Muérdeme (Vol. I), de Sienna Lloyd

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Poseída
Poseída: ¡La saga que dejará muy atrás a Cincuenta sombras de Gre!

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Sienna Lloyd
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MUÉRDEME
Volumen 1
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El Kama Sutra en 200 posturas


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1. Esa tarde...

Estaba acostumbrada a tíos gordos, pesados y borrachos babeando sobre


la barra del Club Melvin, estaba acostumbrada y cansada de sus vulgares
intentos de ligar conmigo. Ser una camarera de veintidós años en un bar
donde van a parar todos los hombres desafortunados en amores era como
ser un saco de carne en medio de un montón de muertos de hambre.
Algunas noches había hombres con un poco más de clase, que subían la
media; pero aún así mi lugar de trabajo distaba mucho de ser un punto de
encuentro de príncipes azules —más bien, era una charca de sapos que
tendrían que pagarme millones para que les besara. Era consciente de que
yo valía más que ese trabajo, pero no tenía elección: debía pagarme los
estudios y, desde el final de la crisis de la sangre, el “éxito” era una
cuestión de supervivencia. Recordé lo simple que solía ser la vida, antes de
perder a mis padres, hacía un año. Me habían dejado sola.

Por un salario ínfimo, tenía que sufrir el acoso de sus miradas


posándose sobre mí, desnudándome... Tal vez deberían gustarme, hacerme
sentir halagada, complacida... En cambio, cada día que pasaba me daban
más asco.

Esa noche de noviembre, mi jornada no se escapaba a la rutina: lavar,


enjuagar y secar vasos, servir, recoger y soportar a los hombres. Era lo
mismo de siempre, pero a veces parece que una gota de agua basta para
colmar el vaso, incluso para provocar una cascada que te puede cambiar la
vida.

Como de costumbre, el viejo Joey llegó a las diez y se encaramó en su


taburete favorito. Ya estaba “en forma”: borracho hasta las trancas y
lanzándome miradas lascivas directas al escote. Me di cuenta de que la
noche iba a ser larga. Joey me hacía agacharme para recoger cualquier cosa
que hubiera tirado al suelo, sin apartar la vista de mi entrepierna. Hacía
calor, me había puesto unos pantalones cortos vaqueros y la camiseta de
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tirantes blanca de rigor, impuesta por el jefe. Un uniforme demasiado


pequeño y demasiado corto, ideal para hacer beber y ganar dinero. Joey, en
un arrebato de valentía, me agarró por las caderas y me acarició el culo.
Nada nuevo; sin embargo, por primera vez, me negué a quedarme callada
sin hacer nada. Empujé al viejo, le tiré el delantal a la cara y salí del bar
con la intención de no volver jamás. El jefe trató de detenerme, pero ya era
demasiado tarde: tenía que huir de allí.

—¡Las chicas como tú han nacido para excitar a los hombres, ese cuerpo
no está hecho más que para el vicio, lo llevas escrito! —me gritó Joey
desde la entrada.

Sus groseras palabras merecían que me diera la vuelta para defender


“ese cuerpo” y de paso mi ego, pero preferí cerrar los puños y seguir
caminando. No era la primera vez que me acusaban de provocadora. La
sociedad exigía a todas las mujeres que fueran delgadas y con marcadas
formas femeninas, y yo las había heredado de mi madre, pero no me sentía
para nada orgullosa. Odiaba esa silueta demasiado “femenina” que tan a
menudo me hacía víctima de insultos y amenazas.

Estaba nerviosa y furiosa, probablemente por eso no miré antes de


cruzar la carretera. La noche era oscura y densa, la luna llena emitía una
pálida luz. Tenía frío sin mi abrigo, quería echar a correr, llegar a mi
estudio y darme una ducha caliente para lavarme de todas las miradas
sucias. Quería huir, rápido y lejos... a una vida diferente.
Me acuerdo de las dos pequeñas luces amarillas que se acercaron a toda
velocidad y de su halo, más intenso a cada segundo que pasaba. En vez de
alejarme, me quedé allí plantada, como si estuviera hipnotizada. Se
profirió un ruido sordo, hubo dolor, y luego… nada.

Es extraño cómo un acto, por el efecto dominó, es capaz de cambiar el


curso de una vida. Si Joey no hubiera estado allí, si yo hubiera dado media
vuelta para darle la bofetada que se merecía, si ese coche hubiera llegado
unos segundos más tarde… nada habría sucedido. Pero todo lo que hasta
entonces había hecho en mi vida tenía la misión de conducirme hasta ese
preciso instante en el que recobré la conciencia, envuelta en las sábanas de
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aquel desconocido, totalmente desnuda.

***

Abrí los ojos y el pánico se apoderó de mí. El dedo del hombre que me
había recogido se posó firmemente sobre mi boca.

—Shsss, cálmese. Soy Gabriel. Ha tenido un accidente, relájese, estoy a


su lado.

Bajé los párpados, pero me dio tiempo a observar la cara de mi


anfitrión. Lo primero que me llamó la atención fueron sus grandes ojos
verdes, que contrastaban con su piel color marfil. Su pelo era bonito,
castaño y ondulado, y le caía sobre la frente. Tenía unos rasgos hermosos,
anchos, era el tipo de hombre grande con el que una se siente segura. Pero
fue su sonrisa lo que realmente me llamó la atención: huidiza y misteriosa,
dejaba entrever dos largos colmillos puntiagudos. Me dio un vuelco el
corazón cuando me di cuenta de lo que era. Era la primera vez que veía a
uno tan de cerca. Un escalofrío me recorrió la espalda, no sabría cómo
describir lo que sentí en ese momento. Tenía miedo, por supuesto, pero
también sentía una especie de emoción teñida de deseo. Justo entonces
volví a perder la conciencia y lo último que recuerdo que me vino a la
mente fue: ¡Un vampiro!

Los recuerdos que revivo de aquella noche son muy difusos: caricias,
una boca, el calor de mi piel electrocutada por la frialdad de una mano
experta. Era como un sueño delicioso y realmente inquietante.

La noche comenzaba a caer cuando salí de ese dulce letargo. Gabriel ya


no estaba allí. Me encontraba en una habitación grande, tumbada sobre una
cama enorme. La sala estaba decorada con buen gusto, el gusto de la gente
que tiene mucho dinero. Mi madre me decía a menudo que el lujo se
esconde en los detalles, y esa habitación era el ejemplo perfecto. La cama
con dosel era de madera preciosa y estaba cubierta por una sábana suave y
fina, con una gruesa y mullida manta granate por encima. Había una gran
alfombra color crema, lista para recibir mis pies descalzos, y una mesita de
otra época. Una lámpara rosa aportaba a la habitación una luz tenue y
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cálida. Las espesas cortinas estaban totalmente echadas, a modo de


murallas de defensa contra la luz mortal. Me senté para contemplar mejor
la decoración. El techo era tan alto que, irónicamente, me dio la sensación
de estar en una iglesia, pero los cuadros de las paredes rápidamente me
devolvieron a la preocupante realidad. Había una docena de retratos
adornando las altas paredes, algunos muy antiguos, pero todos con los
mismos protagonistas. La familia de Gabriel, pensé, pasando de una época
a otra sin cambiar jamás. Una larga genealogía de vampiros que ha visto el
mundo, ha vivido dramas, guerras, innovaciones... en las tinieblas, hasta el
año 2012. Tenía la extraña sensación de que Gabriel me observaba desde
cada uno de los retratos en los que aparecía, él y sus enormes ojos verdes.

Estaba inmersa en aquella inquietante mirada cuando me sorprendió una


corriente de aire que procedía de la puerta de la habitación... abierta. Tenía
a Gabriel ante mí. Asustada y avergonzada por mi desnudez, me metí
corriendo en la cama. Al cabo de unos segundos, viendo que no pasaba
nada, saqué la cabeza por encima de la sábana para ver si se había ido.
Estaba allí, apoyado en una de las columnas de la cama: fuerte, hermoso y
sombrío. La sábana transparente delataba mi cuerpo y noté que Gabriel no
dejaba de mirarme fijamente el pecho.

—Perdone, ¿dónde está mi ropa?

No quería resultar agresiva, al fin y al cabo él me había acogido y,


además, dado que no le conocía, no quería correr el riesgo de irritarle, por
lo que sonreí tímidamente.

—Fui yo quien la desvistió. Estaba inconsciente, por el choque,


supongo. Pero se dejó hacer y resultó ser un momento muy agradable.

Su voz era cálida y grave, con un toque de autoridad que apuntillaba


cada palabra. No hacía falta observarle, ni a él ni a su apartamento, para
saber que era un hombre poderoso. Emanaba una superioridad natural.
Cuanto más me miraba, más me encogía yo en esa cama. Dándose cuenta
de mi turbación, se acercó a mí con una pequeña sonrisa de satisfacción.

—Su ropa se está secando. Me he ocupado de que se la laven, era


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necesario después del accidente y, aparte, si me lo permite, teniendo en


cuenta la temperatura de la noche, no era la más apropiada...
—Es mi ropa de trabajo. Trabajo de camarera en el Club Melvin.
Gracias por lo de la ropa, me gustaría recuperarla e irme, me parece que ya
es tarde y no querría abu...
—¿Cómo se llama? —me preguntó, interrumpiéndome de golpe.
—Yo... yo me llamo Héloïse y yo...
—Encantado, Héloïse. Antes de continuar, prefiero aclarar las cosas. En
estos momentos no puede salir a la calle. ¡Imposible! En primer lugar,
porque el traumatismo causado por el accidente requiere ciertos cuidados
que yo le voy a proporcionar. Además, como sabe, desde la crisis de la
sangre, “nosotros” nos hemos comprometido a no aventurarnos en los
barrios humanos de la ciudad más que en las noches de luna llena. Las
jóvenes mortales también han asumido el mismo compromiso respecto a la
zona roja. Por lo tanto, no podrá salir de aquí hasta dentro de veintisiete
días.

Me llevó unos cuantos segundos asimilar lo que me decía. Me quedé de


piedra.

—He de volver, no me puedo quedar. Tengo un trabajo, bueno, lo


tenía… y debo ir a la universidad.
—Organizaré el traslado de sus clases aquí, tengo amigos que pueden
encargarse. El resto no depende de usted, sino de mí, Héloïse; pero no se
preocupe por nada, está a salvo aquí.
—Pero… la gente se preocupará por mí, me buscarán.

