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La Oración de Jesús

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LA ORACIÓN DE JESÚS.

Jesús acogía a los pecadores y comía con ellos, frecuentaba a la gente


excluida de la sociedad, perdonaba los pecados... Tenía unas actitudes que
a algunos llenaban de admiración y a otros escandalizaban. Cuando le
preguntan por qué hace estas cosas, responderá que porque ésa es la
manera de ser de Dios mismo. Su forma de actuar corresponde a la
concepción que tiene de Dios. En las parábolas de la misericordia (Lc 15)
nos presenta a Dios como un pastor que, cuando pierde una oveja, se lanza
al monte para buscarla y se alegra cuando la encuentra; o como un padre
que llora y sufre y espera cuando el hijo se le va de casa, y que prepara un
banquete cuando regresa; o como una mujer que busca preocupada la
moneda que ha perdido y no para hasta hallarla. En definitiva, un Dios con
entrañas de misericordia, amigo de los hombres. Por eso él va al encuentro
de los pecadores y les anuncia la Buena Noticia. La descripción que Jesús
hace de Dios y su actuar coinciden plenamente. Hablando con propiedad,
Jesús no da una definición de Dios. Habla con naturalidad de su amor y de
su misericordia, se relaciona de una manera especial con él, se siente su
Hijo querido, lo experimenta como Padre, pero no lo describe en términos
abstractos.

Porque su Dios es Padre amoroso, necesita estar continuamente en


contacto con él para recibir su vida y su fuerza, para conocer su voluntad,
para manifestarle su cariño. La oración de Jesús no se limita a unos tiempos
y a unos espacios concretos, sino que empapa toda su vida. La oración
acompaña todas las decisiones y acontecimientos de la vida de Jesús: ora
en el Bautismo (Lc 3, 21), antes de elegir a los 12 (Lc 6, 12-13), antes de la
confesión de Pedro en Cesarea (Lc 9, 18), en la transfiguración (Lc 9, 28-
29), en Getsemaní... Está convencido de que la oración es la posibilidad de
superar la prueba y la tentación (Mt 26, 41), de librar al hombre del mal (Mc
9, 29).

No sólo ora en los acontecimientos decisivos, sino en todo momento,


habitualmente: «se retiraba a lugares solitarios para orar» (Lc 5, 16), «de
madrugada...» (Mc 1, 35-37), «lleno de gozo...» (Lc 10, 21); porque tiene la
certeza de la cercanía de Dios: «Yo no estoy solo, el Padre está
conmigo» (Jn 16, 32), «Yo sé muy bien que me escuchas siempre» (Jn 11,
42). Lo mismo enseña a sus discípulos: «Es necesario orar siempre, sin
desfallecer» (Lc 18, 1).

Ora en el Templo y en las sinagogas con frecuencia (Lc 4, 16), participa en


el culto público, recita los salmos y las plegarias judías (Mc 14, 22-23; 27),
bendice los alimentos (Jn 6, 11)... Ora en lugares solitarios durante 40 días,
de noche, en muchos momentos (Mt 14, 23; Lc 11, 1), con sus propias
palabras. A sus seguidores nos enseña también a orar «En la intimidad» (Mt
6, 6), «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23).

Ora por los discípulos, por Pedro (Lc 22, 32), por los suyos (Jn 17, 11ss),
por los que creerán (Jn 17, 20), por el mundo (Jn 17, 21), por los enemigos
(Lc 23, 34). Ora en los momentos difíciles: «de rodillas» (Lc 22,
41), «postrado» (Mt 26, 39), «con lágrimas» (Heb 5, 7), en la Cruz (Mc 15,
34; Lc 23, 45).

En su oración siempre se dirige a Dios como «Padre» (130 veces lo llama


así en los evangelios). Jesús se relaciona con Dios como un niño con su
padre, lleno de confianza, al mismo tiempo que siempre dispuesto a la
obediencia. La única excepción en su manera de orar es su grito en la Cruz
(Mt 27, 46), cuando cita el salmo 22, que comienza diciendo: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» y termina manifestando la
confianza en Dios que puede librar de la muerte, aunque las apariencias
digan lo contrario.

