El Mayor Gigante

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El mayor gigante

del mundo
Colección Marujita

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Hace mucho empo, vivía el brujo
Ojosgrandes, que tenía un hijo llamado Silón,
aunque no contaba más que un año de edad.
Silón se arrastraba por el cuarto de tr bajo de
su padre, mientras él estaba ocupado en sus
encantamientos. Pero un día ocurrió algo
espantoso. Ojosgrandes estaba preparando un
encantamiento para una bruja, que deseaba
robustecer y hacer crecer sus manzanos y
luego, una vez terminada la preparación del
líquido mágico, lo dejó en un cuenco para que
se enfriase. La mesa era bastante baja y el
encantador tomó un libro y empezó a estudiar.
El niño descubrió el cuenco y le agradó el color
d rado y brillante del líquido que contenía. De
pronto se apoderó del recipiente, lo levantó y
derramó todo su contenido encima de su
propio cuerpo.
Silón empezó a llorar y se tragó las gotas del
líquido que resbalaban por su rostro. Su traje
quedó empapado y tuvo frío. El encantador
pro rió algunos exclamaciones de dolor y
acudió al lado de su hijito. La madre, por su
parte, llegó corriendo y lo tomó en brazos.

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—¿Por qué has dejado ese cuenco al alcance


del niño? —preguntó enojada.
—Lo malo es que no era agua —contestó el
encantador, dando un gemido,— sino un ltro
que hice paro la bruja que vino a verme ayer.
Ahora se ha estropeado todo.
—¿Un ltro?—exclamó su esposa asustada.—
¡Dios mío, y el niño se ha tragado algunas
gotas! ¿No le harán daño?
—Creo que no— contestó el hechicero.—Pero
ya lo veremos dentro de poco rato.
Durante algún empo, el hechicero y su mujer
no pudieron observar nada desagradable en el
niño. Creció bien y muy pronto adquirió doble
corpulencia de los n ños de su edad. Todo el
mundo decía que era un hermoso niño y muy
robusto. Pero algún empo después empezó a
crecer y a ensancharse proporcionalmente de
tal manera, que la gente se maravillaba al
verlo.
—Está demasiado desarrollado para su edad—
decía se unos o otros.—Sin duda debe de
haber algún enca tamiento en eso. Aun no ha

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cumplido los cinco años y ya es mucho mayor
que su padre Ojosgrandes.
Éste sabía muy bien lo que había ocurrido. El
ltro que compuso para que creciesen y se
desarrollaran m jor los manzanos de la bruja,
ejercía su in uencia en su hijo, convir éndolo
en un gigante. Pronto el hechicero y su esposa
empezaron o temer a Silón, porque en cuanto
se oponían a alguno de sus caprichos, él les
pegaba con extraordinaria fuerza.
Por esta causa, el niño hizo, a par r de
entonces, todo lo que se le antojaba y en el
pueblo nadie se atrevía a contrariarle, para no
ser golpeado por él. De este modo Silón creció
egoísta y malvado.
A los veinte años de edad era, sencillamente,
eno me. Con la cabeza llegaba hasta las nubes
y tenía unos pies tan grandes como un campo.
Su voz era más fuerte que el trueno y comía
más que cien hombres.
Nadie sabía qué hacer con él. Todos los
habitantes de la población habían de ocuparse
en proporcionarle comida y si no le daban lo
que él necesitaba, empezaba a patear con tal
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fuerza, que se derrumbaban las casas y todo el
mundo se asustaba sobremanera.
Por úl mo dejó de crecer. Pero, sin duda, era el
g gante más grande del mundo entero y
también el más egoísta. No quería trabajar,
pero obligaba a los demás a que lo hiciesen por
él, amenazándolos con destruir la población,
en caso contrario.
Hubo un invierno de mucho frío y SiIón ordenó
a los habitantes del pueblo que le construyeran
un gran cas llo.
Mas a pesar de que ellos se esforzaron en
compl cerlo, no consiguieron alcanzar siquiera
la altura de la cabeza del gigante. Así, pues,
creyeron que sería mucho mejor
proporcionarle una gran cueva.
—Así estarás muy caliente, Silón. En una cueva
no te llegará la escarcha ni el viento. En todo el
reino no hay bastante piedra paro construir un
cas llo a tu medida, de modo que has de
contentarte con una cueva. Al principio, Silón
no quiso hacerles caso e insis ó en que le
construyesen el cas llo, pero luego pensó que,

