las únicas contribuciones distintivas
sobresalientes de los griegos a la civilización fueron el razonamiento deductivo y las
matemáticas puras.
Los griegos fueron, sin embargo, políticamente incompetentes, y probablemente
su contribución a la civilización se hubiera perdido, a no ser por la capacidad de
gobierno de los romanos. Los romanos dieron con un modo de llevar adelante el
gobierno de un gran imperio por medio de la administración civil y un cuerpo legal.
En los imperios anteriores todo había dependido de la energía del monarca, pero en el
Imperio romano el emperador podía ser asesinado por la guardia pretoriana y el
Imperio puesto en subasta con muy escaso entorpecimiento en la máquina
gubernamental —tan escaso, en realidad, como el que producen ahora unas
elecciones generales. Parece ser que los romanos inventaron la virtud de la devoción
al estado impersonal como opuesta a la lealtad personal al jefe. Los griegos, es cierto,
hablaban de patriotismo, pero sus políticos estaban corrompidos, y casi todos ellos,
en algún momento de su carrera, aceptaron el soborno de Persia. El concepto romano
de la devoción al estado ha sido un elemento esencial en la producción de gobiernos
estables en Occidente.
Algo más faltaba para completar la civilización occidental tal y como existía
antes de los tiempos modernos, y ello es la peculiar relación entre el gobierno y la
religión que vino con el cristianismo. Originalmente, el cristianismo era
absolutamente apolítico, puesto que se extendió por el Imperio romano como un
consuelo para los que habían perdido la libertad nacional y personal, y tomó del
judaísmo una actitud de condena moral de los gobernantes del mundo. En los días
anteriores a Constantino, el cristianismo desarrolló una organización a la que los
cristianos debían una lealtad todavía mayor que la debida al estado. Cuando Roma
cayó, la Iglesia conservó en una síntesis singular lo que se había demostrado más
vital en las civilizaciones de los judíos, de los griegos y de los romanos. Del fervor
moral de los judíos surgieron los preceptos éticos del cristianismo; del amor griego al
razonamiento deductivo, la teología; del ejemplo del imperialismo y la jurisprudencia
romanos, el gobierno centralizado de la Iglesia y el cuerpo de leyes canónicas.
Aunque estos elementos de elevada civilización se conservaran, en cierto sentido,
a través de la Edad Media, durante largo tiempo permanecieron en un estado más o
menos latente. Y la civilización occidental no fue en realidad la mejor entre las
existentes en aquel tiempo: tanto los mahometanos como los chinos eran superiores a

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Occidente. Por qué Occidente había de iniciar una tan rápida carrera ascendente es,
creo, en gran parte, un misterio. En nuestra época es costumbre hallar causas
económicas para todo, pero las explicaciones basadas en esta práctica tienden a ser
demasiado fáciles. Las solas causas económicas no explicarán, por ejemplo, la
decadencia de España, más relacionada con la ignorancia y la estupidez. Tampoco
explican el nacimiento de la ciencia. La regla general es que las civilizaciones
decaen, salvo cuando entran en contacto con una civilización ajena superior. En la
historia humana solamente ha habido unos pocos y muy raros períodos, y unas pocas
regiones aisladas, en los que se haya producido un progreso espontáneo. Ha debido
de haber progreso espontáneo en Egipto y Babilonia cuando desarrollaron la escritura
y la agricultura; hubo progreso espontáneo en Grecia durante cerca de doscientos
años, y ha habido progreso espontáneo en la Europa occidental desde el
Renacimiento. Pero no creo que haya habido nada en las condiciones sociales
generales de dichos períodos y lugares que los distinga de otros varios lugares y
períodos en los que no se produjo progreso alguno. No puedo evitar concluir que las
grandes épocas de progreso han dependido de un corto número de individuos de
talento trascendental. Diversas condiciones sociales y políticas fueron, desde luego,
necesarias para su concreción, pero no suficientes, porque las mismas condiciones se
han dado muchas veces sin los individuos, y no se ha producido progreso. Si Kepler,
Galileo y Newton hubiesen muerto siendo niños, el mundo en que vivimos sería
muchísimo menos diferente de lo que es con respecto al mundo del siglo XVI. Esto
lleva la moraleja de que no podemos considerar el progreso como asegurado; si la
cantidad de individuos eminentes llegara a disminuir, caeríamos, sin duda, en una
situación de inmovilidad bizantina.
Hay algo muy importante que debemos a la Edad Media, y es el gobierno
representativo. Esta institución es importante porque por vez primera permitió que el
gobierno de un gran imperio apareciera a los gobernados como elegido por ellos
mismos. Donde este sistema tiene éxito, da lugar a un alto grado de estabilidad
política. Sin embargo, en tiempos recientes, se ha hecho evidente que el gobierno
representativo no es una panacea aplicable a todas las partes de la superficie de la
tierra. En efecto, su éxito parece quedar limitado principalmente a las naciones de
habla inglesa y a los franceses.
La cohesión política, conseguida de un modo u otro, es lo que, no obstante, ha
llegado a ser el signo distintivo de la civilización occidental, como opuesta a las
civilizaciones de otras regiones. Ello se debe primordialmente al patriotismo, el cual,
aunque tiene sus raíces en el particularismo judío y en la devoción romana al estado,
es algo que ha surgido modernamente, comenzando con la resistencia inglesa a la
Armada Invencible, y ha hallado su primera expresión literaria en Shakespeare. La
cohesión política, basada esencialmente en el patriotismo, ha venido incrementándose

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constantemente en Occidente desde que acabaron las guerras de religión, y todavía
continúa creciendo rápidamente. A este respecto, el Japón ha demostrado ser un
discípulo extraordinariamente apto. En el antiguo Japón hubo turbulentos barones
feudales, análogos a los que infectaban Inglaterra durante las guerras de las Rosas.
Pero con ayuda de las armas de fuego y la pólvora, traídas al Japón por los barcos que
transportaban a los misioneros cristianos, el Shogún estableció la paz interior, y desde
1868, por medio de la educación y de la religión shintoísta, el gobierno japonés ha
conseguido formar una nación tan homogénea, resuelta y unida como cualquier
nación de Occidente.
El mayor grado de cohesión social en el mundo moderno se debe, en gran parte, a
cambios en el arte de la guerra, todos los cuales, desde la invención de la pólvora
hasta aquí, han tendido a incrementar el poder de los gobiernos. Este proceso
probablemente no haya terminado, en modo alguno; pero se ha complicado con un
nuevo factor: como las fuerzas armadas se han hecho cada vez más dependientes de
los trabajadores industriales para sus municiones, se ha hecho cada vez más
imprescindible para los gobiernos asegurarse el apoyo de grandes sectores de la
población. Éste es asunto que corresponde a la técnica de los medios de
comunicación, en la que podemos suponer que los gobiernos harán rápidos progresos
en el futuro próximo.
La historia de los últimos cuatrocientos años en Europa ha sido de crecimiento y
decadencia simultáneos; decadencia de la antigua síntesis representada por la Iglesia
católica, y crecimiento de una nueva síntesis, aunque todavía muy incompleta, basada
hasta aquí en el patriotismo y la ciencia. No podemos suponer que una civilización
científica trasplantada a regiones que no tienen nuestros antecedentes habrá de tener
las mismas características que tiene entre nosotros. La ciencia, injertada en
cristianismo y democracia, puede producir efectos completamente distintos de los que
produce cuando se injerta en el culto a los antepasados y la monarquía absoluta.
Debemos al cristianismo cierto respeto al individuo, pero éste es un sentimiento
respecto del cual la ciencia es completamente neutral. La ciencia, por sí misma, no
nos ofrece ninguna idea moral, y cabe preguntarse qué ideas morales vendrán a
reemplazar a las que debemos a la tradición. La tradición cambia lentamente, y
nuestras ideas morales son todavía, en lo esencial, las que resultaron apropiadas para
un régimen preindustrial; pero no debemos esperar que las cosas continúen así.
Gradualmente, los hombres llegarán a tener pensamientos que estén de conformidad
con sus hábitos físicos, e ideales que no se contradigan con su técnica industrial. El
ritmo de los cambios en las formas de vivir se ha hecho mucho más rápido que en
cualquier período precedente: el mundo ha cambiado más en los últimos ciento
cincuenta años que en los cuatro mil anteriores. Si Pedro el Grande hubiera podido
conversar con Hamurabi, se hubiesen entendido bastante bien; pero ninguno de los

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dos podría entender a un moderno magnate de las finanzas o de la industria. Es un
hecho curioso que las nuevas ideas de los tiempos modernos hayan sido casi todas
técnicas o científicas. La ciencia sólo últimamente ha comenzado a alentar el
desarrollo de nuevas ideas morales, mediante la liberación de la benevolencia de los
grilletes de las creencias éticas supersticiosas. Dondequiera que un código
convencional prescribe la imposición de sufrimiento (por ejemplo, la prohibición del
control de la natalidad), se piensa que una ética más benigna es inmoral;
consecuentemente, los apóstoles de la ignorancia tienen por perversos a aquellos que
permiten que el conocimiento influya sobre su moral. Es muy dudoso, sin embargo,
que una civilización que tanto depende de la ciencia como la nuestra pueda, a la
larga, prohibir con éxito las formas de conocimiento capaces de aumentar
considerablemente la felicidad humana.
El hecho es que nuestras ideas morales tradicionales, o bien son puramente
individualistas, como la idea de la santidad personal, o bien están adaptadas a grupos
mucho más pequeños que los importantes en el mundo mundo moderno. Uno de los
efectos más dignos de ser notados de la técnica moderna sobre la vida social ha sido
el alto grado de organización en grandes grupos de las actividades de los hombres, de
modo que los actos de uno de ellos producen, muchas veces, grandes efectos sobre
algún grupo de hombres completamente remoto, con el que tiene relaciones de
cooperación o conflicto otro grupo al que él pertenece. Los pequeños grupos, tales
como la familia, van perdiendo importancia, y hay un solo gran grupo, la nación o el
estado, tenido en consideración por la moral tradicional. El resultado es que la
religión efectiva de nuestros tiempos, en tanto que no es meramente tradicional, está
constituida por el patriotismo. El hombre medio está dispuesto a sacrificar su vida al
patriotismo, y siente su obligación moral tan imperativa, que ninguna rebelión le
parece posible.
No parece improbable que el movimiento hacia la libertad individual que
caracterizó todo el período comprendido entre el Renacimiento y el liberalismo del
siglo XIX se haya detenido a causa de la organización creciente del industrialismo.
La presión de la sociedad sobre el individuo puede llegar a ser, de una nueva forma,
tan grande como en las comunidades bárbaras, y las naciones pueden dar, cada vez
más, en enorgullecerse de sí mismas por sus éxitos colectivos más que por los
individuales. Éste es ya el caso en los Estados Unidos: los hombres se enorgullecen
de los rascacielos, de las estaciones de ferrocarril, de los puentes, más que de los
poetas, de los artistas o de los hombres de ciencia. Esta misma actitud impregna la
filosofía del gobierno soviético. Es cierto que en ambos países persiste el deseo de
héroes individuales: en Rusia, la distinción personal pertenece a Lenin; en
Norteamérica, a los atletas, a los pugilistas y a las estrellas de cine. Pero en ambos
casos los héroes están muertos o son triviales, y el trabajo serio del presente no se

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asocia con los nombres de individuos eminentes.
Es intelectualmente interesante considerar si se puede producir algo valioso con el
esfuerzo colectivo más que con el individual, y si una civilización tal sería de la más
alta calidad. No creo que esta pregunta pueda ser contestada sin reflexión. Es posible
que tanto en materias de arte como en cuestiones intelectuales puedan alcanzarse
mejores resultados con la cooperación que los alcanzados en el pasado por los
individuos. En la ciencia, existe ya una tendencia a asociar el trabajo con un
laboratorio más que con una persona, y probablemente sea bueno para la ciencia el
que esta tendencia se haga más marcada, puesto que promovería la cooperación. Pero
si el trabajo importante, de cualquier clase, ha de ser colectivo, necesariamente habrá
de tener lugar una mutilación del individuo; no podrá continuar estando tan seguro de
sí mismo como los hombres de genio lo han estado hasta ahora. La moral cristiana
entra en este problema, pero en un sentido opuesto al que generalmente se supone.
Usualmente se piensa que el cristianismo es antiindividualista, puesto que impulsa el
altruismo y amor al prójimo. Sin embargo, esto es un error psicológico. El
cristianismo apela al alma individual y da gran importancia a la salvación personal.
Lo que un hombre hace por su prójimo, debe hacerlo porque corresponde que él lo
haga, no porque forme instintivamente parte de un grupo. El cristianismo, en su
origen, y aun en su esencia, no es político ni familiar, y, de acuerdo con ello, tiende a
encerrar al individuo en sí mismo más de lo que la naturaleza lo hizo. En el pasado, la
familia actuaba como un correctivo de este individualismo, pero la familia está en
decadencia y no tiene sobre los instintos del hombre el dominio que solía tener. Lo
que ha perdido la familia lo ha ganado la nación, porque la nación recurre a los
instintos biológicos que tienen poco campo en un mundo industrial. Desde el punto
de vista de la estabilidad, sin embargo, la nación es una unidad demasiado estrecha.
Sería de desear que los instintos biológicos de los hombres se pusiesen al servicio de
la raza humana, pero esto parece difícilmente factible desde un punto de vista
psicológico a menos que la humanidad en su conjunto se vea amenazada por algún
grave peligro exterior, tal como una nueva enfermedad o el hambre universal. Siendo
esto poco probable, no veo ningún mecanismo psicológico que pueda conducirnos al
gobierno mundial, excepto la conquista de todo el mundo por alguna nación o grupo
de naciones. Esto parece estar por completo dentro de la línea natural de desarrollo de
los acontecimientos, y puede producirse quizá dentro de los próximos cien o
doscientos años. En la civilización occidental, tal y como es actualmente, la ciencia y
la técnica industrial tienen mucha más importancia que todos los factores
tradicionales reunidos. Y no debemos suponer que el efecto de estas novedades sobre
la vida humana ha alcanzado, ni mucho menos, su más alto grado de desarrollo; las
cosas se suceden más de prisa ahora que en épocas pasadas, pero no hasta ese punto.
El último acontecimiento en el progreso humano comparable en importancia a la

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expansión del industrialismo, fue la invención de la agricultura, y ésta tardó muchos
miles de años en extenderse sobre la superficie de la tierra, llevando consigo, a
medida que se extendía, un sistema de ideas y un modo de vida. El modo de vida
agrícola todavía no ha conquistado completamente a las aristocracias del mundo, las
cuales, con su característico conservadurismo, han permanecido largo tiempo en el
estadio cazador, como ponen en evidencia nuestras leyes sobre este ejercicio. De un
modo semejante, hemos de esperar que la concepción agrícola del mundo sobreviva
por muchas eras en países y sectores de población atrasados.
Pero no es esta concepción del mundo lo característico de la civilización
occidental, ni de la rama a que está dando nacimiento en Oriente. En los Estados
Unidos hallamos aún a la agricultura asociada con una mentalidad semiindustrial,
porque allí no hay un campesinado indígena. En Rusia y en China, el gobierno tiene
un proyecto industrial, pero ha de contender con una vasta población de campesinos
ignorantes. En relación con esto, sin embargo, es importante recordar que una
población iletrada puede ser más rápidamente transformada por la acción
gubernamental que una población como la que hallamos en la Europa occidental o en
Norteamérica. Alfabetizando y haciendo la clase apropiada de propaganda, el estado
puede llevar a la nueva generación a despreciar a sus mayores en una medida que
asombraría a la muchacha americana más liberada; de este modo, puede producirse
un cambio completo de mentalidad en el curso de una generación. En Rusia, este
proceso está en plena operación; en China está comenzando. Cabe esperar, por tanto,
que en estos dos países se desarrolle una mentalidad industrial no adulterada, libre de
los elementos tradicionales que han sobrevivido en el más lentamente evolucionado
Occidente.
La civilización occidental ha cambiado y está cambiando con tal rapidez, que
muchos de los que sienten cariño por su pasado se encuentran viviendo en lo que les
parece un mundo extraño. Pero el presente solamente hace surgir de un modo más
claro elementos que han estado presentes en alguna medida desde los tiempos de
Roma, y que siempre han distinguido a Europa de la India o de la China. Energía,
intolerancia y pensamiento abstracto han distinguido las mejores épocas de Europa de
las mejores épocas del Oriente. En arte y literatura, los griegos pueden haber sido
insuperables; pero su superioridad sobre China no es más que una cuestión de grado.
De la energía y de la inteligencia ya he dicho bastante; pero de la intolerancia es
necesario decir algo más, ya que ha sido una característica europea más persistente de
lo que muchos creen.
Los griegos, es cierto, fueron menos adictos a este vicio que sus sucesores. Sin
embargo, hicieron morir a Sócrates; y Platón, a pesar de su admiración por Sócrates,
sostuvo que el estado debía enseñar una religión que él mismo consideraba falsa, y
que los hombres que expresaran dudas acerca de ella debían ser procesados. Los

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partidarios de Confucio, los taoístas y los budistas no hubiesen sancionado tal
hitleriana doctrina. La caballerosa elegancia de Platón no fue típicamente europea;
Europa ha sido guerrera e inteligente, más que urbana. Es más probable que la nota
distintiva de la civilización occidental se encuentre en la relación que hizo Plutarco
de la defensa de Siracusa con los artificios mecánicos inventados por Arquímedes.
Entre los griegos se dio muy bien una fuente de persecución: la envidia
democrática. Arístides fue condenado al ostracismo porque su reputación de hombre
justo era abrumadora. Heráclito de Éfeso, que no era un demócrata, exclamó: «Los
efesios harían bien en ahorcarse, todos los hombres maduros, y dejar la ciudad a los
mozalbetes imberbes, porque han desterrado a Hermodoro, el mejor de entre ellos,
diciendo: “No queremos a nadie superior entre nosotros; si hay alguno, que lo sea en
otra parte y entre otros”». Muchos de los aspectos desagradables de nuestra época
existían entre los griegos. Tenían fascismo, nacionalismo, militarismo, comunismo,
patronos y políticos corruptos; vulgaridad agresiva y alguna persecución religiosa.
Contaban con individuos capaces, pero tampoco nos faltan a nosotros; entonces,
como ahora, un considerable porcentaje de los mejores hombres sufría el exilio, la
prisión o la muerte. La civilización griega tuvo, es verdad, una superioridad muy
evidente sobre la nuestra, y fue la ineficacia de su policía, que permitió escapar a una
gran proporción de personas decentes.
La conversión de Constantino al cristianismo dio la primera ocasión para que se
expresasen completamente los impulsos de persecución por los que Europa se ha
distinguido de Asia. Durante los últimos ciento cincuenta años, ciertamente, ha
existido un breve intervalo de liberalismo; pero ahora las razas blancas están
volviendo al fanatismo teológico que los cristianos heredaron de los judíos. Los
judíos fueron los creadores de la idea de que solamente una religión puede ser
verdadera, pero no sentían deseos de convertir a todo el mundo, de modo que sólo
perseguían a los otros judíos. Los cristianos, conservando la fe judía en una
revelación especial, añadieron a ella el deseo romano de dominación universal y el
gusto griego por las sutilezas metafísicas. La combinación produjo la religión más
fieramente intolerante que el mundo ha conocido hasta la fecha. En el Japón y en la
China, el budismo fue aceptado pacíficamente y se le permitió coexistir con el
shintoísmo y el confucianismo; en el mundo musulmán, los cristianos y los judíos no
eran molestados en tanto pagaran sus tributos; pero por toda la cristiandad la muerte
ha sido la pena usual, incluso para la más nimia desviación de la ortodoxia.
No estoy en desacuerdo con aquellos a quienes disgusta la intolerancia del
fascismo y del comunismo, a menos que la consideren como una desviación de la
tradición europea. Quienes nos sentimos ahogados en una atmósfera de persecutoria
ortodoxia gubernamental no lo hubiésemos pasado mucho mejor en épocas anteriores
de Europa que en las modernas Rusia o Alemania. Si por arte de magia pudiéramos

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ser transportados a tiempos pretéritos, ¿hallaríamos que Esparta mejoraba en algo a
estos dos países modernos? ¿Nos hubiese gustado vivir en sociedades que, como las
de la Europa del siglo XVI, condenaban a los hombres a la muerte por creer en
brujerías? ¿Hubiésemos podido soportar la Nueva Inglaterra de los primeros tiempos
o admirar el trato que Pizarro dio a los incas? ¿Hubiéramos disfrutado en la Alemania
del Renacimiento, donde fueron quemadas en un siglo cien mil brujas? ¿Nos habría
agradado la Norteamérica del siglo XVIII, donde los principales teólogos de Boston
atribuían los terromotos de Massachusetts a la impiedad de los pararrayos? En el
siglo XIX, ¿hubiésemos simpatizado con el papa Pío IX cuando se negó a tener nada
que ver con la Sociedad Protectora de Animales aduciendo que es herético creer que
el hombre tiene obligaciones para con los animales inferiores? Mucho me temo que
Europa, aunque inteligente, siempre ha sido un tanto horripilante, excepto en el breve
período comprendido entre 1848 y 1914. Ahora, desgraciadamente, los europeos
están retornando a su tipo característico.