Gabriel se dio cuenta de que esa frase era falsa: padres fallecidos,
ningún amigo, algunos conocidos de la universidad y un trabajo del que me
había largado... Había recurrido a un argumento en el que no creía. Nadie
se preocuparía por mi suerte, tal vez mi casero y, de todos modos, era de
los que ponía de patitas en la calle a cualquiera que se retrasara lo más
mínimo en el pago del alquiler. Sola, estaba sola, y eso me rompía el
corazón.

—Más tarde le explicaré las reglas de la casa. Aún está cansada, le


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sugiero que duerma.

Fijó su mirada de nuevo sobre la sábana transparente y se mojó los


labios carmesí.

Su presencia me desestabilizaba. Sus palabras eran firmes, pero su


cercanía física era lo que verdaderamente me resultaba imponente. Había
reprimido el enfado por sentirme atrapada con un nuevo sentimiento, una
oleada cálida que me recorría las entrañas cada vez que mis ojos se
posaban en él. Gabriel ejercía cierto poder sobre mí y ese breve
intercambio había bastado para dejarlo claro. Me atraía y yo apenas podía
contener la vergüenza. Estaba desnuda, helada y, sin embargo, roja
escarlata. Por otro lado, tenía miedo y mi lógica no entendía el porqué de
esa repentina debilidad, ya que por lo general era una persona que no me
dejaba llevar; pero en aquel momento, absolutamente todo escapaba a mi
control. Estaba buscando las palabras adecuadas, desconcertada, cuando mi
debate interno se vio interrumpido por la fría mano de Gabriel sobre mi
muslo. La deslizó lentamente hacia mí, por encima de la tela.

—Se encontrará muy bien aquí, Héloïse.

Hundió un poco su mano, que quedo prisionera entre mis muslos


temblorosos. Se inclinó hacia mí, se acercó a mi labio inferior y lo besó
suavemente.

—Se encontrará muy, muy bien aquí. Yo me encargaré de ello


personalmente.

Completamente conmocionada por lo que estaba sucediendo, me


desplomé en la cama. Los nervios y el cansancio pudieron conmigo y
rompí a llorar, probablemente a causa del shock post-traumático, pero
sobre todo por el miedo. ¿Qué quería de mí esa... cosa?

—Le dejo un diario en blanco. Yo escribo mucho, creo que ayuda a


relativizar, a analizar. Considero que nada ocurre por casualidad. Tal vez le
ayude plasmar sobre el papel esta “desgracia”. No llore más, el mes pasará
deprisa.
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Me sentía diminuta en esa cama enorme donde mis piernas apenas


cubrían la mitad y mi figura escuálida desentonaba por completo con todo
lo que me rodeaba. Me habría gustado llamar a mi madre, decirle que
estaba en casa de un vampiro que me tenía cautiva y refugiarme en sus
brazos. Ante mi aparente desazón, la cara de Gabriel se crispó y me tomó
en sus brazos. Intentando calmarme, me susurró:

—Héloïse, no quiero hacerle daño. Presté juramento hace dos años y


durante la crisis de la sangre yo era uno de los pacificadores. Hace casi
cuatrocientos años que vivo la confrontación entre humanos y vampiros y
fui el primero en alegrarse de las soluciones propuestas por nuestros
gobiernos. Hace años que no muerdo a nadie.

Con la cabeza acomodada en su cuello, el ritmo de mi corazón se


ralentizó. La frialdad de Gabriel contrastaba con una increíble dulzura. Me
entraron unas ganas irresistibles de tocar su piel con los labios.

—Yo... No tengo miedo... Estoy confundida. ¿Qué voy a hacer durante


un mes?

Se puso de pie y esbozó una sonrisa.

—Escribir... y un montón de actividades bien gratificantes. La vida está


llena de sorpresas, créame.

Avanzó hacia la puerta, caminando con aplomo. Antes de cerrarla, se


volvió para lanzarme una última mirada.

Tomé la pequeña libreta dorada que me había ofrecido para escribir las
primeras palabras: Qué hombre tan inquietante.

***

Día 1, 14:30 h

No sé si ha sido el destino lo que me ha traído aquí, pero papá siempre


decía que nada sucede por casualidad. No entiendo bien lo que está
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pasando, pero lo que sí sé es que me siento débil cuando estoy con Gabriel.
¿Soy normal? ¿Tengo síndrome de Estocolmo, esa reacción por la que los
rehenes se enamoran de sus captores para asimilar mejor la ansiedad? A
pesar de su frialdad, le encuentro atractivo. No es que sea guapo, no, es
que es... perfecto. Largas pestañas, ojos brillantes y una boca tan... No sé
por qué estoy escribiendo todo esto, pero creo que tiene razón: me voy a
tomar la vida tal como viene, no tengo otra elección. Además, siempre me
ha intrigado saber más sobre el comportamiento de los vampiros. Esta es
mi oportunidad.

Alguien llamó a la puerta. Me moría de ganas de darme una ducha.

Una mujer menuda, que rondaba la cuarentena, entró en la habitación.


Tenía el pelo rubio, que llevaba recogido en un moño sobrio. Su rostro, en
cambio, derrochaba dulzura y franqueza. Las líneas de expresión que tenía
alrededor de la boca le daban un toque de elegancia. La pobre cargaba con
una enorme bandeja sobre la que había depositado un juego de té de
porcelana, para un desayuno de lujo en la cama. Aquella encantadora
aparición se presentó con gran solemnidad.

—Soy Magda, la ama de llaves del Sr. Gabriel. Le doy la bienvenida a


nuestro hogar.

Su presencia me había tranquilizado en un primer momento, pero


rápidamente me desilusioné al ver sus grandes ojos verdes, que ya me eran
familiares. Era un vampiro, otro. Puede que estuviera bajo el hechizo de mi
anfitrión, pero tenía muy presente cuál era su condición y temía el devenir
de los acontecimientos. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se
abalanzaran todos sobre mí? ¿Me morderían? Desde que se instauró la
donación de sangre obligatoria, ya no se registraban ataques de vampiros.
Pero… ¿de verdad estaba a salvo en casa de ese desconocido? La guerra
había terminado, pero todavía corrían muchos rumores acerca de “los
sedientos”. Mi compañera de universidad Melanie me había contado que el
gobierno enviaba presos al barrio rojo para solventar los problemas de
hacinamiento en las cárceles.
Además, los vampiros tienen mucha labia, un montón de chicas han
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desaparecido y reaparecido más tarde con dos colmillos afilados como


cuchillos. Así que ¿a quién creer? Ya no atacaban, pero no sabía si yo
estaría segura allí o no. Normalmente era una persona bastante
desconfiada, pero cuando pensaba en los hermosos ojos de Gabriel, perdía
el sentido...

—Lamento interrumpir sus pensamientos, niña. La ducha está al fondo


del pasillo, sus cosas están allí. Coja este albornoz, hija mía. No
acostumbramos a tener invitados... como usted. Estoy encantada de tenerla
aquí, si necesita algo, lo que sea, por favor pulse aquí.

¡Oh! Un botón de servicio, digno de las películas de James Bond, se


ocultaba en el tapiz.

—Muchas gracias, señora.


—¡Magda! Viviremos juntas durante todo un mes, así que llámeme por
el nombre, cariño.
—Gracias Magda. Lo siento, pero estoy un poco confundida.
—No lo esté, el señor Gabriel va a ocuparse muy bien de usted, no se
preocupe. Y, además, ya he desayunado bien esta mañana… ¡Ja, ja, ja!

Vampiro o no, su risa alegre y sonora consiguió relajarme. Sin duda, su


sentido del humor era cuestionable, pero yo sabía que nos íbamos a llevar
bien.

***

Aún a riesgo de repetirme, todo lo relacionado con Gabriel era


majestuoso y su apartamento no era ninguna excepción. La mejor
habitación de todas era mi maravilloso baño: una ducha de estilo italiano
ocupaba la mitad del espacio Al otro extremo de la habitación, un espejo
de cuerpo entero y un lavabo de mármol adornaban la pared de pizarra.
Todo era precioso. De pie frente al espejo, observé mi cuerpo, aún turbado
por el gesto, demasiado atrevido, de Gabriel. Algunos rasguños, un golpe...
El accidente no había causado demasiados daños, pero aún así yo me sentía
diferente. Tal vez porque nunca me había dedicado el tiempo necesario
para observar mi cuerpo que, a menudo, sentía que me estorbaba. ¿Era
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guapa? Observé mis cabellos castaños caer sobre mis hombros, las puntas
me acariciaban los pezones. Era una chica delgada de ojos negros.
Ufff, ¿le gustaría a él?

Al abrir los dos grifos de la ducha, salieron cinco chorros del cabezal.
No recordaba el último momento de puro placer que había vivido. Desde la
muerte de mis padres, me limitaba a sobrevivir: pequeños trabajos, limpiar
la casa, la universidad... Los momentos de placer eran del todo inaccesibles
para mí, así que no iba a desaprovechar ese regalo, sino al contrario: ya que
estaba cautiva, ¡que fuera a todo lujo!
El vapor llenó la habitación rápidamente, en cuestión de minutos había
recreado un baño turco, suave y envolvente. Siembre me había encantado
el agua, así que aunque la situación en la que me encontraba era
ciertamente incómoda, sentir el calor de las gotas cálidas sobre mi cuerpo
me embriagó más de lo que las palabras puedan expresar. Me dejé llevar,
cerré los ojos y reflexioné. Tenía tantas preguntas que hacerle a Gabriel,
quería saberlo todo sobre él. Me gustaba tanto como me impresionaba y
era la primera vez que un hombre me provocaba aquel efecto. Solo con
pensar en ello, sentía todo mi cuerpo arder de deseo.

Abrí los ojos y una corriente de aire frío me cosquilleó los pies. Era casi
imposible ver nada en aquella sauna. Entonces, distinguí una sombra
acercándose a mí. Di un salto. Era Gabriel, completamente desnudo en la
ducha, con la misma sonrisa traviesa de antes. Era la segunda vez que me
sorprendía en menos de dos horas.

—Lo siento, pensé que había cerrado la puerta.


—Disfruté desnudándola, Héloïse. Un placer infinito. Me tomé algunas
libertades mientras dormía. Pasé los dedos sobre su carne rosada, tan
tierna. Usted sonreía, así que interpreté esa reacción como un acuerdo
tácito y recorrí su cuerpo con mis manos. Sus pechos son firmes, turgentes.
Los mordisqueé y sus pezones se endurecieron. Me ofreció todo su cuerpo.
Le gustó y a mí también, se me puso dura, pero necesitaba ver sus ojos. He
venido para el resto.

¡Todos esos flashes que había tenido por la mañana no habían sido un
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producto de mi imaginación, sino fragmentos de la noche con Gabriel!