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en efecto, estaría muy cómodo en una buena


cueva y encargó que se la buscaran.
Los habitantes del pueblo no se molestaron en
eso, sino que rogaron a Ojosgrandes que se la
procurase, gracias a su magia. El hechicero
compuso un poderoso ltro, pronunció siete
palabras muy raras, arrojó el l quido al suelo y
en el acto se abrió a sus pies una cueva lo
bastante grande para alojar cómodamente a
una docena de gigantes.
—Silón estará muy cómodo en esta cueva—se
decía la gente.
El gigante ordenó que le preparasen una cama
y que le proporcionasen una silla y una mesa,
de modo que, en breve, quedó bien instalado.
—¡Ojalá pudiésemos tenerlo encerrado en esa
cueva para siempre más!—suspiraba la gente.
— Pero en la primavera saldrá de nuevo a
estropearnos las cosas y a darnos sustos de
muerte.
—¿Y no podríamos atarlo? —preguntó un
duendecillo.

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—¡Bah! —exclamó el jefe del pueblo.— ¡Qué


idea! ¿Crees que hoy alguien bastante atrevido
para atar a Silón?
—Pues yo no tendría ningún inconveniente en
enca garme de eso—contestó el duendecillo—
estoy seguro de que se me ocurriría un buen
plan.
Todos se echaron a reír, de modo que el
duendecillo se sonrojó mucho. Luego se alejó,
cogió su male n y se dirigió a la estación para
tomar el tren. Quería ir al pueblo inmediato,
donde vivía un excelente herrero. Y, en efecto,
el duendecillo, al llegar a su de no, lo
encontró ocupado en trabajar.
—¿Podría usted hacerme una cadena de acero,
lo bastante fuerte poro que nadie en el mundo
fuese capaz de romperla?—preguntó.
—Eso es fácil—contestó el herrero.—¿Y qué me
pagarás a cambio de eso?
—De momento no tengo ningún dinero —
contestó el duendecillo.— Pero si, realmente,
es usted capaz de h cer una cadena que nadie




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pueda romper, seré rico y le pagaré lo que
quiera.
El herrero aceptó el trato y empezó a trabajar.
No dejó de mano su tarea durante cuatro
semanas segu das y luego pudo mostrar al
duendecillo una cadena de acero tan fuerte y
pesada, que el úl mo no cons guió siquiera
mover uno solo de sus eslabones.
—Eso no se romperá nunca —dijo el cerrajero,
muy orgulloso de su trabajo.— Será preciso
que alquiles trei ta y cinco caballos para
transportarla.
El duendecillo contrató cincuenta y entre todos
arrastraron la gran cadena hacia el pueblo.
Todo el mundo iba a verla y el duendecillo
explicó que estaba des nada a atar a Silón, con
objeto de que no pudiese salir nunca más de su
cueva.
—Le daremos a entender que se trata de un
juego añadió.—Acompañadme a su cueva y
veremos lo que sucede.

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Los curiosos se dirigieron atropelladamente a


la cueva del gigante y el duendecillo se asomó
a lo boca de aquella gritando:
—¡Silón! ¿Eres tan forzudo como antes? Aquí
hay quien asegura que te has debilitado.
—Si queréis os daré la prueba de lo contrario
—contestó el gigante enojado.— Soy mucho
más fuerte que cualquier otro gigante del
mundo entero.
—Pues, mira, aquí hay una cadena que ni
siquiera tu podrás romper—dijo el duendecillo,
haciendo seña para que se aproximasen los
caballos.
Silón dirigió una mirada desdeñosa a aquella
cadena.
—Átame como quieras con una cadena de
juguete como esa y ya verás cómo la rompo en
un instante.
Eso era, precisamente, lo que deseaba el
duendecillo. Llamó a los hombres más fuertes
de la población, para que lo ayudasen, y, al
cabo de algunas horas de trabajo, consiguieron
dejar al gigante muy bien sujeto a una roca.