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Sobre el cinismo de la juventud

(Escrito en 1929)

Cualquiera que visite las universidades del mundo occidental está expuesto a verse
sorprendido por el hecho de que los jóvenes inteligentes de nuestros días son cínicos
en mucha mayor medida que antes. Esto no es cierto en lo que respecta a Rusia,
China, India o Japón; creo que no sucede así en Checoslovaquia, Yugoslavia y
Polonia, ni, de ningún modo, es lo corriente en Alemania; pero es, sin duda, una
característica notable de los jóvenes inteligentes de Inglaterra, Francia y Estados
Unidos. Para comprender por qué es cínica la juventud occidental hemos de
comprender también por qué no es cínica la del Este.
Los jóvenes en Rusia no son cínicos porque aceptan sin reservas la filosofía
comunista y tienen un país inmenso, lleno de recursos naturales, en condiciones de
ser explotado con el concurso de la inteligencia. Los jóvenes tienen, por tanto, una
carrera ante ellos, que estiman merecedora de esfuerzo. No hay necesidad de
considerar los fines de la vida cuando en el curso de la creación de Utopía estamos
instalando un oleoducto, construyendo un ferrocarril o enseñando a los campesinos a
emplear tractores Ford simultáneamente en un frente de cuatro millas. En
consecuencia, los jóvenes rusos son vigorosos y están plenos de ardientes creencias.
En la India, los jóvenes serios creen fundamentalmente en la maldad de
Inglaterra; de esta premisa, como de la existencia de Descartes, es posible deducir
toda una filosofía. Del hecho de que Inglaterra sea cristiana, se sigue que el
hinduismo o el islamismo, según el caso, es la única religión verdadera. Del hecho de
que Inglaterra sea capitalista e industrial se sigue, de acuerdo con el temperamento
del lógico interesado, o bien que todo el mundo debería hilar con una rueca, o que
deberían imponerse aranceles proteccionistas para desarrollar el industrialismo y el
capitalismo nacionales, como única arma para combatir a los ingleses. Del hecho de
que Inglaterra domine en la India por la fuerza, se sigue que solamente la fuerza
moral es admirable. La persecución de las actividades nacionalistas en la India
alcanza exactamente para que éstas parezcan heroicas, y no triviales. De este modo,
los angloindios salvan a la juventud inteligente de la India de la peste del cinismo.
En China, el odio a Inglaterra también ha representado su papel, pero en mucha
menor medida que en la India, porque los ingleses nunca conquistaron el país. La
juventud china combina el patriotismo con un genuino entusiasmo por el
occidentalismo, en la forma que era común en el Japón hace cincuenta años. Quieren
que el pueblo chino sea educado, libre y próspero, y tienen señalado su trabajo para
conseguir este resultado. Sus ideales son, en general, los del siglo XIX, que en China

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todavía no han empezado a parecer anticuados. El cinismo en China estaba asociado
a los oficiales del régimen imperial y sobrevivió entre los militaristas que han
perturbado el país desde 1911, pero no tiene lugar en la mentalidad de los
intelectuales modernos.
En el Japón, las perspectivas de la juventud intelectual no son muy distintas de las
que prevalecieron en el continente europeo entre 1815 y 1848. Las consignas del
liberalismo todavía tienen fuerza: gobierno parlamentario; libertad individual, de
pensamiento y de expresión. La lucha contra el feudalismo tradicional y la autocracia
basta para mantener a los jóvenes ocupados y entusiasmados.
A la compleja juventud de Occidente, todo este ardor le parece un tanto tosco.
Está firmemente convencida de que, habiéndo estudiado todo con imparcialidad, ha
visto al través de todas las cosas y ha descubierto que «no queda nada digno de
atención bajo la efímera luna». Claro que hay muchas razones para ello en las
enseñanzas de los viejos. No creo que estas razones lleguen a la raíz del asunto,
porque, en otras circunstancias, los jóvenes reaccionan contra las enseñanzas de los
viejos y establecen un evangelio propio. Si la juventud occidental de nuestros días
reacciona únicamente con el cinismo, debe de haber alguna razón especial para ello.
Los jóvenes no sólo son incapaces de creer lo que se les dice, sino que parecen
incapaces de creer nada. Éste es un estado de cosas peculiar, que merece la pena
investigar. Tomemos, ante todo, uno a uno, los viejos ideales y veamos por qué ya no
inspiran las viejas lealtades. Podemos enumerar entre tales ideales la religión, la
patria, el progreso, la belleza, la verdad, ¿Qué hay en ellos de equivocado a los ojos
de los jóvenes?
Religión: El conflicto, aquí, es en parte intelectual y en parte social. Por razones
intelectuales, pocos hombres capaces tienen hoy la misma intensidad de fe religiosa
que pudo tener, digamos, Santo Tomás de Aquino. El Dios de la mayor parte de los
modernos es un poco vago, y tiende a degenerar en una Fuerza Vital o en un «poder
externo a nosotros que busca la virtud». Aun los creyentes están mucho menos
preocupados por los efectos de la religión en este mundo que por ese otro mundo en
el que declaran creer; no están, ni con mucho, tan seguros de que este mundo fuese
creado para la gloria de Dios como de que Dios es una hipótesis útil para mejorar este
mundo. Al subordinar a Dios a las necesidades de esta vida sublunar, arrojan
sospechas sobre la autenticidad de su fe. Al parecer, piensan que Dios, como el
sábado, fue hecho para el hombre. Hay también razones sociológicas para no aceptar
las iglesias como base de un idealismo moderno. Las iglesias, a causa de sus riquezas,
han llegado a identificarse con la defensa de la propiedad. Además, se las relaciona
con una ética opresiva que condena muchos placeres que a los jóvenes les parecen
inofensivos e inflige muchos tormentos que al escéptico le parecen innecesariamente
crueles. He conocido jóvenes serios que aceptaban de todo corazón las enseñanzas de

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Cristo; se hallaban en oposición al cristianismo oficial, y estaban tan proscritos y
perseguidos como si hubiesen sido ateos militantes.
Patria. El patriotismo ha sido, en muchos tiempos y lugares, una apasionada
convicción que podían aceptar las mentes más selectas. Así fue en Inglaterra en
tiempos de Shakespeare, en Alemania en tiempos de Fichte, en Italia en los de
Mazzini. Así es todavía en Polonia, China y Mongolia exterior. En las naciones
occidentales es todavía inmensamente poderoso: controla la política, el gasto público,
los preparativos militares, y así sucesivamente. Pero los jóvenes inteligentes no
pueden aceptarlo como un ideal adecuado; perciben que todo está muy bien por lo
que se refiere a las naciones oprimidas, pero que, tan pronto como una nación
oprimida se libera, el nacionalismo, que antes era heroico, se vuelve opresivo. Los
polacos, que gozaron de la simpatía de los idealistas desde que María Teresa «lloró,
pero triunfó», emplearon su libertad para organizar la opresión de Ucrania. Los
irlandeses, a quienes los británicos han impuesto una civilización durante ochocientos
años, han empleado su libertad para dictar leyes que impiden la publicación de
muchos libros buenos. El espectáculo de los polacos asesinando ucranianos, y el de
los irlandeses asesinando la literatura, hacen aparecer el nacionalismo como un ideal
más bien inadecuado, aun para las naciones pequeñas. Pero cuando se trata de
naciones poderosas, el argumento es todavía más fuerte. El tratado de Versalles no
fue muy alentador para aquellos que habían tenido la suerte de que no los mataran
cuando defendían los ideales que sus dirigentes traicionaban. Los que durante la
guerra aseveraban estar combatiendo el militarismo, se convirtieron, cuando aquélla
terminó, en los principales militaristas de sus respectivos países. Tales hechos han
hecho obvio para un joven inteligente que el patriotismo es la mayor maldición de
nuestra época, que acabará con la civilización si no conseguimos mitigarlo.
Progreso. Es éste un ideal del siglo XIX con demasiado Babbit para nuestra
racionalista juventud. El progreso susceptible de ser medido afecta necesariamente a
cosas sin importancia, tales como el número de automóviles fabricados o el número
de cacahuetes consumidos. Las cosas verdaderamente importantes no son
mensurables y resultan, por tanto, inadecuadas para los métodos de los
propagandistas. Además, muchas invenciones modernas tienden a imbecilizar a la
gente. Puedo poner el ejemplo de la radio, las películas habladas y los gases
venenosos. Shakespeare medía la excelencia de una época por el estilo de su poesía
(véase el Soneto XXXII), pero este modo de medir ha pasado de moda.
Belleza. Hay algo que suena anticuado en la belleza, aunque es difícil precisar
qué. Un pintor moderno se indignaría si se le acusara de buscar la belleza. En
nuestros días, la mayor parte de los artistas parecen inspirados por una especie de
rabia contra el mundo, de modo que prefieren producir una significativa inquietud
más bien que proporcionar una serena satisfacción. Además, muchas clases de belleza

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requieren que un hombre se tome a sí mismo más en serio de lo que resulta posible
para una persona moderna e inteligente. Un ciudadano prominente de una pequeña
ciudad-estado, como Atenas o Florencia, podía sentirse importante sin ninguna
dificultad. La tierra era el centro del universo, el hombre era la finalidad de la
creación, su propia ciudad lo mostraba en todo su esplendor, y él mismo estaba entre
los mejores de su ciudad. En tales circunstancias, Esquilo o Dante podían tomar en
serio sus propias penas o alegrías. Podían sentir que las emociones del individuo
importaban y que los sucesos trágicos merecían ser recordados en versos inmortales.
Pero el hombre moderno, cuando le asalta el infortunio, tiene conciencia de ser una
unidad en el total estadístico; el pasado y el futuro se extienden ante él en una lúgubre
procesión de triviales fracasos. El hombre mismo aparece como un vanidoso y
ridículo animal, vociferando y alborotando durante un breve interludio entre silencios
infinitos. «El hombre, sin las comodidades de la civilización, no es más que un pobre
animal desnudo», dice el rey Lear, y la idea le conduce a la locura, porque no está
habituado a ella. Pero esta misma idea es familiar para el hombre moderno, y lo
conduce solamente a la trivialidad.
Verdad. En otros tiempos, la verdad era absoluta, eterna y superhumana. Yo
mismo, cuando era joven, aceptaba este punto de vista, y dediqué una perdida
juventud a la búsqueda de la verdad. Pero toda una hueste de enemigos se ha
levantado para matarla: pragmatismo, conductismo, psicologismo, física de la
relatividad. Galileo y la Inquisición no estaban de acuerdo en cuanto a si la tierra
daba vueltas alrededor del sol o el sol daba vueltas alrededor de la tierra. Ambos
coincidían en que existe una gran diferencia entre esas dos opiniones. El punto sobre
el que estaban de acuerdo es aquel en que los dos estaban equivocados: la única
diferencia estaba en las palabras. Antaño, era posible adorar la verdad; efectivamente,
la sinceridad de la adoración se demostraba por la práctica del sacrificio humano.
Pero es difícil adorar una verdad meramente relativa y humana. La ley de gravitación
según Eddinton, es sólo una convención práctica de medida. No es más verdadero
que otras convenciones, del mismo modo que no es más verdadero el sistema métrico
decimal que el de pies y yardas.

La naturaleza y las leyes de la naturaleza yacen ocultas en la noche.


Dijo Dios: «Sea Newton», y facilitóse la medición.[B]

Este sentimiento parece falto de sublimidad. Cuando Spinoza creía en algo,


consideraba que estaba disfrutando del amor intelectual de Dios. El hombre moderno
cree, o bien, con Marx, que está influido por motivos económicos, o bien, con Freud,
que algún motivo sexual subyace a su fe en un teorema exponencial o en la
distribución de la fauna en el mar Rojo. En ninguno de los dos casos puede disfrutar
de la exaltación de Spinoza.

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Hasta aquí, hemos estado considerando el cinismo moderno de una manera
racionalista, como algo que obedece a causas intelectuales. Las creencias, sin
embargo, como los psicólogos no se cansan de decirnos, rara vez están determinadas
por motivos racionales, y lo mismo cabe decir respecto de la falta de creencias,
aunque los escépticos olvidan a menudo este hecho. Es probable que las causas de
cualquier escepticismo ampliamente extendido sean más sociológicas que
intelectuales. La causa principal es siempre la concurrencia del bienestar con la falta
de poder. Los dueños del poder no son cínicos porque son capaces de imponer sus
ideas. Las víctimas de la opresión no son cínicas porque están llenas de odio, y el
odio, como cualquier otra pasión intensa, implica una serie de creencias
concomitantes. Hasta el advenimiento de la educación, de la democracia y de la
producción en masa, los intelectuales tenían en todas partes una considerable
influencia sobre la marcha de las cosas, que no disminuía en absoluto aunque les
cortaran la cabeza. El intelectual moderno se encuentra en una situación
completamente distinta. No le resulta nada difícil encontrar un buen empleo y
grandes ingresos con tal de que esté dispuesto a vender sus servicios al estúpido rico,
como propagandista o como bufón de corte. La consecuencia de la producción en
masa y de la educación elemental es que la estupidez está más firmemente
atrincherada que en ningún otro tiempo desde el comienzo de la civilización. Cuando
el gobierno zarista mató al hermano de Lenin, no convirtió a Lenin en un cínico,
porque el odio inspiró toda la actividad de una vida que finalmente alcanzó el éxito.
Pero en los países más estables de Occidente rara vez se da una causa de odio tan
poderosa, o tal ocasión de venganza espectacular. El trabajo de los intelectuales es
ordenado y pagado por los gobiernos o por los ricos, cuyas aspiraciones parecen
absurdas, si no perniciosas, a los intelectuales en cuestión. Pero una pizca de cinismo
les permite ajustar sus conciencias a la situación. Existen, ciertamente, algunas
actividades en las cuales los poderes existentes desean una obra por completo
admirable; la principal de ellas es la ciencia, y la segunda es la arquitectura pública
en Norteamérica. Pero si la educación de un hombre ha sido literaria, como es todavía
el caso muy a menudo, éste se encuentra, a los veintidós años, con una considerable
preparación que no puede emplear de ninguna manera que le parezca importante. Los
hombres de ciencia no son cínicos ni siquiera en Occidente, porque pueden emplear
sus mejores dotes con entera aprobación de la comunidad; pero en esto son
excepcionalmente afortunados entre los intelectuales modernos.
Si este diagnóstico es acertado, el cinismo moderno no se puede curar con la
simple prédica, ni poniendo ante los jóvenes ideales mejores que aquellos que sus
pastores y maestros pescan en la herrumbrada armadura de las supersticiones
gastadas. La cura se producirá solamente cuando los intelectuales logren dar con una
ocupación que dé cuerpo a sus impulsos creadores. No veo otra prescripción sino la

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antigua, que preconizaba Disraeli: «Educar a nuestros maestros». Pero ha de haber
para ello una educación más real que la que por lo común se da en nuestros días a los
proletarios o a los plutócratas, y ha de haber una educación que tenga en cuenta los
verdaderos valores culturales y no sólo el deseo utilitario de producir tantos artículos
que nadie tenga tiempo de disfrutarlos. No se consiente a un hombre que practique la
medicina a menos que sepa algo del cuerpo humano, pero se consiente a un
financiero que opere libremente sin el menor conocimiento de los múltiples efectos
de sus actividades, con la única excepción del efecto que tengan sobre su cuenta
bancaria. ¡Qué agradable sería un mundo en el que no se permitiera a nadie operar en
la bolsa a menos que hubiese pasado un examen de economía y poesía griega, y en el
que los políticos estuviesen obligados a tener un sólido conocimiento de la historia y
de la novela moderna! Imaginaos a un magnate enfrentado a la siguiente pregunta:
«Si hubiera de establecer usted un monopolio triguero, ¿qué efectos tendría sobre la
poesía alemana?». La causalidad en el mundo moderno es más compleja y remota en
sus ramificaciones que nunca, debido al crecimiento de las grandes organizaciones;
pero los que controlan estas organizaciones son hombres ignorantes que no conocen
la centésima parte de las consecuencias de sus actos. Rabelais publicó su libro
anónimamente por miedo a perder su puesto en la universidad. Un Rabelais moderno
no escribiría jamás el libro, consciente de que su anonimato sería violado por los
perfeccionados métodos de la publicidad. Los gobernantes del mundo siempre han
sido estúpidos, pero nunca en el pasado fueron tan poderosos como lo son ahora. Por
tanto, es más importante que nunca dar con algún sistema para asegurarnos de que
sean más inteligentes. ¿Es insoluble este problema? No lo creo así, pero sería el
último en sostener que la solución sea fácil.

