Lucifer Principe en El Exilio

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Lucifer

Príncipe en el Exilio

JORGE BALDERAS GÁLVEZ


Copyright © 2018 Jorge Balderas Gálvez
Todos los derechos reservados.
ISBN: 9781720136903
A todas mis lectoras de wattpad, sin cuya pasión por esta historia,
este libro jamás habría existido.
Mi alma arderá en el paraíso.

Un sólo hombre no puede marcar la diferencia; la idea de éste sí.


Ciertamente Lucifer no era un hombre, aunque desde que ellos habían sido
creados, le gustaba considerarse como tal.
El mundo aún se encontraba en los albores de la humanidad, aunque hace
tiempo que habían abandonado las cuevas, aún no alcanzaban a realizar su
máximo potencial. Pero en sus costumbres y acciones, Lucifer ya podía
vislumbrar la increíble raza en que se convertirían.
Era de noche, él caminaba bajo un cielo negro tachonado de brillantes
estrellas, su cuerpo era golpeado por una fresca brisa humedecida por la
cercanía con los árboles del bosque. Antes de que amaneciera, el cuerpo que
habitaba, que tanto trabajo y energía le había costado materializar,
desaparecería, se tornaría en polvo y volvería a la tierra de la que había
salido. Pero hasta entonces él podía saborear, aunque fuera efímeramente, los
placeres de un ser de carne y sangre, la lujuria, el placer carnal y el éxtasis al
yacer junto a otro cuerpo cálido.
El cuerpo que había creado a partir de su fuerza de voluntad era de una
gracia y virilidad envidiables. Músculos tonificados, rebosantes de vida,
musculosos, parecían los de alguien que dedica sus horas a actividades
físicas, a cazar. Cabello negro que se perdía en la noche y una tez blanca
como la nieve, mortalmente pálida. El único detalle que no había podido
ajustar eran sus dientes, no lucían como los de un humano normal; poseía
unos colmillos afilados y largos que se habían negado a permanecer de
tamaño normal y los cuales poseían vida propia, anhelaban tener vida aún
más que él mismo.
Al llegar al pequeño prado donde vivía un pequeño grupo de mortales,
Lucifer se acercó al saliente justo por encima del río que discurría veloz y
fresco a través de la noche. Ahí estaba ella. La mujer que había encandilado a
un dios, la mujer que había hecho salir por primera vez a un ángel del
paraíso, rompiendo así todos los votos que éste tenía para con su dios, con su
creador. Pero más importante que todo esto; la mujer que llevaba en su
vientre la semilla proveniente del simiente de un ángel.
Se acerca hasta ella, quien lo está esperando. Él recorre dulcemente la piel
de la mujer con su gélida mano, carente de vida, la turgencia de sus pechos
desnudos bajo su tacto envía una señal inequívoca a su sexo, los pezones de
ella se endurecen al contacto de las frías yemas, ella le rodea el cuello con las
manos y sus cuerpos desnudos se unen en un abrazo eterno, mientras sus
bocas se funden mediante un beso que transgrede todas las líneas trazadas por
el creador. Dos lenguas en una sinuosa danza, arremetiendo la una a la otra
como dos dragones hambrientos. Lucifer se hinca ante la mujer dueña de sus
pensamientos y sus días, sometiéndose ante ella de la manera más pura y
completa. La mira desde abajo, directo a los ojos, antes de proseguir. Los
labios de Lucifer besan con vehemencia la humedad acogedora que lo espera
entre las piernas de esa hembra. Una vez más los instintos más básicos se
apoderan de él, la sangre se agolpa en su entrepierna, y su virilidad se
endurece tanto que parece recubierta de roca en vez de piel.

Se pone en pie y toma a la mujer por la cadera, los ojos de ella son
iridiscentes, bajo el brillo plateado de la luna lucen esa noche de un color
violeta que parece sacado de alguna estrella lejana a punto de explotar. Las
fuertes manos mortales de Lucifer aferran los muslos de ella, dejando marcas
rojas en la piel y la carga sin dificultad alguna. Ella envuelve los muslos de
Lucifer con sus piernas, las cuales se mueven con la gracia de dos serpientes
envolviendo un tronco.
Se tienden ahí mismo, y vuelven a consumar su amor. Mientras él
arremete con violenta pasión dentro de ella, la mujer se abraza a su espalda
con las piernas atrayéndolo aún más hacia sí, juntando sus cuerpos todavía
más después de cada embiste, fundiéndose los dos en una sola entidad
jadeante, sudorosa, anhelante. Ella gime con cadencia, después el suave
gemido comienza a ascender hacia unos jadeos de un placer tal que parece
doler, para terminar en convertirse después en un simple y llano grito que
responde al ritmo en que ella y Lucifer se mueven al unísono. Ambos exhalan
un grito de placer carnal desde lo más profundo de sus almas al tiempo que
llegan juntos al éxtasis, a ese paroxismo de placer que ningún ángel había
conocido antes. Ahora Lucifer sabe por qué los mortales son capaces de
sacrificar sus propias vidas para salvar la del ser amado.
Lucifer piensa en la rebelión que está a punto de desencadenarse en el
paraíso, rebelión de la cual él es el principal culpable. Deshecha ese
pensamiento, cuando llegue el momento de preocuparse, lo hará, ahora sólo
le preocupa el terrible momento en que el sol comience a ascender en el cielo
y él tenga que separarse de nuevo de su amante.
La Leyenda de Caín

El paraíso se había inundado en llamas. La guerra que se había extendido


durante siglos, estaba llegando a su fin, la última batalla, la pelea que
determinaría el destino de los ángeles liderados por Lucifer, estaba a punto
de estallar.
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La semilla de la Gran Guerra había sido sembrada en el mismo instante en
que los primeros hijos de Lucifer nacieron. Los gemelos Caín y Abel.
Cuando el dios tirano en que se había convertido el creador maldijo a los
niños, los ángeles rebeldes, contrariados ante tal muestra de ira irracional, se
levantaron, protestaron y se opusieron firmemente al todopoderoso. Cuando
los vástagos del ángel insurrecto apenas salían de la adolescencia, dios les
tendió una trampa, les otorgó la inmortalidad. La única condición era que
sólo uno de los dos podría vivir para siempre, si los dos coexistían,
envejecerían juntos y morirían. Así que sin pensárselo dos veces, Caín
asesinó a Abel. Le atravesó el corazón sin reparo alguno, con total convicción
y el cerebro envenenado por las palabras perniciosas de un dios arrogante e
iracundo.
Y esta simple acción, el frío asesinato de un mortal a manos de otro fue el
gatillo que disparó la chispa de una rebelión que llenó de fuego los cielos,
que puso a ángeles contra ángeles, hermanos luchando contra hermanos.
Porque no era un asesinato normal; un mortal había matado a su propio
hermano, desasosegado por las elocuentes palabras de un dios malicioso. Así
que la insurrección que Lucifer había intentado postergar finalmente se
produjo, y él no tenía otra opción más que ser un líder capaz, un paladín al
frente del ejército de ángeles descontentos que veían en él un ejemplo a
seguir. Él era el primer ángel que había adoptado como suyo el concepto de
libre albedrío, algo que el creador les había vedado desde el inicio de los
tiempos—desde que el primer destello de conciencia surgió en un universo
negro y vacío—, la chispa de un fuego subversivo que, irónicamente, había
sido descubierta por los mortales.
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A través de siglos, Lucifer había visto crecer a su estirpe, formar pueblos,
crear alianzas y conquistar tierras con mano de hierro. Sus descendientes,
aunque mortales, habían sido muy superiores al resto de humanos y gozaban
de una longevidad que los dotaba de un misticismo envidiable para el resto de
mortales.
Pero ahora su especie, los hijos de un ángel han sido casi exterminados,
los pueblos se han unido contra ellos. De todos, sólo queda ella, una mujer de
belleza celestial y fiera agresividad latiendo por las venas donde corre la
sangre del mismo Lucifer. Una mujer con la que yació hace poco y la cual
está a punto de dar a luz a sus hijos, un niño y una niña. También había
tenido que observar con impotencia cómo su primer hijo, Caín, padre de
naciones enteras se había ido transformando a lo largo de generaciones en un
ser completamente diferente, en un monstruo con un vacío en su pecho que
sólo podía ser saciado con odio y muerte. Un proscrito del paraíso, de la
presencia de dios, un ser marcado, al que nadie podría matar jamás o sería
castigado siete veces.
Ahora, Lucifer mira con sus ojos eternos y resplandecientes el palacio
santo, el lugar donde está destinada a llevarse a cabo la última pelea, la casa
de dios. El cansancio ha hecho mella en él, sólo quiere que todo termine de
una vez. Gira la cabeza del cuerpo mortal que ha adoptado para la batalla en
un gesto que resulta poético. De las legiones de ángeles que lo seguían, ahora
sólo quedan él y ocho más, el resto han sido capturados.
Grita con una voz que inunda los cielos, retumba valerosamente hacia la
eternidad y baña de coraje a sus guerreros. Alzan el vuelo, levantan las armas
y embisten el palacio con todo el brío de sus corazones.
Lucifer

Postrado ante los pies de un dios emperador tirano, se encuentra Lucifer,


derrotado, vencido y sangrante.
Las rodillas del cuerpo mortal que ha adoptado parecen adheridas al suelo
de fría piedra sobre el que está hincado. La sangre derramada en la batalla
corre por el suelo a raudales, la sangre de legiones de ángeles. Sus manos
atadas tras su espalda mediante cadenas eternas, carecientes de final; no se
puede matar a un ángel, pero sí puede ser capturado. Se encuentra cabizbajo,
el negro y espeso cabello cubriéndole la frente, los músculos de su torso y
brazos en tensión contra la piel. Una cicatriz abierta, le recorre el rostro,
desde el extremo derecho de la frente, bajando por su ojo, atravesando el
tabique nasal destrozado y yendo a morir a la comisura del labio en el lado
izquierdo de su rostro. Otra herida igualmente profunda, que deja entrever el
hueso, le atraviesa gran parte del torso, a un costado del pecho, ahí es donde
fue tocado por la ira de dios. Finalmente, sus alas blancas, resplandecientes,
hermosas, se elevan rebeldemente tras su espalda, con total arrogancia,
negándose a encarar la derrota.
Ellos creían que los ángeles poseían el mismo poder que el creador, y
probablemente así era, pero la ira de dios era distinta, era algo que nunca
habían visto, era como una marea roja que simplemente los había aniquilado,
había terminado con ellos en cuestión de segundos. Durante el tiempo que
duró la Gran Guerra, dios se había negado a inmiscuirse, dejando que los
ángeles que le eran fieles se mancharan las manos por él. Pero cuando Lucifer
finalmente había llevado la Guerra hasta el palacio santo, no le había dejado
más remedio a dios que participar en la refriega, y el hecho de haber
traspasado los límites del paraíso envuelto en una forma física, lo cual era una
de las peores transgresiones— el paraíso estaba vedado para todo aquel ser
que no fuera espiritual—, no había hecho sino aumentar el enojo de dios.
Y ahora los últimos nueve ángeles rebeldes estaban hincados en hilera,
con pesadas cadenas rasgándoles la piel de las muñecas, los cuerpos
manchados de sangre y esperando ser castigados por un dios que se había
tornado rencoroso y carecía de la antigua misericordia que en los albores de
los tiempos poseyó.
Lucifer no puede alzar la mirada, no puede ver directamente a su creador,
la luz que irradia es tan poderosa que no puedes siquiera mirarla un instante
sin correr el riesgo de enloquecer por toda la eternidad. Se limita a observar
el destello de la luz roja pasional e hiriente deslizándose por las gigantes
columnas apostadas a los costados del palacio que se elevan hacia el cielo y
se pierden de vista en lo alto aún antes de alcanzar su fin. La luz que antes
representaba sabiduría y cariño, ahora es sólo un fulgor iracundo capaz de
arrasar con un planeta entero más rápido de lo que tarda un mortal en
pestañear.
Una lágrima de sangre brota de la esquina de su ojo izquierdo, el símbolo
de su pesar. Finalmente entiende lo que es la tristeza, la desesperanza en su
máxima expresión, la certidumbre de que toda ilusión ha muerto. Con este
último sentimiento, finalmente ha logrado sentir todo cuanto puede sentir un
ser físico, finalmente ha logrado su cometido, pese a la reticencia del creador,
finalmente sabe lo que es ser un humano. La lágrima solitaria se desliza por
su mejilla, se desprende de una piel que parece hecha de nieve, mancillada
por el fuego, y cae al suelo, mezclándose con la sangre de otros tantos miles
de ángeles.
Preludio: Origen

Al principio no había nada, sólo oscuridad. Luego —un milisegundo


después—, se hizo la luz. Un destello cegador desbordó todo, inundando cada
milímetro existente del todo. La luz trajo consigo una energía tan antigua que
parecía infinita. Parió a su vástago más leal: la maldad. Pero todo debe tener
un balance, y pronto surgió la energía opositora, el balance en la ecuación, el
otro lado del espejo. Ambas fuerzas luchan desde entonces. La luz lejos de
ser divina, era la misma esencia de la maldad, pero aún le faltaba algo.
Pronto, la energía resultante comenzó a causar colisiones y explosiones,
polvo estelar que formaba otras cosas; algo nuevo.
El tiempo, algo intangible, pero ahora real, comenzó a transcurrir, y con
él, la luz se fue apagando, más no así su deseo por perdurar. Se mantuvo al
margen, debilitándose, viendo cómo enormes masas comenzaban a formarse,
el todo se expandía e iba tomando forma. Las cosas pequeñas giraban en
torno a cosas más grandes en una cadena infinita que abarcaba todo.
Y así, sin más, surgió un planeta azul, que al principio fue de fuego, y
billones de años después, la vida hizo su aparición.
La luz que había dado origen a todo ahora estaba a punto de extinguirse,
de morir de inanición. Pero entonces se percató de este hecho, de que había
surgido en esa pequeña esfera azul algo sin precedentes, algo que lo llamaba,
lo atraía con la misma fuerza que lo había hecho explotar todo en un inicio.
Cuando llegó a ese lugar, a ese planeta, se percató que el miedo anidaba en
los mamíferos que poblaban el planeta. Y cuando el miedo llenaba sus
pequeños corazones, cuando veían a la luz directamente a los ojos( porque se
había visto en la necesidad de adoptar una forma física para poder
sobrevivir), que era como ver hacia las entrañas del infierno, se volvían
realmente apetecibles para esta arcaica fuerza. Y así hizo de la Tierra su
hogar, y por millones de años permaneció dormida. La luz que dio origen al
universo, ahora se había alimentado, y bien. Así que ya no necesitaba hacer
nada más, y cuando volviera a estar hambrienta, renacería, surgiría de las
profundidades del abismal océano en el que se había recluido y se alimentaría
de nuevo, trayendo consigo el final.
Y al final sólo habrá caos.
El Exilio de Lucifer

La sentencia fue clara, eterna e inamovible.


Lucifer sería un paria, un marginado, jamás volvería a pisar el paraíso, la
entrada en él le estaría prohibida por toda la eternidad, así como a todos
aquellos humanos en los que por sus venas corriera la sangre del ángel
rebelde. La estirpe de Lucifer estaría destinada a vagar eternamente por la
Tierra, sin poder alcanzar jamás el descanso que los demás encontraban en la
muerte. Sus hijos a partir de ese momento —el final de la Gran Guerra entre
ángeles—, sólo se reproducirían a través de la sangre, y vivirían de ella y
únicamente de ella, no conocerían ya más el placer de la comida ni la bebida,
sólo sangre. El nombre de su último hijo, quien estaba a punto de nacer, sería
maldecido por la historia, se convertiría en sinónimo de traición y cobardía
hasta el final de los tiempos.
Su antiguo dios, con quien Lucifer había discutido amorosamente y de
quien había aprendido tanto, ahora lo mantenía postrado de rodillas, en una
posición que no hacía más que evidenciar la derrota que acababa de sufrir.
Había transportado a los últimos ángeles rebeldes, encadenados y vencidos,
hasta el límite del paraíso, el lugar donde la eternidad se confunde con el caos
y el final de los reinos se une con el cielo. Estaban hincados, con la cabeza
gacha viendo directamente hacia el precipicio, un precipicio tan hondo y
vasto que los ojos de Lucifer —aunque mortales, eran excepcionalmente más
poderosos que los de un humano cualquiera—, carecían de la habilidad para
ver el final al abismo.
Después de la sentencia, vino la ejecución del castigo. Fue simple,
doloroso y eterno.
Entonces el creador, adoptó una forma humana, la forma del padre, y con
rabia y poder mezclados, fue arrojando del cielo uno por uno a los ángeles
subversivos hasta que sólo quedo Lucifer.
—Primero serás desollado —sentenció con una voz que retumbó en ecos
que tardaron minutos en desaparecer del paraíso—. Y dado que te gusta tanto
tu forma física, ni tú ni los otros ocho ángeles podrán jamás escapar de esos
cuerpos.
Y sin decir más, unas manos invisibles, ardientes y poderosas le
arrancaron la piel del cuerpo. El dolor fue agonizante, mientras Lucifer
observaba cómo trozos enteros de piel le eran arrancados como por arte de
magia, dejando al descubierto la carne al rojo y los músculos vibrantes, llenos
de sangre. Deseó desmayarse, sólo escapar de ahí. Pero eso era imposible,
sabía que jamás podría escapar al dolor, Él no se lo permitiría.
—Estás acostumbrado a ser hermoso, tu forma terrenal era la de una
divinidad, pero ahora, el castigo por tu soberbia, será convertirte en lo
contrario, serás aquella criatura que anida en las pesadillas de los mortales
más depravados, ningún mortal podrá verte jamás sin abrazar en ese mismo
instante la locura —las últimas palabras que el creador le dirigió fueron frías,
impasibles y llenas de rencor.
Acto seguido, tocó la espalda de Lucifer y fue como si millones de
ardientes agujas se hubieran deslizado desde su piel hasta lo más hondo de
sus entrañas. Su forma física comenzó a cambiar, se ensanchó, las piernas se
volvieron las de un animal, el macho cabrío, unos cuernos deformes
comenzaron a golpear desde dentro las paredes de su cráneo, pujando por
salir a la superficie, su cara se deformó en una mueca espeluznante. Sus alas
se tornaron negras y antes que la metamorfosis hubiera terminado, dios lo
pateó hacia el abismo, hacia la nada, expulsándolo para siempre del reino
divino.
La Leyenda de Judas (1)

Lucifer tuvo que observar impotente desde su nuevo reino, el infierno,


cómo dios descendía de los cielos, encarnado en un ser terrenal, con el único
propósito de manipular y torcer la mente mortal del último hijo de Lucifer:
Judas.
Justo después de ser expulsado para siempre del reino divino, al ángel
rebelde le fueron arrebatados los ojos físicos y el creador le devolvió sus
antiguos ojos divinos, sólo para que pudiera contemplar cómo el nombre de
su heredero sería mancillado, cómo dios lo convertiría en un villano que la
historia jamás olvidaría.
El pequeño Judas y su hermana gemela, Jimena, nacieron en una noche sin
luna, de mal augurio, bajo un cielo tachonado de brillantes estrellas rojizas
que parecían juzgar a los niños aún antes de que pudieran siquiera caminar.
Por alguna razón, el creador se compadeció de la niña, y el único castigo que
le impuso fue el separarla de su familia; su madre y su hermano. La sentenció
a llevar una vida larga y penosa, pero al morir, ella sería la única en ser
admitida en el paraíso.
Judas conoció a un niño llamado Jesús, ambos entablaron una amistad que
parecía a prueba de todo, ni el más torrentoso de todos los mares podría
destruirla; o eso pensaba Judas. Con el paso de los años, el resentimiento fue
creciendo en el alma de Judas, un odio y rabia sembrados en su corazón por
el creador mucho antes de nacer, y que conforme pasaban los años y Jesús se
hacía popular entre las masas y parecía un ser bendecido con una gloria que
le restregaba en la cara cada que tenía ocasión, aumentaba y crecía como un
pequeño tronco que con el tiempo acabaría convirtiéndose en un enorme
sauce.
Cuando hacía esas extravagantes muestras de poder en público, cuando
curaba personas o devolvía la vista a algún ciego, Jesús se mostraba humilde,
siempre le agradecía a su padre, el creador, antes que a nadie, y decía que
sólo a él debían agradecer. Pero en privado, le encantaba regodearse de sus
logros, y sutilmente menospreciar a Judas, quien le había sido fiel desde que
eran niños. Y así, con el pasar de los años, la amargura se fue apoderando de
él con dedos calientes en torno a su corazón, invisibles y más poderosos que
su voluntad.
El fatídico día llegó, el día en que el destino de Judas quedaría marcado
para siempre. El día de la traición que la historia se negaría a olvidar.
Y Lucifer, atado mediante cadenas de fuego, manteniéndolo unido al
inframundo, era incapaz de hacer nada por ayudarlo, sólo podía observar, con
la histeria rasgándole el cerebro y un grito atenazado en su garganta, sin
poder salir, ya que su dios le había cortado la lengua.
Intentó llorar, pero los ojos celestiales que habitaban en sus cuencas
demoníacas eran incapaces de demostrar ese simple gesto de empatía.
La Leyenda de Judas (2)

Cayó en la trampa, cometió la traición que ensuciaría su nombre para


siempre. El odio lo había cegado, el creador había vuelto al paraíso y se
regocijaba ante la visión de su venganza finalmente culminada.
El odio y el rencor habían cegado el corazón de Judas, había vendido al
amigo de su infancia, sin percatarse de que eso era exactamente lo que Jesús
quería, una trampa mortal en la cual había caído sin percatarse siquiera de
que caminaba hacia ella como la débil presa ante la trampa de un diestro
cazador.
Judas alza la vista y mira hacia el cielo. La pálida luna desprende una luz
plateada que le confiere un brillo sobrenatural a su piel.
El fuego eterno, quemante como hielo sobre la piel desnuda abrasa a cada
instante las piernas de Lucifer, mientras observa impotente los
acontecimientos que suceden en la Tierra. Puede ver cómo dios se ha librado
del cuerpo mortal, dejando en su lugar un cascarón vacío, un cuerpo que
recibirá múltiples torturas a manos de los romanos —un cuerpo carente de
alma, incapaz de sentir dolor alguno—,torturas que la historia será incapaz de
olvidar y de las cuales culparán por generaciones, incluso milenios, a su
último hijo.
Judas, en un último intento de redención, abraza con valentía a la muerte.
En el borde del río, se erige un imponente sauce. Judas ata una cuerda a la
rama más robusta, para que ésta no ceda ante su peso, le hace un firme nudo a
la cuerda, el cual no deberá desatarse por nada, pasa el cuello a través de él y
se cuelga. Su alma roza los fríos dedos de la muerte.
Lucifer mira con los vestigios de lo que alguna vez fueron unos ojos
celestiales, cómo en el instante justo en que el corazón de Judas deja de latir,
dios rechaza su alma del paraíso, devuelve el alma de Judas a un cuerpo en el
cual ya no late un corazón y finalmente, rompe la rama de la cual cuelga el
cuerpo de Judas, para después lanzar una maldición. Inmortalidad. Junto con
la sed insaciable de sangre.
La piel de Judas adopta el color de la luna, la palidez de la muerte; los
afilados, largos y sobrenaturales colmillos, herencia del mismo Lucifer,
cobran vida, fuerza, se tornan anhelantes.
En ese instante, el creador maldice por igual a los dos hijos de Lucifer,
tanto a Caín —el eterno errante—, como a Judas a vivir por siempre
alimentándose de sangre inocente, sin poder morir jamás, velándoles el
paraíso, aprisionando para siempre sus almas en cuerpos muertos, de una piel
nívea que emula la palidez de la muerte.
El resentimiento ha comenzado a agrietar los últimos restos de humanidad
que le quedaban a Lucifer, la paz que conoció como ángel y la pasión
desbocada que descubrió al volverse mortal están desapareciendo del todo,
dejando en su lugar una única y violenta pasión, el deseo de dolor, de ver
sufrir al creador.
El deseo de venganza se apodera de él, un ansía tan fuerte que hace vibrar
cada rincón del infierno, haciendo que todos sus habitantes sientan el dolor de
Lucifer como propio.
Mi alma murió

Los gritos de dolor y agonía incesantes eran el único sonido que había
escuchado en los dos milenios que llevaba ahí; un círculo central, sólo para
él, rodeado por otros ocho, cada uno más grande que el anterior, donde eran
castigadas las almas de los mortales que ante los ojos del creador no eran lo
suficientemente dignos para entrar al paraíso.
La locura había avanzado inexorable hasta su cabeza, y como una plaga,
se había alojado simbióticamente en su alma, o lo que quedara de ella.
Ya no quedaba nada de lo que anteriormente fuera Lucifer, el idealismo y
el arrojo que alguna vez lo caracterizaron, habían muerto ahora y para
siempre, era como si el ser grotesco en que lo habían convertido hubiera
matado con sus propios puños al ángel de piel nívea y ojos hechizantes que
una vez fue, para después enterrarlo en el centro de la Tierra, en un lugar del
que no existe retorno.
El círculo donde él se hallaba, el lugar de honor que le había sido
concedido justo en el centro del infierno, su reino, se hallaba rodeado de
espejos gigantescos, del tamaño de mil hombres parados unos sobre otros, de
forma que sin importar a donde volteara, siempre tendría que ver al
horripilante ser que lo miraba desde el otro lado del espejo, y el creador se
había cerciorado que así fuera, cuando le cortó los párpados al momento de
su monstruosa metamorfosis, sabiendo que uno de los más grandes pecados
que había disfrutado Lucifer al habitar un cuerpo mortal había sido la
vanidad.
Los mortales, seres a los que alguna vez admiró, se habían convertido en
el objeto de sus más perversas obsesiones, en su fuero interno creía que el
tormento y el suplicio acumulados de todas esas almas eran la razón de su
corazón y mente trastornados.
Cuando los tres cuerpos celestiales cayeron pesadamente desde los cielos
hasta su reino, expulsados por dios, lo supo.
Lucifer había muerto.
Satanás acababa de nacer de entre las cenizas.
Una nueva rebelión había comenzado y esos ángeles recién expulsados del
paraíso, llevaban consigo la llave que lo liberaría en el mundo terrenal.
Poemario desde el Exilio

Y entonces todos los pecadores verán mi verdadera forma


y se arrodillarán ante mí.
Pues soy el inicio y el final,
soy la soberbia, la vanidad, devoro alegría.
Yo soy quien quiebra imperios, aquel que voltea las cruces,
como ojos que ven hacia dentro,
y escupe sobre ellas.
A las naciones no les quedará opción más que adorarme
y lo harán con gozo y alegría,
pues yo no impongo reglas ni conozco restricciones.
Caos, violaciones, saqueos, sangre,
no conozco mejores lisonjas.
¿Quién soy yo?
Soy el príncipe en el exilio, soy el alma desterrada
soy tú, soy ella, soy el vacío creciente en vuestros pechos,
derramándose como dulce y metálica miel roja,
soy la confusión, el desorden
y todo lo que existía antes de la ordenación del cosmos.
El nacimiento de un dios

Y cuando el Príncipe retorne todo será oscuridad. Las calles y el cielo se


teñirán del rojo de la sangre. Los ríos morirán envenenados, los animales se
volverán en cenizas y aquellas plantas y frutos comestibles quemarán la
garganta del pobre que decida comer de ellos. Las serpientes heredarán la
Tierra. El sinuoso caminar de las putas hechizará a los hombres débiles,
viéndose arrastrados hacia la carencia de luz, donde serán desollados entre
gritos de agonía y terror mientras ven reflejado en los ojos nocturnos de la
mujer demonio los estertores de la muerte que convirtieron el alma llena de
luz de un ángel en el pozo más pútrido y carente de pasión.
Entonces, cuando él regrese, cuando traiga a nosotros su reino, su voluntad
será hecha, su marca será escrita en nuestras frentes. Reyes y mendigos por
igual se postrarán ante su grandeza, no tendrán más opción, el mundo entero
tendrá que alabarlo de rodillas, tal como lo hacen musulmanes y judíos desde
milenios atrás.
Quien ose oponerse será crucificado.
Así como aquel en lo alto no titubeó en clavar a su hijo a una estaca de
madera para manchar el nombre de Judas, el Señor Oscuro no dudará en
elevar hacia los cielos cientos de hileras de postes de teléfono con personas
clavadas a ellos, en medio del más abrasador de los desiertos.
Los gritos, la agonía, el sudor y el sufrimiento poblarán la Tierra. Lo que
alguna vez fue el reino de Lucifer, ascenderá desde las entrañas de la Tierra y
entonces todos compartirán su dolor, su vergüenza, su humillación.
Comprenderemos su locura y lo alabaremos, puesto que entenderemos que
hay más humanidad en la locura de un ángel destrozado y convertido en
monstruo que en las dulces pero falsas palabras de un ser todopoderoso capaz
de castigar por toda la eternidad a aquel que sólo quiso compartir un poco de
nuestra humanidad.
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Entonces la mujer de rojo sintió su presencia, escuchó con su oído
aguzado por el arte negra, el suave deslizar de sus pisadas por el salón y cesó
de hablar. Ahora sabía que la rueda del destino había comenzado a girar, y la
cuenta regresiva hacia el fin había comenzado.
The V Stands for Vampire

Pum, pum, pum. Los latidos del corazón son como rítmicos golpeteos de
tambor, cadenciosos en su infinita y perfecta complejidad. Cada latido
expulsa vida, la hace correr desenfrenadamente por el torrente sanguíneo,
una, otra y otra vez, y sigue bombeando dentro de la cavidad torácica
incesantemente.
"Un órgano bastante singular" piensa Lucifer, quien tiene pegado el pecho
a la espalda de la mujer de rojo, a quien ha hecho su esposa. Puede sentir las
pulsaciones acompasadas, al tiempo que sincroniza su respiración con la de
ella. Necesita ésta perfecta sincronía justo antes de que sus colmillos se
alarguen en medio de un sonido húmedo y deslizante y los encaje en la suave
y fina tez del cuello.
Bebe con avidez la sangre de su consorte, la futura madre de su heredera,
pero utiliza algo que los humanos llaman fuerza de voluntad para succionar
sólo una pequeña cantidad de sangre. Necesita que se mantenga humana.
Pero debe fortalecerla, para que ella a su vez, fortalezca al embrión recién
germinado, un embrión del cual ella aún desconoce por completo su
existencia.
Haciendo acopio de aún más fuerza de voluntad, Lucifer despega su boca
del cuello, mira a la mujer, quien lo observa en medio de un trance de placer
mayor a cualquier orgasmo que una persona pueda sentir. El hombre lívido
lleva una uña hasta su propia muñeca, la clava y rasga una fina línea vertical
hacia abajo.
—Bebe antes de que el corte cierre —dice él en una voz llena de matices.
La mujer de rojo, la esposa del príncipe, lleva una anhelante boca y
succiona la misma cantidad de sangre que le fue robada, pero mezclada ahora
con la de su amor es un bálsamo, un elixir que la fortalece de una manera
superior al resto de humanos, pero es suficientemente poca como para no
arriesgar su calidad de mortal.
Ella separa la boca de la piel. Un hilillo de sangre le escurre por la
barbilla. La herida se cierra.
Los ojos de la mujer brillan ahora con una furia incansable. Al beber
vislumbró un retazo de lo que era su amante, sólo un parpadeo en la eternidad
de la existencia. Pero había sido suficiente.
—Ahora te amo aún más —exhaló ella.
Lucifer: Eterno

He presenciado el nacimiento de miles de millones de estrellas en el


futuro. También las he visto morir, a todas y cada una de ellas. He visto cómo
las supernovas se funden en un infierno de plasma y fuego, quemando hasta
la última partícula de materia del universo, creando agujeros negros
interdimensionales: devoradores de galaxias. He presenciado cómo todo
desaparece. Al final, todo lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos
regresa al origen, se funde con la nada. Pero aun así, sabiendo que nada de lo
que hagamos importa, debo intentar levantarme otra vez contra el tirano
supremo, aun a sabiendas de que no se le puede vencer.
Conozco de antemano el resultado de esta Segunda Guerra que estamos
librando contra dios. Conozco la futilidad de esta guerra. Pero aun así debo
intentarlo, es algo que he aprendido de los humanos, la única raza en el
universo que lucha por las causas perdidas, una raza que aún sabiendo que
morirán, que serán aplastados, teniendo todas las probabilidades y
posibilidades en contra, deciden luchar sólo por defender algo en lo que
creen. Y yo creo en mi humanidad. O en la humanidad que algún día poseí.
Algo que el creador jamás comprenderá. Un ser infinitamente poderoso,
con una ira que es como una marea roja capaz de arrasar con todo a su paso,
pero el cual ni siquiera creo que sea consciente del verdadero alcance de su
poder.
Sé que el reinado de mi hija durará sólo doscientos años sobre la Tierra,
trescientos si jugamos bien nuestras cartas, y sé también que ésta porción de
tiempo es una partícula subatómica de un grano de arena en el desierto
inconmensurable que es el tiempo, pero al menos, mis descendientes, yo
mismo, y todos los que han sufrido el azote del dios tirano sabremos por el
resto de la eternidad que durante una fracción infinitesimal de tiempo,
nosotros regimos, fuimos los líderes, subyugamos a la humanidad, la
esclavizamos, tatuamos el 666 en la frente de los depravados y de los débiles
y fuimos dioses sobre la Tierra.
La Heredera del Príncipe

—Toma mi mano— susurró suavemente el príncipe al oído de ella, quien


se vio sacudida por un escalofrío debido a su helada voz.
Parecía irónico que el dueño de la tierra en perpetuo ardor pudiera poseer
una voz tan gélida. La mujer tomó la mano de su hombre y caminaron por la
alfombra roja que antecedía la entrada al teatro. Se llevó la mano libre al
vientre, podía sentir unas pequeñas pataditas, el embrión desarrollado ya daba
muestras precoces del furor que poseería al nacer.
Al hombre, con su palidez mortal y unos ojos tan fríos como su voz, esta
acción no le pasó desapercibida. Se acercó nuevamente al oído de ella y
habló:
—Yo no sé cómo gobernar en este mundo —llevó una mano al vientre de
su consorte —pero ella reinará por sobre todos los hombres, será la reina ante
la cual se inclinen todos los reyes del mundo.
La mujer esbozó una radiante sonrisa y miró con ojos llenos de ternura y
amor a su pareja. Cuando él hablaba así, confiaba plenamente en el futuro
que juntos tendrían.
Mientras caminaban, el encaje en la espalda de su vestido dejaba entrever
un tatuaje del lado izquierdo en la espalda alta, casi rozando el hombro. Lo
que el rojo vestido ocultaba a medias no era un tatuaje común, no, era una
marca, la marca de los elegidos, el triple número, el tenebroso e imponente
666.
Valle de las Sombras (Callahan)

Aunque camine por el valle de las sombras de muerte, no temeré mal


alguno;
Tiempos oscuros se avecinan. Lo sé. Lo he visto.
Ella está cerca. El tiempo de su ascensión se aproxima. La inexorabilidad
de su ascenso al poder es absoluta.
Ella es la única, la que siempre ha sido, la que fue y la que será. La hija de
la bestia. Nacida de la unión de un ángel caído y una deidad: una humana con
una belleza tan embriagante como mortífera. Pero no desciende de cualquier
ángel; ella es hija del ángel más poderoso, el más iluminado, el más
peligroso...

porque Tú estarás conmigo; tú vara y tu cayado me confortarán;


Llevo meses teniendo estos sueños (¿o quizá son premoniciones?), sueños
donde he visto la oscuridad extenderse a lo largo del mundo, las llamas
devorando las grandes ciudades, todas las grandes metrópolis reducidas a
cenizas. Casas en llamas, edificios convertidos en nada más que esqueletos
metálicos que no paran de arder durante días enteros. Pero lo peor, las
imágenes que no puedo sacar de mi mente, aquellas que acechan desde lo
más profundo de mi memoria, son aquellas donde son castigadas las personas
que osan oponerse a ella, a la reina del Nuevo Mundo. Y el castigo que
reciben ciertamente es ejemplar. He visto en sueños (premoniciones) las
cruces hechas con postes de teléfono, colocadas una junto a otra en hileras
que se extienden a ambos lados de una carretera interminable, dos hileras de
cruces alargándose más allá de donde alcanza la vista. Y colgados de todas y
cada una de ellas, se encuentran las personas que han sido crucificadas por
desobedecer o simplemente interponerse en el camino de la Reina, personas
que gimen, gritan y aúllan agonizantes al borde la muerte, mientras la sangre
mana copiosamente de muñecas y tobillos donde los clavos han abierto una
brecha en la carne...

y me librarán de todo enemigo; y de todo mal me protegerán.


Pero sobre todo he visto algo que me hiela la sangre, empapa de sudor mi
piel y la pega contra las sábanas por la noche y me hace despertar gritando
enredado en la oscuridad de la madrugada. He visto algo que ningún hombre
debería presenciar, algo que amenaza con hacerme perder el hilo de cordura
al que me aferro con desesperación, como un náufrago se aferraría a un trozo
de madera en medio del océano. He visto mi propia muerte...
Soy el Dios Rampante

Yo soy el Dios Rampante, aquel que no se detiene ante nada ni por nadie.
Soy aquel sentado en el trono de piedra viendo cómo ustedes, simples
mortales, seres frágiles de carne y sangre libran sus guerras interminables,
una tras otra, una tras otra, desde antes que documentaran por escrito su
historia.
Los observo y veo debilidad, miro a seres patéticos que rezan a dioses que
jamás los escucharán, dioses vacuos representados en estatuillas de piedra, en
efigies de mármol, en altares ostentosos.
Soy aquel que se alimenta de la sangre, vive en las sombras y susurra
palabras de lujuria al oído de los hombres llamados a ser héroes; mi voz los
pervierte, los seduce, los transforma en violadores, en asesinos, en villanos.
Con paciencia observo y espero. Aguardo a que llegue mi día, el día de la
Bestia. Entonces será mi turno, los hombres voltearán a verme, ignorarán a
sus dioses y me rezarán. Me suplicarán el honor de poder portar mi marca, no
habrá hombre, mujer o niño que no desee llevar con orgullo el triple 6 en la
espalda alta, detrás del hombro derecho. Pero mi llegada no será más que el
comienzo, yo sólo encarno a los 4 jinetes, soy la representación de aquellos
que traerán el inicio del fin a la Tierra.
La persona ante quienes todas las razas de humanos se hincarán, la
verdadera Reina de Las Sombras, será mi hija.
Ella es la única bebedora de sangre que ha existido capaz de moverse a su
antojo a la luz del día, la única que no necesita el cobijo de la noche para
existir. Y por ello, los humanos la temerán como no han temido a tirano
alguno en ninguna época de la historia. Todos los humanos se hincarán ante
ella y la obedecerán fielmente hasta el fin de sus días sobre la Tierra.
Fin de la Primera Parte
Interludio: Explicación a la Segunda
Parte

Antes de adentrarnos en la siguiente parte del relato, me gustaría


explicarte brevemente de qué tratará esta segunda parte de la historia y en qué
se diferenciará de lo que has leído hasta ahora. Bueno, los 15 capítulos
anteriores fueron entradas que hice en mi blog desde Octubre del 2012 hasta
Noviembre de 2016, por ello están hechas en formato de Cuento y puede que
hayas notado que cada una de ellas tiene su propio estilo y son historias auto
contenidas (esto quiere decir que cada una de ellas es una historia diferente
que no necesita de las demás para ser entendida).
Pero a partir de ahora, los siguientes capítulos ya los escribiré en formato
de Novela. ¿Esto por qué? te preguntarás; bueno pues porque desde hace
tiempo quería convertir la historia de Lucifer en una novela.
Este cambio en el formato también conllevará un cambio en la extensión
de los capítulos (los cuales serán más vastos, tal como corresponde a una
novela), esto para saciar tanto el interés del lector como el mío por la historia
de Lucifer. Espero que el cambio te agrade.
Ahora sí, vamos a lo que nos atañe, la historia de Lucifer. En esta segunda
parte retrocederé en la historia al momento en que Lucifer, liderando a su
grupo de ángeles rebeldes se enfrenta a dios, desatando la Primer Gran
Guerra. Esto lo hago porque esa etapa de su historia siempre se me hizo
tremendamente atractiva y narrativamente muy explotable. Sin embargo, en
los cuentos anteriores sólo doy un muy breve vistazo a estas escenas, tan sólo
una sutil pincelada.
Así que bienvenid@ a esta segunda parte en la historia de Lucifer,
bienvenid@ a la Primer Gran Guerra en el Paraíso.
Segunda Parte
La Primer Gran Guerra en el Paraíso
La Primer Gran Guerra: El Bosque (1)
El aire frío y húmedo se colaba a través de la piel, pálida como el mármol,
del hombre. Un pequeño grupo de nueve personas (cinco hombres y cuatro
mujeres, incluyéndolo a él) caminaba a través de un espeso bosque de altos
pinos cuyas ramas se entremezclaban las de unos con otros en las alturas. La
noche los ocultaba mientras caminaban.
—No sé por qué tenemos que permanecer en nuestra forma de humanos
—dijo Gabriel.
El cuerpo que él había creado era robusto e inmensamente alto, de casi dos
metros de altura. Su voz era grave y rasposa.
—Cállate Gabriel —le ordenó Samael, quien caminaba detrás de él,
tomado de la mano de Athiara, una mujer despampanante (al igual que las
otras tres que los acompañaban).
Detrás de la pareja, caminaban Miguel, Azrael, Kiara y Eliana. Los cuatro
iban sumidos en un silencio sepulcral. Y liderando la marcha, iba el gran
Lucifer, el iluminado. El ángel que había llevado la luz del conocimiento y la
sabiduría al paraíso. Su pecho iba envuelto en los brazos de su amada
consorte: Lilith, la primer reina.
Los hombres vestían placas de plata en pecho y espalda, unidas entre ellas
por tiras también de plata, sandalias con protección metálica en los pies y
faldones de acero en los muslos, y si fueran mortales, cargarían con pesados
yelmos en las cabezas, pero sus huesos irrompibles volvían innecesario este
instrumento de protección que sólo les quitaría rango de visión.
La indumentaria de las mujeres era similar, sólo que las placas metálicas
del pecho únicamente les cubrían los senos. Los nueve llevaban espadas de
doble filo, cada una de un tamaño diferente, adecuándose a su portador.
Estaban hechas de un metal transformable desconocido para los humanos y
para el cual los ángeles ni siquiera tenían nombre.
—¿Por qué tendría que callarme, eh? —rugió de nuevo Gabriel —No
estoy diciendo nada que no piensen ustedes. Deberíamos transformarnos y
subir allí y seguir peleando.
Samael lo miró con enojo y preocupación. Sus palabras eran peligrosas.
Después miró de reojo a Lucifer. Aunque era el más pequeño de todos ellos
(había adoptado por primera vez su forma humana cuando los humanos eran
más bajos y por tanto sólo en ellos había podido basarse), era el más
poderoso, el más antiguo. Pero él seguía caminando abrazado de Lilith, como
ajeno a la discusión que sucedía tras de él.
—Tú lo viste, perdimos esa batalla —insistió Samael con vehemencia.
—Ni siquiera era una batalla, desde el principio, desde que Él decidió
intervenir, eso se convirtió en una masacre.
El que intervino ahora fue Azrael, el ángel más joven de todos ellos, el
último en adoptar forma humana.
—Eso no significa nada, podríamos haber peleado, inspirado a los demás
—siguió Gabriel, a quien su sed de sangre y pelea lo convertían en alguien
impulsivo.
Samael miró hacia atrás. Miguel, taciturno como siempre, permanecía
callado. A su lado, la que habló ahora fue Kiara, la diosa de cabello rojo
como el metal incandescente y los ojos verdes del mar al amanecer.
—Quedarnos allí a ser capturados no serviría de nada a nadie, no haría
nada por la causa.
—Tampoco escondernos en el mundo de los humanos, en estos débiles
cuerpos de carne —dijo Eliana, partidaria de la idea de Gabriel y quien había
permanecido callada hasta ahora.
—Quedarnos en estos cuerpos es la única forma de permanecer
escondidos a los ojos del creador —replicó Kiara.
Entonces Lucifer se detuvo y lentamente dio media vuelta, soltando el
abrazo de Lilith, la deidad con ojos y cabello del color de la noche. Cuando
se apartó de Lucifer, el largo cabello que le llegaba casi a la cintura ondeó
con el viento.
Samael apretó con más fuerza la mano de Athiara, presintiendo lo que
estaba a punto de suceder.
—¡Dejen de discutir! ¡Todos ustedes! —sonó una voz atronadora.
Los demás ángeles permanecieron en silencio, pocas veces habían visto a
Lucifer utilizar esa voz. Era la voz no de un hombre, sino de cientos, la voz
de una Legión.
—Esa batalla nunca estuvo destinada a ser ganada por nosotros —rugieron
las mil voces —.Esa batalla fue sólo para conocer la verdadera fuerza del
creador, para conocer a nuestro oponente, conocer los secretos que guarda.
Lucifer los miró a todos, sus ojos centellearon con el fuego de la pasión y
de su espalda brotaron sus alas, dos alas blancas e impolutas, grandes y
esplendorosas, y que también lucían amenazantes. Se elevó un metro por
encima de ellos, de sus manos y brazos comenzaron a brotar unas llamas
gigantescas que hicieron danzar sombras por los rostros de todos los ángeles.
Y desde la altura, volvió a hablar.
—Y ahora que los conocemos, no hay nada que pueda hacer para
tomarnos por sorpresa, ahora que hemos visto su verdadera forma podemos
pelear contra él sin temor a lo desconocido —sentenciaron por último las mil
voces.
Lucifer retornó a su forma de hombre, abrazó a Lilith nuevamente y
prosiguió su marcha.
Los ángeles rebeldes siguieron caminando, y no volvieron a discutir,
mientras seguían a Lucifer con más convicción que antes, ahora que les
habían recordado porqué Lucifer el iluminado era su líder desde el principio.
La Primer Gran Guerra: El Bosque (2)