La designación de Dios como Padre (de los justos, del pueblo, del rey...) no
es desconocida en Israel ni en otras religiones. Pero Jesús llama
continuamente «Abba» (papá) a Dios en la oración, dando a entender una
intimidad y confianza inauditas. El Nuevo Testamento se escribió en griego;
sin embargo, encontramos la invocación aramea «Abba» en el Evangelio
(Mc 14, 36) y en las cartas de Pablo (Rom 8, 15; Gal 4, 6), usada en la
oración cristiana como un eco de la plegaria de Jesús. «Abba», para Jesús,
más que un título, es una experiencia. No manifiesta sólo una concepción
de Dios; también es una manera de entenderse a sí mismo: si Dios es el
Padre, Jesús es su Hijo. Jesús se comprende a sí mismo en total
dependencia de Dios, del que todo lo recibe, y como total apertura a
Dios: «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4, 34). Revela a
Dios, su misterio, porque se le ha manifestado como su Padre y le ha
abierto su corazón. Sabe que su relación con él es única y privilegiada, por
eso distingue entre mi Padre y vuestro Padre.

Ante la petición de los discípulos de que les enseñe a orar, Jesús responde
a los suyos enseñándoles a llamar «Abba» a Dios, como él mismo hacía.
Invita a los suyos a vivir su misma experiencia, a compartir sus
sentimientos, a participar ellos también de su peculiar relación con su
Padre. Ésta es la única ocasión en que no distingue entre «mi» y «vuestro»
Padre, sino que se une a cada uno de nosotros para decir Padre «nuestro».
Nuestros actos de piedad y los recuerdos de nuestra infancia están llenos
de «padrenuestros», a veces totalmente vaciados de contenido. En el
rosario se intercalan entre las «avemarías», en las visitas al Santísimo
siguen a las bendiciones a Jesús Sacramentado, en las estaciones del Vía
Crucis, en la bendición de la mesa, por el Romano Pontífice para ganar
indulgencias, a San Antonio de Padua para encontrar un objeto perdido
(incluso algunos los rezan doblados o del revés)... Vamos a profundizar en
su significado original para orarlo con más provecho.

EL PADRE NUESTRO EN SU CONTEXTO.

San Mateo y San Lucas son los únicos evangelistas que nos transmiten la
oración del Padre Nuestro. La versión del primero es más larga (7
peticiones, frente a las 5 del segundo) y el contexto en el que nos transmite
la enseñanza de Jesús es distinto. Hoy nos es imposible saber si Jesús
enseñó la versión larga o la corta. En realidad, no importa; porque, aunque
cambien las palabras, el contenido es el mismo en ambas redacciones. No
podemos olvidar que San Mateo escribe su evangelio para una comunidad
con numerosos cristianos provenientes del judaísmo, que estaban
acostumbrados a orar, mientras que San Lucas escribe su Evangelio para
una comunidad en la que la mayoría provenían del paganismo,
familiarizados con solemnes celebraciones en los templos, aunque poco
acostumbrados a la oración personal. Por eso, el primero se detiene en las
críticas de Jesús al formalismo en la oración, mientras que el segundo pone
el acento en la invitación a hacer experiencia de la oración, a confiar en su
valor, a perseverar en ella, una vez iniciada. Analizaremos brevemente las
peculiaridades de San Lucas y nos detendremos más en la versión de San
Mateo, por ser la que usamos en la liturgia.

«Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de sus
discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus
discípulos". Jesús les dijo: "Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu
nombre..." Y añadió: "Imaginaos que uno de vosotros tiene un amigo que
acude a él a medianoche para solicitarle tres panes... Yo os digo: Pedid y
recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y os abrirán... ¿Qué padre entre
vosotros, si su hijo le pide un pez le va a dar una serpiente... Si vosotros,
aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más
el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?"» (Lc 11, 1-
13).

