La Oración de Jesús
La Oración de Jesús
La Oración de Jesús
Ora por los discípulos, por Pedro (Lc 22, 32), por los suyos (Jn 17, 11ss),
por los que creerán (Jn 17, 20), por el mundo (Jn 17, 21), por los enemigos
(Lc 23, 34). Ora en los momentos difíciles: «de rodillas» (Lc 22,
41), «postrado» (Mt 26, 39), «con lágrimas» (Heb 5, 7), en la Cruz (Mc 15,
34; Lc 23, 45).
La designación de Dios como Padre (de los justos, del pueblo, del rey...) no
es desconocida en Israel ni en otras religiones. Pero Jesús llama
continuamente «Abba» (papá) a Dios en la oración, dando a entender una
intimidad y confianza inauditas. El Nuevo Testamento se escribió en griego;
sin embargo, encontramos la invocación aramea «Abba» en el Evangelio
(Mc 14, 36) y en las cartas de Pablo (Rom 8, 15; Gal 4, 6), usada en la
oración cristiana como un eco de la plegaria de Jesús. «Abba», para Jesús,
más que un título, es una experiencia. No manifiesta sólo una concepción
de Dios; también es una manera de entenderse a sí mismo: si Dios es el
Padre, Jesús es su Hijo. Jesús se comprende a sí mismo en total
dependencia de Dios, del que todo lo recibe, y como total apertura a
Dios: «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4, 34). Revela a
Dios, su misterio, porque se le ha manifestado como su Padre y le ha
abierto su corazón. Sabe que su relación con él es única y privilegiada, por
eso distingue entre mi Padre y vuestro Padre.
Ante la petición de los discípulos de que les enseñe a orar, Jesús responde
a los suyos enseñándoles a llamar «Abba» a Dios, como él mismo hacía.
Invita a los suyos a vivir su misma experiencia, a compartir sus
sentimientos, a participar ellos también de su peculiar relación con su
Padre. Ésta es la única ocasión en que no distingue entre «mi» y «vuestro»
Padre, sino que se une a cada uno de nosotros para decir Padre «nuestro».
Nuestros actos de piedad y los recuerdos de nuestra infancia están llenos
de «padrenuestros», a veces totalmente vaciados de contenido. En el
rosario se intercalan entre las «avemarías», en las visitas al Santísimo
siguen a las bendiciones a Jesús Sacramentado, en las estaciones del Vía
Crucis, en la bendición de la mesa, por el Romano Pontífice para ganar
indulgencias, a San Antonio de Padua para encontrar un objeto perdido
(incluso algunos los rezan doblados o del revés)... Vamos a profundizar en
su significado original para orarlo con más provecho.
San Mateo y San Lucas son los únicos evangelistas que nos transmiten la
oración del Padre Nuestro. La versión del primero es más larga (7
peticiones, frente a las 5 del segundo) y el contexto en el que nos transmite
la enseñanza de Jesús es distinto. Hoy nos es imposible saber si Jesús
enseñó la versión larga o la corta. En realidad, no importa; porque, aunque
cambien las palabras, el contenido es el mismo en ambas redacciones. No
podemos olvidar que San Mateo escribe su evangelio para una comunidad
con numerosos cristianos provenientes del judaísmo, que estaban
acostumbrados a orar, mientras que San Lucas escribe su Evangelio para
una comunidad en la que la mayoría provenían del paganismo,
familiarizados con solemnes celebraciones en los templos, aunque poco
acostumbrados a la oración personal. Por eso, el primero se detiene en las
críticas de Jesús al formalismo en la oración, mientras que el segundo pone
el acento en la invitación a hacer experiencia de la oración, a confiar en su
valor, a perseverar en ella, una vez iniciada. Analizaremos brevemente las
peculiaridades de San Lucas y nos detendremos más en la versión de San
Mateo, por ser la que usamos en la liturgia.
«Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de sus
discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus
discípulos". Jesús les dijo: "Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu
nombre..." Y añadió: "Imaginaos que uno de vosotros tiene un amigo que
acude a él a medianoche para solicitarle tres panes... Yo os digo: Pedid y
recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y os abrirán... ¿Qué padre entre
vosotros, si su hijo le pide un pez le va a dar una serpiente... Si vosotros,
aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más
el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?"» (Lc 11, 1-
13).