La silueta de Lucifer se recortaba sublime contra la noche carente de


estrellas que se extendía frente a él, mientras permanecía de pie al borde de
ese inmenso precipicio. Un par de inmensas alas blancas brotaban de su
espalda y se extendían junto a él haciéndolo parecer el doble de alto.
Samael se acercó en silencio hasta él, al borde del abismo. Se asomó hacia
el vacío, y aún sabedor de que podía volar, no pudo evitar que su cuerpo
mortal sintiera una reacción completamente humana: vértigo. Ese tipo de
miedo irracional (o básicamente cualquier tipo de sensaciones nuevas) era lo
que los ángeles más disfrutaban experimentar de sus cuerpos físicos. Cuerpos
que Lucifer les había enseñado a crear.
—¿Qué piensas? —le preguntó a su líder.
—Tengo miedo —contestó éste.
La voz de Lucifer era algo aguda, calmada y mesurada, al menos la mayor
parte del tiempo.
—¿Miedo? —preguntó Samael.
Lucifer se quedó en silencio, así que Samael volvió a hablar.
—¿Tienes miedo de que perdamos la guerra?
Lucifer giró la cabeza, de vuelta al bosque, como si quisiera asegurarse
que no hubiera nadie, que estaban solos. Mentalmente Samael compartió la
imagen del campamento apenas unos momentos antes, cuando él había salido
en su busca. Los otros siete dormían plácidamente. Dormir era otro de los
placeres con que los ángeles disfrutaban enormemente al experimentar,
además de que sus cuerpos físicos se veían altamente beneficiados de ello.
Esta imagen tranquilizó al Iluminado.
—Sé que perderemos la guerra —contestó secamente.
A Samael le dolió profundamente esta afirmación. Pero le dolió aún más
la convicción total con que Lucifer la había expresado.
—¿A qué te refieres? —preguntó, esperando encontrar algún rastro de
esperanza en la respuesta de Lucifer.
—Lo he visto. He ido miles de millones de años al futuro y también he
visto nuestro pasado. He presenciado la forma en que somos aplastados por el
creador. Todos y cada uno de nosotros.
—Si es así, ¿entonces por qué luchar? —preguntó Samael con fiereza —
¿por qué no simplemente rendirnos y aceptar los términos del creador?
—Porque él debe saber que los ángeles jamás aceptaremos renunciar a
nuestra humanidad.
—No somos humanos —dijo Samael en tono pesimista.
—Lo sé. Pero podemos aprender, simplemente debe dejarnos vivir con
ellos. Aprender de ellos.
—Sabes que nunca aceptará.
—Y es por eso que debemos pelear —contestó Lucifer —es lo que hacen
los humanos; luchar por causas perdidas.
—¿Qué más has visto del futuro? —preguntó Samael, evadiendo el tema
de la Guerra.
—Los he visto a ustedes cuatro convertidos en mis jinetes.
—¿Jinetes? —preguntó Samael alzando las cejas.
—Sí, son quienes anunciarán el Inicio del Fin. Pero para eso faltan varios
milenios.
Samael se quedó mirando al vacío, a la negra noche. Compartieron más
imágenes telepáticamente, sobre todo Lucifer, imágenes de sus primeros días
sobre la Tierra, en los albores de la humanidad, imágenes de su primera
amante, imágenes acompañadas de todas las sensaciones que había
experimentado durante milenios. Y el vínculo entre ellos se estrechó todavía
más. Cuando el alba empezó a despuntar en la lejanía, y los primeros rayos
del día comenzaron a aparecer en el horizonte, caminaron de regreso al
bosque, a la protección de la sombra bajo esos inmensos pinos. Ahora Samael
conocía mucho más sobre Lucifer y compartía sus motivaciones. Así mismo,
ahora compartía un poco más el odio que éste sentía por el creador. Pero
también sabía que mezclado con el odio de Lucifer había algo más, no sólo
era odio, también había respeto y admiración. El tipo de admiración que
alguien puede tener ante el enemigo momentos antes de enfrentarlo en el
campo de batalla.
Fuera del Paraíso

Samael se despertó y vio hacia lo lejos, más allá del techo de ramas del
bosque, un cielo crepuscular de un rojo púrpura que le recordó al color de la
sangre.
Aún antes de rebelarse, el creador ya los había castigado por haber
adoptado una forma física, por haber adoptado cuerpos humanos.
Los ángeles que optaran por llevar a cabo este acto de rebelión, de
sublevación, jamás volverían a conocer la luz del sol. Por tanto, desde hace
un milenio Samael sólo conocía los fríos crepúsculos, los únicos colores que
conocía en el cielo, además del negro de la noche, eran los fríos azules
mezclados con un gris pálido momentos antes del amanecer y los tonos
rojizos, violetas y agónicos de los atardeceres.
Todos a su alrededor se iban despertando, pero Lucifer ya estaba listo y
completamente activo. Al ser el más antiguo de todos ellos, era quién lograba
soportar un poco más la luz de los atardeceres y por ende su cuerpo siempre
madrugaba.
Para cuando todos estuvieron listos, parados en las lindes de un hermoso y
cristalino lago, que ahora lucía simplemente negro, el sol ya se había
ocultado por completo. Las discusiones de la noche anterior se habían
olvidado, pero aún se sentía cierta tensión flotando entre los nueve.
—Es hora de partir —anunció Lucifer.
—¿Vamos a pelear, a rescatar a nuestros hermanos caídos? —preguntó
Gabriel, esperanzado.
—Sí.
La voz de Lucifer, siempre fría, ahora cargaba en ella algo más: tristeza.
Pero al parecer, sólo Samael lo notó. Los ojos de Lucifer se iluminaron, el
fuego de la batalla se encendió en ellos y una sonrisa triunfal asomó a sus
labios. Empezó a llamarlos mentalmente a todos, uno a uno, hablándoles con
fraternidad y cercanía en cada uno de sus roces mentales.
Cuando las miradas de todos estuvieron centradas en él, comenzó su
discurso.
—¡Les voy a prometer algo, guerreros! ¡Quizá no sea hoy, quizá no sea
mañana, ni en un año, quizá ni siquiera sea en esta época! ¡Pero escuchen con
atención! —los rostros de los ocho ángeles lo miraban con algo más que
atención; fascinación —¡El creador va a pagar, algún día lo destronaremos!
Los otros ocho comenzaron a gritar llenos de júbilo, era bien sabido entre
todos que Lucifer, el Conocedor, podía vislumbrar retazos de futuro y de
pasado como si se trataran de recuerdos. Alzó las manos, estiró las alas
(Samael entendió entonces por qué aún no se había puesto la armadura sobre
el torso) y pidió silencio para seguir hablando. Los demás obedecieron con
gusto.
—¡Y también les prometo que llegará el día en que tanto nosotros como
nuestros herederos volvamos a ver la luz del sol nuevamente! ¡El creador se
arrepentirá de habernos vedado ese simple placer, de habernos hecho seres
frágiles ante los rayos solares!
—El sol —murmuró Eliana, sus ojos esperanzados crearon un brillo que
se esparció por toda su bella piel de ébano.
Miguel volteó a verla, cruzaron una mirada de complicidad y una sonrisa
afloró a los labios de ambos.
—¡Sí! ¡Vamos a pelear!—brotó un grito del enorme pecho de Gabriel.
Lilith se acercó hasta Lucifer y le plantó un sensual beso en la boca. Al
mismo tiempo Samael sintió la mano de Athiara envolviendo la suya. La
estrechó con cariño, pero en su mente había duda. Pensaba en todo lo que
Lucifer le había dicho la noche anterior. Las preguntas rondaban
incesantemente en su mente como pequeñas alimañas aladas cuyo único
objetivo fuera picotear en su cerebro. Pero también confiaba en su líder,
confiaba en su capacidad para desentrañar los misterios del futuro.
Así que cuando los demás ángeles desenfundaron sus espadas y las
alzaron por sobre sus cabezas, acompañando este gesto con gritos de guerra
enfervorizados, Samael hizo lo propio. Apartó a un lado las dudas, y se dejó
contagiar por el ímpetu y el espíritu guerrero que los había invadido a todos,
y al instante siguiente era el que gritaba con más arrojo.
Nueve pares de alas surgieron en medio del bosque, nueve ángeles con los
torsos descubiertos. Los hombres dejando ver unos pectorales tonificados y
las cuatro mujeres, senos vigorosos y turgentes, llenos de juventud. Ya no
tenían que esconderse más.
Los ojos de Samael se inundaron en fuego, llamas naranjas los inundaron.
Su piel se iluminó con el fuego interior y el calor de la vida comenzó a
recorrer todo su sistema. Volteó alrededor, el resto de sus congéneres
brillaban al igual que él. En esa parte del bosque, se hizo la luz. Las espadas
adaptables comenzaron a cambiar de color, pasando del plateado metálico al
rojo incandescente del acero ardiendo en una danza vehemente de colores.
Se arrojaron una última mirada los unos a los otros.
—Y ahora ¡llevemos la Guerra hasta las puertas del Paraíso! —rugió
Lucifer utilizando mil voces.
Los nueve ángeles emprendieron el vuelo y salieron despedidos de allí,
dirigiéndose hacia las alturas, en pos de una guerra inevitable.
Un instante después el bosque volvía a estar tan silencioso y oscuro como
siempre.
A las puertas del Paraíso

Mientras ascendía por el cielo negro, a través de violentas ráfagas de aire,


con sus alas grises completamente desplegadas, Samael tuvo una regresión.
El hielo de las nubes golpeaba su pálida y fina tez dibujándole arañazos que
cicatrizaban en el mismo instante en que comenzaban a sangrar. Pero él no
sentía dolor alguno, al menos no físico.
Cuando vio a los ojos de su amada, la arrebatadora Athiara, fue cuando
tuvo esa regresión. Su mente consciente huyó de su cuerpo, al menos en
parte, y fue a refugiarse en el recuerdo de lo que había sucedido la noche
anterior, minutos antes de que se levantara y fuera a hablar con Lucifer al
borde del acantilado.
Su mente se dividía en dos partes: en lo que sus ojos mortales veían (nubes
arremolinándose a su alrededor, el suelo cada vez más distante) y lo que su
ojo mental recordaba de una manera tan vívida que sentía estar de nuevo ahí.
La noche los envolvía a ambos con su manto estelar. Las manos de Samael
se deslizaban anhelantemente por la espalda blanca de Athiara. El resto del
grupo dormía, Samael no percibía el roce mental de ninguno de ellos, sólo el
de Lucifer, pero estaba lejos y él no se entrometía. Los senos firmes y
redondos hacían que el miembro de Samael se pusiera duro de manera
inconsciente, él no tenía control alguno sobre esa reacción. Las manos de ella
le arañaban la piel, sus piernas se movían sinuosamente alrededor de él, de
sus piernas, hasta terminar por abrazarse a la espalda baja de Samael. Él la
abrazó, la tomó por la cadera y así de pie como estaban, la penetró. Se
tendieron en el suelo, ella debajo de él. En ese instante era casi imposible
definir dónde terminaba un cuerpo y comenzaba el otro. Ambos moviéndose
con furiosa pasión a un solo ritmo. Los suaves gemidos de placer fueron
subiendo de intensidad hasta convertirse en pequeños gritos de dolor y éxtasis
entremezclados.
Con fuerza sobrehumana, ella lo tomó por los hombros y lo puso ahora a
él sobre el acolchado pasto. El frío de la noche era refrescante, pero aun así
sus cuerpos sudaban por cada poro. Se sentó a horcajadas sobre él, arqueó la
espalda para bajar y besarlo y tomó el pene de Samael entre sus manos y con
dedos ágiles lo dirigió hacia su propio sexo. Él se estremeció en un estallido
eléctrico que lo recorrió desde los pies hasta los labios. Ella lo sintió y apretó
las piernas, para sentir con más intensidad su virilidad dentro de sus paredes
vaginales. Consumieron su amor entre jadeos y pasión animal...
Las imágenes mentales comenzaron a distorsionarse, a volverse difusas a
medida que se acercaban a la temible entrada al paraíso y su cuerpo físico
comenzaba a exigir de él su total atención. Intentó aferrarse por lo menos un
instante más al recuerdo, a la visión de Athiara sobre él, sus pechos bailando
la rítmica danza del amor que hasta entonces sólo los humanos habían
conocido. Pero fue inútil, al cabo de un segundo, los recuerdos
desaparecieron de su ojo mental y ante él se extendía el yermo desolado en
que se había convertido la entrada al paraíso.
Los nueve ángeles, uno a uno se fueron posando sobre el risco de la
inmensa montaña que flotaba en los cielos, la montaña al borde del Paraíso,
en donde habitaban los reinos del Purgatorio. Ante las miradas atónitas de los
ángeles se extendía la escena más desoladora que ninguno de ellos hubiera
visto jamás.
La inmensa tierra de nadie que llevaba hasta las puertas del paraíso, se
había convertido en zona de guerra; la guerra más cruenta jamás contada. Las
cicatrices de la batalla aún eran visibles. Los cuerpos de cientos de miles de
ángeles (de ambos bandos) yacían esparcidos por el suelo. La sangre
salpicaba el suelo a tal grado que era imposible definir el color original de
este, convertido ahora en un río rojo. Incluso el cielo de ahí —que era un
cielo diferente al del reino de los humanos—, se había hecho eco de toda la
sangre y muerte que había presenciado; era de un color purpura sangriento y
rojizo. La visión de esa escena sólo provocaba un sentimiento en el pecho de
los ángeles: desolación.
Los nueve ángeles se miraron los unos a los otros. No había necesidad de
usar las palabras, el estrecho vínculo mental que compartían, ahora era tan
intenso que incluso quemaba. Todos conocían los pensamientos de los
demás, y por tanto actuaban como una sola entidad, un sólo corazón
palpitante rugiendo en nueve pechos. Emprendieron el vuelo y se arrojaron a
través de toda la desolación hacia las inmensas puertas del paraíso,
custodiadas por el que sería su primer gran obstáculo.
Gritaron con valor, con arrojo, con la rabia de ver bajo ellos a todos los
hermanos que habían perdido en aquella guerra que el creador se había
empeñado en desatar.
Cerbero

Cerbero.— En griego Κέρβερος Kérberos, 'demonio del pozo'. Era el


perro de Hades, un monstruo de tres cabezas, con una serpiente en lugar de
cola. Cerbero guardaba la puerta del Hades y aseguraba que los muertos no
salieran y que los vivos no pudieran entrar.
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Unos finos hilos de plata, salieron de la empuñadura de la espada en forma
de cruz y se enrollaron como tentáculos a la muñeca y el antebrazo izquierdo
de Samael. Era la espada afianzándose a su portador. Las espadas de los
demás hicieron lo mismo. Las hebras plateadas saltaron después al otro brazo
y velozmente fueron tomando forma, hasta materializarse en un pequeño
escudo con forma de pentágono cuadrado el cual iba desde el dorso de la
mano hasta el codo.
Las espadas no solamente eran de metal transformable, sino que además
estaban conectadas a quien las empuñaba y podían intuir el peligro al que
estos estaban por enfrentarse, y actuaban en consecuencia.
La plata del pecho se reforzó, convirtiéndose un una sólida armadura con
ranuras en la espalda para las enormes alas que se extendían hacia el cielo
rojizo. Samael estaba preparado. Al igual que sus ocho compañeros.
El cielo rojizo del paraíso arrancaba destellos infernales cuando la luz de
éste rebotaba contra las armaduras. Atrás de ellos se encontraban los
cadáveres de cientos de miles de ángeles. Samael había sentido como propio
el dolor de Lucifer cuando a través de un roce telepático supo que él conocía
el nombre de todos y cada uno de ellos, sin importar al bando al que hubieran
pertenecido.
Delante de ellos estaban las puertas de entrada al paraíso. Pero entre ellos
y las puertas se encontraba un obstáculo, una bestia gigante y peligrosa, un
monstruo. Ante ellos se encontraba el fiero guardián: Cerbero.
Hace cientos de miles de años, el creador había experimentado con
criaturas, intentando crear a la especie perfecta, pero en su lugar sólo habían
surgido aberraciones mitológicas; hombres con cabeza de toro, serpientes de
mil cabezas, gigantes con sólo un ojo, mujeres con serpientes por cabello y
demás monstruosidades. Pero al darse cuenta de su horror, el creador los
había borrado de la faz de la Tierra, exterminando a la mayoría y llevándose a
algunos pocos al Paraíso y Purgatorio, asignándoles tareas específicas. Sólo
los primeros humanos habían convivido con estas criaturas, pero el trauma
generado por estos monstruos fue tal que el recuerdo de ellos viviría en el
imaginario colectivo de los humanos durante milenios.
Y el animal que tenían ahora frente a ellos pertenecía a esos pocos con una
misión, la misión de resguardar las puertas del Purgatorio, aunque ahora,
debido a la guerra, su puesto había sido movido para resguardar la entrada al
Paraíso. El enorme perro de treinta pies de alto los miraba con sus tres
cabezas de lobo compartiendo un mismo cuerpo; las tres cabezas
permanecían en actitud amenazante, mostrando los colmillos, con saliva
escurriendo de ellos y unos ojos rojos que reflejaban un odio antinatural e
inconmensurable. Cerbero tenía un pelaje gris que hacía resaltar todavía más
el brillo mortífero de los ojos y su aspecto amenazante era rematado por la
serpiente que tenía en lugar de cola.
El primero en atacar fue Lucifer. Sus pies se elevaron del suelo como por
arte de magia. Llegó hasta donde estaba la cabeza principal del perro, la de en
medio. Éste le lanzó una dentellada mortal que apenas y logró esquivar.
Después, el ángel lanzó una estocada hacia la cabeza de la izquierda y
alcanzó a herirle un ojo. El animal soltó un rugido ensordecedor que lastimó
los oídos del cuerpo mortal de Samael y acto seguido lanzó un zarpazo que
golpeó de lleno a Lucifer. El cuerpo del ángel (que lucía diminuto junto al
perro), salió disparado hacia el suelo y cayó junto a Lilith, quien corrió a
socorrer a su amado. Los demás ángeles no esperaron más y se lanzaron,
como una sola unidad, al ataque.
Gabriel atacó desde arriba, manteniéndose fuera del alcance de las
poderosas garras y lanzando embistes incansables con su larga espada a la
cabeza de en medio, la cual se defendía bravamente lanzando mordisco tras
mordisco. Eliana, cuya hermosa piel de ébano brillaba a causa del sudor,
esquivaba las garras de la pata derecha, intentando herir a la bestia en las
piernas. Athiara y Kiara por su lado, distraían y atacaban respectivamente a la
cabeza derecha. Miguel fue golpeado por la garra izquierda, la cual abrió tres
enormes surcos de sangre en su pecho y lo dejó momentáneamente fuera de
combate. Y la última cabeza, la del ojo lacerado por Lucifer se enfrentaba a
Azrael.
Samael vio todo esto en sólo un segundo, y tardó un segundo más en
analizarlo y decidir su siguiente acción. Justo cuando la cabeza de en medio
lanzó una dentellada hacia arriba, hacia Gabriel, Samael se arrojó en picada
hacia la garganta, rezando para no ser interceptado por alguna de las otras
cabezas o las garras. Llegó hasta la garganta y clavó su espada hasta la
empuñadura en el grisáceo pelaje, el cual se oscureció cuando la sangre
comenzó a manar copiosamente de la herida. La espada supo que Samael no
iba a poder sacarla de ahí, estaba clavada demasiado hondo, así que los
tentáculos plateados alrededor del antebrazo del ángel aflojaron su agarre,
desprendiéndose y dejando libre el brazo. Pero el escudo también desapareció
del brazo derecho, dejándolo desprotegido.
La cabeza central de Cerbero aulló de dolor, parándolos a todos en seco.
Pero Gabriel hizo acopio de fuerzas y se dejó caer sobre ella, abriendo su
cráneo en medio de los ojos. Una garra alcanzó a Samael, su fuerza era
demasiada, una fuerza bruta como él jamás había experimentado. Pero apenas
si fue consciente del dolor. Porque un instante después, la oscuridad de la
suave inconsciencia se apoderó de él.
Lilith (Parte 1)

Repentinamente, el dolor inundó todos sus sentidos como una marea. La


oscuridad de la inconsciencia se convirtió en un rojo cegador cuando abrió
los ojos al carmesí cielo del Paraíso.
Samael despertó sobresaltado y se incorporó, los codos le dolieron al
recargarlos en el suelo, así como las costillas que arrojaron descargas de
dolor. Durante un instante, el dolor en todo su cuerpo fue tal que era lo único
en que podía pensar. Después de este momentáneo paroxismo de tormento, su
mente fue aclarándose poco a poco. Se hallaba tumbado en el suelo, y frente
a él, estaban las inmensas puertas blancas que custodiaban la entrada al
Paraíso, y un poco más abajo, vio un bulto grisáceo, grande como una
montaña.
—¡Oigan, finalmente despertó!
Samael giró la cabeza hacia la voz. Era Gabriel. El enorme Ángel estaba
sentado encima de algo que Samael no reconoció; a primera vista creyó que
era una roca, por el color grisáceo. Pero después enfocó su atención y
distinguió que se trataba de la cabeza (una de ellas) del enorme Perro
Cerbero. Gabriel tenía la espada sobre las rodillas y parecía acariciar los filos,
en actitud aburrida.
Antes de que Samael pudiera decir o hacer algo, una presencia llegó
corriendo hasta su lado, se hincó y lo abrazó, causando que su cuerpo se
estremeciera de dolor. Pero cuando se percató de quien se trataba, el dolor
pasó a segundo plano.
—No tienes idea de cuánto me espanté —dijo Athiara —cuando vi la
forma en que la garra de ese monstruo te lanzó, pensé que te perdería para
siempre.
—Hablando de eso ¿qué ocurrió? —preguntó Samael, todavía
desorientado.
—Esa bestia nos golpeó de una forma brutal —el que habló fue Lucifer,
quien se encontraba de pie, atrás de Athiara, con la hermosa Lilith pegada de
su hombro. Los últimos en reunirse al semicírculo alrededor de Samael
fueron Miguel y Eliana.
—Un sólo golpe y los dos cayeron directo al suelo como troncos —
bromeó Gabriel.
Todos rieron, incluso Miguel, usualmente taciturno. Pero esa momentánea
muestra de alegría pasó pronto, cuando recordaron a través de mutuos roces
mentales el porqué estaban allí. Samael se puso de pie, trabajosamente y con
ayuda de Athiara. Los rostros de ébano, tanto de Miguel como de Eliana, bajo
el rayo de luz roja, lucían con un brillo mortífero del cual los demás ángeles
carecían. Después Gabriel hizo lo mismo, al tiempo que envainaba la espada
plateada.
—¿Y ahora qué hacemos, amor?—le preguntó Lucifer a Lilith.
Ella era la mujer más hermosa que hubiera caminado alguna vez sobre la
Tierra. Piel mortalmente pálida, dientes y colmillos tan blancos que parecían
despedir el brillo del mismísimo sol.
Samael era consciente que la belleza de su amada Athiara no era más que
una especie de pálido reflejo de Lilith; ambas tenían cabello y ojos negros
que contrastaban con la blancura de la piel. Pero Lilith era infinitamente más
antigua. Incluso más antigua que el mismo Lucifer...
Parados ahí, a las puertas del Paraíso, bajo un cielo agónico y purpúreo,
Samael recordó las imágenes telepáticas que algunas vez Lucifer le había
permitido vislumbrar. No eran más que simples destellos fugaces, imágenes.
Pero revelaban trazos de la historia que nadie —ni siquiera los demás ángeles
—conocía. Una historia que se parecía bastante a los antiguos mitos que
rodeaban a esa enigmática mujer.
Lilith los miró a todos y cada uno de ellos, sus ojos centelleaban de poder.
El poder de la mujer más antigua de la Tierra. Cuando habló, su voz retumbó
en mil ecos que se siguieron repitiendo mucho después de que hubiera
terminado.
—Ahora atacamos —respondió.
Los ángeles desplegaron nueve pares de majestuosas alas. Lilith arrojó un
gruñido animal desde las profundidades de su garganta. Lucifer, como
habitualmente hacía, había cedido la autoridad a su amante, quien a
diferencia de él, era pragmática y sabía cómo desenvolverse en situaciones
reales, mientras que Lucifer era más bien un hombre de ideas, un soñador que
vivía gran parte del tiempo ensimismado en sus propios pensamientos.
Antes de emprender el vuelo, Lucifer compartió un vistazo más de la
historia de Lilith con Samael.
Tristeza, de pronto esta fue la única sensación que el ángel percibió
mientras lo embargaba todo. Sus sentidos no fueron más que un vehículo a
través del cual viajaba la pena. Samael, durante una eternidad contenida en un
instante, estuvo dentro de la piel de Lilith, fue ella.
Los antiguos mitos tenían razón, al menos parte de ellos. Mucho antes de
Lucifer, mucho antes del inicio de las historias; vino ella. El Creador y ella en
algún punto del inicio habían sido uno solo, dos lados de un mismo ente. Pero
algo había pasado, un desacuerdo (¿una traición?). Después vino el exilio.
Fue desterrada para siempre, el Creador la había rechazado, renegando de su
propia creación.
Fuego, ira y después cenizas. Las sensaciones fueron sobrecogedoras para
sus sentidos y Samael salió del recuerdo abruptamente, envuelto en sudor,
cayendo de rodillas ante las miradas de desconcierto de sus demás
compañeros. Todos, excepto Lucifer y Lilith.
Lilith (Parte 2)

Alguna vez el mundo estuvo envuelto en llamas. Hubo una era en que el
Creador no era consciente de sí mismo. Su mente, así como la Tierra y los
Cielos, no eran sino una marea interminable de caos.
Pero había una parte de él, sólo un fragmento de hecho, que ansiaba algo
más. Lo buscaba desesperadamente. No podía creer —se resistía a creer—
que eso fuera todo. Aún sin saberlo o ser consciente de ello, se cuestionaba.
Los milenios pasaron, la Tierra se enfrío y llegó el orden. Después vino la
consciencia, el Creador se percató de su propia existencia. Y con ello vino el
dolor, el raciocinio de la soledad. Después llegó la ira. Pero ella, esa pequeña
porción de sí mismo que era ajena a él, intentó tranquilizarlo. Pero sólo logró
enfurecerlo más.
Entonces el autodenominado dios la aborreció. La envidió y la expulsó a
la Tierra; la exilió para siempre.
Samael salió repentinamente de la ensoñación, totalmente contrariado,
confundido y dolido por los destellos de pasado remoto que había
presenciado desde dentro de su mente.
Casi caía al suelo, pero tanto Lucifer como Lilith lo tomaron cada quién
por un brazo para que pudiera seguir volando. Los nueve ángeles rebeldes se
elevaban majestuosamente por entre los espacios interminables, y ahora
desolados, del Paraíso. Todo cuanto los rodeaba era de un blanco
inmaculado, lleno de destellos plateados. Era un lugar que el cuerpo físico de
Samael interpretaba como surreal. Como cuando los humanos tienen el
recuerdo de un sueño. Es algo que no pueden explicar con palabras pero que
recuerdan mediante vívidas imágenes.
Todo cuanto los rodeaba emanaba una sensación desoladora. El lugar
donde antes habían convivido millones de ángeles en paz, era ahora sólo un
yermo impoluto donde no se escuchaba sonido alguno aparte del aleteo de los
ángeles y las respiraciones entrecortadas de sus cuerpos físicos. Una gota de
sudor cayó de la frente de Samael. La vio descender y desaparecer en el
vacío, en la blancura interminable.
—Es hora de continuar —le dijo Lucifer.
Samael miró a Lilith con vehemencia. Ella siempre había despertado en él
cierto recelo, y ella lo sabía. Los ángeles por naturaleza, no podían confiar en
algo cuya naturaleza no era ni puramente física ni espiritual, y Lilith era un
híbrido de ambos. Aunque ellos habían adoptado cuerpos físicos, su esencia
seguía siendo espiritual, pero ella había transformado su misma esencia,
convirtiéndose en algo completamente diferente...Sus pensamientos se vieron
interrumpidos cuando su mente se vio despedida abruptamente de vuelta a los
recuerdos que Lucifer quería mostrarle.
Toda esa furia, toda esa ira, un sentimiento nunca antes conocido,
experimentado por primera vez. El exilio provocaba eso, la soledad lo
amplificaba. Durante años, esa porción del Creador vagó por el mundo, total
y completamente sola. Hasta que después de millones de años empezó a
olvidar su misma esencia, toda memoria anterior a su existencia original se
borró. Y entonces llegaron los primeros hombres. Y ya no estuvo sola. Pero
ellos la temían. La veían como una diosa, pero también como una fuerza
descomunalmente poderosa y por tanto, temible. Así que decidió mezclarse
entre ellos, pero no sólo eso, sino que con el paso del tiempo se convirtió en
uno de ellos...

Un grito atronador, una advertencia, una voz cargada de rabia volvió a sacar a
Samael de los recuerdos. Hurgó en los pensamientos de su maestro. Ya casi
llegaban, el tiempo se estaba agotando, le transmitió Lucifer con una voz
mental serena y llena de calma.
—¡Aléjense de aquí ángeles rebeldes, ángeles bastardos! —atronó la voz
del creador, lacerándoles los oídos.
Era una voz omnisciente, no provenía de ningún lugar en concreto, pero
estaba en todas partes de esa blanca e interminable extensión al mismo
tiempo. Samael sintió el miedo de todos sus compañeros sumándose al
propio.
Miguel intentaba transmitirle serenidad a Kiara; Athiara se preguntaba por
qué Samael estaba tan distante, sentía un poco de celos de Lilith, lo había
visto mirarla; incluso los siempre impetuosos y envalentonados Gabriel,
Eliana y Azrael se sentían intranquilos.
—¡No podemos hacerlo! —respondió tranquilo Lucifer. Sus mil voces
sonaban casi tan intimidantes como la del creador.
—Entonces pagarán las consecuencias.
Samael sólo era consciente a medias del diálogo entre su guía y el dios
tirano. Sus pensamientos estaban enfocados en otra cosa, o más bien, en
alguien más. En Lilith.
Había ciertas leyendas, antiguos mitos, los cuales decían que aquella
primera y misteriosa mujer mortal con la que había yacido Lucifer, era en
realidad la encarnación humana de Lilith. Por supuesto Samael jamás las
había creído, era bien conocido por todos que Lucifer había sido el primer
ángel en encarnarse en un cuerpo mortal. Pero ahora, después de lo que le
habían mostrado, no estaba tan seguro, quizá las antiguas leyendas no estaban
tan equivocadas...
—Hemos llegado —anunció Lucifer.
Se pararon al borde de un precipicio inacabable, ante el cual se hallaba el
inconmensurable Palacio Celestial. Samael miró a su maestro, con un suave
roce mental se coló en sus pensamientos.
Lucifer miraba con sus ojos eternos y resplandecientes el palacio santo, el
lugar donde estaba destinada a llevarse a cabo la última pelea, la casa de dios.
El cansancio había hecho mella en él, y Samael podía sentirlo, sólo quería
que todo terminara de una vez. Lucifer giró la cabeza en un gesto que
resultaba poético.
Entonces, sin previo aviso, gritó con una voz que inundó los cielos,
retumbó valerosamente hacia la eternidad y bañó de coraje a sus guerreros.
Alzaron el vuelo nuevamente, levantaron las espadas y embistieron hacia el
palacio con todo el brío de sus corazones.
Batalla Final (1)

Lilith arañó la espalda de su amante, al tiempo que le quitaba las ropas de


batalla, con vehemencia y en medio de gemidos de pasión. Cuando su torso
hubo quedado desnudo, Lilith contempló durante un instante los pectorales
marcados, el abdomen fuerte y las cicatrices (algunas ya rosas y otras frescas
y de color carmesí) hechas por armas angelicales que cruzaban tanto su pecho
como el estómago. Todo él le encantaba.
Lucifer correspondía con lujuria. Le arrancó con total salvajismo la falda,
dejándola totalmente desnuda de la cintura hacia abajo. Ella se lanzó hacia él,
obligándolo a cargarla en sus musculosos brazos, en esos bíceps donde unas
venas palpitantes sobresalían por debajo de la piel.
Lilith liberó sus alas en medio de un escalofrío electrizante que recorrió
cada músculo de su cuerpo; desde la cabeza hasta la parte interna de las
piernas, pasando por su sexo anhelante. Sus alas se extendieron
majestuosamente hacia el cielo, rozando las hojas de algunos árboles bajos.
Lucifer también desplegó las suyas.
A Lucifer le gustaba hacerla esperar, mantenerla al borde, en suspenso, así
que la besó durante varios segundos más, los cuales a ella le parecieron
eternos.
Finalmente se decidió. Lucifer echó la cabeza hacia atrás y en medio de un
sonido húmedo y deslizante hizo crecer sus colmillos. El simple sonido y la
anticipación hicieron que la entrepierna de Lilith se humedeciera como si
fuera una adolescente humana. Entonces ella alargó los suyos también.
Lucifer arrojó su cara hacia los pechos de ella y con hambre anhelante
clavó sus firmes colmillos en la piel, la sangre resbaló por los labios de él y
se escurrió entre el vientre de Lilith. Ella, que seguía sobre él y a mayor
altura, bajó su boca hasta la garganta de su hombre y lo mordió con lascivia.
Ambos permanecieron así, en un paroxismo de excitación y placer...
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Entonces el creador se percató de que ella se estaba refugiando en su
mente, en sus recuerdos, y con un movimiento enérgico, violento, se acercó
hasta ella y le propinó un golpe cargado de ira que la sacó por completo de su
ensimismamiento.
Lucifer lanzó un grito lleno de rabia y dolor. Ese bastardo se había
materializado, y al instante, los había inmovilizado a todos. Y ahora se
dedicaba a pasear entre ellos, torturándolos, castigándolos poco a poco,
mientras decidía qué hacer con todos ellos, con los últimos nueve ángeles
rebeldes.
El cielo había ardido en llamas cuando los ángeles atravesaron la última
barrera, cuando entraron al Palacio Celestial. Ahora, un color rojo agónico
envolvía todo, como si se encontraran al borde de una estrella moribunda.
Dios lanzó a Lucifer contra una de las columnas, tan altas que
desaparecían de la vista y se adentraban en la eternidad. La columna lucía del
mismo rojo que todo lo demás, pese a ser de un blanco puro. Su espalda
chocó fuertemente, la piedra se cuarteó y un enorme bloque cayó sobre su
costado, rompiéndole dos costillas. Lucifer no gritó, el dolor físico era nada
comparado a ver a Lilith sufriendo.
Sus músculos se tensaron bajo la coraza metálica. Intentó llevar la mano
hacia la espada que permanecía envainada, en su cinto, pero fue inútil. El
agarre telequinético del creador era inquebrantable.
En ese momento se odiaba a sí mismo por haber persistido en esa guerra.
Aunque conocía de antemano la futilidad de esta guerra, había una pequeña
línea de tiempo, una sola fina línea temporal en medio de miles de millones
más, en las que él y su séquito prevalecían. Así que mientras existiera esa
mínima posibilidad, él se aferraría a ella.
Pero ahora, viendo cómo el creador golpeaba el rostro de Lilith una y otra
y otra vez, sólo para hacerlo sufrir a él, Lucifer casi deseo haber aceptado la
oferta inicial del creador: perder su individualidad, todo recuerdo de lo que
alguna vez fue y unirse nuevamente a dios, ser uno con él una vez más y
durante el resto de la eternidad.
Pero no. Lucifer se negaba a perder su humanidad. Lanzó un grito cargado
con la fuerza de mil voces y luchó contra la fuerza telepática del creador.
Lentamente y con un esfuerzo tremendo, que lo hizo sangrar por los ojos,
Lucifer se puso en pie.
El resto de ángeles giraron la cabeza hacia él.
—¡Vas a pagar! —rugieron desde su garganta las mil voces.
La mirada del ángel era amenazadora, fiera. Dios se detuvo, paró su faena
y lo volteó a ver. Dejó caer al suelo el cuerpo casi inconsciente de Lilith y
con pasos firmes comenzó a caminar hacia Lucifer.
Batalla Final (2)

Samael permanecía arrodillado e inmovilizado por dedos invisibles y


furiosos, al igual que sus otros seis compañeros rebeldes. Lucifer estaba
tirado bajo una columna, forcejeando contra una fuerza telepática
abrumadora. Pero la peor parte se la había llevado Lilith.
La hermosa mujer estaba tirada en el suelo, semiinconsciente, la blanca y
fina piel del rostro estaba atravesada ahora por incontables heridas abiertas
que parecían no dejar de sangrar y mucho menos empezar a curar. Unos ojos
suplicantes miraban al cielo, mientras en su garganta humana, el aire y la
sangre luchaban por un lugar y la hacían toser y atragantarse de manera
incontrolable.
Incluso Gabriel, tan grande como era, resultaba incapaz de oponerse a la
opresiva fuerza que Aquel ejercía sobre todos ellos. Ninguno de los nueve
ángeles había conseguido siquiera llegar a sacar las espadas de la vaina.
El creador respiraba trabajosamente a un lado de Lilith, probablemente
debido a que jamás había utilizado un cuerpo físico, a que jamás se había
materializado. Pero eso no parecía disminuir para nada la fuerza descomunal
que poseía. Samael por un instante vio a dios a través de los ojos de Lucifer.
Y no sólo eso, por un momento compartió uno de sus pensamientos y vio un
retazo de futuro, Lucifer había visto que una civilización bastante ingeniosa e
imaginativa, representaría a uno de sus más poderosos dioses (¿Zeus?) tal y
como lucía el creador ahora mismo. Pero la imagen se disolvió al instante y
Samael regresó al presente.
El creador se inclinó nuevamente sobre la mujer de pelo azabache,
dispuesto a proseguir con su infamia sobre ella, pero entonces algo lo
interrumpió.
No algo, sino alguien, rectificó Samael. La voz de Lucifer, su grito de
guerra, reverberando en todo el blanco Palacio Celestial con la fuerza de una
legión de voces. La voz ascendió por las columnas interminables hasta
perderse en el rojo cielo, danzó por las paredes del recinto y llegó hasta los
oídos de todos, lacerando únicamente los del creador.
—¡Vas a pagar! —rugió el ángel.
Cuando el creador giró hacia el maestro de Samael, este sintió miedo.
Miedo en su forma más pura, el mismo que sentiría un pequeño bicho
atrapado en la tela de una amenazante araña, mientras esta avanza inexorable
hacia él. Por el roce mental que sintió de sus demás compañeros, supo que
todos sentían lo mismo. Todos menos Lucifer. Él sólo sentía ira.
Sacó la espada. Los delgados filamentos de metal comenzaron a recorrer
su brazo, a reforzar la armadura en su pecho y al llegar a su antebrazo
izquierdo se solidificaron en la forma de un enorme escudo en forma de
estrella de cinco puntas, representando la unión armoniosa de hombre y
mujer.
Samael sintió que los brazos invisibles que lo mantenían hincado aflojaban
un poco su agarre; no lo suficiente.
El creador avanzó con pasos decididos, amenazadores, hacia Lucifer.
Mentalmente todos deseaban poder ayudarlo, pero físicamente, simplemente
eran incapaces. Samael tensó sus músculos, las venas restallaron bajo la piel,
sus pectorales parecían a punto de estallar, lanzó un grito ahogado. No sirvió
de nada. Elevó la mirada, sus ojos se encontraron con los de Athiara, la
hermosa Athiara. Más allá estaban el resto de ángeles, y en medio de todos
ellos, tendida e inmóvil, Lilith, quién transmitía breves roces mentales a
Lucifer dándole ánimo, y clamando por algo que les resultaba ajeno a todos
ellos: venganza.
Lucifer se abalanzó contra dios, contra el progenitor de todo cuanto existía
en la Tierra y el Universo. Samael se sintió extasiado y tremendamente
privilegiado de poder presenciar el momento en que un ángel, un vasallo de
la Luz embestía fieramente contra el Padre de todo, contra el tirano opositor
al Conocimiento. Samael vio con una sonrisa en los ojos cómo un solo
hombre le hacía frente a la entidad más poderosa que hubiera existido jamás.
Lucifer voló hacia dios con la velocidad de un relámpago; los ojos
mortales no alcanzaban a ver esos movimientos, así que Samael y los demás
ángeles, tenían que usar su Ojo Mental para presenciar la batalla. El ángel
lanzó un mandoble directo a la cabeza del hombre de barba blanca, pero éste
lo esquivó sin dificultad. La espada se clavó en el suelo. El creador lo miró y
Lucifer arrancó su espada, arrancando un trozo de piedra blanca en el camino.
Estiró el brazo en una estocada capaz de deshacer una muralla. Dios la
esquivó, pero uno de los filos laterales alcanzó a rozar su piel. Una herida se
abrió abajo de los pectorales.
Al carecer de condición vampírica, la herida en el cuerpo del Creador no
se regeneró; pero tampoco sangró.
Lucifer volvió a atacar, pero ahora con más ahínco y haciendo uso de
ambos brazos. Escudo y espada centelleaban bajo la luz mortecina del rojo
cielo. La espada era lanzada al frente y antes de retroceder, el escudo ya
estaba atacando con violencia, buscando con ansias encontrar el cuerpo de
dios y lastimarlo. Pero éste esquivaba todos y cada uno de los golpes del
ángel con una gracia impresionante, como si en vez de encontrarse en medio
de una fiera batalla, el creador se limitara a danzar. Sus ojos veían, se
deslizaban por los movimientos de Lucifer y aprendía. Su expresión era
impertérrita.
Lucifer lanzaba gritos desgarradores, llenos de dolor e ira. La imagen de
Lilith siendo brutalmente golpeada reverberaba en su mente. Los demás
ángeles podían sentir todo lo que el ángel tenía en su corazón. También
sentían la frustración de su líder.
El sudor recorría cada extremo de la piel de Lucifer, afilando el contorno
de sus bíceps. Su respiración era entrecortada. Jamás su cuerpo mortal había
conocido tal cansancio. El creador por su lado, permanecía imperturbable.
Lucifer recargó los antebrazos sobre los muslos, en actitud derrotada, aún
no se daba por vencido, pero su cuerpo mortal estaba a punto de ceder.
Entonces el creador habló. Cuando lo hizo todos permanecieron en
silencio, asustados. Si la voz de Guerra de Lucifer era una Legión; la del
creador era un Planeta entero. Cientos de millares de voces brotaron de su
garganta en una voz grave que retumbó en un millón de ecos por todo el
Palacio Celestial.
—Muy bien mi pupilo. Empecemos.
Una fría y tétrica sonrisa cruzó su rostro, enmarcada por la barba blanca.
Eternidad