San Lucas nos recuerda que en Jesús se da primero la práctica y después


la teoría. Los discípulos le piden que les enseñe a orar «como Él» hace.
Entonces les regala el Padre Nuestro y una preciosa catequesis sobre la
confianza en Dios, que ama a los hombres, que se preocupa de ellos, que
escucha su plegaria. Lo ilustra con dos ejemplos: el hombre que se
presenta a media noche en casa de su amigo para pedir unos panes e
insiste hasta que consigue lo que necesita; y el hijo que pide un pez o un
huevo a su padre, sabiendo que no recibirá una serpiente o un escorpión en
su lugar. E invita a pedir, buscar y llamar, con insistencia y perseverancia.
Dios mismo da al que pide y abre al que llama. Literalmente, el texto
dice: «Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá». El
verbo encontrar está en activo, lo que significa que «nosotros»
terminaremos encontrando si perseveramos en la búsqueda. Pero «se os
dará» y «se os abrirá» están en pasivo. Es una manera de expresión muy
común en la Biblia, llamada «pasivo teológico», que indica siempre que Dios
hará algo, pero a Él no se le nombra por respeto al Nombre divino, que se
consideraba impronunciable. Así que si pedimos y llamamos, «Dios» nos
dará y nos abrirá. Por eso, es importante saber qué vamos a pedir y dónde
vamos a llamar. El Padre conoce lo que necesitamos antes de que se lo
digamos, pero es necesario que nosotros tomemos conciencia de nuestras
necesidades más profundas; aquéllas que ni nosotros podemos satisfacer ni
tampoco nuestro mundo y que se resumen en el don del «Espíritu Santo»,
que debe ser el objeto último de nuestra súplica: «Cuánto más el Padre
celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan».

Por otro lado, en el Evangelio de San Lucas queda claro que necesitamos
orar con insistencia confiada. La invitación a perseverar, a «no cansarse
nunca», a no desanimarse, se repite varias veces: «Tened ceñida la cintura
y las lámparas encendidas... Les dijo una parábola para inculcarles que era
necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 12, 35; 18, 1). Hoy que tanto se
habla del aparente silencio de Dios, esta invitación es más actual que
nunca. Pedimos sin ver los frutos, buscamos en la oscuridad de la noche,
llamamos a una puerta que parece cerrada. Nuestra oración tiene que ser
más intrépida e insistente, conscientes de que no dejará de cumplirse lo que
dice la Escritura: «Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha» (Sal 34, 7).

Dispongámonos ahora a analizar más detenidamente la versión de San


Mateo. Éste recoge en los capítulos 5-7 de su Evangelio un resumen de
toda la predicación de Jesús: su propuesta de vida para los que deciden
seguirle. Es lo que conocemos como «Sermón de la Montaña»: una intensa
invitación a la confianza en Dios y a la autenticidad. Dentro de esta
colección de enseñanzas de Jesús, se explica la manera de practicar la
piedad como Dios quiere: respetando la verdad de Dios y respetando la
verdad del que a Él se acerca.

Jesús comenta las tres principales obligaciones religiosas de los judíos:


limosna (6, 1-4), oración (6, 5-14) y ayuno (6, 16-18). Las tres son
presentadas de la misma manera: «Tú, cuando des limosna... cuando
ores... cuando ayunes... no lo hagas para que te vean o por motivos
humanos... hazlo con autenticidad, como expresión de lo que llevas en el
corazón... y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará». La más
desarrollada es la explicación sobre la oración, que es el verdadero corazón
de la piedad, de la religión. Se explica cómo no hay que hacerla y cómo sí.
Aquí se inserta el Padre Nuestro como resumen y modelo de toda oración
cristiana. Se dirige a personas que sabían orar, pero que tenían el peligro
de hacerlo para autojustificarse, o para cumplir con una obligación formal.
Por eso las invita a descubrir lo esencial de la plegaria y describe la manera
correcta de realizarla.

«No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque entonces, vuestro
Padre celestial no os recompensará... Cuando oréis, no seáis como los
hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las
esquinas de las plazas para que los vea la gente. Os aseguro que ya han
recibido su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la
puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo
secreto, te premiará. Y al orar, no os perdáis en palabras como hacen los
paganos, creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho. No seáis
como ellos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que
vosotros se lo pidáis. Vosotros orad así: Padre nuestro, que estás en el
cielo, santificado sea tu Nombre...» (Mateo 6, 1. 5-13).

