Lucifer Principe en El Exilio
Lucifer Principe en El Exilio
Lucifer Principe en El Exilio
Príncipe en el Exilio
Se pone en pie y toma a la mujer por la cadera, los ojos de ella son
iridiscentes, bajo el brillo plateado de la luna lucen esa noche de un color
violeta que parece sacado de alguna estrella lejana a punto de explotar. Las
fuertes manos mortales de Lucifer aferran los muslos de ella, dejando marcas
rojas en la piel y la carga sin dificultad alguna. Ella envuelve los muslos de
Lucifer con sus piernas, las cuales se mueven con la gracia de dos serpientes
envolviendo un tronco.
Se tienden ahí mismo, y vuelven a consumar su amor. Mientras él
arremete con violenta pasión dentro de ella, la mujer se abraza a su espalda
con las piernas atrayéndolo aún más hacia sí, juntando sus cuerpos todavía
más después de cada embiste, fundiéndose los dos en una sola entidad
jadeante, sudorosa, anhelante. Ella gime con cadencia, después el suave
gemido comienza a ascender hacia unos jadeos de un placer tal que parece
doler, para terminar en convertirse después en un simple y llano grito que
responde al ritmo en que ella y Lucifer se mueven al unísono. Ambos exhalan
un grito de placer carnal desde lo más profundo de sus almas al tiempo que
llegan juntos al éxtasis, a ese paroxismo de placer que ningún ángel había
conocido antes. Ahora Lucifer sabe por qué los mortales son capaces de
sacrificar sus propias vidas para salvar la del ser amado.
Lucifer piensa en la rebelión que está a punto de desencadenarse en el
paraíso, rebelión de la cual él es el principal culpable. Deshecha ese
pensamiento, cuando llegue el momento de preocuparse, lo hará, ahora sólo
le preocupa el terrible momento en que el sol comience a ascender en el cielo
y él tenga que separarse de nuevo de su amante.
La Leyenda de Caín
Los gritos de dolor y agonía incesantes eran el único sonido que había
escuchado en los dos milenios que llevaba ahí; un círculo central, sólo para
él, rodeado por otros ocho, cada uno más grande que el anterior, donde eran
castigadas las almas de los mortales que ante los ojos del creador no eran lo
suficientemente dignos para entrar al paraíso.
La locura había avanzado inexorable hasta su cabeza, y como una plaga,
se había alojado simbióticamente en su alma, o lo que quedara de ella.
Ya no quedaba nada de lo que anteriormente fuera Lucifer, el idealismo y
el arrojo que alguna vez lo caracterizaron, habían muerto ahora y para
siempre, era como si el ser grotesco en que lo habían convertido hubiera
matado con sus propios puños al ángel de piel nívea y ojos hechizantes que
una vez fue, para después enterrarlo en el centro de la Tierra, en un lugar del
que no existe retorno.
El círculo donde él se hallaba, el lugar de honor que le había sido
concedido justo en el centro del infierno, su reino, se hallaba rodeado de
espejos gigantescos, del tamaño de mil hombres parados unos sobre otros, de
forma que sin importar a donde volteara, siempre tendría que ver al
horripilante ser que lo miraba desde el otro lado del espejo, y el creador se
había cerciorado que así fuera, cuando le cortó los párpados al momento de
su monstruosa metamorfosis, sabiendo que uno de los más grandes pecados
que había disfrutado Lucifer al habitar un cuerpo mortal había sido la
vanidad.
Los mortales, seres a los que alguna vez admiró, se habían convertido en
el objeto de sus más perversas obsesiones, en su fuero interno creía que el
tormento y el suplicio acumulados de todas esas almas eran la razón de su
corazón y mente trastornados.
Cuando los tres cuerpos celestiales cayeron pesadamente desde los cielos
hasta su reino, expulsados por dios, lo supo.
Lucifer había muerto.
Satanás acababa de nacer de entre las cenizas.
Una nueva rebelión había comenzado y esos ángeles recién expulsados del
paraíso, llevaban consigo la llave que lo liberaría en el mundo terrenal.
Poemario desde el Exilio
Pum, pum, pum. Los latidos del corazón son como rítmicos golpeteos de
tambor, cadenciosos en su infinita y perfecta complejidad. Cada latido
expulsa vida, la hace correr desenfrenadamente por el torrente sanguíneo,
una, otra y otra vez, y sigue bombeando dentro de la cavidad torácica
incesantemente.
"Un órgano bastante singular" piensa Lucifer, quien tiene pegado el pecho
a la espalda de la mujer de rojo, a quien ha hecho su esposa. Puede sentir las
pulsaciones acompasadas, al tiempo que sincroniza su respiración con la de
ella. Necesita ésta perfecta sincronía justo antes de que sus colmillos se
alarguen en medio de un sonido húmedo y deslizante y los encaje en la suave
y fina tez del cuello.
Bebe con avidez la sangre de su consorte, la futura madre de su heredera,
pero utiliza algo que los humanos llaman fuerza de voluntad para succionar
sólo una pequeña cantidad de sangre. Necesita que se mantenga humana.
Pero debe fortalecerla, para que ella a su vez, fortalezca al embrión recién
germinado, un embrión del cual ella aún desconoce por completo su
existencia.
Haciendo acopio de aún más fuerza de voluntad, Lucifer despega su boca
del cuello, mira a la mujer, quien lo observa en medio de un trance de placer
mayor a cualquier orgasmo que una persona pueda sentir. El hombre lívido
lleva una uña hasta su propia muñeca, la clava y rasga una fina línea vertical
hacia abajo.
—Bebe antes de que el corte cierre —dice él en una voz llena de matices.
La mujer de rojo, la esposa del príncipe, lleva una anhelante boca y
succiona la misma cantidad de sangre que le fue robada, pero mezclada ahora
con la de su amor es un bálsamo, un elixir que la fortalece de una manera
superior al resto de humanos, pero es suficientemente poca como para no
arriesgar su calidad de mortal.
Ella separa la boca de la piel. Un hilillo de sangre le escurre por la
barbilla. La herida se cierra.
Los ojos de la mujer brillan ahora con una furia incansable. Al beber
vislumbró un retazo de lo que era su amante, sólo un parpadeo en la eternidad
de la existencia. Pero había sido suficiente.
—Ahora te amo aún más —exhaló ella.
Lucifer: Eterno
Yo soy el Dios Rampante, aquel que no se detiene ante nada ni por nadie.
Soy aquel sentado en el trono de piedra viendo cómo ustedes, simples
mortales, seres frágiles de carne y sangre libran sus guerras interminables,
una tras otra, una tras otra, desde antes que documentaran por escrito su
historia.
Los observo y veo debilidad, miro a seres patéticos que rezan a dioses que
jamás los escucharán, dioses vacuos representados en estatuillas de piedra, en
efigies de mármol, en altares ostentosos.
Soy aquel que se alimenta de la sangre, vive en las sombras y susurra
palabras de lujuria al oído de los hombres llamados a ser héroes; mi voz los
pervierte, los seduce, los transforma en violadores, en asesinos, en villanos.
Con paciencia observo y espero. Aguardo a que llegue mi día, el día de la
Bestia. Entonces será mi turno, los hombres voltearán a verme, ignorarán a
sus dioses y me rezarán. Me suplicarán el honor de poder portar mi marca, no
habrá hombre, mujer o niño que no desee llevar con orgullo el triple 6 en la
espalda alta, detrás del hombro derecho. Pero mi llegada no será más que el
comienzo, yo sólo encarno a los 4 jinetes, soy la representación de aquellos
que traerán el inicio del fin a la Tierra.
La persona ante quienes todas las razas de humanos se hincarán, la
verdadera Reina de Las Sombras, será mi hija.
Ella es la única bebedora de sangre que ha existido capaz de moverse a su
antojo a la luz del día, la única que no necesita el cobijo de la noche para
existir. Y por ello, los humanos la temerán como no han temido a tirano
alguno en ninguna época de la historia. Todos los humanos se hincarán ante
ella y la obedecerán fielmente hasta el fin de sus días sobre la Tierra.
Fin de la Primera Parte
Interludio: Explicación a la Segunda
Parte
Samael se despertó y vio hacia lo lejos, más allá del techo de ramas del
bosque, un cielo crepuscular de un rojo púrpura que le recordó al color de la
sangre.
Aún antes de rebelarse, el creador ya los había castigado por haber
adoptado una forma física, por haber adoptado cuerpos humanos.
Los ángeles que optaran por llevar a cabo este acto de rebelión, de
sublevación, jamás volverían a conocer la luz del sol. Por tanto, desde hace
un milenio Samael sólo conocía los fríos crepúsculos, los únicos colores que
conocía en el cielo, además del negro de la noche, eran los fríos azules
mezclados con un gris pálido momentos antes del amanecer y los tonos
rojizos, violetas y agónicos de los atardeceres.
Todos a su alrededor se iban despertando, pero Lucifer ya estaba listo y
completamente activo. Al ser el más antiguo de todos ellos, era quién lograba
soportar un poco más la luz de los atardeceres y por ende su cuerpo siempre
madrugaba.
Para cuando todos estuvieron listos, parados en las lindes de un hermoso y
cristalino lago, que ahora lucía simplemente negro, el sol ya se había
ocultado por completo. Las discusiones de la noche anterior se habían
olvidado, pero aún se sentía cierta tensión flotando entre los nueve.
—Es hora de partir —anunció Lucifer.
—¿Vamos a pelear, a rescatar a nuestros hermanos caídos? —preguntó
Gabriel, esperanzado.
—Sí.
La voz de Lucifer, siempre fría, ahora cargaba en ella algo más: tristeza.
Pero al parecer, sólo Samael lo notó. Los ojos de Lucifer se iluminaron, el
fuego de la batalla se encendió en ellos y una sonrisa triunfal asomó a sus
labios. Empezó a llamarlos mentalmente a todos, uno a uno, hablándoles con
fraternidad y cercanía en cada uno de sus roces mentales.
Cuando las miradas de todos estuvieron centradas en él, comenzó su
discurso.
—¡Les voy a prometer algo, guerreros! ¡Quizá no sea hoy, quizá no sea
mañana, ni en un año, quizá ni siquiera sea en esta época! ¡Pero escuchen con
atención! —los rostros de los ocho ángeles lo miraban con algo más que
atención; fascinación —¡El creador va a pagar, algún día lo destronaremos!
Los otros ocho comenzaron a gritar llenos de júbilo, era bien sabido entre
todos que Lucifer, el Conocedor, podía vislumbrar retazos de futuro y de
pasado como si se trataran de recuerdos. Alzó las manos, estiró las alas
(Samael entendió entonces por qué aún no se había puesto la armadura sobre
el torso) y pidió silencio para seguir hablando. Los demás obedecieron con
gusto.
—¡Y también les prometo que llegará el día en que tanto nosotros como
nuestros herederos volvamos a ver la luz del sol nuevamente! ¡El creador se
arrepentirá de habernos vedado ese simple placer, de habernos hecho seres
frágiles ante los rayos solares!
—El sol —murmuró Eliana, sus ojos esperanzados crearon un brillo que
se esparció por toda su bella piel de ébano.
Miguel volteó a verla, cruzaron una mirada de complicidad y una sonrisa
afloró a los labios de ambos.
—¡Sí! ¡Vamos a pelear!—brotó un grito del enorme pecho de Gabriel.
Lilith se acercó hasta Lucifer y le plantó un sensual beso en la boca. Al
mismo tiempo Samael sintió la mano de Athiara envolviendo la suya. La
estrechó con cariño, pero en su mente había duda. Pensaba en todo lo que
Lucifer le había dicho la noche anterior. Las preguntas rondaban
incesantemente en su mente como pequeñas alimañas aladas cuyo único
objetivo fuera picotear en su cerebro. Pero también confiaba en su líder,
confiaba en su capacidad para desentrañar los misterios del futuro.
Así que cuando los demás ángeles desenfundaron sus espadas y las
alzaron por sobre sus cabezas, acompañando este gesto con gritos de guerra
enfervorizados, Samael hizo lo propio. Apartó a un lado las dudas, y se dejó
contagiar por el ímpetu y el espíritu guerrero que los había invadido a todos,
y al instante siguiente era el que gritaba con más arrojo.
Nueve pares de alas surgieron en medio del bosque, nueve ángeles con los
torsos descubiertos. Los hombres dejando ver unos pectorales tonificados y
las cuatro mujeres, senos vigorosos y turgentes, llenos de juventud. Ya no
tenían que esconderse más.
Los ojos de Samael se inundaron en fuego, llamas naranjas los inundaron.
Su piel se iluminó con el fuego interior y el calor de la vida comenzó a
recorrer todo su sistema. Volteó alrededor, el resto de sus congéneres
brillaban al igual que él. En esa parte del bosque, se hizo la luz. Las espadas
adaptables comenzaron a cambiar de color, pasando del plateado metálico al
rojo incandescente del acero ardiendo en una danza vehemente de colores.
Se arrojaron una última mirada los unos a los otros.
—Y ahora ¡llevemos la Guerra hasta las puertas del Paraíso! —rugió
Lucifer utilizando mil voces.
Los nueve ángeles emprendieron el vuelo y salieron despedidos de allí,
dirigiéndose hacia las alturas, en pos de una guerra inevitable.
Un instante después el bosque volvía a estar tan silencioso y oscuro como
siempre.
A las puertas del Paraíso
Alguna vez el mundo estuvo envuelto en llamas. Hubo una era en que el
Creador no era consciente de sí mismo. Su mente, así como la Tierra y los
Cielos, no eran sino una marea interminable de caos.
Pero había una parte de él, sólo un fragmento de hecho, que ansiaba algo
más. Lo buscaba desesperadamente. No podía creer —se resistía a creer—
que eso fuera todo. Aún sin saberlo o ser consciente de ello, se cuestionaba.
Los milenios pasaron, la Tierra se enfrío y llegó el orden. Después vino la
consciencia, el Creador se percató de su propia existencia. Y con ello vino el
dolor, el raciocinio de la soledad. Después llegó la ira. Pero ella, esa pequeña
porción de sí mismo que era ajena a él, intentó tranquilizarlo. Pero sólo logró
enfurecerlo más.
Entonces el autodenominado dios la aborreció. La envidió y la expulsó a
la Tierra; la exilió para siempre.
Samael salió repentinamente de la ensoñación, totalmente contrariado,
confundido y dolido por los destellos de pasado remoto que había
presenciado desde dentro de su mente.
Casi caía al suelo, pero tanto Lucifer como Lilith lo tomaron cada quién
por un brazo para que pudiera seguir volando. Los nueve ángeles rebeldes se
elevaban majestuosamente por entre los espacios interminables, y ahora
desolados, del Paraíso. Todo cuanto los rodeaba era de un blanco
inmaculado, lleno de destellos plateados. Era un lugar que el cuerpo físico de
Samael interpretaba como surreal. Como cuando los humanos tienen el
recuerdo de un sueño. Es algo que no pueden explicar con palabras pero que
recuerdan mediante vívidas imágenes.