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Homogeneidad moderna

(Escrito en 1930)

El viajero europeo que visita los Estados Unidos —al menos, si puedo juzgar por mí
mismo— se sorprende por dos peculiaridades: primera, por la extrema similitud de
puntos de vista en todas las partes de los Estados Unidos (excepto en el viejo Sur), y
segunda, el apasionado deseo de cada localidad por demostrar que es peculiar y
distinta de todas las demás. La segunda está determinada, desde luego, por la primera.
Cada lugar desea tener una razón de orgullo local, y fomenta, por tanto, todo cuanto
sea distintivo en el campo de la geografía, de la historia o de la tradición. Cuanto
mayor es la uniformidad que en la realidad existe, más vehemente se hace la
búsqueda de diferencias que puedan mitigarla. El viejo Sur es efectivamente distinto
por completo del resto de la nación; tan distinto, que uno se siente como si hubiese
llegado a un país diferente. Es agrícola, aristocrático y está volcado al pasado, en
tanto que el resto de los Estados Unidos es industrial, democrático y mira al futuro.
Cuando digo que los Estados Unidos, menos el Sur, es industrial, pienso inclusive en
las zonas dedicadas casi por completo a la agricultura, porque la mentalidad del
agricultor norteamericano es industrial. Emplea mucha maquinaria moderna; depende
estrechamente del ferrocarril y del teléfono; tiene plena conciencia de los distantes
mercados a los que llegan sus productos; de hecho, es un capitalista que muy bien
podría dedicarse a otros negocios. Un labrador como los que existen en Europa y en
Asia es algo prácticamente desconocido en los Estados Unidos. Esto es una gran
bendición para el país, y quizá su más importante superioridad en comparación con el
Viejo Mundo, porque el labrador es en todas partes cruel, avaricioso, conservador e
ineficiente. He visto naranjales en Sicilia y naranjales en California; el contraste
representa un período de unos dos mil años. Los naranjales sicilianos están alejados
del ferrocarril y de los barcos; los árboles son viejos, nudosos y bellos; los métodos
de cultivo, los de la antigüedad clásica. Los hombres son ignorantes y semisalvajes,
descendientes mestizos de esclavos romanos y de invasores árabes; la inteligencia
para con los árboles que les falta la compensan con la crueldad para los animales.
Junto a su degradación moral y su incompetencia económica, aparece un sentido
instintivo de la belleza que nos recuerda constantemente a Teócrito y el mito del
jardín de las Hespérides. En un naranjal californiano, el jardín de las Hespérides
parece muy remoto. Los árboles son todos exactamente iguales, están
cuidadosamente atendidos y convenientemente distanciados. Las naranjas, es cierto,
no son todas del mismo tamaño, pero una maquinaria minuciosa las selecciona de
modo que automáticamente vengan a resultar exactamente iguales todas las de cada

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caja. Viajan sometidas a un tratamiento apropiado, realizado por máquinas
apropiadas, situadas en lugares apropiados, hasta que son introducidas en un
apropiado camión frigorífico, en el que son transportadas al mercado apropiado. La
máquina estampa en ellas la palabra «Sunkist», pero de otro modo nada habría que
sugiriera que la naturaleza ha tenido parte en su producción. Aun el clima es
artificial, porque cuando, de otro modo, hubiese de sufrir las heladas, el naranjal es
mantenido artificialmente caliente por una capa de humo. Los hombres dedicados a
este tipo de agricultura no se consideran, como los agricultores de otros tiempos,
resignados sirvientes de las fuerzas naturales; por el contrario, se sienten los amos,
capaces de doblegar las fuerzas de la naturaleza a su voluntad. No existe, por tanto,
en los Estados Unidos la misma diferencia que en el Viejo Mundo entre los puntos de
vista de los industriales y los de los agricultores. La parte importante del ambiente en
los Estados Unidos es la parte humana; por comparación, la parte no humana cae en
la insignificancia. Me aseguraban constantemente en California del Sur que el clima
había convertido en lotófagos a los habitantes, pero confieso que no vi muestras de
ello. Me parecieron exactamente iguales a los habitantes de Minneapolis o Winnipeg,
aunque el clima, el panorama y las condiciones naturales de las dos regiones fuesen
todo lo distintos que cabe. Cuando consideramos la diferencia entre un noruego y un
siciliano y la comparamos con la similitud entre un hombre de Dakota del Norte —
digamos— y un hombre de la California meridional, nos damos cuenta de la inmensa
revolución que ha producido en los asuntos humanos el hecho de que hombre haya
llegado a ser el amo, y no el esclavo del medio físico. Tanto Noruega como Sicilia
tienen viejas tradiciones; tenían antiguas religiones precristianas que encarnaban las
reacciones del hombre ante el clima, y cuando vino el cristianismo, inevitablemente,
tomó formas muy distintas en cada país. Los noruegos temían al hielo y a la nieve;
los sicilianos temían a la lava y a los terremotos. El infierno fue inventado en un
clima meridional; si hubiese sido inventado en Noruega, hubiese sido frío. Pero ni en
Dakota del Norte ni en California del Sur es el infierno una condición climática; en
un sitio y en otro es una dificultad en el mercado de dinero. Esto ilustra la poca
importancia del clima en la vida moderna.
Los Estados Unidos son un mundo hecho por el hombre; más aún: un mundo que
el hombre ha hecho con maquinaria. No me refiero solamente al medio físico, sino
también y en la misma medida a las ideas y a las emociones. Consideremos un
asesinato realmente sensacional; el asesino, es verdad, puede ser primitivo en sus
métodos; pero los que divulgan el conocimiento de su fechoría lo hacen sirviéndose
de los últimos avances de la ciencia. No solamente en las grandes ciudades, sino en
las granjas más solitarias de la pradera y en los campos mineros de las Rocosas, la
radio difunde las últimas informaciones, de modo que la mitad de los temas de
conversación en un día determinado son los mismos en todos los hogares del país.

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Mientras cruzaba las llanuras en el tren, tratando de no oír un altavoz que bramaba
anuncios de jabón, un viejo granjero de rostro radiante se me acercó y dijo: «Hoy,
adondequiera que vayamos, no podemos alejarnos de la civilización». ¡Ay! ¡Cuánta
verdad! Trataba de leer a Virginia Woolf, pero los anuncios ganaron la partida.
La uniformidad en el aparato físico de nuestras vidas no sería asunto grave, pero
la uniformidad en materia de pensamiento y opinión es mucho más peligrosa. Es, sin
embargo, un resultado completamente inevitable de las modernas invenciones. La
producción es más barata cuando se unifica y se hace en gran escala que cuando se
divide en cierto número de pequeñas unidades. Esto vale tanto para la producción de
opiniones como para la producción de alfileres. Las principales fuentes de opinión en
los tiempos actuales son las escuelas, las iglesias, la prensa, el cine y la radio. La
enseñanza en las escuelas elementales ha de hacerse inevitablemente más y más
estandarizada cuanto mayor uso se haga de aparatos. Cabe suponer, creo, que tanto el
cine como la radio representarán un papel rápidamente creciente en la educación
escolar en el futuro próximo. Esto significa que las lecciones serán preparadas en un
centro y serán exactamente las mismas allí donde el material preparado en este centro
sea utilizado. Algunas iglesias, me dicen, envían todas las semanas un modelo de
sermón a los menos educados de sus clérigos, quienes, si son gobernados por las
leyes corrientes de la naturaleza humana, agradecerán, sin duda, el que se les evite la
molestia de componer un sermón propio. Este sermón modelo, por supuesto, trata de
algún tema candente del momento y tiene por finalidad levantar una ola de
determinada emoción a todo lo largo y lo ancho del territorio. Lo mismo puede
decirse, en más alto grado, de la prensa, que recibe en todas partes las mismas
noticias telegráficas, y está en gran parte sindicada. Los juicios críticos acerca de mis
obras, según he descubierto, son, excepto en los mejores periódicos, literalmente los
mismos de Nueva York a San Francisco y de Maine a Tejas, salvo que se van
haciendo más cortos a medida que nos desplazamos del nordeste al sudoeste.
Quizá el mayor de todos los poderes unificadores en el mundo moderno sea el
cine, ya que su influencia no queda limitada a Norteamérica, sino que penetra en
todas las partes del mundo, excepto en la Unión Soviética, que tiene, no obstante, su
propia aunque distinta uniformidad. El cine da cuerpo en un sentido amplio, a la
opinión de Hollywood acerca de lo que gusta en el Medio Oeste. Nuestras emociones
en relación con el amor y el matrimonio, el nacimiento y la muerte, se van
estandarizando de acuerdo con esta receta. Para los jóvenes de todos los países,
Hollywood representa la última palabra en modernidad, que exhibe tanto los placeres
de los ricos como los métodos a adoptar para adquirir riquezas. Supongo que las
películas habladas nos llevarán en poco tiempo a la adopción de un lenguaje
universal, que será el de Hollywood.
La uniformidad no se da en los Estados Unidos solamente entre los relativamente

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ignorantes. Lo mismo ocurre, aunque en un grado ligeramente menor, con la cultura.
Visité librerías en todos los lugares del país, y en todas partes hallé los mismos libros
de más venta expuestos en sitios destacados. Por lo que puedo juzgar, las señoras
cultas de los Estados Unidos compran cada año alrededor de una docena de libros, la
misma docena en todas partes. Para un autor, éste es un estado de cosas muy
satisfactorio, con tal de que sea uno de los doce. Pero, ciertamente, ello señala una
diferencia con respecto a Europa, donde hay muchos libros que se venden poco, antes
que unos pocos que se venden mucho.
No se debe suponer que la tendencia a la uniformidad sea completamente buena
ni completamente mala. Tiene grandes ventajas, y también grandes desventajas; su
ventaja principal es, por supuesto, que crea una población capaz de cooperación
pacífica; su gran desventaja es que crea una población inclinada a la persecución de
minorías. Probablemente, este último defecto sea temporal, ya que cabe imaginar que
dentro de poco ya no haya minorías. Depende, en gran medida, desde luego, de cómo
se alcance la uniformidad. Tomemos, por ejemplo, lo que se hace en las escuelas con
los italianos del sur. Los italianos meridionales se han distinguido a través de la
historia por sus crímenes, sus estafas y su sensibilidad estética. Las escuelas públicas
los curan, efectivamente, de la última de las tres cosas, y en este aspecto los asimilan
a la población nativa de los Estados Unidos; pero, con respecto a las otras dos
cualidades distintivas, sospecho que el éxito de las escuelas es menos señalado. Esto
ilustra los peligros de la uniformidad como objetivo: las buenas cualidades se
destruyen más fácilmente que las malas, y, en consecuencia, es más fácil llegar a la
uniformidad rebajando el nivel medio. Es claro que un país con una gran población
extranjera debe tratar, por medio de sus escuelas, de asimilar a los hijos de los
inmigrantes, y, por tanto, es inevitable un cierto grado de americanización. Es, sin
embargo, de lamentar, el que una parte tan grande de este proceso haya de realizarse
por medio de un nacionalismo algo agresivo. Los Estados Unidos son ya el país más
poderoso del mundo, y su preponderancia crece constantemente. Este hecho inspira
temor en Europa, naturalmente, y el temor se ve incrementado por todo lo que sugiere
nacionalismo militante. Tal vez sea el destino de Norteamérica sea enseñar buen
sentido político a Europa, pero mucho me temo que el alumno no deje de mostrarse
refractario.
La tendencia norteamericana a la uniformidad va unida, a mi parecer, a una
concepción equivocada de la democracia. Parece ser que en los Estados Unidos se
sostiene, en general, que la democracia exige la igualdad de todos los hombres, y que
si un hombre es distinto de otro en algún aspecto, se «exalta» como superior a aquel
otro. Francia es tan completamente democrática como Estados Unidos, y, sin
embargo, esta idea no existe en Francia. El médico, el abogado, el sacerdote, el
funcionario público, son en Francia tipos distintos; cada profesión tiene sus

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tradiciones propias y sus propias características, y no por ello se estima superior a
otras profesiones. En los Estados Unidos, todos los profesionales están asimilados al
tipo del hombre de negocios. Es como si tuviésemos que decretar que una orquesta
debe estar formada solamente por violines. No parece haber una comprensión justa
del hecho de que la sociedad tiene que ser un sistema o un organismo en el que los
distintos órganos desempeñen papeles diferentes. Imaginaos al ojo y al oído
discutiendo si es mejor ver u oír y decidiendo ambos no hacer una cosa ni otra, ya
que ninguno puede hacer las dos. Esto, me parece, sería la democracia tal como se la
entiende en los Estados Unidos. Existe una extraña envidia por cualquier clase de
excelencia que no pueda ser universal, excepto, por supuesto, en la esfera del
atletismo y del deporte, donde la aristocracia es aclamada con entusiasmo. Parece que
el norteamericano medio fuese más capaz de humildad en relación con sus músculos
que en relación con su cerebro; quizá esto se deba a que su admiración por los
músculos es más profunda y auténtica que su admiración por el cerebro. El diluvio de
libros de divulgación científica en los Estados Unidos está inspirado, en parte,
aunque, por supuesto, no en su totalidad, en la falta de predisposición a admitir que
hay algo en la ciencia que sólo los expertos pueden entender. La idea de que pueda
ser necesaria una preparación especial para comprender, digamos, la teoría de la
relatividad, causa una especie de irritación, en tanto que a nadie irrita el hecho de que
se requiera un entrenamiento especial para llegar a ser un jugador de fútbol de
primera categoría.
La preeminencia lograda es quizá más admirada en los Estados Unidos que en
ningún otro país, y, sin embargo, el camino que conduce a cierta clase de
preeminencia se hace muy penoso para los jóvenes, porque la gente es intolerante con
cualquier excentricidad o con cualquier cosa que pueda ser considerada como
«autoexaltación», a menos que la persona afectada lleve ya la etiqueta de «eminente».
Como consecuencia de ello, muchos de los triunfadores que más se admiran son
difíciles de producir y deben ser importados de Europa. Este hecho está
estrechamente relacionado con la normalización y la uniformidad. El mérito
excepcional, especialmente en el terreno artístico, está sentenciado a tropezar con
grandes obstáculos en la juventud, puesto que se espera que todos sepan conformarse
exteriormente a un modelo establecido por el ejecutivo con éxito.
La estandarización, aunque pueda tener desventajas para el individuo
excepcional, probablemente aumente la felicidad del hombre medio, puesto que
puede emitir sus opiniones con la certeza de que serán semejantes a las de su oyente.
Por otra parte, facilita la cohesión nacional y hace a los políticos menos amargos y
violentos que donde existen diferencias más señaladas. No creo posible formular un
balance de pérdidas y ganancias, pero creo probable que la estandarización que hoy
existe en los Estados Unidos exista en toda Europa cuando el mundo se mecanice

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más. Por tanto, los europeos que juzguen un defecto norteamericano tal uniformidad
deberían darse cuenta de que están juzgando un defecto del futuro de sus propios
países y de que se están oponiendo a una tendencia inevitable y universal de la
civilización. Sin duda alguna, el internacionalismo se hará más fácil si las diferencias
entre naciones se reducen, y si alguna vez se estableciera el internacionalismo, la
cohesión social adquiriría una enorme importancia para la preservación de la paz
interna. Hay cierto riesgo, que no se puede negar, de una inmovilidad análoga a la del
Bajo Imperio romano. Pero, como contra ésta, podemos contar con las fuerzas
revolucionarias de la ciencia y de la técnica modernas. A menos que se produzca una
decadencia intelectual universal, estas fuerzas, que constituyen una nueva
característica del mundo moderno, harán imposible la inmovilidad e impedirán ese
estancamiento que hizo presa de los grandes imperios del pasado. Es peligroso aplicar
al presente y al futuro los ejemplos históricos, habida cuenta del cambio total
introducido por la ciencia. No veo, por tanto, razón alguna para un improcedente
pesimismo, a pesar de que la estandarización pueda ofender los gustos de aquellos
que no están acostumbrados a ella.

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Hombres versus insectos

(Escrito en 1928)

En medio de guerras y rumores de guerra, mientras las propuestas de «desarme» y los


pactos de no agresión amenazan a la raza humana con un desastre sin precedentes,
otro conflicto, quizá más importante aún, recibe mucha menos atención de la que
merece: me refiero al conflicto entre los hombres y los insectos.
Estamos acostumbrados a ser los amos de la creación; ya no tenemos oportunidad
de sentir miedo, como los hombres de las cavernas, de leones y tigres, de mamuts y
jabalíes. Pero, mientras los grandes animales han dejado de amenazar nuestra
existencia, otra cosa sucede con los pequeños. Ya una vez en la historia de la vida
sobre este planeta, los grandes animales cedieron el terreno a los pequeños. Durante
varias edades, los dinosaurios vagaron, indiferentes, por bosques y pantanos, sin
temer más que a sus congéneres, y sin poner en duda lo absoluto de su imperio. Pero
desaparecieron, para dar paso a minúsculos mamíferos —ratones, pequeños erizos,
caballos diminutos, no mayores que ratas, y otros por el estilo. No se sabe por qué
desaparecieron los dinosaurios, pero se supone que tenían cerebros muy pequeños y
se dedicaban a desarrollar armas ofensivas en forma de numerosos cuernos. Como
quiera que fuese, no fue a través de su línea que se desarrolló la vida.
Los mamíferos, al alcanzar la supremacía, comenzaron a aumentar de tamaño.
Pero el más grande de la tierra, el mamut, se extinguió, y los demás animales grandes
se han hecho escasos, excepto el hombre y los que el hombre ha domesticado. El
hombre, con su inteligencia, ha conseguido hallar alimento para una numerosa
población, a pesar de su tamaño. Está a salvo, excepto por lo que se refiere a las
pequeñas criaturas —los insectos y los microorganismos.
Los insectos tienen una ventaja inicial en su número. Un bosque pequeño puede
contener tantas hormigas como seres humanos hay en todo el mundo. Tienen otra
ventaja en el hecho de que se comen nuestros alimentos antes de que estén maduros
para nosotros. Muchos insectos nocivos, que solían vivir sólo en algunas zonas
relativamente reducidas, han sido transportados involuntariamente por el hombre a
nuevos ambientes, donde han causado inmensos daños. Los viajes y el comercio son
útiles a los insectos, así como a los microorganismos. La fiebre amarilla sólo existía
en el África occidental al principio, pero se extendió a todo el hemisferio occidental
con la trata de esclavos. Actualmente, a causa de las exploraciones en África, va
avanzando gradualmente hacia el este a través del continente. Cuando alcance la
costa oriental, se hará casi imposible evitar que invada la India y la China, donde
cabe esperar que reduzca la población a la mitad. La enfermedad del sueño es un mal

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africano todavía más mortífero, que se va expandiendo por momentos.
Afortunadamente, la ciencia ha descubierto medios para mantener a raya las
plagas de insectos. En su mayor parte, son propensos a tener parásitos que producen
tal mortalidad entre ellos, que los supervivientes dejan de ser un problema serio, y los
entomólogos se ocupan de estudiar y criar tales parásitos. Los informes oficiales de
sus actividades son fascinantes; están llenos de frases como ésta: «Salió para Brasil, a
requerimiento de los plantadores de Trinidad, en busca de los enemigos naturales de
la cochinilla harinosa de la caña de azúcar». Cabría pensar que la cochinilla harinosa
de la caña de azúcar tiene pocas oportunidades en esta contienda. Desgraciadamente,
en tanto la guerra continúe, todo conocimiento científico es un arma de dos filos. Por
ejemplo, el profesor Fritz Haber, que acaba de fallecer, inventó un proceso para la
fijación del nitrógeno. Él pensaba incrementar con ello la fertilidad del suelo, pero el
gobierno alemán utilizó el descubrimiento para la fabricación de altos explosivos, y
no hace mucho desterró al inventor porque prefería el abono a las bombas. En la
próxima gran guerra, los científicos de cada lado fomentarán las pestes en las
cosechas del otro, y puede que resulte difícilmente posible destruir las plagas cuando
llegue la paz. Cuanto más sabemos, más daño podemos hacernos los unos a los otros.
Si los seres humanos, en su furia contra sus semejantes, invocan la ayuda de los
insectos y de los microorganismos, como harán, sin duda, si hay otra gran guerra, no
es en modo alguno improbable que los insectos sean al cabo los únicos vencedores.
Quizá, desde un punto de vista cósmico, no sea cosa de lamentar; pero, como ser
humano, no puedo contener un suspiro por mi propia especie.