Estaba enfadada porque se hubiera aprovechado de mi cuerpo indefenso,
pero lo que más me molestaba era que yo tan solo tenía vagos recuerdos.

Pero mi boca no profirió ningún sonido, estaba demasiado


conmocionada. El agua seguía cayendo sobre mi piel. Estaba perdida, él se
acercaba, mi cuerpo reculaba y la razón me abandonó por completo. Las
baldosas frías y húmedas de la pared me enfriaron la espalda... Ya no podía
dar ni un solo paso más atrás. Gabriel avanzó, no estaba más que a pocos
centímetros de distancia de mí y de repente selló su cuerpo al mío.

—Voy a ocuparme de usted y no va a querer contrariarme.


—No.

Me cogió por las muñecas y las agarró con firmeza. Se acercó aún más,
posó su boca en mi cuello y pensé: Se acabó, me va a morder, pero en vez
de eso, rozó con sus labios mi oído y susurró:

—Separe las piernas, Héloïse, mi lengua arde en deseos de explorarla.

Se me escapó un gemido y obedecí. Él se arrodilló entre mis piernas y


separó los labios para posar ahí suavemente su lengua. Una sacudida, luego
dos, tres... Mi cuerpo perdió el control. Quería que me devorara, que se
quemara sintiendo mi ardor. Hundió su cabeza con firmeza. Su lengua iba
adelante y hacia atrás sobre mi clítoris hinchado, rompiendo el ritmo con
deliciosas interrupciones para succionarme. Me chupaba, me lamía y yo
sentía que me moría, estaba histérica, como loca. Los gritos reemplazaron
mis tímidos gemidos. Comenzó a alternar los besos con pequeños
mordiscos. Sus dos colmillos puntiagudos excitaban mis labios mayores,
todo mi sexo estaba siendo devorado por su pasión.
Desde mi altura, miré a mi inquietante anfitrión hurgar en mi sexo. Estaba
al borde de la explosión, grité aún más fuerte y… se detuvo abruptamente.

Entonces, me ordenó arrodillarme y que le devolviera el favor. Me


apresuré a la tarea, deseosa de su sexo erecto, largo, ancho y orgulloso.
Quería hacerle gozar con el mismo placer que él me había procurado.
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Gabriel me recogió el pelo con la mano para tomar el control de nuestra


coreografía. El ritmo se aceleró, quería llegar al fondo de mi garganta, se
le endureció aún más. Cada penetración aumentaba mi deseo, él gruñía y su
pene llenaba toda mi boca. Yo le lamía dócil y aplicadamente. Pero… ¿en
quién me había convertido, qué me estaba pasando? Nunca había sido una
“amante experta”, pero en ese momento estaba dándolo todo para
enloquecer a un hombre al que apenas conocía.

—Acuéstate, vas a tener un orgasmo conmigo, vas a saber qué es gozar.

Esa nueva familiaridad —me trataba de tú ahora— me sorprendió e hizo


que le sintiera más cercano, aunque Gabriel seguía dominando la situación.
Habría podido meterme un dedo, ponerme una correa, pegarme, pedirme
cualquier cosa... yo habría accedido sin rechistar. Me tumbé sobre las
baldosas plateadas de la gran ducha, el agua corría por mis muslos y entre
ellos.

—Separa las piernas.

Obedecí.

—Sepáralas más.

No podía abrirme más, mi cuerpo era todo suyo, tenía una rodilla en
cada mano. Todo mi sexo entregado a los ojos de ese desconocido al que
deseaba con locura. Él se tomó su tiempo; su sonrisa era amplia, triunfante.
Se acarició el sexo ante la escena que le ofrecía: el cuadro de “El origen
del mundo”, solo para él. A él parecía excitarle muchísimo esa visión. Dejó
su sexo y continuó jugando con sus manos sobre mi sexo, siguiendo mis
reacciones. Su índice húmedo acarició mi pubis, se lo llevó a la boca y lo
lamió para degustarme con placer. La tortura era insoportable y le rogué
que entrara en mí.
Con la polla en la mano, me preguntó si yo “lo deseaba”.

—Sí.

Se me cortó la respiración cuando sentí la penetración firme y profunda


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de Gabriel. Nunca había experimentado nada igual: su sexo ocupaba por


completo el mío y me asfixiaba de placer. Sentía el latido de mi corazón en
cada unión; intentaba retorcerme, pero sus idas y venidas persistían. Sentía
cada centímetro de mi piel quemarse progresivamente y un abrumador
placer me invadía. Su cara se pegó a la mía mientras abrí la boca para
gritar, él ahogó el sonido besándome con lengua. Llegué al orgasmo como
nunca antes, una y mil veces, tan fuerte que pensé que me estaba muriendo.
Yo temblaba, movía la cabeza, su pene golpeaba fuerte en mi interior y yo
jadeaba de placer. Sus manos agarraron con más fuerza mis muñecas y vi
cómo él también llegaba al orgasmo. Sus ojos verdes se oscurecieron, sus
pectorales se marcaron más y aparecieron algunas venas en su cuello. Un
líquido caliente fluyó en mí, como un ungüento dulce para calmar mi sexo.

Después, me besó la mano, se retiró y, sin decir una palabra, me dejó


allí, desvanecida de placer.

***

Día 1, 18:30

No sé cuánto tiempo me llevó poder salir del baño, pero me quedé allí al
menos una hora. Me temblaban las piernas, hacer el amor con él tenía un
efecto maratoniano. Mi cuerpo nunca había sentido semejante bienestar.
Llevaba cicatrices nuevas, las del placer: mordiscos, arañazos y el pelo
hecho un desastre.

El recuerdo fresco de nuestros cuerpos fundidos me hace revivir el


deseo. Estoy tan avergonzada… Me acuerdo de la sensación de cuando
hacía algo prohibido de pequeña, como comer chocolate a escondidas. ¿Me
habría drogado Magda con el té? Me siento como una adicta, quiero más de
Gabriel, más lejos, más fuerte, más violentamente. Mi vientre arde y estoy
agotada. Debería intentar dormir.
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2. Los vínculos

Día 10, 9:25

Esta mañana, Gabriel me escribió una nota y la dejó sobre la mesita de


noche: quiere que cenemos juntos y tengo que vestirme para la ocasión de
manera elegante y sexy. Gabriel es un caballero, él siempre está elegante y
sexy, pero en su caso es algo natural. Es como si no le costara ningún
esfuerzo encarnar el prototipo con el que siempre he soñado: James Bond.
Parece que ni él ni Magda son conscientes de su belleza o de la belleza de
los objetos que amueblan su suntuoso hogar. Ambos tienen esa gracia de la
gente de alta cuna. No son ni pretenciosos ni arrogantes, sino que siempre
se muestran educados y atentos conmigo, además de generosos. Cada vez
tengo menos sensación de estar prisionera, los días pasan y me siento casi
afortunada de encontrarme aquí. Mi asombro por los maravillosos objetos
que me rodean no cesa y mi corazón se acelera cada vez que Gabriel me
devora con su enigmática mirada.

Estaba encantada de arreglarme para aquella noche, porque la verdad era


que entre las idas y venidas de Gabriel (que me dejaba desnuda la mayor
parte de las veces) y la poca ropa que Magda me había prestado
(demasiado grande para mí), no tenía mucho que ponerme. Eso me hacía
sentir incómoda, porque todo era tan hermoso, tan refinado en esa casa...
Tenía la desagradable sensación de deslucir a su lado y de no saber estar en
mi lugar.

Magda entró en la habitación para avisarme de que un paquete dirigido a


mi nombre me esperaba en el vestíbulo. Día a día, había establecido ciertas
rutinas con aquella pensativa mujer que cada mañana me servía un té
aromático y unas galletas tan deliciosas que me parecían un manjar digno
de los dioses.

¿Un paquete?
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Llevaba diez días allí y pensé que tal vez alguien había descubierto mi
escondite... La curiosidad me sacó de la cama de un salto y llegué al
vestíbulo sin aliento, vestida con una bata de seda japonesa que Magda me
había prestado. Aún no había podido explorar toda la casa de Gabriel, ya
que el médico me había pedido que no caminara demasiado mientras mi
rodilla se recuperaba. Magda venía a visitarme durante el día y por la
noche Gabriel aparecía cuando le placía, para hablar, contemplarme o
hacerme el amor, sin revelar jamás ni el más mínimo atisbo de su estado
de ánimo. Cuando ellos no estaban allí, tenía un único deseo: dormir,
descansar de él, de nosotros; pero sobre todo escribir lo que estaba
sucediendo. Aún me preguntaba si todo aquello era real y mi pequeño
diario dorado era mi único testimonio.

Gabriel... cuando releía mi diario, me daba cuenta de hasta qué punto


era omnipresente. Cuando él estaba allí, al acto me sonrojaba, me sudaban
las manos, farfullaba. En vez de ser menos tímida, dado nuestro nivel de
intimidad, cada vez era como si de la primera se tratase. No sabía si era
“amor”, pero podía dar fe de que aquel sentimiento casaba a la perfección
con la definición de atracción. Él lograba despertar a la mujer seductora
que había en mí, sin miedo a nada y con ganas de más. Y cuando él estaba
en mí, en lo más profundo de mi ser, me sentía en mi plenitud. Sin
embargo, nuestra relación no estaba equilibrada: Gabriel ordenaba y yo
obedecía. No tenía experiencia para dirigir el baile, pero me desquiciaba
obedecerle sin rechistar en ningún momento.

La noche anterior, por ejemplo, había sido especialmente agotadora


debido a las exigencias de mi “maestro”. Sin ir más lejos, aquella misma
mañana me había dejado sobre la almohada un pequeño paquete. Cuando lo
abrí, encontré una máscara de satén envuelta en un pañuelo de seda. En una
pequeña tarjeta nacarada al extremo de una cinta se leía: Que se haga la
oscuridad. Esbocé una sonrisa, esas órdenes tan concisas eran tan típicas
de él… Me puse la máscara sobre los ojos, sumisa, dispuesta a recibir lo
que la voluntad de Gabriel me deparara.