Todo cuanto los rodeaba emanaba una sensación desoladora. El lugar
donde antes habían convivido millones de ángeles en paz, era ahora sólo un
yermo impoluto donde no se escuchaba sonido alguno aparte del aleteo de los
ángeles y las respiraciones entrecortadas de sus cuerpos físicos. Una gota de
sudor cayó de la frente de Samael. La vio descender y desaparecer en el
vacío, en la blancura interminable.
—Es hora de continuar —le dijo Lucifer.
Samael miró a Lilith con vehemencia. Ella siempre había despertado en él
cierto recelo, y ella lo sabía. Los ángeles por naturaleza, no podían confiar en
algo cuya naturaleza no era ni puramente física ni espiritual, y Lilith era un
híbrido de ambos. Aunque ellos habían adoptado cuerpos físicos, su esencia
seguía siendo espiritual, pero ella había transformado su misma esencia,
convirtiéndose en algo completamente diferente...Sus pensamientos se vieron
interrumpidos cuando su mente se vio despedida abruptamente de vuelta a los
recuerdos que Lucifer quería mostrarle.
Toda esa furia, toda esa ira, un sentimiento nunca antes conocido,
experimentado por primera vez. El exilio provocaba eso, la soledad lo
amplificaba. Durante años, esa porción del Creador vagó por el mundo, total
y completamente sola. Hasta que después de millones de años empezó a
olvidar su misma esencia, toda memoria anterior a su existencia original se
borró. Y entonces llegaron los primeros hombres. Y ya no estuvo sola. Pero
ellos la temían. La veían como una diosa, pero también como una fuerza
descomunalmente poderosa y por tanto, temible. Así que decidió mezclarse
entre ellos, pero no sólo eso, sino que con el paso del tiempo se convirtió en
uno de ellos...
Un grito atronador, una advertencia, una voz cargada de rabia volvió a sacar a
Samael de los recuerdos. Hurgó en los pensamientos de su maestro. Ya casi
llegaban, el tiempo se estaba agotando, le transmitió Lucifer con una voz
mental serena y llena de calma.
—¡Aléjense de aquí ángeles rebeldes, ángeles bastardos! —atronó la voz
del creador, lacerándoles los oídos.
Era una voz omnisciente, no provenía de ningún lugar en concreto, pero
estaba en todas partes de esa blanca e interminable extensión al mismo
tiempo. Samael sintió el miedo de todos sus compañeros sumándose al
propio.
Miguel intentaba transmitirle serenidad a Kiara; Athiara se preguntaba por
qué Samael estaba tan distante, sentía un poco de celos de Lilith, lo había
visto mirarla; incluso los siempre impetuosos y envalentonados Gabriel,
Eliana y Azrael se sentían intranquilos.
—¡No podemos hacerlo! —respondió tranquilo Lucifer. Sus mil voces
sonaban casi tan intimidantes como la del creador.
—Entonces pagarán las consecuencias.
Samael sólo era consciente a medias del diálogo entre su guía y el dios
tirano. Sus pensamientos estaban enfocados en otra cosa, o más bien, en
alguien más. En Lilith.
Había ciertas leyendas, antiguos mitos, los cuales decían que aquella
primera y misteriosa mujer mortal con la que había yacido Lucifer, era en
realidad la encarnación humana de Lilith. Por supuesto Samael jamás las
había creído, era bien conocido por todos que Lucifer había sido el primer
ángel en encarnarse en un cuerpo mortal. Pero ahora, después de lo que le
habían mostrado, no estaba tan seguro, quizá las antiguas leyendas no estaban
tan equivocadas...
—Hemos llegado —anunció Lucifer.
Se pararon al borde de un precipicio inacabable, ante el cual se hallaba el
inconmensurable Palacio Celestial. Samael miró a su maestro, con un suave
roce mental se coló en sus pensamientos.
Lucifer miraba con sus ojos eternos y resplandecientes el palacio santo, el
lugar donde estaba destinada a llevarse a cabo la última pelea, la casa de dios.
El cansancio había hecho mella en él, y Samael podía sentirlo, sólo quería
que todo terminara de una vez. Lucifer giró la cabeza en un gesto que
resultaba poético.
Entonces, sin previo aviso, gritó con una voz que inundó los cielos,
retumbó valerosamente hacia la eternidad y bañó de coraje a sus guerreros.
Alzaron el vuelo nuevamente, levantaron las espadas y embistieron hacia el
palacio con todo el brío de sus corazones.
Batalla Final (1)
Frente a ese hermoso lago, bajo un cálido sol y con el suave pasto
acariciando sus pies descalzos, estaban sólo ellos dos.
La mujer de pelo negro veía algún punto distante en el lago. Atrás de ella,
su amante, un hombre alto y delgado la abrazaba cariñosamente. Como si no
quisiera alejarse nunca jamás de su lado.
La piel de ambos era blanca como la nieve, una piel que debería ser
vulnerable a la luz del sol; sin embargo aquí el sol era inofensivo, sólo lamía
suavemente la tez en un cobijo cálido.
—¿Cómo es esto posible? —preguntó la mujer, girando el cuello hacia su
amante —¿Dónde estamos?
—Eso no es lo importante, amor —le susurró al oído —, lo importante es
que estamos juntos.
Detrás de ellos, la madera de una hermosa cabaña, pequeña pero
acogedora, parecía refulgir bajo los rayos dorados del sol. La mujer se
percató de que el lago se extendía eternamente aún más allá de donde se
juntaba con el horizonte.
Después se fijó en las ropas que llevaban, ella tenía un vestido blanco tan
ligero y suave ajustándose a su piel, que hasta el momento había sentido que
estaba desnuda, el hombre tenía un fino pantalón suave y también blanco que
rozaba el suelo, como el de algún guerrero en tiempos de paz.
—Este lugar es precioso —susurró ella.
—Es todo tuyo.
El hombre le dio la vuelta y le plantó un beso en la boca como nunca antes
lo había hecho. Cuando el beso terminó, ella pasó la lengua por los dientes.
No había ni rastro de los colmillos.
—Pero esto, esto es... —dijo ella, llevándose una mano a la boca y
tocando los dientes. En su rostro no había más que incredulidad —Esto debe
de ser un sueño.
—No lo es amor, es tan real como tú y yo, tan real como tú quieras que
sea.
Él tampoco tenía colmillos.
—Pero no es real y lo sabes —dijo ella, resistiéndose momentáneamente a
la fantasía.
Él sintió esta resistencia, la cual lo agredió. Su cabeza empezó a palpitar,
de la nariz brotó un hilillo de sangre. Todo cuanto lo rodeaba comenzó a
vibrar lenta, pero violentamente, como una imagen a punto de difuminarse y
perderse en el olvido. Al percatarse, ella dejó de luchar.
—No lo entiendes ¿verdad? —dijo él.
—¿Entender qué?
—El regalo que te estoy haciendo, te estoy ofreciendo la eternidad dentro
de un pestañeo. Algo que el creador jamás nos permitirá disfrutar.
—¿Pero por qué? —preguntó ella con vehemencia —¿por qué nos odia
tanto?
—No nos odia, nos tiene envidia —respondió él tranquilamente.
—¿Por qué?
—Porque tú me enseñaste todo lo que él se negó a aprender millones de
años antes, cuando tú adquiriste conciencia por primera vez. Su orgullo le
impidió aceptar y asimilar su lado femenino, no podía aceptar que su verdad,
no fuera la única verdad, que su conocimiento no fuera el único
conocimiento. Por eso te envidia tanto.
—Y a ti ¿por qué te odia tanto? Una vez me contaste que alguna vez lo
quisiste infinitamente, y él a ti. ¿Qué pasó, en qué momento las cosas
cambiaron tanto?
El viento comenzó a agitar las aguas del lago, unos cuantos pececillos
emergieron a la superficie, nadando enérgicamente. El aire era fresco,
agradable, al igual que el sol, acariciaba dulcemente la piel.
—A mí me odia porque renegué de mi herencia de ángel, porque quise
saber lo que era ser un humano.
—¿Qué tiene eso de malo?
—No creo que lo entiendas, a ti te expulsó al mundo físico mucho tiempo
antes que a mí. Para él, ese es el peor castigo. Y el hecho de que yo huyera
sin su consentimiento al mundo físico, para él fue la mayor de las ofensas.
Para él, los humanos son una raza inferior, una raza que debería admirar a los
ángeles como dioses. Según él, los humanos deberían querer ser como
nosotros; nunca al revés.
Ambos guardaron silencio, mientras las palabras del ángel flotaban
suspendidas en el aire entre los dos.
—Debe haber alguna forma —insistió ella —, alguna manera en que nos
deje vivir en paz en el mundo real.
—No la hay.
La tomó de las manos y la atrajo hacía sí. El roce de sus cuerpos fue como
ninguna otra sensación que ella hubiera tenido jamás. Pese a estar dentro de
alguna fantasía o un sueño, se sentía mucho más real que nada que hubiera
conocido anteriormente. Entonces ella llevó sus manos a los pectorales
fuertes y tensos, él estrujo entre las propias los senos y volvieron a besarse.
Un paroxismo de placer los invadió a los dos, más poderoso que un millón de
orgasmos juntos, recorriendo todo cuanto los rodeaba; los árboles del bosque
detrás de la cabaña comenzaron a batirse violentamente, la tranquila
superficie del lago comenzó a agitarse en furiosas olas, el sol empezó a
destellar mucho más. Ella despegó los labios de los de él. Separó un poco su
cuerpo, pero sin soltarle las manos.
—Eso fue... —exclamó ella en un suave gemido.
—Lo sé —terminó él —. Indescriptible.
Sus mentes se unieron, a partir de ese momento los dos estuvieron en
perfecta sincronía y no fue necesario volver a usar las palabras.
Pero ella, Lilith, sabía que esto no podía durar para siempre. Incluso la
eternidad tenía que terminar en algún momento.
El Fin de la Eternidad
Y fue tal como él dijo. Tuvieron una eternidad juntos. Vivieron millones
de vidas completamente felices. Cada una de las vidas —dentro de las cuales
envejecían juntos una y otra vez, para comenzar de nuevo, volverse a conocer
—, era mejor que la anterior, más dulce, más sublime, más completa.
Durante eones, Lilith conoció la felicidad absoluta. En algunas vidas
incluso llegó a olvidar esa pequeña, casi ínfima, parte de su mente que le
decía que todo esto no era real, que era sólo un sueño, una fantasía...
Pero su amante, Lucifer, siempre la disuadía, le decía que todo eso era
real, que podían alargar sus múltiples vidas tanto como quisieran, hasta la
eternidad incluso.
Algunas vidas eran breves e intensas, como aquella donde fueron dos
adolescentes, hijos de familias enemigas, furiosos con el mundo en el siglo
22 y terminaron suicidándose, debido a una confusión, en una iglesia de
amplias galerías en mitad de la noche. Otras eran apacibles y duraderas, vidas
donde vivían miles de años, como aquella que pasaron en Egipto, donde las
personas los consideraban dioses debido a su longevidad... Pero
invariablemente en todas y cada una de sus vidas volvían a esa adorable
cabaña en el lago. Ahí era donde se volvían a encontrar a ellos mismos.
donde siempre eran simplemente Lilith y Lucifer, dos amantes.
Pero había algo diferente esta ocasión.
—¿Qué te pasa amor? —preguntó él con ternura.
—No lo sé, hay algo diferente esta vez. Algo que no puedo explicar.
Y no podía, pero notaba cómo el sol era menos cálido, el pasto más
áspero, el viento se volvía frío. Algo había cambiado, o estaba cambiando.
Algo sustancial.
De pronto, el viento cesó, súbitamente las hojas de los árboles dejaron de
mecerse, como si se hubieran transformado en una pintura de lo que habían
sido, los peces en el lago desaparecieron, el sol se congeló y todo se tiñó de
un gris frío e impersonal.
El rostro de Lucifer perdió expresión, palideció, muerto de miedo.
—¿Amor, qué está pasando? —preguntó ella con vehemencia.
—Yo... yo no lo sé —titubeó él. De sus ojos empezó a brotar sangre en
lágrimas ominosas—.De alguna forma lo supo, nos ha descubierto.
El miedo ahora era lo único que se veía en el rostro de Lucifer. Entonces
ella lo entendió. Después de millones de vidas, casi lo había olvidado, pero
todo el horror y el dolor de su primer vida —su vida real— regresó a ella
como una marea roja de dolor agónico. Lo recordó todo.
Y fue en ese instante cuando supo a lo que se refería Lucifer cuando hacía
ya tantos eones le había dicho que le regalaba la Eternidad dentro de un
Pestañeo. Y con este pensamiento, también llegó una fría certeza, la
certidumbre total de que la Eternidad había llegado a su fin.
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Entonces Lucifer abrió los ojos, el instante pasó, la eternidad terminó, y el
puño del Creador se estampó brutalmente contra su rostro, rompiéndole la
nariz y volviendo el mundo una masa de colores revueltos.
Lo que para ellos habían sido eones de felicidad y millones de vidas
juntos, para el resto del mundo fue sólo un pestañeo. Lucifer se sentía
acongojado, pero al mismo tiempo estaba feliz de haber podido pasar varias
eternidades junto a su amada, de haber podido crear para ellos dos un mundo
dentro de su mente. Pero el Creador era demasiado poderoso, se habían
escondido de él durante demasiado tiempo, tanto que Lucifer llegó a albergar
la esperanza que nunca los encontraría. Pero no había sido más que una
ilusión. No había lugar alguno a donde se pudiera huir de Su poder.
—¿Realmente creíste que podrías escapar de mí? —preguntaron las
millones de voces que salían de la garganta del Creador.
Lucifer intentó ponerse en pie, recargó los codos en el frío suelo, pero
antes de poder continuar, dios se puso encima de él, lo tomó por la coraza
metálica del pecho y con un movimiento rápido estampó su cabeza contra el
rostro del ángel.
El mundo se volvió negro para Lucifer, y lo último que sintió antes de caer
en las negras profundidades del mar de la inconsciencia, fue su cráneo
golpear el frío suelo de mármol.
Batalla Final (Oblivion)
Vivian nunca quiso ser una bruja, rechaza su destino, se niega a aceptarlo.
Seis años han pasado desde que sus poderes le fueron otorgados. La niña
asustadiza, temerosa y perdida ha desaparecido del todo, siendo sustituida por
la ahora fuerte y capaz mujer que se encuentra a la entrada de esas enormes
puertas de la galería de arte más importante de la ciudad.