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Educación y disciplina
Toda teoría pedagógica seria debe constar de dos partes: un concepto de los fines de
la vida y una ciencia de la dinámica psicológica; esto es, de las leyes que rigen los
cambios mentales. Dos personas que disientan en cuanto a los fines de la vida no
pueden esperar llegar a un acuerdo en cuanto a la educación. La maquinaria
educacional, en toda la civilización occidental, está dominada por dos teorías éticas:
la del cristianismo y la del nacionalismo. Y estas dos, cuando se consideran
seriamente, son incompatibles, como se está haciendo evidente en Alemania. Por mi
parte, sostengo que, donde difieren, es preferible el cristianismo, pero, donde
coinciden, las dos están equivocadas. El concepto que yo sugeriría como propósito de
la educación es el de civilización, un término que, como yo lo concibo, tiene una
definición en parte individual y en parte social. Consiste, en el individuo, en
cualidades tanto intelectuales como morales: intelectualmente, un cierto mínimo de
conocimientos generales, capacidad técnica en la propia profesión y el hábito de
opinar fundándose en la evidencia; moralmente, imparcialidad, amabilidad y algún
dominio de sí mismo. Añadiría una cualidad que no es moral ni intelectual, sino quizá
fisiológica: el entusiasmo y la alegría de vivir. En las comunidades, la civilización
exige respeto por la ley, justicia entre los hombres, propósitos que no supongan un
daño permanente para cualquier porción de la especie humana y adaptación
inteligente de los medios a los fines.
Si éstos han de ser los propósitos de la educación, corresponde a la ciencia
psicológica considerar la cuestión de lo que se puede hacer para alcanzarlos, y, en
particular, qué grado de libertad es el más indicado para hacerlos efectivos.
Sobre el problema de la libertad en la educación existen actualmente tres
principales escuelas, que se derivan en parte de las diferencias en cuanto a los fines y
en parte de las diferencias en cuanto a las teorías psicológicas. Hay quienes dicen que
los niños deberían ser completamente libres, por muy malos que pudieran ser; hay
quienes dicen que deberían estar sometidos por completo a la autoridad, por muy
buenos que sean; y hay quienes dicen que deberían ser libres, pero que, a pesar de la
libertad, habrían de ser siempre buenos. Esta última escuela es mayor de lo que, en
buena lógica, tendría derecho a ser; como los adultos, no todos los niños serán buenos
si todos son libres. La convicción de que la libertad asegurará la perfección moral es
una reliquia del rousseaunianismo, y no sobreviviría a un estudio de los animales y de
los bebés. Quienes sostienen esta creencia piensan que la educación no debería tener
propósito positivo alguno, sino limitarse a ofrecer un ambiente adecuado para el
desarrollo espontáneo. No puedo estar de acuerdo con esta escuela, que me parece
excesivamente individualista e indebidamente indiferente con respecto a la
importancia del conocimiento. Vivimos en comunidades que exigen la cooperación, y

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sería utópico esperar que toda la cooperación necesaria resultara de impulsos
espontáneos. La existencia de una gran población en un área limitada sólo es posible
merced a la ciencia y a la técnica; la educación debe, por tanto, transmitir el mínimo
necesario de éstas. Los educadores que conceden más libertad son hombres cuyo
éxito depende de un grado de benevolencia, dominio de sí mismo e inteligencia
entrenada que difícilmente puede generarse donde todos los impulsos se liberen sin
restricción; no es probable, por tanto, que sus méritos perduren, si sus métodos no
pierden pureza. La educación, considerada desde un punto de vista social, debe ser
algo más positivo que una mera oportunidad de desarrollo. Desde luego, ha de
proporcionarla, pero ha de proporcionar, además, un bagaje mental y moral que los
niños no pueden adquirir enteramente por sí mismos.
Los argumentos en favor de un alto grado de libertad en la educación no se
derivan de la natural bondad del hombre, sino de los efectos de la autoridad, tanto
sobre los que la sufren como sobre los que la ejercen. Los que están sujetos a la
autoridad se hacen o sumisos o rebeldes, y ambas actitudes tienen sus desventajas.
Los sumisos pierden iniciativa, tanto de pensamiento como de acción; además, el
odio generado por la sensación de frustración tiende a encontrar una salida en la
mortificación de los más débiles. Es por ello que las instituciones tiránicas se
perpetúan: lo que un hombre sufre de su padre, se lo hace sufrir a su hijo, y las
humillaciones que recuerda haber padecido en la escuela pública las transfiere a los
«nativos» cuando se convierte en un constructor de imperios. Así, una educación
indebidamente autoritaria hace de los alumnos tímidos tiranos, incapaces tanto de
buscar como de tolerar originalidad en las palabras y en los hechos. El efecto sobre
los educadores es todavía peor: tienden a convertirse en ordenancistas sádicos,
satisfechos de inspirar terror y contentos de no inspirar nada más. Como estos
hombres representan el conocimiento, los alumnos adquieren un horror al
conocimiento que, según creen los ingleses de clase alta, forma parte de la naturaleza
humana, pero que en realidad forma parte de la perfectamente justificada aversión al
pedagogo autoritario.
Los rebeldes, por otra parte, aunque puedan ser necesarios, difícilmente puedan
ser justos con lo existente. Por otra parte, hay muchas maneras de rebelarse y sólo un
reducido número de ellas es sabio. Galileo fue un rebelde y fue sabio; los que creen
en la teoría de que la tierra es plana son igualmente rebeldes, pero son unos
ignorantes. Hay un gran peligro en la tendencia a suponer que la oposición a la
autoridad es esencialmente meritoria y que las opiniones no convencionales tienen
que ser correctas; no se sirve a ningún propósito útil rompiendo faroles o sosteniendo
que Shakespeare no es poeta. Y, sin embargo, esta rebeldía excesiva suele ser el
efecto que un exceso de autoridad produce sobre los niños sensibles. Y cuando los
rebeldes llegan a ser educadores, muchas veces alientan la rebeldía en sus alumnos,

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para los que, al mismo tiempo, tratan de formar un ambiente perfecto, aunque estos
dos fines sean escasamente compatibles.
Lo deseable no es la sumisión ni la rebeldía, sino la afabilidad y, en general, la
buena disposición, tanto para con las personas como para con las nuevas ideas. Estas
cualidades se deben, en parte, a causas físicas, a las que los educadores de otros
tiempos prestaban escasa atención; pero se deben en mayor grado a la ausencia del
sentimiento de defraudada impotencia que surge cuando los impulsos vitales se
frustran. Para que los jóvenes lleguen a ser adultos amables, es necesario, en la mayor
parte de los casos, que se sientan en un ambiente amable. Ello requiere cierta
comprensión hacia los deseos importantes del niño, y no simplemente la tentativa de
utilizarlo para alguna finalidad abstracta como la gloria de Dios o la grandeza de la
patria. Y al enseñar ha de intentarse todo para suscitar en el alumno el sentimiento de
que merece la pena saber lo que se le enseña —al menos cuando ello es cierto.
Cuando el alumno coopera de buen grado, aprende dos veces más de prisa y con la
mitad de fatiga. Todas estas razones abogan por un grado muy alto de libertad.
Es fácil, sin embargo, llevar el argumento demasiado lejos. No es deseable que
los niños, por evitar los vicios del esclavo, adquieran los del aristócrata. La
consideración hacia los demás, no solamente es asunto de importancia, sino también,
en las pequeñas cosas de cada día, es un elemento esencial de civilización, sin el cual
la vida social sería intolerable. No me refiero a las meras fórmulas de cortesía, tales
como decir «por favor» o «gracias»; las buenas maneras están mucho más
completamente desarrolladas entre los bárbaros y pierden entidad con cada avance de
la cultura. Me refiero, por el contrario, a la buena disposición para realizar una parte
justa del trabajo necesario, para ser servicial en cosas menudas que, en definitiva,
evitan dificultades. La sensatez, en sí misma, es una forma de cortesía, y no es bueno
crear en los niños un sentimiento de omnipotencia o la convicción de que los adultos
existen únicamente para proporcionar satisfacciones a los más jóvenes. Y los que
desaprueban la existencia de los ricos ociosos, son escasamente consecuentes si
educan a sus hijos sin el sentido de la necesidad del trabajo y sin los hábitos que
hacen posible la constancia.
Hay otra consideración a la que conceden escasa importancia algunos defensores
de la libertad. En una comunidad de niños en la que no intervienen los adultos surge
la tiranía del más fuerte, que puede llegar a ser mucho más brutal que la tiranía de la
mayoría de los adultos. Si dejamos jugar juntos a dos niños de dos o tres años,
descubrirán, tras algunas peleas, cuál de los dos tiene que ser el vencedor, y el otro se
convertirá en esclavo. Donde el número de niños es mayor, uno o dos de ellos llegan
a adquirir absoluto predominio, y los otros tienen mucha menos libertad de la que
tendrían si los adultos intervinieran para proteger a los más débiles y menos
pendencieros. La consideración hacia los demás no surge espontáneamente en la

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mayor parte de los niños, sino que ha de ser inculcada, y difícilmente podrá
inculcarse sin el ejercicio de la autoridad. Éste es, quizá, el argumento más
importante contra la abdicación de los adultos.
No creo que los educadores hayan resuelto aún el problema de combinar las
formas deseables de libertad con el mínimo imprescindible de educación moral. La
solución apropiada, hay que admitirlo, muchas veces resulta imposible por obra de
los mismos padres antes de que los niños ingresen en una escuela bien orientada. Así
como los psicoanalistas, a partir de sus experiencias clínicas, concluyen que todos
estamos locos, las autoridades en las escuelas modernas, como resultado de su
contacto con alumnos cuyos padres los han hecho ingobernables, están dispuestos a
concluir que todos los niños son «difíciles» y todos los padres absolutamente necios.
Los niños a los que la tiranía de sus padres —que muchas veces toma la forma de un
solícito afecto— ha hecho cerriles, suelen requerir un período, más largo o más corto,
de completa libertad antes de poder ver sin recelo a un adulto. Pero los niños que han
sido tratados con sensibilidad en su hogar pueden soportar la vigilancia en cuestiones
menores, mientras tengan la sensación de que se les ayuda en cuestiones que ellos
consideran importantes. Los adultos a los que les gustan los niños, y no se ven
reducidos a un estado de agotamiento nervioso por su compañía, pueden conseguir
mucho en el terreno de la disciplina, sin que sus alumnos dejen de experimentar hacia
ellos sentimientos amistosos.
Creo que los modernos teóricos de la educación se inclinan a. conceder
demasiada importancia a la virtud negativa de no interferir entre los niños, y muy
escasa al positivo mérito de disfrutar de su compañía. Si se siente hacia los niños el
tipo de afecto que muchos sienten hacia los caballos o los perros, los niños tenderán a
responder a propuestas y a aceptar prohibiciones, quizá con cierto jovial refunfuño,
pero sin resentimiento. No sirve de nada el afecto que lleva a considerarlos como un
terreno en el que hacer fructificar una valiosa conducta social o —lo que viene a ser
lo mismo— una salida para los impulsos de mando. Ningún niño agradecerá un
interés por su persona que parta de la idea de que va a tener un voto que ha de
asegurarse para determinado partido, o un cuerpo que ha de sacrificarse por la patria.
La clase de interés que resulta deseable es aquella que consiste en un gusto
espontáneo por la presencia de los niños, sin propósitos ulteriores. Los maestros que
tienen esta cualidad, rara vez han de coartar la libertad de los niños, pero podrán
hacerlo, cuando sea necesario, sin causar daños psicológicos.
Desgraciadamente, es completamente imposible, para maestros sobrecargados de
trabajo, mantener una afición instintiva por los niños; lo más probable es que
experimenten hacia ellos un sentimiento parecido al del proverbial aprendiz de
confitero hacia los almendrados. No creo que la educación deba ser la profesión
exclusiva de nadie. Debería ser practicada, durante dos horas al día, todo lo más, por

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personas que pasaran alejadas de los niños el resto de su tiempo. La compañía de los
niños es fatigante, especialmente cuando se evita una estricta disciplina. La fatiga,
finalmente, produce irritación, que probablemente deba expresarse de algún modo,
cualesquiera sean las teorías que el acosado maestro o la acosada maestra hayan
podido adoptar. La necesaria ternura no se puede preservar por el único medio de la
autodisciplina. Pero, donde existe, debiera ser innecesario imponerse de antemano
reglas con respecto al trato que ha de darse a los niños «perversos», ya que es
probable que aquel impulso conduzca a la solución acertada, y casi cualquier decisión
será correcta si el niño percibe que se lo quiere. Ninguna regla, por sabia que sea,
puede sustituir el afecto y la delicadeza.

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Estoicismo y salud mental

(Escrito en 1928)

Por medio de la psicología moderna, muchos problemas educacionales que antes eran
abordados —con muy poco éxito— por medio de una estricta disciplina moral, se
resuelven ahora con métodos más indirectos, pero también más científicos. Existe,
quizá, una tendencia especialmente entre los devotos del psicoanálisis peor
informados, a pensar que ya no existe ninguna necesidad de estoico dominio de sí
mismo. No defiendo este punto de vista, y en el presente ensayo me propongo
considerar algunas de las situaciones que lo hacen necesario y algunos de los métodos
para fomentarlo entre los jóvenes, y también algunos peligros que deben evitarse al
fomentarlo.
Comencemos cuanto antes con el más difícil y el más esencial de los problemas
que requieren estoicismo: me refiero a la muerte. Hay varios modos de enfrentar el
miedo a la muerte. Podemos tratar de ignorarla; podemos no mencionarla nunca, y
tratar siempre de volver nuestros pensamientos en otra dirección cuando nos
sorprendamos meditando sobre ella. Éste es el método del pueblo mariposa en La
máquina del tiempo de Wells. O podemos adoptar el sistema completamente opuesto,
y meditar continuamente sobre la brevedad de la vida humana, en la esperanza de que
la familiaridad engendre desprecio; éste fue el método adoptado por Carlos V en el
claustro después de su abdicación. Hubo un alumno del Cambridge College que llegó
inclusive a dormir con el ataúd en su habitación y que solía salir al parque con una
pala para partir gusanos en dos, diciendo mientras lo hacía: «¡Eh! ¡Todavía no soy
vuestro!». Existe una tercera vía, muy difundida, que consiste en persuadirse, y
persuadir a los demás, de que la muerte no es la muerte, sino la puerta de una nueva y
mejor vida. Estos tres métodos, combinados en proporciones variables, revisten la
adaptación de la mayor parte de la gente a la inquietante realidad de que hemos de
morir.
Sin embargo, hay objeciones que hacer a cada uno de estos métodos. El intento de
evitar pensar en temas emocionalmente interesantes, como han señalado los
freudianos en relación con el sexo, nunca tiene éxito, y lleva a varios tipos de
irregularidad indeseables. Claro está que es posible, en la vida de un niño, evitar el
conocimiento de la muerte en cualquier forma hiriente, durante los primeros años.
Que así se consiga o no, es cuestión de suerte. Si uno de los padres o un hermano o
hermana muere, nada cabe hacer para impedir que el niño adquiera una conciencia
emocional de la muerte. Aun cuando, por fortuna, el hecho de la muerte no se haga
vívido a un niño durante sus primeros años, más tarde o más temprano llegará a

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conocerlo; y en los que no se hallan preparados en absoluto, es probable que cuando
ello ocurra se produzca un serio desequilibrio. Por tanto, hemos de procurar
establecer una actitud hacia la muerte distinta de la mera ignorancia de su existencia.
La práctica de la constante y triste meditación sobre la muerte es igualmente
dañosa. Es un error pensar demasiado exclusivamente acerca de cualquier tema, más
especialmente cuando nuestro pensamiento no puede resolverse en acción. Por
supuesto, podemos actuar de modo de posponer la idea de nuestra propia muerte, y
dentro de límites, que son los de toda persona normal. Pero no podemos evitar morir
al final, con lo que éste resulta un tema de meditación inútil. Además, tiende a reducir
el interés del hombre por otras personas y por los acontecimientos, y sólo los
intereses objetivos pueden preservar la salud mental. El miedo a la muerte hace que el
hombre se sienta esclavo de fuerzas externas, y de una mentalidad de esclavo no cabe
esperar ningún buen resultado. Si un hombre puede verdaderamente curarse a sí
mismo del miedo a la muerte por medio de la meditación, dejará de meditar sobre el
tema; en tanto éste absorba sus pensamientos, no habrá dejado de temerla. Y este
método, por tanto, no es mejor que el otro.
La creencia en la muerte como puerta de entrada a una vida mejor debería,
lógicamente, impedir que el hombre sintiera el menor miedo de ella.
Afortunadamente para la profesión médica, de hecho no tiene estos efectos, excepto
en muy escasas ocasiones. No vemos que los creyentes en una vida futura tengan
menos temor a las enfermedades o sean más valientes en las batallas que aquellos que
piensan que con la muerte acaba todo. El difunto F. W. H. Myers solía contar cómo
preguntó a un hombre, durante una comida, lo que pensaba que habría de sucederle
cuando muriera. El hombre trató de ignorar la cuestión; pero, al ser presionado,
replicó: «¡Oh! ¡Bien! Supongo que alcanzaré la gloria eterna, pero me gustaría que no
hablara usted de cosas tan desagradables». La razón de esta aparente inconsecuencia
es, desde luego, que la creencia religiosa, en la mayor parte de la gente, se da
solamente en la región del pensamiento consciente, y no llega a modificar los
mecanismos inconscientes. Para enfrentar con éxito el miedo a la muerte ha de haber
algún método que afecte a la conducta en su conjunto, y no solamente la parte de
conducta comúnmente llamada pensamiento consciente. En algunos casos, la fe
religiosa puede surtir este efecto, pero no en la mayor parte del género humano.
Además de las razones conductistas, hay otros motivos para este fracaso: una es
cierto grado de duda que persiste a pesar de la más ferviente profesión, y que se
manifiesta en forma de cólera contra los escépticos; otra es el hecho de que los
creyentes en una vida futura tienden a dar más importancia, y no menos, al horror que
iría unido a la muerte si sus convicciones fuesen infundadas, aumentando así el temor
de aquellos que no se sienten absolutamente seguros...
¿Qué hemos de hacer, pues, con los niños para adaptarlos a un mundo en el que

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existe la muerte? Hemos de conseguir tres objetivos muy difíciles de combinar: 1º No
debemos crear en ellos el sentimiento de que la muerte es un tema del que no
queremos hablar, o en el que no queremos que piensen. Si les damos esa impresión
concluirán que hay un interesante misterio y pensarán más en la muerte. En este
punto, es aplicable la moderna posición familiar en educación sexual. 2º Hemos de
actuar, sin embargo, de modo de evitar en lo posible que piensen mucho o muy a
menudo en el tema de la muerte; contra esta monomanía podemos aducir las mismas
objeciones que se aducen contra la monomanía pornográfica; es decir, que reduce la
eficiencia, impide un desarrollo completo y lleva a una conducta insatisfactoria tanto
para la persona afectada como para los demás. 3º No debemos confiar en generar en
nadie una actitud satisfactoria con respecto al tema de la muerte sólo por medio del
pensamiento consciente: más particularmente, ningún bien hacen las creencias que
tratan de demostrar que la muerte es menos terrible de lo que podría ser, cuando —
como es lo corriente— no penetran bajo el nivel de lo consciente.
Para llevar a efecto estos diversos objetivos, tendremos que adoptar métodos algo
distintos, de acuerdo con la experiencia del niño o del joven. Si no muere nadie
íntimamente relacionado con el niño, resulta bastante fácil conseguir que acepte la
muerte como un hecho corriente, de no muy gran interés emocional. En tanto la
muerte es abstracta e impersonal, habría que mencionarla en el tono en que se habla
de las cosas prácticas, y no en el de las cosas terribles. Si el niño pregunta: «¿Me
moriré?», deberemos contestarle: «Sí; pero probablemente dentro de mucho tiempo».
Es importante evitar todo sentimiento de misterio en relación con la muerte. Debería
incluírsela en la misma categoría que la rotura de un juguete. Pero, ciertamente, lo
más deseable es hacerla aparecer, si es posible, como algo muy remoto mientras los
niños son pequeños.
Cuando muere alguien importante para el niño, la cuestión es diferente. Suponed,
por ejemplo, que pierde un hermano. Los padres sufren y, aunque puedan no querer
que el niño sepa cuánto sufren, es normal y necesario que el niño perciba algo de lo
que padecen. El afecto natural es de la mayor importancia, y el niño debe darse
cuenta de que sus mayores lo sienten. Además, si, gracias a un esfuerzo
sobrehumano, consiguen ocultar su pena al niño, éste puede pensar: «No les
importaría tampoco que yo me muriera». Tal pensamiento podría suscitar toda clase
de elucubraciones morbosas. Por tanto, aunque la impresión producida por un
acontecimiento tal es peligrosa cuando tiene lugar en la última infancia —en la
primera infancia no sería muy profundamente sentida—, si la desgracia ocurre, no
debemos minimizaría demasiado. El tema no debe ser evitado ni sobrevalorado; debe
hacerse lo posible, sin ninguna intención demasiado obvia, por crear nuevos intereses
y, sobre todo, nuevos afectos. Creo que un afecto muy intenso por alguien, en un
niño, es, con frecuencia, señal de algo malo. Un afecto de tal naturaleza por uno de