Frente a ese hermoso lago, bajo un cálido sol y con el suave pasto
acariciando sus pies descalzos, estaban sólo ellos dos.
La mujer de pelo negro veía algún punto distante en el lago. Atrás de ella,
su amante, un hombre alto y delgado la abrazaba cariñosamente. Como si no
quisiera alejarse nunca jamás de su lado.
La piel de ambos era blanca como la nieve, una piel que debería ser
vulnerable a la luz del sol; sin embargo aquí el sol era inofensivo, sólo lamía
suavemente la tez en un cobijo cálido.
—¿Cómo es esto posible? —preguntó la mujer, girando el cuello hacia su
amante —¿Dónde estamos?
—Eso no es lo importante, amor —le susurró al oído —, lo importante es
que estamos juntos.
Detrás de ellos, la madera de una hermosa cabaña, pequeña pero
acogedora, parecía refulgir bajo los rayos dorados del sol. La mujer se
percató de que el lago se extendía eternamente aún más allá de donde se
juntaba con el horizonte.
Después se fijó en las ropas que llevaban, ella tenía un vestido blanco tan
ligero y suave ajustándose a su piel, que hasta el momento había sentido que
estaba desnuda, el hombre tenía un fino pantalón suave y también blanco que
rozaba el suelo, como el de algún guerrero en tiempos de paz.
—Este lugar es precioso —susurró ella.
—Es todo tuyo.
El hombre le dio la vuelta y le plantó un beso en la boca como nunca antes
lo había hecho. Cuando el beso terminó, ella pasó la lengua por los dientes.
No había ni rastro de los colmillos.
—Pero esto, esto es... —dijo ella, llevándose una mano a la boca y
tocando los dientes. En su rostro no había más que incredulidad —Esto debe
de ser un sueño.
—No lo es amor, es tan real como tú y yo, tan real como tú quieras que
sea.
Él tampoco tenía colmillos.
—Pero no es real y lo sabes —dijo ella, resistiéndose momentáneamente a
la fantasía.
Él sintió esta resistencia, la cual lo agredió. Su cabeza empezó a palpitar,
de la nariz brotó un hilillo de sangre. Todo cuanto lo rodeaba comenzó a
vibrar lenta, pero violentamente, como una imagen a punto de difuminarse y
perderse en el olvido. Al percatarse, ella dejó de luchar.
—No lo entiendes ¿verdad? —dijo él.
—¿Entender qué?
—El regalo que te estoy haciendo, te estoy ofreciendo la eternidad dentro
de un pestañeo. Algo que el creador jamás nos permitirá disfrutar.
—¿Pero por qué? —preguntó ella con vehemencia —¿por qué nos odia
tanto?
—No nos odia, nos tiene envidia —respondió él tranquilamente.
—¿Por qué?
—Porque tú me enseñaste todo lo que él se negó a aprender millones de
años antes, cuando tú adquiriste conciencia por primera vez. Su orgullo le
impidió aceptar y asimilar su lado femenino, no podía aceptar que su verdad,
no fuera la única verdad, que su conocimiento no fuera el único
conocimiento. Por eso te envidia tanto.
—Y a ti ¿por qué te odia tanto? Una vez me contaste que alguna vez lo
quisiste infinitamente, y él a ti. ¿Qué pasó, en qué momento las cosas
cambiaron tanto?
El viento comenzó a agitar las aguas del lago, unos cuantos pececillos
emergieron a la superficie, nadando enérgicamente. El aire era fresco,
agradable, al igual que el sol, acariciaba dulcemente la piel.
—A mí me odia porque renegué de mi herencia de ángel, porque quise
saber lo que era ser un humano.
—¿Qué tiene eso de malo?
—No creo que lo entiendas, a ti te expulsó al mundo físico mucho tiempo
antes que a mí. Para él, ese es el peor castigo. Y el hecho de que yo huyera
sin su consentimiento al mundo físico, para él fue la mayor de las ofensas.
Para él, los humanos son una raza inferior, una raza que debería admirar a los
ángeles como dioses. Según él, los humanos deberían querer ser como
nosotros; nunca al revés.
Ambos guardaron silencio, mientras las palabras del ángel flotaban
suspendidas en el aire entre los dos.
—Debe haber alguna forma —insistió ella —, alguna manera en que nos
deje vivir en paz en el mundo real.
—No la hay.
La tomó de las manos y la atrajo hacía sí. El roce de sus cuerpos fue como
ninguna otra sensación que ella hubiera tenido jamás. Pese a estar dentro de
alguna fantasía o un sueño, se sentía mucho más real que nada que hubiera
conocido anteriormente. Entonces ella llevó sus manos a los pectorales
fuertes y tensos, él estrujo entre las propias los senos y volvieron a besarse.
Un paroxismo de placer los invadió a los dos, más poderoso que un millón de
orgasmos juntos, recorriendo todo cuanto los rodeaba; los árboles del bosque
detrás de la cabaña comenzaron a batirse violentamente, la tranquila
superficie del lago comenzó a agitarse en furiosas olas, el sol empezó a
destellar mucho más. Ella despegó los labios de los de él. Separó un poco su
cuerpo, pero sin soltarle las manos.
—Eso fue... —exclamó ella en un suave gemido.
—Lo sé —terminó él —. Indescriptible.
Sus mentes se unieron, a partir de ese momento los dos estuvieron en
perfecta sincronía y no fue necesario volver a usar las palabras.
Pero ella, Lilith, sabía que esto no podía durar para siempre. Incluso la
eternidad tenía que terminar en algún momento.
El Fin de la Eternidad

Y fue tal como él dijo. Tuvieron una eternidad juntos. Vivieron millones
de vidas completamente felices. Cada una de las vidas —dentro de las cuales
envejecían juntos una y otra vez, para comenzar de nuevo, volverse a conocer
—, era mejor que la anterior, más dulce, más sublime, más completa.
Durante eones, Lilith conoció la felicidad absoluta. En algunas vidas
incluso llegó a olvidar esa pequeña, casi ínfima, parte de su mente que le
decía que todo esto no era real, que era sólo un sueño, una fantasía...
Pero su amante, Lucifer, siempre la disuadía, le decía que todo eso era
real, que podían alargar sus múltiples vidas tanto como quisieran, hasta la
eternidad incluso.
Algunas vidas eran breves e intensas, como aquella donde fueron dos
adolescentes, hijos de familias enemigas, furiosos con el mundo en el siglo
22 y terminaron suicidándose, debido a una confusión, en una iglesia de
amplias galerías en mitad de la noche. Otras eran apacibles y duraderas, vidas
donde vivían miles de años, como aquella que pasaron en Egipto, donde las
personas los consideraban dioses debido a su longevidad... Pero
invariablemente en todas y cada una de sus vidas volvían a esa adorable
cabaña en el lago. Ahí era donde se volvían a encontrar a ellos mismos.
donde siempre eran simplemente Lilith y Lucifer, dos amantes.
Pero había algo diferente esta ocasión.
—¿Qué te pasa amor? —preguntó él con ternura.
—No lo sé, hay algo diferente esta vez. Algo que no puedo explicar.
Y no podía, pero notaba cómo el sol era menos cálido, el pasto más
áspero, el viento se volvía frío. Algo había cambiado, o estaba cambiando.
Algo sustancial.
De pronto, el viento cesó, súbitamente las hojas de los árboles dejaron de
mecerse, como si se hubieran transformado en una pintura de lo que habían
sido, los peces en el lago desaparecieron, el sol se congeló y todo se tiñó de
un gris frío e impersonal.
El rostro de Lucifer perdió expresión, palideció, muerto de miedo.
—¿Amor, qué está pasando? —preguntó ella con vehemencia.
—Yo... yo no lo sé —titubeó él. De sus ojos empezó a brotar sangre en
lágrimas ominosas—.De alguna forma lo supo, nos ha descubierto.
El miedo ahora era lo único que se veía en el rostro de Lucifer. Entonces
ella lo entendió. Después de millones de vidas, casi lo había olvidado, pero
todo el horror y el dolor de su primer vida —su vida real— regresó a ella
como una marea roja de dolor agónico. Lo recordó todo.
Y fue en ese instante cuando supo a lo que se refería Lucifer cuando hacía
ya tantos eones le había dicho que le regalaba la Eternidad dentro de un
Pestañeo. Y con este pensamiento, también llegó una fría certeza, la
certidumbre total de que la Eternidad había llegado a su fin.
——————————————————————————
Entonces Lucifer abrió los ojos, el instante pasó, la eternidad terminó, y el
puño del Creador se estampó brutalmente contra su rostro, rompiéndole la
nariz y volviendo el mundo una masa de colores revueltos.
Lo que para ellos habían sido eones de felicidad y millones de vidas
juntos, para el resto del mundo fue sólo un pestañeo. Lucifer se sentía
acongojado, pero al mismo tiempo estaba feliz de haber podido pasar varias
eternidades junto a su amada, de haber podido crear para ellos dos un mundo
dentro de su mente. Pero el Creador era demasiado poderoso, se habían
escondido de él durante demasiado tiempo, tanto que Lucifer llegó a albergar
la esperanza que nunca los encontraría. Pero no había sido más que una
ilusión. No había lugar alguno a donde se pudiera huir de Su poder.
—¿Realmente creíste que podrías escapar de mí? —preguntaron las
millones de voces que salían de la garganta del Creador.
Lucifer intentó ponerse en pie, recargó los codos en el frío suelo, pero
antes de poder continuar, dios se puso encima de él, lo tomó por la coraza
metálica del pecho y con un movimiento rápido estampó su cabeza contra el
rostro del ángel.
El mundo se volvió negro para Lucifer, y lo último que sintió antes de caer
en las negras profundidades del mar de la inconsciencia, fue su cráneo
golpear el frío suelo de mármol.
Batalla Final (Oblivion)

—...Muy bien mi pupilo. Empecemos.


Una fría y tétrica sonrisa cruzó su rostro, enmarcada por la barba blanca.
Samael ni siquiera fue consciente de lo que sucedía, todo pasaba a una
velocidad tan vertiginosa, que sólo veía la acción una vez que había pasado.
No veía las causas, sólo las consecuencias.
Primero vio al Creador retirando el puño del pecho de Lucifer, y a este
perdiendo el aire, escupiendo sangre por el fuerte impacto. Después el
Creador estaba atrás de Lucifer, dándole la espalda, y el ángel entonces era
abofeteado en el rostro de una manera bestial.
Lucifer ni siquiera se podía defender. Cuando intentó darse la vuelta para
encarar a dios, éste ya se encontraba nuevamente tras su espalda, sujetándolo
del antebrazo y torciéndolo de una manera antinatural contra la espalda.
Lucifer quedó inmovilizado. Y después dios le pateó una pierna y luego la
otra, obligándolo a ponerse de rodillas. Le arrancó de cuajo la espada, sin
importar que esta estuviera unida a su brazo. El cuerpo del ángel se
estremeció de dolor al tiempo que su antebrazo se empapaba en sangre. Pero
no profirió ni un solo grito.
En los ojos de Lucifer se reflejó la derrota. El Creador se paraba alto y
arrogante sobre él. Pero entonces sucedió algo extraño: por un instante, el
semblante de Lucifer cambió. Sus labios se transformaron en una sonrisa de
felicidad, plena y pura, cerró los ojos y pareció perderse en ese instante lo
que dura una Eternidad.
El creador se le quedó viendo, contemplativo, como examinándolo. Su
furia remitió, sustituida por una curiosidad casi infantil. Pero ese instante
pasó, terminó tan abruptamente que lo mismo pudo ni siquiera haber existido.
—Claro que no lo harás —susurró dios utilizando ahora su voz normal.
—¡Jamás escaparás de mí! —rugieron ahora el millar de voces.
Junto con sus palabras, soltó una bocanada de ira que los derribó a todos,
una ráfaga que los mandó a todos a estrellarse contra el frío suelo. Athiara
junto a Samael, cayó de bruces, desmayándose al instante. Miguel y Eliana,
cayeron al suelo, su piel de ébano contrastando contra el blanco del suelo.
Kiara más allá, junto con Gabriel fueron los que lograron resistir un poco
más. Pero al final, incluso ellos cayeron al suelo. Gabriel, gracias a su enorme
tamaño y a su impresionante fuerza física fue el último de los ángeles en caer.
Samael con el rostro pegado al piso, pudo ver cómo el Creador se ponía a
horcajadas sobre Lucifer. Más allá estaba Lilith. Pero no había miedo
reflejado en su expresión. Sólo una sabia apacibilidad en su rostro, incluso
había en sus labios el asomo de una sonrisa. Parecía ¿tranquila? Como si una
relajante calma recorriera su cuerpo en suaves oleadas. Como si fuera
consciente de algún secreto, un misterio oculto para todos los demás, pero
que a ella la tranquilizaba. Pero al final cayó, como todos.
Después, el Creador estampó su frente contra la nariz de Lucifer. El dolor
de su maestro, recorrió a todos los ángeles como una marea de afilados
cristales. Después Lucifer se sumió en la inconsciencia.
El Creador dejó caer al suelo el cuerpo inerte. Los miró a todos,
recorriéndolos fríamente con la mirada, uno a uno, pero sin detenerse en
ninguno, ninguno de ellos valía suficientemente la pena a sus ojos.
Alzó un brazo y un rayo rojo, poderoso y cegador surgió de su antebrazo,
expandiéndose en ocho repulsivos tentáculos que se estiraron velozmente
hacia cada uno de los ángeles.
Una sensación paralizante se apoderó del cuerpo de Samael. Después un
ruido sordo le llenó la cabeza, y de ahí recorrió todo su cuerpo. Luego, al
igual que el resto de ángeles se sumió en la inconsciencia; la negrura del
olvido, del Oblivion, lo abarcó todo.
—Muy bien —anunció el Creador a un ejército de ángeles que comenzaba
a llegar volando desde las alturas al Palacio Celestial —. Ahora vamos a los
castigos.
Oblivion (Sentencias)

La sentencia fue clara, eterna e inamovible.


El Creador se acercó hasta ellos. Los nueve ángeles se encontraban
arrodillados, cansados, vencidos. Sangre aún fresca recorría los torsos
desnudos, incluso las tres mujeres estaban desnudas desde la cintura hacia
arriba.
Lucifer respiraba trabajosamente, con la sangre amontonándose en su
garganta, varias costillas rotas, y las manos atadas a la espalda mediante
cadenas invisibles y poderosas, en una posición que le dificultaba aún más
meter a sus pulmones pequeñas bocanadas de aire.
Atrás de ellos se encontraba el cuerpo inmóvil de Lilith, no había muerto;
su cuerpo físico aún daba pequeñas señales de vida.
—Para ella el castigo será el Oblivion —anunció dios con una voz
impasible.
El abatimiento cayó como un frío manto sobre el alma de Lucifer. A un
ángel no se le podía matar, no de la manera convencional. Pero había muchas
otras cosas que se podían hacer en su lugar. Y el Oblivion era una de las
peores.
Los demás ángeles lucían confundidos, jamás habían escuchado tal cosa.
El Creador podía leer en sus pensamientos, hurgar en ellos. Pero no era un
roce delicado como el que los ángeles tenían entre ellos, no. Lo que el
creador hacía era algo invasivo, era el equivalente mental a una violación.
Desvelaba todos tus secretos, tus dudas y miedos, y después dejaba que todos
se enteraran de ellos.
—Les voy a explicar —dijo, regodeándose —. Esa mujer —dijo
refiriéndose a Lilith —será desterrada nuevamente y para siempre a la
Tierra. Pero no cometeré el mismo error que la primera vez, antes de eso, su
mente y alma serán enviadas al Olvido Total, al Oblivion. Cuando salga de
allí, de ese lugar de sufrimiento eterno, no recordará nada de lo que alguna
vez fue. Y será obligada a vivir eternamente en la Tierra sin saber lo que
alguna vez llegó a ser, a reencarnar una y otra vez, a vivir vidas miserables en
medio de dolor, miedo y sufrimiento.
Los ángeles permanecieron callados, en un estoico silencio.
—El resto de ustedes —prosiguió el Creador, sin importarle el silencio
férreo de los ángeles —simplemente serán borrados, como si jamás hubieran
existido, su misma esencia desaparecerá para siempre y volverán a unirse a
mí, volverán a ser uno con su Padre. Porque al fin y al cabo, ustedes no
tuvieron la culpa de ser seducidos por las bellas y engañosas palabras de este
ángel rebelde —dijo al tiempo que miraba hacia abajo y con desprecio a
Lucifer.
El creador era alto, incluso más que el gigante de Gabriel, y se elevaba
poderosamente ante los ángeles derrotados, mirándolos hacia abajo con una
mueca de desprecio en los labios., mientras caminaba entre ellos.
El precipicio ante el que estaban postrados era insondable, de una
profundidad incalculable, era la oscuridad total, el abismo, la Nada.
—Tus descendientes jamás verán el sol —sentenció dios, dirigiéndose a
Lucifer —aquellos humanos que llevan tu sangre corriendo por sus venas
serán unos parias, unos marginados, serán perseguidos y cazados durante el
día por el resto de los humanos. Serán considerados unos monstruos. Para
vivir, tendrán que alimentarse a través de la sangre de otros humanos, sangre
inocente. Y por último, estarán condenados a vagar en la Tierra por siempre,
sin poder alcanzar jamás el Descanso Eterno.
Y lentamente se fue acercando a ellos, uno a uno los fue tocando. Y con su
toque venía el Oscurecimiento, la Nada. Los cuerpos de los ángeles quedaban
vacíos, se convertían en cascarones inservibles. La esencia de ellos
desaparecía, se fundía de nuevo con la del Creador, desapareciendo y
perdiendo su individualidad para siempre.
Primero fueron las tres mujeres. Samael se retorció de dolor y rabia
cuando la esencia de Athiara se disolvió en el aire, como si nunca hubiera
existido.
—¡Eres un maldito bastardo! —rugió el ángel con una furia que
sorprendió a Lucifer.
—Pronto estarás con ella —intentó calmarlo Lucifer.
—Pero no así, no de esta manera —respondió Samael, suplicante.
Lucifer no supo qué decir. Sintió la pena desbordante de Samael en su
propio pecho. Intentó transmitirle su comprensión y apoyo en un roce mental.
Pero no supo si lo logró, el ángel estaba demasiado airado.
—Grita lo que quieras —le dijo el Creador al ángel —, tu destino seguirá
siendo el mismo.
Los músculos de Samael se tensaron bajo la piel, en un vano intento por
librarse de las cadenas invisibles. Pero ya no importaba, las tres mujeres
habían desaparecido. Kiara, Athiara y Eliana habían dejado de existir, y sus
cuerpos habían caído pesadamente al suelo.
Después el Creador pasó con Gabriel, su inmenso y musculoso cuerpo
abrió una brecha en el mosaico al caer, como si de una inmensa roca se
tratara. Después el resto de ellos fueron desapareciendo uno a uno; Miguel,
Azrael y por último fue hacia Samael, quien se debatía en un mar de gritos
agónicos, furiosos, llenos de rabia.
Cuando el Creador llegó hasta él, el ángel intentó pelear, rebelarse de
alguna forma. Todo fue inútil, ni sus gritos ni forcejeos lograron nada. Al
final, el Creador le hizo lo mismo que a los demás. Le tocó un hombro y
Samael cesó de existir. El cascarón vacío que había sido su cuerpo cayó, con
ojos vacíos y sin vida, sobre el suelo marmóreo.
Ahora sólo quedaba Lucifer. El resto de ángeles al servicio de dios,
formaban un corro alrededor de él, volando en lo alto. Todos presenciaban el
castigo, miraban en silencio. No les causaba el menor placer ver sufrir de esa
manera a sus hermanos.
Lucifer se sintió extraño, llevaba tanto tiempo conectado a esos ángeles,
estaba tan acostumbrado a sentir su presencia acompañándolo en todo
momento a través del contacto mental, que ahora se sentía completamente
desnudo, se sentía rodeado de nada más que una inmensa y profunda soledad.
Instintivamente arrojó un roce mental para comunicar su sentir, pero este
se perdió en el vacío, no conectó con nada ni nadie. Volteó a ver al Creador.
Éste lo miraba con arrogancia, con presunción. Le gustaba demostrar su
poder, que todos los ángeles vieran lo que le pasaba a quienes osaban
desafiarlo. Lucifer giró el rostro, y vio el cuerpo de Lilith por última vez.
Memorizó todos sus rasgos —pese a haber vivido ya una eternidad con ella
—, su largo y negro cabello, más oscuro que la noche, la piel más blanca que
había existido y una figura que podía derretir a todo el que la viera.
Y después, vino la sentencia final. Seguida de la ejecución del castigo.
—Primero serás desollado— sentenció con una voz que retumbó en ecos
que tardaron minutos en desaparecer del Paraíso—. Y dado que te gusta tanto
tu forma física, jamás podrás escapar de ese cuerpo.
Y sin decir más, unas manos invisibles, ardientes y poderosas le
arrancaron la piel del cuerpo. El dolor fue agonizante, mientras Lucifer
observaba cómo trozos enteros de piel le eran arrancados como por arte de
magia, dejando al descubierto la carne al rojo y los músculos vibrantes, llenos
de sangre. Deseó desmayarse, sólo escapar de ahí. Pero eso era imposible,
sabía que jamás podría escapar al dolor, Él no se lo permitiría.
—Estás acostumbrado a ser hermoso, tu forma terrenal era la de una
divinidad, pero ahora, el castigo por tu soberbia, será convertirte en lo
contrario, serás aquella criatura que anida en las pesadillas de los mortales
más depravados, ningún mortal podrá verte jamás sin abrazar en ese mismo
instante la locura— las últimas palabras que el creador le dirigió fueron frías,
impasibles y llenas de rencor.
Acto seguido, tocó la espalda de Lucifer y fue como si millones de
ardientes agujas se hubieran deslizado desde su piel hasta lo más hondo de
sus entrañas. Su forma física comenzó a cambiar, se ensanchó, las piernas se
volvieron las de un animal, el macho cabrío, unos cuernos deformes
comenzaron a golpear las paredes de su cráneo, pujando por salir a la
superficie, su cara se deformó en una mueca espeluznante. Sus alas se
tornaron negras y antes que la metamorfosis hubiera terminado, dios lo pateó
hacia el abismo, hacia la nada, expulsándolo para siempre del reino divino.

Fin de la Segunda Parte


Tercera Parte: El Inicio del Fin

Entonces la mujer sintió su presencia, escuchó, con su oído aguzado por el


arte negra, el suave deslizar de sus pisadas por el salón y cesó de hablar.
Ahora sabía que la rueda del destino había comenzado a girar, y la cuenta
regresiva hacia el fin había comenzado.

—Cuando el Apocalipsis comience, no habrá aviso alguno, nadie lo


notará a simple vista, no habrá destrucción desmesurada, ni jinetes de la
muerte trayendo consigo el caos.
El hombre la miraba con esos intensos ojos negros, tan similares a los de
ella misma. Unos ojos tan profundos que podían atravesarte.
Estaban parados al borde del precipicio, en la parte más alta de un
edificio de cincuenta pisos. Él la tomaba de la mano. Estando así, ella no
sentía miedo alguno.
La ciudad entera ardía en llamas; una gran metrópoli —gigante y
descomunal—, más grande que ninguna otra ciudad en toda la historia de la
humanidad, plagada de rascacielos altos y orgullosos, similares a centinelas
gigantes a las puertas del Olimpo.
El cielo crepuscular reflejaba las llamas, tiñéndose del rojo de la sangre.
—¿Pero qué tengo que ver yo en todo esto? —preguntó ella, con un hilo
de voz.
Él llevó su mano libre al vientre de ella.
—El Apocalipsis no será un evento catastrófico, será algo gradual, algo
casi imperceptible, pero al final desatará el Infierno en la Tierra —dijo él
con una voz impasible y relajante mientras el caos brillaba funestamente tras
ellos, apretó aún más el bajo vientre de la mujer—. En ella reside nuestro
futuro, ella liderará a una humanidad diezmada, les brindará esperanza en
medio de un mundo de dolor y miedo.
Entonces, una nube de hongo estalló en la lejanía. Él acercó sus labios a
los de ella y la besó al tiempo que la onda expansiva de la explosión nuclear
llegaba hasta ellos, barriendo todo a su paso…
Despertó sobresaltada, la frente perlada de sudor, las sábanas pegadas a su
piel sudorosa. Otra vez esos malditos sueños. Siempre la asustaban, eran tan
vívidos, tan reales, que en vez de sueños parecían... ¿recuerdos? ¿Pero cómo
alguien podía tener recuerdos de algo que nunca había sucedido?
Vivian tan sólo tenía 15 años, pero su vida estaba plagada de incidentes
extraños y dolor, sin contar con las noches llenas de pesadillas casi a diario.
Después de quedar huérfana hace cinco años, había brincado de un hogar
adoptivo al siguiente, nunca duraba más de un año.
Esta vez, la casa adoptiva no estaba tan mal, había tres niños y dos niñas
más aparte de ella. Todos mucho menores, claro, ninguno rebasaba los diez
años de edad. Pero le gustaba, se sentía como si fuera su hermana mayor.
Todos dormían juntos en una enorme estancia del segundo piso, y se sentía
culpable cuando debido a sus gritos despertaba a alguno de los niños en la
madrugada.
Sabía que no era una chica normal; había algo en ella, algo oscuro, y
aunque no sabía qué era, le aterraba esa parte de sí misma, la parte que le
provocaba las pesadillas por las noches...
Giró el rostro hacia la ventana, la luz plateada de la luna se colaba en
pequeños filamentos a través de la persiana que bailoteaban formando
sombras a lo largo de la habitación.
Su madre solía decir que algo grande pasaría cuando cumpliera 16, algún
tipo de revelación, pero nunca explicaba nada más. Lo más probable es que
se tratara de alguna fantasía o mentira de su madre, después de todo tanto a
ella como a sus excéntricas hermanas les encantaba contar historias y fábulas
que no siempre tenían mucho sentido, como si se tratara de parábolas con un
significado oculto que pretendía enseñar algo.
Sea como sea, daba igual, dentro de una semana cumpliría 16, así que ya
lo averiguaría, algo pasaría o su vida miserable seguiría siendo la misma.
Daba igual.
El recuerdo del sueño se iba haciendo cada vez más borroso, más tenue
conforme caminaba hacía el cuarto de baño, como fina niebla despejándose
con la llegada del amanecer.
Pero aun así el recuerdo de la pesadilla no se esfumó del todo, se quedó
ahí en su cerebro, como tinta disolviéndose en el papel. Regresó a su cama,
con el cabello negro pegado a la tez blanca de su rostro. Y justo antes de caer
profundamente dormida, se preguntó si acaso esas horribles pesadillas
premonitorias que tenía tendrían algo que ver con lo que pasaría al cumplir
16...
16 (11.59 pm)

Conforme se acercaba la fecha de su cumpleaños, cada noche que pasaba,


los sueños iban empeorando más y más. Se hacían más vívidos, aumentaba la
duración, y las imágenes presenciadas eran cada vez más detalladas.
Vivian veía cada noche a aquel siniestro hombre (¿por qué pensaba en él
como en un príncipe?), quien le provocaba un escalofrío aterrador. Pero aun
así, el magnetismo que provocaba en ella, la forma en que la hacía sentirse
cuando en sueños la tocaba y la besaba, era algo embriagador. Él era como
una droga potente de la cual sabes es mejor alejarte, y sin embargo no puedes
hacerlo, cada milímetro de tu ser te impele a ir hacia ella.
Miró hacia el reloj/despertador digital que reposaba sobre el buró a un
lado de su cama. Eran las 11.50 de la noche. Llevaba casi una hora en
duermevela, intentando dormir, aliviar el cansancio que hacía pesados sus
músculos, pero sin llegar a lograrlo, sin desearlo del todo. Una parte suya se
negaba a dormir, no quería volver a ver ese terrible Armagedón de fuego, el
cual se hacía más terrible y más detallado con el pasar de los días.
Los minutos avanzaron rápida e inexorablemente. Hasta que dieron las
11.59. Ese minuto pareció durar una eternidad, con cada segundo que pasaba,
Vivian sentía brotar una nueva gota de sudor frío en su rostro. Los demás
niños y niñas dormían apaciblemente, sin enterarse de nada, entregados por
completo a sueños infantiles llenos de esperanzas y anhelos.
Entonces el minuto terminó, el reloj marcó las 12 de la madrugada. Y la
vida de Vivian cambió para siempre.
El cuarto se oscureció, o mejor dicho desapareció del todo. O quizá ella se
había esfumado, siendo teletransportada a otro sitio. Un sitio que por alguna
razón intuyó era el mismo sitio al que iba en sus sueños.
—Hola pequeña.
La voz que inundó todo, era fría y penetrante, sin embargo había una
entonación dulce al dirigirse a ella.
Sus dos excéntricas tías aparecieron en ese lugar (¿era una habitación?)
donde no reinaba nada más que la oscuridad.
Y entonces lo supo, todos los parloteos entre su madre y sus tías, todos los
susurros clandestinos, las historias contadas por su madre; todo cobró
sentido.
Ella, Vivian, era una bruja.
Nueva Vida

Vivian nunca quiso ser una bruja, rechaza su destino, se niega a aceptarlo.
Seis años han pasado desde que sus poderes le fueron otorgados. La niña
asustadiza, temerosa y perdida ha desaparecido del todo, siendo sustituida por
la ahora fuerte y capaz mujer que se encuentra a la entrada de esas enormes
puertas de la galería de arte más importante de la ciudad.
En ese momento, con el portafolio lleno de fotos de sus pinturas (fotos que
mostrará en un intento de que sean aceptadas para ser puestas en exhibición)
vuelve a ser la misma niña llena de titubeos, preguntas y dudas sobre sí
misma que era hace seis años. Antes de saber quién realmente era. Lo que
realmente era.
Sus tías, aquellas dos excéntricas mujeres de quienes apenas tenía alguno
que otro recuerdo proveniente de su niñez, eran quienes la habían guiado
durante todo el proceso de su iniciación, de su metamorfosis.
Los poderes a los que podían acceder las brujas eran vastos y numerosos.
Pero la mayoría de ellas sólo poseía uno o dos, las más fuertes o las ancianas
incluso llegaban a dominar el arte oscura de tres o cuatro poderes. Pero nunca
más. Se decía que los cuerpos mortales no estaban hechos para dominar tales
artes, y su uso representaba llevar el cuerpo físico a límites que ningún mortal
común podía soportar. Y ellas, les gustara o no, seguían siendo humanas, y
por poderosas que pudieran ser, seguían habitando carne mortal.
Oído aumentado, el poder de hablar con los muertos, levitar, comunicarse
con ciertos animales (e incluso hacer que estos siguieran tus órdenes), fuerza
aumentada, dominar y manipular las emociones de otras personas, leer la
mente, conjurar fuerzas oscuras, y telequinesia... Estas eran sólo algunos de
los poderes que Vivian había visto en las brujas que habían desfilado ante ella
en los seis años transcurridos desde su iniciación.
Pero ella tenía un terrible secreto, un oscuro poder. Un poder que no podía
ser mencionado. Un poder del que las otras brujas sólo se atrevían a hablar
entre susurros, oculto entre las sombras de las leyendas. Aunque aún no sabía
a ciencia cierta que lo poseyera, al fin y al cabo, apenas era una aprendiz del
Arte Negra y su poder se encontraba en un estado en exceso incipiente.
Sus pensamientos son abruptamente interrumpidos al momento en que la
enorme puerta automática de casi tres metros de alto se abrió ante ella.
Con paso elegante, casi como si se deslizara, entra en la enorme galería. El
recibidor es un vestíbulo gigante de paredes elegantes que ascienden hasta
una cúpula en el techo, donde está pintado un hermoso cielo azul plagado de
pequeñas nubes por algún talentoso artista.
Camina hasta la barra detrás de la cual aguardan tres recepcionistas,
recuperando la seguridad que la adultez ha traído consigo, y sabe en su fuero
interno que sus pinturas son dignas de estar ahí, pertenecen ahí.
Sus tías le aconsejaron usar la manipulación de una bruja para "persuadir"
a quien tomara las decisiones para ser aceptada en esa galería. Pero a Vivian
no le gusta usar su calidad de bruja para influir en las decisiones de otras
personas cuando se trata de su trabajo. Le gusta conseguir las cosas mediante
su esfuerzo, mediante los propios méritos de cada una de sus pinturas.
La nube de pensamientos oscuros se ha difuminado por completo de su
mente, siendo sustituida por una claridad nítida de confianza en sí misma y
en su trabajo. Y cuando habla, lo hace sin utilizar el Arte Negra, habla usando
solamente la seguridad que se ha ido labrando durante toda su vida.
—Hola, vengo a que exhiban mis pinturas en su galería.
Escape

Rodeado de espejos gigantescos, tan altos que parecían extenderse hasta la


eternidad, Lucifer había permanecido encadenado durante milenios.
Sus ojos, carentes de párpados, no habían tenido un solo día de descanso
en todo ese tiempo. Siempre contemplando la figura horrible en que lo había
convertido el creador. Presenciar el monstruo que ahora era, incesantemente,
todos los días, todo el tiempo, era su peor castigo.
Pero hoy ese castigo termina. El suplicio se acaba. Hoy empieza la
venganza.
Cuando los tres cuerpos celestiales cayeron pesadamente desde los cielos
hasta su reino, expulsados por dios, lo supo.
Lucifer había muerto.
Satanás acababa de nacer de entre las cenizas.
Una nueva rebelión había comenzado y esos ángeles recién expulsados del
paraíso, llevaban consigo la llave que lo liberaría en el mundo terrenal.
Sus fieles vasallos habían vuelto a él. Miguel, Azrael y Gabriel.
—¿Cómo lo lograron? —preguntó Satanás incrédulo, temiendo que no
fuera más que otro de los engaños de dios, alguno de sus juegos retorcidos.
—Lo que le enseñaste a Samael —explicó Miguel, taciturno como
siempre —, él nos lo transmitió.
—Ese conocimiento nos permitió mantener nuestra individualidad —acotó
Azrael.
—Durante milenios ese bastardo nos hizo parte de él, creyó que éramos
uno con él —gruñó Gabriel, tan fiero como lo recordaba.
—Fue horrible, era como vivir en una prisión eterna, sin vista, ni oído, sin
poderte mover, y rodeado única y completamente por una pesada oscuridad
—dijo Miguel.
—¿Cómo se liberaron? —preguntó Satanás.
—Eso no importa, no hay tiempo que perder —dijo Miguel, al tiempo que
desplegaba sus alas negras (las alas de los ángeles impuros para dios) y llegó
hasta los enormes grilletes de los pies de su antiguo maestro.
Satanás se revolvió e hizo tintinear las cadenas con el sonido de un mar
estruendoso.
—¿Tienen la llave? —preguntó esperanzado, con el corazón desbocado.
—Así es —rugió Azrael.
Se llevó la mano al peto metálico que le rodeaba el pecho y sacó una
enorme llave de luz blanca, la cual resplandeció con luz cegadora. Satanás
sólo pudo girar la cabeza para evitar que sus ojos, acostumbrados a una
eterna penumbra, sufrieran daños por la intensa luz. Los otros dos ángeles
hicieron lo mismo, y unos instantes después, la figura enorme de Satanás era
por fin libre.
El monstruo que medía diez hombres de altura era por fin libre. Dio un
paso, pero al instante, al no tener el apoyo de las cadenas sujetándolo
firmemente por las muñecas y tobillos, cayó pesadamente al suelo de fría
piedra.
Los tres ángeles rebeldes tuvieron que desplegar sus alas, dar brincos
enormes y salir volando de allí para no ser aplastados. Descendieron y se
posaron ligeramente junto a Satanás.
—Estás muy débil maestro —susurró Miguel —.Pero no temas, nosotros
te sacaremos de aquí.

¿Era acaso un sueño, realmente había escapado finalmente del Infierno, de su


prisión, de su Reino?
No lo podía creer, y sin embargo, algo en su interior, una sensación
gigantesca de sosiego, le decía que así era. Abrió los ojos.
Una inmensa alegría se apoderó de él al darse cuenta de este hecho, el
negarle el simple placer de poder cerrar los ojos y descansar, había sido el
peor de todos los castigos que le había impuesto el creador durante esos
largos milenios tortuosos.
Estaba en una especie de vehículo, avanzaba a trompicones por algún
sendero pedregoso. El transporte traqueteaba. Sus ojos aún no se
acostumbraban a la luz, y sólo veía siluetas borrosas, las siluetas de sus tres
amigos. Además sus sentidos estaban sumamente embotados, como si
llevaran un año drogándolo.
No importaba, nada de eso importaba, ni el dolor, ni los años perdidos, ni
las personas que había ido perdiendo en el camino a causa de dios.
Lo único que importaba es que ahora se encontraba en el mundo de los
humanos. Y el Infierno en la Tierra estaba a punto de ser desatado...
El Número Impar

Yo soy el número impar, el lado izquierdo, lo siniestro. Soy el gemelo que


absorbe los nutrientes del feto más débil. Soy quien por las noches susurra a
tu oído y pone en tu cabeza dulces palabras de asesinato. Soy el parricidio, el
regicidio, el infanticidio, el genocidio, todo lo bello de tu preciosa biblia.
Soy quien profana a dios sobre todas las cosas.
Soy quien toma el nombre de dios en vano.
Soy quien asesina en las fiestas.
Soy el parricida.
Soy quien jamás honrará al padre.
Soy el acto impuro que vive en tu mente.
Soy el ladrón con capa negra y guantes de piel de Lobo.
Soy la mentira, el falso testimonio.
Soy el deseo impuro en tu alma, los pensamientos oscuros que acechan en
lo más profundo.
Yo soy la mano que se estira sigilosa, que vive entre las sombras, el hurto
furtivo e impune.
Yo soy el onceavo mandamiento, el mandamiento cero. El principio de la
rueda y el final envuelto en llamas y sangre. Soy ante quien te arrodillas y
soy el 666 tatuado en tu frente, el vasallo de la oscuridad, aquel que ha sido
torturado por más tiempo que ningún otro.
Soy el ave fénix resurgiendo de entre las cenizas, la espada de fuego
incandescente cortando de tajo la cabeza de tu dios único, el quinto jinete, el
que viola y asesina a los otros 4.
Soy el número 7 y la cruz volteados de cabeza. La blasfemia y la palabra
herética.
Soy el príncipe exiliado, el retorno violento y la venganza consumada.
Lujuria

El hombre acercó su boca al pecho de ella y posó los labios en la cálida


piel. Al instante y como por arte de magia sus pezones se endurecieron, su
entrepierna se mojó.
Estaban tendidos en una cara alfombra de piel al lado de la chimenea. El
fuego que ella desprendía era la única iluminación en esa gigante sala de
estar de aquella mansión. Sus cuerpos entremezclados en un borrón de
brazos y piernas. Ella se había entregado a él por completo cuando él la
había hecho su esposa. Pero aún no habían consumado su amor.
Él la besaba con un fervor casi religioso, como si ella fuera una diosa a la
que él adorara y sus besos fueran la máxima ofrenda. Al inicio, le besó los
dedos de los pies y las pantorrillas mientras le había ido quitando el
pantalón, después, con el pantalón fuera de la ecuación se detuvo en los
muslos, besando con ansías y deseo la parte interior de estos. Ella gemía de
placer, con la cabeza recargada en la alfombra, los ojos cerrados para
poder centrar su atención en cada detalle, en cada señal que su piel le
enviaba, las piernas levantadas y cada uno de los pies tensados por
impulsos eléctricos de placer.
Después, había ido más arriba; pasó de los muslos al vientre bajo, pero
sin pasar por sus bragas, esas se las dejó puestas, aún pese a que ella
añoraba que se las quitara, que se las arrancara con la ira desbocada de los
animales en celo. Pero él era paciente y sabía que esa parte llegaría, pero a
su debido tiempo. Con dulzura levantó la camisa un poco y jugó con su
lengua en el ombligo de ella. Ella sólo gemía, en ese momento sus
capacidades verbales habían quedado completamente relegadas.
Él se levantó, ella abrió los ojos al tiempo que lo veía quitarse la camisa
negra y dejaba al descubierto un cuerpo delgado pero tonificado, unos
pectorales bien definidos que abultaban la camisa y un abdomen plano, el de
alguien que sigue una dieta rigurosa. Unas grandes cicatrices rosadas
atravesaban su pecho y espalda, pero no lo hacían menos bello a los ojos de
ella. Tras esto, él se acercó, pasó la mano por su espalda y ella se arqueó,
dejando en el suelo únicamente sus glúteos y la nuca para que él pudiera
quitarle la playera. La pasó por encima de su cabeza y así ella quedó en
ropa interior. Acto seguido, él se desabrochó los pantalones y se los quitó
con vehemencia, quedando los dos semidesnudos.
Se tendió sobre ella, con los codos recargados en el suelo y los labios a
escasos milímetros de la cara de la mujer.
El placer que él provocaba en ella producía descargas eléctricas que
recorrían todo su cuerpo, desde la base de la nuca, hasta las pantorrillas y
terminaban en los pies; él producía el éxtasis en su estado más puro. Y eso
que apenas iban comenzando.
Y ahí estaban ahora, ella con la vagina mojada, lubricada, lista para ser
tomada por primera vez, él lanzaba jadeos llenos de lujuria y su miembro
erecto le rozaba los muslos húmedos. Ambos estaban sudorosos, anhelantes,
y sus mentes habían vuelto a un estado primario, donde lo único importante
era el placer mutuo.
—Tómame —gimió ella, casi como suplicando.
—Todo a su tiempo mi querida esposa —le susurró él al oído, con una voz
aterciopelada y un poco aguda que le erizó la piel junto con los finos vellos
de ésta.
Ella cerró los ojos, el placer era como una supernova gigante a punto de
explotar dentro de su vientre, no podía resistirse más, lo quería adentro de
ella ahora mismo, todo su cuerpo gritaba al unísono, clamaba a rabiar por
tenerlo dentro, pero sabía que aún no era el momento.