En ese momento, con el portafolio lleno de fotos de sus pinturas (fotos que
mostrará en un intento de que sean aceptadas para ser puestas en exhibición)
vuelve a ser la misma niña llena de titubeos, preguntas y dudas sobre sí
misma que era hace seis años. Antes de saber quién realmente era. Lo que
realmente era.
Sus tías, aquellas dos excéntricas mujeres de quienes apenas tenía alguno
que otro recuerdo proveniente de su niñez, eran quienes la habían guiado
durante todo el proceso de su iniciación, de su metamorfosis.
Los poderes a los que podían acceder las brujas eran vastos y numerosos.
Pero la mayoría de ellas sólo poseía uno o dos, las más fuertes o las ancianas
incluso llegaban a dominar el arte oscura de tres o cuatro poderes. Pero nunca
más. Se decía que los cuerpos mortales no estaban hechos para dominar tales
artes, y su uso representaba llevar el cuerpo físico a límites que ningún mortal
común podía soportar. Y ellas, les gustara o no, seguían siendo humanas, y
por poderosas que pudieran ser, seguían habitando carne mortal.
Oído aumentado, el poder de hablar con los muertos, levitar, comunicarse
con ciertos animales (e incluso hacer que estos siguieran tus órdenes), fuerza
aumentada, dominar y manipular las emociones de otras personas, leer la
mente, conjurar fuerzas oscuras, y telequinesia... Estas eran sólo algunos de
los poderes que Vivian había visto en las brujas que habían desfilado ante ella
en los seis años transcurridos desde su iniciación.
Pero ella tenía un terrible secreto, un oscuro poder. Un poder que no podía
ser mencionado. Un poder del que las otras brujas sólo se atrevían a hablar
entre susurros, oculto entre las sombras de las leyendas. Aunque aún no sabía
a ciencia cierta que lo poseyera, al fin y al cabo, apenas era una aprendiz del
Arte Negra y su poder se encontraba en un estado en exceso incipiente.
Sus pensamientos son abruptamente interrumpidos al momento en que la
enorme puerta automática de casi tres metros de alto se abrió ante ella.
Con paso elegante, casi como si se deslizara, entra en la enorme galería. El
recibidor es un vestíbulo gigante de paredes elegantes que ascienden hasta
una cúpula en el techo, donde está pintado un hermoso cielo azul plagado de
pequeñas nubes por algún talentoso artista.
Camina hasta la barra detrás de la cual aguardan tres recepcionistas,
recuperando la seguridad que la adultez ha traído consigo, y sabe en su fuero
interno que sus pinturas son dignas de estar ahí, pertenecen ahí.
Sus tías le aconsejaron usar la manipulación de una bruja para "persuadir"
a quien tomara las decisiones para ser aceptada en esa galería. Pero a Vivian
no le gusta usar su calidad de bruja para influir en las decisiones de otras
personas cuando se trata de su trabajo. Le gusta conseguir las cosas mediante
su esfuerzo, mediante los propios méritos de cada una de sus pinturas.
La nube de pensamientos oscuros se ha difuminado por completo de su
mente, siendo sustituida por una claridad nítida de confianza en sí misma y
en su trabajo. Y cuando habla, lo hace sin utilizar el Arte Negra, habla usando
solamente la seguridad que se ha ido labrando durante toda su vida.
—Hola, vengo a que exhiban mis pinturas en su galería.
Escape
Sabe que está soñando, y sin embargo todo se siente tan real, tan vívido.
Vivian mira hacia un lado y ahí lo ve. Su esposo. Ella es soltera y nunca
ha tenido un novio siquiera, y aunque ese hombre jamás se lo ha dicho, en
los sueños ella simplemente lo sabe, están casados. El hombre de cabello
negro y tez pálida se acerca hasta ella, y le rodea la cintura con un brazo
mientras que la otra mano la lleva hasta su vientre, y Vivian puede sentir la
fuerza inquebrantable de una nueva vida latiendo dentro de ella.
Están en alguna especie de gala, ella puede sentir la alfombra
aterciopelada bajo sus tacones, el rojo extendiéndose por el suelo.
Comienzan a caminar hacia una puerta, hacia un umbral, hacia la
ceremonia de la cual ellos serán protagonistas, las miradas de adoración los
contemplan ensimismados, como si ella y su esposo fueran una especie de
dioses. Vivian alcanza a vislumbrar entre los espectadores la marca, el
distintivo que todos ellos portan, el triple 6 tatuado ya sea en la espalda alta
o en el antebrazo...
———————————————————————————
Vivian despertó conmocionada, empapada en sudor. Pero ya estaba
acostumbrada, se deshizo rápido del recuerdo del sueño y se preparó para
empezar un nuevo día.
Él y sus tías la abandonaron cuando más los necesitó, así que ahora que se
ha convertido en una mujer fuerte e independiente no los necesita, los rechaza
a todos ellos y no quiere saber nada de brujas, hombres misteriosos o
destinos, piensa amargamente mientras se seca el cuerpo y comienza a
vestirse.
———————————————————————————
— ¿Qué tiene que ver lo que pase en los noticiarios conmigo? —restalló
Vivian.
La tía Frida, quien era menos fría que su hermana llevó una mano al
hombro desnudo de Vivian y lo estrechó con cariño. Selma volvió a hablar:
—Como ya te dijo Frida, tus poderes son algo inaudito, se necesitan años
y años de práctica para alcanzar a dominar por lo menos tres, y sólo las
Ancianas lo pueden hacer de una manera efectiva, pero tú, tú pareces poseer
más de tres poderes —dejó las frase volando en el aire.
—Hay una profecía —continuó ahora Frida —en ella se dice que hechos
terribles que acaecerán en la Tierra desencadenarán el despertar más
poderoso que las brujas hayamos visto jamás.
La casa ante la que estaba parado no tenía nada de especial: tres pisos, un
enorme jardín con adornos acordes a la fecha en que se encontraban, grandes
ventanas en cada habitación, y rodeada por decenas de casas iguales.
— ¿Eres tú? —preguntó la mujer joven, aún con el sueño como manto
sobre sus palabras —¿Eres real?
—Dios no tiene nada que ver —respondió él, mirándola directo a los ojos.
Así que por ahora, tendría que conformarse con la sangre de esta joven
suicida.
Lucifer la tomó por los hombros y la empujó hacia la cama, con cuidado
para no romperle ningún hueso con la fuerza recién adquirida. El dolor podía
romper el encanto en que caían los mortales. Se quedó en pie al borde de la
cama. Tomó su camisón con ambas manos y lo rompió con facilidad. La
chica iba desnuda debajo.
Lucifer se apartó un paso y ella lentamente le quitó todas las piezas del
traje negro, impresionada por la suavidad de esa piel de mármol y el contraste
que hacían sus músculos, con esa fuerza ancestral emanando de ellos. Al final
quedaron los dos desnudos. La chica se tumbó bocarriba en la cama, y abrió
las piernas, dándole la bienvenida a su amante. Lucifer se acercó a ella,
recargó los brazos en la cama, rodeando a la mujer y después la penetró.
Podía oír, y sentir, el palpitar de su corazón mientras la poseía. Ella lanzaba
pequeños gemidos al ritmo de la cadencia a la que se movía Lucifer, los
cuales iban aumentando cada vez más y más en frecuencia e intensidad.
Lucifer cerró los ojos y sintió el poder del torrente sanguíneo de la chica,
podía oler la sangre corriendo velozmente por sus jóvenes venas. Los
colmillos del hombre crecieron en su boca con un sonido húmedo y
deslizante, presionando contra el labio inferior. Siguieron moviéndose al
unísono y rítmicamente, sus corazones y cuerpos latiendo como uno solo,
hasta que los dos llegaron al éxtasis.
"Cuando abrió el primer sello, oí al primer ser viviente, que decía: Ven.
Miré y vi un caballo blanco, y el que montaba sobre él tenía un arco, y le fue
dada una corona, y salió vencedor, y para vencer. "
—Primer Jinete del Apocalipsis .
Lucifer era el padre de todos ellos, y sin embargo, tras haber pasado tantos
milenios sumido en la oscuridad, ahora se sentía como un niño pequeño a
quien sus padres le han comenzado a mostrar el mundo.
Miguel, Azrael y Gabriel lo habían llevado hasta allí, siguiendo las
precisas instrucciones de Samael, quien ahora no estaba presente con ellos.
Habían ido hasta Francia, se quedaron en uno de los hoteles más lujosos
en el centro de París, desde donde se podía ver una escultura (una torre)
bastante patética para el gusto de Lucifer, pero que para los humanos tenía un
gran significado e incluso iban desde todos los rincones del mundo para
visitarla.
Las ventanas del cuarto de Lucifer estaban tapadas con placas de un
grueso metal, para evitar la filtración de los rayos del sol en su habitación
durante el día.
—Hasta que no bebas la sangre de los Antiguos, tu cuerpo es demasiado
débil como para enfrentarse a los rayos del sol, viejo amigo —comentó un
divertido Gabriel, quien seguía teniendo un enorme cuerpo, similar al que
había usado en La Primer Gran Guerra, en otra vida.
—Esta luz —dijo maravillado Lucifer —¿cómo es que no me hace daño?
—Es una luz artificial, creada por los humanos para deshacerse del miedo
que la noche les producía. Tranquilo, es inofensiva, pero si quieres la
apagamos.
—No, hace milenios que mi cuerpo no sentía la luz, desde que era un
ángel —la voz un poco aguda de Lucifer era hipnótica, incluso para sus
compañeros —Déjala encendida.
Según le habían dicho, Samael había sido el primero en escapar, hace
quinientos años mortales, y en el transcurso de ese tiempo había amasado
grandes fortunas desde las sombras, siempre oculto por la noche, lo que le
permitió alquilar todo el hotel sólo para ellos con toda facilidad.
Ahora los que eran como él tenían un nombre. Los llamaban Vampiros:
Bebedores de Sangre. Y formaban parte de la mitología de los mortales, de
sus Leyendas y sus supersticiones. Pero ahora, en una era en que la luz
inundaba las noches y la oscuridad había sido erradicada casi por completo
de ellas, los vampiros habían quedado relegados a criaturas de la Ficción, de
libros antiguos y novelas entretenidas, a monstruos de cine.
Lucifer se obliga a sí mismo a volver al presente. Están en el enorme
vestíbulo del hotel. Es más grande y más alto que una mansión. Están
sentados en enormes sofás de cuero negro que se amoldan a sus siluetas.
—¿A dónde vamos a ir hoy? —pregunta con su fría voz.
Sus jinetes, aún le guardan el mismo respeto reverencial de antaño, aunque
su cuerpo físico sea ahora el más débil de todos ellos. Las mujeres se
encuentran ahora junto con Samael y Lucifer aún no ha podido reunirse con
ellas. Piensa en Eliana, la diosa de ébano, tan impulsiva y rebelde, tan similar
a Gabriel; en Athiara, la eterna inseparable de Samael y en Kiara, la mujer de
los ojos verdes y el cabello hecho de brazas de fuego.
—Samael nos ordenó que restaurásemos tu poder —contesta secamente
Miguel. Seguía siendo tan taciturno como siempre.
—Así que iremos a las catacumbas —apunta Gabriel, emocionado.
Lucifer mira, todavía impresionado, la luz que inunda cada rincón, es tan
similar a la luz del día, se siente tan real... está maravillado por lo que habían
creado los mortales. Un pequeño artefacto volador se acerca hasta donde
están ellos, es metálico y tiene un aspecto esférico. De él sale una voz
humana.
>>—Señores, su transporte ha llegado<< dice la voz de mujer que sale del
dispositivo >>—Los espera fuera de la puerta<<
Gabriel se percata de la sorpresa de su maestro.
—Es sorprendente los juguetes que inventan estos humanos, ¿no?
Ambos se miran y sonríen en silencio. Las cuatro figuras que podrían
pasar por hombres comunes a un ojo inadvertido, se ponen en pie y caminan
hacia la salida del hotel.
—Aquí abajo jamás entra la luz —dijo Miguel justo antes de adentrarse en
los túneles subterráneos que formaban el intrincado laberinto que alguna vez
habían sido minas usadas por los romanos.
—Por eso es el lugar perfecto para protegerlos de los hijos de Set —dijo
Gabriel, imprimiéndole un aura de misterio a sus palabras.
Humanos corrientes habrían necesitado de antorchas para recorrer esos
claustrofóbicos pasillos adornados por esqueletos humanos allá donde
miraras, pero ellos eran animales hechos por y para la noche. Se adaptaban
perfectamente a este ambiente.
—¿Proteger a quién? —preguntó Lucifer.
—Ya lo sabrás —respondió Azrael —. Por ahora es mejor que aguardes.
No tiene caso contarte algo que pronto verás con tus propios ojos.
El cuerpo de Lucifer aún no tenía la capacidad para el contacto telepático,
así que toda la comunicación con sus jinetes era verbal.
—¿Quiénes son esos hijos de Set? —insistió.
Gabriel le dedicó una rápida mirada a Miguel, quien asintió, como si le
dijera con la mirada que le daba permiso para explicar parte de la historia.
—Set fue el tercer hermano de Caín y Abel —empezó —dios se lo dio a
los humanos en restitución de Abel.
Lucifer apretó los puños al recordar lo que ese bastardo les había hecho.
La maldición que había impreso en Caín.
—Mientras que los hijos de Caín se dedicaron a las artes, a cultivar la
cultura y el conocimiento y a las cosas terrenales, los hijos de Set por el
contrario se volcaron hacia la adoración ciega del dios que les había dado la
vida. Desconociendo por completo la verdadera naturaleza del dios al cual
adoraban. Los Hijos de Caín estaban destinados a vagar eternamente, bajo el
manto estelar. Así que los Hijos de Set se propusieron exterminarlos, acabar
con la estirpe maldita de aquel que en la Antigüedad mató a su propio
hermano.
—Y nos comenzaron a cazar —intercedió Azrael —fueron implacables,
sacaban arrastrando cuerpos durante el día a que se quemaran bajo el sol
ardiente. Nos clavaban estacas en el corazón en nuestros lechos, envenenaban
nuestros cuerpos, cualquier método era válido, y entre más bárbaro, mejor.
Nos aniquilaron hasta que sólo quedaron unos pocos Antiguos, aquellos tan
poderosos que eran incluso capaces de viajar unas cuantas horas durante el
día, aunque sus poderes se vieran drásticamente reducidos.
—Todo eso lo va a ver por él mismo en cuanto lleguemos —les cortó
Miguel.
Llegaron al final del pasillo, envueltos en el más profundo de los silencios,
con una ciudad entera sobre sus cabezas. Dieron la vuelta y ante ellos se
extendió una enorme sala fúnebre.