La corriente de aire frío, ya familiar, me indicó que Gabriel estaba en la


habitación, pero no pronunció ni una palabra. Le llamé para romper el
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silencio, inmersa en la oscuridad, incapaz de ver si estaba allí, y esperé una


señal. Sentí su presencia, su mirada posada en mí, pero (aparte de que la
habitación se había enfriado notablemente) no había indicios de que él
estuviera a mi lado. Me acosté, aparté las sábanas que protegían mi cuerpo
desnudo y esperé. Pensaba que así le tendía una trampa, que dispuesta de
ese modo para él, se abalanzaría sobre mí. Pero nada. Eso era lo que más
me molestaba de él, que todas mis iniciativas para conseguir que hiciera lo
que YO deseaba terminaran en un rotundo fracaso. Así que separé las
piernas y mi pie chocó con lo que entendí que era su cadera. En la
oscuridad, me imaginé la escena: él estaría sentado en la cama, mirando,
dispuesto a devorarme cuando ÉL así lo decidiera.

Esa sencilla imagen en mi cabeza dio lugar a un aluvión de deseos que


se me atragantaron en la garganta. El aluvión se aceleró, creció y se
apoderó de mis venas para terminar entre mis piernas. Era difícil descubrir
el placer y tratar de domarlo a merced de un desconocido... Pero tenía que
ingeniar alguna astucia para sacarlo de su guarida, así que abrí un poco
más las piernas. El ambiente de la estancia era electrizante y estaba
cargado con un denso silencio rebosante de deseo.

Fueron mis manos las primeras en romper el hielo y empecé a


acariciarme. Con una mano, separaba mis labios; con la otra, jugaba a
excitarme. Me lamí los dedos para deslizarlos sobre ese monte rojo,
hinchado de deseo. El placer me hizo arquear la espalda, aguantando el
equilibrio para poder penetrarme. Gracias a mi ceguera, podía descubrir
más intensamente mi propio sexo, que apenas conocía: los pequeños labios
apretados protegidos por sus hermanos mayores, redondos, brillantes por la
humedad. Quería tocarlo todo, presionaba, frotaba, me deslizaba y sentía
mi pulso furioso. Finalmente, percibí su respiración. No había duda de que
estaba allí y que el espectáculo que le ofrecía, según entendía por sus
jadeos, le satisfacía.

Envalentonada por ese estímulo tácito, me di la vuelta para ponerme en


cuclillas. Mis dedos empapados reencontraron el camino a mi sexo, cuya
visión le ofrecía por completo. Mi sexo rojo, mi ano apretado, mis nalgas
rosadas... Él podía verlo todo, tenerlo todo y yo sentía sus ojos
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escrutándome. Me imaginaba que se acercaba y se hundía en mi sexo,


como nunca antes nadie lo había hecho. Ese último pensamiento aumentó
mi excitación, aprisioné mi clítoris entre mis dedos húmedos para hacerle
vivir un castigo final, lo apreté con firmeza y liberé mi orgasmo, en
silencio. Nunca jamás me había masturbado y ese orgasmo tenía un punto
de vergüenza.

Jadeando en la cama, todavía con los ojos vendados, me había corrido


sin penetración...

Me quedé pensando: ¿Por qué no ha intervenido, no estoy a la altura?


Era la primera vez que no me tocaba y aunque le hubiera excitado esa
fantasía voyerista, yo le había echado de menos. A él, a sus manos, a su
sexo... y a su potencia, que me hacía someterme y reclamar más. ¿Le
habría gustado, al menos?

***

El paquete estaba colocado sobre la mesa ovalada de nogal, iluminado


por la gran araña de cristal de la entrada. Tenía muchísima curiosidad por
descubrir su contenido. Magda me había seguido para decirme que había
dejado sobre la cama el vestido que “el señor Gabriel” quería que me
pusiera para la cena.

—Ya verá, es una preciosidad, yo le ayudé a elegirlo.


—¿Vamos a hacer algo especial esta noche? Gabriel me dejó una nota
misteriosa.
—¡Ya lleva diez días aquí! ¡Es una buena oportunidad para inaugurar el
salón rojo!
—¿El salón rojo?
—El Sr. Gabriel quería tener un salón para celebrar cenas, pero sin el
ambiente excesivamente ceremonial del comedor. Cambia los muebles
cada año. Después, los donamos a organizaciones benéficas humanas,
aunque nadie nunca nos los agradece.

Me olvidaba, me olvidaba una y otra vez de con quién estaba. Los


vampiros se parecen tanto a nosotros, aparte de los ojos y los colmillos,
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que ninguna otra cosa desvela su naturaleza. Aún no había hablado de ello
con Gabriel y quería saber más. Mi curiosidad me consumía. Ya no me
sentía amenazada por un mordisco mortal, aunque todavía seguía sin saber
nada acerca de ellos. Esas riquezas acumuladas me mareaban, ¿renovar el
salón cada año? ¡Qué idea tan excéntrica! ¿Por qué eran tan ricos? Gabriel
llevaba un traje nuevo en cada una de sus apariciones, ¿de qué trabajaba?
Magda, por su parte, no tenía nada que envidiar a Coco Chanel. Y luego
estaba el tema de la edad: en todos los retratos, fueran de la época que
fueran, Gabriel tenía la misma cara, la de un hombre de unos 35 años, pero
¿por qué Magda parecía un poco mayor, si ella también era inmortal?

—¿Le apetece tomar un aperitivo en la cocina conmigo, mientras


preparo la cena de esta noche?
—Me encantaría, me siento un poco...
—¿Sola?
—Sí.
—Es normal, cielo. Lleve sus nuevas adquisiciones a la habitación,
vuelva en media hora y hablaremos de todo lo que a usted le plazca.
—Gracias, Magda.

¿Acaso me leía el pensamiento? El paquete en cuestión era demasiado


pesado para mí y de repente Magda se puso a canturrear:

—¿Chaaaaarles? ¿Chaaaaaarles?

Un hombre muy guapo, rubio y que por lo menos medía dos metros
entró en el vestíbulo. El carisma de Charles era desbordante, era el tipo de
persona con la que te cruzas una sola vez y que ya reconoces de por vida.

—Charles, te presento a la famosa Héloïse, ¿le puedes echar una mano


con esta caja?

Charles me dirigió una gran sonrisa y me invitó a seguirle. Me di cuenta


de que estaba un poco desvestida para ese primer encuentro. Madre mía,
¿cuántas personas había en aquella casa? Había sido una ingenua al pensar
que éramos solo nosotros tres. A veces oía pasos arriba y voces, pero nunca
había visto a nadie.
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Charles dejó el paquete y salió de la habitación, sonriéndome. Sola en la


habitación, abrí la caja y descubrí objetos que me pertenecían. ¿Cómo los
había conseguido Gabriel? Me sentí eufórica al reencontrarme con mi ropa,
mi libro favorito, mi perfume. Al respirar el olor del pasado se me encogió
el corazón. No me sentía en absoluto desgraciada, aunque no era libre.
Encontré un sobre, enterrado al fondo de la caja, que iba dirigido a mí:

Querida Héloïse:

Dada tu imposibilidad para volver a casa de momento, me he visto en la


obligación de mover algunos hilos para conseguir integrar un pedazo de tu
hogar en el mío. El espectáculo que me ofreciste anoche me tiene
obsesionado y estoy ansioso por verte con el vestido que he elegido para ti.
Ponte medias, nos harán falta. Tengo ganas de tus pechos. Hasta esta
noche, G.

La carta tuvo en mí el efecto de una bomba y reavivó las cenizas.


Gabriel, con sus palabras y su actitud, parecía estar recordándome en todo
momento que, en el fondo, nunca estaría mejor que ahí. Tengo ganas de tus
pechos, me bastó una mirada fugaz y los dos interesados se enderezaron
con orgullo bajo mi camisón. Los acaricié, pensativa.

Observé la gran funda que cubría la cama y llevaba las iniciales


grabadas en plata de una casa francesa de alta costura. Ahí estaba el
famoso vestido elegido por Gabriel. Al bajar la cremallera, pensé en el
momento en que él me desnudaría y me estremecí. El vestido era una
maravilla, la primera impresión denotaba sencillez (era negro y sobrio),
pero la clave estaba en los detalles. La parte posterior era completamente
abotonada, fluida, con un tejido transparente, y la yuxtaposición de varias
capas hacía que la prenda resultara simplemente magnífica. Reconocí
enseguida el ojo exigente de Gabriel en el vestido, perfecto ejemplo de que
es mejor insinuar que exponer para hacer volar la imaginación. Me moría
de ganas de ponérmelo y a la vez me moría de ganas de quitármelo.

***

Magda estaba ocupada haciendo relucir los vasos en su impecable


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cocina inmaculada. ¿Por qué necesitaban una cocina, de todos modos? Mis
conocimientos sobre sus hábitos y costumbres eran muy limitados, pero
una cosa sí sabía: los vampiros se alimentan de sangre humana... ¿No era
esa su única necesidad?

—¿Tiene hambre?
—¡Sí! Pero quiero reservarme para esta noche.
—Tome, un tentempié.

Magda me tendió una cuchara con una crema gris cremosa y algunos
pequeños granos negros.

—¡Es delicioso! ¿Qué es?


—Crema de trufa con granos de caviar.
—¡Oh! Es la primera vez que lo pruebo, es maravilloso en la boca, sutil
y fuerte. ¡Me encanta!
—Hace ya unos cuantos años, trabajé para una familia que adoraba la
buena mesa. Nunca había trabajado en una cocina y aprendí mucho. Creo
incluso que me he vuelto completamente adicta a la comida de los
humanos.
—¡Ah! ¿Ustedes comen?
—¡Por supuesto!
—Pero... eh... no lo necesitan... ¿no?
—¡No! ¡Y eso es lo bueno! Para sobrevivir, ustedes no necesitan beber
vino, por ejemplo. Sin embargo, elaboran y degustan grandes vinos. ¿Por
qué? Por placer, y si hay algo que nos apasiona, es el placer. Unos
hedonistas, eso es lo que somos.
—Tal vez mi pregunta le parezca molesta, pero… ¿usted es así desde...?
—Desde siempre, soy fruto de una unión y no de un mordisco. Estoy
muy orgullosa de ello. Gabriel también.
—Iba a preguntárselo.
—¡Yo le vi nacer! Y convertirse en adulto. Llegó a la edad de no retorno
hace ya… algún tiempo.
—¿Su edad de no retorno?
—Sí, al igual que ustedes, nosotros también tenemos numerosos
interrogantes sobre nuestros “orígenes”. Todos somos distintos los unos de
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los otros, y aparte están los “mordidos” y “los ancianos”. Cuando se nace
como yo: crecemos, envejecemos y un día nos quedamos en lo que se
llama la edad de no retorno. Yo paré a los cuarenta, Gabriel antes.
—¿Qué edad tiene?
—Hm, ¡yo no puedo contestarle a eso! Pero pregúnteselo usted misma,
ya tiene suficiente confianza para ello.
—Sí y no.
—Ya, ya lo sé, es un gran hombre, aunque lleno de secretos y taciturno
desde que perdió a su esposa.
—¿Su esposa?
—La guerra de la sangre no se limitó a las víctimas de su bando.
Desapareció y nunca más se supo de ella... Creo que usted es la primera
mujer que veo a su lado desde entonces.

