Tesis Doctoral: El Giro Teológico de La Fenomenología Radical de Michel Henry

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Tesis Doctoral

Programa de Doctorado de Filosofía


Escuela Internacional de Posgrado
Universidad de Granada

El giro teológico de la fenomenología


radical de Michel Henry
Inmanencia, vida, carne y revelación

Víctor Teba de la
Fuente

Director: Juan Antonio Estrada Díaz


Departamento de Filosofía II
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Granada
1
Editor: Universidad de Granada. Tesis Doctorales
Autor: Víctor Teba de la Fuente
ISBN: 978-84-1306-482-6
URI: http://hdl.handle.net/10481/62241
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EL GIRO TEOLÓGICO DE LA FENOMENOLOGÍA RADICAL DE MICHEL HENRY
Inmanencia, vida, carne y revelación

A la memoria de mi padre,
que no perdió su sonrisa ni el día que se marchó.

La ilustraciñn de la portada es una fotografía de “Verity”, escultura de bronce y


acero inoxidable de 20 metros de altura creada por Damien Hirst y situada en el muelle de
Ilfracombe, Devon (Inglaterra) desde 2012. Representa a una mujer embarazada desnuda,
colocada sobre una pila de libros y ataviada con una espada y una balanza (los símbolos de
Iustitia, diosa romana de la Justicia - equivalente de la diosa griega Dike). La mitad de la
escultura muestra la anatomía interna de la mujer, con el bebé por nacer claramente visible
en su útero. La imagen ha sido escogida como referencia a diferentes hitos importantes en
el pensamiento henryano: la superación de la tradición (representada en los libros), la
afectividad, la Vida, el nacimiento, la carne (aludidos por la maternidad de la mujer
esculpida), la Verdad (“Verity” significa “verdad” en inglés arcaico) y la divinidad.

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AGRADECIMIENTOS

A Teresa, mi madre, que ha “padecido” en su propia “carne” el peso de estos


años de investigación doctoral y no ha dejado de ayudarme a ponerme en pie (no
importa las veces que yo me haya caído), de forma que la presente tesis le pertenece a
ella tanto o más que a mí.

Al profesor Juan Antonio Estrada, por acompañarme en esta experiencia y ser el


“Archi-maestro”, el referente intelectual, el arquetipo de lo que a uno le gustaría ser en
esta vida.

Al profesor Miguel García-Baró, que me acogió en su “comunidad patética” de


los fenomenólogos madrileños, en uno de los peores momentos de este período y me
ayudó a aclarar muchísimos conceptos.

Al profesor Jean Leclercq, a quien debo muchas de las ideas de esta tesis, pero
que también es un verdadero amigo que me abrió, literalmente, las puertas de su casa
en Bruselas, un “espejo” donde observar mi “cuerpo subjetivo” a través del tiempo.

A los investigadores de la Universidad Pontificia de Comillas de Madrid y de la


Universidad Católica de Lovaina con los que he tenido el placer de intercambiar
impresiones y compartir “pasiones” henryanas.

A Laura, la eterna compañera, sin cuyo apoyo (académico, burocrático, pero,


sobre todo, “afectivo”), jamás podría haber llegado hasta aquí.

A Álvaro, Manuel, Mari Carmen, Remedios, Encarni, Javier, Luis, Óscar, José
Antonio, Inmaculada, Miguel, Pedro y el resto de profesoras y profesores (primero),
compañeras y compañeros (después) del Departamento de Filosofía II de la
Universidad de Granada.

A Beltrán, Juan Carlos, Francisco Javier, Tori, Nemesio, Eduardo, Víctor, José,
Francesco y el resto de compañeras y compañeros en esta experiencia “patética” del
Doctorado, por sus palabras de aliento ocasionales y su apoyo incluso desde el “Afuera
intramundano” de otras investigaciones.

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A María Luisa, por su ayuda, sobre todo burocrática; a Juan José, María José,
Fernando, Neftalí, Olga, Paloma, Francisco Javier, Mari Carmen y el resto de miembros
del Departamento de Filosofía I.

A Isa, Juanjo, Almu, Mariángeles, Ana, Nieves, Gerardo; al pequeño Lucas; a la


esperada Lola, porque son la familia que se elige, la “Vida absoluta” que se
“autorrevela” a sí misma.

A Jorge, que me pedía que dejara ya de darle vueltas al “Henry ese”; a Francho,
que me regaló el “Daruma” y la fuerza necesaria para completar este proceso; porque
son dos “fenómenos” indescriptibles.

A Blanca, Jornolo, Paula, Jaime y el resto de “bisontinos traspoladores”; a Nico,


Altea, Stefano y el resto de compañeras y compañeros del Erasmus (francés y belga),
por ser una verdadera “comunidad invisible” que traspasa las fronteras internacionales.

A Alba, Clemen, Raquel, Laura, Paco, Irene y el resto de “juanitos”, por esa tarde
de risa “radical” que acontece cada dos o tres meses.

A Briones, María, Alba y los colaboradores eventuales del “Cuarteto Alhamar”,


que es un “hermano trascendental” de esta tesis porque ha nacido, crecido y madurado
a la par de la misma.

A Carlos, que es un ejemplo de la verdadera “fraternidad”; a Migue, Álvaro, Mari


Carmen, por ser mi “consejo de sabios”, a Rafa, Gervilla, Clara, Antonio, Fernando,
Martita, Ricardo, Airam y el resto de “josgianos”. A Juanma, Alba, Ángela, Pilar, Marta
y otros “musiquitos”.

A Gloria, con la que he “sufrido” y disfrutado tantas cosas; y que me ha


enseñado tanto; a Javi, Mari Carmen, Laura, María, Cayetana, Jesús, Diego, Antonio,
Cristina, Raquel, y el resto de miembros de la “Joven Orquesta del Sur de España”, por
dejarme hacer música con ellos, para desconectar (a veces más de la cuenta) de la
redacción de esta tesis.

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A Álvaro, que fue siempre mi debilidad m|s “patética” y aún sigue siendo un
buen amigo en la “invisibilidad de la inmanencia”.

A Diego, José Antonio, José Gabriel, Paco, Víctor, Juanjo, David, Mª José, Ana,
Antonio, por acompañarme en el proceso de conocer al “Archi-Hijo”.

A Ana, José Manuel, Ramón, Cristina, Sandra, Alex, Quique, Almudena, Raquel
y todos los que alguna vez estuvieron en mi “Vida” y, por ello, también constituyen un
trocito de mi “interioridad radical”.

A Mónica, por ayudarme a equilibrar mi “afectividad” para lograr los objetivos


propuestos.

A Pepe y Cosme, por propiciar en mí el “aparecer” de la filosofía; al resto de


profesoras y profesores del I.E.S. Juan XXIII de la Chana; a mi tío Fernando, que me
prestó ese libro de psicopedagogía que te decía lo que debías estudiar; a mi tía Mari, de
quien siempre he admirado su voracidad lectora; al resto de la familia materna y
paterna.

A mis alumnas y alumnos del Grado en Filosofía y del Grado en Historia de la


Universidad de Granada, del I.E.S. “San José” de Cortegana (Huelva) y del I.E.S. “Al-
Mudeyne” de Los Palacios y Villafranca (Sevilla), por permitirme descubrir que la
docencia es la mejor de las “experiencias estéticas puras”.

A quien no he mencionado debiendo hacerlo y a ti, que lees esto por causa,
quizá, de un interés idealizante, para que dejes de leer y así no acabes cayendo en la
decepción m|s “radical”.

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EL GIRO TEOLÓGICO DE LA FENOMENOLOGÍA RADICAL DE MICHEL HENRY
Inmanencia, vida, carne y revelación

ÍNDICE DE CONTENIDOS

COMPROMISO DE RESPETO DE LOS DERECHOS DE AUTOR ................................. 3

EL GIRO TEOLÓGICO DE LA FENOMENOLOGÍA RADICAL DE MICHEL


HENRY ................................................................................................................................. 5

AGRADECIMIENTOS ......................................................................................................... 7

ÍNDICE DE CONTENIDOS ............................................................................................... 11

INTRODUCCIÓN ............................................................................................................... 13
1.- Actualidad e interés de la cuestión abordada ............................................................. 13
2.- Antecedentes: breve estado de la cuestión ................................................................. 18
3.- Hipótesis, objetivos y justificación de la investigación ............................................. 24
4.- Metodología empleada y estructura de la tesis........................................................... 27

INTRODUCTION (En Français) ........................................................................................ 33


1 - Actualité et intérêt du sujet abordé ............................................................................. 33
2 - Contexte : bref état de la question .............................................................................. 37
3 - Hypothèses, objectifs et justification de la recherche ................................................ 43
4.- Méthodologie utilisée et structure de la thèse ............................................................ 47

PARTE I. - LA FENOMENOLOGÍA HENRYANA AL DESCUBIERTO ...................... 53


Capítulo 1. - Michel Henry, un fenomenólogo heterodoxo ............................................. 53
1.1. - Breve acercamiento biográfico........................................................................... 53
1.2. - Una fenomenología radical, material y no intencional ...................................... 55
1.3. - El “monismo ontolñgico” y la crítica a la filosofía occidental .......................... 60
1.4. - ¿Un dualismo fenomenológico o un monismo de la inmanencia? ..................... 64
1.5. - Henry contra la “fenomenología histñrica” ........................................................ 69
1.5.1. - Henry y Husserl: más allá de la intencionalidad
1.5.2. - Henry y Heidegger: más allá de la temporalidad

1.6. - En busca del fundamento absoluto originante.................................................... 80


1.7. - Conclusión.......................................................................................................... 84

11
Capítulo 2.- Michel Henry, un filósofo vitalista .............................................................. 87
2.1. - La afectividad, nuevo paradigma de fenomenalidad .......................................... 87
2.2. - Una fenomenología de la Vida ........................................................................... 90
2.3. - La subjetividad corporal y la teoría de los tres cuerpos ..................................... 94
2.4. - Henry y Merleau-Ponty: más allá de la corporalidad ......................................... 99
2.5. - La “comunidad patética invisible”: política, ética, estética ............................. 103
2.6. - Conclusión........................................................................................................ 110
Excurso. La inmanencia radical y “patética” de la Vida como paradigma
psicopatológico .......................................................................................................... 111
I. El "sujeto disminuido" y la cultura del bien-estar
II. Un campo empírico para la Psicopatología
III. El concepto henryano de la Vida como paradigma psicopatológico
IV. Hacia una terapia filosófica henryana

PARTE II. - LA CUESTIÓN DE DIOS EN LA FENOMENOLOGÍA HENRYANA .... 125


Capítulo 3. - Michel Henry, un intelectual cristiano ..................................................... 125
3.1. - La filosofía henryana, ¿un proyecto anti-filosófico? ....................................... 125
3.2. - La “archi-fenomenología” del cristianismo ..................................................... 131
3.2.1. - "Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6)
3.2.2. - Nacimiento y "Filiación trascendental"
3.3. - Henry y la mística: más allá de la visibilidad................................................... 141
3.4. - Una nueva teodicea .......................................................................................... 148
3.5. - Conclusión........................................................................................................ 152

Capítulo 4. - Michel Henry, un metafísico tras la metafísica ........................................ 155


4.1. - El giro teológico como giro metafísico ............................................................ 155
4.2. - Henry y Nancy: más allá de la creencia ........................................................... 161
4.2.1. - Deconstruyendo el cristianismo
4.2.2. - ¿Qué podemos recuperar de la religión?
4.3. - ¿Una propuesta de filosofía general de la religión? ......................................... 175
4.4. - La fenomenología henryana contra las cuerdas ............................................... 181
4.5. - Conclusión........................................................................................................ 188

CONCLUSIONES ............................................................................................................. 191

CONCLUSIONS (En français) ......................................................................................... 201

BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................................... 211

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INTRODUCCIÓN

1.- Actualidad e interés de la cuestión abordada

La religión es un universal cultural: todas las sociedades y culturas a lo largo de


la historia de la Humanidad han presentado y presentan un conjunto más o menos
extenso de prácticas y/o creencias que podrían señalarse con el apelativo de “religiosas”
(Eliade, 1956, 15).1 Fenómenos que reciben esta apelación porque remiten a “lo divino”
o, de manera más general, a “lo sagrado”, esto es, a una realidad que, por alguna razón,
los individuos de un mismo grupo humano sienten la necesidad de considerar como
algo separado y superior en dignidad y poder del resto de cosas que constituyen el
mundo (y que denominan, en contraposición, “lo profano”) (Durkheim, 1912, 32-37).2
La religión es algo que ha existido y (parece) que existirá siempre en las sociedades
humanas, a pesar del mayor o menor número de personas que se puedan confesar
ateas, agnósticas o indiferentes; algo que, además, influye directamente en la
formación y evolución de la cultura de esas sociedades: en su organización
sociopolítica y económica, en su desarrollo científico-técnico, en su despliegue artístico
e intelectual, en su preocupación ético-moral, en el comportamiento de sus miembros
y en sus relaciones e intercambios (económicos o no) con otros pueblos.
Es, quizá, a raíz de este hecho, que las preguntas por la existencia de “lo divino”,
por sus atributos, por su interferencia en la historia, por la posibilidad humana de

1
La concepción de la religiñn como un “universal cultural” (es decir, como un elemento presente en todas las
épocas y sociedades) es una idea sostenida por autores como Mircea Eliade que, sin embargo, ha sido criticada
por uno de sus discípulos, el historiador de la religión Jonathan Z. Smith. En su obra Imaging religión. From
Babylon to Jonestown (1982), Smith señala que, lejos de ser un fenómeno universal con una esencia específica,
la religión surge sólo a través de los actos imaginativos de comparación y generalización de los eruditos, de
forma que no tiene, para él, una verdadera existencia independiente de la Academia. Lo que Smith quiere señalar
es que los dispositivos de clasificación que aplicamos para decidir si algo es “religioso” o no siempre se basan en
normas y definiciones preexistentes, que están entrelazadas con valores morales e ideológicos. Asumiendo que
Smith puede estar acertado al seðalar que nuestra caracterizaciñn de las realidades como “religiosas” puede no
ser completamente objetiva, nosotros partimos aquí de la idea de Eliade según la cual la experiencia religiosa
primaria (entendida como experiencia de la no-homogeneidad del tiempo y el espacio; esto es, la distinción entre
tiempos y espacios cualitativamente superiores –sagrados– o inferiores –profanos–) sí que es un rasgo común a
todas las sociedades humanas, independientemente de que esa experiencia luego haya cristalizado o no en las
creencias o prácticas que realmente “caen” bajo la definiciñn, académicamente aceptada, de “lo religioso”.
2
Durkheim, que comparte la definiciñn de la religiñn de Eliade como referencia a esa distinciñn entre “lo
sagrado” y “lo profano”, va a señalar, más allá de Eliade, que la religión no es sólo un fenómeno individual: la
religión es el gran motor social creador de comunidades y, al mismo tiempo, la gran educadora de esas
comunidades (pues le da las normas que cohesionan al colectivo): la religión es la exaltación de lo colectivo, la
forma en la que la sociedad se celebra a sí misma, el hecho social que sacraliza las costumbres y proporciona
símbolos a una comunidad para dotar de sentido a la vida de esa comunidad y generar sentimientos de cohesión
y pertenencia a sus miembros; tal es la función social que vendría a cumplir la religión.

13
acceder a ello o, en general, por la necesidad de la religión en la sociedad se han
convertido en cuestiones claves de la reflexión filosófica: no hay ninguna corriente
filosófica que no haya acabado planteando, de una forma u otra, el tema de Dios o de la
religión, pues incluso si aceptamos la premisa de que Dios no existe, deberíamos
preguntarnos por qué se ha hablado de Él, entonces, durante tanto tiempo. El tema de
Dios es un tema clave desde el punto de vista antropológico, ontológico,
epistemológico, ético e incluso político, y la filosofía, saber de segundo orden que
busca la explicación completa de la realidad, no puede quedar impasible ante un
asunto que ha hecho correr tanta tinta. Sin embargo, parece que esta misma filosofía,
desde sus inicios como pensamiento abstracto, puro y racional que desbanca al mythos
simbólico-narrativo y actitud vital de crítica y reflexión, se ha posicionado (casi)
siempre como juez de las tradiciones religiosas, condenando todos los excesos que la
reflexión teológica y las diferentes experiencias o manifestaciones de fe pudieran
comportar para la cultura en general. En su especialización como saberes, además, la
filosofía y la teología han ido distanciándose cada vez más de aquel intento medieval
de conciliación entre ambas materias, de forma que el desarrollo histórico de las
mismas las ha convertido, en algún sentido, en “rivales”.
El pensamiento occidental desarrolló, en este sentido, un fuerte proceso de
secularización y liberación de la influencia de la religión en el ámbito público a través
de los proyectos emancipatorios iniciados en los albores de la modernidad. Dichos
procesos intentaron, desde el aparato de la filosofía ilustrada (nacida, no obstante, del
propio pensamiento teocéntrico medieval), establecer la idea de que la religión debe
ser relegada a la esfera de las prácticas privadas, mientras que la política debe ocupar el
ámbito público, ser la encargada de regular el espacio de “lo común” y definirlo frente
al espacio de “lo privado” (al que debe, al mismo tiempo, garantizar). El proyecto
ilustrado, que pretendía conseguir la emancipación individual, la completa
comprensión del mundo y del yo, el progreso moral, la justicia social y la felicidad de
todos los seres humanos a través del desarrollo científico-técnico, la construcción de
un esquema ético-moral consistente y el despliegue de la producción artística,
encontró su principal enemigo en los esquemas de dominación de una religión
completamente institucionalizada y ostentadora del poder político y del acceso al
saber. Contra esta situación, la filosofía ilustrada aplicó (casi) todas sus energías en

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posibilitar la emergencia y establecimiento de un pensamiento libre y secularizado
(aunque nunca completamente) que cristalizó en la separación Iglesia-Estado.
Dicha separación, aunque progresivamente efectuada por diferentes instancias,
no ha llegado nunca a ser completamente efectiva (quizá porque la reducción de lo
religioso a una religión particular -y, más allá, a un aparato institucional y eclesiástico
concreto- acentúa aún más problema); al mismo tiempo, el avance en la construcción
de una esfera pública de toma de decisiones políticas diferenciada del ámbito privado
en el que poder ejercer el derecho a la “libertad de culto” se ha visto retrasado por
distintas formas de “intrusismo”, que siguen siendo muy frecuentes en la actualidad.3
No se trata de sumergirnos en la actual controversia entre los que defienden la
necesidad de continuar, en nuestra era, con las aspiraciones de esos inacabados planes
de la modernidad (aun a sabiendas de la debilidad de los mismos) y los que plantean
una lectura de la contemporaneidad que habla del fin de dichos planes por
agotamiento y constatación de la imposibilidad intrínseca que contienen.
Independientemente de la postura por la que tomemos partido, lo cierto es que el
proyecto ilustrado ha fracasado de manera general (y, quizá, de una manera
significativa en lo que a la consecución de ese pensamiento plenamente secularizado se
refiere) y ha quedado incompleto, pese a los grandes logros que nos ha reportado y a
los que parece que nadie querría tener que renunciar.
La frustración frente al incumplimiento de los propósitos ilustrados nos ha
llevado a un estado civilizatorio que algunos califican de “posmodernidad”,
“tardomodernidad”, o “modernidad líquida” y que se caracterizaría por un relajamiento
de esas aspiraciones modernas al desplomarse los grandes esquemas de pensamiento
que sostenían hasta ahora dichos objetivos, fenómeno que Lyotard (1979) ha
caracterizado con el nombre de “caída de los metarrelatos” y que consiste en la
emergencia de una incredulidad radical hacia las metanarrativas totalitarias,
caracterizadas por su reduccionismo simplista y su interpretación teleológica de la
historia de la Humanidad; lo que, unido al progreso tecnológico en las
comunicaciones, los medios de información de masas y la informática, ha abierto el

3
Como ejemplo, podemos señalar la injerencia (tácita o explícita) de una iglesia particular (en este caso, la
cristiana católica) en las decisiones del Estado con respecto al intento de despenalización del aborto o de
legalización del matrimonio homosexual, asuntos en torno a los que muchos sectores de la ciudadanía consideran
que suele producirse una violación de los principios laicos de la sociedad (tanto en España como en otros países).

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camino a una cultura caracterizada por la multiplicidad de los “microrrelatos”, la
posibilidad de un pensamiento no sujeto a moldes, la reivindicación de lo local e
individual frente a lo universal y la pluralidad de diferentes juegos del lenguaje,
inconmensurables entre sí. Una nueva era en la que, como señala Bauman (2000),
estamos asistiendo a la laxitud de los planes ilustrados por disolución de los mismos
tras la radicalización de sus principios “licuadores”, la pérdida de las posibilidades de
individualización por extenuación de los proyectos emancipatorios, la caída de la
identidad ciudadana y la aparición de unas estructuras de poder cada vez más
invisibles y dispersas, merced a los procesos globalizadores.
La creencia de que no existe un valor normativo absoluto ni un telos de la
historia genera, así, la emergencia de una pluralidad de valores que conlleva, como
aspecto positivo, la posibilidad de desarrollar una crítica consistente y constante contra
los dogmatismos y fanatismos, pero que nos conduce peligrosamente también hacía un
relativismo y un pluralismo moral y político que se pueden “enquistar” en forma de
escepticismo radical y nihilismo. Y el problema es que, paradójicamente, la respuesta a
ese nihilismo es la proliferación de propuestas hiperreligiosas corporeizadas en las
nuevas formas de fundamentalismo, totalitarismo teocrático y terrorismo religioso que
amenazan a Occidente (y no solamente desde el exterior): los atentados del 11 de
Septiembre de 2001 en Estados Unidos y sus diferentes recidivas; la radicalización
neofascista y sobrerreligiosa de algunas agrupaciones políticas; la multiplicación de los
movimientos sectarios y la aparición de fanatismos mesiánicos; el sempiterno conflicto
palestino-israelí en la Franja de Gaza; la expulsión de las minorías religiosas de Irak a
manos del Estado Islámico; y un largo etcétera. Por otra parte, nuestras sociedades
occidentales contemporáneas, marcadas por la apertura multicultural, el sincretismo y
el mestizaje nos imponen, de manera urgente, la obligación de pensar qué queremos
decir hoy cuando hablamos de religión, así como qué tipo de relación existe o debería
existir entre la religión y otras instancias como la política, la filosofía, la ciencia, el arte
(Arboleda Mora, 2008, 131-137).
Y sin embargo, al mismo tiempo, nos encontramos con el hecho insoslayable de
que la nuestra es una cultura inevitablemente post-religiosa: la crítica a la religión por
parte de los filósofos de la sospecha (y, en concreto, la proclamación nietzscheana de la
“muerte de Dios”, ya esbozada por Hegel); la expansión de las posturas ateas,

16
agnósticas o indiferentes entre la ciudadanía; la ocupación del espacio anteriormente
reservado a Dios por la ciencia y sus avances; la ya comentada caída de los grandes
metarrelatos con la llegada de la “posmodernidad”; el estado general de descrédito al
que la opinión pública somete a quienes se encargan de la administración de los
asuntos religiosos; el abandono, por parte de las diferentes “iglesias”, de su misión
espiritual en aras de un compromiso social excesivamente politizado e ideologizado; la
pérdida de la cohesión comunitaria que la religión ofrecía a los ciudadanos, etc. (Ibíd.).
Todo este gran desarrollo de la cultura occidental no ha hecho sino incrementar el
abismo insuperable entre filosofía y teología, sin por ello asegurar la consecución de los
sueños ilustrados de laicidad del Estado y secularización de la sociedad o la
construcción de instancias pacíficas de comunicación entre creyentes y no creyentes,
únicas herramientas válidas en la lucha contra las posturas hiperreligiosas.
Por este motivo, resulta extraña, pero también especialmente interesante, la
vuelta a la teología que han propuesto muchos filósofos franceses de finales del siglo
XX y siguen proponiendo actualmente sus sucesores; y en esto radica el atractivo de la
investigación que aquí presentamos. El asunto constituye uno de los más importantes
debates filosóficos contemporáneos, señalado por Dominique Janicaud bajo el título de
“giro teológico de la fenomenología francesa”. Con esta denominación, Janicaud se
refiere específicamente a autores como Emmanuel Lévinas, Michel Henry y Jean-Luc
Marion, a quienes dirige una fuerte crítica por efectuar lo que él considera un inusitado
retorno hacia conceptos y cuestiones de cuño teológico desde una tergiversación de la
fenomenología fundada por Husserl. El transcurso posterior del debate implicará
también a Jacques Derrida, Paul Ricoeur, Jean-Louis Chrétien, Jean-François Courtine,
y en general, a los últimos representantes de la fenomenología en Francia, donde este
movimiento filosófico está plenamente arraigado (Restrepo, 2010, 116).

“Dominique Janicaud a perçu, au cœur du courant phénoménologique,


une singulière ouverture au transcendant, à l‟absolu et à l‟originaire qui, pour
ne pas être entièrement étrangère à certaines orientations antérieures, n‟en
scellait pas moins une alliance avec des préoccupations de type théologique ou
religieux.” (Cometti en Janicaud, 1991, 11).4

4
“Dominique Janicaud ha percibido, en el corazñn de la corriente fenomenolñgica, una singular apertura a lo
trascendente, a lo absoluto y a lo originario que, sin ser enteramente extraño a ciertas orientaciones anteriores,
tampoco deja de sellar una alianza con preocupaciones de tipo teolñgico o religioso.” La traducciñn es nuestra.

17
2.- Antecedentes: breve estado de la cuestión

Nos estamos movimiento, pues, dentro del ámbito de la filosofía francesa


contemporánea, caracterizada por una superación de la distinción entre concepto y
existencia (al asumir la idea del concepto como un acontecimiento, una realidad
viviente, un proceso), por la inscripción de la filosofía en la modernidad de la vida
cotidiana (arrebatándosela, así, a la Academia), por el abandono de la oposición
kantiana entre filosofía del conocimiento y filosofía de la acción (al interpretar el
conocimiento mismo como una práctica), por la inscripción de la filosofía en el espacio
político (creando la figura del “filósofo militante”, que no solamente reflexiona sobre la
política, sino que interviene en ella), por la recuperación de la cuestión del sujeto
(discutiendo, pues, con el psicoanálisis y los modelos explicativos excesivamente
reflexivos) y por la creación de un nuevo estilo discursivo mucho más poético
(compitiendo, así, con la literatura) (Badiou, citado en Morey, 2015, 11-12).
Un estilo de filosofía directamente influenciado por el existencialismo de
posguerra que, a su vez, hunde las raíces en la fenomenología como marco filosófico de
referencia. El propio Sartre parte, en sus trabajos, de las investigaciones
fenomenológicas de Husserl; y su obra más destacada, El ser y la nada (1943), que
subtituló, precisamente, como “Ensayo de ontología fenomenológica”, debe mucho a la
lectura de Ser y tiempo (1927) de Heidegger, quien era considerado en ese momento un
fenomenólogo heterodoxo. Por su parte, Merleau-Ponty se ha presentado siempre
como el continuador (y el reformulador) del movimiento fenomenológico, con
Fenomenología de la percepción (1945), que es su obra capital; igual ocurre con Simone
de Beauvoir y su obra El segundo sexo (1949), que pronto será el gran referente del
incipiente movimiento feminista (Morey, op. cit., 19). No es de extrañar, pues, que los
filósofos franceses, herederos de estos destacados autores, hayan apostado por la
fenomenología como método de trabajo y marco teórico para sus investigaciones.
La fenomenología, surgida a principios del siglo XX en Alemania gracias a las
aportaciones de Edmund Husserl, es una propuesta filosófica que pretende superar la
carga de especulación, cientificismo y psicologismo que en ese momento acusaba la
filosofía (y el saber en general) mediante una “vuelta a las cosas mismas”. Así, la
propuesta fenomenológica consiste en despojarse de cualquier tipo de presupuesto o

18
juicio previo para investigar, directamente, el modo en el que las “cosas” se dan en la
conciencia; el modo en que la conciencia se hace con las “cosas”; no la “cosa” misma,
sino la forma en que se aparece esa “cosa” ante mi conciencia (el “fenómeno” para mí).
En este sentido, la intención es la de suspender tanto cualquier juicio sobre la
existencia o el valor de los objetos como la misma “actitud natural” del conocimiento
(la creencia de que existe el mundo natural) para dirigir la intención de la conciencia a
la esencia de las “cosas” y, posteriormente, poner en cuestión la existencia de la
conciencia misma para llegar a la conciencia pura trascendental. La fenomenología es,
en definitiva, un procedimiento metodológico para explicitar los procedimientos que la
conciencia sigue en la constitución del sentido (la significatividad de lo que se nos
muestra) y en la consecución de resultados universales y necesariamente verdaderos
(Morey, op. cit., 19-26). En el seno de esta tradición fenomenológica, que tendremos
ocasión de caracterizar mucho mejor al hilo de la lectura crítica que Henry le dedica
(infra, §1.2), es donde se produce el “giro teológico” contra el que Janicaud se
posiciona.
Janicaud, que aboga por una fenomenología “minimalista” que permita un
acercamiento a lo real basado en una observación de los fenómenos tan neutra como
sea posible, encuentra, en las tendencias de la filosofía francesa contemporánea, la
pérdida de todo rigor para la fenomenología. Examinando el asunto del “giro teológico”
como cuestión de hecho, Janicaud considera que es imposible negar que, en la
fenomenología francesa de su época, ha tenido lugar una mutación, puesto que, al
contrario de estos nuevos fenomenólogos, los filósofos franceses que recogieron la
tradición fenomenológica “ortodoxa” (Sarte y Merleau-Ponty) se mantuvieron
estrictamente en la esfera de la experiencia inmanente del existente y evitaron
cuidadosamente toda metafísica en sentido tradicional. Sartre se proclamaba ateo;
Merleau-Ponty, sin hacerlo, intentaba mantenerse exclusivamente en el ámbito de la
percepción. Sin embargo, la obra Totalidad e infinito de Lévinas se construye, según
Janicaud, sobre un “deseo de lo invisible” y establece la preeminencia de la
trascendencia como idea de infinito y la primacía de la metafísica sobre la ontología;
esto hace que sea casi imposible concretizar qué aspecto de esta propuesta sigue
siendo realmente fenomenológico.

19
Por otro lado, examinando la cuestión del “giro teológico” como cuestión de
derecho, Janicaud no ha cuestionado nunca que se tuviera o no el derecho a establecer
cuestiones metafísicas o teológicas, siempre que se diferencien explícitamente de
cuestiones o descripciones propiamente fenomenológicas; lo que él pone en cuestión
es la aceptación como fenomenológico de aquello que no lo es en absoluto y la
ampliación del “|mbito” de la fenomenología de una forma tan desmesurada que nos
lleve a incluir en ella, prácticamente, toda forma de filosofía. Pues, con este
“imperialismo de la fenomenología”, el pensamiento filosófico en su conjunto no podrá
construir nada realmente viable ni entrar en diálogo fecundo con otros pensamientos
y, a su vez, la teología correrá el riesgo de ver su especificidad desvanecida o
reintegrada en la propia filosofía. (Janicaud, 1991, 21-24).
Janicaud defiende una neutralización de la mirada filosófica de forma que sea
capaz de acoger los efectos de potencia racional tal como ocurren (sin juicios de valor)
y por eso sugiere el desarrollo de una fenomenología “mínima” o “minimalista” que
permita constatar y describir la efectuación de esa potencia racional mediante un
acercamiento a lo real en el que el diagnóstico y la meditación deban, en primer lugar,
apoyarse sobre una observación de los fenómenos tan neutra como sea posible. Las
tendencias que se encuentran diagnosticadas en el “giro teológico” aparecen,
justamente, en el lado opuesto a esta “fenomenología minimalista”, pues en ellas
Janicaud ve una desviación y un callejón sin salida para la fenomenología, aunque
también un reto que superar. (Cometti en Janicaud, 1991, 13).
Y el núcleo principal de esa desviación que, según Janicaud, ha efectuado la
fenomenología francesa se sitúa en la aceptación, por parte de sus coetáneos, del
fenómeno de la Revelación, un nuevo tipo de fenómeno caracterizado, ya no por su
contenido de presencia, sino por un exceso de donación que sobrepasa la objetividad
de lo dado y que concede su derecho al acontecimiento de la trascendencia: la infinitud
del rostro (Lévinas), el don (Derrida), el icono (Marion), la carne (Henry), lo imposible y
la llamada (Chrétien), etc.; fenómenos que aparecen, todos ellos, como “no visibles”,
paradoja en la que, justamente, “lo invisible” inaugura un nuevo tipo de visibilidad.
(Restrepo, 2010, 116). En esta justificación de la Revelación, Janicaud, en cambio, sólo
reconocerá el abandono de los principios de la fenomenología husserliana y la

20
rendición de sus compañeros ante las fuerzas seductoras de una “fenomenología de lo
inaparente”, que supone la pérdida de todo rigor para la fenomenología.
Para Janicaud, la fenomenología que actualmente desarrollan los filósofos
franceses opera al margen del ámbito específico de “lo dado” y abandona las
condiciones de la reducción establecidas por Husserl, de forma que, para él, esta
“vuelta a la trascendencia” de las tendencias del giro no representa más que un
movimiento retrógrado con respecto a la construcción de una filosofía realmente
trascendental, cuyos frutos acaban siendo vilmente entregados a una teología que, de
manera inesperada, es restablecida como verdadera “filosofía primera” (Ibíd.):

“Il m‟a paru très surprenant que puisse encore s‟intituler


„phénoménologiques‟ des pensées soucieuses de l‟Autre en tant que tel, de
l‟Archi-Révélation de la Vie, de la donation pure, des pensées qui justement
transgressent les limites de la phénoménalité et qui, d‟ailleurs, du moins chez
Lévinas, avouent qu‟elles entendent renouer avec la grande tradition
métaphysique (le Bien chez Platon, l‟infini chez Descartes).” (Janicaud, 1991,
19 y 20).5

Al margen de estas críticas de Janicaud, que tendremos tiempo de valorar (infra,


§4), no podemos sino reconocer la vasta labor filosófica que han desarrollado y siguen
desarrollando estos pensadores, al ampliar la investigación fenomenológica de la
realidad hasta límites desconocidos, incluso aunque esta ampliación se haya realizado
a través de lo que también ha venido señalándose con el nombre de “cristianismo
posmoderno”. Bajo esta rúbrica descansan muchos autores (no solamente franceses)
que, dentro de la tradición continental post-heideggeriana, han desarrollado una
filosofía muy en sintonía con las ideas de pensadores cristianos primigenios como
Agustín de Hipona o Tomás de Aquino y/o de místicos cristianos como el Maestro
Eckhart; una filosofía que, sea por su actualidad o por su vuelta a la teología, sigue
siendo todavía muy desconocida (sobre todo en los países de lengua castellana) y
merece, pues, un reconocimiento6. Es por esto que propongo un trabajo de reflexión en

5
“Me pareciñ muy sorprendente que puedan todavía titularse „fenomenolñgicos‟ aquellos pensamientos
preocupados por el Otro en tanto tal, por la Archi-Revelación de la Vida, por la donación pura, pensamientos que
justamente transgreden los límites de la fenomenalidad y que, además, al menos en Lévinas, admiten que
intentan reconciliarse con la gran tradiciñn metafísica (el Bien en Platñn, el infinito en Descartes).” La
traducción es nuestra.
6
“Ciertamente, todavía hay que echar de menos la traducción castellana de muchísimos textos de los
fenomenñlogos franceses del „giro‟, empezando por los del mismo Janicaud, pero se ha avanzado quizás más de

21
torno a la figura de Michel Henry, uno de los filósofos actores del ya señalado “giro
teológico de la fenomenología francesa”.
Michel Henry (1922-2002) ha desarrollado una filosofía de la afectividad con la
que pretende radicalizar y llevar a término el proyecto de la fenomenología husserliana
y de la ontología heideggeriana, arremetiendo, al mismo tiempo, contra toda la
filosofía occidental por establecer la exterioridad del mundo visible como único modo
de manifestación y olvidar, así, la interioridad invisible de la vida, su inmanencia
radical y su modo original de revelación, que es irreductible a toda forma de
trascendencia. Michel Henry quiere hacer una fenomenología material capaz de
hacerse cargo de la humanitas del hombre, esto es, de la Vida (lo que todos somos y al
mismo tiempo desconocemos), cuestionando las tradicionales categorías de sujeto-
objeto y las construcciones abstractas y “antivitales” de la ciencia y del sentido común,
para pensar realmente lo que es la realidad y lo que somos cada uno de nosotros
(Domingo Moratalla en Henry, 1987, 14).
Rechazando toda referencia a la conciencia intencional objetivista, a cualquier
dimensional ek-stático y a todo otro comprendido como un “Afuera”, Henry restaura la
reflexión filosófica, remont|ndose a Maine de Biran, como “fenomenología de la Vida”
que desemboca en la “autoafección” inmanente del ser mismo como pathos y como
“materialidad fenomenológica pura”, de forma que la esencia de la apariencia se reduce
a esa Vida preintencional y afectiva donde la experiencia de la identidad personal y de
Dios coinciden, como ocurre en el Maestro Eckhart (Waldenfels, 1992, 83 y 84; 131). Su
pensamiento llega, así, a una filosofía que se eleva a la afirmación de un ser puro y en
sí, presentado como una deidad que no puede sino ser experimentada místicamente
(Sáez Rueda, 2001, nota 11, 99).
Y es que, ciertamente, en Michel Henry hay una inspiración que arraiga en el
cristianismo y una influencia que el autor recibe de los místicos y filósofos medievales
cristianos, hecho que el fenomenólogo nunca niega (ni siquiera en el debate
inaugurando por Janicaud, donde la respuesta de Henry parece ser la simple
aceptación de su condición de “pensador cristiano”). Pero acusarle de desarrollar una
apologética cristiana o un intento de conducir, desde su investigación fenomenológica,

lo esperado, a pesar del carácter parcial de las investigaciones y de la restringida circulación que las
publicaciones en esta materia tienen en América Latina.” (Restrepo, 2010, 121).

22
a consideraciones teológicas que invaliden la naturaleza específica del método
fenomenológico no sería completamente lícito ni haría justicia al entramado filosófico
de su pensamiento. Lo que hace el filósofo francés es completar su análisis de la Vida
(en la que, según él, la fenomenalidad se fenomenaliza originalmente a sí misma,
presentándose como condición -material- de posibilidad del aparecer mismo, la
“piedra filosofal” de todos los fenomenólogos), redirigiendo el discurso hacia conceptos
y principios tradicionalmente teológicos, pero no por ello menos válidos que cualquier
otra conceptografía utilizada o ideada por cualquiera de los filósofos fenomenólogos,
hermeneutas, analíticos, ilustrados o deconstructores que quieran acusarle de destruir
los cimientos de la filosofía por virar hacia el discurso teológico.
Porque si hay algo que caracterice a Michel Henry (y que se hace expreso en este
“giro teológico” final) es su versatilidad y su continua propensión a la polémica: un
pensador preocupado por continuar el legado husserliano, pero que recoge la herencia
heterodoxa de Bergson y Maine de Biran; un escritor en pugna con el análisis
existenciario de Heidegger, con las bases teóricas del freudismo y con el cientificismo
marxista de Althusser; un novelista laureado que también se dedica a la reflexión
estética sobre la pintura abstracta; un filósofo alejado de la pedantería de las academias
y de los retorcimientos del paradigma deconstruccionista; un creador excelso, padre de
una reflexión agresiva, estructurada sobre la necesidad de decir siempre lo mismo y de
la misma manera (García-Baró en Henry, 2002, 9 y 10).
Por esa natural tendencia a la controversia, este “decir siempre lo mismo”
tomará la forma de un oxímoron fenomenológico que descansa en el enfrentamiento
entre la Vida y el viviente, la afectividad y la inmanencia, el absoluto y la
fenomenalidad, la subjetividad y la intencionalidad; un principio teórico (pero sentido
vivencialmente) que podría ser el “hilo de Ariadna” del pensamiento henryano y que
estaría presente bajo una nueva caracterización en cada una de las etapas
fundamentales de su elaboración: la fenomenalidad superior de “lo invisible”, la prueba
pasiva de la ipseidad, la interioridad pura del cuerpo, la comunidad afectiva de los
vivientes, el eco “patético” de una pintura abstracta. (Tinland, 2008, 119). Y en los
últimos años: Dios, la salida del “laberinto de Creta” en que consiste el pensamiento de
Michel Henry.

23
3.- Hipótesis, objetivos y justificación de la investigación

La propuesta de Henry es la de desarrollar una fenomenología radical y material


que supere el prejuicio del “monismo de la trascendencia” en el que, según Henry,
incurre toda la tradición filosófica occidental: la inclinación a no reconocer más que
una forma de manifestación, la de la “trascendencia mundana”, estableciendo la
“distancia fenomenológica” (la distinción sujeto-objeto) como condición de posibilidad
de todo conocimiento. Frente a este “monismo ontológico”, Michel Henry se propone
llevar a sus últimas consecuencias los postulados de la fenomenología, buscando la
verdadera posibilidad del aparecer de la realidad al margen de la exterioridad del
mundo. Por ello, plantea una concepción de la esencia del aparecer como
“autoafección” de la Vida a sí misma en la inmanencia radical y “patética” de nuestra
“carne”, llevando el interés de la investigación fenomenológica hacia la esfera de lo
corporal y reivindicando un “dualismo fenomenológico” vitalista que encuentra, en
esta Vida “patética” e inmanente, el fundamento de la realidad misma, la emergencia
de la subjetividad y la posibilidad de la vida en comunidad. Finalmente y tras una
reflexión en torno al cristianismo, esta misma Vida-fundamento será identificada con
el Dios del que hablan las tradiciones religiosas.7
Al plantear esta identificación de la Vida con el Dios-Padre del cristianismo,
Henry cae, sin embargo, en un conflicto que constituye el problema principal al que
pretende responder la presente tesis doctoral. Pues, ¿cómo puede Michel Henry
respetar realmente los presupuestos fenomenológicos de su propuesta (la reducción
fenomenológica y la diferencia ontológica) cuando postula la Vida como el verdadero
"aparecer primordial" de lo real (el Comienzo de la realidad) si al mismo tiempo
identifica esta Vida con el Dios del que habla una religión positiva concreta, articulada
según una revelación histórica (a saber, el Dios que, según el cristianismo, se revela en
la persona de Jesús de Nazaret)?; la vuelta hacia las categorías teológicas que Michel
Henry realiza en la última década de su producción filosófica, ¿no pervierte la
pretensión general de su pensamiento (es decir, su propuesta de radicalización de la
reducción fenomenológica husserliana y de la diferencia ontológica heideggeriana)?

7
A lo largo de la tesis, tendremos tiempo de pormenorizar los diferentes conceptos e ideas aquí solamente
esbozados a modo de presentación.

24
O, incluso dejando al margen la vuelta hacia la teología que nuestro filósofo
acomete en las últimas obras, ¿no está todo el pensamiento henryano dominado desde
el principio, como señala Janicaud, por un “deseo de lo inaparente” que desvirtúa los
principios fundamentales del paradigma fenomenológico y que se cristaliza
posteriormente en esa vuelta final hacia la teología?; su programa de fenomenología
radical material, ¿no podría ser calificado de “nominalismo radical” por proponer una
lectura de la fenomenalidad que no concede ningún papel a la intencionalidad (ya sea
sensible, ya sea intelectual)?; ¿no nos encontramos, en Michel Henry, con una
propuesta fenomenológica excesivamente reduccionista que presupone la aceptación
del mecanismo de la “autoafección” de la Vida a sí misma como una verdad
incuestionable y cuasi dogmática?
Nuestra hipótesis, sin embargo, pasa por entender que todas estas críticas, lejos
de invalidar la aportación filosófica de Henry, la hacen más interesante, si cabe, al
destacar la característica principal del pensamiento henryano: su capacidad para
plantear un nuevo tipo de investigación fenomenológica mediante un oxímoron que
reformula antinómicamente las tensiones especulativas entre la inmanencia y la
trascendencia, entre la afectividad y la intencionalidad, etc. sirviéndose del conflicto
teórico y vivenciándolo, en lugar de disolverlo. Al moverse en el ámbito de la
inmanencia radical y “patética” de la Vida, alejándose del esquema de la trascendencia
intramundana de la filosofía anterior, la fenomenología henryana escapa de la crítica
de Janicaud que habla de abandono de la experiencia inmanente y vuelta a la
trascendencia religiosa. Así mismo, no podemos acusar a Henry de desarrollar una
filosofía del “deseo de lo invisible” porque, al hacerlo, estaríamos cayendo también
nosotros en el esquema de la visibilidad trascendente del prejuicio monista: la
invisibilidad de la que habla Henry supera la tradicional distinción visible-invisible
construida sobre la apariencia en el “Afuera” del mundo.
El “giro teológico” de las últimas obras de Henry, por otro lado, es una
confrontación con los textos principales del cristianismo que, más que desarrollar una
apologética cristiana, una defensa teórica del cristianismo, una fenomenología del
hecho religioso o una reflexión teológica, plantea una “filosofía del cristianismo”,
entendida como identificación entre la fenomenología henryana de la Vida y la
fenomenología de la vida propiamente cristiana o como “desembocadura lógica” y casi

25
necesaria del pensamiento henryano. Finalmente, el hecho de que el propio Henry
conciba su programa fenomenológico como un proyecto de “ontología fundamental” o
“filosofía radical y primera”, verdaderamente preocupada por el ser y su fundamento,
da cuenta de que las pretensiones no dejan de ser, en ningún momento,
eminentemente filosóficas. Como corolario de lo anteriormente expuesto y segunda
hipótesis del presente trabajo, podemos entender, pues, que m|s que un “giro
teológico”, lo que se produce en la fenomenología de Henry es un “giro metafísico”
que, no obstante está ya plenamente (aunque de forma soterrada, como veremos)
auspiciado por una referencia, consciente o no, a los contenidos de la reflexión
teológica cristiana desde el inicio de sus más tempranas reflexiones.
La motivación para desarrollar una investigación de esta clase reside en el
reconocimiento de Michel Henry como un pensador rico y complejo que nos permite
entender de una manera nueva y provechosa la historia del pensamiento occidental, el
sentido de la filosofía y la relación de ésta con la teología. El objetivo principal que se
pretende conseguir con la tesis doctoral aquí planificada es el de defender el valor de la
aportación filosófica de Michel Henry frente a las críticas que hablan de ella en
términos de nominalismo radical y perversión de los principios fenomenológicos. En
este sentido, la tesis será un alegato en favor de la crítica henryana al “monismo” de la
trascendencia mundana presente en la tradición filosófica occidental y una
justificación de la conveniencia de la vuelta final del pensamiento de Michel Henry
hacia la teología. Dicho objetivo principal responde, además, al intento de restaurar la
percepción, en el mundo académico, de la relevancia y potencial trascendencia del
pensamiento henryano en el seno de la cultura occidental y de la historia de la filosofía,
así como a la pretensión de conferir a Michel Henry la visibilidad y el reconocimiento
que se merece y aún no disfruta.
En relación con estas intenciones, podemos también señalar como objetivos
generales de la investigación (aunque menos concretos que el anteriormente
esbozado), el de redibujar el espacio, nunca totalmente definido, que separa la
reflexión filosófica de la especulación teológica y el de resituar la especificidad de la
fenomenología francesa del cuerpo, abierta a un nueva forma de fenomenización de lo
real, desde las propias aportaciones de nuestro autor. El objetivo principal de esta
investigación (que, como acabamos de mencionar, consiste en la defensa de la

26
propuesta fenomenológica henryana frente a sus propios problemas intrínsecos) se
“traduce”, no obstante, en una serie de objetivos específicos:
1.- Analizar las pretensiones generales de la fenomenología material radical de
Michel Henry y su intento de presentarse como “ontología fundamental” y “filosofía
radical y primera”.
2.- Comprender la acusación de “monismo ontológico de la trascendencia” que
Michel Henry dirige a la “fenomenología histórica” y a toda la tradición filosófica
occidental.
3.- Inscribir la propuesta fenomenológica henryana en el contexto de la
tradición fenomenológica mediante una confrontación con la filosofía de Husserl,
Heidegger y los autores que, como Merleau-Ponty, derivan la reflexión fenomenológica
hacia la cuestión corporal.
4.- Presentar la reflexión de Michel Henry sobre los presupuestos éticos que,
según él, constituyen la condición de posibilidad de la emergencia de toda comunidad
(humana), como primer paso para comprender el “giro teológico” de su pensamiento.
5.- Justificar la conveniencia del giro hacia la teología que experimenta el
pensamiento henryano en las últimas obras como una tematización del cristianismo en
tanto que producto cultural occidental y una rearticulación metafísica de su propuesta
fenomenológica.
6.- Estudiar si la “filosofía del cristianismo” que propone Henry puede ser
extrapolada como paradigma de “filosofía de la religión” aplicable a otras tradiciones
religiosas.

4.- Metodología empleada y estructura de la tesis

La metodología empleada a lo largo de las diferentes etapas de la presente


investigación responde a un trabajo hermenéutico de reconstrucción del pensamiento
henryano a partir de una lectura analítica de sus principales obras y de una propuesta
de respuesta a los principales problemas encontrados en las mismas o apuntados por
los lectores críticos de Henry. Dicha reconstrucción del pensamiento henryano se
apoya en la búsqueda sistemática de la especificidad del mismo en diálogo con las
grandes figuras de la tradición fenomenológica: Husserl y Heidegger (por ser los

27
grandes referentes de nuestro filósofo), así como Merleau-Ponty (por ser la
fenomenología del cuerpo el espacio en el que mejor encaja la propuesta henryana) y
Jean-Luc Nancy (por ser uno de los fenomenólogos franceses más destacados
actualmente). En el intento de rescatar a Henry de las críticas de nominalismo y de
perversión de los principios fenomenológicos, la propuesta descansa sobre dos
instancias metodológicas específicas: la especulación reflexiva en torno a la elaboración
de unas posibles contrarréplicas que no violenten la articulación propia del
pensamiento henryano y la confrontación de las apreciaciones propias sobre la obra de
Henry con expertos en su pensamiento.
Para llevar a cabo estos mecanismos metodológicos, nos hemos servido de las
obras principales de Michel Henry, así como, sobre todo, de varios de los diferentes
artículos que, sobre su obra, se han publicado a lo largo de estos años. El acento se ha
puesto, principalmente, en sus dos tesis, Filosofía y fenomenología del cuerpo (1965) y
La esencia de la manifestación (1963), así como en Fenomenología material (1990) (pues
consideramos que estas tres obras ofrecen una “presentación” general de su propuesta
filosófica). También han sido de mucha utilidad los capítulos introductorios que los
estudiosos españoles de Henry ofrecen en las ediciones en castellano de sus libros (es
de destacar la labor del profesor García-Baró, a este respecto), y, de manera especial,
los artículos sobre el pensamiento henryano publicados en castellano (a este o al otro
lado del Océano). De la misma forma, se ha realizado un lectura específica (aunque
ciertamente parcial) de los capítulos principales de las tres obras que constituyen la
“trilogía filósofo-teológica” de Henry (Yo soy la verdad. Para una filosofía del
cristianismo (1996), Encarnación. Una filosofía de la carne (2000) y Palabras de Cristo
(2002)) y de algunos de los trabajos publicados póstumamente.
Este trabajo no habría sido posible sin el desarrollo de las dos estancias
formativas que han tenido lugar a lo largo de estos años de investigación doctoral. La
primera se llevó a cabo en la primavera del año 2016 en el Departamento de Filosofía,
Humanidades y Comunicación de la Universidad Pontificia de Comillas ICAI-ICADE
de Madrid, bajo la dirección del profesor Miguel García-Baró López y gracias a la
financiación de las ayudas para estancias breves del programa FPU que después
tendremos ocasión de presentar. Esta primera estancia permitió entrar en contacto con
el grupo “Fenomenología y filosofía primera”, plataforma de producción y difusión de

28
la filosofía en la que participan investigadores y profesores de la talla de Agustín
Serrano de Haro, Graciela Fainstein, Ignacio Verdú, Iván Ortega, Daniel dos Santos así
como otros profesores, doctorandos y estudiantes de diferentes procedencias que se
aglutinan en torno a la figura del profesor García-Baró. El hecho de haber entablado
una relación profesional y personal con todos estos investigadores constituyó una
experiencia muy gratificante que, sin duda, repercutió positivamente en el buen
desarrollo de la elaboración de la presente tesis y en el reforzamiento de los lazos
académicos que unen a las instituciones de origen y de acogida.
De igual manera, una segunda estancia tuvo lugar en el otoño de 2017 en los
“Fondos Bibliogr|ficos Michel Henry” de la Universidad Católica de Lovaina, en
Louvain-la-Neuve (Bélgica), bajo dirección del profesor Jean Leclercq; esta vez gracias
al programa de ayudas para la movilidad internacional de doctorandos de la
Universidad de Granada. Esta segunda estancia permitió el acceso a una gran cantidad
de bibliografía primaria y secundaria que, de otra forma, habría sido imposible
encontrar, así como el contacto con investigadores expertos en el pensamiento de
Michel Henry como el propio Leclercq, Roberto Formisano, Cesare del Mastro y Paula
Lorelle, entre otros. El contacto con estos investigadores propició la concreción de
algunas de las hipótesis de trabajo, por lo que la estancia resultó un elemento clave
para mejorar la calidad, profundidad y originalidad del plan de investigación, además
de dotarlo del prestigio e internacionalidad que requiere todo trabajo académico que
se precie. Como fruto de esta estancia, podemos señalar la participación con la Revue
Internationale Michel Henry y el desarrollo de una segunda estancia en los “Fondos
Bibliogr|ficos Michel Henry”, esta vez mucho más corta y financiada por la propia
Universidad Católica de Lovaina, en mayo de 2019.
Por otra parte, también ha resultado un elemento de vital importancia la
asistencia a congresos, foros, seminarios y conferencias en los que se abordaban
cuestiones vinculadas (directa o transversalmente) con la fenomenología, la
antropología y la filosofía de la religión en general o con el pensamiento henryano en
particular. En esta línea, podemos señalar, entre otros, el curso “Cuerpo e
intersubjetividad en perspectiva fenomenológica”, organizado por el Instituto de
Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y celebrado en Madrid en
2016; el ciclo de conferencias “La conciencia fenomenológica”, organizado por el grupo

29
de Hermenéutica y Antropología Fenomenológica de la Universidad de Zaragoza y
celebrado en Zaragoza en 2016; o el III Congreso Internacional “Religion(s) et
Politique(s)” de la Sociedad Francófona de Filosofía de la Religión, celebrado en
Academia Real de Bélgica, en Bruselas, en 2017.
En el desarrollo de este trabajo de investigación, he podido disfrutar de la
financiación del programa de ayudas para la Formación del Profesorado Universitario
(FPU) de los subprogramas de Formación y Movilidad (dentro del Programa Estatal de
Promoción del Talento y su Empleabilidad) del Ministerio de Educación, Cultura y
Deporte de España. Dicha ayuda, correspondiente a la convocatoria de 2013, se
concretó, en octubre de 2014, en un contrato predoctoral con la Universidad de
Granada con el que he disfrutado de la condición de miembro del Personal Docente e
Investigador en Formación (PDIF) del Departamento de Filosofía II de dicha
Universidad hasta noviembre de 2018. La ayuda FPU ha sido un instrumento de
máxima utilidad, al ofrecerme una remuneración que me ha permitido la dedicación a
tiempo completo y con la máxima intensidad a la tarea investigadora y a la iniciación
en las actividades de docencia universitaria. Por otro lado, la condición de PDIF del
Departamento de Filosofía II y de alumno del Programa de Doctorado en Filosofía de la
UGR me ha capacitado para disponer de los medios y recursos que ofrece el propio
Departamento, la Biblioteca, la Escuela de Posgrado y el resto de centros y servicios de
la Universidad de Granada.
El resultado más evidente de esta financiación es el presente trabajo de tesis
doctoral, que se estructura en dos grandes partes. En la primera parte del trabajo, La
fenomenología henryana al descubierto, desarrollamos una presentación general del
pensamiento henryano desde una perspectiva eminentemente expositiva, aunque
también incluimos ya algunas valoraciones e interpretaciones personales sobre
aquellas cuestiones más controvertidas y poniendo el ojo en el germen de la vuelta
final hacia la teología. Así, el primer capítulo, Michel Henry, un fenomenólogo
heterodoxo, se presenta como una introducción al pensamiento henryano mediante la
localización de Michel Henry en la historia de la filosofía y el estudio de su lucha
contra el paradigma del “monismo de la trascendencia” (arquetipo bajo el que se
aglutina, según él, todo el acervo filosófico occidental), con una especial referencia a la

30
lectura crítica que Henry realiza sobre los grandes autores de la tradición
fenomenológica (Husserl y Heidegger).
El segundo capítulo, Michel Henry, un filósofo vitalista, desarrolla un análisis de
la fenomenología henryana de la Vida, examinando su relación con la fenomenología
del cuerpo merleau-pontyniana y tematizando, sobre todo, su propuesta de la
“autoafección” en la inmanencia radical como instancia primigenia de fenomenicidad,
su interpretación de la subjetividad como emergencia de una ipseidad “patética”
corporal y su concepción del nacimiento de la cultura desde el concepto de la
“comunidad invisible de los vivientes”, condición de posibilidad de la ética (y anticipo
de su vuelta a la teología). Se incluye aquí, así mismo, un excurso sobre la aplicación
del concepto henryano de Vida al campo de la psicopatología como propuesta para la
construcción de una posible “terapia filosófica henryana” y muestra de las utilidades
prácticas que nos permite el pensamiento henryano.
En la segunda parte de la tesis, La cuestión de Dios en la fenomenología
henryana, desarrollamos una reflexión en torno a la cuestión que articula toda la
investigación (el “giro teológico” de la fenomenología henyana) y, al mismo tiempo,
intentamos plantear un acercamiento crítico y valorativo con respecto al pensamiento
de Henry, abordando nuevas reflexiones desde el mismo. Así, el tercer capítulo, Michel
Henry, un intelectual cristiano, consiste en un examen del señalado “giro teológico” de
la fenomenología radical-material de Henry que investiga la tematización del
cristianismo que nuestro autor acomete en sus últimas obras e intenta justificar dicho
“giro teológico” como consecuencia y prolongación de su lectura de la Vida según
características propias de la teología negativa y de la mística, planteando la posibilidad
de una nueva teodicea.
El cuarto capítulo, Michel Henry, un metafísico tras la metafísica, aborda nuestra
interpretación del “giro teológico” como “giro metafísico” de los planteamientos de
Henry y plantea, en discusión con Nancy, la posibilidad de entender la fenomenología
henryana como un intento de deconstrucción del cristianismo. En este capítulo final se
incluye también una distancia crítica con respecto al pensamiento henryano, elaborada
gracias a las aportaciones del director del presente trabajo, el profesor Juan Antonio
Estrada. Los dos capítulos que integran esta segunda parte están abordados, no
obstante, desde una perspectiva menos exhaustiva que los otros dos, ya que todo el

31
trabajo se articula como una reconstrucción del pensamiento henryano desde el
estudio del “estado de la cuestión” en torno al “giro teológico” y pretende sentar las
bases para futuras investigaciones sobre esta misma temática, pero no agotarla
completamente.
Pedimos disculpas, de antemano, por toda incompetencia intelectual a la hora
de acercarnos a un pensamiento tan rico como complejo, tan sorprendente como
intuitivo, tan abstruso como evidente, tan seductor como controvertido, tan auténtico,
tan sorprendente.

“Leyendo a Henry es casi inmediato sorprender la novedad y, en cierta


medida, la extrañeza de sus páginas. Su fenomenología radical se presenta, de
hecho, como una revolución del aparecer, según la interpretación habitual –por
lo menos en Occidente–, para reconducirlo al origen que supuestamente le
correspondería: la Vida y su „pathos‟ originario. Ciertamente, no son pocos los
puntos oscuros y las dudas que genera su filosofía –esto lo pueden atestiguar
las numerosas críticas que a ella se dirigen–. Sin embargo, el ansia de lo
originario, la poética de un pensamiento que quiere llegar hasta el corazón
mismo de la vida y el coraje de afrontar temas imposibles de agotar y evitar,
como el problema del mal y la existencia de Dios, hacen de la filosofía de
Henry algo fascinante y sugestivo.” (Cazzanelli en Henry, 2004, 15).

32
INTRODUCTION (En Français)

1 - Actualité et intérêt du sujet abordé

La religion est un universel culturel : toutes les sociétés et cultures dans


l’histoire de l’Humanité ont présenté et présentent un ensemble plus ou moins étendu
de pratiques et/ou de croyances que l’on pourrait appeler « religieuses » (Eliade, 1956,
15).8 Ce sont des phénomènes qui reçoivent cette appellation parce qu’ils se réfèrent au
« divin » ou, plus généralement, au « sacré », c’est-à-dire, à une réalité que, pour une
raison quelconque, les individus d’un même groupe humain ressentent le besoin de
considérer comme quelque chose de différent et supérieur en dignité et en puissance
du reste des choses qui constituent le monde (et qu’ils nomment, par opposition, « le
profane ») (Durkheim, 1912, 32-37).9 La religion est quelque chose qui a existé et
(semble-t-il) existera toujours dans les sociétés humaines, malgré le plus ou moins
grand nombre de personnes qui peuvent se confesser athées, agnostiques ou
indifférentes ; quelque chose qui, en outre, influence directement la formation et
l’évolution de la culture de ces sociétés : dans leur organisation sociopolitique et
économique, dans leur développement scientifico-technique, dans leur développement
artistique et intellectuel, dans leur préoccupation éthico-moral, dans le comportement
de leurs membres et dans les relations et les échanges (économiques ou non) avec les
autres peuples.

8
La conception de la religion en tant qu‟« universel culturel » (c‟est-à-dire, en tant qu‟élément présent à tous les
âges et dans toutes les sociétés) est une idée soutenue par des auteurs tels que Mircea Eliade qui, cependant, a été
critiquée par un de ses disciples : l‟historien de la religion Jonathan Z. Smith. Dans son œuvre Imaging Religion.
From Babylon to Jonestown (1982), Smith souligne que, loin d‟être un phénomène universel à essence
spécifique, la religion ne naît que par les actes imaginatifs de comparaison et de généralisation des savants, de
sorte qu‟elle n‟a pas, pour lui, une véritable existence indépendante de l‟Académie. Ce que Smith veut souligner
est que les dispositifs de classification que nous appliquons pour décider si quelque chose est « religieux » ou
non sont toujours basés sur des normes et définitions préexistantes, qui sont entrelacées avec des valeurs morales
et idéologiques. En supposant que Smith puisse avoir raison de souligner que notre caractérisation des réalités
comme « religieuses » n‟est peut-être pas complètement objective, nous partons ici de l‟idée d‟Eliade que
l‟expérience religieuse primaire (comprise comme l‟expérience de la non-homogénéité du temps et de l‟espace ;
c‟est-à-dire, la distinction entre des temps et des espaces qualitativement supérieurs - sacrés - ou inférieurs -
profanes) est en effet un trait commun à toutes les sociétés humaines, que cette expérience se soit matérialisée ou
non par la suite en croyances ou en pratiques qui « relèvent » de la définition académique du « religieux ».
9
Durkheim, qui partage la définition de la religion d‟Eliade comme une référence à cette distinction entre « le
sacré » et « le profane », fera remarquer, au-delà d‟Eliade, que la religion n‟est pas seulement un phénomène
individuel : la religion est le grand moteur social qui crée les communautés et, en même temps, le grand
éducateur de ces communautés (parce qu‟elle donne les normes qui unissent le collectif) : la religion est
l‟exaltation du collectif, la manière dont la société se célèbre, le fait social qui sacralise les coutumes et fournit à
une communauté des symboles pour donner sens à sa vie et générer des sentiments de cohésion et
d‟appartenance ; telle est la fonction sociale que la religion accomplirait.