—Hemos llegado —sentenció Miguel.
Los Guardianes
Los Eternos eran estatuas de mármol que alguna vez fueron humanos de
carne y sangre, y luego vampiros. Vivieron durante milenios junto a los
humanos, pero siempre sin pertenecer, alienados tras las sombras.
Entremezclándose por las noches entre sus presas, asistiendo a los bailes y
cautivando a la gente con su sola presencia. Eran como estrellas luminosas y
pálidas en medio de una oscura noche sin nubes.
Lucifer los encontraba temibles. Tanto poder confinado en esa cripta
subterránea, debajo de esa antigua ciudad, una ciudad que ni siquiera existía
aun cuando la mayoría de ellos vivía, le hacía sentir inseguro, frágil. Caminó
varios minutos entre las hileras de altares de piedra. Escuchando en las
paredes de su cráneo las voces de todos ellos, tiempo atrás olvidadas, como
susurros lanzados al viento. Su concentración era máxima, debía encontrar al
más antiguo de entre todos ellos, algo que no era fácil. Tanto Gabriel, Miguel
y Azrael le habían dicho que les resultaba imposible calcularles la edad. Para
ellos, todos les resultaban igual de asombrosamente antiguos. Todos ellos
databan de los Primeros Tiempos, aquellos posteriores a la Primer Gran
Guerra en el Paraíso.
Pero Lucifer debía intentarlo, debía encontrar al más antiguo de entre
todos ellos. Este debía de ser del primero del que se alimentara Lucifer, para
que así su poder se volviera equiparable al del más antiguo de ellos.
Y de pronto, lo sintió. En una esquina, un silencio sepulcral se extendía,
los susurros se apagaban y el frío parecía apoderarse de todo el espacio
telepático.
—Él —dijo Lucifer con su aguda voz, mientras se acercaba.
—¿Vas a beber de él? —preguntó Gabriel.
—Así es —respondió con metal en la voz —mi poder será sólo tan fuerte
como el primer vampiro del que yo me alimente. Y él es antiguo incluso entre
todos estos antiguos.
Miguel permaneció en un silencio absoluto, con expresión melancólica y
taciturna.
—Adelante —respondió Azrael con solemnidad.
Lucifer llevó la muñeca hacia la boca del bebedor de sangre.
Inmediatamente, los labios de este asieron la piel fuertemente, como si de una
prensa de piedra se tratara. Instintivamente Lucifer trató de retirar el brazo,
pero los labios de este bebedor eran demasiado fuertes para él. Los colmillos
se deslizaron en silencio y aguijonearon la piel de Lucifer como si se tratara
de cuchillos incrustándose en mantequilla.
Y ahí fue cuando presenció la historia de ese bebedor de sangre. Enoch. El
aprendiz de Caín. Toda la historia que ese bebedor poseía fue simplemente
abrumadora. Ver la primera ciudad, los primeros bebedores de sangre, las
primeras guerras, y sobre todo la Primer Gran Purga, donde cientos y cientos
de vampiros fueron exterminados de una manera sumaria y total, todo eso fue
simplemente sobrecogedor para el Ángel Caído.
Cuando la estatua hubo saciado su sed, los labios soltaron su agarre.
Lucifer, prácticamente drenado cayó al suelo cuando sus piernas, como dos
finos hilos, fallaron al sostenerlo. Antes de que su cuerpo alcanzara a tocar la
piedra del piso, Miguel se deslizó a una velocidad impresionante y lo sostuvo
por las axilas. Lucifer había podido sentir la sed de ese Antiguo, quien
llevaba siglos sin probar una sola gota de ella.
—Ahora bebe tú —le susurró Miguel cálidamente al oído, como si fueran
dos amantes.
Lo ayudó a mantenerse de pie junto al Vástago antiguo y Lucifer, más
pálido aún de lo que era normal para un bebedor de sangre, acercó sus labios
al cuello de aquella estatua marmórea. Sus colmillos instintivamente supieron
qué hacer. Con su característico sonido húmedo, tan lleno de lujuria, se
alargaron y encontraron su camino hacia la sangre a través de la piel de
piedra.
Lucifer bebió ávidamente.
Lo que vio, fue simplemente demasiado, su mente tuvo que expandirse
para asimilar el flujo abrumador de información de Historia antigua que fluyó
como la marea más intempestiva directo hacia ella. Vio la historia de la
humanidad, historia olvidada, conoció —y vivió junto a ellos — a otros
vampiros que vivieron milenios atrás y que hace siglos habían sido olvidados
por completo. Vio Guerras —las de los humanos y las vampíricas —vio
Purgas (Caín no había sido el único antiguo convertido en Ángel
Exterminador de vampiros), y sobre todo muerte, muerte provocada por la
sed de sangre. Una sed que no conocía límites.
Pero lo más aterrador fue lo último que presenció. Los retazos de futuro
que ese vampiro poseía dentro de sus visiones. Lucifer pensó en las visiones
que él mismo había tenido en el pasado distante acerca del futuro. Pero ese
era un poder que había muerto junto con su condición angelical. Las visiones
de este futuro mostraban la Última Guerra entre vampiros. Una guerra que se
desataría en el momento en que los bebedores de sangre se revelaran
públicamente ante los humanos como seres reales y no meras supersticiones o
monstruos de novelas. Aquella Guerra donde el antiguo padre se levantaría
de entre la cenizas que lo mantenían enterrado y volvería para ponerle fin a la
vida de sus niños rebeldes, nuevamente y por una última vez.
La faz de la Tierra quedaría limpia por completo de vampiros...
Lucifer sintió un sudor frío bañar su espalda cuando terminó de beber.
Porque también había visto que él mismo era el artífice principal, el causante
de la Última Guerra. Él sería quien despertaría la ira del primer Padre y lo
hiciera volver de su tan alargado exilio.
Pero al mismo tiempo sintió todo ese poder fluir por su sangre, fue
electrizante, fue como si un volcán, largo tiempo dormido, finalmente hiciera
erupción. Las llamas del infierno rugieron en su ser y el poder lo embargó
todo. Sus ojos se llenaron de sangre y por unos momentos todo desapareció,
quedando únicamente ese poder abrumador. Un poder como ningún otro
vampiro había conocido jamás.
Lucifer sonrió, dejando a la vista unos colmillos blancos, afilados y
manchados de sangre. Y entonces Lucifer supo que al fin estaba de vuelta. El
Infierno se desencadenaría en la Tierra. Sin importar las consecuencias que
esto trajera consigo.
Final de Interludio II: Ejército
Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer ser viviente, que decía: "Ven".
Miré, y vi un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano.
Y oí una voz de en medio de los cuatro seres vivientes, que decía: «Dos
libras de trigo por un denario y seis libras de cebada por un denario, pero no
dañes el aceite ni el vino»
—Tercer Jinete del Apocalipsis.
El gélido viento arañaba con garras de acero la piel de los vampiros. La
luna estaba en su punto más alto, y desde el helipuerto de ese rascacielos, la
noche se tornaba todavía más oscura. Las estrellas parecían haber
desaparecido del cosmos, como si esa noche hubieran entrado en huelga,
decidiendo no hacer su aparición.
Esa noche habría eclipse, y la luna ya comenzaba a rojear desde el borde
inferior.
—Gabriel ¿podrías repetirme qué estamos haciendo aquí? —preguntó
Lucifer en tono seco. Con un inmenso poder telepático golpeando las paredes
de sus cuerdas vocales con cada palabra que surgía de su garganta.
—Él nos pidió que no te dijéramos —respondió el vampiro gigante, de
casi 2 metros de altura —quiere que te enteres a través de él —dijo
refiriéndose a Samael, a quién Lucifer no había visto desde que los ángeles
rebeldes lo liberaron de su prisión Eterna en el Infierno.
El silencio que siguió, sólo era cortado por las ráfagas de viento, las cuales
a esa altura multiplicaban su intensidad. En ese enorme helipuerto sólo se
encontraban Lucifer, y detrás de él su pequeño séquito, formado por Gabriel,
Miguel y Azrael. Los cuatro vestían caros trajes negros, con camisas y
corbatas igualmente negras.
—Sabes que si quiero puedo meterme en tu mente o en la de cualquiera de
ustedes y obtener las respuestas que deseo ¿cierto?
—Sé que podrías hacerlo —intervino Miguel —¿pero realmente deseas
arruinar la sorpresa?
Una sonrisa se dibujó en los ojos de Lucifer. Ensanchó su mente para
poder sentir las emociones de sus compañeros. Se sentía tan bien volver a
poseer la calidez del roce mental, sin él, la soledad podía ser abrumadora.
De pronto, una escena brutal cruzó como un destello por su mente. Una
escena que había visto en los recuerdos de la sangre de uno de los bebedores
de sangre antiguos, aquella noche en las catacumbas de París. Los Hijos de
Set en los primeros tiempos, aún en la primera ciudad, se habían agrupado en
clanes, y algunos de ellos se habían dedicado a cazar a los primeros vampiros
rebeldes, a los nietos de Caín.
Las imágenes de vampiros siendo arrastrados de sus escondites durante el
día se sucedían con violenta rapidez en su mente: estatuas de rostros inertes y
ojos sin vida, debatiéndose, intentando luchar contra sus agresores, eran
arrastradas salvajemente hacia los mortíferos rayos del sol. Lucifer veía cómo
esos rostros se crispaban de dolor, se contraían en muecas de sufrimiento y
finalmente lanzaban gritos desgarradores mientras el funesto sol los
calcinaba; primero la piel se chamuscaba, luego se derretía y después, incluso
los huesos terminaban hechos polvo.
Uno de estos Antiguos había presenciado innumerables de estas escenas,
tanto que incluso había dejado de darle repulsión el ver a esos vampiros
aterrorizados contrayéndose como bestias salvajes, abrumados por el dolor. Y
las había visto, porque él había sido parte de una de las primeras castas de
Cazadores que daba muerte a los Hijos de Caín. Él había sido uno de los
Fundadores de los clanes que después la historia vampírica llegaría a conocer
como los Hijos de Set.
Y como castigo, un vampiro cruel, sádico y vengativo, lo había convertido
en lo que más había odiado durante su vida como mortal. Le concedió la
maldición de la vida eterna sin haberla pedido.
—Ya llegaron —la fría voz de Azrael lo sacó de sus pensamientos. Las
imágenes se difuminaron como la llama de una vela en el helado viento.
De pronto, de la fría noche se materializaron cuatro figuras. Surgieron de
los bordes de la azotea, brincaron hacia el centro de ésta y llegaron como
cayendo del cielo justo frente a Lucifer. Las cuatro quedaron sobre una
rodilla durante un instante, para después incorporarse con gracia y
majestuosidad.
Al instante de rozarlos mentalmente, Lucifer los reconoció a todos ellos.
Se trataba de Samael, seguido por Eliana, Athiara y Kiara. Eliana con su piel
de ébano lucía arrebatadoramente hermosa en su nuevo cuerpo vampírico;
Kiara con ese pelo de fuego y los ojos verdes con el color del mar en una
mañana radiante, simplemente te robaba el aliento; y Athiara, la mujer que
había compartido el lecho con Samael, Athiara le recordaba tanto a ella...
Pero evitó llevar sus pensamientos en esa dirección, al menos no por ahora,
toda la tristeza acumulada amenazaría con desbordar y eso no era lo que
necesitaba ahora.
Samael, su fiel compañero, rozó levemente la mente de Lucifer para
indicarle que caminara, que se asomara. Lucifer así lo hizo, llegó hasta el
borde, se subió a la barda que protegía a los humanos de caer al abismo y
manteniendo un perfecto equilibrio, se asomó. Los automóviles en el suelo
habían quedado reducidos a sólo las luces de sus farolas, aunque claro, a una
distancia de cien pisos de altura, no era de extrañar; las personas ni siquiera
se alcanzaban a apreciar a simple vista.
Los siete vampiros que lo habían acompañado en el transcurso de tantas
cosas a través de los milenios, sus compañeros de guerra, se acercaron a él.
Entonces sucedió. Como si de insectos se tratara, de los dos edificios
aledaños, los cuales no eran tan altos como este, comenzaron a surgir
sombras, las cuales se materializaban desde cualquiera de los cuatro extremos
y después comenzaban a caer en las azoteas como si de una lluvia de cuerpos
se tratara. Cientos y cientos de vampiros hacían su aparición. Se presentaban
ante el vampiro original. Venían a rendirle ofrenda y presentar lealtades al
Ángel Rebelde.
A sus espaldas, en el helipuerto donde ellos se encontraban, tenía lugar
una escena similar. Las voces mentales de los miles de vampiros ahí
congregados amenazaron con hacerle estallar el cerebro, pero entonces
recordó que ya no tenía un cuerpo neófito, ya no era débil, ahora poseía la
misma fuerza, tanto física como mental, que Enoch, uno de los Vástagos
originales de Caín. Así que cerró su mente a la algarabía de voces y gritos
invisibles.
Se paró sobre las puntas en la barandilla, al borde de un abismo que hacía
a su cuerpo físico sentir vértigo, el viento hacia revolotear el cabello en torno
a su rostro y las ropas golpear el cuerpo.
—¡Nuestro día está a punto de llegar! —rugió con su voz demoníaca, el
rugiente alarido de mil voces a la vez.
Los vampiros, mayormente los jóvenes, lanzaron clamores de guerra y de
victoria al aire, acallando momentáneamente el discurso de Lucifer. No los
podía culpar, a él mismo lo embargaba una emoción indescriptible en el
pecho, como si su corazón fuera a desbordársele de la caja torácica. Se
percató que había realmente muy pocos vampiros viejos entre ellos. Casi
ninguno tenía el poder suficiente que tendría alguien de un milenio de edad.
Alzó las manos por encima de la cabeza para acallar el clamor de todos esos
bebedores de sangre.
—¡Sé que han esperado mucho tiempo hijos e hijas! —Nuevamente las
mil voces surgidas del Infierno se hacían escuchar en los tres edificios
repletos de vampiros —¡Pero el día en que podrán caminar libremente por las
calles, sin tener que esconderse, sin temer a que los Hijos de Set les dan caza,
sin tener que moverse sólo en las sombras, está a punto de llegar!
Gabriel lanzó un alarido desde lo más hondo de su pecho, un grito de
guerra inigualable, las venas en su garganta se tensaron contra la piel y los
músculos de cuello y cara se contrajeron. Los demás se unieron a su grito,
incluyendo a los seis compañeros restantes de Lucifer. Éste los dejó
desahogarse y después volvió a hacer el gesto con las manos para acallar a la
multitud.
—¡El Infierno se desatará sobre la Tierra, eso se los puedo prometer!