Consciente de que ya había contado demasiado, Magda miró el reloj.

—Uuuuuuh, el tiempo vuela, ¡ellos estarán aquí en un par de horitas!


—¿Ellos?
—¡Los amigos de Gabriel, para la cena, claro! Vamos, venga, venga,
vaya a prepararse, niña.

Esa información me dejó trastornada. Una vez en la habitación, todavía


impresionada por las revelaciones de Magda, me senté a pensar. Gabriel
había tenido una esposa, una vida matrimonial. No le imaginaba en ese
papel. Busqué a mi alrededor, en los retratos, por si daba con una pista
sobre la “misteriosa esposa desaparecida”. Sentía celos, pero no tenía
tiempo de pensar en ello porque me invadía una nueva preocupación:
Magda había dicho los amigos de Gabriel. Por tanto, iba a estar entre gente
que no conocía… ¡Después de haberme hecho ilusiones de tener a Gabriel
para mí sola durante toda la noche!

***

Me arreglé todo lo que pude para estar a la altura de Gabriel. Me


incomodaba muchísimo la idea de conocer a esas personas, que ya suponía
que no serían “como yo”. Me peiné, me maquillé y me puse una crema con
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un delicado perfume de caramelo. Tenía que estar preparada físicamente,


segura de mí misma. Gabriel me hacía sentir como una mujer y ante el
espejo me encontré bastante bella. Alguien llamó a la puerta y la abrí llena
de confianza. Era Charles.

—Los invitados del señor Gabriel están en el salón rojo y la están


esperando.

Mi seguridad se desvaneció y seguí a Charles con la cabeza baja y las


manos detrás de la espalda. Antes de abrir la puerta de cristal de la sala, se
dio la vuelta y me dijo:

—Está espectacular, señorita Héloïse. De verdad.

Un elogio de un hombre tan guapo como Charles siempre sentaba bien.


Entré al salón con las mejillas sonrojadas por su halago.

Había dos parejas. La mujer más cercana a mí era rubia y delgada,


parecía una bailarina del Bolshoi. Su vestido acentuaba una figura esbelta y
exponía su espalda desnuda de porcelana. Su nombre era Sylvia. Su
marido, Benjamin, era un poco más bajo y estaba cuadrado. Lucía un
apurado afeitado y cogía a su novia por la cintura, con ademán orgulloso y
en gesto protector. La segunda de las parejas era igualmente deslumbrante.
La joven debía tener “mi edad”, era una bella asiática con el pelo negro y
grueso, pequeña, menuda, vestida con una minifalda muy corta y botas
hasta el muslo. Su marido era un mestizo de rara belleza, sus ojos verdes
contrastaban con su piel oscura. Cerca de la chimenea estaba Gabriel, mi
Gabriel. Vi que mi vestido no le decepcionaba y descubrí que sus enormes
ojos relucían con un brillo inusitado.

Todos fueron muy agradables y atentos conmigo y, a medida que corría


el vino, me sentía cada vez más cómoda. La conversación era ligera, las
anécdotas abundaban y todo el mundo se cuidó mucho de evitar cualquier
mención de la crisis de la sangre. Aquellas personas no habían tenido la
misma vida que yo: hablaban de viajes, acontecimientos históricos... No
pude por menos que sobresaltarme cuando Gabriel evocó los felices años
veinte o la Exposición Universal de 1901.
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La temperatura subió de golpe cuando Gabriel se sentó a mi lado en el


sofá para tenerme más cerca, mientras la joven asiática, Élisa, hablaba de
su última aventura en Chile. Él jugaba en la penumbra y colocó su mano
sobre mi espalda. Sentí sus dedos danzar a través de la tela de mi vestido y
dibujar arabescos. De repente me clavó las uñas y presentí con excitación
qué me deparaba la noche. Un escalofrío me recorrió la entrepierna y
apreté las rodillas.

—¿Les mostramos nuestra última postura? —preguntó Élisa.


—Oh, sí, aún no me he recuperado de nuestra última reunión, Élisa, qué
flexibilidad, seguro que Jacques lo sabe aprecia¬r —respondió con
picardía Sylvia, la guapa rubia.

Ante mis ojos interrogantes, Gabriel colocó su mano sobre la mía.

—Jugamos a menudo a “las ligaduras de algodón”. Fue durante un viaje


al Japón, el mismo en que conocimos a Élisa, cuando descubrimos el
bondage.
—¡Atarse es todo un arte! —exclamó alegremente Élisa.
—Desde entonces, nos reunimos con regularidad para mejorar nuestra
técnica. Yo he aportado los dibujos.
—No lo entiendo... ¿Juegan a atarse?
—Sí. Básicamente, sí. Mire.

Élisa me pasó una caja revestida en cuero, la abrí y descubrí diez


dibujos a carboncillo de Sylvia, majestuosa, con las manos atadas y
suspendida de una viga. La mano de Gabriel bajó por mi muslo, me apretó
y yo volví a estremecerme. Una de las imágenes de Élisa me perturbó
sobremanera. La joven, tan alegre en la velada, aparecía con un aire
solemne, como una estatua rebosante de sensualidad. Tumbada sobre una
alfombra, tenía los ojos cerrados, en una postura de ofrecimiento.

—¿Quién ha dibujado esto?

—Gabriel. Es hermoso, ¿verdad?


—Maravilloso. No conocía este talento tuyo.
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No sé si se trataba del vino o del ambiente cálido y sexy del salón rojo,
pero de repente deseé ser la mujer dibujada.

—Yo nunca podría hacer eso —dije, a pesar de mi oculto deseo.


—Oh, sí.

Gabriel lanzó una interjección como si fuera una orden y me dio la


impresión de que estábamos solos. Le dediqué una tímida sonrisa.

—Amigos, ha llegado el momento, creo —dijo Gabriel, mirando el


impresionante reloj suizo.

Se fueron inmediatamente y me encontré a solas con él en el salón rojo.

Gabriel avanzó hacia mí con una silla tapizada de terciopelo en la mano.


Me pidió que la montara como si fuera un fiel corcel. Yo obedecí sin
pudor, motivada por una repentina confianza en mí misma. Me desabroché
el vestido, me quité el sujetador y me quedé solo con las bragas y las
medias.

Gabriel cogió entonces una cuerda gruesa pero suave y comenzó a


atarme los pies a los de la silla. Yo sentía el control de sus acciones. ¿A
cuántas mujeres habría atado? Fue a buscar otra cuerda, más larga y, sin
quitarme los ojos de encima, dio dos vueltas alrededor de mis pechos para
aprisionarlos. Ató los cabos uniendo mis manos a la espalda. No podía
mover las piernas, tan solo podía esperar y ya estaba empapada de
excitación.

—Me apetece pasar la lengua sobre tu sexo, pero no te lo mereces.

La mirada de Gabriel ya se había vuelto animal, era el momento en el


que le veía transformarse. Cuando él me deseaba, me parecía que se hacía
más alto, más grande e imponente. Sus ojos verdes se ensombrecieron y
pude adivinar los abusos a los que deseaba someterme.
A horcajadas en la silla, con los pechos apretados, el sexo cubierto por mis
bragas rojas, las manos atadas... esperaba a sentir cómo el frío se
apoderaba de mí.
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—¿Te han gustado los dibujos?

Las manos frías de Gabriel me hacían cosquillas en los pezones tensos.


Luego los liberó.

Me susurraba al oído mientras pasaba la lengua por mi oreja. Sus besos


desencadenaban en mí una suave ola de calor, no sabía cómo Gabriel
conseguía siempre ser tan preciso. Dirigía mi placer con confianza, sin
equivocarse jamás.

Me metió su dedo índice en la boca y me ordenó que lo lamiera. Le


chupé ansiosamente el dedo, pero lo sacó bruscamente y hurgó en la tela
roja de algodón de mis bragas, hundiéndose en mí. Mi sexo abierto recibió
esa repentina intromisión con sumo placer. Sentí una descarga eléctrica en
mi cuerpo que me impidió hablar y me agité como pude sobre la silla.

—Te has pasado la noche coqueteando con todos los hombres. Creo que
te mereces lo que ahora te va a pasar.
—No, no he flirteado con otros hombres, apenas les he hablado, Gabriel.
—No te burles de mí, Héloïse. Mientras Benjamin te hablaba, te vi
separar un poco las piernas y pestañear seductoramente. Eres mía.

Me di cuenta de que Gabriel hablaba en serio, pero creí que quería jugar,
arrinconarme para poder hacérmelo a su manera. Esa noche, sentía que el
sexo sería intenso y violento, y quería descubrir su lado oscuro.
¿Había coqueteado sin querer con Benjamin? No lo creía, pero a Gabriel no
le importaba la verdad. Él solo deseaba una cosa: castigarme.

—Quizás he sido demasiado fresca... Lo lamento sinceramente, Gabriel.


La velada ha sido genial, he bebido demasiado.

Él agarró mi silla con un brazo y la colocó delante del sofá. Se sentó y la


inclinó hacia adelante. Mi cara quedó a dos centímetros de su pene, duro y
erecto. Yo estaba en equilibrio y me daba vértigo. Iba de adelante atrás,
columpiándome entre sus muslos.

—Quiero que me la chupes, que te la comas. Quiero que te llene la boca


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aunque te ahogues y que no pares hasta que yo te lo ordene.

Las rudas palabras de Gabriel me hacían temblar de deseo. Gabriel era


un mago que me había convertido en una amante dispuesta a hacer
cualquier cosa. Bajé la cremallera de su pantalón y me tragué su miembro
hasta el fondo. Mi lengua trabajaba incesantemente, mis movimientos
seguían un ritmo y su sexo se agrandaba en mi boca. Apenas podía respirar
y estaba roja, embriagada con su polla. Abrí los muslos como pude, mi
sexo exigía su turno. Ya no podía más, entonces sacó de su bolsillo una
navaja suiza y con tres movimientos rápidos cortó los nudos de mis
piernas. Mis bragas rojas cayeron al suelo, como una bandera en el campo
de batalla. Mis manos seguían atadas a mi espalda, pero estaba libre sobre
la silla. Él se reacomodó en el sofá y tiró de la cuerda para atraerme a él,
como se tira de la correa de un perro desobediente. Me acerqué con actitud
orgullosa y me senté sobre su brillante glande.
Era la primera vez que dominaba en altura a Gabriel. Pero sus ojos oscuros
y mis brazos atados me recordaran que solo obedecía. Me sacudía sobre él
como si fuera una muñeca de trapo, me penetraba profundamente, sentía
que me traspasaba el vientre, era una tortura deliciosa. Me mordió los
pechos, me embistió violentamente y después se ralentizó para darme
pequeños azotes en las nalgas, que me ardían.