33
C’est peut-être pour cette raison que les questions sur l’existence du « divin »,
sur ses attributs, sur son ingérence dans l’histoire, sur la possibilité humaine d’y
accéder ou, en général, sur le besoin de religion dans la société sont devenues des
questions clés de la réflexion philosophique : il n’existe aucun courant philosophique
qui n’ait fini par soulever, d’une manière ou d’une autre, le sujet de Dieu ou de la
religion, car même si nous acceptons la prémisse que Dieu n’existe pas, nous devrions
nous demander pourquoi on parle de lui pendant si longtemps, alors. Le thème de
Dieu est un thème clé du point de vue anthropologique, ontologique, épistémologique,
éthique et même politique, et la philosophie, une connaissance de second ordre qui
cherche l’explication complète de la réalité, ne peut rester impassible face { un sujet
qui a fait couler tant d’encre. Cependant, il semble que cette même philosophie, dès
ses débuts comme pensée abstraite, pure et rationnelle qui dépasse les mythes
symbolico-narratifs et l’attitude vitale de critique et de réflexion, se soit (presque)
toujours positionnée comme juge des traditions religieuses, condamnant tous les excès
que la réflexion théologique et les différentes expériences ou manifestations de foi
peuvent impliquer pour la culture en général. Par ailleurs, dans leur spécialisation en
tant que savoir, la philosophie et la théologie se sont de plus en plus éloignées de cette
tentative médiévale de concilier les deux sujets, de sorte que leur développement
historique les a transformées, dans un sens, en « rivaux ».
La pensée occidentale a développé, à cet égard, un fort processus de
sécularisation et de libération de l’influence de la religion dans la sphère publique à
travers des projets émancipateurs initiés { l’aube de la modernité. Ces processus
tentaient, { partir de l’appareil de la philosophie éclairée (née cependant de la pensée
théocentrique médiévale elle-même), d’établir l’idée que la religion devrait être
reléguée à la sphère des pratiques privées, tandis que la politique devrait occuper la
sphère publique, être chargée de réguler l’espace du « commun » et de le définir par
opposition à l’espace « privé » (qu’elle doit, en même temps, garantir). Le projet éclairé,
qui visait l’émancipation individuelle, la compréhension complète du monde et de soi,
le progrès moral, la justice sociale et le bonheur de tous les êtres humains par le
développement scientifico-technique, la construction d’un schéma éthique et moral
cohérent et le développement de la production artistique, a trouvé son principal
ennemi dans les plans de domination d’une religion complètement institutionnalisée

34
et ostentatoire du pouvoir politique et l’accès au savoir. Face { cette situation, la
philosophie éclairée a appliqué (presque) toutes ses énergies à rendre possibles
l’émergence et l’établissement d’une pensée libre et sécularisée (bien que jamais
complètement) qui s’est matérialisée dans la séparation de l’Église et l’État.
Cette séparation, bien que réalisée progressivement par différentes instances,
n’a jamais été pleinement effective (peut-être parce que la réduction du religieux à une
religion particulière - et, au-delà, à un appareil institutionnel et ecclésiastique concret -
accentue encore davantage le problème) ; en même temps, les progrès dans la
construction d’une sphère publique de décision politique distincte de la sphère privée
où l’exercice du droit à la « liberté du culte » est entravé par différentes formes
« d’ingérence », qui sont encore très fréquentes aujourd’hui.10 Il ne s’agit pas de nous
immerger dans la controverse actuelle entre ceux qui défendent la nécessité de
continuer, à notre époque, avec les aspirations de ces plans inachevés de la modernité
(même en connaissant leur faiblesse) et ceux qui proposent une lecture de la
contemporanéité qui parle de la fin de ces plans par l’épuisement et la vérification de
l’impossibilité intrinsèque qu’ils contiennent. Quelle que soit notre position, le projet
éclairé a échoué d’une manière générale (et, peut-être, d’une manière significative en
termes de réalisation de cette pensée totalement sécularisée) et est resté incomplet,
malgré les grandes réalisations qu’il nous a apportées et auxquelles personne ne semble
vouloir renoncer.
La frustration face { l’incapacité de remplir les objectifs illustrés nous a conduits
à un état civilisateur que certains appellent « postmodernité », « modernité tardive » ou
« modernité liquide », et qui serait caractérisé par un relâchement de ces aspirations
modernes au fur et à mesure que les grands schémas de pensée qui ont soutenu ces
objectifs jusqu’{ présent s’effondraient. C’est un phénomène que Lyotard (1979) a
caractérisé sous le nom de « chute des méta-narratifs » et qui consiste en l’émergence
d’une incrédulité radicale envers les méta-narratifs totalitaires, caractérisée par leur
réductionnisme simpliste et leur interprétation téléologique de l’histoire de
l’Humanité ; qui, avec les progrès technologiques des communications, des médias de

10
A titre d‟exemple, on peut citer l‟ingérence (tacite ou explicite) d‟une église particulière (en l‟occurrence, la
chrétienne catholique) dans les décisions de l‟État en matière de dépénalisation de l‟avortement ou de la
légalisation du mariage homosexuel, questions sur lesquelles de nombreux secteurs de la population considèrent
qu‟il y a souvent violation des principes séculaires de la société (tant en Espagne que dans des autres pays).

35
masse et de l’informatique, a ouvert la voie vers une culture caractérisée par la
multiplicité des « microhistoires », la possibilité d’une pensée non prédéfinie, la
revendication du local et de l’individu contre l’universel et la pluralité des différents
jeux de langage, incommensurables entre eux. Une nouvelle ère dans laquelle, comme
le souligne Bauman (2000), nous assistons au laxisme des plans illustrés par leur
dissolution après la radicalisation de leurs principes « liquéfiants », la perte des
possibilités d’individualisation due à l’épuisement des projets émancipatoires, la chute
de l’identité citoyenne et l’apparition de structures de pouvoir de plus en plus
invisibles et dispersées, grâce aux processus de mondialisation.
La conviction qu’il n’y a pas de valeur normative absolue ou de telos de l’histoire
génère donc l’émergence d’une pluralité de valeurs qui implique, comme aspect positif,
la possibilité de développer une critique cohérente et constante contre les
dogmatismes et les fanatismes, mais qui nous conduit aussi dangereusement vers un
relativisme et un pluralisme moral et politique qui peuvent être « conquis » sous la
forme de scepticisme radical et nihilisme. Et le problème est que, paradoxalement, la
réponse à ce nihilisme est la prolifération de propositions hyperreligieuses incarnées
dans les nouvelles formes de fondamentalisme, de totalitarisme théocratique et de
terrorisme religieux qui menacent l’Occident (et pas seulement de l’extérieur) : les
attentats du 11 septembre 2001 aux États-Unis et leurs différentes rechutes ; la
radicalisation néo-fasciste et trop religieuse de certains groupes politiques ; la
multiplication des mouvements sectaires et l’apparition du fanatisme messianique ;
l’éternel conflit palestino-israélien dans la bande de Gaza ; l’expulsion des minorités
religieuses d’Irak par l’État islamique ; et bien plus encore. D’autre part, nos sociétés
occidentales contemporaines, marquées par l’ouverture multiculturelle, le syncrétisme
et le métissage, nous imposent d’urgence l’obligation de réfléchir { ce que nous
comprenons aujourd’hui lorsque nous parlons de religion, ainsi qu’au type de relation
qui existe ou devrait exister entre religion et autres instances telles que la politique, la
philosophie, les sciences, l’art (Arboleda Mora, 2008, 131-137).
Et pourtant, parallèlement, nous trouvons le fait incontournable que notre
culture est inévitablement post-religieuse : la critique de la religion par les philosophes
de la suspicion (et, en particulier, la proclamation nietzschéenne de la « mort de
Dieu », déjà décrite par Hegel) ; l’expansion des positions athées, agnostiques ou

36
indifférentes entre la citoyenneté ; l’occupation de l’espace précédemment réservé à
Dieu par la science et ses avancées ; la chute des grandes métanarrations avec l’arrivée
de la « postmodernité » ; l’état général de discrédit auquel l’opinion publique soumet
les responsables de la gestion des affaires religieuses ; l’abandon, par les différentes
« églises », de leur mission spirituelle pour un engagement social politisé et
idéologique excessif ; la perte de cohésion communautaire que la religion offre aux
citoyens, etc. (Ibíd.). Tout ce grand développement de la culture occidentale n’a fait
qu’accroître l’abîme insurmontable entre philosophie et théologie, sans pour autant
assurer la réalisation des rêves illustrés de laïcité de l’État et la sécularisation de la
société ou la construction d’instances pacifiques de communication entre croyants et
non-croyants, seuls outils valables dans la lutte contre les positions hyper religieuses.
C’est pourquoi le retour { la théologie proposé par de nombreux philosophes
français à la fin du XXe siècle et toujours proposé par leurs successeurs est étrange,
mais aussi particulièrement intéressant. Le sujet constitue l’un des débats
philosophiques contemporains les plus importants, souligné par Dominique Janicaud
sous le titre de « tournant théologique de la phénoménologie française ». Avec cette
dénomination, Janicaud fait spécifiquement référence à des auteurs comme Emmanuel
Lévinas, Michel Henry et Jean-Luc Marion, à qui il adresse une forte critique pour avoir
réalisé ce qu’il considère comme un retour inhabituel vers des concepts et des
questions { caractère théologique { partir d’une déformation de la phénoménologie
fondée par Husserl. Le cours du débat qui suivra impliquera également Jacques
Derrida, Paul Ricœur, Jean-Louis Chrétien, Jean-François Courtine, et en général, les
derniers représentants de la phénoménologie en France, où ce mouvement
philosophique est pleinement ancré (Restrepo, 2010, 116).

« Dominique Janicaud a perçu, au cœur du courant phénoménologique,


une singulière ouverture au transcendant, à l‟absolu et à l‟originaire qui, pour
ne pas être entièrement étrangère à certaines orientations antérieures, n‟en
scellait pas moins une alliance avec des préoccupations de type théologique ou
religieux » (Cometti en Janicaud, 1991, 11).

2 - Contexte : bref état de la question

Nous avançons donc dans le domaine de la philosophie française


contemporaine, caractérisée par un dépassement de la distinction entre concept et

37
existence (en assumant l’idée de concept comme événement, réalité vivante,
processus), par l’inscription de la philosophie dans la modernité de la vie quotidienne
(l’arrachant ainsi { l’Académie), par l’abandon de l’opposition kantienne entre
philosophie du savoir et philosophie de l’action (par une interprétation pratique du
savoir lui-même), par l’inscription de la philosophie dans l’espace politique (en créant
la figure du « philosophe militant », qui non seulement réfléchit sur la politique, mais y
intervient), par la récupération de la question du sujet (argumentant ainsi avec la
psychanalyse et les modèles explicatifs trop réfléchis) et par la création d’un nouveau
style discursif beaucoup plus poétique (donc concurrent de la littérature) (Badiou, cité
dans Morey, 2015, 11-12).
Un style de philosophie directement influencé par l’existentialisme d’après-
guerre qui, à son tour, trouve ses racines dans la phénoménologie comme cadre de
référence philosophique. Sartre lui-même s’inspire, dans ses œuvres, des recherches
phénoménologiques de Husserl ; et son œuvre la plus remarquable, L’être et le néant
(1943), qu’il sous-titre précisément « Essai d’ontologie phénoménologique », doit
beaucoup à la lecture de Être et Temps (1927) de Heidegger, considéré à l’époque
comme phénoménologue hétérodoxe. De son côté, Merleau-Ponty s’est toujours
présenté comme le continuateur (et le réformateur) du mouvement
phénoménologique, avec Phénoménologie de la perception (1945), qui est son œuvre
capitale ; il en va de même pour Simone de Beauvoir et son œuvre Le deuxième sexe
(1949), qui sera bientôt le grand référent du mouvement féministe naissant (Morey, op.
cit., 19). Il n’est donc pas surprenant que les philosophes français, héritiers de ces
auteurs exceptionnels, aient opté pour la phénoménologie comme méthode de travail
et cadre théorique de leurs recherches.
La phénoménologie, apparue au début du XXe siècle en Allemagne grâce aux
contributions d’Edmund Husserl, est une proposition philosophique qui cherche {
surmonter le poids de la spéculation, du scientisme et de psychologisme qui, à cette
époque, accusait la philosophie (et la connaissance en général) par un « retour aux
choses elles-mêmes ». Ainsi, la proposition phénoménologique consiste à se dépouiller
de tout type d’hypothèse ou de jugement préalable pour enquêter directement sur la
manière dont les « choses » se produisent dans la conscience ; la manière dont la
conscience se fait avec les « choses » ; non pas la « chose » elle-même, mais la manière

38
dont cette « chose » apparaît dans ma conscience (le « phénomène » pour moi). Ainsi,
l’intention est de suspendre à la fois tout jugement sur l’existence ou la valeur des
objets et l’« attitude naturelle » même de la connaissance (la croyance que le monde
naturel existe) afin de diriger l’intention de la conscience vers l’essence des « choses »
et ensuite questionner l’existence de la conscience elle-même afin d’atteindre une pure
conscience transcendantale. La phénoménologie est, en somme, une procédure
méthodologique pour expliciter les procédures que suit la conscience dans la
constitution du sens (la signification de ce qui nous est montré) et dans l’atteinte de
résultats universels et nécessairement vrais (Morey, op. cit., 19-26). Au cœur de cette
tradition phénoménologique, que nous aurons l’occasion de mieux caractériser au fil
de la lecture critique qu’Henry lui consacre (infra, §1.2), se produit le « tournant
théologique » contre lequel Janicaud se positionne.
Janicaud, qui prône une phénoménologie « minimaliste » permettant une
approche du réel basée sur une observation des phénomènes aussi neutre que possible,
trouve dans les tendances de la philosophie française contemporaine, la perte de toute
rigueur pour la phénoménologie. En examinant la question du « tournant
théologique », Janicaud considère en effet qu’il est impossible de nier que, dans la
phénoménologie française de son temps, une mutation a eu lieu, puisque,
contrairement à ces nouveaux phénoménologues, les philosophes français qui ont
repris la tradition phénoménologique « orthodoxe » (Sartre et Merleau-Ponty) se sont
strictement tenus dans le cadre de l’expérience immanente du vivant et ont évité
soigneusement toute métaphysique au sens traditionnel. Sartre se proclame athée ;
Merleau-Ponty, sans le faire, cherche à rester exclusivement dans le domaine de la
perception. Mais, selon Janicaud, l’œuvre Totalité et Infini de Lévinas se construit sur
un « désir de l’invisible » et établit la prééminence de la transcendance comme une
idée de l’infini et la primauté de la métaphysique sur l’ontologie ; il est donc presque
impossible de préciser quel aspect de cette proposition reste réellement
phénoménologique.
D’autre part, en examinant la question du « tournant théologique » comme
question de droit, Janicaud ne s’est jamais demandé si l’on avait ou non le droit
d’établir des questions métaphysiques ou théologiques, pour autant qu’elles soient
explicitement différenciées des questions ou des descriptions proprement

39
phénoménologiques ; ce sur quoi il s’interroge est l’acceptation comme
phénoménologique de ce qui n’est pas du tout phénoménologique et l’élargissement
tellement disproportionné du « domaine » de la phénoménologie qu’il nous amène à y
inclure pratiquement toute forme de philosophie. Car, avec cet « impérialisme de la
phénoménologie », la pensée philosophique dans son ensemble ne pourra pas
construire quoi que ce soit de réellement viable ou entrer en dialogue fécond avec
d’autres pensées et, en même temps, la théologie courra le risque de voir sa spécificité
disparaître ou de se réintégrer dans la philosophie elle-même. (Janicaud, 1991, 21-24).
Janicaud défend une neutralisation du regard philosophique de telle sorte qu’il
soit capable d’accepter les effets du pouvoir rationnel tels qu’ils se produisent (sans
jugement de valeur) et c’est pourquoi il suggère le développement d’une
phénoménologie « minimale » ou « minimaliste » qui permette de vérifier et de décrire
l’effet de ce pouvoir rationnel par une approche du réel dans laquelle le diagnostic et la
méditation doivent se fonder, en priorité, sur une observation des phénomènes aussi
neutre que possible. Les tendances diagnostiquées dans le « tournant théologique »
apparaissent précisément à l’opposé de cette « phénoménologie minimaliste », car
Janicaud y voit une déviation et une impasse pour la phénoménologie, mais aussi un
défi à relever. (Cometti dans Janicaud, 1991, 13).
Et le noyau principal de cette déviation que, selon Janicaud, la phénoménologie
française a réalisée, réside dans l’acceptation, de la part de ses contemporains, du
phénomène de la Révélation, un nouveau type de phénomène caractérisé, non plus par
son contenu de présence, mais par un excès de donation qui dépasse l’objectivité de ce
qui a été donné et qui accorde son droit { la transcendance : l’infini du visage
(Lévinas), le don (Derrida), l’icône (Marion), la chair (Henry), l’impossible et l’appel
(Chrétien), etc. Tous ces phénomènes apparaissent comme « non visibles », un
paradoxe dans lequel « l’invisible » inaugure précisément un nouveau type de visibilité.
(Restrepo, 2010, 116). Dans cette justification de la Révélation, Janicaud, en revanche,
ne reconnaîtra que l’abandon des principes de la phénoménologie husserlienne et
l’abandon de ses compagnons devant les forces séductrices d’une « phénoménologie de
l’inapparent », qui suppose la perte de toute rigueur phénoménologique.
Pour Janicaud, la phénoménologie actuellement développée par les philosophes
français opère en dehors du cadre spécifique du « donné » et abandonne les conditions

40
de réduction établies par Husserl, de sorte que, pour lui, ce « retour à la
transcendance » des tendances du tournant ne représente plus qu’un mouvement
rétrograde par rapport { la construction d’une philosophie réellement transcendantale,
dont les fruits finissent vilement livrés à une théologie qui, subitement, se retrouve
établie comme véritable « philosophie première » (Ibíd.) :

« Il m’a paru très surprenant que puisse encore s’intituler


“phénoménologiques” des pensées soucieuses de l’Autre en tant que tel, de
l’Archi-Révélation de la Vie, de la donation pure, des pensées qui justement
transgressent les limites de la phénoménalité et qui, d‟ailleurs, du moins chez
Lévinas, avouent qu‟elles entendent renouer avec la grande tradition
métaphysique (le Bien chez Platon, l‟infini chez Descartes). » (Janicaud, 1991,
19 et 20).

Outre ces critiques de Janicaud, que nous aurons le temps d’évaluer (infra, §4),
nous ne pouvons que reconnaître le vaste travail philosophique que ces penseurs ont
développé et continuent de développer en étendant la recherche phénoménologique
dans la réalité à des limites inconnues, même si cette expansion s’est faite { travers ce
que l’on appelle aussi le « christianisme postmoderne ». Sous cette rubrique repose de
nombreux auteurs (pas seulement français) qui, dans la tradition post-heideggérienne
continentale, ont développé une philosophie très en phase avec les idées de penseurs
chrétiens primitifs comme saint Augustin ou saint Thomas d’Aquin et/ou de mystiques
chrétiens comme Maître Eckhart ; une philosophie qui, pour son actualité ou pour son
retour à la théologie, est encore très peu connue (surtout dans les pays de langue
espagnole) et mérite une reconnaissance.11 C’est pour cette raison que je propose un
travail de réflexion autour de la figure de Michel Henry, l’un des philosophes impliqués
dans le « tournant théologique de la phénoménologie française » mentionné plus haut.
Michel Henry (1922-2002) a développé une philosophie de l’affectivité avec
laquelle il cherche à radicaliser et à compléter le projet de phénoménologie
husserlienne et d’ontologie heideggérienne, attaquant en même temps l’ensemble de la
philosophie occidentale par avoir établi l’externalité du monde visible comme seul
mode de manifestation en oubliant ainsi l’intériorité invisible de la Vie, son

11
« Certes, il faut encore regretter la traduction en espagnol de nombreux textes des phénoménologues français
du « tournant », à commencer par ceux de Janicaud lui-même, mais peut-être plus avancé que prévu, malgré le
caractère partiel des recherches et la diffusion restreinte que les publications en la matière ont en Amérique
latine. » (Restrepo, 2010, 121).

41
immanence radicale et son mode original de révélation, qui est irréductible à toutes
formes de transcendance. Michel Henry veut faire une phénoménologie matérielle
capable de prendre en charge la humanitas de l’homme, c’est-à-dire, la Vie (ce que
nous sommes tous et en même temps que nous ne savons pas), questionnant les
catégories traditionnelles du sujet-objet et les constructions abstraites et « antivitales »
de la science et du bon sens, afin de réfléchir réellement à ce qu’est la réalité et ce
qu’est chacun de nous (Domingo Moratalla dans Henry, 1987, 14).
Rejetant toute référence à la conscience objectiviste intentionnelle, à toute
dimension ek-statique et à toute autre comprise comme un « Au-dehors », Henry
restaure la réflexion philosophique, remontant au Maine de Biran, comme
« phénoménologie de la Vie » qui conduit à l’immanente « autoaffection » de l’être lui-
même comme pathos et comme « pure matérialité phénoménologique », de sorte que
l’essence de l’apparence est réduite à cette Vie préintentionnelle et affective où
l’expérience de l’identité personnelle et de Dieu coïncident, comme chez Maître
Eckhart (Waldenfels, 1992, 83 et 84 ; 131). Sa pensée conduit ainsi à une philosophie qui
s’élève jusqu’{ l’affirmation d’un être pur et en soi, présenté comme une divinité que
l’on ne peut vivre que mystiquement (Sáez Rueda, 2001, note 11, 99).
Et il y a certainement chez Michel Henry une inspiration enracinée dans le
christianisme et une influence que l’auteur reçoit des mystiques et des philosophes
médiévaux chrétiens, un fait que le phénoménologue ne nie jamais (pas même dans le
débat inauguré par Janicaud, où la réponse de Henry semble être la simple acceptation
de sa condition de « penseur chrétien »). Mais l’accuser de développer une
apologétique chrétienne ou de tenter de conduire, à partir de ses recherches
phénoménologiques, à des considérations théologiques qui invalident la spécificité de
la méthode phénoménologique ne serait pas totalement licite et ne rendrait pas justice
au cadre philosophique de sa pensée. Le philosophe français complète son analyse de
la Vie (dans laquelle, selon lui, la phénoménalité se phénoménalise d’abord elle-
même), se présentant comme une condition matérielle de la possibilité d’apparaître
elle-même, la « pierre philosophale » de tous les phénoménologues), réorientant le
discours vers des concepts et principes traditionnellement théologiques, mais non
moins valables que toute autre conceptualisation utilisée ou conçue par les
philosophes phénoménologiques, herméneutiques, analytiques, éclairés ou

42
déconstructifs qui veulent l’accuser de détruire les bases de la philosophie en se
tournant vers le discours théologique.
Car s’il y a une chose qui caractérise Michel Henry (et qui est exprimé dans ce
dernier « tournant théologique »), c’est sa polyvalence et sa propension continue à la
polémique : un penseur soucieux de poursuivre l’héritage husserlien, mais qui
collectionne l’héritage hétérodoxe de Bergson et de Maine de Biran ; un écrivain en
désaccord avec l’analyse existentielle de Heidegger, avec les bases théoriques du
freudisme et avec le scientisme marxiste d’Althusser ; un romancier lauréat qui se
consacre également à une réflexion esthétique sur la peinture abstraite ; un philosophe
écarté de la pédanterie des académies et des perversités du paradigme
déconstructionniste ; un créateur exalté, père d’une réflexion agressive, structuré sur la
nécessité de toujours dire la même chose et de la même manière (García-Baró dans
Henry, 2002, 9 et 10).
Par cette tendance naturelle à la controverse, ce « dire toujours la même chose »
prendra la forme d’un oxymore phénoménologique qui repose sur la confrontation
entre la Vie et le vivant, l’affectivité et l’immanence, l’absolu et la phénoménalité, la
subjectivité et l’intentionnalité ; un principe théorique (mais vivant) qui pourrait être
le « fil d’Ariane » de la pensée henryenne et qui serait présent sous une nouvelle
caractérisation dans chacune des étapes fondamentales de son élaboration : la
phénoménalité supérieure de « l’invisible », la preuve passive de l’ipséité, l’intériorité
pure du corps, la communauté affective des vivants, l’écho « pathétique » d’un tableau
abstrait. (Tinland, 2008, 119). Et ces dernières années : Dieu, la sortie du « labyrinthe de
Crète » dans lequel la pensée de Michel Henry consiste.

3 - Hypothèses, objectifs et justification de la recherche

La proposition d’Henry est celle de développer une phénoménologie radicale et


matérielle qui surmonte le préjugé du « monisme de la transcendance » dans lequel,
selon Henry, toute la tradition philosophique occidentale se trouve engagée : la
tendance { ne reconnaître qu’une forme de manifestation, celle de la « transcendance
mondaine », établissant la « distance phénoménologique » (la distinction sujet-objet)
comme une condition pour la possibilité de toute connaissance. Face à ce « monisme

43
ontologique », Michel Henry propose d’aller jusqu’au bout des postulats de la
phénoménologie, à la recherche de la possibilité réelle d’apparaître de la réalité à la
limite de l’extériorité du monde. C’est pourquoi il propose une conception de l’essence
de l’apparition comme « autoaffection » de la Vie à elle-même dans l’immanence
radicale et « pathétique » de notre « chair », conduisant l’intérêt de la recherche
phénoménologique vers la sphère corporelle et revendiquant un « dualisme
phénoménologique » vitaliste qui trouve, dans cette Vie « pathétique » et immanente,
le fondement même du réel, l’émergence de subjectivité et la possibilité de vivre en
communauté. Enfin et après une réflexion sur le christianisme, ce même fondement de
vie s’identifiera au Dieu dont parlent les traditions religieuses.12
En proposant cette identification de la Vie avec le Dieu-Père du Christianisme,
Henry tombe cependant dans un conflit qui constitue le principal problème auquel la
présente thèse doctorale cherche à répondre. En effet, comment Michel Henry peut-il
vraiment respecter les présupposés phénoménologiques de sa proposition (réduction
phénoménologique et différence ontologique) lorsqu’il déclare que la Vie est le
véritable « paraître primordial » du réel (le Commencement de la réalité) s’il identifie
en même temps cette Vie au Dieu dont parle une religion positive concrète, articulée
selon une révélation historique (le Dieu qui, selon le Christianisme, se révèle en la
personne de Jésus de Nazareth) ? ; le retour aux catégories théologiques que Michel
Henry a menées dans la dernière décennie de sa production philosophique ne
pervertit-il pas la prétention générale de sa pensée (c’est-à-dire sa proposition de
radicalisation de la réduction phénoménologique husserlienne et de la différence
ontologique heideggérienne) ?
Ou, même en laissant de côté le retour à la théologie que notre philosophe
entreprend dans les derniers travaux, toute la pensée henryenne n’est-elle pas dominée
dès le début, comme le souligne Janicaud, par un « désir de l’inapparent » qui déforme
les principes fondamentaux du paradigme phénoménologique et qui se concrétise plus
tard dans ce retour final à la théologie ? ; son programme de phénoménologie radicale
matérielle, ne pourrait-il pas être qualifié de « nominalisme radical » pour proposer
une lecture de la phénoménalité qui ne donne aucun rôle à l’intentionnalité (sensible

12
Tout au long de la thèse, nous aurons le temps de détailler les différents concepts et idées qui ne sont cités ici
qu‟à titre de présentation.

44
ou intellectuelle) ? ; ne sommes-nous pas, chez Michel Henry, confrontés à une
proposition phénoménologique excessivement réductionniste qui suppose
l’acceptation du mécanisme de l’« autoaffection » de la Vie comme une vérité
indiscutable et quasi dogmatique ?
Notre hypothèse, cependant, est de comprendre que toutes ces critiques, loin
d’invalider la contribution philosophique d’Henry, la rendent plus intéressante, si
possible, en soulignant la caractéristique principale de la pensée d’Henry : sa capacité {
proposer un nouveau type de recherche phénoménologique au moyen d’un oxymore
qui reformule antinomiquement les tensions spéculatives entre l’immanence et la
transcendance, entre l’affectivité et l’intentionnalité, etc. en utilisant le conflit
théorique et en le vivant au lieu de le résoudre. S’inscrivant dans le cadre de
l’immanence radicale et « pathétique » de la Vie, s’éloignant du schéma de
transcendance intramondaine de la philosophie précédente, la phénoménologie
henryenne échappe { la critique de Janicaud qui parle d’un abandon de l’expérience
immanente et d’un retour à la transcendance religieuse. De même, nous ne pouvons
pas accuser Henry de développer une philosophie du « désir de l’invisible » parce que,
ce faisant, nous tomberions nous aussi dans le schéma de la visibilité transcendante
des préjugés monistes : l’invisibilité dont Henry parle dépasse la distinction
traditionnelle visible-invisible construite sur l’apparence à « l’Au-dehors » du monde.
Le « tournant théologique » des dernières œuvres d’Henry, en revanche, est une
confrontation avec les principaux textes du christianisme qui, plutôt que de développer
une apologétique chrétienne, une défense théorique du christianisme, une
phénoménologie du fait religieux ou une réflexion théologique, propose une
« philosophie du christianisme », comprise comme une identification entre la
phénoménologie henryenne de la Vie et la phénoménologie de la vie chrétienne elle-
même ou comme « débouché logique et presque indispensable » de sa pensée. Enfin, le
fait qu’Henry lui-même conçoive son programme phénoménologique comme un projet
d’« ontologie fondamentale » ou de « philosophie radicale et première », véritablement
soucieuse de l’être et de son fondement, montre clairement que les prétentions ne
cessent pas d’être éminemment philosophiques. En corollaire de ce qui précède et
comme seconde hypothèse du présent travail, nous pouvons donc comprendre que
dans la phénoménologie d’Henry ce qui se produit est, plus qu’un « tournant

45
théologique », un « tournant métaphysique » qui, pourtant, est déjà pleinement (bien
que de manière enterrée, comme nous le verrons) soutenu par une référence,
consciente ou non, au contenu de la réflexion théologique chrétienne depuis le début
de ses premières réflexions.
La motivation pour développer une telle recherche réside dans la
reconnaissance de Michel Henry en tant que penseur riche et complexe qui nous
permet de comprendre d’une manière nouvelle et profitable l’histoire de la pensée
occidentale, le sens de la philosophie et sa relation avec la théologie. L’objectif
principal de la thèse doctorale envisagée ici est de défendre la valeur de l’apport
philosophique de Michel Henry face aux critiques qui en parlent en termes de
nominalisme radical et de perversion des principes phénoménologiques. Dans ce
contexte, la thèse sera un plaidoyer en faveur de la critique henryenne du « monisme »
de la transcendance mondaine présent dans la tradition philosophique occidentale et
une justification de l’intérêt du retour définitif de la pensée de Michel Henry vers la
théologie. Cet objectif principal répond également à la tentative de restaurer la
perception, dans le monde académique, de la pertinence et de la transcendance
potentielle de la pensée d’Henry dans la culture occidentale et l’histoire de la
philosophie, ainsi qu’{ la prétention de donner à Michel Henry la visibilité et la
reconnaissance qu’il mérite et dont il ne jouit toujours pas.
Par rapport à ces intentions, on peut aussi signaler comme objectifs généraux de
la recherche (bien que moins concrets que celui exposé ci-dessus), celui de redessiner
l’espace, jamais totalement défini, qui sépare la réflexion philosophique de la
spéculation théologique et celui de déplacer la spécificité de la phénoménologie
française du corps, ouverte à une nouvelle forme de phénoménisation du réel, des
contributions de notre auteur. L’objectif principal de cette recherche (qui, comme
nous venons de le mentionner, consiste à défendre la proposition phénoménologique
henryenne contre ses propres problèmes intrinsèques) est néanmoins « traduit » en
une série d’objectifs spécifiques :
1.- Analyser les prétentions générales de la phénoménologie matérielle radicale
de Michel Henry et sa tentative de se présenter comme « ontologie fondamentale » et
« philosophie radicale et première ».

46
2.-Comprendre l’accusation de « monisme ontologique de la transcendance »
que Michel Henry adresse à la « phénoménologie historique » et à toute la tradition
philosophique occidentale.
3.- Inscrire la proposition phénoménologique henryenne dans le contexte de la
tradition phénoménologique à travers une confrontation avec la philosophie de
Husserl, Heidegger et les auteurs qui, comme Merleau-Ponty, dérivent la réflexion
phénoménologique vers la question corporelle.
4.- Présenter la réflexion de Michel Henry sur les présupposés éthiques qui,
selon lui, constituent la condition pour la possibilité de l’émergence de toute
communauté (humaine), comme un premier pas vers la compréhension du « tournant
théologique » de sa pensée.
5.- Justifier l’intérêt du tournant vers la théologie de la pensée henryenne dans
les derniers travaux comme une thématisation du christianisme en tant que produit
culturel occidental et réarticulation métaphysique de sa proposition
phénoménologique.
6.- Étudier si la « philosophie du christianisme » proposée par Henry peut être
extrapolée comme paradigme de la « philosophie de la religion » applicable aux autres
traditions religieuses.

4.- Méthodologie utilisée et structure de la thèse

La méthodologie employée tout au long des différentes étapes de cette


recherche répond { un travail herméneutique de reconstruction de la pensée d’Henry {
partir d’une lecture analytique de ses œuvres principales et d’une proposition de
réponse aux principaux problèmes rencontrés ou que les lecteurs critiques d’Henry
mettent en évidence. Cette reconstruction de la pensée d’Henry repose sur la
recherche systématique de sa spécificité par le dialogue avec les grandes figures de la
tradition phénoménologique : Husserl et Heidegger (pour avoir été les grands référents
de notre philosophe), ainsi que Merleau-Ponty (parce que la phénoménologie du corps
est l’espace dans lequel la proposition henryenne s’intègre le mieux) et Jean-Luc Nancy
(parce qu’il est l’un des phénoménologues français les plus remarquables de nos jours).
Dans la tentative de sauver Henry de la critique de nominalisme et perversion des

47
principes phénoménologiques, notre proposition repose sur deux instances
méthodologiques spécifiques : la spéculation réflexive autour de l’élaboration
d’éventuelles contre-répliques qui ne violent pas l’articulation de la pensée d’Henry et
la confrontation de nos propres évaluations de son œuvre avec celles d’experts en sa
pensée.
Pour mener à bien ces mécanismes méthodologiques, nous avons utilisé les
principaux travaux de Michel Henry, ainsi que, surtout, plusieurs des différents articles
sur son œuvre qui ont été publiés au fil des ans. L’accent a été mis principalement sur
ses deux thèses, Philosophie et phénoménologie du corps (1965) et L’essence de la
manifestation (1963), ainsi que sur Phénoménologie matérielle (1990) (car nous
considérons que ces trois œuvres offrent une « présentation » générale de sa
proposition philosophique). Les chapitres introductifs que les érudits espagnols
d’Henry proposent dans les éditions espagnoles de ses livres ont également été très
utiles (il convient de souligner le travail du professeur García-Baró à cet égard), et,
d’une manière spéciale, les articles sur la pensée henryenne publiés en espagnol (de ce
côté ou de l’autre de l’océan). De même, on a fait une lecture spécifique (mais
certainement partielle) des grands chapitres des trois ouvrages qui composent la
« trilogie philosophie-théologique » d’Henry (C’est moi la vérité. Pour une philosophie
du christianisme (1996), Incarnation. Une philosophie de la chaire (2000) et Paroles du
Christ (2002)) et de certains des ouvrages publiés à titre posthume.
Ce travail n'aurait pas été possible sans le développement des deux séjours
formateurs qui ont eu lieu au cours de ces années de recherche doctorale. Le premier
séjour a eu lieu au printemps 2016 au Département de philosophie, Sciences Humaines
et Communication de l'Université Pontificale de Comillas ICAI-ICADE de Madrid, sous
la direction du professeur Miguel García-Baró López et grâce au financement des
subventions pour les séjours de courte durée du programme FPU que nous aurons
ensuite la possibilité de présenter. Ce premier séjour nous a permis de prendre contact
avec le groupe «Phénoménologie et philosophie première», une plate-forme de
production et de diffusion de la philosophie à laquelle participent des chercheurs et
des professeurs tels que Agustín Serrano de Haro, Graciela Fainstein, Ignacio Verdú,
Iván Ortega et Daniel dos Santos, ainsi que d’autres professeurs, doctorants et
étudiants de différents provenances, réunis autour de la figure du professeur García-

48
Baró. Le fait d’avoir établi une relation professionnelle et personnelle avec tous ces
chercheurs a été une expérience très enrichissante qui a, sans aucun doute, eu un
impact positif sur le bon développement de la préparation de cette thèse et sur le
renforcement des liens académiques qui unissent les institutions d'origine et de
réception.
De même, un deuxième séjour a eu lieu à l'automne 2017 au "Fonds
Bibliographiques Michel Henry" de l'Université Catholique de Louvain, à Louvain-la-
Neuve (Belgique), sous la direction du professeur Jean Leclercq; cette fois, grâce au
programme de bourses pour le mouvement international des doctorants de l’Université
de Grenade. Ce deuxième séjour a permis d'accéder à une grande bibliographie
primaire et secondaire qu'il aurait été impossible de trouver autrement, ainsi que de
contacter des chercheurs experts sur la pensée de Michel Henry, comme Leclercq lui-
même, Roberto Formisano, Cesare del Mastro et Paula Lorelle, parmi d’autres. Le
contact avec ces chercheurs a permis de concrétiser certaines des hypothèses de travail
et le séjour a, donc, été un élément clé pour améliorer la qualité, la profondeur et
l’originalité du plan de recherche, en plus de lui donner le prestige et l’internationalité
que requiert tout travail universitaire. Comme résultat de ce séjour, nous pouvons
souligner la participation dans la Revue Internationale Michel Henry et le
développement d’un deuxième séjour dans le "Fonds Bibliographiques Michel Henry",
beaucoup plus court cette fois et financé par l’Université Catholique de Louvain même,
en mai 2019.
D'autre part, il a été aussi un élément d’importance vitale l’assistance { des
congrès, des forums, des séminaires et des conférences traitant de questions (directes
ou transversales) avec la phénoménologie, l'anthropologie et la philosophie de la
religion en général ou avec la pensée de Henry en particulier. Dans cette perspective,
on peut citer, parmi d’autres, le cours "Corps et intersubjectivité dans une perspective
phénoménologique", organisé par l'Institut de Philosophie du Conseil Supérieur de la
Recherche Scientifique et tenu à Madrid en 2016; le cycle de conférences "La
conscience phénoménologique", organisé par le groupe d'Herméneutique et
Anthropologie Phénoménologique de l'Université de Saragosse et tenu à Saragosse en
2016; ou le IIIe Congrès International "Religion(s) et Politique(s)" de la Société

49
Francophone de Philosophie de la Religion, qui s'est tenu à l'Académie Royale de
Belgique, à Bruxelles, en 2017.
Dans le développement de ce travail de recherche, je me suis bénéficié du
financement du programme d’aides { la Formation des Professeurs d’Université (FPU)
des sous-programmes de Formation et de Mobilité (dans le cadre du Programme
National pour la Promotion du Talent et son Employabilité) du Ministère espagnol de
l’Éducation, la Culture et les Sports. Cette aide, correspondant à la convocation de
2013, s’est concrétisée en octobre 2014 par un contrat pré-doctoral avec l’Université de
Grenade, grâce auquel je me suis bénéficié du statut de Personnel Enseignant et
Chercheur en Formation (PDIF) du Département de Philosophie II de cette Université
jusqu’en novembre 2018. L’aide FPU a été un instrument très utile, car elle m’a fourni
une rémunération qui m’a permis de me consacrer à plein temps et avec une intensité
maximale aux travaux de recherche et { l’initiation aux activités d’enseignement
universitaire. D’autre part, la condition de PDIF du Département de Philosophie II et
d’étudiant du Programme de Doctorat en Philosophie de l’UGR m’a permis d’utiliser
les moyens et les ressources offerts par le Département lui-même, la Bibliothèque,
l’École de Post-grade et les autres centres et services de l’Université de Grenade.
Le résultat le plus évident de ce financement est le présent travail de thèse
doctorale, qui est structuré en deux parties principales. Dans la première partie du
travail, La phénoménologie henryenne à découvert, nous développons une présentation
générale de la pensée henryenne { partir d’une perspective éminemment expositive,
bien que nous incluions également quelques évaluations et interprétations
personnelles sur les questions les plus controversées, en pensant déjà au tournant
théologique. Ainsi, le premier chapitre, Michel Henry, un phénoménologue hétérodoxe,
est présenté comme une introduction à la pensée henryenne par la place de Michel
Henry dans l’histoire de la philosophie et l’étude de sa lutte contre le paradigme du
« monisme de la transcendance » (archétype sous lequel, selon lui, tout le patrimoine
philosophique occidental est réuni), avec une référence spéciale à sa lecture des grands
auteurs de la tradition phénoménologique (Husserl et Heidegger).
Le deuxième chapitre, Michel Henry, un philosophe vitaliste, développe une
analyse de la phénoménologie henryenne de la Vie, en examinant sa relation avec la
phénoménologie du corps merleau-pontynien et en thématisant, surtout, sa

50
proposition d’« autoaffection » dans l’immanence radicale comme instance première de
la phénoménicité, son interprétation de la subjectivité comme l’émergence d’une
ipséité « pathétique » et sa conception de la naissance de la culture à partir du concept
de « communauté invisible des vivants », condition de la possibilité de l’éthique (et,
alors, avance de son tournant théologique). On y trouve également un excursus sur
l’application du concept henryen de la vie dans le domaine de la psychopathologie
comme proposition pour la construction d’une possible « thérapie philosophique
henryenne » et comme exposition des utilités pratiques que la pensée henryenne nous
permet.
Dans la deuxième partie de la thèse, La question de Dieu dans la phénoménologie
henryenne, nous développons une réflexion autour de la question qui articule toute la
recherche (le « tournant théologique » de la phénoménologie henryenne) et, en même
temps, nous essayons de proposer une approche critique et évaluative par rapport à la
réflexion d’Henry, en y abordant certaines nouvelles réflexions depuis elle-même.
Ainsi, le troisième chapitre, Michel Henry, un intellectuel chrétien, consiste en un
examen du déjà indiqué « tournant théologique » de la phénoménologie matérielle
radicale d’Henry qui étudie la thématisation du christianisme que notre auteur
entreprend dans ses derniers travaux et tente de justifier ce « tournant théologique »
comme conséquence et prolongement de sa lecture de la Vie selon les caractéristiques
propres à la théologie négative et au mysticisme, soulevant ainsi la possibilité d’une
nouvelle théodicée.
Le quatrième chapitre, Michel Henry, un métaphysicien après la métaphysique,
présent notre interprétation du « tournant théologique » comme « tournant
métaphysique » des approches d’Henry et soulève, en discussion avec Nancy, la
possibilité de comprendre la phénoménologie henryenne comme une tentative de
déconstruction du christianisme. Ce dernier chapitre inclut également une distance
critique par rapport à la pensée de Henry, préparée grâce aux contributions du
directeur de l’ouvrage, le professeur Juan Antonio Estrada. Les deux chapitres qui
composent cette deuxième partie sont toutefois abordés dans une perspective moins
exhaustive que les deux autres, puisque tout l’ouvrage s’articule comme une étude de
« l’état de la question » autour du « tournant théologique » de la phénoménologie de

51
Michel Henry et entend jeter les bases des recherches futures sur ce même sujet, mais
sans l’épuiser complètement.
Nous nous excusons d’avance pour toute incompétence intellectuelle à aborder
une pensée aussi riche que complexe, aussi surprenante qu’intuitive, aussi absconse
qu’évidente, aussi séduisante que controversée, aussi authentique qu’elle est
surprenante.

« En lisant Henry, il est presque immédiat de surprendre la nouveauté


et, dans une certaine mesure, l‟étrangeté de ses pages. Sa phénoménologie
radicale se présente, en effet, comme une révolution de l‟apparition, selon
l‟interprétation habituelle, du moins en Occident, pour la ramener à l‟origine
qui lui correspondait supposément : la Vie et son “pathos” originel. Certes, il y
a de nombreux points noirs et quelques doutes générés par sa philosophie,
comme en témoignent les nombreuses critiques qui lui sont adressées.
Cependant, l‟aspiration à l‟original, la poétique d‟une pensée qui veut aller au
cœur même de la vie et le courage d‟affronter des sujets impossibles à épuiser
et à éviter, comme le problème du mal et de l‟existence de Dieu, rendent la
philosophie d‟Henry fascinante et suggestive. » (Cazzanelli dans Henry, 2004,
15).

52
PARTE I. - LA FENOMENOLOGÍA HENRYANA AL DESCUBIERTO

Capítulo 1. - Michel Henry, un fenomenólogo heterodoxo

“Creer ahora que dicho logos es el fenñmeno original (…) he ahí la


ilusión a la que ha sucumbido la fenomenología histórica, retomando con ello,
sin saberlo, el prejuicio de toda la filosofía occidental. (…) Llamo ‘filosofía
occidental’ a aquella cuyo logos es la fenomenicidad del mundo y reposa sobre
ella.” M. Henry. Fenomenología material.

1.1. - Breve acercamiento biográfico13

Michel Henry es un filósofo y novelista francés todavía relativamente


desconocido en España (a pesar del esfuerzo de pensadores como Atilano Domínguez
Basalo o Miguel García-Baró por introducirlo en nuestro país) que nació el 10 de enero
de 1922 en Hai Phong (Vietnam), por aquel entonces colonia francesa. Teniendo tan
sólo 17 días de vida, Michel Henry pierde a su padre, un comandante de la marina, a
causa de un accidente de automóvil. Su madre, en lugar de retomar la carrera de
pianista a la que había renunciado al casarse, decide permanecer en Indochina hasta
1929, con el fin de consagrarse mejor al cuidado de Michel y su hermano, de tan sólo
un año y medio mayor. Llegada esta fecha y tras un período en Lille (ya en Francia) en
casa de su abuelo, director de orquesta, la familia se establece en París, donde Michel
Henry recibe sus estudios en el instituto Henri IV. Es aquí donde Jean Guéhenno, su
profesor de literatura francesa, le señalará como alumno excepcional; lo que no es
óbice, sin embargo, para que Michel Henry se incline académica y profesionalmente
hacia la filosofía. En los cursos preparatorios, Michel Henry privilegia las clases de Jean
Hyppolite, que se convertirá, junto a Jean Wahl, en codirector de su tesis La esencia de
la manifestación.
En 1943 termina sus estudios superiores gracias a una beca de la École Normale
Supérieure (que recibe por su dedicación y pasión exclusiva por la filosofía) con un
trabajo titulado La felicidad de Spinoza. La continuidad de sus estudios se ve frenada,
no obstante, por la llegada a Francia de la Segunda Guerra Mundial; ese mismo año y
siguiendo el ejemplo de su hermano (que había partido hacia Inglaterra como

13
Esta breve nota biográfica introductoria ha sido elaborada a partir de la biografía publicada en el sitio oficial
de Michel Henry en Internet (http://www.michelhenry.org/) y de los textos introductorios de algunas de las obras
que se han manejado para la preparación de este trabajo.

53
integrante de las “Fuerzas francesas libres”), Michel Henry toma parte activa en la
Resistencia francesa uniéndose al Maquis del Haut-Jura. Al acabar la guerra en 1945 y
dejando de lado las oportunidades de desarrollar una carrea brillante, Henry pasa el
examen de agregación en filosofía (una especie de oposición que en Francia permite
ser profesor de enseñanza secundaria en los institutos, las clases preparatorias o
incluso la Universidad) y, posteriormente, se dedica a la reflexión personal,
consagrándose a la preparación de su tesis principal, antes mencionada, que logra
consolidar en 1960 (aunque no se publicará hasta 1963). Anteriormente, no obstante,
Henry ya había redactado la que se convertirá en su tesis secundaria, Filosofía y
fenomenología del cuerpo, finalizada en 1950, pero no publicada hasta 1965.
Habiendo contraído matrimonio en 1958, Michel Henry se convierte, en 1960, en
profesor de filosofía en la Universidad Paul-Valéry de Montpellier, dedicando desde
este momento toda su vida a la enseñanza e investigación filosófica. Rechaza, para ello,
la posibilidad de ocupar un puesto en la Sorbona de París (oferta que seguirá
rehusando casi cada año) al estar más preocupado por continuar sus investigaciones
que por promover su obra y eligiendo una institución que le imponía obligaciones más
ligeras, lo que le permitía conciliar sus responsabilidades como docente e investigador
con el ocio, la cultura y la práctica habitual de diferentes deportes. Ejercerá en
Montpellier hasta el momento de su jubilación, en 1982, convirtiéndose en profesor
emérito de la Universidad Paul-Valéry hasta el momento de su muerte, en 2002, y
publicando ejemplares reflexiones sobre el sentido de la filosofía, la tradición
fenomenológica, el arte y la pintura, el marxismo, el psicoanálisis, las cuestiones
sociopolíticas de su tiempo y, en los últimos años, el cristianismo; su esposa Anne, se
encargará de la gestión de sus últimos trabajos, publicados póstumamente.
Michel Henry ha edificado pacientemente su obra al margen de las modas
filosóficas y lejos de las ideologías dominantes, buscando un espacio propio en el
campo del pensamiento; el sujeto principal (y, podríamos decir, único) de su reflexión
es la subjetividad viva, es decir, la Vida real de los individuos vivos, una Vida que
atraviesa toda su obra y que, como veremos, garantiza la unidad de su pensamiento a
pesar de la diversidad y complejidad de los temas abordados. Michel Henry ha sabido
combinar esta dedicación a la filosofía, por otra parte, con la creación literaria,

54
escribiendo varias novelas (El joven oficial, El hijo del rey, El cadáver indiscreto) y
obteniendo, en 1976, el premio “Renaudot” por su novela El amor, los ojos cerrados.

1.2. - Una fenomenología radical, material y no intencional

Michel Henry pertenece, como filósofo, a una tradición que ha venido


denomin|ndose con el término de “fenomenología” (esto es, teoría de lo que aparece o
se muestra, según el sentido pre-husserliano). Por fenomenología entendemos, aquí,
esa rama de la filosofía que intenta estudiar la realidad en tanto que
manifestación/mostración (fenómeno); es decir, aquel movimiento filosófico que
pretende dar respuesta a las cuestiones de la Humanidad apelando a una investigación
en torno al “aparecer” y a una búsqueda del espacio en el que las cosas se muestran de
forma más originaria o más intensa. Aunque el término ya fue utilizado por Lambert,
Kant y Hegel anteriormente, se considera que el fundador de la fenomenología en
cuanto método y sistema filosófico es Edmund Husserl, pues fue él quien propuso el
esquema doble de 1) suspensión metódica del juicio construido sobre el mundo natural
(epojé) para llegar, posteriormente y por “reducción eidética”, a las esencias dadas a la
intuición fenomenológica y 2) puesta entre paréntesis de la existencia misma de la
conciencia para llegar a la conciencia pura por “reducción trascendental”. Husserl
define, pues, la fenomenología como “investigación filosófica de la vida de la
conciencia trascendental” (Ferrater Mora, 1941-a, 632 y ss.).14
Como bien señala el profesor Luis Sáez en su manual Movimientos filosóficos
actuales (p. 29), el entramado actual de la filosofía (sobre todo en su vertiente
continental) solo puede ser comprendido desde la fenomenología, al arraigar en ella
uno de los elementos específicos del pensamiento del s. XX, a saber, el intento de
lograr el verdadero retroceso al mundo de la vida que buscaba la filosofía husserliana,
un horizonte que se funda en la comprensión del sujeto como campo de vivencia y
experiencia de sentido, así como en la concepción de lo real como fenómeno, es decir,
como dimensión dinámica que aparece ante nosotros en forma de sentido vivenciable,
como auto-mostración de “lo que es” en el marco de un “en cuanto” aprehensible o

14
Tendremos ocasión de comprender mucho mejor la propuesta filosófica de Husserl al hilo de las críticas que
Henry dirigirá contra él; se propone aquí este pequeño acercamiento, no obstante, para situar el pensamiento
henryano en la estela de la corriente fenomenológica.

55
modo de ser. Así, el problema fundacional de la fenomenología, que viene de la mano
de Husserl (y al que tendrá que hacer frente, a su manera, Michel Henry), consiste en
la pregunta por la constitución del sentido, es decir, por las condiciones de posibilidad
de la significatividad de cualquier entidad que se muestre ante nosotros.
Pero no será únicamente esta problemática fundacional la que vincule a Henry
con el proyecto husserliano, sino también su decidida crítica al desarrollo científico-
técnico de nuestro mundo, en línea con el análisis de crisis epistemológica y humanista
de la cultura europea que desarrolló Husserl en sus obras. Para el autor objeto de la
investigación que aquí presentamos, la apuesta del mundo moderno por la ciencia
como la principal (si no la única) forma de acceso a la realidad desencadena, por
primera vez en la historia de la Humanidad, una divergencia entre cultura y saber que
nos sume en la “barbarie”. La pretensión, ya en los albores de la modernidad, de
desarrollar un conocimiento de objetividad absoluta expulsó para siempre las
cualidades sensibles del mundo junto con todo aquello que pudiera hacer referencia a
la subjetividad, de forma que el pensamiento occidental se encauzó hacia las puertas
de su completa descomposición por no haber podido adueñarse de “lo único que
realmente importa”: es el comienzo del fin de nuestra civilización y hoy estamos
viviendo sus consecuencias. (Henry, 1987).
Se hace necesario, pues, una liberación radical del pensar que ofrezca una nueva
visión sobre los problemas decisivos de Europa (y, por ende, del mundo) y posibilite el
nacimiento de un “Nuevo Pensamiento” mediante la vuelta socrática del hombre hacia
la Totalidad, convertido todo él ya en pura pregunta que atraviesa con fuerza las capas
endurecidas de la verdad tradicional. Michel Henry, uno de los representantes más
audaces de este “Nuevo Pensamiento” entre nuestros contemporáneos, considera que
la riqueza de la tradición es tan grande que, a pesar de la desgracia a la que esta
tradición se ha visto irremediablemente conducida por su incapacidad, lo que él
descubre como Impensado de Europa solo se le ha mostrado gracias a la labor
magistral de las figuras más célebres de esa tradición. Así, Henry vincula su pensar, por
ejemplo, con Descartes, alabando el carácter fascinante y misterioso, pero también la
radical pureza y la sencillez del proyecto cartesiano, por el que se presenta una
búsqueda alerta del Comienzo (no del primer día ni de la primera pieza de la realidad,
sino de lo que no cesa de empezar, de forma que es comienzo de sí mismo y raíz del

56
sentido de todo lo demás). Las indagaciones cartesianas recaen, pues, según Henry,
sobre el sempiterno objeto de la “filosofía radical y primera”: el arché, el principio que
buscaban los presocráticos (anticipados repetidores imperfectos del pensar
cartesiano).15
El elemento más importante del cartesianismo de Henry, que constituye el
principio fundamental de la “fenomenología material” (título bajo el que el propio
Henry presenta la totalidad de su propuesta filosófica) consiste en la aceptación de que
el Comienzo sólo puede ser expresado como el ser. La originalidad cartesiana en este
punto radica en haber descrito el ser como el aparecer, porque lo que emerge
realmente de la nada, expulsándola y tomando su lugar, es el aparecer mismo en
cuanto tal y no la pura y opaca presencia, idea que retoma Henry en su concepción
propia de la fenomenología y en su crítica a la tradición fenomenológica, que él mismo
apela “fenomenología histórica”, por convertirse en “fenomenología del ente en el
mundo”.16 Es, precisamente, por esta identificación entre ser y aparecer, ya esbozada en
Descartes, por lo que Henry llama fenomenología a su trabajo filosófico: sólo porque
para él ser es aparecer (o mejor, porque a lo largo de su pensamiento, de lo que se trata
es de buscar el aparecer en cuanto tal, el “aparecer del aparecer”) puede llamarse
realmente “fenomenología” esta ontología de pretensiones absolutamente radicales y
primeras que constituye su empresa filosófica (García-Baró en Henry, 1990, 12 y ss.).
Decimos, pues, que Michel Henry entronca con la tradición fenomenológica
(aunque de una manera heterodoxa o, sí se quiere, herética, como veremos más
adelante) porque recoge en sus obras los principios fundamentales de dicha tradición
(en concreto, la identificación principal entre el ser de lo real y su aparecer), así como
un aire de familia con los autores que habitualmente se inscriben en ella. Como dice

15
En sus últimos años, Henry revoluciona, no obstante, la armazón histórica de su pensamiento señalando que
también los textos de la tradición judeocristiana y su reflexión en el contexto medieval constituyen un tesoro de
conocimientos sobre el Comienzo. A esta labor dedica la trilogía en la que tematiza el tema del cristianismo y
que será objeto de la segunda parte de la presente tesis: Yo soy la verdad. Para una filosofía del cristianismo
(1996), Encarnación. Una filosofía de la carne (2000) y Palabras de Cristo (2002).
16
Como algunos estudiosos han seðalado (Larios Robles, 2011, nota 1, 134), el término “fenomenología
histñrica” (que abarca tanto el pensamiento de Husserl como, de forma más general, el de los diferentes
fenomenólogos post-husserlianos -críticos o no con el “maestro”-, incluido el propio Heidegger) podría ser
sustituido por el de “fenomenología clásica”, para evitar la posible referencia confusa a una “fenomenología de
la historia”. El término “fenomenología histñrica” en Henry es un simple apelativo para hacer referencia a todos
sus rivales intelectuales, aquellos fenomenólogos que se han preocupado más por la apariencia que por el
aparecer mismo. A lo largo dl trabajo, utilizamos el término “fenomenología histñrica” para conservar la
terminología propiamente henryana.

57
Tomás Domingo en su introducción a La barbarie (Henry, 1987, 8), lo que ocurre es
que Henry, “se mantiene dentro de la fenomenología, pero, como casi todos los
fenomenólogos, quiere radicalizarla”.
Podemos esbozar, así, las notas principales de una fenomenología que el propio
Michel Henry describe como radical (porque busca la raíz del fenómeno, la raíz de lo
que aparece –lo que no se manifiesta y, sin embargo, es la fuente de la manifestación–),
material (porque busca aquello de lo que está compuesto el aparecer, la sustancia de la
que está hecha la manifestación, la condición material de posibilidad del fenómeno)
(Henry, 1990, 32) y no intencional (porque busca “el aparecer mismo”, al margen de lo
que aparece –los entes–, la fenomenalidad pura, el “aparecer del aparecer”).17 Surge,
pues, una fenomenología “arqueológica” (en busca del arché), que, recogiendo los
postulados husserlianos y heideggerianos, intenta superarlos en busca de aquello que
sostiene el aparecer y es su fundamento, su arché, su Comienzo, el origen material que,
detrás de la apariencia, constituye el verdadero ser de los fenómenos (Cazzanelli en
Henry, 2004, 5 y 6). “El tema que preocupa a Henry no es ni Dios ni el mundo, ni el
hombre ni su lenguaje, sino el concepto de fenómeno en general, la esencia de la
manifestación” (Domínguez Basalo, 1978, 147).

“À quelles conditions a priori peut-il y avoir, non pas des phénomènes,


mais de l‟apparaître en tant que tel ? Cette question critique se trouve traduite
dans les termes d‟une phénoménologie matérielle : en quoi consiste le mode
non phénoménal (non mondain, non intentionnel, « invisible ») de constitution
de toute phénoménalité ? Ou encore : quelle est la matière de l‟apparaître ?”
(Tinland, 2008, 103).18

Y aunque, claro está, su preocupación primera y principal por lo que es el


aparecer en sí mismo (al margen de “lo que aparece”, esto es, de los fenómenos, de los

17
Esta radicalidad que Henry busca en su propuesta de fenomenología como investigación sobre la
fenomenalidad pura y búsqueda del “aparecer del aparecer” anuncia (y, de alguna manera, promueve, a nuestro
juicio) el “giro hacia la teología”, motivo que anima la presente investigaciñn; pues, como el propio Henry
comenta: “El mismo cñmo de la donaciñn tiene que ser comprendido radicalmente, es decir,
fenomenológicamente, ya que este cómo no es más que la pura fenomenalidad. Solo el tomar en cuenta esta
materia fenomenológica, el aparecer del aparecer, puede instalarnos en esta problemática que apunta al acceso a
Dios, puesto que esta substancialidad fenomenolñgica pura constituye el acceso mismo.” (Henry, 2004, 42 -la
cursiva es nuestra-). Tomar en cuenta la “materia” de la que está hecho el aparecer nos instala en la problemática
del acceso a Dios porque nos lleva a cuestionarnos por el cómo de la donación en el aparecer. Volveremos sobre
este punto más adelante.
18
¿En qué condiciones a priori puede haber, no fenómenos, sino el aparecer en tanto tal? Esta cuestión crítica se
encuentra traducida en los términos de una fenomenología material: ¿en qué consiste el modo no fenoménico (no
mundano, no intencional, „invisible‟) de constituciñn de toda fenomenalidad? O más allá: ¿cuál es la materia del
aparecer?” La traducciñn es nuestra.

58
entes) le lleve irremediablemente a esas otras preocupaciones, esta característica es la
que hace de su pensamiento a la vez un reducto del movimiento fenomenológico y un
pensamiento distanciado (y, además, de forma crítica) para con el mismo: Michel
Henry, más que desarrollar una fenomenología intencional que sea capaz de describir
el campo general de la conciencia con todas sus regiones y dominios (como hubiera
sido el objetivo de Husserl), pretende descubrir la esencia común y general de todo
fenómeno de conciencia, el “suelo” anterior y primordial que posibilita la
manifestación de los fenómenos porque consiste en la “fenomenalidad” de los mismos
y es la “fuente” de la que beben los mismos. “La phénoménologie [escribe Henry] est la
science des phénomènes dans leur réalité. Son objet n’est pas l’ensemble des
phénomènes, avec leurs structures et, par suite, leurs domaines spécifiques, mais
l’essence du phénomène comme tel.”(Henry, 1963, 64). 19
La fenomenología, tal como la entiende Henry, no es la teoría general de las
apariencias, sino la investigación en torno al ser real de las cosas. Efectivamente, lo que
hace la fenomenología es estudiar el aparecer, pero porque considera (y aquí es donde
reside el tono especialmente fenomenológico, pero también especialmente ontológico
de la propuesta de Henry) que el ser real de las cosas consiste en la manera en que
estas cosas se nos dan; la fenomenología nos muestra que el ser es su propia revelación.
Esta “fenomenología primera” a la caza de la esencia de todo fenómeno posible se
torna, pues, como decíamos, en una “ontología fundamental” o “filosofía primera”,
verdaderamente preocupada por el ser y su fundamento. Podemos decir, así, que más
que una “fenomenología” (en el sentido de estudio de los fenómenos concretos), es una
“fenología” (en el sentido de una verdadera ciencia del aparecer puro despegado de lo
que aparece (Tinland, 2008, 102 y 103).
Coincide aquí Henry, así, con el proyecto heideggeriano fundamental, que
consiste en restablecer, desde ciertos postulados fenomenológicos iniciales, la ciencia
del ser (la ontología) más allá de la metafísica misma y en referencia a un cierto motivo
existencial. Y es que también Henry considera, como supo mostrar magistralmente
Heidegger, que la filosofía, desde sus orígenes, sucumbe a la tentación del ente: a la
investigación original del ser en los albores de la tradición filosófica le sucede, como
19
“La fenomenología es la ciencia de los fenñmenos en su realidad. Su objeto no es el conjunto de los
fenómenos, con sus estructuras, y por consiguiente, con sus dominios específicos, sino la esencia del fenómeno
como tal.” (citado en Domínguez Basalo, 1978, 147 -la traducción es suya-).