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los padres puede surgir si el otro es desabrido, o puede orientarse hacia el maestro si
ambos padres son poco cariñosos. Generalmente, es un producto del temor; la
persona objeto del afecto es la única que da un sentimiento de seguridad. Un afecto
de esta clase en la niñez no es saludable. Si existe, la muerte de la persona amada
puede destrozar la vida del niño. Aun cuando parezca exteriormente que todo está
bien, todo amor posterior estará lleno de terror. El esposo —o la esposa— y los hijos
se verán importunados por una desmesurada solicitud y, cuando se dediquen
simplemente a hacer su propia vida, serán tenidos por crueles. Un padre no debería,
por tanto, sentirse satisfecho de ser el objeto de un cariño de esta clase. Si el niño
disfruta de un ambiente en general amistoso y es feliz, podrá sobreponerse sin
muchos padecimientos al dolor de cualquier pérdida que pudiera sobrevenirle. El
impulso de vida y la esperanza deben ser suficientes, supuesto que existan las
oportunidades normales de desarrollo y felicidad.
Durante la adolescencia, sin embargo, hay necesidad de algo más positivo, en
cuanto se refiere a una actitud hacia la muerte, para que la vida de adulto sea
satisfactoria. El adulto deberá pensar poco en la muerte, tanto en la propia como en la
de las personas a las que ama, y no porque deliberadamente vuelva sus pensamientos
a otras cuestiones, porque éste es un ejercicio inútil que nunca tiene verdadero éxito,
sino a causa de la multiplicidad de sus intereses y actividades. Cuando piense en la
muerte, es mejor que lo haga con cierto estoicismo, pausadamente y con calma, sin
tratar de reducir la importancia del tema, sino con cierto orgullo de sobreponerse a la
idea. El principio es el mismo que en el caso de cualquier otro terror: la
contemplación resuelta del objeto terrorífico es el único tratamiento posible. Hemos
de decirnos a nosotros mismos: «Bien, sí; puede suceder. ¿Y qué?». Hay personas que
llegan a esto en el caso de la muerte en batalla, porque entonces están firmemente
persuadidas de la importancia de la causa a la que entregan su vida o la vida de
alguien que les es querido. Siempre es de desear algo de este modo de sentir. Un
hombre siempre debería darse cuenta de que hay asuntos importantes por los que
vive, y que su muerte, o la muerte de su mujer o de su hijo, no pone punto final a todo
lo que para él tiene interés en el mundo. Si esta actitud ha de ser sincera y profunda
en la vida del adulto, es necesario que, en la adolescencia, el joven se sienta arder de
generoso entusiasmo y que edifique su vida y su carrera en torno de ello. La
adolescencia es la edad de la generosidad, y debe emplearse en la formación de
hábitos generosos. Ello puede conseguirse por la influencia del padre o del profesor.
En una sociedad mejor, la madre sería a menudo la encargada de hacerlo; pero, por lo
común, las vidas de las mujeres en la actualidad determinan el que sus perspectitivas
sean demasiado personales y no lo bastante intelectuales para lo que yo tengo en el
pensamiento. Por esta misma razón, los adolescentes —las muchachas tanto como los
jóvenes— deberían, como norma, tener hombres entre sus profesores, hasta que surja

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una nueva generación de mujeres, más impersonales en sus intereses.
El lugar del estoicismo en la vida ha sido, tal vez, un tanto subestimado en los
últimos tiempos, particularente por los educadores progresistas. Cuando el infortunio
nos amenaza, hay dos modos de afrontar la situación: tratar de evitar la desgracia o
decidir recibirla con entereza. El primer método es admirable, cuando es posible sin
cobardía; pero el segundo es necesario, más tarde o más temprano, para quien no esté
dispuesto a ser esclavo del miedo. Esta actitud constituye el estoicismo. Para un
educador, la gran dificultad radica en el hecho de que el infundir estoicismo en los
jóvenes proporciona una salida al sadismo. En el pasado, las ideas respecto de
disciplina eran tan feroces, que la educación se convirtió en un canal para el desahogo
de los impulsos de crueldad. ¿Es posible imponer el mínimo necesario de disciplina
sin llegar a hallar placer en hacer sufrir a los niños? Las personas chapadas a la
antigua negarán, por supuesto, que sienten tal placer. Todo el mundo conoce la
historia del muchacho cuyo padre le decía, mientras le pegaba con un bastón: «Hijo
mío, esto me duele a mí más de lo que pueda dolerte a ti», a lo que respondió el
muchacho: «Entonces, padre, ¿quieres que sea yo el que te pegue?». Samuel Butler,
en The way of all flesh, ha descrito de forma tal los placeres sádicos de unos padres
severos, que convence a cualquier estudiante de psicología moderna. ¿Qué hemos de
hacer, pues, respecto de esto?
El miedo a la muerte es solamente uno de los muchos que pueden tratarse mejor
con el estoicismo. Allí están el miedo a la pobreza, el miedo al dolor físico, el miedo
al parto, que es muy común entre las mujeres de las clases acomodadas. Todos estos
temores son enervantes y más o menos ridículos. Pero si adoptamos la teoría de que
la gente no debería preocuparse por tales cosas, nos inclinaríamos también a adoptar
la teoría de que no es necesario hacer nada para mitigar los males. Durante mucho
tiempo se ha pensado que las mujeres no debían ser anestesiadas para el parto; en el
Japón este criterio persiste hasta hoy. Los médicos varones sostenían que la anestesia
sería perjudicial; no había ninguna razón en favor de este punto de vista, motivado,
sin duda, por un inconsciente sadismo. Pero cuanto más se fueron mitigando los
dolores del parto, tanto menos dispuestas estuvieron las mujeres ricas a soportarlos;
su coraje ha disminuido mucho más de prisa de lo que era menester. Evidentemente,
debe haber un equilibrio. Es imposible hacer suave y agradable la vida toda, y, por
tanto, los seres humanos deben ser capaces de adoptar una actitud apropiada a los
aspectos desagradables; pero hemos de tratar de conseguirlo con el mínimo posible
de incentivo a la crueldad.
Quienquiera que haya de tratar con niños, pronto se da cuenta de que un exceso
de benevolencia constituye un error. Demasiado poca constituye, por supuesto, un
error peor, pues en esto, como en todo lo demás, los extremos son malos. Un niño que
invariablemente se ve tratado con benevolencia, llorará y llorará por cualquier

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insignificancia; el adulto medio alcanza algún dominio de sí mismo solamente por el
conocimiento de que no va a recibir ningún consuelo aunque arme un escándalo. Los
niños comprenden muy rápidamente que a veces un adulto un poco severo es mejor
para ellos; su instinto les dice si una persona los quiere o no, y de aquellos por
quienes se sienten queridos soportan cualquier rigor motivado por un verdadero deseo
de formarlos convenientemente. De modo que, en teoría, la solución es sencilla:
inspírense los educadores en el sabio amor y harán lo que debe hacerse. En la
práctica, sin embargo, el asunto es más complicado. La fatiga, los disgustos, las
preocupaciones, la impaciencia, acosan al padre o al maestro, y es peligroso tener una
teoría pedagógica que permita al adulto desfogar estos sentimientos sobre el niño en
nombre de su futuro bienestar. A pesar de todo, si la teoría es verdadera, hemos de
aceptarla, poniendo ante la conciencia del padre o del maestro los peligros, de modo
que pueda hacerse todo lo posible para prevenirse contra ellos.
Podemos resumir ahora las conclusiones sugeridas por la discusión que antecede.
Con respecto a los riesgos dolorosos de la vida, no hemos de evitar ni imponer el
conocimiento de los mismos a los niños; les alcanzará cuando las circunstancias lo
hagan inevitable. Las cosas dolorosas, cuando hayan de ser mencionadas, deberán
tratarse con sinceridad y sin emoción, excepto cuando haya una muerte en la familia,
en cuyo caso sería contranatural ocultar la tristeza. Los adultos deben exhibir en su
conducta cierto alegre coraje, que los jóvenes adquirirán inconscientemente de su
ejemplo. Durante la adolescencia, deberemos poner ante los jóvenes grandes ideales
de carácter impersonal y conducir su educación de modo de inculcarles la idea —por
sugerencia, no por exhortaciones explícitas— de vivir al servicio de objetivos
externos. Se les deberá enseñar a soportar el infortunio, cuando llegue, recordando
que sigue habiendo cosas por las que vivir; pero no deberán cavilar acerca de posibles
infortunios, ni aun con el propósito de prepararse contra ellos. Aquellos cuya
ocupación es el trato con los jóvenes deberán mantener una estrecha vigilancia sobre
sí mismos, para no derivar un placer sádico del necesario elemento de disciplina en la
educación; el motivo de la disciplina deberá ser siempre el desarrollo del carácter o
de la inteligencia. Porque también el intelecto requiere disciplina, sin la cual nunca se
alcanzaría la precisión. Pero la disciplina del intelecto es tema distinto y queda fuera
del alcance del presente ensayo. Tengo una sola cosa más que decir, y es que la
disciplina es mejor cuando surge de un impulso interior. Con objeto de que esto sea
posible, es necesario que el niño o el adolescente ambicionen realizar algo difícil y
estén dispuestos a esforzarse con tal fin. Tal ambición es sugerida generalmente por
alguna persona de su medio; de modo que, aun la autodisciplina depende, a fin de
cuentas, de un estímulo educacional.

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Acerca de los cometas
Si yo fuera un cometa, debería considerar al hombre de nuestro tiempo como una raza
degenerada.
En tiempos pasados, el respeto hacia los cometas era universal y profundo. Uno
de ellos anunció la muerte de César; otro fue interpretado como indicador de la
próxima muerte del emperador Vespasiano. Éste era un hombre de carácter, y sostuvo
que el cometa debía de tener otra significación, puesto que tenía cabellera y él era
calvo; pero fueron pocos los que compartieron este extremo de racionalismo. Beda el
Venerable dijo que «los cometas presagian revoluciones en los reinos, pestes, guerras,
vientos o calores». John Knox consideraba los cometas como pruebas de la ira divina,
y otros protestantes escoceses pensaban que eran «una advertencia al rey para que
exterminara a los papistas».
Norteamérica, y especialmente Nueva Inglaterra, tuvo su debida parte en la
atención de los cometas. En 1652 apareció un cometa precisamente en el momento en
que el eminente señor Cotton cayó enfermo, y desapareció a su muerte. Solamente
diez años más tarde un nuevo cometa advirtió a los perversos habitantes de Boston
que se abstuvieran de «la voluptuosidad y el abuso de las buenas criaturas de Dios
por la licenciosidad en la bebida y en las modas del vestido». Mather, el eminente
teólogo, consideraba que los cometas y los eclipses habían presagiado las muertes de
algunos presidentes de Harvard y de algunos gobernadores coloniales, y recomendó a
su rebaño que rogara al Señor que no «se llevara las estrellas y enviara cometas para
sustituirlas».
Toda esta superstición fue disipada por el descubrimiento por Halley de que un
cometa, al menos, giraba alrededor del sol en una elipse regular, igual que un juicioso
planeta, y por la prueba de Newton de que los cometas obedecen a la ley de
gravitación. Durante algún tiempo, los profesores de las universidades más
anticuadas tuvieron prohibido mencionar estos descubrimientos; pero, a la larga, la
verdad no pudo ser ocultada.
En nuestros días, es difícil imaginar un mundo en el que todos, pobres o ricos,
educados o incultos, estaban preocupados por los cometas y se llenaban de terror
cuando apareciera alguno. La mayoría de nosotros nunca ha visto un cometa. Yo he
visto dos, pero eran mucho menos impresionantes de lo que yo había esperado. La
causa del cambio en nuestra actitud no es únicamente el racionalismo, sino el
alumbrado artificial. En las calles de una ciudad moderna, el cielo nocturno es
invisible; en los distritos rurales, viajamos en vehículos con potentes faros. Hemos
borrado los cielos, y sólo unos pocos científicos siguen atendiendo a las estrellas y los
planetas, los cometas y los meteoritos. El mundo de nuestra vida diaria es más
artificial que en cualquier época anterior. En ello hay un menoscabo, así como una

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ventaja: el hombre, en la seguridad de su poder, se está haciendo superficial,
arrogante y un poco loco. Pero no creo que un cometa produjera ahora el saludable
efecto moral que produjo en Boston en 1662; ahora sería menester una medicina más
fuerte.

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¿Qué es el alma?

(Escrito en 1933)

Uno de los rasgos más dolorosos de los recientes avances de la ciencia es que cada
uno de ellos nos hace saber menos de lo que creíamos saber. Cuando yo era joven,
todos sabíamos, o creíamos saber, que un hombre consta de un alma y un cuerpo; que
el cuerpo existe en el tiempo y en el espacio, pero el alma solamente en el tiempo. Si
el alma sobrevive a la muerte, era una cuestión acerca de la cual las opiniones podían
diferir; pero que había un alma era tenido por indudable. En cuanto al cuerpo, el
hombre sencillo, desde luego, consideraba su existencia como evidente por sí misma;
y lo mismo ocurría con el hombre de ciencia; pero el filósofo era capaz de analizarlo
de acuerdo con una u otra moda, reduciéndolo, por lo general, a ideas en la mente del
hombre que tenía el cuerpo en cuestión, y en la de algún otro que diese en reparar en
él. Nadie tomaba en serio al filósofo, sin embargo, y la ciencia continuaba siendo
cómodamente materialista, aun en manos de científicos completamente ortodoxos.
Actualmente, aquellas viejas y delicadas ingenuidades se han perdido: los físicos
nos aseguran que no hay nada parecido a la materia, y los psicólogos nos aseguran
que no hay nada parecido al alma. Es un acontecimiento sin precedentes. ¿Quién oyó
jamás a un zapatero decir que no existe nada parecido a unas botas, o a un sastre
afirmar que todos los hombres están en realidad desnudos? Sin embargo, ello no
hubiese sido más extraño que lo que los físicos y algunos psicólogos han estado
haciendo. Para comenzar por los últimos, diremos que algunos de ellos intentan
reducir todo lo que parece actividad mental a una actividad del cuerpo. Sin embargo,
en esta reducción de actividad mental a actividad física hay varias dificultades. No
creo que podamos decir todavía con seguridad si dichas dificultades son o no son
insuperables. Lo que podemos decir, sobre la base de la misma física, es que eso que
hasta ahora hemos llamado nuestro cuerpo es en realidad una elaborada construcción
científica que no se corresponde con ninguna realidad física. Los modernos aspirantes
a materialistas se encuentran así en una curiosa situación, porque en tanto pueden
reducir las actividades de la mente a actividades corporales con cierto grado de éxito,
no pueden explicar el hecho de que este mismo cuerpo sea tan sólo un concepto
cómodo elaborado intelectualmente. De modo que nos encontramos dando vueltas y
vueltas en un círculo: la mente es una emanación del cuerpo y el cuerpo es una
invención de la mente. Evidentemente, esto no puede ser completamente cierto, y
tenemos que buscar algo que no sea mente ni cuerpo, y de donde los dos puedan
proceder.
Empecemos con el cuerpo. El hombre corriente piensa que los objetos materiales

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deben de existir, ciertamente, puesto que son evidentes para los sentidos. Podremos
dudar de cualquier otra cosa, pero aquello contra lo que podamos darnos un golpe
tiene que ser real; ésta es la metafisica del hombre corriente. Esto está muy bien, pero
viene el físico y demuestra que usted nunca tropieza con nada; incluso cuando se dé
de cabezazos contra un muro de piedra, realmente no lo toca. Cuando usted cree tocar
una cosa, existen ciertos electrones y protones que forman parte de su cuerpo y que
son atraídos y repelidos por ciertos electrones y protones de la cosa que usted cree
estar tocando, pero no existe contacto verdadero. Los electrones y los protones de su
cuerpo, al ser agitados por la proximidad de otros electrones y protones, son
perturbados, y transmiten la perturbación a lo largo de sus nervios hasta el cerebro; el
efecto en el cerebro es lo imprescindible para que se tenga sensación de contacto, y,
mediante experimentos apropiados, esta sensación puede hacerse por completo
engañosa. Los electrones y los protones, por su parte, son solamente, sin embargo,
una primera y burda aproximación, un modo de recoger en un fardo series de ondas o
las probabilidades estadísticas de varias clases de sucesos distintas. De esta manera,
la materia se ha convertido en algo demasiado fantasmal para que se lo pueda utilizar
como bastón adecuado para golpear la mente. La materia en movimiento, que solía
parecer tan incuestionable, resulta ser un concepto completamente inadecuado para
las necesidades de la física.
No obstante, la ciencia moderna no proporciona indicación alguna acerca de la
existencia del alma o de la mente como entidad; en verdad, las razones para no creer
en ella son de una especie muy parecida a las razones para no creer en la materia. La
mente y la materia eran algo así como el león y el unicornio luchando por la corona;
el final de la batalla no es la victoria de uno sobre otro, sino el descubrimiento de que
ambos son meras invenciones heráldicas. El mundo está constituido por
acontecimientos, no por cosas que perduran durante largo tiempo y tienen
propiedades cambiantes. Los acontecimientos pueden ser reunidos en grupos
ateniéndonos a sus relaciones causales. Si las relaciones causales son de una clase, el
grupo de acontecimientos resultante puede ser llamado objeto físico, y si las
relaciones causases son de otro orden, el grupo resultante puede ser llamado mente.
Cualquier acontecimiento que se produzca en el interior de la cabeza de un hombre
pertenecerá a grupos de ambas clases; considerado como perteneciente a un grupo de
una clase, es un elemento constitutivo de su cerebro, y considerado como
perteneciente a un grupo de otra clase, es un elemento constitutivo de su mente.
De tal suerte, mente y materia no son más que modos convenientes de organizar
acontecimientos. No puede haber razón para suponer que un trozo de mente o un
trozo de materia sea inmortal. Se supone que el sol está perdiendo materia a razón de
millones de toneladas por minuto. La característica más esencial de la mente es la
memoria, y no hay razón alguna para suponer que la memoria asociada con una

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persona determinada sobreviva a su muerte. En realidad, existen todas las razones
para pensar lo contrario, porque la memoria está claramente conectada con un cierto
tipo de estructura cerebral; y, puesto que tal estructura se desmorona con la muerte,
todo induce a suponer que la memoria también debe cesar. Aunque el materialismo
metafísico no puede ser considerado como verdadero, emocionalmente, sin embargo,
el mundo se parece mucho al que sería si los materialistas estuviesen en lo cierto. Yo
creo que quienes se oponen al materialismo han actuado siempre movidos por dos
deseos principales: el primero, demostrar que la mente es inmortal, y el segundo,
demostrar que el poder último en el universo es antes mental que físico. Creo que los
materialistas tienen razón en ambos respectos. Nuestros deseos, es cierto, tienen un
poder considerable sobre la superficie de la tierra; la mayor parte de la tierra sobre
este planeta tiene un aspecto completamente diferente del que hubiese tenido si el
hombre no la hubiera utilizado para extraer alimento y riqueza. Pero nuestro poder
está muy estrictamente limitado. Actualmente no podemos hacerle nada al sol ni a la
luna, ni siquiera al interior de la tierra, y no hay la menor razón para suponer que lo
que acontece en regiones a las que nuestro poder no alcanza tienen una causa mental.
Es decir, para explicar la cuestión en pocas palabras, no hay razón para pensar que,
excepto sobre la superficie de la tierra, algo ocurre porque alguien quiere que ocurra.
Y puesto que nuestro poder sobre la superficie de la tierra depende enteramente de la
provisión de energía que la tierra toma del sol, dependemos necesariamente del sol, y
difícilmente pudiésemos realizar cualquiera de nuestros deseos si el sol se enfriase.
Desde luego, es temerario dogmatizar acerca de lo que la ciencia puede alcanzar en el
futuro. Podemos aprender a prolongar la vida de los hombres mucho más de lo que
hoy parece posible; pero si hay alguna verdad en la física moderna, y más
particularmente en la segunda ley de la termodinámica, no podemos esperar que la
especie humana dure eternamente. Algunas personas podrán encontrar lúgubre esta
conclusión, pero si somos honrados con nosotros mismos, tendremos que admitir que
lo que suceda dentro de muchos millones de años no tiene mayor interés emocional
para nosotros ahora. Y la ciencia, mientras reduce nuestras pretensiones cósmicas,
aumenta nuestra comodidad terrena. Es por esto que, a pesar del horror de los
teólogos, la ciencia en general haya sido tolerada.