—Eres mía.

Quería morderle, pero todo lo que salía de mi boca eran disculpas por
mi comportamiento coqueto.

—Perdón. Sí, soy tuya. Hasta lo más profundo. Dentro de mí, somos
uno. Perdón, clávamela, soy tuya.

Elevó mi pelvis, sacó casi por completo su sexo y me dio a entender que
la siguiente iba a ser la última embestida. Inspiró y me penetró, tan fuerte,
tan hondo que, en mitad de mi grito, me invadió un orgasmo. No me
quedaba aliento, Gabriel hundió sus uñas en mi espalda y gruñó. Sentí su
semen vertiéndose en mi sexo dolorido. Los ecos de mi orgasmo todavía
me sacudían unos minutos más tarde.
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Gabriel se quedó callado, acariciándome el pelo, en un momento cómplice,


tierno y eterno. Deshizo los nudos de mis manos y me estiré como un gato,
con una sonrisa en los labios, que él respondió con un guiño. Recorrió con
la mirada la habitación calmadamente y, de repente, como si hubiera visto
un fantasma, se tensó.

—Te tengo que dejar. Buenas noches, Héloïse. ¡Hasta pronto!


—Hasta pronto.

¿Por qué, después de tanto placer, Gabriel arruinaba el vínculo que


estábamos creando con esa actitud gélida? Me puse triste. Extendí una gran
colcha escocesa junto a la chimenea y me quedé ante las brasas, tratando
de entender a mi vampiro. Recorrí la sala con la mirada y encontré una foto
que me llamó la atención. Era ELLA, la esposa de Gabriel, posando
mientras se reía, mirando orgullosa al fotógrafo. Su belleza era
impresionante. Pelirroja, con el pelo rizado, los ojos enormes... ¿quién
podía competir con su recuerdo? Gabriel me ofrecía su cuerpo con
intensidad y gozaba hasta perder su frialdad, pero no me ofrecía nada más.
Eso tenía que cambiar.
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3. Ella

Día 16, 16:10

Hace seis días que no veo a Gabriel, desde nuestro intenso encuentro
sexual en el salón rojo y su precipitada salida. Ha desaparecido.
El primer día, no presté atención a su ausencia, estaba convencida de que
vendría por la noche a hacerme una pequeña visita. Me pasé el día
escribiendo sobre mí, sobre él, sobre la crisis de la sangre... En este lugar
estoy descubriendo el placer de la palabra escrita; de mi aislamiento nace
un nuevo deseo: recoger mis vivencias.
Dos, tres… hasta seis días de ausencia lleva. ¿Estará de viaje? ¿Qué está
haciendo? Intento sonsacarle algo a Magda al respecto, pero la fiel ama de
llaves no traiciona a su señor.

Presioné el botón de servicio. No necesitaba nada, solo quería ver a


alguien, tener un contacto personal. Charles llegó en un minuto.

—¿Qué puedo ofrecerle, Héloïse?


—Respuestas.
—¡Haga su pregunta, entonces!
—De acuerdo. ¿Qué me propone para despejarme un poco? Si paso otro
día sola, voy a terminar hablándole a los zapatos.
—Ja, ja. Comprendo. ¡Vayamos a dar un paseo!
—¿Fuera?
—No, no puedo permitirlo. Sin embargo, la casa es lo suficientemente
grande como para dar un buen paseo de media hora.

¡Un poco de espacio por fin! Me dieron ganas de saltar de alegría. Dejé
el diario sobre la mesita de noche, me puse los zapatos y cerré la puerta de
mi jaula de oro. No había visto el sol ni respirado aire fresco desde hacía
semanas, pero la idea de descubrir nuevos lugares me deleitaba.
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Un pasillo, mi baño, otro pasillo, la entrada principal, la cocina, el salón


rojo... Iba a la conquista de nuevos espacios. Charles abrió una puertecita
verde, avanzamos por un largo pasillo y entramos en una enorme
biblioteca.

—Le presento mi habitación favorita.

Los ojos risueños de Charles me miraban con amabilidad y respeto. Me


sorprendió descubrir que sus ojos eran de un color entre azul y gris, por lo
que no debía pertenecer a la misma especie que Magda, Gabriel y sus
amigos. No era menos hermoso, simplemente sus rasgos no eran tan
perfectos. Su nariz tenía mucha personalidad, me recordaba a la de mi
padre, y sus manos eran grandes y robustas. Me sentía minúscula a su lado,
pero no me daba ningún temor por la dulzura de su carácter.

—Me parece un lugar increíble. Esta habitación me parece tan


luminosa, con el resto de la casa tan oscuro... El cristal opaco permite que
la luz penetre, pero en la justa medida para que no nos haga daño. Con
todos estos libros, es como la sala del tesoro.
—¡Creo que quiero pasar aquí el tiempo que me queda de encierro!
—No tiene derecho. Es mi lugar preferido.
—Compártalo conmigo.
—No me tiente.

Me guiñó un ojo. No sé si era la ausencia de Gabriel lo que me


empujaba a acercarme a otro hombre o, simplemente, que Charles era un
hombre joven que me gustaba. Pero estaba cómoda con él y, lo más
importante, me sentía yo misma.

—Usted es diferente.

Charles bajó la mirada. Echó un vistazo a su alrededor y se desabrochó


el primer botón de la camisa, dejando al descubierto dos pequeñas
cicatrices redondas.

—Soy un “mordido”.
—Oh, lo siento.
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—No lo sienta, fue decisión mía. Ocurrió hace cuarenta y seis años, yo
era un periodista ambicioso que investigaba leyendas urbanas: hombres
lobo, brujas... y vampiros. Descubrí la identidad de Gabriel. Podía haberme
matado, pero es un buen hombre, me dio la oportunidad de unirme a él y
hacer grandes cosas a su lado. Acepté.

Oh, Gabriel... Todo lo que me cuentan de él es siempre tan agradable.


Le echo tanto de menos, ¿por qué no está aquí? Tengo tantas ganas de
estar en sus brazos.

—¿Le echa en falta?


—Me siento un poco desatendida, la verdad... Bueno, ¿cuáles son esas
grandes cosas que hace usted para Gabriel?

Charles me señaló a su alrededor.

—Me ocupo de los libros, al menos del patrimonio literario de la casa.


Todo lo que se publica, lo resumo y lo clasifico. Viajo y adquiero muchas
obras. Colecciono... ya que vamos a estar aquí durante mucho tiempo.
—¿Es usted feliz?
—¿Me está haciendo una entrevista?
—Quizás. Compréndame, me encuentro aquí, lejos de todo lo que me
resulta familiar, he conocido a vampiros, me siento cercana a Magda, a
Gabriel y, bueno, también a usted; pero me da la impresión de que me dan
la información con cuentagotas.
—Eso es porque para nosotros la noción del tiempo no es esencial. Las
cosas se hacen despacio. Dedico esta vida a conservar las huellas del
pasado, eso me apasiona. Ni siquiera yo mismo comprendo aún la
dimensión completa de mi nueva identidad, pero esa es mi misión.
—¿Ha perdido su vida privada de golpe?
—¡He ganado muchas aventuras de golpe!

Me hizo sonrojar. Le veía como un hombre seguro de sí mismo y


divertido, pero ese comentario me pareció una insinuación sexual que me
hizo pensar, de nuevo, en Gabriel.

—¿Puedo hacerle una última pregunta?


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Charles me miró y sonrió.

—Regresa esta misma noche. Ha tenido que ausentarse, pero le verá


pronto —contestó antes de darme tiempo a formular mi pregunta.

Di un salto para abrazar al mensajero de las buenas noticias, en un gesto


no calculado, bajo el impulso de la alegría. Iba a ver a Gabriel. Por fin.

***

A pesar de las pesadas cortinas cerradas, tenía la impresión de que el sol


brillaba en mi habitación. Encendí la radio, vestigio de mi habitación de
estudiante, y me puse a bailar cuando sonó Donna Summer cantando “Last
dance”. Se me olvidó la espera, su fría despedida, olvidé la soledad, la ira,
el miedo, el abandono... Iba a volver pronto y quería sorprenderle.

Observé la estancia y decidí cambiar la disposición de los muebles.


Cambié de lugar todos los cuadros de las paredes y moví la alfombra que
inicialmente estaba bajo el mueble con espejo del cuarto de baño. Me
sentía como en casa, con todas mis cosas y con la foto de mis padres. Me
puse mis vaqueros de la suerte, los que mejor me quedaban, y una camiseta
blanca amplia, un poco transparente. Sabía que a Gabriel le gustaban las
transparencias, así que dejé que mis senos, firmes y orgullosos, se
movieran libres bajo la tela de algodón.

Alguien llamó a la puerta. Gabriel nunca llamaba, por lo que me relajé y


acudí a abrir despreocupada, segura de que sería Magda con la cena. Me
encontré cara a cara con una bandeja y al levantar la cabeza… vi que era él.
Sus ojos eran más bellos, me pareció más alto y más majestuoso. Me
estremecí.

Un sonoro ¡Oh! se escapó de mis labios y, por primera vez en dos


semanas, vi a Gabriel esbozar una gran sonrisa. Sus ojos brillaban. Entró
con la bandeja e hizo el gesto de dejarla donde estaba la cómoda, pero la
bandeja cayó al suelo y entonces se dio cuenta de que el mueble ya no
estaba ahí, porque yo lo había cambiado todo de sitio. Le miré,
sintiéndome un cachorrito al que habían abandonado durante demasiado
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tiempo. Él cerró los ojos, me tomó en sus brazos y susurró:

—Te he echado de menos.


—Yo a ti también.
—Te traeré otro té, estoy sorprendido porque hace siglos que no veo
esta habitación de otra manera.
—Oh, lo siento, he redecorado, bueno... antes de ponerme a escribir en
la pared, he decidido colocarlo todo un poco más a mi gusto.
—No te disculpes, Héloïse. Te he dejado sola, no volverá a suceder en la
semana que queda hasta tu vuelta.

Tu vuelta, dos palabras que se me clavaron como cuchillos en el


corazón. ¿Era necesario que mencionara mi vuelta tan pronto?

