10º - El Pozo y El Agua
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El pozo y el agua
59 El apañador
El pozo y el agua
E
ra un pueblo relativamente tranquilo del interior de la provin-
cia de Esmeraldas, donde la mayor parte de la gente se dedica-
ba todos los días a cultivar sus tierras, y en las calles los niños
correteaban y jugaban alegres en las mañanas. A veces, el cielo
estaba nublado pero casi siempre terminaba por abrirse unas horas más
tarde.
Desde hacía muchos años, el pozo estaba protegido por una especie de
guardián que acostumbraba cuidar el agua, cuando por las noches el
pozo no se encontraba en uso. Toda la comunidad había visto siempre a
don Adalberto −un hombre anciano, flaco, de pelo blanco y que carecía
de varios dientes−, como el personaje del pueblo que cuidado el pozo, y
que diariamente proveía de agua a todas las familias. Se había converti-
do en el símbolo que representaba la protección del agua.
Por la buena ubicación y los recursos con los que contaban las tierras de
las familias de la comunidad, empezaron a aparecer personas externas
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interesadas en adquirirlas, para lo cual hacían a los propietarios pro-
puestas económicas muy atractivas. En otros casos, a través de la influen-
cia de ciertos políticos, se buscaba manipular legalmente los asuntos de
la propiedad de la tierra, para que las familias se vieran presionadas a
vender sus fincas. Fue así como, en poco tiempo, la comunidad se vio
despojada de su territorio.
Era notorio que la población negra de toda esa zona había disminuido,
pues la mayor parte de los pobladores estaba formada por mestizos pro-
venientes de otras provincias del país. Al finalizar ese año, ya casi todos
se habían ido y el pueblo se había transformado en un lugar donde todos
eran extraños, pero ya tenían el control de la autoridad. Entre las con-
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tadas personas que todavía quedaban de la antigua comunidad, estaba
don Adalberto, el guardián del pozo.
Pero poco tiempo duró allí el viejo Adalberto, a pesar de las recomen-
daciones que hiciera una de las últimas mujeres negras el día en que
abandonó la comunidad: “Déjenlo cuidando el pozo. Si lo sacan de allí,
les va a faltar el agua”.
Cuando llegó el día en que le dijeron que ya no hacía más falta su pre-
sencia junto al pozo, don Adalberto trató de explicarles que él no solo
cuidaba el pozo, sino que echaba el agua para mantenerlo lleno; que si él
se iba, el pozo se secaría.
−No tiene ningún sentido lo que usted dice. El agua sale de las fuentes
subterráneas y nadie necesita hacer el trabajo de traerla de ningún lado
–le dijo uno de los que pidieron que se fuera ya del pueblo y que dejara
en paz al pozo.
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para que el pueblo empezara a verse desierto. Ya todos los pobladores
mestizos se habían ido en búsqueda de otro lugar para vivir, porque el
agua era la clave de todo.
Una vez que don Adalberto regresó al pueblo, lo primero que hizo fue
acercarse al pozo, acariciar sus bordes y limpiarlos. Luego empezó a de-
cirle algunas cosas que la gente no comprendía su significado. Parecían
palabras de algún idioma antiguo que rebotaban en un gran eco desde el
fondo de la profunda oquedad.
Nadie podía comprender lo que estaba sucediendo con el agua del pozo.
La gente estaba sorprendida y necesitaba explicaciones del anciano. To-
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das las noches hacía el mismo trabajo para llenar ese estanque mientras
la comunidad dormía.
−Yo solo voy hacia la roca para llenar los dos calabazos y regreso al pozo
para que este pueblo tenga su agua, nada más.
Esa era la simple explicación que daba don Adalberto. ¿Pero quién era
este anciano que con la mayor sencillez daba una respuesta a la pregun-
ta que le hacían?
−Hago miles de viajes cada noche. Todas las noches viajo yo, mi espíritu
y los espíritus de todos nuestros ancestros que somos dueños de este
pueblo.
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