—Bueno, ¡ya estás atado!—dijo el duendecillo,


muy sa sfecho.—Ahora no podrás libertarte,
Silón.
Pero el gigante se limitó a sonreír. Hizo una
contra ción y un instante después rompiéronse
con gran ruido varios eslabones, de modo que
quedó nuevamente libre.
Todo el mundo ngió quedarse en extremo
admirado y aun algunos vitorearon al gigante,
por miedo de que se gurase la verdadera
intención que tenían. Él sonrió muy contento,
en vista de que todo el mundo se alegraba de
ser tes go de su fuerza enorme.
—Si queréis, traedme otra cadena más fuerte
tod vía y os mostraré lo que puedo hacer.
Capaz sería de romper una cadena veinte veces
más fuerte que ésa.
—¡Oh, no! No podrías! —exclamaron varios.—
Rea mente no podrías.
—Probadlo si queréis—replicó el gigante.
El duendecillo fue nuevamente a casa del
herrero y le re rió lo ocurrido, encargándole
luego que fabricase una cadena veinte veces



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más fuerte, pues así el gigante no podría ya


romperla.
—Me extraña mucho que haya podido romper
la a terior —replicó maravillado el herrero.—
Pero, en n, te haré la cadena que me
encargas, amiguito, aunque para eso no puedo
trabajar solo. Es preciso que me ayuden doce
herreros más.
Una vez se hubieron puesto de acuerdo el
duendecillo y él, mandó en busca de doce
compañeros y los trece, a la vez, empezaron a
trabajar, a n de hacer una cadena más fuerte
que cuantas se vieran en el mundo hasta
entonces. Estuvo terminada en tres semanas,
po que los trece herreros trabajaron de día y
de noche, sin parar. Luego, para el transporte,
fue preciso emplear un millar de caballos, y los
habitantes del pueblo en que vivía Silón
acudieron o animar a los pobres animales con
sus voces de aliento.
Cuando Silón vio lo enorme cadena, se puso
serio.
—¡Jo! ¡Jo! —exclamó riéndose el duendecillo,
al n tar que miraba receloso la cadena.— Ésta



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es veinte veces más fuerte, como la pediste,


asegurando que también serías capaz de
romperla. Me parece muy ridículo que el
gigante más poderoso del mundo entero tenga
miedo ahora. Mejor será, tal vez, que no te
dejemos que la rompas, a n de devolverla a su
dueño.
A Silón le molestó mucho la idea de que
alguien pudiese burlarse de él. Miró
nuevamente la cadena y luego contempló sus
poderosos brazos.
—¡Atadme!—dijo con su tonante voz.—No
tengo el más leve temor. Ya veréis con qué
facilidad rompo en dos esa cadena.
Centenares de hombres se ocuparon en atarlo,
y aseguraron en la roca los dos extremos de la
cadena. Luego se re raron todos, para ver qué
sucedía. Silón aspiró profundamente el aire y
luego dio un rón. La cadena resis ó. Dió otro
nuevo rón, esforzándose más todavía, y
entonces, por desgracia, la cadena se rompió
en seis puntos y el gigante quedó libre.
Nuevamente los espectadores viéronse
obligados a ngir que se maravillaban de

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aquella fuerza pasmosa y de que se alegraban


mucho de que el gigante hubiese sido capaz de
romper la cadena. Silón sonrió complacido,
pues le gustaba mucho hacer gala de su vigor.
Pero d cidió no dejarse atar nunca más, por si
acaso no podía luego libertarse.
—Ya me he cansado de estas estúpidas
pruebas —dijo,— y, por lo tanto, no quiero
dejarme atar nunca más. Todos comprendieron
entonces la inu lidad de intentar cosa alguna
contra el gigante, de manera que se alejaron de
la cueva tristes y cariacontecidos. En cambio, el
duendecillo no abandonó la esperanza.
—Puesto que trece herreros no han sido
capaces de hacerme salir airoso en mi empeño,
quizá lo consiga un enano— pensó.
Tomó nuevamente su male n, adquirió luego
un billete en la estación del ferrocarril y se
dirigió hacia las cavernas subterráneas de los
enanos de la montaña. De esta manera llegó a
la morada de Mirón, que era el más inteligente
y astuto de todos.
Sabía Mirón tantas cosas, que la cabeza le
había cr cido extraordinariamente, en tanto