59
efecto de una caída fatal, un giro de la atención hacia los existentes particulares; el ente
nos oculta el ser (Lacroix, 1966, 161). Como con Husserl, Henry también desarrollará,
sin embargo, un fuerte distanciamiento crítico con respecto al pensamiento
heideggeriano, distanciamiento que tendremos ocasión de analizar (infra, §1.5).

1.3. - El “monismo ontológico” y la crítica a la filosofía occidental

Como hemos dicho, la fenomenología, escuela filosófica a la que el propio


Michel Henry quiere adscribirse, se concibe, en términos muy generales (y, quizá,
bastante simplistas) como la ciencia que estudia la realidad en tanto fenómeno. Pero
Henry nos señala que el término “fenómeno” viene del griego phainomenon, participio
pasivo del verbo phainein (brillar, aparecer, mostrar/se, etc.), que, a su vez, proviene de
la palabra phos (luz). Por lo que el término “fenómeno” hace referencia a “lo que se
muestra”, pero en el sentido de “lo que viene a la luz”; fenómeno es, pues, “mostrarse
viniendo a la luz” o “sacar a la luz aquello que puede hacerse visible”. Así, según el
análisis henryano, la diferencia entre el ente (lo que se muestra) y el ser (lo que
permite al ente mostrarse), se concibe, ya desde el pensamiento griego, en términos de
la luz; y la luz no es sino el horizonte del mundo visible. Para Henry, los griegos tenían
una obsesión óptica, una obstinación con el ver, con lo visible, con la luz, etc. y, por
ello, cuando hablan del fenómeno, pretenden describir todo aquello que “cae” bajo la
luz, moviéndose, así, en lo que Henry denomina el campo del ek-stasis (estar fuera de
sí), el ámbito del “Afuera intramundano”.
Los griegos son, pues, los iniciadores de una filosofía de la exterioridad y de lo
“extático”: el pensamiento occidental. En el seno de esta filosofía extática, el concepto
mismo de fenómeno ya es, desde el principio, un concepto mundano: aparecer es
mostrarse visible, darse en el horizonte del mundo, venir a la luz del “Afuera
intramundano”. Y como hija directa de esa forma occidental de pensar, la
“fenomenología histórica”, con la que Michel Henry entronca (pero de la que se quiere
distanciar), sigue presa de un prejuicio presente en el pensamiento occidental ya desde
sus orígenes griegos y que ha acompañado a la filosofía a lo largo de su desarrollo
histórico; a saber, la necesidad de presentar el fenómeno en la “distancia
fenomenológica”: lo que acontece se concibe como ya siempre separado, de forma que

60
el ser es pensado siempre en la “exterioridad trascendental”, en un ek-stasis, en una
ruptura y separación originarias (Domingo Moratalla en Henry, 1987, 9).

“Sobre la base de esta separaciñn entre lo que aparece y el aparecer, el


contenido del fenómeno escapa a la forma, el ente queda fuera del ser, el ser es
una luz que no alcanza al ente. El ente es, pues, algo oscuro y el ser es la
esencia de la no-verdad. El ser es un simple horizonte, una exterioridad pura, es
el horizonte trascendental, más allá de toda manifestación concreta y efectiva:
el ser es un irreal. He aquí por qué el ente no puede ser iluminado por el ser:
porque el ser no es una luz efectiva, porque el ente está separado del ser.”
(Domínguez Basalo, 2018, posición 67).

La obra de Henry se presenta, así, como un diálogo con las “filosofías históricas”
en las que, según nuestro autor, el elemento común es esta “distancia fenomenológica”,
posición o actitud que nuestro filósofo engloba bajo el apelativo de “monismo
ontológico” o “monismo de la trascendencia”, por cuanto consiste en admitir un solo
modo de manifestación del ser, una sola forma de darse lo real en cuanto tal: la
trascendencia o manifestación exterior en el mundo visible. Su proyecto estriba, pues,
en la elaboración y posterior superación del concepto de “monismo ontológico de la
trascendencia” con la intención de demostrar que la postura fenomenológica vinculada
a esta actitud monista es inconsistente por sí misma porque la trascendencia
presupone otro tipo de “fenomenalidad” anterior y distinto a la propia trascendencia,
sobre el que ésta se funda y que, como veremos (infra, §2), es la inmanencia radical de
la Vida (Domínguez Basalo, 1978, 149).
El concepto henryano de “monismo ontológico de la trascendencia mundana” se
presenta en dos sentidos distintos, pero relacionados. En sentido histórico, es, para
Michel Henry, la única forma de filosofía que Occidente ha sido capaz de producir: la
filosofía clásica se presenta como realismo edificado en la trascendencia de la
exterioridad mundana; la filosofía de la conciencia remite la subjetividad a la
autorreflexión y a la intencionalidad, orientándola a un objeto que le es siempre
exterior y distinto de sí; el materialismo solo admite como realidad la materia
manifiesta en la exterioridad del mundo; el idealismo reduce el ser a la abstracción
externa e irreal de la representación; el dualismo (ya sea de raíz platónica, cartesiana o
kantiana) se construye sobre el paradigma de la visibilidad, que nace de la exterioridad
del mundo y remite a ella, etc. Para Michel Henry, todas estas “escuelas” filosóficas no

61
son sino las formas que el “monismo de la trascendencia” ha adoptado a lo largo de la
historia, puesto que todas ellas presentan el fenómeno como una donación mundana y
el aparecer (sea éste el ser o la conciencia) como un ente u objeto, al entender que,
“para que el fundamento de la fenomenalidad sea [tal], éste debe contener una
distancia que, como condición fenomenológica, le permita oponerse a sí misma”
(Szeftel, 2016, 49).
En sentido fenomenológico, como hemos visto, este “monismo ontológico de la
trascendencia mundana” es aquella doctrina que no distingue más que una forma de
manifestación: la trascendencia. No es un monismo metafísico ni teológico, como
pudiera ser, por ejemplo, el monismo de Spinoza, sino un monismo epistemológico y
fenomenológico, que considera todo fenómeno como una manifestación a distancia, al
modo de un “acontecimiento” exterior y trascendente (Domínguez Basalo, 2018,
posición 67) y que establece la “distancia fenomenológica” (la distinción sujeto-objeto
propia del ámbito de las ciencias naturales) como condición de posibilidad de todo
conocimiento, provocando la “alienación” del sujeto (que sale desde sí hacia el objeto)
y de la propia “fenomenalidad” de los fenómenos, (que se pierde en la exterioridad de
la trascendencia) como esencia de la manifestación (Domínguez Basalo, 1978, 150).20
Al presentar el ente como condición del fenómeno, el gesto monista (al que,
según Henry, sucumbe toda la filosofía occidental) atenta contra la original aportación
de Heidegger a la historia de la filosofía (que constituye, en cierto sentido, una
superación con respecto a la filosofía de la conciencia o filosofía idealista); a saber, la
distinción entre los planos óntico y ontológico. Como Szeftel señala (op. cit., 50), “bajo
los presupuestos del monismo, la esencia de la manifestación sólo logra su efectividad
en la condición fenomenal que ella debería fundar, conduciendo de este modo a la
paradoja consistente en hacer descansar lo condicionante en lo condicionado”. El

20
En su crítica, Michel Henry desarrolla una reducción de la filosofía occidental a un único y mismo esquema de
comprensión de lo real (un mismo presupuesto fenomenológico, el de la trascendencia erigida sobre la
exterioridad del mundo). Esta reducción podría ser juzgada de excesivamente simplista; sin embargo, la idea de
Henry consiste no tanto en hacer una crítica general de toda la tradición filosófica desde un esquema
reduccionista que aglutine bajo un mismo “error” a todos sus “adversarios” intelectuales, sino más bien, seðalar
la dificultad del pensamiento para abrirse al espacio de acceso al aparecer mismo que él está intentando buscar.
En ese sentido, señala también qué figuras de la tradición filosófica están más en sintonía con las intuiciones de
su investigaciñn filosñfica. “Según Henry, todos los grandes filósofos, de Aristóteles a Tomás de Aquino, de
Descartes a Hegel, de Husserl a Heidegger, han defendido la misma doctrina respecto a la esencia de la
manifestaciñn, del fenñmeno, de la conciencia humana (…) Las raras excepciones a esta filosofía de la
trascendencia parecen ser Eckhart y Maine de Biran, Spinoza y Marx.” (Domínguez Basalo, 1978, 150 y 151).

62
plano óntico, el plano de los entes, corresponde a la materia bruta y, por lo tanto, no
pertenece a la manifestación “originante”, que es su propia condición de posibilidad;
pero la manifestación en sí misma, el hecho de que los entes se manifiesten, depende
solamente de su propia esencia (que es el objeto real de la investigación henryana), y
no de los entes manifestados por ella. Así, cuando el monismo presenta (voluntaria o
involuntariamente) el plano óntico como paradigma de manifestación, lo sustrae de la
propia fundación ontológica del fenómeno: “el ente llega demasiado tarde al fenómeno
y, apenas llegado, desaparece” (Domínguez Basalo, 2018, posición 91). A su vez, ese
vaciamiento del contenido óntico provoca que el fenómeno se vuelva un trascendental
exterior, un horizonte trascendental al que se llega por la exclusión de toda
inmanencia. Y ese es, para Henry, el gran error en el que cae el “monismo ontológico
de la trascendencia” y, por tanto, toda la tradición filosófica occidental.
Este abandono de la inmanencia en la que, por otra parte, reposa todo gesto
trascendente o intencional (puesto que, a fin de cuentas, la conciencia liga todo
fenómeno al ego: soy yo el que escucha, piensa, ve, etc.), arranca a la conciencia su
interioridad y reduce ésta a mera necesidad de referencia al objeto (la conciencia se
agota en la posición misma del ente): “ya se trate del ego husserliano, ya del absoluto
hegeliano o del cogito cartesiano, la conciencia es siempre un movimiento, que tiende
todo entero hacia el exterior” (Ibíd.). El “monismo ontológico” se hunde, por todo ello,
en una situación dialéctica estéril, “pues se mueve sin cesar de la esencia a su
exterioridad y de la exterioridad de la esencia a la esencia misma en busca de la
realidad del fundamento último de la manifestación” (Szeftel, loc. cit.). Y este
mecanismo, que se concibe como un instrumento para llegar al absoluto concreto, es
en realidad un recurso al que el monismo acude por no ser capaz de hallar el
fundamento por sí mismo:

“El paso incesante de un término al otro no es un vínculo real: es sólo el


enloquecimiento de un pensamiento que va de uno a otro sin poder encontrar lo
que busca y que, en el torbellino del movimiento en que se halla atrapado, no
ve otro medio de salir que declarando que este movimiento, es decir, su propia
impotencia para captar la realidad, es la realidad misma.” (Henry, 1963, 214).

El “monismo ontológico”, al erigirse sobre lo que Michel Henry señala como la


“distancia fenomenológica” (la presentación ek-st|tica del fenómeno en el “Afuera

63
intramundano” –supra, este mismo parágrafo–), incumple las dos grandes exigencias
que el mismo monismo se propone al presentarse como discurso metafísico. Por un
lado, la pretensión de llevar la esencia de la manifestación a su efectividad (esto es, que
lo que se presenta como paradigma de “fenomenalidad” permita realmente la
manifestación efectiva de los fenómenos), se ve frustrada porque la esencia deviene
efectiva solo bajo la condición de desaparecer: en el caso, por ejemplo, de la filosofía de
la conciencia, la esencia de la manifestación (la propia conciencia) se materializa en el
ente concebido bajo el precio de perderse y abandonar su carácter incondicionado (al
estar desdoblada sobre sí misma y volcada hacia una dimensión ek-stática que no le es
propia). Por otro lado, el objetivo de conservar la esencia en su indeterminación (esto
es, que lo que se presenta como fundamento de la manifestación se mantenga
realmente en el plano ontológico), impide la efectividad real de ese mismo
fundamento: en los términos de la filosofía de la conciencia, esto supone que la
conciencia absoluta es obligada a ser ella misma inconsciente, para preservar su pureza
(Szeftel, 2016, 51).

“En tant que l‟étant permet à l‟essence de la manifestation de se


manifester, le lien indissoluble qui unit l‟être et l‟étant devient
phénoménologiquement clair. (…) C‟est parce que l‟apparaître n‟apparaît que
dans l‟apparaissant dont il est l‟être, que l‟élément ontologique s‟unit
indissolublement à la détermination ontique. (…) Ainsi, l‟essence de la
manifestation n‟est-elle susceptible de se montrer que sur la détermination
ontique et par elle. (…) L’essence de la manifestation pourtant n’est pas la
détermination, elle n’est pas non plus le phénomène. (…) L’essence de la
phénoménalité pure est autre que son effectivité. En tant que l‟essence de la
phénoménalité est autre que son effectivité, elle trouve bien plutôt dans celle-ci
sa propre suppression.” (Henry, 1963, 134-135).21

1.4. - ¿Un dualismo fenomenológico o un monismo de la inmanencia?

La posición filosófica de Henry frente a este “monismo ontológico” que


acabamos de caracterizar radica en dos tesis principales: la primera, como ya hemos
señalado anteriormente (supra, §1.3), consiste en la afirmación fundamental de la

21
“Puesto que el ente permite a la esencia de la manifestación manifestarse, el nexo indisoluble que une el ser y
el ente se hace fenomenolñgicamente claro. (…) Es porque el aparecer solo aparece en el apareciendo del que él
es el ser, que el elemento ontolñgico se une indisolublemente a la determinaciñn ñntica. (…) Así, la esencia de la
manifestación solo es susceptible de mostrarse bajo la determinaciñn ñntica y por ella. (…) Sin embargo, la
esencia de la manifestación no es la determinación, ni tampoco el fenómeno. (…) La esencia de la
fenomenalidad pura es algo distinto de su efectividad. Y puesto que la esencia de la fenomenalidad es algo
distinto de su efectividad, ésta encuentra en ella más bien su propia supresiñn.” La traducciñn es nuestra.

64
“diferencia ontológica” que ya tematizó Heidegger antes que Henry (la prohibición de
toda confusión entre el ser, por un lado, y “aquello que es”, los entes, por otro); la
segunda es la identificación del ser con el “aparecer del aparecer” (el hecho mismo del
aparecer) y no como la mera “apariencia”, que pone en evidencia el error de la
tradición monista y vincula a Henry, como hemos visto, con el paradigma
fenomenológico. Esta segunda tesis afirma la decidida enemiga de Henry a considerar
que el Comienzo sea mero noúmeno, o mero inconsciente o ciega voluntad irracional
impenetrable, cerrando, así, el paso a la proliferación de dualidades o pluralidades de
mundos.
Cualquier corriente filosófica que, frente a esto, incurra en el prejuicio monista
al plantear el ser como aquello que, hipostasiado en un mundo ideal e incorruptible,
solo podemos conocer por su participación y analogía con lo sensible; o como aquello
que queda oculto (y más, inaccesible) tras el fenómeno; o como aquello que solamente
es evidente en la intencionalidad (siempre objetiva y ek-stática) de la conciencia; o
como aquello que, siendo distinto del ente, debe des-ocultarse en la emergencia del
ente en “lo abierto”; cualquiera de estas posturas, lleva a suprimir la primera tesis (la
que afirma la diferencia ontológica), ya que nos hace confundir el ser con un ente,
porque sólo los entes pueden estar unas veces ocultos y otras ser evidentes; o, más allá,
porque los términos correlativos “evidencia” y “oscuridad” están en sí mismos tomados
no del aparecer (el ser de la diferencia) sino de “lo que aparece” (el ente de la
diferencia) (García-Baró en Henry, 1990, 18 y 19).
El núcleo del pensamiento henryano consiste, así, en señalar que el contraste
entre los conceptos clásicos del pensar (la conciencia y lo inconsciente, la presencia y
la ocultación, el conocimiento y el engaño, la evidencia y el olvido, el entendimiento y
la voluntad, etc.) corre el riesgo de la equivocidad, pues ocurre que los conceptos están
polarizados de acuerdo al terreno más conocido (el de los entes, el de los fenómenos: el
Mundo). Con estas parejas de conceptos filosóficos no estamos captando, pues, más
que contrastes intramundanos (ónticos), descuidando la “diferencia ontológica” misma
y desvirtuando la naturaleza del ser (Ibíd.). El mundo no es sino la totalidad de los
entes que pueden verse porque están incluidos en un mismo horizonte de visibilidad
(están dados en el “Afuera primitivo y primordial”, en la exterioridad) incluso cuando
hablamos de abstracciones y representaciones ideales (pues, por analogía con la visión,

65
éstas se vuelven siempre hacia otra cosa externa y distinta de sí mismas, en un gesto
equivalente al “mirar”); este horizonte de visibilidad impone la “distancia
fenomenológica” propia de la tradición monista y fuerza la ruptura de la “diferencia
ontológica”, pues reduce toda investigación del ser (esto es, del aparecer mismo, de la
esencia del aparecer) a una analogía construida en base a su determinación óntica: los
entes (esto es, a la efectuación externa de la esencia del aparecer).
El “aparecer del aparecer” que busca Henry no puede ser recibido
adecuadamente en un lenguaje que se deja llevar por el esquema del mundo como
modelo único para el discurso filosófico, puesto que la investigación fenomenológica
construida sobre la exterioridad del mundo a) solamente habla de realidades que son
siempre distantes y que se dan fuera de la subjetividad que las constituye (lo que se
ofrece a la “mirada” -y a lo que sigue el paradigma intelectual del horizonte de
visibilidad- es siempre otra cosa, una alteridad que se muestra enfrente del sujeto); b)
hace que toda manifestación nos sea indiferente (ninguna cosa que se muestra en el
mundo está vinculada de manera especial a nosotros, pues se encuadra en el esquema
de la objetividad, que no es otra cosa que una insoportable neutralidad y, por este
motivo, nunca nos produce apego, interés o preocupación real); y c) crea un modelo
relacional que arroja la capacidad humana para construir relaciones especialmente
afectivas a la indigencia más radical, porque presenta una concepción del aparecer que
no toca la vida y que es, por tanto, incapaz de conferir existencia real a lo que aparece
(su donación puede aportar saber racional, pero no responde a las preocupaciones
realmente humanas; responde a la pobreza ontológica que acontece por el “hacer ver”,
que la conciencia pone en ejercicio en su actividad hacia las cosas) (Díez, 2009, 239).
La filosofía de la trascendencia (y, con ella, la “fenomenología histórica”) reduce,
así, todo aparecer posible al aparecer del mundo, que resulta insuficiente como
principio y esencia de la manifestación. No se puede seguir hablando de la posibilidad
de todo aparecer, de la esencia misma de la manifestación, a partir de las coordenadas
del aparecer del mundo. “Tal constatación pone en movimiento la radicalización
henryana de la fenomenología, bajo la convicción de que debe haber un aparecer más
originario que el aparecer del mundo, una fenomenalidad capaz de dar cuenta de sí
misma, de fundar toda fenomenalidad posible y de constituir el camino de acceso a
ella, de ser su propio logos.” (S|nchez Hern|ndez, 2012, 86). De esta manera, surge un

66
intento de desarrollar una fenomenología que postule la existencia de ese aparecer
originario al margen del ek-stasis del mundo; un aparecer inmanente que supere el
prejuicio monista de la trascendencia; un aparecer de lo invisible, de aquello que
excluye de sí toda visibilidad y se libera, por lo tanto, del paradigma de la exterioridad
mundana. Este aparecer, que constituirá la esencia de la manifestación, será
comprendido como autorrevelación y se denominará Vida. (Ibíd.) Veremos esto más
adelante (infra, §2).
Para salir del monismo que, según nuestro autor, ha “enfermado” al
pensamiento occidental desde los albores griegos, la singularidad filosófica del gesto
fenomenológico henryano consistirá en una radicalización de la propia dualidad de la
experiencia fenoménica (dualidad entre la materia pre-intencional, condición de la
fenomenalidad, y la forma intencional que aporta el “referente ek-stático” de esa
fenomenalidad) en la forma de un dualismo fenomenológico y, por tanto,
epistemológico- ontológico, de lo invisible (esto es, la pura materia que constituye el
“sustrato” del que está hecho el aparecer -de ahí que su proyecto se presente como
“fenomenología material”-) y lo visible (esto es, las formas que transforman este
aparecer invisible en fenómenos concretos, desgarrando la inmanencia primera de la
Vida, para desplegar la trascendencia “inerte” del mundo). (Tinland, 2008, 105). “Ce
dualisme, opposé au « monisme ontologique » de la tradition phénoménologique,
s’exprime sous la forme d’une « duplicité de l’apparaître » fondée sur la distinction du
« visible » (extériorité mondaine) et de « l’invisible » (intériorité auto-affectante de la
vie).” (Ibíd., 105 y 106).22
Al igual que otros dualismos aparecidos a lo largo de la historia del
pensamiento, el dualismo fenomenológico henryano plantea la idea de que existen dos
tipos diferentes de conocimiento y, por ende, dos tipos diferentes de ser: por un lado,
el que se da en la exterioridad intramundana y, por otro, el que se da en la inmanencia
radical de la Vida, que es el ansiado fundamento de la fenomenalidad pura, el espacio
de la verdadera esencia de la manifestación, como tendremos ocasión de estudiar
(infra, §2). Henry construye, así, una oposición entre mundo y Vida, al modo de una
prohibición sobre el intento monista de reducir la Vida a las categorías de la
22
“Este dualismo, opuesto al “monismo ontolñgico” de la tradiciñn fenomenolñgica, se expresa bajo la forma de
una “duplicidad del aparecer” fundada sobre la distinciñn entre lo “visible” (exterioridad mundana) y lo
“invisible” (inmanencia auto-afectante de la vida).” La traducciñn es nuestra.

67
percepción intramundana: en el mundo somos mundanos, cuerpos objetivos que “se
dan a ver”; en la vida somos “carne” afectiva, un haz de emoción y afecto construido
sobre el sufrir y el gozar.23 Al distinguir estos dos campos (por un lado, la inmanencia
pura, y, por otro lado, la trascendencia del mundo) la propuesta henryana se convierte
en un verdadero dualismo ontológico.
Pero este dualismo fenomenológico, a diferencia del resto de dualismos
históricos (que, como hemos visto –supra, §1.3-, caen también, según Henry, en el
prejuicio ek-stático del “monismo ontológico”), no presenta la trascendencia mundana
como la condición de posibilidad de los fenómenos, sino que pretende retrotraer la
discusión filosófica al espacio del que es, según Henry, la verdadera esencia de la
manifestación (la inmanencia radical), sin abandonar por ello el ámbito de la
trascendencia. Que Henry achaque a la filosofía histórica su pretensión de presentar el
fenómeno en la “distancia fenomenológica” de la trascendencia mundana no significa
que nuestro filósofo pretenda algo así como negar la trascendencia. Henry quiere
defender un dualismo de la inmanencia y la trascendencia, entendiendo esta última
como relación al mundo y hablando de lo existencial como el conjunto de modalidades
de esa relación, de forma que el pensamiento, la sensación y el sentimiento sigan
concibiéndose, como no podía ser de otra forma, en tanto relaciones de la subjetividad
con otra cosa que le es, en principio, ajena (tal es el espacio de la trascendencia).
Lo que ocurre es que, en su intento de superar el prejuicio ek-stático del
“monismo ontológico”, Henry presenta la inmanencia como la esencia de la
trascendencia, quedando esta última excluida, pero, a la vez, fundada en y por la
inmanencia misma. De esta manera, los dos ámbitos que presenta la propuesta
henryana (que, en principio, parecían completamente heterogéneos entre sí e
irreductibles el uno al otro) son jerarquizados en una especie de dualismo
fenomenológico vertical en el que la trascendencia está subordinada a la inmanencia,
siendo, esta última, el espacio ontológico superior, por ser la verdadera esencia de la

23
Esta oposición radical entre el mundo y la Vida es, presumiblemente, el soporte que posibilita a Henry el salto
hacia la fenomenología de corte más espiritual producida en los últimos años de su trayectoria y que
abordaremos en la segunda parte del presente trabajo. Nuestra intuición, no obstante, funciona a la inversa,
puesto que partimos de la hipótesis de que, precisamente por estar inscrito en un contexto cultural judeo-
cristiano, Michel Henry puede plantear la oposición constitutiva de su propuesta dualista en estos términos (que
son ya esencialmente “evangélicos” en sí mismos; la oposiciñn mundo-Vida es un tema capital, por ejemplo, en
el evangelio de Juan).

68
manifestación. La trascendencia de la que Henry habla ya no es, como en el “monismo
ontológico” aquella instancia que supone la separación e indiferencia entre el aparecer
mismo y lo que aparece, sino la unidad y fundación de la manifestación pura en otra
instancia que es previa (no cronológica, sino lógica y ontológicamente hablando) a la
trascendencia, a saber, la inmanencia radical; la trascendencia es aquella acción del ego
a través de la cual el “sí mismo” se relaciona con el mundo sin salir de “sí mismo”, pues
es la propia relación lo que se relaciona (Domínguez Basalo, 2018, posición 143).
En la propuesta henryana de este dualismo fenomenológico, algunos autores
han querido ver una muestra del carisma aporético que suelen atribuir, no sin razón, a
la obra de Michel Henry. Y es cierto que su planteamiento pareciera mantener en liza
dos ideas aparentemente irreconciliables: por un lado, la defensa de una ontología
dualista apoyada en la radicalización de la dualidad del aparecer (dos formas diferentes
de manifestación: la trascendencia ek-stática del mundo versus la interioridad absoluta
de la Vida); por otro lado, el alegato en favor de la prioridad ontológica de la Vida en su
inmanencia radical (el ego en su “autoafección” absoluta) como único fundamento
originario y verdadero “aparecer del aparecer”. Pero, como ya hemos explicado, la
supuesta aporía queda resuelta con el planteamiento de esa jerarquía ontológica
vertical interna al propio dualismo. Nuestra posición pasa, no obstante, por entender
que el dualismo fenomenológico henryano no es más que un instrumento para
evidenciar y corregir los errores del “monismo ontológico de la trascendencia”, pues su
verdadera propuesta es la defensa de un nuevo “monismo ontológico de la inmanencia
radical” y la superación de todo dualismo, en esa búsqueda del fundamento absoluto
que, como veremos (infra, §1.6) anticipa el giro teológico:

“En una palabra, el dualismo ontolñgico, dice Henry, no puede ser


confundido con el dualismo propiamente dicho. Significa más bien „la ausencia
de todo dualismo‟. Y quizá no pueda ser de otro modo, si se afirma con Henry
que el ego no tiene necesidad de encontrar su sombra en el mundo y que el
mundo se manifiesta en una esfera de la que él está ausente, la inmanencia.”
(Domínguez Basalo, 2018, posición 190).

1.5. - Henry contra la “fenomenología histórica”

Así las cosas, se hace necesario caracterizar ese posible “monismo ontológico de
la inmanencia radical” en el que consistiría la verdadera propuesta fenomenológica

69
henryana que, como ya hemos adelantado, cristalizará en una especial fenomenología
de la Vida, como investigación de la esfera primordial de manifestación de la esencia
misma del aparecer. Antes de analizar la fenomenología de la Vida henryana, que
constituirá la efectiva superación del “monismo ontológico de la trascendencia”,
resulta conveniente, no obstante, analizar un poco más detenidamente las críticas que
Henry dirige a dos figuras claves de la “fenomenología histórica” y que también
habrían sucumbido al prejuicio monista, según Henry: Husserl y Heidegger.

1.5.1. - Henry y Husserl: más allá de la intencionalidad

Como hemos podido observar en este primer acercamiento a la fenomenología


henryana, Michel Henry debe mucho a Husserl y al método filosófico que arranca con
él, puesto que ambos inician su andadura filosófica como un intento de responder a la
pregunta fundacional de la fenomenología (¿cómo se hace posible la constitución del
sentido?), identificando el ser con el aparecer y porque ambos proponen un retroceso
al “mundo de la vida” como mecanismo para salir del estado de crisis epistemológica y
humanista al que el desarrollo de las ciencias naturales y de la técnica vinculada a ellas
había conducido a Occidente. Ambos tienen, de alguna forma, el objetivo de acabar
con la extensión de la postura cientificista: ese objetivismo naturalista (convertido en
historicismo y psicologismo en las ciencias humanas) que pretendía y aún pretende
reducir la realidad a lo aprehensible como factualidad (conjunto de hechos
descriptibles empíricamente y explicables nomológicamente) y que, al influir en la
cultura, provoca la decadencia de la existencia misma de Europa por pérdida del
sentido y de los horizontes vocacionales de las sociedades.
Sin embargo, Henry considera que Husserl se equivoca en su construcción de
una fenomenología de la conciencia intencional, porque esto supone caer en el
prejuicio monista de la tradición filosófica de la trascendencia e incurrir, así, en los
mismos errores que intentaba combatir. La experiencia, en sentido husserliano, no es
experiencia ni del mundo empírico ni de reglas apriórísticas (vinculadas a la legalidad
científico-natural) sino del “mundo de la vida” y está, por lo tanto, vinculada a la
existencia. Pero, como bien señala el profesor Luis Sáez (2001, 57), Husserl no sabe

70
sobreponerse del todo al pensamiento de Descartes, superando su carácter reflexivo y
re-presentativo y rebasando la preeminencia del “yo pienso”.
Así, podemos decir, con Henry, que Husserl, en realidad, no hace sino repetir la
“metáfora óptica” del cartesianismo, solo que a otro nivel: “la experiencia viviente del
‘yo soy’ es ya, de raíz, reflexiva y no puramente inmediata, es una experiencia que cobra
sentido en la medida en que comparece ante la mirada del cogito. En tal medida, puede
decirse que coincide con una ‘producción objetivante’.” La reflexión exigida por la
actitud fenomenológica husserliana es una reflexión “presentificante” que consiste en
un “posterior percatarse”. En este acto reflexivo, el yo-sujeto del acto se identifica con
el yo-objeto (el carácter absoluto del yo trascendental es inseparable de su ser-objeto),
dado que se acredita a sí mismo en un acto en el que es “ex-puesto” ante la mirada
reflexiva; es decir, puesto en el “Afuera”, como dirá Henry, de la conciencia intencional
y, por lo tanto, desdoblado sobre sí mismo (Ibíd., 58 y 59).
Partiendo de su sentencia “tanta apariencia, tanto ser”, (primer principio
fundamental de la tradición fenomenológica) Husserl pretende subordinar la ontología
a la fenomenología: en lugar de investigar los entes en sentido pre-crítico (buscando su
esencia al margen de su aparecer ante el sujeto), el filósofo alemán propone investigar
la conciencia trascendental y lo que en ella se da, reconduciendo a la conciencia
trascendental toda referencia a lo que trasciende al aparecer por medio de la
“reducción trascendental”. Con este gesto, Husserl muda las condiciones más
puramente ontológicas del ser en condiciones gnoseológico-trascendentales, esto es,
fenomenólógicas, estableciendo como labor principal para la fenomenología el
esclarecimiento de las condiciones de posibilidad del conocimiento. Con esta
orientación, la conciencia se convierte para Husserl en el fundamento de los
fenómenos, su fenomenalidad, su esencia. (Cazzanelli en Henry, 2004, 6 y 7).

“La fenomenología quería sustituir una ontología especulativa, cuya


construcción consistía principalmente en un juego de conceptos, por una
ontología fenomenológica en la que cada tesis descansaría, por el contrario,
sobre un dato incontestable, sobre un fenómeno verdadero. Un fenómeno
„reducido‟ –como dicen todavía los fenomenólogos– que excluye de sí todo
aquello que no esté dado en una visiñn clara y distinta” (Henry, 2000, 42).

El problema estriba en que, para Husserl, la conciencia es siempre intencional,


pues por debajo de las vivencias de conciencia siempre subyace, según él, una actividad

71
sintética (con interés unitario) y teleológica (dirigida hacia un fin último) que no es
otra que la intencionalidad, orientada a la elaboración de una representación sintética
(el objeto en cuanto “unidad ideal”). La conciencia es, así, germen de los actos
mediante los cuales la subjetividad se auto-trasciende hacia un objeto, de forma que la
vivencia de la conciencia siempre se presenta como intención referida. Para Husserl, el
suelo último de la realidad es, pues, la intencionalidad, el modo de estar dirigida la
subjetividad a un objeto.
Según Henry, cuando Husserl hace de la intencionalidad de la conciencia el
punto clave de su investigación sobre el aparecer, comete el error de restringir dicho
aparecer exclusivamente al ámbito de los fenómenos aprehendidos intencionalmente
por la conciencia en virtud de un privilegio indebidamente vinculado a la esfera de la
exterioridad (cayendo así, en el prejuicio monista que afecta a toda la tradición
filosófica occidental). Toda conciencia intencional es conciencia-de-algo, conciencia
que se arroja fuera buscando su correlato noemático: es por la exterioridad del mundo
que la conciencia está lanzada hacia “lo que aparece”, hacia lo que se muestra (esto es,
hacia los objetos que nos hacen frente y son visibles: el mundo) (Díez, 2009, 238).

“L‟élaboration husserlienne de la phénoménologie comme doctrine


transcendantale de la conscience intentionnelle constituerait un faux départ
phénoménologique, elle manquerait le véritable préalable de toute
phénoménologie en l‟instaurant hâtivement comme théorie de l‟intentionnalité,
donc comme description méthodique d‟une visibilité fatalement seconde en
regard de la primauté phénoménologique de la vie.” (Tinland, 2008, 103).24

Como señala el profesor García-Baró en su ensayo preliminar a la


Fenomenología material de Michel Henry (Henry, 1990, 25 y 26), el esfuerzo de Husserl
(así como de los idealistas alemanes en general y del propio Kant) consistió en la
separación perfecta entre el aparecer (constituir subjetivo) y sus “rendimientos
intencionales”, intentando que la actitud natural no se filtrara en la interpretación de
la subjetividad referida intencionalmente al mundo. La fórmula clave de la
fenomenología contemporánea parece ser que toda conciencia es “relación

24
“La elaboración husserliana de la fenomenología como doctrina trascendental de la conciencia intencional
constituiría un falso punto de partida fenomenológico, echaría a perder la verdadera condición previa de toda
fenomenología instaurándola precipitadamente como teoría de la intencionalidad, así pues, como descripción
metñdica de una visibilidad fatalmente segunda con respecto a la preeminencia fenomenolñgica de la Vida”. La
traducción es nuestra.

72
intencional”, por lo que no cabría filosofía fenomenológica que no se practique en la
correlación de lo que Husserl llama en general nóesis y nóema (“acción subjetiva” y
“objeto intencional”). De acuerdo con esto, sin embargo, el aparecer no es puro
“aparecer del aparecer”, sino “aparecer de lo otro de sí mismo”. Y en esto radica la
distancia entre la fenomenología material que Henry defiende y aquella otra que
señala, por contraposición, como fenomenología formal, olvidadiza, fracasada en sus
pretensiones ontológicas: la “fenomenología histórica” de la que Husserl sería el
fundador y primer gran representante.
La fenomenología husserliana, heredera de la obstinación óptica griega,
comprende el fenómeno como todo aquello que es “construido (vivido) por la
conciencia” y señala que, cuando percibimos algo, lo que ocurre es que se produce una
hetero-constitución de lo percibido que, a la vez, es una auto-constitución del sujeto
que percibe. Hay, pues, lo constituido (el objeto que se da a la percepción, que “se da a
ver”) y lo constituyente (el sujeto que percibe, que “ve”); junto a ellos, est| también la
interacción entre ambos, que es lo que realmente los constituye (el “a priori de
correlación” husserliano). Pero esta propuesta mantiene la distancia fenomenológica
entre el sujeto y el objeto (paradigma propio de la ciencia) y provoca una paradoja: la
conciencia, incluso cuando se percibe a sí misma (en la auto-reflexión), mantiene esta
“distancia fenomenológica”, porque se percibe como objeto de sí misma (se desdobla);
por lo que el yo nunca llega verdaderamente a sí mismo.

“La intencionalidad es el „referirse a‟ que se refiere a todo aquello a lo


que tenemos acceso en calidad de algo que está ante nosotros. De esta forma
nos descubre el inmenso imperio del ser. Pero este „referirse a‟, ¿cñmo se
refiere, no ya a todo objeto posible, a todo ser „trascendente‟, sino a sí mismo?
La intencionalidad que revela toda cosa, ¿cómo se revela a sí misma? ¿Al
dirigir sobre sí misma una nueva intencionalidad? ¿Puede la fenomenología
escapar al amargo destino de la filosofía clásica de la conciencia, sometida a
una regresión sin fin, obligada a situar una segunda conciencia tras aquella que
conoce –en este caso una segunda intencionalidad tras aquella que se intenta
arrancar a la noche?” (Henry, 2000, 52).

En esta misma línea, es interesante señalar que el término alemán gegebenstein,


usado por Husserl, significa dos cosas al mismo tiempo, lo que puede ayudarnos a
entender, quizá, el doble sentido en el que el filósofo alemán lo emplea: a) el dato o lo
dado, lo que aparece y b) la donación, el darse. En Husserl habría, pues, un

73
desplazamiento desde la propia cogitatio (la “actividad” afectivo-intelectual:
pensamiento, vivencia, sensación, etc. que, para Husserl, no sería el dato absoluto
todavía), hacia la mirada dirigida hacia esa experiencia. La cogitatio, en este sentido,
dependería de un poder exterior a sí misma para ser verdadera, un poder que no sería
su ser original porque dependería de esa mirada: no sería un dato absoluto sino en la
medida en que se hiciera objeto de ese acto de ver. Pero, entonces, surgen muchas
preguntas: ¿qué es la cogitatio antes de que la mirada haga de ella un dato absoluto?,
¿qué es esta mirada si no una cogitatio también al mismo tiempo? Y si la cogitatio tiene
lugar mientras la mirada la capta, ¿no significaría esto que ella tiene una entidad
ontológica independiente y hasta anterior a dicha mirada? En definitiva, vemos que,
como Henry señala, Husserl termina por no poder explicar cómo puede llevarse a cabo
la cogitatio al margen de esa mirada intencional.25
Como casi todos los filósofos, lo que busca realmente Husserl es una certeza
última, un fundamento absoluto sobre el que construir la ciencia de la conciencia (al
modo de una repetición del gesto cartesiano de la duda metódica), pero, al mismo
tiempo, no quiere salir del esquema de la intencionalidad (que, como hemos visto,
remite a la exterioridad mundana). Por ello, se ve obligado, según Henry, a desplazar
ese absoluto desde la impresión hasta la conciencia interna del tiempo, que es, para
Husserl, aquella esfera más allá de la que no podemos pasar. Henry rechazará
completamente esta idea y, con ella, toda la teoría husserliana del tiempo porque,
desde su postura, la esfera absoluta y originaria es la inmanencia radical de la vida y, en
esta esfera, no hay tiempo ninguno. En el espacio de la inmanencia radical todo es un
puro y eterno presente, puesto que futuro y pasado, al ser representación mediada y no
experiencia inmediata, quedan del lado del conocimiento del mundo y, por tanto, fuera
de la esfera primordial.

25
Como tendremos ocasión de analizar posteriormente (infra, §2), lo que se establece como dato absoluto, en
Henry, es la vivencia pura en la “autoafecciñn” de la vida a sí misma (y no el objeto de la mirada intencional).
En esta “autoafecciñn”, Henry señala que el darse y lo dado son lo mismo. En el horizonte del mundo, una cosa
es el aparecer y otra cosa es lo que aparece, pero en esta esfera originaria, lo que se revela (mi propia Vida) y la
revelación son una única y misma cosa, condición de posibilidad del aparecer mundano. Con la radicalización de
la fenomenología tradicional, lo que Henry pretende construir es un esquema que le permita mantenerse dentro
de una fenomenología en primera persona. Así, de la misma forma que considera a Maine de Biran más fiel al
cartesianismo que el propio Descartes, también él se presenta más fiel al objetivo fundacional de la
fenomenología husserliana de lo que lo fue el propio Husserl.

74
Por otro lado, observamos que para nuestro filósofo, Husserl se mantendrá en
una mera aprehensión genérica de la vida de la conciencia, reduciendo las modalidades
singulares de su despliegue factual a esencias estables y universales. De esta manera,
Husserl estaría contraviniendo al imperativo oficial de la “vuelta a las cosas mismas” y
adoptando la postura restrictiva de una ciencia eidética acantonada en las “estructuras
típicas” que el fenomenólogo debe abstraer de la diversidad cambiante de las vivencias
psíquicas para elaborar una doctrina trascendental fijada sobre las “invariaciones” de la
experiencia. La intención de aprehender el sentido del aparecer, queda así, para Michel
Henry, relegada a un conocimiento de segundo género, es decir, un conocimiento
general y derivado; el paso al tercer género de conocimiento (conocimiento ya no de
las “nociones comunes”, sino de las esencias singulares tomadas desde el punto de vista
de su inserción en la vida absoluta), requiere llevar a cabo una nueva reducción
fenomenológica: hará falta reducir la intencionalidad misma con el fin de acceder a las
condiciones del aparecer puro, a la materialidad originaria de la fenomenalidad
(Tinland, 2008, 104 y 105).26 El pensamiento henryano encuentra aquí, pues, la
necesidad de acometer la definitiva radicalización de la reducción fenomenológica
husserliana.

1.5.2. - Henry y Heidegger: más allá de la temporalidad

Como en el caso de Husserl, Michel Henry debe también alguno de los pilares
fundamentales de su pensamiento a la obra de Martin Heidegger, puesto que, en tanto
vinculado al movimiento que ha recibido el apelativo de “fenomenología francesa de la
existencia corporal” y que aglutina a diferentes autores herederos del paradigma
iniciado por Merleau-Ponty27, Henry se asocia a Heidegger en su intento de desarrollar
una inflexión de la fenomenología que reconduzca su “vuelta a las cosas mismas” desde
el terreno reflexivo hacia el ámbito de la inmanencia terrenal, desplazando el “mundo
de la vida” de la conciencia trascendental hasta la profundidad de la existencia fáctica y
radicalizando, así, el retroceso fenomenológico husserliano (Sáez Rueda, 2001, 70 y 71).
En este sentido, Henry coincide con Heidegger, como veíamos (supra, §1.2), en su

26
“Tal escalada sobre el trascendentalismo husserliano autoriza a R. Bernet a calificar el pensamiento henryano
de „hiper-trascendentalismo‟ en « Christianisme et phénoménologie », A. David et J. Greisch (éds.), Michel
Henry. L’épreuve de la vie. Paris: Le Cerf, 2001, p. 198.” (Tinland, 2008, nota 1, 105).
27
Analizaremos la vinculación de Henry a la fenomenología merleau-pontyniana más adelante (infra, §2.4).

75
sustitución del imperativo fenomenológico husserliano (investigar las condiciones de
posibilidad de los entes en sentido gnoseológico) por una exigencia realmente
ontológica (no solo estudiar “en qué modo” se da lo que se ofrece -análisis de las
modalidades de la donación-, sino también “cómo es posible” que algo aparezca -
estudio de las condiciones de posibilidad de los entes en sentido ontológico-); el
camino husserliano (del ser al aparecer) queda, tanto en Henry como en Heidegger,
completamente invertido (del aparecer al ser) (Cazzanelli en Henry, 2004, 7 y 8).

“Vecina, antagñnica y sin duda tributaria del pensamiento de


Heidegger, la obra de Michel Henry se puede leer como un vehemente proceso
al pensamiento occidental al que se acusa de haber quedado generalmente
cautivo en un intuicionismo mal elaborado y responsable de la incapacidad de
llevar a su término la tarea de la filosofía como filosofía primera, como
ontología.” (Lipsitz, 2000, 1).

Ante el “monismo ontológico” al que sucumbe el propio Husserl (junto con


toda la tradición filosófica) por apuntalar su propuesta fenomenológica en torno a la
intencionalidad de la conciencia, Henry se dirige hacia el pensamiento de Heidegger,
que se presenta como el intento de refundar la filosofía de forma que ésta sea capaz de
concebir la manifestación del ser a través de la apertura de un horizonte puro en el
cual se fundaría la exterioridad. El ser se manifiesta, así, en la existencia, mientras que
ésta es entendida como una trascendencia pura, es decir, como una apertura hacia el
ser en general. Puesto que la interpretación husserliana de la conciencia en términos
de “horizonte del aparecer” deja indeterminada la esencia misma del aparecer (su
modo de ser), se hace preciso “transformar la fenomenología exhumando una
dimensión inobjetivable que fue sepultada por el prurito cartesiano, una dimensión no
presentable o reconstruible reflexivamente, que pertenece a la esfera de constitución
del sentido y, consecuentemente, a la del mismo ser del ente.” (S|ez Rueda, 2001, 77).
Así, tanto Henry como Heidegger intentarán desarrollar una ontología
fundamental desde la fenomenología, una ontología construida sobre el gran progreso
de la filosofía del ser de Heidegger que, como veíamos (supra, §1.3), consiste
precisamente en haber sabido establecer la distinción, en el ente mismo, entre lo que
es óntico y lo que es ontológico, situando la filosofía en el nivel que le pertenece (pues
el propio Husserl, pese a la reducción fenomenológica y la constitución trascendental,
sigue moviéndose en el plano óntico al orientar ambas actividades a la intuición de un

76
contenido concreto) (Domínguez Basalo, 1978, 155). Así es como Henry, en su
búsqueda del aparecer mismo, se sirve, como herramienta principal, de la “diferencia
ontológica” reivindicada por Heidegger: la consideración necesaria de “la
simultaneidad y heterogeneidad entre el fenómeno del ‘aparecer’ y el mundo de
sentido ‘aparecido’ en el acontecer de la verdad” (S|ez Rueda, 2001, 137, 149).
Sin embargo, como ocurre con la “reducción trascendental” husserliana, Henry
se ve obligado a radicalizar la diferencia heideggeriana. Según Heidegger, para que sea
posible que algo aparezca, es necesario que se abra (esto es, que aparezca con
anterioridad) un “horizonte del aparecer” que ya no será, contra Husserl, el ámbito de
la conciencia, sino el del ser. Así, donde Husserl hablaba de la intencionalidad como
esencia del aparecer (por cuanto toda conciencia es intencional -supra, §1.5.1-),
Heidegger defenderá que la esencia del aparecer, es decir, el sentido del “horizonte del
ser” en el que acontece todo fenómeno, es la temporalidad originaria, fundamento
ontológico primigenio y “materia” última del aparecer de los entes (Cazzanelli en
Henry, 2004, 8 y 9).
En Heidegger, toda comprensión del ser reposa, así, en el tiempo, pues la
verdad, entendida como des-cubrimiento o des-ocultamiento del ser del ente (sentido
presocrático de la verdad como alétheia, según Heidegger) está fundada en la “apertura
de sentido” que el Dasein construye (no intencionalmente, sino mediante el
“comprender proyectivo”). Y dicha “apertura de sentido” se articula siempre mediante
una “tensión temporal” inherente a la existencia del Dasein como proyecto-yecto: es
una apertura y una Sorge (un “cuidado”, un “preocuparse-por”) incesante (en la
actualidad de un presente siempre desplazado), de las posibilidades de comprensión
en los que el Dasein está lanzado hacia el por-venir (autotrascendiéndose a sí mismo
en su proyecto hacia el futuro), pero que están arraigados en un fondo de pre-
comprensión “ya sido” (el estado de yecto del Dasein en la espesura prelógica de la
existencia, correspondiente al “pasado” por el que el Dasein jamás puede rebasar la
facticidad en la que está arraigado) (Sáez Rueda, 2001, 133).
Presente, pasado y futuro son, así, para Heidegger, los “éxtasis” del ser
(traducción ontológica de los tres momentos del tiempo: puro ahora, retención y
protención) y llevan a Heidegger, según Henry, a incurrir en el mismo prejuicio
monista del que, en un principio, el filósofo alemán quiere distanciarse. Pues, en tanto

77
ek-stasis del ser, estas tres formas de la temporalidad originaria que Heidegger nos
presenta como “esencia del aparecer”, mantienen la “distancia fenomenológica” y
conciben el ser desde el paradigma de la exterioridad mundana: Heidegger confunde la
“materia” originaria del aparecer con su forma de darse en el espacio abierto del
tiempo, repitiendo inconscientemente, como Husserl, “la esencia del gesto kantiano
por el que la posibilidad del dato está vinculada a su ser pensado, a su manifestación a
una alteridad, sea ésta la conciencia, el tiempo, el mundo, el cuerpo, etc.” (Cazzanelli
en Henry, 2004, 11) y violando su propio requisito de la “diferencia ontológica”. Lo que
se anuncia en la afirmación heideggeriana “el ser es el ser del ente” no es sino la unidad
esencial entre el ser y el ente: la transgresión y rebasamiento del ente que Heidegger
busca no conduce en realidad más allá del ente sino que, al contrario, constituye, para
Henry, el espacio donde éste mismo, el ente, se mantiene; de forma que la esencia del
ser no puede ser conservada en la lejanía original donde reside, más allá de lo
existente, más allá del ser mismo de todo existente como tal. (Henry, 1963, 127).

“Es la trascendencia, no el sujeto, lo que es la esencia. La esencia, que


la filosofía de la conciencia pensaba o a la que al menos apuntaba bajo la
denominación de sujeto, era, empero, la esencia misma de la trascendencia. La
crítica heideggeriana tiene una significación ontológica por cuanto pretende
pensar la esencia en su pureza. Precisamente por esta razón, podemos decir
también que no tiene de hecho ninguna significación ontológica. (…) Lo que se
cuestiona no es la estructura interna de la esencia de la manifestación; lo que se
rechaza es una comprensión, impropia por ser de origen óntico, de esta sola y
única esencia de la manifestación.” (Henry, 1963, 111).

Por este motivo, Henry considera que Heidegger no supo mantener su propia
defensa de la diferencia entre el ser y el ente. Al entender el gesto de la trascendencia
(a través del cual se hace posible el conocimiento ontológico), como esa distancia que
existe entre el mundo y el Dasein, en cuanto apertura de un horizonte de significación,
Heidegger alojó la estructura de la fenomenalidad en un ente indebidamente
privilegiado, a saber, el propio Dasein. En Ser y tiempo, se dice que el Dasein es
“siempre mío”; cuando se toma en consideración la esencia de esta propiedad de “ser
mío”, se reduce al proceso de auto-exteriorización en el que el Dasein se descubre
abandonado al mundo para morir en él. Ante esto, Henry pretende reconducir el
concepto heideggeriano de “diferencia óntico-ontológica” hacia la finalidad que le es
propia. Para ello, arranca de la lectura que el propio Heidegger realiza sobre la filosofía

78
kantiana en Kant y el problema de la metafísica. Según Heidegger, Kant habría
conseguido demostrar que la ontología es posible porque el hombre, a pesar de ser un
ente finito, presenta una comprensión previa sobre el ser de los entes gracias a la cual
puede entrar en relación con ellos.

“Este conocimiento ontológico es, por lo tanto, anterior al conocimiento


de los entes y, en consecuencia, independiente de ellos. Henry extrae de estas
consideraciones sobre la posibilidad del conocimiento ontológico la forma que
debe adoptar la elucidación de la esencia de la manifestación. Así como el ser
se manifiesta de manera autónoma, es decir, produciendo él mismo el horizonte
puro en el cual los entes se muestran, así también la esencia de la
manifestación debe ser absolutamente independiente. Esta estrategia es la que
le señala al pensador francés la dirección que debe tomar para superar el
monismo ontológico y alcanzar su propia concepciñn sobre el fundamento.”
(Szeftel, 2016, 52).

Decir que “el ser es el ser del ente” es decir que la manifestación es la
manifestación del ente, lo que nos lleva a repetir la doctrina fenomenológica de
Husserl y de la filosofía de la conciencia en general. “A nivel ontológico, es lo mismo
decir que el hombre es Da-sein o ‘ser-en’ que decir que la conciencia es Bewusst-sein o
‘conciencia-de’.” (Domínguez Basalo, 1978, 156). O, como señala Mario Lipsitz (2000,
3), “la subordinación heideggeriana de la fenomenología a la ontología, del aparecer al
ser, solo representa para Henry la substitución de una fenomenalidad nunca bien
pensada y finalmente ignorada, por una hermenéutica liberada de todo compromiso
fenomenológico que intenta inútilmente remontar su propio déficit.” La ontología
fundamental heideggeriana, que nace de la torsión y profundización que Heidegger
acomete sobre y contra la fenomenología husserliana, desemboca, como venimos
apuntando, en una hermenéutica del Dasein o analítica existenciaria (pues las
estructuras fenomenológicas últimas son, para Heidegger, estructuras de la existencia
del Dasein) que, al igual que la filosofía de la conciencia, comprende la subjetividad,
según Henry, desde los parámetros conceptuales de la exterioridad mundana (aunque
-o, precisamente, porque- parte de la encarnación fáctica “en-el-mundo” del Dasein):

“Chez Heidegger, dans Sein und Zeit, le Dasein est dit être „toujours
mien‟. Quand elle est prise en considération, toutefois, l‟essence de cette

79
“mienneté” (…) est réduite au procès d‟auto-extériorisation dans lequel le
Dasein se découvre livré au monde pour y mourir.”28

Por otro lado, también podemos hacer notar que Henry no cree, como
Heidegger, en la linealidad de la historia del pensamiento filosófico ni en la
interpretación heideggeriana de la metafísica cartesiana de la subjetividad (cuyo
último paso es Nietzsche, según Heidegger, y su prolongación en la era de la técnica)
como el punto de inflexión a partir del cual se aceleraría la caída y el olvido del ser; un
olvido iniciado en la metafísica platónica (por su concepción de la verdad como
corrección, su preeminente interés por lo entitativo, su nihilización de la physis y su
defensa inconsciente de la obviedad del ser -omisión de la verdadera pregunta por el
ser-) y en el que, según Heidegger, consistiría la Filosofía occidental. Contra la
interpretación heideggeriana de la historia como la sucesión de los destinos a los que la
Verdad de la que vive el hombre es sometida por el ser, Henry considera que a “lo real
en sí mismo” le es indiferente si el hombre “despierta” realmente a lo real o no. Para
Henry, es ridículo creer que el hombre se haya alejado realmente alguna vez de lo real,
salvo a la hora de elaborar sus pensamientos: la Vida de los hombres que admiten las
verdades reconocidas por la filosofía (que pueden, éstas sí, apartarse -incluso por
motivos ideológicos- de la realidad) no se separa, por ello, de la realidad misma (del
Comienzo), pues ésta está inscrita en sí misma (García-Baró en Henry, 1990, 15).

1.6. - En busca del fundamento absoluto originante

Como hemos visto, Henry considera que tanto Husserl como Heidegger siguen
inmersos en el prejuicio monista de la trascendencia, aun cuando reconoce que sólo las
propias herramientas que ellos han legado a la tradición filosófica (la reducción
fenomenológica y la diferencia ontológica) nos permitirán salir de ese prejuicio. Lo que
ocurre es que, para Henry, estos dos autores se han quedado cortos en la realización
efectiva de sus pretensiones, que habría que radicalizar (por eso, su propuesta recibe el
nombre de “fenomenología radical”). De forma general, podemos decir que Henry

28
“En Heidegger, en Sein und Zeit [Ser y tiempo] se dice que el Dasein es „siempre mío‟. Cuando es tomada en
consideraciñn, sin embargo, la esencia de esta „miedad‟ [propiedad de „ser mío‟] (…) es reducida al proceso de
auto-exteriorización en el cual el Dasein se descubre arrojado al mundo para morir en él. (Henry, « Eux en moi :
une phénoménologie ». Phénoménologie de la vie. Tome I. De la phénoménologie. Paris: P.U.F., Collection
« Epiméthée », 2003, 202; citado en Tinland, 2008, nota 1, 101). La traducción es nuestra.

80
acabará pensando que el error de Husserl (que luego Heidegger repetirá) deriva de la
interpretación incorrecta que éste hace de Descartes. Para Husserl, la certeza de la que
habla Descartes presenta dos notas: la claridad y la distinción. Henry, sin embargo,
hace una nueva interpretación de Descartes, señalando que, si bien las ideas claras y
distintas vienen del pensamiento, la radicalización del cartesianismo consiste en dejar
fuera el pensamiento, la duda y, por tanto, también estas notas de la certeza. Esto
supone un reconocimiento, por parte de Henry, de la capacidad de Descartes para
descubrir esa esfera de inmanencia radical que nuestro autor identifica con el
Comienzo, con el fundamento absoluto originante, con el arché buscado por toda
“filosofía radical y primera”, con pretensiones verdaderamente metafísicas.29
Nuestro filósofo señala que, en las Meditaciones metafísicas de Descartes, la
presentación del cogito como expresión del Comienzo es la frase videre videor mundum
(“me parece que veo el mundo”), donde “ver” (videre) puede sustituirse por cualquier
otro término que remita a una acción subjetiva intencional. En el mismo texto,
Descartes describe el Comienzo como cogito, ergo sum (la certeza autoevidente de la
existencia del yo, que será, junto con la certeza de la existencia de Dios, el principio
fundamental de su metafísica); así, llegamos al resultado final videre videor mundum,
ergo sum (“me parece que veo el mundo, luego soy”). Combinando esta tesis principal
del cartesianismo con las ya señaladas de Henry, podemos decir que la “diferencia
ontológica” se establece entre videre mundum (lo que aparece) y videor (el aparecer
mismo) y que el resplandor del videor es lo que funda su identificación con el ser. El
riesgo de ambigüedad u olvido ontológico se sitúa, así, en la confusión de los dos
modos de aparecer aquí expresados (videre y videor, “ver” y “(a)parecer”), de forma que
permite a Henry señalar que la fenomenología de Husserl (que ha querido repetir el
cartesianismo radical) es en realidad la confusión de esos “modos” como no siendo más
que modalidades de una misma intencionalidad consciente o constitución subjetiva
(García-Baró en Henry, 1990, 23-25).

29
Como veremos más adelante (infra, §2.1), Henry recibirá una gran influencia de Main de Biran, hasta el punto
de hacer suyas las duras críticas que la filosofía biraniana dirige hacia el cartesianismo. Lo que aquí señalamos,
no obstante, es que, en la evolución del pensamiento henryano, se irá produciendo una paulatina revalorización
de Descartes, a medida que Henry vaya concibiendo la posibilidad de que el filósofo moderno pudiera haber
encontrado la piedra angular de la esencia de la manifestación (el espacio de la inmanencia radical) y haber
salido, así, del esquema del “monismo ontolñgico de la trascendencia” al poner la certeza absoluta, no en el
“ver”, sino en el “sentirse viendo”. Aclaramos esta idea a lo largo del presente parágrafo.

81
Según Henry, la esencia pura del aparecer es imposible de conquistar en la
relación videre - mundum (único lugar en el que Husserl la habría buscado), pues sólo
se efectúa en el videor. Pero Husserl interpreta el videor cartesiano como una referencia
intencional análoga a cualquier otra referencia intencional no auto-referente pudiendo
reescribir la fórmula de Descartes como videre video mundum (veo que veo el mundo),
aún a sabiendas de los matices diferenciales entre las menciones auto-referentes y
hetero-referentes. Esto nos permite pensar, con Henry, que Husserl no habría
escapado al modelo reflexivo en la filosofía primera (un modelo en el que no puede ser
mantenida la “diferencia ontológica”, como Heidegger le reprochó).
La fenomenología material no será, en cambio, de índole reflexiva, precisamente
porque sí que es efectivamente ontológica. Para Henry, no es cierto que el videre se
refiera intencionalmente al mundo, en primer término y, en segundo término, actúe el
videor como otra referencia intencional del mismo tipo, pero dirigida a un objeto
distinto (en este caso, al complejo videre-mundum y, en especial, al videre que va
contenido en él), como hemos visto que habría mantenido Husserl. En realidad, la
propia visión del mundo, la conciencia vertida al mundo, se hace posible desde sí
misma por lo que tiene, no de auto-reflexión, sino de “sentir inmediato de sí”, de
“aparecer del aparecer”. (Ibíd., 26 y 27).30 El objeto fundamental de la investigación
henryana es la esencia originaria, invisible, autónoma e inmanente de la manifestación
y el acceso a esta esencia es, para Henry, no solamente posible, sino completamente
necesario, por ser la condición de posibilidad de todas las posteriores referencias
intencionales. Demostrar que existe un conocimiento acerca de esta esfera absoluta del
aparecer puro es el objetivo fundamental de La esencia de la manifestación, la obra
fundamental de Henry:

“En realidad, el objetivo de este trabajo es mostrar que existe un


conocimiento absoluto y que éste no es solidario de progreso alguno. En efecto,
tal conocimiento no está ligado a un modo determinado de la existencia, no es
privilegio de un momento. Es más bien el medio mismo de la existencia, la
esencia de la vida. La „utilidad‟ de la filosofía no queda puesta en cuestiñn por

30
En el análisis de las pasiones del alma, Descartes habla de los sueños y dice que, cuando soñamos, todo el
contenido del sueño puede ser falso, pero, sin embargo, no así los “afectos” que hayamos podido experimentar
dentro del sueño: si uno, en el sueño, ha sentido miedo, rabia, alegría, etc., la constatación de ese afecto es una
verdad absoluta, pues no hay forma de desmentirla. En el sueño pueden aparecer quimeras que no existen,
situaciones irracionales imposibles y cálculos matemáticos incorrectos, pero el sentimiento de miedo, rabia,
alegría, etc. es una verdad incuestionable, una experiencia que no hay forma de negar.

82
el pensamiento que piensa la esencia de la vida como una revelación inmanente
originaria. Lo más sencillo y „evidente‟ que hay sabemos desde hace mucho
que es también es lo más „difícil‟. Precisamente porque el fundamento es una
revelación, es por lo que la filosofía es posible, y lo es en un sentido muy
determinado: como filosofía fenomenológica.” (Henry, 1963, 59).

El objeto principal de la fenomenología no es un fenómeno concreto ni una


región de la realidad, sino la esencia última de la manifestación. Ahora bien, puesto
que, para Michel Henry, esa esencia de la manifestación o fundamento absoluto último
del aparecer es un espacio invisible cuya manifestación sólo depende de sí mismo, el
modo de acceder a él se aleja por completo de una mera elucidación entendida en
tanto “intuición de una evidencia”. El acceso al fundamento absoluto originante del
aparecer no puede responder a la aplicación de un monótono método fenomenológico,
común a diversos asuntos. Y todo porque, al intentar responder críticamente al
“monismo ontológico de la trascendencia”, Henry se ve obligado a plantear la
necesidad de un modo de revelación propio y autónomo (y, por tanto, realmente libre
de una relación con la exterioridad de la trascendencia) para esa instancia absoluta
originaria que constituye el fundamento del aparecer.
Por eso, Henry distingue entre una fenomenología primera (aquella que busca
dar con la esencia de la manifestación y que no puede utilizar la simple aprehensión
intuitiva, dada la especial significatividad de su objeto de estudio) y una fenomenología
segunda (aquella que pretende establecer las características de las diversas regiones de
la realidad y cuyo método principal es la elucidación intuitiva). El modo de revelación
especial del fundamento absoluto del aparecer será, como ya veremos (infra, §2), la
“autorevelación”, de forma que la revelación originaria sea, para sí misma, su propio
contenido, pero el “cómo” de esa “autorrevelación” debe también poder mostrarse
como una realidad, como un fenómeno (tal es la radicalidad de la propuesta henryana).
Y esa realidad, la “manera” en que se cumple la “autorrevelación” del aparecer ante sí
mismo no es otra cosa sino el ego.