Jesús pide a sus discípulos unas actitudes distintas de las que manifiestan
los escribas y fariseos. Los «actos» son los mismos (limosna, oración y
ayuno), pero no las «actitudes». Las obras de piedad son siempre
beneficiosas para quienes las realizan, hasta el punto de que continuamente
se hace referencia a la recompensa, al salario que se recibirá a cambio. Los
fariseos las hacen buscando una ganancia inmediata, que se traduce en el
aplauso de los hombres, en la satisfacción de la propia vanidad. Por eso
son «hipócritas», que literalmente significa «comediantes» y, también, en el
sentido judaico, son «impíos». Los cristianos, por el contrario, sólo deben
buscar agradar al Padre, parecerse a Jesús, sabiendo que su recompensa
es la profundización de la comunión con Dios. Así vivirán en la verdad, en la
verdadera piedad.
«No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque entonces, vuestro
Padre celestial no os recompensará». Es lo primero que dice Jesús antes
de hablar de la limosna, la oración y el ayuno. Las tres principales obras de
piedad del pueblo judío han de realizarse desde este mismo punto de vista.
Todas ellas deben nacer del corazón y ser la expresión exterior de unas
actitudes interiores: generosidad, amor de Dios, esencialidad. De poco sirve
realizarlas por otros motivos: convencionalismos sociales, tradición, moda...
Las buenas obras que propone la religión se deben hacer porque estamos
convencidos de que son lo mejor, porque las hemos asumido cordialmente.
Si no es así, no tienen valor religioso. (Puedo ir el primero en la procesión, o
dar una gran limosna, o ser el presidente de la Cofradía del Patrón del
pueblo; si lo hago por figurar, no me sirve de nada.)

«Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie
en las sinagogas o en las plazas para que los vea la gente». Nueva
insistencia sobre la necesidad de la autenticidad. De nada me sirve orar
para que me vean o por otros motivos que no sean el deseo sincero de
ponerme en la presencia de Dios y de que se cumpla en mí su voluntad,
sencillamente porque eso no es oración. Dice Santa Teresa de Jesús: «Si
no pienso con quién hablo y quién soy yo que hablo y qué es lo que digo,
no lo llamo yo orar, por mucho que se meneen los labios».

«Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre,


que está en lo secreto». La oración ha de ser un encuentro íntimo, personal,
con Dios que vive dentro de nosotros. Aquí no se dice que no haya que orar
en público, que no sirva la oración comunitaria. En otros sitios Jesús insiste
en que se reúnan varios para orar o en que se celebre la Cena Pascual en
su Nombre. Aquí se habla de la manera de realizar la oración personal.

«Al orar, no os perdáis en palabras, como hacen los paganos, creyendo que
Dios los va a escuchar por hablar mucho». Los griegos de la época
pensaban que podían convencer a sus dioses con hermosas oraciones y
razonados discursos, para que hicieran lo que les pedían. Aunque nos
parezca ridículo, es lo que nosotros hacemos muchas veces: creemos que
Dios nos escuchará mejor si hacemos largas y complicadas oraciones y
ceremonias. Santa Teresa de Jesús nos recuerda que, en la oración «no
está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; así, aquello que más
os incitare a amar, eso haced». Ella insiste en que para hablar con Dios «no
son necesarios muy elegantes razonamientos, sino tratarle como se habla
con un amigo o con un padre o con un hermano». Él nos escucha siempre
porque nos ama, no porque hablemos mejor o peor. Así pues, los rasgos
esenciales de la oración son la sencillez, la naturalidad y la verdad.

LA ESTRUCTURA LITERARIA DEL PADRENUESTRO.

A alguno le puede parecer extraño que hablemos de esto, pensando que la


manera de decir las cosas es secundaria; y, sin embargo, la peculiar forma
que tienen los Evangelios de presentarnos la oración del Señor, nos ayuda
a comprender mejor su contenido. Además, las maneras de expresarse de
los judíos de hace 2000 años no coinciden con las que hoy usamos en
Occidente, por lo que necesitan explicaciones para una mejor comprensión.

Podemos comparar la estructura literaria del Padre Nuestro con una


«menorá» (el candelabro judío de siete brazos, en el que el primero está
unido con el séptimo, el segundo con el sexto, el tercero con el quinto y el
cuarto da cohesión a todo el conjunto). De la misma manera, las peticiones
del Padre Nuestro tienen una clara correspondencia entre sí. Por un lado,
las tres primeras piden cosas buenas, están al singular y se refieren a Dios
(tu Nombre, tu Reino, tu Voluntad), mientras que las tres últimas piden ser
librados de cosas malas, están al plural y se refieren a nosotros (nuestras
ofensas, nuestras tentaciones, nuestras maldades). La petición central (da a
nosotros el pan) es la clave de lectura que une las dos partes: está al plural
(como las tres últimas), pero pide cosas buenas (como las tres primeras). Si
no tuviéramos esta petición y nos faltaran las primeras palabras, no
sabríamos cómo llamar al destinatario de la oración (Santificado sea tu
Nombre, oh Santísimo; venga tu Reino, oh Rey celestial; hágase tu
voluntad, oh Todopoderoso; perdona nuestras ofensas, oh Misericordioso;
no nos dejes caer en tentación, oh Providente; líbranos del mal, oh Bondad),
pero el alimentar cada día a sus hijos, el dar el pan en su momento a la
prole, es cosa del padre (y de la madre).