Por otro lado, en el Evangelio de San Lucas queda claro que necesitamos
orar con insistencia confiada. La invitación a perseverar, a «no cansarse
nunca», a no desanimarse, se repite varias veces: «Tened ceñida la cintura
y las lámparas encendidas... Les dijo una parábola para inculcarles que era
necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 12, 35; 18, 1). Hoy que tanto se
habla del aparente silencio de Dios, esta invitación es más actual que
nunca. Pedimos sin ver los frutos, buscamos en la oscuridad de la noche,
llamamos a una puerta que parece cerrada. Nuestra oración tiene que ser
más intrépida e insistente, conscientes de que no dejará de cumplirse lo que
dice la Escritura: «Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha» (Sal 34, 7).
«No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque entonces, vuestro
Padre celestial no os recompensará... Cuando oréis, no seáis como los
hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las
esquinas de las plazas para que los vea la gente. Os aseguro que ya han
recibido su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la
puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo
secreto, te premiará. Y al orar, no os perdáis en palabras como hacen los
paganos, creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho. No seáis
como ellos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que
vosotros se lo pidáis. Vosotros orad así: Padre nuestro, que estás en el
cielo, santificado sea tu Nombre...» (Mateo 6, 1. 5-13).
Jesús pide a sus discípulos unas actitudes distintas de las que manifiestan
los escribas y fariseos. Los «actos» son los mismos (limosna, oración y
ayuno), pero no las «actitudes». Las obras de piedad son siempre
beneficiosas para quienes las realizan, hasta el punto de que continuamente
se hace referencia a la recompensa, al salario que se recibirá a cambio. Los
fariseos las hacen buscando una ganancia inmediata, que se traduce en el
aplauso de los hombres, en la satisfacción de la propia vanidad. Por eso
son «hipócritas», que literalmente significa «comediantes» y, también, en el
sentido judaico, son «impíos». Los cristianos, por el contrario, sólo deben
buscar agradar al Padre, parecerse a Jesús, sabiendo que su recompensa
es la profundización de la comunión con Dios. Así vivirán en la verdad, en la
verdadera piedad.
«No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque entonces, vuestro
Padre celestial no os recompensará». Es lo primero que dice Jesús antes
de hablar de la limosna, la oración y el ayuno. Las tres principales obras de
piedad del pueblo judío han de realizarse desde este mismo punto de vista.
Todas ellas deben nacer del corazón y ser la expresión exterior de unas
actitudes interiores: generosidad, amor de Dios, esencialidad. De poco sirve
realizarlas por otros motivos: convencionalismos sociales, tradición, moda...
Las buenas obras que propone la religión se deben hacer porque estamos
convencidos de que son lo mejor, porque las hemos asumido cordialmente.
Si no es así, no tienen valor religioso. (Puedo ir el primero en la procesión, o
dar una gran limosna, o ser el presidente de la Cofradía del Patrón del
pueblo; si lo hago por figurar, no me sirve de nada.)
«Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie
en las sinagogas o en las plazas para que los vea la gente». Nueva
insistencia sobre la necesidad de la autenticidad. De nada me sirve orar
para que me vean o por otros motivos que no sean el deseo sincero de
ponerme en la presencia de Dios y de que se cumpla en mí su voluntad,
sencillamente porque eso no es oración. Dice Santa Teresa de Jesús: «Si
no pienso con quién hablo y quién soy yo que hablo y qué es lo que digo,
no lo llamo yo orar, por mucho que se meneen los labios».
«Al orar, no os perdáis en palabras, como hacen los paganos, creyendo que
Dios los va a escuchar por hablar mucho». Los griegos de la época
pensaban que podían convencer a sus dioses con hermosas oraciones y
razonados discursos, para que hicieran lo que les pedían. Aunque nos
parezca ridículo, es lo que nosotros hacemos muchas veces: creemos que
Dios nos escuchará mejor si hacemos largas y complicadas oraciones y
ceremonias. Santa Teresa de Jesús nos recuerda que, en la oración «no
está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; así, aquello que más
os incitare a amar, eso haced». Ella insiste en que para hablar con Dios «no
son necesarios muy elegantes razonamientos, sino tratarle como se habla
con un amigo o con un padre o con un hermano». Él nos escucha siempre
porque nos ama, no porque hablemos mejor o peor. Así pues, los rasgos
esenciales de la oración son la sencillez, la naturalidad y la verdad.