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BERTRAND ARTHUR WILLIAM RUSSELL, tercer Conde de Russell, OM, MRS,
(18 de mayo de 1872, Trellech, Monmouthshire, Gales - 2 de febrero de 1970,
Penrhyndeudraeth, Gales) fue un filósofo, matemático, lógico y escritor británico
ganador del Premio Nobel de Literatura y conocido por su influencia en la filosofía
analítica, sus trabajos matemáticos y su activismo social. Contrajo matrimonio cuatro
veces y tuvo tres hijos.

Biografía

Bertrand Russell fue hijo de John Russell, Vizconde de Amberley y de Katrine


Louisa Stanley. Su abuelo paterno fue Lord John Russell, primer Conde de Russell,
quien fue dos veces Primer Ministro con la Reina Victoria, y su abuelo materno,
Edward Stanley, segundo Baron Stanley de Alderley. Además, era ahijado de John
Stuart Mill, quien, aunque jamás conoció a Russell, ejerció una profunda influencia
en su pensamiento político a través de sus escritos.
Russell quedó huérfano a la edad de 6 años, tras la muerte de su hermana y su
madre de difteria, y seguidamente su padre, el vizconde de Amberley, quien no pudo
recuperarse de la pérdida de su esposa e hija y finalmente se dejó morir en 1878.
Bertrand y su hermano Frank se mudaron a Pembroke Lodge, una residencia oficial
de la Corona donde por favor Real vivían su abuelo Lord John y su abuela Lady
Russell, quien sería la responsable de educarlo. Pese a que sus padres habían sido
liberales radicales, su abuela, aunque liberal en política, era de ideas morales muy

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estrictas, convirtiéndose Russell en un niño tímido, retraído y solitario. Solía pasar
mucho tiempo en la biblioteca de su abuelo, donde precozmente demostró un gran
amor por la Literatura y la Historia. Los jardines de la casa eran el lugar predilecto
del pequeño Russell y muchos de los momentos más felices de su infancia los pasó
allí, meditando en soledad.
El ambiente represivo y conservador de Pembroke Lodge le produjo numerosos
conflictos a Russell durante su adolescencia. Al no poder expresar libremente su
opinión con respecto a la religión (la existencia de Dios, el libre albedrío, la
inmortalidad del alma...) o el sexo, pues sus ideas al respecto habrían sido
consideradas escandalosas, escondía sus pensamientos de todos y llevaba una
existencia solitaria, escribiendo sus reflexiones en un cuaderno, usando el alfabeto
griego para hacerlas pasar por ejercicios escolares. No fue al colegio, sino que fue
educado por diversos tutores y preceptores, de los que aprendió, entre otras cosas, a
dominar perfectamente el francés y el alemán.
A la edad de once años Russell comenzó el estudio de la geometría euclidiana
teniendo como profesor a su hermano, pareciéndole tan maravilloso todo el asunto
como el primer amor. El poder demostrar una proposición le produjo a Russell una
inmensa satisfacción, que sin embargo se vio frustrada cuando su hermano le dijo que
tendría que aceptar ciertos axiomas sin cuestionarlos o de otra forma no podrían
seguir, cosa que le decepcionó profundamente. Acabó admitiéndolos a regañadientes,
pero sus dudas sobre dichos axiomas marcarían su obra.
En 1890, Russell ingresó al Trinity College de Cambridge para estudiar
matemáticas. Su examinador fue Alfred North Whitehead, con quien después
colaboraría en Principia Mathematica. Whitehead quedó tan impresionado por el
joven Russell que lo recomendó a la sociedad de discusión intelectual de Cambridge,
«Los Apóstoles», un grupo de jóvenes brillantes que se reunían para discutir
cualquier tema, sin tabúes en un ambiente intelectualmente estimulante y honesto.
Finalmente, después de muchos años de soledad, Russell pudo expresar sus opiniones
e ideas a una serie de jóvenes inteligentes que no lo miraban con sospecha. Poco a
poco Bertrand pierde su rigidez y timidez y se va integrando entre los alumnos.
Russell concluyó sus estudios en matemáticas obteniendo un examen meritorio
que lo colocó como séptimo wrangler, una marca distintiva que era reconocida en el
marco académico donde se movía. Durante su cuarto año en Cambridge, en 1894,
Russell estudió ciencias morales, que era el nombre por el cual se conocía a la
filosofía. Para entonces Russell ya se había hecho amigo de George Edward Moore,
un joven estudiante de clásicos a quien Russell había persuadido de cambiarse a
filosofía.
Por esa misma época, Russell había conocido y se había enamorado de Alys
Pearsall Smith, una joven culta perteneciente a una familia de cuáqueros americanos.

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Ella, a pesar de ser varios años mayor que él, lo había cautivado tanto por su belleza
como por sus convicciones, ideas y formas de ver el mundo. Se casaron el mismo año
de la graduación de Bertrand.
En 1900 elabora Los principios de la matemática y poco después comenzaría su
colaboración con A. N. Whitehead para escribir los tres volúmenes de los Principia
Mathematica, que sería su obra cumbre y en la que pretendía reducir la matemática a
la lógica.
Las labores extra-académicas de Russell le hicieron emprender numerosos viajes,
en los cuales el filósofo observaba de primera mano la situación en diversos países y
se entrevistaba con las personalidades relevantes del momento. Así, viajó dos veces a
Alemania con Alys en 1895, y el año siguiente viajaría a EE.UU. Más adelante, en
1920, junto con una delegación del Partido Laborista Británico, viajaría a Rusia y se
entrevistaría con Lenin, viaje que acabaría con las esperanzas que inicialmente tenía
con respecto a los cambios que el comunismo produciría. Poco después, junto con
Dora Black, que en 1921 acabaría siendo su segunda esposa, viajó a China y
permaneció allí durante un año, para volver a Inglaterra a través de Japón y EE.UU
nuevamente. La estancia en China resultó muy provechosa, y Russell apreció en su
cultura valores tales como la tolerancia, la imperturbabilidad, la dignidad y, en
general, una actitud que valoraba la vida, la belleza y el placer de una manera distinta
a la occidental, que consideró valiosa. Todos estos viajes se tradujeron en libros,
artículos o conferencias.
Russell fue un conocido pacifista durante la Primera Guerra Mundial, lo que
acabó llevándolo a la cárcel durante seis meses por la publicación de artículos y
panfletos.
Con su segunda esposa, Dora Black, estableció en Beacon Hill, Londres, de 1927
a 1932, una escuela infantil inspirada en una pedagogía progresiva y despreocupada
que pretendía estar libre de prejuicios. El colegio reflejaba la idea de Bertrand Russell
de que los niños no debían ser forzados a seguir un currículo académico estricto.
En 1936 celebró terceras nupcias con Patricia Spence, y en 1938 fue llamado a la
Universidad de Chicago para dar conferencias de Filosofía. Fue estando allí cuando
estalló la Segunda Guerra Mundial, pasando en esta ocasión del pacifismo mostrado
en la primera a un apoyo claro a las fuerzas aliadas contra el ejército nazi, alegando
que:

Un mundo en donde el fascismo fuera la ideología reinante, sería un mundo en donde lo mejor de la
civilización habría muerto y no valdría la pena vivir.

Bertrand Russell

En 1940 se le impidió impartir la asignatura de Matemáticas que tenía asignada


en la universidad de Nueva York y tuvo lugar una polémica extremadamente áspera

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que provocó apasionadas protestas en algunos ambientes: se le reprochaba la
exposición en forma singularmente cruda de sus opiniones acerca de la vida sexual,
lo que supuestamente tendría una nefasta influencia en sus alumnos.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Russell se dedica plenamente a la tarea de evitar
la guerra nuclear y asegurar la paz mediante una adecuada organización internacional,
iniciando una etapa de activismo político que provocaría su segunda encarcelación a
los 90 años.
En 1950 recibió el Premio Nobel de Literatura «en reconocimiento de sus
variados y significativos escritos en los que defiende ideales humanitarios y la
libertad de pensamiento».
En 1952, a los ochenta años, se unió en cuartas nupcias a Edith Finch, en brazos
de quien murió pacíficamente en 1970, con noventa y ocho años.
Tras su muerte, el Trinity College de Cambridge, el que fue su segundo hogar, le
rindió homenaje. Hoy podemos leer en sus muros una placa conmemorativa en su
memoria que reza:

El tercer conde Russell, O.M., profesor de este colegio, fue particularmente famoso como escritor
intérprete de la lógica matemática. Abrumado por la amargura humana, en edad avanzada, pero con el
entusiasmo de un joven, se dedicó enteramente a la preservación de la paz entre las naciones, hasta que
finalmente, distinguido con numerosos honores y con el respeto de todo el mundo, encontró descanso a sus
esfuerzos en 1970, a los 98 años de edad.

Placa conmemorativa en el Trinity College de Cambridge

Pensamiento

En opinión de muchos, Bertrand Russell posiblemente haya sido el filósofo más


influyente del siglo XX, al menos en los países de habla inglesa, considerado junto
con Gottlob Frege como uno de los fundadores de la Filosofía Analítica. Es también
considerado uno de los dos lógicos más importantes del siglo XX, siendo el otro Kurt
Gödel. Escribió sobre una amplia gama de temas, desde los fundamentos de las
matemáticas y la teoría de la relatividad al matrimonio, los derechos de las mujeres y
el pacifismo. También polemizó sobre el control de natalidad, la inmoralidad de las
armas nucleares, y sobre las deficiencias en los argumentos y razones esgrimidos a
favor de la existencia de Dios. En sus escritos hacía gala de un magnífico estilo
literario plagado de ironías, sarcasmos y metáforas que le llevó a ganar el Premio
Nobel de Literatura.

Filosofía analítica

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Russell es reconocido como uno de los fundadores de la filosofía analítica, de
hecho, inició diversas vías de investigación. A principios del siglo XX, junto con G.
E. Moore, Russell fue responsable en gran medida de la «rebelión británica contra el
idealismo», una filosofía influenciada en gran medida por Georg Hegel y su discípulo
británico, F. H. Bradley. Esta rebelión tuvo repercusión 30 años después en Viena por
la «rebelión en contra de la metafísica» de los positivistas lógicos. Russell estaba
especialmente disgustado por la doctrina idealista de las relaciones internas, que
mantiene que para conocer una cosa en concreto, debemos conocer antes todas sus
relaciones. Russell mostró que tal postura haría del espacio, del tiempo, de la ciencia,
y del concepto de número algo sin sentido. Russell, junto con Whitehead, continuó
trabajando en ese campo de la lógica.
Russell y Moore se esforzaron para eliminar las suposiciones de la filosofía que
encontraron absurdas e incoherentes, para llegar a ver claridad y precisión en la
argumentación por el uso exacto del lenguaje y por la división de las proposiciones
filosóficas en componentes más simples. Russell, en particular, vio la lógica y la
ciencia como las principales herramientas del filósofo. Por tanto, a diferencia de la
mayoría de los filósofos que le precedieron a él y a sus contemporáneos, Russell no
creía que hubiese un método específico para la filosofía. Él creía que la principal
tarea del filósofo era clarificar las proposiciones más genéricas sobre el mundo y
eliminar la confusión. En particular, quería acabar con los excesos de la metafísica.
Russell adoptó los métodos de Guillermo de Ockham sobre el principio de evitar la
multiplicidad de entidades para un mismo uso, la navaja de Ockham, como parte
central del método de análisis y el realismo.

Teoría del conocimiento

La teoría del conocimiento de Russell atravesó muchas fases. Una vez que hubo
desechado el neo-Hegelismo en su juventud, Russell se consolidó como un realista
filosófico durante el resto de su vida, creyendo que nuestras experiencias directas
tienen el papel primordial en la adquisición de conocimiento.
En su última etapa filosófica, Russell adoptó un tipo de «monismo neutral»,
sosteniendo que la diferenciación entre el mundo material y el mental era, en su
análisis final, arbitraria, y que ambos pueden reducirse a una esfera neutral, un punto
de vista similar al sostenido por el filósofo americano William James y que fue
formulado por primera vez por Baruch Spinoza, muy admirado por Russell. Sin
embargo, en lugar de la «experiencia pura» de James, Russell caracterizó la esencia
de nuestros estados iniciales de percepción como «eventos», una postura
curiosamente parecida a la filosofía de procesos de su antiguo profesor Alfred North
Whitehead.

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Ética

A pesar de que Russell escribió sobre numerosos temas éticos, no creía que la
materia perteneciese a la filosofía, ni que lo escribiese en virtud de filósofo. En su
etapa temprana, Russell estaba influenciado en gran medida por el Principia Ethica
de G. E. Moore. Junto con Moore, creía que los hechos morales eran objetivos, pero
sólo conocidos a través de la intuición, y que eran simples propiedades de los objetos,
no equivalentes (p.e. el placer es bueno) a los objetos naturales a los que
habitualmente se les asocia (ver falacia naturalista), y que esas sencillas propiedades
morales indefinibles no podían ser analizadas usando las propiedades no morales a
las cuales se asociaban.
Con el tiempo, sin embargo, acabó estando con su héroe filosófico, David Hume,
quien creía que los términos éticos manejados con valores subjetivos no podían ser
verificados de la misma manera que los hechos tangibles. Junto con otras doctrinas de
Russell, esto influyó a los positivistas lógicos, quienes formularon la teoría del
emotivismo, que sostienen que las proposiciones éticas (junto con las pertenecientes a
la metafísica) eran esencialmente sinsentidos, o como mucho, algo más que
expresiones de actitudes y preferencias. A pesar de su influencia en ellos, Russell no
interpretó las proposiciones éticas tan estrechamente como los positivistas: para él las
consideraciones éticas no eran sólo significativas, sino que eran objeto de
importancia vital para el discurso civil. De hecho, aunque Russell fue a menudo
caracterizado como el abanderado de la racionalidad, él estaba de acuerdo con Hume,
quien dijo que la razón debía estar subordinada a consideraciones éticas.

Atomismo lógico

Quizás el tratamiento de análisis filosófico más sistemático y metafísico se halle


en su logicismo empirista, evidente en lo que él llamó Atomismo lógico, explicado en
una serie de conferencias llamadas «La Filosofía del Atomismo Lógico». En esos
discursos, Russell expone su concepto de un lenguaje ideal, isomórfico, uno que
reflejaría el mundo, donde nuestro conocimiento puede ser reducido a términos de
proposiciones atómicas y sus componentes de función de verdad (lógica matemática).
Para Russell el atomismo lógico es una forma radical de empirismo. El filósofo
pensaba que el requerimiento más importante para tal lenguaje ideal era que cada
proposición significativa se construyera con términos referentes directamente a los
objetos que nos son familiares. Russell excluyó ciertos términos lógicos y formales
como «todos» (all), «el» o «la» (the), «es» (is), y así otros, de su requisito isomórfico,

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pero nunca estuvo completamente satisfecho respecto de nuestra comprensión de
tales términos.
Uno de los temas centrales del atomismo de Russell es que el mundo consiste de
hechos lógicamente independientes, una pluralidad de hechos, y que nuestro
conocimiento depende de los datos de nuestra experiencia directa con ellos.
Más tarde en su vida, Russell comenzó a dudar de los aspectos del atomismo
lógico, especialmente su principio de isomorfismo, aunque continuó creyendo que la
tarea de la filosofía debiera consistir en desmenuzar los problemas en sus
componentes más simples, aunque nunca alcanzaríamos la última verdad (hecho)
atómica.

Lógica y filosofía de las matemáticas

Russell tuvo una gran influencia en la lógica matemática moderna. El filósofo y


lógico norteamericano Willard Quine dijo que el trabajo de Russell representaba la
más grande influencia sobre su propio trabajo.
El primer libro matemático de Russell, Ensayo Sobre los Fundamentos de la
Geometría (An Essay on the Foundations of Geometry), fue publicado en 1897. Este
trabajo fue fuertemente influenciado por Immanuel Kant. Russell pronto se dio
cuenta de que el concepto aplicado haría imposible el esquema espacio-tiempo de
Albert Einstein, al cual consideraba como superior a sus propios sistemas. Desde ahí
en adelante, rechazó todo el programa de Kant en lo relacionado a las matemáticas y
a la geometría, y sostuvo que su trabajo más temprano en esa materia carecía de
valor.
Interesado en la definición de número, Russell estudió los trabajos de George
Boole, Georg Cantor y Augustus De Morgan, y en los Archivos Bertrand Russell en
la Universidad McMaster se encuentran notas de sus lecturas de lógica algebraica por
Charles Sanders Peirce y Ernst Schröder. Se convenció de que los fundamentos de
matemáticas serían encontrados en la lógica, y siguiendo a Gottlob Frege aplicó un
acercamiento extensionista en donde la lógica a su vez se basaba en la teoría de
conjuntos. En 1900 participó en el Primer Congreso Internacional de Filosofía en
París, donde se familiarizó con el trabajo del matemático italiano Giuseppe Peano. Se
convirtió en un experto del nuevo simbolismo de Peano y su conjunto de axiomas
para la aritmética. Peano definió lógicamente todos los términos de estos axiomas con
la excepción de 0, número, sucesor y el término singular «el» (the), los que eran
primitivos de su sistema. Russell se dio a la tarea de encontrar definiciones lógicas
para cada uno de éstos. Entre 1897 y 1903 publicó varios artículos aplicando la
notación de Peano en el álgebra clásica de relaciones de Boole-Schröder, entre ellos
«Acerca de la Noción del Orden», «Sur la Logique des Rélations avec les

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Applications à la Théorie des Séries», y «Acerca de los Números Cardinales».
Russell al final descubrió que Gottlob Frege había llegado de forma
independiente a definiciones equivalentes para «0», «sucesor» y «número»; la
definición de número es actualmente referida como la definición Frege-Russell. En
gran manera fue Russell quien trajo a Frege a la atención del mundo angloparlante.
Hizo esto en 1903, cuando publicó Principia mathematica, en el cual el concepto de
«clase» es inextricablemente ligado a la definición de «número». El apéndice de este
trabajo detallaba una paradoja surgida en la aplicación de Frege para las funciones de
segundo —y más alto— orden que tomaban funciones de primer orden como
argumento, para luego ofrecer su primer esfuerzo en resolver lo que luego sería
conocida como la paradoja de Russell. Antes de escribir Principios..., Russell se
había enterado de la prueba de Cantor sobre que no existía el número cardinal más
grande, lo que Russell consideraba un error. La Paradoja Cantor a su vez fue
considerada (por ejemplo, por Crossley) como un caso especial de la Paradoja de
Russell. Esto hizo que Russell analizara las clases, donde era sabido que dado
cualquier número de elementos, el número de clases resultantes es mayor que su
número. Esto, a su vez, llevó al descubrimiento de una clase muy interesante, llamada
la clase de todas las clases. Contiene dos tipos de clases: aquellas clases que se
contienen a sí mismas, y aquellas que no. La consideración de esta clase lo llevó a
encontrar una falta grave en el llamado principio de comprensión, el cual ya había
sido asumido por los lógicos de la época. Demostró que resultaba en una
contradicción, donde Y es un miembro de Y, sí, y sólo sí, Y no es un miembro de Y.
Ésta se ha llegado a conocer como la Paradoja de Russell. La solución de ella fue
esbozada en un apéndice de Principios..., y más tarde desarrollada como una teoría
completa, la Teoría de los Tipos. Aparte de exponer una mayor inconsistencia en la
teoría intuitva de conjuntos, el trabajo de Russell condujo directamente a la creación
de la Teoría axiomática de conjuntos. Esto paralizó el proyecto de Frege de reducir la
aritmética a lógica. La Teoría de los Tipos y mucho del trabajo subsecuente de
Russell han encontrado aplicaciones prácticas en las ciencias de la computación y la
tecnología de la información.
Russel continuó defendiendo el logicismo, la visión de que la matemática es, en
un sentido importante, reducible a la lógica, y junto a su ex-profesor Alfred North
Whitehead, escribió la monumental Principios de las Matemáticas, un sistema
axiomático en el cual todas las matemáticas pueden ser fundadas. El primer volumen
de Principios... fue publicado en 1910, y es en gran manera atribuido a Russell. Más
que ningún otro trabajo, estableció la especialidad de la lógica matemática o
simbólica. Dos volúmenes más fueron publicados, pero su plan original de incorporar
la geometría en un cuarto volumen nunca fue llevada a cabo, y Russell nunca mejoró
los trabajos originales, aunque se refirió a nuevos desarrollos y problemas en su

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prefacio de la segunda edición. Al completar Principios..., tres volúmenes de
extraordinario razonamiento abstracto y complejo, Russell estaba exhausto, y nunca
sintió recuperar completamente sus facultades intelectuales de tal esfuerzo realizado.
Aunque Principios... no cayó presa de las paradojas de Frege, más tarde fue
demostrado por Kurt Gödel que ni Principios de las Matemáticas, ni otro sistema
consistente de aritmética recursiva primitiva podría, dentro de ese sistema, determinar
que cada proposición que pudiera ser formulada dentro de ese sistema era decidora,
esto es, podría decidir si esa proposición o su negación era demostrable dentro del
sistema (Teorema de la incompletitud de Gödel).
El último trabajo significativo de Russel en matemáticas y lógica, Introducción a
la Filosofía Matemática, fue escrito a mano mientras estaba en la cárcel por sus
actividades antibélicas durante la Primera Guerra Mundial. Este trabajo fue
principalmente una explicación de su obra previa y su significado filosófico.