“La fenomenología de Henry conquista en este punto toda su


radicalidad: así como toda aparición fue conducida al acto del aparecer como
tal, en tanto éste es el fundamento de su fenomenalidad, así también el acto del
aparecer debe ser conducido a su propio aparecer. La posibilidad ontológica del
fundamento, es decir, su posibilidad de darse como una presencia, radica en su
carácter fenomenológico. Esta presencia -a la cual no le precede ningún

83
horizonte de presencia-, afirma Henry, es el ego en sí mismo, que aparece
como un ser definido.” (Szeftel, 2016, 61).

Si la fenomenología tiene como objeto el fundamento absoluto del aparecer y la


vía de acceso a éste no puede ser sino el fundamento mismo, entonces, el acceso a la
esencia de la manifestación debe partir del ego como experiencia interna. Pero esta
misma pretensión de llegar al plano de lo absoluto e incondicionado posibilita y
anticipa ya la pregunta por lo divino (presentado, habitualmente, como la verdadera
realidad incondicionada y absoluta), incluso desde esa misma estructura de la
interioridad trascendental del ego, al estilo de una posible mística de la interioridad (y
sin tener todavía en cuenta la específica tematización del cristianismo que Henry
acomete en la última década de su producción filosófica). Se plantea, pues, la
posibilidad de investigar si el giro hacia la teología que experimenta el pensamiento
henryano es, ciertamente, una desembocadura contingente del mimo (como podría
haber sido cualquier otra), o si, más bien, el giro responde a un gesto fundacional que
se puede observar ya en esta especial búsqueda del Comienzo, del fundamento
absoluto, del arché, del “aparecer del aparecer”. Tendremos ocasión de reflexionar
sobre ello en los próximos capítulos del presente trabajo.

1.7. - Conclusión

Michel Henry, filósofo y novelista francés de finales del siglo XX, defiende una
fenomenología radical-material y no intencional que pretende llevar a último término
la reducción fenomenológica husserliana y la diferencia ontológica heideggeriana para
superar el prejuicio ek-stático del “monismo ontológico”, presente en el pensamiento
occidental desde la concepción griega del fenómeno como “aquello que se muestra
viniendo a la luz del mundo visible”. Este prejuicio óptico-monista, consistente en la
aceptación (consciente o inconsciente) de la trascendencia exterior como única forma
de mostración de lo real y paradigma de toda “fenomenalidad” posible, ha provocado,
según Henry, que las diferentes formas en que se ha presentado la filosofía occidental a
lo largo de su historia (incluida la “fenomenología histórica” a la que él mismo se
adscribe en tanto intelectual) conciban siempre el fenómeno en la “distancia
fenomenológica” de un “Afuera intramundano” que desvirtúa el acontecimiento mismo

84
de la manifestación, presentando la esencia del aparecer como dependiente de “lo
aparecido” que ella misma funda.
Frente a este monismo, que oculta el verdadero fundamento originario de lo
real a la reflexión filosófica, Michel Henry propone un dualismo fenomenológico
(ontológico-epistemológico) vertical que articula la dialéctica entre la condición
material de posibilidad del fenómeno (la inmanencia radical de la Vida),
jerárquicamente superior, y una forma, ontológicamente secundaria, que despliega esta
esencia en los diferentes fenómenos concretos de la exterioridad mundana. Para
nosotros, esta propuesta dualista es, en realidad, la apuesta por un “monismo
ontológico de la inmanencia radical” que tiene el objetivo de sustraerse a toda
exterioridad para alcanzar el verdadero absoluto, fundamento “originante” de la
realidad y sentido del ser, donde Henry anticipa ya su interés teológico-metafísico y la
tematización de los dogmas cristianos, que presentará como articulaciones doctrinales
de su propia propuesta fenomenológica.

85
86
Capítulo 2.- Michel Henry, un filósofo vitalista

“Lejos de los demás,


abismado en su círculo de tesis y sistemas,
quizá no llegó nunca a preguntarse
si al fin el pensamiento
no es más que un sucedáneo de la vida
y a veces su rival. (…)”

B. Prado, “El Filñsofo”. Marea humana.

2.1. - La afectividad, nuevo paradigma de fenomenalidad

Para Henry, tanto Heidegger como Husserl se equivocan, pues confunden la


esencia última del aparecer con su forma de darse en el espacio exterior de la
conciencia (Husserl) o del tiempo (Heidegger). Este análisis no responde más que a la
identificación de ambos autores como últimos eslabones de una tradición que, ya
desde Parménides, pretendía identificar el ser con el objeto del pensar. Ciertamente, el
pensamiento da forma a lo que aparece, pero para Henry, esta forma es solo una forma
segunda que corrompe la materia originaria del aparecer, la “esencia de la
manifestación”. El prejuicio característico de la filosofía occidental considera que, para
poder acceder a esta materia originaria, es necesario siempre vincularla con el
pensamiento y/o con el lenguaje, ponérnosla delante alejándola, transformándola en
un “objeto del mundo”, según el paradigma de la visibilidad (Cazzanelli en Henry 2004,
10); y todo porque, para la tradición filosófica occidental, el ser humano está ya
siempre en una inscripción reflexiva y/o lingüística en el mundo, de forma que no hay
ninguna parcela de la realidad a la que se pueda acceder al margen de dicha inscripción
(prejuicio “fonologocentrista” que el pensamiento de la diferencia, en sintonía con
Henry, se encargará de señalar).
Husserl y Heidegger, a pesar de iniciar el camino de la salida de este “monismo
de la trascendencia” mediante las herramientas de la “reducción fenomenológica” y de
la “diferencia ontológica”, se mantendrán, como veíamos antes (supra, §1.5), en dicha
tradición. Por este motivo, Henry se propone radicalizar la “reducción fenomenológica”
de Husserl y la “diferencia ontológica” de Heidegger (de ahí que presente su propuesta
filosófica como “fenomenología radical”) con el objeto de separar la esencia del
contenido, el ser del ente, buscando más allá (aunque en realidad es “m|s ac|”) de la

87
exterioridad del mundo, la instancia sobre la que descansaría la verdadera posibilidad
del aparecer de la realidad.
En esta investigación, Henry acabará considerando que la pureza de la materia
originaria (que es pervertida posteriormente por el pensamiento) corresponde, en
realidad, a la pura sensación, es decir, a “lo que afecta”: Henry quiere romper el
prejuicio occidental de la coincidencia entre ser y pensamiento concibiendo la
manifestación originaria de la realidad como “autoafección” sustraída a toda
exterioridad, pura materialidad incandescente que se manifiesta por sí y a sí misma sin
mediación de ningún elemento que remita a la trascendencia de la exterioridad. Así, la
recepción por la que llega al hombre todo lo que “se le aparece” no se concibe, en
Henry, como el acto de recibir algo distinto de sí mismo desde una proveniencia
externa, sino como el acto (afección) o la capacidad permanente (afectividad) de
recibirse a sí mismo; una “auto-recepción” que recibe el ya señalado nombre de
“autoafección en la inmanencia radical” (Domínguez Basalo, 168). La esencia de la
conciencia no consiste, pues, ni en abrir un horizonte ni en recibirlo, sino en el poder
para recibirse a sí misma, un poder que Henry denomina “afectividad” y cuya esencia
consiste en la identidad entre ser y aparecer (supra, §1.2).
El contenido de la trascendencia que presentaban las corrientes filosóficas
acusadas por Henry de haber caído en el prejuicio del “monismo ontológico” es
siempre exterior (porque la trascendencia misma, incluso la del idealismo, consiste en
un “ir hacia el Afuera intramundano”); en la inmanencia, sin embargo, ese contenido es
inmediato e interior (porque la inmanencia consiste en un “quedarse en sí misma”). La
inmanencia radical de la que habla Henry remite, pues, a un movimiento de la
subjetividad que no sale al exterior para buscar su contenido, sino que permanece en sí
misma y que, no obstante, funda todo movimiento exterior; un movimiento
verdaderamente reflexivo (no en el sentido de que provenga de la reflexión, sino en el
de que se vuelve sobre sí misma).
El elemento más significativo del pensamiento de Henry radica, pues, en que
consigue mostrarnos cómo la trascendencia presupone en sí misma otra cosa distinta
de ella y sobre la que se funda; un acto que no se proyecta ni sale hacia el “Afuera
intramundano” porque permanece en sí sin abandonarse nunca a sí mismo y que es,
sin embargo, el modo originario en el que se realiza la revelación de la trascendencia:

88
la inmanencia radical, el espacio en el que acontece, como nuevo modo de
fenomenicidad original, la “autoafección” de la subjetividad a sí misma; un nuevo
esquema de fenomenización que ya no es el clásico paradigma de la manifestación
clara y distinta del “ver” y del “pensamiento”, sino el de la manifestación oscura y
primordial del “sentir que se siente a sí mismo”, de la materia en su “autoafección”
(Domínguez, 161 y 162). El trabajo filosófico de Henry puede resumirse, así, como “la
afirmación filosóficamente original del carácter absolutamente fenomenológico del ser
como afectividad ontológica fundante cuyo modo de revelación es la inmanencia.”
(Lipsitz, 2000, 1). Y la inmanencia no es sino aquel espacio especialmente íntimo (en el
sentido latino del término intimus, como superlativo de interior: “lo m|s adentro de”),
donde no existe una distancia entre el puro sentir y un correlato objetivo distinto del
propio sentimiento.
Desde Heidegger, el pensamiento filosófico ha asumido que se puede resolver el
problema del ser (responder a la pregunta “¿por qué el ser y no m|s bien la nada?”)
resolviendo el problema del yo, pues el hecho fundamental que define al hombre en su
esencia propia es la comprensión del ser. El problema del yo (la imposibilidad del
sujeto para alcanzarse a sí mismo) reside en que, según el prejuicio de la trascendencia,
el sujeto sólo se puede conocer como objeto, pues incluso en el movimiento de la
autorreflexión, la conciencia se “capta” intencionalmente como “algo distinto de sí
misma”. Para Henry, no obstante, esto sólo ocurre si nos seguimos moviendo en el
paradigma del conocimiento, puesto que m|s all| (en realidad, “m|s ac|”) de él, la
manifestación directa e inmediata del yo (y, con ella, la presencia o “parusía” del ser
mismo) es perfectamente posible. ¿Dónde? En el ámbito de la afectividad, que sigue el
esquema de la inmanencia y permite la manifestación del sujeto a sí mismo, su auto-
sentirse primitivo, posibilitando así, la coincidencia del ser consigo mismo (esto es,
haciendo que la esencia de la manifestación se haga manifiesta a sí misma, por sí
misma) (Lacroix, 1966, 162 y 163).
En contra de lo que ocurre en el seno de la filosofía de la conciencia (y de la
“fenomenología histórica”, como principal heredera suya), la subjetividad auténtica no
consiste, para Henry, en un cuadro trascendental desencarnado que preside el
desarrollo fenomenal de la experiencia; es, al contrario, la prueba eminentemente
personal de la fenomenalidad primitiva por la que cada uno se afecta a sí mismo. O

89
como dice Olivier Tinland, “Henry conçoit la subjectivité individuelle comme cette
instance préintentionnelle qui émerge d’une affectivité pure en se faisant impression {
et comme soi-même.” (Tinland, 2008, 107).31
La afectividad que esencia de esta forma la subjetividad se plantea como a) la
condición de posibilidad y el fundamento de cualquier sensación y de cualquier
sentimiento (no un mero sentimiento particular); b) la capacidad de la receptividad (la
posibilidad de la subjetividad de recibirse a sí misma); c) la forma de toda experiencia
posible (y no un contenido m|s de la experiencia); d) el “sentirse-a-sí-mismo” o “sentir
de sí” (no solamente la capacidad de sentir algo): y e) la esencia del yo (que, por ser
esencia del “ser-yo”, nos revela también la esencia del ser en general). La esencia del
ser aparece, así, en Henry como “manifestación de sí mismo a sí mismo”, inmanencia,
pasividad, posibilidad de autoafectarse; la esencia del ser ya no se presenta como un
“horizonte” que pone en marcha el conocimiento desde los esquemas de la conciencia
o el tiempo, sino como una verdadera existencia primitiva en la inmanencia que se
identifica con la Vida (Lacroix, 1966, 163 y 164). Por eso, la fenomenología radical-
material de Henry se convierte en una fenomenología de la Vida.

“Jamais (…) l‟affection par le monde ni par conséquent par un étant ne


se produirait si cette affection extatique ne s‟auto-affectait dans la Vie, laquelle
n‟est autre que cette auto-affection primitive.”32

2.2. - Una fenomenología de la Vida

La materia primordial de toda manifestación originaria, que Henry considera


pertinente buscar exclusivamente en el paradigma de la afectividad, no es otra cosa
que la Vida, la “carne” viva en la que se hace sentir toda impresión; una realidad
absoluta, permanente, sin tiempo y sin exterioridad en y por la que participan de sí
mismos todos los vivientes. Así, la radicalidad y el afán por lo originario propios del
pensamiento henryano se vuelven extremos, desarrollando una fenomenología de la
Vida que se torna paradójica: una filosofía de lo que no se da y que nunca podrá darse

31
“Henry concibe la subjetividad individual como esta instancia preintencional que emerge de una afectividad
pura impresionándose a y como sí-misma.” La traducciñn es nuestra.
32
“Ni la afecciñn por el mundo ni, por consecuente, por un ente se produciría jamás si esta afecciñn extática no
se autoafectara en la Vida, la cual no es otra cosa que esta auto-afecciñn primitiva.” (Henry, «Quatre principes de
la phénoménologie ». Phénoménologie de la vie. Tome I. De la phénoménologie. Paris: P.U.F., Collection
« Epiméthée », 2003, 92; citado en Tinland, 2008, nota 4, 101). La traducción es nuestra.

90
al pensamiento ni a la conciencia intencional (Cazzanelli en Henry, 2004, 10-12). Aquí
es donde encontramos la raíz del contraste con lo que él llama “fenomenología
histórica”: toda la producción filosófica henryana es un ineludible empeño por
encontrar “el fenómeno de fenómenos”, que para él reside en la inmanencia radical de
la Vida, donación de la Vida a, en y para sí misma que escapa a todo acto intencional
(intuicionismo husserliano) e incluso al cuidado de la existencia (Sorge heideggeriana),
ofreciéndose sólo al sentir autoafectivo del vivir y haciendo de la fenomenología
radical-material una verdadera fenomenología de la Vida.
Esta fenomenología de la Vida, nuevo resumen de la propuesta filosófica que
Henry está construyendo, se presenta como el estudio de la Vida entendida no en el
sentido de un fenómeno particular y concreto que pudiera tematizar una ciencia (en
este caso, la biología) según el esquema objetivante de la trascendencia mundana, sino
como ese principio absoluto, acósmico e invisible que se revela en la inmanencia
radical de un puro experimentarse a sí misma sin ninguna separación ni distancia; la
única realidad que puede identificarse rigurosamente con el aparecer primordial,
objeto real de la investigación fenomenológica que Henry está llevando a cabo (Henry,
2003, 429 y ss.; Díez, 2009, 242 y 243); “no la vida como concepto, sino la vida real; no
la vida de la que habla la biología sino la vida que se siente en cada poro de nuestra
carne.” (Larios Robles, 2011, 136).33
Hablamos, pues, de una Vida a la que no se puede acceder ya mediante el
pensamiento ni el lenguaje (pues éstos necesitan del espacio generado por la distancia
intencional entre un sujeto y un objeto), sino únicamente mediante la “autoafección”
del sujeto a sí mismo en el espacio de interioridad radical del vivir: podemos acceder a
la Vida sólo porque ella se nos ha donado previamente en tanto ha hecho de nosotros
unos vivientes reales; llegamos a la Vida llegando a nosotros mismos, sufriéndonos y

33
De ahí que se prefiera el uso de la mayúscula (tanto en Henry como en sus lectores) para diferenciar la “vida”
(el conjunto de procesos y estados que se hacen presentes en los seres vivos y que la biología se encarga de
estudiar) de la “Vida” (el principio absoluto por el que algo es un viviente y que se expresa en la “autoafección”
de la subjetividad del viviente a sí misma en la inmanencia radical). Esta “Vida fenomenolñgica” que, en
principio, parece hacer referencia exclusivamente a la vida humana, no descarta del todo, no obstante, a esa otra
“vida biolñgica”, pues desde el pensamiento henryano es lícito considerar (aunque el mismo Henry no lo hiciera)
que también en otros seres vivos distintos del hombre se hace posible la emergencia de una subjetividad o
identidad singular desde las pruebas inmediatas de la afectividad, cuya condición trascendental es la vida. Por
eso, en algunos casos, la referencia (y, con ella, la diferenciación ortográfica) se simultanea o se confunde. Lo
interesante, a fin de cuentas, es que para Henry, la vida (con o sin mayúscula) es el espacio en el que se va a
hacer manifiesta la realidad de forma más originaria. Es en este sentido que podemos decir que Henry es un
verdadero vitalista; un filósofo de la vida.

91
gozándonos a nosotros mismos, experimentándonos a nosotros mismos como
condición de posibilidad de todo experimentar y descubriendo la “Archi-inteligibilidad
de la vida”, una inteligibilidad trascendental que precede al pensamiento y lo
posibilita. (Sánchez Hernández, 2012, 87).34
Al plantear como nuevo paradigma de acercamiento a la “esencia del aparecer”
el esquema de la afectividad, único principio mediante el cual pueden seguir
manteniéndose la “reducción trascendental” y la “diferencia ontológica” en su
radicalidad, Henry llega a establecer, como venimos diciendo, que el Comienzo
buscado por toda “filosofía radical y primera” no es otra cosa que la Vida misma. Esto
es así porque, como nuestro filósofo señala, la Vida es afectividad pura que se
manifiesta en cada una de las modalidades de nuestro “cuerpo subjetivo” (infra, §2.3);
la materia de la Vida es la pura afectividad o, más bien, la autoafectividad, porque la
esencia de la Vida consiste en experimentarse a sí misma, sentirse a sí misma, sufrirse y
gozarse a sí misma. De esta forma, la autorrevelación (sin la mediación de la
exterioridad del mundo) que Henry busca como característica propia de la esencia de
la manifestación, se presenta en el proceso de auto-donación que constituye a la Vida
(la Vida no es un “algo” en el sentido de la trascendencia intramundana; la Vida es su
advenir continuo a sí misma desde la dinámica de la pasividad radical y la donación
originaria, en un flujo dominado por la autoafectividad) (Larios Robles, 2011, 136;
Sánchez Hernández, 2012, 86).
La fenomenología radical-material de Henry, en su defensa de la “reducción
radical” (así como de la “diferencia radical”) reduce el aparecer mismo y suspende en él
la zona de visibilidad que llamamos “mundo” para descubrir aquello que posibilita el
hacerse visible de este horizonte de visibilización: la “autoafección” de su exterioridad
trascendental en la inmanencia absoluta de la vida. Para Henry, el aparecer objetivo en
el horizonte de la trascendencia solo es posible porque éste se recibe y se afecta a sí
mismo en el espacio “patético” de la Vida. Un espacio, como decimos, “patético”, no en

34
En la descripción henryana de la Vida se utiliza una terminología que recuerda a las teorías de los atributos
divinos de la teología negativa y de la mística: la Vida como lo absoluto, lo que permanece, lo que está fuera del
tiempo y del espacio, lo que se revela desde sí mismo, lo que no admite una conceptualización intelectual, etc.
(Cazzanelli en Henry, 2004, 12). Prueba de ello es la recurrencia de Henry a las epístolas de Pablo, al evangelio
de Juan, a las teorías del Maestro Eckhart, etc. Desde esta terminología, Henry ya está anunciando y
posibilitando (de manera consciente o no) su criticado “giro” hacia la teología. Retomaremos esta idea en el
próximo capítulo de este trabajo.

92
el sentido de que sea algo grotesco o vergonzoso, sino en el de que se vincula al modo
fenomenológico de revelación propio de la Vida, que es el pathos, la “pasión”, el “ser
afectados” por todo lo que uno experimenta o siente, el “padecer” el abrazo sin
distancia de un sufrir y un gozar cuya materia fenomenológica es la afectividad pura en
que consiste la Vida misma. Así, el aparecer que Henry busca en su fenomenología
radical-material no es más que la revelación de la realidad en la inmanencia radical y
“patética” de la Vida35; una Vida que, en su “autoafección” y autodonación constituye la
ipseidad “patética” del viviente, estableciéndose, pues, como principio de
individuación.
Pero, ¿en qué sentido puede ser la “Vida fenomenológica” de la que habla Henry
(y no la subjetividad consciente e intencional del ego trascendental) la que se preste
como principio de individuación? El individuo, para Henry, no es un fenómeno más
del mundo, sino la instancia originaria en la que adviene el aparecer como tal; así, el
plan preintencional de “autoafección” inmanente que define a la Vida designa, según
Henry, el ámbito interior y puramente patético donde puede ser considerado un
individuo. (Larios Robles, 2011, 136 y 137). La prueba de la individuación por este
“padecer” (este ser autoafectado) es lo que hace que este cuerpo sea “mi” cuerpo, esta
sensación “mi” sensación, este pensamiento “mi” pensamiento; y el fundamento de esta
“miedad” (propiedad de “ser mío”)36 reside en la constitución “patética” de una
ipseidad, es decir, de un “ser-sí-mismo” absolutamente original que me es dado como
mío bajo el modo de una “autoafección” inmediata de la vida en la interioridad
corporal inmanente (Tinland, 2008, 100 y 101).37 De manera que, efectivamente, la Vida

35
Como Tinland seðala, “le projet philosophique de Michel Henry consiste dans l‟élaboration d‟une
„phénoménologie matérielle‟ (ou „phénoménologie non intentionnelle‟) ayant pour objet le fondement absolu de
l‟apparaître : l‟auto-affection de la vie. L‟auto-affection désigne le plan d‟immanence où la vie fait l‟épreuve
d‟elle-même, en deçà de toute transcendance intramondaine, de toute visée intentionnelle, de toute „visibilité‟ (ce
qui ne veut pas dire : de toute phénoménalité).” (Tinland, 2008, 99). “El proyecto filosófico de Michel Henry
consiste en la elaboraciñn de una „fenomenología material‟ (o fenomenología no intencional) que tenga por
objeto el fundamento absoluto del aparecer: la “autoafección” de la vida. La “autoafección” designa el plan de
inmanencia donde la vida se prueba [se afecta] a sí misma, al margen de toda trascendencia intramundana, de
todo proyecto intencional, de toda „visibilidad‟ (lo que no quiere decir: de toda fenomenalidad).” La traducciñn
es nuestra.
36
El término en francés es „mienneté‟, sustantivaciñn del pronombre posesivo „mien‟/‟mienne‟ („mío‟/‟mía‟).
37
Henry utiliza el concepto ipseidad, que deriva del término latino ipse (tradicionalmente traducido como
“mismo” o “misma” y que seðala la identidad de cada individuo consigo mismo) para hacer referencia a la
característica de toda subjetividad de “ser-sí-misma”, de ser distinta de todas las demás. Al usar este concepto de
ipseidad en lugar del de mismidad, Henry conecta con la tradición del existencialismo sartreano, destacando la
dimensión existencial de la esencia de la subjetividad. Pues mientras el concepto de mismidad apunta a la
dimensión estructural del ser, apelando a su unicidad, el concepto de ipseidad, tal como lo concibe Jean-Paul

93
absoluta, particularizada en cada viviente, actúa como principio de individuación y
hace a cada uno de nosotros ser un “yo-mismo”. Por esto mismo, la afectividad (en
tanto esencia misma de la Vida) es también, como veíamos antes (supra, §2.1) la
esencia del yo, la ipseidad, el “ser-sí-mismo” de cada individuo; la esencia de la
subjetividad es la afectividad.

“Si la phénoménologie de la vie place l‟individu au cœur de ses


préoccupations, c‟est qu‟elle trouve en lui non un simple objet de description,
mais la „pierre de touche‟ de sa quête fondationnelle. En définissant le
fondement de l‟apparaître comme auto-affection de la vie dans une chair
s‟éprouvant de manière subjective, Michel Henry ne se contente pas de
bouleverser le contenu doctrinal de la phénoménologie: il rend possible
l‟explicitation d‟un sens inédit du concept d‟individu, désormais synonyme de
subjectivité vivante, incarnée, effective.” (Tinland, 2008, 102).38

2.3. - La subjetividad corporal y la teoría de los tres cuerpos39

La ipseidad del yo, la forma originaria de presentarse la subjetividad a sí misma


en la autoafectividad de la Vida, fue caracterizada ya por Maine de Biran (filósofo,
psicólogo y político francés de finales del siglo XVIII; una de las grandes influencias
que recibe Michel Henry) como sentimiento de esfuerzo o movimiento; no un
movimiento exterior, sino un movimiento interior, subjetivo, primero y originario que
es concebido como poder. En la obra Filosofía y fenomenología del cuerpo (cuyo
subtítulo es, precisamente, Ensayo sobre la ontología de Main de Biran)40, Henry nos
muestra como Biran reformula la reducción cartesiana señalando que el pensamiento y
la duda también pueden ponerse ellos mismos en cuestión, de forma que la única
certeza que nos queda es el ego sentio, el yo siento: no puedo dejar de experimentar, de

Sartre, apunta a la determinación de la esencia (y, por lo tanto del individuo) en el proceso mismo del devenir
existencial, en el existir mismo. El concepto de ipseidad responde, así, a un distanciamiento del prejuicio
monista presentificante de la ontología sustancialista.
38
“Si la fenomenología de la vida emplaza al individuo en el corazñn de sus preocupaciones, es porque
encuentra en él no un simple objeto de descripción sino la „piedra de toque‟ de su búsqueda fundacional.
Definiendo el fundamento del aparecer como “autoafección” de la vida en una carne que se prueba [se afecta] de
manera subjetiva, Michel Henry no se contenta con revolucionar el contenido doctrinal de la fenomenología:
hace posible la explicitación de un sentido inédito del concepto de individuo, a partir de ahora sinónimo de
subjetividad viva, encarnada, efectiva.” La traducción es nuestra.
39
La presente sección (y parte de la siguiente) ha sido reformulada para su presentación como comunicación en
el VII Congreso de la Sociedad Académica de Filosofía (SAF) “Filosofía y cuerpo desde el pensamiento greco-
romano hasta la actualidad”, celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz del 27 al
29 de Mayo de 2015 y posteriormente publicada como artículo en Suplemento 5 (2016) de Daimon. Revista
Internacional de Filosofía, bajo el título “„Yo soy mi cuerpo‟. La concepciñn henryana del ego como emergencia
de una subjetividad corporal desde la inmanencia radical y patética de la Vida”.
40
Se trata del primer gran trabajo de Michel Henry, a pesar de haberse publicado como segunda tesis.

94
sentir mi propia capacidad de moverme, mi poder para actuar. Pero ésta, desde luego,
no es una certeza intelectiva, de conocimiento, sino una certeza que se da como
revelación.
Este descubrimiento es, quizá, la fortaleza y radical originalidad, aunque
también la parte más controvertida, del pensamiento de Maine de Biran y, por ende, de
Michel Henry: la verdadera certeza autoevidente, fundamento del conocimiento y la
realidad, no es el pensamiento que se afianza a sí mismo a fuerza de la lógica y la
elucidación intelectual, sino algo que aparece como revelación prelógica, algo que
siento pero de lo que difícilmente puedo dar cuenta intelectiva, pues en el momento en
que me pongo a pensarlo, lo pierdo, me salgo de su inmediata evidencia; un “saber”
b|sico que se produce antes del saber, un “conocimiento” esencial que acontece m|s
ac| del conocimiento, un “comprender” fundamental al margen del comprender
representativo y que no sólo lo antecede, sino que es su condición de posibilidad. Para
mostrarnos esto, Maine de Biran y Henry subrayan que la mayor parte de nuestra vida
se mueve en el terreno del aprendizaje prelógico y prerracional, el aprendizaje
cinestésico que nos permite sentir el cuerpo propio y el espacio que ocupamos en el
mundo41; un sentir que acaba convirtiéndose en un poder, el poder de moverse.
Y este poder, que no es otra cosa que la subjetividad misma (el “yo”), se
identifica con el cuerpo que cada uno recibe como “suyo”: mi subjetividad no es otra
cosa que mi cuerpo. Por eso Henry introduce un nuevo concepto, el de “cuerpo
subjetivo”, para ahondar en esta especial relación entre la dimensión puramente
corporal de la existencia y la emergencia de la subjetividad. El “cuerpo subjetivo” del
que habla Henry por influencia biraniana y al que luego remitirá con otros términos
(“carne”, “autoafección”, Vida, alma, etc.) aparece, así, como la instancia existencial en
la que reposa la “egocidad” del yo, la entidad espiritual-corporal que, aun siendo
sentida y recibida como cuerpo propio, difiere del cuerpo material porque “padece
realmente”, porque manifiesta en sí misma cada una de las diferentes modalidades de
la afectividad en que consiste la Vida. La experiencia de cualquier afección siempre se

41
Etimológicamente, cinestesia (o kinestesia) significa “sensaciñn del movimiento” y es la percepción del
esquema corporal, la posición, el equilibrio y, en sentido más fuerte, el espacio y el tiempo, condición de
posibilidad de nuestra capacidad de movernos. Hay mecanismos cinestésicos de diferente índole: la sensibilidad
internoceptiva (que coordina sensaciones como el hambre, la sed, el sueño, etc.), la sensibilidad externoceptiva
(que articula los datos de los sentidos y procesa el dolor y el placer) y la sensibilidad propioceptiva o postural
(que capta los datos necesarios para regular el equilibrio y las acciones necesarias para moverse).

95
produce en este “cuerpo subjetivo”, lo que constituye una prueba irrefutable de la
inmanencia radical de la conciencia: no existe ninguna afección que no afecte al yo en
su inmanencia, ya que si una afección no es advertida por la conciencia ni siquiera
mínimamente, simplemente no existe. Por eso Henry se aventura a decir que la
afección no necesita referencia alguna a otra cosa que no sea ella misma, es decir, que
no es intencional: es el dolor lo que duele, es el gozo lo que regocija.42
El “cuerpo subjetivo” del que habla Henry para profundizar en su idea de la
subjetividad corporal, surge, según Maine de Biran, en un acto originario que
corresponde con el sentimiento inmediato e interior del movimiento, un sentimiento
que no se acompaña de ningún conocimiento de los medios o instrumentos por los que
yo muevo mi “cuerpo objetivo”. Dicho “cuerpo objetivo” es mi cuerpo trascendente, la
parte física y material de mi ser, tal como se manifiesta a los órganos de los sentidos
(por ejemplo, cuando me miro una mano o veo mi reflejo en el espejo) y que puede ser
objeto de la ciencia. La diferencia entre el “cuerpo objetivo” y el “cuerpo subjetivo”
estriba, pues, en que mientras el primero es un objeto, el segundo es un sentimiento y
un poder; el “cuerpo objetivo” es mi cuerpo material, mientras que el “cuerpo
subjetivo” es la capacidad de moverme y actuar con y desde ese cuerpo material.
Pero este poder encuentra un límite que Henry llama “continuo resistente” y
que es el término y, a la vez, el freno que mi capacidad de movimiento y acción
encuentra en el mundo. El término “resistente” hace referencia a lo que no se pliega a
mi poder, articulando la propia esencia de ese poder; el término “continuo”, hace
referencia al carácter duradero y estable de esa limitación.43 El elemento resistente que

42
Cuando, por ejemplo, nos quemamos una mano, no es el fuego, sino nuestro propio yo (a causa del fuego, eso
sí) el que nos hace sufrir; es nuestra propia “carne”, nuestro propio “cuerpo subjetivo” el que nos hace sufrir y el
que, a la vez, está sufriendo. No hay distancia fenomenológica entre lo afectado (la mano quemada) y lo
afectante (también la mano y no el fuego) o incluso, más allá, ni siquiera es importante la espacialidad de la
quemadura: que la quemadura esté en la mano o en otro lugar objetivo no importa, porque donde realmente está
la quemadura es en la “carne”, en el “cuerpo subjetivo”. “Esta característica tan peculiar de ser una misma cosa
el objeto y el sujeto, acción y pasión, es en realidad para Michel Henry un ejemplo clarísimo de la autoafección
de la vida.” (Larios Robles, 2011, 139).
43
En esta primera etapa de su pensamiento, correspondiente a Filosofía y fenomenología del cuerpo, Henry se
mantiene aún dentro de la fenomenología tradicional, porque, con este planteamiento, está reconociendo, de
alguna forma, el esquema de la intencionalidad: en el aparecer más primitivo, yo encuentro mi subjetividad más
absoluta (mi poder de movimiento, mi “cuerpo subjetivo”), pero encuentro también aquello que
permanentemente choca con mi poder y lo limita: el mundo; el “continuo resistente” se nos da también como
irreductible, porque se funda en la certeza que tenemos de él a partir de nuestra Vida, que es la esfera de la
certeza absoluta. Esta idea irá desapareciendo progresivamente, a medida que se vaya desarrollando y perfilando
el pensamiento henryano a través de la crítica a la fenomenología intencional; en Encarnación. Una filosofía de
la carne, no obstante, volverá a aparecer, aunque completamente reformulada.

96
la realidad ofrece a este esfuerzo interno en que consiste mi “cuerpo subjetivo” (en
tanto límite, pero también punto de apoyo de su cumplimiento) constituye
verdaderamente el fundamento de lo real, de forma que el “cuerpo subjetivo” de cada
uno porta la certeza de la realidad del mundo desde su afectividad: el cuerpo se
concibe, así, como posibilidad de conocimiento en general y posibilidad real y concreta
de que un mundo nos sea dado a cada uno de nosotros. (Lacroix, 1966, 165 y 166).44
Entre el “cuerpo subjetivo” (el que se revela en la experiencia trascendental del
movimiento) y el “cuerpo objetivo/trascendente” (el que es objeto de la ciencia, del
pensamiento teórico y, en general, de los sentidos), Maine de Biran y, con él, Henry
plantean una tercera dimensión de nuestra existencia subjetivo-corporal: el “cuerpo
org|nico”, esa región de la realidad que coincide en su ser con el ser del ego, al igual
que lo hace el “cuerpo subjetivo”, pero que es una extensión interna de éste, una parte
del mundo que “cede” al movimiento absoluto del “cuerpo subjetivo” y que est|
dividido en estructuras fijas (a saber, los órganos). De esta forma, entre el “cuerpo
subjetivo”, que es solamente una fuerza, y el “cuerpo objetivo”, que no deja de ser un
objeto, aparece el “cuerpo org|nico”, una propuesta conceptual que Maine de Biran y
Henry utilizan para solventar el problema de la constitución del cuerpo-objeto-del-
mundo como cuerpo propio que la subjetividad mueve desde la inmanencia radical y
absoluta; es decir, para solucionar el problema del paso del “cuerpo subjetivo” al
“cuerpo objetivo”. (Henry, 1965).
Para mover el “cuerpo objetivo”, la subjetividad necesita un elemento
intermedio, papel que jugar|n estos órganos que el “cuerpo subjetivo” mueve y que
constituyen, en conjunto, el “cuerpo org|nico”. El “continuo resistente” (el mundo del
que antes hablábamos) es el límite con el que el “cuerpo subjetivo” choca, no sólo en
un sentido material y táctil, sino también en el ámbito de otros sentidos: yo tengo el
poder de ver, el poder de escuchar, pero este poder tiene un límite en el mundo que yo
miro u oigo. El “continuo resistente”, en esta primera etapa, es el límite de mi

44
Esta concepción del cuerpo, que permite a Henry reincidir en su defensa de que toda ciencia o conocimiento
objetivo (y, por lo tanto, trascendente) encuentra su fundamento en la inmanencia del conocimiento que tiene el
yo de sí mismo, entronca, en cierta medida, con la tradición judeocristiana: para este paradigma religioso y
cultural, cuerpo y espíritu no son dos instancias contrapuestas (a pesar de las desviaciones que esta idea
experimentó por influencia de la tradición filosófica grecolatina); son dos instancias opuestas, quizá, en el plano
axiolñgico o existencial (entendidas como dos “modos” de comportamiento ético), pero en el plano ontolñgico,
el cuerpo toma parte de la subjetividad del yo hasta el punto de poder decir que “los cuerpos serán juzgados”.

97
subjetividad al vivir; de la misma forma, también mi “cuerpo org|nico” va a aparecer
como límite de la fuerza de acción y movimiento: mis propios órganos ponen un límite
a mi capacidad de sentir, de actuar, de mover. Lo que ocurre es que, en algún sentido,
mi “cuerpo orgánico” cede en esa resistencia y, sin embargo, el mundo es un límite fijo
que no cede, contra el que mi poder no puede hacer nada. (Ibíd.).
Aunque hereda y asume este esquema biraniano, Michel Henry dirige también
una importante crítica hacia el mismo, puesto que, según él, Maine de Biran se olvida
aquí de la pasividad. Para Maine de Biran, el sentimiento originario es una fuerza, un
poder de acción, de movimiento; el yo es poder, acción, esfuerzo. Pero, como hemos
señalado más arriba, la originalidad del pensamiento de Henry radica en su referencia
a la afectividad como nuevo esquema de fenomenicidad y a la pasividad radical de la
Vida. La Vida no solo transcurre en parámetros de acción, movimiento, esfuerzo, sino
que también presenta un elemento muy destacado de pasividad: lo que yo siento no
por mi fuerza de moverme o por mi capacidad de acción, sino simplemente porque lo
siento, porque lo sufro en el sentido literal; la Vida que sufre, que padece, que carga.
Ese sentimiento de pathos, de pasividad, que antes explicábamos, lleva a Henry a
reformular la teoría biraniana de los tres cuerpos mediante el concepto de
“autoafección”.

“Cuando sufrimos, padecemos o nos vemos afectados por algo, nuestro


ser se vuelve un ser pasivo y tal pasividad significa que ninguna impresión
surge de manera activa, es decir, que ninguna impresión se provoca ella misma
sino que sencillamente se recibe sin opción de rehuir a ella. Todo nos es
donado, hemos recibido la vida en nuestra carne, simplemente no hemos
podido rehuir a su donación, así como tampoco podemos rehuir a la posibilidad
de sufrir dolor que nos acecha a cada instante (…) es el llamado de la vida,
aquello que llama nuestra atención tan brutalmente que nos es imposible
ignorar.” (Larios Robles, 2011, 142).

Tenemos que entender, pues, que el “cuerpo subjetivo” del que nos habla Henry
es el cuerpo aprehendido desde el punto de vista de la estricta afectividad,
independientemente de toda representación objetivante, en un puro sentimiento de sí.
Por eso, en posteriores desarrollos y para indicar la pertenencia de este “cuerpo
subjetivo” al espacio de interioridad que est| m|s all| (en realidad “m|s ac|”) de toda
vivencia intencional determinada por el paradigma de la visibilidad, Henry se refiere a
él con el concepto de “carne” o incluso con el de “carne invisible”, señalando así que

98
aquel cuerpo que podemos apreciar como siendo efectivamente “nuestro” cuerpo
difiere totalmente de los otros cuerpos que pueblan el universo (los cuerpos que, éstos
sí, podemos señalar como “cuerpos visibles”) (Tinland, 2008, 100). Dichos cuerpos,
ciertamente, se dan en la visibilidad del mundo porque éste es el ámbito de su
manifestación, pero la “carne”, esto es, el “cuerpo subjetivo” de cada individuo, es
invisible al aparecer del mundo porque su modo de revelación requiere otra
inteligibilidad: la de la afectividad. (Díez, 2009, 237). “Para escuchar la Palabra de la
Vida no hay que ‘mirar hacia’ sino sentir lo que acontece en la carne que nos fue dada y
por la que somos.” (Ibíd., 242). La Vida se siente a sí misma en nuestra “carne”: el modo
que tenemos de sentir nuestra Vida (esto es, de sentirnos vivos) es justamente a través
de nuestra propia “carne” y sus afecciones (Larios Robles, 2011, 137).
No obstante, hablemos de la subjetividad en términos de poder de movimiento
o de pasividad radical, ambas vertientes están haciendo referencia a lo mismo: esa
esfera no constituida, que se conoce de forma inmediata e indubitable y que, a
diferencia del conocimiento construido sobre la trascendencia exterior del mundo, es
el único conocimiento absolutamente certero. Sea por asunción del esquema biraniano
o por su posterior reformulación en términos de absoluta y radical pasividad,
encontramos que, para Henry, la existencia humana no es la unión de un “cuerpo
trascendente” con un ego, al estilo del dualismo platónico-cristiano-cartesiano; más
bien, la vida del cuerpo es la Vida del ego. No se trata tanto de “tener” un cuerpo, sino
de “ser” un cuerpo: “yo soy mi cuerpo”. El problema tradicional de la existencia del
alma y de su compleja relación con el cuerpo queda resuelto, así, en la fenomenología
radical henryana, mediante una concepción del ego como emergencia de una
subjetividad corporal de la que el “cuerpo objetivo” no es m|s que una “representación”
en el medio trascendente; un “préstamo” que el mundo recibe del cuerpo subjetivo,
una “proyección” del ego en la parte de extensión ocupada en el mundo.

2.4. - Henry y Merleau-Ponty: más allá de la corporalidad

Como decíamos antes (supra, §2.2), la Vida es puro pathos, pues no es más que
todo aquello que experimentamos, sentimos, padecemos; ahora bien, nuestra “carne”
es esencialmente ese pathos gracias al cual sentimos la Vida: es por mor del pathos de

99
la “carne”, es decir, de los modos afectivos que ella toma (y de los cuales, los más
paradigmáticos, por ser los más extremos, son el sufrimiento y el gozo) que la Vida se
revela a ella misma en y por sí misma. La “carne” difiere del “cuerpo trascendente”
porque padece, porque manifiesta en sí misma cada una de las diferentes modalidades
de la afectividad en que consiste la Vida misma. La “carne” que constituye nuestra
subjetividad, además, no hace sino recordarnos la absoluta y total inmanencia de la
conciencia consigo misma (en contra del carácter siempre intencional que la
“fenomenología histórica” le había supuesto), pues esta “carne” plasma, por su
afectividad incesante, el autoafectarse y autoexperimentarse propios de la Vida, de
manera que devuelve la subjetividad al ámbito de la interioridad inmanente. Esta
“carne” que padece, que sufre y goza es, por todo esto, una “carne” pasiva, una
subjetividad pasiva, como acabamos de comentar (supra, §2.3).
Al plantear este concepto de la “carne” en vinculación con su salida del
“monismo de la trascendencia” mediante la distinción de esos dos modos distintos y
jerarquizados de manifestación (la exterioridad mundana, lo visible, y la interioridad
autoafectante de la Vida, lo invisible; ver supra, §1.3), Henry reintroduce la
trascendencia en su filosofía (justo después de haber probado la anterioridad y
superioridad ontológica de la inmanencia) y establece así un dualismo fenomenológico
(que, a nuestro entender, en realidad esconde un monismo de la inmanencia, como
decíamos más arriba; supra, §1.4) en el que la idea principal es que la inmanencia funda
y da sentido a la trascendencia, posibilitando la salida intencional hacia el mundo (esto
es, la emergencia de la conciencia): es la subjetividad misma (la afectividad) la que, sin
mediación de objetos externos ni representaciones de ellos, se traduce en acción (tanto
económica, como sexual, moral, etc.) sobre el mundo. El “cuerpo subjetivo” se
entiende, así, como un movimiento hacia el exterior, como un poder inmediato sobre
el mundo que posibilita acciones que no precisan de imágenes previas de ese
movimiento, ni de intenciones, ni de apreciaciones de fines u objetivos. Henry rechaza,
así, toda concepción de la acción humana que siga moviéndose en el prejuicio monista
(la idea de la ley en Kant, la percepción de un valor en Scheler, el recuerdo de un placer
anterior en Locke, etc.) (Domínguez Basalo, 170 y 171).
En este intento de Henry por anclar la dimensión constituyente de sentido
(principio de realidad, pero también esquema de individuación) en la esfera de la

100
corporalidad (esto es, en el encuentro carnal y concreto con el mundo), nuestro
filósofo se presenta como fiel heredero de esa rama de la fenomenología que, sobre
todo en Francia, ha pretendido buscar en el mundo de la “autoafección” y de la
corporalidad el sustrato último del “mundo de la vida” (origen de la constitución de
sentido), oponiéndose a la filosofía idealista husserliana mediante un lazo con el
existencialismo (supra, §1.5), pero sin retroceder a la naturalización y objetivación
cientificista y positivista que Husserl supo combatir a la perfección. El personaje más
destacado de esta tradición es Maurice Merleau-Ponty, que busca fundar una
fenomenología que mantenga el objetivo tradicional de análisis de la constitución de
sentido en el “mundo de la vida”, pero a través del problema de la “facticidad corporal”,
reinstalando el espacio de la “autoafección” fenomenológica en el “h|bitat” corporal de
la existencia y hablando de una “carne mundanal” no cosificable en el plano de la
nomológica de los objetos de la física (en el sentido de la natura naturans spinoziana -
actividad autocausante de la Naturaleza, Naturaleza en su sentido activo) como centro
de la constitución de sentido (Sáez Rueda, 2001, 78 y ss.).
De esta forma, observamos que Henry conecta con Merleau-Ponty casi como
con ningún otro autor de la tradición fenomenológica, por cuanto ambos consideran
que la experiencia del mundo está inexorablemente articulada por la condición
corporal del hombre: la organización de la experiencia, el ser de las cosas y las
relaciones entre ellas, la significatividad de lo real; todo, en definitiva, descansa en
nuestra aprehensión corporal de lo real, entendida como esa orientación
preconsciente, prerreflexiva y prelógica de la inteligencia, que hace que todas nuestras
actitudes y posicionamientos se engranen en una “comprensión situacional” de la
realidad desde la “autoafección” sensible. Tanto Henry como Merleau-Ponty
consideran que cada uno de nosotros no somos sino un cuerpo, de forma que nuestra
experiencia es siempre una experiencia corporal; y ni el cuerpo ni la experiencia
corporal pueden ser reducidos a esquemas intelectuales o representaciones
intencionales. Esto no es de extrañar porque Merleau-Ponty, al igual que Henry (supra,
§2.3), estudió la filosofía de Main de Biran durante sus años de juventud.45

45
Una muestra de esto es el trabajo señalado por Welten (2011, 106) : MERLEAU-PONTY, M., L’union de
l’âme et du corps chez Malebranche, Biran et Bergson, Notes prises au cours de Maurice Merleau-Ponty à
l‟Ecole Normale Supérieure (1947-1948), Paris, Vrin.

101
La concepción de la existencia carnal como campo de vivencia opaco y anónimo
que precede a la reflexión presentificante en la forma de un “sí-mismo”
prerreflexivamente constituyente; la lectura de la acción no según meros intereses
concretos explicitables, sino con respecto a horizontes prerreflexivos corporales; la
consideración de la “donación pasiva” del sentido en el ámbito de nuestra inserción en
la experiencia afectiva y, con ésta, la defensa de una subjetividad corporal que consiste
en una “autoafección”; la constitución de lo real desde la aprehensión afectiva; la
noción de la subjetividad como “ser salvaje” capaz de desarrollar acciones cuya regla
solo puede ser reconocida a posteriori (lo que supone una circunscripción en la misma
acción de diferentes actos cuyo fundamento no puede ser explicado como subsunción
en una universalidad conceptual anterior); etc. son, todas ellas, a nuestro juicio, ideas
comunes en ambos autores. (Loc. cit.).
Pero, pese a estos puntos en común, entendemos que Michel Henry incluirá
también a Merleau-Ponty en el “panteón” de la “fenomenología histórica”, acusada de
mantenerse en el prejuicio del “monismo de la trascendencia” (si bien no parece haber
una mención directa). Y todo porque Merleau-Ponty, en su reinterpretación del
“apriori de correlación” husserliano, señalará que la subjetividad (entendida según el
esquema del cuerpo-sujeto como constituyente y a la vez receptor paciente del “ser del
mundo”) proyecta el sentido, pero no construye lo comprendido (pues el mundo se
concibe como donación de un sentido autóctono que se articula en el espacio abierto
por la existencia carnal del sujeto): en la “comprensión situada”, se hace necesario un
compromiso con la situación (estar en ella y dejar que exprese su sentido inmanente);
es la conocida “pasividad activa”. El problema es que, según Henry, dicha lectura del
apriori sigue manteniendo el esquema de trascendencia al concebir la subjetividad
como aquello que, aun estando corporalmente inscrito en la existencia, “proyecta” un
esquema de sentido en la exterioridad mundana.
Para Merleau-Ponty, la “carne” no es ni totalmente inmanente ni totalmente
trascendente (ya estamos en el mundo que tocamos y vemos). Según Henry, sin
embargo, la “carne” es absolutamente inmanente y precede a mi relación con el mundo
exterior: la “carne” es una subjetividad corporal encarnada en el interior de ella misma.
Frente al cuerpo entendido como objeto de la ciencia, existe una esfera absolutamente
inmanente que est| marcada por la automanifestación y esto es, justamente, la “carne”.

102
Contrariamente a lo que dice Merleau-Ponty en sus escritos tardíos, la “carne” no est|,
para Henry, en la palabra ni en el cruce entre lo visible y lo invisible; como tendremos
ocasión de analizar (infra, §3.3), la “carne” es, para Henry, enteramente invisible
(Welten, 2011, 107 y 108). La defensa merleau-pontyniana de una “intencionalidad
operante” que precede a la conciencia como comprensión pasiva de los enlaces de
sentido bajo la forma de un “estar-dirigido-a”, la concepción del sujeto de la vida
prerreflexiva como artífice de una “apertura-de-mundo” y la recurrencia, ya en las
últimas obras, al “entredós” que solapa en un mismo plano la constitución prerreflexiva
del sentido y la articulación reflexiva y judicativa de la experiencia, no harán sino
acentuar el distanciamiento entre ambos autores.

2.5. - La “comunidad patética invisible”: política, ética, estética

Como hemos visto más arriba (supra, §1.3), el conocimiento construido sobre el
paradigma de la trascendencia no era, para Henry, el más adecuado para descubrir la
esencia misma del aparecer, por cuanto al referir exclusivamente a la exterioridad
mundana según el esquema de la visibilidad, remitía siempre a entidades externas a la
subjetividad constituyente, instauraba la indiferencia como conducta de acercamiento
a la realidad y destruía nuestra capacidad de interrelación afectiva.
Por el contrario, la investigación fenomenológica en torno a la afectividad
inmanente de la Vida misma resuelve estos inconvenientes del paradigma monista al
presentar la “esencia de la manifestación” como aquella instancia que a) nos vincula
íntimamente con aquello que somos de manera más originaria (el aparecer de la
realidad nos es posible solo porque su esencia es la misma Vida que nos hace
vivientes); b) nos conecta afectivamente a la realidad que aparece ante nosotros desde
las modalidades del gozar y del sufrir (el viviente siempre experimenta en forma
“patética” la Vida que le “habla” en la inmanencia radical de su “carne”) (Díez, 2009,
244).; y c) nos capacita para construir verdaderas relaciones interpersonales desde
nuestra interioridad personal afectiva (la prueba “patética” de la vida en cada
singularidad viviente permite el desarrollo de una interioridad fenomenológica
recíproca que hace del otro un “sí co-afectado” en su “carne” por una materia
fenomenológica pura en común). La Vida es la condición trascendental (común,

103
universal y necesaria) de toda comunidad y fundamento de la política, la ética y la
estética, como ahora veremos.
En lugar de pensar la intersubjetividad según el horizonte intencional de
visibilidad, hace falta afirmar que toda comunidad es invisible, al ser el pathos-con (la
syn-patheia -la simpatía-, la cum-passio -la compasión-), esto es, la experiencia
“patética” de su propia singularidad, lo que hace de los vivientes una comunidad real; y
el medio en el que se articula esta emergencia de la “vida-en-comunidad” no es sino la
Vida misma (Tinland, 2008, 116 y 117). Nos alejamos, pues, de la noción kantiana de la
“comunidad visible de los seres racionales”, dotados de logos, para llegar a la idea de la
“comunidad patética invisible” de los vivientes: ya no es el hecho de estar provisto de
una capacidad racional lo que hace de nosotros verdaderos agentes morales y
miembros legítimos de la comunidad (con los problemas que esta idea trajo a la hora
de hablar de los derechos de los niños, las personas con discapacidad psíquica, los
enfermos mentales o incluso las mujeres –de quien se discutían si eran seres racionales
o no– y los animales), sino el hecho de ser verdaderos vivientes, “hijos e hijas” de la
Vida que se autoafecta a sí misma en las raíces internas de nuestra “carne”, desde
donde brota la subjetividad.46
Con esta idea de la “comunidad patética invisible”, Henry supera, además, el
problema husserliano del solipsismo (la dificultad de justificar la existencia del otro
desde la asunción de que todo ser es “ser-para-mí”, acontecimiento intencional de “mi”
vida, dado el marco fenomenológico de la propuesta; la doble exigencia de mantener la
especificidad del mundo subjetivo, siempre mío, junto a su validez intersubjetiva,
compartida) y las incompletas soluciones que Husserl ofreció para dicho problema (el
otro comprendido desde una “transferencia analogizante” constituida puramente en
mí, el ego que medita) (Sáez Rueda, 2001, 60-63). La relación entre la Vida absoluta
(ese principio acósmico, invisible, permanente, des-temporalizado y des-espacializado
que se dona a cada viviente en su “carne”) y el viviente mismo es pensada por Henry en
términos de a) “autoafección” de la Vida a sí misma que da origen a cada ipseidad
(nacimiento trascendental) y b) “autoafección” del viviente en la Vida que permite el
encuentro de cada ipseidad consigo misma (segundo nacimiento). En esta dinámica de
46
Esta idea de la “comunidad patética invisible” de los “hijos e hijas de la Vida” presenta ya unas reminiscencias
que evocan el posterior tratamiento del cristianismo desde el concepto de la “filiaciñn trascendental”, que
tendremos ocasión de caracterizar (infra, §3.2.2)

104
doble nacimiento reside la estructura constitutiva de la “experiencia espiritual”, una
experiencia que puede ser leída como “autoafección” del sujeto en la “autoafección” de
la Vida y que constituye en sí misma la sustancia concreta de la vida “patética”
intersubjetiva. (Sánchez Hernández, 2012, 91 y 92).
De esta manera, el hecho de que el acceso a la subjetividad corporal (en la que
reposa la esencia del ego) y la emergencia del “ser-para-mí” sean acontecimientos
exclusivamente “propios”, por cuanto se da en la interioridad e intimidad de la
“autoafección” en la inmanencia radical, no supone un escollo (al menos, esta es la
pretensión henryana) para el reconocimiento y parcial acceso a otras subjetividades, en
tanto están reconocidas (y no meramente representadas ni proyectadas mediante una
“transferencia analogizante” intencional) como vivientes iguales al ego que medita,
subjetividades similares que “beben”, como éste, de la misma “fuente” de la Vida
acósmica, invisible y permanente en que se funda la propia emergencia de la
subjetividad y, con ella, de su “ser-para-sí”. Tal es la superación henryana del problema
tradicional del solipsismo, presente en (casi) todas las propuestas de reflexión
fenomenológica desde Husserl.
Pero, además de ayudar a resolver uno de los problemas cruciales para el
idealismo fenomenológico, esta idea de Henry también permite replantear las
reivindicaciones políticas que pueda esgrimir cualquier colectivo concreto en tanto
comunidad. Por oposición a las mediaciones alienantes de las comunidades visibles del
mundo social, la “comunidad patética invisible” se instituye como una comunidad de la
“inmediación”, ya que no se vincula a una asociación artificial y deliberada de
representaciones y voluntades, sino a un destino común de pulsiones y afectos. A
nuestro juicio, esta nueva concepción de la “vida-en-común”, autoriza un
replanteamiento de aquellos programas y proyectos políticos de liberación que quizá
se han enquistado, precisamente, por hacer un excesivo hincapié en esas mediaciones
intramundanas alienantes.
El concepto henryano de “comunidad patética invisible” serviría, así, como
mecanismo para construir verdaderos esquemas de emancipación que se erijan, no
sobre una ideología determinada, ni sobre la exaltación hiperracionalista de las
diferencias, sino, justamente, sobre esa esfera afectiva inmanente que nos permite
superar cualquier frontera física, intelectual, económica, cultural, religiosa o

105
ideológica, sin dejar por ello de atender a las necesidades y reclamaciones específicas
de cada colectivo (que nacen de circunstancias socio-culturales y políticas que,
evidentemente, pertenecen al ámbito ek-stático trascendente y requieren también, por
tanto, una respuesta mundana).47 Podemos decir, pues, que el proyecto
fenomenológico henryano comporta un armazón conceptual propicio para el
desarrollo de políticas progresistas emancipatorias.48
Por otro lado, el proceso del doble nacimiento (que acabamos de caracterizar
como condición de posibilidad de la “experiencia espiritual” y, por ello, germen de la
comunidad) engendra un sistema de relaciones que puede cristalizar en un producto
cultural especial: la ética, entendida no como aquella reflexión racional sobre los
principios y fundamentos de la corrección moral, sino más bien como la revelación del
carácter absoluto de la Vida en y por la que vivo y, por ello, de la especial “sacralidad”
de las relaciones en las que entro con otros vivientes por mor de esa Vida absoluta.49
Este sistema de relaciones presenta dos elementos constitutivos: la inmanencia y la
gratuidad. Puesto que la Vida excluye toda estructura ek-stática en su auto-donación,
las relaciones que se originan en ella son posibles solo como inmanentes, es decir,
fundadas en la copertenencia de los términos de la relación; la Vida constituye, así, la
condición de posibilidad del encuentro entre los vivientes y entre cada viviente y la
Vida absoluta. Por su parte, al fundamentarse en la Vida, este sistema de relaciones no
se basa en el principio de reciprocidad sino en el de gratuidad, es decir, en la lógica de
la donación: en tanto vivientes, la relación de la Vida para con cada ipseidad es la
absoluta donación, mecanismo imposible de revertir en proporción.
Desde esta doble nota de la experiencia espiritual como inmanencia y gratuidad,
el hombre se comprende como don. Si la Vida me ha sido dada de manera gratuita (o

47
Esta propuesta tiene un límite evidente ya que, como suele decir el profesor Estrada, aunque asumamos que la
razón introduce cierta desvirtuación de la realidad, no podemos prescindir por completo de ella, so pena de caer
en el escepticismo absoluto o en el dogmatismo más radical (y sus corolarios: fundamentalismo, intregismo,
etc.); la razón es un instrumento ciertamente defectuoso para concebir la realidad y construir nuestra “vida-en-
común”, pero es también el mejor que conocemos. La propuesta consiste sencillamente, pues, en alejar nuestros
proyectos políticos de la fijación en la diferencia, intelectualmente concebida, para acercarlos a un desarrollo que
parta del reconocimiento de la co-participaciñn en la “autoafecciñn” por y desde una única y misma fuerza
absoluta: la Vida por la que todos vivimos.
48
Si bien es cierto que Michel Henry viró hacia posturas mucho más reaccionarias y conservadoras en los
últimos años de su vida intelectual.
49
Este concepto de la “comunidad patética invisible” será interesante también, por lo tanto, para abordar el
comentado “giro” teolñgico del pensamiento de Henry que ocupará nuestra atenciñn en los capítulos siguientes.
Nos centramos ahora, pues, en la experiencia espiritual en tanto “ética”, es decir, en tanto sistema de relaciones
fundadas en la Vida según una comprensión particular del actuar para con los demás.

106
más: si yo he sido entregado gratuitamente a, en y por la Vida), no puedo entender la
Vida y, con ella, al otro (co-partícipe, conmigo, en la “autoafección” de la misma Vida)
más que como un regalo, ante el que solo cabe el agradecimiento; la gratuidad lleva
directamente, así, a la gratitud. Como es imposible tocar al otro sin tocar la Vida que es
él mismo, ambos (yo y el otro), nos reconocemos constituidos en la Vida, y es este
reconocimiento el que funda la auto-donación gratuita entre nosotros. Una suerte de
relación mediada siempre por la empatía (ya que nace de la simpatía, la syn-patheia, el
pathos-con) y no por el deber de un imperativo categórico que emane de la propia
razón (lo que libera a la acción “moralmente correcta” de la necesidad de una torsión
de la voluntad). El punto de partida para la relación con el otro no es el ego
constituyente ni el logos compartido, sino la Vida en la que todos participamos,
condición de posibilidad del encuentro y de la interacción entre los vivientes, que nos
lleva a respetar al otro siempre en su propia ipseidad “patética”, fundando la dimensión
ética de nuestro habitar en el mundo (Sánchez Hernández, 2012, 93-95).

“D‟une telle phénoménologie de la communauté ressortirait sinon une


morale, du moins les linéaments d‟une éthique: ce qui nous rend unique est
aussi ce qui nous unit aux autres (…), ce pourquoi l‟établissement d‟un vivre-
ensemble harmonieux suppose de laisser chacun disposer de l‟exercice
souverain de son propre pathos (et de la praxis qui en découle), de ménager à
tout homme (voire à tout vivant) la possibilité d‟endurer le fardeau libérateur
de son „être-soi-même‟, de son ipséité pathétique.” (Tinland, 2008, 118 y
119).50

Pero si, como decíamos, la “comunidad patética invisible” reposa en la Vida


absoluta como condición trascendental de realización, igual también es posible
considerar comunidades de seres vivos distintos de los humanos (o incluso entender
que la “comunidad patética invisible” engloba a esos otros seres no racionales), en la
medida en que, como hemos dicho, una comunidad no se funda, según Henry, sobre la
participación en el logos (sentido griego-ilustrado de comunidad), sino sobre la
participación en el pathos-con, que es la forma más amplia de toda comunidad
concebible. (Tinland, 2008, 117 y 118). En este sentido, quizá ese reconocimiento de la

50
“De tal fenomenología de la comunidad resultaría, si no una moral, al menos los esbozos de una ética: lo que
nos hace únicos es también lo que nos une a los otros (…) es por esto que el establecimiento de un vivir-juntos
armonioso supone dejar a cada uno disponer del ejercicio soberano de su propio pathos (y de la praxis que deriva
de él), permitir a todo hombre (incluso a todo viviente) la posibilidad de mantener la carga liberadora de su „ser-
sí-mismo‟, de su ipseidad patética.” La traducción es nuestra.