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que sus brazos y sus piernas no se


desarrollaron de la mismo manera; era, pues,
un personaje de raro aspecto, pero muy
bondadoso y siempre dispuesto a ayudar a
cualquiera.
El duendecillo le re rió lo sucedido y le dio
cuento de que Silón había roto los dos cadenas.
Luego le preguntó si sería capaz de ayudarle.
—Me parece que sí —le contestó Mirón
después de re exionar un momento.—
Quédate aquí uno semana y te daré algo que
ningún gigante podría romper, aunque fuese
tan grande como el mundo entero.
Así, pues, por espacio de una semana el
duendecillo permaneció en la morada de Mirón
y fue tes go de cómo trabajaba. El enano tomó
las cosas más raras y las mezcló
cuidadosamente. Tomó las huellas de seis
gres, un pedacito del arco iris que nadie es
capaz de doblar, cie ta can dad de agua de un
estanque sin fondo y las raíces de una alta
montaña. Otras muchas cosas puso en su
composición, que el duendecillo no averiguó
en qué consis an; el enano las mezcló con el
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mayor cuidado, tomando toda clase de


precauciones, y al mismo empo canturreaba
tan extrañas palabras, que el duendecillo, al
oírlas asustado, sen a erizársele el cabello.
En cuanto aquella composición estuvo hecha,
el enano me ó las manos en ella y luego las
sacó. Aquello substancia se pegó a sus dedos,
como si fuese caramelo, y luego el enano
arrolló tan extraño substancia en forma de hilo,
en torno de un palito. Tenía el aspecto de ser
un brillante hilo de seda y no era más grueso
que un algodón de zurcir. Mirón hizo, pues, un
ovillo hasta que por n ya no quedó nada en el
fondo del cuenco.
—Ahora he de dejarlo una noche a la luz de la
luna y ya estará listo —dijo.
—Pero ¿crees, Mirón, que eso será realmente
basta te fuerte? —preguntó extrañado el
duendecillo.— Parece tan débil, que casi yo
mismo me siento con fuerzas para romperlo.
El enano sonrió y no replicó. Durante todo
aquella noche tuvo el ovillo expuesto a la luz de
la luna y por la mañana el enano se lo entregó
al duendecillo.

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—No hay nadie en el mundo capaz de romper


esto le dijo.— Ni siquiera yo mismo, que lo
he hecho, podría romper uno solo de esos
hilos.
El duendecillo dio las gracias al enano y luego
regresó a su pueblo. Al llegar mostró a sus
amigos lo que traía consigo, pero todos se
rieron de él. Sin embargo, desenrollaron el hilo
y raron de él entre varios, au que en vano,
pues no consiguieron romperlo.
—A pesar de todo, Silón lo romperá en un abrir
y cerrar de ojos. Es demasiado delgado. Y
¿cómo lo ataremos? Yo recordarás que, según
dijo, no se dejaría atar otra vez.
—Tengo una idea— contestó el duendecillo.—
Ahora empieza la primavera y Silón querrá salir
de su cueva, para tomar el sol. Ataremos una
serie de margaritas en el hilo, como si fuese
una cadena orida y luego lo rodearemos con
ella, como si quisiéramos adornarlo, él dejará
hacer, muy sa sfecho, y luego ya no podrá mo-
verse.
—Bueno, no se pierde nada con probar—
dijeron todos, aunque poco seguros del
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resultado.—A pesar de todo, estamos seguros
de que Silón romperá ese hilo como si fuese
una telaraña.
Aunque nadie con aba en el resultado, se
afanaron en coger numerosas margaritas y en
atarlas a lo largo de aquel extraño hilo, de
manera que al n pareció una larga cadena de
ores. tn cuanto estuvo terminada se
dirigieron, cantando y bailando, a la cueva del
g gante, como si estuviesen muy alegres por la
llegada de la primavera.
Silón los contempló sorprendido.
—Hemos venido para acompañarte en tu
salida, S Ión —le dijeron.— Y, mira, hemos
hecho en tu honor una cadena de margaritas:
¿Quieres que te adornemos con ella?
Silón consin ó, sonriendo, aunque no dejó de
ex minar aquella cuerda, con el recelo de que
ocultase una cadena. Mas al ver aquel delgado
hilo sonrió, sin darle importancia.
Dejó que el duendecillo le rodease el cuerpo
con la cadena de ores y luego el astuto y
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pequeño personaje sujetó los dos extremos en