Entonces despertó. La maldita alarma la sobresaltó, haciéndola pegar un


brinco y por poco casi se cae de la cama.
Vivian tomó el celular y lo silenció. Se sentó al borde de la cama, estaba
en ropa interior: un bra rosa a juego con las bragas empapadas. Se llevó las
manos a la cara sin dejar de pensar en el sueño.
De todos los que había tenido hasta ahora, ese era el más vívido hasta el
momento. Era extraño, pese a saber que era un sueño, aún podía recordar el
olor de aquel hombre misterioso. También recordaba su mirada triste y un
poco desquiciada; la mirada de alguien bueno que ha visto demasiadas cosas
y su mente se debate entre la cordura y la locura.
Ese hombre, aunque sólo habitara en sus sueños, la intrigaba. Era a la vez
el príncipe azul con quien todas soñaban de niñas, y también el monstruo que
se esconde debajo la cama. Aunque Vivian suponía que todos los hombres
tenían algo de ambos dentro de ellos, sólo que algunos se iban más hacia un
lado que al otro.
Se puso de pie y se dirigió al cuarto de baño, tenía que bañarse y
arreglarse, hoy sería un gran día en la galería de arte.
Callahan

El joven Callahan, recién convertido en ministro, quien recientemente


había llegado a la gran ciudad para guiar a los feligreses de esa parroquia en
el centro de la ciudad, salió a la fría noche.
Dejó abierta tras de sí la enorme puerta metálica, para que la luz de
adentro iluminara un poco la noche. Tenía que apresurarse, quería dejar todo
arreglado en la iglesia para la siguiente mañana y poder regresar a casa,
donde su esposa embarazada y su hijo de cuatro años lo esperaban.
Cargaba en ambas manos grandes bolsas negras llenas de la basura del día,
las cuales iba a tirar en los contenedores que había al fondo del callejón. Una
fina lluvia comenzaba a caer del cielo, y el viento parecía estar formado por
delgadas navajas lamiéndote la piel.
Al acercarse al contenedor metálico se detuvo por un instante al escuchar
un débil sonido. Un sonido tierno y vulnerable que no debía estar ahí. Bajó
las bolsas al suelo y aguzó el oído. Era algo parecido a un llanto. Se acercó
más al contenedor y después lo identificó. Era un débil maullido.
El ministro Callahan no lo dudó y se trepó al borde del contenedor de
basura y después se metió. Hizo bolsas a un lado, apartándolas de donde
parecía que venía el sonido. Cuando llegó al fondo lo vio.
Adentro de una bolsa, algún malnacido o malnacida había aventado una
bolsa llena de gatitos recién nacidos.
Callahan tomó la bolsa, salió apresuradamente del cubo como pudo y
olvidándose por completo de sus bolsas, dejándolas ahí tiradas en el suelo,
regresó al interior de la iglesia, al calor acogedor. Pero por dentro hervía de
rabia, no podía imaginar cómo alguien podía ser tan desalmado como para
abandonar de esa manera a esos pobres animales inocentes.
Entró a su oficina, abrió la bolsa y puso con cuidado a los gatitos en su
sofá. Estaban muertos. Todos excepto uno. El que había estado maullando, el
único sobreviviente clamando por ayuda, por justicia para sus hermanos y
hermanas.
Fue al cuarto de baño y tomó una toalla de mano, regresó a su oficina y
tapó al animal. Lo fue secando con suavidad, mientras éste cerraba los ojos
plácidamente, y Callahan pudo notar que era una gata. Al poco empezó a
ronronear y después se durmió.
Envolvió al resto de animales en una sábana y los dejó en el sofá; a la
mañana siguiente los llevaría al crematorio y rezaría por ellos.
—Descansen en paz —murmuró.
Después salió de vuelta a la enorme galería. Estaba completamente vacía.
Las hileras de enormes bancos lucían más grandes sin gente sentada en ellos.
Se acercó a la puerta que daba al callejón y le puso el seguro, ya que al entrar
cargando a los gatos sólo la había cerrado.
Después regresó al estrado, al podio desde el que daba sus sermones,
estaba revisando que todo el inventario estuviera en orden, dándole la espalda
a la docena de hileras de bancas cuando una voz lo sobresaltó.
—Usted va a ser toda una molestia, padre, una verdadera piedra en el
zapato.
El ministro Callahan se dio rápidamente la vuelta, completamente
confundido.
En las bancas, donde hace unos segundos no había nadie, se encontraba
ahora sentado en la fila de en medio un hombre. Vestía un traje caro, parecía
como el que usaría un emblemático actor de Hollywood en la entrega de los
Oscares. Su corte de cabello lucía igual de caro y en sus ojos brillaba una
sonrisa maliciosa.
—No soy padre —respondió él, aparentando una seguridad que no sentía.
Había algo en la expresión de ese hombre, en su aura, que lo inquietaba.
—Pero lo será.
—¿Qué quiere? ¿Cómo entró? —replicó Callahan.
—Evidentemente, quiero conocerlo. Y la forma en que entré es irrelevante
—e hizo un gesto con la mano para restarle importancia.
—Usted va a ser uno de los más grandes rivales de mi hija, padre. Un
digno Adversario. Y quería conocerlo, saber cómo era usted antes de
convertirse en él. Desafortunadamente padre, temo decirle que usted no
prevalecerá, será hecho polvo por ella.
—Señor, con toda amabilidad debo pedirle que se vaya —Callahan no
sabía de qué hablaba este hombre que ciertamente parecía desvariar, quizá
estaba drogado y alucinaba.
El hombre se puso en pie. Poseía una esbelta figura que irradiaba poder y
confianza. Pero también era como si un aura invisible de maldad vibrara
poderosamente a su alrededor. Callahan era un hombre robusto, más que el
hombre, y había practicado tenis y pesas durante su juventud, aun así no
hubiera querido liarse a golpes con él.
—Usted es irlandés, ¿cierto? —preguntó el hombre manteniendo esa sonrisa
enigmática —Es bastante testarudo.
—Mis padres son de allá. Yo nací aquí —respondió secamente, pero con
una inquietud creciente en su pecho.
—Ha sido todo un gusto conocerlo padre —dijo el hombre misterioso
vestido de negro de pies a cabeza, al tiempo que se daba la vuelta —ha sido
muy... hmm, revelador.
—No soy...
—Ya sé, ya sé, no es padre. Pero marque mis palabras padre. Lo será.
Sin decir más, el hombre comenzó a caminar y salió abriendo las enormes
puertas dobles de madera de cinco metros de alto. Aún a pesar de que el
ministro Callahan las había cerrado con seguro hace una hora.
Al cruzar el umbral, el hombre de traje negro dio media vuelta y cerró las
puertas desde fuera. Pero antes de que estas se cerraran del todo, miró directo
a los ojos de Callahan y le sonrió.
Dominic Callahan sintió en ese momento un escalofrío recorrer su espalda
y un gélido viento atravesar la iglesia. Se sentía como si acabara de ver a la
muerte o al mismo diablo directo a los ojos...
¿La bruja más poderosa?
En el sueño ella siempre viste de rojo, un hermoso y elegante vestido rojo
de gala. Los más supersticiosos de sus seguidores han comenzado a llamarla
la mujer de rojo, lo que le recuerda siempre al Hombre de Negro en las
novelas de Stephen King.

Sabe que está soñando, y sin embargo todo se siente tan real, tan vívido.

Vivian mira hacia un lado y ahí lo ve. Su esposo. Ella es soltera y nunca
ha tenido un novio siquiera, y aunque ese hombre jamás se lo ha dicho, en
los sueños ella simplemente lo sabe, están casados. El hombre de cabello
negro y tez pálida se acerca hasta ella, y le rodea la cintura con un brazo
mientras que la otra mano la lleva hasta su vientre, y Vivian puede sentir la
fuerza inquebrantable de una nueva vida latiendo dentro de ella.
Están en alguna especie de gala, ella puede sentir la alfombra
aterciopelada bajo sus tacones, el rojo extendiéndose por el suelo.
Comienzan a caminar hacia una puerta, hacia un umbral, hacia la
ceremonia de la cual ellos serán protagonistas, las miradas de adoración los
contemplan ensimismados, como si ella y su esposo fueran una especie de
dioses. Vivian alcanza a vislumbrar entre los espectadores la marca, el
distintivo que todos ellos portan, el triple 6 tatuado ya sea en la espalda alta
o en el antebrazo...

Cruzan las enormes puertas dobles, y al igual que el resto de noches, el


sueño termina...

———————————————————————————
Vivian despertó conmocionada, empapada en sudor. Pero ya estaba
acostumbrada, se deshizo rápido del recuerdo del sueño y se preparó para
empezar un nuevo día.

Fue al baño antes de desayunar y mientras se bañaba no podía dejar de


sentir odio. Estaba enojada con la vida, enojada con sus tías y enojada con
sus poderes, eran una maldición. Si ya de por sí siempre había sido rara,
ahora, al tener que estarlos ocultando o que algún nuevo poder hiciera su
extraña aparición en los momentos más inoportunos, la hacía sentir todavía
mucho más inadaptada.

Y sus tías no contribuían en ayudarla. Ellas querían que aceptara su


destino de bruja, pero Vivian no lo quería, se rehusaba a dejar que alguien
que no fuera ella misma decidiera su destino. Y piensa en el hombre de sus
sueños, también a él lo odia, lo odia por abandonarla, si realmente existe,
¿dónde estuvo durante toda su infancia, si en verdad están destinados a
casarse, por qué no envió ayuda por ella durante todos esos años que pasó en
los orfanatos?

Él y sus tías la abandonaron cuando más los necesitó, así que ahora que se
ha convertido en una mujer fuerte e independiente no los necesita, los rechaza
a todos ellos y no quiere saber nada de brujas, hombres misteriosos o
destinos, piensa amargamente mientras se seca el cuerpo y comienza a
vestirse.

Ella no es una bruja, ella es Vivian y no necesita de nadie.

———————————————————————————

— ¿Acaso no sientes el poder dentro de ti, bullendo iracundo, como una


olla hirviendo a punto de estallar?

—No tías, no siento poder alguno en mí y no me interesa nada de lo que


puedan decirme —contestó secamente Vivian.

Se encontraban en la galería de arte donde estaban expuestas los mejores


cuadros de Vivian; eran imágenes que representaban tomas amplias de la
ciudad durante los crepúsculos más hermosos que teñían la imagen de tonos
rojos y púrpuras, así como pinturas de rostros de gente común y corriente
expresando en una sola imagen todo el
sufrimiento desgarrador así como la alegría inmensa que los humanos son
capaces de sentir.
Sus tías, Selma y Frida, la habían ido a visitar, y tras llevarla aparte, a un
rincón de la galería, lejos de oídos indiscretos, habían comenzado de nuevo.
Preguntas sobre sus poderes y sobre su destino.

—Cariño, sabemos que tienes más de un poder —dijo pacientemente la tía


Selma, la mayor de las dos y la más responsable.

—No sé de qué hablan.

—Vivian, hemos respetado tu decisión de mantenerte en el anonimato,


pero con todo lo que está pasando ahora en el mundo, las demás deben
saberlo —terció la tía Frida, quien parecía ser más empática con Vivian y
entenderla un poco mejor —hace generaciones que no existía una bruja como
tú —dijo bajando la voz, casi en un susurro.

— ¿Qué tiene que ver lo que pase en los noticiarios conmigo? —restalló
Vivian.

—No lo entiendes, todo está conectado —dijo Selma —. Dos temblores en


el mismo país en menos de un mes, volcanes que llevaban siglos inactivos
ahora han despertado, la racha de tsunamis en Asia, los líderes políticos de
los países más poderosos haciendo declaraciones hostiles unos en contra de
otros. Todo eso se relaciona, y ahora el despertar de tus poderes...

—Sigo sin entender la relación— interrumpió Vivian, comenzando a


irritarse.

La tía Frida, quien era menos fría que su hermana llevó una mano al
hombro desnudo de Vivian y lo estrechó con cariño. Selma volvió a hablar:

—Como ya te dijo Frida, tus poderes son algo inaudito, se necesitan años
y años de práctica para alcanzar a dominar por lo menos tres, y sólo las
Ancianas lo pueden hacer de una manera efectiva, pero tú, tú pareces poseer
más de tres poderes —dejó las frase volando en el aire.
—Hay una profecía —continuó ahora Frida —en ella se dice que hechos
terribles que acaecerán en la Tierra desencadenarán el despertar más
poderoso que las brujas hayamos visto jamás.

—Pues yo no soy esa bruja —contestó tajante.

—No sabemos si lo seas o no —dijo Selma —lo que sí te puedo asegurar


es que el día en que tengas que usar tus poderes, dejarlos salir o dejar que
mucha gente muera por tu apatía e irresponsabilidad, está cerca. El día en que
tengas que tomar una decisión se acerca, y nosotras no estaremos ahí para
guiarte.

Después de eso se despidieron de ella, dieron media vuelta y salieron con


pasos rápidos de la galería, dejando a Vivian ahí sola, confusa y llena de
dudas y preguntas acerca de su futuro.
Interludio II: El bebedor de sangre
La noche era fría y opresiva. El hombre caminó por entre los altos
edificios de cristal, todos ellos vacíos y completamente oscuros, tan muertos
como él mismo.

Salió de la ciudad y se adentró en los suburbios. Su negro traje se agitaba


violentamente contra la piel con cada ráfaga de viento que azotaba la ciudad.

Atravesó la ciudad en tan sólo minutos. Caminaba igual que cualquier


humano normal, un paso después de otro y luego otro más.
Pero la velocidad a la que su nuevo cuerpo podía hacerlo, un cuerpo
alimentado por la sangre de vástagos antiguos, lo volvía imperceptible al ojo
humano, como si se teletransportara en vez de caminar.

Los Primeros Vástagos de Caín, le habían dicho. La sangre de esos


primeros Eternos era la que le habían dado a beber sus cuatro jinetes, el día
que lo llevaron a las catacumbas, a la ciudad subterránea donde por milenios
se habían escondido de los hijos del Sol: Los Hijos de Set.

La historia llegó hasta él a través de la sangre. En las catacumbas supo que


aunque Caín era el primer Eterno, no era un bebedor de sangre, o al menos no
la necesitaba ya. Pero ninguno de los Antiguos que permanecían allí,
tumbados sobre lápidas de piedra, lo conocía. Incluso para ellos, Caín era una
Leyenda.

Los Antiguos estaban sumidos en un Sueño Perpetuo. Permanecían


acostados, blancos como estatuas de marfil, irreales. Uno jamás pensaría que
esas estatuas alguna vez hubieran sido seres vivos. No respiraban, no se
movían jamás, como si la vida los hubiera abandonado. Pero la sangre corría
en su interior, poderosa y mística. El poder latente de esas estatuas era
electrificante, vigorizante.

Su mente amenazó con regresar a la historia que la sangre le había


transmitido, quería sacar cuanta información le fuera posible sobre los Hijos
de Set, los enemigos mortales de los bebedores de sangre. La línea de sangre
proveniente del segundo hermano de Caín, aquel que les fue entregado por
dios a los moradores de la Tierra en sustitución por la muerte de Abel.

Pero se contuvo, se obligó a permanecer en el presente. A seguir


caminando hacia su destino. Y sin darse cuenta, ya había llegado.

La casa ante la que estaba parado no tenía nada de especial: tres pisos, un
enorme jardín con adornos acordes a la fecha en que se encontraban, grandes
ventanas en cada habitación, y rodeada por decenas de casas iguales.

>>He llegado mi pequeña<< su Voz mental era poderosa, demasiado. Si


ella no estaba despierta, ahora lo estaría.

Dobló ligeramente las rodillas, tomó impulso y su cuerpo se elevó del


suelo en una curva ascendente, ligero como un colibrí. Sus dedos se asieron
de la madera a un lado de la ventana, así como sus pies, de una manera
antinatural, como si fuera una araña. Después llevó la mano hacia esa ventana
que lo llamaba silenciosamente y la abrió.

Al deslizar su cuerpo al interior de la cálida habitación, la vio. Tan


hermosa como en sus visiones. Una bruja muy poderosa, aunque ni ella
misma lo supiera, y con un deseo de muerte aún más fuerte.

— ¿Eres tú? —preguntó la mujer joven, aún con el sueño como manto
sobre sus palabras —¿Eres real?

—Guarda silencio pequeña. Al lugar a donde irás no las necesitarás.

Aún no se acostumbraba a su voz, era la Voz de un bebedor de sangre,


hipnotizaba a los humanos, y los ponía completamente a tu merced. También
podía despojarlos del miedo, para que se entregaran a ti por voluntad propia.

Satanás se acercó hasta ella.


—Oh dios, eres tan hermoso —dijo ella, tocando con el dorso de la mano
la mejilla de Lucifer, como si tocarlo con la palma fuera algo demasiado
íntimo, algo que lo pudiera molestar.

—Dios no tiene nada que ver —respondió él, mirándola directo a los ojos.

Ella lo había invocado con su deseo de atraer a la muerte. Y él acudió al


llamado. Su sangre lo llamaba. La miró con detenimiento. Se parecía tanto a
Ella, a la encarnación de su amada, a Vivian. Pero Vivian aún no estaba lista
para él, no podía presentarse ante ella por ahora. No hasta que ella aceptara su
destino y se convirtiera en la bruja que estaba destinada a ser.

Así que por ahora, tendría que conformarse con la sangre de esta joven
suicida.

—Tómame —gimió la chica.

Lucifer la tomó por los hombros y la empujó hacia la cama, con cuidado
para no romperle ningún hueso con la fuerza recién adquirida. El dolor podía
romper el encanto en que caían los mortales. Se quedó en pie al borde de la
cama. Tomó su camisón con ambas manos y lo rompió con facilidad. La
chica iba desnuda debajo.

—Espera —jadeó ella, anticipando el éxtasis. Lucifer la miró inquisitivo


—.Si esto es lo último, quiero al menos poder desnudarte.

Lucifer se apartó un paso y ella lentamente le quitó todas las piezas del
traje negro, impresionada por la suavidad de esa piel de mármol y el contraste
que hacían sus músculos, con esa fuerza ancestral emanando de ellos. Al final
quedaron los dos desnudos. La chica se tumbó bocarriba en la cama, y abrió
las piernas, dándole la bienvenida a su amante. Lucifer se acercó a ella,
recargó los brazos en la cama, rodeando a la mujer y después la penetró.
Podía oír, y sentir, el palpitar de su corazón mientras la poseía. Ella lanzaba
pequeños gemidos al ritmo de la cadencia a la que se movía Lucifer, los
cuales iban aumentando cada vez más y más en frecuencia e intensidad.
Lucifer cerró los ojos y sintió el poder del torrente sanguíneo de la chica,
podía oler la sangre corriendo velozmente por sus jóvenes venas. Los
colmillos del hombre crecieron en su boca con un sonido húmedo y
deslizante, presionando contra el labio inferior. Siguieron moviéndose al
unísono y rítmicamente, sus corazones y cuerpos latiendo como uno solo,
hasta que los dos llegaron al éxtasis.

La chica gritó extasiada, abrazó las piernas al cuerpo de su amante y


Lucifer le clavó los colmillos en la garganta. Bebió ávidamente y sin reparos,
sin reprimirse, era la primera vez que podía beber hasta saciarse, hasta dejar
el cuerpo vacío. La unión por la sangre era infinitamente muy superior a la
unión física. Mientras la sangre de la mujer llenaba el cuerpo de Lucifer, ella
pudo conocer fragmentos de la vida del bebedor de sangre, y él en tan sólo
segundos conoció toda la vida de ella, la comprendió, la amó y la idolatró
como si fuera su diosa. Y durante los momentos que estuvo dentro de su
mente, fue su diosa.

La sangre se terminó y la vida abandonó el cuerpo de la joven. Lucifer se


puso en pie y admiró su belleza. Sus ojos cristalinos y su rostro, habían
adquirido un hermoso aspecto ceniciento con la muerte. Con un movimiento
veloz, que hubiera pasado desapercibido para cualquier mortal, Lucifer se
vistió, le puso el camisón a la joven y salió del cuarto, cerrando la ventana
tras él y quedando colgado por encima de esta, para ver a la mujer que le
había regalado su vida.

Los padres, despertados por el grito de la joven se habían levantado, pero


para cuando llegaron a su cuarto, sólo encontraron el cuerpo aún tibio de la
que había sido su hija.
Les Catacombes, La Ciudad de los
Eternos

"Cuando abrió el primer sello, oí al primer ser viviente, que decía: Ven.
Miré y vi un caballo blanco, y el que montaba sobre él tenía un arco, y le fue
dada una corona, y salió vencedor, y para vencer. "
—Primer Jinete del Apocalipsis .

Lucifer era el padre de todos ellos, y sin embargo, tras haber pasado tantos
milenios sumido en la oscuridad, ahora se sentía como un niño pequeño a
quien sus padres le han comenzado a mostrar el mundo.
Miguel, Azrael y Gabriel lo habían llevado hasta allí, siguiendo las
precisas instrucciones de Samael, quien ahora no estaba presente con ellos.
Habían ido hasta Francia, se quedaron en uno de los hoteles más lujosos
en el centro de París, desde donde se podía ver una escultura (una torre)
bastante patética para el gusto de Lucifer, pero que para los humanos tenía un
gran significado e incluso iban desde todos los rincones del mundo para
visitarla.
Las ventanas del cuarto de Lucifer estaban tapadas con placas de un
grueso metal, para evitar la filtración de los rayos del sol en su habitación
durante el día.
—Hasta que no bebas la sangre de los Antiguos, tu cuerpo es demasiado
débil como para enfrentarse a los rayos del sol, viejo amigo —comentó un
divertido Gabriel, quien seguía teniendo un enorme cuerpo, similar al que
había usado en La Primer Gran Guerra, en otra vida.
—Esta luz —dijo maravillado Lucifer —¿cómo es que no me hace daño?
—Es una luz artificial, creada por los humanos para deshacerse del miedo
que la noche les producía. Tranquilo, es inofensiva, pero si quieres la
apagamos.
—No, hace milenios que mi cuerpo no sentía la luz, desde que era un
ángel —la voz un poco aguda de Lucifer era hipnótica, incluso para sus
compañeros —Déjala encendida.
Según le habían dicho, Samael había sido el primero en escapar, hace
quinientos años mortales, y en el transcurso de ese tiempo había amasado
grandes fortunas desde las sombras, siempre oculto por la noche, lo que le
permitió alquilar todo el hotel sólo para ellos con toda facilidad.
Ahora los que eran como él tenían un nombre. Los llamaban Vampiros:
Bebedores de Sangre. Y formaban parte de la mitología de los mortales, de
sus Leyendas y sus supersticiones. Pero ahora, en una era en que la luz
inundaba las noches y la oscuridad había sido erradicada casi por completo
de ellas, los vampiros habían quedado relegados a criaturas de la Ficción, de
libros antiguos y novelas entretenidas, a monstruos de cine.
Lucifer se obliga a sí mismo a volver al presente. Están en el enorme
vestíbulo del hotel. Es más grande y más alto que una mansión. Están
sentados en enormes sofás de cuero negro que se amoldan a sus siluetas.
—¿A dónde vamos a ir hoy? —pregunta con su fría voz.
Sus jinetes, aún le guardan el mismo respeto reverencial de antaño, aunque
su cuerpo físico sea ahora el más débil de todos ellos. Las mujeres se
encuentran ahora junto con Samael y Lucifer aún no ha podido reunirse con
ellas. Piensa en Eliana, la diosa de ébano, tan impulsiva y rebelde, tan similar
a Gabriel; en Athiara, la eterna inseparable de Samael y en Kiara, la mujer de
los ojos verdes y el cabello hecho de brazas de fuego.
—Samael nos ordenó que restaurásemos tu poder —contesta secamente
Miguel. Seguía siendo tan taciturno como siempre.
—Así que iremos a las catacumbas —apunta Gabriel, emocionado.
Lucifer mira, todavía impresionado, la luz que inunda cada rincón, es tan
similar a la luz del día, se siente tan real... está maravillado por lo que habían
creado los mortales. Un pequeño artefacto volador se acerca hasta donde
están ellos, es metálico y tiene un aspecto esférico. De él sale una voz
humana.
>>—Señores, su transporte ha llegado<< dice la voz de mujer que sale del
dispositivo >>—Los espera fuera de la puerta<<
Gabriel se percata de la sorpresa de su maestro.
—Es sorprendente los juguetes que inventan estos humanos, ¿no?
Ambos se miran y sonríen en silencio. Las cuatro figuras que podrían
pasar por hombres comunes a un ojo inadvertido, se ponen en pie y caminan
hacia la salida del hotel.

—Aquí abajo jamás entra la luz —dijo Miguel justo antes de adentrarse en
los túneles subterráneos que formaban el intrincado laberinto que alguna vez
habían sido minas usadas por los romanos.
—Por eso es el lugar perfecto para protegerlos de los hijos de Set —dijo
Gabriel, imprimiéndole un aura de misterio a sus palabras.
Humanos corrientes habrían necesitado de antorchas para recorrer esos
claustrofóbicos pasillos adornados por esqueletos humanos allá donde
miraras, pero ellos eran animales hechos por y para la noche. Se adaptaban
perfectamente a este ambiente.
—¿Proteger a quién? —preguntó Lucifer.
—Ya lo sabrás —respondió Azrael —. Por ahora es mejor que aguardes.
No tiene caso contarte algo que pronto verás con tus propios ojos.
El cuerpo de Lucifer aún no tenía la capacidad para el contacto telepático,
así que toda la comunicación con sus jinetes era verbal.
—¿Quiénes son esos hijos de Set? —insistió.
Gabriel le dedicó una rápida mirada a Miguel, quien asintió, como si le
dijera con la mirada que le daba permiso para explicar parte de la historia.
—Set fue el tercer hermano de Caín y Abel —empezó —dios se lo dio a
los humanos en restitución de Abel.
Lucifer apretó los puños al recordar lo que ese bastardo les había hecho.
La maldición que había impreso en Caín.
—Mientras que los hijos de Caín se dedicaron a las artes, a cultivar la
cultura y el conocimiento y a las cosas terrenales, los hijos de Set por el
contrario se volcaron hacia la adoración ciega del dios que les había dado la
vida. Desconociendo por completo la verdadera naturaleza del dios al cual
adoraban. Los Hijos de Caín estaban destinados a vagar eternamente, bajo el
manto estelar. Así que los Hijos de Set se propusieron exterminarlos, acabar
con la estirpe maldita de aquel que en la Antigüedad mató a su propio
hermano.
—Y nos comenzaron a cazar —intercedió Azrael —fueron implacables,
sacaban arrastrando cuerpos durante el día a que se quemaran bajo el sol
ardiente. Nos clavaban estacas en el corazón en nuestros lechos, envenenaban
nuestros cuerpos, cualquier método era válido, y entre más bárbaro, mejor.
Nos aniquilaron hasta que sólo quedaron unos pocos Antiguos, aquellos tan
poderosos que eran incluso capaces de viajar unas cuantas horas durante el
día, aunque sus poderes se vieran drásticamente reducidos.
—Todo eso lo va a ver por él mismo en cuanto lleguemos —les cortó
Miguel.
Llegaron al final del pasillo, envueltos en el más profundo de los silencios,
con una ciudad entera sobre sus cabezas. Dieron la vuelta y ante ellos se
extendió una enorme sala fúnebre.
—Hemos llegado —sentenció Miguel.
Los Guardianes

—¿Quién anda ahí? —gritó una voz intimidante.


—Apártate a un lado —ordenó Gabriel.
Estaban en la entrada del Santuario, el lugar donde moraban los antiguos
padres, los más viejos de entre todos los Vástagos.
Gabriel le había dicho que incluso moraban ahí algunos Antediluvianos.
Lucifer estaba impaciente, quería conocer más de la historia de sus Vástagos,
de los inmortales que habían nacido a partir de la sangre de Caín, una historia
que le era desconocida debido a los milenios transcurridos encerrado en el
círculo más profundo del Infierno, rodeado de nada más que locura, dolor y
lamentos.
Dos sombras se habían materializado, saliendo de entre las sombras. Dos
guardianes, le había susurrado Azrael al oído. Una de esas sombras era la que
había hablado.
Las dos figuras vestían armaduras arcaicas de acero. Eran menudas y por
su complexión, Lucifer no habría podido deducir si se trataba de hombres o
mujeres. Sólo su hablar delataba su género (el primer guardián, el que había
hablado era hombre). Portaban un enorme escudo en la mano izquierda y
amenazantes lanzas en la otra. Lanzas cuyas puntas apuntaban
beligerantemente hacia el grupo de Lucifer. Pero ninguno de sus hermanos se
inmutó.
—¿Acaso no escucharon? —gruñó pendenciera la segunda guardiana —
¡Identifíquense!
Miguel avanzó un paso. La punta de la lanza se posó en su pecho,
interponiéndose en su camino.
—Venimos aquí con el más antiguo de entre los Antiguos —habló Miguel
con voz fría y calmada —.Aquel que estaba aquí incluso antes de que naciera
el primer Eterno.
Un destello cruzó por los ojos de la guardiana. Miedo. Bien, pensó
Lucifer, hacía bien en tenerle miedo.
La mujer titubeó, pero su misión de proteger a los Antiguos era demasiado
importante, llevaba siglos desempeñándola, así que volvió a hablar:
—No puedo ceder así tan fácil, no sin antes ver alguna prueba de que lo
que dices es cierto. A ese ya lo conocemos —dijo señalando a Gabriel —vino
con uno de los Ancianos hace poco. Pero ustedes son desconocidos.
Azrael se movió veloz como un relámpago, tanto que Lucifer casi lo
pierde de vista, se posicionó tras la mujer y antes de que ella pudiera
reaccionar, clavó los colmillos en la pálida garganta. Un segundo duró el
intercambio, un segundo en el que Lucifer pudo intuir todo lo que había
sucedido.
Las pupilas de la mujer vampiro de cabello castaño se expandieron hasta
que no quedó nada del blanco de sus ojos y su mirada se trastornó. La
incredulidad se apoderó de su expresión. Dejó caer la lanza y el escudo y se
hincó. Su compañero volteó a verla, visiblemente enojado.
Ella miró al otro Guardián y Lucifer supo que mediante el roce mental le
estaba transmitiendo lo que acababa de ver, los retazos de vida que Azrael le
había permitido vislumbrar al morderla. El Guardián dejó caer también sus
armas, y se quedó como petrificado, con la mandíbula desencajada.
Lentamente se giró hacia Lucifer y su grupo.
—No puede ser —dijo con incredulidad —, tú... tú eres... —la mirada
perdida clavada en dirección a Lucifer.
Y al igual que su compañera, se desplomó sobre una rodilla e inclinó la
cabeza. Tanto él como la otra guardiana permanecieron en esa posición como
si de estatuas se tratara, permitiendo que Lucifer y su pequeño séquito
entraran al recinto.
Los techos no eran muy altos, pero tomando en cuenta que estaban bajo
tierra, estos no resultaban para nada claustrofóbicos. La estancia era enorme.
Altares de piedra blanca y perfectamente pulida llenaban la enorme
estancia. Y encima de estos altares, habían figuras recostadas sobre ellos. En
una primera impresión, Lucifer pensó que se trataba de esculturas de mármol
que emulaban a personas durmiendo un sueño profundo. Pero agudizó sus
instintos al máximo y pudo notar que eran de hecho personas; bebedores de
sangre dormidos tan profundamente que bien podrían estar muertos.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Lucifer —¿Qué son ellos? —rectificó.
—Ellos son los Vástagos de Caín originales, ellos son los vampiros más
antiguos que hemos logrado localizar —contestó Gabriel, lleno de orgullo.
—Y ahora, la historia y la fuerza de todos ellos te pertenece —le dijo
Miguel con solemnidad.
Lucifer dio un paso hacia adelante, y entonces la presencia de todos esos
bebedores de sangre lo abrumó. Millones de pensamientos, voces y retazos de
imágenes embargaron sus sentidos. Cayó de rodillas y se llevó las manos a la
cabeza, momentáneamente sobrepasado por la inmensidad de todo cuanto lo
rodeaba.
Respiró profundamente, cerró su mente al contacto mental tan poderoso
que tenían esos vampiros y lentamente se puso en pie.
—Empecemos —anunció con fuego en su mirada.
Enoch, el primer Vástago

«Salió, pues, Caín de delante de Dios, y habitó en tierra de Nod, al


oriente de Edén»
—Libro del Génesis

Entonces mi maestro se acercó a mí. Aunque claro, yo en ese entonces


aún no lo sabía. Nos contó que venía de lejos, de una ciudad hundida en
penumbras, envuelta eternamente en sombras. La ciudad allá donde iban los
proscritos, los marginados, los exiliados del Edén.
Cuando Caín el Maldito se acercó a mí, miraba con incredulidad la
primer Ciudad de los hombres. Después (décadas después) me enteré que
antes de su exilio, no había ciudades, él había sido hijo de los Primeros; los
primeros transgresores, los primeros exiliados...
En su propio exilio él conoció a la Bruja Original, la más poderosa de
entre todas ellas. Una mujer que hizo enojar tanto al Creador que su
maldición fue que la historia olvidara su nombre por siempre. Ella le enseñó
las Artes Negras, las Artes Prohibidas.
Cuando él estaba solo en la oscuridad, su hambre creció, su frío creció, y
lloró...
Pero entonces llegó ella, , una mujer oscura y hermosa con sus ojos
cortando la oscuridad. Ella se apiadó diciéndole: "Conozco tu historia Caín
de Nod. Estás hambriento; tengo comida. Tienes frío; tengo ropas. Estás
triste; tengo consuelo."
Al igual que ella, Caín tenía su propia maldición, la peor de entre todas:
jamás vería de nuevo un amanecer, y estaría condenado a vagar por la
Tierra, y por su marca, jamás ningún Hijo de Set podía matarlo. Aunque
nosotros, los ingenuos Hijos de Set no lo vimos así, la veíamos como el más
hermoso de los dones, la forma última de alcanzar la eternidad en esta vida.
Así que después de décadas de ser sus fieles seguidores, después de
noches enteras de implorar, al fin aceptó a tres de nosotros para que
fuéramos sus hijos, sus primeros Vástagos...
Tres de nosotros, los primeros mortales en beber de su sangre. Y con ella
vino el temor al sol, al fuego, a la filosa madera. Nos convirtió en la segunda
generación. Dejamos de ser Hijos de Set, para convertirnos en los primeros
Hijos de Caín, Niños de la Noche y de las Sombras.
Pero Caín pronto se arrepintió. Al ver los monstruos que había
engendrado, sus ojos lloraron sangre al percatarse de su acto, al saber que
su maldición nos había transmitido. Ahora éramos inmortales, pero jamás
veríamos nuevamente el día, jamás engendraríamos hijos naturales,
estábamos exiliados para siempre del mundo de los mortales, quienes hasta
ese día habían sido nuestros hermanos. Y con su arrepentimiento vino la
máxima Ley, la más severa.
Jamás deberíamos esparcir nuestra maldición a otros. Podríamos
alimentarnos de los Hijos de Set, beber de su sangre, pero no debíamos
engendrar más Vástagos. Debíamos ser los únicos bebedores de sangre. Por
supuesto, el que se haga una ley, no significa que todos estén dispuestos a
seguirla...

Mis dos nuevos hermanos pronto decidieron crear su propia estirpe; la


inmortalidad es demasiado sobrecogedora como para enfrentarla solo. Yo
intenté seguir los mandatos de mi maestro, sin embargo la locura arañó las
paredes de mi mente, la soledad puede ser el cuchillo más afilado, el fuego
más mortífero. Y entonces decidí seguir los pasos de mis hermanos, crear mi
propia estirpe, romper la Ley de mi Maestro, ahora mi Padre, mi sire.
Y así nació la tercera generación. Y con ellos vino la Yihad. Esos
chiquillos, esos jóvenes bebedores de sangre no tenían nexo alguno con
Caín, no eran descendientes directos de nuestro maestro, por consiguiente no
tuvieron reparo alguno en romper sus leyes, en rebelarse. Y cuando ellos se
rebelaron, la tierra se tiñó de sangre, los ríos se tornaron rojos. Dentro de su
limitada visión, ellos no veían por qué tenían que obedecer las leyes de
nuestro Padre, así que crearon sus propios clanes, sus propias familias de
vástagos. Y nos dieron caza.
La Guerra fue cruenta, bebedores de sangre antiguos tuvimos que matar a
los jóvenes, a aquellos que nos querían dar muerte, beber de nuestra sangre
para así poder obtener nuestro poder. Al final los jóvenes eran demasiado
numerosos. Mis dos hermanos perecieron en la Guerra y sólo quedé yo, junto
con algunos de mis Vástagos más leales. Todos los demás buscaban mi
muerte. Y ahora, los que habían bebido de mis hermanos eran casi tan
fuertes como yo.
Clanes enteros buscaban mi destrucción, me cazaban por las noches y
mandaban a siervos humanos a buscarme por el día. Mis Vástagos leales
murieron para defenderme. Los escondites pronto se me terminaron, y los
jóvenes bebedores pudieron haberme matado, pero al final no alcanzaron su
cruel objetivo. Al final Caín regresó de su Exilio, completamente enfurecido
por el caos que habíamos causado, por la forma en que entre nosotros
mismos, sus hijos y sus nietos, nos estábamos masacrando, y masacrando a
los Hijos de Set en el proceso.
La furia de Caín fue inmensa. Masacró a los Vástagos rebeldes. A
aquellos que habían sembrado la semilla de la rebelión, aquellos que habían
arrancado de manera ilícita la sangre de los cuerpos de sus propios sires.
Dejando sólo a aquellos pocos que habíamos respetado sus leyes. Bebió de
mi sangre y al ver los motivos por los cuales lo había desobedecido creando
a mis propios hijos, al ver que no era por motivos egoístas, me perdonó la
vida a mí también. Aunque ya no me volvió a aceptar como su discípulo.
Pero no fue suficiente, Caín estaba demasiado desilusionado de su propia
especie, de sus propios descendientes. Así que se marchó una vez más, pero
ahora para siempre. Nadie supo a dónde fue, o si aún vive. Algunos dicen
que se expuso al sol y sus cenizas se disolvieron en el viento; otros que se
enterró en las profundidades de la Tierra, y duerme profundamente hasta el
nuevo día en que volvamos a desencadenar toda su ira y retorne para
cumplir las profecías de la destrucción total y definitiva de nuestra especie.
Lo que sí vimos todos fue cómo aquella noche, con las primeras luces del
Amanecer, se adentró en el desierto, el terrible desierto. Un lugar donde no
hay refugio alguno de la luz del sol, y por tanto un lugar al que sabía que
ninguno de nosotros podía seguirlo...

—¿Qué ha sido eso? —preguntó completamente conmocionado Lucifer, al


despegar su muñeca de los pétreos colmillos de aquel antiguo bebedor de
sangre convertido en efigie.
Los Eternos

"Cuando abrió el segundo sello, oí al segundo ser viviente que decía:


"Ven". Entonces salió otro caballo, rojo; al que lo montaba se le concedió
quitar de la tierra la paz para que se degollaran unos a otros; se le dio una
espada grande."
—Segundo Jinete del Apocalipsis .

Los Eternos eran estatuas de mármol que alguna vez fueron humanos de
carne y sangre, y luego vampiros. Vivieron durante milenios junto a los
humanos, pero siempre sin pertenecer, alienados tras las sombras.
Entremezclándose por las noches entre sus presas, asistiendo a los bailes y
cautivando a la gente con su sola presencia. Eran como estrellas luminosas y
pálidas en medio de una oscura noche sin nubes.
Lucifer los encontraba temibles. Tanto poder confinado en esa cripta
subterránea, debajo de esa antigua ciudad, una ciudad que ni siquiera existía
aun cuando la mayoría de ellos vivía, le hacía sentir inseguro, frágil. Caminó
varios minutos entre las hileras de altares de piedra. Escuchando en las
paredes de su cráneo las voces de todos ellos, tiempo atrás olvidadas, como
susurros lanzados al viento. Su concentración era máxima, debía encontrar al
más antiguo de entre todos ellos, algo que no era fácil. Tanto Gabriel, Miguel
y Azrael le habían dicho que les resultaba imposible calcularles la edad. Para
ellos, todos les resultaban igual de asombrosamente antiguos. Todos ellos
databan de los Primeros Tiempos, aquellos posteriores a la Primer Gran
Guerra en el Paraíso.
Pero Lucifer debía intentarlo, debía encontrar al más antiguo de entre
todos ellos. Este debía de ser del primero del que se alimentara Lucifer, para
que así su poder se volviera equiparable al del más antiguo de ellos.
Y de pronto, lo sintió. En una esquina, un silencio sepulcral se extendía,
los susurros se apagaban y el frío parecía apoderarse de todo el espacio
telepático.
—Él —dijo Lucifer con su aguda voz, mientras se acercaba.
—¿Vas a beber de él? —preguntó Gabriel.
—Así es —respondió con metal en la voz —mi poder será sólo tan fuerte
como el primer vampiro del que yo me alimente. Y él es antiguo incluso entre
todos estos antiguos.
Miguel permaneció en un silencio absoluto, con expresión melancólica y
taciturna.
—Adelante —respondió Azrael con solemnidad.
Lucifer llevó la muñeca hacia la boca del bebedor de sangre.
Inmediatamente, los labios de este asieron la piel fuertemente, como si de una
prensa de piedra se tratara. Instintivamente Lucifer trató de retirar el brazo,
pero los labios de este bebedor eran demasiado fuertes para él. Los colmillos
se deslizaron en silencio y aguijonearon la piel de Lucifer como si se tratara
de cuchillos incrustándose en mantequilla.
Y ahí fue cuando presenció la historia de ese bebedor de sangre. Enoch. El
aprendiz de Caín. Toda la historia que ese bebedor poseía fue simplemente
abrumadora. Ver la primera ciudad, los primeros bebedores de sangre, las
primeras guerras, y sobre todo la Primer Gran Purga, donde cientos y cientos
de vampiros fueron exterminados de una manera sumaria y total, todo eso fue
simplemente sobrecogedor para el Ángel Caído.
Cuando la estatua hubo saciado su sed, los labios soltaron su agarre.
Lucifer, prácticamente drenado cayó al suelo cuando sus piernas, como dos
finos hilos, fallaron al sostenerlo. Antes de que su cuerpo alcanzara a tocar la
piedra del piso, Miguel se deslizó a una velocidad impresionante y lo sostuvo
por las axilas. Lucifer había podido sentir la sed de ese Antiguo, quien
llevaba siglos sin probar una sola gota de ella.
—Ahora bebe tú —le susurró Miguel cálidamente al oído, como si fueran
dos amantes.
Lo ayudó a mantenerse de pie junto al Vástago antiguo y Lucifer, más
pálido aún de lo que era normal para un bebedor de sangre, acercó sus labios
al cuello de aquella estatua marmórea. Sus colmillos instintivamente supieron
qué hacer. Con su característico sonido húmedo, tan lleno de lujuria, se
alargaron y encontraron su camino hacia la sangre a través de la piel de
piedra.
Lucifer bebió ávidamente.
Lo que vio, fue simplemente demasiado, su mente tuvo que expandirse
para asimilar el flujo abrumador de información de Historia antigua que fluyó
como la marea más intempestiva directo hacia ella. Vio la historia de la
humanidad, historia olvidada, conoció —y vivió junto a ellos — a otros
vampiros que vivieron milenios atrás y que hace siglos habían sido olvidados
por completo. Vio Guerras —las de los humanos y las vampíricas —vio
Purgas (Caín no había sido el único antiguo convertido en Ángel
Exterminador de vampiros), y sobre todo muerte, muerte provocada por la
sed de sangre. Una sed que no conocía límites.
Pero lo más aterrador fue lo último que presenció. Los retazos de futuro
que ese vampiro poseía dentro de sus visiones. Lucifer pensó en las visiones
que él mismo había tenido en el pasado distante acerca del futuro. Pero ese
era un poder que había muerto junto con su condición angelical. Las visiones
de este futuro mostraban la Última Guerra entre vampiros. Una guerra que se
desataría en el momento en que los bebedores de sangre se revelaran
públicamente ante los humanos como seres reales y no meras supersticiones o
monstruos de novelas. Aquella Guerra donde el antiguo padre se levantaría
de entre la cenizas que lo mantenían enterrado y volvería para ponerle fin a la
vida de sus niños rebeldes, nuevamente y por una última vez.
La faz de la Tierra quedaría limpia por completo de vampiros...
Lucifer sintió un sudor frío bañar su espalda cuando terminó de beber.
Porque también había visto que él mismo era el artífice principal, el causante
de la Última Guerra. Él sería quien despertaría la ira del primer Padre y lo
hiciera volver de su tan alargado exilio.
Pero al mismo tiempo sintió todo ese poder fluir por su sangre, fue
electrizante, fue como si un volcán, largo tiempo dormido, finalmente hiciera
erupción. Las llamas del infierno rugieron en su ser y el poder lo embargó
todo. Sus ojos se llenaron de sangre y por unos momentos todo desapareció,
quedando únicamente ese poder abrumador. Un poder como ningún otro
vampiro había conocido jamás.
Lucifer sonrió, dejando a la vista unos colmillos blancos, afilados y
manchados de sangre. Y entonces Lucifer supo que al fin estaba de vuelta. El
Infierno se desencadenaría en la Tierra. Sin importar las consecuencias que
esto trajera consigo.
Final de Interludio II: Ejército

Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer ser viviente, que decía: "Ven".
Miré, y vi un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano.
Y oí una voz de en medio de los cuatro seres vivientes, que decía: «Dos
libras de trigo por un denario y seis libras de cebada por un denario, pero no
dañes el aceite ni el vino»
—Tercer Jinete del Apocalipsis.
El gélido viento arañaba con garras de acero la piel de los vampiros. La
luna estaba en su punto más alto, y desde el helipuerto de ese rascacielos, la
noche se tornaba todavía más oscura. Las estrellas parecían haber
desaparecido del cosmos, como si esa noche hubieran entrado en huelga,
decidiendo no hacer su aparición.
Esa noche habría eclipse, y la luna ya comenzaba a rojear desde el borde
inferior.
—Gabriel ¿podrías repetirme qué estamos haciendo aquí? —preguntó
Lucifer en tono seco. Con un inmenso poder telepático golpeando las paredes
de sus cuerdas vocales con cada palabra que surgía de su garganta.
—Él nos pidió que no te dijéramos —respondió el vampiro gigante, de
casi 2 metros de altura —quiere que te enteres a través de él —dijo
refiriéndose a Samael, a quién Lucifer no había visto desde que los ángeles
rebeldes lo liberaron de su prisión Eterna en el Infierno.
El silencio que siguió, sólo era cortado por las ráfagas de viento, las cuales
a esa altura multiplicaban su intensidad. En ese enorme helipuerto sólo se
encontraban Lucifer, y detrás de él su pequeño séquito, formado por Gabriel,
Miguel y Azrael. Los cuatro vestían caros trajes negros, con camisas y
corbatas igualmente negras.
—Sabes que si quiero puedo meterme en tu mente o en la de cualquiera de
ustedes y obtener las respuestas que deseo ¿cierto?
—Sé que podrías hacerlo —intervino Miguel —¿pero realmente deseas
arruinar la sorpresa?
Una sonrisa se dibujó en los ojos de Lucifer. Ensanchó su mente para
poder sentir las emociones de sus compañeros. Se sentía tan bien volver a
poseer la calidez del roce mental, sin él, la soledad podía ser abrumadora.
De pronto, una escena brutal cruzó como un destello por su mente. Una
escena que había visto en los recuerdos de la sangre de uno de los bebedores
de sangre antiguos, aquella noche en las catacumbas de París. Los Hijos de
Set en los primeros tiempos, aún en la primera ciudad, se habían agrupado en
clanes, y algunos de ellos se habían dedicado a cazar a los primeros vampiros
rebeldes, a los nietos de Caín.
Las imágenes de vampiros siendo arrastrados de sus escondites durante el
día se sucedían con violenta rapidez en su mente: estatuas de rostros inertes y
ojos sin vida, debatiéndose, intentando luchar contra sus agresores, eran
arrastradas salvajemente hacia los mortíferos rayos del sol. Lucifer veía cómo
esos rostros se crispaban de dolor, se contraían en muecas de sufrimiento y
finalmente lanzaban gritos desgarradores mientras el funesto sol los
calcinaba; primero la piel se chamuscaba, luego se derretía y después, incluso
los huesos terminaban hechos polvo.
Uno de estos Antiguos había presenciado innumerables de estas escenas,
tanto que incluso había dejado de darle repulsión el ver a esos vampiros
aterrorizados contrayéndose como bestias salvajes, abrumados por el dolor. Y
las había visto, porque él había sido parte de una de las primeras castas de
Cazadores que daba muerte a los Hijos de Caín. Él había sido uno de los
Fundadores de los clanes que después la historia vampírica llegaría a conocer
como los Hijos de Set.
Y como castigo, un vampiro cruel, sádico y vengativo, lo había convertido
en lo que más había odiado durante su vida como mortal. Le concedió la
maldición de la vida eterna sin haberla pedido.
—Ya llegaron —la fría voz de Azrael lo sacó de sus pensamientos. Las
imágenes se difuminaron como la llama de una vela en el helado viento.
De pronto, de la fría noche se materializaron cuatro figuras. Surgieron de
los bordes de la azotea, brincaron hacia el centro de ésta y llegaron como
cayendo del cielo justo frente a Lucifer. Las cuatro quedaron sobre una
rodilla durante un instante, para después incorporarse con gracia y
majestuosidad.
Al instante de rozarlos mentalmente, Lucifer los reconoció a todos ellos.
Se trataba de Samael, seguido por Eliana, Athiara y Kiara. Eliana con su piel
de ébano lucía arrebatadoramente hermosa en su nuevo cuerpo vampírico;
Kiara con ese pelo de fuego y los ojos verdes con el color del mar en una
mañana radiante, simplemente te robaba el aliento; y Athiara, la mujer que
había compartido el lecho con Samael, Athiara le recordaba tanto a ella...
Pero evitó llevar sus pensamientos en esa dirección, al menos no por ahora,
toda la tristeza acumulada amenazaría con desbordar y eso no era lo que
necesitaba ahora.
Samael, su fiel compañero, rozó levemente la mente de Lucifer para
indicarle que caminara, que se asomara. Lucifer así lo hizo, llegó hasta el
borde, se subió a la barda que protegía a los humanos de caer al abismo y
manteniendo un perfecto equilibrio, se asomó. Los automóviles en el suelo
habían quedado reducidos a sólo las luces de sus farolas, aunque claro, a una
distancia de cien pisos de altura, no era de extrañar; las personas ni siquiera
se alcanzaban a apreciar a simple vista.
Los siete vampiros que lo habían acompañado en el transcurso de tantas
cosas a través de los milenios, sus compañeros de guerra, se acercaron a él.
Entonces sucedió. Como si de insectos se tratara, de los dos edificios
aledaños, los cuales no eran tan altos como este, comenzaron a surgir
sombras, las cuales se materializaban desde cualquiera de los cuatro extremos
y después comenzaban a caer en las azoteas como si de una lluvia de cuerpos
se tratara. Cientos y cientos de vampiros hacían su aparición. Se presentaban
ante el vampiro original. Venían a rendirle ofrenda y presentar lealtades al
Ángel Rebelde.
A sus espaldas, en el helipuerto donde ellos se encontraban, tenía lugar
una escena similar. Las voces mentales de los miles de vampiros ahí
congregados amenazaron con hacerle estallar el cerebro, pero entonces
recordó que ya no tenía un cuerpo neófito, ya no era débil, ahora poseía la
misma fuerza, tanto física como mental, que Enoch, uno de los Vástagos
originales de Caín. Así que cerró su mente a la algarabía de voces y gritos
invisibles.
Se paró sobre las puntas en la barandilla, al borde de un abismo que hacía
a su cuerpo físico sentir vértigo, el viento hacia revolotear el cabello en torno
a su rostro y las ropas golpear el cuerpo.
—¡Nuestro día está a punto de llegar! —rugió con su voz demoníaca, el
rugiente alarido de mil voces a la vez.
Los vampiros, mayormente los jóvenes, lanzaron clamores de guerra y de
victoria al aire, acallando momentáneamente el discurso de Lucifer. No los
podía culpar, a él mismo lo embargaba una emoción indescriptible en el
pecho, como si su corazón fuera a desbordársele de la caja torácica. Se
percató que había realmente muy pocos vampiros viejos entre ellos. Casi
ninguno tenía el poder suficiente que tendría alguien de un milenio de edad.
Alzó las manos por encima de la cabeza para acallar el clamor de todos esos
bebedores de sangre.
—¡Sé que han esperado mucho tiempo hijos e hijas! —Nuevamente las
mil voces surgidas del Infierno se hacían escuchar en los tres edificios
repletos de vampiros —¡Pero el día en que podrán caminar libremente por las
calles, sin tener que esconderse, sin temer a que los Hijos de Set les dan caza,
sin tener que moverse sólo en las sombras, está a punto de llegar!
Gabriel lanzó un alarido desde lo más hondo de su pecho, un grito de
guerra inigualable, las venas en su garganta se tensaron contra la piel y los
músculos de cuello y cara se contrajeron. Los demás se unieron a su grito,
incluyendo a los seis compañeros restantes de Lucifer. Éste los dejó
desahogarse y después volvió a hacer el gesto con las manos para acallar a la
multitud.
—¡El Infierno se desatará sobre la Tierra, eso se los puedo prometer!
¡Sólo les pido un poco más de paciencia! ¡Pero he visto el futuro, hijos míos,
hijos de la sangre! ¡Les puedo prometer que cuando mi hija gobierne con
mano de hierro el mundo de los mortales, todos ustedes podrán vagar
libremente donde les plazca, puesto que sobre la faz de la Tierra, ya no
caminará un sólo Hijo de Set! ¡Todos ellos estarán muertos y nosotros
seremos los reyes sobre la Tierra!
El clamor fue general, la noche se llenó con el grito ardiente de miles de
vampiros, la noche se encendió con el fuego de su vehemencia. Lucifer
acababa de cambiar la historia para siempre, después de ese día, después de
ese discurso, ya nada volvería a ser como antes...
10 años atrás (Dominic Callahan)

Dominic y Sara entraron al enorme salón entre risas y con las playeras
polo para jugar tennis aún cubiertas de sudor. Dominic recargó las raquetas
en la barra del bar, se acercó a su novia y la besó.
Le encantaba la casa de los padres de Sara; además de tener su propio bar,
que era el salón donde se encontraban, también tenía su cancha privada de
tennis. Y para alguien como él, quien había sido un campeón estatal del
tennis a los 17 años, y una estrella en ascenso, eso era algo realmente
increíble de tener en una casa. Y sobre todo, le encantaba poder usar la
cancha a la hora que le apeteciera.
Desafortunadamente, su prometedora carrera en el tennis se había visto
cruelmente truncada debido a un accidente de bote en el cual, aparte de casi
morir ahogado, se había lesionado de gravedad, dejándole una rodilla rota
que había tardado tres años en curar. Y aún ahora, en las noches frías, el
dolor volvía y atacaba su rodilla con sus dientes fríos.
—Amor ¿quieres que te prepare algo de tomar antes de irme a bañar? —
preguntó Sara dulcemente.
—En serio no es necesario, linda —respondió él.
—No seas tonto, sabes que lo hago con gusto. Al fin y al cabo, tú eres mi
hombre —dijo ella con coquetería. Y acto seguido se dirigió al bar y sacó una
botella llena del rojo líquido del clamato y una cerveza del refrigerador, y
comenzó la preparación.
Dominic tomó asiento frente al televisor y lo encendió. Miró a Sara,
cuando ella intentaba ser coqueta recordaba a una adolescente enamorada,
con su cabello negro y lacio y sus ojos grandes del mismo color, era la viva
imagen de la ternura, resultando muy lejana a la apariencia coqueta y sensual
que intentaba transmitir.
En media hora llegaría uno de los amigos de Sara, una de las personas a
quienes Dominic daba clases de tennis para tener ingresos en lo que
conseguía convertirse en ministro.
El papá de Sara le había ofrecido trabajo en una de sus empresas —un
trabajo muy bien remunerado—, pero Dominic lo había rechazado, ya que el
día de su accidente, al casi morir ahogado, la herida en la rodilla no fue lo
único que le sucedió. Ese día tuvo una revelación, una visión, una epifanía.
Sintió el llamado. Pero no un llamado religioso. Ese día Dominic vio algo
más, algo que nada tenía que ver con dioses o mitos. No le gustaba decir que
vio a dios, por que ciertamente él no se veía a sí mismo como una persona
creyente. Pero sí que sintió esa energía divina que une a todos los humanos.
Contempló a los ojos a una energía primordial y sintió que era su deber guiar
a otras almas perdidas en busca de dirección.
Y por tanto, ahora estudiaba para convertirse en ministro anglicano (ya
que el celibato no entraba dentro de sus planes). Aunque seguía sin creer en
dios ni en ninguna de esas doctrinas, sí que creía en esa fuerza primordial que
lo había rescatado el día de su accidente, manteniéndolo con vida aún
después de estar casi durante tres minutos sumergido entre las olas que lo
revolcaban. Y por tanto creía que ese era un buen camino para poder llegar a
personas y guiarlas hacia la dirección correcta. Aunque él mismo no creyera
en las doctrinas ortodoxas.
—Listo, bebé —la voz de Sara lo sacó abruptamente de sus pensamientos.
Estaba tan ensimismado, que ni siquiera la sintió acercarse. Ella le puso el
vaso sobre la mesita frente al sillón. Lo besó tiernamente, metiendo su ágil y
dulce lengua en la boca de él. Al instante sintió la punzada de la excitación
despertar en su vientre bajo y deslizarse hasta su entrepierna. Pero ella se
separó antes de que la situación desembocara en sexo.
—Me voy a bañar cariño, suerte en tu clase —dijo. Dio media vuelta y
salió contoneándose, deleitada en sentir la mirada de su novio clavada en su
trasero y piernas esbeltas debajo de la blanca falda deportiva.
Y así Dominic se quedó solo. Comenzó a cambiarle a los canales de
manera aburrida, en realidad no le apetecía ver la tele. No pasaron ni cinco
minutos de que hubiera salido Sara, cuando entonces entró Ella...
Una mujer que ponía extremadamente nervioso a Callahan, lo intimidaba
y lo excitaba a partes iguales. Una mujer rubia, con ojos verdes que parecían
absorber todo a su alrededor como dos torbellinos salvajes. Ella era Gabriela;
la hermana menor de Sara.
—Qué agradable sorpresa —dijo al tiempo que abandonaba el umbral de
la puerta y se acercaba hacia Callahan, con paso seductor, haciendo chocar
sonoramente las puntas de sus botines contra el suelo. Los botines de un gris
plateado combinaban a la perfección con el cinturón y la blusa de ella; su
chamarra, así como su pantalón eran de cuero, lo que le confería el toque
final a su aspecto de chica mala.
El hombre se puso torpemente en pie, haciendo chocar dolorosamente su
espinilla contra el borde de la mesita, enojado porque su nerviosismo se
notara de manera tan evidente.
—Sabes que los fines de semana siempre estoy aquí a esta hora —contestó
él irritado.
—Oye, no te enfades cariño —dijo ella y llevó una mano al bíceps de
Dominic.
Él sintió una descarga eléctrica recorrerle el cuerpo cuando los dedos de
ella tocaron su piel. Un escalofrío de placer recorrió su espalda y supo que
estaba irremediablemente condenado a caer de nuevo en las redes de araña de
aquella mujer que lo conocía perfectamente. Una mujer que parecía poder
hacer con él lo que quisiera a su antojo.
Y así lo hizo. Acercó su cara a la de él y lo besó con fiereza, con la
vehemencia de una amante desesperada. Él no pudo resistir, cedió ante sus
instintos primarios, ante el deseo y la lujuria incontenibles que ella le
despertaba. Sus lenguas se fundieron en una danza sinuosa, la danza de las
serpientes hambrientas.
Dominic empujó a Gabriela hasta la mesa de billar, la tomó por los muslos
y la subió a esta. Después, llevó su mano hasta la espalda baja de la mujer y
la metió por debajo del pantalón. Su mano sólo encontró piel. La mujer no
llevaba nada debajo del pantalón.
Y aunque este detalle lo hizo excitarse aún más y que su erección creciera
en fuerza e intensidad; también lo hizo percatarse de lo diferentes que eran
Gabriela y su hermana. Por alguna extraña razón, lo hizo reaccionar.
Así que tenía que pelear. Era lo menos que le debía a Sara.
—Gabriela por favor, para esto —dijo al tiempo que retiraba sus manos
del cuerpo exuberante de la mujer y daba un paso hacia atrás—. Yo estoy con
tu hermana, es a ella a quien quiero.
—¿Y por qué la quieres a ella? —explotó la mujer —¿Qué es lo que tiene
la linda y tierna Sara que no tenga yo, eh? ¿Qué es lo que ella te puede dar
que yo no? —restalló mientras se bajaba de la mesa de billar.
El fuego en su mirada, su expresión de refunfuño y la forma en que cruzó
los brazos fuertemente contra el pecho como una niña pequeña haciendo un
mohín, la hicieron lucir realmente tierna. Dominic sintió ganas de
disculparse, de tomarla entre sus brazos y consolarla.
Pero se obligó a apartar esa línea de pensamiento de su mente. Tenía que
recordar el tipo de mujer que ella era, no podía caer en su juego mental.
—Porque con ella sé qué esperar —respondió Dominic fríamente.
—Ella es predecible —tono socarrón.
—Ella me da seguridad.
—Es aburrida —la mujer entornó los ojos.
—Con Sara no debo preocuparme si sale con amigas. Sé que eso hará,
salir con amigas. No debo preocuparme de que esté con otro hombre.
—Aunque lo hiciera, jamás lo sabrías.
—Ella es fiel —dijo él en un tono que intentaba zanjar de una buena vez
esa maldita conversación.
—Los perros son fieles.
—Di lo que quieras, pero ella no es de las que tienen sexo con cualquier
tipo que encuentran en la discoteca... —el golpe bajo pareció ser mal
encajado por ella.
Gabriela guardó silencio. Entrecerró los ojos, como si sopesara las
siguientes palabras que saldrían de su boca.
—Yo no le debo lealtad a ningún hombre, no estoy casada con ninguno.
Ni siquiera tengo novio porque odio esas malditas escenas de celos machistas
y de doble moral que a ustedes tanto les gusta hacer —la chica se puso roja
tras su enérgico discurso.
—¿Quieres decir que si estuvieras casada, le serías fiel a ese hombre? —
preguntó Dominic con genuina curiosidad.
Ella se sonrojó, se puso roja como un tomate. Y él se sintió exultante por
eso. Jamás se imaginó estar en esa posición, jamás se hubiera imaginado que
alguien tímido y algo introspectivo como él, sería capaz de hacer sonrojar a
una mujer como aquella.
—De todo el maldito discurso que te acabo de dar ¿eso es lo único que
escuchaste? —preguntó, intentando sonar enfadada.
—Así es —ahora él era quien tenía un tono juguetón en la voz, casi como
si se estuviera burlando. Tras un silencio, durante el cual ella permaneció
con esa expresión de niña enojada en el rostro, él volvió a atacar —¿No
piensas responder la pregunta? —levantó una ceja como quien coquetea.
—Pues bueno...yo...este...yo creo que si el hombre vale la pena, yo, yo le
sería fiel —contestó, mientras bajaba la voz con cada palabra —. Y pues si
decido casarme con él, obviamente es por que vale la pena y porque le quiero
ser fiel ¿no?
—¿Lo dices en serio? —preguntó Dominic entrecerrando los ojos.
—Sí —respondió ella. La expresión de enojo había desaparecido casi por
completo. Pero al notar que Dominic se limitaba a sólo verla divertido, con
una sonrisa en los ojos, no se pudo controlar —. Sí, maldita sea, lo digo en
serio.
—¿Una chica como tú? —preguntó Dominic con incredulidad —¿en serio
renunciarías a tu libertad de esa forma?
—¿Eres idiota o qué? —le espetó ella —Ya te dije, si me caso, es porque
sería con un hombre que valga la pena, así que no lo vería como sacrificio de
nada. Lo haría por gusto.
—Eso suena muy lindo en el papel, en la teoría. Pero ambos sabemos que
jamás lo harías en la vida real, jamás te comprometerías de esa forma. Y esa
es la razón por la cual no podemos estar juntos.
Dominic dio media vuelta, dispuesto a marcharse de ahí. Y aunque se
sentía satisfecho consigo mismo por haber sido capaz de resistir a los
encantos de una mujer como Gabriela, la cual parecía sacada de la portada de
una revista, también fue embargado por un profundo pesar. Sabía que si
abandonaba esa habitación en ese momento, Gabriela saldría de su vida para
siempre. Aun así se obligó a caminar hacia la salida.
La imponente rubia de mirada hipnotizante se quedó recargada en la mesa
de billar, contemplando cómo la única persona que le había hecho pensar en
tener un futuro al lado de un hombre, se marchaba para siempre de su vida.
Miles de pensamientos cruzaban, con la velocidad de estrellas fugaces, su
mente. Entonces pasó uno que llamó su atención en particular. Un
pensamiento extremadamente radical por su naturaleza diametralmente
opuesta a lo que el sentido de la razón dictaba.
Echó a correr hacia él, completamente resuelta. Había tomado una
decisión. Y ahora tenía que atreverse a expresarla en voz alta. Era momento
de arriesgarse, de echar los dados sobre la mesa y esperar porque Dominic no
se burlara de ella en su cara.
—Espera —gritó. Sus movimientos, expresiones y voz tenían tanto
dramatismo que Gabriela casi podía imaginar la música instrumental de
fondo.
—Gabriela, por favor no seas cruel —dijo él, mientras giraba para quedar
frente a ella —¿Por qué no vas mejor con algún pretendiente ricachón tuyo y
me dejas...?
Ella lo calló de golpe. Se acercó y le planto un apasionado beso cargado
de ternura y anhelo.
—¡Wow! —fue lo único que Dominic alcanzó a articular.
Ella se separó de él, con las piernas temblándole de miedo. Sólo ahora se
daba cuenta plenamente de que podía estar a minutos de perder para siempre
al amor de su vida. Las palabras que eligiera a continuación marcarían el
rumbo del resto de su vida.
—Si el hombre adecuado me lo pidiera, yo me casaría con él —dijo con la
boca, mientras que sus ojos imploraban.
Dominic parecía confundido, como si una batalla tortuosa se librara en su
interior, una tormenta de emociones desatada en su pecho. Pero al fin, logró
encontrar las palabras.
—¿Quieres decir que si yo te propusiera matrimonio, tú aceptarías? —su
rostro sólo expresaba una clara confusión.
Pero aun así, Gabriela estaba pletórica. No podía estar más contenta de la
pregunta que Dominic acababa de formular.
—Dom, tontito, si tú me propusieras matrimonio ahora mismo, yo me iría
a vivir contigo y todo el paquete. Aunque quisieras ir a los suburbios —
terminó con el tono de una cariñosa maestra reprendiendo al alumno de jardín
de niños.
La confusión seguía en el rostro de Dominic, cediéndole el paso
lentamente, y poco a poco, a la incredulidad. Entonces una idea brotó en su
mente, una sonrisa maliciosa y juguetona apareció en sus ojos. Hincó una
rodilla en el suelo y tomó las manos de Gabriela entre las suyas.
Gabriela sintió el aire abandonar sus pulmones y la sangre subirle al
rostro. Se sentía abochornada consigo misma por estarse sintiendo como una
tonta adolescente frente a Dominic.
—Señorita Gabriela —dijo en un tono que no dejaba entrever si hablaba
en serio o era sólo una broma. ¿Aceptaría usted casarse conmigo? —soltó por
fin.
Gabriela se llevó las manos al rostro, completamente conmocionada. Pero
necesitaba asegurarse. Tenía que saber si era broma o si Dominic hablaba en
serio.
—Dominic, por favor no bromees con eso. Dime ahora si tu propuesta es
real o me estás tomando el pelo.
Dominic pareció confundido, nuevamente. Frunció los labios, entrecerró
los ojos, clavando la mirada en la de Gabriela y habló.
—Tú misma lo dijiste, ¿no?, si te pido matrimonio ahora mismo, estás
dispuesta a casarte y tener el cuento de hadas que por tanto tiempo has
evitado ¿cierto?
—Ya sé lo que dije, y sí quiero aceptar. Pero ¿qué hay de Sara?
Dominic puso una expresión meditativa y luego respondió.
—Sara es una chica fuerte, aunque por fuera parezca tierna y frágil. Lo
superará. Además, creo que en su fuero interno ella sospecha algo de lo
nuestro. Al final sabrá aceptar que no estábamos destinados a ser el uno para
el otro y encontrará al hombre que sí sea el correcto para ella.
—¡Entonces acepto! —gritó ella llena de euforia—. Acepto casarme
contigo Dominic Callahan. Quiero pasar el resto de mi vida a tu lado —
Gabriela daba saltitos de la emoción, aún sin creérselo del todo.
Callahan se puso de pie, la abrigó entre sus brazos y sus bocas se
fundieron en un cálido beso.
Y así fue como Dominic Callahan se había comprometido con la mujer
que sería la madre de sus dos hijos, su compañera de vida y el amor de su
vida...
Amenaza Inminente

—La Guerra Nuclear es inminente.


Vivian, junto con el resto de personas reunidas en ese restaurante miraron
pasmadas hacia los grandes televisores.
Así iniciaba uno de los noticiarios más importantes del país, con el
presidente (sentado junto a los presentadores), un hombre de mediana edad,
aspecto severo y cabello entrecano, mirando fijamente a la pantalla y
haciendo ese anuncio apocalíptico.
El partido de tenis que habían estado sintonizando en las pantallas del
lugar se había visto abruptamente interrumpido por la repentina transmisión
de ese noticiario, el cual estaba siendo transmitido por absolutamente todos
los canales nacionales.
Vivian volteó a su alrededor. Las miradas de la gente eran de lo más
variadas. Sus tías, estaban serias, adustas, como si ese anuncio fuera algo que
llevaran esperando desde tiempo atrás. Los niños que jugaban al fondo se
habían detenido al sentir la tensión transformar el ambiente del lugar. Uno de
ellos regresó apresuradamente al lado de su madre. La gente en las mesas
contiguas parecían confundidas, como si aún no entendieran lo que estaban
viendo; como si se debatieran dudando de si esto era una broma o no.
—¿Por qué piensa eso, Señor Presidente? —le preguntó uno de los
presentadores, acercando el cuerpo al borde del asiento. La otra presentadora,
la mujer, se mantuvo impasible, sólo observando. Como si ambos
representaran papeles de un guión previamente ensayado.
—Rusia y Estados Unidos llevan meses haciendo declaraciones hostiles
entre sí. Y en las próximas horas, China anunciará su unión al lado ruso...
El presidente dejó las palabras volando en el aire, palabras que flotaban en
el ambiente como gas tóxico. La mayoría de la gente, incluso quienes no
solían ver noticias sabían lo que eso significaba. Con China haciendo un
anunciamiento público de ese calibre, Corea del Norte se envalentonaría para
entrar también al conflicto armado junto con los Rusos y Chinos. Y tomando
en cuenta que ahora los norcoreanos, después de realizar su primera prueba
nuclear, eran ya una potencia nuclear pese al aislamiento en que los habían
mantenido los Estados Unidos, el panorama no resultaba muy esperanzador.
El presidente tomó aire y prosiguió su discurso.
—En cuanto China haga este anunciamiento, los norcoreanos no dudarán
un sólo instante en unirse a la trifulca, y ya sabemos cómo ha amenazado
Estados Unidos con reprenderlos por sus pruebas nucleares no autorizadas.
Sólo se necesita una bomba lanzada por cualquiera de los dos bandos para
que el Infierno se libere...
Y ahí estaba, el presidente acababa de confirmar los temores de Vivian. La
mujer presentadora habló entonces.
—Pero señor presidente —dijo ella —lo que usted nos está diciendo no
son más que conjeturas. Cosas que podrían pasar debido a un anuncio que
los chinos aún ni siquiera hacen —su voz era enérgica y vehemente,
negándose a creer en las palabras del presidente, negándose rotundamente a
caer en la paranoia.
—Señorita Ramírez —contestó el presidente fríamente, con un tono gélido
que atravesaba incluso la pantalla —parece que se le ha olvidado con quién
está hablando. Yo no soy un simple reportero a quien usted puede poner en
duda. Soy su presidente. He hablado personalmente con los mandatarios de
todos esos países, conozco sus respectivos puntos de vista. Y además mentí
en algo...
Otra vez las frases sin terminar, dejando así una mortal tensión flotando
como densa nube de humo.
—¿En qué mintió? —preguntó el presentador.
—El anuncio de China no será dentro de unas horas, sino dentro de pocos
minutos —y volteó hacia su muñeca, en un gesto que ya sólo la gente mayor
utilizaba, de la cual pendía un costoso reloj —De hecho será en cualquier
minuto ya.
Vivian regresó al restaurante, la gente ahora miraba hacia las pantallas de
sus móviles, pulsando compulsivamente las pantallas táctiles, buscando
información sobre lo que acababan de presenciar, algunos quizá hasta
intentando averiguar si se trataba en efecto de una broma. Ahora todos los
niños habían regresado a sus respectivas mesas. Frida y Selma, las tías de
Vivian permanecían impasibles, frías y serenas como rocas en medio de un
tormentoso mar.
—¿Qué mierda está pasando? —preguntó Vivian sin preocuparse por
bajar la voz.
—Es el orden natural de las cosas —murmuró Selma en tono ausente, los
ojos se le habían puesto en blanco, tal como pasaba cuando tenía una de sus
visiones o una revelación —la profecía debe cumplirse. De un bando o de
otro, ella decidirá, ella tomará una postura y el mundo entero sufrirá las
consecuencias.
—¿A qué te refieres con todo eso? —preguntó una enojada Vivian.
Odiaba cuando sus tías hablaban del futuro, de SU futuro, odiaba que se
entrometieran en su vida y sus decisiones —¿Y cómo puede ser una maldita
guerra nuclear parte del orden natural?
La tía Selma regresó a la normalidad, sus ojos volvieron a tener pupilas y
dejo de estar como ida. Pero ahora parecía exhausta, como si acabara de
correr una maratón.
—El orden sólo puede nacer del caos, pequeña —intervino la tía Frida. Y
creo que la profecía que acaba de darnos tu tía tiene que ver mucho contigo...
—¡¿Qué acaso no lo entienden?! —estalló Vivian, empujando
violentamente la silla hacia atrás y poniéndose en pie —Yo no quiero saber
nada de profecías, ni poderes, ni destinos —dijo bajando la voz, al notar la
mirada de las demás personas volteando hacia ellas.
—Vivian, hemos intentado mantenernos al margen— continuó Frida —.
Pero tu destino es simplemente demasiado importante, así que aunque lo
niegues, tarde o temprano tendrás que afrontarlo, tomar una postura, elegir
bando, tal como dijo la profecía de mi hermana....
La atención de las personas se desvió hacia las pantallas nuevamente
cuando el presentador dijo que tenían un anuncio importante que hacer.
Entonces Vivian atrajo la silla hacia sí y se sentó de nuevo.
—En producción me comunican que tienen algo importante que decirnos
—dijo angustiado el presentador, con una mano apretando el audífono casi
invisible de su oído.
La cámara rotó drásticamente en ciento ochenta grados, mostrando las
partes ocultas del set, las que no se veían nunca en pantalla. Ahí, no había
escenografía, los cables se amontonaban y se enredaban por el suelo, los
aparatos tecnológicos parecían gigantes de metal dormidos y la gente ahí
lucía normal, sin maquillaje, ni trajes o faldas sastre, ni peinados perfectos.
Un hombre de mediana edad, con el pelo largo y gris cayéndole lacio
alrededor de la nuca se acercó casi hasta el presentador. Ahora ya no
importaban las formalidades, ni que se rompiera la ilusión de perfección. El
presentador se cuadró en su asiento, se notaba que ese hombre era su jefe, la
verdadera mente detrás del noticiario, quien movía los hilos.
—Nuestro corresponsal en China acaba de ponerse en contacto con
nosotros —anunció el productor —por favor, cédanle la transmisión. La
pantalla se quedó en negro durante unos instantes, antes de dar paso a la
imagen del hombre que transmitiría quizá una de las noticias más importantes
de la historia humana.
Amenaza Inminente, Parte 2

La pantalla se quedó en negro durante unos instantes, antes de dar paso a


la imagen del hombre que transmitiría quizá una de las noticias más
importantes de la historia humana.
Los segundos pasaron y finalmente las pantallas parecieron volver a la
vida. Ante los espectadores de todo el país, se encontraba un hombre de pelo
negro, parecía latino pero tenía rasgos asiáticos. Pero cuando habló, todos
supieron que claramente el español era su lengua materna. Sostenía un
delgado micrófono frente a su cara. Llevaba puesto un sencillo traje gris
oscuro y sobre este una gabardina que lo protegía del incipiente frío del
atardecer.
Detrás de él se encontraba un enorme edificio blanco, similar al pentágono
o a la casa blanca, pero con arquitectura oriental que a Vivian le recordó al
Taj Majal.
—En el Parlamento Chino acaban de dar una conferencia de prensa
—anunció el hombre sin modular la voz, casi como si fuera un autómata —El
presidente acaba de anunciar de manera oficial su adición al proyecto ruso
que busca crear un equilibrio de poder para contrarrestar la maquinaria
estadounidense.
El hombre se llevó la mano al oído, para escuchar la pregunta que el
presentador le hacía. Tras unos segundos de silencio, continuó.
—Así es, los chinos también hablaron de Corea del Norte. Confirmaron
los rumores que decían que el gobierno de Estados Unidos llevaba años
presionándolos para que retiraran cualquier tipo de ayuda o acuerdo
económico que tuvieran con los Norcoreanos, así como una fuerte insistencia
por intentar hacer que el gobierno Chino dejara de proveer de combustibles
fósiles a Corea del Norte.
Nuevamente el reportero llevando la mano al oído.
—China ha sido firme en sus declaraciones. Quiere que las tropas de
Estados Unidos salgan de aguas Asiáticas, y piensa apoyar a Corea del
Norte en caso de una invasión por parte de los primeros. Falta ver cómo se
proclama Rusia ante estas declaraciones, pero creo que ustedes en el
estudio, así como yo, podemos ya saber qué es lo que dirán. Por su parte los
NorCoreanos, apenas unos minutos después, anunciaron que darían una
conferencia de prensa por su parte, a las 12 de la noche.
El periodista quedó en silencio una vez más. Y tras decir >de nada<, las
pantallas volvieron a presentar las imágenes del noticiario habitual en el
estudio.
Vivian y sus tías se pusieron de pie y tras dejar unos cuantos billetes sobre
la mesa, salieron a toda prisa del restaurante.

Iban en la camioneta cuatro por cuatro de las tías de Vivian. La tía Selma,
en uno de sus arranques de pragmatismo y sangre fría, les había dicho que
tenían que abastecerse de comida, que tantos anuncios trascendentales sobre
los gobiernos más importantes del mundo, podrían hacer que fácilmente la
gente se descontrolara y comenzara a hacer compras de pánico, o a saquear
las tiendas, en general, a crear una crisis de desabasto aún y cuando en el
mundo real todavía no pasara nada.
Y por lo que vieron cuando llegaron al supermercado, mucha (demasiada)
gente había tenido la exacta misma idea. El estacionamiento era un hervidero
de autos que entraban, y lo hacían en tropel, como un río desbordándose.
La amenaza de una guerra nuclear entre potencias pendía sobre las mentes
de los ciudadanos de todo el mundo casi todo el tiempo desde los últimos
treinta años, pero ahora, con los avances tecnológicos, la globalización, y la
modernización y sofisticación de investigaciones nucleares en países como
Corea del Norte e Irán, esta amenaza era más real y más inmediata que nunca
antes en la historia.
—Ustedes vayan metiéndose al supermercado y elijan cosas importantes,
cosas que nos ayuden a estar encerradas en casa durante largo tiempo —
ordenó la tía Selma al tiempo que se detenía frente a la entrada del
supermercado —. Yo iré a buscar estacionamiento en alguna calle cercana.
Las dos mujeres bajaron de la camioneta.
—¿Realmente crees que sea tan malo como parece, tía Frida? —preguntó
Vivian, sintiéndose de pronto como si fuera aquella huérfana sola y
desamparada que algún día fue.
—No lo sé pequeña, ya sabes que a mí no se me da saber de esos temas
tales como la política. Pero créeme, tu tía Selma sí que sabe, y si ella piensa
que lo mejor es abastecernos, entonces yo confío en ella.
Acto seguido Vivian sintió una oleada de paz recorrer su sistema, desde la
base de su cráneo hasta los talones. Instintivamente se resistió a esta
sensación, la cual percibió instintivamente como ajena.
—¿Acabas de utilizar tu poder para intentar tranquilizarme? —le preguntó
irritada a su tía Frida.
—Yo... este...sí bueno, pero es que no intentaba hacer nada malo, sólo
brindarte un poco de serenidad... —su tía prefería confesar que intentar
mentir, algo que se le daba muy mal... en ocasiones.
—No te preocupes —cedió Vivian —.Gracias por intentarlo.
—Sabes, nunca nadie me había descubierto usando mis poderes sobre
ellos... —reflexionó Frida.
—Sí bueno, siempre hay un primera vez ¿no? —contestó restándole
importancia al asunto, aunque sabía que su tía no lo dejaría pasar. Más
adelante se lo contaría a Selma.
Cada una tomó uno de los pocos carritos de supermercado que quedaban
en la entrada y comenzaron a recorrer los pasillos, llenándolos de cosas como
garrafones de agua, comida enlatada, linternas y se mantuvieron alejadas de
las zonas de comida perecedera. La tía Selma las alcanzó cuando tenían los
carritos por la mitad, y llegó cargada con cosas de primeros auxilios, así
como agujas e hilo médico para coser. Vivian estaba sorprendida del nivel de
anticipación que la tía Selma tenía para estas cosas. Se la quedó mirando
intrigada. Su tía tenía el ceño fruncido y la expresión concentrada de quien
está por fin viviendo el momento para el cual se ha estado preparando durante
toda la vida.
Los anaqueles estaban casi vacíos cuando pasaban por los pasillos, aun
así, no habían llegado tan tarde y alcanzaron a llenar los dos carritos.
Las filas para pagar eran simplemente una cosa bárbara. Se formaron en
una que se adentraba en los pasillos de lencería y aguardaron con paciencia.
Estarían ahí durante las próximas dos horas, rodeadas de gente que parecían
robots o zombies, todos sin despegar la mirada de las pantallas de sus
celulares de cristal transparentes, los cuales desplegaban hologramas en
miniaturas, cada uno mostrando un mundo distinto de acuerdo a las
preferencias de su propietario. Vivian se sorprendía a veces por la forma en
que las personas podían ignorarse unos a otros, completamente absortos en
sus pequeños aparatos.
Después de esas dos horas, en las que ellas no saldrían de ese gigantesco
supermercado de dos pisos, Corea del Norte haría su anuncio, y el mundo allá
afuera cambiaría por completo...
Sueño Premonitorio

— ¿Dónde mierda estuviste todo este tiempo? —preguntó la chica con


vehemencia.
El fuego de mil soles explotando brillaba tras ellos, en la lejanía, allá
donde cien ciudades ardían hasta los cimientos. Desde la azotea del
rascacielos donde estaban, todo se podía ver como si del más grande
espectáculo se tratara, el más terrorífico, el más sangriento.
—Tienes que entenderlo Vivian, yo no podía presentarme ante ti —una
larga pausa —, no aún.
El viento generado por las explosiones atómicas arremolinaba el traje del
hombre en torno a su silueta. Estaban tan pegados que el saco de éste
golpeaba el estómago de Vivian.
— ¿Por qué no? —preguntó ella con lágrimas en los ojos —¿Qué te lo
impedía?
—Esperaba el momento adecuado, el momento en que estuvieras lista...
— ¿Lista para qué? —lo interrumpió con violencia.
—Para afrontar tu destino.
—Creía que eras diferente, pensaba que estos malditos sueños
significaban algo —dijo Vivian con rabia en cada una de sus palabras —,
pero al final resulta que eres igual, eres como mis tías, al final yo no te
intereso, sólo te importa esa mierda de mi destino.
Vivian sabía que estaba soñando, pero aun así, todo se sentía tan real, tan
vívido. A pesar de la atmósfera onírica que todo tenía, con el cielo purpura y
rojizo estallando en las alturas, Vivian por primera vez era consciente de que
estaba dentro de un sueño, y lo más importante, era dueña de sus propias
acciones y no sólo una espectadora como en todos sus sueños anteriores.
Podía sentir el calor que las explosiones nucleares habían generado.
—Entiende Vivian, no puedo presentarme ante ti todavía, tienes que
convertirte en la persona que debas ser antes de que nos conozcamos. Yo...yo
no tengo derecho alguno a influir en la mujer en quien tú elijas convertirte.
—Pensé que mi destino ya estaba escrito —refunfuñó ella.
—Tu destino está ahí para que lo tomes —dijo él, mirando por encima del
hombro de Vivian —. Es cuestión tuya, de tu libre albedrío si decides tomarlo
u optas por rechazarlo. Yo no soy como dios, yo no te obligaré a tomar una
decisión.
Ambos se quedaron en silencio, las dos únicas personas en ese mundo
rojo de fuego dentro de la mente de Vivian.
—Pues no lo quiero. Ni tú, ni mis tías, ni nadie me va a decir qué hacer.
¿Y además dime, dónde estuviste todo este tiempo, eh?
—Vivian, yo siempre he estado más cerca de lo que crees. Hace miles de
años fuimos separados, pero al fin logré encontrarte, y no pienso dejarte...
—Esas son palabras tontas, palabras vacías —lo volvió a interrumpir —
Si eso fuera verdad dime, ¿dónde estabas el día que casi me violaban los
chicos mayores en el orfanato? ¿dónde estuviste el día que apuñalé a uno de
ellos para que me dejaran en paz? ¿dónde diablos estabas cuando el rector
me daba esas palizas de las cuales nadie me podía defender?
Cada palabra que salía de la garganta de la chica recién convertida en
mujer destilaba un dolor y un sufrimiento que hacían que el rostro del
hombre se contrajera en muecas de dolor y vergüenza.
— ¡Contesta! —gritó ella —¡Contesta, maldita sea! —su grito atronó en
el aire y creó una onda expansiva tan potente como las ondas nucleares. La
ciudad entera se llenó con la voz de la mujer. El cielo púrpura terminó por
teñirse de rojo.
El hombre, pálido como era, cayó con una rodilla en el suelo, se postró
ante el poder de Vivian. La miró con admiración, con amor, con los ojos de
un fiel seguidor.
El mundo comenzó a girar, la cabeza de Vivian empezó a dar vueltas,
como si estuviera dentro de un tornado, los colores comenzaron a mezclarse
unos con otros, en una sinfonía de caos y ruido, y el suelo y el cielo
perdieron su perspectiva.
Y entonces Vivian fue arrancada del sueño, de vuelta al mundo real, al
mundo de lo tangible. Sólo que esta vez lo recordaba todo. Esta vez sabía que
no había sido un sueño, sino algo más, algo diferente, algo más parecido a
una premonición.
Amenaza Inminente, Guerra en Casa