107
co-afección en la inmanencia radical y ese agradecimiento a la Vida por la gratuidad de
su donación, convertidos en compromiso moral para con los otros vivientes, debería
extenderse al mundo animal (o incluso también al vegetal), como proponen autores
como Tinland (Ibíd.). De esta forma, la fenomenología henryana también serviría para
apuntalar conceptualmente el ethos vital de las personas que se proclaman veganas o
vegetarianas y las reivindicaciones de los grupos que luchan por los derechos de los
animales frente a la explotación por parte de las industrias alimentaria, textil y
cosmética, los laboratorios de investigación médica y farmacéutica o las compañías de
espectáculos como la tauromaquia o las funciones circenses.51
En la misma línea que venimos esbozando, Henry señala que, gracias a esta
“comunidad patética invisible” en la Vida, la repetición teórica o estética de saberes o
emociones supone una “repetición patética” por la cual la “autoafección” suscitada en
otros tiempos y lugares accede a la contemporaneidad, al ser reactualizada en la
“carne” de los que reciben esa repetición por mor del arte; esto nos permite entrar en
comunidad no solamente con otros hombres, sino con las fuerzas creadoras y los
afectos encarnados en libros, cuadros, monumentos, obras musicales, etc., de tal suerte
que la “comunidad patética” rebasa el cuadro de las colectividades que reúnen a los
hombres en un mismo lugar y espacio, abriendo el camino a la cultura. De esta
manera, el arte (en sus diferentes formas) se entiende, en el pensamiento henryano,
como espacio de revelación de la esencia autoafectiva de la Vida, ya que no es sino la
expresión pictórica, literaria, escultórica, musical, arquitectónica, cinematográfica, etc.
del pathos, de ese sufrir-gozar en que consiste la naturaleza de la Vida.
Así, en su trabajo Ver lo invisible. Acerca de Kandinsky, Henry se identifica con
Kandinsky, para quien la pintura (o la obra de arte, en general) no es sino la expresión
simbólicamente relevante del pathos del artista, quien conecta con el espectador de la

51
Sin embargo, como muchos estudiosos de la filosofía henryana señalan, Michel Henry jamás reconocería a
ningún otro ser no perteneciente a la especie humana como verdadera ipseidad, al no darse en él esa “mismidad”
o especial reconocimiento de sí en forma de una subjetividad corporal personal (el “yo” experimentado en la
inmanencia “patética” radical). Esto es, a nuestro juicio, una de las inconsistencias de la teoría henryana, pues, si
la única instancia legítima para hablar de la emergencia de la subjetividad y de la constitución de la realidad es la
“autoafecciñn” de la Vida a sí misma en la inmanencia radical y “patética” de la “carne” (condiciñn de
posibilidad de la posterior proyección trascendente en el mundo), es perfectamente coherente pensar que ese
mismo esquema se puede estar también produciendo en otros seres también vivientes (y, por tanto, co-partícipes
como nosotros de la “autoafecciñn” de, en y por la Vida), incluso a pesar de que no puedan procesar
racionalmente ese esquema como para reconocerse como un “yo”. Nuestra apreciaciñn incurre quizá, no
obstante, en una mala comprensión del concepto henryano de Vida, por la ambigüedad, presente en toda la obra
de Henry, entre la vida en sentido biológico y la Vida en sentido absoluto y trascendental.

108
obra justamente a través de ese “afecto” que motivó la poiesis artística de la obra y que
permite que ésta pueda ser recibida por el público, gracias a la conexión en la Vida que
el pathos poiético provoca. En la contemplación estética, no importa lo que estoy
experimentando (viendo, escuchando, leyendo, etc.) porque, como Kandinsky y, con
él, Henry señalan, “todo arte es abstracto”: la parte representativa del arte es lo de
menos; lo importante es el sentimiento que el arte expresa, el pathos invisible que
volcó el artista en su obra. El arte cuenta “la historia de la vida”, una historia m|s all|
de la historia precisa (narrada o representada), que se puede situar en cualquier tiempo
y cualquier espacio y que se explica a partir de la vida misma como movimiento de
autodesarrollo, autoacrecentamiento, necesidad de vivir más y de sentir más. El arte es
la expresión de la vida afectiva y no es una figuración superficial, sino que tiene este
contenido prodigiosamente rico que Kandinsky llama “lo abstracto”, es decir, nuestra
propia Vida, el pathos, la historia interna de la vida hecha posible por su naturaleza
absoluta (Henry, 2004-b).
El arte se apoya, según Henry, en la imaginación, pero esta imaginación misma
no es separable del pathos, porque en la imaginación, el pathos gobierna directamente
su propia imagen. La vida es algo que es dado a sí mismo sin ninguna distancia y que es
vivido, pues, como un peso. Y una de las vías por las cuales el pathos quiere liberarse
de lo que en él es muy pesado es, justamente, la proyección imaginaria porque ella da
la impresión de que un distanciamiento es posible y de que éste es, ante todo, una
liberación. Puede haber, por lo tanto, una felicidad de la creación estética que cambia
la vida, que hace que el pathos de sufrimiento se transforme en pathos de gozo. Esta es
la función del arte en general, para Michel Henry: ser un principio de liberación y, por
lo tanto, de capacidad creadora (Ibíd.).

“L‟horizon ultime de ces communautés affectives d‟artistes, de


philosophes, de citoyens, d‟animaux ou de croyants n‟est autre que la vie
même, qui demeure la communauté de toutes les communautés. La vie est la
condition transcendantale de ces épreuves immédiates de l‟identité pathétique
des ipséités singulières en lesquelles consistent nos liens aux autres individus
vivants, mais aussi aux œuvres dans lesquelles a pu s‟immortaliser leur
expérience affective de la vérité ou de la beauté.” (Tinland, 2008, 118).52

52
“El horizonte último de estas comunidades afectivas de artistas, de filósofos, de ciudadanos, de animales o de
creyentes no es otro que la vida misma, que permanece como la comunidad de todas las comunidades. La vida es
condición trascendental de esas pruebas inmediatas de la identidad patética de las ipseidades singulares en las

109
2.6. - Conclusión

Para escapar del prejuicio del “monismo de la trascendencia” en el que ha


caído, según él, toda la tradición filosófica, Michel Henry propone un nuevo plano de
comprensión de la fenomenicidad de lo real: la “autoafección” de la Vida a sí misma en
la intimidad de nuestro propio cuerpo. En su radicalización de la fenomenología,
Henry identifica la esencia del aparecer, condición de posibilidad de la manifestación
de lo real, con la autorrevelación de la Vida en el espacio de la inmanencia radical y
“patética”, presentando el pathos (la capacidad de sufrir y gozar, el poder de “ser
afectados”) como la esencia misma de la Vida. Desde este esquema y siguiendo el
pensamiento de Maine de Biran, Henry propone una concepción del “yo” como
subjetividad corporal o “cuerpo subjetivo”, sentido y vivenciado como poder de acción
y pasividad radical en la que se produce la “autoafección” de la Vida y la constitución
de lo real y diferenci|ndolo del “cuerpo trascendente” (el cuerpo material objeto de los
sentidos y las ciencias) y del “cuerpo org|nico” (la parte del mundo que cede ante la
fuerza del cuerpo subjetivo y nos permite mover el cuerpo trascendente).
Desde esta interpretación corporal de la subjetividad, Henry introduce el
concepto de “comunidad patética invisible” para hacer hincapié en su idea de que es el
reconocimiento de la co-afección en y por la Vida absoluta (y no la participación en el
logos) lo que fundamenta y posibilidad la emergencia de una “vida-en-común”,
superando el tradicional problema del solipsismo al que se ve abocada la
“fenomenología tradicional”. Este nuevo aparato conceptual presenta unas
implicaciones espirituales (políticas, éticas y estéticas) que abren la reflexión a nuevos
campos de investigación y nos permiten replantear los proyectos políticos de
emancipación al margen de la intelectualización de las diferencias entre colectivos, así
como elaborar una ética de la empatía y la auto-donación gratuita, o desarrollar una
proyecto filosófico que pueda usarse en la lucha por los derechos de otras criaturas no
humanas y en la reivindicación del arte como espacio de re-encuentro trascendental
místico con el pathos de la Vida.

que consisten nuestras relaciones con otros individuos vivientes, pero también con las obras en las que ha podido
inmortalizarse su experiencia afectiva de la verdad o de la belleza.” La traducciñn es nuestra.

110
Excurso. La inmanencia radical y “patética” de la Vida como paradigma
psicopatológico53

I. El “sujeto disminuido” y la cultura del bien-estar

El mundo en el que vivimos alberga una fuerte crisis generalizada: la crisis de


una civilización, la occidental, que, a causa de los procesos globalizadores, exporta a
otros escenarios de la aldea global los mismos mecanismos culturales que ha
descubierto como inútiles a la hora de satisfacer sus necesidades civilizatorias. Crisis
de la razón, que, a diferencia de lo que soñaron los filósofos ilustrados, no ha sido
capaz de solventar los problemas específicamente humanos y ha dejado de postularse
como la gran herramienta objetivante, homogeneizadora, totalizadora y disciplinadora;
crisis del sujeto, que, desfondado por la influencia del nihilismo y el rechazo de la
concepción tradicional de la subjetividad como res cogitans, ha dejado de ser el centro
de la representación y de la historia; crisis de los grandes metarrelatos que, como ya
señalara Lyotard, han caído en el descrédito por su pretensión omniabarcante, su
excesivo reduccionismo simplista y su interpretación teleológica de la historia de la
Humanidad.
Esta crisis generalizada se interpreta habitualmente mediante una analogía con
el mundo de las ciencias de la salud, de forma que nuestros intelectuales llegan a
hablar de “patologías civilizatorias”. Y junto a esta concepción emerge, como respuesta,
una sistemática y paulatina psicologización erosiva de la sociedad (Furedi, 2004), que
se evidencia en tres fenómenos concretos: en primer lugar, la proliferación de las
psicoterapias (terapia cognitiva, mindfullness, meditación, yoga, consultorio filosófico,
etc.) y pseudo-psicoterapias (gabinetes de tarotismo y adivinación, psico-curanderos
etc.); en segundo lugar, la neurologización e instrumentalización psicologicista de la
educación (que nace de una concepción del infante como “cajón vacío” que hay que

53
El excurso que recogemos a continuación responde a la inclusión (tras una última revisión), en la presente
tesis, del artículo titulado “La inmanencia radical y patética de la Vida como paradigma psicopatológico.
Apuntes para una terapia filosñfica henryana”, aceptado y pendiente de publicación en la Revue Internationale
Michel Henry que, a su vez, es una revisiñn de la comunicaciñn titulada “El carácter patético de la esencia del
aparecer como paradigma psicopatolñgico. Hacia una terapia filosñfica henryana”, presentada en el seno del XII
Congreso Internacional de la Sociedad Hispánica de Antropología Filosñfica (SHAF), “Patologías de la
existencia. Enfoques antropológico-filosñficos”, celebrado del 28 al 30 de septiembre de 2016 en la Universidad
de Zaragoza y publicada en RODRIGUEZ SUÁREZ, L. P. (ed.), Patologías de la existencia. Enfoques
filosófico-antropológicos. Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2018, pp. 173-185.

111
rellenar de contenidos, principios y métodos, para convertirlo en un “ciudadano
capaz”); en último lugar, la consideración, por influencia de Nietzsche, del intelectual
como “psicólogo de la cultura” que debe descubrir la “psicosis civilizatoria” que ésta
padece y ofrecerle los “f|rmacos” que aseguren su pronta recuperación.
Dicha psicologización de la sociedad se articula, además, sobre un predominio
de la cultura del bien-estar sobre la cultura del bien-ser (Ibíd.): como la crisis
generalizada ha hecho que se pierdan los anclajes culturales que dotaban de sentido a
la existencia, el bien-estar se establece como aspiración última y fin mismo de la vida
humana. De esta forma, la emoción, nueva categoría existencial paradigmática, se
cataloga como positiva o negativa a la luz del bienestar que reporta y la felicidad ya no
se articula en base al descubrimiento y desarrollo de la identidad personal, sino en
función de una suerte de acumulación de emociones positivas (esto es, productoras de
bien-estar). Al mismo tiempo, la cultura se presenta como el espacio en el que mostrar
y celebrar las emociones positivas, al tiempo que se ocultan y estigmatizan las
negativas, de lo que dan muy buena cuenta los mecanismos que estructuran las
relaciones interpersonales que se desarrollan en las diferentes redes sociales virtuales
(Facebook, Instagram, Twitter, etc.).
Estos presupuestos socioculturales dan lugar a un concepto de “patología
psíquica” que se presenta en clave de incapacidad individual, indefinidamente
mantenida en el tiempo, para superar las experiencias emocionales negativas (esto es,
reductoras del bien-estar). Tener una patología psíquica es, según este esquema, no ser
capaz de sobreponerse, “en el plazo habitual”, a esas experiencias emocionales que no
reportan el bien-estar celebrado por la cultura y que, por ello, nos sumen en la
infelicidad y el sufrimiento. Y la persona con una “dolencia psíquica” no es sino un
“sujeto disminuido” (Ibíd.) que requiere de terapia, entendida ésta como aquel
conjunto de herramientas que permiten desplazar esa incapacidad mediante la ayuda
externa de un profesional que se erige como tutor de su “paciente”; lo que no hace sino
agravar el estado de “minoría de edad” en el que supuestamente se encuentra el
enfermo mental.
En el presente excurso, inserto en el capítulo dedicado a caracterizar a Michel
Henry como un “filósofo de la vida”, se pretende llevar a cabo una aplicación del marco
teórico de la fenomenología henryana al campo de la reflexión sobre la Psicopatología,

112
bajo la hipótesis de que el acento que el pensamiento henryano pone sobre la
naturaleza eminentemente “patética” de la Vida permite “naturalizar”
socioculturalmente las patologías psíquicas (sin minimizar, por ello, sus riesgos) y
reorientar la psicoterapia de la forma menos impropia posible. Se propone, pues, una
reflexión que, partiendo del análisis henryano de la existencia como experiencia
“patética” en la inmanencia radical de la Vida, permita elucidar el papel que
actualmente puede y debe desarrollar la filosofía en lo que a “pensar la enfermedad
psíquica” se refiere y nos ayude a concebir una posible terapia filosófica que, sin querer
sustituir el acercamiento de la psicología, ni los avances de la medicina psiquiátrica y
su farmacología, permita comprender mejor lo que es “estar psíquicamente sanos”.
Para llevar a cabo este objetivo y acabar con los presupuestos erróneos que se
esconden tras el paradigma psicopatológico y terapéutico fundado en la cultura del
bien-estar, intentaremos, en primer lugar, reconstruir la aporía central de la reflexión
psicopatológica (esto es, la concreción de su campo empírico) con la ayuda de los
trabajos publicados por Carlos Rejón, psiquiatra de la Universidad Autónoma de
Madrid. A continuación, plantearemos la posibilidad de dilucidar dicha aporía
mediante la aplicación del concepto henryano de Vida y la reivindicación de su
carácter radicalmente pasivo y sufriente. Finalmente, ofreceremos un conjunto de
propuestas que pueden, a nuestro juicio, ayudar a los terapeutas a reconducir
conceptualmente la fundamentación de sus prácticas o incluso provocar un completo
replanteamiento de las mismas. Sea como sea, se trata de evidenciar los beneficios de
una aplicación del pensamiento henryano sobre el ámbito de la Psicopatología para
hacer explicita esa condición de Michel Henry como verdadero “filósofo de la vida”.
Se hace necesaria una aclaración terminológica, antes de proseguir. Cuando
hablamos aquí de “Psicopatología”, no nos referimos al conjunto de estudios
experimentales que nutren y constituyen la trama interna de la psiquiatría, entendida
ésta última como aquella rama médica que se ocupa de los “trastornos psíquicos” o
“enfermedades mentales” (perturbaciones de la conducta, la experiencia y/o el lenguaje
humanos) y que se encarga de registrar síntomas y organizarlos en cuadros
sindrómicos, vincularlos o no a diferentes disfunciones orgánicas y proponer posibles
pautas de tratamiento (en la mayoría de los casos, mediante fármacos), etc. Con
“Psicopatología” nos referimos, aquí, al área de la psicología que estudia los procesos

113
psíquicos que pueden llegar a inducir estados mentales “no sanos” y que no tienen que
estar directamente conectados con disfunciones o problemas orgánicos bien
identificados, sino m|s bien con “pautas de pensamiento” y “procesos de aprendizaje”
incorrectos.54 En adelante, utilizaremos el término “Psicopatología” (con mayúscula),
referido a esta rama del saber que acabamos de clarificar, para diferenciarlo del
término “psicopatología” (con minúscula), referido a la patología o dolencia psíquica
concreta, entendida ésta última como el signo, síntoma o proceso que forma parte o
podría dar lugar a un trastorno psicológico o estado mental “no sano”.

II. Un campo empírico para la Psicopatología

La elucidación del campo de trabajo de la Psicopatología (y, por ende, de su


objeto de estudio) no es una tarea sencilla, pues requiere, como la propia etimología
del término refleja, una articulación en el logos (esto es, mediante un “discurso
racional”), de lo que, precisamente por ser psico-patía, un padecer de la psique, cae
fuera de toda elucidación racional; máxime cuando, como también ocurre en otras
patologías no psíquicas, el único que tiene un verdadero acceso directo a dicha
psicopatología (aunque siempre mediado por el recuento biográfico), es el propio
individuo que la padece; máxime cuando, incluso identificando causas o
condicionantes netamente orgánicos, la psicopatología, como ocurre con todo lo que
tiene que ver con la pisque humana, nunca se reduce completamente a los mismos.
Como señalan Ramos y Rejón (2002), el campo empírico de la Psicopatología
podría plantearse como esa línea virtual que une y separa la naturaleza y la libertad,
verdadero espacio de constitución y emergencia de lo humano. De esta forma, los
llamados “síntomas psicopatológicos” serían perturbaciones o modos errados de esa
transición, que darían lugar a la despersonalización propia de toda psicopatología: “la
pérdida de familiaridad con uno mismo, con sus emociones, sus sensaciones o su
cuerpo.” (Rejón, 2010, 267). El sujeto de esa transición de la naturaleza a la libertad,
genuino objeto de estudio psicopatológico, sería, pues, el cuerpo vivo que actúa, siente
y padece, en el quicio de esa animalidad que se desborda en un salto cualitativo hacia

54
El autor de la presente tesis doctoral no es psiquiatra, ni psicólogo, ni psicoterapeuta y no pretende llevar a
cabo ningún ejercicio de intrusismo profesional; la intención de este excurso es la de reflexionar filosóficamente
sobre el campo conceptual en el que se mueve la Psicopatología y proponer algunas ideas que puedan re-articular
conceptualmente los métodos de las diferentes corrientes psicoterapéuticas.

114
la libertad. Pero, ¿cómo derivar la despersonalización propia de toda psicopatología
desde una anomalía corporal? Se hace necesario, así, hacer hincapié en la vida que
anima ese “cuerpo vivo”.
Ahora bien, el concepto de vida en el ser humano no es inequívoco, pues, como
ya señalara Jaspers, podemos hablar del bios como ese “acontecer biológico” que
experimentan los vivientes (y que presenta las fases de nacimiento, crecimiento,
madurez, reproducción e involución, con sus diferentes crisis) o del bios en tanto
“historia de vida” (es decir, el desarrollo biogr|fico de un individuo, que se articula,
sobre la vida biológica, en otras instancias jerárquicamente superiores: la vida psíquica,
la conciencia autorreflexiva y el fundamento existencial de la vida). Esta diferenciación
fundamental en el seno del concepto de vida humana genera, según Rejón, lo que
podemos considerar como el problema psicopatológico fundamental:

“Este cuadro clínico que tenemos delante ¿se deja comprender como
desarrollo unitario de una personalidad? ¿O supone más bien una ruptura, un
novum que desbarata el delicado seguirse de motivos y vivencias según el cual
se había desplegado la biografía de un individuo y comba irreversiblemente el
curso de su vida?” (Ibíd., 271).

Dicho problema se convierte, según Rejón, en verdadera aporía irresoluble, por


cuanto la aprehensión misma del síntoma que “positiviza” la psicopatología est|
siempre bloqueada por la acción conjunta de dos instancias enfrentadas pero
interdependientes: la serie de los motivos psíquicos (mente) y la serie de las causas
biológicas (cerebro). Frente a esto, Rejón nos señala que la estrategia moderna fue la
de acrecentar el valor de una serie en detrimento de la otra. Pero este método es
completamente desacertado, pues al construir el paradigma psicopatológico
exclusivamente sobre una de estas dos series, lo que hacemos es seguir generando
términos constitutivamente contradictorios, que nacen de la mutua exclusión; y esto
nos aleja de la comprensión real de la dimensión biológico-biográfica de la dolencia
psíquica. La aporía psicopatológica fundamental no se puede cancelar.
En definitiva, la idea es que, frente a un monismo psicológico que pretenda
reducir las psicopatologías a simples problemas funcionales del cerebro o a meros
desajustes psíquicos sin correlato orgánico, la respuesta debe ser un modelo
fenomenológico-existencial que ponga el acento sobre la co-implicación cerebro-

115
mente-mundo y sobre la dimensión intersubjetiva y puramente narrativa (esto es,
temporal) de la psicopatología, sin olvidar los posibles desajustes funcionales. Pues
bien, como señala el propio Rejón en el artículo que venimos comentando, para dotar a
la Psicopatología de un campo empírico específico que recoja lo hasta aquí expuesto,
asegure su dignidad como propuesta científica significativa y, al mismo tiempo, respete
la compleja dimensión de su objeto de estudio, hay que acudir a lo que Agamben
señala como la “nuda vida” (la mera vida): ni biológica, ni psíquica, ni espiritual, ni
cotidiana, sino “vida sin más”.
Pero, ¿cómo debemos conceptualizar esta “nuda vida” para que sirva como
campo empírico psicopatológico? Rejón encuentra la solución acudiendo al concepto
deleuziano de vida: ese campo trascendental en forma de “disposición de
singularidades (…) con su propia consistencia interna (es decir, que no dependen de la
empiria para poder pensarse) y que fundamentan la inteligibilidad de la relación de
estados de cosas y vivencias.” (Ibíd.). Y, ciertamente, esta recurrencia al concepto de
vida en Deleuze, solventa el señalado como problema fundamental de la
Psicopatología, porque, al plantear un plano inmanente de organización de acuerdos
entre mundo e individuo, rompe la escisión entre función biológica e historia vital y
permite explicar la doble forma público-privada de los síntomas psíquicos, la
naturaleza universal de muchos de los procesos psicopatológicos y la importancia de la
individuación de los síntomas.
Pero esta reconceptualización de la cuestión no permite superar los procesos de
psicologización erosiva de la sociedad ni disolver la concepción de la psicoterapia
como superación de una sobrevenida incapacidad para sobreponerse a las emociones
negativas (por reductoras del bien-estar). La vida trascendental de la que nos habla
Deleuze permite articular la aporía fundamental de la Psicopatología mediante una
síntesis reconciliadora de las dos propuestas (biológica y biográfica), que aumenta
exponencialmente nuestro rigor reflexivo a la hora de conceptualizar los procesos
psicopatológicos, pero no es tan útil de cara a una reorientación de los principios
psicoterapéuticos hacia un proyecto más auténtico y significativo. Por eso, nuestra
propuesta es la de buscar, en la fenomenología material-radical de Michel Henry, esa
renovación de los presupuestos psicopatológicos que se ponen directamente en juego
en las prácticas psicoterapéuticas.

116
III. El concepto henryano de Vida como paradigma psicopatológico

Como hemos señalado anteriormente (supra, §2.1 y §2.2), Michel Henry, en su


intento de radicalizar la fenomenología, lleva a término la “reducción fenomenológica”
husserliana y la “diferencia ontológica” heideggeriana, buscando, en la “autoafección”
sustraída a toda exterioridad intramundana, la posibilidad del aparecer de la realidad,
condición de posibilidad, a su vez, de la realidad misma (si aceptamos la tesis
fundamental de la fenomenología). Al plantear como nuevo paradigma de
acercamiento a la esencia del aparecer el esquema de la afectividad, Henry llega a
establecer que el arché buscado por toda “filosofía radical y primera” no es otra cosa
que la Vida misma, es decir, la afectividad pura que se manifiesta en cada una de las
modalidades afectivas de nuestra subjetividad; la materia de la Vida es, para Henry, la
pura afectividad o, más bien, la autoafectividad, pues la esencia de la Vida consiste en
experimentarse a sí misma, sentirse a sí misma, sufrirse y gozarse a sí misma en toda la
paleta de afecciones. (Larios Robles, 2011, 136; Sánchez Hernández, 2012, 86).
La idea que se pretende desarrollar en este excurso reposa en la defensa de que
este concepto henryano de Vida constituye una propuesta conceptual apropiada para
estructurar en torno a él esa “nuda vida” de la que habla Agamben y que, según Rejón,
debe ser el campo empírico específico de la Psicopatología, para no caer en un
paradigma que reduzca la complejidad de las patologías psíquicas mediante una
concesión al monismo psicológico o un abandono en el puro escepticismo. Y decíamos
que esta apuesta por el concepto henryano de Vida como nuevo paradigma
psicopatológico presentaba, frente a otras propuestas, la ventaja de poder apuntalar,
desde el principio, una reorientación de los postulados terapéuticos vinculados al
triunfo social de la cultura del bien-estar y a la concepción del enfermo mental como
“sujeto disminuido”. Para dilucidar esta tesis y ofrecer los argumentos que la apoyan, la
dividiré en tres enunciados:

A. El campo empírico propio de la Psicopatología es la Vida en su radical


inmanencia y completa afectividad.

117
El prejuicio de la trascendencia intramundana (la defensa de una necesaria
mediación de la representación, que sitúa la realidad en la distancia fenomenológica de
un “Afuera del mundo”), genera un problema en la concepción de la esfera de la
subjetividad, a saber, la imposibilidad del sujeto para alcanzarse realmente a sí mismo
(el sujeto sólo se puede conocer como objeto, pues incluso en el movimiento de la
autorreflexión, la conciencia se “capta” intencionalmente a sí misma como “algo
distinto de sí misma”; ver supra, §2.1). Éste es, a mi juicio, el problema con el que se
encuentra la Psicopatología, cuando pretende describir y tratar las patologías psíquicas
mediante un relato en tercera persona que olvida la dimensión vivencial de la
psicopatología y su articulación en irremediable correlación con la constitución del
mundo que acontece en el vivir de la persona tratada.
Para Henry, no obstante, el problema del yo sólo acontece si nos seguimos
moviendo en el paradigma del conocimiento, puesto que antes del conocimiento, la
manifestación directa e inmediata del yo es perfectamente posible en el ámbito de la
afectividad, que sigue el esquema de la inmanencia radical y permite la manifestación
del sujeto a sí mismo, su auto-sentirse primitivo (Lacroix, 1966, 162 y 163). Tanto los
conceptos de la Psicopatología como los de la lengua común están posibilitados por un
esquema trascendental que los precede y que, a la vez, los posibilita; una pasividad
radical que no puede ser recogida lingüísticamente porque es pre-lógica y pre-
lingüística. Esa instancia trascendental es la Vida misma que, en su inmanencia radical,
constituye el verdadero espacio de emergencia de la subjetividad y de constitución de
mundo. Y si, justamente, tenemos que entender la psicopatología como ese proceso de
despersonalización o extrañamiento en el que se interrumpe la pre-comprensión
espontánea del yo y se produce el des-asimiento del mundo, la Vida de la que nos
habla Henry se presenta como el mejor marco conceptual para solucionar el problema
de la elucidación del campo empírico para la Psicopatología.
En la fenomenología henryana, tanto la subjetividad (o lo que es lo mismo, la
afectividad) como, a través de ésta, toda entidad material, presentan una estructura
dual; y no en un sentido dialéctico (moviéndose teleológicamente de un polo al otro),
sino en el sentido más latino del término (los dos polos, el uno y el otro, al mismo
tiempo, como las dos caras de una moneda). Esos dos polos que estructuran
fenomenológicamente tanto la subjetividad como, por ella, toda entidad material son

118
el padecer y el gozar, como extremos de un mismo “gesto”, cuya esencia es el pathos
griego (de donde llegará la passio latina a través del verbo patior –que significa sufrir,
ser víctima, experimentar, someterse, aguantar, soportar… y, sobre todo, vivir-). Este
gesto no es más que la Vida, la “nuda vida” de la que habla Agamben y que debe ser
concebida como esa instancia no sólo cronológica sino, sobre todo, lógica y
ontológicamente previa a todas las derivas posteriores por las que irá transitando (vida
en el sentido puramente orgánico, biológico; vida como recuento biográfico; vida como
experiencia psicológico-espiritual; etc.).

B. Un proceso psicopatológico no es sino un especial acontecimiento de


constitución de lo real (que, sencillamente, ha dejado de ser funcional).

A riesgo de ser demasiado reduccionistas, podríamos decir que la única


instancia significativamente perjudicial de toda psicopatología es el sufrimiento que
experimenta el sujeto que la padece y/o los que le rodean. Pero, para Henry, el
sufrimiento coincide con la condición de posibilidad misma de la Vida, pues la Vida es
pura afectividad y la esencia misma de la afectividad es el sufrimiento, el pathos. Así, el
aparecer objetivo en el horizonte de la trascendencia, fuente del conocimiento
intramundano propio de las ciencias, solo es posible porque dicho aparecer se recibe a
sí mismo en el espacio “patético” de la Vida; un espacio “patético” no por ser grotesco o
vergonzoso, sino porque, como antes decíamos, el modo fenomenológico de revelación
propio de la Vida es el pathos y no el logos: la “pasión”, el “ser afectados” por todo lo
que experimentamos y sentimos; el “padecer” un sufrir y un gozar cuya materia
fenomenológica es la afectividad pura en que consiste la Vida misma (ver supra, §2.2)
El viviente, esto es, el que está en la Vida (y nunca aquél en quien la Vida está),
frente a la dualización esencial de su afectividad (su gozar y su padecer eternos), se
experimenta a sí mismo como completamente “cogido” por el peso de la carga de la
Vida (en esto reside la singularidad de la filosofía de la subjetividad “patética”
inmanente). Cuando esta carga se hace insoportable (y tal podría ser, quizá, el sentido
del advenimiento de la psicopatología), lo que ocurre realmente es que la Vida se
revuelve contra sí misma desde el plano de la subjetividad, en una disfuncionalidad
extrema de su esencial “autoafección” a sí misma en la inmanencia radical y “patética”.

119
Sin embargo, el mecanismo seguiría siendo el mismo: aunque haya perdido su
funcionalidad (al generar despersonalización -en lugar de emergencia de la
subjetividad- y extrañamiento -en lugar de constitución de mundo-), el proceso de
autorrevelación de la Vida a sí misma en la inmanencia radical seguiría funcionando en
los mismos términos.
A través del sufrir, la subjetividad conoce el mundo y se conoce a sí misma
porque es en su auto-sufrirse primitivo en la inmanencia donde emerge la instancia
que posibilitará la posterior trascendencia. Por tanto, m|s que de “patologías de la
existencia” tendríamos que hablar del car|cter necesariamente “patético” (o incluso
quizá patológico) de la existencia, desde que entendemos que la estructura
fenomenológica que posibilita la emergencia de la subjetividad y, con ella, la
constitución del mundo, es la “autoafección” de la Vida a sí y por sí misma. Conocerse
y conocer el mundo no es más que auto-sufrirse, auto-afectarse. Y si tal es la esencia
misma del aparecer, cabe plantearse si las patologías psíquicas no son sino casos
extremos de constitución de lo real, estigmatizados, quizás, desde la perspectiva de
una sociedad logocéntrica que articula todos sus discursos desde el paradigma de la
exterioridad intramundana, por influencia de la ciencia.
Desde esta reflexión, no obstante, habría que luchar contra el riesgo de caer en
una exaltación de la psicopatología o en una apología del sufrimiento, al más puro
estilo masoquista: no se trata de reivindicar el valor de la dolencia psíquica como tal ni
de reclamar los beneficios del sufrimiento per se, sino, más bien, de comprender que la
psicopatología, aunque errada en su “destino” funcional, arranca y es posibilitada desde
esa misma estructura dual (del padecer y del gozar), cuyo “gesto” es el pathos y que es
la esencia misma de la Vida; lo que, como veremos en el apartado siguiente, constituye
ya, en sí mismo, un movimiento sanador. O, en definitiva, que vivir es sentir el
“semblante patético” de la Vida, un semblante que, en ocasiones, se torna en dolencia
psíquica, por pérdida de la funcionalidad en la emergencia de la subjetividad o en la
construcción, siempre afectiva, de la realidad.

C. Para ser verdaderamente relevante, toda psicoterapia debe considerar el


carácter patético (e incluso, patológico) de la misma existencia.

120
Si entendemos, como hemos venido manteniendo hasta ahora, que la
psicopatología es una suerte de pérdida de funcionalidad en la experiencia psíquica del
yo y de la realidad por extrañamiento del individuo con respecto a sí mismo y/o des-
asimiento con respecto al mundo que hasta ese momento parecía incuestionable, una
psicoterapia relevante no es sino aquella que permite que los procesos naturales de
constitución y desarrollo de la personalidad del individuo (y del mundo en el que
habita) recorran su marcha natural promoviendo, al mismo tiempo, la sanación, es
decir, el acontecer de una recuperación de aquellos procesos interrumpidos por los
desequilibrios psicopatológicos sobrevenidos.
Pero esto no es posible si no consideramos, con Henry, que esos mismos
procesos sobrevienen al individuo en la inmanencia radical y “patética” de su Vida: que
vivir es sentirse vivir, padecer el abrazo “patético” de la Vida. Muchos de los pacientes
que acuden a terapias psiquiátricas o psicológicas (o que visitan a diferentes mentores
y coaches) suelen discutir el cariz patológico de los síntomas (esto es, de los
“desarreglos” en la experiencia y la conducta) que el psicólogo o psiquiatra intenta
catalogar en los esquemas sindrómicos aprobados por la comunidad científica.
Consideran que, m|s que “síntomas” reales de algún trastorno oculto, estos
“desarreglos” son peculiaridades de su modo de ser que, aunque llevan a un menoscabo
en su vida cotidiana, constituyen, de alguna forma, lo que ellos mismos son. Y es que,
como señalábamos antes, entre los procesos naturales de emergencia de la subjetividad
y constitución de mundo y los desarreglos de la experiencia, no existe una diferencia
fenomenológica evidente que permita distinguirlos, puesto que no hay una estancia
crítica externa (tal es la dificultad empírica de la Psicopatología).
Por eso, solo una psicoterapia cuyo marco teórico pivote sobre el concepto
henryano de Vida puede hacerse cargo de una manera realmente efectiva de un
proceso real de sanación, entendido éste como “experiencia desbordante de la
gratuidad del Bien” (aunque sea solo como anhelo). Para el terapeuta que aplica el
pensamiento henryano a su comprensión de la realidad del paciente, encontrar la
verdad sobre los procesos de “autoafección” de la Vida es ya un cambio de sanación en
el paciente:

121
“Primero, porque es una forma de encontrar la verdad de la situación, es
decir, es una forma de encontrar soluciones de cura. Y segundo, porque
permitir que las personas surjan más verdadera y plenamente ya es en sí misma
una forma diferente y más profunda de curaciñn.” (Ruff y Barris, 2009, 102).

El pathos de la Vida, este sufrir arquetípico que constituye la posibilidad misma


de la emergencia de nuestra subjetividad y de la constitución del mundo que
habitamos, no tiene la coloración doliente/dolorosa típica de una cierta espiritualidad
estoica, sino que, más bien, permite una comprensión extremadamente positiva de la
vida (casi desde una comprensión leibniziana).55 Esta comprensión desde lo
radicalmente inmanente (esto es, privada de todas las formas del ek-stasis
intramundano) es capaz de ofrecer una base para desarrollar lo que hemos
denominado como “terapia filosófica henryana” y presentamos como instancia
normativa para toda psicoterapia que quiera ser realmente significativa: saber que no
hay sanación de la vida sino a partir de la vida misma; puesto que, en la materialidad
misma de la vida (en el fondo mismo del vivir, al margen de la exterioridad mundana),
ya están todas las condiciones de posibilidad de la vida para autotransformarse a sí
misma. Esta autotransformación, así, no es más que una liberación de sí: el individuo
que se hace cargo de su propia vida.
Y para que alguien se haga cargo de su vida, su tutor (psiquiatra, psicólogo,
terapeuta, coach, etc.) debe ser solamente un “facilitador” que le acompañe en la tarea:
nadie puede hacerse cargo de tu vida por ti sin hacerte caer en la “minoría de edad”
propia del “sujeto disminuido” de la cultura del bien-estar. Para esto, también es
iluminadora la fenomenología de Henry, que, como antes comentábamos (supra, §2.4)
propone una ética construida sobre la idea de la “comunidad patética de los vivientes”
(en sustitución de la comunidad kantiana de los seres racionales). Así, como Henry
plantea un proceso de igualación de los vivientes en la Vida, no es posible una ética de
superioridad e inferioridad, en la medida en la que todos están en situación de
“compartibilidad” con respecto a la Vida y, en realidad, todos se encuentran en la Vida.
Y el tutor no es más que lo que debe ser: otro viviente más, que no se encuentra en una
posición de superioridad de ningún tipo frente al individuo, pero que es capaz de

55
Tal parece ser la reflexión de autores como Rolf Kúhn, filósofo alemán representante de la fenomenología de
la vida fundada por Michel Henry y director de diferentes plataformas de investigación para la filosofía y la
psicoterapia en las que se analiza la integración de la fenomenología henryana de la vida.

122
inculcar en él la epimeleia heautou de la que habla Foucault, el “cuidado o inquietud de
sí” (frente al “conócete a ti mismo”, que remite a la propuesta intelectual), su liberación
de la “carga” de la vida por asunción del car|cter archi-afectivo y “patético” de la Vida
misma, en su inmanencia radical.

IV. Hacia una terapia filosófica henryana

Con lo hasta aquí expuesto, se desarrolla, a modo de conclusión, una serie de


propuestas que apuntan hacia una reorientación de las técnicas psicoterapéuticas
actuales (independientemente del marco teórico-práctico en el que estas se articulen y
desarrollen) y que constituyen las bases de una posible terapia filosófica futura
fundada sobre los postulados fenomenológicos básicos del pensamiento de Michel
Henry:
a.- Reconstruir la fundamentación teórica de los programas y técnicas
terapéuticas (tanto psicológicas, como psiquiátricas, filosóficas o místicas) mediante
un discurso que pivote críticamente sobre la defensa henryana del sufrimiento como
condición de posibilidad misma de la Vida (sin hipostasiarla, no obstante, como única
interpretación legítima de la realidad). Que la terapia no se articule como un “parche”
para mitigar o esconder el sufrimiento en defensa del bien-estar, sino como una
herramienta para dotarlo de pleno sentido, sin degenerar, por ello, en
posicionamientos masoquistas o autocomplacientes.
b.- Reducir la excesiva categorización psiquiátrica de las psicopatologías, con
vistas a una posible “naturalización” sociocultural de las mismas para permitir un
desarrollo natural y más auténtico de los procesos terapéuticos. Esta propuesta (al
igual que todas las demás) no es incompatible con un control farmacológico y un
seguimiento psiquiátrico de aquellos desajustes psíquicos que pongan en peligro la
integridad del individuo que los padece y/o la de las personas que lo rodean. El
presente trabajo se presenta, sencillamente, como reflexión filosófica sobre el marco
conceptual de la Psicopatología.
c.- Despositivizar los presupuestos teóricos que se esconden tras las técnicas
terapéuticas supuestamente “inocuas”, para evitar dogmatismos, fanatismos y
sectarismos de toda índole. Considerar los fundamentos teóricos que acompañan o

123
estructuran el aprendizaje de las técnicas terapéuticas como la escalera de
Wittgenstein, que sirve para llegar hasta el lugar que nos habíamos propuesto, pero
que, después de llegar, debe ser arrojada desde allí para que no desvirtúe nuestra
perspectiva.
d.- Desestigmatizar los mecanismos anti-civilizatorios de las sociedades y
defender la contracultura como replanteamiento crítico o refundición de los objetivos
de la cultura por extenuación de los mismos o constatación de su imposible
cumplimiento. Que el intelectual critique los movimientos que considere inauténticos,
interesados o carentes de valor sin patologizar los esquemas culturales en su totalidad.
e.- Replantear los planes educativos en favor de un aprendizaje realmente
afectivo, que permita la emergencia de la subjetividad y los naturales procesos de
constitución de lo real en el niño, desde las primeras etapas de su vida. Que los
programas de “educación sexual” no incidan exclusivamente en un conocimiento de los
medios para prevenir el contagio de enfermedades de transmisión sexual y los
embarazos no deseados, sino que aborden realmente una capacitación afectivo-
sentimental del alumnado.
f.- Recuperar, en las clínicas, despachos, consultas y talleres la concepción de la
felicidad en base a la realización personal y trabajar la propuesta kantiana de
Ilustración como “salida de la minoría de edad”, incluso aunque sea, en un principio, a
instancias de un terapeuta, coach, entrenador, etc. Un tutor que, al igual que la
escalera, deberá ser desterrado del puesto de tutelaje en cuanto los límites y las
exigencias que nos impone sean más numerosos que los beneficios y el desarrollo de
capacidades que nos ofrece.

124
PARTE II. - LA CUESTIÓN DE DIOS EN LA FENOMENOLOGÍA HENRYANA

Capítulo 3. - Michel Henry, un intelectual cristiano

“Nuestra carne porta en sí el principio de su manifestaciñn, y esta


manifestación no es el aparecer del mundo. En su auto-impresividad patética,
en su misma carne, dada a sí en la Archi-pasibilidad de la Vida absoluta, ella
revela aquello que la revela a sí, ella es en su pathos la Archi-revelación de la
Vida, la Parusía del absoluto. En el fondo de su Noche, nuestra carne es Dios.”
(Henry, 2000, 338).

3.1. - La filosofía henryana, ¿un proyecto anti-filosófico?

Como hemos señalado a lo largo de todo el capítulo anterior, para Henry, la


Vida se autorrevela a sí misma en la “autoafección” inmanente de la “carne”. De esta
forma, todas nuestras representaciones, conceptos e ideas devienen inservibles para
dar cuenta de la Vida, porque arrancan a ésta del espacio de inmanencia radical y
“patética” que le es propio para proyectarla en la distancia ek-stática del “Afuera
intramundano” (incluso aunque nos mantengamos dentro de nuestras estructuras
intelectuales, al funcionar éstas según el esquema de la intencionalidad y los éxtasis
temporales). El logos (la palabra, el pensamiento) no puede hablar de la vida, porque el
único lenguaje que la Vida conoce es el código prelingüístico y prerracional del pathos.
Pero si el pensamiento y el lenguaje no pueden dar cuenta de la autorrevelación de la
Vida, la Filosofía, que se mueve propia y específicamente en el ámbito del logos,
termina, de alguna manera, en un silencio: la propuesta henryana se convierte,
entonces, en un proyecto anti-filosófico.
¿Tenemos que entender, pues, que toda la obra henryana no es más que un
sinsentido que, sin embargo, constituye la elucidación de la imposibilidad de hablar de
un misterio (en nuestro caso, la autorrevelación de la Vida en la inmanencia radical y
“patética”)? Bueno, en algún sentido podríamos entenderlo así, de forma que la
filosofía henryana sería como aquella escalera de la que nos habla Wittgesntein: el
instrumento que nos permite llegar hasta el punto en el que el misterio se nos muestra
en su esencia y entendemos que el pensamiento y el lenguaje (y por lo tanto, la propia
filosofía henryana) no nos sirven para ver la realidad correctamente y tenemos, por
ello, que arrojarlos bien lejos:

125
“6.54.- Mis proposiciones son elucidaciones de este modo: quien me
entiende las reconoce al final como sinsentidos, cuando mediante ellas –a
hombros de ellas– ha logrado auparse por encima de ellas. (Tiene, por así
decirlo, que tirar la escalera una vez que se ha encaramado en ella).
Tiene que superar esas proposiciones; entonces verá el mundo
correctamente.
7.- De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca.” (Wittgenstein,
1922, 276 y 277).

Para no caer en el puro silencio, sin embargo, tenemos que entender que hablar
filosóficamente sobre la esencia de la Vida exige la modificación conceptual de la
propia filosofía y la invención de nuevas categorías (porque las que tenemos -
heredadas de Platón, Aristóteles, Descartes, Husserl, Heidegger, etc.- son verdaderos
obstáculos metodológicos). Para mostrar la esencia de la Vida hay que recurrir a otros
ámbitos, como el del arte o el de la religión, donde, lejos de encontrar obstáculos, sólo
hallamos apoyos metodológicos y nuevos patrones temáticos que nos inspiran. El arte
y la religión nos permiten, así, evitar el enfoque demasiado sistemático de la filosofía y
salvar esa parte de irreductibilidad de la Vida: lo que excede, lo que siempre desborda,
lo que permanece invisible. La fenomenología no intencional de Henry no intenta,
pues, “dar a ver” lo invisible del misterio de la Vida (esto es, describirlo con categorías
propias de la “fenomenología histórica”), sino mostrar cómo la invisibilidad del
misterio es la condición de posibilidad de la luz del mundo (como veremos -infra, 3.3),
buscando pruebas de la Vida en un conjunto de experiencias que Henry llama
“experiencias estéticas puras”.
La “experiencia estética pura” de la que habla Henry puede ser de dos tipos: la
experiencia artística que, como ya hemos visto (supra, §2.5), permite acceder a la
esencia de la Vida al conectarnos con el pathos que el artista volcó en la obra de arte,
actualizando el fundamento de nuestras sociedades como verdaderas “comunidades
patéticas invisibles”; y la experiencias religiosa que no es, para Henry, una experiencia
dogmática de conocimiento/saber, sino una experiencia afectiva (y, más, estética)
donde uno se prueba como viviente. Henry nos invita, así, a comprender la experiencia
religiosa en el sentido latino del término: como algo que nos re-liga56 a la Vida, como

56
La palabra “religiñn” procede etimolñgicamente del verbo latino ligare (ligar o amarrar), más el prefijo “re-”,
que indica intensidad, y el sufijo “-iñn”, que significa “acciñn o efecto”, de forma que “religiñn” significaría,
según su sentido etimolñgico, “acciñn y efecto de estar ligado fuertemente [a Dios/la Vida]”.

126
algo que nos permite experimentar que no nos pertenecemos a nosotros mismos, que
la Vida no nos pertenece, sino que nos precede y nos anticipa en algún sentido.57
Por esta referencia a la experiencia religiosa como “experiencia estética pura”
que nos permite experimentarnos como vivientes, se arranca en la filosofía de Henry
un interés por el cristianismo que le lleva a reflexionar sobre el mismo. Frente a la
identificación del estatuto fenomenológico de la palabra (logos) con el ser fundado
sobre la verdad ek-stática, se hace necesario recuperar la naturaleza inmanente de la
palabra de Vida: sabemos lo que somos por el lenguaje “patético” que la Vida inscribe
en nuestra “carne” al autorrevelarse y éste es el verdadero sentido filosófico de la
declaración inaugural del Evangelio de Juan: “Al principio ya existía la Palabra. La
Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios (…) En ella estaba la vida y la vida era
la luz de los hombres” (Jn 1, 1-4). Nos encontramos, pues, con una fenomenología
radical liberada de los presupuestos de la ontología griega que solo atiende al saber
primordial de la prueba de sí que tenemos en común en tanto que vivientes.
Como señala Atilano Domínguez (1978, 148 y 157), la filosofía de Michel Henry
parte del supuesto fundamental de que existe un fenómeno absoluto por cuyo
desconocimiento, el pensamiento no hace sino hundirse en el agnosticismo. Frente a
los fenómenos relativos y finitos en los que se centran las filosofías de la trascendencia,
Henry habla, como hemos visto (supra, §1.6), de un fenómeno autónomo e
incondicional que constituye la condición de posibilidad de todo fenómeno y que se
manifiesta a sí mismo y por sí mismo. Este fenómeno absoluto no es sino la esencia
misma de la Vida (supra, §2.1 y §2.2) que, desde su estructura de “autoafección”
“patética” en la inmanencia radical de la “carne”, nos abre el camino a ese fenómeno
absoluto que es ella misma y que, en los últimos trabajos de Henry (y de forma
anticipada, en toda su obra) se identifica con la divinidad.

“L‟affectivité [qui constitue l‟essence intime de la Vie] est la révélation


de l‟être tel qu‟il se révèle à lui-même dans sa passivité originelle à l‟égard de
soi-même, dans sa passion. Source ultime de la connaissance comme de
l‟action, elle échappe à l‟une et à l‟autre : c‟est le véritable absolu et
proprement Dieu en nous.” (Lacroix, 1966, 164).58

57
Debemos esta reflexión a la profesora Graciela Fainstein.
58
“La afectividad [que constituye la esencia íntima de la Vida] es la revelaciñn del ser tal como se revela a sí
mismo en su pasividad original respecto a sí mismo, en su pasión. Fuente última tanto del conocimiento como de

127
A raíz de esta preocupación por el fenómeno absoluto, que remite casi
inevitablemente a lo divino y está presente en el pensamiento de Henry incluso desde
su primer gran trabajo, La esencia de la manifestación,59 nuestro filósofo llevará a cabo
una confrontación de su fenomenología radical-material con los textos principales del
cristianismo60, entendiendo éste como correlato vivencial-religioso de su propia
propuesta fenomenológica e inaugurando el citado “giro teológico” que constituye el
objeto de estudio principal de la presente tesis doctoral. Al trabajar sobre el
cristianismo, Henry advertirá que su fenomenología de la Vida y su concepción del
hombre coinciden con la interpretación de la vida y la antropología cristianas y
elaborar| una especie de “filosofía del cristianismo” mediante la que construirá un
análisis del sentido ontológico (no moral ni espiritual) del contenido del Nuevo
Testamento.
Dicho análisis no pretende justificar teóricamente la revelación religiosa
cristiana, sino desvelar la inteligibilidad de sus postulados fundamentales y la
coherencia de sus intuiciones fundacionales, que coinciden, como veremos a
continuación, con los presupuestos básicos de la fenomenología radical-material de
Henry y que no hacen sino acercar la investigación filosófica de nuestro fenomenólogo
un paso más hacia su deseo de convertirse en verdadera “filosofía radical y primera”.
(Sánchez Hernández, 2012, 88). En esta línea, tendremos ocasión de plantear (infra,
§4.1) la posibilidad de comprender que más que aplicar su fenomenología al
cristianismo, lo que hace Henry en esta trilogía filosófico-teológica final es pasar de la
fenomenología a la metafísica (sin abandonar por ello, no obstante, los presupuestos

la acción, escapa al uno y a la otra: es el verdadero absoluto y propiamente Dios en nosotros.” La traducción es
nuestra.
59
En dicho trabajo, Henry seðala sin vacilaciñn: “En vérité, le but de ce travail est de montrer qu‟il existe une
connaissance absolue et que celle-ci n‟est pas solidaire d‟un progrès quelconque.” (Henry, 1963, 55). “En
realidad, el objetivo de este trabajo es mostrar que existe un conocimiento absoluto y que éste no se fija a un
progreso cualquiera.” La traducción es nuestra.
60
La dedicación henryana al estudio específico y exclusivo de la tradición cristiana recoge, ciertamente, el
prejuicio eurocentrista presente en muchos filósofos y sociólogos estudiosos del fenómeno religioso que parecen
querer interpretar cualquier experiencia religiosa desde la reflexión sobre la tradición judeocristiana. Sin
embargo, este prejuicio no es del todo reprochable a nuestro autor, pues responde, como veremos a continuación,
al descubrimiento de una identificación entre los presupuestos de la interpretación cristiana de la vida y los de su
propuesta de fenomenología radical-material. A nuestro juicio y en contra de lo que señala alguno de los
comentaristas (Sánchez Hernández, 2012), la pretensión de Henry, además, no es la de desarrollar una
“fenomenología del hecho religioso” desde el prisma del paradigma cristiano (si bien podemos preguntarnos por
la posibilidad de extrapolar sus reflexiones al ámbito de otras tradiciones religiosas, como veremos – infra §4.3),
sino una tematización filosófica del cristianismo, como mecanismo para abrir su fenomenología de la Vida a una
nueva reflexión, articulada mediante una conceptualización de reminiscencias teológicas.

128
metodológicos de la fenomenología) para darle una mayor inteligibilidad a los
conceptos principales de su propuesta filosófica, desde las posibilidades discursivas
que ofrece una terminología de cuño teológico.
Como ya hemos explicado (supra, §2.2), la filosofía henryana no se ocupa de
todos los tipos de fenómenos de la vida, sino de la fenomenalidad verdadera de la Vida
en sí misma.61 Según Henry, es a esta Vida a lo que el cristianismo llama Dios. Sin
embargo, no podemos decir que la fenomenología henryana se pueda reducir a una
simple “fenomenología del cristianismo”; lo que ocurre m|s bien es que, para Henry, el
cristianismo es fenomenológico en su fondo, en tanto que prolonga sus raíces en el
mecanismo de la revelación (Welten, 2011, 81). En esta línea, podemos señalar que, más
que un “giro teológico” de la fenomenología, lo que acontece en Henry es, si acaso, la
preparación para un verdadero “giro fenomenológico” de la teología, desde el estudio
de la propia esencia filosófica del cristianismo. A esta empresa y, a pesar de que
podemos encontrar ciertos pensamientos sobre el cristianismo en libros como La
esencia de la manifestación o Marx, es a la que Henry dedica la última década de su
obra, con los ya citados tres grandes últimos trabajos: Yo soy la verdad. Para una
filosofía del cristianismo (1996), Encarnación. Una filosofía de la carne (2000) y Palabras
de Cristo (2002).
En un sentido un tanto reduccionista de la cuestión, podemos decir que
realmente no hay un “giro teológico”. Lo que est| en juego en la fenomenología radical
henryana no es tanto el “objeto” específico de esos tres últimos trabajos, esto es, el
cristianismo o Dios (como tampoco lo son los “objetos” estudiados en otras obras: el
inconsciente, el arte, la economía, la cultura, etc.); lo que está en juego en la
fenomenología henryana es el método fenomenológico mismo. No se trata, por tanto,
de una nueva fenomenología que arranca con la pretensión de justificar su vinculación

61
Para comprender la distinción conceptual que evidencia la diferenciación ortográfica en el término
“vida/Vida” remitimos a la cita nº 33, donde señalábamos que el término con minúscula parecía hacer referencia
a la vida biológica, mientras que el término con mayúscula remitía a esa esfera de inmanencia radical que quiere
caracterizar nuestro fenomenólogo. En el contexto de la reflexión sobre el cristianismo, esta distinción adquiere
un nuevo matiz, que seðalamos ahora con las palabras del propio Henry: “Puede que el lector se extraðe de ver
cómo escribimos la palabra vida unas veces con mayúscula y otras con minúscula, incluso a veces en la misma
frase. Digamos aquí simplemente que cuando va con mayúscula se refiere a la vida de Dios, y cuando va con
minúscula se refiere a nuestra propia vida. Como en todo caso no hay más que una sola vida, la referencia a una
u otra condición (divina o humana) es la que se indica mediante estas variantes de la terminología. Tomada en un
sentido indiferenciado, escribimos la palabra con minúscula. Por supuesto que no se trata más que de
indicaciones. Sólo el contexto del análisis intenta la elucidaciñn radical de la „vida‟ de que en cada caso se trata.”
(Henry, 1996, 38, nota 1).

129
a una tradición religiosa concreta ni de un giro propiamente dicho hacia la teología,
sino de una lectura fundamental de la fenomenología misma en diálogo con una
tradición religiosa que, en su fuero interno, parece recoger la intuición que toda la obra
henryana (y no solo estos tres últimos trabajos), intenta presentarnos: que debe existir
un conocimiento que no obedezca a la ley de la donación en la distancia; un
conocimiento originario diferente del saber reflexivo y del cual éste último es
necesariamente dependiente.
Este conocimiento originario no es más que el de la autorrevelación de Dios/la
Vida. La revelación hace referencia siempre a algo que se dona a sí mismo, a algo que
no es dependiente de una construcción teorética. Para Henry, la fenomenología radical
no es como el cristianismo; de hecho, el cristianismo tal como es pensado por Henry
está en oposición directa y profunda con el cristianismo institucional y cultural, porque
no está mediatizado por ninguna representación. Para Henry, el núcleo del
cristianismo no está caracterizado por la mediación y la representación, sino por la
realidad última; ahora bien, no se puede encontrar esta realidad última en ninguna
parte fuera de nosotros mismos, pues solo la encontramos verdaderamente en la Vida
misma de nuestra vida. Por eso decimos que el “giro teológico” de la fenomenología
henryana no es una apologética del cristianismo ni una defensa del cristianismo
institucional, sino una tematización verdaderamente filosófica de la verdad esencial
que presenta el cristianismo. En este sentido, muchos han querido ver en la trilogía
filosófico-teológica de Henry una lectura gnóstica de la religión cristiana, una
investigación intelectual sobre la “enseñanza escondida” del cristianismo.62
A nuestro juicio, sin embargo, no podemos considerar a Michel Henry como un
gnóstico porque él mismo rechaza toda asimilación de su proyecto al de la gnosis, ya
que pretende construir una relación fuerte entre la praxis como realidad del mundo (el
mundo, para Henry es constituido por la praxis humana, entendida como expresión de
la sensibilidad viva del sujeto y, por lo tanto, no reducida a un objetivismo de la
percepción) y la concreción de la vida (Leclercq, 2014, 232). En la misma línea, tenemos
que recordar que el cristianismo insiste en la idea de que Dios se esconde de los sabios
y prudentes y se da a conocer a los sencillos (Mt 11, 25) (Ibíd.). El interés intelectual de
62
En este sentido, muchos autores pertenecientes al ámbito más propiamente teológico consideran que la lectura
henryana del cristianismo es una propuesta completamente herética e interesada que está totalmente
desvinculada de las enseñanzas cristianas.

130
Henry en el cristianismo no es un interés sapiencial: Henry no quiere defender las
verdades de fe del cristianismo ni estudiar el supuesto saber oculto tras la fe cristiana,
sino más bien analizar el cristianismo como producto de la cultura occidental y
estudiar el acceso experiencial a esa esfera primordial donde se encuentra la Vida
originaria (presentada como Dios) que esta tradición religiosa propone.
Revisando algunos de los manuscritos y documentos personales de Henry que
se encuentran archivados en los “Fondos Bibliogr|ficos Michel Henry” de la
Universidad Católica de Lovaina, hemos podido constatar, además, que este interés de
nuestro fenomenólogo por la experiencia religiosa y el cristianismo es muy temprano,
aunque no haya podido dedicarse al mismo hasta su retirada de la vida académica
institucional: encontramos comunicados, memorias, formularios y solicitudes de
proyectos de investigación dirigidos al “Centre National de la Recherche Scientifique”
(el Centro Nacional de Investigación Científica en Francia) que plantean, como objeto
de investigación, entre otros, “Éléments pour une esthétique religieuse” (“Elementos
para una estética religiosa”), “Essai sur la substance spinoziste” (“Ensayo sobre la
substancia spinozista”), “Individu et Dieu” (“Individuo y Dios”), “Individualité et Dieu.
Maitre Eckhart. La religión” (“Individualidad y Dios. Maestro Eckhart. La religión”),
etc. y están fechados entre 1946 y 1950, es decir, la época posterior a la presentación de
su trabajo sobre La felicidad de Spinoza y previa a la redacción de su tesis doctoral La
esencia de la manifestación (Archives du CNRS AN-1922/54).63

3.2. - La “archi-fenomenología” del cristianismo

El cristianismo, para Michel Henry, oculta y al mismo tiempo revela una


fenomenología primordial que coincide con su fenomenología radical y que nuestro
fenomenólogo presenta con el nombre de “archi-fenomenología”. Henry utiliza el
prefijo “archi-”, derivado del término griego arché (origen, comienzo, principio) para
construir algunos nuevos conceptos en los que lo que se quiere poner de relieve es su
car|cter primordial, primitivo, primero o esencial para con el resto de “entidades” a las

63
Consideramos que el hecho no haberse dedicado específicamente al cristianismo hasta la última década de su
pensamiento responde, quizá, al especial y fuerte laicismo y anticlericalismo (por otra parte, nada condenable) de
las instituciones académicas francesas, dada la historia reciente de este país vecino. Debemos esta reflexión a las
conversaciones con Roberto Formisano, investigador de los “Fondos Michel Henry” durante los años previos a
nuestra estancia y aún vinculado a los mismos.

131
que podría aludir el concepto sin ese prefijo, de forma que constituyen un patrón
arquetípico para las mismas. Así, “archi-fenomenología” hace referencia a aquella
fenomenología primera y originaria de la que emanaría la fenomenología, digamos,
“ordinaria”; de igual forma, “Archi-Hijo” ser| una referencia a Cristo como arquetipo de
la “Filiación trascendental” que propone el cristianismo (los hombres entendidos como
hijos del Dios-Padre). Pasemos a estudiar, pues, cuáles son las notas características de
esta “archi-fenomenología” y a qué refieren estos nuevos conceptos arquetípicos.