las rocas inmediatas.
—Ahora vamos, Silón —le dijo alejándose
rápidame te del alcance de sus manos.— Sal a
tomar el sol, adornado de margaritas.
El gigante trató de dar un paso, pero aquel
delgado hilo se lo impidió. Dio un ligero rón,
gurándose que el hilo se habría enredado en
alguna parte, pero fue en vano. Ya irritado, ró
con toda su fuerza, mas sin conseguir ningún
resultado, porque la delgada hebra r sis ó.
Cuando Silón se dio cuenta de que lo habían
eng ñado, dio tan fuerte rugido, que se
estremecieron las chimeneas de los tejados y
casi se cayeron al suelo. Mientras tanto, la
gente huía despavorida, tapándose los oídos y
Silón seguía rando con todas sus fuerzas de
aquel extraño hilo, asombrado de que tan débil
hebra lo sujetase con tanta rmeza. Las
margaritas se cayeron una a una y el gigante
retorció el hilo entre sus enormes dedos.
Mas no le fue posible romperlo. Era aquel hilo
muchísimo más fuerte que cualquiera de las
dos cadenas.
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Resbalaba por entre sus dedos y lo peor era
que a ca sa de su delgadez no podía cogerlo.
Rabioso, comprendió que se había dejado
coger y r gió colérico. Golpeó la erra con sus
pies, haciéndola estremecer, dio puñetazos
contra las rocas que formaban la pared de la
cueva y al n la bóveda se estremeció de tal
manera, que algunos piedras cayeron sobre su
cabeza, lo que acabó de enfurecerle.
Durante todo el día y la noche siguiente no
cesó en sus rugidos, en tanto que los
habitantes del pueblo perm necían en sus
respec vas casas, temblando de miedo y
preguntándose qué sería de ellos si el hilo
llegaba o romperse. únicamente el duendecillo
no sen a el más pequeño temor, pues sabía de
qué cosas estaba hecho aquel hilo milagroso.
Al día siguiente se acercó a la boca de la cueva
y m rando al interior, exclamó severamente:
—Escúchame, Silón. Estás atado para siempre
más, pero lo enes muy merecido, porque eres
un gigante malo y egoísta, que nunca ha hecho
un favor o nadie, sino todo lo contrario. Por
consiguiente, eres nuestro prisionero. Si te


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conduces pací camente, te daremos de comer


todos los días, pero si con núas rugiendo de
rabia, te dejaremos morir de hombre.
Silón escuchó estas palabras, y comprendió que
había sido derrotado. Se apaciguó, pues, y rogó
al duendecillo que le hiciese llevar algo de
comer, pues, por su parte, prome ó portarse
apaciblemente.
El duendecillo se alejó y, en breve, todos los
habitantes del pueblo se enteraron de la gran
no cia. El gigante mayor del mundo estaba
atado y reducido a la impotencia, de modo que
nunca más podría recobrar la libertad. Todo el
mundo vitoreó al duendecillo y le dio palmadas
amistosas en el hombro. Le regalaron cien
talegas de monedas de oro y él, en el acto,
pagó su deuda a los herreros que fabricaron las
cadenas para sujetar al gigante.
Luego, con el resto de su dinero, compró una
casa muy bonita, se casó con una mujercita
lindísima y en adelante vivió en extremo feliz.
En cuanto a Sifón, suele permanecer tranquilo,
pero cuando tardan en darle de comer, se pone
furioso, de modo que, a veces, casi da la
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impresión de que hay un terremoto en el


pueblo.
Pero no hay miedo de que se escape, porque
aquel hilo maravilloso lo retendrá hasta el n
del mundo.

FIN

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