Corea del Norte lo anunció. Tal y como lo había dicho el presidente esa
mañana, la Guerra Nuclear acababa de abandonar el terreno de la ciencia
ficción para convertirse en una amenazante realidad, palpable y peligrosa.
Seguirían con sus pruebas nucleares, aunque a los Norteamericanos no les
gustara. Y también anunciaron que se unirían al bando Ruso y Chino, en caso
de que estos buscaran más aliados.
Todo esto lo vio Vivian a través de la delgada pantalla de su celular
transparente como si fuera completamente de cristal, al igual que casi todas
las personas con quienes se encontraba atrapada en la fila del supermercado.
La tensión se podía respirar en el ambiente. Volvió el rostro hacia su tía
Selma.
—¿Cómo es posible que un anuncio hecho al otro lado del mundo pueda
afectarnos de esta manera?
Su tía tardó unos segundos en contestar, como si estuviera rumiando las
palabras, en busca de la respuesta más adecuada.
—Es un mundo raro en el que vivimos, hija. A veces la globalización
puede ser una increíble herramienta, nos permite estar conectados unos con
otros y acceder a conocimientos de una manera que habría sido imposible
hace 50 años. Permite que las vacunas y millones de productos lleguen a
cualquier rincón del mundo. Pero siempre existe el otro lado de la moneda. Y
es el que estás viendo ahora. El hecho de que la información viaje tan rápido
y llegue a todos los lugares, viene con un precio. El caos se esparce como
pólvora invisible e infinita que viaja a través del aire...
Un estrépito interrumpió el soliloquio de la tía Selma. Vivian, Frida y
Selma voltearon en la dirección desde la cual había provenido el ruido.
Más allá de las cajas, al fondo del supermercado, donde se encontraba una
de las dos entradas principales, la verja metálica acababa de ser cerrada por
delante de las puertas automáticas de cristal. Vivian pensó que quizá alguien
había decidido que ya nadie entraría al supermercado.
Pero la sorpresa, mezclada con extrañeza y suspicacia, comenzó a sembrar
su camino en la mente de Vivian cuando vio a un grupo de hombres vestidos
con pantalones militares y botas revolotear agitadamente frente a la puerta,
pero no intentando salir, sino más bien terminando de asegurarla con
candados para que quedara bien cerrada.
—¡Oh mierda! —exclamó detrás suyo la mujer regordeta que hacía fila
con su esposo, un hombre de mediana edad y calvo de la coronilla.
Entonces Vivian comprendió a qué se refería la mujer. Los hombres
llevaban, todos ellos, pasamontañas ominosos, los cuales sólo dejaban a la
vista los ojos. Vivian sintió una señal de mal augurio recorrerle la espina
dorsal.
Entonces otro estrépito se cernió nuevamente, llenando con sus ecos los
altos techos de lámina y pared falsa del supermercado. Otro grupo de
hombres, vestidos de la misma grotesca manera, acababa de cerrar ahora la
otra entrada principal.
—Tenemos que largarnos de aquí y pronto —dijo un hombre joven de
playera polo, en el pasillo contiguo, a las dos mujeres que venían con él. Una
de ellas parecía ser su hermana, por lo que Vivian dedujo que la otra era su
novia o esposa.
Todas las personas en el supermercado se habían quedado petrificadas
observando la escena. Como si algún dios monstruoso estuviera jugando en
un tablero gigante con sus figurillas de arcilla inmóviles.
—¿Qué está pasando? —preguntó una pequeña niña en la fila de otra caja
registradora a sus jóvenes padres.
—Tranquila pequeña, no es nada —intentó reconfortarla su padre. Los
ojos de la madre estaban inundados de pánico, como si la locura acechara tras
ellos y luchara por abrirse el paso a golpes.
Vivian se obligó a regresar a la realidad, a salir de ese estado como
catatónico en el que había caído, y el cual le permitía percibir con mayor
claridad todo lo que pasaba a su alrededor. Pero también ralentizaba el
tiempo, y ella ahora no quería sentir como que todo pasaba en cámara lenta.
Cuando salió de ese estado, entonces comprendió por qué la gente se había
quedado como lo había hecho, como paralizados por la sorpresa.
Algunos de los hombres de los grupos que habían bloqueado las entradas
con las rejas metálicas llevaban colgados del hombro o a la espalda sendos
rifles semi-automáticos, los cuales aunados al hecho de que no eran militares
como sus pantalones parecían indicar en un primer momento, daba un
aspecto bastante intranquilizador y amenazante a la situación.
Los hombres dejaron a un guardia en cada una de las entradas y
comenzaron a caminar hacia el centro del supermercado, por fuera de las
cajas registradoras.
—¡Alto ahí! —gritó un guardia de seguridad, elevó su arma, una simple
pistola nueve milímetros, y apuntó hacia el rostro de quien parecía el líder.
Los hombres siguieron caminando. Los pasamontañas no dejaban leer sus
expresiones, pero el que iba al frente del grupo más numeroso (eran 6
hombres) se lo quitó en un gesto burlón. Tenía una barba de unos cuantos
días, o quizá de una semana y unos ojos que parecían reírse de algún chiste
que sólo él conociera.
El líder levantó las manos en un gesto pacífico, como quien se rinde al
momento de ser rodeado, pero siempre sin dejar de caminar. Entonces la
sonrisa que se extendió en sus labios pareció alcanzar la de sus ojos y uno de
sus hombres alzó el rifle, disparó a quemarropa, y con frialdad, al guardia, y
éste se desplomó casi al instante, pero no sin antes dejar escapar tres disparos
desde su pequeña pistola, los cuales se perdieron en la inmensidad de la
bóveda del techo del supermercado.
El caos se desató. Las mujeres gritaron, los hombres corrieron, arrastrando
a sus familias, los niños lloraron, y una pequeña porción más de gente, se
quedó estática, como si fueran estatuas clavadas en su lugar.
Uno de los hombres lanzó un disparo al techo, para acallar la histeria
desatada. La gente dejó de correr, o de gritar, y bajaron los cuerpos,
cubriéndose de algún disparo que los pudiera alcanzar en el torso; los que
estaban pasmados permanecieron igual.
El líder (el único hombre sin pasamontañas ni un arma) se acercó hasta
una de las cajas registradoras, la cual había quedado vacía, y se subió al
espacio en donde iban los artículos después de ser escaneados por el cajero en
turno.
—¡Gente, no teman! —vociferó con vehemencia en la voz, como si
finalmente estuviera realizando el sueño de su vida, aquello para lo que había
nacido. —¡No venimos aquí a hacerles daño!
Vivian y sus tías estaban a pocos metros de ellos, lo suficientemente cerca
como para escucharlo, pero no tanto como para llamar su atención. En total
eran 12 hombres, contando a los guardias de las puertas. El resto permanecía
detrás del hombre, todos ellos con la misma sonrisa bufonesca en los ojos. El
líder se llevó las manos alrededor de la boca para hacer bocina y volvió a
gritar.
—¡No se espanten ni corran, no queremos lastimarlos! —después hizo una
pausa dramática, tras la cual añadió: —¡Sólo queremos sus provisiones! —
arrojó una pícara mirada hacia sus compañeros, quienes estaban por debajo
de él — ¡Y quizá una o dos de sus mujeres!
La gente volvió a dejarse arropar por el caos. Las mujeres huyeron
despavoridas. Los hombres con rifles se dispersaron y comenzaron a disparar
a algunas personas. Vivian y sus tías corrieron a esconderse en un pasillo
desde el cual los hombres con pasamontañas no las pudieran ver. Desde ahí
se podía ver la entrada al área de carnes refrigeradas, así que cuando
estuvieron seguras que nadie las vería, corrieron a meterse en el enorme
refrigerador. Ahí dentro había enormes cuerpos colgados, rojizos y
espeluznantes. A Vivian le habría parecido algo tétrico entrar ahí, de no ser
porque le vino a la mente el recuerdo de las escenas de las películas de Rocky
en donde éste entrenaba en sitios así y entrenaba golpeando esos bultos de
carne muerta.
—Tenemos que hacer algo —dijo la tía Frida, recargada contra la fría
pared—, hay que ayudar.
—Concuerdo contigo, pero aquí no podemos hacer nada. Hay que
encontrar la forma de salir y desde ahí ayudar —respondió Selma con su
característica frialdad.
—Para entonces será demasiado tarde —replicó Frida.
—¿Y qué quieres que hagamos? —dijo enojada Selma —¿Vas a usar tu
poder para tranquilizar a los hombres y que dejen de disparar y se alejen
pacíficamente? —se burló —¿ O acaso quieres que yo les diga una profecía
sobre lo que les pasará a los 90 años? ¿O crees que la niña que se ha negado a
aprender a usar sus poderes pueda hacer algo por esta gente? — dirigiéndose
con ironía a Vivian.
Un silencio incómodo se extendió entre ellas. Vivian no sabía qué decir,
una parte de ella quería ayudar, hacer lo correcto, pero otra parte (la más
grande) tenía miedo de ser agujereada por una bala y sólo quería huir o
esconderse. Aun así arrojó una mirada ponzoñosa a su tía.
—Ya te dije que no quiero tener nada que ver con todo eso de ser una
bruja.
—Y yo ya te dije que llegaría el día en que tus poderes podrían ayudar a
muchas personas. Y ahora que ese día ha llegado, lo único que puedes hacer
es esconderte y rezar por que esos hombres pasen de largo y no nos vean.
—Selma tiene razón, Vivian. Eres la única que puede ayudar a esas
personas; o bueno que habría podido —la voz de Frida era cansada y la
desesperanza habitaba en ella.
—¡Cállense de una vez! —rugió Vivian. Un fuego quería salir de ella,
pero por ahora no era más que la tenue llama de una vela en medio de un
huracán —.Vamos a salir de aquí y conseguir ayuda.
Caminó hacia las puertas dobles y observó el exterior. Todo parecía
tranquilo. Salió del refrigerador, agradecida de abandonar ese maldito
ambiente gélido, con sus tías tras ella y caminaron sigilosamente por la orilla
del supermercado hacia donde Vivian había visto alguna vez la entrada para
empleados.
Un balazo resonó en algún punto, creando ecos terroríficos que se
elevaron a través de todo el lugar.
—¡Alto ahí! —rugió una voz cerca de ellas, después del siguiente pasillo
que estaba frente a ellas.
Vivian y sus tías se quedaron quietas, congeladas. Cuando Vivian
finalmente se aseguró que no era para ellas el grito, caminó hacia el pasillo.
Pegó el cuerpo al anaquel de la orilla y se asomó. Un grito desgarrador le
atravesó los oídos. El hombre tomó a una chica delgaducha por el brazo y la
arrastró fuera del pasillo, hacia el centro del supermercado, allí donde
confluían todos los pasillos.
La chica volvió a gritar, y Vivian se dio cuenta de que era apenas una
niña, no tendría más de doce años. La chispa en su interior fue rociada con un
poco de pólvora. Siguió al hombre y a la niña.
—¡Oye Alfredo, qué te parece! ¡He encontrado a una que se adapta a tus
gustos! —dijo el hombre al tiempo que aventaba a la niña al centro, donde
había otras mujeres encogidas, llorando y muertas de miedo.
Todos los hombres rieron a carcajadas. Uno de ellos le puso el cañón de su
rifle a una mujer rubia, la cual comenzó a llorar desconsoladamente.
Vivian no lo pudo soportar más. El fuego en su interior finalmente había
estallado en una supernova agonizante.
—¡Déjenlas en paz malditos!
Salió del pasillo, de la seguridad de su escondite. Su voz había sonado
amplificada, o eso le pareció a Vivian cuando todos dejaron de reír y
voltearon hacia ella. Los sollozos de las mujeres y adolescentes permanecían
constantes.
El aire se le escapó, y el miedo le atenazó la garganta. El momento de la
verdad había llegado.
Guerra en Casa

Los doce hombres elevaron sus armas y apuntaron directo hacia Vivian.
—Chicos, chicos, no hay necesidad de amenazar a la señorita —dijo en
tono conciliador el hombre de barba y sonrisa en los ojos —estoy seguro que
ella accederá amablemente a unirse a las demás.
Los hombres rieron. Pero no dejaron de apuntar. El líder lanzó una mirada
a Vivian, y con un ademán de la cabeza le indicó que caminara a donde se
encontraban el resto de mujeres suplicantes y llorosas. Pero en vez de eso,
Vivian permaneció impasible y se dirigió al líder de ese sádico grupo.
—¿Cuál es tu nombre, bastardo?
—Saber mi nombre no te servirá de nada, preciosa —y al pronunciar la
última palabra se pasó la lengua por el labio superior con una mirada obscena
en los ojos.
—Sí que me servirá, y mucho.
—¿Para qué?
—Para saber el nombre del primer hijo de perra al que mataré.
El líder y sus hombres estallaron en carcajadas. El primero volteó a ver a
sus lacayos y después regresó su atención a Vivian.
—Me llamo Rodrigo Álvarez —dijo en tono condescendiente —
¿contenta?
—Sí.
Un fuego refulgió en los ojos de Vivian, no un fuego metafórico, sino un
brillo que Álvarez alcanzó a ver y el cual incrustó una mueca de extrañeza en
su rostro.
—¿Pero qué demo...?
Antes de que el hombre terminara de hablar, Vivian estiró un brazo a la
altura del hombro en dirección al hombre, y usando una potente telequinesia
—más poderosa de lo que jamás habría pensado —, estrujó la garganta del
sujeto con un puño invisible. Rodrigo Álvarez, con ojos bañados en
perplejidad se llevó las manos al cuello, intentando desasirse de la fuerza
invisible que lo apretaba. Pero ahí no había nada, ningún elemento físico
contra el cual luchar. Unas venillas rojas comenzaron a brotar en el blanco de
los ojos mientras intentaba con todas sus fuerzas tomar aunque fuera la más
mínima porción de oxígeno.
El resto de hombres permanecían perplejos, como si no creyeran lo que
sus ojos veían. Las armas ahora apuntaban al suelo, empuñadas por brazos
flácidos.
—¡Déjalo en paz maldita....bruja! —dijo uno de los hombres, sin darse
cuenta de la realidad que sus palabras encerraban. Alzó el rifle, apuntando al
pecho de Vivian y jaló el gatillo.
La bruja ya había previsto esto, y al mismo tiempo que el hombre, ella
alzó la mano izquierda y usando la misma telequinesia creó una especie de
campo de fuerza frente a ella, aunque más bien era cierto tipo de barrera
creada por ondas de energía que ella lanzaba en esa dirección.
La bala se detuvo en seco. Quedó flotando suspendida en el aire. El sujeto
disparó una ráfaga, y luego otra y una más. Fue inútil. Todas las balas
quedaron atrapadas en el campo de fuerza entre el hombre y la bruja.
Las mujeres dejaron de sollozar, los gritos cesaron. Y entonces, todo el
miedo, todo el terror, pareció brincar de una manera casi palpable desde las
mujeres hacia los hombres que empuñaban los rifles de asalto. Las mujeres y
las chicas lentamente comenzaron a ponerse en pie, sin despegar la mirada de
Vivian, su salvadora. Una a una se fueron posicionando detrás de ella. Las
balas cayeron al suelo.
Rodrigo Álvarez había dejado de forcejear, sus ojos aún estaban abiertos y
se movían descontroladamente a derecha e izquierda, como buscando una
salvación, una forma de escapar. Pero la vida lentamente huía de ellos. Su
rostro había pasado del rojo intenso a un morado pálido. Vivian apretó más la
fuerza invisible en torno a su cuello y éste se quebró con un tétrico crujido. El
cuerpo se desplomó inerte como si en vez de un hombre, esa masa hubiera
sido sólo un saco lleno de basura.
Entonces el caos se volvió a desatar. Los hombres, asustados por lo que le
acababa de pasar a su líder, comenzaron a apuntar sus armas hacia las
mujeres, no sólo a Vivian. Esto la enfureció. Estiró los brazos a los lados, en
la posición de crucifixión, y alargó el campo de fuerza para que las cubriera a
todas. Las metralletas comenzaron a escupir balas, atronando como cañones
de guerra. Pero ni una sola mujer resultó herida. Ahora Vivian estaba
enfurecida. Era como si un poder demoníaco se hubiera apoderado de ella. Se
sentía exultante, llena de poder, el mundo estaba a sus pies.
Miró hacia las balas desperdigadas en el suelo y usando su telequinesia,
tomó un puñado de ellas y las lanzó hacia el pecho del hombre que había
disparado primero, aquel que la había llamado bruja. Manchas negras
llenaron su chaleco verde y se comenzaron a expandir mortalmente a medida
que la sangre salía a borbotones.
El resto de hombres dio media vuelta e hizo un amague de echar a correr,
pero ya era demasiado tarde. Un puñado de civiles les cerró el paso. Algunas
de las personas lucían feas heridas de bala, pero aun así, el odio los
impulsaba a clamar justicia contra los agresores que habían intentado raptar a
sus mujeres. Vivian bajó los brazos y caminó lentamente hacia ellos.
Uno de los hombres sacó una afilada navaja de caza, y tomando
fuertemente el mango negro echó a correr hacia la bruja. Nuevamente los
ojos de Vivian resplandecieron, y sin mover su cuerpo un sólo centímetro
sintió un calor mortífero recorrer su torrente sanguíneo. Un calor que se
materializó con fuerza en el cuerpo del hombre. Sus ropas estallaron en
llamas anaranjadas y rojas y su carne comenzó a quemarse, despidiendo un
asqueroso olor. Sus gritos agónicos llenaron el día. Y tan súbitamente como
había echado a correr, el cuerpo del hombre cayó al suelo, calcinado por
completo, con una mueca de miedo, jalando sus labios hacia arriba, reflejada
en el rostro negro y quemado.
—¿Qué van a hacer ahora? —preguntó burlonamente Vivian. Aunque en
su voz fría como el acero no había ni rastro de diversión.
El círculo de personas se cerró en torno a los agresores. Una parte
compasiva de Vivian le pidió que parara, pero ella se negó. La parte racional
de su mente le decía que si dejaba ir a esos bastardos, después volverían a
hacer algo similar. ¿Los dejaría vivir? No. No podía permitir que ese tipo de
monstruos rondaran libremente por las calles. Ese tipo de personas debían
aprender. El mundo tenía que aprender.
Los tipos se quitaron los pasamontañas, se pusieron de rodillas y
comenzaron a pedir clemencia.
—No soy nadie para otorgar piedad —gruñó Vivian. Se volvió hacia las
mujeres tras ellas —Hagan lo que quieran con ellos.
Con su telequinesia los empujó contra el suelo, algunos de los hombres se
golpearon las caras fuertemente al caer, y los mantuvo ahí, sin que los
agresores se pudieran mover. Las mujeres y el resto de civiles caminaron
sombríamente hacia los diez indefensos hombres , cerrando el círculo.
Tomaron los cuchillos de los cintos, las armas del suelo y se cernieron
sobre los hombres tendidos en el suelo en una macabra danza. Los cuchillos
se abrieron paso entre ropa y carne, las culatas de los rifles golpearon con
sonidos secos los cráneos y algunos pies propinaron cientos de patadas. Los
aullidos de dolor y desesperación lo inundaron todo durante unos minutos,
minutos en los que aquellos que hasta hace poco eran víctimas, se
convirtieron ahora en vehementes verdugos.
Vivian retrocedió, al alejarse del tumulto, sintió la presencia de sus tías
junto a ella. El fuego seguía presente en sus ojos y cuando las miró, ellas
simplemente guardaron silencio, en actitud sumisa.
Finalmente el juicio terminó, los malvados habían sido castigados y las
víctimas habían tenido su venganza instantánea. El fuego se extinguió y
Vivian volvió a ser simplemente ella. El círculo compacto formado por
personas sedientas de sangre se disolvió cuando estas comenzaron a
separarse, visiblemente conmocionados por lo que acababan de hacer.
Cuando el panorama quedó finalmente despejado, de los diez maleantes
no quedaba nada más que sus ropas destrozadas y masas de carne hechas
jirones y cubiertas de sangre por doquier.
Vivian volteó a ver a sus tías, con una súplica silenciosa en los ojos. Sin
saber qué hacer a continuación.
Decisiones, Decisiones

Vivian podía sentir las miradas de todas esas personas (sus tías incluidas)
clavadas fijamente en ella. Las mujeres y niñas la veían con una adoración
casi reverencial; los hombres con respeto y admiración; sus tías expectantes.
—Tienes que guiarnos —dijo una voz que pareció salir de la nada.
Una anciana de feo rostro, cabello gris amarrado en una coleta y una
marca de nacimiento cruzándole la mejilla derecha, salió de entre las sombras
de uno de los pasillos adyacentes. Si los hombres armados la habían visto, lo
más probable es que la hayan ignorado, pensó Vivian. Todos los rostros
voltearon hacia ella.
—¡La biblia lo dice! —anunció con voz desquiciada, la voz de una
fanática —el Apocalipsis vendrá a la Tierra y castigará a los pecadores —giró
el rostro en un gesto significativo hacia los cadáveres —tal y como lo has
hecho.
Los ojos de la anciana lanzaban chispas, parecía al borde de una
epifanía...o un ataque histérico. Se acercó con pasos trémulos a Vivian y la
tomó del brazo.
—Tú eres la enviada. La enviada del Señor para hacer justicia y castigar a
los malvados.
Vivian sintió asco ante el contacto invasivo de la mano grasienta de la
anciana y con un movimiento brusco de su cuerpo se zafó del agarre.
—Yo no soy enviada de nadie —respondió enfurecida Vivian. Lo menos
que necesitaba ahora era que una anciana con trastornos psicológicos y
fanática religiosa le dijera lo que tenía que hacer.
—Niña, ¿acaso no ves los ojos de esta gente? —volvió a atacar la anciana
de lengua afilada. Vivian sí que los notaba, podía sentir las miradas de todas
esas personas clavadas en ella—. A partir de este momento todos y cada uno
de ellos te seguirían al mismo Infierno. Les has salvado la vida.
—Tienes los poderes de un ángel —dijo una mujer.
—Eres una diosa entre los mortales —apuntó un joven.
—Hija, tienes que escuchar a esta gente, tienes que liderarlos en estos
tiempos difíciles —le susurró cariñosamente la tía Frida.
Vivian se sentía atrapada, la gente se acercaba lenta pero
implacablemente, cerrándose en torno a ella. Era una sensación asfixiante.
Vivian comenzó a tener ansiedad, como si estuviera al borde de un ataque de
pánico.
—¡NO! —gritó con una voz metálica, una voz que no era la suya, sino de
la bruja dentro de ella.
—¿A qué te refieres con que "no"? —preguntó enojada la anciana.
—No soy la salvadora ni su líder, yo sólo soy..., sólo soy yo, una pintora.
—Tú salvaste a mi novia, y también a mí —dijo con timidez un joven que
no pasaría de los treinta años. Estaba encorvado y presionaba con una mano
llena de sangre su vientre, allá donde una bala lo había alcanzado —.
Estamos en deuda contigo para siempre.
—Esos tipos me iban a violar a mí y luego a mi mamá —anunció una
niña, Vivian pensó que a lo mucho tendría trece años —me lo dijo uno de
ellos cuando intentó arrancarme la falda.
La niña aún lucía perturbada, como si todavía no alcanzara a salir del
shock.
—No —repitió Vivian —. No me deben nada.
—Los salvaste a todos ellos —ahora fue la tía Selma quien habló.
—Sólo hice lo que tenía que hacerse. Esos hombres se lo buscaron.
—Hiciste lo correcto —nuevamente la tía Selma. Puso una mano sobre el
hombro de Vivian —. Ahora tienes que guiar a esta gente.
—No lo haré, no quiero guiar a nadie, no quiero liderar. ¡Sólo quiero que
todos me dejen en paz! —explotó finalmente —. Aléjense de mí y vayan a
casa, vayan con sus familias.
Vivian dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida de
empleados. Tenía que alejarse lo más pronto de ahí.
—¡No puedes huir de tu destino, niña! —gritó la anciana con la voz de un
gorrión. Vivian se detuvo en seco — ¡Si no abrazas la luz ahora, entonces el
Señor de la Oscuridad se apoderará de ti y sus Tinieblas eternas te envolverán
para siempre! ¡Tienes que abrazar las palabras de salvación de la Biblia!
Vivian dio media vuelta. Sus ojos restallaron al posarse en la anciana.
—¿La biblia, en serio? ¿Quiere que me atenga a las palabras de tipos
misóginos y drogadictos que escribieron sus alucinaciones dos mil años
atrás?
—La Salvación está en la biblia, niña. Y tú eres parte de ella. Dios con su
grandeza y amor eterno está en la biblia. Debes aceptar tu destino y ser su
sierva, hacer su voluntad.
—¿Cree que la bondad se encuentra en un libro que sólo un maldito
psicópata podría disfrutar? —volvió a atacar Vivian —¿Me habla de dios y
su amor eterno? —la ironía y el sarcasmo eran como ácido en los labios de
Vivian —. Su dios es un ser rencoroso y vengativo que obligó a un hombre a
sacrificar a su propio hijo sólo para regocijarse de su propio poder.
—Te equivocas niña, Aquél en las alturas sólo puso a prueba la fe de
Abraham. En el último instante dios salvó al niño de ser sacrificado.
—Eso no importa, ese niño vio la mirada psicópata de su padre cuando lo
llevó a la mitad del desierto y cuando sacó la daga para matarlo. Para ese
niño, Abraham su padre, no es más que un psicópata que oía voces, y el cual
tenía toda la intención de asesinarlo.
—Quizá no seas tú la elegida. Las Sombras son demasiado poderosas en
ti, niña —dijo la anciana —. Quizá no seas tú la que deba castigar a los
impuros para hacer la voluntad de dios Nuestro Señor.
El silencio en el centro comercial se volvió sepulcral durante unos
segundos, antes de que Vivian hablara de nuevo.
—Si alguien está rodeada de Oscuridad, esa es usted señora. Es una
maldita fanática religiosa con ideas tergiversadas sobre la bondad y el amor.
Cualquier persona que profese una fe y quiera convertir por la fuerza a
quienes no lo hacen, no puede ser alguien bueno. Usted es maligna señora, lo
puedo sentir. La ira hacia los hombres la consume, usted no quiere justicia ni
salvación, usted sólo quiere ver que los hombres sufran, pero ellos no son el
problema, no todos son como esos bastardos que intentaron violarnos a todas.
El problema son las personas como usted, quienes ven enemigos en todas
partes y creen que tienen la Verdad absoluta.
Tras esto, Vivian quedó sin aire. Dio media vuelta y antes de enfurecer
aún más, se decidió a salir ahora sí, y no volver la vista hacia atrás ni una sola
vez más.
Agente Shepard (Corea del Norte)

Tres meses de planificación se habían ido al carajo en cuanto los malditos


norcoreanos dieron ese fatídico anuncio. El agente Shepard, junto con su
unidad, llevaban tiempo planeando la mejor forma de infiltrar agentes en todo
ese país de una manera lo suficientemente discreta como para no levantar ni
una sola sospecha, pasar completamente desapercibidos y poder así
desestabilizar el gobierno norcoreano desde dentro, de una manera lenta pero
segura.
—Apaguen ese maldito televisor —gruñe Shepard, parado en medio del
pasillo.
Se encuentra en la sede central de la CIA, en Langley, Virginia. Está en el
veinteavo piso del enorme edificio. Fulmina a sus compañeros con la mirada,
quienes bajan la vista hacia el suelo, intimidados por su superior. Shepard, un
hombre de cabello entrecano, hombros anchos y aunque no particularmente
alto, es alguien que impone respeto y no está acostumbrado a ser amable.
Alguien apaga el televisor y todos regresan a sus respectivos cubículos. La
oficina de Shepard se encuentra en uno de los costados de la amplia estancia,
donde ciento treinta hombres y mujeres trabajan día y noche para proteger la
seguridad del país de amenazas externas.
Va hacia su oficina, notando los ojos de los agentes clavados en él. Al
llegar a ella, se gira y todos desvían rápidamente la vista. Su oficina está
completamente vacía. Después se encierra dentro y lentamente comienza a
bajar las persianas, para tener privacidad para pensar.
—¿Qué piensa hacer ahora, agente Shepard? —pregunta una voz
bufonesca.
"No otra vez" piensa Shepard con desesperanza. Cierra fuertemente los
ojos, esperando que al abrirlos, tanto la voz, así como el guasón que la porta,
hayan desaparecido de su mente. Los vuelve a abrir, da media vuelta y se da
cuenta (como tantas otras veces) que sus esperanzas fueron vanas.
—Déjame en paz —Shepard intenta sonar duro, pero su voz lo traiciona
haciendo que parezca una súplica.
La penumbra de la habitación envuelve en sombras al hombre vestido con
un traje negro, ocultando parcialmente su rostro.
—¿Cuántas veces tendré que decírtelo? No soy un producto de tu
imaginación.
—Sí lo eres, sólo estás en mi mente —dijo Shepard, debatiéndose entre la
locura y la razón.
—El trato que hiciste conmigo no está en tu mente ¿o sí? No vi que te
quejaras demasiado cuando salvé la vida de tu hija.
—Yo..., yo no sabía. Pensé que estaba alucinando en ese entonces,
volviéndome loco, por eso accedí.
El hombre se acerca a Shepard con un solo paso. Sus pies parecen
deslizarse por el suelo, como si levitara a milímetros de él. Cuando la
oscuridad se aparta de su rostro, Shepard puede ver claramente el rostro de
una palidez antinatural que tanto lo atormentaba en sueños. Unos colmillos
afilados aparecen en su boca al momento de sonreír.
—Esto tampoco está en tu mente.
Con un rápido movimiento, casi imperceptible para el ojo de Shepard, el
hombre de negro levanta la manga de la camisa del agente, hasta dejar al
descubierto el antebrazo. Un oscuro grabado resalta entre la muñeca y la
parte interna del codo. En el brazo del agente se puede leer con toda claridad
un ominoso 666 tatuado en él.
Rápidamente el hombre se baja la manga de la camisa, avergonzado.
—Jamás debes avergonzarte de la marca ¿me oíste? —grita el hombre sin
hablar. Su voz sonaba sólo en la mente de Shepard —Lo que hiciste, lo
hiciste por amor. Ahora debes pagar el precio del trato, pero cuando el cielo
caiga, tu hija tendrá un lugar privilegiado entre los mortales.
La mirada de Shepard se ensombrece.
—De acuerdo.
—Entonces dime ¿qué harás ahora? —la sonrisa del guasón se extiende
casi hasta los oídos.
Shepard responde con voz fría y mirada dura.
—Iré yo mismo a Corea del Norte a poner fin a esta locura.
Los ojos del hombre de negro bailan con una sonrisa tétrica que le da un
escalofrío a Shepard.
—Así me gusta.
El vuelo había sido endemoniadamente largo. Si algo había odiado
Shepard siempre de las misiones de campo era tener que transportarse en la
maldita clase turística para ir de un país de otro. Pero los tacaños de los
mandos más altos de la CIA no autorizaban gastar un sólo dólar más allá del
necesario para la movilización de sus agentes.
Hace años que Shepard no iba a una misión de campo, no desde que lo
promovieran y pudiera al fin pasar los días tras un escritorio y las noches en
casa. La vida de oficinista no le desagradaba, pero desde el momento en que
puso un pie en suelo Norcoreano bajo una identidad falsa, la adrenalina que
recorrió como un torrente su cuerpo le hizo recordar por qué amaba tanto ser
un agente de campo.
Pero esta misión requería a un agente experimentado, alguien que pudiera
improvisar bajo cualquier circunstancia, alguien capaz de salir adelante por
cualquier medio. La misión era demasiado importante como para dejarla en
manos de un agente novato. El destino del mundo libre dependía ahora de
Shepard.
Lo que pasara en los próximos minutos decidiría el rumbo que la historia
moderna tomaría. Era un gran peso para los hombros de alguien que no
estuviera lo suficientemente curtido. Y tras haber estado en dos guerras y en
media docena de misiones de infiltración a largo plazo, Shepard podía
soportar esa responsabilidad y mucho más.
Su mente dejó de divagar y se centró en el presente. Estaba en una
estancia oscura y gigante llena de luces azules fluorescentes y anaqueles
llenos de aparatos electrónicos. La mayoría de los aparatos eran los
servidores que proveían de toda la red a los diferentes pisos del edificio. Él
iba vestido con un traje de una sola pieza completamente negro y ajustado a
la musculosa forma de su cuerpo. Un traje diseñado para no dejar rastro
alguno de su presencia y lleno de compartimentos y lugares donde guardar
armas pequeñas.
El agente Shepard se había infiltrado en la Alta Torre Tecnológica,
ubicada en Pyongyang, la capital de Corea del Norte. Éste era el edificio más
alto de toda Norcorea, y el informe de su misión decía que en la cima de la
torre, agentes encubiertos habían instalado, previamente, un dispositivo
electrónico lo suficientemente poderoso como para terminar con toda esta
locura de una vez por todas. Pero para activarlo era necesario que algún
agente se trasladara hasta allí, conectara el flash drive que Shepard llevaba en
un bolsillo oculto de su traje, e iniciara manualmente la secuencia de
activación.
—Ahora sólo tengo que encontrar el servidor central —murmuró para sí,
relajado por la facilidad con que había logrado infiltrarse al edificio.
Mientras caminaba entre los pasillos hechos de anaqueles, pensó en lo
divertido que era ver películas como Misión Imposible, donde infiltrarse
resultaba de lo más colorido y heroico, y donde lo que sobraba era el glamour
en cualquiera de las técnicas que utilizaban. En la vida real no había nada de
eso, no había nada de glamoroso al entrar por un ducto de ventilación o por
un viejo sistema de desagüe.
Finalmente lo encontró, ahí estaba un aparato similar al CPU de una
computadora, pero diez veces más grande: el servidor central.
Con dedos ágiles hurgó entre su traje y extrajo el flash drive, que no era
más que una diminuta tarjeta USB del tamaño de una falange de la mano y
que contenía la información necesaria para derrocar el gobierno de un país.
A Shepard no le habían dicho qué tipo de virus liberaría o qué función
desencadenaría al ser activado, pero no le importaba. Lo único que le
importaba era terminar cuanto antes con esa endemoniada misión y volver a
casa, con su hija. Un triste suspiro abandonó su pecho al pensar en su hija y
en cuánto la amaba. La frase de que un padre haría cualquier cosa por su hija,
estaba fielmente representada si se trataba de Shepard.
—Finalmente todo terminará —pronunció.
Con un gesto carente de cualquier tipo de teatralidad metió la tarjeta de
memoria en una entrada USB lateral. Uno de los monitores que había ahí se
encendió con un parpadeo y Shepard llevó unos dedos ágiles al teclado.
Cuando el monitor se iluminó con las casillas verdes fosforescentes rodeadas
del completo negro de la pantalla, digitó la clave que había memorizado. La
secuencia de números que pondrían fin a esta maldita guerra que los
Norcoreanos parecían empeñarse en desatar.
Shepard dio Enter al teclado y el curso de la historia cambió.
A miles de kilómetros de distancia, en otro continente, un vampiro sonrió.
Un vampiro sentado en un trono en medio de una lúgubre sala envuelta en la
más completa oscuridad. Un vampiro cuya alma era tan antigua que ninguno
de sus semejantes se había aventurado a viajar junto a él en una visión de
sangre hasta su más remoto pasado. Sostenía una copa llena de un líquido que
parecía vino, pero que tenía un tono escalofriantemente más oscuro...
Su plan estaba marchando a la perfección. Por el momento el vampiro sólo
tenía que esperar, los humanos se encargarían del resto, al menos de
momento...
Shepard no notó nada diferente, nada que cambiara a su alrededor, y de
pronto un zumbido infernal, como salido de alguna maldita película de terror,
lo inundó todo. El sonido, parecido al chillido de una valquiria, fue tan
horripilante que Shepard incluso quedó momentáneamente cegado. Cayó de
rodillas, con las manos en los oídos y gritando incontrolablemente.
Entonces el zumbido cesó. El dolor terminó y Shepard lentamente pudo ir
abriendo los ojos. En un primer momento creyó que se había quedado
completamente ciego, ya que todo estaba envuelto en la más completa y
siniestra oscuridad, pero conforme sus ojos se fueron adaptando, se dio
cuenta que todos, absolutamente todos los servidores de la enorme sala, del
tamaño de un campo de futbol, se habían apagado.
—¡Maldita sea! —exclamó al darse cuenta de lo que estaba pasando —.
No, no puede ser posible —dijo intentando calmarse a sí mismo, luchando
contra el pánico que amenazaba con atenazarle la garganta.
Llevó las manos hacia el lugar de su traje donde estaba su celular flexible,
ultra delgado y completamente transparente. Lo sacó e intentó prenderlo, pero
tal como temía, el celular no reaccionó, se había convertido en nada más que
un pisapapeles de tres mil dólares.
—Esos bastardos.
Ahora lo entendía todo. El plan se desenrollaba ante sus ojos claramente,
cristalino como lago en invierno. Lo que ese maldito Flash-Drive había
desencadenado era un EMP, un pulso electromagnético que había aniquilado
las señales de absolutamente todos los dispositivos electrónicos dentro de su
radio de acción. Y el dispositivo que habían colocado en lo alto de la torre
debía ser un maldito amplificador de la señal.
Probablemente ahora toda la maldita capital, todo Pyongyang se
encontraba en la Oscuridad. Y Shepard junto con ellos, ahora no tenía forma
alguna de contactar con el centro de mando, no había forma de planear un
punto de extracción seguro.
Y sólo había una razón para que sus superiores quisieran dejar a una
ciudad entera sin tecnología y completamente vulnerable...
Pero no podía pensar en eso, no quería. Si lo que pensaba era cierto,
entonces lo habían abandonado ahí para que muriera solo y completamente
abandonado en un país extranjero. Pensó en el guasón, en ese maldito hombre
pálido que lo había convencido para ir hasta ahí. Pero él no tenía la culpa,
quizá ese bastardo había convencido a Shepard para que aceptara la misión,
pero eran sus superiores quienes lo habían abandonado. Su país lo había
abandonado.
El Infierno en la Tierra (Primera Parte)

El bombardero estratégico supersónico B—1 Lancer surcaba los cielos


con dirección a Corea del Norte a una velocidad de casi mil kilómetros por
hora. Una velocidad relativamente normal para ese tipo de naves. Podía ir aún
más rápido, alcanzar casi los mil cuatrocientos kilómetros por hora, pero por
el tipo de carga que traía, lo preferible era no tomar riesgos innecesarios.
La nave supersónica era tripulada por un hombre de cabello pelirrojo,
aunque parecía naranja, y con varias canas que indicaban su edad y
experiencia. Se trataba del teniente de la USAF (La Fuerza Aérea de los
Estados Unidos por sus siglas en inglés: United States Air Force.) Nolan
Reed, un hombre de ascendencia irlandesa. Hacía años que no pilotaba, pero
dada la importancia de la misión, sus veinte años de experiencia pilotando
naves de alta velocidad lo convertían en el hombre ideal para esta misión.
A su lado iba el copiloto y detrás de él iban los dos oficiales de sistemas
ofensivos y defensivos. No se le había pegado el nombre de ninguno de ellos,
pero todos eran pilotos veteranos y experimentados, al igual que él. Ésta no
era una misión para novatos de estómago débil. Lo que estaban a punto de
hacer no era algo por lo que un hombre se enlistaba en el ejército; pero era un
mal necesario en pos del bien mayor.
Además de estar altamente capacitado para la misión, nadie más se había
ofrecido voluntario para pilotar la nave. Nadie quería tener en sus manos ese
tipo de responsabilidad. Cargar con tanta culpa era algo que ningún hombre o
mujer se siente capaz de hacer. Pero no Reed. Él ya cargaba tanta culpa
consigo que un poco más no le podía afectar demasiado. Nolan de por sí, ya
tenía apartado un pequeño rincón en el Infierno.
Las nubes pasaban zumbando debajo de ellos. Los radares no detectaban
peligro alguno y los cuatro tripulantes permanecían sumidos en un silencio
fantasmagórico mientras se acercaban a su destino. Por ahora el piloto
automático podría hacerse cargo de la situación, pensó Reed.
—Puedo enfrentarme a cualquier cosa de día, ¿pero por qué no puedo
tener una noche de paz? —murmuró para sí Reed.
—Lo comprendo teniente —le respondió el copiloto.
—¿Qué? —preguntó confundido Reed. Pero al instante se dio cuenta que
había vuelto a pensar en voz alta —. No, es sólo algo que leí anoche en un
libro. Y se me vino a la mente —se explicó.
—Pues es una cita muy adecuada para nuestra actual circunstancia, si me
permite decirlo señor.
—Claro —respondió Reed, distante. Su mente amenazaba con divagar de
nuevo.
Nolan Reed mató a muchas personas en sus primeros años como soldado
raso en sus misiones en países hostiles. Pero la mayoría eran soldados
enemigos o guerrilleros hostiles que no le causaban remordimiento alguno.
Pero últimamente sus sueños se poblaban cada vez más con los rostros de
todas esas personas. Y por sobre todas esas caras llenas de estertores de
muerte en sus ojos, había una que lo atormentaba más que ninguna otra.
La cara de aquella niña.
Era una misión de rutina. Ni siquiera era presencial, Nolan Reed y su
equipo se encontraban en uno de los centros de mando de Arizona. Uno de
los pilotos a cargo de Reed (quien en ese entonces todavía no era teniente
sino mayor) manejaba un dron que sobrevolaba una pequeña ciudad de
Afganistán, en la cual se sospechaba se escondía un terrorista de poca monta
pero que había empezado a actuar de sicario para los peces gordos. La
violencia desenfrenada con que atacaba y lo vicioso de las bombas que
plantaba, lo habían convertido en alguien poco deseado y tenía que ser
exterminado de inmediato.
Pero la misión no era prioritaria, podían esperar a que no hubiera civiles
en los alrededores para dejar caer una bomba en la casa de ese tipo y
aniquilarlo, además su familia no estaba con él, así que las bajas civiles serían
nulas. Pero todo eso cambió en el momento en que ese sicario recibió la visita
de uno de sus jefes, quien resultó ser uno de los diez terroristas más buscados
del mundo, el número siete.
Ahora que tenían un objetivo de alta prioridad localizado, tenían que
proceder al lanzamiento de los misiles. La seguridad de los civiles en los
alrededores había pasado a segundo plano, la prioridad ahora era acabar con
ese terrorista antes de que saliera de esa casa. Tenían que bombardear la casa,
y lo tenían que hacer rápido.
Al piloto del dron le temblaban las manos, Reed aún no daba la orden,
pero sabía que no podía pedirle a un muchacho como él (casi un novato) que
fuera quien jalara el gatillo. Podía ver en la mirada del chico que este no
podría cargar con tanta responsabilidad. El chico sufría ante lo que veían en
las pantallas: una niña que jugaba en los alrededores de la casa y quien según
las proyecciones, resultaría gravemente herida debido a la explosión, tenía un
sesenta por ciento de posibilidades de morir si permanecía ahí. Y desde
Washington lo presionaban.
Así que dio la orden; el chico se resistió, pero si no disparaba, si se tardaba
y el terrorista escapaba, ese pequeño novato sería juzgado por crímenes de
guerra. Así que Reed lo quitó de los mandos y él mismo accionó el gatillo. El
dron disparó su carga, la casa voló por los aires, la calle en Afganistán se
llenó de polvo, fuego y gritos desgarradores. La misión se había cumplido.
No quedó ni rastro visible de la niña, quien probablemente había quedado
enterrada bajo los escombros.
Nolan Reed no era tonto, sabía que todo había comenzado por culpa de su
país. Si no hubieran invadido toda esa zona de Europa Oriental, los terroristas
no existirían. Al principio, cuando era un joven idealista, él se había creído
toda la propaganda de que no era una invasión, sino que iban a esos países a
liberar a la gente de esos gobiernos autoritarios. Más tarde se dio cuenta que
los gobiernos autoritarios (los cuales sí que existían) nada tenían que ver. Lo
único que al gobierno de Reed realmente le importaba era una sola palabra,
un bien que en los últimos años estaba comenzando a escasear y que
amenazaba con terminarse en los próximos treinta años o menos: Petróleo.
Pero él no conocía otra vida, lo único que sabía hacer era servir a su país.
Así que lo único que había podido hacer la noche en que mató a esa pequeña
fue lo mismo que había hecho ya tantas veces en el pasado y que seguía
haciendo hasta el día de hoy: ir a un bar de mala muerte a intentar ahogar los
recuerdos en algún vaso de alcohol. Se había resignado a ser un hombre
cobarde, incapaz de oponerse a una orden aún a sabiendas que acatarla no es
lo correcto, un hombre que mira hacia otro lado y se limita a obedecer
órdenes cuando las cosas se ponen feas.
Pero todo eso había cambiado hace un mes. La noche en que sentado a la
barra del lúgubre bar Pennywise, con un vaso de whisky a medio tomar en la
mano y la conciencia embotada, el hombre de negro le había hablado...
—Hemos llegado —anunció el copiloto, arrancando de golpe a Nolan
Reed de sus cavilaciones.
Cuando salieron de la base, era de día, pero ahora al cruzar a otro
continente, se habían adentrado en una de las noches más oscuras que la
humanidad conocería.
El Infierno en la Tierra (Parte 2)

Nolan Reed se detuvo ante la enorme cabeza macabra de payaso que


adornaba la entrada al bar, por encima del letrero que rezaba: Bar Pennywise,
y al igual que todas las demás noches, se debatía, en una fútil guerra interna,
entre si entrar o resistirse. Y al igual que todas las demás noches perdió la
guerra, su lado débil ganó y terminó entrando al bar.
El lugar estaba semi vacío, aunque era raro encontrar muchas personas a
esa hora. En cuanto comenzara a avanzar la noche, el lugar se llenaría un
poco más. Pero por el momento, sólo había dos hombres que tenían pinta de
ser motociclistas, y la mujer de uno de ellos, jugando billar, y un par de tipos
solitarios escondidos entre las sombras de sus respectivas mesas.
Nolan se sentó a la barra y pidió lo usual. El camarero, un hombre negro y
de espalda ancha ya lo conocía y sin intercambiar palabra le sirvió lo
habitual, un vaso de vodka en las rocas. Reed apuró la mitad de su bebida de
un trago y dejó caer sonoramente el vaso sobre la barra.
—Un día pesado ¿eh? —preguntó una voz sibilante a un lado de él.
La voz venía de un hombre en quien Reed no había reparado al entrar en
el local. Estaba sentado a dos bancos de él y vestía un lujoso traje negro,
completamente fuera de tono con el lugar donde se encontraban. Un cabello
negro pulcramente peinado enmarcaba un rostro que podría ser apuesto si no
fuera por la palidez antinatural de éste. Era como si su piel fuera del mismo
color de una luna llena.
Nolan Reed no era un hombre que se intimidara o asustara fácilmente,
pero al instante supo que había algo escalofriante con ese hombre, algo
dentro de Reed le aconsejó ser prudente.
—Sí, algo así —contestó lacónicamente.
—No debe ser fácil trabajar para el ejército —apuntó el hombre con una
sonrisa en el rostro.
—¿Cómo sabe que trabajo para el ejército? —preguntó Nolan subiendo la
guardia.
—Usted tiene el porte y la actitud. Algo en su personalidad que indica que
no es un hombre con el que alguien se pueda meter.
Nolan Reed respondió con un silencio tenso. Miró hacia el hombre y se
dio cuenta que éste tenía una bebida al frente a la cual no le había tomado un
solo trago. El hombre continuó:
—Y aunque no fuera así. Yo sé quién eres... Nolan Reed.
El hombre pelirrojo enderezó la espalda y llevó la mano a la cintura, casi
completamente alerta, sólo con los sentidos algo embotados por el alcohol.
Escuchar su nombre de labios de un completo extraño no podía ser algo
bueno.
—Tranquilo Teniente, no tendrás que usarla conmigo —dijo señalando
con una mirada divertida hacia la mano de Reed que había ido hasta la pistola
—. Y aunque lo hicieras, de nada te serviría contra mí —la sonrisa de sus
labios se extendió hasta unos ojos de un negro profundo y espeluznante,
como si en esos ojos habitara un rincón oscuro del infierno.
—¿Qué quieres? —ahora los dos habían dejado de hablarle de usted a su
interlocutor.
—Quiero ayudarte.