A continuación vienen las siete peticiones hechas a Dios. No olvidemos que


todas ellas se dirigen a Dios, al que pedimos que haga cosas a favor
nuestro. Si no estamos familiarizados con la manera bíblica de hablar, las
fórmulas verbales utilizadas pueden llevarnos a engaño. Al decir,
«santificado sea tu Nombre» o «hágase tu voluntad», podemos pensar que
es una invitación a que nosotros santifiquemos el Nombre de Dios o
cumplamos su voluntad. Quiero insistir en que estas peticiones, al igual que
las otras, se dirigen a Dios y no a nosotros. Están escritas en lo que se
llama «pasivo teológico» (del que ya hemos hablado más arriba, y que
consiste en una oración puesta en pasivo, en la que se omite el sujeto
activo, que es siempre Dios). El Padre es el que tiene que santificar su
Nombre y cumplir su voluntad, como es Él el que tiene que establecer su
Reinado y perdonar nuestros pecados. Por eso, al comentar el texto, las
traduciremos en activo.

Las tres primeras, que piden cosas buenas, y las tres últimas, que piden ser
librados de cosas malas, son como la cara y cruz de una moneda. Todas
están construidas de una manera sencilla, fácil de memorizar, en la que se
repite la estructura (verbo, pronombre y nombre). Sólo la tercera y la quinta
están alargadas, como enmarcando a la petición central, que es la única
que tiene una estructura distinta.

Porque queremos que Dios manifieste su santidad (1), que establezca su


reinado (2) y que realice su proyecto sobre nosotros (3); pedimos perdón
por las veces que no hemos vivido conforme a dicha voluntad (5),
suplicamos ayuda para no rechazar el reinado y las leyes de Dios,
equivocando el camino (6) y pedimos ser librados del Enemigo, que es lo
contrario de Dios (7). Se verá más fácil en el siguiente esquema.

Santifica tu Nombre

Establece tu Reinado

Realiza tu Voluntad (en la tierra como en el cielo)

DA A NOSOTROS EL PAN (HOY DE CADA DÍA)

Perdona a nosotros las ofensas (como nosotros perdonamos)

No dejes caer a nosotros en tentación

Libra a nosotros del mal

ANÁLISIS DEL TEXTO.

«Vosotros orad así: Padre nuestro». Jesús no sólo nos enseña una oración
nueva, sino que crea una situación nueva. Al permitirnos llamar Padre
«nuestro» a «su» Padre, nos incorpora a su plegaria, nos hace
verdaderamente hijos de Dios y hermanos suyos. El Padre Nuestro no es
una fórmula sagrada para conseguir cosas al repetirla, sino el don de
Jesucristo para que tomemos conciencia de que hemos sido hechos hijos
de Dios en el Hijo y podamos vivir en una íntima y profunda comunión con
Él. Santa Teresa de Ávila lo entendió perfectamente: «"Padre nuestro que
estás en el cielo". ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío! ¿Cómo dais tanto junto con
la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande de
juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y
miserable, ¿cómo nos dais todo lo que se puede dar en nombre de vuestro
Padre? Pues queréis que nos tenga por hijos y vuestra palabra no puede
fallar. Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo
Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a
él, nos ha de perdonar, como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha
de ser mejor que todos los del mundo». (Camino de perfección, 27,1-2).

«Padre nuestro que estás en el cielo». En estas pocas palabras, Jesús une
dos ideas lejanas entre sí. Por un lado nos invita a llamar a Dios «Padre» y
a sentirlo cercano, familiar, amigo. Por otra parte nos invita a no trivializar
esta verdad. Somos hijos de Dios, pero no podemos olvidar que él «está en
el cielo»; es decir, no es una realidad como las de este mundo, que
podemos comprender, poseer, dominar. Dios siempre está más allá de
nuestra capacidad y es mayor de lo que podemos pensar. Él es al mismo
tiempo cercano y lejano, inmanente y trascendente, Padre y Señor. Si
comprendemos esto, podemos iniciar nuestra oración con confianza (porque
Dios es Padre) y con respeto (porque el Padre es Dios).