—¿En qué piensas?


—En que no me echarás de menos.

Desconcertado, Gabriel me desnudó con la mirada.

—Ven aquí.

Me acerqué y me tiró de la camiseta hasta que me quedé pegada a él.


Estaba molesta, con una mezcla de enfado, tristeza, alegría y excitación.
Sus movimientos se volvieron sensuales, me apartó un mechón de los ojos,
yo no me atrevía a mirarle.

—No he dejado de pensar en este momento durante mi ausencia, en el


momento de morderte los labios. Cierra los ojos.

Se inclinó sobre mí, sentí su colmillo derecho morder la comisura de mi


labio. Un minúsculo mordisco que activó mi lengua. La saqué
tímidamente, recorrí el borde de su boca, entré en ella, él dejó de
morderme y nuestras lenguas bailaron al unísono. Nos seguimos besando
mientras entramos en la habitación, nos besamos hasta la intoxicación,
contra la puerta de la habitación, contra las cortinas y los muebles.
Llegamos en la cama y él se apartó, jadeando.
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—Me vuelves loco.

Me tiró del pelo para acercarme de nuevo y unir nuestras bocas, él me


buscaba con su lengua, me exploraba a fondo. Se sentó sobre la cama y yo
me senté sobre su regazo. Seguimos besándonos, aún vestidos, sobre la
cama. Yo sentía que me ardía todo el cuerpo: movía mi pelvis de atrás
hacia adelante para masturbarle con mi sexo, a la vez que él me
masturbaba con el suyo. Ya no había reservas, estábamos gimiendo de puro
placer. Él me tumbó en la cama, se inclinó sobre mí, me separó las piernas
y continuó frotando su pene contra mí, aunque nuestros cuerpos seguían
prisioneros bajo la ropa. Quería desvestirme, liberar nuestros sexos, pero
Gabriel me detuvo.

—Quiero darte un orgasmo sin quitarte ni una sola prenda. Quiero


preservarte... Aún nos quedan algunos días, quiero que terminen
apoteósicamente.

Tumbada sobre la cama, solo podía esperar a que él actuara. Gabriel no


tardó en echarse sobre mí, quería que yo sintiera la dureza de su sexo,
quería que yo me desbordara de placer. Su pelvis seguía moviéndose
rítmicamente, con la misma cadencia del sexo, en un juego que me
consumía. El ritmo se aceleró, sentía la fricción de la tela, mi sexo
lubricado se hinchó, rugía y aullaba de placer.
Noté que el sexo Gabriel se relajaba. Él también había tenido un orgasmo,
pero estaba demasiado ocupada en gozar del mío para percatarme.
Era la primera vez que teníamos sexo “protegido”, aunque podíamos hacer
el amor sin miedo: no me podía quedar embarazada de un vampiro ni
transmitirle ninguna enfermedad. Sin embargo, aquel juego sexual me
había dado la impresión de que era una adolescente a su lado, por primera
vez. Nos abrazamos y por fin perdí el miedo a hablarle.

—Gabriel, ¿por qué te has ido?


—Por trabajo, tenía un asunto importante que atender que no podía
esperar.
—No, por qué te has ido del salón rojo después de…
—Ah...
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Un silencio sepulcral invadió la habitación.

—Vi un fantasma.
—¿Qué?
—Sé que estás al corriente de quién es Rebecca.

Estaba disfrutando con placer del maravilloso momento de pasión que


acabábamos de compartir, pero la foto de su mujer, iluminada por la
chimenea, me volvió a la mente. En aquel momento me había hecho sentir
incómoda... como observada.

—¿Sufres por su ausencia?


—Bueno, ya pasé mi luto en su momento. Nuestra relación realmente no
estaba en su mejor momento y la última vez que la vi, discutimos. Eso es
difícil de llevar, el hecho de que no arreglamos nuestra relación antes de
que desapareciera...
—Lo siento, no sé qué decir. —Yo nunca había tenido relaciones
duraderas—. ¿Quizás nuestro... “paréntesis” ha removido tu dolor? De
todos modos, pronto me iré.

Lo sabía, era un truco infantil, lo que quería era que me contestara que
yo era lo mejor que le había pasado desde la ausencia de su mujer, pero
Gabriel era más sutil que eso, sus sentimientos eran impredecibles. Los
míos se me atragantaban en la garganta, el “recuerdo” de esa mujer en el
salón aquella noche me inquietaba. Estaba enfadada, dolida, pero sobre
todo me sentía ridícula por estar celosa de una mujer que había
desaparecido.

—Tenerte a mi lado es una experiencia nueva. Eres “mi primera


humana”.

No podía haberme puesto en mi lugar de una mejor manera. Una


aventura, una humana...

—¿Es eso todo lo que soy, una experiencia nueva?


—Me niego a creer que me estés haciendo esa pregunta. Eres mucho
más que eso, Héloïse, no hace falta que lo diga, ¡no vuelvas a dudar de
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ello! Magda vendrá en media hora, comienza la sorpresa.

Gabriel salió de la habitación, le vi marcharse —era una imagen ya


familiar— con una actitud relajada y confiada, seguro de sí mismo. Su
frase Eres mucho más que eso, Héloïse resonó en mi cabeza. Ni siquiera
me atrevía pensar en el momento de irme. Quería parar el tiempo, empezar
de cero y que mi cautiverio fuera para toda la eternidad.

***

—¡Qué buena cara tiene! El regreso de Gabriel le ha sentado muy bien,


niña.
—Buenos días, Magda. Sí, me sentía un poco sola.
—Lo siento, tenía instrucciones de dejarla sola, creo que él quería que
usted le echara de menos. Además, estaba enfadada con Charles, que me
dijo que la había distraído un poco.
—No, no se enfade con él, fui yo quien se lo pidió y le di pena, creo.
—¡Da igual! Bueno, tengo una maleta para usted, ¡se va de viaje!
—¿Cómo? ¡Pero no es posible!
—Con Gabriel, todo es posible. Tenemos un helicóptero en la azotea,
una pequeña joya de la tecnología, comprada poco después de la...
desaparición. Legalmente, no puede caminar por las calles del barrio rojo,
pero si va por el aire… es otra cosa.
—Pero… ¿a dónde vamos?
—Sorpreeeesa! Esté preparada a las diez.

Magda parecía tan emocionada como yo con el viaje. Mis pensamientos


eran un torbellino: me había dejado sola durante una semana y ahora me
secuestraba para una especie de luna de miel. Gabriel y su montaña rusa
emocional... En la maleta, vi dos trajes de baño y dos toallas de marca.
Íbamos a nadar, ¿cómo sabía que el agua era lo que más me gustaba en el
mundo? Algunos libros, un nuevo diario... Parecía hecho a mi medida. Me
imaginé que nos íbamos a algún lugar lejano, en el que pudiera leer al
borde de una piscina, mientras Gabriel dormía a mi lado.

—¿Está usted lista?


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Charles llevaba puesto un abrigo y me esperaba en la puerta.

—¿Usted viene con nosotros, Charles?


—¿De “sujeta velas”? No, gracias; además, mis libros me echarían de
menos.
—¡Le echaré de menos!
—Yo también. Mucho. Gabriel es muy afortunado.

Charles cogió mi maleta y sacó una cinta para vendarme los ojos.

—Lo siento, es el protocolo, es una sorpresa.

Me tendió la mano. La suya estaba menos fría que la de Gabriel. Sentí


que nuestra proximidad le incomodaba, parecía que la tenía algo sudorosa.
Me resultó conmovedor.

—¿A dónde vamos?


—A un sitio al que Gabriel nunca ha llevado a nadie.
—¡Oh, entonces se lo contaré todo!
—¡Me puede ahorrar algunos detalles! Pero no tengo nada en contra de
una foto suya en bikini.
—Nunca pierde una oportunidad, ¿no?
—Me encantan las mujeres, es cierto. A menudo se me dan muy bien...
Pero usted es...

Una corriente de aire frío interrumpió su frase, oí una puerta que se


abría a nuestro paso.

—Ah, aquí estás, por fin. Gracias, Charles, puede irse.

Sin dedicarme una palabra de despedida, Charles se fue. El tono que


Gabriel había usado con él era seco; era obvio que estaba acostumbrado a
que le obedecieran.

La mano de Gabriel tomó la mía con firmeza para guiarme. Subimos a


la azotea y me ayudó a montarme en el helicóptero. Me entristecía el hecho
de no poder quitarme la venda porque me habría gustado ver la ciudad,
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ubicarme, pero eso era precisamente lo que Gabriel no quería. Se me


llenaron los ojos de lágrimas al sentir el aire contra mi piel, me vino el
olor de los coches, sentí el frío del invierno (la nieve no tardaría en llegar)
y me estremecí al pensar que dentro de poco estaría en algún lugar cálido,
en traje de baño. Mi asiento era cómodo, nunca habría pensado que un
helicóptero ofreciera esa sensación de confort. Me habría encantado poder
quitarme la venda para observarlo todo.
Gabriel se instaló a mi derecha y entendí que iba a pilotar él mismo el
aparato.

—¿Tienes más talentos ocultos?


—Hm... No sé si es talento o si más bien es cuestión de medios y sobre
todo... ¡de tiempo!

Tiempo. El tiempo era un concepto muy especial para ellos. Me sentía


tan diminuta y frágil a su lado... Su vida se multiplicaba, mientras que a mí
me aterrorizaba pensar en todo lo que no me daría tiempo a vivir.

El vuelo duró tres o cuatro horas, o más, no lo sabía, la oscuridad me


hizo perder la noción del tiempo. Hablamos de su licencia de piloto, de sus
otros títulos. Gabriel había hecho fortuna en varias ocasiones: había sido
médico, chef en un restaurante con estrella Michelin, dueño de casinos...
Incluso mencionó a Rebecca, pero solo de pasada, para hablarme de sus
problemas. Era un fantasma, sí, pero también era un mal recuerdo para él.
Aterrizamos.

Gabriel quiso llevarme en brazos y a mí me pareció muy romántico. Me


sentía tan a gusto y protegida en el refugio de su abrazo... Me dejó en el
suelo. Hacía calor, una atmósfera tropical opuesta al frío polar de la azotea
de su casa. Pude oír el sonido del agua y los pájaros. Por fin me quitó la
venda.

—¡Oh!

Se me escapó una exclamación de sorpresa. Estábamos en un riad


oriental. Las estrellas y las velas ubicadas en todos los rincones del
edificio emanaban una luz cálida y roja.
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Avanzamos por un pequeño camino de arena y divisé a lo lejos una


enorme piscina. Al entrar en el vestíbulo, una mujer muy alta nos esperaba
con dos copas en la mano.