¡Sólo les pido un poco más de paciencia! ¡Pero he visto el futuro, hijos míos,
hijos de la sangre! ¡Les puedo prometer que cuando mi hija gobierne con
mano de hierro el mundo de los mortales, todos ustedes podrán vagar
libremente donde les plazca, puesto que sobre la faz de la Tierra, ya no
caminará un sólo Hijo de Set! ¡Todos ellos estarán muertos y nosotros
seremos los reyes sobre la Tierra!
El clamor fue general, la noche se llenó con el grito ardiente de miles de
vampiros, la noche se encendió con el fuego de su vehemencia. Lucifer
acababa de cambiar la historia para siempre, después de ese día, después de
ese discurso, ya nada volvería a ser como antes...
10 años atrás (Dominic Callahan)
Dominic y Sara entraron al enorme salón entre risas y con las playeras
polo para jugar tennis aún cubiertas de sudor. Dominic recargó las raquetas
en la barra del bar, se acercó a su novia y la besó.
Le encantaba la casa de los padres de Sara; además de tener su propio bar,
que era el salón donde se encontraban, también tenía su cancha privada de
tennis. Y para alguien como él, quien había sido un campeón estatal del
tennis a los 17 años, y una estrella en ascenso, eso era algo realmente
increíble de tener en una casa. Y sobre todo, le encantaba poder usar la
cancha a la hora que le apeteciera.
Desafortunadamente, su prometedora carrera en el tennis se había visto
cruelmente truncada debido a un accidente de bote en el cual, aparte de casi
morir ahogado, se había lesionado de gravedad, dejándole una rodilla rota
que había tardado tres años en curar. Y aún ahora, en las noches frías, el
dolor volvía y atacaba su rodilla con sus dientes fríos.
—Amor ¿quieres que te prepare algo de tomar antes de irme a bañar? —
preguntó Sara dulcemente.
—En serio no es necesario, linda —respondió él.
—No seas tonto, sabes que lo hago con gusto. Al fin y al cabo, tú eres mi
hombre —dijo ella con coquetería. Y acto seguido se dirigió al bar y sacó una
botella llena del rojo líquido del clamato y una cerveza del refrigerador, y
comenzó la preparación.
Dominic tomó asiento frente al televisor y lo encendió. Miró a Sara,
cuando ella intentaba ser coqueta recordaba a una adolescente enamorada,
con su cabello negro y lacio y sus ojos grandes del mismo color, era la viva
imagen de la ternura, resultando muy lejana a la apariencia coqueta y sensual
que intentaba transmitir.
En media hora llegaría uno de los amigos de Sara, una de las personas a
quienes Dominic daba clases de tennis para tener ingresos en lo que
conseguía convertirse en ministro.
El papá de Sara le había ofrecido trabajo en una de sus empresas —un
trabajo muy bien remunerado—, pero Dominic lo había rechazado, ya que el
día de su accidente, al casi morir ahogado, la herida en la rodilla no fue lo
único que le sucedió. Ese día tuvo una revelación, una visión, una epifanía.
Sintió el llamado. Pero no un llamado religioso. Ese día Dominic vio algo
más, algo que nada tenía que ver con dioses o mitos. No le gustaba decir que
vio a dios, por que ciertamente él no se veía a sí mismo como una persona
creyente. Pero sí que sintió esa energía divina que une a todos los humanos.
Contempló a los ojos a una energía primordial y sintió que era su deber guiar
a otras almas perdidas en busca de dirección.
Y por tanto, ahora estudiaba para convertirse en ministro anglicano (ya
que el celibato no entraba dentro de sus planes). Aunque seguía sin creer en
dios ni en ninguna de esas doctrinas, sí que creía en esa fuerza primordial que
lo había rescatado el día de su accidente, manteniéndolo con vida aún
después de estar casi durante tres minutos sumergido entre las olas que lo
revolcaban. Y por tanto creía que ese era un buen camino para poder llegar a
personas y guiarlas hacia la dirección correcta. Aunque él mismo no creyera
en las doctrinas ortodoxas.
—Listo, bebé —la voz de Sara lo sacó abruptamente de sus pensamientos.
Estaba tan ensimismado, que ni siquiera la sintió acercarse. Ella le puso el
vaso sobre la mesita frente al sillón. Lo besó tiernamente, metiendo su ágil y
dulce lengua en la boca de él. Al instante sintió la punzada de la excitación
despertar en su vientre bajo y deslizarse hasta su entrepierna. Pero ella se
separó antes de que la situación desembocara en sexo.
—Me voy a bañar cariño, suerte en tu clase —dijo. Dio media vuelta y
salió contoneándose, deleitada en sentir la mirada de su novio clavada en su
trasero y piernas esbeltas debajo de la blanca falda deportiva.
Y así Dominic se quedó solo. Comenzó a cambiarle a los canales de
manera aburrida, en realidad no le apetecía ver la tele. No pasaron ni cinco
minutos de que hubiera salido Sara, cuando entonces entró Ella...
Una mujer que ponía extremadamente nervioso a Callahan, lo intimidaba
y lo excitaba a partes iguales. Una mujer rubia, con ojos verdes que parecían
absorber todo a su alrededor como dos torbellinos salvajes. Ella era Gabriela;
la hermana menor de Sara.
—Qué agradable sorpresa —dijo al tiempo que abandonaba el umbral de
la puerta y se acercaba hacia Callahan, con paso seductor, haciendo chocar
sonoramente las puntas de sus botines contra el suelo. Los botines de un gris
plateado combinaban a la perfección con el cinturón y la blusa de ella; su
chamarra, así como su pantalón eran de cuero, lo que le confería el toque
final a su aspecto de chica mala.
El hombre se puso torpemente en pie, haciendo chocar dolorosamente su
espinilla contra el borde de la mesita, enojado porque su nerviosismo se
notara de manera tan evidente.
—Sabes que los fines de semana siempre estoy aquí a esta hora —contestó
él irritado.
—Oye, no te enfades cariño —dijo ella y llevó una mano al bíceps de
Dominic.
Él sintió una descarga eléctrica recorrerle el cuerpo cuando los dedos de
ella tocaron su piel. Un escalofrío de placer recorrió su espalda y supo que
estaba irremediablemente condenado a caer de nuevo en las redes de araña de
aquella mujer que lo conocía perfectamente. Una mujer que parecía poder
hacer con él lo que quisiera a su antojo.
Y así lo hizo. Acercó su cara a la de él y lo besó con fiereza, con la
vehemencia de una amante desesperada. Él no pudo resistir, cedió ante sus
instintos primarios, ante el deseo y la lujuria incontenibles que ella le
despertaba. Sus lenguas se fundieron en una danza sinuosa, la danza de las
serpientes hambrientas.
Dominic empujó a Gabriela hasta la mesa de billar, la tomó por los muslos
y la subió a esta. Después, llevó su mano hasta la espalda baja de la mujer y
la metió por debajo del pantalón. Su mano sólo encontró piel. La mujer no
llevaba nada debajo del pantalón.
Y aunque este detalle lo hizo excitarse aún más y que su erección creciera
en fuerza e intensidad; también lo hizo percatarse de lo diferentes que eran
Gabriela y su hermana. Por alguna extraña razón, lo hizo reaccionar.
Así que tenía que pelear. Era lo menos que le debía a Sara.
—Gabriela por favor, para esto —dijo al tiempo que retiraba sus manos
del cuerpo exuberante de la mujer y daba un paso hacia atrás—. Yo estoy con
tu hermana, es a ella a quien quiero.
—¿Y por qué la quieres a ella? —explotó la mujer —¿Qué es lo que tiene
la linda y tierna Sara que no tenga yo, eh? ¿Qué es lo que ella te puede dar
que yo no? —restalló mientras se bajaba de la mesa de billar.
El fuego en su mirada, su expresión de refunfuño y la forma en que cruzó
los brazos fuertemente contra el pecho como una niña pequeña haciendo un
mohín, la hicieron lucir realmente tierna. Dominic sintió ganas de
disculparse, de tomarla entre sus brazos y consolarla.
Pero se obligó a apartar esa línea de pensamiento de su mente. Tenía que
recordar el tipo de mujer que ella era, no podía caer en su juego mental.
—Porque con ella sé qué esperar —respondió Dominic fríamente.
—Ella es predecible —tono socarrón.
—Ella me da seguridad.
—Es aburrida —la mujer entornó los ojos.
—Con Sara no debo preocuparme si sale con amigas. Sé que eso hará,
salir con amigas. No debo preocuparme de que esté con otro hombre.
—Aunque lo hiciera, jamás lo sabrías.
—Ella es fiel —dijo él en un tono que intentaba zanjar de una buena vez
esa maldita conversación.
—Los perros son fieles.
—Di lo que quieras, pero ella no es de las que tienen sexo con cualquier
tipo que encuentran en la discoteca... —el golpe bajo pareció ser mal
encajado por ella.
Gabriela guardó silencio. Entrecerró los ojos, como si sopesara las
siguientes palabras que saldrían de su boca.
—Yo no le debo lealtad a ningún hombre, no estoy casada con ninguno.
Ni siquiera tengo novio porque odio esas malditas escenas de celos machistas
y de doble moral que a ustedes tanto les gusta hacer —la chica se puso roja
tras su enérgico discurso.
—¿Quieres decir que si estuvieras casada, le serías fiel a ese hombre? —
preguntó Dominic con genuina curiosidad.
Ella se sonrojó, se puso roja como un tomate. Y él se sintió exultante por
eso. Jamás se imaginó estar en esa posición, jamás se hubiera imaginado que
alguien tímido y algo introspectivo como él, sería capaz de hacer sonrojar a
una mujer como aquella.
—De todo el maldito discurso que te acabo de dar ¿eso es lo único que
escuchaste? —preguntó, intentando sonar enfadada.
—Así es —ahora él era quien tenía un tono juguetón en la voz, casi como
si se estuviera burlando. Tras un silencio, durante el cual ella permaneció
con esa expresión de niña enojada en el rostro, él volvió a atacar —¿No
piensas responder la pregunta? —levantó una ceja como quien coquetea.
—Pues bueno...yo...este...yo creo que si el hombre vale la pena, yo, yo le
sería fiel —contestó, mientras bajaba la voz con cada palabra —. Y pues si
decido casarme con él, obviamente es por que vale la pena y porque le quiero
ser fiel ¿no?
—¿Lo dices en serio? —preguntó Dominic entrecerrando los ojos.
—Sí —respondió ella. La expresión de enojo había desaparecido casi por
completo. Pero al notar que Dominic se limitaba a sólo verla divertido, con
una sonrisa en los ojos, no se pudo controlar —. Sí, maldita sea, lo digo en
serio.
—¿Una chica como tú? —preguntó Dominic con incredulidad —¿en serio
renunciarías a tu libertad de esa forma?
—¿Eres idiota o qué? —le espetó ella —Ya te dije, si me caso, es porque
sería con un hombre que valga la pena, así que no lo vería como sacrificio de
nada. Lo haría por gusto.
—Eso suena muy lindo en el papel, en la teoría. Pero ambos sabemos que
jamás lo harías en la vida real, jamás te comprometerías de esa forma. Y esa
es la razón por la cual no podemos estar juntos.
Dominic dio media vuelta, dispuesto a marcharse de ahí. Y aunque se
sentía satisfecho consigo mismo por haber sido capaz de resistir a los
encantos de una mujer como Gabriela, la cual parecía sacada de la portada de
una revista, también fue embargado por un profundo pesar. Sabía que si
abandonaba esa habitación en ese momento, Gabriela saldría de su vida para
siempre. Aun así se obligó a caminar hacia la salida.
La imponente rubia de mirada hipnotizante se quedó recargada en la mesa
de billar, contemplando cómo la única persona que le había hecho pensar en
tener un futuro al lado de un hombre, se marchaba para siempre de su vida.
Miles de pensamientos cruzaban, con la velocidad de estrellas fugaces, su
mente. Entonces pasó uno que llamó su atención en particular. Un
pensamiento extremadamente radical por su naturaleza diametralmente
opuesta a lo que el sentido de la razón dictaba.
Echó a correr hacia él, completamente resuelta. Había tomado una
decisión. Y ahora tenía que atreverse a expresarla en voz alta. Era momento
de arriesgarse, de echar los dados sobre la mesa y esperar porque Dominic no
se burlara de ella en su cara.
—Espera —gritó. Sus movimientos, expresiones y voz tenían tanto
dramatismo que Gabriela casi podía imaginar la música instrumental de
fondo.
—Gabriela, por favor no seas cruel —dijo él, mientras giraba para quedar
frente a ella —¿Por qué no vas mejor con algún pretendiente ricachón tuyo y
me dejas...?
Ella lo calló de golpe. Se acercó y le planto un apasionado beso cargado
de ternura y anhelo.
—¡Wow! —fue lo único que Dominic alcanzó a articular.
Ella se separó de él, con las piernas temblándole de miedo. Sólo ahora se
daba cuenta plenamente de que podía estar a minutos de perder para siempre
al amor de su vida. Las palabras que eligiera a continuación marcarían el
rumbo del resto de su vida.
—Si el hombre adecuado me lo pidiera, yo me casaría con él —dijo con la
boca, mientras que sus ojos imploraban.
Dominic parecía confundido, como si una batalla tortuosa se librara en su
interior, una tormenta de emociones desatada en su pecho. Pero al fin, logró
encontrar las palabras.
—¿Quieres decir que si yo te propusiera matrimonio, tú aceptarías? —su
rostro sólo expresaba una clara confusión.
Pero aun así, Gabriela estaba pletórica. No podía estar más contenta de la
pregunta que Dominic acababa de formular.
—Dom, tontito, si tú me propusieras matrimonio ahora mismo, yo me iría
a vivir contigo y todo el paquete. Aunque quisieras ir a los suburbios —
terminó con el tono de una cariñosa maestra reprendiendo al alumno de jardín
de niños.
La confusión seguía en el rostro de Dominic, cediéndole el paso
lentamente, y poco a poco, a la incredulidad. Entonces una idea brotó en su
mente, una sonrisa maliciosa y juguetona apareció en sus ojos. Hincó una
rodilla en el suelo y tomó las manos de Gabriela entre las suyas.
Gabriela sintió el aire abandonar sus pulmones y la sangre subirle al
rostro. Se sentía abochornada consigo misma por estarse sintiendo como una
tonta adolescente frente a Dominic.
—Señorita Gabriela —dijo en un tono que no dejaba entrever si hablaba
en serio o era sólo una broma. ¿Aceptaría usted casarse conmigo? —soltó por
fin.
Gabriela se llevó las manos al rostro, completamente conmocionada. Pero
necesitaba asegurarse. Tenía que saber si era broma o si Dominic hablaba en
serio.
—Dominic, por favor no bromees con eso. Dime ahora si tu propuesta es
real o me estás tomando el pelo.