«Santifica tu Nombre». El Nombre, para los judíos, representa a la persona


e incluso la define. Por eso se consagra el Templo «al Nombre del Señor»,
se ofrecen sacrificios «a su Nombre», o los primeros cristianos estaban
contentos de sufrir persecución «por el Nombre»... Al hablar del Nombre de
Dios, se habla de Dios mismo, de su identidad que se manifiesta en su
obrar. Pedirle a Dios que Santifique su Nombre es lo mismo que pedirle que
manifieste su santidad. Pero, ¿qué significa esto en la práctica? Unos textos
de Ezequiel pueden ayudarnos a comprenderlo. Por medio del Profeta, Dios
denuncia los pecados del pueblo de Israel, que ha roto los compromisos de
la Alianza, profanando el Nombre de Dios. También anuncia su perdón y la
realización de una Nueva Alianza; no porque ellos lo merezcan, sino por la
santidad de su Nombre, que ha sido pronunciado sobre ellos, ya que ellos
son «el pueblo del Señor»: «Profanaron mi santo Nombre... Así que yo tuve
que defender mi santo Nombre... No hago esto por vosotros (porque lo
merezcáis), sino por mi santo Nombre (por mí mismo, porque yo soy así)...
Haré que sea reconocida la santidad de mi Nombre... Os tomaré de entre
las naciones... Os rociaré con agua pura y os purificaré; os daré un corazón
nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; infundiré mi Espíritu en vosotros...
Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36, 20ss). En este
contexto, pedirle a Dios que santifique su Nombre o que manifieste su
santidad ante el mundo es pedirle que cumpla su proyecto de salvación
anunciado por los profetas: la reunificación de los hijos dispersos, el perdón
de los pecados, la Nueva Alianza, el don del Espíritu Santo.

Además de lo anterior, para nosotros, santificar el Nombre de Dios es


reconocer que él es el único Santo, el único justo, el único que salva. Si yo
me dejo amar, perdonar, salvar por él; si permito a Dios ser Dios, estoy
santificando su Nombre. Si no uso su Nombre para defender mis intereses o
mis teorías, si lo uso sólo para la verdad, respetando lo que me sobrepasa,
estoy santificando el Nombre de Dios.

«Establece tu Reinado». Después de tantas esperanzas puestas en los


diversos caudillos y modos de gobierno desarrollados a lo largo de la
historia de Israel, surge un convencimiento de que ningún sistema político
es totalmente bueno. Incluso los reyes más íntegros y honestos fueron
incapaces de establecer un sistema de gobierno totalmente justo. Aquí
pedimos a Dios que sea Él mismo nuestro Rey, nuestro Señor, nuestro
gobernante; que establezca su reinado con leyes justas y buenas. Que
todos lo puedan reconocer como Salvador y amigo de los hombres, que
realice su proyecto de salvación prometido desde antiguo.

Ante esta petición todos deberíamos reflexionar y preguntarnos: ¿Es Dios


mi verdadero y único rey?, ¿considero vinculante para mi vida la Palabra de
Dios –su ley-?, ¿quién guía mis pasos?, ¿acaso mis sueños, mis proyectos,
mis deseos?, ¿comprendo lo que significa «obediencia quiero y no
sacrificios»?

«Realiza tu Voluntad en la tierra como en el cielo». En el cielo se cumple


siempre la voluntad de Dios, porque nadie opone resistencia. En la tierra
nos encontramos con el misterio de la libertad humana, por la que, en
muchas ocasiones, no permitimos a Dios llevar a realización sus proyectos,
que siempre son de misericordia («¿Acaso quiero yo la muerte del pecador
y no que se convierta y que viva?», «Dios quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad»). Ahora le decimos: cumple
tus proyectos sobre nosotros, las promesas realizadas por medio de los
profetas, sin que nosotros opongamos resistencia. Que se cumpla tu
voluntad, lo que tú deseas para nosotros, aquello para lo que nos creaste:
nuestra divinización. Que se realice tu eterno proyecto de salvarnos
constituyéndonos hijos tuyos, miembros de tu familia. Que se cumplan las
leyes de tu Reinado, el camino de vida que tu Hijo nos enseñó.