Filosofía del lenguaje

Russell no fue el primer filósofo en sugerir que el lenguaje tenía una importante
significancia en cómo entendemos el mundo; sin embargo, más que nadie antes que
él, Russell hizo del lenguaje, o más específicamente, cómo utilizamos el lenguaje,
una parte central de la filosofía. Sin Russell, parece improbable que filósofos tales
como Ludwig Wittgenstein, Gilbert Ryle, J. L. Austin y P. F. Strawson, entre otros, se
hubieran embarcado por el mismo rumbo, ya que mucho de lo que ellos hicieron fue
amplificar o responder, a veces de modo crítico, a lo que Russell había dicho antes
que ellos, usando muchas de las técnicas que él desarrolló originalmente. Russell, en
conjunto con Moore, compartía la idea de que la claridad de expresión era una virtud,
una noción que desde entonces ha sido un punto de referencia para los filósofos,
particularmente entre los que tratan con la filosofía del lenguaje.
Quizás la contribución más significativa de Russell a la filosofía del lenguaje es
su Teoría de las descripciones, presentada en su ensayo «On Denoting», publicado
por primera vez en 1905 en la revista de filosofía Mind, que el matemático y filósofo
Frank P. Ramsey describió como «un paradigma de filosofía». La teoría es
normalmente ilustrada utilizando la frase «El actual rey de Francia», como en «El
actual rey de Francia es calvo». ¿Sobre qué objeto se trata esta proposición, dado que
no existe en la actualidad un rey de Francia? (El mismo problema surgiría si hubiera
dos reyes de Francia en la actualidad: ¿a cuál de ellos se refiere «El» rey de Francia?)
Alexius Meinong había sugerido que debemos asumir la existencia de un reino de
«entidades no-existentes» que podamos suponer sobre las que nos estamos refiriendo
cuando usamos expresiones como ésa; pero esto sería una teoría extraña, por decirlo
al menos. Frege, empleando su distinción entre sentido y referencia, sugirió que tales

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frases, aunque significativas, no eran ni verdaderas ni falsas. Pero algunas de esas
proposiciones, tales como «Si el actual rey de Francia es calvo, entonces el actual rey
de Francia no tiene cabello en su cabeza», no parece sólo verdadera en su valor sino
en efecto obviamente verdadera.
El problema es general a lo que son llamadas las «descripciones definidas».
Normalmente esto incluye todos los términos comenzando con «el», y algunas veces
incluye nombres, como «Walter Scott» (este punto es bastante controvertido: Russell
a veces pensaba que estas últimas no deberían ser llamadas con ningún nombre, sino
sólo «descripciones definidas encubiertas»; sin embargo, en trabajos posteriores han
sido tratadas completamente como cosas diferentes). ¿Cuál es la «forma lógica» de
las descripciones definidas: cómo, en los términos de Frege, las podríamos
parafrasear de modo de mostrar cómo la verdad de ese todo depende de las verdades
de las partes? Las descripciones definidas aparecen como nombres que por su propia
naturaleza indican exactamente una cosa, ni más ni menos. ¿Quiénes, entonces,
somos nosotros para decir algo sobre la proposición como un todo si una de sus
partes aparentemente no está funcionando correctamente?
La solución de Russell fue, antes que todo, analizar no el término por sí solo, sino
la proposición entera que contenía una descripción definida. «El actual rey de Francia
es calvo», entonces sugirió, puede ser replanteado como «Existe un x tal que es el
actual rey de Francia, nada más que x es el actual rey de Francia, y x es calvo».
Russell exigía que cada descripción definida, en efecto contuviera una afirmación de
existencia y una afirmación de unicidad, y que pudieran ser descompuestas y tratadas
separadamente de la afirmación que es el contenido obvio de la proposición. La
proposición como un todo entonces dice tres cosas sobre algún objeto: la descripción
definida contiene dos de ellas y el resto de la frase contiene la restante. Si el objeto no
existe, o si no es único, entonces la frase completa resulta ser falsa, aunque no sin
sentido.
Una de las mayores quejas en contra de la teoría de Russell, debida originalmente
a Strawson, es que las descripciones definidas no exigen que su objeto exista, ellas
sólo presuponen que sí. Strawson también señala que una frase que no indica nada
puede ser supuesta a seguir el rol del «valor verdadero invertido» de Widgy y expresa
el significado contrario de la frase pensada. Esto puede ser mostrado utilizando el
ejemplo de «El actual rey de Francia es calvo». Aplicando la metodología del valor
verdadero invertido el significado de esta frase se convierte en «Es verdad que no
existe un actual rey de Francia que es calvo» que cambia el significado de «El actual
rey de Francia» de uno principal a uno secundario.
Wittgenstein, estudiante de Russell, logró una considerable prominencia en la
filosofía del lenguaje luego de la publicación póstuma de Investigaciones Filosóficas.
Según la opinión de Russell, el trabajo más tardío de Wittgenstein no fue dirigido

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correctamente, y desacreditó su influencia y a seguidores (especialmente los
miembros de la llamada «escuela de Oxford» de la filosofía del lenguaje ordinario, a
quienes los veía como promotores de una especie de misticismo). La creencia de
Russell en que la tarea de la filosofía no está limitada a examinar el lenguaje común u
ordinario es nuevamente aceptada ampliamente en filosofía.

Filosofía de la ciencia

Russell afirmaba con frecuencia que estaba más convencido de su método de


hacer filosofía, el método del análisis, más que de sus conclusiones filosóficas. La
ciencia, por supuesto, era uno de los componentes principales del análisis, junto a la
lógica y las matemáticas. Si bien Russell era un creyente del método científico, el
conocimiento derivado de la investigación empírica que es verificada a través de
pruebas repetidas, pensaba que la ciencia sólo obtiene respuestas provisionales, y que
el progreso científico se construye poco a poco, tratando de encontrar unidades
orgánicas considerablemente útiles. Y pensaba lo mismo de la filosofía. Otro
fundador de la filosofía moderna de la ciencia, Ernst Mach, le daba menos confianza
al método, por sí mismo, pues creía que cualquier método que producía resultados
predecibles era satisfactorio y que el rol principal del científico era hacer
predicciones exitosas. Aunque Russell, sin dudarlo, estaría de acuerdo con esto como
un asunto práctico, sostenía que el objetivo fundamental de la ciencia y la filosofía
era comprender la realidad, y no simplemente hacer predicciones.
El hecho de que Russell hiciera de la ciencia una parte central de su método y
filosofía, fue instrumental en hacer de la filosofía de la ciencia una rama completa y
separada en la filosofía, y un área en que filósofos subsiguientes se especializaron.
Mucho del pensamiento de Russell acerca de la ciencia se expone en su libro de
1914, Nuestro Conocimiento del Mundo Exterior (Our Knowledge of the External
World as a Field for Scientific Method in Philosophy). Entre las diversas escuelas que
fueron influenciadas por Russell estuvieron los positivistas lógicos, particularmente
Rudolph Carnap, quien mantenía que la característica distintiva de las proposiciones
científicas era su verificabilidad. Esto contrastaba con la teoría de Karl Popper,
también muy influenciado por Russell, que sostenía que su importancia descansaba
en el hecho de que ellas eran potencialmente falsificables.
Vale hacer notar que, fuera de las búsquedas estrictamente filosóficas, Russell
siempre se sentía fascinado por la ciencia, particularmente la física, e incluso fue el
autor de varios libros de ciencia populares, como El ABC de los Átomos de 1923 (The
ABC of Atoms) y El ABC de la Relatividad (The ABC of Relativity) de 1925.

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Religión y teología

La perspectiva ética de Russell y su valor personal para enfrentar controversias,


ciertamente fueron formadas por su crianza y educación religiosa, principalmente la
dada por su abuela paterna, que lo instruyó con el precepto bíblico «No sigas a la
mayoría para obrar mal» (Thou shall not follow a multitude to do evil), Éxodo 23:2,
algo que —según el propio Russell— lo había influido de por vida.
Sin embargo, en su vida adulta, Russell pensaba que era muy improbable que
existiera un dios, y sostenía que la religión era poco más que superstición.
En su discurso de 1949, «¿Soy un ateo o un agnóstico?» (Am I an Atheist or an
Agnostic?), Russell expresaba su dificultad sobre si llamarse a sí mismo un ateo o un
agnóstico:

Como filósofo, si estuviera dirigiéndome a una audiencia puramente filosófica, debería decir que
tendría la obligación de describirme a mí mismo como un agnóstico, porque no creo que haya un
argumento concluyente con el cual uno demuestre que no hay un Dios. Por otra parte, si voy a expresar la
idea correcta al hombre común en la calle, pienso que tendría que decir que soy un ateo, porque cuando
digo que no puedo probar que no existe un Dios, debería igualmente agregar que no puedo probar que no
existen los dioses homéricos.

Bertrand Russell, Collected Papers, vol. 11, p. 91.

Aunque más tarde cuestionaría la existencia de Dios, en sus años de estudiante,


aceptaba completamente el Argumento ontológico:

Durante tres o cuatro años fui un hegeliano. Recuerdo el momento exacto en el que adopté esta
doctrina, fue en 1894, mientras caminaba por Trinity Lane —en la Universidad de Cambridge donde
Russell estudiaba—, había salido a comprar una lata de tabaco, a la vuelta la lancé repentinamente al aire,
y exclamé «¡Cáspita, el argumento ontológico es sólido!».

Bertrand Russell, Autobiografía de Bertrand Russell, 1967.

Esta cita ha sido utilizada a lo largo de los años por muchos teólogos, tales como
Louis Pojman en Filosofía de la Religión, para convencer a los lectores de que
incluso un conocido filósofo ateo defiende este agumento de la existencia de Dios.
Sin embargo, el mismo Russell también menciona en la susodicha autobiografía:

No creía en la vida en el más allá, pero sí creía en Dios, pues el argumento de primera causa, me
parecía irrefutable. Pero a la edad de dieciocho años, poco antes de ingresar en Cambridge, leí la
autobiografía de John Stuart Mill, en la cual explicaba cómo su padre le enseñó que no se puede preguntar
«¿Quién me creó?», ya que esta pregunta conllevaría la de «¿Quién creó a Dios?». Esto me llevó a
abandonar el argumento de la primera causa y a comenzar a ser un ateo.

Bertrand Russell, Autobiografía de Bertrand Russell, 1967.

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Russell hizo también un influyente análisis de la Hipótesis Omphalos (Omphalos
Hypothesis) enunciada por Philip Henry Gosse, de que cualquier argumento que
defienda que el mundo fue creado ya en movimiento, (Dios habría creado un mundo
ya evolucionado, con montañas, desfiladeros, o el ejemplo del ombligo, Omphalos en
griego, en Adán y Eva) podría aplicarse tanto a un planeta Tierra de unos cuantos
miles de años de edad así como a uno originado hace cinco minutos:

No hay imposibilidad lógica en la hipótesis de que el mundo se creó hace cinco minutos, con una
población que «recuerda» un pasado completamente irreal. No hay una conexión necesaria lógicamente
entre eventos de épocas distintas; por lo tanto, nada de lo que sucede ahora o sucederá en el futuro puede
refutar la hipótesis de que el mundo comenzó hace cinco minutos.

Bertrand Russell, El Análisis de la Mente (The Analysis of Mind), 1921, pp. 159-60; cf. Filosofía
(Philosophy), Norton, 1927, p. 7, donde Russell reconoce la paternidad de Gosse en el argumento anti-
evolucionario.

Cuando joven, Russell tuvo una inclinación decididamente religiosa, como es


evidente en el platonismo de su época más temprana. Anhelaba verdades absolutas,
como lo deja claro en su famoso ensayo A Free Man’s Worship, ampliamente
considerado como una obra maestra en prosa, pero una obra que llegó a desagradar al
propio Russell. Mientras rechazaba lo sobrenatural, admitía libremente que ansiaba
un significado más profundo de la vida.
Las opiniones de Russell sobre religión pueden ser encontradas en su conocido
libro Por qué no soy cristiano y otros ensayos (Why I Am Not a Christian and Other
Essays on Religion and Related Subjects). El título fue una charla dada el 6 de marzo
de 1927, que un año después fue publicada como libro. Este texto contiene además
otros ensayos en los cuales Russell considera un número de argumentos lógicos para
la no existencia de Dios, incluyendo el argumento cosmológico o de primera causa, el
argumento de ley natural, el argumento teológico, y argumentos morales.
Su conclusión:

La religión se basa, creo yo, primeramente en el miedo. Es en parte el terror hacia lo desconocido,
como ya he dicho, el anhelo de sentir que se tiene un como hermano mayor que siempre te protege y está
ahí. [...] Un buen mundo necesita conocimiento, bondad y coraje; no necesita una añoranza lastimosa del
pasado o el lastre al libre uso de la inteligencia de palabras dichas hace mucho tiempo por gentes
ignorantes.

Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano y otros argumentos morales

Opiniones prácticas

Russell escribió algunos libros sobre asuntos éticos prácticos tales como el

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matrimonio. Sus opiniones en este campo son liberales. Argumenta que las relaciones
sexuales fuera del matrimonio son relativamente aceptables. En su libro Sociedad
Humana, Ética y Política (Human Society in Ethics and Politics) de 1954, aboga en
favor de la perspectiva de que deberíamos atender los asuntos morales desde el punto
de vista de los deseos de los individuos. Los individuos pueden hacer lo que ellos
quieran, siempre y cuando no existan deseos incompatibles entre individuos
diferentes. Los deseos no son malos en sí mismos, pero en ocasiones sí lo son su
poder o consecuencias reales. Russell también escribe que el castigo es importante
sólo en un sentido instrumental, y no debería utilizarse nunca sin justificación.

Influencia en la filosofía

Sería difícil ponderar la influencia de Russell sobre la filosofía moderna,


especialmente en el mundo angloparlante. Si bien otros también fueron notablemente
influyentes, Frege, Moore y Wittgenstein, más que ninguna otra persona Russell hizo
del análisis la aproximación dominante hacia la filosofía. Contribuyó prácticamente
en todas las áreas desde la misma metodología: abogando siempre por el análisis y
alertando a los filósofos de las trampas del lenguaje, sentando así el método y las
motivaciones de la filosofía analítica y siendo, si no el fundador, sí al menos el
principal promotor de las mayores ramas y temas de ésta, incluyendo varias versiones
de la filosofía del lenguaje, análisis lógico formal, y la filosofía de la ciencia. Varios
movimientos analíticos del último siglo se los debemos a los primeros trabajos de
Russell. Sus contribuciones de contenido incluyen su innegable artículo maestro
«Sobre el Denotar» y una serie de libros y artículos en problemas desde la filosofía de
las matemáticas, la metafísica, la epistemología, la inferencia científica y la ética a
una serie de enfoques interesantes y fértiles al problema mente-cuerpo, enfoques
discutidos hoy en día por variedad de filósofos importantes como David Chalmers,
Michael Lockwood, Thomas Nagel, Grover Maxwell, Mario Bunge, etc.
La influencia de Russell sobre cada filósofo es particular, y quizás esto se note
más en el caso de Ludwig Wittgenstein, quien fue su alumno entre 1911 y 1914.
También hay que observar que Wittgenstein ejerció considerable influencia sobre
Russell, especialmente al mostrarle el camino para llegar a concluir, a su pesar, que
las verdades matemáticas eran sólo verdades tautológicas. La evidencia de la
influencia de Russell sobre Wittgenstein pueder ser vista por todas partes en el
Tractatus, en cuya publicación Russell contribuyó. Russell también ayudó en
garantizar el doctorado de Wittgenstein junto a una posición en la facultad de
Cambridge, además de varias becas. Sin embargo, como se menciona previamente,
Russell más tarde llegó a disentir de la aproximación lingüística y analítica hacia la
filosofía de Wittgenstein, mientras Wittgenstein llegó a pensar de Russell como

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«superficial», particularmente en sus escritos más populares. La influencia de Russell
también es evidente en el trabajo de A. J. Ayer, Carnap, Kurt Gödel, Karl Popper, W.
V. Quine, y otros filósofos y lógicos.
Algunos ven la influencia de Russell como negativa, principalmente aquellos que
han sido críticos de su énfasis en la ciencia y la lógica, la consiguiente debilitación de
la metafísica, y su insistencia en que la ética yace fuera de la filosofía. Los
admiradores y detractores de Russell generalmente están más al tanto de sus
pronunciamientos sobre asuntos políticos y sociales (llamado «periodismo» por
algunos, como Ray Monk), que de su trabajo técnico y filosófico. Entre los no-
filósofos, hay una tendencia marcada en fusionar estos temas, y juzgar a Russell
como filósofo por lo que él ciertamente consideraría eran sus opiniones no-
filosóficas. Russell con frecuencia recalcaba a las personas esta diferencia.
Russell dejó un gran surtido de escritos. Desde la adolescencia, escribió cerca de
3.000 palabras por día, con pocas correcciones; su primer borrador casi siempre era
muy cercano a su último borrador, aún en los temas técnicos más complejos. Su
trabajo previo no publicado es una inmensa colección de tesoros, del cual los
especialistas continúan adquiriendo nuevas visiones del pensamiento de Russell.

Influencia en la matemática

En matemáticas su gran contribución es la indudablemente importante Principia


Mathematica con Alfred North Whitehead, libro en tres volúmenes donde, a partir de
ciertas nociones básicas de la lógica y la teoría de conjuntos, se pretendía deducir la
totalidad de las matemáticas. Kurt Gödel echó abajo la pretendida demostración,
mostrando así el poder de los lenguajes formales, la posibilidad de modelar las
matemáticas y la fertilidad de la lógica. Un libro profundamente influyente e
importante que contribuyó al desarrollo de la lógica, la teoría de conjuntos, la
inteligencia artificial y la computación, así como a la formación de pensadores de la
talla de David Hilbert, Ludwig Wittgenstein, Alan Turing, Willard Van Orman Quine
y Kurt Gödel.