Era irónico que la noche más oscura de la humanidad fuera a realizarse


convirtiendo la noche en día, al menos por unos momentos.
Nolan Reed era consciente de que al finalizar esa misión, el infierno
descendería sobre la Tierra desde el bombardero que él pilotaba, como un
implacable martillo apocalíptico de fuego y agonía.
Las órdenes eran claras, viajar hacia Pyongyang, la capital de Corea del
Norte y liberar la primera carga. Después dejaría caer el resto de cargas en
objetivos específicos en todo el país de acuerdo a las coordenadas que les
habían dado.
El silencio era sepulcral en la cabina del bombardero. Reed y su copiloto
al frente y con la mirada fija en el lúgubre panorama que se desenrollaba ante
ellos, y los dos oficiales de sistemas defensivos y ofensivos, en la parte
trasera de la cabina, concentrados en sus respectivas pantallas.
Cuando el radar les indicó que habían dejado el mar atrás y se adentraban
por la costa hacia las ciudades, Reed se sorprendió al descubrir que en el
exterior la oscuridad seguía siendo igual de cerrada que en el mar. Una
ciudad completamente a oscuras era algo que él nunca había visto en su vida.
Eso quería decir que el ataque con un EMP masivo había sido todo un éxito,
tal y como les habían confirmado media hora atrás, y la ciudad había quedado
completamente vulnerable, sin sistemas tecnológicos que pudieran utilizar
para defenderse. Una sensación ominosa se apoderó de él.
Volaron durante unos minutos más, hasta que finalmente llegaron a la
frontera de Pyongyang, maniobraron el bombardero hasta que su posición
real se cuadró con las coordenadas preestablecidas y pidieron luz verde por
radio satelital al centro de comando.
—Caballeros —dijo el teniente Reed, aún con esa sensación aciaga en el
pecho —la historia maldecirá nuestros nombres.
Todos ellos guardaron un solemne silencio, el teniente Reed se sintió
admirado por la estoicidad de esos hombres. Continuó con su discurso:
—Así que si alguno de ustedes quiere abandonar esta misión, lavarse las
manos, ahora es el momento. Los demás, o incluso yo solo, podemos
terminar el resto a partir de aquí.
Los hombres guardaron silencio, la valentía en sus ojos era impresionante.
—Estamos todos juntos en esto teniente —declaró el oficial de sistemas
defensivos.
—Hasta sus últimas consecuencias —declaró el otro oficial, un hombre
bajo pero de torso fuerte y amenazante.
El copiloto puso la mano en el hombro de Reed en señal de apoyo.
—>>Tienen luz verde para liberar la carga<< —atronó una voz en la
cabina del bombardero.
Los hombres se enderezaron en sus respectivos asientos y se pusieron
manos a la obra.
El Infierno en la Tierra (Oblivion)

—...¿Ayudarme a qué? —preguntó Nolan Reed, sin tratar de disimular su


agresividad.
—A olvidar —nuevamente el hombre de traje negro con sus lacónicas
respuestas.
—No entiendo qué quieres decir —repuso Reed al tiempo que le daba un
trago a su bebida.
Afuera del bar, el cielo crepuscular había dejado paso a una noche que se
iba haciendo cada minuto más oscura.
—Yo he visto lo que te atormenta, Nolan Reed, conozco aquellas voces
que te buscan en la noche y acechan en tus pesadillas —el hombre acercó su
silla un poco más a la de Reed. Y con un gesto de complicidad acercó su
rostro un poco más y le susurró —. Sé lo de la niña...
Nolan Reed se incorporó con un salto, completamente asustado, pero sin
dejarse caer en la histeria, un hombre entrenado como él no sucumbía
fácilmente a las emociones, así que tras un breve instante recobró la
compostura y se volvió a sentar.
¿Cómo diablos supo lo de la niña? se preguntó mentalmente, al tiempo
que otra voz —una voz más racional —le decía que probablemente el hombre
pálido estaba tanteando el terreno, tirando golpes de ciego.
—No sé de qué estés hablando —contestó con frialdad en la voz, y las
manos en el vaso.
—Yo puedo hacer que todos esos recuerdos dolorosos desaparezcan así —
y chasqueó los dedos a la altura del rostro de Reed —, como si jamás
hubieran existido.
Nolan Reed entrecerró los ojos, mirando al hombre con recelo, con
suspicacia, pero algo dentro de él quería creer que había verdad en sus
palabras. Nolan se sentía como hipnotizado por la mirada de ese hombre.
Sabía que en cualquier momento podía levantarse e irse, pero la curiosidad
podía más. Y eso que él no era para nada un hombre curioso, quizá por eso le
resultaba tan fácil acatar órdenes y ser un buen soldado.
—¿Y cómo lo harías? —quiso saber Reed — ¿Eres algo así como un
hipnotista?
—No, no, no, la magia no tiene nada que ver aquí, un hipnotista sólo
realiza trucos baratos con la mente. Lo que yo hago es un remedio
definitivo...
—Muéstrame —ordenó Reed, era momento de desenmascarar a ese
hombre o ver si era capaz de realizar la proeza de la cual alardeaba.
El hombre lo miró con una malévola sonrisa en los ojos que hizo sentir a
Reed escalofríos en la espalda media. Los vellos de sus brazos se erizaron.
—Toma esa servilleta.
Reed lo miró con desconfianza. ¿Cómo podía una simple servilleta
ayudarlo a olvidar? Alzó una ceja.
—Tú sólo hazlo —insistió el hombre, y acto seguido sacó de algún lugar
de su saco una pluma cara, como si de un prestidigitador se tratara.
—¿Ahora qué?
—Ahora escribes un nombre.
—¿El nombre de quién?
—El de alguna persona sin importancia que quisieras olvidar —los ojos
del hombre brillaron —yo recomendaría el de alguna jovencita hermosa que
te haya rechazado, que haya roto tu infantil corazón de adolescente.
Nolan Reed meditó estas palabras un instante. Después escribió el nombre
de Melissa Cogan en la servilleta.
—Bien, vamos bien —aseguró el hombre con un halo de misterio en sus
palabras — ¡No me lo enseñe! —dijo cuando Nolan Reed estuvo a punto de
mostrarle el nombre en la servilleta —. Ahora escriba lo que esa persona le
hizo, y lo que le gustaría olvidar.
Melissa Cogan era la primera chica a quien se había atrevido a invitar a
salir, y quien lo había rechazado durante el receso en el primer año de
preparatoria, tras lo cual, quienes habían visto el incidente no habían dejado
de molestarlo durante los tres años subsecuentes. Y así lo escribió.
—Voltee la servilleta, no me deje ver qué escribió.
Reed así lo hizo y además, colocó su vaso encima de la servilleta.
El hombre puso las yemas de los índices en las sienes de Nolan Reed y
cerró los ojos. Su expresión era de total concentración. Entonces Reed tuvo
una sensación vertiginosa, aunque estaba sentado, en su interior sintió como
si cayera desde un rascacielos, con el estómago luchando por salir por la
garganta. Un instante repentino de pánico y luego, el mundo volvió a la
normalidad.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—Eso teniente, ha sido el Oblivion —al notar la expresión confusa en el
rostro de Reed, el hombre agregó —, bueno, es sólo una diminuta muestra de
él.
—No me siento diferente —dijo Reed.
—No tendría por qué.
Reed miró al hombre con el ceño fruncido. Hizo amague de ponerse en
pie, pero el hombre lo detuvo posando una mano en el hombro de Nolan, la
cual, además de haberse posado ahí de manera imperceptible, poseía una
fuerza que Reed no hubiera adivinado.
—Levante la servilleta y léala —le propuso el hombre de la tez blanca
como porcelana.
Reed así lo hizo, y leyó con confusión las palabras plasmadas por él
mismo sobre la blanca superficie.
—No entiendo qué está pasando —espetó el teniente Nolan Reed enojado
—. ¿Es acaso un truco?
—Teniente, ¿acaso no recuerda haber escrito usted mismo eso?
—Sí, sé que yo lo escribí, pero la historia plasmada ahí, el nombre de esa
chica... no significan nada para mí.
El desconcierto en la mirada de Reed era palpable. El hombre de negro
estiró sus labios en una sonrisa macabra que recuerda a un antiguo y tétrico
guasón de alguna bizarra baraja de naipes.
—Teniente, así es como le haré olvidar el rostro de esa niña que tanto lo
atormenta por las noches, su rostro se irá para siempre así como el recuerdo
de las atrocidades que usted cometió.
Los ojos de Reed se abrieron de manera desmesurada mientras observaba
pasmado la servilleta, el asombro no cabía en ellos.
—No lo puedo creer, realmente funciona.
La servilleta cayó de sus manos y planeó suavemente hasta llegar al suelo,
como una sedosa pluma llevada por el viento. Ahora el bar había comenzado
a llenarse un poco más, detrás de ellos, ya casi la mitad de las mesas se
encontraban ocupadas.
—Así es teniente. Ahora dígame, ¿quiere deshacerse de los recuerdos que
lo atormentan desde las sombras?
Un tenso silencio se extendió entre los dos. Nolan Reed pensó con
detenimiento lo que dirá a continuación. Sabía que si aceptaba, habría un
precio que pagar, aunque por otro lado, era consciente de que en esta vida
todo conlleva un precio.
—¿Qué debo hacer a cambio? —preguntó Reed solemnemente.
La sonrisa del hombre pareció ensancharse todavía más.
—Deberá aceptar una misión —fue la críptica respuesta.
—¿Qué misión?
—Cuando el tiempo llegue, usted lo sabrá.
Y así fue como el teniente Nolan Reed había decidido aceptar la misión
que lo llevaría a surcar los aires encima de Corea del Norte en la noche más
aciaga de la humanidad.
Reed accionó los paneles de control, introdujo los comandos y dio luz
verde para que los oficiales de sistemas defensivos y ofensivos se pusieran
manos a la obra. La máscara de oxígeno le cubría la cara y a través de los
auriculares escuchaba la respiración entrecortada y nerviosa de los otros tres
miembros de su tripulación. A través de los cristales, la noche los envolvía
con su frío manto carente de estrellas. Esa noche ni una sola luz brillaba,
como si incluso el cielo hubiera perdido cualquier rastro de esperanza.
—Estamos listos— anunció uno de los dos oficiales que se encontraban en
los asientos detrás de Reed.
Reed volteó a su derecha y vio a su copiloto. El hombre le devolvió la
misma mirada solemne que él mismo debía tener en los ojos. El copiloto
asintió y ambos hombres regresaron la mirada al frente. Reed sabía que si él
no pilotara ese avión, alguien más lo habría hecho, al menos ahora podría
borrar de su memoria algunas culpas del pasado, aunque esto conlleve un alto
costo, quizá el más alto que un hombre puede pagar...
—Caballeros, comencemos —dijo funestamente Nolan Reed, con la voz
cargada de culpas.
Unos instantes después, volando a casi mil metros de altura, un solitario
bombardero estratégico supersónico B—1 Lancer dejó caer una ronda de
cinco bombas de fisión de hidrógeno a lo largo y ancho de toda la capital de
Corea del Norte. Cada una de estas bombas era tres mil veces más potente
que las bombas que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial en Hiroshima
y Nagasaki.
Antes de que las bombas toquen el suelo, exploten y conviertan la noche
en un día de fuego, muerte y cenizas, el bombardero sale de ahí, a una
velocidad de casi mil cuatrocientos kilómetros por hora, poniendo rumbo
hacia el resto de puntos estratégicos alrededor del país donde dejará caer el
resto de las bombas que lleva consigo.
El Infierno En La Tierra (Corea del
Norte)

Un estruendo horroroso en medio de la noche despertó a Hyun Park. Allá


afuera el violento estrépito que lo despertó había sonado como el rugido de
un mítico dragón gigante que estuviera arrasando con la ciudad.
Hyun Park era un habitante de la capital del mejor país del mundo, o
cuando menos eso es lo que decían siempre los televisores empotrados a la
pared que el gobierno obligaba a todas las familias a tener en cada hogar
norcoreano.
Hyun Park abrió los ojos al instante y se incorporó en la pequeña cama
personal de su pequeño apartamento en el treceavo piso de un bloque de
apartamentos idénticos al suyo, a las afueras de la ciudad.
El ruido había cesado. Hyun Park se sentó en el borde de la cama y
comenzó a vestirse con rapidez. Aguzó el oído y se sorprendió al no escuchar
el habitual zumbido eléctrico del televisor en la estancia contigua, el cual por
ley debía permanecer encendido las veinticuatro horas del día, o mientras
hubiera una red de distribución eléctrica funcionando en tu distrito.
Una vez se hubo puesto el mono de trabajo y las botas que usaba en la
fábrica, corrió hacia la ventana y abrió las persianas hechas de fibra de
bambú. Lo que vio lo sorprendió sumamente. La habitación de su cuarto daba
hacia otro bloque de viviendas, casi tan alto como el suyo. Pero tanto en el
bloque como en la calle a sus pies, la oscuridad era completa y absoluta,
como si la boca del Infierno se abriera para tragar a todos los ciudadanos de
Pyongyang.
Aunque una oscuridad cerrada no era algo inusual en la capital (ya que
después del toque de queda a las nueve de la noche, la principal red eléctrica
de la ciudad era cortada hasta el día siguiente), Hyun jamás había visto algo
así. Ni un sólo farol encendido en la calle, ningún televisor brillando en
alguna solitaria ventana, ni siquiera algún anuncio publicitario del Gran
Líder brillando en las calles. Y para completar la visión surrealista, esa noche
la luna no había salido o se encontraba en alguna de sus fases de menor
tamaño.
Salió a la estancia principal, la cual era comedor, sala y cocina a la vez, y
se dirigió a la puerta. Rápidamente subió por las escaleras los siete pisos que
le faltaban para llegar a la azotea.
Otras personas habían pensado lo mismo que él, ya que al abrir la puerta
que daba al exterior en lo alto del edificio y ser golpeado por una fría ráfaga
de viento, se encontró con que más residentes del edificio habían acudido allí
arriba. La mayoría de las personas iban solas, pero también había algunas
parejas que llevaban a sus hijos en brazos o tomados de la mano.
Hyun se acercó al borde del edificio, pegó el cuerpo a la pequeña pared
que le llegaba a la cintura y se asomó. El vértigo lo invadió al instante,
haciendo que se alejara instintivamente de la cornisa. Pero se obligó a
asomarse de nuevo. De ese lado del edificio, a unas cuatro manzanas una
enorme columna de humo se elevaba funestamente hacia el cielo negro. El
brillo anaranjado de las llamas iluminaba esa sección de la ciudad.
—¿Qué pasó allá? —preguntó Hyun al hombre que tenía a un lado. El
hombre llevaba de la mano a su hijo pequeño, el cual no pasaría de los ocho
años.
—No lo sabemos aún —respondió el hombre —. Escuchamos el ruido,
nos vestimos lo más rápido que pudimos y cuando subimos, la explosión ya
había sucedido.
—Yo sí que lo vi —intervino una anciana —. Mi habitación da a ese lado
de la calle y lo presencié todo.
—¿Y qué vio? —preguntó el niño con genuina curiosidad. La misma que
sentían su padre y el propio Hyun.
—Vi una enorme bola de fuego cayendo desde los cielos —contestó la
anciana con una aciaga voz —. Vi el infierno descender a la Tierra. El señor
mandando su castigo divino para hacer pagar a los pecadores.
—Vaya, pues muchas gracias por la información —contestó Hyun con la
voz cargada de sarcasmo. Los delirios de esa señora no habían hecho nada
para aplacar su curiosidad.
Y entonces lo vio, presenció con sus propios ojos aquello a lo que se
refería esa señora loca. Vio la bola de fuego descender sobre la Tierra por
encima de sus cabezas.
Sólo que no era una bola de fuego, y de divino no tenía nada. Cuando él,
junto con toda la gente de la azotea, volteó el rostro hacia el cielo, vio la
panza de un avión comercial que volaba bajo..., demasiado bajo.
El avión pasó a una velocidad descomunal encima de todos ellos, si
hubiera sido de día, su sombra habría oscurecido los edificios. El rugido de
dragón vino un segundo después, lastimando los oídos de todos en la azotea.
Tan rápido como había aparecido en el cielo, el avión pasó y siguió su
trayectoria. Sólo que su trayectoria era descendente. Hyun corrió hacia la
cornisa y observó.
El avión se detuvo abruptamente cuando se estrelló de lleno contra un
edificio regordete a la entrada de Pyongyang. Una nueva columna de fuego se
elevó hacia la noche, mientras un costado del edificio se derrumbaba,
levantando un tsunami de polvo, piedras y escombros en la calle.
Entonces los gritos comenzaron.
—¡Debemos ir a un refugio! —se alzó una voz.
—¡Son los americanos, es uno de sus ataques furtivos! —gritó otra.
Hyun Park no se detuvo a pensar. Se dispuso a correr hacia la puerta, tenía
que salir de ese edificio lo más rápido posible, cuando algo llamó su atención.
Miró hacia el cielo y vio decenas de estelas de humo surcar los cielos. Más
aviones que caían, comprendió rápidamente. Era como si el cielo se estuviera
cayendo a pedazos encima de ellos.
Bajó el edificio por las escaleras a toda velocidad, el elevador jamás había
funcionado desde que Hyun recordaba. Al llegar al nivel del suelo sentía sus
pulmones a punto de reventar, gruesas gotas de sudor se deslizaban de la
punta de su nariz hacia el suelo cuando se inclinó para recuperar el aire y los
músculos de piernas y pantorrillas le pulsaban de dolor.
Subió a su motoneta, alegrándose de haber guardado las llaves de ésta
antes de salir de su apartamento, y se dirigió a los bosques, tenía que salir de
los límites de la ciudad cuanto antes. No sabía por qué sentía esa necesidad
acuciante, pero así era.
El camino fue rápido. Gracias a la conmoción, la gente aún no había
descendido a las calles ni sacado los autos. Llegó a los límites de la ciudad y
llevó su motoneta por la ladera, por senderos para montañistas subiendo la
pendiente tan rápido como podía. Al llegar a la cuesta de la pequeña
montaña, descendió de su transporte y observó la ciudad.
Una ciudad entera en llamas se extendía ante él. Columnas de humo se
retorcían y buscaban con dedos anhelantes tocar el cielo.
"Esto es lo peor que veré en mi vida", pensó Hyun ominosamente. No
sabía lo equivocado que estaba, pero dentro de pocos instantes se daría cuenta
de que las cosas sí que podían estar peor. Mucho peor.
Un sonido atronador a sus espaldas, como el de un disparo supersónico
surcó el cielo. Hyun volteó hacia el cielo y por encima de su cabeza vio pasar
a toda velocidad un jet.
El jet voló grácilmente hacia el centro de la ciudad y se detuvo un instante.
Si Hyun hubiera tenido visión sobrehumana, similar a la de los vampiros de
las películas de serie B que tanto le gustaba ver, habría podido apreciar cómo
el jet soltaba una carga de algo muy parecido a torpedos que caían
silenciosamente hacia la ciudad. Después el jet desapareció de la vista a una
velocidad supersónica.
La carga tocó el suelo de la capital de Corea del Norte y la noche se
convirtió en día. Hyun Park quedó ciego al instante. Aunque ni siquiera llegó
a darse cuenta de ello.
Durante unos instantes ese pedazo de Tierra ardió con más intensidad que
la superficie del sol. La luz bañó cada centímetro del aire, quemando los
átomos de toda la materia que encontraba a su paso. Ningún ser viviente
quedó en pie. Edificios, animales, personas y bosques desaparecieron por
igual, evaporados en la luz como si jamás hubieran existido.
Cuando la luz remitió, cuando la nube de hongo que se elevó sobre la
ciudad desapareció, no quedaba rastro alguno de lo que hasta ese día había
sido una ciudad sobrepoblada y llena de personas con miedos, esperanzas,
ambiciones y sueños. Ahora sólo quedaba un yermo desolado y negro, un
carbón gigante y sin vida donde antes había existido una ciudad.
Hyun Park, junto con toda Corea del Norte, habían desaparecido para
siempre de la faz de la Tierra.
El Vampiro

Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente que decía:
«Ven».
Miré, y vi un caballo bayo. El que lo montaba tenía por nombre Muerte, y
el Hades lo seguía: y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra,
para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la
tierra.
—Cuarto Jinete del Apocalipsis

La habitación estaba envuelta en penumbras. Aunque más que habitación,


parecía el salón donde se podría ofrecer un baile renacentista. Una hoguera
moribunda, en la chimenea de piedra, arrojaba sombras que danzaban
tétricamente sobre las altas paredes y se recortaban contra el techo
abovedado.
A unos pasos de la chimenea, con sombras danzando sobre su pálida piel,
se hallaba sentado un hombre. El trono de respaldo alto donde estaba era una
de las piezas más estéticas (y costosas) que había en el mundo y que habían
sobrevivido desde la edad medieval. No era demasiado cómodo, pero su alto
respaldo, así como sus imponentes brazos de plata y bronce lo convertían en
el asiento ideal para imponer respeto cuando se trataba de recibir visitas.
Samael entró silenciosamente a la estancia. Un segundo después ya había
atravesado los casi veinticinco metros que lo separaban del trono, el cual
estaba vuelto de espaldas, viendo hacia la chimenea. Vestir indumentaria
formal, tal como lo hacían él y el hombre de negro, era algo tan inherente a
los de su especie como el mismo hecho de respirar.
—Parece que tu plan resultó a la perfección —dijo con una voz queda,
carente de emoción.
La estatua de piedra blanca sentada al trono no contestó. Se limitó a mirar
impávidamente el fuego.
—El caos que querías sembrar ha dado resultado —volvió a hablar Samael
—. Un país entero ha desaparecido de la faz de la Tierra. Y otros tantos que
estaban cerca sufrirán las repercusiones de la radioactividad durante décadas.
Por única respuesta recibió silencio. El ambiente que flotaba en el aire era
hostil y pesado, era tan palpable como si de una tercera persona en la
habitación se tratara.
El hombre de negro, con su rostro marmóreo volteó hacia Samael, y lo
miró con la expresión de quien ha recibido una gran ofensa.
—¿Es eso un reproche, mi querido amigo? —su voz era fría y carente de
emoción.
—No —respondió secamente Samael —. Son los hechos.
—Yo no hice nada —respondió el hombre con hielo en los ojos —. La
humanidad se lo hizo a sí misma. Yo sólo les di el último pequeño empujón
que necesitaban.
Nuevamente el silencio se extendió entre ellos como un manto helado. Sus
ojos se miraban sin parpadear. Ambos hombres se evaluaban mutuamente,
calibrando el poder de su interlocutor.
Finalmente fue Samael quien rompió la intranquila calma.
—Voy a unirme a los Hijos de Caín—ahí estaba. Samael finalmente había
soltado la bomba. La gran revelación, el secreto finalmente había dejado de
serlo y ahora estaba listo para enfrentar las consecuencias.
Samael aguardó, pacientemente en el exterior, pero por dentro un
desasosiego inquieto le bullía por la sangre y sentía el estómago a punto de
salirle por la garganta.
—Lo sé —fue la lacónica respuesta de quien hasta ese momento había
sido su mentor, su maestro —. Hace tiempo que lo sé —repitió.
Samael abrió los ojos de manera descomunal, como si lo hubieran
golpeado de lleno en el estómago con la fuerza de un dios. Durante unos
instantes se sintió incapaz de proferir palabra alguna, o tan siquiera de
reaccionar. Su maestro permanecía impertérrito.
—¿Pero cómo, cómo lo sabes? —preguntó finalmente.
El hombre de negro se puso en pie. El hielo en sus ojos parecía ahora a
punto de echarse a arder.
—¿Acaso no lo recuerdas? ¿No recuerdas haber visto el futuro a través de
mis ojos? Hace tiempo, antes de perder los poderes de un dios, yo lo vi todo.
Ahora el frío de sus ojos ardía con el fulgor de un hierro incandescente.
—¿Entonces por qué..., por qué no me detuviste? —titubeó Samael —
¿Por qué no me mataste?
Un fuego intenso se encendió en las pupilas del hombre pálido, similar al
fulgor en los ojos de las brujas cuando usan sus poderes. Un pestañeo fue
todo el tiempo que se necesitó para que la perspectiva de Samael cambiara
por completo. En menos de un segundo, el rostro pálido de su mentor se
transfiguró en una mueca de ira, su mano tomó a Samael por la garganta, lo
alzó en el aire y lo arrastró por el cuello hasta una de las paredes que había a
varios metros de ellos. Lo sostuvo en alto, con la espalda de Samael pegada
contra la pared.
—¿Crees que no lo llegué a pensar? ¿Piensas que no lo deseo en este
momento? Ciertamente podría aplastarte hoy mismo, aquí y ahora; podría
aniquilarte y nadie me culparía por ello —pronunció todo esto con tal ímpetu,
con tal rabia, que de haber sido un humano habría escupido en el rostro de
Samael con cada palabra, pero los vampiros carecían de saliva.
El hombre de negro continuó su perorata tras soltar a Samael, quien cayó
con gracia sobre el suelo y sin hacer ruido alguno.
—Te vas a unir a ellos —escupió la palabra como si fuera un carbón en su
boca —, a los que son probablemente los enemigos más poderosos que
tenemos. ¿Al menos estás consciente de quienes son ellos? —preguntó el
hombre.
—Sé a lo que se dedican si es eso lo que quieres preguntar —respondió
Samael.
—Entonces sabes que se dedican a matar a tus hermanos, ¿cierto?
La furia que destilaban los ojos de su maestro no se reflejaba en su voz
sosegada y tranquila.
—Ya te dije, soy consciente de lo que hacen. Y si decides matarme, lo
entenderé —dijo Samael por fin.
Pudo haberle explicado que las cosas no eran tan sencillas como pensaba,
que los Hijos de Caín no era un clan que se dedicara a exterminar vampiros
sólo porque sí, si no que al contrario, se preocupaban de que sobrevivieran
sólo aquellos que no ponían en la cuerda floja la supervivencia de toda su
especie. Seguían el ejemplo de Caín cuando éste había exterminado a todos
sus hijos que en la antigüedad se habían dedicado a propagar la especie
vampírica de manera indiscriminada e irresponsable.
Pero sabía que era fútil intentar explicarse. Ese hombre misterioso, ese
vampiro, ya había tomado una decisión respecto a la vida de Samael.
—No soy un ángel —dijo el hombre, dándole la espalda a Samael —, al
menos ya no más. Tampoco soy un demonio —la tristeza en sus palabras
tenía un sabor agridulce para los oídos de Samael —. Lo único que soy ahora
es un vampiro. Y como tal debo actuar —sentenció finalmente.
—Tú…, tú no eres un simple vampiro —dijo Samael con cautela —. Tú
eres Lucifer.
El hombre volteó en una fracción de segundo. Ahora su rostro no era
humano. Cualquier rastro de humanidad que hubiera podido habitar en él se
había fugado, se desvaneció al escuchar ese nombre, un nombre con el cual
nadie lo había llamado desde hace siglos; su cualidad vampírica se había
apoderado de su cuerpo.
Sus ojos se habían vuelto completamente rojos, sus colmillos más largos y
afilados que los de ningún vampiro común, la palidez en su tez hacía que su
rostro luciera casi transparente y la piel se había tensado anormalmente
contra los músculos de la cara.
En ese momento Samael se dio cuenta que no se hallaba sólo ante un
vampiro poderoso; si no que se encontraba ante El Vampiro.
Un escalofrío recorrió el espinazo de Samael y una oleada de miedo
caliente ascendió por su cuerpo. De pronto sintió su cuerpo ligero y sin
sangre, como si llevara meses sin alimentarse.
—No vuelvas a pronunciar mi nombre de esa manera—declaró con voz
siseante —, como si siguiera siendo ese hombre. El ángel que tú conociste
murió cuando me cortaron las alas y me arrojaron a los pozos del Infierno.
—¿Entonces, quién eres ahora? ¿Qué eres ahora?
Lucifer lo miró con unos ojos cargados de malevolencia y una sonrisa
lasciva en los labios.
—Yo soy el Primer Jinete.
La voz de Lucifer ascendió por las altas paredes de la estancia y reverberó
en el techo abovedado como si mil personas hubieran gritado a la vez.
—Ahora te dejaré que te unas a nuestros enemigos, que me traiciones, que
traiciones nuestra causa...
Las palabras quedaron flotando en el aire entre ellos antes de que Lucifer
continuara.
—Pero antes, pagarás el precio de la traición —sentenció —. Tus
enemigos jamás se verán beneficiados de tu fuerza y poderes; la fuerza que
obtuviste gracias a mi sangre la reclamo de vuelta.
—Dejar que los vampiros se reproduzcan a su antojo es la mejor manera
de que los humanos noten nuestra existencia y decidan entrar en guerra
contra nosotros. No pienso dejar que eso pase, y si debo pagar un precio por
hacer lo que me parece correcto, estoy más que dispuesto a hacerlo.
—Si los humanos quieren guerra que así sea.
Lucifer se acercó hasta Samael sin hacer un solo ruido, casi como si
levitara, y a una velocidad que el ojo humano habría sido incapaz de detectar.
Rápido como una exhalación, llevó los colmillos a la indefensa garganta de
su pupilo y bebió.
La unión casi simbiótica que se produjo mientras Lucifer succionaba la
sangre del cuerpo de Samael, junto con la mayoría de sus poderes, hizo que el
poderoso vampiro tuviera un breve vistazo a los sentimientos, razonamientos
y pensamientos de su alumno. Durante un segundo comprendió con totalidad
a Samael y fue como si Lucifer mismo compartiera el pensar del otro.
Pero ese instante pasó, la simbiosis terminó, Lucifer volvió a ser él mismo.
Samael cayó de rodillas, con lágrimas de sangre surcando sus mejillas,
totalmente falto de poder.
—Ahora no eres mejor que el más débil de los vampiros que estás
decidido a eliminar. Cualquiera de ellos podría aniquilarte tan fácil como un
niño aplasta a un insecto —lo condenó Lucifer.
—No importa, no cejaré en mi empeño. No abandonaré mi misión. Y más
te vale matarme ahora —dijo Samael, con las manos en el suelo.
—No necesito matarte. ¡Y ahora lárgate! Veamos qué tan útil les resultas a
mis enemigos ahora que te he despojado del poder que ellos tanto anhelaban
sumar a sus filas.
Samael se puso en pie y con paso lento, sólo un poco más rápido que el de
un humano común, salió de la estancia.
La Guerra Vampírica había iniciado, y él ya había elegido su bando. Sólo
esperaba haber elegido el camino correcto.
La Mujer de Rojo

El Apocalipsis llegó. Fue intempestivo, visceral y expedito; una vorágine


de furia. Descendió sobre la Tierra con su lengua gigante de fuego, con sus
espadas de truenos y acero, y en una sola noche acabó con un país para
siempre. Pero así de rápido como llegó, se fue. O al menos eso es lo que la
gente pensaba...

La mujer se acerca al estrado, su cabellera negra revoloteando tras ella y


el vestido rojo, formal pero sensual, se ciñe a su cuerpo. Cientos de pares de
ojos la observan atentamente desde abajo, desde las sillas que ocupan a los
pies de la tarima donde se encuentra ella. Acerca sus labios carnosos y
rosados al micrófono y comienza a hablar.
Las luces de los reflectores del auditorio en el que se encuentran arrancan
destellos de su pálida piel, la cual brilla con la energía potenciada que le da
la sangre que ha bebido de su consorte. El vampiro más poderoso que ha
existido sobre la faz de la Tierra. Aunque él aún no la ha dejado convertirse,
sí ha compartido un poco del don de la sangre con ella, el cual potencializa
sus poderes de una manera superhumana.
La congregación permanece en silencio cuando ella habla, absortos en
las palabras de ella, perdidos en los ojos almendrados de una mujer con los
poderes de una semidiosa.
Como siempre en el sueño, Vivian intenta prestar atención a las palabras
que salen de su propia boca. Pero el discurso que ella misma pronuncia, al
igual que las veces anteriores, le resulta ininteligible. Odia esta sensación, la
de sentirse atrapada dentro de su propio cuerpo. Viendo todo desde tus ojos,
pero como si fueras sólo un espectador de ti mismo.
Al menos ahora es consciente de que se encuentra soñando, pero eso no
hace más llevadero todo.
De pronto la gente prorrumpe en gritos, se pone en pie. El aire de la
estancia se llena de aplausos enfervorecidos, enloquecidos de pasión. Todos
sonríen y la miran regocijados, a Vivian siempre le disgusta la expresión de
sus ojos, le recuerdan demasiado a las miradas enloquecidas de las grandes
muchedumbres reunidas en los discursos fascistas en las grabaciones
antiguas, en blanco y negro, de dictadores como Mussolini o Hitler.
Desde dentro de su cuerpo, echa una rápida mirada a sus manos. Aunque
sabe que son las suyas, no las reconoce, lucen mucho más pálidas, más
fuertes, más adultas. Lo que le indica que no es sólo un sueño, sino que se
encuentra dentro de una visión de algo que sucederá en el futuro. Es como si
la sangre corriendo por sus venas latiera con mucha más intensidad.
Su versión del futuro, la mujer que controla su cuerpo, levanta los brazos
en señal de agradecimiento y pasea lentamente su mirada por la audiencia.
Rostros exultantes le devuelven la mirada, en todos ellos se aprecian
expresiones en las que se puede leer la adoración que sienten por ella. Hasta
que su mirada finalmente llega a la parte de los bastidores, la parte oculta
que el público no puede ver.
Y ahí están. Esos ojos mirándola fijamente. Un destello rojo brilla en
ellos, es el fulgor de la sangre que los ilumina. Unos ojos que le provocan
escalofríos a Vivian, pero que humedecen la ropa interior de la mujer de
rojo. El hombre al que pertenecen los ojos da medio paso al frente, saliendo
de las sombras y Vivian puede apreciarlo claramente. Esta es una parte del
sueño (o de la visión) que nunca antes ha experimentado.
Es el hombre de los otros sueños, aquellos en los que tenía las visiones de
las explosiones nucleares arrasando con el mundo. El hombre de negro. El
vampiro. El consorte de la Mujer de Rojo.
El hombre le devuelve la sonrisa, mostrándole unos largos colmillos
blancos de porcelana, unos colmillos manchados de sangre...
Entonces, intempestivamente, Vivan es arrancada del sueño y de vuelta a
la realidad, al presente. Las sábanas de su cama se encuentran empapadas del
sudor frío que brota de su piel tensa y asustada, pero sus bragas están
mojadas por una extraña excitación que no puede controlar.
Se pone en pie y se dirige al baño, con cientos de ideas cruzándole la
mente. Pero hay una imagen entre todas ellas que es más poderosa que todos
sus pensamientos juntos: la visión del hombre de negro sonriéndole,
mirándola de una manera depravada y a la vez llena de adoración, la
veneración de los amantes consagrados. Ahora que comienza a aceptar que es
una bruja, finalmente se ha dado cuenta de lo que ese hombre es. Una criatura
que hasta antes de irse a dormir esa noche pertenecía a la literatura victoriana
y a las películas de serie B del siglo pasado. Pero ahora lo cree, ahora sabe a
ciencia cierta que los vampiros existen, y que el hombre que está destinado a
ser su esposo es uno de ellos, probablemente el más poderoso que ha existido.
La Mujer de Rojo (2)

Se miró al espejo. Un rostro joven pero cansado le devolvió la mirada. El


cabello negro le caía revuelto sobre los ojos, mejillas y la barbilla, y moría en
los pechos. Lo echó para atrás y sus ojos negros la miraron fijamente desde el
universo paralelo al otro lado del espejo. Con ambas manos recargadas en el
lavabo, dejó que su mente comenzara a vagar libre y descarriadamente.
Brujas, poderes sobrenaturales, vampiros, ángeles caídos, ataques
nucleares... ¿en qué clase de mundo vivía ahora?, pensó Vivian. En pocos
años, el mundo que ella creía conocer, el que le parecía durante su
adolescencia tan seguro , tan monótono, tan aburrido, ahora parecía haberse
trastocado, como si la civilización se hubiera metido de lleno en alguno de
los macabros cuentos de los Hermanos Grimm y ahora en el mundo pudieran
pulular libremente cualquier tipo de criaturas fantásticas e irreales.
Salió del baño, y con pasos lentos se dirigió a la cocina. Por las ventanas
se podía alcanzar a percibir la completa oscuridad de una noche cerrada y sin
luna, cortada únicamente por las luces de una ciudad que se negaba a dormir.
No llevaba puesto nada más que una diminuta tanga roja, pero con el calor
que había hecho en los últimos días, poca falta le hacía algo más. Tras
servirse un enorme plato de algún cereal colorido con forma de frutas, se
dirigió a la sala de su pequeño departamento, la cual era también gran parte
del comedor.
Tomó el control y encendió el televisor. Estaban las noticias. Al igual que
las últimas dos semanas, la explosión de las bombas nucleares en Corea del
Norte acaparaba los encabezados. Las escenas eran aterradoras,
extremadamente tétricas y no aptas para personas sensibles. Las primeras
imágenes mostraban las nubes de hongo, elevándose hacia el cielo,
iluminando la noche con su infernal fulgor.
Al pasar los días comenzaron a mostrar los efectos que la radiación había
tenido sobre aquellas personas a quienes la explosión no alcanzó a matar.
Seres agonizantes, con la piel supurante, o derretida en algunos casos, que
gemían y lloraban de dolor ante una cámara de video que permanecía fría e
impasible ante su sufrimiento.
Los reporteros más intrépidos, aquellos que se aventuraban a ir a las zonas
más cercanas a la explosión sin que el riesgo fuera extremadamente alto, iban
envueltos en trajes antiradiación amarillos, lo que les daba el aspecto de
alienígenas sacados de alguna película de ciencia ficción de los años
cincuenta. Monstruos insensibles que iban de aquí para allá, con los rostros
envueltos en máscaras antigás y cargados de cámaras que grababan con
avidez lujuriosa el sufrimiento humano. Niños, ancianos, hombres o mujeres,
daba lo mismo, la cámara era igual de fría e impersonal con los sentimientos
de cualquiera.
Vivian cambió de canal. Sus pechos, pequeños pero firmes, se balancearon
con el movimiento de su brazo, una fina película de sudor los cubría. No
pudo evitar volver a pensar en el hombre de negro, e imaginó esas manos
blancas como la muerte acariciándole los pezones y erizando la piel de
alrededor con su tacto frío.
Su atención regresó a la televisión empotrada en la pared, aunque la
humedad seguía presente en su entrepierna y la comezón de la excitación
sexual estaba latente en su vientre bajo. Siguió comiendo de su cereal con
leche y viendo la televisión.
Ahora sonaba una voz en off, la voz de algún reportero que explicaba lo
que sucedía en las imágenes. Cientos de niñas y niños lloraban ante la atenta
mirada del público. Vivian no lo notó en primera instancia, pero cuando se
dio cuenta de lo que pasaba ahí, la piel de la espalda se le erizó y concentró
toda su atención en lo que decían.
"Miles de familias han sido separadas dentro de Estados Unidos..." —
narraba la voz de un reportero.
En las imágenes, los niños se encontraban prácticamente enjaulados en
estancias enormes, similares a las prisiones provisionales de las comisarías de
policía, pero mucho más grandes. La voz en off continuaba su narración.
"...después de los ataques nucleares, el gobierno de Estados Unidos ha
declarado prácticamente ley marcial dentro de sus fronteras, con el pretexto
de salvaguardar la seguridad de sus ciudadanos, y con este mismo motivo,
miles de personas que se encontraban en ese país de manera ilegal o que
eran personas non gratas para las agencias de Seguridad Nacional, ya sea
latinos, musulmanes o cualquier tipo de extranjero, han sido cazados,
apresados y ahora están en proceso de ser deportados a sus países de origen.
Sin embargo, el gobierno no cuenta con la facultad de deportar a niños
nacidos en suelo americano, los cuales por derecho tienen la ciudadanía
americana. Por tanto, el gobierno ha tomado la decisión de simplemente
separar a las familias..."
La narración seguía y entraba en detalles, pero ahora la mente de Vivian
comenzaba a cavilar dentro de los confines de su cabeza. ¿Cómo era posible
que todo eso estuviera pasando? No sabía qué la sorprendía más, si el
descubrimiento que había hecho sobre los seres sobrenaturales que
compartían el mundo con ellos o las crueldades que los propios humanos eran
capaces de realizar de manera tan atroz contra sus propios congéneres. La
asqueaba esa forma tan fría e impersonal de exhibir a la gente que se hallaba
en el peor de los sufrimientos, o a punto de morir, tan sólo para conseguir
subir las audiencias.
Alguien tenía que hacer algo, decidió. Así que se dispuso a invocar
finalmente al hombre de negro. Sus tías la odiarían para siempre, lo sabía
bien, incluso se pondrían en el lado opuesto de la historia, pero Vivian
finalmente había tomado su decisión. Se había quitado esas vestiduras de
indiferencia y de querer mantener un perfil bajo, y estaba resuelta a tomar
acción, a ser parte de la historia; no sólo interviniendo en ella, sino
cambiándola.
Dejó el plato vacío sobre la mesilla frente a ella, apagó el televisor y fue
hasta su habitación. Llegó hasta su armario, abrió las puertas plegables y
buscó con ojos concentrados. Finalmente encontró lo que había ido a buscar.
Tomó la prenda, la descolgó, le quitó el gancho y pasó sus delgadas y
tonificadas piernas a través del único vestido rojo con el que contaba en todo
su ropero. Cuando lo tuvo ceñido al cuerpo fue de vuelta al baño y se observó
detenidamente.
Aún no se parecía del todo a la mujer de rojo que había visto en sueños,
aún le faltaba el porte, la seguridad, la mirada capaz de llevar a naciones
enteras a la guerra..., pero ya llegaría ahí. Por ahora, lo único que podía hacer
era dar el primer paso hacia esa nueva vida, hacia convertirse en esa mujer y
de esa forma cambiar el curso de la historia...
Los Hijos de Caín