Dominic pareció confundido, nuevamente. Frunció los labios, entrecerró
los ojos, clavando la mirada en la de Gabriela y habló.
—Tú misma lo dijiste, ¿no?, si te pido matrimonio ahora mismo, estás
dispuesta a casarte y tener el cuento de hadas que por tanto tiempo has
evitado ¿cierto?
—Ya sé lo que dije, y sí quiero aceptar. Pero ¿qué hay de Sara?
Dominic puso una expresión meditativa y luego respondió.
—Sara es una chica fuerte, aunque por fuera parezca tierna y frágil. Lo
superará. Además, creo que en su fuero interno ella sospecha algo de lo
nuestro. Al final sabrá aceptar que no estábamos destinados a ser el uno para
el otro y encontrará al hombre que sí sea el correcto para ella.
—¡Entonces acepto! —gritó ella llena de euforia—. Acepto casarme
contigo Dominic Callahan. Quiero pasar el resto de mi vida a tu lado —
Gabriela daba saltitos de la emoción, aún sin creérselo del todo.
Callahan se puso de pie, la abrigó entre sus brazos y sus bocas se
fundieron en un cálido beso.
Y así fue como Dominic Callahan se había comprometido con la mujer
que sería la madre de sus dos hijos, su compañera de vida y el amor de su
vida...
Amenaza Inminente
Iban en la camioneta cuatro por cuatro de las tías de Vivian. La tía Selma,
en uno de sus arranques de pragmatismo y sangre fría, les había dicho que
tenían que abastecerse de comida, que tantos anuncios trascendentales sobre
los gobiernos más importantes del mundo, podrían hacer que fácilmente la
gente se descontrolara y comenzara a hacer compras de pánico, o a saquear
las tiendas, en general, a crear una crisis de desabasto aún y cuando en el
mundo real todavía no pasara nada.
Y por lo que vieron cuando llegaron al supermercado, mucha (demasiada)
gente había tenido la exacta misma idea. El estacionamiento era un hervidero
de autos que entraban, y lo hacían en tropel, como un río desbordándose.
La amenaza de una guerra nuclear entre potencias pendía sobre las mentes
de los ciudadanos de todo el mundo casi todo el tiempo desde los últimos
treinta años, pero ahora, con los avances tecnológicos, la globalización, y la
modernización y sofisticación de investigaciones nucleares en países como
Corea del Norte e Irán, esta amenaza era más real y más inmediata que nunca
antes en la historia.
—Ustedes vayan metiéndose al supermercado y elijan cosas importantes,
cosas que nos ayuden a estar encerradas en casa durante largo tiempo —
ordenó la tía Selma al tiempo que se detenía frente a la entrada del
supermercado —. Yo iré a buscar estacionamiento en alguna calle cercana.
Las dos mujeres bajaron de la camioneta.
—¿Realmente crees que sea tan malo como parece, tía Frida? —preguntó
Vivian, sintiéndose de pronto como si fuera aquella huérfana sola y
desamparada que algún día fue.
—No lo sé pequeña, ya sabes que a mí no se me da saber de esos temas
tales como la política. Pero créeme, tu tía Selma sí que sabe, y si ella piensa
que lo mejor es abastecernos, entonces yo confío en ella.
Acto seguido Vivian sintió una oleada de paz recorrer su sistema, desde la
base de su cráneo hasta los talones. Instintivamente se resistió a esta
sensación, la cual percibió instintivamente como ajena.
—¿Acabas de utilizar tu poder para intentar tranquilizarme? —le preguntó
irritada a su tía Frida.
—Yo... este...sí bueno, pero es que no intentaba hacer nada malo, sólo
brindarte un poco de serenidad... —su tía prefería confesar que intentar
mentir, algo que se le daba muy mal... en ocasiones.
—No te preocupes —cedió Vivian —.Gracias por intentarlo.
—Sabes, nunca nadie me había descubierto usando mis poderes sobre
ellos... —reflexionó Frida.
—Sí bueno, siempre hay un primera vez ¿no? —contestó restándole
importancia al asunto, aunque sabía que su tía no lo dejaría pasar. Más
adelante se lo contaría a Selma.
Cada una tomó uno de los pocos carritos de supermercado que quedaban
en la entrada y comenzaron a recorrer los pasillos, llenándolos de cosas como
garrafones de agua, comida enlatada, linternas y se mantuvieron alejadas de
las zonas de comida perecedera. La tía Selma las alcanzó cuando tenían los
carritos por la mitad, y llegó cargada con cosas de primeros auxilios, así
como agujas e hilo médico para coser. Vivian estaba sorprendida del nivel de
anticipación que la tía Selma tenía para estas cosas. Se la quedó mirando
intrigada. Su tía tenía el ceño fruncido y la expresión concentrada de quien
está por fin viviendo el momento para el cual se ha estado preparando durante
toda la vida.
Los anaqueles estaban casi vacíos cuando pasaban por los pasillos, aun
así, no habían llegado tan tarde y alcanzaron a llenar los dos carritos.
Las filas para pagar eran simplemente una cosa bárbara. Se formaron en
una que se adentraba en los pasillos de lencería y aguardaron con paciencia.
Estarían ahí durante las próximas dos horas, rodeadas de gente que parecían
robots o zombies, todos sin despegar la mirada de las pantallas de sus
celulares de cristal transparentes, los cuales desplegaban hologramas en
miniaturas, cada uno mostrando un mundo distinto de acuerdo a las
preferencias de su propietario. Vivian se sorprendía a veces por la forma en
que las personas podían ignorarse unos a otros, completamente absortos en
sus pequeños aparatos.
Después de esas dos horas, en las que ellas no saldrían de ese gigantesco
supermercado de dos pisos, Corea del Norte haría su anuncio, y el mundo allá
afuera cambiaría por completo...
Sueño Premonitorio
Corea del Norte lo anunció. Tal y como lo había dicho el presidente esa
mañana, la Guerra Nuclear acababa de abandonar el terreno de la ciencia
ficción para convertirse en una amenazante realidad, palpable y peligrosa.
Seguirían con sus pruebas nucleares, aunque a los Norteamericanos no les
gustara. Y también anunciaron que se unirían al bando Ruso y Chino, en caso
de que estos buscaran más aliados.
Todo esto lo vio Vivian a través de la delgada pantalla de su celular
transparente como si fuera completamente de cristal, al igual que casi todas
las personas con quienes se encontraba atrapada en la fila del supermercado.
La tensión se podía respirar en el ambiente. Volvió el rostro hacia su tía
Selma.
—¿Cómo es posible que un anuncio hecho al otro lado del mundo pueda
afectarnos de esta manera?
Su tía tardó unos segundos en contestar, como si estuviera rumiando las
palabras, en busca de la respuesta más adecuada.
—Es un mundo raro en el que vivimos, hija. A veces la globalización
puede ser una increíble herramienta, nos permite estar conectados unos con
otros y acceder a conocimientos de una manera que habría sido imposible
hace 50 años. Permite que las vacunas y millones de productos lleguen a
cualquier rincón del mundo. Pero siempre existe el otro lado de la moneda. Y
es el que estás viendo ahora. El hecho de que la información viaje tan rápido
y llegue a todos los lugares, viene con un precio. El caos se esparce como
pólvora invisible e infinita que viaja a través del aire...
Un estrépito interrumpió el soliloquio de la tía Selma. Vivian, Frida y
Selma voltearon en la dirección desde la cual había provenido el ruido.
Más allá de las cajas, al fondo del supermercado, donde se encontraba una
de las dos entradas principales, la verja metálica acababa de ser cerrada por
delante de las puertas automáticas de cristal. Vivian pensó que quizá alguien
había decidido que ya nadie entraría al supermercado.
Pero la sorpresa, mezclada con extrañeza y suspicacia, comenzó a sembrar
su camino en la mente de Vivian cuando vio a un grupo de hombres vestidos
con pantalones militares y botas revolotear agitadamente frente a la puerta,
pero no intentando salir, sino más bien terminando de asegurarla con
candados para que quedara bien cerrada.
—¡Oh mierda! —exclamó detrás suyo la mujer regordeta que hacía fila
con su esposo, un hombre de mediana edad y calvo de la coronilla.
Entonces Vivian comprendió a qué se refería la mujer. Los hombres
llevaban, todos ellos, pasamontañas ominosos, los cuales sólo dejaban a la
vista los ojos. Vivian sintió una señal de mal augurio recorrerle la espina
dorsal.
Entonces otro estrépito se cernió nuevamente, llenando con sus ecos los
altos techos de lámina y pared falsa del supermercado. Otro grupo de
hombres, vestidos de la misma grotesca manera, acababa de cerrar ahora la
otra entrada principal.
—Tenemos que largarnos de aquí y pronto —dijo un hombre joven de
playera polo, en el pasillo contiguo, a las dos mujeres que venían con él. Una
de ellas parecía ser su hermana, por lo que Vivian dedujo que la otra era su
novia o esposa.
Todas las personas en el supermercado se habían quedado petrificadas
observando la escena. Como si algún dios monstruoso estuviera jugando en
un tablero gigante con sus figurillas de arcilla inmóviles.
—¿Qué está pasando? —preguntó una pequeña niña en la fila de otra caja
registradora a sus jóvenes padres.
—Tranquila pequeña, no es nada —intentó reconfortarla su padre. Los
ojos de la madre estaban inundados de pánico, como si la locura acechara tras
ellos y luchara por abrirse el paso a golpes.
Vivian se obligó a regresar a la realidad, a salir de ese estado como
catatónico en el que había caído, y el cual le permitía percibir con mayor
claridad todo lo que pasaba a su alrededor. Pero también ralentizaba el
tiempo, y ella ahora no quería sentir como que todo pasaba en cámara lenta.
Cuando salió de ese estado, entonces comprendió por qué la gente se había
quedado como lo había hecho, como paralizados por la sorpresa.
Algunos de los hombres de los grupos que habían bloqueado las entradas
con las rejas metálicas llevaban colgados del hombro o a la espalda sendos
rifles semi-automáticos, los cuales aunados al hecho de que no eran militares
como sus pantalones parecían indicar en un primer momento, daba un
aspecto bastante intranquilizador y amenazante a la situación.
Los hombres dejaron a un guardia en cada una de las entradas y
comenzaron a caminar hacia el centro del supermercado, por fuera de las
cajas registradoras.
—¡Alto ahí! —gritó un guardia de seguridad, elevó su arma, una simple
pistola nueve milímetros, y apuntó hacia el rostro de quien parecía el líder.
Los hombres siguieron caminando. Los pasamontañas no dejaban leer sus
expresiones, pero el que iba al frente del grupo más numeroso (eran 6
hombres) se lo quitó en un gesto burlón. Tenía una barba de unos cuantos
días, o quizá de una semana y unos ojos que parecían reírse de algún chiste
que sólo él conociera.
El líder levantó las manos en un gesto pacífico, como quien se rinde al
momento de ser rodeado, pero siempre sin dejar de caminar. Entonces la
sonrisa que se extendió en sus labios pareció alcanzar la de sus ojos y uno de
sus hombres alzó el rifle, disparó a quemarropa, y con frialdad, al guardia, y
éste se desplomó casi al instante, pero no sin antes dejar escapar tres disparos
desde su pequeña pistola, los cuales se perdieron en la inmensidad de la
bóveda del techo del supermercado.
El caos se desató. Las mujeres gritaron, los hombres corrieron, arrastrando
a sus familias, los niños lloraron, y una pequeña porción más de gente, se
quedó estática, como si fueran estatuas clavadas en su lugar.
Uno de los hombres lanzó un disparo al techo, para acallar la histeria
desatada. La gente dejó de correr, o de gritar, y bajaron los cuerpos,
cubriéndose de algún disparo que los pudiera alcanzar en el torso; los que
estaban pasmados permanecieron igual.
El líder (el único hombre sin pasamontañas ni un arma) se acercó hasta
una de las cajas registradoras, la cual había quedado vacía, y se subió al
espacio en donde iban los artículos después de ser escaneados por el cajero en
turno.
—¡Gente, no teman! —vociferó con vehemencia en la voz, como si
finalmente estuviera realizando el sueño de su vida, aquello para lo que había
nacido. —¡No venimos aquí a hacerles daño!
Vivian y sus tías estaban a pocos metros de ellos, lo suficientemente cerca
como para escucharlo, pero no tanto como para llamar su atención. En total
eran 12 hombres, contando a los guardias de las puertas. El resto permanecía
detrás del hombre, todos ellos con la misma sonrisa bufonesca en los ojos. El
líder se llevó las manos alrededor de la boca para hacer bocina y volvió a
gritar.
—¡No se espanten ni corran, no queremos lastimarlos! —después hizo una
pausa dramática, tras la cual añadió: —¡Sólo queremos sus provisiones! —
arrojó una pícara mirada hacia sus compañeros, quienes estaban por debajo
de él — ¡Y quizá una o dos de sus mujeres!
La gente volvió a dejarse arropar por el caos. Las mujeres huyeron
despavoridas. Los hombres con rifles se dispersaron y comenzaron a disparar
a algunas personas. Vivian y sus tías corrieron a esconderse en un pasillo
desde el cual los hombres con pasamontañas no las pudieran ver. Desde ahí
se podía ver la entrada al área de carnes refrigeradas, así que cuando
estuvieron seguras que nadie las vería, corrieron a meterse en el enorme
refrigerador. Ahí dentro había enormes cuerpos colgados, rojizos y
espeluznantes. A Vivian le habría parecido algo tétrico entrar ahí, de no ser
porque le vino a la mente el recuerdo de las escenas de las películas de Rocky
en donde éste entrenaba en sitios así y entrenaba golpeando esos bultos de
carne muerta.
—Tenemos que hacer algo —dijo la tía Frida, recargada contra la fría
pared—, hay que ayudar.
—Concuerdo contigo, pero aquí no podemos hacer nada. Hay que
encontrar la forma de salir y desde ahí ayudar —respondió Selma con su
característica frialdad.
—Para entonces será demasiado tarde —replicó Frida.
—¿Y qué quieres que hagamos? —dijo enojada Selma —¿Vas a usar tu
poder para tranquilizar a los hombres y que dejen de disparar y se alejen
pacíficamente? —se burló —¿ O acaso quieres que yo les diga una profecía
sobre lo que les pasará a los 90 años? ¿O crees que la niña que se ha negado a
aprender a usar sus poderes pueda hacer algo por esta gente? — dirigiéndose
con ironía a Vivian.
Un silencio incómodo se extendió entre ellas. Vivian no sabía qué decir,
una parte de ella quería ayudar, hacer lo correcto, pero otra parte (la más
grande) tenía miedo de ser agujereada por una bala y sólo quería huir o
esconderse. Aun así arrojó una mirada ponzoñosa a su tía.