3.2.1. - “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6)

En su estudio del cristianismo, Henry descubrirá que la tesis fundamental de su


fenomenología (la revelación de la Vida mediante su “autoafección patética” en la
inmanencia radical de la “carne”), coincide con uno de los versículos más conocidos del
Evangelio de Juan: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), puesto que remite
a ese mismo acceso a la revelación (en este caso, de lo divino) a través de la propia
Vida, que es también la Verdad misma y el Camino hacia esa Verdad (pues la Vida se
autorrevela a y desde sí misma). Mediante esta fórmula joánica que recoge, para Henry,
la tautología principal del cristianismo, nuestro fenomenólogo ejecutará, pues, una
tematización de dicha tradición religiosa mediante la construcción de tres
interrogantes principales (¿a dónde nos conduce el Camino de la palabra de Dios, que
nos habla en un lenguaje nuevo?; ¿cuál es la especificidad de la Verdad del
Cristianismo en oposición a la del mundo?; ¿cómo se dona la Vida en la “carne” del
“Archi-Hijo” (Cristo) y por Él en el resto de vivientes?), interrogantes a los que
responden, respectivamente (como las Críticas de Kant a sus preguntas sobre el
hombre) las tres obras señaladas: Palabras de Cristo, a la primera, Yo soy la verdad, a la
segunda y Encarnación, a la tercera (Sánchez Hernández, 2012, 88; Díez, 2010, 151).
En Yo soy la verdad, primer trabajo de la trilogía filosófico-teológica que
estamos caracterizando, la automanifestación de la que habla Henry en toda su obra es
enteramente analizada y comprendida desde la óptica del cristianismo. ¿Por qué?
Porque, como hemos señalado anteriormente (supra, §2.1), para Henry, la conciencia
no es conciencia de algo fuera de sí, sino pura conciencia de ser autoafectado. En la
“autoafección” en el sentido “débil” del cogito cartesiano, encontramos una forma de

132
“autoafección”, pero no encontramos ninguna forma de autogeneración: el cogito de
Descartes es afectado por sí mismo, pero no se crea ni se genera a sí mismo; al
contrario, es creado y generado por algo distinto de sí (de ahí, por ejemplo, la
referencia a la idea de infinito de la tercera meditación). Esta forma “débil” de
“autoafección” es, sin embargo, tributaria de la “autoafección” absoluta, la de la Vida,
que ya hemos caracterizado (supra, §2.2); y es a esta “autoafección” absoluta de la Vida
a la que, según Henry, el cristianismo llama “Dios”. De ahí la propuesta de comprender
la automanifestación desde el esquema de la revelación cristiana.
La revelación, para Henry, no es la revelación de algo distinto a esta propia
revelación, sino más bien la autorrevelación eterna de sí misma. Y es esto lo que
enseña el cristianismo, según Henry. Si pasamos de Yo soy la verdad a Encarnación,
encontramos que lo esencial no es que la manifestación de la que habla Henry refiera a
la revelación cristiana de Dios, sino más bien que la estructura misma de la revelación,
según el cristianismo, es fenomenológica en su fondo, en el sentido en el que Henry
concibe el término “fenomenología”. Es decir, que el cristianismo es, en su esencia,
fenomenológico (en el sentido propiamente henryano de este término). Como venimos
señalando, no podemos decir que la fenomenología henryana se pueda presentar
realmente como una incursión teológica (como parece ser la intención de Janicaud), ya
que la fenomenología radical se planteó inicialmente sin ningún tipo de apelación al
cristianismo o a la teología; y es solamente ahora, en la madurez de su desarrollo,
cuando encuentra una sintonía intelectual con la enseñanza fundamental del
cristianismo.
Para Michel Henry, hay una conexión intrínseca entre fenomenología y teología
porque las dos disciplinas tratan de la revelación: podemos decir que no hay una
diferencia fundamental entre la revelación teológica y la manifestación
fenomenológica porque las dos abordan el sentido y la estructura interna de lo que
aparece; la revelación es manifestación y viceversa. Debemos recordar siempre que
Henry no habla tanto de lo que se revela (poco importa que sea Dios o cualquier otra
cosa), sino de la revelación en sí misma, que él llama a menudo “manifestación”, pero
que no deja de ser la misma cosa. Por eso entendemos, con Ruud Welten (2011, 82 y
83), que Henry solamente utiliza la teología en tanto que le permite revelar una
estructura fenomenológica: considerando el cristianismo como un todo, éste presenta

133
una verdadera “archi-fenomenología”, que coincide con la fenomenología material
henryana. De forma que el “giro teológico” no es tanto un giro hacia la religión, sino
una inversión hacia el estatuto verdaderamente fenomenológico del aparecer que
autoriza, desde la reflexión sobre el cristianismo, la defensa de la fenomenología
radical henryana.
Resumiendo esta tematización henryana del cristianismo, podemos decir que,
para Henry, el Camino que el cristianismo inaugura es el de la oposición de la palabra
del mundo a la palabra de Dios. La palabra del mundo (la palabra humana) está
construida en la exterioridad pura y, por lo tanto, es ajena a nosotros; además, se
presenta como separada e indiferente para con la cosa nombrada, pues mantiene una
relación exterior, contingente y gratuita con ella y es incapaz de crear nada; una
relación intencional de pura referencia ek-stática trascendente. La verdad del lenguaje
humano se aleja, así, de la verdad originaria que persigue Michel Henry porque el
lenguaje es esencialmente, para él, la negación de toda realidad concebible; una
irrealidad de principio que se identifica con la mentira (García Baró en Henry, 2002, 11).
Porque la mentira no es, para él, una posibilidad más del lenguaje (opuesta a
otra: decir la verdad), sino su propia esencia, a la que, además, se añaden todos los
otros vicios que pertenecen a la impotencia general del lenguaje humano (hipocresía,
mala fe, falsificación, encubrimiento, etc.) (Henry, 1996, 17 y 18); la mentira es la
sustancia propia sobre la que pivota el lenguaje humano. En contraposición, el Verbo
de Dios es una palabra más original y fundadora que la humana, que coincide con la
palabra de la Vida porque es el soplo que hace de cada uno de nosotros un viviente,
constituye su propia autorrevelación mediante la afectividad y está, pues, construida
en la interioridad misma de la “carne” (Díez, 2010, 151 y 152). Las paradojas del lenguaje
evangélico constituyen, así, la más acabada expresión del Comienzo que Henry
pretende alcanzar desde su propuesta de una auténtica ontología fenomenológica.
Así mismo, la verdad del mundo se opone, para Henry, a la Verdad del
cristianismo. La verdad de la historia constituye, para nuestro autor, la ley de aparición
de las cosas en la exterioridad como fenómenos visibles y, así pues, objetivos (ver
supra, §1.3); la verdad histórica es el horizonte de visibilidad del mundo y del tiempo
en el que se hacen visibles los acontecimientos, pero en el que, al mismo tiempo, éstos
no cesan de desaparecer. La revelación cristiana implica, para Michel Henry, una

134
fenomenología radicalmente diferente de la fenomenología del mundo, ya que el
cristianismo no se centra en las apariencias visibles del mundo (como ha hecho la
“fenomenología histórica”, repitiendo el gesto fundacional de toda la filosofía
occidental, según Henry), sino que busca una unión inmediata con Dios quien, desde
un punto de vista mundano, permanece invisible.
La verdad de la historia, por su incapacidad para aprehender realmente todos
los acontecimientos que conciernen a un individuo particular o grupo de individuos
(dada la propensión de los mismos a escapar de la advertencia humana), se ve
obligada, además, a atenerse a los documentos, tomando el texto mismo por hecho
histórico y vinculándose a la verdad del lenguaje de la que antes hablábamos y con la
que se identifica (Henry, 1996, 9-20). Frente a estas verdades mundanas, Henry hablará
de la Verdad, desde su fenomenología radical, como la fenomenalización de la
fenomenalidad misma en la interioridad afectiva de la Vida. Y esta autorrevelación
pura y absoluta del aparecer mismo no será sino el Comienzo, el principio esencial
para el cristianismo: Dios (Ibíd., 35). La Verdad del cristianismo, que arroja a las otras
formas de verdad en la insignificancia, coincide, pues, con la autorrevelación de Dios,
entregada a los pequeños y humildes en la intimidad de su inmanencia “patética”
carnal, pero ocultada a los sabios y entendidos, que pretenden acceder a lo divino
mediante el pensamiento; tal es la enseñanza fundamental del Evangelio.
Como parece asumir el Maestro Eckhart (quien es, como veremos –infra, 3.3-,
una de las especiales influencias que recibe nuestro fenomenólogo en su reflexión
sobre el cristianismo), la mejor palabra que podemos utilizar para hablar de Dios es la
palabra “Verdad”, porque Dios es la Verdad. Esto no quiere decir, y así lo asumir|
Michel Henry, que Dios sea verdadero o que sea verdadero que Dios exista. La razón es
que la Verdad cristiana no tiene nada que ver con el razonamiento lógico ni tiene nada
en común con la verdad empírica de las ciencias. La diferencia radical entre estas dos
concepciones de la verdad es ya manifiesta en la Primera Carta a los Corintios, cuando
Pablo de Tarso dice que tenemos una sabiduría que “no es una sabiduría de este
mundo, ni de los poderes que gobiernan este mundo”, sino “una sabiduría divina,
misteriosa, escondida” (1 Cor 2, 6-8). Esta es la Verdad de la que Jesús ha venido a dar
testimonio al mundo (Jn 18, 37) y la Verdad que Henry quiere estudiar ya desde el
principio de su tematización del cristianismo:

135
“Nuestro objetivo no es preguntarnos si el cristianismo es „verdadero‟ o
„falso‟, ni establecer, por ejemplo, la primera de estas hipñtesis. Lo que aquí se
cuestionará es más bien lo que el cristianismo considera como la verdad, el
género de verdad que propone a los hombres, que se esfuerza en comunicarles,
no como una verdad teórica indiferente, sino como esa verdad esencial que les
conviene en virtud de alguna afinidad misteriosa, hasta el punto de que es la
única capaz de asegurar su salvaciñn.” (Henry, 1996, 9).

La ciencia moderna reduce su objeto a meros conceptos y modelos, de forma


que lo hace extraño a sí mismo: la matematización galileana de la naturaleza hace que
los objetos pierdan sus cualidades sensibles y pasen de ser centros de experiencia a
meras unidades matemáticas. Esto provoca la alienación del saber, que se aleja
completamente de la Vida: las mediaciones y representaciones de la ciencia están
vacías de pathos, pues carecen de olor, sonido, color, sensación, etc.; la ciencia no tiene
nada que ver con la Vida, porque carece de sentimiento y de pasión y no hace sino
acercarnos m|s al estado de “barbarie” en el que ha degenerado la cultura occidental
(Henry, 1987). Por eso la verdad de la ciencia no es legítima para acercarnos a la
Verdad de la Vida. Por oposición, el cristianismo presenta una alternativa real bajo la
forma no de una creencia sino de una fenomenología radical que no reduce la Vida a
meros comportamientos físico-químicos, orgánicos, psicológicos o sociológicos, sino
que la entiende realmente como pathos inmanente y eterna prueba de sí en la
automanifestación.64
El lenguaje del Nuevo Testamento y, particularmente, el Evangelio de Juan
muestra una nueva comprensión fenomenológica de la Verdad en la que Dios se revela
a sí mismo en esa automanifestación de la Vida por la que vivimos. Henry quiere
mostrar que la diferencia entre la idea cristiana y la idea mundana-científica de la
verdad es una diferencia esencialmente fenomenológica: la revelación de Dios es pura
autorrevelación; y esta es la Verdad del cristianismo que difiere radicalmente de la
verdad del mundo. Cuando Juan nos señala que Jesús no reza por el mundo (Jn 17, 9) y
que su reino “no es de este mundo” (Jn 18, 36), lo que el evangelista nos quiere decir,
según Henry, es que la Verdad del cristianismo toma partido, fenomenológicamente

64
Cuando Henry pretende haber descubierto, en el cristianismo, su propio concepto de Verdad, presenta una
postura entre arrogante e ingenua: el concepto de verdad de Henry es el de verdad revelada antepredicativa (en la
“autoafección” de la Vida); y este concepto ya lo vincula, de antemano, al esquema de la revelación religiosa.
Luego no hay ningún descubrimiento, sino, más bien, la constataciñn de que Henry “bebe” de la misma fuente
cultural que la gran mayoría de pensadores occidentales: la tradición judeocristiana.

136
hablando, por la donación inmediata en tanto tal y no por una donación mundana
construida sobre bases teológicas. Aquí reside la paradoja del pensamiento henryano:
no podemos comprender esta fenomenología radical más que si abandonamos todo
presupuesto teológico; el Nuevo Testamento no habla el lenguaje de la teología, sino el
de la fenomenología.
Finalmente, la Vida, ese principio acósmico, invisible y absoluto que hace de
cada uno de nosotros un viviente, es, tanto en el cristianismo como en la
fenomenología de Henry, la facultad y el poder subjetivo de sentir sensaciones,
emociones, deseos y sentimientos; la capacidad de mover nuestro cuerpo haciendo un
esfuerzo subjetivo desde el interior; la posibilidad incluso de pensar (Henry, 1996, 171).
Pero, puesto que todas estas facultades poseen la característica fundamental de
aparecer y de manifestarse en sí mismas, la Vida es en sí misma un poder de
manifestación y de revelación y lo que ella manifiesta es a sí misma; la Verdad de la
Vida es, pues, su propia autorrevelación patética (supra, §2.2). Esta Verdad de la Vida
es lo que el cristianismo llama Dios, según Michel Henry: para Henry, Dios no es sino
la Vida fenomenológica absoluta que vincula constantemente cada ego a sí mismo y
que se revela en nosotros tanto en el sufrimiento como en el gozo (extremos
paradigmáticos de las modalidades afectivas de la Vida).

“Dios es Vida, es la esencia de la Vida o, si se quiere, la esencia de


la Vida es Dios. No lo sabemos en virtud de un saber o un conocimiento
cualquiera, no lo sabemos gracias al pensamiento, sobre el fondo de la
verdad del mundo; lo sabemos y sólo lo podemos saber en y por la Vida
misma. Sólo lo podemos saber en Dios.” (Henry, 1996, 38).

Para el cristianismo, Dios no es ni la causa de la Vida, ni una imagen de la Vida,


sino la Vida misma: es el “Dios vivo” (1 Tim 3, 15). Pero la Vida implica el olvido, como
dirá el segundo Heidegger a propósito del ser: vivimos mucho antes de experimentar
fenomenológicamente la Vida y, al igual que cuando vemos las cosas olvidamos la
verdad del acto de ver porque siempre vemos ya algo, también cuando vivimos por
mucho tiempo olvidamos la Verdad de la Vida por la que vivimos. En el mundo,
estamos siempre ocupados con las cosas mundanas y esta ocupación solo es posible
porque olvidamos la Vida misma que nos permite ocuparnos de ellas. Pero este olvido
no es la negación de la Vida, sino la posibilidad misma de su autorrevelación: el olvido,

137
la noche y la invisibilidad son las condiciones de la manifestación originaria de la Vida
misma. (Welten, 2011, 102). Es esto lo que nos enseña la fenomenología radical
henryana y la “archi-fenomenología” oculta del cristianismo.

3.2.2. - Nacimiento y “Filiación trascendental”

El Camino de la nueva palabra de Dios que habla en la ipseidad “patética” del


“cuerpo subjetivo”, la Verdad entendida como autorrevelación de Dios en la
inmanencia radical y afectiva de la “carne” y la Vida en tanto principio divino por el
que viven los vivientes y se presenta en las tonalidades afectivas de la interioridad
invisible no son, como vemos, sino tres caras de un mismo y único fenómeno: la
autorrevelación de la Vida (que es la de Dios mismo) a través de su “autoafección”
inmanente en la interioridad afectiva del viviente. La fenomenología henryana de la
Vida abre el acceso a Dios, así, a través de una identificación radical entre la Vida y
Dios, sustituyendo la prueba anselmiana de la existencia de Dios (prueba ontológica,
prueba del ser) por la prueba de la Vida (prueba fenomenológica, prueba de la
“autoafección patética”).
En este movimiento, Henry repite la aspiración de toda su propuesta
fenomenológica: sustituir la fenomenalización en la exterioridad del pensar (que solo
remite a formas e irrealidades “noemáticas”) por una fenomenalización en la
interioridad del sentir (que puede captar la presencia real porque es el ámbito
originario de manifestación de lo real). Vemos, así, lo que antes anunciábamos (supra,
§3.1 y §3.2): que el cristianismo y la fenomenología radical poseen una cierta
comunidad de estructura según la cual los seres humanos no pueden descubrir el
verdadero ser en el solo ego, sino en la interioridad “patética” por la que el ego vive. En
línea con la búsqueda agustiniana de la divinidad mediante la introspección y la vuelta
hacia uno mismo, nuestro filósofo reinaugura, de esta manera, el camino que
encuentra a Dios en la intimidad de la Vida, en el sentir “patético” de la propia “carne”
(Cazzanelli en Henry 2004, 14 y 15).

“El acceso a Dios consiste en su revelaciñn, es decir, en su propia vida


y así en la nuestra, dado que estamos arrojados en nuestra vida por la eterna
venida a sí de la vida. Acceder a Dios en la vida significa accede a él según la
manera en que la vida accede a sí misma, fuera del mundo, en su pathos, según

138
la ley de este último, la ley de la prueba de sí que es sufrimiento y alegría.”
(Henry, 2004, 51).

De esta forma y en sintonía con las afirmaciones del Maestro Eckhart, que están
presentes en el pensamiento henryano desde sus inicios, Dios es entendido como el
Comienzo buscado por toda reflexión filosófica que se diga realmente primera y
radical, el Fundamento en el que descansaría realmente la realidad y que sólo puede
ser encontrado en y por la Vida misma, pues Dios es la esencia de la Vida y el fondo de
Dios y del alma son un solo fondo (infra, §3.3). Así, la Vida no deja de ocurrir bajo la
forma de un sí singular que se oprime a sí mismo, que se afecta a sí mismo, que
disfruta de sí, y que Michel Henry llama el “Primer Viviente” (Dios-Padre) puesto que
habita en el Origen y en el Comienzo y es engendrado en el proceso mismo en el que la
Vida se engendra a sí misma. La palabra fundamental del prólogo del Evangelio de
Juan, que dice que el Verbo se hace carne, afirma la tesis increíble (inverosímil) de que
Dios se encarna en una carne mortal similar a la nuestra; afirma la unidad del Verbo y
de la carne en el Cristo, una unidad que a través de Cristo se dona a todos nosotros,
por eso Cristo es el “Archi-Hijo”, el patrón arquetípico de nuestra Filiación a la Vida.
Dios es la Vida por la que nos viene a cada uno de nosotros la vida. Con esta
fórmula, Michel Henry opone la tradicional noción de “creación”, que hace referencia a
la apertura del horizonte de exterioridad donde todo deviene visible, a la de
“generación” de la Vida, que remite a la capacidad de la Vida para generarse a sí misma
y generar a los vivientes en su inmanencia radical, en su interioridad fenomenológica
absoluta. En el lenguaje del mundo, la palabra “nacimiento” significa venir al ser, pero
el cristianismo rompe radicalmente con esta idea mundana de nacimiento: nacer, en el
cristianismo, no significa venir al mundo, sino venir a la Vida. Como antes
señalábamos, el relato del nacimiento de Jesús en el Evangelio de Juan no es reductible,
como en los Evangelios sinópticos (en concreto, el de Mateo y el de Lucas), al relato de
un nacimiento mundano (la historia que se rememora en la celebración navideña), ya
que remite a la “venida-a-la-carne” de la Palabra, es decir, a la “encarnación”65, y no
tanto al nacimiento de un bebé en una cuadra (Welten, 2011, 104).

65
La Palabra que está aquí en cuestión no es el logos del pensamiento griego que reenvía a la razón, aunque Juan
utilice ese término. En el Verbo, la “carne” encuentra la confirmación de todas sus características inseparables:
la “carne” no está formada por células, moléculas o átomos, sino por apetito, sufrimiento, dolor, placer, pasiñn,
pereza, poder y dicha; en resumen: pathos, experiencia no intencional.

139
La Vida se ama a sí misma con un amor infinito y no cesa de engendrarse a sí
misma (no deja de engendrarnos a cada uno de nosotros como sus hijos o hijas bien
amados en un presente eterno). La Vida no es más que ese absoluto principio de amor
a sí misma y a los vivientes, que las tradiciones religiosas han llamado “Dios”. (Henry,
1996, 42; 2002, 107). El simple hecho de ser viviente presupone ser engendrado a cada
instante por esta Vida absoluta que no cesa de darnos la vida. Es por esto que Dios
aparece, para los cristianos, como ese Padre verdadero; es por esto que, para los
cristianos, nosotros somos sus hijos, los hijos del Dios vivo (Henry, 1996, 177-198). Dios
es la Vida que se auto-genera y que, en ese movimiento, engendra al “Archi-Hijo”
(Cristo), que no deja de ser, también Él, la Vida misma, Aquél por quien nos llega la
Verdad y la Vida al resto de los vivientes, el Camino mismo para llegar a esa Verdad, a
esa Vida. Pues es Cristo quien pronuncia, según Juan, el principio de la fenomenología
de la Vida y la clave de bóveda del cristianismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”
(supra, §3.2.1).”

“Le Père est la Vie. L‟Homme est le Fils de la Vie. L‟Homme est le Fils
de Dieu. Le « Premier Vivant » est Dieu le Père, sans nom ou innombrable et
invisible parce qu‟il ne peut être réduit à un phénomène du monde. Le Père
génère incessamment le Fils en Lui. Pour cette raison, Henry appelle le Fils
l‟Archi-Fils ; car le Fils a le même âge que le Père. Il est premier-né mais pas
dans le sens du premier enfant d‟une famille mondaine. Sa naissance n‟est pas
une naissance qui s‟opère dans le monde.” (Welten, 2011, 103).66

Si la Vida es Dios, el hombre es siempre dependiente de Dios para vivir; y en


esto consiste la comprensión cristiana de la Filiación que para Henry es una “Filiación
trascendental”. El cristianismo presenta una visión trascendental (no biologicista) del
individuo que gira en torno a la relación con un padre trascendental (común, universal
y necesario). De esta forma, el concepto griego de la relación como un accidente más
entre los muchos que podían acontecer a la sustancia es superado completamente: el
cristianismo, al presentar al hombre como hijo de Dios y hermano del resto de
hombres, hace pivotar la esencia misma del individuo sobre la relación (en este caso,
con Dios) y no sobre la esencia. La relación con Dios ya no es algo que acontece

66
“El Padre es la Vida. El Hombre es el hijo de la Vida. El “Primer Viviente” es Dios Padre, sin nombre o
innombrable e invisible porque no puede ser reducido a un fenómeno del mundo. El Padre genera
incesantemente al Hijo en Él mismo. Por esta razñn, Henry llama “Archi-Hijo” al Hijo; porque el Hijo tiene la
misma edad que el Padre. Es el primogénito, pero no en el sentido del primer hijo de una familia mundana. Su
nacimiento no es un nacimiento que opere en el mundo.” La traducciñn es nuestra.

140
contingentemente al individuo, sino su propia esencia: ser hombre “es” ser hijo de Dios
(y hermano, en Dios, del resto de hombres). Esto es lo que representa Cristo y por eso
Él es el “Archi-Hijo”.

“La philosophie henryenne est plus qu‟une « phénoménologie du


christianisme », car elle provoque la phénoménologie, la pousse au
changement. La phénoménologie n‟est pas la méthode adéquate pour l‟analyse
du christianisme. Inversement, le christianisme contient l‟archi-structure de la
phénoménologie radicale.” (Ibíd., 113)67

3.3. - Henry y la mística: más allá de la visibilidad

La mística es, en general, la experiencia personal de lo divino. En la tradición


cristiana, en concreto, la mística es la parte de la teología que expone los principios y el
método de la unión con Dios (considerada uno de los objetivos dinámicos
fundamentales de la propia religión), a diferencia de la ascética, que sería la parte de la
teología que trata del intento por alcanzar la perfección mediante la práctica de las
virtudes, la privación y la renuncia. Las experiencias místicas serían, pues, los
fenómenos de unión con Dios en la vida terrenal, experiencias que aparecen en todas
las grandes religiones. En el cristianismo, la mística ha ocupado una parte importante
de su historia, y la misma teología cristiana la considera parte consustancial de la
vivencia de la fe. El fenómeno místico presenta a la filosofía la cuestión problemática,
sobreañadida a la de la relación entre fe y razón, del valor y sentido de la experiencia
individual como fuente de conocimiento de algo que se presenta como totalmente
trascendente.68
Desde La esencia de la manifestación¸ Henry introduce la posibilidad de una
comprensión fenomenológica del cristianismo, al incluir algunos parágrafos donde
reflexiona sobre la mística eckhartiana. El Maestro Eckhart, (1260-1327), religioso
dominico de influencias neoplatónicas, agustinianas y tomistas considerado como uno
de los iniciadores de la filosofía alemana y uno de los forjadores del alemán como
lengua eminentemente filosófica y teológica, recomendaba la obediencia y la renuncia

67
“La filosofía henryana es más que una „fenomenología del cristianismo‟ porque provoca a la fenomenología,
la empuja al cambio. La fenomenología no es el método adecuado para analizar el cristianismo. Inversamente, el
cristianismo contiene la archi-estructura de la fenomenología radical.” La traducción es nuestra.
68
Cfr. Entrada “Mística” en la Encyclopaedia Herder. Consultado el 20 de agosto de 2019. Disponible en:
https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/M%C3%ADstica

141
a los bienes materiales. En este sentido, hablaba de reconocer el reflejo de Dios en todo
y predicaba el desinterés (aunque no en términos de reclusión o retiro ascético),
colocándolo por encima del amor, de forma que, más que incitarnos a amar a Dios, su
recomendación consistía en hacernos sensibles a Dios por el desinterés, para llegar a
un estado en el que sólo pudiéramos recibir a Dios (pues es más fácil mover a Dios
hacia nosotros por el desinterés que movernos nosotros hacia Dios por el amor). Para
el Maestro Eckhart, la bienaventuranza eterna consistía, pues, en ser uno con Dios; en
encajarnos, unificarnos y disolvernos en Él (Ferrater Mora, 1941-a, 494 y ss.).
Todo esto nos lleva a considerar al Maestro Eckhart como un místico, pues
traduce las cuestiones de la teología en términos de una cierta experiencia personal.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que el Maestro Eckhart, además de un místico,
es también un teólogo especulativo, defensor de una teología negativa. El concepto
eckhartiano de Dios reconoce la igualdad entre el ser (esse) de Dios y su inteligir
(intelligere), pero señala que lo que hubo en un principio fue el intelligere (el logos, la
palabra), por lo que el esse no es por sí mismo un predicado suficiente. De ahí que,
desde el punto de vista del “mero ser” (que no es el "pleno ser" o el “ser en pureza”),
Dios aparezca como algo que “no es”: Dios no es simplemente ser, porque es más que
ser. Y por eso la teología negativa, que caracteriza a Dios desde lo que “no es” presenta,
para el místico, un mejor plano de acercamiento a la divinidad. Posteriormente, el
Maestro Eckhart afirmará que Dios es esse, pero este esse se presentará como la
perfecta y completa unidad, la cual incluye también el intelligere. (Loc. cit.).
Ahora bien, dado que fuera de la perfecta unidad no hay nada, podemos
concluir que no hay nada fuera de Dios, idea que ha llevado a algunos estudiosos a
considerar al Maestro Eckhart como un autor panteísta. Pero decir que fuera de Dios
no hay nada es como decir que fuera de la existencia nada existe o que todo lo que
existe se mide por su relación con la existencia. Por otro lado, no hay, según el Maestro
Eckhart, nada tan distinto de Dios, el Creador, como lo creado y las criaturas. Por lo
tanto, parece que el Maestro Eckhart subraya tanto la unión como la distinción. Esto se
debe, en parte, a que en el pensamiento eckhartiano hay, como en otros muchos
autores, relativas "inconsistencias"; pero se debe también a que el Maestro Eckhart, al
igual que Michel Henry (supra, Introducción), piensa de una forma "antinómica" que
mantiene la tensión dialéctica entre los conceptos enfrentados en lugar de disolverla.

142
Esta forma especial de discurrir es, a nuestro juicio, la única que puede poner de relieve
el carácter profundo de las cuestiones tanto teológicas como filosóficas y es por ello,
quizá, que nuestro fenomenólogo se haya interesado por el místico.
El carácter antinómico del pensamiento de Eckhart se manifiesta en la famosa
doctrina del alma como centella. La “centella del alma” (scintilla animae) es el fondo
último del alma, donde Dios se une a ésta en la experiencia mística. La “centella del
alma” no se limita a comprender a Dios como Verdad o a quererlo como Bien: se une a
Él, lo cual parece conducir a la idea de una identificación de la “centella del alma” con
Dios (una identificación que es presentada, no obstante, como la que existe entre una
imagen y su modelo). Esta unión o unidad (Einheit) entre el alma y Dios predicada por
el místico alemán es, en realidad, Dios mismo, de forma que el hombre no tiene nada
que hacer con Dios más que si vacía su alma de su propia presencia. Según Henry, es
precisamente aquí a donde quiere llegar la mística eckhartiana, pues solo podemos
esperar esta unidad por la humildad y la pobreza, esto es, por la vacuidad de los valores
fijados a las cosas mundanas: en el seno de esta actitud, el mundo, en tanto puro
terreno de la exterioridad, es totalmente suspendido (Welten, 2011, 89).
La resistencia a la imagen es un tema completamente central en los Sermones
del Maestro Eckhart, dada la influencia neoplatónica que recibe el místico alemán: los
que quieren desvelar la verdad deben, para Eckhart, separarse de las imágenes. Y como
sabemos, una imagen es siempre una imagen de algo y, por tanto, proviene
necesariamente de la intencionalidad (que dirige la conciencia hacia ese algo). Henry
interpretará esta actitud eckhartiana como una distinción fenomenológica entre la
inmediatez y la mediación: para Eckhart, el ojo que ve por medio de imágenes es el
“ojo del Afuera”, girado hacia el espacio de la trascendencia exterior; el “ojo del
Adentro”, al contrario, est| girado hacia el interior, es decir, hacia un espacio que no es
un nuevo dominio de imágenes o de imaginación, sino el ámbito de la inmanencia
radical y de la inmediatez. Para el Maestro Eckhart, Dios sólo puede ser encontrado en
el espacio inmanente interior, en el fondo del alma.
No puede haber imagen sin semejanza, pero puede haber semejanza sin
imágenes. Así, Dios, a Quien encontramos en el interior de nuestra alma, aparece sin
imagen, ya que no puede ser mediatizado por la imaginación: la conciencia íntima o
alma es igual a Dios y esta igualdad no puede ser mediatizada por ninguna

143
representación o imagen.69 Para describir la estructura fenoménica del “ojo interior”
eckhartiano, tenemos necesidad, a partir de ahora, de una fenomenología no
intencional que sea, al mismo tiempo, una fenomenología sin imagen ni
representación de ningún tipo; y tal es la fenomenología radical henryana. Por
consecuencia de estas ideas y como ya hemos señalado (supra, §3.1 y §3.2), Henry habla
de la identidad ontológica entre el alma (entendida como la Vida inmanente de
nuestra vida) y Dios, afirmación que no es sino el contenido esencial del pensamiento
eckhartiano y cuyas condiciones son el amor, la pobreza y la humildad.
La unidad evocada por el Maestro Eckhart (a la cual podemos llegar solo por la
exclusión del mundo y de sus imágenes) no implica solamente una unidad con Dios,
sino también y ante todo que la experiencia de esta unidad sea la esencia de la
revelación misma (en un sentido exclusivamente fenomenológico). Esta revelación no
es una manifestación equivalente a la fenomenología del mundo ni un fenómeno más
entre otros, sino más bien la condición de posibilidad de la fenomenalidad de este
mismo mundo, que precede a todas las manifestaciones secundarias posibles. Por eso
podemos volver a señalar que, aunque Henry recurra a la mística para “ejemplificar” su
propuesta fenomenológica, no abandona nunca la reflexión pura y propiamente
filosófica:

“Cependant, l‟on ne doit pas faire de Henry un théologien ou un


mystique. El serait impropre de dire que Henry a écrit une phénoménologie
« type » adaptée à la mystique ou qu‟il décrit un « chemin » mystique. Seules
les conséquences phénoménologiques de ces pensées refondent l‟importance
du discours biblique.” (Ibíd., 16).70

En esta misma línea, el texto que venimos comentando (Welten, 2011) nos
propone entender la superación del esquema de la visibilidad mundana que se efectúa
en la fenomenología henryana, a la luz (¿nunca peor dicho?), de las reflexiones de Juan
de la Cruz, uno de los representantes más destacados de la mística cristiana española,

69
La reflexión teológica eckhartiana y la lectura henryana de la misma pueden llevarnos, pues, a la defensa de
una propuesta iconoclasta: aunque las imágenes “sagradas” puedan servirnos para acercarnos “intelectualmente”
a la divinidad, la unión real entre el alma y Dios está necesaria y esencialmente desprovista de la mediación
imaginaria, pues es justo la inmediatez de la revelación de la conciencia a sí misma en la inmanencia radical lo
que se presenta como la “centella del alma” donde encontramos a Dios.
70
“Sin embargo, no se debe hacer de Henry un teñlogo o un místico. Sería impropio decir que Henry escribe una
fenomenología „tipo‟ adaptada a la mística o que describe un „camino‟ místico. Solo las consecuencias
fenomenológicas de estos pensamientos refunda la importancia crucial del discurso bíblico.” La traducciñn es
nuestra.

144
puesto que, tanto en Henry como en Juan de la Cruz, la estructura fenomenológica de
la revelación es nocturna: el tema de la “noche oscura” del alma, como etapa forzosa en
la ascensión mística, presenta unas connotaciones de angustia, desolación y temor por
la oscuridad (esto es, de experiencia “patética” del vivir) y, al mismo tiempo, expresa la
cuestión clásica en la teología del conocer/desconocer a Dios y de la
presencia/ausencia de Dios.71 Así, podemos decir que tanto para Henry como para Juan
de la Cruz, la noche es una metáfora para construir un campo de experiencia que, a la
inversa de nuestra acción y de nuestro ser en el mundo visible, no es dependiente de la
luz del mundo, sino de la invisibilidad inmanente.
En Noche oscura del alma y Subida del monte Carmelo, la noche no aparece
como un fenómeno entre los fenómenos, sino como la descripción de un tipo de
fenomenología que sostiene todos los escritos del místico español. La noche designa
las experiencias de miedo, desorientación, soledad, desesperanza, aflicción, pena y
tormento que el ser humano padece en el combate que se libra a lo largo de la vía que
nos lleva, en la experiencia mística, a esa unidad definitiva con Dios. La luz de Dios
ciega la experiencia humana de la misma forma que el sol ciega nuestra visión, de
forma que no es la falta de luz sino la sobreabundancia de ella lo que aporta la
oscuridad de la noche. En nuestra experiencia humana básica, Dios no es la luz, sino la
oscuridad y, sin embargo, en Dios no hay oscuridad (Jn 1, 5) porque la oscuridad está
siempre del lado humano. Vemos, así, que lo que hace Juan de la Cruz es dotar de una
verdadera significación fenomenológica a la revelación de Dios, al plantear la cuestión
desde la experiencia humana; y eso es lo que le interesa realmente a Henry.
Para Juan de la Cruz, la noche es una etapa de purificación espiritual en esa
escala que conduce a la unión con Dios: la luz de Dios nunca es dispensada desde
nuestra propia iniciativa sino solamente por Dios, bajo la condición de que estemos
realmente en un estado de purgación absoluta; y esta purgación no se efectúa jamás
desde nuestra luz mundana, sino desde la “noche oscura del alma”. La noche es la
condición de la unión con Dios, ya que sin esta experiencia oscura, nocturna y terrible,
somos incapaces de recibir la verdadera luz (la luz de la Verdad, la luz de la Vida
misma, dirá Henry), que constituirá nuestra plena Iluminación (la autorrevelación de

71
Cfr. Entrada “Mística” en la Encyclopaedia Herder. Consultado el 20 de agosto de 2019. Disponible en:
https://encyclopaedia.herdereditorial.com/wiki/M%C3%ADstica

145
Dios/la Vida). Por eso decimos que en Juan de la Cruz no encontramos tanto una
teología de la Iluminación (sostenida por presupuestos metafísicos), sino más bien una
fenomenología de la experiencia humana de la Iluminación y por eso la conexión con
Michel Henry es tan evidente: la Iluminación no es oscura, pero el campo de la
experiencia humana requerido para que esa Iluminación acontezca (esto es, su
condición de posibilidad) sí es oscuro y coincide con la noche del hombre.
La lectura henryana de la noche permite mostrar la atención continua que Juan
de la Cruz dirige a la experiencia humana en sus escritos. La noche es el “punto cero”
de la fenomenalidad, lo cual significa que la luz no es la condición de la aparición de la
noche, como tampoco lo es de cualquier otra cosa. Al contrario, la luz vuelve la
oscuridad de la noche invisible. Esta condición presenta una fenomenología distinta de
aquellas otras en las que la luz es la principal condición de posibilidad de la aparición
(o del aparecer), como ya hemos explicado (supra, §1.5). De ahí que podamos decir que
la crítica que Janicaud dirige a los fenomenólogos franceses contemporáneos por
inaugurar una “fenomenología de lo invisible” no afecte a Henry: la invisibilidad como
consecuencia de la oscuridad está alejada de una fenomenología que hace aparecer las
cosas en la luz del mundo exterior; la noche de la que habla Henry es el reino de la
inmanencia donde la manifestación en tanto tal, subsiste. En Henry no hay, como
señala Janicaud, un “deseo de lo invisible”, sino, sencillamente, una constatación de
que la visibilidad del “Afuera intramundano” solo es posible porque reposa
necesariamente en una invisibilidad que le es previa y no tanto cronológica, sino
ontológica y lógicamente hablando.
La inmanencia radical es, para Henry, la esencia de la manifestación (esto es, la
condición de posibilidad de todo fenómeno; supra, §1.6), pero esta esencia no es ella
misma un fenómeno, pues no aparece ante nosotros a la manera de un fenómeno: ella
es invisible. Esto no significa, sin embargo, que esta esencia no se manifieste de
ninguna forma según la fenomenología henryana o que Henry quiera llevarnos, con el
concepto de “inmanencia”, hacia el reino de una “fenomenología de lo inaparente”
(como parece querer apuntar la crítica de Janicaud). La esencia de la manifestación que
Henry busca se manifiesta a sí misma, solo que no a la manera de las cosas del mundo,
porque es totalmente inmanente: es la manifestación de la subjetividad en sí misma.
Esto significa que toda relación trascendental (toda forma de la conciencia dirigida

146
hacia otra cosa externa y distinta de sí) supone la inmanencia, que no es otra cosa que
el poder de revelarse a sí misma; no es la conciencia “de” otra cosa, sino la conciencia
de sí, la capacidad de darse a sí misma.
Ya lo hemos señalado más arriba (supra, §2.2 y §2.3): en el dolor y el placer,
como extremos paradigmáticos de toda afección, la causa objetiva exterior de esa
afección (el fuego que nos quema, la brisa que nos acaricia), no nos afecta realmente
de ninguna forma, pues lo que sentimos en primer lugar no es el fuego ni la brisa, ni
siquiera la quemadura o la caricia, sino la propia afección, el dolor de la quemadura y
el placer de la caricia. O incluso más allá: lo que sentimos en primer lugar no es la
afección misma, sino el hecho de estar vivos, que experimentamos a través de la
afección; es la Vida la que se afecta a sí misma en nuestra afección. La heteroafección
(la afección por otra cosa distinta de la propia afección) es posible solamente sobre la
base de un “poder ser afectados”, de una “autoafección” siempre primera y anterior que
es la experiencia de la Vida misma. Esta Vida, pues, no puede ser reducida a
estructuras intencionales y trascendentes: yo vivo y esta vida se manifiesta a través de
la manifestación de mi capacidad de sentir; la Vida es invisible.
La manifestación de la Vida es nocturna, invisible e interior, porque es
esencialmente inmanente. Y lo invisible se manifiesta más allá de las condiciones de
luz requeridas normalmente: si seguimos el concepto de apariencia, la invisibilidad no
es sino la ausencia de luz; pero si seguimos el concepto de manifestación, la
invisibilidad es el Comienzo absoluto, la “archi-estructura” fenomenológica de la
manifestación. La esencia de esta manifestación es en sí misma oscuridad, porque no
aparece en el reino del día iluminado donde todas las cosas aparecen como esto o
aquello. La inmanencia radical habita consigo misma y no se exterioriza porque
pertenece a la noche (y la esencia de la noche es la oscuridad, sin ningún horizonte de
luz) (Welten, 2011, 163). Esta oscuridad, sin embargo, puede ser entendida también
como una mediación, de forma que las pretensiones de Henry quedarían invalidadas 72.
Sea como sea, lo invisible es, para Henry, el punto de partida de todo tipo de aparecer y
es por ello que es identificado con la revelación misma.

72
La autorrevelaciñn de Dios/la Vida en la “autoafecciñn” de la “carne” presenta la idea de un acceso directo
(sin mediación contingente) a lo absoluto (identificado con Dios/la Vida). Sin embargo, podemos considerar que
tal acceso es imposible, por cuanto, incluso si hubiera una revelación directa de Dios en la oscuridad de la
inmanencia radical, la forma de recibirlo sería siempre contingente y la oscuridad funcionaría como mediación.

147
“L‟invisibilité, ce „ne pas apparaître au monde‟, est d‟un point de vue
phénoménologique, l‟essence de la révélation de Dieu. Dieu n‟est pas un
phénomène parmi d‟autres phénomènes du monde. Dieu n‟apparaît pas,
personne ne l‟a jamais vu, il demeure caché.” (Loc. cit.).73

3.4. - Una nueva teodicea

En esta “teologización” de la fenomenología henryana de la vida, el hombre se


concibe como hijo amado de Dios, hijo amado de la Vida, por el mecanismo que, como
hemos visto (supra, §3.2.2) Henry presenta bajo el nombre de “Filiación trascendental”.
Cuando olvidamos esta condición, los hombres (y las mujeres) caemos, para Henry, en
la trampa de la ilusión ek-stática intramunda, de forma que nos percibimos a nosotros
mismos como un ego y solo pensamos en nosotros mismos, conduciendo nuestra vida
y nuestro obrar como si nosotros mismos (y no la Vida absoluta) fuéramos la fuente de
la que provenimos. Al ignorar la Vida, quedamos presos ante la verdad del lenguaje
(que es la verdad del mundo, la verdad de la historia, la verdad de la ciencia), y nos
sometemos al simulacro y a la mentira que constituyen su esencia: excluimos a Dios y
abandonamos la tarea de pensar nuestra propia ipseidad, aquello que somos cada uno
de nosotros en lo más íntimo y profundo de nuestro ser; tal es el “pecado” al que nos
arrastra la exterioridad del mundo.
Y es que nuestro mundo es, para Henry, el mundo del “Anti-Cristo”, donde los
hombres se han convertido en verdaderos autómatas: seres que no experimentan la
Vida absoluta por la que viven. En la “culpa” o el “pecado” (que no es tanto el
quebrantamiento de los mandamientos de la Iglesia sino el olvido de la Vida),
experimentamos trágicamente nuestra incapacidad de hacer el bien que querríamos
hacer y nuestra impotencia ante el mal; y el mal no es sino la muerte, es decir, la
degeneración en el hombre mismo de su condición original de “hijo de Dios” cuando la
Vida se vuelve contra sí misma en el odio o el resentimiento. Porque, como dice Juan
en su primera carta, el que no ama permanece en la muerte mientras que quienquiera
que ama, nace de Dios: el mandamiento de amar no es una ley ética sino la Vida
misma; Dios mismo (Henry, 1996, 230).

73
“La invisibilidad, ese „no aparecer en el mundo‟, es, desde un punto de vista fenomenolñgico, la esencia de la
revelación de Dios. Dios no es un fenómeno entre otros fenómenos del mundo. Dios no aparece, nadie lo ha
visto nunca, permanece escondido.

148
Frente a esto, Henry nos recuerda que lo que constituye al hombre como
ipseidad original es su capacidad de sentirse a sí mismo en su propia “autoafección”,
una capacidad por la que dicho hombre encauza el camino de la “reconciliación” con
Dios, con la Vida misma. La salvación consiste, pues, en encontrar en la propia vida del
ego, la Vida absoluta que no cesa de engendrarnos; abrazarnos al Único que puede
decirnos qué es el hombre; volver a Dios, esto es, a la Vida. De esta forma, aunque haya
sido comprendida tradicionalmente como la sede del pecado, la “carne”, por ser el
espacio en el que se gesta la “autoafección patética” de la Vida, es también, para el
cristianismo, el lugar de la salvación, que consiste en la “deificación” del hombre, es
decir, en el hecho de re-convertirse en hijo de Dios, volver a la Vida eterna y renacer a
ella. En la resurrección de Jesús, lo que resucita es su “carne” fenomenológica, no su
cuerpo objetivo, de forma que, cuando los discípulos lo ven resucitado, lo que ven es
una manifestación de la Vida absoluta que habíamos olvidado al perdernos en el
mundo, al preocuparnos solamente de las cosas y de nosotros mismos.
Y esto es, justamente, lo que, tanto para el cristianismo como para Henry, Cristo
viene a proponer, pues el objetivo de la venida de Cristo al mundo no es sino el de
hacer al Padre manifiesto a los hombres y así salvarlos del olvido de la Vida en el que
éstos se encuentran. La ética cristiana deriva justamente de aquí: si, como decíamos
antes (supra, §2.5), la “comunidad patética invisible” consiste en un pathos-con
intersubjetivo que reposa en la Vida misma y esta Vida es Dios, la relación con el otro
solo es posible en Dios. Y viceversa: solo podemos relacionarnos realmente con Dios y
reconciliarnos con él en la compasión (de nuevo, en el pathos-con) hacia el “hermano”
(el otro en tanto hijo de la misma Vida por la que vivimos): “os aseguro que cuanto
hicisteis con uno de estos hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Así, la unión
personal con Dios que acontece en la experiencia mística personal como re-ligación
con la Vida invisible (“Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a
tu Padre, que est| en lo secreto” -Mt 6,6) se abre, por la fraternidad cristiana, a una
verdadera relación intersubjetiva (re-ligación con la Vida invisible en y por los otros
vivientes), fundando la esencia de la Ecclesia “patética” de los creyentes.
A pesar de esta respuesta al problema del mal por referencia a la figura de
Cristo, Henry es plenamente consciente de que la justificación del mal es uno de los
dilemas más grandes a los que se enfrenta el pensamiento cristiano, por su defensa de

149
la existencia de un Dios que es, al mismo tiempo, omnisciente, omnipotente y
bondadoso.74 El intento de construir una teodicea que pretenda justificar
racionalmente el mal del mundo frente a la supuesta bondad divina resulta una
empresa imposible: no podemos justificar especulativamente el mal existente y hacerlo
racionalmente compatible con el postulado de un Dios omnipotente y bueno porque
no podemos descubrir intelectualmente ni la esencia del mal (ya que, en casi la
totalidad de los casos, el mal está vinculado a consideraciones socioculturales), ni su
sentido, si es que lo tiene (porque para ello deberíamos poder abarcar el mundo en su
totalidad y conocer las intenciones de Dios), ni su origen (porque aunque podamos
investigar sobre el mismo, jamás podríamos descubrirlo completamente ni desde la
razón sola ni desde la creencia religiosa) (Estrada, 1997, 341 y 342).
La única respuesta ante esta imposibilidad de la teodicea es el abandono
confiado y esperanzador de tipo fideísta o extrarracional mediante la praxis: “si no
podemos resolver el mal como problema teórico, sí es posible clarificar su significado
para la praxis. Lo que justifica al hombre, al abordar el mal, es la lucha contra él” (Ibíd.,
343). Así, el mensaje cristiano respecto del problema del mal se resuelve, a nivel
práctico, en una lucha decidida contra él que ponga el énfasis, sobre todo, en la
transformación interior del sujeto humano (para acabar, al menos, con el “mal moral”).
Es en estos términos en los que podemos interpretar también, quizá, la reflexión
henryana sobre el mal si entendemos que, para Henry, el intento de construir una
teodicea en tanto justificación especulativa de la existencia de un Dios omnipotente y
bueno frente al problema del mal es completamente absurdo, pues el mal solo se revela
en el sufrimiento que nos hace experimentar y éste, en tanto afección, es una realidad
completamente inexplicable mediante el intelecto.
Como en el resto de sus reflexiones, la clave está en entender que el sufrimiento
no se manifiesta originariamente en la exterioridad del mundo, sino solo en la
inmanencia absoluta y autorreferencial de la Vida interior: aunque hablemos del mal
del mundo, el sufrimiento nunca se da en el mundo. Solo si entendemos el sufrimiento

74
Pues, si Dios es omnisciente, conoce el mal; si es omnipotente, podría impedirlo; y, si es absolutamente
bondadoso, querría hacerlo. Luego, ¿cómo seguir defendiendo la existencia de un Dios con tales atributos ante la
indudable presencia del mal en nuestro mundo? O Dios es inconsciente y no conoce el mal; o Dios es incapaz y
no puede eliminarlo; o Dios es malvado y por eso lo permite; o cualquier combinación de las anteriores. Este es
el problema clásico de la teodicea, postulado inicialmente por Epicuro.

150
en su modo propio de darse, que es la interioridad inmanente de la “carne”,
descubrimos que coincide con la condición de posibilidad misma de la Vida, pues la
Vida es pura afectividad y la esencia misma de la afectividad es el sufrimiento (ser
afectado no es sino sufrir/padecer una afección). El sufrimiento es, pues, la misma
esencia de la Vida (supra, Excurso); tal podría ser el sentido de la Cruz y el mensaje que
Cristo quiere transmitirnos al abrazarla: Yo soy la Vida y si yo, que soy la Vida, abrazo
la Cruz, es para que todo viviente entienda que vivir consiste en abrazar la propia Cruz
en que consiste la Vida.
El sufrimiento, para Michel Henry, desvela el modo más originario de la
manifestación: no se trata de sufrir esto o aquello, sino de que la pasión misma, el
pathos mismo se manifiesta a sí mismo en la prueba no intencional de la Vida que se
vive en “carne” propia. Esto es lo que Henry llama “pasividad radical originaria” y que
constituye la esencia misma de la manifestación (supra, §2.2 y §2.3). Como señala
Welten (2011, 156), siguiendo las palabras de la mística cristiana alemana Edith Stein, la
pasividad radical coincide con el sufrimiento, que consiste en tomar nuestra Cruz y
abandonarnos a la crucifixión. Llevar la Cruz es sufrir el abandono de nuestras
verdades mundanas. El conocimiento de esta otra Verdad, que no es la verdad del
mundo, se puede entender, así, como una “ciencia de la Cruz”, que es la esencia misma
del discipulado cristiano, ya que el mismo Jesús dice: “el que no carga con su cruz y
viene detr|s de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 27).
Si Dios no es más que esa Vida por la que cada uno de nosotros vivimos (supra,
§3.1 y §3.2), la presencia del sufrimiento no es una réplica legítima a la afirmación de la
existencia de Dios, sino una prueba (“la” prueba, de hecho) a favor de la misma. El
Comienzo, el ser mismo, el “aparecer del aparecer” que busca toda fenomenología
comprendida como verdadera “filosofía radical y primera”, se manifiesta en el “sufrirse-
a-sí-mismo”, que es la esencia de la “autoafección”. Pero hablar de sufrimiento es
también hablar de gozo, porque en el sufrimiento se realiza el “ser-dado-a-sí”, el
disfrute y alegría del ser; de la misma forma, la alegría remite al sufrimiento, porque se
realiza en el “sufrirse-a-sí-mismo” del ser (Lacroix, 1966, 164 y 165). La unidad del
sufrimiento y el gozo, que es la unidad del ser consigo mismo, constituyen la nueva
teodicea, por lo que la existencia de Dios, en lugar de ser desmentida por el
sufrimiento y la evidencia del mal en el mundo, es corroborada al considerar “el

151
sufrimiento como la substancia de la que está hecha la alegría, como el probar de la
prueba ontológica en la que el Ser se aferra a sí mismo por su propio pathos, en la que
la Vida es la alegría de vivir y así el Bien supremo.” (Henry, 2004, 31).
De esta forma, la respuesta henryana al problema del mal frente a la existencia
de Dios supera la dificultad especulativa de la teodicea, al mover el foco de atención,
de nuevo, al |mbito de la inmanencia radical y “patética” en el que tienen lugar tanto la
emergencia de la subjetividad como la constitución de la realidad (supra, Excurso): si
Dios es la Vida absoluta por la que vivimos y la condición misma de la Vida es el
sufrimiento, la experiencia afectiva del mal (que, además, está necesariamente
vinculada a la experiencia afectiva del bien) solo es un impedimento intelectual, pero
nunca un impedimento práctico/experiencial a la existencia de Dios. Esta reflexión, no
obstante, deja aún abierto el interrogante en torno a aquel mal completamente
desmesurado (el dolor extremo innecesario, la muerte intempestiva y/o repentina, la
injusticia más desmedida, etc.) que no parecen encontrar su justificación ni siquiera en
la experiencia pr|ctica de la esencia “patética” de la Vida:

“Il est beau de montrer l‟unité indissoluble de la souffrance et de la joie.


Mais pourquoi le souffrir humain est-il souvent si douloureux ? Et n‟y a-t-il pas
dans l‟humanité des échecs et des dérélictions d‟où toute joie est évacuée ?
Cela ne manifesterait-il pas jusque dans le sentiment la présence d‟un néant,
une certaine non-coïncidence avec soi qui l‟empêcherait d‟être un pouvoir de
révélation aussi parfait et total ? N‟y a-t-il pas des erreurs et des lacunes de la
présence à soi-même ? Il est vrai que le pathétique de l‟absolu ne consiste pas
dans sa contingence, mais dans son essence. Mais l‟affectivité humaine suffit-
elle à rendre compte de cette essence ?” (Lacroix, 1966, 167).75

3.5. - Conclusión

La constatación de que la esencia radicalmente inmanente de la Vida no puede


ser esclarecida de forma intelectiva lleva a Henry a proponer un acceso a la esfera de
autorrevelación “patética” de la realidad desde la experiencia religiosa (entendida
como “experiencia estética pura”) para no hacer de su propuesta fenomenológica un

75
“Es hermoso mostrar la unidad indisoluble del sufrimiento y del gozo. Pero, ¿por qué el sufrir humano es a
menudo tan doloroso? Y, ¿no hay en la humanidad fracasos y desamparos de donde toda felicidad es eliminada?
¿Esto no manifestaría justo en el sentimiento la presencia de una nada, una cierta no-coincidencia con sí que le
impediría ser un poder de revelación tan perfecto y total? ¿No hay errores y lagunas de la presencia a sí-mismo?
Es cierto que lo patético del absoluto no consiste en su contingencia, sino en su esencia. Pero, ¿es suficiente la
afectividad humana para dar cuenta de esta esencia?” La traducciñn es nuestra.

152
mero proyecto “anti-filosófico” que desemboque en el silencio. Surge, así, una
confrontación (de pretensiones eminentemente filosóficas) entre la fenomenología
radical-material henryana y los textos fundacionales del cristianismo (principalmente,
el Evangelio de Juan) que es acometida en la trilogía filosófico-teológica de la última
etapa del pensamiento henryano y que acaba por evidenciar la similitud entre ambas
propuestas, proponiendo la definitiva identificación de la Vida absoluta con el Dios
Padre del cristianismo desde la reflexión sobre el concepto común de revelación. El
Camino, la Verdad y la Vida que articulan el mensaje de Cristo se presentan, así, como
epítomes de las pretensiones fenomenológicas de la propuesta de Michel Henry.
Este descubrimiento, que permite reconstruir las enseñanzas cristianas a la luz
de la “archi-fenomenología” que, según Henry, éstas albergan internamente, nos lleva a
reconsiderar los conceptos propiamente henryanos (inmanencia, Vida, “carne”,
revelación, pathos, etc.) desde una nueva luz, así como plantear otros nuevos (“Primer
Viviente”, “Archi-Hijo”, “Filiación trascendental”, etc.), encontrando en la mística
cristiana la referencia para superar el prejuicio monista de la visibilidad mundana
contra el que se había postulado la fenomenología radical desde el comienzo. La
tematización henryana del cristianismo, que no es ni mera apologética cristiana, ni
defensa teórica de la fe, ni fenomenología del hecho religioso, ni reflexión teológica
sobre la fenomenología, ni gnosis sapiencial cristiana, sino verdadera “filosofía del
cristianismo”, nos permite plantear una nueva teodicea, en la que la constatación del
mal y el sufrimiento que conlleva no suponen el rechazo de la postura teísta, al ser el
sufrimiento la condición de posibilidad de la Vida y, por tanto, de la autorrevelación
misma de Dios.

153
154
Capítulo 4. - Michel Henry, un metafísico tras la metafísica

“Dans le nom de dieu (…) il y a au moins ceci, l‟indication de la


possibilité, peut-être de la nécessité, d‟être fidèle sans aucun élément de savoir
o de demi-savoir, donc de croyance, d‟être fidèle à ce que j‟ai appelé ici
l‟ouverture, sans laquelle nous ne serions peut-être pas des hommes, mais
simplement des choses parmi les choses, à l‟intérieur du monde fermé lui-
même.” (Nancy, 2009, 30).76

4.1. - El giro teológico como giro metafísico

Como hemos visto anteriormente (supra, §3.1 y §3.2), con Yo soy la verdad,
Henry arranca una tematización del cristianismo que le lleva a plantear que la Verdad
del cristianismo coincide con la Verdad de su fenomenología radical, a saber, que la
Vida (Dios) se autorrevela a sí misma en la inmanencia radical y “patética” de la
“carne”. Sin embargo, para autores como Beat Michel (2018, 191-193), la trilogía
filosófico-teológica de la última etapa de la obra de Henry no responde a una mera
“aplicación” y “puesta en obra” de la fenomenología radical henryana con el pretexto
del cristianismo, como sí ocurre con otros de sus trabajos (particularmente, con Ver lo
invisible, donde la fenomenología henryana se aplica al arte, y con Marx, donde se
aplica al asunto del trabajo y la economía). Estas dos obras son, para Beat Michel, una
puesta a prueba de la fenomenología radical porque, en ellas, lo que permanecía
abstracto e inverificable en el pensamiento henryano es puesto en relación, en un caso,
con el objeto concreto de la obra de arte y, en el otro, con el trabajo concreto de la
producción económica, de forma que esa noción de la afectividad inmanente radical
opuesta al mundo puede ser “concretizada” sin ser, sin embargo, representada.
En el caso concreto de Yo soy la verdad, Encarnación y Palabras de Cristo, sin
embargo, el movimiento no es hacia la concreción, sino hacia una abstracción todavía
más profunda, puesto que se trata de un intento por remontar hacia el origen mismo
de la “autoafección”; un movimiento en el que hace su aparición una nueva forma de
trascendencia (en este caso, la divina) que no tiene nada que ver con la trascendencia
del mundo. La cuestión principal de esta trilogía es la relación de la Vida y el viviente,

76
“En el nombre de dios (…) hay al menos esto, la indicaciñn de la posibilidad, quizá de la necesidad, de ser fiel
sin ningún elemento de saber o de medio-saber, por lo tanto de creencia, de ser fieles a eso que yo he llamado
aquí la abertura, sin la cual quizá no seríamos hombres, sino simplemente cosas entre las cosas, en el interior del
mundo cerrado en sí mismo.” La traducción es nuestra.

155
elemento común al cristianismo y a la fenomenología henryana de la vida77; y esta
cuestión de la relación entre la Vida y el viviente es completamente nueva en la
filosofía de Henry, de forma que el cristianismo le obliga a plantear problemas que no
habían sido todavía objeto de un tratamiento explícito (Ibíd. 193). Podemos decir,
entonces, que más que una mera aplicación de la fenomenología radical al
cristianismo, lo que hace Henry es servirse del cristianismo como fuente de saber (no
intelectual, sino experiencial)78, al modo de una vivencia fenomenológica, que puebla
de nuevos conceptos su filosofía o permite comprender mejor los ya esbozados.
Así, vemos que, a raíz del contacto con el cristianismo, Henry introduce nuevos
conceptos en su fenomenología (“Primer Viviente”, “Archi-Hijo”, “Filiación
trascendental”, etc.); pero, adem|s de esto, también modifica los conceptos ya
introducidos previamente mediante una serie de “desdoblamientos”. La ipseidad se
desdoblar| en el “sí” (la ipseidad “patética” que constituye cada subjetividad) y el
“Archi-Sí” (el “Primer Viviente” entendido también como ipseidad “patética”); por su
parte, la vida se escindirá, como hemos visto (supra, §3.1), en “vida finita” (la del
viviente) y “Vida absoluta” (la de Dios); en el caso de la “autoafección”, también se
producir| un “desdoblamiento” (supra, §3.2.1), entre la “autoafección débil” al estilo del
cogito cartesiano (el sujeto que se afecta a sí mismo) y la “autoafección fuerte” (la
afección de la Vida absoluta a sí misma); la pasividad será interpretada según el nuevo
concepto de “archi-pasividad” (el sujeto ya no es pasivo porque se adhiera a sí mismo,
sino porque la Vida absoluta actúa en él); finalmente, la inmanencia radical, concepto
central en la fenomenología henryana, será también interpretada como teniendo un
carácter doble: la inmanencia como interioridad absoluta del sujeto y la inmanencia
como interioridad de la Vida absoluta en el sujeto (Audi, 2006, 220).
La reflexión sobre el cristianismo nos permite, así, saltar del concepto de “carne”
finita, que ya estaba presente en Filosofía y fenomenología del cuerpo, a una verdadera
“archi-pasividad” de la Vida absoluta, presentada en Encarnación mediante el concepto

77
Como veremos (infra, §4.3), la relación entre la Vida absoluta y la vida finita constituye, no obstante, el gran
escollo que encontramos a la hora de considerar la reflexión henryana sobre el cristianismo como un proyecto de
filosofía general de la religión.
78
Como ya hemos señalado (§3.1), nuestra postura es la de no considerar a Henry como un gnóstico: la
fenomenología henryana no consiste, para nosotros, en una develación intelectual del saber escondido en el
cristianismo, sino más bien la investigación sobre la especial forma cristiana de entender la experiencia de la
autorrevelación (de Dios/de la Vida).

156
de “Primer Viviente”, que remite a Dios-Padre y no es más que el Sí singular en el que
la Vida se abraza a sí misma (Henry, 2004-c, 26). En resumen, lo que tenemos es que,
más allá de la vida finita, existe una Vida absoluta que emerge a través de una
“autoafección fuerte”, cuya inmanencia radical depende del “Primer Viviente” (con el
que se identifica) y que se relaciona con la vida finita en tanto que la pasividad de ésta
tiene su origen en la “arhi-pasividad” de aquélla (que es su prototipo). Estos nuevos
conceptos que Henry plantea son inteligibles en sí mismos (sin referencia teológica) y
constituyen, junto a los conceptos introducidos anteriormente, un todo coherente que
toma la forma de una metafísica no presentista que quiere mantener el mandato
heideggeriano de la diferencia ontológica, aprehendiendo la realidad en su totalidad.
Esto nos permite plantear que, en la última fase del pensamiento henryano, lo que
acontece no es tanto un “giro teológico”, sino un “giro metafísico” del discurso.
La Vida absoluta es la Vida que es capaz de engendrarse a sí misma y que, a
diferencia de la vida singular de cada viviente, sobrepasa la inmanencia del ego. Por
este “sobrepasar” al ego, la Vida absoluta surge, efectivamente, de una forma de
trascendencia, pero de una trascendencia que, como hemos dicho, no es la del mundo,
ámbito que Henry siempre califica de irreal (Michel, 2018, 203). De esta forma, el
concepto de trascendencia, anteriormente reservado para hablar del “Afuera” ek-stático
intramundano, es reintroducido en esta "revisión” de la fenomenología henryana, para
hablar de la auto-donación de la Vida absoluta que acontece en toda modalidad
inmanente de la vida finita. Así mismo, como acabamos de mostrar, muchos conceptos
son reformulados mediante la inclusión del prefijo “archi-”, que, como ya dijimos
(supra, §3.2), refiere al carácter original y arquetípico de estas nuevas nociones;
carácter, así mismo, eminentemente trascendente. Podríamos decir, pues, que la
fenomenología henryana, caracterizada principalmente por su búsqueda de la
inmanencia radical, acaba pervirtiéndose con este “giro metafísico” que acontece por
su viraje hacia la teología.
Pero tampoco se puede acusar a la fenomenología henryana de realizar una
“vuelta a la trascendencia teológica”, como hace Janicaud. La diferencia entre la
significación teológica y la significación fenomenológica de la trascendencia es abolida
a través del sentido específico que Henry confiere al término de inmanencia: la Vida no
es ni más ni menos que la generación continua de sí misma y, con ella, su auto-

157
manifestación continua; y esto es lo que el cristianismo enseña. En el pathos en que
consiste la Vida, no hay ni sujeto ni objeto porque el pathos es pura auto-
manifestación (supra, §2.2 y §2.3) y, por tanto, no se puede comprender el pathos más
que por el pathos mismo, ya que no existe ninguna mediación: no poseemos el pathos,
sino que somos pathos. Para Henry, no hay un Dios en los cielos que, desde allí, se
dirige al género humano; nosotros estamos ya con Dios porque él no es sino la Vida de
nuestra vida misma, el pathos de nuestro pathos.
La cuestión es que, aunque rebase los límites del ego, esta Vida absoluta
identificada con Dios no es nunca considerada como un objeto del pensamiento. En
eso consiste, precisamente, el ataque que dirigen Lévinas, Henry y Marion a la
fenomenología intencional: una noción proyectiva de la conciencia es incapaz de
explicar la relación con Dios. Como señalaba Agustín de Hipona, Dios es intimor
intimo meo, lo más íntimo de nuestra intimidad. Dios es pura inmanencia, de forma
que estamos unidos a Él y buscarlo no es sino rastrear algo que ya teníamos, pero que
habíamos olvidado, al modo de una teoría platónica de la reminiscencia aplicada al
cristianismo (que es en lo que consiste, en definitiva, el gesto agustiniano). Contra la
idea de la trascendencia absoluta, el pensamiento henryano abre, sobre la posibilidad
de una presencia absoluta, la idea de la parusía: puesto que Dios es la Vida, Él es ya
siempre presente; Dios nunca está fuera de nosotros, sino más profundo que nuestro sí
interior; no existen trazas de Dios fuera de nosotros.