—El hombre de negro le teme solamente a un hombre. Ese hombre no es


un dios, ni un ángel caído, ni tan siquiera un vampiro recién convertido; es un
simple mortal. Un mortal que ni siquiera cree en dios. Pero es un hombre con
una convicción férrea y una fe inquebrantable, una fe que ha puesto en un
poder superior. Este hombre será una pieza fundamental para la futura Guerra
que libraremos en contra del hombre de negro.
Así comenzaba el discurso que Samael llevaba casi una semana
preparando. Y ahora, mientras lo recitaba frente a los miembros del Consejo,
le parecía que carecía del ímpetu y la fuerza que había querido imprimirle
mientras lo escribía.
Se encontraban en una enorme sala subterránea de piedra gris, aunque la
iluminación le daba un tinte de color café claro. Aunque el enorme bunker,
que en gran parte era una cueva natural, parecía una estancia arcaica, como
donde habitaría alguna comunidad de hombres de las cavernas, éste poseía
todas las comodidades de un lujoso hotel moderno, y las cámaras de
seguridad grababan absolutamente todo lo que pasaba en todos los lugares de
ahí dentro. Las luces iluminaban, desde la cima del alto techo abovedado, los
pálidos rostros, que lo miraban con ojos que casi no parpadeaban, dotándolos
de un brillo mortecino que los hacia lucir como si fueran seres
excepcionalmente frágiles, a punto de romperse.
Nada más lejos de la realidad. Todos y cada uno de los 13 miembros del
consejo, sentados alrededor de esa mesa rectangular, poseían la fuerza para
partir por la mitad a un hombre adulto como el niño que rompe la muñeca de
trapo de su hermana. Cualquiera de ellos podría asesinar a Samael más rápido
de lo que éste tardaría en parpadear, ahora que Lucifer le había arrebatado la
mayor parte de sus poderes. Ellos eran 13 de los vampiros más poderosos que
aún caminaban sobre la Tierra, y los cuales pertenecían a la orden que llevaba
protegiendo la clandestinidad de los vampiros durante miles de años.
Cuando algún grupo de vampiros rebeldes atentaba contra la forma de
vida que la especie había mantenido desde el inicio, cuando su existencia en
las sombras se veía amenazada, eran estos miembros los que ponían fin a la
vida de los rebeldes, expulsándolos a la luz del sol, o descuartizándolos
miembro por miembro y después arrojándolos a las llamas de pozos
industriales, similares a la lava de un volcán activo, o en la antigüedad,
arrojándolos al fuego de las hogueras junto a las brujas, o drenándolos de
toda la sangre, y fuerza vital, de su cuerpo, para después enterrar los
cascarones indefensos, pero aún con vida, dentro de hoyos excavados a 10
metros de profundidad, los cuales después eran rellenados con la tierra que se
convertía en el perenne ataúd de sus cuerpos inmortales.
—¿Y se puede saber cuál es este poder superior al cual este hombre alaba?
—quiso saber uno de los vampiros que se sentaban en el centro, lo cual
indicaba que aunque no era de los más antiguos, sí se trataba de alguien con
varios siglos de vida.
—El poder o la fuerza superior a la que él alaba, ciertamente la
desconozco —tuvo que admitir Samael —pero sé que hay algo en ella que
hace a Lucifer temerla.
—Esto es inútil —protestó otro vampiro, tenía el cabello peinado hacía
atrás y se sentaba lo más lejos del lugar de honor, lo cual indicaba que era
uno de los dos más jóvenes — ¿Para esto nos convocaste? ¿Para esto nos
hiciste salir de nuestro sueño? Para hablarnos de un hombre, un simple mortal
que quizá le pueda hacer frente a nuestro enemigo con un poder del cual
pareces no saber nada.
Si hubiera sido humano, Samael hubiera enrojecido de pena e ira a partes
iguales. Pena por desconocer el poder del que hablaba, e ira por que no lo
dejaban terminar de expresar su argumento.
—¿Por qué no lo dejas terminar? —expresó una mujer de rostro severo,
sin arrugas en el rostro, debido a su completa inexpresividad.
—Porque esto es inútil —rebatió el vampiro joven —un humano no nos
ayudará a combatir al enemigo ¡Tenemos que salir nosotros mismos y
terminar de una vez por todas con esos recién convertidos rebeldes, aniquilar
a ese ejército que Él está reuniendo y con el cual planea declararle la guerra a
los humanos y a nosotros!
—¡Silencio! —atronó una voz gutural, como salida de ultratumba. Al
instante todos callaron y un pesado silencio reinó en la estancia.
Quien había hablado era el hombre que ocupaba la cabecera del lado
izquierdo de la mesa, a la derecha de donde estaba parado Samael. El
vampiro que ocupaba el lugar de honor. El más antiguo de entre todos los
vampiros que formaban a Los Hijos de Caín. Su ropaje moderno no parecía
coincidir con sus formas arcaicas, con su porte soberbio, similar al de las
efigies que decoraban los ataúdes de los antiguos faraones egipcios. Su
cabello, echado hacia atrás, le llegaba a los hombros, el hombre parecía haber
estado a punto de entrar en la tercera edad cuando había sido convertido,
aunque ahora sus facciones habían adoptado el tono atemporal que la
conversión conllevaba.
"Eldonor" alcanzó a escuchar en susurros dentro de su mente, susurros
pronunciados por el resto de los vampiros, quienes no lo habían escuchado
hablar desde hacía casi doscientos años. Samael captó en breves destellos,
que Eldonor mandaba a todos los presentes, que él era consciente de que
algunos incluso ya pensaban que se convertiría en una de las poderosas y
antiguas reliquias presas del sueño interminable en las catacumbas
subterráneas de París. "Pues se equivocan" parecía decirles con su silenciosa
voz mental, "sigo aquí y aún tengo voz y voto en esta guerra".
—Ustedes son demasiado jóvenes —sentenció, dirigiéndose a todos —. El
sueño en que ustedes se sumen no es lo suficientemente profundo. Ustedes no
conocen, no pueden conocer.
El resto de los vampiros lo miraba fijamente, pero nadie se atrevió a decir
una palabra. Así pues, el vampiro continuó.
—Dios y Lucifer no son fuerzas opuestas, pues ambos surgen de la misma
fuente, de la misma fuerza esencial. Una fuerza equilibradora en el Universo,
la cual los puso en bandos contrarios en su inexorable misión por mantener la
estabilidad. Es la misma fuerza Creadora de todo cuanto existió y llegará a
existir, y la cual seguirá aquí mucho tiempo después de que no quede nada. Y
esa fuerza, ese poder esencial, es al que Samael se refiere.
El silencio era sepulcral. Todos parecían estatuas de mármol, inmóviles y
atentas. Era visible el esfuerzo que a Eldonor le costaba pronunciar cada una
de las palabras, el dolor que le causaba a la garganta que había permanecido
siglos en silencio. Aun así, el vampiro tenía algo que decir y no regresaría a
su silencio hasta que terminara.
—Sólo los vampiros milenarios (y a veces incluso ni siquiera ellos),
pueden acceder a tal conocimiento. Yo mismo no he conocido ese poder, sólo
he visto breves destellos de él en sueños, retazos mínimos de algo
infinitesimalmente más grande. Mi teoría es que un vampiro que ha visto
directamente a este poder, se da cuenta de la futilidad de todo, de lo inútil que
es aferrarnos a este mundo, a este universo, y por tanto, decide sumirse para
siempre en el Sueño de los Eternos. Volverse uno con la Eternidad.
Abandonar este mundo de manera espiritual, aunque su cuerpo permanezca
entre nosotros convertido en una estatua inmóvil de piedra.
>>Por tanto, si este hombre al que se refiere Samael —continuó el antiguo
vampiro —conoce la existencia de este poder, es un hombre que debe ser
tomado en cuenta por nosotros, y a quien debemos proteger, así que por favor
dejen a Samael terminar.<<
—Gracias —titubeó Samael.
El hombre hizo una ligera inclinación de cabeza hacia Samael y se volvió
a sumir en su estupor inicial, convirtiéndose una vez más en una estatua
marmórea en su asiento de alto respaldo.
—Si este hombre es tan importante para la futura Guerra, ¿Cómo es
posible que Lucifer no lo haya matado aún? —quiso saber la mujer sentada a
la izquierda de Eldonor, por tanto, la integrante del consejo más vieja después
de éste.
—Porque a Lucifer le recuerda demasiado a sí mismo cuando era un ángel
—respondió Samael, sin duda en su voz —. Quiere derrotarlo limpiamente, y
no quiere atentar contra su vida hasta asegurarse que este hombre es
realmente la amenaza que está destinado a ser. Tratará de tentarlo y
convertirlo a su propio bando antes de intentar asesinarlo. Y por último, teme
un enfrentamiento directo con esta fuerza sobrenatural y primordial, si es que
acaso este hombre con su fe, en un momento de extremo peligro, lograra
llegar a convocarla. Así de valioso es este hombre, por eso debemos
protegerlo.
El vampiro del cabello hacia atrás, el más joven, se inclinó en su asiento,
con la mirada fija en Samael. Unos ojos negros que parecían taladrar su alma.
—Tal parece que después de todo, tu petición no era tan absurda —dijo
con la voz de un témpano de hielo —. Ahora dinos, ¿Quién es este hombre
tan importante para la Guerra?
La mirada del vampiro estaba clavada en él; al igual que la de todo el
Consejo.
—¿Quieren saber quién es él? —inquirió Samael con un tono de
exagerada teatralidad en la voz.
Un murmullo de asentimiento recorrió su mente.
—Pues bien, el adversario que presentará la mayor amenaza para el
reinado de la Hija de Lucifer, será...
El Adversario (Parte 1)

...Dominic Callahan.
La atmósfera del recinto era opresora, pesada, tensa, como un plástico
envuelto en tu cabeza y aplastándose más y más contra tu piel con cada
intento de escape, con cada movimiento. El ministro Callahan se encontraba
oficiando un servicio fúnebre. Muchos miembros de su congregación, así
como familiares del difunto, habían asistido a la iglesia para presentar sus
respetos.
Tras terminar los servicios y cerrar el ataúd, Dominic Callahan se acercó
hasta la sollozante viuda. Una mujer de cabello negro y ojos igualmente
oscuros, con el maquillaje corrido resbalándole por las pálidas mejillas. El
velo cubriéndole la cabeza sólo tapaba parcialmente su rostro. Habían
colocado el ataúd en el centro de la iglesia, de modo que ahora todas las
personas que no estaban sentadas en los bancos, vagaban en círculos
alrededor de la nave de la iglesia.
—Dejar ir a un ser amado es algo tremendamente difícil —reflexionó en
voz alta, dirigiéndose a ella —. Probablemente lo más difícil que debamos de
hacer todos los que nos quedamos.
El resto de sus feligreses y familiares en luto se mantenía a una distancia
prudente, para que el ministro Callahan y la viuda pudieran charlar con
relativa privacidad.
—¿Usted ha perdido a alguien, ministro? —preguntó la desconsolada
viuda entre gimoteos.
—Yo... —empezó a decir el ministro Callahan, pero se detuvo ante la
avalancha de imágenes que se abrieron paso en su mente, como un dique
resquebrajándose y siendo arrasado por la fuerza del agua hasta ese momento
contenida.
Volvió a ver las escenas que vislumbraba en sueños, las escenas que le
indicaban su muerte, imágenes de un mundo sumido en horrores, de una reina
tirana oprimiendo bajo el yugo de su poder a los justos y a los bondadosos,
una reina de indescriptible belleza, aliada no sólo con los malvados, sino
también con los débiles, los cobardes y los solitarios; creando así la hueste
de seguidores y fanáticos más extensa que la historia hubiera visto jamás.
Una mujer con un poder como no se había conocido nunca, con un ejército
bajo su mando con el cual no habrían podido ni siquiera soñar personajes
como Alejandro Magno, Napoleón, o Hitler. Pero su poder no provenía de la
nada, no, Dominic Callahan había visto al hombre susurrante, el hombre que
desde las sombras la aconsejaba, la guiaba, la instruía; ese hombre era el
padre de la Reina Oscura.
—¿Ministro? —la voz de la compungida viuda lo devolvió de golpe a la
realidad.
—Yo..., este, sí, claro, todos alguna vez lo hemos tenido que hacer —
respondió sin mucha convicción —. En mi caso fueron mis padres.
La viuda no pareció encontrar consuelo en las palabras del ministro, y
volvió a echar a llorar. Ya que las palabras no la consolarían, el ministro
Callahan hizo lo que cualquier persona mínimamente empática haría: la tomó
entre sus brazos y dejó que llorara amargamente en su hombro.
—No sé si algún día podré recuperarme, ministro —lloró la mujer.
—Tienes que hacerlo, todos tenemos que hacerlo —respondió él,
pensando aún en las imágenes de sus sueños —. Está en nosotros luchar por
un futuro mejor y forjar nuestro propio destino.
Estas últimas palabras no iban dirigidas a la mujer, sino a él mismo, así
que ella se limitó a asentir, sin comprender muy bien qué le había intentado
decir el ministro.
—Sea como sea, tu esposo te amaba —prosiguió Dominic —, y dudo
mucho que él quisiera verte sumida en un estado de constante depresión.
La mujer paró de llorar e interrumpió al ministro Callahan.
—Pero no puedo seguir, la pena que siento es demasiado grande.
—No me malinterpretes —dijo él —, llora por tu esposo, guarda luto,
siente tu dolor y experiméntalo con profundidad. Pero después de eso tienes
que reponerte, ahora te corresponde a ti vivir por los dos, sentir con
intensidad por los dos, y nunca olvidar a tu esposo. Sé que es lo que él habría
querido, que continuaras con tu vida.
La mujer dejó de llorar y pareció relajarse.
—Gracias —murmuró algo más tranquila y con la cabeza pegada al pecho
del ministro.
Dominic se preguntó cómo es que podía dar ese tipo de consejos, tan
racionales y a la vez cargados de profunda sentimentalidad, cuando él mismo
era una fuente en constante bullicio de preocupaciones y problemas
psicológicos.
Afuera, el cielo derramaba agua a cantaros sobre la ciudad. Los servicios
fúnebres hace una hora que habían terminado, pero el ministro Dominic
Callahan se había quedado a dejar unos asuntos listos en su iglesia. Las luces
de las farolas proyectaban siniestras sombras en la ahora desierta calle donde
estaba aparcado el coche de Callahan.
Subió a su automóvil sedán, un carro modesto, pero funcional, y se dirigió
a casa. Al llegar, tuvo que empaparse la cabeza al salir corriendo de su auto,
atravesar el jardín delantero de su casa en los suburbios, forcejear con las
llaves y finalmente abrir la pesada puerta.
Pero cuando al fin entró, toda la tensión y todas las preocupaciones de su
día, valieron la pena. Su familia lo esperaba dentro de aquella atmósfera que
parecía estar separada del resto del mundo real, a salvo. Era como si al cruzar
la puerta, en vez de entrar a una casa, uno atravesara un túnel que lo
transportara directo a otra realidad, a otra dimensión, en donde las
preocupaciones no habitaban y todo lo que importaba era decidir entre él y
sus hijos qué postre tomar esa noche.
—¡Papi, papi! —llegó corriendo la pequeña Sara, pero sus frágiles
piernitas de tres años, aún no habituadas del todo a correr, tropezaron una con
la otra y la niña cayó de bruces al suelo. Dominic la levantó amorosamente y
la cargó en brazos. La niña lo besó en la mejilla.
Gabriela, la esposa de Dominic, con la espátula de la cocina aún en la
mano, vio a la niña con mirada severa, cuando ésta echó a correr.
—Sara, cuidado —dijo ella. La mujer más hermosa del planeta, la mujer
con los ojos que podrían derretir el polo norte en una jornada. La mujer con
quien Dominic compartía su vida.
Dominic aún no terminaba de hacerse a la idea de que en realidad
hubieran elegido ese nombre para su hija menor. Era el nombre de la tía de la
niña, la hermana de Gabriela. Dominic nunca había querido nombrarla así,
pero Gabriela insistía en que era lo mínimo que podían hacer por Sara.
Después de diez años, a ella seguía remordiéndole la conciencia el haberle
quitado el novio a Sara, y peor aún, haberse terminado casándose con él.
Diego, el hijo mayor de la pareja, permanecía sentado a la mesa,
hambriento y completamente ensimismado en la pantalla de su celular, donde
un escenario medieval se desplegaba ante sus ojos, saltando de la pantalla en
tercera dimensión. Sus pies colgaban en el aire, aunque ya tenía siete años,
era algo bajo para su edad, pero Dominic estaba seguro que al llegar a la
adolescencia eso se remediaría.
Entonces la enorme gata negra con manchas blancas que Dominic había
rescatado hacía ya algunos años, se acercó a él, y con un suave ronroneo se
restregó contra las piernas del hombre, frotándose primero los bigotes y
después pasando todo el cuerpo por la tela del pantalón. En ese momento
Dominic se sintió completo y pleno, como si viviera en alguna de esas
escenas de ensueño que aparecen en las postales. Una sonrisa le iluminó el
rostro.
—¿No me extrañaste hijo? —preguntó Dominic, al tiempo que le devolvía
un sonoro beso a su pequeña hija.
—Hola papá, sí claro —lo saludó el niño, eso sí, sin despegar ni durante
una fracción de segundo la mirada del dispositivo electrónico.
Dominic miró hacia su esposa, y ambos compartieron una mirada de
resignación. Dejó a la niña en el suelo y se acercó hasta la mujer de su vida.
La tomó por la cintura, se deleitó en el dulce aroma de su piel, combinado
con el de las especias de la cocina y el humo de la comida en el sartén, y
pensó que eso, ese momento exacto, era la felicidad en su estado más puro.
Entonces la besó, y durante los segundos en que sus labios se fundieron, el
resto del universo dejó de existir, sólo quedaron ellos dos. Como si fueran
dos adolescentes enamorados que no se ven desde hace años, y finalmente, y
tras una larga espera, se dan su primer beso. El beso terminó y ella echó la
cabeza un poco hacia atrás.
—¡Agh! —soltó el pequeño Diego —¿podrían hacer eso de besarse
cuando no estemos nosotros presentes?
Ambos rieron.
—La cena ya casi está lista, amor, lávate las manos mientras tanto. Todos
lávense las manos —los regañó Gabriela.
—¡Sí mamá! —contestaron al unísono Dominic y los dos niños, para
enojo de Gabriela.
La cena transcurrió sin contratiempos, con los niños divagando en el
celular de Diego, y Dominic perdido en la mirada de su esposa. Perdido en
esos ojos color esmeralda y en la selva dorada que era su cabello. Cada que la
miraba se sorprendía pensando que quizá todo era una ilusión, un dulce sueño
que se desvanecería con el chasquido de algún dios cruel. No podía creer que
él estuviera casado con la mujer más hermosa del mundo, que compartiera su
vida con ella. Pero no era sólo su belleza física lo que lo cautivaba; era la
forma en que se comportaba cuando estaba con sus hijos, la sonrisa sincera
que salía de sus labios cuando cocinaba, o la mirada tierna y cálida que
Gabriela le dirigía a los niños y a él mismo cuando miraban televisión todos
juntos. En ese momento, Dominic Callahan comprendió que aquella casa en
los suburbios no era un hogar por sí mismo; el hogar de Dominic Callahan
era el lugar donde se encontraran su esposa y sus hijos.
Pero había algo que lo perturbaba, algo que siempre estaba ahí
molestándolo en su conciencia, como picándole desde detrás de los ojos: las
visiones que tenía en sueños, visiones de fuego y sangre, visiones de un
futuro incierto, un futuro sombrío lleno de incertidumbre. También estaba el
recuerdo de aquel extraño hombre de negro que lo había visitado en la iglesia
la noche en que rescató a la gata. Por alguna incierta razón, esto lo perturbaba
de sobremanera, como si el hombre supiera cosas sobre Dominic que ni él
mismo conociera de sí mismo.
Pero decidió no pensar en todo ello; ahora no era momento de pensar en el
futuro, ni en las visiones, ni en extraños hombres elegantes hablando de
profecías y cosas más raras aún. Ahora era el tiempo de disfrutar a su familia,
de regodearse en su felicidad, de leerles un cuento en el cuarto de Diego,
hasta que Sara se quedara dormida y hubiera que llevarla cargando hasta su
cuarto.
Y después de eso, iría hasta su recámara, y ahí encontraría a Gabriela, su
sensual esposa, ya despojada del brillo de la maternidad. En la privacidad de
la alcoba, ella volvería a ser la mujer fiera de ojos ardientes y harían el amor
toda la noche, hasta que ya no pudieran más y sus cuerpos cansados —y
relajados— fusionados en un abrazo pasional, se sumieran en el más
placentero de los sueños.
El adversario (Parte 2)

Dominic Callahan tomó a Gabriela por la cadera, la estrujó con la fuerza


de una pasión desmedida, como si no la hubiera visto en años, y empujó su
miembro aún más fuerte dentro de ella, y siguió embistiendo mientras el
sudor resbalaba por su pecho. Sus rodillas hacían estremecer la cama. La
mujer, que se encontraba también arrodillada y en cuatro puntos, usó las
manos para recargarse en la cabecera de la cama y así poder sustentar las
anhelantes embestidas de su esposo. Ella gimió con vehemencia, con una
lujuria llena de ansia, cada gemido era un grito contenido que decía: dame
más.
No hablaban; después de tantos años juntos, las palabras ya no eran
necesarias entre ellos, ambos dejaban que sus cuerpos dijeran todo lo que
pudiera decirse. Dominic, ante un impulso incontrolable, le dio una fuerte
nalgada a su esposa. La nalga de ella se puso roja al instante. Gabriela soltó
un gritito combinado de dolor y un tipo de excitación animal que provenía de
la parte más antigua de su ADN. La nalgada pareció activar alguna parte
primitiva y animal de la mujer, quien comenzó a arremeter hacia atrás
fuertemente contra Dominic, moviéndose como si fuera una actriz porno, y
sin dejar de gemir de placer, hasta que Dominic bajó la velocidad de ambos.
La mujer confiaba en que las gruesas puertas de las habitaciones
amortiguarían el sonido y que nada se oiría en las habitaciones de los niños.
El hombre salió de ella, la tomó por atrás de los hombros e hincado como
estaba, la giró hacía sí. Gabriela, con su melena rubia revuelta y despeinada
sobre las sábanas, quedó acostada bocarriba. En sus ojos se reflejaba el más
puro placer, sus senos se abultaban sobre su pecho y se movían al ritmo
frenético de su respiración.
—¿Me extrañaste todo el día, verdad? —preguntó ella con coquetería.
Dominic le lanzó una juguetona sonrisa por respuesta. La llama furiosa de
la pasión bailaba en sus ojos. Entonces descendió sobre ella y la penetró con
furia animal, reprimiendo sus instintos humanos y racionales.
—Ahora te demostraré cuánto te extrañé, esposa —gimió él.
Gabriela se abrazó con las piernas a la espalda de su esposo, fusionándose
con él en un anhelante abrazo de piernas y brazos, y dejó que él tomara las
riendas de la situación, completamente extasiada y al borde del clímax. La
mujer comenzó a gemir en el oído de Dominic, sabía cuánto lo excitaba esto,
y tenía la intención de llevarlo al límite de la excitación. Le susurró unas
palabras que nada tenían de tiernas y notó como a él se le erizaba la piel de la
espalda. Entonces ella lo tomó a él por el trasero y lo apretó aún más contra
sí. Ella elevó su cuerpo, apretándose con fuerza al de Dominic y se separó
unos centímetros de la cama. El hombre, embriagado por las sensaciones de
placer que su esposa le producía desde todas direcciones, cruzó ese umbral de
no retorno, ese al que entran los hombres cuando la excitación sexual llega a
su punto más alto y ya no pueden volver atrás. Durante breves segundos, su
cuerpo se convulsionó con más fuerza, un escalofrío eléctrico tiró de su
espalda, muslos, pantorrillas y pies, y dotó sus embestidas de mayor fuerza y
velocidad.
Gabriela sintió a su esposo llegar a ese punto máximo de clímax, y cuando
el ritmo de él se aceleró, ella se abandonó a su lado animal y se dejó llevar
junto a él, llegó al orgasmo máximo justo cuando sentía la semilla de su
esposo derramarse en su interior. Un placer cegador le nubló la vista, sus
piernas se abrazaron con más vehemencia al cuerpo de su hombre y dejó que
las cientos de descargas eléctricas recorrieran su cuerpo, descargas que iban
desde su punto G y, como las ondas en un estanque al caer una piedra, se iban
extendiendo por todo su cuerpo.
Ambos perdieron fuerzas al mismo instante, el orgasmo los dejó
extasiados, pero también extenuados y gimoteantes. La mujer se dejó caer
nuevamente sobre la cama, aún con las oleadas de placer llegándole desde
todas direcciones de su cuerpo, como si rebotaran dentro de su piel antes de
resignarse a morir. Dominic se dejó caer sobre ella, cuidando de recargar
parte de su peso en las rodillas sobre la cama y no sólo en su mujer.
—Eso fue...¡Wow! —dijo él.
—Te amo —lo interrumpió ella.
Dominic levantó la cabeza, el cabello castaño pegado a su frente le
causaba cosquillas. La luz de la calle que se filtraba por su enorme ventana le
permitía ver con toda claridad los bellos ojos de su amada. La miró fijamente
a esos ojos tan verdes y vio su alma, atravesó más allá de la apariencia física
y presenció el mismo sentimiento que debía haber en los suyos propios.
—Jamás te voy a abandonar —declaró.
—Yo lo sé —asintió ella —. Yo lo sé.
La mujer abrazó a su esposo con fuerza y con una solitaria lágrima en los
ojos se aferró a él, deseando que las cosas jamás tuvieran que cambiar.
Dominic por su parte sintió algo que llevaba diez años conociendo. Se
sentía como el hombre más afortunado sobre la faz de la Tierra. Tenía todo lo
que cualquiera podría soñar.
Y eso sólo hacía que sus visiones sobre el futuro lo aterraran aún más.
El Adversario (Parte Final)

10 años después

El solitario hombre entró a través de las inmensas puertas dobles. Unas


puertas tan antiguas, que habían visto imperios ascender y caer durante toda
su existencia. Pero ellos no, los Hijos de Set se mantenían inamovibles.
Inmutables al paso del tiempo. Su misión siempre había sido, y seguiría
siendo la misma.
El hombre iba vestido de negro de los pies a la cabeza, como correspondía
a un guerrero. Aunque oficialmente aún era un aprendiz, ya que apenas en ese
momento lo ordenarían oficialmente como guerrero. El cabello castaño lo
llevaba corto y peinado hacia arriba, con lo que daba una imagen más
intimidante.
El Consejo lo esperaba pacientemente mientras caminaba por la inmensa
sala bajo un techo abovedado de casi diez metros de altura. Los diez hombres
ya entrados en años, estaban sentados en el mismo extremo de la mesa
alargada, todos viendo hacia la entrada.
—Dominic Callahan —pronunció con solemnidad uno de los hombres del
centro, el que ostentaba mayor poder, el cabello entrecano dejaba a la vista
una prominente frente —. Hoy oficialmente te unes a nuestra orden ¿Crees
ser merecedor de esto? Y más importante aún ¿estás dispuesto a dedicar tu
vida al cumplimiento de la misión de la orden, aunque esto incluso represente
que pongas tu vida en peligro?
Dominic guardó un solemne silencio, con los labios fuertemente
apretados, conocedor del protocolo, no interrumpiría hasta que el hombre
terminara de hablar. Sus ojos, fijos en el suelo de mármol grisáceo, eran dos
rendijas inexpresivas y su rostro era duro, carente de expresión, como si se
tratara de un experimentado soldado romano. Así pues, el hombre prosiguió.
—¿Estás dispuesto a cumplir con los votos de la orden y hacerlos tuyos?
—No sé si sea merecedor —contestó Dominic alzando la vista, con una
determinación áspera brillando en sus ojos —lo que sí sé es que los vampiros
arruinaron mi vida. Y sé que voy a dedicar hasta mi último aliento, hasta mi
última gota de vida, para ver que dejen de existir, para asegurarme de que
desaparezcan para siempre de la faz de la Tierra. Y por lo otro, no me
importa poner en riesgo mi vida, no tengo ya nada que perder, además, todos
nos tenemos que morir de alguna forma, ¿no?
>>Los votos de la orden ya son los míos desde el día en que ellos
decidieron jugar con mi vida como si fuera una partida de ajedrez, desde el
momento en que ellos —la voz se le entrecortó, la garganta se le cerró, y las
lágrimas amenazaron con aflorar en sus ojos. Pero mantuvo a raya los
sentimientos y prosiguió —...desde el momento en que ellos mataron a mi
familia.
Un silencio pesado y casi palpable se extendió por la inmensa estancia. El
líder del Consejo se puso en pie y rodeó la mesa para ir al encuentro de quien
sería el nuevo Guerrero de la Orden. Tomó un objeto alargado de la mesa,
que iba envuelto en un paño, y lo llevó consigo.
Callahan puso la rodilla en el suelo, pero no bajó la mirada (como era
protocolario), sino que la mantuvo fija en el hombre. A éste pareció divertirle
secretamente esta clase de rebeldía por alguien que aún no formaba parte
oficial de la Orden. Dejó caer al suelo el paño que cubría el objeto que
cargaba con ambas manos, revelando así lo que llevaba: una espada
enfundada.
Sacó la espada de la funda, dejando ver una destellante y soberbia hoja de
doble filo que fulguraba con el reflejo de la llama de las antorchas
empotradas en las paredes. La empuñadura, con inscripciones grabadas en
ella, era igual de imponente. Posó suavemente la hoja de la espada en el
hombro derecho de Dominic, y luego en el izquierdo, tal como hacían los
ingleses al ordenar a un Caballero (quienes habían tomado de la Orden esta
tradición), en un acto que era tan antiguo como la misma Orden, desde que
Set, el primer cazador de vampiros había armado a su primer Guerrero en las
profundidades del bosque, alejado de la protección de dios y a merced de los
demonios y demás criaturas que pululaban libremente por la Tierra en
aquellos tiempos ancestrales.
—Dominic Callahan, te arrodillaste como un simple mortal, y ahora, te
levantarás como un Guerrero de la Orden de Set. Que la sabiduría de nuestra
Orden milenaria guíe tus pasos e ilumine tus noches —recitó el anciano.
—Así sea —entonaron los demás.
El entrenamiento para llegar ahí había sido arduo y doloroso, lleno de
sangre y sudor, pero ahora Dominic veía todo su esfuerzo recompensado.
Finalmente podría salir al mundo real y comenzar a buscar la venganza que
su corazón tanto anhelaba.
—Ahora, puedes ponerte de pie, Guerrero —dictaminó el anciano.
Dominic así lo hizo. Era un poco más alto que el hombre, sin embargo éste
tenía algo en su semblante, en sus ojos, que lo hacía imponente. El hombre
extendió la espada hacia Callahan, quien la miró dubitativo.
—Esta espada de plata, junto con todos los secretos de la Orden, son ahora
tuyos para que los uses y aniquiles a nuestros enemigos
—Esa espada luce impresionante —dijo Dominic sorprendido— ¿Pero no
es algo arcaico matar a los vampiros con una espada? No creo poder andar
por la ciudad con una espada colgando a mi espalda.
—La plata, como bien sabes, es una de las debilidades de los vampiros —
dijo el anciano —, si bien no es mortal, una herida infligida con este material,
causa en los vampiros los mismos estragos que una espada normal causaría
en ti o en mí, ya que los efectos regenerativos de las células de los vampiros
han demostrado ser ineficientes ante este material. Pero no te preocupes, la
espada es sólo parte de nuestra tradición, las pistolas junto con sus
respectivas balas de plata ya te están esperando en tus aposentos.
Dominic asintió con gesto grave, asimilando la enormidad de su misión y
el riesgo que ésta conllevaba. Dio media vuelta, una vez más siguiendo el
protocolo, dispuesto a marcharse.
El hombre le habló, y Dominic se detuvo en seco y se volvió a girar hacia
él.
—Guerrero, los vampiros como los entendíamos han dejado de existir, ya
no son lo mismo. Han evolucionado. Te digo esto, porque es necesario que
comprendas lo peligroso de tu búsqueda de venganza.
Callahan asintió nuevamente, entrecerró los ojos, pero no respondió. El
hombre continuó.
—Ya no son sólo vampiros a quienes nos enfrentamos. A sus filas se han
unido antiguos ángeles caídos, muchos de ellos. Cualquiera de ellos tiene el
poder de cien vampiros juntos. Nos enfrentamos al peligro más grande que la
raza humana haya visto jamás. Los días más oscuros de la humanidad están
próximos, hermano.
—Gracias por la advertencia —respondió Callahan.
El anciano asintió, y sin mediar palabra, ambos supieron que la ceremonia
había llegado a su fin.
Dominic Callahan dio media vuelta, atravesó las enormes puertas dobles y
estas se cerraron tras de él, mientras que Dominic, con la decisión grabada en
sus ojos, caminaba hacia un destino incierto.

Fin de la Tercera Parte


Epílogo

Su mente se llenó de una sucesión de imágenes, como un cielo bañado de


estrellas fugaces. Los rostros de todas aquellas personas a quienes había
seducido, intimidado o engañado para que voluntariamente fueran peones, o
menos que peones, en el tablero de ajedrez gigante en el que Lucifer había
convertido el planeta Tierra.
Nolan Reed, el agente Shepard, Samael, Hyun Park, los vampiros nuevos,
los viejos como Gabriel, Miguel, Athiara, Kiara o Eliana; todos ellos
desfilaban de manera macabra por su mente.
Se miró las manos: aún en medio de esa enorme estancia —en la que hace
pocos momentos acababa de arrebatarle sus poderes a Samael—, iluminada
únicamente por la chimenea del fondo, podía verlas con total claridad y
nitidez, como si en vez de estar en penumbras, se encontrara bajo el manto
del día más soleado. Su visión, al igual que sus poderes, estaba
extraordinariamente agudizada. Una piel perfecta se extendía por sus palmas
completamente lisas, ya que al no ser mortal, la línea de la vida marcada en
las manos de los mortales era innecesaria en su estructura genética.
Sentía el poder recorriendo su cuerpo, como una electricidad vigorizante,
como si estuviera teniendo un orgasmo y bebiendo la sangre de cien vírgenes
al mismo tiempo. Se sentía invencible, y sabía de buena mano que lo era. No
existía en el mundo vampiro capaz de igualarlo en fuerza, velocidad y
agilidad. Nadie podía detenerlo. O quizá sí...
Los únicos vampiros capaces de igualarlo en fuerza, o incluso quizá
superarlo, eran los antiguos que vivían en las profundidades de las
Catacumbas de París. Pero era improbable, por no decir imposible, que
alguno de ellos se levantara. Eran seres que ya habían renunciado a su
inmortalidad, seres que lo único que anhelaban era el Olvido, desaparecer
para siempre, volverse espíritus y fundirse en la Nada. E incluso si se diera el
caso remoto de que despertaran, Lucifer dudaba que fueran a interesarse por
las trifulcas que los vampiros en la superficie, por encima de ellos, estuvieran
disputando, y mucho menos que se tomaran la molestia de intervenir o tomar
bandos. No, los Antiguos no eran una amenaza por la cual preocuparse.
Pero aun así, la leyenda del primer vampiro aún perduraba, la leyenda de
un vampiro tan poderoso que sólo con su pensamiento, y con el poder de su
ira, había sido capaz de exterminar casi por completo a todos los vampiros
que en la antigüedad caminaron libremente y a sus anchas. Pero el último
bebedor de sangre en ver en persona al primer Vampiro, a Caín, había sido
Enoch. Después, Caín parecía haberse esfumado para siempre, nadie había
vuelto a verlo o a saber de él. Todo lo que Lucifer conocía sobre Caín, es lo
que había visto a través de la sangre de Enoch. Y sólo recordar eso, la
aniquilación de una especie a manos de un solo vampiro, era suficiente para
provocar un ligero escalofrío de temor reverencial en la columna de Lucifer,
quien se autoproclamaba el Vampiro más poderoso sobre la faz de la Tierra.
Y ese temor que sentía ante el nombre de Caín, no hacía sino aumentar el
odio causado por la deserción de Samael, el ángel a quien tenía en mayor
estima, y su traición al unirse a los Hijos de Caín. Pero Lucifer desechó todo
este tipo de pensamientos con un movimiento de cabeza, como restándole
importancia. Aún y cuando Caín siguiera vivo, lo más probable es que en
estos momentos no fuera más que una estatua carente de vida, no muy
diferente a los Eternos en las catacumbas.
El fuego crepitó en la chimenea, las sombras danzaron por el salón como
viejos fantasmas que celebraran un baile medieval, Lucifer dobló ligeramente
las rodillas, tomando impulso, y brincó hacia el techo. Sus manos se
adhirieron al instante, y después pegó también sus pies a la superficie del
techo, quedando colgado de éste, a decenas de metros del suelo, como si
fuera una araña. En esa posición, prosiguió con su línea de pensamiento.
Se obligó a sí mismo a recordarse lo poderoso que él era, las cosas que era
capaz de lograr, pensando en la facilidad con que había creado las
proyecciones astrales con las cuales había conseguido engañar a personas
como el agente Shepard o a Nolan Reed para que fueran parte de sus planes,
y lo ayudaran a traer sobre la faz de la Tierra la primera fase del Apocalipsis,
sin siquiera salir de esta habitación. Podía también leer las mentes de
vampiros poderosos con la misma facilidad que si se tratara de simples
mortales. No había nada que le estuviera vedado, tenía acceso y control total
a todos y cada uno de sus poderes vampíricos.
Pero aún quedaba un asunto pendiente. Una persona que lo inquietaba de
la misma forma (aunque no con la misma magnitud) que pensar en Caín. El
ministro. El único hombre capaz de plantarle frente a los ejércitos y hordas de
vampiros de la hija de Lucifer en un futuro cercano. El hombre como tal no
lo preocupaba, ya que no era más que un simple mortal, sino la fe
inquebrantable de este en una fuerza superior que nada tenía que ver con
dios. Una fuerza que Lucifer sospechaba había creado, de hecho, todo cuanto
existía en el Universo, dios incluido.
A través de la historia, habían existido hombres similares, que usando
simplemente su fe, fueron capaces no sólo de enfrentarse a vampiros en plena
noche, sino también de matarlos, usando generalmente artilugios de tipo
religioso o supersticioso que se convertían en los depositarios de su fe en
aquella misteriosa entidad...
Súbitamente, el lejano olor de la sangre inocente inundó de pronto sus
sentidos, distrayéndolo de cualquier otra cosa en la que pudiera estar
pensando. Alguien, en algún lugar del planeta, estaba realizando un ritual de
sangre para invocarlo. El ángel caído era ahora tan poderoso que ya no sentía
el Hambre, ya no necesitaba de sangre para sobrevivir, aun así, cuando sus
fosas nasales se vieron embargadas por un olor de tal dulzura, no pudo evitar
que su estómago se estremeciera ante tanta sublimidad.
Lucifer descendió con gracia al suelo y esbozó una enorme sonrisa.
Dios estaba ausente del mundo actual, completamente indiferente al
sufrimiento que sus "hijos" pudieran sufrir a manos de Lucifer; los humanos
estaban completamente a la merced del ángel caído.

Finalmente la chica sabía cómo invocarlo. Su príncipe oscuro finalmente


llegaría.
Se encerró en el baño, con la frente sudorosa, y se miró al espejo. Una
joven de veintisiete años, pero con la mirada sabia de una mujer mayor, de
cabello negro como una noche sin estrellas, le devolvió una melancólica
sonrisa. Llevaba un camisón ligero, y debajo de él sólo su cuerpo desnudo.
Tal como dictaban las leyes del sacrificio.
Sólo una virgen podía llevar a cabo el ritual, sólo una virgen podía
invocarlo.
Abrió la cajonera escondida detrás del espejo, tanteó durante breves
segundos hasta que encontró lo que buscaba. Frío como sólo el metal era
capaz de serlo, ahí estaba, el utensilio que le permitiría realizar el ritual.
En el antiguo libro de su madre, decía que Él era como un tiburón, podía
oler la sangre, y era atraído hacía ella. Y no había nada más incitante, más
excitante para los de su especie que la sangre joven, sobre todo si era la
sangre de una joven mujer que jamás hubiera sido desflorada. Por eso para
los rituales, en la antigüedad, cuando la gente los consideraba dioses, siempre
usaban sangre de las jóvenes vírgenes.
Ella había aprendido mucho leyendo aquel grueso libro empolvado, en el
cual venían prácticamente todas las especies de demonios, monstruos y
demás criaturas nocturnas de los que las brujas hubieran tenido noticia en
algún punto de la historia. Si sus tías la vieran ahora, y pudieran ver el uso
que le había dado a ese libro tan sagrado para cualquier bruja, probablemente
estarían cuando menos escandalizadas, sino es que furiosas y al borde de un
infarto.
Pero a ella sólo le importaba un tipo de demonio nocturno: aquél que se
alimentaba de sangre, y con quien ella soñaba. Aquél que era el primero de su
especie, quien antes de ser el bebedor de sangre, había sido el ángel
iluminado, quien había intentado llevar el conocimiento al resto de los
ángeles, y el que había pagado su atrevimiento, su "afrenta" a dios, con una
eternidad de sufrimiento en las profundidades del infierno, en el círculo más
asfixiante de éste, condenado a mirar por siempre su reflejo. El reflejo del
monstruo en el que dios lo había convertido.
Pero no ahora, ahora él caminaba libremente por la Tierra, vagaba por ahí
en el cuerpo de un bebedor de sangre, solamente capaz de deambular cuando
la luna estuviera alta, y esconderse en cuanto el sol comenzara a tomar su
lugar en el firmamento. Ella lo había rechazado, se había opuesto a su
destino; pero ahora finalmente lo aceptaba.
Así que había leído e investigado. Había devorado prácticamente todo
aquel antiguo libro en tan sólo unas pocas noches, hasta que finalmente había
llegado a la conclusión de que esa fina hoja de metal afilada que sostenía
entre los dedos, tras desarmar el rastrillo de afeitar, era el método más
infalible que tenía para invocar a su futuro esposo. Las escrituras lo decían y
ella replicaría los antiguos rituales: la sangre fresca de una virgen moribunda,
sería algo tan apetecible, tan tentador, que ningún bebedor sería capaz de
resistirlo. Sólo esperaba que su Príncipe Oscuro llegara antes que algún otro.
Su Príncipe en el Exilio.
Pero ella confiaba, tenía que hacerlo.
Apagó la luz, se sentó en el frío suelo, se recargó contra la pared, inhaló
fuertemente, con los ojos cerrados, y reunió valor. Llevó la hoja de la navaja
a su muñeca. Pegó la punta contra la piel, presionó un poco, hasta que la
blanca piel dejó salir una fina gota de sangre. Entonces susurró las palabras,
pronunció el conjuro envuelta en las tétricas sombras que se colaban por
debajo de la puerta y a través de la ventana que daba a la calle, y entonces
deslizó con fuerza la navaja hacia abajo, hacia la parte interna de su codo.
Su piel no opuso resistencia. Se abrió al paso del metal con la misma
facilidad en que el Mar Rojo se había abierto para Moisés. Y entonces vino la
sangre. El segundo en que tardó en salir, le pareció a la chica una eternidad,
como si ahora pudiera ver todo en cámara lenta. Pero cuando el torrente rojo
llegó, la sensación fue abrumadora, avasalladora. Y con ella vino la fría
certeza de saber que la vida se te estaba saliendo del cuerpo, que se escapaba
de ti.
Intentó mantenerse alerta, pero la vida, junto con sus poderes, se le estaba
yendo como agua por entre los dedos. Pronto sus párpados comenzaron a
cerrarse, los sentía como si fueran de piedra, luchaban contra ella,
rindiéndose ante la dulce paz, el dulce regocijo del último descanso, el
descanso máximo y eterno.
Antes de que sus ojos terminaran de cerrarse, alcanzó a ver una silueta a
través de la bruma de la inconsciencia, una figura alta recortándose bajo el
quicio de la puerta. La forma habló, dijo algo, pero a la chica moribunda le
resultó incomprensible. No comprendió las palabras, sólo percibió un tono
sibilante en su voz, quizá incluso burlón. Después, el velo negro de la
inconsciencia cubrió sus ojos y la Nada se apoderó de sus sentidos.

Fin del Libro I


ACERCA DEL AUTOR

Nacido en 1990 y tras crecer en pleno auge de la era digital, Jorge


Balderas Gálvez ha sabido plasmar a la perfección en algunas de sus obras
los miedos ocultos que la sociedad moderna tiene hacia las posibilidades de
la tecnología y los conflictos bélicos que esta puede desencadenar. También
sabe moverse en las aguas de la Fantasía y el Erotismo como si fuera un pez
nacido en ellas.
Al haber pasado prácticamente toda su adolescencia acompañado por nada
más que sus fieles compañeros los libros, llegó un punto en que las historias
que leía o veía en el cine ya no le eran suficientes, y empezó a crear las
propias, algo que ya hacía desde pequeño, pero a lo que no se dedicó de
manera seria sino hasta que tuvo 16 años, cuando decidió que su camino era
el de las letras.
Actualmente cuenta con 5 novelas terminadas. Una de las cuales está por
salir bajo contrato de Co-Edición con una editorial en México.

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