—Ya te dije que no quiero tener nada que ver con todo eso de ser una
bruja.
—Y yo ya te dije que llegaría el día en que tus poderes podrían ayudar a
muchas personas. Y ahora que ese día ha llegado, lo único que puedes hacer
es esconderte y rezar por que esos hombres pasen de largo y no nos vean.
—Selma tiene razón, Vivian. Eres la única que puede ayudar a esas
personas; o bueno que habría podido —la voz de Frida era cansada y la
desesperanza habitaba en ella.
—¡Cállense de una vez! —rugió Vivian. Un fuego quería salir de ella,
pero por ahora no era más que la tenue llama de una vela en medio de un
huracán —.Vamos a salir de aquí y conseguir ayuda.
Caminó hacia las puertas dobles y observó el exterior. Todo parecía
tranquilo. Salió del refrigerador, agradecida de abandonar ese maldito
ambiente gélido, con sus tías tras ella y caminaron sigilosamente por la orilla
del supermercado hacia donde Vivian había visto alguna vez la entrada para
empleados.
Un balazo resonó en algún punto, creando ecos terroríficos que se
elevaron a través de todo el lugar.
—¡Alto ahí! —rugió una voz cerca de ellas, después del siguiente pasillo
que estaba frente a ellas.
Vivian y sus tías se quedaron quietas, congeladas. Cuando Vivian
finalmente se aseguró que no era para ellas el grito, caminó hacia el pasillo.
Pegó el cuerpo al anaquel de la orilla y se asomó. Un grito desgarrador le
atravesó los oídos. El hombre tomó a una chica delgaducha por el brazo y la
arrastró fuera del pasillo, hacia el centro del supermercado, allí donde
confluían todos los pasillos.
La chica volvió a gritar, y Vivian se dio cuenta de que era apenas una
niña, no tendría más de doce años. La chispa en su interior fue rociada con un
poco de pólvora. Siguió al hombre y a la niña.
—¡Oye Alfredo, qué te parece! ¡He encontrado a una que se adapta a tus
gustos! —dijo el hombre al tiempo que aventaba a la niña al centro, donde
había otras mujeres encogidas, llorando y muertas de miedo.
Todos los hombres rieron a carcajadas. Uno de ellos le puso el cañón de su
rifle a una mujer rubia, la cual comenzó a llorar desconsoladamente.
Vivian no lo pudo soportar más. El fuego en su interior finalmente había
estallado en una supernova agonizante.
—¡Déjenlas en paz malditos!
Salió del pasillo, de la seguridad de su escondite. Su voz había sonado
amplificada, o eso le pareció a Vivian cuando todos dejaron de reír y
voltearon hacia ella. Los sollozos de las mujeres y adolescentes permanecían
constantes.
El aire se le escapó, y el miedo le atenazó la garganta. El momento de la
verdad había llegado.
Guerra en Casa
Los doce hombres elevaron sus armas y apuntaron directo hacia Vivian.
—Chicos, chicos, no hay necesidad de amenazar a la señorita —dijo en
tono conciliador el hombre de barba y sonrisa en los ojos —estoy seguro que
ella accederá amablemente a unirse a las demás.
Los hombres rieron. Pero no dejaron de apuntar. El líder lanzó una mirada
a Vivian, y con un ademán de la cabeza le indicó que caminara a donde se
encontraban el resto de mujeres suplicantes y llorosas. Pero en vez de eso,
Vivian permaneció impasible y se dirigió al líder de ese sádico grupo.
—¿Cuál es tu nombre, bastardo?
—Saber mi nombre no te servirá de nada, preciosa —y al pronunciar la
última palabra se pasó la lengua por el labio superior con una mirada obscena
en los ojos.
—Sí que me servirá, y mucho.
—¿Para qué?
—Para saber el nombre del primer hijo de perra al que mataré.
El líder y sus hombres estallaron en carcajadas. El primero volteó a ver a
sus lacayos y después regresó su atención a Vivian.
—Me llamo Rodrigo Álvarez —dijo en tono condescendiente —
¿contenta?
—Sí.
Un fuego refulgió en los ojos de Vivian, no un fuego metafórico, sino un
brillo que Álvarez alcanzó a ver y el cual incrustó una mueca de extrañeza en
su rostro.
—¿Pero qué demo...?
Antes de que el hombre terminara de hablar, Vivian estiró un brazo a la
altura del hombro en dirección al hombre, y usando una potente telequinesia
—más poderosa de lo que jamás habría pensado —, estrujó la garganta del
sujeto con un puño invisible. Rodrigo Álvarez, con ojos bañados en
perplejidad se llevó las manos al cuello, intentando desasirse de la fuerza
invisible que lo apretaba. Pero ahí no había nada, ningún elemento físico
contra el cual luchar. Unas venillas rojas comenzaron a brotar en el blanco de
los ojos mientras intentaba con todas sus fuerzas tomar aunque fuera la más
mínima porción de oxígeno.
El resto de hombres permanecían perplejos, como si no creyeran lo que
sus ojos veían. Las armas ahora apuntaban al suelo, empuñadas por brazos
flácidos.
—¡Déjalo en paz maldita....bruja! —dijo uno de los hombres, sin darse
cuenta de la realidad que sus palabras encerraban. Alzó el rifle, apuntando al
pecho de Vivian y jaló el gatillo.
La bruja ya había previsto esto, y al mismo tiempo que el hombre, ella
alzó la mano izquierda y usando la misma telequinesia creó una especie de
campo de fuerza frente a ella, aunque más bien era cierto tipo de barrera
creada por ondas de energía que ella lanzaba en esa dirección.
La bala se detuvo en seco. Quedó flotando suspendida en el aire. El sujeto
disparó una ráfaga, y luego otra y una más. Fue inútil. Todas las balas
quedaron atrapadas en el campo de fuerza entre el hombre y la bruja.
Las mujeres dejaron de sollozar, los gritos cesaron. Y entonces, todo el
miedo, todo el terror, pareció brincar de una manera casi palpable desde las
mujeres hacia los hombres que empuñaban los rifles de asalto. Las mujeres y
las chicas lentamente comenzaron a ponerse en pie, sin despegar la mirada de
Vivian, su salvadora. Una a una se fueron posicionando detrás de ella. Las
balas cayeron al suelo.
Rodrigo Álvarez había dejado de forcejear, sus ojos aún estaban abiertos y
se movían descontroladamente a derecha e izquierda, como buscando una
salvación, una forma de escapar. Pero la vida lentamente huía de ellos. Su
rostro había pasado del rojo intenso a un morado pálido. Vivian apretó más la
fuerza invisible en torno a su cuello y éste se quebró con un tétrico crujido. El
cuerpo se desplomó inerte como si en vez de un hombre, esa masa hubiera
sido sólo un saco lleno de basura.
Entonces el caos se volvió a desatar. Los hombres, asustados por lo que le
acababa de pasar a su líder, comenzaron a apuntar sus armas hacia las
mujeres, no sólo a Vivian. Esto la enfureció. Estiró los brazos a los lados, en
la posición de crucifixión, y alargó el campo de fuerza para que las cubriera a
todas. Las metralletas comenzaron a escupir balas, atronando como cañones
de guerra. Pero ni una sola mujer resultó herida. Ahora Vivian estaba
enfurecida. Era como si un poder demoníaco se hubiera apoderado de ella. Se
sentía exultante, llena de poder, el mundo estaba a sus pies.
Miró hacia las balas desperdigadas en el suelo y usando su telequinesia,
tomó un puñado de ellas y las lanzó hacia el pecho del hombre que había
disparado primero, aquel que la había llamado bruja. Manchas negras
llenaron su chaleco verde y se comenzaron a expandir mortalmente a medida
que la sangre salía a borbotones.
El resto de hombres dio media vuelta e hizo un amague de echar a correr,
pero ya era demasiado tarde. Un puñado de civiles les cerró el paso. Algunas
de las personas lucían feas heridas de bala, pero aun así, el odio los
impulsaba a clamar justicia contra los agresores que habían intentado raptar a
sus mujeres. Vivian bajó los brazos y caminó lentamente hacia ellos.
Uno de los hombres sacó una afilada navaja de caza, y tomando
fuertemente el mango negro echó a correr hacia la bruja. Nuevamente los
ojos de Vivian resplandecieron, y sin mover su cuerpo un sólo centímetro
sintió un calor mortífero recorrer su torrente sanguíneo. Un calor que se
materializó con fuerza en el cuerpo del hombre. Sus ropas estallaron en
llamas anaranjadas y rojas y su carne comenzó a quemarse, despidiendo un
asqueroso olor. Sus gritos agónicos llenaron el día. Y tan súbitamente como
había echado a correr, el cuerpo del hombre cayó al suelo, calcinado por
completo, con una mueca de miedo, jalando sus labios hacia arriba, reflejada
en el rostro negro y quemado.
—¿Qué van a hacer ahora? —preguntó burlonamente Vivian. Aunque en
su voz fría como el acero no había ni rastro de diversión.
El círculo de personas se cerró en torno a los agresores. Una parte
compasiva de Vivian le pidió que parara, pero ella se negó. La parte racional
de su mente le decía que si dejaba ir a esos bastardos, después volverían a
hacer algo similar. ¿Los dejaría vivir? No. No podía permitir que ese tipo de
monstruos rondaran libremente por las calles. Ese tipo de personas debían
aprender. El mundo tenía que aprender.
Los tipos se quitaron los pasamontañas, se pusieron de rodillas y
comenzaron a pedir clemencia.
—No soy nadie para otorgar piedad —gruñó Vivian. Se volvió hacia las
mujeres tras ellas —Hagan lo que quieran con ellos.
Con su telequinesia los empujó contra el suelo, algunos de los hombres se
golpearon las caras fuertemente al caer, y los mantuvo ahí, sin que los
agresores se pudieran mover. Las mujeres y el resto de civiles caminaron
sombríamente hacia los diez indefensos hombres , cerrando el círculo.
Tomaron los cuchillos de los cintos, las armas del suelo y se cernieron
sobre los hombres tendidos en el suelo en una macabra danza. Los cuchillos
se abrieron paso entre ropa y carne, las culatas de los rifles golpearon con
sonidos secos los cráneos y algunos pies propinaron cientos de patadas. Los
aullidos de dolor y desesperación lo inundaron todo durante unos minutos,
minutos en los que aquellos que hasta hace poco eran víctimas, se
convirtieron ahora en vehementes verdugos.
Vivian retrocedió, al alejarse del tumulto, sintió la presencia de sus tías
junto a ella. El fuego seguía presente en sus ojos y cuando las miró, ellas
simplemente guardaron silencio, en actitud sumisa.
Finalmente el juicio terminó, los malvados habían sido castigados y las
víctimas habían tenido su venganza instantánea. El fuego se extinguió y
Vivian volvió a ser simplemente ella. El círculo compacto formado por
personas sedientas de sangre se disolvió cuando estas comenzaron a
separarse, visiblemente conmocionados por lo que acababan de hacer.
Cuando el panorama quedó finalmente despejado, de los diez maleantes
no quedaba nada más que sus ropas destrozadas y masas de carne hechas
jirones y cubiertas de sangre por doquier.
Vivian volteó a ver a sus tías, con una súplica silenciosa en los ojos. Sin
saber qué hacer a continuación.
Decisiones, Decisiones
Vivian podía sentir las miradas de todas esas personas (sus tías incluidas)
clavadas fijamente en ella. Las mujeres y niñas la veían con una adoración
casi reverencial; los hombres con respeto y admiración; sus tías expectantes.
—Tienes que guiarnos —dijo una voz que pareció salir de la nada.
Una anciana de feo rostro, cabello gris amarrado en una coleta y una
marca de nacimiento cruzándole la mejilla derecha, salió de entre las sombras
de uno de los pasillos adyacentes. Si los hombres armados la habían visto, lo
más probable es que la hayan ignorado, pensó Vivian. Todos los rostros
voltearon hacia ella.
—¡La biblia lo dice! —anunció con voz desquiciada, la voz de una
fanática —el Apocalipsis vendrá a la Tierra y castigará a los pecadores —giró
el rostro en un gesto significativo hacia los cadáveres —tal y como lo has
hecho.
Los ojos de la anciana lanzaban chispas, parecía al borde de una
epifanía...o un ataque histérico. Se acercó con pasos trémulos a Vivian y la
tomó del brazo.
—Tú eres la enviada. La enviada del Señor para hacer justicia y castigar a
los malvados.
Vivian sintió asco ante el contacto invasivo de la mano grasienta de la
anciana y con un movimiento brusco de su cuerpo se zafó del agarre.
—Yo no soy enviada de nadie —respondió enfurecida Vivian. Lo menos
que necesitaba ahora era que una anciana con trastornos psicológicos y
fanática religiosa le dijera lo que tenía que hacer.
—Niña, ¿acaso no ves los ojos de esta gente? —volvió a atacar la anciana
de lengua afilada. Vivian sí que los notaba, podía sentir las miradas de todas
esas personas clavadas en ella—. A partir de este momento todos y cada uno
de ellos te seguirían al mismo Infierno. Les has salvado la vida.
—Tienes los poderes de un ángel —dijo una mujer.
—Eres una diosa entre los mortales —apuntó un joven.
—Hija, tienes que escuchar a esta gente, tienes que liderarlos en estos
tiempos difíciles —le susurró cariñosamente la tía Frida.
Vivian se sentía atrapada, la gente se acercaba lenta pero
implacablemente, cerrándose en torno a ella. Era una sensación asfixiante.
Vivian comenzó a tener ansiedad, como si estuviera al borde de un ataque de
pánico.
—¡NO! —gritó con una voz metálica, una voz que no era la suya, sino de
la bruja dentro de ella.
—¿A qué te refieres con que "no"? —preguntó enojada la anciana.
—No soy la salvadora ni su líder, yo sólo soy..., sólo soy yo, una pintora.
—Tú salvaste a mi novia, y también a mí —dijo con timidez un joven que
no pasaría de los treinta años. Estaba encorvado y presionaba con una mano
llena de sangre su vientre, allá donde una bala lo había alcanzado —.
Estamos en deuda contigo para siempre.
—Esos tipos me iban a violar a mí y luego a mi mamá —anunció una
niña, Vivian pensó que a lo mucho tendría trece años —me lo dijo uno de
ellos cuando intentó arrancarme la falda.
La niña aún lucía perturbada, como si todavía no alcanzara a salir del
shock.
—No —repitió Vivian —. No me deben nada.
—Los salvaste a todos ellos —ahora fue la tía Selma quien habló.
—Sólo hice lo que tenía que hacerse. Esos hombres se lo buscaron.