Las tres primeras, que piden cosas buenas, y las tres últimas, que piden ser
librados de cosas malas, son como la cara y cruz de una moneda. Todas
están construidas de una manera sencilla, fácil de memorizar, en la que se
repite la estructura (verbo, pronombre y nombre). Sólo la tercera y la quinta
están alargadas, como enmarcando a la petición central, que es la única
que tiene una estructura distinta.
Santifica tu Nombre
Establece tu Reinado
ANÁLISIS DEL TEXTO.
«Vosotros orad así: Padre nuestro». Jesús no sólo nos enseña una oración
nueva, sino que crea una situación nueva. Al permitirnos llamar Padre
«nuestro» a «su» Padre, nos incorpora a su plegaria, nos hace
verdaderamente hijos de Dios y hermanos suyos. El Padre Nuestro no es
una fórmula sagrada para conseguir cosas al repetirla, sino el don de
Jesucristo para que tomemos conciencia de que hemos sido hechos hijos
de Dios en el Hijo y podamos vivir en una íntima y profunda comunión con
Él. Santa Teresa de Ávila lo entendió perfectamente: «"Padre nuestro que
estás en el cielo". ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío! ¿Cómo dais tanto junto con
la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande de
juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y
miserable, ¿cómo nos dais todo lo que se puede dar en nombre de vuestro
Padre? Pues queréis que nos tenga por hijos y vuestra palabra no puede
fallar. Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga; pues en siendo
Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a
él, nos ha de perdonar, como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha
de ser mejor que todos los del mundo». (Camino de perfección, 27,1-2).
«Padre nuestro que estás en el cielo». En estas pocas palabras, Jesús une
dos ideas lejanas entre sí. Por un lado nos invita a llamar a Dios «Padre» y
a sentirlo cercano, familiar, amigo. Por otra parte nos invita a no trivializar
esta verdad. Somos hijos de Dios, pero no podemos olvidar que él «está en
el cielo»; es decir, no es una realidad como las de este mundo, que
podemos comprender, poseer, dominar. Dios siempre está más allá de
nuestra capacidad y es mayor de lo que podemos pensar. Él es al mismo
tiempo cercano y lejano, inmanente y trascendente, Padre y Señor. Si
comprendemos esto, podemos iniciar nuestra oración con confianza (porque
Dios es Padre) y con respeto (porque el Padre es Dios).
Si nos damos cuenta, las tres primeras peticiones dicen lo mismo con
distintas palabras. En las tres se pide a Dios que lleve a cumplimiento su
plan de salvación, tal como lo prometieron sus profetas y nos disponemos a
acoger dicho proyecto y a colaborar con él. Dejaremos la cuarta petición
para el final y analizaremos antes las tres últimas.
«No nos dejes caer en la tentación». Literalmente dice: «No permitas que
entremos en la tentación». Es como si dijéramos: Haz que, frente a las
pruebas y sufrimientos de nuestra existencia, nunca se debilite nuestra fe,
que no dudemos nunca de tu bondad, cediendo a las insidias del Diablo.
Ayúdanos a ser fuertes, porque tú conoces nuestra debilidad y sabes que
por todos los sitios se nos presenta un proyecto de vida distinto del que tú
nos ofreces.
LA VIDA COMO ORACIÓN.
Toda la vida de Jesús fue una ofrenda a Dios, porque en ningún momento
buscó su propia voluntad, sino la del que lo envió. Sólo en el Evangelio de
San Juan, Jesús dice 26 veces que no actúa por cuenta propia, sino que ha
sido «enviado» por el Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me
ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34); «Yo no puedo hacer nada
por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es justo, porque no busco
mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 5, 30); «He bajado
del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado.
Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no se pierda ninguno de
los que Él me ha dado» (Jn 6, 38-39)... Estas pocas citas son suficientes
para hacernos comprender que toda la vida de Jesucristo es una ofrenda de
su voluntad al Padre. Jesús es consciente de que todo su ser y su obrar
tienen sentido por su relación de amorosa dependencia hacia el Padre. Su
culto no consiste en ofrecer a Dios unos tiempos más o menos largos al día
o unas obras más o menos costosas, sino en el don de sí mismo: toda su
vida, todas sus acciones, todo su ser pertenece a Dios; por lo que toda su
existencia con todos sus actos es un perfecto acto de culto. Y esto es lo
mismo que nos propone a nosotros.