“Le problème du concept théologique de transcendance est précisément


qu‟il n‟explique pas comment nous sommes capables de trouver Dieu
intérieurement. D‟un point de vue phénoménologique, cela crée une notion de
Dieu peu attrayante, puisque la transcendance implique toujours une
manifestation d‟objet”. (Welten, 2011, 168).79

Pero ¿cómo podemos decir entonces que Henry desarrolla un replanteamiento


metafísico de su propuesta fenomenológica si, a fin de cuentas, seguimos moviéndonos
en el ámbito de la “autoafección” de la Vida a sí misma en la inmanencia radical y
“patética” de la carne? Quiz| podemos entender, como hace Beat Michel (2018, 207-
213) que la Vida absoluta de la que habla Henry en esta última etapa de su

79
“El problema del concepto teolñgico de trascendencia es, precisamente, que no explica cñmo somos capaces
de encontrar a Dios interiormente. Desde un punto de vista fenomenológico, esto crea una noción de Dios poco
atrayente, porque la trascendencia implica siempre una manifestaciñn de objeto.” La traducción es nuestra.

158
pensamiento, aparece ahora como una verdadera hipóstasis metafísica, al estilo de una
especie de “sustrato” de los vivientes (es decir, como aquello en que “consisten” los
vivientes en un sentido ontológicamente fuerte) y, como tal, funciona como el
elemento que acomete, de manera definitiva, la cristalización de la fenomenología
radical henryana como verdadera filosofía radical y primera y el indiscutible “giro
metafísico” de la propuesta: la Vida es el sustrato de los vivientes como la materia (en
general) es el sustrato del mundo material.
Sin embargo, como el propio Michel señala, no podemos entender la idea de la
Vida como sustrato de los vivientes en el sentido de la ousía aristotélica (la sustancia,
“lo que subyace a los accidentes”) porque, en ese caso, los vivientes serían reducidos a
meras fluctuaciones accidentales de una Vida absoluta que asumiría todo el ser y
estaríamos en el caso de una vida finita que sería impersonal, anónima e inconsciente,
al ser un mero accidente (idea que Henry critica fuertemente desde su concepto de la
ipseidad “patética”). Pero tampoco podemos considerar la idea de la Vida como
sustrato de los vivientes en el sentido de la hyle aristotélica (sostén material
completamente pasivo “que es informado por el eidos”) porque, en este segundo caso,
la Vida absoluta se convertiría en una simple materia bruta, informada por el viviente,
y no tendría, pues, la característica esencial de la “archi-pasividad”, además de que
dejaría de ser absoluta. Evidentemente, si la Vida es el sustrato de los vivientes, esto
quiere decir que entre los vivientes y la Vida hay una relación de dependencia absoluta:
los vivientes necesitan de la Vida; pero esto no es suficiente.
Beat Michel nos propone, así, entender que la Vida puede ser concebida como
sustrato de los vivientes en el sentido de la “superveniencia”. La “superveniencia” es
una relación de dependencia entre propiedades según la cual, dos entidades tendrán
las mismas propiedades resultantes (“supervenientes”) si tienen las mismas
propiedades básicas (en nuestro caso, si tienen el mismo sustrato) y propiedades
resultantes diferentes si tienen propiedades básicas diferentes. Lo interesante es que la
“superveniencia” no es una relación simétrica: dos entidades pueden tener las mismas
propiedades resultantes, pero distintas propiedades básicas. 80 La “superveniencia”

80
El ejemplo típico para entender la “superveniencia” es el caso de la mente: si las propiedades psicológicas
supervienen a lo físico (lo cerebral), dos personas que sean físicamente indistinguibles, serán psicológicamente
iguales y si son psicológicamente diferentes, deben también ser físicamente diferentes; pero pueden ser
psicológicamente iguales y no ser físicamente iguales.

159
formaliza el carácter hilemórfico de la relación entre la Vida y los vivientes que
estamos intentando caracterizar sin reducir la Vida a la mera “materia” en sentido
habitual y permite aplicar otras características a la relación, como, por ejemplo, la
posibilidad de que el sustrato de diferentes entidades “supervenientes” sea el mismo,
como ocurre con la Vida y los vivientes: la Vida es la misma para todos los vivientes,
pero cada viviente “superviene” en o desde una parte.
En las relaciones de “superveniencia” es posible considerar que una misma
entidad resultante “supervenga” desde diferentes partes del sustrato. La “Canción del
pirata” de José de Espronceda “superviene” simult|neamente en múltiples soportes
(múltiples ejemplares de la misma edición en papel o varias pantallas de ordenador,
por ejemplo). Sin embargo, esta característica de la “superveniencia” no podría
aplicarse en nuestro caso, ya que no hay múltiples copias de un mismo viviente: la
noción de ipseidad “patética” del viviente implica que la “superveniencia” de cada
viviente a la vida es único. “Las meninas” de Vel|zquez, en tanto original, constituye
un ejemplo de esta “superveniencia” única: aunque pueda haber copias del cuadro, la
entidad en tanto original no tiene una relación múltiple con su sustrato, ya que si el
lienzo y los pigmentos de la pintura no son justamente esos, ya no es “Las meninas” de
Velázquez sino, justamente, una copia.
La emergencia de la ipseidad en tanto viviente es un evento que cambia
completamente el carácter del sustrato porque es una singularidad en la uniformidad
del sustrato, un evento irreversible; y este evento se repite cada vez que aparece un
viviente. El paso de la Vida al viviente necesita una entidad intermediaria,
precisamente para asegurar la singularidad de ese evento. La Vida no es ella misma el
viviente en potencia, porque es puro sustrato, pero engendra al viviente en potencia: el
“Archi-Hijo”, quien actúa como intermediario. Por eso somos “hijos en el Hijo”,
vivientes en la Vida por el “Primer Viviente”. Esta concepción de la Vida como sustrato
del viviente que “superviene” a ella presupone que Henry está intentando construir una
verdadera metafísica de la Vida y reduce el problema de la relación entre la Vida
absoluta y los vivientes: el viviente está y es en la Vida, de forma que la Vida no es sino
aquello en lo que está inscrito el viviente. Dado que comprendemos más fácilmente el
concepto de viviente que el de Vida absoluta, la conexión fuerte entre los dos por la
noción de sustrato, nos hace la Vida más inteligible (Loc. cit.).

160
No obstante esta interesante reflexión, son varios los autores que señalan que,
de la misma forma que no podemos decir que en el pensamiento henryano acontezca
un verdadero viraje hacia la teología, tampoco podemos decir que se produzca una
reflexión metafísica como la que acabamos de presentar, de la mano de Beat Michel.
Como señala Ruud Welten (2011, 164), para la fenomenología, la afirmación “Dios es la
Vida” no tiene sentido si no es comprendida en términos de experiencia o de sensación
y, por esta razón, la aserción es plenamente fenomenológica y no metafísica. Si
planteamos que Henry concibe una identificación realmente metafísica de Dios con la
naturaleza o con la Vida, tendríamos que decir que Henry defiende una suerte de
panteísmo y tal no parece ser el caso. Nosotros sí mantendremos aquí, por lo expuesto,
que se puede entender el tratamiento del cristianismo que Henry lleva a cabo en sus
últimas obras como un intento de reconstrucción metafísica de su propuesta
fenomenológica; intento que, como trataremos de mostrar en el siguiente epígrafe,
tomar| la forma de una verdadera “deconstrucción del cristianismo”.

4.2. - Henry y Nancy: más allá de la creencia

En el epígrafe anterior, hemos intentado caracterizar el “giro teológico” de la


fenomenología henryana de la vida como un “giro metafísico” de su propuesta
filosófica, dado el “desdoblamiento” de los conceptos que acontece en la última etapa
de su obra. Pero, ¿cómo podemos concebir que este “desdoblamiento” conceptual se
produzca desde la reflexión sobre una tradición religiosa concreta (a saber, el
cristianismo) sin que la propuesta pierda, por ello, su carácter propiamente filosófico?
O, por otro lado, ¿qué papel debe recuperar o construir nuevamente la religión en
nuestras sociedades actuales, claramente post-religiosas y post-metafísicas? ¿Podemos
recuperar el elemento esencial de la experiencia religiosa en sí misma, al margen de los
credos de las distintas religiones positivas? (esto es: ¿existe una fe al margen de las
creencias?). Y si es así, ¿qué utilidad o valor presenta para el ser humano en tanto
individuo o para la constitución y mantenimiento de nuestras sociedades? Y frente a
todos estos problemas, ¿cuál es la tarea de la filosofía, del pensamiento en general, para
con la tradición religiosa?, ¿cómo hacemos frente a los debates en torno a la religión
que surgen en el seno de nuestras contemporáneas sociedades occidentales?

161
Para intentar responder a todas estas preguntas y, al mismo tiempo, ofrecer una
valoración del papel que la propuesta henryana puede desarrollar en el ámbito del
pensamiento occidental contemporáneo en lo que a la reflexión sobre la religión se
refiere, queremos interpretar el señalado “giro teológico” (ahora presentado como “giro
metafísico”) de la fenomenología henryana de la vida como un caso ejecutivo de la
propuesta de “deconstrucción del cristianismo” que nos presenta Jean-Luc Nancy,
filósofo francés emparentado con el autor objeto de la presente tesis por su pertenencia
al movimiento fenomenológico. Y todo porque, tanto para Nancy como para Henry, la
tarea de la filosofía, más allá de un intento de salvar la religión o retornar a ella
(intento que no haría sino aumentar el estado ya crítico de la misma y abrir el camino a
fundamentalismos que atenten contra la libertad y la dignidad humanas), consiste en
abrir la razón a la limitación que constituye su verdad recogiendo el vacío sin
herederos que deja la “apertura” y hundimiento de la fe.
En esta “apertura” de la razón a la limitación que, al mismo tiempo, la
constituye, el pensamiento tiene que seguir intentando descubrir lo que significa la
palabra “hombre”, pero poniéndola en relación con la especial dimensión de lo
absoluto. Mediante este movimiento, la racionalidad debe también recoger, no
obstante, la agonía en la que se encuentra la civilización del humanismo, tomando
conciencia del estado de descomposición visible del cristianismo (provocado, quizá,
por el control dogmático e institucional de la promesa de salvación). Esta tarea queda
aún pendiente al no haber sido capaces ni la filosofía-metafísica, ni la poesía, ni la
ciencia de recoger esa piedad esencial que pone en relación a la razón con lo
incondicionado que ella misma exige. Por eso la propuesta de Nancy (que, en nuestra
opinión, recoge Henry) es la de desarrollar (o más bien dejar acontecer) una
“deconstrucción del cristianismo” (o, de manera más general, del monoteísmo), que
funciona como una “metafísica tras la metafísica”, una metafísica post-metafísica, una
“transmetafísica”.
La civilización de la emancipación de la razón ha abandonado la razón misma
en pos del entendimiento, pues el recuerdo de la exigencia que la razón representa no
llega al corazón del vacío, confundiéndose con el nihilismo. Y lo que observamos,
según Nancy, no es un agravamiento del nihilismo sino la posibilidad de una
surrección hiperreligiosa, una inclinación (super)religiosa de nuestra civilización que

162
amenaza con retrotraernos a un estado pre-moderno o pre-ilustrado del que los
movimientos terroristas y fundamentalistas no son más que el vértice superficial. Las
racionalidades se atascan en el entendimiento y las religiones instituidas prolongan sus
tradiciones ya superadas, de manera que se produce un ahondamiento en el vacío que
provoca una creencia en la posibilidad de que dichas religiones lleguen a inflamarse;
los elementos que la Ilustración no supo esclarecer ni erradicar completamente se
presentan ahora desde un tono mesiánico, místico, profético, adivinatorio y
vaticinador, cuyos efectos pueden ser más devastadores que todos los movimientos de
exaltación rupturista hasta ahora conocidos (Nancy, 2005).
La filosofía, desde aquí, asiste a una intimidación que arranca de la propia
exclusión que ella hubo proferido sobre la religión (de la que ésta, la filosofía,
secretamente, no dejaba de nutrirse). Así, al volverse el mundo mundial (por el
desarrollo de los procesos de globalización) y mundano (por eliminación de los “tras-
mundos”), se hace imposible mantener la afirmación de que el sentido del mundo debe
encontrarse fuera del mundo, puesto que ya no hay un “Afuera del mundo”. Esto
confirma la “deconstrucción” de la noción misma de sentido. Todo el pensamiento
contemporáneo (sobre todo desde la tradición continental) parece indicar la necesidad
de que la razón aclare su propia oscuridad; y ello, no siendo de nuevo iluminada por las
luces de la Ilustración (que no han resultado muy esclarecedoras), sino dejando que lo
oscuro emita su propia claridad a través de una “declosión” de la razón (“desclausura-
desapertura” de la clausura de la metafísica -esto es, la superación de las herencias de
la filosofía y la religión-) (Nancy, 2005). Por eso entendemos que la especial lectura de
la invisibilidad como condición de posibilidad de la revelación que nos propone Henry
desde el ya señalado “giro metafísico” (supra, §3.3 y §4.1), puede ser entendida como
una ejecución de la “declosión” de la razón anunciada por Nancy.
Para Nancy, la metafísica (en el sentido de la crítica nietzscheano-
heideggeriana) designa la representación del ser en tanto que ente presente e instala
más allá del mundo una presencia fundante y garante, de suerte que encierra el ente
sobre su propia onticidad. La clausura de este paradigma es el cumplimiento (y, por lo
tanto, acabamiento) de esa totalidad que se piensa acabada en su autorreferencia,
generando un agotamiento: la autorreferencia inmoviliza y paraliza al ser mismo y la
disociación en los dos regímenes que el paradigma establece (la inevitable realidad

163
empírica y la inaccesible realidad o surrealidad inteligible) se revela como ilusión
fantasmática. Los críticos de la metafísica, sin embargo, saben que la desestabilización
del sistema del ente en su totalidad arranca en realidad del interior mismo de la
metafísica: la metafísica se “deconstruye” constitutivamente y “declosiona” en sí misma
la certidumbre de un mundo fundado en la razón, fomentando el desborde de su
propio principio de razón. La clausura no es transversal al curso de la historia sino
longitudinal: desde el comienzo y sin discontinuidad, todo tipo de saber y discurso
racional meditan el extremo de la razón en un exceso de y sobre la razón; la clausura
siempre se “declosiona” de sí misma (Nancy, 2005).
Así, observamos que Occidente no nace tanto de una ruptura con un mundo
entero de creencias a través de la luz de la razón sino de una metamorfosis del vínculo
general con el mundo, de modo que lo inaccesible toma un lugar significativo en el
saber y en la praxis: desde que se habla de “cosas serias” no se habla más que del
alogon, como dimensión extrema y excesiva del logos, dimensión que la razón
introdujo con ella misma. La condena al cristianismo desde la filosofía sólo puede
dejarnos perplejos una vez que hemos comprendido que el cristianismo no se produjo
solamente como religión, sino como conjunción de la experiencia religiosa del pueblo
judío y del pensamiento filosófico griego, y que no es más que el paradigma resultante
de dos o tres siglos de desencantamiento de la cultura mediterránea en el que se
representa simultáneamente la colaboración y la confrontación entre fe y razón. Por
otro lado, vemos también que la Reforma y la Ilustración ridiculizaron el pasado de
Europa estableciendo un descrédito general ligado a las nociones de “oscurantismo” y
“superstición” que no se atiene realmente a la dimensión de la religiosidad.
La idea es que la crítica a la religión no debe contentarse con partir de un juicio
de “primitivismo” que enaltece los conceptos de racionalidad, libertad y autonomía
como “remedios” para una gran enfermedad civilizatoria (la religión). A veces, es
necesario emanciparse de un discurso emancipatorio como éste. La crítica de
Nietzsche, en lugar de simplificarse como mera constatación del carácter patológico de
la cultura, debe entenderse como descubrimiento de un enfermedad congénita de
Occidente que, más que de un accidente patógeno, habla de la esencia misma del
propio Occidente y, así, de otro tipo de “salud” civilizatoria que no tenga por qué
satisfacer las normas de la crítica fácil (supra, Excurso). La acusación al cristianismo (y

164
con él, al resto de religiones) debe llegar más allá, hasta la pregunta por las condiciones
que han posibilitado la dominación religiosa de un mundo que encuentra, en esta
misma dominación, las armas para combatirla. El cristianismo, para Nancy, designa la
exigencia de abrir una alteridad o una alienación incondicional (no “indeconstruible”)
en este mundo, lo que le lleva a asumir de la forma más radical y expresa la dimensión
“a-lógica” del propio logos (Nancy, 2010, 35-45).
Es por esto que el cristianismo mismo (y, de esta forma, los diferentes
monoteísmos a través de él y el resto de religiones “pre-monoteístas” a través de ellos)
designa, para Nancy, el movimiento de su propia “deconstrucción”: si el cristianismo
no es, en resumen, más que el precepto de vivir en este mundo como fuera de él,
entonces el propio cristianismo “declosiona” en su gesto esencial la clausura que el él
mismo construye a través del aparato de la metafísica de la presencia; el propio
cristianismo es la salida de sí mismo, por decirlo con otras palabras. El argumento
anselmiano de la existencia de Dios, esbozado en el Proslogion, es una prueba de la
inscripción de la “declosión” en el corazón mismo de la tradición cristiana: el
argumento de Anselmo de Canterbury se apoya en el hecho de que el pensamiento no
puede evitar pensar que piensa un exceso sobre sí mismo (no puede evitar pensar el
máximo del ser que puede pensar, pero también un exceso sobre dicho máximo, pues
éste puede pensarse en relación a la existencia de algo que excede el poder de pensar);
y este movimiento constituye a la razón en su incondicionalidad o en su absolutidad e
infinidad de deseo (Nancy, 2005, 7-27).

4.2.1. - Deconstruyendo el cristianismo

La “deconstrucción del cristianismo” parece presentarse, así, como la solución


no especialmente procurada por nadie sino inscrita de antemano en el cristianismo (y
antes, en el monoteísmo en general) ante las circunstancias especiales por las que
transitan nuestras sociedades contemporáneas post-religiosas y post-metafísicas, pero
amenazadas por la emergencia de la hiperreligiosidad, tal y como hemos señalado en la
Introducción. Pues bien, ¿a qué se refiere realmente Nancy con esta idea de la
“deconstrucción del cristianismo” y en qué consiste tal movimiento?, ¿en qué medida
responde a esta propuesta el “giro metafísico” henryano? Y si ya forma parte del

165
corazón de la tradición cristiana misma y está posibilitado o incluso motivado por ella,
¿qué más o qué menos habría de hacer el pensamiento filosófico en su desarrollo y
cumplimiento efectivo, si se puede hablar en estos términos?, ¿por qué, entonces, no
hemos sido testigos ya de esta “aclaración” de la oscuridad de la razón a través del
exceso desde sus propios límites que el propio cristianismo le habría comportado?, ¿o
es que precisamente este “no ser testigos” forma parte de la “desclausura”
(“desapertura”) en que consiste la “declosión” de la razón?
Aunque muchas de estas preguntas queden en el aire (y no por ello invaliden el
pensamiento al que refieren sino, más bien, lo inauguren realmente), el mismo Nancy
nos dice, en este punto, con algo más de claridad:

“Por „deconstrucciñn del cristianismo‟ trato de designar un movimiento


que sería a la vez de análisis del cristianismo (…) y de desplazamiento propio,
con transformación, del propio cristianismo sobrepasándose, abriéndose y
dando acceso a recursos que implica y oculta a la vez. En lo esencial se trata de
esto: no sólo el cristianismo se aparta y se exceptúa de lo religioso, sino que
designa, por el hueco que deja, más allá de él, el lugar de lo que deberá
terminar por eludir la alternativa primaria del teísmo y el ateísmo.” (Nancy,
2006, 11, nota 4).

Por eso hemos querido considerar que la lectura henryana del cristianismo es
un caso ejecutivo de esta “deconstrucción del cristianismo” de la que habla Nancy: lo
que hace Henry es, justamente, un análisis del cristianismo que, al mismo tiempo,
efectúa una “apertura” en el seno del mismo, dando acceso a esa “arhi-fenomenología”
que el propio cristianismo “implica y oculta a la vez” (ver la cita anterior). Es el
cristianismo mismo el que permite la lectura fenomenológica (y, por ende,
específicamente filosófica) que Henry hace de él; y esto es lo que Nancy pretende
mostrarnos. Como Esposito nos señala (2004, 142), “Nancy anuda un lazo hasta tal
punto estrecho entre cristianismo y secularización que sitúa en esta última no sólo la
línea de fuga, sino la esencia y el presupuesto mismo del primero”; es decir, que, para
Nancy (y, con él, también para Henry), el cristianismo es a la vez forma y contenido de
su interminable autosuperación, al producir un sentido que implosiona continuamente
en una especie de movimiento de recogida sobre sí mismo. Se ha cumplido la sentencia
de Gauchet que presentaba al cristianismo como “religión de la salida de la religión”.

166
Y al mismo tiempo, sin embargo, evidenciamos, con Derrida, que la
“deconstrucción del cristianismo” (que Nancy pareciera establecer como el principal
mecanismo a la hora de abordar los debates actuales en torno a la religión) es algo tan
necesario como imposible, por cuanto no basta con no creer en Cristo o con
presentarse como no-cristiano para desarrollar un discurso y una actitud plenamente
descristianizados: todos habitamos, siempre ya, desde el interior de nuestro ser
ciudadanos de Occidente, en el corazón mismo del cristianismo. Por eso Henry
“prueba” su propuesta fenomenológica en el seno de esta tradición religiosa y no en
otra(s); pero también por eso podemos decir de Henry que es un intelectual cristiano
incluso cuando no está hablando de cuestiones teológicas. Y más allá, haciendo resonar
las cuestiones que antes plante|bamos: la propia “deconstrucción del cristianismo” es,
por la aporía esencial que la constituye, inviable, inalcanzable e irrealizable en sí
misma; en este punto, el texto de Esposito es esclarecedor en grado máximo:

“Eso significa que la deconstrucciñn del cristianismo es no sñlo un


proyecto imposible, como dice Derrida, sino que ella tampoco es un proyecto -
sino más bien un hecho, un acontecimiento ya en obra desde hace dos mil años
y por tanto ni deseable ni producible en cuanto tal. ¿Cómo se puede salir de
algo que, en último análisis, coincide con su propia exterioridad? El
cristianismo no es deconstruible porque no es nada distinto de su propia
deconstrucción - del mismo modo que, podría concluirse, la deconstrucción es
un procedimiento esencialmente cristiano: al menos si se interpreta al
cristianismo no tanto como una doctrina o una fe sino como el punto de
apertura de nuestra historia, incluso de toda idea de historia.” (Ibíd., 142 y
143).

Pero ¿a qué nos debe llevar la llamada a la “deconstrucción del cristianismo” que
Nancy nos lanza si, como hemos visto, tal movimiento es, por definición, imposible?
“Deconstruir el cristianismo” quiere decir, quizá, justamente esto: buscar, identificar e
interpretar, no ya el núcleo de un pretendido cristianismo auténtico y originario que
estaría ahora siendo desvirtuado por su cristalización dogmático-ecclesial, sino el
elemento esencial de sentido que ha hecho posible toda otra construcción,
acumulación o disolución posterior del sentido y que tanto Nancy como Henry buscan
en el propio dogma cristiano: la encarnación, el hecho mismo de la unidad
consustancial entre dos realidades distintas (el Dios ajeno al mundo y el mundo mismo
en el cuerpo objetivo de un hombre) es, para ambos autores, la clave de bóveda desde
la que entender la especificidad del cristianismo; en la encarnación, una naturaleza -la
167
divina- entra en contacto con otra que le es radicalmente opuesta -la humana- y
cohabita con ella en el cuerpo de Cristo.81 “En otras palabras, la deconstrucción del
cristianismo, en lugar de abrir una diferencia en su léxico conceptual, acaba por dejar
intactas las categorías mismas que se propone deconstruir.” (Ibíd., 144).
Se hace necesario, antes de proseguir, una aclaración que, no obstante, ya
hemos advertido anteriormente: Nancy habla de “deconstrucción del cristianismo”
para referirse, antes m|s bien, a toda una “deconstrucción del monoteísmo” (y del resto
de sistemas religiosos no monoteístas en tanto éstos desembocan en él, de alguna
forma, o pueden ser entendidos como “estadios anteriores” -sin caer en la defensa de
un estricto evolucionismo cultural o religioso-), por cuanto el monoteísmo es el
“cuerpo de pensamiento que habría organizado inicialmente, de modo matricial o
directriz, si no a Occidente mismo, al menos a su condición de posibilidad.”(Nancy,
2006, 53): el triple monoteísmo define una especificidad mediterráneo-europea
consustancial al nacimiento mismo de las estructuras civilizatorias de Occidente (y no
meramente accidental en relación a ellas), que seguiría presente aún hoy en día y que
habría sido exportada al resto del mundo, vía los procesos globalizadores, en forma de
una transcripción no religiosa de la monocultura vinculada al monoteísmo: la
monovalencia del valor expresada mediante la validez universal de la ley de cambio
monetario y la producción de valor agregado en base a esta equivalencia. “Los rasgos
más notables de la aprehensión moderna del mundo, y a veces sus rasgos más
visiblemente ateos, ateístas o ateológicos, pueden y deben ser analizados en su
proveniencia estricta y fundamentalmente monoteísta.” (Ibíd. 54 y 55).
Pero, ¿por qué centrarse específicamente en el cristianismo, entonces? En
realidad, Nancy querría hablar lo menos posible del cristianismo porque su deseo es
desarrollar un “tachado” sobre este nombre y sobre el conjunto de referencias al que
remite, ya que su objetivo principal es, realmente, el de seguir el movimiento que el
término “cristianismo” ha escondido desde sus orígenes: el de la salida de la religión y
la expansión de un mundo ateo. Pero puesto que es necesario limitar el análisis, Nancy

81
En la página 145 del texto que venimos comentando, Esposito dice: “Lo que es completamente inconcebible
para toda la cultura antigua es, en suma, la posibilidad de una existencia situada en el punto de cruce y de tensión
entre dos sustancias heterogéneas, de una existencia constituida precisamente por esta heterogeneidad. ¿Cómo
una persona puede contener dos naturalezas no solamente diferentes, sino opuestas en todo, tal y como la
naturaleza perfecta e infinita de Dios y la naturaleza corruptible y sufriente del hombre? Y sobre todo, ¿cómo un
Dios puede alterarse, desfigurarse, expropiarse hasta el punto de asumir realmente la carne de un mortal?”

168
se centra en la forma de monoteísmo “m|s europea” y que ha acompañado a la
occidentalización del mundo, a causa de esto, en mayor medida (el cristianismo),
distinguiendo en qué Occidente es profundamente cristiano, en qué el cristianismo es
occidental por destinación y en qué se pone en juego la dimensión esencial del
monoteísmo entero a través de la occidentalidad cristiana. Para ello, no obstante, se
respetarán dos condiciones: a) la de considerar la interacción constante en el
monoteísmo de su triple determinación y b) la de velar para no olvidar los elementos
que conectan al judaísmo y al islam en tanto pertenecientes también al cristianismo
mismo, a la occidentalización del monoteísmo y a su mundialización.
La “deconstrucción del monoteísmo”, esto es, “la operación que consiste en
desarmar los elementos que lo constituyen, a fin de intentar discernir entre ellos y
como detrás de ellos, en retirada de la construcción, lo que hizo posible su armado, y
que nos resta aún quizás, paradójicamente, por descubrir y pensar como el más allá del
monoteísmo en tanto que él mismo está mundializado y ateizado” (Ibíd., 55) se torna,
así, en una “deconstrucción del cristianismo” que, sin negar ni tachar al propio
cristianismo de oscurantismo (como hace cierto racionalismo ridiculizante), pero sin
volver tampoco nuevamente a él (o a la religión en general), se preguntara por aquello
que podría llevarnos a un núcleo de sentido bajo el mismo cristianismo, bajo el
monoteísmo y bajo Occidente; una fuente que nos permitiera ir, en nuestro análisis de
la sociedad y la religión, más allá de las categorías cristiano/anticristiano,
monoteísta/ateísta/politeísta, etc.; un punto que supusiera a la vez el origen perdido y
el futuro imperceptible del mundo que se llama a sí mismo “moderno” (Nancy, 2005,
51-68). Pero, ¿cuál es realmente la característica especial del cristianismo que lleva a
Nancy a fijarse en él como “paradigma” de su propuesta de “deconstrucción del
monoteísmo” y por qué Henry repite el mismo gesto?
Como el propio Nancy señala, el cristianismo ha sido más que una religión: ha
sido la inervación de un espacio mediterráneo que buscaba para sí un sistema que
cohesionara y diera sentido a los ya fijados sistemas del derecho, de la ciudad y de la
razón. El mundo greco-romano fue el mundo del hombre mortal: en dicho mundo, la
muerte era irreparable, la muerte era la cara irreconciliable de la vida (frente a la
convicción, en otras culturas, de que la muerte era una “otra-vida” después de la vida).
El cristianismo, reinterpretando un aspecto del judaísmo, propuso la muerte como

169
verdad de la vida y abrió, así, en la vida, la diferencia de la muerte (la vida podía
saberse inmortal y salvada). Así, alrededor de lo que fue llamado la “vida eterna” (no la
vida indefinidamente prolongada, sino sustraída del tiempo en el curso mismo del
tiempo) se desarrolló el giro de civilización que renovó la energía “occidental”: a
diferencia de la vida del hombre antiguo (medida por su tiempo) y la de las otras
culturas (en continua relación con la vida de los muertos) la vida cristiana “vive en el
tiempo fuera del tiempo”; o más simplemente: el cristianismo consiste, ya lo hemos
dicho, en estar en el mundo sin ser del mundo (es decir, sin satisfacerse de adherirse
inherentemente a “lo dado”).
Por esta característica esencialmente cristiana de “estar en el mundo sin ser del
mundo” es por lo que podemos entender que Henry encuentre, precisamente en el
cristianismo, el reflejo de su fenomenología radical-material: el rechazo del “monismo
de la trascendencia”, la búsqueda del espacio de absoluta inmanencia radical en el que
la Vida se autogenera a sí misma (y con ella, a cada viviente) en su propia
“autoafección” y la especial consideración de la revelación como automostración y
donación de esa Vida al margen de la visibilidad del “Afuera intramundano” es,
justamente, un intento de “estar en el mundo sin ser del mundo”. Y todo ello sin
necesidad de desarrollar una apologética cristiana: no se trata de interesarse en el
cristianismo por ninguna virtud religiosa, moral, espiritual y/o salvadora, en cualquiera
de los sentidos que las profesiones de fe cristiana han depositado en él; sino porque
solo desde la “declosión” que el propio cristianismo encierra e inaugura, es posible
entenderlo como una propuesta fenomenológica. En esto consiste la “deconstrucción
del cristianismo” que Henry reproduce, siguiendo consciente o inconscientemente los
pasos de Nancy (incluso antes quizá de que éste los haya iniciado).
La idea es advertir que el cristianismo y, con él, todo Occidente, se
“deconstruye” a sí mismo y, “deconstruyéndose”, “declosiona” nuestro pensamiento:
allí donde la razón de la Ilustración jugaba el deber de cerrarse a toda dimensión
“exterior”, conviene romper la clausura para comprender que es de la razón y por ella
que viene el crecimiento y la pulsión de la relación con el infinito “Afuera”.
“Deconstruir el cristianismo” quiere decir abrir la razón a su razón misma, incluso a su
‘des-razón’ [déraison] (Nancy, 2010, 35-63). Henry repetirá este movimiento de manera
invertida: la “deconstrucción del cristianismo” que, a nuestro entender, Henry

170
vislumbra o deja acontecer por y desde sus reflexiones sobre la tradición cristiana es
una “declosión” del pensamiento no en lo infinitamente “exterior”, sino en lo
absolutamente inmanente e interior, toda vez que, como ya hemos explicado (supra,
§3.1 y §3.2), para Henry, Dios no es el enteramente Otro trascendente que habita fuera
del tiempo y del espacio, sino el Sí-mismo radical de la Vida misma por la que cada
uno de nosotros es un sí-mismo, una ipseidad “patética” corporeizada.
Pero ¿cuáles son los principales rasgos del carácter “auto-deconstructor” del
cristianismo? Nancy esboza cinco: en primer lugar, el cristianismo (y, con él, toda
forma de monoteísmo) es en realidad ya un modo de ateísmo, por cuanto la unicidad
de Dios significa el retiro de lo divino fuera de la presencia y, pues, la imposibilidad de
desarrollar las relaciones de amenaza o asistencia propias del esquema politeísta (en la
figura de Cristo, es justamente la renuncia al poder divino y a su presencia lo que se
convierte en el acto propio de Dios); en segundo lugar, el triple monoteísmo (y el
cristianismo en mayor medida) se desmitologiza al traducirse en términos que no son
los de un relato fundador ejemplar, sino los de una simbólica descifrada en la
condición humana; en tercer lugar, el cristianismo no se presenta como un cuerpo de
relato y mensaje, sino como una composición entre el judaísmo del que proviene y se
separa, la filosofía greco-romana que le da el “marco intelectual” y el islam al que
rechaza pero con quien co-pertenece a la tradición abrahámica; en cuarto lugar, el
cristianismo no es tanto un cuerpo de doctrina como un sujeto en búsqueda de su
propia identidad, lo que establece la cesura entre el mundo antiguo y el mundo
cristiano occidental y anticipa la salida de la religión; finalmente, el cristianismo está
comprometido desde su comienzo en un proceso perpetuo de autorrectificación o de
autosuperación (Nancy, 2005, 51-68).
Retomemos, pues, de nuevo, el estribillo: para Nancy, el cristianismo es por sí
mismo y en sí mismo una “deconstrucción” o una “autodeconstrucción” que, al
excederse, daría, además, las claves sobre cualquier otra posible forma de
“deconstrucción” a la que tuviéramos que hacer frente. El cristianismo se desacraliza,
se desmitologiza y se seculariza tan constante e irreversiblemente que podríamos decir
que, desde que hay cristiandad, ésta entra en “deconstrucción” y “declosión”. Pero,
recogiendo alguna de nuestras cuestiones anteriores: ¿no tenemos que hacer, entonces,
nada más? Dejemos que de nuevo sea el propio Nancy el que nos aclare este punto:

171
“Il faut donc en même temps accompagner jusqu‟à sa dernière
extrémité le mouvement d‟autodéconstruction du christianisme et renfoncer le
mouvement symétrique de déclosion de la raison. Il ne faut pas retour à l‟esprit
du christianisme, ni à l‟esprit de l‟Europe ou de l‟Occident. Il faut au contraire,
refusant toute espèce de « retour », et plus que tout le « retour du religieux »
qui est le plus lourd de menaces, aller plus loin dans ce qui fait l‟invention de
cette civilisation désormais mondialisée, peut-être perdue, peut-être en fin de
course mais peut-être aussi capable d‟une autre aventure.” (Nancy, 2010, 42).82

4.2.2. - ¿Qué podemos recuperar de la religión?

Como hemos visto, la invitación de Nancy y Henry no consiste en una


recuperación nostálgica de la religión, pero tampoco en un rechazo categórico de la
misma. La aventura de la invención de una nueva civilización nos pone bajo la
obligación de construir un mundo sin Dios (sin seguridad de sentido) pero sin deseo
de la muerte. Así, observamos, como en Heidegger, que se hace necesario tocar el
fondo del abismo al que nos conduce el nihilismo para, desde allí, generar el salto
inverso que nos devuelva a la estabilidad, aunque ésta habite siempre ya en la aporía y
el desconcierto. Se trata de caminar “sin Cristo y sin Sócrates”, pero con una fuerza m|s
poderosa que la que ellos ofrecen, tomando el vigor que, tanto el cristianismo como la
filosofía-metafísica, supieron verter a nuestra cultura: el esquema de la “trascendencia
inmanente”, la instalación del pensamiento en la exterioridad consustancial al mundo
(para Nancy), o en la interioridad trascendental del mundo (para Henry); en definitiva,
la facultad de estar en el mundo fuera del mundo, la capacidad de mirar lo cotidiano
con los ojos de lo absoluto incondicional, la fuerza que debe “saludar” a otra vida
estando inserta en medio de ésta.

“Mais - saluer, ici et maintenant. Car le dehors du monde dans le monde


n‟est pas « hors » selon la logique d‟un divorce, d‟une faille, mais selon celle
d‟une ouverture qui appartient au monde, comme la bouche appartient au
corps. Mieux : la bouche est ou fait le corps mangeant et parlant, de même que

82
“Hace falta, pues, acompañar hasta su última extremidad el movimiento de autodeconstrucción del
cristianismo y, al mismo tiempo, reforzar el movimiento simétrico de declosión de la razón. No hay que retornar
al espíritu del cristianismo, ni al espíritu de Europa o de Occidente. Al contrario, rechazando toda especie de
„retorno‟ y, sobre todo, el „retorno de lo religioso‟ que es la amenaza más pesada, hay que ir más lejos en lo que
hace la invención de esta civilización a partir de ahora globalizada, quizá perdida, quizá en el fin de su curso,
pero quizá también capaz de otra aventura.” La traducciñn es nuestra.

172
ses autres ouvertures le font respirant, écoutant, voyant, éliminant.” (Ibíd.,
43).83

Y este sería el elemento principal que, aun hoy en día y puede que ya nunca más
de otra forma, Occidente deba recuperar, según Nancy, de su anterior experiencia
religiosa y metafísica del mundo, ahora ya casi completamente descargada de todo
contenido: la experiencia de la “apertura” a lo inmenso, a lo infinito, a lo que desborda
y sobrepasa lo que es cada hombre (su persona; su personalidad; sus medios; su
localización; su forma de estar, en cualquier parte, en un lugar concreto del mundo).
Porque, a fin de cuentas, ser hombre es estar abierto a infinitamente más que ser
simplemente un hombre y el “Dios” del que hablan las tres religiones monoteístas no
es más que esto, el hecho de que en la Tierra se abre una dimensión que ya no es una
dimensión, que es una gran “apertura”, una “apertura” sin fondo:

“Dieu, ou le divin, ou le céleste, désignerait le fait que je suis en rapport


avec, non pas quelque chose, mais avec le fait que je ne m‟en tiens pas aux
rapports qui sont ceux qui j‟ai avec toutes les choses du monde, ni même avec
tous les êtres du monde. Mais qu‟il y a quelque chose d‟autre, que j‟appellerai
ici « l‟ouverture », quelque chose qui fait que je suis, que nous sommes, en tant
qu‟hommes, ouverts à plus qu‟être dans le monde et prendre des choses (…).”
(Nancy, 2009, 24).84

La relación con Henry, aquí, es evidente: como hemos visto (supra, §3.1 y §3.2),
Dios, para Henry, es justamente eso, el recuerdo de que no somos meros entes en el
mundo que se relacionan “intramundanamente” con otros entes, sino verdaderos
vivientes que experimentan, en la afectividad de su “carne patética”, la “autoafección”
de la Vida absoluta, que es el mismo Dios. Y para entender esto, no hace falta “creer”
de manera cognoscitiva ninguna verdad predicativa, sino vivir la experiencia estética y
afectiva de la fe. De igual manera, para Nancy, la propuesta de la fe cristiana (como
prototipo de la propuesta monoteísta en general), no consiste solamente en una
presentación de verdades significadas, traducidas o expresadas por un profeta, sino en

83
“Pero – saludar, aquí y ahora. Porque el afuera del mundo en el mundo no es „afuera‟ según la lñgica de un
divorcio, una fisura, sino según la de una apertura que pertenece al mundo, como la boca pertenece al cuerpo.
Mejor: la boca es o hace al cuerpo capaz de comer y hablar, al igual que sus otras aperturas le hacen respirar,
escuchar, ver, eliminar.” La traducciñn es nuestra.
84
“Dios, o lo divino, o lo celeste, designaría el hecho de que yo estoy en relación, no con algo, sino con el hecho
de que no me apego a las relaciones que tengo con todas las cosas del mundo ni con todos los seres del mundo.
Sino que hay algo más, que llamaré aquí la „apertura‟, algo que hace que yo esté, que estemos, en tanto hombres,
abiertos a más que estar en el mundo y tomar cosas.” La traducciñn es nuestra.

173
la exposición efectiva de la experiencia de contacto con una vida o existencia singular,
a saber, la de Jesucristo. No hay nada ni nadie que revelar en el sentido tradicional de
revelación que remite a una “salida a la luz” de lo oculto o “desciframiento del
misterio” (en este sentido, no hay un Dios-Padre que descubrir tras la persona de Jesús
de Nazaret); esto no son más que modalidades religiosas o creyentes del cristianismo o
del monoteísmo en general.
En su estructura profunda, no religiosa y no creyente, según la
“autodeconstrucción” que aquí hemos perfilado, la revelación cristiana (expresada en el
misterio de la encarnación, Dios hecho “carne”) constituye, para Nancy, la identidad de
lo revelable y lo revelado, de lo divino y lo humano, la posibilidad de que el “Afuera”
del mundo forme parte del mundo mismo, el acontecimiento de la “trascendencia
inmanente”. Y pasa igual en Henry: la fe no es sino el descubrimiento de que la
revelación no es revelación de algo distinto, sino autorrevelación, revelación de la
Vida/Dios a sí mismo en la “autoafección”, la coincidencia de la Vida absoluta por la
que vivimos con la vida finita que somos. El relato evangélico, considerado como una
parábola de parábolas, se propone así, a la vez, como un texto a interpretar y como una
historia verdadera que no habla más que a aquellos que ya han comprendido, porque
residen en una verdadera experiencia de fe, más allá de cualquier contenido positivo o
dogmático (Nancy, 2006, 9-19).
La fe no tiene nada en común con algo que pueda ser visto en la luz del mundo,
sino con algo que no es o no se ha vuelto aún visible (supra, §3.3). La naturaleza
fenomenológica de la fe es radicalmente diferente del saber basado en el mundo
visible. Por eso podemos decir que la propuesta de Henry (y la de Nancy), apela más a
la fe experiencial que a la creencia y por eso rechazábamos la idea de caracterizar a
Henry como un gnóstico (supra, §3.1). El hombre ciego ve en la oscuridad y, gracias a
ella, es capaz de creer, mientras que el vidente busca siempre una evidencia empírica a
la luz del mundo (Welten, 2011, 165 y 166). El pathos del que nos habla Henry se
convierte en fe. Pero la fe, en el sentido en el que la comprende Henry, no es un
conjunto de ideas que hay que “creer”; tampoco es una actitud específica hacia el
mundo al modo de un proyecto exclusivamente moral, ni un contenido racional de la
conciencia. La fe no consiste en creer en o desde algo: la fe no tiene nada que ver con

174
una visión del mundo o con una opinión forjada por condiciones psicológicas o
sociales. La fe es, más bien, el pathos que se afecta y “sabe” que es creado.

“Este logos de la autoafecciñn, camino hacia la cosa misma de la


fenomenología, es denominado por Henry “achi-inteligibilidad de la Vida”. No
se trata de un conocimiento de orden sobrenatural al que debamos „saltar‟ para
conocer la vida, ni de una renuncia a la racionalidad, sino de una inteligibilidad
trascendental que precede a todo pensamiento y lo posibilita.” (Sánchez
Hernández, 2012, 87).

Y es que la fe que interesa seguir teniendo presente en esta nueva civilización


que nos toca “inventar” no tiene ya nada que ver con las creencias que ofrecen las
diferentes religiones positivas; no se trata de un conocimiento de orden sobrenatural.
La fe que Henry y Nancy quieren reconquistar no es la que se presenta como
aceptación abnegada de una verdad incuestionable e incomprensible o como
asimilación de unas creencias establecidas por una tradición eclesiástica, pues esto no
nos permite escapar del riesgo del fundamentalismo. La fe que les interesa a Henry y a
Nancy es la que se muestra como aquella relación de fidelidad a alguien que no es
“alguien del mundo” ni tampoco “alguien (completamente) fuera del mundo”, pero que
se vincula a esa “apertura” de la “trascendencia inmanente” (la inmanencia radical en el
caso de Henry, el “Afuera” del mundo reintegrado en el caso de Nancy). Este es el
legado de la tradición religiosa de Occidente y la única herramienta útil que, tras la
“deconstrucción del cristianismo” nos deja nuestra cultura occidental: la posibilidad de
ser más de lo que somos a través de la fidelidad a la “apertura” que “declosiona”, desde
sí misma, a la razón.

“[Sñlo] el “reconocimiento difícil, incierto, dudoso, remite a la apuesta


de la fe. Ésta no consiste en reconocer lo conocido, sino en confiarse a lo
desconocido (y sin duda no tomándolo como sustituto de lo conocido: pues eso
es la creencia y no la fe).” (Ibíd., 48).

4.3. - ¿Una propuesta de filosofía general de la religión?

Cuando hablamos de filosofía de la religión nos referimos, en general, a aquella


investigación específicamente filosófica que versa sobre temas y conceptos
relacionados con la experiencia religiosa: la naturaleza y existencia de “lo divino” (Dios,
los dioses, lo santo, lo sagrado, lo numinoso, lo Absoluto impersonal, etc.), su

175
interferencia en la historia de la Humanidad, la posibilidad humana de acceso a esta
realidad, el significado de diferentes eventos históricos y fenómenos naturales, el valor
de la religión y su relación con las ciencias y la ética, etc. El problema fundamental, no
obstante, es la gran dificultad para encontrar una definición consistente y universal de
“religión”: ¿la religión consiste en un conjunto de creencias, de pr|cticas, de las dos o
de ninguna de ellas?; ¿remite a la relación con una entidad sobrenatural o natural?,
¿personal o impersonal?, ¿única o múltiple?; ¿presenta un carácter colectivo, un
carácter individual o ambos?, ¿cristaliza en una manifestación pública o se reduce a
una manifestación privada?; ¿plantea verdades con carácter realmente asertivo o con
un sentido meramente metafórico?; ¿es una forma de ideología o un proyecto vital?;
¿significa la asunción e determinadas normas y valores morales o no necesariamente?
No obstante esta dificultad, sí podemos decir que cuando hablamos de religión
nos referimos a un ámbito de comportamientos y actitudes humanas caracterizados
por una suficiente especificidad y por una notable universalidad como para ser bien
diferenciado de otros ámbitos. Estas actitudes presentan la pretensión de referencia
hacia un dominio “extraño” respecto al dominio “normal” (pues surgen de la especial
distinción entre lo “sagrado” y lo “profano”) y generan una singular intencionalidad por
el intento de acceso a ese dominio “extraño”/“sagrado”: la experiencia religiosa.
Además, comportan la emergencia de diferentes “metalenguajes” que abordan este
|mbito de manera específica: uno m|s interno, que se suele llamar “teología” y otros
más externos, que se suelen llamar “ciencias de la religión”. Así, podemos considerar la
filosofía de la religión como el planteamiento (y el intento de solución) de las
cuestiones relativas a la esencia de ese ámbito religioso (el sentido nuclear de dicho
ámbito, la razón de su persistencia y lo que esto revela sobre la condición humana) y a
su verdad (la capacidad que se puede atribuir a la conciencia religiosa en su pretensión
asertiva y la confianza que se le puede otorgar en la aspiración a las metas que se
propone) (Gómez Caffarena, 1993).
Pero, ¿podemos entender la propuesta henryana como un intento de elaborar
una reflexión como ésta que acabamos de describir? Una vez caracterizada la
tematización henryana del cristianismo como desvelamiento de la “archi-
fenomenología” oculta del Evangelio (supra, §3.2) e interpretada la misma como “giro
metafísico” (y no tanto teológico) de la fenomenología radical mediante una verdadera

176
“deconstrucción del cristianismo” (supra, §4.1 y §4.2), cabe preguntarnos: lo que hace
Henry, ¿consiste en revelar la estructura fenomenológica del cristianismo o, más bien,
de cualquier experiencia religiosa en general? Como adelantábamos al hablar de la
posibilidad de entender la filosofía henryana como un proyecto anti-filosófico (supra,
§3.1), Henry pretende buscar pruebas de la Vida en las que él llama “experiencias
estéticas puras”, entre las que encontramos la experiencia religiosa. Su planteamiento
del hombre como hijo de la Vida, viviente en la “carne” afectiva y oyente de la Palabra
verdadera, puede entenderse, así, como un mecanismo para desarrollar una lectura
general de la experiencia religiosa; esto es, de la re-ligación de la vida finita a la Vida
absoluta y, con ella, al resto de vidas finitas, instaurando un esquema extrapolable a
otras tradiciones religiosas.
Una vez en la estela de la filosofía radical henryana, parece posible que podamos
encontrar estructuras similares en otras religiones, de forma que no tengamos que
entender la propuesta henryana como una lectura exclusiva de la tradición religiosa
cristiana, sino como el esquema (ensayado sobre el cristianismo por ser la tradición
más próxima, histórica e intelectualmente hablando) que nos permita construir una
verdadera filosofía general de la religión. Los conceptos de “Primer Viviente”, “Archi-
Hijo”, “Filiación trascendental”, etc., aunque heredados del acervo cristiano (y, por
tanto, aún revestidos de una familiaridad para con la revelación propiamente
cristiana), aparecen, en cierto sentido, como nociones ya “secularizadas”, de forma que
permiten comprender, de una manera más profunda, la dinamización y comprensión
de la relación entre la Vida absoluta y las vidas finitas de los vivientes, en la “carne” que
somos cada uno de nosotros. Hemos abierto así, quizá, un nuevo camino para el
estudio de las religiones comparadas o, incluso más allá de esto, para llegar a entender
lo que la experiencia religiosa en general significa realmente.85

“Il semble même y avoir un intérêt capital à réfléchir sur les similarités
phénoménologiques entre les religions du monde en général. Le
positionnement de Henry reste un cas à part : loin de la phénoménologie
transcendantale, de la théologie et aussi loin de la pensée post-moderne (de ses

85
Nos consta, por ejemplo, que existen actualmente investigadores que están intentando desarrollar una lectura
de la tradición coránica desde los conceptos de la fenomenología radical henryana, tomando como referencia las
obras de la trilogía filosófico-teológica de Henry. No hemos podido, sin embargo, acceder a esos trabajos ni a los
investigadores responsables de los mismos.

177
compatriotes), sa philosophie porte l‟immense promesse d‟une compréhension
de la religion radicalement nouvelle.” (Welten, 2011, 114).86

Podemos entender, por ejemplo, que con la idea de un pathos inmanente,


Henry se acerca m|s a la idea de la “no dualidad” característica de la filosofía hinduista
del Advaita Vedanta (y a otras propuestas religiosas que también ponen el énfasis, no
tanto en el ámbito de la creencia, sino en el de la experiencia afectiva) que al
cristianismo cultural de la Iglesia. De igual manera, en el sufismo, rama mística del
Islam, encontramos las célebres palabras de Mansur Hallaj “Yo soy Dios – Yo soy la
verdad” (ana al-haqq), que parecen reproducir esa idea de la unidad entre el alma o la
Vida y Dios que Henry rescata, como hemos visto (supra, §3.3), de la mística
eckhartiana. (Welten, 2011, 114). Así mismo, son muchos los autores que han
considerado a Henry como un lector de la fenomenología en términos budistas y
jainistas: al proponer la búsqueda de un acceso a la esfera primordial de inmanencia
radical y “patética” en que la Vida se revela a sí misma, suprimiendo toda referencia
intencional a la exterioridad mundana, Henry parece recoger las exigencias del yoga
como disciplina física y mental que busca, mediante el ejercicio y la meditación, la
disolución del yo individual y su fusión en la existencia del Absoluto impersonal.
No obstante, la especial referencia de Henry a la ipseidad “patética” (el ser un sí
mismo) propia de la subjetividad corporal que acontece por la “autoafección” de la
Vida a sí misma en el fuero interno de cada viviente y constituye la esencia del ego
(supra, §2.2 y §2.3), elimina toda posibilidad de relacionar su fenomenología material-
radical con doctrinas filosófico-religiosas que propugnan, precisamente, la ruptura con
toda individualidad subjetiva personal mediante la superación del deseo, la suspensión
de la actividad mental y/o la renuncia a las particularidades individuales de la
experiencia vital. Podríamos entender entonces, quizá, que la postura henryana, aun
presentando muchas similitudes con esas tradiciones orientales, encuentra un
referente todavía mayor en la particular relación eminentemente personal entre el
creyente y la divinidad (así mismo, personal) que suelen proclamar las religiones

86
“Parece haber incluso un interés vital en reflexionar sobre las similitudes fenomenológicas entre las religiones
del mundo en general. El posicionamiento de Henry sigue siendo un caso especial: lejos de la fenomenología
trascendental, de la teología y también lejos del pensamiento posmoderno (de sus compatriotas), su filosofía
porta la inmensa promesa de una comprensión de la religión radicalmente nueva.” La traducciñn es nuestra.

178
monoteístas y, de una forma especial, el cristianismo, con su singular reivindicación
del valor de la persona, por la humanidad de Cristo.
Pero, ¿por qué Henry encuentra este esquema de la “autoafección” de la Vida a
sí misma solamente en el cristianismo? La vida fenomenológica que está por encima
del yo, ¿no está presente en todas las religiones cuando hablan de “lo divino” (ya sea
Dios, los dioses, lo santo, lo sagrado, lo numinoso, lo Absoluto impersonal, etc.)? Como
decíamos en el párrafo anterior, parece que Henry sostuvo hasta el final que sólo
podemos encontrar este esquema en el cristianismo porque el cristianismo descubre la
Vida absoluta, pero también la Vida del individuo, en la figura de Cristo. Y esta apuesta
radical por el cristianismo le supone a Henry la pérdida de todo poder hermenéutico,
al centrarse en una única tradición religiosa. Pero podemos entender que, quizá, esta
postura responde precisamente al hecho de que la radicalidad del cristianismo (“Jesús
es Dios”) pone el énfasis en que hay un “Primer Viviente” que, adem|s, es un “Archi-
Hijo”, arquetipo del resto de vivientes, “hijos por y en el Hijo”87: la encarnación, el
nacimiento, la pasión (de nuevo, el pathos), la muerte y la resurrección de Dios son
figuras específicamente cristianas, que no aparecen (o no de una manera tan
significativa) en otras tradiciones religiosas. Pero claro, Henry dice lo que dice porque
su contexto cultural es el cristianismo...
Desde luego, no podemos decir que Henry desarrolle explícitamente una
filosofía general de la religión (Sánchez Hernández, 2012, 91). Sin embargo, sí podemos
intentar una lectura de la experiencia religiosa desde los postulados de su
fenomenología radical, ya que, al no centrarse en el aparecer mundano, la propuesta
henryana nos permite hacernos cargo de experiencias como la moral, la estética o la
religiosa (interrelacionadas todas ellas por el concepto de “comunidad patética
invisible” – supra, §2.5), cuyo valor suele ser descuidado por una racionalidad
excesivamente vinculada a los parámetros de la verificación y el pragmatismo (Loc.
cit.). El asunto específico de la religión, para Henry, es el dinamismo de la relación

87
Como parece señalar el profesor García-Baró (2015, 315), en Henry no hay un tratamiento específico del
Espíritu, “salvo en pasajes muy forzados”. Esto es debido, quizá, a que su defensa de la dualidad fenomenolñgica
del aparecer (que, como hemos visto –supra §1.4– en realidad podemos comprender como un “monismo de la
inmanencia”), le aleja de la necesidad de referirse a la Trinidad. Dios-Padre es el “Primer Viviente”; Cristo es el
“Archi-Hijo”. El Espíritu podría ser, como para los Padres de la Iglesia, ese Amor que siente el Padre por el Hijo
y viceversa; y podría remitir, así, al dinamismo entre la Vida absoluta y la vida finita del viviente, objeto central
de toda reflexión que quiera presentarse como verdadera filosofía de la religión y, al mismo tiempo, problema
fundamental de la fenomenología henryana. Veremos esto un poco más adelante, en este mismo epígrafe.

179
entre el viviente finito y la Vida absoluta, lo que constituye, para el profesor García-
Baró (2015, 312), el “aspecto m|s inquietante” del intento de comprender lo que es la
religión y “el conflicto permanente en el pensamiento henriano” (Ibíd.); a saber: la
indistinción entre la vida finita y la Vida absoluta, la imposibilidad de distinguir
claramente dónde/cuándo/cómo empieza/termina la una y dónde/cuándo/cómo la
Otra, si es que tal empresa es siquiera concebible en estos términos.
El objetivo de la posible filosofía henryana de la religión que estamos intentando
caracterizar sería, pues, el intento de desentrañar la significación ontológica de la
relación de la Vida con los vivientes, presente en aquello que en la religión es afirmado
de forma espontánea y que nosotros hemos presentado, con Beat Michel (2018), como
una relación de “superveniencia” (supra, §4.1). Una filosofía de la religión entendida,
así, desde la fenomenología de la vida, se ocupará de desvelar, en el seno de las
experiencias espirituales, el cómo de la relación entre la Vida y el viviente. (Sánchez
Hernández, 2012, 92). La experiencia espiritual, entendida como “autoafección” del
sujeto en la “autoafección” de la Vida, engendra un sistema de relaciones fundadas en
la Vida que implica una comprensión del actuar con los demás; esto es, una ética. Pero
una ética que reposaría, como hemos visto (supra, §2.5), no en el uso compartido del
mismo logos sino en la sympatheia propia del concepto de “comunidad patética
invisible” y que se construiría a partir de las notas de la inmanencia (relaciones
fundadas en la copertenencia de los vivientes a la Vida) y de la gratuidad (la Vida
entendida como absoluta donación no recíproca) (Ibíd., 93 y 94).
Para Michel Henry (2000, 317), “toda comunidad es, por esencia, religiosa”,
porque “la relación entre los Síes trascendentales supone por todos conceptos y de
todas maneras la relación de cada Sí trascendental con la Vida absoluta, el ‘vínculo
religioso’ (religio).” De esta forma, la posible filosofía de la religión que estamos
intentando caracterizar, consistiría, no tanto en una fórmula teórica que intentara
dilucidar intelectualmente las características de la experiencia religiosa en general,
sino, quizá, más bien, una propuesta práctica (y, en este sentido, plenamente ética) de
construcción de esa “comunidad patética invisible”, mediante la que efectuar la
recuperación del vínculo religioso (en el sentido del re-ligare) de los grupos humanos;
y ello, alejado de todas las formas de fundamentalismo, integrismo, tradicionalismo

180
servil, dogmatismo, conservadurismo, o ideologismo barato que, por desgracia,
acompañan o han acompañado en muchas ocasiones a las religiones positivas.88

“Explicitada así la comunión fundamental con los otros no a partir del


mundo en el que estamos sino a partir de la vida que somos, reconocemos que
es imposible experimentar al otro, tocarlo, sin tocar la vida que es él mismo. Ni
yo constituyo al otro, ni el otro me constituye a mí; ambos nos reconocemos
constituidos en la vida, y es este reconocimiento el que funda la auto-donación
recíproca entre los vivientes. La espiritualidad como ética, desde la
fenomenología de la vida, es dynamis de auto-donación.” (Sánchez Hernández,
2012, 95).

4.4. - La fenomenología henryana contra las cuerdas

Una fenomenología tan compleja y atrevida, pero tan rica al mismo tiempo, que
pretende incluso dar respuesta a la pregunta por la existencia de Dios y por el sentido
del sufrimiento y del mal en el mundo, no puede sino generar un sinfín de réplicas y
críticas que, lejos de debilitar su vigor, actúan como fuerza de envite, reforzando sus
planteamientos. En esta línea, Mario Lipsitz (2000, 5) considera que la fenomenalidad
originaria de la que habla Henry en todos sus trabajos, al presentarse a sí misma en la
“autoafección patética” inmanente ajena a todo horizonte de visibilidad, invalida el
poder de toda reducción metódica (incluso de la “reducción radical” que propone el
propio Henry), de forma que deroga, en última instancia, todo intento de reivindicar la
fenomenología como tarea; pues al rechazar el horizonte intencional característico de
toda reducción intuitiva, Henry pierde, a ojos de Lipsitz, la única metodología
“adecuada” para acercarnos a la afectividad misma de la Vida, una Vida que se presenta
como el método fundamental de acceso a sí misma en una especie de “petición de
principio” discursivo-fenomenológica.
Y es que, como hemos señalado más arriba (supra, §4.1), más que una
descripción o reducción realmente fenomenológica que aclare de manera exhaustiva la
realidad mediante el estudio de las esencias que la componen, lo que hace Henry al
pasar del horizonte de la exterioridad propio de la tradición filosófica occidental al
ámbito de una subjetividad absolutamente inmanente es un “salto metafísico”, que

88
Como señala el texto que venimos comentando (Sánchez Hernández, 2012), “Es cierto que no se puede hacer
fenomenología de la religión sin tener en cuenta el carácter histórico de las religiones (Ricoeur); pero conviene
no perder de vista, tampoco, que una auténtica fenomenología radical de la religión se hace cargo de su
estructura constitutiva y no en la dispersión histórico-mundana de su surgimiento y configuración (Henry).”

181
elude el primero en beneficio del segundo sin una verdadera justificación
fenomenológica (Domínguez Basalo, 175). Desde esa inmediatez radical, a su vez,
Henry desarrollar| un nuevo “salto metafísico” hacia el fundamento de lo divino, pues
incluso aunque aceptáramos que podemos acceder al espacio de la absoluta y radical
inmanencia, ¿por qué habría que reconducir hasta este espacio nuestro concepto de la
divinidad, que parece estar mucho más emparentado con la trascendencia? O incluso
más allá de todo esto: ¿podemos realmente escapar de una onto-teología como
“metafísica de la presencia” simplemente por recurrir a la inmanencia?
En una misma línea, podemos entender que la lucha contra el enfoque del
primado de la conciencia, que persiste en la exterioridad y objetivación de lo conocido,
lleva a Henry a postular la existencia de un aparecer “puro” que se sustrae a la
conciencia y que se expresa en el sentir inmediato de sí; tal es, como hemos visto
(supra, §1.5) el centro de la crítica a Husserl y Heidegger. Pero el caso es que, como nos
enseñaron Kant y los filósofos de la sospecha, debemos desconfiar siempre de lo que se
postule como “puro”: no podemos reducir la experiencia a la “pura” afectividad,
porque, igual que conocer siempre es interpretar desde algún sitio, en la afectividad
están ya siempre previamente actuando fuerzas, valores, principios, estructuras, etc.
que no son puramente afectivos. El problema es que la defensa de una inmediatez
“pura” del aparecer nos sitúa en la panor|mica de un “ojo de Dios” que viola la
afirmación kantiana de que toda experiencia es interpretada (el fenómeno es una
mezcla de realidad y construcción subjetiva), idea que sí está recogida, sin embargo, en
el “apriori de correlación” husserliano e incluso en el “entredós” merleau-pontyniano.
Las críticas de Henry a Husserl y Heidegger, aun teniendo una base real, nos
llevan, pues, a una reactividad anti-conciencia y anti-exterioridad que podría
considerarse imposible, por cuanto el sujeto no es nunca ni mera facticidad ni mera
trascendencia, sino mezcla de ambas: nunca se puede eliminar la toma de distancia
reflexiva del sujeto sobre lo que aparece, aunque ésta le lleve a objetivar y a deformar el
fenómeno del aparecer. La radicalidad de la “autoafectividad-autorrevelación-
autodonación” de la Vida se tambalea al pensar que la referencia a la materialidad pura
del aparecer (que no deja de ser un presupuesto cognitivo, desvinculado de la
subjetividad receptiva) elimina el problema de la proyección ek-stática y de la
conciencia reflexiva, pues la “autoafección” inmanente y la afectividad “patética” pura

182
siguen persistiendo en la epojé reflexiva de la subjetividad afectada. ¿Ho Hay siempre
una recepción cognoscitiva de la afección?
Por otro lado, la apelación a la “comunidad patética invisible” no soluciona
completamente el problema del solipsismo porque la cuestión no es tanto que no
alcancemos la mismidad del otro, sino que la alcanzamos de forma incompleta y
desvirtuada, al ser procesada desde nuestra propia mismidad. Da igual que escapemos
de la conciencia intencional objetivante y alienante: si el otro es copartícipe de la Vida
por la que ambos vivimos, mi experiencia del otro, aún reconocida en esa
coparticipación en y por la Vida, está mediada por mi afectividad: el otro aparece como
un producto más de mi paleta afectiva y, por lo tanto, sigo sin tener acceso a su
irreductible subjetividad. Al mismo tiempo, construir una “comunidad patética de los
vivientes” entendiendo la conexión entre los seres humanos a través de los afectos más
irracionales puede llevar a atrocidades como aquellas de las que hemos sido testigos en
los últimos siglos. Ocurre igual con la realidad muerta o no viva de la exterioridad:
¿qué hay, entonces, fuera del espacio de la inmanencia radical?; ¿dónde está realmente
el mundo? No podemos confundir la realidad misma con nuestra vivencia de la
realidad, so pena de caer en un solipsismo escéptico radical, que nos lleve al nihilismo
negativo más desconsolador.
Podríamos considerar, además, que el mismo punto de partida de Henry está, ya
desde un principio, equivocado. La propuesta henryana arranca de la supuesta
autoevidencia de la ipseidad “patética” por la “autoafección” en la inmanencia radical;
esto es, sin tener en cuenta que, incluso si tal autoevidencia fuera posible, el yo emerge
siempre desde una urdimbre afectiva colectiva: antes de nacer, las sensaciones y
experiencias de la madre (moldeadas, a su vez, por la sociedad) condicionan nuestra
propia forma de sentir y experimentar. El punto de partida, pues, debería ser, no la
mismidad del yo “patético”, sino el “nosotros afectivo” acríticamente asimilado desde
esa urdimbre afectiva. En toda vivencia, incluso por mucho que reduzcamos el
elemento intencional y proyectivo, hay un componente colectivo, pues incluso las
afecciones son mediadas socioculturalmente (tal es la aportación de Freud a la que
Henry parece no enfrentarse, a pesar de haber escrito todo un ensayo –La genealogía
del psicoanálisis– a este respecto).