Si nos damos cuenta, las tres primeras peticiones dicen lo mismo con
distintas palabras. En las tres se pide a Dios que lleve a cumplimiento su
plan de salvación, tal como lo prometieron sus profetas y nos disponemos a
acoger dicho proyecto y a colaborar con él. Dejaremos la cuarta petición
para el final y analizaremos antes las tres últimas.

«Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos».


Reconocemos que no siempre hemos cumplido tu Voluntad, acogido tu
Reino, santificado tu Nombre, por eso te pedimos piedad. No podemos
engañarnos pensando que somos justos ante Dios, ni mucho menos
sentirnos autosuficientes en su presencia. Por el contrario, siempre
necesitamos de su misericordia, por lo que suplicamos el perdón.

Al mismo tiempo, si nos acogemos a tu misericordia, nos comprometemos a


tener tus mismos sentimientos, a perdonar nosotros también.

«No nos dejes caer en la tentación». Literalmente dice: «No permitas que
entremos en la tentación». Es como si dijéramos: Haz que, frente a las
pruebas y sufrimientos de nuestra existencia, nunca se debilite nuestra fe,
que no dudemos nunca de tu bondad, cediendo a las insidias del Diablo.
Ayúdanos a ser fuertes, porque tú conoces nuestra debilidad y sabes que
por todos los sitios se nos presenta un proyecto de vida distinto del que tú
nos ofreces.

«Y líbranos del mal». La palabra usada en el original se puede traducir por


el mal, en sentido amplio (todo lo que no es conforme a la Voluntad de Dios)
o por el Maligno (el Enemigo, el Tentador). No permitas que la última
palabra en nosotros la tenga el pecado, la desobediencia, el castigo. Tú
palabra de bendición, de misericordia, de vida, ha de ser más fuerte.

«Danos hoy el pan que necesitamos». Literalmente dice: «danos hoy


nuestro pan del mañana», que también se traduce por «el pan de cada día».
Muchas veces pedimos cosas que no nos convienen. En esta súplica
central del Padre Nuestro pedimos sólo lo absolutamente necesario,
fiándonos de Dios, que sabe mejor que nosotros mismos lo que nos
conviene. Como dice una antigua oración del libro de los Proverbios: «No
me des pobreza ni riqueza, concédeme mi ración de pan; no sea que me
sacie y reniegue de ti, diciendo: ¿Quién es el Señor?; no sea que,
necesitado, robe y blasfeme el nombre de mi Dios» (Prov 30, 8-9). El pan
representa lo más esencial para mantener nuestra vida física. Pero como
los cristianos sabemos que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4); por lo que también pedimos
que no nos falte el pan de la predicación y suplicamos que se nos conceda
el pan de la vida, el Cuerpo de Cristo, que se nos ofrece como alimento de
eternidad. Al mismo tiempo, pedimos a Dios que nos envía también los
sufrimientos y tribulaciones que necesitamos para madurar, pero que no nos
atrevemos a pedir. Es como si dijéramos: Danos lo que tú sabes que
necesitamos y pídenos lo que nos has dado primero.

Con el «Amén» final afirmamos como verdadero lo que acabamos de rezar,


y lo reconocemos como válido y seguro y, por eso mismo, vinculante.

Un precioso resumen de todo lo que acabamos de decir es la poesía de Sta.


Teresa de Ávila: «Vuestra soy, para vos nací, / ¿Qué mandáis hacer de
mí? // Dadme muerte o dadme vida, / dad salud o enfermedad, / honra o
deshonra me dad, / dadme guerra o paz crecida, / flaqueza o fuerza
cumplida, / que a todo digo que sí. / ¿Qué mandáis hacer de mí? // Dadme
riqueza o pobreza, / dad consuelo o desconsuelo, / dadme alegría o tristeza,
/ dadme infierno o dadme cielo, / vida dulce, sol sin velo, / pues del todo me
rendí. / ¿Qué mandáis hacer de mí? // Si queréis, dadme oración, / si no,
dadme sequedad, / si abundancia o devoción / y si no esterilidad...».
También Santa Teresa de Lisieux escribió: «en estos momentos no deseo
vivir ni morir, sufrir ni descansar, sólo quiero lo que él quiera». Por último, la
oración del abandono del P. Charles de Foucould, es también una hermosa
actualización del Padre Nuestro: «Padre mío, me pongo en tus manos, haz
de mí lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a
todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus
criaturas. No deseo nada más, Dios mío. Te ofrezco mi vida, te la doy con
todo el amor de que soy capaz; porque te amo y deseo darme, ponerme en
tus manos, sin medida, con infinita confianza, porque tú eres mi Padre».