—Bienvenido Gabriel, he encendido la sauna para usted.


—Gracias Solenne, le presento a Héloïse.
—Sí. Hola.

El tono de Solenne era educado y distante (una humana como compañía


de un ser tan hermoso debía chocarle enormemente), pero estaba tan
desorientada que ni le presté atención. Tenía que estar soñando, no podía
ser verdad.

Solenne se acercó con un carrito de golf, nos montamos y ella nos


condujo a una cúpula transparente. En el interior había una gran piscina y
una cabaña de lujo.

—Bienvenido a la zona blanca, Gabriel. Que disfrute de su estancia.

Así que estábamos en la famosa zona blanca, en la que los humanos y


los vampiros podían convivir —aunque solamente la élite privilegiada, con
medios económicos, ya que la estancia costaba lo mismo que mi salario
anual. La cúpula y la biblioteca de Gabriel estaban construidas con el
mismo cristal.

Entré en la cabaña. El interior era de madera, al estilo “Robinson


Crusoe”. No había ventanas, solo cortinas transparentes que revoloteaban
gracias al ventilador con palas de madera que estaba colocado sobre la
cama.

Abrí lo que me pareció que era un armario, para dejar mis cosas, pero
resultó ser una puerta que conducía a la sauna.

—¿Te gusta?

Gabriel me interrumpió. Me hallaba en plena contemplación. Yo jamás


había estado en una sauna.
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—Entonces, ¡vamos a inaugurarla!

Gabriel estaba feliz como nunca le había visto antes. Se quitó la ropa a
toda prisa y me desnudó como un niño apresurado. Casi me caí al suelo y
nos reímos a carcajadas, pero una vez en la sauna, desnudos, nuestras risas
dieron paso a una pasión que nos devoraba.
Tenía una manera de mirarme que me hacía sentir como si fuera su presa.
Estaba de pie en la sauna, las piedras calientes hacían subir el termómetro
y yo ya estaba sudando. Las perlas de sudor me caían de la frente para
aterrizar sobre mi ombligo. Gabriel siguió el camino de una gota al
milímetro. Se humedeció los labios con la lengua, sabía que me iba a
sorprender. Esperé. Empezó a acariciarse el sexo y continuó durante un
rato. Yo le observaba, me moría de ganas, estaba totalmente excitada. Era
consciente de que eran mis últimos días con él y quería darlo todo.

—Túmbate —le dije.


—¿Ahora me das órdenes, Héloïse?
—Es un consejo.

Gabriel, sorprendido por mi nuevo tono, se tumbó sobre el banco de


madera de la sauna. Me puse delante de él y empecé a masajearle los
tobillos. Mis manos subieron por sus piernas y me detuve en sus muslos.
Su sexo estaba duro, pero quería exasperarle, sacarle de quicio, dejarle
rendido. Mi boca se paseó por su muslo, le lamí, le mordí y me levanté
para admirar su miembro, que se erguía cada vez más furioso. Satisfecha,
volví a mi tarea, mi lengua se tensó, mi cabeza estaba ahora entre sus
muslos, pero sin llegar nunca a tocar su miembro. Él suspiraba, se quejaba
y elevó la pelvis para que, por fin, besara su erección.
Me sentía como una mujer nueva. Por primera vez, llevaba el control. Mis
manos húmedas empezaron a jugar con sus testículos. Eran suaves y
estaban llenos, me encargué de acariciarle cada vez con más firmeza. Era
mío, estaba en mis manos y hacía lo que quería.

Gabriel me leyó la mente, me miró fijamente con sus ojos color


esmeralda y, como si quisiera recuperar el control, se puso en pie
abruptamente, me cogió por la cintura y me colocó de rodillas en el suelo.
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Dejé escapar un grito de sorpresa y sentí su mano dándome un azote sobre


la nalga derecha. Nunca había entendido por qué la gente se azotaba
durante el sexo, pero al sentir cómo se contraía mi vagina con el golpe, lo
comprendí perfectamente.

—Quiero ponerte el culo rojo.

Otra palmada me sacudió las nalgas. Después, Gabriel me penetró, ya


estaba en mí. Sus manos me sujetaban para dirigir mi cuerpo. Sus
movimientos me sacudían enérgicamente, mis pechos se agitaban como
locos. Era incapaz de emitir ningún sonido. Cerré los ojos para disfrutar al
máximo del momento, él se deslizaba en mí, estaba empapada, su polla se
abría paso en mí como si me fuera a romper y me volvía loca. Mi cuerpo
explotó, una de sus embestidas me hizo soltar un grito agudo, me agarró
del pelo y tiró de él con fuerza para liberar mi clamor. No tardó mucho
más en unirse a mí en esa locura atronadora.

Rojos y empapados, nos echamos uno sobre el otro. Gabriel sugirió ir a


nadar. El contacto con el agua fresca en mi cuerpo me dio la sensación de
estar en el paraíso.

Día 27, 19:10

El viaje con Gabriel ha sido como una luna de miel. Nuestros paseos
nocturnos terminaban siempre en ardientes caricias. Gabriel era muy
protector, nunca me dejaba sola. Me cubría de besos y hablábamos de todo.

¿Qué voy a hacer sin él? ¿Seguir adelante, esconder lo que ha sucedido,
lo que ha nacido en el fondo de mi corazón? Estoy haciendo la maleta,
Charles me acompañará a casa. No quiero dejar a esta gente. Siento que
tengo de nuevo el derecho a una familia, este mes ha sido como una
segunda oportunidad para mí. ¿De verdad ha llegado el momento de volver
al bar mugriento de Joey y a mi habitación minúscula? He probado lo que
es una vida mágica y siento que estoy a punto de despertar de mi sueño, y
me asusta. No he visto a Gabriel durante todo el día. No me dirá “adiós”,
tal vez para él esto también sea muy difícil.
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Solo me quedaba esperar lo más tranquilamente posible, con la maleta


ya hecha y el corazón en la boca. Pero de repente Gabriel entró en la
habitación sin aliento.

—No pensaba que te volvería a ver —le dije, desconcertada.


—No debería haberte dicho que te tenías que ir.
—Pero es así…

Me eché a llorar porque no me creía lo que acababa de decir, ni por un


segundo. Gabriel me tomó en sus brazos y me cubrió de besos.

—¿Y si no dejara que te marcharas esta tarde? Digamos que no puedo


encontrar las llaves de la entrada. Se te pasa la hora en la que tienes
permiso para salir…y tendría que cuidar de ti un mes más… qué pena,
¿no?
—Tú...
—No, no estoy bromeando. No quiero que te vayas, eres nuestro rayo de
sol. Charles me habló de tu proyecto de escribir un libro sobre nosotros.
Has visto la biblioteca, sabes que este tipo de trabajo me apasiona y lo
patrocino. Digamos que sería tu mecenas y por la noche cuando...

¿Cómo no iba a saltar a sus brazos? Estuvimos dándonos mimos toda


una eternidad, hasta que Magda entró en la habitación sin llamar, lo cual
nos sorprendió porque un gesto tan brusco no era habitual en ella. Parecía
angustiada, se disculpó y nos miró en silencio, apenada. Era evidente que
acababa de recibir un shock.

—¿Magda? —le preguntó amablemente Gabriel.


—Señor, venga conmigo. Héloïse, cielo, si no le importa, quédese aquí,
por favor.

Me pregunté qué podía haber sucedido que fuera tan grave. En realidad
me daba igual, me iba a quedar y con una buena razón, no me importaba
nada más.
Transcurrió más de una hora. Oía voces pero no me atrevía a salir. Decidí
recolocar mis cosas, escribir y pensar en el libro que quería escribir.
Pasaron dos horas, luego tres, luego cinco. Tenía hambre. Oí una risa, la de
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Gabriel. Si se reía es que la tormenta había pasado, así que decidí salir.

Avancé por el pasillo de puntillas, guiada por los ruidos. Me sentía


como una niña jugando a espiar a los adultos. No sabía de qué tenía miedo,
pero me sudaban las manos. Oía a Magda llorar y luego reír. No entendía
nada.

Estaban en el salón rojo.

Llamé a la puerta y se hizo el silencio. Un silencio pesado e incómodo.


Estaba a punto de dar media vuelta, avergonzada, cuando se abrió la puerta.

—¿Quién es?

Era una mujer pelirroja muy alta, debía medir más de metro ochenta. Su
cabello resplandecía y sus ojos me taladraban. Vi a Gabriel en el sofá, con
la cabeza entre las manos. Miré de nuevo a la hermosa mujer, que
empezaba a impacientarse por obtener una respuesta. El salón rojo de
repente me pareció negro. Magda miraba hacia otro lado, Charles me
miraba fijamente con una expresión compungida... y lo entendí todo.

—Soy Héloïse. Estoy trabajando en un libro sobre nuestras dos especies


y Gabriel me está ayudando. Estoy alojada en la habitación de invitados.

Gabriel se puso en pie y me interrumpió.

—Héloïse, le presento a Rebecca, mi esposa.

Tuve que tragar saliva porque me estaba mareando. Cuando la


despampanante pelirroja me sonrió con todos sus afilados colmillos y puso
sus largas manos alrededor de Gabriel, mi corazón dio un vuelco. Necesité
todas mis fuerzas para no soltar un sollozo. El reloj anunció en ese
momento las cinco. Ya era demasiado tarde para irme. Los ojos de Gabriel
me suplicaban que no creara problemas.
Volví a mi habitación, desorientada. Apenas podía mantenerme en pie,
tuve que apoyarme en la pared del pasillo. Ya no tenía ni hambre ni sed,
me sentía vacía.
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Sentada en la cama, cerré los ojos para intentar verlo todo con más
claridad. ¿Cómo podía haberme metido en semejante lío? Gabriel estaba
con su mujer “desaparecida”, que no había muerto. ¡La “desaparecida”
había reaparecido! Estaba como loca de rabia pero, a la vez, las imágenes
de todos los encuentros con Gabriel aparecían como fogonazos ante mis
ojos.

Y me di cuenta.

Su esposa. Gabriel. Yo... bajo el mismo techo. Era demasiado tarde para
dar marcha atrás, no podía ni tampoco quería borrar lo que había sucedido.
Y, de todos modos, tenía que permanecer otro mes en aquella casa. Nunca
había luchado por nada, nunca había tenido una razón... Hasta ese día, ese
día por fin tenía una y se llamaba Gabriel.

Continuará...
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