183
Sin embargo, podría responder el propio Henry, el rechazo de la fenomenología
de la conciencia (y con él, de toda otra forma filosófica de “monismo ontológico de la
trascendencia”) no se presenta como una herramienta exclusiva para la elucidación
real de la dualidad fáctico-trascendente que define a lo humano. La crítica henryana a
la “fenomenología histórica” por su referencia al |mbito de la exterioridad en la
defensa husserliana de la conciencia intencional o en la alusión heideggeriana de la
temporalidad ek-stática no nos tiene por qué llevar, además, a un monismo
inmediatista absolutamente precrítico que, al defender la afectividad independiente de
toda representación objetivante como ámbito originario del aparecer, nos arroje al
inmanentismo dogmático, al quietismo pasivo o al sentimentalismo romántico. Hemos
defendido la idea de que tras la crítica al “monismo de la trascendencia” en realidad se
esconde la búsqueda de un único fundamento originario, al modo de un muevo
“monismo ontológico de la inmanencia”, pero lo cierto es que Henry habla siempre del
“dualismo fenomenológico del aparecer” (supra, §1.4).
Para Henry, aunque, efectivamente, la inmanencia excluye la trascendencia, ésta
última debe ser reintroducida mediante un dualismo ontológico de inmanencia y
trascendencia que descansa en la distinción jerárquica entre la exterioridad mundana y
la interioridad de la Vida, lo visible y lo invisible. En este dualismo, ciertamente, la
primacía ontológica y fenomenológica recaería sobre la inmanencia (pues solo en ella
se produce la “autoafección patética” de la Vida), pero la trascendencia y, con ella, la
salida intencional hacia el mundo, serían reintroducidas por la acción del “cuerpo
subjetivo” sobre la resistencia que nos ofrece el cuerpo objetivo y, en última instancia,
la realidad misma (Domínguez Basalo, 1978, 169 y 170). Así es, pues, como se concibe el
espacio exterior del “Afuera”: siempre hay una resistencia, una realidad que no cede a
nuestro poder y que es el mundo-en-sí al que, no obstante, solo tenemos acceso
porque antes de recibirlo, hemos recibido la posibilidad misma de todo recibir: la Vida
que se recibe a sí misma.
Con respecto a la crítica que habla de las atrocidades a las que podría llevarnos
el hecho de comprender y construir nuestras sociedades desde el concepto henryano
de “comunidad patética invisible”, se hace necesario decir que la propuesta de Henry
no es una “ética a la carta”: si el fundamento del compromiso moral para con el otro es
la Vida misma por la que ambos vivimos, las supuestas atrocidades referidas no

184
podrían tener cabida. Se trata de una ética de la sympatheia, de la cumpassio, que no es
m|s que una relectura de la “ley de oro” evangélica. Que no pase por el imperativo
categórico, esto es, que no sea el logos, la razón, la que construye la norma, sino el
pathos, no significa que todo tenga cabida o que realmente no exista ninguna instancia
normativa. La Vida es la instancia normativa porque es, además, la condición misma de
la propia normatividad, toda vez que cualquier otra norma, esta sí, lógica y egoica,
presupone la posibilidad de que uno pueda darse a sí mismo esa norma (y en esto
reposa, precisamente, la autonomía sobre la que pivota el concepto kantiano de
libertad, condición de su moral racional).
Pero, sin duda, la crítica más acentuada y la que más nos interesa en el hilo
principal que estructura el presente trabajo es la que dirige Janicaud contra Henry y
contra todos aquellos que, según él, desarrollan el comentado “giro teológico de la
fenomenología francesa”. Como señal|bamos en la Introducción de la presente tesis,
para Janicaud (1991), Michel Henry, construye una reflexión que, sin precaución
hermenéutica ni exegética, se convierte en fenomenología religiosa y evangélica,
abandonando todo sentido realmente filosófico y traicionando la naturaleza
propiamente metódica que, desde Husserl, habría tenido la fenomenología. La crítica
responde, sin embargo, tanto en el caso de Henry como en el de sus compañeros, a una
simplificación excesiva que presupone la impermeabilidad de la frontera entre filosofía
y teología (como si ésta estuviese totalmente demarcada), pretexta todo un “esc|ndalo
fenomenológico” bajo la grandilocuente palabra “giro” (que puede reducir el
acontecimiento filosófico a una mera “moda intelectual”) y cae en el odioso cliché de
las “filosofías nacionales” al situar de antemano el “giro” en una doble marca identitaria
(“fenomenología francesa”) (Restrepo, 2010, 117; 2011, 45 y 46).
Para nosotros, el supuesto “giro teológico” de Michel Henry y sus coetáneos
responde, sin embargo, a una operación de desmontaje que rectifica muchos de los
equívocos que Heidegger introdujo en la historia del pensamiento (la atribución del
“olvido del ser” a la tradición filosófica occidental, la interpretación de la historia de la
filosofía bajo la marca de la “onto-teología”/metafísica, el descrédito de la vertiente
platónica de la filosofía por su identificación con el advenimiento del nihilismo, etc.) y
establece la posibilidad de un nuevo espacio para pensar a Dios haciendo inadmisible
la pretensión de una nueva “gigantomaquia sobre el ser” que nos hiciera recaer en el

185
dominio de la metafísica, cuya superación sigue aún en ciernes. Así, el “giro”, tanto en
el caso de Henry como en el del resto de los “acusados” por Janicaud, lejos de constituir
una desvirtuación de la filosofía, constituye una pretensión radical de recuperación del
neoplatonismo, de la mística y de la teología negativa que permite luchar contra la
“teología racional” y promueve un acceso a Dios que, en lugar de hacerlo encajar en las
categorías del entendimiento, salga a su encuentro en el esquema de la experiencia y la
Revelación. (Restrepo, 2011, 46 y 47).
La referencia de Michel Henry a las Sagradas Escrituras responde, así, al intento
de sentar un diálogo fructífero con ellas, diálogo sobre el que Henry establece tesis
específica y propiamente filosóficas que son, de alguna forma, esenciales para
comprender el sentido general de su fenomenología de la Vida, elevada, por esta
vinculación con el cristianismo, a “filosofía radical y primera” (esto es, a verdadera
metafísica –supra, §4.1). Los tres interrogantes a los que Henry pretende responder
mediante el trabajo de la última década de su vida (supra, §3.1 y §3.2), son “cuestiones
de principio” que, de acuerdo con su propósito, mantienen la reflexión en el plano
estrictamente filosófico, en cuanto indagan por las pretensiones del cristianismo sin
pronunciarse sobre su veracidad.

“El hecho de recurrir a autores de matriz religiosa y mística, como hace


Henry desde sus principios con el Maestro Eckhart, o de tematizar
fenomenológicamente los textos del Nuevo Testamento, tal como se lleva a
cabo en sus obras finales, no significa la renuncia a la filosofía.” (Sánchez
Hernández, 2012, 88 y 89).

Por eso, las críticas de Janicaud, que apuntan al abandono del carácter
propiamente filosófico de la investigación por asunción de una fe religiosa no pueden
ser aplicadas sin más sobre el trabajo de Henry. Y quizá tampoco sobre el resto de los
autores del “giro”, pues “en el seno de la fenomenología ha estado presente, desde los
primeros estadios, la posibilidad de formular la pregunta por el/lo absoluto y ha sido,
de hecho, formulada y respondida por varios pensadores a quienes no por ello se les
acusa de ‘teólogos anónimos’.” (Ibíd., nota 20).
Por otra parte, además, se hace necesario explicar que los trabajos de esta última
etapa del pensamiento de nuestro autor no corresponden a una aceptación ingenua y
descuidada de las verdades de fe o dogmas característicos del cristianismo católico

186
como resultado de una reflexión trasnochada o de una conversión religiosa por el
miedo que pudiera haber despertado en Michel Henry la proximidad de la muerte.
Como hemos querido señalar a lo largo de este trabajo, su “giro teológico” atañe, más
bien, a una desembocadura lógica de un pensamiento que se presenta ya desde un
principio como búsqueda del Comienzo, del fundamento último y primero de la
realidad, de ese “aparecer del aparecer” en forma de “oxímoron fenomenológico” de la
oposición entre inmanencia y trascendencia, interioridad y exterioridad, ipseidad
“patética” e intencionalidad ek-stática; un “hilo de Ariadna” que, a lo largo del
desarrollo del pensamiento henryano, acaba adquiriendo la forma de un principio
material, condición de posibilidad del aparecer de todos los fenómenos, y que se
identifica con la Vida misma, con Dios mismo.
Desde este punto de vista, solamente una verdadera crítica interna del
pensamiento henryano puede revelarse como realmente fructífera; una crítica que, en
lugar de disolver las tensiones que dicho pensamiento pone conscientemente en
escena, sepa no aceptar con demasiada facilidad las soluciones especulativas que el
propio Henry ha propuesto para acabar con ellas; y no solo con respecto al tema del
“giro teológico” que venimos comentando, sino en relación a cualquiera de sus
propuestas teóricas (desde la afirmación de la afectividad como espacio originario del
aparecer mismo, hasta la concepción de la subjetividad como emergencia de una
ipseidad “patética” en la inmanencia radical de la “carne”).
Para evaluar el proyecto especulativo de la “filosofía del cristianismo” que
Michel Henry propone en sus últimas obras, una aproximación crítica a la obra de
Henry que, al mismo tiempo, recoja sus intuiciones e intereses, resultaría más
apropiada, así, que la mera acusación de “desvirtuación de las intuiciones
fundacionales de la fenomenología”, crítica que Henry recibe desde el debate en torno
al “giro teológico de la fenomenología francesa”. Bien analizadas, las contradicciones
que la fenomenología material henryana exhibe con elocuencia permanecen
irremediablemente ligadas a lo que constituye el enigma principal del pensamiento
filosófico: la pregunta por el yo, la pregunta por el ser (Tinland, 2008, 120). Y Henry,
incluso a pesar de su vuelta a la teología, o precisamente por ella, no hace sino pensar,
en la más absoluta radicalidad filosófica, lo que significa realmente el ser humano.

187
“El camino de Henry es un camino nuevo, pero a la vez muy antiguo,
muchas veces comenzado, y muchas veces también ocultado: el de la filosofía
misma. Una filosofía que hace de la presencia humana, de la persona, una
fuente de recursos y una meta.” (Domingo Moratalla en Henry, 1987, 14).

4.5. - Conclusión

El “desdoblamiento” conceptual que Henry desarrolla en su trilogía filosófico-


teológica nos permite considerar que, m|s que un “giro teológico”, lo que en ella
acontece es un “giro metafísico” de la fenomenología radical-material, dado que los
nuevos conceptos planteados (“Primer Viviente”, “Archi-Hijo”, “Filiación
trascendental”, etc.), mucho m|s abstractos que los anteriores, constituyen entre sí y
junto a los previamente planteados, un sistema coherente que remite a una nueva
trascendencia no mundana, originando una especie de “metafísica tras la metafísica” o
“transmetafísica” que intenta mantener la diferencia ontológica heideggeriana a pesar
de su referencia a lo divino. Esta “transmetafísica” se convierte en un caso ejecutivo de
la “deconstrucción del cristianismo” caracterizada por Nancy como an|lisis del
cristianismo y, al mismo tiempo, mostración de las estructuras que el propio
cristianismo asume y oculta a la vez, por cuanto consiste en un descubrimiento de la
“archi-fenomenología” escondida en el mismo y, por lo tanto, en una reinterpretación
eminentemente filosófica de su potencial oculto.
Desde este esquema y dado el presupuesto henryano de la especial correlación
entre su fenomenología de la vida y el contenido filosófico del cristianismo,
descubrimos la posibilidad (pero, al mismo tiempo, la enorme dificultad) de extrapolar
la reflexión henryana sobre la tradición cristiana a otras tradiciones religiosas, en el
intento de construir una filosofía general de la religión verdaderamente significativa (y
esto, a pesar de las singulares referencias orientales que parecen presentar muchas de
sus ideas). La búsqueda de un aparecer “puramente” afectivo, la excesiva subjetividad
de su concepto de “ipseidad patética”, la lucha radical contra el primado de la
conciencia intencional proyectiva y el salto final hacia la trascendencia divina
aparecen, no obstante, como “inconsistencias” no enteramente resueltas por el
pensamiento henryano. Encontramos, así, que el “giro teológico-metafísico” de la
fenomenología henryana y, con él, toda su propuesta filosófica, nos enfrenta
continuamente a diferentes aporías que, no obstante, no hacen sino enriquecer la

188
reflexión racional y abrirla hacia el ámbito de lo absoluto incondicionado que la limita
pero, al mismo tiempo, constituye su esencia, lo que hace de Henry un autor clave para
entender la deriva del pensamiento contemporáneo occidental.

189
190
CONCLUSIONES

Michel Henry, filósofo francés vinculado a la tradición fenomenológica por


aceptar la identificación entre ser y aparecer, propone una fenomenología radical,
material y no intencional que, más que estudiar los fenómenos como tales o su forma
de darse a la conciencia, busca la esencia misma de la manifestación (la fenomenalidad
de los fenómenos; el “aparecer del aparecer”) y estudia, por tanto, las condiciones
materiales de posibilidad de esa manifestación. Esta propuesta filosófica es presentada
como una singular ontología fenomenológica que intenta llevar a término los
proyectos de la fenomenología husserliana y de la ontología heideggeriana mediante
una radicalización de sus principios, una crítica en torno al prejuicio del “monismo de
la trascendencia” en el que incurre toda la tradición filosófica occidental (por su
referencia a la exterioridad como única forma de manifestación) y una búsqueda
incesante del Comienzo, que acaba siendo encontrado en la autorrevelación inmanente
y “patética” de la Vida a sí misma desde la interioridad absoluta de la “carne”.
En la última década del pensamiento henryano, esta Vida absoluta que se
autorrevela a sí misma en la interioridad afectiva de nuestro “cuerpo subjetivo” es
identificada con el Dios-Padre del que habla el cristianismo. De esta forma, Michel
Henry lleva a cabo una caracterización de la “archi-fenomenología” que, según él, se
oculta (y, al mismo tiempo, se revela) tras las enseñanzas cristianas, mediante una
lectura crítica de los textos fundacionales del cristianismo (sobre todo, del Evangelio
de Juan) donde encontrará una resonancia espiritual-religiosa de su propia propuesta
fenomenológica. Este descubrimiento le llevará a construir un nuevo discurso, cargado
de conceptos de cuño teológico que, como hemos intentado mostrar a lo largo del
presente trabajo, constituye un “giro metafísico” (y no tanto un “giro teológico”) de sus
intenciones filosóficas (sin abandonar, por ello, las pretensiones siempre
fenomenológicas de su propuesta) al modo de la “deconstrucción del cristianismo”
propuesta por autores como Jean-Luc Nancy.
Para Henry, el objetivo principal de todo el Nuevo Testamento se resume en la
sentencia que afirma que la Vida constituye la esencia de Dios y le es idéntica. La
cuestión que se ha perfilado a lo largo de toda la tesis es la de saber, pues, si esta
afirmación fundamentalmente metafísica se basa en una investigación puramente

191
filosófica y no en la especulación o autoridad religiosas. Tras la investigación que aquí
hemos recogido, podemos decir que, como habíamos anticipado en nuestras hipótesis
iniciales, el interés henryano por el cristianismo es exclusiva y específicamente
fenomenológico. El único punto de partida de esta afirmación sobre la identidad de
Dios y la Vida es la manifestación misma: la Vida no es más que la automanifestación,
la revelación de sí misma que se hace manifiesta; y esto es precisamente lo que
aprendemos en los Evangelios. El cristianismo vuelve inteligible el hecho de que Dios
sea pura revelación; el hecho de que Dios no se revele más que a Sí mismo en la Vida,
porque Él es la Vida. (Welten, 2011, 85). Por eso señalamos, como primera gran
conclusión de la presente tesis que la investigación henryana, incluso en las obras que
constituyen el famoso “giro teológico”, es siempre pudorosamente filosófica.
Consideramos, así, que a lo largo de la presente tesis hemos conseguido
evidenciar que el viraje hacia la teología que Henry desarrolla en sus últimas obras no
constituye una desvirtuación de las intuiciones fundacionales comunes a todo proyecto
fenomenológico, ni de los métodos propios y específicos de toda reflexión que pueda
ser legítimamente denominada como “filosófica”. Pues no deja de moverse en el
ámbito de la pregunta radical y primera por el ser con un discurso que, si bien se abre a
la terminología teológica, sigue respetando el rigor racional de la argumentación
(incluso para hablar de lo que se escapa a la razón) y los mecanismos de la “reducción
fenomenológica” y de la “diferencia ontológica”. Como en otros filósofos, “el problema
de Henry es el de la verdad y, frente a él, afirma la existencia de un conocimiento
absoluto: la presencia de la vida a sí misma, a nosotros mismos.” (Domingo Moratalla
en Henry, 1987, 14). El “giro teológico” no responde m|s que a la identificación de ese
conocimiento absoluto al que llega la fenomenología radical henryana con la
experiencia de revelación de la que hablan, en general, las diferentes tradiciones
religiosas y, en concreto, el propio cristianismo.

“Contrairement à la science galiléenne et à la phénoménologie


transcendantale, la phénoménologie radicale dévoile la structure interne de la
manifestation en tant qu‟auto-manifestation. Henry décèle cette structure
phénoménologique dans l‟archi-intelligibilité de l‟Évangile de Jean. Ce qui est
en jeu ici n‟est pas une théologisation de la phénoménologie, mais la
découverte des structures phénoménologiques immanentes qui demeurent
incompréhensibles dans le cadre de l‟exégèse comme dans celui de la
théologie. Henry prétend que l‟archi-intelligibilité johannique ne révèle pas une

192
nouvelle théologie, mais une vraie phénoménologie, inconnue de l‟histoire de
cette discipline.” (Welten, 2011, 97)89

Los objetivos del proyecto de investigación que culmina con la presente tesis
doctoral han sido, pues, plenamente satisfechos, ya que hemos conseguido defender a
la fenomenología henryana de las críticas que se dirigían hacia ella intentando
caracterizarla como propuesta anti-filosófica, así como de sus propias inconsistencias
internas. De igual forma, al haber desarrollado diferentes comunicaciones, charlas,
clases, talleres y coloquios sobre la fenomenología henryana en nuestro entorno más
cercano, hemos conseguido aumentar la visibilidad y el reconocimiento que la obra de
Michel Henry recibe en los espacios académicos por donde hemos pasado. De manera
más específica, consideramos que, con el presente trabajo, hemos conseguido
caracterizar sobradamente la propuesta fenomenológica henryana, así como la crítica
que Henry dirige a la “fenomenología histórica” y, con ella, a toda la tradición filosófica
occidental, poniendo su pensamiento en relación con el de autores como Husserl,
Heidegger, Merleau-Ponty, Main de Biran, el Maestro Eckhart, Juan de la Cruz, Jean-
Luc Nancy, etc.
No se ha satisfecho de una forma tan evidente, sin embargo, el objetivo de
redibujar el espacio que separa y une, de manera general, la reflexión filosófica de la
especulación filosófica, si bien sí ha quedado perfectamente evidenciado como
acontece dicha interrelación, de forma específica, en la obra de Henry. De igual forma,
tampoco hemos conseguido articular realmente una “filosofía general de la religión”
desde los postulados henryanos que pueda ser aplicable a otras tradiciones religiosas
distintas al cristianismo. Sí parece más evidentemente probado que, tal como
habíamos señalado en nuestras hipótesis, lo que Henry realiza en estas tres obras del
“giro teológico” es, en realidad una rearticulación metafísica de toda su propuesta
fenomenológica, lo que constituye una justificación más que legítima para esa vuelta
hacia los conceptos propiamente teológicos que encontramos en las tres obras
señaladas. Habría que profundizar, no obstante, en la reflexión henryana sobre los
89
“Contrariamente a la ciencia galileana y a la fenomenología trascendental, la fenomenología radical desarrolla
la estructura interna de la manifestación en tanto que auto-manifestación. Henry descubre esta estructura
fenomenológica en la archi-inteligibilidad del Evangelio de Juan. Lo que está en juego aquí no es una
teologización de la fenomenología, sino el descubrimiento de las estructuras fenomenológicas inmanentes que
permanecen incomprensibles tanto en el cuadro de la exégesis como en el de la teología. Henry pretende que la
archi-inteligibilidad joánica no revele una nueva teología, sino una verdadera fenomenología desconocida en la
historia de esta disciplina.” La traducciñn es nuestra.

193
presupuestos éticos para comprender realmente si el “giro teológico” de las últimas
obras se puede entender como anticipado ya en la reflexión sobre la “comunidad
patética invisible”.
La fenomenología radical constituye una propuesta difícil y exigente, incluso si
su tema central y único (la Vida fenomenológica) es lo que tiene de más simple y de
más inmediato; una inmediatez absoluta de la Vida que explica la dificultad de
“aprehenderla” a través del pensamiento y que abre el camino a la afirmación de la
afectividad como nueva y más originaria forma de fenomenización de lo real. No se
trata de tener que elegir entre el concepto o la Vida, el pensamiento o la afectividad,
sino de hacer de la Vida un verdadero sujeto de la reflexión filosófica, asumiendo la
anterioridad no sólo cronológica sino lógica y ontológica de la Vida con respecto al
mundo (y con respecto a los conceptos con los que interpretamos ese mundo) y
reconociendo la afectividad como nueva forma de manifestación de lo real. La
propuesta henryana no pretende presentarnos una “forma de vida” al modo de un
planteamiento sobre “cómo vivir mejor” o “cómo actuar en la calle”, sino un verdadero
salto desde el plano del ser al de la afectividad.

“Toute vie est un cheminement et […] dans l‟espace de l‟affectivité, il y


a un devenir, qui est aussi un advenir et par conséquent un avènement. Ce qui
sans doute nous fait pressentir qu‟il doit y avoir, dans le domaine de
l‟affectivité, comme un état supérieur, qui est comme toujours annoncé en
chaque moment du devenir et qui serait la béatitude ou la joie spirituelle.”
(Ladrière, 1973, 162).90

Es esta misma afectividad la que permite construir, desde la reflexión sobre el


cristianismo, una nueva teodicea que haga compatible la lucha contra el mal desde la
praxis y la justificación de Dios por la naturaleza “patética” de la Vida absoluta: si Dios
es la Vida y el sufrimiento es la condición de posibilidad de la Vida (porque la Vida es
esencialmente “patética”), entonces el mal del mundo y el sufrimiento que
experimentamos, lejos de invalidar la afirmación sobre la existencia de Dios, la hacen
completamente necesaria. No obstante, el pathos por el que tiene lugar, según Henry,
la autorrevelación de Dios/la Vida es realmente independiente de la experiencia

90
“Toda vida es un desplazamiento y […] en el espacio de la afectividad, hay un devenir, que es también un
advenir y por consecuente una llegada. Lo que sin duda nos hace presentir que debe haber, en el ámbito de la
afectividad, como un estado superior, que está como siempre anunciado en cada momento del devenir y que sería
la beatitud o la dicha espiritual.” La traducciñn es nuestra.

194
sensible, ya que, si el pathos fuera sensible o sensorial, estaría exteriormente
constituido y no sería una auto-manifestación, sino la manifestación de algo exterior a
la manifestación. Por eso, a pesar de que no podamos encontrar un correlato empírico
para nuestra experiencia de Dios, podemos dar una prueba afectiva (y no intelectiva,
como las de Agustín, Anselmo o Tomás) de la existencia de Dios: Dios es porque lo
siento; porque me siento vivir en mi Vida y Él es esa Vida por la que vivo.

“Le christianisme donne à la Vie éternelle le nom de Dieu. Cela signifie


que Dieu n‟est pas un être transcendant qui existe et qu‟il n‟est pas non plus,
phénoménologiquement parlant, entièrement constitué par la conscience. La
structure du discours du Christ sur lui-même révèle une vérité
phénoménologique radicale : „Dieu est Vie‟. Dieu n‟est pas la vie de quelque
chose mais la Vie elle-même. Dieu n‟est pas un corrélat intentionnel.” (Welten,
2011, 84).91

Pero esta nueva “prueba afectiva” de la existencia de Dios no tiene por qué
llevarnos a una verdadera conversión religiosa: en la fenomenología henryana, ninguna
indicación nos autoriza a pensar que es necesaria una conversión personal al
cristianismo para poder comprender los argumentos de los tres últimos trabajos de su
obra. El pensamiento henryano implica una reducción fenomenológica radical del
canon cultural y eclesi|stico cristiano, una “puesta entre paréntesis” de la tradición, del
dogmatismo eclesiástico y de la historia. La fenomenología de Henry es una filosofía
del “archi-cristianismo”, en el sentido de un cristianismo previo a su constitución sobre
el plan eclesiástico. En Palabras de Cristo, de hecho, Henry ya no habla de lo que dice
el cristianismo, sino de lo que dice Cristo mismo, según las Escrituras; ya no hace,
pues, ninguna referencia ni a la teología ni a la fenomenología, sino solamente a las
palabras vivas del mismo Cristo sin arrastrarlas a un sistema concreto de pensamiento.
Henry habla y escucha como si el cristianismo no se hubiera producido históricamente,
como si acabara de descubrir esas palabras que va comentando (Ibíd., 112).
Es por esto que hemos intentado comprender, quizá sin una gran evidencia a
nuestro favor, que lo que Henry realiza en sus tres últimas obras, m|s que un “giro
teológico”, es un “giro metafísico”, puesto que los nuevos conceptos que Henry

91
“El cristianismo da a la Vida eterna el nombre de Dios. Esto significa que Dios no es un ser trascendente que
existe ni tampoco está, fenomenológicamente hablando, enteramente constituido por la conciencia. La estructura
del discurso de Cristo sobre sí mismo revela una verdad fenomenolñgica radical: „Dios es Vida‟. Dios no es la
vida de algo, sino la Vida misma. Dios no es un correlato intencional.” La traducciñn es nuestra.

195
introduce tras la confrontación con el cristianismo son inteligibles en sí (no requieren
de una referencia teológica) y constituyen, junto con los conceptos introducidos
anteriormente, un todo coherente que funciona como una verdadera metafísica, al
estilo de esa filosofía radical primera que Henry había querido construir desde siempre
bajo la idea de una ontología fenomenológica. En este sentido, ha sido muy
reconfortante encontrar el artículo de Beat Michel titulado “La metafísica de Michel
Henry (sobre Yo soy la verdad y Encarnación)” y publicado recientemente (2018), pues
parece recoger y articular muchas de las intuiciones que ya nosotros planteábamos, allá
por octubre de 2015, en el proyecto de investigación que ahora culmina con la
redacción de la presente tesis.
Comparando el estudio henryano de la “archi-fenomenología” del cristianismo
con las reflexiones de Nancy sobre el monoteísmo en general, hemos acabado por
interpretar ese “giro metafísico” como un intento de “deconstrucción del cristianismo”.
Así, podemos señalar, como otra de las conclusiones del presente trabajo, que la
confrontación con la tradición cristiana que Henry lleva a cabo constituye un análisis
del cristianismo que genera una apertura del mismo (posibilitada por la misma esencia
del cristianismo como “religión de la salida de la religión”); apertura que nos permite
conocer la estructura interna que el cristianismo presupone (pero, al mismo, tiempo
oculta) y que constituye la revelación de un carisma eminentemente filosófico que,
para Henry, coincide con su propuesta fenomenológica. Esto ha llevado a muchos
autores a presentar a Henry como un gnóstico; nosotros, sin embargo, hemos
rechazado dicha caracterización, al considerar que el interés henryano por el
cristianismo no es sapiencial (pues solo remite a una investigación sobre la forma
cristiana de experimentar la revelación) y al evidenciar que una de las características
del Dios cristiano es que se esconde de los sabios y se revela a los sencillos.
A lo largo de toda la tesis, hemos intentado defender a Henry de las críticas que
Janicaud dirige hacia sus planteamientos, ya que una de nuestras hipótesis de partida
consistía en entender que la fenomenología radical henryana no inaugura una “filosofía
de lo invisible”, ni genera una “vuelta a la trascendencia”, sino que constituye,
precisamente, un rechazo de la trascendencia intramundana y una superación del
esquema de la visibilidad como apertura del “Afuera” ek-stático; y consideramos que
hemos podido probar sobradamente esta hipótesis, por ejemplo, al hablar de las

196
influencias que Henry recibe de la mística cristiana. Sin embargo, tenemos que
reconocer que, al interpretar el “giro teológico” de la última etapa del pensamiento
henryano como siendo realmente un “giro metafísico”, hemos recogido esa crítica que
Janicaud dirige, no solo a Henry, sino a toda una generación de filósofos franceses,
cuando señala que, con sus propuestas, estos nuevos fenomenólogos recuperan la
primacía de la metafísica sobre la ontología que los “fenomenólogos ortodoxos” (Sarte
y Merleau-Ponty, principalmente) se cuidaron de eliminar.
En la misma línea, tenemos que señalar que, si bien nosotros hemos planteado
la cuestión del “giro teológico” como una referencia específica a esa trilogía filosófico-
teológica que encontramos al final de la obra de Henry, la crítica de Janicaud es
generacional y se dirige, de manera mucho más general, a todo el pensamiento
henryano y, junto a él, al de los otros autores señalados (Lévinas, Ricoeur, Derrida,
Marion, Chrétien, Courtine, etc.) y no solo a la etapa final del mismo. Lo que Janicaud
critica no es que estos autores se dediquen, en un momento de su obra, a reflexionar
sobre la religión, sino que construyan, desde el principio, una fenomenología que, en
lugar de respetar el método fenomenológico original, recurra a la teología como
método. Esto, no obstante, afianza nuestra hipótesis de que el interés de Henry por la
religión estaba ya anticipado desde las investigaciones previas a la redacción de Esencia
de la manifestación, como hemos podido demostrar al señalar algunos de los temas de
investigación que Henry incluyó en varios de los documentos que tuvo que dirigir al
“Centro Nacional de Investigación Científica” francés, durante su etapa como
“agregado en filosofía”.
Al hilo de la presentación del pensamiento henryano que hemos efectuado en
los dos primeros capítulos para comprender la posterior vuelta hacia la teología, ha
resultado muy interesante descubrir que los conceptos de la fenomenología henryana
de la vida pueden ser aplicados en el ámbito de la Psicopatología para desarrollar una
reflexión que permite “naturalizar” socioculturalmente los trastornos psicológicos y
elaborar una suerte de “terapia filosófica henryana”. Si entendemos, con Henry, que el
sufrimiento coincide con la condición de posibilidad misma de la Vida (porque la Vida
es pura afectividad, puro pathos), podríamos llegar a comprender los procesos
psicopatológicos (verdaderas fuentes de sufrimiento) como meros acontecimientos de
constitución de lo real que, simplemente, han dejado de ser funcionales y que son

197
estigmatizados, quizás, desde la perspectiva de una sociedad logocéntrica que articula
todos sus discursos desde el paradigma de la exterioridad intramundana. Reconocer
que la psicopatología arranca y es posibilitada desde la propia inmanencia radical y
“patética” de la Vida constituye ya, así, un movimiento sanador.
En esta misma línea, ha quedado pendiente desarrollar una aplicación más
completa y profunda de la filosofía henryana a otros problemas que solo hemos podido
esbozar superficialmente (la lucha por los derechos de los animales y la construcción
de nuevos proyectos de emancipación política desde el concepto henryano de
“comunidad patética invisible”) o que ni siquiera hemos podido señalar (el desarrollo
de un discurso eminentemente feminista y pro LGBTIQA+ desde el concepto de
“Filiación trascendental” que Henry presenta al hablar de Cristo como el “Archi-Hijo”).
También hubiera sido interesante realizar algún trabajo en el que se aplique la
reflexión henryana sobre el arte pictórico abstracto recogida en Ver lo invisible. Sobre
Kandinsky al ámbito específico de la música, la literatura y/u otras manifestaciones
artísticas, para determinar si las reflexiones de Henry constituyen una verdadera
propuesta estética general. Por último, quizá también habría sido recomendable
intentar descubrir las trazas de la fenomenología radical que se esconden en las cuatro
novelas escritas por el propio Henry. La tesis aquí presentada genera, como vemos,
nuevas líneas de investigación que podremos transitar en los años venideros, de forma
que lo aprendido y descubierto no caiga completamente en el olvido.
Cuando planteamos la posibilidad de extrapolar la “filosofía henryana del
cristianismo” como paradigma de “filosofía general de la religión” y esquema aplicable,
pues, a otras tradiciones religiosas, nuestra tesis adolece de un contacto directo real
con esas investigaciones que están intentando desarrollar una lectura henryana de
otras tradiciones religiosas (tenemos conocimiento de que al menos se está realizando
con respecto al Islam). Si hubiéramos podido acceder a dichos trabajos o entrar en
contacto con los investigadores responsables de los mismos, igual habríamos tenido un
acercamiento más veraz a la cuestión abordada, lo que nos habría permitido salir del
plano condicional y abandonar la mera especulación para ofrecer una respuesta más
auténtica y completa; es por esta razón que el epígrafe dedicado a dicho asunto
constituye uno de los menos desarrollados de todo el trabajo. Esta carencia, no
obstante, puede ser subsanada en ulteriores investigaciones o incluso puede constituir

198
una llamada de atención en el lector de la presente tesis y una invitación a continuar lo
esbozado en dicho epígrafe.
La profunda originalidad del pensamiento de Michel Henry y su novedad radical
en relación a toda filosofía anterior, así como el “giro teológico” final o su especial
lectura del mal, de la cultura, del arte, de la economía etc., explican la recepción
limitada de su filosofía, una filosofía que es, sin embargo, admirada por los
especialistas gracias a su rigor y profundidad. Como decíamos en la Introducción,
lamentamos profundamente todas las limitaciones intelectuales a la hora de
interpretar un pensamiento tan rico y complejo (así como los posibles errores
cometidos en dicha interpretación). Nuestra intención ha sido siempre la de llevar a
cabo una reconstrucción personal de las líneas generales de la fenomenología henryana
con el foco puesto en su vuelta final hacia la teología y desde el mayor de los respetos
hacia la figura de Michel Henry y hacia todos aquellos grandísimos investigadores
dedicados a su pensamiento que hemos tenido el honor de conocer (personal, virtual o
documentalmente) a lo largo de estos años.
La nueva fenomenología francesa nos permite releer los textos centrales del
cristianismo desde un punto de vista filosófico, lo que nos lleva a considerar la
posibilidad de una unión verdaderamente significativa entre filosofía y teología. La
presente tesis constituye un alegato a favor de una realización de dicha unión a través
de la reformulación radical de la fenomenología que Michel Henry desarrolla a lo largo
de su obra. Como señala Paul Audi (2006, 221), “ce n’est pas tant le christianisme qui
apporte quelque chose à la phénoménologie de la vie que la phénoménologie de la vie
qui apporte quelque chose au christianisme – ou, pour être plus exact, { la théologie”.
De esta forma, m|s que de “ El giro teológico de la fenomenología radical de Michel
Henry”, debemos hablar de “El giro fenomenológico de la teología efectuado por
Michel Henry”, lo que podría constituir la conclusión general a la que nos ha llevado el
proyecto de investigación sintetizado en estas líneas. Queda pendiente acometer, no
obstante, una verdadera investigación sobre la relación real y actual de la teología y la
filosofía y las perspectivas de desarrollo de la misma, ya sin una referencia tan directa a
la obra de Michel Henry.
Contra los prejuicios que hablan de la teología como “enemigo mortal” de la
filosofía podemos recordar ahora, a falta de dicha profundización en la relación entre

199
ambos “saberes”, que la filosofía occidental no solamente hereda sus métodos y
contenidos del pensamiento griego, sino también de otras fuentes; y de entre éstas, la
más profunda es, quizá, la tradición judeocristiana. El “giro teológico de la
fenomenología francesa” es un ejemplo del cruce de estas distintas fuentes de las que
se nutre la filosofía y, como tal, no es sino una muestra de la riqueza cultural de
nuestro pensamiento occidental: “el hecho es que no hay filosofía pura ni
fenomenología pura, sino ‘pensamiento’, y que éste no conoce ni canon, ni dogmas, ni
patria, sino que precisamente se autoafirma a condición de su libertad.” (Restrepo,
2010, 121). Es desde esta libertad del pensamiento desde donde trabajan autores como
Michel Henry, un filósofo preocupado, como pocos, por ir, aunque sea a
contracorriente, hasta el núcleo primigenio de la realidad, allí donde habitan, de forma
más originaria, la Vida y la Verdad.

200
CONCLUSIONS (En français)

Michel Henry, philosophe français lié à la tradition phénoménologique pour


avoir accepté l’identification entre être et apparaître, propose une phénoménologie
radicale, matérielle et non intentionnelle qui, plutôt que d’étudier les phénomènes en
tant que tels ou leur manière de se donner à la conscience, cherche l’essence même de
la manifestation (la phénoménalité des phénomènes ; l’« apparaître d’apparaître ») et
qui étudie, donc, les conditions matérielles de possibilité de cette manifestation. Cette
proposition philosophique est présentée comme une ontologie phénoménologique
singulière qui tente de réaliser les projets de la phénoménologie husserlienne et de
l’ontologie heideggérienne par une radicalisation de ses principes, une critique du
préjugé du « monisme de la transcendance » qui présente toute la tradition
philosophique occidentale (pour sa référence { l’extériorité comme seule forme de
manifestation) et une recherche incessante du Commencement, qui finit par se
retrouver dans l’autorévélation immanente et « pathétique » de la Vie par rapport à
elle-même, dès l’intérieur absolu de « la chair ».
Dans la dernière décennie de la pensée henryenne, cette Vie absolue qui
s’autorévèle dans l’intériorité affective de notre « corps subjectif » s’identifie avec le
Dieu-Père dont parle le christianisme. Michel Henry procède ainsi à une
caractérisation de l’« archi-phénoménologie » qui, selon lui, se cache (et se révèle en
même temps) derrière les enseignements chrétiens, à travers une lecture critique des
textes fondateurs du christianisme (notamment l’Évangile de Jean) où il trouvera une
résonance spirituelle et religieuse de sa propre proposition phénoménologique. Cette
découverte l’amènera { construire un nouveau discours, chargé de concepts d’ordre
théologique qui, comme nous avons tenté de le montrer tout au long de cet ouvrage,
constituent un « tournant métaphysique » (et non un « tournant théologique ») de ses
intentions philosophiques (sans abandonner, donc, les prétentions toujours
phénoménologiques de sa proposition) à la manière de la « déconstruction du
christianisme » proposée par des auteurs comme Jean-Luc Nancy.
Pour Henry, le but principal de tout le Nouveau Testament est résumé dans la
phrase qui affirme que la Vie constitue l’essence de Dieu et lui est identique. La
question qui s’est posée tout au long de la thèse est de savoir si cette affirmation

201
fondamentalement métaphysique est fondée sur des recherches purement
philosophiques et non sur les spéculations ou l’autorité religieuses. Après les
recherches que nous avons rassemblées ici, nous pouvons dire que, comme nous
l’avions prévu dans nos hypothèses initiales, l’intérêt d’Henry pour le christianisme est
exclusif et spécifiquement phénoménologique. Le seul point de départ de cette
affirmation de l’identité de Dieu et de la Vie est la manifestation elle-même : la Vie
n’est rien d’autre que l’automanifestation, la révélation d’elle-même qui se manifeste ;
et c’est précisément ce que nous apprenons dans les Évangiles. Le christianisme rend
intelligible le fait que Dieu est pure révélation ; le fait que Dieu se révèle seulement
Lui-même dans la Vie, parce qu’Il est la Vie. (Welten, 2011, 85). C’est pourquoi nous
soulignons, comme première grande conclusion de cette thèse, que la recherche
henryenne, même dans les travaux qui constituent le fameux « tournant théologique »,
est toujours modestement philosophique.
Nous considérons, donc, que tout au long de cette thèse, nous avons réussi à
démontrer que le virage théologique d’Henry dans ses derniers travaux ne constitue
pas une distorsion des intuitions fondatrices communes à tout projet
phénoménologique ni des méthodes propres et spécifiques à toute réflexion qu’on peut
légitimement appeler « philosophique ». Car il ne cesse d’évoluer dans le cadre de la
question radicale et première pour l’être avec un discours qui, bien qu’ouvert à la
terminologie théologique, continue à respecter la rigueur rationnelle de
l’argumentation (même pour parler de ce qui échappe à la raison) et les mécanismes de
la « réduction phénoménologique » et de la « différence ontologique ». Comme dans
d’autres philosophes, « le problème d’Henry est celui de la vérité et, face à lui, il affirme
l’existence d’une connaissance absolue : la présence de la vie à elle-même, à nous-
mêmes. (Domingo Moratalla dans Henry, 1987, 14). Le “tournant théologique” ne
répond qu’{ l’identification de cette connaissance absolue ({ laquelle la
phénoménologie radicale henryenne arrive) avec l’expérience de révélation dont les
différentes traditions religieuses en général (et, concrètement, le christianisme lui-
même) parlent.

« Contrairement à la science galiléenne et à la phénoménologie


transcendantale, la phénoménologie radicale dévoile la structure interne de la
manifestation en tant qu‟« automanifestation ». Henry décèle cette structure

202
phénoménologique dans l‟« archi-intelligibilité » de l‟Évangile de Jean. Ce qui
est en jeu ici n‟est pas une théologisation de la phénoménologie, mais la
découverte des structures phénoménologiques immanentes qui demeurent
incompréhensibles dans le cadre de l‟exégèse comme dans celui de la
théologie. Henry prétend que l‟archi-intelligibilité johannique ne révèle pas une
nouvelle théologie, mais une vraie phénoménologie, inconnue de l‟histoire de
cette discipline. » (Welten, 2011, 97).

Les objectifs du projet de recherche aboutissant à cette thèse de doctorat ont


été, donc, pleinement atteints, puisque nous avons réussi à défendre la
phénoménologie d’Henry contre les critiques qui lui étaient adressées, tentant de la
caractériser comme une proposition antiphilosophique, ainsi que de ses propres
incohérences internes. De même, en développant des différentes communications,
conférences, cours, ateliers et colloques sur la phénoménologie henryenne dans notre
environnement le plus proche, nous avons réussi à accroître la visibilité et la
reconnaissance que le travail de Michel Henry reçoit dans les espaces académiques
dans lesquels nous sommes passés. D’une manière plus spécifique, nous considérons
qu’avec ce travail, nous avons réussi { caractériser plus qu’assez la proposition
phénoménologique henryenne, ainsi que la critique qu’Henry adresse { la
“phénoménologie historique” et, avec elle, { toute la tradition philosophique
occidentale, mettant sa pensée en relation avec celle d’auteurs comme Husserl,
Heidegger, Merleau-Ponty, Main de Biran, Maître Eckhart, Jean de la Croix, Jean-Luc
Nancy, etc.
Cependant, l’objectif de redessiner l’espace qui sépare et qui unit, d’une manière
générale, la réflexion philosophique et la spéculation philosophique n’a pas été satisfait
d’une façon aussi évident, bien qu’il ait été parfaitement démontré comment cette
interrelation se produit, d’une manière spécifique, dans l’œuvre de Henry. De même,
nous n’avons pas vraiment réussi { articuler une  « philosophie générale de la religion »
à partir des postulats henryens pour qu’elle puisse être applicable { d’autres traditions
religieuses que le christianisme. Il semble plus évidemment prouvé que, comme nous
l’avons souligné dans nos hypothèses, ce que Henry fait dans ces trois œuvres du
« tournant théologique » est, en réalité, une réarticulation métaphysique de toute sa
proposition phénoménologique, qui constitue une justification plus que légitime pour
ce retour aux concepts proprement théologiques que l’on retrouve dans les trois
œuvres indiquées. Il faudrait cependant approfondir dans la réflexion d’Henry sur les

203
présupposés éthiques afin de comprendre réellement si le « tournant théologique » des
dernières œuvres peut être compris comme déjà anticipé dans la réflexion sur la
« communauté pathétique invisible ».
La phénoménologie radicale constitue une proposition difficile et exigeante,
même si son thème central et unique (la Vie phénoménologique) est ce qu’elle a de
plus simple et de plus immédiat ; une immédiateté absolue de la Vie qui explique la
difficulté de « l’appréhender » par la pensée et qui ouvre la voie { l’affirmation de
l’affectivité comme une forme nouvelle et plus originale de phénoménalisation du réel.
Il ne s’agit pas de choisir entre le concept ou la Vie, la pensée ou l’affectivité, mais de
faire de la Vie un véritable sujet de réflexion philosophique, assumant non seulement
la primauté chronologique, mais aussi logique et ontologique de la Vie par rapport au
monde (et par rapport aux concepts avec lesquels nous interprétons ce monde) et
reconnaissant l’affectivité comme une nouvelle forme de manifestation du réel. La
proposition henryenne n’entend pas nous présenter une « forme de vie » sous le
schema d’une approche sur « comment mieux vivre » ou « comment agir dans la rue »,
mais un véritable passage du domaine l’être { celui de l’affectivité.

« Toute vie est un cheminement et […] dans l’espace de l’affectivité, il y


a un devenir, qui est aussi un advenir et par conséquent un avènement. Ce qui
sans doute nous fait pressentir qu’il doit y avoir, dans le domaine de
l‟affectivité, comme un état supérieur, qui est comme toujours annoncé en
chaque moment du devenir et qui serait la béatitude ou la joie spirituelle. »
(Ladrière, 1973, 162).

C’est cette même affectivité qui nous permet de construire, { partir de la


réflexion sur le christianisme, une nouvelle théodicée qui rend compatible la lutte
contre le mal dès la praxis et la justification de Dieu par la nature « pathétique » de la
Vie absolue : si Dieu est la Vie et la souffrance est la condition de la possibilité de la Vie
(parce que la Vie est essentiellement « pathétique »), alors le mal du monde et la
souffrance que nous vivons, loin d’invalider l’affirmation de l’existence de Dieu, la
rendent complètement nécessaire. Néanmoins, le pathos par lequel l’autorévélation de
Dieu/la Vie se déroule, selon Henry, est réellement indépendante de l’expérience
sensible, parce que, si le pathos était sensible ou sensoriel, il serait constitué
extérieurement et ne serait pas une automanifestation, mais la manifestation d’une

204
chose externe à la manifestation. Par conséquent, même si nous ne pouvons pas
trouver une corrélation empirique pour notre expérience de Dieu, nous pouvons
donner une preuve affective (et non intellectuelle, comme celles d’Augustin, Anselme
ou Thomas) de l’existence de Dieu : Dieu existe parce que je le ressens ; parce que je
sens que je vis dans ma Vie et Lui est cette Vie pour laquelle je vis.

« Le christianisme donne à la Vie éternelle le nom de Dieu. Cela


signifie que Dieu n’est pas un être transcendant qui existe et qu‟il n‟est pas non
plus, phénoménologiquement parlant, entièrement constitué par la conscience.
La structure du discours du Christ sur lui-même révèle une vérité
phénoménologique radicale : “Dieu est Vie‟. Dieu n’est pas la vie de quelque
chose, mais la Vie elle-même. Dieu n‟est pas un corrélat intentionnel. »
(Welten, 2011, 84).

Mais cette nouvelle « preuve affective » de l’existence de Dieu n’a pas à nous
conduire à une véritable conversion religieuse : dans la phénoménologie d’Henry, rien
n’indique qu’une conversion personnelle au christianisme soit nécessaire pour pouvoir
comprendre les arguments des trois derniers travaux de son œuvre. La pensée d’Henry
implique une réduction phénoménologique radicale du canon culturel et ecclésiastique
chrétien, une « mise entre parenthèses » de la tradition, du dogmatisme ecclésiastique
et de l’histoire. La phénoménologie d’Henry est une philosophie de « l’archi-
christianisme », dans le sens d’un christianisme antérieur à sa constitution sur le plan
ecclésiastique. En effet, dans Palabras de Cristo, Henry ne parle plus de ce que dit le
christianisme, mais de ce que dit le Christ lui-même, selon les Écritures ; il ne fait plus
référence ni à la théologie ni à la phénoménologie, mais seulement aux paroles
vivantes du Christ lui-même sans les entraîner dans un système concret de pensée.
Henry parle et écoute comme si le christianisme n’avait pas eu lieu historiquement,
comme s’il venait de découvrir par première fois les paroles qu’il commente (Ibíd., 112).
C’est pourquoi nous avons essayé de comprendre, peut-être sans beaucoup de
preuves en notre faveur, que ce que Henry fait dans ses trois dernières œuvres est, plus
qu’un « tournant théologique », un « tournant métaphysique », puisque les nouveaux
concepts qu’Henry introduit après la confrontation avec le christianisme sont
intelligibles eux-mêmes (ils n’ont pas besoin de référence théologique) et constituent,
avec les concepts introduits précédemment, un ensemble cohérent qui fonctionne
comme une véritable métaphysique, dans le style de cette philosophie première et

205
radicale que Henry avait toujours voulu construire sous l’idée d’une ontologie
phénoménologique. Dans ce contexte, il a été très réconfortant de trouver l’article de
Beat Michel intitulé « La métaphysique de Michel Henry (dans C’est moi la vérité et
Incarnation) » et récemment publié (2018), car il semble rassembler et articuler
plusieurs des intuitions que nous avons déjà soulevées, en octobre 2015, dans le projet
de recherche qui aboutit maintenant à la rédaction de cette thèse.
En comparant l’étude d’Henry sur l’« archi-phénoménologie » du christianisme
avec les réflexions de Nancy sur le monothéisme en général, nous en sommes venus à
interpréter ce « tournant métaphysique » comme une tentative de « déconstruction du
christianisme ». Ainsi, nous pouvons signaler, comme une autre des conclusions du
présent ouvrage, que la confrontation avec la tradition chrétienne qu’Henry réalise
constitue une analyse du christianisme qui en génère une ouverture (rendue possible
par l’essence même du christianisme comme « religion de la sortie de la religion ») ;
une ouverture qui permet de connaître la structure interne que le christianisme
présuppose (mais, en même temps, cache) et qui constitue la révélation d’un charisme
éminemment philosophique qui, pour Henry, correspond à sa proposition
phénoménologique. Cela a conduit à des nombreux auteurs à présenter Henry comme
un gnostique ; nous avons cependant rejeté cette caractérisation, considérant que
l’intérêt d’Henry pour le christianisme n’est pas sapientiel (puisqu’il ne fait référence
qu’{ une recherche sur la manière chrétienne de vivre la révélation) et montrant
qu’une des caractéristiques du Dieu chrétien est qu’il se cache des sages et se révèle
aux gentils.
Tout au long de cette thèse, nous avons tenté de défendre Henry des critiques
que Janicaud adresse envers ses approches, puisque l’une de nos hypothèses de départ
consistait { comprendre que la phénoménologie radicale henryenne n’inaugure pas
une « philosophie de l’invisible », ni ne génère un « retour à la transcendance », mais
constitue précisément un rejet de la transcendance intramondaine et un dépassement
du schéma de la visibilité en tant qu’ouverture de « l’Au-dehors » ek-statique ; et nous
considérons que nous avons pu bien prouver cette hypothèse, par exemple, en parlant
des influences que Henry reçoit de la mystique chrétienne. Cependant, il faut
reconnaître qu’en interprétant le « tournant théologique » de la dernière étape de la
pensée d’Henry comme étant réellement un « tournant métaphysique », nous avons

206
repris cette critique que Janicaud adresse, non seulement à Henry, mais à toute une
génération de philosophes français, quand il rappelle que, par ses propositions, ces
nouveaux phénoménologues retrouvent la primauté de la métaphysique sur la
ontologie que les « phénomènes orthodoxes » (Sartre et Merleau-Ponty,
principalement) ont pris le temps d’éliminer.
Dans ce contexte, il faut souligner que, bien que nous ayons soulevé la question
du « tournant théologique » comme une référence spécifique à cette trilogie
philosophique-théologique que l’on retrouve à la fin de l’œuvre d’Henry, la critique de
Janicaud est générationnelle et s’adresse, de manière beaucoup plus générale, à toute la
pensée de Henry et, avec elle, { celle des autres auteurs signalés (Lévinas, Ricœur,
Derrida, Marion, Chrétien, Courtine, etc.) et non seulement { l’étape finale de la
même. Ce que Janicaud critique n’est pas que ces auteurs se consacrent, dans un
moment donné de leur travail, { réfléchir sur la religion, mais qu’ils construisent, dès le
début, une phénoménologie qui, au lieu de respecter la méthode phénoménologique
originale, fait appel à la théologie comme méthode. Ceci, cependant, renforce notre
hypothèse de que l’intérêt d’Henry pour la religion était déj{ anticipé dès la recherche
avant la rédaction de L’essence de manifestation, comme nous avons pu le démontrer
en soulignant certains des sujets de recherche qu’Henry a inclus dans plusieurs des
documents qu’il devait adresser au « Centre National de la Recherche Scientifique »
français, durant son étape en tant qu’« agrégé de philosophie ».
Pendant la présentation de la pensée henryenne dans les deux premiers
chapitres afin de comprendre le retour final à la théologie, il a été très intéressant de
découvrir que les concepts de la phénoménologie henryenne de la vie peuvent être
appliqués dans le domaine de la Psychopathologie afin de développer une réflexion qui
permette de « naturaliser » socioculturellement les troubles psychologiques et
d’élaborer une sorte de « thérapie philosophique henryenne ». Si nous comprenons,
avec Henry, que la souffrance coïncide avec la condition de possibilité même de la Vie
(parce que la Vie est pure affectivité, pur pathos), nous pourrions en venir à
comprendre les processus psychopathologiques (véritables sources de souffrance)
comme de simples événements de constitution du réel qui, simplement, ont cessé
d’être fonctionnels et qui sont stigmatisés, peut-être, dans une société logocentrique
qui exprime tous ses discours selon le modèle de l’extériorité intramondaine.

207
Reconnaître que la psychopathologie commence et est rendue possible par
l’immanence radicale et « pathétique » de la Vie elle-même constitue déjà, en ce sens,
un mouvement de guérison.
Dans ce contexte, il reste à développer une application plus complète et plus
profonde de la philosophie henryenne { d’autres problèmes que nous n’avons pu
aborder que superficiellement (la lutte pour les droits des animaux et la construction
de nouveaux projets d’émancipation politique { partir du concept henryen de
« communauté pathétique invisible ») ou que nous n’avons même pu mettre en
évidence (développement d’un discours éminemment féministe et pro LGBTIQA+ à
partir du concept de « Filiation transcendantale » que Henry présente en parlant du
Christ comme l’« Archi-Fils »). Il aurait également été intéressant de réaliser un travail
dans lequel la réflexion d’Henry sur l’art pictural abstrait recueilli dans Voir l’invisible.
Sur Kandinsky serait appliquée dans le domaine spécifique de la musique, de la
littérature et/ou d’autres manifestations artistiques, pour déterminer si les réflexions
d’Henry constituent une véritable proposition esthétique générale. Enfin, il aurait
peut-être aussi été judicieux d’essayer de découvrir les traces de la phénoménologie
radicale cachées dans les quatre romans écrits par Henry lui-même. La thèse présentée
ici engendre, comme nous le voyons, de nouveaux axes de recherche que nous
pourrons poursuivre dans les années à venir, afin que ce qui a été appris et découvert
ne tombe pas complètement dans l’oubli.
Quand nous considérons la possibilité d’extrapoler la « philosophie henryenne
du christianisme » comme un paradigme de « philosophie générale de la religion » et
un schéma applicable aux autres traditions religieuses, notre thèse manque d’un
contact direct réel avec les recherches qui tentent de développer une lecture
henryenne des autres traditions religieuses (nous savons que c’est au moins le cas pour
l’Islam). Si nous avions pu accéder { ces travaux ou entrer en contact avec les
chercheurs qui en sont responsables, nous aurions encore eu une approche plus
véridique du sujet abordé, ce qui nous aurait permis de sortir du plan conditionnel et
d’abandonner la simple spéculation pour offrir une réponse plus authentique et
complète ; c’est pour cette raison que l’épigraphe consacrée à ce sujet constitue une des
moins développées de la thèse. Cette lacune, cependant, peut être comblée par des

208
recherches plus poussées ou peut même constituer un rappel pour le lecteur de cette
thèse et une invitation à poursuivre ce qui est décrit dans cette épigraphe.
La profonde originalité de la pensée de Michel Henry et sa nouveauté radicale
par rapport à toute la philosophie antérieure, ainsi que le « tournant théologique »
final ou sa lecture particulière du mal, de la culture, de l’art, de l’économie, etc.
expliquent la réception limitée de sa philosophie, une philosophie que, cependant, les
spécialistes admirent grâce à sa rigueur et sa profondeur. Comme nous l’avons dit dans
l’Introduction, nous regrettons profondément toutes les limites intellectuelles dans
l’interprétation d’une pensée aussi riche et complexe (ainsi que les possibles erreurs
commises dans cette interprétation). Notre intention a toujours été d’effectuer une
reconstruction personnelle des grandes lignes de la phénoménologie henryenne en
mettant l’accent sur son retour définitif { la théologie et avec le plus grand des respects
à la figure de Michel Henry et à tous ces grands chercheurs dédiés à sa pensée que
nous avons eu l’honneur de connaître (de manière personnelle, virtuelle ou à travers
les document) au cours de ces années.
La nouvelle phénoménologie française nous permet de relire les textes centraux
du christianisme d’un point de vue philosophique, ce qui nous amène { envisager la
possibilité d’une union véritablement significative entre philosophie et théologie. La
présente thèse constitue un plaidoyer en faveur de la réalisation de cette union par la
reformulation radicale de la phénoménologie que Michel Henry développe tout au
long de son travail. Comme le fait remarquer Paul Audi (2006, 221), « ce n’est pas tant
le christianisme qui apporte quelque chose à la phénoménologie de la vie que la
phénoménologie de la vie qui apporte quelque chose au christianisme – ou, pour être
plus exact, à la théologie ». Ainsi, plutôt que « Le tournant théologique de la
phénoménologie radicale de Michel Henry », il faut parler de « Le tournant
phénoménologique de la théologie menée par Michel Henry », ce qui pourrait
constituer la conclusion générale à laquelle le projet de recherche synthétisé dans ces
lignes nous a portés. Néanmoins, il reste à entreprendre à partir du présent travail, une
véritable recherche sur le rapport réel actuel de la théologie et la philosophie et sur les
perspectives de son développement, sans référence directe { l’œuvre d’Henry.
Contre les préjugés qui parlent de la théologie comme « l’ennemi mortel » de la
philosophie, nous pouvons maintenant rappeler, en l’absence d’un tel

209
approfondissement de la relation entre ces deux « savoirs », que la philosophie
occidentale hérite ses méthodes et contenus non seulement de la pensée grecque, mais
aussi d’autres sources ; et parmi celles-ci, la plus profonde est, peut-être, la tradition
judéo-chrétienne. Le « tournant théologique de la phénoménologie française » est un
exemple du croisement de ces différentes sources dont se nourrit la philosophie et, en
tant que tel, il n’est qu’un échantillon de la richesse culturelle de notre pensée
occidentale : « il n’y a ni philosophie pure ni phénoménologie pure, mais une “pensée”,
et que celle-ci ne connaît ni canon, ni dogmes, ni patrie, mais s’affirme précisément
sous la condition de sa liberté ». (Restrepo, 2010, 121). C’est { partir de cette liberté de
pensée que Michel Henry travaille, étant un philosophe soucieux, comme peu d’autres,
d’aller, même { contre-courant, vers le noyau primitif de la réalité, où la Vie et la Vérité
habitent d’une manière plus originale.

210
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Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2018, pp. 173-185.

APORTACIONES EN CONGRESOS Y JORNADAS FRUTO DE LA INVESTIGACIÓN

- Presentación de la comunicación titulada “‘Yo soy mi cuerpo’. La concepción


henryana del ego como emergencia de una subjetividad corporal desde la
inmanencia radical y patética de la vida” en el VII Congreso de la Sociedad
Académica de Filosofía (SAF) “Filosofía y cuerpo desde el pensamiento greco-
romano hasta la actualidad”, celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Cádiz del 27 al 29 de Mayo de 2015.
- Presentación de la comunicación titulada “El car|cter patético de la esencia del
aparecer como paradigma psicopatológico: hacia una terapia filosófica henryana”
en el XII Congreso Internacional de la Sociedad Hispánica de Antropología
Filosófica (SHAF) “Patologías de la existencia: enfoques antropológico-filosóficos”,
organizado por la Universidad de Zaragoza, del 28 al 30 de septiembre de 2016.
- Presentación de la contribución titulada “L’immanence radicale et pathétique de la
vie comme paradigme psychopathologique. Notes pour une thérapie
philosophique henryenne” en el Seminario “Metafísica e historia de la filosofía” del
Máster en Filosofía Contemporánea de la Universidad Católica de Lovaina, en
Louvain-la-Neuve (Bélgica) el 12 de octubre de 2017.
- Presentación de la comunicación titulada “La interpretación henryana del
cristianismo, ¿un paradigma de filosofía de la religión?” en las “II Jornadas FiloDoc”
celebradas el día 20 de octubre de 2017, dentro de la “Semana del Doctorado” que
celebra cada año el Programa de Doctorado en Filosofía de la Universidad de
Granada.
- Impartición de una charla de tres horas de duración sobre el pensamiento de Michel
Henry en el Curso “Filosofía para todos”, organizado por el Centro Mediterráneo de
la Universidad de Granada, el día 26 de enero de 2018.

217
- Presentación de la comunicación titulada “‘Narrar el pathos’. La interpretación
henryana de la literatura como revelación de la naturaleza autoafectiva de la Vida”
en las I Jornadas Doctorales del Seminario de Estudios Transatlánticos del
Departamento de Literatura Española de la Universidad de Granada, celebradas los
días 20, 21 y 22 de junio de 2018.

218

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