—Hiciste lo correcto —nuevamente la tía Selma. Puso una mano sobre el
hombro de Vivian —. Ahora tienes que guiar a esta gente.
—No lo haré, no quiero guiar a nadie, no quiero liderar. ¡Sólo quiero que
todos me dejen en paz! —explotó finalmente —. Aléjense de mí y vayan a
casa, vayan con sus familias.
Vivian dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida de
empleados. Tenía que alejarse lo más pronto de ahí.
—¡No puedes huir de tu destino, niña! —gritó la anciana con la voz de un
gorrión. Vivian se detuvo en seco — ¡Si no abrazas la luz ahora, entonces el
Señor de la Oscuridad se apoderará de ti y sus Tinieblas eternas te envolverán
para siempre! ¡Tienes que abrazar las palabras de salvación de la Biblia!
Vivian dio media vuelta. Sus ojos restallaron al posarse en la anciana.
—¿La biblia, en serio? ¿Quiere que me atenga a las palabras de tipos
misóginos y drogadictos que escribieron sus alucinaciones dos mil años
atrás?
—La Salvación está en la biblia, niña. Y tú eres parte de ella. Dios con su
grandeza y amor eterno está en la biblia. Debes aceptar tu destino y ser su
sierva, hacer su voluntad.
—¿Cree que la bondad se encuentra en un libro que sólo un maldito
psicópata podría disfrutar? —volvió a atacar Vivian —¿Me habla de dios y
su amor eterno? —la ironía y el sarcasmo eran como ácido en los labios de
Vivian —. Su dios es un ser rencoroso y vengativo que obligó a un hombre a
sacrificar a su propio hijo sólo para regocijarse de su propio poder.
—Te equivocas niña, Aquél en las alturas sólo puso a prueba la fe de
Abraham. En el último instante dios salvó al niño de ser sacrificado.
—Eso no importa, ese niño vio la mirada psicópata de su padre cuando lo
llevó a la mitad del desierto y cuando sacó la daga para matarlo. Para ese
niño, Abraham su padre, no es más que un psicópata que oía voces, y el cual
tenía toda la intención de asesinarlo.
—Quizá no seas tú la elegida. Las Sombras son demasiado poderosas en
ti, niña —dijo la anciana —. Quizá no seas tú la que deba castigar a los
impuros para hacer la voluntad de dios Nuestro Señor.
El silencio en el centro comercial se volvió sepulcral durante unos
segundos, antes de que Vivian hablara de nuevo.
—Si alguien está rodeada de Oscuridad, esa es usted señora. Es una
maldita fanática religiosa con ideas tergiversadas sobre la bondad y el amor.
Cualquier persona que profese una fe y quiera convertir por la fuerza a
quienes no lo hacen, no puede ser alguien bueno. Usted es maligna señora, lo
puedo sentir. La ira hacia los hombres la consume, usted no quiere justicia ni
salvación, usted sólo quiere ver que los hombres sufran, pero ellos no son el
problema, no todos son como esos bastardos que intentaron violarnos a todas.
El problema son las personas como usted, quienes ven enemigos en todas
partes y creen que tienen la Verdad absoluta.
Tras esto, Vivian quedó sin aire. Dio media vuelta y antes de enfurecer
aún más, se decidió a salir ahora sí, y no volver la vista hacia atrás ni una sola
vez más.
Agente Shepard (Corea del Norte)
Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente que decía:
«Ven».
Miré, y vi un caballo bayo. El que lo montaba tenía por nombre Muerte, y
el Hades lo seguía: y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra,
para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la
tierra.
—Cuarto Jinete del Apocalipsis
...Dominic Callahan.
La atmósfera del recinto era opresora, pesada, tensa, como un plástico
envuelto en tu cabeza y aplastándose más y más contra tu piel con cada
intento de escape, con cada movimiento. El ministro Callahan se encontraba
oficiando un servicio fúnebre. Muchos miembros de su congregación, así
como familiares del difunto, habían asistido a la iglesia para presentar sus
respetos.
Tras terminar los servicios y cerrar el ataúd, Dominic Callahan se acercó
hasta la sollozante viuda. Una mujer de cabello negro y ojos igualmente
oscuros, con el maquillaje corrido resbalándole por las pálidas mejillas. El
velo cubriéndole la cabeza sólo tapaba parcialmente su rostro. Habían
colocado el ataúd en el centro de la iglesia, de modo que ahora todas las
personas que no estaban sentadas en los bancos, vagaban en círculos
alrededor de la nave de la iglesia.
—Dejar ir a un ser amado es algo tremendamente difícil —reflexionó en
voz alta, dirigiéndose a ella —. Probablemente lo más difícil que debamos de
hacer todos los que nos quedamos.
El resto de sus feligreses y familiares en luto se mantenía a una distancia
prudente, para que el ministro Callahan y la viuda pudieran charlar con
relativa privacidad.
—¿Usted ha perdido a alguien, ministro? —preguntó la desconsolada
viuda entre gimoteos.
—Yo... —empezó a decir el ministro Callahan, pero se detuvo ante la
avalancha de imágenes que se abrieron paso en su mente, como un dique
resquebrajándose y siendo arrasado por la fuerza del agua hasta ese momento
contenida.
Volvió a ver las escenas que vislumbraba en sueños, las escenas que le
indicaban su muerte, imágenes de un mundo sumido en horrores, de una reina
tirana oprimiendo bajo el yugo de su poder a los justos y a los bondadosos,
una reina de indescriptible belleza, aliada no sólo con los malvados, sino
también con los débiles, los cobardes y los solitarios; creando así la hueste
de seguidores y fanáticos más extensa que la historia hubiera visto jamás.
Una mujer con un poder como no se había conocido nunca, con un ejército
bajo su mando con el cual no habrían podido ni siquiera soñar personajes
como Alejandro Magno, Napoleón, o Hitler. Pero su poder no provenía de la
nada, no, Dominic Callahan había visto al hombre susurrante, el hombre que
desde las sombras la aconsejaba, la guiaba, la instruía; ese hombre era el
padre de la Reina Oscura.
—¿Ministro? —la voz de la compungida viuda lo devolvió de golpe a la
realidad.
—Yo..., este, sí, claro, todos alguna vez lo hemos tenido que hacer —
respondió sin mucha convicción —. En mi caso fueron mis padres.
La viuda no pareció encontrar consuelo en las palabras del ministro, y
volvió a echar a llorar. Ya que las palabras no la consolarían, el ministro
Callahan hizo lo que cualquier persona mínimamente empática haría: la tomó
entre sus brazos y dejó que llorara amargamente en su hombro.
—No sé si algún día podré recuperarme, ministro —lloró la mujer.
—Tienes que hacerlo, todos tenemos que hacerlo —respondió él,
pensando aún en las imágenes de sus sueños —. Está en nosotros luchar por
un futuro mejor y forjar nuestro propio destino.
Estas últimas palabras no iban dirigidas a la mujer, sino a él mismo, así
que ella se limitó a asentir, sin comprender muy bien qué le había intentado
decir el ministro.
—Sea como sea, tu esposo te amaba —prosiguió Dominic —, y dudo
mucho que él quisiera verte sumida en un estado de constante depresión.
La mujer paró de llorar e interrumpió al ministro Callahan.
—Pero no puedo seguir, la pena que siento es demasiado grande.
—No me malinterpretes —dijo él —, llora por tu esposo, guarda luto,
siente tu dolor y experiméntalo con profundidad. Pero después de eso tienes
que reponerte, ahora te corresponde a ti vivir por los dos, sentir con
intensidad por los dos, y nunca olvidar a tu esposo. Sé que es lo que él habría
querido, que continuaras con tu vida.
La mujer dejó de llorar y pareció relajarse.
—Gracias —murmuró algo más tranquila y con la cabeza pegada al pecho
del ministro.
Dominic se preguntó cómo es que podía dar ese tipo de consejos, tan
racionales y a la vez cargados de profunda sentimentalidad, cuando él mismo
era una fuente en constante bullicio de preocupaciones y problemas
psicológicos.
Afuera, el cielo derramaba agua a cantaros sobre la ciudad. Los servicios
fúnebres hace una hora que habían terminado, pero el ministro Dominic
Callahan se había quedado a dejar unos asuntos listos en su iglesia. Las luces
de las farolas proyectaban siniestras sombras en la ahora desierta calle donde
estaba aparcado el coche de Callahan.
Subió a su automóvil sedán, un carro modesto, pero funcional, y se dirigió
a casa. Al llegar, tuvo que empaparse la cabeza al salir corriendo de su auto,
atravesar el jardín delantero de su casa en los suburbios, forcejear con las
llaves y finalmente abrir la pesada puerta.
Pero cuando al fin entró, toda la tensión y todas las preocupaciones de su
día, valieron la pena. Su familia lo esperaba dentro de aquella atmósfera que
parecía estar separada del resto del mundo real, a salvo. Era como si al cruzar
la puerta, en vez de entrar a una casa, uno atravesara un túnel que lo
transportara directo a otra realidad, a otra dimensión, en donde las
preocupaciones no habitaban y todo lo que importaba era decidir entre él y
sus hijos qué postre tomar esa noche.
—¡Papi, papi! —llegó corriendo la pequeña Sara, pero sus frágiles
piernitas de tres años, aún no habituadas del todo a correr, tropezaron una con
la otra y la niña cayó de bruces al suelo. Dominic la levantó amorosamente y
la cargó en brazos. La niña lo besó en la mejilla.
Gabriela, la esposa de Dominic, con la espátula de la cocina aún en la
mano, vio a la niña con mirada severa, cuando ésta echó a correr.
—Sara, cuidado —dijo ella. La mujer más hermosa del planeta, la mujer
con los ojos que podrían derretir el polo norte en una jornada. La mujer con
quien Dominic compartía su vida.
Dominic aún no terminaba de hacerse a la idea de que en realidad
hubieran elegido ese nombre para su hija menor. Era el nombre de la tía de la
niña, la hermana de Gabriela. Dominic nunca había querido nombrarla así,
pero Gabriela insistía en que era lo mínimo que podían hacer por Sara.
Después de diez años, a ella seguía remordiéndole la conciencia el haberle
quitado el novio a Sara, y peor aún, haberse terminado casándose con él.
Diego, el hijo mayor de la pareja, permanecía sentado a la mesa,
hambriento y completamente ensimismado en la pantalla de su celular, donde
un escenario medieval se desplegaba ante sus ojos, saltando de la pantalla en
tercera dimensión. Sus pies colgaban en el aire, aunque ya tenía siete años,
era algo bajo para su edad, pero Dominic estaba seguro que al llegar a la
adolescencia eso se remediaría.
Entonces la enorme gata negra con manchas blancas que Dominic había
rescatado hacía ya algunos años, se acercó a él, y con un suave ronroneo se
restregó contra las piernas del hombre, frotándose primero los bigotes y
después pasando todo el cuerpo por la tela del pantalón. En ese momento
Dominic se sintió completo y pleno, como si viviera en alguna de esas
escenas de ensueño que aparecen en las postales. Una sonrisa le iluminó el
rostro.
—¿No me extrañaste hijo? —preguntó Dominic, al tiempo que le devolvía
un sonoro beso a su pequeña hija.
—Hola papá, sí claro —lo saludó el niño, eso sí, sin despegar ni durante
una fracción de segundo la mirada del dispositivo electrónico.
Dominic miró hacia su esposa, y ambos compartieron una mirada de
resignación. Dejó a la niña en el suelo y se acercó hasta la mujer de su vida.
La tomó por la cintura, se deleitó en el dulce aroma de su piel, combinado
con el de las especias de la cocina y el humo de la comida en el sartén, y
pensó que eso, ese momento exacto, era la felicidad en su estado más puro.
Entonces la besó, y durante los segundos en que sus labios se fundieron, el
resto del universo dejó de existir, sólo quedaron ellos dos. Como si fueran
dos adolescentes enamorados que no se ven desde hace años, y finalmente, y
tras una larga espera, se dan su primer beso. El beso terminó y ella echó la
cabeza un poco hacia atrás.
—¡Agh! —soltó el pequeño Diego —¿podrían hacer eso de besarse
cuando no estemos nosotros presentes?
Ambos rieron.
—La cena ya casi está lista, amor, lávate las manos mientras tanto. Todos
lávense las manos —los regañó Gabriela.
—¡Sí mamá! —contestaron al unísono Dominic y los dos niños, para
enojo de Gabriela.
La cena transcurrió sin contratiempos, con los niños divagando en el
celular de Diego, y Dominic perdido en la mirada de su esposa. Perdido en
esos ojos color esmeralda y en la selva dorada que era su cabello. Cada que la
miraba se sorprendía pensando que quizá todo era una ilusión, un dulce sueño
que se desvanecería con el chasquido de algún dios cruel. No podía creer que
él estuviera casado con la mujer más hermosa del mundo, que compartiera su
vida con ella. Pero no era sólo su belleza física lo que lo cautivaba; era la
forma en que se comportaba cuando estaba con sus hijos, la sonrisa sincera
que salía de sus labios cuando cocinaba, o la mirada tierna y cálida que
Gabriela le dirigía a los niños y a él mismo cuando miraban televisión todos
juntos. En ese momento, Dominic Callahan comprendió que aquella casa en
los suburbios no era un hogar por sí mismo; el hogar de Dominic Callahan
era el lugar donde se encontraran su esposa y sus hijos.
Pero había algo que lo perturbaba, algo que siempre estaba ahí
molestándolo en su conciencia, como picándole desde detrás de los ojos: las
visiones que tenía en sueños, visiones de fuego y sangre, visiones de un
futuro incierto, un futuro sombrío lleno de incertidumbre. También estaba el
recuerdo de aquel extraño hombre de negro que lo había visitado en la iglesia
la noche en que rescató a la gata. Por alguna incierta razón, esto lo perturbaba
de sobremanera, como si el hombre supiera cosas sobre Dominic que ni él
mismo conociera de sí mismo.
Pero decidió no pensar en todo ello; ahora no era momento de pensar en el
futuro, ni en las visiones, ni en extraños hombres elegantes hablando de
profecías y cosas más raras aún. Ahora era el tiempo de disfrutar a su familia,
de regodearse en su felicidad, de leerles un cuento en el cuarto de Diego,
hasta que Sara se quedara dormida y hubiera que llevarla cargando hasta su
cuarto.
Y después de eso, iría hasta su recámara, y ahí encontraría a Gabriela, su
sensual esposa, ya despojada del brillo de la maternidad. En la privacidad de
la alcoba, ella volvería a ser la mujer fiera de ojos ardientes y harían el amor
toda la noche, hasta que ya no pudieran más y sus cuerpos cansados —y
relajados— fusionados en un abrazo pasional, se sumieran en el más
placentero de los sueños.
El adversario (Parte 2)
10 años después