Activismo de Bertrand Russell

El activismo social y político ocupó gran parte del tiempo de Russell durante su
larga vida, lo que hace más remarcables sus escritos sobre un gran rango de temas
técnicos y no técnicos.
Russell permaneció políticamente activo hasta el final, escribiendo y exhortando a
los líderes mundiales, además de prestar su nombre a numerosas causas. Algunos

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afirman que durante sus últimos años él dio a sus jóvenes seguidores demasiada
licencia y que ellos utilizaron su nombre para ciertos propósitos absurdos que un
Russell más atento no hubiera aprobado. Existe evidencia que muestra que él se dio
cuenta de esto cuando despidió a su secretario privado, Ralph Schoenman, entonces
un joven revolucionario de la izquierda radical.

Pacifismo, guerra y armas nucleares

Russell nunca fue un total pacifista; en su artículo de 1915 «La Ética de la


Guerra» (The Ethics of War), defendió las guerras de colonización sobre tierras de
uso útil, cuando una civilización más avanzada podría administrar la tierra dándole un
mejor uso. Sin embargo, se opuso casi a todas las guerras entre naciones modernas.
Su activismo en contra de la participación británica en la Primera Guerra Mundial le
hizo perder su membresía en el Trinity College, Cambridge. Fue sentenciado a
prisión por aconsejar a jóvenes sobre cómo evitar el servicio militar. Fue liberado
después de seis meses. En 1943 Russell llamó a su postura «pacifismo político
relativo»: sostuvo que la guerra era un mal enorme, pero en algunas circunstancias
particulares extremas (tales como cuando Adolf Hitler amenazó tomar posesión de
Europa) podría ser el menor de múltiples males. En los años cercanos a la Segunda
Guerra Mundial, apoyó la política de apaciguamiento; pero en 1940 reconoció que
para preservar la democracia, Hitler tendría que ser derrotado. Este mismo
compromiso reluctante fue compartido por Alan Alexander Milne, conocido de
Russell.
Russell se opuso al uso y posesión de armas nucleares, pero pudo no haber tenido
siempre esa opinión. El 20 de noviembre de 1948, durante un discurso público en la
Escuela de Westminster, conmocionó a algunos observadores con comentarios que
parecían sugerir que un ataque nuclear preventivo a la Unión Soviética sería
justificado. Russell aparentemente discutía que la amenaza de guerra entre Estados
Unidos y la Unión Soviética permitiría a los Estados Unidos forzar a los soviéticos a
aceptar el Plan Baruch para el control internacional de energía atómica. A principios
de ese año había escrito a Walter W. Marseille en ese mismo tono. Russell sintió que
ese plan «había tenido grandes méritos y demostró una generosidad considerable,
cuando se tiene presente que Estados Unidos aún tenía un monopolio nuclear intacto»
(Has Man a Future?, 1961). Sin embargo, Nicholas Griffin, de la Universidad de
McMaster, en su libro The Selected Letters of Bertrand Russell: The Public Years,
1914-1970 señala (luego de haber conseguido una transcripción del discurso) que los
términos de Russell implican que él no defendió el uso de la bomba atómica, sino
simplemente su uso diplomático como una fuente poderosa de influencia sobre las
acciones de los soviéticos. La interpretación de Griffin fue debatida por Nigel

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Lawson, anterior Canciller británico, que estuvo presente en el discurso, y quien
señala que fue muy claro para la audiencia que Russell estaba apoyando un primer
ataque. Cualquiera sea la interpretación correcta, Russell luego abogó fuertemente
por un desarme por parte de los poderes nucleares.
En 1955 Russell dio a conocer el Manifiesto Russell-Einstein, firmado en
conjunto con Albert Einstein y otros nueve líderes científicos e intelectuales, un
documento que desembocó en la Conferencia Pugwash en 1957.
En 1958 se convirtió en el primer presidente de la Campaña de Desarme Nuclear
(CDN). Renunció dos años más tarde cuando la CDN no apoyó la desobediencia
civil, y formó el Comité de los 100. En 1961, ya casi cerca de los noventa años, fue
encarcelado por una semana por incitar a la desobediencia civil, en conexión con
protestas en el Ministerio de Defensa del Reino Unido y en Hyde Park, Londres.
Muy preocupado sobre el peligro potencial para la humanidad debido a las armas
nucleares y otros descubrimientos científicos, también se unió a Einstein,
Oppenheimer, Rotblat y otras eminencias en el ámbito científico del momento para
establecer la Academia Mundial de Arte y Ciencia constituida en 1960.
En 1962, a los 90 años, medió en la crisis de los misiles de Cuba para evitar que
se desatara un ataque militar, escribiendo cartas a John F. Kennedy, Nikita Jrushchov,
al Secretario General de las Naciones Unidas U Thant y al primer ministro británico
Harold Macmillan, quienes pudieron haber ayudado a prevenir el avance del conflicto
y una posible guerra nuclear, y siendo intermediario en sus respuestas mutuas.
Organizó con Albert Einstein un manifiesto que dio vida a las Conferencias de
Pugwash, ante la amenaza de una guerra nuclear y pasó los últimos quince años de su
vida haciendo campaña en contra de la fabricación de armas nucleares. En esto seguía
el consejo que había dado a un entrevistador, diciéndole que el deber del filósofo en
esos tiempos era evitar a toda costa un nuevo holocausto, la destrucción de la
humanidad.
La Fundación para la Paz Bertrand Russell comenzó a funcionar en 1963, a fin de
llevar adelante el trabajo de Russell por la paz, los derechos humanos y la justicia
social. Comenzó su oposición pública hacia la política de Estados Unidos en
Vietnam, con una carta al New York Times con fecha 28 de marzo de 1963. En el
otoño de 1966 ya había completado el manuscrito de Crímenes de guerra en Vietnam.
Luego, utilizando las justificaciones estadounidenses para los Juicios de Nuremberg,
Russell y Jean-Paul Sartre organizaron lo que él mismo llamó un Tribunal
Internacional de Crímenes de Guerra, conocido como el Tribunal Russell.
Russell, desde un comienzo, fue crítico con la historia oficial en el asesinato de
John F. Kennedy. Su escrito 16 Preguntas sobre el asesinato de 1964 es aún
considerado un buen resumen de las aparentes inconsistencias del caso.
Russell apareció en un film interpretándose a sí mismo en la película india

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antibélica Aman que fue presentada en India en 1967. Ésta fue la única aparición de
Russel en un film.

Comunismo y socialismo

Russell inicialmente expresó tener mucha esperanza en el «experimento


comunista». Sin embargo, cuando visitó la Unión Soviética y se reunió con Lenin en
1920, encontró el sistema imperante poco impresionante. A su regreso escribió un
tratado crítico llamado La Práctica y Teoría del Bolchevismo (The Practice and
Theory of Bolshevism). Él estaba «infinitamente descontento en esta atmósfera
sofocada por su utilitarismo, su indiferencia hacia el amor y belleza y el vigor del
impulso». Para Russell, Lenin era un hombre que se pretendía científico y que
presumía de actuar siguiendo las leyes de la historia, pero no veía en él ninguna traza
de ciencia. Los seguidores de Lenin eran, para Russell, creyentes, fundamentalistas y
fanáticos. Afirmaba ver algo interesante en su fanatismo, pero nada que ver con las
leyes de la historia, que para Russell estaban subordinadas a la ciencia como único
método de análisis. Creía que Lenin era similar a un fanático religioso, frío y poseído
por un «desamor a la libertad».
Políticamente, Russell imaginaba un tipo benévolo de socialismo afirmando su
simpatía por el socialismo libertario o anarquismo, similar en algunas formas, aún
poseyendo diferencias importantes, al concepto promovido por la Sociedad Fabiana.
De esta fusión de criterios surge en los años 20 su respaldo al socialismo gremial, una
forma de socialismo individualista/cooperativo y antiestatal, de mando distribuido y
no centralizado.
Russell criticaba fuertemente el régimen de Stalin, y las prácticas de los estados
que se proclamaban marxistas y comunistas. Siempre fue un entusiasta consistente de
la democracia y el gobierno mundial, y abogaba por el establecimiento de un
gobierno internacional democrático en algunos de los ensayos reunidos en In Praise
of Idleness (1935), y también en Has Man a Future? (1961).

Quien cree como yo, que el intelecto libre es la principal máquina del progreso humano, no puede sino
oponerse fundamentalmente al Bolchevismo tanto como a la Iglesia de Roma. Las esperanzas que inspiran
al comunismo son, en lo principal, tan admirables como aquellas inculcadas por el Sermón de la Montaña,
pero ellas se sostienen fanáticamente y son igual de probables de hacer tanto daño como ellas.

Bertrand Russell, La Práctica y Teoría del Bolchevismo, 1920.

Por mi parte, mientras soy un socialista convencido tanto como el más ardiente marxista, no considero
al Socialismo como un evangelio de venganza proletaria, ni siquiera, principalmente, como un medio de
asegurar justicia económica. Lo considero principalmente como un ajuste a la máquina de producción
requerido por consideraciones de sentido común, y calculadas para incrementar la felicidad, no sólo del
proletariado, sino de todos excepto una minoría pequeña de la raza humana.

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Bertrand Russell, «The Case for Socialism», (In Praise of Idleness, 1935).

Métodos modernos de producción nos han dado la posibilidad de bienestar y seguridad para todos;
hemos escogido, en vez, tener sobrecarga de trabajo para algunos y hambruna para el resto. Hasta ahora
hemos continuado siendo tan enérgicos como éramos antes que hubieran máquinas; en esto hemos sido
estúpidos, pero no hay razón para que sigamos siendo estúpidos por siempre.

Bertrand Russell, In Praise of Idleness, 1935.

Llego a la conclusión de que, tanto hoy como en tiempos de Locke, el liberalismo empirista (que no es
incompatible con el socialismo democrático) es la única filosofía que puede ser adoptada por el hombre
que, por una parte, demande alguna evidencia científica a sus convicciones y, por otra parte, desee la
felicidad humana por encima de la prevalencia de cualquier partido o credo.

Bertrand Russell, Unpopular Essays, 1950.

Sufragio femenino

Cuando era joven, Russell fue miembro del Partido Liberal del Reino Unido y se
mostró en favor del libre comercio y el voto femenino. En su panfleto de 1910,
«Ansiedades Anti-Sufragio» (Anti-Suffragist Anxieties), Russell escribió que algunos
hombres se oponen al sufragio porque «temen que su libertad para actuar de maneras
que son ofensivas hacia las mujeres sea reducida». En 1907 se presentó a las
elecciones para apoyar esta causa, pero perdió por un alto margen.

Sexualidad

Russell escribió en contra de las nociones victorianas sobre moralidad. En


Matrimonio y Moral (1929) expresó su opinión sobre que el sexo entre un hombre y
una mujer que no están casados entre sí no es necesariamente inmoral si ellos
realmente se aman, y defendió los «matrimonios experimentales» o «matrimonios de
compañía», relaciones formalizadas donde jóvenes podían tener de forma legítima
relaciones sexuales sin esperar permanecer casados a largo plazo o tener hijos (una
idea propuesta por primera vez por el juez y reformador social norteamericano Ben
Lindsey). Esto puede no parecer extraño hoy en día, pero fue suficiente para
desencadenar acaloradas protestas y fuertes denuncias en su contra durante su visita a
los Estados Unidos poco después de la publicación del libro. Russell también estuvo
adelantado a su época al apoyar una educación sexual abierta y un amplio acceso a
métodos anticonceptivos. También apoyó el divorcio fácil, pero sólo si el matrimonio
no había tenido hijos —la visión de Russell era que los padres deberían permanecer
casados pero tolerantes hacia las infidelidades del otro. Esto reflejaba su vida en ese

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momento —su segunda esposa Dora tenía públicamente un amante, y pronto quedaría
embarazada del mismo, pero Russell deseaba que sus hijos John y Kate tuviesen una
vida familiar «normal».
Russell participaba activamente dentro de la Sociedad de la Reforma de la Ley
Homosexual, siendo uno de los signatarios de la carta de Anthony Edward Dyson que
hacía un llamamiento por un cambio en la ley referente a las prácticas homosexuales.

Raza

Así como las ideas de Russell sobre religión evolucionaron a lo largo de su vida,
su visión en el tema de la raza tampoco permaneció inalterable. Por 1951, Russell
abogaba por la igualdad racial y el matrimonio interracial. De su autoría en
«Antagonismo Racial» (Racial Antagonism) en New Hopes for a Changing World
(1951), se lee lo siguiente:

A veces se estipula que la mezcla racial es indeseable. No existe evidencia alguna para tal opinión. No
existe, aparentemente, ninguna razón para pensar que los negros son congénitamente menos inteligentes
que los blancos, pero eso será difícil de juzgar hasta que ellos tengan las mismas oportunidades y buenas
condiciones sociales.

Bertrand Russell, New Hopes for a Changing World (London: Allen & Unwin, 1951, p. 108).

Pasajes en algunos de sus primeros escritos apoyan el control de la natalidad. En


Noviembre 16 de 1922, por ejemplo, dio una conferencia en la Reunión General
perteneciente a la Sociedad por un Control de la Natalidad y Progreso Racial
Constructivo, donde describió la importancia de extender el control de natalidad de
Occidente por todo el mundo; sus observaciones anticiparon el movimiento por el
control de la población de los años 60 y el rol de las Naciones Unidas.

Esta política puede durar algún tiempo, pero al final vamos a tener que ceder el paso: sólo estamos
posponiendo el momento; el único remedio verdadero es el control de la natalidad, que es conseguir que
las gentes del mundo se limiten a la cantidad de hijos que puedan mantener en su propia tierra... No veo
cómo podemos tener la esperanza permanente de ser lo suficientemente fuertes como para mantener las
razas de color por fuera; tarde o temprano están obligados al desbordamiento, por lo que lo mejor que
podemos hacer es esperar que las naciones vean la sabiduría de Control de la natalidad... Necesitamos una
autoridad internacional fuerte.

«Lecture by the Hon. Bertrand Russell», Birth Control News, vol 1, no. 8 (December 1922), p.2.

Otro pasaje de las ediciones más tempranas de su libro Matrimonio y Moral


(1929), que Russell más tarde aclaró como referencia sólo a la situación resultante del
condicionamiento ambiental, el cual había eliminado de ediciones más tardías, dice lo
siguiente:

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En casos extremos puede existir poca duda de la superioridad de una raza sobre otra... No existe
motivo razonable para considerar a los negros inferiores como término medio respecto a los blancos,
aunque para trabajos en los trópicos ellos son indispensables, por lo que su exterminación (dejando de lado
los asuntos humanitarios) sería altamente indeseable.

Bertrand Russell, Matrimonio y Moral (Marriage and Morals) (1929).

Russell más tarde criticó los programas de eugenesia por su vulnerabilidad ante la
corrupción, y en 1932, condenó la «suposición sin garantía» que «los negros son
congénitamente inferiores a los hombres blancos», (Education and the Social Order,
Cap. 3).
Respondiendo en 1964 a la pregunta de un corresponsal, «¿aún considera a los
negros como una raza inferior, como lo hizo cuando escribió Matrimonio y Moral
(Marriage and Morals)?», Russell respondió:

Nunca sostuve que los negros eran intrínsecamente inferiores. La afirmación en Marriage and Morals
se refiere al condicionamiento ambiental. La he retirado de ediciones subsiguientes porque claramente es
ambigua.

Bertrand Russell, carta fechada el 17 de marzo de 1964 en Querido Bertrand Russell... una selección
de su correspondencia con el público en general, 1950-1968, editado por Barry Feinberg y Ronald Kasrils.
(London: Allen & Unwin, 1969, p. 146)

Balance de la vida de Bertrand Russell

Admitiendo fracasar en ayudar al mundo a vencer la guerra y en ganar su


perpetua batalla intelectual por verdades eternas, Russell escribió esto en
«Reflexiones en mi octogésimo cumpleaños» (Reflections on My Eightieth Birthday),
que además fue la última entrada en el último volumen de su Autobiografía,
publicada el año anterior a su muerte:

He vivido en busca de una visión, tanto personal como social. Personal: cuidar lo que es noble, lo que
es bello, lo que es amable; permitir momentos de intuición para entregar sabiduría en los tiempos más
mundanos. Social: ver en la imaginación la sociedad que debe ser creada, donde los individuos crecen
libremente, y donde el odio y la codicia y la envidia mueren porque no hay nada que los sustente. Estas
cosas, y el mundo, con todos sus horrores, me han dado fortaleza.

Bertrand Russell, «Reflexiones en mi octogésimo cumpleaños».

Obras

La siguiente es una selección de obras de Bertrand Russell ordenadas por fecha de

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publicación:

La socialdemocracia alemana, 1896.


Un ensayo sobre los fundamentos de la geometría, 1897.
Exposición crítica de la filosofía de Leibniz, 1900.
Los Principios de las matemáticas, 1903. (Versión en inglés.)
Sobre la denotación, 1905. (Versión en inglés y versión en español.)
Principia Mathematica, en coautoría con Alfred North Whitehead, 1910, 1912,
1913.
Los elementos de la ética, 1910. (Versión en inglés.)
Ensayos filosóficos, 1910.
Los problemas de la filosofía, 1912. (Versión en inglés.)
Nuestro conocimiento del mundo exterior, 1914.
Principios de reconstrucción social, 1916.
Ideales políticos, 1917.
Los caminos de la libertad, 1918. (Versión en inglés.)
Misticismo y lógica, 1918.
La filosofía del atomismo lógico, 1918.
Introducción a la filosofía matemática, 1918.
Teoría y práctica del bolchevismo, 1920.
Análisis de la mente, 1921. (Versión en inglés.)
El problema de China, 1922.
El ABC de los átomos, 1923.
Sobre la vaguedad, 1923. (Versión en inglés.)
Ícaro o el futuro de la ciencia, 1924.
Cómo ser libre y feliz, 1924.
Lo que yo creo, 1925.
El ABC de la relatividad, 1925.
Sobre la educación, especialmente en la infancia temprana, 1926.
Análisis de la materia, 1927.
Fundamentos de filosofía, 1927.
Por qué no soy cristiano, 1927. [1]
Ensayos escépticos, 1928.
Matrimonio y moral, 1929.
La conquista de la felicidad, 1930.
La perspectiva científica, 1931.
Educación y el orden social, 1932.
Libertad y organización 1814 - 1914, 1934.
Elogio de la ociosidad, 1935. (Versión en español.)
Religión y ciencia, 1935.

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¿Qué camino hacia la paz?, 1936.
Los documentos Amberley, 1937.
El poder en los hombres y en los pueblos, 1938.
Investigación sobre el significado y la verdad, 1940.
Cómo convertirse en filósofo, 1942.
Cómo leer y entender la historia, 1943.
El valor del libre pensamiento, 1944.
Historia de la filosofía occidental, 1945.
El conocimiento humano. Su alcance y sus límites, 1948.
Autoridad e invididuo, 1949.
Ensayos impopulares, 1950.
Nuevas esperanzas para un mundo cambiante, 1951.
El impacto de la ciencia en la sociedad, 1952.
Satán en los suburbios, 1953.
Pesadillas de personas eminentes, 1954.
Sociedad humana, ética y política, 1954.
Retratos de memoria y otros ensayos, 1956.
Lógica y conocimiento, 1956.
Sentido común y guerra nuclear, 1959.
La evolución de mi pensamiento filosófico, 1959.
Los escritos básicos de Bertrand Russell, 1961.
Hecho y ficción, 1961.
¿Tiene el hombre un futuro?, 1961.
Victoria pacífica, 1963.
Crímenes de guerra en Vietnam, 1967.
Autobiografía, 1967-1969.

Adaptado de wikipedia, la enciclopedia libre.

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Notas

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[1] Desde entonces, los miembros del partido comunista han heredado este privilegio

de los guerreros y sacerdotes. <<

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[2] Trataré este tema brevemente, ya que lo he discutido en el primer ensayo de este

volumen. <<

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Notas de la edición digital

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[A] ... la mayor parte de los hijos de los asalariados. (Nota de la edición digital.) <<

www.lectulandia.com - Página 147


[B] Alexander Pope, epitafio para Isaac Newton. (Nota de la edición digital.) <<

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