LA VIDA COMO ORACIÓN.

Toda la vida de Jesús fue una ofrenda a Dios, porque en ningún momento
buscó su propia voluntad, sino la del que lo envió. Sólo en el Evangelio de
San Juan, Jesús dice 26 veces que no actúa por cuenta propia, sino que ha
sido «enviado» por el Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me
ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34); «Yo no puedo hacer nada
por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es justo, porque no busco
mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 5, 30); «He bajado
del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado.
Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no se pierda ninguno de
los que Él me ha dado» (Jn 6, 38-39)... Estas pocas citas son suficientes
para hacernos comprender que toda la vida de Jesucristo es una ofrenda de
su voluntad al Padre. Jesús es consciente de que todo su ser y su obrar
tienen sentido por su relación de amorosa dependencia hacia el Padre. Su
culto no consiste en ofrecer a Dios unos tiempos más o menos largos al día
o unas obras más o menos costosas, sino en el don de sí mismo: toda su
vida, todas sus acciones, todo su ser pertenece a Dios; por lo que toda su
existencia con todos sus actos es un perfecto acto de culto. Y esto es lo
mismo que nos propone a nosotros.

Al purificar el Templo de Jerusalén, Jesús termina con una manera de


relacionarse con Dios a base de repetir ritos invariables con palabras
invariables en un lugar invariable. San Juan lo justifica con una cita de
Zacarías, que nos habla de los tiempos mesiánicos y del culto que entonces
se ofrecerá a Dios: «Los cascabeles de los caballos llevarán escrito
"consagrado a YHWH". Las ollas del Templo serán tan sagradas como las
copas que se usan para esparcir la sangre ante el altar. Y en Jerusalén y
Judá cualquier olla estará consagrada a YHWH de los ejércitos; de tal modo
que si alguien quiere ofrecer un sacrificio, podrá usarlas y cocer en ellas la
carne ofrecida. Aquel día ya no habrá mercaderes en la Casa de
YHWH» (Zac 14, 20-21). Las vestiduras del Sumo Sacerdote y los objetos
utilizados en el Templo de Jerusalén exclusivamente para el culto llevaban
escrito o grabado «consagrado a YHWH». Cuando lleguen los tiempos
mesiánicos, hasta las ollas y los arreos de los caballos llevarán esta
inscripción. Esto significa que los actos más ordinarios, como el cocinar o el
viajar, se convertirán en verdaderos actos de culto. Con la purificación del
Templo y el uso de esta cita, el Señor nos indica que ese tiempo ya ha
llegado. Estamos llamados a vivir el «culto en espíritu y verdad» que el
Padre quiere (Jn 4, 23). Un culto no ligado a los montes Sión ni Garizín ni a
los ritos que allí se realizaban, sino a la vida de los que se dejan guiar por el
Espíritu del Señor.

La existencia íntegra del creyente en el mundo, vivida en fidelidad al Espíritu


de Cristo, puede llegar a convertirse en «culto espiritual», en culto perfecto y
definitivo: «os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que
ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios:
tal será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1ss). Pablo invita a un culto nuevo:
la liturgia de la vida, en la que los distintos carismas y ministerios se ponen
al servicio de la comunidad. Su mismo ministerio es presentado en clave
litúrgica: «Os escribo por la misión que Dios me ha dado al enviarme como
liturgo de Cristo Jesús entre los paganos para anunciarles la Buena
Noticia» (Rm 15, 16). San Pedro nos enseña que somos «piedras vivas con
las que se construye el templo espiritual destinado al culto perfecto, en el
que se ofrecen sacrificios espirituales y agradables a Dios por Cristo
Jesús» (1Pe 2, 5). La vida entera del cristiano, en fidelidad al Espíritu Santo
y al Evangelio, puede llegar a ser un culto agradable a Dios. Los momentos
que dedicamos a la práctica de la oración son explicitación de esa realidad.
En concreto, la oración del Padre Nuestro es la afirmación de que nuestra
vida depende de Dios, la confesión de que su proyecto de amor sobre
nosotros es bueno y el deseo de caminar siempre por sus sendas,
cumpliendo en todo su voluntad.

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